Ob Tie Near Chivo

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 30

fliununniiuniinnnifi

ac
Ü
Í

JULIO DURAN CERDA

Un Comentario Estilístico
Sobre "el Chiflón
del Diablo"

rlrJrJIrJrJrJrlrJrJrJrJrlrJg
Revista A T E N E A / Separata del N.° 386
JULIO DURAN CERDA

UN COMENTARIO ESTILISTICO
S O B R E "EL C H I F L O N DEL
D I A B L O "

E L CHIFLÓN DEL DIABLO, de Baldomero Lillo, que integra el volumen Sub


Terra, 1904*, ha llegado a convertirse en el cuento más característico del tema
minero en Chile, en el más famoso del autor y en un modelo del género. Así
lo han entendido también los antologistas nacionales y extranjeros que han
difundido el conocimiento de la pieza por los ámbitos del continente.
En verdad, es un excelente cuento. Su lectura jamás defrauda. Coge el inte-
rés del lector desde un comienzo; suspende el ánimo en cada una de sus
variadas partes y, terminada la lectura, constatamos estar frente a una ver-
dadera unidad artística, de densos contenidos y de armoniosa y sencilla for-
ma. Nos emociona hondamente y nos hace, al mismo tiempo, ver más claro
— a través de peripecias vitales convincentes— una realidad social determina-
da. Todo ello se nos graba en la conciencia con una fuerza y una nitidez
indelebles. Es de ese tipo de cuentos que, después del primer contacto con
él, podemos reproducirlo y contarlo de nuevo sin omitir nada esencial.
El Chiflón del Diablo, en suma, posee todas las condiciones de variedad
y de unidad propios de una cabal síntesis artística, que permiten calificarlo
como una pequeña obra maestra.
Ha pasado más de medio siglo de su publicación, en el transcurso del
cual se ha venido acrecentando el prestigio de este cuento extraordinario.
No sería vano intento, entonces, realizar un somero estudio de su esencia y
estructura literarias, que contribuya a debelarnos los fundamentos que sus-

*E1 texto que manejamos corres- Chile, 1917, en que "El Chiflón del
ponde al de la segunda edición, con Diablo" —así como los otros siete
Introducción de Armando Donoso, cuentos de la edición de 1904— mues-
Editorial Chilena, Imprenta Univer- tra significativas variantes.
litaria, Bandera 130, Santiago de
108
Julio Duran Cerda 109
tentan su valor real. Echémosle una mirada, a la luz de los elementales
instrumentos estilísticos en boga, y observemos cómo se ha arreglado el autor
para conseguir un cuento perfecto.
Emplearemos el método estilístico más general.
Suponemos un lector dispuesto a ponerse en contacto con una obra artís-
tica con el mero propósito de procurarse un goce estético: sin afán crítico, ni
científico, ni filológico, ni historiográfico, ni doctrinario. Un lector común y
corriente, con el bagaje normal de una persona dotada de una cultura gene-
ral y de sensibilidad. Suponemos, también, un creador, un autor consciente
de su función, que ha organizado un material tomado de la experiencia, es
decir, una realidad que ha asimilado en su yo, conforme a sus naturales y
personalísimas condiciones de artista. Ese material nos lo va a comunicar a
través de una determinada forma literaria que llamamos cuento, una forma
narrativa de breve extensión, que puede ser contada o leída o escuchada en
una sola sesión. Suponemos, además, que ese material (significado, es el tér-
mino con que se le designa), no es un simple sistema de ideas y conceptos
propios de un informe técnico, sino un acervo amasado en el alma del crea-
dor con todos los jugos y fermentos de su yo, en los cuales damos por des-
contado el predominio de lo afectivo, lo imaginativo sobre lo puramente in-
telectual. Suponemos, finalmente, una serie de medios lingüísticos que permi-
ten expresar con eficacia esos complejos contenidos y la rica gama de sus
matices; es lo que los teóricos denominan significante.
Dámaso Alonso —una de las autoridades de mayor nota en la estilística
hispana— afirma que la creación literaria es el punto de unión del significan-
te y el significado; y luego, textualmente: "Cada vez que se produce ese má-
gico engranaje, se revive, se vivifica el momento auroral de la creación poé-
tica; sí, en cada lector se opera el milagro (en dirección inversa a la de la
creación)". (Poesía Española. Ensayo de métodos y límites estilísticos. 3*
edic., Ed. Gredos, Madrid, 1957, p. 121) .
En última instancia, el método que aplicaremos en este comentario sobre
El Chiflón del Diablo, se reduce a efectuar la misma grata labor que siempre
realiza el lector, esto es, seguir el movimiento inverso que ha hecho el autor
cuando crea: ir del significante (el texto) al significado (los contenidos).
Nuestro trabajo ahora consistirá en el intento de desentrañar las generosas
vetas —no siempre claramente explícitas— que conllevan cada uno de esos
complejos factores, y sorprender esa mágica chispa que brota "en el punto
110 ATENEA / Un comentario estilístico sobre **El Chiflón del Diablo"
de unión del significante y el significado", momento supremo de la creación
de arte.
El cuento de Baldomero Lillo constituye, pues, un significante. Procuremos
remontarnos hacia su significado.
El título ya nos pone en la pista de una tónica popular y trágica. Chiflón
es un americanismo de evidente estirpe popular, que significa: canal subte-
rráneo, socavón formado naturalmente, por el que circulan violentas co-
rrientes de aire, que producen chiflidos; chiflar es un arreglo onomatopéyico
de silbar. Todos los chiflones son caprichos ciegos de la acción de la natura-
leza; a su precariedad está asociado lo imprevisto, la inminencia de la muerte.
Pero el autor no quiere dejar la menor duda acerca de las posibilidades de
estos factores funestos, y para ello agrega la determinación del diablo, que
vigoriza la idea de lo fatal e inevitable.
Ya la imaginación está encauzada hacia un mundo de oscuras oquedades
que tienen, al mismo tiempo que la gelidez estática de la tumba, el dina-
mismo incontrolable del torbellino exterminador, negador de la vida.
Sin soltar esta hebra segura, se inicia el cuento con este párrafo gris:

En una sala baja y estrecha, el capataz de turno, sentado en su


mesa de trabajo y teniendo delante de si un gran registro
abierto, vigilaba la bajada de los obreros en aquella fría mañana
de invierno.
Es la portada sombría. Portada del relato y portada de la mina. El ambien-
te físico que primeramente aparece a nuestros ojos es bajo, estrecho, frío,
como un chiflón, como una cripta. Aquello es aplastante y helado. En ese
medio hosco, aparece la primera figura humana: el capataz de turno, uno
de los tantos capataces que suelen ocupar ese lugar. Está sentado, diríamos
agazapado, guarnecido tras una mesa y tras un gran libro registro, instrumen-
to legal de opresión, Pero no permanece allí como un ídolo, inmóvil, inofen-
sivo; no, el capataz está vigilante, interiormente dinámico, pronto a la agre-
sión, temible y diabólico. En ese antro, oscuro y frío, lo único que brilla con
un fulgor inquietante es la mirada, la ojeada penetrante del capataz que vi-
gila. El verbo puesto en su forma imperfectiva, vigilaba, señala una acción
policíaca, que hace más obsesiva y persuatoria la presión permanente que
ejerce sobre los obreros, quienes no pueden desprenderse fácilmente de ella.
El término genérico los obreros indica una masa informe, arrebañada y
dominada, que parece no tener escapatoria posible, porque, cumplido el trá-
mite rutinario, son cogidos, atrapados definitivamente por el ascensor que
espera su bocado, su carga humana:
Julio Duran Cerda 111
Por el hueco de la puerta se veta el ascensor aguardando su
carga humana que, una vez completa, desaparecía con él, calla-
da y rápida, por la húmeda abertura del pique.

Si el ascensor aguarda, es que asume la actitud de un ser vivo, consciente


de sus propósitos. El recurso constituye una personificación, que consiste en
atribuir cualidades o capacidades humanas a las cosas inanimadas. Los obre-
ros no tienen escapatoria; por un lado el capataz y por otro el monstruo que
coge su terrible bocado y desaparece rápido y callado, como solapado, por la
húmeda abertura del pique —asquerosa salivación— en un movimiento de
infernal deglución.
Este cuadro, que hemos visto esta fría mañana de invierno, se repite rít-
micamente, todos los días, todas las mañanas. Es lo que, dentro de la técnica
narrativa recibe el nombre de descripción, es decir, la presentación de la na-
turaleza en su acontecer habitual; así se describe un paisaje, una montaña,
un fenómeno atmosférico, una costumbre, una fiesta tradicional, una activi-
dad productiva. En los dominios de la descripción cae también el retrato
literario o prosopografia, que es la determinación de los rasgos físicos de
una persona .
1

En las primeras seis densas líneas el autor ha diseñado, aunque en forma


borrosa todavía, el esquema arquitectural de todo el cuento, que es, al mismo
tiempo, el esquema del sistema social y económico a principios de siglo en
Chile, trasuntado en una empresa explotadora de materia prima. Esta arma-
zón, al desarrollarse, va a conferir al cuento esa pureza de unidad admirable.
Además de informarnos acerca del tipo de actividad minera, revelado por pa-
labras características, como capataz, bajada, obreros, ascensor, pique, húmeda
abertura, nos entera de una formidable maquinaria industrial que explota
de manera organizada a los obreros, rebaños indefensos, que se manifiestan
sometidos a la empresa.
Después del boceto general del ambiente minero a la entrada de las faenas,
el autor no tarda en detallarnos este proceso habitual, y para ello trae a
primer plano los pormenores más vitales:

Los mineros llegaban en pequeños grupos y, mientras descolga-


ban, de los ganchos adheridos a las paredes, sus lámparas ya en-
cendidas, el escribiente fijaba en ellas una mirada penetrante,
trazando con el lápiz una corta raya al margen de cada nombre.

*E1 retrato moral recibe el nombre de etopeya.


112 ATENEA / Un comentario estilístico sobre **El Chiflón del Diablo"
Pero hoy, este acontecer habitual es interrumpido; los hechos cambian
de curso, algo nuevo, distinto ocurre; quien ha determinado esta nueva si-
tuación es el hombre de la mirada temible:
De pronto, dirigiéndose a dos trabajadores que iban presurosos
hacia la puerta de salida, los detuvo con un ademán, diciéndoles:
—Quédense ustedes.
Desde el punto de vista técnico, nos encontramos ahora ante dos de los
procedimientos más usuales del género narrativo: la narración o relato y
el diálogo.
La narración, como medio expresivo, consiste en la presentación de una
alteración de la naturaleza; algo que no es habitual ni permanente, algo ines-
perado que sale de los cauces de la inercia del acontecer, ya sean simples
peripecias, ya sean aventuras extraordinarias.
En el caso presente, lo habitual y que debió, por lo tanto, haber caído
dentro de la mera descripción, era que aquellos dos obreros siguieran, como
lo habían hecho hasta ese día, su camino a las labores. Pero el autor, con un
abrupto de pronto, nos anuncia que las cosas toman otro rumbo, con lo que
nos inquieta sorpresivamente. Primero hay un cambio que suponemos en
actitud rutinaria del capataz. Vemos que su mirada que vigilaba se detiene
en aquellos dos nombres registrados en el libio, junto a los cuales iba a
trazar una corta raya, nombres que estaban ya, seguramente, "marcados" con
anterioridad. Luego, la mirada arranca, en línea recta desde el papel a las
espaldas grises de los dos obreros que iban presurosos. Este último adjetivo
hace más violenta la interrupción. Los hombres no van retrasados, como luego
se indica en el texto, porque todavía no son las seis, hora de comienzo de
las faenas; pero ellos iban presurosos, como escapando, como procurando li-
berarse cuanto antes de aquellos ojos diabólicos que podían inventar quizá
qué capricho adverso para sus suertes, como éste de ahora, por ejemplo.
El autor podría haber continuado su exposición en forma narrativa, y
enterarnos acerca de que les dijo que se quedaran. Pero ha preferido el em-
pleo de otro recurso de mayor jerarquía literaria y de mayor eficacia esti-
lística; ha acudido al uso de un procedimiento propio del arte teatral y que,
en las presentes circunstancias, presta mucho más viveza a la escena, al
tiempo que facilita la creación de un suspenso; el autor emplea, pues, el
diálogo. Ha preferido relacionarnos más estrechamente con este personaje
tan importante, que sólo habíamos visto en penumbras; ha preferido hacer-
nos oir su voz, breve, cortante, con esa autoridad soberbia que le confiere
Jutio Duran Cerda 113
el hecho de ser el representante de la compañía; y esa voz denota un ex-
plosivo preparado cuidadosamente:
—Quédense ustedes.
Expresión en estilo directo, sin que —virtualmente— se interponga el autor.
El personaje salta la barrera visual, que puede distanciar el objeto hasta el
infinito, para acercársenos a los umbrales de la sensación auditiva de primer
plano. Y eso, que es lo primero que oímos de sus labios, es una expresión
temible, en perfecta concordancia con el concepto que nos habíamos venido
formando de él. Temible en el contenido que encierran esas palabras: pri-
varlos de ir al trabajo, como los demás, donde se gana el sustento, es lo más
lamentable que puede suceder a esos hombres. ¿Era éste el motivo que sub-
conscientemente impulsaba a los obreros a salir presurosos?
El quédense ustedes es temible también por su forma externa: imaginamos
la voz del capataz cayendo, de pronto, como un peñascazo sobre esa "é" en
posición esdrújula, que rompe el proceso habitual de la mañana, vocal que
con su sonoridad hueca contamina a las otras cuatro "e" que siguen. Son cin-
co "e" sonando como un latigazo sobre aquellos lomos humildes.
¿Si agarrados de una última esperanza, las palabras hubieran sido dirigi-
das a otro de los obreros que pudieran tal vez transitar por allí?
No. Además de haber dicho ustedes, el capataz ha hecho un ademán que
los detuvo. No cabe duda; de todos los hombres que trabajan en la mina, son
ellos dos los señalados por el mal hado.

Se miraron sorprendidos y una vaga inquietud se pintó en sus


pálidos rostros.
Llama la atención aquí el matiz expresivo del adjetivo pálidos, que aparece
como núcleo —cargado de sugestiones— de la línea. Los obreros se han dete-
nido, luego han buscado apoyo recíproco en sus miradas, harto flacas para
prestarse ánimo y, por último, se han quedado inmóviles, en un contraplano,
vueltos hacia el capataz. Desde allí nos muestran la mancha pálida de sus
rostros. ¿Obreros con rostro pálido? Es como un contrasentido; el rostro de
un obrero, de un hombre cuya función es la actividad física, puede ser rojo,
moreno, tostado, cetrino; pero, ¿pálido? Ahora, téngase presente que no se
ha hablado de rostros que empalidecieron, como efecto de la fuerte emoción.
Entonces la palidez es una característica inherente al rostro de estos obreros.
El adjetivo está destinado, indudablemente, a sugerir privaciones, hambres,
exceso de trabajo lejos del sol, ninguna atención sanitaria, ningún descanso.
114 ATENEA / Un comentario estilístico sobre **El Chiflón del Diablo"
Es uno de los tantos significantes claves del estilo baldomeriano, que le con-
fieren a sus cuentos ese tono gris, doliente y que entrañan una vigorosa
protesta, aunque algo soterrada, palabras como: exhausto, famélico, amargo,
adverso, desierto, descarnado, demacrado, moribundo, harapiento, desampara-
do, inválido, sombrío, lúgubre.
Hasta el momento distinguimos dos rostros sin líneas. Si ya han sido selec-
cionados y separados, es que posiblemente se nos invitará a seguirles los
pasos. En efecto, se comienza por presentárnoslos en su aspecto exterior.
El más joven, muchacho de veinte años escasos, pecoso, con una
abundante cabellera rojiza, a la que debía el apodo de Cabeza
de Cobre, con que todo el mundo lo designaba, era de baja
estatura, fuerte y robusto.
Por fin ha aparecido una figura completa, un chileno con los rasgos de
todos conocidos: bajo, robusto; pero que se distingue por un carácter ajeno
a nuestra antropología: la cabellera rojiza. Ya no podremos olvidar fácilmen-
te la estampa, sobre todo cuando ese fuerte color cálido, contrastante con las
tonalidades frías del marco escénico, está ubicado en la parte más visible,
más alta y noble del organismo: la cabeza.
Es un retrato literario concebido con la técnica de un consumado artista
del pincel, lanzado a producir un violento impacto visual: un rasgo domi-
nante, por su forma y colorido, organiza la composición. Ya reconoceremos
a Cabeza de Cobre aun cuando se encuentre confundido entre miles de
obreros. Es el héroe y su figura debe sernos inconfundible. Es joven, veinte
años, representa la esperanza, el triunfo futuro quizás.
La pintura del otro es más somera; sólo importa saber que era ya viejo,
de aspecto endeble y achacoso, es decir, el contraste de Cabeza de Cobre;
hombre de experiencia, pero ya caduco. Este contraste, sabiamente planea-
do por el autor, conlleva varios ricos significados. Oportunamente veremos
operar la vetustez del obrero de más edad frente al capataz. Pero por ahora,
el contraste en cuestión tiene una clara proyección social; veamos.
En aquellas faenas, como sucede en todas las de la época en Chile, como
sucedía en todas partes en un momento de abrupto desarrollo del capitalis-
mo internacional, no se considera la edad y otras diferencias individuales
de los trabajadores; jóvenes y viejos son factores anónimos y guarismos de
producción. Hasta los niños son aprovechados en este amasijo de oro; así lo
vemos en otros cuentos tremendos del autor, como La Compuerta A'C 12 y
El Pago. El tópico constituye, pues, uno de los leit motiv de Baldomero Li-
11o, elemento que se repite con inteligente insistencia en su obra entera.
Julio Duran Cerda 115
La actitud denunciadora de un estado de cosas detestables —la gran con-
tribución de la obra baldomeriana a nuestro desarrollo literario—, que re-
clamaba una legislación racional, conforme a las nuevas condiciones que iba
revistiendo el sistema económico y social de creciente pujanza, pocas veces
se manifiesta en Lillo en forma panfletaria y directa. Procede —como Gorki,
uno de sus maestros— de un modo más efectivo y profundo: se limita a mos-
trar, como por necesidad secundaria de su sistema narrativo, el ambiente
general, cuajado de esos males en que se desenvuelve una historia .
1

Otro apoyo a estas aseveraciones: el lector puede inferir, sin mayores ex-
plicaciones, el descuido altamente perjudicial para los intereses del obrero,
el régimen de contabilidad en la producción y rendimiento de cada trabaja-
dor con el empleo precario de los tantos o señales, procedimiento que podía
permitir inicuos escamoteos, como se deja entrever en El Pago. Una empresa
carbonífera de la importancia que ya tenía la de Lota, era un trasunto del
estado general del país.

Ambos con la mano derecha sostenían la lámpara y con la iz-


quierda un manojo de pequeños trozos de cordel, en cuyas ex-
tremidades habia atados un botón o una cuenta de vidrio de
distintas formas y colores: eran los tantos o señales que los ba-
rreteros sujetan dentro de las carretillas de carbón para indicar
arriba su procedencia.

Después de aquel rotundo quédense ustedes, parece haberse detenido el


tiempo de la ficción; ha sobrevenido un silencio y una inmovilidad que han
afectado al ámbito entero de la maquinaria minera.
En este intertanto, en que la acción —aparentemente— no progresa, nos
ha sido dado fisgonear por los rincones más importantes de aquel lugar, re-
flexionar y, si nos asisten suficientes elementos de juicio, obtener algunas
conclusiones. Desde luego, hemos visto de cerca a los dos obreros, ya provi-
soriamente caracterizados, sus rostros, sus manos caídas a lo largo del cuerpo,
que sostienen las lámparas y los tantos con sus coloreados botones y cuentas,

'Entendemos por historia el conjunto dios, considerados independientemen-


de materiales que se cuentan, sin te de la manera de contarlos; en cam-
atribuirles intención estética alguna. bio, el sujet o estructura narrativa es
Los teóricos modernos hacen una dis- la forma artística que revisten ese
tinción entre fábula y sujet; así el acontecimiento y sus episodios, con-
ruso Tomaschevski, en 1931, explica forme al modo personal de narrar
que la fábula está constituida por los del autor.
acontecimientos y sus diversos episo-
116 ATENEA / Un comentario estilístico sobre **El Chiflón del Diablo"
de fabricación casera, humildes sobras del costurero familiar. En las paredes
quedan algunas lámparas todavía, que se llevan los últimos rezagados que
se deslizan como fantasmas, presurosos. Pesa el silencio, factor de alta impor-
tancia en esos momentos. Para la Compañía no hay prisa. Caen —pausada-
mente— seis campanadas frías, impávidas. Es la hora en que estos dos obre-
ros, juntos con todos los demás, debieran iniciar las faenas diarias. Las cam-
panadas son, pues, otro signo funesto, una culminación de la serie gradual:
quédense ustedes — últimos rezagados — seis campanadas.
El capataz está en su puesto, impasible y severo, creciendo y fortaleciendo
su poder satánico, controlando esa silenciosa espera. Los minutos se alargan
angustiosamente; después de las campanadas, que nos han dado la concien-
cia del paso real del tiempo, seguimos oyendo el obsesivo tic-tac del reloj
de la pared.
Por fin, cuando ya esta situación se hacía insostenible, el empleado hizo
una seña a los obreros para que se acercasen, como poniéndolos al alcance
de sus zarpazos.
Hasta aquí, el autor ha creado un suspenso de la mejor ley, una situación
de espera llena de tensos contenidos, en que la conciencia está ocupada en
detalles de segundo orden, pero en que en el plano subconsciente se opera
una deprimente y angustiante actividad, cual es la inminencia de un des-
enlace, cuyos alcances desconocemos. El suspenso está nutrido fundamental-
mente de angustia, y éste es un sentimiento de inseguridad y aflicción que
reclama una resolución perentoria, pero que, al mismo tiempo, teme su pro-
ducción que pudiera ser funesta.
Un detalle externo que demuestra la excelente factura de este suspenso se
ve en el número de líneas empleado; si dividimos el fragmento que lleva-
mos comentado desde el comienzo, y separamos dos partes por medio del
quédense ustedes, veremos que en la primera, correspondiente a la exposi-
ción del arranque del cuento, se ocupan doce líneas, mientras que en la
construcción del suspenso donde el tiempo parece detenido, se han empleado
veinte. Y en esas veinte líneas no se ha dicho cosa inútil y meramente dila-
toria alguna.
Baldomero Lillo ha dado pruebas impresionantes en muchos de sus relatos,
de ser un maestro en la construcción de suspensos. Al final del Chiflón del
Diablo tendremos ocasión de observar un soberbio alarde de este tipo de
recurso literario, precedido de una gradación de intensidad rigurosamente
planeada.
Julio Duran Cerda 117
Aquel larguísimo silencio —larguísimo desde el punto de vista psicológico—,
preñado de mortales presagios, silencio que trabaja como un voraz corrosivo,
ablandador de toda protesta peligrosa, es interrumpido de nuevo por la voz
del capataz. Obsérvese que él no derrochó su voz para llamarlos junto a su
mesa; empleó una seña muda, como reservando la pólvora para el momento
oportuno. Y esa voz resuena con la misma frialdad y parquedad de las cam-
panadas del reloj; campana y capataz son dos instrumentos mecánicos de la
Empresa:

—Son ustedes barreteros de la Alta, ¿no es así?


—Si, señor, respondieron los interpelados.
—Siento decirles que quedan sin trabajo. Tengo orden de dismi-
nuir el personal en esa veta.
El capataz domina su técnica a maravilla. Veamos cómo gradúa, como, con
un cuentagotas, sabia y agudamente, el veneno, sin perder de vista un ins-
tante su presa.
¿Son barreteros de la (Veta) Alta? ¿Si? Es una verdadera lástima que uste-
des sean de esa veta, porque si hubieran sido de otra no les habría ocurrido
este percance. No es culpa mía, ni de la Compañía que ustedes sean de la
Alta. Mala suerte.
Siento decirles que quedan sin trabajo. Ha sobado el lomo de las bestias
con ese sibilino e hipócrita siento decirles, en que la "s", la "c" y la "s" final
suenan a silbido de culebra, antes de descargar el terrible impacto, el más
demoledor que se le puede propinar a esos hombres: ¡quedan sin trabajo!
Otra vez el quedan, tomado de aquel malhadado quédense, que tanto pa-
vor les causó antes.
Luego, un breve silencio, indicado por el punto, significante que entraña
el significado: no soy yo quien toma esta iniciativa, es una fuerza superior
a todos nosotros, y: tengo orden de disminuir el personal en esa veta.
De inmediato calla, produce otra vez el silencio, un profundo silencio, dice
el texto, el mejor aliado de todo aquel que desea prestigiar su autoridad y
hacerla temible.
El capataz ha dejado suelto, sin embargo, un sutil cabo, apenas percepti-
ble, pero suficientemente destacado como para que obre en el agitado e ínti-
mo silencio: la orden de despido afecta sólo al personal de esa veta. Tal vez
pudiera haber en la mina otra veta, donde haya alguna vacante... Y el re-
sultado no se deja esperar:
—¿Pero se nos ocupará en otra parte?
118 ATENEA / Un comentario estilístico sobre **El Chiflón del Diablo"
Justamente por ese lado estaba orientada la "macuquería" del cazurro
capataz: otra parte. Ha logrado crear las condiciones para que ellos mismos
conciban la existencia de olra parte donde ocuparse.
Su triunfo es completo. Los tiene atrapados irremisiblemente. Hasta pue-
de retozar en su asiento, jugar un poco, "poner caras", imprimir coloraturas
doctorales al tono de su voz:

El individuo cerró el libto con fuerza y echándose atrás en


el asiento, con lono serio, conlesíó.
Cerró el libro con fuerza equivale a: apretó el dogal, hizo el nudo ciego.
El golpe seco del libróte en esas circunstancias anuncia que se cierran las
puertas de la mina, las puertas de las pulperías, de los almacenes de apro-
visionamiento para los sin trabajo y sus familiares. Se cierran las puertas de
la subsistencia. Es el lúgubie sonido de mandíbulas.
Pero el capataz no ha terminado su maravillosa construcción, y quiere co-
ronarla con un broche de oro. No tiene prisa, porque sabe que todo sobre-
vendrá solo y pronto. Desea provocar el derrumbe definitivo: la formulación
explícita, escandalosa y plañidera de la petición de misericordia.
Y obtiene su objetivo limpia y gloriosamente:
Ateplaremos el trabajo que se nos dé; seremos torneros, apun-
taladores, lo que usted quiera.
Lo que usted quiera. Esto era lo que deseaba oír el capataz, desde el co-
mienzo, desde el quédense ustedes.
Otra parte. La que usted quiera. Puede ser un trabajo de inferior catego-
ría a la de barreteros, que era el cargo que ocupaban en la Alta. No importa
que se gane menos; aunque sea de torneros o de apuntaladores, faenas hu-
mildes en comparación con la de barreteros.
Y ya esto se ha tornado en un ameno entretenimiento. El capataz no ha
liquidado la situación de golpe, y con mucha sabiduría ha dejado abierta
las conversaciones: lo veo difícil, hay gente de sobra. En las labores salitre-
ras existe desde antiguo el término "azulear", que consiste en notificar al
obrero, el día del último pago de su salario, por medio de una papeleta
azul, de la cesación de sus servicios. Pues un procedimiento semejante debió
emplearse ahora, si realmente se tenía el propósito de despedir a estos dos
obreros.
El capataz movía negativamente la cabeza.
Julio Duran Cerda 119
La forma imperfectiva del verbo movía nos revela que el capataz mante-
nía un juego de réplicas por medio de un retozón movimiento de cabeza,
cuando el obrero hablaba, cuyo desarrollo sería:
OBRERO: Aceptaremos el trabajo que se nos dé.
CAPATAZ: (Mueve negativamente la cabeza) .
OBRERO: Seremos torneros.
CAPATAZ: (Mueve !a cabeza).
OBRERO: Apuntaladores.
CAPATAZ: (Mueve la cabeza).
OBRERO: ¡LO que usted quiera!
CAPATAZ: (Moviendo negativamente la cabeza) :
Ya lo he dicho, hay gente de sobra, y si los pedidos de carbón
no aumentan, habrá que disminuir también la explotación en
algunas otras vetas.
Pero esta farsa no podía prolongarse por mucho más. No olvidemos que
el obrero que ha tomado la palabra es el de más edad; Cabeza de Cobre era
un muchacho de veinte años escasos, y enmudecía, atemorizado por la im-
presionante "mise en scene" montada por el capataz, y es hombre de pocas
palabras.
El viejo, en cambio, apoyado en su edad tal vez más avanzada que la del
capataz, y sobre todo, por su rica experiencia de muchos años en la mina,
poseía más recursos. Y es él quien precipita el desenlace, que se prolongaba
inútilmente. Lanza la estocada a fondo; ha descubierto el juego del capa-
taz, toma el toro por las astas y denuncia de una vez lo que flotaba en el
aire desde que el empleado los detuvo:

—Sea Ud. franco, don Pedro, y diganos de una vez que quiere
obligarnos a que vayamos a trabajar al Chiflón del Diablo.
El viejo ha aflojado la tensión torturante, enfocando el asunto con el
recurso de la llaneza. También sabe tratar a los hombres, de algo le sirven
los años. En la trastienda de nuestra conciencia sentimos que Cabeza de
Cobre admira la valentía y la sabiduría de su viejo compañero. Ya es digno
de admiración por el hecho de atreverse a interpelar al capataz. Ahora la
admiración del muchacho ha crecido de punto.
El conminarlo de que sea franco entraña, al mismo tiempo que un desen-
mascaramiento, un reproche, una acusación por su hipocresía y por su falta
de coraje, a pesar de la autoridad de que está investido; pero, de inmediato,
compensa ese tono agresivo-socarrón, con el afable y familiar vocativo don
Pedro, y con el diganos de una vez, cuyo valor es: denos de una vez esa
mala noticia que usted tan piadosamente nos calla.
120 ATENEA / Un comentario estilístico sobre **El Chiflón del Diablo"
El capataz, cogido en lo mejor de su juego, salta como una fiera aguijo-
neada —se irguió en su silla— y luego, indignado, vomita su furia, respal-
dándose, como siempre, en los designios de la Compañía, y abruma a los
obreros. Hay algo que lo ha hecho dar un respingo de cólera. No es el
hecho de que lo acusen de poco franco, porque eso en cierto modo lo fa-
vorece. Veamos dónde está ese aguijón.
Quiere obligarnos, ha dicho el obrero. El capataz sabe, mejor que nadie,
que los mineros están obligados a trabajar en donde la Empresa determine
y en lo que sea, si quieren subsistir; están obligados por la amenaza del
hambre, el acicate más poderoso para mover cualquier voluntad. El ha sen-
tido que lo han sorprendido jugando impunemente con esta arma de poder
incontrastable. Es lo que más le ha dolido. Un impulso subconsciente lo
hace imponerse a la situación, lanzando toda la carga de su autoridad y
todo el peso de la Compañía para aplastar toda duda en los obreros y toda
debilidad personal. Aquí no se obliga a nadie. Ni a él mismo. Es que ese
impulso emana de su antigua condición de obrero servil que se ganó la vo-
luntad de sus jefes y lo trajo a su actual puesto de prominente capataz,
donde está obligado a ser ciego apéndice de la Compañía y, por lo tanto,
tratar duramente a sus ex compañeros de miserias.

—Aquí no se obliga a nadie. Asi como ustedes son libres para


rechazar el trabajo que no les agiade, la Compañia, por su
parte, está en su derecho para tomar las medidas que más con-
vengan a sus intereses.
Ha sido una barrida atroz, demoledora. Era necesario que asi fuera para
recuperar su entereza. Había que arrasar con toda protesta, con todo aso-
mo de beligerancia y, sobre todo, con aquella irónica sonrisa acusadora. Pa-
ra ello se empleó a fondo, desgranó el lenguaje más escogido dentro de las
fórmulas oficinescas en uso en los altos planos administrativos; habló de
derechos de la Compañía, de medidas, de intereses, términos de gran solem-
nidad legal, importantes aunque incomprensibles para los trabajadores.
Ellos escuchaban con los ojos bajos, en silencio, humildes, empequeñeci-
dos. De nuevo el capataz domina soberbiamente la situación. Ha recuperado
todo el terreno perdido. De nuevo puede jugar y hacer alardes de virtuo-
sismo profesional. Satisface, además, su vanidad personal, arrogándose la
facultad de ser generoso, comprensivo con los humildes y desafortunados.
Puede completar tranquilamente su plan, elaborado con tanta donosura. La
voz del capataz se dulcificó.
Julio Duran Cerda 121
—Pero aunque las órdenes que tengo son terminantes —agre-
gó—, quiero ayudarles a salir del paso. Hay en el Chiflón Nuevo
o del Diablo, como ustedes lo llaman, dos vacantes de barrete-
ros; pueden ocuparlas ahora mismo, pues mañana seria tarde.
£1 capataz ha dado feliz cima a su labor. Se han perdido algunos minu-
tos, pero las medidas de la Compañía se han ajustado a sus intereses.

El trato quedó hecho. Los obreros aceptaron sin poner obje-


ción el nuevo trabajo, y un momento después estaban en la jau-
la, cayendo a plomo en las profundidades de la mina.
Con este párrafo, en que se destaca cruelmente la frase cayendo a plomo
en las profundidades de la mina, el autor cancela la situación.
Pero el alma humana es algo más compleja que los hechos externos. El
autor lo sabe a cabalidad. El párrafo transcrito expresa, en efecto, el resul-
tado de un laborioso proceso psíquico operado en el interior de los dos
obreros, proceso que cruza aquellas mentes vibrantes de emoción, en breví-
simos segundos. Después de las últimas palabras del capataz, sigue un
silencio:

Una mirada de inteligencia se cruzó entre los dos obreros.


He aquí uno de los nutridos significantes de Baldomero Lillo, en el que
vale la pena detenerse un instante, a fuer de pecar de prolijidad.
En primer lugar se trata de una oración gramatical cuyos elementos sin-
tácticos están estrictamente ordenados, procedimiento característico que con-
fiere esa sencillez y limpieza al estilo baldomeriano, que le ha hecho supo-
ner más. de alguna vez cierta pobreza lingüística. Esta falsa creencia ha surgi-
do sobre todo cuando se le confronta con el modernismo imperante a princi-
pios de siglo, escuela que, como sabemos, busca con afán un refinamiento
aristocrático y brillo en el lenguaje.
Sin embargo, esta sencilla frase es, también, a su modo, altamente fulgu-
rante. Examinémosla con cautela: vemos en el penumbroso recinto brillar
cuatro ojos en un veloz aleteo; son ojos algo afiebrados, excitados, téngase
presente. Ese brillo entraña, entre otros muchos elementos, un íntimo re-
gocijo, porque, al fin, después del penoso bochorno, no está todo perdido.
Los sonidos mismos, con su clara aliteración, enriquecen el significante:
ese entreveramiento de sibilantes "eses" y abruptas combinaciones de con-
sonantes "cr", "tr" y "br", en
122 ATENEA / Un comentario estilístico sobre **El Chiflón del Diablo"
... inteligencia Se CRuZó enTRe loS oBReroS
I I I I I IItr • sI bI!r Is
c s cr z
sugieren un envío de corrientes que se deslizan y que en algún punto entre-
chocan, como apretándose las manos furtivamente.
Además, el orden gradual de los elementos nucleares en juego (mirada,
inteligencia, cruzó, obreros, señala la línea que parte de un obrero y se
desarrolla con la fluidez que exige la urgencia del instante y va a parar en
el origen de la mirada del otro que hace lo mismo: a) Una mirada indica
un arranque que se desenvuelve hacia un punto; b) No una mirada vaa'a, no;
está cargada, a más no poder, de contenidos, de ideas, imágenes, recuerdos,
alegrías, odios, resignación, ironía, protesta de resonancia social; es, en suma,
una mirada de inteligencia, y c) La mirada cruza un espacio que podríamos
decir "minado"; como están uno al lado del otro, se supone un leve movi-
miento de cabeza, que plásticamente presta nuevos relumbres cromáticos, y
psicológicamente, produce el contacto íntimo de dos almas que vibran bajo
el mismo estado de ánimo.
La mirada de inteligencia posee un contenido preciso, explícitamente ex-
puesto por el autor. Es un cuadro desolador que atraviesa como una visión
sombría de idéntica estructura por el espíritu de ambos hombres. Lillo em-
plea la técnica de la inmersión en las honduras psíquicas que retarda el
tempo de la narración, procedimiento que Marcel Proust en 1913, y James
Joyce, en 1922, van a erigir como signo de la narrativa contemporánea:

Conocían la táctica y sabían de antemano el resultado de


aquella escaramuza. Por lo demás, estaban resueltos a seguir su
destino. No había medio de evadirse. Entre morir de hambre o
aplastado por un derrumbe, era preferible lo último: tenia la
ventaja de la rapidez. ¿Y adónde irt El invierno, el implacable
enemigo de los desamparados, que convertía en torrentes los
lánguidos arroyuelos, dejaba los campos desolados y yermos.
Las tierras bajas eran inmensos pantanos de aguas cenagosas y
en las colinas y en las laderas de los montes, los árboles osten-
taban bajo el cielo eternamente opaco la desnudez de sus ramas
y de sus troncos.
En las chozas de los campesinos el hambre asomaba su pálida
faz a través de los rostros famélicos de sus habitantes, quienes
se veían obligados a llamar a las puertas de los talleres y de las
fábricas en busca del pedazo de pan que les negaba el mustio
suelo de las campiñas exhaustas.
Había, pues, que someterse a llenar los huecos que el fatídico
corredor abría constantemente entre sus filas de inermes des-
amparados, en perpetua lucha contra las adversidades de la
suerte, abandonados de todos y contra quienes toda injusticia
e iniquidad estaban permitidas.
Julio Duran Cerda 123
El lector, ya identificado con los obreros y adscrito también a su adversa
suerte, los sigue de cerca en sus reacciones y pensamientos. Ahora van solos,
libres de la vigilancia del capataz. La situación que los acongoja está econó-
micamente comentada en la frase que redondea la escena:
... cayendo a plomo en las profundidades de la mina.
Simbólicamente caen, se hunden en las negras oquedades de la mina, en
medio de lo peor de su destino adverso. La empresa, por intermedio de su
capataz, los ha precipitado en aquellos abismos sin que ellos pudieran defen-
derse. Pero no podemos menos de acompañarlos un momento.
Casi sin transición, después de los negros pensamientos que cruzan sus
mentes, los vemos cayendo a plomo en las profundidades de la mina (a
plomo, como quien dice "de cabeza", sin chistar). Los hombres continúan,
pues, sumergidos en las tinieblas, y allí siguen bulliéndoles los pensamientos
negativos. Seguramente conversan entre ellos, cuando les ha podido salir la
voz, o les comunican lo sucedido a otros compañeros, o, sencillamente, van
silenciosos, pensando. En todo caso, en estas pláticas o intelecciones, se trata
de "El Chiflón del Diablo", acerca de cuyos pormenores el lector no está
totalmente enterado. La explicación que nos da el autor so pretexto de esos
pensamientos, es entonces, de toda oportunidad, como epílogo del intenso
drama que vimos desarrollarse.
Además, la extensión del trozo que describe el Chiflón del Diablo o Chiflón
Nuevo, como lo llama la Compañía para infundir confianza en él, está calcu-
lada como para dar tiempo al recorrido de los obreros que bajan, se detienen
a la entrada de la galería y caminan a sus labores.
Y de ahí que se cierre el fragmento con el mismo tópico que habíamos
abandonado accidentalmente, es decir, con el método puesto en práctica
aquella mañana. Un ejemplo de composición verdaderamente magistral.
Se ha rematado perfectamente la exposición del conflicto. Dejamos a los
obreros entregados a las faenas de rutina, cuyos detalles no interesa describir
en este cuento; los conocemos por medio de otros del mismo autor. Ahora hay
tiempo para adelantar en otras materias.
Una de las virtudes más notables de la técnica narrativa de Lillo, es su
sentido de unidad que se manifiesta en sus relatos. Hay en todos ellos una
trabazón tal, que casi no se perciben coyunturas y transiciones en los diver-
sos ensambles. Así vemos que en el progreso de la narración en este instante,
hay necesidad de cambiar de lugar y de tiempo, objetivo que el autor cumple
con sencilla maestría:
124 ATENEA / Un comentario estilístico sobre **El Chiflón del Diablo"
Cabeza de Cobre llegó esa noche a su habitación más tarde
que de costumbre.
Estamos otra vez en presencia de un significante de gran elaboración. Ca-
beza de Cobre es un factor suficientemente determinado y conocido, por
lo que puede ser utilizado con la mayor desenvoltura y en la seguridad de
obtener un alto rendimiento. En este caso, sirve de puente para introducirnos
en un nuevo ambiente: Cabeza de Cobre llegó a su habitación.
Lillo rehuye sistemáticamente las generalizaciones y vaguedades construidas
a priori. Busca, en primer lugar, el dato concreto, vivencial, y cumplido ese
propósito, efectúa las generalizaciones que se requieran. Recordemos que
comenzó su cuento, mostrándonos a un individuo determinado, el capataz de
turno, que se llama don Pedro; un lugar igualmente determinado, la ante-
sala al ascensor, alrededor de las seis de una fría mañana de invierno. De allí
hemos inferido cómodamente todo el amplio ámbito físico y organizativo de
la industria minera y hasta hemos podido proyectar algunos alcances sociales
que afectan al estado general del país y del mundo.
En el presente momento constatamos el mismo poder evocador. Ya nos
ha traído a la población, a través de la única habitación que lógicamente
debemos conocer primero. Ese será nuestro puesto de observación para cono-
cer el resto de la población y sus pormenores. Es la prueba más fehaciente
del naturalismo baldomeriano, entendida la tendencia como la aplicación del
esquema del razonamiento inductivo o experimental en la creación narrativa,
del tipo que propiciaba Zola, otro de los maestros de nuestro escritor. Pero
sigamos el análisis del significante propuesto.
Esa noche, es decir, la noche en que se ha completado —sin novedad— la
primera jornada de trabajo en el Chiflón del Diablo. No hace falta nada
más para ubicarnos en el tiempo ficticio; se han despachado catorce horas,
con dos palabras, sin que se nos escape nada importante, ni siquiera la insi-
nuación del excesivo tiempo que un obrero de aquellos años debe cumplir
en las faenas.
Más tarde que de costumbre. Conforme a los antecedentes de que dispo-
nemos, este retardo —primer efecto negativo visible de modo objetivo del
cambio de trabajo—, se debe a la mayor distancia a que se encuentra el
Chiflón del Diablo. El muchacho se desempeñaba como barretero en la Veta
Alta, más próxima a la superficie. En consecuencia, el Chiflón está situado
a mayor profundidad, más lejos de donde se desenvuelve la vida a pleno sol.
Ahora entendemos más cabalmente aquel atroz: cayendo a plomo ...
Julio Duran Cerda 125
En este nuevo medio escénico que se nos presenta, el factor humano es
el de mayor categoría; en Lillo es, fundamentalmente, el ser humano des-
valido por la acción de causas sociales que se observan como al margen de la
historia, según lo apuntamos más arriba.
El autor nos pone en conocimiento de un nuevo tipo humano, cuya per-
sonalidad cuida de hacérnosla inolvidable: María de los Angeles. Este per-
sonaje es tal vez una de las creaciones más completas de la obra baldome-
riana. Pero, vamos al texto:
La madre del minero era una mujer alta, delgada, de cabe-
llos blancos. Su rostro, muy pálido, tenia una expresión resigna-
da y dulce, que hacia más suave el brillo de sus ojos húmedos,
donde las lágrimas parecían estar prontas a resbalar. Llamábase
María de los Angeles.
Estamos, de nuevo, frente a un extraordinario retrato literario. La pri-
mera mirada abarca el conjunto: alta, delgada, de cabellos blancos. De nue-
vo, el cabello —blanco absoluto, de la misma pureza del rojo del hijo—, como
elemento caracterizador de la composición total. Es un color llamativo, igual-
mente contrastante con los opacos del ambiente, y colocado en un lugar
todavía más visible que el rojo de Cabeza de Cobre, bajo y robusto; ella es
alta, fina. La altura, la delgadez y la blancura de armiño confieren a la es-
tampa un aspecto de nobleza, de superioridad, de espiritualidad algo irreal
y simbólica.
Luego nuestra mirada se agudiza; concentramos nuestra atención en el
rostro, y los detalles que allí percibimos completan y acentúan la primera
impresión. Su rostro es muy pálido, pero ya en ella esta palidez no resulta
chocante; es parte de la nobleza anotada, que nada tiene de rostro plebeyo.
Sus ojos brillan, pero no es el brillo relampagueante y dinámico que captamos
en los obreros hace un momento; sino que son reflejos virginales y suaves
de un ser aquietado, arremansado por la resignación de muchas intensas ex-
periencias. Es la imagen tierna, sereno pozo de sentimiento y amor que trae
al recuerdo las representaciones de los pintores de la "mater dolorosa". Y esta
caracterización se resume y compendia en el nombre: Llamábase María de
los Angeles. Un automatismo recóndito lleva al lector a establecer asocia-
ciones con este nombre, sobre todo cuando se lee:

Su marido y dos hijos muertos, uno tras otro, por los hundi-
mientos y las explosiones del grisú, fueron tributo que los
suyos habían pagado a la insaciable avidez de la mina. Sólo le
restaba aquel muchacho, por quien su corazón, joven aún, pa-
saba en continuo sobresalto.
126 ATENEA / Un comentario estilístico sobre **El Chiflón del Diablo"
María, madre de los ángeles sacrificados, su marido y todos sus hijos muer-
tos, víctimas de la mina devoradora; madre de este joven que —como Cristo,
hijo de María— lo presentimos el elegido entre los demás, para ser conducido
a la inmolación.
María de los Angeles, además, representa la oposición o antítesis del capa-
taz. Ella, toda humana bondad, corazón a flor de piel, cariño, suavidad y
nobleza. El capataz, símbolo de la Empresa, insensible, inhumano, imperso-
nal. Ambos son seres elementales, hechos de una pieza, como son casi todas las
criaturas de Baldomero Lillo y las de la mayoría de los autores de su gene-
ración. Esta elementalidad en el tratamiento de los personajes, su medio, sus
problemas y costumbres que caracterizó a los escritores de la generación de
1900, ha sido el flanco más vulnerable a las consideraciones criticas de que
ha sido objeto toda aquella promoción, máxime cuando se la parangona con
los contingentes posteriores, más evolucionados y de más proteica elabora-
ción. Pero en el caso particular de El Chiflón del Diablo, no debemos perder
de vista el hecho de que el autor está más empeñado en organizar y comuni-
car un acontecimiento que en analizar personajes. De aquí que para la
consecución de su finalidad le baste presentarlos sólo en sus perfiles fun-
damentales.
Este contraste de elementos —recurso de tan antigua tradición en todas las
formas literarias—, es otro de los instrumentos que Lillo maneja con gran
eficacia y expedición. Ya lo hemos advertido en el empleo que hace de los
colores: el rojo nítido del muchacho y el blanco puro de la madre, contras-
tando violentamente en el fondo sucio y gris del marco escénico.
Con motivo del desarrollo de la presentación del ambiente cotidiano de la
población obrera, el autor juega con una serie de golpes de contraste, que
prestan gran agilidad y verismo a la descripción. Y luego que todo ese
mosaico está orientado a incrementar la información y a apretar la tensión
del peligro planteado.
La primera oposición que se establece es la conciencia que, por un lado,
posee Cabeza de Cobre del problema que gravita sobre ambos personajes;
él sabe que si sucumbe algún día —que no puede ser muy lejano—, su madre
también morirá, ya sea de hambre, ya por su propia decisión: él era el único
lazo que la sujetaba a la vida. En contraste con esta situación está la total
ignorancia de ella acerca de la existencia de tan tremenda amenaza:
Mientras la madre daba la última mano a los preparativos de
la cena, el muchacho, sentado junto al fuego, permaneció silen-
cioso, abstraído en sus pensamientos.
Julio Duran Cerda 127
En aquella habitación hay silencio, un prolongado silencio, matizado por
últimos trajines de María de los Angeles, antes de la cena. Brilla el fuego,
que ni siquiera chisporrotea, porque, indudablemente, lo que arde en el
calderillo es carbón de piedra, que carece de llamas crepitantes.
Pues bien, este silencio iba a ser interrumpido por la madre, impulsada
por una vaga intuición, e iba a tocar el tema candente; no sabríamos decir
cómo se habría arreglado el muchacho para salir del paso. Pero el autor
acude a un expediente mucho más novedoso, de más fina elaboración, y que
permite un progreso considerable en el relato y una amplificación del cuadro,
proyectando nuestra atención hacia el exterior. El silencio es interrumpido
por la llegada imprevista de una vecina, la joven esposa de un barretero ac-
cidentado, precisamente en el Chiflón del Diablo. De las diversas ocupacio-
nes de una mina, la de barretero es la de mayor riesgo; eso lo sabemos por
las informaciones que nos suministran otros cuentos del autor; el barretero
es el que trabaja con la barreta perforadora y el mazo de mango corto, con
que agujerea el manto carbonífero para colocar en el orificio la carga de
dinamita. Es como decir el frente mismo de batalla, la línea de fuego. Fuera
de los derrumbes que pueden producirse mientras se trabaja, están los des-
prendimientos del explosivo grisú. Del diálogo sobre el estado en que
quedó el accidentado, se infiere que de allí difícilmente se sale con vida:
—Me dijeron que no tenía derecho a nada, que bastante ha-
dan con darnos el cuarto; pero que si él se moría, fuera a buscar
una orden para que en el despacho me entregaran cuatro velas
y una mortaja.
Este hombre inutilizado y con posibilidades de fallecer pronto, es uno de
los que dejó la vacante que desde la mañana ocupa Cabeza de Cobre. Y para
cerrar la escena, deprimente de por sí, María de los Angeles acentúa el con-
traste, haciendo explícitos los recónditos pensamientos del joven:
... yo no podría vivir si trabajaras allá; preferiría irme a
mendigar por los campos. No quiero que te traigan un día como
me trajeron a tu padre y a tus hermanos.
Una vez más se observa la ventaja del empleo oportuno del diálogo, como
instrumento agilizador y de rendimiento.
A continuación, nos topamos con un contraste elaborado en planos más am-
plios. El autor ha terminado la exposición de los antecedentes, los personajes,
el conflicto. Todo está a punto para el golpe final, que, desde este momento,
comienza a preparar gradual y cuidadosamente:
128 ATENEA / Un comentario estilístico sobre **El Chiflón del Diablo"
Cuando una hora después de la partida de su hijo, María de
los Angeles abría la puerta, se quedó encantada con la radiante
claridad que inundaba los campos. Hacía mucho tiempo que sus
ojos no veían una mañana tan hermosa. Un nimbo de oro cir-
cundaba el disco del sol que se levantaba sobre el horizonte,
enviando a torrentes sus vividos rayos sobre la húmeda tierra,
de la que se desprendían por todas partes azulados y blancos
vapores. La luz del astro, suave como una caricia, derramaba un
soplo de vida sobre la naturaleza muerta. Bandadas de aves cru-
zaban, allá lejos, el sereno azul, y un gallo de plumas torna-
soladas, desde lo alto de un montículo de arena, lanzaba un
alerta estridente cada vez que la sombra de un pájaro deslizá-
base junto a él.

Pocas veces en los cuentos de Lillo aparecen estallidos de una atmósfera tan
luminosa y transparente. Es el remanso precursor. Mucha luz, aire y vida;
amplios horizontes azules; mucho color radiante, aves que vuelan y la
estridente y alegre nota sonora puesta por un gallo de plumas de vivos colo-
res. El sol avanza a lo más alto del cielo. Toda la naturaleza vibrando en su
plenitud vital.
Pero ese poderoso y maravilloso orden universal es quebrado de improviso
y derrumbado:

Se acercaba la hora del mediodía, y en los cuartos las muje-


res, atareadas, preparaban las cestas de la merienda para los
trabajadores, cuando el breve repique de la campana de alarma
las hizo abandonar la faena y precipitarse despavoridas fuera de
sus habitaciones.
Es la oposición más violenta que podía darse. De la paz, de la halagüeña
invitación a la molicie, se cae en la angustiosa inquietud y zozobra, por el
conjuro de un pequeño instrumento de la Compañía: la campana de alarma.
Su poder ha movilizado a toda la población; mujeres y niños corren, y María
de los Angeles, la primera. Se la distingue desde lejos. Aquí constatamos la
eficacia del retrato que de ella nos ha trazado el autor:

En breve se colocó en primera fila y su cabeza blanca, herida


por los rayos del sol, parecía atraer tras si a la masa sombría del
harapiento rebaño.

Ahora apreciamos en toda su magnitud el funcionamiento de los signifi-


cantes María de los Angeles y cabello blanco. Aquel blanco que resalta, por-
que coge toda la luz del sol. Mientras corre la poblada hacia la boca de la
mina, María de los Angeles, sin la nota blanca de su pelo, se habría confun-
Julio Duran Cerda 129
dido con la masa sombria, o bien, nos habría demandado gran esfuerzo dis-
tinguirla. En cambio, percibimos su presencia arrolladora desde lejos.
Desde el punto de vista plástico, aquella turba informe adquiere contornos
y homogeneidad de organismo vivo; va atraída, encauzada, dirigida. También,
desde otro ángulo, esa masa pierde su carácter abstracto y vago de mera
energía instintiva que se desata; esa masa posee una "cabeza". Es otra prue-
ba de la tendencia de Lillo —ya anotada más arriba— a rechazar todo tipo
de vaguedades. Pues, María de los Angeles nos suministra una referencia con-
creta por donde nuestra representación intelectual aborde su significación
precisa y tome valor de imagen. Este milagro de organización de materiales
difusos y abstractos es el resultado del conocimiento cierto que poseemos de
una sola persona, la única de toda la población de retaguardia: María de
los Angeles.
Para verificar esta interpretación, supongamos el relato desprovisto del
elemento María de los Angeles. Tomemos algunos significantes, uno sobre el
desplazamiento horizontal y el otro circunscrito a una escena tratada en
verticalidad:

La campana de alarma las hizo (a las mujeres) abandonar la


faena (preparación del almuerzo) y precipitarse despavoridas
fuera de las habitaciones.
Aquellos grupos de mujeres con las cabelleras destrenzadas,
gimoteando, fustigadas por el terror, aparecieron en breve bajo
los brazos descarnados de la cabría, empujándose y estrechándo-
se sobre la húmeda plataforma. Las madres apretaban a sus
pequeños hijos, envueltos en sucios harapos, contra el seno semi-
desnudo, y un clamor que nada tenia de humano brotaba de
las bocas entreabiertas, contraidas por el dolor.

En los párrafos citados —ambos de alta expresividad plástica— vemos lo


genérico, la masa sombría, de contornos imprecisos; grupos de mujeres mo-
viéndose o gimoteando. Son mujeres como todas, como cualesquiera. Lo que
dicen, lo que piensan o protestan, es confuso. Es gente que no nos conmue-
ve, porque carecemos de un contacto directo con ella; está a cierta distancia
nuestra.
Pero en cuanto aparece María de los Angeles, todo cambia, todo se aclara.
La masa toma un lugar y sus acciones están llenas de significación para nos-
otros. Oímos sus imprecaciones y sabemos lo que piensa. A través de María
de los Angeles captamos el conjunto. Ella es la persona más amable con
quien nos hemos encontrado y la única que creemos conocer a fondo; de aquí
que nos dejamos arrastrar hacia su destino y nuestra imaginación no se
130 ATENEA / Un comentario estilístico sobre **El Chiflón del Diablo"
aparta de ella. Desde donde ella está y con sus ojos presenciaremos la
escena tremenda del final.
Desde que interviene el toque de la campana de alarma, el relato adquiere
otra tónica. Adquiere un dinamismo externo y concreto, en que entran a
operar, en desplazamientos espaciales, todos los elementos que, de un modo
estático e interior, nos había venido acumulando el autor. Parece que con
el tañido de la campana, los materiales teóricos de que nos había nutrido
el narrador hubieran despertado, salieran al terreno experiencial y se movi-
lizaran, en un ávido afán de comprobación, hacia el centro y corazón mismo
de toda la organización industrial minera, origen de las calamidades que es-
tamos presenciando: el pique. Inquietudes, temores, miserias, odios, protes-
tas; todo el problema social se ha corporeizado, ha tomado vida y se ha puesto
en marcha, guiado por un ser de carne y hueso, por una persona que, preci-
samente, conocemos y amamos: María de los Angeles.
Esta tendencia permanente de Baldomero Lillo hacia la concreción veraz
y realista, que reiteradamente hemos destacado, nos da la oportunidad
para recordar una vez más la conocida anécdota referida por Ernesto Monte-
negro, que tan bien ilustra la virtud de nuestro cuentista. Eran los años en
que Lillo buscaba informaciones fidedignas —que no trabajaba con otras—
para escribir una novela de la pampa salitrera, empeño que no llegó más
allá del primer capítulo.
Cuenta Montenegro:
"Recuerdo, a este propósito, una ocurrencia de los últimos años de su vida,
cuando ocupaba con sus hijos uno de esos caserones de San Bernardo, que
son como un espacioso trasplante del campo dentro de la ciudad. Era la tarde
de un domingo y estábamos con algunos amigos de Santiago, sentados debajo
del parrón. Un visitante nortino llegó en ese momento a ofrecerle algunos
recortes con datos para su libro en proyecto, y con la idea de lucirse en
presencia de un celebrado escritor; nerviosamente se puso a explicar las con-
diciones de vida en el Norte, recurriendo al concho del diccionario. "La so-
ciabilidad p a m p i n a . . . en pugna con la idiosincrasia de los elementos pluto-
cráticos . . . que sólo van a locupletar sus a r c a s . . . " y otras palabrejas por
el estilo.
Lillo seguía la arenga sin pestañear. De vez en cuando hacía su gesto
habitual de abrir la boca y echar la cabeza atrás como para desahogar los
pulmones con una buena carcajada; pero todo paraba en una mueca silen-
ciosa que era un simple gesto de cortesía para su interlocutor. Por fin, po-
Julio Duran Cerda 131
niéndole en el hombro su mano descarnada que vino a cortar en seco la pe-
rorata, le preguntó con un tono muy persuasivo, sin rastros de malicia o
impaciencia:
—¿Y a cómo están pagando el kilo de azúcar en su pueblo, mire?
Si dividimos el cuento en dos partes, separadas por el tañido de la cam-
pana de alarma, podemos advertir de un modo general, que la primera re-
siste una tonalidad que cae dentro de la actitud lírica, subjetiva; allí hay
ideas, consideraciones, planteamiento de un problema total. En cambio, la
segunda parte cae más dentro de lo épico; aquí hay una pintura directa,
experiencial de acontecimientos; las ideas generales han tomado cuerpo obje-
tivamente, a través de hechos individuales y concretos. Y el hecho más
concreto es María de los Angeles.
Aquella masa viva se va estrellar en una recia barrera, junto al pozo. El
movimiento de bestia va a tener un estallido, con la expresión más violenta
que debía surgir de su alta temperatura emocional. Cuando aparecen los
ingenieros, la masa aúlla: ¡Asesinos, asesinos!
Era la única válvula, la más hiriente, capaz de aflojar la tensión psíquica.
Luego, se produce una espera, que parece larguísima, como de horas:

Entretanto, huían las horas y bajo las arcadas de cal y ladrillo


la máquina inmóvil dejaba reposar sus miembros de hierro en
la penumbra de los vastos departamentos, los cables, como ten-
táculos de un pulpo, surgían estremecidos del pique hondísimo
y enroscaban en la bobina sus flexibles y viscosos brazos.
Ya hemos visto la maestría del cuentista para crear situaciones de suspenso.
A esta altura del relato estamos en presencia de uno de esos ejemplos. Con
un gran sentido de las proporciones frente a las diversas circunstancias, este
suspenso es mucho más breve, pero más intenso que el que examinamos al
principio, en razón de acelerar el "tempo" en estos últimos tramos del relato.
Veamos por medio de qué significantes nos procura esa sensación del paso
del tiempo intenso.
Junto a las construcciones de la mina —que, dadas las condiciones de
angustia, aparecen más monumentales y aplastantes— y bajo aquellas arma-
zones de hierro negro, el espíritu se sobrecoge aún más de temores supers-
ticiosos, y aquello no tarda en adquirir formas de monstruo proteico; aque-
llo es la concretización del destino adverso de un pueblo; aquello, en fin,
es el símbolo de una fuerza incontrastable, es decir, la Empresa que sojuzga
a la naturaleza y a los seres humanos. Así lo revela explícitamente la serie
132 ATENEA / Un comentario estilístico sobre **El Chiflón del Diablo"
de significantes dispuestos en un orden gradual que va de lo vago de los
miembros en reposo al dinamismo biológico más ceñido, asqueroso y repug-
nante de los flexibles y viscosos brazos que se enroscan.
Para completar la imagen, nos señala a los pies del monstruo, a su merced,
a la presa inerme, a punto para ser devorada cómodamente:

La masa humana, apretada y compacta, palpitaba y gemía,


como una res desangrada y moribunda ...
En esta espera que corroe las fibras más íntimas, espera de noticias que
provengan del interior del pozo hondísimo, del Chiflón del Diablo, como ya
se había anunciado, la mirada se ha levantado muchas veces, tal vez formu-
lando una recóndita súplica, y en esta búsqueda de misericordia ha tropeza-
do con hoscos travesaños y cables. Siguiendo esa línea, allá, más arriba, está
el hermoso día, lleno de sol que se filtra por entre aquellas negruras, el sol
que se hace presente en cada descuido.
Y el autor lo aprovecha maravillosamente con dos propósitos: el primero
para establecer la transición, con un retardo momentáneo, entre lo ya narra-
do y lo que viene, y luego, para —por medio de un contraste violento— entrar
de lleno en la gradación o climax final, que desde aquí lo construye paso
a paso:
... arriba, por sobre la campiña inmensa, el sol, traspuesto ya
el meridiano, continuaba lanzando los haces centelleantes de sus
rayos tibios y una calma y serenidad celestes se desprendían del
cóncavo cielo azul y diáfano, que no empañaba una nube.
Sobre este espejo diáfano se precipita la tragedia, desarrollada por medio
de una intensificación gradual implacable.
Otra vez la campana con su sonido metálico obsesionante marca la ruptura
y el viraje definitivo:

De improviso, el llanto de las mujeres cesó: un campanazo


seguido de otros tres resonaron lentos y agitó la muchedumbre
que siguió con avidez las oscilaciones del cable que subía, en
cuya extremidad estaba la terrible incógnita que todos ansiaban
y temían descifrar.
Fueron cuatro lentos golpes de campana. Pero fue el primero el más deci-
sivo. El poder de ese campanazo está indicado en la construcción activa de
la oración, en la que desempeña la función sintáctica de sujeto agente. La
muchedumbre no se agitó, sino que fue agitada por el campanazo.
Julio Duran Cerda 133
Todo está pendiente de un hilo, de un cable que sube. Un tentáculo,
un brazo flexible y viscoso. Centenares de ojos ávidos están clavados en ese
hilo negro y vivo, que ahora reviste la máxima importancia. Excelente moti-
vo para que un diiector cinematográfico empleara su cámara en un gran
primer plano o big ctose-up.
Este deslizarse viscoso dura, dura infinitamente, como si nos pasara royen-
do las entrañas, ya harto maceradas. El autor ha conseguido amarrar tan só-
lidamente el interés al cable, que no teme a la audacia de lanzar la imagina-
ción del lector fuera de este centro de interés, y nos hace oir, a lo lejos, en
los umbrales del inconsciente, el aullido de un perro presagiando muerte,
aullido estrechamente vinculado a la experiencia presente, porque es como
un eco vivo del chirrido del cable:
...y el aullido lejano se esparcía en la llanura y volaba por los
aires, hiriendo los corazones como un presagio de muerte.
Cable que sube, cable, cable... Hasta que, por fin, aparece algo distinto,
j El ascensor 1
No. No es precisamente el ascensor. La inercia mental lleva a suponer que
lo primero que aparezca sea el ascensor. El autor no agota de una vez sus
recursos; los maneja con un dominio de virtuoso. No aparece el ascensor, sino
la ragolla de hierro que corona la jaula. La emoción es más intensa, porque
está provocada por un estímulo original, imprevisto.
Después que esta tensión culmina, viene una natural distensión, que se
marca con algunos significantes de detalles y el punto aparte.
Lo primero que se ve en el ascensor son algunos obreros con la cabeza
descubierta. Es un indicio inequívoco de la presencia de difuntos, único mo-
tivo que obliga a un obrero a quitarse la gorra de trabajo en un ambiente
tan helado.
Pudiéramos estar engañados al interpretar de ese modo la cabeza descu-
bierta de los obreros. El autor no nos deja un respiro, y en las líneas siguien-
tes habla de fúnebre carro, significante que todavía le parece algo genérico,
por lo que se apresura a establecer que la multitud dificulta la extracción
de los cádaveres. Ya no nos puede caber la menor duda. Aquí vienen muertos.
Recapitulemos brevemente la línea precisa de intensificación emocional,
hasta el momento. Se verá que los significantes determinan cada vez con
mayor precisión el concepto de muerte:
1) Campanazo.
2) Cable que sube, en cuyo extremo está la incógnita.
134 ATENEA / Un comentario estilístico sobre **El Chiflón del Diablo"
3) Aullido lejano: presagio de muerte.
4) Cabezas descubiertas por la proximidad de muertos.
5) Fúnebre carro.
6) Los cadáveres.

Sin aflojar el hilo de la emoción creada, el autor inicia la enumeración


de los cuerpos muertos. Nuestro profundo deseo, coincidente con el de María
de los Angeles, que está allí, tensa, es que nuestro héroe —ya un poco hijo
nuestro— no venga entre los muertos. Para poderlo identificar, estamos aten-
tos a su pelo rojo.
Consciente el narrador de este anhelo, exhibe los cadáveres con lacerante
suspenso:

El primero que se presentó a las ávidas miradas estaba forra-


do en mantas, y sólo dejaba ver los pies descalzos, rígidos y
manchados de lodo.
Viene forrado en mantas. Primera contrariedad. Luego hay una concesión,
algo viene descubierto, precisamente lo último que quisiéramos ver, lo
opuesto a nuestro deseo: los pies. Es como un sarcasmo.
¡Pero el segundo tiene la cabeza desnuda! Veamos. Sus cabellos son gri-
ses. ¡Ohl
Todo esto está consignado en un párrafo. El autor hace una pausa, por
medio de un punto aparte y que luego sostiene con veintidós palabras antes
de la culminación de la intensificación: mechones de pelos rojos.

El tercero y último apareció a su vez. Por entre los pliegues


de la tela que lo envolvía asomaban algunos mechones de pelos
rojos.
El tercero y último. La última oportunidad de terminar con la duda. Pero
viene totalmente cubierto, no vemos miembro alguno. Sin embargo, en nues-
tro afán de descubrir algún indicio, vemos que asoman algunos mechones de
aquella abundante cabellera rojiza que conocemos. Es suficiente. Y la gente
lo confirma:
—¡El Cabeza de Cobre!
Pero la postrera esperanza que no se agota jamás en el corazón atribu-
lado: a pesar de todo, pudiera no venir muerto, tal vez desmayado (es tan
joven), inconsciente, pero vivo.
Julio Duran Cerda 135
El autor, vigilante, también ha previsto este resquicio, y remata implacable:

El cadáver, tomado por los hombros y por los pies, fue coloca-
do trabajosamente en la camilla que lo aguardaba.
Para que no quede ni la más leve sombra de duda acerca de la identidad
legal del muerto, está el testimonio concluyente de su propia madre. Al ser
colocado en la camilla, se ha descubierto el rostro, y sólo ahora la madre
recibe el convencimiento irrebocable de su desdicha:

María de los Angeles, al percibir aquel lívido rostro y esa


cabellera que parecía empapada en sangre, hizo un esfuerzo
sobrehumano para abalanzarse sobre el muerto.
Ha terminado todo. Ha aflojado, por fin, la tensión torturante; sólo queda
el consuelo de las lágrimas.
Completemos los grados de intensificación que faltan. Observaremos que
hasta el grado 6), se está operando dentro de significantes generales. Ahora,
a partir del número 7), vamos rápidamente en buscar de una unicidad
absoluta:

7) Muerto de los pies descalzos.


8) El muerto de cabellos grises.
9) El último. Mechones rojos. Voces que profieren: ¡Cabeza de Cobrel
10) Cadáver puesto en la camilla.
11) Testimonio de María de los Angeles: rostro lívido — cabellera roja —
muerto.

A María de los Angeles no le queda ni siquiera el consuelo de las lágrimas;


está seca, inmóvil, laxa. Ha terminado sus deberes en esta tierra. Toda su
gente querida ha desaparecido por aquel hoyo, húmedo, hondo como tumba.
Pues a ella no le queda otra alternativa, como no le queda a la población
entera, que seguir tras el destino de los suyos, y se deja de una vez, devorar
por el monstruo:

Jamás se supo cómo salvó la barrera; detenida por los cables


niveles, se la vio por un instante agitar sus piernas descarnadas
en el vacio y luego, sin un grito, desaparecer en el abismo.
Algunos segundos después, un ruido sordo, lejano, casi imper-
ceptible, brotó de la hambrienta boca del pozo, de la cual se
escapaban bonadas de tenues vapores: era el aliento del mons-
truo ahito de sangre en el fondo de su cubil.
136 ATENEA / Un comentario estilístico sobre **El Chiflón del Diablo"
A través de todo el relato, el autor nos había venido proponiendo —como
subrepticiamente— algunos significantes que nos sugerían la presencia algo
inasible de un ser vivo, cuyo poder y forma reales no nos atrevíamos a con-
cebir. ¿Era un Chiflón que entraña una fuerza dinámica incontrolable, era
el Diablo, era el ascensor que se traga a los obreros, eran las máquinas Cun
sus cables tentaculares, era la organización industrial? No lo podíamos
precisar.
Sólo ahora, en la última frase, lo hemos comprendido todo:
Era el aliento del monstruo ahito de sangre en el fondo de su
cubil.
El toque magistral de un cuentista que conoce perfectamente su difícil
oficio.

Bibliografía

Agosti, Héctor P — "Defensa del Rea- Ed. Nova. Buenos Aires, 1956.
lismo". Ediciones Pueblos Unidos. Guzmán, Nicomedes.— "Antología de
Montevideo, 1946. Baldomero Lillo". Ed. Zig-Zag. San-
Alonso, Amado— "Materia y Forma tiago, 1955.
en poesía". Ed. Gredos, Madrid, Kayser, Wolfgang.— "Interpretación
1955. y análisis de la obra literaria. Ed.
Alonso, Dámaso.— "Poesía Española". Gredos, Madrid, 1954.
Ensayo de métodos y límites esti- Latcham, Ricardo.— "Historia del
lísticos. Ed. Gredos, Madrid, 1957. Criollismo". En "El Criollismo".
Alonso, Dámaso, y Bousoño, Carlos.— Ed. Universitaria. Santiago, 1956.
"Seis Calas en la expresión litera- Lillo, Baldomero— "Sub-Terra". Im-
ria española". Ed. Gredos, Madrid, prenta Moderna. Santiago de Chi-
1956. le, 1904.
Austro— "La renovación literaria de Melfi, Domingo.— "Estudios de li-
1900". "Atenea", N? 170, Santiago teratura chilena". Ed. Nascimento,
agosto, 1939. Santiago, 1938.
Bonet, Carmelo M.— "El realismo li- Montenegro, Ernesto.— "Integridad
terario". Ed. Nova, Buenos Aires, de Baldomero Lillo". En "De Des-
1958. cubierta". Ed. Cruz del Sur, San-
Castagnino, Raúl H.— "El análisis tiago, 1941.
literario". Ed. Nova, Buenos Aires, Valverde, José M?.— "Estudios sobre
1957. la palabra poética". Ed. Rialp, S.
González Vera, J. S.— "Baldomero A., Madrid, 1952.
Lillo". En "Sub-Sole", 2* ed. Ed. Wallek, René, y Warren, Austin.—
Nascimento. Santiago, 1941. "Teoría literaria". Ed. Gredos, Ma-
Guiraud, Pierre.— "La Estilística". drid, 1953.

También podría gustarte