Textos de Arquitectura de La Modernidad Loos
Textos de Arquitectura de La Modernidad Loos
Textos de Arquitectura de La Modernidad Loos
Ornamento y Delito
Adolf Loos
El embrión humano pasa, en el claustro materno, por todas las fases evolutivas
del reino animal. Cuando nace un ser humano, sus impresiones sensoriales son iguales
a las de un perro recién nacido. Su infancia pasa por todas las transformaciones que
corresponden a aquellas por las que pasó la historia del género humano. A los dos años,
lo ve todo como si fuera un papúa. A los cuatro, como un germano. A los seis,
como Sócrates y a los ocho como Voltaire. Cuando tiene ocho años percibe el violeta,
color que fue descubierto en el Siglo XVIII, pues antes el violeta era azul y el púrpura
era rojo. El físico señala que hay otros colores, en el espectro solar, que ya tienen
nombres, pero el comprenderlo se reserva al hombre del futuro.
El niño es amoral. El papúa también lo es para nosotros. El papúa despedaza a
sus enemigos y los devora. No es un delincuente, pero cuando el hombre moderno
despedaza y devora a alguien entonces es un delincuente o un degenerado. El papúa
se hace tatuajes en la piel, en el bote que emplea, en los remos, en fin, en todo lo que
tiene a su alcance. No es un delincuente. El hombre moderno que se tatúa es un
delincuente o un degenerado. Hay cárceles donde un 80% de los detenidos presentan
tatuajes. Los tatuados que no están detenidos son criminales latentes o aristócratas
degenerados. Si un tatuado muere en libertad, esto quiere decir unos años antes de
cometer un asesinato.
Los malos espíritus lo oyeron con desagrado, y el Estado, cuya misión es retrasar
a los pueblos en su evolución cultural, consideró como suya la cuestión de la evolución
y reanudación del ornamento. ¡Pobre del estado cuyas revoluciones las dirijan los
consejeros! Pronto pudo verse en el Museo de Artes decorativas de Viena un bufet con
el nombre La rica pesca, hubo armarios que se llamaron La princesa encantada o algo
por el estilo, cosa que se refería a los ornamentos con que estaban decorados esos
desgraciados muebles. El estado austriaco se tomó tan en serio su trabajo que se
preocupó de que las polainas de paño no desapareciesen de las fronteras de la
monarquía austro-húngara. Obligó a todo hombre culto que tuviera veinte años a llevar
durante tres años polainas en lugar de calzado eficiente. Ya que todo Estado parte de
la suposición de que un pueblo que esté en baja forma es más fácil de gobernar.
Bien, la epidemia ornamental está reconocida estatalmente y se subvenciona
con dinero del Estado. Sin embargo, veo en ello un retroceso. No puedo admitir la
objeción de que el ornamento aumenta la alegría de vivir de un hombre culto, no puedo
admitir tampoco la que se disfraza con estas palabras: “Pero ¡cuando el ornamento es
bonito!…” A mí y a todos los hombres cultos, el ornamento no nos aumenta la alegría
de vivir. Si quiero comer un trozo de alajú escojo uno que sea completamente liso y no
uno que esté recargado de ornamentos, que represente un corazón, un niño en mantillas
o un jinete. El hombre del siglo XV no me entendería; pero sí podrían hacerlo todos los
hombres modernos. El defensor del ornamento cree que mi impulso hacia la sencillez
equivale a una mortificación. mi estimado señor profesor de la Escuela de Artes
Decorativas, no me mortifico! Lo prefiero así. Los platos de siglos pasados, que
presentan ornamentos con objeto de hacer aparecer más apetitosos los pavos, faisanes
y langostas a mí me producen el efecto contrario. Voy con repugnancia a una exposición
de arte culinario, sobre todo si pienso que tendría que comer estos cadáveres de
animales rellenos. Como roast-beef.
Sin embargo, es mucho mayor el daño que padece el pueblo productor a causa
del ornamento, ya que el ornamento no es un producto natural de nuestra civilización,
es decir, que representa un retroceso o una degeneración; el trabajo del ornamentista
ya no se paga como es debido.
El cambio del ornamento trae como consecuencia una pronta desvaloración del
producto del trabajo. El tiempo del trabajador, el material empleado, son capitales que
se derrochan. He enunciado la siguiente idea: La forma de un objeto debe ser tolerable
el tiempo que dure físicamente. Trataré de explicarlo: Un traje cambiará muchas m ves
su forma que una valiosa piel. El traje de baile creado para una sola noche, cambiará
de forma mucho más deprisa que un escritorio. Qué malo sería, sin embargo, si tuviera
que cambiarse el escritorio tan rápidamente como un traje de baile por el hecho de que
a alguien le pareciera su forma insoportable; entonces se perdería el dinero gastado en
ese escritorio.
La pérdida no sólo afecta a los consumidores, sino, sobre todo, a los productores.
Hoy en día, el ornamento, en aquellas cosas que gracias a la evolución pueden privarse
de él, significa fuerza de trabajo desperdiciada y material profanado. Si todos los objetos
pudieran durar tanto desde el ángulo estético como desde el físico, el consumidor podría
pagar un precio que posibilitara que el trabajador ganara más dinero y tuviera que
trabajar menos. Por un objeto del cual esté seguro que voy a utilizar y obtener el máximo
rendimiento pago con gusto cuatro veces más que por otro que tenga menos valor a
causa de su forma o material. Por mis botas pago gustoso 40 coronas, a pesar de que
en otra tienda encontraría botas por 10 coronas. Pero, en aquellos oficios que
languidecen bajo la tiranía de los ornamentistas, no se valora el trabajo bueno o malo.
El trabajo sufre a causa de que nadie está dispuesto a pagar su verdadero valor.
Y esto no deja de estar bien así, ya que tales objetos ornamentados sólo resultan
tolerables en su ejecución más mísera.
Puedo soportar un incendio más fácilmente si oigo decir que han quemado cosas
sin valor. Puedo alegrarme de las absurdas y ridículas decoraciones montadas con
motivo del baile de disfraces de los artistas, porque sé que lo han montado en pocos
días y que lo derribarán en un momento. Pero tirar monedas de oro en vez de guijarros,
encender un cigarrillo con un billete de banco, pulverizar y beberse una perla es algo
antiestético.
Ocurre de distinta manera con los hombres y pueblos que no han alcanzado este
grado.
Mis zapatos están llenos de ornamentos por todas partes, constituidos por pintas
y agujeros, trabajo que ha ejecutado el zapatero y no le ha sido pagado. Voy al zapatero
y le digo: “Usted pide por un par de zapatos 30 coronas. Yo le pagaré 40”. Con esto he
elevado el estado anímico de este hombre, cosa que me agradecerá con trabajo y
material, que, en cuanto a calidad, no están en modo alguno relacionados con la
sobreabundancia. Es feliz. Raras veces llega la felicidad a su casa. Ante él hay un
hombre que le entiende, que aprecia su trabajo y no duda de su honradez. En sueños
ya ve los zapatos terminados delante suyo. Sabe dónde puede encontrar la mejor piel,
sabe a qué trabajador debe confiar los zapatos y éstos tendrán tantas pintas y agujeros
como los que sólo aparecen en los zapatos más elegantes. Entonces le digo: “pero
impongo una condición. Los zapatos tienen que ser enteramente lisos”. Ahora es cuando
le he lanzado desde las alturas más espirituales al Tártaro. Tendrá menos trabajo, pero
le he arrebatado toda la alegría.
∙∙∙
Dirigida a los chistosos con motivo de haberse reído del artículo Ornamento y delito
(1910):
Queridos chistosos:
Y yo os digo que llegará el tiempo en que la decoración de una celda hecha por el
tapicero de palacio Schulze o por el catedrático Van de Velde servirá como agravante
del castigo.