Textos de Arquitectura de La Modernidad Loos

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Textos de arquitectura de la modernidad (1994)

Capítulo 5. Vanguardia y Modernidad

Adolf Loos: Ornamento y Delito (p. 173 – 178)

Autores: Pere Hereu, Josep María Montaner, Jordi Oliveras:


Este texto (escrito en 1908), junto a otro titulado Arquitectura, constituye el
principal ensayo-manifiesto de la poética loosiana. El amplio eco que el ensayo tuvo, se
debe al hecho de que Loos aborda un tema fundamental de la cultura artística moderna:
el ornamento. Éste también es el motivo por el que el texto se incluye aquí.
El estilo que Loos utiliza, lleno de paradojas y sarcasmos, da fuerza persuasiva
a sus ideas, aunque también ha generado numerosos equívocos y reducciones de su
pensamiento.
Los motivos por los que Loos aboga por una “represión” del ornamento,
coinciden con un triple razonamiento ético-estético-económico. Ético porque el
ornamento traduce una nostalgia regresiva o un símbolo de incultura. Estético porque la
eliminación del valor monumental de la arquitectura, equivale a abolir, el contenido
simbólico-representativo que se superpone a la construcción pura y simple. Entonces la
tarea del arquitecto quedaría reducida a organizar lógicamente la forma y la materia, y
su valor comunicativo quedaría encomendado únicamente a éstas. Los razonamientos
de Loos son también económicos porque afronta -aunque con contradicciones- los
problemas de costes de la moderna civilización industrial.
Adolf Loos. “Ornamente un Verbrechen”, en Der Sturm. Berlín, 1912. Su difusión se
debió a mayor medida a su publicación en francés en Les Cahiers d’Aujourd’hi (1913),
en L’Esprit Nouveau, 1920 y en 1923 en L’Architecture Vivante. Traducción española
“Ornamento y delito”, en Adolf Loos, Ornamento y delito y otros escritos. Gustavo Gili,
Barcelons, 1972.

Ornamento y Delito
Adolf Loos
El embrión humano pasa, en el claustro materno, por todas las fases evolutivas
del reino animal. Cuando nace un ser humano, sus impresiones sensoriales son iguales
a las de un perro recién nacido. Su infancia pasa por todas las transformaciones que
corresponden a aquellas por las que pasó la historia del género humano. A los dos años,
lo ve todo como si fuera un papúa. A los cuatro, como un germano. A los seis,
como Sócrates y a los ocho como Voltaire. Cuando tiene ocho años percibe el violeta,
color que fue descubierto en el Siglo XVIII, pues antes el violeta era azul y el púrpura
era rojo. El físico señala que hay otros colores, en el espectro solar, que ya tienen
nombres, pero el comprenderlo se reserva al hombre del futuro.
El niño es amoral. El papúa también lo es para nosotros. El papúa despedaza a
sus enemigos y los devora. No es un delincuente, pero cuando el hombre moderno
despedaza y devora a alguien entonces es un delincuente o un degenerado. El papúa
se hace tatuajes en la piel, en el bote que emplea, en los remos, en fin, en todo lo que
tiene a su alcance. No es un delincuente. El hombre moderno que se tatúa es un
delincuente o un degenerado. Hay cárceles donde un 80% de los detenidos presentan
tatuajes. Los tatuados que no están detenidos son criminales latentes o aristócratas
degenerados. Si un tatuado muere en libertad, esto quiere decir unos años antes de
cometer un asesinato.

El impulso de ornamentarse el rostro y cuanto se halle al alcance es el primer


origen de las artes plásticas. Es el primer balbuceo de la pintura. Todo arte es erótico.

El primer ornamento que surgió, la cruz, es de origen erótico. La primera obra de


arte, la primera actividad artística que el artista pintarrajeó en la pared fue para
despojarse de sus excesos. Una raya horizontal: la mujer yacente. Una raya vertical: el
hombre que la penetra. El que creó esta imagen sintió el mismo impulso que Beethoven,
estuvo en el mismo cielo en el que Beethoven creó la Novena Sinfonía.

Pero el hombre de nuestro tiempo que, a causa de un impulso interior pintarrajea


las paredes con símbolos eróticos, es un delincuente o un degenerado. Obvio es decir
que en los retretes es donde este impulso invade, del modo más impetuoso, a las
personas con tales manifestaciones de degeneración. Se puede medir el grado de
civilización de un país atendiendo a la cantidad de garabatos que aparezcan en las
paredes de sus retretes.

En el niño, garabatear es un fenómeno natural; su primera manifestación artística


es llenar las paredes con símbolos eróticos. Pero lo que es natural en el papúa y en el
niño, resulta en el hombre moderno un fenómeno de degeneración. Descubrí lo
siguiente y lo comuniqué al mundo: La evolución cultural equivale a la eliminación del
ornamento del objeto usual. Creí con ello proporcionar a la humanidad algo nuevo con
lo que alegrarse, pero la humanidad no me lo ha agradecido. Se pusieron tristes y su
ánimo decayó. Lo que les preocupaba era saber que no se podía producir un ornamento
nuevo. ¿Cómo, lo que cada negro sabe, lo que todos los pueblos y épocas anteriores a
nosotros han sabido, no sería posible para nosotros, hombres del siglo XIX? Lo que el
género humano había creado miles de años atrás sin ornamentos fue despreciado y se
destruyó.
No poseemos bancos de carpintería de la época carolingia, pero el menor objeto
carente de valor que estuviera ornamentado se conservó, se limpió cuidadosamente y
se edificaron pomposos palacios para albergarlo. Los hombres pasean entristecidos
ante las vitrinas, avergonzándose de su actual impotencia. Cada época tiene su estilo,
¿carecerá la nuestra de uno que le sea propio? Con estilo, se quería significar
ornamento. Por tanto, dije: ¡No lloréis! Lo que constituye la grandeza de nuestra época
es que es incapaz de realizar un ornamento nuevo. Hemos vencido al ornamento. Nos
hemos dominado hasta el punto de que ya no hay ornamentos. Ved, está cercano el
tiempo, la meta nos espera. Dentro de poco las calles de las ciudades brillarán como
muros blancos. Como Sion, la ciudad santa, la capital del cielo. Entonces lo habremos
conseguido.

Pero existen los malos espíritus incapaces de tolerarlo. A su juicio, la humanidad


debería seguir jadeando en la esclavitud del ornamento. Los hombres estaban lo
bastante adelantados como para que el ornamento no les deleitara, como para que un
rostro tatuado no aumentara la sensación estética, cual en los papúas, sino que la
disminuyera. Lo bastante adelantados como para alegrarse por una pitillera no
ornamentada y comprarse aquella, pudiendo, por el mismo precio, conseguir otra con
adornos. Eran felices con sus vestidos y estaban contentos de no tener que ir de feria
en feria como los monos llevando pantalones de terciopelo con tiras doradas. Y dije:
Fijaros: la habitación en la que murió Goethe es más fantástica que toda pompa
renacentista y un mueble liso es más bonito que todas las piezas de museo incrustadas
y esculpidas. El lenguaje de Goethe es mucho más bonito que todos los ornamentos de
los pastores de Pegnitz.

Los malos espíritus lo oyeron con desagrado, y el Estado, cuya misión es retrasar
a los pueblos en su evolución cultural, consideró como suya la cuestión de la evolución
y reanudación del ornamento. ¡Pobre del estado cuyas revoluciones las dirijan los
consejeros! Pronto pudo verse en el Museo de Artes decorativas de Viena un bufet con
el nombre La rica pesca, hubo armarios que se llamaron La princesa encantada o algo
por el estilo, cosa que se refería a los ornamentos con que estaban decorados esos
desgraciados muebles. El estado austriaco se tomó tan en serio su trabajo que se
preocupó de que las polainas de paño no desapareciesen de las fronteras de la
monarquía austro-húngara. Obligó a todo hombre culto que tuviera veinte años a llevar
durante tres años polainas en lugar de calzado eficiente. Ya que todo Estado parte de
la suposición de que un pueblo que esté en baja forma es más fácil de gobernar.
Bien, la epidemia ornamental está reconocida estatalmente y se subvenciona
con dinero del Estado. Sin embargo, veo en ello un retroceso. No puedo admitir la
objeción de que el ornamento aumenta la alegría de vivir de un hombre culto, no puedo
admitir tampoco la que se disfraza con estas palabras: “Pero ¡cuando el ornamento es
bonito!…” A mí y a todos los hombres cultos, el ornamento no nos aumenta la alegría
de vivir. Si quiero comer un trozo de alajú escojo uno que sea completamente liso y no
uno que esté recargado de ornamentos, que represente un corazón, un niño en mantillas
o un jinete. El hombre del siglo XV no me entendería; pero sí podrían hacerlo todos los
hombres modernos. El defensor del ornamento cree que mi impulso hacia la sencillez
equivale a una mortificación. mi estimado señor profesor de la Escuela de Artes
Decorativas, no me mortifico! Lo prefiero así. Los platos de siglos pasados, que
presentan ornamentos con objeto de hacer aparecer más apetitosos los pavos, faisanes
y langostas a mí me producen el efecto contrario. Voy con repugnancia a una exposición
de arte culinario, sobre todo si pienso que tendría que comer estos cadáveres de
animales rellenos. Como roast-beef.

El enorme daño y las devastaciones que ocasiona el re-despertar del ornamento


en la evolución estética, podrían olvidarse con facilidad, ya que nadie, ni siquiera
ninguna fuerza estatal puede detener la evolución de la humanidad. Sólo es posible
retrasarla. Podemos esperar. Pero es un delito respecto a la economía del pueblo el
que, a través de ello, se pierda el trabajo, el dinero y el material humanos. El tiempo no
puede compensar estos daños.

El ritmo de la evolución cultural sufre a causa de los rezagados. Yo quizá vivo en


1908; mi vecino, sin embargo, hacia 1900; y el de más allá, en 1880. Es una desgracia
para un Estado el que la cultura de sus habitantes abarque un período de tiempo tan
amplio. El campesino de regiones apartadas vive en el siglo XII. Y en la procesión de la
fiesta de jubileo tomaron parte gentes, que ya en la época de las grandes migraciones
de los pueblos se hubieran encontrado retrasadas., Feliz el país que no tenga este tipo
de rezagados y merodeadores. ¡Feliz América! Entre nosotros mismos hay en las
ciudades hombres que no son nada modernos, rezagados del sido XVIII que se
horrorizan ante un cuadro con sombras violetas, porque aún no saben ver el violeta. Les
gusta el faisán si el cocinero se ha pasado todo un día para prepararlo y la pitillera con
ornamentos renacentistas les gusta mucho más que la lisa. ¿Y qué pasa en el campo?
Los vestidos y aderezos son de siglos anteriores. El campesino no es cristiano, todavía
es pagano.
Los rezagados retrasan la evolución cultural de los pueblos y de la humanidad,
ya que el ornamento no está engendrado sólo por delincuentes, sino que comete un
delito en tanto que perjudica enormemente a los hombres atentando a la salud, al
patriotismo nacional y por eso a la evolución cultural. Cuando dos hombres viven cerca
y tienen unas mismas exigencias, las mismas pretensiones y los mismos ingresos, pero
no obstante pertenecen a distintas civilizaciones, se puede observar lo siguiente, desde
el punto de vista económico de un pueblo: el hombre del siglo xx será cada vez más
rico, el del siglo XVIII cada vez más pobre. Supongamos que los dos viven según sus
inclinaciones. El hombre del siglo XX puede cubrir sus exigencias con un capital mucho
más pequeño y por ello puede ahorrar. La verdura que le gusta está simplemente
hervida en agua y condimentada con mantequilla. Al otro hombre le gusta más cuando
se le añade miel y nueces y cuando sabe que otra persona ha pasado horas para
cocinarla. Los platos ornamentados son muy caros, mientras que la vajilla blanca que le
gusta al hombre es barata. Este ahorra mientras que el otro se endeuda. Así ocurre con
naciones enteras. ¡Pobre del pueblo que se quede rezagado en la evolución cultural!
Los ingleses serán cada vez más ricos y nosotros cada vez más pobres…

Sin embargo, es mucho mayor el daño que padece el pueblo productor a causa
del ornamento, ya que el ornamento no es un producto natural de nuestra civilización,
es decir, que representa un retroceso o una degeneración; el trabajo del ornamentista
ya no se paga como es debido.

Es conocida la situación en los oficios de talla y adorno, los sueldos


criminalmente bajos que se pagan a las bordadoras y encajeras. El ornamentista ha de
trabajar veinte horas para lograr los mismos ingresos de un obrero moderno que trabaje
ocho horas. El ornamento encarece, por regla general, el objeto; sin embargo, se da la
paradoja de que una pieza ornamentada con igual coste material que el de un objeto
liso, y que necesita el triple de horas de trabajo para su realización, cuando se vende,
se paga por el ornamentado la mitad que por el otro. La carencia de ornamento tiene
como consecuencia una reducción de las horas de trabajo y un aumento de suela El
tallista chino trabaja dieciséis horas, el americano sólo ocho. Si por una caja lisa se paga
lo mismo que por otra ornamentada, la diferencia, en cuanto a horas de trabajo,
beneficia al obrero. Si no hubiera ningún tipo de ornamento -situación que a lo mejor se
dará dentro de miles de años- el hombre, en vez de tener que trabajar ocho horas, podría
trabajar sólo cuatro, ya que la mitad del trabajo se va, aun hoy en día, en realizar
ornamentos.
Ornamento es fuerza de trabajo desperdiciada y, por ello, salud desperdiciada.
Así fue siempre. Hoy significa, además, material desperdiciado, y ambas cosas
significan capital desperdiciado.

Como el ornamento ya no pertenece a nuestra civilización desde el punto de


vista orgánico, tampoco es ya expresión de ella. El ornamento que se crea en el presente
ya no tiene ninguna relación con nosotros ni con nada humano; es decir, no tiene
relación alguna con la actual ordenación del mundo. No es capaz de evolucionar. ¿Qué
ha sucedido con la ornamentación de Otto Eckmann, con la de Van de Velde? Siempre
estuvo el artista sano y vigoroso en las cumbres de la humanidad. El ornamentista
moderno es un retrasado o una aparición patológica. Reniega de sus productos una vez
transcurridos tres años. Las personas cultas los consideran insoportables de inmediato;
los otros, sólo se dan cuento de esto al cabo de años. ¿Dónde se hallan hoy las obras
de Otto Eckmann? ¿Dónde estarán las obras de Olbrich dentro de diez años? El
ornamento moderno no tiene padres ni descendientes, no tiene pasado ni futuro. Sólo
es saludado con alegría por personas incultas, para quienes la grandeza de nuestra
época es un libro con siete sellos, y, al cabo de un tiempo, reniegan de él.

En la actualidad, la humanidad es más sana que antes; sólo están enfermos


unos pocos. Estos pocos, sin embargo, tiranizan al obrero, que está tan sano que no
puede inventar ornamento alguno. Le obligan a realizar, en diversos materiales, los
ornamentos inventados por ellos.

El cambio del ornamento trae como consecuencia una pronta desvaloración del
producto del trabajo. El tiempo del trabajador, el material empleado, son capitales que
se derrochan. He enunciado la siguiente idea: La forma de un objeto debe ser tolerable
el tiempo que dure físicamente. Trataré de explicarlo: Un traje cambiará muchas m ves
su forma que una valiosa piel. El traje de baile creado para una sola noche, cambiará
de forma mucho más deprisa que un escritorio. Qué malo sería, sin embargo, si tuviera
que cambiarse el escritorio tan rápidamente como un traje de baile por el hecho de que
a alguien le pareciera su forma insoportable; entonces se perdería el dinero gastado en
ese escritorio.

Esto lo sabe bien el ornamentista y los ornamentistas austriacos intentan resolver


este problema. Dicen: “Preferimos al consumidor que tiene un mobiliario que, pasados
diez años le resulta inaguantable y que, por ello, se ve obligado a adquirir muebles
nuevos cada década, al que se compra objetos sólo cuando ha de sustituir los gastados.
La industria lo requiere. Millones de hombres tienen trabajo gracias al cambio rápido”.
Parece que éste es el misterio de la economía nacional austriaca; cuantas veces, al
producirse un incendio, se oyen las palabras: “¡Gracias a Dios, ahora la gente ya tendrá
algo que hacer!” Propongo un buen sistema: Se incendia una ciudad, se incendia un
imperio, y entonces todo nada en bienestar y en la abundancia. Que se fabriquen
muebles que, al cabo de tres años, puedan quemarse; que se hagan guarniciones que
puedan ser fundidas al cabo de cuatro años, ya que en las subastas no se logra ni la
décima parte de lo que costó la mano de obra y el material, y así nos haremos ricos y
más ricos.

La pérdida no sólo afecta a los consumidores, sino, sobre todo, a los productores.
Hoy en día, el ornamento, en aquellas cosas que gracias a la evolución pueden privarse
de él, significa fuerza de trabajo desperdiciada y material profanado. Si todos los objetos
pudieran durar tanto desde el ángulo estético como desde el físico, el consumidor podría
pagar un precio que posibilitara que el trabajador ganara más dinero y tuviera que
trabajar menos. Por un objeto del cual esté seguro que voy a utilizar y obtener el máximo
rendimiento pago con gusto cuatro veces más que por otro que tenga menos valor a
causa de su forma o material. Por mis botas pago gustoso 40 coronas, a pesar de que
en otra tienda encontraría botas por 10 coronas. Pero, en aquellos oficios que
languidecen bajo la tiranía de los ornamentistas, no se valora el trabajo bueno o malo.
El trabajo sufre a causa de que nadie está dispuesto a pagar su verdadero valor.

Y esto no deja de estar bien así, ya que tales objetos ornamentados sólo resultan
tolerables en su ejecución más mísera.

Puedo soportar un incendio más fácilmente si oigo decir que han quemado cosas
sin valor. Puedo alegrarme de las absurdas y ridículas decoraciones montadas con
motivo del baile de disfraces de los artistas, porque sé que lo han montado en pocos
días y que lo derribarán en un momento. Pero tirar monedas de oro en vez de guijarros,
encender un cigarrillo con un billete de banco, pulverizar y beberse una perla es algo
antiestético.

Verdaderamente los objetos ornamentados producen un efecto antiestético,


sobre todo cuando se realizaron en el mejor material y con el máximo cuidado,
requiriendo mucho más tiempo de trabajo. Yo no puedo dejar de exigir ante todo trabajo
de calidad, pero desde luego no para cosas de este tipo.

El hombre moderno, que considera sagrado el ornamento, como signo de


superioridad artística de las épocas pasadas, reconocerá de inmediato, en los
ornamentos modernos, lo torturado, lo penoso y lo enfermizo de los mismos. Alguien
que viva en nuestro nivel cultural no puede crear ningún ornamento.

Ocurre de distinta manera con los hombres y pueblos que no han alcanzado este
grado.

Predico para el aristócrata. Me refiero al hombre que se halla en la cima de la


humanidad y que, sin embargo, comprende pro- fundamente los ruegos y exigencias del
inferior. Comprende muy 1 bien al cafre, que entreteje ornamentos en la tela según un
ritmo determinado, que sólo se descubre al deshacerla; al persa que anuda sus
alfombras; a la campesina eslovaca que borda su encaje; a la anciana señora que
realiza objetos maravillosos en cuentas de cristal y seda. El aristócrata les deja hacer,
sabe que, para ellos, las horas de trabajo son sagradas.

El revolucionario diría: “Todo esto carece de sentido”. Lo mismo que apartaría a


una ancianita de la vecindad de una imagen sagrada y le diría: “No hay Dios”. Sin
embargo, el ateo -entre los aristócratas- al pasar por delante de una iglesia se quita el
sombrero.

Mis zapatos están llenos de ornamentos por todas partes, constituidos por pintas
y agujeros, trabajo que ha ejecutado el zapatero y no le ha sido pagado. Voy al zapatero
y le digo: “Usted pide por un par de zapatos 30 coronas. Yo le pagaré 40”. Con esto he
elevado el estado anímico de este hombre, cosa que me agradecerá con trabajo y
material, que, en cuanto a calidad, no están en modo alguno relacionados con la
sobreabundancia. Es feliz. Raras veces llega la felicidad a su casa. Ante él hay un
hombre que le entiende, que aprecia su trabajo y no duda de su honradez. En sueños
ya ve los zapatos terminados delante suyo. Sabe dónde puede encontrar la mejor piel,
sabe a qué trabajador debe confiar los zapatos y éstos tendrán tantas pintas y agujeros
como los que sólo aparecen en los zapatos más elegantes. Entonces le digo: “pero
impongo una condición. Los zapatos tienen que ser enteramente lisos”. Ahora es cuando
le he lanzado desde las alturas más espirituales al Tártaro. Tendrá menos trabajo, pero
le he arrebatado toda la alegría.

Predico para los aristócratas. Soporto los ornamentos en mi propio cuerpo si


éstos constituyen la felicidad de mi prójimo. En este caso también llegan a ser, para mí,
motivo de contento. Soporto los ornamentos del cafre, del persa, de la campesina
eslovaca, los de mi zapatero, ya que todos ellos no tienen otro medio para alcanzar el
punto culminante de su existencia. Tenemos el arte que ha borrado el ornamento.
Después del trabajo del día vamos al encuentro de Beethoven o de Tristán. Esto no lo
puede hacer mi zapatero. No puedo arrebatarle su alegría, ya que no tengo nada que
ofrecerle a cambio. El que, en cambio, va a escuchar la Novena Sinfonía y luego se
sienta a dibujar una muestra de tapete es un hipócrita o un degenerado.

La carencia de ornamento ha conducido a las demás artes a una altura


imprevista. Las sinfonías de Beethoven no hubieran sido escritas nunca por el hombre
que fuera vestido de seda, terciopelos y encajes. El que hoy en día lleva una americana
de terciopelo no es un artista, sino un payaso o un pintor de brocha gorda. Nos hemos
vuelto más refinados, más sutiles. Los gregarios se tenían que diferenciar por colores
distintos, el hombre moderno necesita su vestido impersonal como máscara. Su
individualidad es tan monstruosamente vigorosa que ya no la puede expresar en
prendas de vestir. La falta de ornamentos es un signo de fuerza espiritual. El hombre
moderno utiliza los ornamentos de civilizaciones anteriores y extrañas a su antojo. Su
propia invención la concentra en otros objetos.

∙∙∙
Dirigida a los chistosos con motivo de haberse reído del artículo Ornamento y delito
(1910):

Queridos chistosos:

Y yo os digo que llegará el tiempo en que la decoración de una celda hecha por el
tapicero de palacio Schulze o por el catedrático Van de Velde servirá como agravante
del castigo.

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