Wacquant, Loic - Merodeando Las Calles

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LOIC WACQUANT

Merodeando las calles

Sinopsis

   Este agudo análisis muestra los trasfondos ideológicos de tres investigaciones sobre la
vida urbana de los pobres, los 'sin techo' y marginados en Estados Unidos. En una precisa
radiografía, Loic Wacquant detecta las tendencias latentes moralistas y los prejuicios de
estos estudios. El mensaje que transmiten es que hay pobres 'buenos y malos', pobres que
trabajan y que pese a sus salarios miserables 'contribuyen a la ética laboral estadounidense',
pobres con o sin familia, entre los que los segundos son los preferibles. Lo que se observa
es la defensa de una falsa moral y un liberalismo mezquino, que son característicos no sólo
de los autores aquí analizados por Wacquant, sino también sintomáticos de cierto sector
poderoso de la ciudadanía norteamericana. La disciplina de la sociología estadounidense
queda bajo la sospecha de pasar por alto las tendencias racistas y clasistas en sus estudios.
Este análisis incorpora importantes criterios de los Estudios del discurso y los combina con
la nueva antropología urbana, de la que Loïc Wacquant es uno de los representantes más
importantes en la actualidad.

   Autor: Wacquant, Loic


   ISBN: 9788497840477
   Generado con: QualityEbook v0.73
INTRODUCCIÓN1

LUEGO de una larga década durante la cual los investigadores, siguiendo a los
periodistas y expertos en políticas, se dedicaron a estudiar el presunto aumento y la (mala)
conducta de una infraclase (underclass) caracterizada por su supuesto aislamiento social y
sus comportamientos antisociales (Jencks y Peterson, 1991), los estudiosos la raza y la
pobreza en las grandes metrópolis de los Estados Unidos se volcaron recientemente a
cuestiones tales como el trabajo, la familia, la moral y la responsabilidad individual, en
consonancia con la preocupación política, surgida últimamente, y el interés de los medios
en los temas impulsados por la «reforma del sistema de bienestar» (welfare reform) y el
giro bipartidista hacia la derecha en lo concerniente a la política social. Los tres estudios de
base etnográfica a los que me referiré ofrecen un retrato multifacético de la oscura figura de
«la calle», enfocado desde ángulos diversos aunque convergentes, en los siguientes
términos: Sidewalk de Mithell Duneier, describe las dificultades y las tribulaciones de los
negros sin techo dedicados a la venta callejera de libros y a revolver la basura para
recolectar revistas usadas y que llevan adelante su actividad en una zona turística del Bajo
Manhanttan; Code of the Street, de Elijah Anderson, hace una crónica de la violenta batalla
que se desarrolla entre las familias «callejeras» y las «decentes» del gueto de Filadelfia, y
KatherineNewman, en No Shame in My Game, describe las intrépidas luchas de los
«trabajadores pobres» del Harlem para defender los valores sagrados del ahorro, la familia
y la comunidad en las entrañas de la economía de servicios desregulada.
   Estos libros reúnen una amplia variedad de datos empíricos, de gran riqueza y
con muchos matices, recogidos a partir de la observación directa, de entrevistas, en
profundidad, historias de vida e informes institucionales a lo largo de años de trabajo de
campo realizado en forma individual o en equipo. Estas obras habrían contribuido a nuestro
conocimiento y nuestra comprensión de la dinámica de los estratos más bajos de la
sociedad y de la experiencia de la marginalidad y la segregación racial en los Estados
Unidos en el final del siglo XX, a no ser por su ferviente adhesión a los clichés del debate
público (aunque en una forma invertida). La pronunciada discordancia entre las pruebas
que presentan y la interpretación que hacen de ellas, y la gruesa capa de moralismo que
recubre sus análisis, en conjunto, limita considerablemente las preguntas que formulan y las
respuestas que proponen. Así, Sidewalk [la vereda] (en adelante, SW) presenta un extenso
arsenal de datos sin ninguna teoría que los organice y, a modo de compensación, se
esfuerza por encontrar en esos datos una respuesta a la delincuencia y la cuestión policial,
cuando son claramente inapropiados para ello. Code of the Steet [el código de la calle) (en
adelante, COS) está animado por una tesis, según la cual el tutelaje cercano marca una
diferencia en el destino de los residentes del gueto, que queda notoriamente desconectada e
incluso invalidada por sus propias conclusiones. Finalmente, No Shame in My Game [sin
avergonzarme de mi ocupación] (en adelante NSMG) subordina tanto la observación como
la teorización a consideraciones referidas a las políticas públicas, como la disputa
ideológica a cerca de los «valores de la familia», a tal punto restrictivas que terminan
menoscabando los propios descubrimientos de la autora y convirtiendo a la obra en un
tratado de negocios neoliberal que reivindica el trabajo mal pago.
   Significativamente, los tres autores dan cuenta de su objeto de estudio de manera
trunca y distorsionada debido a su persistente deseo de articular y aún celebrar las bondades
intrínsecas -honestidad, decencia, frugalidad de los pobres de las ciudades norteamericanas.
Para ello, Duneier pasteuriza las acciones de los vendedores callejeros de libros y el
impacto que ellas tienen en el vecindario, al minimizar o suprimir datos que mancharían la
imagen beatífica que intenta mostrar; Anderson dicotomiza a los residentes de los guetos
entre buenos y malos, «decentes» y «callejeros», y se erige en vocero y defensor de los
primeros, y Newman glamouriza las destrezas y los actos de sus trabajadores con bajos
ingresos, exaltando su sometimiento al trabajo servil como prueba de una innata devolución
hacia la «ética del trabajo» decretada por el país. Los tres autores hacen de los pobres de las
ciudades y, para ser más exactos, del subproletariado negro de las ciudades ejemplos de la
moral, en la medida en que quedan presos de la problemática prefabricada propia de los
estereotipos públicos y los saberes políticos, para quienes solo desde esa perspectiva este
subpoletariado puede ser considerado «presentable»2
   La dedicada labor, las buenas intenciones y la generosidad personal de estos
estudiosos están fuera de discusión. Pero la prodigalidad moral no es garantía de un análisis
social riguroso, y mucho menso su sustituto. Y la tarea de las ciencias sociales, incluyendo
la etnografía, no es exonerar la naturaleza de figuras sociales deshonradas y grupos
desposeídos mediante la «documentación» de su mundo cotidiana con el fin de promover la
compasión por su grave situación. Antes bien, es la de escudriñar los mecanismos y
significados sociales que gobiernan sus prácticas, dan fundamento a su moral (si de eso se
tratase) y explican sus estrategias y vericuetos, tal como habría de hacerse respecto de
cualquier categoría social, alta o baja, noble o innoble. Apelar a la conmiseración popular
por los oprimidos no sería un problema tan grave si las pruebas presentadas en estos libros
sirvieran de sustento a esa apelación. Sin embargo, tomados en forma separada o conjunta,
Sdewalk, Code of the Stret y No Shame in My Game no llevan a «la calle» el mensaje que
sus autores pretenden transmitir. Su ceguera respecto de cuestiones relacionadas con el
poder de clase y su obstinación en no tomar en cuenta la profunda y multifacética
participación (o, para usar sus propios términos, «responsabilidad») del Estado en la
producción de la marginalidad social y la desposesión humana, que no obstante retratan con
sensatez, condenan a Duneier, Anderson y Newman a elaborar variantes de la clásica
falacia de argumentum ad populum, consistente en postular una tesis, incluso aclamarla,
porque condice con los modelos y las expectativas morales de su público, pero al costo de
una peligrosa suspensión del juicio analítico y político.
   Luego de presentar y evaluar los argumentos centrales de cada uno de estos
libros, sugeriré que las causas directas de sus limitaciones y compromisos -su incontrolado
deslizamiento desde la moral hacia el moralismo, su ingenua adopción de las categorías
comunes de la percepción y la propaganda de las políticas públicas- pueden encontrarse en
el simplismo de la tradición estadounidense en cuanto a la investigación, la injustificada
disociación empirista de la estenografía respecto a la teoría, y la cambiante economía
dentro del ámbito de la publicación en ciencias sociales. Su importancia colectiva para ir
más allá de una visión «catequística» de «la calle» habla también de una desorientación
más amplia por parte de los investigadores etnográficos de la actualidad, dado que si bien
su disciplina goza de una renovada popularidad, también enfrenta amenazas sin precedentes
a su autonomía e integridad. Y señala un hito en la política de las ciencias sociales urbanas
de los Estados Unidos: así como las etnografías románticas de los alienados cool, los
marginales y los humildes producidas durante la progresista década de 1960 según el estilo
de la segunda escuela de Chicago estuvieron orgánicamente ligadas a la política liberal del
estado de semibienestar de los Estado Unidos y a su «complejo de problemas sociales»
entonces en expansión (Gouldner, 1973), las fábulas neorrománticas producidas por
Duneier, Anderson y Newman hacia fines de la regresiva década de 1990 sugieren que la
sociología estadounidense está ahora vinculada a la progresiva construcción del Estado
neoliberal y su «complejo asistencial-carcelario» para el manejo punitivo de los pobres, en
las calles y fuera de ellas, y que incluso forma parte de esa construcción (Wacquant, 1999,
pp. 83-94).
1. LOS SANTOS DE GREENWICH VILLAGE:

DUNEIER Y LOS VENDEDORES CALLEJEROS SIN TECHO

DURANTE su paso por la Universidad de Nueva York como estudiante de


Derecho, Mitchell Duneier comenzó a interesarse por los vendedores callejeros de «libros
negros» que ocupaban una concurrida área de tres cuadras en la intersección de la calle 8 y
la Sexta Avenida, en el corazón de Greenwich Village, el barrio bohemio acaparado por la
«gente bien» de la ciudad de Nueva York. Duneier se familiarizó con estos vendedores y, a
partir de su amistad con uno de ellos (con quien terminaría dictando un curso en la
Universidad de California, Santa Bárbara, The life of the street in black America), tuvo
acceso al lugar y regresó para trabajar allí como «asistente general» y «vendedor y
buscador de revistas» durante alrededor de un año (repartido entre tres veranos y otoño más
una primavera, de 1996 a 1999). Sildewalk presenta un detallado retrato de la organización
social de esta comercio callejero informal, llevada adelante por afroamericanos sin techo
con fluctuantes travesías en los márgenes de la sociedad, contiene además páginas y
páginas de transcripciones de prolongadas conversaciones y 72 fotografías tomadas por el
fotógrafo del Chicago Tribune, Ovie Carter. El libro documenta patrones de cooperación y
competencia entre los vendedores, su trato contraste hacia sus clientes negros y blancos y
su interacción con vecinos, organizaciones comerciales, autoridades municipales
representantes de programas de desarrollo empresarial local y la política.
   El objetivo de Duneier es «ofrecer un marco que permita comprender los cambios
ocurridos en la calle a lo largo de las últimas cuatro décadas» (SW, p. 8), desde la
sentimental descripción que hizo Jane Jacobs del rol de los «personajes públicos» en la
producción de la civilidad urbana en The Death and Life of Great American Cities (1961).
Dos preguntas constituyen la guía de su investigación: ¿Cómo estos vendedores de diversos
materiales escritos y objetos usados del Village «tienen la ingenuidad» de «vivir dentro de
un orden moral» frente a «la exclusión y la estigmatización basadas en cuestiones de raza y
clase»? y «¿Qué punto de intersección existe entre sus actos y los mecanismos de una
ciudad para regular los espacios públicos?» (SW, p. 9). Duneier considera que sus sujetos
llevan «vidas morales» y que incluso actúan como «padrinos» entre sí y para con sus
clientes, a pesar de lo ofensivo de su aspecto y su comportamiento. También sostiene que,
lejos de constituir un factor criminógeno, fortalecen la seguridad y el bienestar del
vecindario, desafiando así la campaña de «tolerancia cero», lanzada por el alcalde Rudolph
Giuliani en un esfuerzo por limpiar las calles de la ciudad de sus malvivientes. Duneier
basa en estas premisas su alegato para enmendar la llamada teoría de las ventanas rotas
desarrollada en pos del (des)orden público y para relevar de su aplicación, a aquellos parias
urbanos que viven de acuerdo a la moral. Como veremos, las afirmaciones centrales de
Duneier o bien no hacen excepción alguna (los vendedores callejeros viven en un mundo
moral: ¿quién no?) o bien adolecen de fundamento (los vendedores callejeros mejoran la
seguridad del vecindario y la cohesión social: los datos que él mismo provee carecen de
pertinencia o bien indican lo contrario de lo que sostiene). Y el alegato que formulaba en
consecuencia en pro de una política callejera más benévola e indulgente es tan errado como
poco convincente: contrariamente a lo que sostiene Duneier, la «tolerancia cero» no es la
responsable de la disminución del delito callejero, y rectificar su implementación
permitiendo más actividades comerciales en las calles contribuía muy poco a mejorar las
condiciones de vida de los pobres de las ciudades.
   En la actividad comercial callejera en esa zona de Greenwich Village intervienen
tres roles interrelacionados y organizados según una jerarquía flexible: vendedores
ambulantes, buscadores de revistas y objetos usados y mendigos que los asisten de diversas
maneras. Los vendedores se especializan en determinados tipos de obras (libros de arte,
diccionarios, best sellers, «libros de negros», ediciones agotadas, cómics, etc.) y obtienen
de 50 a 200 dólares diarios de la venta a transeúntes y vecinos que frecuentan su media
docena de puestos. Mediante la venta callejera de material impreso, afirma Duneier, estos
hombres sin techo no solo desempeñan una ocupación valiosa y compleja;3 también
«cumplen una función importante en la vida de sus clientes», al ofrecerles una oreja atenta,
la «expectativa de una discusión sostenida» y «un símbolo de aquellos valores necesarios
para vivir de acuerdo con los ideales de la autoestima» (SW, pp. 19, 38, 34). Duneier habla
efusivamente de las relaciones que Hakim Hasan, su principal informante, desarrolla «con
muchos negros jóvenes» de los barrios pob res de la ciudad de Nueva York que se detienen
a comprar en su puesto, y equipara el rol del Hasan al de la «vieja cabeza» del gueto de
antaño -solo que «adaptado a la nueva economía»-, cuya «presencia pone de relieve que los
líderes de las pandillas y los vendedores de drogas no son las únicas alternativas» (SW, pp.
37, 33, 40).
   Como los vendedores de libros, los buscadores de revistas son
afronorteamericanos de entre 30 y 50 años. Todos, excepto uno, son antiguos o actuales
adictos a las drogas y la mitad ha estado en la cárcel (o en prisión; no lo sabemos, pues
Duneier no hace ninguna diferencia entre estas dos instituciones eminentemente distintas).
Casi todos proclaman que «viven en la calle por elección» (SW, pp. 23,49, 54); allí trabajan
algunos días a la semana, y combinando el dinero que obtienen de sus ventas con los
subsidios de la seguridad social y las pensiones de veteranos se las arreglan para vivir.
Habrían sucumbido al retraimiento «¡a la mierda con todo!», con la consiguiente pérdida
del sentido de la vergüenza y el pudor, de no haber sido lo que Duneier llama «las fuerzas
rehabilitadoras de la calle»: la actividad comercial en la calle les ha permitido «tomar el
control de su vida y ganarse el respeto dentro de un territorio limitado», y escapar así de la
pendiente hacia la exclusión económica, la desafiliación social y los progresivos enredos
con el aparato de la justicia penal (SW, p. 79).4
   Los mendigos adictos al crack que abren puertas y piden dinero en los accesos
callejeros automáticos participan de esta economía callejera complementando sus ingresos
con su trabajo como asistentes de vendedores de libros, cuidando su lugar por las noches,
vigilando sus puestos cuando aquellos necesitan un descanso, acomodando «las porquerías»
y trasladando la mercancía hacia y desde los estacionamientos a los lugares de
almacenamiento cercanos, donde se guarda cuando oscurece. Nuevamente, el principal
argumento de Duneier es que los mendigos son seres morales que «logran respetarse a
partir del modo como se conducen» y «han elegido tomar parte en una empresa valiosa»
que, pese al mutuo desprecio que se tienen ambos subgrupos, ofrecen a los mendigos la
oportunidad de ascender al rango de vendedores callejeros y, en última instancia,
beneficiarse de la fuerza moralmente estimulante y socialmente integradora de esta
actividad callejera informal (SW, pp. 84, 85, 83).5 Haciéndose eco del conservadurismo
compasivo, la sociología compasiva sugiere que los problemas de la pobreza y la
desigualdad urbanas, fuertemente arraigados, pueden ser eliminados mediante una
inyección de «responsabilidad» personal y un padrinazgo personalizado: no importa cuán
desesperado y marginado económica y socialmente se encuentre un vendedor callejero,
siempre podrá ser un buen «patrocinador» de otras almas descarriadas «logrando resultados
que ningún organismo público, oficina de seguridad social, institución religiosa o sociedad
de caridad podrá igualar. La tarea del patrocinador es alentar el comportamiento
responsable» a partir de su propia buena fe. Y Duneier se pone sentimental: «Estoy
pensando en la calle. Gracias a dios por la calle» (SW, p. 80).
   Ahora bien, Duneier concede que el sistema callejero de «control social
informal», que tiene su anclaje en una moral intrínseca y en el respeto mutuo, no alcanza la
perfección. No puede controlar completamente conductas indeseables como dormir al aire
libre, orinar en público y abordar de modo agresivo a las mujeres que pasan por la calle.
Pero, según él, aun estas violaciones a los patrones comunes de lo que es socialmente
aceptable no están motivadas tanto por las restricciones brutales que padecen (tales como el
«problema de acceso a los baños», descubierto durante una visita en persona a los baños
públicos de Washington Park y verificado por el testimonio de un amigo golfista)6 como
por el sentido de la decencia y el «respeto hacia la sociedad». Así, estos comerciantes sin
techo introducen una innovación en la técnica de orinar: lo hacen en una taza que esconden
bajo una camisa delgada mientras simulan estar llamando un taxi, y de esta manera evitan
entrar en restaurantes y otros establecimientos comerciales, para resguardar «los
sentimientos de [sus] conciudadanos», que podrían sentirse ofendidos por su aspecto, su
borrachera o el olor de su cuerpo. Invocando la teoría ecológica, Duneier afirma que los
vendedores duermen en la calle debido a la «complementariedad de diversos elementos del
hábitat», como la comida barata, el refugio fácilmente accesible, la posibilidad de hacer
dinero y la presencia de amigos que los ayudan a sentirse seguros y cómodos. Los
estudiosos de la vida de los vagabundos -y más aún los defensores de sus derechos- se
sorprenderán al entrenarse de que ser un «sin casa» (un curioso neologismo que utiliza
Duneier a lo largo su libro)[*] es un acto voluntario: los vendedores y buscadores de
revistas «eligen» dormir en las calles ya sea porque se han habituado salvajemente a que su
cuerpo «duerma en las superficies duras» o porque ello constituye la expresión de su
compromiso sostenido para con su actividad empresarial.7
   «Hablar con mujeres» en la calle también puede «crear un problema de «calidad
de vida» en la mente de los residentes», sobre todo cuando los negros sin techo vendedores
de libros intentan llevar a las mujeres blancas de clases sociales más altas que pasan frente
a sus puestos hacia conversaciones de contenido sexual. El uso de técnicas analíticas «al
estilo de un análisis aplicado a la conversación y orientado políticamente» le permite a
Duneier «descubrir invariablemente» que la «grosería» es en realidad lo que «hace que
algunos residentes del Villaje sientan fastidio e incluso angustia» ante los vendedores y
recolectores de revistas. Y que «para las mujeres, los ‘ojos de los hombres de la calle’ no
representan una sensación de seguridad cuando están entre extraños, sino un sentimiento de
profunda desconfianza» (SW, pp. 119, 216).8 Duneier admite que «algunos hombres
cometen ‘vandalismo interaccional’ estropean la reputación de los otros», pero nos asegura
que, si bien esas violaciones a la «ética de la conversación»
   -también conocidas como acoso de género- «crean tensión», «difícilmente sean
dañinas» y no deberían empañar la imagen de los vendedores, dado que «en otras ocasiones
[...] es posible ver a cada uno de estos hombres actuar en forma «positiva» y franca con
otras personas, incluyendo a las mujeres» (SW, pp. 190, 210, 314). En cuanto a las
acusaciones de los libreros de la zona respecto a que los vendedores callejeros les roban
libros y los venden a menor precio, Duneier las refuta con una larga exégesis sobre la
organización de la industria editorial, sugiriendo que «la venta de material escrito es
siempre una empresa corrupta» (SW, p. 221) y que el robo es una práctica extendida en el
negocio de venta de libros. Aparentemente, el hecho de que los libreros y los compradores
hurten libros es un respaldo para que los vendedores callejeros hagan lo propio.
   Debe reconocerse a Duneier su persistencia, sensibilidad y esmero en este campo.
A diferencia de su libro anterior, Slim’s Table [La mesa de los hambrientos], en el que
conjeturaba audazmente acerca de la estructura social y la cultura del gueto de South Side
de Chicago sin haber puesto un pie en él,9 Sidewalk se apoya firmemente en la observación
directa (complementada por 20 entrevistas a 50 dólares cada una) y en un profundo
compromiso personal con la escena callejera. Pero la admirable paciencia de Duneier y su
ilimitada empatía hacia sus sujetos, rayana en la devoción, le impiden ver pruebas y
procesos que contradicen su descripción. La conciliatoria visión de una comunidad frágil de
hombres desposeídos que habitan en las calles, que soportan la triple carga de la
estigmatización social, antecedentes policiales y adicción a las drogas, pero que no obstante
resuelven los conflictos en forma pacífica y no cometen actos delictivos en su gallarda
lucha por lograr una vida independiente «dentro de la ley»; que, mejor aún, consolidan la
cohesión social y el orden público en la ciudad, es una fábula enternecedora -que se
completa con «momentos Kodak» de escenas compartidas con un adorable nieto o visitas a
una anciana tía enferma (SW, pp. 76-78, 108-11)- pero definitivamente poco creíble a
simple vista.10
1.1.

DUNEIER no ofrece pruebas de que Hakim y sus colegas realmente tengan alguna
influencia sobre los jóvenes del gueto, ni de que estos se acerquen para recibir sus consejos
y comprar sus libros, salvo que se considere como prueba la declaración incidental de un
joven durante una rápida entrevista al pasar. Puesto que las calles del Bajo Manhattan
también están repletas de trabajadores sociales negros, empleados negros, ejecutivos negros
y profesionales negros -todos constituyen una gran cantidad de «modelos de roles»
convencionales- es difícil comprender por qué los vendedores ambulantes adquirirían la
visibilidad simbólica y la eficiencia socio-moral que Sidewalk les atribuye. Duneier
también sostiene que el puesto de vendedor es «un lugar para la interacción que debilita las
barreras sociales entre las personas, que de otro modo permanecen separadas por las
grandes desigualdades sociales y económicas» (SW, p. 71), pero no presenta información ni
sugiere ningún mecanismo por el cual estos contactos fugaces y superficiales producirían
tal debilitamiento. Los clientes de las tiendas de departamentos interactúan diariamente con
los cajeros, y los ejecutivos de las empresas se cruzan a menudo con los negros y latinos
que limpian sus oficinas todas las noches sin que ello atenúe las diferencias de clase ni
tienda puentes entre los diversos grupos etnorraciales. Duneier afirma que la variedad
étnica de los compradores «proporciona una clara idea de la vasta influencia que un
vendedor de libros puede ejercer en la vida de muchas de las personas que transitan la
calle» (SW, p. 25; las itálicas son mías), pero, nuevamente, no aporta pruebas de que
realmente influyan sobre alguna de ellas. Así, la tesis de grandeza moral y patrocinio
cultural que propone el libro carece de fundamentos y se apoya exclusivamente en una
constante confusión entre sociabilidad y solidaridad, cordialidad y cohesión (como cuando
Duneier sostiene que «la vida en la calle aún representa para los extraños una fuente de
solidaridad», SW, p. 293). En cuanto a la noción de que «no existe un sustituto del poder
que tienen las relaciones sociales informales que se desarrollan en una calle saludable»
(SW, p. 42), ella es simplemente ilusoria: hay ciudades y vecindarios sin vendedores
callejeros y no por ello han caído en una crisis moral o en el caos social.
1.2.

EL carácter beatífico de los vendedores en la descripción de Duneier es el efecto


acumulativo de tres estrategias presentes en la recolección, interpretación y presentación
selectivas de los datos: desconexión, censura y distorsión. En primer lugar, Duneier
desconecta la economía legal de la ilegal y excluye arbitrariamente esta última de su
análisis, alegando que el tema ya fue «abordado en detalle por otros autores» (SW, p. 159).
Lo cual resulta sorprendente, primero, porque el Village es reconocido como uno de los
principales mercados al aire libre de la zona para la venta de drogas, una mercancía que
puede obtenerse abiertamente en las calles, en Washington Park y en las cercanías de las
canchas de baloncesto. Y es asimismo insostenible, puesto que las investigaciones
anteriores sobre las estrategias de subsistencia de los vagabundos de Nueva York llevadas a
cabo por Waterston (1993) y Dordick (1997) así como los estudios sobre la economía
informal de la ciudad (Bourgois, 1995; Freidenberg, 1995; Sharff, 1998) -que Duneier
ignora sistemáticamente- han demostrado coincidentemente que no existe una separación
entre los sectores legales e ilegales del comercio callejero: los vagabundos adictos a las
drogas y los pobres combinan en forma rutinaria e intermitente el trabajo asalariado, «el
trabajo esporádico, el pillaje, la búsqueda de objetos en la basura, la venta de drogas y la
prostitución, lo que fuere que les sirva para subsistir. Cuando Duneier afirma que aun la
mendicidad «contribuye a la seguridad de la calle al darles [a los marginados] la chance de
ganar dinero para mantener sus hábitos de consumo de drogas por medios diferentes del
robo o la venta misma de drogas» (SW, p. 85; las itálicas son mías), no explica por qué los
pordioseros no podrían mendigar dinero, vender libros y realizar una variedad de
actividades menos loables al mismo tiempo para satisfacer su adicción y otras necesidades
que puedan tener según la ocasión. Su postulado de que existe una patente incompatibilidad
entre la actividad comercial callejera válida y otras fuera de la ley es insostenible y reclama
una investigación.
   Es posible que los vendedores callejeros tomen la venta como una «alternativa al
robo», pero no hay modo de saberlo, ya que Duneier también censura sistemáticamente las
conductas objetables y pervertidas que contradirían su argumento de que están involucrados
en una empresa saludable que eleva la moral propia y la ajena. Repite una y otra vez que la
venta callejera tiene un efecto civilizador en todos los que intervienen en ella y que «la
mayoría de las veces los vendedores se autorregulan», pero luego adopta la política de
abandonar la escena cuando los vendedores se emborrachan o se ponen agresivos (SW, pp.
95, 47), y aporta una gran cantidad de pruebas insignificantes que encubren este hecho. Así
pues, muchos buscadores de basura son adictos crónicos a la cocaína o el alcohol y no son
fiables para trabajar incluso en sus propios puestos dado que tan pronto como obtienen algo
de dinero salen corriendo para aplacar sus necesidades. Una de sus motivaciones para
dormir en la calle en lugar de hacerlo en un hotel modesto es conseguir crack y poder
«entregarse a los excesos de la droga o el alcohol durante toda la noche» hasta quedar
inconscientes, una conducta que difícilmente robustezca las normas sociales
convencionales (SW, pp.
   92, 160, 165). 11 Algunos vendedores también atemorizan a los turistas para
lograr que estos les den dinero a cambio de indicaciones para llegar a algún sitio, mientras
que la feroz competencia por los lugares más valiosos de la calle es regulada por la
intimidación y, como no es de extrañar, por la fuerza. Sin embargo, en el libro no hay
prácticamente ninguna referencia a la conmoción o confrontación física ni alusión a la
existencia de armas (salvo una fugaz mención; SW, p. 244), tan siquiera con fines de
defensa propia, lo que deja sin explicar cómo hacen estos vagabundos, que manejan cientos
de dólares en efectivo, para defenderse de los violentos predadores de las calles cuando cae
la noche (pero entonces Duneier no estuvo con ellos por las noches). ¿Podría el uso habitual
de la violencia tener alguna relación con el hecho, tampoco analizado, de que la venta
callejera es una tarea exclusivamente masculina (con excepción de una vendedora filipina),
cuando las actividades que involucra parecen estar hechas a la medida de las mujeres? El
que Duneier no preserve la identidad de sus informantes, contrariamente a la norma que
rige la investigación etnográfica, refuerza la necesidad de silenciar las referencias a
actividades ilegales o inmorales en su descripción.12
   Una tercera técnica para santificar el comercio callejero consiste en distorsionar
la presentación y la interpretación de los datos de manera de mostrar la virtud de los
vendedores de libros. Así pues, los tramos más sustanciales de las transcripciones de los
diálogos se refieren a cualidades como ser buenos, hacer el bien, corregir los propios
defectos y ayudar a los demás y buscar y expresar respeto;13 apenas hay, entre los
vendedores, algunos momentos de ira, celos, discusiones y conflicto, y ni qué decir de
bajezas. Los aspectos más triviales e intrascendentes de su actividad, como la búsqueda de
publicaciones mensuales en lugar de semanarios, son convertidos en signos de ingenuidad e
indicadores de progreso (SW, p. 153). Toda vez que, para determinar un patrón de
conducta, es necesario decidir entre explicaciones «culturales» -que ponen de relieve la
moral de los vendedores- y consideraciones materiales respecto de la conveniencia y el
poder, Duneier sistemáticamente se vuelca hacia las primeras sin tener en cuenta las
últimas. Por ejemplo, afirma que si los vendedores no exhiben pornografía durante el día,
no es porque ello podría traerles problemas con los compradores adultos o atraer la atención
de la policía, sino «por respeto, como ellos dicen, hacia los niños que pasan». La parte de
sus ventas que destinan a pagarles a quienes cuidan su puesto es presentada no como un
pago por sus servicios, sino como señal de «respeto y confianza» entre ellos y como prueba
del reconocimiento de «una cierta creatividad» de parte del cuidador. La conversión de
Mudrick de matón que «les robaba a los repartidores de comida y vendía drogas para
satisfacer sus necesidades» en vendedor callejero se atribuye a su recién descubierto
«compromiso para con la sociedad», sin indagar si el envejecimiento y el recrudecimiento
de la violencia y la represión policial en las calles podría haber contribuido a tal
transformación.
   Cuando los buscadores de revistas se desviven por «dejar ordenada y prolija la
basura que revolvieron» no es porque quieren evitar que los atrapen y los acusen de un
delito, sino por orgullo ocupacional (SW, pp.77, 108, 88, 87, 150). 14 No se trata de negar
que los vendedores callejeros desarrollen lazos sociales, tengan ideales morales y logren un
sentido del valor individual y colectivo. Esto ocurre. El problema es que Duneier nos brinda
un cuadro tan parcial e incompleto de su mundo que parecería que lo que él describe es lo
único que ocurre, cuando, en realidad, como en cualquier universo social, la búsqueda de la
moral no es ni la única motivación ni el modelo exclusivo de sus acciones.
1.3.

SIDEWALK no hace articulaciones ni con la investigación sobre la gente que vive


en la calle y la adicción en la calle, lo que demuestra que las actividades legales e ilegales
no son disociables, ni con la literatura existente sobre los vendedores callejeros, lo que le
habría permitido a su autor ubicar a sus vendedores de libros y buscadores de revistas en la
esfera más amplia de las actividades comerciales informales de la ciudad. El resultado es
que, aunque se trata de un estudio sobre el «mundo social» de una ocupación, de acuerdo
con el molde de la segunda escuela de Chicago, Sidewalk presenta serias lagunas. ¿Cómo se
las arreglan los vendedores con la incertidumbre respecto del flujo de la oferta, la demanda
y los ingresos (Morales, 1997)?
   ¿Cómo se relacionan las fluctuaciones de su actividad con los cambios y ciclos de
otros circuitos y sectores (Jones, 1988; Gaber, 1994)? ¿No existen diferencias entre los
vendedores callejeros del subproletariado que se embarcan en el comercio como un medio
para salir del apuro y los bibliófilos y beatniks universitarios que desarrollan esa misma
actividad a modo de hobby, por amor a los libros y a la gente que conocen de esa manera?
   ¿Cómo se explica la rígida partición racial que impera en esta actividad, en la que
los vendedores negros monopolizan la zona de la Sexta Avenida mientras que los
vendedores blancos de libros se congregan apenas unas cuadras más lejos, en la calle 4
Oeste,15 como lo revela Jason Rosette (2000) en The Book Wars, su documental sobre esta
actividad por el que ganó un premio? ¿Cómo hacen los afronorteamericanos para
monopolizar la zona pese a lo duro que resulta asegurarse un espacio para la venta y a la
presencia generalizada de vendedores inmigrantes de África en otros vecindarios de
Manhattan (Stoller, 1996)? ¿Y cómo sobreviven a los períodos de inactividad forzada,
como las semanas de lluvia y los largos meses de invierno, cuando el frío ártico vacía las
calles de potenciales compradores? Es muy probable que Hakim y sus colegas tengan otras
fuentes de ingresos.16 Nin-
   guna de estas cuestiones se abordan en Sidewalk.
   Duneier no examina las fuerzas estructurales -la desocialización del trabajo, la
erosión de la familia patriarcal, el achicamiento del Estado de bienestar, la criminalización
de los pobres urbanos, la combinación de los negros y la peligrosidad en los espacios
públicos- que directamente moldean y delimitan el espacio físico y simbólico dentro del
cual operan los vendedores. Como resultado, nunca retoma la cuestión, planteada al
comienzo del libro, de «los cambios que se han producido en la calle a lo largo de las
últimas cuatro décadas». Ofrece una profusión de anotaciones, viñetas y retazos dispersos,
pero no el tipo de historias de vida sistemáticas necesarias para conectar el mundo local de
los vendedores con las principales instituciones que los afectan: el mercado laboral
desregulado, el sistema de la justicia penal, la burocracia de la salud y la seguridad social,
las organizaciones de beneficencia y las redes personales que operan más allá de la escena
callejera. Estos datos biográficos e institucionales revelarían las sendas de entrada y salida
de ese mundo y permitiría al lector juzgar si efectivamente, y bajo qué condiciones, el
comercio callejero ejerce el proclamado efecto salvador sobre los vendedores sin techo, en
lugar de alimentar sus adicciones, consolidar su marginalidad y perpetuar su miseria.17 En
lugar de vincular las trayectorias de los vendedores a la transformación de las estructuras
sociales existentes, Duneier insiste en que resulta «difícil proyectar con rigurosidad los
casos individuales sobre el entramado de los procesos sociales», de manera que todo cuanto
podemos hacer es «especular con cautela» (SW, p. 51). Esta especulación tiene su base,
fundamentalmente, en las teorías que los vendedores hacen respecto de su propia vida,
como cuando Jamaane explica que «cree firmemente en los modelos de roles y en tratar de
dar el ejemplo» (SW, p. 58).
1.4.

EL obsesivo interés que Sidewalk evidencia por el respeto y los «ideales de


autoestima» dentro de un microcosmos interaccional que ha roto sus lazos institucionales y
que aparentemente está exento de todo determinismo material y de vectores de poder
expresa una deficiencia teórica más profunda: a lo largo del libro, Duneier toma las
declaraciones de sus informantes sin ahondar en ellas y confunde «el lenguaje de las
motivaciones» con los mecanismos sociales, y las razones invocadas por los vendedores
para explicar sus acciones con las causas que realmente los determinan.18 ¿Por qué Duneier
se traga la proclama monótona de sus sujetos acerca de que «tomaron la decisión consciente
de “respetar” a la sociedad mediante la tarea de hurgar en la basura o pedir limosna (en
lugar de robar autos o vender drogas)» (SW, p. 159)? Porque resuena con el tropo
victoriano que alude a los estereotipos de los (negros) pobres de las ciudades -aun cuando
invierte su valencia, transformando lo negativo en positivo-, así como con su propia
concepción del mundo social como un estadio para la afirmación del valor moral
individual. La narrativa de «los hombres que se motivan mutuamente para vivir “mejores”
vidas» pudo ser escuchada y registrada en el campo, porque era algo que Duneier traía
consigo.
   En lugar de seleccionar un sitio que le permitiera responder una pregunta
sociológica, el apéndice metodológico de 29 páginas que cierra Sidewalk deja en claro que
Duneier eligió un escenario hacia el que, por las razones que fueren, se sintió atraído y en el
que desarrolló contactos ricos y peculiares. De modo que salió a «pescar» preguntas para
las que estos informantes pudieran tener respuestas. Pero su problemática no emergió en
forma inductiva, como en el cuento de hadas epistemológico de la «teoría fundamentada» o
la «etnografía diagnóstica»;19 antes bien, fue el resultado de la proyección sobre la calle de
su interés personal en la moral y la «respetabilidad» (que ya era evidente en Slim’s Table).
Debe darse crédito a Duneier por el candor con el que lo reconoce:

   Mi investigación no está basada en ninguna pregunta precisa. No tenía teorías que
quisiese probar o reconstruir, y no había una literatura académica en particular a la que
supiese que quería contribuir [...]. Fundamentalmente buscaba diagnosticar los procesos
que se desarrollaban en este escenario y explicar los patrones de interacción que podía
observar en la gente. Asimismo, cuando recolecté la información, hubo una idea general
que me guió a lo largo de todo mi trabajo: si la gente con la que estoy lucha o no por vivir
de acuerdo con parámetros de valor «moral», y de ser así, cómo lo hacen (SW, pp. 340-
341; las itálicas son mías).
   La investigación se convierte entonces en la búsqueda e identificación de
aquellos matices de la vida cotidiana en la calle que se ajustan a esa intachable visión
interaccionista y la confirman -algo que Duneier hace con conmovedora dedicación-,20 pero
al precio de excluir todos los demás aspectos, y especialmente las limitaciones materiales y
la violencia simbólica, que amenazarían con empañar tal visión. Aun así, la calle adquiriría
su plena significación como una reproducción en miniatura y un prototipo de la civilidad
urbana (imbuida de la concepción de sociedad propuesta por Shilsian: una red de círculos
concéntricos de deferencia y carisma) únicamente si la venta callejera de libros pudiera ser
vinculada con controversias más amplias relativas al orden público. Aquí es donde la tesis
sobre el delito y las políticas para su prevención entra en escena.
1.5.

DANDO un salto desde la calle hacia el terreno de las políticas públicas, Duneier
alega que la presencia de los vendedores, buscadores de basura y mendigos sin techo no
alimenta el delito en las calles de Greenwich Village sino que, por el contrario, lo reduce. A
qué delitos se refiere, cometidos cuándo y cómo, es algo que no se nos dice con exactitud,
pero debe de tratarse de aquellos que los vendedores cometerían si no se dedicasen a esa
«actividad empresarial inocente», así como de aquellos que estas personas impiden al
vigilar la calle. De ello se deduce, declara Duneier, que «es necesaria una nueva estrategia
de control social» cuyo «fundamento sean las incesantes demandas de conducta
responsable», en consonancia con una política de «calidad de vida», pero animada por una
«mayor tolerancia y respeto por la gente que trabaja en la calle» (SW, p. 313). Es esta la
petición más osada de Sidewalk, y también la más débil.
   Debe señalarse, en primer lugar, que Greenwich Village es un lugar extraño para
evaluar el funcionamiento de cualquier estrategia diseñada para hacer cumplir la ley, dado
que se trata de una zona heterogénea pero rica (el ingreso promedio es de 70.000 dólares
anuales), caracterizada por una mezcla de roles y una proporción inusualmente importante
de estudiantes universitarios, turistas, artistas, gays y lesbianas, y por un espíritu público de
tolerancia cultural; en suma, un lugar único en el paisaje urbano de los Estados Unidos. Los
problemas relacionados con el mantenimiento del orden público que surgen en ella son
diferentes de aquellos que enfrentan los vecindarios residenciales o comerciales más
homogéneos, y más diferentes aún de las dificultades que aquejan a las comunidades
convertidas en guetos que cargan con el peso de cumplir con la política de «calidad de
vida».21 Sea como fuere, Duneier no aporta una sola prueba convincente de que el comercio
en la calle desaliente el delito. En lugar de presentar datos sobre denuncias policiales o
arrestos (disponibles en el Departamento de Policía codificados por áreas) o de relatar
incidentes específicos que den cuenta de la prevención de actos delictivos, se contenta con
afirmar que personalmente «rara vez he visto algún delito en este medio» (SW, p. 79), lo
que prueba que desconoce que la compra y tenencia de crack, por ejemplo, es un delito
grave, penado con varios años de prisión en el estado de Nueva York. Sin embargo, no se
hace mención a que la venta callejera no esté acompañada de actividades ilegales realizadas
por lo bajo; y no es claro de qué modo los «ojos vigilantes» de una docena de vendedores
callejeros marcarían una diferencia palpable en una zona concurrida, repleta de tiendas y
por la que transitan residentes y turistas por igual a toda hora del día.
   La discusión de Duneier sobre la teoría de las «ventanas rotas» es especialmente
falible, puesto que deja de lado la literatura criminológica y jurídica más importante y
realiza un diagnóstico erróneo de su naturaleza, sus medios y sus aplicaciones. Confunde la
«política de la comunidad» de los años sesenta (a la que Egon Bittner dedica un
renombrado estudio) con la «tolerancia cero» de los años noventa (SW, p. 375), que
pretende defender el espacio público mediante el arresto y encarcelamiento sistemáticos de
los acusados de delitos menores, tales como arrojar basura en las calles, mendigar, ofrecer
sexo por dinero, beber, orinar en público y cometer actos de vandalismo. El postulado
central de la «tolerancia cero» no es la estricta aplicación del código municipal, que
Duneier describe y al que critica en el caso de sus vendedores y buscadores de basura, sino
el trabajo de las patrullas facultadas para detener y registrar a los ciudadanos [stop-and-
frisk patrols], cuyo blanco son las decenas de miles de jóvenes de los guetos y barrios, que
terminan siendo despachados en masa a Rikers Island.[*] La ciudad, presionada por la
Village Aliance (una asociación comercial local) y asistida con vehemencia por la
Universidad de Nueva York, trató de echar a los vendedores callejeros, y fracasó
precisamente porque, en virtud de la peculiar manera en que el concejo municipal decidió
implementar el derecho constitucional a la libertad de palabra, la actividad de estos
vendedores quedaba completamente dentro de la ley (SW, pp. 132-136). El hecho de que a
lo largo de cuatro años Duneier nunca tuvo ocasión de sacar bajo fianza a un solo miembro
de su grupo callejero o de ir a buscar a alguno de ellos a un juzgado de guardia parecería
indicar que los vendedores callejeros de libros están en gran parte exentos del lado más
duro de la campaña por la «calidad de vida». Irónicamente, el blanco de esta campaña son
los detestables limpiavidrios, y no los vendedores callejeros. Aun si lo fuesen, la policía de
la ciudad de Nueva York efectuó 376.316 arrestos en 1998 (más de 227.500 por
contravenciones), una cifra que supera en alrededor de 50.000 el total de delitos registrados
ese año por las autoridades, y que derivaron en 130.000 ingresos en la cárcel de Rikers
Island. Es difícil discernir en qué medida ese cuadro cambiaría si una docena o incluso unos
cientos de vendedores callejeros de material impreso estuvieran exentos de esa política.
   Duneier presenta como un hecho la propaganda del gobierno de la ciudad y de los
ideólogos neoconservadores de la «guerra contra el delito», según la cual la «tolerancia
cero» logró reducir el delito en la ciudad de Nueva York (SW, pp. 287, 313), pese a que
existen sólidas investigaciones que demuestran lo contrario.22 Está suficientemente probado
que el crimen violento había comenzado a disminuir años antes de que Giuliani
implementara esa política; que otras grandes ciudades que han aplicado tácticas policiales
divergentes de la «tolerancia cero» lograron reducir el delito en cantidades igualmente
considerables, y que la aplicación de la política de «calidad de vida» no estaba basada en la
denominada teoría de las ventanas rotas de George Kelling y James Q. Wilson, sino en el
saber popular de los policías de ronda, quienes la resumieron bajo la menos elegante
denominación de «teoría de las bolas rotas» (Fagan, Zimring y Kim, 1998; Greene,
   1999; Joanes, 1999; Bowling, 1999; Maple y Mitchell, 1999). La pequeña
enmienda que Duneier introduce en esa teoría, consistente en «definir el desorden con
mayor precisión», sin dejar de suscribir su «viabilidad» (SW, p. 298), resulta un acto
timorato, si no absurdo, a la luz del minucioso desmantelamiento que Bernard Harcourt
(1998, esp. pp. 343-377) realiza de sus postulados y categorías, incluyendo su confusa
concepción del desorden. Finalmente, la noción de que cuestionar la lógica conceptual de la
política del mantenimiento del orden conducirá a modificar su implementación (SW, pp.
287-288) es, en el mejor de los casos, irrisoria: como otras estrategias destinadas a hacer
cumplir la ley, esa política nunca fue adoptada en virtud de «fundamentos intelectuales»,
sino de motivaciones políticas, burocráticas y simbólicas.
   Por último, uno debería preguntarse: ¿Por qué los sin techo que venden en la calle
tienen que reducir el delito en lugar de simplemente abstenerse de cometerlos para poder
ejercer sus tareas? ¿Por qué debería exigírseles una mayor contribución a la civilidad que la
que se espera de los comerciantes regulares y de otros usuarios de los espacios públicos? A
fin de probar que no son un flagelo para el vecindario, Duneier siente que debe
considerarlos una bendición, y en su intento por demostrarlo santifica la doble vara con la
que los pobres urbanos son juzgados en la sociedad estadounidense. Y uno no puede menos
que preguntarse, entonces: ¿Qué sucedería si Duneier extendiese un poco más su red
etnográfica y descubriese que los vendedores de libros en realidad no contribuyen a la
seguridad del vecindario? ¿Abogaría, en ese caso, por su expulsión?
1.6.

LA conclusión de los argumentos de Duneier es que existen dos categorías de gente


de la calle: los que, en tanto que seres morales y dedicados a la vida empresarial,
promueven el orden social y deberían ser tanto apoyados como «honrados» (SW, p. 317), y
los que no lo hacen y presumiblemente deberían ser desalojados y expulsados. Bajo la
apariencia de una crítica a la política de «tolerancia cero»,23 Sidewalk delinea un proyecto
con una orientación diferente, más eficaz, para llevar adelante una limpieza de la gente de
la calle, que aplicara inflexiblemente la norma de «responsabilidad personal» pero que
concediera a los pobres valiosos el espacio necesario para que ellos mismos se administren
una suerte de programa de workfare* o un «entrenamiento intensivo en moral» que
incluyese la mendicidad, la gorronería y el reciclado de objetos usados.ç

   Podemos observar el siguiente proceso. Un hombre sale de prisión y va a la Sexta


Avenida a mendigar. Observa el puesto de venta de otro hombre y con el tiempo aprende a
revolver la basura y a buscar revistas que la gente comprará. A través de sus relaciones
positivas con los clientes y del autodireccionamiento que se produce por el hecho de que es
su propio jefe, comienza a respetarse a sí mismo, que también es efecto de saber que tiene
un «medio de vida honesto». Luego de un tiempo [...] pasa de la calle a un departamento
[...]. Si los residentes llegan a ver su conducta como una contribución positiva, comienzan a
tratarlo con un respeto al que no está habituado. A su vez, otros hombres que salen de la
cárcel o que no conocen otro medio de vida más que el robo verán un modelo de conductas
positivas y comenzarán a imitarlo. Las «ventanas reparadas» y las «ventanas rotas» pueden
funcionar juntas (SW, p. 311).
   Esta fábula rosa basada en la premisa de una disociación artificial entre las
actividades legales e ilegales de la calle podría, en el mejor de los casos, aplicarse a un
puñado de hombres debidamente (auto)seleccionados, pero evidentemente no es extensible
a los 60.000 ex convictos salidos de la cárcel cada año que invaden el estado de Nueva
York, tres cuartos de los cuales provienen de los siete vecindarios más pobres de la ciudad
de Nueva York y regresan a ellos (Wacquant, 2001, pp. 114-115). ¿Cuántos pueden esperar
de manera realista encontrar un lugar para vender revistas usadas cuando los puestos de
venta están ya superpoblados, y cuántos pueden esperar ganar suficiente dinero para pagar
un alquiler y salir de la calle cuando aun los trabajadores de tiempo completo empleados en
trabajos mal pagos no pueden hacerlo? Sin embargo, en la visión de Duneier, lo que los
subproletarios urbanos necesitan son unos pocos «modelos positivos e inspiradores» que
los guíen respecto de cómo tener un «medio de vida honesto» y una generosa ración de
respeto por sí mismos y para con los demás, con lo cual estarán perfectamente bien. Si se
los deja arreglárselas solos y con la ayuda de las demás personas de la calle, aprenderán a
autodireccionarse, descubrir la moralidad y, por añadidura, aumentar su civilidad y
«solidaridad social» en la ciudad. Resulta difícil formular un mejor alegato en favor de la
prosecución de las políticas de Estado propiciadoras del abandono urbano, la indiferencia
social, el workfare y el prisonfare[*] que han engendrado los crecientes desechos sociales
esparcidos en las calles de las ciudades de los Estados Unidos. De hecho, Duneier suscribe
la institucionalización de la desposesión económica y la marginalidad social como una
extraña política de lucha contra la pobreza cuando afirma que «mejoraremos nuestro
bienestar si damos lugar a que más personas, no menos, participen en actividades
empresariales informales» y si el gobierno se mantiene al margen y acepta estas actividades
no solo como «inevitables» sino como decididamente «admirables» (SW, p. 315). En
verdad, admirable es la ingenuidad con la cual la sociedad -y las ciencias sociales-
estadounidenses inventan constantemente formas novedosas de hacer que sus pobres
carguen sobre los hombros el peso de sus propios dilemas.
2. BUENOS, MALOS Y FEOS EN LA FILADELFIA NEGRA:

ANDERSON Y LA «VIDA MORAL DEL NÚCLEO DEPRIMIDO DE LA


CIUDAD»

MIENTRAS que Duneier limpia la imagen de los vendedores callejeros del distrito
bohemio de Manhattan al censurar y minimizar aquellos aspectos de sus actividades que los
harían aparecer menos atractivos ante la sociedad convencional, Elijah Anderson no
esquiva personajes y hechos indigeribles. En Code of the Street, la franqueza con que
ofrece al lector un primer plano de los buenos, los malos y los feos que habitan las duras
calles de la Filadelfia negra coloca su estudio directamente dentro de un género del que la
obra de William Julius Wilson The Truly Disadvantaged (1987) constituye un buen
ejemplo, con su relato descarnado de las «patologías sociales» de las entrañas de las
ciudades.24 En su libro, Anderson sorprende por el candor y la circunspección con que
confronta realidades que la mayoría de los observadores o bien no pueden ver porque, para
quedar a resguardo, se ubican fuera de la escena, o bien no quieren ver porque ellas
pondrían en cuestión su caros preconceptos respecto de los pobres. Code of the Street, que
constituye la culminación de años de arduo trabajo de campo y compromiso académico y
personal con el tema, busca explicar «por qué tantos jóvenes de los barrios pobres se
vuelcan a la agresión y la violencia mutuas» (COS, p. 9). La respuesta es el afianzamiento y
la difusión de un «código de la calle», es decir una cultura de la resistencia basada en la
provocación masculina y la brutalidad interpersonal. Esta cultura es propiciada desde
adentro por la creciente ausencia de «modelos de roles» benéficos y, desde afuera, por la
desposesión económica (producto de la desindustrialización) y por la exclusión racial,
diversamente manifestada a través de los prejuicios, la discriminación y la segregación por
parte de los blancos. Para llegar a esta respuesta, el sociólogo de Pensilvania expone
pacientemente la superposición de divisiones culturales, las tensiones sociales y las luchas
intestinas que desintegran el gueto de fin-de-siècle y, desde su seno, contribuyen a su
dilema colectivo. Pero su análisis de estas luchas queda debilitado por la manera en que
reifica la tendencia cultural a constituirse en grupos, por el error conceptual acerca de la
noción de «código» y por una persistente desconexión entre los datos empíricos y la teoría,
que convierten el libro en un trabajo inacabado que, en última instancia, plantea más
preguntas de las que resuelve. En particular, el argumento de Anderson acerca de la
centralidad de los mentores o padrinos morales se vincula con una teoría de la acción, de
los «modelos de roles», conceptualmente deficiente, que queda permanentemente refutada
por las pruebas que presenta el libro. Por su parte, las referencias a la desindustrialización y
la exclusión racial están artificialmente recubiertas por descripciones de campo que en
ningún momento dan cuenta de cómo esas fuerzas macroestructurales externas llegan a
afectar la vida dentro del gueto.25
Code of the Street puede leerse como dos libros separados. El primero, integrado
por los primeros cuatro capítulos, sobre la lucha entre los valores convencionales y los de la
calle, sobre la búsqueda imperiosa del respeto viril en los encuentros callejeros, sobre las
drogas y la violencia y sobre los hábitos sexuales de la juventud del gueto, retoma, revisa y
en general repite los temas y tesis postulados en el libro anterior del autor (1990),
Streetwise [Gente con calle] (el capítulo de COS titulado «The mating game» es incluso
una reproducción exacta del capítulo «Sex codes and family life among Northton’s youth»
de ese libro). El segundo, también conformado por cuatro capítulos, aporta material nuevo
sobre los dos tipos sociales que Anderson considera los «pilares morales» del gueto, el
«papá decente» y la «abuela del núcleo deprimido de la ciudad», y sobre el padecer de dos
jóvenes que luchan por liberarse de las garras de la calle, el primero sin éxito y el segundo
con resultados más alentadores. Ambas partes del libro giran en torno de la oposición
central entre «decentes» y «callejeros», que Anderson introduce invitando al lector a
recorrer la avenida Germantown, una importante arteria de Filadelfia que comienza en el
opulento distrito blanco de Chestnut Hill, atraviesa Mount Airy, una zona mixta de clase
media, hasta llegar a Germantown, un ruinoso vecindario negro donde el «código de la
calle» arremete contra el «código de la civilidad». Allí, en medio de un paisaje urbano
desolado, jóvenes sujetos son «muestras» y «representantes» de «paradas» que constituyen
teatros donde se ponen a prueba formas virulentas y agresivas de masculinidad; la decencia
pública es ignorada abiertamente, el delito y la venta de drogas son endémicos, y las riñas,
cosa de todos los días; las calles, las escuelas, las tiendas y las viviendas destilan
sociabilidad pero también peligro, terror y miseria, debido a la falta de trabajo, las
deficiencias de los servicios públicos, la estigmatización racial y el consiguiente
sentimiento de alienación y desesperación (COS, pp. 20-30). Sin embargo, lejos de ser
homogéneo, como la ciudad misma, este segmento del gueto se divide en «dos polos de
orientación de valores, dos categorías sociales contrastantes»: «los callejeros y los
decentes», que «organizan socialmente la comunidad» y determinan el tenor de la vida en
el vecindario en función del «modo en que coexisten e interactúan» (COS, pp. 35, 33).
2.1.

ANDERSON insiste desde el comienzo en que esta pareja de términos son «juicios
valorativos que confieren un estatus a los residentes del lugar», «rótulos» que las personas
usan «para definirse a sí mismas y a los demás». Recomienda con sensatez no
sustancializarlos, enfatizando que «en una misma familia pueden coexistir individuos de
cualquier orientación» y que «se pasa con gran facilidad de un código a otro», a tal punto
que la misma persona «puede en diferentes momentos tener una orientación decente o
callejera, dependiendo de las circunstancias» (COS, pp. 35-36). Pero inmediatamente deja
de lado su propia recomendación y procede a tratar estas orientaciones culturales flexibles
como repertorios fijos -códigos, culturas o sistemas de valores- e incluso como conjuntos
de normas domésticas enfrentadas. Este clásico caso de Zustandreduktion, «reducción de
un proceso a condiciones estáticas», para usar la expresión de Norbert Elias (1978, p. 112),
tiene tres consecuencias desafortunadas.26 En primer lugar, tomar las nociones populares
que los residentes utilizan para dar sentido a su mundo cotidiano como los indicadores de
dos grupos mutuamente excluyentes le impide a Anderson analizar la lucha dinámica que
interviene en el proceso de categorización del que surge la diferencia entre «callejeros» y
«decentes», y dar cuenta de cómo esta lucha afecta la conducta individual y la formación de
grupos. Y ello debido a que deja sin examinar los mecanismos y rodeos sociales mediante
los cuales las diferentes personas se vuelcan hacia este o aquel extremo del abanico, y qué
facilita u obstaculiza ese vuelco.27
   Asimismo, al basarse en los conceptos populares de los residentes sin anclarlos
firmemente en el orden social, Anderson hace una presunción respecto de lo que
precisamente requiere una demostración: que estos dos grupos de familias se diferencian
perfectamente por sus valores morales más que por ubicaciones estructurales que ocupan en
el espacio social y por las oportunidades y dificultades objetivas de vida inherentes a ellas.
Anderson sabe muy bien que «las comunidades del centro deprimido de la ciudad son en
realidad bastante diversas económicamente», y señala al pasar las variaciones relativas a los
bienes, la ocupación, los ingresos y la educación (COS, p.53). Pero no analiza el sistema de
lugares que se conforma a partir de estas diferencias, de manera que prácticas que pueden
ser efecto de determinadas posiciones socioestructurales son atribuidas automáticamente,
por defecto, a la «cultura», referida en términos del «código». En cambio, traza una
dicotomía entre «familias decentes» y «familias callejeras» que no da lugar a términos
medios y permite tan solo una escasa superposición y un exiguo interjuego simbólico entre
ellas. Las familias decentes poseen las sagradas virtudes de la estereotipada familia
estadounidense que propone la ideología dominante: «trabajan duro, ahorran dinero para
adquirir bienes materiales y educan a sus hijos para que logren ser algo en la vida», de
acuerdo con los «valores imperantes» (COS, p. 38). Conservan sus trabajos aun cuando son
inseguros y mal pagos, se alían con instituciones «de afuera» tales como las iglesias y las
escuelas, y tienen fe en el futuro. Su profunda religiosidad les permite mantener «familias
nucleares intactas» en las que «el rol del “hombre de la casa”» es predominante e infunde a
todos un sentimiento de responsabilidad personal. Las familias callejeras son su espejo
invertido: «a menudo evidencian falta de consideración hacia otra gente y tienen un sentido
de la familia y la comunidad bastante superficial»; privadas de trabajos bien pagos, sus
recursos son limitados y con frecuencia mal utilizados, y su vida está «marcada por la
desorganización» y llena de frustración. Asumen sus obligaciones parentales con dejadez,
son desconsiderados con los vecinos y tienen choques periódicos con la policía; con su
ejemplo, enseñan a sus hijos «a ser grotescos, alborotados, orgullosamente vulgares y
groseros; en suma, callejeros» (COS, pp. 45-47). Se imponen preguntas, que quedan sin
responder: ¿Estas familias son pobres porque son moralmente disolutas, o es al revés? ¿Su
orientación cultural es la causa o el resultado de su ubicación en las posiciones inferiores
del espacio social y de la particular relación con el futuro que implica tal ubicación?
Adviértase que la caracterización que hace Anderson de la «familia callejera» es
completamente negativa: se define por sus deficiencias, sus déficits y sus carencias; la
orientación y las acciones de la familia callejera son leídas desde el punto de vista de las
familias «decentes», que luchan para distanciarse de los vecinos «groseros». Al adoptar así
los conceptos populares de los residentes como sus herramientas de análisis, Anderson
incurre en un tercer problema: al igual que la «gente decente», atribuye todos los males de
la «comunidad» a la gente de la calle, tomando partido en la batalla que estas dos facciones
(o fracciones de clases) de la población del gueto libran entre sí, en lugar de analizar cómo
ese antagonismo opera en la práctica enmarcando, reduciendo o amplificando las
diferencias objetivas en las posiciones sociales y en las estrategias del vecindario. Para
sostener su visión candorosa respecto de los aspectos repudiables de la vida del gueto,
Anderson clasifica las conductas y adjudica los patrones encomiables y los ofensivos a dos
grupos diferentes, definidos precisamente por sus morales contrastantes. A lo largo del
libro, evidencia el compromiso manifiesto de documentar (y lamentar) la difícil situación
de la gente «decente» y de reivindicar su punto de vista.28 Su compromiso personal con la
«decencia» -testimoniado por la presencia de ese término en el subtítulo del libro- limita
sus observaciones, tiñe sus análisis y coarta su posibilidad de explicar los valores de la calle
en términos que no sean exclusivamente los de la degradación de los valores decentes, aun
cuando éstos son motivados, como veremos a continuación, por la «adaptación» a las
carencias materiales y a la falta de oportunidades.
2.2.

EL eje del libro es la fundamentada descripción del funcionamiento del «código de


la calle», ese «grupo de prescripciones y proscripciones o reglas informales que rigen la
conducta, organizadas en función de la desesperada búsqueda de respeto que gobierna las
relaciones públicas» en el gueto (COS, p. 10). Para los jóvenes hombres que adoptan este
código, la vida es una perpetua «campaña por el respeto» que consiste en anunciar, por
medio de la apariencia, el comportamiento y la actitud, las palabras y los actos, que están
preparados para enfrentar e impartir violencia sin temor a las consecuencias, para obtener
su parte del «jugo», tal el nombre que recibe en la calle el respeto hacia el hombre. La
intrusión de esta belicosa actitud mental propia de la calle en los hogares, las escuelas, los
parques y los establecimientos comerciales tales como las tabernas y los cines contamina
todas las relaciones entre las personas. Alienta el delito depredador y la venta de drogas,
exacerba la violencia interpersonal e incluso tiñe el cortejo, la seducción y los encuentros
íntimos entre los sexos.29 En este punto Anderson amplía y enriquece el análisis más
sucinto que Richard Majors y Janet Billson hicieron de la «pose cool», esa «forma
ritualizada de masculinidad» a través de la cual los afronorteamericanos marginados
afirman su «orgullo, fuerza y control» en el teatro público de la vida cotidiana (Majors y
Billson, 1992, p. 23). Majors y Billson vieron en esa «pose cool» un síntoma de la opresión
manifestada a través de una educación calamitosa, el desempleo generalizado, el alto nivel
de pobreza, la falta de control de la fertilidad y la hipermorbilidad; la retrataron como el
producto de la «violencia estructural subyacente que pone en peligro la igualdad de
oportunidades para los negros» y «fomenta la violencia en sus coléricas víctimas». Del
mismo modo, Anderson presenta el «código de la calle» como una «respuesta cultural
compleja a la falta de empleos con salarios dignos, a la estigmatización de la raza, al
consumo generalizado de drogas, a la alienación y a la desesperanza» (texto de la solapa del
libro).
   Pero, ¿qué es exactamente un código, de dónde proviene el «código de la calle» y
cómo genera en los hechos determinadas conductas? Uno esperaría que el libro de
Anderson elucidara estas cuestiones; sin embargo, cuanto más se adentra uno en su lectura,
más confusas se tornan. Primero, el código es descripto de diversas maneras: como un
conjunto de «reglas informales», una «etiqueta», una «orientación de los valores», una
«cultura de la resistencia», con las regularidades objetivas de conducta que prescriben, pero
también como un «guión», un conjunto roles y sus expectativas pautadas, una identidad
personal, un «entorno», e incluso como la «trama de la vida cotidiana» in toto.30 Esta
definición imprecisa y excesivamente abarcativa resulta problemática, dado que si el código
es tanto una matriz cultural que moldea la conducta como esa conducta misma, el
argumento se torna circular. Asimismo, existe un grado considerable de confusión respecto
de los orígenes y vectores del «código de la calle». La noción se introduce en primer lugar
como una constelación contemporánea, específica de un grupo, normativa, nacida en el
gueto en virtud de la singular confluencia de la dominación racial, la devastación
económica y la desconfianza hacia la justicia penal. Pero unas páginas más adelante se nos
dice que no es más que un avatar reciente de una antigua concepción del honor masculino
que data de los albores de la civilización y es compartida por una multiplicidad de grupos
inmigrantes viejos y más recientes en la sociedad estadounidense.31

   Para aclarar los términos, Anderson remite al lector a la «verosímil descripción


de la tradición y evolución de este código» vertida en dos libros por sendos periodistas: All
God’s Children de Fox Butterfield y The Promised Land de Nicolas Lemann (COS, p. 328).
Esto no aclara demasiado, no solo porque ninguno de esos libros está a la altura de la
investigación histórica académica, sino también porque ellos refutan rápidamente la tesis de
Anderson de una concepción agresiva del honor engendrada por la combinación de la
profunda pobreza y la exclusión racial que condujo a la virulenta alienación en las
metrópolis de los Estados Unidos luego de la década de 1970. El libro de Lemann (1986)
afirma que la cultura del gueto postindustrial fue importada desde el sur agrícola por la
Gran Migración de las décadas de entreguerra: según él, «el ódigo de la calle» es un
complejo sureño con raíces en la aparcería y que por lo tanto también está presente en las
regiones rurales. En cuanto a Butterfield (1995, pp. xviii, 11), la violencia generalizada en
los barrios pobres «tiene poca relación con cuestiones raciales o de clase, con la pobreza o
la educación, con la televisión o la disgregación de la familia»; no es ni reciente ni
específicamente urbana, ya que «tiene su origen en una orgullosa cultura» del honor propia
los blancos del sur de preguerra, que a su vez tenía sus «raíces en los enfrentamientos
sangrientos entre clanes y familias que se remontan a la Edad Media». Estas contradictorias
explicaciones de sus orígenes y de los grupos que lo portan significan que el «código de la
calle» puede ser interpretado diversamente como una concepción de la masculinidad
(compartida por todas las clases), como un modelo cultural de las clases bajas (compartido
por todos los grupos étnicos), como una forma cultural étnica o regional (pero específica de
un género) o incluso como un constructo sociomental engendrado por la pertenencia a un
lugar particular caracterizado por la carencia y la alienación extremas (la calle, el núcleo
urbanísticamente deprimido y socialmente sin trabajo de la metrópolis y o el hipergueto),
quizá con influencias de la cultura delictiva o carcelaria. Se hacen necesarias aquí algunas
puntualizaciones, para poder ubicar mejor el «código de la calle» en algún lugar entre una
atemporal propención masculina a la agresión y la peculiar expresión de un atavismo
etnorracial, regional o de clase.
2.3.

UBICAR la génesis del «código de la calle» en formas masculinas de pensar, sentir


y actuar en los espacios públicos urbanos, sedimentadas históricamente y pertenecientes a
una clase o etnia, no solo ayudaría a especificar sus principios y a comprender su
transformación, mostrando cómo la «pose cool» de los años setenta devino en el «caso
difícil» de los noventa para los hombres negros atrapados en los estratos inferiores del
espacio social de los Estados Unidos. También aclararía otra ambigüedad de la exposición
de Anderson: a veces se dice que el código callejero organiza y mitiga la violencia al
proporcionar «una especie de mecanismo de control, alentando a la gente a investir a los
demás de cierto respeto», mientras que, en otros momentos, se lo considera responsable de
sembrar desconfianza, desestabilizar las relaciones e incitar a la agresión, de manera que
aun «la gente decente y respetuosa de la ley se convierte en víctima de la violencia fortuita»
(COS, pp. 105, 108). Ello sugiere que el «código» no puede explicar un patrón particular de
conducta salvo que sea puesto en relación con otras fuerzas y factores sociales que actúan
como «conmutadores» que encienden o apagan su potencia (des)organizadora. Entre estos
factores que reclaman un análisis más profundo que el ofrecido por Anderson, están la
amplia disponibilidad de armas y la creciente simbiosis entre la cultura de la calle y la de la
prisión debida a las astronómicas tasas de encarcelamiento de los jóvenes
afronorteamericanos de los centros urbanos.32 Ello implica, a su vez, que la violencia
salvaje dentro del gueto es el resultado no previsto de las políticas públicas de tolerancia
hacia las armas en manos de civiles (su portación y comercialización) y de administración
punitiva de la pobreza en las metrópolis a través de la «carcelarización» del habitus de la
calle, que habla menos de la cultura local de la masculinidad que del Estado (Wacquant,
2001).
   Explicitar cómo el código de la calle produce conductas más o menos violentas
en el campo mismo de acción probablemente permitiría poner al descubierto su dudoso
rango conceptual. Como herramienta descriptiva diseñada para dar cuenta de la
configuración cotidiana de los residentes del gueto, resulta útil e iluminadora; como
herramienta analítica para explicar la conducta social, adolece de severas deficiencias. El
concepto de código proviene de la cibernética y la teoría de la información, y ha sido
adoptado por la lingüística y la antropología. Pero como lo han demostrado muchas críticas
al estructuralismo -entre las cuales, la más acabada es la que Bourdieu hace a Lévi-Strauss
en Outline of a Theory of Practice (1977)-, tal abordaje reduce los individuos o grupos a la
condición de soportes pasivos de un «código» que despliega su lógica semiótica
independiente «a espaldas» de aquellos; no logra aprehender la práctica en otros términos
que no sean los de la mera ejecución de un modelo cultural atemporal que niega las
capacidades de inventiva de sus agentes y el carácter abierto de las situaciones, congelado
de este modo las relaciones dinámicas en réplicas eternas de una matriz única. En muchos
pasajes del libro de Anderson, el código aparece, efectivamente, como un deus ex machina
que maneja a las personas a la manera de marionetas y condiciona las conductas
independientemente de los factores materiales u otros. El «código de la calle» es invocado
aun en casos en los que resulta claramente superfluo: por ejemplo, no hace falta que alguien
«adquiera el saber callejero del protocolo» del robo a mano armada para comprender que,
cuando un asaltante le apunta a la cabeza, es mejor cooperar con él y acceder a sus pedidos,
lo que Anderson sobreinterpreta como el reconocimiento de «la autoridad, el valor, el
estatus, incluso la respetabilidad del asaltante» (COS, p. 128). Se trata, simplemente, de
tratar de evitar que lo hieran o lo maten, algo que toda criatura urbana debidamente
socializada sabe, cualquiera sea su «código».
2.4.

LO que un joven rebelde atrapado en la calle «necesita es que se le tienda una mano
en serio: un viejo guía dispuesto a ayudar puede marcar una gran diferencia» (COS, p. 136).
Con este pronunciamiento, Anderson sienta las bases para la segunda parte de Code of the
Street, en la que busca demostrar que los «modelos de roles» benéficos, como el «papá
decente» y la «abuela del núcleo deprimido de la ciudad», influyen en la vida social del
gueto. El problema aquí es que, tal como sucede con la descripción que hace Duneier de los
vendedores callejeros, una lectura minuciosa muestra que esta tesis es refutada
permanentemente por los datos que él mismo aporta. «El papá decente es un cierto tipo de
hombre», un hombre «moral y de elevados principios» con «ciertas responsabilidades y
privilegios: trabajar, apoyar a su familia, gobernar su hogar, proteger a sus hijas y educar a
su hijo para que sea como él», así como «soportar sobre sus hombros el peso de la raza»
(COS, p. 180). Su autoridad se funda en su devoción por la ética del trabajo, en su
persistente compromiso para con lo apropiado y la propiedad, en el apoyo de la iglesia y en
el acceso a los recursos económicos, entre los cuales el principal es el empleo. Pero «hoy el
rol de patrocinio del papá decente está siendo amenazado por la desindustrialización» y su
«aura moral» se está desvaneciendo. Habiendo perdido su sustento económico, su
trascendencia disminuye, se vuelve menos visible, y muchos jóvenes «desempeñan ese rol
pobremente» porque, al no haber estado en contacto directo con el modelo en todo su
esplendor, solo conocen «su bosquejo» (COS, p. 185). De ese modo, son pasibles de
adquirir una actitud defensiva, hipersensible e irascible, y a veces descargan su frustración
en sus mujeres, cuando éstas osan «desafiar su imagen de hombres que tienen el control»
(COS, p. 187).
   Para probar que el «papá decente» conserva su «importancia para la integridad
moral de la comunidad», Anderson desgrana una sucesión de observaciones, anécdotas y
extractos de entrevistas presentados desorganizadamente, incluyendo un relato errático y
repetitivo de once páginas de uno de estos padres decentes, acerca de un incidente ocurrido
veinticinco años antes, en el cual su amado hijo modelo fue asesinado en una de las
confrontaciones habituales, aunque no por ello menos horrorosa, con los miembros de una
pandilla (COS, pp. 194-204). Este padre, comprensiblemente, está abatido y resentido por
lo injusta que ha sido la vida con alguien que ha honrado inquebrantablemente los
preceptos de la «decencia». Pero dar a conocer ese dolor y mostrar las huellas del daño
emocional en la familia contribuye poco a individualizar las condiciones y los mecanismos
sociales por los que la moral a la que él aspira y a la que adhiere puede tener o no eficacia
social. De hecho, este padre decente y sus compatriotas aparecen añorando
anacrónicamente un tiempo lejano en el que existían empleos estables en las fábricas y
configuraciones familiares retrógradas en las cuales el hombre era el proveedor y la mujer
ocupaba «su lugar, que consistía en atender la casa y preparar la comida para satisfacer al
hombre», y se cuidaba «de hablar cuando no le correspondía o de hablar demasiado, para
no empequeñecer la figura de aquel» (COS, p. 183). La propia nostalgia de Anderson por
esa época «fordista» de patriarcado no le permite ver que, lejos de estar satisfechas con el
sometimiento doméstico, las mujeres afronorteamericanas hace ya tiempo que han asumido
un papel fundamental en los asuntos de su comunidad, y que la declinación de la influencia
del «papá decente» no se debe simplemente al deterioro económico del hombre negro y a
su incapacidad para obtener recompensas tangibles («Su autoridad moral se debilita cuando
una actitud amable no reporta beneficios materiales: un buen trabajo para un hombre joven,
una buena casa para una mujer joven»; COS, pp. 204-205). Es el resultado de un cambio
radical en la forma y la dinámica de la familia, las cuestiones de género y las relaciones
generacionales que ponen al descubierto una profunda y antigua fisura existente entre los
hombres y las mujeres negras, especialmente pronunciada en los estratos más bajos pero
que afecta a todas las clases.33 Lamentar el aumento de las «“malos cabesillas” (como
ciertos músicos de rap)», quienes supuestamente reemplazan al papá decente como
ejemplos de quienes obtienen logros, no restaurará las condiciones que convirtieron a estos
últimos en prototipos sociales preeminentes ni restituirá «los viejos tiempos [en los que] el
hombre negro era fuerte», a tal punto que «aun el hombre blanco lo advertía», como
sostiene uno de los informantes de Anderson (COS, pp. 205, 194).
   A medida que el rol del papá decente se va erosionando rápidamente, «las abuelas
continúan conformando algo así como una red comunitaria segura», pero «esa red está
debilitada y corre el peligro de desaparecer» (COS, p. 207). Debido al deterioro económico,
el aumento de la drogadicción y la concomitante cristalización de la cultura de la resistencia
de la calle, «una vez más la abuela negra es llamada a asumir su rol tradicional» de
«desinteresada salvadora de la comunidad», que se ocupa heroicamente de los niños no
deseados, compensando «la incapacidad -o en muchos casos la falta de interés- de los
hombres jóvenes para cumplir con sus obligaciones y responsa bilidades parentales», y
ejerciendo una gran autoridad moral (COS, pp. 208, 211). Aunque no es sorprendente que
existan dos tipos de abuelas, la respetable y la orientada hacia la calle, la abuela tradicional
es en esencia el equivalente femenino del papá decente: solvente desde el punto de vista
económico, temerosa de Dios, éticamente conservadora, fiable y defensora de la autoridad
y la responsabilidad. Pero si es cierto que se ha convertido en un «referente conceptual [sic]
del sistema de valores en el que son iniciadas y crecen muchas jóvenes» (COS, p. 214),
¿por qué entonces tantas de esas mismas jóvenes tienen una actitud tan irresponsable?
   En lugar de someter la visión romántica del pasado que ofrecen sus informantes a
una crítica metódica basada en la historia social y oral del gueto, Anderson entroniza esa
visión, dejando sin resolver dos contradicciones presentes en el corazón de su relato. En
primer lugar, los dos roles principales, el del papá decente y el de la abuela heroica, no
pueden haberse desarrollado juntos, puesto que su importancia funcional tiene una relación
inversa: ¿quién necesita que la abnegada abuela se ocupe de los bebés de una hija rebelde si
el papá decente ha «modelado» una moral adecuada y ha criado a sus hijos, especialmente a
los varones, en forma correcta? De hecho, ningún tipo social desempeña un papel
predominante en las descripciones históricas del gueto de mitad de siglo ni en los relatos de
historias de vida contemporáneas (por ejemplo, Drake y Cayton, [1945] 1993; Greenberg,
   1991; Trotter, 1995; Gwaltney, 1980, Monroe y Goldman, 1988; Kotlowitz,
1991). En segundo lugar, la «abuela tradicional» tiene éxito como abuela únicamente
porque, en los propios términos de Anderson, ha fracasado como madre: a pesar de su
«enorme autoridad moral y fuerza espiritual», no ha podido controlar a sus hijas
adolescentes ni evitar su embarazo precoz. Y ahora debe recoger los fragmentos como
pueda en el contexto de la indiferencia pública, de suerte que no puede recurrir a nadie más
que a ella misma y a la mujer más cercana de su familia.
   Como prueba de la proeza ética de la abuela del barrio pobre, Anderson aporta la
transcripción de 15 páginas, prácticamente sin editar, de una «conversación grabada» con
Betty (COS, pp. 219-233), una de esas abuelas. Suponiendo que pueda confiarse en un
relato no corroborado por datos provenientes de la observación, esta transcripción sugiere,
no que Betty adoptó una vocación moral venerable en nombre de la «comunidad», sino que
se vio obligada a asumir el cuidado de los bebés de su hija adolescente en razón de la
ineptitud despiadada de la ciudad para brindar atención a los niños, cobertura hospitalaria y
servicios sociales. Estos últimos no hicieron prácticamente nada para proteger a una niña de
12 años que, según se informó, amenazaba a su madre con cuchillos, se escapaba
continuamente, fue violada en la calle, se contagió de sífilis y herpes y se hizo adicta al
crack (lo que no fue detectado por el hospital en el que tuvo a su bebé de 900 gramos; COS,
pp. 222-223). La necesidad descarnada y la trágica ruina de las instituciones públicas rigen
los días del gueto. Comprensiblemente, Betty está exhausta y exasperada: quiere que su hija
y sus nietos se vayan y que los médicos esterilicen a su hija por la fuerza.
   Anderson titula la última parte de la transcripción «The final reality: Betty
accepts her heroic role» [La realidad final: Betty acepta su rol heroico], pero hay poco
heroísmo en esa servidumbre familiar que el Estado, en virtud de su incapacidad para velar
por el bienestar social, impone a las mujeres (sub)proletarias. Aun más, el Estado
contribuye a esa situación ruinosa, dado que Betty debió renunciar a su trabajo como
asistente de enfermería para poder recibir un subsidio para su nietos. Anderson,
inadvertidamente, concede que es la necesidad material, y no el apego a las normas, la que
atrapó a la mujer en esa situación: «La falta de una guardería que pudiera pagar sumada a
las reglas de elegibilidad para el acceso a los subsidios sociales dejaron a Betty un único
curso de acción posible: dejar su trabajo en el sector privado para, en efecto, pasar a ser
empleada del Estado para criar a sus nietos» (COS, p. 233). En ninguna otra sociedad
occidental una abuela debería pagar un precio tan alto por la conjunción de la conducta
descarriada de su hija y la vergonzosa indiferencia del Estado. De hecho, Anderson admite
al final del capítulo que «aunque en general son amadas y respetadas incluso cuando no se
las obedece», las abuelas «están perdiendo influencia» y «puede llegar a parecer que no son
importantes» (COS, p. 236), una afirmación que contradice el eje de su análisis hasta ese
momento.34 En definitiva, Anderson presenta un conmovedor retrato del papá decente y la
abuela del núcleo deprimido como las columnas vertebrales de la comunidad negra urbana;
no obstante, ese retrato no los muestra como anclajes morales y padrinos sociales viables,
sino como seres sobreexigidos y desconectados de las relaciones con el otro sexo, con la
familia y con el Estado.
2.5

LOS dos capítulos finales de Code of the Street relatan el padecimiento de los
jóvenes que luchan por hacerse un lugar en la economía legal y lograr cierto grado de
estabilidad material y posicionamiento social. Aquí, Anderson ofrece una inusual ventana
desde la cual observar la peligrosa carrera de obstáculos que deben enfrentar los hombres
afroamericanos cuando intentan torcer su destino prefijado en el estrato más bajo de las
clases y capas sociales. El libro finalmente se torna vivaz, con un material conmovedor y
lleno de detalles que recompensa ampliamente una lectura detenida y le permite a Anderson
desplegar su habilidad para la demostración etnográfica. Obtenemos así una visión clara de
cómo John y Robert se las ingenian para intentar zanjar el conflicto entre las exigencias de
sus empleadores, la lealtad fraterna y disciplinada hacia su grupo de pares cercano y el
compromiso para con la sociedad establecida, y para conciliar el desafiante ethos masculino
de la calle con la resignación a la vida opaca del trabajador asalariado. El problema es que
no solo la proporción de análisis de las transcripciones de narraciones y entrevistas es
bastante baja (de cincuenta y dos páginas correspondientes al primer caso, apenas unas
ocho son examinadas), sino que estas transcripciones constituyen una prueba endeble de la
teoría del padrinazgo y la conjunción de la desindustrialización y el racismo que Anderson
intenta hacerles ilustrar, «John Turner’s Story» (cap. 7) es un ejemplo emblemático de esta
obstinada desconexión entre la información y la interpretación.
   John Turner es un muchacho de 21 años con estudios secundarios completos y
padre de seis hijos de cuatro mujeres diferentes, con profundos lazos con pandillas y
repetidos problemas con la ley, a quien Anderson conoce en un local de comidas para llevar
en el que John trabaja como ayudante de camarero por 400 dólares al mes. El «profesor
universitario» lo ayuda a resolver un problema con la justicia y a continuación le consigue
un trabajo sólido como portero en un hospital, donde, pese a un comienzo complicado y a la
manifiesta reticencia del delegado gremial, da pruebas de un desempeño sobresaliente. Pero
unas semanas más tarde es enviado nuevamente a la cárcel por no pagar su multa judicial
mensual de 100 dólares, aunque su hora de trabajo ha pasado de 3,50 a 8,50 dólares (John
aduce que tiene otras necesidades más urgentes, como ahorrar para la futura educación
universitaria de sus hijos). Cuando regresa al trabajo, el joven se encuentra con el desprecio
y el alejamiento explícitos de los porteros más viejos, quienes sienten que su presencia los
amenaza y que su comportamiento desvaloriza el trabajo que ellos hacen. Como resultado,
John abandona el empleo abruptamente y vuelve a vender drogas, quemando sus naves al
ganar grandes cantidades de «dinero fácil» y sumergirse en un derroche de libertinaje,
ostentación y obsequios a su familia. Un año más tarde, las calles se habían vuelto
demasiado salvajes y traicioneras para su gusto, y John decide «enfriarse». Entonces,
vuelve a mendigar dinero, un traje y un trabajo de Anderson, quien, luego de intentar
infructuosamente enlistarlo en el ejército (los antecedentes penales de John se lo impiden),
finalmente ubica al muchacho en otro puesto raso en la cocina de un restaurante,
convirtiéndolo en «el hombre más feliz del mundo» por el simple hecho de tener un trabajo.
Cuando más tarde John insiste en que necesita dinero para sus hijos, Anderson le da 150
dólares como un modo de terminar su relación.35 Posteriormente nos enteramos de que John
recibió un tiro en el vientre durante una gresca por venta de drogas en Baltimore y que
quedó lisiado de por vida a los 27 años.
   Como en los capítulos anteriores, Anderson afirma que «las fuentes de trabajo
legítimas son inaccesibles para los jóvenes como John Turner, y ello debido a los
prejuicios, a la falta de preparación o a la ausencia de verdaderas oportunidades laborales.
Pero ellos observan a otros -generalmente blancos- gozar de los frutos del sistema, y a
través de esta experiencia se sumen en una profunda alienación. Responden con desprecio
por la sociedad al desprecio que perciben de parte de esta. Sus mentes están asoladas por la
realidad del racismo» (COS, p. 286). El problema es que esta explicación no se ajusta en
absoluto a la historia de John Turner: gracias a la asistencia personal de Anderson (así
como a la de su propia madre, quien antes le había conseguido un trabajo como técnico en
una empresa farmacéutica en la que ella trabajaba), tuvo acceso al sistema laboral y a un
puesto de trabajo seguro, bien pago y con todos los beneficios sociales. Más aún, no hubo
blancos que lo excluyeran o le presentaran algún obstáculo, puesto que fueron los porteros
negros quienes lo persiguieron y atacaron hasta lograr que se fuera del hospital: el delegado
gremial que se suponía debía protegerlo lo bautizó con el mote de «hombre a mitad de
camino», puso sus miserias al descubierto (al revelar a los demás la paternidad y la
situación familiar de John) y lo degradó sistemáticamente, haciéndole observaciones
sarcásticas acerca de sus hábitos sexuales («¡Mantén esa cosa en tus malditos
pantalones!»)36
   Así, ni la desindustrialización y ni el racismo proveen una explicación acabada
del retroceso de John Turner hacia el mundillo de la calle, vale decir, por qué no pudo
sostenerse en un lugar firme en la economía legal luego de haber recibido una oportunidad
magnífica de acomodarse en él. Esto no significa que la reestructuración del mercado
laboral y la dominación racial no existan, pues es claro que existen: el virulento prejuicio de
clases entre los trabajadores afronorteamericanos que ocasiona la recaída de John en la
economía informal está sobredeterminado por la vulnerabilidad colectiva de estas personas
en la era del trabajo asalariado desocializado y se fortalece con la inmersión de los
empleados negros en una estructura de autoridad gobernada y vigilada por los blancos. Pero
es igualmente claro que faltan aquí muchas mediaciones cruciales si queremos vincular las
macroestructuras de las desigualdades entre clases y castas con el microescenario en el que
las acciones de John Turner adquieren su lógica y su significación. Y tampoco es la «falta
de un modelo de rol efectivo» la responsable de la perdición de John Turner (COS, p. 237).
Puesto que si un padrino tan poderoso como Anderson, con sus numerosas conexiones, sus
credenciales culturales impecables y sus intervenciones multifacéticas (le consigue a John
un abogado de primera línea, se pone en contacto con su oficial de libertad condicional,
intercede una y otra vez para procurarle diversos empleos y le presta su oído atento, le da
dinero para sacarlo del apuro y le ofrece sabios consejos en todo momento), no pudo liberar
a John de sus problemas, ¿qué chances tendría una desposeída y aislada «antiguo cabecilla»
de un puesto del vecindario de ejercer alguna influencia?
   La lección que Anderson extrae de su estudio de estos casos biográficos es que
existe «una tensión básica entre los trabajos callejeros y el mundo decente, más
convencional, del trabajo legal y las familias estables» y que, al final del día, «la atracción
de la calle es demasiado poderosa y [John] sucumbió a su fuerza» (COS, p. 285). Pero esto
tan solo redescribe el fenómeno observable, no hace nada para explicarlo. Antropomorfizar
la calle, como lo hace el saber popular, no puede revelar de dónde proviene su poder y
cómo opera. Para develar ese enigma, es necesario reconocer que la conducta de John no
representa ni la ejecución ciega de un modelo normativo («el código») ni la búsqueda
racional de oportunidades, que le son ofrecidas efectivamente en un momento dado, sino el
resultado de una dialéctica discordante entre las estructuras sociales que enfrenta y las
estructuras mentales mediante las cuales percibe y evalúa las primeras, que a su vez
provienen del mundo caótico de la calle y por lo tanto tienden a reproducir sus patrones aun
cuando sean colocadas en un entorno diferente. Lo que en última instancia le impide a John
escapar del subproletariado no es una oposición genérica entre la «cultura de la decencia» y
el «código de la calle», sino la disyunción específica entre la posición social que se le abrió
y las disposiciones que lleva hacia ella: las estrategias de John continúan siendo
comandadas por un habitus de las calles, aunque sus posibilidades objetivas se expandan
momentáneamente más allá de las habituales del gueto. Adoptar la teoría estática de
«representación de roles» y su correlato, la noción de «anomia» de Robert Merton, no solo
obliga a Anderson a hacer una regresión a una explicación psicológica ad hoc, como
cuando propone que John Turner no pudo escapar de la calle porque «nunca pareció
verdaderamente comprometido a superarse» (COS, p. 274).37 También le impide examinar
la conformación y el funcionamiento social de lo que es un habitus quebrado, compuesto
de modelos cognitivos y conativos contradictorios, reunidos sin ninguna lógica mediante
una prolongada inmersión en un universo entrópico de marginalidad económica e
inestabilidad social extremas, lo que genera constantemente líneas de acción irregulares y
contrapuestas que convierten a su portador en alguien mal adaptado a los requerimientos
del sector formalmente racional de la economía.38 Las limitaciones inherentes a la teoría de
los roles no le permiten a Anderson captar la dialéctica envolvente entre la posición y la
disposición social que determina doblemente la producción de la marginalidad urbana y
explica, en los casos de disyunción como éste, de qué manera la última puede ser
perpetuada paradójicamente por la misma gente a la que se le impone.
2.6.

A raíz de que comienza con una visión excesivamente monolítica del gueto y
confunde los conceptos populares con los analíticos, Anderson no puede establecer una
relación entre las distinciones morales que descubre en él y su estratificación social interna.
De este modo, se encasilla en una posición culturalista con implicaciones políticas
profundamente perturbadoras, en la medida en que responsabilizan a los residentes del
gueto, con sus valores desviados y su ineptitud para desempeñar roles, de su propia
situación. Para prevenir esto, Anderson debe sobreimponer el tropo de la conjunción des-
industrialización-racismo a su teoría de los «modelos de roles», aunque pocos datos de sus
observaciones de campo dan cuenta de estos factores. De haber comenzado desde un mapeo
sistemático de la diferenciación social dentro del gueto, habría descubierto que lo que él
describe como la «coexistencia» de dos «códigos» que parecen sobrevolar la estructura
social es en realidad una guerra cultural y un antagonismo social en pequeña escala,
centrados en la apropiación del espacio público, entre dos facciones del proletariado negro
urbano, una situada en la cima de la economía formal y tenuemente orientada hacia las
estructuras oficiales de la sociedad dominada por los blancos (la escuela, la ley, el
matrimonio), la otra desproletarizada y desmoralizada hasta el extremo de volcarse a la
sociedad y la economía informal de la calle. La distinción entre estas dos categorías no es
fija e inalterable sino, por el contrario, lábil y porosa, producida y marcada por
microdiferencias imperceptibles a la «mirada distante» de los extraños. Pero estas pequeñas
diferencias posicionales están asociadas con diferencias homólogas en las disposiciones que
tienden a reforzar dichas posiciones y, mediante una dialéctica acumulativa de
distanciamiento social y moral, determinan destinos divergentes entre la gente que parece
haber salido del mismo lugar (especialmente si es observada desde lejos y desde lo alto,
como en una investigación censal).
   Así como dentro del gueto se despliega una batalla entre las orientaciones
«callejeras» y las «decentes», vale decir, entre dos relaciones con el futuro ancladas en
posiciones y trayectorias sociales adyacentes pero diversas, las páginas de Code of the
Street dejan traslucir un choque no resuelto entre dos teorías de Elijah Anderson y dos
teorías sobre la involución del gueto, el «déficit de los modelos de roles» y la conjunción de
«desindustrialización y racismo», que expresan las diversas facetas políticas del trabajo y
conllevan políticas con prescripciones divergentes. El Anderson conservador, al proponer
una teoría normativa de la acción social y una teoría moral del orden social, afirma la
importancia de los valores (masculinos) y el compromiso con la decencia (patriarcal). El
Anderson liberal, partidario de un modelo de conducta caracterizado por la elección
racional y de una concepción materialista de la estructura social, responde que la falta de
trabajo provocada por la desindustrialización y la persistente exclusión racial condena a los
residentes de los barrios pobres de todos modos. El Anderson moralista recomienda
reconstruir la «infraestructura social» del gueto, para lo cual se requiere que «las viejas
cabezas de la comunidad [sean] investidas de poder y activadas», es decir, un retorno
conservador al pasado que nunca fue. El Anderson materialista reclama, a la manera de un
mantra, la «apertura [del] mundo del trabajo» a través de «un plan integral que no permita
que alguien se caiga por los intersticios» (COS, p. 316), es decir, un futuro liberal que
nunca será.
   En la primera versión, los residentes del gueto son agentes de su propia moral y
abandono cultural, pero solo en la medida en que son «cretinos culturales» engañados por
un «código» fracasado. En la segunda, son víctimas desafortunadas de los cambios
estructurales en la economía y de la continua dominación por parte de los blancos. La
puesta en relación de estas dos tesis contradictorias se realiza haciendo del «código» una
«adaptación» a las circunstancias y de la alteridad cultural, un producto derivado del
bloqueo estructural (una resolución similar de esta antinomia puede encontrarse en Wilson
[1996]). Pero este movimiento deja de lado la dimensión simbólica de la vida social del
gueto: priva a la cultura de toda autonomía, niega a los agentes toda «agencia» y nos
retrotrae a un modelo mecánico según el cual el comportamiento se deduce de un código
cultural, a su vez derivado directamente de una estructura objetiva completamente exterior
al gueto.39 Y esto, al mismo tiempo, invalida la importante lección del libro de Anderson:
existen diferencias culturales y morales pequeñas pero significativas, que contribuyen a
explicar la diversidad de estrategias y trayectorias de sus residentes que solo una etnografía
de largo plazo puede detectar y analizar.
3. CIUDADANOS MODELO OCULTOS EN HARLEM:

NEWMAN Y LOS EMPLEADOS EN LOCALES DE COMIDAS RÁPIDAS

EL estudio en equipo que Newman realizó sobre «los trabajadores pobres del núcleo
metropolitano deprimido» se inspiró en una escena callejera habitual: una mañana, yendo
desde el Upper West Side de Nueva York hacia el aeropuerto para asistir a una conferencia,
The truly disadvantaged, se sorprendió ante la visión de las paradas de autobús del Harlem
repletas de «hombres y mujeres vestidos con ropa de trabajo, tomando de las manos a sus
hijos, esperando para llevarlos a la guardería o a la escuela [...]. Este lugar distaba mucho
de los guetos de desempleados descriptos por la literatura sobre la “infraclase”». Atascada
en el embotellamiento, desde la ventanilla de su auto Newman vio a los «trabajadores
pobres que aún estaban en la comunidad, dando batalla» y se preguntó: «¿No deberíamos
aprender algo de estas personas, cuya fuerza deberíamos poder tomar como base, antes de
confiar la totalidad de nuestra política contra la pobreza al fluctuante sistema de la
seguridad social? [...] Cuando llegué al aeropuerto La Guardia, ya tenía en mi cabeza los
lineamientos básicos de este libro» (No Shame in My Game [NSMG], pp. x-xi; las itálicas
son mías). Para demostrar que los habitantes del gueto son «equiparables» a los ciudadanos
sólidos, anónimos, consagrados a los «valores familiares» y comprometidos con la «ética
del trabajo», Newman contrató a un numeroso «equipo de investigación multiétnica»
formado por graduados universitarios, a quienes encomendó la tarea de entrevistar y
recoger las historias de vida de 200 jóvenes empleados en cuatro locales de comidas rápidas
del Harlem y de realizar el seguimiento de una docena de estos trabajadores, quienes
también produjeron diarios íntimos a lo largo de un año. Mientras su «equipo de
investigación se puso manos a la obra detrás de los mostradores de los restaurantes durante
cuatro meses», ella «estuvo a solas con los propietarios y gerentes de los mismos
restaurantes, [...] absorbiendo la admirable combinación de motivaciones económicas y
espíritu misionero que movía a estas personas a mantener estos comercios» en Harlem y
aprendiendo acerca de las virtudes secretas del trabajo en los menospreciados «McPuestos»
(NSMG, p. 36).
   Esta revelación inicial y la estrategia de investigación adoptada para autenticarla
contienen in nuce las categorías y preguntas que organizan No Shame in My Game, los
ingredientes de su aporte así como la fuente de sus parcialidades, sus deficiencias y
lagunas. El aspecto positivo es que Newman lanza un frontal ataque contra la imagen
pública que se tiene de los residentes del gueto como vagos e inmorales que viven a costa
de los demás y que representan una carga para la sociedad, mostrando que «los trabajadores
pobres del país no necesitan una reingeniería de sus valores», sino más bien puestos de
trabajo que les permitan lograr una cierta estabilidad material y dignidad social (NSMG, p.
298). Mediante un rastreo in situ de las batallas diarias que libran los empleados de los
locales de comidas rápidas del Harlem para encontrar y conservar trabajos de medio día y
subsistir con salarios de hambre que son la norma en ese sector de servicios, arroja una
esclarecedora luz sobre un segmento importante de los 7 millones de estadounidenses (7%
de la fuerza de trabajo del país, un hombre negro y una mujer blanca cada cuatro
trabajadores, dos tercios de los cuales son adultos) que trabajan en el sector más débil de la
economía urbana sin poder escapar del yugo de la pobreza demoledora. Al hacer visibles a
«los pobres invisibles» que realizan trabajos pesados bajo condiciones propias del Tercer
Mundo en el corazón de la ciudad del Primer Mundo, precisamente porque la «reforma de
bienestar» les deniega el acceso a los servicios sociales básicos y se apoya en la
inmigración para bajar los salarios, inundando un mercado del trabajo no calificado ya de
por sí superpoblado, Newman demuestra, siguiendo a otros, cuán profundamente errados
han sido el debate y la política de la pobreza, el bienestar social y la raza en los Estados
Unidos.40
   El problema es que Newman combate el estereotipo predominante del parásito
social del centro deprimido de la metrópolis reemplazándolo por su espejo invertido, el
estereotipo mediático-político de la «familia trabajadora», que convierte a los residentes del
gueto en virtuales clones de la valiosa clase media trabajadora de los suburbios,
indistinguibles de los «estadounidenses tipo» salvo por el color de su piel, el lugar poco
atractivo en el que viven y sus desgraciadas circunstancias.41 Al hacerlo, refuerza varias
concepciones erróneas intrínsecas a las mismas verdades convencionales que desea refutar,
incluyendo: a) la noción presociológica de que la conducta social es un precipitado directo,
instantáneo, de la «cultura» entendida como una jerarquía lineal y simple de valores
(coronada por la vocación nacional por el trabajo), adoptada por consenso y no
contaminada por el poder o por intereses de ningún tipo; b) la división dualista entre «gente
[...] fuera del mercado laboral, instalada cómodamente bajo el ala de la seguridad social» y
«los otros, los que trabajan duramente, pertenecientes a comunidades como la del Harlem,
que luchan para llegar a horario al trabajo» (NSMG, p. xi), división que, a partir de las
pruebas que ella misma presenta, resulta tanto artificial como engañosa; c) la obsesión
nacional por el valor moral y los «valores de la familia», que supuestamente le permiten al
trabajador pobre «reunir la fuerza personal requerida para superar el estigma» del empleo
remunerado por debajo de los niveles mínimos (NSMG, p. xiv) en la economía de servicios
desregulada, aun cuando la sola necesidad material sea más que suficiente para dar cuenta
de sus prácticas; d) una visión notablemente benevolente de la actividad comercial -cuando,
por ejemplo, ve a los empleados de los locales de comidas rápidas del Harlem como
«héroes no reconocidos»-, que no le permite reparar en las brutales relaciones de clase y las
inhumanas políticas de Estado que respaldan moral y financieramente los regímenes
laborales despóticos que ella documenta profusamente, e) la confusión persistente entre
cuestiones de movilidad (u «oportunidad»), referidas a la asignación de los puestos de
trabajo y al desplazamiento en esos puestos, y cuestiones de desigualdad estructurada, que
hacen a la brecha objetiva que existe entre los puestos a lo largo de la «pirámide
ocupacional», y las recompensas, riesgos y castigos asociados con esos puestos. Esta última
confusión la lleva a hacer recomendaciones para la formulación de políticas que apuntan a
garantizar la perpetuación de los mismos problemas que diagnostica, al promover la
expansión aun más pronunciada del trabajo asalariado desocializado y la inseguridad para
la vida que éste conlleva.
   La descripción que hace Newman de los sectores trabajadores de la población del
gueto como estadounidenses de clase media comunes y corrientes bajo un disfraz de gente
pobre -«ciudadanos que trabajan duro y pagan sus impuestos [que] además son pobres»
(NSMG, p. 36) y que, como la autora, sacralizan el trabajo aun si con él no logran su
sustento- es el resultado de la metódica inversión de la compulsión material en impulsión
moral, que le da a No Shame in My Game un toque esquizofrénico y distorsiona sus análisis
de principio a fin. Un pasaje en particular, entre muchos otros, es un ejemplo paradigmático
de su constante conversión de la necesidad económica en virtud cultural. Ya en las primeras
páginas del libro, Newman advierte que los cambios estructurales que derivaron en el
repliegue de la economía, la seguridad social y los servicios públicos del país y el influjo
renovado de la migración «perjudicaron el mercado laboral de menores ingresos». Pero esta
«mala noticia» es compensada por «la buena noticia»:

   Pese a todas estas dificultades, los trabajadores pobres del país continúan buscando su
salvación en el mercado laboral. El hecho de que tal compromiso persista cuando las
recompensas económicas son tan exiguas es testimonio de la perdurabilidad de la ética del
trabajo, del poderoso alcance de la cultura estadounidense predominante, que siempre ha
colocado el trabajo en el centro de nuestra existencia moral (NSMG, p. 61; las itálicas son
mías).
   «Compromiso», «ética», «cultura», «existencia moral»: estas son las categorías
centrales de las cuales Newman se sirve para describir y explicar la vida y el trabajo de los
jóvenes del Harlem empleados en los locales de comidas rápidas. Tal como ocurre con el
libro de Duneier, este lenguaje espiritual suprime automáticamente las crudas cuestiones
materiales de clase, lucha, explotación y dominación. Pero, aquí también, la principal
ventaja de un lenguaje moral para analizar el funcionamiento de una economía es que se
ajusta naturalmente a las lentes cognitivas y evaluadoras del lector «estadounidense tipo» y,
en especial, de los encargados de formular las políticas, que parecen ser los principales
destinatarios del libro. Este silenciamiento conceptual es redoblado por el diseño del
estudio, que selecciona certeramente la variable dependiente; al centrarse en los
«trabajadores pobres», quienes por definición participan en el sector de bajos ingresos de la
economía, Newman se ve en la obligación de confirmar que los residentes del gueto
ciertamente se aferran a los márgenes del mercado laboral. En efecto,
   ¿dónde más podrían «buscar su salvación» cuando el Estado, por un lado,
repliega su red de seguridad social y obliga a los pobres a realizar trabajos inferiores a
través de los programas del workfare y, por el otro, amplía y endurece sus acciones
persecutorias para eliminar a quienes pretendan escapar del trabajo servil en los sectores
ilegales de la economía callejera (Wacquant, 1999)? Juntos, el diseño de la investigación y
el razonamiento moral(ista) de su autora convierten las conclusiones principales de No
Shame in My Game en una cuestión de petitio principii.
3.1.

ACORDE con su objetivo de elevar la reputación de los empleados menores de


edad remunerados con salarios bajos dentro la jerarquía simbólica del país, el libro
comienza con una serie de fábulas morales acerca de las penurias de la familia y el coraje
individual frente a las adversidades descomunales. Estas historias intentan mostrar que los
«valores» de los «trabajadores pobres» del Harlem «colocan el trabajo y la familia en el
centro de su propia cultura de una manera que sería adoptada incluso por las fuerzas
conservadoras de la sociedad estadounidense» (NSMG, p. 201). Pero, mientras que dichas
historias pintan un retrato espeluznante de las flagrantes limitaciones materiales y la
arrasadora adversidad socioeconómica, la glosa de Newman enfatiza permanentemente el
valor cultural y el designio personal, como si la analista y la gente a la que describe de
algún modo obedeciesen a leyes causales diferentes. Los capítulos centrales del libro narran
cómo los jóvenes sin educación del Harlem buscan y encuentran trabajo en su barrio y
cómo se las arreglan con las complicaciones prácticas y el desprestigio social ligados a
estos trabajos con el objetivo de aferrarse al mundo laboral. Nos enteramos que los jóvenes
del gueto buscan empleo en tiendas de ropa, farmacias y bodegas, tiendas de cosméticos y
artículos deportivos, así como en agencias de seguridad y establecimientos de venta de
comidas rápidas, principalmente para quedar a salvo de las presiones de la calle y para
escapar de los problemas en sus hogares y en el vecindario. También desean aliviar a sus
familias del peso financiero que ellos representan, lo que explica por qué comienzan a
trabajar apenas comenzada su adolescencia, embolsando mercancías en los almacenes y
realizando tareas insólitas y no regladas en las tiendas locales, o participando en trabajos de
verano financiados por el gobierno, para aportar dinero a sus casas y cubrir el costo de su
vestimenta, comida y escolaridad.42 Para las madres jóvenes, el empleo de bajos salaries
representa una especie de póliza de seguro frente a la dependencia de los hombres poco
fiables y a menudo violentos, y hacerse de nuevos amigos en el trabajo es una de las
principales atracciones para todos.
   De este modo, parecería que una configuración de factores materiales y fuerzas
sociales explicara por qué los adolescentes negros y latinos pobres buscan empleos
precarios y se aferran a ellos aun cuando es poco lo que les aportan desde el punto de vista
económico (a menudo no más que unos pocos dólares al día). Newman insiste en que no es
así, y apunta una y otra vez a la «dignidad del trabajo» y al deseo intrínseco de los jóvenes
del gueto de honrar el valor más sagrado del país. Fuerza de voluntad, carácter,
determinación y responsabilidad no son conceptos sociológicos, sino las categorías morales
cotidianas de los estadounidenses de clase media que sirven para describir y descifrar su
conducta.43 Esta retórica de la elección es tan pregnante que alcanza incluso a las
limitaciones, que entran en el análisis como el producto de las elecciones previas de los
individuos: «Los valores son solo parte de la historia. La estructura social da cuenta del
resto. Algunas personas se hallan en condiciones de actuar en función de sus ambiciones, y
otras están atrapadas» no en una estructura objetiva de relaciones formadas por la
confluencia de la desigualdad sociorracial y las cadenas laborales superexplotadoras
impuestas por una cierta configuración de empresas y Estado, sino «atrapadas por las
elecciones que han hecho en el pasado» (NSMG, p.159). Aun el hecho de que los
empleados de los locales de comidas rápidas huyen de sus puestos en manadas ante la
primera oportunidad porque la tarea es tediosa y trae pocas recompensas es presentado
como un efecto positivo de la «cultura del trabajo» y de las aspiraciones que ésta genera en
quienes tienen dentro la semilla de la ética del trabajo: «Existe una cultura colectiva detrás
del mostrador, que lleva a los cocineros de hamburguesas a presentarse al concurso público
para acceder a empleos estatales cada vez que éste se realiza. Todos quieren ganar más que
un salario mínimo» (NSMG, p. 35).
   El trabajo en las casas de comidas rápidas es ampliamente aborrecido no solo
porque es precario, tedioso, sucio y mal pago, sino también porque quienes lo realizan
deben demostrar sumisión a sus superiores y servilismo hacia los clientes, aunque éstos
sean groseros, despectivos y agresivos. Un joven del Harlem relata con amargura cómo
escondía su uniforme de Burger Barn en su bolso, inventaba empleos ficticios e iba a su
lugar de trabajo por caminos zigzagueantes para evitar que sus amigos descubrieran que
cocinaba hamburguesas y se rieran de él. Con el fin de «desarrollar la fortaleza necesaria
para conservar el rumbo» en estos trabajos depresivos y deprimentes, se nos dice una vez
más que los residentes del gueto «se apoyan en los valores estadounidenses generalmente
aceptados que honran a la gente trabajadora, valores que “flotan” en toda la cultura», entre
los cuales el principal es la noción de que «el amor propio se logra estando del lado
correcto de la línea que separa a quienes merecen apoyo (léase, “trabajadores”) de quienes
no lo merecen (léase, “no trabajadores”)» (NSMG, p.100). Pero para superar
definitivamente el estigma de la cuasi servidumbre en la economía de servicios
desregulada, «se requiere algo más fuerte: una cultura en los lugares de trabajo que
funcione activamente para vencer lo negativo mediante el fortalecimiento del valor de la
ética del trabajo». Aquí, los empleados veteranos y los gerentes tienen la función
fundamental de crear «un ambiente acogedor en la cocina del restaurante para aconsejar a
los nuevos empleados que se sientan abrumados por las críticas». Así, asistidos por sus
supervisores, los empleados de estos lugares «dan un paso más en el proceso de adquirir
una identidad honorable: afirman que sus trabajos tienen virtudes ocultas» (NSMG, pp.
102, 103) y que cualquier trabajo, aun el más abyecto, es de por sí valioso. Y lo mismo
afirma Katherine Newman. Este lema automistificador de la santidad del trabajo y su
corolario, las bendiciones invisibles del trabajo asalariado superexplotador, son pregonados
a través de su examen de la relación entre la escolaridad, las habilidades y la (in)movilidad
en el empleo de bajos salarios, una relación que ella considera positiva por dondequiera que
se la mire.
3.2.

LA participación precoz en el mundo del trabajo precario, esgrime Newman, no


solo significa una «ayuda financiera» que los jóvenes del gueto necesitan desesperadamente
para pagar sus (formalmente libres) estudios secundarios y una mínima educación terciaria.
La «cultura del trabajo» les inculca disciplina, un sentido de organización temporal y
paciencia para fijarse objetivos y cumplir con desafíos, algo que las ineptas escuelas del
núcleo deprimido de la ciudad son incapaces de hacer. Los empleadores de los locales de
comidas rápidas son «tutores» cuyo rol es el de subrogantes de los maestros: apoyan
afectuosamente a sus empleados en su educación y promueven su crecimiento personal.
También mejoran el capital humano de sus empleados al darles amplias «oportunidades de
aprender, desarrollar habilidades que pueden marcar una diferencia en la movilidad
ocupacional» (NSMG, p. 139).
   Al cocinar hamburguesas, manejar la caja registradora, lavar las freidoras y
limpiar los pisos, los adolescentes del gueto llegan a formular y controlar información,
desarrollar su memoria y su capacidad de manejar dinero, refinar su trato con la gente,
realizar una diversidad de tareas simultáneamente y controlar la tensión generada por un
ritmo frenético de trabajo, la supervisión autoritaria y los clientes agresivos. Mientras que
sus pares de las clases media y alta asisten a academias para estudiar música clásica y
viajan al extranjero para aprender idiomas, los adolescentes del Harlem se incorporan al
«ballet moderno [de] figuras múltiples detrás del mostrador» en su Burger Barn local,
donde conocen a otros como ellos, provenientes de «una multitud de países», «se mezclan y
aprenden fragmentos y retazos de los idiomas de los demás», de suerte que «pueden
comunicarse en un nivel muy rudimentario en varios dialectos». Este sincretismo
pragmático los impulsa a «ir más allá de las barreras de la competencia y las diferencias
culturales» y convierte el local de comidas rápidas en «un laboratorio viviente de
diversidad, el crisol último de los trabajadores pobres» (NSMG, pp. 144, 145). Incluso la
naturaleza servil, repetitiva y repelente del trabajo en un establecimiento de comidas
rápidas termina siendo un bien motivacional invalorable para la educación: «No hay mejor
enseñanza que trabajar como un esclavo sobre una freidora grasienta durante ocho horas
para que la gente comprenda que es necesario algo de esfuerzo para adquirir las
credenciales que la califiquen para algo mejor en el futuro» (NSMG, p. 133). No se le
ocurre a Newman que las condiciones deplorables de trabajo, los códigos degradantes de la
vestimenta, la alta tensión, la inestabilidad y los salarios de hambre de estos «trabajos de
esclavo» -como suele llamárselos en el gueto- son incentivos poderosos para que sobre todo
los jóvenes se aparten del mercado de trabajo formal y se unan al «capitalismo de botín» de
la calle, donde, formando parte de pandillas y vendiendo drogas, pueden al menos defender
su honor viril, conservar su amor propio e incluso abrigar esperanzas de progreso
económico (véanse Bourgois, 1995; Adler, 1995; y también Sánchez-Jankowski, 1991;
Williams, 1992; Padilla, 1992; Hagedorn, 1998). El deseo de triunfar, que la autora celebra
entre los «trabajadores pobres» que luchan para ganarse un lugar en la economía legal, es
también el motor que impulsa las carreras de los comerciantes ilegales y sus empleados.44
   Newman expresa apenas algo de preocupación por el hecho de que el colegio y el
trabajo mal pago compitan por un tiempo restringido, una atención limitada y una ínfima
cantidad de energía disponible, pese a que ella misma muestra que los adolescentes del
Harlem que ganan sueldos miserables duermen pocas horas, limitan drásticamente su vida
social y restringen todos sus pasatiempos para acomodarse a sus horarios sobrecargados.45
Y esas restricciones materiales explican por qué comienzan a trabajar desde tan jóvenes:
«No quiero trabajar, tengo miedo de que si trabajo me empiece a ir mal en el colegio», se
lamenta Ianna, «pero entonces, nuevamente, no tengo otros medios para conseguir dinero»
(NSMG, p. 137). El deterioro de las escuelas públicas es presentado como un datum brutum
de la vida en el gueto, que puede ser mitigado únicamente combinando eso que apenas
podría llamarse una educación escolar con el trabajo servil. «Lo mejor que podemos hacer
para alentar el rendimiento escolar en quienes corren el mayor riesgo de abandonar sus
estudios» no es movilizarnos para mejorar sus escuelas con el fin de ofrecerles mejores
condiciones de aprendizaje, logros académicos y autorrealización, de manera que puedan
acercarse aunque sea remotamente a las condiciones de sus pares blancos de clases más
altas que concurren a escuelas alternativas* establecimientos privados o que viven en los
suburbios, sino «saturar sus vecindarios con trabajos de tiempo parcial y permitir que el
entorno estructurado del lugar de trabajo ejerza su magia sobre las otras partes del día, a
menudo menos organizadas» (NSMG, p. 124).
3.3.

NEWMAN toma la estructura de desigualdades de clases y castas en las metrópolis


como un hecho y, en nombre del realismo, alienta a los residentes del gueto a adaptarse a él
buscando trabajos mal remunerados como el mejor remedio provisorio para casi todos los
problemas que tienen.46 Para hacer más atractiva esta panacea, la autora abulta
sistemáticamente las calificaciones laborales de los empleados de los locales de comidas
rápidas y exagera sus chances de lograr una movilidad ocupacional dentro de la empresa y
en esa rama de la actividad empresarial en general. En un esfuerzo por mostrar el trabajo en
los restaurantes como una actividad que requiere habilidades particulares, presenta la
capacidad de manejar excesos y urgencias de diverso tipo y de realizar múltiples tareas a la
vez debido a la falta deliberada de personal como cualidades que merecen reconocimiento y
recompensa. Pero el hecho de que «el trabajo en los locales de comidas rápidas le aporta al
trabajador experiencia y conocimientos que le servirán como base para el progreso en el
mundo del trabajo» no le asegura ningún reconocimiento.47 El reconocimiento y la
recompensa de las habilidades depende menos de las propiedades intrínsecas de un puesto
de trabajo que de la escasez relativa de personal para cubrir ese puesto y de las relaciones
de poder entre empleadores y empleados (Form, 1987). Y la cruda realidad aquí es que, con
todos sus conocimientos para fregar los pisos y su destreza para manejar la caja, los
empleados de dichos establecimientos son eminentemente descartables y reemplazables al
instante. Y ello no porque «la impresión popular de que los trabajos que tienen ahora
carecen de valor», como Newman querría hacernos creer, sino porque las tareas que
implican han sido subdivididas, empobrecidas y automatizadas metódicamente, de manera
que sea «factible económicamente usar a un niño un día y reemplazarlo por otro niño al día
siguiente» (Garson, 1988, p. 21). Es notable que las casas de comidas rápidas del Harlem
no hayan «nunca, en toda la historia de los restaurantes, publicado avisos pidiendo
empleados», debido al «incesante flujo de aspirantes que llegan hasta sus puertas» (NSMG,
p. 62) con amplias calificaciones para un trabajo que no requiere virtualmente ninguna.
   Newman es particularmente optimista respecto de las perspectivas de ascenso de
los empleados de estos locales. En contra de la imagen pública que se tiene de esos jóvenes
como desechos ocupacionales, ella desea demostrar que los «McPuestos» ofrecen
verdaderas oportunidades de movilidad hacia los puestos gerenciales porque
«afortunadamente la industria está lo suficientemente comprometida con su fuerza de
trabajo para abrir esas oportunidades a los candidatos promisorios de sus filas» (NSMG, p.
175).
   Su oratoria en este sentido es inagotable, pero las pruebas que aduce distan de ser
concluyentes: sus datos indican que a lo sumo el 5% de quienes permanecen en el trabajo y
muestran una actitud servil y diligente para hacer cumplir las normas de la franquicia tienen
la oportunidad de ascender a «gerentes de turnos», un puesto que de gerencial no tiene más
que el nombre, ya que implica poca capacidad de toma de decisiones y se paga apenas por
encima del salario mínimo. Kyesha es ascendida a «gerente de un turno», sin «beneficios»,
luego de nueve años de diligentes servicios, por un sueldo de 6 dólares la hora, un dólar
más que lo que ganaba el empleado raso en aquel momento; demás está decir que «no
muestra una gran ambición de ascenso laboral» y tiene un segundo trabajo por las mañanas,
consistente en limpiar el parque que rodea el complejo habitacional donde vive (NSMG, p.
299).
   Los propios trabajadores son terminantes a la hora de evaluar estas perspectivas,
pues es frecuente que «emprendan la retirada», lo que deriva en un promedio de
permanencia en el puesto inferior a los seis meses, que se traduce en una tasa anual de
rotación cercana al 300% dentro de esta industria. Dejan sus trabajos en masa, soñando con
conseguir en su reemplazo un empleo en los servicios públicos y buscan ávidamente
alternativas en tiendas de ropa, farmacias y cadenas de almacenes, que consideran les
ofrecen mejores condiciones de empleo porque, pese a que también allí los sueldos son
bajos, al menos no tienen que soportar la grasa, el calor, la presión, ni deben comportarse
como sirvientes con los clientes. Por más que Newman intente demostrar lo contrario, no
puede desconocerse el hecho de que, tal como ella misma admite tardíamente en una
conclusión que rebate la totalidad del capítulo dedicado a este tema, «el típico trabajador de
Burger Barn puede entrar y salir de la empresa sin ver ningún progreso» porque los trabajos
en locales de comidas rápidas «están armados sobre la base de una alta tasa de rotación, una
modalidad aceptable para los adolescentes que buscan empleos de verano, pero
dolorosamente limitada para los adultos que hacen una verdadera apuesta dentro del trabajo
en el ámbito privado» (NSMG, p.185).48 De hecho, los empleados de los locales de comidas
rápidas del Harlem tienen una visión mucho menos romántica de su condición que la que
tiene Newman, y sus afirmaciones muestran claramente el alto grado de penetración de la
realidad de la sobreexplotación de clase. Como lo expresa uno de ellos: «Estás trabajando,
amigo, pero igualmente estás luchando. No estás relajado. Tienes que ser sumiso [...] Se
hace difícil cuando eres listo. [Burger Barn] no es para alguien que tenga uno poco de
cerebro [...]. Trabajas de más y te pagan de menos. Estás haciendo rica a otra persona.
Entonces [...] tienes que lavarte el cerebro a ti mismo y decir: “De acuerdo, voy a hacer
rico a este tipo y me conformo con ganar estos míseros cinco dólares por hora”» (NSMG, p.
116; las itálicas son mías).
   La prédica de Newman sobre las virtudes ocultas del trabajo en las casas de
comidas rápidas también es refutada por el breve capítulo dedicado a entrevistas con cien
jóvenes que buscaban trabajo porque no habían sido aceptados en las hamburgueserías del
Harlem. Pese a tener amplios antecedentes de empleos intermitentes y expectativas muy
modestas (su «salario de reserva»* se encontraba por debajo del mínimo legal y por el
mejor trabajo que habían tenido cobraron 6,77 dólares la hora) y aunque habían buscado
denodadamente en toda la ciudad, las tres cuartas partes de ellos aún estaban desempleados
luego de un año, debido fundamentalmente al aumento de la competencia que
representaban los trabajadores de más edad, forzados a buscar «trabajos de jóvenes». Los
patrones de rechazo ratifican que las calificaciones de bajo nivel no tienen ningún valor y
confirman la marcada preferencia de los empleadores por los inmigrantes respecto de la
mano de obra nativa, por los latinos respecto de los afronorteamericanos y por los
candidatos que provienen de regiones distantes respecto de los residentes de la zona, a
quienes los empleadores consideran más proclives al delito, hallazgos que contradicen la
imagen que tiene Newman de una «comunidad del gueto bajo control», su insistencia en
que «la educación y las habilidades son importantes» y su creencia infantil en que los
operadores de comidas rápidas están motivados por un ideal de servicio a la comunidad
(NSMG, pp. 167, 242-245). Todo esto converge para indicar que los gerentes se inclinan a
reclutar la fuerza de trabajo más vulnerable y dócil en el contexto de un excedente de mano
de obra en la escala más baja del mercado laboral, alimentado por el colapso colectivo de la
clase trabajadora.
3.4.

PARA conservar sus trabajos y adaptarse a las necesidades y caprichos de sus


empleadores, los empleados de los locales de comidas rápidas deben reducer sus
actividades sociales, restringir o cortar los lazos interpersonales y comprimir sus horarios.
Newman aprueba esta reorganización astringente de la vida en torno del trabajo precario y
mal pago debido a los «beneficios ocultos» que conlleva:

   Cuanto más se alejan los trabajadores de los amigos y vecinos sin trabajo, mayor se torna
la influencia del lugar de trabajo - sus hábitos, costumbres, redes y expectativas- sobre ellos
[...] La cultura del vecindario y las calles, más irregular, episódica, va quedando atrás. La
gente trabajadora va dejando gradualmente esos mundos menos ordenados a cambio de la
vida del trabajador asalariado, más predecible, más exigente y en definitiva más
provechosa. (NSMG, pp. 106, 109)    En este esquema, cuanto más despótico es el
régimen de trabajo y cuanto más desesperado está el trabajador por retener su empleo
deplorable, mejor comienza a estar: «Cuanto más se sumen en sus trabajos los empleados
de Burger Barn, más se alejan de los elementos negativos de su entorno» y más se apartan
«en todo sentido de los amigos y conocidos que han tomado un camino equivocado en su
vida» (NSMG, p. 109) y se han convertido en timadores, vendedores de droga y
beneficiarios de la seguridad social, a quienes los empleados de los locales de comidas
rápidas suelen vituperar durante las entrevistas con el equipo de investigación de Newman.
Hay por lo menos cuatro problemas con este argumento.
   El primero es que se apoya en una serie de falsas dicotomías entre los
trabajadores y los no trabajadores, el vecindario y la empresa, el mundo de la calle
(identificado con el desorden y la inmoralidad) y el mundo del trabajo asalariado
(presentado como el imperturbable templo del orden y la virtud).49 Y la fuerza de los datos
producto del trabajo de campo de Newman reside precisamente en documentar que la vida
social en Harlem no está organizada de acuerdo con estas dualidades tomadas del discurso
de las políticas públicas (y sacralizadas en las variables clásicas de los censos y las
encuestas); más bien, esos datos muestran el permanente entrecruzamiento entre el trabajo
formal y el informal, las actividades legales y las ilegales, en una mezcla de formas de
apoyo provenientes del mercado, el Estado, la delincuencia y la familia. Las historias de
vida presentadas en No Shame in My Game indican ampliamente que la mayoría de los
jóvenes del Harlem entran y salen de trabajos que de todas maneras apenas representan una
protección contra la inseguridad diaria; sus antecedentes familiares revelan que las formas
legales e ilegales de ganar dinero florecen en los hogares mismos, y que los linajes
habitualmente incluyen asalariados, artesanos, trabajadores callejeros y beneficiarios de
subsidios sociales, quienes combinan los recursos y servicios en un «interminable sistema
de permuta» (NSMG, pp. 189, 190-191). Así, los empleados con salarios bajos permanecen
inmersos en las redes sociales tanto del vecindario como del lugar de trabajo, y se apoyan
en ambas culturas simultáneamente para construir sus estrategias de vida y su Lebenswelt.
   En segundo lugar, con un lenguaje que evoca a los ideólogos del ascendente
capitalismo industrial del siglo XIX (y a los neoconservadores contemporáneos), Newman
presenta a la mayoría de los jóvenes del gueto como personas con «libertad de elección»
entre la comercialización de drogas y el empleo legítimo, entre el subsidio de la seguridad
social y el sueldo, y entre la vergüenza de la «dependencia» del Estado y el honor del
trabajo asalariado servil.50 Presentar estos caminos alternativos de entrada (y salida) en la
estructura socioeconómica en términos de volición y decisión individual impide analizar los
mecanismos y las condiciones bajo las cuales jóvenes con distintas posiciones siguen uno u
otro circuito, así como las consecuencias concomitantes. Y no contribuye a elucidar la
difícil situación de aquellos que Newman reconoce que no están «entre los afortunados que
sí encontraron trabajo» y que no hicieron «una verdadera elección, independientemente de
cuán internalizada estaba en ellos la ética del trabajo» (NSMG, pp. 109, 111). En tercer
lugar, la idea de una oposición radical entre el infierno del gueto y el paraíso del lugar de
trabajo naufraga ante el hecho de que los trabajos en los locales de comidas rápidas
presentan muchas de las características más sobresalientes del mundo de la calle: son
irregulares, transitorios e inseguros; las relaciones sociales en la cocina están marcadas por
la desconfianza y la brutalidad, y el sueldo que se paga por ellos es tan magro que se torna
imposible lograr una estabilidad financier mínima, ahorrar dinero y proyectarse más allá del
día de mañana. Así pues, al emplearse en las hamburgueserías, los adolescentes del Harlem
se unen a un segmento de la economía de servicios que parece emparentado directamente
con la economía callejera y los mantiene cerca de la calle, en lugar de apartarlos de su
influjo. Y se enfrentan también a un dilema de valores sin solución.
3.5.

NEWMAN declara con aprobación que la cultura estadounidense «honra a quienes


se esfuerzan por tener trabajos de cualquier tipo, a diferencia de quienes están fuera de la
fuerza de trabajo. Independencia, autosuficiencia, son virtudes sin igual en esta sociedad»
(NSMG, p. 119). Pero allí reside el problema para los empleados de las hamburgueserías y
la cuarta deficiencia del modelo de Newman: al cumplir con el mandamiento sagrado del
trabajo en el sector de servicios desregulado, se someten a los caprichos de los empleadores
a cambio de salarios de hambre y de este modo profanan el valor de la independencia; al
someterse al maltrato degradante de los gerentes y clientes (la política de la empresa
prohíbe terminantemente responder a sus insultos), violan a diario los ideales de autonomía
y dignidad, que también son valores estadounidenses centrales. Y así son despreciados y
devaluados en el movimiento mismo por el cual «buscan su salvación» a través del trabajo.
Afirmar que los cocineros de hamburguesas «cambian su identidad de niños del barrio por
la de trabajadores, aunque trabajadores con una identidad compleja: en parte admirados, en
parte denigrados» (NSMG, p. 116), tan solo desplaza la contradicción, no la resuelve y en
realidad no puede resolverla, dado que esa contradicción existe en la realidad, en la
naturaleza antinómica del trabajo asalariado desocializado que constituye el horizonte
normal para la subsistencia del proletariado no calificado en la era del neoliberalismo.
   Newman no logra discernir este conflicto de valores asentado en el corazón de la
existencia del trabajador de bajos ingresos en los Estados Unidos posfordistas debido a las
limitaciones de construcción de su concepto de cultura tan normativo como monolítico
constituido por un solo valor fundamental que predomina por sobre todos los otros y
excluye los demás resortes de la acción (tales como el interés, la tradición y el afecto, para
evocar la tipología de Max Weber). Allí donde Elijah Anderson diagnostica el crecimiento
cancerígeno de una «cultura de la resistencia institucionalizada» en respuesta a la
confluencia de la desposesión económica y la segregación racial en el gueto (COS, p. 323),
Newman sostiene que la «cultura imperante» del trabajo y el individualismo abstemio reina
soberanamente allí como en todos lados, de manera que todas las distinciones sociales,
económicas y morales en la sociedad estadounidense son borradas «a favor de una
dicotomía más simple: el valioso y el no valioso, el obrero trabajador y el haragán indolente
[...]. Aquí en los Estados Unidos no hay otro patrón de medida más importante que el tipo
de trabajo que tienes» (NSMG, p. 87; las itálicas son mías).51 No se necesita ser un apóstol
ferviente del multiculturalismo para reconocer que existen importantes diferencias
culturales entre el gueto y la denominada corriente imperante -una vaga designación que
propicia, y luego intenta disimular, la conjunción de clases, castas y poder simbólico-, así
como dentro del gueto mismo; que los valores son diversos, contrapuestos y no siempre
congruentes, y que ellos no solo son guías para la acción, sino armas y hogueras en las
luchas de los grupos por el trabajo y el valor. Pero la concepción constrictiva de Newman
respecto de la cultura, que parece haber sido extraída directamente de algún libro
estructural-funcionalista de la década de 1950, deja afuera esa relación dinámica entre
valores, estructura social, práctica y, especialmente, poder.
No Shame in My Game ofrece la paradoja de un análisis antropológico que busca
encontrar la dimensión cultural de la vida social y económica del gueto con el fin de
obliterarla mediante una serie de reducciones centrípetas, primero, de las prácticas a la
simple «actuación» de un modelo cultural; segundo, de este modelo cultural a los valores, y
tercero, de los valores, en plural, al único valor supremo del trabajo (asalariado). Todas las
fuentes no culturales de la acción son eludidas o ignoradas; todas las dimensiones no
normativas de la cultura son omitidas; el «politeísmo de valores» y la «incesante lucha a
muerte entre ellos» -para usar los términos de Weber- son reemplazados por un
monoteísmo cultural y un consenso estático. Así, aun cuando Newman refuta la tesis de
Anderson respecto que el gueto está hoy dominado por un «código de la calle» antitético a
la «ética del trabajo», acuerda con él cuando describe la conducta social de sus residentes
como la ejecución mecánica de un guión cultural sobre el cual ellos no tienen ningún poder
de decisión ni influencia.
3.6.
EN la medida en que Newman desatiende la naturaleza conflictiva de los «valores»
y su configuración dinámica en la (inter)acción y a través de ella, pasa por alto las
relaciones de poder simbólico y material que atraviesan el lugar de trabajo y hacen de él un
lugar de lucha entre colectivos investidos de poderes e intereses eminentemente diferentes y
no un mero centro de producción y sociabilidad. Presenta un cuadro sorprendentemente
benigno de la industria de la comida rápida, según el cual los propietarios, gerentes y
empleados conforman una «comunidad» unida por una «cultura del trabajo» común y el
cuidado mutuo, por «la confianza y el afecto» (NSMG, p. 300). Suscribe la ficción
empresarial de que las condiciones salariales, de permanencia y de empleo en ese sector
son el resultado natural de la «presión competitiva»52 y no de la eficaz habilidad de los
empleadores para establecer las condiciones contractuales y para descalificar y
desorganizar la fuerza de trabajo en el contexto de laissez-faire. Cortésmente evita
mencionar la abundante historia del vigoroso y vicioso activismo antisindicalista de las
empresas líderes, tanto en los Estados Unidos como en otros países donde se han
expandido. Sin embargo, los estudios sobre el desarrollo histórico, el expansionismo
nacional y la propagación internacional de las franquicias de las hamburgueserías
estadounidenses han demostrado que estas empresas han combinado la computarización
new age con el viejo estilo taylorista, no porque la fuerza de trabajo era no calificada e
inestable, sino para convertirla en tal y para emplear a trabajadores descartables que no
necesitasen más de quince minutos de entrenamiento para ser operativos.53
   Cuando se refiere a la minoría de propietarios y gerentes de los locales de
comidas rápidas, Newman recurre al lenguaje exaltado del apostolado religioso: son
personas con «un don especial», «suelen tener un impulso misionero» que las lleva al
corazón del gueto «porque es importante para ellas brindar oportunidades laborales a los
vecindarios deprimidos con el fin de levantarles el ánimo mediante el más importante de los
mecanismos: el trabajo». Pero, aparte del molesto hecho de que los empleos en estos
locales son decididamente inestables, las observaciones de su equipo de investigación
contradicen constantemente la visión optimista que considera las franquicias de
hamburguesas del Harlem como una muestra de la «conciencia cívica», cuyos esfuerzos
están orientados «más a un trabajo social» que al interés convencional por ganar dinero
(NSMG, pp. 127, 183). En primer lugar, los dueños eligen para sus establecimientos
lugares comerciales en los márgenes del gueto y no en su centro, donde la pobreza es más
pronunciada. En segundo lugar, discriminan sistemáticamente a los residentes de la zona y,
como cualquier otro empleador que paga salarios bajos (Holzer, 1996), sus empleados
preferidos son aquellos que no son negros y que no residen en el lugar (apenas la mitad de
los empleados de Burger Barn dentro del Harlem son afronorteamericanos). También
manipulan la mezcla étnica de su personal en detrimento de la población local, para
incrementar sus ganancias mediante la ampliación de su base de clientes, incluso cuando
ello genera serias tensiones étnicas y resentimiento entre los empleados
afronorteamericanos (NSMG, p. 178). Y por último, aunque no por ello menos importante,
casi nunca viven ni reinvierten en el vecindario al que, según Newman, desean ayudar.
   ¿Por qué, entonces, los propietarios de los restaurantes del Harlem «controlan los
boletines de calificaciones de sus empleados, pagan los aportes y patrocinan programas de
padrinazgo para sus trabajadores», o los ayudan a comprarse anteojos recetados y les abren
cuentas bancarias, cuando al mismo tiempo se niegan tenazmente a darles un horario de
trabajo normal, a pagarles sueldos decentes y a ampliar su mínima cobertura médica?
Porque estos favores personales que brinda la empresa son parte de una configuración
paternalista del poder que permite a los gerentes de esos locales retener y controlar mejor
una fuerza de trabajo transitoria, del mismo modo que, hasta la década de 1950, los
productores agropecuarios del sur les brindaban a sus trabajadores negros beneficios
sociales rudimentarios para mantenerlos atados a las granjas al mismo tiempo que se
oponían a cualquier programa nacional de seguridad social que interfiriera con esta relación
altamente rentable de dependencia asimétrica (Alston y Ferrie, 1999). En cuanto al
patrocinio de la educación del que se jactan, y que Newman exalta, se trata de una política
propia de esa industria impuesta a todas las franquicias de comidas rápidas como parte de
una campaña nacional de relaciones públicas para contrarrestar la imagen negativa de los
«McPuestos» como instrumentos de explotación de los trabajadores jóvenes (como ella
misma revela; NSMG, p. 127)
3.7.

EN conjunto, el retrato que hace Newman de los trabajadores no calificados en la


industria de comidas rápidas es el de una dictadura benevolente y enaltecida del trabajo
asalariado que ofrece sobre todo beneficios a quienes están sometidos a ella, gracias a la
compasión étnica de los propietarios de los establecimientos instalados en los barrios
pobres y al énfasis reverente que el país pone en el trabajo como una obligación cultural de
la ciudadanía. No es sorprendente, entonces, que sostenga que «necesitamos millones más
de estos empresarios para resolver los problemas de empleo de los guetos urbanos»
(NSMG, p. xvii) y que sus recomendaciones respecto de las políticas consistan en medidas
orientadas a expandir aun más el trabajo irregular y mal pago para quienes están en los
estratos inferiores de las clases y castas, a tal punto que algunos lectores pueden tener la
impresión de que el libro deja de ser una investigación social para convertirse en una franca
propaganda empresarial.54
   Newman avala la existencia de «zonas empresariales», por un lado, de subsidios
para el pago de sueldos y de incumplimientos fiscales en el caso de las empresas que
contratan a los pobres de las ciudades, y por el otro, los programas que ayudan a preparar y
repartir a estos en esos trabajos precarios, por el otro. Por ejemplo, apoya la reformulación
de los programas de estudios y la reorientación pedagógica de las escuelas de los guetos
que las convierten en proveedoras directas de mano de obra flexible para los empleadores
que pagan sueldos bajos. Destaca como digno de elogio (un «ganador por lejos») el
National Youth Apprenticeship Program [Programa Nacional de Pasantías para Jóvenes]
desarrollado por McDonald’s, la cadena de hoteles Hyatt y Walgreen’s (NSMG, p. 279),
tres de los más notables proveedores de empleos precarios del país que utilizan cantidades
desproporcionadas de mano de obra descartable conformada por inmigrantes, jóvenes y
viejos. Sus prescripciones no son definitivamente una variación de la acostumbrada agenda
«liberal» del «gobierno intervencionista» para combatir la pobreza, que consiste en
remendar las fallas permanentes del mercado. Por el contrario, asignan al Estado la misión
minimalista de fortalecer la disciplina del mercado mediante una mejor preparación de los
pobres para desempeñarse en él y el ofrecimiento a las empresas de incentivos y
posibilidades de prosperar y proliferar. Y este reducido papel social y económico del
Estado se completa con una reafirmación de su obligación de aplicar la ley y el orden: «La
capacitación y las oportunidades de empleo deben ir de la mano con un aumento de los
programas de políticas orientadas a la comunidad» (NSMG, p. 296). Pero Newman disiente
con Duneier, quien recomienda que el Estado deje a los pobres librados a su propia suerte
para fabricarse una economía callejera a partir de los desechos de la economía regular,
mientras que ella urge a las empresas, las iglesias, las fundaciones filantrópicas y otros
operadores privados a arremangarse y unirse en la batalla contra la pobreza urbana.

   Newman está tan compenetrada con una visión de clase ejecutiva y una de
«gobierno pequeño» que ni siquiera considera la posibilidad de medidas tan obvias como el
aumento del salario mínimo, la obligatoriedad de la cobertura médica y de otros
«beneficios» que son parte integral del contrato de trabajo en toda otra sociedad avanzada,
la reducción de la semana laboral a fin de compartir el empleo y la creación de empleos en
el sector público, y ni qué decir del aumento de los subsidios sociales, la ampliación de la
red de seguridad social del Estado y el fortalecimiento de la capacidad de negociación
colectiva de los trabajadores en la esfera de los servicios. Argumentando que «deberíamos
ser pragmáticos y aceptar la realidad política del momento, concentrando la energía de las
políticas en mejorar el acceso a empleos mejor remunerados en el sector privado», dedica
diecinueve renglones completos a vagas generalidades sobre los sindicatos para enfatizar
solamente su escaso poder de atracción sobre los empleados de bajos ingresos (NSMG, pp.
276, 274-275), un hecho que resulta profundamente anómalo para su teoría: si es verdad
que «la adquisición de la identidad más valorada, que es la identidad de trabajador»,
(NSMG, p.
   105) es una motivación primaria de los empleados con bajos salarios y que los
empleadores de los barrios pobres están dedicados a procurar el bienestar de su personal y
su comunidad, ¿cómo es que un lazo tan digno de orgullo «entre compañeros de trabajo
dentro de la organización y en todo el país» no conduce a la formación de sindicatos
fuertes?55 Newman invoca repetidamente el lenguaje de la conciencia y la solidaridad de
clase para describir el desesperado apego de los subproletarios a sus empleos marginales,
pero evita hacer un análisis de clase necesario para revelar el mysterium de la «pobreza
trabajadora» en la sociedad más opulenta de la tierra,56 una sociedad, además, en la que los
empleados incluso trabajan más horas que las normales, cuando todos los otros países
avanzados han reducido la jornada laboral.
   Las políticas defendidas por Newman, entonces, no son liberales sino claramente
neoliberales. Aceptando las irrestrictas leyes del mercado como premisa, apuntan a
expandir el trabajo asalariado desocializado y a «atraer a la gente hacia el trabajo» por
medio de consorcios empresariales que se inmiscuirán en la «cultura del trabajo» nacional y
en la «responsabilidad personal», cuyo vigor ella celebra en cada capítulo.57 Pero estas
prescripciones están en franca oposición a los hallazgos centrales de No Shame in My
Game, que muestran concluyentemente que el trabajo de bajos ingresos en los Estados
Unidos, lejos de ser un remedio, es una causa central de la desposesión material y la
inestabilidad de las personas en el corazón de las ciudades. Más precisamente, demuestran
que la difícil situación de los «trabajadores pobres» de los Estados Unidos dentro y fuera
del gueto no se debe a que permanecen demasiado tiempo en empleos precarios, sino a que
estos empleos, con condiciones propias del Tercer Mundo, pueden existir y florecer gracias
al pronunciado desequilibrio de poderes entre los empleadores y los trabajadores no
calificados y a las políticas de Estado que promueven activamente la mercantilización a
través de una combinación de bienestar social, bienestar del trabajo, policía y estrategias
disciplinarias. Confirman que «el problema» de la pobreza y el trabajo en los Estados
Unidos está compuesto por dos dilemas diferentes pero estrechamente ligados y que se
refuerzan mutuamente: la exclusión del empleo (desproletarización) y la inclusión en el
trabajo asalariado mal remunerado (precarización) que mantiene a los empleados en un
estado de privación, dependencia y degradación que solo incidentalmente es preferible al
desempleo y a la «dependencia de la seguridad social» y alimenta muchos de los mismos
problemas secundarios de estos últimos. Esto es algo que los líderes negros percibieron
claramente apenas declarada la abolición de la esclavitud, como nos lo recuerda la
historiadora Jacqueline Jones: Frederick Douglass «comprendió que el empleo irregular y
mal pago podía volver dependientes incluso a los hombres y las mujeres libres, dejándolos
“a merced del opresor, al punto de convertirlos en sus devaluados esclavos”» y que «los
términos y condiciones» bajo las cuales trabaja un pueblo son los determinantes cruciales
de «su lugar y sus posibilidades dentro de la sociedad estadounidense» (Jones, 1998, p. 13).
La lucha por empleos decentes, no por cualquier empleo, siempre ha estado en el centro de
la vida de los trabajadores estadounidenses, blancos y negros.
   Una «escalera mecánica revitalizada» que elevase a un selecto subgrupo de
trabajadores de bajos ingresos a una posición más estable y mejor remunerada sobre la base
del «mérito» (NSMG, p. 289) en nada contribuye a modificar el diseño malogrado de un
edificio social en el que las grandes distancias entre los pisos condena a los residentes de
los pisos inferiores a una vida de miseria material e indignidad social, al dejarlos
permanentemente a ellos y a sus familias a merced de los caprichos de empleadores poco
fiables, los ciclos antojadizos de las empresas y las contingencias de la vida. Facilitar la
movilidad hacia niveles superiores de la escala ocupacional en nada remedia el hecho de
que el salario mínimo coloca al empleado de tiempo completo que trabaja todo el año muy
por debajo de la línea de la pobreza, ni el hecho de que a los trabajadores estadounidenses
que se encuentran en el nivel inferior de la distribución del empleo les corresponde un
irrisorio 38% de la media nacional, contra el 68% que corresponde a los trabajadores
europeos y el 61% de sus pares japoneses, y que la gran mayoría no cuenta con cobertura
médica ni con un plan de retiro y que el seguro de desempleo es cada vez más inaccesible
(Freeman, 1999). Además, dada la clara preferencia de los empleadores que pagan bajos
salarios por los nuevos inmigrantes, el aumento de empleos contingentes beneficiará
fundamentalmente a los dóciles trabajadores extranjeros y, a falta de un ataque frontal a la
persistente segregación y postergación étnica, tan solo «endurecerá e institucionalizará los
procesos de segmentación laboral» e intensificará la «doble marginación» de los
afronorteamericanos (Peck y Theodore, 2001, p. 492; Portes y Stepick, 1993; Waldinger,
1996).58 En suma, los «problemas de empleo de los guetos urbanos» no se deben a la
indigencia, sino al exceso de empleos esclavizantes. No se relacionan con el viejo tema
ideológicamente consensuado de la oportunidad, sino con la cuestión más amplia y más
problemática, tanto desde el punto de vista político como ideológico, de la nueva
desigualdad gestada por una «economía del apartheid» (Freeman, 1999) en la que el
Estado, por acción y por omisión, ha permitido el colapso de los niveles inferiores de la
fuerza de trabajo. El remedio para la marcada desigualdad redoblada por el naufragio de la
mano de obra no es -y nunca lo ha sido- «abrir la estructura de oportunidades»; es
modificar esa misma estructura para elevar sus estratos inferiores e impedir la expansión de
la inestabilidad y la «flexibilidad» laboral que hoy amenazan no solo la fuente de ingresos
de la clase trabajadora en su totalidad sino también la de algunos segmentos de la clase
media (Castells, 1996, pp. 201-272; Sullivan, Warren y Westbrook, 2000).
   Combatir la desigualdad extrema y la devastación social producidas por la
combinación del desempleo y el trabajo servil en los niveles más bajos de la esfera social
requiere pensar más allá del estrecho ámbito del mercado. Esto es precisamente lo que
Newman no hace. Así como el algodón reinaba en la economía esclava del sur de
preguerra, en los Estados Unidos de principios del siglo XXI el mercado desregulado reina
sobernamente en la economía urbana de servicios con empleos de bajos ingresos. No Shame
in My Game homenajea su coronamiento y le da la bendición de las ciencias so-
   ciales oficiales.
4. ALGUNOS DESACIERTOS PERMANENTES DE LA ETNOGRAFÍA
URBANA

IR contra el sentido común y combatir los estereotipos sociales son tareas propias
de las ciencias sociales, y especialmente de la etnografía, para lo cual ella aporta un
«fundamento» tradicional (Katz, 1998). Pero esta tarea difícilmente pueda llevarse a cabo
reemplazando esos estereotipos por figuras de cartón pintado invertidas surgidas del mismo
marco simbólico, tal como lo hacen nuestros autores. Para Duneier, los vendedores
callejeros no son portadores del delito, sino adalides cuya misión es combatirlo; según
Anderson, la mayoría de los residentes del gueto son o desean ser «decentes», pese a que
las apariencias de la calle indiquen lo contrario, y según la visión de Newman, los
voluntariosos trabajadores remunerados con bajos salarios, lejos de estar en extinción,
inundan el núcleo deprimido de la ciudad y solo necesitan más empleos serviles para
romper las ataduras de la estigmatización y la pobreza. En los tres estudios, la investigación
sustituye una versión positiva de la misma figura social deformada que proclama derrocar,
aun cuando ilumina un espectro de las relaciones, los mecanismos y las significaciones
sociales que no pueden ser subsumidos bajo una variante ni diabólica ni santificada. Pero
contraponer a «la denigración oficial de la “gente de la calle”» (COS, p. 255) su
heoricización byroneana, convirtiéndola en paladín de las virtudes de la clase media y en
fuente de la decencia aunque viva bajo coerción, no es más que reemplazar un estereotipo
por otro.59 No nos saca de la lógica binaria de la categorización (en el sentido etimológico
de «acusación pública») y sus tropos mellizos de imputación y defensa, incriminación y
apología que, aunque satisfagan nuestras intenciones políticas y aspiraciones éticas, siguen
siendo antitéticos al deber sociológico de «ordenar analíticamente la realidad empírica» por
medio de la interpretación y la explicación, como Max Weber ([1904] 1946, p. 58)
recomendó hace ya tiempo.
   La imposibilidad de construir una problemática propiamente sociológica
independiente del sentido común de los agentes (Duneier), del academicismo imperante
dedicado al estudio de la pobreza (Anderson) o de periodistas y formuladores de políticas
(Newman) deja un incómodo residuo que no puede sino resucitar los estereotipos
originales, puesto que hay una gran cantidad de hombres sin techo que no llevan a cabo
actividades comerciales «honestas» en la calle, de residentes del gueto comprometidos con
el «código de la calle» y de jóvenes que buscan procurarse subsistencia y éxito en la
economía ilegal en lugar de someterse a la humillación del trabajo asalariado precario. Este
residuo obliga a elaborar etnografías que constituyen una bifurcación de la identidad, en las
que los pobres son, primero, divididos en dos subgrupos, los buenos y los malos, antes de
que se nos revele que los buenos son exactamente como cualquiera de nosotros: los
vendedores callejeros vagabundos, la gente común y los trabajadores con bajos ingresos del
gueto tienen la misma sed moral de «autovaloración», el mismo apego a la «decencia» y la
misma «ética del trabajo» que el lector de clase media; tan solo sus «oportunidades» son
diferentes. Esto es lo que convierte los trabajos de Duneier, Anderson y Newman en fábulas
neorrománticas, diferentes de las narraciones decididamente románticas de la generación
liberal de las décadas de 1960 y 1970 que, en su mayoría, apuntaban a producir fábulas
unitarias de la diferencia, encapsuladas en las categorías de «estilo de vida» y
«subcultura», en ese momento centrales y ahora abandonadas (por ejemplo, Becker, 1964;
Suttles, 1968; Hannerz, 1969; McCord, 1969; Spradley, 1970; Hochschild, 1973;
Valentine, 1978). Esto conduce también a prescripciones para la formulación de políticas
que dejan intacta la base de desposesión material y exclusión racial de las metrópolis
estadounidenses o, lo que es peor, condenan la marginalidad urbana a su perpetuación, aun
cuando supuestamente la combatan.
   En toda sociedad avanzada, el destino de los trabajadores, los desempleados y los
pobres depende de la capacidad de las fuerzas políticas progresistas de hacer uso de la
acción del Estado para atenuar la desigualdad económica, reducir las ostensibles brechas
sociales y proteger a los miembros más vulnerables de la comunidad cívica de la irrestricta
ley del capital y la ciega disciplina del mercado (Esping-Andersen, 1999; Gallie y Paugam,
2000). No es lo que ocurre en los Estados Unidos, según los tres libros examinados aquí,
puesto que recomiendan dejar esa descomunal tarea en manos de la autoayuda callejera, la
ingeniería moral local y el altruismo empresarial. Para Duneier la calle, que constituye una
combinación de oportunidades empresariales y sociabilidad elevadora de la moral, ofrece
un rápido remedio a la difícil situación «los sin techo». En el escenario de Anderson, el
regreso y el fortalecimiento de las «viejas cabezas» ayudarán a cambiar el gueto, aunque no
sin el concomitante regreso de empleos estables, algo que él enfatiza pero sin dar ninguna
clave de cómo podría suceder. Según Newman, las empresas que pagan bajos salarios
salvarán a la nación del flagelo de la pobreza urbana una vez que se les otorgue suficiente
libertad de acción y asistencia para explotar la voluntariosa mano de obra y las inexploradas
reservas de ganancias que representan los barrios pobres. Al dejar fuera del cuadro los
movimientos sociales, la política y el Estado y al aceptar como un hecho los niveles
extremos de desigualdad de clase, la etnografía urbana espontáneamente coincide con el
neoliberalismo ambiental y hasta lo fomenta. Y sus recomendaciones, ancladas en la
presunción de la responsabilidad individual, la centralidad de los «valores» y la
sacralización del trabajo, ayudan a legitimar la nueva división del trabajo para a la
domesticación de los pobres, conformada por una clase empresaria dictatorial, un Estado
disciplinario del workfare y una policía hiperactiva y un Estado punitivo, dejando a un
cosmético sector filantrópico y a las fundaciones privadas ocuparse de sanear el resto.
   Tres factores dan cuenta de las limitaciones comunes a estos tres libros. El
primero es que, en consonancia con la norma establecida en ese sector de la investigación,
Duneier, Anderson y Newman ignoran alegremente las investigaciones de campo realizadas
en otros países sobre los temas que ellos abordan. Esta simplificación irreflexiva da lugar a
la falsa universalización de patrones y preocupaciones exclusivamente estadounidenses, en
particular, a la tendencia nacional a tratar cuestiones atinentes a la moral sin considerar
aquellas referidas a las clases, el poder y el Estado. Los estudios etnográficos sobre la falta
de vivienda, el comercio callejero, la violencia urbana, el trabajo mal remunerado y la vida
cotidiana en vecindarios relegados en Europa y América Latina no están limitados por una
visión moralista.60 Ello se debe a que: 1) otros campos intelectuales y políticos no censuran
los estudios que tienen en cuenta la base clasista y la implicación política de la
marginalidad urbana; 2) esos estudios no están escritos sobre el telón de fondo de una
cultura antiurbana que considera la metrópoli como un lugar de disgregación y desorden,
constitutivamente ultrajante para la moral; 3) el liberalismo individual no es el único
lenguaje posible para llevar a cabo el análisis y la crítica de la desigualdad; 4) los
investigadores no buscan convalidar compulsivamente la dignidad pública de los pobres -
dado que no presumen que sean «poco valiosos»- y por lo tanto no son propensos a limitar
sus análisis al desbaratamiento de los estereotipos negativos de los grupos marginales.
Tener de «la calle» una visión más amplia, internacional o, mejor aún, comparativa,
ayudaría a inyectar una necesaria dosis de reflexión crítica a los estudios estadounidenses
sobre la desposesión urbana y a identificar las limitaciones teóricas y políticas inscriptas en
sus premisas tácticas, sus categorías aceptadas y sus preguntas habituales.61 Revelaría,
también, en qué medida la avidez insaciable de las ciencias sociales norteamericanas de
personajes heroicos -individuos indómitos que superan adversidades descomunales y
resisten las fuerzas socioestructurales- da cuenta de su permanente apego a la trillada
creencia en el «excepcionalismo estadounidense» y en la ideología nacional de la
«oportunidad», aun frente a la contundente evidencia empírica de su deterioro en el nivel
más bajo de la configuración social urbana.62
   Un segundo factor es la relación profundamente problemática que existe entre la
teoría y la observación en Sidewalk, Code of the Street y No Shame in My Game. Juntos,
estos tres libros ilustran muy bien los eternos desaciertos de la etnografía como
investigación social de campo cuando se realiza bajo la bandera del empirismo puro.63
Puede llegar a colocarse tan cerca de sus sujetos que termina repitiendo su punto de vista
sin conectarlo con el sistema más amplio de relaciones materiales y simbólicas que le dan
significado y significación, reduciendo el análisis sociológico a la recolección y el
ensamblado de nociones populares y lenguajes de motivaciones (Duneier). Puede llegar a
colocarse demasiado lejos y forzar las observaciones hasta hacerlas entrar en la cama de
Procusto de un esquema causal preconcebido que no hace justicia a las complejidades
detectadas en el terreno objeto de estudio (la tesis de desindustrialización-racismo de
Anderson). O puede dejar de lado la teoría en forma ostensible y quedarse empantanada en
las formulaciones producto de la doxa, basadas en la discusión pública del momento, pese a
presentar material que refuta directamente las categorías y los parámetros de esta última
(como ocurre con Newman y su incoherente noción de «trabajadores pobres»). La solución
aquí es reconocer que no existe etnografía alguna que no esté basada en la teoría (por más
imprecisa y lega que sea) y extraer las implicaciones que se deriven de ello, es decir,
trabajar humildemente para integrarlas en forma activa en cada paso de la construcción del
objeto, en lugar de pretender que se descubre teoría «fundamentada» en el campo, de
importarla al por mayor del período de la posguerra civil estadounidense o de tomarla
prestada tal cual viene de los debates acerca de las políticas públicas bajo la forma de
clichés.
   Un argumento que suele esgrimirse frente a las críticas que apuntan a las
deficiencias teóricas de los estudios de campo es que estos trabajos son más «modestos» de
lo que las críticas sugieren, que su única ambición es recoger material empírico «fresco»
para «documentar» con precisión el funcionamiento interno de un mundo social local y que
por lo tanto es injusto reprocharles su falta de claridad conceptual y sus formulaciones
causales confusas, que no van más allá de un estrecho interés. Esta defensa se basa en la
idea, infundida por la formación profesional y sostenida por la modalidad de organización
de las carreras en los ámbitos académicos de los Estados Unidos, de que hacer un trabajo de
campo serio de alguna manera implica una licencia para desentenderse de la teoría; la idea
de que, así como los «teóricos sociales» no deberían embarrarse la manos en la
investigación empírica, pues de lo contrario no serían considerados verdaderos teóricos, los
etnógrafos no deben preocuparse por el sustento, la arquitectura y las implicaciones teóricas
de su trabajo. Esta suposición carece de fundamento y es profundamente dañina. Puesto
que, a pesar de Geertz, no existe nada que se parezca a una descripción, densa o ligera, que
no implique una teoría, entendida como un principio de pertinencia y un protomodelo del
fenómeno estudiado que permite elucidar su naturaleza, sus partes constitutivas y sus
articulaciones. Cada microcosmo presupone un macrocosmo que le asigna un lugar y
límites e implica una densa red de relaciones sociales que van más allá del lugar específico
que se está estudiando; cada corte sincrónico de la realidad observada ha incorporado en él
una doble «sedimentación» de fuerzas históricas bajo la forma de instituciones y agentes
encarnados investidos de capacidades, deseos y disposiciones particulares; de cada
propiedad que se ha elegido describir se predica sobre la base de intuiciones o hipótesis no
explicitadas, que orientan el recorte de determinados datos discretos de entre la infinidad y
multiplicidad del material empírico. No ejercitar un control teórico en cada paso del diseño
y la implementación de un estudio etnográfico -como ocurre con todos los otros métodos de
observación y análisis social- es abrirle las puertas a la ingenuidad teórica, por la cual las
nociones corrientes producto del sentido común proporcionan las respuestas a las preguntas
e influyen en decisiones cruciales respecto de cómo caracterizar, analizar y describir el
objeto de estudio (por ejemplo, en el caso de Duneier, la visión estadounidense común de la
moral como un medio para la construcción de la autovaloración). De más está decir que
lejos de ser antitéticas, una etnografía vívida y una teoría poderosa son complementarias y
que la mejor estrategia para que la primera sea sólida es fortalecer la segunda.64
   Un tercer factor que contribuye a las deficiencias compartidas de Sidewalk, Code
of the Street y No Shame in My Game son los cambios radicales que han afectado el ámbito
de la publicación en los Estados Unidos durante la última década. Las editoriales
universitarias se han convertido en clones de las editoriales comerciales, en tanto que estas
últimas, absorbidas por los gigantescos multimedios, luchan denodadamente para mantener
sus márgenes de ganancias. El resultado es una puja delirante por publicar libros accesibles
sobre temas «sexy» y cuestiones controvertidas con posibilidades de atraer la atención de
un público amplio, educado, y generar así grandes ventas y éxitos comerciales rápidos
(Schiffrin, 2000). Ello crea sobre los académicos que investigan temas como los
examinados aquí una intensa presión para adaptar su trabajo a las expectativas del
«mercado generalizado» y no a las normas científicas del «mercado restringido» de su
disciplina, de acuerdo con la consolidada oposición que estructura cada campo de la
producción cultural (Bourdieu, 1994). Las políticas que rigen los criterios de publicación en
los Estados Unidos convierten cualquier volumen que combine temas referidos a los
negros, la violencia criminal y la pobreza en obras sumamente atractivas, en tanto que las
consideraciones económicas respecto de la venta de libros prescriben que, para tener éxito
frente a otro público, ese tipo de obras deben tomar la forma de un conjunto de fábulas
morales despolitizadas, repletas de viñetas acerca de pruebas individuales y desafíos
personales, espontáneamente concordantes con las categorías de juicio de la clase media
educada.[65 ] El premiado periodista Leon Dash (1996, p. 279) relata que a su editor «se le
dibujaba una expresión de placer en el rostro cuando eliminaba pasajes enteros de [su]
prosa: ‘Demasiado académico’, le decía». Es un secreto a voces entre los sociólogos que
«demasiada sociología» también es un refrán predilecto de los editores de las editoriales
comerciales que se muestran reticentes ante manuscritos que consideran demasiado
exigentes desde el punto de vista conceptual para el publico lego.
   Ahora bien, no hay nada malo -más bien todo lo contrario- en extenderse más allá
de los estrechos confines de la propia disciplina académica, en abordar cuestiones sociales
fundamentales ni en encomendar a agentes literarios la negociación de lucrativos contratos
para publicar en una editorial prestigiosa. Siempre y cuando para ello no se restrinja
indebidamente la propia interrogación, no se reduzca la complejidad conceptual y no se
simplifique la escritura; en suma, siempre y cuando no se rebaje el nivel científico con el
pretexto de hacer del trabajo una obra fácil de leer, acorde con el interés del momento y
placentera. En el caso que nos ocupa, existen abundantes huellas de heterononomía
intelectual que dan lugar a la preocupante pregunta por los sacrificios analíticos que se han
hecho con el fin de producir libros aceptables para los periodistas y accesibles a los
neófitos. Por mencionar solo tres: la ausencia de análisis acerca del diseño y los datos, y la
llamativa escasez de referencias a obras académicas en The Code of the Street (lo que
conduce, por ejemplo, a presentar a la defensora de los niños Marian Wright Edelman como
una autoridad en materia de familias negras); las transcripciones de conversaciones tediosas
y vacuas (tales como el apartado de 11 páginas en el que se relata la elección de un árbol de
Navidad; SW, pp. 295-303) que prolongan innecesariamente Sidewalk y la absurda
reducción del método etnográfico a una variante del periodismo de investigación en su
apéndice metodológico;66 la adhesión acrítica de Newman a la noción ideológica de los
«valores de la familia» (incluso luego de que esta fuera discutida y rebatida por sociólogas
e historiadoras feministas como Kristin Luker, Judith Stacey, Linda Gordon y Stephanie
Coontz) y su correlativo rechazo a proveer la más ínfima justificación para resucitar un
concepto normativo de la cultura hace ya tiempo descartado por la antropología y otras
disciplinas culturales en favor de concepciones cognitivistas, semióticas, disposicionales y
discursivistas que lo ligan orgánicamente al poder y la diferencia (véanse Calhoun, 1996;
Joas, 1996; Daniel y Peck, 1996; Dirks, 1997; Bonnell y Hunt, 1999; Ortner, 1999).
   Existe hoy un resurgimiento y florecimiento de la etnografía en los ámbitos
académicos estadounidenses, como lo atestigua el notable aumento de practicantes y
contratados en los principales departamentos de sociología, el cauteloso retorno de los
antropólogos al campo luego de años de rumia nihilista acerca de la imposibilidad del
análisis etnográfico, y su difusión y creciente popularidad en otras disciplinas como la
geografía, la historia, la educación, el desarrollo humano, los estudios sobre género, la
literatura, las ciencias de la salud, los medios, el derecho y hasta la administración y el
diseño.67 Incluso más que la investigación orientada a las políticas públicas, mucho más
regidos por criterios de pertinencia política y utilidad tecnocrática, los estudios de campo
presentados en un formato narrativo son la faz pública de la sociología.68 Esto constituye
para la etnografía una oportunidad única de contribuir a la conciencia colectiva mediante la
aplicación de lo que Durkheim llamó las «competencias especiales» de la sociología para
responder a debates fundamentales en torno de cuestiones cívicas. Pero esta oportunidad es
opacada por el riesgo de caer en el esoterismo, por el abandono de esas mismas
competencias en favor de la comodidad de la «sociología de revista» (ampliamente
difundida en el campo intelectual francés contemporáneo, donde prevalece la mezcla de
géneros), y por los relatos de historias socialmente coloreadas, basadas en el «interés
humano», en los que el racionalismo cede su lugar al sentimentalismo, la narración
predomina sobre el análisis y los testimonios desplazan a la teoría. Hace un siglo,
Durkheim se quejaba de que, cuando floreciera, la sociología se vería amenazada por un
«excesivo éxito mundial». La tradición etnográfica en las ciencias sociales estadounidenses
enfrenta hoy el mismo problema.
   Este peligro se torna más inminente a la luz del «código [no escrito] de la
escritura sobre los pobres (negros)» de la sociología estadounidense, que puede extraerse de
estos tres libros y de la recepción entusiasta que han tenido. Ese código implica cinco reglas
cardinales. Primero, debes estudiar su moral y separar los valiosos de los no valiosos
(aunque con una terminología menos abiertamente enjuiciadora). Segundo, debes resaltar
los actos de los pobres valiosos, exaltar su lucha, fuerza y creatividad, y enfatizar las
historias exitosas, aunque sean marginales y no generalizables. Tercero, debes dejar de lado
escrupulosamente cuestiones relacionadas con el poder y la dominación, y por lo tanto
reprimir meticulosamente las raíces y dimensiones políticas del fenómeno (y por
consiguiente la exhortación ritualizada a la «apertura de la oportunidad»). Cuarto, debes a
un tiempo subrayar empíricamente y eufemizar analíticamente la intrusión y especificidad
del sojuzgamiento racial. Y por último, pero no menos importante, debes dar buenas
noticias y dejar al lector con la sensación tranquilizadora de que hay remedios individuales
y locales disponibles para aliviar, si no resolver, una situación social compleja. Estos
preceptos de la etiqueta académica inscriben la visión centenaria y racional de la pobreza y
la división racial en los Estados Unidos dentro de su sociología, asegurando la apacible
expurgación de todo cuanto pudiera llegar a rasguñar este cimiento de autoentendimiento
nacional. En su extraña conjunción bajo la égida del empirismo, el moralismo y la
despolitización paradójicamente transforman la investigación social en un ejercicio
infinitamente renovado de denegación social y exorcismo colectivo (de la mala fe de clase,
la culpa racial y la impotencia liberal). Juntos, permiten que demasiados estudiosos de las
ciencias sociales estadounidenses mantengan su cabeza sumergida profundamente en las
arenas movedizas del sentimentalismo, aun cuando sus propias observaciones revelen la
condición devastada del subproletariado urbano que asedia sus barrios privados y sus
campus.
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   Wilson, William Julius. 1987. The Truly Disadvantaged: The Underclass, the
Inner City, and Public Policy. Chicago, University of Chicago Press.
   —. 1996. When Work Disappears: The World of the New Urban Poor. Nueva
York, Knopf.

   Wolf, Diane, (ed.) 1996. Feminist Dilemmas in Fieldwork. Boulder, Colo,


Westview Press.

   Wright, Richard T., y Scott H. Decker. 1997. Armed Robbers in Action: Stickups
and Street Culture. Boston, Northeastern University Press. Young, Alford A. 1999. “The
(Non)Accumulation of Capital: Explicating the Relationship of Structure and Agency in the
Lives of Poor Black Men”, en Sociological Theory, vol. 17, núm. 2, pp. 201-227.
notes

Notas a pie de página

   1 Muchos colegas tuvieron la amabilidad de aportar comentarios precisos y


enriquecedores sobre este ensayo (sin acordar necesariamente con todos sus argumentos),
entre ellos Pierre Bourdieu, Zygmunt Bauman, Philippe Bourgois, Michael Burawoy,
Megan Comfort, Kim DaCosta, Rich Fantasia, Arlie Hochschild, Jack Katz, Gail Kilgman,
Eric Kilinenberg, Josh Page, Paul Willis. También me fueron de utilidad las reacciones de
los participantes de la sesión de encuentro en la que se trató Code of the Street de Elijah
Anderson, durante reuniones de la American Sociological Association, Anheim, California,
realizadas el 20 de agosto de 2001, donde presenté parte de este trabajo con el título
“Decoding ghetto violence”.
   2 En una conferencia en 1946, “Principle and rationalization in race relations”,
Evertt C. Hughes (1971, p. 216) señaló que uno de los principales obstáculos para el
estudio riguroso de la desigualdad etnorracial es el impulso de “contrarrestar las
declaraciones exageradas de nuestros adversarios con exageraciones en otra dirección”, lo
que conduce a presentar a los grupos subordinados como “ejemplos de moral, con modales
exquisitos, mejores, en realidad, de lo que es común en las criaturas humanas”. Medio siglo
más tarde, esa observación es plenamente aplicable a los negros pobres que se ubican en el
epicentro del “orientalismo urbano” de los Estado Unidos (Josh Page me señaló este pasaje
luego de que terminara el presente ensayo. Lo interpreto como confirmación de que el
“oportunismo de la lógica” que Hughes diagnosticó como una “falla muy común en las
ciencias sociales estadounidenses” es un problema profundamente asentado y de larga
data.).
   3 “Este trabajo implica una gran complejidad: encontrar las revistas, sacarlas
llevarlas a su lugar de almacenamiento, acomodarlas, saber qué tipo de revistas llevar qué
precios ponerles y cuánto cobrar por ellas” (SW, p. 68). Según esta definición, es difícil
pensar en una actividad comercial que no sea compleja. De hecho, veremos que Newman
también consideraba que los empleados de los resultantes de comidas rápidas realizan un
trabajo altamente calificado. Anderson, en cambio, reconoce el desagradable trabajo que
tienen sus informantes en función de lo que son: personas desagradables.
   4 “Aprovecharon la oportunidad que les brindó la calle de convertirse en
innovadores: procurarse un medio de vida, luchar por respetarse a sí mismos, establecer
buenas relaciones con los demás ciudadanos, apoyarse mutuamente” (SW, p. 79)
   5 No queda claro por qué los mendigos querrían devenir vendedores de libros,
dado que, según los datos recolectados por Duneier, ganan mucho más que la escala más
baja de los vendedores de libros (75 dólares por día, casi dos veces el salario mínimo) y no
tienen que revolver basura, cuidar un lugar, sacar, acomodar y volver a guardar mercancía o
mantener una clientela.
   6 “También me enteré por Adam Winkler, un amigo que juega al golf en Hillcrest
Contruy Club, de que no es infrecuente ver a hombres orinar en el campo de golf, pese a
que hay baños dispuestos a lo largo del todo el terreno. Aparentemente, el acto masculino
de orinar en público es algo común en todas las clases socioeconómicas, aunque quienes
trabajan en la calle parecen tener menos opciones respecto de dónde ir.” (SW, p. 186).
   6 En lugar de la clásica palabra Homeless (sin techo), Duneier utiliza el término
unhoused (sin casa).
   7 Para el lector incrédulo, la primera explicación debe ser citada en su totalidad
“La afirmación de Mudrick [un recolector de basura] de que “una vez que te has convertido
en un sin techo, siempre serás vagabundo” parece estar vinculada a la respuesta de su
cuerpo a la experiencia social y física de dormir en una superficie dura. Su cuerpo parece
haber pasado a preferir una determinada experiencia [...] Para algunos de estos hombres,
dormir en una cama ya no es algo natural. Aunque la mayoría de los estadounidenses
consideran que dormir en una cama es parte fundamental de la decencia, la cama
convencional no es una necesidad física sino un artificio cultural; mucha gente del mundo
considera que dormir de esa forma es menos saludable que dormir en una superficie dura”
(SW, p. 168). Esta docta preferencia del cuerpo por las “superficies duras” no explica por
qué Mudrick no se echa a dormir sobre el piso de un departamento o un hotel en lugar de
arriesgar su vida durmiendo en las calles. Así como tampoco el compromiso para con la
actividad empresarial explica (en forma algo redundante) por qué Mudrick “elige dormir en
la calle”: millones de estadounidenses definen su identidad personal a través de su actividad
laboral, pero no por ello sienten la necesidad de dormir en su lugar de trabajo.
   8 Este parecía ser un manual de excesos metodológicos: ¿es necesario rastrear
“pares de adyacencia”, ubicar “respuestas desafiliatorias”, medir en décimas de segundo el
tiempo que transcurre entre pregunta y respuesta con un cronómetro y recurrir a intrincadas
técnicas de transcripción para analizar conversaciones y “descubrir” que las mujeres hacen
“gestos faciales distraídos” y movimientos apurados y dan respuestas antipáticas para evitar
invitaciones no deseadas de parte de hombres extraños en los espacios públicos?
   9 Slim’s Table (Duneier, 1992) está basado en los dichos y costumbres de unos
pocos negros de edad avanzada y un blanco, clientes de un restaurante étnico perteneciente
a un blanco, ubicado en la calle 53 en el opulento barrio de Hyde Park, referente de la
Universidad de Chicago y una de las zonas más seguras de la ciudad.
   10 En este sentido, Sidewalk es una corroboración irónica de la advertencia de
Duneier de que uno de los principales obstáculos para la aplicación rigurosa de las reglas
del método etnográfico es el «fuerte apego que uno desarrolla hacia los sujetos, que puede
dar lugar a emociones que quiten realismo a las ciencias sociales» (SW, p. 79).
   11 «Si [los vendedores] consumieran drogas [...]», escribe Duneier, «podríamos
concluir con justeza que han renunciado a la lucha por vivir de acuerdo con los parámetros
de la sociedad» (SW, p. 170). Se trata de una curiosa postura, ya que a) Duneier aporta
abundantes indicios de que los vendedores de la calle efectivamente consumen drogas y b)
millones de estadounidenses de todas las clases sociales y grupos étnicos consumen drogas
ilegales con regularidad sin por ello renunciar a los «parámetros de la sociedad».
   12 Este argumento aséptico se fortalece a partir de la aceptación acrítica de
Duneier de los autorretratos que trazan sus informantes («Nunca dudé de ninguna de las
cosas que Hakim me dijo acerca de su vida y tuve el firme deseo de evitar que se vean
como malas»; SW. pág. 360, las itálicas son mías) “Creo que nunca debería publicar algo
sobre una persona identificable a quien no pueda mirarlo/a a los ojos y leerle lo escrito.”
   13 Incluso el trato que las fuerzas del orden dispensan a los vendedores callejeros
es interpretado no como el resultado de relaciones de poder y autoridad, sino como una
«crisis de respeto personal entre la policía y quienes no cumplen con la ley», en virtud de la
cual «la angustia del oficial ante la posibilidad de que los vendedores lo consideren poco
profesional» hace que éstos terminen actuando como «confidentes y aun como terapeutas»
(SW, pp. 256, 284). La obsesión por el respeto es aplicable al esmero y el tipo de
interacción que el sociólogo mismo tiene para con sus informantes: «¿Estaría a salvo en la
calle? ¿Habría aceptado el hombre más duro y violento de la Sexta Avenida que lo que yo
hacía era digno de respeto? ... Hasta hoy no sé cuánta “aceptación”, o “buen vínculo”, o
“respeto” tengo en la calle, o cuánto ‘respeto’ he expresado a estos hombres en nuestras
relaciones personales» (SW, pp.334, 357).
   14 Duneier está tan absorto en enfatizar que esa actividad es positiva desde todos
los ángulos posibles que menciona esta reconfortante circunstancia: «Descubrí que las
revistas tienden a ser muy limpias. He guardado pilas de revistas en mi departamento y
nunca tuve cucarachas por ello» (SW, p. 69).
   15 Teniendo en cuenta el manifiesto interés de Duneier en las cuestiones raciales,
es sorprendente que no mencione a estos últimos y la relación conflictiva que
aparentemente existe con algunos de los vendedores negros, ya que una comparación de las
prácticas y las relaciones de los vendedores negros y blancos con sus clientes y con la
policía de Manhattan habría permitido comprender en qué medida las razas, las clases y el
Estado tienen un verdadero punto de intersección en la calle. Y ello, en una medida mucho
mayor que la indicada por las misteriosas invocaciones de una «conciencia negra colectiva»
y sus bizarras especulaciones acerca de una «hipotética familia convencional de Vermont
que vende árboles de navidad en la calle Jane», que (de alguna manera) compara con los
vecinos blancos de Vermont que llegan cada invierno a vender abetos canadienses a la
gente del lugar (SW, pp. 239, 304-306). Es sorprendente también que Duneier no analice el
hecho de que su principal informante, Hakim Hasan (y posiblemente otros vendedores),
provengan de las Islas Vírgenes, cuando los hábitos sociales y los recorridos de los negros
antillanos de la ciudad de Nueva York son bastante diferentes a los de los negros nacidos en
esa ciudad (Vickerman, 1999; Waters, 1999).
   16 Posiblemente el silencio de Duneier al respecto se deba a que realizó su
trabajo de campo fundamentalmente durante el verano. Por esta razón, se le hace imposible
explicar cómo los cambios estacionales en las estrategias de subsistencia afectan la
morfología social de los vendedores de libros y, con ella, la fisiología moral de la
comunidad que integran (como sí lo explicaron Mauss y Beuchat [(1904) 1978] en su
clásico estudio, «Seasonal variations among the Eskimos» [Variaciones estacionales entre
los esquimales]).
   17 En este sentido, Sidewalk termina con un acertijo que queda sin resolver:
dados los variados beneficios sociales y virtudes morales redentoras de la calle, ¿por qué
Hakim Hasan anuncia abruptamente en el epílogo que ha decidido dejarla (especialmente
teniendo en cuenta que, ahora que el libro lo ha convertido en un personaje famoso en el
Village, sus ventas podrían mejorar sensiblemente)?
   18 El chequeo del material (SW, pp. 345-347) para establecer la veracidad fáctica
de las afirmaciones de sus informantes es loable (así como esperable normalmente en
cualquier trabajador de campo). Pero no es lo mismo que establecer su pertinencia
sociológica y adecuación analítica para explicar las prácticas sociales de estos mismos
agentes.
   19 «Etnografía diagnóstica» es la expresión acuñada por Erik Wright, colega en
Wisconsin de Duneier, para caracterizar este abordaje inductivo (del estilo de comencé-a-
tener-ideas-a-partir-de-las-cosas-quefui-viendo-y-escuchando-en-la-calle) de la
investigación de campo (SW, p. 341). El nombre es seductor y la analogía, atractiva, pero
carece de validez: un terapeuta que «logra una apreciación de los ‘síntomas’ que
caracterizan a un “paciente”» (SW, p. 341) no extrae una teoría médica de los datos
clínicos; basa sus observaciones en una nosografía y una nosología respaldadas por una
etiología. Y su tarea fundamental es examinar en detalle la información a fin de seleccionar
una receta para curar una enfermedad, no descubrir los mecanismos ocultos que la
producen (de hecho, el terapeuta por lo general conoce perfectamente esos mecanismos,
gracias a la biología médica).
   20 En determinado momento, Duneier le pregunta a un vendedor que ocupaba un
lugar disputado en la vereda: «¿Sintió, mientras esperaba hasta conseguir este lugar, que si
finalmente se establecía aquí sería de alguna manera una mala persona?». Luego agrega:
«Mi presencia se convirtió en la oportunidad de estos hombres de discutir qué entendían
por una conducta apropiada» (SW, p. 248; las itálicas son mías).
   21 Duneier reconoce que Greenwich Village es «único en una multiplicidad de
formas», pero se abstiene de discutir en qué medida esas particularidades afectan la validez
de sus afirmaciones y la posibilidad de hacer una generalización de ellas: «Debo dejar a los
lectores la tarea de contrastar mis observaciones con las que ellos mismos hagan, y espero
que los conceptos que he desarrollado para dilucidar este vecindario sea de utilidad en otros
lugares» (SW, p. 11). Habría sido más útil realizar aunque más no fuese una breve
comparación con el bullicioso escenario de venta callejera de la calle 14 (estudiado por
Gaber [1994]) o con el mercado al aire libre de la calle 125 del Harlem (descripto en detalle
por Stoller [1996]).
   21 Es un complejo penitenciario de la ciudad de Nueva York, se asienta en una
isladel East River, entre Queens y el Bronx, y junto a las pistas del “La Guardia” Airport.
   22 «Admitimos que la teoría de las “ventanas rotas” es viable y que ha logrado
bajar la tasa de delitos» (SW, p. 313). Solo menciono aquí los trabajos que estaban
disponibles mientras Duneier aún se encontraba realizando su trabajo de campo. Entre los
otros problemas que pueden encontrarse en el análisis de Duneier sobre la política de
prevención del delito, está el hecho de que cita como respaldo de la teoría de las «ventanas
rotas» un «excelente estudio» de Wesley Skogan (1990), Disorder and Decline [Desorden y
decadencia], cuyos resultados en realidad indican que la pobreza y la segregación, y no el
desorden, son los mejores predictores del delito, y cuyos hallazgos estadísticos sobre el
nexo entre el desorden y el delito fueron invalidados por el minucioso análisis que Harcourt
(1998, esp. pp. 309-329) realiza de los mismos datos. Hace referencia también a un trabajo
de 1988 de Robert Sampson y Jacqueline Cohen que concluye que esa teoría carece de
sustento empírico (SW, p. 370), y omite publicaciones más recientes del mismo autor
(Sampson y Raudenbush, 1998) que la refutan explícitamente. Asimismo, Duneier se
atribuye la autoría de la distinción entre orden físico y orden social, que constituye el
núcleo del trabajo de Skogan, anterior al suyo (SW, p. 288). Finalmente, presenta Fixing
Broken Windows [Reparar las ventanas rotas], de George Kelling y Catherine Cole, como
una obra académica (SW, p. 374), cuando se trata de un panfleto ideológico financiado por
el Manhattan Institute como parte de su campaña para legitimar la ampliación de la
autoridad de la policía para manejar la pobreza.
   23 «Si la teoría de las “ventanas rotas” tal como es aplicada a la vida callejera
parece haber funcionado bien, ello se debe a que ha sido utilizada de manera tan masiva
que difícilmente podría haber fallado. En efecto, con una definición no sistemática del
desorden, ha sido aplicada en forma acientífica, con un amplio margen de error que
generalmente pasa inadvertido [...]. Un mejor abordaje consistiría en definir el desorden
con mayor precisión. En particular, quisiera ver una regulación al estilo de las “ventanas
rotas” que respete a la gente dedicada a actividades comerciales honestas» (SW, p. 289).
Así como el respeto rige la vida de los vendedores callejeros, debe gobernar también la
acción de las autoridades.
   23 Concepto vinculado a la asistencia con subsidios estatales que contemplan
como obligación una contraprestación laboral que generalmente se realiza en condiciones
de precarización y flexibilización del trabajo. A diferencia del welfareclásico, el workfare
enfatiza el mérito individual por encima de la solidaridad colectiva.
   23 Régimen carcelario establecido como contención para los sectores
mayoritariamente masculinos del proletariado industrial precarizadoen la era post-fordista,
que se resienten y resisten al trabajo basura.
   24 Code of the Street puede ser leído como una elaboración cultural y una
descripción en escala reducida de la tesis propuesta por Wilson (quien suscribe el libro con
entusiasmo en la solapa de la sobrecubierta), que atribuye los males del gueto
contemporáneo a la combinación del desempleo producto de la desindustrialización y el
aislamiento social alimentado por la disolución de la familia y el éxodo de los «modelos de
roles» de la clase media en el contexto de una segregación permanente. El texto de la
solapa afirma que la obra de Anderson «arroja una nueva luz sobre la vida de los
verdaderos marginados».
   25 Code of the Street también adolece de una mala edición. Con una escritura
redundante, cada capítulo resume los otros y ensaya una y otra vez la tesis central del libro
(pasajes casi idénticos se repiten en la misma página o solo con diferencia de algunas
páginas; véanse, por ejemplo, las páginas 73 y 78, l26 y 129, 209-210, 212-213, 218, 308,
313, 318 y 320), y si bien las referencias bibliográficas son breves, contienen importantes
errores (se hace referencia al estudio de Darnell Hawkin de 1986, Homicide, como un libro
de 1966 titulado de la misma forma)
   26 No se trata de un mero problema terminológico. Pese a su temprana insistencia
en que con «callejero» y «decente» se refiere a rótulos y no a individuos o grupos,
Anderson toma esos términos en este último sentido a lo largo del libro. Así, el capítulo se
titula «Decent and street families» [Familias decentes y callejeras], y sus principales
aparatados -«Decent families» [Familias decentes], «The single decent mother» [La madre
soltera decente] y «The street family» [La familia callejera]- presentan individuos que
constituyen la encarnación de dos tipos sociales tangibles. En el último capítulo, Anderson
enfatiza que «la mayoría de los residentes son decentes», aunque «la gente decente rara vez
forma algo que se parezca a una masa crítica». Basándose en sus visitas a «numerosos
colegios secundarios del núcleo deprimido de la ciudad», estima que «aproximadamente
una quinta parte de los estudiantes participa del código de la calle». Puntualiza que «los
empleadores a veces discriminan a grupos enteros de personas o áreas geográficas porque
no pueden o no quieren diferenciar a la gente decente de estos vecindarios». Y menciona
una disminución en «la proporción de gente decente-gente callejera» a medida que uno se
aproxima al corazón del gueto, o lo que de manera algo críptica denomina «zona cero»
(COS, pp. 309, 311, 317, 319, 324).
   27 Hay tramos en los que Anderson insinúa esta cuestión, como cuando señala
que «el tipo de hogar del que proviene un niño influye pero no siempre determina» si ese
niño se convertirá en «decente» o «callejero», o cuando afirma que la imposibilidad de los
niños callejeros de cambiar de código «se debe en gran medida a la persistente pobreza y a
efectos locales del vecindario, pero también está estrechamente relacionada con el entorno
familiar, sus pares y los modelos de roles» (COS, p. 93). Pero esta enumeración de factores
detiene la indagación precisamente en el punto en el que debería comenzar.
   28 La única propiedad negativa que Anderson encuentra en las «familias
decentes» es que sus esfuerzos por subir en la escala social pueden ser percibidos como una
expresión de «falta de respeto» hacia sus vecinos y alentar una política destinada a
impedirles «venderlo todo» o «actuar como blancos», que significaría adoptar formas
propias de la clase media y dejar el vecindario. Esto plantea un nítido contraste con los
trabajos anteriores de Anderson (1978), especialmente A Place on the Corner, un magistral
estudio de la construcción interaccional del orden social del gueto, en el que los puntos de
vista de los «normales», los «borrachos» y los «malvivientes» son tratados en un plano de
plena igualdad epistémica.
   29 Code of the Street no agrega mucho a la literatura existente acerca de estos
temas, puesto que presenta hechos en su mayoría estereotipados, basados en lo que
Anderson mismo denomina «material impresionista [...] de diversos escenarios sociales de
la ciudad» (COS, p. 10), que trata con superficialidad los procesos centrales. Pueden
encontrarse descripciones más agudas y disecciones más profundas de la venta de crack en
Bourgois (1995), de la dinámica y los dilemas del robo a mano armada en Wright y Decker
(1997), de la construcción sensual y moral del honor masculino a través de la confrontación
violenta en Katz (1989) y de los infortunios y las esperanzas de las adolescentes en Kaplan
(1997).
   30 «El código de la calle no es el objetivo o el producto de las acciones de algún
individuo, sino la trama de la vida cotidiana, un entorno vívido e imperioso al que todos los
residentes del lugar deben ajustar sus rutinas personales, sus estrategias para generar
ingresos y su orientación hacia la escolaridad, así como su sexualidad, su paternidad y sus
relaciones con los vecinos» (COS, p. 366).
   31 Por un lado, Anderson afirma que «el código es una respuesta cultural
compleja a la falta de trabajo digno, a la estigmatización de la raza, al generalizado
consumo de drogas, a la alienación y a la falta de esperanza». Por otro, señala que «este
código no es nuevo. Es tan viejo como el mundo; data del tiempo de los romanos o del
mundo de los guerreros o el viejo sur estadounidense. Y puede observarse en las
comunidades de las clases trabajadoras escocesas e irlandesas, italianas o hispánicas»
(COS, texto de la solapa del libro y p. 84)
   32 Para Fagan y Wilkinson (1998), no son las reglas informales del honor
masculino sino los instrumentos y objetivos de la violencia los que han cambiado en el
gueto a lo largo de las dos últimas décadas. A principios de los años noventa, la circulación
masiva de armas y su uso generalizado por las pandillas callejeras para conquistar y
controlar los expansivos mercados callejeros de la droga dieron lugar a un repentino
surgimiento y un incremento epidémico de violencia (y, en parte, también explican su
reciente disminución). Así, «las armas se convirtieron en símbolos de respeto, poder,
identidad y hombría para una generación de jóvenes, además de tener un valor estratégico
para la supervivencia» en un entorno de desposesión y una «ecología del peligro» (Fagan y
Wilkinson, 1998, p. 105)
   33 Para una concepción contraria a la visión popular «masculinista» de los
«papás decentes», que documenta el rol menos visible pero no menos decisivo de las
mujeres como las «hacedoras de la raza», véanse Higginbotham (1992), White (1998) y
Clark y Thompson (1998); para un minucioso tratamiento de la arraigada «crisis en casi
todos los aspectos de las relaciones de género entre todas las clases de afroamericanas»,
véase el ensayo provocador y perturbador de Patterson (1998), «Broken bloodlines» [La
ruptura de los lazos de sangre].
   34 Anderson no considera la posibilidad de que, así como puede servir como un
anclaje moral, una abuela puede actuar como una fuerza perniciosa, arrastrando a sus hijos
y nietos hacia el consumo y el tráfico de drogas, el robo, la prostitución y otras actividades
delictivas, en respuesta a la pobreza humillante y la violencia desmedida que afecta el linaje
que ella encabeza. Sin embargo, ese es justamente el caso de la «abuela del barrio pobre»
más famosa de los Estados Unidos, cuya «perturbadora historia» es relatada por el
periodista ganador del Premio Pulitzer Leon Dash (1996) en Rosa Lee y mostrada en un
conocido documental de la PBS.
   35 Anderson es brutalmente honesto respecto de los motivos y las condiciones de
su ruptura: «Continuaba ayudando a John incluso luego de que quedaba claro que me
estaba usando, porque quería ver cómo respondía a las diversas situaciones. Sin embargo,
en este punto sentí que había obtenido un cuadro bastante completo de lo que él era;
además, estaba empezando a sentirme incómodo con nuestra relación» (COS, p. 285). No
hay referencias a una relación caracterizada por estos rasgos negativos con una «familia
decente».
   36 Del mismo modo, cuando Anderson relata la historia de Robert, asevera que
«las personas asociadas con el elemento delictivo [...] justifican su conducta criminal
mediante referencias al racismo, con las que ellas y sus amigos conviven diariamente»
(COS, p. 317). Otro dato sorprendente respecto de la trayectoria de Robert es precisamente
que nunca se encuentra con blancos: aun cuando se mete en problemas con la policía de la
ciudad, es un inspector negro quien lo hace sufrir porque no tiene su licencia para vender en
la calle.
   37 Este argumento también adolece de circularidad, ya que la prueba de la
presunta falta de compromiso de John para con la «decencia» es precisamente la conducta
que la falta de decencia supuestamente explica. Si John se hubiese asegurado un lugar
dentro de la economía legal podría argüirse, por el contrario, que ello habría probado que
en efecto estaba comprometido con los valores convencionales. Nada quedaría demostrado
en ningún caso.
   38 Para una ilustración empírica acerca de cómo funciona un habitus disgregado
produciendo estrategias inestables y volátiles en la economía del gueto que refuerzan la
irregularidad objetiva de su organización colectiva, véase Wacquant (1998); para un
análisis más profundo acerca de esta dialéctica de estructura objetiva y «agencia» subjetiva
entre los hombres afronorteamericanos desproletarizados, véase Young (1999); para un
interesante contraste con el fracaso de John Turner, véase el trabajo de Fernandez-Kelly,
«Towanda’s triumph» [El triunfo de Towanda] (1994).
   39 Otra consecuencia paradójica de esta reversión mecánica a la determinación
finalmente económica es que ella lleva a Anderson a desechar las distinciones culturales y
morales que él mismo ha formulado a lo largo de todo el libro, cuando concluye: «El estado
de estas comunidades fue producido no por bajeza moral sino por fuerzas económicas que
han socavado la vida de la clase trabajadora negra urbana y por la indiferencia respecto de
sus consecuencias por parte del público [...]. La atención debe centrarse en la estructura
socioeconómica, porque fueron los cambios estructurales los que provocaron la
disminución del empleo y el aumento del desempleo [...]. Pero la atención debe centrarse
también en las políticas públicas que han amenazado radicalmente el bienestar de muchos
ciudadanos» (COS, p. 315; las itálicas son mías). ¿Por qué, entonces, dedicar 350 páginas a
diseccionar la «vida moral del núcleo deprimido de la ciudad» si se trata solo de un
epifenómeno de la reestructuración industrial y la indiferencia del Estado? ¿Y por qué el
libro no ofrece una sola estadística sobre la evolución de la economía y las características
del empleo en Filadelfia ni una línea referida a las cambiantes políticas públicas
implementadas en los niveles municipal, local y federal?
   40 Newman refuerza y amplía los estudios recientes sobre la asistencia y el
trabajo (Wilson, 1996; Handler y Hasenfeld, 1997; Edin y Lein, 1997), la raza y la
asistencia (Quadagno, 1994; Brown, 1999; Gilens, 1999) y sobre los bajos salarios y el
trabajo de tiempo parcial en los Estados Unidos (Holzer, 1996; Tilly, 1996).
   41 «Una de sus mayores cualidades es el compromiso que comparten con los
estadounidenses más ricos hacia la ética del trabajo. Estas no son personas cuyos valores
necesiten una reingeniería. Trabajan duro en empleos que el resto de nosotros no
querríamos tomar, porque creen en la dignidad del trabajo. En muchos casos no solo no
están mejor, de hecho están peor desde el punto de vista económico, porque han renunciado
a los subsidios sociales y han permanecido en la esfera del trabajo. Pero ello también los
beneficia, como beneficia a sus equivalentes de la clase media, dado que trabajar los
mantiene del lado bueno de la cultura estadounidense. Sin embargo son pobres, y en razón
de esta triste verdad, están sujetos a muchas de las mismas fuerzas contra las que deben
luchar los pobres sin trabajo: viviendas decadentes, mala alimentación, falta de atención
médica, escuelas deficientes e inseguridad persistente» (NSMG, p. xv).
   42 A lo largo del libro, encontramos a menores de edad de Harlem dedicados a
trabajos tolerados e incluso patrocinados por el Estado que recuerdan el siglo XIX, como
por ejemplo Tamara, quiencomenzó a vender diarios a los 11 años, y Tiffany, que
embolsaba mercancía en los almacenes a los 10 años y trabajaba como empleada en una
dependencia pública brindando asistencia a las víctimas de la violencia doméstica antes de
cumplir los 13 años (NSMG, pp. 71, 78, 95). Nada de esto perturba en lo más mínimo a
Newman. En todos los demás países importantes de la OCDE (excepto Sudáfrica y
Turquía), el trabajo preadolescente se considera abuso infantil y es pasible de sanción
penal.
   43 En casi todos los casos presentados, la fuerza de voluntad individual parece
ser el factor decisivo. Así, Jamal «comenzó a beber y a consumir cocaína ocasionalmente»
un verano, pero pronto «abandonó todo eso por la sola fuerza del carácter», porque «es
diferente» de quienes cederían a esa tentación: «Toma sus responsabilidadesseriamente [...].
Lo más notable acerca de Jamal es su compromiso con el trabajo, con la importancia de
tratar de triunfar por sus propios medios» (NSMG, p. 12; las itálicas son mías). Kyesha
«tiene mucha determinación [...]. Su decisión de no tener más hijos fue el resultado directo
de su deseode preservar el aspecto de su vida que realmente funcionaba: el trabajo [...]. Hay
pocas esperanzas de que Kyesha y Juan se casen alguna vez, se establezcan y le den a su
hijo un hogar propio», teniendo en cuenta los salarios de hambre que ganan (cinco dólares
la hora cada uno luego de años de duro trabajo), pero «igualmente son padres
responsablesque trabajan para ganarse la vida» y que desean evitar convertirse en «una
estadística más en la larga letanía de problemas en el sistema de seguridad social» (NSMG,
pp. 26, 30; las itálicas son mías).
   44 Examinando los estudios estadísticos y etnográficos, Richard Freeman (1995)
encuentra sólidos indicios que evidencian una relación causal entre el rápido deterioro del
mercado laboral de bajos salarios en la década de 1980 y el abrupto incrementode la
tendencia a las actividades delictivas en la población no institucionalizada.
   45 La literatura sobre estudiantes-trabajadores esmucho menos alentadora que el
trabajo de Newman respecto de los adolescentes de clase baja que combinan la escolaridad
con el trabajo asalariado. Greenberger y Steinberg (1986), por ejemplo, encuentran que
cuando ese trabajo es rutinario y repetitivo, no permite desarrollar la iniciativa ni resolver
problemas y no ofrece posibilidades de capacitación y aprendizaje, como es el caso del
trabajo enlos restaurantes, tiende a disminuir el rendimiento escolar, a aumentar la
participación en actos delictivos y a estimular el consumo de drogas y alcohol.
   45 Harter Schools: escuelas organizadas por los padres que también obtienen
recursos del Estado, pero que están menos centralizadas y ofrecer otras posibilidades
educativas.
   46 «Si bien es posible que trabajar no sea la opción ideal para ellos, acaso sea la
mejor, dadas las circunstancias del mundo real, una opción que les proporciona una
estructura, fuentes de disciplina, adultos tutores que los vigilan y mejores chances para su
futuro» (NSMG, p. 132). Esto recuerda los argumentos esgrimidos por los defensores de la
esclavitud en el siglo XVIII y por los defensores del trabajo infantil en las primeras etapas
del capitalismo industrial, que exaltaban, los unos, las «virtudes civilizadoras» del
servilismo de las razas inferiores, y, los otros, el efecto «moralizador» del trabajo en las
fábricas sobre los hijos de la clase trabajadora disoluta. Los más iluminados reconocían
plenamente que la esclavitud y el trabajo asalariado tenían muchos inconvenientes, pero
sostenían que, como contrapartida, «bajo las circunstancias del mundo real» estas
instituciones explotadoras eran una bendición para aquellos sobre quienes recaía su peso.
   47 La noción de que los trabajos rutinarios requieren más habilidades e iniciativa
que lo que admiten sus descripciones oficiales, de que los empleados de los niveles
inferiores no cumplen con las normas, recurren a subterfugios y desarrollan conocimientos
y estrategias «de fábrica» para «aparentar» en un grado que excede las definiciones
oficiales de lo que es estar capacitado proviene de la antropología del trabajo (Burawoy,
1979), una parte de la literatura de investigación curiosamente ausente de las copiosas
referencias bibliográficas de Newman, acaso porque podría no ajustarse a su afirmación de
que los encargados y los empleados de los locales de comidas rápidas comparten «una ética
gremial» y tienen problemas e intereses comunes en lo que hace a la organización del
trabajo.
   48 Incluso reconocer esto es problemático, ya que perpetúa el «prejuicio
inobjetado contra los trabajadores jóvenes (adolescentes) de los Estados Unidos, solo por
una cuestión de edad», que, junto con la tolerancia y la desregulación del Estado, logra
tener disponible una permanente «reserva de mano de obra provisoria, barata, de bajo nivel
compuesta por jóvenes» (Tannock, 2001, pp. 1, 11), que constituye el componente central
de la economía nacional y un medio esencial para la reproducción de las desigualdades
etnorraciales y de clase.
   48 Concepto utilizado originariamente en el modelo de búsqueda secuencial de
empleo que se refiere al conjunto de condiciones salariales y no salariales mínimas, al
inicio del período de búsqueda, que actúan como referentes para la aceptación o el rechazo
de una determinada oferta salarial.
   49 En varias ocasiones, Newman (NSMG, p. xiv) advierte que «los trabajadores
pobres están en permanente peligro de convertirse en pobres de otra clase: están a un sueldo
de distancia de entrar en lo que queda de la seguridad social, a un niño enfermo de distancia
de recibir un tiro, a un mes de renta sin pagar del desalojo». Sin embargo, en lugar de
abandonar la insostenible oposición entre dos «clases» de pobres, la autora la convierte en
el pivote de todos sus análisis.
   50 Este es uno de los numerosos pasajes: «Todos en esa calle tenían que elegir
qué camino hacia la gloria merecía admiración. El duro trabajo que realizaba Tamara la
orientó hacia el hombre trabajador [sic]... Juan, la ex pareja de Kyesha, ha debido hacer el
mismo tipo de elecciones. Una vez que se aseguró un puesto en Burger Barn, tuvo que
decidir qué hacer con sus amigos y conocidos que operaban del otro lado de la ley [...].
Muchas mujeres jóvenes optan por el mundo del trabajo y sacrifican parte de su nivel de
vida para vivir de acuerdo con el credo imperante [...]. Patty ha estado de los dos lados del
cerco. Su experiencia en el trabajo la convenció de que el honor que ganaba justificaba el
costo. Pero ha tenido que hacer la elección consciente de retirarse de los beneficios de la
seguridad social [...]. Los jóvenes de Harlem constantemente se enfrentan a elecciones, se
encuentran con modelos de adultez drásticamente diferentes y se les pide que decidan entre
ellos» (NSMG, pp. 110-11; las itálicas son mías).
   51 Nótese la sutil pero decisiva diferencia entre «igualar el valor moral con el
empleo» y medir el valor según «el tipo de trabajo» que uno tiene (NSMG, p. 87): en la
primera formulación, todos los trabajos, sin excepción, son una fuente de honor y el empleo
determina una jerarquía categórica (dentro/fuera, valioso/no valioso); la segunda sugiere
una escala de grados (más/menos) en la que el honor es relativo y deja abierta la posibilidad
de que algunos trabajos sean deshonrosos y quienes se desempeñan en ellos, no valiosos.
   52 Invirtiendo causa y efecto, Newman se apoya en la retórica de la National
Restaurant Association [Asociación Nacional de Restaurantes] para afirmar que «para que
la industria siga funcionando con una fuerza laboral tan inestable, los trabajos mismos
deben ser divididos de manera que cada paso pueda ser aprendido [...]. en muy poco
tiempo. Se establece un círculo vicioso en el que los bajos salarios combinados con bajas
calificaciones favorecen los altos porcentajes de abandono de los puestos» (NSMG, p. 96).
Entonces, para completar, agrega: «Los empleadores de los locales de comidas rápidas
operan en mercados altamente competitivos. La constante presión por los precios y las
ganancias les impiden pagar sueldos lo suficientemente altos como para mantener una
fuerza de trabajo estable» (NSMG, p. 287).
   53 Según quien fuera el jefe de relaciones laborales de McDonald’s durante la
década de 1970, «Los sindicatos son hostiles a lo que nosotros buscamos y a la forma como
operamos» y ninguno de los cuatrocientos intentos serios de establecer una organización
gremial en los locales de McDonald’s durante la primera parte de esa década tuvo éxito,
debido a la ferviente oposición de la empresa. En la década de 1990, McDonald’s luchó
para impedir o destruir los sindicatos, no solo en los Estados Unidos, sino en diversos
países del mundo a los que ha exportado sus productos de consumo y sus técnicas de
marketing así como sus políticas laborales flexibles, que consisten en emplear masivamente
a estudiantes y trabajadores dependientes no sindicalizados en puestos de tiempo parcial
pagados por debajo de la media de los salarios (Fantasia, 1995).
   54 En una entrevista publicada por el boletín de la Russell Sage Foundation para
promocionar su libro, Newman confiesa que, mientras llevaba adelante este proyecto de
investigación, «se fascinó con lo que los empresarios del núcleo deprimido de la ciudad
[están] tratando de hacer y pudo comprender las limitaciones que enfrentan al tratar de
ofrecer buenos empleos [...]. Están aquí para obtener ganancias, pero también son un
recurso social que marca una diferencia dentro de los barrios pobres» (RSF News, núm. 4
[1999], pág. 3).
   55 En concordancia con las organizaciones empresariales, Newman explica que
«el mercado laboral de bajos ingresos es extremadamente difícil de organizar» debido a las
características intrínsecas de esos empleos y al exceso de mano de obra, sin hacer siquiera
una referencia al pasar a la oposición de los empleadores a los sindicatos y a las medidas
retaliativas que instrumentan contra ellos. El hecho de que las tres cuartas partes de los
trabajadores no sindicalizados del país crean que los empleados que buscan una
representación gremial perderán sus empleos se menciona en una lejana nota al pie
(NSMG, p. 370) para evitar tanto el desagradable tema del equilibrio del poder de clases
entre los empleados de bajos ingresos y las empresas, como la pregunta aun menos
agradable por el papel del Estado para ratificar ese equilibrio.
   56 En este sentido, el nuevo discurso sobre los «trabajadores pobres» está en
plena continuidad con el mito académico de la «infraclase» que, pese al uso del término
«clase», impidió un análisis de clase respecto de la transformación de los (sub)proletarios
urbanos en la ciudad posfordista, desviando su atención hacia las conductas antisociales, el
extravío cultural y los «efectos en el vecindario».
   57 «La mejor receta para terminar con una vida de pobreza laboral no es apelar a
los subsidios del gobierno, sino a las reconfiguraciones imaginativas de acomodación y
ascenso que cosechan quienes se han probado a sí mismos» (NSMG, p. 292). Pero, ¿y si el
sector privado no genera suficientes empleos que permitan superar el nivel de pobreza para
todos aquellos que merecen un ascenso? ¿Y qué debe hacerse con quienes, por las razones
que fuesen, no «se prueban a sí mismos» en el lugar de trabajo?
   58 Newman reconoce la permanencia de la rígida segregación racial, pero la
considera simplemente como «el telón de fondo desalentador» para «los integrantes de las
comunidades pobres que buscan trabajo» (NSMG, p. 284) más que como una fuerza
poderosa que contribuye activamente a la fragmentación del mercado laboral y al
debilitamiento colectivo de los trabajadores de bajos ingresos frente a los dictados de las
empresas.
   59 Newman apunta en el prefacio de No Shame in My Game que desea evitar
«pintar un retrato santificado de los héroes que luchan», pero eso es lo que hace a lo largo
del libro, y en el epílogo no puede abstenerse de adular a Jamal, un empleado en un local de
comidas rápidas: «Tenía la impresión de que era algo así como un héroe» (NSMG, pp. xv,
303). Anderson pondera a «la abuela del núcleo deprimido de la ciudad» y las «viejas
cabezas» y «el resto de la gente “decente”» del gueto como «los héroes de esta historia»
(COS, p. 324). Y Duneier concluye su libro con estas sentidas y alentadoras palabras: «Las
personas que vemos trabajar en la Sexta Avenida son perseverantes. Tratan de no perder la
esperanza. Eso es algo que deberíamos admirar en ellas» (SW, p. 317).
   60 Véanse, entre otras notables monografías, Damer (1989) y Laé y Murard
(1989) sobre la vida social en los estados estigmatizados en Glasgow (Escocia) y en Rouen
(Francia), respectivamente; Lepoutre (1997) sobre los jóvenes en un proyecto de viviendas
en decadencia en la banlieue parisina y Lanzarini (2000) sobre las tácticas de supervivencia
de «los sin techo» en las ciudades de Francia; González de la Rocha (1994) sobre las
estrategias de subsistencia diaria de la clase trabajadora de Guadalajara; Batista (1998)
sobre los vendedores jóvenes de droga en las favelas de Río de Janeiro; Auyero (2000)
sobre la violencia y la economía informal en las villas miserias de Buenos Aires, y Márquez
(2000) sobre las mismas cuestiones en Caracas.
   61 El otro instrumento privilegiado de la reflexión es la historización de las
problemáticas. En los Estados Unidos existe una distinguida y productiva corriente de
investigación histórica dedicada al discurso, las políticas públicas y la política de la pobreza
que ha cuestionado (y refutado) virtualmente cada uno de los postulados más sobresalientes
del debate contemporáneo: la propensión a categorizar a los pobres, la creencia de que el
urbanismo y los subsidios sociales perjudican su moral, la asociación de las madres solteras
con la decadencia social, la identificación de la desposesión y la peligrosidad (la imagen
que se tiene de ellas y el tratamiento que se les da) con cuestiones raciales, la novedad de
una «subclase» (por ejemplo, Boyer, 1978; Gordon, 1994; Katz [1986] 1996, 1993; Scott,
1997; O’Connor, 2001). Pero, curiosamente, esta corriente marcha paralela a las
investigaciones oficiales sobre la pobreza sin que estas últimas le presten atención ni
reciban su influencia, casi como si los planteos de aquélla estuviesen referidos a otros
países.
   62 Sobre este tema, véanse los artículos incluidos en las dos ediciones especiales
de Actes de la recherche en sciences sociales acerca de «L’exception américaine» (vols.
138 y 139, junio y septiembre de 2001) y Ross (1993) para una visión histórica producida
dentro de los Estados Unidos acerca de la relación umbilical existente entre las ciencias
sociales estadounidenses y el excepcionalismo de ese país.
   63 Este no es un problema exclusivo de los tres libros examinados, sino de la
investigación etnográfica de los Estados Unidos en general, debido a las marcadas
divisiones metodológicas, la influencia hegemónica del positivismo instrumental y la
bifurcación de la investigación y la «teorización» que caracterizan a la sociología de ese
país.
   64 Para no alejarnos de las cuestiones relacionadas con la falta de vivienda, los
jóvenes y el delito, véase el esfuerzo de Hagan y McCarthy (1997), que comienzan
examinando la teoría criminológica.
   65 El libro de Newman está abiertamente dirigido a los diseñadores de políticas,
como lo indica la afirmación de Herbert Gans en la contratapa: «Un libro lleno de historias
y sorprendentemente esperanzador [...]. Escrito tanto para el lector general como para el
investigador en ciencias sociales [...]. [Debería] ser leído en todos los despachos de las
empresas y del gobierno». En la sesión Encuentro del Autor con los Críticos de la
American Sociological Association dedicada a Code of the Street, Anderson confesó que
escribió el libro a instancias de W. W. Norton, quien vio en él un modo de capitalizar el
éxito del artículo escrito por Anderson en 1996 en Atlantic Monthly, que llevaba el mismo
título. También es evidente que la monografía de Duneier no despertaría el mismo interés si
tratase acerca de los blancos vendedores de libros que operan en una ciudad más pequeña
del centro-oeste del país.
   66 Este apéndice deja en claro que, para Duneier, no hay un límite
epistemológico que separe la etnografía del periodismo: ambas son prácticas emparentadas
que emplean las mismas técnicas y obedecen a cánones similares, excepto que los
periodistas aparentemente son más honestos y rigurosos. «Para usar un grabador en forma
más eficaz, el sociólogo puede imitar al reportero gráfico [...]. Una de las ideas básicas de
mi método era simplemente seguir mi instinto, hacer todos los esfuerzos posibles para
verificar las cosas y asegurarme de que había una justificación para creer en lo que me
habían dicho. Aquí simplemente estaba haciendo lo que cualquier periodista competente
haría, pero que los etnógrafos no se han tomado en serio en su trabajo [...]. El género de
libros basados en el trabajo de campo sociológico puede distinguirse de muchos trabajos
periodísticos de primera mano por el tratamiento que cada género da a la cuestión del
anonimato [...]. Yo [...] sigo la línea de los periodistas más que la de los sociólogos» porque
«me permite llegar a un nivel más alto en la recolección de pruebas. Los académicos y los
periodistas pueden hablar con esta gente, visitar el lugar que yo he estudiado, o reproducir
ciertos aspectos de mi estudio» (SW, pp. 340, 345, 347-348; las itálicas son mías). El
epílogo de Sidewalk, escrito personalmente por el vendedor Hakim Hasan, también expresa
un desprecio gratuito por una «tradición sociológica para la que históricamente ha sido casi
imposible escribir y teorizar acerca de los negros, especialmente los negros pobres, como
seres humanos complejos» (SW, p. 321). Uno piensa en este punto en los trabajos de
DuBois, Johnson, Frazier, Zora Neale Hurston, Drake y Cayton, Gunnar Myrdal, Hortense
Powdermaker, Kenneth Clark, Ulf Hannerz, Orlando Patterson, Douglas Massey y William
Julius Wilson, y se pregunta si Duneier y Hasan consideraron estos escritos dignos de ser
tenidos en cuenta para la lección que impartieron juntos o si solo los «libros negros»
ofrecen con la suficiente precisión una «historia [racial] de navegación por la sociedad»
(SW, pp. 34-37, cita de la p. 34).
   67 Para empezar, véanse respectivamente Stacey (1999), Marcus (1998), Mintz
(2000), Herbert (2000), Mayne y Lawrence (1999), Jessor, Colby y Shweder (1996), Wolf
(1996), Cottle (2000) y Wasson (2000).
   68 La nueva revista de la American Sociological Association, Contexts, que
busca tender un puente entre la sociología académica y un público más amplio, presenta
una sección llamada «Field notes: brief descriptions from an author’s own ethnographic
field work and the insights it generated» [Notas de campo: breves descripciones del propio
trabajo de campo de un autor y las percepciones generadas por este]. No existe una sección
similar para otros métodos de investigación.
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LOIC WACQUANT
Sinopsis
INTRODUCCIÓN 1
1. LOS SANTOS DE GREENWICH VILLAGE:
1.1.1.2.1.3.1.4.1.5.1.6. 2. BUENOS, MALOS Y FEOS EN LA FILADELFIA
NEGRA:
2.1.2.2.2.3.2.4.2.52.6. 3. CIUDADANOS MODELO OCULTOS EN HARLEM:
3.1.3.2.3.3.3.4.3.5.3.6.3.7. 4. ALGUNOS DESACIERTOS PERMANENTES DE LA
ETNOGRAFÍA URBANA
Bibliografía
Notas a pie de página

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