Carpio - Sócrates. El Descubrimiento Del Concepto
Carpio - Sócrates. El Descubrimiento Del Concepto
Carpio - Sócrates. El Descubrimiento Del Concepto
SÓCRATES
1. El momento histórico
2. Los sofistas
Al hablar de los primeros filósofos griegos -Tales, Heráclito, Parménides, Zenón pudo
observarse que estos pensadores se ocupaban en lo fundamental con el problema de
determinar cuál es la realidad de las cosas, que se ocupaban sobre todo por los problemas
relativos a la "naturaleza" o al "mundo", y no propiamente por el hombre como tal; por ello
suele denominarse cosmológico ese primer período de la filosofía griega durante el cual
predominan los problemas relativos al "cosmos" (κοσμος) -siglo VI y primera mitad del V.
Pero con el avance del siglo V toman mayor relieve las cuestiones referentes al hombre, a su
conducta y al Estado: así se habla de un período antropológico, que abarca la segunda mitad
del siglo V, y cuyas figuras principales son los sofistas y Sócrates. Según se dijo, la
participación de los ciudadanos en el gobierno llega en esta época a su máximo desarrollo;
cada vez interviene mayor número de gente en las asambleas y en los tribunales, tareas que
hasta entonces habían estado reservadas, de hecho sino de derecho, a la aristocracia. Pero
ahora el número de intervinientes crece cada vez más, y estos recién llegados a la política,
por así decirlo, sienten la necesidad de prepararse, por lo menos en alguna medida, para la
nueva tarea que se les ofrece, desean adquirir los instrumentos necesarios para que su
actuación en público sea eficaz. Por tanto, buscan, por una parte, información, una especie de
barniz de cultura general que los capacite para enfrentarse con los problemas de que ahora
tendrán que ocuparse, una especie de "educación superior". Por otra parte, necesitan también
un instrumento con el que persuadir a quienes los escuchen, un arte que les permita
expresarse con elegancia, y discutir, convencer y ganar en las controversias", el arte de la
retórica u oratoria. Pues bien, los encargados de satisfacer estos requerimientos de la época
son unos personajes que se conocen con el nombre de sofistas. Hoy día el término "sofista"
tiene exclusivamente sentido peyorativo: se llama sofista a un discutidor que trata de hacer
valer malas razones y no buenas, y que intenta convencer mediante argumentaciones falaces,
engañosas. Pero en la época a que estamos refiriéndonos, la palabra no tenía este sentido
negativo, sino sólo ocasionalmente. Si queremos traducir "sofista" por un término que
exprese la función social correspondiente a nuestros días, quizá ló menos alejado sería
traducirlo por "profesor", "disertante", "conferencista". En efecto, los sofistas eran maestros
ambulantes que iban de ciudad en ciudad enseñando, y que -cosa entonces insólita y que a
muchos (entre ellos Platón) pareció escandalosa- cobraban por sus lecciones, y en algunos
casos sumas elevadas.2 En general no fueron más que meros profesionales de la educación;
no se ocuparon de la investigación, fuese ésta científica o filosófica. En tal sentido, su
finalidad era bien limitada: responder a las "necesidades" educativas de la época. Hoy en día
se anuncian conferencias o se publican libros sobre "qué es el arte", o "qué es la filosofía", o
"qué es la política", cómo aprender inglés en 15 días, cómo mejorar la memoria o hacerse
simpático, tener éxito en los negocios o aumentar el número de amigos. Los sofistas
respondían a exigencias parecidas o equivalentes en su tiempo: Hipias (nac. por el 480,
contemporáneo, un poco más joven, de Protagoras), por ejemplo, se hizo famoso por enseñar
la mnemotecnia, el arte de la memoria. En general, los sofistas se consideraban a sí mismos
maestros de "virtud" (αρετη [arete]), es decir, lo que hoy llamaríamos el desarrollo de las
capacidades de cada cual, de su "cultura"; y se proponían enseñar "cómo manejar los asuntos
privados lo mismo que los de la ciudad". La mayor parte de los sofistas no fueron más que
simples preceptores o profesores; hubo algunos, sin embargo, que alcanzaron verdadera
jerarquía de filósofos: sobre todo dos, Protagoras y Gorgias. De los escritos de Protagoras
(480-410 a.C.) sólo quedan fragmentos, entre ellos el pasaje que cita Platón: "el hombre es la
medida de todas las cosas". Con este principio (llamado homo mensura, "el hombre como
medida"), quedaba eliminada toda validez objetiva, sea en la esfera del conocimiento, sea en
la de la conducta; todo es relativo al sujeto: una cosa será verdadera, justa, buena o bella para
quien le parezca serlo, y será falsa, injusta, mala o fea para quien no le parezca (subjetivismo,
o relativismo subjetivista; cf. Cap. I, § 2). Yo [Protagoras] digo, efectivamente, que la verdad
es tal como he escrito sobre ella, que cada uno de nosotros es medida de lo que es
[verdadero, bueno, etc.] y de lo que no es; y que hay una inmensa diferencia entre un
individuo y otro, precisamente porque para uno son y parecen ciertas cosas, para el otro,
otras. Y estoy muy lejos de negar que existan la sabiduría y el hombre sabio, pero llamo
precisamente hombre sabio a quien nos haga parecer y ser cosas buenas, a alguno de
nosotros, por vía de transformación, las que nos parecían y eran cosas malas. Protagoras
enseñaba el arte mediante el cual podían volverse buenas las malas razones, y malos los
buenos argumentos, es decir, el arte de discutir con habilidad tanto a favor como en contra de
cualquier tesis, pues respecto de todas las cuestiones hay siempre dos discursos, uno a favor
y otro en contra, y él enseñaba cómo podía lograrse que el más débil resultase el más fuerte,
es decir, que lo venciese independientemente de su verdad o falsedad, bondad o maldad. En
este sentido es ilustrativa la siguiente anécdota. Protagoras había convenido con un discípulo
que, una vez que éste ganase su primer pleito (a los que los griegos, y en particular los
atenienses, eran muy afectos), debía pagarle los correspondientes honorarios. Pues bien,
Protagoras concluyó de impartirle sus enseñanzas, pero el discípulo no iniciaba ningún
pleito, y por tanto no le pagaba. Finalmente Protágoras se cansó, y amenazó con llevarlo a
los tribunales, diciéndole: "Debes pagarme, porque si vamos a los jueces, pueden ocurrir dos
cosas: o tú ganas el pleito, y entonces deberás pagarme según lo convenido, al ganar tu
primer pleito; o bien gano yo, y en tal caso deberás pagarme por haberlo dictaminado así los
jueces". Pero el discípulo, que al parecer había aprendido muy bien el arte de discutir, le
contestó: "Te equivocas. En ninguno de los dos casos te pagaré. Porque si tú ganas el pleito,
no te pagaré de acuerdo al convenio, consistente en pagarte cuando ganase el primer pleito; y
si lo gano yo, no te pagaré porque la sentencia judicial me dará la razón a mí". Gorgias
(483-375 a.C.) fue otro sofista de auténtico nivel filosófico. Su pensamiento lo resumió en
tres principios concatenados entre sí: "1. Nada existe; 2. Si algo existiese, el hombre no lo
podría conocer; 3. Si se lo pudiese conocer, ese conocimiento sería inexplicable e
incomunicable a los demás."6 Era, por tanto, un filósofo nihilista, según la primera
afirmación (nihil, en latín, significa "nada"); escéptico, según la segunda; relativista, según la
tercera. A pesar de su nihilismo y escepticismo, sin embargo, era uno de los sofista: más
cotizados y cobraba muy caras sus lecciones. De modo que los sofistas con ideas originales
fueron de tendencia escéptica o relativista. Más todavía, en cierto sentido podría afirmarse
que el relativismo fue el supuesto común, consciente o no, de la mayor parte de los sofistas,
puesto que, en la medida en que eran profesionales en la enseñanza de la retórica, no les
interesaba tanto la verdad de lo demostrado o afirmado, cuanto más bien la manera de
embellecer los discursos y hacer triunfar una tesis cualquiera, independientemente de su
valor intrínseco. Y el principio del homo mensura y el nihilismo de Gorgias revelan la crisis
que caracteriza la segunda mitad del siglo V, crisis que no es tan sólo, ni siquiera
primordialmente, de carácter político, social y económico, sino, por debajo de todo ello, en
un plano más hondo, una crisis de las convicciones básicas sobre las que el griego había
vivido hasta entonces: se trata de la conmoción de todo su sistema de creencias, de los
fundamentos mismos de su existencia histórica, o, como también puede decirse, de la
"moralidad" hasta entonces vigente. "Crisis" (κρισις término griego que significa "litigio",
"desenlace", "momento decisivo", y emparentado con "crítica", cf. Cap. III, § 2) significa que
una determinada tabla de valores (cf. Cap. I, § 2) deja de tener vigencia, y que una sociedad o
época histórica permanecen indecisas o fluctuantes sin prestar adhesión a la vieja tabla y sin
encontrar tampoco otra que la reemplace. Las costumbres tradicionales griegas, la religión, la
moral, los tipos de vida vigentes hasta ese momento, así como la forma e ideales de
educación que hasta entonces habían sido su modelo, en esta época dejan de valer. En efecto:
Durante generaciones, la moralidad griega, lo mismo que la táctica militar, había continuado
siendo severamente tradicional, cimentada en las virtudes cardinales de Justicia, Fortaleza,
Templanza y Prudencia. Un poeta tras otro habían predicado una doctrina casi idéntica: la
belleza de la Justicia, los peligros de la Ambición, la locura de la Violencia. Hasta entonces,
nadie en Grecia había pensado que en materia moral o jurídica pudiese haber ningún tipo de
relativismos; había dominado una moral y un derecho considerados enteramente objetivos y
que nadie discutía (otra cosa es que se cumpliera o no con esas normas). Pero la
circunstancia de que se discutiesen tales temas, es índice de que en esta época tiene lugar una
profunda crisis. En el siglo V todo cambia radicalmente, y hacia fines del mismo ya nadie
sabía orientarse mentalmente; el inteligente subvertía las concepciones y creencias
conocidas, y el simple sentía que todo eso estaba ya pasado de moda. Si alguien hablaba de
la Virtud, la respuesta era: "Todo depende de lo que entiendas por Virtud" [es decir, se trata
de algo relativo a cada uno]; y nadie lo comprendía, razón por la cual los poetas dejaron de
interesarse en el problema. Y no son sólo el relativismo de Protágoras o el nihilismo de
Gorgias síntomas alarmantes del estado de cosas entonces reinante, sino también doctrinas
-en el fondo emparentables con la protagórica- como la del energuménico Trasímaco, para el
cual la justicia no es más que el interés del más fuerte, el provecho o conveniencia del que
está en el poder; una doctrina, pues, desenfadadamente inmoralista. No es difícil hacerse
cargo del daño moral, y, en general, social, y de todo orden, que pueden causar teorías
semejantes cuando intentan llevarlas a la práctica gentes inescrupulosas, y cuando no existen
otras más serias para oponérseles y ser "razonablemente" defendidas; no hay más que pensar
en ciertos hechos de la historia contemporánea (explotación, agresión, conquista o
sometimiento de unos pueblos por otros, intervención del Estado en la vida privada o en el
pensamiento de los individuos, etc.) Los que hemos visto el mezquino uso que se ha hecho
de la doctrina científica de la supervivencia del más apto [o de ciertos pasajes de Nietzsche
por parte del nazismo], podemos imaginarnos sin demasiada dificultad el empleo que harían
de esta frase [de Trasímaco] los hombres violentos y ambiciosos. Cualquier iniquidad podía
así revestirse de estimación científica o filosófica. Todos podían cometer maldades sin ser
enseñados por los sofistas, pero era útil aprender argumentos que las presentasen como bellas
ante los simples."
3. La figura de Sócrates
Como suele suceder en momentos de crisis, apareció el hombre capaz de desenmascarar la
debilidad esencial del punto de vista sofístico, una personalidad destinada, sino a restaurar la
moral tradicional, sí en todo caso a fundar una moral rigurosamente objetiva, un personaje
llamado a mostrar que el relativismo de los sofistas no era ni con mucho tan coherente ni
sostenible como a primera vista podía parecer. Sócrates es una de las figuras más
extraordinarias y decisivas de toda la historia. Sea positivo o negativo el juicio que sobre él
recaiga, de cualquier manera es imposible desconocer su importancia. Tan así es que se lo ha
comparado con Jesús, porque así como a partir de Cristo la historia experimenta un profundo
cambio, de manera semejante Sócrates significa un decisivo codo de su curso. Y es curioso
observar que así como Jesús, históricamente considerado, es un enigma, porque apenas se
sabe algo más que su existencia, de modo parejo es muy poco lo que se sabe con seguridad
acerca de Sócrates; no dejó nada escrito y los testimonios que sobre él se poseen
-principalmente Platón, Jenofonte y Aristófanes- no son coincidentes, y aun son
contradictorios en cuestiones capitales. Sócrates representa la reacción contra el relativismo y
subjetivismo sofísticos. Singular ejemplo de unidad entre teoría y conducta, entre
pensamiento y acción, fue a la vez capaz de llevar tal unidad al plano del conocimiento, al
sostener que la virtud es conocimiento y el vicio ignorancia. Y, principalmente, en una época
en que todos creen saberlo todo, o poder enseñarlo todo y discutirlo todo, en pro o en contra
indistintamente, sin importárseles la verdad o justicia de lo que dicen -sugestiva coincidencia
con nuestro propio tiempo-, Sócrates proclama su propia ignorancia. Un amigo de Sócrates,
Querefonte, fue una vez al oráculo del dios Apolo, en Delfos - el más venerado entre todos
los oráculos de Grecia-, y al que habían consultado siempre y seguirían consultando los
griegos en los momentos difíciles de su historia. Y al preguntar Querefonte al dios quién era
el más sabio, el oráculo respondió que el más sabio de los hombres era Sócrates. Pero cuando
éste se entera, queda perplejo, porque no reconoce en sí mismo ninguna sabiduría en el
sentido corriente de la palabra. Sócrates se siente confundido, porque tiene conciencia de
estar lleno de dudas, no de conocimientos. ¿Será que el dios ha mentido? Sin embargo, esto
es imposible, porque un verdadero dios no puede mentir, como tampoco puede haberse
equivocado. Por lo tanto sospecha Sócrates que las palabras del oráculo deben tener un
sentido oculto, y que su vida, la de Sócrates, debe estar consagrada a poner de manifiesto y
mostrar en los hechos el sentido encubierto del pronunciamiento del dios. Para aclarar las
palabras del oráculo, Sócrates no encuentra mejor camino que el de emprender una especie
de pesquisa entre sus conciudadanos; se propone interrogar a todos aquellos que pasan por
sabios y confrontar así con los hechos la afirmación del dios y comprobar entonces si los
demás saben más que él o no, y en qué sentido. ¿Por quiénes empezar? Por nadie mejor que
por aquellos que -como ocurre también en nuestros días- suelen sostener que lo saben todo o
el mayor número de cosas, y se ofrecen para resolver todos los problemas; es decir, los
políticos. Sócrates, entonces, empieza por interrogar a los políticos, y los interroga ante todo
sobre algo que debieran saber muy bien: ¿qué es la justicia?; ya que el propósito fundamental
de todo gobierno debiera ser primordialmente lograr un Estado justo. Pero sometidos al
interrogatorio, pronto resulta que le responden mal, o que no saben en absoluto la respuesta.
Sócrates interroga luego a los poetas, y observa que en sus poemas suelen decir cosas
maravillosas, muy profundas y hermosas; pero que, sin embargo, son incapaces de dar razón
de lo que dicen, de explicarlo convenientemente, ni pueden tampoco aclarar por qué lo dicen.
Y es que el poeta habla, pero a través de él hablan -según decían los antiguos- las musas, las
divinidades, y no él mismo; el poeta es un inspirado (ενθουσιαζων [enthousiázon] significa
literalmente en-diosado) y por ello ocurre frecuentemente que el sentido más profundo de lo
que dice se le escapa, en tanto que lo descubren los múltiples lectores e intérpretes que
vuelven una vez y otra sobre sus obras. Tampoco los poetas, entonces, merecen ser llamados
sabios. Sócrates interroga por último a los artesanos: zapateros, herreros, constructores de
navíos, etc., y descubre que éstos sí tienen un saber positivo: saben fabricar cosas útiles, y
además saben dar razón de cada una de las operaciones que realizan. Lo malo, sin embargo,
reside en que, por conocer todo lo referente a su oficio, creen saber también de las cosas que
no son su especialidad -como, por ejemplo, se creen capacitados para la política, cuando en
realidad no lo están. Al final de esta larga pesquisa comprende por fin Sócrates la verdad
profunda de la declaración del dios: los demás creen saber, cuando en realidad no saben ni
tienen conciencia de esa ignorancia, mientras que él, Sócrates, posee esta conciencia de su
ignorada que a los demás les falta. De manera que la sabiduría de Sócrates no consiste en la
posesión de determinada doctrina, no es sabio porque sepa mayor número de cosas; muchos,
como los artesanos, poseen múltiples conocimientos de que Sócrates está desposeído; pero
en cambio él puede afirmar con plena conciencia: "Sólo sé que no sé nada", y en esto
consiste toda su sabiduría y su única superioridad sobre los demás. Platón le hace decir en la
Apología: Me parece, atenienses, que sólo el dios es el verdadero sabio, y que esto ha
querido decir por su oráculo, haciendo entender que toda la sabiduría humana no es gran
cosa, o por mejor decir, que no es nada; y si el oráculo ha nombrado a Sócrates, sin duda se
ha valido de mi nombre como de un ejemplo, y como si dijese a todos los hombres: "El más
sabio entre vosotros es aquel que reconoce, como Sócrates, que su sabiduría no es nada".
Frente a la infinitud e inabarcable complejidad de la realidad, frente al misterio que late en
todas las cosas y en especial en la vida humana y en su destino, todo lo que el hombre pueda
saber es siempre, por su finitud irremediable, casi nada; el nombre es profundamente
ignorante de los más grandes problemas que lo conmueven, las grandes cuestiones de su
destino y del sentido del mundo. Y, sin embargo, los hombres presumen saberlo, sin quizás
haberse siquiera planteado el problema, ni menos haberlo pensado detenidamente. Cada
hombre, por ejemplo, cree saber cuál debe ser el sentido de la vida humana, puesto que en
cada caso ha elegido (o, en el peor de los casos, desea) una determinada manera de vivirla
-como comerciante, o como poeta, o como médico, etc.-, afirmando con ello implícitamente
el valor del tipo escogido, así como el de las actitudes que asume en cada caso concreto
-trabajar, o robar, o mentir, o rezar. Y sin embargo pocos, muy pocos, se plantean el
problema de la "verdad" o "bondad" de tal vida o tales actitudes, ni menos todavía son
capaces de "dar razón" de todo ello. Por lo común, más que realizar personalmente sus
existencias, los hombres se dejan vivir, se dejan arrastrar por la marea de la vida, por las
opiniones hechas, por lo que "la gente" dice o hace (cf. Cap. XIV, § 10). De esta forma
Sócrates descubre los límites de todo conocimiento humano, piensa a fondo esta radical
situación de finitud que caracteriza al hombre (cf. Cap. I, § 7); éste sólo llega a la conciencia
adecuada de su humanidad, de aquello en que reside su esencia, cuando toma conciencia de
lo poco que sabe. En este sentido Sócrates es sabio: porque no pretende, ingenuamente, como
los demás, saber lo que no sabe.
4. La misión de Sócrates
Pero además Sócrates considera que, desde el momento en que la declaración de su
"sabiduría" proviene de un dios, de Apolo, tal declaración ha de tener algún otro significado;
el origen divino del oráculo lo convence a Sócrates de que tiene que cumplir una misión. O
dicho con otras palabras: el resultado del interrogatorio practicado sobre aquellos atenienses
que pasaban por sabios le revela a Sócrates cuál debe ser la tarea de su propia vida, la de
Sócrates. Si su "sabiduría" se ha revelado mediante el examen practicado entre sus
conciudadanos y en tanto los examinaba, ello significa que sólo es sabio cumpliendo esta
tarea. Por tanto, que el dios lo llame sabio equivale a señalarle su misión, equivale a
exhortarlo a que siga interrogando a sus conciudadanos. Sócrates llega a la conclusión,
entonces, de que el dios le ha encomendado precisamente esta tarea, la de examinar a los
hombres para mostrarles lo frágil de su supuesto saber, para hacerles ver que en realidad no
saben nada. Su misión será la de recordarles a los hombres el carácter precario de todo saber
humano y librarlos de la ilusión de ese falso saber, la de llevarlos a tomar conciencia de los
límites de la naturaleza humana. En este sentido, no fue propiamente un maestro, si por
maestro se entiende alguien que tiene una doctrina establecida y simplemente la transmite a
los demás; por el contrario, Sócrates insiste una y mil veces en que él no sabe nada, y que lo
único que pretende es poner a prueba el saber que los demás dicen tener. Su función es la de
exhortar o excitar a sus conciudadanos atenienses, pues a su juicio el dios lo ha destinado a
esta ciudad [...] como a un corcel noble y generoso, pero entorpecido por su misma grandeza
y que tiene necesidad de espuela que le excite y despierte. Se me figura que soy yo el que el
dios ha escogido para excitaros, para punzaros, para exhortaros todos los días, sin
abandonaros un solo instante. Sócrates compara aquí su ciudad, plena de grandeza, con un
corcel, a quien su grandeza misma, su fama y su gloria lo han entorpecido; en otras palabras,
que se ha dormido sobre sus laureles; y que necesita, por tanto, de alguien que lo aguijonee,
que lo espolee, vale decir, que lo despierte al sentido de la existencia, tanto más cuanto que
es responsable depositario de su anterior gloria, heredero de noble pasado que, sin su
esfuerzo de valoración, conservación, atesoramiento y cultivo, desaparecería, hundiéndose
entonces el pueblo ateniense en la indignidad. Convencido de su misión, Sócrates persigue
sin cesar a sus conciudadanos, por las plazas y los gimnasios, por calles y casas; y los
interroga constantemente -de un modo que sin duda debió parecer molesto, cargoso y
enfadoso a muchos de sus contemporáneos- para saber si llevan una vida noble y justa, o no,
y exigiéndoles además en cada caso las razones en que se fundan para obrar tal como lo
hacen, y comprobar así si se trata de verdaderas razones, o sólo de razones aparentes. Tal
actitud, y la crítica constante a que sometía las ideas y las personas de su tiempo, puede, por
lo menos en buena medida, explicar el odio que sobre sí se atrajo y la acusación de
"corromper a la juventud e introducir nuevos dioses", acusación que lo llevó a la muerte
(muerte a la que no quiso substraerse, aunque lo hubiese logrado con facilidad, por respeto a
las leyes de su ciudad y a su propia convicción referente a la unidad entre pensamiento y
conducta). Sócrates, pues, no comunicaba ninguna doctrina a los que interrogaba. Su objeto
fue completamente diferente: consistió en el continuo examen que los demás y de sí mismo,
en la permanente incitación y requerimiento a problematizarlo todo, considerando que lo más
valioso del hombre, lo que lo define, está justo en su capacidad de preguntar, de plantearse
problemas, que es lo que mejor le recuerda la condición humana, a diferencia del Dios -el
único verdaderamente sabio y por ello libre de problemas y de preguntas. Por todo esto
puede hablarse del carácter problematicista de su filosofar: su "enseñanza" no consistía en
transmitir conocimientos, sino en tratar de que sus interlocutores tomaran conciencia de los
problemas, que se percatasen de este hecho sorprendente y primordial de que hay problemas,
y sobre todo problemas éticos, problemas referidos a la conducta, o, si se quiere, problemas
existenciales, esto es, referentes a la existencia de cada uno de nosotros. Estos problemas no
son casuales, ni caprichosos, ni académicos; por el contrario, se insertan en la realidad más
concreta de cada individuo humano. Se trata, en defintiva, de la forma cómo debemos vivir
nuestra vida, del sentido que ha de imprimírsele. La existencia humana, en efecto, es
esencialmente abierta, a diferencia de los animales, porque a éstos la especie respectiva les
determina el desarrollo de toda su vida. El hombre puede elaborar su existencia de maneras
muy diversas, contrarias, o aun absolutamente incomparables; mientras que el animal
reacciona de manera uniforme frente a un estímulo o situación dados, el hombre puede
reaccionar de mil modos diferentes. Por eso cada vida humana es tan diferente de las demás
(cf. Cap. XV, § 1).