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Un Comentario Estilístico
Sobre "el Chiflón
del Diablo"
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Revista A T E N E A / Separata del N.° 386
JULIO DURAN CERDA
UN COMENTARIO ESTILISTICO
S O B R E "EL C H I F L O N DEL
D I A B L O "
*E1 texto que manejamos corres- Chile, 1917, en que "El Chiflón del
ponde al de la segunda edición, con Diablo" —así como los otros siete
Introducción de Armando Donoso, cuentos de la edición de 1904— mues-
Editorial Chilena, Imprenta Univer- tra significativas variantes.
litaria, Bandera 130, Santiago de
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tentan su valor real. Echémosle una mirada, a la luz de los elementales
instrumentos estilísticos en boga, y observemos cómo se ha arreglado el autor
para conseguir un cuento perfecto.
Emplearemos el método estilístico más general.
Suponemos un lector dispuesto a ponerse en contacto con una obra artís-
tica con el mero propósito de procurarse un goce estético: sin afán crítico, ni
científico, ni filológico, ni historiográfico, ni doctrinario. Un lector común y
corriente, con el bagaje normal de una persona dotada de una cultura gene-
ral y de sensibilidad. Suponemos, también, un creador, un autor consciente
de su función, que ha organizado un material tomado de la experiencia, es
decir, una realidad que ha asimilado en su yo, conforme a sus naturales y
personalísimas condiciones de artista. Ese material nos lo va a comunicar a
través de una determinada forma literaria que llamamos cuento, una forma
narrativa de breve extensión, que puede ser contada o leída o escuchada en
una sola sesión. Suponemos, además, que ese material (significado, es el tér-
mino con que se le designa), no es un simple sistema de ideas y conceptos
propios de un informe técnico, sino un acervo amasado en el alma del crea-
dor con todos los jugos y fermentos de su yo, en los cuales damos por des-
contado el predominio de lo afectivo, lo imaginativo sobre lo puramente in-
telectual. Suponemos, finalmente, una serie de medios lingüísticos que permi-
ten expresar con eficacia esos complejos contenidos y la rica gama de sus
matices; es lo que los teóricos denominan significante.
Dámaso Alonso —una de las autoridades de mayor nota en la estilística
hispana— afirma que la creación literaria es el punto de unión del significan-
te y el significado; y luego, textualmente: "Cada vez que se produce ese má-
gico engranaje, se revive, se vivifica el momento auroral de la creación poé-
tica; sí, en cada lector se opera el milagro (en dirección inversa a la de la
creación)". (Poesía Española. Ensayo de métodos y límites estilísticos. 3*
edic., Ed. Gredos, Madrid, 1957, p. 121) .
En última instancia, el método que aplicaremos en este comentario sobre
El Chiflón del Diablo, se reduce a efectuar la misma grata labor que siempre
realiza el lector, esto es, seguir el movimiento inverso que ha hecho el autor
cuando crea: ir del significante (el texto) al significado (los contenidos).
Nuestro trabajo ahora consistirá en el intento de desentrañar las generosas
vetas —no siempre claramente explícitas— que conllevan cada uno de esos
complejos factores, y sorprender esa mágica chispa que brota "en el punto
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de unión del significante y el significado", momento supremo de la creación
de arte.
El cuento de Baldomero Lillo constituye, pues, un significante. Procuremos
remontarnos hacia su significado.
El título ya nos pone en la pista de una tónica popular y trágica. Chiflón
es un americanismo de evidente estirpe popular, que significa: canal subte-
rráneo, socavón formado naturalmente, por el que circulan violentas co-
rrientes de aire, que producen chiflidos; chiflar es un arreglo onomatopéyico
de silbar. Todos los chiflones son caprichos ciegos de la acción de la natura-
leza; a su precariedad está asociado lo imprevisto, la inminencia de la muerte.
Pero el autor no quiere dejar la menor duda acerca de las posibilidades de
estos factores funestos, y para ello agrega la determinación del diablo, que
vigoriza la idea de lo fatal e inevitable.
Ya la imaginación está encauzada hacia un mundo de oscuras oquedades
que tienen, al mismo tiempo que la gelidez estática de la tumba, el dina-
mismo incontrolable del torbellino exterminador, negador de la vida.
Sin soltar esta hebra segura, se inicia el cuento con este párrafo gris:
Otro apoyo a estas aseveraciones: el lector puede inferir, sin mayores ex-
plicaciones, el descuido altamente perjudicial para los intereses del obrero,
el régimen de contabilidad en la producción y rendimiento de cada trabaja-
dor con el empleo precario de los tantos o señales, procedimiento que podía
permitir inicuos escamoteos, como se deja entrever en El Pago. Una empresa
carbonífera de la importancia que ya tenía la de Lota, era un trasunto del
estado general del país.
—Sea Ud. franco, don Pedro, y diganos de una vez que quiere
obligarnos a que vayamos a trabajar al Chiflón del Diablo.
El viejo ha aflojado la tensión torturante, enfocando el asunto con el
recurso de la llaneza. También sabe tratar a los hombres, de algo le sirven
los años. En la trastienda de nuestra conciencia sentimos que Cabeza de
Cobre admira la valentía y la sabiduría de su viejo compañero. Ya es digno
de admiración por el hecho de atreverse a interpelar al capataz. Ahora la
admiración del muchacho ha crecido de punto.
El conminarlo de que sea franco entraña, al mismo tiempo que un desen-
mascaramiento, un reproche, una acusación por su hipocresía y por su falta
de coraje, a pesar de la autoridad de que está investido; pero, de inmediato,
compensa ese tono agresivo-socarrón, con el afable y familiar vocativo don
Pedro, y con el diganos de una vez, cuyo valor es: denos de una vez esa
mala noticia que usted tan piadosamente nos calla.
120 ATENEA / Un comentario estilístico sobre **El Chiflón del Diablo"
El capataz, cogido en lo mejor de su juego, salta como una fiera aguijo-
neada —se irguió en su silla— y luego, indignado, vomita su furia, respal-
dándose, como siempre, en los designios de la Compañía, y abruma a los
obreros. Hay algo que lo ha hecho dar un respingo de cólera. No es el
hecho de que lo acusen de poco franco, porque eso en cierto modo lo fa-
vorece. Veamos dónde está ese aguijón.
Quiere obligarnos, ha dicho el obrero. El capataz sabe, mejor que nadie,
que los mineros están obligados a trabajar en donde la Empresa determine
y en lo que sea, si quieren subsistir; están obligados por la amenaza del
hambre, el acicate más poderoso para mover cualquier voluntad. El ha sen-
tido que lo han sorprendido jugando impunemente con esta arma de poder
incontrastable. Es lo que más le ha dolido. Un impulso subconsciente lo
hace imponerse a la situación, lanzando toda la carga de su autoridad y
todo el peso de la Compañía para aplastar toda duda en los obreros y toda
debilidad personal. Aquí no se obliga a nadie. Ni a él mismo. Es que ese
impulso emana de su antigua condición de obrero servil que se ganó la vo-
luntad de sus jefes y lo trajo a su actual puesto de prominente capataz,
donde está obligado a ser ciego apéndice de la Compañía y, por lo tanto,
tratar duramente a sus ex compañeros de miserias.
Su marido y dos hijos muertos, uno tras otro, por los hundi-
mientos y las explosiones del grisú, fueron tributo que los
suyos habían pagado a la insaciable avidez de la mina. Sólo le
restaba aquel muchacho, por quien su corazón, joven aún, pa-
saba en continuo sobresalto.
126 ATENEA / Un comentario estilístico sobre **El Chiflón del Diablo"
María, madre de los ángeles sacrificados, su marido y todos sus hijos muer-
tos, víctimas de la mina devoradora; madre de este joven que —como Cristo,
hijo de María— lo presentimos el elegido entre los demás, para ser conducido
a la inmolación.
María de los Angeles, además, representa la oposición o antítesis del capa-
taz. Ella, toda humana bondad, corazón a flor de piel, cariño, suavidad y
nobleza. El capataz, símbolo de la Empresa, insensible, inhumano, imperso-
nal. Ambos son seres elementales, hechos de una pieza, como son casi todas las
criaturas de Baldomero Lillo y las de la mayoría de los autores de su gene-
ración. Esta elementalidad en el tratamiento de los personajes, su medio, sus
problemas y costumbres que caracterizó a los escritores de la generación de
1900, ha sido el flanco más vulnerable a las consideraciones criticas de que
ha sido objeto toda aquella promoción, máxime cuando se la parangona con
los contingentes posteriores, más evolucionados y de más proteica elabora-
ción. Pero en el caso particular de El Chiflón del Diablo, no debemos perder
de vista el hecho de que el autor está más empeñado en organizar y comuni-
car un acontecimiento que en analizar personajes. De aquí que para la
consecución de su finalidad le baste presentarlos sólo en sus perfiles fun-
damentales.
Este contraste de elementos —recurso de tan antigua tradición en todas las
formas literarias—, es otro de los instrumentos que Lillo maneja con gran
eficacia y expedición. Ya lo hemos advertido en el empleo que hace de los
colores: el rojo nítido del muchacho y el blanco puro de la madre, contras-
tando violentamente en el fondo sucio y gris del marco escénico.
Con motivo del desarrollo de la presentación del ambiente cotidiano de la
población obrera, el autor juega con una serie de golpes de contraste, que
prestan gran agilidad y verismo a la descripción. Y luego que todo ese
mosaico está orientado a incrementar la información y a apretar la tensión
del peligro planteado.
La primera oposición que se establece es la conciencia que, por un lado,
posee Cabeza de Cobre del problema que gravita sobre ambos personajes;
él sabe que si sucumbe algún día —que no puede ser muy lejano—, su madre
también morirá, ya sea de hambre, ya por su propia decisión: él era el único
lazo que la sujetaba a la vida. En contraste con esta situación está la total
ignorancia de ella acerca de la existencia de tan tremenda amenaza:
Mientras la madre daba la última mano a los preparativos de
la cena, el muchacho, sentado junto al fuego, permaneció silen-
cioso, abstraído en sus pensamientos.
Julio Duran Cerda 127
En aquella habitación hay silencio, un prolongado silencio, matizado por
últimos trajines de María de los Angeles, antes de la cena. Brilla el fuego,
que ni siquiera chisporrotea, porque, indudablemente, lo que arde en el
calderillo es carbón de piedra, que carece de llamas crepitantes.
Pues bien, este silencio iba a ser interrumpido por la madre, impulsada
por una vaga intuición, e iba a tocar el tema candente; no sabríamos decir
cómo se habría arreglado el muchacho para salir del paso. Pero el autor
acude a un expediente mucho más novedoso, de más fina elaboración, y que
permite un progreso considerable en el relato y una amplificación del cuadro,
proyectando nuestra atención hacia el exterior. El silencio es interrumpido
por la llegada imprevista de una vecina, la joven esposa de un barretero ac-
cidentado, precisamente en el Chiflón del Diablo. De las diversas ocupacio-
nes de una mina, la de barretero es la de mayor riesgo; eso lo sabemos por
las informaciones que nos suministran otros cuentos del autor; el barretero
es el que trabaja con la barreta perforadora y el mazo de mango corto, con
que agujerea el manto carbonífero para colocar en el orificio la carga de
dinamita. Es como decir el frente mismo de batalla, la línea de fuego. Fuera
de los derrumbes que pueden producirse mientras se trabaja, están los des-
prendimientos del explosivo grisú. Del diálogo sobre el estado en que
quedó el accidentado, se infiere que de allí difícilmente se sale con vida:
—Me dijeron que no tenía derecho a nada, que bastante ha-
dan con darnos el cuarto; pero que si él se moría, fuera a buscar
una orden para que en el despacho me entregaran cuatro velas
y una mortaja.
Este hombre inutilizado y con posibilidades de fallecer pronto, es uno de
los que dejó la vacante que desde la mañana ocupa Cabeza de Cobre. Y para
cerrar la escena, deprimente de por sí, María de los Angeles acentúa el con-
traste, haciendo explícitos los recónditos pensamientos del joven:
... yo no podría vivir si trabajaras allá; preferiría irme a
mendigar por los campos. No quiero que te traigan un día como
me trajeron a tu padre y a tus hermanos.
Una vez más se observa la ventaja del empleo oportuno del diálogo, como
instrumento agilizador y de rendimiento.
A continuación, nos topamos con un contraste elaborado en planos más am-
plios. El autor ha terminado la exposición de los antecedentes, los personajes,
el conflicto. Todo está a punto para el golpe final, que, desde este momento,
comienza a preparar gradual y cuidadosamente:
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Cuando una hora después de la partida de su hijo, María de
los Angeles abría la puerta, se quedó encantada con la radiante
claridad que inundaba los campos. Hacía mucho tiempo que sus
ojos no veían una mañana tan hermosa. Un nimbo de oro cir-
cundaba el disco del sol que se levantaba sobre el horizonte,
enviando a torrentes sus vividos rayos sobre la húmeda tierra,
de la que se desprendían por todas partes azulados y blancos
vapores. La luz del astro, suave como una caricia, derramaba un
soplo de vida sobre la naturaleza muerta. Bandadas de aves cru-
zaban, allá lejos, el sereno azul, y un gallo de plumas torna-
soladas, desde lo alto de un montículo de arena, lanzaba un
alerta estridente cada vez que la sombra de un pájaro deslizá-
base junto a él.
Pocas veces en los cuentos de Lillo aparecen estallidos de una atmósfera tan
luminosa y transparente. Es el remanso precursor. Mucha luz, aire y vida;
amplios horizontes azules; mucho color radiante, aves que vuelan y la
estridente y alegre nota sonora puesta por un gallo de plumas de vivos colo-
res. El sol avanza a lo más alto del cielo. Toda la naturaleza vibrando en su
plenitud vital.
Pero ese poderoso y maravilloso orden universal es quebrado de improviso
y derrumbado:
El cadáver, tomado por los hombros y por los pies, fue coloca-
do trabajosamente en la camilla que lo aguardaba.
Para que no quede ni la más leve sombra de duda acerca de la identidad
legal del muerto, está el testimonio concluyente de su propia madre. Al ser
colocado en la camilla, se ha descubierto el rostro, y sólo ahora la madre
recibe el convencimiento irrebocable de su desdicha:
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