Viajes Al Desierto de La Soledad (De Vos Jan)
Viajes Al Desierto de La Soledad (De Vos Jan)
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.. .América arboleda,
zarza salvaje entre los mares,
de polo a polo balanceabas,
tesoro verde, tu espesura.
Germinaba la noche
en ciudades de cáscaras sagradas,
en sonoras maderas,
extensas hojas que cubrían
la piedra germinal, los nacimientos.
(...)
Por los valles de la dulzura
bajaron los exter m inador es,
y en los altos mogotes la cimera
de tus hijos se perdió en la niebla,
pero a llí fueron alcanzados
uno a uno hasta morir, ,
despedazados en el tormento,,
sin su tierra tibia de flores
que huía bajo sus plantas...
P a b lo N e r u d a ,
Canto General I, pp. 12 y 46
Prólogo
Jan De Vos
Sa n C r is t ó b a l de las C asas
[31 de agosto de 2001]
Introducción
Jan De Vos
U n a s e l v a h e r id a d e m uerte
1. Lago Miram ar
2. Lago Lacanjá
3. Lagos Ocotal y Suspiro
4. Lago Santa Clara
5. Lago Najá
6. Lago Metzabok
INTRODUCCIÓN • 13
Zona Dorembcrg
t ^ A I Zona III Romano
I* * *1 Zona Iftmcoso-Cilvcti
EI3 Zona Valenzuela
HTÍTH Zona Schintller
ITTTTTI Zona (Ocampo) Martín
Zona Ramos
Zona I Romano
1X51 Zona II Romano
E:zz:i Zona I Bulnes
n n Zona II Bulnes
M apa 3
PREDIOS PRIVATIZADOS
EN LA LACANDONA, 1902
|X x x | Zona Sala
EZI Zona Doremberg
rrm Zona Dorantes
IX X I Zona III Romano
|Vv v| Zona Sub-Oriental
I- - - ^ Zona Valenzuela
Zona Agua Azul (Schindler)
nnn Zona Marqués de Comillas
era Zona Zúñiga Pliego Pérez
[X5I Zona I y II Romano
I I Zona I y II Martínez de Castro
lüHUBSl Propiedades Bulnes
M B Propiedades Dorantes
INTRODUCCIÓN • 19
No cabe duda de que estos colonos iniciaron, a partir del medio siglo,
la destrucción de la selva. Ellos no eran gente interesada en aprovechar la
riqueza forestal, consideraban más bien al bosque como un adversario
que era necesario eliminar. Su sueño era convertir el monte en milpas y
potreros, y para conseguirlo empleaban un método sencillo y antiguo,
aunque laborioso: la roza-tumba-quema.
En 1964 encontraron un aliado inesperado en la empresa Aserraderos
Bonampak, con sede en Chancalá. Esta compañía campechana, contratada
por Maderera Maya para explotar el bosque en sus terrenos, introdujo ma
quinaria moderna, con la cual aceleró el ritmo del corte y transporte de las
trozas. Además, al abrir grandes brechas hacia puntos hasta entonces
inaccesibles, indujo a los colonos a instalarse a lo largo de estos nuevos ca
minos, según fueron avanzando los campamentos de explotación. De 1964
a 1974, madereros, campesinos y ganaderos formaron así tres frentes de
destrucción que se unieron para devastar, en un tiempo récord, la parte
norte y occidental de la selva.
La tala provocada por Aserraderos Bonampak y decenas de colonias
de campesinos hambrientos de tierra no dejó de preocupar al gobierno fede
ral, pero éste no reaccionó ni a tiempo ni con las políticas adecuadas. En
1967 declaró como propiedad nacional una superficie de 401,959 hectáreas,
localizadas en los municipios de Ocosingo, Trinitaria, La Independencia,
La Libertad y Margaritas (véase mapa 4). Con esta medida quiso ganar el
control sobre la parte sur de la selva, con el objeto de desarrollar una co
lonización dirigida a través de la creación de Nuevos Centros de Población
Ejidal ( n c p e ), en especial en Marqués de Comillas (capítulos 19 y 20). En
19 72 creó la llamada Zona Lacandona, con una superficie de 614,321 hectá
reas, proclamándola "tierra comunal que desde tiempos inmemoriales per
teneció y sigue perteneciendo a la tribu lacandona" (véase mapa 5). Intentó
poner así un alto al avance de los colonizadores espontáneos en la parte
norte y oeste de la Selva Lacandona y cerrar el centro de la misma a toda
forma de penetración humana. Dos años más tarde, en 1974, creó por de
creto presidencial la Compañía Forestal de la Lacandona, S.A. (Cofolasa),
con el fin de eliminar la iniciativa privada de la explotación forestal y poner
esta última bajo control y provecho propio. Finalmente, en 1978 hizo un
nuevo intento de proteger a un importante núcleo de bosque virgen contra
la inminente invasión humana, con la creación de la Reserva Inte
gral de la Biosfera "Montes Azules" ( r i r m a ), dándole una superficie de
331,200 hectáreas (véase mapa 6).
M apa 5
LA ZO NA LACANDONA
CREADA POR EL GOBIERNO EN 1972
Guatemala
M apa 6
32 • JAN DE VOS
Veredas
38 • JAN DE VOS
No cabe duda, pues, que la Selva Lacandona está herida de muerte. Po
demos decir que su estado de salud es crítico. Parece que una intervención
quirúrgica es inevitable. ¿Todavía es posible salvar a la enferma? ¿Aguan
taría una intervención drástica? ¿Quién se atreve a operarla? ¿No es de
masiado tarde ya?
Son preguntas cuyas respuestas están -para terminar con un verso co
nocidísimo de Bob Dylan- blowing in the wind, o dicho en español, "volando
por el aire".
M a pa 11
VIAJES AL DESIERTO DE LA SOLEDAD
DEL 1 AL 14
Chiapas
San Pedro © © ** **x n
Sabana, Palenque * - * v ^ © ©
0 V d^ °
San José de
Gracia Real
Río Chixov
Com ilón
Chiapas
1. Manuel José Calderón, y .José Farrcra 1786-1793 8. 'Urobert Maler, 1898 >•
2. José María Esquinen, 1826 9. José Tamborrel, 1902
3. John LLoyd Stcphens, 1840 10. Pablo Montañez, 1904
4. Fray Lorenzo de Mataró, 1863 11. M ario J. Dom ínguez Vidal, 1913
5. Manuel José Martínez, 1878 12. Rodulfo Brito Foucher, 1924
6. Edwin Rockstroh, 1881 13. Pablo Montañez, 1930
7. Désiré Charnay, 1882 14. Jacqucs Soustelle, 1934
M a p a 12
VIAJES AL DESIERTO DE LA SOLEDAD
DEL 15 AL 25
Chiapas
• Palenque
Comitán
Chiapas
15. Miguel Á lvarez del Toro, 1944 23. Roselia García, 1982-1993
16. Frans Blom y Gertrude Duby, 1948 24a. M ario Payeras, 1972
17. Harry Little y Jan Muller, 1960-1972 24b. Rafael Sebastián Guillén, 1984
18. Carlos Helbig, 1971 25a. Rafael Aceituno Antonio, 1994
19. Manuel Lombera, 1974-1984 25c. Hermann Bellinghausen, 1999
20. José Antonio Abascal, 1986 25d. Hermann Bellinghausen, 2000
21. M ario López, 1977 25e. Hermann Bellinghausen, 2002
22. Fray Pablo Iribarren, 1987
Veinticinco viajes
Capítulo 1
N o t ic ia d e l o s ú l t im o s h e c h o s p a r a l a c o n q u is t a
Y r e d u c c ió n d e l o s in d io s g e n t il e s l a c a n d o n e s
QUE HABITAN E N LOS MONTES Y SERRANÍAS INMEDIATAS
AL PU E B L O D E L P A L E N Q U E , PARTIDO DE Z E N D A L E S ,
p r o v in c ia d e C iu d a d R e a l
El año de 1786, Francisco Rojas, indio del Palenque y criado del padre cura
don Manuel Joseph Calderón, empezó a tener algún trato con los genti
les, cambiándoles los frutos de cera, cacao y otros, que ellos traían, por
herramientas que deseaban tener. Entendido por su amo, pensó (éste)
hacer averiguación, tomando las noticias que le fueran posibles, a fin de
saber el genio de estas gentes y el número de los cercanos, con el objeto
de atraerlos si lo hallaba fácil.
En el mismo año acaeció que estando Santiago de la Cruz, muchacho
también criado del padre cura, junto al arroyo Baglunté, que en lengua
quiere decir "Tigre de Palo", sintió que le tiraron algunas piedrecillas.
Miró de dónde podían venir, y vio de la otra parte a un lacandón. Asusta
do, el muchacho le habló en lengua chol, que es la común en el pueblo,
y habiendo entendido se acercó el gentil, tomando del rosario algunas
cuentas de vidrio que cortó con el puñal de la flecha, dando al muchacho
algunas con un arco, para que las llevase a su amo. Hízolo así toman
do las flechas, quedando tratada otra visita para la próxima luna. De todo
impuso a su amo, quien discurrió que era conveniente avistarse a los
indios, presentándose en el sitio a donde acostumbraban venir. Pero
receloso de que al muchacho pudiesen hacerle daño o llevarlo al monte,
no permitió que fuese el día citado (sino) hasta después.
Habiendo reconocido señales de que los gentiles habían estado en el
lugar que señalaron, conociendo el padre cura que ya éstos tenían algu
na consecuencia en su trato, habló con Francisco Rojas, y dispusieron pre
sentarse, llevándoles algunas cosas con qué demostrar buen trato y
agasajo. Con efecto, el día de la Asunción, en el mismo año, ya avisados
por Rojas, se les avistó el padre cura y el muchacho Santiago. El padre les
llamó y acarició, atrayéndolos; ellos se acercaron; y entonces les habló
en lengua chol, haciéndoles conocer los muchos bienes que tendrían si
se uniesen a sus deseos y si hiciesen lo que les aconsejaba para hacerse
LA REDUCCIÓN DE GRACIA REAL, 1786-1793 * 45
cristianos y fieles vasallos del Rey Nuestro Señor, que sin piedad los ampa
raría. Ellos se mostraron contentos, regalando al padre dos porciones
de cacao y el padre les dio su bastón en señal de que volvería a verlos y
para que acreditasen a los demás que le habían hablado, quedando con
certada otra visita para la luna siguiente.
Después se pudo saber que habían llevado el bastón con mucha cele
bridad y que lo habían mostrado a los demás gentiles, contándoles lo que
habían tratado con el padre, y que a la luna entrante volvían a visitar
le, que en eso quedaron. Con cuyo motivo, y ya persuadidos, bajaron al
tiempo señalado, que fue el dos de julio del mismo año. Sabido por el padre
(éste) se les presentó con hábitos, llevando un crucifijo y un cuadro de San
Joseph. Le acompañaron don Julio Garrido, su cuñado, que tenía la juris
dicción del pueblo, Francisco Rojas, Santiago de la Cruz, y un intérprete.
Ya estaban los lacandones esperando, y se le presentaron veintidós, sin
llevar las flechas, que habían dejado en el monte. El padre se acercó a ellos,
tratándolos con cariño y exhortándoles a que se redujesen a ser cristia
nos y fieles vasallos del rey, quien los ampararía; que se le daría cuenta
a su majestad, a fin de que se dignase ponerlos bajo su real protección.
Todo le(s) fue bien explicado por el intérprete, y ellos entendieron, respon
diendo que deseaban ser bautizados y que estaban prontos a unirse con
otros que había en el monte y hacer pueblo, pero que no querían fuese
en otro sitio que en donde estaban sus milpas. El padre les ofreció que así
se haría, y mostrándoles a San Joseph les dijo que aquel santo sería el
patrón del pueblo, porque le tenía encomendada la empresa, y que todo
sería para su honra y gloria, que así lo esperaba. El padre les regaló algu
nas herramientas, que era lo que necesitaban. Con esto se fueron muy
gustosos, ofreciendo volver, y con efecto lo ejecutaron el día de Santo
Domingo, patrón del Palenque.
Supo Francisco Rojas que los lacandones estaban en aquel paraje y
saliendo a él los halló en número de veintidós, y dos mujeres. Luego quisie
ron pasar adelante, pero Rojas lo impidió, hasta dar aviso al padre cura,
quien acababa la función de iglesia y no pudo salir. Pero lo ejecutó su
padre don Joseph Antonio Calderón, teniente subdelegado del pueblo y
su partido, llevando en su compañía a don Julio Garrido y Francisco
Rojas y el intérprete. Llegados al sitio, encontraron a los gentiles, a quie
nes habló Calderón, diciéndoles que el padre estaba cansado y no podía
salir, lo que les disgustó. Pero resolvieron entrar en el pueblo, viniéndose
dos de ellos con el subdelegado y sus acompañantes, pero a poco rato
llamaron a los demás, trayéndose porción de cacao para feriarlo con otras
46 * MANUEL JOSÉ CALDERÓN Y JOSÉ FARRERA
Ilustre señor. El día nueve de junio, domingo, después de haber dicho misa
a mis acompañantes, que lo fueron mi padre, deudos y mozos, al tiempo
de marchar para los montes, ofrecióse el obstáculo, aunque vencido, por
conocida sugestión diabólica en estos indios mis feligreses. Y fue que se
armaron unánimes a no quererme llevar la carga de bastimentos, auxi
lios y camas, con previas prevenciones que se les hicieron de pagárselas
hasta que evidenciásemos la distancia. Ellos estaban conformes, pero
como nada estables, con despropósitos bastantes se excusaron, alegando
temor, pero en ellos fue malicia, porque el trato con los indios gentiles
lacandones siempre lo han tenido, y de maíces allá con ellos se han
habilitado.
Quedáronse ellos, y yo con mis acompañantes nos pusimos a caballo,
y con nuestros mozos, con lo que pudieron cargar ellos, y algunas bestias
-lo más preciso-, marchamos. A cinco leguas que andaríamos por mal
camino, porque las aguas eran recias y la vereda nueva, descansamos
aquel día, fatigados, con advertencia que sin estrépitos de ningunas
armas, que así convenía. A l otro día, después de mala noche que pasa
mos todos, seguimos la ruta, y como a tres leguas de distancia de donde
LA REDUCCIÓN DE GRACIA REAL, 1786-1793 * 47
advierto, parece que no habrá más cera que la que arde. Sin embargo,
en dando mis cuentas, en el finiquito de todo se verá con qué término se
habrá de seguir.
Siguen ellos entrando aquí, y yo a mantenerlos. El intérprete marchó
el viernes 16 por las flechas y arco que encargó vuestra señoría al señor
contador don José Farrera, y ha vuelto hoy domingo 18 con ellas, y los ha
hallado muy gustosos y conformes, y muy aseada su iglesia. Se prepara
el indicado con su mujer a ir a vivir allá para enseñarles la doctrina cris
tiana, para que puedan ser bautizados en el verano. La iglesia se dedicó
al santísimo patriarca señor San José, que con el beneplácito del soberano
será el pueblo de señor San José de Gracia Real. Cuatro misas dije en ella a
favor de aquellos pobrecitos indios.
Nuestro sustento de aquí nos iba, y para toda la gente, con bastante
trabajo y gastos; el pan que comíamos fue hecho de maíz tostado que
llaman totoposte. Así lo pasamos con el favor divino muy bien. Algunas
quimeras que entre ellos había por estos pobrecitos mis feligreses sembra
das, fueron desvanecidas. No dejamos de pasar y tener bastantes riesgos,
pero el poder de Dios nos libertó.
Cinco milpas tenían ellos sembrado, con tabaco, yuca, plátanos, camo
tes, etcétera, pruebas evidentes de querer ser estables. Ellos son vivos, y
de bello índole, si no se echan a perder. Si ya llegó el tiempo de que sean
todos cristianos buenos, sucederá -porque así Dios lo permite- con el
poderoso instrumento que escogió de nuestro rey (que Dios guarde) y de
vuestra señoría tan amante a exigir estas cosas tan del agrado de ambas
majestades.
En los montes se encuentran árboles frutales, mameyes, chicozapo-
tes y muchos palmitos, tierra fértil para todo y extensa. Por el río de Pes
cadería se habilitan de peje en un día de ida y vuelta, llamado Chacamax.
Jabalíes, monos y aves, y hasta los tigres y leones, a fuerza de la saeta
o flecha los derriban todos a tierra, y me hicieron comprar hasta cuanto
no quise, por agradarles.
Aunque me tomé la licencia, la constancia de mi padre, en medio de su
ancianidad, y la de mis deudos y mozos fue para alabar a Dios, y siquiera
vuestra señoría atenderá a este pobre señor y mis deudos, pues se han por
tado fieles vasallos, y aunque algún émulo muerda, ésta es la verdad, en
descargo de mi conciencia.
El señor contador y visitador ha visto bastante, que llegó allá, lo andu
vo y especuló; y dirá a vuestra señoría lo que vio. El indicado es don
José Farrera, quien generoso y liberal les repartió a todos los lacandones
LA REDUCCIÓN DE GRACIA REAL, 1786-1793 * 49
ha ido con mucha lentitud, y me parece fuera muy útil para su conclu
sión que al señor cura don Manuel José Calderón lo acompañase un
eclesiástico ligero y ágil, y que supiese la lengua maya, que ellos hablan,
y se internase o viviese con ellos en el mismo pueblo, acompañado de dos
o tres ladinos para que así se les enseñase la doctrina cristiana y se instru
yesen con brevedad en los misterios de nuestra santa fe, y a este ejemplo
con facilidad se reducirían los demás, que están internados en los montes,
a la vida civil del pueblo, pues para esto no me parece tan útil el señor
cura por sus achaques y poca agilidad del cuerpo por ser demasiado
grueso. Pues, aunque don Pedro Borrego se halla nombrado por la su
perioridad para la coadjungación de la conquista, con el honorario de
cuatrocientos pesos que se le pasan de reales cajas, me consta no habér
sele permitido meterse en nada de conquista, y sólo se ejercita adminis
trando el Palenque, Playa, y haciendas. Pero no por esto debe desmere
cer el crecido mérito que don Manuel José Calderón tiene contraído en
servicio de ambas majestades, por haber sido el primer descubridor y paci
ficador de estos gentiles.
En el espacio de seis días que me mantuve en los Montes Lacando
nes, andando todas sus milpas y haciendo las observaciones de las cuali
dades y circunstancias de los dichos gentiles, los hice juntar (en) varias
ocasiones, y por medio del intérprete los acaricié y regalé con varias mone
das de plata, dándoles a entender que todo lo que se les daba de manta,
nagua, machetes, hachas, sal, granates y otras cosas, era por orden de nues
tro católico monarca, y que vuestra señoría se los mandaba, como también
que había dado todas las providencias, así al señor cura como al teniente
del partido, para que fuesen recogidos con toda benignidad y cariño; a
que respondieron todos a una voz que deseaban conocer y ver a vuestra
señoría, para cuyo fin se disponían dos o tres de ellos a venir a hablarle
y suplicarle fuese a su pueblo, lo que yo impedí, temiendo el extravío
de éstos a su regreso, diciéndoles que vuestra señoría no podía por ahora
pasar para su pueblo por hallarse gravemente accidentado de resulta de la
visita que hizo en los demás pueblos, y que logrando el restablecimiento
de su salud iría a verles. Y ciertamente, señor, que en permitiéndolo sus
enfermedades me parecía muy útil que vuestra señoría fuese a verlos,
pues con su visita se acabaría de perfeccionar la obra y quedarían ellos
mucho más gustosos.
Entre las ocasiones que los junté, les exhorté y di a entender la utili
dad que se les seguía en ser cristianos y de sujetarse voluntariamente a
la protección y vasallaje de nuestro católico monarca don Carlos Cuarto
52 • MANUEL JOSÉ CALDERÓN Y JOSÉ FARRERA
(que Dios guarde), que tanto los protege y ampara; a que respondieron
todos unánimes y a una voz que querían ser cristianos, e hincando una
rodilla y rindiendo sus flechas dijeron: que se sometían y querían reco
nocer voluntariamente a su rey y señor natural don Carlos Cuarto, y le
prometían toda veneración, obediencia y vasallaje; en cuyo acto me rega
laron las flechas y arcos que remito a vuestra señoría.
En esta entrada que hice a los Montes Lacandones se ha logrado
desterrar el continuo y antiguo temor que los pueblos de esta provincia,
y hasta los vecinos de Ciudad Real tenían a esta tan nombrada y antigua
nación lacandona, y se ha hecho ver que se puede entrar en sus territo
rios con facilidad, y se ha asegurado el riesgo que la Laguna y Campeche
tenían para transitar a esta provincia, por pasar por las inmediaciones de
esta nación. A mí me parece, señor, fuera muy útil que vuestra señoría
nombrase un gobernador entre ellos, para que reconociesen superioridad,
y éste, con el honor del bastón, fuese atrayendo los más internados en los
montes.
En la entrada que hizo el padre Calderón en los montes, no se presen
tó riesgo alguno, y fue (él) bien recibido, pues de antemano le estaban
instando los indios a que fuese, en donde se mantuvo mes y nueve días
y regresó al Palenque.
Y es cuanto sobre el particular tengo que informar a vuestra señoría.
Nuestro Señor guarde la vida de vuestra señoría muchos años. Palenque,
y agosto 6 de 1793. José Farrera. A l señor gobernador intendente don
Agustín de Las Quentas Zayas.
Capítulo 2
Gracia Real no fue más que una excursión. De mucha mayor envergadura
fue la expedición que en 1826 salió de Ciudad Real, antigua capital de
Chiapas. Su jefe era JoséMaría Esquinca, un agrimensor con rango mili
tar de subteniente. Lo acompañaron tres habitantes de Ciudad Real,
Cayetano Ramón Robles, Antonio Vives y José Ignacio Sosa, este último
para servir de intérprete con los lacandones. Los cuatro exploradores venían
protegidos por una pequeña escolta de soldados y rodeados por un grupo
considerable de cargadores y macheteros. Su objetivo principal era bajar
el río Jataté hasta su desembocadura en el río Usumacinta, con el fin de
averiguar la navegabilidad de ambas corrientes fluviales. El verdadero
animador del proyecto era Cayetano Ramón Robles; tenía el plan de abrir
las dos cuencas a la explotación maderera y ganadera. Tanto él como sus
socios subestimaban grandemente los obstáculos que presentaban el
Jataté y el Usumacinta en varios puntos de su curso. Además, se imagi
naban, muy ingenuamente, que el primer río corría desde Ocosingo directa
mente hacia el noreste, para encontrar al segundo, pocas leguas después,
a corta distancia de Tenosique.
La expedición salió de la capital chiapaneca el 21 de abril de 1826,
rumbo a Ocosingo. La exploración del río Jataté pronto encontró un fin
abrupto en el Encajonado de Las Tazas que no dejaba pasar ninguna
embarcación. Ante este primer fracaso, José María Esquinca decidió dar
vuelta por el noroeste y penetrar la selva desde Tenosique, subiendo el río
Usumacinta. Aquí lo esperó otro obstáculo infranqueable, el raudal de
San José. El 7 de agosto, la expedición estuvo de regreso en Ciudad Real, sin
haber logrado ningún resultado positivo.
A continuación se transcribe una parte del diario de JoséMaría Esquin
ca, en donde éste anotó los pormenores del intento frustrado de cursar el río
Usumacinta, más allá de la Boca del Cerro. El diario se conserva, junto con
otros documentos valiosos, entre ellos una “Descripción del Río Jataté",
54 ♦ JOSÉ MARÍA ESQUINCA
D ia r io s e g u id o en l a e x p e d ic ió n d e l r ío U s u m a c in t a ,
desde el pueblo del Palenque hasta su regreso .
O b s e r v a c io n e s hechas en la m archa con alg unas
n o t ic ia s s o b r e e s t a d ís t ic a
cañones sobre sus desnudos hombros; después nosotros, cada uno llevan
do por delante o jalando su propia muía; luego un indio conduciendo la
silla de manos, con cargadores de relevo, y varios muchachos que llevaban
pequeños sacos de provisiones, quedando m uy sorprendidos los indios
de la silla de que no los hubiésemos ocupado de acuerdo con el contrato
y con el precio ya pagado. Aunque sumamente fatigados, sentíamos que
era degradante el ser conducidos sobre los hombros de un hombre. En
aquella ocasión yo me encontraba en la peor condición de los tres, y la
noche anterior, en San Pedro, me había ido a la cama sin cenar, lo que
para cualquiera de nosotros era segura evidencia de estar por mal camino.
Habíamos traído la silla con nosotros simplemente como una medida
de precaución, con mucha probabilidad de vernos obligados a usarla; pero
en una empinada cuesta, que por poco me hace estallar la cabeza de pen
sar en la subida, recurrí a ella por la primera vez. Era ésta una grande y
tosca silla de brazos, asegurada con tarugos y cuerdas de corteza. El indio
que iba a conducirme, lo mismo que todos los demás, era pequeño, no
mayor de cinco pies y siete pulgadas, muy delgado, pero simétricamente
formado. Una correa de corteza fue atada a los brazos de la silla, ajus
tado el largo de las cuerdas, y suavizada la corteza de la frente con una
pequeña almohadilla para disminuir la presión. La levantaron dos indios,
uno de cada lado, y el conductor se puso de pie, se quedó inmóvil un mo
mento, me elevó una o dos veces para acomodarme sobre sus hombros, y
emprendió la marcha con un hombre a cada lado. Esto era un gran alivio,
pero yo podía sentir cada uno de sus movimientos, hasta las elevaciones
de su pecho para respirar. El ascenso fue uno de los más escarpados de
todo el camino. A los pocos minutos se detuvo y exhaló un sonido, usual
entre los indios cargadores, entre silbido y jadeo, siempre doloroso para mis
oídos, pero que nunca lo había sentido antes tan desagradable. Iba yo con
la cara para atrás; no podía mirar el rumbo que llevaba, pero observé
que el indio de la izquierda retrocedió. Para que mi conducción no resul
tara tan difícil, me senté tan quieto como pude; pero a los pocos minutos,
al mirar por sobre mi hombro, vi que nos estábamos aproximando al
borde de un precipicio de más de mil pies de profundidad. Aquí estaba yo
muy ansioso de bajarme; pero no podía hablar inteligiblemente, y los
indios no pudieron o no quisieron entender mis señas. Mi conductor se
movía con cuidado hacia adelante, con el pie izquierdo primero, tantean
do si la piedra donde lo ponía se hallaba firme y segura antes de poner el
otro, y por grados, después de un movimiento especialmente cuidadoso,
adelantó ambos pies a medio paso de la orilla del precipicio, se detuvo
62 • JOHN LLOYD STEPHENS
Por último nos preparamos para dormir. Las hamacas nos expon
drían por todos lados a los crueles ataques de los zancudos, y extendimos
nuestros petates en el suelo. No nos desvestimos. Pawling, con mucho
trabajo, dispuso sus sábanas en forma de mosquitero; pero hacía tanto
calor que no pudo respirar debajo de ellas, y se estuvo paseando por los
alrededores o en el río casi toda la noche. Los indios se habían ocupado en
recoger caracoles y en cocerlos para cenar, y en seguida se acostaron a
dormir a la orilla del río; pero a la media noche, con fuertes truenos y
relámpagos, se desencadenó un aguacero torrencial, y todos ellos se alber
garon bajo el cobertizo, y acostándose enteramente desnudos, mecánica
mente, y al parecer sin que esto les perturbase, se daban manotadas en
el cuerpo. El incesante zumbido y los piquetes de los insectos nos mantu
vieron en estado de vigilia e irritación. Podíamos protegernos nuestros
cuerpos, pero con una cubierta sobre la cara el calor era insufrible. Antes
de amanecer me dirigía al río, que era ancho y de poca profundidad, y me
extendí sobre el arenisco fondo, donde el agua tenía sólo la hondura sufi
ciente para correr sobre mi cuerpo. Éste fue el primer momento agrada
ble que yo había tenido. Mi acalorado cuerpo se refrescó, y allí me quedé
hasta el amanecer. Cuando salí para vestirme se vinieron sobre mí con
el apetito excitado por el espíritu de la venganza. Nuestro día de trabajo
había sido tremendamente duro, pero el de la noche fue peor. El aire matu
tino, sin embargo, era refrescante, y al apuntar el día desaparecieron
nuestros atormentadores. Míster Catherwood había sufrido menos, pero
en el insomnio se le había perdido un precioso anillo de esmeralda, que
había usado en el dedo durante muchos años, y que estimaba por los
recuerdos que evocaba. Nos quedamos algún tiempo buscándolo, y por
fin montamos e hicimos nuestra última salida rumbo a Palenque. El
camino era plano, pero el bosque seguía todavía tan espeso como en la
montaña. A las once menos cuarto llegamos a una senda que conducía
a las ruinas, o a alguna otra parte. Nosotros habíamos abandonado el
propósito de ir directamente a las ruinas; porque, fuera de que nos hallába
mos en una destrozada condición, no podíamos comunicarnos en modo
alguno con nuestros indios, y probablemente ellos no sabían dónde esta
ban las ruinas. Por fin salimos a un llano abierto y miramos hacia atrás la
cordillera que habíamos cruzado, extendiéndose hasta el Petén y hacia
la tierra de los indios sin bautismo.
A medida que avanzábamos llegamos a una región de espléndidas pra
deras y vimos hatos de ganado. La yerba mostraba el efecto de las prime
ras lluvias, y la pintoresca apariencia del campo me trajo a la memoria
DE SAN PEDRO SABANA A PALENQUE, 1840 * 65
muchas escenas del hogar; pero allí había un árbol de singular belleza
que era desconocido, que tenía un elevado y desnudo tronco y desplega
da copa, con hojas de verde brillante, cubierto de flores amarillas. Conti
nuando sin preocupaciones, y parando de vez en cuando para gozar de
la risueña vista alrededor y apreciar el vernos libres de las obscuras
montañas de atrás, nos subimos a una pequeña meseta y miramos el
pueblo a nuestro frente, consistente en una calle cubierta de grama, no
interrumpida ni aun por una senda de muías, con unas pocas casas blan
cas dispersas a cada lado, y sobre una pequeña elevación, en el extremo más
distante, una iglesia techada con bálago, con una tosca cruz y un campa
nario frente a ella. Un muchacho podría rodar sobre la yerba desde la
puerta de la iglesia hasta fuera del pueblo. En realidad, éste fue el lugar más
muerto que jamás yo vi con vida; pero, llegando de pueblos atestados de
indios salvajes, su aire de reposo fue muy grato para nosotros. En los subur
bios había chozas de indios esparcidas; y mientras avanzábamos por la
calle, ocho a diez gentes blancas, hombres y mujeres, aparecieron, más de
las que habíamos visto desde que salimos de Comitán, y las casas tenían
una agradable y respetable apariencia. En una de ellas vivía el alcalde, un
hombre blanco, como de sesenta años, vestido con calzoncillos blancos de
algodón, y con la camisa de fuera, de aspecto respetable, algo jorobado,
pero con una expresión en el rostro que infundía desconfianza. Con la que
yo pensaba ser la manera más cautivadora, le ofrecí mi pasaporte; pero
nosotros le habíamos perturbado su siesta; se había levantado de mal
humor; y, mirándome fijamente al rostro, me preguntó qué tenía él que ver
con mi pasaporte. A esto yo no pude responder; y siguió diciendo que
nada tenía que hacer con él, y que no necesitaba que se lo diéramos;
que debíamos ir con el prefecto. En seguida dio dos o tres vueltas en un
círculo como para demostrar que no le importaba lo que pensáramos de
él; y, como si adivinara lo que estaba pasando en nuestro pensamiento,
espontáneamente agregó, que ya antes habían habido quejas en su con
tra, pero que éstas eran inútiles; que no podrían removerlo, y que si lo
hacían tampoco le importaba.
Este saludo al final de nuestro fatigoso viaje fue un poco desconsola
dor, pero era de importancia para nosotros el no tener ninguna dificultad
con este áspero empleado; y, procurando acertar un punto vulnerable, le
dijimos que deseábamos quedarnos unos cuantos días para descansar,
y que nos veríamos precisados a comprar muchas cosas. Le preguntamos
si había pan en el pueblo; contestó: "no hay"; ¿maíz ? "no hay"; ¿café? "no
hay"; ¿chocolate? "no hay". Su satisfacción parecía aumentar a medida
66 • JOHN LLOYD STEPHENS
que podía responder "no hay"; pero nuestra infortunada pregunta por
pan aumentó su ira. Inocentemente, y sin pensar en ofenderlo, revelamos
nuestro disgusto; y Juan, por su propia conveniencia, dijo que nosotros no
sabíamos comer tortillas. Esto le vino a la memoria, se lo repitió a sí
mismo varias veces, y a todo el que llegaba le decía, con singular énfa
sis: ellos no pueden comer tortillas. Prosiguiendo, dijo que había un horno
en el lugar, pero que no había harina, y que el panadero se había marcha
do desde hacía siete años; que la gente allí podía pasarla sin pan. Para cam
biar de asunto, y dispuesto a no quejarme, proferí la expresión concilia
toria: que, de todos modos, nos considerábamos dichosos de escapar de la
lluvia en la montaña, a lo cual respondió preguntando que si esperábamos
algo mejor en Palenque, y repitió con gran satisfacción una frase muy
común en boca de los palenquianos: "tres meses de agua, tres meses agua
cero, y seis meses de norte", es decir "tres meses de lluvias, tres meses de
chaparrones, y seis meses de viento norte", el que en aquella región pro
duce frío y lluvias.
Encontrando que era imposible dar un punto débil, mientras que los
criados apilaban el equipaje me fui a casa del prefecto, cuya recepción, en
aquellos críticos momentos, fue de lo más agradable y alentadora. Con
la acostumbrada cortesía me ofreció una silla y un puro, y tan pronto
como vio mi pasaporte dijo que me había estado esperando por algún
tiempo. Esto me sorprendió; y él añadió que don Patricio le había refe
rido que yo estaba por llegar, lo que me sorprendió todavía más, pues yo
no recordaba a ningún amigo de tal nombre; pero pronto supe que este
imponente sobrenombre quería decir mi amigo míster Patrick Walker,
de Belize. Ésta era la primera noticia de míster Walker y del capitán Caddy
que yo había recibido desde que el teniente Nicols llevó a Guatemala el
informe que ellos habían sido alanceados por los indios. Habían llegado
a Palenque por el Río Belize y el Lago del Petén, sin ninguna otra dificul
tad más que lo malo de los caminos; habían permanecido dos semanas
en las ruinas y salido por la Laguna y Yucatán. Ésta fue la más satisfac
toria noticia, primero, porque me daba la seguridad de su salvación, y
segundo, porque deducía de ella que no habría impedimento para nues
tra visita a las ruinas. El temor de encontrarnos al fin de nuestro penoso
viaje con una perentoria prohibición, nos había perturbado más o menos
constantemente, y algunas veces pesado sobre nosotros como plomo.
Habíamos determinado no hacer referencia a las ruinas, hasta que tuvié
semos una oportunidad de averiguar cómo se presentaban las cosas y,
hasta ese momento, aún no me había desengañado si todo nuestro
DE SAN PEDRO SABANA A PALENQUE, 1840 • 67
Jo h n Slephwi.s motilado en un indio carpidor, 1840. ((¡rallado do F. Catherwood va. Incidente o f Tremí, 1841.)
70 • JOHN LLOYD STEPHENS
Era necesario llevar con nosotros del pueblo todo aquello que pudiese
contribuir a nuestra comodidad, y pusimos todo empeño en conseguir
una mujer; pero ninguna quizo confiarse sola con nosotros. Fue ésta una
gran privación; una mujer era deseable, no como el lector pudiera supo
ner, como adorno, sino para hacer las tortillas. Éstas, para ser tolerables,
deben comerse en el momento de cocidas; pero nos vimos obligados a
hacer un arreglo con el alcalde para que nos las enviara diariamente junto
con el producto de nuestra vaca.
Nuestro paseo fue igual a cualquiera de los que habíamos tenido en el
camino. Un indio partió con un baúl de cuero de res sobre su espalda, soste
nido por una cuerda de corteza como base de su carga, mientras que a
cada lado pendía de una cuerda con corteza una gallina envuelta en hojas
de plátano, con sólo la cabeza y la cola visibles. Otro llevaba encima de su
baúl un pavo vivo, con las patas amarradas y desplegadas las alas como
un águila extendida. Otro tenía a cada lado de su carga sartas de huevos,
cada uno de éstos envuelto cuidadosamente en dobladores, y todos asegu
rados como cebollas en una cuerda de corteza. Los utensilios de cocina
y el jarro para agua fueron colocados sobre las espaldas de otros indios, y
contenían arroz, frijol, azúcar, chocolate, etcétera; largas tiras de carne de
puerco y racimos de plátanos iban colgando; y Juan llevaba en los brazos
nuestra cafetera de viaje, de hojalata, llena de manteca, la que en aquella
región siempre permanecía en un estado líquido.
A las siete y media salimos de la aldea. Por una corta distancia el cami
no era abierto, pero muy pronto entramos a una selva, que continuó sin
interrupción hasta las ruinas, y probablemente muchas millas más allá.
El camino era una simple vereda de indios, y las ramas de los árboles, ven
cidas y pesadas por la lluvia, colgaban tan bajo que nos veíamos obliga
dos a detenernos constantemente, y muy pronto nuestros sombreros y
chaquetas estuvieron perfectamente mojados. Por la espesura del follaje
el sol de la mañana no pudo secar el diluvio de la noche anterior. El suelo
estaba muy lodoso, interrumpido por corrientes crecidas por las primeras
lluvias, con zanjas donde las muías tropezaban y se atascaban; en algu
nos lugares muy difíciles de atravesar. En medio de la ruina de los impe
rios, nada habló jamás tan fuertemente de las mudanzas del mundo, como
esta inmensa selva amortajando a la que en otro tiempo fuera una gran
ciudad. Antiguamente había sido un espacioso camino real, atestado de
gentes que se hallaban estimuladas por las mismas pasiones que actual
mente dan impulso a las acciones humanas; y todas ellas han desapare
DE SAN PEDRO SABANA A PALENQUE, 1840 « 73
A últimos del año pasado de 1862, con la bendición del superior, pasé al
Petén con otro padre para juntarme con el padre Pedro y recorrer el Río
Pasión, para dar con la tribu lacandón.
Llegamos a 12 de enero de este año de 1863 a Flores, y viendo la nece
sidad espiritual de los habitantes del país del Petén, y a petición de las
autoridades, dimos misión en cuatro pueblos principales, mientras que
decrecía el río y preparábamos lo necesario para la expedición.
A últimos de marzo, el señor corregidor tenía preparada una canoa en
el Río Pasión y cuatro hombres en el pueblo de Sacluc, que son los únicos
que tienen alguna relación con los lacandones.
Bajamos pues el río, y a ocho leguas, a mano izquierda, hay los prime
ros lacandones que llaman los Coops; vi cinco hombres y éstos tienen sus
mujeres.
Bajando diez leguas, vi otro rancho en donde había un hombre con
dos mujeres; bajando otras dos leguas, a la derecha hallé un hombre
con tres mujeres llamado Manché. Su padre en 1826 era reconocido por
el principal de los lacandones, y el gobierno de Guatemala le envió vesti
do de coronel y bastón; hace un año que el señor gobernador del Petén le
envió vara de gobernador.
Subiendo tres jornadas el Lacantún, hay un pueblo llamado Los Auces,
en donde hay dieciocho familias, y ellos reconocen otros pueblos, dicen
estar cerca de Gaegen, al cual ningún cristiano ha llegado; no dicen el
número de habitantes.
Bajando otra vez el Pasión, hay un pueblo que llaman Buch; conté
once personas pero había otras fuera monteando. Éstos viven a la derecha,
y son los únicos que viven cerca del río; pues todos los hasta aquí menta
dos viven media legua tierra adentro.
EN BUSCA DE ALMAS PERDIDAS, 1863 • 79
Río abajo ocho leguas, a mano derecha, y cuatro leguas tierra adentro,
hay los Huchs (Uks); vi once hombres con sus mujeres, los llaman "los
colorados".
Río abajo dos leguas, a la derecha, hallé dos hombres con sus muje
res; y a la izquierda un hombre con su mujer.
Dos leguas río abajo, dijeron que estábamos a una jornada de Tenosi
que. Entramos en la montaña; y a tres leguas vimos una familia de siete;
otras tres leguas más adentro, de cuatro hombres con sus mujeres; y seis
leguas más adentro un pueblo que llaman Coj, donde encontramos once
hombres con sus mujeres.
Al día siguiente llegaron a visitarnos seis hombres que viven cerca de
una laguna no lejos; y tuvimos noticias de algunos pocos que no vimos.
Los lacandones son idólatras; aunque viva una familia sola tiene su
rancho de oratorio. En sus oratorias tienen muchos ídolos de barro que
ellos mismos fabrican. Su forma es como un jarro con una cara; les encien
den luces, queman su copal o incienso, piden su favor y les encargan sus
cosas.
Cada 15 días celebran su fiesta bebiendo hasta embriagarse, el balché
es su bebida favorita, y tocar la música. No tienen sacerdote ni reconocen
autoridad, pero su oratorio es de ellos muy respetado.
El vestido de los lacandones es una túnica de algodón silvestre, hila
do y tejido por ellos mismos. Igual viste el hombre que la mujer, cuidan
muy bien sus cabellos, adornan todo su cuello con collares y pintan su
cara en el día de su fiesta.
No crían animal alguno ni conocen arma de fuego. Sólo conocen la
flecha; para pájaros, peces y animalitos, tiran un palito puntiagudo, pero
para animales grandes, pegan al palo una piedra muy afilada en figura
de lanza. Su idioma es la lengua maya.
En todos los lugares nos recibieron muy bien. Les regalábamos sal, agu
jas, azúcar, cascabeles, espejitos y otras cositas ya prevenidas para ellos.
Por los cuatro hombres de Sacluc, que saben muy bien su idioma, les
decíamos que les enseñaríamos a ser cristianos, que era el medio único de
salvarse; y que el Señor que crió el sol, la luna y todas las cosas, quiere
que todos sean cristianos y ellos respondían: que está bueno.
Luego les decíamos, que antes de hacerles cristianos debían saber y
creer algunas cosas y luego rezábamos en voz alta el Creo en Dios y los
Mandamientos de la Ley de Dios en su lengua. Lo repetía el padre Pedro
seis o más veces procurando que ellos lo rezasen igualmente, y en todos
los lugares había muchos que se animaban a aprenderlo; pero otros decían
que no lo aprenderían.
80 • FRAY LORENZO DE MATARÓ
con rapidez; así fue. A la una del día llegamos a un río que le pusimos "El
Azul" y allí quedamos. La luna estaba m uy clara y nosotros pendientes
de la pasada de los caribes, y a las nueve de la noche vimos los cayucos
que venían a todo escape en la corriente del río y al pasar frente a noso
tros les hablamos y ellos sin respondernos pasaron; y luego que se vieron
fuera de nosotros, nos hablaron con disgusto; ni ellos, ni nosotros enten
dimos a ellos, y se fueron. Como ya no teníamos víveres, pensamos en
regresar; abandonando La Playa de Abril regresamos con el deseo de
volver, aunque el río nos llenaba de ilusiones, porque se prestaba para
navegar, pero comprendimos la dificultad, en la distancia y que no sabía
mos lo que nos faltaba. Los sirvientes estaban ya disgustados con los traba
jadores que teníamos. Allí nos resolvimos a cambiar la idea y emprender
en trabajos de madera, avisando y dando informes a San Juan Bautista,
Tabasco, en casas madereras, y para dar un informe exacto ya de regre
so venimos fijándonos en madera, y todos los días veíamos una infinidad
de árboles; llegamos de regreso a La Soledad el 6 de abril. El 11 llegamos
a la finca San Antonio Tecojá y convenimos escribirles a los señores
Policarpo Valenzuela y Bulnes Hermanos. Estos señores resolvieron a
los dos meses y que ya mandarían una persona para venir a revisar y
arreglarse con nosotros.
El año de 1877, en marzo, vino don Nicolás Valenzuela y Jesús
Carrasco, con cartas de don Policarpo para que le enseñáramos a su hijo
la madera de San Antonio Tecojá a Las Tazas. El 10 salimos de esta finca
embarcados; el señor Valenzuela vino revisando el río, y llegamos sin difi
cultad a Las Tazas; pero allí ya no se podía seguir y regresamos por tierra
y río; y vio la abundancia de madera. Nosotros habíamos quedado bien
con el informe; pero tenían duda que la madera no pasara en el cerro Las
Tazas, y asegurábamos de la planada que había de La Soledad, y que el
río era navegable. Con vista de esto la Casa de Bulnes Hermanos y don
Policarpo Valenzuela hicieron los denuncias de terrenos. En marzo 6 de
1878, llegaron a esta finca los ingenieros don Encarnación Ibarra y el señor
Ezequiel Muñoa, y en representación de Valenzuela don Jesús Carrasco;
empezaron sus trabajos el 8 del mismo mes; ya desde esa fecha se empe
zó a hacer circular dinero y empezó el movimiento en los trabajos. Los
señores ingenieros estaban auxiliados del gobierno y tenían gente sufi
ciente para sus trabajos; uno se entendía en las medidas de los terrenos y
otro para abrir la brecha y meter las muías y gente con víveres para los
trabajadores. El camino llegó hasta un lugar que le llaman Ibarra; dejan
do por medio los terrenos de La Soledad.
EN E L DESIERTO DE LA SOLEDAD, 1878 • 85
La c o m it iv a
E l P a r a ís o
Aquella lancha pintada de verde y blanco debe haber parecido entre las
aguas del río una esperanza tranquila abandonada al azar de los aconte
cimientos, y ésta era en verdad la situación de los nueve hombres que nos
hallábamos a bordo, sentados sobre los fardos unos, y ocupando cuatro
los puestos de los remeros, mientras Ramón, alegre como la mañana, esta
ba majestuosamente en el puesto del piloto y empujaba el timón con mano
segura.
El sol empezaba a acariciar las palmas y a rielar en las ondas; las olas
chispeaban en la orilla; el bosque de corozos enviaba su prolongada
imagen sobre el turbio espejo; la naturaleza, húmeda aún, se esponjaba al
calor y sonreía; el cielo azul no proyectaba ni la sombra de una nube, y
la vida despertaba en los pájaros, en los insectos y en las flores como poseí
da de una exaltación lírica.
¡Y, oh, contraste! Mientras mi vista seguía en el horizonte sudoeste las
tortuosidades del poético río, y mientras el piloto se extasiaba en mirar
los juegos de luz de mil colores con que el sol esmaltara los celajes de
oriente; Adán y Eva, seguidos de uno de los perros, husmeaban por el pavi
mento de la casa nacional, en busca de algo que hubiésemos olvidado...
¡Hospitalidad generosa, tan generosa como nunca olvidada!
¡Adiós!, les dije yo, agitando el sombrero. ¡Abur, padres nuestros!, gritó
Ramón. Ellos contestaron: ¡adiós, señores, que se los trague el Tanai!
Un movimiento repentino me inclinó de espaldas. Los remos batían las
aguas espumosas, al compás, y La Victoria empezaba a caminar...
Mientras la tripulación cantaba con el triste canto que usan los cam
pesinos del país, saqué mi libro de viaje y empecé a apuntar las obser
vaciones termométricas y barométricas que había hecho en El Paraíso.
Tomé en seguida con la brújula la dirección que llevaba al Subín, y luego
que también la hube consignado, mi pensamiento desechó toda idea seria.
-¿Qué es eso del Tanai, Ramón?, dije al piloto, interrumpiendo el canto.
Los bogas todos callaron.
-El Tanai, señor, es una cosa fea como la muerte, cuando no va de
piloto un negro como yo.
-Ha de ser algún animal, dijo Dyat.
-El mismo enemigo tal vez, observó Calmenate.
-O la Siguanaba, añadió Norberto.
-¡Quietos!, dijo Ramón con voz de mando. El Tanai, patrón, es el mis
mo Subín que baja de repente y corre como un huracán por una cuesta
pedregosa como de diez cuadras o más de largo. Allí se rompe el río por
onde quiera, se retuerce en mil vueltas, da saltos y se llena de espuma, se
VIAJE AL PAÍS DE LOS UKES, 1881 * 97
embravece y ruge como el tigre y ¡ay! de la canoa que esté mal mani
jada... Se hace astillas contra las grandes piedras medio sumidas a
traición y en acecho bajo las aguas, y más de algunos no han contado
el cuento.
-Eso se llama un rápido.
-Bonito nombre, señor, porque de veras que rápido, rápido se va cual
quiera a la muerte. Si usted quisiera, patrón, yo le contaría la desgracia
de dos amantes indios que hace mucho tiempo se hicieron pedazos en ese
maldito Tanai, ¡que ojalá se trague algún día a nuestros primeros padres!
-Cuéntala, Ramón, ya te escucho.
-Pues ha de saber su mercé, patrón, que los indios más viejos de Flores
dicen que antes de la venida de los blancos, había en esta tierra muchos
reinos. Allí en la laguna que usté conoce estaba el reino de El Petén Itzá;
los lacandones eran entonces muchos y vivían en guerra con todo el
mundo y entre éstos y el ya dicho reino Petén, había otro de Acalá. Hubo
guerra entre el Petén y Acalá y en la pelea cayó preso el hijo del cacique
de los acalaes, llamado Abyaolal. Cuando el general triunfante volvía a
la isla con su ejército, llevando cautivo al príncipe para matarlo sobre la
piedra sagrada, el viejo Canek, que así cuentan se llamaba el rey de la Lagu
na, mandó a su hija Ahyacunak a encontrarlo con todas las damas de su
corte y todos los señores indios de más companiyas.
Ahyacunack era tan hermosa que ojos faltaban para verla y llevaba
un vestido hecho de sólo plumas de la cola del quetzal, y el pelo suelto. El
general Hbaalanak estaba enamorado de la princesa y no le hubiera cabi
do la Laguna del gusto cuando vio venir la canoa del Ahyacunak con la
bandera del reino para darle los cumplidos del Canek.
Al juntarse las canoas, el general hizo que el príncipe Ahyaolal se hinca
ra a los pies de Ahyacunak. Pero el mozo era guapo y al verlo se enamoró
de él la princesa.
Al momento mandó que lo soltaran, le ordenó a Hbaalanak que nada
dijera del joven a su padre, bajo pena de vida y de no quererlo. Y ya todos
los señores tomaron como amigo al príncipe y entró él también como
señor a la suidá con un maistate bordado de oro, una corona de plumas
de colores y un collar de las conchas y caracoles más finos de la Laguna
y de los ríos.
La princesa lo puso a vivir en el palacio y le dio muchas plumas de
quetzales; mucho, muchísimo cacao de Soconusco y de la tierra; las jica
ras mejor labradas que venían desde Nicaragua; cintas y otros tejidos de
maguey, pintados de hermosos colores; gran número de flechas adorna-
08 • EDWIN ROCKSTROH
das que al subir por el aire parecían pájaros encantados; arcos de todas
clases; suyacales hechos de las hojas más delicadas del corozo, y en fin,
para no cansar, de todo cuanto los indios tenían para el encanto de la vida.
-Si su mercé lo permite patrón, dijo Norberto, vo y a decirles a uste
des lo que quieren decir en lengua maya esos nombres endemoniados que
Ramón no dice bien. Ahyaolal quiere decir enamorado, Ahyacunak, aman
te; Hbaalanak, ese cabrón, es como si dijéramos que come hasta que ya no
más, esto es que se harta.
La pronunciación de Norberto hacía sonar la h como una j aspirada
con fuerza, y en el nombre del general sonaba casi sin ningún elemento
de letra vocal.
Di las gracias a Norberto por su explicación, y Sarmiento continuó.
-Pasaron así el príncipe y la princesa días m uy dichosos; pero al fin
Hbaalanak pidió en premio de la victoria la mano de la joven, y se la dio
el Canek. Ella dijo que tal vez más tarde se casaría y siguió en sus amores
con Ahyaolal. Pero sucedió que andando éste un día por las orillas de la
Laguna, le tiró con su flecha a una hermosa guacamaya y erró el tiro
yendo la flecha por desgracia a clavarse en la frente de un venado. Los
venados eran como dioses para los peteneros y hubo escándalo contra el
príncipe y fue prendido de orden de los sacerdotes para sacrificarlo sobre
la piedra sagrada, abriéndole el pecho con un cuchillo de pedernal y sacán
dole el corazón para presentárselo al Sol.
Ahyacunak se echó a los pies de su padre, pidiéndole la vida del joven
y le confesó su amor. El viejo Canek lloró y le ofreció salvarlo, y compo
nerse como pudiera con Hbaalanak para que se casaran los que tanto se
querían. Los sacerdotes levantaron al pueblo exigiendo que fuese sacrifi
cado el príncipe y ya iba a empezar la pelea entre las tropas del rey y su
pueblo, cuando Hbaalanak se presentó en palacio, besó la tierra delante
del Canek y pidiéndole perdón, le dijo que Ahyaolal era el príncipe de los
acalaes.
Enfurecido el Canek, mandó que se abrieran al pueblo las puertas
del palacio, se reconcilió con él y con los sacerdotes y ya no hubo quien se
opusiera a la muerte del desgraciado Ahyaolal.
Pero la princesa se vistió de soldado, le dio pulque a la guardia que cui
daba al príncipe y cuando todos estaban borrachos, se lo robó de noche
y huyeron de la isla en una canoa que era como si hubiera tenido dos alas.
Ya en la orilla, anduvieron de día y de noche por los montes y al fin llega
ron a este río por onde vamos nosotros. Iban, dicen, buscando al cacique
de los lacandones a pedir protección contra el Canek.
VIAJE AL PAÍS DE LOS UKES, 1881 * 99
Detrás venía Hbaalanak con las tropas de El Petén Itzá y llegó también,
siguiéndoles las huellas, hasta el Subín.
Ahyaolal y Ahyacunak iban bajando a todo remo en una canoa, y en
mil canoas venían detrás las tropas y el general del Canek.
El Subín se creció y entró la noche, oscura como la conciencia del malo,
y sólo se oían los golpes de los remos y los juramentos de Hbaalanak y
los suspiros de los dos amantes.
Hbaalanak conocía el río y los prófugos no lo conocían. Hicieron alto
las canoas peteneras y siguieron río abajo Ahyaolal y Ahyacunak. Oyeron
un gran ruido y creyeron que era la tormenta; y siguieron bajando...
¡Pobres príncipes! Pronto entraron en la corriente del Tanai... Nadie
sabe lo que pasó. Si gritaron, sólo lo saben los jimbales de la orilla.
Al día siguiente Hbaalanak descendió por el Tanai y en la barra del
Subín y del Río de la Pasión halló los cadáveres desgarrados de los dos aman
tes y se los llevó a Canek en señas de haber cumplido sus órdenes.
Desde entonces al romperse el río en la única gran piedra que sobre
sale de las aguas a media corriente gime el río y tiembla la piedra. Dicen
que es por el dolor de la muerte de Ahyaolal y de Ahyacunak. Esa piedra
se llama "De los amantes".
Calló Sarmiento. La triste historia había hecho impresión en el ánimo
de los oyentes. Trinidad Cocón estaba lívido y había soltado el remo.
Para levantar el espíritu de los que pronto bajarían el Tanai, abrí una
botella de buen "San Jerónimo" y bebimos a la salud del rápido y de la
piedra de los Amantes.
Cuando Cocón apuraba la copa, Sarmiento hizo virar la lancha con
presteza para evitar el encuentro del cadáver flotante de un corozo que nos
traía el recuerdo de la tormenta. Algunas gotas del líquido se derramaron
y a Cocón le pareció aquello de mal agüero.
E i, Tanai
El Subín corre por tierras llanas desde su nacimiento hasta que enrique
ce el caudal del Río de la Pasión.
Ambas márgenes se elevan poco sobre el nivel del río y están sujetas a
inundaciones porque son frecuentes las crecidas de aquel pequeño Nilo.
El cauce se angosta y ensancha alternativamente, según la resistencia
que la roca presenta a la acción del agua y según también las ondulacio
nes del terreno.
Puntos hay, como en el "Paso", donde su anchura apenas alcanza a
cincuenta varas y otros en que llega a cuatrocientas y quinientas.
100 * EDWIN ROCKSTROH
En estos desplayos el Subín parece más un lago que un río, pues apenas
se percibe el movimiento de las aguas.
Los remansos durante las inundaciones, ofrecen un espectáculo
grandioso.
Las aguas alteradas invaden los bosques en una extensión de dos y tres
leguas. Los árboles quedan medio sumergidos. Los follajes parecen islas de
esmeralda.
Las líquidas corrientes hacen vibrar las selvas que se balancean como
movidas por oculta mano poderosa.
El aire húmedo enriza las olas o inspira a las hojas rumores y suspi
ros y el cielo se refleja en el espejo ondulante.
Las aves no se atreven a emprender el vuelo y permanecen como flores
sobre las cimas de los árboles.
Los cuadrúmanos y los cuadrúpedos que no han podido huir, se acogen
espantados a las bifurcaciones de las ramas.
Es aquel entonces un pequeño reino de Neptuno, y sólo los cormora
nes, negros como el olvido, los pájaros pescadores de plumaje verde, y las
garzas blancas con la blancura de las nubes, vuelan sobre las aguas y por
entre los troncos y las ramas en acecho de la presa; mientras el perro de
agua se sumerge en el líquido elemento para sacar muy lejos su cabeza
y su cuello café oscuro, llevando entre los dientes el pez que va a calmar
su voracidad ferina y que aletea en la vana esperanza de librarse de la
muerte.
A veces el huracán se desata. El lago se encoleriza y se levantan de su
seno arietes de espuma.
El bosque lucha con el dios de los aires.
Los árboles más erguidos tambalean y se truenchan y el río triunfan
te arrastra sus despojos entre el turbión cenagoso. ¡Despojos que tal vez
llevan seres vivientes que se habían abrigado entre el follaje!
Después de la inundación, cuando el Subín ha recogido sus linfas, las
márgenes dan fe de haber sido convertidas en campo de batalla.
El limo del río se ha extendido por la llanura y en pocas semanas la
vida repara sus pérdidas y vuelven al destruido hogar los moradores de
la selva.
Trinidad Cocón sabía estos caprichos del río, Sarmiento habíase entre
tenido en vertir en su corazón el miedo a dosis considerables, y el pobre
hijo del pueblo de San Benito vibraba de terror como la cuerda de una
vihuela.
El Tanai sobre todo le inspiraba pánico.
\
VIAJE AL PAÍS DE LOS UKES, 1881 • 101
-iAl puesto del inútil!, gritó el piloto con voz de mando, y Albino Pérez
sustituyó a Cocón sin pérdida de tiempo, empuñando el abandonado
remo.
El pobre Trinidad, sentado en una de las cargas, paseaba su vista como
un estúpido por los jimbales que iban apareciendo formados en batalla
a uno y otro lado del río.
Pronto el rumor del rápido se convirtió en un estruendo.
-El río está picado, me dijo Sarmiento, señalando un perro de agua que
aparecía y desaparecía a intervalos avanzando considerable distancia.
El grito de un loco y la caída de un cuerpo al agua, todo fue uno...
Cocón se había lanzado al río y nadaba como un pez para ganar la
lejana margen derecha, donde los bambúes, rotas sus filas, daban lugar
a unas cuantas piedras que habían quizá seducido a Trinidad con su
encantos. En vano le llamamos; nadaba con los brazos y con los pies y
avanzaba rápidamente.
Hubo quien opinase por dejarle abandonado y seguir nuestro viaje;
pero Ramón se indignó ante semejante propuesta; y yo, que tenía mi reso
lución tomada, ordené que bogásemos en su seguimiento.
Difícil era cortar la corriente del río que ya empezaba a participar de
la fuerza descendente del estruendoso Tanai; pero las órdenes del piloto
y su incontrastable energía redoblaron el esfuerzo y La Victoria empezó a
luchar con las ondas.
Avanzábamos con dificultad; Cocón aparecía y desaparecía a interva
los; le juzgábamos cansado y empezábamos a temer por su suerte.
Sarmiento se empezaba en darle alcance antes de que abordase a la
orilla, porque en las orillas de los grandes ríos tienen su habitación los cai
manes y en el Subín los hay en cantidad considerable, según tuve más
de una ocasión de observarlo.
Iríamos a media corriente y Cocón sólo distaba de nosotros unas cin
cuenta varas y a otras tantas se hallaba de la orilla; cuando Sarmiento me
hizo notar que el Subín se cubría de espumas.
-Ya me lo temía, me dijo.
Aquel corozo que topamos -aquel perro de agua tan listo...
-¿Y que significa eso, Ramón?
-Ponga cuidado en el cielo por todos lados, señor, y ya sabrá usted qué
es, porque yo no debo apartar la vista de ese loco para irnos derecho y no
perder nadita de tiempo.
Yo también a veces tenía que obedecerle a Ramón, y en ésta cumplí sus
órdenes puntualmente.
VIAJE AL PAÍS DE LOS UKES, 1881 • 103
E l palo d e t in t e
Cuando hubo terminado la inclinación del Tanai, todavía las aguas y con
ellas La Victoria conservaron durante algunos minutos el impulso del
descenso, en virtud de la inercia.
El movimiento fue poco a poco siendo menos acelerado y al fin llega
mos a ser arrastrados por la sola fuerza de la corriente algo aumentada,
sí, con la fuerza y el caudal de las avenidas.
La lluvia, a no dudarlo, había cesado, pues el Subín empezó a tran
quilizarse. Decía Ramón que aquello había sido simplemente una garúa
(llovizna).
Sin embargo, todavía no estábamos fuera del riesgo porque la canoa
iba sin timón, entregada a su voluntad, y no podíamos sustituirlo. De los
remos, unos se habían hecho astillas, otros estaban inválidos. El ancla
se había perdido.
Un accidente cualquiera en el álveo del río, un soplo de viento, la cabe
zada de uno de los perros de agua que venían escoltándonos, el choque de
los troncos flotantes, podían desviar el eje de La Victoria de la línea de la
corriente, agarraría de flanco las olas alteradas, y en ese caso, ¿quién hubie
ra podido impedir que volcásemos?
Nada nos habría importado el baño frío, pues las ropas estaban ya
empapadas; pero ¿y la carga?
La carga, tan milagrosamente salvada, era condición del éxito en la
exploración de la Lacandonia.
Si se hubiera ido a fondo, a fondo se habría ido mi esperanza, el sueño
de cuatro años, que al fin iba a ver realizado, gracias a la protección bon
dadosa y al entusiasmo por la ciencia del director del Instituto Nacional.
Estas consideraciones se agolparon en mi cerebro y no encontré más
medio para conjurar los peligros contemplados que resolver este pro
blema de náutica: dada una embarcación sin timón ni remos, abandona
da al curso de un río, obligarla a seguir el eje de la corriente.
La naturaleza es la gran maestra. Observarla con atención es el méri
to de los sabios. Newton pensando en la caída de una naranja encontró
las leyes de la gravitación de los soles y los mundos en el espacio. Watt,
siendo niño, notó que saltaba la tapadera de un jarro en que hervía la
106 • EDWIN ROGKSTROH
infusión del té, y descubierta así la fuerza misteriosa del calor y del agua,
halló más tarde los medios de perfeccionar la máquina de Stephenson y
pudo darle al trabajo humano el más poderoso de los músculos en la
máquina de vapor.
Comuniqué a Ramón mi pensamiento, y me propuso pescásemos
La Victoria.
Quería atar una cuerda a la amarra del timón roto, y con el otro cabo
lazar alguno de los árboles de la orilla.
Previ en eso un peligro: la canoa detenida de repente y por una fuerza
perpendicular u oblicua al eje de las aguas, volcaría sin remedio.
-¿No hay algún banco de arena, Ramón, donde pueda encallar nues
tra nave?
-Es costumbre del río, patroncito, llevar arena a la entrada del gran
remanso; allí tal vez; pero quién sabe... y todavía está lejos...
Un tronco ramoso y todavía ostentando la vida en el follaje venía
nadando en dirección a nosotros.
Lo veía venir como quien ve avanzar un nuevo peligro.
En las ramas de aquel árbol podía quedar envuelta La Victoria y ya
presentaríamos más ancha superficie a los ataques de lo imprevisto.
No podía apartar los ojos de aquel lujoso follaje destinado quizá a
hacer de nuestra embarcación un nido, y de nosotros indefensas aves.
-Usté será una guacamayo, patroncito, y nosotros seremos sanates,
decía Sarmiento, que siempre tenía una broma para herir el amor propio
de las circunstancias.
Noté pronto que el árbol se retardaba en su camino. El viento sopla
ba contra la corriente del Subín, producía aquella retardación, según lo
decían la inclinación de las hojas y la flexión de las ramas.
¡El problema de náutica estaba resuelto!...
Todo se reducía a realizar en una vela los principios de la política con
servadora.
El fragmento del timón y el mango de un ex remo fueron atados fuerte
mente en las escotillas de proa a babor y a estribor, y entre ambos palos
atamos floja, y por sus cuatro ángulos, la chamarra de Sarmiento.
El viento hinchó la vela conservadora, produciendo el doble efecto de
retardar la rápida marcha y de mantener La Victoria sobre el eje del Subín,
gracias a que sus fuerzas se resolvían en la resultante que obraba sobre
el foco.
Tranquilo ya por la lejanía del peligro, pude examinar el estado de la
carga y sobre todo el de mis instrumentos, y quedé satisfecho. Nada fal
taba, ni había ningún desperfecto.
VIAJE AL PAÍS DE LOS UKES, 1881 • 107
El Río de la Pasión corre de este a oeste, por un país llano que sombrean
los bosques, sujetos como los del Subín a inundaciones por la poca eleva
ción del terreno sobre el nivel de las aguas.
Su anchura en el estado normal, varía de doscientas a ochocientas
varas, habiendo no obstante lugar en donde alcanza un cuarto de legua.
Desde el "Paso Real" en adelante, recibe por la derecha el Subín y por la
izquierda el Río de las Salinas y el Lacantún, que a no dudarlo ha dado su
nombre al Lacandón y a sus habitantes. Después de esta última confluen
cia toma el nombre de Usumacinta, cruza enriquecido y orgulloso por
bosques magníficos, se quiebra en algunos raudales, penetra en territo
rio mexicano, se bifurca en dos ríos, el de Palizada al este que desagua
en la Laguna de Términos, frente a la Isla del Carmen, y el que conser-
112 « EDWIN ROCKSTROH
La vista del río sobre todo llenaba de paz el corazón. Cerca de La Victo
ria la imagen de la luna, el cielo azul y las estrellas en continuo movimien
to, subiendo, bajando, describiendo arcos, zambulléndose y reapareciendo;
más allá el agua repactando y reflejando los haces luminosos, irradiaba
el esplendor de una llamarada y a partir de ese punto, sin cesar, movi
ble, el Pasión palidecía gradualmente, era menos y menor reflector, iba
cubriéndose de sutiles brumas, tomaba la blancura de la niebla y empe
zaba en lontananza a borrarse, como diluyendo su imagen en las sombras
fantásticas, o bien en alguna curvatura de la corriente quedaba limita
da la perspectiva y el río parecía fluir del seno adormecido de la selva, que
proyectaba oscura sombra sobre las aguas.
Las riberas huían; pero huían como huyen los vapores; parecían
sueños indecisos de placer y de tristeza...
La calma del paisaje era el reflejo de la calma inmóvil, infinita de los
cielos...
La Luna llena dejaba atrás las estrellas y volaba como vuela la espe
ranza, en seguimiento de todos los hombres...
Todo convidaba a meditar... Yo sentía algo como el numen, abrigado
amorosamente dentro del pecho...
Y sin embargo, ¡íbamos en busca de seres inocentes para privarlos de
la vida!... ¡Oh, eterna lucha de la realidad cruel y de la poesía!...
Norberto observaba que aquella noche no estaba buena para matar;
pero Cuestas tenía ya atados los anzuelos en las cuerdas, y el cebo colo
cado en los ganchos de los anzuelos.
Sarmiento, en su puesto, atendía a las maniobras y no desatendía las
aguas, esperando oír surgir del fondo del río el ronquido del bobo, que
sabe gruñir como el tepeizcuinte.
Es el bobo un pez, que alcanza hasta dos varas de longitud, pertene
ciente al género amiurus, familia siluridae; delgado con relación a su
tamaño, cabeza deprimida de arriba a abajo, sin escamas y vestido por una
membrana pardusca, jugosa y bastante lisa; con aletas espinosas dorsa
les y pectorales, y cola también con espinas que causan heridas a los pes
cadores. Tiene sobre la boca algunos filamentos nerviosos que mueve a
voluntad y le sirven como órganos del tacto. Es un pez nocturno; de día
no abandona sus guaridas, y de noche es tan precavido que sólo nada por
el fondo de los ríos. Cuando se le ha pescado, y a veces también en esta
do de libertad, da un gruñido particular que los pescadores saben distin
guir perfectamente. Su carne es muy codiciada. En el Río de la Pasión el
bobo es abundante y se le pesca con anzuelo; la atarraya es impotente
VIAJE AL PAÍS DE LOS UKES, 1881 • 115
contra un pez que nada en el fondo por costumbre y que sólo por excep
ción se aproxima a la superficie.
—¡Chit!, dijo el piloto, y los remos cesaron de batir las aguas, y el ancla
fue echada en un abrir y cerrar de ojos.
Los diez hombres echamos al agua nuestros respectivos anzuelos.
Ramón nos informó de haber oído el ruido especial del bobo y ya acari
ciábamos la esperanza de llenar La Victoria con la preciosa pesca.
Sin embargo tardaba en morder el bocado.
De vez en cuando levantábamos el cordel, y el anzuelo se venía del
fondo sin resistencia.
-Estos no son tan bobos como otros, dijo Sarmiento.
-M e estás chuliando mucho, contestó Trinidad, resentido.
-Usté tiene m uy buen corazón, patroncito, me dijo Norberto que
estaba cerca de mí y en el extremo opuesto al que ocupaba Anselmo.
-¿Por qué lo dices?
-Porque anque usté no inora nada, como tal vez nunca habrá que
rido, no sabe su mecé lo que es que le roben a uno su mujer...
-¿Crees que hice bien en admitir a Anselmo en nuestra compañía?
-M u y bueno estuvo, señor. ¡Pobrecito!
-¿Y tú ya has querido?
-¡Pues no! ¡Qué risa me da!
-¡Ya jala!, gritó Cocón...
-¿Y cómo se llama tu mujer?, pregunté a Norberto.
-¡M i mujer!, dijo suspirando, no fue mi mujer; me iba a casar por la
iglesia; pero no hubo nada de lo dicho.
-¡Qué! ¿se murió?
-N o sé, patrón; ella me dijo que sí un día que le salí del monte al
camino, cuando iba traer agua a la laguna y la agarré del rebozo; pero
sus tatas dijeron que no, porque yo era un indio y ella era una ladina, la
más chula de toditas las de San Andrés. A qué, entonces dispuse sacar
la de su casa, alisté mi canoga y mi hermano Pedro me hizo compañía. De
noche estaba yo aguardándola y ella no venía, sentí no sé qué y fui a decir
le adiós a mi madre, que quedaba dormida y Pedro se quedó en la canoga.
-¡Aquí sí quéjala!, gritó Ramón, y jala tieso.
-Algún lagarto, dijo Anselmo -los lagartos lo buscarán a usté, que no
a mí.
-Les gustan los negros.
-Hay negros mejores que otros que la llevan de gamonales, acentuó
Sarmiento con la voz un tanto alterada por la ira.
116 « EDWIN ROCKSTROH
L o s UKIOS
labriegos. Los hijos del fundador de la tribu hicieron al cadáver los hono
res fúnebres a su especial manera y prendieron fuego a las chozas...
Dijeron su adiós a la Laguna de Petexbatún y se fueron a vivir en las
orillas del río de las Salinas. Los tres hermanos estaban ya casados y
tenían familia. Juan, que era el mayor, heredó la jefatura de la tribu.
Perdió un hijo, levantó el campo y llevó a los suyos a establecerse a
Santa Clara, en donde iban a recibir nuestra visita sólo dos de los tres
hermanos, que habían permanecido en su país, pues el otro se unió a
la tribu de los couohes y murió en las márgenes del Río Chakrio, dejando
familia que los tíos recogieron.
Cuando ya este último se había separado, Juan y José Uk dispusie
ron proveerse de más esposas, tal vez por no bastarles las que tenían o
acaso para reponer las que iban muriendo o envejeciéndose. Armados en
guerra, subieron en su canoa en Lacantún y tuvieron la fortuna de llegar
a un rancherío de salvajes en momentos en que los hombres estaban ausen
tes y la presa estaba sola. Hicieron su cargamento de bellezas y volvieron
a Santa Clara. Pero los maridos de las robadas tuvieron la feliz inspira
ción de ir a quejarse al Petén, y una escolta enviada por el jefe político del
departamento, despojó a los ukes de lo que no les pertenecía y las bellas
volvieron a los brazos de sus legítimos dueños.
Parece que los Menelaos de aquellas Elenas eran gente de influencia
en las selvas y que en su justo enojo estuvieron a punto de sublevar con
tra los ukes todas las dispersas tribus lacandonas, porque los raptores se
vieron desde entonces obligados a romper sus relaciones de todo género
con los salvajes y estrecharlas en consecuencia con los cortes de madera
y los pueblos más vecinos de El Petén. No se sabe si esta conducta fue
dictada por amor instintivo a la civilización y al buen gusto, o lisa y
llanamente por el natural respeto que inspiran las afiladas flechas de
pedernal.
Tal es la verídica historia de la primera tribu lacandona que iba a
recibir nuestra visita.
A medida que habíamos ido alejándonos del río, el bosque había ido
ganando en magnificencia, hasta convertirse en una vegetación épica,
colosal que nos brindaba "bóvedas sombrías" enhiestas sobre columnas
espléndidas. Me parecía que habíamos sido transportados a algunos de
los bosques delirantes de la India y esperaba ver surgir de la espesura algún
tigre de Bengala o algún león de agitada melena.
Pero nada de eso: sólo la orquesta de las aves resonaba en las encum
bradas copas y de vez en cuando las guacamayas cruzaban en bandadas
como fajas de iris voladores.
VIAJE AL PAÍS DE LOS UKES, 1881 • 123
El Sol había disipado en todos los rumbos el velo de la niebla; las enre
daderas vestían los árboles y sus flores, llamadas las delicias de la maña
na, lucían sus campanillas, azules, moradas, rosas, libres ya de las perlas
de la aurora; los corozos mecían sus grandes abanicos en las brisas y no
faltaban tampoco veteranos de la selva cubiertos de orquídeas, como ves
tidos de plumas.
Repentinamente una cerca espinosa se opuso a nuestro paso: la fran
queamos y en medio de dos ceibas gigantescas se hallaba el paso apenas
guardado por un rústico tapexco.
En el fondo ondeaba la milpa adolescente, extendiendo sus lanceadas
hojas de esmeralda que daban paso a flecos de azafrán, mientras la flor
ostentaba al fin de la pajiza caña sus espigas de oro; y más allá, en medio
de las siembras, se levantaban ocho cabañas de palma de corozo. Sobre el
techo de tres de ellas se veía la columna de humo que designa el hogar...
Una cuadrilla de furiosos perros vino corriendo a hacernos el elocuente
saludo de ordenanza... ¿Podíamos dudarlo? Estábamos en la morada de
los ukes.
I j A I'I í N U M H U A
las habitaciones del hombre se alza la habitación de los perros, que son
tantos cuantos ukes hemos contado. La choza de los canes es entera
mente igual a las chozas de los ukes.
Las cinco cabañas restantes tienen envarillado, que hace las veces de
paredes y son los graneros de la tribu; allí hay maíz, ayotes y cuanto nece
sitan los dueños para su frugal existencia y regalo.
El rancherío tiene al norte el bosque por donde habíamos llegado, al
sur lo limita una quebrada, al oeste corre murmurador un arroyo que
lleva sus cristales al Río de la Pasión y al oriente la barbarie de la selva
circunscribe la aurora de la civilización lacandona.
En las casas de habitación hallamos dos pequeños telares absoluta
mente iguales a los que usan nuestros tejedores para hacer los rebozos. El
telar y la lanzadera tuvieron la virtud de arrancarle una palabra de admira
ción al reservado Anselmo.
-¡U n telar entre los salvajes!
-N o te admires, le contesté; esa máquina imperfecta, usada en toda la
América Central, es herencia de la civilización indígena: aquí la hallaron
los españoles y lo que me asombra no es encontrarle en esta comarca, sino
observar que tres siglos no han bastado para modificarla entre las manos
de la raza civilizada.
Sarmiento nos informó que todas las señoras lacandonas saben hilar,
tejer y dar el tinte azul, y que ellas hacen los blancos camisones que había
mos admirado, asi como los camisones celestes que son el uniforme de gran
parada.
Había algunas botellas llenas de miel de abejas silvestres, colgadas por
el cuello del alero de las casas. Los cascos eran recuerdos de la feria de Sacluc
a donde van los ukes todos los años, y la miel estaba quizá destinada a
fermentarse con la corteza del balché y preparar una bebida embriagante
que después vi frecuentemente usada entre los lacandones.
Encontré un plato de china en el suelo, venido también de la feria;
pero estaba tan sucio que me atrevería a jurar que sus duefios no le han
adivinado ningún empleo. Era lisa y llanamente una obra artística para
el deleite de los ukes.
Un machete, dos sombreros de palma, dos camisas de lana y un par
de calzones eran el complemento del ajuar civilizado.
Supimos que los sombreros, camisas y calzones sólo servían una vez
al año en el obligado viaje a Sacluc, y que, en el país, hombres y mujeres
andan con la cabeza descubierta.
El ajuar salvaje tenía algunas particularidades.
VIAJE AL PAÍS DE LOS UKES, 1881 • 127
Pero sí logré hacerme entender por señas. La joven era para la mímica
más lista que las viejas. ¡Oh!, ¡las señas!, ¡las señas! ¡Qué gran recurso es
ese idioma mudo!...
Las tres Marías; pero no, las tres Parcas, me llevaron por la mano a la
choza y me obsequiaron una tortilla agria, hecha de masa bárbaramente
molida, obligándome a comerla con miel.
José Uk vino en seguida. Es algo parecido a su hermano y contará
treinta y cinco años.
Me dijo que los chuchos servían para cazar y para espantar los tigres
y él fue a amarrarlos en la choza que les está destinada.
Los niños fueron entrando en confianza y me formaron rueda silen
ciosamente, observándome de hito en hito ni más ni menos como si se
hubiera tratado de un animal curioso. Quise acariciar a uno de ellos
como de diez años, y me mordió y arañó lacandonamente. Los demás
emprendieron la fuga, tomándome quizá por antropófago.
Todos aquellos niños y las mujeres así como los hombres, tenían un
rasgo distintivo en la fisonomía que vi después reproducido en las varias
tribus: la nariz recta, prominente, aguileña, de tal manera que si alguna
vez se edifica una ciudad lacandona, conste que en mi opinión, debe llamar
se Narizópolis.
Pasamos gran parte del día en las chozas de los ukes.
Por la tarde regresamos al Río de la Pasión, acompañados largo trecho
por nuestros dos nuevos amigos que, a costa de los pájaros, nos dieron
repetidas pruebas de su destreza en el manejo de la flecha.
Se despidieron de nosotros, prometiéndonos ir a vernos al siguiente
día y continuamos solos nuestro camino.
Serían las cinco de la tarde cuando llegamos al atracadero.
Grande fue el gozo de Calmenatc; pero no tanto como el júbilo de mi
buen Trinidad.
Cocón saltaba de placer, nos contaba para ver si estábamos cabales y
volvía a contarnos y nos examinaba de pies a cabeza como para conven
cerse de que habíamos regresado íntegros.
Los guardianes no habían perdido el tiempo: las champas, especie de
tiendas de campaña, formadas de palmas, estaban hechas y podíamos des
cansar. Mi tienda se alzaba en medio de todas y a orillas del río. Entré en
ella y escribí en mi libro: "Los ukes son la penumbra de la barbarie, el
último clareo de la civilización; yo quiero ver la sombra."
Capítulo 7
Désiré Charnay acampando fronte a Yaxchilán, 1882. (Grabado en Les Anciennes Villes du Nouveau Monda,
1885.)
M uy señor mío
Correspondo con gusto a su atenta de hoy en la que me pide un prác
tico para su excursión a la laguna Pethá. Obsequiando sus deseos,
mañana irá nuestro dependiente Francisco Guillén para acompañarlo,
aunque sus conocimientos prácticos en esos lugares no son m uy
precisos, pero sí creo suficientes para llegar bien al punto deseado: pues
las mensuras de los terrenos de esta casa, en cuya apertura estuvo él,
se aproximan a unos pocos kilómetros de la laguna.
Deseando le sea satisfactoria su visita a estos desiertos, me repito su
afectísimo amigo y servidor.
Cayetano O r ig o y e n
142 « TEOBERT MALER
procedimiento era del todo imposible. Acampamos en una terraza cerca del
río, erigiendo una pequeña champa de hojas de palma para pasar la noche.
Después tumbamos varios árboles pequeños de madera ligera, los corta
mos en seis largos pedazos y los amarramos fuertemente con bejucos muy
resistentes. Terminada nuestra pequeña balsa, decidimos intentar cruzar
el río un poco más abajo de la cascada, en un punto donde el río forma
unos grandes y hondos charcos. El más experto de mis hombres, armado
con una larga pértiga y un gran rollo de bejuco, valientemente se puso
encima de la balsa y alcanzó, sin mayor problema, la ribera opuesta. La
improvisada cuerda de bejuco ahora estaba firmemente sujetada a las dos
orillas.
Yo había pedido al hombre que buscara cuidadosamente en la ribera
opuesta si los indios hubieran escondido algún barquito entre los árboles.
A penas hubo tocado la orilla, anunció con un grito de júbilo que había
encontrado un excelente cayuco nuevo. Desató la barca, entró en ella y la
trajo a nuestra ribera. La balsa, ahora inútil, fue abandonada a la corrien
te del río.
El cayuco estaba hecho de un árbol de caoba. Lo amarramos firme
mente a un tronco, pues temíamos que fuera arrastrado por una crecida
del río durante la noche. El hallazgo de este cayuco fue la segunda buena
suerte que nos tocó en nuestra expedición a Pethá.
Ya no hubo que hacer más. Cocinamos una excelente Crax rubra que
habíamos cazado en el camino. Durante la noche llovió invariablemente.
En la mañana del 3 septiembre, después de cruzar el río tres veces, el
paso del Chocolhá estuvo vencido. Amarramos el pequeño cayuco lo más
seguro posible a los árboles de la orilla izquierda, para que nos pudiera ser
vir al regreso. A sólo doscientos pasos del lugar en donde habíamos cruza
do el río, vimos una champa bien construida, sin paredes, y cerca de ella
otra más pequeña para cocina. Varios utensilios, fabricados de barro, esta
ban tirados en el suelo. A una corta distancia vimos el claro en donde se
había tumbado la caoba y fabricado el cayuco. Numerosos senderos salían
de la champa en todas las direcciones, lo cual nos confundió grandemente,
pero fieles a nuestros propósitos de caminar siempre hacia el sur-sures
te, tomamos la vereda que parecía corresponder mejor a ese rumbo. Esta
decisión después se vio que fue muy acertada. Caminamos sin interrup
ción, cruzando varios arroyos y también, a la izquierda, un importante
tributario del Chocolhá. La selva se puso más salvaje y montañosa, pero
convencidos que la vereda tenía que llevar a alguna parte, la seguimos cues
ta arriba y cuesta abajo, aunque a menudo era a penas visible. Cerca del
144 • TEOBERT MALER
La gente de Tenosique, por muy flojos que puedan ser en muchos aspec
tos, demuestran una gran destreza en el agua. En verdad parecía que remar
fuera el único oficio que les gusta, pues desempeñan todos los demás tra
bajos con el mayor desgane.
Cruzamos el lago en dirección de la cascada, por donde habíamos
visto desaparecer el cayuco. A l lado derecho de la caída encontramos una
pequeña caleta, escondida entre los árboles, a los cuales estaban amarra
dos varios cayucos. Aseguramos también los nuestros y seguimos una
vereda bastante pedregosa, tierra adentro. Después de caminar como media
hora, llegamos a una milpa grande, en la que crecían, además de maíces
muy altos, plátanos, papayos y caña de azúcar. Al borde de la milpa esta
ba un grupo de casas. Nos acercamos, pero nadie vino a nuestro encuen
tro y no hubo ladridos de perros. Un silencio mortal dominaba en todas
partes. Entramos en las casas. Había dos grandes, que servían obviamen
te como habitaciones, y en su alrededor varias pequeñas, que servían como
cocina, recámaras y abrigos para pequeños animales domésticos. Todas
estaban hechas de bajareque y cubiertas con hojas de palma.
Las dos casas y las champas contiguas estaban llenas de enseres domés
ticos de todo tipo y daban una idea muy completa de lo que la actual
industria casera maya-lacantún produce a nivel de artículos de uso
doméstico. Me pareció que jamás volvería yo a tener la oportunidad de
examinar de tan cerca y, hasta en sus menores detalles, el instrumental
doméstico de esta extraordinaria gente. Por eso, sin tardar, me puse a exami
nar cada cosa, poniendo especial atención en los utensilios con dibujos que
pudieran interpretarse como escritura, puesto que mis muchos amigos
en Europa y en los Estados Unidos tenían particular interés en esta cues
tión. Muchas ollas y cántaros estaban tirados en el suelo de las champas
y también afuera. Todo estaba en gran desorden, como si los habitantes
hubieran abandonado repentinamente sus propiedades. Las ollas y cazue
las se parecían a las de los indios de Yucatán y Tabasco, y estaban hechas
de un barro de color gris-pardo oscuro. Los cántaros eran de un acabado
superior y estaban hechos de un barro de color gris-blanco más claro.
Todos tenían la silueta fuertemente abultada, tan característica de los cánta
ros de la África española. Muchos tenían dos asas cerca del cuello, pero
algunos tenían una sola asa y además una pequeña cabeza de animal sobre
saliente que servía como segunda. Aparte de estas cabezas animales la
cerámica no tenía más dibujos o adornos.
Un gran metate estaba puesto en una plataforma que descansaba
sobre estaquillas y varios más pequeños se encontraban en su derredor.
146 • TEOBERT MALER
tan poco marcadas que no supimos por dónde ir. Decidimos regresar a
nuestro campamento, no sin llevarnos una provisión de elotes, que coci
dos con sal son un alimento muy sabroso. Como pago dejamos un espejo
y unos pañuelos de seda roja cerca de los sahumerios. Cuando pasamos
por un gran hormiguero de tierra amarilla, le hice varias impresiones con
mis zapatos, pensando que si los indios vinieran por este camino, sin duda
se darían cuenta de que gente extraña había pasado por allí y tal vez
querrían entrar en contacto con ellos. De nuevo sentados en nuestras
endebles embarcaciones, visitamos el salto de agua y remamos lentamen
te por enfrente de las isletas que pueblan esta parte del lago. Finalmente
llegamos al campamento en donde los dos hombres de guardia mientras
tanto habían mejorado en algo las champas y preparado nuestra cena.
El 5 de septiembre, emprendimos una exploración exhaustiva del lago.
Tomando ahora por la derecha, es decir siguiendo la orilla septentrional,
llegamos a un canal escondido debajo de las ramas que colgaban de los
árboles, a través de las cuales nos abrimos camino con bastante esfuerzo.
Llegamos a otra cuenca muy pintoresca, de la cual sale un brazo largo y
angosto en dirección noroccidental. También esta parte del lago está rodea
da por todas partes de montañas. Una vegetación extraordinariamente
bella cubre las orillas y en varios lugares se elevan peñas tajadas a una
altura de veinte, treinta metros. Remamos a lo largo de esta extensión,
examinando detenidamente las peñas para ver si no presentaban alguna
pintura rupestre. La vegetación que crecía encima de esas rocas fantástica
mente amontonadas, era verdaderamente asombrosa. Aquí se dan varie
dades de orquídeas, bromelias y agaves que raramente pueden verse en
otras partes. Además, en este preciso momento muchas plantas estaban
en plena floración.
Después de haber explorado esta cuenca, seguimos por el brazo trans
versal, que asimismo contiene varias isletas y peñas, para entrar en una
tercera cuenca, más grande que la anterior y situada todavía más hacia el
occidente. Yo había traído mi pequeña cámara para tomar fotografías
de los lugares más bellos, aunque estaba convencido que era imposible
fijar en aquéllas la belleza incomparable de estas lagunas enmarcadas por
una vegetación jamás tocada por el hombre. Pequeñas bandadas de aves
acuáticas negras, llamadas cuervos de agua por mi gente, se levantaron
acá y allá al acercarse nuestros cayucos. Curiosamente no vimos ningún
pato u otra especie de ave de caza. Probablemente estas aves se van duran
te la temporada de lluvias, porque el lago no tiene playa. Pero se me hace
probable que patos, garzas y pelícanos frecuentan el lago en la época de
148 • TEOBERT MALER
sequía, cuando el nivel del agua ha bajado tal vez unos cinco metros y
grandes porciones de la ribera hayan emergido del agua. El lago estaba
profundo en todas partes, de manera que sólo utilizamos canaletes y
nunca estacas.
Regresando del brazo suroccidental, bordeamos la orilla meridional,
pasando varias caletas, y llegamos a un pasaje extremadamente bello que
nos condujo de nuevo a la cuenca principal. A lo largo de este pasaje, por
el lado izquierdo, se elevaba también aquí una serie de peñas tajadas. Asi
mismo las investigamos con la esperanza de encontrar pinturas rupes
tres. Con gran alegría descubrimos tres. La pintura central me pareció ser
la más interesante y la mejor conservada. A una altura de un metro o un
metro y medio por encima de la superficie del agua (en septiembre), se veía
un dibujo ejecutado con líneas negras muy claras. Lo interpreté como la
representación de las fauces de un monstruo; el ojo estaba particularmen
te visible en el acto de tragarse a un hombre, la cabeza primero. A la
derecha (del observador) una cara grotesca venía saliendo de las volutas
superiores, y a la izquierda, es decir por la espalda de la figura, la cabeza
del monstruo terminaba en un tocado de plumas. El dibujo tenía cincuen
ta y dos centímetros de alto y cincuenta y siete centímetros de ancho.
Cerca de un metro arriba de esta pintura estaba pintado un hombre dimi
nuto (alrededor de cuarenta centímetros de alto), asimismo de color negro
pero de forma muy rudimentaria. Más arriba, un poco hacia la derecha,
estaban pintarrajeadas grandes manos rojas.
A la derecha de la pintura central, medio borrado por los aguaceros y
la exuberante vegetación, a unos tres metros y medio encima del nivel del
agua, se discernía el dibujo de un pie, pintado de color amarillento sobre
un fondo rojo, es decir la suela de un pie, con los dedos hacia arriba. Enci
ma de este, en contornos rojos sobre fondo amarillento, se veía una olla
volcada, cubierta de manchas rojas, de cuyo borde inferior salían cuatro
como chorros de agua, en la forma de un peine. Esta pequeña pintura se
parecía mucho a ciertas vasijas perforadas en las que las mujeres lavan
el maíz remojado con agua de cal. Había varias manos rojas arriba de la
olla perforada y arriba del pie, a una altura de siete metros sobre el nivel
de agua. ¿Sería posible que esta pintura rupestre indicara la tumba de una
mujer? Entonces podría interpretarse así: la huella pedestre podría indi
car que la querida esposa se había ido hacia arriba. La olla volcada repre
sentaría que nunca jamás volvería a ir al río para lavar su nixtamal o
preparar las tortillas para su marido y sus hijos. Las manos rojas, tendi
das al cielo, podrían indicar los últimos saludos de los que se quedaron
llorando en la tierra, mientras ella ascendió a las regiones celestiales.
UNA VISITA AL LAGO PETHÁ, 1898 • 149
llamado Max (mas), salió a nuestro encuentro. Estaba rodeado por otros
indios, incluso mujeres y niños. Saludé a Max y le expliqué el objeto de mi
visita, mientras Chankín le contó en maya las circunstancias en las que
nos había encontrado. Yo no dudaba que Chankín había sido enviado para
espiarnos y que había llevado consigo a su mujer y sus niños para encu
brir sus intenciones.
Max no estaba nada feliz con nuestra llegada, pero se resignó a lo inevi
table. Nos prometió provisiones -tortillas, pozol, maxal, etcétera- para
el día siguiente, pues le dije que quería visitarlo de nuevo, junto con mi
gente. Por el momento me sentí con prisa por regresar al campamento,
puesto que ya empezaba a oscurecer y un aguacero amenazaba a caernos
encima. Salimos, pues, y no tardamos en llegar al primer árbol-puente.
Tallamos unos escalones en la superficie resbalosa del tronco, de manera
que el paso perdió mucho de su peligro. Después de llegar al punto situa
do a la altura de la milpa del "hermano difunto", cortamos directamente
a través del monte y llegamos sin problemas al grupo de chozas abando
nadas. Antes de continuar el viaje, autoricé a mis hombres para que se
llevaran una amplia provisión de elotes, plátanos y cañas, con el fin de cas
tigar al hombre que nos llevó a su cuñado por encima de cataratas y tron
cos de árboles.
Llegamos al embarcadero en medio de un leve chubasco. Los últimos
rayos del sol que desaparecieron por detrás de las montañas, nos ilumi
naron cuando remamos sobre el espejo del hermoso lago, rumbo a nues
tro campamento. Allá los que se quedaron, habían pasado todo el día con
mucha preocupación por nosotros. Mis compañeros no se cansaron de
contar a sus amigos todo lo que les había sucedido en el día. Cada uno
se consideraba como un héroe.
Al día siguiente, 7 de septiembre, dejamos a un solo hombre en el cam
pamento y cruzamos el lago para visitar a Max y su gente. Habíamos
decidido comer allí, con el fin de tener la oportunidad de observar los hábi
tos y las costumbres de los indios y tomar algunas pequeñas fotografías.
Después de cruzar el árbol-puente, logramos matar un crax negro.
Ya acercándonos a las champas, oímos el sonido hueco, algo extraño
de las conchas, con las que Max y su gente celebraron nuestra llegada.
Saludé cordialmente a Max y los demás indios, explicándoles que nos gus
taría pasar el día con ellos, y como habíamos cazado un kambal, ¿podrían
prestarnos una olla para cocinarle? Oyendo esto, una de las mujeres nos
trajo un gran puchero y mis hombres empezaron a preparar el ave.
Entonces dije a los indios que les traía algunos regalos, artículos que les
podrían ser útiles, puesto que vivían tan apartados en el monte. Empecé
UNA VISITA AL LAGO PETHÁ, 1898 • 153
a distribuir sal entre los hombres que estaban presentes. Cada uno reci
bió una jicara llena. También di a cada hombre un gran cuchillo y varios
tipos de anzuelos. En cuanto a las mujeres y muchachas, ellas recibieron
vistosos pañuelos de seda y algodón, así como aretes de plata y bellos
espejitos.
Aunque esta gente, tan poco exigente en cuanto a sus necesidades, es
incapaz de expresar genuina alegría, una cierta sensación de satisfacción
se hizo patente entre todos los presentes. Mientras tanto, yo había mon
tado mi pequeña cámara para tomar algunas fotografías, antes de que
pudiera desaparecer ese ambiente agradable. Mi cámara, con su caja viva
mente barnizada y su montura de metal, una vez puesta en su tripié, dio
un bonito espectáculo, de manera que la gente no se asustó para nada con
esta linterna mágica. Logré tomar varias fotografías que, a pesar de su
reducido tamaño ( 9 x 1 2 cm) dan una imagen bastante precisa de los ras
gos y vestidos de los hombres, mujeres y niños.
Los hombres usan un vestido amplio, parecido a una camisa, que les
llega hasta la pantorrilla y está hecho de un algodón fuerte y algo tosco.
En sus caminatas de cacería o en sus viajes usan una prenda todavía más
tosca. Las mujeres usan una falda que les cubre las pantorrillas y encima
de ésta un camisón. Todas la mujeres se adornan con un racimo de colla
res o mejor dicho de cordones de semillas. Estos collares están hechos de
semillas duras, comúnmente negras, mezcladas con huesitos cilindricos,
dientes, conchitas de caracol, o cualquier cosa que puedan conseguir.
Los hombres llevan el pelo sin cortar, y les cae alrededor de la cara, a
veces les da un aspecto salvaje y leonino. Las mujeres separan el cabello
por la mitad, igual que las mujeres europeas, y juntan los extremos de las
trenzas con un manojo de coloridas plumas de pájaro. Todas las mujeres
tienen perforados los lóbulos de las orejas; por eso ellas mismas pudieron
insertar gustosamente los aretes (de manufactura inglesa) o dejarme a mí
hacerlo por ellas. Ni los hombres ni las mujeres parecían usar calzado de
ningún tipo.
La casa de Max consistía en una gran champa principal, en donde él
vivía con sus mujeres e hijos. Esta champa estaba rodeada por cuatro cons
trucciones más pequeñas, destinadas para la cocina y para el acomodo
de los huéspedes; una de ellas estaba dedicada exclusivamente para los
sahumerios con caras de dioses.
También aquí había una cantidad abundante de ollas para cocinar e
instrumentos de toda clase, y los habitantes poseían hamacas hechas de
fibra de agave para dormir en la noche y descansar durante el día. Las hama
154 • TEOBERT MALER
cas de los lacantunes son muy diferentes de las que se usan en otras partes
de México. No están tejidas en forma de malla, sino consisten en un siste
ma de cordones laterales que mantienen unidos los cordones longitu
dinales. También son más cortas que las mexicanas, pero suficientemente
anchas. La gente no las hace para venderlas, sino sólo para el uso propio,
de manera que fue totalmente imposible conseguir una de estas prendas
tan bien acabadas.
El instrumento de madera con el cual las mujeres tejen sus mantas de
algodón, también es interesante. Una anciana estaba trabajando en una
pieza, y yo quise comprarle la herramienta junto con el tejido parcialmen
te terminado, pero ella se negó obstinadamente. Sin embargo, las mujeres
me dieron de recuerdo algunos de sus collares y yo encargué a los hom
bres que me trajeran al campamento algunos juegos de arcos y flechas, con
la promesa de pagar bien por ellos.
Los arcos generalmente están hechos de guayacán o xibé, o si no, de
chicozapote. El tamaño de los arcos varía: para los adultos, de 1.50 a 1.75
metros; para los jóvenes, de 1.25 a 1.35 metros. Todos los arcos son más
gruesos hacia el centro y adelgazan considerablemente hacia las extremi
dades. Cada extremo está firmemente enrollado con un mecate cubierto
con resina, pero dejando libres las puntas para poder recibir los lazos de
la cuerda, hecha de fibra de agave. Los mecates resinosos impiden a la
cuerda que resbale cuando el arco esté tendido. Los arcos aparentemen
te están derechos, pero examinándolos más de cerca, uno se da cuenta de
que están ligeramente curvados. Usando el arco, la regla es tenderlo, no
en la dirección de la curva, en cuyo caso fácilmente se rompería, sino en
la dirección opuesta, es decir, por el lado de la curva exterior. Los indios
suelen tener el arco horizontalmente antes de tirar, y sólo en el momento
de apuntar o tirar lo colocan en una posición vertical.
Las flechas son un poco más cortas que el arco. Existen diferentes
clases, según el tipo de animal que se quiere cazar, pero todas, excepto las
saetas para pájaros, tienen en común lo siguiente: la parte delantera, que
corresponde a la tercera parte de la Iongtitud de la flecha, consiste en una
vara cilindrica o cuadrada de madera dura, que está insertada profunda
mente en el carrizo y firmemente atada, tanto en el punto de inserción
como en el otro extremo. El carrizo, que constituye las dos terceras partes
de la flecha, tiene en su extremo la muesca para recibir la cuerda, y en
ambos lados de la muesca una pluma, fijada en sus dos extremos al carri
zo con un cordel untado en resina negra. Las varillas de madera dura
terminan o bien en puntas agudas, suficientes para matar pescados y
UNA VISITA AL LAGO PETHÁ, 1898 • 155
camino) la una de la otra- hace todavía más difícil la solución de ese pro
blema. Sería necesario averiguar si esta gente en alguna parte vive agru
pada en pueblos, pues en ese caso habría más posibilidades de obtener
ejemplares de dibujos.
Entretanto mis hombres habían preparado el crax y las mujeres nos
proveyeron con las tortillas necesarias, las cuales estaban hechas de maíz
nuevo y, medio tostadas, estuvieron particularmente sabrosas. A especial
petición mía nos trajeron grandes calabazas llenas de balché, una bebida
refrescante hecha de la corteza de un árbol.
Mientras satisfacíamos el hambre con esta comida y tomábamos la
bebida nacional, el balché, los hombres, después de adornar sus cabezas
con cintas tejidas con chacavanté, de color rosa, se retiraron para rezar en
la champa en donde se encontraban los sahumerios. La oración consistía
en gritos monótonos e ininteligibles, cuyo propósito sin duda era el de
suplicar a los dioses que no se enojaran por la presencia de los extranje
ros y el de apartar cualquier consecuencia negativa que pudiera causar
nuestra visita. Las mujeres no participaron en esta ceremonia religiosa.
Por fin llegó para nosotros el tiempo de marcharnos y nos despedimos
de Max y los demás indios. Antes de hacer eso, administré a una muchacha
muy enferma, que tenía calentura, una pequeña dosis de quinina, la cual
tomó llorando. A una mujer anciana, cubierta con úlceras (¿elefantiasis?)
sólo pude recomendarle una pócima que ella misma pudiera preparar con
la zarzaparrilla que crece en la región. Con excepción de estas dos perso
nas, todos tenían buena salud.
Nos quedamos cuatro días más (8, 9, 10 y 11 septiembre) en la orilla
de ese hermoso lago, sobre cuyas aguas nunca nos cansamos de navegar.
Los indios nos hicieron varias visitas, trayéndonos comida y vendiéndonos
varios juegos de sus primorosos arcos y flechas.
Max, cuyo nombre significa "mono aullador" {Stentor niger), no era un
hombre franco y amable. Evidentemente ejerció una influencia represiva
sobre los demás, quienes se mostraron mucho más abiertos en el trato
con nosotros cuando Max no estaba presente y de buena gana me dieron
toda la información que yo deseaba.
Interrogué insistentemente a la gente sobre la presencia de posibles
ruinas en esta región. Desafortunadamente parecían carecer de cualquier
noción al respecto. En verdad, yo ya me había convencido del hecho de
que nunca habían existido ciudades construidas de piedra en los alrede
dores de Pethá. Sólo aprendí que a una distancia no m uy grande había
otros tres lagos pequeños: Hopethá hacia el sureste, el lago llamado Sib
UNA VISITA AL LAGO PETHÁ, 1898 * 157
a principios del siglo xx. De la misma manera, las demás zonas de Lacan
donia se convirtieron también en propiedad privada. En la primera década
del presente siglo, los ingenieros deslindadores constituyeron un grupo de
viajeros que cruzaron la selva en todas las direcciones y obtuvieron sobre
ella un conocimiento que nunca fue igualado después.
El día 21 de julio del año próximo pasado, recibí por conducto del ju z
gado de distrito de este estado la comisión que el juzgado de distrito de
Chiapas me daba, de medir una zona de terrenos baldíos, situados en el
oriente del departamento de Chilón, del mismo estado, y desde luego orga
nicé la expedición, valiéndome de varios ingenieros y ayudantes.
La inmensa extensión que se trataba de medir en un desierto descono
cido y que se creía ocupado por indios lacandones, me dificultó mucho la
formación de las cuadrillas de trabajadores, y fue necesario recurrir a per
sonas dedicadas al corte de maderas, pagándoles sueldos exorbitantes, y
armándolos muy bien. Felizmente no resultó cierto que hubiese muchos
lacandones o caribes, y los pocos que se encontraron fueron serviciales y
sin pretensiones de ninguna clase, pues lo único que desean es seguir tran
quilos su vida salvaje, retirados de toda sociedad, pues viven en familias
aisladas, sin ninguna liga con las demás y cambiando constantemente sus
champas (casitas de techo de palma y sin paredes).
Aunque por mi nombramiento los terrenos que debía medir en la parte
sur colindan con baldíos, me pareció conveniente ver los documentos de
los propietarios que están en las riberas de los ríos Lacantún, Tzendales y
Jataté, y me pareció conveniente seguir sus líneas, por ser más fácil y sin
llevar el riesgo de dejar propiedades a menos de un kilómetro como lo
manda la ley. En el límite occidental tomé en colindancia varias propie
dades que encontré y terrenos baldíos en el resto, porque en esos lugares
hay colonias de indios bachajones que aunque no tienen documentos sí
tienen posesiones, de modo que me pareció mejor respetarlos y pasar mi
línea a una distancia regular. En los límites norte y oriente se tomaron
las líneas conforme al denuncio del señor Martínez de Castro.
En Tenosique hice observaciones de azimut para determinar las decli
naciones de los instrumentos, tomando el de mi uso para que sirviera de
comparación y que todos los demás se relacionaran a él. Las observacio
nes se hicieron el día 6 de agosto próximo pasado, por medio de la estrella
polar y de otras dos estrellas, por alturas iguales a uno y otro lado del
meridiano. El resultado medio para mi instrumento fue de 60' 07".
UN PREDIO DE 323,599 HECTÁREAS, 1902 • 161
D atos y c á l c u l o s r e l a t iv o s a l p o l íg o n o d e s l in d a d o
POR C U EN TA D E L SEÑOR L U I S M A R T ÍN E Z DE CASTRO
E N E L DEPARTAMENTO DE C fflL Ó N . SA N JU AN B A U T IS T A
de Ta b a s c o , j u n io d e 1902. J o s é Ta m b o r r e l
Observaciones
La estación 0 está situada en una mojonera que tienen los señores
Quintín y Enrique Bulnes en una esquina del terreno que llaman El San
tuario, perteneciente a su finca El Real.
Las estaciones 1 y 2 están en unos postes en la ribera derecha del
arroyo Santa Cruz.
La estación 6 está en un extremo del terreno Banabil, de don Espiri-
dión López.
La estación 9 está en el camino de El Triunfo y es colindancia entre las
propiedades de Quintín y Enrique Bulnes y de don Manuel Martínez.
La estación 11 está en la separación de los terrenos de Martínez y
Bulnes y Cía.
La número 12 está a un lado del arroyo de los Riegos.
La número 13 está en la margen izquierda del Jataté.
La número 16 está en el arroyo de los Fangos.
Entre las estaciones 23 y 24 se hizo un levantamiento por entre los
cerros de uno y otro lado del Jataté, y se ligaron por una recta, según el
contrato de Bulnes y Cía.
En las estaciones siguientes se continuó por el Río Jataté, que corre
por un cauce entre cerros, hasta el vértice número 80, en donde se encon
traron terrenos y poste de los señores Bulnes y Cía., cerca de la boca de un
arroyo.
Desde la estación 81 hasta la 88 pasan las líneas sobre cerros de
piedra y cal sin valor ninguno.
La estación 88 está fijada en la margen de una laguna que dicen
llamar de Buena Vista y que es navegable y profunda, por lo que resolví
respetarla.
En la estación 98, encontramos una brecha de Bulnes y Cía., y por ella
seguimos.
En la estación 99 hay una mojonera.
En la estación 100 se terminó el terreno El Apuro y se siguieron las
brechas en las faldas de los cerros que limitan al norte y este el Arroyo
Azul.
164 • JOSÉ TAMBORREL
del arroyo Agua Azul en el Usumacinta, que está al N. 70' 40" E., a los
22 mil 910 metros.
La estación 332 está en la intersección del camino de Tzendales con
el Río Lacanjá, en un lugar despejado, en donde hay un poste que sirve de
mojonera a la Compañía Sud-Oriental. Esta mojonera se ligó a Tenosique,
siguiendo una brecha a la boca del Río Butzijá, que yo levanté hace pocos
años por una cuestión litigiosa. La estación 332 queda a 59 mil 875
metros al SE. 70' 40" del palacio municipal de Tenosique.
De la estación 332 se siguieron las brechas de los terrenos arrenda
dos a la Compañía Sud-Oriental, hasta la estación 370 en las riberas del
Lacanjá.
La estación 370 está en la confluencia de varios arroyos; desde allí
se dejó el río con el rumbo que señalan los documentos de la Compañía
Sud-Oriental, y se llegó a la Laguna Peltjá, que se atravesó por su medio,
siguiendo las otras líneas de los terrenos mencionados, hasta llegar a la
estación 3 74, en que se encontró el poste de los terrenos del señor licen
ciado Rafael Dorantes.
La estación 375, última del levantamiento, se ligó con el Río Santa
Cruz, que dista 150 metros al norte, y con la iglesia de Ocosingo por
medio de una línea poligonal. Está la estación 375 al NE. 611' 05" y a
los 42 mil 048 metros de Ocosingo.
Superficie del polígono: 323 mil 599-63-28 hectáreas.
Capítulo 10
Alberto Mame en Las Tinieblas forma uno de los episodios más dramá
ticos de su libro Lacandonia, publicado por primera vez en 1961.
tadas sobre trucks, hasta lo más alto. Sobre la vía de veintidós kilómetros
que se construiría hasta La Ilusión, las trozas sobre sus trucks irían bajan
do en suave pendiente, y en este último lugar serían lanzadas otra vez al
Chocoljá, que las llevaría al Usumacinta. Abajo, en las riberas de Tenosi
que, los "agarradores", que siempre se han dedicado a esto, las pescarían,
para que ya en balsas de trescientas trozas fueran llevadas a Frontera, el
puerto de embarque.
Vinieron los contratistas de Ocosingo y Tenosique con sus cuadrillas
de treinta y cuarenta hombres. Un centenar trabajaba tendiendo la vía.
Otros muchos con bestias, mitad cargadas, mitad arrastrando, traían los
rieles desde Santa Margarita, subiendo y bajando la serranía del Mirador.
La red de cadenas, con eslabones hasta de cuatro pulgadas, se levantaba de
orilla a orilla partiendo el río; vista desde lejos parecía una telaraña
tejida por arañas gigantes. Las "tumbas" se iniciaron por los campamen
tos de río arriba. En un principio se planeó ir lanzando al agua sólo hasta
completar cien trozas, que en cuanto bajaran con los primeros rezumos
serían substituidas por otras, y así la red no cargaría con mucha madera
en caso de que se presentara una creciente grande; pero la euforia de los
contratistas en competencia, y la seguridad de la potencia de la red, hizo
olvidar esta precaución, y como locos fueron lanzando al río cuanta ma
dera "tumbaban" y arreglaban.
Pasó un viejo montero, de los veteranos de Romano y Bulnes. Iba
de Ocosingo a Tenosique, y pudo observar la forma desordenada en que
estaban llenando el río de madera, al pasar el vado que quedaba inmedia
tamente abajo de la red. Admiró la obra de herrería que los belgas habían
realizado, pero movía la cabeza en señal de dudas. Al salir, montado en su
briosa muía, al margen opuesto del río, de casualidad, Marne, el jefe de los
trabajadores, se lavaba las manos y admiraba satisfecho la muralla de
hierro ya terminada. El viejo montero le externó sus dudas sobre la segu
ridad de que este obstáculo atrancara toda la madera que, sin ton ni son,
estaban tirando arriba.
-Los ingenieros calcularon todo -contestó.
-Mire señor -dijo el montero-, hace años teníamos una balsa como de
trescientas trozas detenida a tierra por dos cadenas tan gruesas como ésas
- y señaló las más gruesas, que como cadenas madre estaban más altas y
de las que colgaba la red-; estaban firmes sobre los grandes amates, un
poco arriba de La Isla, por Tenosique, ya en río manso; pero una noche el
río creció como dos metros de golpe y las cadenas reventaron como hilos
de tejer. La fuerza de los elementos es tremenda, señor.
171) • l’A llli) MONTAÑEZ
Marne pensó: "No hay guerra, aquí puede uno hacerse rico de la noche
a la mañana. Es tan interesante pelear contra escuadras enemigas como
contra los elementos, o tal vez más. Así que me hago cargo de Tinieblas."
Como ingeniero que era, había estudiado los proyectos y dirigido
los últimos trabajos de instalación,' y todo estaba listo. Terminaba abril y
se acercaba la temporada de lluvias. En las tardes, cuando el sol ya casi se
escondía, hombres y mujeres se bañaban en las playitas del verde y tran
quilo Chocoljá. Los niños chapoteaban en la orilla, la vitrola de Marne
tocaba valses y aires varones. Marne se paseaba de un lado a otro, conta
giado de la alegre tranquilidad de esta gente que, sin teatros, sin fiestas,
respiraban a pulmón lleno el aire perfumado de la selva. Ya entrando la
noche se encaminaba a su casa, en donde una queridilla que se le había
pegado en Ciudad del Carmen lo esperaba limpia y fresca, meciéndose
en su hamaca. Su pelo intensamente negro, su piel yodada por el mar,
y un par de ojazos oscuros y brillantes siempre anhelantes de caricias,
hacían atracar todas las noches su barco a puerto, él, que, como marino,
se había pasado meses en alta mar sin tocar tierra.
-Hoy es la Santa Cruz y no puede fallar el agua -decía un montero-.
Ya tengo ganas de ver probar la pendejada esa -decía, señalando a la red
de cadenas.
-Pues se me hace que vamos a ver teatro sin ir a San Juan Bautista
-decía otro-. Mira que cuando el río suba hasta ahí, y cientos de trozas
que esa partida de brutos están tirando al trancazo allá arriba, lleguen,
eso se va a poner como cuerdas de guitarra, y quién sabe si no reviente,
porque la fiesta va estar movida.
-Sí -dijo otro que escuchaba-. N o se me olvidará nunca cuando
deshicimos la tranca como de doscientas trozas que se había formado en
el encajonado del Perlas. Habíamos dinamitado las dos piedronas que
obstruían el río y que detenían la madera formando un cerrón de todos
los diablos, y serían como las tres de la mañana. Había llovido desde la
tarde y el río subió mucho. Despertamos con unos tronidos y aquello
era un infierno de tamborazos y crujidos que hasta la tierra temblaba. Una
piedrona que estaba allá arriba del acantilado se vino rodando y por poco
nos hace una torta. No, compadre, cuando el diablo se pone de mal humor,
pa' jodelo.
A fines de mayo habían empezado a moverse unas trozas con peque
ños rezumos del río. Habían llegado como veinte trozas a la red. Los winches
las habían sacado del río y levantado hasta lo alto de la loma, sin trabajos,
sobre sus trucks fueron llevadas hasta la poza de La Ilusión, y tres días des
172 • PABLO MONTAÑEZ
pués avisaban de Tenosique que una docena de trozas habían sido pes
cadas y estaban siendo embalsadas en La Isla. La maquinaria había sido
probada y el éxito asegurado.
Era medianoche de junio, la última semana había hecho unos calores
tremendos, la temperatura, de más de cuarenta grados a la sombra, hacía
irrespirable la atmósfera cargada de humedad y electricidad. Serían como
las dos de la tarde cuando la oscuridad llegó al máximo. No eran nubes,
era todo el cielo una masa negra. Parecía un eclipse de sol, porque apenas
se veía. El viento caliente quemaba la piel. Marne, que se había hecho cons
truir una caseta cincuenta metros sobre el río, en la loma de los winches,
acondicionada como un puente de mando en un barco, de pie, fuera de
su caseta observaba aquella espantosa tranquilidad, presagio de una tor
menta. Ni una hoja de los árboles se movía.
De pronto, un relámpago rasgó la oscuridad, un trueno hizo temblar
la tierra, más relámpagos que se cruzaban en el aire y un ruido de true
nos que se sucedían como cañoneo en una batalla. El cielo, como si
tuviera un enorme depósito de agua allá arriba, se desfondó, el viento
sudeste azotaba el campamento y los árboles rechinaban defendiéndose
contra los embates. Las cruces de fuego, que en el aire formaban los relám
pagos, iluminaban el valle. Los nervios se pusieron en tensión y todo el
mundo se preparó para esperar la prueba. Marne, sereno como el capitán
que ordenaba un zafarrancho de combate ante el enemigo, daba voces de
mando desde su puesto.
Llovía sin cesar. Las trozas iban llegando a la red, se reclinaban con
tra las cadenas; conforme los golpes de creciente iban llegando, buscaban
entre la red un hueco para pasar, pero eran demasiado grandes para intro
ducirse por los pequeños huecos que las cadenas dejaban. Los winches
empezaron a jalar trozas, las puntas de acero de sus cables metálicos las
enganchaban y las sacaban de la poza, otros las iban subiendo sobre
sus trucks. Dos cuadrillas de veinte hombres, escogidos entre los más fuer
tes para que cada seis horas se relevaran, habían empezado a entrar en
calor, como ellos decían.
Al ver Marne que sólo con unas docenas de trozas la red se ponía peli
grosamente tirante, ordenó que tres cayucos, con cuatro hombres cada
uno, tendieran de lado a lado del río más cadenas que estaban guardadas
como repuestos; así la red sería reforzada hasta el máximo. Aquellos hom
bres luchaban entre tumbos y remolinos que el agua espumosa achoco
latada formaba abajo de la red. Asidos a las cadenas de abajo, primero, y
conforme el río subía, a las de más arriba, aquellos bronceados y desear-
DESASTRE EN LAS TINIEBLAS, 1904 * 173
lino se los tragó. No fue un grito, fue un alarido de cien gargantas, el que
rompió aquel concierto que mil trozas formaban chocando las piedras,
contra ellas mismas, y diez minutos más tarde, al caer de la alta catara
ta, hacía temblar la tierra.
De los cuatro que se tiraron del segundo cayuco sólo lograron salir dos:
uno era el hijo de la viejita, que, haciendo el último esfuerzo, la recogió de
donde estaba arrodillada, y en brazos, cubriéndola de besos, la llevó a su
champa. Con la tensión del momento alguien se descuidó y rompió una
lámpara de gasolina en las bodegas, y ésta, despidiendo llamas a todas
partes, había incendiado el enorme caserón de lámina, y ahora ardía ilumi
nando tétricamente el campamento. Era una escena dantesca.
Marne, en posición de firme, pálido como un difunto, mojado hasta
los huesos, calada su gorra marina que nunca había abandonado, paseó
su mirada desconsolada, pero serena, sobre el campamento ardiendo, sobre
el grupo de hombres, mujeres y niños que seguían como clavados en la
orilla opuesta como si hubieran enraizado, como guardando un minuto
larguísimo de silencio por los héroes muertos. Sus wincheros estaban tira
dos entre las piedras y el lodo, como muertos de cansancio. Ni una troza
había quedado en el remanso; de la red sólo se veía el firme en la opues
ta orilla. En esos momentos, cientos de toneladas de arena estarían
cubriendo la red de cadenas para que no quedara ni rastro. "Los elemen
tos, cuando quieren, son invencibles -repetía-, el mar también cobra su
tributo y se ha saciado en cientos de marinos."
Podía huir por el camino rumbo a Tenosique, llegar a un puerto e irse
a su patria, en donde sus padres y sus hermanas rubias y buenas lo espe
raban; pero sacudía la cabeza alejando la idea. Como si estuviera en la
escuela, recordaba a aquel almirante retirado que era profesor y que,
veterano en cien combates navales, había perdido un brazo y cargaba con
una pierna tiesa por la metralla. 'Aunque los textos aconsejan salvar el
barco, y si no puede, salvarse uno para seguir luchando en otra unidad,
yo les digo, como marino de casta: Cuando el barco se hunde en batalla,
el capitán debe irse con él."
De pronto, como tomando una determinación, levantó los hombros,
hizo con la mano un saludo militar, dio medio vuelta, entró en su caseta,
tomó de encima de una pequeña mesa una pistola, salió unos metros, y
al momento que un relámpago indiscretamente lo bañó de luz casi cegán
dole, apretó fuertemente el cañón sobre su sien y jaló dos veces. Cayó
boca arriba con los ojos inmensamente abiertos, queriendo tal vez llevar
se al otro mundo la visión de aquellas ramas verdes de la selva que se lo
tragó.
Capítulo 11
escogían entre los enlistados a los más jóvenes y los obligaban a servir
a la empresa, engañándoles con ilusorias retribuciones que nunca recibían
los infelices. Anualmente contrataban así de cuatro a quinientos indios, los
llevaban a la finca y los repartían en cuadrillas con sus respectivos jefes,
que en verdad no eran jefes sino verdugos.
Al llegar a la montería, don León y yo nos hospedamos en la casa prin
cipal, frente a la cual había un cayuco grande sobre unos maderos.
-Mañana te llevaré muy temprano -m e dijo don León-, para que te
enteres del objeto de ese cayuco.
Al día siguiente, a las tres a la mañana, me despertó y me llevó con él
a presenciar lo que nunca me imaginara. Al acercarnos al fatídico lugar,
comencé a escuchar lamentos de dolor y el ruido de un fuete con el que
daban azotes tal como los carreteros le pegan a los bueyes. Nos acerca
mos más, y con profundo asombro vi a una pobre india, amarrada de
pies y manos, y embrocada sobre el cayuco, recibiendo del capataz terri
bles azotes. Los conté, fueron veinticinco. A l terminar la flagelación la
desataron, y como estaba casi sin sentido la arrastraron de un pie hacién
dola caer, y ahí quedó en el suelo, no como un ser humano sino como una
cosa. Inmediatamente subió al suplicio un indito como de unos dieciocho
años de edad, de aspecto enfermizo, pálido, amarillento. Lo amarró en la
misma forma en que había estado amarrada la india, y comenzó a azotar
lo. No conté los azotes... huí de aquel lugar de crueldad, en el que espera
ban su turno más de treinta hombres enfermos y cadavéricos.
Todos estos desventurados gemían bajo el fuego lento del paludismo,
de la tifoidea, de la disentería, etcétera. Cuando estas terribles enfermedades
los atacaban, y faltos de fuerzas no tenían ánimo para terminar las
brutales tareas que les asignaban, caían desmayados. Entonces se les con
ducía al Sanatorio, que tal era el nombre que le daban al cayuco de los
suplicios, y se les azotaba todos los días al amanecer, hasta que morían o
volvían al trabajo. Después del castigo algunos pedían volver al trabajo
para morir con el machete en la mano y la cara al sol, como si dieran
gracias a Dios por haberles quitado la vida.
Una vieja, que era sirvienta de la casa grande, me contó cosas increí
bles acerca de las flagelaciones:
- A la Lola -me decía la vieja-, la azotaron porque no pudo moler en
el metate una arroba de pozol para los trabajadores. Hace cinco días, per
donando la palabra, parió un niño, y se ha visto muy mala por haberle
venido fuertes hemorragias que la dejaron sin sangre ni fuerzas. Y por no
terminar la tarea la azotan todos los días, y ahí morirá, pues no tiene
aliento para el trabajo.
180 • MARIO J. DOMÍNGUEZ VIDAL
<S»
EL CAYUCO DE LOS SUPLICIOS, 1913 • 181
río Salinas -Pico de Oro Nuevo. Sobre todo La Constancia tenía entonces
pésima fama entre los monteros. Su administrador, Fernando Mijares
Escandón, era conocido y temido en toda la selva por la crueldad con la
que castigaba a sus trabajadores.
cuarenta leguas más adelante, o sea a cien leguas de Tenosique; ahí los
empleados lo apalearon y después, tendido sobre una camilla, lo sacaron
de la casa principal y se lo llevaron río abajo en una canoa. M i interlocu
tor no sabía si aquel hombre se había muerto o si después de apalearlo lo
habían llevado al río para darle su libertad.
Lo cierto del caso es que después de muchos días de camino debíamos
pasar por un campamento de trabajadores, y ya cuando estábamos a unas
tres leguas de distancia de él, el guía recibió contraorden de no llevarnos
por allí. Nos hizo dar una vuelta como de diez leguas y nos condujo por
otro rumbo, de tal suerte que llegamos a la frontera con Guatemala por un
lugar llamado Pico de Oro Nuevo, sin haber logrado ver un solo campa
mento de trabajadores de este lado de la frontera.
Cruzamos al lado guatemalteco y allí, después de unas seis horas de
camino, nos encontramos con el primer campamento. Por campamento
debe entenderse un claro de unos cien a doscientos metros de diámetro en
el bosque, donde se hallan colocadas diez o quince chozas provisionales,
o mejor dicho, otros tantos armazones rudimentarios que sostienen un
techo. Aquí conocimos a un trabajador mexicano que debía tres mil pesos;
aunque hacía veinte años que los estaba pagando, todavía no lograba
solventar la cuenta; y todos los demás braceros parecían encontrarse en
condiciones análogas.
Varios días después, al atardecer, llegamos a otro campamento seme
jante. Iba a colgar mi hamaca, junto con mis amigos, dentro de la tienda
del capataz, cuando un joven dos o tres años mayor que yo, llamándome
aparte, me insistió mucho para que durmiera en su choza. Acepté, y cuan
do el campamento se hallaba dormido, este joven, con profunda emoción,
me contó su triste historia.
Allá por el año de 1908, había vivido en Chiapas con sus padres, su
hermana y su cuñado; después, en condiciones que no me explicó, había
sido llevado a la montería probablemente como aquellos niños de quienes
ya he hablado. Hasta el año de 1914 sostuvo correspondencia con su fami
lia, pero desde esa fecha, es decir, coincidiendo con el triunfo de la revolu
ción, la empresa maderera le cortó toda comunicación con sus deudos, y
ahora no sabía si vivían o habían muerto: "Cuando usted abandone estos
lugares y salga a la civilización -me decía- no se olvide de que aquí esta
mos nosotros condenados a vivir en este lugar eternamente." Esta víctima
de la rapacidad humana alcanzaba ochocientos pesos, pero el alcance era
ilusorio. Cuantas veces había pedido su libertad, se la habían negado. "Hay
veces que me siento enloquecer -añadía-, otras que quiero huir, que quiero
188 • RODULFO BR1TO FOUGHER
lanzarme a la selva para ver si puedo salir." Pero comprendía que era
inútil, porque para salir de ahí se necesita recorrer cerca de cien leguas por
el corazón de la selva virgen, evitando precisamente todos los caminos y
todos los parajes, desafiando a los tigres y a las serpientes, cruzando los
ríos y, por último, eludiendo a los perseguidores. Según se me dijo en
aquella fecha, la fuga a Guatemala era inútil, porque existía una ley en el
sentido de que al peón que se fugase lo aprehendiesen las autoridades, lo
devolviesen a la negociación de su procedencia para que cumpliese con su
compromiso y los gastos de su persecución se le cargasen en su libreta.
La vida de estos trabajadores, desde el día que llegan hasta que mueren,
es de una monotonía y de una dureza indescriptible. A las tres o cuatro de
la mañana, el capataz suena el cuerno, los peones se levantan y toman
café negro y frijoles. Al rayar el sol deben estar al pie del árbol que van a
cortar, o al lado de la troza que habrán de labrar. A llí trabajan hasta
mediodía, hora en que toman algún ligero refrigerio. Por la tarde regresan
al campamento, toman más café negro y frijoles y duermen para levan
tarse al día siguiente y recomenzar la eterna tarea. Se hallan vestidos de
pantalón de dril, camiseta de manta, sombrero de paja y huaraches.
Si por esclavos se entendía en la antigüedad a hombres que trabaja
ban a cambio de lo necesario para existir, es evidente que en nada se diferen
cian estos hombres de los esclavos antiguos, puesto que, aunque disfru
tan de un salario nominal, en realidad la verdad de las cosas es que son
propiedad absoluta de las empresas madereras, para quienes trabajan toda
su vida, de sol a sol, a cambio de un par de huaraches, un pantalón de dril,
una camiseta de manta, un sombrero de paja y una mísera alimentación.
Este estado de cosas debe, evidentemente, cesar. ¿Cuál -se preguntará-
es el remedio? En realidad, el remedio se tiene a la mano y con el tiempo
y perseverancia no sería difícil de aplicarlo. La causa fundamental de esta
situación es, como hemos visto, el aislamiento de toda aquella región,
que la pone fuera del control de la opinión pública y de las autoridades. Se
necesita, por lo tanto, la intervención de la Secretaría de Comunicaciones.
Pero eso no basta. Debe también intervenir la de Agricultura, establecien
do dos o tres centros rurales de población y, si posible, emprendiendo un
verdadero trabajo de colonización. Por último, resulta indispensable la
acción de la Secretaría de Industria, que, ejercida con toda la eficacia que
requieren las circunstancias, por medio de un cuerpo de inspectores com
petentes y honorables, pronto cambiarían radicalmente las condiciones
de vida de aquellos desgraciados.
Capítulo 13
uno de los últimos monteros, uno de los que no quieren salir de la selva. Se
ha establecido cerca de la Boca del Lacantún, en una montería vieja, cuya
casa principal ha reconstruido a medias. A llí también viven la cocinera
Pancha Ruiz y su amante en turno, Jacinto. Un grupo reducido de mozos
lo acompaña en el corte de la caoba, que es modesto pero todavía deja mucho
dinero una vez vendidas las trozas en el puerto de Frontera, Tabasco, o en
el del Carmen, Campeche.
Se transcriben aquí algunas páginas (pp. 44-48; 59-62), suficientes
para dar al lector las ganas de leer el libro enteroy otros más, como Lacan
donia y Agonía de la selva. No existe mejor introducción a la Selva
Lacandona que las novelas de Pablo Montañez.
Llanes en la Boca, don Antonio Vera por el Lacantún, por el Salinas y por
el Jataté otros, agrupaban a los últimos románticos monteros.
Sobre una loma no muy alta y chata situada en el margen izquierdo
del Lacantún, precisamente frente al lugar en que las aguas cristalinas del
Lacantún se unían a las cenagosas del Pasión, formando el Usumacinta,
en un gran claro logrado en la selva a través de muchos años, estaba la
montería de don Pepe. Dominaba el panorama la casa grande, 20 metros
de largo por 10 de ancho, techado de guano, con amplio corredor que veía
hacia el oriente y todo lo demás setado de caña brava y subdividida en su
interior por dos setos más que formaban la recámara de don Pepe y otra
destinada para los huéspedes distinguidos, de paso; ocupando el resto una
gran bodega que llegado el caso podría convertirse en enorme dormito
rio, si de sus pilares se guindaban hamacas.
Un poco más abajo, a unos diez metros de la casa grande, otra bas
tante más chica, era la cocina, comedor y con una división, el cuarto de la
cocinera Pancha Ruiz y de su amante en turno, el viejo caballerango de don
Pepe, Jacinto. A la sombra de sus aleros sombreaban las gallinas a medio
día y en la noche dormían; unos patos de Castilla tomaban el agua que del
nixtamal sobraba con su olor característico; escalonadas hasta el río media
docena de casitas habitadas por las mujeres y en algunas, hijos de los tra
bajadores que se batían el cuero en los semaneos. En el mismo barranco,
en un lugar hasta donde las crecientes más altas no subían, un enorme
techo de guano que no se sabe si había sido construido para cubrir un gran
hacinamiento de cadenas y aperos de bueyería o éstos habían sido puestos
ahí para sostenerlo. El caso es que se llamaba la bodega.
En este apartado rincón de la cuenca del río grande, el silencio y la tran
quilidad se hacían más impresionantes por haber sido en otro tiempo
centro de grandes actividades. Don Pepe había encontrado, cuando resol
vió fijar ahí su montería quince años antes, un gran plantel en ruinas. Lo
limpió, lo quemó, y reconstruyó sólo lo que sus necesidades requerían.
Enfrente, en la península que forma la confluencia de los dos grandes ríos,
cuarenta años antes existía ya la montería de Tres Naciones. Hombres
ajenos a la región trazaron una línea imaginaria que decían dividía a Méxi
co con Guatemala, pero para los monteros hasta donde se pudiera subir en
cayuco aún mucho más allá de donde eran navegables los ríos, todo era
de ellos y no se daban por entendidos cuando habían pasado esa línea, fue
ran mexicanos o guatemaltecos. Éste fue el punto neurálgico del sistema
nervioso que las monterías crearon en la región.
I l l í • l’AIIU ) MONTAÑEZ
Por ambos ríos bajaban en tiempo de crecientes, miles trozas que las
negociaciones tiraban aguas arriba: por Tzendales, por San Quintín, por
Quimalá y el Petén. Cuadrillas de arreo pasaban detrás de grandes grupos
de madera, destrabando las que se enredaban en los jimbales o bejuque
ros de las orillas o piedras de medio río, o que se varaban en los arenales
de las islas.
Días después, regresaban de Anaité y los más arriesgados desde El
Porvenir, después de haber cumplido su misión. A esas horas, las trozas
deberían estar siendo agarradas en las riberas de Boca del Cerro y Cabe
cera de Tenosique. Satisfechos y fanfarrones, quemados de sol, con las
musculaturas al aire, rivalizando en fuerza y destreza, pasaban río
arriba para rendir cuentas de su trabajo. Cuadrillas de enganchados de
Ocosingo, Tenosique, o la Chontalpa, también pasaron por aquí a las mon
terías de río arriba. Muchachos tabasqueños, españoles, cubanos, jamai
quinos, ambiciosos, soñando con llegar a grandes jefes o regresar a sus
tierras como hombres ricos, años después regresaban decepcionados,
unos enfermos, otros heridos. Algunos no resistieron el clima mortífero
y los trabajos extenuantes y durante algunos años, dos maderos en cruz
señalaban el lugar donde cayeron, pero un gigante nació al pie de la cruz y
alimentado por el calcio y el nitrógeno de aquel montero pronto se desarro
lló haciendo desaparecer la señal. Nuevas remesas de hombres decididos
subían de VUlahermosa, o bajaban de Ocosingo para surtir de carne cruda
a aquel Moloch insaciable. (...)
Es un mediodía tropical, el fuego del astro rey quema los barrancos
descubiertos del río y de las piedras y fina arena. De los playones rebo
tan los rayos solares, pues ya a punto de incandescencia no pueden con
sumirlos. Las aves, mudas se cobijan bajo las sombras de las ramazones
de los corozales y los jahuactales. De las tierras bajas de la orilla del río,
sale un vaho caliente que nubla la atmósfera. Los húmedos bajos de vege
tación chaparra y enmarañada, que es la única que puede vivir con los pies
en el agua y la cabeza en el infierno, fermentan despidiendo un intenso
olor a lodo.
En la vuelta del río, forzado a torcer por una gran plancha de pizarra
que se interpone a su derecha, malogrando su intención de alcanzar pron
to el Chixoy que por ahí cerca pasa, la vera del Lacantún, que en suaves
raudales se desliza buscando a su hermano de Guatemala, que lo ayudará
a formar el río grande, el Usumacinta, se levanta el semaneo del Planchón.
En ambas márgenes del río aflora la pizarra que lo atraviesa formando
como dos cíclopes bases de un puente gigante que nunca existió.
LA MONTERÍA DE DON PEPE, 1930 • 193
A cien metros del río, una champa grande, que de lejos se adivina de
construcción provisional, sirve de dormitorio del jefe y una parte de la cua
drilla; las hamacas y catres de carrizo se suceden bajo el techo de guano.
En una esquina y sobre unos palos que sirven de base a la estiba, hay unos
sacos de azúcar, arroz, frijol, sal y unas latas. El dormitorio del jefe se
distingue por una pequeña división de jahuacte, que forma un pequeño
cuarto en otro esquinero. Casi en la orilla del río, y unas pulgadas más
arriba de donde la mayor creciente pueda subir, se levanta otra champa,
que es la cocina y dormitorio del resto de la cuadrilla; también aquí otra
pequeña división separa el dormitorio de la cocinera y su allegado.
Por lo regular, estas sufridas mujeres llegaron a la montería con sus
maridos para reunir fondos y comprar años después, un ranchito por
Ocosingo o por Tenosique, pero o bien el hombre murió o ya con una
liquidación grande, la abandonó dejándola al garete. Asediada por los
monteros, un día permitió a uno dormir bajo su pabellón y así adquirió
otro hombre. Muchas pobres cocineras perdían la cuenta de los maridos
que habían tenido en pocos años y cuando algún retoño venía a alegrar el
campamento, había nacido un hijo de la cuadrilla. Nunca tenían las po
bres, la seguridad de la paternidad de su hijo. Siempre preferían tener un
marido que les brindara apoyo contra el resto de la cuadrilla y que sirvie
ra de responsable para el fruto que pudiera venir de su hombre o de algún
otro pobre montero, pues cariñosas, no podían dejar sin el alivio que
tanto les suplicaban los otros.
Un poco arriba del semaneo y en la mera orilla del río, bajo la sombra
de la selva para que la madera no se raje, está "el tumbo". Más de un cen
tenar de trozas esperan ahí, listas para ser lanzadas al río en las profun
das aguas de la poza escogida para que al caer no se rompieran tocando
el suelo pedregoso. De tierra adentro desemboca en "el tumbo" un calle
jón principal que, unos cientos de metros más adelante, se va bifurcando
en otros menores que dan salida a pequeños grupos de trozas que salen
arrastradas por "los tiros" de bueyes rumbo al río. El río las llevará al mar
y de Ciudad del Carmen en un gran barco europeo o americano a algún
puerto remoto para adornar con sus láminas quién sabe qué salón de qué
palacio.
¿Cómo va a pensar este rey de la selva, cuando erguido domina todo
en su derredor sonriendo ante un amanecer fresco y limpio, o defendién
dose potente contra una tormenta que amenaza derrumbarlo, que un día
va a ser cortado, mutilado, despellejado, lanzado en un mes de secas a las
azules aguas del Lacantún? Vendrán las turbulencias de las crecientes y
194 • PABLO MONTAÑEZ
varias hijas constituye una verdadera riqueza, puesto que cada uno de sus
yernos (que al mismo tiempo son sus sobrinos) trabaja para él durante
años.
El viejo jefe era bigamo, y sus dos mujeres, llamadas Nabor, ambas,
eran respectivamente madre e hija. La mayor se encontró viuda a resultas
de haberse ahogado uno de los lacandones, y el jefe la tomó por esposa,
como más tarde a su hija, que debía de tener veinte o veinticinco años
menos. La más joven había tenido tres hijos con él, de los cuales la última
era la pequeñita "casada", Nahk'in. Las dos mujeres parecían estar en tér
minos excelentes. La vieja no hacía ya gran cosa en la cabaña, contentán
dose con meter mano en la fabricación de las tortillas, galletas enormes y
gruesas de maíz machacado con raíces de yuca, lo cual les daba un tinte
rojizo poco apetitoso. Lajoven desmontaba el algodón, lo teñía, tejía, cuida
ba a los niños, en suma, tenía ocupaciones bastantes para no estar nunca
ociosa. Le había hecho a su marido una soberbia túnica de gala, con
rayas azules obtenidas con madera colorante, que Tárano se divertía en
ponerse a veces.
Fue tratando de desenmarañar todo ese enredo de familias y matrimo
nios como obtuvimos la esencia de la espantosa historia que me habían
contado el año anterior los indios del Río Jetjá: los ladrones de mujeres eran
sencillamente los dos Chambor, a quienes su matrimonio teórico con sus
primitas dejaban insatisfechos, y otro joven, Chank'in, casado con una
vieja arpía descarnada de setenta años por lo menos. ¡Pobres! ¡Estaban bas
tante corridos por aquella frustrada aventura! Habíanjurado una execra
ción feroz al gerente de El Capulín, don Ausencio, cuyas amenazas los
habían obligado a batirse en retirada. Cuando les dije que había muerto y
que uno de sus peones le había cortado la cabeza, no disimularon su satis
facción.
A fuerza de cortes y recortes, llegamos a reconstruir, hasta donde era
posible, la historia de aquel pequeño grupo aislado; aislado al punto de
que estos lacandones ignoran la existencia del lago Petjá y de Yaxchilán; no
conocen más que al terrible K'ayum y a los indios del Río Jetjá, con quienes
tuvieron ese contacto memorable. En la época en que el viejo jefe era toda
vía niño, es decir, hacia fines del siglo pasado, había una tribu numerosa
instalada en la selva de Guatemala, probablemente cerca del Río Chixoy.
Un día los hombres comenzaron a quejarse, a retorcerse con atroces dolo
res, a vomitar sangre; caían al suelo y morían. Los monos rodaban por
tierra de los árboles, fulminados por la epidemia. Veo todavía al viejo jefe,
con los ojos extraviados y jadeante, mirar las escenas de espanto, las muecas
200 ■JACQUES SOUSTELLE
fúnebres de los muertos. Según los lacandones, las epidemias las causa un
dios malo, Kisín, que traspasa con flechas invisibles a los hombres a quie
nes ha condenado, como el Apolo de La Ilíada. El jefe silba como silbaban
esas flechas en el espacio; con el índice, describe su trayectoria infalible, se
golpea violentamente el pecho, hipando, finge rodar por tierra en medio
de sufrimientos intolerables. Todo eso había permanecido intacto en su
memoria, y no bajo la forma de recuerdos intelectuales y enfriados, sino
como impresiones aún vivas en sus nervios y en sus músculos. Nos hacía
estremecer casi, pareciendo ver en el aire una forma espantosa que nues
tros ojos no veían, la del arquero funesto.
Entonces los supervivientes huyeron hacia el noroeste, muy lentamen
te sin duda y con largas paradas, puesto que para no morir hay que sem
brar maíz antes de cada temporada de lluvias, y esperar la estación de
secas para cosecharlo. Habían llegado al Río Lacantún, pasando así a terri
torio mexicano (pero, ¿qué es una frontera, qué es México o Guatemala
para los hombres de la selva?); allí habían tropezado con K'ayum, cuyas
flechas de punta de sílex no erraban su blanco más que las del dios de las
epidemias. Y habían huido de nuevo, a lo largo del Río Jataté, cambian
do de campamento varias veces todavía. Chank'in se había convertido en
un hombre, había tomado esposa. Su primera mujer había muerto, enton
ces tomó dos, después de haberse ahogado uno de sus compañeros. Dos
terrores eternos le quedaban de aquella fuga que había durado toda una
vida: la enfermedad y el guerrero K'ayum. En el momento que lo cono
cimos, el grupo que capitaneaba iba a separarse en dos, en busca de tierras
mejores. Ése es un aguijón perpetuo que empuja a estos indios siempre más
lejos y pulveriza a sus grupos a través de los millares de kilómetros cua
drados de selva. A l cabo de algunos años, la tierra desmontada se vuelve
infértil, y las zarzas renacen incesantemente más vivaces. Entonces se van,
esperando siempre encontrar la tierra que permanecerá eternamente fér
til, en la que jamás brotarán esos horribles brezos bajos, espinosos, que el
lacandón teme. Y de este modo vagan desde siempre como en busca de un
espejismo.
Los lacandones creen también que los diversos lugares son más o menos
favorables a la fecundidad de las mujeres. Ésa es una vieja idea común a
muchas civilizaciones, asimilar la mujer-madre a la tierra-madre. Cuando
un grupo carece de niños, atribuye esa desgracia a la naturaleza misma del
lugar donde se ha establecido. Igualmente, si un indio muere, lo entierran
bajo un otero en su cabaña o en el campamento, y van a instalarse a otra
parte. Se trasladan a una distancia de varias leguas, donde construyen
LOS ADORADORES DEL SOL, 1934 • 201
En total, caminamos unas dos horas bajo tierra, pasando de una sala
a otra, explorando sumariamente cada una; a medida que caminábamos
el aire cálido y húmedo se hacía cada vez más difícil de respirar. Sólo el
ruido de nuestros pasos y el toc-toc-toc de las gotas cargadas de azufre que
caían de la bóveda rompían el silencio. En algunos lugares, pequeños char
cos sulfurosos se acumulaban en las oquedades de la roca amarillenta.
-M e siento muy raro -decía Tárano. Me pidió un cigarrillo, lo cual en
él era un signo de inquietud, pues no fumaba casi nunca. Los lacandones
se encorvaban, se juntaban, se hacían pequeños, como para escapar de la
mirada cruel de algún ser maligno agazapado en la sombra. En una de las
salas más alejadas, al remover la tierra, encontré algunos fragmentos de
alfarería: así pues, habían vivido hombres allí, en aquellas profundida
des; los mismos hombres que habían tapiado la entrada. Pero, ¿quiénes
pues? ¿Quiénes eran aquellos habitantes de las cavernas? ¿Aquellos hom
bres que sabían hacer piezas de alfarería con asas, como son incapaces de
fabricarlas los lacandones; y que podían construir un muro de piedra
con una entrada perfectamente normal? Es una pregunta a la que no he
podido responder todavía.
El aire se hacía cada vez más pesado y, sobre todo, la complicación del
laberinto no hacía sino crecer a medida que nos adentrábamos más. Había,
pues, un serio peligro, el de no encontrar el camino de regreso en medio de
aquella desconcertante multiplicidad de salidas, una sola de las cuales con
ducía al aire libre. Frente a una de ellas dejé mi revólver, frente a la otra mi
sombrero, luego una mascada. Pero nada me permitía ver el fin de aquel
paseo subterráneo. Las pilas de nuestras linternas no eran nuevas, y si se
apagaban... Seguimos adelante una vez más para ver otra sala, horadada
también ésta por una veintena de aberturas, luego dimos media vuelta.
Esta vez los lacandones nos precedieron, a todo correr. La luz verdosa de
la selva nos deslumbró, el aire puro nos hizo tambalearnos. Por contras
te, sentíamos todavía más la extraordinaria pesadez de la atmósfera de las
grutas. A l cabo de un instante de reposo reanudamos el camino de vuel
ta; yo llevaba, clasificadas en pañuelos, muestras de los diversos trozos de
alfarería encontrados.
Obtuve después la versión india de la aventura. Según los lacandones,
esas cavernas y esos abismos de la tierra son sencillamente el habitáculo
nocturno del dios K'in, el Sol. Ésta era una idea muy antigua entre los
mayas; el Sol sale de las profundidades de la tierra y regresa a ella. En
las paredes de los monumentos se ve a menudo, esculpido, un monstruo
deforme que es el dragón terrestre, y de sus fauces se escapa el jeroglífi
LOS ADORADORES D EL SOL, 1934 * 207
co del Sol, o sea su rostro de dios. Los lacandones han permanecido fieles
a esta tradición. Habíamos, pues, penetrado en ese mundo de tinieblas en
que el astro reposa de su carrera celeste. Eso era lo que explicaba, nos dije
ron los indios, el muro de piedras que cierra la entrada como la de un
palacio, y los rastros de vida que representan los fragmentos de alfare
ría; pues es preciso que el Sol, en su mansión subterránea, coma y beba
como todo el mundo. Q.ue hayamos podido realizar esta hazaña impune
mente, que esta verdadera profanación no haya sido castigada por el dios,
eso fue lo que nos revistió a los ojos de los lacandones de un extraordi
nario prestigio. Todo el dia siguiente pasaron el tiempo discutiendo esta
asunto con muchas exclamaciones; los que habían bajado en nuestra com
pañía no se cansaban de relatar a los demás lo que habían visto. Desde
ese día, su confianza en nosotros fue total, puesto que el dios solar había
aceptado sin cólera nuestra intrusión en su morada oculta. Por ejemplo,
me suplicaron que no dejara tirados en el campo los objetos que había
traído de nuestra exploración. Pues nunca se sabe, dijeron, podría produ
cirse algo, podría sobrevenir una desgracia.
Por la noche, nos reuníamos con los lacandones ante la choza del jefe,
cerca del fuego. Aparte el resplandor rojizo de aquel fuego, de nuestro
hogar y del de otra choza, todo era noche. El viento pasaba por sobre nues
tras cabezas en la cima de los árboles, trayéndonos su olor húmedo; entre
las desgarraduras de las nubes, aparecían estrellas. Los indios las señala
ban con el dedo y nos decían:
¡Sap'! ¡Set'!
Nunca pudimos saber si esas palabras se aplicaban a tal o cual estrella;
es una de las cosas que no pudimos poner en claro, y desgraciadamente
hay cierto número de ellas.
Tuvimos mejor éxito en lo que se refiere a un tema evidentemente
más terrestre: la propiedad. Hay que decir ante todo que la idea de la pro
piedad privada tal como la entendemos, con su derecho de uso, de abuso
y de destrucción, no existe entre estos indios. Se posee aquello de que se
sirve uno, y no se lo posee casi más que en la medida en que se sirve uno
de ello. Además se sirve uno de ellos para una colectividad que tiene a su
cargo y que suministra su parte de trabajo. Cada jefe de familia, por
ejemplo, es propietario de ciertos terrenos; es decir que los ha desmon
tado, que los cultiva, y que alimenta a su familia con su producto, ayu
dado por su yerno o sus hijos. Un hombre, desde el momento en que se
casa y vive en su propia choza con su mujer, posee forzosamente "milpas"
(campos de maíz); pero eso forma parte de la definición del hombre
*208 • JACQIJKS SOUSTELLE
rado por la destrucción creciente del ambiente natural. Su título ¡Así era
Chiapas!, habla por sí mismo. Transcribimos algunas páginas del capí
tulo m, en donde el autor narra el encuentro que en 1944 tuvo con un tigre
mañoso que habitaba las orillas del arroyo Jordán.
tiro en el cráneo, que le quitó la vida. La razón que el ejemplar era muy
grande y en el museo no teníamos aún esta especie; posteriormente, ya
en Tuxtla, preparé a los dos imitando la escena que había visto, es decir, el
ocelote atacando el venadito. Desgraciadamente este bello grupo dramá
tico fue destruido por la falta de una vitrina adecuada.
Esa tarde regresamos pues al campamento con un ocelote y un vena
do, dedicándonos todos a la molesta tarea de desollar los dos ejemplares. El
venadito estaba en perfecta condición y muy fresco: seguramente cuando
lo encontré, el ocelote acababa de capturarlo; estaba además m uy com
pleto porque solamente mostraba una cortadura de garra en el lomo y unas
dentelladas en el cuello. Nos proporcionó una excelente carne bastante
suave. Por su parte, el ocelote nos dio la oportunidad de hacer un magní
fico descubrimiento, que de ahí en adelante nos suministró, cada vez que
lo deseábamos, una regia comida: y ¡vaya comilonas! Resultó que el mozo
encargado de aliñar este animal llevó el cuerpo hasta la orilla del arro
yo. Cuando concluyó, como ya terminaba el día y por simple flojera, dejó
el cuerpo en la orilla, parcialmente dentro del agua; por la noche alguno
fue a traer agua para la cena y regresó corriendo con la noticia de que había
una gran cantidad de piguas, o langostinos de río, devorando el cadáver.
Nunca había yo visto tal cantidad de estos animales y de tal tama
ño; el cuerpo del ocelote estaba materialmente cubierto de estos crustáceos;
todos chapoteaban, jaloneaban y luchaban sin hacer el menor caso de una
vara que seleccionaba los más grandes. Los cangrejos de río, langostinos,
o piguas, como les llaman en Chiapas, eran, en ese arroyo, del tamaño que
uno solo bastaba para saciar a una persona. Disfrutamos esa noche de una
magnífica cena y de ahí en adelante, cada vez que lo deseábamos, sólo
bastaba dejar un trozo de carne en el agua y, al anochecer, cualquiera
podía ir a cosechar el número necesario de piguas, tan sólo armado de una
estaca o de un machete.
Una plácida mañana, como a las once horas, estaba yo preparando
ejemplares de aves sobre una mesa rústica que habíamos construido de
ramas y colocado a la sombra de unos árboles, como a unos treinta metros
de las casas de campaña (a un lado de éstas se encontraba el rústico
fogón, donde se cocinaban los alimentos, junto a mí, curioseando la pre
paración de los especímenes se encontraba uno de los ayudantes; el otro
había ido a buscar leña por la orilla del río; unos pocos metros más allá
del campamento se encontraba el arroyo del que ya he hecho mención),
cuando de pronto, ambos nos dimos cuenta de una bulla que hacían los
pájaros, por la margen del arroyo, mas no dimos importancia porque
ENCUENTRO CON UN TIGRE MAÑOSO, 1944 • 219
Sin novedad llegamos a las cercanías del sitio convenido. Casi al oscure
cer hicimos alto sobre una loma despejada para descansar y para esperar
que entrara la noche. Estos terrenos ya habían sido talados en alguna
ocasión y luego, como es lo usual en Chiapas, los destructores del bosque
habían emigrado a otros lugares, para seguir con su incontrolable destro
zo de los bosques.
Nadie que no haya vivido la experiencia podrá entender la tranquili
dad, la placidez, de una tarde serena cuando se aproxima el crepúsculo, en
la soledad del campo y rodeado de los cantos de las aves que se preparan a
dormir, o de los insectos que por el contrario se disponen a iniciar sus acti
vidades. A veces chapoteaba un pez en el río y a lo lejos gritaban los
monos; de vez en cuando se escuchaba el extraño sonido del pájaro esta
ca, posado indudablemente sobre un tocón solitario. De pronto el silencio
era interrumpido por los ásperos graznidos de una bandada de guaca
mayos cruzando el firmamento, su plumaje escarlata avivado por los
postreros rayos del Sol; o pasaba rápidamente una escandalosa banda de
loros cabeza blanca. La vida por todas partes (...).
Por fin llegó la oscuridad y alistamos nuestras linternas de cacería,
comprobando que su luz estuviese clara; luego entramos por el pastizal,
sorteando los matorrales y cuidando de no pisar una serpiente. De pron
to, al llegar a un sitio despejado, me quedé inmóvil y confundido. Parecía
que de improviso hubiese penetrado a un corral de ganado; por todas partes
ojos verdes, muchísimos ojos verdes que brillaban con intensidad extraña,
a veces reflejando tonos rojizos.
Unos muy juntos, otros muy separados, comprendí que pertenecían
a venados cola blanca o de campo, tantos como jamás había visto reuni
dos; unas luces verdes vinieron rectas hacia mí, pero luego, al penetrar al
claro de la luz, vi que era una hembra; miré para otro lado y vi un macho,
luego otro y de pronto estábamos rodeados de ciervos: hembras, machos
y crios, extrañados ante aquella luz desconocida.
Con toda calma, controlando la emoción, comencé a escoger el macho
de mayor cornamenta: ¡y vaya que había cuernos grandes! Mientras
tanto Arturo ya había molido mis costillas de tanto picarme con el dedo,
a la vez que cuchicheaba: "ése, tírale a ése", continuamente, mas yo esco
gía al macho de cuernos más simétricos y desarrollados. De pronto vi
pasar una sombra a mi izquierda, con el rabillo del ojo, al mismo tiempo
que un tremendo estampido me dejaba sordo. Era Arturo que, incapaz de
controlar sus nervios, disparó, casi en mi oreja, a la primera sombra que
pasó y que para m ayor ridiculez resultó un gamito de unos cuantos
•222 • MIGUEL ÁLVAREZ DEL TORO
macicez a una casa de lona. Desde luego fue una experiencia poco usual,
pero nos dio la idea de cambiar el campamento a otro lugar río abajo, junto
a un arroyo grande llamado Las Tazas. Para hacer este cambio, Arturo sugi
rió que él podría ir a conseguir un cayuco cerca de Tecojá y que bajaría por
el río navegando; esperaba regresar en unos tres días.
Efectivamente, al tercer día, por la tarde, lo vimos que venía por el río,
aunque el cayuco era poco tranquilizador, tanto por el tamaño, como por
los huecos de los costados en los que se albergaba toda una colonia de can
grejos. No obstante, al día siguiente ya estábamos embarcando una parte
del equipo y, como a eso de las diez, salimos río abajo. No hubo mayores
contratiempos, aunque, a eso del mediodía, cruzamos un largo trecho
de aguas mansas en cuyas orillas tomaban el Sol numerosos cocodrilos de
tamaño enorme y aspecto ominoso; para nuestro nerviosismo lenta
mente comenzaron a echarse al agua; unos cuantos vinieron directamen
te hacia el frágil cayuco y puedo asegurar que pocas cosas hay más
siniestras que, cuando en un remanso de aguas oscuras, se arrima nadan
do un cocodrilo y sin un solo movimiento del agua se sumerge para desapa
recer por debajo de la canoa. Uno espera de un momento a otro sentirse
volcado. Mas nada sucedió, excepto los calambres fríos que subían por la
espalda.
Navegamos todo el día, ya cruzando raudales o remansos, espantan
do a las nutrias en los primeros y a los omnipresentes cocodrilos en los
segundos. En ninguna parte había visto tantos cocodrilos juntos, aunque
años después vi el mismo espectáculo en el raudal de Mal Paso; hoy en día
bajo cien metros de agua a causa del enorme embalse que la civilización
construyó por ahí, ocasionando un inmenso ecocidio. Como a las cinco
de la tarde avistamos el enésimo raudal y no le vimos nada de particular,
pero tenía una gran fuerza y una rápida corriente nos arrojó material
mente contra unos árboles de la orilla. La canoa se recargó sobre ramas
casi sumergidas y, al ver llegar el desastre, comencé a gritar que todos se
cogieran de las ramas, cargándose al lado contrario de donde el cayuco
amenazaba volcarse. Mas uno de los ayudantes, de nombre Santana,
quiso bajarse precisamente por el lado indebido y al notar que el río era
profundo se cogió del borde colaborando para que la canoa se volcara. Ahí
vamos, todos al agua, y lo que era peor, también todo el equipo. Afortu
nadamente a unos pocos metros corriente abajo, había una pequeña barra
de guijarros, donde nos refugiamos, no sin antes alcanzar a ver cómo los
trastos y algunas cosas flotantes navegaban con la corriente; corrimos de
aquí para allá, alguien nadó un poco y logramos rescatar algunas pocas
ENCUENTRO CON UN TIGRE MAÑOSO, 1944 • 225
ordenó darnos la mitad de este último con la cola, que es la parte más
sabrosa para comer. Una vez listas la carne y las tortillas, se inició la tertu
lia. Las mujeres no cejaban en escoger las piezas mejores para su hombre
Chan Bor. Todo el mundo comió con los dedos, y los huesos sobrantes fue
ron arrojados a los perros que los lacandones habían traído con ellos. Los
manjares desaparecieron en un momento.
Nuestros amigos se entregaron entonces a su ocupación favorita
cuando visitan a alguien: la de tocar todas las cosas y preguntar para qué
son, o pedirlas como regalo. Son en extremo curiosos y quieren saberlo
todo, pero cuando se les dice que algo no se regala, lo ponen instantánea
mente en su lugar. Un lacandón no se roba ni un alfiler.
Se hacía tarde, y, como yo sabía que no les gusta andar de noche en la
selva, me extrañaba que no dieran señales de marcharse. Fui hasta el río
a recoger una camisa que había lavado durante la mañana y, al regresar al
campamento, noté que los lacandones habían colgado cuatro hamacas.
Era evidente que nuestros amigos habían traído lo mismo comida que
cama, para hacernos una visita larga. Esto me daría oportunidad de obser
varlos y anotar muchas de sus costumbres íntimas.
La mayoría de los investigadores llevan cuestionarios y asaltan a los
indios con miles de preguntas. Yo he notado que pronto se cansan de esto
y que es mejor observarlos cuidadosamente, buscando paulatinamente los
datos requeridos y haciendo una especie de pasatiempo del trabajo de inves
tigación. Nuestros amigos estaban satisfechos de su comida y contentos;
hablaban en su revuelto castellano, aprendido de los chicleros, y se reían de
las preguntas que yo les hacía en su lengua y de mi repetición de algunas
de sus pronunciaciones. La más absoluta confianza reinaba entre nosotros.
Había entrado la noche: era hora de dormir. Chan Bor se acostó en
su hamaca junto con la más joven de sus mujeres, Carmita. Los demás se
acurrucaron, de dos en dos, en sus hamacas y en una de las nuestras.
La casa estaba llena de ellos. Desde que apagamos las velas, comenzaron a
hablar entre sí, en voz baja. No querían interrumpir el sueño de los demás
con sus voces. Yo estaba ya en mi hamaca, leyendo a la luz de mi linterna
eléctrica. Era una noche clara y fresca, y la Luna brillaba sobre el paisaje.
Algo me despertó; deberían ser las nueve de la noche; la hamaca de
Chan Bor se mecía, para crear sin duda una brisa que alejara a los mosqui
tos. Dos mujeres, sentadas junto al fuego, soplaban sobre las cenizas para
reanimar las llamas. Luego, se llevaron unos troncos de leña ardiendo
para prender pequeños fuegos bajo sus hamacas. El humo del fuego los
defiende de los mosquitos. Pasó el tiempo; un breve lapso. Desde la hamaca
2:12 • KRANS BLOM Y GERTRUDE DUBY
E x t r a c t o d e l d ia r io d e T rudi D uby
cen aquí tres de ellos. El primero, escrito por Harry Little, narra cómo llegó
por primera vez al arroyo Santa María y decidió vivir allí. Los otros dos,
escritos por Jan Little, evocan la vida diaria, sencilla pero plena, que esta
extraña fam ilia vivió durante 12 años en Lacandonia. Fueron años de
gran satisfacción e ilusión en comparación con los trágicos años que les
tocó vivir después en Amazonia.
E l, a r r o yo
C o n s t r u ir u n a gasa
mente las hojas una encima de la otra, las atamos y las cargamos en nues
tras espaldas, regresando al arroyo por un sendero abierto por los ani
males del monte. Gran parte del arroyo era terreno desconocido para
nosotros, y cada torno nos procuró nuevas sorpresas.
Estos viajes para traer material de construcción me enseñaron a mirar
la selva con ojos nuevos. Llegué a entender que la selva se compone de
muchas selvas pequeñas. También adquirí el "sentido" de por dónde cami
nar para encontrar los árboles grandes cubiertos de bromelias o los claros
en donde crecían los mejores renuevos para tirantes.
A veces, cuando Rebecca todavía estaba sentada en la mesa de la cocina,
ocupada con sus libros de escuela, me iba sola, atenta a quedarme a dis
tancia de voz. En el silencio fresco de la tarde, los lincamientos cubísticos
de nuestro mundo moderno -rígidas divisiones de tiempo, superficies pla
nas, espacios medidos, líneas desnudas- todo había sido borrado. En medio
de esta vegetación exuberante no hay ni aquí ni allá, ni principio ni fin, ni
arriba ni abajo. A duras penas uno alcanza a orientarse en base a señales
externas. Se necesita una seguridad interna.
Las hojas de palma se juntan en manojos de cuatro o cinco. Después
se pone un manojo al lado de otro, empezando con la fila de abajo, como
si fueran ripias. Recolectamos las hojas cerca del mediodía, cuando el sol
estaba alto, para estar seguras de que las hojas se habían secado del agua
cero de la noche anterior o del rocío. Durante las últimas horas del día, cuan
do el fresco empezaba a bajar de la montaña, me ponía debajo del cobertizo
para seguir haciendo el techo, mientras Rebecca cortaba los tallos al tamaño
adecuado y colocaba los manojos.
Los bejucos emanaban un olor vegetal muy peculiar. De repente com
prendí que era el mismo olor que el de los lacandones, tan típico de ellos
que a menudo me percato de su presencia antes de oírlos o verlos. Ahora
entendí, además del olor que tienen, algo de su mirada, esta contenida seguri
dad suya que les crece por estar plantados en su propio pedazo de tierra y
por construir su propia casa. Construir una casa así es vivir la tierra como
nuestro hogar.
G omo los á r b o le s . ..
tas de la geografía chiapaneca han sido alemanes. Karl Sappery Emil Boese,
con sus escritos sobre la geología del estado (publicados en 1894 y 1905,
respectivamente) yusieron las bases para la obra clásica de Friedrich
Mülleried, La geología de Chiapas (1957). Leo Waibel dio la mejor y más
completa descripción de la Sierra Madre de Chiapas en su libro, de igual
título (1933-1946). Joseph Weber dedicó su vida a la enseñanza y la divid-
gación de la geografía del estado entre la juventud de San Cristóbal de Las
Casas. Karl Helbig, finalmente, escribió estudios definitivos sobre la costa,
El Soconusco y su zona cafetalera en Chiapas (1964), sobre la depre
sión central, La cuenca superior del Río Grijalva (1964) y sobre el
territorio chiapaneco en su conjunto, Chiapas. Geografía de un estado
(1976).
En este último libro, la Selva Lacandona tambiénfue objeto de líis obser
vaciones del eminente geógrafo. Éste la llama Serranía de Lacandonia, Mon
taña del Oriente, o simplemente Lacandonia. El nombre utilizado indica que
su autor estuvo impresionado por lo accidentado del relieve, más que por la
exuberante vegetación.
En 1957 Carlos Helbig recorrió a pie la Selva Lacandona y la sobrevoló
en avioneta en 1971. Esta segunda visita fue parte de un vuelo que hizo
sobre toda la extensión del territorio chiapaneco. Sobre ese viaje escribió un
breve informe que incluyó después en su libro bajo el título Chiapas, a vista
de pájaro (t. i, pp. 41-49). Le tomamos prestada la parte que se refiere
a la Selva Lacandona (pp. 46-49). Es la descripción más sucinta y a la vez
más aguda que conocemos. En una hora de vuelo, convertida en 15 minu
tos de lectura, Carlos Helbig nos da una idea general de la selva, de sus
montañas, de sus lagos y lagunas, de sus ríos y arroyos, de sus bosques.
Nos introduce también en la problemática actual de la región, la mutila
ción de la vegetación original por los invasores modernos, los madereros, los
campesinos, los ganaderos. Estamos en 1971. Contemplada desde arriba,
(2+7|
248 * CARLOS HELBIG
del estado donde moran los zoques. Este universo no tiene caminos, ni
motores, ni cables eléctricos, ni luz y teléfono, ni ciudades e iglesias y tenda-
jones. Empieza el gran bosque, respira "la selva". Nos acostumbramos a
llamarlo Lacandonia en honor a los "últimos verdaderos mayas", aunque
éstos se han reducido a un grupo de 200 hombres, difícil de considerarlos
como dueños de este dominio reservado. Ahora son desplazados cada vez
más por colonos de tierras vecinas y de más allá. Estos recién venidos saben
hacer valer sus derechos aunque las autoridades no siempre los confirman.
Por una sierra que corre de W N W a ESE y que sirve de parteaguas, la
hidrografía de esta porción más oriental de Chiapas ha sido puesta de
cabeza. La red fluvial es extraordinariamente densa ya que de aquí hacia
el norte no hay montaña alta que impida el acceso de las lluvias que traen
los vientos alisios. La mayoría de los cursos acuáticos no se dirige directa
mente hacia la llanura del Golfo, sino que corre en dirección opuesta, al
sureste. Para el inexperto esto resulta confuso.
Las aguas las recoge el Tzaconejá que desemboca en el Jataté, el cual,
tras de recibir al Santo Domingo, trueca su nombre en Lacantún, río her
mano del Río de la Pasión. Su confluencia marca el nacimiento del Usuma-
cinta. O bien las aguas alcanzan este mayor río de México directamente
y con él enfilan por fin, tras una enorme vuelta, el Golfo.
Nuestra pequeña máquina manejada por José Martínez León, don
Pepe, en todo el estado reconocido como el mejor piloto de Chiapas, atravie
sa con cortos lapsos valles fluviales paralelos, uno tras otro, así como los
lomos entre ellos, que pueden alcanzar hasta 1,000 m, los ríos Domingo
(o Soledad)..., Dolores..., Caliente..., Euseba..., Jataté..., Perlas... Apa re
cen y desaparecen, aquí en estrechas muescas y allá en anchas vaguadas.
¡Alto ahora! ¡Concentremos nuestra atención! Una gran mancha plana,
casi café, interrumpe el verde de las cordilleras. Estamos encima del campo
maderero más grande de Lacandonia, abandonado desde tiempo. Yace en
el triángulo equilátero de la desembocadura del Río Perlas con el Jataté
en la sabana de San Quintín. Nuestros colonos, en mortificantes travesías,
llevando sus pertenencias más indispensables, llegaron hasta esta plani
cie abierta, un hueco en la alfombra de la selva. Ahora lo ocupan como
punto de arranque para la continua colonización en el curso inferior del
Jataté y desde aquí en los valles ascendentes de sus tributarios. Nubes
de humo, manchas de rozaduras, milpas ya cosechadas quizá por pri
mera vez, ranchos solitarios, senderos a lo largo del río o subiendo las
laderas. ¡Cuánta madera valiosa se pierde en cada rozadura! El suelo virgen
se pudiera usar de manera más racional y produciría mayores rentas;
ahora es saqueado, empobrecido y abandonado enseguida.
250 • CARLOS HELBIG
el machete y el fuego de los colonos todavía están lejos. Sólo el río con
sus orillas vírgenes domina el panorama. Lo observamos como se acerca
a su gran cañón, abajo de la desembocadura del Chocoljá. Ruidoso y espu
meante se esfuerza por el angosto lecho. Después de recorrer un tramo
sobre tierra plana, vuelve a ser aprisionado entre las últimas colinas cal
cáreas en el borde norteño de Chiapas, al oriente de Pénjamo. Finalmente
a diez kilómetros de Tenosique cerca de la estación de ferrocarril y del
puente de Boca del Cerro, ya libre de todas sus cadenas, puede entrar defi
nitivamente en la gran llanura aluvial del Golfo y correr sosegadamente
hacia el océano.
En todas estas colonias vive gente que puede narrar al visitante intere
sado la historia de lafundación de su nuevo pueblo. Es la historia de muchos
sufrimientos y grandes ilusiones, desde la larga y penosa caminata por
la selva inhóspita hasta la larga y penosa espera por la legislación de la
tenencia de la tierra en las antesalas de la burocracia en Tuxtla Gutiérrez
y el Distrito Federal.
Quise incluir en esta antología la historia de uno de estos ejidos, la de
Boca de Chajul. Es la historia de su fundador, Manuel Lombera, campe
sino de Guerrero. Él mismo me la contó una tarde de abril de 1984.
Yo vine a dar a esta selva para trabajar aquí con nuestros hijos. Cuan
do yo supe del informe, lo fui a comunicar a mi compadre Jesús Gutiérrez,
que es el papá de Febronio. Entonces, él me dijo que mandaría a sus hijos
conmigo, y los mandó. Vino Febronio y vino mi compadre Juan, que
es más joven que Febronio. Nos vinimos y llegamos a Comitán, informa
dos por el Departamento Agrario, y supimos de las tierras del Marqués de
Comillas. Llegando al Ixcán, que es donde había una pista, allí pagamos a
un muchacho que se llama Trino, quien ahora está aquí con nosotros. Él
nos trajo hasta aquí, hasta el aforo de electricidad, este que está aquí abajo,
La Gloria. Allí monteamos tres días, le dimos para la selva, pero no había
rastro de gente, todavía la selva estaba muy virgen. Anduvimos tres días
y nos regresamos. Fue el doce de diciembre de 1974, cuando anduvimos por
aquí.
Cuando nos regresamos, unos pocos se fueron en una lancha rápida
que estaba en el aforo. La tenía allí un señor que se llama Eladio Gutiérrez.
Yo me quedé con Trino, pero ya no teníamos comestibles, solamente nos
acompañaba una latita de leche Nestlé chiquita y un paquete de galletas
saladas. Teníamos que caminar todo el día y parte del otro día. Nos queda
mos en una playa. En el camino matamos a un faisán y en la noche nos
comimos el faisán, pero sin sal, nos lo comimos sin tortillas y sin sal. Al
otro día madrugamos y nos fuimos a lxcán. Llegamos a donde el señor
Trino, pero era un señor recién llegado y también estaba muy pobre, no
tenía nada que comer, él era de Guerrero. La canoa nos condujo hacia
abajo, era de un señor llamado Isidro, le dicen Chilo, es de Guatemala. Se
la fuimos a llevar y pescamos chopas como de tres cuartas de grandes.
Comimos y después vino el avión por nosotros y nos fuimos a nuestra
tierra. Eso fue en diciembre de 1974.
En los primeros días de marzo de 1975, nos acercamos a la Nacional, yo
y Febronio, en Guerrero, pero se enfermó mi compadre Jesús Gutiérrez,
LA FUNDACIÓN DE BOCA DE CHAJUL, 1974-1984 » 257
mayo de 1976. Los primeros en llegar a este lugar fueron los Baldovino.
Yo y Febronio nos atrasamos porque se enfermó una hija de Febronio. En
una lancha de remos subimos hasta lxcán y allí supimos que en Guate
mala había un pobladito que se llamaba Los Ángeles y que allá había
avión. Nos fuimos a Los Ángeles con la muchacha enferma, allí tomamos
una avioneta y nos fuimos a Huehuetenango, allí se curó la enferma. Por
eso ellos nos ganaron la delantera. Nos subimos aquí, y aquí hemos estado
muy a gusto, aunque siempre sufrimos un poco, porque llovió muy tem
prano. En los primeros días de junio nos fuimos, yo y mi hijo y Febronio
y su hijo, en unas canoitas de remo. Cuando estábamos cortando el maíz,
sin que allí lloviera, el río empezó a crecer. Entonces nos vinimos, pero
Febronio y su hijo y Epigmenio, un hijo mío, no pudieron subir y se queda
ron en una isla, pensando que iban a poder dormir allí. Pero el río iba cre
ciendo, y tuvieron que tirarse al otro lado y durmieron allí nomás, en la
orilla del río, en el monte, medio mojados. Yo y Teódulo nos reunimos,
les dijimos a la familia que se habían ido para Galacia, a las casas viejas
que habíamos dejado, que allá había gente y que iban a estar a gusto.
Pero eran mentiras, ellos se habían quedado en peligro. Ya en la noche, yo
no podía dormir. En la madrugada me levanté, gané las pocas cosas que
había y conseguí más gente. Llevé a José Gutiérrez, Baldovino, Laureano
y Abelino. Nos fuimos en la canoita que yo me traje. Cuando llegamos,
estaban medio tristes, porque estaba el río muy hondo y no podían subir.
Repartimos la carga y nos los trajimos. Ftoco a poco fue bajando el río. Tra
jimos el poco maíz que nos quedaba allá en Galacia, pues ya teníamos
sembrado maíz aquí. Así fue cómo se fundó este pueblito de Boca de
Chajul.
Me pusieron a mí como Comité Particular Ejecutivo, para luchar por
las tierras. Yo no quería luchar, porque yo ya estaba cansado y enfadado
de ser autoridad allá en mi tierra. Aquí ya no quería. Dilaté un año sin
moverme. Cuando fui al Departamento Agrario en TUxtla, en el año de
1977, ya habían perdido la solicitud. En el 76 la pusimos. Cuando fui
en el 77, ya no había nada. Me di una mediana peleada con el ingeniero
Lucero, porque él me decía que era yo un chismoso, que no habíamos pues
to la solicitud. Pero cuando pusimos la solicitud, yo le había pedido un
acuse de recibo y él me lo había dado. Yo le enseñé el acuse de recibo, pero
él me dijo que de todos modos era yo un chismoso, que eso no era nada.
Me vine, hice otra nueva solicitud, y entonces sí le puse mano a la obra
y me regresé luego.
Me iba a Hixtla caminando un día de camino hasta el Lxcán, allí espera
ba a veces hasta ocho días por el avión y de allí me iba a Comitán y de allí
•2(10 • MANUEL LOMBERA
a Tuxtla. Estos viajes tomaban hasta veinticinco días. Fui más de veinti
cinco veces a hacer los trámites, del 77 en adelante. Transcurrió mucho
tiempo, porque fue en el 77 que empecé, pero ya de allí luché en el 77, el
78 y el 79. Se invirtió mucho dinero. La segunda solicitud ya no la llevé
adonde debería haberla llevado, porque nosotros debemos llevar la solici
tud a la Comisión Agraria Mixta. Pero como ya me había medio peleado
con el ingeniero Lucero, ya no se la llevé a él. Hice todo lo posible y se la
llevé al señor gobernador, que es la persona indicada para esto de los eji
dos. El me la recibió y me la turnó. El gobernador se llamaba Juan Sabines.
Entonces, con la firma del gobernador, la repartí en el Departamento Agra
rio, porque llevaba yo varios tantos. Uno le quedó al señor gobernador, uno
a la Comisión Agraria Mixta, otro a la Liga de Comunidades Agrarias, que
es la defensora de los campesinos. La Comisión Agraria Mixta volvió a eno
jarse conmigo porque los "brinqué". Yo les dije que no le había ido a dejar
allí, porque eran muy irresponsables. Les dije que yo iba a venir dentro de
veintidós días. Un papel que yo me había hallado tirado por allá decía que
en ese tiempo tenía que regresar. Pero yo no les quería mencionar la ley,
porque ellos, cuando uno les menciona la ley, dicen "que ya fueron a la
escuela". Por eso a uno no le conviene mencionar la ley.
La familia Lombera delante de su casa en el ejido de Chajul, 1984. (Fotografía de Jan De Vos.)
LA FUNDACIÓN IJE liOCA IJK CHAIIJL, 1974-1984 • ‘201
la pista. Yo me vine, hablé con mi gente y a ellos les pareció muy bien. La
hicimos casi en un mes, la pista que ven ahorita. Nos repartimos por peda-
citos, nos tocaron ocho metros a cada uno. Unos pilotos querían cobrar
me cinco mil pesos por venir a inaugurar la pista, pero nosotros estábamos
tan pobres que no los valíamos entre todos. Entonces yo dije al señor
Fuentes lo que me cobraban y él me dijo que no pagáramos nada, que ellos
lo iban a hacer y arreglarse para que entraran los aviones. Vinieron tres
aviones, los dos primeros no pararon, sólo voltearon y se fueron. El tercero
sí paró. Se llamaba el piloto Antonio Sansebastián. Éste fue el primero que
aterrizó y lo hizo cargado de víveres para el aforo de aquí adelante, el de
La Gloria. Desde entonces ya no hubo más necesidades de salir, el material
que nos dieron, aquí nos lo trajeron, lo metieron a lxcán y en la lancha que
ellos tenían lo trasladaron hasta aquí.
Las primeras veces que íbamos a vender pescado a Guatemala, nos
íbamos hasta un pueblo -anteriormente le decían una aldea-, que llamaban
El Veinte. Pero nos agarraba lejos por dos motivos. Primero, porque no
sabíamos navegar el río, hacíamos tres días por el Río lxcán; segundo, por
que de allí hacíamos todavía un día a pie para llegar a El Veinte. Era un
pueblo chico y nuevo. Estuvimos yendo para allá como un año. Allá comprá
bamos azúcar, jabón, todo lo que necesitábamos. El pescado lo poníamos
a secar y cuando no había Sol lo secábamos en la lumbre. Después se formó
un pueblito más abajo, que se llamaba los Ángeles. Allí ya nos agarraba
cerca, ya no hacíamos un día a pie para llegar con la carga. De lxcán era
una hora. Allí también comprábamos todo lo necesario. Allí estuvimos
yendo como otro año. De allí se formó el pueblo que se llamaba Cuarto
Pueblo. Allí también fuimos a vender pescado, porque no había más medio
de hacer dinero. Allí estuvimos yendo más de un año, pero luego hubo la
represión y ya no pudimos ir.
En ese tiempo le pedimos al gobernador Sabines que nos ayudara con
una tienda, y nos ayudó. Nos regaló una lancha de ocho toneladas y un
motor de cincuenta caballos, y nos prestó trescientos mil pesos para com
prar mercancías, con el plazo de pagarle al año sin intereses. Hicimos la
tienda del pueblo y se lo pagamos antes del año. El gobernador vino a Pico
de Oro y allí fui yo a hablar con él, junto con otros más. Él anduvo viendo
estos lugares en helicóptero, nunca bajó aquí, mandó a unas personas des
pués para ver cómo vivíamos, cómo estábamos, en qué miseria nos encon
trábamos. Después volvió a venir a Pico de Oro y nos invitó. Allí fue donde
se nos dio todo eso, en el año de 1979, porque ya estaba duro para entrar
a Guatemala, ya había muchas investigaciones. Aunque la gente de Guate-
<Q>
LA FUNDACIÓN DE BOCA DE CHAJUL, 197+-1984 • 263
18). Un joven estudiante del Distrito Federal, José Antonio Abascal, via
jero y poeta a la vez, caminó en 1986 por la zona, visitando los ejidos recién
fundados, acompañando a los campesinos a la tumba y a la siembra,
mirando a los tractores avanzar salvajemente por entre la tupida ve
getación, viendo a los campamentos petroleros surgir como hongos en
medio de la selva virgen. El autor expresa en sus reflexiones una doble pre
ocupación: por la suerte de los campesinos que llegaron "para sembrar sue
ños", y por el futuro de la selva misma, en la cual "se sigue el desmonte,
en el humo de un mundo nuevo donde se va trozando todo, y lo que no se
troza es aplastado y lo que no es aplastado se quema y lo que no es que
mado se vuelve pestilente y se seca".
La Selva Lacandona, que en 1786 se abrió al primer viajero como estre-
mecedora soledad, en 1986 se estuvo convirtiendo, ante los asombrados
ojos de José Antonio Abascal, en acusadora desolación.
Salir temprano cada mañana, caminar con el efluvio del amanecer con
una garrafa de agua al hombro, a un lado del sombrero de paja y del ma
chete asidos con una mano, desde varias chozas, por la misma vereda,
hasta el campo de desmonte, y sacar rastrojos y marañas de raíces, y cortar
palo flaco y árbol grueso, quemarlo todo y contemplar con satisfacción el
claro abierto en la selva espesa, es querer una tierra para sembrar los sue
ños. A la selva alta del trópico húmedo, en la frontera sureste de Chiapas,
donde las caobas y los árboles lagarto sirven de morada a los monos
aulladores, a los tucanes de pecho amarillo, y a las orquídeas de colora
ciones extrañas llegó la necesidad desplazada de tierras de cultivo. Antes
del amanecer, cerca de las casas de conote y palma de guano los saraguatos
rugen con su tono de caverna, las enormes chicharras de alas membrano
sas lanzan su estruendo ascendente una tras otra y otra por toda la selva,
y los grillos y las ranas palpitan en su canto incesante. Y antes de la pri
mera luz, se dejan caer hachazos a la leña, y se van encendiendo los
fogones donde calentar el café y desembarazarse, para cruzar el monte entre
las espinas de la maleza fragosa que franquea las veredas hacia las milpas.
Campesinos llegados de tierras templadas, de tierras altas, o de tierras cá
lidas donde la lluvia cambió sus costumbres. Campesinos en segunda, en
tercera migración. Hombres de campo que han sido albañiles, carpinteros,
vendedores ambulantes en los suburbios de las ciudades, o que han visto
las tierras de cultivo perderse en grandes pastizales por una demente eufo
ria de engordar ganado. Ahora caminan entre enjambres de moscos que se
abren en triángulos para darles paso.
UNA TIERRA PARA SEMBRAR SUEÑOS, 1986 • 267
te, cada vez más cerca, entonces salían de la choza para dar paso a una
enorme columna de hormigas rojas que arrasaba con lo que estuviera en
la mesa, con lo que no estuviera empacado.
Los hombres caminaban siempre entre las hierbas espinosas que se
enredan en los brazos, en el pelo, en las piernas, hierbas que arañan, hier
bas ortigosas que queman la piel. Abriendo piques entre el pasto navahue-
la, cortando helechos arborescentes, ascendían para buscar desde las partes
altas donde abrir las milpas. Las pequeñas abejas de una miel dulce
exquisita, y los tábanos cafés, azules, verdes los acosaban en el calor
seco de la sequía de bochorno imposible mientras decidían donde comen
zar la roza. Una vez hecho el primer movimiento en ese calor que paraliza,
continuaban las jornadas movidos como en péndulo sin parar hasta sentir
un sudor frío que estremecía el cuerpo. Y entonces era tomar agua para
continuar cortando guarumbo, caoba, guanacastie, palma de guatapil,
palma real, marimba, palma y tronco de corozo. Los hachazos se espar
cían haciendo eco y confundiéndose en la espesura de la selva con los fuertes
y rápidos tamboreos de los pájaros carpinteros.
Y al trazo de la milpa concluido, los maderos sobre la tierra desenraiza
da, en ese calor estacionado bajo la atmósfera brumosa, era prender el fuego
que abriría campos para que germinara el maíz, y era, en la tierra ennegreci
da, entre los troncos en brasas regados aquí y allá, entre la ceniza de la
llanura, la ceniza caliente de la ladera, ir cavando, en un depositar la se
milla que haría posible permanecer en estas tierras. Y después del baño,
en la noche oscura, se contemplaba con anhelo el claro abierto, con algún
tronco quemado en pie, ceiba o zapote en brasas iluminando la noche.
Hubo quienes cosecharon tanto maíz sin tener a quien venderlo que tra
bajaron otro tanto para tirarlo al río. Hacían falta caminos, hacía falta
gente para abrir el deslinde entre los ejidos, más hombres para poder for
mar comisiones que solicitaran ayuda, que tramitaran créditos, que tra
jeran semillas. Había que traer gallinas y puercos. Había que traer a las
familias. Por el río era muy larga la salida. En Chajul, en Pico de Oro, en
Galacia, se abrieron claros para que bajaran avionetas. Pero todos pensaban
en la carretera. A medida que llegaban nuevos solicitantes de tierras
iban creciendo las aldeas, aumentando las milpas. Pero se necesitaban cin
cuenta niños para solicitar escuela. Se necesitaba mandar representantes
a tomar el curso de promotores de salud. A los campesinos que iban lle
gando se Ies hospedaba con agrado, se les ayudaba a construir sus casas.
Tierra adentro, en el Pirú, adonde no se podía llegar en lancha, se inves
tigaba por dónde pasaría la carretera. Se oía decir que ya venían las
UNA TIUHIiA I’AHA SUMBÜAU SIHCÑOS, l!)8(¡ • 209
Para que lo sepan todos, voy a contar de cómo fue cuando los Aguilar tra
jeron once federales, todos con armas buenas, les pagaron para matar
campesinos. Los ejidatarios no aguantábamos el enojo de por sí, porque los
rancheros que llegaron, algunos años atrás, a La Nueva Providencia, se
fueron apoderando poco a poco de todas las actividades y de todas las gentes
que formamos la comunidad de "La Nueva". Todos de origen tzeltal,
ex peones de fincas que huíamos de las cuentas impagables en las tiendas
de raya. Ya habíamos soportado, durante mucho tiempo esa ley que lle
gaban nuevamente a imponernos, pero ahora los rancheros venidos de
Comitán.
Cuando llegaron a pedir su ingreso, eran humildes y hablaban con buen
modo, nos decían que tenían ganado y como en esta colonia había potreros
desde la época de las monterías, era muy buen lugar para criar ganado. Nos
dijeron que era bueno para todos si nos hacíamos como socios, para que
abundara el ganado y que limpiando potreros, haciendo encierros y corra
les y trabajando de vaqueros íbamos a conseguir algo de paga, porque aquí,
en estas selvas, escasea mucho el dinero. Es verdad, aunque sea pobremen
te, la comida de todos los días la tenemos segura, pero siempre hacen falta
algunas cositas para hacer el gasto.
Lo platicamos mucho entre los compañeros que llegamos a formar la
colonia y tuvimos acuerdo. Sabíamos que aquí es difícil conseguir el dine-
rito, siempre hace falta y para salir a Comitán, aunque sea de vez en cuando,
dan ganas de poder comer algunas galletas, o comprar azúcar y aceite,
jabón y petróleo, que es lo que siempre se busca. Y aunque el maíz y el
frijol no falta, siempre se necesitan las cosas.
(i(Ilílil)A EN EI j VALLE DE SAN QUINTÍN, 1977 • 275
habían mandado a dos soldados a la orilla del río para que si miraban a
sus maridos pasar en cayuco ahí nomás les dispararan. Así que regresa
ron con la noticia.
Cuando llegaron a Zapata encontraron a cerca de cuatrocientos hombres
que ya se habían presentado dispuestos a lo que se acordara para resol
ver el problema que explicaba la carta que se escribió a los ejidos de la
Unión. Seguía llegando gente y para las doce del día en Zapata había
ya una concentración de más de mil gentes. Las mujeres y los hombres
de Zapata se apuraban para colocar a todos los compañeros que seguían
llegando. Desde la noche anterior se amontonó la gente, durmieron en la
escuela, en la ermita, en muchas casas. Las mujeres no se daban abasto
moliendo pozol, la gente toda reunida con un orden que casi ya no se veía,
se llamaba a asamblea con tambor y la gente sejuntaba ligero, todos calla
dos, escuchando la situación. Y cuando se pedía a los presentes si estaban
de acuerdo, bonito se veía, todos gritaban ¡de acuerdo!
Mientras tanto, los representantes no dormían, seguían platicando qué
hacer. Se llamó muchas veces a asamblea y hasta las doce de la noche sonó
el tambor, todos sin tardar se juntaron en la escuela, ya no cabía la gente
pero todos en silencio escucharon cómo estaba la situación.
Sabíamos que los Aguilar tenían a dos de sus soldados vigilando el
paso que se usaba para cruzar el río Jataté, frente a San Quintín, pero
desde el día anterior habíamos escondido los cayucos para que nadie pa
sara sin que nos diéramos cuenta. Entonces llegamos al acuerdo de cruzar
el río más abajo donde el Jataté sejunta con el río Perlas, ahí se hacen unos
remolinos muy fieros y sólo los manejadores de cayuco que conocen bien
el río, se animan a cruzar.
Contamos cuántos hermanos éramos en total, cuántas armas juntá
bamos entre todos, cuántos machetes y los que no llevaban nada, se hicie
ron de garrotes. El plan fue que a la una de la mañana empezáramos a
pasar el río, muy en silencio teníamos que ir. Primero cruzaron los que
llevaban pistolas, pues como son armas que no se miran era mejor
que pasaran ellos, después, toda la gente con garrote y machetes. Los cuatro
cayucos que teníamos no descansaron, vuelta y vuelta pasando a toda
la gente y al último cruzaron los que tenían armas largas. Se escogió a
los mejores tiradores para que llevaran sus rifles, los que de por sí sabía
mos que son buenos de puntería se escogieron para repartirles las armas.
Así terminamos de cruzar el río como a las cinco de la mañana; empeza
mos a romper el monte porque teníamos desconfianza de que nos hubieran
mandado los Aguilar a más gente para emboscarnos a traición.
GUERRA EN EL VALLE DE SAN QUINTÍN, 1977 • 281
Hicimos un pique hasta salir a los potreros de "La Nueva". Esa noche
los soldados tampoco durmieron, pasaron toda la noche echando trago.
Así que cuando nosotros salimos al llano nos divisaron desde lejos,
rápido agarraron sus armas, se pusieron sus gorras y empezaron a decir:
'Ahí vienen esos venaditos a entregarse, ustedes no se metan" -les dijeron
los soldados a los Aguilar-, "estos venaditos se vienen a entregar mansa
mente, al rato va a haber carne". Sin embargo, Javier Aguilar dijo: 'A mí
déjenme a unos cuantos, quiero vaciar mi pistola contra unos de estos
revoltosos."
Salieron los soldados corriendo contra nosotros, parecía que bailaban,
se hacían de un lado para otro, luego se mira que esa gente sabía lo que
hacía. Nosotros empezamos a pedir paz, les decíamos: "¡Queremos hablar!,
¡no disparen!" Mientras tanto los soldados se acercaron como a trein
ta metros de nosotros, seguían como agachados bailando de un lado para
otro. Nos apuntaron de repente, a pesar de que pedíamos paz, de que que
ríamos hablar. Un soldado que estaba dentro del monte disparó, el ganado
de los Aguilar salió corriendo. Mucho del ganado se fue a parar entre los
soldados y nosotros. "¡Queremos hablar!, ¡queremos paz!, ¡no disparen!",
les volvíamos a decir, pero otra vez disparaban. El ganado, que pasaba espan
tado entre nosotros y los soldados, nos protegía.
Manuel, que es un compañero de Balboa, gritó: "No tengan miedo,
compañeros". Todos nos tiramos al suelo, bien pegados al zacate. Manuel
seguía gritando: "Que sea Dios el que diga, compañeros, quiénes nos
vamos a quedar aquí, sólo Dios sabe, no tengan miedo, compañeros, ¡dis
paren!, ¡disparen!". Y entonces empezó la balacera.
El primero que cayó fue el soldado que gritaba las órdenes, era sar
gento o algún grado tenía. Cayó sentado en la tierra, trataba de agarrar
su arma, parecía como bolo. Cuando lo vieron caer sus compañeros, sa
lieron todos corriendo. Después cayeron otros dos y así fueron quedan
do uno a uno los soldados. Sólo uno escapó, a saber dónde se fue, nadie
lo vio.
Javier Aguilar, cuando miró que los soldados que ellos habían traído
estaban muertos, salió corriendo para refugiarse en su casa. Todas las mu
jeres de los Aguilar estaban encerradas en casa de Rilo Aguilar, gritando
y llorando. Llegamos a casa de Javier y nos recibió a balazos, tenía una esco-
petona. Por más que le decíamos que saliera no hacía caso, entonces fuimos
donde estaban encerradas las mujeres y les pedimos que más valía que
le dijeran al Javier que dejara de disparar y se entregara, porque, si no, lo
íbamos a tener que matar. Su mujer del Javier fue quien le habló, y se entre
gó por las buenas.
28*2 ' MARIO LÓPEZ HERNÁNDEZ
je para que las taparan, atravesando palos y piedras, y que ninguna avio
neta pudiera aterrizar. Otros se fueron en comisión para que ocuparan
puestos de vigilancia y nos diéramos cuenta si es que entraba más ejército
a pie. Cuando todas las pistas de aterrizaje quedaron bloqueadas y los
puestos para vigilar cubiertos, regresamos a San Quintín, les adverti
mos a los empleados de la estación de aforo de la Comisión Federal de Elec
tricidad que no contestaran la radio transmisora, si es que no les dá
bamos autorización y que mejor no se metieran si no querían tener
problemas.
Al poco rato de que sucedió el enfrentamiento en La Nueva Providen
cia, empezaron a sonar en el cielo los motores de tres avionetas. Todos
los compañeros comenzamos a gritar de excitación: "¡Ya nos mandaron
más ejércitos!, ¡ahí viene el ejército!" y gritos de júbilo: "Que vengan,
aquí van a encontrar lo que les gusta." Las armas de los soldados muer
tos y las que dejaron en sus casas los rancheros se repartieron entre los
mejores tiradores que había entre nosotros. Como los abusivos solda
dos traían cada uno bolsas con mucho parque, practicaron nuestros
compañeros para saber cómo disparar con esas armas buenas. I.as
avionetas daban vueltas y vueltas, bien alto, no hacían el intento de aterri
zar. La gente estaba contenta, con la sangre caliente, dispuesta a lo que
viniera, con ganas de defendernos. Cuando las avionetas quisieron bajar
un poco, todos nuestros rifles las apuntaron. Muchos compañeros grita
ron: "¡Vamos a darles!, ¡disparemos!", pero nadie disparó. 'Iodos estábamos
de acuerdo en esperar la orden de fuego y que no nos ganaran las ganas del
momento.
Muchos de los ganados de los Aguilar que nos sirvieron de protec
ción habían sido heridos cuando la balacera y algunos estaban murien
do en el monte. Estábamos hambrientos y alguien tuvo la idea de traer
un par de animales para repartirlos entre nosotros. Sin embargo, otro
grito: "No, compañeros, no venimos a comer ganado, venimos a defender
los derechos de los campesinos y es mejor aguantar el hambre y no que
luego nos acusen de robar ganado." Se oyó bonito cuando lodos gritamos:
"¡de acuerdo!"
Así pasamos la tarde y cuando entró la noche nos dispusimos a des
cansar. A las cinco de la mañana del día siguiente sonó el tambor llaman
do a junta, una reunión donde hablamos para estar preparados contra
una eventual entrada del ejército. Cuando estábamos en la asamblea empe
zó a sonar la radio de los empleados de la a ;i¿: 'Atención San Quintín,
484 * MAKIO LÓPEZ HERNÁNDEZ
tratar de llegar a un acuerdo para resolver por medio de la paz lo que otros
con violencia habían querido resolver.
Todas las armas que apuntaban a la cabeza del procurador hicieron
caso de la petición del obispo. En ese momento bajó del helicóptero el pro
curador y todos nos reunimos en torno al aparato. Les narramos cómo
habían ocurrido los hechos desde la llegada de los Aguilar a La Nueva, de
todos los abusos e injusticias y de todos los sucesos sangrientos del día
anterior. Nos dieron la razón, el procurador hasta nos felicitó y nos
dijo que así le gustaba cómo nos habíamos defendido contra los abusos de
los rancheros y sus soldados. Que los Aguilar eran los responsables de to
das las muertes y que serían castigados con el peso de la ley. Nos trató de
hermanos y de compañeros.
Cuando el obispo habló, empezó diciendo que él ya tenía claro que no
sotros no éramos culpables de lo que había sucedido y que el día de los
hechos trágicos habló con el gobernador y le explicó claramente cómo nos
defendimos de la agresión de los rancheros. Le dijo claro que los Aguilar
pagaron bastante dinero a) superior de los soldados para que vinieran
hasta nuestro ejido a hacer de las suyas. Nos dijo que el gobernador venía
en camino y que no tuviéramos duda de que el gobierno no mandaría más
federales y que el gobernador llegaría junto con otros empleados del Mi
nisterio Público a levantar un acta de lo que había pasado y aunque él no
nos podía pedir que guardáramos nuestras armas, sí nos pidió como
obispo que trabaja al lado de los campesinos, que no le fuéramos a apuntar
con nuestras armas al gobernador, que sí estaba bueno que las tuviéramos
en la mano pero que no apuntáramos al gobernador, porque era una
manera de que se dieran cuenta que nosotros no estábamos peleando jx>r
gusto, que nosotros no habíamos empezado esta pelea, sino que nos de
fendimos en contra de una agresión abusiva por parte de esa gente sin
escrúpulos.
Así fue. Al poco rato llegó el gobernador Jorge de la Vega con bastan
tes empleados. Nos dijo igual que el procurador hermanos, compañeros,
que así le gustaba que fuéramos gente organizada que no se dijaba de injus
ticias, que contaba con nosotros y que después de levantar el acta el
Ministerio Público y recoger los cadáveres, todos ellos se retirarían y
que no nos preocupáramos, que nada más iba a ocurrir en contra de no
sotros.
El día del enfrentamiento en la avioneta en la que lograron huir los
Aguilar y el soldado herido, al llegar a Comitán dieron la voz de alarma a
la partida militar que se encuentra en el campo aéreo. En esa misma avio
2H0 • MAHIO LÓPEZ HERNÁNDEZ
salida de soldados por grupos de diez, luego de veinte, hasta que se lleva
ron a todos los federales.
Antes de que llegaran los soldados a hacer su campamento en San
Quintín, unos dos meses después, fue muerto uno de nuestros mejores
compañeros. Era de los más decididos para organizar cuando se trataba de
defender nuestros derechos. Una tarde que estaba contento, saludando
y platicando con varios de sus familiares y amigos en el ejido de Zapata,
les invitaba a un trago, los convidaba de su botella y como era querido por
todos nosotros por ser un compañero que siempre nos aconsejó que
estuviéramos unidos, que defendiéramos la causa campesina, que nos preo
cupáramos por avanzar todos parejos. Esa tarde estaba echándose unos
tragos, se le miraba contento porque así era de por sí. Muchos de noso
tros lo invitábamos a que ya no se fuera a su casa esa tarde, que pasara
a descansar en nuestra casa, ya que él vivía en su parcela junto al río
Jataté, cerca del poblado. Le dijimos: "Pasá a descansar, mañana te vas a
tu casa." Pero el Chayo, que así le llamálvimos, no aceptó: "No, hermani-
to, estoy bien, me voy a mi casa, gracias." Así nos dijo a varios de los que
lo invitamos a pasar la noche y se fue.
Al día siguiente temprano vimos a su mujer del Chayo que llegó
preguntando por su esposo, que si no sabíamos dónde había pasado la
noche, porque cuando tomaba, así era su costumbre, lo invitaban mucho.
Lo que le extrañaba es que siempre llegaba bien temprano y ese día ya
estaba alumbrando el sol y todavía no aparecía. Nos cayeron de extraño
sus palabras y le contamos que sí, que la tarde anterior aquí había esta
do tomando, pero que clarito dijo que le daba ganas de ir a dormir en su
casa. Algunos pensaron que quizá estaba ido en üi Nueva Providencia,
a lo mejor lo habían invitado a seguir echando trago. Rápido, muchos de
sus amigos y parientes, que aquí éramos todos, nos juntamos y algunos
fueron a buscarlo a La Nueva, otros a preguntar en todas las casas si no
lo habían visto y otros más fuimos a buscar en los caminos y veredas pen
sando que a lo mejor por ahí había pasado la noche. Estuvimos medio día
buscándolo sin encontrarlo, entonces sí nos preocu|>amos, Chayo, Rosario,
que así se llamaba, era el mejor de nosotros, el más entregado al traba
jo de organizamos, el más claro cuando nosotros no teníamos pensamien
to y el más dispuesto cuando se trataba de ayudar en cualquier cosa o a
quien se lo pidiera. Además era el fundador de nuestra colonia Zapata.
Estaba perdido, no sabíamos en dónde estaba ido.
Nos reunimos todos bien apenados, formamos comisiones para ir
a buscarlo en los ejidos vecinos, en Hidalgo, Betania, San Quintín, en los
'20(1 • MAIIIO LÓPEZ HERNÁNDEZ
Ya que se fueron los soldados, llegó otra plaga igual o quizá peor que
los soldados: las religiones, los pentecosteses, los presbiterianos, los tes
tigos y quién sabe cuántas otras más. Estos sí no se han ido, al contrario,
aquí están ya construyendo hartos templos. En algunas colonias hasta
escuelas han levantado. Nos han separado de muchos de nuestros mejores
hombres y mujeres, los tienen bien sujetos, dominados de una vez. Ya ni
se puede platicar con estos pobres compañeros. Y así estamos haciendo la
fuerza, pensando en cómo vencer a estas sectas y liberar a tanto compañe
ro desorientado. Todavía no hemos encontrado cómo hacerlo, pero segui
mos con las ganas y el coraje de que algún día - y no está lejano-, todos los
compañeros hermanos, juntos, unidos, trabajemos organizados para salir
de esta miseria, de esta ignorancia que no nos deja conseguir un mejor fu
turo para nuestros hijos que vienen criando.
Así pasa la vida por estas selvas de Chiapas, y no es todo. Además de
la muerte de nuestros líderes, de la presencia de los ejércitos, de los ranche
ros abusivos y del trabajo de las sectas protestantes, el gobierno se ha
empeñado en comprar a algunos de nuestros compañeros para que trai
cionen a sus propios hermanos. Ya nos hemos dado cuenta cómo lo hacen.
Les dan dinero para que denuncien quién nos está organizando y para
que nos digan que no está bueno que tengamos uniones que no estén de
acuerdo con el gobierno, también para que nos juntemos a votar sólo por
candidatos que ni conocemos quiénes son y que ni siquiera han venido
por estos lugares. Quieren que nos afiliemos a sus confederaciones que
nunca resuelven nada, pero sí piden cooperaciones que ni entendemos
para qué va a servir el dinero que nos piden a la fuerza. Aceptamos autori
dades que ya sabemos que sólo buscan su propio bien.
Todo esto nos da de una vez mucho coraje. Creen que no nos damos
cuenta de lo que hacen, de que abusan demasiado de la pobre gente del
campo. Estos pobres compañeros que han aceptado trabajar para el go
bierno y no para su propio pueblo, poco a poco nos estamos dando cuenta
de su traición. Cada día menos caso les hace la gente. Hay veces que hasta
sus propios hijos o sus mujeres les han reclamado su mala ambición. Ya
se han tenido que ir de aquí algunos de estos malos compañeros que por
dinero nos han hecho mal, y se van a tener que seguir yendo lejos de aquí,
porque así nunca nos han gustado. Queremos gente que trabaje para el
pueblo, que se entregue de una vez con los campesinos, que entiendan lo
importante de una organización campesina, que luchen por las necesida
des de los pobres y que no por unos cuantos pesos entreguen a nuestros
mejores hombres.
íH á • MARIO LÓPEZ HERNÁNDEZ
dominico español, fray Pedro Lorenzo, que por los años 1580 también
recorrió la selva y también evangelizó a sus habitantes. Nil novi sub solé,
dirían los romanos: Nada nuevo bajo el sol. Del extenso acervo de notas
he seleccionado un reportaje particularmente logrado por contener una
predicación que su autor tuvo a bien de reconstruir en todos sus detalles.
Acompañemos a fray Pablo Iribarren en su visita al recién fundado ejido
Samaría. No todos los días tenemos la ocasión de ver y escuchar a un
"teólogo de la liberación" en plena acción.
E j id o S a m a r ía , N ueva I g l e s ia ,
11 d e ju n io d e 1987
Tierra fértil la de este ejido, buena para maíz, frijol y toda clase de frutas
tropicales. Abundante en madera de ocote, pino y roblares. Hermosos pas
tizales para el ganado y agua abundante.
El ejido se creó hace tres años, el primero de octubre de 1984, sobre par
te de la finca de San Antonio Pamalá. Los papeles provisionales de dotación
de la tierra se los dieron el 14 de mayo de 1986.
El total de hectáreas del ejido es de 1,280, con 55 capacitados y una
población total de 150 personas en estos momentos. Tiene una escuela en
primer grado, pues hace exactamente un año que comenzó.
Nos recibe la Comunidad ante las primeras casitas, al otro lado del
arroyo. Las casitas son de palo y hoja de caña. Se ve todo muy pobre, como
provisional, aun los vestidos de los hermanos. Están comenzando. Tres
banderas rojas, como pequeños pendones; en el aire se escuchan los tam
bores y la flauta con los viejos sones de los tzeltales mientras avanzamos
por el camino que nos lleva hasta una sencilla ermita de bajareque y palma
en su estructura, al modo de las antiguas construcciones mayas, con la
juncia cubriendo el piso y embellecido con flores y palmas del bosque y
orquídeas de junio.
Doy mi saludo a la Asamblea:
Con alegría he venido a la fértil tierra que conquistaron con la ayu
da de Dios. Hace ocho años que empezamos la lucha, me dijeron los
compañeros por el camino. Primero le pedimos al patrón que nos vendiera
un pedazo y accedió. Pero luego se arrepintió. Ante esta actitud nos deci
dimos a organizamos y solicitar la finca a la Reforma Agraria, pues ya
estábamos cansados de trabajar para el patrón. Con nuestro sufrimiento
y nuestro dolor hacíamos productiva la tierra de esa inmensa finca de
San Antonio Pamalá. Ya nos habíamos cansado de trabajar para hacer
VISITA PASTORAL AL EJIDO SAMARIA, 1987 • 295
más y más rico al patrón, para ser explotados por nuestro propio tra
bajo. El patrón nos vigilaba y ocultamente salíamos al monte para
hacer nuestras reuniones, aun en la noche, y así programar el camino a
seguir...
Después de mucho vueltear y padecimientos en viajes a TUxtla, a Oco
singo, y por otros caminos, llegaron unos ingenieros y después otros,
y al fin llegaron unos más con papeles y, al fin, nos confirmaron la
entrega de la tierra. Sabemos que el gobierno la compró al patrón y nos
la entregó, pero también somos nosotros conscientes que ya la tenía
mos comprada y pagada con nuestro trabajo, el trabajo de nuestros
padres y el de nuestros abuelos... Fue duro y largo el sufrimiento que
pagamos y con la ayuda de Dios alcanzamos esta tierra y con ello ve
nimos a ser un Pueblo, pues el campesino aunque viva junto a otros
compañeros pero si no tiene tierra no es Pueblo. Dios nos acompañó en
esta lucha...
Así me han hablado de esta comunidad -termino diciendo- los compañe
ros Ángel y Ramón, que nos vienen acompañando en toda la visita. Me
alegro con su triunfo y me uno a su acción de gracias a Dios, pues han
tomado conciencia de la compañía de Dios en sus luchas...
Uno de los principales inicia una oración que toda la Asamblea
acompaña, hincados sobre la juncia y en voz alta. Al término de la
misa entonan cantos y concluimos programando el trabajo para las dos de
la tarde.
Los catequistas se reparten el trabajo y exponen ante la Asamblea el
tema "El Llamado" al Pueblo de Israel en Abraham, después organizado
y liberado en Moisés. En ese momento tomo la palabra para ayudar a vi
sualizar su historia de salvación con sus propias palabras:
Hubo una vez un pueblo que fue reducido a la esclavitud más cruel,
perdió su tierra y se convirtió en mozo del faraón. No podía celebrar
sus fiestas ni adorar a su Dios cuando y como lo quería hacer. No po
día sembrar sus frutales, pues la tierra no era suya y después de largos
años de trabajo, nada era suyo. No podía organizarse libre y abierta
mente, pues era oprimido. Pero un día comenzó a exigir la libertad al fa
raón, pero éste agudizó la opresión. En sus sufrimientos clamó a Dios pi
diendo el término de sus penas; sus mujeres lloraron para que cesara el
sufrimiento...
Con estas o parecidas palabras les hablo y termino preguntando: "¿De
qué pueblo les estoy hablando? ¿Qué pueblo es ése que de la esclavitud
pasó a la libertad?" La primera respuesta que llega rápida de en medio de
la Asamblea es: "El Pueblo de Israel".
2(1(1 • KliAY PABLO IRIBARREN
se a pensar. Por eso se les repite y se les pide tantas veces esa expresión en
las asambleas y celebraciones. •
Estas reflexiones las hago con todo calor. Los catequistas las van tra
duciendo paso a paso y la Asamblea las piensa, las entiende y las aprueba.
La celebración concluye con la Eucaristía y la evaluación de la visita:
¿Cómo la han visto? ¿De qué ha servido?
Así concluye la visita a esta nueva y pequeña comunidad eclesial, ver
dadera porción de la Iglesia Popular, pues ha nacido junto con el pueblo
a impulsos del Espíritu de Jesús, Espíritu de libertad y esperanza, con sus
propios ministerios y en comunión con todas las comunidades eclesia-
les Tzeltales, que han nacido conforme al mismo proceso y forman la
Iglesia Tzeltal.
La v id a t r a n q u il a e n el, Ixcán
L a h u id a a l a m o n t a ñ a
Yo vivía así contenta, cuando mis papás empezaron a hablar de que hay
mucha represión en otras comunidades y que vamos a tener que salir a
la montaña. Nosotros pensábamos que era sólo por unos días, pero estu
vimos varios meses caminando por las noches bajo la lluvia y en medio
de la oscuridad. Por el día nos escondíamos para que d ejército no pudiera des
cubrir nuestro lugar. A l principio andábamos solos, pero después nos
juntamos con otros vecinos que también andaban huyendo. Pasamos frío
y hambre, picaduras de zancudo y también mucho miedo. Los niños llo
rábamos, pero casi no podíamos levantar la voz, porque nos podía descu
brir el enemigo. Así anduvimos varios meses.
CRECIENDO EN UN CAMPAMENTO, 11184-100;! * itOS
L a llegada a M é x ic o
Después de estar meses huyendo por la montaña, algunos que tal vez ya
conocían el camino para México pensaron que mejor nos vamos a refu
giar, aunque sólo sea por unos meses, hasta que esta guerra termina.
Esta era la idea, estar sólo unos meses. Así, las personas que conocían la
frontera nos guiaron a los demás. No recuerdo el día, pero sé que fue el
mes de octubre del año de 1982. Al principio nos quedamos muy cerca de
la frontera.
Nosotros fuimos los primeros en llegar a México por ese lugar. Llega
mos como a las ocho de la mañana y después durante el día llegó mucha
gente. Llegamos al lugar de un mexicano que tenía mucha tierra y nos
puso en un potrero muy grande. En un solo día se llenó el potrero, de
tanta gente que estaba llegando. Este lugar se llamaba Puerto Rico, cetra
de Chajul. Por la noche el ejército de Guatemala cruzó la frontera, pero
como ya estábamos un poco adentro del territorio mexicano, los solda
dos no se animaron a llegar a donde estábamos. Así pudimos salvar
nuestras vidas, pero la gente quedó tan asustada que ya no podíamos
dormir.
tenía 17 años. Los seis niños se le murieron y sólo se quedó la señora con
el mayor. Yo miraba todo esto con mis propios ojos y al ver todo esto yo
sí lloraba todos los días. Iba a los entierros y todo el día pensaba en
esto: si yo quedaría viva todavía o si yo también tengo que morirme.
¿Por qué estos niños se están muriendo? Y mi mamá empezaba a decir
me: sólo Dios sabe si también nosotros nos vamos a morir.
Los niños de plano, como anduvieron tanto debajo de la montaña, al
salir a la luz del sol empezaron a enfermarse. Allí es donde murió mucha
gente y nosotros sentimos bastante doloroso por todo esto y analizamos
también por qué suceden estas cosas. De nuestra familia no se murió
nadie, pero mis dos hermanitos se escaparon de morir también porque,
como ya no teníamos nada qué comer, ellos empezaron a comer tierra,
hierbas y todo eso, y con eso se enfermaron. Es que no teníamos nada qué
comer.
En Puerto Rico estuvimos como cuatro meses sin tener nada qué comer,
hasta que empezaron a llegar algunas personas. Nosotros nunca nos olvi
damos de la Iglesia, del Comité Cristiano de Solidaridad, que fueron los que
nos apoyaron en primer lugar. Después llegó el apoyo de Comar, a c n u r .
Después, ya casi al año de entrar, ya teníamos nuestras casitas construi
das. Como había mucha gente, nuestras casas estaban m uy juntitas.
Desde este momento ya fuimos recuperando la vida poco a poco, pero sí
nos costó bastante.
A Puerto Rico llegamos más de seis mil refugiados. Muy pronto se empezó
a organizar el campamento. En primer lugar se nombraron representan
tes por cada grupo, en segundo lugar, promotores de salud, después pro
motores de educación y otras personas, por ejemplo, catequistas. Allí estu
vimos viviendo tres años completos.
Después que ya se organizó el campamento, en esos años estuvo un
poco tranquilo. Se organizó la escuela y yo empecé a ir a clase. Mi papá
era el que atendía los niños, porque lo nombraron promotor de educación.
Mi mamá salía a trabajar y yo tuve que empezar a estudiar. Mi papá me
enseñaba, porque él era el que daba las clases de preescolar. Yo por las
mañanas estudiaba y por las tardes a veces ayudaba un poco a mi mamá,
porque ya teníamos un pequeño terreno donde sembrar un poco de milpa.
Ése era mi trabajo.
De este tiempo de Puerto Rico recuerdo que tuve mucha alegría por
que, cuando salí al Refugio yo no sabía hablar castilla. Al estudiar aprendí
CRECIENDO EN UN CAMPAMENTO, 1982-1998 • 305
E l E j é r c it o M e x ic a n o in c e n d i a P uerto R ic o
D e P uerto R ic o a Z a c u a l t ip á n
Después de la llegada del ejército mexicano a Puerto Rico todavía nos que
damos allí unos cuantos días y ya después toda la gente fue buscando
posada en otras colonias un poco más lejos. Mi papá salió también a buscar
y así tuvimos que salimos de Puerto Rico y llegamos a un lugar que se
llama San Mateo Zapotal, del municipio de Margaritas, en Chiapas, donde
los mexicanos estuvieron de acuerdo en darnos posada. Nos llevó casi cuatro
días para llegar a San Mateo.
Los mexicanos nos dieron la posada en una casita que tenían hecha y
no estaban usando. Nosotros tuvimos que empezar a comprar maíz para
poder comer, pero en ese lugar por lo menos estábamos ya un poco más
contentos. No teníamos tanto miedo, porque ya estábamos más lejos de
la frontera.
Pero en ese lugar se nos hizo muy difícil, sobre todo analizando en
empezar a organizamos, sobre todo en educación. Como somos muy |xxos
los que llegamos a ese lugar, mejor pensamos en buscar otro donde hubie
ra más gente. Estuvimos en San Mateo como mes y medio y otra vez a
buscar posada. Así llegamos a otra colonia del mismo municipio, que se
llama Guadalupe Miramar.
Nos llevó un día completo para llegar a esa colonia. Allí había ya otros
refugiados que habían llegado por otros lugares. Unos tenían un año,
otros año y medio o dos años. Nos hospedamos con un mexicano que nos
dio un lugar en su parcela. Para mí fue bastante triste tener que andar de
una parte para otra, porque yo era una niña y qué culpa tenía yo para
andar caminando todo ese tiempo. Al estar en Guadalupe ya era algo muy
diferente. Ya había una escuela organizada con sus promotores de educa
ción, por eso al mes de llegar a ese lugar yo ya me fui a la escuela, junto
con mis hermanitos.
Allí la escuela estaba muy bien organizada y había promotores muy
capacitados. A mí me alegraba mucho poder ir a la escuela, porque lo que
más me gustaba era estudiar y jugar con los amigos y con las compañe
ras. Cuando iba a la escuela era más alegría, porque todos estábamos
juntos. En los recreos a veces los promotores nos enseñaban juegos muy
bonitos. Cuando regresaba a mi casa, tenía que estar muy sólita, aunque
estaba mi familia, pero no es igual. Los días sábados tenía que ir a trabajar
junto con mis papas y eso era el momento en que yo me ponía triste.
Tenía yo como doce años, pero no me gustaba ir a trabajar con mis papás.
Cuando me ponía más alegre era cuando iba a las clases.
;I08 * HOSb'LIA GARCÍA
M is p r i m e r o s s e r v i c i o s a l a c o m u n id a d
mentó. Eso quedó como una tarea para nosotras y también para los
hombres, porque también ellos participaron. Ellas se fueron, nosotras
nos volvimos a reunir y vimos que era muy importante organizamos
como mujeres. Y allí me eligieron a mí como coordinadora del grupo, tal
vez por la confianza y por la experiencia que había adquirido con el traba
jo de las artesanías.
Como coordinadora local no era muy difícil. M i responsabilidad era
sólo con mi grupo, con las mujeres que se habían organizado dentro del
campamento. Las coordinadoras generales eran las que nos daban las infor
maciones y nosotras vamos a recibir todas las informaciones y nuestra
responsabilidad es pasarlas con todo el grupo de las mujeres, recoger
también todas las opiniones de las mujeres y llevarlas a las reuniones de
las coordinadoras generales.
Mas después se pensó que las coordinadoras generales eran muy pocas
y tenían demasiado trabajo, porque había que ir a organizar a las muje
res en todos los campamentos y sólo en el estado de Chiapas hay 128
campamentos. Entonces se pensó formar un grupo de mujeres por cada
zona. Yo quedé por la zona de Margaritas, que era una zona muy grande,
de 28 campamentos. Esto ya fue un trabajo bastante grande.
Tuvimos muchas dificultades para organizar a las mujeres, porque
teníamos que avisar a los representantes de que tal día vamos a llegar
para hablar a las mujeres y les decíamos los objetivos de nuestra visita.
Ellos pasaban las informaciones a las mujeres. En algunos lugares los
hombres no querían que las mujeres se reunieran. Decían: por primera
vez estamos viendo que un grupo de mujeres anda en cada campamento.
Decían: ¿será que esas mujeres no tienen trabajo en sus casas o será que
ellas no tienen marido y por eso no tienen qué hacer en sus casas? Esto era
lo que nos decían algunos hombres e incluso nuestras mismas compañe
ras. Nosotras les dábamos nuestras razones de por qué por primera vez
nos andábamos organizando. No era en todos los lugares sino en algunos
campamentos.
Entre los indígenas hay mucho respeto a los ancianos, pero a las per
sonas jóvenes, sobre todo si no están casadas, no mucho se las respeta.
Esto fue otra dificultad para nosotras, pero a pesar de todo fuimos resol
viendo el problema, porque íbamos juntas mujeres adultas y jóvenes. Nos
dividíamos las tareas, las informaciones que teníamos que dar al grupo.
A cada quien le tocaba una parte: la bienvenida, el saludo y los demás
puntos. Yo vi que en algunos campamentos las mujeres sí nos tuvieron
respeto y confianza a las jóvenes, porque buscábamos la mejor forma
CRECIENDO EN UN CAMPAMENTO, 1982-1993 • 311
Mi O P I N I Ó N S O B R E L O S MKXK2ANOS
En general, los mexicanos han sido muy solidarios con nosotros, sobre
todo al principio. Después, en algunos lugares, buscaron el modo de apro
vecharse de nuestra situación, olvidándose de que también ellos son po
bres. Como ejemplo cuento lo que pasó en la colonia de Guadalupe Mi-
ramar, municipio de Margaritas, Chiapas.
Los mexicanos nos ciaban posada, pero con la condición de que los
papás tenían que trabajar con el mexicano que nos daba jxxsada. Si ellos no
trabajaban, entonces tendríamos que pagar la posada. Ix>s primeros tiem
pos fueron un poco tranquilos, pero después los mexicanos empezaron a
ver que sí había mucha gente en esa colonia. Kilos se aprovecharon de Uxlos
los refugiados que estaban allí y empezaron a obligar a la gente n trabajar
en mano de obra: primero un día al mes, después aumentando los días de
mano de obra.
Últimamente la gente ya no sojxirtaba, |x>rque los obligaban a trabajar
hasta diez días de mano de obra al mes y además trabajar en los trabajos
del patrón. Entonces era mucho y así no ganábamos ni un peso, porque
todo el tiempo se iba en la mano de obra. Y si la gente no cumplía en la
mano de obra, los mexicanos pusieron una ley bastante dura: a cualquiera
que no cumplía en sacar sus diez días, le |xmían sanción a esa persona. Itor
eso la gente empezó a alegar de que no era justo. Y no era trabajo fácil: los
obligaban a cargar pura grava para hacer la carretera de la colonia. Fue ahí
donde la gente empezó a reclamar sus derechos.
Recuerdo bien todas estas cosas, porque mi papá siempre era el que
tenía ánimo para reclamar. El grupo lo nombró a él, junto con otro señor
que está también retornado con nosotros. Kilos fueron a hablar con el
Agente Municipal y en respuesta los encarcelaron. Mi papá no llegó a estar
en la cárcel, pero el otro señor sí pasó una noche en la cárcel. No tardó en
salir, porque la gente fue a Migración, a Comar y a a c n u r para resolver
este problema. Uegó Migración y así lo sacaron de la cárcel. Fbr esta razón
mi papá y un grupo bastante grande salieron a buscar posada en otra co
lonia y llegamos a Zacualtipán.
¡112 • H(),SUMA GARCÍA
E l retorno se pr epar a
E l retorno se hace r e a l id a d
Al llegar, todos estamos con un dolor de todo el cuerpo, con tanto movi
miento que se había hecho dentro de los camiones. En ese momento se
sintió más duro todo ese sufrimiento.
D e nuevo en el Ixcán
Al llegar aquí todo estaba montañoso, se tuvo que limpiar. Como éramos
una cantidad muy grande de gente no era tan fácil llevar el control. Éra
mos 2,568 personas. Había unas cuantas galeras, pero ahí no entrábamos
todos. Lo que se hizo es que cada quien construyó su champita de nailon.
Las champas estaban muy pegadas unas con otras y eso era muy moles
to. Ahora las casas ya están un poco más separadas.
De todos modos la gente estaba contenta y con ese ánimo bastante
fuerte, a pesar de todo lo que se había pasado desde los campamentos de
México hasta aquí. Nos quedaba un gran trabajo todavía: el hacer las casas
de cada uno. Primero hicimos las champitas y después de dos o tres meses
fuimos haciendo nuestras casas. Algunos de nosotros todavía iremos a
buscar tierra en otros lugares, pero esta es ya nuestra victoria.
Aquí en la comunidad de Victoria 20 de Enero soy responsable de la
organización de Mamá Maquím, ju n to con otras seis cí)mpañeras. Poco
a poco fuimos organizando los grupos de mujeres. Ya hemos tenido acti
vidades propias de Mamá Maquím, como reuniones y talleres con las
mujeres.
Nuestra primera actividad fue el 8 de marzo que es el Día Internacio
nal de la Mujer, ahí celebramos nuestra primera actividad. I temos hecho
varios talleres y estamos impulsando una campaña de alfabetización prin
cipalmente para mujeres. Empezaron 187 mujeres y hombres, porque no
es sólo para mujeres.
Otra actividad fue la celebración del aniversario de nuestra organiza
ción. En esta actividad fue donde se dieron a conocer los logros y los fallos
de nuestra organización. En esta fiesta tuvimos mucha participación de
solidarios y hubo mucha participación de la población. Todo esto fue ini
ciativa de las mujeres. Tuvimos que pensar mucho.
Yo sueño con una Guatemala en donde podamos vivir en paz y libertad,
no sólo como indígenas o como refugiados y retornados, sino todos. Pero
que haya una verdadera paz, no sólo para los ricos sino para todo el pueblo.
Tal vez nuestros hijos seguirán luchando por esto.
Para que haya paz verdadera el gobierno y la ur nc . deben sentarse a
dialogar con verdadera voluntad de lograr la paz. Si no, la paz nunca va
(MECIENDO EN UN CAMPAMENTO, 1082-1!)!):) • :(l!>
Mario Payeras y
Rafael Sebastián Guillén, guerrilleros
prepáralos para la cocina, incluso a comerlos, porque hay que tener una
especie de estómago de zopilote para comer todo lo que comían ellos... Y
a hacerme parte de la montaña.
Pienso que entonces nació en ellos, ya no la recompensa sino un trato
de iguales, pienso que entonces fui aceptado en el grupo guerrillero, no
cuando era maestro, cuando venía a dar clases, sino cuando me hice parte
de ellos. Esa es la primera etapa, una etapa muy difícil, muy solitaria.
No nada más para nosotros que veníamos de la ciudad y veníamos, ade
más, con la apuesta doble en contra, porque nosotros sí sabíamos que
nuestra propuesta no tenía ningún consenso en la sociedad, ni siquiera
en la izquierda. Ellos todavía tenían la esperanza de que sí, que eventual
mente algunos sectores revolucionarios, como se decía entonces, iban a
entender la lucha armada. Pero yo ya sabía que no. Ya sabía que teníamos
esta apuesta en contra. Para ellos también era duro porque estaban aleja
dos de su comunidad. No era como el indígena que está unos días cazando
o consiguiendo alimentos y regresa a su casa. Estábamos mero en la
montaña, ahí no se metía nadie. En esa época todavía ese sector de la mon
taña deshabitado era el lugar de los muertos, el lugar de los fantasmas, de
todas las historias que poblaban, que pueblan todavía la noche en la Selva
Lacandona y a las que los campesinos de la zona le tienen mucho respeto.
Mucho respeto y mucho miedo.
Ahí empecé a tocar y hacerme parte de este mundo de fantasmas, de
dioses que reviven, que toman forma de animales o de cosas. Tienen un ma
nejo del tiempo muy curioso, no se sabe de qué época te están hablando,
te pueden estar platicando una historia que lo mismo pudo haber ocurri
do hace una semana que hace 500 años, que cuando haya empezado el
mundo. Cuando tratabas de hablar más sobre esas historias, decían: "No,
pues, así me lo contaron, así dicen los viejos." Los viejos en ese entonces
eran para ellos la fuente de la legitimidad de todo. De hecho ellos estaban
en la montaña porque los viejos de sus comunidades lo habían aprobado.
Para nosotros era una curiosidad entender de qué manera esa legitimidad
provenía de esa historia tan confusa en términos temporales. Por ejem
plo, un campesino te podía hablar de la época de las monterías, cuando las
grandes empresas sacaban la madera de la Selva Lacandona, en tiempos
anteriores al porfiriato, como si él hubiera estado ahí. Personas de 20 o
30 años te platicaban y te daban datos perfectamente coherentes con los
que tú habías leído en un estudio profundo de alguno de los investigado
res de esa época de Chiapas.
.T2H • MAlt 10 PAYERAS Y RAFAEL SEBASTIÁN GUILLÉN
Rafael Aceituno y
H ermann BELLINGHAUSEN, reporteros
M o iu r p o r l a P a t r ia N ueva
(R a f a e l A c e it u n o )
Se llama Domingo y tiene los labios gruesos. Está herido y jala aire con
dificultad. Ayer le metieron dos balazos en la pierna izquierda. Domingo
es guerrillero. Peleó en la batalla de Ocosingo y conservó la vida. Se ha re
fugiado en una casa del pueblo. Hoy, temeroso cuenta:
-Tengo veinte años y no quiero morir. Soy del ejido Laguna del Carmen
Pataté. Ahí vivo.
El hombre se persigna. La mano derecha resbala poco a poco de la
frente y se queda clavada en los labios. Dice:
-Entré a la guerrilla hace dos años. Yo trabajaba la tierra en paz...
pero me invitaron a participar en ciertas reuniones secretas y asistí.
-¿Quién te invitó?
-Unos compás.
-¿Quiénes?
-¿La verdad?
-Sí.
-La a r i c mandó a la persona que nos invitó a participar. La a r i c es una
organización social independiente que está en Ocosingo. a r i c quiere decir
Asociación Rural de Interés Colectivo.
In memmam de Domingo, muerto en Ocosingo el 2 de enero de 1994 (Fotografía de Luis Humberto González).
EN LA LACANDONA ZAPATISTA, 1994-2001 • 335
-Porque me casé hace un año y no quiero que mis hijos sufran lo que
yo he sufrido.
-¿Cuáles han sido tus sufrimientos?
El indígena contempla la pierna hinchada y responde:
-Todos... todos.
-¿Cuáles, Domingo?
-Eeeste.. .Casi nunca tengo dinero para comer. No tengo tierra. No soy
feliz... Ésos son.
Los disparos se oyen cada vez más cerca. El convoy de prensa abandonó
Ocosingo hace dos horas. El guerrillero se sobresalta. Dice:
-¿Me van a matar, verdad?
El reportero guarda silencio. No sabe qué decir. Y Domingo baja
la cabeza.
El 5 de enero la violencia llegó a su punto más alto. Ese día Ocosin
go obtuvo un rango reservado a las poblaciones de Europa Oriental:
ciudad mártir...zona de miedo...espacio de guerra... Los rebeldes cayeron
destrozados por las balas...Murieron en fila: uno tras otro. Y sus cuerpos
quedaron tirados al final de la calle. Eran adolescentes armados con rifles
de madera y formaban la infantería del Ejército Zapatista de Liberación
Nacional. Los heridos se refugiaron en las alcantarillas de la ciudad y
permanecieron escondidos en el drenaje. Hasta ahí llegaron los policías de
la Judicial Federal, cortaron cartucho y dispararon ...una, dos, tres veces.
De nada valieron las súplicas: iYa no disparen! ¡Estamos rendidos! ¡Alto
al fuego! Fue inútil: ninguno alcanzó a vivir.
-Para decir que sí podemos, decir que vamos a dar. Pero cumplir la pa
labra es otra cosa. Y así le pasó al gobierno.
A la sombra de una choza semiderruida y deshabitada, Amalia se
apoya, ni de pie ni sentada, en una vieja banca de madera. Por los boque
tes en el barro que medio compone los muros se contemplan las montañas
del norte, dignas de un chino paisajista, escarpadas, boscosas y neblino
sas. Una realidad nítida que suena al que la sueña, le inventa detalles:
desnudándolo, lo acoge y cobija, le tiende su capa. Afuera pasan espo
rádicamente otros jóvenes zapatistas, con rifles, uniforme y una inocencia
que, como Amalia corrobora, resulta justamente lo contrario:
-Toda la familia anduvo clandestina, pero no me decían. Les pregun
taba y o qué hacen, y dicen que para qué quiero saber. Ya después me
empiezan a platicar, que hay una organización armada. Tenía yo 15 años,
me di cuenta y dije: me quiero ir. Hay una forma en la milicia, en tu propio
pueblo, pero hay una forma de los que se van a preparar en el monte.
Yo prefiero estar luchando fuera de mi familia, pero los visito. A los 17 años,
hace siete años, yo sabía leer y escribir pero no hablo la castía; cuando
entré al ejército aprendí. Cuando ya sabes un poco empezamos a estudiar
la historia de México y otros países donde ha habido guerra. Y luego nos
enseñan tácticas de combate.
Si bien algunas mujeres del e z l n tienen gesto duro, feroz incluso (y
biografías aterradoras), la mayoría son reidoras. Pero pocas sonríen
tanto como Amalia, cuya boca grande fue hecha para pelar los clientes y
enchinar los ojos, aun cuando habla de asuntos que a otros, diciéndolos,
no les darían ganas.
-Es dura la práctica, pero un hijo de campesino desde los diez años anda
cargando leña y trabajando. La cosa se hace sencilla. Todos los trabajos
manuales no se dificultan. Donde es un poco más duro es en la disciplina,
porque tienes que aprender. En tu familia no tienes que aprender. Antes
entrené milicias, después cambié el trabajo, te dan de escoger cuál trabajo
quieres, y yo escogí de la salud, por eso soy "sanitaria".
Cuesta trabajo imaginar a esta muchacha realizando lo que los in
telectuales llamamos "acciones violentas".
-Tirar es bonito, porque nunca en mi vida había disparado un arma.
Lo bonito es el valor de hacerlo. Cuando echas el tiro y ves que el enemi
go cae, te da más ánimo. M i primer combate fue en Ocosingo. No tuve
tanto miedo, sabíamos que iba a responder el enemigo. Tenemos armas
pero no son poderosas. Los federales llegaron con sus morteros y artille
rías y francotiradores que son chingones para tirar. No tenemos miedo. El
EN LA LACANDONA ZAPATISTA, 1994-2001 • 339
A lgún d ía v a n a s e r s o l d a d o s d e l p a ís
(H erm ann B e l l in g h a u s e n )
Todo el día, todos los días, cada día en mayor número, los indígenas, bases
de apoyo del e z l n de los pueblos circunvecinos -los que serían "benefi
ciados" por el camino que traen los militares- están de plantón y protes
tan, tenaces, sin miedo. De por sí ya lo dijeron: quieren justicia, igualdad
y progreso, pero no así.
"No que rechacemos las carreteras, pero no queremos caminos así
nomás. Pasa que ya sabemos qué traen los caminos. Primero que nada,
a los federales", dice Elias, un hombre de edad, según se distingue bajo su
pasamontañas. No grita, está a un lado, alza el puño. Sus ojos transmi
ten una especie de sonrisa que doliera, sonrisa quién sabe por qué si está
indignado.
El vado de Amador Hernández es escena de la protesta de cada día de
más indígenas de las comunidades más allá de las cañadas hacia el este.
"No ha llegado el camino, y los ejércitos ya llegaron", remata el hombre,
con su bastón de más de un metro encajado en la tierra. A su lado,
nadie toca una ortiga de grandes hojas y pequeñísimas espinas.
"Escuecen", informa, un poco demasiado tarde, un niño de unos 10
años con el paliacate caído del rostro. Abel da un paso adelante y se une al
coro: "Chiapas, Chiapas no es cuartel, fuera Ejército de él."
A pocos pasos sucede una escena singular. A través de las mallas y la
cerca, un grupo de jóvenes indígenas zapatistas que participan en el plan
tón contra el bloqueo, reconocen a uno de los soldados que forma la valla.
Esta ocasión los soldados no traen al cinto sus granadas de gas paralizan
te y que puede ser mortal, mismas que traían el día anterior. Sólo traen unos
garrotes de plástico ligero, pero contundente y también paralizante.
Atrás de ellos, fuera de nuestra vista, se encuentra la mayor parte de
la artillería que cayó del cielo en días pasados en este valle, el último al que
habrán llegado las galletas de animalitos y los refrescos enlatados.
Los muchachos, bajo sus pasamontañas, se suceden unos a otros hablán
dole en tzeltal a un soldado, también muchacho, y conocido de por sí;
viene de la comunidad El Calvario, no lejos de aquí.
El interpelado responde con monosílabos, sonríe nerviosamente, muerde
un encendedor azul de plástico, trata de apoyarse emocionalmente en sus
compañeros de tropa, todos vestidos como él de un uniforme verde olivo,
y que no entienden ni jota y le preguntan: "¿Qué dicen?", y el otro no les
responde, pues le ha de dar pena.
EN LA LACANDONA ZAPATISTA, 1994-2001 • 343
El operador político
Por segunda ocasión, este enviado intercambia algunas palabras con Iván
Camacho, el "operador político" de Albores en este problema tan militar.
Con barba de varios días, el ex candidato a gobernador por el p t (y que
quiso serlo por el p r d en 1994), ex colaborador cercano del general Absa-
lón Castellanos, y por lo visto ahora de Albores Guillén, dice que "no hubo
gases lacrimógenos ni de ninguno", aunque para entonces eso ya lo re
;«*< • HAKAKL ACEITUNO Y HERMANN BELLINGHAUSEN
“ ¡T e n e m o s c a r n e e n l a c a s a !”
(H e r m a n n B e l l in g h a u s e n )
U n c a s o d e g l o b a l j z a c ió n m il it a r
(H e r m a n n B e l l in g h a u s e n )
Acahual : vegetación densa que crece después de ser abandonada una milpa,
o en parte de selva destruida o quemada.
Almud: medida de peso, equivalente a 15 o 18 libras.
Amate: higo silvestre, árbol siempre verde, hasta de 40 metros de alto, que
crece especialmente en las riberas de los ríos.
Árbol de pan: árbol traído por los españoles de las Molucas; sus frutos se
comen tostados o se usan como forraje.
Aparejo: silla para carga hecha de dos bolsas de cuero llenas de zacate
blando.
Aperos: objetos útiles que sirven a monteros, chideros y arrieros para de
sempeñar sus respectivos trabajos.
Apersogar: atar un animal, especialmente del cuello, para que no huya.
Ara: nombre genérico de las aves parleras y de vivos colores, como es por
ejemplo la guacamaya.
Árgana: máquina a modo de grúa, para subir piedras o cosas de mu
cho peso.
Arreador: hombre que sigue el curso de los ríos o arroyos para liberar las
trozas de caoba o cedro que se han trabado en las orillas.
Arria: grupo de cinco millas de carga y una de silla.
Arroba: medida de peso, equivalente a 25 libras, o sea 11.5 kilogramos.
Azimut o acimut: ángulo que con el meridiano forma el círculo vertical que
pasa por un punto de la esfera celeste o del globo terráqueo.
Bajareque: construcción hecha de palos delgados y entretejidos, revestida
con lodo mezclado con zacate.
Bajo: lugar lodoso y pantanoso con vegetación densa, que se inunda du
rante la época de lluvias.
Bálago: paja larga de los cereales después de quitarle el grano.
Balché: arbusto de cuya corteza, mezclada con miel, los lacandones hacen
una bebida fermentada que toman en sus ceremonias religiosas.
Banquil: hermano mayor en lengua tzeltal.
|¡ir,i|
:ir>*¿ • (ílX )S A R IO
Bejuco: liana que nace parásito de las grandes ramas de los árboles y cuel
ga de las mismas hasta tocar tierra; algunos tienen hasta dos pulgadas
de grueso y 30 metros de largo; el llamado bejuco de agua produce, al
cortarlo, agua que trae en su interior.
Bejuquilla: víbora muy delgada, a lo cual debe su nombre.
Boga: remero, hombre que maneja las canoas y cayucos en los ríos.
Boquete: caída de agua que se forma como canal entre poza y poza.
Borraja: rescoldo; hojarasca de los pinos.
Brecha: camino ancho en la selva, comúnmente hecho para deslindar
terrenos.
Bueyero: trabajador encargado del cuidado y manejo de los tiros de bueyes,
utilizados para el arrastre de las trozas de madera preciosa.
Caballero: nombre popular dado al atajacaminos, un pájaro de vuelo sigi
loso y canto nocturno e intermitente.
Cachuca: variante de cachuco, moneda falsa o de baja ley.
Caite: sandalia tosca de vaquete, que se ata al tobillo con unas correhuelas.
Callejón: brecha relativamente ancha, abierta para arrastrar las trozas
de madera hacia los ríos y arroyos.
Camote: planta rastrera cuya raíz es un tubérculo voluminoso y feculento
que se come cocido, asado, frito y en dulces diversos.
Campeche: palo de campeche o palo de tinte, árbol que abunda en luga
res pantanosos y cuya madera proporciona una de las más antiguas e
importantes materias colorantes.
Canalete: remo de hasta 6 metros de largo, que se usa en los cayucos.
Canshán: árbol de hasta 70 metros de alto, con tronco de hasta 1.5 metros
de diámetro, que produce una madera buena, durable y no difícil de
trabajar.
Caña brava: tipo de carrizo m uy resistente que crece en la orilla de
los ríos.
Caoba: árbol hasta de 70 metros de alto y 3 metros de diámetro, que pro
duce la madera más valiosa de la selva, por reunir todas las cualidades
necesarias para la fabricación de muebles finos: resistencia, ligereza, elas
ticidad, durabilidad, estabilidad, atractiva figura, hermoso lustre.
Caribe: nombre que los indios lacandones se dan a sí mismos y por el
cual son también conocidos por los demás; es sinónimo de salvaje.
Caríbal: lugar poblado por indios lacandones o caribes.
Cayuco: canoa pequeña, hecha de un solo tronco de árbol, cuya madera
flota fácilmente.
GLOSARIO • 353
Guatapil: palma chica que se usa tanto como pastura para las bestias
como para techado de champas; el corazón de la palma es comestible.
Guayacán: árbol de hasta 15 metros de alto, que produce una madera
durísima pero excelente para la ebanistería.
Guineo: una de las dos especies cultivadas del plátano, junto con el plá
tano macho; existen muchas variedades, como son el roatán, el enano,
el criollo, el morado, el bárbaro, el manzano, etcétera.
Hamaca: puente hecho de bejucos o cables de alambre, sólo para el uso de
peatones.
Hato: claro abierto en el monte por los chicleros, para servir de campa
mento provisional, mientras se exploten los chicozapotes cercanos.
Huípil: antigua prenda de la mujer azteca, camisa de algodón, sin man
gas, descotada, larga hasta las caderas y ancha, con bordados, adornos
y bellas labores. Lo usan todavía las mujeres indígenas de México y
Centroamérica.
Jabalí: mamífero conocido como "cochi de monte", que se distingue del
pécari o senso por el cuello blanco.
Jahuacte: palma de hasta 6 metros de alto, llena de espinas largas, que
produce madera negra y muy dura.
Jato: silla para cargar, aparejo; también equipaje.
Jején: especie de mosquito diminuto cuya picadura produce ardor e irri
tación de la piel. Vive en colonias que forman nubes. Pica de preferencia
en la cabeza a las personas, hundiéndose en el cabello.
Jetjá: palabra tzeltal que quiere decir agua que hace horqueta, o sea donde
se unen dos arroyos o ríos.
Jicara: recipiente elaborado de la cáscara de los frutos globosos o elípticos
del árbol de calabazas, también llamado jícaro.
Jimba: gramínea con aspecto de bambú, hasta de 20 metros de alto, cuyas
cañas, cortadas longitudinalmente y aplanadas, se usan para construir
paredes y tabiques de casas.
Jiote: árbol muy llamativo por su corteza rojiza lisa y sus ramas curvadas
o dobladas; es el conocido palo mulato.
Jipijapa: planta sin tallo, con aspecto de palma, de cuyas hojas se confec
cionan los sombreros llamados de Panamá.
Kaibil: tigre en lengua kiché; nombre dado en Guatemala al soldado
de elite.
Kambal: variante de kambul, nombre maya-yucateco del hoco-faisán.
Lagarto: reptil anfibio que habita en los ríos, arroyos y pantanos; se
distingue del cocodrilo por su tamaño más pequeño, su hocico corto
de perfil cóncavo y sus ojos saltones.
350 • GLOSARIO
Troza: tronco de árbol de caoba o cedro, cortado de tal forma que pueda
ser arrastrado por los tiros de bueyes hacia el tumbo.
7hmba: la primera fase de la explotación maderera, el corte propiamente
dicho, realizado por los hacheros.
TUmbo: lugar en la orilla de un río o arroyo, adonde se juntan las trozas
con el fin de botarlas después al agua en la época de las crecientes.
Vado: paso por arroyo o río que puede vencerse a pie o montado.
Vara: medida de longitud, equivalente a 0.836 metros.
Vereda: caminito abierto en la selva, de más uso que un picado.
Viejo de monte: mamífero carnívoro, de color negro, con la cabeza gris
y una mancha blanca en el pecho, que alcanza el tamaño de un perro
chico.
Xac: piedra suave calcárea que se forma en los ríos con agua muy cargada
de esta materia.
Yupo: variante de yopo yopa; árbol conocido como borrachero, cuyo fruto
en forma de rapé se usa para embriagarse.
Zancudo: nombre dado al mosquito (por tener las zancas o patas largas).
Zapote: nombre genérico para toda una serie de árboles, entre ellos el za
pote blanco, el zapote amarillo, el zapote colorado, el zapote negro,
etcétera; los colores indican a veces los frutos, a veces las flores que
produce cada variedad.
Zarzaparrilla: bejuco cuyas raíces secas, largas y delgadas, contienen un
glucósido llamado sarsapopina, que se utiliza en la medicina contra el
reumatismo y algunas enfermedades cutáneas.
Zonte: unidad azteca de medida para maíz y otros cereales, compuesta de
400 unidades. Se usa todavía en el campo. Se dice también zontle.
Para leer más
B o t á n ic a
G koghakía
H ist o ria
Di; V os, Jan, La paz de Dios y del rey. La conquista de la Selva Lacandona por los
españoles, 1525-1821, Fondo de Cultura Económica-Sccretaría de Educación
y Cultura de Chiapas, México, D.F.,1988 (2a. edición), México, D.F., 504 pp.
........... , Oro verde. La conquista de la Selva Lacandona por los madereros tabasque-
ños, 1822-1949, Fondo de Cultura Económica, México, I 1988, 480 pp.
_______ , Una tierra para sembrar sueños. Historia reciente de la Selva Lacandona,
1950-2000, Fondo de Cultura Económica, México, D.F., 2001, 450 pp.
A ntropología y A rqukouxjía
Balr, Philip y William Merrifield, Los lacandones de México. Dos estudios, Instituto
Nacional Indigenista, Serie de Antropología Social, níim. 15, México, D.F.,
1972, 281 pp.
B lo m , Frans y Gertrude Duby: La Selva Lacandona, Editorial Cultura, 2 vols.,
México, D.F., 1955.
V i l l a R o ja s , Alfonso, Los lacandones, Instituto Indigenista Interamericano,
sobretiro de tres artículos publicados en América Indígena, México, D.F., 1968,
27 (1-2) y 28 (1).
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P r o b l e m á t ic a a c t u a l
L it e r a t u r a n o v e l e s c a
Introducción.......................................................................................... 11
Ja n D e V os
C a p ít u l o 1
La reducción de Gracia Real, 1786-1793 ............................................... 43
M anuel Jo sé C a l d e r ó n y J o s é Fa r r e r a
C a p ít u l o 2
Una expedición malograda, 1826 ......................................................... 53
J o sé M a r ía Es q u i n c a
C a p ít u l o 3
De San Pedro Sabana a Palenque, 1840 ................................................. 59
J o h n L l o y d St e p h e n s
C a p ít u l o 4
En busca de almas perdidas, 1863 ......................................................... 77
Fr a y L o r e n z o de M ataró
C a p ít u l o 5
En el Desierto de la Soledad, 1 8 7 8 ......................................................... 81
M anuel Jo sé M a r t ín e z
C a p ít u l o 6
Viaje al país de los ukes, 1881 ............................................................. 89
Ed w i n Ro c k s t r o h
C a p ít u l o 7
Encuentro en Yaxchilán, 1882 ............................................................. 131
D ésiré C h a r n a y
C a p ít u l o 8
Una visita al lago Pethá, 1898 .............................................................. 139
IfeOBERT MALER
C a p ít u l o 9
Un predio de 323,599 hectáreas, 1902 ................................................. 159
J osé Tá m b o r r e l
C a p ít u l o 10
Desastre en Las Tinieblas, 1904 ........................................................... 167
Pa b l o M o ntañez
C a p ít u l o 11
El cayuco de los suplicios, 1913 ........................................................... 177
M a r io J. D o m ín g u e z V id a l
C a p ít u l o 12
México desconocido, 1924 .................................................................... 183
R o d u l f o B r it o Fo u c h e r
C a p ít u l o 13
La montería de don Pepe, 1930 ............................................................. 189
Pa b l o M o ntañez
C a p ít u l o 14
Los adoradores del sol, 1934 .................................................................. 195
Ja c q u e s S o u s t e l l e
C a p ít u l o 15
Encuentro con un tigre mañoso, 1944 ................................................. 213
M ig u e l Á l v a r e z del Toro
C a p ít u l o 16
En busca de tribus y templos, 1948 ..................................................... 227
Fr a n s B l o m y G ertrude D uby
C a p ít u l o 17
En busca del paraíso perdido, 1960-1972 239
H a rr y L ittle y Jan M u lle r
C a p ít u l o 18
Lacandonia a la vista de pájaro, 1971 247
C a r l o s H e lb ig
C a p ít u l o 19
La fundación de Boca de Chajul, 1974-1984 ......................................... 255
M anuel L ombera
20
C a p ítu lo
Una tierra para sembrar sueños, 1986 ................................................. 265
Jo sé A n t o n io A bascal
C a p ít u l o 21
Guerra en el valle de San Quintín, 1977 ............................................... 273
M a r io Ló pe z H ernández
22
C a p ítu lo
Visita pastoral al ejido Samaría, 1987 ................................................... 293
F r a y P a b l o I r ib a r r e n
23
C a p ítu lo
Creciendo en un campamento, 1982-1993 ........................................... 301
R o s e l ia G a r c ía
24
C a p ítu lo
Las enseñanzas de la montaña, 1972, 1984 ......................................... 317
M a r io Pa y e r a s y R a f a e l S e b a s t iá n G u i i .i .é n
25
C a p ítu lo
En la Lacandona zapatista, 1994-2001 ................................................. 333
Ra f a e l A c e it u n o y H erm ann B e ix in c h a u s e n