Wacquant, Loic - Merodeando Las Calles
Wacquant, Loic - Merodeando Las Calles
Wacquant, Loic - Merodeando Las Calles
Sinopsis
Este agudo análisis muestra los trasfondos ideológicos de tres investigaciones sobre la
vida urbana de los pobres, los 'sin techo' y marginados en Estados Unidos. En una precisa
radiografía, Loic Wacquant detecta las tendencias latentes moralistas y los prejuicios de
estos estudios. El mensaje que transmiten es que hay pobres 'buenos y malos', pobres que
trabajan y que pese a sus salarios miserables 'contribuyen a la ética laboral estadounidense',
pobres con o sin familia, entre los que los segundos son los preferibles. Lo que se observa
es la defensa de una falsa moral y un liberalismo mezquino, que son característicos no sólo
de los autores aquí analizados por Wacquant, sino también sintomáticos de cierto sector
poderoso de la ciudadanía norteamericana. La disciplina de la sociología estadounidense
queda bajo la sospecha de pasar por alto las tendencias racistas y clasistas en sus estudios.
Este análisis incorpora importantes criterios de los Estudios del discurso y los combina con
la nueva antropología urbana, de la que Loïc Wacquant es uno de los representantes más
importantes en la actualidad.
LUEGO de una larga década durante la cual los investigadores, siguiendo a los
periodistas y expertos en políticas, se dedicaron a estudiar el presunto aumento y la (mala)
conducta de una infraclase (underclass) caracterizada por su supuesto aislamiento social y
sus comportamientos antisociales (Jencks y Peterson, 1991), los estudiosos la raza y la
pobreza en las grandes metrópolis de los Estados Unidos se volcaron recientemente a
cuestiones tales como el trabajo, la familia, la moral y la responsabilidad individual, en
consonancia con la preocupación política, surgida últimamente, y el interés de los medios
en los temas impulsados por la «reforma del sistema de bienestar» (welfare reform) y el
giro bipartidista hacia la derecha en lo concerniente a la política social. Los tres estudios de
base etnográfica a los que me referiré ofrecen un retrato multifacético de la oscura figura de
«la calle», enfocado desde ángulos diversos aunque convergentes, en los siguientes
términos: Sidewalk de Mithell Duneier, describe las dificultades y las tribulaciones de los
negros sin techo dedicados a la venta callejera de libros y a revolver la basura para
recolectar revistas usadas y que llevan adelante su actividad en una zona turística del Bajo
Manhanttan; Code of the Street, de Elijah Anderson, hace una crónica de la violenta batalla
que se desarrolla entre las familias «callejeras» y las «decentes» del gueto de Filadelfia, y
KatherineNewman, en No Shame in My Game, describe las intrépidas luchas de los
«trabajadores pobres» del Harlem para defender los valores sagrados del ahorro, la familia
y la comunidad en las entrañas de la economía de servicios desregulada.
Estos libros reúnen una amplia variedad de datos empíricos, de gran riqueza y
con muchos matices, recogidos a partir de la observación directa, de entrevistas, en
profundidad, historias de vida e informes institucionales a lo largo de años de trabajo de
campo realizado en forma individual o en equipo. Estas obras habrían contribuido a nuestro
conocimiento y nuestra comprensión de la dinámica de los estratos más bajos de la
sociedad y de la experiencia de la marginalidad y la segregación racial en los Estados
Unidos en el final del siglo XX, a no ser por su ferviente adhesión a los clichés del debate
público (aunque en una forma invertida). La pronunciada discordancia entre las pruebas
que presentan y la interpretación que hacen de ellas, y la gruesa capa de moralismo que
recubre sus análisis, en conjunto, limita considerablemente las preguntas que formulan y las
respuestas que proponen. Así, Sidewalk [la vereda] (en adelante, SW) presenta un extenso
arsenal de datos sin ninguna teoría que los organice y, a modo de compensación, se
esfuerza por encontrar en esos datos una respuesta a la delincuencia y la cuestión policial,
cuando son claramente inapropiados para ello. Code of the Steet [el código de la calle) (en
adelante, COS) está animado por una tesis, según la cual el tutelaje cercano marca una
diferencia en el destino de los residentes del gueto, que queda notoriamente desconectada e
incluso invalidada por sus propias conclusiones. Finalmente, No Shame in My Game [sin
avergonzarme de mi ocupación] (en adelante NSMG) subordina tanto la observación como
la teorización a consideraciones referidas a las políticas públicas, como la disputa
ideológica a cerca de los «valores de la familia», a tal punto restrictivas que terminan
menoscabando los propios descubrimientos de la autora y convirtiendo a la obra en un
tratado de negocios neoliberal que reivindica el trabajo mal pago.
Significativamente, los tres autores dan cuenta de su objeto de estudio de manera
trunca y distorsionada debido a su persistente deseo de articular y aún celebrar las bondades
intrínsecas -honestidad, decencia, frugalidad de los pobres de las ciudades norteamericanas.
Para ello, Duneier pasteuriza las acciones de los vendedores callejeros de libros y el
impacto que ellas tienen en el vecindario, al minimizar o suprimir datos que mancharían la
imagen beatífica que intenta mostrar; Anderson dicotomiza a los residentes de los guetos
entre buenos y malos, «decentes» y «callejeros», y se erige en vocero y defensor de los
primeros, y Newman glamouriza las destrezas y los actos de sus trabajadores con bajos
ingresos, exaltando su sometimiento al trabajo servil como prueba de una innata devolución
hacia la «ética del trabajo» decretada por el país. Los tres autores hacen de los pobres de las
ciudades y, para ser más exactos, del subproletariado negro de las ciudades ejemplos de la
moral, en la medida en que quedan presos de la problemática prefabricada propia de los
estereotipos públicos y los saberes políticos, para quienes solo desde esa perspectiva este
subpoletariado puede ser considerado «presentable»2
La dedicada labor, las buenas intenciones y la generosidad personal de estos
estudiosos están fuera de discusión. Pero la prodigalidad moral no es garantía de un análisis
social riguroso, y mucho menso su sustituto. Y la tarea de las ciencias sociales, incluyendo
la etnografía, no es exonerar la naturaleza de figuras sociales deshonradas y grupos
desposeídos mediante la «documentación» de su mundo cotidiana con el fin de promover la
compasión por su grave situación. Antes bien, es la de escudriñar los mecanismos y
significados sociales que gobiernan sus prácticas, dan fundamento a su moral (si de eso se
tratase) y explican sus estrategias y vericuetos, tal como habría de hacerse respecto de
cualquier categoría social, alta o baja, noble o innoble. Apelar a la conmiseración popular
por los oprimidos no sería un problema tan grave si las pruebas presentadas en estos libros
sirvieran de sustento a esa apelación. Sin embargo, tomados en forma separada o conjunta,
Sdewalk, Code of the Stret y No Shame in My Game no llevan a «la calle» el mensaje que
sus autores pretenden transmitir. Su ceguera respecto de cuestiones relacionadas con el
poder de clase y su obstinación en no tomar en cuenta la profunda y multifacética
participación (o, para usar sus propios términos, «responsabilidad») del Estado en la
producción de la marginalidad social y la desposesión humana, que no obstante retratan con
sensatez, condenan a Duneier, Anderson y Newman a elaborar variantes de la clásica
falacia de argumentum ad populum, consistente en postular una tesis, incluso aclamarla,
porque condice con los modelos y las expectativas morales de su público, pero al costo de
una peligrosa suspensión del juicio analítico y político.
Luego de presentar y evaluar los argumentos centrales de cada uno de estos
libros, sugeriré que las causas directas de sus limitaciones y compromisos -su incontrolado
deslizamiento desde la moral hacia el moralismo, su ingenua adopción de las categorías
comunes de la percepción y la propaganda de las políticas públicas- pueden encontrarse en
el simplismo de la tradición estadounidense en cuanto a la investigación, la injustificada
disociación empirista de la estenografía respecto a la teoría, y la cambiante economía
dentro del ámbito de la publicación en ciencias sociales. Su importancia colectiva para ir
más allá de una visión «catequística» de «la calle» habla también de una desorientación
más amplia por parte de los investigadores etnográficos de la actualidad, dado que si bien
su disciplina goza de una renovada popularidad, también enfrenta amenazas sin precedentes
a su autonomía e integridad. Y señala un hito en la política de las ciencias sociales urbanas
de los Estados Unidos: así como las etnografías románticas de los alienados cool, los
marginales y los humildes producidas durante la progresista década de 1960 según el estilo
de la segunda escuela de Chicago estuvieron orgánicamente ligadas a la política liberal del
estado de semibienestar de los Estado Unidos y a su «complejo de problemas sociales»
entonces en expansión (Gouldner, 1973), las fábulas neorrománticas producidas por
Duneier, Anderson y Newman hacia fines de la regresiva década de 1990 sugieren que la
sociología estadounidense está ahora vinculada a la progresiva construcción del Estado
neoliberal y su «complejo asistencial-carcelario» para el manejo punitivo de los pobres, en
las calles y fuera de ellas, y que incluso forma parte de esa construcción (Wacquant, 1999,
pp. 83-94).
1. LOS SANTOS DE GREENWICH VILLAGE:
DUNEIER no ofrece pruebas de que Hakim y sus colegas realmente tengan alguna
influencia sobre los jóvenes del gueto, ni de que estos se acerquen para recibir sus consejos
y comprar sus libros, salvo que se considere como prueba la declaración incidental de un
joven durante una rápida entrevista al pasar. Puesto que las calles del Bajo Manhattan
también están repletas de trabajadores sociales negros, empleados negros, ejecutivos negros
y profesionales negros -todos constituyen una gran cantidad de «modelos de roles»
convencionales- es difícil comprender por qué los vendedores ambulantes adquirirían la
visibilidad simbólica y la eficiencia socio-moral que Sidewalk les atribuye. Duneier
también sostiene que el puesto de vendedor es «un lugar para la interacción que debilita las
barreras sociales entre las personas, que de otro modo permanecen separadas por las
grandes desigualdades sociales y económicas» (SW, p. 71), pero no presenta información ni
sugiere ningún mecanismo por el cual estos contactos fugaces y superficiales producirían
tal debilitamiento. Los clientes de las tiendas de departamentos interactúan diariamente con
los cajeros, y los ejecutivos de las empresas se cruzan a menudo con los negros y latinos
que limpian sus oficinas todas las noches sin que ello atenúe las diferencias de clase ni
tienda puentes entre los diversos grupos etnorraciales. Duneier afirma que la variedad
étnica de los compradores «proporciona una clara idea de la vasta influencia que un
vendedor de libros puede ejercer en la vida de muchas de las personas que transitan la
calle» (SW, p. 25; las itálicas son mías), pero, nuevamente, no aporta pruebas de que
realmente influyan sobre alguna de ellas. Así, la tesis de grandeza moral y patrocinio
cultural que propone el libro carece de fundamentos y se apoya exclusivamente en una
constante confusión entre sociabilidad y solidaridad, cordialidad y cohesión (como cuando
Duneier sostiene que «la vida en la calle aún representa para los extraños una fuente de
solidaridad», SW, p. 293). En cuanto a la noción de que «no existe un sustituto del poder
que tienen las relaciones sociales informales que se desarrollan en una calle saludable»
(SW, p. 42), ella es simplemente ilusoria: hay ciudades y vecindarios sin vendedores
callejeros y no por ello han caído en una crisis moral o en el caos social.
1.2.
Mi investigación no está basada en ninguna pregunta precisa. No tenía teorías que
quisiese probar o reconstruir, y no había una literatura académica en particular a la que
supiese que quería contribuir [...]. Fundamentalmente buscaba diagnosticar los procesos
que se desarrollaban en este escenario y explicar los patrones de interacción que podía
observar en la gente. Asimismo, cuando recolecté la información, hubo una idea general
que me guió a lo largo de todo mi trabajo: si la gente con la que estoy lucha o no por vivir
de acuerdo con parámetros de valor «moral», y de ser así, cómo lo hacen (SW, pp. 340-
341; las itálicas son mías).
La investigación se convierte entonces en la búsqueda e identificación de
aquellos matices de la vida cotidiana en la calle que se ajustan a esa intachable visión
interaccionista y la confirman -algo que Duneier hace con conmovedora dedicación-,20 pero
al precio de excluir todos los demás aspectos, y especialmente las limitaciones materiales y
la violencia simbólica, que amenazarían con empañar tal visión. Aun así, la calle adquiriría
su plena significación como una reproducción en miniatura y un prototipo de la civilidad
urbana (imbuida de la concepción de sociedad propuesta por Shilsian: una red de círculos
concéntricos de deferencia y carisma) únicamente si la venta callejera de libros pudiera ser
vinculada con controversias más amplias relativas al orden público. Aquí es donde la tesis
sobre el delito y las políticas para su prevención entra en escena.
1.5.
DANDO un salto desde la calle hacia el terreno de las políticas públicas, Duneier
alega que la presencia de los vendedores, buscadores de basura y mendigos sin techo no
alimenta el delito en las calles de Greenwich Village sino que, por el contrario, lo reduce. A
qué delitos se refiere, cometidos cuándo y cómo, es algo que no se nos dice con exactitud,
pero debe de tratarse de aquellos que los vendedores cometerían si no se dedicasen a esa
«actividad empresarial inocente», así como de aquellos que estas personas impiden al
vigilar la calle. De ello se deduce, declara Duneier, que «es necesaria una nueva estrategia
de control social» cuyo «fundamento sean las incesantes demandas de conducta
responsable», en consonancia con una política de «calidad de vida», pero animada por una
«mayor tolerancia y respeto por la gente que trabaja en la calle» (SW, p. 313). Es esta la
petición más osada de Sidewalk, y también la más débil.
Debe señalarse, en primer lugar, que Greenwich Village es un lugar extraño para
evaluar el funcionamiento de cualquier estrategia diseñada para hacer cumplir la ley, dado
que se trata de una zona heterogénea pero rica (el ingreso promedio es de 70.000 dólares
anuales), caracterizada por una mezcla de roles y una proporción inusualmente importante
de estudiantes universitarios, turistas, artistas, gays y lesbianas, y por un espíritu público de
tolerancia cultural; en suma, un lugar único en el paisaje urbano de los Estados Unidos. Los
problemas relacionados con el mantenimiento del orden público que surgen en ella son
diferentes de aquellos que enfrentan los vecindarios residenciales o comerciales más
homogéneos, y más diferentes aún de las dificultades que aquejan a las comunidades
convertidas en guetos que cargan con el peso de cumplir con la política de «calidad de
vida».21 Sea como fuere, Duneier no aporta una sola prueba convincente de que el comercio
en la calle desaliente el delito. En lugar de presentar datos sobre denuncias policiales o
arrestos (disponibles en el Departamento de Policía codificados por áreas) o de relatar
incidentes específicos que den cuenta de la prevención de actos delictivos, se contenta con
afirmar que personalmente «rara vez he visto algún delito en este medio» (SW, p. 79), lo
que prueba que desconoce que la compra y tenencia de crack, por ejemplo, es un delito
grave, penado con varios años de prisión en el estado de Nueva York. Sin embargo, no se
hace mención a que la venta callejera no esté acompañada de actividades ilegales realizadas
por lo bajo; y no es claro de qué modo los «ojos vigilantes» de una docena de vendedores
callejeros marcarían una diferencia palpable en una zona concurrida, repleta de tiendas y
por la que transitan residentes y turistas por igual a toda hora del día.
La discusión de Duneier sobre la teoría de las «ventanas rotas» es especialmente
falible, puesto que deja de lado la literatura criminológica y jurídica más importante y
realiza un diagnóstico erróneo de su naturaleza, sus medios y sus aplicaciones. Confunde la
«política de la comunidad» de los años sesenta (a la que Egon Bittner dedica un
renombrado estudio) con la «tolerancia cero» de los años noventa (SW, p. 375), que
pretende defender el espacio público mediante el arresto y encarcelamiento sistemáticos de
los acusados de delitos menores, tales como arrojar basura en las calles, mendigar, ofrecer
sexo por dinero, beber, orinar en público y cometer actos de vandalismo. El postulado
central de la «tolerancia cero» no es la estricta aplicación del código municipal, que
Duneier describe y al que critica en el caso de sus vendedores y buscadores de basura, sino
el trabajo de las patrullas facultadas para detener y registrar a los ciudadanos [stop-and-
frisk patrols], cuyo blanco son las decenas de miles de jóvenes de los guetos y barrios, que
terminan siendo despachados en masa a Rikers Island.[*] La ciudad, presionada por la
Village Aliance (una asociación comercial local) y asistida con vehemencia por la
Universidad de Nueva York, trató de echar a los vendedores callejeros, y fracasó
precisamente porque, en virtud de la peculiar manera en que el concejo municipal decidió
implementar el derecho constitucional a la libertad de palabra, la actividad de estos
vendedores quedaba completamente dentro de la ley (SW, pp. 132-136). El hecho de que a
lo largo de cuatro años Duneier nunca tuvo ocasión de sacar bajo fianza a un solo miembro
de su grupo callejero o de ir a buscar a alguno de ellos a un juzgado de guardia parecería
indicar que los vendedores callejeros de libros están en gran parte exentos del lado más
duro de la campaña por la «calidad de vida». Irónicamente, el blanco de esta campaña son
los detestables limpiavidrios, y no los vendedores callejeros. Aun si lo fuesen, la policía de
la ciudad de Nueva York efectuó 376.316 arrestos en 1998 (más de 227.500 por
contravenciones), una cifra que supera en alrededor de 50.000 el total de delitos registrados
ese año por las autoridades, y que derivaron en 130.000 ingresos en la cárcel de Rikers
Island. Es difícil discernir en qué medida ese cuadro cambiaría si una docena o incluso unos
cientos de vendedores callejeros de material impreso estuvieran exentos de esa política.
Duneier presenta como un hecho la propaganda del gobierno de la ciudad y de los
ideólogos neoconservadores de la «guerra contra el delito», según la cual la «tolerancia
cero» logró reducir el delito en la ciudad de Nueva York (SW, pp. 287, 313), pese a que
existen sólidas investigaciones que demuestran lo contrario.22 Está suficientemente probado
que el crimen violento había comenzado a disminuir años antes de que Giuliani
implementara esa política; que otras grandes ciudades que han aplicado tácticas policiales
divergentes de la «tolerancia cero» lograron reducir el delito en cantidades igualmente
considerables, y que la aplicación de la política de «calidad de vida» no estaba basada en la
denominada teoría de las ventanas rotas de George Kelling y James Q. Wilson, sino en el
saber popular de los policías de ronda, quienes la resumieron bajo la menos elegante
denominación de «teoría de las bolas rotas» (Fagan, Zimring y Kim, 1998; Greene,
1999; Joanes, 1999; Bowling, 1999; Maple y Mitchell, 1999). La pequeña
enmienda que Duneier introduce en esa teoría, consistente en «definir el desorden con
mayor precisión», sin dejar de suscribir su «viabilidad» (SW, p. 298), resulta un acto
timorato, si no absurdo, a la luz del minucioso desmantelamiento que Bernard Harcourt
(1998, esp. pp. 343-377) realiza de sus postulados y categorías, incluyendo su confusa
concepción del desorden. Finalmente, la noción de que cuestionar la lógica conceptual de la
política del mantenimiento del orden conducirá a modificar su implementación (SW, pp.
287-288) es, en el mejor de los casos, irrisoria: como otras estrategias destinadas a hacer
cumplir la ley, esa política nunca fue adoptada en virtud de «fundamentos intelectuales»,
sino de motivaciones políticas, burocráticas y simbólicas.
Por último, uno debería preguntarse: ¿Por qué los sin techo que venden en la calle
tienen que reducir el delito en lugar de simplemente abstenerse de cometerlos para poder
ejercer sus tareas? ¿Por qué debería exigírseles una mayor contribución a la civilidad que la
que se espera de los comerciantes regulares y de otros usuarios de los espacios públicos? A
fin de probar que no son un flagelo para el vecindario, Duneier siente que debe
considerarlos una bendición, y en su intento por demostrarlo santifica la doble vara con la
que los pobres urbanos son juzgados en la sociedad estadounidense. Y uno no puede menos
que preguntarse, entonces: ¿Qué sucedería si Duneier extendiese un poco más su red
etnográfica y descubriese que los vendedores de libros en realidad no contribuyen a la
seguridad del vecindario? ¿Abogaría, en ese caso, por su expulsión?
1.6.
MIENTRAS que Duneier limpia la imagen de los vendedores callejeros del distrito
bohemio de Manhattan al censurar y minimizar aquellos aspectos de sus actividades que los
harían aparecer menos atractivos ante la sociedad convencional, Elijah Anderson no
esquiva personajes y hechos indigeribles. En Code of the Street, la franqueza con que
ofrece al lector un primer plano de los buenos, los malos y los feos que habitan las duras
calles de la Filadelfia negra coloca su estudio directamente dentro de un género del que la
obra de William Julius Wilson The Truly Disadvantaged (1987) constituye un buen
ejemplo, con su relato descarnado de las «patologías sociales» de las entrañas de las
ciudades.24 En su libro, Anderson sorprende por el candor y la circunspección con que
confronta realidades que la mayoría de los observadores o bien no pueden ver porque, para
quedar a resguardo, se ubican fuera de la escena, o bien no quieren ver porque ellas
pondrían en cuestión su caros preconceptos respecto de los pobres. Code of the Street, que
constituye la culminación de años de arduo trabajo de campo y compromiso académico y
personal con el tema, busca explicar «por qué tantos jóvenes de los barrios pobres se
vuelcan a la agresión y la violencia mutuas» (COS, p. 9). La respuesta es el afianzamiento y
la difusión de un «código de la calle», es decir una cultura de la resistencia basada en la
provocación masculina y la brutalidad interpersonal. Esta cultura es propiciada desde
adentro por la creciente ausencia de «modelos de roles» benéficos y, desde afuera, por la
desposesión económica (producto de la desindustrialización) y por la exclusión racial,
diversamente manifestada a través de los prejuicios, la discriminación y la segregación por
parte de los blancos. Para llegar a esta respuesta, el sociólogo de Pensilvania expone
pacientemente la superposición de divisiones culturales, las tensiones sociales y las luchas
intestinas que desintegran el gueto de fin-de-siècle y, desde su seno, contribuyen a su
dilema colectivo. Pero su análisis de estas luchas queda debilitado por la manera en que
reifica la tendencia cultural a constituirse en grupos, por el error conceptual acerca de la
noción de «código» y por una persistente desconexión entre los datos empíricos y la teoría,
que convierten el libro en un trabajo inacabado que, en última instancia, plantea más
preguntas de las que resuelve. En particular, el argumento de Anderson acerca de la
centralidad de los mentores o padrinos morales se vincula con una teoría de la acción, de
los «modelos de roles», conceptualmente deficiente, que queda permanentemente refutada
por las pruebas que presenta el libro. Por su parte, las referencias a la desindustrialización y
la exclusión racial están artificialmente recubiertas por descripciones de campo que en
ningún momento dan cuenta de cómo esas fuerzas macroestructurales externas llegan a
afectar la vida dentro del gueto.25
Code of the Street puede leerse como dos libros separados. El primero, integrado
por los primeros cuatro capítulos, sobre la lucha entre los valores convencionales y los de la
calle, sobre la búsqueda imperiosa del respeto viril en los encuentros callejeros, sobre las
drogas y la violencia y sobre los hábitos sexuales de la juventud del gueto, retoma, revisa y
en general repite los temas y tesis postulados en el libro anterior del autor (1990),
Streetwise [Gente con calle] (el capítulo de COS titulado «The mating game» es incluso
una reproducción exacta del capítulo «Sex codes and family life among Northton’s youth»
de ese libro). El segundo, también conformado por cuatro capítulos, aporta material nuevo
sobre los dos tipos sociales que Anderson considera los «pilares morales» del gueto, el
«papá decente» y la «abuela del núcleo deprimido de la ciudad», y sobre el padecer de dos
jóvenes que luchan por liberarse de las garras de la calle, el primero sin éxito y el segundo
con resultados más alentadores. Ambas partes del libro giran en torno de la oposición
central entre «decentes» y «callejeros», que Anderson introduce invitando al lector a
recorrer la avenida Germantown, una importante arteria de Filadelfia que comienza en el
opulento distrito blanco de Chestnut Hill, atraviesa Mount Airy, una zona mixta de clase
media, hasta llegar a Germantown, un ruinoso vecindario negro donde el «código de la
calle» arremete contra el «código de la civilidad». Allí, en medio de un paisaje urbano
desolado, jóvenes sujetos son «muestras» y «representantes» de «paradas» que constituyen
teatros donde se ponen a prueba formas virulentas y agresivas de masculinidad; la decencia
pública es ignorada abiertamente, el delito y la venta de drogas son endémicos, y las riñas,
cosa de todos los días; las calles, las escuelas, las tiendas y las viviendas destilan
sociabilidad pero también peligro, terror y miseria, debido a la falta de trabajo, las
deficiencias de los servicios públicos, la estigmatización racial y el consiguiente
sentimiento de alienación y desesperación (COS, pp. 20-30). Sin embargo, lejos de ser
homogéneo, como la ciudad misma, este segmento del gueto se divide en «dos polos de
orientación de valores, dos categorías sociales contrastantes»: «los callejeros y los
decentes», que «organizan socialmente la comunidad» y determinan el tenor de la vida en
el vecindario en función del «modo en que coexisten e interactúan» (COS, pp. 35, 33).
2.1.
ANDERSON insiste desde el comienzo en que esta pareja de términos son «juicios
valorativos que confieren un estatus a los residentes del lugar», «rótulos» que las personas
usan «para definirse a sí mismas y a los demás». Recomienda con sensatez no
sustancializarlos, enfatizando que «en una misma familia pueden coexistir individuos de
cualquier orientación» y que «se pasa con gran facilidad de un código a otro», a tal punto
que la misma persona «puede en diferentes momentos tener una orientación decente o
callejera, dependiendo de las circunstancias» (COS, pp. 35-36). Pero inmediatamente deja
de lado su propia recomendación y procede a tratar estas orientaciones culturales flexibles
como repertorios fijos -códigos, culturas o sistemas de valores- e incluso como conjuntos
de normas domésticas enfrentadas. Este clásico caso de Zustandreduktion, «reducción de
un proceso a condiciones estáticas», para usar la expresión de Norbert Elias (1978, p. 112),
tiene tres consecuencias desafortunadas.26 En primer lugar, tomar las nociones populares
que los residentes utilizan para dar sentido a su mundo cotidiano como los indicadores de
dos grupos mutuamente excluyentes le impide a Anderson analizar la lucha dinámica que
interviene en el proceso de categorización del que surge la diferencia entre «callejeros» y
«decentes», y dar cuenta de cómo esta lucha afecta la conducta individual y la formación de
grupos. Y ello debido a que deja sin examinar los mecanismos y rodeos sociales mediante
los cuales las diferentes personas se vuelcan hacia este o aquel extremo del abanico, y qué
facilita u obstaculiza ese vuelco.27
Asimismo, al basarse en los conceptos populares de los residentes sin anclarlos
firmemente en el orden social, Anderson hace una presunción respecto de lo que
precisamente requiere una demostración: que estos dos grupos de familias se diferencian
perfectamente por sus valores morales más que por ubicaciones estructurales que ocupan en
el espacio social y por las oportunidades y dificultades objetivas de vida inherentes a ellas.
Anderson sabe muy bien que «las comunidades del centro deprimido de la ciudad son en
realidad bastante diversas económicamente», y señala al pasar las variaciones relativas a los
bienes, la ocupación, los ingresos y la educación (COS, p.53). Pero no analiza el sistema de
lugares que se conforma a partir de estas diferencias, de manera que prácticas que pueden
ser efecto de determinadas posiciones socioestructurales son atribuidas automáticamente,
por defecto, a la «cultura», referida en términos del «código». En cambio, traza una
dicotomía entre «familias decentes» y «familias callejeras» que no da lugar a términos
medios y permite tan solo una escasa superposición y un exiguo interjuego simbólico entre
ellas. Las familias decentes poseen las sagradas virtudes de la estereotipada familia
estadounidense que propone la ideología dominante: «trabajan duro, ahorran dinero para
adquirir bienes materiales y educan a sus hijos para que logren ser algo en la vida», de
acuerdo con los «valores imperantes» (COS, p. 38). Conservan sus trabajos aun cuando son
inseguros y mal pagos, se alían con instituciones «de afuera» tales como las iglesias y las
escuelas, y tienen fe en el futuro. Su profunda religiosidad les permite mantener «familias
nucleares intactas» en las que «el rol del “hombre de la casa”» es predominante e infunde a
todos un sentimiento de responsabilidad personal. Las familias callejeras son su espejo
invertido: «a menudo evidencian falta de consideración hacia otra gente y tienen un sentido
de la familia y la comunidad bastante superficial»; privadas de trabajos bien pagos, sus
recursos son limitados y con frecuencia mal utilizados, y su vida está «marcada por la
desorganización» y llena de frustración. Asumen sus obligaciones parentales con dejadez,
son desconsiderados con los vecinos y tienen choques periódicos con la policía; con su
ejemplo, enseñan a sus hijos «a ser grotescos, alborotados, orgullosamente vulgares y
groseros; en suma, callejeros» (COS, pp. 45-47). Se imponen preguntas, que quedan sin
responder: ¿Estas familias son pobres porque son moralmente disolutas, o es al revés? ¿Su
orientación cultural es la causa o el resultado de su ubicación en las posiciones inferiores
del espacio social y de la particular relación con el futuro que implica tal ubicación?
Adviértase que la caracterización que hace Anderson de la «familia callejera» es
completamente negativa: se define por sus deficiencias, sus déficits y sus carencias; la
orientación y las acciones de la familia callejera son leídas desde el punto de vista de las
familias «decentes», que luchan para distanciarse de los vecinos «groseros». Al adoptar así
los conceptos populares de los residentes como sus herramientas de análisis, Anderson
incurre en un tercer problema: al igual que la «gente decente», atribuye todos los males de
la «comunidad» a la gente de la calle, tomando partido en la batalla que estas dos facciones
(o fracciones de clases) de la población del gueto libran entre sí, en lugar de analizar cómo
ese antagonismo opera en la práctica enmarcando, reduciendo o amplificando las
diferencias objetivas en las posiciones sociales y en las estrategias del vecindario. Para
sostener su visión candorosa respecto de los aspectos repudiables de la vida del gueto,
Anderson clasifica las conductas y adjudica los patrones encomiables y los ofensivos a dos
grupos diferentes, definidos precisamente por sus morales contrastantes. A lo largo del
libro, evidencia el compromiso manifiesto de documentar (y lamentar) la difícil situación
de la gente «decente» y de reivindicar su punto de vista.28 Su compromiso personal con la
«decencia» -testimoniado por la presencia de ese término en el subtítulo del libro- limita
sus observaciones, tiñe sus análisis y coarta su posibilidad de explicar los valores de la calle
en términos que no sean exclusivamente los de la degradación de los valores decentes, aun
cuando éstos son motivados, como veremos a continuación, por la «adaptación» a las
carencias materiales y a la falta de oportunidades.
2.2.
LO que un joven rebelde atrapado en la calle «necesita es que se le tienda una mano
en serio: un viejo guía dispuesto a ayudar puede marcar una gran diferencia» (COS, p. 136).
Con este pronunciamiento, Anderson sienta las bases para la segunda parte de Code of the
Street, en la que busca demostrar que los «modelos de roles» benéficos, como el «papá
decente» y la «abuela del núcleo deprimido de la ciudad», influyen en la vida social del
gueto. El problema aquí es que, tal como sucede con la descripción que hace Duneier de los
vendedores callejeros, una lectura minuciosa muestra que esta tesis es refutada
permanentemente por los datos que él mismo aporta. «El papá decente es un cierto tipo de
hombre», un hombre «moral y de elevados principios» con «ciertas responsabilidades y
privilegios: trabajar, apoyar a su familia, gobernar su hogar, proteger a sus hijas y educar a
su hijo para que sea como él», así como «soportar sobre sus hombros el peso de la raza»
(COS, p. 180). Su autoridad se funda en su devoción por la ética del trabajo, en su
persistente compromiso para con lo apropiado y la propiedad, en el apoyo de la iglesia y en
el acceso a los recursos económicos, entre los cuales el principal es el empleo. Pero «hoy el
rol de patrocinio del papá decente está siendo amenazado por la desindustrialización» y su
«aura moral» se está desvaneciendo. Habiendo perdido su sustento económico, su
trascendencia disminuye, se vuelve menos visible, y muchos jóvenes «desempeñan ese rol
pobremente» porque, al no haber estado en contacto directo con el modelo en todo su
esplendor, solo conocen «su bosquejo» (COS, p. 185). De ese modo, son pasibles de
adquirir una actitud defensiva, hipersensible e irascible, y a veces descargan su frustración
en sus mujeres, cuando éstas osan «desafiar su imagen de hombres que tienen el control»
(COS, p. 187).
Para probar que el «papá decente» conserva su «importancia para la integridad
moral de la comunidad», Anderson desgrana una sucesión de observaciones, anécdotas y
extractos de entrevistas presentados desorganizadamente, incluyendo un relato errático y
repetitivo de once páginas de uno de estos padres decentes, acerca de un incidente ocurrido
veinticinco años antes, en el cual su amado hijo modelo fue asesinado en una de las
confrontaciones habituales, aunque no por ello menos horrorosa, con los miembros de una
pandilla (COS, pp. 194-204). Este padre, comprensiblemente, está abatido y resentido por
lo injusta que ha sido la vida con alguien que ha honrado inquebrantablemente los
preceptos de la «decencia». Pero dar a conocer ese dolor y mostrar las huellas del daño
emocional en la familia contribuye poco a individualizar las condiciones y los mecanismos
sociales por los que la moral a la que él aspira y a la que adhiere puede tener o no eficacia
social. De hecho, este padre decente y sus compatriotas aparecen añorando
anacrónicamente un tiempo lejano en el que existían empleos estables en las fábricas y
configuraciones familiares retrógradas en las cuales el hombre era el proveedor y la mujer
ocupaba «su lugar, que consistía en atender la casa y preparar la comida para satisfacer al
hombre», y se cuidaba «de hablar cuando no le correspondía o de hablar demasiado, para
no empequeñecer la figura de aquel» (COS, p. 183). La propia nostalgia de Anderson por
esa época «fordista» de patriarcado no le permite ver que, lejos de estar satisfechas con el
sometimiento doméstico, las mujeres afronorteamericanas hace ya tiempo que han asumido
un papel fundamental en los asuntos de su comunidad, y que la declinación de la influencia
del «papá decente» no se debe simplemente al deterioro económico del hombre negro y a
su incapacidad para obtener recompensas tangibles («Su autoridad moral se debilita cuando
una actitud amable no reporta beneficios materiales: un buen trabajo para un hombre joven,
una buena casa para una mujer joven»; COS, pp. 204-205). Es el resultado de un cambio
radical en la forma y la dinámica de la familia, las cuestiones de género y las relaciones
generacionales que ponen al descubierto una profunda y antigua fisura existente entre los
hombres y las mujeres negras, especialmente pronunciada en los estratos más bajos pero
que afecta a todas las clases.33 Lamentar el aumento de las «“malos cabesillas” (como
ciertos músicos de rap)», quienes supuestamente reemplazan al papá decente como
ejemplos de quienes obtienen logros, no restaurará las condiciones que convirtieron a estos
últimos en prototipos sociales preeminentes ni restituirá «los viejos tiempos [en los que] el
hombre negro era fuerte», a tal punto que «aun el hombre blanco lo advertía», como
sostiene uno de los informantes de Anderson (COS, pp. 205, 194).
A medida que el rol del papá decente se va erosionando rápidamente, «las abuelas
continúan conformando algo así como una red comunitaria segura», pero «esa red está
debilitada y corre el peligro de desaparecer» (COS, p. 207). Debido al deterioro económico,
el aumento de la drogadicción y la concomitante cristalización de la cultura de la resistencia
de la calle, «una vez más la abuela negra es llamada a asumir su rol tradicional» de
«desinteresada salvadora de la comunidad», que se ocupa heroicamente de los niños no
deseados, compensando «la incapacidad -o en muchos casos la falta de interés- de los
hombres jóvenes para cumplir con sus obligaciones y responsa bilidades parentales», y
ejerciendo una gran autoridad moral (COS, pp. 208, 211). Aunque no es sorprendente que
existan dos tipos de abuelas, la respetable y la orientada hacia la calle, la abuela tradicional
es en esencia el equivalente femenino del papá decente: solvente desde el punto de vista
económico, temerosa de Dios, éticamente conservadora, fiable y defensora de la autoridad
y la responsabilidad. Pero si es cierto que se ha convertido en un «referente conceptual [sic]
del sistema de valores en el que son iniciadas y crecen muchas jóvenes» (COS, p. 214),
¿por qué entonces tantas de esas mismas jóvenes tienen una actitud tan irresponsable?
En lugar de someter la visión romántica del pasado que ofrecen sus informantes a
una crítica metódica basada en la historia social y oral del gueto, Anderson entroniza esa
visión, dejando sin resolver dos contradicciones presentes en el corazón de su relato. En
primer lugar, los dos roles principales, el del papá decente y el de la abuela heroica, no
pueden haberse desarrollado juntos, puesto que su importancia funcional tiene una relación
inversa: ¿quién necesita que la abnegada abuela se ocupe de los bebés de una hija rebelde si
el papá decente ha «modelado» una moral adecuada y ha criado a sus hijos, especialmente a
los varones, en forma correcta? De hecho, ningún tipo social desempeña un papel
predominante en las descripciones históricas del gueto de mitad de siglo ni en los relatos de
historias de vida contemporáneas (por ejemplo, Drake y Cayton, [1945] 1993; Greenberg,
1991; Trotter, 1995; Gwaltney, 1980, Monroe y Goldman, 1988; Kotlowitz,
1991). En segundo lugar, la «abuela tradicional» tiene éxito como abuela únicamente
porque, en los propios términos de Anderson, ha fracasado como madre: a pesar de su
«enorme autoridad moral y fuerza espiritual», no ha podido controlar a sus hijas
adolescentes ni evitar su embarazo precoz. Y ahora debe recoger los fragmentos como
pueda en el contexto de la indiferencia pública, de suerte que no puede recurrir a nadie más
que a ella misma y a la mujer más cercana de su familia.
Como prueba de la proeza ética de la abuela del barrio pobre, Anderson aporta la
transcripción de 15 páginas, prácticamente sin editar, de una «conversación grabada» con
Betty (COS, pp. 219-233), una de esas abuelas. Suponiendo que pueda confiarse en un
relato no corroborado por datos provenientes de la observación, esta transcripción sugiere,
no que Betty adoptó una vocación moral venerable en nombre de la «comunidad», sino que
se vio obligada a asumir el cuidado de los bebés de su hija adolescente en razón de la
ineptitud despiadada de la ciudad para brindar atención a los niños, cobertura hospitalaria y
servicios sociales. Estos últimos no hicieron prácticamente nada para proteger a una niña de
12 años que, según se informó, amenazaba a su madre con cuchillos, se escapaba
continuamente, fue violada en la calle, se contagió de sífilis y herpes y se hizo adicta al
crack (lo que no fue detectado por el hospital en el que tuvo a su bebé de 900 gramos; COS,
pp. 222-223). La necesidad descarnada y la trágica ruina de las instituciones públicas rigen
los días del gueto. Comprensiblemente, Betty está exhausta y exasperada: quiere que su hija
y sus nietos se vayan y que los médicos esterilicen a su hija por la fuerza.
Anderson titula la última parte de la transcripción «The final reality: Betty
accepts her heroic role» [La realidad final: Betty acepta su rol heroico], pero hay poco
heroísmo en esa servidumbre familiar que el Estado, en virtud de su incapacidad para velar
por el bienestar social, impone a las mujeres (sub)proletarias. Aun más, el Estado
contribuye a esa situación ruinosa, dado que Betty debió renunciar a su trabajo como
asistente de enfermería para poder recibir un subsidio para su nietos. Anderson,
inadvertidamente, concede que es la necesidad material, y no el apego a las normas, la que
atrapó a la mujer en esa situación: «La falta de una guardería que pudiera pagar sumada a
las reglas de elegibilidad para el acceso a los subsidios sociales dejaron a Betty un único
curso de acción posible: dejar su trabajo en el sector privado para, en efecto, pasar a ser
empleada del Estado para criar a sus nietos» (COS, p. 233). En ninguna otra sociedad
occidental una abuela debería pagar un precio tan alto por la conjunción de la conducta
descarriada de su hija y la vergonzosa indiferencia del Estado. De hecho, Anderson admite
al final del capítulo que «aunque en general son amadas y respetadas incluso cuando no se
las obedece», las abuelas «están perdiendo influencia» y «puede llegar a parecer que no son
importantes» (COS, p. 236), una afirmación que contradice el eje de su análisis hasta ese
momento.34 En definitiva, Anderson presenta un conmovedor retrato del papá decente y la
abuela del núcleo deprimido como las columnas vertebrales de la comunidad negra urbana;
no obstante, ese retrato no los muestra como anclajes morales y padrinos sociales viables,
sino como seres sobreexigidos y desconectados de las relaciones con el otro sexo, con la
familia y con el Estado.
2.5
LOS dos capítulos finales de Code of the Street relatan el padecimiento de los
jóvenes que luchan por hacerse un lugar en la economía legal y lograr cierto grado de
estabilidad material y posicionamiento social. Aquí, Anderson ofrece una inusual ventana
desde la cual observar la peligrosa carrera de obstáculos que deben enfrentar los hombres
afroamericanos cuando intentan torcer su destino prefijado en el estrato más bajo de las
clases y capas sociales. El libro finalmente se torna vivaz, con un material conmovedor y
lleno de detalles que recompensa ampliamente una lectura detenida y le permite a Anderson
desplegar su habilidad para la demostración etnográfica. Obtenemos así una visión clara de
cómo John y Robert se las ingenian para intentar zanjar el conflicto entre las exigencias de
sus empleadores, la lealtad fraterna y disciplinada hacia su grupo de pares cercano y el
compromiso para con la sociedad establecida, y para conciliar el desafiante ethos masculino
de la calle con la resignación a la vida opaca del trabajador asalariado. El problema es que
no solo la proporción de análisis de las transcripciones de narraciones y entrevistas es
bastante baja (de cincuenta y dos páginas correspondientes al primer caso, apenas unas
ocho son examinadas), sino que estas transcripciones constituyen una prueba endeble de la
teoría del padrinazgo y la conjunción de la desindustrialización y el racismo que Anderson
intenta hacerles ilustrar, «John Turner’s Story» (cap. 7) es un ejemplo emblemático de esta
obstinada desconexión entre la información y la interpretación.
John Turner es un muchacho de 21 años con estudios secundarios completos y
padre de seis hijos de cuatro mujeres diferentes, con profundos lazos con pandillas y
repetidos problemas con la ley, a quien Anderson conoce en un local de comidas para llevar
en el que John trabaja como ayudante de camarero por 400 dólares al mes. El «profesor
universitario» lo ayuda a resolver un problema con la justicia y a continuación le consigue
un trabajo sólido como portero en un hospital, donde, pese a un comienzo complicado y a la
manifiesta reticencia del delegado gremial, da pruebas de un desempeño sobresaliente. Pero
unas semanas más tarde es enviado nuevamente a la cárcel por no pagar su multa judicial
mensual de 100 dólares, aunque su hora de trabajo ha pasado de 3,50 a 8,50 dólares (John
aduce que tiene otras necesidades más urgentes, como ahorrar para la futura educación
universitaria de sus hijos). Cuando regresa al trabajo, el joven se encuentra con el desprecio
y el alejamiento explícitos de los porteros más viejos, quienes sienten que su presencia los
amenaza y que su comportamiento desvaloriza el trabajo que ellos hacen. Como resultado,
John abandona el empleo abruptamente y vuelve a vender drogas, quemando sus naves al
ganar grandes cantidades de «dinero fácil» y sumergirse en un derroche de libertinaje,
ostentación y obsequios a su familia. Un año más tarde, las calles se habían vuelto
demasiado salvajes y traicioneras para su gusto, y John decide «enfriarse». Entonces,
vuelve a mendigar dinero, un traje y un trabajo de Anderson, quien, luego de intentar
infructuosamente enlistarlo en el ejército (los antecedentes penales de John se lo impiden),
finalmente ubica al muchacho en otro puesto raso en la cocina de un restaurante,
convirtiéndolo en «el hombre más feliz del mundo» por el simple hecho de tener un trabajo.
Cuando más tarde John insiste en que necesita dinero para sus hijos, Anderson le da 150
dólares como un modo de terminar su relación.35 Posteriormente nos enteramos de que John
recibió un tiro en el vientre durante una gresca por venta de drogas en Baltimore y que
quedó lisiado de por vida a los 27 años.
Como en los capítulos anteriores, Anderson afirma que «las fuentes de trabajo
legítimas son inaccesibles para los jóvenes como John Turner, y ello debido a los
prejuicios, a la falta de preparación o a la ausencia de verdaderas oportunidades laborales.
Pero ellos observan a otros -generalmente blancos- gozar de los frutos del sistema, y a
través de esta experiencia se sumen en una profunda alienación. Responden con desprecio
por la sociedad al desprecio que perciben de parte de esta. Sus mentes están asoladas por la
realidad del racismo» (COS, p. 286). El problema es que esta explicación no se ajusta en
absoluto a la historia de John Turner: gracias a la asistencia personal de Anderson (así
como a la de su propia madre, quien antes le había conseguido un trabajo como técnico en
una empresa farmacéutica en la que ella trabajaba), tuvo acceso al sistema laboral y a un
puesto de trabajo seguro, bien pago y con todos los beneficios sociales. Más aún, no hubo
blancos que lo excluyeran o le presentaran algún obstáculo, puesto que fueron los porteros
negros quienes lo persiguieron y atacaron hasta lograr que se fuera del hospital: el delegado
gremial que se suponía debía protegerlo lo bautizó con el mote de «hombre a mitad de
camino», puso sus miserias al descubierto (al revelar a los demás la paternidad y la
situación familiar de John) y lo degradó sistemáticamente, haciéndole observaciones
sarcásticas acerca de sus hábitos sexuales («¡Mantén esa cosa en tus malditos
pantalones!»)36
Así, ni la desindustrialización y ni el racismo proveen una explicación acabada
del retroceso de John Turner hacia el mundillo de la calle, vale decir, por qué no pudo
sostenerse en un lugar firme en la economía legal luego de haber recibido una oportunidad
magnífica de acomodarse en él. Esto no significa que la reestructuración del mercado
laboral y la dominación racial no existan, pues es claro que existen: el virulento prejuicio de
clases entre los trabajadores afronorteamericanos que ocasiona la recaída de John en la
economía informal está sobredeterminado por la vulnerabilidad colectiva de estas personas
en la era del trabajo asalariado desocializado y se fortalece con la inmersión de los
empleados negros en una estructura de autoridad gobernada y vigilada por los blancos. Pero
es igualmente claro que faltan aquí muchas mediaciones cruciales si queremos vincular las
macroestructuras de las desigualdades entre clases y castas con el microescenario en el que
las acciones de John Turner adquieren su lógica y su significación. Y tampoco es la «falta
de un modelo de rol efectivo» la responsable de la perdición de John Turner (COS, p. 237).
Puesto que si un padrino tan poderoso como Anderson, con sus numerosas conexiones, sus
credenciales culturales impecables y sus intervenciones multifacéticas (le consigue a John
un abogado de primera línea, se pone en contacto con su oficial de libertad condicional,
intercede una y otra vez para procurarle diversos empleos y le presta su oído atento, le da
dinero para sacarlo del apuro y le ofrece sabios consejos en todo momento), no pudo liberar
a John de sus problemas, ¿qué chances tendría una desposeída y aislada «antiguo cabecilla»
de un puesto del vecindario de ejercer alguna influencia?
La lección que Anderson extrae de su estudio de estos casos biográficos es que
existe «una tensión básica entre los trabajos callejeros y el mundo decente, más
convencional, del trabajo legal y las familias estables» y que, al final del día, «la atracción
de la calle es demasiado poderosa y [John] sucumbió a su fuerza» (COS, p. 285). Pero esto
tan solo redescribe el fenómeno observable, no hace nada para explicarlo. Antropomorfizar
la calle, como lo hace el saber popular, no puede revelar de dónde proviene su poder y
cómo opera. Para develar ese enigma, es necesario reconocer que la conducta de John no
representa ni la ejecución ciega de un modelo normativo («el código») ni la búsqueda
racional de oportunidades, que le son ofrecidas efectivamente en un momento dado, sino el
resultado de una dialéctica discordante entre las estructuras sociales que enfrenta y las
estructuras mentales mediante las cuales percibe y evalúa las primeras, que a su vez
provienen del mundo caótico de la calle y por lo tanto tienden a reproducir sus patrones aun
cuando sean colocadas en un entorno diferente. Lo que en última instancia le impide a John
escapar del subproletariado no es una oposición genérica entre la «cultura de la decencia» y
el «código de la calle», sino la disyunción específica entre la posición social que se le abrió
y las disposiciones que lleva hacia ella: las estrategias de John continúan siendo
comandadas por un habitus de las calles, aunque sus posibilidades objetivas se expandan
momentáneamente más allá de las habituales del gueto. Adoptar la teoría estática de
«representación de roles» y su correlato, la noción de «anomia» de Robert Merton, no solo
obliga a Anderson a hacer una regresión a una explicación psicológica ad hoc, como
cuando propone que John Turner no pudo escapar de la calle porque «nunca pareció
verdaderamente comprometido a superarse» (COS, p. 274).37 También le impide examinar
la conformación y el funcionamiento social de lo que es un habitus quebrado, compuesto
de modelos cognitivos y conativos contradictorios, reunidos sin ninguna lógica mediante
una prolongada inmersión en un universo entrópico de marginalidad económica e
inestabilidad social extremas, lo que genera constantemente líneas de acción irregulares y
contrapuestas que convierten a su portador en alguien mal adaptado a los requerimientos
del sector formalmente racional de la economía.38 Las limitaciones inherentes a la teoría de
los roles no le permiten a Anderson captar la dialéctica envolvente entre la posición y la
disposición social que determina doblemente la producción de la marginalidad urbana y
explica, en los casos de disyunción como éste, de qué manera la última puede ser
perpetuada paradójicamente por la misma gente a la que se le impone.
2.6.
A raíz de que comienza con una visión excesivamente monolítica del gueto y
confunde los conceptos populares con los analíticos, Anderson no puede establecer una
relación entre las distinciones morales que descubre en él y su estratificación social interna.
De este modo, se encasilla en una posición culturalista con implicaciones políticas
profundamente perturbadoras, en la medida en que responsabilizan a los residentes del
gueto, con sus valores desviados y su ineptitud para desempeñar roles, de su propia
situación. Para prevenir esto, Anderson debe sobreimponer el tropo de la conjunción des-
industrialización-racismo a su teoría de los «modelos de roles», aunque pocos datos de sus
observaciones de campo dan cuenta de estos factores. De haber comenzado desde un mapeo
sistemático de la diferenciación social dentro del gueto, habría descubierto que lo que él
describe como la «coexistencia» de dos «códigos» que parecen sobrevolar la estructura
social es en realidad una guerra cultural y un antagonismo social en pequeña escala,
centrados en la apropiación del espacio público, entre dos facciones del proletariado negro
urbano, una situada en la cima de la economía formal y tenuemente orientada hacia las
estructuras oficiales de la sociedad dominada por los blancos (la escuela, la ley, el
matrimonio), la otra desproletarizada y desmoralizada hasta el extremo de volcarse a la
sociedad y la economía informal de la calle. La distinción entre estas dos categorías no es
fija e inalterable sino, por el contrario, lábil y porosa, producida y marcada por
microdiferencias imperceptibles a la «mirada distante» de los extraños. Pero estas pequeñas
diferencias posicionales están asociadas con diferencias homólogas en las disposiciones que
tienden a reforzar dichas posiciones y, mediante una dialéctica acumulativa de
distanciamiento social y moral, determinan destinos divergentes entre la gente que parece
haber salido del mismo lugar (especialmente si es observada desde lejos y desde lo alto,
como en una investigación censal).
Así como dentro del gueto se despliega una batalla entre las orientaciones
«callejeras» y las «decentes», vale decir, entre dos relaciones con el futuro ancladas en
posiciones y trayectorias sociales adyacentes pero diversas, las páginas de Code of the
Street dejan traslucir un choque no resuelto entre dos teorías de Elijah Anderson y dos
teorías sobre la involución del gueto, el «déficit de los modelos de roles» y la conjunción de
«desindustrialización y racismo», que expresan las diversas facetas políticas del trabajo y
conllevan políticas con prescripciones divergentes. El Anderson conservador, al proponer
una teoría normativa de la acción social y una teoría moral del orden social, afirma la
importancia de los valores (masculinos) y el compromiso con la decencia (patriarcal). El
Anderson liberal, partidario de un modelo de conducta caracterizado por la elección
racional y de una concepción materialista de la estructura social, responde que la falta de
trabajo provocada por la desindustrialización y la persistente exclusión racial condena a los
residentes de los barrios pobres de todos modos. El Anderson moralista recomienda
reconstruir la «infraestructura social» del gueto, para lo cual se requiere que «las viejas
cabezas de la comunidad [sean] investidas de poder y activadas», es decir, un retorno
conservador al pasado que nunca fue. El Anderson materialista reclama, a la manera de un
mantra, la «apertura [del] mundo del trabajo» a través de «un plan integral que no permita
que alguien se caiga por los intersticios» (COS, p. 316), es decir, un futuro liberal que
nunca será.
En la primera versión, los residentes del gueto son agentes de su propia moral y
abandono cultural, pero solo en la medida en que son «cretinos culturales» engañados por
un «código» fracasado. En la segunda, son víctimas desafortunadas de los cambios
estructurales en la economía y de la continua dominación por parte de los blancos. La
puesta en relación de estas dos tesis contradictorias se realiza haciendo del «código» una
«adaptación» a las circunstancias y de la alteridad cultural, un producto derivado del
bloqueo estructural (una resolución similar de esta antinomia puede encontrarse en Wilson
[1996]). Pero este movimiento deja de lado la dimensión simbólica de la vida social del
gueto: priva a la cultura de toda autonomía, niega a los agentes toda «agencia» y nos
retrotrae a un modelo mecánico según el cual el comportamiento se deduce de un código
cultural, a su vez derivado directamente de una estructura objetiva completamente exterior
al gueto.39 Y esto, al mismo tiempo, invalida la importante lección del libro de Anderson:
existen diferencias culturales y morales pequeñas pero significativas, que contribuyen a
explicar la diversidad de estrategias y trayectorias de sus residentes que solo una etnografía
de largo plazo puede detectar y analizar.
3. CIUDADANOS MODELO OCULTOS EN HARLEM:
EL estudio en equipo que Newman realizó sobre «los trabajadores pobres del núcleo
metropolitano deprimido» se inspiró en una escena callejera habitual: una mañana, yendo
desde el Upper West Side de Nueva York hacia el aeropuerto para asistir a una conferencia,
The truly disadvantaged, se sorprendió ante la visión de las paradas de autobús del Harlem
repletas de «hombres y mujeres vestidos con ropa de trabajo, tomando de las manos a sus
hijos, esperando para llevarlos a la guardería o a la escuela [...]. Este lugar distaba mucho
de los guetos de desempleados descriptos por la literatura sobre la “infraclase”». Atascada
en el embotellamiento, desde la ventanilla de su auto Newman vio a los «trabajadores
pobres que aún estaban en la comunidad, dando batalla» y se preguntó: «¿No deberíamos
aprender algo de estas personas, cuya fuerza deberíamos poder tomar como base, antes de
confiar la totalidad de nuestra política contra la pobreza al fluctuante sistema de la
seguridad social? [...] Cuando llegué al aeropuerto La Guardia, ya tenía en mi cabeza los
lineamientos básicos de este libro» (No Shame in My Game [NSMG], pp. x-xi; las itálicas
son mías). Para demostrar que los habitantes del gueto son «equiparables» a los ciudadanos
sólidos, anónimos, consagrados a los «valores familiares» y comprometidos con la «ética
del trabajo», Newman contrató a un numeroso «equipo de investigación multiétnica»
formado por graduados universitarios, a quienes encomendó la tarea de entrevistar y
recoger las historias de vida de 200 jóvenes empleados en cuatro locales de comidas rápidas
del Harlem y de realizar el seguimiento de una docena de estos trabajadores, quienes
también produjeron diarios íntimos a lo largo de un año. Mientras su «equipo de
investigación se puso manos a la obra detrás de los mostradores de los restaurantes durante
cuatro meses», ella «estuvo a solas con los propietarios y gerentes de los mismos
restaurantes, [...] absorbiendo la admirable combinación de motivaciones económicas y
espíritu misionero que movía a estas personas a mantener estos comercios» en Harlem y
aprendiendo acerca de las virtudes secretas del trabajo en los menospreciados «McPuestos»
(NSMG, p. 36).
Esta revelación inicial y la estrategia de investigación adoptada para autenticarla
contienen in nuce las categorías y preguntas que organizan No Shame in My Game, los
ingredientes de su aporte así como la fuente de sus parcialidades, sus deficiencias y
lagunas. El aspecto positivo es que Newman lanza un frontal ataque contra la imagen
pública que se tiene de los residentes del gueto como vagos e inmorales que viven a costa
de los demás y que representan una carga para la sociedad, mostrando que «los trabajadores
pobres del país no necesitan una reingeniería de sus valores», sino más bien puestos de
trabajo que les permitan lograr una cierta estabilidad material y dignidad social (NSMG, p.
298). Mediante un rastreo in situ de las batallas diarias que libran los empleados de los
locales de comidas rápidas del Harlem para encontrar y conservar trabajos de medio día y
subsistir con salarios de hambre que son la norma en ese sector de servicios, arroja una
esclarecedora luz sobre un segmento importante de los 7 millones de estadounidenses (7%
de la fuerza de trabajo del país, un hombre negro y una mujer blanca cada cuatro
trabajadores, dos tercios de los cuales son adultos) que trabajan en el sector más débil de la
economía urbana sin poder escapar del yugo de la pobreza demoledora. Al hacer visibles a
«los pobres invisibles» que realizan trabajos pesados bajo condiciones propias del Tercer
Mundo en el corazón de la ciudad del Primer Mundo, precisamente porque la «reforma de
bienestar» les deniega el acceso a los servicios sociales básicos y se apoya en la
inmigración para bajar los salarios, inundando un mercado del trabajo no calificado ya de
por sí superpoblado, Newman demuestra, siguiendo a otros, cuán profundamente errados
han sido el debate y la política de la pobreza, el bienestar social y la raza en los Estados
Unidos.40
El problema es que Newman combate el estereotipo predominante del parásito
social del centro deprimido de la metrópolis reemplazándolo por su espejo invertido, el
estereotipo mediático-político de la «familia trabajadora», que convierte a los residentes del
gueto en virtuales clones de la valiosa clase media trabajadora de los suburbios,
indistinguibles de los «estadounidenses tipo» salvo por el color de su piel, el lugar poco
atractivo en el que viven y sus desgraciadas circunstancias.41 Al hacerlo, refuerza varias
concepciones erróneas intrínsecas a las mismas verdades convencionales que desea refutar,
incluyendo: a) la noción presociológica de que la conducta social es un precipitado directo,
instantáneo, de la «cultura» entendida como una jerarquía lineal y simple de valores
(coronada por la vocación nacional por el trabajo), adoptada por consenso y no
contaminada por el poder o por intereses de ningún tipo; b) la división dualista entre «gente
[...] fuera del mercado laboral, instalada cómodamente bajo el ala de la seguridad social» y
«los otros, los que trabajan duramente, pertenecientes a comunidades como la del Harlem,
que luchan para llegar a horario al trabajo» (NSMG, p. xi), división que, a partir de las
pruebas que ella misma presenta, resulta tanto artificial como engañosa; c) la obsesión
nacional por el valor moral y los «valores de la familia», que supuestamente le permiten al
trabajador pobre «reunir la fuerza personal requerida para superar el estigma» del empleo
remunerado por debajo de los niveles mínimos (NSMG, p. xiv) en la economía de servicios
desregulada, aun cuando la sola necesidad material sea más que suficiente para dar cuenta
de sus prácticas; d) una visión notablemente benevolente de la actividad comercial -cuando,
por ejemplo, ve a los empleados de los locales de comidas rápidas del Harlem como
«héroes no reconocidos»-, que no le permite reparar en las brutales relaciones de clase y las
inhumanas políticas de Estado que respaldan moral y financieramente los regímenes
laborales despóticos que ella documenta profusamente, e) la confusión persistente entre
cuestiones de movilidad (u «oportunidad»), referidas a la asignación de los puestos de
trabajo y al desplazamiento en esos puestos, y cuestiones de desigualdad estructurada, que
hacen a la brecha objetiva que existe entre los puestos a lo largo de la «pirámide
ocupacional», y las recompensas, riesgos y castigos asociados con esos puestos. Esta última
confusión la lleva a hacer recomendaciones para la formulación de políticas que apuntan a
garantizar la perpetuación de los mismos problemas que diagnostica, al promover la
expansión aun más pronunciada del trabajo asalariado desocializado y la inseguridad para
la vida que éste conlleva.
La descripción que hace Newman de los sectores trabajadores de la población del
gueto como estadounidenses de clase media comunes y corrientes bajo un disfraz de gente
pobre -«ciudadanos que trabajan duro y pagan sus impuestos [que] además son pobres»
(NSMG, p. 36) y que, como la autora, sacralizan el trabajo aun si con él no logran su
sustento- es el resultado de la metódica inversión de la compulsión material en impulsión
moral, que le da a No Shame in My Game un toque esquizofrénico y distorsiona sus análisis
de principio a fin. Un pasaje en particular, entre muchos otros, es un ejemplo paradigmático
de su constante conversión de la necesidad económica en virtud cultural. Ya en las primeras
páginas del libro, Newman advierte que los cambios estructurales que derivaron en el
repliegue de la economía, la seguridad social y los servicios públicos del país y el influjo
renovado de la migración «perjudicaron el mercado laboral de menores ingresos». Pero esta
«mala noticia» es compensada por «la buena noticia»:
Pese a todas estas dificultades, los trabajadores pobres del país continúan buscando su
salvación en el mercado laboral. El hecho de que tal compromiso persista cuando las
recompensas económicas son tan exiguas es testimonio de la perdurabilidad de la ética del
trabajo, del poderoso alcance de la cultura estadounidense predominante, que siempre ha
colocado el trabajo en el centro de nuestra existencia moral (NSMG, p. 61; las itálicas son
mías).
«Compromiso», «ética», «cultura», «existencia moral»: estas son las categorías
centrales de las cuales Newman se sirve para describir y explicar la vida y el trabajo de los
jóvenes del Harlem empleados en los locales de comidas rápidas. Tal como ocurre con el
libro de Duneier, este lenguaje espiritual suprime automáticamente las crudas cuestiones
materiales de clase, lucha, explotación y dominación. Pero, aquí también, la principal
ventaja de un lenguaje moral para analizar el funcionamiento de una economía es que se
ajusta naturalmente a las lentes cognitivas y evaluadoras del lector «estadounidense tipo» y,
en especial, de los encargados de formular las políticas, que parecen ser los principales
destinatarios del libro. Este silenciamiento conceptual es redoblado por el diseño del
estudio, que selecciona certeramente la variable dependiente; al centrarse en los
«trabajadores pobres», quienes por definición participan en el sector de bajos ingresos de la
economía, Newman se ve en la obligación de confirmar que los residentes del gueto
ciertamente se aferran a los márgenes del mercado laboral. En efecto,
¿dónde más podrían «buscar su salvación» cuando el Estado, por un lado,
repliega su red de seguridad social y obliga a los pobres a realizar trabajos inferiores a
través de los programas del workfare y, por el otro, amplía y endurece sus acciones
persecutorias para eliminar a quienes pretendan escapar del trabajo servil en los sectores
ilegales de la economía callejera (Wacquant, 1999)? Juntos, el diseño de la investigación y
el razonamiento moral(ista) de su autora convierten las conclusiones principales de No
Shame in My Game en una cuestión de petitio principii.
3.1.
Cuanto más se alejan los trabajadores de los amigos y vecinos sin trabajo, mayor se torna
la influencia del lugar de trabajo - sus hábitos, costumbres, redes y expectativas- sobre ellos
[...] La cultura del vecindario y las calles, más irregular, episódica, va quedando atrás. La
gente trabajadora va dejando gradualmente esos mundos menos ordenados a cambio de la
vida del trabajador asalariado, más predecible, más exigente y en definitiva más
provechosa. (NSMG, pp. 106, 109) En este esquema, cuanto más despótico es el
régimen de trabajo y cuanto más desesperado está el trabajador por retener su empleo
deplorable, mejor comienza a estar: «Cuanto más se sumen en sus trabajos los empleados
de Burger Barn, más se alejan de los elementos negativos de su entorno» y más se apartan
«en todo sentido de los amigos y conocidos que han tomado un camino equivocado en su
vida» (NSMG, p. 109) y se han convertido en timadores, vendedores de droga y
beneficiarios de la seguridad social, a quienes los empleados de los locales de comidas
rápidas suelen vituperar durante las entrevistas con el equipo de investigación de Newman.
Hay por lo menos cuatro problemas con este argumento.
El primero es que se apoya en una serie de falsas dicotomías entre los
trabajadores y los no trabajadores, el vecindario y la empresa, el mundo de la calle
(identificado con el desorden y la inmoralidad) y el mundo del trabajo asalariado
(presentado como el imperturbable templo del orden y la virtud).49 Y la fuerza de los datos
producto del trabajo de campo de Newman reside precisamente en documentar que la vida
social en Harlem no está organizada de acuerdo con estas dualidades tomadas del discurso
de las políticas públicas (y sacralizadas en las variables clásicas de los censos y las
encuestas); más bien, esos datos muestran el permanente entrecruzamiento entre el trabajo
formal y el informal, las actividades legales y las ilegales, en una mezcla de formas de
apoyo provenientes del mercado, el Estado, la delincuencia y la familia. Las historias de
vida presentadas en No Shame in My Game indican ampliamente que la mayoría de los
jóvenes del Harlem entran y salen de trabajos que de todas maneras apenas representan una
protección contra la inseguridad diaria; sus antecedentes familiares revelan que las formas
legales e ilegales de ganar dinero florecen en los hogares mismos, y que los linajes
habitualmente incluyen asalariados, artesanos, trabajadores callejeros y beneficiarios de
subsidios sociales, quienes combinan los recursos y servicios en un «interminable sistema
de permuta» (NSMG, pp. 189, 190-191). Así, los empleados con salarios bajos permanecen
inmersos en las redes sociales tanto del vecindario como del lugar de trabajo, y se apoyan
en ambas culturas simultáneamente para construir sus estrategias de vida y su Lebenswelt.
En segundo lugar, con un lenguaje que evoca a los ideólogos del ascendente
capitalismo industrial del siglo XIX (y a los neoconservadores contemporáneos), Newman
presenta a la mayoría de los jóvenes del gueto como personas con «libertad de elección»
entre la comercialización de drogas y el empleo legítimo, entre el subsidio de la seguridad
social y el sueldo, y entre la vergüenza de la «dependencia» del Estado y el honor del
trabajo asalariado servil.50 Presentar estos caminos alternativos de entrada (y salida) en la
estructura socioeconómica en términos de volición y decisión individual impide analizar los
mecanismos y las condiciones bajo las cuales jóvenes con distintas posiciones siguen uno u
otro circuito, así como las consecuencias concomitantes. Y no contribuye a elucidar la
difícil situación de aquellos que Newman reconoce que no están «entre los afortunados que
sí encontraron trabajo» y que no hicieron «una verdadera elección, independientemente de
cuán internalizada estaba en ellos la ética del trabajo» (NSMG, pp. 109, 111). En tercer
lugar, la idea de una oposición radical entre el infierno del gueto y el paraíso del lugar de
trabajo naufraga ante el hecho de que los trabajos en los locales de comidas rápidas
presentan muchas de las características más sobresalientes del mundo de la calle: son
irregulares, transitorios e inseguros; las relaciones sociales en la cocina están marcadas por
la desconfianza y la brutalidad, y el sueldo que se paga por ellos es tan magro que se torna
imposible lograr una estabilidad financier mínima, ahorrar dinero y proyectarse más allá del
día de mañana. Así pues, al emplearse en las hamburgueserías, los adolescentes del Harlem
se unen a un segmento de la economía de servicios que parece emparentado directamente
con la economía callejera y los mantiene cerca de la calle, en lugar de apartarlos de su
influjo. Y se enfrentan también a un dilema de valores sin solución.
3.5.
Newman está tan compenetrada con una visión de clase ejecutiva y una de
«gobierno pequeño» que ni siquiera considera la posibilidad de medidas tan obvias como el
aumento del salario mínimo, la obligatoriedad de la cobertura médica y de otros
«beneficios» que son parte integral del contrato de trabajo en toda otra sociedad avanzada,
la reducción de la semana laboral a fin de compartir el empleo y la creación de empleos en
el sector público, y ni qué decir del aumento de los subsidios sociales, la ampliación de la
red de seguridad social del Estado y el fortalecimiento de la capacidad de negociación
colectiva de los trabajadores en la esfera de los servicios. Argumentando que «deberíamos
ser pragmáticos y aceptar la realidad política del momento, concentrando la energía de las
políticas en mejorar el acceso a empleos mejor remunerados en el sector privado», dedica
diecinueve renglones completos a vagas generalidades sobre los sindicatos para enfatizar
solamente su escaso poder de atracción sobre los empleados de bajos ingresos (NSMG, pp.
276, 274-275), un hecho que resulta profundamente anómalo para su teoría: si es verdad
que «la adquisición de la identidad más valorada, que es la identidad de trabajador»,
(NSMG, p.
105) es una motivación primaria de los empleados con bajos salarios y que los
empleadores de los barrios pobres están dedicados a procurar el bienestar de su personal y
su comunidad, ¿cómo es que un lazo tan digno de orgullo «entre compañeros de trabajo
dentro de la organización y en todo el país» no conduce a la formación de sindicatos
fuertes?55 Newman invoca repetidamente el lenguaje de la conciencia y la solidaridad de
clase para describir el desesperado apego de los subproletarios a sus empleos marginales,
pero evita hacer un análisis de clase necesario para revelar el mysterium de la «pobreza
trabajadora» en la sociedad más opulenta de la tierra,56 una sociedad, además, en la que los
empleados incluso trabajan más horas que las normales, cuando todos los otros países
avanzados han reducido la jornada laboral.
Las políticas defendidas por Newman, entonces, no son liberales sino claramente
neoliberales. Aceptando las irrestrictas leyes del mercado como premisa, apuntan a
expandir el trabajo asalariado desocializado y a «atraer a la gente hacia el trabajo» por
medio de consorcios empresariales que se inmiscuirán en la «cultura del trabajo» nacional y
en la «responsabilidad personal», cuyo vigor ella celebra en cada capítulo.57 Pero estas
prescripciones están en franca oposición a los hallazgos centrales de No Shame in My
Game, que muestran concluyentemente que el trabajo de bajos ingresos en los Estados
Unidos, lejos de ser un remedio, es una causa central de la desposesión material y la
inestabilidad de las personas en el corazón de las ciudades. Más precisamente, demuestran
que la difícil situación de los «trabajadores pobres» de los Estados Unidos dentro y fuera
del gueto no se debe a que permanecen demasiado tiempo en empleos precarios, sino a que
estos empleos, con condiciones propias del Tercer Mundo, pueden existir y florecer gracias
al pronunciado desequilibrio de poderes entre los empleadores y los trabajadores no
calificados y a las políticas de Estado que promueven activamente la mercantilización a
través de una combinación de bienestar social, bienestar del trabajo, policía y estrategias
disciplinarias. Confirman que «el problema» de la pobreza y el trabajo en los Estados
Unidos está compuesto por dos dilemas diferentes pero estrechamente ligados y que se
refuerzan mutuamente: la exclusión del empleo (desproletarización) y la inclusión en el
trabajo asalariado mal remunerado (precarización) que mantiene a los empleados en un
estado de privación, dependencia y degradación que solo incidentalmente es preferible al
desempleo y a la «dependencia de la seguridad social» y alimenta muchos de los mismos
problemas secundarios de estos últimos. Esto es algo que los líderes negros percibieron
claramente apenas declarada la abolición de la esclavitud, como nos lo recuerda la
historiadora Jacqueline Jones: Frederick Douglass «comprendió que el empleo irregular y
mal pago podía volver dependientes incluso a los hombres y las mujeres libres, dejándolos
“a merced del opresor, al punto de convertirlos en sus devaluados esclavos”» y que «los
términos y condiciones» bajo las cuales trabaja un pueblo son los determinantes cruciales
de «su lugar y sus posibilidades dentro de la sociedad estadounidense» (Jones, 1998, p. 13).
La lucha por empleos decentes, no por cualquier empleo, siempre ha estado en el centro de
la vida de los trabajadores estadounidenses, blancos y negros.
Una «escalera mecánica revitalizada» que elevase a un selecto subgrupo de
trabajadores de bajos ingresos a una posición más estable y mejor remunerada sobre la base
del «mérito» (NSMG, p. 289) en nada contribuye a modificar el diseño malogrado de un
edificio social en el que las grandes distancias entre los pisos condena a los residentes de
los pisos inferiores a una vida de miseria material e indignidad social, al dejarlos
permanentemente a ellos y a sus familias a merced de los caprichos de empleadores poco
fiables, los ciclos antojadizos de las empresas y las contingencias de la vida. Facilitar la
movilidad hacia niveles superiores de la escala ocupacional en nada remedia el hecho de
que el salario mínimo coloca al empleado de tiempo completo que trabaja todo el año muy
por debajo de la línea de la pobreza, ni el hecho de que a los trabajadores estadounidenses
que se encuentran en el nivel inferior de la distribución del empleo les corresponde un
irrisorio 38% de la media nacional, contra el 68% que corresponde a los trabajadores
europeos y el 61% de sus pares japoneses, y que la gran mayoría no cuenta con cobertura
médica ni con un plan de retiro y que el seguro de desempleo es cada vez más inaccesible
(Freeman, 1999). Además, dada la clara preferencia de los empleadores que pagan bajos
salarios por los nuevos inmigrantes, el aumento de empleos contingentes beneficiará
fundamentalmente a los dóciles trabajadores extranjeros y, a falta de un ataque frontal a la
persistente segregación y postergación étnica, tan solo «endurecerá e institucionalizará los
procesos de segmentación laboral» e intensificará la «doble marginación» de los
afronorteamericanos (Peck y Theodore, 2001, p. 492; Portes y Stepick, 1993; Waldinger,
1996).58 En suma, los «problemas de empleo de los guetos urbanos» no se deben a la
indigencia, sino al exceso de empleos esclavizantes. No se relacionan con el viejo tema
ideológicamente consensuado de la oportunidad, sino con la cuestión más amplia y más
problemática, tanto desde el punto de vista político como ideológico, de la nueva
desigualdad gestada por una «economía del apartheid» (Freeman, 1999) en la que el
Estado, por acción y por omisión, ha permitido el colapso de los niveles inferiores de la
fuerza de trabajo. El remedio para la marcada desigualdad redoblada por el naufragio de la
mano de obra no es -y nunca lo ha sido- «abrir la estructura de oportunidades»; es
modificar esa misma estructura para elevar sus estratos inferiores e impedir la expansión de
la inestabilidad y la «flexibilidad» laboral que hoy amenazan no solo la fuente de ingresos
de la clase trabajadora en su totalidad sino también la de algunos segmentos de la clase
media (Castells, 1996, pp. 201-272; Sullivan, Warren y Westbrook, 2000).
Combatir la desigualdad extrema y la devastación social producidas por la
combinación del desempleo y el trabajo servil en los niveles más bajos de la esfera social
requiere pensar más allá del estrecho ámbito del mercado. Esto es precisamente lo que
Newman no hace. Así como el algodón reinaba en la economía esclava del sur de
preguerra, en los Estados Unidos de principios del siglo XXI el mercado desregulado reina
sobernamente en la economía urbana de servicios con empleos de bajos ingresos. No Shame
in My Game homenajea su coronamiento y le da la bendición de las ciencias so-
ciales oficiales.
4. ALGUNOS DESACIERTOS PERMANENTES DE LA ETNOGRAFÍA
URBANA
IR contra el sentido común y combatir los estereotipos sociales son tareas propias
de las ciencias sociales, y especialmente de la etnografía, para lo cual ella aporta un
«fundamento» tradicional (Katz, 1998). Pero esta tarea difícilmente pueda llevarse a cabo
reemplazando esos estereotipos por figuras de cartón pintado invertidas surgidas del mismo
marco simbólico, tal como lo hacen nuestros autores. Para Duneier, los vendedores
callejeros no son portadores del delito, sino adalides cuya misión es combatirlo; según
Anderson, la mayoría de los residentes del gueto son o desean ser «decentes», pese a que
las apariencias de la calle indiquen lo contrario, y según la visión de Newman, los
voluntariosos trabajadores remunerados con bajos salarios, lejos de estar en extinción,
inundan el núcleo deprimido de la ciudad y solo necesitan más empleos serviles para
romper las ataduras de la estigmatización y la pobreza. En los tres estudios, la investigación
sustituye una versión positiva de la misma figura social deformada que proclama derrocar,
aun cuando ilumina un espectro de las relaciones, los mecanismos y las significaciones
sociales que no pueden ser subsumidos bajo una variante ni diabólica ni santificada. Pero
contraponer a «la denigración oficial de la “gente de la calle”» (COS, p. 255) su
heoricización byroneana, convirtiéndola en paladín de las virtudes de la clase media y en
fuente de la decencia aunque viva bajo coerción, no es más que reemplazar un estereotipo
por otro.59 No nos saca de la lógica binaria de la categorización (en el sentido etimológico
de «acusación pública») y sus tropos mellizos de imputación y defensa, incriminación y
apología que, aunque satisfagan nuestras intenciones políticas y aspiraciones éticas, siguen
siendo antitéticos al deber sociológico de «ordenar analíticamente la realidad empírica» por
medio de la interpretación y la explicación, como Max Weber ([1904] 1946, p. 58)
recomendó hace ya tiempo.
La imposibilidad de construir una problemática propiamente sociológica
independiente del sentido común de los agentes (Duneier), del academicismo imperante
dedicado al estudio de la pobreza (Anderson) o de periodistas y formuladores de políticas
(Newman) deja un incómodo residuo que no puede sino resucitar los estereotipos
originales, puesto que hay una gran cantidad de hombres sin techo que no llevan a cabo
actividades comerciales «honestas» en la calle, de residentes del gueto comprometidos con
el «código de la calle» y de jóvenes que buscan procurarse subsistencia y éxito en la
economía ilegal en lugar de someterse a la humillación del trabajo asalariado precario. Este
residuo obliga a elaborar etnografías que constituyen una bifurcación de la identidad, en las
que los pobres son, primero, divididos en dos subgrupos, los buenos y los malos, antes de
que se nos revele que los buenos son exactamente como cualquiera de nosotros: los
vendedores callejeros vagabundos, la gente común y los trabajadores con bajos ingresos del
gueto tienen la misma sed moral de «autovaloración», el mismo apego a la «decencia» y la
misma «ética del trabajo» que el lector de clase media; tan solo sus «oportunidades» son
diferentes. Esto es lo que convierte los trabajos de Duneier, Anderson y Newman en fábulas
neorrománticas, diferentes de las narraciones decididamente románticas de la generación
liberal de las décadas de 1960 y 1970 que, en su mayoría, apuntaban a producir fábulas
unitarias de la diferencia, encapsuladas en las categorías de «estilo de vida» y
«subcultura», en ese momento centrales y ahora abandonadas (por ejemplo, Becker, 1964;
Suttles, 1968; Hannerz, 1969; McCord, 1969; Spradley, 1970; Hochschild, 1973;
Valentine, 1978). Esto conduce también a prescripciones para la formulación de políticas
que dejan intacta la base de desposesión material y exclusión racial de las metrópolis
estadounidenses o, lo que es peor, condenan la marginalidad urbana a su perpetuación, aun
cuando supuestamente la combatan.
En toda sociedad avanzada, el destino de los trabajadores, los desempleados y los
pobres depende de la capacidad de las fuerzas políticas progresistas de hacer uso de la
acción del Estado para atenuar la desigualdad económica, reducir las ostensibles brechas
sociales y proteger a los miembros más vulnerables de la comunidad cívica de la irrestricta
ley del capital y la ciega disciplina del mercado (Esping-Andersen, 1999; Gallie y Paugam,
2000). No es lo que ocurre en los Estados Unidos, según los tres libros examinados aquí,
puesto que recomiendan dejar esa descomunal tarea en manos de la autoayuda callejera, la
ingeniería moral local y el altruismo empresarial. Para Duneier la calle, que constituye una
combinación de oportunidades empresariales y sociabilidad elevadora de la moral, ofrece
un rápido remedio a la difícil situación «los sin techo». En el escenario de Anderson, el
regreso y el fortalecimiento de las «viejas cabezas» ayudarán a cambiar el gueto, aunque no
sin el concomitante regreso de empleos estables, algo que él enfatiza pero sin dar ninguna
clave de cómo podría suceder. Según Newman, las empresas que pagan bajos salarios
salvarán a la nación del flagelo de la pobreza urbana una vez que se les otorgue suficiente
libertad de acción y asistencia para explotar la voluntariosa mano de obra y las inexploradas
reservas de ganancias que representan los barrios pobres. Al dejar fuera del cuadro los
movimientos sociales, la política y el Estado y al aceptar como un hecho los niveles
extremos de desigualdad de clase, la etnografía urbana espontáneamente coincide con el
neoliberalismo ambiental y hasta lo fomenta. Y sus recomendaciones, ancladas en la
presunción de la responsabilidad individual, la centralidad de los «valores» y la
sacralización del trabajo, ayudan a legitimar la nueva división del trabajo para a la
domesticación de los pobres, conformada por una clase empresaria dictatorial, un Estado
disciplinario del workfare y una policía hiperactiva y un Estado punitivo, dejando a un
cosmético sector filantrópico y a las fundaciones privadas ocuparse de sanear el resto.
Tres factores dan cuenta de las limitaciones comunes a estos tres libros. El
primero es que, en consonancia con la norma establecida en ese sector de la investigación,
Duneier, Anderson y Newman ignoran alegremente las investigaciones de campo realizadas
en otros países sobre los temas que ellos abordan. Esta simplificación irreflexiva da lugar a
la falsa universalización de patrones y preocupaciones exclusivamente estadounidenses, en
particular, a la tendencia nacional a tratar cuestiones atinentes a la moral sin considerar
aquellas referidas a las clases, el poder y el Estado. Los estudios etnográficos sobre la falta
de vivienda, el comercio callejero, la violencia urbana, el trabajo mal remunerado y la vida
cotidiana en vecindarios relegados en Europa y América Latina no están limitados por una
visión moralista.60 Ello se debe a que: 1) otros campos intelectuales y políticos no censuran
los estudios que tienen en cuenta la base clasista y la implicación política de la
marginalidad urbana; 2) esos estudios no están escritos sobre el telón de fondo de una
cultura antiurbana que considera la metrópoli como un lugar de disgregación y desorden,
constitutivamente ultrajante para la moral; 3) el liberalismo individual no es el único
lenguaje posible para llevar a cabo el análisis y la crítica de la desigualdad; 4) los
investigadores no buscan convalidar compulsivamente la dignidad pública de los pobres -
dado que no presumen que sean «poco valiosos»- y por lo tanto no son propensos a limitar
sus análisis al desbaratamiento de los estereotipos negativos de los grupos marginales.
Tener de «la calle» una visión más amplia, internacional o, mejor aún, comparativa,
ayudaría a inyectar una necesaria dosis de reflexión crítica a los estudios estadounidenses
sobre la desposesión urbana y a identificar las limitaciones teóricas y políticas inscriptas en
sus premisas tácticas, sus categorías aceptadas y sus preguntas habituales.61 Revelaría,
también, en qué medida la avidez insaciable de las ciencias sociales norteamericanas de
personajes heroicos -individuos indómitos que superan adversidades descomunales y
resisten las fuerzas socioestructurales- da cuenta de su permanente apego a la trillada
creencia en el «excepcionalismo estadounidense» y en la ideología nacional de la
«oportunidad», aun frente a la contundente evidencia empírica de su deterioro en el nivel
más bajo de la configuración social urbana.62
Un segundo factor es la relación profundamente problemática que existe entre la
teoría y la observación en Sidewalk, Code of the Street y No Shame in My Game. Juntos,
estos tres libros ilustran muy bien los eternos desaciertos de la etnografía como
investigación social de campo cuando se realiza bajo la bandera del empirismo puro.63
Puede llegar a colocarse tan cerca de sus sujetos que termina repitiendo su punto de vista
sin conectarlo con el sistema más amplio de relaciones materiales y simbólicas que le dan
significado y significación, reduciendo el análisis sociológico a la recolección y el
ensamblado de nociones populares y lenguajes de motivaciones (Duneier). Puede llegar a
colocarse demasiado lejos y forzar las observaciones hasta hacerlas entrar en la cama de
Procusto de un esquema causal preconcebido que no hace justicia a las complejidades
detectadas en el terreno objeto de estudio (la tesis de desindustrialización-racismo de
Anderson). O puede dejar de lado la teoría en forma ostensible y quedarse empantanada en
las formulaciones producto de la doxa, basadas en la discusión pública del momento, pese a
presentar material que refuta directamente las categorías y los parámetros de esta última
(como ocurre con Newman y su incoherente noción de «trabajadores pobres»). La solución
aquí es reconocer que no existe etnografía alguna que no esté basada en la teoría (por más
imprecisa y lega que sea) y extraer las implicaciones que se deriven de ello, es decir,
trabajar humildemente para integrarlas en forma activa en cada paso de la construcción del
objeto, en lugar de pretender que se descubre teoría «fundamentada» en el campo, de
importarla al por mayor del período de la posguerra civil estadounidense o de tomarla
prestada tal cual viene de los debates acerca de las políticas públicas bajo la forma de
clichés.
Un argumento que suele esgrimirse frente a las críticas que apuntan a las
deficiencias teóricas de los estudios de campo es que estos trabajos son más «modestos» de
lo que las críticas sugieren, que su única ambición es recoger material empírico «fresco»
para «documentar» con precisión el funcionamiento interno de un mundo social local y que
por lo tanto es injusto reprocharles su falta de claridad conceptual y sus formulaciones
causales confusas, que no van más allá de un estrecho interés. Esta defensa se basa en la
idea, infundida por la formación profesional y sostenida por la modalidad de organización
de las carreras en los ámbitos académicos de los Estados Unidos, de que hacer un trabajo de
campo serio de alguna manera implica una licencia para desentenderse de la teoría; la idea
de que, así como los «teóricos sociales» no deberían embarrarse la manos en la
investigación empírica, pues de lo contrario no serían considerados verdaderos teóricos, los
etnógrafos no deben preocuparse por el sustento, la arquitectura y las implicaciones teóricas
de su trabajo. Esta suposición carece de fundamento y es profundamente dañina. Puesto
que, a pesar de Geertz, no existe nada que se parezca a una descripción, densa o ligera, que
no implique una teoría, entendida como un principio de pertinencia y un protomodelo del
fenómeno estudiado que permite elucidar su naturaleza, sus partes constitutivas y sus
articulaciones. Cada microcosmo presupone un macrocosmo que le asigna un lugar y
límites e implica una densa red de relaciones sociales que van más allá del lugar específico
que se está estudiando; cada corte sincrónico de la realidad observada ha incorporado en él
una doble «sedimentación» de fuerzas históricas bajo la forma de instituciones y agentes
encarnados investidos de capacidades, deseos y disposiciones particulares; de cada
propiedad que se ha elegido describir se predica sobre la base de intuiciones o hipótesis no
explicitadas, que orientan el recorte de determinados datos discretos de entre la infinidad y
multiplicidad del material empírico. No ejercitar un control teórico en cada paso del diseño
y la implementación de un estudio etnográfico -como ocurre con todos los otros métodos de
observación y análisis social- es abrirle las puertas a la ingenuidad teórica, por la cual las
nociones corrientes producto del sentido común proporcionan las respuestas a las preguntas
e influyen en decisiones cruciales respecto de cómo caracterizar, analizar y describir el
objeto de estudio (por ejemplo, en el caso de Duneier, la visión estadounidense común de la
moral como un medio para la construcción de la autovaloración). De más está decir que
lejos de ser antitéticas, una etnografía vívida y una teoría poderosa son complementarias y
que la mejor estrategia para que la primera sea sólida es fortalecer la segunda.64
Un tercer factor que contribuye a las deficiencias compartidas de Sidewalk, Code
of the Street y No Shame in My Game son los cambios radicales que han afectado el ámbito
de la publicación en los Estados Unidos durante la última década. Las editoriales
universitarias se han convertido en clones de las editoriales comerciales, en tanto que estas
últimas, absorbidas por los gigantescos multimedios, luchan denodadamente para mantener
sus márgenes de ganancias. El resultado es una puja delirante por publicar libros accesibles
sobre temas «sexy» y cuestiones controvertidas con posibilidades de atraer la atención de
un público amplio, educado, y generar así grandes ventas y éxitos comerciales rápidos
(Schiffrin, 2000). Ello crea sobre los académicos que investigan temas como los
examinados aquí una intensa presión para adaptar su trabajo a las expectativas del
«mercado generalizado» y no a las normas científicas del «mercado restringido» de su
disciplina, de acuerdo con la consolidada oposición que estructura cada campo de la
producción cultural (Bourdieu, 1994). Las políticas que rigen los criterios de publicación en
los Estados Unidos convierten cualquier volumen que combine temas referidos a los
negros, la violencia criminal y la pobreza en obras sumamente atractivas, en tanto que las
consideraciones económicas respecto de la venta de libros prescriben que, para tener éxito
frente a otro público, ese tipo de obras deben tomar la forma de un conjunto de fábulas
morales despolitizadas, repletas de viñetas acerca de pruebas individuales y desafíos
personales, espontáneamente concordantes con las categorías de juicio de la clase media
educada.[65 ] El premiado periodista Leon Dash (1996, p. 279) relata que a su editor «se le
dibujaba una expresión de placer en el rostro cuando eliminaba pasajes enteros de [su]
prosa: ‘Demasiado académico’, le decía». Es un secreto a voces entre los sociólogos que
«demasiada sociología» también es un refrán predilecto de los editores de las editoriales
comerciales que se muestran reticentes ante manuscritos que consideran demasiado
exigentes desde el punto de vista conceptual para el publico lego.
Ahora bien, no hay nada malo -más bien todo lo contrario- en extenderse más allá
de los estrechos confines de la propia disciplina académica, en abordar cuestiones sociales
fundamentales ni en encomendar a agentes literarios la negociación de lucrativos contratos
para publicar en una editorial prestigiosa. Siempre y cuando para ello no se restrinja
indebidamente la propia interrogación, no se reduzca la complejidad conceptual y no se
simplifique la escritura; en suma, siempre y cuando no se rebaje el nivel científico con el
pretexto de hacer del trabajo una obra fácil de leer, acorde con el interés del momento y
placentera. En el caso que nos ocupa, existen abundantes huellas de heterononomía
intelectual que dan lugar a la preocupante pregunta por los sacrificios analíticos que se han
hecho con el fin de producir libros aceptables para los periodistas y accesibles a los
neófitos. Por mencionar solo tres: la ausencia de análisis acerca del diseño y los datos, y la
llamativa escasez de referencias a obras académicas en The Code of the Street (lo que
conduce, por ejemplo, a presentar a la defensora de los niños Marian Wright Edelman como
una autoridad en materia de familias negras); las transcripciones de conversaciones tediosas
y vacuas (tales como el apartado de 11 páginas en el que se relata la elección de un árbol de
Navidad; SW, pp. 295-303) que prolongan innecesariamente Sidewalk y la absurda
reducción del método etnográfico a una variante del periodismo de investigación en su
apéndice metodológico;66 la adhesión acrítica de Newman a la noción ideológica de los
«valores de la familia» (incluso luego de que esta fuera discutida y rebatida por sociólogas
e historiadoras feministas como Kristin Luker, Judith Stacey, Linda Gordon y Stephanie
Coontz) y su correlativo rechazo a proveer la más ínfima justificación para resucitar un
concepto normativo de la cultura hace ya tiempo descartado por la antropología y otras
disciplinas culturales en favor de concepciones cognitivistas, semióticas, disposicionales y
discursivistas que lo ligan orgánicamente al poder y la diferencia (véanse Calhoun, 1996;
Joas, 1996; Daniel y Peck, 1996; Dirks, 1997; Bonnell y Hunt, 1999; Ortner, 1999).
Existe hoy un resurgimiento y florecimiento de la etnografía en los ámbitos
académicos estadounidenses, como lo atestigua el notable aumento de practicantes y
contratados en los principales departamentos de sociología, el cauteloso retorno de los
antropólogos al campo luego de años de rumia nihilista acerca de la imposibilidad del
análisis etnográfico, y su difusión y creciente popularidad en otras disciplinas como la
geografía, la historia, la educación, el desarrollo humano, los estudios sobre género, la
literatura, las ciencias de la salud, los medios, el derecho y hasta la administración y el
diseño.67 Incluso más que la investigación orientada a las políticas públicas, mucho más
regidos por criterios de pertinencia política y utilidad tecnocrática, los estudios de campo
presentados en un formato narrativo son la faz pública de la sociología.68 Esto constituye
para la etnografía una oportunidad única de contribuir a la conciencia colectiva mediante la
aplicación de lo que Durkheim llamó las «competencias especiales» de la sociología para
responder a debates fundamentales en torno de cuestiones cívicas. Pero esta oportunidad es
opacada por el riesgo de caer en el esoterismo, por el abandono de esas mismas
competencias en favor de la comodidad de la «sociología de revista» (ampliamente
difundida en el campo intelectual francés contemporáneo, donde prevalece la mezcla de
géneros), y por los relatos de historias socialmente coloreadas, basadas en el «interés
humano», en los que el racionalismo cede su lugar al sentimentalismo, la narración
predomina sobre el análisis y los testimonios desplazan a la teoría. Hace un siglo,
Durkheim se quejaba de que, cuando floreciera, la sociología se vería amenazada por un
«excesivo éxito mundial». La tradición etnográfica en las ciencias sociales estadounidenses
enfrenta hoy el mismo problema.
Este peligro se torna más inminente a la luz del «código [no escrito] de la
escritura sobre los pobres (negros)» de la sociología estadounidense, que puede extraerse de
estos tres libros y de la recepción entusiasta que han tenido. Ese código implica cinco reglas
cardinales. Primero, debes estudiar su moral y separar los valiosos de los no valiosos
(aunque con una terminología menos abiertamente enjuiciadora). Segundo, debes resaltar
los actos de los pobres valiosos, exaltar su lucha, fuerza y creatividad, y enfatizar las
historias exitosas, aunque sean marginales y no generalizables. Tercero, debes dejar de lado
escrupulosamente cuestiones relacionadas con el poder y la dominación, y por lo tanto
reprimir meticulosamente las raíces y dimensiones políticas del fenómeno (y por
consiguiente la exhortación ritualizada a la «apertura de la oportunidad»). Cuarto, debes a
un tiempo subrayar empíricamente y eufemizar analíticamente la intrusión y especificidad
del sojuzgamiento racial. Y por último, pero no menos importante, debes dar buenas
noticias y dejar al lector con la sensación tranquilizadora de que hay remedios individuales
y locales disponibles para aliviar, si no resolver, una situación social compleja. Estos
preceptos de la etiqueta académica inscriben la visión centenaria y racional de la pobreza y
la división racial en los Estados Unidos dentro de su sociología, asegurando la apacible
expurgación de todo cuanto pudiera llegar a rasguñar este cimiento de autoentendimiento
nacional. En su extraña conjunción bajo la égida del empirismo, el moralismo y la
despolitización paradójicamente transforman la investigación social en un ejercicio
infinitamente renovado de denegación social y exorcismo colectivo (de la mala fe de clase,
la culpa racial y la impotencia liberal). Juntos, permiten que demasiados estudiosos de las
ciencias sociales estadounidenses mantengan su cabeza sumergida profundamente en las
arenas movedizas del sentimentalismo, aun cuando sus propias observaciones revelen la
condición devastada del subproletariado urbano que asedia sus barrios privados y sus
campus.
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notes
LOIC WACQUANT
Sinopsis
INTRODUCCIÓN 1
1. LOS SANTOS DE GREENWICH VILLAGE:
1.1.1.2.1.3.1.4.1.5.1.6. 2. BUENOS, MALOS Y FEOS EN LA FILADELFIA
NEGRA:
2.1.2.2.2.3.2.4.2.52.6. 3. CIUDADANOS MODELO OCULTOS EN HARLEM:
3.1.3.2.3.3.3.4.3.5.3.6.3.7. 4. ALGUNOS DESACIERTOS PERMANENTES DE LA
ETNOGRAFÍA URBANA
Bibliografía
Notas a pie de página