Un Partido Sin Papá

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Ese viernes se jugaba un partido muy importante, que definía

el campeonato. Mi hermano mayor y mi hermana del medio se peleaban Claudia Cesaroni

Un partido
a los gritos. Cuando está papá se ríe mucho de las peleas, hasta que se enoja
y dice una frase que me causa gracia: ¡Las cosas ya pasaron a mayores!
Entonces pega unos gritos y listo.
Pero esa noche papá no estaba. Y cuando le pregunté a mamá por qué
no estaba, ella me contestó como me contesta cuando no quiere

sin papá
que yo le pregunte: Andá a jugar, vos…

Claudia Cesaroni nació en Quilmes, provincia de Buenos Aires, en 1962.


Tiene un hijo y un nieto. Siempre le gustó escribir: en 7º grado hizo

Claudia Cesaroni
un poema que le publicaron en el periódico de su escuela, la Nº 47, Coronel
Pedro Zanni de Bernal; y en la secundaria dirigió el periódico Etcétera,
en la Escuela Normal de Quilmes. De grande trabajó de abogada, periodista
y algunas otras cosas. Publicó libros para adultos, y este es el primero
que escribe para que lo puedan leer niños y niñas y también adultos.
Es gallina a morir.

Ilustraciones de Diego Moscato


Un partido sin papá
Claudia Cesaroni

Un partido
sin papá
Cesaroni, Claudia Rosana
Un partido sin papá / Claudia Rosana Cesaroni ; ilustrado por Diego Moscato.
- 1a ed. - Temperley : Tren en movimiento, 2014.
72 p. : il. ; 24x17 cm.

ISBN 978-987-29614-9-7

1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Moscato, Diego, ilus. II. Título


CDD A863

Fecha de catalogación: 28/07/2014

© Del texto, Claudia Cesaroni, 2014


ccesaroni@yahoo.com
Tw: @ccesaroni
Fb: Claudia Cesaroni

© De las ilustraciones, Diego Moscato, 2014


www.diegomoscato.blogspot.com.ar
moscatodiego@gmail.com

© De esta edición, Tren en movimiento, 2014


www.trenenmovimiento.com.ar
trenenmovimiento@gmail.com

ISBN 978-987-29614-9-7

Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons


Atribución-No Comercial-Sin Derivadas 3.0.

Proyecto editorial: Claudia Cesaroni + Tren en movimiento


Edición: Ana Lucía Salgado
Diseño: Alex Schmied

Impreso en América Latina.


Hecho el depósito que marca la Ley 11.723.
índice
Un partido decisivo sin papá –5
Hombres de negro –16
¡Al fin apareció papá! –28
De visita –35
¿Y esto qué es? –44
El lugar donde está mi papá –54
Adriana, la amiga de la combi –60
Los martes en la Asociación –65
Final abierto –70
Para Nico, Aili y Joaco,
porque sus broncas,
sus preguntas
y sus descubrimientos
son los de Santi, Luciana y Manuel.
Un partido decisivo sin papá

Ese viernes jugaban River y Racing, y era un partido muy im-


portante, porque si ganaba Racing podía ser campeón, pero si
ganaba River lo pasaba por un punto, y entonces el campeón
podía ser River. Parece que en una época, mucho antes de que
yo naciera, Racing jugaba muy bien, como si diera clases de fút-
bol, y de ahí le quedo el nombre de Academia. Lo de River es
más raro: les dicen gallinas, porque en un partido importante,
también hace muchos años, iban ganando, y después perdieron
y se quedaron sin nada. O sea, les dicen gallinas porque se supo-
ne que se asustaron y perdieron. Lo raro es que los hinchas de
River (y las hinchas, como mi hermana del medio), se llaman
ellos mismos gallinas, como si les gustara… Mi hermana dice
Yo soy gallina a morir. Así que no me queda muy claro si es algo
feo, como decir caquita. A veces en el jardín, los de la sala de
5 les decíamos eso a los de la sala de 4, cuando no se querían
tirar del tobogán cabeza abajo… Ahora estoy en tercero de la
primaria, y los que nos dicen esas cosas a nosotros son los más
grandes, los de sexto o séptimo, por ejemplo, cuando al fin nos
dejan jugar con ellos al fútbol y nos pegan patadones en los to-
billos, o nos sacuden un poco y, de vez en cuando, lloramos.
Pero nosotros no lloramos de miedo, sino de bronca.
Siempre que juegan River y Racing en casa se arma un lío bár-
baro, porque mi hermano mayor es de Racing y mi hermana del
medio de River, y se pelean a los gritos. Cuando está papá —que

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es de Racing, pero no tanto como mi hermano mayor—, se ríe
mucho de las peleas entre mi hermano y mi hermana; hasta que
se enoja y dice una frase que a mí me causa gracia: ¡Las cosas ya
pasaron a mayores! Entonces pega unos gritos y listo.
Pero esa noche mi papá no estaba. Yo le pregunté a mi
mamá por qué papá no estaba, y ella me contestó como me
contesta cuando no quiere que yo le pregunte. Me mira, suspi-
ra, sigue con lo que está haciendo —cocinando, leyendo algo,
lavando platos o mirando la tele—, y me dice Andá a jugar,
vos… o ¿Ya hiciste los deberes, vos? o, como me dijo esa noche:
Andá con tus hermanos, vos……Cuando me contesta así, dice
vos como si no me quisiera. Es mi mamá y supongo que me
quiere, pero cuando me habla así yo me pongo triste. A veces
incluso me dan unas ganas bárbaras de llorar, pero me aguan-
to, porque además de tristeza me da rabia que me trate así, y la
rabia me tapa el llanto. Se me va si me río con mis hermanos,
o si mi papá agarra su bici, me sube atrás y me lleva a dar una
vuelta por ahí o si mi mamá me sonríe. Porque no siempre
me habla con ese tono feo. Otras veces me mira y me sonríe.
Incluso a veces me abraza fuerte. Muy pocas, la verdad.
Como esa noche no tuve suerte con mi mamá, probé con
mi hermano mayor. Pero justo le fui a preguntar mientras es-
taba pasando una cosa increíble: resulta que hubo un tiro libre
a favor de Racing, y en la misma jugada echaron al arquero de
River, así que se había puesto el buzo de arquero otro jugador.
Todo el mundo pensó que era re fácil que Racing hiciera el
gol, porque si te echan a tu arquero, y el contrario tiene un
tiro libre que casi es un penal, por lo cerquita y derecho al
arco que está el jugador que va a patear, bueno, eso es un gol
cantado. Pero no. El jugador de Racing pateó medio mal, la
pelota rebotó en la barrera y la agarró un jugador de River, un
flaquito que salió corriendo como loco, dejando jugadores de
Racing en el camino, hasta que llegó a la otra área, gambeteó

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al arquero y metió un gol. En seguida llegaron las puteadas
de mi hermano mayor y los saltos de canguro de mi hermana
del medio, que festejaba el triunfo y entonces no era el mejor
momento como para que yo anduviera con preguntas.
Así que nadie —ni mi mamá ni mi hermano mayor ni mi
hermana del medio— me contestaron lo que yo pregunté o
intenté preguntar: dónde estaba papá esa noche de un partido
decisivo que terminó con mi hermano muy enojado (creo que
hasta se le escapó una lágrima, aunque no lo vi), y mi herma-
na con una sonrisa gigante, cantando canciones de cancha y
gorda (ella, que es re flaca) de felicidad.

Ese viernes jugaban Racing y River, y era un partido por el


campeonato, porque estábamos un punto arriba de River y si
le ganábamos nos íbamos a cuatro. Mi viejo y yo somos de Ra-
cing, mi hermana se quiso hacer la distinta y se hizo de River, y
mi vieja y mi hermanito no son de ningún equipo.
El partido estaba empatado, hasta que a minutos del final
tuvimos un tiro libre a favor, cerca del área de ellos, pero lo
desperdiciamos como principiantes, así que lo que era una
posibilidad para nosotros terminó en gol de River, y se nos
fue el campeonato de las manos. Yo me quería matar, encima
mi viejo no estaba y tuve que soportar yo solo a mi herma-
na, que por supuesto no entiende nada de fútbol, pero sí sabe
cuándo un partido es importante y lo que es un gol. Así que se
puso a gritar y a saltar y a cargarme y me la tuve que bancar
calladito, porque cuando parecía que el gol era nuestro y que solo
bastaba con empujarla para que entrara y que nos llevábamos
ese partido decisivo, yo la había estado bardeando a ella.

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Cuando terminó el partido me quedé re caliente, con una
bronca bárbara, así que me saqué de encima a mi hermanito
que no sé qué me quería preguntar y me fui al patio para que mi
hermana no me siguiera molestando. Volví al comedor recién
cuando me aseguré de que se había ido a dormir, y me encon-
tré con Manuel que se había quedado frito en el sillón donde
duermo yo, que soy el único que no tiene habitación. Así que lo
levanté y medio dormido lo llevé a su cama. Me costó un mon-
tón dormirme, eran la una, las dos, las tres y seguía con los ojos
como platos, y encima mi viejo no llegaba. Eso no era raro, mi
viejo muchas veces llega tarde y nos vamos a dormir sin verlo.
Cuando pasa eso, nos despierta a la mañana con facturas, y si le
preguntamos algo nos cuenta que se le hizo tarde en el laburo.
Pero esa noche me hubiera gustado que llegara, no sé si por el
partido y la bronca que tenía o por qué, pero me hubiera gusta-
do y creo que me hubiera dormido más tranquilo……
Cuando mi viejo no llega el hombre de la casa soy yo. Eso
me lo dijo una vez que me llevó a un café a conversar a solas:
que cuando él no estaba, yo era el hombre de la casa y tenía que
cuidar a la abuela, a mi mamá, a mi hermana y a mi hermanito.
A mí eso me dio orgullo, pero la verdad es que soy bastante
vago como para andar ocupándome de mi familia. No le dije
que no, pero pensé que mi vieja es mucho más capaz que yo de
hacerse cargo de las cosas de la casa y de todo lo demás.
Al final me dormí. Y me desperté de la peor manera.

En casa yo soy minoría, porque papá y mi hermano mayor son


de Racing, a mamá no le gusta el fútbol y Manuel no cuenta.
Yo me hice de River cuando tenía 6 años, porque me gustaba

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como sonaba. ¡En serio!: Racing me parecía una palabra fría,
y River me parecía una palabra tibia. Cuando me preguntan
por qué yo soy de River, si papá y mi hermano mayor son de
Racing, yo lo explico así, por cómo me sonaban los nombres,
porque eso es lo que me acuerdo: que decidí hacerme de Ri-
ver aunque no había nadie en la familia de River, ni el equipo
había salido campeón, ni nada por el estilo. Mi hermano es
fanático de Racing, papá no tanto. Incluso me llevó varias ve-
ces a la cancha a ver a River. Una vez fuimos a La Plata, y tu-
vimos que salir corriendo porque se armó lío con la hinchada
de Gimnasia y la policía nos corrió con los caballos. Me pegué
el susto de mi vida y mamá casi lo mata a papá. Otra vez me
llevó a la cancha de Huracán, y otra vez al Monumental, la
más linda de todas.
Este partido era fundamental para nosotros. De pronto se
vino la noche. Hubo una falta cerca del área y el arquero de
River protestó y pegó una patadita y lo echaron, así que nos
quedamos sin arquero y con un tiro libre que casi seguro iba
a entrar. Mi hermano me empezó a cargar por adelantado. Yo
estaba callada, mordiéndome las uñas. Y entonces pasó algo
increíble. La pelota no entró en el arco, sino que rebotó en la
barrera, y la agarró un jugador de River que se llamaba Cuevas
y le decían Cuevitas, que salió corriendo como esos guepardos
que vemos a veces con mi mamá en Animal Planet, solito, y
entonces, el gol que iba a hacer Racing se convirtió en gol de
River. No sé cuánto duró esa corrida, pero mi hermano y yo
nos quedamos con la boca abierta, como paralizados, porque
todo —el ful, las protestas de River, la expulsión del arque-
ro, la decisión de quién iba al arco, el tiro libre, el rebote, la
carrera enloquecida del jugador de River, el amague al arquero
de Racing, el gol—, todo había pasado en poquísimo tiempo.
Y cuando al fin entró la pelota el que se quedó callado fue mi
hermano y yo empecé a gritar como una loca, me tiré al piso,

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canté oléoléolérriverriver, y en seguida terminó el partido y yo
estaba feliz de la vida, y mi hermano furioso.
Así de contenta me fui a dormir a mi camita. Ni me imagi-
naba cómo me iba a despertar.

Mi abuela Ada vive en el departamentito de atrás de mi casa,


pero ni se me ocurrió ir a preguntarle dónde estaba mi papá.
Primero, porque hacía un frío bárbaro y para ir a lo de mi abue-
la tenía que cruzar el fondo, o sea, el pasillo con jardín que hay
entre mi casa y la suya, y me iba a congelar. Y segundo, porque
sabía que mi abuela me diría Preguntale a tu mamá. Y de ahí no
se iba a mover. La abuela es la mamá de mi papá, pero la verdad
es que se lleva re bien con mi mamá. Muchas veces, en los pro-
gramas de tele que se ven en casa cuando no se ve fútbol, hacen
chistes de suegras. Pero en el caso de mi abuela, que es la suegra
de mi mamá, se lleva mejor con ella que con su propio hijo.
A mis hermanos y a mí nos encanta hacer este juego: adi-
vinar quién es una persona, diciendo de quién es pariente, de
la manera más enredada posible. Por ejemplo, mi hermano
mayor dice: ¿Quién es el hermano menor de la hija del hijo
de la suegra de mi mamá?1 Yo casi nunca adivino, la que casi
siempre responde es mi hermana, o sea, la hija del hijo de la
suegra de mi mamá…
Así que esa noche en que pasó eso que puso tan feliz a mi
hermana y tan enojado a mi hermano, papá no estuvo en casa

1. ¿Adivinaron? ¡Soy yo!

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y nadie me dijo qué estaba pasando. ¿Por qué papá, que sabía
que ese partido era tan importante, no estaba allí para ver-
lo con nosotros? Mucho más después del esfuerzo que había
hecho para conseguir el aparatito para poder verlo. Creo que
se llamaba decodificador o algo así, y costaba plata, y además
había que pagar la cuota del cable, y un poco más para ver
los partidos más importantes, esos que se llaman clásicos. Yo
no me acuerdo muy bien cómo era eso, ya me olvidé, porque
ahora es distinto. Ahora hay algo que se llama Fútbol para To-
dos y no hay que pagar nada para ver todos los partidos, y eso
enoja mucho a mi mamá porque dice que tooodo el santo día
hay fútbol, y que está podrida. Es que preferiría ver otra cosa:
novelas (aunque no sé para qué, porque llora como si se cre-
yera que lo que pasa ahí es verdad; o como si fuera amiga o
hermana de las actrices), o hasta noticieros, porque eso, dice
ella, por lo menos me mantiene informada. Tampoco sé para
qué, porque los noticieros siempre cuentan lo mismo: robos y
muertes, y mi mamá se pone mal, casi tanto como con las no-
velas. Es raro, porque con los noticieros, que muestran cosas
reales, no llora, sino que se enoja y termina apagando la tele.
Hasta que empieza un partido de fútbol en la Argentina, o en
cualquier otro país, y mi hermana, mi hermano o mi papá
agarran el control remoto y chau.
Ver todos los partidos gratis puso muy feliz a mi papá, y
sobre todo a mi hermano y mi hermana, que son los más fa-
nas del fútbol en casa. A mí me da igual. A mí lo que más me
gusta es que nos sentemos juntos a ver la tele. Y como soy el
más chico, mi papá todavía me hace a upa. Ya sé que no soy
un bebé como me dice mi hermano cuando me hace burla.
Pero igual me encanta que mi papá me levante, me apriete, me
revuelva todos los pelos y me dé unos besos que me dejan los
cachetes bien colorados. Mi papá es muy cariñoso, y yo creo
que mi hermano me hace burla porque le da envidia y celos.

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Él sí ya es grande para que mi papá le haga todo eso: casi es tan
alto como él y hasta le salió el bigote (una pelusa, como le dice
mi hermana para hacerlo enojar). Tiene 14 y está en segundo
año de la secundaria, así que no va a pretender que mi papá lo
abrace como a mí.
Y mi hermana… bueno, mi hermana tiene 11 años, todavía
se hace la mimosa, pero es mujer, y yo siempre escucho que
las mujeres son las preferidas de los padres. Debe de ser cierto.
Mi mamá, por ejemplo, extraña un montón a su papá, que se
murió hace más de diez años. Se llamaba Silvio. A mí me da
bronca que se haya muerto, porque me hubiera gustado cono-
cerlo. Mi hermana tampoco se acuerda de él, porque era una
bebita de meses cuando mi abuelo se murió. El único que lo
conoció fue mi hermano, era muy chiquito, pero al menos hay
fotos en las que se ve a mi abuelo teniéndolo a upa. Mi mamá
guarda algunas cosas que su papá le regaló: un bote chiquito
de madera, que hizo él, con el remo y todo; un cuadrito de una
casa, que también pintó él, y que atrás dice A mi hija querida,
con amor total; y un montón de cartas que le mandaba cuando
mi mamá se iba de vacaciones con sus abuelos. Una vez escu-
ché que le contaba a mi hermano que ella, de chiquita, nunca
pero nunca se había podido ir de vacaciones con su papá y su
mamá, como hacemos nosotros, porque no tenían plata. No-
sotros vamos a San Clemente del Tuyú o a Santa Teresita, que
son lugares donde hay mar, pero todo es más barato. Vamos en
carpa; mi mamá dice que ya está un poco vieja para la carpa,
que le duele la espalda, que está cansada de cocinar… pero mi
papá al final siempre la convence, y entonces vamos con nues-
tras dos carpas. En una duermen ellos (y a veces se escucha
que mi mamá se ríe mucho, así que supongo que tan mal no
la pasa) y en otra carpa dormimos nosotros tres: mi hermano,
mi hermana y yo. La verdad es que yo quisiera mudarme a la
carpa de mi mamá y mi papá, porque en la otra hay un olor

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asqueroso y un lío de ropa toda mezclada, húmeda y sucia.
Pero solo una vez, cuando era más chiquito, logré que me de-
jaran cambiarme. Y lo logré porque lloré tanto pero tanto que
al final me dejaron entrar porque los vecinos de la carpa em-
pezaron a chistar y a gritar para que me calle. Ahora que tengo
8 más vale que no me voy a poner a llorar y me quedo en el
molde, o más bien en la carpa…
Mi mamá y su hermano Pablo se iban de vacaciones todos
los años con la abuela Carmen y el abuelo Franco, que eran la
mamá y el papá de su mamá. Pasaban todo enero en Mar del
Plata, en un hotel sindical. Pero el abuelo Franco no se quedaba
todo el tiempo en Mar del Plata, porque tenía que trabajar en
Buenos Aires. Iba y venía y en cada viaje llevaba cartitas y di-
bujitos de mi mamá y mi tío, o sea, el hermano de mi mamá, a
Buenos Aires, y a la vuelta, traía cartas de su papá y su mamá, o
sea, de mi abuelo y de mi abuela. Y las cartas de mi abuelo eran
re divertidas: las escribía en un rollo de papel laaargo, como un
papel higiénico pero más angosto, que me dijo mi mamá que
lo sacaba de su trabajo, y le decía cosas así: Respecto a tu letra
te diré que en la última carta está un poco más acostada hacia la
izquierda. Sería conveniente ponerle a cada palabra una almo-
hadita para que no se acuesten del todo. Cada vez que mi mamá
me lee lo de las letras recostadas sobre almohaditas, a mí me da
un ataque de risa, porque me imagino cada letrita apoyada en
una almohada, descansando… En las cartas que mi bisabuelo
le llevaba a mi mamá cuando estaban en Mar del Plata de va-
caciones, mi abuelo también se burlaba un poco de mi abuela,
porque se la pasaba haciendo dietas para adelgazar: Mamá está
practicando un nuevo régimen para adelgazar, es fenómeno. Al
empezar pesaba 89 kg, después de quince días de ayuno, su peso
es de 88,975. Como podrás observar las esperanzas son amplias.
De acuerdo a un cálculo hecho, deberán pasar unos 145 años para
rebajar 10 kg. En fin, tengamos paciencia y tiempo para esperar.

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Bueno, volviendo a esa noche en que River le ganó a Ra-
cing, la cosa es que nadie me explicó por qué papá no estaba
con nosotros. Yo me cansé de esperarlo, y me quedé dormido
en el sillón.

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Hombres de negro

Cuando me desperté ya no estaba en el sillón sino en mi cama,


y mi mamá corría gritando de un lado para el otro. Estaba todo
oscuro y los gritos no eran para despertarnos a nosotros como
cada mañana, sino por el susto que tenía. Yo también grité: por-
que me asusté con los gritos de mi mamá, sumados a los gritos
de mi hermana y a la cara de mi hermano, que no gritaba, pero
estaba blanco. Pero blanco en serio, eh. O sea, no es una manera
de decir, sino que estaba blanco como las hojas cánson, esas que
me piden para dibujar en la escuela y que son re blancas. Blanco
como el guardapolvo cuando me lo pongo el lunes. El blanco de
los lunes dura solo eso: un día. O menos, porque cuando vuel-
vo de la escuela el lunes a la tarde —mi hermana y yo vamos a
escuela de jornada completa, así que comemos en el comedor
de la escuela, y volvemos a casa a las cuatro y cuarto— el guar-
dapolvo ya está de un color medio entre gris y marrón.
El susto era porque había como diez tipos entrando en nues-
tra casa, vestidos de negro como si fueran personajes malos de
dibujitos animados, pateando la puerta, diciendo malas pala-
bras y gritando ¡¡¡Todos al piso!!!, mientras nos apuntaban con
ametralladoras o algo parecido. Así que yo me desperté cuando
mi mamá me agarró, me apretó fuerte y, gritando y llorando,
me tiró al piso y me tapó con su cuerpo. La verdad es que mi
mamá está un poco gordita, así que me aplastó bastante.
Entre los gritos de los hombres disfrazados y los de noso-
tros, me parece que nadie entendía nada. Yo, por lo menos,

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no. Solamente tenía miedo. Tanto que me hice pis encima. Me
dio una vergüenza bárbara, porque para eso sí que soy grande,
pero se me escapó sin querer, de pronto. Estaba tirado en el
piso, arriba de mi propio pis; mi mamá encima de mí; los tipos
gritando y apuntándonos; mi hermana llorando a los gritos; y
mi hermano quieto y blanco de terror. Le gritaban que se tire
al piso y él no se movía. Parecía una de esas estatuas que hay
en algunas plazas. Yo tengo una preferida, y me gusta quedar-
me un rato mirándola. Es muy simpática y cada vez que me
ve, aunque yo no ponga moneditas en la lata que tiene en la
vereda, me guiña un ojo y me sonríe. Yo siempre le dejo algo,
aunque sea un caramelo, porque cuando me sonríe me pongo
re contento.
Pero ahora no había plaza, ni sonrisas, ni alegría. Los seño-
res parece que se pensaron que mi hermano era muy peligroso,
o que se estaba haciendo el vivo porque no les obedecía, así que
uno le dio un empujón y lo tiró al piso, y le puso un pie enci-
ma de la espalda. Cuando mi mamá vio eso les gritó de todo.
Que era un nene. Que no lo tocaran. Que cómo se metían con
una mujer y sus hijos. Que eran bestias. Que si no tenían ma-
dre. Que qué buscaban. Los tipos no contestaban. Salvo uno,
que le dijo a mi mamá que no se hiciera la loca, porque sino
la iba a meter presa y a nosotros nos iba a llevar a un hogar.
Dijo hogar, que es una palabra que cuando uno la escucha en
un aviso donde se ve a familias felices suena muy linda, pero di-
cha por ese señor sonó horrible. Creo que de solo imaginar que
nos podían llevar lejos de ella, mi mamá se asustó tanto que no
solo dejó de gritar, sino que se quedó muda. Si ese señor quería
que se callara, lo había logrado.

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Primero escuché golpes en la puerta, y me desperté asustado
porque parecía que se me venía la casa encima. En seguida,
además de golpes, escuché gritos e insultos. No sabía si eran
ladrones, si era el viejo que venía con alguno de sus amigos
y se había olvidado la llave o qué. Medio dormido y medio
despierto y en el segundo que tardé en decidir si esperaba un
poco a ver qué pasaba o me levantaba a buscar a mi vieja,
unos tipos tiraron la puerta abajo. Así como les digo: la puerta
parecía de cartón y se vino abajo, y entró un grupo de policías
vestidos de negro, gritando, con unas linternas que me pusie-
ron en la cara mientras se metían en mi casa. En ningún mo-
mento dejaron de gritar, de romper cosas y de apuntarme con
armas largas. Yo no podía ni moverme del pánico que tenía y
los tipos me gritaban algo que no entendía entre tantos gritos.
No me moví porque me dio terror de que me dispararan. Me
quedé quieto, como paralizado. Mientras, los tipos avanzaron
por la casa, y apareció mi vieja, que a su vez gritaba. Bajen esas
armas, no ven que hay chicos, van a hacer un desastre, decía,
y eso lo entendía bien, porque mi vieja gritaba pero no tanto
como los tipos. Uno me empujó y me tiró al piso y me puso
una bota en la espalda mientras me decía Quedate quieto, hijo
de puta, no se te ocurra moverte porque te quemo. Mi vieja me
vio en el piso y empezó a gritarles más fuerte, pero ahora yo
tampoco entendía lo que decía ella. Desde el piso, con las ma-
nos en la cabeza como me había dicho el tipo que me pisaba, y
pensando dónde mierda estaría mi viejo, trataba de entender
qué era lo que estaba pasando.

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Aunque mamá me dice que no lo haga, yo a veces me voy a la
cama con los auriculares puestos. La noche anterior estaba tan
contenta con el triunfo de River que no me podía dormir, así
que me puse a escuchar a One Direction y me quedé dormida
sin sacármelos. Se ve que por eso, y porque soy como mi abuela,
que cuando se queda dormida no hay nada ni nadie que la des-
pierte, no escuché lo que estaba pasando en el comedor hasta
que entró mi mamá y me arrancó de la cama, primero a mí y
después a Manuel. Me pegué un susto bárbaro, porque aunque
mamá a veces me despierta a los tironeos después de llamarme
durante horas, como dice ella, ese día no hubo ningún llamado
previo. Ni uno: directamente me sacó de la cama como si yo
fuera una muñeca, y a mi hermanito también, y nos llevó al
comedor. Ahí empecé a llorar y ya no pude parar, porque vi un
montón de hombres que parecían locos, algunos con unifor-
mes negros y cascos; otros vestidos con ropa común, todos con
armas y gritando cosas horribles, insultando a mamá, a papá,
a Santi y rompiendo nuestras cosas. Uno le ponía un pie en la
cabeza a mi hermano, que estaba tirado en el piso, y a Manuel y
a mí nos hicieron sentar en el piso, mientras el resto empezó a
recorrer la casa tirando y rompiendo todo.
Todo quiere decir cosas muy importantes para nosotros.
Por ejemplo, el televisor, que lo tiraron al piso y le pegaron con
las armas hasta romperlo. Después fueron al armario donde
mamá guarda los paquetes de fideos, yerba y azúcar, y las latas
de tomates, atún, arvejas y garbanzos, los frascos de aceitunas,
mayonesa y mermelada, y las botellas de aceite y de vino. Papá
a veces se ríe y le pregunta si ella alguna vez estuvo en la gue-
rra, por eso de acumular comida. Pero ella le dice que odia (mi
mamá tiende a exagerar un poco las cosas, me parece) que se

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le termine, por ejemplo, la yerba, y no tener un paquete de re-
puesto, y lo mismo con el resto de las cosas que más se usan en
casa, así que siempre compra uno de más. A veces pasa que las
cosas se vencen antes de usarlas, pero casi nunca. Imaginen el
enchastre que hizo todo eso tirado al piso: el aceite mezclado
con la yerba y el azúcar, las latas abolladas, los frascos rotos.
Una porquería.

Mi cajón de juguetes lo dieron vuelta y rompieron mis pelu-


ches, incluso el que yo más quiero, que es Homero, un muñe-
cote grande, rojo, que me había hecho una abuela postiza que
yo tengo que se llama Carmela, cuando cumplí un año. Menos
mal que yo no vi cuando hacían eso, porque me hubiera pues-
to a llorar más fuerte todavía. Me enteré después, y mi mamá
y mi abuela lo cosieron como pudieron, así que Homero ahora
tiene una cicatriz en la panza, como si lo hubieran operado de
apéndice.
Una vez que todos estábamos en el piso, en el medio de ese
lío, y solo se escuchaba nuestro llanto, el mismo tipo que había
hecho callar a mi mamá, le preguntó a los gritos dónde estaba
mi papá. Se lo preguntó de un modo muy feo, no lo llamó
por su nombre, sino que dijo Dónde está ese hijo de puta. Mi
mamá le contestó una y otra vez No sé, no sé, no sé. Los tipos
se habrán cansado de escucharla decir lo mismo, porque le
dijeron que se levantara, y que se tenía que ir con ellos. Enton-
ces mamá le dijo al que mandaba que antes tenía que avisarle
a mi abuela. La abuela no se había despertado, con todo ese
ruido. A mi abuela le podés pasar con una corneta por al lado
cuando está durmiendo y ni se entera.

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La cosa es que cuando mi mamá les dijo a los tipos que te-
nía que avisarle a la abuela, ellos habrán pensado que tal vez mi
papá estaba allí, en la casita del fondo.

La abuela vive en el fondo, pero como tiene una entrada aparte,


los tipos —que a esa altura yo ya tenía totalmente claro que
buscaban al viejo por alguna cagada que se había mandado—
no se habían dado cuenta, o no entraron porque en un papel
que tenían, que parece que era una autorización para entrar a
las patadas en mi casa, no estaba el número de la casa de mi
abuela. Después me enteré que ese papel era una orden de alla-
namiento y que la firmaba un juez. Lo que no sé es si en el pa-
pel decía que los policías pueden entrar así, rompiendo todo…
A la casa de mi abuela nosotros podemos ir cruzando el
patio y el jardín que nos separa, pero si vienen visitas —mi
abuela tiene un grupo de amigas con las que juega a las cartas
todos los viernes, y una kinesióloga que le hace masajes dos
veces por semana— entran por una entrada distinta a la nues-
tra. Nosotros vivimos en Bernal, en la calle Funes 114 y mi
abuela, en el 116. Las boletas de luz, gas y teléfono y las cartas,
también llegan a cada casa por separado. Entonces los tipos
le dijeron a mi vieja ¡¡¡Vamos!!!, en el mismo tono prepotente
que usaron todo el tiempo. Mi vieja les dijo que la casa de mi
abuela era independiente, y les preguntó si ellos tenían una
orden para ingresar allí. También les dijo que la abuela sufría
del corazón y que, si ellos entraban a las patadas, iban a ser
responsables de cualquier cosa mala que le pasara. Se los dijo
muy seria y usando palabras como allanamiento, como si fue-
ra una abogada y todo. A mi viejo lo que más le gusta ver en la

22
tele, después del fútbol, son las series de abogados. Bueno, ese
día mi vieja usó todas esas palabras y tal vez por eso los tipos
un poco se asustaron, y entonces le pidieron que los acompa-
ñara, y en lugar de romper todo, fueron caminando con ella
hasta el fondo.

Cuando fueron para lo de mi abuela, mamá sacó su llave, les


dijo que esperaran afuera y entró. Fue raro: a partir de deter-
minado momento, cuando mi mamá dejo de gritar y se puso
muy seria, empezó a hablarles a los tipos con tanta seguridad,
que hasta parecía que la que mandaba era ella. Los tipos es-
taban allí, con sus armas en la mano y sus escudos y las ca-
puchas que daban miedo; y mamá estaba con su camisón y el
salto de cama que se había logrado poner para taparse; y era
mucho más bajita, y tenía muchísimo miedo, pero igual pare-
cía gigante al lado de ellos.
Cuando mamá y los tipos entraron a la casa de mi abuela,
a pesar de que no gritaron ni rompieron nada, mi abuela les
dijo de todo: que cómo se atrevían a entrar sin orden de alla-
namiento; que cómo abusaban así de una anciana; que ya los
iba a denunciar al juez y a los derechos humanos. Mi abuela
muchas veces se refiere a los derechos humanos: allí incluye a
las Madres de Plaza de Mayo, a las Abuelas de Plaza de Mayo,
y en general, a la gente que defiende los derechos de otra
gente. Ella los conoce porque su mejor amiga, Elsita, tiene
una hija desaparecida y un nieto que está buscando desde
hace treinta y siete años. Elsita viene muchas veces a casa, y
le gusta jugar con nosotros, sobre todo con Manuel, porque
dice que siente como si jugara con su nieto. A mí me gusta

23
cuando viene, aunque a veces también me dan ganas de llo-
rar y prefiero irme de lo de mi abuela, buscar a mi amiga
Florencia y poner música a todo volumen, y bailar y bailar
y bailar.
Cuando escuché que mi abuela les decía a los policías que
ella iba a llamar a los derechos humanos, me la imaginé cami-
nando del brazo con Elsita, reclamando contra eso que nos es-
taban haciendo.

La abuela les dijo de todo a los tipos de negro: que no se la iban


a llevar de arriba; que ella conocía gente; que por qué no se van
a buscar a los que se robaron todo el país, como el innombra-
ble… Acá mi abuela se refería al ex presidente ese, que prefie-
re ni nombrar, que fue culpable de muchas desgracias para el
país, sobre todo para los más humildes, como dice ella. Lo que
más bronca le da a ella, que vivió toda su vida en Quilmes, y
que siempre habla maravillas de lo que es viajar en tren, y que
durante años usó el tren para ir a trabajar a la Capital, y que co-
noció la Argentina viajando bien y barato en tren, lo que menos
le perdona al tipo es una frase que dijo una vez que hubo una
huelga de trabajadores ferroviarios: Ramal que para, ramal que
cierra. Eso la pone como loca, se enfurece, y dice que eso, cerrar
los ramales, clausurar las vías y hacer que dejen de funcionar los
trenes, fue un crimen, un verdadero crimen.
La abuela tiene 85 años, así que no le gritaron ni la insulta-
ron. Tampoco la obligaron a tirarse al piso. Quizá no fue por-
que tiene 85, sino porque los tipos no tenían orden para entrar
a su casa, o porque entre la gente que ella nombró, como que
iba a llamar para denunciar lo que estaba pasando, dijo Van a

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ver cuándo se entere Asdrúbal. Asdrúbal es un ex intendente de
Quilmes. Mi abuela dice que lo conoce de cuando era chiqui-
to, que jugaba al fútbol con mi viejo en el potrero del barrio,
que si le habrá dado leche chocolatada y pan con manteca, que
a ella no le vengan con que ahora es muy importante, porque
si ella quiere, lo llama y van a ver cómo Asdrúbal la atiende. La
verdad es que no sabemos si es verdad o no. El viejo recuerda
que alguna vez jugó con él a la pelota, pero dice que debe de
haber jugado con cientos de pibes, que después fueron médi-
cos, abogados, verduleros o bancarios. Y por haber jugado uno
o dos partidos de fútbol, no los voy a llamar para que me atien-
dan gratis, me regalen un kilo de frutillas, me abran una caja
de ahorros o me den laburo, dice mi viejo cuando la abuela le
propone por enésima vez que lo llame a Asdrúbal para que te
ubique en algún lugar. Ella dice así, que te ubique, como si fue-
ra un mueble, y yo creo que mi viejo, que es bastante orgullo-
so, ni aunque estuviera muriéndose de hambre le pediría algo
a Asdrúbal o a cualquiera de sus otros compañeros de fulbito.
Pero, bueno, cuando la escucharon mencionarlo como un fa-
miliar cercano o un amigo íntimo, quizá los tipos se asustaron
un poco y entonces no la molestaron demasiado.

De todo lo que pasó en casa de mi abuela nosotros —mi her-


mano, mi hermana, y yo— nos enteramos porque los gritos de
la abuela se escuchaban desde casa, y además por lo que nos
contaron después. Cuando mamá vio que los tipos se habían
tranquilizado un poco y no rompían nada en casa de la abue-
la, llamó a Betty, que es la vecina de al lado, le explicó lo que
pasaba, y Betty nos llevó a su casa, nos dio un Nesquick a cada

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uno, y nos armó una cama para los tres, con colchones y al-
mohadones, y nos quedamos dormidos, apretados y calentitos.
Digo Nesquick porque nosotros somos un poco quisquillosos,
dice mi abuela, y no tomamos cualquier chocolatada, sino so-
lamente el Nesquick. La abuela también dice que si tuviéramos
hambre de verdad comeríamos y tomaríamos cualquier cosa.
Puede ser. Mi hermana, por ejemplo, contó que una vez que
se fue de campamento tenía tanta hambre que había comido
zapallitos rellenos, que en casa no hay manera de que los coma,
y eso que mi abuela los hace riquísimos: los hierve, les saca la
parte de adentro del zapallito, eso lo mezcla con queso rallado,
pedacitos de jamón y huevo revuelto, y con eso los rellena, y
arriba de cada uno le pone un pedacito de queso mantecoso
y una aceituna, y los mete en el horno… Mmm, mi hermano
es capaz de comerse ocho mitades y yo, seis. Pero mi herma-
na, no. Salvo, claro, que esté muerta de hambre como en ese
campamento, que se comió unos que seguro no eran tan ricos
como los de mi abuela…

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Nos quedamos con Betty y a mi mamá se la llevaron a la comi-
saría. La tuvieron ahí, muriéndose de frío y de cansancio en un
banco de madera, le hicieron firmar unos papeles y después de
mucho rato, como a las 11 de la mañana, la dejaron irse. A esa
hora nosotros ya estábamos despiertos y en casa de mi abuela,
porque la vecina se había tenido que ir a armar su puestito a
una feria que se hace todos los fines de semana en un parque
que queda en Capital. Allí ella vende artesanías: collares, pul-
seritas, aros y cinturones que fabrica durante la semana con su
hija mayor, Melina, que tiene 17, y es tan linda que parece un
personaje de un cuento o de una película. Yo la adoro, porque
además de linda tiene buena onda, me comparte sus pinturas y
sus biju, y siempre que voy a la casa me deja probarme su ropa.
Cuando yo era más chica varias veces me cuidaba, y a mí me
encantaba porque me contaba de sus novios, de las cosas que
hacen, de cómo le miente a la madre para irse con algún chico,
de la primera vez que fumó, a los 12, o de cómo es que te den
un pico.
Cuando nos encontramos con mi mamá y le preguntamos
qué había pasado, nos dijo que estaba muy cansada, que había
tomado frío en la comisaría y se puso a llorar. Así que no insis-
timos, comimos una sopa que nos hizo la abuela y nos fuimos
a dormir la siesta, todos metidos en la cama grande con mamá.
Hacía frío, pero nos tapamos con un montón de frazadas y,
sobre todo, nos abrigamos abrazándonos.

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¡Al fin apareció papá!

Yo casi nunca puedo atender el teléfono en casa, porque siempre


me ganan de mano mi hermano o mi hermana. Pero ese sábado a
la tarde mi hermano se había ido a jugar a la pelota con el Chiru,
Tiago, Pato y el Chinche, sus amigos de la escuelita de fútbol don-
de jugaba desde que tenía 5 años. Ahora ya no iba más a las cla-
ses, porque las categorías más grandes eran de 12 años y él ya se
había pasado por dos años. Pero igual seguía juntándose con los
que se había hecho más amigo y formaban un equipo que jugaba
todo el tiempo en cualquier lugar donde encontraran espacio: en
la canchita del parque o en la calle cortada de la otra cuadra o en
una cancha alquilada, si podían juntar un poco de plata.
Mi hermana tampoco atendió el teléfono porque estaba en-
cerrada en la pieza con su amiga Florencia bailando frente a
un espejo con la música de One Direction, un grupo que a las
chicas les encanta y escuchan todo el tiempo.
Y mi mamá está tan acostumbrada a que siempre atiendan
el teléfono mi hermano o mi hermana, que ni se levantó a con-
testar. Así que atendí yo. ¡Y era mi papá!
Me puse re contento, pero también un poco cortado. Cor-
tado es una palabra que quiere decir cosas distintas. Cortado
es lo que se toman mi papá y mi mamá en el bar de Chicho.
No se lo piden con palabras, sino que mi papá le hace un gesto
que es poner los dos primeros dedos, empezando por el más
gordito como si fuera una letra C al revés. Eso quiere decir que
quiere un café. Pero después hace una señal con la mano, como

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si estuviera tachando algo en el aire, y eso quiere decir que es
un café al que hay que cortarlo con leche, así me explicó mi
papá. Pero yo ahora estoy usando la palabra cortado para decir
que me puse re feliz cuando atendí y era mi papá, pero me dio
como una mezcla de vergüenza, no me salían las palabras. Y a
mi papá, tampoco. Papá estaba raro, no me preguntó casi nada,
ni yo le conté lo que había pasado la noche anterior. Me dijo que
le pasara con mamá, y cuando yo le dije tequieropapi y él me
dijo yotambiénhijito, me pareció que la voz se le ponía muy tris-
te, como cuando uno tiene ganas de llorar pero se las aguanta.
La llamé a mamá, le dije ¡Maaaaaaaaaá, es papá!, y ella vino
casi corriendo, se le cayó (y se le rompió) un plato que estaba
lavando, dijo unas cuantas malas palabras que si las digo yo me
reta, me sacó el teléfono de la mano y me hizo un gesto como
para que me vaya a jugar. Pero yo me quedé allí, y como ella
estaba tan interesada en hablar con papá, no hizo lo que hace
otras veces, que es dejar el teléfono, decirle a la persona con la
que está hablando: Esperá un minuto, y ponerme cara de eno-
jada mientras me dice ¡Puede ser que yo no pueda hablar dos
minutos tranquila con… (y aquí nombra a su amiga Martina, su
amigo Mariano, mi papá, la tía Leila, el tío Pablo)! ¿Te podés ir a
otro lado, por favor? Claro que cuando me dice por favor, no me
está pidiendo un favor, sino que me está dando una orden. Así
que yo me voy. Pero ahora no tenía tiempo de decirme nada,
entonces me quedé, haciendo como que miraba un libro que
tengo, que es mi preferido, para escuchar la conversación.
Mi mamá hablaba con papá y parecía muy enojada. Decía
¿Pero, cómo? ¡No puede ser! ¡Me prometiste que nunca más! Siem-
pre me decís lo mismo… ¡Ya no te creo nada!, y todas cosas por el
estilo, así que me imaginé que mi papá había hecho algo malo.
Cuando cortó, le pregunté qué pasaba. Mi mamá solamente
lloraba y no me contestó nada. Se fue a su pieza, cerró con un
portazo y yo no me animé a entrar.

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Volví de jugar todo embarrado. Estábamos haciendo un parti-
do en la canchita del parque y, justo cuando íbamos empatando
4 a 4, se largó a llover. Nadie quiso dejar de jugar, porque ese
partido también era decisivo: el que perdía, tenía que pagar los
patys y las cocas de todos… Por suerte, ganamos nosotros en
el último minuto que habíamos acordado jugar, así que llegué
a casa muerto de frío pero con la panza llena y el corazón con-
tento. Esa es una frase que siempre usa mi abuela: Panza llena

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y corazón contento. Yo creo que es porque cuando uno come,
sobre todo si es algo rico, le da felicidad, ¿no? Por eso a veces
me da pena cuando veo a algunos pibes de mi edad o más chi-
cos, que están en la calle, sobre todo un día como ese sábado,
frío y con lluvia, porque me imagino lo que debe ser estar todo
mojado, con hambre y en la calle. Una vez uno de esos pibes me
quiso sacar la camiseta nueva de Racing que yo tenía, y no se la
di. Después, cuando lo conté en casa, mi viejo casi me mata, me
dijo que el pibe podía estar armado, que me podría haber las-
timado, que una camiseta se vuelve a comprar pero la vida no,

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que no fuera tonto, etcétera. Pero yo no le tuve miedo al pibe,
por más que me miró con mucho odio. Juro que le tuve más
lástima que miedo, porque era re chiquito de cuerpo, aunque
tendría más o menos mi edad. Me acordé en seguida que había
ido a mi misma escuela, en primero o segundo grado, y se lo
dije ¿No te acordás de mí? ¡Fuimos juntos a la Paula Albarracín!
Entonces me miró y se fue corriendo…
Como vi que mi vieja no estaba, me senté así como estaba
todo sucio y mojado en la compu, a chatear un rato. Mi her-
manito me empezó a hablar, como hace siempre (soy su ídolo,
obvio), pero no le di bola. Hasta que me dijo algo sobre el viejo:
¡Llamó papá! ¿Cómo que llamó papá? ¿Y dónde está, le pregun-
taste? Y no, no le había preguntado dónde estaba. ¡Encima hizo
un escándalo cuando le dije que era un tonto!

Después de lo que había pasado la noche anterior, yo no quería


estar sola, así que llamé a mi mejor amiga para que viniera a estar
conmigo. En casa había mucho silencio. Santi se había ido con
los amigos, Manu estaba calladito en el comedor y mamá no salía
de su pieza. Yo sabía que algo malo estaba pasando, pero no qué.
Después de bailar horas con Florencia, fuimos a prepararnos un
jugo. Estábamos todas transpiradas, porque en la pieza estaba la
estufa prendida. Escuché que mi hermano le preguntaba algo a
Manuel y que él se ponía a llorar, con hipo y a los gritos, y no po-
día parar. En un momento, parecía que se ahogaba. Me asusté un
poco, así que fui corriendo a buscar a mamá. Ella vino también
corriendo, lo abrazó, le acarició un rato la cabeza y se fue calman-
do de a poquito hasta que se quedó dormido.

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Cuando mamá me abrazó, dejó de faltarme el aire y me fui
calmando. No sé en qué momento me dormí, pero al mis-
mo tiempo me acuerdo perfectamente la sensación de estar
durmiéndome, como si hubiera entrado en un túnel, yo iba
sintiendo que me caía en el sueño, mientras dejaba de llorar,
y la sensación era linda, no era un túnel que me asustara,
sino que era como si yo estuviera flotando allí, igualito a un
cuento que tengo y que me encanta de un nene que a la no-
che cuando se va a dormir se mete en el placar y le pasan
cosas divertidas, no de miedo sino de risa.
Cuando me desperté, estaba en la cama, tapado y abrazan-
do a Homero.
Con tantas emociones, ni sabía qué hora era, así que me
levanté. Era de noche, pero como estábamos en pleno invierno,
eso no quería decir que fuera tarde, porque se ponía todo os-
curo a las cinco y media, apenas tomábamos la merienda. Me
fui despacito al comedor, y vi que mi mamá y mis hermanos
estaban cenando, callados, y mirando la tele. Eso es raro en
casa, porque ni mi mamá ni mi papá quieren que comamos
mirando la tele. Dicen que la hora de la comida es para conver-
sar, que si tenemos la tele prendida estamos como pavos con
la boca abierta mirando cualquier cosa mientras la comida se
enfría; que el noticiero está lleno de noticias feas y las novelas
no son para chicos; y los dibujitos menos porque nos distraen
más, así que mejor entonces se apaga la tele y hablamos entre
nosotros. Eso dicen. El problema es que, cuando mi papá y mi
mamá están enojados por algo, nadie habla y es feo comer así,
todos callados y serios. Mi hermana, cuando pasa eso, dice que
le duele la panza y se va a la cama. Yo haría lo mismo, pero me
parece que no me van a creer. Y el otro problema es que cuan-
do hay fútbol, todo eso que dice mi papá no se cumple y la tele

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se deja prendida aunque estemos comiendo. Eso a mi mamá la
enoja bastante, porque dice que si hay una regla hay que cum-
plirla siempre, pero como es la única que piensa eso cuando
hay fútbol, nadie le hace caso.
Esa noche, mi mamá me miró y me dijo: Hoy te vas a dor-
mir bien temprano, que mañana tenemos que ir a visitar a papá.
Adónde, le pregunté. ¿Dónde está papá? Primero, mi mamá no
me contestó nada. Se quedó mirando para cualquier otro lado,
menos para mi cara y no me contestó. Pero yo insistí y me dijo
papá estaba trabajando en un lugar del que no podía salir, que
teníamos que ir a verlo nosotros, y que era lejos y había que le-
vantarse tempranito, que me fuera a dormir y dejara de perder
tiempo. Me di cuenta de que, por más que preguntara cuál era
el trabajo que hacía papá, y cómo se llamaba ese lugar de dónde
no podía salir, no iba a decirme nada más así que comí algo rá-
pido, me fui a la cama, me abracé fuerte a Homero y me dormí.
De visita

Era de noche y hacía mucho frío cuando mamá vino a des-


pertarnos. A Manuel lo vistió como cuando era chiquito,
y nos hizo una leche tibia que tomamos con la almohada
pegada en la cara, y un pan solo, sin manteca ni mermelada,
porque dijo que así dormidos como estábamos, si le ponía
algo al pan íbamos a hacer un enchastre. Mientras Manuel
tomaba la leche, mi hermano terminaba de vestirse y yo de
peinarme, mi mamá guardaba un montón de cosas en una
bolsa de las que se usan para ir a hacer las compras. Puso
ropa de papá (un pantalón de jogging, un buzo polar, un
pullover, dos camisetas blancas bien abrigadas, calzoncillos,
medias, un par de zapatillas); un paquete de yerba y otro
de azúcar; galletitas dulces y saladas; un táper con milane-
sas y un paquete de pan lactal; unos tomates y un sobre de
mayonesa; dos botellas de agua mineral, jugos en sobre y
vasos de plástico; una frazada y una toalla; jabones, cham-
pú, maquinita de afeitar, espuma para afeitar y desodoran-
te; fósforos, un cuaderno, lapiceras, lápices de colores y un
block para dibujar. Esto último no sé si era para papá o para
Manuel, aunque quizá era para los dos, porque a mi papá le
gusta mucho dibujar y a veces agarra los lápices de Manuel
cuando él está dibujando y terminan haciendo dibujos entre
los dos, y a mí me gusta mirar las manos de papá, que son
grandes y calentitas, agarrando esos lápices tan chiquitos.
Me encanta.

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Hacía mucho tiempo que no veía a mamá preparar esa bol-
sa, y no me gustó nada volver a verla, ni levantarme a esa hora,
ni tener que ir de nuevo a aquel lugar horrible.

Yo todavía no sabía adónde íbamos a visitar a papá. Pero, entre


el sueño que tenía, y la cara seria de mi mamá, no preguntaba
nada. Mi hermana y mi hermano tampoco. Los tres íbamos ca-
llados, medio dormidos y casi sin poder movernos por toda la
ropa que teníamos puesta. Salimos de casa a las seis. Era muy de
noche y soplaba un viento más frío que el frío. Caminamos las
ocho cuadras hasta la avenida, apretaditos a mi mamá. Yo tenía
frío y me daba miedo caminar por ahí. En la avenida esperamos
un rato largo, hasta que llegó el colectivo que nos llevó hasta la
estación de tren. Allí también esperamos, pero por lo menos
teníamos bancos para sentarnos, y yo volví a dormirme hasta
que me despertó la bocina del tren. No sé cuánto tiempo habría
pasado, pero ya no era de noche, aunque seguía haciendo un
frío bárbaro. Subimos al tren, no había casi nadie y nos sentar-
nos los cuatro juntos. Los asientos eran feos, duros y fríos. Le
pregunté a mamá cuánto faltaba para llegar a ver a papá, y me
dijo, media enojada, que un rato largo y que no empezara a mo-
lestar. Así que me largué a llorar, porque tenía sueño y hambre
y frío, y si encima me decía que todavía faltaba mucho, lo único
que me daba eran ganas de llorar y de volver a casa y meterme
en mi cama. O si no ir a lo de la abuela y pedirle que me hiciera
la sopa que hace ella con un montón de verduras y pedacitos de
carne, que nadie puede creer que me la coma con tantas ganas,
ni la propia abuela, que dice orgullosa Mirá lo rica que será esta
sopa que les hago, que hasta Manuel se la come sin protestar.

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Pero no estaba calentito en lo de mi abuela, sino en ese tren
helado, con mamá, mi hermano y mi hermana. Al final llega-
mos, pero todavía faltaba otro viaje. Esperamos un rato a que
llegara un remís, nos subimos, y mamá le dijo Al penal, por favor.
El señor le preguntó ¿Al complejo?, mamá le dijo que sí, y en un
ratito llegamos. El edificio era grande, parecido al hospital don-
de vamos a veces cuando tenemos fiebre, o una vez que mi papá
tuvo un ataque de hígado. Ya había sol, pero seguía haciendo
mucho frío. Nos pusimos en una cola larguísima llena de mu-
jeres con chicos como nosotros, con bolsas y paquetes. Había
muchos bebés, pero lo raro es que ninguno estaba en cochecito:
todos, hasta los más gordos y grandotes, iban a upa. Yo hubiera
querido ser bebé también para que mi mamá me hiciera upa,
pero como era imposible, me busqué un lugarcito al sol y me
quedé ahí, medio dormido medio despierto. Al rato me dieron
muchas ganas de hacer pis, así que mi mamá le dijo a mi herma-
no que me acompañara a un baño que había entrando al edificio.

Lo que menos ganas tenía de hacer un domingo helado a la ma-


drugada era salir de la cama y después viajar hasta Ezeiza, más de
dos horas caminando, subiendo y bajando de trenes, colectivos
y remises, para ver al viejo. Me daba bronca que él no hubiera
cumplido su palabra. Le había prometido a mi vieja y a mí, por
ser el mayor, que no iba a volver allí, que nosotros no íbamos a
tener que pasar por todo eso de nuevo, sobre todo Manuel, que la
última vez que había ido era muy chico y no se acordaba de nada.
Cuando al fin llegamos, Manuel pidió hacer pis y me tocó
acompañarlo a mí. Tuvimos que pedirle permiso a la guardia, y
entramos mientras mi vieja y mi hermana se quedaban hacien-

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do la fila. El baño era el más asqueroso que yo había visto en mi
vida, incluso más que todos los de todas las canchas a las que
había ido desde que iba a la cancha, casi me da vómitos entre
el olor a meo y a caca, así que le dije a Manuel que hiciera pis
rápido y que no tocara nada, y salimos en seguida.

Después de un rato largo mi mamá llegó hasta una ventanilla


donde había unas señoras que le hablaban de un modo feo, como
si la odiaran. Me dieron ganas de llorar de nuevo, porque ade-
más de la forma en que le hablaban, también la miraban como
si mi mamá hubiera hecho algo muy malo, pero me aguanté.
Mi mamá mostró su documento, los nuestros y un montón de
papeles más, que las señoras miraron un rato largo. Después
pasamos a otro lugar, donde había una mesa larga. De un lado
estábamos nosotros, y del otro unos señores revisaron lo que mi
mamá llevaba en la bolsa. El pullover le dijeron que no lo podía
entrar, porque era de un color entre azul y gris, y no entra, le di-
jeron. Mi mamá dijo En Devoto se puede, pero no hubo caso. ¡En
Devoto se podrá, acá no!, le contestaron y se terminó la historia:
lo tuvo que dejar ahí.
Mi mamá tenía una cara que era una mezcla de enojo y
llanto sin llorar: apretaba los dientes, y los labios se le ponían
para abajo, y los ojos muy brillosos. Estaba fea, porque cuando
le pasa eso se pone fea. Mi mamá es más linda cuando sonríe,
porque es como si toda su cara se llenara de alegría: la boca, los
cachetes y los ojos. Bueno, esa mañana, no: toda su cara estaba
fea, triste y enojada.
Después pasamos a otro lugar donde había unas especies de
cuartitos donde primero entró mi mamá y después cada uno

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de nosotros. A mí me hicieron sacar las zapatillas y las revisa-
ron. Después, la campera, el buzo, la bufanda y el gorro. Cada
cosa la miraron la dieron vuelta y la olieron. Lo mismo, a mi
hermana y mi hermano.
Cuando salimos de ese lugar, tuvimos que hacer otra fila y
esperar un rato más hasta que llegó un colectivo, nos subimos
todos y cuando se llenó, nos llevó a otro edificio más chico. A
mí me gustó subir al colectivo, porque estábamos tan apreta-
dos que se me fue el frío, y además quedé justo pegado a una
nena que yo me había dado cuenta que me había estado mi-
rando en la otra fila, la primera que habíamos hecho al llegar.
No le dije nada ni me dijo nada. Solamente nos miramos,
y ella me sonrió un poquito. Yo empecé a transpirar, pero no
por el calor en el micro… Ella tenía una campera rosa y mu-
chas trencitas atadas con tiras de todos colores, y era negra.
Bueno, negra del todo, no. Qué linda mulatita, dijo mi mamá,
cuando vio que yo la miraba. El viaje en colectivo terminó muy

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pronto: apenas un ratito y nos tuvimos que bajar. Entramos a
otro edificio, volvieron a pedirle los documentos a mi mamá y
a todas las otras señoras como mi mamá (bueno, en realidad,
había algunas como mi mamá, y otras mucho más viejitas y
otras mucho más jóvenes), y pasamos a una especie de salón
grande, con mesas y sillas. Mamá se paró en la puerta, nosotros
alrededor de ella, hasta que ella y nosotros vimos a papá, que
venía caminando con una bolsa y una sonrisa grande. Yo corrí
y papá dejó la bolsa en el piso y me levantó como cuando era
chiquito. No me hizo el helicóptero, eso de darme vueltas en el
aire, porque ya estoy grande, pero me abrazó tan lindo que me
puse a llorar.

Manuel se puso a llorar como siempre, mi papá le dijo que no


llorara, que ya era grande, pero no se lo dijo enojado, sino más
bien triste. Después lo bajó y me abrazó a mí, a mi hermano y,
al final, a mamá. A ella le dio un beso en la boca y yo no quise
ni mirar, porque me da cosa que se anden besando así. No es
de celosa, como dice mi hermano, y a veces mamá cuando nos
peleamos, sino porque es un asco. Al rato, Manuel me pidió que
lo acompañara a buscar a una nena que había conocido en el
micro, porque miraba, miraba y miraba, pero no la encontraba.
Hasta que al final, vimos que a un costado había una puerta, que
daba a unos juegos, como si fuera una plaza con varias hamacas,
un tobogán y unos aros para trepar. La nena subía y bajaba del
tobogán, así que le pedimos permiso a papá y fuimos al patio.

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Cuando los chicos se fueron a jugar a la placita le pregunté al
viejo qué había pasado, por qué estaba otra vez allí, si me había
prometido que nunca más. La verdad es que me dio bronca lo
que me contestó. Me dijo algo así como que él no tenía nada que
ver, que todo era un error, que ya iba a volver pronto a casa, que
esta vez no había hecho nada, que siempre que pasa algo lo van
a buscar a él porque es más fácil que investigar, que la policía es
así, que esto y lo otro y lo de más allá. Y me dio bronca porque no
le creí. Sinceramente, no le creí. Si lo iban a buscar a él era por-
que algo habría hecho, pensé. ¿Cómo puede ser que al padre de
Tiago jamás lo fue a buscar la policía? Es lo mismo que pasa en
la escuela: a los que se mandan muchas cagadas, después cuan-
do hay cualquier lío los acusan, aunque esa vez no hayan hecho
nada. El imbécil que tenemos de profesor de Historia, Poroz, lo
repite todo el tiempo, como si hubiera descubierto la pólvora:
Hazte fama y échate a dormir… Yo sentía eso: que mi viejo era el
único responsable por estar allí, y más bronca me daba.

Al fin encontré a la nena de las trencitas y me subí y bajé del


tobogán con ella. Se llamaba Luana, y la mamá y el papá eran
uruguayos. Al ratito que estábamos allí jugando, apareció una
murga, y Luana me mostró a su papá, que era el que dirigía la
batuta: era más negro que ella y estaba vestido con un disfraz
negro y amarillo, con la cara pintada con brillantina, y tocaba
lo que yo pensaba que era un bombo chico, y Luana me dijo
que se llamaba redoblante. Yo no entendía mucho qué hacía
esa murga allí, porque estábamos en julio, hacía frío y no era

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verano que es cuando se festeja el carnaval y se hace el corso a
la vuelta de mi casa, pero igual era divertido.
La cosa es que Luana y yo y otros chicos bailamos con la
murga, hasta que mi papá me llamó para comer. Mi mamá ha-
bía preparado unos sánguches de milanesa y tomate, y mi papá
había preparado una torta. Eso era bastante raro porque en casa,
salvo los asados, él nunca cocina nada. Comimos los sánguches,
y después la torta con mate (los grandes tomaron mate, porque
a nosotros no nos gusta, ni siquiera con azúcar) y se nos pasó el
tiempo volando. A las cinco vinieron los mismos señores ves-
tidos todos de gris que nos habían atendido al entrar, y dijeron
¡Se terminó la visita señores! No lo dijeron de mala manera, pero
igual nos cayó mal, porque queríamos seguir estando allí con
papá. Pero no se podía, así que juntamos todo, nos despedimos
con abrazos y besos, y nos fuimos caminando callados.
La vuelta tuvo su parte buena —ya no era de noche, ni hacía
tanto frío y la bolsa que llevaba mi mamá era menos pesada,
solo tenía el pullover que no le habían dejado entrar—, y su par-
te mala —volvíamos a casa sin papá—, y según lo que yo había
escuchado, no lo veríamos hasta el fin de semana siguiente.
Lo que yo todavía no entendía bien, ni cuando íbamos ni
cuando volvíamos, era qué lugar era ese donde estaba papá,
qué trabajo tenía que hacer y cuándo volvería a casa. Y decidí
averiguarlo.

43
¿¿y esto qué es?

Empecé por mi abuela, porque ya me imaginaba que mamá no


me iba a decir nada más de lo que me había dicho en el viaje de
vuelta: que yo no iba a entender de qué trabajo se trataba, y que
no sabía cuándo terminaría y volvería a casa. Apenas llegamos a
casa, agarré a Homero y me fui al fondo. Cuando entré, mi abue-
la estaba mirando la novela sentada en su sillón preferido, uno
de esos que se mueve como una hamaca. Me quedé callado un
rato, jugando con una revista que mi abuela le hace traer todas
las semanas al kiosquero para mí. También le pide una revista de
chicas para mi hermana, y el Olé los domingos y los lunes, para
que mi hermano sepa hasta que número de botines usan los ju-
gadores. Mi mamá dice que con toda la plata que se gasta en
revistas mejor sería comprar libros, pero mi abuela le dice que es
bueno que leamos, no importa qué, y que ella es nuestra abuela
y le gusta darnos esos gustos, así que no se discute más.
Cuando vi que estaban los avisos en la tele, aproveché y le
pregunté Abuela, ¿qué es ese lugar donde está papá? Mi abue-
la se dio vuelta, me miró y me contestó ¿Le preguntaste a tu
mamá? Yo le dije que sí, pero que no me decía casi nada, y a
partir de ahí, mi abuela lo único que me dijo fue Esas cosas se
hablan con tu mamá o con tu papá.
Como vi que no se iba a mover de ahí, volví a mi casa y fui
directo a buscar a mamá, que estaba tirada en su cama. Entré
sin golpear, y me retó. ¡Te dije mil veces que no podés entrar en
mi pieza sin golpear antes! Yo le dije Bueno, mami, no te enojes,

44
mientras me trepaba a la cama con Homero. Y en seguida, sin
darle tiempo a volver a enojarse o a decirme que me sacara las
zapatillas, que le iba a ensuciar el cubrecama o que la dejara
descansar un rato, le pregunté Mamá, ¿qué es ese lugar donde
está papá? ¿Qué trabajo tiene que hacer ahí? ¿Cuándo va a volver
a casa?
Mi mamá abrió los ojos, dio vuelta la cara, me miró y me
dijo ¡Pero si ya te dije! Se me quedó mirando, me acomodó el
pelo y nada más. Después se levantó y se fue a la cocina a ha-
cer la comida, y yo supe que era al cuete seguir insistiendo.
Ni mi hermana ni mi hermano ni mi tío Pablo ni mi vecina
Betty ni la abuela Ángela ni nadie me dijo qué era ese lugar
donde estaba mi papá, qué trabajo hacía allí y cuándo vol-
vería. O me mandaban a hablar con mamá, o me decían que
yo no entendería, o que no me preocupara, que pronto papá
estaría en casa.
Así que decidí preguntarle a él, la próxima vez que lo viera.
La semana pasó volando, y yo tenía tantas ganas de ver a
papá que la noche anterior no me pude dormir hasta bien tar-
de. Justo cuando me tenía que levantar, a las seis de la maña-
na del domingo, estaba en lo mejor del sueño. Así que, como
el domingo anterior, mi mamá otra vez tuvo que vestirme
casi todo ella, medio protestando y retándome, porque aun-
que yo quería despertarme, no podía. ¡La cama estaba tan lin-
da y calentita! En mi pieza hay estufa, pero a mi mamá no le
gusta prenderla de noche, porque dice que es peligroso, así
que cuando hace mucho frío como ese día, nos tapamos con
un montón de frazadas y yo duermo con un pijama y medias.
A mi mamá sacarme el pijama y las medias, y ponerme cami-
seta, otras medias, pantalón, buzo finito y buzo más grueso, y
campera, más lavarme la cara y los dientes y peinarme un poco
los pelos parados, mientras yo estaba medio dormido, le costó
bastante. Pero al final yo ya estaba vestido, peinado y lavado,

45
y tomando mi vaso de leche chocolatada, y mis hermanos tam-
bién. Aunque dormido, yo estaba contento, porque ese día por
fin papá me iba a explicar todo lo que yo quería saber.

¡Ah, lo que me cuesta a mí levantarme cuando hace frío…! En-


cima, mamá empieza a los gritos, así que es peor, porque eso me
hace ponerme de un humor horrible. Mamá no tiene ni un poco
de paciencia, enseguida se enoja si no hacés lo que ella quiere,
sobre todo a la mañana… Al final, después de algunos gritos y
protestas, estábamos los tres levantados, vestidos y malhumo-
rados. Mamá había armado la bolsa casi con lo mismo que el
domingo anterior, con dos diferencias: un pullover rojo para
papá y rodajas de carne al horno en vez de milanesas. También
llevaba una radio chiquita, de esas que funcionan con pilas, y
varios paquetes de cigarrillos. Lo de los cigarrillos era una se-
ñal, porque cada tanto papá dice que va a dejar de fumar y está
un tiempo sin prender ni uno. Pero apenas pasa algo que lo
pone nervioso, como una discusión fuerte con mamá, o cuando
no le sale un negocio, vuelve a fumar. Cuando vi los paquetes
de cigarrillos en la bolsa, pensé eso: que otra vez a papá algo le
había salido mal.

A mi viejo yo lo quiero, pero estoy harto de tener que ir a verlo


allá. Levantarnos tempranísimo, justo el día que puedo dormir

46
hasta cualquier hora; viajar dos horas de ida y dos de vuelta,
comer cosas frías en un patio helado; tener que bancarme el
mal humor de mi vieja no son cosas muy divertidas para mí. Ya
casi tengo 15, así que me parece lógico que no tenga ganas de ir
más. Mi hermanito es distinto porque es la primera vez que le
toca, y mi hermana también, porque es chica todavía, pero yo
no quiero pasar más domingos así. Prefiero quedarme en casa o
en lo de la abuela. Dormir hasta tarde, comer comida de abuela
y después salir a jugar a la pelota con mis amigos. Ese domingo
se lo iba a decir al viejo. Aunque se enojara, se lo iba a decir.

Mi hermana le dijo a mi mamá Otra vez un negocio le salió mal


a papá, ¿no? Yo no sabía a qué negocios se dedicaba mi papá.
O sea: no sabía si vendía o compraba algo o si arreglaba cosas.
Lo único que sabía era que viajaba mucho y que tenía hora-
rios raros. No salía a trabajar todos los días a la mañana como
el papá de mi amigo Pedro, que era obrero en una fábrica; ni
atendía un consultorio como la mamá de mi amigo Facu, que
era kinesióloga; ni abría un negocio como los abuelos de Julia,
mi amiga del jardín, que tenían una panadería donde comprá-
bamos el pan y las facturas. No, mi papá algunos días se iba
a la mañana, y otras pasaba toda la noche afuera, y otras ve-
ces se iba lejos, y pasaba mucho tiempo sin volver, y me de-
cían que estaba de viaje por trabajo, pero yo no sabía por qué
trabajo. Cuando volvía, casi siempre traía regalos para nosotros,
y para mamá y las abuelas, y se quedaba unos días en casa hasta
que otra vez se iba por un tiempo, y así. Cuando estaba en casa
se ocupaba de hacer los arreglos que mamá le pedía: la canilla
que goteaba; la pintura que se había levantado en alguna pared;

47
o el pasto muy alto en el jardincito que había entre nuestra casa
y la de la abuela.
Esta era la primera vez en mi vida en que íbamos a visitar a
mi papá a un lugar como ese, que no parecía ni un consultorio
ni una panadería ni una fábrica, y yo quería saber qué hacía mi
papá ahí, y por qué solo podíamos verlo una vez por semana.
Después del colectivo, el tren y el remís, llegamos. An-
tes de entrar, y mientras estábamos haciendo la primera fila
para mostrar los documentos, pasó algo muy feo. Una señora
muy viejita, que venía con un nene chiquito agarrado con una
mano y una bolsa grandota que apenas podía arrastrar en la
otra, llegó a la ventanilla y entregó unos papeles arrugados.
Pasó un ratito, y se los devolvieron y le dijeron algo que la hizo
llorar. Se armó un lío, y la señora se sentó en una parecita.
Cuando se iban, yo me acerqué al nene que miraba todo bas-
tante asustado y le regalé un caramelo y unas figus que tengo
siempre en los bolsillos.

Una de las cosas que menos me gustan de las visitas es el ingreso.


Ya es un plomo hacer la fila muerta de calor en verano o conge-
lándome en invierno, y ni te cuento si encima llueve. Pero hasta
eso es soportable. Lo que no soporto es cómo nos tratan. Mamá
es re tranquila, se banca cualquier cosa, si fuera por mí les diría
algo. Cuando yo tenía 7 años, una vez que hacía un calor que pa-
recía que te ibas a derretir, fui con unos shortcitos y una remerita
que se me veía un poco el ombligo. Entonces, al entrar, una tipa
le dijo a mamá Por esta vez la nena pasa, pero vístala un poco más
decente, ¿no ve que acá hay mucho degenerado? Mamá se mordió
la lengua para no contestarle. Yo ni me di cuenta, me lo contó

48
mucho después, un día que lloré y grité porque quería poner-
me una mini nueva que me habían regalado para mi cumple, y
ella no quería, y yo le decía porquéporquéporqué y entonces me
contó eso que le había dicho esa tipa, y que no quería que nadie
le volviera a decir una cosa así. Con eso me convenció y desde
entonces tengo una especie de equipo para ir ahí: un jean y una
remera en verano, aunque me muera de calor con el pantalón
largo, y lo mismo más buzo y campera en invierno.

49
Ese domingo pasó otra cosa que también me molestó mu-
cho: una pobre señora, que podría ser mi abuela, llorando
porque no la dejaban entrar con su nieto a ver al hijo. Mamá y
otras mujeres le preguntaron qué había pasado, y ella contó que
no la dejaban ingresar a ver a su hijo porque no tenía la autori-
zación para entrar con el nene, que era su nieto. Y ella, llorando
bajito decía Pero cómo voy a tener autorización si el padre está
preso y la madre está internada. Desde adentro alguien le gritó,
y un tipo vestido de gris y con unos borceguíes negros la vino a
sacar, y entonces las mujeres más jóvenes que estaban en la fila
la rodearon y se pusieron a gritar y les decían a los tipos No se
les ocurra tocarla, no ven que es una señora mayor, podría ser tu
madre, viene de lejos, no sean verdugos. Una de las mujeres que
estaba allí, que iba a visitar a un amigo, era abogada, y se puso
a discutir con los empleados que habían maltratado a la señora.
Les decía que era ridículo que no dejaran entrar al nene a ver
a su propio padre, que vivía con la abuela porque su papá esta-
ba preso y su mamá internada. Les decía ¿No entienden que el
padre lo tiene anotado a su hijo y a la abuela para que lo vean?
Pero los de la ventanilla hacían como que no la escuchaban, ni
le contestaban, hasta que en un momento la abogada levantó un
poco la voz, y entonces le dijeron que le iban a sacar la tarjeta
de visita y no la iban a dejar entrar más. Ahí se calló, se acercó a
la señora y le dijo que lo había intentado, pero no había podido
ayudarla. La señora le agradeció, a ella y al resto de las mujeres
que la habían defendido, y se empezó a ir despacito con su nie-
to de la mano. Me dio mucha pena, el nene iba lloriqueando y
le pedía que lo hiciera a upa, pero se ve que la abuela no tenía
fuerzas, no podía, y el nene lloraba más fuerte, y en eso veo que
mi hermanito se le acerca y le da unos caramelos y unas figuri-
tas que traía, y por lo menos el nene se calmó y se fue caminan-
do más tranquilo. Las cosas que la señora traía en la bolsa no se
las tuvo que llevar de vuelta, porque mi mamá y otras mujeres

50
le dijeron que ellas se las iban a hacer llegar al hijo. Lo que no
pudo dejar fue una carta con un dibujo del nene, porque cuan-
do preguntó en la ventanilla le dijeron que por reglamento está
prohibido ingresar cartas.

Mientras veía y escuchaba todo lo que había pasado me apare-


cían más preguntas. ¿El papá del nene tenía el mismo trabajo
que mi papá? ¿Por qué no podía recibir una carta con un dibu-
jito? ¿Y por qué era tan difícil entrar a ver a los papás, y había
que llevar tantos documentos?
Al final entramos. Ese domingo mi amiga Luana y su mamá
no habían ido, así que yo no tenía nada más interesante que ha-
cer que llegar, abrazar a mi papá y preguntarle cómo se llamaba
ese lugar donde estaba, qué hacía allí y por qué solo podíamos
verlo una vez por semana y después de mostrar tantos papeles,
sacarnos las zapatillas y la ropa y esperar tanto.
Mi papá me miró fijo, la miró a mi mamá, después a mi
hermano y mi hermana, y al final me agarró de la mano y
me llevó a caminar por el patio, y me dijo Te voy a explicar.
La verdad es que no me explicó mucho más que lo que yo ya
sabía: que él tenía un trabajo distinto al de otros papás (pero
no me dijo cuál trabajo), y que por un tiempo (pero no me
dijo cuánto tiempo) tenía que quedarse trabajando en ese
lugar (que no me dijo cómo se llamaba), que no podía salir
ni recibir visitas en cualquier horario (pero no me decía por
qué no podía) y que como lo que él hacía (seguía sin decir-
me qué era lo que hacía) era un poco peligroso, había esa
gente que parecían policías, pero vestidos de gris en lugar
de azul o negro.

51
Cuando dijo policías y negro me acordé de los que habían
entrado en casa aquella noche horrible, y le pregunté por qué
lo buscaban a él de esa manera, y me dijo que eso había sido
una equivocación, que esos policías pensaron que él no quería
trabajar más y que entonces lo habían ido a buscar para que se
presentara urgente, porque tenía que terminar un trabajo muy
importante, pero que no me preocupara, que eso no iba a pasar
más, que había sido un error, que mejor me olvidara.
La verdad es que yo no le creí mucho. Pero estar con mi
papá así, de la mano, solos y conversando como si yo fuera
grande me gustaba tanto que, para que no se terminara ese ra-
tito, le seguía preguntando detalles como si le creyera. Dimos

52
varias vueltas, hasta que mi mamá nos llamó a comer los san-
guchitos de carne con tomate y mayonesa. Cuando llegamos,
mamá le preguntó a papá ¿Le dijiste? Y papá le contestó muy
serio Le dije que este es mi trabajo y que por un tiempo no voy a
poder salir, porque tengo mucho que hacer y que lo del otro día
fue un error de la policía.
Después vino el mate con torta —que estaba más rica toda-
vía que la semana anterior—, mi mamá y mi papá conversando
un rato aparte, ellos solos, y la vuelta a casa. Apenas nos fuimos
me sentí más triste todavía que el domingo anterior. Cuando
llegamos a casa me fui rápido a mi pieza y decidí que si nadie
me decía la verdad yo la iba a averiguar solo.

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El lugar donde está
mi papá

No sé si alguna vez les pasó: uno sabe un montón de cosas se-


paradas, y de pronto, en un momento, no sé bien cómo, todo
eso que uno sabe se junta y uno se da cuenta de algo que no
sabía. Por ejemplo: yo veía que mi hermano, cada vez que venía
a casa Betty, se iba a otro lado. Como él no tiene pieza pro-
pia, nosotros a veces le prestamos la nuestra, así que se metía
allí con su celular o con un libro, y no salía hasta que Betty se
iba. Después, otra vez, vi que cuando mi mamá dijo Qué linda
que está Melina, mi hermano se atragantó con lo que estaba
comiendo. Y otra vez, cuando Melina vino a casa a explicarle
matemática a mi hermana, y mi hermano le abrió la puerta,
vi que se ponía colorado como un tomate. Yo vi todo eso por
separado, hasta que un día ¡plop! se me juntaron todos esos
datos juntos ¡y me di cuenta de que a mi hermano le gustaba
Melina! Eso ni se me había pasado por la cabeza, porque ella
tiene 17 y Santi 14 (él dice 14 para 15, cuando le preguntan,
pero la verdad es que faltan como tres meses para su cumplea-
ños), y encima Melina lo trata como a un bebé. Bueno, no sé si
alguna vez les pasó eso, darse cuenta en un momento de algo
que jamás se hubieran imaginado, aunque tuvieran un montón
de pistas delante de los ojos.

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Florencia me preguntó qué me pasaba. Ella me conoce mejor
que nadie, incluso que mi mamá y mi abuela, que me conocen
bastante, y que papá, que es varón y entonces hay un mon-
tón de cosas que ni le cuento porque no me entendería. Por
ejemplo, jamás le contaría que me gusta Facu. Bueno, a mamá
tampoco se lo contaría, pero no hace falta, porque ella me ve
chusmear con Flor y no sé cómo hace, si tiene oído ultrasóni-
co o qué, pero se da cuenta de qué estamos hablando y pesca
cualquier nombre que digamos. Después, como es re viva, me
tira el nombre en medio de la comida o cuando salimos de
compras, y según como yo reaccione, se da cuenta de si es un
chico que me interesa, o un amigo, o algún pesado que gusta
de mí, pero yo no de él.
La cosa es que Flor se dio cuenta de que yo estaba triste,
cuando le dije que no tenía ganas de bailar ni de escuchar mú-
sica ni de hablar de chicos.
Y sí, estaba triste. Cuando Flor me preguntó, a pesar de
que es mi mejor amiga, la persona que yo más quiero en el
mundo después de mamá y papá (a veces creo que antes,
incluso, pero no siempre), no le dije la verdad. Inventé algo:
que mamá me había retado, que mi hermano me molestaba
todo el tiempo, que Facu había estado hablando en el recreo
con Sofi. Algo de eso le dije, ni me acuerdo bien qué. Pero
la verdad es que no me pasaba nada de eso, sino que lo que
me ponía triste era lo de papá. Todo: que no estuviera en
casa, otra vez, que solo pudiéramos verlo una vez por sema-
na, tener que ir vestida como las chicas que van a colegio de
monjas, el frío que hace a la mañana cuando vamos allá, el
viaje larguísimo, aguantarme las ganas de ir al baño porque
es un asco, comer sánguches en vez de los asados que hace

55
papá, no poder invitar a Flor a dormir el sábado a la noche.
Todo eso me ponía muy triste, pero me daba vergüenza de-
círselo. Y mentirle a mi mejor amiga me ponía todavía más
triste, así que le dije que me dolía la panza y que me iba a la
cama a dormir.

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El domingo hablé con el viejo, en el único ratito que mis her-
manos me dejaron estar a solas con él. Justo cuando Manu
se fue a hacer pis con mi vieja, y Luciana se puso a armar los
sánguches, le dije que tenía que decirle algo, me preguntó qué,
y ahí le largué que ya no quería ir a verlo. Fue horrible y difícil,
porque el viejo me miraba serio, no enojado, más bien como
si estuviera triste o decepcionado. A mí me dio pena, pero
ya lo había pensado mucho tiempo (bueno, la noche anterior,
antes de dormirme) y estaba seguro de lo que quería. O más
bien, de lo que no quería: volver a ir a ese lugar. Mis hermanos
son más chicos, Manuel es la primera vez que va y Luciana
se entretiene ayudando a la vieja, pero para mí es un embole
insoportable. Y, además (pero esto no se lo dije), me da bronca
que vuelva una y otra vez al mismo lugar. La última vez me
había prometido eso: que era la última. Y ahora, otra vez…
Nadie lo obligaba, ¿no? Los grandes se la pasan diciendo que
hay que hacerse cargo de lo que uno hace. Yo estoy cansado de
escuchar eso de Bueno, tenés que ser responsable de tus actos,
tenés que hacerte cargo, etcétera. Entonces, digo yo, con más
razón mi viejo, que ya va por los 45, y que entró y salió varias
veces, ¿no tiene que hacerse cargo?
Y parte de hacerse cargo, me parece, es bancarse calladito
que yo deje de ir a verlo. Así fue: no me dijo nada. Solo me
acarició la cabeza, pero yo un poco la corrí, porque ya no soy
un nene, y me dijo Está bien, hijo, te entiendo. Yo me había
preparado algunos argumentos por si protestaba, y me quedé
un poco con los argumentos atragantados. No dije más nada,
me puse a comer algunos de los sánguches que ya había termi-
nado de hacer mi hermana y, cuando por fin terminó la visita,
le di un beso rápido al viejo y me fui, pensando que nunca más
quería volver a ese lugar.

57
Esa noche, cuando volvíamos de ver a mi papá, se me juntaron
todas las piezas del rompecabezas. Esta frase la escuché así tal
cual se las digo en una novela de las que mira mi abuela, cuan-
do una mujer se daba cuenta de que el novio tenía otra novia,
además de ella: Se me juntaron todas las piezas del rompecabe-
zas. Bueno, a mí se me juntaron estas piezas:
Lo que decían los policías que vinieron a buscar a mi papá a
casa, la noche aquella tan horrible: cosas como asesino, hijo de
puta.
Lo que le decía mi mamá a mi papá cuando él llamó por te-
léfono, al día siguiente de que viniera la policía: Me prometiste
que era la última vez, que no ibas a caer de nuevo.
Lo que le dijo mi mamá al remisero, el primer domingo que
fuimos a ver a mi papá: al penal.
Lo que le contestó el remisero a mi mamá: ¿Al complejo?
Lo que leí yo en el edificio donde llegamos a ver a mi papá:
Complejo Penitenciario Federal I.
Lo que le dijeron a la abuela que iba con el nene, y que que-
ría dejar un dibujito cuando no la dejaron entrar: Esto no es un
jardín de infantes, señora, acá hay delincuentes.
Todas las vueltas que había que dar para vestirse: mi mamá
no podía ponerse su tapado negro, y tuvo que llevar una cam-
pera finita, de color rojo, porque con color negro no se podía
entrar; mi hermana no podía llevar botas; y una señora que ha-
bía ido con esas medias largas que usan las mujeres, de nailon,
porque hacía mucho frío, se las hicieron sacar delante de todo
el mundo; mi hermano, que siempre anda con un gorro de
lana, lo tuvo que dejar afuera, en una oficina que decía Requisa.
Y, por último, la tristeza de mamá. No podía ser un traba-
jo común el de papá, no podía estar allí solamente trabajando,
como me había dicho. Si fuera así, mi mamá no estaría tan triste.

58
Entonces, tirado en la cama, mirando al techo donde tengo
pegadas unas estrellas y una luna que brillan, junté todos los
datos y me di cuenta. Esas estrellas y la luna están ahí porque
cuando era más chico tenía miedo de la oscuridad y termi-
naba siempre mudándome a la cama de mi hermana, que se
pegaba unos sustos bárbaros, o a la de mi mamá y mi papá,
que me volvía a traer a la mía, cuando estaba en casa, y yo vol-
vía a ir, y así podíamos pasar toda la noche, hasta que me caía
muerto de sueño y después no había quien me levantara, y mi
papá se enojaba porque decía que él tenía que estar bien des-
pierto a la mañana, para estudiar y preparar su trabajo. Hasta
que un día a mi abuela se le ocurrió regalarme esas estrellas y
la luna que se pegan en el techo, entonces nunca está oscuro
del todo, y yo me duermo mirándolas. Pero esa noche no me
dormí. Miré como siempre las estrellas y la luna y, de pron-
to, entre la estrella que está más cerca de la lámpara y la que
casi se cae del techo para el lado de la ventana, se juntaron las
piezas: policías, insultos, caída, penal, complejo, delincuentes,
requisa, tristeza.
Y así, de pronto, me di cuenta de que mi papá estaba preso,
y que el lugar donde íbamos a verlo era una cárcel.
Entonces, después de darme cuenta de eso, pensé que si mi
papá estaba en la cárcel era porque hacía cosas malas, porque
en todos los dibujitos que a mí me gustan, en todas las series
que ve mi papá y en todas las novelas que ve mi abuela y a veces
mi mamá, los que van a la cárcel son los malos que hacen cosas
malas. Me puse triste, me abracé a Homero y me dormí.

59
Adriana, la amiga de la combi

El domingo siguiente, me levanté bien temprano como cada


vez que tenía que ir a la cárcel. Levanté como pude a Manuel,
y le dije a Luciana que se arreglara sola, que ella ya era gran-
decita. A Santi solo lo llamé una vez, pero cuando me contestó
¡¿No te dije, mamá, que no quiero ir más?!, en vez de enojarme
y zamarrearlo y decirle que era el mayor, que tenía la obliga-
ción de ayudarme, que cómo podía ser tan egoísta, que así
me respondía a mí, que siempre le daba todos los gustos…
me quedé callada porque pensé que no tenía sentido, que solo
serviría, si le decía todo eso, para provocarme un dolor de gar-
ganta de tanto gritar, y que mi hijo seguiría allí, en su cama,
cubierto hasta la frente con sus frazadas, ajeno a mis necesida-
des y mis furias. Santi estaba donde yo misma hubiera querido
estar un domingo a la mañana de invierno: disfrutando de la
cama un rato más.
Así que lo dejé tranquilo y me concentré en lo que tenía que
hacer, para no atrasarme. Tenía todo más o menos cronome-
trado: lo que tardaba Manuel para levantarse y tomar la leche;
lo que me llevaba ayudarlo a vestirse y vestirme yo mientras
Luciana se peinaba y se vestía en el baño. Cuando terminaba,
la nena se tomaba un yogur, y yo mi termo de mate, porque si
no tomo mis mates a la mañana no termino de despertarme y
después me duele la cabeza y me pongo de malhumor.
La noche anterior había guardado todo lo que pensaba lle-
var, menos lo que era de heladera. Para cambiar un poco, esta

60
vez había preparado milanesas de pollo, que a los chicos, sobre
todo a Manuel, le encantan. Compro las pechugas, las corto en
varias rebanadas, las paso por huevo y pan rallado cada una, y
después las hago en tandas en abundante aceite, como dicen las
cocineras de los programas de la tele que me gustan.
Ese domingo separé algunas para Santi, y metí el resto en
un táper grande. En una bolsa puse varios tomates, unas hojas
de lechuga y dos limones. Sal y aceite conseguía mi marido.
También llevaba algo de fruta. No manzanas ni naranjas ni
uvas, porque están prohibidas. Algunas bananas, kiwis y peras,
solo las que se podrían consumir durante la visita.
Cuando estuvo todo listo, les hice poner a Luciana y Manuel
las camperas más abrigadas, las bufandas, gorros y guantes, y
salimos a la calle. Era de noche todavía y el viento frío parecía
cortar la poca piel sin cubrir.
Ese domingo decidí que, en vez de tomar colectivo, tren y
remís, íbamos a ir en una combi que salía desde cerca de Cons-
titución. O sea que después de bajar del colectivo cruzamos las
vías por el puente peatonal, caminamos unos doscientos metros
más al costado de la calle que iba pegada a la estación, y al fin
llegamos adonde había dos combis. A la primera no pudimos
subirnos, porque solo quedaban dos lugares y nosotros éramos
tres. Traté de subir igual, pero el chofer me dijo que no podía
llevar a nadie parado. Argumenté que a Manuel lo podía llevar
a upa, pero la respuesta fue que era evidente que el nene tenía
más de 3 años, que era el límite para viajar sin ocupar asiento.
Así que, después de que salió esa combi, hubo que esperar que
se llenara la segunda y recién ahí salir. Los chicos estaban en-
cantados porque habían ocupado los primeros asientos, pero
yo no. Tenía frío, me enojaba haber perdido la primera combi
por no llegar unos minutos más temprano, y temía que se nos
atrasara también el ingreso, y por consiguiente, el tiempo para
compartir con Andrés.

61
Encima, mientras esperábamos que saliera la combi, Ma-
nuel se había entretenido preguntando a las mujeres sentadas
cerca de nosotros ¿Y vos a quién tenés preso? ¿Y por qué? ¿Qué
hizo? Yo no sabía si reírme o enojarme y hacerlo callar. No sé
cómo, pero era evidente que se había dado cuenta de que el pa-
dre estaba preso. Una de las mujeres que estaba cerca estalló
en una carcajada con la pregunta de mi hijo, y ese sonido, en
ese viaje sombrío, me hizo bien de inmediato, como si hubiera
recibido un abrazo. La miré agradecida y se presentó: Hola, soy
Adriana, voy a ver a Alejandro, el Viejo, ¿y vos? Reconocí ese
nombre y ese apodo. Mi marido, y casi todos los presos entre
los 40 y los 50, lo llamaban así, el Viejo, aunque no tenía más
de 50 años. Era un tipo confiable adentro y pensé que su mujer
también lo sería afuera, así que le respondí a quién iba a visitar
y nos pusimos a charlar. Adriana me dijo que tenía un hijo de la
misma edad que Manuel, que no lo había llevado ese domingo
porque estaba resfriado, pero que en próximos domingos po-
drían jugar juntos. Yo le conté que estaba angustiada porque
Santi no quería ir a ver al padre, y Adriana me tranquilizó, me
contó que otra amiga pasaba por lo mismo, que era entendi-
ble, que los chicos están en plena adolescencia y enojo con sus
padres, y que era lógico que un pibe de esa edad prefiriera pasar
un domingo con sus amigos, en vez de ir a la cárcel a ver a su
papá encerrado.
Yo me sentía como en aquel verano en que me había ido
de vacaciones con los abuelos y pasaba mis días aburrida y so-
litaria en el hotel, hasta que una noche conocí a Patricia, una
chica de mi edad con la que de inmediato me sentí feliz. No la
había vuelto a ver, pero la recordaba siempre, y ese verano se ha-
bía vuelto inolvidable por aquella amistad intensa y breve. Igual
que a mis 11 años, ahora sentía que la sonrisa, las palabras y la
cercanía de Adriana me regalaban una cierta forma de felicidad.
Supe en seguida que esos viajes ya no serían agobiantes, si podía

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compartirlos con ella. En la media hora que faltaba para llegar
a Ezeiza le conté mi historia, hablé de mis hijos, le pregunté qué
le parecía que tenía que hacer con Manuel, que evidentemente
se había dado cuenta de la verdad. Escuché a Adriana hablar de
sus miedos, porque Alejandro estaba por salir y no tenía trabajo
ni dónde buscarlo. Y decidí aceptar de inmediato la invitación
que mi nueva amiga me había hecho antes de bajar de la combi,
y perderse en los trámites, las filas, las revisiones y las requisas:
Venite a las reuniones que hacemos los martes, traé a los chicos si
querés, estamos todas en la misma, nos contamos lo que nos pasa,
y vienen unas abogadas y nos dan una mano.
Yo estudié dos años de abogacía y tengo un mal recuerdo de
mis compañeros de facultad: me parecían arrogantes y sober-
bios, y odio el modo en que hablan, usando términos jurídicos
inentendibles para el resto de la humanidad. Encima, tuve una
pésima experiencia con el último abogado de Andrés: después
de cobrar los 35.000 pesos que me pidió para ocuparse de su
caso —que salieron de la venta de un autito que teníamos y de
la ayuda de madre, suegra y hermano— se había esfumado ape-
nas llegó la condena. Jamás lo había visitado en la cárcel, ni si-
quiera cuando lo llamé llorando desesperada para contarle que
Andrés estaba en una celda de castigo, sancionado y golpeado

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por una pelea en la que no había participado. Pero Adriana me
tranquilizó: me dijo que las abogadas que las ayudaban no les
cobraban ni un peso, que todo lo que hacían era solidario, que
se trataba de juntarse, escuchar, compartir experiencias y darse
ayuda entre todas. Incluso, me dijo con su gran sonrisa A veces
nosotras, las familiares, ¡sabemos más que las abogadas!
Me encantó lo que me contaba Adriana. Sobre todo, el en-
tusiasmo con que me lo decía, así que me comprometí a ir el
próximo día que se reunieran. Le volví a preguntar si tenía que
pagar algo, por si acaso, pero Adriana volvió a decirme que no,
que me esperaba y que, si quería llevara a los chicos, que siem-
pre había algún nene o una nena dando vueltas por ahí.

Me había acostado triste pero me levanté contento, por ahí era


porque sabía la verdad: mi papá estaba preso en la cárcel. Sabía
eso, y también sabía que mi papá no era malo. Así que me le-
vanté mejor que me había acostado, y apurado por llegar y pre-
guntarle cómo era posible que alguien bueno como él estuviera
en un lugar donde se mandaba a la gente que hacía cosas malas.
Cuando nos subimos a la combi, se me ocurrió preguntarle a
la gente que viajaba en los otros asientos a quién iban a ver a la
cárcel y por qué estaban allí. En un momento vi que mi mamá
me miraba con cara de querer que yo me callara, pero en segui-
da se puso a hablar con una señora que viajaba en el asiento de
adelante, y ya ni me miró a mí. Incluso en un momento la miré
yo y se estaba riendo con ganas. Mi hermana y yo nos miramos
y cada uno siguió con lo suyo: yo preguntando a las mujeres, y
mi hermana escuchando música con sus auriculares. El viaje se
hizo cortito, y más lindo. ¡Y eso que no estaba Luana!

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Los martes en la Asociación

El lunes, cuando Andrés me llamó por teléfono como cada no-


che, a las diez y cuarto en punto, le conté que al día siguiente
iría a la reunión con Adriana y otras compañeras. Cuando dije
esa palabra, compañeras, Andrés me preguntó si era algo po-
lítico, y me dijo que tuviera cuidado, que no me dejara llevar,
que siempre hay gente que se quiere aprovechar de los presos
y sus familiares… Yo lo tranquilicé, le dije que iba a ir, mirar,
escuchar, y que después le contaba cómo me había sentido.
El martes a la mañana me levanté temprano, elegí los me-
jores limones del limonero que cuida mi suegra, busqué en
el pilón de recetas que me regaló mi mamá, después de acu-
mularlas durante cincuenta años y no preparar ningún plato
distinto a los cuatro que le salían de maravillas —empanadas,
milanesas, tarta pascualina, alcauciles rellenos— y me puse
a prepara un budín. Cuando el perfume invadió la casa, los
chicos ya habían vuelto de la escuela y quisieron abalanzarse
a devorarlo, pero se los prohibí: ese budín era para llevar a
la reunión a la que me había invitado Adriana, y si querían
probarlo tendrían que acompañarme. Ni Santi ni Luciana se
dejaron tentar, así que esa tarde me acompañó solo Manuel,
que es el único que todavía viene a donde le propongo ir.
Tomamos el tren, llegamos a Constitución, de ahí al sub-
te, y después de una combinación y varias estaciones, llega-
mos a la esquina que nos había indicado Adriana. Subimos

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los dos pisos, y nos encontramos con un cartel con una puerta
de madera, bien antigua. Toqué timbre y me abrió una mu-
jer de sonrisa dulce y ojos claros. Le pregunté por Adriana y
me señaló una oficina. Yo me asomé buscando a Adriana, que
cuando me vio, se levantó y vino a buscarme con un abrazo
y me invitó a sentarme alrededor de la mesa alargada. Había
unas ocho mujeres, un abogado (lo reconocí por el traje de
inmediato), una nena de unos 5 años y un nene de unos 3.
Una viejita discapacitada estaba contando sobre sus sobri-
nos. Uno estaba en una cárcel de la ciudad de Rawson, en la
provincia de Chubut, y el otro en la ciudad de Resistencia, en
Chaco. La mujer pedía ayuda para lograr que juntaran a sus
dos sobrinos en una punta del país o en la otra, para poder
visitarlos juntos.
Otras dos mujeres tomaban notas y hacían preguntas. No
parecían abogadas, pero eran. Yo decidí estudiarlas un poco,
pero en principio me cayó bien que no se vistieran como la
abogada típica, con trajecitos y tacos, y que se les entendiera
lo que hablaban.
Cuando la tía terminó de contar su caso, habló otra, una
mujer con tres hijos presos, dos en la cárcel y el más chico en
un instituto de menores. El mayor había estado un año con
el oído lastimado después de que le pegaran en la cárcel de
máxima seguridad de Resistencia. Gracias a la ayuda que le
habían dado aquí —en este lugar donde yo llegaba por pri-
mera vez— después de un año de pedidos, se había logrado
que un médico atendiera a su hijo, que ya estaba recuperado.
Pero ahora, quizá como castigo por sus reclamos, lo habían
sancionado injustamente, y la madre quería pedir las cámaras
que hay dentro de la cárcel, para que se viera que él no había
hecho nada, que no tenían por qué castigarlo. La mamá tam-
bién pedía que la dejaran visitar a sus dos hijos el mismo día,
un sábado o un domingo.

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Otra mujer contaba que su marido estaba enfermo y no
recibía suficiente atención médica. La señora relataba sus
recorridos por juzgados y defensorías, por oficinas públicas,
por dependencias estatales de aquí y allá, sin lograr que a su
marido lo atendieran medianamente bien.
Yo seguía con el budín envuelto sobre las piernas. Escucha-
ba historias tan dolorosas que me parecía medio pavo poner-
me a cortarlo y a repartirlo. Pero de pronto, una de las mujeres,
que tomaba nota de lo que el resto contaba, pero no era una
de las abogadas, dijo ¡Ah, no, mirá, si no logramos algo por las
buenas, yo te acompaño y nos vamos a Crónica TV! Y entonces
todas se rieron, y una de las abogadas le dijo a la otra Ahhh, ya
salió Estelita con Crónica TV, jajaja, y entonces, ahí justo Adria-
na dijo al resto Ella es Marcela, y yo saludé y acerqué el budín
y todas dijeron Ah, pero qué maravilla, es casero? (Estela); Voy
a salir rodando (una de las abogadas); No me podés hacer esto,
qué tentación! (la otra abogada). Y lo cortaron en rodajas, y
me dijeron que era bienvenida, y después me tocó un mate un
poco lavado, pero que me resultó exquisito. Y después cambié
la yerba sin pedir permiso a nadie, y antes de la segunda ronda
de mate decidí que ese, a partir de ahora, sería mi lugar.

Si hay algo que me gusta a mí es el limón. Le pongo un mon-


tón a las milanesas de carne y a las de pollo, y hasta a las pa-
pas fritas. Mi mamá dice que el mundo se divide entre los
que le ponen limón a la ensalada y los que le ponen vinagre,
y en mi casa somos todos limoneros. Por eso, apenas mi papá
removió la tierra del jardincito que hay entre nuestra casa
y la de la abuela, lo primero que plantaron fue un limonero.

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Después mi abuela puso albahaca, tomates chiquitos, jazmines
y flores de colores, pero el rey del jardín es el limonero. Cuando
los limones se ponen maduros, mi hermana y yo los juntamos
y los envolvemos en papel de diario, y los ponemos en un ca-
jón que nos regala la verdulera, para que duren más. Mi mamá
le da una bolsa a Betty, y mi abuela otra a Elsita. El resto lo
guardamos y lo vamos usando todos los días. A veces, cuando
mi mamá está con ganas, hace una torta riquísima. El martes,
cuando volví de la escuela, había olorcito a torta de limón, pero
cuando le pedí una rodaja con la leche, me dijo que no, que
era para llevar a una reunión y que si quería comerlo tenía que
acompañarla. A mí me gusta pasear con mi mamá, así que me
tomé la leche rápido y nos fuimos.
Anduvimos en tren, por suerte no había mucha gente, des-
pués en subte, que a mí me encanta, y en un ratito llegamos
a un lugar donde había varias personas sentadas, hablando y
tomando mate. Apenas entré, a la primera que vi fue a Luana,
y eso me puso contento. Me acerqué, le pregunté si se acordaba
de mí, me dijo que sí y me compartió la mesita donde estaba
dibujando, unas hojas blancas y unas fibras. En otra silla había
un nene más chiquito que se llamaba Luca, que estaba mirando
unos libritos. Después de un ratito, una señora gorda y graciosa
nos trajo un plato con pedazos de torta. Luana y Luca la proba-
ron y les encantó, y yo les dije que la había hecho mi mamá. De
paso, la miré y vi que se estaba riendo con las otras señoras. Es-
cuché que decían cárcel, módulos, policía, juez, defensor, así que
me parece que fuimos ahí por lo de mi papá. Algunas palabras
sabía lo que querían decir; otras, no. Pero yo estaba ocupado
dibujando, comiendo la rica torta de mi mamá y hablando con
Luana. Cuando nos tuvimos que ir, lo único que pensé fue que
quería volver, porque en ese lugar lleno de mujeres que habla-
ban, gritaban y hasta lloraban, mi mamá se veía más contenta.
¡Y para volver a ver a Luana, claro!

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Final abierto

Cuando llame Andrés, le voy a contar que encontré un lugar


donde pude decir todo lo que siento, porque las otras mujeres
están más o menos igual que yo. Ahora creo que todo va a salir
bien, ya estoy más tranquila.

No lo puedo creer, Melina me dio bola, bueno, bola no sé, pero


por lo menos no me trató como un nene… Quizá este domingo
o el otro, voy y le cuento al viejo, para que vea que no soy nin-
gún gil.

Yo no quiero mentirle a Flor, me siento mal. Así que fui y le


dije. Me daba miedo de que me dijera que nunca más iba a
venir a mi casa y no, nada que ver. Hasta me contó un secreto:
su tío Alex no había estado de viaje, sino preso. Ella también
me había mentido por miedo a lo que yo iba a pensar… Así que,
como las dos tenemos presos en la familia, ¡podemos compar-
tir algo más!

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El domingo le voy a contar a papá que tengo una amiga que se
llama Luana y que su papá está preso como él. Y que si se que-
da un tiempo allí, mejor, así la veo a Luana todos los domingos
en la visita, y todos los martes en la Asociación.

Tiene que ser la última. Esta vez tiene que ser la última.

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Se terminó de imprimir en
Cooperativa de Trabajo Tricao,
Núñez 2820, C.A.B.A.,
en octubre de 2014.
Ese viernes se jugaba un partido muy importante, que definía
el campeonato. Mi hermano mayor y mi hermana del medio se peleaban Claudia Cesaroni

Un partido
a los gritos. Cuando está papá se ríe mucho de las peleas, hasta que se enoja
y dice una frase que me causa gracia: ¡Las cosas ya pasaron a mayores!
Entonces pega unos gritos y listo.
Pero esa noche papá no estaba. Y cuando le pregunté a mamá por qué
no estaba, ella me contestó como me contesta cuando no quiere

sin papá
que yo le pregunte: Andá a jugar, vos…

Claudia Cesaroni nació en Quilmes, provincia de Buenos Aires, en 1962.


Tiene un hijo y un nieto. Siempre le gustó escribir: en 7º grado hizo

Claudia Cesaroni
un poema que le publicaron en el periódico de su escuela, la Nº 47, Coronel
Pedro Zanni de Bernal; y en la secundaria dirigió el periódico Etcétera,
en la Escuela Normal de Quilmes. De grande trabajó de abogada, periodista
y algunas otras cosas. Publicó libros para adultos, y este es el primero
que escribe para que lo puedan leer niños y niñas y también adultos.
Es gallina a morir.

Ilustraciones de Diego Moscato


Un partido sin papá

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