Viajes Al Desierto de La Soledad (De Vos Jan)

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.. .América arboleda,
zarza salvaje entre los mares,
de polo a polo balanceabas,
tesoro verde, tu espesura.
Germinaba la noche
en ciudades de cáscaras sagradas,
en sonoras maderas,
extensas hojas que cubrían
la piedra germinal, los nacimientos.
(...)
Por los valles de la dulzura
bajaron los exter m inador es,
y en los altos mogotes la cimera
de tus hijos se perdió en la niebla,
pero a llí fueron alcanzados
uno a uno hasta morir, ,
despedazados en el tormento,,
sin su tierra tibia de flores
que huía bajo sus plantas...
P a b lo N e r u d a ,
Canto General I, pp. 12 y 46
Prólogo

Jan De Vos

E l presente texto es una segunda versión, revisada y ampliada, de un


libro concebido en 1986 y dado a luz en 1988. A los 20 reportajes
entonces seleccionados he añadido cinco más, llevando el recorrido a
través del tiempo hasta el año de 2001. Las últimas tres décadas han
sido para la Selva Lacandona un periodo de tremendos cambios, siendo
el más fuerte, sin duda, la gestación del Ejército Zapatista de Libera­
ción Nacional (e z ln ) en lo más inhóspito de la sierra. La suerte de la
región sigue siendo objeto de gran preocupación por parte de autorida­
des, organizaciones no gubernamentales y especialistas en diversos
campos de la investigación científica. Ya no es sólo la imparable des­
trucción de la vegetación original la que está a discusión sino también
la extrema pobreza de la población, la polarización política y social
de las comunidades, y más recientemente, la m ilita riza ción de la
zona. El impacto de estas cuatro calamidades es ahora también del
conocim iento del gran público, gracias a un sinnúmero de publica­
ciones, entre libros, artículos y reportajes en diversos medios de comu­
nicación.
El presente libro se inscribe dentro de ese proceso de toma de con­
ciencia masiva. Quiere cumplir con dos objetivos: que se conozca aún
mejor la Selva Lacandona, y que crezca aún más la indignación por
la cuádruple mutilación que esta bella región chiapaneca sufre hoy en
día. Su manera de llamar la atención es algo insólita. En vez de dar una
explicación razonada de la reciente descomposición natural y social,
quiere mostrar, a través de una serie de “retratos hablados", cómo el
rostro de Lacandonia fue cambiando a lo largo de los últimos dos siglos.
Lo hace a través de 25 relatos, escritos por viajeros que estuvieron de
paso en la selva o por gente que se estableció a llí por tiempo indefinido.
|7|
8 • JAN DE VOS

Guiado por ellos, el lector tendrá la oportunidad de recorrer también al


inmenso desierto verde que la Selva Lacandona era antes de 1950 y
al complejo hervidero humano en el que se convirtió después. Junto con
ellos descubrirá a sus pobladores autóctonos, los lacandones, explo­
rará las misteriosas ruinas mayas, visitará los legendarios campa­
mentos madereros, se estremecerá ante la belleza de lagos y cascadas, se
encontrará cara a cara con una asombrosa variedad de animales silves­
tres, se abrirá camino entre la tupida maleza, navegará por turbulentos
ríos y arroyos, acompañará a los colonos pioneros en su búsqueda de un
pedazo de tierra cultivable, participará en una celebración religiosa
de la joven Iglesia tzeltal, tomará ju n to a los campesinos guatemal­
tecos la dolorosa ruta del exilio, conocerá las razones que motivaron
a algunos guerrilleros mestizos a escoger a la sierra lacandona como
terreno de sus operaciones, aprenderá las razones que llevó a muchos
jóvenes a tom ar las armas y hacerse insurgentes revolucionarios, y
finalm ente, será testigo de la manera en que la Selva Lacandona se
convirtió, ominosamente, en un gigantesco cuartel militar.
Los 25 viajes abarcan un lapso que va de 1786 a 2001. Sus auto­
res form an un grupo muy heterogéneo. Más de la mitad son mexicanos
y un número considerable vino del extranjero. En su mayoría son hom­
bres, pero están presentes también algunas mujeres. Los oficios que
desempeñaron fueron de los más diversos, igual que los ambientes
culturales y sociales a los que pertenecieron. Cada uno de ellos caminó
o navegó por la selva movido por un interés específico, empujado por
una ilusión bien particular. Cada quien experimentó el bosque tropical
a su manera y escribió después sus impresiones en un estilo y desde un
punto de vista muy propios. El resultado es un mosaico, compuesto
por 25 piezas, que tienen d istin to color y tam año, pero que ju n ta s
darán - a s í lo espero- un retrato histórico bastante fidedigno de la
región.
Tres textos (1, 2 y 9) son documentos de archivo que en 1988 se
publicaron por primera vez. Otros inéditos (19 y 20) de aquel entonces
fueron, respectivamente, la transcripción de un testimonio grabado
por m í en un poblado de Marqués de Comillas y una reflexión poética
cuyo borrador me fue entregado por su autor. A éstos se añaden ahora
PRÓLOGO * 9

otros dos (21, 22), igual de originales. Muchos relatos (3 ,4 , 5, 6, 7,


8,10, 11, 12, 13, 14, 16, 17, 23) provienen de publicaciones de difícil
acceso o agotadas desde hace algún tiempo. Dos de ellos (8 y 17) exis­
tían sólo en inglés y fueron traducidos por m í al español para la pri­
mera edición de 1988. Finalmente, cinco textos (15, 18, 23, 24 y 25)
fueron tomados de publicaciones recientes, con el amable permiso de sus
respectivos autores, recopiladores o editores. .
La antología de ninguna manera pretende ser exhaustiva. Son dema­
siado numerosos los relatos de viajeros que pasaron por la Selva Lacan­
dona en los últimos 200 años. Para la primera edición del libro (1988)
me había puesto dos límites precisos: los textos no podrían rebasar la
veintena, y la mitad de los autores tendrían que ser mexicanos. En el cur­
so de aquella selección acepté dos criterios más: los textos habrían de
cubrir los dos últim os siglos de manera equilibrada, y los viajeros
deberían ser de lo más variado en cuanto a oficios e intereses. Por estas
razones me vi obligado a excluir muchos relatos, a veces muy bellos, como
por ejemplo los escritos por el francés A rth u r Morelet (1846), el inglés
AlfredMaudslay (1882), el alemán Karl Sapper (1891)y el estadouni­
dense Louis Halle (1940). Hubiera podido incluirlos en esta segunda
edición, pero el reciente cambio ocurrido en la Selva Lacandona, es decir,
su transformación de bosque virgen en espacio poblado y cultivado, me
obligó a prestar mayor atención a los protagonistas de la última etapa
de su historia: los inmigrantes campesinos, casi todos ellos mexicanos e
indígenas, y muchos de ellos, en su momento, además alzados en armas.
Sin embargo, de nueva cuenta incluí entre esos actores a tres extranje­
ros, un misionero español (22) y dos personas de nacionalidad guatemal­
teca: una campesina refugiada de la etnia m am (23) y un guerrillero
mestizo oriundo del mundo urbano del vecino país (24).
El cuerpo de los ahora 25 relatos está precedido por una breve intro­
ducción que procura dar al lector el marco histórico necesario para ubi­
car los textos en el tiempo y en el espacio. Como lo indica su título, " Una
selva herida de muerte", está escrita desde la perspectiva de la trágica
situación actual. Es el resumen de un estudio más amplio que llena dos
libros míos publicados con anterioridad: Oro verde. La conquista de la
Selva Lacandona por los madereros tabasqueños, 1822-1949 ( fce,
10 * JAN DE VOS

1988), y U na tierra para sembrar sueños. Historia reciente de la


Selva Lacandona, 1950-2000 (f c e , 2001). En estos dos textos, el lec­
tor interesado encontrará todas las referencias a las fuentes que
fundamentan lo dicho en la presente introducción.
La antología concluye con un glosario de términos locales que apare­
cen en los textos y cuyo significado por lo general es desconocido para los
que no están familiarizados con las selvas del sureste mexicano.

Sa n C r is t ó b a l de las C asas
[31 de agosto de 2001]
Introducción

Jan De Vos

U n a s e l v a h e r id a d e m uerte

La S e l v a Lacandona, parte nororiental del estado de Chiapas, deriva su nom­


bre de un grupo indígena que vivía en ella desde la época prehispánica: los
lacandones. Durante la Colonia, así llamaban los españoles a los indios de
Lacam Tun. Con este nombre -que quiere decir Peña Grande o Peñón (de la-
cam: grande; y tun: piedra)- los lacandones designaban la isleta principal del
lago Miramar, en la que tenían edificada la pequeña cabecera de un extenso
territorio selvático. Los españoles cambiaron el topónimo maya Lacam Tun
por Lacandón, y utilizaron este nombre castellanizado para indicar no sólo la
isla sino también la laguna y la comarca en su derredor. En el siglo pasado,
los monteros que cortaron caoba y cedro en la región ya no usaron el
nombre colonial. Llamaron a esa parte de la selva: el Desierto de Ocosingo o:
el Desierto de la Soledad, y el lago era conocido por ellos como Buenavista.
Los nombres actuales de Selva Lacandona y Miramar son denominacio­
nes recientes, puestas por exploradores y madereros en los años veinte del
siglo pasado. Vale anotar que el concepto moderno de Selva Lacandona,
además de ser botánico y geográfico, también es político, puesto que indi­
ca exclusivamente a la parte mexicana del bosque tropical centroamericano.
En realidad, éste se extiende también sobre una buena parte de El Petén
guatemalteco. Era más congruente la concepción colonial, según la cual
el Lacandón abarcaba los bosques de ambos lados del río Usumacinta
(véase mapa 1).
La historia de la Selva Lacandona se deja dividir fácilmente en tres gran­
des periodos: las épocas prehispánica, colonial y moderna. Aquí sólo habla­
ré de la última. Para la época anterior remito a mi libro: La paz de Dios y
del rey. La conquista de la Selva Lacandona por los españoles, 1525-1821
( fc e , 1988). Como el título indica, la selva entonces fue objeto d e una pe­
netración llevada a cabo por frailes y soldados del gobierno colonial, que
terminó con la aniquilación, en 1695, de los indios de Lacam Tun, última
nación originaria libre de Chiapas.
M apa 1

PRINCIPALES RÍOS Y LAGOS DE LA LACANDONA

1. Lago Miram ar
2. Lago Lacanjá
3. Lagos Ocotal y Suspiro
4. Lago Santa Clara
5. Lago Najá
6. Lago Metzabok
INTRODUCCIÓN • 13

La historia moderna de la selva también trata de una conquista. Sin


embargo, el objeto por conquistar ahora se ha diversificado. Como en
épocas anteriores, la selva siguió siendo zona de refugio para una peque­
ña comunidad indígena, identificada como lacandones por autoridades
y estudiosos pero llamados caribes o caribios por sus vecinos tzeltales y
por ellos mismos en su trato con extraños. A mediados del siglo xix la
Selva Lacandona se descubrió además como una zona particularmente
rica enjoyas arqueológicas y maderas preciosas. A este palmarés se
añadió, a mediados del siglo xx, su potencial de tierra virgen a la espera
de ser colonizada y, a partir de los años setenta, su vocación de terreno
apto para la insurgencia guerrillera. Aún más reciente ha sido su identi­
ficación como la reserva más importante del país en cuanto a energía
hidroeléctrica y, como si no fuera ya suficiente, también en cuanto a
biodiversidad.
Este abanico de calificaciones hace posible narrar la nueva conquista
desde por lo menos seis ángulos diferentes:

• el estudio progresivo de los lacandones por la antropología;


• la exploración cada vez más exhaustiva de las ruinas mayas;
• la acelerada destrucción de la vegetación original y los múltiples
pero vanos intentos de ponerle un alto;
• el avance de los frentes de colonización humana sobre los espacios
verdes cada vez más reducidos;
• la aparición de la insurgencia armada y la inmediata respuesta del
gobierno con una militarización fuera de toda proporción;
• la pesadilla de una posible privatización y manipulación neoliberal,
no sólo de la fauna y flora, sino también de los recursos resguarda­
dos en el subsuelo.

Cada tipo de conquista obviamente fue realizada por agentes de penetra­


ción muy propios: antropólogos, arqueólogos, misioneros, monteros, cam­
pesinos, ganaderos, guerrilleros, soldados, funcionarios, empresarios, etcé­
tera. También existe diferencia en cuanto al inicio de cada conquista. La
curiosidad antropológica empieza en 1786, año en que el cura de Palen­
que visitó por primera vez un caribal lacandón (capítulo 1). La investi­
gación arqueológica inicia en 1787, año en que un oficial del ejército
español describió por vez primera las ruinas de Palenque. La explotación
maderera arranca en 1822, año en que un funcionario chiapaneco pro­
puso abrir la selva al corte de caobas y cedros. El poblamiento por campe­
sinos sin tierra se realiza a partir de 1930 y finaliza alrededor de 1980.
14 • JAN DE VOS

La ocupación militar por el ejército mexicano, iniciada después de enero


de 1994, se ha ido consolidando con los años y no da señales de termi­
nar pronto. Finalmente, la penetración empresarial posmoderna está a
punto de empezar, ya que el Plan Puebla-Panamá, lanzado por el gobier­
no a principios de 2000, incluye entre sus objetivos el aprovechamiento
de los recursos bióticos de la selva con las tecnologías más avanzadas del
momento.
En esta introducción no daremos cuenta de las trayectorias excepciona­
les que en la Selva Lacandona tuvieron la antropología y la arqueología.
Igual que en otras regiones de México, ambas disciplinas se movieron
también aquí en un círculo académico demasiado restringido que no inter­
vino para nada en los procesos que afectaron la región en el plano ecoló­
gico y humano. En cambio, 100 años de explotación forestal, seguidos de
50 de colonización campesina, alteraron la selva más que todos los siglos
anteriores de la época prehispánica y colonial juntas.
Como ya se mencionó, el drama lacandón empieza en 1822, año en
que un tal Cayetano Ramón Robles, funcionario del gobierno de Chiapas,
pidió la autorización y los medios para explorar la cuenca del río Jataté
hasta su desembocadura en el río Usumacinta. Además de la apertura
de los dos ríos como ruta navegable, Cayetano Ramón Robles prometió
establecer unos cortes de caoba y cedro, con el objetivo de "ofrecer a la
nación toda la madera de construcción y alquitrán que fuera necesaria".
A raíz de esa petición, en 1826 se organizó una expedición a la selva,
cuyos pormenores conocemos gracias al diario escrito por su responsa­
ble, el subteniente José María Esquinca (capítulo 2). El fracaso de esa
primera exploración llevó a las autoridades chiapanecas a negar su
apoyo a todo nuevo intento de penetración. Así, dejaron el campo abier­
to a la iniciativa de los madereros tabasqueños. En 1859, un comerciante
de Balancán, Felipe Marín, botó 72 trozas de caoba al río Lacantún y
recuperó más tarde 70 de ellas en Tenosique. Gracias a ese experimento,
algunos monteros establecieron, a partir de 1860, pequeños cortes en
las orillas de los ríos Pasión y Usumacinta. En la década de los setenta,
estas negociaciones modestas se multiplicaron, sobre todo en la cuenca
del río Lacantún, entonces la zona más rica en madera preciosa.
Cabe mencionar que en aquella época la zona oriental de la selva no
era considerada ni reclamada por el gobierno mexicano como parte del
territorio nacional. Tabasqueños y peteneras repartían entre sí la juris­
dicción sobre la cuenca del río Usumacinta, aceptando como línea divi­
soria, primero el río Lacantún, desde la desembocadura del río lxcán
hasta la confluencia con el río Chixoy o Salinas, después el río Usuma-
INTRODUCCIÓN • 15

cinta hasta la desembocadura del arroyo Yaxchilán, al sur de las ruinas


mayas conocidas ahora bajo el mismo nombre. El norte de la cuenca
correspondía a Tabasco, el sur al Petén (capítulo 4). El gobierno de Chiapas
entonces no ejercía ninguna forma de control administrativo sobre la
región fronteriza.
En 1880 se efectuó un cambio importante en la explotación madere­
ra de la Selva Lacandona. Entraron en escena tres poderosas compañías
con sede en la ciudad de San Juan Bautista, la antigua capital de Tabasco:
Valenzuela e Hijo, Jamet y Sastré, y Bulnes Hermanos. Estas tres empresas
hasta entonces habían cortado caoba y palo de tinte en el litoral tabas-
queño, pero decidieron abrir un segundo frente de explotación en la Selva
Lacandona, preocupadas por el inminente agotamiento de las reservas en
Tabasco. Se lanzaron, al mismo tiempo, a la conquista de las cuencas flu­
viales en donde la madera preciosa abundaba más: la Casa Jamet y Sastré,
en los ríos Lacantún y Pasión; la Casa Valenzuela, en los ríos San Pedro
Mártir y Usumacinta; la Casa Bulnes, en los ríos Jataté y Chocoljá
(capítulo 5).
Los cortes de madera, hasta entonces empresas modestas y locales, se
convirtieron en industria de gran envergadura, que conquistó su lugar
en el mercado mundial gracias al apoyo financiero de inversionistas e
importadores extranjeros. La caoba lacandona era embarcada en los puer­
tos del golfo de México y vendida en los muelles de Londres, Liverpool y
Nueva York, a precios de oro bajo el nombre de "madera de Tabasco".
La Casa Valenzuela y la Casa Jamet y Sastré tuvieron la mala suerte
de establecer sus monterías en los ríos que formaban la frontera entre
México y Guatemala. Se vieron involucradas en la cuestión de los lími­
tes que envenenó, de 1882 a 1895, las relaciones entre los dos países. El
mismo problema afectó a la Casa Romano y a la Casa Schindler, dos empre­
sas madereras que iniciaron cortes a partir de 1892, la primera en el río
Tzendales, la segunda en el alto Usumacinta. Las rivalidades entre las
cinco casas tabasqueñas agudizaron de tal manera el conflicto internacio­
nal, que el gobierno mexicano, en la persona de Porfirio Díaz, casi llegó a
declarar la guerra a su vecino guatemalteco. La calma regresó in extremis,
gracias a un arreglo celebrado en 1895.
A partir de esa fecha se inició la época de oro de la caoba lacando­
na. La política económica liberal propulsada por el régimen porfiriano
estableció las condiciones ideales para que los capitalistas extranjeros
invirtieran en el país grandes sumas de dinero. La extracción de In
madera preciosa participó de lleno en ese proceso; más aún, hubo pocas
16 * JAN DE VOS

industrias tan "vendidas al extranjero" como el corte de la caoba. En


1897 y 1898, las cinco compañías mencionadas celebraron con el go­
bierno federal contratos de arrendamiento y explotación de los terre­
nos en donde estaban trabajando desde hacía años con base en permisos
locales. A ellas se añadieron otros cinco candidatos más: Maximilia­
no Doremberg en la cuenca del río Tulijá; Troncoso-Cilveti en la cuenca
del río Chocoljá (capítulos 8 y 10); Ramos, Ocampo y Martín en la zona
formada por los ríos Lacantún y Chixoy y el vértice de Santiago (véase
mapa 2).
A l terminar el siglo xix, todos los terrenos de la Selva Lacandona,
bañados por ríos capaces de llevar a flote las trozas en las épocas de cre­
ciente, estuvieron en manos de compañías privadas, en forma de conce­
siones temporales para la explotación de la madera preciosa. Toda
esta zona se cubrió con un número impresionante de monterías. Los
métodos de trabajo utilizados eran primitivos: el árbol era tumbado con
el hacha, arrastrado por tiros de bueyes y transportado a flote por la
corriente de los ríos. Las condiciones de los trabajadores eran duras; los
peones vivían en una semiesclavitud, amarrados al campamento por
las deudas y por más de 100 kilómetros de vegetación tropical casi
imposible de franquear.
En 1902, este panorama recibió un elemento nuevo con la apertura
de la Selva Lacandona a la política deslindadora. Con base en la Ley de
Deslinde de 1894, dos industriales del Distrito Federal, Rafael Dorantes
y Luis Martínez de Castro, pidieron al gobierno federal el permiso de
explorar, medir, enajenar y fraccionar la selva. Ante la amenaza de perder
sus zonas de explotación, las madereras tabasqueñas decidieron conver­
tirse en compañías deslindadoras. De esta manera, las casas Romano,
Valenzuela, Sud-Oriental (sucesora de Troncoso-Cilveti) y Agua Azul
(sucesora de Schindler-Gabucio) se hicieron propietarias de los terrenos
que antes sólo tenían en arrendamiento. El resto de la selva cayó en
manos de tres empresarios del Distrito Federal, los señores Doremberg,
Dorantes y Martínez de Castro (capítulo 9), y de un noble español, el
marqués de Comillas. El impacto de esta "privatización" fue tal, que hasta
tiempos muy recientes los mapas y estudios geográficos sobre la enti­
dad siguieron utilizando las divisiones prediales nacidas durante el
porfiriato (véase mapa 3). Más aún, hasta el día de hoy, se continúa
identificando a la zona más sureña de la selva con el nombre de su
antiguo dueño: Marqués de Comillas.
M a pa 2
CONCESIONES MADERERAS
EN LA LACANDONA, 1897-1900

Zona Dorembcrg
t ^ A I Zona III Romano
I* * *1 Zona Iftmcoso-Cilvcti
EI3 Zona Valenzuela
HTÍTH Zona Schintller
ITTTTTI Zona (Ocampo) Martín
Zona Ramos
Zona I Romano
1X51 Zona II Romano
E:zz:i Zona I Bulnes
n n Zona II Bulnes
M apa 3
PREDIOS PRIVATIZADOS
EN LA LACANDONA, 1902

|X x x | Zona Sala
EZI Zona Doremberg
rrm Zona Dorantes
IX X I Zona III Romano
|Vv v| Zona Sub-Oriental
I- - - ^ Zona Valenzuela
Zona Agua Azul (Schindler)
nnn Zona Marqués de Comillas
era Zona Zúñiga Pliego Pérez
[X5I Zona I y II Romano
I I Zona I y II Martínez de Castro
lüHUBSl Propiedades Bulnes
M B Propiedades Dorantes
INTRODUCCIÓN • 19

En 1913, se produjo en la explotación maderera un nuevo cambio, tan


fundamental como el sucedido en 1880. Desde Tabasco, la Revolución
llegó a las monterías, en la persona de un destacamento de soldados cons-
titucionalistas. Los trabajadores esperaron del cambio político la libera­
ción definitiva de los malos pagos y tratos. Los empresarios, por su
parte, previeron el hundimiento total de sus negocios. Ni una ni otra
cosa sucedió. Las tropas desmantelaron varios campamentos (capítulo
11), pero no lograron acabar con todos. Las compañías madereras reanu­
daron los cortes una vez que los soldados habían salido de la selva. Sin
embargo, el proceso de producción fue seriamente afectado por la revuel­
ta. Además, en el otro extremo de la cadena comercial, también hubo un
cambio radical: el estallido de la Primera Guerra Mundial y, como conse­
cuencia, la pérdida del mercado europeo. A partir de 1915, la extracción de
madera en la selva entró en un lento, pero irreversible receso.
Las grandes empresas porfirianas desaparecieron una tras otra y fueron
reemplazadas por compañías más modestas, que a su vez dejaron de fun­
cionar después de unos cuantos años (capítulo 13). Los latifundios su­
frieron la intervención del gobierno, algunos fueron fraccionados, otros
fueron nacionalizados. Los métodos de trabajo siguieron siendo primiti­
vos, las condiciones laborales empeoraron. Los castigos infligidos a los
peones de la montería Tzendales llegaron a ser, durante los años veinte,
el objeto de denuncias a nivel nacional e internacional (capítulo 12). Esta
decadencia progresiva llegó a su fin cuando, en 1949, el gobierno mexica­
no decidió prohibir la exportación de madera en rollo. Con esta medida se
clausuró un negocio lucrativo de más de 70 años.
En varios artículos de divulgación y en algunos estudios académicos
se quiere responsabilizar a las compañías madereras porfirianas de haber
iniciado la destrucción de la Selva Lacandona. Se trata de una acusación
difícil de sostener. Las empresas porfirianas no disponían de la infraestruc­
tura necesaria para causar serios daños al medio ambiente. La extracción
se limitaba estrictamente a dos especies, la caoba y el cedro, con una pre­
ponderancia notable de la primera. Además, las técnicas utilizadas eran
relativamente primitivas y el área de extracción se reducía necesariamen­
te a las cuencas de los ríos y arroyos, capaces de transportar las trozas a
Tenosique en la época de las crecientes. Finalmente, eran pocos y pequeños
los claros hechos por los monteros para la siembra de los cultivos que
servían de sustento para los trabajadores. De esta manera, la explotación
maderera, hasta 1949, sí fue un saqueo parcial de la riqueza forestal, pero
no fue destrucción del bosque.
20 • JAN DE VOS

Desafortunadamente, esta apreciación ya no vale para la historia más


reciente, de 1949 para acá. En los últimos 50 años, la selva sufrió una devas­
tación tan descomunal y tan acelerada, que se puede afirmar que, al llegar
al año 2050, ya no habrá bosque tropical en Chiapas, si continúa el actual
ritmo de desmonte.
La destrucción no empezó exactamente en 1950. Ya en la década de los
treinta habían aparecido las primeras familias de campesinos tzeltales y
choles con el fin de abrirse un espacio habitable en la selva inhóspita.
Habían salido de sus comunidades de origen por diversos motivos, entre
ellos el afán de ponerse a salvo de la inseguridad que reinaba en el campo
a raíz de la Revolución. Pero al principio su número era tan reducido, que
su presencia no llamaba más la atención que la de los cuatro centenares
de lacandones, repartidos ellos en una decena de caríbales igual de perdidos
en la inmensidad del bosque tropical (capítulos 14 y 16). Sería a partir de
la década de los cincuenta que entrarían a la selva grupos de colonos mucho
más grandes y éstos no dejarían de crecer en número hasta bien entrada
la década de los ochenta (capítulo 20). Sin embargo, no fueron aquellas
olas pioneras las que iniciaron la devastación del bosque tropical. Esta res­
ponsabilidad cae en suerte a las empresas madereras que volvieron a esta­
blecerse en la Selva Lacandona, de nuevo con capital extranjero pero ahora
apoyándose en tecnología moderna.
En 1949, Vancouver Plywood Company, una de las madereras más po­
derosas de los Estados Unidos, decidió aprovechar industrialmente la parte
norte de la Selva Lacandona, preferentemente la zona situada cerca del
Ferrocarril del Sureste y del río Usumacinta. Interesó a un grupo de mexi­
canos del Distrito Federal para que éstos adquirieran a nombre propio esta
zona forestal, fundaran una sociedad por acciones y a través de ella con­
trataran la explotación maderera con el gobierno federal. La nueva sociedad,
con fachada mexicana pero con capital estadounidense, se fundó en enero
de 1951, bajo la razón social Maderera Maya, S.A. Con una habilidad
extraordinaria, su director, el licenciado Pedro del Villar, logró comprar,
en menos de tres años, las zonas Sala, Doremberg, Dorantes, Romano m,
Sud-Oriental y Valenzuela. A principios de 1954, Maderera Maya, a través
de sus 80 accionistas, era dueña de un latifundio que abarcaba 420,262
hectáreas de terreno boscoso. Durante los siguientes 10 años, de 1954 a
1964, trató en vano de conseguir el permiso federal para establecer en
Arena, Tabasco, la proyectada unidad industrial para el procesamiento de
las maderas tropicales. El gobierno, alarmado por la posible monopoliza­
ción de la explotación forestal por el capital extranjero, se rehusó a dar la
autorización.
INTRODUCCIÓN ♦ 21

Maderera Maya no sólo tuvo problemas burocráticos. A partir de 1954,


se enfrentó también a la creciente presión ejercida por colonos indígenas
y mestizos, ávidos de penetrar su latifundio desde el oeste y el norte. Ya
en este año se establecieron las primeras colonias en las zonas Sala,
Doremberg, Dorantes y Sud-Oriental. Las formaron campesinos tzeltales
y choles, originarios de Bachajón y Tumbalá, y rancheros mestizos veni­
dos de Salto de Agua y Palenque. Estos invasores venían respaldados en
cierta manera por el Departamento de Asuntos Agrarios y de Coloni­
zación ( d a a c ), que desde 1950 estaba preparando un nuevo deslinde de
la selva, con el objeto de nulificar los títulos de propiedad, expedidos du­
rante el porfiriato, convertir a la selva de nuevo en tierra nacional, y abrir­
la a la colonización. Esta labor culminó en dos resoluciones presidenciales,
en 1957 y 1961, que declararon la zona Sala "apta para colonización con
fines agrícolas" y las zonas Dorantes, Romano y Valenzuela como "terrenos
nacionales" (véase mapa 4).
Mientras, los campesinos y ganaderos continuaron su avance sobre
los terrenos vírgenes de la Selva Lacandona, sin respetar los títulos de pro­
piedad de Maderera Maya y los demás terratenientes herederos de los la­
tifundistas porfirianos que aún existían en el centro y sur de la selva. A
partir de 1960 se intensificó la penetración por el norte y se ampliaron
notablemente los frentes de colonización que desde Las Margaritas y Oco­
singo se habían abierto en la década de los cuarenta siguiendo las cuencas
de los ríos Santo Domingo y Jataté, y las cañadas formadas por sus
afluentes.
Los nuevos pobladores eran, en su gran mayoría, indígenas que
habían abandonado sus pueblos en Los Altos por la falta de tierra cul­
tivable o habían salido de las haciendas ganaderas y cafetaleras de la
Franja Finquera por ya no encontrar cabida allí o por no aguantar más
las duras condiciones laborales. Constituyeron una segunda generación
de colonos que fueron llenando los espacios agrestes que los pioneros de
los cuarenta y cincuenta no habían podido ni querido ocupar. El gobier­
no del estado consideraba esas salidas espontáneas como una bienve­
nida y cómoda solución al problema agrario, ya que le liberaba de la
obligación de afectar a los terratenientes in situ. Así, mucha gente se
encaminó al Qjj'ixin Qu'inal (la Tierra Caliente) oAhlán Qy 'inal (la Tierra
Baja), con la convicción de que todos aquellos terrenos baldíos no tenían
dueño y que las autoridades estaban felices de verlos ocupados (ca­
pítulo 20).
M apa 4
EXPROPIACIONES HECHAS
EN LA LACANDONA, 1957-1972

Z Z 1 Predios afectados en 1957


I 1 Predios afectados en 1961
im m Predios afectados en 1967
Predios afectados en 1972
i = i Predios que nunca fueron afectados
INTRODUCCIÓN • 23

No cabe duda de que estos colonos iniciaron, a partir del medio siglo,
la destrucción de la selva. Ellos no eran gente interesada en aprovechar la
riqueza forestal, consideraban más bien al bosque como un adversario
que era necesario eliminar. Su sueño era convertir el monte en milpas y
potreros, y para conseguirlo empleaban un método sencillo y antiguo,
aunque laborioso: la roza-tumba-quema.
En 1964 encontraron un aliado inesperado en la empresa Aserraderos
Bonampak, con sede en Chancalá. Esta compañía campechana, contratada
por Maderera Maya para explotar el bosque en sus terrenos, introdujo ma­
quinaria moderna, con la cual aceleró el ritmo del corte y transporte de las
trozas. Además, al abrir grandes brechas hacia puntos hasta entonces
inaccesibles, indujo a los colonos a instalarse a lo largo de estos nuevos ca­
minos, según fueron avanzando los campamentos de explotación. De 1964
a 1974, madereros, campesinos y ganaderos formaron así tres frentes de
destrucción que se unieron para devastar, en un tiempo récord, la parte
norte y occidental de la selva.
La tala provocada por Aserraderos Bonampak y decenas de colonias
de campesinos hambrientos de tierra no dejó de preocupar al gobierno fede­
ral, pero éste no reaccionó ni a tiempo ni con las políticas adecuadas. En
1967 declaró como propiedad nacional una superficie de 401,959 hectáreas,
localizadas en los municipios de Ocosingo, Trinitaria, La Independencia,
La Libertad y Margaritas (véase mapa 4). Con esta medida quiso ganar el
control sobre la parte sur de la selva, con el objeto de desarrollar una co­
lonización dirigida a través de la creación de Nuevos Centros de Población
Ejidal ( n c p e ), en especial en Marqués de Comillas (capítulos 19 y 20). En
19 72 creó la llamada Zona Lacandona, con una superficie de 614,321 hectá­
reas, proclamándola "tierra comunal que desde tiempos inmemoriales per­
teneció y sigue perteneciendo a la tribu lacandona" (véase mapa 5). Intentó
poner así un alto al avance de los colonizadores espontáneos en la parte
norte y oeste de la Selva Lacandona y cerrar el centro de la misma a toda
forma de penetración humana. Dos años más tarde, en 1974, creó por de­
creto presidencial la Compañía Forestal de la Lacandona, S.A. (Cofolasa),
con el fin de eliminar la iniciativa privada de la explotación forestal y poner
esta última bajo control y provecho propio. Finalmente, en 1978 hizo un
nuevo intento de proteger a un importante núcleo de bosque virgen contra
la inminente invasión humana, con la creación de la Reserva Inte­
gral de la Biosfera "Montes Azules" ( r i r m a ), dándole una superficie de
331,200 hectáreas (véase mapa 6).
M apa 5
LA ZO NA LACANDONA
CREADA POR EL GOBIERNO EN 1972

Guatemala
M apa 6

ÁREAS PROTEGIDAS CREADAS POR EL GOBIERNO, 1978-1992

A. Áren protegida creada en 1978


Reserva Integral de la Biosfera "Montes Azules"
B. Áreas protegidas creadas por el gobierno en 1992
1. Reserva de la biosfera Lacantún (61,873 lia)
2. Refugio de la flora y fauna silvestres Chan-Kin (12,184 lia)
3. Monum ento natural Bonampak (4,357 lia)
4. M onum ento natural Yaxcliilíín (2,621 lia)
26 • JAN DE VOS

Estas cuatro medidas sólo son las que se plasmaron en documentos


oficiales, publicados en el Diario Oficial. Hay que añadirles un sinnú­
mero de proyectos y programas elaborados, de 1960 para acá, por
decenas de instituciones gubernamentales a nivel federal y estatal, de
los cuales muchos nunca llegaron a realizarse o quedaron a medio cami­
no. Contemplándolos en su conjunto, uno no puede evitar la impresión de
que la política oficial ha sido a menudo poco definida y a veces franca­
mente contradictoria y contraproducente.
El ejemplo más flagrante de esta falta de coherencia y eficiencia es, pre­
cisamente, el decreto de 1972 que proclamó a 66 jefes de familia lacan­
dones como dueños legítimos de más de 600,000 hectáreas, convirtiéndo­
los así en unos latifundistas con derecho a extensiones de tierra mucho
mayores que las que habían pertenecido a los 80 accionistas de Madere­
ra Maya en la década anterior. Este documento populista, "hecho a todo
vapor", originó un grave enfrentamiento entre los nuevos propietarios
-la comunidad de los lacandones- y unos 5,000 tzeltales y choles que
desde hacía tiempo habían establecido más de 30 colonias dentro de la
zona ahora para ellos prohibida. Los miembros de una veintena de estas
comunidades no vieron otra solución que la de abandonar sus asientos y
reagruparse en dos grandes centros de población, llamados -m u y signi­
ficativamente- Frontera Echeverría y Doctor Velasco Suárez. El desalojo
forzoso de los desplazados y su reubicación en las dos reducciones eche-
verristas significaron para el gobierno una pesada carga económica y cau­
saron graves desajustes socioculturales entre los campesinos afectados.
Las 20 colonias que accedieron a la reducción habían actuado así
debido a la promesa gubernamental de otorgarles cuanto antes títulos de
posesión comunal y servicios adecuados. Hubo, sin embargo, una decena
de comunidades que se negaron a salir, entre ellas sobre todo las que
tenían sus trámites agrarios ya avanzados. Sus habitantes pronto se
vieron amenazados por el cerco que sobre el terreno mandaron efectuar
las autoridades con el fin de deslindar defacto el área reservada a los lacan­
dones. Decidieron oponerse a la apertura de "la brecha", a veces llegando
a formar barreras humanas que por su sola presencia impidieron las
mediciones. Estos irreductibles, en buena parte ex peones de las fincas,
no quisieron volver a la condición de "acasillados", ahora dentro de un
latifundio gubernamental.
El gobierno volvió a cometer los mismos errores de 1972 al crear, seis
años más tarde, la Reserva Integral de la Biosfera "Montes Azules" (ribma).
Elaboró el decreto, de nuevo, sin conocimiento de la situación demográ­
fica de aquella parte de la Selva Lacandona. El área, considerada como
INTRODUCCIÓN • 27

despoblada por los expertos oficiales en el momento de su constitución,


en realidad estaba ya ocupada por más de 10 colonias con una pobla­
ción aproximada de 5,000 habitantes. Para colmo, se sobreponía en un
80 por ciento al territorio de la Comunidad Lacandona, e invadía, por el
noreste y el occidente, una considerable extensión ya colonizada. Por
ejemplo, los habitantes tzeltales de Velasco Suárez, ahora llamado Nueva
Palestina, descubrieron que vivían, una vez más, en terreno prohibido.
Ante el creciente descontento de los colonos selváticos, el gobierno
no tuvo más remedio que dar marcha atrás. En 1979 los integrantes de
Nueva Palestina y Frontera Corozal (el antiguo Frontera Echeverría)
consiguieron el reconocimiento de sus derechos sobre los bienes comu­
nales decretados en 1972, con voz y voto en la toma de decisiones en las
asambleas, en donde los lacandones sin embargo conservaron la presi­
dencia. En 1986 el gobierno hizo entrega formal de los terrenos de la
Comunidad Lacandona, ahora mutilada en un 70 por ciento de su territo­
rio, ya que las 614,321 hectáreas iniciales, reducidas a 349,561 en 1978
por la creación de la r i b m a , alcanzaron apenas 252,631 hectáreas por el
nuevo ajuste. Esta superficie ya muy restringida fue de nuevo afectada por
cuatro decretos que en agosto de 1992 establecieron sendas áreas protegi­
das que vinieron a aumentar la superficie de reservas con 81,035 hectáreas
adicionales en detrimento de la Comunidad Lacandona (véase mapa 6).
A pesar de las políticas de conservación, reflejadas en las últimas
decisiones presidenciales, los tres frentes destructores -madereros, ganade­
ros y campesinos- continuaron avanzando sobre las reservas vegetales y
animales de la Selva Lacandona. Caminaron a pasos cada vez más rápi­
dos y devoraron áreas cada vez más extensas. En 30 años destruyeron
más de la mitad de la arboleda original. Muchos espacios talados entra­
ron en un proceso irreversible de empobrecimiento de la tierra, debido a
la erosión y al progresivo agotamiento de la delgada capa de suelo fértil
que la selva posee. Las lluvias, antes abundantes y regulares, se volvieron
más escasas y caprichosas.
El deterioro ecológico no es, sin embargo, el problema más agudo que
sufrió la región. En la Selva Lacandona existen actualmente más de 1,000
asentamientos humanos, entre colonias, rancherías, ejidos, nuevos centros
de población, ranchos y demás pequeñas propiedades, los cuales agluti­
nan una población total de más de 200,000 habitantes. Comparando esta
última cifra con el número calculado para 1950 (unos 1,000 colonos),
para 1960 (10,000), para 1970 (40,000), para 1980 (100,000) y para 1990
(150,000), se desprende que la población creció a un ritmo vertiginoso.
M apa 7
ZONAS DE POBLAMIENTO
EN LA LACANDONA, 1940-1980

División de la Lacandona según los procesos de poblamiento


I.- Zona N orte (a partir de los cincuenta)
IIa - Zona Cañadas de Ocosingo (a partir de los cuarenta)
IIP - Zona Cañadas de Margaritas (a partir de los cuarenta)
III - Zona Comunidad Lacandona (a partir de los sesenta)
IV.- Zona Marqués de Comillas (a partir de los setenta)
INTRODUCCIÓN • 29

Si bien la inmigración casi ha terminado -ya no hay tierra por repar­


tir-, el aumento demográfico sigue su curva ascendente debido a una tasa
de natalidad que es una de las más altas del país. Para el año de 2010 se
tendrá una población de cerca de 250,000 habitantes. Eso llevará inevita­
blemente a la sobreexplotación de las áreas ya abiertas a la agricultura y
ganadería. Causará, además, una enorme presión de las nuevas genera­
ciones sobre las áreas aún vírgenes existentes, en especial el territorio de la
r i b m a . Asimismo, es de temer que los jóvenes sin tierra tomen en su deses­

peración el camino de regreso hacia la Franja Finquera y se posesionen


violentamente de los latifundios que el gobierno no quiso allí repartir entre
sus padres y abuelos, hace medio siglo.
En los años 1981 y 1982 el panorama demográfico se agravó aún más
debido a la llegada de unos 20,000, tal vez 30,000, refugiados guatemal­
tecos a la parte sur de la Selva Lacandona, es decir, la zona Marqués de
Comillas y la franja fronteriza del municipio de Las Margaritas. La mayo­
ría vino huyendo de las colonias de El Ixcán, fundadas una década antes
por misioneros estadounidenses de Maryknoll y ahora arrasadas por
las tropas del ejército guatemalteco. Establecieron campamentos provi­
sionales en la cercanía de ranchos y ejidos mexicanos, si era posible en las
inmediaciones de la frontera, ya que no perdían la esperanza de poder
regresar a su tierra natal cuanto antes (capítulo 23).
Los refugiados, por su gran número y situación de extrema necesi­
dad, constituyeron una carga que rebasaba ampliamente los recursos de
la escasa población receptora. Afortunadamente, contaron pronto con la
ayuda de la diócesis de San Cristóbal de las Casas y, más tarde, también
con el apoyo del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugia­
dos ( a c n u r ) y de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar).
La aglomeración, en octubre de 1982, de 14,000 refugiados en el solo
campamento de Puerto Rico, a orillas del río Lacantún, nos da una idea
de la repentina inflación demográfica, ya que entonces en toda la zona de
Marqués de Comillas no vivían más que 10,000 colonos mexicanos. Este
problema recibió una solución parcial cuando en 1984 el gobierno mexica­
no, por razones de seguridad nacional, decidió trasladar a los guatemaltecos
a Campeche y Quintana Roo. Más o menos la mitad accedió a la remoción,
los demás prefirieron buscar asilo en los ejidos dispuestos a acogerlos, aun
perdiendo así el estatuto de refugiados oficialmente reconocidos.
En los últimos años se han hecho varios diagnósticos de la precaria
situación en la cual se encuentra actualmente la región. A través de ellos
el gobierno esperaba llegar a una planeación más adecuada para aten­
der los múltiples problemas originados por la sobreexplotación de los
SO • JAN DE VOS

recursos naturales y la sobrecolonización de los espacios disponibles. Sabe­


mos ahora que la Selva Lacandona tiene el triste privilegio de ser la
zona más marginada del estado más pobre de la República Mexicana.
Llama la atención el cuadro de carencias básicas padecidas por la gente,
entre ellas la falta de comunicación, educación, atención médica y servi­
cios elementales como son luz eléctrica, drenaje y agua potable.
La diversidad en los procesos de colonización ha provocado la formación
de varias subregiones que ostentan un perfil bien propio. La mayoría de los
estudiosos distinguen entre: la Zona Norte, la Comunidad Lacandona, la
Reserva Montes Azules, Marqués de Comillas y Las Cañadas. Algunos identi­
fican, dentro de la Zona Norte, el llamado Corredor de Santo Domingo, y
otros, cuando hablan de Las Cañadas, las dividen en dos áreas según su per­
tenencia a los municipios de Ocosingo y Las Margaritas (véase mapa 7).
Con el fin de poder enfrentar mejor su precaria situación, los colonos
han buscado desde el principio formas alternativas de organización, y eso
a casi todos los niveles. En sus esfuerzos aceptaron el apoyo de varias
instituciones y movimientos no gubernamentales, tanto civiles como ecle­
siásticos. Entre estos últimos destaca la diócesis de San Cristóbal de las
Casas, de 1960 a 2000 encabezada por monseñor Samuel Ruiz García.
Este obispo progresista desarrolló, junto con su equipo de colaborado­
res, un programa pastoral inspirado en la llamada Teología de la Libera­
ción. Según esta corriente, el Evangelio es interpretado como un mensaje
de salvación integral del hombre, incluyendo en ella la lucha por sus dere­
chos sociales y políticos. Para los colonos de la Selva Lacandona el acom­
pañamiento religioso de los jesuitas de la Misión de Bachajón, los domi­
nicos de la Misión de Ocosingo y los maristas de Comitán se convirtió en
una excelente escuela en donde aprendieron no sólo a "escuchar la Pala­
bra de Dios" sino también a "leer los signos de los tiempos", es decir, anali­
zar su propia realidad de campesinos indígenas marginados, a nivel local,
estatal y nacional (capítulo 22).
En los primeros años del éxodo a la selva, la Iglesia católica, y en menor
grado las diversas denominaciones protestantes, fueron el espacio privi­
legiado en donde los colonos más inquietos y dotados pudieron adquirir
los elementos necesarios para convertirse un día en líderes de su comuni­
dad. Convocados por las iglesias a cursos de formación básica, aprendie­
ron a dominar el español, a leer y escribir, a profundizar su fe religiosa, a
mejorar sus condiciones de vida, a estudiar y reflexionar sobre sus pro­
blemas personales y colectivos. Regresaban a su comunidad como cate­
quistas y prediáconos, en el caso de los católicos, o como pastores y predi­
cadores de la Palabra, en el caso de los evangélicos.
M apa 8
POZOS PETROLEROS PERFORADOS
EN LA LACANDONA

1. Yajalón 1 11. Tzcnüal


2. Bachqjón 1 12. Bonampak
3. Ocotal 1 13. Cliajul
4. Nazarct 1 14. Lacanjá
5. Nazaret 51 15. Chankin
6. Nazaret 201 16. Najá
7. Nazaret 301 17. Comillas
8. Nazaret 401 18. Lacandón
9. Xanabcíi 19. Lacantún
10. Cantil
I

32 • JAN DE VOS

Así la religión se convirtió en el primer y principal eje ordenador de la


vida social en las nuevas colonias selváticas. Y más allá de la Selva Lacan­
dona, sirvió para cimentar los lazos de identificación con los demás
"hermanos en la fe" que vivían en otras partes de la selva y del estado. La
estrecha relación que parece existir entre los habitantes de la Selva Lacan­
dona y Los Altos no se explica sólo por el mismo origen étnico de ambas
poblaciones sino también por esa pertenencia común que dan el credo
religioso y la estructura eclesiástica que lo respalda.
La cohesión sociorreligiosa llevó a los colonos a buscar también formas
de organización política. Así lo exigía la lucha por la tenencia legal de la
tierra ocupada y por la apropiación del proceso productivo. En el Congreso
Indígena, celebrado en 1974 en San Cristóbal de las Casas, los colonos de
la Selva Lacandona formularon por primera vez públicamente sus deman­
das agrarias, al unísono con los demás indígenas del estado. En este
momento lo hicieron aún bajo la tutela de la Iglesia católica, pero pronto
esta institución tuvo que aceptar la competencia de organizaciones polí­
ticas de izquierda venidas del centro y norte de la República Mexicana. Sus
militantes entraron a trabajar como asesores de las comunidades pione­
ras en la difícil tarea de establecer estrategias viables frente a la ineptitud
y la reticencia de autoridades estatales y municipales.
Desde un principio, los colonos de la subregión de Las Cañadas de
Ocosingo fueron los que mejor respondieron a la oferta eclesiástica y
civil de ayudarles en su lucha por una vida más organizada. Su decisión
estuvo directamente relacionada con el conflicto generado por el decreto
presidencial de 1972 que favoreció a 66 familias de lacandones con
614,321 hectáreas y desconoció los derechos de los 30 poblados de tzelta-
Ies y choles previamente asentados en la región. El descontento causado
por esta medida fue capitalizado con éxito por los militantes de Unión del
Pueblo, un movimiento que tuvo su origen en la Universidad Autónoma
de Chapingo y cuya ideología era de corte maoísta. El primer resultado de
su trabajo, junto con el de algunos agentes de pastoral diocesana fue la
creación, en 1975, de la unión de ejidos Quiptic ta Lecubtesel (Unidos para
nuestro Progreso), madre de todas las demás uniones ejidales por venir.
Hacia 1976 ya eran tres las sociedades de este tipo, y en 1988 se junta­
ron siete uniones de ejidos y cuatro sociedades campesinas de producción
rural para formar una primera organización suprarregional, la Asocia­
ción Rural de Interés Colectivo ( a r i c ) "Unión de Uniones", que abarcó más
de 100 ejidos y más de 25 rancherías (capítulo 21).
INTRODUCCIÓN ♦ 33

También en las otras subregiones de la Selva Lacandona los colonos


empezaron a constituir uniones ejidales, pero éstas nunca llegaron a tener
la fuerza hegemónica de la a r i c . Ésta no tardó en establecer vínculos con
organizaciones similares en Chiapas y fuera del estado. También apren­
dió a negociar con las autoridades estatales y federales para obtener res­
puesta favorable a sus crecientes demandas. Aquí fue fundamental la
influencia de los militantes de Política Popular, un movimiento nacido
en Torreón, de tendencia maoísta pero muy bien conectado con instancias
gubernamentales como Coplamar y Conasupo.
La necesidad más apremiante era, sin duda, el reconocimiento oficial
de muchos asentamientos formados de manera espontánea en décadas
anteriores. En el terreno agrario, la a r i c ganó una importante batalla
cuando en 1989, finalmente, 26 poblados en litigio recibieron sus títulos
de propiedad. Otro logro fue la constitución de una unión de crédito y la
obtención, en 1983, de un permiso de la Secretaría de Comercio para expor­
tar café, su principal producto comerciable, a Estados Unidos y Suiza. Otro
paso adelante fue el convenio que en 1987 la a r ic suscribió con los gobier­
nos estatal y federal en el cual se comprometió a proteger las zonas fores­
tales aún no destruidas, en particular la reserva de Montes Azules. En 1989
desarrolló con ayuda del gobierno estatal el proyecto de "maestros comuni­
tarios", en un esfuerzo por remediar parcialmente las lagunas en el sistema
educativo oficial. También suscribió convenios de apoyo técnico con la
Universidad Autónoma de Chapingo y estableció un sistema eficiente de
comunicación intercomunitaria por medio de la radio.
Todos estos beneficios no se conquistaron sin pagar el precio de una
cooptación cada vez mayor por las autoridades estatales y federales. En
el seno de la a r ic surgieron serias divergencias entre los líderes y asesores,
por un lado, y buena parte de la base por el otro. Muchos miembros no
vieron mejorar sustancialmente su nivel de vida, a pesar de los avances
organizativos, debido a la repentina caída de los precios del café, a la veda
forestal conservacionista de la Federación, a la falta de interés oficial en
mejorar y ampliar la deficiente red de vías de comunicación, y al alarman­
te aumento de la población por el crecimiento demográfico interno.
Es ese descontento el que durante casi una década tuvo tiempo y opor­
tunidad para desarrollarse en el aislamiento de los parajes de Las Cañadas
y en la clandestinidad de las mentes de sus habitantes. Una señal de la
creciente oposición política fue el surgimiento, en 1991, de una nueva orga­
nización, la Alianza Nacional Campesina Indígena "Emiliano Zapata"
( a n c i e z ), fundada por campesinos disidentes del municipio de Altamirano,
34 • JAN DE VOS

quienes se declararon en favor de una línea de acción mucho más radical


para solucionar los múltiples problemas que seguían pendientes.
El 12 de octubre de 1992, al marchar en San Cristóbal de las Casas
para conmemorar "500 años de opresión colonial", estos campesinos
impresionaron por su multitud y la disciplina casi militar por ella desple­
gada. M uy pocos espectadores entonces se dieron cuenta de que aquella
manifestación en realidad era un ensayo de fuerza convocatoria montado
por los comités de un movimiento armado clandestino que se llamaba
Ejército Zapatista de Liberación Nacional ( e z l n ). Presente en la vida pública
desde 1991 bajo la máscara protectora de la a n c i e z , llevaba ya 10 años de
gestación oculta en Los Altos y la Selva Lacandona (capítulo 24). El pri­
mero de enero de 1994 se hizo conocer en el escenario político nacional con
la toma de siete cabeceras municipales y la declaración de guerra al ejér­
cito mexicano.
La capacidad organizativa de la gente de Las Cañadas y la reciente
reacción violenta de buena parte de ella contrasta con la posición menos
antagónica de los habitantes de las demás subregiones de la Selva Lacan­
dona. En las zonas Norte, Comunidad Lacandona y Marqués de Comillas,
las colonias nunca llegaron a exigir con la misma insistencia a las auto­
ridades el cumplimiento de los compromisos pendientes. Son varios los
factores que explican tal actitud, entre ellos sobre todo el trato preferen­
cia! que sus habitantes han recibido del gobierno para satisfacer sus nece­
sidades básicas de producción y comercialización. También ha influido la
composición más heterogénea de la población a nivel étnico, religioso y
sociocultural. Esto no significa que en las tres zonas mencionadas los
esfuerzos organizativos no se hayan dado, pero las dificultades para
superar las múltiples divergencias internas han sido mayores que en Las
Cañadas.
La referencia a los procesos de organización campesina revela la
existencia de una forma m uy particular de regionalizar a la Selva Lacan­
dona. El surgimiento de las diversas uniones de ejidos no coincide, ni con
la división en áreas naturales, ni con la delimitación territorial de los muni­
cipios, ni con el ordenamiento establecido por la inversión pública. Es decir
que la Selva Lacandona no es una realidad unívoca, sino un mosaico de
múltiples Lacandonas concebidas y concretadas a partir de intereses
variados.
Los ejidatarios obviamente no fueron los únicos en querer convertir a
la selva en un espacio de aprovechamiento económico o influencia social,
con base en una estrategia específica. Lo hicieron muchos otros grupos,
entre ellos las empresas madereras, las iglesias misioneras, los movimien­
INTRODUCCIÓN • 35

tos de izquierda, las instituciones conservacionistas, los organismos


financieros internacionales (Banco Mundial, Banco Internacional de Desarro­
llo, Banco Internacional de Recursos Financieros), las dependencias del go­
bierno (Reforma Agraria, Educación Pública, Agricultura y Recursos
Hidráulicos, Petróleos Mexicanos, Comisión Federal de Electricidad, Desarro­
llo Social, Desarrollo Urbano y Ecología, Salud, Defensa Nacional). En
esta lista entraron últimamente también los rebeldes zapatistas y las mafias
del narcotráfico, los cuales también poseen sobre la Selva Lacandona sus
muy peculiares planes, clandestinos en ambos casos.
El impresionante abanico de procesos y proyectos no elimina, sin embar­
go, las cinco calamidades que afectan a la región y fueron mencionadas al
principio del presente ensayo: la destrucción de la naturaleza, el desam­
paro de las colonias, la polarización ideológica de su gente, la galopante
militarización y la próxima embestida neoliberal. Como si ellas no fueran
suficientes, el gobierno añadió a la problemática una sexta dimensión por
las acciones contradictorias con las que sigue enfrentando la situación.
Por un lado, tiene el legítimo deseo de conservar la reserva ecológica de
Montes Azules y contrarrestar la destrucción en su entorno. Por otro lado
siente la enorme presión moral de solucionar, de una vez por todas, la
tenencia de la tierra en las zonas habitadas. Pero también está decidido
a explotar, en forma intensiva, los recursos todavía vírgenes que posee la
selva: el petróleo, la fuerza hidroeléctrica y la riqueza biológica. Para faci­
litar los cortes de madera que aún son rentables y preparar la extracción
petrolera, cubrió la selva con una red de caminos que llevó consigo,
como consecuencia inevitable, el aumento de la colonización y de la tala
del bosque. Ha introducido así un nuevo agente de destrucción: los inge­
nieros constructores de caminos y pozos de perforación.
En cuanto a la energía hidroeléctrica, el gobierno tiene en proyecto,
desde hace tiempo, la construcción de una decena de presas sobre los ríos
más caudalosos de la selva, presas que inundarán una buena parte de
tierra, hoy ocupada por campesinos o cubierta todavía por arboledas
(véase mapa 9). La conversión de la Selva Lacandona en una "Finlandia
tropical" se encuentra aún en estado embrional, no así la reciente amplia­
ción de la red vial por el ejército mexicano (véase mapa 10). Pero los nuevos
caminos no están planeados para sacar a las comunidades de su aisla­
miento sino para agilizar el movimiento de tropas cada vez más numero­
sas y mejor pertrechadas. La ocupación militar de la región es sin duda la
peor calamidad de todas las que cayeron en suerte a la Selva Lacandona
y sus habitantes. Es imposible atender a los problemas, y menos aún solu­
cionarlos, con la continua amenaza de las armas encima.
M apa 9
PRESAS HIDROELÉCTRICAS
PROYECTADAS EN LA LACANDONA

1. Boca de Cerro 9. Zapotal


2. Tres Naciones 10. La Pimienta
3. Lacanjá 11. Livingstone
4. Tzendales 12. Altam irano
5. Chajul 13. Las Tazas
6. Colorado 14. El Rosario
7. La Catarata 15. Chancalá
8. Los Rápidos 16. Chocoljá
M apa 10
RED DE CAMINOS EXTENDIDA
SOBRE LA LACANDONA, 2000

Carretera pavimentada y terracerla

Veredas
38 • JAN DE VOS

No cabe duda, pues, que la Selva Lacandona está herida de muerte. Po­
demos decir que su estado de salud es crítico. Parece que una intervención
quirúrgica es inevitable. ¿Todavía es posible salvar a la enferma? ¿Aguan­
taría una intervención drástica? ¿Quién se atreve a operarla? ¿No es de­
masiado tarde ya?
Son preguntas cuyas respuestas están -para terminar con un verso co­
nocidísimo de Bob Dylan- blowing in the wind, o dicho en español, "volando
por el aire".
M a pa 11
VIAJES AL DESIERTO DE LA SOLEDAD
DEL 1 AL 14

Chiapas
San Pedro © © ** **x n
Sabana, Palenque * - * v ^ © ©

0 V d^ °
San José de
Gracia Real

Río Chixov

Com ilón

Chiapas

1. Manuel José Calderón, y .José Farrcra 1786-1793 8. 'Urobert Maler, 1898 >•
2. José María Esquinen, 1826 9. José Tamborrel, 1902
3. John LLoyd Stcphens, 1840 10. Pablo Montañez, 1904
4. Fray Lorenzo de Mataró, 1863 11. M ario J. Dom ínguez Vidal, 1913
5. Manuel José Martínez, 1878 12. Rodulfo Brito Foucher, 1924
6. Edwin Rockstroh, 1881 13. Pablo Montañez, 1930
7. Désiré Charnay, 1882 14. Jacqucs Soustelle, 1934
M a p a 12
VIAJES AL DESIERTO DE LA SOLEDAD
DEL 15 AL 25

Chiapas

• Palenque

Comitán

Chiapas

15. Miguel Á lvarez del Toro, 1944 23. Roselia García, 1982-1993
16. Frans Blom y Gertrude Duby, 1948 24a. M ario Payeras, 1972
17. Harry Little y Jan Muller, 1960-1972 24b. Rafael Sebastián Guillén, 1984
18. Carlos Helbig, 1971 25a. Rafael Aceituno Antonio, 1994
19. Manuel Lombera, 1974-1984 25c. Hermann Bellinghausen, 1999
20. José Antonio Abascal, 1986 25d. Hermann Bellinghausen, 2000
21. M ario López, 1977 25e. Hermann Bellinghausen, 2002
22. Fray Pablo Iribarren, 1987
Veinticinco viajes
Capítulo 1

La reducción de Gracia Real, 1786-1793

Manuel José Calderón, cura


JOSÉ Farrera, funcionario

Pa r a l o s antropólogos interesados en los 500 lacandones que hoy sobre­


viven en Lacanjá, Najá y Metzabok, la historia moderna de la Selva
Lacandona empieza en 1786. En ese año, el cura de Palenque, don Manuel
José Calderón, localizó a un grupo de "indios gentiles" a una distancia de
ocho leguas del pueblo, rumbo al sur. Siete años después, en 1793, estos
"caribes del monte" aceptaron ser reducidos a un pueblo colonial que
recibió el nombre de San José de Gracia Real. La reducción no floreció. A
partir de 1797, año en que murió don Manuel José Calderón, los lacan­
dones retomaron poco a poco sus antiguas costumbres, aunque siguieron
viviendo en el pueblo por tener sus milpas allí cerca. En 1807, el obispo de
Chiapas, don Ambrosio Llanos, los mencionó por última vez en una carta
suya. Después se hizo sobre ellos el silencio. Sin duda se refugiaron de
nuevo en la inaccesible sierra que se levanta al sur del río Chacamax.
Sobre este episodio -último intento de reducción en el sureste deMéxi-
co- existe una documentación relativamente abundante, en su mayoría com­
puesta por cartas e informes que don Manuel José Calderón mandó al
gobernador intendente de Chiapas en Ciudad Real. De esta corresponden­
cia se transcriben aquí tres documentos: un informe anónimo que relata los
sucesos de 1786, una carta escrita en agosto de 1793 por el padre Manuel,
y un informe redactado en el mismo mes y año por don José Farrera, envia­
do especial del gobernador de Chiapas para averiguar el progreso de la reduc­
ción. Los tres documentos son inéditos y provienen de un expediente que
se conserva en la Biblioteca Latinoamericana de la Universidad de Tulane,
Nueva Orleans.
El padre Manuel José Calderón y el inspector José Farrera son los pri­
meros criollos chiapanecos que se aventuraron a entrar en la selva y que
dejaron constancia de su viaje. Para el séñor cura de Palenque, la camina­
ta debe haber sido una tarea laboriosa, puesto que nos consta que era un
hombre bastante enfermo y además muy obeso. Sin duda hizo el trayecto
m
44 • MANUEL JOSÉ CALDERÓN Y JOSÉ FARRERA

sentado en una muía particularmente resistente. Acompañémoslo en su


primer encuentro con los indios caribes, en 1786, y en su primera expedi­
ción a la Selva Lacandona, en 1793.

N o t ic ia d e l o s ú l t im o s h e c h o s p a r a l a c o n q u is t a
Y r e d u c c ió n d e l o s in d io s g e n t il e s l a c a n d o n e s
QUE HABITAN E N LOS MONTES Y SERRANÍAS INMEDIATAS
AL PU E B L O D E L P A L E N Q U E , PARTIDO DE Z E N D A L E S ,
p r o v in c ia d e C iu d a d R e a l

El año de 1786, Francisco Rojas, indio del Palenque y criado del padre cura
don Manuel Joseph Calderón, empezó a tener algún trato con los genti­
les, cambiándoles los frutos de cera, cacao y otros, que ellos traían, por
herramientas que deseaban tener. Entendido por su amo, pensó (éste)
hacer averiguación, tomando las noticias que le fueran posibles, a fin de
saber el genio de estas gentes y el número de los cercanos, con el objeto
de atraerlos si lo hallaba fácil.
En el mismo año acaeció que estando Santiago de la Cruz, muchacho
también criado del padre cura, junto al arroyo Baglunté, que en lengua
quiere decir "Tigre de Palo", sintió que le tiraron algunas piedrecillas.
Miró de dónde podían venir, y vio de la otra parte a un lacandón. Asusta­
do, el muchacho le habló en lengua chol, que es la común en el pueblo,
y habiendo entendido se acercó el gentil, tomando del rosario algunas
cuentas de vidrio que cortó con el puñal de la flecha, dando al muchacho
algunas con un arco, para que las llevase a su amo. Hízolo así toman­
do las flechas, quedando tratada otra visita para la próxima luna. De todo
impuso a su amo, quien discurrió que era conveniente avistarse a los
indios, presentándose en el sitio a donde acostumbraban venir. Pero
receloso de que al muchacho pudiesen hacerle daño o llevarlo al monte,
no permitió que fuese el día citado (sino) hasta después.
Habiendo reconocido señales de que los gentiles habían estado en el
lugar que señalaron, conociendo el padre cura que ya éstos tenían algu­
na consecuencia en su trato, habló con Francisco Rojas, y dispusieron pre­
sentarse, llevándoles algunas cosas con qué demostrar buen trato y
agasajo. Con efecto, el día de la Asunción, en el mismo año, ya avisados
por Rojas, se les avistó el padre cura y el muchacho Santiago. El padre les
llamó y acarició, atrayéndolos; ellos se acercaron; y entonces les habló
en lengua chol, haciéndoles conocer los muchos bienes que tendrían si
se uniesen a sus deseos y si hiciesen lo que les aconsejaba para hacerse
LA REDUCCIÓN DE GRACIA REAL, 1786-1793 * 45

cristianos y fieles vasallos del Rey Nuestro Señor, que sin piedad los ampa­
raría. Ellos se mostraron contentos, regalando al padre dos porciones
de cacao y el padre les dio su bastón en señal de que volvería a verlos y
para que acreditasen a los demás que le habían hablado, quedando con­
certada otra visita para la luna siguiente.
Después se pudo saber que habían llevado el bastón con mucha cele­
bridad y que lo habían mostrado a los demás gentiles, contándoles lo que
habían tratado con el padre, y que a la luna entrante volvían a visitar­
le, que en eso quedaron. Con cuyo motivo, y ya persuadidos, bajaron al
tiempo señalado, que fue el dos de julio del mismo año. Sabido por el padre
(éste) se les presentó con hábitos, llevando un crucifijo y un cuadro de San
Joseph. Le acompañaron don Julio Garrido, su cuñado, que tenía la juris­
dicción del pueblo, Francisco Rojas, Santiago de la Cruz, y un intérprete.
Ya estaban los lacandones esperando, y se le presentaron veintidós, sin
llevar las flechas, que habían dejado en el monte. El padre se acercó a ellos,
tratándolos con cariño y exhortándoles a que se redujesen a ser cristia­
nos y fieles vasallos del rey, quien los ampararía; que se le daría cuenta
a su majestad, a fin de que se dignase ponerlos bajo su real protección.
Todo le(s) fue bien explicado por el intérprete, y ellos entendieron, respon­
diendo que deseaban ser bautizados y que estaban prontos a unirse con
otros que había en el monte y hacer pueblo, pero que no querían fuese
en otro sitio que en donde estaban sus milpas. El padre les ofreció que así
se haría, y mostrándoles a San Joseph les dijo que aquel santo sería el
patrón del pueblo, porque le tenía encomendada la empresa, y que todo
sería para su honra y gloria, que así lo esperaba. El padre les regaló algu­
nas herramientas, que era lo que necesitaban. Con esto se fueron muy
gustosos, ofreciendo volver, y con efecto lo ejecutaron el día de Santo
Domingo, patrón del Palenque.
Supo Francisco Rojas que los lacandones estaban en aquel paraje y
saliendo a él los halló en número de veintidós, y dos mujeres. Luego quisie­
ron pasar adelante, pero Rojas lo impidió, hasta dar aviso al padre cura,
quien acababa la función de iglesia y no pudo salir. Pero lo ejecutó su
padre don Joseph Antonio Calderón, teniente subdelegado del pueblo y
su partido, llevando en su compañía a don Julio Garrido y Francisco
Rojas y el intérprete. Llegados al sitio, encontraron a los gentiles, a quie­
nes habló Calderón, diciéndoles que el padre estaba cansado y no podía
salir, lo que les disgustó. Pero resolvieron entrar en el pueblo, viniéndose
dos de ellos con el subdelegado y sus acompañantes, pero a poco rato
llamaron a los demás, trayéndose porción de cacao para feriarlo con otras
46 * MANUEL JOSÉ CALDERÓN Y JOSÉ FARRERA

cosas, y dejando a su cuidado al caudillo Miguel Cobogues custodiando


sus redes.
Luego que llegaron al pueblo, en el que con motivo de la fiesta había
mucha gente de otros inmediatos, fue una confusión la que juntaron los
lacandones, juntos así y por tantos. Para que no se asustasen, los llevó
el padre a su casa, dándoles de comer y regalándoles. Ellos se hallaron
contentos, y también los palencanos, pues conocían ya por amigos a los
que habían temido. Todo esto fue relacionado por los gentiles a Cobogues,
indio apóstata de Los Ríos, que de allí se había huido y tenía en los mon­
tes una larga familia. Éste por su buen corazón, no obstante de haberse
abandonado a la vida bruta como ellos, les aconsejaba que era bueno ser
cristiano y que se sujetasen a los consejos del padre que tenía buen cora­
zón y los quería.
El padre cura dio cuenta de todo al alcalde mayor de Ciudad Real, don
Ignacio Coronado, quien lo comunicó al Superior Gobierno.

Inform e del padre cura de Palenque


A L GOBERNADOR DE CH IAPAS SOBRE
LA REDUCCIÓN DE LOS INDIOS LACANDONES.
P a le n q u e , 1 7 9 3

Ilustre señor. El día nueve de junio, domingo, después de haber dicho misa
a mis acompañantes, que lo fueron mi padre, deudos y mozos, al tiempo
de marchar para los montes, ofrecióse el obstáculo, aunque vencido, por
conocida sugestión diabólica en estos indios mis feligreses. Y fue que se
armaron unánimes a no quererme llevar la carga de bastimentos, auxi­
lios y camas, con previas prevenciones que se les hicieron de pagárselas
hasta que evidenciásemos la distancia. Ellos estaban conformes, pero
como nada estables, con despropósitos bastantes se excusaron, alegando
temor, pero en ellos fue malicia, porque el trato con los indios gentiles
lacandones siempre lo han tenido, y de maíces allá con ellos se han
habilitado.
Quedáronse ellos, y yo con mis acompañantes nos pusimos a caballo,
y con nuestros mozos, con lo que pudieron cargar ellos, y algunas bestias
-lo más preciso-, marchamos. A cinco leguas que andaríamos por mal
camino, porque las aguas eran recias y la vereda nueva, descansamos
aquel día, fatigados, con advertencia que sin estrépitos de ningunas
armas, que así convenía. A l otro día, después de mala noche que pasa­
mos todos, seguimos la ruta, y como a tres leguas de distancia de donde
LA REDUCCIÓN DE GRACIA REAL, 1786-1793 * 47

hicimos noche, encontramos catorce indios lacandones, armados de arcos


y flechas. Nos hablaron, los acariciamos, y luego los hicimos venir detrás
de nosotros, como entregados a ellos y para más asegurarles de que no
les teníamos temor y que ellos tampoco lo tuvieran de nosotros.
Pasados dos milpas de ellos, llegamos a su terreno, el cual estaba en
una milpa grande, y luego se nos presentaron hombres, mujeres, chicos y
grandes, los cuales acariciamos lo bastante y disuadimos de temor dicién-
doles que iba yo, el señor teniente y todos para el bien de ellos y no para
su mal, ni para atequiarlos en ninguna cosa de servirnos ni darnos de
comer, sino sólo saber de sus voluntades y el fin que tenían; a lo que respon­
dieron que era de ser cristianos y que se les hiciese su iglesia. Ofretíles esto
mismo, y que por mi mano nuestro soberano monarca el rey (que Dios
guarde) les mandaba sus regalías de naguas, mantas, petates, listones,
corales, abalorios, sal, dulce, fierro y ácero con el herrero, para que en
vista de ellos y a su gusto les trabajase hachas, machetes, cuchillos y todo
lo que quisiesen; de lo que quedaron sumamente gustosos (...) y muy reco­
nocidos, y ofrecieron ser fieles vasallos de su majestad.
Ellos mismos nos separaron un rancho, aunque a los cuatro vientos
e incómodo, pero así lo pasamos, con bastante recelo, sí, y cuidado,
cuarenta días que estuvimos entre ellos. Se les formó su iglesia, capaz
para cuatrocientas almas o más, se formó la casa de herrería, una coci­
na para nuestro bocado, que después les ha quedado para habitación de
ellos, con dos casas más para ellos, separado de tres ranchos grandes y uno
mediano que tenían fuera aparte en otra habitación con una milpa, un
rancho grandecito y otro mediano. En todas las facciones, nunca se Ies
permitió trabajasen en nada; todo se hizo con gente pagada, en sustentos
y todo lo necesario. Estuvieron a vernos veintidós hombres, sin sus fami­
lias, y con las dádivas y agasajos y ver estas formalidades, quedaron en
venir a poblarse allí mismo, luego que recogiesen sus maíces, que es el
tiempo de milpas.
Cuarenta y tres almas estables allí quedaron, sin una familia que
mantengo aquí con seis bautizados y el padre de ellos que se bautizará
en breve, y otra familia compuesta de cinco que había pedido licencia
antes para ir a recoger sus trastecitos para venirse a poblar en el propio
lugar. Por todos los obsequiados y atraídos con dádivas, son ciento y
tres que han prometido incorporarse con los cuarenta y tres, a quienes
se les repartió todo lo referido de naguas, mantas, petates, hachas, mache­
tes, etcétera, que quedaron bien regalados y contentos, quedándome toda­
vía mucha parte por repartirles como fueren saliendo; pues, según
48 • MANUEL JOSÉ CALDERÓN Y JOSÉ FARRERA

advierto, parece que no habrá más cera que la que arde. Sin embargo,
en dando mis cuentas, en el finiquito de todo se verá con qué término se
habrá de seguir.
Siguen ellos entrando aquí, y yo a mantenerlos. El intérprete marchó
el viernes 16 por las flechas y arco que encargó vuestra señoría al señor
contador don José Farrera, y ha vuelto hoy domingo 18 con ellas, y los ha
hallado muy gustosos y conformes, y muy aseada su iglesia. Se prepara
el indicado con su mujer a ir a vivir allá para enseñarles la doctrina cris­
tiana, para que puedan ser bautizados en el verano. La iglesia se dedicó
al santísimo patriarca señor San José, que con el beneplácito del soberano
será el pueblo de señor San José de Gracia Real. Cuatro misas dije en ella a
favor de aquellos pobrecitos indios.
Nuestro sustento de aquí nos iba, y para toda la gente, con bastante
trabajo y gastos; el pan que comíamos fue hecho de maíz tostado que
llaman totoposte. Así lo pasamos con el favor divino muy bien. Algunas
quimeras que entre ellos había por estos pobrecitos mis feligreses sembra­
das, fueron desvanecidas. No dejamos de pasar y tener bastantes riesgos,
pero el poder de Dios nos libertó.
Cinco milpas tenían ellos sembrado, con tabaco, yuca, plátanos, camo­
tes, etcétera, pruebas evidentes de querer ser estables. Ellos son vivos, y
de bello índole, si no se echan a perder. Si ya llegó el tiempo de que sean
todos cristianos buenos, sucederá -porque así Dios lo permite- con el
poderoso instrumento que escogió de nuestro rey (que Dios guarde) y de
vuestra señoría tan amante a exigir estas cosas tan del agrado de ambas
majestades.
En los montes se encuentran árboles frutales, mameyes, chicozapo-
tes y muchos palmitos, tierra fértil para todo y extensa. Por el río de Pes­
cadería se habilitan de peje en un día de ida y vuelta, llamado Chacamax.
Jabalíes, monos y aves, y hasta los tigres y leones, a fuerza de la saeta
o flecha los derriban todos a tierra, y me hicieron comprar hasta cuanto
no quise, por agradarles.
Aunque me tomé la licencia, la constancia de mi padre, en medio de su
ancianidad, y la de mis deudos y mozos fue para alabar a Dios, y siquiera
vuestra señoría atenderá a este pobre señor y mis deudos, pues se han por­
tado fieles vasallos, y aunque algún émulo muerda, ésta es la verdad, en
descargo de mi conciencia.
El señor contador y visitador ha visto bastante, que llegó allá, lo andu­
vo y especuló; y dirá a vuestra señoría lo que vio. El indicado es don
José Farrera, quien generoso y liberal les repartió a todos los lacandones
LA REDUCCIÓN DE GRACIA REAL, 1786-1793 * 49

en su llegada sus monedas de plata, los acarició y aconsejó bastante a


nombre del rey (que Dios guarde) y de vuestra señoría. En su salida hizo
lo mismo, de lo que quedaron los indios muy pagados y contentos. Cierta­
mente he reconocido en este caballero ser acreedor a toda atención, como
buen soldado, sin poner nada de mi bolsa, que esto ha sido aquí notorio.
Yo me hallo algo adoleciente, déjolo todo a la consideración de vuestra
señoría y a su discreción, y que reciba estos pequeños servicios como
mejor le parezca, pues yo todo lo cedo a honor de ambas majestades, y
a la divina suplico y ruego guarde la importante vida de vuestra señoría
muchos y felices años. Palenque, agosto 18 de 1793. Besa las manos de
vuestra señoría su menor capellán que lo venera, Manuel José Calderón.
Al señor gobernador e intendente don Agustín de las Quentas Zayas.

Informe del señoií Joni-: F a h k is iía a l (j o u ií k n a d o k


DIO C lIlA I’AS SOUU'R LA IUODIJCCIÓN lili LOS INDIOS
IjACANDONKS. PALKNQUK, 1 7 9 3
Señor gobernador intendente. El comisionado de vuestra señoría en la
visita que hizo en el partido de Zendales, en la cual le encargó vuestra
señoría con especialidad pasase a los Montes de Lacandones, reconociese
en el modo posible los indios que habitaban en aquellos territorios, su
calidad, braveza o mansedumbre, origen, costumbres, entretenimientos,
o ejercicio, gobierno entre ellos, a quién obedecen, qué ídolo adoran, y
demás circunstancias que concibiese útiles de poner en noticia de vuestra
señoría, dice: que a los dos días de llegado al pueblo del Palenque, pasó inme­
diatamente a las milperías de los gentiles lacandones, donde llegó como
a las tres de la tarde, y dista del Palenque, de ocho a nueve leguas, en cuyo
paraje encontró al señor cura don Manuel José Calderón, auxiliado del
teniente subdelegado de dicho partido don José Garrido, don Julio Garrido,
don José Ortega, don Onofre Ortega, y seis mozos ladinos quienes esta­
ban concluyendo la iglesia, de dieciséis varas de largo y diez de ancho, de
bajareque, y cubierta de guano; a cuyo paraje habían puesto la denomi­
nación de Pueblo San José de Gracia Real,
A mi llegada encontré a los indios lacandones algo temerosos, pues
sólo me miraban de lejos y no se acercaban; pero al siguiente día, por
medio de intérprete los hice juntar, lo que verificaron sin repugnancia,
y se juntaron cuarenta y tres almas de todas edades y sexos, a excepción
de cinco cristianos nuevos y un gentil que viven en el Palenque, y juntos
les hice dar a entender no tuviesen ningún recelo ni miedo, pues sólo iba
50 • MANUEL JOSÉ CALDERÓN Y JOSÉ FARRERA

de parte de vuestra señoría a verlos y hacerles saber la protección y


amparo que gozaban de nuestro católico monarca, y que les franqueaba
por medio de vuestra señoría todos los auxilios necesarios, a fin de que
se redujesen al gremio de nuestra Santa Madre Iglesia y reconociesen el
vasallaje debido a nuestro rey y señor; de todo lo que quedaron enterados
y respondieron que apetecían con ansia el santo bautismo y que esta­
ban ya sometidos al vasallaje y protección del rey.
Ésta es, señor, una nación dócil, de ingenio agudo, semblante blanco,
y regulares proporciones de estaturas. No vivían en forma de poblazón,
sino en donde hacían sus milpas, sin más ajuar que una galerita a los
cuatro vientos, sin cerco, unas hamacas por camas, unas ollas, piedras de
moler y abundancia de flechas, que se ejercitan en su manejo desde su
niñez. Sus ejercicios son hacer un pedazo de milpa de maíz y tabaco, cazar
con las flechas toda especie de animales de monte y pezca, de que abundan
sus territorios, buscar cacao silvestre y colmenas que hay abundantes
en los montes. No se advierte que tuviesen alguna idolatría ni adorasen
alguna deidad, y sólo vivían a lo animal, no reconocían superior, ni
tenían gobierno ninguno, ni civil ni político, y sólo obedecían y respeta­
ban cada uno al mayor de su familia.
Los varones andan con el pelo suelto y largo, la vestidura es un túni­
co blanco hasta media pierna, sin sombrero, y nunca salen de su ranchito
sin el arco y carcas de flechas. Las mujeres usan huipil y nagua, aretes de
conchas y en el cuello unas grandes sartas de lo mismo, con frutillas, y
en el presente se cuelgan de ellas muchas monedas y cuanto encuentran.
Se advierte en ellas mucha honestidad y amor a sus maridos y familia.
Esta nación se ignora su origen, a excepción de dos mujeres y un hom­
bre, cristianos de mayor edad, que declaran haberlos metido sus padres
de chicos y habiendo muerto casaron con gentiles. Los individuos que
hasta el presente se han conocido son ciento y tres de todas edades, y estoy
informado que hay algunas familias más, que el señor cura está atrayen­
do a fuerza de cariño y dádivas para reunirlos en el nuevo pueblo.
Los montes que estos gentiles habitan son dilatadísimos, y se ignora
el fin de ellos. Abunda el cacao silvestre, leche maría, sangre de drago,
frutas, caza y pesca. En el paraje donde está el nuevo pueblo, tienen sus
milpas, árboles de naranjas, limones, aguacates y zapotes, por lo que
desean quedar establecidos.
A mí me parece, señor, que esta empresa se debe seguir con mucha
eficacia, pues es lástima que tantas almas carezcan del verdadero cono­
cimiento de su Creador, pues hasta aquí, según las observaciones que hice,
LA REDUCCIÓN DE GRACIA REAL, 1786-1793 * 51

ha ido con mucha lentitud, y me parece fuera muy útil para su conclu­
sión que al señor cura don Manuel José Calderón lo acompañase un
eclesiástico ligero y ágil, y que supiese la lengua maya, que ellos hablan,
y se internase o viviese con ellos en el mismo pueblo, acompañado de dos
o tres ladinos para que así se les enseñase la doctrina cristiana y se instru­
yesen con brevedad en los misterios de nuestra santa fe, y a este ejemplo
con facilidad se reducirían los demás, que están internados en los montes,
a la vida civil del pueblo, pues para esto no me parece tan útil el señor
cura por sus achaques y poca agilidad del cuerpo por ser demasiado
grueso. Pues, aunque don Pedro Borrego se halla nombrado por la su­
perioridad para la coadjungación de la conquista, con el honorario de
cuatrocientos pesos que se le pasan de reales cajas, me consta no habér­
sele permitido meterse en nada de conquista, y sólo se ejercita adminis­
trando el Palenque, Playa, y haciendas. Pero no por esto debe desmere­
cer el crecido mérito que don Manuel José Calderón tiene contraído en
servicio de ambas majestades, por haber sido el primer descubridor y paci­
ficador de estos gentiles.
En el espacio de seis días que me mantuve en los Montes Lacando­
nes, andando todas sus milpas y haciendo las observaciones de las cuali­
dades y circunstancias de los dichos gentiles, los hice juntar (en) varias
ocasiones, y por medio del intérprete los acaricié y regalé con varias mone­
das de plata, dándoles a entender que todo lo que se les daba de manta,
nagua, machetes, hachas, sal, granates y otras cosas, era por orden de nues­
tro católico monarca, y que vuestra señoría se los mandaba, como también
que había dado todas las providencias, así al señor cura como al teniente
del partido, para que fuesen recogidos con toda benignidad y cariño; a
que respondieron todos a una voz que deseaban conocer y ver a vuestra
señoría, para cuyo fin se disponían dos o tres de ellos a venir a hablarle
y suplicarle fuese a su pueblo, lo que yo impedí, temiendo el extravío
de éstos a su regreso, diciéndoles que vuestra señoría no podía por ahora
pasar para su pueblo por hallarse gravemente accidentado de resulta de la
visita que hizo en los demás pueblos, y que logrando el restablecimiento
de su salud iría a verles. Y ciertamente, señor, que en permitiéndolo sus
enfermedades me parecía muy útil que vuestra señoría fuese a verlos,
pues con su visita se acabaría de perfeccionar la obra y quedarían ellos
mucho más gustosos.
Entre las ocasiones que los junté, les exhorté y di a entender la utili­
dad que se les seguía en ser cristianos y de sujetarse voluntariamente a
la protección y vasallaje de nuestro católico monarca don Carlos Cuarto
52 • MANUEL JOSÉ CALDERÓN Y JOSÉ FARRERA

(que Dios guarde), que tanto los protege y ampara; a que respondieron
todos unánimes y a una voz que querían ser cristianos, e hincando una
rodilla y rindiendo sus flechas dijeron: que se sometían y querían reco­
nocer voluntariamente a su rey y señor natural don Carlos Cuarto, y le
prometían toda veneración, obediencia y vasallaje; en cuyo acto me rega­
laron las flechas y arcos que remito a vuestra señoría.
En esta entrada que hice a los Montes Lacandones se ha logrado
desterrar el continuo y antiguo temor que los pueblos de esta provincia,
y hasta los vecinos de Ciudad Real tenían a esta tan nombrada y antigua
nación lacandona, y se ha hecho ver que se puede entrar en sus territo­
rios con facilidad, y se ha asegurado el riesgo que la Laguna y Campeche
tenían para transitar a esta provincia, por pasar por las inmediaciones de
esta nación. A mí me parece, señor, fuera muy útil que vuestra señoría
nombrase un gobernador entre ellos, para que reconociesen superioridad,
y éste, con el honor del bastón, fuese atrayendo los más internados en los
montes.
En la entrada que hizo el padre Calderón en los montes, no se presen­
tó riesgo alguno, y fue (él) bien recibido, pues de antemano le estaban
instando los indios a que fuese, en donde se mantuvo mes y nueve días
y regresó al Palenque.
Y es cuanto sobre el particular tengo que informar a vuestra señoría.
Nuestro Señor guarde la vida de vuestra señoría muchos años. Palenque,
y agosto 6 de 1793. José Farrera. A l señor gobernador intendente don
Agustín de Las Quentas Zayas.
Capítulo 2

Una expedición malograda, 1826

José María E squinga, agrimensor

El que el padre Manuel José Calderón hizo en 1793 al caríbal de


v ia j e

Gracia Real no fue más que una excursión. De mucha mayor envergadura
fue la expedición que en 1826 salió de Ciudad Real, antigua capital de
Chiapas. Su jefe era JoséMaría Esquinca, un agrimensor con rango mili­
tar de subteniente. Lo acompañaron tres habitantes de Ciudad Real,
Cayetano Ramón Robles, Antonio Vives y José Ignacio Sosa, este último
para servir de intérprete con los lacandones. Los cuatro exploradores venían
protegidos por una pequeña escolta de soldados y rodeados por un grupo
considerable de cargadores y macheteros. Su objetivo principal era bajar
el río Jataté hasta su desembocadura en el río Usumacinta, con el fin de
averiguar la navegabilidad de ambas corrientes fluviales. El verdadero
animador del proyecto era Cayetano Ramón Robles; tenía el plan de abrir
las dos cuencas a la explotación maderera y ganadera. Tanto él como sus
socios subestimaban grandemente los obstáculos que presentaban el
Jataté y el Usumacinta en varios puntos de su curso. Además, se imagi­
naban, muy ingenuamente, que el primer río corría desde Ocosingo directa­
mente hacia el noreste, para encontrar al segundo, pocas leguas después,
a corta distancia de Tenosique.
La expedición salió de la capital chiapaneca el 21 de abril de 1826,
rumbo a Ocosingo. La exploración del río Jataté pronto encontró un fin
abrupto en el Encajonado de Las Tazas que no dejaba pasar ninguna
embarcación. Ante este primer fracaso, José María Esquinca decidió dar
vuelta por el noroeste y penetrar la selva desde Tenosique, subiendo el río
Usumacinta. Aquí lo esperó otro obstáculo infranqueable, el raudal de
San José. El 7 de agosto, la expedición estuvo de regreso en Ciudad Real, sin
haber logrado ningún resultado positivo.
A continuación se transcribe una parte del diario de JoséMaría Esquin­
ca, en donde éste anotó los pormenores del intento frustrado de cursar el río
Usumacinta, más allá de la Boca del Cerro. El diario se conserva, junto con
otros documentos valiosos, entre ellos una “Descripción del Río Jataté",
54 ♦ JOSÉ MARÍA ESQUINCA

en un expediente del Archivo de Terrenos Nacionales, de la Secretaría de


Reforma Agraria, en el Distrito Federal.
El texto ofrece datos interesantes, no sólo en cuanto a la geografía y la
geología de la región sino también sobre lasfamilias lacandonas que enton­
ces habitaban cerca de los ríos Usumacinta y Chocoljá (llamado Choquejá
en el diario).

D ia r io s e g u id o en l a e x p e d ic ió n d e l r ío U s u m a c in t a ,
desde el pueblo del Palenque hasta su regreso .
O b s e r v a c io n e s hechas en la m archa con alg unas
n o t ic ia s s o b r e e s t a d ís t ic a

Jueves, 15 dejunio de 1826. La villa del Palenque se halla en bonita y agra­


dable situación, sobre lomería, tendida, gramosa, rodeada de campos abier­
tos. Su clima cálido y húmedo, sus producciones consisten en la crianza
de ganado mayor y milpas, arroz y frijol, el necesario. Su población como
mil seiscientas personas divididas en blancos, ladinos y naturales. Aquí
fue necesario demorarnos hasta el 26, ya que por las continuas mojadas
la mayor parte nos enfermamos, ya porque las aguas eran con demasía
y, lo más principal, la necesidad de tomar allí dinero para la continuación
de nuestra marcha, que después de muchas circunstancias no lo entrega­
ron hasta el 26.
En los días 22, 23 y 24 fui a registrar en lo posible las contiguas ruinas
de la ciudad y palacio conocido con el nombre del Palenque. Su construc­
ción, macisés, opulencia, figuras de medio relieve y demás fragmentos que
allí se observan, indican la magnificencia de aquellos edificios que deben
conservarse en la historia de la nación como unos de los primeros en su
clase y en convincente prueba de lo que en aquel tiempo fue esta gran
porción predilecta del universo. Su situación es al pie de la serranía sobre
lomas cubiertas de montaña alta y espesa, a dos leguas sudoeste del
Palenque.
Martes, 27 dejunio. Marcha al paraje nombrado Ongai, a cuatro leguas,
camino de montaña alta, las tres últimas.
Miércoles, 28. A la hacienda de Fomoná. A las cuatro leguas el río Chaca-
max, que nace en la sierra inmediata al Palenque. La multitud de arroyos
que en esta corta extensión se le unen, en número de ciento sesenta y pico,
hace necesario pasarlo en canoa. De aquí a seis leguas la expresada hacienda
de ganado, todo camino llano, montaña alta, sucia, con palma espinosa,
a excepción de las inmediaciones de la hacienda que son campos abiertos.
UNA EXPEDICIÓN MALOGRADA, 1826 • 55

Jueves, 29. Al pueblo de Osumacinta, cabecera de partido del estado


de Tabasco, de aquel lado del río grande de este nombre. Tres leguas de coma-
lolotes y lagunas. Hay desde el Palenque doce leguas de distancia directa
al rumbo del lesnordeste. El río conserva más de trescientas varas de
latitud. Su canal un fondo de seis a siete brasas de agua, arena gruesa. El
río estaba a media agua, pero en su mayor sequedad tiene de tres a cuatro
brasas de agua y un canal de sesenta a cien varas. Sus dos orillas le forman
un muro de cuatro a seis varas elevado sobre el nivel del agua. Éstas, hasta
la Boca del Cerro, están pobladas de haciendas, cacahuatales, ranchos,
trapiches, con muchísimos frutales que hacen su vista muy amena. Su
clima cálido, fuerte y húmedo. La Boca del Cerro, por donde viene el río,
demora al sur cuarta del sureste. Tiene grandes tornos, pero su curso es
sureste, noroeste. La corriente, en toda esta extensión, hasta el cerro, en una
milla por .hora. Aquí fue necesario hacer mansión hasta el 4 de julio, para
disponer la gente, canoas, víveres e intérpretes, como en efecto se consi­
guió nos acompañase don Julián Botín y dos lacandones cristianos de la
Boca del Cerro, ofreciéndosenos con grandes conocimientos de aquellos
terrenos y ríos.
Miércoles, 5 dejulio. Al pueblo de Tenosique, rumbo sureste río arriba
y a dos leguas de distancia.
Jueves, 6. Preparada una canoa y gente escogida, marché en compañía
de Botín a reconocer los raudales del cerro. La boca de él demora desde
este punto al sur sudoeste y distancia directa dos leguas. Por el río tiene
tres por causa de los tornos. Sigue el río entre dos cerros de piedra
montañosa en partes cortada y con algunas puntas salientes a la faz
del agua, conservando un anchor desigual desde cincuenta a ciento
cincuenta varas. Una legua hasta el arroyo de Chiniquijá, con algunos
puntos de corriente, su fondo peñas y de ocho hasta diez y nueve brasas
de agua. Cambia al lesueste y siguiendo en diferentes direcciones según
el paso que le franquean los cerros. A cerca de tres leguas se presenta
un gran corriental y remolinos, hasta llegar al pie del raudal que corre
en la dirección sureste a noroeste. El raudal tiene como doscientas varas de
longitud y ciento de latitud, y su fondo de cuatro a ocho brasas de agua,
sus orillas dos muros de peña áspera, no muy dura. Dos días se gastaron
en vencer la subida del corriental y raudal, y estando ya vencidos, estu­
vimos a punto de perecer en razón de que dos peñas a la margen del agua
estorbaron el paso. La canoa se anegó de agua y en medio de aquellas
apuraciones no encontré más recurso que el de echarme raudal abajo,
habiendo salido con felicidad. De aquí regresé, considerando no ser posi­
ble por allí finar la expedición.
56 • JOSÉ MARÍA ESQUINCA

Martes, 11. Reparadas las canoas y la gente, marchamos río arriba


al arroyo de Chiniquijá a hacer noche.
Miércoles, 12. Regresaron las canoas y continuamos la marcha por
una cañada, rumbo corregido sudoeste cinco grados oeste y distancia
directa dos y media legua, a acamparnos a Agua Fría. Camino llano,
montaña alta, con mucha palma y árboles espinosos, clima cálido.
Jueves, 13 dejulio. A la casa del lacandón García, a orillas del arroyo
Choquejá Chico, rumbo sudoeste cuarta del oeste, distancia directa tres
leguas y cuarta. Montaña como la anterior. Las poblaciones de los lacan­
dones son milpas, en medio de las cuales una casa pajisa sin paredes en
la que habitan, un tinglodito en donde preparan sus comidas, y en la que
tienen sus ídolos y ésta separada. Cada familia vive y se maneja indepen­
dientemente una de otra. Éstos fueron tratados con dulzura y afabilidad
y obsequiados con listones y abalorios que se llevan al efecto.
Viernes, 14. Antes de la salida bauticé a tres hijos menores del García,
a lo que se presentó voluntariamente. De aquí regresaron los lacandones
primeros, siguiendo con nosotros el García. A la media legua, encontra­
mos otra ranchería, de los Cobog. Se les obsequió y regaló, bautizándo­
les cinco hijos, y nos acompañó uno de ellos. Fuimos a acampar a Monte
Claro, rumbo sudoeste cuarta al sur, y distancia cinco cuartos de legua,
montaña como la anterior.
Sábado, 15. Marcha al Choquejá, grande río, regular de peñas y de
corriental bien crecido, rumbo sueste cuarta al sur y distancia legua y
media. La montaña m uy áspera, con dos cerritos en el intermedio, su
clima cálido.
Domingo, 16. Al punto del regreso, rumbo al sursudoeste, distancia una
y media leguas, camino escabroso y montaña como la anterior. Fuga
precipitada de los lacandones que nos guiaban, temerosos según se infirió
de ser flechados si nos conducían a las habitaciones de los demás. Aquí se
reunieron mil circunstancias que obligaron a cambiar de dirección. Tales
fueron la falta de víveres de la gente que venía de peones y cargadores
del partido de Osumacinta, la tropa que no tenía víveres más que para
seis días, las ningunas ventajas que proporcionaba la dilatada marcha por
aquella multitud de serranías, la distancia en que nos hallábamos del
río Jataté, la imposibilidad completa de su navegación, y otras muchas
consideraciones que parece innecesario relatar y que ratifiqué después
que vi la situación local en que me hallaba según mis demarcaciones y
observaciones. En este estado y para el mejor acierto, consulté a los capi­
tanes Moreno y Castro, encargados de caudales, víveres e intérpretes,
UNA EXPEDICIÓN MALOGRADA, 1826 « 57

quienes no sólo apoyaron mi determinación sino que manifestaron la


necesidad absoluta de nuestro regreso, así que determiné romper si fuera
posible al Palenque en derechura, mucho más cuando los conocimientos
de Botín eran mercenarios, pues confesó que, aunque era verdad que había
estado entre los lacandones en diversas ocasiones y en una de ellas más de
treinta días y que conocía a más de doscientos de ellos, había siempre sido
conducido por ellos mismos de una en otra ranchería en medio de monta­
ñas y serranías que atravesaban sin la más mínima señal de camino, pues
peligraba entre ellos el que siquiera cortase una rama, como nosotros mis­
mos lo habíamos observado, así que sin más demora retrogradamos el
lunes 17 de julio, en que fuimos a hacer noche en Monte Claro.
Martes, 18. Se adelantó con buen éxito una partida que tuvo la fortu­
na de sorprender a Juan Pérez y Diego García, naturales de Tenosique, que
vivían hacía cuatro años entre los lacandones. Éstos nos ofrecieron sacar
en derechura al Palenque. En efecto, a poco antes de llegar a la casa del
lacandón García, rompimos a mano derecha y fuimos a dormir en la
Cañada. Éste es un plan estrecho que está en la abra de dos cerros. En
la noche de este día se fugaron peones y cargadores, dejando abandona­
das nuestras cargas.
Miércoles, 29. En este día, después de haber dejado acondicionadas
en las tiendas de campaña las cargas y equipaje y custodiadas por quince
hombres de la escolta, marchamos el resto con los guías, habiendo ido
a hacer noche en la casa del lacandón Naguat, camino plano, montaña
espinosa como las anteriores y clima cálido y húmedo.
Jueves, 20. A unas rancherías de los del Palenque, a orillas del río
Chacamax, el camino algo escabroso y un cerro empinado que fue nece­
sario atravesar.
Viernes, 21. Llegamos al Palenque. En este día mismo salió gente con
los guías a conducir las cargas que habían quedado en la montaña. El 27
llegaron sin novedad al Palenque, desde donde di cuenta al señor coman­
dante general, con lo que se concluye el diario que he formado exacta­
mente para que de todo ello tenga el conocimiento debido el alto gobierno
de la federación.

[Ciudad capital de Chiapas, 25 de agosto de 18261


Capítulo 3

De San Pedro Sabana a Palenque, 1840

John L loyd Stephens, explorador

D e t o d o s los viajeros presentados en esta antología, John Lloyd Stephens


sin duda es el más conocido. Este abogado estadounidense de Nueva Jersey,
aficionado a la arqueología, obtuvo fama mundial con un libro publica­
do en 1841 en Nueva York sobre un largo viaje de exploración que hizo en
1839 y 1840 por Belice, Honduras, Guatemala, Chiapas y Yucatán. El
libro, que apareció en 1843 bajo el título Incidents o f TYavel in Central
America, Chiapas and Yucatan (Harper and Brothers, Nueva York), tuvo
un éxito extraordinario, por dos razones principalmente: la precisión y
gracia con las cuales el autor logró describir las ruinas mayas, y las admi­
rables ilustraciones que acompañaban el texto, realizadas éstas por el
arquitecto inglés Frederick Catherwood, compañero de viaje de Stephens.
La visita a lasfabulosas ruinas de Palenque constituyó uno de los episo­
dios más dramáticos de aquel viaje. Stephens y Catherwood pasaron varias
semanas en el sitio arqueológico, el primero describiendo detalladamente
los monumentos descubiertos, el segundo eternizándolos en bellísimas
acuarelas. Gracias a los dos exploradores, las ruinas de Palenque llegaron
a ser conocidas por el gran público, tanto en Europa como en Norteamérica.
Tkmbién cobraron fama las difíciles condiciones en las cuales Stephens y
Catherwood tuvieron que viajar para llegar a su destino. Los dos viajeros
entraron en Chiapas desde Guatemala y pasaron después por las villas de
Comitán y Ocosingo. Llegaron a Palenque, tomando el viejo camino real
de Yajalón, TUmbaláy San Pedro Sabana. Al salir de este último pueblo,
la ruta los llevó a través de la parte noroccidental de la Selva Lacandona.
Fue para ellos una experiencia durísima, puesto que tuvieron que abrir
brecha no sólo entre la maleza sino además a través de unas serranías
particularmente ásperas.
El texto escogido describe ese terrible camino. Contiene variosfragmen­
tos inolvidables, sobre todo la descripción que hace Stephens de su paso por
la montaña, sentado en la espalda de un indio cargador, y que nos traslada,
de golpe, a la época colonial. No menos conmovedor es el fragmento
m
60 • JOHN IXOYD STEPHENS

acerca del joven irlandés, misteriosamente atraído por la selva, en la cual


pronto encontró su tumba. Igualmente llamativos son los dibujos de
Catherwood que acompañan tanfelizmente el relato escrito. La traducción
española está tomada de la edición guatemalteca de 1940, Incidentes de
viaje en Centro América, Chiapas y Yucatán, pp. 210-227.

Temprano a la mañana siguiente, el grupo azucarero se puso en mar­


cha, y a las siete menos cinco minutos seguimos nosotros, con silla de
manos y hombres, elevándose toda nuestra compañía hasta veinte
indios.
La región por donde ahora estábamos viajando era tan salvaje como
antes de la conquista española, y sin una habitación hasta que llegamos
a Palenque. El camino se extendía por en medio de una selva tan cubierta
de arbustos y malezas que se hacía impenetrable, y las ramas estaban
recortadas apenas a la altura suficiente para dar paso a un hombre cami­
nando bajo ellas a pie, de modo que, sobre el lomo de nuestras muías, nos
veíamos constantemente obligados a agachar el cuerpo, y aun a desmon­
tar. En algunos lugares, por gran distancia en derredor, el bosque parecía
destruido por el calor, el follaje mustio, las hojas secas y achicharradas,
como quemadas por el sol; y un tornado había barrido la región, del que
ninguna mención se hizo en los periódicos de San Pedro.
Encontramos tres indios que llevaban garrotes en las manos, desnudos
excepto una pequeña pieza de tela de algodón alrededor de los ijares y que
les pasaba entre las piernas; uno de ellos, joven, alto y admirablemente bien
formado, con la apariencia del hombre libre de las selvas. Luego después
pasamos una corriente, donde indios desnudos estaban colocando toscas
redes para pescar, rústicos y primitivos como en las primeras edades de
la vida salvaje.
A las diez y veinte minutos comenzamos a subir la montaña. Hacía
mucho calor, y no puedo dar una idea de lo fatigoso de la ascensión de
estas montañas. Nuestras muías apenas podían trepar sólo con las mon­
turas. Nos despojamos de las espadas, de las espuelas y de todo lo demás
superfluo; en efecto, nos quedamos en camisa y pantalones, y casi tan
en la misma condición de los indios como pudimos. Nuestra caravana
habría sido un espectáculo en Broadway. Primero iban cuatro indios,
cada uno con una tosca caja de cuero de res sobre sus espaldas, asegura­
da con una cadena de hierro y un gran candado; en seguida Juan, con
sólo un sombrero y un par de calzoncillos de género delgado de algodón,
conduciendo dos muías de repuesto y portando una escopeta de dos
DE SAN PEDRO SABANA A PALENQUE, 1840 • 61

cañones sobre sus desnudos hombros; después nosotros, cada uno llevan­
do por delante o jalando su propia muía; luego un indio conduciendo la
silla de manos, con cargadores de relevo, y varios muchachos que llevaban
pequeños sacos de provisiones, quedando m uy sorprendidos los indios
de la silla de que no los hubiésemos ocupado de acuerdo con el contrato
y con el precio ya pagado. Aunque sumamente fatigados, sentíamos que
era degradante el ser conducidos sobre los hombros de un hombre. En
aquella ocasión yo me encontraba en la peor condición de los tres, y la
noche anterior, en San Pedro, me había ido a la cama sin cenar, lo que
para cualquiera de nosotros era segura evidencia de estar por mal camino.
Habíamos traído la silla con nosotros simplemente como una medida
de precaución, con mucha probabilidad de vernos obligados a usarla; pero
en una empinada cuesta, que por poco me hace estallar la cabeza de pen­
sar en la subida, recurrí a ella por la primera vez. Era ésta una grande y
tosca silla de brazos, asegurada con tarugos y cuerdas de corteza. El indio
que iba a conducirme, lo mismo que todos los demás, era pequeño, no
mayor de cinco pies y siete pulgadas, muy delgado, pero simétricamente
formado. Una correa de corteza fue atada a los brazos de la silla, ajus­
tado el largo de las cuerdas, y suavizada la corteza de la frente con una
pequeña almohadilla para disminuir la presión. La levantaron dos indios,
uno de cada lado, y el conductor se puso de pie, se quedó inmóvil un mo­
mento, me elevó una o dos veces para acomodarme sobre sus hombros, y
emprendió la marcha con un hombre a cada lado. Esto era un gran alivio,
pero yo podía sentir cada uno de sus movimientos, hasta las elevaciones
de su pecho para respirar. El ascenso fue uno de los más escarpados de
todo el camino. A los pocos minutos se detuvo y exhaló un sonido, usual
entre los indios cargadores, entre silbido y jadeo, siempre doloroso para mis
oídos, pero que nunca lo había sentido antes tan desagradable. Iba yo con
la cara para atrás; no podía mirar el rumbo que llevaba, pero observé
que el indio de la izquierda retrocedió. Para que mi conducción no resul­
tara tan difícil, me senté tan quieto como pude; pero a los pocos minutos,
al mirar por sobre mi hombro, vi que nos estábamos aproximando al
borde de un precipicio de más de mil pies de profundidad. Aquí estaba yo
muy ansioso de bajarme; pero no podía hablar inteligiblemente, y los
indios no pudieron o no quisieron entender mis señas. Mi conductor se
movía con cuidado hacia adelante, con el pie izquierdo primero, tantean­
do si la piedra donde lo ponía se hallaba firme y segura antes de poner el
otro, y por grados, después de un movimiento especialmente cuidadoso,
adelantó ambos pies a medio paso de la orilla del precipicio, se detuvo
62 • JOHN LLOYD STEPHENS

y lanzó un tremendo silbido con jadeo. M i conductor, al respirar me


subía y me bajaba, sentía su cuerpo temblando bajo el mío, y sus rodillas
parecían ya flaquear. El precipicio era espantoso, y el más leve movimien­
to irregular de mi parte podría arrojarnos juntos hasta el fondo. Yo le
habría relevado por lo que faltaba de camino, con su paga completa por
el resto del viaje, con tal de verme libre de sus espaldas; pero otra vez se
puso en marcha y, con el mismo cuidado, siguió subiendo varios pasos
tan cerca de la orilla, que aun sobre el lomo de una muía habría sido un
paso muy desagradable. M i temor de que se inutilizara o que tropezara
era excesivo. Para mi completo alivio, la senda se apartó del precipicio; mas
apenas me congratulaba de mi escape cuando descendió algunos pasos.
Esto era mucho peor que la subida; si él caía, nada podría librarme de ser
lanzado sobre su cabeza; pero me quedé ahí hasta que me bajó por su pro­
pia voluntad. El pobre muchacho estaba bañado en sudor, y cada uno de
sus miembros temblaba. Ya otro estaba listo para levantarme, pero yo ya
había tenido lo suficiente. Pawling la probó, pero sólo por corto tiempo.
Era bastante malo el ver a un indio fatigándose con un peso muerto en las
espaldas; pero sentirlo temblar bajo nuestro propio cuerpo, oír su peno­
sa respiración, verlo además chorreándole el sudor y sentir la inseguridad
de nuestro puesto, hacían de este modo de viajar lo que nada más que una
pereza y una insensibilidad ingénitas podrían soportar. Andando a pie,
o mejor dicho, trepando, deteniéndonos muchas veces para descansar, y
montando cuando esto era posible, llegamos a un cobertizo techado con
halago, donde deseábamos pasar la noche, pero no había agua.
No pudimos saber a qué distancia quedaba Nopá, nuestro proyec­
tado paradero, que suponíamos en la cumbre de la montaña. A cada pre­
gunta los indios contestaban "una legua". Pensando que no podría estar
m uy encumbrado, continuamos. Durante una hora más tuvimos una
empinada cuesta, y en seguida comenzamos un terrible descenso. Por
entonces ya el sol había desaparecido; negros nubarrones cerníanse
sobre la selva, y el trueno rodaba pesadamente sobre la cima de la mon­
taña. A medida que bajábamos, un fuerte viento azotaba la floresta; el
aire estaba lleno de hojas secas; las ramas estallaban y se rompían, los
árboles se encorvaban, y se veían todas las señales de un violento tor­
nado. Bajar apresuradamente a pie no había ni que pensarlo. Estábamos
tan cansados que esto era un imposible; y, temerosos de vernos sorpren­
didos en la montaña por un huracán y un copioso aguacero, espoleamos
y seguimos bajando tan de prisa como pudimos. Era un no interrum­
pido descenso, sin ningún consuelo, pedregoso y muy escarpado. M uy a
DE SAN PEDRO SABANA A PALENQUE, 1840 * 63

menudo las muías se paraban, temerosas de seguir adelante; y en cierto


lugar, las dos muías de remuda se metieron en la tupida selva antes que
proseguir. Afortunadamente para el lector, ésta es nuestra última mon­
taña, y puedo finalizar honradamente con un clímax; ésta fue la peor
de todas las montañas que jamás encontré en ése o en cualquier otro país,
y, bajo nuestros temores de que estallara la tormenta, puedo asegurar que
ningunos viajeros la bajaron nunca en menos tiempo. A las cinco menos
cuarto llegamos al llano. La montaña se hallaba oculta por las nubes, y
la tormenta batía ahora con furia arriba de nosotros. Cruzamos el río,
y siguiendo a lo largo de él a través de una tupida selva, llegamos al
Rancho de Nopá.
Se hallaba situado en un claro circular como de cien pies de diámetro,
cerca del río, con la selva alrededor, tan tupida de arbustos y monte bajo,
que las muías no podían penetrarla, y con ninguna abertura más que
para el paso del camino a través de ella. El rancho no era sino un techo
en declive cubierto con hojas de palmera, y sostenido por cuatro troncos de
árboles. Por todo el contorno había montones de conchas de caracol, y el
piso del rancho tenía varias pulgadas de cenizas, resto de los fuegos para
cocerlos. Apenas acabábamos de congratularnos por nuestro arribo a tan
bello lugar, cuando ya habíamos süfrido tal embestida de zancudos cual
jamás la habíamos experimentado en el país. Hicimos un fuego, y, con
el apetito aguzado por un penoso día de trabajo, nos sentamos sobre el
césped a disponer de una gallina de San Pedro; pero nos vimos obligados
a levantarnos, y mientras ocupábamos una mano con los comestibles,
usábamos la otra para sacudirnos los ponzoñosos insectos. Pronto nota­
mos que teníamos una mala perspectiva para la noche, encendimos fuegos
por todo el rededor del rancho, y fumamos desordenadamente. No tenía­
mos prisa por acostarnos y permanecimos sentados hasta una hora avan­
zada, consolándonos con el pensamiento de que, si no fuera por los zancu­
dos, nuestra satisfacción sería ilimitada. El oscuro borde del claro se veía
alumbrado por luciérnagas de extraordinario tamaño y brillantez, que
revoloteaban por entre los árboles, no brillando y desapareciendo, sino
llevando una luz fija; y, excepto por su ruta serpentina, semejaban estrellas
errantes. En diferentes lugares había dos que parecían estacionarias, emi­
tiendo una pálida pero hermosa luz, y con aire de señoritas rivales en día
de recepción. Los ígneos círculos revoloteaban de uno a otro; y cuando
alguno, más atrevido que los demás, se aproximaba demasiado, la coque­
ta retiraba su luz, y el revoloteo terminaba. Una, sin embargo, las atrajo
a todas frente a ella, y nosotros contamos hasta siete revoloteando a su
alrededor.
64 • JOHN LLOYD STEPHENS

Por último nos preparamos para dormir. Las hamacas nos expon­
drían por todos lados a los crueles ataques de los zancudos, y extendimos
nuestros petates en el suelo. No nos desvestimos. Pawling, con mucho
trabajo, dispuso sus sábanas en forma de mosquitero; pero hacía tanto
calor que no pudo respirar debajo de ellas, y se estuvo paseando por los
alrededores o en el río casi toda la noche. Los indios se habían ocupado en
recoger caracoles y en cocerlos para cenar, y en seguida se acostaron a
dormir a la orilla del río; pero a la media noche, con fuertes truenos y
relámpagos, se desencadenó un aguacero torrencial, y todos ellos se alber­
garon bajo el cobertizo, y acostándose enteramente desnudos, mecánica­
mente, y al parecer sin que esto les perturbase, se daban manotadas en
el cuerpo. El incesante zumbido y los piquetes de los insectos nos mantu­
vieron en estado de vigilia e irritación. Podíamos protegernos nuestros
cuerpos, pero con una cubierta sobre la cara el calor era insufrible. Antes
de amanecer me dirigía al río, que era ancho y de poca profundidad, y me
extendí sobre el arenisco fondo, donde el agua tenía sólo la hondura sufi­
ciente para correr sobre mi cuerpo. Éste fue el primer momento agrada­
ble que yo había tenido. Mi acalorado cuerpo se refrescó, y allí me quedé
hasta el amanecer. Cuando salí para vestirme se vinieron sobre mí con
el apetito excitado por el espíritu de la venganza. Nuestro día de trabajo
había sido tremendamente duro, pero el de la noche fue peor. El aire matu­
tino, sin embargo, era refrescante, y al apuntar el día desaparecieron
nuestros atormentadores. Míster Catherwood había sufrido menos, pero
en el insomnio se le había perdido un precioso anillo de esmeralda, que
había usado en el dedo durante muchos años, y que estimaba por los
recuerdos que evocaba. Nos quedamos algún tiempo buscándolo, y por
fin montamos e hicimos nuestra última salida rumbo a Palenque. El
camino era plano, pero el bosque seguía todavía tan espeso como en la
montaña. A las once menos cuarto llegamos a una senda que conducía
a las ruinas, o a alguna otra parte. Nosotros habíamos abandonado el
propósito de ir directamente a las ruinas; porque, fuera de que nos hallába­
mos en una destrozada condición, no podíamos comunicarnos en modo
alguno con nuestros indios, y probablemente ellos no sabían dónde esta­
ban las ruinas. Por fin salimos a un llano abierto y miramos hacia atrás la
cordillera que habíamos cruzado, extendiéndose hasta el Petén y hacia
la tierra de los indios sin bautismo.
A medida que avanzábamos llegamos a una región de espléndidas pra­
deras y vimos hatos de ganado. La yerba mostraba el efecto de las prime­
ras lluvias, y la pintoresca apariencia del campo me trajo a la memoria
DE SAN PEDRO SABANA A PALENQUE, 1840 * 65

muchas escenas del hogar; pero allí había un árbol de singular belleza
que era desconocido, que tenía un elevado y desnudo tronco y desplega­
da copa, con hojas de verde brillante, cubierto de flores amarillas. Conti­
nuando sin preocupaciones, y parando de vez en cuando para gozar de
la risueña vista alrededor y apreciar el vernos libres de las obscuras
montañas de atrás, nos subimos a una pequeña meseta y miramos el
pueblo a nuestro frente, consistente en una calle cubierta de grama, no
interrumpida ni aun por una senda de muías, con unas pocas casas blan­
cas dispersas a cada lado, y sobre una pequeña elevación, en el extremo más
distante, una iglesia techada con bálago, con una tosca cruz y un campa­
nario frente a ella. Un muchacho podría rodar sobre la yerba desde la
puerta de la iglesia hasta fuera del pueblo. En realidad, éste fue el lugar más
muerto que jamás yo vi con vida; pero, llegando de pueblos atestados de
indios salvajes, su aire de reposo fue muy grato para nosotros. En los subur­
bios había chozas de indios esparcidas; y mientras avanzábamos por la
calle, ocho a diez gentes blancas, hombres y mujeres, aparecieron, más de
las que habíamos visto desde que salimos de Comitán, y las casas tenían
una agradable y respetable apariencia. En una de ellas vivía el alcalde, un
hombre blanco, como de sesenta años, vestido con calzoncillos blancos de
algodón, y con la camisa de fuera, de aspecto respetable, algo jorobado,
pero con una expresión en el rostro que infundía desconfianza. Con la que
yo pensaba ser la manera más cautivadora, le ofrecí mi pasaporte; pero
nosotros le habíamos perturbado su siesta; se había levantado de mal
humor; y, mirándome fijamente al rostro, me preguntó qué tenía él que ver
con mi pasaporte. A esto yo no pude responder; y siguió diciendo que
nada tenía que hacer con él, y que no necesitaba que se lo diéramos;
que debíamos ir con el prefecto. En seguida dio dos o tres vueltas en un
círculo como para demostrar que no le importaba lo que pensáramos de
él; y, como si adivinara lo que estaba pasando en nuestro pensamiento,
espontáneamente agregó, que ya antes habían habido quejas en su con­
tra, pero que éstas eran inútiles; que no podrían removerlo, y que si lo
hacían tampoco le importaba.
Este saludo al final de nuestro fatigoso viaje fue un poco desconsola­
dor, pero era de importancia para nosotros el no tener ninguna dificultad
con este áspero empleado; y, procurando acertar un punto vulnerable, le
dijimos que deseábamos quedarnos unos cuantos días para descansar,
y que nos veríamos precisados a comprar muchas cosas. Le preguntamos
si había pan en el pueblo; contestó: "no hay"; ¿maíz ? "no hay"; ¿café? "no
hay"; ¿chocolate? "no hay". Su satisfacción parecía aumentar a medida
66 • JOHN LLOYD STEPHENS

que podía responder "no hay"; pero nuestra infortunada pregunta por
pan aumentó su ira. Inocentemente, y sin pensar en ofenderlo, revelamos
nuestro disgusto; y Juan, por su propia conveniencia, dijo que nosotros no
sabíamos comer tortillas. Esto le vino a la memoria, se lo repitió a sí
mismo varias veces, y a todo el que llegaba le decía, con singular énfa­
sis: ellos no pueden comer tortillas. Prosiguiendo, dijo que había un horno
en el lugar, pero que no había harina, y que el panadero se había marcha­
do desde hacía siete años; que la gente allí podía pasarla sin pan. Para cam­
biar de asunto, y dispuesto a no quejarme, proferí la expresión concilia­
toria: que, de todos modos, nos considerábamos dichosos de escapar de la
lluvia en la montaña, a lo cual respondió preguntando que si esperábamos
algo mejor en Palenque, y repitió con gran satisfacción una frase muy
común en boca de los palenquianos: "tres meses de agua, tres meses agua­
cero, y seis meses de norte", es decir "tres meses de lluvias, tres meses de
chaparrones, y seis meses de viento norte", el que en aquella región pro­
duce frío y lluvias.
Encontrando que era imposible dar un punto débil, mientras que los
criados apilaban el equipaje me fui a casa del prefecto, cuya recepción, en
aquellos críticos momentos, fue de lo más agradable y alentadora. Con
la acostumbrada cortesía me ofreció una silla y un puro, y tan pronto
como vio mi pasaporte dijo que me había estado esperando por algún
tiempo. Esto me sorprendió; y él añadió que don Patricio le había refe­
rido que yo estaba por llegar, lo que me sorprendió todavía más, pues yo
no recordaba a ningún amigo de tal nombre; pero pronto supe que este
imponente sobrenombre quería decir mi amigo míster Patrick Walker,
de Belize. Ésta era la primera noticia de míster Walker y del capitán Caddy
que yo había recibido desde que el teniente Nicols llevó a Guatemala el
informe que ellos habían sido alanceados por los indios. Habían llegado
a Palenque por el Río Belize y el Lago del Petén, sin ninguna otra dificul­
tad más que lo malo de los caminos; habían permanecido dos semanas
en las ruinas y salido por la Laguna y Yucatán. Ésta fue la más satisfac­
toria noticia, primero, porque me daba la seguridad de su salvación, y
segundo, porque deducía de ella que no habría impedimento para nues­
tra visita a las ruinas. El temor de encontrarnos al fin de nuestro penoso
viaje con una perentoria prohibición, nos había perturbado más o menos
constantemente, y algunas veces pesado sobre nosotros como plomo.
Habíamos determinado no hacer referencia a las ruinas, hasta que tuvié­
semos una oportunidad de averiguar cómo se presentaban las cosas y,
hasta ese momento, aún no me había desengañado si todo nuestro
DE SAN PEDRO SABANA A PALENQUE, 1840 • 67

trabajo sería inútil. Para colmo de mi satisfacción, el prefecto nos dijo


que el lugar era completamente tranquilo; que era un rincón retirado
hasta donde las revoluciones y convulsiones políticas nunca llegaban.
El había desempeñado su empleo durante veinte años y reconocido otros
tantos diferentes gobiernos.
Regresé para dar mis informes, y con respecto al viejo alcalde, en el
lenguaje de un manifiesto de junta de barrio, determiné no pedir nada
que no fuera razonable, ni someterme a nada que me pareciera injusto.
En este espíritu hicimos una intrépida solicitud de maíz. Los "no hay" del
alcalde eran demasiado verídicos; la cosecha de maíz había sido mala y
había hambre en el lugar. Los indios, con su habitual imprevisión, habían
sembrado apenas lo suficiente para la temporada, y como ésta había
resultado mala, se vieron reducidos a frutas, plátanos y raíces en vez de
tortillas. Cada familia de blancos tenía más o menos lo suficiente para su
propia subsistencia, pero nada de sobra. La escasez de la cosecha de maíz
hizo que todo lo demás escaseara, pues se vieron obligados a matar sus
gallinas y sus cerdos por carecer de lo necesario para su manutención. El
alcalde, que a sus otras ofensas agregaba la de ser rico, era el único hombre
del lugar que tenía algo de sobra, y lo estaba reteniendo para cuando
hubiera mayor necesidad. En Túmbalá habíamos comprado buen maíz
a treinta mazorcas por un real; aquí, con gran dificultad, pudimos lograr
que el alcalde nos reservara un poco a ocho mazorcas por dos reales, y
éstas estaban tan mohosas y comidas de gorgojo que las muías apenas
querían tocarlas. Al principio nos sorprendió el que ningún atrevido
capitalista efectuase importaciones de TUmbalá por valor de varios dóla­
res; pero al profundizar en el asunto nos hallamos con que el valor del
transporte no dejaba mucha ganancia y, además, que el curso del cambio
estaba en contra de Palenque. Unos pocos quintales habrían atestado el
mercado; porque como cada familia blanca tenía provisiones hasta para
la próxima cosecha, los indios eran las únicas personas que deseaban
comprar y no tenían dinero para ello. El golpe de la carestía cayó sobre
nosotros y en particular sobre nuestras pobres muías. Por fortuna, sin
embargo, allí había buenos pastos, y no lejos. Les desatamos las bridas en
la puerta y las dejamos sueltas en las calles; pero, después de dar una
vuelta, regresaron todas juntas e introdujeron sus cabezas en la puerta
implorando maíz con la mirada.
Nuestras perspectivas no eran muy brillantes; no obstante eso, había­
mos llegado a Palenque, y por la noche se desencadenó la tempestad, con
68 • JOHN LLOYD STEPHENS

terríficos truenos y relámpagos, lo que hizo que nos sintiéramos dema­


siado dichosos de que nuestro viaje hubiese terminado. La casa que nos
asignó el alcalde estaba inmediata a la suya y era de su pertenencia. Tenía
contigua una cucinera (cocina), y dos mujeres indias que no se atrevie­
ron a mirarnos sin permiso del alcalde. El piso de ésta era de tierra, tenía
tres camas hechas de cañas, y techo de bálago, muy bueno, salvo que
sobre dos de las camas se goteaba. Debajo del puntiagudo techo y a través
del remate de las paredes de adobe, había un piso construido de palos, que
servía de granero para el mohoso maíz del alcalde, habitado por indus­
triosos ratones, que rascaron, royeron, chillaron y esparcieron polvo sobre
nosotros toda la noche. Sin embargo, habíamos llegado a Palenque y
dormimos bien.
El día siguiente fue domingo y lo celebramos como día de descanso.
Anteriormente, en todos mis viajes, yo había hecho el esfuerzo de guar­
darlo como tal, pero en este país encontré que era imposible. El lugar era
tan tranquilo, y parecía en tal estado de reposo, que cuando el viejo alcal­
de pasó por la puerta nos aventuramos a decirle buenos días; pero otra
vez se había levantado de mal humor; y, sin corresponder a nuestro salu­
do, se paró para decirnos que nuestras muías se habían perdido, y, como
esto no nos perturbó lo suficiente, añadió que probablemente se las
habrían robado; pero cuando nos vio completamente excitados y a punto
de salir a buscarlas, nos dijo que no había peligro; que sólo habrían ido a
beber agua y que volverían ellas mismas.
El pueblo de Palenque, según supimos por el prefecto, fue en otra época
un lugar de considerable importancia, pasando por él todas las mercade­
rías importadas para Guatemala; pero Belize había desviado ese tráfico y
destruido su comercio, y muy pocos años antes más de la mitad de la
población había sido barrida por el cólera. Familias enteras habían pere­
cido, y sus casas se hallaban desoladas y convirtiéndose en ruinas. La
iglesia estaba al extremo de la calle, en el centro de una herbosa plaza.
A cada lado de la plaza había casas con la selva directamente encima de
ellas; y, encontrándonos un poco elevados en la plaza, nosotros nos hallá­
bamos en línea con las copas de los árboles. La casa más grande de la
plaza se encontraba desierta y convertida en ruinas. Había una docena de
otras casas ocupadas por familias blancas, con quienes, en el transcurso
de una hora de callejeo, nos hicimos conocidos. Yo no tenía más que
pararme frente a la puerta y recibía una invitación: "Pase adelante, capi­
tán", cuyo título yo debía al águila de mi sombrero. Cada familia tenía su
DE SAN PEDRO SABANA A PALENQUE, 1840 • 69

hacienda en las cercanías, y al cabo de una hora yo ya sabía lo que esta­


ba sucediendo en Palenque; es decir, sabía que nada estaba sucediendo.
En el extremo más alto de la plaza, dominando esta escena de quie­
tud, estaba la casa de un americano llamado ¡William Brown! Era éste
un extraño lugar para la morada de un americano, y míster Brown era un
americano emprendedor. En la gran lotería él se había sacado una esposa
palenquiana, la que en aquel tranquilo lugar probablemente lo había
librado de morir de tedio. Qué fue lo primero que lo trajo al país, no lo sé.
Él tenía el privilegio exclusivo para la navegación a vapor del Río Tabasco,
y habría hecho una fortuna, pero su barco se fue a pique en el segundo
viaje. Entonces emprendió el corte de maderas bajo un nuevo método, y
estuvo a punto de hacer otra fortuna, pero algo hubo que le salió mal.
En el tiempo de nuestra visita se hallaba ocupado en canalizar un peque­
ño corte hasta el mar, para unir dos ríos cerca de su hacienda. Para asom­
bro de los palenquianos, él estaba siempre ocupado, cuando podía vivir
tranquilamente en su hacienda en el verano y pasar los inviernos en el
pueblo. M uy a nuestro pesar, no se encontraba entonces en la aldea. Habría
sido interesante el hallar a un paisano de su temple en aquel tranquilo
rincón del mundo.

Jo h n Slephwi.s motilado en un indio carpidor, 1840. ((¡rallado do F. Catherwood va. Incidente o f Tremí, 1841.)
70 • JOHN LLOYD STEPHENS

El prefecto era muy versado en la historia de Palenque. Está situado


en la provincia de los Tzendales, y durante una centuria después de la
conquista de Chiapas quedó en poder de los indios. Hace dos centurias,
Lorenzo Mugil, un emisario directo de Roma, levantó entre ellos el estan­
darte de la cruz. Los indios todavía conservan su vestido como una
sagrada reliquia, pero tienen mucha desconfianza de mostrarlo a los
extranjeros, y yo no pude lograr que me lo enseñaran. La campana de la
iglesia, también, fue enviada desde la santa ciudad. Los indios se sometie­
ron al dominio de los españoles hasta el año 1700, cuando toda la pro­
vincia se sublevó, y en Chilón, Tlimbalá y Palenque apostataron del cristia­
nismo, asesinaron a los sacerdotes, profanaron los templos, tributaron
impía adoración a una mujer indígena, destrozaron a los hombres blancos
y se apoderaron de sus mujeres como esposas. Pero tan pronto como llegó
la noticia a Guatemala, un poderoso ejército fue enviado en contra de
ellos, redujeron a los pueblos sublevados restaurándolos a la fe católica
y se restableció la tranquilidad. El derecho de los indios, sin embargo, a la
propiedad de la tierra estaba todavía reconocido, y a lo menos hasta la inde­
pendencia mexicana, recibían renta por la tierra en los pueblos y por las
milpas en los alrededores.
A corta distancia de Palenque el Río Chacamal lo separa del territorio
de los indios sin bautismo, a quienes aquí se les llama caribes. Hace cin­
cuenta años el padre Calderón, tío de la esposa del prefecto, acompañado
de su sacristán, un indio, se estaba bañando en el río, cuando éste lanzó
un grito de alarma al ver algunos caribes que estaban mirándolos, e inten­
tó huir; pero el padre, tomando su báculo se dirigió hacia ellos. Los caribes
se prosternaron ante él, lo condujeron a sus chozas, y lo invitaron para
volver y para que les hiciese una visita en cierto día. El día señalado, el
padre se fue con su sacristán, y se encontró con una congregación de
caribes y con una gran fiesta preparada en su honor. Se quedó con ellos
por algún tiempo, y en recompensa los invitó para que fueran al pueblo de
Palenque el día de la fiesta de Santo Domingo. Una gran partida de estos
indios salvajes asistió, llevando consigo carne de tigre, de mono, y cacao
como presente. Oyeron misa y miraron todas las ceremonias de la iglesia;
entonces invitaron al padre a que se estuviera entre ellos y los enseñara,
y erigieron una choza en el lugar donde lo encontraron por primera vez,
a la que consagró él como iglesia e instruyó a su sacristán para que dijera
la misa todos los domingos. Según dijo el prefecto, si el padre hubiera vivi­
do, muchos de ellos probablemente habrían sido cristianizados; pero, desgra­
DE SAN PEDRO SABANA A PALENQUE, 1840 • 71

ciadamente murió; los caribes se remontaron en la selva, y desde enton­


ces ninguno de ellos ha aparecido por el pueblo.
Las ruinas quedan como a ocho millas de la población, completamen­
te desoladas. El camino era tan pésimo, que, para llevar a cabo algo, era
necesario quedarse allá, y tuvimos que hacer los preparativos para el
efecto. En el pueblo había tres pequeñas tiendas, cuyas existencias en con­
junto no valdrían setenta y cinco dólares; pero en una de ellas encontra­
mos libra y media de café, que aseguramos inmediatamente. Juan nos
comunicó la grata nueva que a la mañana siguiente matarían un puerco,
y que ya había tratado una porción de manteca; también, que había una
vaca con su ternero que andaba suelta, y que se podía hacer un arreglo
para mantenerla y ordeñarla. Al momento se atendió a esto, y se hicieron
todos los arreglos necesarios para visitar las ruinas al siguiente día. Los
indios generalmente conocían el camino, pero sólo había un hombre en el
lugar, apto para servirnos como guía en el terreno, y él tenía entre manos
el negocio de matar y distribuir el puerco, razón por la cual no pudo partir
con nosotros, pero prometió seguirnos.
Al atardecer la quietud del pueblo se vio perturbada, por un estallido, y
al salir nos encontramos con que se había caído una casa. Una nube de
polvo se levantó de allí, y las ruinas probablemente yacen todavía como
cuando cayeron. El cólera la había privado de sus moradores, y por varios
años había permanecido deshabitada.
Temprano a la mañana siguiente nos preparamos para trasladarnos
a las ruinas. TUvimos que hacer provisiones para el manejo de los asun­
tos domésticos en gran escala; nuestros utensilios de cocina eran de tosca
alfarería, y nuestras tazas de duras cáscaras de ciertas legumbres redon­
das, cuyo valor total, quizás, ascendería a un dólar. No pudimos conse­
guir un jarro para agua en el lugar, pero el alcalde nos prestó uno libre de
costo a menos que se quebrara, y como ya entonces estaba rajado él proba­
blemente lo consideraba vendido. Dicho sea de paso nosotros obligamos
al alcalde a que nos quisiera, dejándole nuestro dinero en depósito. Hici­
mos esto con gran publicidad, a efecto de que pudiera ser sabido en el
pueblo que allá en las ruinas no habría "plata", pero el alcalde lo estimó
como una prueba de especial confianza. En verdad, nosotros no podíamos
mostrársela más grande. Él era un viejo tacaño y desconfiado, que guar­
daba su dinero en un cofre en un cuarto interior, y nunca salía de la casa
sin cerrar la puerta de calle y llevar la llave consigo. Nos hizo pagar adelan­
tado por todo lo que necesitábamos, y no nos habría confiado medio dólar
por ningún motivo.
n • JOHN LLOYD STEPHENS

Era necesario llevar con nosotros del pueblo todo aquello que pudiese
contribuir a nuestra comodidad, y pusimos todo empeño en conseguir
una mujer; pero ninguna quizo confiarse sola con nosotros. Fue ésta una
gran privación; una mujer era deseable, no como el lector pudiera supo­
ner, como adorno, sino para hacer las tortillas. Éstas, para ser tolerables,
deben comerse en el momento de cocidas; pero nos vimos obligados a
hacer un arreglo con el alcalde para que nos las enviara diariamente junto
con el producto de nuestra vaca.
Nuestro paseo fue igual a cualquiera de los que habíamos tenido en el
camino. Un indio partió con un baúl de cuero de res sobre su espalda, soste­
nido por una cuerda de corteza como base de su carga, mientras que a
cada lado pendía de una cuerda con corteza una gallina envuelta en hojas
de plátano, con sólo la cabeza y la cola visibles. Otro llevaba encima de su
baúl un pavo vivo, con las patas amarradas y desplegadas las alas como
un águila extendida. Otro tenía a cada lado de su carga sartas de huevos,
cada uno de éstos envuelto cuidadosamente en dobladores, y todos asegu­
rados como cebollas en una cuerda de corteza. Los utensilios de cocina
y el jarro para agua fueron colocados sobre las espaldas de otros indios, y
contenían arroz, frijol, azúcar, chocolate, etcétera; largas tiras de carne de
puerco y racimos de plátanos iban colgando; y Juan llevaba en los brazos
nuestra cafetera de viaje, de hojalata, llena de manteca, la que en aquella
región siempre permanecía en un estado líquido.
A las siete y media salimos de la aldea. Por una corta distancia el cami­
no era abierto, pero muy pronto entramos a una selva, que continuó sin
interrupción hasta las ruinas, y probablemente muchas millas más allá.
El camino era una simple vereda de indios, y las ramas de los árboles, ven­
cidas y pesadas por la lluvia, colgaban tan bajo que nos veíamos obliga­
dos a detenernos constantemente, y muy pronto nuestros sombreros y
chaquetas estuvieron perfectamente mojados. Por la espesura del follaje
el sol de la mañana no pudo secar el diluvio de la noche anterior. El suelo
estaba muy lodoso, interrumpido por corrientes crecidas por las primeras
lluvias, con zanjas donde las muías tropezaban y se atascaban; en algu­
nos lugares muy difíciles de atravesar. En medio de la ruina de los impe­
rios, nada habló jamás tan fuertemente de las mudanzas del mundo, como
esta inmensa selva amortajando a la que en otro tiempo fuera una gran
ciudad. Antiguamente había sido un espacioso camino real, atestado de
gentes que se hallaban estimuladas por las mismas pasiones que actual­
mente dan impulso a las acciones humanas; y todas ellas han desapare­
DE SAN PEDRO SABANA A PALENQUE, 1840 « 73

cido, sus habitaciones se encuentran sepultadas y ningún rastro de ellas


ha quedado.
En dos horas llegamos al Río Micol, y en media hora más al de Otulá,
oscurecido por la sombra de la selva, y rompiéndose hermosamente sobre
un lecho de piedras. Al vadearlo, muy pronto notamos montones de
piedras, y después una piedra redonda esculpida. Espoleamos sobre un
filudo ascenso de fragmentos, tan escarpado que las muías apenas pudie­
ron subirlo, hasta una terraza cubierta, lo mismo que todo el camino, con
árboles, de tal modo, que era imposible establecer su forma. Siguiendo
sobre esta terraza, nos paramos al pie de una segunda, a tiempo que nues­
tros indios gritaron "el Palacio", y por entre los claros de los árboles vimos
el frente de un gran edificio ricamente ornamentado con figuras estuca­
das sobre las pilastras, raro y elegante; los árboles crecían arrimados junto
a él, y sus ramas entraban por las puertas; en estilo y efecto único, extraor­
dinario y melancólicamente hermoso. Amarramos nuestras muías a los
árboles, subimos por una fila de gradas de piedra separadas y derribadas
por la fuerza de la vegetación, y entramos al palacio, paseándonos por
algunos momentos a lo largo del corredor y por el patio; y después que
terminó la primera ojeada de ansiosa curiosidad, regresamos a la entrada,
y, parándonos en la puerta, hicimos una descarga de cuatro tiros cada
uno, que era la última carga de nuestras armas de fuego. A no ser por
este modo de expresar nuestra satisfacción, habríamos hecho trepidar el
techo del antiguo palacio con un ¡viva! Fue proyectado, además, para pro­
ducir efecto sobre los indios, los cuales probablemente nunca antes habrían
oído semejante cañoneo, y casi, como sus antepasados en tiempo de Cortés,
consideraban nuestras armas como instrumentos que producían el
rayo, y quienes, nosotros lo sabíamos, darían tales noticias en el pueblo
que harían que cualquiera de sus respetables amigos se guardase de
hacernos una visita por la noche.
Habíamos llegado al término de nuestro largo y fatigoso viaje, y la
primera ojeada nos indemnizó nuestro trabajo. Por primera vez nos
hallábamos en un edificio erigido por los habitantes aborígenes, levan­
tado antes que los europeos tuviesen noticia de la existencia de ese conti­
nente, y nos preparamos para hacer nuestra morada bajo su techo. Selec­
cionamos el corredor de enfrente para nuestra vivienda, soltamos al pavo
y a las gallinas en el patio, que se encontraba tan cubierto de árboles que
apenas podíamos mirar a través de él; y como allí no había pastura para
las muías, salvo las hojas de los árboles, y no las podíamos soltar en
medio de la selva, las subimos por las gradas en medio del palacio, y las
74 • JOHN LLOYD STEPHENS

soltamos también en el patio. En un extremo del corredor construyó Juan


una cocina, cuya operación consistió en colocar tres piedras en forma de
ángulo, como para dejar entre ellas espacio para el fuego. Nuestro equi­
paje fue colocado afuera o colgado al alcance sobre palos atravesados en
el corredor. Pawling puso una piedra como de cuatro pies de largo sobre
patas de piedra en forma de mesa, y con los indios cortó cierto número
de varas, las cuales unidas y amarradas con cuerdas de corteza, fueron
puestas sobre piedras situadas en la cabecera y en los pies para que sir­
vieran como camas. Derribamos las ramas que penetraban al palacio,
y algunos de los árboles de la terraza, y desde el piso del palacio mirába­
mos la copa de una inmensa selva extendiéndose a lo lejos hasta el golfo
de México.
Los indios tenían supersticiosos temores acerca de la permanencia de
noche entre las ruinas, y nos dejaron solos, únicos moradores del pala­
cio de monarcas desconocidos. Poco pensarían quienes lo edificaron que al
cabo de pocos años su linaje real perecería y su raza sería extinguida, su
ciudad convertida en ruinas, y míster Catherwood, Pawling, yo y Juan,
sus únicos moradores. Otros extranjeros habían estado allí, maravillados
como nosotros. Sus nombres estaban escritos en los muros, con comen­
tarios y figuras; y aún aquí había señales de aquellos bajos y envilecidos
espíritus que se deleitan en profanar los lugares sagrados. Entre los nom­
bres, mas no de los de esta clase, figuran los conocidos: el capitán Caddy
y míster Walker; y uno era el de un paisano, Noah O. Platt, de Nueva
York. Él había salido para Tabasco como sobrecargo de un buque, ascen­
dido uno de los ríos en busca de palo de Campeche, y mientras cargaban su
barco visitó las ruinas. Su relato de ellas me había dado un gran deseo
de visitarlas mucho antes que se presentara la oportunidad de hacerlo.
Hasta arriba, a un lado del corredor, estaba el nombre de William Bean-
ham, y abajo había una estrofa escrita a lápiz. Por medio de un árbol con
muescas hechas en él subí y leí las líneas. La rima era defectuosa y la
ortografía mala, pero ellas revelaban un profundo sentido de la subli­
midad moral esparcida entre estas ignoradas ruinas. El autor parecía,
asimismo, un conocido. Yo había oído su historia en el pueblo. Era él
un joven irlandés, enviado por un comerciante de Tabasco al interior con
el fin de traficar al por menor; había pasado algún tiempo en Palenque
y por sus alrededores, y, con sus ideas y sentimientos dirigidos fuerte­
mente hacia los indios, después de meditar sobre el asunto cierto tiempo,
resolvió penetrar en el país de los caribes. Sus amigos se empeñaron en
disuadirle, y el prefecto le dijo: "Tiene usted cabello rubio, una hermosa
DE SAN PEDRO SABANA A PALENQUE, 1840 « 75

tez y una piel blanca, y ellos o harán de usted un dios y lo retendrán en


su compañía, o lo matarán y se lo comerán"; pero él se fue solo y a pie,
atravesó el río Chacamal, y después de una ausencia de casi un año
regresó salvo, pero desnudo y extenuado, con las uñas y los cabellos
largos, habiendo permanecido ocho días con un solo caribe en las ribe­
ras de un turbulento río, buscando un vado y viviendo de raíces y de
yerbas. Construyó una choza en las orillas del río Chacamal, y vivió
allí con un sirviente caribe, preparándose para otro más prolongado
viaje entre ellos, hasta que al fin algunos barqueros que llegaron a trafi­
car con él lo encontraron muerto en su hamaca con el cráneo partido.
Había escapado de los peligros de un viaje que nadie en aquel país se
atrevió a arrostrar, para morir en manos de un asesino en un momen­
to de supuesta seguridad. Tenía el brazo colgando hacia fuera, y un libro
en el suelo; probablemente fue herido mientras leía. Los asesinos, uno de
los cuales era su criado, fueron capturados, y se hallaban por entonces
presos en Tabasco. Desgraciadamente, el pueblo de Palenque no había
tomado sino poco interés en todo esto, excepto en el hecho extraordina­
rio de su visita a los caribes y a su regreso salvo. Todos sus papeles y colec­
ción de curiosidades fueron dispersados y destruidos, y con él perecieron
todos los frutos de sus trabajos; pero, si él estuviera vivo, sería el hombre,
entre todos los demás, llamado a efectuar el descubrimiento de aquella
misteriosa ciudad que tanto ha impresionado nuestra imaginación.
Capítulo 4

En busca de almas perdidas, 1863

Fray L orenzo de Mataró, misionero

En 1862, el arzobispo de Guatemala, Francisco García Peláez, confió a


los padres capuchinos deAntigua la cura espiritual de todos los habitan­
tes de El Petén. Esa región entonces era un distrito que dependía jurídica­
mente del departamento de La Verapaz. Su pequeña cabecera, la ciudad
de Flores, no tenía ni siquiera 2,000 habitantes y la población total de su
vasto territorio no pasaba de 7,000 empadronados. Sin embargo, se esti­
maba que hacia el occidente, en la región fronteriza con Chiapas, vivía un
número adicional de 3,000 lacandones. El gobierno civil de Flores había
tenido cierto contacto con ellos desde 1837. En este año un tal Julián
Segura, enviado especial del gobierno de Guatemala, había celebrado un
convenio con el cacique supremo lacandón, Bool Menché, en virtud del cual
la tribu se puso entonces bajo la protección y la autoridad del Estado, y el
caciquefue reconocido oficialmente como "gobernador", honor que éste pasó
en 1860 a su hijo, Cayúm Menché. En cambio, el gobierno eclesiástico hasta
esta fecha no se había preocupado por los "infieles". Para todo El Petén
"sólo había entonces un sacerdote encargado y otro sacerdotejoven que vivía
en su casa" según un informe de la época.
Los capuchinos de Antigua decidieron remediar esta situación lamen­
table. Afínales del año de 1862, tresfrailes salieron para Flores, Petén -un
viaje de tres semanas-, y de allí pasaron al pueblo de Sacluc, cerca del río
Pasión. Afínales del mes de marzo, el trío se embarcó en una canoa y se
dejó llevar corriente abajo. Así empezó una odisea que duró varios meses y
que los llevó "por todos los límites del arzobispado de Guatemala", como ellos
mismos dijeron, es decir por los ríos Pasión, Chixoy, Lacantúny Usumacinta.
De regreso en Antigua, el 22 de septiembre de 1863, fray Lorenzo de
Mataró redactó el informe que aquí se transcribe. El texto se conserva manus­
crito en el Archivo de la Catedral en Guatemala y fue publicado por Agustín
Estada Monroy en el diario guatemalteco El Imparcial, el 16 de octubre de
19 74. Como se desprendefácilmente del relato, el viaje de los tres capuchi-
[77|
78 • FRAY LORENZO DE MATARÓ

nos no fue más que un reconocimiento demográfico. En 1864, fray Lorenzo


volvió a visitar a los lacandones del Usumacinta, esta vez con la firme
decisión de convertirlos al catolicismo. Durante cuatro meses recorrió
todos los caríbales conocidos y desconocidos, bautizando a 674 personas
y confirmando 244 matrimonios. Esta conquista espiritual relámpago,
sobre la cual también existe un informe detallado, no tuvo ningún resul­
tado duradero. A l contrario, 25 años más tarde, en 1895, el explorador
alemán Karl Sapper, quien estuvo de paso en algunos caríbales evangeli­
zados, constató que "con sólo mencionar la palabra capuchino bastaba
para que los lacandones se dieran a la fuga".

A últimos del año pasado de 1862, con la bendición del superior, pasé al
Petén con otro padre para juntarme con el padre Pedro y recorrer el Río
Pasión, para dar con la tribu lacandón.
Llegamos a 12 de enero de este año de 1863 a Flores, y viendo la nece­
sidad espiritual de los habitantes del país del Petén, y a petición de las
autoridades, dimos misión en cuatro pueblos principales, mientras que
decrecía el río y preparábamos lo necesario para la expedición.
A últimos de marzo, el señor corregidor tenía preparada una canoa en
el Río Pasión y cuatro hombres en el pueblo de Sacluc, que son los únicos
que tienen alguna relación con los lacandones.
Bajamos pues el río, y a ocho leguas, a mano izquierda, hay los prime­
ros lacandones que llaman los Coops; vi cinco hombres y éstos tienen sus
mujeres.
Bajando diez leguas, vi otro rancho en donde había un hombre con
dos mujeres; bajando otras dos leguas, a la derecha hallé un hombre
con tres mujeres llamado Manché. Su padre en 1826 era reconocido por
el principal de los lacandones, y el gobierno de Guatemala le envió vesti­
do de coronel y bastón; hace un año que el señor gobernador del Petén le
envió vara de gobernador.
Subiendo tres jornadas el Lacantún, hay un pueblo llamado Los Auces,
en donde hay dieciocho familias, y ellos reconocen otros pueblos, dicen
estar cerca de Gaegen, al cual ningún cristiano ha llegado; no dicen el
número de habitantes.
Bajando otra vez el Pasión, hay un pueblo que llaman Buch; conté
once personas pero había otras fuera monteando. Éstos viven a la derecha,
y son los únicos que viven cerca del río; pues todos los hasta aquí menta­
dos viven media legua tierra adentro.
EN BUSCA DE ALMAS PERDIDAS, 1863 • 79

Río abajo ocho leguas, a mano derecha, y cuatro leguas tierra adentro,
hay los Huchs (Uks); vi once hombres con sus mujeres, los llaman "los
colorados".
Río abajo dos leguas, a la derecha, hallé dos hombres con sus muje­
res; y a la izquierda un hombre con su mujer.
Dos leguas río abajo, dijeron que estábamos a una jornada de Tenosi­
que. Entramos en la montaña; y a tres leguas vimos una familia de siete;
otras tres leguas más adentro, de cuatro hombres con sus mujeres; y seis
leguas más adentro un pueblo que llaman Coj, donde encontramos once
hombres con sus mujeres.
Al día siguiente llegaron a visitarnos seis hombres que viven cerca de
una laguna no lejos; y tuvimos noticias de algunos pocos que no vimos.
Los lacandones son idólatras; aunque viva una familia sola tiene su
rancho de oratorio. En sus oratorias tienen muchos ídolos de barro que
ellos mismos fabrican. Su forma es como un jarro con una cara; les encien­
den luces, queman su copal o incienso, piden su favor y les encargan sus
cosas.
Cada 15 días celebran su fiesta bebiendo hasta embriagarse, el balché
es su bebida favorita, y tocar la música. No tienen sacerdote ni reconocen
autoridad, pero su oratorio es de ellos muy respetado.
El vestido de los lacandones es una túnica de algodón silvestre, hila­
do y tejido por ellos mismos. Igual viste el hombre que la mujer, cuidan
muy bien sus cabellos, adornan todo su cuello con collares y pintan su
cara en el día de su fiesta.
No crían animal alguno ni conocen arma de fuego. Sólo conocen la
flecha; para pájaros, peces y animalitos, tiran un palito puntiagudo, pero
para animales grandes, pegan al palo una piedra muy afilada en figura
de lanza. Su idioma es la lengua maya.
En todos los lugares nos recibieron muy bien. Les regalábamos sal, agu­
jas, azúcar, cascabeles, espejitos y otras cositas ya prevenidas para ellos.
Por los cuatro hombres de Sacluc, que saben muy bien su idioma, les
decíamos que les enseñaríamos a ser cristianos, que era el medio único de
salvarse; y que el Señor que crió el sol, la luna y todas las cosas, quiere
que todos sean cristianos y ellos respondían: que está bueno.
Luego les decíamos, que antes de hacerles cristianos debían saber y
creer algunas cosas y luego rezábamos en voz alta el Creo en Dios y los
Mandamientos de la Ley de Dios en su lengua. Lo repetía el padre Pedro
seis o más veces procurando que ellos lo rezasen igualmente, y en todos
los lugares había muchos que se animaban a aprenderlo; pero otros decían
que no lo aprenderían.
80 • FRAY LORENZO DE MATARÓ

Como nuestra llegada les impresionaba algún tanto, resolvimos que


no convenía en la primera visita instarles mucho, y así les decíamos
que se lo pensasen bien y que cuando nos hubiésemos fijado, les propor­
cionaríamos modo para aprender lo necesario y ser cristianos, con lo que
les dejábamos m uy contentos; nos acompañaban hasta la canoa. Desple­
gábamos en todas partes el estandarte de la Divina Pastora, les regalába­
mos y poníamos en el cuello unos rosarios con alguna medalla y dejá­
bamos en cada familia una estampa de la Divina Pastora.
Para facilitar la cristiana civilización de aquellos idólatras, nos pare­
ció bien que uno de los más prudentes medios había de ser hacerles reco­
nocer la autoridad civil del Petén o de Guatemala, ya que viven en su país,
y que la autoridad o corregidor señalase autoridades locales en cada
pueblo. Comuniqué esto con el señor corregidor y le pareció bien.
En dos pueblos quedamos en que ellos harían habitación para el
padre y otro rancho para celebrar la santa misa, y que nos darían aviso
al tenerlo todo listo.
El carácter del lacandón es muy bondadoso pero inconstante, con faci­
lidad abandonan su habitación y se pasan a vivir en otra parte, mayor­
mente cuando muere alguno de la familia.
Nos pareció que nombrando el corregidor del Petén a uno de ellos por
gobernador, con facilidad reuniría en un punto muchas familias y perma­
necerían juntas como estaban en 1826.
En la subida del río gastamos 10 días, por lo que creo habré olvidado
algunas jornadas en la cuenta de las leguas.
Por el río dimos la vuelta por todos los límites del arzobispado de Guate­
mala, pues los prácticos nos dijeron que las montañas que se veían eran
las de Chiapas.
Hasta aquí la relación descriptiva de mi viaje a la tribu de lacandones.
Se compuso un mapa y el arzobispado lo mandó al Sumo Pontífice o a
Propaganda Fide.
Capítulo 5

En el Desierto de la Soledad, 1878

Manuel José Martínez, fínquero

En 1859, Felipe Marín, maderero de Balancán, Tabasco, botó 72 trozas


de madera preciosa al río Usumacinta, cerca de la boca del Lacantún, y
recuperó más tarde 70 de ellas en Tenosique. Con este experimento compro­
bó que el río servía como medio de transporte para troncos de árboles, a
pesar de los raudales que obstaculizaban la navegación entre Yaxchilán
y la Boca del Cerro. En 1860, los primeros madereros tabasqueños se insta­
laron en la cuenca del río Pasión. Diez años más tarde también se estable­
cieron en la del río Lacantún.
La aparición de los monteros tabasqueños en el sur de la Selva Lacan­
dona incitó a dosfinqueros de Ocosingo, Juan Ballinas y Manuel JoséMartí­
nez, a explorar de nuevo el río Jataté. A pesar del intento frustrado de José
María Esquinca en 1826 (capítulo 2), los habitantes del fértil valle de
Ocosingo no habían perdido la esperanza de encontrar una salida para
sus productos vía el mencionado río. De 1874 a 1878, los dosfinqueros
hicieron no menos de cinco expediciones a la selva, primero juntos, después
cada uno por su lado. De esta manera exploraron todo el curso del Jataté,
poniendo nombres a ríos y parajes que todavía existen hoy: Las Tazas, La
Soledad, Perlas, El Azul, Colorado, etcétera. Operaron con capital presta­
do por dos importantes negociaciones madereras de Tabasco, la Casa Bulnes
Hermanos a Manuel José Martínez y la Casa Valenzuela e Hijo a Juan
Ballinas. Gracias al trabajo de los dos pioneros chiapanecos, también la
cuenca del río Jataté se abrió así, a partir de 1880, a la exploración made­
rera tabasqueña.
Sobre este episodio existen dosfuentes: unas memorias que Juan Ballinas
escribió afínales de su vida y que fueron publicadas en 1951 por Frans
Blom bajo el título El desierto de los lacandones; y un informe mucho
más breve pero más cercano a los hechos, escrito por Manuel José M artí­
nez. El segundo relato se conservó manuscrito en el Archivo de la Catedral
de San Cristóbal de las Casas, -actualmente sólo ha sobrevivido unfolio del
documento. Afortunadamente, el obispo Francisco Orozco y Jiménez
[811
82 • MANUEL JOSÉ MARTÍNEZ

publicó el texto completo en su Colección de documentos inéditos relati­


vos a la Iglesia de Chiapas, t. n, pp. 182-18 7,1911. Lo transcribimos aquí,
en homenaje a su autor y a Juan Ballinas, su compañero de viaje. Los dos
fueron finqueros ocosingueros, hombres de escasos recursos económicos pero
dotados de una audacia fuera de lo común. Son ellos los verdaderos des­
cubridores de la selva al oriente de Ocosingo. También son ellos los que inven­
taron para esta parte el bello nombre de Desierto de la Soledad.

El día 15 de mayo de 1874 vino el señor don Juan Bautista Ballinas a la


finca San Antonio Tecojá a visitar al que suscribe, tratándose de la gran
escasez de dinero y que no prestaba esperanzas para hacer capital, porque
todo era muy barato; el maíz a 50 centavos zonte de 400 mazorcas, el
frijol a 25 centavos el almud, el tabaco a 6 pesos el quintal, el ganado a
7 pesos, los cerdos a 4 pesos, el azúcar a 1 peso la arroba.
En la conversación que tuvimos nos acordamos que el año de 1867
don Matías Parada quizo descubrir el río de la Pasión, entrando por la
finca El Real, rumbo al oriente. Auxiliado por el gobierno para que en
las fincas de este valle se le proporcionara gente y víveres, estuvo en su
viaje 42 días y nada consiguió. El señor Ballinas me dijo que se le afigu-
raba que el Río de la Pasión lo teníamos cerca, y que al llegar a esa parte
podríamos ir a Belice o a Guatemala, y que en cualquiera de esos puntos
se harían negocios brillantes. Nos fue entrando la ambición y después de
tantas ilusiones nos resolvimos, y quedando comprometidos a hacer las
expediciones por cuenta de los dos, y hacer grandes esfuerzos para descu­
brir el desierto.
A los 15 días pusimos en práctica nuestra promesa, llevando el señor
Ballinas gente de su finca El Paraíso cuatro hombres, y cuatro que yo
llevé de mis sirvientes. Salimos de la finca San Antonio Tecojá el día 11
de junio de 1874 con rumbo al oriente y siguiendo las márgenes del Río
Jataté. A los 15 días llegamos en un paraje que nosotros le pusimos "Las
Tazas" y que con ese nombre se conoce hasta la fecha. En 15 días andu­
vimos como 14 leguas y dejamos hasta allí los trabajos, porque se nos
acabaron los víveres, y había mucha lluvia; pero para seguir luego que
nos fuera posible.
El 2 de mayo de 1875 volvimos a seguir con nuestro propósito llevan­
do el mismo número de gente cargando los víveres; a los cuatro días llega­
mos al lugar en que teníamos parado el trabajo: Las Tazas. El 5 empe­
zamos de nuevo a trabajar abriendo picado; como el río desde ese lugar
empieza a meterse en cerros, nos desprendimos del río y subimos al
EN EL DESIERTO DE LA SOLEDAD, 1878 • 83

cerro careciendo de agua, y con agua de bejuco nos sosteníamos. El río


lo veíamos de cerca pero sin poder bajar porque era enteramente difícil. Los
cargadores estaban aburridos y nosotros desconsolados, porque todo
era dificultades; subíamos y bajábamos grandes peñas, cimas, y lo que
nos mortificaba era la falta de agua; llegó día que ya no encontramos
bejucos que produjeran agua buena, sino producían agua amarga y leche.
A los 12 días se nos fugó la gente y sólo nos quedamos con uno enfermo.
Dejamos parados los trabajos en un paraje que le pusimos "La Cueva". El
17 de junio regresamos desconsolados pero para seguir el siguiente año.
El 14 de junio celebramos el día de San Juan Bautista en la finca El Paraíso
y allí supimos, refiriéndonos a negocios, que en Tabasco tenían empresas
de caoba y cedro, y que se hacían grandes negocios. Nos acordamos que
en el desierto se encontraba mucha madera de cedro y caoba, y como no
teníamos ese interés poco nos fijamos.
El día 8 de marzo de 1876 emprendimos de nuevo la marcha llevando
seis hombres cada uno y con mejores preparativos, ya que la expedición se
componía de 12 personas. Llegamos a Las Tazas a los cuatro días y tres a
La Cueva, lugar en que dejamos parados los trabajos. Al día siguiente, que
fue el 15, insistimos a bajar el río, porque oíamos más fuerte el ruido
y notábamos que en una cañada venía un río. Llegamos con alguna
dificultad y vimos la confluencia del Jataté y Zaconejá, río que viene de
San Carlos; seguimos las márgenes del río, pero a poco nos encontramos
con dificultades para pasar cargadores, y nos determinamos a subir el
cerro. Llegamos a la cúspide y notamos allí una gran claridad, el hori­
zonte estaba muy despejado y se notaba una gran extensión de terreno
plano y un río muy hermoso, y esto fue el 18. No dormimos de gusto,
que ya nuestras ilusiones se nos realizaban y que nuestras dificultades
las íbamos venciendo. Al día siguiente 19 seguimos con entusiasmo; llega­
mos a una playa que le pusimos "La Playa de la Soledad", y con este
nombre la reconocen. A los cinco días llegamos a un río que le pusimos
por nombre "Perlas" y con ese nombre lo reconocen hasta la fecha, lugar
en que hoy está San Quintín. El 26 salimos de ese río y empezamos a encon­
trar huellas de caribes o lacandones; nosotros deseábamos encontrarlos
para ver si algo alcanzábamos de ellos con algunos informes. El 30 de abril,
a las 11 de la mañana, vimos dos cayucos y unos caribes pescando del otro
lado del río; ellos subían y pensamos que al hablarles allí se iban a asus­
tar y se regresaban sin hablarnos. Pasamos sin que ellos se apercibieran y
aviolentamos buscando una playa para esperarlos, porque, como era natu­
ral, al ver el rastro que dejamos en la orilla del río, éstos se regresaban
84 • MANUEL JOSÉ MARTÍNEZ

con rapidez; así fue. A la una del día llegamos a un río que le pusimos "El
Azul" y allí quedamos. La luna estaba m uy clara y nosotros pendientes
de la pasada de los caribes, y a las nueve de la noche vimos los cayucos
que venían a todo escape en la corriente del río y al pasar frente a noso­
tros les hablamos y ellos sin respondernos pasaron; y luego que se vieron
fuera de nosotros, nos hablaron con disgusto; ni ellos, ni nosotros enten­
dimos a ellos, y se fueron. Como ya no teníamos víveres, pensamos en
regresar; abandonando La Playa de Abril regresamos con el deseo de
volver, aunque el río nos llenaba de ilusiones, porque se prestaba para
navegar, pero comprendimos la dificultad, en la distancia y que no sabía­
mos lo que nos faltaba. Los sirvientes estaban ya disgustados con los traba­
jadores que teníamos. Allí nos resolvimos a cambiar la idea y emprender
en trabajos de madera, avisando y dando informes a San Juan Bautista,
Tabasco, en casas madereras, y para dar un informe exacto ya de regre­
so venimos fijándonos en madera, y todos los días veíamos una infinidad
de árboles; llegamos de regreso a La Soledad el 6 de abril. El 11 llegamos
a la finca San Antonio Tecojá y convenimos escribirles a los señores
Policarpo Valenzuela y Bulnes Hermanos. Estos señores resolvieron a
los dos meses y que ya mandarían una persona para venir a revisar y
arreglarse con nosotros.
El año de 1877, en marzo, vino don Nicolás Valenzuela y Jesús
Carrasco, con cartas de don Policarpo para que le enseñáramos a su hijo
la madera de San Antonio Tecojá a Las Tazas. El 10 salimos de esta finca
embarcados; el señor Valenzuela vino revisando el río, y llegamos sin difi­
cultad a Las Tazas; pero allí ya no se podía seguir y regresamos por tierra
y río; y vio la abundancia de madera. Nosotros habíamos quedado bien
con el informe; pero tenían duda que la madera no pasara en el cerro Las
Tazas, y asegurábamos de la planada que había de La Soledad, y que el
río era navegable. Con vista de esto la Casa de Bulnes Hermanos y don
Policarpo Valenzuela hicieron los denuncias de terrenos. En marzo 6 de
1878, llegaron a esta finca los ingenieros don Encarnación Ibarra y el señor
Ezequiel Muñoa, y en representación de Valenzuela don Jesús Carrasco;
empezaron sus trabajos el 8 del mismo mes; ya desde esa fecha se empe­
zó a hacer circular dinero y empezó el movimiento en los trabajos. Los
señores ingenieros estaban auxiliados del gobierno y tenían gente sufi­
ciente para sus trabajos; uno se entendía en las medidas de los terrenos y
otro para abrir la brecha y meter las muías y gente con víveres para los
trabajadores. El camino llegó hasta un lugar que le llaman Ibarra; dejan­
do por medio los terrenos de La Soledad.
EN E L DESIERTO DE LA SOLEDAD, 1878 • 85

El 6 de mayo de 1878; llegó a esta finca San Antonio Tecojá el señor


Cornelio Colorado, en comisión de los señores Bulnes Hermanos, para
explorar el río Jataté, de La Soledad a Tenosique. Ya este señor conocía de
Tenosique al río de la Pasión, a donde ya había monterías. Bulnes Herma­
nos me escribieron para acompañar al señor Colorado, y como mi deseo
era hacer grandes negocios, no tuve inconveniente en aceptar, deseando el
progreso en mi país, aunque comprendía la dificultad en que me iba a
meter; pero yo decía: el que no arriesga no gana. El señor Colorado me
ofreció que al salir con felicidad en la empresa, la casa me proporcionaría
trabajos de montería, dándome los auxilios necesarios. Con vista de esto
no tuve inconveniente y preparamos la salida.
El 15 de junio de 1878, salimos de San Antonio Tecojá 14 personas con
el objeto de construir una canoa en La Soledad y explorar el río Jataté; la
comisión se componía de los señores Cornelio Colorado, Manuel Martí­
nez, Juan Evangelista, Salvador Álvarez, Prudencio Gallegos y Julián N.,
y ocho cargadores. El 22 llegamos a La Soledad, empezamos con los traba­
jos de construir la canoa, el 30 concluimos. El 11 de julio despedimos los
cargadores y ese mismo día nos embarcamos río abajo, como a las diez
de la mañana. Llegamos al Río de Perlas, lugar en que está hoy situado San
Quintín. Allí saltamos en tierra para explorar el monte, cortando made­
ra de caoba y cedro. El 2 llegamos al río Azul muy temprano e hicimos la
misma operación. El 3 salimos de allí, y como a los cinco minutos llega­
mos a la Playa de Abril. Como a los 20 minutos llegamos a un arroyo a
donde vimos unos caribes, y como ellos nos daban el trasero y pasábamos
en otro extremo del río no nos oyeron ni nos vieron. Julián, que estaba
junto de mí, al ver los indios quiso tirarles, pero como lo tenía tan cerca
tuve tiempo de quitarle el rifle en momentos que lo preparaba. Llegamos
al río de Santo Domingo que viene de Comitán; estaba muy crecido y era
imponente y muy correntoso.
Abajo de un lugar que le llaman Los Caribes, oímos un ruido muy feo;
dejamos a la izquierda un cerro y parecía que el río seguía una planada.
La creciente del río aumentando, allí saltamos en tierra y mandamos a
Evangelista, Álvarez y Gallegos, que fueran a ver qué cosa era el ruido
tan fuerte que se oía. Como a media hora regresaron e informaron que era
un arroyo que se desprendía de una peña y que el río no tenía dificulta­
des. Con vista del informe hicimos la cruzada al otro lado. La canoa no
podíamos dominarla, la corriente nos llevaba y a pocas horas nos vimos
perdidos metidos a dentro del cerro, sin esperanzas de salvar, porque en
ambas partes eran paredones de lajas y allí no nos veíamos unos a los otros,
80 • MANUEL JOSÉ MARTÍNEZ

porque estábamos envueltos en borbotones de agua; aquello era horrible,


el ruido aquel que oíamos era una gran caída de agua. Bajó la canoa allí
de cabeza entrándole mucha agua; todo lo que había sobre agua, y noso­
tros aunque ya con mucha agua adentro, pero no se sumergía la canoa;
al poco otra caída allí se nos sumergió, pero luego sobre agua bocabajo.
Desde luego todos subimos agarrándonos como podíamos; Julián desde
luego se ahogó y quedamos cinco. Cuando comprendíamos que la canoa
iba a chocar en alguna piedra, nos desprendíamos para no sufrir el golpe.
La canoa retrocedía y volvía a pasar junto a nosotros; volvíamos a asegu­
rarnos de ella. Así logramos pasar el trayecto que según informes tiene
una legua de cerro. Yo no me doy cuenta cómo pasé en tantas dificulta­
des, sin haber llevado un golpe.
Luego que vi que ya podía salir a tierra y que habíamos salvado del
cerro me bolé a nadar, procuré salir en tierra, y a la vez Evangelista y yo
subíamos sobre algunas piedras para quitarnos del río, pero quedamos
bajo de unas peñas. En ese momento llovía fuertes aguaceros y toda el
agua que bajaba del cerro nos bañaba. Pasamos una noche fatal, me
parecía difícil volver a mi casa al lado de mi familia, recordaba la gran
distancia en que estábamos, los ríos que teníamos que pasar al regresar,
no teníamos esperanzas de víveres, estábamos descalzos, sin sombrero, ni
fierro cortante, ni modo de hacer lumbre; era la muerte segura. Pensé
en que don Cornelio hubiera tenido tiempo de agarrarse en algunas ramas
y hubiera podido asegurar la canoa, porque la corriente iba más en calma.
Dispuse seguir adelante buscando a Colorado; a Álvarez ya no lo volví a
ver, se supone que en la misma noche fue víctima de algún animal. El día
4 seguimos, Juan Evangelista y yo, buscando por la orilla del río a don
Cornelio. Lo que deseaba era encontrarlo y componer la canoa y seguir
embarcado y llegar a la montería más inmediata. El 5 llegamos a un
río que lo llaman Santa Eulalia; viene de Guatemala. Allí perdimos toda
esperanza y comprendimos que allí ha de haberse ahogado el señor
Colorado, porque el encuentro de los ríos Jataté y Santa Eulalia forma unos
bancos muy feos y unos pailones.
Retrocedimos haciendo esfuerzos, y llegamos de regreso el 7 al lugar
de nuestra desgracia, que hoy se conoce con el nombre de "Cerro de Colo­
rado". El 14 llegamos al Río de Santo Domingo. Entre este río y Jataté
viven los caribes, y al pedirles auxilio se asustaron cuando los llamaba
en la orilla del río; ellos estaban de un lado y yo del otro. A fuerza de
súplicas cogieron su cayuco y nos fueron a cruzar, ellos muy espantados
de vernos. Sin entrar en explicaciones nos metimos al cayuco y nos lleva­
EN EL DESIERTO DE LA SOLEDAD, 1878 ♦ 87

ron a sus habitaciones, dándonos una buena acogida y dándonos lo que


les pedimos de frutas, plátanos, cañas, camotes, tortillas; nos conversaban,
pero no nos podíamos entender. A las 9 de la noche, ya subían 20 per­
sonas viéndonos admirablemente. Éstos eran aquellos que yo y Ballinas
habíamos visto pescando que pasaron en la Playa de Abril y uno de los que
iba a tirar Julián, y que yo lo evité; me lo estaba compensando el bien
que yo les hice. El 15 nos despedimos de ellos y muy atentos nos fueron
a encaminar hasta la orilla del río y tres nos encaminaron en el Río Jataté
hasta la Playa de Abril; allí saltamos en tierra y seguimos nuestros sufri­
mientos. Llegamos al río Azul; allí dejamos todo lo que los caribes nos
habían dado para víveres, y pasamos al nado.
A los 6 días llegamos al Río de Perlas, allí pasamos al nado, pasamos
con felicidad; pero como estaba lloviendo fuerte y todo era carrizal, no cami­
nábamos nada, nos entró la noche, y quedamos montados sobre carrizos.
Los dos ríos venían creciendo y era un ruido espantoso, bajando grandes
árboles de uno y otro río. Nosotros estábamos consumidos de agua, de
frío, de zancudo, de chaquiste y de no tener movimiento para descansar el
cuerpo y por último el temor que nos daba era que la corriente nos alcan­
zaba y nos llevaba con todo y carrizos. Al aclarar el día siguiente dimos
gracias a Dios y seguimos con violencia, porque el Río Jataté llegaba junto
a nosotros, y se unía con el Perlas; a las nueve de la mañana estábamos
fuera de peligro. El 24 llegamos a La Soledad, a donde nos habíamos embar­
cado, allí teníamos casa, camas, guano seco para cubrirnos y dormimos
muy bien, comimos muchos zapotes, nos quitamos las espinas que tenía­
mos en los pies y en el cuerpo y algunos colmoyotes. El 25 salimos de La
Soledad, ya en camino conocido. El 28 llegamos en la finca San Antonio
Tecojá en la completa desgracia, hechos un cadáver de flacos y sin ropa.
El 29 fuimos a Ocosingo ya montados y al ver a mi familia me desmayé
y empezaron mis alimentos con un tratamiento como de un niño. Evan­
gelista se fue a su casa, y a cada poco sabía que estaba en agonía y yo tam­
bién. Después de seis meses fui aliviándome, pero muy clorótico, hincha­
do y muy malo. Al llegar a Ocosingo puse a disposición del juzgado los
intereses de don Cornelio Colorado, que dejó en su posada en la finca San
Antonio Tecojá. El juez de primer instancia era el señor Camilo Ramírez.
La Casa de Bulnes supo que la canoa que nosotros llevábamos, "La
Malinche", con todas sus letras y la fecha en que nos embarcamos,
salió a Tenosique, pero muy rota. Los señores Bulnes pidieron informes
y luego que supieron lo ocurrido me preguntaron. Dije lo que nos había
pasado, informé de que había mucha caoba, y que si la canoa había sali­
88 * MANUEL JOSÉ MARTÍNEZ

do a Tenosique me suponía no había inconveniente en que pasara la


madera en todo el río. En el siguiente año empezaron los trabajos de medi­
das de los terrenos, de La Soledad para abajo, y entraron como ingenieros
los señores Manuel M. Mijangos, un señor Solís de Comitán y Silvino
Ballinas; y desde luego fueron estableciendo los trabajos de monterías,
y le ha dado vida a este municipio.
Cuando estuve con don Juan Ballinas, el año de 1876, de La Soledad
a la Playa de Abril, fuimos por toda la orilla del río y como era tiempo de
seca aprovechábamos muchas partes de las playas y no abríamos pica­
do. Cuando yo regresé del naufragio estaban los ríos muy crecidos y no
podía aprovechar nada del picado que yo conocía, y veníamos pasando en
el monte, abriéndonos las ramas con las manos y pasar como Dios nos
ayudaba.
Capítulo 6

Viaje al país de los ukes, 1881

E dwin Rockstroh, ingeniero

La g i r a pastoral efectuada en 1863 por el padre Lorenzo de Mataró

(capítulo 4), no sólo llamó la atención del arzobispo de Guatemala. Tam­


bién el gobierno civil de ese país y varios intelectuales de la capital empe­
zaron a cobrar interés en aquellas lejanas tierrasfronterizas, habitadas por
los legendarios lacandones. Entre aquellos capitalinos figuraba un joven
profesor alemán, llamado Edwin Rockstroh. Nacido en Marienberg, Sajonia,
en 1850, había llegado a Guatemala en 1877 para dar clases de historia
natural y matemáticas en el Instituto Nacional de Varones. A partir de
1878, empleaba sus vacaciones escolares en viajes a diferentes regiones
del país, con el fin de estudiar la fauna y la flora, y traer animales vivos
o disecados para el jardín zoológico y el Museo del Instituto.
Enfebrero de 1881, Edwin Rocktroh organizó una expedición a Lacan­
donia, saliendo por Quezaltenangoy Huehuetenango, y regresando por Flores
y Cobán. De este largo viaje escribió un relato muy detallado, que publicó
primero en El Porvenir, órgano de una sociedad literaria de igual nombre,
y después, de agosto a octubre de 1881, en el Diario de Centroamérica. Desa­
fortunadamente, la segunda edición quedó incompleta -sólo aparecieron
ocho capítulos-, y la primera ya no existe. Falta la parte más importan­
te del viaje, el recorrido de la cuenca del Usumacinta y el descubrimiento
de las ruinéis de Yaxchilán -¡antes de Maudslay y Charnay!-. Pero aun
a pesar de la pérdida de esa parte tan substancial, el relato de Edwin
Rockstroh es tan bello que vale la pena transcribirlo íntegramente. Su autor
nos lleva por los ríos Subín y Pasión, corriente abajo, hacia la boca del
Lacantún. En el camino nos da la oportunidad de oír la hermosa leyenda
itzá de los dos enamorados Ahyaolal y Ahyacunak, de observar deteni­
damente la flora ribereña, y de visitar un caríbal lacandón, perteneciente
al clan de los ukes.
Por su conocimiento de la región, Edwin Rickstroh en 1884fue nombra­
do miembro de la Comisión Guatemalteca de Límites, encargada de trazar
la nueva frontera entre Guatemala y México, definida diplomáticamente
m
90 * EDWIN ROCKSTROH

desde 1882. Como tal, trabajó varios años en proyectos de topografía y


levantó el primer mapafidedigno de la zonafronteriza. En 1895 se enfer­
mó gravemente de malaria y tuvo que retirarse a la capital guatemalteca
para curarse. Nunca recobró la salud. Pasólos últimos años de su vida en
un cuarto de hotel en Escuintla, sentado en una silla de ruedas, puesto que
el reumatismo avanzado ya no le permitía caminar. Murió en 1909.

La c o m it iv a

El veintidós de febrero del corriente año (1881), después de haber dicho


nuestro adiós a la pequeña ciudad de La libertad, nueva cabecera del depar­
tamento del Petén, llegamos a eso de las dos de la tarde a la margen
derecha del Río Subín, que atravesamos en una mala canoa por el punto
llamado "El Paso", para ir a pernoctar en la orilla izquierda en el ranche­
río de una finca de caña que lleva el poético, pero esta vez irónico nombre
de "El Paraíso".
íbamos a empezar la exploración del territorio de los lacandones, y
pronto iba a despejarse la incógnita de nuestro destino. ¿Se llevaría a feliz
término la expedición científica del Instituto Nacional? ¿Los lacandones
serían aún antropófagos? ¿Habrían perdido aquellas tribus errantes el
espíritu belicoso con que supieron resistir a los invasores de Castilla?
¿Los salvajes dispersos por las órdenes de los conquistadores habrían vuelto
a levantar sus lares a las orillas de los grandes ríos y en medio del desier­
to? En una palabra, ¿habría o no habría lacandones?
Todas estas preguntas eran naturales dadas las circunstancias; aun­
que yo, a fuerza de estudios y meditaciones, sí tenía una opinión formada
acerca de cada una de ellas y sabía a qué atenerme respecto de los grandes
peligros que había previsto la imaginación de mis amigos y que me había
advertido la prensa.
Mi pequeña comitiva se componía de ocho hombres en quienes podía
confiar. Justo es consignar aquí sus nombres:
Ramón Sarmiento era mi piloto para la navegación de los ríos. Ha pasa­
do muchos años de su vida comerciando con los cortes de madera esta­
blecidos en los márgenes del Pasión y del Usumacinta, y conoce, más que
otro alguno las tortuosidades, los rápidos, peligros y sorpresas de aquellos
caminos que andan, únicos que podíamos seguir para internarnos en
la comarca ignota, cerrada por la barbarie a toda comunicación y a todo
comercio regular, como no sea el cambio casi casual de alguna zarza­
parrilla u otro producto espontáneo de la tierra por telas o baratijas
deslumbradoras para el ojo del salvaje.
VIAJE AL PAÍS DE LOS UKES, 1881 • 91

Sarmiento nació en el departamento de Yoro en Honduras; por sus


formas atléticas, por su raza y por su fuerza muscular parece un Hércu­
les negro; es sagaz e inteligente, y todas estas cualidades no menos que su
fidelidad y su valor hicieron que fuese considerado como jefe de la comiti­
va. Para mí fue una especie de Tiraabeque o Juan Chapín, medio criado y
medio amigo que, menos feliz que los compañeros de La Fuente y de Milla,
estaba destinado a seguir no por países civilizados, sino a través de co­
marcas desiertas y desconocidas. ¡Reciba mi fiel Ramón este recuerdo de
cariño!
Norberto Vásquez, hijo del pueblo de San Andrés, merece también
una mención especial en mis "recuerdos". Era el primero entré los bogas,
de inteligencia no común y de una instrucción ad hoc que había de serme
más útil que la de muchos que con el nombre de sabios pretenden alinear­
se con los inmortales. Vásquez, además del español hablaba el maya, y
era el intérprete de los exploradores.
El resto de la comitiva lo componían los hombres siguientes: Juan Ac,
indígena de Cobán -disecador-, Manuel Dyat, de Cobán, criado. Bogas:
Albino Pérez, de San Andrés, Trinidad Cocón, de San Benito, Cristino Rojas,
de Balancán en Tabasco, y Tomás Calmenate, de Paso Real del Río de la
Pasión.
Bien sabía yo que al abandonar la corriente de los ríos, la marcha había
de hacerse a pie; pero para llegar al Subín, llevaba dos caballos, amén de
seis muías en que iban las provisiones de boca y tierra. Llevábamos buenas
armas, los instrumentos científicos más indispensables, una tienda de cam­
paña y sobre todo mucha confianza en nuestra buena suerte.
Ramón no dejaba de manifestar recelos por la escasez del bastimento,
como él llamaba a las provisiones de boca, y a fe que habría tenido razón
si contra todas mis convicciones no habíamos de encontrar hombres en
aquellas soledades o si hallándolos habían de tratarnos como a enemigos.
Pero las dos suposiciones eran poco probables: ¿No había el Menché de
los lacandones celebrado un tratado de amistad con el Estado de Guate­
mala en tiempo del doctor Gályez? La existencia de los salvajes estaba
establecida por un dato histórico muy reciente. Ahora bien, si eran beli­
cosos como en los tiempos de antaño, todo consistía en tratarlos diplo­
máticamente, alegando la fe de lo pactado.
Antes de llegar al Subín, mientras cabalgaba pensando más que en la
expedición, en mis amigos, el señor jefe político del Petén y don Ramón
Limón, agente de la casa Jamet y Sastré, que tan bien me habían acogido
en La Libertad, Vásquez, el intérprete, fue a interrumpirme con una pre­
gunta inesperada.
92 • EDWIN ROCKSTROH

-Señor, me dijo, ¿verdad que el chucho no se come?


-Lo comen los chinos, le contesté, y es el plato con que se regalan el
día de Año Nuevo, en la creencia de que si logran comerlo ese día, todo
el año se alimentan con manjares suculentos.
Ramón que venía algunos pasos atrás, saludó mi respuesta con una
salva de risa.
-¿No te lo decía, Norberto? -dijo el atleta conteniendo a duras penas
la carcajada. -N o temás nada, hombre, que cuando se acabe el bastimento,
comeremos chuchos hasta que también nosotros ladremos.
-¿Pero y si no hay ni chuchos? replicó Vásquez.
-¡Qué no ha de haber! Los lacandones van a poner zarzaparrilla o cam­
peche onde quiera que un ladino ha amarrado un chucho en la espesura
del monte, dejando junto de él en el suelo la muestra de lo que quiere cam­
biar. Y no me digas que los lacandones quieren los chuchos para comer­
los como esos señores de China, porque dice el refrán que dos soles no se
ofenden.
Esta salida de tono me hizo perder la seriedad y aún iba riéndome cuan­
do el Subín apareció repentinamente a mi vista, ostentando sus ondas en
una anchura como de cincuenta varas.
Vi el río con placer: él había de llevarme hacia esa tierra lacandona tan
calumniada como mal conocida, y para congraciarme con los genios del
misterio que la guardan, aproveché el momento en que toda la comiti­
va se reunía a la orilla del río para advertir a Norberto que es una pura
fábula, aunque generalmente creída, ese mismo incalificable de comerciar
con los lacandones por medio de perros atados en el bosque. Le dije que en
todo tiempo los lacandones han ejercido su pobre y escaso comercio con
las monterías de Guatemala y con los pueblos fronterizos de Chiapas y que
lejos de hacer del perro el único objeto de sus especulaciones, ya tendría
ocasión de encontrar entre los salvajes muchos productos de la indus­
tria civilizada.
-¿Y por qué no se van al poblado enteramente, patrón?, me preguntó
Vásquez.
-Porque están enamorados de la libertad de los bosques, le contesté.
-Libertad de andar desnudos y a su ley, observó Ramón.
-Pero ellos aman esa libertad en razón de que no tienen idea de nada
mejor, repliqué a mi vez.
-¡Viva la libertad!, ¡y al agua!, dijo Sarmiento.
Las cargas fueron pronto al suelo y entraron en la mala canoa. Las
bestias debían pasar a nado.
VIAJE AL PAÍS DE LOS UKES, 1881 » 93

Ya he dicho que al otro lado estaba "El Paraíso". Acompáñeme allí


el lector. Pasemos el río y vamos a descansar para emprender el viaje al
siguiente día, deslizándonos por entre los cristales del Subín.

E l P a r a ís o

En medio de una plantación de caña de azúcar, y a unas veinte varas de


la orilla derecha del Subín, hay tres ranchos pajizos; el del fondo es una
habitación, el otro cocina y el tercero, sin paredes y bastante cojo, es la
casa nacional, destinada al alojamiento de los pasajeros.
La finca, besada por las aguas del río, está limitada por los otros rum­
bos por unos de esos bosques magníficos que evocan los recursos gene-
siacos, tan bellamente resucitados por Figuier y casi sensibilizados en sus
obras de vulgarización científica.
Figúrese el lector una palmera gigantesca, que alcanza aun mayor altu­
ra que el cocotero, extendiendo colosales abanicos, hasta de cincuenta pies
de longitud y formando con ellos el capitel grandioso de su columna
esbelta, y tendrá la imagen del corozo, de ese árbol que produce anual­
mente de ochocientas a mil almendras aplicables a la producción del
aceite; capaz de sustituir al de olivas, y que también podrán proporcionar
jabón de buena calidad y abundante. La almendra cae, y al pie del árbol
padre se levantan innumerables corozos jóvenes, formando con sus hojas
una corte de palmas al viejo tronco de la palmera. El corozo, semejante
en esto a ciertos árboles de Australia, no presenta sus hojas al sol de plano,
sino de canto, lo que hace que su sombra sea un entrecruzamiento de hilos
umbrosos, tachonado caprichosamente por la luz que se entretiene en
cambiar de sitio, como las chispas del diamante, al placer de las brisas y
los céfiros que soplan en el bosque.
Ese árbol hermosísimo, cubriendo una vasta llanura; el suelo adornado
con los árboles menores y a veces desnudo; aquí y allá interrumpida la uni­
formidad del paisaje por el jiote y por las zarzas; el mar de palmas baña­
do de luz en las cumbres, de luz cernida en el fondo; las primeras filas
proyectando su imagen en las aguas del río; otras envolviendo el cañal que
eleva en triunfo sus flores de plumas; el aire agitando los capiteles fantás­
ticos y el rumor de la hojas, y el quejido de las cañas, y los murmullos de
las aguas, unidos a los himnos de los pájaros, formando el concierto de la
selva. He allí el bosque en que está como incrustada la finca de El Paraíso.
El clima es ardiente, muy ardiente; hasta el aire parece a veces el aliento
de una llama. La vida rebosando dondequiera manifiesta su actividad desa­
gradablemente en los mil insectos que atormentan al viajero.
94 * EDWIN ROCKSTROH

En aquel matrimonio de la selva y del río, aquélla ha dado las garra­


patas, las pulgas y las hormigas por millones y el esposo ha dotado a la
esposa con los mosquitos, los zancudos y los tábanos.
Al atracar nuestra canoa, y apenas habíamos puesto pie en tierra cuan­
do fuimos saludados por los perros. Los habitantes sin embargo no aso­
maron. Fue necesario llegar hasta el rancho que sirve de habitación y que
Sarmiento dijese tres veces "ave María" para que, después de sonar en el
fondo la sacramental respuesta, apareciese la pareja que habita El Paraíso.
¿Cómo se llaman ellos? No sé decirlo. Mi Hércules los bautizó con los
nombres de Adán y Eva y a mí me pareció lógico que fuesen ellos los habi­
tantes del Paraíso. Otras razones había para que los nombres les queda­
sen bien. Los dos indios estaban medio desnudos, y según después pude
convencerme, son casi tan salvajes como, con perdón de Moisés, deben
haberlo sido nuestros primeros padres.
Les pedí posada y Adán, desperezándose, me señaló la "casa nacional",
diciéndome que para que durmiesen los pasajeros la había hecho el alcalde.
No hubo remedio; tuvimos que abrigarnos a la sombra de la casa nacio­
nal, que amenazaba ruina por tener quebrado uno de los horcones.
Recordando que en Honduras estos ranchos de los viajeros se llaman
"ranchos del rey", y viendo cómo flaqueaba la casa nacional, exclamé:
¡cuán mal parada está la monarquía!
Mientras Ramón y Norberto hacían colocar las cargas y colgaban las
mantas que en forma de pabellones herméticamente cerrados debían de­
fendernos de los mosquitos, los zancudos y los tábanos, y apersogaban las
bestias, y jugaban y reían con sus bogas; yo volvía a la inhospitalaria mora­
da de nuestros primeros padres en demanda de café, huevos o cualesquie­
ra otra cosa que nos diese la ocasión de economizar las provisiones; pero
todo fue en balde: en el lugar de las delicias o nada había o nada querían
vender los habitantes.
Le comuniqué a Ramón mi derrota, y él me dijo seriamente:
-Desengáñese, patrón, en El Paraíso sólo la serpiente puede ganarle el
corazón a la Eva.
Mientras Manuel Dyat desempacaba la carne salada y el queso, y encen­
día el fuego para preparar la frugal cena que en nada cedería a la última de
Leónidas y los suyos en Las Termópilas, el resto de la comitiva se ocupó
bajo mi dirección de poner a flote la canoa en que debíamos descender por
la corriente del Subín al día siguiente.
La Victoria era más que una canoa, una lancha de cuarenta y dos pies de
largo, de cuatro remos, tallada en un solo caoba y pintada al aceite de ver­
de y de blanco. Mi amigo el señor Simón me había facultado para usarla.
VIAJE AL PAÍS DE LOS UKES, 1881 * 95

Estaba varada con el cieno de la playa y fue necesario el empleo de las


palancas y, más que esto, las fuerzas de Sarmiento para echarla al agua.
Una vez a flote, fue atada a uno de los árboles de la orilla y estuvo ya en
actitud de recibir la carga.
Si se hubiese tratado de otro país y de otro río, habríamos desde luego
acondicionado las cargas en el vientre de La Victoria. Pero el Subín es trai­
cionero, según decía Ramón, y en efecto, la atmósfera lacandona tiene cam­
bios súbitos, las tempestades se improvisan en ella, las aguas lluvias hacen
crecer los ríos en pocos minutos, y si hubiésemos puesto la carga en La
Victoria habríamos corrido el riesgo de que el turbión la volcase, y enton­
ces ¡adiós expedición científica!, ¡adiós misteriosos pobladores de la Lacan­
donia! ¡Yo no os habría visto aún y continuaríais siendo un sueño de hadas
para unos y una pesadilla para otros!
La cena fue mejor de lo que esperábamos; Domingo mató dos patos
con su escopeta y pudimos poner a contribución en nuestro provecho
aquella naturaleza tan pródiga en la vida física, como austera en la vida
intelectual y moral, según nos lo probaban a cada momento los señores
Adán y Eva, cuyas malas crianzas hacían crispar los puños formidables de
mi Hércules.
Yo acostado en mi catre de camino, cubierto con el pabellón de manta,
que por cierto daba difícil circulación al aire, y cuando los mozos estaban
tendidos en el pavimento de la casa nacional, oí que Dyat y Calmenate
disertaban acerca de la atmósfera tormentosa del Subín.
-Aquí llueve tanto, decía Dyat, porque hay mucho monte.
-No, es la humedá del río.
-En Cobán, replicaba mi criado, llovía, antes que era un puro tempo­
ral, casi todo el año, y desde que rozaron para hacer los cafetales ya llueve
cristianamente.
-¡Ah! Si aquí rozaran, se levantaría la neblina en el río, lloraría el cielo;
pero no tanto.
Sí, dije para mí; la civilización es lo único capaz de hacer de este paraí­
so infernal un terrenal paraíso; y admirando cómo la ciencia, necesidad del
espíritu, llevaba a Dyat a la observación de la naturaleza, me quedé pro­
fundamente dormido.

La lhyknda dkl S ijiíín

Son las seis y media de la mañana del veintitrés de febrero.


La Victoria se balancea orgullosa en medio de las ondas del Subín,
algo alteradas y cenagosas por la lluvia que ha caído durante la noche.
96 • EDWIN ROCKSTROH

Aquella lancha pintada de verde y blanco debe haber parecido entre las
aguas del río una esperanza tranquila abandonada al azar de los aconte­
cimientos, y ésta era en verdad la situación de los nueve hombres que nos
hallábamos a bordo, sentados sobre los fardos unos, y ocupando cuatro
los puestos de los remeros, mientras Ramón, alegre como la mañana, esta­
ba majestuosamente en el puesto del piloto y empujaba el timón con mano
segura.
El sol empezaba a acariciar las palmas y a rielar en las ondas; las olas
chispeaban en la orilla; el bosque de corozos enviaba su prolongada
imagen sobre el turbio espejo; la naturaleza, húmeda aún, se esponjaba al
calor y sonreía; el cielo azul no proyectaba ni la sombra de una nube, y
la vida despertaba en los pájaros, en los insectos y en las flores como poseí­
da de una exaltación lírica.
¡Y, oh, contraste! Mientras mi vista seguía en el horizonte sudoeste las
tortuosidades del poético río, y mientras el piloto se extasiaba en mirar
los juegos de luz de mil colores con que el sol esmaltara los celajes de
oriente; Adán y Eva, seguidos de uno de los perros, husmeaban por el pavi­
mento de la casa nacional, en busca de algo que hubiésemos olvidado...
¡Hospitalidad generosa, tan generosa como nunca olvidada!
¡Adiós!, les dije yo, agitando el sombrero. ¡Abur, padres nuestros!, gritó
Ramón. Ellos contestaron: ¡adiós, señores, que se los trague el Tanai!
Un movimiento repentino me inclinó de espaldas. Los remos batían las
aguas espumosas, al compás, y La Victoria empezaba a caminar...
Mientras la tripulación cantaba con el triste canto que usan los cam­
pesinos del país, saqué mi libro de viaje y empecé a apuntar las obser­
vaciones termométricas y barométricas que había hecho en El Paraíso.
Tomé en seguida con la brújula la dirección que llevaba al Subín, y luego
que también la hube consignado, mi pensamiento desechó toda idea seria.
-¿Qué es eso del Tanai, Ramón?, dije al piloto, interrumpiendo el canto.
Los bogas todos callaron.
-El Tanai, señor, es una cosa fea como la muerte, cuando no va de
piloto un negro como yo.
-Ha de ser algún animal, dijo Dyat.
-El mismo enemigo tal vez, observó Calmenate.
-O la Siguanaba, añadió Norberto.
-¡Quietos!, dijo Ramón con voz de mando. El Tanai, patrón, es el mis­
mo Subín que baja de repente y corre como un huracán por una cuesta
pedregosa como de diez cuadras o más de largo. Allí se rompe el río por
onde quiera, se retuerce en mil vueltas, da saltos y se llena de espuma, se
VIAJE AL PAÍS DE LOS UKES, 1881 * 97

embravece y ruge como el tigre y ¡ay! de la canoa que esté mal mani­
jada... Se hace astillas contra las grandes piedras medio sumidas a
traición y en acecho bajo las aguas, y más de algunos no han contado
el cuento.
-Eso se llama un rápido.
-Bonito nombre, señor, porque de veras que rápido, rápido se va cual­
quiera a la muerte. Si usted quisiera, patrón, yo le contaría la desgracia
de dos amantes indios que hace mucho tiempo se hicieron pedazos en ese
maldito Tanai, ¡que ojalá se trague algún día a nuestros primeros padres!
-Cuéntala, Ramón, ya te escucho.
-Pues ha de saber su mercé, patrón, que los indios más viejos de Flores
dicen que antes de la venida de los blancos, había en esta tierra muchos
reinos. Allí en la laguna que usté conoce estaba el reino de El Petén Itzá;
los lacandones eran entonces muchos y vivían en guerra con todo el
mundo y entre éstos y el ya dicho reino Petén, había otro de Acalá. Hubo
guerra entre el Petén y Acalá y en la pelea cayó preso el hijo del cacique
de los acalaes, llamado Abyaolal. Cuando el general triunfante volvía a
la isla con su ejército, llevando cautivo al príncipe para matarlo sobre la
piedra sagrada, el viejo Canek, que así cuentan se llamaba el rey de la Lagu­
na, mandó a su hija Ahyacunak a encontrarlo con todas las damas de su
corte y todos los señores indios de más companiyas.
Ahyacunack era tan hermosa que ojos faltaban para verla y llevaba
un vestido hecho de sólo plumas de la cola del quetzal, y el pelo suelto. El
general Hbaalanak estaba enamorado de la princesa y no le hubiera cabi­
do la Laguna del gusto cuando vio venir la canoa del Ahyacunak con la
bandera del reino para darle los cumplidos del Canek.
Al juntarse las canoas, el general hizo que el príncipe Ahyaolal se hinca­
ra a los pies de Ahyacunak. Pero el mozo era guapo y al verlo se enamoró
de él la princesa.
Al momento mandó que lo soltaran, le ordenó a Hbaalanak que nada
dijera del joven a su padre, bajo pena de vida y de no quererlo. Y ya todos
los señores tomaron como amigo al príncipe y entró él también como
señor a la suidá con un maistate bordado de oro, una corona de plumas
de colores y un collar de las conchas y caracoles más finos de la Laguna
y de los ríos.
La princesa lo puso a vivir en el palacio y le dio muchas plumas de
quetzales; mucho, muchísimo cacao de Soconusco y de la tierra; las jica­
ras mejor labradas que venían desde Nicaragua; cintas y otros tejidos de
maguey, pintados de hermosos colores; gran número de flechas adorna-
08 • EDWIN ROCKSTROH

das que al subir por el aire parecían pájaros encantados; arcos de todas
clases; suyacales hechos de las hojas más delicadas del corozo, y en fin,
para no cansar, de todo cuanto los indios tenían para el encanto de la vida.
-Si su mercé lo permite patrón, dijo Norberto, vo y a decirles a uste­
des lo que quieren decir en lengua maya esos nombres endemoniados que
Ramón no dice bien. Ahyaolal quiere decir enamorado, Ahyacunak, aman­
te; Hbaalanak, ese cabrón, es como si dijéramos que come hasta que ya no
más, esto es que se harta.
La pronunciación de Norberto hacía sonar la h como una j aspirada
con fuerza, y en el nombre del general sonaba casi sin ningún elemento
de letra vocal.
Di las gracias a Norberto por su explicación, y Sarmiento continuó.
-Pasaron así el príncipe y la princesa días m uy dichosos; pero al fin
Hbaalanak pidió en premio de la victoria la mano de la joven, y se la dio
el Canek. Ella dijo que tal vez más tarde se casaría y siguió en sus amores
con Ahyaolal. Pero sucedió que andando éste un día por las orillas de la
Laguna, le tiró con su flecha a una hermosa guacamaya y erró el tiro
yendo la flecha por desgracia a clavarse en la frente de un venado. Los
venados eran como dioses para los peteneros y hubo escándalo contra el
príncipe y fue prendido de orden de los sacerdotes para sacrificarlo sobre
la piedra sagrada, abriéndole el pecho con un cuchillo de pedernal y sacán­
dole el corazón para presentárselo al Sol.
Ahyacunak se echó a los pies de su padre, pidiéndole la vida del joven
y le confesó su amor. El viejo Canek lloró y le ofreció salvarlo, y compo­
nerse como pudiera con Hbaalanak para que se casaran los que tanto se
querían. Los sacerdotes levantaron al pueblo exigiendo que fuese sacrifi­
cado el príncipe y ya iba a empezar la pelea entre las tropas del rey y su
pueblo, cuando Hbaalanak se presentó en palacio, besó la tierra delante
del Canek y pidiéndole perdón, le dijo que Ahyaolal era el príncipe de los
acalaes.
Enfurecido el Canek, mandó que se abrieran al pueblo las puertas
del palacio, se reconcilió con él y con los sacerdotes y ya no hubo quien se
opusiera a la muerte del desgraciado Ahyaolal.
Pero la princesa se vistió de soldado, le dio pulque a la guardia que cui­
daba al príncipe y cuando todos estaban borrachos, se lo robó de noche
y huyeron de la isla en una canoa que era como si hubiera tenido dos alas.
Ya en la orilla, anduvieron de día y de noche por los montes y al fin llega­
ron a este río por onde vamos nosotros. Iban, dicen, buscando al cacique
de los lacandones a pedir protección contra el Canek.
VIAJE AL PAÍS DE LOS UKES, 1881 * 99

Detrás venía Hbaalanak con las tropas de El Petén Itzá y llegó también,
siguiéndoles las huellas, hasta el Subín.
Ahyaolal y Ahyacunak iban bajando a todo remo en una canoa, y en
mil canoas venían detrás las tropas y el general del Canek.
El Subín se creció y entró la noche, oscura como la conciencia del malo,
y sólo se oían los golpes de los remos y los juramentos de Hbaalanak y
los suspiros de los dos amantes.
Hbaalanak conocía el río y los prófugos no lo conocían. Hicieron alto
las canoas peteneras y siguieron río abajo Ahyaolal y Ahyacunak. Oyeron
un gran ruido y creyeron que era la tormenta; y siguieron bajando...
¡Pobres príncipes! Pronto entraron en la corriente del Tanai... Nadie
sabe lo que pasó. Si gritaron, sólo lo saben los jimbales de la orilla.
Al día siguiente Hbaalanak descendió por el Tanai y en la barra del
Subín y del Río de la Pasión halló los cadáveres desgarrados de los dos aman­
tes y se los llevó a Canek en señas de haber cumplido sus órdenes.
Desde entonces al romperse el río en la única gran piedra que sobre­
sale de las aguas a media corriente gime el río y tiembla la piedra. Dicen
que es por el dolor de la muerte de Ahyaolal y de Ahyacunak. Esa piedra
se llama "De los amantes".
Calló Sarmiento. La triste historia había hecho impresión en el ánimo
de los oyentes. Trinidad Cocón estaba lívido y había soltado el remo.
Para levantar el espíritu de los que pronto bajarían el Tanai, abrí una
botella de buen "San Jerónimo" y bebimos a la salud del rápido y de la
piedra de los Amantes.
Cuando Cocón apuraba la copa, Sarmiento hizo virar la lancha con
presteza para evitar el encuentro del cadáver flotante de un corozo que nos
traía el recuerdo de la tormenta. Algunas gotas del líquido se derramaron
y a Cocón le pareció aquello de mal agüero.

E i, Tanai

El Subín corre por tierras llanas desde su nacimiento hasta que enrique­
ce el caudal del Río de la Pasión.
Ambas márgenes se elevan poco sobre el nivel del río y están sujetas a
inundaciones porque son frecuentes las crecidas de aquel pequeño Nilo.
El cauce se angosta y ensancha alternativamente, según la resistencia
que la roca presenta a la acción del agua y según también las ondulacio­
nes del terreno.
Puntos hay, como en el "Paso", donde su anchura apenas alcanza a
cincuenta varas y otros en que llega a cuatrocientas y quinientas.
100 * EDWIN ROCKSTROH

En estos desplayos el Subín parece más un lago que un río, pues apenas
se percibe el movimiento de las aguas.
Los remansos durante las inundaciones, ofrecen un espectáculo
grandioso.
Las aguas alteradas invaden los bosques en una extensión de dos y tres
leguas. Los árboles quedan medio sumergidos. Los follajes parecen islas de
esmeralda.
Las líquidas corrientes hacen vibrar las selvas que se balancean como
movidas por oculta mano poderosa.
El aire húmedo enriza las olas o inspira a las hojas rumores y suspi­
ros y el cielo se refleja en el espejo ondulante.
Las aves no se atreven a emprender el vuelo y permanecen como flores
sobre las cimas de los árboles.
Los cuadrúmanos y los cuadrúpedos que no han podido huir, se acogen
espantados a las bifurcaciones de las ramas.
Es aquel entonces un pequeño reino de Neptuno, y sólo los cormora­
nes, negros como el olvido, los pájaros pescadores de plumaje verde, y las
garzas blancas con la blancura de las nubes, vuelan sobre las aguas y por
entre los troncos y las ramas en acecho de la presa; mientras el perro de
agua se sumerge en el líquido elemento para sacar muy lejos su cabeza
y su cuello café oscuro, llevando entre los dientes el pez que va a calmar
su voracidad ferina y que aletea en la vana esperanza de librarse de la
muerte.
A veces el huracán se desata. El lago se encoleriza y se levantan de su
seno arietes de espuma.
El bosque lucha con el dios de los aires.
Los árboles más erguidos tambalean y se truenchan y el río triunfan­
te arrastra sus despojos entre el turbión cenagoso. ¡Despojos que tal vez
llevan seres vivientes que se habían abrigado entre el follaje!
Después de la inundación, cuando el Subín ha recogido sus linfas, las
márgenes dan fe de haber sido convertidas en campo de batalla.
El limo del río se ha extendido por la llanura y en pocas semanas la
vida repara sus pérdidas y vuelven al destruido hogar los moradores de
la selva.
Trinidad Cocón sabía estos caprichos del río, Sarmiento habíase entre­
tenido en vertir en su corazón el miedo a dosis considerables, y el pobre
hijo del pueblo de San Benito vibraba de terror como la cuerda de una
vihuela.
El Tanai sobre todo le inspiraba pánico.

\
VIAJE AL PAÍS DE LOS UKES, 1881 • 101

Bogábamos aproximados a la margen izquierda a la fresca sombra de


los corozos desde que el piloto había torcido el camino de La Victoria para
evitar el choque del árbol flotante. La margen derecha quedaba a unas
doscientas varas de distancia.
La corriente era tranquila y Cocón gozaba de un intervalo de con­
fianza.
Parecía haber olvidado el derrame de la copa de "San Jerónimo" y medi­
taba, fijos los ojos en el agua, y moviendo el remo maquinalmente.
Un rayo de placer iluminó su cobrizo semblante, los ojos le brillaron
con la luz de una verdad que ha surgido del fondo de la duda.
-¡N o hay que tener miedo, patrón!, exclamó repentinamente.
-Es la verdad, dije yo, el miedo es un mal consejero del hombre.
-¡Que no hay que temer! ¡Vaya una patochada! ¡Y decir eso cuando a
todo remo nos acercamos a la boca del Tanai!, dijo Sarmiento dirigiéndose
a Cocón.
-Por el Tanai pasará la canoa; pero nosotros iremos quietamente por
la orilla, si lo quiere el patroncito, contestó el remero.
-¡Ja!, ¡ja!, ¡ja!, ¡Lo que es no conocer bien a lo que uno se expone! Este
corozal ya se va a acabar; después vienen en la orilla los jimbnlcs, y jim-
bales también en la otra orilla. ¡Aquí está ya uno!
Volví la cabeza y vi un magnífico bambú, de unos veinticinco pies de
altura, con tallos de dos pulgadas de grueso, color verde amarillento, lo
mismo que las hojas, y literalmente erizado de espinas, que punzaron
con la imaginación los nervios del remero.
-Esas espinitas, añadió Ramón, pasan el mejor caite, cuando están en
el suelo, y en las cañas hacen pedazos las carnes del indio más pintado de
San Benito. Y no creyas que son uno que otro; es un puro matorral en las
orillas que ni los lagartos con tener escamas se animan a meterse en cami­
sa de once varas.
-¿Y no hay ni claros, Ramón?
-El jimbalar se raleya cuando quiere; pero lo que es en el Tanai hasta
se eriza el pelo al sólo verlo.
Cocón palideció, y soltó el remo, quedándose absorto, como quien qui­
siera hacerse todo orejas.
-¡El Tanai!, gritó despavorido.
En efecto: un sordo rumor nos llegaba en la dirección que seguía La
Victoria.
-¡Ya lo tenemos!, gritó Ramón alegremente.
102 • EDWIN UOOKSTROII

-iAl puesto del inútil!, gritó el piloto con voz de mando, y Albino Pérez
sustituyó a Cocón sin pérdida de tiempo, empuñando el abandonado
remo.
El pobre Trinidad, sentado en una de las cargas, paseaba su vista como
un estúpido por los jimbales que iban apareciendo formados en batalla
a uno y otro lado del río.
Pronto el rumor del rápido se convirtió en un estruendo.
-El río está picado, me dijo Sarmiento, señalando un perro de agua que
aparecía y desaparecía a intervalos avanzando considerable distancia.
El grito de un loco y la caída de un cuerpo al agua, todo fue uno...
Cocón se había lanzado al río y nadaba como un pez para ganar la
lejana margen derecha, donde los bambúes, rotas sus filas, daban lugar
a unas cuantas piedras que habían quizá seducido a Trinidad con su
encantos. En vano le llamamos; nadaba con los brazos y con los pies y
avanzaba rápidamente.
Hubo quien opinase por dejarle abandonado y seguir nuestro viaje;
pero Ramón se indignó ante semejante propuesta; y yo, que tenía mi reso­
lución tomada, ordené que bogásemos en su seguimiento.
Difícil era cortar la corriente del río que ya empezaba a participar de
la fuerza descendente del estruendoso Tanai; pero las órdenes del piloto
y su incontrastable energía redoblaron el esfuerzo y La Victoria empezó a
luchar con las ondas.
Avanzábamos con dificultad; Cocón aparecía y desaparecía a interva­
los; le juzgábamos cansado y empezábamos a temer por su suerte.
Sarmiento se empezaba en darle alcance antes de que abordase a la
orilla, porque en las orillas de los grandes ríos tienen su habitación los cai­
manes y en el Subín los hay en cantidad considerable, según tuve más
de una ocasión de observarlo.
Iríamos a media corriente y Cocón sólo distaba de nosotros unas cin­
cuenta varas y a otras tantas se hallaba de la orilla; cuando Sarmiento me
hizo notar que el Subín se cubría de espumas.
-Ya me lo temía, me dijo.
Aquel corozo que topamos -aquel perro de agua tan listo...
-¿Y que significa eso, Ramón?
-Ponga cuidado en el cielo por todos lados, señor, y ya sabrá usted qué
es, porque yo no debo apartar la vista de ese loco para irnos derecho y no
perder nadita de tiempo.
Yo también a veces tenía que obedecerle a Ramón, y en ésta cumplí sus
órdenes puntualmente.
VIAJE AL PAÍS DE LOS UKES, 1881 • 103

El cielo estaba limpio sobre nuestras cabezas, claro y purísimo en todos


los rumbos que observé, y empezaba a tranquilizarme cuando la marcha
de La Victoria me quitó de delante unos árboles frondosos y pude ver
hacia el nordeste. ¡En lontananza estaba lloviendo, y según mis cálculos,
sobre las cabeceras del Subín!
Callé para no desanimar a los bogas. Sarmiento leyó la situación en mi
mirada, y gritó:
-¡Ea, muchachos, pídanle un trago al patroncito! ¡Éste es día de fiesta!
También en esta vez cumplí la orden indirecta de Ramón.
Los bogas sudaban a mares y sus fuerzas empezaban a faltarles, cuan­
do San Jerónimo vino a darles nueva juventud y mayores bríos.
-¡Se revuelve Cocón!, gritó el piloto.
Así era: Trinidad, que ya casi tocaba la orilla, se había vuelto precipi­
tadamente.
-Patrón, patrón, volvió a gritar Sarmiento. Las piedras se menean...
¡No son piedras! ¡No son piedras!...
Eché mano a mi anteojo y ¡oh!, espanto... Eran diez o doce enormes
caimanes, que perturbados por Cocón en su reposo, se revolvían en el
cieno...
-¡Aprieten!, muchachos. ¡Son lagartos! gritaba Sarmiento...
Uno de aquellos caimanes se arrojó al agua... ¡Cocón estaba perdido
y a pocas brazadas de nosotros!..
Sarmiento le gritó:
¡Nadá quedito...! La agua tiene lodo ya no te mira.
No necesitaba Cocón de tal consejo: falto ya de fuerzas, apenas podía
conservar la cabeza sobre las ondas.
—iJip!, ¡jip!, ¡jip!, dijo el piloto y un formidable envión comunicado a
la vez por todos los remos, hizo que La Victoria se lanzase mansamente
y como una flecha al encuentro del desgraciado.
Lo subimos en peso a la canoa, y quedóse sin sentido e inmóvil como
un fardo.
-¡Ahora nosotros!, gritó Ramón, ¡volemos! ¡Pasemos al Tanai antes de
que nos alcance la creciente!
Los bogas espantados, obedecieron silenciosos y la lancha voló como
un pájaro siguiendo el curso de las aguas...
¡Estábamos en el principio del rápido!...
Una cinta de espuma cenagosa venía siguiéndonos como a quinien­
tas brazadas y tras la espuma se veían venir troncos y ramas flotantes.
La Victoria emprendió el descenso con valentía. Ramón la gobernaba
como a un caballo y evitaba los rompientes y los escollos...
104 • EDWIN ROCKSTROH

Parecía una flecha...


Los oídos nos zumbaban...
Las orillas eran fajas veloces a nuestra vista...
El estruendo del Tanai se mezclaba al rumor de la avenida...
Y el encaje de espumas avanzaba y se iba aproximando rápidamente...
Cocón nada decía porque aún no había vuelto del desmayo.
El Subín se hinchaba de instante en instante y las piedras someras iban
quedando cubiertas por las aguas.
Y seguíamos bajando...
El encaje de espumas vino al fin a romperse contra la popa...
íbamos ya navegando en un huracán de agua... Los remos eran
inútiles...
Un momento después el timón se había roto y Sarmiento tenía entre
las manos el mayor de los fragmentos.
El agua se azotaba furiosamente contra las piedras, y al rebotar llena­
ba la canoa...
Ya nadie luchaba...
Estábamos vencidos...
Ramón, sereno en la proa, observaba el curso del Tanai...
-¡La Piedra de los Amantes!, me dijo, gritándome al oído...
Vi en aquella dirección...
Pero no vi el rompiente de la leyenda, sino todos los rumbos a la vez
y en ellos mezclados en confusión las riberas, el Subín, las piedras, los
bambúes, el horizonte.
La Victoria había entrado en una vorágine que giraba y nos hacía girar
como en la rueda de un molino...
Los bogas se marearon...
No sé bien lo que por mí pasó en aquellos instantes eternos...
Ramón seguía en la proa... Parecía un dios...
Un estruendo vino a unirse a los estruendos...
Sentí un choque y después otro choque formidable, espantoso...
¿Qué había pasado?...
Una nueva correntada había sacado La Victoria del círculo de la vorá­
gine, y escapada casi por la tangente, había ido en derechura a la Piedra
de los Amantes.
Pero allí estaba el Hércules en su puesto, y rápido como el pensamien­
to, al ir a romperse La Victoria había apoyado con extraordinaria fuerza
el fragmento del timón sobre el escollo mismo, y disminuida así la violen­
cia del golpe, el turbión agarrando de flanco la canoa, la había hecho
VIAJE AL PAÍS DE LOS UKES, 1881 • 105

vibrar, describiendo un arco sobre su propio eje y obligándola a seguir


de popa la corriente del Subín.
¡Estábamos salvados!...

E l palo d e t in t e

Cuando hubo terminado la inclinación del Tanai, todavía las aguas y con
ellas La Victoria conservaron durante algunos minutos el impulso del
descenso, en virtud de la inercia.
El movimiento fue poco a poco siendo menos acelerado y al fin llega­
mos a ser arrastrados por la sola fuerza de la corriente algo aumentada,
sí, con la fuerza y el caudal de las avenidas.
La lluvia, a no dudarlo, había cesado, pues el Subín empezó a tran­
quilizarse. Decía Ramón que aquello había sido simplemente una garúa
(llovizna).
Sin embargo, todavía no estábamos fuera del riesgo porque la canoa
iba sin timón, entregada a su voluntad, y no podíamos sustituirlo. De los
remos, unos se habían hecho astillas, otros estaban inválidos. El ancla
se había perdido.
Un accidente cualquiera en el álveo del río, un soplo de viento, la cabe­
zada de uno de los perros de agua que venían escoltándonos, el choque de
los troncos flotantes, podían desviar el eje de La Victoria de la línea de la
corriente, agarraría de flanco las olas alteradas, y en ese caso, ¿quién hubie­
ra podido impedir que volcásemos?
Nada nos habría importado el baño frío, pues las ropas estaban ya
empapadas; pero ¿y la carga?
La carga, tan milagrosamente salvada, era condición del éxito en la
exploración de la Lacandonia.
Si se hubiera ido a fondo, a fondo se habría ido mi esperanza, el sueño
de cuatro años, que al fin iba a ver realizado, gracias a la protección bon­
dadosa y al entusiasmo por la ciencia del director del Instituto Nacional.
Estas consideraciones se agolparon en mi cerebro y no encontré más
medio para conjurar los peligros contemplados que resolver este pro­
blema de náutica: dada una embarcación sin timón ni remos, abandona­
da al curso de un río, obligarla a seguir el eje de la corriente.
La naturaleza es la gran maestra. Observarla con atención es el méri­
to de los sabios. Newton pensando en la caída de una naranja encontró
las leyes de la gravitación de los soles y los mundos en el espacio. Watt,
siendo niño, notó que saltaba la tapadera de un jarro en que hervía la
106 • EDWIN ROGKSTROH

infusión del té, y descubierta así la fuerza misteriosa del calor y del agua,
halló más tarde los medios de perfeccionar la máquina de Stephenson y
pudo darle al trabajo humano el más poderoso de los músculos en la
máquina de vapor.
Comuniqué a Ramón mi pensamiento, y me propuso pescásemos
La Victoria.
Quería atar una cuerda a la amarra del timón roto, y con el otro cabo
lazar alguno de los árboles de la orilla.
Previ en eso un peligro: la canoa detenida de repente y por una fuerza
perpendicular u oblicua al eje de las aguas, volcaría sin remedio.
-¿No hay algún banco de arena, Ramón, donde pueda encallar nues­
tra nave?
-Es costumbre del río, patroncito, llevar arena a la entrada del gran
remanso; allí tal vez; pero quién sabe... y todavía está lejos...
Un tronco ramoso y todavía ostentando la vida en el follaje venía
nadando en dirección a nosotros.
Lo veía venir como quien ve avanzar un nuevo peligro.
En las ramas de aquel árbol podía quedar envuelta La Victoria y ya
presentaríamos más ancha superficie a los ataques de lo imprevisto.
No podía apartar los ojos de aquel lujoso follaje destinado quizá a
hacer de nuestra embarcación un nido, y de nosotros indefensas aves.
-Usté será una guacamayo, patroncito, y nosotros seremos sanates,
decía Sarmiento, que siempre tenía una broma para herir el amor propio
de las circunstancias.
Noté pronto que el árbol se retardaba en su camino. El viento sopla­
ba contra la corriente del Subín, producía aquella retardación, según lo
decían la inclinación de las hojas y la flexión de las ramas.
¡El problema de náutica estaba resuelto!...
Todo se reducía a realizar en una vela los principios de la política con­
servadora.
El fragmento del timón y el mango de un ex remo fueron atados fuerte­
mente en las escotillas de proa a babor y a estribor, y entre ambos palos
atamos floja, y por sus cuatro ángulos, la chamarra de Sarmiento.
El viento hinchó la vela conservadora, produciendo el doble efecto de
retardar la rápida marcha y de mantener La Victoria sobre el eje del Subín,
gracias a que sus fuerzas se resolvían en la resultante que obraba sobre
el foco.
Tranquilo ya por la lejanía del peligro, pude examinar el estado de la
carga y sobre todo el de mis instrumentos, y quedé satisfecho. Nada fal­
taba, ni había ningún desperfecto.
VIAJE AL PAÍS DE LOS UKES, 1881 • 107

Los bogas, con la retardación del movimiento, fueron mejorando del


mareo. Cocón dio señales de vida, merced a unas friegas que le adminis­
tró el piloto.
Abrió los ojos y se sentó, y agarrándose la cabeza con ambas manos,
daba gracias a Dios de que hubiese sido mentira.
-¡Qué mentira, ni que india envuelta!, le dijo Ramón. Aquello fue la
purísima verdá.
-¿La verdá Ramón?
-¡La verdá!
-¿Y qué he hecho yo para merecer que se acuerde de mí el enemigo?
Me interesó la extraña respuesta, pedí explicaciones y supe entonces
que Cocón había soñado que para librarlo de un caimán que lo seguía,
el Diablo lo había agarrado por los cabellos y se lo había llevado en un
huracán por sobre las montañas y las nubes.
-Era pior el remedio que la enfermedá, patrón, me decía, provocando
la hilaridad de Sarmiento.
El paisaje del Subín, entretanto, había cambiado radicalmente.
El bosque de corozos nos había dicho su adiós al aparecer los bambúes.
Ahora una triste monotonía presentaban ambas márgenes.
En las orillas, los jirftbales con su verde amarillento, en el fondo, los
subines de menuda hoja y los campeches, cuyos negros troncos parecen
vestir un eterno luto. Ni el subín, que le ha dado su nombre al río, ni
el campeche, tan célebre en la industria, alcanzan arriba de cuarenta o
cincuenta pies. Aquél, presentando su follaje trémulo a la voz del viento,
éste cuya espesa sombra impide la vida vegetal bajo su copa, y cuya
flor es triste como la memoria del dolor, entrelazan sus ramas en una
extensión de muchas leguas.
Bogábamos y bogábamos, y siempre el mismo espectáculo. La unifor­
midad alcanzaba los límites de la simetría hasta en el tamaño de los
árboles, en las distancias que los separan, en lo oscuro de la sombra, en
los colores de los troncos, alternando tras los matorrales de bambúes el
color leñoso de los subines con el luto riguroso de los campeches, y las
aguas del río estaban obligadas a reproducir las mismas sombras inde­
cisas en su espejo.
El calor era sofocante y casi palpable en la reverberación de la luz sobre
las aguas y las selvas.
El fastidio consiguiente a aquella insoportable monotonía lo pagó al
fin un pájaro pescador que sobre un bambú esperaba el paso de algún pez
para zambullirse y pescarlo. El verde metálico de su plumaje le hacía
108 • EDWIN ROCKSTROH

acreedor a figurar en el museo del Instituto, y su pecho blanco adornado


de manchas oscuras, provocaba a asestarle la puntería.
Pedí a Dyat mi escopeta, advirtiéndole que no debía tocar la de dos
cañones, y me dio la de un solo tiro.
Apunté, hice fuego, v i por entre el humo una sombra, acaso una
ilusión, después volaban algunas plumas, y el pájaro pescador iba flo­
tando en la corriente.
Se lanzó a nado Crispino Rojas y me trajo el cadáver de la víctima
inocente. Los cazadores saben cuánto envanece cada una de estas fáciles
victorias. Apartando las plumas, vi la herida y bárbaramente satisfecho de
mi obra, le pasé el pájaro a Juan Ac, el disecador.
Teníamos buen jabón arsenical, mucho algodón y un estuche. La disec­
ción fue obra de un momento. Sólo tuve que advertir a Juan que debía
rellenar también el cuello, pues había observado que en la Verapaz los
disecadores dejan vacío el de los quetzales que por esto se acorta y casi
desaparece, quitándole al ave mucho de su gracia y donosura.
Otros buenos tiros hice durante aquella etapa excepcional de mi viaje:
pero nunca usé la escopeta de dos cañones.
Cuando se viaja por un país desconocido, no se puede confiar comple­
tamente en la fidelidad de los hombres del séquito.
Yo temía que me abandonasen y Ramón lo temía también.
-N o sería la primera vez que hicieran esa indiada, me decía cuando
estábamos en Sacluc.
Para este caso, el astuto piloto había tomado con anticipación sus
medidas.
Con mucho misterio y bajo la más absoluta reserva había ido divul­
gando un secreto, haciendo sus confidentes uno por uno a los hombres de
la comitiva.
-El patrón es gringo, les decía. Tiene una escopeta de dos cañones... Yo
con mis ojos la he visto... No la carga con pólvora... No tiene balas...
Nada de taco... Está hasta la boca de dinamita... ¡Chitón! ¡Que si lo
sabe!... De un tiro mata a todos los lacandones y de otro tiro quema todi­
tos los montes de El Petén.
A mí también me había hecho su confidente y por eso le ayudaba a
la inocente farsa, haciendo que todos vieran con profundo respeto mi
grande escopeta de dos cañones.
Cuando ya hubo bastante caza para ocupar a Juan Ac durante una
hora, dispuse que almorzáramos.
Hice abrir una caja de sardinas y cortar rebanadas de jamón, y des­
tapé una botella de cerveza.
VIAJE AL PAÍS DE LOS ÜKES, 1881 • 109

Los indios hicieron mil gestos al ver el aceite de las sardinas. En


vano les insté para que probasen.
Decían que el aceite sirve sólo para los enfermos. La cerveza también
les pareció una bebida inconcebible e hicieron mil comparaciones que no
son para ser escritas en mis "recuerdos".
Dioles Ramón carne salada y él y yo tuvimos un almuerzo a la grin­
ga, como él les aseguraba a los bogas. El jamón también les pareció a éstos
insoportable y lo bautizaron con el nombre de carne cruda.
Me ocupaba en tomar la dirección del río y hacer mis observaciones
meteorológicas, cuando la quilla de La Victoria rozó con algo, cesando el
movimiento. Habíamos encallado en un banco de arena y estábamos a
la entrada de un magnífico remanso.
-Éste es un vado, dijo Ramón, y armándose de un fragmento de remo,
bajó al agua, y costeando con el bastón, anduvo hacia la vecina orilla, a
donde arribó sin contratiempo.
No diré que todos saltaron; pero sí que anduvieron a tierra, menos yo,
que pasé sobre los hombros de Calmenate.
Ramón no perdió un instante; puso a todos los bogas en movimiento,
armados de sus machetes, y pronto la selva hubo suministrado el timón
y los remos que nos faltaban.
La Victoria fue desencallada merced al esfuerzo del Hércules y, ya a
flote, la comitiva entera empezó a hacer fuego sobre las innumerables aves
acuáticas que adornaban el remanso, mientras yo vagaba solo por la selva
estudiando el palo de tinte.
Esta madera, que presta a las telas tan hermoso color rojo, se produ­
ce en la península de Yucatán, estados de Tabasco y de Campeche de la
República Mexicana y en el norte de Guatemala, si bien ese lugar produc­
tor no está reconocido como tal en el comercio.
Objeto de grandes transacciones, el palo de tinte ha formado muchos
capitales, y los bosques yucatecos están ya casi agotados. Ha sido intro­
ducido a las Antillas; pero no hay que temer que la competencia deprima
un artículo de consumo universal, cuya producción está circunscrita a tan
estrechos límites geográficos.
Guatemala debe explotar un día sus bosques magníficos de palo de tin­
te y vendrá a ser ése uno de los ramos más importantes de su comercio.
Esas razones tenía yo para estudiar el precioso árbol. Lo vi en todos
sus estados, corté de su leña y regresé a la orilla del río.
El espectáculo era magnífico.
El remanso tendría una anchura de quinientas a seiscientas varas. Las
aguas se deslizaban mansamente. Las selvas las ceñían de tristeza; pero
110 • EDWIN ROCKSTROH

la vida animal se ostentaba grandiosa en las aves de mil colores que se


posaban en los bambúes o triscaban en las ondas, y en los peces diversos
que revolvían el líquido.
En medio del remanso flotaba La Victoria, adornadas las escotillas
con florecientes enredaderas que caían sobre el agua como una bionda de
flores. La vela retrógrada había desaparecido y en su lugar flotaban ban­
deras y gallardetes.
Parecía una pequeña nave de guerra, tal era la frecuencia de los dis­
paros con que los bogas saludaban a las indefensas aves y despertaban los
ecos de la selva.
Las plumas volaban, la sangre de las víctimas enrojecía las cenagosas
aguas, las presas flotaban a merced de las corrientes parciales.
El tiroteo cesó, y después que los cazadores hubieron recogido la ambi­
cionada carga, que era el contento de Juan Ac, vinieron por mí, y empren­
dimos la marcha.
A l llegar a la boca del remanso, donde el río volvía a encarrilar sus
aguas, saludamos con una descarga al aire aquel lugar de paz donde
había desaparecido nuestra ansiedad y donde habían terminado nuestros
peligros.
Tomé mi libro de viaje y escribí:

El palo de tinte, Haematoxylon campechianum, según Linneo, pertenece


a la familia de las leguminosas. Alcanza en la adolescencia hasta cin­
cuenta pies de altura. Tronco bajo, tiene muchas ramas gruesas y espi­
nas debajo de las hojas. Corteza negra. El corte de la madera hace
aparecer el color de sangre. Hojas (ramas menores en forma de pal­
ma) pinadas; las hojuelas, trasovadas (en forma de óvalo). Flor raci­
mosa (en racimo) y hermafrodita (porque reúne los estambres y el
pistilo que son los órganos de los dos sexos en las flores); el cáliz con
cinco pétalos, unidos en la base, formando tubo; corola formada
también de cinco pétalos de color amarillento; tiene diez estambres
y pistilo capilar. Legumbre (el fruto) lanceolada (en forma de lanza)
con dos semillas.

Cuando hube concluido, Ramón me hizo muchas preguntas sobre el


valor que para mí tenía el leño de campeche que había hecho colocar a
bordo. Y al comprender lo precioso de la mercadería, sus instintos finan­
cieros le brillaron en la mirada.
-¡Buen negocio!, me dijo. No sé por qué en vez de cortar cedro y caoba
en las monterías, no cortan palo de tinte.
VIAJE AL PAÍS DE LOS UKES, 1881 « 111

-Porque no tienen medios para transportarlo.


-No, patrón; los tienen, pues las trozas que cortan van nadando por
los ríos hasta San Juan Bautista de Tabasco.
-Pero el palo de tinte no nada, Sarmiento, en razón de que de un volu­
men de agua, igual a otro volumen de palo de tinte, éste pesa más que
aquél.
-Será así, señor, pero yo quisiera probar el negocio, a ver qué tal.
-Aquí tienes ya la experiencia, le dije, arrojando el leño al agua...
Cayó al río como una piedra y Ramón quedó convencido de que el
palo de tinte será en el país un grande artículo de exportación cuando haya
medios fáciles, seguros y baratos de transporte.
Entretanto, el cauce del Subín se había estrechado extraordinaria­
mente. Apenas tendría de veinte a treinta varas.
-Ya vamos a llegar, me dijo el piloto.
El río daba una pequeña vuelta. Cuando la hubimos salvado, el gran
Río de la Pasión apareció a nuestra vista. Comparado con el Subín, era
un titán; sus aguas estaban limpias y reflejaban el cielo. El Sol moría y
daba a las ondas su beso de despedida. Iba a hundirse en el ocaso y deja­
ba como adioses colores y reflejos y palmas en las nubes.
La Victoria ataviada de fiesta, parecía una coqueta que provocaba al
amor al nuevo río.
Entró a sus aguas majestuosas y subimos la corriente unas doscientas
varas para ir al rancherío llamado "El Paso Real" en donde debíamos hacer
alto.

La pkso,a diol bobo

El Río de la Pasión corre de este a oeste, por un país llano que sombrean
los bosques, sujetos como los del Subín a inundaciones por la poca eleva­
ción del terreno sobre el nivel de las aguas.
Su anchura en el estado normal, varía de doscientas a ochocientas
varas, habiendo no obstante lugar en donde alcanza un cuarto de legua.
Desde el "Paso Real" en adelante, recibe por la derecha el Subín y por la
izquierda el Río de las Salinas y el Lacantún, que a no dudarlo ha dado su
nombre al Lacandón y a sus habitantes. Después de esta última confluen­
cia toma el nombre de Usumacinta, cruza enriquecido y orgulloso por
bosques magníficos, se quiebra en algunos raudales, penetra en territo­
rio mexicano, se bifurca en dos ríos, el de Palizada al este que desagua
en la Laguna de Términos, frente a la Isla del Carmen, y el que conser-
112 « EDWIN ROCKSTROH

vando el nombre de Usumacinta corre al oeste, envía un brazo con el


nombre de Río de San Pedro y San Pablo al golfo de México y sigue por
el noroeste hasta morir en el Río de Tabasco.
Sus horizontes, al menos mientras conserva el romántico nombre de
Pasión, tienen sólo los límites de la vista para el observador que se colo­
ca dominando el boscaje con la mirada. Hacia todos los rumbos abarca
entonces un océano de verdura, entristecido sí por la presencia del cam­
peche con su traje de cormorán y su flor amarillenta y limitado en el
río por el encaje verde y uniforme de los bambúes; pero embellecido a
trechos por las más lujosas de las palmeras y por los árboles más fron­
dosos de nuestra flora.
Imagínese el lector el Sol naciente, levantándose en su trono de luz
sobre aquel mar de follajes, dividido por un río de diamantes que quiebra
los rayos de la mañana en sus ondas, y tendrá uno de los paisajes más
encantadores que puede acariciar la imaginación del pintor o del poeta.
No éramos nosotros bastante felices para poderle hacer un saludo artís­
tico a aquella naturaleza apasionada. Cuando llegamos al "Paso Real" era
la hora más triste del día... Estaba oscureciendo, las aves habían abando­
nado las aguas y los aires, las auras frías y húmedas parecían el aliento
de la noche y hasta el río hacía pianos sus murmullos.
América es el mundo de la República. Lo regio aquí no la pega y
hasta los pasos, si son reales, son unos pasos desgraciados. Tal era aquel
ranchero de pescadores. Sin embargo, tuvimos un hallazgo. Entre los
pescadores había un hombre como de treinta y ocho años, alto, enjuto,
moreno, pálido, barba negra, ojos verdes, nariz con algo de ave de rapiña,
labios apretados, cabello color de ébano que se había despedido del frontal
y de otras partes adyacentes del cráneo, seño como un desengaño, triste
como la noche y al parecer meditador y reservado, que al saber mi resolu­
ción de explorar la Lacandonia, cambió en miel su amargura, me refirió
en breves palabras su historia, y me rogó le admitiese en mi compañía,
ofreciéndome en cambio de lo que estimaba señalado servicio, darme
una ancla de larga cadena de hierro, el timón y los remos de su canoa, una
buena atarraya, anzuelos y otras cosas que sería largo enumerar.
No tuve inconveniente en admitirle como compañero de viaje porque
su resolución me lo hizo interesante y su contribución además no era
para despreciarla, dado el estado en que se hallaba La Victoria.
Anselmo Cuestas se llamaba el nuevo explorador. Había nacido en
Chiapas y casado por amor con una joven de posición humilde, tuvo el
dolor de perderla, robada por una tribu belicosa de lacandones, los
VIAJE AL PAÍS DE LOS UKES, 1881 • 113

chakampates, que según mis noticias, debían habitar a la sazón en la


margen derecha del Usumacinta. Cuestas, aunque en sus primeros años
había recibido educación científica y literaria en el Seminario que en
Guatemala dirigían los padres de la Compañía de Jesús, caído en pobreza,
y dominado por la idea de recobrar a su mujer, se había trasladado hacía
dos años al Río de la Pasión en donde vivía de la pesca y atisbaba la opor­
tunidad de tomar su revancha contra los raptores. Le advertí que yo era
hombre de paz y que estaba a cien leguas de mí el proyecto de ir a buscar
la belicosa tribu; pero él se contentaba con ir y recoger noticias, y queda­
mos arreglados.
La plaga era insoportable y el calor sofocante.
Dormimos, sin embargo, algunas horas, con el propósito de marchar
a la salida de la Luna.
Cuando Ramón llegó a despertarme, estaba todo listo, y algo más de
lo que yo pensaba, pues Cuestas había preparado un buen "bocado" para
que pescásemos "bobos".
-Ahora con tiento, Cocón, decía Sarmiento. Cuidado con tirar piedras
a los lagartos. Ve que llevamos anzuelos para los bobos y si andas con...
te tragarás el bocado.
Fuimos a bordo, y empezó la navegación a la luz de la Luna.
El río estaba manso, los remos al batir las aguas y La Victoria al cor­
tarlas, dejando magnífica estela, provocaban la fosforescencia y las espu­
mas brillaban como haces de chispas y después con el mortecino esplendor
de la Vía Láctea.
A lo lejos se veían las selvas quebrando entre las hojas la luz amarillen­
ta de la Luna; y más allá la vista limitada en perspectiva por los innume­
rables troncos, sólo percibía la línea infranqueable de la sombra.
Los perfiles estaban borrados; los cuerpos todos, ya fuesen la tierra
firme, cargada de humus, ya los árboles balanceándose en las brisas de la
noche, ya las aguas plateadas del gran río, los troncos lejanos, nosotros
mismos, todo lo que nos rodeaba parecía vago, indeciso, como un ímpetu
de sombra, como una visión de vapor; pero ímpetu de sombra y visión de
vapor envueltos en blanca gasa que la Luna acariciaba con su luz soño­
lienta.
La calma reinaba en derredor nuestro, y el rumor de las aguas y los
suspiros de las brisas y el aleteo y chillido de algún lislis triscando sobre
las ondas, y en el lejano bosque la voz estridente de la cigarra, eran sola­
mente como la música del silencio para arrullar el sueño de la naturaleza.
114 • EDWIN ROCKSTROH

La vista del río sobre todo llenaba de paz el corazón. Cerca de La Victo­
ria la imagen de la luna, el cielo azul y las estrellas en continuo movimien­
to, subiendo, bajando, describiendo arcos, zambulléndose y reapareciendo;
más allá el agua repactando y reflejando los haces luminosos, irradiaba
el esplendor de una llamarada y a partir de ese punto, sin cesar, movi­
ble, el Pasión palidecía gradualmente, era menos y menor reflector, iba
cubriéndose de sutiles brumas, tomaba la blancura de la niebla y empe­
zaba en lontananza a borrarse, como diluyendo su imagen en las sombras
fantásticas, o bien en alguna curvatura de la corriente quedaba limita­
da la perspectiva y el río parecía fluir del seno adormecido de la selva, que
proyectaba oscura sombra sobre las aguas.
Las riberas huían; pero huían como huyen los vapores; parecían
sueños indecisos de placer y de tristeza...
La calma del paisaje era el reflejo de la calma inmóvil, infinita de los
cielos...
La Luna llena dejaba atrás las estrellas y volaba como vuela la espe­
ranza, en seguimiento de todos los hombres...
Todo convidaba a meditar... Yo sentía algo como el numen, abrigado
amorosamente dentro del pecho...
Y sin embargo, ¡íbamos en busca de seres inocentes para privarlos de
la vida!... ¡Oh, eterna lucha de la realidad cruel y de la poesía!...
Norberto observaba que aquella noche no estaba buena para matar;
pero Cuestas tenía ya atados los anzuelos en las cuerdas, y el cebo colo­
cado en los ganchos de los anzuelos.
Sarmiento, en su puesto, atendía a las maniobras y no desatendía las
aguas, esperando oír surgir del fondo del río el ronquido del bobo, que
sabe gruñir como el tepeizcuinte.
Es el bobo un pez, que alcanza hasta dos varas de longitud, pertene­
ciente al género amiurus, familia siluridae; delgado con relación a su
tamaño, cabeza deprimida de arriba a abajo, sin escamas y vestido por una
membrana pardusca, jugosa y bastante lisa; con aletas espinosas dorsa­
les y pectorales, y cola también con espinas que causan heridas a los pes­
cadores. Tiene sobre la boca algunos filamentos nerviosos que mueve a
voluntad y le sirven como órganos del tacto. Es un pez nocturno; de día
no abandona sus guaridas, y de noche es tan precavido que sólo nada por
el fondo de los ríos. Cuando se le ha pescado, y a veces también en esta­
do de libertad, da un gruñido particular que los pescadores saben distin­
guir perfectamente. Su carne es muy codiciada. En el Río de la Pasión el
bobo es abundante y se le pesca con anzuelo; la atarraya es impotente
VIAJE AL PAÍS DE LOS UKES, 1881 • 115

contra un pez que nada en el fondo por costumbre y que sólo por excep­
ción se aproxima a la superficie.
—¡Chit!, dijo el piloto, y los remos cesaron de batir las aguas, y el ancla
fue echada en un abrir y cerrar de ojos.
Los diez hombres echamos al agua nuestros respectivos anzuelos.
Ramón nos informó de haber oído el ruido especial del bobo y ya acari­
ciábamos la esperanza de llenar La Victoria con la preciosa pesca.
Sin embargo tardaba en morder el bocado.
De vez en cuando levantábamos el cordel, y el anzuelo se venía del
fondo sin resistencia.
-Estos no son tan bobos como otros, dijo Sarmiento.
-M e estás chuliando mucho, contestó Trinidad, resentido.
-Usté tiene m uy buen corazón, patroncito, me dijo Norberto que
estaba cerca de mí y en el extremo opuesto al que ocupaba Anselmo.
-¿Por qué lo dices?
-Porque anque usté no inora nada, como tal vez nunca habrá que­
rido, no sabe su mecé lo que es que le roben a uno su mujer...
-¿Crees que hice bien en admitir a Anselmo en nuestra compañía?
-M u y bueno estuvo, señor. ¡Pobrecito!
-¿Y tú ya has querido?
-¡Pues no! ¡Qué risa me da!
-¡Ya jala!, gritó Cocón...
-¿Y cómo se llama tu mujer?, pregunté a Norberto.
-¡M i mujer!, dijo suspirando, no fue mi mujer; me iba a casar por la
iglesia; pero no hubo nada de lo dicho.
-¡Qué! ¿se murió?
-N o sé, patrón; ella me dijo que sí un día que le salí del monte al
camino, cuando iba traer agua a la laguna y la agarré del rebozo; pero
sus tatas dijeron que no, porque yo era un indio y ella era una ladina, la
más chula de toditas las de San Andrés. A qué, entonces dispuse sacar­
la de su casa, alisté mi canoga y mi hermano Pedro me hizo compañía. De
noche estaba yo aguardándola y ella no venía, sentí no sé qué y fui a decir­
le adiós a mi madre, que quedaba dormida y Pedro se quedó en la canoga.
-¡Aquí sí quéjala!, gritó Ramón, y jala tieso.
-Algún lagarto, dijo Anselmo -los lagartos lo buscarán a usté, que no
a mí.
-Les gustan los negros.
-Hay negros mejores que otros que la llevan de gamonales, acentuó
Sarmiento con la voz un tanto alterada por la ira.
116 « EDWIN ROCKSTROH

-Besé a mi madre en la frente, continuó Norberto, y pensé que ya


quedaba bendito. Me fui corriendo a la laguna, y la conaga ya no estaba.
A l otro día, prosiguió, hallaron en una playa el cuerpo de mi herma­
no con una herida en el pecho... y la María, la pobre María no estaba en
su casa... y jamás se supo de ella... El juez del Petén dijo en su sentencia
que ella era la causante de la muerte de mi hermano; pero yo, patrón, no
lo creyó porque era muy buena...
-Algún chakampat se la robó, dijo Dyat.
-N o hay chakampates en mi pueblo, aunque sí por entonces habían
llegado unos dos lacandones.
Cocón se nos había acercado, le propuso a Norberto ir los dos a buscar
a los chakampates para quitarles a la María.
-Si vos no vas de miedo, agregaba, iré yo solo, pues ya me conoces y
soy tu amigo...
-No, Cocón, no han sido chakampates los que se llevaron a la María,
yo tengo mis malicias en el sacristán de mi pueblo.
-Pues todo es que volvamos, y ya verés lo que le pasa a ese sacristán,
dijo Cocón, lleno de arrogancia.
Le advertí que la cuerda de su anzuelo se ponía tirante, y él muy con­
tento, tiró, exclamando:
-¡Ya se vino el primer bobo!
Tiraba de la cuerda a brazadas y al mismo tiempo brincaba de placer.
-iCómo coleya!... ¡Este sí que es grande, patroncito!
El cuerpo del pez llegó al fin a la superficie, alborotando las aguas.
Cocón de un fuerte tirón lo levantó y lo metió a la canoa, lanzándose
a contemplarlo.
Dio un terrible alarido y empezó a correr como loco por todos lados,
tropezando con las cargas y gritando:
-¡Por Dios! ¡Por Dios! ¡La culebra! ¡La culebra!
Sarmiento, riendo, lo detuvo con una mano y con la otra le desenrolló
una magnífica anguila que se le había enroscado en el brazo derecho.
Celebramos de todas veras lo acontecido al valiente que iba a buscar a
los chakampates y a matar al sacristán, y volvimos a nuestros puestos.
El cielo se nubló; la Luna apenas clareaba tras del toldo de las nubes;
soplaba aire frío; pero Sarmiento dijo que llovería; pero que no sería
cosa de cuidado.
Sentí un fuerte tirón en la cuerda; probé levantándola y pesaba.
Empecé a bracear y el pez se movió fuertemente procurando desasirse.
VIAJE AL PAÍS DE LOS UKES, 1881 • 117

Cuando el peso llegó a la superficie, detuve un instante la cuerda


para ver si era anguila o era bobo; quedé satisfecho, y sacándolo sin vio­
lencia, coloqué el enorme pez sobre La Victoria.
El bobo aleteaba y gruñía.
Cocón no se movió a contemplar mi triunfo, sino hasta que oyó dis­
tintamente el gruñido.
-¡Aquí está otro para Juan Uk!, gritó Sarmiento, arrojando también
un bobo junto al mío.
-¿Quién es Uk?, le pregunté.
-U k, señor, es el jefe de la tribu lacandona a donde llegaremos al
romper el día.
-¡Los primeros lacandones!, grité entusiasmado.
-Sí, señor, los primeros, y les llevamos buen presente.
Mandó Ramón levar el ancla, haciendo que se guardaran los desaira­
dos anzuelos, porque ya empezaba a llover, y continuamos nuestra
marcha.
El río, que al principio había dado muchas vueltas, seguía una línea
rigurosamente recta en una extensión de más de una legua: era el Torno
de San Juan Acul. A la izquierda existen tres lagunas que desaguan en el
río y que llevan el mismo nombre de Acul.
No dejó de molestarnos la lluvia. La canoa empezó a hacer aguas, que
íbamos desalojando, y entre tanto fue amaneciendo.
A eso de las cinco de la mañana, vimos atada una canoa a uno de los
árboles de la orilla. Nos acercamos: la canoa tenía a escuadra la popa y
proa, enteramente iguales, los costados caían perpendiculares sobre el
agua. De sus cabezas salían por encima de las bordas dos tablas volantes,
que eran los puestos de los remeros.
-¡Qué canoa tan original!, dije yo.
-¡Es una canoa lacandona!, contestó Sarmiento. Desembarquemos:
hemos llegado a Santa Clara y aquí viven los ukcs.

L o s UKIOS

Habíamos atracado en la margen izquierda del río.


Nuestro horizonte sensible estaba muy limitado por la niebla. Todos
teníamos respiración de humo y blanco vapor se levantaba de las yerbas.
Sobre las aguas había gases que se exhalaban y más lejos, nube compac­
ta que cernía rocío abundante y helado.
118 ♦ EDWIN ROCKSTROH

En la cenagosa playa miles de enjambres de mariposas sobre el cieno


y en verde encaje flotante de las lechugas, estaban resposando, juntas y
verticales las alas voladoras.
El bosque atraía mis miradas, en la esperanza de ver aparecer indios
vestidos de pluma, portando el arco y armados de flechas; pero la selva
estaba silenciosa y ni siquiera se distinguía el trazo de ningún camino.
Sarmiento me informó que los ukes tenían sus chozas a un tercio de
legua de la orilla del río, que no existía vereda alguna y que tendríamos
que marchar por entre el bosque y sobre la mojada alfombra de grama
y de borraja, siguiendo el rumbo suroeste.
Nuestra ansiedad era grande; pero no tanto que olvidásemos reposar
nuestras fuerzas con un poco de pan y mantequilla y comunicarles calor
a los entumecidos miembros con algunos tragos de whisky.
Así pertrechados, nos preparamos para la marcha.
Dispuse que Calmenate montase guardia para cuidar La Victoria y
Cocón se ofreció a acompañarle.
Iba a tomar mi escopeta de dos cañones y éste me hizo la justa obser­
vación de que era muy pesada y que sería mejor dejarla a cargo de los
guardianes.
-Sí, señor, me dijo Sarmiento. Cocón se queda de su bea gracia para
mientras ve si los ukes se comen a la gente; pero como pueden llegar
hasta el río las dentelladas, es conveniente que se quede en su puesto la
escopeta.
Me pareció la sospecha bastante bien hilada y como siempre he teni­
do en gran veneración la aquilatada prudencia del miedo, me eché al hom­
bro la escopeta de un solo cañón. Pasé revista con los ojos a la comitiva,
y faltaba Anselmo. Le gritamos varias veces y no contestó.
-Tenemos otro prudente, dijo Sarmiento.
-N o juzgues mal, le contesté.
-Será como dice su mercé; pero este pescador que va para dos años de
vivir en el río sin que yo le hayga conocido en mi vida, no me hace dos
cosas buenas.
-Dejémoslo; él nos alcanzará.
La niebla empezaba a brillar, dando difícil paso a la luz del Sol nacien­
te, cuando empezó la caminata. ¡Caminata no! Era aquello suelata, por­
que no había camino.
La margen izquierda del río es un plano ligeramente inclinado, pobla­
do de bosques tapizado de yerbas, que se va elevando poco a poco hasta
ponerse fuera del alcance de las crecientes.
VIAJE AL PAÍS DE LOS UKES, 1881 • 119

Por él íbamos en busca de los ukes, distantes una milla. La grama


estaba mojada de gotas de lluvia y de rocío; a trechos las altas yerbas
nos llegaban hasta el pecho, no escaseaba el lodo en el acuoso suelo y los
indios, habiéndose descalzado, llevaban los caites colgados por las correas
teloneras de los cañones de las escopetas.
Juan Ac y Crispino Rojas rompían la marcha, formando lo que Ramón
llamaba la descubierta de chifladores. Y era porque de orden suya iban
silbando para endulzarles el oído a las serpientes y evitar en lo posible las
mordeduras por la mansedumbre que la música les inspira.
Habríamos andado medio kilómetro cuando los dos silbidos se cor­
taron a la vez, los chifladores hicieron alto, y sus dos escopetas con sus
péndulas de caites apuntaron en la misma dirección.
Todos nos acercamos; las voces eran bajas; vimos un bulto como a
cincuenta pasos de nosotros, bajo un árbol corpulento y nos pareció un
hombre, aunque las yerbas eran altas y no nos dejaban distinguir de
un modo preciso.
-¡U n lacandón!, dijo Rojas.
-¡U n animal!, dijo Ac.
-N o tiren, dije yo.
Sarmiento se puso al frente, suspendida el arma del brazo derecho y
llevando el pulgar en el gatillo y dispuesto a amartillar la chimenea, mien­
tras la mano izquierda mantenía el cañón en posición oblicua.
Avanzábamos con tiento y agachados a fuer de cazadores. El bulto no
se movía.
-¡Es un hombre!, observó Ramón.
Y en verdad era un hombre; pero ni vestía plumas ni el camisón de
los lacandones, sino calzón y camisa de manta, estaba hincado con los
brazos en cruz y nos daba la espalda.
-iU n ermitaño!, me decía Dyat.
-Así parece...
-Tiene escopeta. ¿La ve su mercé?
-Sí, está arrimado al árbol.
-Le hace oración...
-¡Qué ermitaño ni qué diablos! dijo Sarmiento en voz alta, descan­
sando la escopeta y apoyando sobre la boca la mano derecha. ¡Bien esta­
mos, patroncito! ¡Bien estamos! ¡Biato de ribete!, y movía la cabeza como
para darles irónico sentido a sus palabras.
Me aproximé al que era objeto de tanto estudio, y le puse la mano en
el hombro. Era Anselmo Cuestas...
-¿Qué haces aquí?...
120 • EDWIN ROCKSTROH

-Así en la tierra como en el cielo...


-¿Estás rezando?
-El pan nuestro de cada día...
-¿Querés un balazo?, preguntóle Ramón, gritándole en el oído.
-Dánoslo hoy y perdónanos nuestras deudas...
-Muchas habís de tener...
-Bendita tú eres entre todas las mujeres...
Hice que todos guardaran silencio en homenaje a la libertad de con­
ciencia y nos retiramos algunos pasos para dar lugar a que Cuestas ter­
minase su rosario matutino.
No tardó mucho en darse la postrer santiguada y en venir a reunirse
con nosotros, dándonos los buenos días en tono compungido, al mismo
tiempo que dirigía a Sarmiento la más torva de las miradas con que
podían amagar sus verdes ojos.
Seguimos andando. Me había chocado mucho el nombre de Santa
Clara que tenía el lugar donde moraban los ukes, no menos que el de Juan
que daba Ramón al jefe de la tribu. Le hice mil preguntas y por lo que me
refirió vine en conocimiento de ser los ukes la misma familia lacandona
que había sido visitada por mi amigo el doctor Berendt en 1866.
Su historia para el hombre civilizado tiene el interés de la novedad como
la de todos los hijos del desierto.
El padre de los ukes vino de las montañas de Ocosingo, pertenecientes
al sistema de la Sierra Madre, en el estado de Chiapas; bajó el río Lacantún
y se agregó a una tribu lacandona que en las orillas de los lagos de Azul
tenía entonces sentados sus reales. Allí se casó con varias mujeres, porque
la poligamia es de usanza lacandona, y como institución salvaje, muchí­
simo más antigua que el mormonismo establecido en el Utah. De las
varias bellezas de la selva tuvo el viejo Uk algunos hijos, de los cuales sólo
cuatro debían sobrevivirle.
No se sabe por qué, pero es lo cierto que un día se separó de la genero­
sa tribu que un día le había dado asilo y amor y se fue con su ambulante
harén y su prole a vivir independiente y como jefe cerca de la Laguna de
Petexbatún de donde por la mayor proximidad empezó a comunicarse y
a comerciar con Sacluc, que ahora lleva el nombre revolucionario de La
Libertad.
En 1863 algunos frailes capuchinos se internaron en misión en los bos­
ques lacandones y los ukes fueron de los catequizados, cambiaron sus
ídolos de barro por las imágenes de los santos que sin embargo han olvi­
dado, y aprendieron a expresar sus ideas.
VIAJE AL PAÍS DE LOS UKES, 1881 * 121

AI regresar los misioneros en 1865, quisieron traer sus catecúmenos


a esta capital y consiguieron arrancarles de sus selvas adoradas y de sus
ríos queridos. Los nuevos católicos sin embargo, no se avinieron bien ni
con las penalidades del camino ni con las costumbres de los pueblos del
tránsito. El clima frío de Tactic en la Alta Verapaz enfermó a muchos y
en Salamá quedaron diezmados, viéndose obligados los frailes a permitir
a los supervivientes el regreso al país cuyo recuerdo traía sobre sus almas
la horrible noche de la nostalgia. Los ukes se contaban en el número de los
que volvieron a saludar los corozales y a respirar el aire de las selvas.
Estos misioneros santificaron aquellos lugares, llamándoles de San
Juan los lagos de Azul, de San Juan, también al torno del río, Santa Clara
a la comarca que pisábamos e hicieron otras muchas santas y otros
muchos santos. Bautizaron al mayor de los hijos de Uk con el nombre de
Juan, a otro con el de José y a un tercero, ya muerto, con alguno de los
que registra el calendario.
El menor de ellos no recibió el bautismo de manos de los misioneros,
sino de las del cura y en la propia iglesia de Sacluc. Sucedió que la madre
murió en 1854, dejando el niño todavía en pañales. Sabino, que así se
llamó, fue llevado por su padre al vecino pueblo y entregado a una vieja
para que lo criara. En Sacluc lo conoció el doctor Berendt y habiéndole
comprado por una vaca y veinte pesos a la postiza madre, lo adoptó en
forma como hijo, se lo llevó consigo a Yucatán y Tabasco y más tarde a
los Estados Unidos, en la intención de darle una educación conveniente. Lo
colocó de interno en una escuela de agricultura de Mobile, estado de
Alabama; y allí lo dejó mientras él emprendía un viaje a Nicaragua para
estudiar las lenguas indígenas. Sabino Uk se fugó de la escuela y aun­
que el encargado por Berendt para vigilarlo y correr con sus gastos, quiso
recogerlo, no pudo poner de su parte la legalista justicia de la Unión, por
no tener en su poder los documentos justificativos de la paternidad adop­
tiva, ni tampoco el poder en forma de su comitente. En vano Berendt a su
regreso procuró seguir la pista del prófugo, los instintos trashumantes
de su raza habían aparecido en Sabino estimulados por la persecución de
los policemen y hasta mucho después apareció en el poblado, sentado fama
de "lana" en Mobile y sus alrededores.
Entretanto el viejo Uk había muerto. Es costumbre lacandona aban­
donar el lugar donde la muerte ha aparecido una vez, porque habiendo
ya conocido el camino, los buenos salvajes temen una nueva y próxima
visita de la matrona que entra igualmente erguida y de su segura arma­
da tanto en los alcázares de los reyes como en las humildes chozas de los
122 • EDWIN ROCKSTROH

labriegos. Los hijos del fundador de la tribu hicieron al cadáver los hono­
res fúnebres a su especial manera y prendieron fuego a las chozas...
Dijeron su adiós a la Laguna de Petexbatún y se fueron a vivir en las
orillas del río de las Salinas. Los tres hermanos estaban ya casados y
tenían familia. Juan, que era el mayor, heredó la jefatura de la tribu.
Perdió un hijo, levantó el campo y llevó a los suyos a establecerse a
Santa Clara, en donde iban a recibir nuestra visita sólo dos de los tres
hermanos, que habían permanecido en su país, pues el otro se unió a
la tribu de los couohes y murió en las márgenes del Río Chakrio, dejando
familia que los tíos recogieron.
Cuando ya este último se había separado, Juan y José Uk dispusie­
ron proveerse de más esposas, tal vez por no bastarles las que tenían o
acaso para reponer las que iban muriendo o envejeciéndose. Armados en
guerra, subieron en su canoa en Lacantún y tuvieron la fortuna de llegar
a un rancherío de salvajes en momentos en que los hombres estaban ausen­
tes y la presa estaba sola. Hicieron su cargamento de bellezas y volvieron
a Santa Clara. Pero los maridos de las robadas tuvieron la feliz inspira­
ción de ir a quejarse al Petén, y una escolta enviada por el jefe político del
departamento, despojó a los ukes de lo que no les pertenecía y las bellas
volvieron a los brazos de sus legítimos dueños.
Parece que los Menelaos de aquellas Elenas eran gente de influencia
en las selvas y que en su justo enojo estuvieron a punto de sublevar con­
tra los ukes todas las dispersas tribus lacandonas, porque los raptores se
vieron desde entonces obligados a romper sus relaciones de todo género
con los salvajes y estrecharlas en consecuencia con los cortes de madera
y los pueblos más vecinos de El Petén. No se sabe si esta conducta fue
dictada por amor instintivo a la civilización y al buen gusto, o lisa y
llanamente por el natural respeto que inspiran las afiladas flechas de
pedernal.
Tal es la verídica historia de la primera tribu lacandona que iba a
recibir nuestra visita.
A medida que habíamos ido alejándonos del río, el bosque había ido
ganando en magnificencia, hasta convertirse en una vegetación épica,
colosal que nos brindaba "bóvedas sombrías" enhiestas sobre columnas
espléndidas. Me parecía que habíamos sido transportados a algunos de
los bosques delirantes de la India y esperaba ver surgir de la espesura algún
tigre de Bengala o algún león de agitada melena.
Pero nada de eso: sólo la orquesta de las aves resonaba en las encum­
bradas copas y de vez en cuando las guacamayas cruzaban en bandadas
como fajas de iris voladores.
VIAJE AL PAÍS DE LOS UKES, 1881 • 123

El Sol había disipado en todos los rumbos el velo de la niebla; las enre­
daderas vestían los árboles y sus flores, llamadas las delicias de la maña­
na, lucían sus campanillas, azules, moradas, rosas, libres ya de las perlas
de la aurora; los corozos mecían sus grandes abanicos en las brisas y no
faltaban tampoco veteranos de la selva cubiertos de orquídeas, como ves­
tidos de plumas.
Repentinamente una cerca espinosa se opuso a nuestro paso: la fran­
queamos y en medio de dos ceibas gigantescas se hallaba el paso apenas
guardado por un rústico tapexco.
En el fondo ondeaba la milpa adolescente, extendiendo sus lanceadas
hojas de esmeralda que daban paso a flecos de azafrán, mientras la flor
ostentaba al fin de la pajiza caña sus espigas de oro; y más allá, en medio
de las siembras, se levantaban ocho cabañas de palma de corozo. Sobre el
techo de tres de ellas se veía la columna de humo que designa el hogar...
Una cuadrilla de furiosos perros vino corriendo a hacernos el elocuente
saludo de ordenanza... ¿Podíamos dudarlo? Estábamos en la morada de
los ukes.

I j A I'I í N U M H U A

Penetramos en las siembras de los ukes.


Pronto observé que el cercado era sólo un matorral que se extendía
algunas varas a uno y otro lado de las grandes ceibas.
El resto de las plantaciones estaba al descubierto, limitadas irregular­
mente por el bosque.
Era sólo una línea ideal lo que separaba la civilización rudimentaria
de aquellos cultivos, de la barbarie majestuosa de la selva virgen.
La milpa estaba limpia como la sala de recibo de una de nuestras
casas elegantes: ni un cardo, ni siquiera la flor amarilla enamorada fide­
lísima del maíz, nada absolutamente había que distrajera las fuerzas
nutritivas de la tierra. El aporreo era imperfecto, acusando la ausencia
del azadón y las raíces asomaban en radio como encorvados resortes soste­
niendo la caña. No se veían en el suelo las ondulaciones simétricas del
arado que no ha solicitado aún carta de naturaleza lacandona. Faltaba
el alineamiento en las siembras, así como la simetría en las distancias
viniendo a ser los cultivos un remedo del bosque.
A trechos el maíz daba lugar a las matas melancólicas del tabaco, el
algodonero que reventaba ufano sus bellotas de espuma; no faltaban ni
el ñame ni el camote, como excrecencias del suelo se alzaban las pinas en
124 • EDWIN ROCKSTROH

grandes rosas de amarillas pencas ostentando en el centro de la corola su


fruta coronada; había mogotes de caña criolla floriendo, y en el confín lin­
dado como los corozales tremolaba al viento sus verdes y anchos lábaros,
el plátano.
Busqué en vano las guías verde tierno del frijol; pero este noble indí­
gena no es cultivado ni conocido en la tierra lacandona.
La variedad de siembras agrupadas en desorden y alrededor de las
chozas, si revelaba alguna previsión, delataba también el estado primi­
tivo en que el hombre se afana para producir todo lo que necesita, sin
confiar en el camino, padre natural de la división del trabajo.
íbamos avanzando por entre las cañas que crujían y casi lloraban al
ser apartadas y que al cimbrar se vengaban salpicándonos con la moles­
ta pelusa, llamada el omate. Los perros iban y venían, rascaban la tierra
ladrando y emprendían la fuga, hasta que una voz destemplada y chillona
resonó entre la milpa diciendo:
—¡Chiic! ¡Chiic!
Hicimos alto involuntario.
Era el instante ambicionado...
Avancé algunos pasos y por entre las cañas de maíz vi en un plantío
de ñame y de camote algo como una visión nocturna. Era una mujer
madura, con el color cobrizo de los indígenas y vestida del cuello al pie
con largo camisón blanco, completamente suelto y que a la altura de los
hombros daba paso a los brazos desnudos, un tanto enflaquecidos y casi
parejos. El pelo, liso, llegábale a la cintura, cayendo sobre las espaldas, no
en ondas de seda color de ébano como desciende la cabellera de mis her­
mosas lectoras, sino en mechones enredados semejantes a la lana de un
cabro negro.
Tenía la mujer una vara en la mano y llamaba a los perros que en
número de diez o doce iban rodeándola y acariciándola.
¡Era la primera dama lacandona! A fuer de galante y de cortés me des­
cubrí y salté de júbilo para tener el honor de saludarla y ofrecerle mis
homenajes; los perros volvieron a meter grande alboroto y emprendieron
la carrera en seguimiento de la Venus de la selva que se había escurrido
espantada por entre la milpa.
Algunos segundos después llegamos a las chozas; pasamos del impro­
viso cañaveral a la sala de recibo, alcoba, cocina, comedor, y no sé cuánto
más que estaba construido por un rancho que sobre horcones, y sin pare­
des, se alzaba ostentando en el techo su vestido de palmas.
En medio de la habitación, algo invadida por el Sol de la mañana orean­
do el húmedo pavimento, estaban en cuclillas y alrededor del fuego dos
VIAJE AL PAÍS DE LOS UKES, 1881 • 125

mujeres viejas y una joven. Entre las primeras distinguí al instante mi


fugaz visión de la milpa. Las tres bellezas encostaladas parecían mudas e
insensibles. En vano las saludé con el más afectuoso y más respetuoso
de mis saludos; en vano todos los hombres de mi comitiva las rodearon.
Aquellas damas de pecho de bronce permanecieron silenciosas, afectando
la más glacial de las indiferencias. Ni siquiera se dignaron mirarnos.
La más vieja sacaba con la mano el maíz cocido en ceniza y ágo fer­
mentado, del fondo de una olla que no era olla sino cántaro de enorme
boca; casi tan grande como la de la circunspecta matrona.
Mi aparecida lo recibía en otra olla, que tampoco lo era, y lo revolvía
en agua pura para lavarlo.
La señorita, que, de paso sea dicho, tenía vida animal entre las mechas
del cráneo, se entretenía en alimentar el fuego y asegurar el comal de barro,
fabricado salvajemente sobre la hornilla económica que estaba formada
por tres o cuatro piedras.
Una partida de niños desnudos y bastante sucios nos observaba en
silencio en los confines del patio a donde también se habían replegado los
perros.
Vásquez tuvo la dicha de merecer una mirada y una sonrisa de las
damas por haberles preguntado en maya en dónde estaban los hombres de
la tribu. Agradecieron ellas la atención, quizá se sintieron orgullosos de oír
su idioma en boca de uno de los recién llegados; pero no contestaron...
Sarmiento le aconsejaba al intérprete que les hablase de casamiento a
fin de que soltasen el trapo, pero Norberto no quiso hacerlo ni en broma.
-Son mujeres, hombre, son mujeres, decía Ramón para doblegar la vo­
luntad de Vásquez.
Yo me acordé de que mis lectoras no toleran nunca que se les hable de
amor y menos aún de matrimonio, y sospechando que en El Lacandón
podría el sexo hacer que las salvajes se condujesen recatadamente, di la
razón a Norberto y prohibí de un modo terminante y expreso que se
usasen tiernas galanterías con las damas en tierra lacandona.
Pagando indiferencia con descortesía, empezamos a examinar las
chozas y a hacer una escrupulosa pesquisa.
Sarmiento había tenido antes algunos negocios de sal con los ukes y
nos sirvió de cicerone, dándonos además informes cuya exactitud confir­
mé en seguida sobre las personas y costumbres de la tribu.
Las ocho cabañas están agrupadas en reducido espacio. Doce perso­
nas componen actualmente la tribu, que consta de tres familias, y todas
viven en las dos primeras chozas de sencillísima arquitectura. A l lado de
126 • EDWIN ROCKSTROH

las habitaciones del hombre se alza la habitación de los perros, que son
tantos cuantos ukes hemos contado. La choza de los canes es entera­
mente igual a las chozas de los ukes.
Las cinco cabañas restantes tienen envarillado, que hace las veces de
paredes y son los graneros de la tribu; allí hay maíz, ayotes y cuanto nece­
sitan los dueños para su frugal existencia y regalo.
El rancherío tiene al norte el bosque por donde habíamos llegado, al
sur lo limita una quebrada, al oeste corre murmurador un arroyo que
lleva sus cristales al Río de la Pasión y al oriente la barbarie de la selva
circunscribe la aurora de la civilización lacandona.
En las casas de habitación hallamos dos pequeños telares absoluta­
mente iguales a los que usan nuestros tejedores para hacer los rebozos. El
telar y la lanzadera tuvieron la virtud de arrancarle una palabra de admira­
ción al reservado Anselmo.
-¡U n telar entre los salvajes!
-N o te admires, le contesté; esa máquina imperfecta, usada en toda la
América Central, es herencia de la civilización indígena: aquí la hallaron
los españoles y lo que me asombra no es encontrarle en esta comarca, sino
observar que tres siglos no han bastado para modificarla entre las manos
de la raza civilizada.
Sarmiento nos informó que todas las señoras lacandonas saben hilar,
tejer y dar el tinte azul, y que ellas hacen los blancos camisones que había­
mos admirado, asi como los camisones celestes que son el uniforme de gran
parada.
Había algunas botellas llenas de miel de abejas silvestres, colgadas por
el cuello del alero de las casas. Los cascos eran recuerdos de la feria de Sacluc
a donde van los ukes todos los años, y la miel estaba quizá destinada a
fermentarse con la corteza del balché y preparar una bebida embriagante
que después vi frecuentemente usada entre los lacandones.
Encontré un plato de china en el suelo, venido también de la feria;
pero estaba tan sucio que me atrevería a jurar que sus duefios no le han
adivinado ningún empleo. Era lisa y llanamente una obra artística para
el deleite de los ukes.
Un machete, dos sombreros de palma, dos camisas de lana y un par
de calzones eran el complemento del ajuar civilizado.
Supimos que los sombreros, camisas y calzones sólo servían una vez
al año en el obligado viaje a Sacluc, y que, en el país, hombres y mujeres
andan con la cabeza descubierta.
El ajuar salvaje tenía algunas particularidades.
VIAJE AL PAÍS DE LOS UKES, 1881 • 127

Pregunté por los tálamos nupciales en la esperanza de ver el indígena


tapexco, y Ramón me señaló las hamacas.
Éstas son de henequén, especie de maguey, cuya excelente fibra se
cotiza a elevados precios en Europa por ser muy buena materia prima
para la cordelería.
Son notablemente pequeñas. En los extremos están tejidas de pita pero
en el centro son formadas de lazos unidos estrechamente con pita, a fin de
evitar las picaduras de la plaga siquiera por los flancos y a retaguardia.
Gran número de flechas de pedernal y varios arcos había entre la palma
y el tosco envarillado del techo.
Noté la ausencia del ocote y Ramón me dijo: que no habiéndolo en la
ardiente comarca lacandona, ni aun los ukes, que son los más cultos, se
alumbran de noche.
No había ningún animal doméstico a excepción de los perros; pero
oímos el berrido de un cabro, quizá comprado en Sacluc. Después supe
que habían traído una pareja, macho y hembra; pero que notando que
hacían perjuicios en las sementeras, se habían comido el macho y estaba
en capilla la hembra.
-¿Cuántos son los hombres de la tribu?, pregunté a Ramón.
-Grandes sólo hay tres: Juan que es el jefe, José su hermano y un
sobrino de éstos como de dieciocho años.
-¿Y las mujeres?
-Am én de la familia menuda, sólo son tres que usté ve. La más
vieja, esposa de Juan, es María Couoh, comprada por su marido a la tribu
couohes en cambio de una canoga. La de la milpa es mujer de José, y la
muchacha, que tanto le gusta a Norberto, es hermana del joven ya dicho,
los dos matrimonios tienen hijos y ya ve usté esa partida de patojos que
juyeron con los chuchos por entre la milpa cuando salimos al patio.
-¡Y sólo una mujer tiene cada hombre! ¡Yo esperaba un serallo!
-N o lo dejan de pereza, pero ya le he dicho que les quitaron las muje­
res robadas y que están en guerra con las demás tribus, y es por eso que
no tienen más esposas y que no se ha casado el muchacho.
-¿Sabes que yo esperaba hallar algunos ídolos, a pesar de los capu­
chinos?
-N o dude usté que los tienen; pero, la llevan de poblanos y los escon­
den en el monte. Éstos son cristianos de mentira. No hallará su mercé ni
una cruz, ni un santo y también inoran todo lo que sabe mi amo Cuestas.
Un ruido entre las cañas interrumpió la conversación.
Volví la vista y apareció a poca distancia de nosotros un salvaje como
de cuarenta años, atlético, metido en su costal blanco, el pelo largo y
128 • EDWIN ROCKSTROH

mechudo, algún bigote sobre los robustos labios, nariz notablemente


grande y aguileña; frente espaciosa, sin la depresión que produce el meca-
pal, mirada a la vez maliciosa y franca, andar de cazador, llevando en una
mano el arco y la flecha y colgando de la otra el cadáver ensangrentado
de un tepeizcuinte.
Era Juan Uk, que llamado quizá por los niños, venía seguido de éstos
y de los perros.
Sin hacernos caso a nosotros, se fue en derechura a Sarmiento y enfren­
tándosele garbosamente, le dijo en mal español, pues ya hemos dicho,
aunque lo omitió el cajista, que los capuchinos les habían enseñado a
expresarse en esta lengua:
-¿Vino sal?
-No, pero te traigo amigos y un bobo.
-¿Quiénes son?
-M i patrón don Eduardo Rockstroh, dijo Sarmiento señalándome, y
los demás que lo acompañan.
-¿Tiene Eduardo el corazón malo?
-Es hombre de buen corazón.
-¡Quién sabe!, dijo el salvaje sacudiendo su melena y viendo para el
cielo.
-Quiere ser tu amigo, acentuó Sarmiento.
-Tomá, me dijo el salvaje volviéndose bruscamente y entregándome el
tepeizcuinte que había cazado.
Dile las gracias y saqué de mi ridículo un espejito, algunas cuentas y
un papel de alfileres; que le entregué como gaje de amistad.
Tomó el espejo; se vio y notándose una cana, se la arrancó furioso,
gritando:
-¡Se muere mi pelo!
Echó a correr en seguida hacia la choza de las ingratas, y les dio las
baratijas, hablándoles en maya.
Ellas vinieron en seguida a buscarnos y se insinuaron haciéndonos el
garboso y elegante saludo lacandón que consiste en doblar el brazo
derecho aproximando la mano sin tocarlo, y señalando en seguida con
toda ella a la persona, objeto de la cortesía. No les entendí por supuesto
una palabra de su jerigonza, pues en la Lacandonia hay la especialidad
de que las mujeres son menos instruidas que los hombres, sin que el
viajero pueda darse cuenta de las causas, y aquellas señoras, a pesar de que
en sus ojos chispeaba el mismo espíritu que en el caballero Juan, vivían
quizá tan abrumadas por las faena domésticas que no habían aprendido
el castellano.
VIAJE AL PAÍS DE LOS UKES, 1881 • 129

Pero sí logré hacerme entender por señas. La joven era para la mímica
más lista que las viejas. ¡Oh!, ¡las señas!, ¡las señas! ¡Qué gran recurso es
ese idioma mudo!...
Las tres Marías; pero no, las tres Parcas, me llevaron por la mano a la
choza y me obsequiaron una tortilla agria, hecha de masa bárbaramente
molida, obligándome a comerla con miel.
José Uk vino en seguida. Es algo parecido a su hermano y contará
treinta y cinco años.
Me dijo que los chuchos servían para cazar y para espantar los tigres
y él fue a amarrarlos en la choza que les está destinada.
Los niños fueron entrando en confianza y me formaron rueda silen­
ciosamente, observándome de hito en hito ni más ni menos como si se
hubiera tratado de un animal curioso. Quise acariciar a uno de ellos
como de diez años, y me mordió y arañó lacandonamente. Los demás
emprendieron la fuga, tomándome quizá por antropófago.
Todos aquellos niños y las mujeres así como los hombres, tenían un
rasgo distintivo en la fisonomía que vi después reproducido en las varias
tribus: la nariz recta, prominente, aguileña, de tal manera que si alguna
vez se edifica una ciudad lacandona, conste que en mi opinión, debe llamar­
se Narizópolis.
Pasamos gran parte del día en las chozas de los ukes.
Por la tarde regresamos al Río de la Pasión, acompañados largo trecho
por nuestros dos nuevos amigos que, a costa de los pájaros, nos dieron
repetidas pruebas de su destreza en el manejo de la flecha.
Se despidieron de nosotros, prometiéndonos ir a vernos al siguiente
día y continuamos solos nuestro camino.
Serían las cinco de la tarde cuando llegamos al atracadero.
Grande fue el gozo de Calmenatc; pero no tanto como el júbilo de mi
buen Trinidad.
Cocón saltaba de placer, nos contaba para ver si estábamos cabales y
volvía a contarnos y nos examinaba de pies a cabeza como para conven­
cerse de que habíamos regresado íntegros.
Los guardianes no habían perdido el tiempo: las champas, especie de
tiendas de campaña, formadas de palmas, estaban hechas y podíamos des­
cansar. Mi tienda se alzaba en medio de todas y a orillas del río. Entré en
ella y escribí en mi libro: "Los ukes son la penumbra de la barbarie, el
último clareo de la civilización; yo quiero ver la sombra."
Capítulo 7

Encuentro en Yaxchilán, 1882

DÉSIRÉ CHARNAY, explorador

Las r u i n a s de Yaxchilán, igual que las de Bonampaky Palenque, constituyen

una de las atracciones turísticas más importantes de la Selva Lacandona.


Conocidas y visitadas por los indios lacandones desde hacía siglos, por
primera vez fueron descritas en 1873 por el guardabosques tábasqueño
José Luis Valay en un informe dirigido a su jefe, el subinspector de bosques
nacionales, con sede en la ciudad de San Juan Bautista (actualmente Villa-
hermosa). En 1881 el sitio fue "descubierto" por el ingeniero alemán
Edwin Rockstroh (capítulo 6), quien le puso el nombre de Menché Tinamit,
en honor a Bool Menché, el cacique supremo de los lacandones. En marzo
de 1882, otros dos exploradores visitaron las ruinas, el inglés Alfred
Maudslay y, con dos días de diferencia, el francés Désiré Charnay. Fueron
ellos los que después dieron a conocer el sitio arqueológico al público euro­
peo interesado. Desde entonces Yaxchilán ha sido visitado por toda una serie
de estudiosos, entre los cuales hay que destacar a Teobert Maler, quien en
1897 realizó la primera inspección minuciosa de los edificios y a Sylvanus
Morleyysu equipo, quienes en 1931 hicieron la primera descripción detalla­
da de los monumentos escultóricos y efectuaron un levantamiento topográ­
fico del sitio. De 1908 a 1972, las ruinéis quedaron dentro de un predio de
772 hectáreas, llamado La Garganta, que fue propiedad de la empresa
Valenzuela (1908-1924), después de la Sucesión Valenzuela (1924-1951),
y finalmente del señor Gonzalo Arangaiz Cayosso, accionista de la Compa­
ñía Maderera Maya (1951-1972). Desde 1972 se encuentran dentro de la
llamada Zona Lacandona, que por decreto presidencial se tituló enfavor de
la comunidad lacandona.
De todas las visitas a Yaxchilán, la de Désiré Charnay es la más dramá­
tica. ¡Imaginemos al ilustre exploradorfrancés arribando a su destino para
enterarse de que un joven inglés desconocido había llegado dos días antes
y estaba paseando por las ruinas como si fueran suyas por simple derecho
de descubrimiento! Afortunadamente para Charnay, Alfred Maudslayfue
todo un caballero, y los dos arqueólogos se despidieron como buenos
132 • DÉSIRÉ CHARNAY

amigos. Désiré Charnay narró ese memorable episodio en su libro Les


anciennes villes du Nouveau Monde, publicado en París en 1885. Lo pre­
sentamos aquí en una traducción española hecha por TeresaMedina y publi­
cada en el libro Yaxchilán: Antología de su descubrimiento y estudios
(1986, pp. 35-55). Su editor, Roberto García Moli, amablemente nos dio
permiso de transcribir parte del texto (pp. 35-40).

El paso Yaxchilán no es más que un punto geográfico para indicar un


lugar dado, situado en la orilla derecha del Usumacinta y que marcaría la
frontera entre México y Guatemala. Llegamos ahí hacia la tarde después
de una larga jornada, fatigados por toda una semana de camino a tra­
vés de la selva; la noche llegó de tal manera que apenas tuvimos tiempo
de descargar las muías y darles su comida de cada tarde.
tina vez descargadas de sus fardos, y con la seguridad de un reposo de
varios días, bajaron alegremente la escarpada orilla para remojarse en
las aguas del río y revolcarse a gusto en la caliente arena de la ribera; las
observaba retozar cuando al contarlas vi que una de ellas no respondía
al llamarla. Era justamente la muía que cargaba el material de vaciado: la
pobre bestia, cubierta de terribles heridas, debía estar acostada y medio
muerta en alguna parte de la selva. Le avisé al encargado de las muías,
quien pareció tomar el accidente bastante a la ligera. Llamó, como de cos­
tumbre, a algunos indios, rogándoles que regresaran sobre sus pasos con
el fin de encontrar a la ausente y conducirla al campamento; pero estos
señores se hicieron los sordos, y como yo insistía me dijeron claramente
que la noche ya llegaba, que la selva era menos segura y que la oscuri­
dad haría su búsqueda vana, que sería mucho más fácil encontrar a la
bestia por la mañana. Por tanto, quedamos de acuerdo en que irían a bus­
carla a la mañana siguiente, a primera hora.
Mientras tanto limpiamos el lugar donde debíamos descansar; prendi­
mos el fuego para hacer la cena y la noche vino sin que se hubiera tenido
tiempo de instalar el campamento. No habíamos tenido ninguna noticia
de nuestros hombres de vanguardia, los fabricantes de canoas. Me acosté
sobre mi cama de campo, ligeramente inquieto por la pérdida de la muía
y la ausencia de los hombres. Estuve alerta por el zumbido agudo de los
mosquitos y los alaridos de los monos; dormía con un ojo abierto; hacia
la mitad de la noche agucé el oído ante el ruido de un paso fuerte y acom­
pasado en la espesura de la selva; este ruido cesaba a intervalos para volver
algunos instantes después, como el ruido de un ser al acecho, que buscaba
sorprender una presa. Desperté sobresaltado y me levanté; comprobé que
ENCUENTRO EN YAXCHILÁN, 1882 • 133

los pasos del desconocido se aproximaban sensiblemente hacia nosotros;


y no estaba más que a unos diez metros del lugar donde dormía Julián,
mi criado, cuando uno de los indios se puso a gritar: ¡al tigre! Este tigre no
era más que un jaguar, pero en la selva y para una noche oscura éste es
siempre un mal encuentro. Tomé entonces mi arma, un rifle de corto cali­
bre, y tiré en dirección del intruso, que se alejó sin tardar. Esta aventura
nos puso en guardia y fue necesario que dispusiera encender fuego cada
tarde, que se mantendría vivo toda la noche. A la mañana siguiente los
hombres pusieron manos a la obra para instalar definitivamente nuestro
albergue, el cual, una vez terminado, no carecía en absoluto de cierta dis­
tinción; otros hombres emprendieron la búsqueda de la bestia extraviada
la víspera, la cual encontraron a dos leguas de distancia, echada, con su
carga sobre el lomo y medio muerta de fatiga, sed y hambre. Los hom­
bres la liberaron de la carga, que se dividieron entre ellos, pero para la
infeliz bestia esto no fue más que un corto instante de reposo, pues el caza­
dor que acompañaba a la tropa mató un jabalí muy bonito, que la pobre
muía tuvo que llevar al campamento.
La llegada del jabalí fue recibida con exclamaciones de alegría; se tra­
taba de carne fresca y por mi parte pensé que tendríamos comida para algu­
nos días. Pero no contaba con el apetito de mis hombres, porque apenas
depositado en el campamento al instante fue desollado, destazado y pues­
to a asar; para ese medio día no quedaba más que el recuerdo: la enorme
bestia había sido consumida como si se tratara de un conejo. Felizmente
la selva era pródiga en caza y podríamos renovar muchas veces la pequeña
fiesta. Hacia el medio día, cuando nuestros indios habían terminado de
almorzar, llegaron los canoeros atraídos por los tiros de fusil y los gritos
sus compañeros. Me informé ansiosamente de su trabajo y dónde estaba
la canoa que fabricaban. El maestro carpintero me respondió, con un aire
sumamente apenado, que todavía no terminaba, que habían derribado
varios árboles cuyos troncos eran inadecuados para construir la canoa,
que había sido mala suerte y no era su culpa, pero que en pocos días finali­
zarían la labor. Después seguí a mis hombres a su talla de carpintería, que
habían instalado más o menos un kilómetro río abajo. Ahí encontré, en
efecto, dos árboles derribados: uno estaba tallado con el hacha y tenía la
forma vaga de una canoa, pero su interior todavía estaba intacto; y si
estos infelices habían requerido de seis días para obtener tal resultado com­
prendí que serían necesarios más de ocho para lleva a cabo la obra. Me di
cuenta que había sido engañado y que estos miserables se habían conten­
tado con cazar, pescar y vivir bien, sin inquietarse en lo más mínimo de
134 • DÉSIRÉ CHARNAY

mi expedición que se encontraba comprometida. Ocho días de retraso era


la ruina, porque a pesar del racionamiento las provisiones se agotaban de
modo visible, pues aunque las hubiese calculado para 40 días se volvía muy
claro que no durarían más de 20. Entonces regresé al campamento suma­
mente inquieto y sin saber qué hacer; podía regresar siguiendo la orilla del
río frente a las ruinas, que se encontraban del otro lado sobre la margen
izquierda. Se tendría que abrir un sendero en plena selva, de 18 a 20 kiló­
metros y al llegar a las ruinas hacer una balsa para atravesar el río; pero
en este caso no podría llevarme más que parte de mi material; además,
.querrían seguirme, los hombres? Los hombres y las muías estaban con­
tratados para el Paso Yaxchilán y no irían ni un paso más allá, ya que
mantienen su compromiso cuando les interesa y aborrecen por encima
de todo un aumento de tarea.
Yo estaba ahí, frente a ese río de aguas rápidas cuyo lecho tiene 200
metros de ancho, con el pensamiento puesto en las cinco leguas que me
separaban del final de mi viaje, cuando río arriba vi asomarse un bar-
quichuelo conducido por un desconocido. Estaba vestido con una larga
túnica blancuzca y se dejaba llevar por la corriente del río, cobijándose
majestuosamente con una gran hoja de palma. Pero en cuanto nos vio el
lacandón, pues era lacandón, empuñó su remo y se dio la media vuelta.
Por fortuna uno de los hombres hablaba maya, y llamó al indio del
cayuco prometiéndole mil cosas si venía con nosotros. El buen hombre
se acercó y frente a mis ojos tuve al tipo singular que aparece en nuestro
grabado. Se trataba de un viejo delgado que portaba muy dignamente
su gran túnica con mangas largas, y después de trepar la escarpada orilla,
sonriendo, vino a estrecharme la mano; después penetró en el campa­
mento lanzando a diestra y siniestra miradas temerosas. Además de su
túnica, hecha con una burda tela de algodón, pero bastante suave, lleva­
ba alrededor de la cabeza un pedazo de tela del mismo material, que quizá
disimulaba su calvicie; de su cuello colgaba un enorme collar compuesto
por 20 hileras de granos, perlas de vidrio, diente de perro y algunas mone­
das perforadas; sostenía en la mano su arco y flechas. Afortunadamente
era un jefe lacandón, a quien mostré los presentes destinados a él y los
suyos si quería llevarnos: todo un conjunto de hachas, machetes, cuchi­
llos, sal y anzuelos. El viejo estaba maravillado: "Oh -decía- claro, por
supuesto, él llevaría a mis gentes." Mi intérprete le preguntó si tenía canoas
para prestarnos. Tenía dos, de suerte que aquellos de mis hombres que
hablaban maya se fueron de inmediato con él para traer los dos barqui-
chuelos. Era poco pero mejor que nada; se embarcarían dos o tres en cada
ENCUENTRO EN YAXCHILÁN, 1882 « 135

canoa y haríamos varios viajes. Si no podía llevar el material de vaciado


llevaría mis aparatos, y tomaría las fotografías de los templos y palacios.
Me consideraba casi salvado, lo iba a estar totalmente, ¡pero a qué precio!
Al día siguiente tuvimos buena suerte por partida doble; en la mañana
maté un jabalí, un guaco de cresta negra y media docena de aras rojos,
cuya colonia se había establecido cerca de nuestro campamento. Para noso­
tros las aras son correosas e incomestibles, pero los indios las devoran a
dentelladas. Separamos las plumas para los lacandones, que las utilizaban
en las bardas de sus flechas, y nosotros guardamos los canutos, que nos
servían de mondadientes. Mientras tanto esperaba con impaciencia la llega­
da de los cayucos, aislado, en orilla del río, cuando de repente apareció una
canoa bastante grande que llevaba tres hombres. ¡Y no eran en absoluto
salvajes! ¿De dónde regresaban? Una terrible conjetura me atravesó como
lanza. Estos hombres pertenecían a otra expedición ¡que se me había adelan­
tado! Era el resultado de nuestras largas esperas en Tenosique.
Llamé al canoero, quien se acercó, y supe por estos individuos que
venían de buscar comestibles con los lacandones, río arriba, pero que no
habían encontrado más que tomates e iban a reunirse en las ruinas con un
tal don Alfredo.
-¿Q.ué don Alfredo? -pregunté a uno de los hombres.
-Pues... -respondió- es don Alfredo.
-Bueno, bien, ¿pero qué hace allá en las ruinas?
-Se pasea.
-¿Cuántos son ustedes?
-Somos 16 y ya no tenemos víveres.
-¿Tienen otra canoa?
-Sí, tenemos una grande.
-¡Bien! -dije-, yo tengo víveres.
Después llamé a los hombres e hice que llevaran a la canoa medio
jabalí, un costal de tasajo, arroz y bizcochos.
-Aquí hay víveres para ustedes y su patrón, se van a llevar tres de mis
gentes y le ruegan a don Alfredo que me envíe mañana su gran canoa.
Aquí está mi carta que le entregarán. Vayan y regresen lo más pronto
posible.
Éste es, pensé, un encuentro bueno y malo: yo estaba atado de manos
y ese desconocido obstaculizado por el hambre. Ambos íbamos a jugar a
la fábula del ciego y el paralítico: "usted caminará por mí y yo lo alimen­
taré". Era para tener buen semblante y sin embargo estaba profunda­
mente entristecido.
136 » DÉSIRÉ CHARNAY

Désiré Charnay acampando fronte a Yaxchilán, 1882. (Grabado en Les Anciennes Villes du Nouveau Monda,
1885.)

A la mañana siguiente, antes de partir, me ocupé en el campamento


de los preparativos, y en la tarde todo estaba listo; pero no contaba con la
fiebre, que ya había encamado a varios de mis hombres y que me afectó
justamente en la mañana del embarco. El acceso fue de los más violen­
tos: estuve delirando y permanecí hundido en una postración completa.
Sin embargo, no podía perderme la salida, y tan pronto se calmó el acceso
tomé una fuerte dosis de quinina y reposé dos horas sobre la tierra des­
nuda. Cuando llegó la canoa aún me encontraba en un estado lamenta­
ble; cuando mis hombres me vieron decidido a embarcarme quisieron
oponerse, pues suponían que no regresaría más. Sin embargo, hice que
me llevaran a la canoa, donde se acomodó el material y los víveres y seis
de nuestros indios que se embarcaron con Lucien. Dejé a los otros en el cam­
pamento bajo la guardia de Julián. Después nos lanzamos a la corriente;
brújula en mano mi secretario continuaba el trazo de los meandros del río.
En cuanto a mí, tenía la cabeza perdida: con ambas manos apoyadas
en los bordes de la canoa, apenas podía sostenerme. Agobiado por el calor
y deslumbrado por la luz veía azul, negro o amarillo, y apenas distinguía
las altas orillas arenosas y la espesa vegetación que bordeaban el río, las
rocas y los rápidos distribuidos a lo largo del curso.
ENCUENTRO EN YAXCHILÁN, 1882 • 137

Después de tres horas de malsana navegación una fuerte corriente nos


llevó frente a un enorme montón de piedras, especie de monumento voti­
vo colocado sobre las rocas a la orilla izquierda del río: una construcción
indígena que resistía desde hace muchos siglos los torrentes de las grandes
crecientes. Habíamos llegado.
En Tenosique me habían hablado de este monumento como si fuera
una antigua cepa de puente, pero tal hipótesis era imposible de admitir
al ver este sólido, aunque burdo, amontonamiento de piedra. Además, el
río era demasiado ancho y por lo que nosotros sabemos una obra tal está
muy por debajo del genio indio como para podérselas atribuir; hubié­
ramos admitido esta suposición de haber encontrado, ya fuera enmedio
del río o sobre la otra orilla, los escombros de otro montón de piedras,
pero no había nada similar. Las canoas debían servir para el ir y venir de
la población. Pero la ciudad lacandona estaba escondida ahí, bajo la som­
bra de los grandes árboles y el corazón me latía muy fuerte al subir la
orilla escarpada. Entré a la selva guiado por un indio de los que encontra­
mos en la orilla y me puse a buscar a don Alfredo.
De derecha a izquierda las ruinas se presentaban a mi vista extrañas,
casi nuevas en su disposición general, pero palencanas por la arquitec­
tura, los detalles y la decoración. Volví a subir por el río, me alejé 300
metros más y vi venir a mi encuentro a un gran hombre rubio, joven,
que reconocí a primera vista como un inglés y un caballero. Nos dimos la
mano; le habían entregado mi carta y conocía mi nombre; me dijo el suyo:
'Alfred Maudslay, de Londres"; como quedé algo sorprendido y descon­
fiado, Maudslay adivinó mi pensamiento y me dijo:
-N o tenga sospechas en absoluto de mi presencia; un accidente hizo
posible que llegara a estas ruinas antes que usted, como otro accidente
lo hubiera hecho llegar a usted antes; de ninguna manera soy un rival y
usted no tiene nada que temer. No soy más que un simple aficionado que
viaja por su gusto; usted es un erudito y la ciudad le pertenece: bautícela,
explore, fotografíe, tome moldes, aquí está usted en casa. No tengo la inten­
ción de escribir o publicar algo. A propósito, no me mencione y guarde
esta conquista sólo para usted; y ahora déjeme guiarlo, le he preparado un
palacio y su morada le está esperando.
Estaba profundamente conmovido por tal delicadeza, pero no podía
aceptar el ofrecimiento de mi generoso compañero de viaje y comparti­
remos amigablemente la gloria de haber explorado esta nueva ciudad.
Vivimos juntos en esta ciudad donde trabajamos, partimos juntos
y, cosa rara, ambos nos separamos convencidos de que nos habíamos pres­
tado el uno al otro más servicios de los que en realidad nos dimos.
Capítulo 8

Una visita al lago Pethá, 1898

TEOBERT MALER, explorador

TtoBERT M a l e r nació en Roma en 1842 de padres alemanes. Hizo estudios


de arquitectura e ingeniería en Karlsruhe. A los 21 años de edad se estable­
ció en Viena, donde adoptó la nacionalidad austríaca. En 1864 se enroló
en el cuerpo voluntario que Maximiliano de Habsburgo llevó consigo a
México para reforzar al ejército imperial. Participó en casi todos los com­
bates que las tropas imperiales libraron contra los republicanos. Ya en ese
tiempo le fascinaba el México indígena, primero en Oaxaca, en Chiapas
después. Fue tal la impresión que llevó de una visita a las ruinas de Palen­
que en 1877, que decidió quedarse en México para dedicar el resto de su
vida a la arqueología maya. Regresó a Europa, donde se quedó seis años,
de 1878 a 1884, para liquidar su herencia y prepararse lo mejor posible
para su futuro oficio. En 1884fijó su domicilio en Mérida. Desde entonces,
hasta su muerte en 1917, exploró sistemáticamente las ruinas de Yuca­
tán, Chiapas y El Petén guatemalteco. Para realizar este proyecto no sólo
soportó enfermedades y privaciones, sino también sacrificó la fortuna
heredada.
Teobert Maler recorrió la península de Yucatán de 1887 a 1894. Después
realizó cuatro expediciones a El Petén y a la Selva Lacandona, la primera
a expensas propias, las demás patrocinadas por el Museo Peabody de la
Universidad de Cambridge, Massachusetts. Viajaba acompañado por unos
pocos ayudantes que despejaban los edificios cubiertos por la exuberante
vegetación para permitirlefotografiar lasfachadas y paredes ocultas duran­
te siglos. Fueron sobre todo las magistrales fotografías, sacadas a menudo
bajo difíciles condiciones y reveladas en el lugar mismo, las que hicieron la
fama de Maler. Pero de igual calidad fueron los innumerables dibujos y
planos arquitectónicos que trazó durante sus viajes y las descripciones
minuciosas que hizo de los sitios visitados. Estas últimas, bajo el título
de "Exploraciones e investigaciones", se publicaron, entre 1901 y 1908, en
las Memorias del Museo Peabody.
ii.'wi
140 • TEOBERT MALER

Ofrecemos por primera vez en traducción española el capítulo v de la obra


Researches in the Central Portion o f the Usumasintla Valley (1901-
1903, pp. 22-40), en la cual Teobert Maler narra la expedición que hizo
en 1898 al poco conocido pero hermoso lago Pethá, en la parte norte de la
Selva Lacandona. Es un documento degran valor, porque combina admira­
blemente los datos arqueológicos con observaciones antropológicas sobre
los lacandones e información valiosa sobre las monterías de la región.

Después de explorar el camino que va de Chinikihá a Palenque, creí nece­


sario regresar a mi cuartel general de Tenosique para organizar una
segunda expedición, esta vez con el exclusivo fin de redescubrir el olvidado
lago de Pethá. Después de reclutar a gente nueva y conseguir bastimento
fresco, a mediados de agosto de 1898 salí por segunda vez a la montería
La Reforma, en donde había dejado mi equipaje. La temporada de lluvias
ya había empezado con toda fuerza, las veredas estaban empapadas y
todos los ríos y arroyos crecidos. No obstante, aun en esta época el tiempo
a veces puede estar muy bueno.
La primera parte del camino, que fue construido por la negociación
Romano para conectar La Reforma con Tzendales y que atraviesa todo el
desierto, está en pésimo estado, porque los trabajadores no encontraron
un suelo fírme y pedregoso, sino tierra margosa negra. Este suelo está tan
lodoso durante todo el año que ni siquiera los constructores mismos se
aventuraron a pisar el camino con sus caballos y muías. Por lo tanto, el
viajero se ve obligado a tomar las tortuosas veredas que salen de los cam­
pamentos madereros abandonados y sólo dar con el camino de Tzendales
en donde éste cruza el Río Chocolhá.
Nosotros también seguimos la práctica general, y cuando, el 2 7 de
agosto, estuve listo para salir de La Reforma con mis hombres y muías,
después de cruzar el Chinikihá tomamos el sendero angosto que lleva a
la montería abandonada El Clavo, que está a una distancia de tres leguas
de La Reforma. Allí las champas desamparadas nos ofrecieron un abrigo
suficiente contra la lluvia de la noche.
A l día siguiente, a pesar de los caminos miserables, lodosos y a veces
también montañosos, llegamos al Chocolhá, en donde las monterías veci­
nas mantienen a un barquero que cruza a los viajeros en un cayuco. Este
paso se llama La Culebra y está a unas cinco leguas de El Clavo. Pero a unos
tres kilómetros antes de llegar al Chocolhá, nos vimos obligados a vadear,
con gran dificultad, al muy crecido Río Chancalá, puesto que allá no había
cayuco. En La Culebra encontramos protección contra la lluvia de la
UNA VISITA AL LAGO PETHÁ, 1898 * 141

noche en un galerón, situado en la ribera izquierda. La champa del bar­


quero se encontraba en la orilla opuesta.
En la mañana del 29 de agosto, cruzamos el Chocolhá por medio de
un gran cayuco que cargó con nuestras muías. Desde allí tomamos el
camino de Tzendales, que se encontraba en pésimas condiciones, además
de ser muy montañoso. Finalmente tomamos una vereda a la derecha y
cerca del anochecer llegamos a la montería Las Tinieblas, recientemente
establecida en la orilla derecha del Chocolhá Superior. Este campamento
era entonces el punto más avanzado para los que deseaban viajar al lago
Pethá. Estimé la distancia de La Culebra a Tinieblas en cinco leguas.
Las Tinieblas es una sucursal de la gran empresa maderera Troncoso
Cilveti y Cía., que hace poco inició la explotación de madera a lo largo del
Chocolhá y cuyos privilegios se extienden hasta las inmediaciones del lago
Pethá. Después de explicar al encargado de la montería el objeto de mi
viaje, acordamos enviar, al día siguiente, un mensajero al administrador de
la concesión, el señor Cayetano Irigoyen, quien afortunadamente se encon­
traba en ese momento en la montería vecina La Ilusión y se había ente­
rado de mis planes cuando estuvo en Tzendales. A su debido tiempo, recibí
del señor Irigoyen la siguiente respuesta:

TYoncoso Cilveti y Cía.


Corte de Maderas Preciosas
Chiapas
La Ilusión, Agosto 30 de 1898.

Señor don Teoberto Maler,


Montería Las Tinieblas.

M uy señor mío
Correspondo con gusto a su atenta de hoy en la que me pide un prác­
tico para su excursión a la laguna Pethá. Obsequiando sus deseos,
mañana irá nuestro dependiente Francisco Guillén para acompañarlo,
aunque sus conocimientos prácticos en esos lugares no son m uy
precisos, pero sí creo suficientes para llegar bien al punto deseado: pues
las mensuras de los terrenos de esta casa, en cuya apertura estuvo él,
se aproximan a unos pocos kilómetros de la laguna.
Deseando le sea satisfactoria su visita a estos desiertos, me repito su
afectísimo amigo y servidor.
Cayetano O r ig o y e n
142 « TEOBERT MALER

Tinieblas ocasionalmente es visitado por lacantunes que viven en la


cercanía y venden a los empleados primorosos arcos y flechas, pájaros exó­
ticos y otros artículos más. Sin embargo, nadie de la gente de aquí tiene
la mayor idea de dónde estaba situado el lago Pethá y cómo se podía llegar
a los poblados indígenas.
Como de costumbre interrogué estrechamente a los hombres sobre
si en sus exploraciones madereras o en sus cacerías habían encontrado
ruinas. Declararon unánimes que nunca habían visto rastros de ruinas en
los bosques de la región.
El señor Guillén llegó el 31 de agosto y con él discutí todos los detalles
de nuestra expedición. Como yo estaba completamente preparado, pudimos
salir de Las Tinieblas al día siguiente, el primero de septiembre. Dejamos, por
supuesto, los caballos y las bestias. Éramos seis personas. Llevamos sólo
una pequeña cámara (de 9 x 12 centímetros) y las provisiones más nece­
sarias. Todos íbamos armados.
Siguiendo una vereda, de nuevo dimos con el Camino de Tzendales, en
un lugar llamado San Antonio, en donde un gran galerón invitaba a
descansar. Pero como San Antonio a penas está a dos leguas de Tinieblas,
continuamos y pusimos nuestro campamento cerca de un arroyo, como
a una legua de El Espejito. En el camino encontramos a unos hombres con
una recua que venían de Tzendales. Llevaban también a varios mozos
amarrados, los cuales habían cometido un horrible asesinato doble en
Tzendales.
El 2 de septiembre, a temprana hora, llegamos al paradero El Espejito,
que dista de San Antonio unas cuatro leguas. Aquí decidimos apartarnos
del Camino de Tzendales y, dando vuelta a la derecha, meternos en la selva
en dirección sur sureste. Pronto tuvimos que vadear un tributario nada
insignificante del Chocolhá. Lo hicimos aprovechando las formaciones de
roca caliza que cubrían el lecho ribereño. A unos pocos pasos de ese lugar,
a nuestra gran satisfacción, encontramos una vereda indígena que llevaba
exactamente la misma dirección que la que nosotros habíamos pensado
tomar. Convencidos que esta senda tenía que llegar a algún lugar, la segui­
mos cosa de dos leguas por cerros y cañadas. Finalmente llegamos a un
vado en el Chocolhá Superior (ribera derecha), en donde, según todas las
apariencias los lacantunes acostumbraban cruzar el río.
En este punto el río corre sobre un extenso lecho de roca caliza y forma
una pequeña caída de agua, de metro a metro y medio de alto. En la tem­
porada de sequía, los indios probablemente cruzan el río caminando por
el borde de la caída, pero en este momento el río estaba tan crecido que tal
UNA VISITA AL LAGO PETHÁ, 1898 • 143

procedimiento era del todo imposible. Acampamos en una terraza cerca del
río, erigiendo una pequeña champa de hojas de palma para pasar la noche.
Después tumbamos varios árboles pequeños de madera ligera, los corta­
mos en seis largos pedazos y los amarramos fuertemente con bejucos muy
resistentes. Terminada nuestra pequeña balsa, decidimos intentar cruzar
el río un poco más abajo de la cascada, en un punto donde el río forma
unos grandes y hondos charcos. El más experto de mis hombres, armado
con una larga pértiga y un gran rollo de bejuco, valientemente se puso
encima de la balsa y alcanzó, sin mayor problema, la ribera opuesta. La
improvisada cuerda de bejuco ahora estaba firmemente sujetada a las dos
orillas.
Yo había pedido al hombre que buscara cuidadosamente en la ribera
opuesta si los indios hubieran escondido algún barquito entre los árboles.
A penas hubo tocado la orilla, anunció con un grito de júbilo que había
encontrado un excelente cayuco nuevo. Desató la barca, entró en ella y la
trajo a nuestra ribera. La balsa, ahora inútil, fue abandonada a la corrien­
te del río.
El cayuco estaba hecho de un árbol de caoba. Lo amarramos firme­
mente a un tronco, pues temíamos que fuera arrastrado por una crecida
del río durante la noche. El hallazgo de este cayuco fue la segunda buena
suerte que nos tocó en nuestra expedición a Pethá.
Ya no hubo que hacer más. Cocinamos una excelente Crax rubra que
habíamos cazado en el camino. Durante la noche llovió invariablemente.
En la mañana del 3 septiembre, después de cruzar el río tres veces, el
paso del Chocolhá estuvo vencido. Amarramos el pequeño cayuco lo más
seguro posible a los árboles de la orilla izquierda, para que nos pudiera ser­
vir al regreso. A sólo doscientos pasos del lugar en donde habíamos cruza­
do el río, vimos una champa bien construida, sin paredes, y cerca de ella
otra más pequeña para cocina. Varios utensilios, fabricados de barro, esta­
ban tirados en el suelo. A una corta distancia vimos el claro en donde se
había tumbado la caoba y fabricado el cayuco. Numerosos senderos salían
de la champa en todas las direcciones, lo cual nos confundió grandemente,
pero fieles a nuestros propósitos de caminar siempre hacia el sur-sures­
te, tomamos la vereda que parecía corresponder mejor a ese rumbo. Esta
decisión después se vio que fue muy acertada. Caminamos sin interrup­
ción, cruzando varios arroyos y también, a la izquierda, un importante
tributario del Chocolhá. La selva se puso más salvaje y montañosa, pero
convencidos que la vereda tenía que llevar a alguna parte, la seguimos cues­
ta arriba y cuesta abajo, aunque a menudo era a penas visible. Cerca del
144 • TEOBERT MALER

mediodía, como ya estábamos muy cansados, hicimos una breve parada


para descansar y comer. Después seguimos a pesar de los fuertes aguace­
ros que nos mojaron hasta los huesos.
Ftor fin llegamos a una pequeña milpa, sembrada en medio del bosque.
Fue la primera señal de que estábamos cerca de un poblado indígena. Dejó
de llover. Avanzamos con cuidado. Bajando la última cuesta, de repente,
una superficie plateada brilló entre las ramas oscuras de los árboles. Unos
pasos más, y la vereda terminó en la orilla del lago Pethá. Tres cayucos esta­
ban amarrados a los árboles, los remos se encontraban escondidos en las
ramas. Esto fue la tercera suerte que nos tocó durante nuestra romántica
excursión a Pethá. En verdad, ¡qué sentido hubiera tenido para nosotros
llegar a la orilla del lago sin posibilidad de navegar lo! Previendo lluvia
durante la noche, inmediatamente nos pusimos a construir una gran
champa cerca del agua, cubriéndola lo mejor posible con hojas de palma
y piezas de manta. Colgamos nuestras hamacas y pronto el bienvenido
descanso nos hizo olvidar las penalidades del día.
Desde el Río Chocolhá, hasta la orilla septentrional del Lago Pethá,
la distancia probablemente no era más de cinco o seis leguas, pero como la
vereda estaba dividida por la maleza tuvimos que utilizar frecuentemente
nuestros machetes para abrirnos camino. Ya estaba cayendo la tarde. Todo
estaba bien. Disfruté del glorioso panorama que ofrecía el lago: una cuen­
ca casi circular con un diámetro de más de dos kilómetros. En la lejana
orilla meridional, enfrente de nuestro campamento, una imponente cas­
cada caía en el lago y el ruido del agua llegaba a nosotros desde lejos. Unas
serranías bajas bordeaban la orilla meridional y en el trasfondo se eleva­
ban las cumbres de la Sierra Madre, rumbo a Ocotzinco, según nuestra
apreciación.
De repente mis hombres me avisaron que un cayuco pasaba cerca de
la lejana ribera meridional. Miré con atención en esa dirección y, en el mo­
mento en que el cayuco pasó frente a la cascada, distinguí claramente su
negra silueta, nítidamente dibujada sobre el trasfondo blanco, con dos
hombres parados en ella. El cayuco desapareció pronto en una de las ense­
nadas contiguas, cuya posición imprimimos en nuestra memoria. Éstos
fueron los primeros seres humanos que vimos, pero los indios segura­
mente no habían logrado vernos a nosotros. Hice limpiar los dos mejo­
res cayucos y embarrar todas las junturas con arcilla. También mandé
arreglar los canaletes, y el domingo del 4 de septiembre por primera vez
remamos en nuestras embarcaciones tan afortunadamente adquiridas.
En cada una viajaban dos personas, puesto que dos hombres se habían
quedado en el campamento.
UNA VISITA AL LAGO PETHÁ, 1898 « 145

La gente de Tenosique, por muy flojos que puedan ser en muchos aspec­
tos, demuestran una gran destreza en el agua. En verdad parecía que remar
fuera el único oficio que les gusta, pues desempeñan todos los demás tra­
bajos con el mayor desgane.
Cruzamos el lago en dirección de la cascada, por donde habíamos
visto desaparecer el cayuco. A l lado derecho de la caída encontramos una
pequeña caleta, escondida entre los árboles, a los cuales estaban amarra­
dos varios cayucos. Aseguramos también los nuestros y seguimos una
vereda bastante pedregosa, tierra adentro. Después de caminar como media
hora, llegamos a una milpa grande, en la que crecían, además de maíces
muy altos, plátanos, papayos y caña de azúcar. Al borde de la milpa esta­
ba un grupo de casas. Nos acercamos, pero nadie vino a nuestro encuen­
tro y no hubo ladridos de perros. Un silencio mortal dominaba en todas
partes. Entramos en las casas. Había dos grandes, que servían obviamen­
te como habitaciones, y en su alrededor varias pequeñas, que servían como
cocina, recámaras y abrigos para pequeños animales domésticos. Todas
estaban hechas de bajareque y cubiertas con hojas de palma.
Las dos casas y las champas contiguas estaban llenas de enseres domés­
ticos de todo tipo y daban una idea muy completa de lo que la actual
industria casera maya-lacantún produce a nivel de artículos de uso
doméstico. Me pareció que jamás volvería yo a tener la oportunidad de
examinar de tan cerca y, hasta en sus menores detalles, el instrumental
doméstico de esta extraordinaria gente. Por eso, sin tardar, me puse a exami­
nar cada cosa, poniendo especial atención en los utensilios con dibujos que
pudieran interpretarse como escritura, puesto que mis muchos amigos
en Europa y en los Estados Unidos tenían particular interés en esta cues­
tión. Muchas ollas y cántaros estaban tirados en el suelo de las champas
y también afuera. Todo estaba en gran desorden, como si los habitantes
hubieran abandonado repentinamente sus propiedades. Las ollas y cazue­
las se parecían a las de los indios de Yucatán y Tabasco, y estaban hechas
de un barro de color gris-pardo oscuro. Los cántaros eran de un acabado
superior y estaban hechos de un barro de color gris-blanco más claro.
Todos tenían la silueta fuertemente abultada, tan característica de los cánta­
ros de la África española. Muchos tenían dos asas cerca del cuello, pero
algunos tenían una sola asa y además una pequeña cabeza de animal sobre­
saliente que servía como segunda. Aparte de estas cabezas animales la
cerámica no tenía más dibujos o adornos.
Un gran metate estaba puesto en una plataforma que descansaba
sobre estaquillas y varios más pequeños se encontraban en su derredor.
146 • TEOBERT MALER

Algunas redes, repletas de jicaras para pozol y balché colgaban de las


vigas de las casas principales, unas de ellas adornadas con bellos dibujos
grabados, aunque no de carácter jeroglífico. El humo había dado a estas
jicaras un hermoso color pardo oscuro. De las vigas colgaban también
manojos de hojas de tabaco envueltas en hojas de plátano. Mis hombres
no resistieron a la tentación de tomarse algunos para su uso. Varios arcos
y flechas estaban colocados en los maderos de la base del techo o pendían
de los postes verticales de las paredes. En algunas jicaras encontré resina,
cera, hierbas aromáticas, semillas de maíz, cal, puntas de pedernal para
las flechas y dientes de lagartos, probablemente destinados para los colla­
res de las mujeres. Entre los postes estaban clavados pequeños husos con
hilo de algodón, pequeñas cucharas de madera, manojos de plumas y cala­
veras de pécaris, venados y monos. Hasta había algunos pedazos de ocote,
que deben haber sido traídos desde cierta distancia; puesto que no hay
pinos en los alrededores de Pethá.
En una de las champas pequeñas encontré una jicara muy grande que
servía como colmena. Por un lado tenía un diminuto agujero por donde
las abejas entraban y salían. M i atención también fue captada por unas
jaulas pajareras, primorosamente trenzadas con unos bejucos muy finos,
en forma de pera y con pequeñas trampa-puertas, y por unas canastas
de simple pero bella figura. Entre las pieles de pequeños mamíferos una de
color amarillento con manchas pardas me impresionó, puesto que no
pude identificar la pequeña criatura a la cual había pertenecido. Contra
la pared de la champa mayor, había un tapesco ancho, puesto sobre esta­
quillas, que contenía una docena de los famosos sahumerios que lucen
en la frente la carita de un dios. La mayoría de ellos estaban mucho más
grandes que los que yo había hallado en los templos de Yaxchilán, pero
menos finos y tan cubiertos con chapopote que su figura apenas se podía
reconocer. Sabiendo cuán reacios son los lacantunes a que un extraño se
acerque a sus dioses, aproveché la oportunidad de sacar los incensarios
de la choza oscura y ponerlos en el sol para fotografiarlos con mi cámara,
antes de ser sorprendido por los indios. Después de fotografiarlos, rápida­
mente los coloqué de nuevo en sus lugares. Unas matas de maíz, exuberan­
temente altas, rodeaban las champas, pero se había reservado un espacio
para el bello simpalxóchitl amarillo y las espuelas, rojas con manchas
blancas. También había una pequeña tabla con yerbabuena.
Después de haber explorado detalladamente las champas, quisimos
continuar nuestro viaje a fin de encontrar alguna vivienda ocupada.
Desafortunadamente las veredas se ramificaban de tal manera y estaban
UNA VISITA AL LAGO PETHÁ, 1898 • 147

tan poco marcadas que no supimos por dónde ir. Decidimos regresar a
nuestro campamento, no sin llevarnos una provisión de elotes, que coci­
dos con sal son un alimento muy sabroso. Como pago dejamos un espejo
y unos pañuelos de seda roja cerca de los sahumerios. Cuando pasamos
por un gran hormiguero de tierra amarilla, le hice varias impresiones con
mis zapatos, pensando que si los indios vinieran por este camino, sin duda
se darían cuenta de que gente extraña había pasado por allí y tal vez
querrían entrar en contacto con ellos. De nuevo sentados en nuestras
endebles embarcaciones, visitamos el salto de agua y remamos lentamen­
te por enfrente de las isletas que pueblan esta parte del lago. Finalmente
llegamos al campamento en donde los dos hombres de guardia mientras
tanto habían mejorado en algo las champas y preparado nuestra cena.
El 5 de septiembre, emprendimos una exploración exhaustiva del lago.
Tomando ahora por la derecha, es decir siguiendo la orilla septentrional,
llegamos a un canal escondido debajo de las ramas que colgaban de los
árboles, a través de las cuales nos abrimos camino con bastante esfuerzo.
Llegamos a otra cuenca muy pintoresca, de la cual sale un brazo largo y
angosto en dirección noroccidental. También esta parte del lago está rodea­
da por todas partes de montañas. Una vegetación extraordinariamente
bella cubre las orillas y en varios lugares se elevan peñas tajadas a una
altura de veinte, treinta metros. Remamos a lo largo de esta extensión,
examinando detenidamente las peñas para ver si no presentaban alguna
pintura rupestre. La vegetación que crecía encima de esas rocas fantástica­
mente amontonadas, era verdaderamente asombrosa. Aquí se dan varie­
dades de orquídeas, bromelias y agaves que raramente pueden verse en
otras partes. Además, en este preciso momento muchas plantas estaban
en plena floración.
Después de haber explorado esta cuenca, seguimos por el brazo trans­
versal, que asimismo contiene varias isletas y peñas, para entrar en una
tercera cuenca, más grande que la anterior y situada todavía más hacia el
occidente. Yo había traído mi pequeña cámara para tomar fotografías
de los lugares más bellos, aunque estaba convencido que era imposible
fijar en aquéllas la belleza incomparable de estas lagunas enmarcadas por
una vegetación jamás tocada por el hombre. Pequeñas bandadas de aves
acuáticas negras, llamadas cuervos de agua por mi gente, se levantaron
acá y allá al acercarse nuestros cayucos. Curiosamente no vimos ningún
pato u otra especie de ave de caza. Probablemente estas aves se van duran­
te la temporada de lluvias, porque el lago no tiene playa. Pero se me hace
probable que patos, garzas y pelícanos frecuentan el lago en la época de
148 • TEOBERT MALER

sequía, cuando el nivel del agua ha bajado tal vez unos cinco metros y
grandes porciones de la ribera hayan emergido del agua. El lago estaba
profundo en todas partes, de manera que sólo utilizamos canaletes y
nunca estacas.
Regresando del brazo suroccidental, bordeamos la orilla meridional,
pasando varias caletas, y llegamos a un pasaje extremadamente bello que
nos condujo de nuevo a la cuenca principal. A lo largo de este pasaje, por
el lado izquierdo, se elevaba también aquí una serie de peñas tajadas. Asi­
mismo las investigamos con la esperanza de encontrar pinturas rupes­
tres. Con gran alegría descubrimos tres. La pintura central me pareció ser
la más interesante y la mejor conservada. A una altura de un metro o un
metro y medio por encima de la superficie del agua (en septiembre), se veía
un dibujo ejecutado con líneas negras muy claras. Lo interpreté como la
representación de las fauces de un monstruo; el ojo estaba particularmen­
te visible en el acto de tragarse a un hombre, la cabeza primero. A la
derecha (del observador) una cara grotesca venía saliendo de las volutas
superiores, y a la izquierda, es decir por la espalda de la figura, la cabeza
del monstruo terminaba en un tocado de plumas. El dibujo tenía cincuen­
ta y dos centímetros de alto y cincuenta y siete centímetros de ancho.
Cerca de un metro arriba de esta pintura estaba pintado un hombre dimi­
nuto (alrededor de cuarenta centímetros de alto), asimismo de color negro
pero de forma muy rudimentaria. Más arriba, un poco hacia la derecha,
estaban pintarrajeadas grandes manos rojas.
A la derecha de la pintura central, medio borrado por los aguaceros y
la exuberante vegetación, a unos tres metros y medio encima del nivel del
agua, se discernía el dibujo de un pie, pintado de color amarillento sobre
un fondo rojo, es decir la suela de un pie, con los dedos hacia arriba. Enci­
ma de este, en contornos rojos sobre fondo amarillento, se veía una olla
volcada, cubierta de manchas rojas, de cuyo borde inferior salían cuatro
como chorros de agua, en la forma de un peine. Esta pequeña pintura se
parecía mucho a ciertas vasijas perforadas en las que las mujeres lavan
el maíz remojado con agua de cal. Había varias manos rojas arriba de la
olla perforada y arriba del pie, a una altura de siete metros sobre el nivel
de agua. ¿Sería posible que esta pintura rupestre indicara la tumba de una
mujer? Entonces podría interpretarse así: la huella pedestre podría indi­
car que la querida esposa se había ido hacia arriba. La olla volcada repre­
sentaría que nunca jamás volvería a ir al río para lavar su nixtamal o
preparar las tortillas para su marido y sus hijos. Las manos rojas, tendi­
das al cielo, podrían indicar los últimos saludos de los que se quedaron
llorando en la tierra, mientras ella ascendió a las regiones celestiales.
UNA VISITA AL LAGO PETHÁ, 1898 • 149

Cascada en el Río Chancalá, 1898. (Fotografía de Teobert Maler.)

El dibujo a la izquierda de la pintura central estaba compuesto por


grandes y anchas rayas rojas que subían hasta las cimas de las peñas. Eran
líneas casi verticales que aquí y allá formaban grandes volutas. Se distin­
guían también dos manos blancas o ligeramente amarillas sobre fondo
rojo, y a su lado una serie de líneas negras, ya muy borrosas por cierto.
Después de salir del estrecho de las pinturas rupestres, con su belleza
poética, entramos en una bahía de la orilla meridional, en donde una segun­
da cascada caía espumosa sobre las rocas en la sombra de grandes árboles.
Como ya se acercaba la noche, cruzamos la gran cuenca oriental rumbo
a nuestro campamento en la lejana orilla septentrional. Nuestra cena ya
nos esperaba y pronto nos resignamos a descansar. El hecho de haber explo­
rado este maravilloso lago hasta sus recodos más escondidos sin la ayuda
de los indios y sin despertar las sospechas de esta gente ordinariamente tan
astuta, y sobre todo el hecho de haber usado sus propios cayucos, fue
para nosotros una causa de gran asombro. Pareció un sueño.
Estimamos que el lago medía seis o siete kilómetros, de la orilla orien­
tal de la gran cuenca circular hasta la orilla extrema de las ramificaciones
occidentales. El diámetro de la cuenca redonda, a la cual refiere el nombre
Pethá -agua circular- es de dos kilómetros, mientras la anchura de los
brazos occidentales varía de doscientos a cuatrocientos metros. El agua en
todas partes está tan profunda que vapores podrían navegar fácilmente
en este lago, probablemente aun en la temporada de sequía, cuando el
nivel baja sin duda unos cinco metros.
150 • TEOBERT MALER

En la mañana del 6 de septiembre, regresamos a la roca de las pintu­


ras. Yo llevaba papel transparente para hacer unas calcas de los dibujos
negros mejor conservados. Con nuestros machetes hicimos pedazos un
gran nido de comején que estaba adherido a la peña inmediatamente deba­
jo de la pintura. Después de limpiar lo mejor posible el dibujo, lo cubrí con
una gran hoja de papel por medio de pedazos de cera, y parado en una
roca sobresaliente, me puse a hacer la calca. Apenas había terminado esta
algo fatigosa tarea, cuando mis hombres me avisaron que un cayuco
indígena venía hacia nosotros. Les dije que esperaran tranquilamente.
Hubiera preferido no encontrarme con los indios cerca de las pinturas
rupestres, pero ya no había tiempo para irnos. Me senté, pues, en la roca
sobresaliente y esperé al cayuco que aún no estaba a la vista. De repente,
la embarcación dio vuelta a las rocas y nuestros gritos amistosos pronto la
puso a lo largo de la nuestra. En ella había un hombre, una mujer, con un
niño chiquito y dos mayores. Apenas había notado el hombre que yo esta­
ba parado debajo de la pintura, cuando, con señales de extremo terror, me
gritó en un español burdo: "No, hombre, quítate de ahí, es mi santo, es
el Cristo; María de nosotros; cuidado, hombre, te come el tigre, vámonos,
hombre, por eso mucha agua, por el mal corazón de mi santo; por eso
m uy crecidos los ríos y la laguna; vámonos, vámonos."
Tranquilicé al hombre lo mejor posible, asegurándole que nosotros tam­
bién le teníamos mucha veneración a este "santo" y le habíamos traído
una pequeña ofrenda, para que nos diera buen tiempo y mucho maíz.
Entré en mi cayuco, le estreché la mano al hombre y pregunté por su
nombre. "Chankín" -chichan, abreviado chan (tsitsan, tsan) = pequeño;
kin (k'in) = sol, sacerdote-, contestó. Entonces le expliqué que habíamos
venido a ver el lago y a visitar a los indios que vivían en sus alrededo­
res, y también que queríamos comprarles algo de comida y algunas cosas
bonitas. Para eso les habíamos traído varios objetos útiles: cuchillos, anzue­
los, pañuelos, espejos y sal, que siempre les hacen falta. Cuando le conté
que, buscando en sus casas, habíamos encontrado un grupo de viviendas
llenas de toda clase de utensilios, pero sin habitantes, Chankín contestó que
las casas pertenecían a su hermano, que había muerto recientemente.
-¿De qué murió? -Quién sabe, señor; por el mal corazón de su santo,
respondió el hombre enfadado.
Chankín, quien había aprendido algo de español en sus frecuentes tratos
con los trabajadores de las monterías vecinas, era un hombre robusto, de
mediana edad, y estaba vestido con una túnica de algodón tosco. Su cara
imberbe, de un aspecto genuinamente indígena, estaba rodeado por lar­
UNA VISITA AL LAGO PETHÁ, 1898 • 151

gos cabellos negros lustrosos. Su mujer era de postura más diminuta y


andaba asimismo vestida de algodón. Tenía la cara y los brazos cubiertos
de picaduras de pulgas. En el fondo del cayuco había un primoroso
juego de arco y flechas, envueltos en una corteza. Pedí al indio que me lo
vendiera, lo que hizo, por dos pesos.
Remamos hacia el embarcadero en la orilla meridional, en donde
amarrábamos las dos barcas. Yo estaba decidido a no perder de vista al
hombre, pues de otra manera podríamos perder para siempre la oportu­
nidad de entrar en contacto con los pobladores indígenas de Pethá.
Chankín primero tomó una vereda que llevaba a la cascada. El río, que
venía m uy crecido, se precipitaba con gran ímpetu hacia abajo, encima
de las rocas terrazadas. Nuestro indio avanzó fríamente en medio de la
corriente. Mandé cortarme un robusto bastón. Asegurándome con él, yo
también atravesé la cascada, corriendo el tremendo peligro de ser arroja­
do por la fuerza del agua a las profundidades espumosas. TVes de mis hom­
bres, quitándose los zapatos, me siguieron de muy mala gana. Tomamos
después una vereda muy pedregosa y pronto llegamos otra vez al río (se­
gún mis cálculos) en donde estaba atravesado por un largo y grueso tron­
co, que en ese momento se encontraba unos ochenta centímetros debajo
del agua. En ese lugar, el río llevaba varios metros de profundidad y estaba
intransitable. Nuestro indio caminó directamente sobre el tronco, ayuda­
do grandemente por la fuerza prensil de los dedos de sus pies descalzos. No
sin extrema dificultad logré también cruzar el río, con una larga estaca en
una mano y un bastón más corto en la otra. Mis hombres asimismo
pasaron con la ayuda de estacas. Pronto cruzamos el río por tercera vez,
de nuevo por encima de un gigantesco tronco, ahora, para variar, suspen­
dido en el aire, arriba del agua. Pasamos también con éxito esta tercera y
última prueba a la cual Chankín nos sujetaba.
Sin embargo, en el camino, entre el primer y el segundo puente, vislum­
bramos por entre los árboles, por el lado derecho, la milpa del "hermano
difunto". Advertí a mis hombres descontentos que bajo ninguna circuns­
tancia volveríamos por el terrible sendero tomado por Chankín, sino que
a nuestro regreso abriríamos camino hacia esa milpa y de allí iríamos al
embarcadero por la vereda que ya conocíamos.
Después de cruzar el río por tercera vez, el camino mejoró notable­
mente. Habíamos caminado como una hora, cuando oímos el ladrido de
perros y el sonido profundo de conchas, Strombus gigas, con el que los
indios saludaron nuestra llegada. El bosque se abría. Entramos en una
milpa de maíz, con matas altas y exuberantes. El cuñado de Chankín,
152 • TEOBERT MALER

llamado Max (mas), salió a nuestro encuentro. Estaba rodeado por otros
indios, incluso mujeres y niños. Saludé a Max y le expliqué el objeto de mi
visita, mientras Chankín le contó en maya las circunstancias en las que
nos había encontrado. Yo no dudaba que Chankín había sido enviado para
espiarnos y que había llevado consigo a su mujer y sus niños para encu­
brir sus intenciones.
Max no estaba nada feliz con nuestra llegada, pero se resignó a lo inevi­
table. Nos prometió provisiones -tortillas, pozol, maxal, etcétera- para
el día siguiente, pues le dije que quería visitarlo de nuevo, junto con mi
gente. Por el momento me sentí con prisa por regresar al campamento,
puesto que ya empezaba a oscurecer y un aguacero amenazaba a caernos
encima. Salimos, pues, y no tardamos en llegar al primer árbol-puente.
Tallamos unos escalones en la superficie resbalosa del tronco, de manera
que el paso perdió mucho de su peligro. Después de llegar al punto situa­
do a la altura de la milpa del "hermano difunto", cortamos directamente
a través del monte y llegamos sin problemas al grupo de chozas abando­
nadas. Antes de continuar el viaje, autoricé a mis hombres para que se
llevaran una amplia provisión de elotes, plátanos y cañas, con el fin de cas­
tigar al hombre que nos llevó a su cuñado por encima de cataratas y tron­
cos de árboles.
Llegamos al embarcadero en medio de un leve chubasco. Los últimos
rayos del sol que desaparecieron por detrás de las montañas, nos ilumi­
naron cuando remamos sobre el espejo del hermoso lago, rumbo a nues­
tro campamento. Allá los que se quedaron, habían pasado todo el día con
mucha preocupación por nosotros. Mis compañeros no se cansaron de
contar a sus amigos todo lo que les había sucedido en el día. Cada uno
se consideraba como un héroe.
Al día siguiente, 7 de septiembre, dejamos a un solo hombre en el cam­
pamento y cruzamos el lago para visitar a Max y su gente. Habíamos
decidido comer allí, con el fin de tener la oportunidad de observar los hábi­
tos y las costumbres de los indios y tomar algunas pequeñas fotografías.
Después de cruzar el árbol-puente, logramos matar un crax negro.
Ya acercándonos a las champas, oímos el sonido hueco, algo extraño
de las conchas, con las que Max y su gente celebraron nuestra llegada.
Saludé cordialmente a Max y los demás indios, explicándoles que nos gus­
taría pasar el día con ellos, y como habíamos cazado un kambal, ¿podrían
prestarnos una olla para cocinarle? Oyendo esto, una de las mujeres nos
trajo un gran puchero y mis hombres empezaron a preparar el ave.
Entonces dije a los indios que les traía algunos regalos, artículos que les
podrían ser útiles, puesto que vivían tan apartados en el monte. Empecé
UNA VISITA AL LAGO PETHÁ, 1898 • 153

a distribuir sal entre los hombres que estaban presentes. Cada uno reci­
bió una jicara llena. También di a cada hombre un gran cuchillo y varios
tipos de anzuelos. En cuanto a las mujeres y muchachas, ellas recibieron
vistosos pañuelos de seda y algodón, así como aretes de plata y bellos
espejitos.
Aunque esta gente, tan poco exigente en cuanto a sus necesidades, es
incapaz de expresar genuina alegría, una cierta sensación de satisfacción
se hizo patente entre todos los presentes. Mientras tanto, yo había mon­
tado mi pequeña cámara para tomar algunas fotografías, antes de que
pudiera desaparecer ese ambiente agradable. Mi cámara, con su caja viva­
mente barnizada y su montura de metal, una vez puesta en su tripié, dio
un bonito espectáculo, de manera que la gente no se asustó para nada con
esta linterna mágica. Logré tomar varias fotografías que, a pesar de su
reducido tamaño ( 9 x 1 2 cm) dan una imagen bastante precisa de los ras­
gos y vestidos de los hombres, mujeres y niños.
Los hombres usan un vestido amplio, parecido a una camisa, que les
llega hasta la pantorrilla y está hecho de un algodón fuerte y algo tosco.
En sus caminatas de cacería o en sus viajes usan una prenda todavía más
tosca. Las mujeres usan una falda que les cubre las pantorrillas y encima
de ésta un camisón. Todas la mujeres se adornan con un racimo de colla­
res o mejor dicho de cordones de semillas. Estos collares están hechos de
semillas duras, comúnmente negras, mezcladas con huesitos cilindricos,
dientes, conchitas de caracol, o cualquier cosa que puedan conseguir.
Los hombres llevan el pelo sin cortar, y les cae alrededor de la cara, a
veces les da un aspecto salvaje y leonino. Las mujeres separan el cabello
por la mitad, igual que las mujeres europeas, y juntan los extremos de las
trenzas con un manojo de coloridas plumas de pájaro. Todas las mujeres
tienen perforados los lóbulos de las orejas; por eso ellas mismas pudieron
insertar gustosamente los aretes (de manufactura inglesa) o dejarme a mí
hacerlo por ellas. Ni los hombres ni las mujeres parecían usar calzado de
ningún tipo.
La casa de Max consistía en una gran champa principal, en donde él
vivía con sus mujeres e hijos. Esta champa estaba rodeada por cuatro cons­
trucciones más pequeñas, destinadas para la cocina y para el acomodo
de los huéspedes; una de ellas estaba dedicada exclusivamente para los
sahumerios con caras de dioses.
También aquí había una cantidad abundante de ollas para cocinar e
instrumentos de toda clase, y los habitantes poseían hamacas hechas de
fibra de agave para dormir en la noche y descansar durante el día. Las hama­
154 • TEOBERT MALER

cas de los lacantunes son muy diferentes de las que se usan en otras partes
de México. No están tejidas en forma de malla, sino consisten en un siste­
ma de cordones laterales que mantienen unidos los cordones longitu­
dinales. También son más cortas que las mexicanas, pero suficientemente
anchas. La gente no las hace para venderlas, sino sólo para el uso propio,
de manera que fue totalmente imposible conseguir una de estas prendas
tan bien acabadas.
El instrumento de madera con el cual las mujeres tejen sus mantas de
algodón, también es interesante. Una anciana estaba trabajando en una
pieza, y yo quise comprarle la herramienta junto con el tejido parcialmen­
te terminado, pero ella se negó obstinadamente. Sin embargo, las mujeres
me dieron de recuerdo algunos de sus collares y yo encargué a los hom­
bres que me trajeran al campamento algunos juegos de arcos y flechas, con
la promesa de pagar bien por ellos.
Los arcos generalmente están hechos de guayacán o xibé, o si no, de
chicozapote. El tamaño de los arcos varía: para los adultos, de 1.50 a 1.75
metros; para los jóvenes, de 1.25 a 1.35 metros. Todos los arcos son más
gruesos hacia el centro y adelgazan considerablemente hacia las extremi­
dades. Cada extremo está firmemente enrollado con un mecate cubierto
con resina, pero dejando libres las puntas para poder recibir los lazos de
la cuerda, hecha de fibra de agave. Los mecates resinosos impiden a la
cuerda que resbale cuando el arco esté tendido. Los arcos aparentemen­
te están derechos, pero examinándolos más de cerca, uno se da cuenta de
que están ligeramente curvados. Usando el arco, la regla es tenderlo, no
en la dirección de la curva, en cuyo caso fácilmente se rompería, sino en
la dirección opuesta, es decir, por el lado de la curva exterior. Los indios
suelen tener el arco horizontalmente antes de tirar, y sólo en el momento
de apuntar o tirar lo colocan en una posición vertical.
Las flechas son un poco más cortas que el arco. Existen diferentes
clases, según el tipo de animal que se quiere cazar, pero todas, excepto las
saetas para pájaros, tienen en común lo siguiente: la parte delantera, que
corresponde a la tercera parte de la Iongtitud de la flecha, consiste en una
vara cilindrica o cuadrada de madera dura, que está insertada profunda­
mente en el carrizo y firmemente atada, tanto en el punto de inserción
como en el otro extremo. El carrizo, que constituye las dos terceras partes
de la flecha, tiene en su extremo la muesca para recibir la cuerda, y en
ambos lados de la muesca una pluma, fijada en sus dos extremos al carri­
zo con un cordel untado en resina negra. Las varillas de madera dura
terminan o bien en puntas agudas, suficientes para matar pescados y
UNA VISITA AL LAGO PETHÁ, 1898 • 155

pájaros pequeños, o bien en cabezas de pedernal, de diferentes tamaños,


insertadas en las varas y, en el lugar de inserción, firmemente amarradas
con cordeles cubiertas con una goma negra. Las flechas destinadas para
matar micos tienen la cabeza de madera dura marcada con profundas inci­
siones en forma de anzuelos, de manera que el animal no puede sacudir o
arrancar la flecha. Finalmente, las flechas destinadas para aturdir a un
pájaro, de modo que pueda ser capturado vivo, tienen una pequeña cabeza
de madera cónica, en vez de una punta de pedernal.
El arco se amarra junto con las flechas y el fajo está protegido por un
envoltorio de corteza que por lo general proviene de un árbol joven. El
arte de rajar el pedernal en capas muy delgadas ha sido conservado hasta
el día de hoy por esta pequeña y apartada nación. Parece que en algunos
casos la cortada es facilitada por el previo calentamiento de la piedra, pero
esto no siempre se hace. La cortada se efectúa por medio de un pedazo de
cuerno de venado preparado especialmente para ese fin. Gracias a este
instrumento elástico, el golpe del mazo es transferido al filo de la piedra.
Las rajas así obtenidas reciben después el tamaño y el filo deseado por
medio de un cuchillo (ahora hecho de fierro). Como los indios encuen­
tran muchas botellas descartadas en las monterías abandonadas, también
usan el vidrio de estas botellas en vez del pedernal. Fabrican las puntas
de las flechas de ese vidrio que no necesita ser rajado.
Hubo pocos animales domésticos en la casa de Max. Los únicos mamí­
feros eran los perros, que siempre están amarrados y pertenecen a la raza
actual. Entre las aves noté los grandes loros verdes con cabeza azul, que
sólo se encuentran en estas selvas. Por eso los llaman "loros de los lacan­
dones" o "loros palencanos". Hubo también varios ejemplares de una bella
y pequeña especie de cotumix, llamada bolonchac, que estaban encerrados
en pequeñas jaulas hechas de bejucos.
Es poco probable que entre los lacantunes se haya preservado algún
vestigio de las razas antiguas de perros llamados Techichi, Xoloitscuintli e
ltscuintepotsotli. Todos los monteros que entraron en contacto con estos
indios sólo han visto perros de la misma raza que se encuentra en otras par­
tes de México.
Esperaba yo arrojar más luz sobre la importante cuestión de las repre­
sentaciones pictóricas creadas aún por estos indios, especialmente sobre su
posible carácter jeroglífico. Por eso miré con mucho detenimiento en las
champas de Max, pero sin provocar las sospechas de la gente. Lamento
decir que no encontré nada al respecto. El hecho de que los indios de Pethá
viven tan dispersos -cada familia está como a una legua (o una hora de
156 • TEOBERT MALER

camino) la una de la otra- hace todavía más difícil la solución de ese pro­
blema. Sería necesario averiguar si esta gente en alguna parte vive agru­
pada en pueblos, pues en ese caso habría más posibilidades de obtener
ejemplares de dibujos.
Entretanto mis hombres habían preparado el crax y las mujeres nos
proveyeron con las tortillas necesarias, las cuales estaban hechas de maíz
nuevo y, medio tostadas, estuvieron particularmente sabrosas. A especial
petición mía nos trajeron grandes calabazas llenas de balché, una bebida
refrescante hecha de la corteza de un árbol.
Mientras satisfacíamos el hambre con esta comida y tomábamos la
bebida nacional, el balché, los hombres, después de adornar sus cabezas
con cintas tejidas con chacavanté, de color rosa, se retiraron para rezar en
la champa en donde se encontraban los sahumerios. La oración consistía
en gritos monótonos e ininteligibles, cuyo propósito sin duda era el de
suplicar a los dioses que no se enojaran por la presencia de los extranje­
ros y el de apartar cualquier consecuencia negativa que pudiera causar
nuestra visita. Las mujeres no participaron en esta ceremonia religiosa.
Por fin llegó para nosotros el tiempo de marcharnos y nos despedimos
de Max y los demás indios. Antes de hacer eso, administré a una muchacha
muy enferma, que tenía calentura, una pequeña dosis de quinina, la cual
tomó llorando. A una mujer anciana, cubierta con úlceras (¿elefantiasis?)
sólo pude recomendarle una pócima que ella misma pudiera preparar con
la zarzaparrilla que crece en la región. Con excepción de estas dos perso­
nas, todos tenían buena salud.
Nos quedamos cuatro días más (8, 9, 10 y 11 septiembre) en la orilla
de ese hermoso lago, sobre cuyas aguas nunca nos cansamos de navegar.
Los indios nos hicieron varias visitas, trayéndonos comida y vendiéndonos
varios juegos de sus primorosos arcos y flechas.
Max, cuyo nombre significa "mono aullador" {Stentor niger), no era un
hombre franco y amable. Evidentemente ejerció una influencia represiva
sobre los demás, quienes se mostraron mucho más abiertos en el trato
con nosotros cuando Max no estaba presente y de buena gana me dieron
toda la información que yo deseaba.
Interrogué insistentemente a la gente sobre la presencia de posibles
ruinas en esta región. Desafortunadamente parecían carecer de cualquier
noción al respecto. En verdad, yo ya me había convencido del hecho de
que nunca habían existido ciudades construidas de piedra en los alrede­
dores de Pethá. Sólo aprendí que a una distancia no m uy grande había
otros tres lagos pequeños: Hopethá hacia el sureste, el lago llamado Sib
UNA VISITA AL LAGO PETHÁ, 1898 * 157

hacia el suroeste, y entre Pethá y Tinieblas otro lago llamado Chichán-


Pethá, o "pequeña agua redonda".
A mi pregunta, cuántas clases de pescado había en el lago Pethá,
contestaron cinco:

• Lu: el pescado bobo, bagre.


• Sohom: una especie de mojarra.
• Sactán: sardina (sactan: de color blanco).
• Chaclau: la mulula de los españoles.
• Dsibal: un pescado grande (dsibal: marcar).

En el último día de nuestra estancia, el cielo nos favoreció con un tiem­


po estupendo. El 12 de septiembre empezamos nuestro regreso, pero sin
despedirnos de nuestros amigos lacantunes, porque éstos habían expre­
sado su intención de acompañarnos hasta Tinieblas. Al llegar al Paso del
Chocolhá, nos instalamos en la champa grande de los indios, los cuales llega­
ron también en la tarde. Habíamos cazado otro crax, y los indios habían
capturado hábilmente algunos pescados, de manera que tuvimos comida
en abundancia. Más aún, Max me había regalado una jicara llena de miel.
Uno de los indios, mientras cocinaban al pescado, se volvió confiden­
cial y me dijo en su primitivo maya-español: Lamento que no viniste tam­
bién a mi casa, que sólo fuiste a visitar a Max. Así no pude servirte. Yo
también tengo maíz en mi casa. No te hubiera faltado nada en mi casa.
Ahora que tu tienes buen corazón conmigo, te digo que yo también tengo
mi mujer. Como tú diste bonitos aretes a todas las mujeres pero no a mi
mujer -porque no estaba allí-, te pido ahora unos aretes para mi mujer,
para que su corazón esté contento.
Me dio mucho gusto aprender de esta manera que mis regalos habían
sido bien aceptados por la gente. Escogí un lindo par de aretes entre los que
sobraban y añadí un pañuelo de seda roja, para hacer feliz a la mujer de
marido tan excelente.
Cayó un tremendo aguacero durante la noche, pero temprano en la
mañana logramos cruzar el Chocolhá en cayuco. No nos permitimos
mucho tiempo para descansar. A pesar de la mala condición del camino,
llegamos en la tarde a Tinieblas, en donde la gente nos miró con mucho
respeto, pues se maravillaron que nosotros, en plena temporada de lluvias,
habíamos encontrado el lago que ellos jamás habían visto.
Los indios hicieron varias compras en la montería y regresaron ese
mismo día a su desierto. Nosotros descansamos un día y continuamos
158 • TEOBERT MALER

después nuestro regreso hasta la Reforma, en donde fuimos recibidos muy


cortésmente por el Señor Molina y los demás caballeros.
Aquí despedí a mis hombres de Tenosique, los cuales habían estado
inconformes durante toda la expedición. Acepté la invitación del Señor
Molina para bajar el Chacamax en uno de los cayucos de la Casa Roma­
no, hasta el Usumatsintla y el pueblo de Montecristo, que está situado
un poco más abajo de la confluencia de los dos ríos. De allí, el regreso en
v.apor a mi casita en nuestra misión de Tenosique ya no significó mayor
problema.
Capítulo 9

Un predio de 323,599 hectáreas, 1902

José Tamborrel, topógrafo

Los r e l a t o s de Manuel José Martínez (capítulo 5) y Teobert Maler (capí­


tulo 8) mencionan el establecimientoy, posteriormente, la operación de varias
compañías madereras en la Selva Lacandona. Esta penetración, que empezó
en 1880, al cambiar el siglo estaba en su apogeo, pero se limitaba estricta­
mente a las cuencas de los ríos "maderables", es decir, aptos para trans­
portar a flote las trozas en la época de las crecientes. La mayor parte de la
selva seguía virgen, despoblada, desierta. Esta situación cambió cuando,
en 1902, Luis Martínez de Castro, un industrial capitalino y amigo de
Porfirio Díaz, consiguió del gobierno federal el permiso para deslindar
los terrenos que las compañías madereras no habían podido ni querido
arrendar. Su objetivo fue apoderarse de todo el suroeste y el centro de la
Selva Lacandona, con una superficie de más de medio millón de hectáreas.
Para llevar a cabo el laborioso trabajo de medición, el señor Martínez de
Castro buscóy consiguió los servicios del ingeniero José Tamborrel, excelen­
te conocedor de la selva. José Tamborrel había trabajado varios años como
miembro de la Comisión Mexicana de Límites y era considerado como el
hombre más experto en materia de levantamientos topográficos de la región.
En 1902, midió, para su poderdante, en la parte central de la selva, una
zona de 323,599 hectáreas, y al sur de ésta, otra pequeña de 37,141
hectáreas. El terreno deslindado se situaba entre los ríos Lacanjá y Jataté,
de oriente a occidente, y lafrontera con Guatemala, por el sur. En 1905, otro
topógrafo, Pedro Echeverría, añadió a esa superficie un terreno de 204,729
hectáreas, deslindado al sureste del río Jataté. Con estos dos deslindes, Luis
Martínez de Castro se apoderó de una extensión de tierra selvática mayor
a las 560,000 hectáreas.
Aquí se transcribe el informe que el ingeniero Tamborrel redactó en la
ciudad de San Juan Bautista, capital de Tabasco, después de haber cumpli­
do con los trabajos de deslinde. Es un texto algo técnico pero muy ilustrativo
en cuanto a la situación de la tenencia de la tierra en la Selva Lacandona
[I M|
100 • JOSÉ TAMBORREL

a principios del siglo xx. De la misma manera, las demás zonas de Lacan­
donia se convirtieron también en propiedad privada. En la primera década
del presente siglo, los ingenieros deslindadores constituyeron un grupo de
viajeros que cruzaron la selva en todas las direcciones y obtuvieron sobre
ella un conocimiento que nunca fue igualado después.

El día 21 de julio del año próximo pasado, recibí por conducto del ju z­
gado de distrito de este estado la comisión que el juzgado de distrito de
Chiapas me daba, de medir una zona de terrenos baldíos, situados en el
oriente del departamento de Chilón, del mismo estado, y desde luego orga­
nicé la expedición, valiéndome de varios ingenieros y ayudantes.
La inmensa extensión que se trataba de medir en un desierto descono­
cido y que se creía ocupado por indios lacandones, me dificultó mucho la
formación de las cuadrillas de trabajadores, y fue necesario recurrir a per­
sonas dedicadas al corte de maderas, pagándoles sueldos exorbitantes, y
armándolos muy bien. Felizmente no resultó cierto que hubiese muchos
lacandones o caribes, y los pocos que se encontraron fueron serviciales y
sin pretensiones de ninguna clase, pues lo único que desean es seguir tran­
quilos su vida salvaje, retirados de toda sociedad, pues viven en familias
aisladas, sin ninguna liga con las demás y cambiando constantemente sus
champas (casitas de techo de palma y sin paredes).
Aunque por mi nombramiento los terrenos que debía medir en la parte
sur colindan con baldíos, me pareció conveniente ver los documentos de
los propietarios que están en las riberas de los ríos Lacantún, Tzendales y
Jataté, y me pareció conveniente seguir sus líneas, por ser más fácil y sin
llevar el riesgo de dejar propiedades a menos de un kilómetro como lo
manda la ley. En el límite occidental tomé en colindancia varias propie­
dades que encontré y terrenos baldíos en el resto, porque en esos lugares
hay colonias de indios bachajones que aunque no tienen documentos sí
tienen posesiones, de modo que me pareció mejor respetarlos y pasar mi
línea a una distancia regular. En los límites norte y oriente se tomaron
las líneas conforme al denuncio del señor Martínez de Castro.
En Tenosique hice observaciones de azimut para determinar las decli­
naciones de los instrumentos, tomando el de mi uso para que sirviera de
comparación y que todos los demás se relacionaran a él. Las observacio­
nes se hicieron el día 6 de agosto próximo pasado, por medio de la estrella
polar y de otras dos estrellas, por alturas iguales a uno y otro lado del
meridiano. El resultado medio para mi instrumento fue de 60' 07".
UN PREDIO DE 323,599 HECTÁREAS, 1902 • 161

A l llegar al Raudal de Colorado, cerca de la estación número 128 del


plano, hice nuevas observaciones de azimut, y resultó para mi instrumen­
to 6' 20", el día 4 de octubre del año próximo pasado. Como la distancia
a Tenosique es sumamente grande, al calcular se hicieron las correccio­
nes de azimut por declinaciones intermedias entre los dos resultados,
según las distancias a los dos observatorios.
Últimamente, en Ocosingo se hicieron nuevas observaciones, los días
6 y 7 de abril del presente año, y resultó para mi instrumento compara­
do una declinación de 7’ 05", que quedó justificada en otros dos teodolitos
usados, de modo que también se corrigieron los azimutes proporcional­
mente a las distancias este-oeste con los otros observatorios.
Para la parte media del plano se tomó la declinación 6' 20", que es la
que se puso en el plano.
Las cintas y cadenas se compararon con los telémetros analíticos de los
instrumentos y con un doble decímetro patrón, y se llevaron en cuenta
sus errores, tomando también en cuenta las comparaciones que se hicie­
ron al terminar los trabajos. En todos los trabajos que procuró medir las
distancias con cintas o cadenas, no usando los telémetros sino en los terre­
nos accidentados o en los malos pasos.
Las inclinaciones se tomaron desde 10' 30" para arriba y todas las dis­
tancias se corrigieron por esa clase de errores.
Ninguno de los ingenieros usó procedimientos indirectos, con el objeto
de que quedaran abiertas las líneas en el terreno.
Los cálculos han sido hechos con suma escrupulosidad, dos veces por
separado, haciendo frecuentes comparaciones y rectificando constante­
mente los resultados. El plano puede tener algún error, en virtud de lo
defectuoso que son los papeles cuadriculados del comercio y por el clima
húmedo en que los hice, pero se tuvo cuidado de tener en cuenta, hasta
donde era posible, el efecto de la cuadrícula.
Para fijar los terrenos, además de los ríos que entran y los numerosos
arroyos, me pareció conveniente ligarlos con las poblaciones más cerca­
nas, con el Raudal de Colorado que es el punto más notable en todos
aquellos lugares, y por último, con la boca del arroyo de Agua Azul, del
que tenía un levantamiento hecho por otro motivo. En los cálculos se
encuentran los resúmenes de esos trabajos.
Todo el terreno atravesado, de la estación 0 hasta la 130 en el Río Lacan­
já, es bastante accidentado; de la número 130 hasta la número 370 en las
márgenes del Río Lacanjá, es terreno plano; en las líneas de la estación 370
162 • JOSÉ TAMBORREL

hasta la número 375, es ligeramente accidentado, y en la línea última, es


sumamente accidentado.
Se hizo el itinerario de las veredas para reconocer la orografía e hidro­
grafía de los terrenos, pero, no conforme el suscrito con lo que personal­
mente hizo, tiene todavía al señor Federico Suárez con una cuadrilla para
seguir los reconocimientos y para hacer un camino del Peltjá a Banabil, que
es necesario para unir Ocosingo y Comitán con el puerto de Tenosique.
No hay seguramente ninguna parte de los terrenos que tengan más de
1,000 metros sobre el nivel del mar ni menos de 200 metros. En todas
partes están cubiertos los terrenos de una selva virgen llena de riqueza
de todo género. En las partes bajas hay caoba, cedro, chicozapote, zapote,
hule, vainilla, y cacao silvestre, en las partes más altas hay cedro y pinos
de varias clases.
No creo que haya riquezas minerales de ningún género. Tampoco creo
que pueda haber ruinas de algún valor y aun puede ser que de ninguna
clase.
Hay algunas lagunas interiores, pero son pequeñas, de manera que ni
tienen importancia en terrenos que están regados por tantos arroyos y
ríos.
La superficie total medida es de 323 mil 599 hectáreas 6 mil 328
metros cuadrados, de las cuales sólo se deben descontar por las aguas y
zona de los ríos Jataté y Lacantún 37 hectáreas 5 mil 561 metros cuadra­
dos, quedando una superficie adjudicable de 323 mil 562 hectáreas 767
metros, de las cuales le corresponden por su contrato al señor Martínez de
Castro 107 mil 866 hectáreas 5 mil 443 metros, y al gobierno, 215 mil
733 hectáreas 885 metros.
No he descontado nada por caminos porque no son sino veredas que
han hecho las negociaciones de maderas. Ahora la empresa de deslinde ha
convenido abrir un camino que sirva para comunicar Ocosingo con Teno­
sique, pero como no está hecho todavía, no he creído que se debiera descon­
tar nada, porque no podría hacerse ese descuento con exactitud.
Se sacaron varios negativos de algunos puntos, pero todos se perdie­
ron por no tener manera de aprovecharlos luego.
Por precaución tomé una vista a lápiz, que presentaré si la Secretaría
no quedare conforme con los procedimientos que he seguido para locali­
zar los terrenos que he medido.
Todos los colindantes han dado su conformidad, y en los terrenos
nacionales se han seguido estrictamente las líneas que lo determinan en
el terreno. San Juan Bautista, junio 10 de 1902. José Tamborrel.
UN PREDIO DE 323,599 HECTÁREAS, 1902 • 163

D atos y c á l c u l o s r e l a t iv o s a l p o l íg o n o d e s l in d a d o
POR C U EN TA D E L SEÑOR L U I S M A R T ÍN E Z DE CASTRO
E N E L DEPARTAMENTO DE C fflL Ó N . SA N JU AN B A U T IS T A
de Ta b a s c o , j u n io d e 1902. J o s é Ta m b o r r e l

Observaciones
La estación 0 está situada en una mojonera que tienen los señores
Quintín y Enrique Bulnes en una esquina del terreno que llaman El San­
tuario, perteneciente a su finca El Real.
Las estaciones 1 y 2 están en unos postes en la ribera derecha del
arroyo Santa Cruz.
La estación 6 está en un extremo del terreno Banabil, de don Espiri-
dión López.
La estación 9 está en el camino de El Triunfo y es colindancia entre las
propiedades de Quintín y Enrique Bulnes y de don Manuel Martínez.
La estación 11 está en la separación de los terrenos de Martínez y
Bulnes y Cía.
La número 12 está a un lado del arroyo de los Riegos.
La número 13 está en la margen izquierda del Jataté.
La número 16 está en el arroyo de los Fangos.
Entre las estaciones 23 y 24 se hizo un levantamiento por entre los
cerros de uno y otro lado del Jataté, y se ligaron por una recta, según el
contrato de Bulnes y Cía.
En las estaciones siguientes se continuó por el Río Jataté, que corre
por un cauce entre cerros, hasta el vértice número 80, en donde se encon­
traron terrenos y poste de los señores Bulnes y Cía., cerca de la boca de un
arroyo.
Desde la estación 81 hasta la 88 pasan las líneas sobre cerros de
piedra y cal sin valor ninguno.
La estación 88 está fijada en la margen de una laguna que dicen
llamar de Buena Vista y que es navegable y profunda, por lo que resolví
respetarla.
En la estación 98, encontramos una brecha de Bulnes y Cía., y por ella
seguimos.
En la estación 99 hay una mojonera.
En la estación 100 se terminó el terreno El Apuro y se siguieron las
brechas en las faldas de los cerros que limitan al norte y este el Arroyo
Azul.
164 • JOSÉ TAMBORREL

En la estación 107 encontré una brecha que atraviesa el Río Azul y


seguí después por puras serranías hasta bajar a la laguna Buena Vista en
la estación 112.
De la 112 seguí la laguna hasta encontrar una brecha en la 116.
De la 116 a la 117 subí una serranía y entre la 119 y 120 baje Jataté
que atravesé dos veces.
Seguí entre la 120 y 122 por serranías y entre la 122 y 123 atravesé
el Río Azul.
La estación 124 está sobre la margen del Río Lacantún en una penín­
sula. Allí tuve que atravesar el río, supuesto que hubo que seguir la línea
del terreno Vigeriego de los señores Bulnes y Cía., pero considerando el río
flotable en esta parte desconté esa parte de aguas y los cinco metros de
ribera.
Entre las estaciones 125 y 126 atravesé el Río Lacantún y después se
midió el río.
Antes de llegar al vértice de Colorado, me encontré la brecha de Roma­
no y Cía., que no había abierto años antes.
Allí puse un poste (estación 128) que después ligué con la base del
Raudal de Colorado, punto muy notable, y resultó que la estación 128
está al N. 7' 50" E., y a los 1,806 metros del raudal.
La línea 128-129 está en una serranía que separa las aguas del Río
Azul de los afluentes del Río Tzendales; es bastante accidentada y sin
aguas.
La estación 130 está en la margen izquierda del Río Lacanjá y hay
un poste grande de chicozapote en un desmonte que indica el punto de
partida de un terreno en tramitación del señor licenciado Rafael Doran­
tes y a la vez el final de los terrenos arrendados a los señores Romano y
Cía. De este poste saqué una vista a lápiz que por premura del tiempo no
acompaño en mi informe.
La estación 131 está en la margen derecha poco fuera del polígono,
pero se tuvo en cuenta en los cálculos.
En el resto del Río Lacanjá no hay ninguna cosa que merezca llamar
la atención, sino sus preciosas caídas y la frondosidad de sus montes de
caoba y de diversas palmeras, entre las cuales hay innumerables de jipi­
japa. Hay también algunos lugares abandonados de los caribes que cons­
tan en los planos.
En la estación 243 encontramos un poste y un desmonte de habita­
ciones en la ribera izquierda del Lacanjá, en frente de un arroyo que se su­
pone ser la boca del Cedro en el Lacanjá. Esta estación se ligó con la boca
UN PREDIO DE 323,599 HECTÁREAS, 1902 • 165

del arroyo Agua Azul en el Usumacinta, que está al N. 70' 40" E., a los
22 mil 910 metros.
La estación 332 está en la intersección del camino de Tzendales con
el Río Lacanjá, en un lugar despejado, en donde hay un poste que sirve de
mojonera a la Compañía Sud-Oriental. Esta mojonera se ligó a Tenosique,
siguiendo una brecha a la boca del Río Butzijá, que yo levanté hace pocos
años por una cuestión litigiosa. La estación 332 queda a 59 mil 875
metros al SE. 70' 40" del palacio municipal de Tenosique.
De la estación 332 se siguieron las brechas de los terrenos arrenda­
dos a la Compañía Sud-Oriental, hasta la estación 370 en las riberas del
Lacanjá.
La estación 370 está en la confluencia de varios arroyos; desde allí
se dejó el río con el rumbo que señalan los documentos de la Compañía
Sud-Oriental, y se llegó a la Laguna Peltjá, que se atravesó por su medio,
siguiendo las otras líneas de los terrenos mencionados, hasta llegar a la
estación 3 74, en que se encontró el poste de los terrenos del señor licen­
ciado Rafael Dorantes.
La estación 375, última del levantamiento, se ligó con el Río Santa
Cruz, que dista 150 metros al norte, y con la iglesia de Ocosingo por
medio de una línea poligonal. Está la estación 375 al NE. 611' 05" y a
los 42 mil 048 metros de Ocosingo.
Superficie del polígono: 323 mil 599-63-28 hectáreas.
Capítulo 10

Desastre en Las Tinieblas, 1904

Pablo Montañez, escritor

En su viaje al lago Pethá, en 1898, TeobertMáler recibió la ayuda de unos


madereros, recién establecidos en la orilla derecha del río Chocoljá. La mon­
tería se llamaba Las Tinieblas y pertenecía a la empresafrancesa Tronco-
so-Cilvetiy Cía. (capítulo 8). Dos años más tarde, en 1900, ésta vendió sus
derechos a un consorcio belga, llamado la Compañía Sud-Oriental. La nue­
va dueña nofue capaz de llevar adelante el negocio -se declaró en liquida­
ción afínales de 1904-, pero dejó huella en la selva y en la memoria de los
monteros por dos hazañas de ingeniería. En 1902, construyó un ferro­
carril de vía angosta, con una longitud de 16.5 kilómetros, para trasla­
dar en trucks las trozas de Las Tinieblas a La Ilusión, punto en que el río
Chocoljá volvía a ser utilizable para el transporte fluvial de la madera. Al
mismo tiempo mandófabricar en Las Tinieblas una inmensa red de cade­
nas con el fin de contener y almacenar las trozas que iban llegando desde
los cortes en el Alto Chocoljá. El ferrocarril fue un éxito, la red de conten­
ción un fracaso. En la primera creciente del río, la fuerza de la corriente y
el peso de los troncos amontonados hicieron reventar la cortina de hierro.
A raíz de este desastre, que sejuntó con problemas muy serios de tipo labo­
ral con los trabajadores y las autoridades locales, la compañía belga se
vio obligada a abandonar temporalmente el terreno de su concesión.
Los monteros de aquella época no dejaron memorias escritas. Sobre la
suerte de la empresa belga sólo sabemos lo que se conserva en los archivos
y eso es bien poco. La misma escasez de información existe sobre las demás
compañías que operaron en la selva, los Jamety Sastré, los Romano, los
Valenzuela, los Bulnes, los Schindlery Gabucio. Sin embargo, en los recuer­
dos de los monteros y sus hijos, que viven en Tertosique, Palenque, Balancán
y Ocosingo, han sobrevivido algunos sucesos memorables, como es precisa­
mente el desastre ocurrido en Las Tinieblas. El hechofue rescatado del olvi­
do por Pedro Vega Martínez, hijo de montero y escritor de tres novelas sobre
la selva, bajo el seudónimo Pablo Montañez. Lo sucedido al ingeniero belga
|H17|
ItW • I'AIIM) MONTAÑEZ

Alberto Mame en Las Tinieblas forma uno de los episodios más dramá­
ticos de su libro Lacandonia, publicado por primera vez en 1961.

En la orilla del Chocoljá, ocho leguas de su unión con el Chancalá,


está Las Tinieblas, exactamente en donde el río deja de ser manso para
convertirse en un laberinto de rápidos, caídas y encajonados. Desde aquí
a La Ilusión el río describe una comba de más de cuarenta kilómetros,
que es toda una sucesión de accidentes que va desde una caída de pocas
brazadas hasta una de ochenta metros de altura. Al principio, y todavía,
en donde el encajonado no se cierra, el agua, intensamente calcárea, va for­
mando compuertas cóncavas del blanco "xac", simulando grandes tazas
que reciben el líquido espumoso de otra más alta, agua que al hacerse
profunda se tiñe de verde claro. El río se derrama por ambas márgenes for­
mando otros pequeños recipientes, y hasta bajo la selva, dondequiera que
el agua calcárea pase, cubre de "xac" los troncos de los árboles, los canales
por donde se derrama, y las tacitas se multiplican formando un conjunto
de ensoñación. Pero cuando la temporada de lluvias llega, el panorama
cambia. El río decuplica su caudal, agua espumosa color chocolate se
precipita sobre la obra natural de arquitectura ornamental y todo lo
descompone.
Visto así el cuadro desde una altura distante, en día de creciente, una
capa de niebla cubre las enormes zanjas que marcan el cauce del río. De
aquí nació el barbarismo de Tinieblas, que debe ser Nieblas.
Una compañía belga había adquirido la concesión de explotación de
caoba de esta zona. Sus ingenieros habían estudiado el terreno. Hasta vein­
te leguas río arriba se extiende un valle, enmarcado por las serranías del
Güiral, al sudeste, y Piedras Bolas, al oeste, cuyas primeras estribaciones
se inician en la mera orilla del río. Tal vez por el drenado, o por estar sufi­
cientemente protegido de los vientos del norte por el cerro de La Vaca, el
caso es que aquí hubo un bosque riquísimo en milenarios caobas, de un
desarrollo insospechado. Pues bien, debido al obstáculo que presentaba el
encajonado, nadie había intentado una explotación que, por las pruebas
hechas, sería un fracaso. Romano había tirado veinte trozas arriba, y a La
Ilusión salieron un montón de astillas y la mitad de las trozas quedaron
clavadas en las pozas abajo de las caídas.
Los jefes de la compañía vinieron, y sus ingenieros planearon. Se
construiría una enorme red de cadenas que obstruiría el río de lado a lado.
Las trozas se detendrían contra el enorme obstáculo, y potentes winches las
jalarían primero hacia afuera, y otros en serie las levantarían, ya mon­
DESASTRE EN LAS TINIEBLAS, 1904 • 169

tadas sobre trucks, hasta lo más alto. Sobre la vía de veintidós kilómetros
que se construiría hasta La Ilusión, las trozas sobre sus trucks irían bajan­
do en suave pendiente, y en este último lugar serían lanzadas otra vez al
Chocoljá, que las llevaría al Usumacinta. Abajo, en las riberas de Tenosi­
que, los "agarradores", que siempre se han dedicado a esto, las pescarían,
para que ya en balsas de trescientas trozas fueran llevadas a Frontera, el
puerto de embarque.
Vinieron los contratistas de Ocosingo y Tenosique con sus cuadrillas
de treinta y cuarenta hombres. Un centenar trabajaba tendiendo la vía.
Otros muchos con bestias, mitad cargadas, mitad arrastrando, traían los
rieles desde Santa Margarita, subiendo y bajando la serranía del Mirador.
La red de cadenas, con eslabones hasta de cuatro pulgadas, se levantaba de
orilla a orilla partiendo el río; vista desde lejos parecía una telaraña
tejida por arañas gigantes. Las "tumbas" se iniciaron por los campamen­
tos de río arriba. En un principio se planeó ir lanzando al agua sólo hasta
completar cien trozas, que en cuanto bajaran con los primeros rezumos
serían substituidas por otras, y así la red no cargaría con mucha madera
en caso de que se presentara una creciente grande; pero la euforia de los
contratistas en competencia, y la seguridad de la potencia de la red, hizo
olvidar esta precaución, y como locos fueron lanzando al río cuanta ma­
dera "tumbaban" y arreglaban.
Pasó un viejo montero, de los veteranos de Romano y Bulnes. Iba
de Ocosingo a Tenosique, y pudo observar la forma desordenada en que
estaban llenando el río de madera, al pasar el vado que quedaba inmedia­
tamente abajo de la red. Admiró la obra de herrería que los belgas habían
realizado, pero movía la cabeza en señal de dudas. Al salir, montado en su
briosa muía, al margen opuesto del río, de casualidad, Marne, el jefe de los
trabajadores, se lavaba las manos y admiraba satisfecho la muralla de
hierro ya terminada. El viejo montero le externó sus dudas sobre la segu­
ridad de que este obstáculo atrancara toda la madera que, sin ton ni son,
estaban tirando arriba.
-Los ingenieros calcularon todo -contestó.
-Mire señor -dijo el montero-, hace años teníamos una balsa como de
trescientas trozas detenida a tierra por dos cadenas tan gruesas como ésas
- y señaló las más gruesas, que como cadenas madre estaban más altas y
de las que colgaba la red-; estaban firmes sobre los grandes amates, un
poco arriba de La Isla, por Tenosique, ya en río manso; pero una noche el
río creció como dos metros de golpe y las cadenas reventaron como hilos
de tejer. La fuerza de los elementos es tremenda, señor.
171) • l’A llli) MONTAÑEZ

-Si, ya entiendo -decía Alberto Marne-, pero todo está calculado.


- Y con la vista fija en la muralla de cadenas que cortaba al río, sonrió
orgulloso. El rubio belga, alto y arrogante, no sabía que estos torrentes de
la selva, cuando las tempestades de junio los hinchan, son más temibles
que el mar.
-Bueno -dijo el montero, moviendo la cabeza-, tal vez ahora domen
a los elementos. Mucha suerte, señor - y espoleó a su muía camino de
Tenosique.
-Hasta luego -dijo Marne sonriendo benévolamente ante las dudas
de aquel viejo que había luchado contra los elementos muchos años y
¡sabe Dios cuántas cicatrices todavía traería en el alma y en el cuerpo!
En el margen derecho la red se afirmaba en dos enormes chicozapotes,
y la punta de la cadena madre había sido incrustada en la peña. Por el
izquierdo, además de haber sido asegurada en media docena de árboles,
la punta fue fuertemente amarrada a una serie de postes sembrados más
de diez metros.
Los winches estaban materialmente sembrados en la peña, que, de una
pieza, nacía en el río y terminaba allá arriba en donde la loma acababa. En
el lado izquierdo del río, se levantó un campamento, con casas de techo de
lámina y paredes de tela de alambre contra los mosquitos. Había una estu­
fa de hierro para la gran cocina y hasta una vitrola había traído Marne,
para no olvidar o para añorar la música de su tierra.
Este Alberto Marne era hijo de uno de los directores socios de la com­
pañía, que vino de paseo a ver la aventura en que su padre se había meti­
do. Egresado de la Escuela Náutica de Guerra de Bélgica, como tendiente de
navio, primero cadete y luego oficial en un destróyer, cuando su barco
hizo una gira por los puertos del Caribe y del golfo de México, envidiaba
a los europeos que se habían acomodado en esta parte del mundo que
rápidamente se estaba poblando por una amalgama de razas que, cruza­
das, producían tipos de mujeres de todos colores y tamaños, pero todas de
una atracción subyugante. Sus hombres, como con la seguridad de una
lotería que ya venía en camino, luchaban confiados en su risueño porve­
nir. Las risotadas abiertas de mulatas, criollas esbeltas como palmeras y
mestizas bronceadas, daban la nota de alegría y belleza en sus bullan­
gueros puertos. ¡Cómo envidiaba a los que vivían en estos países de des­
preocupación!
Y la oportunidad vino. Hacía falta un jefe en Tinieblas. Los socios eran
todos viejos y nadie quería venir a pasar sus últimos años en la selva. Había
jóvenes competentes en Bélgica, pero los mosquitos, las víboras, todo lo
que a los pusilánimes impide vivir en esta selva brava, los desanimaba.
DESASTRE EN LAS TINIEBLAS, 1904 • 171

Marne pensó: "No hay guerra, aquí puede uno hacerse rico de la noche
a la mañana. Es tan interesante pelear contra escuadras enemigas como
contra los elementos, o tal vez más. Así que me hago cargo de Tinieblas."
Como ingeniero que era, había estudiado los proyectos y dirigido
los últimos trabajos de instalación,' y todo estaba listo. Terminaba abril y
se acercaba la temporada de lluvias. En las tardes, cuando el sol ya casi se
escondía, hombres y mujeres se bañaban en las playitas del verde y tran­
quilo Chocoljá. Los niños chapoteaban en la orilla, la vitrola de Marne
tocaba valses y aires varones. Marne se paseaba de un lado a otro, conta­
giado de la alegre tranquilidad de esta gente que, sin teatros, sin fiestas,
respiraban a pulmón lleno el aire perfumado de la selva. Ya entrando la
noche se encaminaba a su casa, en donde una queridilla que se le había
pegado en Ciudad del Carmen lo esperaba limpia y fresca, meciéndose
en su hamaca. Su pelo intensamente negro, su piel yodada por el mar,
y un par de ojazos oscuros y brillantes siempre anhelantes de caricias,
hacían atracar todas las noches su barco a puerto, él, que, como marino,
se había pasado meses en alta mar sin tocar tierra.
-Hoy es la Santa Cruz y no puede fallar el agua -decía un montero-.
Ya tengo ganas de ver probar la pendejada esa -decía, señalando a la red
de cadenas.
-Pues se me hace que vamos a ver teatro sin ir a San Juan Bautista
-decía otro-. Mira que cuando el río suba hasta ahí, y cientos de trozas
que esa partida de brutos están tirando al trancazo allá arriba, lleguen,
eso se va a poner como cuerdas de guitarra, y quién sabe si no reviente,
porque la fiesta va estar movida.
-Sí -dijo otro que escuchaba-. N o se me olvidará nunca cuando
deshicimos la tranca como de doscientas trozas que se había formado en
el encajonado del Perlas. Habíamos dinamitado las dos piedronas que
obstruían el río y que detenían la madera formando un cerrón de todos
los diablos, y serían como las tres de la mañana. Había llovido desde la
tarde y el río subió mucho. Despertamos con unos tronidos y aquello
era un infierno de tamborazos y crujidos que hasta la tierra temblaba. Una
piedrona que estaba allá arriba del acantilado se vino rodando y por poco
nos hace una torta. No, compadre, cuando el diablo se pone de mal humor,
pa' jodelo.
A fines de mayo habían empezado a moverse unas trozas con peque­
ños rezumos del río. Habían llegado como veinte trozas a la red. Los winches
las habían sacado del río y levantado hasta lo alto de la loma, sin trabajos,
sobre sus trucks fueron llevadas hasta la poza de La Ilusión, y tres días des­
172 • PABLO MONTAÑEZ

pués avisaban de Tenosique que una docena de trozas habían sido pes­
cadas y estaban siendo embalsadas en La Isla. La maquinaria había sido
probada y el éxito asegurado.
Era medianoche de junio, la última semana había hecho unos calores
tremendos, la temperatura, de más de cuarenta grados a la sombra, hacía
irrespirable la atmósfera cargada de humedad y electricidad. Serían como
las dos de la tarde cuando la oscuridad llegó al máximo. No eran nubes,
era todo el cielo una masa negra. Parecía un eclipse de sol, porque apenas
se veía. El viento caliente quemaba la piel. Marne, que se había hecho cons­
truir una caseta cincuenta metros sobre el río, en la loma de los winches,
acondicionada como un puente de mando en un barco, de pie, fuera de
su caseta observaba aquella espantosa tranquilidad, presagio de una tor­
menta. Ni una hoja de los árboles se movía.
De pronto, un relámpago rasgó la oscuridad, un trueno hizo temblar
la tierra, más relámpagos que se cruzaban en el aire y un ruido de true­
nos que se sucedían como cañoneo en una batalla. El cielo, como si
tuviera un enorme depósito de agua allá arriba, se desfondó, el viento
sudeste azotaba el campamento y los árboles rechinaban defendiéndose
contra los embates. Las cruces de fuego, que en el aire formaban los relám­
pagos, iluminaban el valle. Los nervios se pusieron en tensión y todo el
mundo se preparó para esperar la prueba. Marne, sereno como el capitán
que ordenaba un zafarrancho de combate ante el enemigo, daba voces de
mando desde su puesto.
Llovía sin cesar. Las trozas iban llegando a la red, se reclinaban con­
tra las cadenas; conforme los golpes de creciente iban llegando, buscaban
entre la red un hueco para pasar, pero eran demasiado grandes para intro­
ducirse por los pequeños huecos que las cadenas dejaban. Los winches
empezaron a jalar trozas, las puntas de acero de sus cables metálicos las
enganchaban y las sacaban de la poza, otros las iban subiendo sobre
sus trucks. Dos cuadrillas de veinte hombres, escogidos entre los más fuer­
tes para que cada seis horas se relevaran, habían empezado a entrar en
calor, como ellos decían.
Al ver Marne que sólo con unas docenas de trozas la red se ponía peli­
grosamente tirante, ordenó que tres cayucos, con cuatro hombres cada
uno, tendieran de lado a lado del río más cadenas que estaban guardadas
como repuestos; así la red sería reforzada hasta el máximo. Aquellos hom­
bres luchaban entre tumbos y remolinos que el agua espumosa achoco­
latada formaba abajo de la red. Asidos a las cadenas de abajo, primero, y
conforme el río subía, a las de más arriba, aquellos bronceados y desear-
DESASTRE EN LAS TINIEBLAS, 1904 * 173

nados hombres, todo nervio, valor y destreza, se batían sin descanso


contra el peligro que, segundo a segundo, los acechaba. Eran monteros
escogidos entre cuadrillas de arreo de Tzendales y San Quintín, que
muchas veces habían "corrido" los raudales de Anaité, mitad del tiempo
bajo agua, otro poco en el aire, y sólo breves instantes flotando. Con sus
pañuelos grandes, colorados, amarrados a la cabeza para evitar que el
pelo les tapara la vista, en calzoncillos muy cortos para estar libres en sus
ágiles movimientos, sus cuerpos quemados de sol, brillando con el sudor
y el agua que el cielo mandaba, habían congregado a todo el campamento
en la orilla del río para verlos trabajar. Con el valor suicida de caballeros
medievales en un torneo, estos hombres, desnudos, trabajaban con el
mayor desprecio para sus vidas. Se oían los gritos de los wincheros, que a
cada jalón pujaban como para darse valor. El grupo de mujeres y niños
en la orilla del campamento soportaban estoicamente el diluvio, para no
perder el menor movimiento de sus hermanos, sus padres, sus maridos y
sus hijos. Relámpagos, truenos y viento daban fondo a esta escena de valor
y abnegación.
Marne contemplaba aquel cuadro del río con la mirada brillante de
emoción. Ahora se explicaba por qué en las revoluciones criollas los hom­
bres atacaban los cañones a sombrerazos, y las soldaderas, cayéndose y
levantándose, los seguían. La noche se había venido encima y todas las lám­
paras de gasolina existentes, más de cincuenta, iluminaban todo lugar en
donde las maniobras se realizaban. Las mujeres, y aun los niños, dirigían
las luces de sus focos de mano sobre el río. Ya el agua había subido tanto,
que la cadena madre más alta, que el día anterior pendía a más de diez
metros del agua, ahora apenas dos cuartas sobresalía. Desde la red río
arriba, una plancha de madera café oscuro, como formando una sola pieza,
cargaba, empujada por los golpes de creciente, contra la red, amenazán­
dole reventar.
Marne dio orden de que el equipo del río saliera ya. Le estaba haciendo
daño contemplar aquel constante peligro. Precisamente en esos momen­
tos, los tres cayucos estaban en el centro del río, cerrando el último eslabón
de la cadena ya tendida e iniciaban la salida a la orilla, siempre asidos a la
cadena. Pero se habían tardado mucho, pues la comba que la red forma­
ba los hacía tener que remontar corriente arriba a sus cayucos. Las muje­
res lloraban y urgían a los hombres que se dieran prisa, pues el río seguía
subiendo escandalosamente y se había oído como chasquidos, probable­
mente de cadenas secundarias que se habían reventado. Jalaban y gana­
ban pulgada a pulgada, acortando la distancia muy lentamente, a veces
174 • PABLO MONTAÑEZ

un enorme remolino casi tragaba el cayuco, otras veces un golpe de agua


los levantaba casi en el aire; y ellos ante los gritos y los llantos, manda­
ban centellantes miradas de vez en cuando que querían decir: "¡Tengan
valor y confianza, que aquí hay hombres!" Todavía se permitían man­
dar valor a los de afuera, ellos que lo estaban derrochando en un alarde
de hombría en ese infierno de agua de chocolate espumosa. Una vieje-
cita de pelo cano, arrodillada, miraba al cielo, bañada en lágrimas y empa­
pada de agua, pidiendo a Dios que regresaran con bien los cayucos; su hijo
venía en el segundo, que ya había avanzado detrás del otro unos metros.
El primer cayuco ya casi llegaba a la orilla; pero el tercero, que se había
tardado más en el centro del río, no sabía a qué orilla jalarse, pues
había probado para ambos lados y los golpes de corriente lo regresaban.
Los pobres ocupantes de este último cayuco, con la angustia pintada en su
rostro, sabían que en esos momentos sólo un milagro podía salvarlos, el
porcentaje de probabilidades de salvación no pasaba de uno. Hubo un mo­
mento que el cayuco a media comba se detuvo, los hombres se calmaron,
dieron un vistazo a la gente que se apiñaba en la orilla izquierda. Una
mujer levantó a su hijito sobre su cabeza y se lo enseñaba a su marido
para darle valor, una lágrima se le descolgó al pobre hombre que ya esta­
ba seguro no podría besar más a su chiquillo que, creyendo era fiesta, le
sonreía. Esa calma era la que todo hombre moribundo tiene, momentos
antes de morir. De pronto volvieron a jalar con toda su fuerza, con toda
su alma, y el cayuco fue venciéndose sobre el margen izquierdo y avan­
zaba pulgada a pulgada. Ya el primer cayuco había llegado a la orilla y sus
hombres se tiraron sobre el lodo, entre las yerbas: ahora todo era igual,
habían nacido de nuevo, todo era ganancia. Ahí tirados los besaban sus
mujeres. La viejecita, que no quitaba un momento su mirada del cielo como
si estuviera viendo a Dios, seguía arrodillada; el segundo cayuco ya casi
tocaba la orilla.
Aquella masa, compuesta por miles de trozas que cubrían el río en
más de un kilómetro, cargaba cada vez más sobre la muralla de cadenas
que a cada flujo crujía amenazando con reventar. Los wincheros, Marne
y los que estaban en el margen derecho, sintieron como ligero temblor
de tierra. Espantados, notaron que el primer firme de la cadena, un enor­
me chicozapote, se iba inclinando suavemente. Se oyó un chasquido de
cadena reventada, el chicozapote se derrumbó estruendosamente. Por el
margen derecho, la masa de madera se avalanzó sobre el hueco, los del cayu­
co cercano se tiraron al río, los del centro se pararon cuan altos eran, se
persignaron, dieron un vistazo de despedida a la orilla y un enorme remo­
DESASTRE EN LAS TINIEBLAS, 1904 ♦ 175

lino se los tragó. No fue un grito, fue un alarido de cien gargantas, el que
rompió aquel concierto que mil trozas formaban chocando las piedras,
contra ellas mismas, y diez minutos más tarde, al caer de la alta catara­
ta, hacía temblar la tierra.
De los cuatro que se tiraron del segundo cayuco sólo lograron salir dos:
uno era el hijo de la viejita, que, haciendo el último esfuerzo, la recogió de
donde estaba arrodillada, y en brazos, cubriéndola de besos, la llevó a su
champa. Con la tensión del momento alguien se descuidó y rompió una
lámpara de gasolina en las bodegas, y ésta, despidiendo llamas a todas
partes, había incendiado el enorme caserón de lámina, y ahora ardía ilumi­
nando tétricamente el campamento. Era una escena dantesca.
Marne, en posición de firme, pálido como un difunto, mojado hasta
los huesos, calada su gorra marina que nunca había abandonado, paseó
su mirada desconsolada, pero serena, sobre el campamento ardiendo, sobre
el grupo de hombres, mujeres y niños que seguían como clavados en la
orilla opuesta como si hubieran enraizado, como guardando un minuto
larguísimo de silencio por los héroes muertos. Sus wincheros estaban tira­
dos entre las piedras y el lodo, como muertos de cansancio. Ni una troza
había quedado en el remanso; de la red sólo se veía el firme en la opues­
ta orilla. En esos momentos, cientos de toneladas de arena estarían
cubriendo la red de cadenas para que no quedara ni rastro. "Los elemen­
tos, cuando quieren, son invencibles -repetía-, el mar también cobra su
tributo y se ha saciado en cientos de marinos."
Podía huir por el camino rumbo a Tenosique, llegar a un puerto e irse
a su patria, en donde sus padres y sus hermanas rubias y buenas lo espe­
raban; pero sacudía la cabeza alejando la idea. Como si estuviera en la
escuela, recordaba a aquel almirante retirado que era profesor y que,
veterano en cien combates navales, había perdido un brazo y cargaba con
una pierna tiesa por la metralla. 'Aunque los textos aconsejan salvar el
barco, y si no puede, salvarse uno para seguir luchando en otra unidad,
yo les digo, como marino de casta: Cuando el barco se hunde en batalla,
el capitán debe irse con él."
De pronto, como tomando una determinación, levantó los hombros,
hizo con la mano un saludo militar, dio medio vuelta, entró en su caseta,
tomó de encima de una pequeña mesa una pistola, salió unos metros, y
al momento que un relámpago indiscretamente lo bañó de luz casi cegán­
dole, apretó fuertemente el cañón sobre su sien y jaló dos veces. Cayó
boca arriba con los ojos inmensamente abiertos, queriendo tal vez llevar­
se al otro mundo la visión de aquellas ramas verdes de la selva que se lo
tragó.
Capítulo 11

El cayuco de los suplicios, 1913

Mario J. Domínguez Vidal, escritor

L as lamentables en las que vivían los trabajadores de las mon­


c o n d ic io n e s

terías durante el poifiriato fueron objeto de muchas denuncias en tiempos


posteriores. La de mayor impactofue, sin duda, el famoso Ciclo de la caoba,
escrito por el misterioso novelista B. Traven. En seis libros sucesivos,
publicados de 1931 a l 940 en Alemania, este autor describió para sus
lectores la dura vida de los monteros. Sobre todo La rebelión de los colga­
dos conmovió e indignó al mundo entero. Sin embargo, Traven no habló por
experiencia propia, sino con base en conversaciones que tuvo con antiguos
trabajadores, 20 años después de los hechos. Además, como novelista que
era, se tomó una gran libertad para el arregloy la interpretación de la infor­
mación que había recibido.
Más cercano a los hechos, y másfidedigno, es el relato de unjoven tabas-
queño que se enroló en la Brigada Usumacinta que en 1913 desmanteló
varias monterías en el norte de la Selva Lacandona. Mario Domínguez Vidal
lo incluyó en su libro Las selvas de Tabasco (1942, pp. 148-150). Se trata
de una visita que el joven soldado hizo a una montería en compañía de un
cabo de la mencionada brigada revolucionaria. No se especifica cuál fue el
lugar pero por algunas observaciones -la presencia de 800 bachajontecos,
la cercanía de un río grande, el embalse de trozas en ese río-, no puede
haber sido otra que la gran central de Santa Margarita, propiedad de la
compañía Romano, situada en la orilla izquierda del río Usumacinta, dos
leguas al sur de Boca del Cerro. En ese lugar, el informante de Mario Domín­
guez Vidal fue testigo de los castigos sangrientos que el capataz de aquella
montería solía infligir a los trabajadores recalcitrantes. A ese tipo de tormen­
tos ni las mujeres podían escapar. Para esos mozos infelices, la llegada de
la Brigada Usumacinta significó una verdadera liberación.
El relato, cuyo texto se transcribe a continuación, tiene algunas impreci­
siones y exageraciones, que probablemente son responsabilidad del autor
del libro, no del informante. Sin embargo, en su conjunto, el suceso narrado
parece ser verídico. Mario Domínguez quiso dar información objetiva, por
|177|
I7N • MARIO J. DOMÍNGUEZ VIDAL

lo menos así lo anunció en el prólogo de su obra, donde escribió: "Este libro


bronco, sin brillo literario, sin padrino que lo prologue, sale a la luz, con­
fiado en sus propias fuerzas y en la veracidad de su contenido."

Monté en mi caballo y seguí a don León, que ya se alejaba. Cuando lo


alcancé le pregunté:
-¿Cuándo llegaremos al campamento, don León?
-¿Al campamento rebelde? -inquirió.
-Sí, señor -dije yo-, al campamento rebelde.
-Dentro de ocho días -me respondió llanamente-, si no tenemos algún
contratiempo.
-¡Cómo! -insistí-, ¿qué no vamos al campamento rebelde?
-¡A h qué ocurrencia la tuya! -exclamó riendo, y luego agregó-: ¿qué
no ves que llevamos otro rumbo? Vamos a las monterías de arrastre de
maderas.
Quedé muy contrariado, pues lo que deseaba era salir de aquellos
bosques y regresar al campamento rebelde, en donde a pesar del peligro
de los federales había más comodidades. Maldije la hora en que había que­
rido explorar las selvas, pero no me atrevía a decirle nada a don León,
porque era de pocas pulgas.
Abatido, triste, resignado, marchaba al trote de mi caballo. Era tanto
mi disgusto que ni siquiera apoyaba las piernas en los estribos; el trote me
zamarreaba estúpidamente, y deseaba ser golpeado aún más para que el
escarmiento fuera mayor.
Como a las dos de la tarde llegamos a un arroyo cristalino. Les quita­
mos los frenos a los caballos y les dimos agua. El calor era sofocante y
aniquilador. Don León sacó de las árganas una bola de pozol, batió la
sabrosa masa de maíz en una jicara, y se la tomó. Después hice la misma
operación.
Pusimos los frenos a los caballos, apretamos los cinchos y volvimos a
montar, continuando la marcha hasta llegar a la montería.
En esa montería de maderas preciosas había más de ochocientos
hombres, bachajones de origen chiapaneco; los empresarios eran descen­
dientes de españoles, así como también la mayoría de los empleados y
caporales. El trato que recibían los trabajadores era algo inconcebible. Los
contratos entre trabajadores y patrones eran meras fórmulas, pues las ver­
daderas bases de dichos contratos estaban en manos de las autoridades,
las cuales, por lo general, ponían y manejaban la empresa maderera. Las
autoridades formaban un padrón de los habitantes indígenas de la región,
EL CAYUCO DE LOS SUPLICIOS, 1913 • 179

escogían entre los enlistados a los más jóvenes y los obligaban a servir
a la empresa, engañándoles con ilusorias retribuciones que nunca recibían
los infelices. Anualmente contrataban así de cuatro a quinientos indios, los
llevaban a la finca y los repartían en cuadrillas con sus respectivos jefes,
que en verdad no eran jefes sino verdugos.
Al llegar a la montería, don León y yo nos hospedamos en la casa prin­
cipal, frente a la cual había un cayuco grande sobre unos maderos.
-Mañana te llevaré muy temprano -m e dijo don León-, para que te
enteres del objeto de ese cayuco.
Al día siguiente, a las tres a la mañana, me despertó y me llevó con él
a presenciar lo que nunca me imaginara. Al acercarnos al fatídico lugar,
comencé a escuchar lamentos de dolor y el ruido de un fuete con el que
daban azotes tal como los carreteros le pegan a los bueyes. Nos acerca­
mos más, y con profundo asombro vi a una pobre india, amarrada de
pies y manos, y embrocada sobre el cayuco, recibiendo del capataz terri­
bles azotes. Los conté, fueron veinticinco. A l terminar la flagelación la
desataron, y como estaba casi sin sentido la arrastraron de un pie hacién­
dola caer, y ahí quedó en el suelo, no como un ser humano sino como una
cosa. Inmediatamente subió al suplicio un indito como de unos dieciocho
años de edad, de aspecto enfermizo, pálido, amarillento. Lo amarró en la
misma forma en que había estado amarrada la india, y comenzó a azotar­
lo. No conté los azotes... huí de aquel lugar de crueldad, en el que espera­
ban su turno más de treinta hombres enfermos y cadavéricos.
Todos estos desventurados gemían bajo el fuego lento del paludismo,
de la tifoidea, de la disentería, etcétera. Cuando estas terribles enfermedades
los atacaban, y faltos de fuerzas no tenían ánimo para terminar las
brutales tareas que les asignaban, caían desmayados. Entonces se les con­
ducía al Sanatorio, que tal era el nombre que le daban al cayuco de los
suplicios, y se les azotaba todos los días al amanecer, hasta que morían o
volvían al trabajo. Después del castigo algunos pedían volver al trabajo
para morir con el machete en la mano y la cara al sol, como si dieran
gracias a Dios por haberles quitado la vida.
Una vieja, que era sirvienta de la casa grande, me contó cosas increí­
bles acerca de las flagelaciones:
- A la Lola -me decía la vieja-, la azotaron porque no pudo moler en
el metate una arroba de pozol para los trabajadores. Hace cinco días, per­
donando la palabra, parió un niño, y se ha visto muy mala por haberle
venido fuertes hemorragias que la dejaron sin sangre ni fuerzas. Y por no
terminar la tarea la azotan todos los días, y ahí morirá, pues no tiene
aliento para el trabajo.
180 • MARIO J. DOMÍNGUEZ VIDAL

Ese mismo día partimos don León y yo a los arrastres de maderas,


íbamos bordeando el río, sobre cuya corriente venían los troncos de árbo­
les, formando balsas con cientos de hombres encima, dedicados a las
maniobras. Estas balsas estaban hechas de tres o cuatro grandes trozos
o troncos enormes de caoba y de cedro, de cuarenta o cincuenta metros de
largo por uno o dos de diámetro, y amarrados fuertemente entre sí. Las
corrientes que arrastran estos maderos son fortísimas a consecuencias de
las constantes y torrenciales lluvias. Para conducir las maderas, se tra­
baja lo indecible de día y de noche dentro del agua y con esto, como es
natural, se les pudre la piel a los trabajadores, se llagan y enferman, y
cuando alguien se acalambra y se inutiliza para el trabajo, el jefe de la cua­
drilla lo medicina eficazmente, le da un garrotazo en la cabeza, cae al
agua, se hunde y no vuelve a salir. Los lagartos se encargan de lo demás,
y asunto concluido. Éstos son castigos ejemplares para que el resto de
los trabajadores se atemorice y trabaje sin chistar. Para estos infelices no
hay derecho, ni leyes, ni compasión; su misión es trabajar y morir como
bestias.
En estas condiciones trabajaba el hombre en Tabasco. En los arrastres
de maderas preciosas, el boyero trabajaba todo el día y toda la noche, en
caminos llenos de lodo y bajo la lluvia. A veces el cansancio vencía al

<S»
EL CAYUCO DE LOS SUPLICIOS, 1913 • 181

trabajador, se dormía caminando, lo alcanzaba el tren de bueyes que


arrastraba los enormes troncos de árboles, caía y quedaba horrorosa­
mente aplastado, convertido en una masa informe de pellejos y huesos
sobre el suelo ensangrentado. Se avisaba a la empresa que un trabajador
flojo había sido alcanzado por los bueyes, y ahí terminaba la investiga­
ción y la existencia del que pagaba con su vida un mendrugo de pan para
sus hijos.
Así fue como penetré en el corazón de las selvas tabasqueñas y con­
viví con los que trabajan, sufren y mueren sin un lamento y sin una espe­
ranza. Así fue como conocí el dolor humano en toda su amplitud, viendo
a aquellos infelices que gemían bajo el látigo del capataz, desnudos y ham­
brientos, enfermos y cadavéricos. Seres humanos de carne y hueso como
los demás mortales, pero segregados de la civilización por el delito de ser
desheredados.
Allá donde la miseria y la morbosidad del cerebro humano ha hecho
que se pierda la noción del amor y del bien, no faltó quien lanzara la
imprecación en contra de los negreros. La revolución desbarató esos cen­
tros de maldición, no sin ser censurada por los hombres de las empresas
enriquecidos con el sudor ajeno, así como por los periódicos, las revistas y
los libros publicados con dinero robados a los trabajadores. Y yo que fui
testigo de esos hechos condenables, que vi y sentí el dolor de los parias, no
puedo callar ahora, pues sería traicionar a los míos y volverme cómplice
de los verdugos.
Los revolucionarios tuvimos que combatir con las armas en la mano
al enemigo común, y no hemos tenido tiempo para hablar de las causas
de la revolución. Sean, pues, estas palabras el principio de muchas cosas que
andando el tiempo quedarán al descubierto y que avergonzarán segura­
mente a los grandes capitalistas de aquella época, quienes derrochan hoy
en orgías los dineros manchados con sangre de miles de trabajadores explo­
tados y asesinados inhumanamente.
Permanecimos en la montería maderera algunos días, que don León
aprovechó en ventilar ciertos asuntos relacionados con la marcha y
desarrollo de la revolución, consistentes en sublevar a todas aquellas gen­
tes que gemían bajo el yugo de la explotación más inicua. Muchos de esos
hombres de la selva fueron a engrosar la Brigada Usumacinta, que se com­
ponía de mil quinientos soldados, así como otros cuerpos de la región.
Una vez terminados los planes de don León, emprendimos el regreso
al campamento rebelde, al que llegamos después de algunos días de mar­
chas forzadas.
Capítulo 12

México desconocido, 1924

R odulfo Bmto FOUCHER, abogado

El 7 de enero de 1926, el periódico mexicano El Universal reprodujo en pri­


mera plana un artículo que suscitó una viva polémica en la prensa de la
capital Se trataba de una carta enviada por un joven abogado de nombre
Rodulfo Brito Foucher, en la que denunció las condiciones terribles que impe­
raban en las monterías de la región fronteriza entre México y Guatemala.
Dos años antes, en 1924 el abogado había hecho un viaje por la Selva Lacan­
dona, visitando varias monterías, entre ellas la de Pico de Oro Nuevo, en
el río Salinas, propiedad de la compañía maderera Romano. El artículo
tenía el siguiente encabezado: "Centenares de mexicanos sepultados en vida.
Un remedo del infierno, las monterías en Guatemala."
Durante más de un mes, los cortes de madera preciosa en la Selva
Lacandona fueron materia casi diaria para los lectores de la prensa capi­
talina. La denuncia del licenciado Brito Foucherfue seguida por varias otras
más, que revelaron los mismos abusos en las monterías mexicanas. El tema
central fue el abominable sistema del enganche, que consistía en el adelan­
to de una cierta cantidad de dinero al trabajador en el momento en que
éstefirmaba el contrato de trabajo. De esta manera el mozo se iba a la mon­
tería con unafuerte deuda en las espaldas. Esta suma, en vez de solventar­
se con el trabajo, a menudo iba aumentando, de modo que el pobre peón a
veces se quedaba de por vida amarrado a su cuenta y a la montería.
Cuatro años después de su primera denuncia, el licenciado Brito Foucher
volvió al ataque por medio de un discurso que pronunció en una comida
celebrada entre colegas profesionistas. Este discurso se publicó en 1931 en
la revista Universidad de México, con el título: “México desconocido: las
monterías de Chiapas" (año 1, número 4, pp. 324-328). Lo reproducimos
aquí.
El licenciado Brito Foucher hizo su viaje en una época en que las empre­
sas madereras estaban enfranca decadencia. Algunas ya habían dejado de
existir. La que todavía seguía trabajando era la compañía Romano, con una
montería antigua en el río Tzendáles -La Constancia- y una nueva en el
\m\
184 • RODULFO BRITO FOUCHER

río Salinas -Pico de Oro Nuevo. Sobre todo La Constancia tenía entonces
pésima fama entre los monteros. Su administrador, Fernando Mijares
Escandón, era conocido y temido en toda la selva por la crueldad con la
que castigaba a sus trabajadores.

Existe en el sureste de México, en Belize y en el norte de la República de


Guatemala, una gran extensión territorial que geográficamente pue­
de considerarse como una unidad, aunque políticamente se divide entre los
tres países señalados. Se trata de una inmensa región de selvas vírgenes que
en parte permanecen inexploradas por el hombre hasta la actualidad.
Allá por el año de 1908 o 1909, cuando yo era todavía un niño, llega­
ban a mis oídos, en el estado de Tabasco, las leyendas sobre los misterios
de aquellas selvas, y se traían a las ciudades flechas de esos indios lacan­
dones que se quiere comprender dentro del próximo censo.
Según explicaré más adelante, los indios lacandones se encuentran
diseminados en grupos pequeños entre la espesura de los bosques desier­
tos e inmensos. Pero lo que más despertaba e impresionaba la imaginación
popular antes de 1910, eran las grandes negociaciones madereras que se
habían establecido en el corazón de esa zona y que son conocidas en el
sureste con el nombre popular de "monterías".
En el estado de Tabasco y en el estado de Chiapas por aquel entonces
existían propiedades rurales en las que casi la única autoridad era el
administrador o el dueño de la hacienda. Imperaban el látigo y el cepo
de campaña, y cuando había un trabajador incorregible, le amenazaban
con enviarlo a las monterías. Inútil decir que muchas veces la amenaza
se cumplió y la cuenta del trabajador de campo se vendió a la empresa
dueña de las monterías, y el trabajador enviado a ellas no volvió jamás.
El recuerdo vago de todas esas leyendas populares perduraba en mi
mente hasta que en el año de 1924 recorrí la región de que me vengo
ocupando. El viaje se inició en la ciudad de Tenosique, último lugar habi­
tado del estado de Tabasco; después de Tenosique no hay más que la selva
misteriosa. Una de las empresas madereras, yo no sé si con gusto o al con­
trario, me proporcionó un guía, porque en aquellas soledades nadie puede
internarse sin alguno que sea un verdadero conocedor del terreno.
Emprendimos el viaje a caballo cinco amigos y yo, llevando bestias de
repuesto y víveres suficientes, ya que sabíamos que en toda la expedición
no se encontraría nada que comer ni para los hombres ni para las bestias.
Las condiciones geográficas del terreno obligan a hacer los viajes dis­
tribuyéndolos en jornadas de diez a quince leguas diarias. Se pasa por
MÉXICO DESCONOCIDO, 1924 • 185

terrenos a veces pantanosos, a veces accidentados, pero siempre dentro


de selvas vírgenes, en ocasiones sin ver el sol -tan espeso es el follaje- y
encontrando a cada paso los rastros de los tigres, y accidentalmente, allá
m uy de cuando en cuando, algunas serpientes venenosas.
Se impone salir muy de madrugada para llegar, ya al caer la noche, a
un lugar que se denomina "paraje". Un "paraje" consiste de una choza
o a veces de cuatro postes y un techado, donde se puede pernoctar, si bien
con todo género de incomodidades.
Después de quince leguas llegamos al primer "paraje", que irónica­
mente se denomina El Ensueño. El segundo "paraje" no tenía nada de par­
ticular, ni tampoco el tercero, pero en el cuarto, o sea cuarenta leguas
selva adentro, empecé a tropezarme con problemas mexicanos.
En este paraje había dos chozas: en una de ellas vivía una mujer que
era la cocinera del cuidador, joven de veinte a veintidós años, de tipo mesti­
zo y nacida en Comitán de las Flores, Chiapas. La pobre muchacha me
contó, llorando amargamente, que hacía cinco años que un enganchador
de las monterías había llegado a Comitán y la había contratado a ella y
a cinco compañeras más para que vinieran a trabajar como cocineras du­
rante seis meses; y tenía cinco años de estar ahí... De las compañeras
nada sabía, pero el hecho importante e interesante es que hacía cinco años
que había sido sepultada en la selva y no podía recobrar su libertad.
En la otra choza vivía un contratista recién llegado del pueblo de Oco­
singo, también del estado de Chiapas. Este contratista traía como peones
a tres niños indígenas de los cuales el mayor tendría catorce años de edad
y el menor apenas diez. No pude comunicarme con ellos, porque los tres
sólo hablaban su lengua nativa. Ninguno conocía el español, y aquí digo
que tropecé con otro problema nacional, porque en México se conside­
ra que hay aproximadamente dos millones de habitantes que no hablan
español, y entre esos dos millones se encontraban el contratista y los tres
adolescentes. Muchas veces me he preguntado si aquellos habrán logrado
salir de la montería.
Cuando llegamos al quinto "paraje", a cincuenta leguas de la civiliza­
ción, sentí que el desierto y la soledad de la selva se apoderaban de mí, y
esta sensación no era solamente una imaginación humana, sino que algo
también tenía de psicología netamente animal. Por las noches soltábamos
a las bestias libremente y en las mañanas las cogíamos sin ningún esfuerzo.
Los caballos también sentían el aislamiento y no pretendían huir.
En este lugar encontramos un guarda casi anciano, que hacía treinta
años se había ido a trabajar a aquellos lugares. Había perdido la noción
IHO • HOIHILFO BRITO FOUCHER

del tiempo y todo recuerdo de las cosas, tornándose en un ser primitivo,


no por nacimiento, sino por regresión.
Entre otros relatos el guarda nos contó que en el año de 1914, al
triunfo de la revolución, los peones de la montería "Tzendales" fueron
puestos en libertad. Aquellos hombres huyeron desesperados, temiendo
que su libertad de ion momento se desvaneciese. Tomando, por lo tanto, sus
machetes y los instrumentos más indispensables, emprendieron el cami­
no desde el corazón de las selvas hasta la ciudad de Tenosique. Como no
llevaban víveres ni iban preparados para el viaje, diez o quince murieron
en el camino. Como se verá, el problema fundamental es la falta de comu­
nicaciones, y los trabajadores que se encuentran en las condiciones que
vo y a describir, son víctimas de una prisión geográfica, más que de una
prisión de otra índole.
A l cabo de sesenta leguas llegamos a Tzendales, que es la montería
legendaria a donde se amenazaba llevar a los trabajadores en las hacien­
das de Tabasco y Chiapas. En la casa principal había diez o quince per­
sonas; me dijeron que los braceros de la negociación, que ascendían a
varios cientos, se hallaban distribuidos en grupos entre la selva. Uno que
otro sirviente indiscreto me contó de un famoso administrador que hubo
allí, que todas las mañanas formaba a los trabajadores y les pasaba revis­
ta al estilo militar. Los infelices temblaban bajo la vista del feroz adminis­
trador, como seguramente nunca han temblado los soldados delante del
instructor más cruel del ejército.
En los primeros días del viaje, el guía se mostraba reservado: era un
hombre de confianza de la empresa, pero poco a poco los peligros, la vida
común y las gratificaciones fueron ablandando su corazón y me reveló
que hacía un mes un sirviente y una mujer se habían ido de la montería
rumbo a Ocosingo. Entonces él y el hijo del administrador salieron en su
persecución hacia el pueblo. A l llegar a las cercanías de Ocosingo se encon­
traron a la mujer tan extenuada por el hambre, que casi había perdido el
juicio, y el hombre, viéndola en ese estado ocasionado por las largas pena­
lidades durante muchos días de selva, la había abandonado y continuado
solo la fuga. Como ya se encontraban en las fronteras de la civilización,
decidieron dejar a la mujer, que era un desecho humano, y no perseguir
al hombre, que se había escapado y había logrado llegar a terrenos con­
trolados por las autoridades mexicanas.
En Tzendales cambiamos de guía. Después de dos o tres días de camino,
éste me confesó que mes y medio o dos meses antes, otro trabajador había
pedido que lo dejaran salir. Lo llevaron al campamento central, que queda
MÉXICO DESCONOCIDO, 1924 • 187

cuarenta leguas más adelante, o sea a cien leguas de Tenosique; ahí los
empleados lo apalearon y después, tendido sobre una camilla, lo sacaron
de la casa principal y se lo llevaron río abajo en una canoa. M i interlocu­
tor no sabía si aquel hombre se había muerto o si después de apalearlo lo
habían llevado al río para darle su libertad.
Lo cierto del caso es que después de muchos días de camino debíamos
pasar por un campamento de trabajadores, y ya cuando estábamos a unas
tres leguas de distancia de él, el guía recibió contraorden de no llevarnos
por allí. Nos hizo dar una vuelta como de diez leguas y nos condujo por
otro rumbo, de tal suerte que llegamos a la frontera con Guatemala por un
lugar llamado Pico de Oro Nuevo, sin haber logrado ver un solo campa­
mento de trabajadores de este lado de la frontera.
Cruzamos al lado guatemalteco y allí, después de unas seis horas de
camino, nos encontramos con el primer campamento. Por campamento
debe entenderse un claro de unos cien a doscientos metros de diámetro en
el bosque, donde se hallan colocadas diez o quince chozas provisionales,
o mejor dicho, otros tantos armazones rudimentarios que sostienen un
techo. Aquí conocimos a un trabajador mexicano que debía tres mil pesos;
aunque hacía veinte años que los estaba pagando, todavía no lograba
solventar la cuenta; y todos los demás braceros parecían encontrarse en
condiciones análogas.
Varios días después, al atardecer, llegamos a otro campamento seme­
jante. Iba a colgar mi hamaca, junto con mis amigos, dentro de la tienda
del capataz, cuando un joven dos o tres años mayor que yo, llamándome
aparte, me insistió mucho para que durmiera en su choza. Acepté, y cuan­
do el campamento se hallaba dormido, este joven, con profunda emoción,
me contó su triste historia.
Allá por el año de 1908, había vivido en Chiapas con sus padres, su
hermana y su cuñado; después, en condiciones que no me explicó, había
sido llevado a la montería probablemente como aquellos niños de quienes
ya he hablado. Hasta el año de 1914 sostuvo correspondencia con su fami­
lia, pero desde esa fecha, es decir, coincidiendo con el triunfo de la revolu­
ción, la empresa maderera le cortó toda comunicación con sus deudos, y
ahora no sabía si vivían o habían muerto: "Cuando usted abandone estos
lugares y salga a la civilización -me decía- no se olvide de que aquí esta­
mos nosotros condenados a vivir en este lugar eternamente." Esta víctima
de la rapacidad humana alcanzaba ochocientos pesos, pero el alcance era
ilusorio. Cuantas veces había pedido su libertad, se la habían negado. "Hay
veces que me siento enloquecer -añadía-, otras que quiero huir, que quiero
188 • RODULFO BR1TO FOUGHER

lanzarme a la selva para ver si puedo salir." Pero comprendía que era
inútil, porque para salir de ahí se necesita recorrer cerca de cien leguas por
el corazón de la selva virgen, evitando precisamente todos los caminos y
todos los parajes, desafiando a los tigres y a las serpientes, cruzando los
ríos y, por último, eludiendo a los perseguidores. Según se me dijo en
aquella fecha, la fuga a Guatemala era inútil, porque existía una ley en el
sentido de que al peón que se fugase lo aprehendiesen las autoridades, lo
devolviesen a la negociación de su procedencia para que cumpliese con su
compromiso y los gastos de su persecución se le cargasen en su libreta.
La vida de estos trabajadores, desde el día que llegan hasta que mueren,
es de una monotonía y de una dureza indescriptible. A las tres o cuatro de
la mañana, el capataz suena el cuerno, los peones se levantan y toman
café negro y frijoles. Al rayar el sol deben estar al pie del árbol que van a
cortar, o al lado de la troza que habrán de labrar. A llí trabajan hasta
mediodía, hora en que toman algún ligero refrigerio. Por la tarde regresan
al campamento, toman más café negro y frijoles y duermen para levan­
tarse al día siguiente y recomenzar la eterna tarea. Se hallan vestidos de
pantalón de dril, camiseta de manta, sombrero de paja y huaraches.
Si por esclavos se entendía en la antigüedad a hombres que trabaja­
ban a cambio de lo necesario para existir, es evidente que en nada se diferen­
cian estos hombres de los esclavos antiguos, puesto que, aunque disfru­
tan de un salario nominal, en realidad la verdad de las cosas es que son
propiedad absoluta de las empresas madereras, para quienes trabajan toda
su vida, de sol a sol, a cambio de un par de huaraches, un pantalón de dril,
una camiseta de manta, un sombrero de paja y una mísera alimentación.
Este estado de cosas debe, evidentemente, cesar. ¿Cuál -se preguntará-
es el remedio? En realidad, el remedio se tiene a la mano y con el tiempo
y perseverancia no sería difícil de aplicarlo. La causa fundamental de esta
situación es, como hemos visto, el aislamiento de toda aquella región,
que la pone fuera del control de la opinión pública y de las autoridades. Se
necesita, por lo tanto, la intervención de la Secretaría de Comunicaciones.
Pero eso no basta. Debe también intervenir la de Agricultura, establecien­
do dos o tres centros rurales de población y, si posible, emprendiendo un
verdadero trabajo de colonización. Por último, resulta indispensable la
acción de la Secretaría de Industria, que, ejercida con toda la eficacia que
requieren las circunstancias, por medio de un cuerpo de inspectores com­
petentes y honorables, pronto cambiarían radicalmente las condiciones
de vida de aquellos desgraciados.
Capítulo 13

La montería de don Pepe, 1930

Pablo Montañez, escritor

A r a íz de la Revolución mexicana y la Primera Guerra Mundial, la explo­


tación maderera en la Selva Lacandona entró en un lento pero irreversible
receso. Por los años treinta casi todas las grandes compañías tabasqueñas
se habían retirado del negocio, los Romano, los Bulnes, los Valenzuela, la
Chiapas, S.A. Sólo la Agua Azul se mantenía en el Alto Usumacinta, aun­
que a un ritmo mucho más lento que antes. En su lugar habían aparecido
empresas modestas, a veces constituidas por miembros de las antiguasfami­
lias madereras, a vecesformadas por gente nueva. Cortaban los árboles que
sus antecesores habían dejado por crecer en terrenos inaccesibles o por ser
de segunda y tercera calidad. Fue el tiempo en que Pedro Vega Villanueva
abrió un corte en el arroyo Butsijá, José Villanueva Bulnes volvió a traba­
jar en la zona de San Quintín, y Antonio Vela estableció algunas monterías
en los ríos Lacantúny Usumacinta. Todavía trotaban recuas cargadas con
víveres y herramientas por el largo y lodoso camino de Tzendales, todavía
se podía ver a los tiros de bueyes arrastrando los troncos de caoba por los
callejones rumbo al río, todavía bajaban trozas por el majestuoso Usuma­
cinta durante las crecientes. Pero la época de oro de la madera preciosa per­
tenecía definitivamente al pasado. Esa decadencia, lenta pero irremedia­
ble, tomó un abrupto fin cuando, en 1949, el gobierno mexicano por ley
prohibió la exportación de madera en rollo. Entonces, los últimos made­
reros tabasqueños se retiraron de la selva, y con ellos también los hacheros
de Bachajón, los bueyeros de Ocosingo, los bogas de Balancán, los comer­
ciantes de Guatemala, hasta los bueyes y las bestias. Las famosas centra­
les cayeron en ruinas y fueron invadidas por la maleza: San Quintín, La
Constancia, Agua Azul, Anaité, Las Tinieblas, La Ilusión, Santa Marga­
rita. En 1950 cayó el silencio sobre la selva.
En su libro Jataté-Usumacinta (1971), el escritor Pablo Montañez ha
hecho una evocación novelesca de aquellos tiempos. Don JoséLlanes Mijares,
“uno de tantos españoles que la Casa Romano, Bulnes y otras de San Juan
Bautista importaban en los años del auge de los negocios de madera", es
[l»0|
100 • PABLO MONTAÑEZ

uno de los últimos monteros, uno de los que no quieren salir de la selva. Se
ha establecido cerca de la Boca del Lacantún, en una montería vieja, cuya
casa principal ha reconstruido a medias. A llí también viven la cocinera
Pancha Ruiz y su amante en turno, Jacinto. Un grupo reducido de mozos
lo acompaña en el corte de la caoba, que es modesto pero todavía deja mucho
dinero una vez vendidas las trozas en el puerto de Frontera, Tabasco, o en
el del Carmen, Campeche.
Se transcriben aquí algunas páginas (pp. 44-48; 59-62), suficientes
para dar al lector las ganas de leer el libro enteroy otros más, como Lacan­
donia y Agonía de la selva. No existe mejor introducción a la Selva
Lacandona que las novelas de Pablo Montañez.

La montería de la Boca del Lacantún, agotadas las maderas que existie­


ron en sus proximidades, había quedado como un centro de distribu­
ción y aprovisionamiento de los trabajos de don Pepe cada vez más
reducidos. Las monterías que veinte años atrás habían conocido de auge
inusitado, ahora por este mil novecientos treinta y seis que corría, casi
agonizaban. La demanda de maderas para Europa, cada vez menor, los
impuestos tanto para explotación como para exportación cada vez más
altos y mayores salarios que los trabajadores exigían amparados por la
revolución triunfante que había logrado penetrar hasta estos lugares en
donde el trabajo se derrochaba como un deporte sin remuneración, reci­
biendo como recompensa el orgullo de ser nombrado el más enérgico jefe,
el más fiel empleado, o el trabajador más sufrido.
Iban desapareciendo día a día, Romano, Bulnes, Valenzuela, Agua Azul,
todas habían terminado. Sus jefes desorientados vagaban por las ciuda­
des buscando en qué establecerse; unos con algunos miles de pesos que
habían logrado cobrar a última hora, otro sólo dueño de un carácter enér­
gico y don de mando que en las ciudades no es remunerado y sólo unos
cuantos con algún capital que, administrado por desconocedores del
medio, iba en descenso.
De los trabajadores, los capataces, los bueyeros, los bogas de las cua­
drillas de arreo, el que había podido se había comprado un pequeño
rancho o un reducido negocio, otros vagaban por las fincas de las proxi­
midades de la selva, sin lograr acomodarse, pero todavía añoraban las
fiestas de San Jacinto y Candelaria en Ocosingo y San Román en Tenosi-
que, recordando todavía sus hazañas en las monterías. Sólo tres o cuatro
obcecados monteros seguían sosteniendo sus débiles negocios, unos años
perdiendo, otros ganando, pero continuando la actividad. Don Pepe
LA MONTERÍA DE DON PEPE, 1930 • 191

Llanes en la Boca, don Antonio Vera por el Lacantún, por el Salinas y por
el Jataté otros, agrupaban a los últimos románticos monteros.
Sobre una loma no muy alta y chata situada en el margen izquierdo
del Lacantún, precisamente frente al lugar en que las aguas cristalinas del
Lacantún se unían a las cenagosas del Pasión, formando el Usumacinta,
en un gran claro logrado en la selva a través de muchos años, estaba la
montería de don Pepe. Dominaba el panorama la casa grande, 20 metros
de largo por 10 de ancho, techado de guano, con amplio corredor que veía
hacia el oriente y todo lo demás setado de caña brava y subdividida en su
interior por dos setos más que formaban la recámara de don Pepe y otra
destinada para los huéspedes distinguidos, de paso; ocupando el resto una
gran bodega que llegado el caso podría convertirse en enorme dormito­
rio, si de sus pilares se guindaban hamacas.
Un poco más abajo, a unos diez metros de la casa grande, otra bas­
tante más chica, era la cocina, comedor y con una división, el cuarto de la
cocinera Pancha Ruiz y de su amante en turno, el viejo caballerango de don
Pepe, Jacinto. A la sombra de sus aleros sombreaban las gallinas a medio
día y en la noche dormían; unos patos de Castilla tomaban el agua que del
nixtamal sobraba con su olor característico; escalonadas hasta el río media
docena de casitas habitadas por las mujeres y en algunas, hijos de los tra­
bajadores que se batían el cuero en los semaneos. En el mismo barranco,
en un lugar hasta donde las crecientes más altas no subían, un enorme
techo de guano que no se sabe si había sido construido para cubrir un gran
hacinamiento de cadenas y aperos de bueyería o éstos habían sido puestos
ahí para sostenerlo. El caso es que se llamaba la bodega.
En este apartado rincón de la cuenca del río grande, el silencio y la tran­
quilidad se hacían más impresionantes por haber sido en otro tiempo
centro de grandes actividades. Don Pepe había encontrado, cuando resol­
vió fijar ahí su montería quince años antes, un gran plantel en ruinas. Lo
limpió, lo quemó, y reconstruyó sólo lo que sus necesidades requerían.
Enfrente, en la península que forma la confluencia de los dos grandes ríos,
cuarenta años antes existía ya la montería de Tres Naciones. Hombres
ajenos a la región trazaron una línea imaginaria que decían dividía a Méxi­
co con Guatemala, pero para los monteros hasta donde se pudiera subir en
cayuco aún mucho más allá de donde eran navegables los ríos, todo era
de ellos y no se daban por entendidos cuando habían pasado esa línea, fue­
ran mexicanos o guatemaltecos. Éste fue el punto neurálgico del sistema
nervioso que las monterías crearon en la región.
I l l í • l’AIIU ) MONTAÑEZ

Por ambos ríos bajaban en tiempo de crecientes, miles trozas que las
negociaciones tiraban aguas arriba: por Tzendales, por San Quintín, por
Quimalá y el Petén. Cuadrillas de arreo pasaban detrás de grandes grupos
de madera, destrabando las que se enredaban en los jimbales o bejuque­
ros de las orillas o piedras de medio río, o que se varaban en los arenales
de las islas.
Días después, regresaban de Anaité y los más arriesgados desde El
Porvenir, después de haber cumplido su misión. A esas horas, las trozas
deberían estar siendo agarradas en las riberas de Boca del Cerro y Cabe­
cera de Tenosique. Satisfechos y fanfarrones, quemados de sol, con las
musculaturas al aire, rivalizando en fuerza y destreza, pasaban río
arriba para rendir cuentas de su trabajo. Cuadrillas de enganchados de
Ocosingo, Tenosique, o la Chontalpa, también pasaron por aquí a las mon­
terías de río arriba. Muchachos tabasqueños, españoles, cubanos, jamai­
quinos, ambiciosos, soñando con llegar a grandes jefes o regresar a sus
tierras como hombres ricos, años después regresaban decepcionados,
unos enfermos, otros heridos. Algunos no resistieron el clima mortífero
y los trabajos extenuantes y durante algunos años, dos maderos en cruz
señalaban el lugar donde cayeron, pero un gigante nació al pie de la cruz y
alimentado por el calcio y el nitrógeno de aquel montero pronto se desarro­
lló haciendo desaparecer la señal. Nuevas remesas de hombres decididos
subían de VUlahermosa, o bajaban de Ocosingo para surtir de carne cruda
a aquel Moloch insaciable. (...)
Es un mediodía tropical, el fuego del astro rey quema los barrancos
descubiertos del río y de las piedras y fina arena. De los playones rebo­
tan los rayos solares, pues ya a punto de incandescencia no pueden con­
sumirlos. Las aves, mudas se cobijan bajo las sombras de las ramazones
de los corozales y los jahuactales. De las tierras bajas de la orilla del río,
sale un vaho caliente que nubla la atmósfera. Los húmedos bajos de vege­
tación chaparra y enmarañada, que es la única que puede vivir con los pies
en el agua y la cabeza en el infierno, fermentan despidiendo un intenso
olor a lodo.
En la vuelta del río, forzado a torcer por una gran plancha de pizarra
que se interpone a su derecha, malogrando su intención de alcanzar pron­
to el Chixoy que por ahí cerca pasa, la vera del Lacantún, que en suaves
raudales se desliza buscando a su hermano de Guatemala, que lo ayudará
a formar el río grande, el Usumacinta, se levanta el semaneo del Planchón.
En ambas márgenes del río aflora la pizarra que lo atraviesa formando
como dos cíclopes bases de un puente gigante que nunca existió.
LA MONTERÍA DE DON PEPE, 1930 • 193

A cien metros del río, una champa grande, que de lejos se adivina de
construcción provisional, sirve de dormitorio del jefe y una parte de la cua­
drilla; las hamacas y catres de carrizo se suceden bajo el techo de guano.
En una esquina y sobre unos palos que sirven de base a la estiba, hay unos
sacos de azúcar, arroz, frijol, sal y unas latas. El dormitorio del jefe se
distingue por una pequeña división de jahuacte, que forma un pequeño
cuarto en otro esquinero. Casi en la orilla del río, y unas pulgadas más
arriba de donde la mayor creciente pueda subir, se levanta otra champa,
que es la cocina y dormitorio del resto de la cuadrilla; también aquí otra
pequeña división separa el dormitorio de la cocinera y su allegado.
Por lo regular, estas sufridas mujeres llegaron a la montería con sus
maridos para reunir fondos y comprar años después, un ranchito por
Ocosingo o por Tenosique, pero o bien el hombre murió o ya con una
liquidación grande, la abandonó dejándola al garete. Asediada por los
monteros, un día permitió a uno dormir bajo su pabellón y así adquirió
otro hombre. Muchas pobres cocineras perdían la cuenta de los maridos
que habían tenido en pocos años y cuando algún retoño venía a alegrar el
campamento, había nacido un hijo de la cuadrilla. Nunca tenían las po­
bres, la seguridad de la paternidad de su hijo. Siempre preferían tener un
marido que les brindara apoyo contra el resto de la cuadrilla y que sirvie­
ra de responsable para el fruto que pudiera venir de su hombre o de algún
otro pobre montero, pues cariñosas, no podían dejar sin el alivio que
tanto les suplicaban los otros.
Un poco arriba del semaneo y en la mera orilla del río, bajo la sombra
de la selva para que la madera no se raje, está "el tumbo". Más de un cen­
tenar de trozas esperan ahí, listas para ser lanzadas al río en las profun­
das aguas de la poza escogida para que al caer no se rompieran tocando
el suelo pedregoso. De tierra adentro desemboca en "el tumbo" un calle­
jón principal que, unos cientos de metros más adelante, se va bifurcando
en otros menores que dan salida a pequeños grupos de trozas que salen
arrastradas por "los tiros" de bueyes rumbo al río. El río las llevará al mar
y de Ciudad del Carmen en un gran barco europeo o americano a algún
puerto remoto para adornar con sus láminas quién sabe qué salón de qué
palacio.
¿Cómo va a pensar este rey de la selva, cuando erguido domina todo
en su derredor sonriendo ante un amanecer fresco y limpio, o defendién­
dose potente contra una tormenta que amenaza derrumbarlo, que un día
va a ser cortado, mutilado, despellejado, lanzado en un mes de secas a las
azules aguas del Lacantún? Vendrán las turbulencias de las crecientes y
194 • PABLO MONTAÑEZ

bajará dando tumbos, chocando contra acantilados, descansando leve­


mente sobre algún playón y cuando ha logrado enredarse en algún jim -
bal, los arreadores los destrabarán. ¡Cómo se aleja del lugar en que
nació y llegó a viejo, soñando que algún día con sus deshechos ayudaría
a crecer a los otros caobitas que débiles venían creciendo a su sombra!
Pasará por los encajonados de Anaité, de El Porvenir, de Boca del Cerro. En
las riberas de Tenosique, un agarrador le clavará un perro en la cabeza.
Luego con dos o trescientas más, formando una balsa bajará, para el
puerto de embarque. Unos días después, nota que el agua, en la que flo­
ta es muy salada y la hace bailar en un movimiento ondulante y conti­
nuo. Está en el mar. El remolcador la lleva hasta el costado de un enorme
barco, una gran grúa la levanta y desde lo alto contempla las calles del
bullicioso puerto de Ciudad del Carmen y le da tiempo de cambiar la vista
sobre la tierra firme y ver por última vez algo así como las montañas en
donde la cortaron.
Luego, viaja muchos días metido en el enorme vientre de aquel barco,
amarrado con cadenas. Nota que hay días que quién sabe por qué el
barco se mueve mucho y las miles de trozas embodegadas, almacenadas,
crujen golpeándose unas contra otras, las cadenas rechinan, afuera se oyen
golpes como cachetadas que el mar da al monstruo que las lleva y el
viento brama sobre la obra muerta.
Un buen día, el barco se detiene, se abren las enormes puertas de la bo­
dega, otra vez una gran grúa la levanta y ante el asombro de aquella
troza, en lo alto, logra ver un fantástico movimiento de camiones y trenes,
muchos altos edificios, miles de chimeneas llenan el aire de humo y una
espesa niebla cubre todo. En el puerto enormes barcos entran y salen,
remolcadores, grúas, camiones, todo es movimiento y escándalo. ¡Qué
diferente era su selva! Ahora va sobre un camión camino del aserradero
que la convertirá en finas láminas.
¡Qué frío y qué niebla tan espesa hay en Londres!
Capítulo 14

Los adoradores del sol, 1934

Jacques Soustelle, antropólogo

es conocido sobre todo por su libro La vida cotidiana de


Ja c q u e s S o u s t e l l e
los aztecas. Pocos saben que él es también uno de los antropólogos más cono­
cedores de los indios lacandones. Jacques Soustelle viajó por primera vez
a la Selva Lacandona en 1934. Visitó varios caríbales, en el río Jataté, el
río Jetjá, el lago Petjáy el lago Metsabok. Iba acompañado por su mujer.
Tanto ella como él escribieron después sobre sus experiencias con los lacan­
dones. Jacques les dedicó cuatro capítulos de su primer libro sobre México,
publicado en 1936 bajo el título Mexique, terre indienne (México, tierra
indígena,), y obtuvo, un año más tarde, el doctorado de la Sorbona con
una tesis sobre La culture matérielle des Indiens Lacandons (La cultu­
ra material de los indios lacandones).
México, tierra indígena -una traducción al español apareció en 1971
en la serie Sepsetentas- tuvo gran éxito en Francia. En el prólogo, el cono­
cido americanista Paul Rivet lo elogió como "un libro sincero sobre México...
y también un libro verdadero, en el que su autor ha sabido comprender sin
prejuicios, amar sin sensiblería. En cada página, al lado del sabio que obser­
va y anota, aparece el hombre que se divierte y se conmueve. La penetración
del espíritu iguala la generosidad del corazón".
De este bello libro, a la vez instructivo y divertido, se transcribe aquí el
capítulo x, en el que Jacques Soustelle narra su primer acercamiento a los
lacandones, a quienes, con el andar de los años, llegó a conocer y a querer
tanto. El joven antropólogo fue uno de los primeros viajeros que entró a la
selva en avioneta, de Villahermosa a El Real, de El Real a San Quintín.
Además del piloto Fritz Bieler, lo acompañaron su mujer y el dueño de
El Real, Pepe Tárano, miembro de la familia Bulnes que de 1880 a 1920
había sido dueña de la empresa maderera más poderosa de la selva. Los
dos antropólogos franceses, elfinquero español y el piloto alemán tuvieron
la suerte de encontrarse con un grupo lacandón particularmente comuni­
cativo. Por su parte, los viajeros "se lacandonizaron lo más posible", según
sus propias palabras. Se creó así un clima de extrema confianza, los
[1951
11)11 • JACQUES SOUSTELLE

antropólogos haciendo mil preguntas y los caribes contestándoles con gusto.


El resultado fue un cuaderno de campo repleto de notas etnográficas, que
Jacques Soustelle convirtió, para sí mismo, en una tesis de doctorado y
para nosotros en una entretenida relación de viaje.

Bieler, el español Tárano (a quien reclutamos en El Real), mi mujer y yo,


ocupábamos una pequeña choza bastante amplia, aunque muy baja, entre
los lacandones de San Quintín. Pues allí estábamos desde fines de enero
de 1934; yo había tomado en la ciudad de México lecciones de maya con
un estudiante nativo de Campeche, de suerte que podía informarme más
fácilmente con los lacandones y registrar lo que hablaban. Estábamos a
gusto allí, en aquel rincón alejado de las selvas, junto a las tres chozas
donde vivían los indios, y a su templo.
El pequeño espacio desmontado en que están instalados los lacandones
está situado al pie de una colina bastante elevada, en la que se aprieta, se
aborrega y borbotea un amontonamiento monstruoso de árboles, de lianas
y de zarzales. Detrás de esa colina se suceden las montañas y la maleza
hasta el Río Tzendales, a la orilla del cual vive el viejo jefe K'ayum, cuyo
sólo nombre hunde a los indios en el espanto. Es que este K'ayum, guerrero
feroz y astuto, tenía la costumbre (digo tenía, pues corrió más tarde entre
los lacandones el rumor de que había muerto) de entregarse a correrías
para robarse las mujeres de los demás grupos. Mataba en ocasiones. Así
pues, nuestros amigos se sentían más tranquilos separados de él por una
barrera que tomaría días de marcha franquear sin un camino fácil.
Nosotros habíamos venido del El Real, primero en avión, hasta la con­
fluencia de los ríos Jataté y Perlas (treinta y cinco minutos de vuelo en
vez de seis días de camino), luego a pie, en dos etapas, habíamos llegado
hasta la pista en que se multiplicaban las huellas de pies desnudos de los
lacandones a medida que avanzábamos. Durante todos esos días llovió
casi cotidianamente, aunque estábamos en plena "estación seca", y los sen­
deros lodosos me arrancaron el tacón de una bota.
Mi mujer y yo nos ocupábamos en observar a los lacandones, en interro­
garlos, en seguirlos en sus trabajos y en sus ritos religiosos. Bieler, en prin­
cipio, había venido para cazar, pero se descubrió una afición por la etno­
grafía y muy a menudo se quedaba con nosotros. Tárano, en su calidad
de antiguo "montero", contratado por nosotros por su experiencia de la
vida en la selva, recorría los bosques con el fusil de Fritz, traía jabalí y
pájaros para nosotros y monos para los indios. Nosotros, puesto que
LOS ADORADORES DEL SOL, 1934 • 197

estábamos entre los lacandones, nos lacandonizábamos lo más posible,


nos quedábamos allí, en el humo, y nos hacíamos relatar historias.
Esto ocurría generalmente en casa del jefe, un viejo indio llamado
Chank'in, que se levantaba ceremoniosamente, al acercarnos nosotros,
de la hamaca en que estaba tendido, para cedernos su disfrute. Lo más
difícil fue desenredar la madeja de los parentescos y alianzas. El paren­
tesco entre los lacandones es del tipo llamado "clasificatorio", es decir que
el mismo término designa, en su lenguaje, al padre y al tío, a la madre y
a la tía, al hermano y al primo. Se concibe en seguida la oscuridad que un
uso semejante extiende sobre toda información relativa a la familia. Al
fin de cada conversación establecía yo una especie de árbol genealógico y
lo revisaba al día siguiente. Generalmente el nuevo resultado era diferente
del primero. Añádase a eso que las mujeres de edad habían estado casadas
con dos, tres o cuatro hombres diferentes, de quienes habían tenido hijos.
Todo eso les parecía de la mayor sencillez a los lacandones; lo que los sor­
prendía, era nuestra incomprensión, nuestra preguntas, que denotaban
un espíritu singularmente obtuso. Bieler sí se impacientaba y gritaba en
español: ¡Qué muía caribe! (llaman caribes a estos indios), sobre lo cual
todos repetían en coro: ¡Qué mura caribe!, pues les era totalmente impo­
sible pronunciar el sonido "1". Era una curiosa costumbre entre ellos repe­
tir en alta voz y con grandes gestos, todas las palabras de nuestra lengua
que los divertían, haciéndolas sufrir un tratamiento apropiado. Fritz se
había convertido en Uitz, Georgette en Hopchech, yo en Yak; un pantalón
era un pantarrón, el frijol se transformaba en pirijol, y lo demás por el
estilo. Por otra parte, pese a esas bromas, la rapidez con que los lacando­
nes aprendían nuevas palabras tenía algo de prodigio. Y las repetían, con
carcajadas, con algo de teatral en sus actitudes, que me impresionó mucho
y que no he visto sino en ese grupo.
Casi cada cuarto de hora alguno de los indígenas se adelantaba hacia
Bieler o hacía mí, designaba una de nuestras ropas, un pañuelo de seda, el
revólver o aun a nuestros perros de caza, y exclamaba:
-¡Ts'aten! (Dame). ¡Ts'aten pantarrón! ¡Ts'aten pek! (Dame al perro).
Creían principalmente que la sola presencia del perro bastaba a hacer
fructuosa una expedición de caza, y nos suplicaban que les diéramos los
nuestros, o por lo menos que volviéramos y les trajéramos perros. Respon­
díamos: ¡Samán!, ¡Mañana! y se calmaban por un instante. Les dábamos
sal (que de ordinario no tienen medio alguno de procurarse), navajas, café,
collares a las mujeres, tela de algodón, pañolones rojos por los cuales tienen
una pasión inexplicable. Nunca se atrevieron a comer lo que comíamos
ION • JACQUES SOUSTELLE

nosotros, a pesar de todas nuestras incitaciones. No se arriesgaron más


que a mordisquear galletas. La grasa que poníamos en nuestros alimen­
tos les inspiraba un horror insuperable.
El hijo mayor del jefe era un joven de unos veinte años llamado Cham-
bor, sólido mozo rechoncho, de rostro achatado, más ensanchado aún por
la pluma que estos indios se pasan por el tabique de la nariz. Jamás he
visto a nadie capaz de pasar tan rápidamente de la risa a la cólera. Todas
las expresiones se sucedían en sus rasgos con la velocidad del relámpago.
Un día se enfureció porque mi mujer había pisado su arco, pues la creencia
es que el contacto de una mujer priva de su eficacia al arma. Otra vez, la
vista de los instrumentos con que pretendía yo medirlo para mis observa­
ciones antropométricas, lo arrojó en un estado de furia mezclada con temor
del que salió sin transición cinco minutos más tarde para reír y bromear
con nosotros. Era nervioso en extremo, este Chambor, muy inteligente,
aunque, por supuesto, de una ignorancia perfecta para todo lo que no era
la selva; a pesar de eso, activo y servicial.
A través del campamento veíamos a Chambor evolucionar acompa­
ñado de una chiquilla de cuatro o cinco años llamada Nabor, su prima
hermana. La pequeñuela trotaba tras él con.sus piernas minúsculas, se
mantenía en la sombra, le cargaba pequeños fardos, iba y venía a las
órdenes del joven.
-Es mi mujer -nos dijo.
En efecto, se los consideraba como casados, y esta situación no era única
en el grupo. El jefe tenía una hija de dos años que se pasaba el día asida al
seno de su madre (pues las lacandonas amamantan hasta muy tarde). Se
llamaba Nahk'in. Ahora bien, estaba ya "legalmente", si puedo decirlo,
casada con un joven indio llamado Chambor también él, que debía de
tener unos diez y ocho años y que era su primo. En esos casos, el "marido"
habita en la casa de su tío y suegro tanto tiempo como precisa antes de
poder llevarse a su mujer a su propia choza y fundar un hogar suyo.
Durante todo ese tiempo, años, nada propio tiene aparte de sus ropas y
su arco, trabaja en los campos de maíz del suegro, y abandona la choza
de sus parientes. Así pues, Chambor "sénior" vivía en casa de su tío, y
Chambor "júnior" en casa del jefe. Cuando una familia está constituida
así, se encienden dos fuegos en el interior de la choza. Cerca de uno de ellos
se acurrucan, para tomar su comida, los padres de la niña. Junto al otro
hogar en el extremo opuesto, la joven pareja come aparte, pues a los ojos
de los lacandones el signo esencial del matrimonio no es acostarse, sino
comer juntos. Se concibe que para un padre de familia el hecho de tener
LOS ADORADORES DEL SOL, 1934 * 199

varias hijas constituye una verdadera riqueza, puesto que cada uno de sus
yernos (que al mismo tiempo son sus sobrinos) trabaja para él durante
años.
El viejo jefe era bigamo, y sus dos mujeres, llamadas Nabor, ambas,
eran respectivamente madre e hija. La mayor se encontró viuda a resultas
de haberse ahogado uno de los lacandones, y el jefe la tomó por esposa,
como más tarde a su hija, que debía de tener veinte o veinticinco años
menos. La más joven había tenido tres hijos con él, de los cuales la última
era la pequeñita "casada", Nahk'in. Las dos mujeres parecían estar en tér­
minos excelentes. La vieja no hacía ya gran cosa en la cabaña, contentán­
dose con meter mano en la fabricación de las tortillas, galletas enormes y
gruesas de maíz machacado con raíces de yuca, lo cual les daba un tinte
rojizo poco apetitoso. Lajoven desmontaba el algodón, lo teñía, tejía, cuida­
ba a los niños, en suma, tenía ocupaciones bastantes para no estar nunca
ociosa. Le había hecho a su marido una soberbia túnica de gala, con
rayas azules obtenidas con madera colorante, que Tárano se divertía en
ponerse a veces.
Fue tratando de desenmarañar todo ese enredo de familias y matrimo­
nios como obtuvimos la esencia de la espantosa historia que me habían
contado el año anterior los indios del Río Jetjá: los ladrones de mujeres eran
sencillamente los dos Chambor, a quienes su matrimonio teórico con sus
primitas dejaban insatisfechos, y otro joven, Chank'in, casado con una
vieja arpía descarnada de setenta años por lo menos. ¡Pobres! ¡Estaban bas­
tante corridos por aquella frustrada aventura! Habíanjurado una execra­
ción feroz al gerente de El Capulín, don Ausencio, cuyas amenazas los
habían obligado a batirse en retirada. Cuando les dije que había muerto y
que uno de sus peones le había cortado la cabeza, no disimularon su satis­
facción.
A fuerza de cortes y recortes, llegamos a reconstruir, hasta donde era
posible, la historia de aquel pequeño grupo aislado; aislado al punto de
que estos lacandones ignoran la existencia del lago Petjá y de Yaxchilán; no
conocen más que al terrible K'ayum y a los indios del Río Jetjá, con quienes
tuvieron ese contacto memorable. En la época en que el viejo jefe era toda­
vía niño, es decir, hacia fines del siglo pasado, había una tribu numerosa
instalada en la selva de Guatemala, probablemente cerca del Río Chixoy.
Un día los hombres comenzaron a quejarse, a retorcerse con atroces dolo­
res, a vomitar sangre; caían al suelo y morían. Los monos rodaban por
tierra de los árboles, fulminados por la epidemia. Veo todavía al viejo jefe,
con los ojos extraviados y jadeante, mirar las escenas de espanto, las muecas
200 ■JACQUES SOUSTELLE

fúnebres de los muertos. Según los lacandones, las epidemias las causa un
dios malo, Kisín, que traspasa con flechas invisibles a los hombres a quie­
nes ha condenado, como el Apolo de La Ilíada. El jefe silba como silbaban
esas flechas en el espacio; con el índice, describe su trayectoria infalible, se
golpea violentamente el pecho, hipando, finge rodar por tierra en medio
de sufrimientos intolerables. Todo eso había permanecido intacto en su
memoria, y no bajo la forma de recuerdos intelectuales y enfriados, sino
como impresiones aún vivas en sus nervios y en sus músculos. Nos hacía
estremecer casi, pareciendo ver en el aire una forma espantosa que nues­
tros ojos no veían, la del arquero funesto.
Entonces los supervivientes huyeron hacia el noroeste, muy lentamen­
te sin duda y con largas paradas, puesto que para no morir hay que sem­
brar maíz antes de cada temporada de lluvias, y esperar la estación de
secas para cosecharlo. Habían llegado al Río Lacantún, pasando así a terri­
torio mexicano (pero, ¿qué es una frontera, qué es México o Guatemala
para los hombres de la selva?); allí habían tropezado con K'ayum, cuyas
flechas de punta de sílex no erraban su blanco más que las del dios de las
epidemias. Y habían huido de nuevo, a lo largo del Río Jataté, cambian­
do de campamento varias veces todavía. Chank'in se había convertido en
un hombre, había tomado esposa. Su primera mujer había muerto, enton­
ces tomó dos, después de haberse ahogado uno de sus compañeros. Dos
terrores eternos le quedaban de aquella fuga que había durado toda una
vida: la enfermedad y el guerrero K'ayum. En el momento que lo cono­
cimos, el grupo que capitaneaba iba a separarse en dos, en busca de tierras
mejores. Ése es un aguijón perpetuo que empuja a estos indios siempre más
lejos y pulveriza a sus grupos a través de los millares de kilómetros cua­
drados de selva. A l cabo de algunos años, la tierra desmontada se vuelve
infértil, y las zarzas renacen incesantemente más vivaces. Entonces se van,
esperando siempre encontrar la tierra que permanecerá eternamente fér­
til, en la que jamás brotarán esos horribles brezos bajos, espinosos, que el
lacandón teme. Y de este modo vagan desde siempre como en busca de un
espejismo.
Los lacandones creen también que los diversos lugares son más o menos
favorables a la fecundidad de las mujeres. Ésa es una vieja idea común a
muchas civilizaciones, asimilar la mujer-madre a la tierra-madre. Cuando
un grupo carece de niños, atribuye esa desgracia a la naturaleza misma del
lugar donde se ha establecido. Igualmente, si un indio muere, lo entierran
bajo un otero en su cabaña o en el campamento, y van a instalarse a otra
parte. Se trasladan a una distancia de varias leguas, donde construyen
LOS ADORADORES DEL SOL, 1934 • 201

chozas provisionales, y en un ir y venir innumerable evacúan todas las


posesiones de cada familia, hamacas, calabazas, armas, incensarios divi­
nos, simientes y estacas de diversas plantas cultivadas. Pronto el antiguo
emplazamiento se ha convertido en lo que llaman allá un acahual, inex­
tricable espesura, literalmente trenzada de plantas espinosas y cortantes,
lianas elásticas, matorrales erizados enmedio de los cuales los postes de las
chozas abandonadas subsisten aún algunos años, como un último testi­
monio de los hombres que vivieron allí. Luego los árboles se elevan, tem­
porada de lluvias tras temporada de lluvias, ahogan bajo ellos la maleza,
suben, cimentan como una bóveda de piedra sus hojas entrelazadas por
unas decenas de años todavía, y después será la selva de nuevo, esa selva
que tritura bajo la presión de sus troncos y de sus raíces las paredes de los
templos mayas.
Entre los lacandones del noroeste, los del lago Petjá, el Río Jetjá y
aquellos que he conocido más tarde, los dioses son numerosos y varia­
dos, con atribuciones muy distintas, una mitología, toda una literatura
oral de leyendas que se transmiten de una generación a otra. Entre los
indios aislados, venidos de Guatemala, se diría que el panteón se ha jerar­
quizado y simplificado. En el templo, los incensarios cuyo rostro más
plano no tienen esa mueca inquietante de los dioses del lago Petjá, repre­
sentan al Sol, K'in; piedras grises recogidas en una colina de los alrededo­
res, y sobre las que se quema el copal, simbolizan a la selva, Mu-ur. Toda
la religión de estos lacandones tienen por centro el Sol, al que llaman tam­
bién Kyum (yum, padre o tío, es otro título que se da a los dioses).
Cuando hablan del Sol, los indios vuelven el rostro hacia el cielo, luego,
con el índice, describen en el aire el recorrido del astro, lanzando a la vez
un largo silbido. Ésa es su manera de expresar a ese cuerpo celeste en las
alturas inaccesibles. Según ellos, cuando el Sol declina al atardecer, llega a
las cimas de los árboles y baja a lo largo de las ramas y al interior del
tronco y de las raíces, para retirarse bajo tierra. Pasa la noche en el mun­
do subterráneo, de donde surge para reanudar su vuelo en el cielo. El prin­
cipal temor de los lacandones es que el Sol deje de reaparecer, sumergido
en las profundidades de la tierra. Todos los ritos, todas las ceremonias,
tienen por objeto principal impedir esa desgracia y asegurar a las revolu­
ciones del astro la regularidad que nos parece, a nosotros, tan natural. A
intervalos fyos, es indispensable presentar a los incensarios de máscaras
humanas que representan a K'in, ofrendas sin las cuales el curso de la
naturaleza se detendría. Esas ofrendas consisten en una papilla de maíz
mezclada con agua, que llaman en México pozol y en lacandón K'ayem.
«(12 • JACyüIvS SOUSTELLE

El día mismo de nuestra llegada pudimos asistir a una de esas ceremo­


nias de ofrenda. El viejo jefe oficiaba con gravedad rodeado por cuatro
hombres adultos del campamento. En el altar, frente a los incensarios,
alineó calabazas, que tenían grabado un círculo provisto de rayos, símbo­
lo del dios Sol, y que contenían el pozol. Nos habíamos acurrucado en el
exterior para no molestar a nuestros nuevos amigos; vimos al jefe tomar
una larga cuchara de madera, extraer algunas gotas del calabazo y pro­
yectarlas a los cuatro puntos cardinales, pues el templo estaba orientado
bastante exactamente de norte a sur, los incensarios de frente al mediodía.
Pronunciaba majestuosamente las fórmulas sagradas, encendía en las
copas el copal del que ascendía un humo azulado. En ese momento comen­
zó a llover. Los indios dudaron un poco, luego, amistosamente, nos hicieron
seña de entrar, aun a Georgette, única mujer que haya sido jamás admi­
tida en un templo lacandón, pues a las mujeres indígenas se las mantiene
cuidadosamente apartadas de ellos. En el altar reposaba una gran concha,
de la que se apoderó Tárano y, a una señal del jefe, le arrancó un reso­
nante mugido. Así participábamos en la ceremonia misma. No he encon­
trado tolerancia semejante en ninguna otra parte entre los lacandones; creo
que este grupo no había tenido nunca contactos enfadosos con extranje­
ros, como lo han tenido los del noroeste; no había pues razón particular
de desconfianza.
Cuando se pregunta a los lacandones la razón de esas ofrendas de
pozol responden invariablemente: "No hay k'ayem, no hay Sol", y añaden
en general: "No hay mujeres, no hay k'ayem." Es que la mujer india, si
bien debe evitar el penetrar nunca en el templo (lo cual, dicen, la harían
herir de muerte por los dioses airados), goza de una importancia extraor­
dinaria en lo que se refiere a la preparación de la ofrenda. Frente al tem­
plo está edificada una cabaña muy pequeña, un refugio más bien, con un
techo rudimentario sobre cuatro pilares, y allí es donde las mujeres elabo­
ran el pozol destinado a los dioses. Con todo, no se trata de cualquier
mujer. De cuatro mujeres adultas, no hay más que dos, las de mayor
edad, a las que se permite cumplir con esa tarea sagrada de la que depen­
de la existencia del grupo a los ojos de sus miembros. Es que este pozol no
es el pozol ordinario que cualquier mujer puede hacerle a su marido; para
prepararlo, dicen los indios, hay que "saber". ¿Saber qué? Eso es lo que no
está nada claro. Probablemente sólo las mujeres viejas están instruidas en
la significación profunda de la ofrenda, y sin duda también de ciertos ritos
o fórmulas que hay que incorporar en el trabajo del k'ayem. En todo caso,
la mujer es necesaria para el ejercicio de la religión. Los hombres cuyas
LOS ADORADORES DEL SOL, 1934 * 203

mujeres no "saben", asisten a la ceremonia pero no tienen incensarios


propios. Son, por así decirlo, ciudadanos inferiores. En el templo de nues­
tros lacandones no había sino dos series de incensarios: una del jefe,
porque la más vieja de sus mujeres "sabía" preparar las ofrendas; otra per­
tenecía al joven Chank'in, cuya esposa está igualmente iniciada. Eso nos
ayuda a comprender uno de los aspectos de la poligamia entre los indios.
Sólo ciertas mujeres, generalmente las de mayor edad, pueden llenar las
funciones religiosas indispensables a sus maridos para representar un
papel social importante en el seno de cada grupo. La mujer joven da hijos
(todos los lacandones quieren tener muchos niños, pero las familias no
pasan casi nunca de tres o cuatro); la vieja permite a su marido ocupar
un lugar propio en el templo común.
El templo de los lacandones contenía una copa bastante hermosa del
barro cocido decorado de rojo y negro, y que revelaba una habilidad
técnica muy superior a aquélla de que dan prueba estos indios. Cuando
le pregunté al jefe de dónde provenía, me dijo que la había encontrado en
una gran casa de piedra, en lo alto de una colina cercana al campamen­
to. ¡Una casa de piedra! Pensé en ruinas, en palacios enterrados bajo la
vegetación.
-Pero, ¿estás seguro? ¿Una casa?
-Sí. Sí, iuatoch, uatoch! (casa).
-Iremos mañana, dije inmediatamente.
El viejo jefe pareció en seguida bastante turbado. Chambor se enfurru­
ñó y al instante siguiente entró en una violenta cólera, diciendo frases
incoherentes, de las que se desprendía que los dioses iban a desencadenar
toda suerte de calamidades, que no debíamos ir a sus casas, que todos
íbamos a morir, etcétera. Hubo que calmarlo, con grandes trabajos, pero
quedó entendido que partiríamos al día siguiente por la mañana. Ese día
siguiente fue el 3 de febrero de 1934, que era el de mi cumpleaños.
Había llovido excesivamente toda la noche (aunque diariamente Cham­
bor afirmaba con gravedad que no llovería... mucho, añadía después
de una ligera vacilación), de suerte que el sendero era una cloaca en la que
dábamos traspiés como beodos, resbalando a cada paso. Contorneamos al
pie de una colina cuya altura era imposible determinar, pues en cuanto
entramos en la espesura de la selva, no vimos ya nada, nuestras miradas
topaban con el impenetrable hacinamiento de las hojas, de las lianas, de los
troncos, de las flores. Al cabo de una hora de marcha quizá, llegamos a
un pequeño río, un arroyo más bien, de aguas lívidas, del que se despren­
día un olor de azufre que nos agarró la garganta; luego abandonamos al
m • JACQUES SOUSTELLE

sendero y comenzamos a trepar casi verticalmente contra el flanco de la


colina, resbalando, cayendo, bajo las duchas incesantes que provocaba
el menor movimiento, pues la selva estaba saturada de agua por el chubas­
co de la noche. Penosa y lenta ascensión en pos de los silenciosos e infati­
gables lacandones que se deslizaban con facilidad entre la espesura y las
rocas. De pronto, los tres indios (el jefe y otro hombre se habían queda­
do en el campamento) se detuvieron, pintado en sus rostros un religioso
temor, y nos designaron algo. Allí era. Me precipité. ¡Una caverna! Desde
entonces he visto que los lacandones llaman siempre a las cavernas
"casa de piedra"; por extraño que esto pueda parecer, no establecen dife­
rencia alguna entre las grutas naturales y las ruinas mayas de Yaxchilán
o de otra parte. Para ellos, que construyen con madera y con hojas, son
cosas igualmente incomprensibles y formidables, que sólo seres sobre­
naturales pueden haber edificado. Fue una desilusión para nosotros. Sin
embargo, entramos.
Aquella caverna se componía sólo de una única sala, enteramente
abierta al exterior, con el suelo cubierto por una delgada capa de tierra
de nuga. A l remover un poco esta tierra con mi machete, provoqué un
nuevo arrebato de Chambor (tuvo dos o tres más aquel día), pero saqué a
luz innumerables fragmentos de alfarería. Era una alfarería totalmente
diferente, por su apariencia y por la técnica que suponía, de lo poco que los
lacandones saben hacer. Allí era, me dijeron nuestros guías, donde había
encontrado la hermosa copa que conservaban en el templo. Todo eso me
hizo sospechar que podían encontrarse muy bien todavía otros rastros
de una población que antiguamente hubiera vivido en esas grutas. Pregun­
té a los indios si no había más "casas". Claro que sí, conocían otra mucho
más grande. Franqueamos rápidamente la corta distancia que nos sepa­
raba de ella.
Esta vez era en serio. Comenzamos por penetrar en la entrada y baja­
mos en la oscuridad por una especie de rampa de pendiente suave que nos
condujo a un piso inferior que daba todavía al exterior por una pared
desplomada. A nuestros pies, ahora, se abría un pozo sombrío, vertical,
bastante estrecho, en el cual se alzaba un tronco de árbol escamondado a
guisa de escala. Decidimos dejar arriba a Georgette y a Chambor, y comen­
zamos a bajar a lo largo del tronco que se plegaba bajo nuestro peso, lenta­
mente, para tocar una pendiente más suave y llegar al fin a una pequeña
sala, en la que tuvimos que prender nuestras linternas eléctricas. Con noso­
tros estaban Chambor "júnior" y Chank'in.
LOS ADORADORES DEL SOL, 1934 * 205

En una de las paredes se abría una estrecha fisura; me acerqué y


lancé una exclamación de sorpresa: ¡aquella hendidura de la roca estaba
tapiada! Un amontonamiento muy regular de piedras hecho indudable­
mente por la mano del hombre, la tapaba, no dejando más que una peque­
ña puerta muy baja. Los dos lacandones no las tenían todas consigo;
jamás, nos dijeron, habían pasado esa puerta y se veía bien que no tenían
el menor deseo de adentrarse más en el reino subterráneo. Pero no fue esa
nuestra opinión, y nuestros guías nos siguieron pues esta vez no sabían
jota más que nosotros. Franqueábamos la puerta.
Los rayos de las linternas eléctricas se quebraban contra las paredes
y el techo de una vasta cripta, erizada de estalactitas y de estalagmitas,
cavada en una roca amarillenta. ¿Cavada por quién o por qué? Un olor
acre nos lo reveló muy pronto: por el agua sulforosa que se deslizaba al
pie de la montaña después de haberla perforado con un sistema de caver­
nas inmensas. Pues en las paredes se abrían diez o quince hendiduras sufi­
cientes, aunque con trabajo, para el paso de un hombre, y cada uno de
aquellos estrechos corredores parecían dar a una nueva sala. Seguimos uno
al azar. Otra cripta tan vasta como la primera.

Lacandones en la ribera del lago Nahá, 1070. (Fotografía de Gertrude Duby.)


4WI • JACQUES SOUSTELLE

En total, caminamos unas dos horas bajo tierra, pasando de una sala
a otra, explorando sumariamente cada una; a medida que caminábamos
el aire cálido y húmedo se hacía cada vez más difícil de respirar. Sólo el
ruido de nuestros pasos y el toc-toc-toc de las gotas cargadas de azufre que
caían de la bóveda rompían el silencio. En algunos lugares, pequeños char­
cos sulfurosos se acumulaban en las oquedades de la roca amarillenta.
-M e siento muy raro -decía Tárano. Me pidió un cigarrillo, lo cual en
él era un signo de inquietud, pues no fumaba casi nunca. Los lacandones
se encorvaban, se juntaban, se hacían pequeños, como para escapar de la
mirada cruel de algún ser maligno agazapado en la sombra. En una de las
salas más alejadas, al remover la tierra, encontré algunos fragmentos de
alfarería: así pues, habían vivido hombres allí, en aquellas profundida­
des; los mismos hombres que habían tapiado la entrada. Pero, ¿quiénes
pues? ¿Quiénes eran aquellos habitantes de las cavernas? ¿Aquellos hom­
bres que sabían hacer piezas de alfarería con asas, como son incapaces de
fabricarlas los lacandones; y que podían construir un muro de piedra
con una entrada perfectamente normal? Es una pregunta a la que no he
podido responder todavía.
El aire se hacía cada vez más pesado y, sobre todo, la complicación del
laberinto no hacía sino crecer a medida que nos adentrábamos más. Había,
pues, un serio peligro, el de no encontrar el camino de regreso en medio de
aquella desconcertante multiplicidad de salidas, una sola de las cuales con­
ducía al aire libre. Frente a una de ellas dejé mi revólver, frente a la otra mi
sombrero, luego una mascada. Pero nada me permitía ver el fin de aquel
paseo subterráneo. Las pilas de nuestras linternas no eran nuevas, y si se
apagaban... Seguimos adelante una vez más para ver otra sala, horadada
también ésta por una veintena de aberturas, luego dimos media vuelta.
Esta vez los lacandones nos precedieron, a todo correr. La luz verdosa de
la selva nos deslumbró, el aire puro nos hizo tambalearnos. Por contras­
te, sentíamos todavía más la extraordinaria pesadez de la atmósfera de las
grutas. A l cabo de un instante de reposo reanudamos el camino de vuel­
ta; yo llevaba, clasificadas en pañuelos, muestras de los diversos trozos de
alfarería encontrados.
Obtuve después la versión india de la aventura. Según los lacandones,
esas cavernas y esos abismos de la tierra son sencillamente el habitáculo
nocturno del dios K'in, el Sol. Ésta era una idea muy antigua entre los
mayas; el Sol sale de las profundidades de la tierra y regresa a ella. En
las paredes de los monumentos se ve a menudo, esculpido, un monstruo
deforme que es el dragón terrestre, y de sus fauces se escapa el jeroglífi­
LOS ADORADORES D EL SOL, 1934 * 207

co del Sol, o sea su rostro de dios. Los lacandones han permanecido fieles
a esta tradición. Habíamos, pues, penetrado en ese mundo de tinieblas en
que el astro reposa de su carrera celeste. Eso era lo que explicaba, nos dije­
ron los indios, el muro de piedras que cierra la entrada como la de un
palacio, y los rastros de vida que representan los fragmentos de alfare­
ría; pues es preciso que el Sol, en su mansión subterránea, coma y beba
como todo el mundo. Q.ue hayamos podido realizar esta hazaña impune­
mente, que esta verdadera profanación no haya sido castigada por el dios,
eso fue lo que nos revistió a los ojos de los lacandones de un extraordi­
nario prestigio. Todo el dia siguiente pasaron el tiempo discutiendo esta
asunto con muchas exclamaciones; los que habían bajado en nuestra com­
pañía no se cansaban de relatar a los demás lo que habían visto. Desde
ese día, su confianza en nosotros fue total, puesto que el dios solar había
aceptado sin cólera nuestra intrusión en su morada oculta. Por ejemplo,
me suplicaron que no dejara tirados en el campo los objetos que había
traído de nuestra exploración. Pues nunca se sabe, dijeron, podría produ­
cirse algo, podría sobrevenir una desgracia.
Por la noche, nos reuníamos con los lacandones ante la choza del jefe,
cerca del fuego. Aparte el resplandor rojizo de aquel fuego, de nuestro
hogar y del de otra choza, todo era noche. El viento pasaba por sobre nues­
tras cabezas en la cima de los árboles, trayéndonos su olor húmedo; entre
las desgarraduras de las nubes, aparecían estrellas. Los indios las señala­
ban con el dedo y nos decían:
¡Sap'! ¡Set'!
Nunca pudimos saber si esas palabras se aplicaban a tal o cual estrella;
es una de las cosas que no pudimos poner en claro, y desgraciadamente
hay cierto número de ellas.
Tuvimos mejor éxito en lo que se refiere a un tema evidentemente
más terrestre: la propiedad. Hay que decir ante todo que la idea de la pro­
piedad privada tal como la entendemos, con su derecho de uso, de abuso
y de destrucción, no existe entre estos indios. Se posee aquello de que se
sirve uno, y no se lo posee casi más que en la medida en que se sirve uno
de ello. Además se sirve uno de ellos para una colectividad que tiene a su
cargo y que suministra su parte de trabajo. Cada jefe de familia, por
ejemplo, es propietario de ciertos terrenos; es decir que los ha desmon­
tado, que los cultiva, y que alimenta a su familia con su producto, ayu­
dado por su yerno o sus hijos. Un hombre, desde el momento en que se
casa y vive en su propia choza con su mujer, posee forzosamente "milpas"
(campos de maíz); pero eso forma parte de la definición del hombre
*208 • JACQIJKS SOUSTELLE

adulto en el ánimo de los lacandones. No conciben a un hombre sin tierras,


más que a un hombre sin cabeza. Ahora, que se transporte uno a otro
lado, olvida completamente que ha "poseído" tal o cual pedazo de tierra,
ya recobrado por la selva. No hay propiedad permanente.
Cuando un muchacho llega a la edad adulta, pueden presentarse dos
casos: o bien se "casará" con una prima más joven que él, irá a vivir a casa
de su tío y trabajará con éste en su milpa; no tendrá, pues, tierras "suyas"
hasta que pueda llevarse a su mujer a la choza que él mismo habrá
construido.
O bien, no contraerá compromiso alguno, y entonces su padre lo
llevará fuera del campamento para hacerlo desmontar una milpa y
cultivar en ella su maíz. En realidad esto no es más que un símbolo,
pues el joven se contenta con estar presente y ayudar un poco a su padre.
El hijo mayor del jefe, Chambor, había tenido su milpa; desde su matri­
monio con su prima, había abandonado su campo para trabajar el de
su tío. En cambio, el segundo hijo, K'ayum, que debía de tener unos doce
años, poseía en teoría una milpa propia. Naturalmente, pasaba el tiempo
jugueteando y divirtiéndose alrededor de las chozas, y el viejo Chank'in era
quien hacía la mayor parte de los trabajos.
Así pues, salvo el caso del matrimonio entre primos, que hace del joven
una especie de vasallo de su tío hasta la separación de los matrimonios,
todo hombre debe tener su tierra y cultivarla; cuando todavía es dema­
siado joven, el padre suple al hijo, pero desde la edad de dieciséis años,
todo lacandón cultiva su maíz y lo vierte en el "fondo común" de la
familia. Inclusive, entre nuestros lacandones, Chank'in "júnior" confiaba
igualmente la guarda de su maíz al viejo jefe, y estoy seguro de que no
tuvo motivo de queja. Pero la expresión "confiar la guarda" es inexacta.
Nadie llevaba contabilidad. Todo el maíz se juntaba y cada quien tomaba
lo que quería.
La fase más importante del cultivo del maíz en esta selva es prender
fuego a la maleza, de modo de despejar el suelo y fertilizarlo al mismo
tiempo, gracias a las cenizas. Se pone en marcha los incendios justamen­
te antes de las grandes lluvias. El hombre se dirige a la milpa, enciende el
fuego por medio de una varilla de madera dura, cuya extremidad bastan­
te fina gira en un agujero redondo practicado en la superficie de un trozo
de madera más tierna. Se hace girar la varilla entre las palmas de las
manos, y la mayor dificultad consiste en no ralentar nunca el movimien­
to de vaivén. Ahora bien, las manos resbalan hacia abajo, y hay que reco­
brar su posición en alto con la rapidez del relámpago. Fritz y yo, bajo la
LOS ADORADORES DEL SOL, 1934 • 209

mirada zumbona de Chank'in, sudamos sangre y agua sin lograr prender


la menor chispa, después de lo cual el lacandón nos hizo una demostra­
ción. Junto al agujero donde va a girar la extremidad de la varita, esparció
cuidadosamente borra de algodón muy seca, y luego comenzó a imprimir
al aparato un movimiento extremadamente rápido. La madera dura ras­
paba la madera tierna, un polvo fino salía del agujero y se calentaba poco
a poco. Finalmente, apareció un puntito rojo en el algodón, luego otro. Viva­
mente, el lacandón recogió con cuidado el algodón y el polvo de madera
sobrecalentado, y sopló suavemente: un chirrido, un poco de humo,
¡fuego!
Para volver a la cuestión de la propiedad, creo que lo que correspon­
dería más a la noción occidental sería la propiedad de las armas, del arco
y de las flechas. Cada uno de los hombres tiene su arco y sus flechas que
ha fabricado él mismo desde las puntas de sílex hasta la cuerda de corteza
de majahua y la guarnición de plumas de perico. Se apega enormemente
a ellos, y conserva todo su armamento colgado del techo de su choza, con
provisiones de flechas y paquetes de sílex no tallados aún. Por su parte,
las mujeres tienen el dominio de todos sus instrumentos de trabajo, mor­
teros y manos de mortero, husos y telares. Ellas solas se ocupan en los
cultivos pequeños, como el chile, y de las gallinas, cuando las hay. ¿Puede
decirse que hombres y mujeres comparten "la propiedad? Ni siquiera.
Simplemente, como no hay propiedad pura, por decirlo así, propiedad de
derecho romano, sino solamente la liga éntre ciertas cosas y las personas
que se sirven de ellas y en la medida en que se sirven de ellas; a ningún
hombre le vendría la idea de ir a quitarle a una mujer su telar, por ejem­
plo. ¿Qué haría con él? No sabe servirse de él. ¿Venderlo? Pero, ¿a quién?
En suma, no puede haber robos. Esto no quiere decir que los lacandones
sean "salvajes buenos" moralmente superiores a nosotros y que no tienen
más que buenos sentimientos. Son perfectamente capaces de pelearse y
de matarse por otras razones, por ejemplo, para quitarse a las mujeres.
Pero hay todo un vasto dominio de miserias y de villanías que proceden
entre nosotros de la propiedad privada tal como la entendemos, y en el cual
no entran los indios porque las condiciones naturales y económicas en que
viven no dan ocasión de hacerlo. Tierra, hay para regalar. Todo lo que nece­
sita cada uno se lo fabrica. El maíz de una familia o de un grupo de fami­
lias aliadas les es común; la sencillez misma, el carácter rudimentario de
su civilización, los conserva al abrigo de la mayor parte de nuestras riva­
lidades, de nuestros celos y de todas las desgracias que la propiedad pri­
vada del occidental acarrea necesariamente.
*10 • JACQUHS SOUSTELLE

Observé entre otros lacandones, que habían estado en contacto con


los "monteros", un caso de robo: el robo de una hacha que los mexicanos
habían dado a un indio a cambio de maíz u otros servicios. Es que un hacha
es un objeto de hierro irremplazable que ningún lacandón puede fabricar
por sí mismo; no puede satisfacer su codicia más que robándola. Hay que
decir también que el culpable era un pobre diablo para ser lacandón;
hablaré de él en su lugar.
A l regreso, remontamos el Río Jataté en piragua, con los lacandones,
hasta su confluencia con el Perlas. Vasto río verde jade cortado por rápi­
dos blancos de espuma, en el que los indios se precipitaban levantándose
sus túnicas sin avergonzarse por sus cuerpos desnudos para tirar de la
embarcación o empujarla con todas sus fuerzas. Del confluente partimos
siguiendo la brújula para buscar el lago llamado "Miramar", que había­
mos percibido desde lo alto de los aires. Fue una de nuestras más rudas
jornadas, del alba a la noche tanteando en la maleza más espantosa que
haya visto en mi vida, sobre hondonadas lodosas, entre todas las plantas
más cortantes, arañantes, ásperas y encarnizadas en retenernos. Campa­
mento en el lodo cerca de un pequeño lago oculto en el follaje, un lago de
agua estancada en el que los caimanes se zambullían y resoplaban. Fritz
se divertía disparando contra ellos; después de cada detonación, el ruido
de la fuga desdentada de un cuerpo escamoso lanzado al través del agua
como un torpedo, después nada ya. Los cocodrilos se van a morir en plena
agua, y se necesitaría una piragua para darles alcance. Cuatro lacandones
nos habían acompañado, un poco inquietos por encontrarse tan lejos de
su casa, pero les había yo prometido mi hermoso machete nuevo, que les
di en efecto en el momento de partir, y creo que semejante regalo los habría
hecho ir al fin del mundo. Era extraño ver a aquellos pequeños seres de
largos cabellos, envueltos en sus amplias túnicas, seguir la pista al mis­
mo tiempo que, en voz baja, se comunicaban reflexiones. Para comer se
sentaban en el suelo, sacaban de sus redes de acarreo calabazos grabados
en los que mezclaban con agua el maíz que habían llevado como provi­
sión. Antes de llevarse el alimento a los labios, metían la punta de los dedos
en la papilla, y arrojaban gotas a los cuatro puntos cardinales salmodiando
una breve fórmula con tonos ascendentes y descendentes.
Si no hiciéramos eso, habría tormentas, y luego vendrían tigres y nos
devorarían, decía Chambor.
Por la noche, encendían su fuego apartado del nuestro, y siguiendo la
costumbre de los lacandones, no dormían más que con un ojo, poniendo
leña a cada instante en el hogar, cuchicheando y lanzando carcajadas
ahogadas.
LOS ADORADORES DEL SOL, 1934 • 211

Llegamos por fin al lago Miramar, enorme extensión de agua desierta


bajo los vapores grises del cielo cargado de lluvia, que rodaban pesada­
mente hasta el ras de la superficie. Es quizás uno de los lagos indicados
en el único mapa de estas regiones que existe actualmente, el del explora­
dor Maler, hecho a fines del siglo pasado, pero es por lo menos cuatro o
cinco veces más grande de lo que aparece en el croquis; en cuanto a los
lugares donde habitan los lacandones, Maler los dejó en blanco con la
mención: "Desiertos no explorados.” El lago Miramar (fueron los monte­
ros los que lo llamaron así en su época de esplendor) es mucho más vasto
que el lago Petjá, y, además, por falta de piraguas, no pudimos explorar
las ensenadas que parecían abrirse en diversas escotaduras de la costa.
Cerca de la ribera meridional se veía un pequeño grupo de islas, pero hubo
que renunciar a visitarlas, siempre por falta de embarcación.
La orilla a la que habíamos llegado, que está del lado oeste, es extre­
madamente rocosa y accidentada. Al explorar en las anfractuosidades
de los cantiles, encontré más fragmentos de barro cocido semejantes a
los de las cavernas de la colina, una espiga de maíz fosilizado a medias, y
un fémur humano que está hoy en el museo. Así pues, el pueblo de las
cavernas vivió aquí también. ¿Eran lacandones? En todo caso, ninguno
de los que he conocido tenía el menor recuerdo de que gentes de su raza
hubieran habitado nunca en cavernas, y menos todavía a orillas del lago
Miramar.
Despedidas.
-¡Regresen! ¡Tráigannos perros! ¡Tráigannos machetes!
-¡Dentro de una luna! -les decíamos para no causarles pena.
Fue con una repentina tristeza como los vi alejarse, formarse en la
orilla del campo donde habíamos aterrizado, pequeñas siluetas medrosas,
devoradas por el Sol, en tanto que la hélice roncaba, que arrancábamos
cabeceando sobre el suelo, y que Fritz manejaba el mango de escoba.
Los vimos ya muy abajo, con los ojos levantados hacia nosotros, estupe­
factos y sin duda abrumados de terror, luego vimos toda la sabana, la con­
fluencia centelleante de los dos ríos, la cabaña donde habíamos dormido
cerca del Jataté; más lejos todavía la selva, el lago Miramar, y el pico de
pilón de azúcar al pie del cual se esconden entre la verdura las chozas
de los lacandones. Ascendíamos. No vimos ya frente a nosotros más que
la montaña donde reverbera el lago Ocotal, luego la montaña se encontró
debajo de nosotros, con las brumas que se deshilachan perezosamente en
las copas de los árboles. La sabana se ocultó a nuestra vista, con sus
cuatro lacandones como puntos. Ahora sí nos íbamos.
Capítulo 15

Encuentro con un tigre mañoso, 1944

Miguel Álvarez del T oro, zoólogo

M ig u e l Á l v a r e z del Toro es nacional e internacionalmente conocido como el


diseñadory fundador del maravilloso Jardín Zoológico de Tuxtla Gutiérrez.
Además, es el celebrado autor de varios libros sobre lafauna silvestre chia-
paneca. Entre ellos cabe mencionar Las aves de Chiapas, Los mamíferos
de Chiapas, Los reptiles de Chiapas. En 1952 recibió el Premio Chiapas por
su labor científica al servicio y en defensa de la naturaleza del estado.
Miguel Alvarez del Toro nació en Colima, región de clima tropical, y desde
muy joven se dedicó a la observación, la colecta y el estudio de la fauna
silvestre de su estado natal. Ya desde entonces tuvo un interés especial en
la taxidermia, o sea el arte de conservar los especímenes zoológicos. En 1938
se trasladó a la capital mexicana, donde trabajó un tiempo en el Museo de
la Flora y de la Fauna Nacionales. En 1942 viajó a Chiapas por invitación
del entonces gobernador, el doctor Rafael Pascado Gamboa, quien tenía
interés enfundar un museo. A partir de ese momento, don Miguel se dedicó
al conocimiento y la preservación de la fauna chiapaneca. Esta dedicación
lo llevó a recorrer las regiones más salvajes, apartadas, variadas y ricas en
especies que tiene el territorio mexicano. Entre estas regiones, la Selva Lacan­
dona ocupó un lugar privilegiado, por la exuberancia de su vegetación y la
abundancia de su fauna.
Don Miguel hizo su primera expedición a la selva en 1944. Como tantos
viajeros anteriores, entró en ella desde el valle de Ocosingo. Estableció su
campamento en un arroyo tributario del río Jataté, al norte del encajonado
de Las Tazas. La región estaba recién abandonada por los monteros de la
compañía Bulnes, pero parecía prácticamente virgen. Fue asombrosa la can­
tidad y la diversidad de animales silvestres que el entusiasta taxidermista
entonces pudo colectar.
En 1983, don Miguel escribió sus memorias, con elfin de "narrar simple
y llanamente las aventuras chuscas, serias, sosas y también peligrosas,
ocurridas en largos años de transitar por todo Chiapas". Es un libro nostál­
gico, hecho con la mirada retrospectiva de un hombre cansado y desespe­
ren
1 H • MICUliLÁLVAREZ DEL TORO

rado por la destrucción creciente del ambiente natural. Su título ¡Así era
Chiapas!, habla por sí mismo. Transcribimos algunas páginas del capí­
tulo m, en donde el autor narra el encuentro que en 1944 tuvo con un tigre
mañoso que habitaba las orillas del arroyo Jordán.

A l caer la tarde llegamos al lugar recomendado para acampar y cier­


tamente ése fue uno de los campamentos más agradables que he teni­
do en los cuarenta y dos años de colectar en el campo chiapaneco. El
sitio era un vértice formado por el arroyo Jordán al desembocar en el río
Jataté. El arroyo era casi un río, con mucho caudal y aguas frescas
porque corría bajo bosques umbríos; su lecho pedregoso y formando
numerosos remansos o pozas, muy agradables para los baños, aunque
en más de una ocasión encontré nauyacas por las orillas, y un día incluso
descubrí una enrollada en el fondo de una poza, bajo un metro de agua,
donde acostumbrábamos tomar el baño diario. Por su parte, el río era muy
ancho, m uy caudaloso, pero de suave corriente silenciosa, y sus aguas
tibias. Había manera pues de escoger agua fría o tibia para el baño, aun­
que en el río había cocodrilos de tamaño poco tranquilizador. El terreno
entre los dos cursos de agua era de tierra arenosa y estaba cubierto de
bosquecillos y matorrales entremezclados con espacios abiertos; toda una
variación de hábitat que ofrecía facilidades a numerosas especies de aves.
Plantamos el campamento hacia el ápice que formaban las dos corrien­
tes de agua al unirse, sobre una playa arenosa sombreada por árboles de
mediana altura, que no ofrecían peligro de venirse abajo con algún ven­
tarrón. Además, al siguiente día, durante una exploración preliminar,
descubrí una ventaja más: cruzando el arroyo por un puente natural y
siguiendo una brecha antigua, como a medio kilómetro del campamento,
había un escurrimiento de agua salitroso y a este salitrero natural acudía
toda clase de animales a picotear o lamer, según el caso, el lodo salobre;
era pues un verdadero mercado de carnes para escoger al gusto. Esto, que
parece de poca importancia, resultó ser el factor entre éxito o fracaso por­
que, conforme desempacamos las cajas de víveres, descubrimos que el
recaudador de hacienda, o más bien sus empleados, nos habían tomado
el pelo, ya que sólo había en las dichosas cajas un queso bola, toda una
colección de totopos (tortillas duras) y una gran cantidad de galletas de
fabricación casera, más duras que un hueso de toro (...).
Apenas a los dos días de instalado el campamento, tuve necesidad de
ir al "mercado de carnes". Me instalé pues en un arbolillo cercano al lodo
salobre y a los pocos minutos llegó un hermoso venado, aparte de cientos
ENCUENTRO CON UN TIGRE MAÑOSO, 1944 « 215

de palomas; dediqué mi atención al venado, ya que aportaría muchísima


más carne. Casi sin apuntar -tan cerca estaba-, le disparé un tiro que lo
derribó sin llegar a saber lo que sucedía. En el campamento ya estaban
advertidos de que, al escuchar un tiro, iría un mozo a recoger la presa;
éste se presentó a los pocos minutos y así tuvimos carne de primera por
toda una semana. De ese día en adelante, cada vez que la carne se termi­
naba, sólo tenía que ir a sentarme un rato a mi arbolillo cercano al sali­
trero y a los pocos minutos llegaba todo un surtido de jabalíes, venados,
palomas, perdices y cuanto animal viviera por la región; también los
cazadores naturales conocían el lugarcito, así que no eran escasos los feli­
nos que se apostaban en las inmediaciones y que me dieron oportunidad
de presenciar emocionantes escenas: ¡cómo lamenté no disponer de una
cámara de cine! Pero en ese tiempo no tenía ni siquiera una cámara fija
decente (...).
En ese salitrero observé bastante el comportamiento de muchos
animales. Por ejemplo, un venado llega olfateando para todos lados, se
aproxima con mucha lentitud, cuidadosamente, pero no ve para arriba;
los jabalíes llegan en manada, hacen mucha bulla y no ven tampoco
hacia lo alto. En una ocasión lo comprobé con una gran manada; no sé
cuántos serían porque al llegar a los cincuenta desistí de la tarea. El caso
es que el arbolillo que me servía de escondite pronto estuvo rodeado de
animales que se revolcaban en el lodo; con mucho cuidado descendí a
unas ramas bajas y toqué con la bota a dos o tres jabalíes; con un fuerte
resoplido y mucho tronar de dientes, salieron todos de estampida. Cuan­
do un grupo de animales potencialmente peligrosos, como los jabalíes,
huía, o simplemente se iba, todo un enjambre de palomas descendía al ins­
tante para picotear el lodo salado; en cambio, cuando llegaban los vena­
dos, las aves únicamente se hacían a un lado.
Por otra parte, y muy por el contrario, los felinos se aproximan viendo
para todos lados y, antes de dar otro paso, miran con cuidado a todos los
árboles cercanos, por lo que luego me descubrían y con un rugido de enojo
desaparecían dando un tremendo salto. Por ejemplo, una mañana, como
a las once, había en el salitrero cuando menos un centenar de palomas de
varias especies y yo me entretenía viendo sus actividades; de pronto, como
a una orden, quedaron silenciosas, inmóviles, por un instante, y al siguien­
te todas estaban en el aire con anárquico batir de alas. Inmediatamente
comprendí que algún depredador se acercaba y me puse alerta. Por la colo­
cación de las ramas en el arbolillo que me servía de escondite, mi espalda
quedaba hacia una ladera, por lo tanto la altura disminuía considerable­
i 10 ■MKiUEL ÁLVAREZ DEL TORO

mente y siempre era motivo de intranquilidad de mi parte, ya que podría


encontrarme al alcance de un tigre atrevido. Por consiguiente al compren­
der que un felino se aproximaba, nada más natural que voltease la cabeza
al escuchar un pequeño ruido a mi espalda. Como no vi nada reasumí la
posición anterior y al instante descubrí un tigre agazapado entre unos
matorrales, a pocos metros de mi arbolillo, el cual, desde luego, me estaba
cazando. ¿Cómo este animal cruzó tan rápida y silenciosamente el espacio
más o menos despejado que tenía delante? ¡Una prueba más de la agili­
dad de estos animales!
Yo estaba reclinado, semisentado en unas ramas y apoyaba los pies en
otra; el rifle, un máuser siete milímetros, lo tenía descansando sobre un pie.
De manera que al ver la actitud amenazante del bicho pinto hice un movi­
miento demasiado rápido para levantar el arma, por lo que el felino se esca­
bulló hacia un lado, ofreciendo por un instante el flanco; y estaba yo por
apretar el gatillo, cuando me chocó ver que ese animal tenía sólo un pedazo
de cola; como un relámpago cruzó por mi mente la idea de que este ejem­
plar no era adecuado para el museo, detuve el disparo y así perdí la opor­
tunidad de ahorrarnos muchos sustos y peligros porque luego resultó que
este tigre era un veterano comedor de humanos y al que incluso habían
puesto precio a su cabeza en las fincas limítrofes con la selva. Mas yo y
mis compañeros (dos mozos) no sabíamos nada: claro que esta inocencia
nos evitó mucha intranquilidad, pero a la vez nos expuso a serios peligros
porque este animal rondaba por los alrededores. Incluso, cuando regresé
al campamento ese día, después de esperar en vano algún venado, tuve un
atisbo de este mismo animal cuando cruzó la brecha delante de mí, aun­
que con una gran rapidez, lo que no impidió que alcanzara a ver su corto
rabo. Esta visión me hizo comprender que el animal había permanecido en
las cercanías y por eso ya no se aproximaron más los venados; además,
sin saber por qué, esa cola corta me originó un cierto nerviosismo, lo que
atribuí a que se parecía a un tigre dientes de sable, de las épocas pasadas.
Fue una suerte que no insistiera mucho en cazarme, porque, inocente yo
del peligro, no tomé las precauciones necesarias.
Otro día estaba yo en el mismo arbolito tantas veces mencionado, cuan­
do vi a un viejo de monte que al trote se aproximaba. Venía exactamente
en mi dirección y, al pasar bajo el árbol, se me ocurrió la idea de espan­
tarlo. Le hice ruido con las botas y también con la boca, mas resultó todo
lo contrario, porque el animal en vez de salir de estampida, como yo espe­
raba, levantó la vista y al mirarme erizó el pelaje y empezó a dar saltos
corriendo alrededor de mi árbol. Esta acción me sorprendió, a la vez que
ENCUENTRO CON UN TIGRE MAÑOSO, 1944 • 217

con recelo me di cuenta de que materialmente me tomaba la medida.


Rápidamente subió a un árbol cercano y calculó la distancia hacia donde
me encontraba; no le gustó, bajó de nuevo al suelo y escogió otro árbol;
todo este tiempo gruñendo de un modo poco tranquilizador. Subió otra
vez y volvió a calcular la distancia, haciendo como que brincaba, mas tam­
poco quedó satisfecho y trepó a otra rama que estaba a mayor altura
y desde donde podía saltar sobre mí. Todo este tiempo yo estuve contem­
plando las maniobras; no tenía miedo porque el viejo de monte, después de
todo, es un animal pequeño, pero cada vez más alarmado me convencí
de que efectivamente este feroz mistélido intentaba saltar a mis hombros
o la cabeza. Yo estaba armado con el rifle, demasiado grande para un
ridículo animal del tamaño de un perro mediano, además no quería hacer
tanto ruido; lamenté no tener a la mano un riflecillo 22. Cuando ya no
hubo duda de que el animal saltaría sobre mí, y cuando menos me haría
caer del árbol, levanté el arma y disparé al mismo tiempo que el viejo
de monte saltaba. La pesada bala lo encontró en el aire, a una distancia de
unos tres metros y lo aventó hacia arriba, mientras el estampido reso­
naba estruendosamente (...).
Con un disparo tan ruidoso, como el que me vi forzado a utilizar para
defenderme, comprendí que los animales, que ya estaban por llegar al
salitrero, de seguro se habrían espantado; además, estaba el olor dejado
por el mozo que llegó. Por lo tanto, bajé del árbol y caminé por la brecha
un poco más; la vereda, picada o brecha, ya que todos estos nombres
se aplican por igual, pasaba un trecho largo por la orilla del río, en un
lugar desprovisto de selva. De pronto, al ir caminando, me detuve al escu­
char una gran algarabía de guacamayas. Caminé de prisa hasta alcanzar
un recodo que me permitiera ver el sitio de la bulla y quedé pasmado
del espectáculo que veían mis ojos. Del otro lado del río, una gigantesca
ceiba estaba materialmente cubierta de estas hermosas aves, a tal grado
que el árbol parecía tener un follaje escarlata. Los gritos y pleitos eran
desde luego ensordecedores, pero la escena era de una gran belleza y colo­
rido; un espectáculo que ya no puede verse más pues la caza inmoderada
ha hecho que esté a punto de extinguirse su especie (...).
Una tarde, caminando por una picada que se dirigía curso arriba del
arroyo, me encontré de improviso con un gran ocelote que arrastraba un
venado cabrito, o de montaña, como le llaman en Chiapas. El felino se
disgustó por la intrusión y comenzó a gruñir desafiante, pero dudando
si hacerme frente o dejar tan sabroso bocado. Finalmente, gruñiendo sorda­
mente, comenzó a retirarse con lentitud y creo que ni siquiera sintió el
218 • MIGUEL ÁLVAREZ DEL TORO

tiro en el cráneo, que le quitó la vida. La razón que el ejemplar era muy
grande y en el museo no teníamos aún esta especie; posteriormente, ya
en Tuxtla, preparé a los dos imitando la escena que había visto, es decir, el
ocelote atacando el venadito. Desgraciadamente este bello grupo dramá­
tico fue destruido por la falta de una vitrina adecuada.
Esa tarde regresamos pues al campamento con un ocelote y un vena­
do, dedicándonos todos a la molesta tarea de desollar los dos ejemplares. El
venadito estaba en perfecta condición y muy fresco: seguramente cuando
lo encontré, el ocelote acababa de capturarlo; estaba además m uy com­
pleto porque solamente mostraba una cortadura de garra en el lomo y unas
dentelladas en el cuello. Nos proporcionó una excelente carne bastante
suave. Por su parte, el ocelote nos dio la oportunidad de hacer un magní­
fico descubrimiento, que de ahí en adelante nos suministró, cada vez que
lo deseábamos, una regia comida: y ¡vaya comilonas! Resultó que el mozo
encargado de aliñar este animal llevó el cuerpo hasta la orilla del arro­
yo. Cuando concluyó, como ya terminaba el día y por simple flojera, dejó
el cuerpo en la orilla, parcialmente dentro del agua; por la noche alguno
fue a traer agua para la cena y regresó corriendo con la noticia de que había
una gran cantidad de piguas, o langostinos de río, devorando el cadáver.
Nunca había yo visto tal cantidad de estos animales y de tal tama­
ño; el cuerpo del ocelote estaba materialmente cubierto de estos crustáceos;
todos chapoteaban, jaloneaban y luchaban sin hacer el menor caso de una
vara que seleccionaba los más grandes. Los cangrejos de río, langostinos,
o piguas, como les llaman en Chiapas, eran, en ese arroyo, del tamaño que
uno solo bastaba para saciar a una persona. Disfrutamos esa noche de una
magnífica cena y de ahí en adelante, cada vez que lo deseábamos, sólo
bastaba dejar un trozo de carne en el agua y, al anochecer, cualquiera
podía ir a cosechar el número necesario de piguas, tan sólo armado de una
estaca o de un machete.
Una plácida mañana, como a las once horas, estaba yo preparando
ejemplares de aves sobre una mesa rústica que habíamos construido de
ramas y colocado a la sombra de unos árboles, como a unos treinta metros
de las casas de campaña (a un lado de éstas se encontraba el rústico
fogón, donde se cocinaban los alimentos, junto a mí, curioseando la pre­
paración de los especímenes se encontraba uno de los ayudantes; el otro
había ido a buscar leña por la orilla del río; unos pocos metros más allá
del campamento se encontraba el arroyo del que ya he hecho mención),
cuando de pronto, ambos nos dimos cuenta de una bulla que hacían los
pájaros, por la margen del arroyo, mas no dimos importancia porque
ENCUENTRO CON UN TIGRE MAÑOSO, 1944 • 219

creíamos que se trataría de alguna serpiente o de un gavilán. En eso está­


bamos, discutiendo lo que sería, porque el alboroto era intenso, cuando
calmadamente, paso a paso, apareció un tigre que, husmeando aquí o allá,
se dirigió a la casa de lona. A l cruzar por lo que llamábamos cocina, le
llamó la atención un faisán que se asaba sobre un fuego en el suelo y, sin
más, de un manotazo, lo tiró a un lado; luego siguió tirando los cacharros
que había por ahí. Una conducta poco usual, ya que los animales normal­
mente tienen desconfianza de aproximarse a un campamento, pero en
estos tiempos, y en esa zona, toda la fauna era realmente confiada.
Cuando apareció el tigre, nos quedamos sorprendidos y no sabía­
mos qué hacer, porque el animal estaba justamente entre nosotros y las
armas que se encontraban a la puerta de la tienda. Con aprensión lo veíamos
olfateando los cacharros y tratando de coger el faisán, pero estaba, desde
luego, m uy caliente y esto lo sorprendía. Examinamos los árboles cerca­
nos, pero no eran muy adecuados para subir con rapidez en caso de una
emergencia. En eso estábamos, dudando qué hacer, inmóviles, cuando el
felino nos descubrió; dirigiéndonos una mirada escalofriante, con esos ojos
amarillos tan peculiares, que únicamente quien los ha sentido clavados en
su persona sabe lo que se siente, refiriéndome desde luego en el campo,
porque otra cosa son los animales enjaulados, ya que nos sabemos prote­
gidos. En fin, el gato, para aumentar nuestro susto, dio muestras, poco
tranquilizadoras, de interés, y hacia nosotros caminó unos pasos, al tiem­
po que con desgano mostraba un poco sus colmillos. Más bien era dis­
gusto porque, luego de dar unos pocos pasos en nuestra dirección, se dio
la vuelta y al poco rato desapareció en unos arbustos cercanos; ni qué
decir que batí récord de velocidad para llegar a la tienda de campaña y
coger un arma, la que de ahí en adelante siempre estuvo cerca de nuestro
improvisado taller de taxidermia. Ya en ese tiempo sabía que el tigre ameri­
cano o jaguar raras veces ataca sin provocación, pero la realidad es que
nunca se sabe porque la conducta varía de un individuo a otro; además,
siempre existe la posibilidad de encontrarse un animal cebado, o sea, come­
dor de gente, y éstos no tienen respeto por los humanos.
Con estas y otras aventuras y con la colecta de aves muy interesantes
fueron pasando los días hasta que por fin apareció Arturo, mucho tiem­
po después de lo que nos había prometido; además, llegó con la noticia de
que sólo podría estar unos pocos días, pero que aprovecharía para ense­
ñarnos algunas picadas que iban a lugares de selvas muy buenas. Como
en los campamentos no hay mucho que hacer una vez entrada la noche,
resulta casi obligada la reunión y las pláticas alrededor de la hoguera; esa
220 • MIGUEL ÁLVAREZ DEL TORO

noche, después de la cena, salió en la conversación mi incidente con el


tigre rabo corto. A l escuchar esto, Arturo se enderezó de donde estaba recos­
tado y con gran interés pidió todos los detalles; luego, nos informó que
dicho animal era muy temido porque había devorado ya varias personas
y por eso mismo, como ya dije antes, le habían puesto precio a su cabeza.
Según los detalles que nos dio, este tigre vivía en la selva, pero se trataba
de un individuo nómada que mataba una res aquí y la siguiente muchos
kilómetros más lejos; además desaparecía por largas temporadas y luego
regresaba para hacer estragos en los ganados. Era m uy conocido por la
cola corta, que precisamente le habían cercenado de un tiro. Se trataba pues
de un animal muy mañoso, con muchísima experiencia, ya que lo habían
tiroteado bastantes veces; además, también con frecuencia, lo persiguieron
con jaurías, pero pronto aprendió a matar a los perros, uno a uno.
Para matar a los perros desarrolló una técnica notable: al escuchar los
ladridos corría monte adentro, luego daba un rodeo y se colocaba en un
sitio estratégico, junto a sus mismas huellas. Naturalmente, los perros
seguían sus rastros y por esto fácilmente caían en la emboscada. Mata­
ba al delantero, que generalmente era el mejor, luego repetía la operación
hasta terminar con el último, aunque, por lo general, después de tres o
cuatro ataques, los restantes perros se acobardaban y no había manera
de obligarlos a seguir con la cacería. A este animal nos enfrentábamos
ahora; y aunque Arturo nos aseguró que lo más probable es que ya andu­
viera lejos, nos recomendó tener precaución porque ya había descubierto
el campamento y lo más probable era que regresara. Como veremos más
adelante, Arturo estaba equivocado y en realidad el tigre nos rondaba
esperando su oportunidad. Afortunadamente, con sus informes, Arturo
nos dejó muy intranquilos y por tanto estábamos alerta; además, de ahí
en adelante, ya nadie salió solo, ni siquiera por los alrededores. Recuerdo
cómo por las noches todos disimuladamente mirábamos hacia lo oscuro
y ni qué decir si alguna imprudente rata corría por la hojarasca.
Una tarde, Arturo me propuso salir a linternear a un campo despe­
jado que conocía y que no estaba muy lejos; esto era porque yo quería
colectar un venado macho de gran cornamenta, como uno que habíamos
visto en Tecojá. Salimos del campamento al caer la tarde, provistos de las
respectivas linternas y armados con una escopeta que llevaba Arturo,
más el siete milímetros que portaba yo y que milagrosamente, en este
viaje, me había proporcionado la policía. Era un rifle bastante bueno y con
cartuchos aceptablemente nuevos.
ENCUENTRO CON UN TIGRE MAÑOSO, 1944 ♦ 221

Sin novedad llegamos a las cercanías del sitio convenido. Casi al oscure­
cer hicimos alto sobre una loma despejada para descansar y para esperar
que entrara la noche. Estos terrenos ya habían sido talados en alguna
ocasión y luego, como es lo usual en Chiapas, los destructores del bosque
habían emigrado a otros lugares, para seguir con su incontrolable destro­
zo de los bosques.
Nadie que no haya vivido la experiencia podrá entender la tranquili­
dad, la placidez, de una tarde serena cuando se aproxima el crepúsculo, en
la soledad del campo y rodeado de los cantos de las aves que se preparan a
dormir, o de los insectos que por el contrario se disponen a iniciar sus acti­
vidades. A veces chapoteaba un pez en el río y a lo lejos gritaban los
monos; de vez en cuando se escuchaba el extraño sonido del pájaro esta­
ca, posado indudablemente sobre un tocón solitario. De pronto el silencio
era interrumpido por los ásperos graznidos de una bandada de guaca­
mayos cruzando el firmamento, su plumaje escarlata avivado por los
postreros rayos del Sol; o pasaba rápidamente una escandalosa banda de
loros cabeza blanca. La vida por todas partes (...).
Por fin llegó la oscuridad y alistamos nuestras linternas de cacería,
comprobando que su luz estuviese clara; luego entramos por el pastizal,
sorteando los matorrales y cuidando de no pisar una serpiente. De pron­
to, al llegar a un sitio despejado, me quedé inmóvil y confundido. Parecía
que de improviso hubiese penetrado a un corral de ganado; por todas partes
ojos verdes, muchísimos ojos verdes que brillaban con intensidad extraña,
a veces reflejando tonos rojizos.
Unos muy juntos, otros muy separados, comprendí que pertenecían
a venados cola blanca o de campo, tantos como jamás había visto reuni­
dos; unas luces verdes vinieron rectas hacia mí, pero luego, al penetrar al
claro de la luz, vi que era una hembra; miré para otro lado y vi un macho,
luego otro y de pronto estábamos rodeados de ciervos: hembras, machos
y crios, extrañados ante aquella luz desconocida.
Con toda calma, controlando la emoción, comencé a escoger el macho
de mayor cornamenta: ¡y vaya que había cuernos grandes! Mientras
tanto Arturo ya había molido mis costillas de tanto picarme con el dedo,
a la vez que cuchicheaba: "ése, tírale a ése", continuamente, mas yo esco­
gía al macho de cuernos más simétricos y desarrollados. De pronto vi
pasar una sombra a mi izquierda, con el rabillo del ojo, al mismo tiempo
que un tremendo estampido me dejaba sordo. Era Arturo que, incapaz de
controlar sus nervios, disparó, casi en mi oreja, a la primera sombra que
pasó y que para m ayor ridiculez resultó un gamito de unos cuantos
•222 • MIGUEL ÁLVAREZ DEL TORO

meses. Naturalmente que, al ruidoso disparo, todos los venados desapa­


recieron como disueltos en el aire nocturno. Yo no hallaba si reírme del
chasco de Arturo al recoger su víctima de pelaje aún pinto o si maldecir
por tal falta de control que me hizo perder un excelente ejemplar. Todavía
era temprano, de modo que decidimos esperar porque seguramente algu­
nos venados retornarían después de un tiempo. Mas los minutos se hicieron
horas sin que venado alguno regresara para continuar pastando.
El tiempo transcurría y el sueño comenzaba a molestarnos, por lo
tanto decidimos regresar al campamento, completamente fracasados por
la culpa de mi compañero; aunque no dejaba de extrañarnos la ausencia
de los ciervos, toda vez que sólo fue un disparo y nada de ruido o pala­
bras imprudentes. Alguno por lo menos debería de haber regresado. Resig­
nados, pues, emprendimos la caminata hacia el campamento y al poco
caminar, donde había una pequeña elevación, una lomita herbosa, al subir
nosotros por un lado y llegar casi a la cima, nos encontramos frente a
frente nada menos que con el tigre cola mocha, que a su vez había subi­
do por el lado contrario. Estaba tan cerca que la luz iluminó todo el animal,
en vez de que viéramos únicamente el reflejo de sus ojos. También él se
sorprendió porque no esperaba encontrarnos tan cerca y desde luego la
cegadora luz lo desconcertó; el caso es que al dar un salto de lado para huir
vimos claramente la ominosa cola corta, su tarjeta de identificación. Ahí
estaba la explicación de que no regresara ningún venado: el felino indu­
dablemente había estado rondando las cercanías.
Ni qué decir que el regreso al campamento se tornó una verdadera
pesadilla, además de que el tiempo se duplicó porque fue necesario rodear
con precaución todo matorral o tronco que pudiera servir para que el tigre
montara su emboscada. Lo volvimos a ver en otras cuatro o cinco ocasio­
nes, pero afortunadamente siempre el destello de sus ojos lo traicionaban
cuando se ponía al acecho por lugares donde teníamos que pasar; este ani­
mal sabía perfectamente que nos era forzoso seguir la picada. Como yo iba
adelante, Arturo me había pasado la escopeta para que pudiera disparar a
la primera oportunidad, sin necesidad de apuntar. Así y todo, este animal
tan mañoso y ágil nunca se detuvo lo suficiente para dar ocasión, muy a
pesar de que caminaba con el arma lista. Delante, en la picada, siempre
estaba detrás de un tronco, era seguro verlo siguiendo nuestros pasos.
De vez en cuando, iqué susto!, cuando un inocente cucayo aparecía de
improviso a unos pocos metros y sus pequeños faros parecían el destello
del ojo del tigre cuando miraba de soslayo. De verdad, qué noche tan difícil.
Cuando avistamos la luz del campamento, ya nuestros nervios querían
estallar.
ENCUENTRO CON UN TIGRE MAÑOSO, 1944 • 223

Llegamos sin novedad, aunque bañados de sudor nervioso y ya en el


límite de nuestras fuerzas; y pesadamente nos dejamos caer sobre el piso.
Los dos compañeros que habían quedado en el campamento no atinaban
a comprender qué nos había pasado hasta que recobramos el aliento para
contarles cómo el "cola mocha" nos había estado siguiendo y cazando
todo el tiempo, que además era casi seguro que en esos momentos estu­
viera rondando el campamento y nadie debería salir fuera del círculo de
la luz. Sin embargo, fuera de los usuales ruidos normales, nada escucha­
mos, ni nada vimos, de modo que después del descanso y de una buena
cena nos metimos a la casa de campaña, que en esos tiempos era grande,
donde cabíamos todos con el equipo. Mas no transcurrían quince minu­
tos desde que se apagó la luz, cuando llegó el tigre y comenzó a jalotear una
esquina de la casa.
No importa lo precavido que sea una persona, que deje todo en orden,
a la mano (como me precio de ser) pues, al ocurrir algo imprevisto, nunca
encuentra nada. Pensando en el tigre, dejé un arma al alcance de la mano,
así como una linterna de pilas, mas a la hora en que el felino zarandeaba
la casa de lona, nunca encontré nada, tanteando por todos lados; por fin
alguien prendió una luz y esto, aparte de la gritería, obligó al animal a
retirarse, gruñendo su disgusto. Arturo fue el primero en salir, armado de
su pistolón y linterna en mano, pero sólo alcanzó a ver la cola mocha
que desaparecía entre los matorrales que daban hacia el río; inútilmente
le dejó ir varios tiros, que desde luego no hicieron blanco. De más está
decir que todos nos levantamos y en grupo salimos por las cercanías, con
la esperanza de largarle un tiro, pero no vimos nada, como no sea un enor­
me sapo, que filosóficamente miraba las estrellas, muy ajeno a los movi­
mientos.
Estábamos verdaderamente nerviosos; nunca antes un jaguar se había
atrevido a tal audacia, lo que prueba que este individuo era verdadera­
mente carnicero y además muy difícil de cazar. Volvimos a examinar todo,
armas y linternas, y reanudamos el sueño, que, como se dice, durmiendo
con un ojo. Desde luego, fue una noche poco tranquila y a pesar del can­
sancio no logré dormir profundamente, no obstante que llenamos la entra­
da de la tienda con latas y cacharros, de tal modo que ni una rata pudiera
pasar sin hacer un gran ruido. A la mañana siguiente nos levantamos tem­
prano, encontrando las huellas del tigre que circundaban la casa. Si las
dejó antes o después dejalonear la lona, nunca lo supimos, más probable­
mente rondó la casa antes de atreverse a morder la esquina y por suerte
fue precisamente en una esquina, ya que ahí están las cuerdas que dan
á á * • MKiUICL ÁLVAREZ DEL TORO

macicez a una casa de lona. Desde luego fue una experiencia poco usual,
pero nos dio la idea de cambiar el campamento a otro lugar río abajo, junto
a un arroyo grande llamado Las Tazas. Para hacer este cambio, Arturo sugi­
rió que él podría ir a conseguir un cayuco cerca de Tecojá y que bajaría por
el río navegando; esperaba regresar en unos tres días.
Efectivamente, al tercer día, por la tarde, lo vimos que venía por el río,
aunque el cayuco era poco tranquilizador, tanto por el tamaño, como por
los huecos de los costados en los que se albergaba toda una colonia de can­
grejos. No obstante, al día siguiente ya estábamos embarcando una parte
del equipo y, como a eso de las diez, salimos río abajo. No hubo mayores
contratiempos, aunque, a eso del mediodía, cruzamos un largo trecho
de aguas mansas en cuyas orillas tomaban el Sol numerosos cocodrilos de
tamaño enorme y aspecto ominoso; para nuestro nerviosismo lenta­
mente comenzaron a echarse al agua; unos cuantos vinieron directamen­
te hacia el frágil cayuco y puedo asegurar que pocas cosas hay más
siniestras que, cuando en un remanso de aguas oscuras, se arrima nadan­
do un cocodrilo y sin un solo movimiento del agua se sumerge para desapa­
recer por debajo de la canoa. Uno espera de un momento a otro sentirse
volcado. Mas nada sucedió, excepto los calambres fríos que subían por la
espalda.
Navegamos todo el día, ya cruzando raudales o remansos, espantan­
do a las nutrias en los primeros y a los omnipresentes cocodrilos en los
segundos. En ninguna parte había visto tantos cocodrilos juntos, aunque
años después vi el mismo espectáculo en el raudal de Mal Paso; hoy en día
bajo cien metros de agua a causa del enorme embalse que la civilización
construyó por ahí, ocasionando un inmenso ecocidio. Como a las cinco
de la tarde avistamos el enésimo raudal y no le vimos nada de particular,
pero tenía una gran fuerza y una rápida corriente nos arrojó material­
mente contra unos árboles de la orilla. La canoa se recargó sobre ramas
casi sumergidas y, al ver llegar el desastre, comencé a gritar que todos se
cogieran de las ramas, cargándose al lado contrario de donde el cayuco
amenazaba volcarse. Mas uno de los ayudantes, de nombre Santana,
quiso bajarse precisamente por el lado indebido y al notar que el río era
profundo se cogió del borde colaborando para que la canoa se volcara. Ahí
vamos, todos al agua, y lo que era peor, también todo el equipo. Afortu­
nadamente a unos pocos metros corriente abajo, había una pequeña barra
de guijarros, donde nos refugiamos, no sin antes alcanzar a ver cómo los
trastos y algunas cosas flotantes navegaban con la corriente; corrimos de
aquí para allá, alguien nadó un poco y logramos rescatar algunas pocas
ENCUENTRO CON UN TIGRE MAÑOSO, 1944 • 225

cosas que no se hundieron, pero todo lo pesado, incluyendo las armas se


fueron al fondo.
No recomiendo comer galleta remojada, mezclada con jabón. Sin
embargo, esa fue nuestra raquítica cena; alguien fue lo bastante descui­
dado para meter en el mismo costal la galleta dura y unos panes de jabón.
En esos tiempos no había plástico, ni jabón en polvo o detergente, ¡eran
tiempos felices! Nadie hablaba de contaminación. El caso es que al remojarse
se mezclaron el jabón y la galleta, formando una pasta poco apetitosa.
No hubo nada más para comer ni tampoco cerillos para hacer lumbre y
secar nuestra empapada ropa; además en los guijarros del islote no se podía
acomodar el cuerpo. Total, fue una de las noches más miserables que jamás
haya pasado. Por otra parte, no dejábamos de pensar en los numerosos
cocodrilos del río y, sin nada para alumbrar las tinieblas, sólo aguzába­
mos los oídos para escuchar el reptar de alguna bestia a quien le simpati­
záramos para presa. Inútil decir que, durante esa larguísima noche, oímos
mil cocodrilos que se aproximaban a nuestros ateridos cuerpos, por tanto
ahí estábamos tira y tira piedras hacia los supuestos reptiles. Algo más real
eran los golpes que en el agua, a unos metros, daban los reptiles al per­
seguir y capturar los peces.
Mas nada sucedió, excepto la terrible incomodidad y el intenso frío de la
madrugada, ya que es muy difícil dormir sobre piedras desiguales y con
la ropa mojada, pues, al poco rato de suceder el percance, el Sol desapa­
reció tras la cortina de árboles y muy pronto llegó el crepúsculo. Por fin
amaneció y con mucha dificultad nos pusimos en pie. Lo primero que
vimos fue el cayuco volcado, el cual habla sido atado a unas ramas, pero
nadie quiso meterse en el agua hasta que calentó el Sol, expulsando el frío
de nuestros cuerpos. Santana, uno de los ayudantes, era muy bueno para
zambullirse y, afortunadamente, después de varios intentos, logró resca­
tar mi escopeta favorita y el rifle de siete milímetros; los descubrió medio
enterrados en la arena del fondo, porque sus correas o portafusiles eran
bastante visibles. Los rescató pues; era lo más valioso o necesario; cier­
to que perdimos muchas cosas, pero de casi todo, en el campamento había
quedado un duplicado o algo que pudiese suplir el faltante. Ahora tenía­
mos dos opciones: llegar a la orilla y subir por tierra siguiendo el río o bien
navegar corriente arriba, algo difícil pero factible.
Nos decidimos por regresar en el cayuco, ya que, sin comer desde el día
anterior, no sentíamos mucha energía para la caminata a través de la selva,
donde sería necesario abrir una picada. En el río, por lo menos en los reman­
sos, podíamos ir sobre el cayuco y realmente los únicos pasos muy duros
22B • MIGUEL ÁLVAREZ DEL TORO

fueron al pasar, corriente arriba, los raudales grandes. Esto lo logramos


aproximándonos a la orilla; unos jalando y otros empujando, lográba­
mos subir la canoa. Cerca ya del anochecer llegamos al campamento, ¡y
cómo nos alegramos de no haberlo desmantelado! Fue muy buena idea
de hacer un viaje exploratorio con poco equipo. De todas maneras, tigre
con rabo o no, ya nadie habló de cambiar el campamento.
Capítulo 16

En busca de tribus y templos, 1948

FRANS Blom, arqueólogo


Gertrude Duby, periodista

El arqueólogo Frans Blom nació en Copenhague, Dinamarca, en 1883.


Visitó el sureste de México por primera vez en 1922, como miembro de una
expedición de geólogos estadounidenses en busca de petróleo. Pasando por
Palenque, se entusiasmó tanto por la cultura maya, que entró a trabajar en
el Departamento de Investigaciones Mesoamericanas en la Universidad de
Tiilane, Nueva Orleans. En 1925fue nombrado director del departamento
y como tal organizó tres expediciones a Chiapas y Yucatán. Sobre la pri­
mera escribió un libro, junto con el antropólogo Oliver La Farge, Tribes and
Temples (THbus y templos), publicado en 1926 por la Universidad de
TUlane. En 1943 Frans Blom se estableció en la ciudad de San Cristóbal
de Lcis Casas, Chiapas, e hizo de su casa Na Bolom un centro de encuentro
para muchos estudiosos de la arqueología y antropología chiapanecas.
En 1943 se casó con la periodista suiza Gertrude Duby, recién llegada de
Europa pero ya fascinada por la selva y sus habitantes autóctonos, los
lacandones. Frans y Trudi hicieron juntos innumerables expediciones a la
Selva Lacandona, él estudiando las ruinas mayas y ella fotografiando y
documentando la vida en los caríbales indígenas. Sobre estas andanzas
la pareja publicó en 1955 un libro con el título La Selva Lacandona.
Para esta antología escogimos el relato de una caminata que Frans
y Trudi hicieron por el río Cedro, afluente del río Lacanjá. Los dos acamparon
entonces en una chiclería recién abandonada, puesto que en una visita pre­
via, en 1943, la habían encontrado todavía en plena actividad. Transcribi­
mos primero un extracto del diario de Frans Blom, copiado de una publica­
ción en la revista Prometeus (año 1, número 3,1949, pp. 203-206). Sigue
después la parte correspondiente del diario de Gertrude Duby, incluido en
el primer tomo de La Selva Lacandona (pp. 206, 208, 211-217). Los dos
escritos se complementan admirablemente. Las notas de "Pancho Blom" con­
servan toda la frescura de un diario de campo. Los comentarios de Trudi
Duby tienen la ventaja de llevarnos, a través de sus recuerdos, cinco años
|227|
428 • KHANS BLOM Y GERTRUDE DÜBY

atrás, al campamento chiclero de El Cedro, cuya vida entonces había


llamado tanto la atención a la periodista.
Los chicleros que operaron en la selva de 1940 a 1945 no dejaron
nada escrito sobre su trabajo. Afortunadamente, Trudi Duby algo resca­
tó del olvido gracias a las "reminiscencias" que tuvo en aquella noche de
insomnio y que, por fortuna nuestra incluyó en su libro de viaje.

E xtracto d e l d ia r io de F rans B lom

Acampamos en un chiclería abandonada, situada en la orilla del Río Cedro,


en el centro de la gran Selva Lacandona. Hace unos años había mucho
movimiento en este lugar; casas techadas con palma se alineaban a
ambos lados de una pista de aterrizaje. Llegaban aviones desde Tenosique,
trayendo trabajadores y víveres, y volvían al exterior con cargamentos de
chicle. Patachos de muías desaparecían en la selva en busca de los pequeños
campamentos donde vivían grupos de chicleros que cosechaban la resi­
na del chicozapote. Otras muladas volvían de la selva con cargamentos de
chicle ya cocido y formado en marquesas. Todos los días había movimien­
to en la Central Cedro. Pero en septiembre del año de 1948, el silencio domi­
naba la selva inmensa. La pista de aterrizaje se hallaba cubierta de maleza
y todas las casas de los chicleros habían desaparecido; esto es, todas las
casas menos una, muy grande. Fue allí donde establecimos nuestro cam­
pamento central, durante una temporada de casi cinco meses. Las pare­
des de nuestra casa habían desaparecido ya, y el viento se había llevado la
mitad del techo. Con nuestras dos lonas grandes la arreglamos en forma
que nos permitiera vivir durante las lluvias. El pueblo más cercano que­
daba a once días de camino al noroeste. Cruzando el Río Lacanjá, podía­
mos llegar a las famosas ruinas de Bonampak en un día, y de allí, salir
a la montería de Agua Azul en tres días más. A algunas horas de camino,
por veredas que serpenteaban entre la selva, vivían cinco familias de
indios lacandones. Trabamos amistad con ellos, visitamos sus casas y ellos
nos pagaron la visita mucha veces.

8 de septiembre, 1948. Caríbal K'in


Cuando nos acercamos a la milpa de los lacandones K'in (Obregón)
y Chan Bor (José Pepe), los encontramos sentados sobre un tronco de
árbol. Estaban muy excitados y nos previnieron a gritos de que no debía­
mos acercarnos a su milpa con nuestras muías, y que debíamos estable­
EN BUSCA DE TRIBUS Y TEMPLOS, 1948 • 229

cer nuestro campamento a cierta distancia de sus casas. Buenas razones


los apoyaban. Los lacandones temían que las muías, con su estiércol, infes­
taran de semilla de zacate su milpa.
Erigimos nuestro campamento a la orilla de un arroyuelo y, mientras
los muchachos colocaban los manteados, fuimos a casa de los amigos K'in
y Chan Bor. Sus casas están establecidas en el centro de la milpa y, como
las altas cañas de maíz las esconden, es difícil encontrarlas. Era tiempo de
elote, y apenas llegado, me hicieron una bebida de maíz tierno, molido y
disuelto en agua. Es un excelente refresco. Diéronme, también, tortillas del­
gadas como papel, de masa de maíz tierno. Nunca las he comido más
sabrosas. Se había hecho tarde y hube de volver pronto a nuestro campa­
mento; cené, y me acosté en una hamaca. La Luna creciente filtraba sus
rayos entre los árboles, proyectando blancas manchas fantásticas sobre
el suelo de la selva. Reinaba un completo silencio. Ni una hoja se movía.
Como a las diez y media de la noche, me despertó el ruido de un trueno.
Escuché el rugido de un fuerte viento y el rumor de lluvias que se aproxi­
maban desde muy lejos, sonando como el zumbido de un abanico eléctri­
co. Entre la oscuridad total, el silencio de la noche fue roto por el sonido
lúgubre de una trompeta de cuerno de vaca, que los lacandones tocaban
en sus casas. El viento se acercaba rápidamente, sacudiendo las copas de
los árboles. El toque del cuerno se oía con más fuerza: era K'in que llamaba
a sus dioses, rogándoles proteger su milpa contra el viento.
El viento y la lluvia resonaban sobre los árboles, y el agua se derra­
maba sobre el techo que cubría mi hamaca. Los relámpagos iluminaban el
claro entre los árboles y los truenos estremecían la noche, apagando com­
pletamente el sonido del cuerno. El gajo seco de un árbol cayó cerca de mi
hamaca, y el torbellino meció los gigantescos árboles.
El viento seguía adelante; se hacía más pausado el ruido de la lluvia, y
retornaba, entre el disperso concierto, el lúgubre sonido de la trompeta.
El trueno bramaba ahora a lo lejos. Cesó el toque de trompeta, y nueva­
mente quedó la selva llena de oscuridad y silencio.

Campamento El Cedro, 15 de septiembre de 1948.


Invasión de lacandones
Trabajaba en la mañana en mis apuntes y hacía algunos dibujos,
cuando oí el sonido de unas voces; a poco llegó hasta mí mi viejo amigo
lacandón, a quien los chicleros han bautizado con el nombre de Nabor. Es
tonto llamarlo así, porque Na quiere decir casa y, por extensión, cosas que
pertenecen a la casa, como la mujer. Su verdadero nombre es Bor, o Bol, y
ia o • KIIANS11LOM Y GERTRUDE DUBY

a él le gusta que lo llamen por su verdadero nombre. Cuando lo vi hace


unos meses, en El Chilar y Bonampak, le prometí traerle algunas cosillas,
y él me preguntó si era "no mentira", lo que en el castellano trunco que
habla significa si es verdad. Hoy vino a saber si había yo dicho la verdad
y traído sus regalos. Bor es un zorro viejo y habla de muchas e insigni­
ficantes cosas, para llegar, con muchos rodeos, a las cuestiones que real­
mente le interesan. Le serví una taza de café y le di una cajetilla de cigarri­
llos; él se sentó en una de nuestras hamacas. Poco a poco, durante la
plática, fui regalándole unos pañuelos y un machete nuevo, y al fin llegó
la gran pregunta: ¿Le había yo traído cartuchos para su escopeta? Tiene
una escopeta vieja, calibre 16; pero, muy rara vez, cartuchos. Sólo cuan­
do llegan exploradores, chicleros o monteros, tiene oportunidad de con­
seguir unos cuantos, a cambio de frutas u otros víveres. Mientras tanto,
usa su arco y sus flechas.
Concertamos que debería darme algunas de sus flechas de caza, a cam­
bio de cartuchos, con lo que quedó muy contento, y prometió traerme las
flechas dentro de cinco soles. Cuando un lacandón ofrece algo, lo cumple,
y, al mismo tiempo, espera que nosotros cumplamos nuestras promesas.
Como por casualidad, me anunció que debía yo esperar la visita de
Chan Bor (el nombre que le dan los chicleros, es José Pepe), y cuando
supuso que ya no podía sacarme más, llamó a su mujer Rosita y, levan­
tándose, dijo: "Uinica tin ná", que quiere decir, "Me voy a mi casa". Yo le
contesté: "Shen", vete, cumpliendo así con la cortesía rigurosa de la alta
sociedad lacandona.
Una hora después, oímos un disparo no muy distante, y llegó la inva­
sión: la formaban Chan Bor y toda la población de su casa. Primero se
presentó él, seguido de un joven cuyo nombre es K'ay'um, y a quien noso­
tros llamamos Chan K'ay'um (K'ay'um chico); detrás de ellos, venían las
dos mujeres de Chan Bor, una de ellas con un niño en brazos. A l final,
venía la vieja Rosa y la jovencita y bella Margarita. Inmediatamente se
posesionaron de la casa. Traían dos faisanes, un armadillo, un racimo de
plátanos verdes, dos piñas, una veintena de limones y dos papayas sucu­
lentas, así como unas grandes bolsas de masa de maíz. En un momento
las mujeres corrieron a los hombres del fuego y, colocando leña, se pusie­
ron a preparar la comida. Unas se fueron al río, a limpiar las aves y el
armadillo. Otras prepararon palillos para perforar los trozos de carne y
los colocaron cerca del fuego, para que la carne se asara y ahumara a la
vez. Las mujeres dispusieron que el faisán más pequeño y el trozo más
chico del armadillo nos tocara a nosotros, pero Chan Bor protestó y les
EN BUSCA DE TRIBUS Y TEMPLOS, 1948 ♦ 231

ordenó darnos la mitad de este último con la cola, que es la parte más
sabrosa para comer. Una vez listas la carne y las tortillas, se inició la tertu­
lia. Las mujeres no cejaban en escoger las piezas mejores para su hombre
Chan Bor. Todo el mundo comió con los dedos, y los huesos sobrantes fue­
ron arrojados a los perros que los lacandones habían traído con ellos. Los
manjares desaparecieron en un momento.
Nuestros amigos se entregaron entonces a su ocupación favorita
cuando visitan a alguien: la de tocar todas las cosas y preguntar para qué
son, o pedirlas como regalo. Son en extremo curiosos y quieren saberlo
todo, pero cuando se les dice que algo no se regala, lo ponen instantánea­
mente en su lugar. Un lacandón no se roba ni un alfiler.
Se hacía tarde, y, como yo sabía que no les gusta andar de noche en la
selva, me extrañaba que no dieran señales de marcharse. Fui hasta el río
a recoger una camisa que había lavado durante la mañana y, al regresar al
campamento, noté que los lacandones habían colgado cuatro hamacas.
Era evidente que nuestros amigos habían traído lo mismo comida que
cama, para hacernos una visita larga. Esto me daría oportunidad de obser­
varlos y anotar muchas de sus costumbres íntimas.
La mayoría de los investigadores llevan cuestionarios y asaltan a los
indios con miles de preguntas. Yo he notado que pronto se cansan de esto
y que es mejor observarlos cuidadosamente, buscando paulatinamente los
datos requeridos y haciendo una especie de pasatiempo del trabajo de inves­
tigación. Nuestros amigos estaban satisfechos de su comida y contentos;
hablaban en su revuelto castellano, aprendido de los chicleros, y se reían de
las preguntas que yo les hacía en su lengua y de mi repetición de algunas
de sus pronunciaciones. La más absoluta confianza reinaba entre nosotros.
Había entrado la noche: era hora de dormir. Chan Bor se acostó en
su hamaca junto con la más joven de sus mujeres, Carmita. Los demás se
acurrucaron, de dos en dos, en sus hamacas y en una de las nuestras.
La casa estaba llena de ellos. Desde que apagamos las velas, comenzaron a
hablar entre sí, en voz baja. No querían interrumpir el sueño de los demás
con sus voces. Yo estaba ya en mi hamaca, leyendo a la luz de mi linterna
eléctrica. Era una noche clara y fresca, y la Luna brillaba sobre el paisaje.
Algo me despertó; deberían ser las nueve de la noche; la hamaca de
Chan Bor se mecía, para crear sin duda una brisa que alejara a los mosqui­
tos. Dos mujeres, sentadas junto al fuego, soplaban sobre las cenizas para
reanimar las llamas. Luego, se llevaron unos troncos de leña ardiendo
para prender pequeños fuegos bajo sus hamacas. El humo del fuego los
defiende de los mosquitos. Pasó el tiempo; un breve lapso. Desde la hamaca
2:12 • KRANS BLOM Y GERTRUDE DUBY

de Chan Bor se oían murmullos. Él y Carmita se levantaron y, a la luz de


la Luna, les vi salir de la casa. Siguieron la vereda rumbo al río, hablando
en apagadas voces y riendo. Después, silencio.
Regresaron al cabo de unos veinte minutos, como sombras negras
entre los árboles iluminados por la pálida luz de la Luna. Se acostaron en
su hamaca.
Desperté nuevamente pasada la medianoche. Un perro, bajo mi hamaca,
se rascaba. Lo corrí, y se dirigió al fuego, del que sólo quedaban cenizas; dio
unas cuantas vueltas alrededor de éstas y se acostó sobre ellas, para gozar
del calor y porque entre las cenizas no hay pulgas.
Encendí un cigarro y, mientras fumaba, volví a escuchar murmullos
en la hamaca de Chan Bor. Silenciosamente, la Carmita y él se levantaron
por segunda vez y desaparecieron rumbo al río. Les oí hablar, les oí reír,
escuché el murmullo del agua sobre las piedras. Silencio.

E x t r a c t o d e l d ia r io d e T rudi D uby

Esa noche, Frans y yo estuvimos haciendo reminiscencias de nuestra visita


a El Cedro en 1943-1944 (...). Qué cambiado está todo. Docenas de hom­
bres, mujeres y niños vivían antes aquí. Los patachos entraban y salían
constantemente y los aviones cargados de víveres y trabajadores aterri­
zaban con frecuencia. Ahora, la población somos nosotros cinco, a unas
leguas algunos lacandones, varios días más allá una montería. La selva
ha vuelto a dominar al hombre. (...). De nuestra residencia hasta la
orilla había entonces una hilera de casas, del otro lado una gran central, y
ahora, ni huellas de vida humana. Recuerdo a mis compañeros de anta­
ño, envueltos ya en el velo de un pasado muy distante. (...).
La central es hogar, oficina, tienda y centro social de los chicleros. El
despacho del doctor es hospital auxiliar y correo. Es todo un mundo, una
ciudad comprimida dentro de una casona. Ahí se llevan las cuentas de
cada chiclero y ahí se embodegan las marquesas de chicle crudo, esperan­
do el avión que las llevará fuera. Ahí sejuntan en mezcla extraña la ropa,
herramientas y medicinas de patente. Y ahí de vez en cuando llegan los
señores libres de la selva inmensa, los lacandones; para trocar sus frutas,
legumbres y tabaco, por sal, manta, pólvora y municiones.
La central es establecida por el contratista que tiene contrato directo
con las grandes compañías compradoras de chicle, y está obligado a entre­
gar determinada cantidad de chicle durante la temporada. Este chicle crudo
es esencial para la fabricación del chicle que masca el público.
EN BUSCA DE TRIBUS Y TEMPLOS, 1948 • 233

Además de construir una casona y varias casas más pequeñas, el con­


tratista "ajusta" a los chicleros que penetran en la selva en busca de la
materia prima.
Andar buscando árboles de chicle no es un paseo dominical. La selva
está techada sólidamente por una red de bejucos y hojas que la mantie­
nen en un perpetuo crepúsculo. A pesar de la falta de Sol la jungla es tan
espesa, que se puede pasar a pocos metros de un árbol de chicozapote
sin verlo. A esto hay que añadir millares de mosquitos y moscas, beju­
cos y enramadas que forman cortinas de púas, hierbas ponzoñosas, y el
hecho, finalmente, de que el chicozapote sólo da su leche en tiempo de
aguas, cuando los caminos y veredas se convierten en lodazales y la hume­
dad penetra en las casas y champas mejor construidas.
Fácil es imaginarse el "confort" que se disfruta en estos lugares, donde
comienza la existencia de esa atractiva barrita confitada de chicle que des­
pués, pulcramente envuelta en decorativos papelitos, se adquiere en la
ciudad por unos cuantos centavos.
El día del chiclero comienza antes de la madrugada. Junto con media
docena de compañeros y bajo el mando de un capataz. Carga varias mu-
las con maíz, manteca, harina, tabaco, frijoles, café, azúcar, sal y latas de
leche condensada, en cantidad suficiente para mantenerse en la selva
durante varias semanas. Se encincha su largo machete, ajusta su escope­
ta, buena compañera para conseguir carne fresca en su destierro, y él y su
patacho de muías se internan en la misteriosa prisión de la selva.
Con mucha frecuencia pasan días y días antes de encontrar árboles que
valga la pena trabajar. A veces una muía se cae revolcando la carga en el
lodo, se estaca y es necesario cambiar su carga a otro animal. El animal
que resbala y queda herido, muere de un balazo y ahí se deja, carne para
los zopilotes, mientras los chicleros siguen su búsqueda.
Al acercarse la noche, los hombres cansados y empapados hasta los
huesos, hacen rápidamente un cobertizo de hojas de palma y ahí duermen,
aunque los aguaceros torrenciales penetren el techo y tengan encima una
sábana de mosquitos. De cuando en cuando un estruendo interrumpe el
constante tamborilear de la lluvia: es un árbol gigante que se derrumba
rasgando la espesura de la noche. A veces cae sobre el pequeño campamen­
to aplastando a alguno de sus infelices ocupantes.
Cuando al fin encuentran una "mancha" de árboles de chicozapote,
construyen su pueblito provisional a la orilla de algún arroyo. Estas casas
son algo mejores que las que levantan en el camino, porque las ocupan
durante varias semanas. Ahí cuelgan sus hamacas y almacenan sus víve­
res en templetes hechos de troncos.
Sil* • KIIANS BLOM Y GERTRUDE DUBY

La cocinera, parte importante de cada campamento de chicleros, se


levanta antes de que amanezca para preparar el desayuno que, sin varia­
ción, consiste en un plato de frijoles, tortillas y café. Más tarde, cuando los
hombres se van al trabajo, ella se ocupa en lavar y remendar la ropa.
A l clarear salen los hombres en busca de los árboles de chicozapote.
Cuando ya lo ha elegido amarra primero una bolsita al pie del tronco
y después, subiendo con la ayuda de unos espolones de acero y una soga
larga, corta un canal en zigzag en la corteza. Por ese canal, como si fuera
una arteria rota, se irá desangrando poco a poco el árbol.
Una vez que han cosechado alrededor de 25 kilos dejugo o leche, comien­
za la tarea abrumadora de cocerla para concentrarla, echan la leche en una
paila grande puesta en un fuego vivo, y lentamente van moviendo el
líquido con una pala de madera. No dejan de repetir esta maniobra sino
hasta que el chicle ha cuajado o secado y es entonces cuando lo sacan de la
paila. Mientras tanto los demás trabajadores han construido moldes de pali­
tos y hojas, donde vierten después el chicle para que siga su proceso de
endurecimiento durante algunos días. Después amontonan las marquesas
de chicle crudo y ahí quedan, hasta el día en que lleguen las arrias para
recogerlas y llevarlas a la central.
Cada marquesa pesa alrededor de medio quintal, o sea 23 kilos.
Una vez que los árboles de chicozapote cercanos al campamento se han
agotado, los chicleros los abandonan y cargando sus víveres, herramien­
tas y maletas, se cambian a otro lugar para proseguir sus trabajos.
Si la vida de la central es dura, la vida de los campamentos lo es toda­
vía más. Jugar a la baraja y contar cuentos, que recorren todo el espectro
de los colores, es la única diversión para las horas de descanso. No se per­
mite la existencia del alcohol en la selva, pero los chicleros necesitan algo
más fuerte que el café negro, que consumen en grandes cantidades. Para
satisfacer sus deseos construyen un alambique con una lata de manteca
vacía y el cañón de su escopeta. Con maíz y azúcar fabrican una especie
de bomba atómica que los vuelve locos, que origina sangrientas riñas en
las que instantáneamente salen a relucir los machetes y en las que siempre
resulta algún muerto.
Los contratistas conocen ya muy bien cuál es el consumo natural de
los trabajadores, por lo cual racionan estrictamente las entregas de maíz
y azúcar. Si los chicleros piden demasiada cantidad de estos dos alimentos
es señal de que piensan organizar una parranda.
Para introducir una variación en la monotonía de su comida, el chiclero
recurre a la caza. Muchas veces, en el transcurso de la semana, vuelve de
EN BUSCA DE TRIBUS Y TEMPLOS, 1948 • 235

su trabajo cargando un cabrito, un jabalí o un faisán. En los ríos y lagos


hay muchos peces, y en la selva se encuentran hierbas aromáticas que dan
sabor a los manjares.
No es fácil mantenerse limpio en los lodazales del campamento. Los
chicleros hacen todo lo que pueden a este respecto, cada quien tiene su
cepillo de dientes, que usa frecuentemente, y toman un baño todos los días.
Siempre se afeitan después del baño. Es algo raro en verdad encontrarse
un chiclero barbudo.
Cuando llega la noche los hombres se tienden bajo la luz de la lámpara
de petróleo y empiezan largas conversaciones sobre temas que nunca se
agotan: la selva, su trabajo, los disgustos e injusticias de los contratis­
tas y de las grandes compañías fabricantes de goma para mascar y las
mujeres.
La malaria que azota las selvas chicleras ha sido introducida por los
propios chicleros. En la selva de Tzendales no hay paludismo y se puede
viajar semana tras semana sin encontrar muchos mosquitos, porque en
la selva virgen son raros los charcos de agua estancada. Pero llegan los
arrieros con sus patachos, llegan los chicleros, y tanto los unos como
los otros traen consigo algún palúdico y los cascos de los caballos y muías
van formando pequeños charcos. El campamento que antes era limpio y
agradable, no tarda mucho, poco después de la llegada de los hombres,
en convertirse en un infierno de mosquitos de paludismo. Unas gotas de
petróleo o un poco de sal regada en los charquitos serían suficientes para
evitarlo, pero el chiclero tiene ideas muy limitadas respecto a la prevención.
A él le importa, en primer lugar, ganar dinero y ganar mucho.
Los casos sencillos de enfermedades y accidentes son tratados en la
central por el "matasanos" local. Si son casos más serios, se envían al hos­
pital, pero como nunca se sabe con exactitud cuándo llega el avión, hay
muchos hombres que sufren y algunos que mueren por falta de atención
médica.
Un encargado de un campamento chiclero es tan necesario como un
buen cabo en un destacamento de soldados. El jefe del campamento que
opera en la selva debe ser un hombre con experiencia y además debe cono­
cer bien la región. Algo de gran importancia es que sepa mantener la disci­
plina y la cooperación entre su gente.
La tarea de jefe del campo no es fácil. Él es quien lleva la cuenta de lo
que cada trabajador ha producido y de lo que han pedido en la tienda de
la central. De él depende el contratista para sacar sus gastos y asegurar sus
ganancias.
211(1 • KHANS BLOM Y GERTRUDE DÜBY

Cada marquesa producida en un campamento sale marcada con dos


hierros: el del chiclero y el del cabo del grupo.
La leyenda popular es que casi todos los chicleros son asesinos o tienen
graves cuentas pendientes con las autoridades.
Sin duda que hay algunos así entre ellos. Pero, por regla general, son
trabajadores como cualquier otro, que necesitan trabajar para sostenerse
y sostener a sus familiares. Vienen de los estados de Yucatán, Campeche,
Quintana Roo y Tabasco, y no pocos llegan de la distante tierra de la Huas­
teca. Claro que son siempre rudos pero su carácter es sólo proyección de
la vida que llevan.
A l término de una temporada buena, es decir, cuando ha hecho buen
tiempo y el chiclero ha tenido la suerte de encontrar manchas ricas de chico-
zapote, vuelve con las bolsas llenas de dinero. A veces, después de liquidar
las cuentas con el contratista, el chiclero obtiene $1,500.00, lo que es, en
su medio, mucho dinero. Recibe su pago en las centrales chicleras de Oco­
singo, Tenosique y Campeche. Nunca faltan entre ellos los que después de
haber vivido enclaustrados en la selva durante muchos meses, al sentir­
se libres y ricos, celebran el acontecimiento ruidosa y alegremente. Entre
copas, compran trajes flamantes y vistosos, zapatos elegantes, calcetines
de seda (de imitación), corbatas, y pañuelos en tan ricos colores que hacen
palidecer el arco iris. Se bañan en botellas de perfume, "disparan" tanda
tras tanda a los compañeros de cantina. Todos los comerciantes saben cómo
conducirse en esta clase de orgías, y les cobran precios exorbitantes. Con
engaños entre copa y copa les roban todo el dinero que han ganado en
ocho meses de trabajo duro y peligroso en la malsana selva. Durante toda
la semana que sigue a la terminación de la temporada chiclera, la vida de
los pueblos de las orillas de la selva parece una película de Hollywood que
combinara un wild west show con un carnaval.
Después, cuando viene la "cruda", los fondos ya se acabaron. Cansa­
dos y tristes se van los chicleros a sus casas, pensando en la próxima tempo­
rada, con la esperanza de que los contratistas les presten algún dinero para
que puedan vivir mientras tanto sus familiares.
Hay otros chicleros menos "expansivos". Por lo regular son campe­
sinos de la sierra. Sus tierras son pobres y dan poco provecho y cada año
necesitan fondos para mantener sus ranchitos. Tienen mujer y muchos
hijos a quienes atender y mandan las ganancias a la casa por conducto de
un hombre de confianza. Pero éstas son excepciones. La gran mayoría
de los chicleros ya están en bancarrota antes de terminar la temporada. A
los contratistas les interesa mantenerlos en deuda para asegurarse de que
EN BUSCA DE TRIBUS Y TEMPLOS, 1948 • 237

a la temporada siguiente vuelvan a trabajar. El contratista sabe que los


buenos chicleros no abundan, y a base de deudas y adelantos prepara la
nueva temporada.
A pesar de las buenas ganancias, el chiclero tiene sus dudas sobre el
valor del chicle y de su trabajo.
-Mire, amigo: aquí estamos trabajando y sudando y enfermándonos
por meses enteros, para que alguna gente mastique un pedacito de chicle
algunos minutos y lo tire después -dijo el barbudo amigo Rafael García
con cierto disgusto-. El maldito chicle no es más que una ilusión.
Y se dio vuelta en su hamaca para leer lo que la humedad y las cucara­
chas le habían dejado de su libro favorito: Los tres mosqueteros.
Capítulo 17

En busca del paraíso perdido, 1960-1972

Harry L ittle y Jan Muller, pioneros

Jan Muller se conocieron en San Cristóbal de Las Casas, en


H a r r y L itt le y
noviembre de 1958. Jan acababa de llegar de San Francisco con su hijita
de tres años, Rebecca. Harry llevaba dos años viviendo como ermitaño
en la orilla de un arroyo tributario del río Jataté, cerca de San Quintín, en
plena Selva Lacandona. Jan, parcialmente ciegay sorda, pero excesivamen­
te idealista, se dejó convencer por el entusiasmo medio místico de Harry
Little. Se casaron en septiembre de 1959. Durante doce años, de 1960 a
1972, Harry, Jan y Rebecca vivieron en el arroyo Santa María, primero en
la vieja casita de Harry y a partir de 1965 cerca del nacimiento del arroyo,
en un lugar precioso, llamado por ellos La Caverna. En enero de 1973 aban­
donaron la Selva Lacandona, huyendo ante el cerco cada año más amena­
zador y masivo de colonos campesinos que venían invadiendo y quemando
el bosque.
La fam ilia Little buscó y encontró un nuevo refugio en la selva del
Amazonas, cerca de la frontera entre Brasil y Venezuela, a cinco jornadas
de navegaciónfluvial de la colonia más cercana. Jan estaba entonces prácti­
camente ciega y totalmente dependiente de su marido. De 1974 a 1979, en
un esfuerzo sobrehumano, los tres pioneros volvieron a construir un sistema
de vida autosuficiente en pleno despoblado, sostenido por su mística ecoló-
gico-religiosay un gran amor por el bosque tropical. En 1979, la aventura
se convirtió en tragedia. Los tres, contrajeron una enfermedad misteriosa.
Sólo Jan sobrevivió. Regresó a California en octubre de 1980. Dos años des­
pués, contó la historia de su vida a un escritor inglés, John Man, quien la
transformó en libro: The Survival o f Jan Little (1986), terrible relato
sobre una familia que soñaba hallar el lugar perfecto y el modo de vida
ideal, pero sólo encontró horror, desolación y muerte.
Durante su estancia en La Caverna, Harry y Jan escribieron sobre su
experiencia de pioneros un sinnúmero de artículos en el Christian Science
Monitor, un diario ampliamente reconocido de los Estados Unidos. Se tradu-
24(1 ■ IIAItHY LITTLE Y JAN M ÜLLER

cen aquí tres de ellos. El primero, escrito por Harry Little, narra cómo llegó
por primera vez al arroyo Santa María y decidió vivir allí. Los otros dos,
escritos por Jan Little, evocan la vida diaria, sencilla pero plena, que esta
extraña fam ilia vivió durante 12 años en Lacandonia. Fueron años de
gran satisfacción e ilusión en comparación con los trágicos años que les
tocó vivir después en Amazonia.

E l, a r r o yo

Cuando yo descubrí el arroyo, éste ya tenía nombre: Arroyo Santa María,


puesto por unos madereros cuando lo cruzaron abriendo una brecha para
traer víveres de las fincas de Los Altos a las monterías. Un cartógrafo lo
había incluido en un mapa, el primero que de la región fue publicado. Sin
embargo, para mí fue un verdadero descubrimiento. Acabé por tener la
breve pero abrumadora experiencia de haberme perdido en una montaña
selvática desprovista de agua. El sonido de las pequeñas caídas, cerca del
lugar en donde la brecha maderera, invadida por la maleza, cruzaba el arroyo,
significó para mí nada menos que volver a la vida.
Mi compañero y yo bajamos a la cuenca del Santa María desde aquellas
montañas secas y altas, en donde habíamos buscado, durante varios días,
dos cosas: un grupo de indios mayas, olvidados y perdidos -para todos
menos para ellos mismos- y yo en particular, un vallecito agradable, retira­
do y fértil, regado por una corriente inagotable de agua clara y fresca, fil­
trada por la montaña.
"Tal vez éste es el lugar", dije a mi compañero.
"Tal vez; de todos modos es un encanto de arroyito", me contestó.
Mi compañero no estaba interesado en hacer vida en la selva, sólo
quería encontrar a los indígenas. Nos detuvimos un rato para tomar agua
del arroyo y seguimos nuestro camino, en una dirección en donde nos
habían asegurado que todavía existía por lo menos una familia de lacan-
dones.
Unas noches después, ya de regreso pero aún sin indígenas, yo tomé
una decisión. En todos los demás campamentos habíamos sufrido mucho
por los insectos, pues en nuestra ignorancia habíamos planeado la expe­
dición en plena época de lluvias y los mosquitos abundaban. En cambio,
en la orilla del Santa María no fuimos molestados por ningún mosquito
durante toda la noche.
"Éste debe ser el lugar", dije yo.
EN BUSCA DEL PARAÍSO PERDIDO, 1960-1972 • 241

"Seguramente es por el alivio de los mosquitos" fue la única respuesta


de mi compañero. El pobre de Roberto desde los primeros días había sido
cubierto de picaduras.
Dos años después, bajé por la misma vereda, esta vez con varias muías
bien cargadas. Apenas tuve tiempo para desmontar cuando salieron de la
maleza once indios lacandones, con una sonrisa silenciosa en la boca. Pero
Roberto ya no venía conmigo; hacía tiempo que se había ido a buscar
indios en otra parte.
Con la ayuda de los indígenas, que a veces desaparecían en la selva
para capturar algún armadillo, pronto puse los cimientos de mi vivienda
en la orilla del Arroyo Santa María. Escogí el lugar de la futura casa a unos
veinte metros del agua, cuesta arriba, desde donde podía tener una vista
sobre el arroyo y las pequeñas caídas del vado, y desde donde podía obser­
var con mis binoculares al colibrí "picolargo" bailando sobre la cascada.
Aunque a todos los colibríes les encanta el arroyo, especialmente en la tem­
porada de secas, el "picolargo" le tiene preferencia.
Un día conversé con los lacandones acerca de una posible expedición
para explorar el nacimiento del arroyo, pero ellos no mostraron mucho
entusiasmo. M uy pronto aprendí que un indígena de la selva emprende
una caminata larga sólo por un motivo: la cacería. Una excursión, hecha
exclusivamente para encontrar el nacimiento de un arroyo, no despertó en
ellos ningún interés.
Sin embargo, llegó el día, cinco a seis años después, en que tuvimos que
mudarnos río arriba, a fin de escapar a una ola de colonizadores venidos
de Los Altos. Entonces los lacandones estuvieron de acuerdo para llevar­
nos al nacimiento del arroyo. Como ellos nos habían avisado desde el prin­
cipio, la caminata fue larga y difícil, puesto que íbamos hacia el norte, hasta
las colinas que forman el comienzo de las montañas altas.
Dos días y una noche de viaje nos llevaron a un vallecito paradisiaco,
lleno de pájaros, un lugar virgen no pisado por el hombre desde los tiem­
pos de los mayas antiguos. Allá, en medio del paraíso, estaba, apenas recono­
cible, el nacimiento de nuestro arroyo. Nos establecimos junto al charco
más grande y más bello de los muchos que había. Eventualmente tuvimos
que construir un piso de madera encima del agua, pero aun en medio de
las crecientes más recias, nunca hemos lamentado el haber vivido literal­
mente dentro del arroyo.
Más arriba, a cinco o diez minutos de nuestro pequeño ranchita, está
una caverna. Los indios lacandones nos habían revelado su existencia pero
consideraban la cueva demasiado sagrada como para entrar en ella.
242 • HARRY LITTLE Y JAN MULLER

Como estamos tan cerca del nacimiento, la temperatura del arroyo se


conserva constante durante todo el año, y el agua siempre está cristalina
y dulce, pues viene filtrada a través de infinitos panales y junturas de pie­
dra caliza, en el corazón de la Sierra de la Colmena.

C o n s t r u ir u n a gasa

Cuando llegué a vivir en la selva me intrigó la costumbre de los lacando-


nes, de cambiar de lugar cada dos, tres años. Mi marido me explicó que ellos
vivían en base a la cacería y a una agricultura rudimentaria. En un desier­
to como el nuestro es algo muy sencillo empezar de nuevo en otro lugar.
"Pero tienen que construir una casa nueva", objeté yo.
Mi marido sonrió: "Les toma una o dos semanas, según lo que prefie­
ren hacer, y tienen el gusto de poder decidir qué y cómo quieren hacerlo."
Como soy una entusiasta de los árboles frutales tropicales, no tenía
ningún deseo de mudar nuestro hogar a otro sitio. Me gustaba la sensa­
ción de "haber echado raíces", pero el trabajo manual de construir una casa
me fascinaba. Así, cuando mi marido me dijo durante la temporada de
secas que necesitábamos empezar a almacenar leña, le contesté que sería
una buena idea construir un cobertizo.
"Claro", dijo, "pero eso exige algún esfuerzo. Tal vez cuando venga
Tomás la próxima vez".
"No, yo quiero hacerlo", expliqué yo, "con hojas de palma. Vi a Kayúm
usarlas".
Mi marido (en aquel tiempo incapaz de estar activo físicamente) con­
sideró el asunto y aceptó. "Es una buena idea. Así aprenderás a hacer una
construcción sencilla. Las hojas de palma son un material excelente. Sólo,
que vas a necesitar un montón."
Construí el cobertizo al estilo "reclinado", con tres postes de sostén
adelante. Había seleccionado los postes de antemano, todos de madera dura­
ble. Uno era de cedro, los otros de canshán. La parte baja del techo fue a
reposar sobre un gran tronco tumbado. Los travesaños, tirantes y lazos,
los buscamos en la selva cerca de la casa. Rebecca, de once años de edad, ya
era una experta en seleccionar las raíces aéreas colgantes de las bromelias
que íbamos a usar para sujetar los manojos de palma a los tirantes. Son
elásticas, resistentes, durables.
La palma real, con sus hojas muy grandes en forma de abanico, abun­
da a lo largo de nuestro arroyo. Cortamos sólo los árboles más viejos y
más altos, en los lugares de vegetación muy tupida. Pusimos cuidadosa­
EN BUSCA DEL PARAÍSO PERDIDO, 1960-1972 • 243

mente las hojas una encima de la otra, las atamos y las cargamos en nues­
tras espaldas, regresando al arroyo por un sendero abierto por los ani­
males del monte. Gran parte del arroyo era terreno desconocido para
nosotros, y cada torno nos procuró nuevas sorpresas.
Estos viajes para traer material de construcción me enseñaron a mirar
la selva con ojos nuevos. Llegué a entender que la selva se compone de
muchas selvas pequeñas. También adquirí el "sentido" de por dónde cami­
nar para encontrar los árboles grandes cubiertos de bromelias o los claros
en donde crecían los mejores renuevos para tirantes.
A veces, cuando Rebecca todavía estaba sentada en la mesa de la cocina,
ocupada con sus libros de escuela, me iba sola, atenta a quedarme a dis­
tancia de voz. En el silencio fresco de la tarde, los lincamientos cubísticos
de nuestro mundo moderno -rígidas divisiones de tiempo, superficies pla­
nas, espacios medidos, líneas desnudas- todo había sido borrado. En medio
de esta vegetación exuberante no hay ni aquí ni allá, ni principio ni fin, ni
arriba ni abajo. A duras penas uno alcanza a orientarse en base a señales
externas. Se necesita una seguridad interna.
Las hojas de palma se juntan en manojos de cuatro o cinco. Después
se pone un manojo al lado de otro, empezando con la fila de abajo, como
si fueran ripias. Recolectamos las hojas cerca del mediodía, cuando el sol
estaba alto, para estar seguras de que las hojas se habían secado del agua­
cero de la noche anterior o del rocío. Durante las últimas horas del día, cuan­
do el fresco empezaba a bajar de la montaña, me ponía debajo del cobertizo
para seguir haciendo el techo, mientras Rebecca cortaba los tallos al tamaño
adecuado y colocaba los manojos.
Los bejucos emanaban un olor vegetal muy peculiar. De repente com­
prendí que era el mismo olor que el de los lacandones, tan típico de ellos
que a menudo me percato de su presencia antes de oírlos o verlos. Ahora
entendí, además del olor que tienen, algo de su mirada, esta contenida seguri­
dad suya que les crece por estar plantados en su propio pedazo de tierra y
por construir su propia casa. Construir una casa así es vivir la tierra como
nuestro hogar.

G omo los á r b o le s . ..

"Eso sí que es una pregunta interesante", comentó Harry, haciéndome una


mueca.
Contesté con una sonrisa y un leve movimiento de la cabeza. Harry
continuó estudiando la carta que empezaba de manera tan abrupta: "Queri­
do Harry, Jan y Becca, me gustaría saber cómo sobreviven ustedes."
244 » HARRY LITTLE Y JAN M ULLER

"Su apellido es MacKay. ¿Tienes ganas de contestarle?", me preguntó


Harry.
"Me late que sí", respondí yo, aunque ya sabía que eso no iba ser tan
fácil como parecía. Pero me sentí de alguna manera obligada a hacerlo.
Bueno, me decía yo, aquí estamos con doce años de vida en la selva
tropical, y este señor pregunta en su carta cómo lo hemos logrado. ¿Qué
le contestamos, pues?
En estos doce años, Becca ha visto a treinta y tres visitantes y ha coci­
nado muchas veces para ellos. Pues sí, sobrevivir en la selva -o en otras
partes- primeramente es un asunto de comida. Si uno está acostumbrado
a bisteces y huevos, lechuga y anchoas, leche y papas, frijoles y tortillas,
uno moriría de hambre si no se adapta pronto al medio ambiente.
Sobrevivir, en primer lugar, significa sembrar lo que probablemente
crecerá y producirá, y después comer con gusto lo cosechado. En la ecolo­
gía de la selva tropical, eso significa aceptar el plátano como cultivo básico
y reservar la milpa para las pequeñas pero robustas piñas, las exigentes e
inestables papayas, los espinosos pero abundantes limones, los magnífi­
cos y generosos mangos, el señorial y milagroso árbol del pan.
Oyendo eso, los que vienen de fuera fruncen las cejas en señal de protes­
ta, a veces cortésmente, a veces irritados: "Pero, uno no puede comer pláta­
no todo el día." Nunca hemos dicho eso. Dijimos: "Mientras haya plátano,
hay comida."
Cultivamos siete variedades de guineo y una de plátano macho. Consti­
tuyen la parte sustancial de nuestro desayuno y de nuestra cena, igual que
el postre de la comida y los bocadillos a lo largo del día. Siempre tenemos
algo que ofrecer a los viajeros que vienen de paso, lo que les llama mucho
la atención, pues en este país de la laboriosa tortilla, la costumbre de invi­
tar a comer no es muy común. El plátano se ha convertido en nuestro pan
de cada día, lo que tal vez no es fácil de apreciar, hasta que uno haya vivido
en el trópico y tenido que sembrar sus propios árboles. Nosotros le debemos
mucho a esa fruta, pues gracias a ella hemos podido vivir día tras día, sin
preocupaciones por el mañana.
Claro, la vida es más que pan -en este caso plátano. No he explicado
mucho, diciendo que hemos sobrevivido gracias al plátano. ¿Qué nos movió
para sembrar y apreciar lo que tenemos? ¿Qué decir sobre los chaquistes
que nos molestan durante las noches de lluvia? ¿O sobre las hormigas que
siempre tienen ganas de devorar nuestros jóvenes limoneros? ¿O sobre los
tiburones humanos que vienen a talar los árboles para llenar los espa­
cios vacíos con vacas? ¿O sobre los sembradores de maíz que son capaces
de quemar todo el bosque?
EN BUSCA DEL PARAÍSO PERDIDO, 1900-1972 • 245

Se ha dicho que la colonización de la selva tropical sólo tendría éxito


si fuera llevado a cabo por refugiados políticos o por gente con mística
religiosa. No pertenecemos a la primera categoría. ¿Cuál es entonces
nuestra mística? Creemos en la vida familiar, vivida en el campo. Creemos
en el reino de las plantas y de los árboles, otorgado al hombre para que él
lo administre cultivándolo. Creemos en la vida en medio de la naturaleza,
en el canto alegre de los pájaros, en el silencio espiritual de las profundida­
des selváticas, en los corales que los saraguatos cantan a la luna naciente.
Hemos tenido que aprender a saber lo que no queríamos y analizar y
descartar lo que no encaja en nuestra vida.
Mis pensamientos se vuelven sombríos, tristes, cuando recuerdo
todas nuestras luchas y búsquedas. Pero ya terminé con las tareas de la
mañana, ya es tiempo para la comida. Abandono la pregunta del señor
MacKay: "¿Cómo sobreviven ustedes?"
Nos bañamos en el agua verde y cristalina de nuestro arroyo, que
sale fresca y pura del corazón de la montaña caliza que se levanta inme­
diatamente detrás de nuestra casa. La comida ya está puesta en la mesa.
También está -cosa incongruente- una grabadora. Recibo "Libros habla­
dos" de la Biblioteca del Congreso en Washington, una bendición literaria
que todos apreciamos intensamente. Me siento en mi lugar y aprieto el
botón de marcha. Una voz empieza a leer, una voz con una magnífica
dicción: "Las uvas de la ira, de John Steinbeck, capítulo siete..."
Al terminar la comida, descubro en mi plato una gran rellanada de
papaya, madurada en el árbol. Saboreo la primera bocanada, extraordi­
nariamente dulce y suave. "¿Cosechaste una fruta de la variedad casera?",
pregunto yo.
"No, pero creo que es una de sus parientes", dice Hnrry.
"¿Cuál árbol?", pregunto yo, algo confundida.
"El que está en la huerta lateral, el que no ha recibido mucha atención.
Cayó de lado, hace tiempo, y ya no quise tomarlo en cuenta. Un mes
después noté que estaba creciendo, así de lado, desde su posición caída, en
plena temporada seca, imagínate, y dando pequeñas frutas. Entonces pedí
a Artemio que me ayudara a ponerlo de pie, estacarlo y amarrarlo. Vete a
verlo ahora, está cargado de frutas."
Levanté mi plato vacío y noté la carta del señor MacKay todavía en la
mesa. La recogí también y la puse en la carpeta "por contestar". Ya no
pensé en ella, sólo escuché en mi memoria un cantar de voces armoni­
zadas: "Como los árboles que crecen cerca del agua, no nos moverán."
Capítulo 18

Lacandonia a la vista de pájaro, 1971

Carlos H elbig, geógrafo

D e K a r l S a p p e r , 1894, a Karl Helbig, 1974, los estudiosos más entusias­

tas de la geografía chiapaneca han sido alemanes. Karl Sappery Emil Boese,
con sus escritos sobre la geología del estado (publicados en 1894 y 1905,
respectivamente) yusieron las bases para la obra clásica de Friedrich
Mülleried, La geología de Chiapas (1957). Leo Waibel dio la mejor y más
completa descripción de la Sierra Madre de Chiapas en su libro, de igual
título (1933-1946). Joseph Weber dedicó su vida a la enseñanza y la divid-
gación de la geografía del estado entre la juventud de San Cristóbal de Las
Casas. Karl Helbig, finalmente, escribió estudios definitivos sobre la costa,
El Soconusco y su zona cafetalera en Chiapas (1964), sobre la depre­
sión central, La cuenca superior del Río Grijalva (1964) y sobre el
territorio chiapaneco en su conjunto, Chiapas. Geografía de un estado
(1976).
En este último libro, la Selva Lacandona tambiénfue objeto de líis obser­
vaciones del eminente geógrafo. Éste la llama Serranía de Lacandonia, Mon­
taña del Oriente, o simplemente Lacandonia. El nombre utilizado indica que
su autor estuvo impresionado por lo accidentado del relieve, más que por la
exuberante vegetación.
En 1957 Carlos Helbig recorrió a pie la Selva Lacandona y la sobrevoló
en avioneta en 1971. Esta segunda visita fue parte de un vuelo que hizo
sobre toda la extensión del territorio chiapaneco. Sobre ese viaje escribió un
breve informe que incluyó después en su libro bajo el título Chiapas, a vista
de pájaro (t. i, pp. 41-49). Le tomamos prestada la parte que se refiere
a la Selva Lacandona (pp. 46-49). Es la descripción más sucinta y a la vez
más aguda que conocemos. En una hora de vuelo, convertida en 15 minu­
tos de lectura, Carlos Helbig nos da una idea general de la selva, de sus
montañas, de sus lagos y lagunas, de sus ríos y arroyos, de sus bosques.
Nos introduce también en la problemática actual de la región, la mutila­
ción de la vegetación original por los invasores modernos, los madereros, los
campesinos, los ganaderos. Estamos en 1971. Contemplada desde arriba,
(2+7|
248 * CARLOS HELBIG

la selva muestra ya profundas y extensas heridas -manchas morenas en su


piel verde causadas por los incendios provocados por campesinos hambrien­
tos de tierra cultivable, sobre todo en la parte norte y oeste. Sin embargo,
el panorama captado y descrito por Carlos Helbig es todavía un paraíso
comparado con el estado de destrucción en el cual la Lacandona se encuen­
tra ahora, 30 años más tarde.

Sobrevolando Los Altos registramos al lado de bosques, asentamientos


y áreas bajo cultivo, muchos terrenos desconsoladamente estériles, patri­
monios agrícolas perdidos para siempre por la erosión y la "milpa que
camina", transformados ahora en rojos suelos lavados, lixiviados, cal­
cinados. Volvemos a la Panamericana. La concha de Tzimol, una polia
gigantesca, hasta el último terrón cubierto de caña de azúcar. Vemos el
ajedrez vial de las calles ascendentes y descendentes de Comitán. Luego
la vasta mesa al oriente, un granero como aquél entre Cintalapa y Tuxtla.
Y aquí otra vez los testigos de una formación calcárea: polias y dolinas
cársticas con y sin relleno acuático, montecitos modelados en forma cónica.
Crece nuestra tensión. Nos acercamos a la misteriosa Lacandonia, la verde
y solitaria patria de los últimos autóctonos llamados lacandones. Aún se
esconden en el vaho de la humedad ascendente de los bosques. La larga,
oscura cordillera en el lejano horizonte oriental, bien delineada por la luz
del sol encima de las nubes, ya no pertenece a México. Son los Cuchuma-
tanes, tierra inhóspita alpina de Guatemala.
El altiplano de Comitán, un área casi desprovista de bosque, es recono­
cido en la plenitud de sus microformas morfológicas. Docenas, centenas
de pequeñas "simas" de apenas 30, 20 o 10 m de diámetro se agrupan
como huellas de explosiones de granadas en un campo de batalla. Si las
dolinas son profundas y sus paredes interiores abruptas se llenan siem­
pre de oscuros bosquecillos; si son algo planas y accesibles al ganado no
quedan más que unos matorrales, broza, y a veces se han transformado
en rocas desnudas. El suelo de las dolinas de forma circular, oval o rectan­
gular está cubierto con lagunas o bañaderas lodosas para el ganado. A la
derecha el paisaje lacustre de Montebello con un nuevo acceso. Más ade­
lante el país se ve muy movido. Cumbres, conos, y lomos mayores lo atra­
viesan. Ya vemos el profundo surco del Tzaconejá proviniendo de Los
Altos. Amplios arenales acompañan su lecho torrencial. Aquí y allá un
poblado... un aserradero... pinares a ambos lados... un camino final
penetrando hasta los depósitos madereros... Y luego empieza este otro mun­
do con mayor potencialidad y monumentalidad que aquel del noroeste
LACANDONIA A LA VISTA DE PAJARO, 1971 • Ui)

del estado donde moran los zoques. Este universo no tiene caminos, ni
motores, ni cables eléctricos, ni luz y teléfono, ni ciudades e iglesias y tenda-
jones. Empieza el gran bosque, respira "la selva". Nos acostumbramos a
llamarlo Lacandonia en honor a los "últimos verdaderos mayas", aunque
éstos se han reducido a un grupo de 200 hombres, difícil de considerarlos
como dueños de este dominio reservado. Ahora son desplazados cada vez
más por colonos de tierras vecinas y de más allá. Estos recién venidos saben
hacer valer sus derechos aunque las autoridades no siempre los confirman.
Por una sierra que corre de W N W a ESE y que sirve de parteaguas, la
hidrografía de esta porción más oriental de Chiapas ha sido puesta de
cabeza. La red fluvial es extraordinariamente densa ya que de aquí hacia
el norte no hay montaña alta que impida el acceso de las lluvias que traen
los vientos alisios. La mayoría de los cursos acuáticos no se dirige directa­
mente hacia la llanura del Golfo, sino que corre en dirección opuesta, al
sureste. Para el inexperto esto resulta confuso.
Las aguas las recoge el Tzaconejá que desemboca en el Jataté, el cual,
tras de recibir al Santo Domingo, trueca su nombre en Lacantún, río her­
mano del Río de la Pasión. Su confluencia marca el nacimiento del Usuma-
cinta. O bien las aguas alcanzan este mayor río de México directamente
y con él enfilan por fin, tras una enorme vuelta, el Golfo.
Nuestra pequeña máquina manejada por José Martínez León, don
Pepe, en todo el estado reconocido como el mejor piloto de Chiapas, atravie­
sa con cortos lapsos valles fluviales paralelos, uno tras otro, así como los
lomos entre ellos, que pueden alcanzar hasta 1,000 m, los ríos Domingo
(o Soledad)..., Dolores..., Caliente..., Euseba..., Jataté..., Perlas... Apa re­
cen y desaparecen, aquí en estrechas muescas y allá en anchas vaguadas.
¡Alto ahora! ¡Concentremos nuestra atención! Una gran mancha plana,
casi café, interrumpe el verde de las cordilleras. Estamos encima del campo
maderero más grande de Lacandonia, abandonado desde tiempo. Yace en
el triángulo equilátero de la desembocadura del Río Perlas con el Jataté
en la sabana de San Quintín. Nuestros colonos, en mortificantes travesías,
llevando sus pertenencias más indispensables, llegaron hasta esta plani­
cie abierta, un hueco en la alfombra de la selva. Ahora lo ocupan como
punto de arranque para la continua colonización en el curso inferior del
Jataté y desde aquí en los valles ascendentes de sus tributarios. Nubes
de humo, manchas de rozaduras, milpas ya cosechadas quizá por pri­
mera vez, ranchos solitarios, senderos a lo largo del río o subiendo las
laderas. ¡Cuánta madera valiosa se pierde en cada rozadura! El suelo virgen
se pudiera usar de manera más racional y produciría mayores rentas;
ahora es saqueado, empobrecido y abandonado enseguida.
250 • CARLOS HELBIG

Suspendidos como estamos entre tierra y cielo, dejemos las reflexiones


acerca de los graves problemas, a los cuales el actual gobierno va encon­
trando solución. Ya se acerca otro cuadro que hemos de gozar, la laguna
Miramar, la mayor superficie acuática de este estado. Brilla en un mara­
villoso azul, sus riberas en color verde esmeralda. Fue considerada por los
mayas un secreto sagrado durante siglos; el primer forastero la contem­
pló apenas hace unas décadas. Cualquier turista favorecido puede volar
hacia ella; un camino transitable de pocos kilómetros lo lleva desde la
pista cerca de San Quintín a sus riberas. Eso también es profanación como
es la devastación de los bosques por colonizadores hambrientos. Por des­
gracia el comercio turístico está abierto a todos aquellos que se ahogan
en la abundancia. En el mundo de los siempre y nunca satisfechos, de los
have 's estamparon un lema: "Como tengo dinero todo el mundo me per­
tenece." Un lema peligroso, máxime porque viene de gente cuya ambición
no está amparada por valores interiores y ésta es difícil de eliminar. Salvo,
si algún día los have not 's protestarían contra los have's en filas cerradas.
Para decirlo más concretamente: países como éste necesitan con mayor
urgencia una ayuda para su subsistencia que los ríos para satisfacer su
sensacionalismo. Creo que la hilación de tales pensamientos es justificada.
Sigamos mirando el mundo abajo. El Río Azul, pequeño y angosto,
apenas es percibido en la densa selva. Por su escasa importancia no debe­
ría mencionarse, pero un compatriota mío, buscando sus manantiales lo
atravesó en una lancha de hule hace casi 15 años, acompañado de unos
deportistas, entre ellos su esposa. Publicó la aventura de varias semanas en
un reportaje muy interesante. Por el contrario, el último tramo del Jataté
impresiona por su grandioso ímpetu, su curso fugaz y el rosario de casca­
das a lo largo de 7 kilómetros, en el llamado Cañón de Colorado poco antes
de unirse con el Río Ixcán, proveniente de Guatemala, con el cual forma el
Lacantún.
Hasta aquí no han penetrado aún los colonos. Hay una pequeña esta­
ción hidrométrica como en otros ríos de Lacandonia; en un futuro no
lejano quieren apresar las aguas del Usumacinta y sus afluentes para
generar energía eléctrica. Sentimos gran admiración por el equipo que
consta de dos o tres ayudantes, por su valentía y su buena disposición
para "sacrificarse" en este lugar tan alejado del mundo civilizado. Estos
hombres se tutean con los peligros de la naturaleza y con la soledad.
Ya nos hemos acercado a la ancha planicie del largo valle del Usuma­
cinta. En grandes curvas cual herraduras la atraviesa el Río Lacantún. Sin
cesar recoge agua de otros afluentes a ambos lados. En la proximidad del
LACANDONIA A LA VISTA DE PÁJARO, 1971 • 251

Río Tzendales, enmarañado y enlazado como no hay otro, descubrieron


importantes ruinas mayas. Durante siglos la densa cubierta selvática las
cubrió como a las demás. Aún está intacta la foresta de la zona Marqués
de Comillas, la parte más oriental de Chiapas, una selva alta perennifolia;
los pinos quedaron atrás en las alturas. El día en que se comience a talar
aquí no está lejano, y la desmontadura tomará su curso de costumbre. Las
compañías madereras sólo han extraído aislados troncos de maderas pre­
ciosas, y la selva permanecía tal como estaba; las cicatrices se cerraron
pronto. Hay franjas vacías con gramíneas. Pero no los ha originado el hom­
bre sino la naturaleza misma. Son recodos de los ríos. Durante las lluvias
torrenciales siempre se llenan de agua e impiden el crecimiento de árboles.
Nuevamente unos minutos interesantes. Del Petén de Guatemala se
acerca al Lacantún un río del mismo linaje, el Río de la Pasión. Ambos
se aproximan más y más hasta que no quede entre ellos más que una
lengua angosta de pocos metros. Donde esta lengua termina empieza el
Usumacinta. Pronto vuelve a dividirse en dos brazos, obligado por una
diminuta isla formada del lodo y la arena de ambos ríos. Su curioso
nombre "no te metas" se debe a un anécdota. Sobre el Lacantún la pista
y las casitas de TVes Naciones, ya mencionados. Del lado del Pasión los ran­
chos y plantaciones de campesinos guatemaltecos, que disponen de un
sendero con su hinterland (tras-tierra); tal vereda falta del lado mexicano.
En la ribera del Río Agua Azul, tachonado por múltiples y descolori­
das islas arenosas nos llaman la atención ojos de agua azul, color típico
de manantiales sulfurosos. No son los únicos de Chiapas. Hay todo un
cinturón de fuentes y arroyos con sabor a azufre en el estado, especial­
mente en esta latitud.
El terreno se vuelve nuevamente accidentado, empiezan las ya mencio­
nadas alturas de Lacandonia que son divisorias de aguas. Es aquí una
región calcárea fuertemente acentuada por arrecifes bien modelados.
Suben a 700 metros pues encima del techo frondoso de la selva se ven los
troncos erguidos de pinos. Los montes obligan al Usumacinta a correr por
un angosto lecho de rápidos. Saliendo de esta estrechez el río se pierde
pronto en largos kilómetros de recodos. En uno de ellos los mayas cons­
truyeron sobre una colina calcárea un alargado templo, ahora en ruinas
cuyo nombre Yaxchilán puede significar "el joven", "el importante" o el
"gran señor". Este templo es quizá parte del no muy alejado complejo
Bonampak (Muros pintados). Sin duda había vías de comunicación entre
estos lugares de culto; pero ahora no hay ni rastro de ellos; la vegetación
se tragó todo.
252 • CARLOS 1IELBIG

El majestuoso complejo de Bonampak, ya librado de la selva se encuen­


tra detrás del ancho mar selvático. Estamos a principios de marzo y los
árboles "Cortés" brillan con sus flores, amarillos como cirios festivos. A
poca distancia, junto a la pista de aterrizaje se ha construido un albergue
para arqueólogos, otro para los cuidadores y sus familias, lo mismo que
una pequeña estación meterológica y, recientemente, una de radio. La fama
de este grupo de templos descubierto por casualidad en 1946, voló pronto
por el mundo, por los frescos pintados en colores brillantes que a duras
penas han resistido los embates de una selva lluviosa y mil 500 años.
¡Y qué espectáculo en su derredor, estas lomas verdes suavemente ondu­
ladas, parecidas a olas petrificadas de un océano titánico! ¡Con qué segu­
ridad y calma busca el cercano Lacanjá su camino hacia el majestuoso
Usumacinta! ¡Qué precioso fulgor irradia la laguna Lacanjá allende el río!
No cabe duda, que la Lacandonia, con sus escondidos misterios puede cau­
tivar aun al más desapasionado científico.
En su parte nordeste reúne toda una serie de lagunas pintorescas. Tam­
bién aquí se formaron en dolinas de lajas calcáreas disueltas. Tampoco fal­
tan las demás concavidades tan características para el Karst. La disolubili­
dad de la caliza origina también el cambio gradual de los contornos de estas
lagunas. Por rupturas hacia recintos subterráneos pueden desaparecer por­
ciones enteras o irrupciones a dolinas inmediatas ensanchan éstas. Sobre­
volando la laguna Suspiro se advierte que grandes áreas lacustres se están
transformando en tierras (acolmatamiento). La de Ocotal continúa,
rellenando una uvala (serie de dolinas) en concavidades vecinas después de
cierto estrechamiento. Aveces resplandecen ojos de agua verdosa de dolinas
muy juntas, por lo común unidas en grupos.
Vuelven a dominar los pinos en la sierra. Ahí se esconden verdaderas
joyas, las lagunas Sival y Guineo o Itzanocú, los mayores santuarios del
pueblo lacandón. Nuestro gozo es breve, porque súbitamente hacemos
frente a nubes de humo provenientes de bosques incendiados, y se nos pre­
sentan manchas morenas, profundas heridas que dejó el fuego en la natura­
leza, hace pocas horas aún virgen; miramos troncos talados sin sentido y
ahora amontonados como hogueras en señal de alarma. Dejamos atrás la
tierra "inculta", la que salió de la creación divina y nos aproximamos otra
vez al mundo "culto" del hombre, volando hacia la margen septentrional
de la Lacandonia.
El piloto comprensivo pasa otra vez por la sierra de pinares y describe
una amplia curva hacia el oriente, a la región baja de la selva perennifolia,
siguiendo nuevamente un trecho del curso del Usumacinta. Aquí, el hacha,
LACANDONIA A LA VISTA DE PÁJARO, 1971 • 253

el machete y el fuego de los colonos todavía están lejos. Sólo el río con
sus orillas vírgenes domina el panorama. Lo observamos como se acerca
a su gran cañón, abajo de la desembocadura del Chocoljá. Ruidoso y espu­
meante se esfuerza por el angosto lecho. Después de recorrer un tramo
sobre tierra plana, vuelve a ser aprisionado entre las últimas colinas cal­
cáreas en el borde norteño de Chiapas, al oriente de Pénjamo. Finalmente
a diez kilómetros de Tenosique cerca de la estación de ferrocarril y del
puente de Boca del Cerro, ya libre de todas sus cadenas, puede entrar defi­
nitivamente en la gran llanura aluvial del Golfo y correr sosegadamente
hacia el océano.

(¡«m ino de Nallíí n Mclznliok, (Koloffniffii <!<’ (iVrtrmle Diilty.)


Capítulo 19

La fundación de Boca de Chajul, 1974-1984

Manuel L ombera, campesino

L a c o l o n i z a c i ó n campesina, de la Selva Lacandona empezó por los años

cuarenta del siglo pasado y terminó en la década de los ochenta. Se realizó


en olas sucesivas, formadas por grupos cada vez más numerosos. Los prime­
ros en llegarfueron familias aisladas que se asentaron en la parte superior
de varias cañadas de los municipios de Ocosingo, Altamiranoy Las Marga­
ritas. Poco tiempo después, indígenas bachajontecos decidieron ocupar el
sector oriental de su extenso ejido, situado en el municipio de Chilón, pero
pronto rebasaron esta frontera. Por el año de 1960 ya estaban abiertos
tresfrentes simultáneos que avanzaron sobre la tierra virgen desde Marga­
ritas, Ocosingo y Palenque, respectivamente. Cinco años más tarde, los
colonos ya estabanfirmemente establecidos en las cuencas de los ríos Santo
Domingo, Jataté, Perlas y Chocoljá. En su gran mayoría habían invadido
la selva de manera anárquica, sin previo permiso y sin supervisión por
parte de la Secretaría de la Reforma Agraria.
En el año de 196 7, el gobiernofederal porfin trató de ganar control sobre
el movimiento migratorio. Declaró como propiedad nacional y zona apta
para la colonización a una superficie de 400,000 hectáreas, situada en el sur
de la selva. Parte de esa superficie la formaba la zona llamada Marqués de
Comillas, ubicada entre la frontera con Guatemala y los ríos Lacantún y
Salinas. Los primeros colonizadores llegaron en 1972, caminando desde los
lagos deMontebello o desde el ejido de Lacanjá, cerca de las ruinas de Bonam-
pak. Cargando sus escasas pertenencias abrieron brecha a golpe de machete,
atravesando ríos y arroyos a nado. Otros, en mejores condiciones económi­
cas, entraron en pequeños aviones que aterrizaban en las playas de los ríos
o en las pistas de chiclerías y monterías abandonadas. Posteriormente, el
grueso de los nuevos pobladores entró por tierra hasta Frontera Corozal, en
el río Usumacinta, y de ahí continuó por vía fluvial, contra corriente, hasta
su destino. Así nacieron en la ribera derecha del río Lacantún los primeros
ejidos: Galacia, Zamora, Pico de Oro, Reforma Agraria, Adolfo López
Mateos, Boca de Chajul, Playón de la Gloria.
25(1 • MAN IJHL LOMBERA

En todas estas colonias vive gente que puede narrar al visitante intere­
sado la historia de lafundación de su nuevo pueblo. Es la historia de muchos
sufrimientos y grandes ilusiones, desde la larga y penosa caminata por
la selva inhóspita hasta la larga y penosa espera por la legislación de la
tenencia de la tierra en las antesalas de la burocracia en Tuxtla Gutiérrez
y el Distrito Federal.
Quise incluir en esta antología la historia de uno de estos ejidos, la de
Boca de Chajul. Es la historia de su fundador, Manuel Lombera, campe­
sino de Guerrero. Él mismo me la contó una tarde de abril de 1984.

Yo vine a dar a esta selva para trabajar aquí con nuestros hijos. Cuan­
do yo supe del informe, lo fui a comunicar a mi compadre Jesús Gutiérrez,
que es el papá de Febronio. Entonces, él me dijo que mandaría a sus hijos
conmigo, y los mandó. Vino Febronio y vino mi compadre Juan, que
es más joven que Febronio. Nos vinimos y llegamos a Comitán, informa­
dos por el Departamento Agrario, y supimos de las tierras del Marqués de
Comillas. Llegando al Ixcán, que es donde había una pista, allí pagamos a
un muchacho que se llama Trino, quien ahora está aquí con nosotros. Él
nos trajo hasta aquí, hasta el aforo de electricidad, este que está aquí abajo,
La Gloria. Allí monteamos tres días, le dimos para la selva, pero no había
rastro de gente, todavía la selva estaba muy virgen. Anduvimos tres días
y nos regresamos. Fue el doce de diciembre de 1974, cuando anduvimos por
aquí.
Cuando nos regresamos, unos pocos se fueron en una lancha rápida
que estaba en el aforo. La tenía allí un señor que se llama Eladio Gutiérrez.
Yo me quedé con Trino, pero ya no teníamos comestibles, solamente nos
acompañaba una latita de leche Nestlé chiquita y un paquete de galletas
saladas. Teníamos que caminar todo el día y parte del otro día. Nos queda­
mos en una playa. En el camino matamos a un faisán y en la noche nos
comimos el faisán, pero sin sal, nos lo comimos sin tortillas y sin sal. Al
otro día madrugamos y nos fuimos a lxcán. Llegamos a donde el señor
Trino, pero era un señor recién llegado y también estaba muy pobre, no
tenía nada que comer, él era de Guerrero. La canoa nos condujo hacia
abajo, era de un señor llamado Isidro, le dicen Chilo, es de Guatemala. Se
la fuimos a llevar y pescamos chopas como de tres cuartas de grandes.
Comimos y después vino el avión por nosotros y nos fuimos a nuestra
tierra. Eso fue en diciembre de 1974.
En los primeros días de marzo de 1975, nos acercamos a la Nacional, yo
y Febronio, en Guerrero, pero se enfermó mi compadre Jesús Gutiérrez,
LA FUNDACIÓN DE BOCA DE CHAJUL, 1974-1984 » 257

le dio embolia. Nos regresamos a ver a mi compadre, nada más noso­


tros dos, la familia se quedó en un lugar llamado Cuyuquilla. Mi compa­
dre murió y lo enterramos. Alquilamos un carro para venirnos. Yo avisé
a mucha gente de las tierras del Marqués de Comillas, a amigos míos y
de Febronio Gutiérrez. Entonces, cuando estos hombres se enteraron de que
los terrenos eran buenos, se vinieron ellos, pero como nosotros nos atra­
samos por la muerte de mi compadre, se nos adelantaron algunos com­
pañeros. Pero no se resolvieron a entrar a la montaña, no sabían, se que­
daron en Comitán.
Cuando llegamos a Comitán, estaba allí ya una gran familia, que eran
los Baldovino. Nosotros pagamos allí siete vuelos al Playón de la Muía,
entre Febronio y yo. Venían diecisiete niños con nosotros, diez niños de
Febronio y siete niños míos. Los compañeros también se vinieron a Ixcán.
Yo me junté con el papá de los Marroquín, quien ahora vive en Galacia, y
le dije que bajara aquí el domingo 16 de marzo de 1975. En Comitán se
quedó Febronio, porque ese día no se alcanzó a hacer los siete vuelos. Como
no había pista, el avión aterrizó en un playón del río. Al lanchero del aforo,
que allí estaban construyendo, le rogué que me pasara el río, y como a las
seis de la tarde me pasó para la vil montaña. Allí dormimos, pero como
ya estaba oscurito no macheteamos, no hicimos lumbre, nada más allí
dormimos. Habíamos cocido arroz en el playón, en donde aterrizamos,
y eso fue lo que cenamos. Al día siguiente, llegó Febronio con los demás
niños. Nosotros no ayudamos a las mujeres a hacer la limpia -lo que se
llama limpia para vivir-, no les ayudamos. Nosotros nos pusimos a la
tumba, a trabajar para sembrar maíz. Las mujeres se encargaron de limpiar
el sitio en donde íbamos a pasar el día. Allí vivimos hasta mayo, en ese
sitio. De allí nos salimos a donde íbamos a hacer el poblado.
Hicimos el poblado, vivimos muy a gusto todo el tiempo, hasta el día
último de octubre. Las otras familias bajaron hasta Ixcán y de allí baja­
ron en canoas hasta aquí, en canoas de remo, porque no había ni una que
tuviera motor, solamente la Sila y la Aforación de aquí abajo, pero éstas
no podían trasladarnos porque no les daban permiso. Llegaron en total
José Baldovino el grande, José Baldovino el hijo, Rafael Vidal, Eli, Abelino,
Juan, Ricardo Piceno, Manuel Sosa, y THni. De los de aquí, de Chiapas,
llegaron los Marroquín y sus hijos, ellos son de Rizo de Oro, de aquí mismo
de Chiapas.
El día último de octubre llovió todo el día y toda la noche. Cuando
amaneció, el día primero de noviembre, a algunas casas se les había subi­
do el agua más de medio metro. Se oía bonito, porque los perros tambo­
•if.8 • MAN'IIKL LOMBICHA

reaban el agua ya que no podían estar parados. Nos reunimos en unas


casas, a las que no había llegado el agua, como la mía, la de Febronio, la
de don José el grande y José el chiquillo. Nos refugiamos todos en estas
casas. Yo y José salimos a buscar lugar por donde salir, aunque fuera a la
montaña, pero por la parte donde pensamos que iba a estar seca había una
laguna que tenía un monte que llamamos coyulillo y que mide como unos
cinco metros. Pues, no se miraban las puntas de los coyulillos. Nos regre­
samos caminando por la madera, por los bejucos, abrazándonos de los
árboles. Cuando llegamos a la casa, yo le dije a José que íbamos a inventar
una mentira, que íbamos a decir que sí teníamos salida, y que les íbamos
a señalar el lugar con la mano, pero les íbamos a dar el son hasta el cielo.
Se consolaron, pensando que había salida por tierra.
Los Marroquín pusieron el nombre al lugar en donde vivíamos, Gala-
cia, porque el papá de los Marroquín era el que decidía, era el Comité Par­
ticular Ejecutivo, el que iba a luchar por las tierras para arreglar lo de la
tenencia. Cuando vieron que se inundaron las tierras, los Marroquín nos
invitaron como a cinco kilómetros para adentro de la selva, en donde se
encontraban unos cerritos, pero yo no quise que nos fuéramos por allá,
porque el grupo mío no quería. Entonces nos vinimos río arriba y halla­
mos este lugar, Boca de Chajul. Medimos el paredón y le había faltado
para salir, aquí en el lugar en donde vivimos ahora, como metro y medio.
Aquí sí hay loma, aquí por el lado donde nace el Sol hay lomas altas, en
donde nace un pasto llamado petatillo. Quemamos el pasto para preven­
ción, para que las lomas estuvieran limpias, para que, si creciera más el
río, nosotros irnos a esas petatilleras, aunque no tuviéramos casas. Pero
ya no creció el río igual. Allá abajo, en Galacia, cosechamos en septiembre.
En el lugar en donde Vidal tenía la troje, le quedó de grueso de arena como
un metro; en donde Pedro, un hermano de mi esposa, la tenía, le quedó un
montoñón de piedras. Quedamos con maíz yo, Febronio y mi compadre
José. En la troje de Febronio le llegó el agua como hasta medio techo y allí
se acabó el maíz. Lo deshojamos, hicimos un tapesco, pero de todos modos
el maíz se agrió, no se pudo comer. De allí nos vinimos a este lugar, pero de
todos modos allí hicimos siembra en diciembre. Sembramos mucho frijol
y maíz. Sembramos sandía, se crió muy bonita la sandía. Sembramos
papas, se crió algo, no se crió mucho, porque hay mucha plaga de yupo
de lombrices; pero se dieron regular las pocas que se lograron. Todo esto
hicimos todavía en Galacia, pero ya viviendo aquí.
En el mes de noviembre vinimos a localizar este lugar y a hacer el des­
campe, todavía no nos movimos de allá. Unos lo hicieron en abril, otros en
LA FUNDACIÓN DE BOCA DE CHAJUL, 1974-1984 • 259

mayo de 1976. Los primeros en llegar a este lugar fueron los Baldovino.
Yo y Febronio nos atrasamos porque se enfermó una hija de Febronio. En
una lancha de remos subimos hasta lxcán y allí supimos que en Guate­
mala había un pobladito que se llamaba Los Ángeles y que allá había
avión. Nos fuimos a Los Ángeles con la muchacha enferma, allí tomamos
una avioneta y nos fuimos a Huehuetenango, allí se curó la enferma. Por
eso ellos nos ganaron la delantera. Nos subimos aquí, y aquí hemos estado
muy a gusto, aunque siempre sufrimos un poco, porque llovió muy tem­
prano. En los primeros días de junio nos fuimos, yo y mi hijo y Febronio
y su hijo, en unas canoitas de remo. Cuando estábamos cortando el maíz,
sin que allí lloviera, el río empezó a crecer. Entonces nos vinimos, pero
Febronio y su hijo y Epigmenio, un hijo mío, no pudieron subir y se queda­
ron en una isla, pensando que iban a poder dormir allí. Pero el río iba cre­
ciendo, y tuvieron que tirarse al otro lado y durmieron allí nomás, en la
orilla del río, en el monte, medio mojados. Yo y Teódulo nos reunimos,
les dijimos a la familia que se habían ido para Galacia, a las casas viejas
que habíamos dejado, que allá había gente y que iban a estar a gusto.
Pero eran mentiras, ellos se habían quedado en peligro. Ya en la noche, yo
no podía dormir. En la madrugada me levanté, gané las pocas cosas que
había y conseguí más gente. Llevé a José Gutiérrez, Baldovino, Laureano
y Abelino. Nos fuimos en la canoita que yo me traje. Cuando llegamos,
estaban medio tristes, porque estaba el río muy hondo y no podían subir.
Repartimos la carga y nos los trajimos. Ftoco a poco fue bajando el río. Tra­
jimos el poco maíz que nos quedaba allá en Galacia, pues ya teníamos
sembrado maíz aquí. Así fue cómo se fundó este pueblito de Boca de
Chajul.
Me pusieron a mí como Comité Particular Ejecutivo, para luchar por
las tierras. Yo no quería luchar, porque yo ya estaba cansado y enfadado
de ser autoridad allá en mi tierra. Aquí ya no quería. Dilaté un año sin
moverme. Cuando fui al Departamento Agrario en TUxtla, en el año de
1977, ya habían perdido la solicitud. En el 76 la pusimos. Cuando fui
en el 77, ya no había nada. Me di una mediana peleada con el ingeniero
Lucero, porque él me decía que era yo un chismoso, que no habíamos pues­
to la solicitud. Pero cuando pusimos la solicitud, yo le había pedido un
acuse de recibo y él me lo había dado. Yo le enseñé el acuse de recibo, pero
él me dijo que de todos modos era yo un chismoso, que eso no era nada.
Me vine, hice otra nueva solicitud, y entonces sí le puse mano a la obra
y me regresé luego.
Me iba a Hixtla caminando un día de camino hasta el Lxcán, allí espera­
ba a veces hasta ocho días por el avión y de allí me iba a Comitán y de allí
•2(10 • MANUEL LOMBERA

a Tuxtla. Estos viajes tomaban hasta veinticinco días. Fui más de veinti­
cinco veces a hacer los trámites, del 77 en adelante. Transcurrió mucho
tiempo, porque fue en el 77 que empecé, pero ya de allí luché en el 77, el
78 y el 79. Se invirtió mucho dinero. La segunda solicitud ya no la llevé
adonde debería haberla llevado, porque nosotros debemos llevar la solici­
tud a la Comisión Agraria Mixta. Pero como ya me había medio peleado
con el ingeniero Lucero, ya no se la llevé a él. Hice todo lo posible y se la
llevé al señor gobernador, que es la persona indicada para esto de los eji­
dos. El me la recibió y me la turnó. El gobernador se llamaba Juan Sabines.
Entonces, con la firma del gobernador, la repartí en el Departamento Agra­
rio, porque llevaba yo varios tantos. Uno le quedó al señor gobernador, uno
a la Comisión Agraria Mixta, otro a la Liga de Comunidades Agrarias, que
es la defensora de los campesinos. La Comisión Agraria Mixta volvió a eno­
jarse conmigo porque los "brinqué". Yo les dije que no le había ido a dejar
allí, porque eran muy irresponsables. Les dije que yo iba a venir dentro de
veintidós días. Un papel que yo me había hallado tirado por allá decía que
en ese tiempo tenía que regresar. Pero yo no les quería mencionar la ley,
porque ellos, cuando uno les menciona la ley, dicen "que ya fueron a la
escuela". Por eso a uno no le conviene mencionar la ley.

La familia Lombera delante de su casa en el ejido de Chajul, 1984. (Fotografía de Jan De Vos.)
LA FUNDACIÓN IJE liOCA IJK CHAIIJL, 1974-1984 • ‘201

Con la Comisión Agraria Mixta hubo problemas al principio. Como yo


regresé a los días que marca la ley ellos pensaron que yo no iba solo, que
tenía una guía, que como yo conocía un poco de la nueva Ley de Reforma
Agraria, por eso yo iba guiado. Cuando dijeron que vendrían a hacer los
estudios de la tierra, no quise que vinieran, porque mi gente era muy
pobre. Yo les dije que me podían hacer los estudios a nivel de gabinete, ya
que en las tierras no había pequeñas propiedades ni había ejido aquí cerqui­
ta. El Marqués de Comillas era tierra nacional y libre, no tenía a nadie que
estorbara para los primeros ejidos. Entonces, el ingeniero Lucero me aten­
dió muy bien, ordenó que se me hicieran los estudios técnico-informati­
vos a nivel de gabinete, y no vino nada de ingeniero. No quise que viniera
el ingeniero por los gastos, no teníamos dinero, no había a quien venderle
nuestros productos. Un señor vino a comprarnos los productos, pero nos
pagaba el kilo de maíz a 50 centavos y el kilo de frijol a peso. Era un señor
de Chiapas, de un lugar llamado El Tigre, pero no le vendimos nada, por­
que era muy barato, no sacábamos ni lo de la siembra. El señor Cande­
lario -no sé su apelativo-, se aprovechaba de la situación. Por eso no quise
que viniera el ingeniero a causarnos más gastos.
Nosotros sacábamos pescado, porque en este tiempo había mucho pes­
cado, para juntar el dinero para ir a la Comisión, lx) llevábamos a vender a
Guatemala y nos pagaban, las primeras veces a 15 centavos la libra en
dinero quetzal, después nos la llegaron a pagar a 25 centavos la libra, y de
allí sacábamos para las comisiones. Aquí, la producción era la siguien­
te. Una hectárea de frijol nos rendía una tonelada trescientos kilos, bueno,
lo normal era una tonelada. El arroz, nunca lo pesamos, pero también se
daba mucho y se da, pero no tenía venta. Trabajamos poco, trabajamos
tanteando casi el gasto. Sembramos una hectárea, dos, tres hectáreas, (Jor­
que los primeros años tumbamos harto y sembramos harto, pero el maíz
se nos picó y se echó a perder, lo mismo el frijol. Después ya no trabaja­
mos mucho, ya que no había a quien vender.
En las comisiones que fui a Ilixtla, me hice un amigo, que es el inge­
niero Fuentes, es el que dirige las estaciones de aforo de electricidad. En
Comitán me hice otro amigo, que se llama Jorge Caballero, es de la Comi­
sión Federal de Electricidad. Dialogando con ellos les dije que queríamos
hacer una pista, pero que no teníamos material para hacerlo, picos, palas,
carretillas. Ellos se comprometieron con el ingeniero Lucero a darnos el
material. Nos lo dieron. Fue en el año de 1979. El ingeniero Caballero nos
trajo dos viajes de avioneta de provisión y Fuentes nos dio cien machetes,
cien palas, cien picos, cien hachas y tres carretillas, para que abriéramos
-2(1-2 • MANUEL LOMBERA

la pista. Yo me vine, hablé con mi gente y a ellos les pareció muy bien. La
hicimos casi en un mes, la pista que ven ahorita. Nos repartimos por peda-
citos, nos tocaron ocho metros a cada uno. Unos pilotos querían cobrar­
me cinco mil pesos por venir a inaugurar la pista, pero nosotros estábamos
tan pobres que no los valíamos entre todos. Entonces yo dije al señor
Fuentes lo que me cobraban y él me dijo que no pagáramos nada, que ellos
lo iban a hacer y arreglarse para que entraran los aviones. Vinieron tres
aviones, los dos primeros no pararon, sólo voltearon y se fueron. El tercero
sí paró. Se llamaba el piloto Antonio Sansebastián. Éste fue el primero que
aterrizó y lo hizo cargado de víveres para el aforo de aquí adelante, el de
La Gloria. Desde entonces ya no hubo más necesidades de salir, el material
que nos dieron, aquí nos lo trajeron, lo metieron a lxcán y en la lancha que
ellos tenían lo trasladaron hasta aquí.
Las primeras veces que íbamos a vender pescado a Guatemala, nos
íbamos hasta un pueblo -anteriormente le decían una aldea-, que llamaban
El Veinte. Pero nos agarraba lejos por dos motivos. Primero, porque no
sabíamos navegar el río, hacíamos tres días por el Río lxcán; segundo, por­
que de allí hacíamos todavía un día a pie para llegar a El Veinte. Era un
pueblo chico y nuevo. Estuvimos yendo para allá como un año. Allá comprá­
bamos azúcar, jabón, todo lo que necesitábamos. El pescado lo poníamos
a secar y cuando no había Sol lo secábamos en la lumbre. Después se formó
un pueblito más abajo, que se llamaba los Ángeles. Allí ya nos agarraba
cerca, ya no hacíamos un día a pie para llegar con la carga. De lxcán era
una hora. Allí también comprábamos todo lo necesario. Allí estuvimos
yendo como otro año. De allí se formó el pueblo que se llamaba Cuarto
Pueblo. Allí también fuimos a vender pescado, porque no había más medio
de hacer dinero. Allí estuvimos yendo más de un año, pero luego hubo la
represión y ya no pudimos ir.
En ese tiempo le pedimos al gobernador Sabines que nos ayudara con
una tienda, y nos ayudó. Nos regaló una lancha de ocho toneladas y un
motor de cincuenta caballos, y nos prestó trescientos mil pesos para com­
prar mercancías, con el plazo de pagarle al año sin intereses. Hicimos la
tienda del pueblo y se lo pagamos antes del año. El gobernador vino a Pico
de Oro y allí fui yo a hablar con él, junto con otros más. Él anduvo viendo
estos lugares en helicóptero, nunca bajó aquí, mandó a unas personas des­
pués para ver cómo vivíamos, cómo estábamos, en qué miseria nos encon­
trábamos. Después volvió a venir a Pico de Oro y nos invitó. Allí fue donde
se nos dio todo eso, en el año de 1979, porque ya estaba duro para entrar
a Guatemala, ya había muchas investigaciones. Aunque la gente de Guate-

<Q>
LA FUNDACIÓN DE BOCA DE CHAJUL, 197+-1984 • 263

mala abogó mucho por nosotros, el gobierno de Guatemala nos quiso


detener para que no entráramos, pero la gente de Guatemala dijo que sí.
Estaba subiendo el comercio y si ellos tenían a veces que comer, era por
nosotros, por los productos que nos vendían.
También muchas veces venían aquí y compraban marranos y gallinas,
animalitos para criaderos. Como ellos también eran nuevos, ellos aboga­
ron por nosotros. Entonces el gobierno ya no nos evitaba ni nos trataba
mal. Iban los muchachos que sabían jugar pelota y se divertían jugando,
pero luego hubo la represión muy dura y entonces sólo nosotros nos quita­
mos la idea.
El registro provisional del ejido nos lo dieron en el año de 1979, porque
cuando hicimos la pista vino un ingeniero a hacer el censo básico provi­
sional. Luego, pero pronto, en el mismo año, vino el ingeniero a darnos la
tierra en provisional. El censo arrojó veinticinco ejidatarios, pero allí pusi­
mos algunas mujeres, porque no alcanzábamos en varones, pues la ley
dice que debe haber lo mínimo veintidós personas y nosotros no alcanzá­
bamos las veintidós personas, es decir varones capacitados de dieciocho
años en adelante. Otros ejidos se disgustaron conmigo, porque ellos tenían
hasta doce años de luchar por la tierra y no habían podido lograrlo. Por
ejemplo, Galacia estaba luchando desde Rizo de Oro y La Gloria estaba
luchando desde un lugar llamado Jataté, los dos fuera de lugar en donde
les pertenecía. Estos dos fueron poblados por chiapanecos, los del Playón
de La Gloria eran de Margaritas, los de Galacia de Rizo de Oro. Ellos se dis­
gustaron porque nos la habían dado en tres años, siendo de un lugar tan
lejos, de Guerrero. Pero yo les decía que yo también era mexicano y que
no se enojaran conmigo. Ahora ya no hay resentimiento, puesto que tam­
bién a ellos se les dio la tierra en el mismo año de 1979.
En 1976 entró aquí el primer sacerdote. En este año me fui hasta mi
tierra y de regreso hablé con el sacerdote de Comitán, Antonio Mejía. Tam­
bién hablé con el director del hospital de Comitán, el doctor Gómez Alfaro.
Le planteé el problema que había aquí y conseguí que viniera un médico
y éste trajo mucha medicina que nos sirvió bastante. Las enfermedades que
más nos atacaban eran las calenturas o sea el paludismo. El doctor y el
padre dilataron casi una noche entera escribiendo cómo se llamaba cada
medicina, para qué enfermedad era buena y cuánto se daba. Yo ya había
estudiado un libro que se llama Donde no hay doctor. El sacerdote y el doc­
tor llegaron a Ixcán, avisando su llegada por el radio de Comitán. El sacer­
dote vino tres años, en el mes de agosto, y vino siempre un médico con
él. La última vez vino un especialista que sacaba muelas. Yo creo que, si
JIU ■ MANUEL LOMBERA

hubiera puesto en un costal a las muelas que sacó, lo hubiera llenado,


porque de veras sacó muelas.
Después de que llegamos aquí, se volvieron a ir casi todos. Se fueron
los Baldovino. Yo era muy popular, allá en mi tierra. Por eso se vino mucha
gente conmigo. Pero estando aquí, sintieron la vida muy dura, porque no
había a quien vender nada, no se hacía dinero, y se regresaron. Se regre­
saron siete u ocho familias. Se fueron a Tabasco, se fueron por el río. En
Frontera Echeverría estaba una compañía trabajando, allí se quedaron a
trabajar los Baldovino, allí hicieron dinero. Después se fueron hasta Colima,
pero no dilataron allá muchos años, porque la vida allá era difícil, y como
nos escribíamos, contábamos que la vida aquí ya había mejorado, y se regre­
saron. Durante dos o tres años vivimos no más de tres vecinos, yo, Febro­
nio y Trino, y allá arriba en el Chajul se quedó Ricardo Piseno y Manuel
Sosa, como a una hora de camino. Fuimos cinco familias en total. Después
empezó a llegar la gente, unos de regreso y otros que nunca habían veni­
do pero que me buscaron, porque allá en Guerrero era yo muy popular,
siempre había sido algo en el pueblo. Desde la edad de veintidós años empe­
cé a ser autoridad. Fui seis años comisario municipal, y luego me metieron
en mi pueblo a la rural, dilaté ocho años de rural, y siendo rural también
fui comisariado ejidal. Por eso la gente me creyó cuando me vine para acá.
Capítulo 20

Una tierra para sembrar sueños, 1986

José Antonio Abasgal, poeta

D esde h a c e 20 años la zona llamada Marqués de Comillas se ha convertido


en una de las partes más problemáticas de la Selva Lacandona. Es una región
fronteriza por excelencia: por tres lados, sur, oriente y norte, colinda con la
República de Guatemala. Inmensa llanura de más de 160,000 hectáreas,
invitaba a ser colonizada y poblada rápidamente, desde las orillas de los
ríos Lacantún, Pasión y Salinas tierra adentro hasta el Vértice de Santiago,
la línea geodésica que en el sur separa a México de Guatemala. Actualmen­
te son 38 los núcleos de población establecidos en su territorio, la mayoría
de ellos agrupados en uniones de ejidos de diversa afiliación política. Sus inte­
grantes vienen de todas partes de la República Mexicana, por supuesto
también del propio estado de Chiapas. De 1981 a 1984 vivieron, junto a
esas colonias recién establecidas, unos 20,000 refugiados guatemaltecos,
amontonados en precarios campamentos abiertos en plena selva. En varios
puntos de la zona, ingenieros de Petróleos Mexicanos han perforado el subsue­
lo en busca del codiciado oro negro. La empresa paraestatal amenaza con
abrir, en algún momento, los primeros pozos, provocando entonces también
en esas tierras lejanas el desajuste ecológico y socioeconómico que su pre­
sencia inevitablemente lleva consigo. Finalmente, hace a penas un año que
el gobierno mexicano puso en uso la carretera fronteriza, verdadera línea es­
tratégica planeada para movilizar rápida y efectivamente contingentes
de tropa en c¿iso de emergencia. La militarización de la franja que colinda
con Guatemala es sólo una de las respuestas que el gobierno mexicano trata
de dar a una problemática de extrema gravedad: el creciente tránsito
ilegal de personas y drogas provenientes de Centro y Sudamérica. Otra es
la multiplicación de puestos de control migratorio y aduanero.
Necesidades agrarias, intereses económicos, prácticas fuera de la ley,
razones geopolíticas: todo converge para hacer de la zona Marqués de
Comillas una de las regiones más neurálgicas de México. Las primeras víc­
timas de esta situación de emergenciafueron los árboles, la inmensa y densa
capa verde que cubría aquella península fluvial hasta 1970 (cfr. capítulo
\ÍK,\
*2(1(1 ■JOSÉ ANTONIO ABASCAL

18). Un joven estudiante del Distrito Federal, José Antonio Abascal, via­
jero y poeta a la vez, caminó en 1986 por la zona, visitando los ejidos recién
fundados, acompañando a los campesinos a la tumba y a la siembra,
mirando a los tractores avanzar salvajemente por entre la tupida ve­
getación, viendo a los campamentos petroleros surgir como hongos en
medio de la selva virgen. El autor expresa en sus reflexiones una doble pre­
ocupación: por la suerte de los campesinos que llegaron "para sembrar sue­
ños", y por el futuro de la selva misma, en la cual "se sigue el desmonte,
en el humo de un mundo nuevo donde se va trozando todo, y lo que no se
troza es aplastado y lo que no es aplastado se quema y lo que no es que­
mado se vuelve pestilente y se seca".
La Selva Lacandona, que en 1786 se abrió al primer viajero como estre-
mecedora soledad, en 1986 se estuvo convirtiendo, ante los asombrados
ojos de José Antonio Abascal, en acusadora desolación.

Salir temprano cada mañana, caminar con el efluvio del amanecer con
una garrafa de agua al hombro, a un lado del sombrero de paja y del ma­
chete asidos con una mano, desde varias chozas, por la misma vereda,
hasta el campo de desmonte, y sacar rastrojos y marañas de raíces, y cortar
palo flaco y árbol grueso, quemarlo todo y contemplar con satisfacción el
claro abierto en la selva espesa, es querer una tierra para sembrar los sue­
ños. A la selva alta del trópico húmedo, en la frontera sureste de Chiapas,
donde las caobas y los árboles lagarto sirven de morada a los monos
aulladores, a los tucanes de pecho amarillo, y a las orquídeas de colora­
ciones extrañas llegó la necesidad desplazada de tierras de cultivo. Antes
del amanecer, cerca de las casas de conote y palma de guano los saraguatos
rugen con su tono de caverna, las enormes chicharras de alas membrano­
sas lanzan su estruendo ascendente una tras otra y otra por toda la selva,
y los grillos y las ranas palpitan en su canto incesante. Y antes de la pri­
mera luz, se dejan caer hachazos a la leña, y se van encendiendo los
fogones donde calentar el café y desembarazarse, para cruzar el monte entre
las espinas de la maleza fragosa que franquea las veredas hacia las milpas.
Campesinos llegados de tierras templadas, de tierras altas, o de tierras cá­
lidas donde la lluvia cambió sus costumbres. Campesinos en segunda, en
tercera migración. Hombres de campo que han sido albañiles, carpinteros,
vendedores ambulantes en los suburbios de las ciudades, o que han visto
las tierras de cultivo perderse en grandes pastizales por una demente eufo­
ria de engordar ganado. Ahora caminan entre enjambres de moscos que se
abren en triángulos para darles paso.
UNA TIERRA PARA SEMBRAR SUEÑOS, 1986 • 267

Hombres curtidos por el Sol, de mirada siempre atenta a los misterios


de la tierra, llegados al Marqués de Comillas corriente arriba por el ancho
Río Lacantún o por el Río Salinas, bordeados de la vegetación entrelazada,
que se extendía tierra adentro entre el lomerío y las tierras bajas anegadi­
zas, en un abrazo que todo lo cubría. Desembarcaron adentrándose, unos
hacia el sur, otros hacia el oeste para localizar su dotación de tierras. Había
quienes esperaron veinte años la dotación y quienes se enteraron a última
hora que se repartían tierras en la Selva Lacandona. Fueron desembarcan­
do grupos de unos cuantos hombres por aquí, otros por allá. Todos, de
recién llegados organizaban guardias nocturnas para cuidarse del jaguar
o del puma, de los merodeadores intrigados por los intrusos que arriba­
ban. Los desembarcados de cuando en cuando escuchaban a las fieras pasar
entre las ramas, sobre la hojarasca quebradiza mientras iban poco a poco
experimentando la incertidumbre que provocan los primeros días al hombre
recién llegado, los aullidos crispantes de los arrogantes saraguatos, ner­
viosos e insolentes imitadores del hombre paseándose en las ramas de los
altos árboles. Los recién desembarcados trataban de ver las chicharras que
vibraban en gigantesco estruendo de mágico compás, como dispersas en
un gran templo ceremonial, e iban observando las costumbres nocturnas
de los animales de la selva. Hubo quien llegó a pasar la primera noche con
su familia bajo cualquier árbol, pero los más llegaban sólo con el recuer­
do o la esperanza en la compañera indispensable para trabajar la tierra y
complementar la vida. A los primeros en llegar les tocaron las tierras ribe­
reñas donde iban construyendo las primeras casas del naciente ejido y hubo
quienes tuvieron que mudar la aldea a dos, a tres kilómetros tierra aden­
tro después de las primeras lluvias que inundaron los solares y las milpas.
Los que llegaron más tarde debieron internarse desde la ribera, entre el
cieno, con el agua a la cintura, los bultos con machetes, hachas, cazue­
las y semillas al hombro sin encontrar donde repasarlos, sosteniéndolos
con las manos y los brazos hinchados a picotazos de moscos, avanzando
hasta donde debían estar las tierras asignadas. Hacia allá avanzaban, su­
dorosos por el espeso calor, caminando bajo treinta, bajo cincuenta metros
de ramas y lianas por donde se veía al Sol fragmentarse en delgadas venas.
Ellos intuían por donde seguir. Algunos recuerdan el alivio al pisar tierra
firme. Y los ánimos al llegar y empezar a desmontar el claro para el primer
solar. Lo mismo en la ribera que tierra adentro fue apremiante comenzar
la roza, tumba, y quema para poder sembrar. Al frijol le iban saliendo gu­
sanos como granitos de arroz. El maíz se empezaba a picar. Hubo veces que
comenzaron a escuchar un zumbido intenso que crecía, cada vez más fuer­
•2(18 • JOSÉ ANTONIO ABASCAL

te, cada vez más cerca, entonces salían de la choza para dar paso a una
enorme columna de hormigas rojas que arrasaba con lo que estuviera en
la mesa, con lo que no estuviera empacado.
Los hombres caminaban siempre entre las hierbas espinosas que se
enredan en los brazos, en el pelo, en las piernas, hierbas que arañan, hier­
bas ortigosas que queman la piel. Abriendo piques entre el pasto navahue-
la, cortando helechos arborescentes, ascendían para buscar desde las partes
altas donde abrir las milpas. Las pequeñas abejas de una miel dulce
exquisita, y los tábanos cafés, azules, verdes los acosaban en el calor
seco de la sequía de bochorno imposible mientras decidían donde comen­
zar la roza. Una vez hecho el primer movimiento en ese calor que paraliza,
continuaban las jornadas movidos como en péndulo sin parar hasta sentir
un sudor frío que estremecía el cuerpo. Y entonces era tomar agua para
continuar cortando guarumbo, caoba, guanacastie, palma de guatapil,
palma real, marimba, palma y tronco de corozo. Los hachazos se espar­
cían haciendo eco y confundiéndose en la espesura de la selva con los fuertes
y rápidos tamboreos de los pájaros carpinteros.
Y al trazo de la milpa concluido, los maderos sobre la tierra desenraiza­
da, en ese calor estacionado bajo la atmósfera brumosa, era prender el fuego
que abriría campos para que germinara el maíz, y era, en la tierra ennegreci­
da, entre los troncos en brasas regados aquí y allá, entre la ceniza de la
llanura, la ceniza caliente de la ladera, ir cavando, en un depositar la se­
milla que haría posible permanecer en estas tierras. Y después del baño,
en la noche oscura, se contemplaba con anhelo el claro abierto, con algún
tronco quemado en pie, ceiba o zapote en brasas iluminando la noche.
Hubo quienes cosecharon tanto maíz sin tener a quien venderlo que tra­
bajaron otro tanto para tirarlo al río. Hacían falta caminos, hacía falta
gente para abrir el deslinde entre los ejidos, más hombres para poder for­
mar comisiones que solicitaran ayuda, que tramitaran créditos, que tra­
jeran semillas. Había que traer gallinas y puercos. Había que traer a las
familias. Por el río era muy larga la salida. En Chajul, en Pico de Oro, en
Galacia, se abrieron claros para que bajaran avionetas. Pero todos pensaban
en la carretera. A medida que llegaban nuevos solicitantes de tierras
iban creciendo las aldeas, aumentando las milpas. Pero se necesitaban cin­
cuenta niños para solicitar escuela. Se necesitaba mandar representantes
a tomar el curso de promotores de salud. A los campesinos que iban lle­
gando se Ies hospedaba con agrado, se les ayudaba a construir sus casas.
Tierra adentro, en el Pirú, adonde no se podía llegar en lancha, se inves­
tigaba por dónde pasaría la carretera. Se oía decir que ya venían las
UNA TIUHIiA I’AHA SUMBÜAU SIHCÑOS, l!)8(¡ • 209

máquinas. Y se cambió el emplazamiento de la aldea para quedar cerca


del camino. Dentro de las seis mil cuatrocientas hectáreas de la dotación del
Pirú por decreto presidencial se asentaron unos intrusos que también
traían papeles sellados y firmados por cualquiera. Llegaron con ingenie­
ros, haciendo trazos y levantando casas. Llegaban en avionetas, perma­
necían diez o quince días y se retiraban para regresar con más papeles y
representantes agrarios y campesinos armados. Les tiraban la milpa y les
ofrecían traerles una planta de luz, traerles víveres, y pagarles un sueldo
por trabajar sus tierras. Los ingenieros dibujaban mapas con potreros
de doscientas, de trescientas hectáreas. Los ejidatarios, cuando juntaban
algún dinero, mandaban comisiones a Tlixtla Gutiérrez, donde nadie sabía
qué podía estar pasando, comisiones a México, donde les confirmaban el
decreto que los favorecía. Estaban decididos a luchar armados de pacien­
cia. Los intrusos desaparecían por temporadas para volver con su insis­
tencia. Los ejidatarios no recuerdan cómo fue que una noche se decidieron
a entrar con sus machetes adonde dormían los intrusos, Iban a cortarles
las hamacas y obligarlos a desaparecer. I lasta ahora, comentan, no lian re­
gresado. Para aquel tiempo comenzaron a llegar las primeras familias al
Pirú. Los primeros niños acompañaban a los mayores en largas camina­
tas por el monte para ver si veían las pixlerosas máquinas que avanzaban
trozando los enormes y frondosos árboles, abriendo paso a la carretera.
Los acompañaban en las cacerías, aprendían a rccomxer el olor dejado |x>r
las manadas de jabalíes, a buscar las pavas negras en lo alto de las tupi­
das ramas, a caminar con los ojos alerta por las mortíferas nauyacas y a
seguir a los perros cuando se lanzan tras un venado. Según crecían las aldeas
y las milpas los animales silvestres se alejaban, l/ien jabalíes cazados por
un sólo hombre el primer año, cuarenta y cinco mojarras pescadas con el
mismo anzuelo en el río Manzanares en un día, pero ahora cada vez se van
requiriendo caminatas más largas y más paciencia para obtener carne
fresca. Una mañana se oyó el retumbo de las máquinas. Los tractores y
los camiones cruzaron los cinco kilómetros del Pirú en dos días. Iil rego­
cijo por la carretera se desbordaba. Volvían a imaginarse las primeras co­
sechas embarcadas alejándose por la carretera,
Todos de recién llegados se enferman por alguna agua infecta que beben
en los arroyos. Todos, hombres, mujeres y niños, según van llegando en­
tran al ciclo de las fiebres palúdicas del mosco anofeles. Siempre hay
alguien en cama retorciéndose entre escalofríos, temblores y dolores en
las coyunturas provocados por el paludismo. Cuando unos se levantan
otros caen. Algunos han caído al regresar del desmonte. Tirados en una
270 • JOSÉ ANTONIO ABASCAL

vereda bajo el candente Sol de la jornada temblequean secándose los esca­


lofríos, los pies aún calientes de pisar las brasas y las cenizas, los huesos
fríos, los ojos cerrados hasta que amaina un poco el estremecimiento,
y entonces llegar a casa, al fogón, a la mujer, para luego regresar al des­
monte, al día siguiente o al próximo, aún mareados, sudando frío, pero
había que acabar de quemar ya porque se llegaban las lluvias y porque
aún no se recogían todas las mazorcas de la milpa y si se mojan, el maíz
se pudre.
Los que llegaron primero sólo con el apego a la tierra, a la milpa,
saben ahora que no fueron los primeros. Según avanzaban conociendo
la selva inexplorada cruzaban las brechas petroleras. Tractores y compli­
cados equipos petroleros habían cruzado de este a oeste, de norte a sur, en
un renovado éxtasis gambusino. Las brechas ahora se vuelven a cubrir de
helechos y arbustos pero fueron ya palpadas las entrañas minerales y
oscuras de estas tierras exuberantes y salvajes. Era una tierra que había
que poblar. Se había señalado en los mapas. Se había mandado sobre­
volar. Se llamaron expertos que dijeran en qué podían usarse esas tierras.
Geólogos, ingenieros, agrónomos, comerciantes. La electricidad desde las
aguas del Usumacinta, desde las aguas del Salinas, los aceites, gases y pe­
tróleo desde cuántos kilómetros debajo de la tierra, la madera para algunos
ojos inacabables, las tierras para los sofisticados repartidores agrarios, las
tierras para los fantasmas sembradores de goma y de cannabis, las aves y
los reptiles para los comerciantes de excentricidades. Había que apurar­
se, se empezó a decir, porque llegaban también los refugiados, la guerri­
lla y el ejército vecinos. Al principio cruzaban la brecha divisoria de mapas,
familias en una lenta travesía con sus vacas, muías y caballos que vendían
por unos cuantos pesos a los hombres visionarios de este lado de la selva.
Era una sensación de alivio lo que los movía a cruzar la frontera. Un "tal
vez allá". Después eran pueblos enteros precipitados por la angustia de la
persecución.
Desde el Usumacinta los ríos Salinas y Lacantún fueron cada vez más
transitados. Junto a los nuevos solicitantes de tierras llegaban aduane­
ros y oficiales de migración, supervisores de salud y supervisores de go­
bernación, ingenieros con teodolitos y mapas, sociólogos y economistas;
los biólogos y los comerciantes, los que investigan para conservar en
sofocante carrera con los que consumen hasta extinguir. Y familias con
gallinas, perros, recuerdos y anhelos. Fbr los ríos, de vez en cuando, corrien­
te abajo, navegaban cuerpos hinchados de refugiados que nadie pudo
enterrar o de perdedores muertos en pleitos por las tierras. Y la carretera
debía estar lista, los ejidos repartidos, los pueblos nacionales formados.
UNA TIERRA I’ARA SEMBRAR SUEÑOS, 1988 • "271

Se elaboraron a paso acelerado los planes de desarrollo. Los promo­


tores llegaban explicando la ayuda, los apoyos, los créditos. Emisarios
ávidos, emocionados con los grandes proyectos. Prometían, con énfasis en
la seguridad de que esta vez sí, de que no eran sueños soñados por todos;
esta vez sí, repetían. Hablaban con los campesinos, les explicaban qué y
cómo cultivar, les comentaban, según recuerdan, los adelantos de la cien­
cia, algunos hasta comentaron cómo los satélites desde el espacio foto­
grafían la selva y así se conoce todo lo que sucede en ella. Todo se sabe,
decían. Hablaban de los fertilizantes, de los tractores, de las bestias de carga
y de los animales de engorda que llegarían. Y empapados de sudor,
abriéndose paso entre los jejenes y zancudos, también llegaban los políti­
cos organizando afiliaciones y repartiendo los derechos entre los nuevos
pobladores. Se fueron creando uniones. Uniones de ejidos, uniones de
transportistas, uniones en torno a rudos y fíeles líderes. A los nuevos so­
licitantes de tierra ya no se les ayudó a construir sus casas, y ahora se les
pedía una contribución; setenta, ochenta mil pesos por ingresar al ejido, y
en la depuración bianual, tal vez, se confirmará su definitividad.
Ahora siguen llegando, en camiones por la carretera, poseedores de do­
tación de tierras y solicitantes de ingreso a los ejidos que se forman. Se
abren nuevos desmontes y las milpas con varias cosechas son reemplaza­
das con nuevos desmontes antes de las lluvias, cuando no cantan los grillos
y el bochorno sólo es rasgado por lo insectos que zumban sobre los hacha­
zos lentos. Y se sigue en el desmonte, en el humo de un mundo nuevo
donde se va trozando todo, y lo que no se troza es aplastado y lo que no
es aplastado se quema y lo que no es quemado se vuelve pestilente y se
seca. Se continúa por necesidad, sin detenerse. Algo se sabe, algo se intuye,
pero ¿cómo moverse de otra manera?
A veces la muerte llega, y los hombres van a clarear de ramazones
y de hierbas el solar de los panteones. Una procesión de vecinos recorre la
aldea con velas en la mano y cantan por el descanso del difunto. I*i noche
pasa entre cantos, charlas y recuerdos del muerto. Li noche pasa y la vida
continúa, por igual en el Pirú, en Galacia, en el Playón de la Gloria. En
Chajul, Santa Rita, Nuevo Veracruz, Nueva Chihuahua, Flor de Cacao,
Arroyo Delicias, Cluetzalcóatl, Benemérito de las Américas, Quiringui-
charo, Nuevo Reforma, América Libre, San Isidro, Belisario Domínguez,
López Portillo, Pico de Oro, La Unión. En las ciento treinta mil hectáreas ya
repartidas de las ciento sesenta mil de la selva del Marqués de Comillas.
Caminando puede uno alejarse de estas tierras pisando un manto de
hojarascas y semillas, cruzar por veredas que se desplazan entre arroyos
m • JOSÉ ANTONIO ABASCAL

y ríos puenteados por grandes árboles caídos en las tormentas de las


lluvias pasadas, entre ortigas, ciempiés, tejereques, bejuquillas verdes, fal­
sas nauyacas, tábanos, jejenes, chaquistes, colmoyotes, y monos observa­
dores de los curiosos que los observan. Y continuar tal vez seguidos por
felinos de andar silencioso para contemplar en la arena de un arroyo, bajo
el agua transparente, las huellas de una dante, las huellas de otros hombres
y las tortugas que ya no llegarán a ser viejas, escuchar las guacamayas de
plumaje rojo, azul y amarillo resonando en las cúpulas de los árboles, los
cantos de los pájaros que semejan tubas, los cantos acuáticos como de
gotas al caer en un remanso de agua: cha-jui, cha-jui, del pájaro chajul
entre vainas resecas que explotan con el calor, abriéndose en semillas. Y
seguir con la fatiga y el calor hasta sumergirse en estados suspendidos
en el bochorno rodeado por el zumbido y el vuelo de los insectos. "Díga­
les que deberían hacer algo, que no se desperdicie tanta madera y tanta
planta en los desmontes. Aquí nosotros trabajamos duro, y ellos allá sólo
que organicen."
Y volver a despedirse cruzando estas tierras donde todos trabajan para
asentar lo desconocido. Donde unos avanzan en dirección de otros sin saber
qué hacen los otros. Donde nadie sabe qué no hacer. Despedirse y alejar­
se desplazando mariposas que aletean colores en la densidad del calor,
topándose de vez en cuando con los pájaros tapacaminos, acercándose
a ese golpear en las rocas y a la arena que se desmorona en lo que será
un bombear mineral hasta la superficie, al trajín de hombres sudando en
el claro abierto a los vientos moderados de la selva cálida, verlos subir a
la torre del pozo entre el golpeteo del pistón que bombeará el anhelado
aceite por el oleoducto que desembocará en la hoja tabular donde impa­
cientes manos de oficinistas teclearán la cifra en el sistema central, la cifra
que aparecerá en una pantalla entre una selva de signos, ante unos ojos
maravillados y desvelados por presagios siniestros de que el tiempo se acaba,
de que no, que es mentira, que nada se acaba.
Capítulo 21

Guerra en el valle de San Quintín, 1977

Mario L ópez Hernández, campesino

C a r l o s H elbig , al sobrevolar la Selva Lacandona en 1974 y pintar de ella su


retrato hablado (capítulo 18), menciona, en algún momento de su relato,
la existencia de una sabana natural que contrasta con el accidentado re­
lieve y la tupida vegetación tan característicos para el resto de la región.
En efecto, el valle de San Quintín, situado al oeste del lago de Miramar, es
un verdadero "hueco en la alfombra de la selva", producido por la natura­
leza en vez de ser efecto de la intervención humana. Había sido desde 1870
el núcleo operacional de la emptvsa maderera Bulnesy Compañía, que explo­
taba la madera preciosa en un área de su propiedad que rebasaba las
30,000 hectáreas. A partir de 1965 empezó a ser invadido por grupos
de campesinos indígenas provenientes de Los Altos y del Norte de Chiapas.
Los primeros poblados en establecerse en la orilla de la sabana fueron los
ejidos San Quintín y Emiliano Zapata, seguidos pronto por una decena más
de colonias que poco a poco se apoderaron de las tierras que Jaime Bulnes,
legítimo heredero del latifundio, en vano trató de defender como suyas.
Entre estos poblados La Nueva Providencia ocupaba un lugar excepcio­
nal. Desde su origen estuvo constituido por dos grupos antagónicos: un
número relativamente grande de indígenas tzeltales provenientes de varias
fincas de Los Altos, y un número m¿ís reducido de mestizos de Comitán bajo
el cacicazgo de un ranchero de nombre Polo Aguilar. A pesar de ser ejido don­
de todos los capacitados tenían legalmente el mismo acceso a la tierra, pronto
cayó bajo el control de los Aguilar. Ellos lo transformaron en unafinca dis­
frazada, introduciendo de nuevo la vieja y odiosa relación del mozo al servi­
cio incondicional del patrón. Esta situación se hubiera perpetuado si no
fuera por los ejidos vecinos que en 1975 se organizaron en una poderosa unión
campesina llamada Quiptic ta Lecubtesel -Unidos para nuestro Progreso.
Los Aguilar, ante la amenaza de versus intereses cuestionados por la Quiptic,
tomaron la decisión de alquilar los servicios de una decena de "guardias
blancas". Con esta medida precipitaron un enfrentamiento que tuvo un de­
senlace que nadie hubiera podido imaginarse.
|47:l|
m • MAitio L ó ri:z iik k n á n d e z
Sobre este memorable episodio existen varias versiones, narradas o escri­
tas por gente que estuvo directamente involucrada en los sucesos. Una de
ellas, sin duda la más detallada, es el testimonio de Mario López Hernán­
dez, que se publica aquí por primera vez gracias al amable permiso de
Carlos Martínez Suárez, quien lo grabó en agosto de 1989 en el ejido Emi­
liano Zapata, más de 10 años después de los hechos. Pero la narración de
Mario López es tan vivida que da la impresión que "la guerra en el valle
de San Quintín" ocurrió ayer. Ofrece información valiosa, no sólo sobre el
enfrentamiento mismo, sino también sobre la colonización de la región y
la organización de los colonos, dos procesos que no se entienden sin la par­
ticipación cercana de la diócesis de San Cristóbal, encabezada desde 1960
por el obispo Samuel Ruiz García.

Para que lo sepan todos, voy a contar de cómo fue cuando los Aguilar tra­
jeron once federales, todos con armas buenas, les pagaron para matar
campesinos. Los ejidatarios no aguantábamos el enojo de por sí, porque los
rancheros que llegaron, algunos años atrás, a La Nueva Providencia, se
fueron apoderando poco a poco de todas las actividades y de todas las gentes
que formamos la comunidad de "La Nueva". Todos de origen tzeltal,
ex peones de fincas que huíamos de las cuentas impagables en las tiendas
de raya. Ya habíamos soportado, durante mucho tiempo esa ley que lle­
gaban nuevamente a imponernos, pero ahora los rancheros venidos de
Comitán.
Cuando llegaron a pedir su ingreso, eran humildes y hablaban con buen
modo, nos decían que tenían ganado y como en esta colonia había potreros
desde la época de las monterías, era muy buen lugar para criar ganado. Nos
dijeron que era bueno para todos si nos hacíamos como socios, para que
abundara el ganado y que limpiando potreros, haciendo encierros y corra­
les y trabajando de vaqueros íbamos a conseguir algo de paga, porque aquí,
en estas selvas, escasea mucho el dinero. Es verdad, aunque sea pobremen­
te, la comida de todos los días la tenemos segura, pero siempre hacen falta
algunas cositas para hacer el gasto.
Lo platicamos mucho entre los compañeros que llegamos a formar la
colonia y tuvimos acuerdo. Sabíamos que aquí es difícil conseguir el dine-
rito, siempre hace falta y para salir a Comitán, aunque sea de vez en cuando,
dan ganas de poder comer algunas galletas, o comprar azúcar y aceite,
jabón y petróleo, que es lo que siempre se busca. Y aunque el maíz y el
frijol no falta, siempre se necesitan las cosas.
(i(Ilílil)A EN EI j VALLE DE SAN QUINTÍN, 1977 • 275

A algunos compañeros no les gustaba la idea de que les diéramos


ingreso a los rancheros, gente ladina que no m uy se puede confiar en
ellos y peor si son de dinero. Aunque sabíamos estas cosas, nos ganó la
necesidad y aceptamos que ingresaran a la colonia los Aguilar. Llegó toda
una familia bien grande, el papá con los hijos y cada quien con su mujer.
A l poco tiempo de que trajeron su ganado, casi todos los que aquí vivía­
mos empezamos a ganar con los recién llegados. Como esta gente tenía
dinero, luego pusieron su tienda y aunque todas las cosas las vendían más
caras, todos comprábamos las cositas en la casa de don Polo Aguilar. Nos
daba fiado y lo apuntaba en su cuaderno. Después trajeron el traguito y
como aquí nos gusta tomar, no hubo quien no pidiera trago por trabajo.
Ya sabíamos en lo que nos estábamos metiendo y parece que no nos impor­
tó, porque cuando nos encontrábamos tomando y se nos terminaba el
trago, luego llegábamos por más y como ya estábamos bolos, ni nos dába­
mos cuenta si lo que apuntaban en el cuaderno era su verdad.
Así pasó el tiempo y poco a poco nos empezaron a controlar con el
trago y con las cosas que llegábamos a comprar en su tienda. Ni nos
dimos cuenta cuando se convirtió nuestra colonia en finca de los Agui­
lar. De una vez fue como los tiempos tic antes, con ellos de patrones y
nosotros de peones. Todo cambió, ya no podíamos trabajar en lo propio
y como la cuenta era mucha trabajábamos casi toda la semana en los po­
treros o arriando al ganado tic un encierro a otro y no podíamos reclamar
porque ya debíamos mucho, unos más que otros, pero casi a todos ya nos
tenían bien sujetos en su trabajo del ganado.
Hubo quien protestó por la cuenta que sentía que no era verdad lo
que estaba apuntado en el cuaderno y con mentadas y casi queriendo pegar
nos trataban de indios huevones rateros y nos decían: "Ahora cumplan
su deuda, son buenos para tragar y beber, pero si se trata de pagar se hacen
los pendejos. Aquí no se van a salir con la suya, hijos tic la chingada. Pri­
mero les tendemos la mano y luego quieren agarrarse de la pata."
Así es que como ya nos tenían bien controlados, se les hizo muy fácil
meter en la cárcel a dos compañeros que se negaron a seguir trabajando
con el ganado. Al poco tiempo, por cualquier cosa encerraban a cualquie­
ra de nosotros y los malos tratos se convirtieron en costumbre. Contro­
laron de una vez a toda I.a Nueva Providencia. Si llegaba gente de fuera,
ya sea del gobierno, médicos del paludismo ti vendedores chapines, siempre
hablaban primero con los Aguilar, parecía que nosotros ya no éramos per­
sonas, sólo servíamos para los trabajos más duros y no teníamos opor­
tunidad de salir a ganar en otras colonias para pagar nuestras deudas que
teníamos pendientes.
27(1 ■MARIO LÓPEZ HERNÁNDEZ

Construyeron buenas casas de piso de cemento y techo de lámina, bien


entabladas y pintadas. Empezaron a vender harto ganado y nosotros sólo
veíamos cómo con nuestro trabajo ellos se hacían más ricos y nosotros más
jodidos. Nuestros hijos se empezaron a enfermar, también nuestras muje­
res estaban tristes porque los hombres sólo nos dedicábamos a echar trago
y peleábamos bien seguido, a veces amanecíamos bien golpeados y no
nos acordábamos qué había pasado, ni con quien nos habíamos pegado.
Todo estaba muy mal, nunca nos imaginamos cómo podía terminar en
lo que nos habíamos metido al dejar que los Aguilar llegaran a ocupar
nuestra colonia.
Fue tanto el abuso que se empezaron a enterar en otras colonias ve­
cinas de nuestra situación tan amolada. En Zapata, en Agua Zarca, Balboa,
en San Quintín, en Hidalgo y en Betania, cuando llegábamos a visitar
a nuestros hermanos indígenas, nos regañaban y nos decían que cómo era
posible que hubiéramos dejado ingresar a los rancheros y de cómo había­
mos dejado que nos metieran a la ley que los Aguilar habían llegado a
imponer. Nos decían que ahora era necesario que les marcáramos el alto
o las cosas iban a ponerse peor y quien sabe en qué iban a parar.
Nosotros estábamos de acuerdo en que nos regañaran nuestros
hermanos y hasta nos gustaba cuando nos tachaban de pendejos deja­
dos. Todo nos parecía muy bien, pero no encontrábamos la manera de
cómo librarnos de la plaga que invadía nuestra colonia. Así que regresá­
bamos a nuestras casas, sin saber qué hacer, cómo enfrentar a los mesti­
zos, que aunque eran minoría nos ganaban, no sólo por las armas que
siempre llevaban al cinto, sino que ya éramos dependientes de su paga y
no se diga sobre todo del trago, el cual ya no podíamos dejar.
Sin embargo, cada vez que llegábamos de visita a las otras colonias,
donde sólo gente indígena trabaja, los mirábamos pensando en un futuro
mejor para sus hijos, porque los veíamos contentos con pelotas, jugan­
do todas las tardes después de la tarea en la parcela propia, platicando los
hombres en acuerdo sobre cómo mejorar algún aspecto de la comunidad
que siempre hace falta, sobre todo que casi todas las colonias eran de re­
ciente creación en aquel entonces. Y se les veía fumando su tabaco y a los
viejitos junto con los jóvenes discutiendo y platicando animadamente hasta
que el sueño empezaba a vencer a los primeros, que se retiraban a sus
champas a descansar.
La vida transcurría muy diferente en La Nueva Providencia, la gente
que llegamos a fundar la colonia no nos reuníamos a pensar cómo me­
jorar nuestra situación. No podíamos siquiera imaginarnos discutiendo
(¡UEHIÍA EN EL VALLE DE SAN QUINTÍN, 1977 • 277

los problemas de falta de maestro de escuela, de sacar a los puercos de nues­


tras calles y viviendas, de formar una cooperativa para librarnos de la tienda
y de los Aguilar o cómo hacer a un lado tantos problemas y conflictos que
nos habían ocasionado nuestro alcoholismo.
Mientras nosotros sufríamos todos los atropellos de los rancheros,
los demás compañeros de las comunidades vecinas se empezaban a orga­
nizar en una Unión que les permitiera tener fuerza para negociar con el
gobierno, que nos mantenía olvidados en estas selvas. Nunca nos ayuda­
ron en nada de lo que los campesinos pedíamos para mejorar nuestras
condiciones de vida, para conseguir mejores precios a nuestros productos,
para que se nos mandaran maestros y médicos. Nada se había consegui­
do, siempre eran engaños y pura sacadera de dinero, prometiéndonos re­
solver la tenencia de la tierra, la construcción de una carretera y tantas
cosas que nos hacían falta.
Mientras tanto, los compañeros campesinos hacían juntas con las co­
munidades del Valle de San Quintín y la organización crecía cada vez más
y maduraba poco a poco.
En la Nueva Providencia ya no teníamos milpa, todos nos habíamos
convertido en mozos de los Aguilar. Ellos eran ahora los finqueros. Sem­
braban un gran terreno de pura milpa y ya nadie de los campesinos pobres
tenía trabajo propio. Todos estábamos sujetos del diario y solamente
tres de nuestros hermanos salían de noche para comunicar a las comuni­
dades cercanas de nuestra situación. Todo lo hacían en secreto, esperaban
a que los Aguilar se metieran a sus casas para poder salir de noche a la carre­
ra los tres compañeros. Llegaban a Zapata, que es la comunidad más
cercana; platicaban de cómo los Aguilar amarraban a los compañeros por
cualquier cosa y los dejaban así todo el tiempo que ellos querían. Así, a
un compañero lo dejaron amarrado por dos días.
Se quejaron los tres compañeros en la junta de la Unión de Uniones
y entonces decidieron entre todos venir a La Nueva Providencia a hablar
con los rancheros y a exigirles que dejaran de tener a los ejidatarios como
sus mozos ya que ahí no era linca de su propiedad y que dejaran a la gente
en paz, pues la tenían sujeta con su tienda y así, con los sueldos de hambre
que ellos daban a los ejidatarios, nunca iban a poder pagar sus deudas y
si no hacían caso de lo que les decían iban a tener problemas.
Entonces don Rilo Aguilar, que era el más alzado, les dijo a los que lle­
garon comisionados por la Unión de Uniones que si creían que unos indios
iban a mandar, estaban equivocados. Los comisionados de la Unión se aguan­
taron el coraje y con buenos modos les volvieron a decir que no continuaran
con ese modo de tratar a los ejidatarios, que ellos llegaban a hablar como
*278 • MARIO LÓPEZ HERNÁNDEZ

la gente y que si no querían tener problemas hicieran caso de lo hablado,


y así se despidieron.
Entonces Polo, Javier y Humberto Aguilar se quedaron enojados de una
vez. Decían que cuándo se había visto que una bola de indios vinieran
a decir lo que tenían que hacer ellos, que ya verían esos indios alzados
quién mandaba por esos lugares, que esos revoltosos se sentían así
porque alguien de fuera llegaba a aconsejarlos y seguro esa mamada de
la Unión de Uniones no era otra cosa que ideas de algunos comunistas
que se metían para aconsejar a la indiada con sus famosas uniones y
los ponían en contra de la gente de trabajo como ellos, que eran rancheros
ya de por sí.
Don Polo tenía muchos conocidos en Comitán y empezaron a pla­
ticar entre ellos y conseguir ayuda para darles una lección a esos borra­
chos huevones. Así fue como don Polo Aguilar se fue en avioneta al
día siguiente después de haber platicado con la comisión que había
mandado la Unión. Seguro que en Comitán repartiendo dinero con sus
compadres y conocidos, consiguió a once federales bien armados y con
fama de asesinos que ya antes habían participado en otros trabajitos
como el que don Polo llegó a proponerles.
"Miren muchachos", les decía don Polo, "ahí en mi rancho no les va
a faltar nada, vamos a matar a un novillo para que se coman su carne
y si quieren su trago lo van a tener y hasta unas indias, si les gustan, allí
se las amarran".
A los pocos días llegó don Polo con los once federales dispuestos a meter
miedo a la población que ahí vivíamos. Lo primero que querían que vié­
ramos era que don Polo y sus hijos no estaban solos y que tampoco iban
a estar dispuestos a recibir órdenes de la indiada. Así que llegando a "La
Nueva", les repartieron caballos bien ensillados a todos los federales, co­
mida y trago no les faltó como se los habían prometido.
Todos los campesinos de La Nueva Providencia nos espantamos al ver
que tres avionetas aterrizaban en la pista y bajaban soldados junto con
don Polo que nos miraba con mucho odio. Sus malos tratos se hicieron más
duros, las mentadas y los gritos fue su forma de decir cualquier cosa. Los
federales se reían junto con los Aguilar de sus rivales que éramos noso­
tros y les preguntaban a los rancheros que si para eso los habían traído
para pelear con esa bola de mugrosos.
Nuestros compañeros salieron esa noche a avisar a nuestros herma­
nos de Zapata que los Aguilar habían pagado quién sabe cuánto dinero a
once soldados para protegerlos y meternos miedo. Además, nuestro único
patrimonio, que son los animalitos que podemos criar, como un cerdo o
GUERRA EN EL VALLE DE SAN QUINTÍN, 1977 • “279

algunos pollos, empezaron a desaparecer y amanecían después en las ollas


de la comida para los soldados.
Cuando se enteraron de esta noticia nuestros compañeros de la Unión,
mandaron a uno de los jóvenes más vivos a comprar una botella de trago
a casa de los Aguilar y así comprobar si en verdad habían traído a sus sol­
dados, porque querían saber cuántos eran y si venían bien armados. Así
lo hicieron y efectivamente regresó el Manuel diciendo lo mismo que nues­
tros tres compañeros: que ahí estaban los soldados y cuando le preguntó
a don Polo que por qué habían traído federales, don Polo le contestó: "Están
buscando a esos tres que se creen muy vivos y salen de noche a infor­
mar a los revoltosos de la Unión y están dividiendo a la gente del rancho.
Estos soldados los mandé traer para que se sepa quiénes son los dirigen­
tes de esa mentada Unión, a ver si son tan valientes cuando los agarren mis
muchachos."
Al escuchar todos los que estaban reunidos en Zapata que los Agui­
lar tenían gente armada para agarrar a los dirigentes de la Unión, comen­
zaron a decir: "Vamos a ir a La Nueva y que sepan esos rancheros que
aquí los dirigentes somos todos, aquí no tenemos dirigentes, nos dirigimos
entre todos." Así fue como se empezaron a escribir cartas para todas las
comunidades de la organización, informando que los rancheros ya tenían
sus soldados dispuestos para romper la Unión y que era necesario ir a pre­
sentarse en La Nueva Providencia para que supieran tanto los Aguilar como
la gente que había traído que en la Unión de Uniones nos dirigimos entre
todos y que no vamos a permitir lo que están pensando hacer. Salieron ya
tarde las comisiones a muchas de las comunidades para llevar la noticia
de lo que estaba pasando y la necesidad de revinimos, citando a una asam­
blea urgente esa misma noche para explicar el problema.
Cuando esto sucedía, a alguien se le ocurrió pensar que si los tres
compañeros de La Nueva Providencia, que habían llegado dos días antes a
informar de la situación, no estaban ya de regreso en sus casas, lo más
seguro era que los Aguilar ya se habían dado cuenta de su ausencia y po­
siblemente podrían tener detenidas a sus familias. Así que el Miguel y otros
dos compañeros de Zapata que trabajaban eventualmente con los Aguilar
aserrando madera, se ofrecieron ir a investigar si las familias de los tres
compañeros estaban detenidas. Llegaron primero a la casa de los Aguilar,
preguntando si tenían trabajo, y como ya sabían que en ese momento
no contratarían, se dispusieron después a ir a casa de los compañeros que
permanecían desde hacía dos días fuera de su colonia. Cuando supieron
que las familias estaban bien, les preguntaron además si sabían de lo que
pensaban hacer los rancheros, y las mujeres les contaron que los Aguilar
2X0 • MARIO LÓPEZ HERNÁNDEZ

habían mandado a dos soldados a la orilla del río para que si miraban a
sus maridos pasar en cayuco ahí nomás les dispararan. Así que regresa­
ron con la noticia.
Cuando llegaron a Zapata encontraron a cerca de cuatrocientos hombres
que ya se habían presentado dispuestos a lo que se acordara para resol­
ver el problema que explicaba la carta que se escribió a los ejidos de la
Unión. Seguía llegando gente y para las doce del día en Zapata había
ya una concentración de más de mil gentes. Las mujeres y los hombres
de Zapata se apuraban para colocar a todos los compañeros que seguían
llegando. Desde la noche anterior se amontonó la gente, durmieron en la
escuela, en la ermita, en muchas casas. Las mujeres no se daban abasto
moliendo pozol, la gente toda reunida con un orden que casi ya no se veía,
se llamaba a asamblea con tambor y la gente sejuntaba ligero, todos calla­
dos, escuchando la situación. Y cuando se pedía a los presentes si estaban
de acuerdo, bonito se veía, todos gritaban ¡de acuerdo!
Mientras tanto, los representantes no dormían, seguían platicando qué
hacer. Se llamó muchas veces a asamblea y hasta las doce de la noche sonó
el tambor, todos sin tardar se juntaron en la escuela, ya no cabía la gente
pero todos en silencio escucharon cómo estaba la situación.
Sabíamos que los Aguilar tenían a dos de sus soldados vigilando el
paso que se usaba para cruzar el río Jataté, frente a San Quintín, pero
desde el día anterior habíamos escondido los cayucos para que nadie pa­
sara sin que nos diéramos cuenta. Entonces llegamos al acuerdo de cruzar
el río más abajo donde el Jataté sejunta con el río Perlas, ahí se hacen unos
remolinos muy fieros y sólo los manejadores de cayuco que conocen bien
el río, se animan a cruzar.
Contamos cuántos hermanos éramos en total, cuántas armas juntá­
bamos entre todos, cuántos machetes y los que no llevaban nada, se hicie­
ron de garrotes. El plan fue que a la una de la mañana empezáramos a
pasar el río, muy en silencio teníamos que ir. Primero cruzaron los que
llevaban pistolas, pues como son armas que no se miran era mejor
que pasaran ellos, después, toda la gente con garrote y machetes. Los cuatro
cayucos que teníamos no descansaron, vuelta y vuelta pasando a toda
la gente y al último cruzaron los que tenían armas largas. Se escogió a
los mejores tiradores para que llevaran sus rifles, los que de por sí sabía­
mos que son buenos de puntería se escogieron para repartirles las armas.
Así terminamos de cruzar el río como a las cinco de la mañana; empeza­
mos a romper el monte porque teníamos desconfianza de que nos hubieran
mandado los Aguilar a más gente para emboscarnos a traición.
GUERRA EN EL VALLE DE SAN QUINTÍN, 1977 • 281

Hicimos un pique hasta salir a los potreros de "La Nueva". Esa noche
los soldados tampoco durmieron, pasaron toda la noche echando trago.
Así que cuando nosotros salimos al llano nos divisaron desde lejos,
rápido agarraron sus armas, se pusieron sus gorras y empezaron a decir:
'Ahí vienen esos venaditos a entregarse, ustedes no se metan" -les dijeron
los soldados a los Aguilar-, "estos venaditos se vienen a entregar mansa­
mente, al rato va a haber carne". Sin embargo, Javier Aguilar dijo: 'A mí
déjenme a unos cuantos, quiero vaciar mi pistola contra unos de estos
revoltosos."
Salieron los soldados corriendo contra nosotros, parecía que bailaban,
se hacían de un lado para otro, luego se mira que esa gente sabía lo que
hacía. Nosotros empezamos a pedir paz, les decíamos: "¡Queremos hablar!,
¡no disparen!" Mientras tanto los soldados se acercaron como a trein­
ta metros de nosotros, seguían como agachados bailando de un lado para
otro. Nos apuntaron de repente, a pesar de que pedíamos paz, de que que­
ríamos hablar. Un soldado que estaba dentro del monte disparó, el ganado
de los Aguilar salió corriendo. Mucho del ganado se fue a parar entre los
soldados y nosotros. "¡Queremos hablar!, ¡queremos paz!, ¡no disparen!",
les volvíamos a decir, pero otra vez disparaban. El ganado, que pasaba espan­
tado entre nosotros y los soldados, nos protegía.
Manuel, que es un compañero de Balboa, gritó: "No tengan miedo,
compañeros". Todos nos tiramos al suelo, bien pegados al zacate. Manuel
seguía gritando: "Que sea Dios el que diga, compañeros, quiénes nos
vamos a quedar aquí, sólo Dios sabe, no tengan miedo, compañeros, ¡dis­
paren!, ¡disparen!". Y entonces empezó la balacera.
El primero que cayó fue el soldado que gritaba las órdenes, era sar­
gento o algún grado tenía. Cayó sentado en la tierra, trataba de agarrar
su arma, parecía como bolo. Cuando lo vieron caer sus compañeros, sa­
lieron todos corriendo. Después cayeron otros dos y así fueron quedan­
do uno a uno los soldados. Sólo uno escapó, a saber dónde se fue, nadie
lo vio.
Javier Aguilar, cuando miró que los soldados que ellos habían traído
estaban muertos, salió corriendo para refugiarse en su casa. Todas las mu­
jeres de los Aguilar estaban encerradas en casa de Rilo Aguilar, gritando
y llorando. Llegamos a casa de Javier y nos recibió a balazos, tenía una esco-
petona. Por más que le decíamos que saliera no hacía caso, entonces fuimos
donde estaban encerradas las mujeres y les pedimos que más valía que
le dijeran al Javier que dejara de disparar y se entregara, porque, si no, lo
íbamos a tener que matar. Su mujer del Javier fue quien le habló, y se entre­
gó por las buenas.
28*2 ' MARIO LÓPEZ HERNÁNDEZ

Mientras tanto, Polo y Humberto Aguilar salieron de huida a la pista


de aterrizaje. En ese momento llegaba una avioneta de Comitán. No aca­
baba de aterrizar cuando se acercaron corriendo los dos Aguilar junto con
un soldado herido de una pierna y le exigieron al piloto que se levantara
inmediatamente o los mataban a todos. El piloto les hizo caso y sin parar
el motor dio media vuelta y despegó rumbo a Comitán.
Nosotros amarramos a Javier Aguilar, que lloraba a gritos que no
lo matáramos. Uno de nuestros compañeros le dijo: "Pórtate como los
hombres, hace un rato te sentías muy valiente y ahora que miras lo que
está pasando lloras como mujer, nosotros no te vamos a matar, vamos a
respetar tu vida aunque quizá no la mereces."
Las mujeres de los Aguilar salieron huyendo junto con sus hijos, agarra­
ron camino rumbo a Comitán. Las dejamos que se fueran, ya que sus
maridos las habían abandonado al huir en la avioneta.
Empezamos a buscar en "La Nueva" a las familias de nuestros com­
pañeros campesinos. Poco a poco fueron saliendo de sus casas, bien espan­
tadas, no sabían lo que estaba pasando, sólo salían las mujeres y los niños.
Entonces les preguntamos que dónde estaban sus maridos y nos dijeron
que se habían huido al monte. Les explicamos que no tuvieran miedo
y que nos dijeran lo que había sucedido. Comenzaron a contarnos cómo
los Aguilar, junto con el comisariado, los habían obligado a todos los cam­
pesinos a luchar del lado de los rancheros, que tenían que pelear junto a
los soldados porque ellos tenían armas buenas y que segurito iban a ganar
la pelea, pero cuando empezó la balacera, los compañeros de "La Nueva"
salieron a esconderse al monte.
Entonces pedimos a sus mujeres que fueran por los hombres, que te­
níamos que hacer una junta y preguntarles si estaban con la Unión. Así
fue y cuando se presentó el grupo de hermanos campesinos, todos apena­
dos empezaron a pedirnos perdón. Nos dijeron que ellos no sabían lo que
estaba pasando y que el comisariado los obligó por fuerza a que apun­
taran sus armas en contra de nosotros, pero que ellos no habían dispara­
do, que no querían matar a gente de su misma raza. Les preguntamos
que si estaban con nosotros, dispuestos a esperar lo que viniera, y nos di­
jeron que sí y que si el gobierno mandaba más ejércitos, nos íbamos a defen­
der hasta que fuera necesario. Todos aceptaron y se unieron con nosotros.
Entendimos que los habían obligado en contra de su voluntad a pelear del
lado de los rancheros y aceptamos su perdón.
Ya todos unidos formamos comisiones para enterrar a los muertos,
otros salieron con la tarea de avisar a los ejidos donde había pista de aterriza­
GUEIIHA EN EL VALLE DE SAN QUINTÍN, 1977 • 288

je para que las taparan, atravesando palos y piedras, y que ninguna avio­
neta pudiera aterrizar. Otros se fueron en comisión para que ocuparan
puestos de vigilancia y nos diéramos cuenta si es que entraba más ejército
a pie. Cuando todas las pistas de aterrizaje quedaron bloqueadas y los
puestos para vigilar cubiertos, regresamos a San Quintín, les adverti­
mos a los empleados de la estación de aforo de la Comisión Federal de Elec­
tricidad que no contestaran la radio transmisora, si es que no les dá­
bamos autorización y que mejor no se metieran si no querían tener
problemas.
Al poco rato de que sucedió el enfrentamiento en La Nueva Providen­
cia, empezaron a sonar en el cielo los motores de tres avionetas. Todos
los compañeros comenzamos a gritar de excitación: "¡Ya nos mandaron
más ejércitos!, ¡ahí viene el ejército!" y gritos de júbilo: "Que vengan,
aquí van a encontrar lo que les gusta." Las armas de los soldados muer­
tos y las que dejaron en sus casas los rancheros se repartieron entre los
mejores tiradores que había entre nosotros. Como los abusivos solda­
dos traían cada uno bolsas con mucho parque, practicaron nuestros
compañeros para saber cómo disparar con esas armas buenas. I.as
avionetas daban vueltas y vueltas, bien alto, no hacían el intento de aterri­
zar. La gente estaba contenta, con la sangre caliente, dispuesta a lo que
viniera, con ganas de defendernos. Cuando las avionetas quisieron bajar
un poco, todos nuestros rifles las apuntaron. Muchos compañeros grita­
ron: "¡Vamos a darles!, ¡disparemos!", pero nadie disparó. 'Iodos estábamos
de acuerdo en esperar la orden de fuego y que no nos ganaran las ganas del
momento.
Muchos de los ganados de los Aguilar que nos sirvieron de protec­
ción habían sido heridos cuando la balacera y algunos estaban murien­
do en el monte. Estábamos hambrientos y alguien tuvo la idea de traer
un par de animales para repartirlos entre nosotros. Sin embargo, otro
grito: "No, compañeros, no venimos a comer ganado, venimos a defender
los derechos de los campesinos y es mejor aguantar el hambre y no que
luego nos acusen de robar ganado." Se oyó bonito cuando lodos gritamos:
"¡de acuerdo!"
Así pasamos la tarde y cuando entró la noche nos dispusimos a des­
cansar. A las cinco de la mañana del día siguiente sonó el tambor llaman­
do a junta, una reunión donde hablamos para estar preparados contra
una eventual entrada del ejército. Cuando estábamos en la asamblea empe­
zó a sonar la radio de los empleados de la a ;i¿: 'Atención San Quintín,
484 * MAKIO LÓPEZ HERNÁNDEZ

atención San Quintín." Se juntaron nuestros representantes en la caseta


de la radio de la estación de aforo.

Atención San Quintín, se les comunica que un helicóptero con el señor


obispo de San Cristóbal de las Casas, Samuel Ruiz, y el Procurador de
Justicia del Estado está dispuesto a viajar a San Quintín con la inten­
ción de negociar y llegar a un acuerdo con respecto a los aconteci­
mientos ocurridos el día de ayer en La Nueva Providencia. Queremos
saber si están dispuestos a recibir al helicóptero que transporta a las
dos personalidades antes mencionadas sin que sean víctimas de nin­
guna agresión y respetar su integridad física. Cambio.

Nuestros representantes dialogaron rápidamente, evaluaron la posibili­


dad de un engaño y decidieron aceptar que el helicóptero arribara a San
Quintín. Le dieron la orden al encargado de la radio de que llegara el heli­
cóptero siempre y cuando no vinieran también personas armadas. Recibie­
ron en Tuxtla la respuesta de afirmativo y la voz de la radio recalcó: "No
vamos a mandar al ejército ni a ningún agente armado, es una comisión
negociadora, cambio." Entonces uno de nuestros representantes pidió el
micrófono para hablar por radio y dijo: "Si quieren mandar al ejército
está muy bien porque aquí nos hacen falta armas. Si mandan ejército esta­
mos contentos porque así vamos a tener más armas, cambio."
Siguieron insistiendo desde Tuxtla en el primer mensaje, subrayando
que no mandarían a las fuerzas armadas. Nuestra asamblea continuó
después de la interrupción de la radio y nos preparamos por si decidía
el gobierno engañarnos y mandaba más gente armada. A los pocos mi­
nutos del mensaje radiofónico, empezó a oírse el ruido del helicóptero igual
que el día anterior. Venía volando bien alto y todos nuestros rifles en direc­
ción al aparato, pero esta vez apareció por una de las ventanas una mano
que se agitaba como diciendo: no hagan nada, no disparen, queremos paz.
Algunos de nuestros compañeros alcanzaron a ver efectivamente la cara
del Tatic Samuel Ruiz, obispo de San Cristóbal. Entonces se escuchó el grito:
"Es el obispo, no disparen, es el Tatic." Una sensación de alivio fue la que
sentimos al reconocer a Samuel Ruiz. Venía agitando su mano por la
ventana del helicóptero. Cuando aterrizó el aparato y bajó de él el Tatic
Samuel, también vimos que, además del piloto, adentro estaba el Procura­
dor de Justicia del Estado. Varias de las armas de nuestros compañeros
apuntaron contra él, pero el obispo Samuel nos pidió con sus manos y
con palabras que bajáramos las armas, que el procurador y él venían para
GUERRA I5N ELVALLEDESAN QUINTÍN, 1977 • 285

tratar de llegar a un acuerdo para resolver por medio de la paz lo que otros
con violencia habían querido resolver.
Todas las armas que apuntaban a la cabeza del procurador hicieron
caso de la petición del obispo. En ese momento bajó del helicóptero el pro­
curador y todos nos reunimos en torno al aparato. Les narramos cómo
habían ocurrido los hechos desde la llegada de los Aguilar a La Nueva, de
todos los abusos e injusticias y de todos los sucesos sangrientos del día
anterior. Nos dieron la razón, el procurador hasta nos felicitó y nos
dijo que así le gustaba cómo nos habíamos defendido contra los abusos de
los rancheros y sus soldados. Que los Aguilar eran los responsables de to­
das las muertes y que serían castigados con el peso de la ley. Nos trató de
hermanos y de compañeros.
Cuando el obispo habló, empezó diciendo que él ya tenía claro que no­
sotros no éramos culpables de lo que había sucedido y que el día de los
hechos trágicos habló con el gobernador y le explicó claramente cómo nos
defendimos de la agresión de los rancheros. Le dijo claro que los Aguilar
pagaron bastante dinero a) superior de los soldados para que vinieran
hasta nuestro ejido a hacer de las suyas. Nos dijo que el gobernador venía
en camino y que no tuviéramos duda de que el gobierno no mandaría más
federales y que el gobernador llegaría junto con otros empleados del Mi­
nisterio Público a levantar un acta de lo que había pasado y aunque él no
nos podía pedir que guardáramos nuestras armas, sí nos pidió como
obispo que trabaja al lado de los campesinos, que no le fuéramos a apuntar
con nuestras armas al gobernador, que sí estaba bueno que las tuviéramos
en la mano pero que no apuntáramos al gobernador, porque era una
manera de que se dieran cuenta que nosotros no estábamos peleando jx>r
gusto, que nosotros no habíamos empezado esta pelea, sino que nos de­
fendimos en contra de una agresión abusiva por parte de esa gente sin
escrúpulos.
Así fue. Al poco rato llegó el gobernador Jorge de la Vega con bastan­
tes empleados. Nos dijo igual que el procurador hermanos, compañeros,
que así le gustaba que fuéramos gente organizada que no se dijaba de injus­
ticias, que contaba con nosotros y que después de levantar el acta el
Ministerio Público y recoger los cadáveres, todos ellos se retirarían y
que no nos preocupáramos, que nada más iba a ocurrir en contra de no­
sotros.
El día del enfrentamiento en la avioneta en la que lograron huir los
Aguilar y el soldado herido, al llegar a Comitán dieron la voz de alarma a
la partida militar que se encuentra en el campo aéreo. En esa misma avio­
2H0 • MAHIO LÓPEZ HERNÁNDEZ

neta pensaban regresar dos de nuestros compañeros más queridos que


habían salido a Comitán a comprar alimentos y las cosas que siempre se
ocupan por estos lugares. Los Aguilar descubrieron que nuestros dos com­
pañeros estaban esperando avión para regresar y luego les dijeron a los
soldados que los detuvieran y que seguro ellos estaban enterados de lo que
estaba pasando en la selva y que sabían quiénes eran los líderes pues ya los
habían visto con gente de la Unión.
Así es que los soldados detuvieron a nuestros dos compañeros para
interrogarlos. Nosotros ya sabíamos que los habían detenido, por eso,
cuando el gobernador nos pidió que entregáramos los cuerpos de los sol­
dados muertos, nosotros le exigimos que devolvieran a nuestros dos com­
pañeros detenidos injustamente en el campo aéreo de Comitán. Luego
se vio que al gobernador no le gustó nuestra exigencia, y nos dijo que
en ocho días a más tardar nos entregaría a los compañeros. Entonces todos
nuestros representantes dijeron que eso no era posible o que si así hacían
ellos, todos los que estaban en ese momento esperarían junto con noso­
tros ocho días hasta que aparecieran los compañeros. El procurador inme­
diatamente habló por la radio del helicóptero y regresó diciéndonos que
en ese momento salía ya un avión Aislander con nuestros compañeros de­
tenidos y que en ese mismo avión regresarían los cadáveres. Les dijimos,
tanto al gobernador como a sus empleados, que si llegaban golpeados
nuestros compañeros, ahí íbamos a arreglar las cosas. Todos esperamos a
que llegara el mentado avión con los dos detenidos, y para suerte de los que
estaban ahí, efectivamente llegó el avión con los dos compañeros sanos
y salvos, sin que los hubieran golpeado.
En el mismo avión se transportaron los cadáveres que hubo que de­
senterrar y meter en bolsas de nylon. Se mandaron comisiones a ese traba­
jo tan fiero y ya que se fue el avión con los muertos, el procurador nos
dijo que lo único que nos pedía era que devolviéramos las armas de los
muertos, porque a nosotros no nos servirían, ya que no podríamos con­
seguir parque. Nosotros dijimos que no íbamos a devolver ningún arma
y que si de veras éramos sus hermanos y compañeros sería mejor que nos
mandaran unas doscientas armas más y que así como decían que les gus­
taba gente como nosotros, nos podríamos defender de futuros atropellos.
El procurador nos dijo que iba a plantear nuestra petición al gobernador y
que en cuanto tuviera una respuesta, nos la haría saber inmediatamente.
Es claro que nunca obtuvimos respuesta.
Esa misma tarde se fueron los helicópteros y los aviones con todas las
autoridades y el Tatic Samuel y quedamos otra vez sólo compañeros cam­
GUERRA EN EL VALLE DE SAN QUINTÍN, 1077 • 287

pesinos, cansados por lo ocurrido, pero esperanzados por el futuro. Fuimos


regresando poco a poco, cada quien a nuestros ejidos, pendientes de cual­
quier noticia. Como a los quince días empezaron también a regresar a su
colonia nuestros hermanos de La Nueva Providencia, a tratar de hacer,
ahora sí, el sueño de una mejor vida para los hijos. Así fue pasando
el tiempo y nuestros recuerdos de aquel día donde nos juntamos para
vencer lo que parecía tan difícil de lograr, pero lo conseguimos, organizán-
donos en un frente común para exigir lo que siempre nos ha faltado:
justicia.
A la vuelta de los meses, cuando pensábamos que todo había pasado,
trabajando contentos, que así es de por sí nuestra vida, empezaron a
sonar de nuevo en el cielo las máquinas de tres helicópteros grandes. No
se habían visto antes de esos aparatos tan grandes y pintados de verde por
aquí. Daban vueltas por todos los cerros, casi que medio día estuvieron
volando en toda la zona. Luego supimos que eran federales. Pasaban bien
bajo, se iban por la laguna y recorrían todo el valle de San Quintín. Duran­
te dos semanas anduvieron haciendo lo mismo, hasta que un día, en la
milpa de un mi compadre, que lo tiene bien claro el lugar de su trabaja-
dero, miró cómo bajaba el gran aparatón. Mi compadre salió a esconderse
en la montaña junto con su mujer. Ahí fue dónde se dieron cuenta que baja­
ron hartos soldados. Quien sabe qué buscaban, pero mi compadre se
espantó y esperó que se fuera el helicóptero y ya no trabajó. Llegó corrien­
do a Zapata a informar lo que había visto.
Otra vez hicimos junta y al día siguiente se mamló avisar a toda la
gente que estuviera preparada y los que tuvieran armas, si es que se Ies
llamaba, que estuvieran pendientes. Pero ya no fue así, porque un día des­
pués de que bajó el helicóptero en la milpa, llegó un avión grande a San
Quintín, de donde bajaron casi treinta federales. Luego nos fueron a avisar
y nos empezamos a gritar todos los que estábamos trabajando en las
parcelas.
Al llegar a Zapata, ya estaba reunida toda la gente y llegamos al acuer­
do de que fueran nuestras autoridades a ver qué era lo que buscaban
los soldados. Salieron el comisariado y sus autoridades a San Quintín, pero
ya no llegaron hasta la pista aérea, pues ahí venía un grujió como de
diez soldados armados y al toj>arse con nuestra gente, les preguntaron
por el comisariado, y él les dijo: "Soy yo, qué se les ofrece, ¿por qué así
como vienen ustedes?" Entonces el sargento, o a saber qué grado sería,
le explicó que no tuviéramos pena, que ellos estaban ahí por orden del
gobierno, porque habían oído que en esta zona se siembra amapola y
2HH • MARIO LÓPEZ HERNÁNDEZ

mariguana, pero que ya habían dado varias vueltas en helicóptero y no


encontraron nada. También le dijeron al comisariado que si la gente estaba
de acuerdo el gobierno quería mandar cien soldados a San Quintín para
cuidar a los campesinos de los traficantes de drogas y guerrilleros que se
oía andaban mucho por esta zona. No nos quedó de otra. A los pocos días
ya teníamos un destacamento de cien soldados acampados permanente­
mente en San Quintín.
Los jefes de los soldados realizaron juntas en las comunidades para
informarnos que era orden del gobierno que estuvieran ellos aquí para cui­
darnos. Así fue como andaban por los caminos que llevan a las diferen­
tes comunidades. Salían desde la mañana y regresaban ya tarde; empeza­
ban a hacer amistad con la gente. Pasaban los meses y nos fuimos
acostumbrando a su presencia. Llegaban los federales a nuestras parcelas
donde trabajábamos para ver qué estábamos sembrando, pero después de
un tiempo sólo pasaban los días haraganeando en San Quintín, yendo a
pescar o paseando en la montaña, y hasta pedían prestados rifles 22 para ir
a cazar.
Así fue hasta que empezaron a desaparecer nuestros animalitos: los
pollos, las gallinas, los cerdos, y luego mirábamos en el campamento de
los federales las ollas con los chicharrones y cociendo sus carnes. Primero
metimos queja con el jefe del destacamento y se puso bravo cuando dijimos
que se estaba robando nuestros cerdos y gallinas. También supimos que
los empleados de la c f e estaban bien enojados, porque ya habían abusado
de algunas de sus mujeres y molestaban de por sí a las muchachas.
Decidimos unirnos de nuevo y mandamos una comisión a TUxtla para
que sacaran de la selva a sus federales y nos pagaran los daños que habían
ocasionado. Los empleados de la cfe también mandaron su queja a sus su­
periores. Fueron varios los viajes que tuvimos que hacer para que atendie­
ran nuestra demanda, hasta que hicimos una carta donde firmaron todos
los delegados de la Unión de Uniones que decía más o menos, que si no
sacaban a los soldados de San Quintín, pagaban los daños y castigaban a
los culpables, nosotros, los campesinos, nos encargaríamos otra vez de arre­
glar el problema, por lo que no nos hacíamos responsables en lo que pu­
diera terminar esta serie de abusos por parte de los soldados.
A los pocos días de que mandamos esa carta, se presentó nuevamente
el Procurador de Justicia del Estado y de nuevo nos dijo que teníamos
razón de todo y que castigarían a los responsables. No supimos si en
verdad fueron castigados los soldados, pero lo que sí conseguimos fue la
UUICltltA UN KL VALUO l)B SAN QUINTÍN, 1077 • 289

salida de soldados por grupos de diez, luego de veinte, hasta que se lleva­
ron a todos los federales.
Antes de que llegaran los soldados a hacer su campamento en San
Quintín, unos dos meses después, fue muerto uno de nuestros mejores
compañeros. Era de los más decididos para organizar cuando se trataba de
defender nuestros derechos. Una tarde que estaba contento, saludando
y platicando con varios de sus familiares y amigos en el ejido de Zapata,
les invitaba a un trago, los convidaba de su botella y como era querido por
todos nosotros por ser un compañero que siempre nos aconsejó que
estuviéramos unidos, que defendiéramos la causa campesina, que nos preo­
cupáramos por avanzar todos parejos. Esa tarde estaba echándose unos
tragos, se le miraba contento porque así era de por sí. Muchos de noso­
tros lo invitábamos a que ya no se fuera a su casa esa tarde, que pasara
a descansar en nuestra casa, ya que él vivía en su parcela junto al río
Jataté, cerca del poblado. Le dijimos: "Pasá a descansar, mañana te vas a
tu casa." Pero el Chayo, que así le llamálvimos, no aceptó: "No, hermani-
to, estoy bien, me voy a mi casa, gracias." Así nos dijo a varios de los que
lo invitamos a pasar la noche y se fue.
Al día siguiente temprano vimos a su mujer del Chayo que llegó
preguntando por su esposo, que si no sabíamos dónde había pasado la
noche, porque cuando tomaba, así era su costumbre, lo invitaban mucho.
Lo que le extrañaba es que siempre llegaba bien temprano y ese día ya
estaba alumbrando el sol y todavía no aparecía. Nos cayeron de extraño
sus palabras y le contamos que sí, que la tarde anterior aquí había esta­
do tomando, pero que clarito dijo que le daba ganas de ir a dormir en su
casa. Algunos pensaron que quizá estaba ido en üi Nueva Providencia,
a lo mejor lo habían invitado a seguir echando trago. Rápido, muchos de
sus amigos y parientes, que aquí éramos todos, nos juntamos y algunos
fueron a buscarlo a La Nueva, otros a preguntar en todas las casas si no
lo habían visto y otros más fuimos a buscar en los caminos y veredas pen­
sando que a lo mejor por ahí había pasado la noche. Estuvimos medio día
buscándolo sin encontrarlo, entonces sí nos preocu|>amos, Chayo, Rosario,
que así se llamaba, era el mejor de nosotros, el más entregado al traba­
jo de organizamos, el más claro cuando nosotros no teníamos pensamien­
to y el más dispuesto cuando se trataba de ayudar en cualquier cosa o a
quien se lo pidiera. Además era el fundador de nuestra colonia Zapata.
Estaba perdido, no sabíamos en dónde estaba ido.
Nos reunimos todos bien apenados, formamos comisiones para ir
a buscarlo en los ejidos vecinos, en Hidalgo, Betania, San Quintín, en los
'20(1 • MAIIIO LÓPEZ HERNÁNDEZ

potreros, en su parcela, por todas las veredas. Recorrimos el río y nada,


toda la gente buscando, y nada que aparecía nuestro compañero. En
Zapata sólo habían quedado las mujeres. Margarita, la esposa del Chayo,
estaba bien afligida, creo que ya sentía en su corazón que un mal presagio
la mortificaba. Entonces cuentan que junto con su sobrina Martina, la
Margarita le dijo: "Mirá, sobrina, traé una brasa de fuego y un tú puño
de sal." Y colocando la brasa en la entrada de la casa, echó el puño de sal
y empezó a quemarse la sal sacando un humo bien negro, que se fue recto
al cielo y la sal quedó bien negra. Margarita abrazó a su sobrina y empezó
a llorar: "Mirá, sobrina, es que el Chayo ya está muerto." Estaban así,
cuando llegó su sobrino Lorenzo a avisar: "Ya lo encontraron a mi tío, está
muerto en el camino." Salió la Margarita corriendo y llorando, quería ir
a abrazar a su difunto marido.
Nunca supimos qué pasó, miramos a nuestro compañero muerto,
todavía con su botella de trago en la mano. Parecía que no había peleado,
no tenía ninguna seña de que lo hubieran golpeado o cómo fue que lo
mataron. Y digo que lo mataron, porque muchos pasamos varias veces
por el camino que después de un día de estarlo buscando fue su sobrinito
Lorenzo el que encontró el cuerpo botado a medio camino, si ya había­
mos vueltiado muchos de nosotros por ese lugar. Seguro que quienes
lo mataron, al darse cuenta que adonde lo habían botado no lo íbamos a
encontrar, lo sacaron de donde lo tenían y lo fueron a dejar a medio ca­
mino. Así fue como se platicó, muchas historias se han dicho de quién y
cómo lo mataron. Hasta la fecha es uno de los golpes más duros que nos
han dado a todos los campesinos del valle de San Quintín, a todos los miem­
bros de nuestra Unión.
Mucho se habló y se sigue hablando de la muerte de nuestro compa
Chayo, pero la verdad es que desde su muerte nuestra organización se ha
debilitado. No quiero decir que su muerte fue la razón de que perdiéra­
mos nuestra conciencia de grupo, no, ni tampoco que no haya entre no­
sotros compañeros tan valientes y valiosos como el banquil Chayo, no, no
quiero eso, sino que la muerte de Rosario fue el principio de una serie
de golpes a nuestra Unión, a nuestra clase campesina, a nuestros hermanos
indígenas, porque después de su muerte ya no tuvimos la misma fuerza
para impedir que más de dos años permanecieran los cien soldados en
San Quintín. Claro que se fueron porque supimos poner nuestras quejas,
y vuelta tras vuelta estuvimos hasta que se atendió nuestra demanda y
los soldados se tuvieron que ir. Los corrimos, pero después de esos dos años
quedamos debilitados como organización.
GUERRA EN EL VALLE DE SAN QUINTÍN, 1977 « 291

Ya que se fueron los soldados, llegó otra plaga igual o quizá peor que
los soldados: las religiones, los pentecosteses, los presbiterianos, los tes­
tigos y quién sabe cuántas otras más. Estos sí no se han ido, al contrario,
aquí están ya construyendo hartos templos. En algunas colonias hasta
escuelas han levantado. Nos han separado de muchos de nuestros mejores
hombres y mujeres, los tienen bien sujetos, dominados de una vez. Ya ni
se puede platicar con estos pobres compañeros. Y así estamos haciendo la
fuerza, pensando en cómo vencer a estas sectas y liberar a tanto compañe­
ro desorientado. Todavía no hemos encontrado cómo hacerlo, pero segui­
mos con las ganas y el coraje de que algún día - y no está lejano-, todos los
compañeros hermanos, juntos, unidos, trabajemos organizados para salir
de esta miseria, de esta ignorancia que no nos deja conseguir un mejor fu­
turo para nuestros hijos que vienen criando.
Así pasa la vida por estas selvas de Chiapas, y no es todo. Además de
la muerte de nuestros líderes, de la presencia de los ejércitos, de los ranche­
ros abusivos y del trabajo de las sectas protestantes, el gobierno se ha
empeñado en comprar a algunos de nuestros compañeros para que trai­
cionen a sus propios hermanos. Ya nos hemos dado cuenta cómo lo hacen.
Les dan dinero para que denuncien quién nos está organizando y para
que nos digan que no está bueno que tengamos uniones que no estén de
acuerdo con el gobierno, también para que nos juntemos a votar sólo por
candidatos que ni conocemos quiénes son y que ni siquiera han venido
por estos lugares. Quieren que nos afiliemos a sus confederaciones que
nunca resuelven nada, pero sí piden cooperaciones que ni entendemos
para qué va a servir el dinero que nos piden a la fuerza. Aceptamos autori­
dades que ya sabemos que sólo buscan su propio bien.
Todo esto nos da de una vez mucho coraje. Creen que no nos damos
cuenta de lo que hacen, de que abusan demasiado de la pobre gente del
campo. Estos pobres compañeros que han aceptado trabajar para el go­
bierno y no para su propio pueblo, poco a poco nos estamos dando cuenta
de su traición. Cada día menos caso les hace la gente. Hay veces que hasta
sus propios hijos o sus mujeres les han reclamado su mala ambición. Ya
se han tenido que ir de aquí algunos de estos malos compañeros que por
dinero nos han hecho mal, y se van a tener que seguir yendo lejos de aquí,
porque así nunca nos han gustado. Queremos gente que trabaje para el
pueblo, que se entregue de una vez con los campesinos, que entiendan lo
importante de una organización campesina, que luchen por las necesida­
des de los pobres y que no por unos cuantos pesos entreguen a nuestros
mejores hombres.
íH á • MARIO LÓPEZ HERNÁNDEZ

Esto que estoy contando no es un cuento que haya salido de mi ca­


beza, ni estoy inventando. Todo es verdad, es la historia de un grupo de
hombres y mujeres del campo que nos unimos para conseguir la tierra
y llegamos hasta esta Selva Lacandona con la esperanza de mejorar nues­
tras vidas. Nos ha costado mucho trabajo lograr lo que tenemos, sabemos
que es muy poco y que falta mucho por hacer, pero ya he visto que entre
nuestros hijos hay muchos jóvenes que son mejores que nosotros, que con
lo que han visto y vivido y que con lo que les hemos contado de esta
lucha, que no termina, quizá ellos no permitan que la historia de injusti­
cias y opresión se repita una vez más.

[Ejido de Emiliano Zapata, agosto de 1989]


Capítulo 22

Visita pastoral al ejido Samaría, 1987

Fray Pablo I ribarren, misionero

L a in t e r v e n c ió n de don Samuel Ruiz en el conflicto armado, narrado en el


documento anterior, demuestra la influencia que el obispo de San Cristó­
bal ejercía entonces sobre los colonos indígenas de la selva. Esta preponde­
rancia era el resultado de una intensa actividad pastoral que en 1977ya
llevaba más de 15 años de haberse iniciado desde la parroquia de Ocosingo.
Actores del proceso eran, por un lado, un pequeño equipo encabezado por
unos pocos frailes dominicos, encargados de la parroquia, y por otro
lado un considerable contingente de catequistas indígenasformados por los
primeros en un sinnúmero de cursos religiosos. Primer result¿ido de esta
estrecha colaboración había sido la redacción, en 1974, de un catecismo,
revolucionario en cuanto a contenido y forma: Estamos buscando la liber­
tad. Los tzeltales de la selva anuncian la buena nueva. Allí seformulaba
una pastoral claramente inspirada por la Teología de la Liberación, la
corriente de reflexión y acción surgida alrededor de 1970 en varios países
del continente latinoamericano.
Durante más de 25 años, los poblados de la Selva Lacandona tendrían
la oportunidad de acercarse al Evangelio bajo aquella óptica novedosa y
formar comunidades cristianas orgullosas de su pertenencia, no sólo a la
Iglesia católica universal, sino también a una Iglesia que querían cada
vez más suya, autóctona, "tzeltal". A ese proceso de evangelización nove­
dosa y atrevida se incorporó desde 1985 el fraile dominico español Pablo
Iribarren Pascal, nombrado por el obispo como párroco de Ocosingo. De
1985 a 1992 recorrió -a pie, a caballo y en carro- el inmenso territorio
de su parroquia, visitando las comunidades católicas de la selva y anotando
sus impresiones en una serie de cuadernos que rebasan la treintena. La infor­
mación allí reunida es, en primer lugar, una mina de datos sobre los pobla­
dos visitados y el proceso de su crecimiento como comunidades cristianas.
Pero asimismo nos introduce en la personalidad de su autor, en su mane­
ra de ser, actuar y predicar como misionero. Cinco siglos lo separan de otro
m * KliAY PABLO IRIBARREN

dominico español, fray Pedro Lorenzo, que por los años 1580 también
recorrió la selva y también evangelizó a sus habitantes. Nil novi sub solé,
dirían los romanos: Nada nuevo bajo el sol. Del extenso acervo de notas
he seleccionado un reportaje particularmente logrado por contener una
predicación que su autor tuvo a bien de reconstruir en todos sus detalles.
Acompañemos a fray Pablo Iribarren en su visita al recién fundado ejido
Samaría. No todos los días tenemos la ocasión de ver y escuchar a un
"teólogo de la liberación" en plena acción.

E j id o S a m a r ía , N ueva I g l e s ia ,
11 d e ju n io d e 1987
Tierra fértil la de este ejido, buena para maíz, frijol y toda clase de frutas
tropicales. Abundante en madera de ocote, pino y roblares. Hermosos pas­
tizales para el ganado y agua abundante.
El ejido se creó hace tres años, el primero de octubre de 1984, sobre par­
te de la finca de San Antonio Pamalá. Los papeles provisionales de dotación
de la tierra se los dieron el 14 de mayo de 1986.
El total de hectáreas del ejido es de 1,280, con 55 capacitados y una
población total de 150 personas en estos momentos. Tiene una escuela en
primer grado, pues hace exactamente un año que comenzó.
Nos recibe la Comunidad ante las primeras casitas, al otro lado del
arroyo. Las casitas son de palo y hoja de caña. Se ve todo muy pobre, como
provisional, aun los vestidos de los hermanos. Están comenzando. Tres
banderas rojas, como pequeños pendones; en el aire se escuchan los tam­
bores y la flauta con los viejos sones de los tzeltales mientras avanzamos
por el camino que nos lleva hasta una sencilla ermita de bajareque y palma
en su estructura, al modo de las antiguas construcciones mayas, con la
juncia cubriendo el piso y embellecido con flores y palmas del bosque y
orquídeas de junio.
Doy mi saludo a la Asamblea:
Con alegría he venido a la fértil tierra que conquistaron con la ayu­
da de Dios. Hace ocho años que empezamos la lucha, me dijeron los
compañeros por el camino. Primero le pedimos al patrón que nos vendiera
un pedazo y accedió. Pero luego se arrepintió. Ante esta actitud nos deci­
dimos a organizamos y solicitar la finca a la Reforma Agraria, pues ya
estábamos cansados de trabajar para el patrón. Con nuestro sufrimiento
y nuestro dolor hacíamos productiva la tierra de esa inmensa finca de
San Antonio Pamalá. Ya nos habíamos cansado de trabajar para hacer
VISITA PASTORAL AL EJIDO SAMARIA, 1987 • 295

más y más rico al patrón, para ser explotados por nuestro propio tra­
bajo. El patrón nos vigilaba y ocultamente salíamos al monte para
hacer nuestras reuniones, aun en la noche, y así programar el camino a
seguir...
Después de mucho vueltear y padecimientos en viajes a TUxtla, a Oco­
singo, y por otros caminos, llegaron unos ingenieros y después otros,
y al fin llegaron unos más con papeles y, al fin, nos confirmaron la
entrega de la tierra. Sabemos que el gobierno la compró al patrón y nos
la entregó, pero también somos nosotros conscientes que ya la tenía­
mos comprada y pagada con nuestro trabajo, el trabajo de nuestros
padres y el de nuestros abuelos... Fue duro y largo el sufrimiento que
pagamos y con la ayuda de Dios alcanzamos esta tierra y con ello ve­
nimos a ser un Pueblo, pues el campesino aunque viva junto a otros
compañeros pero si no tiene tierra no es Pueblo. Dios nos acompañó en
esta lucha...
Así me han hablado de esta comunidad -termino diciendo- los compañe­
ros Ángel y Ramón, que nos vienen acompañando en toda la visita. Me
alegro con su triunfo y me uno a su acción de gracias a Dios, pues han
tomado conciencia de la compañía de Dios en sus luchas...
Uno de los principales inicia una oración que toda la Asamblea
acompaña, hincados sobre la juncia y en voz alta. Al término de la
misa entonan cantos y concluimos programando el trabajo para las dos de
la tarde.
Los catequistas se reparten el trabajo y exponen ante la Asamblea el
tema "El Llamado" al Pueblo de Israel en Abraham, después organizado
y liberado en Moisés. En ese momento tomo la palabra para ayudar a vi­
sualizar su historia de salvación con sus propias palabras:
Hubo una vez un pueblo que fue reducido a la esclavitud más cruel,
perdió su tierra y se convirtió en mozo del faraón. No podía celebrar
sus fiestas ni adorar a su Dios cuando y como lo quería hacer. No po­
día sembrar sus frutales, pues la tierra no era suya y después de largos
años de trabajo, nada era suyo. No podía organizarse libre y abierta­
mente, pues era oprimido. Pero un día comenzó a exigir la libertad al fa­
raón, pero éste agudizó la opresión. En sus sufrimientos clamó a Dios pi­
diendo el término de sus penas; sus mujeres lloraron para que cesara el
sufrimiento...
Con estas o parecidas palabras les hablo y termino preguntando: "¿De
qué pueblo les estoy hablando? ¿Qué pueblo es ése que de la esclavitud
pasó a la libertad?" La primera respuesta que llega rápida de en medio de
la Asamblea es: "El Pueblo de Israel".
2(1(1 • KliAY PABLO IRIBARREN

"Sigan pensando -les digo- platiquen unos con otros, piensen un


poco más: ¿Qué pueblo es ése que de la esclavitud salió a la libertad?".
Después de mucho diálogo y pensamiento algunas voces comenza­
ron a decir, aunque con cierto temor:

Ese pueblo somos nosotros... Usted habla de nosotros. (Con esto se


abren los ojos de todos los hermanos y sucede el redescrubimiento
de su propia historia salvífíca): Nosotros éramos los que estábamos en
tierra extraña y ahora tenemos nuestra tierra, porque Dios escuchó
y vio nuestro sufrimiento. Nosotros somos el Moisés, porque fuimos
todos los que empezamos a pensar en la tierra, en la libertad y nos orga­
nizamos todos para la liberación. Antes no podíamos tener nuestras
propias autoridades, y ahora sí; hemos nombrado comisariado, agente,
catequista, principales, comités de escuela y de agua, etcétera etcé­
tera. .. En nuestro sufrimiento muchas veces clamamos a Dios y Él nos
escuchó y nos condujo a esta tierra fértil donde sembramos nuestra
milpa, el frijol, el plátano, el zapote, y la cosecha es nuestra cosecha.

Efectivamente -digo, reafirmando su palabra- ustedes son ese pue­


blo que con las expropiaciones coloniales, las leyes de Reforma, las leyes
de tierras baldías del siglo pasado, el hambre y la necesidad en que vi­
vieron sus padres y sus abuelos, les arrebataron la tierra de sus mayores
y les obligaron a venderse por la tortilla. Regalaron su trabajo y su vida
por la necesidad. En definitiva, perdieron su condición de Pueblo, y fueron
reducidos a la esclavitud. Pero con la ayuda de Dios, como ustedes lo han
dicho, la organización y su lucha por conquistar la tierra, y con ella su
libertad, recuperaron su condición de Pueblo; y con la proclamación de
Jesucristo Salvador, que los llamó por medio de los catequistas a vivir
una solidaridad más profunda, una fraternidad verdadera, ustedes, además
de compañeros de una lucha, son hermanos de un Padre común que es
Dios, vinieron a ser Pueblo de Dios, Iglesia Nueva, Pueblo Redimido.
En la consolidación de esta situación de Pueblo de Dios hubo en uste­
des cambio de actitudes, conversión, pues sus posturas individualistas se
quebraron y se abrieron a su compañero, a su hermano, mirando en la
lucha no sólo por sí mismos y sus mujeres e hijos, sino por todos los
demás. Fue naciendo el sentido de Pueblo. Así se fueron purificando de todo
egoísmo, pues como me han dicho, en un principio, ésa era la motivación
de su lucha, propiciada por las mismas ofertas que les hacía individual­
mente el patrón de darles tierra si no le entraban al movimiento. Hubo
entonces que tomar actitudes de conversión y ahora hay que seguir
VISITA PASTORAL AL EJIDO SAMARIA, 1987 • 297

manteniendo esas mismas actitudes, pues está latente siempre el peligro de


volver a posturas individualistas...
Ahora, con gozo y sentimiento cristiano, es que tienen algunas cosas
en común y algunos proyectos de ganadería, explotación de madera y de
producción de la tierra. Pero vigílense, el diablo del individualismo está
detrás de la puerta de su casa...
Esta porción del Pueblo de Dios que han integrado, va consolidándo­
se con los ministerios que se han dado en sus catequistas, presidentes, prin­
cipales, comisariado, musiqueros, que con sus sones están reviviendo las
raíces muertas de su pueblo; ministerios y ministros que vienen a darle
firmeza, trabazón a la Comunidad Eclesial. Estos ministerios hacen
como una selva tupida que aparentemente es hoja, follaje y zacatón, pero
cuando se intenta penetrar se encuentra uno con ramas, árboles, bejucos
y toda clase de elementos sólidos que la hacen impenetrable a no ser que
se abra uno paso con machete. Así sucede con el Pueblo de Dios cuando se
halla bien trabado por los ministerios nacidos de la propia comunidad ani­
mada por el Espíritu de Jesús, que es el Espíritu de la libertad...
Su tradición cultural habla de una primera creación en que la huma­
nidad fue hecha de tierra, pero no sirvió, pues con las primeras aguas se
desmoronó, haciéndose lodo que los arroyos arrastraron hasta el gran
río. Ante lo sucedido Dios deliberó e hizo un segundo intento de humani­
dad, tomando madera. Al hombre lo hizo de palo de Tzité y a la mujer
de palo de Cibaquc. Pero tampoco sirvió, pues la preocupación de Dios al
crear la humanidad era que ésta reconociera su grandeza, le ofreciera
pom (incienso), nichin (flor) y candela, y alabara y bendijera su nombre
y cumpliera sus mandamientos y así fuera feliz. Pero este hombre de
madera no supo cumplir con este destino que le había señalado Dios y
vino el diluvio y la creación entera -montes, árboles y peñas- se lan­
zaron al paso del hombre. Los animales del monte y los domésticos
también se volvieron metate y ollas y se rebelaron y se lanzaron contra
esos hombres y mujeres de palo que no supieron reconocer a su Formador
y Creador.
Al fin, después de larga deliberación, Dios decidió hacer el hombre de
maíz, rojo, blanco y amarillo, traído por los animalitos del monte des­
de el paraíso. Del maíz hizo Dios la carne del hombre y le dio su estruc­
tura de huesos con la caña brava (tani) y así hubo solidez en su carne
y vivió. Esta humanidad supo reconocer a su Hacedor y Formador y ofre­
ció a su tiempo pom, nichin y candela y guardar sus mandamientos. Así
sucedió y éste es el Pueblo de Dios, la Iglesia, los cristianos organizados,
conscientes de su condición de hombres libres, nacidos de Dios, solidarios
208 • FRAY PABLO IRIBARREN

y fraternos. Esta es la carne, perfectamente trabada por unos servidores,


ministros, catequistas, túneles, principales que vienen a ser como la
estructura, la caña brava, los huesos de esa Humanidad Nueva, su ner­
vadura que da solidez; ministerios nacidos de la comunidad, de las
necesidades sentidas por la misma a impulsos del Espíritu de Jesús que está
en su corazón.
Otro ejemplo me viene a la mente, que no resisto a guardar en mi co­
razón: la bella ceiba, signo de la cosmovisión del mundo, del universo
mayense y pueblos mesoamericanos, que desde lo alto de la loma descu­
brí cuando nos acercábamos a esta comunidad en el fondo de la cañada,
sobresaliendo entre arbustos, pinos, robles y la gran variedad de árboles
que enriquecen esta tierra. Los antiguos sus padres-madres (los mameletk,
los totilmetic), que velan como dice la tradición desde lo alto de los cerros
por su pueblo, los que guiaron al pueblo antiguo hasta su tierra que des­
pués les fue arrebatada por gentes extrañas y más tarde por sus propios
hermanos, unas veces violentamente por las armas y otras con leyes
-otro tipo de violencia pero con idéntico resultado de despojo- en el centro
del pueblo plantaban una ceiba, o quizá sembraban al pueblo a su sombra.
Desde entonces la ceiba es símbolo del pueblo y de su fuerza salvífica que
encierra en su corazón. Las raíces de la misma son la tradición, la cultura,
sus valores religiosos y sociales, que hacen que el pueblo tenga continuidad
histórica, solidez y fuerza. En el respeto hacia esa tradición viva, que permi­
te al pueblo asumir valores nuevos y extraculturales, haciéndolos propios,
y asomarse, relacionarse y enfrentarse con visión crítica a la sociedad
opresora que lo penetra, está la fuerza del pueblo. En esas raíces se des­
cubren las semillas del Verbo y en ellas crece y se revela el Salvador
Jesucristo.
El tronco gigante sólido de la ceiba viene a ser los ministros que apa­
recen en gran variedad cuando la comunidad, el Pueblo de Dios, se deja
guiar del Espíritu. El grande y frondoso follaje de la ceiba viene a ser los
cristianos, los miembros del cuerpo de Cristo. El Pueblo redimido, resca­
tado, renovado en estas tierras fértiles y en esta humanidad concreta, es
la Iglesia nueva, renacida. Iglesia viva, en continuidad histórica, Iglesia
nueva que nace y se consolidajusto y al tiempo que crea un Pueblo conscien­
te. Así la Iglesia se hace Pueblo y el Pueblo se hace Iglesia, si al mismo
tiempo hay un pueblo consciente. Iglesia y Pueblo consciente se comple­
mentan desde y en el proceso, pues es bien sabido que tanto Iglesia como
Pueblo son realidades en proceso, con la esperanza de alcanzar su plenitud.
Esta reflexión es presentada, paso a paso, por los traductores a la
Asamblea y de igual manera que la lluvia de estos días penetra y empa­
VISITA PASTORA!; AL EJIDO SAMARÍA, 1987 • 29»

pa la tierra, así yo siento que va penetrando en el corazón, aunque estoy


también consciente de que habrá que volver a sembrar y los hermanos
volverán estas palabras hasta que llegue el día de la plena compren­
sión del mensaje de Cristo y de la Iglesia naciendo salvíficamente en el seno
de la cultura.
El día siguiente amanece entre agua y lodo. He tenido un buen descan­
so en casa de un ejidatario que me prestó su catre y su techo de hoja de
caña, que hace que la lluvia se sienta suave, como murmullo, y ayuda a
descansar en un ambiente fresco. Salgo de la casa con la primera luz admi­
rando la bondad de estas tierras negras, sembradas de milpas y frijolares
y, en el patio de las casas, toda clase de árboles frutales: guanábanas, du­
raznos, limas, zapotes, limones, plátanos varios; todos ellos tiernos, como
de uno a dos años de edad. Ahora entiendo por qué insisten tanto cuando
hablan de sus tiempos de mozo en la finca y, caracterizando aquella si­
tuación de opresión en que vivían, acostumbran decir: "No podíamos sem­
brar ni un palo de fruta, no era nuestra la tierra."
A las siete iniciamos la celebración con la revisión y evaluación de los
trabajos del año y mirando el futuro, a la luz de sus necesidades. Se reúnen
cuatro grupos de hombres y de mujeres y después de media hora de
reflexión traen sus aportaciones a la Asamblea.
En mis comentarios les hablo de la importancia de seguir cultivando
la nueva vida comunitaria y no volver a caer en las malas costumbres
de antes: "Cuando eran mozos el patrón no les dejaba acudir a la Pala­
bra de Dios, pero ahora ustedes se están convirtiendo en patronos de sí
mismos.. Como lo habrán visto en ejidos viejos, integrados |x>r antiguos
mozos y peones, han crecido nuevos patrones en el comercio, en el poder
de la comunidad. Salieron de uno y cayeron en otros, se repitió el esque­
ma de explotación de la finca en el ejido. Dios los ha hecho libres, No
caigan en la ambición del dinero, de la tierra y del poder, de convertirse
en patrones que esclavizan a los hermanos. Cuando se vive la villa comu­
nal abunda el maíz, la madera, el ganado. I lay para todos. I lay que cuidar
la organización comunal y el sentido de solidaridad. I lay que mantener­
se en espíritu de conversión, fundamental en el mensaje de Jesús, del cual
no nos podemos apear sin poner en peligro la organización e igualdad
alcanzada en la lucha. La vida comunal y de hombres y mujeres libres tiene
tales exigencias que a veces pensamos en regresar al pasado de la finca y
añoramos los años de esclavitud en que no había el problema de pensar
ni de organizarse en comunidad, porque todo se daba hecho, pensado,
mandado. Ser libres exige trabajo y pensamiento: Va 'ánik tas nopel -váyan-
Í100 • FRAY PABLO IRIBARREN

se a pensar. Por eso se les repite y se les pide tantas veces esa expresión en
las asambleas y celebraciones. •
Estas reflexiones las hago con todo calor. Los catequistas las van tra­
duciendo paso a paso y la Asamblea las piensa, las entiende y las aprueba.
La celebración concluye con la Eucaristía y la evaluación de la visita:
¿Cómo la han visto? ¿De qué ha servido?
Así concluye la visita a esta nueva y pequeña comunidad eclesial, ver­
dadera porción de la Iglesia Popular, pues ha nacido junto con el pueblo
a impulsos del Espíritu de Jesús, Espíritu de libertad y esperanza, con sus
propios ministerios y en comunión con todas las comunidades eclesia-
les Tzeltales, que han nacido conforme al mismo proceso y forman la
Iglesia Tzeltal.

[Ocosingo, 14 dejunio de 1987]


Capítulo 23

Creciendo en un campamento, 1982-1993

Roselia García, campesina

El r e t r a t o de la Selva Lacandona no estaría completo si no incluimos la pre­


sencia de los campesinos guatemaltecos que en ella encontraron un refugio
pasajero de la persecución militar en el propio país. Se trata de gente pro­
veniente de pueblos ubicados en dos regiones limítrofes a la frontera
mexicana, El Petén y El lxcán. Fue este último departamento, tierra de re­
ciente colonización desde Los Altos de Guatemala, que proporcionó la
mayoría de los refugiados. Yfue sobre todo Marqués de Comillas la parte
de la Selva Lacandona que los recibió, en unos 15 campamentos establecidos
a lo largo de la ribera derecha del río Lacantún. Entre ellos destacaba,
desde el principio, el de Puerto Rico, levantado en terreno de un ranchero
mexicano de nombre Antonio Sánchez, y que albergó, en tiempo de sema­
nas, más de 5,000 personas. Muchas de ellas llegaron sólo para morirse
de inanición por haber vagado meses en el monte sin comida y abrigo decen­
tes, escondiéndose de día y caminando de noche, con el único fin de alcanzar
la seguridad del asilo en el país vecino.
Entre los primeros habitantes de Puerto Rico se encontraba una niña
de ocho años, oriunda de San Ildefonso Ixtahuacán, en el departamento de
Huehuetenango. Pasó toda su adolescencia, de 1982 a 1992, en la Selva
Lacandona, yendo de campamento en campamento, en compañía de sus
padres y hermanas. En este lapso de 10 años creció no sólo en estatura física
sino también en madurez mental y carácter, gracias al proceso de Loma de
conciencia y participación política que se dio entre las mujeres refugiadas.
Ella fue una de las participantes más activas en ese despertar femenino
en medio de las condiciones difíciles de la vida de campamento. Después de
su regreso a Guatemala en las filas del Primer Retorno de enero de 1993,
puso por escrito su vivencia en los campamentos lacandones. Lo hizo junto
con otros compañeros y compañeras que habían tenido experiencias pareci­
das. Estos relatos fueron publicados en un bello libro, editado en 1995 en
la ciudad de San José de Costa Rica bajo el título: Nuestra historia del
refugio. Por niños guatemaltecos refugiados en México. Responsable
|MIII|
:t<)2 • ROSELIA GARCÍA

de la ediciónfue una organización de inspiración religiosa: Equipo Servi­


cios Ecuménicos de Formación Cristiana. De aquel libro tomé prestada la
historia de vida de Roselia García, aún niña cuando llegó a México pero
ya adulta cuando regresó a su país. La fui a buscar en marzo de 2001 en
su pueblo de Victoria Veinte de Enero con el fin de conocerla personalmente
y escuchar de viva voz su opinión sobre la paz recién firmada entre el
gobierno y la guerrilla. No pude encontrarla porque había fallecido unos
meses antes, víctima de un cáncer que le había quitado la vida a la edad
de apenas veintiocho años.

La v id a t r a n q u il a e n el, Ixcán

Yo me llamo Roselia Garría. Soy la mayor de una familia numerosa. Cuan­


do salí de Guatemala ya tenía tres hermanitos. Tenía 8 años cumplidos
cuando salimos al Refugio. En Guatemala vivíamos en Malacatán, Ixcán.
Allí estuvimos tres años, pero nuestro pueblo original se llama San Ilde­
fonso Ixtahuacán, en Huehuetenango.
De mi vida en Malacatán recuerdo cómo mis padres empezaron a
trabajar, porque mi papá compró aquella tierra y mis papás empezaron
a trabajarla para poder sobrevivir. Entonces en estos tres años era una vida
difícil, aunque antes de la represión la vida era un poco normal. Pero no
tan bueno, porque ellos estaban trabajando y yo a cuidar la casa y cui­
dar a mis hermanitos. Eso era la vida allí en Malacatán. Allí estuve en la
escuela y jugaba con las otras niñitas. Yo recuerdo esto con mucha ale­
gría, porque no me daba cuenta de lo que estaba pasando tan cerca de
nosotros.

L a h u id a a l a m o n t a ñ a

Yo vivía así contenta, cuando mis papás empezaron a hablar de que hay
mucha represión en otras comunidades y que vamos a tener que salir a
la montaña. Nosotros pensábamos que era sólo por unos días, pero estu­
vimos varios meses caminando por las noches bajo la lluvia y en medio
de la oscuridad. Por el día nos escondíamos para que d ejército no pudiera des­
cubrir nuestro lugar. A l principio andábamos solos, pero después nos
juntamos con otros vecinos que también andaban huyendo. Pasamos frío
y hambre, picaduras de zancudo y también mucho miedo. Los niños llo­
rábamos, pero casi no podíamos levantar la voz, porque nos podía descu­
brir el enemigo. Así anduvimos varios meses.
CRECIENDO EN UN CAMPAMENTO, 11184-100;! * itOS

L a llegada a M é x ic o

Después de estar meses huyendo por la montaña, algunos que tal vez ya
conocían el camino para México pensaron que mejor nos vamos a refu­
giar, aunque sólo sea por unos meses, hasta que esta guerra termina.
Esta era la idea, estar sólo unos meses. Así, las personas que conocían la
frontera nos guiaron a los demás. No recuerdo el día, pero sé que fue el
mes de octubre del año de 1982. Al principio nos quedamos muy cerca de
la frontera.
Nosotros fuimos los primeros en llegar a México por ese lugar. Llega­
mos como a las ocho de la mañana y después durante el día llegó mucha
gente. Llegamos al lugar de un mexicano que tenía mucha tierra y nos
puso en un potrero muy grande. En un solo día se llenó el potrero, de
tanta gente que estaba llegando. Este lugar se llamaba Puerto Rico, cetra
de Chajul. Por la noche el ejército de Guatemala cruzó la frontera, pero
como ya estábamos un poco adentro del territorio mexicano, los solda­
dos no se animaron a llegar a donde estábamos. Así pudimos salvar
nuestras vidas, pero la gente quedó tan asustada que ya no podíamos
dormir.

L ()S l'IUMKHON MKNKN KN l ’ UKUTO HlCO

Yo allí me sentí un poco triste, porque no teníamos de qué comer y ade­


más mucha gente se empezó a enfermar. Llegó mucha gente a vendernos
muchas cosas, pero nosotros íbamos sin un centavo. Principalmente yo
y mi familia íbamos con las bolsas vacías, sin nada. Por eso estábamos
tristes y con un dolor bastante grande. En este momento es cuando
muchos niños se enfermaron, y no sólo niños, sino jóvenes, adultos y
ancianos. Empezó un gran sufrimiento en aquel campamento.
Fue muy grande la mortandad en Puerto Rico. Al poco de salir, empe­
zaron los niños a enfermar, Un día o dos días después, empiezan a morir.
Yo recuerdo bien que en un día se murieron veinte niños, en un solo día.
Diario, diario se morían los niños y jóvenes y señoras y ancianos, todo
revuelto se morían. Yo no podría dar la cantidad de personas muertas en
ese lugar, pero creo que son miles los que se murieron. Por eso fue más la
tristeza y la pena. Como yo era niña y había mucha gente, estábamos
juntos y veíamos: aquí se murió uno, allí se está muriendo otro, mañana
se va morir otro.
Había una familia muy cerca de donde estábamos nosotros, muy pe­
gada. Cuando salieron, llevaban siete hijos, uno era un muchacho que ya
¡10* • I10SKLIA GARCÍA

tenía 17 años. Los seis niños se le murieron y sólo se quedó la señora con
el mayor. Yo miraba todo esto con mis propios ojos y al ver todo esto yo
sí lloraba todos los días. Iba a los entierros y todo el día pensaba en
esto: si yo quedaría viva todavía o si yo también tengo que morirme.
¿Por qué estos niños se están muriendo? Y mi mamá empezaba a decir­
me: sólo Dios sabe si también nosotros nos vamos a morir.
Los niños de plano, como anduvieron tanto debajo de la montaña, al
salir a la luz del sol empezaron a enfermarse. Allí es donde murió mucha
gente y nosotros sentimos bastante doloroso por todo esto y analizamos
también por qué suceden estas cosas. De nuestra familia no se murió
nadie, pero mis dos hermanitos se escaparon de morir también porque,
como ya no teníamos nada qué comer, ellos empezaron a comer tierra,
hierbas y todo eso, y con eso se enfermaron. Es que no teníamos nada qué
comer.
En Puerto Rico estuvimos como cuatro meses sin tener nada qué comer,
hasta que empezaron a llegar algunas personas. Nosotros nunca nos olvi­
damos de la Iglesia, del Comité Cristiano de Solidaridad, que fueron los que
nos apoyaron en primer lugar. Después llegó el apoyo de Comar, a c n u r .
Después, ya casi al año de entrar, ya teníamos nuestras casitas construi­
das. Como había mucha gente, nuestras casas estaban m uy juntitas.
Desde este momento ya fuimos recuperando la vida poco a poco, pero sí
nos costó bastante.

Los años e n P u e r t o R ico

A Puerto Rico llegamos más de seis mil refugiados. Muy pronto se empezó
a organizar el campamento. En primer lugar se nombraron representan­
tes por cada grupo, en segundo lugar, promotores de salud, después pro­
motores de educación y otras personas, por ejemplo, catequistas. Allí estu­
vimos viviendo tres años completos.
Después que ya se organizó el campamento, en esos años estuvo un
poco tranquilo. Se organizó la escuela y yo empecé a ir a clase. Mi papá
era el que atendía los niños, porque lo nombraron promotor de educación.
Mi mamá salía a trabajar y yo tuve que empezar a estudiar. Mi papá me
enseñaba, porque él era el que daba las clases de preescolar. Yo por las
mañanas estudiaba y por las tardes a veces ayudaba un poco a mi mamá,
porque ya teníamos un pequeño terreno donde sembrar un poco de milpa.
Ése era mi trabajo.
De este tiempo de Puerto Rico recuerdo que tuve mucha alegría por­
que, cuando salí al Refugio yo no sabía hablar castilla. Al estudiar aprendí
CRECIENDO EN UN CAMPAMENTO, 1982-1998 • 305

un poco a hablar en castellano, así ya entendía un poco a otras gentes que


nos visitaban. Si alguien me hablaba en castellano, yo ya le podía respon­
der algo. Jugábamos y hacíamos otras cosas, pero lo que más me gustaba
a mí era estudiar.

E l E j é r c it o M e x ic a n o in c e n d i a P uerto R ic o

Después de tres años en Puerto Rico, el gobierno mexicano buscó el modo


de sacarnos a otros lugares, a Campeche y Quintana Roo. Ellos decían que
estábamos muy cerca de la frontera y que es muy fácil que el ejército de
Guatemala pueda llegar a matarnos, porque estamos m uy cerca. Pero
de plano no sé cuál era la idea del gobierno mexicano. Algunos se fueron
voluntariamente, otros de plano obligados.
Fue un momento de mucha violencia. Yo lo recuerdo muy bien. Pri­
mero la Comar empezó a sacar censos de toda la población para ver los
que estaban voluntarios para ir a Campeche y Quintana Roo. Decían mu­
chas cosas: que allá les vamos a hacer sus casas, que tenemos un terreno
bastante grande para ustedes. Por eso mucha gente se animó de ir, casi
en su mayoría la gente se fue. Pero nosotros nunca pensamos de irnos,
porque, si nos vamos a esos lugares, de plano ya no tendríamos nada de
información de todo lo que está pasando en nuestro país. Entonces no­
sotros pensamos de no irnos, y no sólo nosotros sino mucha gente que
nunca tenía la idea de ir a esos lugares tan lejanos.
Entonces ya últimamente los marines, que es ejército, llegaron al cam­
pamento y nos decían: todos tienen que ir a Campeche y Quintana Roo.
Pero como la mitad no estábamos de acuerdo, entonces, después de es­
tar rogando por algún tiempo y nosotros no queríamos ir, nos dijeron: si
no quieren ir por las buenas, tendremos que hacerles igual que les pasó en
Guatemala.
Cuando los marines nos preguntaban si vamos a ir a ese lugar, no­
sotros contestamos que no, que no queremos estar m uy retirados de
nuestro país, queremos saber bien lo que está pasando en Guatemala.
Estamos de acuerdo de buscar otras colonias más lejos de la frontera, pero
no ir a Campeche. Pero ellos nunca respetaban la decisión de la gente.
Llegó el momento en que ellos empezaron a sacar a la gente obligada­
mente. Lo que hizo la gente en ese momento, como estábamos muy cerca
del río Ixcán, fue buscar la manera de cómo cruzar ese río para poder
quedarse en ese lugar. Los que se iban a Campeche y Quintana Roo no se
iban en carro, sino en lanchas y a veces lloviendo. Por eso a nosotros más
;)(!« • ROSELIA GARCÍA

pena nos daba y pensábamos si llegaríamos vivos o muertos. Y quién sabe


si la lancha da vuelta y nos morimos todos. Por eso buscamos la manera
de cómo cruzar al otro lado del río.
Un día mandaron la información de que mañana todos tenemos que
irnos a ese lugar: vendrán los soldados a quemar la casa y todo lo que tienen
los que no se quieran ir. Era para obligar a ir a todos. A l escuchar esto,
la gente se preparó y esa noche se cruzaron al otro lado, toda la noche
cruzaron el río, porque éramos bastantes. Al día siguiente no llegaron los
marines y así tuvimos la oportunidad de pasar algunas cosas más al otro
lado y allí estuvimos otra vez amontonados debajo de la montaña.
A l otro día llegaron los ejércitos y quemaron todas nuestras casas,
con las cosas que todavía tenían dentro. El poquito de maíz que algunos
ya habían logrado ahí también se quemó. Los soldados también buscaron
la manera de cruzar al otro lado del río. Ellos llegaron y empezaron a gol­
pear a nuestra gente y a disparar. Fue un día domingo, me recuerdo del
día porque los catequistas nos habían dicho: a las siete de la mañana vamos
a empezar la celebración porque de repente vienen los soldados y tene­
mos que regresar pronto a nuestras casas. Yo y mi familia nos fuimos a la
celebración y estaba ya por terminar la celebración cuando llegó la infor­
mación de que el ejército ya había llegado. La gente que no fue a la ce­
lebración fue la que fue muy golpeada por los marines.
Decían los marines a la gente: ¿Por qué no se quieren ir? Se van a ir por
las buenas o por las malas. Pero la gente estaba totalmente decidida a no
irse. Sólo a dos familias lograron convencer. Entonces tiraron a las lanchas
las cositas que habíamos pasado al otro lado del río. Tenían como cinco o
seis lanchas grandes. Pero la gente se mantuvo firme en no ir. Las perte­
nencias de algunas personas, todas las sacaron. Viendo lo que nos había
pasado y por el miedo que teníamos, mucha gente empezó a llorar en
ese mismo momento, niños, hombres, mujeres, todos. Empezó una gran
bulla.
Pero los que apoyaron siempre fueron los representantes y los promo­
tores de educación. Ellos eran los que tenían el ánimo de hablar y explicar
por qué nosotros queríamos quedarnos aquí en Chiapas. Como ya había­
mos levantado algunas champitas, ellos empezaron a destruirlas. Enton­
ces nos reunimos toda la gente y se hizo una llamada al mero jefe de los
soldados que estaban allí y con esta llamada dejaron de destruir las casas.
Por fin nos dejaron allí, pero sí fue una violación bastante grande la que
tuvimos que pasar en ese lugar.
CRECIENDO EN UN CAMPAMENTO, 1082-1993 • 307

D e P uerto R ic o a Z a c u a l t ip á n

Después de la llegada del ejército mexicano a Puerto Rico todavía nos que­
damos allí unos cuantos días y ya después toda la gente fue buscando
posada en otras colonias un poco más lejos. Mi papá salió también a buscar
y así tuvimos que salimos de Puerto Rico y llegamos a un lugar que se
llama San Mateo Zapotal, del municipio de Margaritas, en Chiapas, donde
los mexicanos estuvieron de acuerdo en darnos posada. Nos llevó casi cuatro
días para llegar a San Mateo.
Los mexicanos nos dieron la posada en una casita que tenían hecha y
no estaban usando. Nosotros tuvimos que empezar a comprar maíz para
poder comer, pero en ese lugar por lo menos estábamos ya un poco más
contentos. No teníamos tanto miedo, porque ya estábamos más lejos de
la frontera.
Pero en ese lugar se nos hizo muy difícil, sobre todo analizando en
empezar a organizamos, sobre todo en educación. Como somos muy |xxos
los que llegamos a ese lugar, mejor pensamos en buscar otro donde hubie­
ra más gente. Estuvimos en San Mateo como mes y medio y otra vez a
buscar posada. Así llegamos a otra colonia del mismo municipio, que se
llama Guadalupe Miramar.
Nos llevó un día completo para llegar a esa colonia. Allí había ya otros
refugiados que habían llegado por otros lugares. Unos tenían un año,
otros año y medio o dos años. Nos hospedamos con un mexicano que nos
dio un lugar en su parcela. Para mí fue bastante triste tener que andar de
una parte para otra, porque yo era una niña y qué culpa tenía yo para
andar caminando todo ese tiempo. Al estar en Guadalupe ya era algo muy
diferente. Ya había una escuela organizada con sus promotores de educa­
ción, por eso al mes de llegar a ese lugar yo ya me fui a la escuela, junto
con mis hermanitos.
Allí la escuela estaba muy bien organizada y había promotores muy
capacitados. A mí me alegraba mucho poder ir a la escuela, porque lo que
más me gustaba era estudiar y jugar con los amigos y con las compañe­
ras. Cuando iba a la escuela era más alegría, porque todos estábamos
juntos. En los recreos a veces los promotores nos enseñaban juegos muy
bonitos. Cuando regresaba a mi casa, tenía que estar muy sólita, aunque
estaba mi familia, pero no es igual. Los días sábados tenía que ir a trabajar
junto con mis papas y eso era el momento en que yo me ponía triste.
Tenía yo como doce años, pero no me gustaba ir a trabajar con mis papás.
Cuando me ponía más alegre era cuando iba a las clases.
;I08 * HOSb'LIA GARCÍA

Pero tampoco en esta colonia terminó nuestra peregrinación, porque


tuvimos problemas grandes con los mexicanos, que nos querían someter
a trabajos muy duros. Por esta razón mi papá y un grupo bastante gran­
de buscaron posada en otra colonia que se llama Zacualtipán, también del
municipio de Margaritas.
En Zacualtipán estuvimos como cinco años. Yo ya había terminado mi
segundo año y ya sabía más cosas. Al llegar a Zacualtipán ya había otros
refugiados y luego llegó el grupo de Zaculeu y así se puso más alegre,
porque ya había mucha gente. Era un lugar montañoso donde nos die­
ron, pero poco a poco el grupo empezamos a trabajar para construir las
casitas y a los veinte días ya empezamos la escuela, donde mi papá era
promotor de educación. Creo que fue aproximadamente en el año 1986.
Yo seguí estudiando y como siempre era la más animada para hablar y
otras cosas, los promotores me llamaban porque a mí me gustaba explicar
bien todas las cosas. Cuando entré en cuarto año, para mí ya eran cosas más
nuevas. Cuando cumplí mis catorce años empecé a trabajar en lo que es
la artesanía.

M is p r i m e r o s s e r v i c i o s a l a c o m u n id a d

La artesanía fue la primera actividad que yo empecé a organizar dentro de


mi grupo, en el campamento de Malacatán, colonia de Zacualtipán. Orga­
nizamos un grupo de mujeres mam para que aprendieran a tejer. Cuando
ya aprendieron me nombraron a mí para ir a dejar la artesanía con el
Comité Cristiano. Al principio era muy fácil: nada más recoger los hilos e
ir a dejar los trabajos y traer el dinero. El Comité Cristiano era el que apo­
yaba este proyecto de artesanía.
El proyecto no era muy grande, pero para las mujeres era muy impor­
tante, porque ganaban un dinerito y podían atender algunas necesi­
dades personales. Antes, las mujeres no tenían nada cómo ganar algún
centavo.
Después se acordó que las mujeres iban a nombrar a alguien que iba
a estar recibiendo la artesanía. Tenía que recibir el dinero para pagar el hilo
y recibir y examinar las artesanías que hacían las mujeres. Me nombra­
ron a mí, pero ahora ya no era sólo para mi grupo sino para toda la zona.
Éramos tres muchachas y yo. Con la experiencia que tenía de antes y con
lo poquito que ya sabía leer y escribir pude hacer este trabajo.
Esto también nos sirvió para sacar otra experiencia. Antes cada una
andábamos por nuestra parte. Algunas se habían organizado en cooperati­
CRECIENDO EN UN CAMPAMENTO, 1982-1993 • 309

vas, en molinos de nixtamal o en las artesanías, pero cada una en su grupo.


No había una organización específica de mujeres. Por eso aprovechamos el
momento de entregar las artesanías para pasar alguna información de
Guatemala. No era sólo ir a recibir, sino ver qué es lo que sabemos. Así yo
empecé a ponerme la tarea de escuchar por la radio las noticias para luego
llevarlas con las mujeres.
Cuando la artesanía ya no siguió, nos quedó la experiencia de que sólo
porque había un proyecto nos reuníamos cada mes. Si no fuera por el pro­
yecto, tal vez ni nos vamos a reunir. Al terminar el proyecto, ya no nos
reuníamos. Pero de esta experiencia salió la idea de que nos reuniéra­
mos como mujeres: no sólo reunimos por ganar dinero, sino hacer nuestra
propia organización como mujeres. Así nos reunimos, del 20 al 25 de mayo
del año de 1990, 47 mujeres de los tres estados de Campeche, Quintana Roo
y Chiapas. Fue un intercambio de experiencias entre los tres estados y se
juntaron las ideas y sobre todo se vio la situación de las mujeres en cada
estado.
Allí se llegó a pensar que sería muy conveniente f ormar una organi­
zación y, por conclusión, se llevó a cabo la organización de mujeres a la
que se puso el nombre de Mamá Maquím. El nombre es en recuerdo de
una masacre que hubo en Panzós, en el mes de mayo de 1978. \x\ masacre
fue de campesinos que iban reclamando por sus derechos a la tierra. 1.a
que iba encabezando esta marcha era una señora anciana, indígena
kekchí, que se llamaba Adelina Caaj Maquím, pero por el respeto que le
tenía toda la gente, la llamaban "Mamá Maquím". Entonces llegamos a
pensar que por ser mujeres sí podemos hacer algo, podemos reclamar por
nuestros derechos. En homenaje a esta señora le pusimos el nombre de nues­
tra organización como Mamá Maquím.
Nos trazamos varios objetivos. Uno es impulsar la igualdad entre
hombres y mujeres, ya que desde hace mucho tiempo nunca se ha visto
esta igualdad. Otro es conocer nuestros derechos como mujeres, ya que
también siempre como mujeres hemos sido muy discriminadas, muy do­
minadas durante todo este tiempo. Entonces esos fueron los principales
objetivos de nuestra organización,
La organización empezó a funcionar con las 47 mujeres de los tres
estados que se reunieron el 20 de mayo. Después regresaron a pasar la
información en todos los campamentos. Entonces, cuando las compa­
ñeras llegaron a mi campamento a informar de la organización y sus obje­
tivos, aclarando por qué surge la organización, entonces pidieron que
se nombrara una coordinadora local dentro del grupo de nuestro campa-
¡)I0 • H0SKL1A GARCÍA

mentó. Eso quedó como una tarea para nosotras y también para los
hombres, porque también ellos participaron. Ellas se fueron, nosotras
nos volvimos a reunir y vimos que era muy importante organizamos
como mujeres. Y allí me eligieron a mí como coordinadora del grupo, tal
vez por la confianza y por la experiencia que había adquirido con el traba­
jo de las artesanías.
Como coordinadora local no era muy difícil. M i responsabilidad era
sólo con mi grupo, con las mujeres que se habían organizado dentro del
campamento. Las coordinadoras generales eran las que nos daban las infor­
maciones y nosotras vamos a recibir todas las informaciones y nuestra
responsabilidad es pasarlas con todo el grupo de las mujeres, recoger
también todas las opiniones de las mujeres y llevarlas a las reuniones de
las coordinadoras generales.
Mas después se pensó que las coordinadoras generales eran muy pocas
y tenían demasiado trabajo, porque había que ir a organizar a las muje­
res en todos los campamentos y sólo en el estado de Chiapas hay 128
campamentos. Entonces se pensó formar un grupo de mujeres por cada
zona. Yo quedé por la zona de Margaritas, que era una zona muy grande,
de 28 campamentos. Esto ya fue un trabajo bastante grande.
Tuvimos muchas dificultades para organizar a las mujeres, porque
teníamos que avisar a los representantes de que tal día vamos a llegar
para hablar a las mujeres y les decíamos los objetivos de nuestra visita.
Ellos pasaban las informaciones a las mujeres. En algunos lugares los
hombres no querían que las mujeres se reunieran. Decían: por primera
vez estamos viendo que un grupo de mujeres anda en cada campamento.
Decían: ¿será que esas mujeres no tienen trabajo en sus casas o será que
ellas no tienen marido y por eso no tienen qué hacer en sus casas? Esto era
lo que nos decían algunos hombres e incluso nuestras mismas compañe­
ras. Nosotras les dábamos nuestras razones de por qué por primera vez
nos andábamos organizando. No era en todos los lugares sino en algunos
campamentos.
Entre los indígenas hay mucho respeto a los ancianos, pero a las per­
sonas jóvenes, sobre todo si no están casadas, no mucho se las respeta.
Esto fue otra dificultad para nosotras, pero a pesar de todo fuimos resol­
viendo el problema, porque íbamos juntas mujeres adultas y jóvenes. Nos
dividíamos las tareas, las informaciones que teníamos que dar al grupo.
A cada quien le tocaba una parte: la bienvenida, el saludo y los demás
puntos. Yo vi que en algunos campamentos las mujeres sí nos tuvieron
respeto y confianza a las jóvenes, porque buscábamos la mejor forma
CRECIENDO EN UN CAMPAMENTO, 1982-1993 • 311

de explicarles todo y así en las siguientes visitas ya no había problemas.


Fuimos logrando la participación de las mujeres.
Uno de los logros obtenidos por Mamá Maquím fue que en las reu­
niones siempre hay ahora alguna participación de las mujeres. Ahora,
si las llamamos, rapidito vienen, ya no tienen el miedo de opinar, de decir
algo, lo que verdaderamente piensan.

Mi O P I N I Ó N S O B R E L O S MKXK2ANOS

En general, los mexicanos han sido muy solidarios con nosotros, sobre
todo al principio. Después, en algunos lugares, buscaron el modo de apro­
vecharse de nuestra situación, olvidándose de que también ellos son po­
bres. Como ejemplo cuento lo que pasó en la colonia de Guadalupe Mi-
ramar, municipio de Margaritas, Chiapas.
Los mexicanos nos ciaban posada, pero con la condición de que los
papás tenían que trabajar con el mexicano que nos daba jxxsada. Si ellos no
trabajaban, entonces tendríamos que pagar la posada. Ix>s primeros tiem­
pos fueron un poco tranquilos, pero después los mexicanos empezaron a
ver que sí había mucha gente en esa colonia. Kilos se aprovecharon de Uxlos
los refugiados que estaban allí y empezaron a obligar a la gente n trabajar
en mano de obra: primero un día al mes, después aumentando los días de
mano de obra.
Últimamente la gente ya no sojxirtaba, |x>rque los obligaban a trabajar
hasta diez días de mano de obra al mes y además trabajar en los trabajos
del patrón. Entonces era mucho y así no ganábamos ni un peso, porque
todo el tiempo se iba en la mano de obra. Y si la gente no cumplía en la
mano de obra, los mexicanos pusieron una ley bastante dura: a cualquiera
que no cumplía en sacar sus diez días, le |xmían sanción a esa persona. Itor
eso la gente empezó a alegar de que no era justo. Y no era trabajo fácil: los
obligaban a cargar pura grava para hacer la carretera de la colonia. Fue ahí
donde la gente empezó a reclamar sus derechos.
Recuerdo bien todas estas cosas, porque mi papá siempre era el que
tenía ánimo para reclamar. El grupo lo nombró a él, junto con otro señor
que está también retornado con nosotros. Kilos fueron a hablar con el
Agente Municipal y en respuesta los encarcelaron. Mi papá no llegó a estar
en la cárcel, pero el otro señor sí pasó una noche en la cárcel. No tardó en
salir, porque la gente fue a Migración, a Comar y a a c n u r para resolver
este problema. Uegó Migración y así lo sacaron de la cárcel. Fbr esta razón
mi papá y un grupo bastante grande salieron a buscar posada en otra co­
lonia y llegamos a Zacualtipán.
¡112 • H(),SUMA GARCÍA

L as r azo nes para r eto r n ar

Cuando yo salí de Guatemala tenía ocho años y ahora, al pensar en re­


gresar, siempre recuerdo todas las cosas que sucedieron, aunque no todas,
por lo menos las principales. Viendo todo el sufrimiento del Refugio -por­
que no es igual si uno está en su tierra-, viendo todo esto, reflexionaba
yo: ¿qué estamos haciendo aquí? ¿Será que aquí es nuestra patria? La de­
cisión mía era la de regresar a Guatemala y no quedar en México, porque
si seguimos estando en México, los mexicanos, según va pasando el tiempo,
van aumentando el precio del alquiler de la tierra. Por eso yo me apunté
en el primer grupo del Retorno. Nunca tuve la idea de casarme con un
mexicano, ni por un momento pensé en quedarme como mexicana. Mi idea
era regresar, aunque mi familia no se regresara.

E l retorno se pr epar a

Nuestra participación como Mamá Maquím fue la de pasar información,


llegar a las reuniones de las ccpp donde se trataban los puntos del Retor­
no, porque antes a estas reuniones sólo llegaban los hombres. Partici­
pamos en un programa en Radio Margaritas, desde donde pasábamos
información a todos los campamentos. Era un programa de media hora
todos los martes y jueves. Yo no participé directamente en este programa,
porque tenía otras tareas, pero lo llevaban otras compañeras y se pasaba
en varias lenguas, principalmente en kanjobal y mam.
Ya en el momento del Retorno, uno de nuestros objetivos era lograr que
las mujeres participaran en las discusiones del Retorno, porque se habían
dado casos en las anteriores repatriaciones que la mujer quería repatriar­
se y el hombre no, o al revés. En su mayoría los hombres obligaban a las
mujeres a repatriarse aunque no estuvieran de acuerdo, porque como el
hombre es el que manda, entonces la mujer no puede hacer nada. Ahí surgen
problemas dentro de la pareja.
La idea de Mamá Maquím fue de ir orientando a las mujeres que tene­
mos el derecho de pensar y discutir sobre si estamos de acuerdo a retornar
o no estamos de acuerdo, ya que todos somos libres. Sabiendo que nuestro
país no estaba en paz, cada quien tiene que pensar si va retornar o no va
a retornar.
Como Mamá Maquím apoyamos la idea del Retorno, aunque sabíamos
que en Guatemala no existían las condiciones. Nos vamos a retornar pero
no va a ser para descansar, ésa no fue la idea, la idea es retornar para seguir
luchando juntos, los hombres, los jóvenes, las mujeres, los ancianos.
CRECIENDO EN UN CAMPAMENTO, 1982-1993 • 313

E l retorno se hace r e a l id a d

En la caminata del Retorno las mujeres de Mamá Maquím se manifesta­


ron como tales mujeres. Los doce años del Refugio fueron para nosotras
como una experiencia y un estudio. Al regresar a Guatemala todas veni­
mos con una idea más clara.
La conciencia de las mujeres de Mamá Maquím se vio en los proble­
mas que pasamos en Huehuetenango. La cear nos quería meter en las carpas
del ejército y como mujeres no pudimos aceptar eso. Ellos nos decían que
las mujeres nos íbamos a quedar ahí, pero no aceptamos porque no éra­
mos ejército. Ellos pensaban que iba a ser más fácil agarrar a las mujeres
con sus niños y meterlas ahí. Preguntamos a las mujeres si ven que eso
está bueno y todas contestaron que no estamos de acuerdo. Fue un primer
inicio de lucha el no aceptar las champas del ejército.
Cuando se hizo la manifestación en la capital, ahí se vio la realidad de
que todas y todos estamos conscientes de regresar a luchar. Ahí se vio pues
la verdadera participación de las mujeres, en esta manifestación.
Me puse un poco triste pensando en cómo nos habíamos ido a Méxi­
co, cada uno por su lado, unos por una frontera y otros por otro lado,
cada quien como pudo defenderse. Ahora regresamos otra vez al país, pero
ya no es igual, ahora regresamos organizados y unidos. Por eso ya no es
tan fácil que el ejército nos vuelva a reprimir.
Me alegro mucho ver que no sólo nos estaba esperando gente indígena
sino también ladinos, principalmente en la capital. No sólo nosotros hici­
mos la manifestación en la capital, sino junto con los sectores populares
y los estudiantes. Fue un apoyo bastante importante y se hizo una fiesta
muy alegre. Desde la frontera hasta nuestra llegada, la gente nos fue apo­
yando por todo el camino. Nosotros jamás lo vamos a olvidar.
La venida en la caravana fue bastante cansada: casi 15 días de caminar
desde que salimos de los campamentos. Para nosotras las jóvenes que no
tenemos hijos, no tanto, pero para las compañeras que tienen hijos, para
ellas sí fue muy pesado. Pero como nos habíamos decidido y estábamos
conscientes de esa situación, tuvimos que aguantar.
De Cobán para acá fue la caminata más dura. Para las mujeres embara­
zadas hubo que buscar la manera de transportarlas en avioneta. Los
hombres tuvieron que sufrir bastante, principalmente los que tuvieron que
romper los caminos pasando primero. A ellos les llevó cuatro días en llegar.
En algunos lugares estaba lleno de lodo y había que esperar hasta cinco
o seis horas en cada parada. Nosotros nos venimos en el tercer grupo y
ya fue un poquito más normal: nos llevó tres días de Cobán hasta acá.
314 • ROSELIA GARCÍA

Al llegar, todos estamos con un dolor de todo el cuerpo, con tanto movi­
miento que se había hecho dentro de los camiones. En ese momento se
sintió más duro todo ese sufrimiento.

D e nuevo en el Ixcán

Al llegar aquí todo estaba montañoso, se tuvo que limpiar. Como éramos
una cantidad muy grande de gente no era tan fácil llevar el control. Éra­
mos 2,568 personas. Había unas cuantas galeras, pero ahí no entrábamos
todos. Lo que se hizo es que cada quien construyó su champita de nailon.
Las champas estaban muy pegadas unas con otras y eso era muy moles­
to. Ahora las casas ya están un poco más separadas.
De todos modos la gente estaba contenta y con ese ánimo bastante
fuerte, a pesar de todo lo que se había pasado desde los campamentos de
México hasta aquí. Nos quedaba un gran trabajo todavía: el hacer las casas
de cada uno. Primero hicimos las champitas y después de dos o tres meses
fuimos haciendo nuestras casas. Algunos de nosotros todavía iremos a
buscar tierra en otros lugares, pero esta es ya nuestra victoria.
Aquí en la comunidad de Victoria 20 de Enero soy responsable de la
organización de Mamá Maquím, ju n to con otras seis cí)mpañeras. Poco
a poco fuimos organizando los grupos de mujeres. Ya hemos tenido acti­
vidades propias de Mamá Maquím, como reuniones y talleres con las
mujeres.
Nuestra primera actividad fue el 8 de marzo que es el Día Internacio­
nal de la Mujer, ahí celebramos nuestra primera actividad. I temos hecho
varios talleres y estamos impulsando una campaña de alfabetización prin­
cipalmente para mujeres. Empezaron 187 mujeres y hombres, porque no
es sólo para mujeres.
Otra actividad fue la celebración del aniversario de nuestra organiza­
ción. En esta actividad fue donde se dieron a conocer los logros y los fallos
de nuestra organización. En esta fiesta tuvimos mucha participación de
solidarios y hubo mucha participación de la población. Todo esto fue ini­
ciativa de las mujeres. Tuvimos que pensar mucho.
Yo sueño con una Guatemala en donde podamos vivir en paz y libertad,
no sólo como indígenas o como refugiados y retornados, sino todos. Pero
que haya una verdadera paz, no sólo para los ricos sino para todo el pueblo.
Tal vez nuestros hijos seguirán luchando por esto.
Para que haya paz verdadera el gobierno y la ur nc . deben sentarse a
dialogar con verdadera voluntad de lograr la paz. Si no, la paz nunca va
(MECIENDO EN UN CAMPAMENTO, 1082-1!)!):) • :(l!>

a llegar a Guatemala. Aunque haya paz dentro de Guatemala, si en nues­


tras comunidades no nos comportamos bien, si nos llevamos mal, no habrá
paz, porque la paz tiene que empezar en nuestras familias y en nuestras
comunidades.
A los jóvenes de Guatemala, tanto muchachos como muchachas, yo
les digo: organícense en algunas de las muchas organizaciones, que aun­
que son muchas, tienen una misma lucha y una misma causa. Entre que
más organizados estemos, más fuerza tendremos y no será tan fácil la
represión de parte de los poderosos. Podemos tener una fuerza bastante
grande.
Capítulo 24

Las enseñanzas de la montaña, 1972, 1984

Mario Payeras y
Rafael Sebastián Guillén, guerrilleros

U n a s e l v a tropical, por encima montañosa, es el lugar ideal para los que


quieren retirarse en resistencia o preparar una ofensiva armada, ya que su
impenetrabilidadfísica proporciona la clandestinidad necesaria para ese
doblefin. Que la Selva Lacandona cumple ampliamente con esas dos con­
diciones, nos lo enseña ya la historia colonial de la región. No por casua­
lidad sus habitantes originarios, los indios de Lacam TúnySac Bahlam,
lograron desafiar al poder español por más de siglo y medio, antes de ser
finalmente conquistados por las armas y aniquilados por las enfermeda­
des. En tiempos recientes, la Selva Lacandona volvió a ser utilizada como
terreno para preparativos bélicos, esta vez por dos grupos guerrilleros de
ideología marxista: el Ejército Guerrillero de los Pobres ( egp ) y el Ejército
Zapatista de Liberación Nacional ( e z l n ). El primero estuvo sólo unos pocos
meses (invierno de 1971-1972) en la franja fronteriza de Marqués de
Comillas, antes de penetrar en territorio guatemalteco e instalar sus pri­
meros focos en el vecino Ixcán. El segundo, en cambio, lleva ya casi 20
años (1983-2001) de estar presente en Las Cañadas, además de un
breve momento en 1974, cuando en la parte norte de la región trató de
establecer una célula que pronto fue descubierta y desmantelada por el
ejército mexicano.
En ambos casos, los insurrectos llegaron capitaneados por mestizos
urbanos con poca o nula experiencia de andary vivir en la selva. Porfortu­
na nuestra, también en ambos casos, estos líderes eran intelectuales con
claros dotes literarios que estaban, además, dispuestos a comunicamos las
impresiones de su primer encuentro con aquel mundo desconocido y hostil.
El guatemalteco Mario Payeras las dejó plasmadas en el capítulo inicial de
su libro Los días de la selva (1981) bajo el título "19 de enero". El mexicano
Rafael Sebastián Guillén, alias subcomandante Marcos, lasformuló ver­
balmente en varias entrevistas, entre ellas sobre todo la que le hicieron, el
24 de octubre de 1994, Carmen Castillo y Tessa Brisac en el Aguascalientes
de La Realidad. Su contenido, originalmente un audio que formaba parte
|317|
:ilH • MAIUO PAYERAS Y RAFAEL SEBASTIÁN GUILLÉN

del video La leyenda verdadera del subcomandante Marcos, fue incluido


como texto por Adolfo Gilly en su libro Discusión sobre la historia
(Taurus, 1995, pp. 131-142). Se reproducen aquí ambos textos, aunque
reducidos a lo que sus dos autores consideraron que les enseñó "la mon­
taña". Esta palabra indica un universo que no se reduce a la parte serra­
na de la Selva Lacandona, sino abarca todo lo que es "monte", es decir
identifica el desierto o despoblado que sigue siendo una buena parte de
la Selva Lacandona hasta la fecha. De esta "montaña", Mario Payeras des­
taca sobre todo la absorbente naturaleza, el subcomandante Marcos en
cambio su condición de soledad en oposición al mundo humanizado de
la "cañada" campesina.

Aprender a c a m in a r d e otra m aner a


(M a r io Payeras)

El 19 de enero de 1972 penetró a territorio guatemalteco la guerrilla "Edgar


Ibarra", núcleo principal del cual habría de surgir años después el Ejército
Guerrillero de los Pobres. (...) Meses atrás, como parte del plan de retorno,
un reducido núcleo de compañeros había logrado instalarse en las már­
genes del Ixcán, haciéndose pasar por gente mexicana. En una bolsa,
m u y cerca del territorio guatemalteco, hicieron claros en la selva y
levantaron ranchos, a ambas orillas del río. Mientras descombraban
y sembraban milpas hicieron amistad con la población ribereña. Esta
pequeña hazaña inicial, empero, costó la vida de uno de nuestros más esfor­
zados compañeros: Concepción García. No sabía nadar bien, y durante
uno de los frecuentes cruces en canoa fue arrastrado por la corriente. Su
cadáver nunca nos fue devuelto por el agua. Pero los pequeños claros en
la jungla y los ranchos de palma que Sigüina había contribuido a levan­
tar, fueron en adelante la base secreta que durante el invierno de 1971
utilizó el resto de la guerrilla para acercarse a la frontera. Desde la zona del
Patar, por solitarias rutas de chicleros y colonos, un segundo grupo se
sumó a la avanzada, cruzando subrepticiamente los pocos puntos habita­
dos y efectuando de noche buena parte del trayecto. Este contingente llevó
consigo la mayoría de armas y municiones del modesto arsenal de que
disponíamos entonces. En diciembre entró el último grupo. Lo integrába­
mos tres compañeros que llegamos por aire, a bordo de una avioneta
comercial que hacía vuelos regulares entre el Ixcán mexicano y la ciudad
de Comitán en Chiapas. Desde arriba se veía la vasta región selvática exten­
diéndose hasta el horizonte. A l descender en la pequeña pista abierta en
LAS ENSEÑANZAS DE LA MONTAÑA, 1972, 1984 • 319

la jungla poníamos pie en un universo torrencial, dominado por el ruido


de las chicharras y el trueno del río. El calor era sofocante y experimentába­
mos dificultad para movernos bajo el peso de la atmósfera. Los chicleros
montunos, pálidos de humedad y paludismo, presagiaban gente en armas.
Esa misma noche, los empleados chiapanecos de la estación de aforos hacían
referencia a algún cadáver ametrallado que había arrastrado el río desde
el lado guatemalteco.
Después de nuestro arribo, la guerrilla todavía gozó de algunos días
de calma. Los planes originales contemplaban la exploración previa de la
zona, la apertura de picas de penetración y la construcción de la base social
mínima para apoyar el esfuerzo de guerra, utilizando como retaguardia los
ranchos fronterizos. Los últimos días del año que se iba y las primeras
jornadas de enero fueron de intensa actividad. Mientras el grupo del rancho
guardaba las apariencias, el resto desenterrábamos armas, trasegábamos
pertrechos, instalábamos los primeros campamentos territorio adentro.
Era un trajín de hormigas que se iniciaba al amanecer y no concluía sino
con la noche. A esa hora colgábamos hamacas, encendíamos luego y tras
una ligera cena consistente en dos tajadas de tamal que nos enviaban desde
el rancho y una ración de frijoles, escuchábamos los noticieros vesper­
tinos y nos íbamos a dormir. Fue la época en que las huellas de tigre eran
los mayores acontecimientos. Para entonces, la espléndida biblioteca que
habíamos acumulado a lo largo de meses había sido arruinada por la
acción de los elementos. Los tomos que contenían la sabiduría social del
siglo xix aparecían perforados por la voracidad del comején o con páginas
enteras desteñidas por la lluvia, lil año /de la revolución rasa, Cien años
de soledad y El país de las sombras larcas fueron las únicas obras que lo­
gramos rescatar del desastre. El resto lo abandonamos al invierno. 1.a ley
del menor esfuerzo comenzaba a gobernar nuestros movimientos, y un
orden de prioridades de absoluto realismo jerarquizaba en nuestra vida el
valor de los bienes materiales. Por aquellos días, una patrulla de penetra­
ción se había internado profundamente en la selva y había vuelto con carne
de puercos de monte y con noticias esperan/adoras. Varias jornadas ade­
lante, desde la copa de un árbol habían avistado en lontananza, azules y
ciertas, las serranías de Huehuetenango.
Estos primeros días los empleamos en aprender las verdades elemen­
tales de la selva. Llegábamos a un mundo triste, donde sólo con el tiempo
aprendía la inteligencia a encontrar puntos de referencia. Sin éstos, la brú­
jula era un instrumento inútil. Pronto aprendimos que de la plaga de zan­
cudos y jejenes más valía olvidarse. El canto melancólico de la guancolola
820 • MARIO PAYERAS Y RAFAEL SEBASTIÁN GUILLÉN

marcaba las horas aquellos primeros días de lluvia y soledad. Aprendi­


mos a distinguir las hojas buenas para envolver tamales y conocimos el
bejuco deí que se obtiene té y es a la vez resistente para el amarre de casas.
Quienes entre nosotros conocían el monte nos enseñaron a diferenciar entre
los distintos linajes de serpientes. Explicaban las costumbres del coral,
con su conjunción mortal de anillos rojinegros, y describían la aparien­
cia aterciopelada de la barbamarilla, de índole fatídica. Descubrimos que
el colmoyote, el gusano que introduce en la piel cierto mosquito, se muere
al ahogarlo con leche de cojón o con un parche de esparadrapo corriente.
Aunque todos los días hallábamos huellas de danta, algunos de nosotros
tardamos meses en ver la primera. Mientras tanto, aprendimos a orientar­
nos rudimentariamente, utilizando la luz y los acontecimientos del terreno.
Por de pronto nos aventurábamos poco en aquel silencio de mariposas y
luciérnagas.
Los sucesos se precipitaron en la segunda semana de enero. Por el
rancho comenzaron a aparecer con frecuencia cazadores que hacían de­
masiadas preguntas y sometían a nuestros compañeros a verdaderos interro­
gatorios. La guerrilla se hallaba todavía en situación precaria, sin un solo
conocido en territorio guatemalteco. En nuestro pensamiento estaba pre­
sente la derrota de Bolivia -la guerrilla solitaria en la selva, perseguida
y sin base campesina-; pero a la vez dormíamos con un ojo abierto, re­
celando de forasteros y advenedizos. A pocas leguas de allí, a orillas del
Lacantún, habían sido asesinados, dos años antes, Marco Antonio Yon
Sosa y Socorro Sical, legendarios jefes de guerrillas. Perseguidos, exhaustos
por la prolongada travesía de la jungla, se habían acogido a territorio
mexicano, acompañados por dos o tres de ios suyos. \bn Sosa cometió el
error de atribuirle a los oficiales extranjeros, en cuyas manos se confiaba,
su propio sentido de la lealtad y el honor militares. Estas amargas experien­
cias pesaron en nuestra decisión a la hora de plantearnos una alternativa.
En una noche de vigilia, víctimas de sentimientos encontrados por los
riesgos y ventajas que la acción entrañaba, maduramos el plan de reti­
rada. Habría de iniciarse con un golpe que resonara y pusiera sobre aviso
a nuestros compañeros en la ciudad de México, la otra parte de la guerrilla
que, entre tanto, hacía preparativos para ingresar al país por otras vías,
puesto que hasta ese momento sólo contábamos en la capital con una pe­
queña célula. De todas maneras, Tavo salió dos o tres días antes para llevar
el aviso. Un segundo objetivo, no menos importante, consistía en desorien­
tar al enemigo sobre la apurada situación en que nos hallábamos. En ningún
momento perdimos de vista que, una vez abandonada la base fronteri­
LAS ENSEÑANZAS DE LA MONTAÑA, 1972, 1984 • 321

za, quedaríamos librados a nuestra propia suerte. En esas circunstancias,


tomar la iniciativa era lo más aconsejable. Finalmente, durante la incur­
sión debíamos obtener provisiones para una retirada que calculábamos
en meses. Así fue como a la mañana siguiente, 19 de enero, en acción relám­
pago tomamos la pista de aterrizaje y las estaciones de aforo, le dimos
fuego a dos avionetas cuyos propietarios estaban vinculados al asesinato
de Yon Sosa, desarmamos y advertimos severamente a los supuestos
agentes enemigos y, luego de comprar buena cantidad de víveres, en
lanchas de motor requisadas emprendimos la aparatosa retirada Lacan-
tún abajo.
La mañana siguiente nos encontró varias leguas al este, a orillas del
Xalbal, descargando con premura las armas y vituallas obtenidas la vís­
pera. Pasada la euforia de la acción y la accidentada aventura por el río,
con la luz de la mañana apareció ante nuestros ojos la realidad de aquel
pequeño ejército improvisado. Frente al grupo extenuado por la vigilia y
la tensión, armado como se podía, estaba un cargamento descomunal,
tal cual si hubiera salido de las bodegas de un barco y no de dos pequeñas
lanchas de motor. Armas decomisadas, parque, cajas de embalaje, medici­
nas, utensilios de labranza, botas, sacos de provisiones y quince mochilas
llenas a reventar, esperaban por nosotros a pocos metros de la orilla. En el
horizonte, zumbando como avispas, los aviones enemigos que a tempra­
na hora iniciaban nuestra búsqueda. La suerte, pues, estaba echada. 'IVas
nosotros principiaba una operación combinada de los dos ejércitos que
habría de prolongarse por tres meses. Más tarde supimos que, en la prácti­
ca, por parte del ejército mexicano se redujo a infructuosos recorridos por
las márgenes de los grandes ríos fronterizos. Hacia el sur, existentes sólo
en los mapas y en nuestras esperanzas, los poblados guatemaltecos que a
partir de entonces fueron el norte de la guerrilla. Frente a nosotros, un
mar de ceibas y caobas que se perdían en el horizonte.
Ese día apenas logramos avanzar quinientos metros. Agobiados por
el peso de las cananas repletas y por la carga habitual de las mochilas,
dábamos pequeños pasos, con alguna caja de medicinas o con un atado de
botas sobre la nuca y dos o tres armas adicionales encima del bulto. La
ropa se hacía jirones en el continuo forcejeo con la vegetación cerrada, pues
para no dejar rastros de la retirada evitábamos abrir brecha a machete. De
todas maneras, la huella que dejábamos era abundante. Cuando, hacien­
do equilibrios para no rodar, bajábamos por fin al lecho de una quebrada,
las botas se hundían profundamente en el cieno y quedábamos atascados.
Sólo con la ayuda de otro lográbamos subir al borde opuesto, después de
822 • MARIO PAYERAS Y RAFAEL SEBASTIÁN GUILLÉN

resbalar una y otra vez. Chacaj, cargador experimentado, en cambio, pa­


saba con quintal y medio sobre la espalda, la mano sobre el mecapal, res­
pirando rítmicamente y sin cambiar el paso en los obstáculos. A los que
no estábamos habituados a esta forma tradicional de cargar, el mecapal
se nos caía sobre la cara y perdíamos la visibilidad. Entonces optábamos
por soportar el peso sólo con los hombros, aunque nos representara
lastimaduras y dolores insoportables. Pero ahora era el primitivo aparejo,
el tahalí del arma o cualquiera de nuestros múltiples arreos de caballo,
lo que nos enfrenaba, al trabarse en cualquier tronco providencial. Si alguien
en aquellos momentos nos hubiese hablado de tomar el poder y construir
la sociedad socialista, muy probablemente le habríamos mencionado a la
autora de sus días. De manera que cuando por fin lográbamos salir a
terreno firme, chorreando sudor, Chacaj había dejado ya su carga adelan­
te y volvía de su segundo viaje al río. Esa noche acampamos molidos,
a diez minutos de la playa, después de prolongada batalla para encender
fuego con leña húmeda.
En esas condiciones emprendimos la travesía de la selva. Los helicópte­
ros comenzaban a sonar desde el amanecer y dejaba de oírseles sólo al caer
la noche, constantemente tras la pista de humo o de cualquier reflejo que
delatara nuestra presencia. Aunque la eficacia de estos aparatos resultó
nula en la práctica, hubo varias ocasiones en que el bicho se detuvo exacta­
mente sobre nuestro campamento, sin que para fortuna nuestra lograra
descubrirnos. A partir de entonces se organizaron los grupos de marcha,
se establecieron horarios de posta y se reglamentó el silencio. Principiaban
los días difíciles de la etapa inicial, puesto que luego de hacer recuento de
víveres y pertrechos, éstos componían la mayor parte del cargamento.
En resumen, calculando disciplinada y racionalmente las raciones, dispo­
níamos de aceite, arroz, sal y azúcar para veinte días. Más adelante recogi­
mos la poca cantidad de maíz que habíamos logrado almacenar en nuestros
malogrados depósitos estratégicos. Con esto, probablemente teníamos
para un mes, en una marcha de la cual ignorábamos la duración. "Disci­
plinada y racionalmente" significaba que el organismo del combatiente
debía utilizar la ración asignada para reponer la energía consumida du­
rante una o dos horas del día, tomando en cuenta que el horario de marcha
era tan largo como el tiempo de luz diurna. Los azúcares, carbohidratos y
demás ingredientes para las horas restantes había que buscarlos en las
abundantes despensas de la voluntad y la moral revolucionarias. Una se­
mana después de semejante régimen, las pláticas ocasionales durante los
descansos, durante muchas de las conversaciones de sobremesa y, según
U S ENSEÑANZAS DE LA MONTAÑA, 1972, 1984 • 323

se llegó a saber, también durante algunos desolados discursos pronuncia­


dos en sueños, comenzaron a girar alrededor de este infortunado tema.
Naturalmente, éste era también el aspecto sobre el que con mayor fuerza
se martillaba durante las prolongadas reuniones nocturnas. "Hoy" comen­
zaba Sebastián, con inequívoca voz de reprimenda, "se produjo un incidente
al repartir el desayuno que...". Ya se sabía lo que venía a continuación.
Era la referencia de siempre a la pletórica despensa mencionada líneas
arriba. El implicado tomaba la palabra y, después de describir con lujo de
detalles, más o menos durante una hora, lo que quien dirigía la reunión
había resumido en cinco minutos, terminaba por aceptar que, en efec­
to, había tenido la debilidad de lamer el saco vacío de azúcar, habiendo
podido enjuagarlo en el agua que iba a servir para el café, ahorrando con
ello un tiempo de azúcar. A las diez, cabeceando de sueño, escuchába­
mos el resumen final, para luego irnos a las hamacas, prometiéndonos
a nosotros mismos nunca cometer semejantes crímenes contra la econo­
mía colectiva. Esa fue nuestra escuela inicial y lo que en definitiva permitió
la sobrevivencia.
Por esos días logramos uno de los tres grandes inventos: la harina
de maíz. El primero, naturalmente, era el nylon. Sin este material simple­
mente no se puede vivir en un mundo donde llueve nueve meses al año.
Para descubrir el tercero -la bota de hule- faltaban todavía varios meses de
caminar con los pies empapados de la mañana a la noche. La invención
a que nos referimos consistía en lo siguiente: utilizando un molino de mano,
fácil de conseguir en zonas campesinas, quebrantábamos el maíz en grano.
Luego, en sucesivas repasadas, sacábamos una harina relativamente fina,
cuya cocción al fuego reducía notablemente el tiempo tradicional de
preparación del maíz y disminuía en mucho el volumen de consumo. En
forma de harina cocida se ingiere buena cantidad de agua. Aunque este
sistema representó un importante ahorro de tiempo y de granos, con sus
indudables ventajas para la movilidad, los niveles de desnutrición de la tropa
se incrementaron sensiblemente. Según comprobamos después, la cacería
sistemática era un recurso capaz de proporcionarle a la guerrilla comple­
mentos apreciables de proteínas; pero en aquel tiempo eran pocas las opor­
tunidades que hallábamos para dedicarnos a esta actividad y todavía no
eran muchos los cazadores experimentados de que disponíamos. Sin
embargo, las piezas que cobrábamos esporádicamente eran devoradas
casi por completo, pues a excepción de las plumas, las uñas y uno que
otro cartílago difícilmente asimible, el resto era cocinado en común,
y luego repartido equitativamente, incluyendo los huesos. Éstos, tosta­
.'t24 • MAMO PAYERAS Y RAFAEL SEBASTIÁN GÜILLÉN

dos en las brasas, constituyen un alimento de primera, en tiempos de


hambruna. (...)
Seguimos varios días al este, siempre en la dimensión quimérica de los
mapas. Los vuelos de helicóptero no habían cesado en ningún momento,
por lo cual nos movíamos con la mayor cautela. Fuera del persistente ruido
de motores militares, lo único que turbaba el silencio en aquellos ámbitos
eran las estampidas repentinas de los puercos de monte y el bullicio remo­
to de las bandadas de pericas. A veces hallábamos grandes ceibas caídas,
cuyos troncos formidables eran mucho más largos que nuestra columna.
No volvimos a ver el sol y comenzamos a perder el sentido del tiempo. En
varios siglos éramos los primeros en pasar por ahí. De vez en cuando, al
cavar en el humus para hacer nuestras necesidades, desenterrábamos
tiestos indígenas. Eran pequeños testimonios de que esas latitudes habían
sido rutas ordinarias de grandes migraciones humanas en el pasado. Nos
levantábamos al amanecer, con la algarabía universal de las aves, y avan­
zábamos todo el día en silencio o hablando muy poco. Tuvimos tiempo
de sobra para recapacitar, para escudriñar nuestras más recónditas moti­
vaciones de clase. ¿Qué pensaba cada uno durante la jornada interminable?
Éramos un mosaico de sangres y de procedencias sociales. Lacho, Jorge,
Julián y Mario pertenecían al grupo étnico achí. A pesar de los vínculos
de la lengua y la cultura no formaban grupo. A Lacho lo desvelaban
los enigmas y las desventuras de la identidad indígena, en medio de una
cultura hostil y a la vez apetecible. A los otros quizá no los afligían
tanto aquellas cosas y a lo mejor se detenían más en la constatación ele­
mental de que los hombres organizan y fragmentan el mundo movidos
por intereses materiales. Chacaj, Toribio, Atilio, Jácobo y Efraín eran coste­
ños, más o menos explotados. A cada uno la economía mercantil de la
región lo había colocado en un sitio diferente y lo había hecho pensar
también de manera diferente. Propiedades, oficios manuales, lecturas, estre­
checes infantiles y un infortunio común bajo las leyes de la propiedad
privada los separaban, los unían y habían hecho que en definitiva se rebe­
laran juntos. Alejandro y Minche eran orientales; ambos venían del cam­
pesinado y un poco se diferenciaban por la fortuna. Muy pobre el primero,
acomodado el otro, siendo semillas de idéntica tierra habían devenido
especies distintas. Alejandro era naranjo generoso, Minche, cacto de fruto
difícil. Sebastián, Victor, Edgar y Benedicto venían de las ciudades y en
ellas habían adquirido conocimientos y lastres. Aquéllos los convencían
de que la materia se halla en movimiento; éstos les impedían mudar su con­
dición de revolucionarios con igual celeridad. Los quince caminábamos y
sólo el tiempo haría dar a cada quien sus frutos. (...)
LAS ENSEÑANZAS DE LA MONTAÑA, 1972, 1984 • 325

Entonces descubrimos que el tiempo se rige en la selva por horarios de


ruido. Cuando ascendía el sol y cesaba el bullicio de las primeras horas, en
la mañana sólo quedaba el lamento de la espumuy. En algunas zonas, el
rugido de los saraguates o los clarines de las pavas en su trayectoria mar­
caban la línea del horizonte. Era el momento en que parábamos a comer
lo que habíamos guardado del desayuno. Al atardecer tenía lugar el es­
cándalo final de loros y guacamayos, hora de acarrear leña, encender fuego
y colgar hamacas. Comenzaban las horas en que las especies del aire
hacen silencio y principian los ruidos de los mamíferos nocturnos. La
noche húmeda del trópico se llenaba de chillidos de pizotes, de toses de mi-
coleones y de autocríticas de militantes. Cerca de los ríos, hasta el ama­
necer, la medida del tiempo dependía del canto intermitente del caballero
o atajacaminos. Al día siguiente una rutina idéntica. Conforme marchá­
bamos íbamos dejando atrás árboles andes con bullicio de micos. Luego
de varias semanas del mismo horario zoológico, la selva comenzaba
a darnos la impresión de un océano, sin itinerarios definidos ni puntos de
llegada. TVas nosotros sólo quedaba el revoloteo de las grandes mariposas
selváticas.
Un mes después de la acción de la frontera alcanzamos las vegas del
río Xalbal. En la historia de la guerrilla fue éste un lugar memorable, pues
allí encontramos las primeras señales de sitios habitados. Hallamos un
palo de naranja agria, en la penumbra del bosque, con el calendario cíe
la floración trastocado por la falta de luz. En pleno febrero conservaba los
escuálidos frutos del año anterior. Toribio mató en aquel sitio dos vena­
dos. La carne de estos animales y varias pavas derribadas en los alrededo­
res fueron un alivio para la desnutrición tenaz de aquellos días. Después
de atravesar media selva éramos un ejército hambriento y en harapos.
La palidez peculiar de quien ha vivido largas temporadas sin recibir luz
solar y el mal olor característico de quien acumula sudores sobre la
ropa, identificaban a aquella tropa de sombras que se movía por ins­
tinto. La mayoría estábamos en los huesos y cumplíamos las jornadas
de marcha casi como vina forma de olvidar las obsesiones del hambre.
La provisión de maíz estaba para concluir; azúcar teníamos para uno
o dos días, a lo sumo. El aceite se había agotado la semana anterior. La
víspera habíamos derribado un bosque entero para sacar miel de col­
menas, pero desafortunadamente, el poder nutritivo de este alimento
silvestre nos había ocasionado malestares de estómago y diarreas in­
contenibles. De no haber alcanzado por estos días el primer poblado, la
situación de la guerrilla se habría tornado en extremo difícil. Sin em­
'12(1 • MA1U0 PAYERAS Y RAFAEL SEBASTIÁN GUILLÉN

bargo, la cercanía de poblaciones también significaba para nosotros la posi­


bilidad de chocar con el ejército enemigo. Aquella calma chicha no podía
significar sino que los soldados gubernamentales nos esperaban en los
puntos habitados. A la esperanza y al riesgo entremezclados se sumaba
la incertidumbre por la respuesta popular. (...) De ahí que conforme avan­
zábamos y descubríamos indicios de lugares habitados, la tensión inte­
rior se acrecentó en cada uno. Con todo, estábamos conscientes de vivir la
más hermosa aventura de nuestras vidas.

H acernos, de cuadrados, redondos


(SUBCOMANDANTE M A R C O S)

Es un accidente lo que hace que llegue yo a las montañas del Sureste


mexicano, aquí a la selva. Fue algo fortuito. En realidad, yo llegaba aquí
a dar clases, porque sabía leer y escribir y sabía de historia, de historia en
general pero además de historia de México. Necesitaban a alguien que alfa­
betizara y al mismo tiempo diera historia de México. Porque los compañe­
ros del primer grupo -el primer grupo indígena, no el mestizo- eran
gente con mucho nivel político, muy experimentada en los movimientos
de masa. Todas las broncas de los partidos políticos las conocían porque
habían estado en todos los partidos políticos de izquierda. Habían conoci­
do buen número de las cárceles del país y del estado, torturas y todo eso.
Pero reclamaban también lo que ellos llamaban la palabra política: la histo­
ria. La historia de este país, la historia de la lucha. Entonces llego yo con
este trabajo.
Los compañeros indígenas de este primer grupo guerrillero -estoy
hablando de 1984- empiezan como una especie de toma y daca, como pa­
gando las clases que recibían. Decían: "Bueno, tú me estás enseñando eso
de historia de México, y a leer y escribir..." Incluso me pedían que les
escribiera cartas a sus novias. Ahí empecé con este vicio de las epístolas.
(...) Entonces, me invitaron a la parte del trabajo que les tocaba a ellos.
Era una época en que había que permear la zona. Permear quiere decir
hacerla caminable, hacerla transitable. Había que hacer las exploraciones,
ubicar los lugares donde había cacería, donde había agua, una especie de
nomadismo guerrillero que buscaba más que nada hacerse parte del
terreno. El trabajo político era sobre todo interno, no hacíamos trabajo
afuera. Ellos me invitaron a todo eso y me enseñaron a caminar, que tiene
su modo, como dicen ellos. Tiene su modo caminar en la montaña, apren­
der a vivir de ella, a identificar los animales, a cazarlos, a aliñarlos, es decir
U S ENSEÑANZAS DE LA MONTAÑA, 1972, 1984 • 327

prepáralos para la cocina, incluso a comerlos, porque hay que tener una
especie de estómago de zopilote para comer todo lo que comían ellos... Y
a hacerme parte de la montaña.
Pienso que entonces nació en ellos, ya no la recompensa sino un trato
de iguales, pienso que entonces fui aceptado en el grupo guerrillero, no
cuando era maestro, cuando venía a dar clases, sino cuando me hice parte
de ellos. Esa es la primera etapa, una etapa muy difícil, muy solitaria.
No nada más para nosotros que veníamos de la ciudad y veníamos, ade­
más, con la apuesta doble en contra, porque nosotros sí sabíamos que
nuestra propuesta no tenía ningún consenso en la sociedad, ni siquiera
en la izquierda. Ellos todavía tenían la esperanza de que sí, que eventual­
mente algunos sectores revolucionarios, como se decía entonces, iban a
entender la lucha armada. Pero yo ya sabía que no. Ya sabía que teníamos
esta apuesta en contra. Para ellos también era duro porque estaban aleja­
dos de su comunidad. No era como el indígena que está unos días cazando
o consiguiendo alimentos y regresa a su casa. Estábamos mero en la
montaña, ahí no se metía nadie. En esa época todavía ese sector de la mon­
taña deshabitado era el lugar de los muertos, el lugar de los fantasmas, de
todas las historias que poblaban, que pueblan todavía la noche en la Selva
Lacandona y a las que los campesinos de la zona le tienen mucho respeto.
Mucho respeto y mucho miedo.
Ahí empecé a tocar y hacerme parte de este mundo de fantasmas, de
dioses que reviven, que toman forma de animales o de cosas. Tienen un ma­
nejo del tiempo muy curioso, no se sabe de qué época te están hablando,
te pueden estar platicando una historia que lo mismo pudo haber ocurri­
do hace una semana que hace 500 años, que cuando haya empezado el
mundo. Cuando tratabas de hablar más sobre esas historias, decían: "No,
pues, así me lo contaron, así dicen los viejos." Los viejos en ese entonces
eran para ellos la fuente de la legitimidad de todo. De hecho ellos estaban
en la montaña porque los viejos de sus comunidades lo habían aprobado.
Para nosotros era una curiosidad entender de qué manera esa legitimidad
provenía de esa historia tan confusa en términos temporales. Por ejem­
plo, un campesino te podía hablar de la época de las monterías, cuando las
grandes empresas sacaban la madera de la Selva Lacandona, en tiempos
anteriores al porfiriato, como si él hubiera estado ahí. Personas de 20 o
30 años te platicaban y te daban datos perfectamente coherentes con los
que tú habías leído en un estudio profundo de alguno de los investigado­
res de esa época de Chiapas.
.T2H • MAlt 10 PAYERAS Y RAFAEL SEBASTIÁN GUILLÉN

Cómo explicarlo, no sé. Yo me decía que era mucha coincidencia.


Luego supe que en realidad así procede la historia, la otra historia no es­
crita por ellos. Se heredan las historias y el que las hereda las agarra como
propias. Con el analfabetismo que hay, como no saben leer ni escribir,
entonces escogen a uno de la comunidad a quien hacen que se aprenda
de memoria la historia de esa comunidad. Si se presenta algún problema,
con él se consulta, como si fuera un libro andante. Yo le platicaba a
alguien el caso de Zapata, cómo Zapata se empataba con el Dios bueno,
por llamarlo de alguna manera, de los mayas de esta región, lo que nosotros
llamamos el Votán Zapata, cómo se manejaba por ejemplo que Zapata
era chiapaneco, que aquí nació y se fue a otro lado y por eso lo mataron,
porque se fue: nunca debió haberse ido. Otros decían que no se murió, que
se vino a esconder aquí, que anda en las montañas, y otros que lo cono­
cieron. Así, cosas muy de leyenda, pero muy presentes, muy difícil de esta­
blecer que ocurrió en tal periodo: te están hablando como si hubiera
pasado en estos días.
Cuando estaba empezando la noche es cuando salían estas pláticas,
ya fuera de programa, como decíamos nosotros. Empezábamos a plati­
car y se empezaba, cómo decirte, como a contagiar el ambiente. Ahí
venían las historias del Sombrerón, las historias de Votán y de Ik'al, el
Señor Negro, las historias de las cajitas parlantes, de la Ix'paquinté, que
es una mujer que se aparece en la noche a los hombres solos y hace que la
sigan y cuando ya van a hacer lo que tienen que hacer, se desaparece y
deja al hombre completamente... como pasa con los hombres en estas
circunstancias. (...)
La montaña te enseña a esperar. Ésa es la virtud del guerrillero, el saber
esperar. Es lo más difícil de aprender. Es más difícil que aprender a cami­
nar, a cazar o a cargar, que son cuestiones que te desgastan físicamente
en la montaña. Aprender a esperar es lo más difícil, para todos, para mesti­
zos y para indígenas. Eso es lo que la montaña te enseña, desde los pequeños
detalles de esperar el animal, el tiempo para hacer una cosa y otra, esa
imposición que la montaña te hace sobre tus horarios. Tú vienes de la
ciudad acostumbrado a que puedes manejar el tiempo con relativa auto­
nomía. Puedes extender el día con un foco hasta bien entrada la noche.
Pero en la montaña no. La montaña te dice hasta aquí, ahora es el turno
de otro mundo, y entramos efectivamente a otro mundo, otros animales,
otros sonidos, otro tiempo, otro aire y otra forma de ser de la gente,
incluso indígena, que estaba con nosotros. En la noche se hacía realmen­
te más temerosa, más introspectiva, más cercana, como buscando un
asidero en algo que siempre les estuvo prohibido, la noche en la montaña.
LAS ENSEÑANZAS DE LA MONTAÑA, 1072, 1984 • 329

La población civil para nosotros era un fantasma que no se hacía


presente. Y en nosotros estaba el fantasma del Ché, de Bolivia, precisamen­
te, de la falta de apoyo campesino a una guerrilla implantada artificial­
mente. No teníamos una visión muy optimista que digamos. Claro, nos
ayudaba un poco que había gente de la zona que hablaba el dialecto y
todo eso, pero como quiera no teníamos confianza, la verdad. Pensábamos
que podía pasarnos lo que le pasó al Ché. Caminamos esos años con ese
fantasma en nosotros, el fantasma de Ñancahuazú. Éramos, te estoy
hablando de 1984, éramos seis. En 1986 ya habíamos crecido, ya éramos
doce, ya podíamos conquistar el mundo, decíamos nosotros. Podía­
mos comer el mundo como si fuera una manzana. Éramos doce. De los
seis primeros, tres eran mestizos y tres, indígenas. De los doce de 1986,
uno era mestizo y los once eran indígenas. Ya no más quedaba yo de
mestizo, luego subieron otros dos.
Lo que ocurre es que esos compañeros indígenas, que sí pueden ir a
visitar a sus familias y hacer el trabajo político ahí, empezaron a devolver
eso que te platicaba: cómo los jóvenes heredan la historia de todo el po­
blado, de toda la familia, por vía oral. Entonces ellos devolvían ahora esa
herencia con la experiencia de la montaña, de la guerrilla, de las armas,
de la historia o de la visión política que ahí aprendían. Como que devol­
vían esta carga a los más viejos, a sus familiares, y ésos se encargaban de
buscar gente a quien contarles. El mayor obstáculo que tenían era el alcohol,
porque ellos tenían que cuidarse mucho de una delación. No estaban en
la montaña, si alguien los delataba, ahí mismo les iban a caer en el po­
blado. Entonces tenían que escoger a quién le decían y a quién no. Y a quien
le decían primeramente era a los que no tomaban trago, y luego a los que
prometían que ya no lo iban a tomar, lira un prcx’eso muy lento, muy se­
lectivo, muy pesado además para ellos. Inicialmente se empieza a dar sobre
la línea familiar: el padre recluta a sus hijos, los hijos a los hermanos,
a los primos, a los tíos, y así se empieza a correr.
Eso es lo que hace que se brinque de un poblado a otro, sin llegar a
tener controlado el poblado. Teníamos simpatizantes en diferentes pobla­
dos, pero clandestinos, no decían públicamente ahí que apoyaban al grupo
armado. Porque ya era un rumor en los poblados de la selva que había un
grupo armado, pero para algunos eran bandidos, para otros era parte
de esta historia de fantasmas y de dioses perdidos que había en la monta­
ña. Empezamos a recibir colaboración de los pueblos, apoyo, principal­
mente en informes y alimento. Eso aflojó nuestra presencia cerca de los
poblados y facilitó el trabajo en ellos, en el sentido que no los vinculaban
380 • MARIO PAYERAS Y RAFAEL SEBASTIÁN GUILLÉN

a un movimiento armado. Pero como ellos movían la carga y tenían


que hacerlo de noche, los hizo más sospechosos de estar haciendo algo
ilegal en el sentido indígena, es decir, algo en contra de la comunidad: ¿Fbr
qué salían de noche, a dónde, será que estaban robando o haciendo algo
malo o eran brujos? Eso es la legalidad en las comunidades. Entonces
tuvieron que abrirse un poco más para que no se sospechara de ellos.
Empezaron a hablar con más y más gente, y llegaron a tener la mayoría en
algunos poblados, y en otros a ser todos zapatistas.
Entonces ya teníamos poblados que simpatizaban con nosotros, ahí ya
podíamos llegar. Uno de esos poblados es el del Viejo Antonio. Es muy
adentro de la selva, y ahí es donde nosotros entramos por primera vez,
armados, de día, a un poblado, es el primer poblado civil que tomamos,
en 1986, precisamente, el poblado del Viejo Antonio, a invitación de él.
"Vénganse, porque no me quieren creer", decía él. No lo querían creer por­
que la guerrilla en ese entonces formaba parte de todo este mundo
mágico que puede ser cierto o no ser cierto, finalmente hasta que no
lo veas no lo puedes creer. Entonces se da la imagen, en el pueblo del
Viejo Antonio, de hombres armados que bajan de la montaña, que no vie­
nen de la ciudad. Nosotros, para la población, venimos de la montaña. Y
eso engarza con muchas historias de antes, de muy antes, de antes de los
españoles incluso.
La primera reacción de los poblados es de respeto: "Éstos duermen
donde yo no me atrevo a dormir y viven peor que yo." Y sí. Todos los
pobladores sabían que los guerrilleros viven peor que cualquier campe­
sino empobrecido de la zona. Y eso permite que escuchen lo que tenemos
que decir. Y empezamos a hablar, a tirar rollos de política, los absurdos que
habíamos aprendido: que el imperialismo, la crisis social, la correlación de
fuerzas y la coyuntura, cosas que no entendía nadie, por supuesto, y ellos
tampoco. Eran muy honestos. Les preguntabas: "¿Entendiste?", y te de­
cían: "No". Tenías que adaptarte. No era gente que tuvieras ahí cautiva,
como decíamos nosotros. En la montaña puedes dedicarte más tiempo a
los alumnos guerrilleros. Pero ahí en el poblado, te decían que no te habían
entendido nada, que no se entendía tu palabra, que buscaras otra palabra:
"Til palabra es muy dura, no la entendemos..." Entonces tenías que buscar
otras palabras, tenías que aprender a hablar con la población. Tenías que
empezar a hablar de historia de México, que ahí coincidía otra vez con las
historias que ellos venían cargando desde hace mucho tiempo: historias de
explotación, de humillación, de racismo.
LAS ENSEÑANZAS DE LA MONTAÑA, 1072, 198+ • 331

Entonces se empezó a hacer una historia de México muy indigenista.


Así se apropiaban ellos de la historia y también de la política, así explica­
ban qué es democracia y qué es el autoritarismo, qué es la explotación, la
riqueza, la represión. Lo iban traduciendo, pero eran ellos quienes lo hacían,
nosotros estábamos de espectadores. Los mismos que habían estado en la
montaña eran los que empezaban a hacer esa traducción, que era digerida
por los pobladores, los cuales a su vez volvían a traducir las historias de
otra forma. Es una palabra nueva que es vieja, que viene de la monta­
ña nueva pero que coincide con lo que habían dicho los viejos muy viejos.
Y así se empieza a correr en todas las cañadas y a hacerse más fuerte el
apoyo popular. Así se da el contacto, cuando los familiares de los poblado­
res entran al ejército zapatista y empieza un proceso de contaminación
cultural en la forma de ver el mundo, que nos obliga a readecuar la po­
lítica y la forma de ver nuestro propio proceso histórico y el proceso histó­
rico nacional.
¿Cómo decirte? Aprendimos a escuchar. Antes habíamos aprendido
a hablar, bastante, como toda la izquierda, no sé si mundial pero por
lo menos latinoamericana. Su especialidad era hablar, ¿no? Aprendimos
a escuchar, obligados, porque era un lenguaje que no era el tuyo. No sólo
porque no era castilla (tenías que aprender el dialecto), también es que
sus referentes, su marco cultural, eran otros. Cuando se referían a una
cosa no querían decir lo mismo que tú dices. Entonces tenías que aprender
a escuchar con mucha atención. Como le escribía yo a alguien: nosotros
teníamos una concepción muy cuadrada de la realidad, Cuando choca­
mos con la realidad, queda bastante abollado ese cuadrado. Como esta
rueda que está aquí. Y empieza a rodar y a ser pulida jxir el roce con los
pueblos. Ya no tiene nada que ver con el inicio. Entonces, cuando me pre­
guntan: "¿Ustedes qué son?, ¿marxistas, leninistas, castristas, maoís-
tas, o qué?", no sé. Realmente, no sé. Somos el producto de un híbrido, de
una confrontación, de un choque en el cual, afortunadamente creo yo,
perdimos.
Capítulo 25

En la Lacandona zapatista, 1994-2001

Rafael Aceituno y
H ermann BELLINGHAUSEN, reporteros

L l e g a m o s al final de nuestro recorrido. No podemos despedirnos de la Selva

Lacandona sin conocer a los poblados de donde salieron, en la Nochebue­


na de 1993, los campesinos insurgentes que tomaron, en la madrugada
del Año Nuevo, a la ciudad de San Cristóbal y con su declaración de guerra
al gobierno mexicano sorprendieron al mundo entero. Para acercarnos a ellos
no hay mejores guías que los periodistas que a partir de aquel momento se
han dedicado a entrevistar a los rebeldes zapatistas, a visitar a las co­
munidades que los apoyan y a observar el cerco militar que les pone el ejér­
cito mexicano. He seleccionado a dos de ellos, Rafael Aceituno y Hermann
Bellinghausen. El primero tuvo la suerte de prvsenciar los combates de enero
en la ciudad de Ocosingo. Habló entonces con un joven miliciano que había
salido de su ejido selvático pan i conquistar, fusil de madera en la mano, la
"patria nueva" que sus instructores le habían prometido como botín de
guerra. Fue un encuentro cargado de dramatismo, porque todo indicaba que
el soldado zapatista estaba al borde de la muerte. El reportajefue publi­
cado, primero en la revista Siempre!, después en la obra colectiva Los
torrentes de la sierra. Rebelión zapatista en Chiapas, compilada por Luis
Humberto González (Aldus, 1994, pp. 31-40).
De Rafael Aceituno sólo conozco ese único artículo, sin duda excepcional
en varios sentidos. En cambio, Hermann Bellinghausen a lo largo de los últi­
mos siete años no ha dejado de informar, a través del periódico La Jornada,
sobre lo sucedido en Chiapas. Lo ha hecho a través de una infinidad de repor­
tajes en los cuales se identifica claramente con la causa de los rebeldes, pero
con tanto oficio, que el gobierno le distinguió en 1995 con el Premio Nacio­
nal de Periodismo, distinción que, por cierto, no quiso aceptar. Para nues­
tra serie de viajes no hay mejor conclusión que el acercamiento a la Lacan-
donia zapatista de Hermann a través de algunos de sus reportajes más
logrados. Hemos seleccionado cuatro de ellos, por los cuales él nos da a cono­
cer, sucesivamente, el mundo de los insurgentes, el de sus bases de apoyo y
el del adversario inmediato y omnipresente de ambos, el ejército mexicano.
¡lili * HAKAIíij ACEITUNO Y HERMANN BELLINGHAUSEN

M o iu r p o r l a P a t r ia N ueva
(R a f a e l A c e it u n o )

Se llama Domingo y tiene los labios gruesos. Está herido y jala aire con
dificultad. Ayer le metieron dos balazos en la pierna izquierda. Domingo
es guerrillero. Peleó en la batalla de Ocosingo y conservó la vida. Se ha re­
fugiado en una casa del pueblo. Hoy, temeroso cuenta:
-Tengo veinte años y no quiero morir. Soy del ejido Laguna del Carmen
Pataté. Ahí vivo.
El hombre se persigna. La mano derecha resbala poco a poco de la
frente y se queda clavada en los labios. Dice:
-Entré a la guerrilla hace dos años. Yo trabajaba la tierra en paz...
pero me invitaron a participar en ciertas reuniones secretas y asistí.
-¿Quién te invitó?
-Unos compás.
-¿Quiénes?
-¿La verdad?
-Sí.
-La a r i c mandó a la persona que nos invitó a participar. La a r i c es una
organización social independiente que está en Ocosingo. a r i c quiere decir
Asociación Rural de Interés Colectivo.

In memmam de Domingo, muerto en Ocosingo el 2 de enero de 1994 (Fotografía de Luis Humberto González).
EN LA LACANDONA ZAPATISTA, 1994-2001 • 335

-¿Es una agrupación clandestina?


El rebelde se olvida del dolor y sonríe:
-N o .. .no.. .la a r i c actúa a la luz del día. Agrupa a ejidatarios y peque­
ños propietarios. Es la institución más poderosa que haya en Ocosingo.
Nada se puede hacer sin su consentimiento. La a r i c no pertenece a ningún
partido político. La a r i c es ella misma el poder dentro del municipio.
-¿Cómo eran las reuniones?
-Ajnimadas. íbamos alrededor de veinte personas. Algunos tenían trece
años. Los mayores andábamos por los veinte, veintidós años. Teníamos un
instructor que nos daba clases.
-¿De qué?
-De conciencia. Nos decía: ustedes son milicianos. Ustedes son los
hombres que construirán una nueva patria. Ustedes van a tirar los avio­
nes deí gobierno cuando comience la lucha armada. Ustedes serán recor­
dados con cariño por los pobres.
-¿Les dieron entrenamiento militar?
-Sí. Nos enseñaron a manejar un arma. Nos hacían arrastrarnos por
los caminos y atravesar alambradas de púas sin lastimarnos.
-¿Dónde se entrenaban?
-En un campo que está a unos cuantos kilómetros de Ocosingo. íbamos
tres veces por mes.
El guerrillero hace un gesto de dolor. El sufrimiento es intenso. Las balas
hicieron añicos su pierna. Afirma:
-El 15 de julio de 1993 nos dijo el instructor: vamos a tomar Ocosingo
el último día del año. Prepárense porque va a ser una lucha a muerte. Recuer­
den: ustedes son héroes y tienen que combatir sin miedo. No lo olviden:
cuando entren en la batalla, Zapata va a cabalgar de nuevo.
-¿Cómo fueron los preparativos para la lucha armada?
-Primero compramos nuestro equipo.
-¿Ustedes lo compraron?
-Sí. Le dimos veinticinco mil pesos al instructor y él nos dio nuestras
cosas.
-¿Q.ué cosas?
-Nos dio una camisa color café, un pantalón verde y un par de botas
negras. Algunos compás alcanzaron armas de verdad. Yo sólo alcancé un
rifle de madera.
Domingo señala hacia un rincón:
-Ahí está mi equipo. Puedes verlo.
.m • RAFAEL ACEITUNO Y HERMANN BELLINGHAUSEN

(El reportero se aproxima a un envoltorio ensangrentado. Alza las botas


y lee: Calzado Espinosa para Trabajo.)
-Estas botas son m uy resistentes. Nos dijeron que están hechas en
Guatemala. Si sobrevivo me van a durar bastantes años.
-¿Te dio miedo enfrentarte al ejército con un rifle de madera?
-No... no mucho.
-¿Por qué?
-Porque nosotros nomás íbamos a hacer bulto. íbamos para que los
soldados se asustaran de ver tanta gente alzada, para que ellos se aco­
bardaran. El instructor nos dijo: Ustedes están pendientes: cuando vean
a un militar muerto, le quitan su arma y se suman a la lucha. Mientras
tanto, permanezcan haciendo bola.
-¿Y qué pasó durante el primer combate?
-Los primeros en morir fuimos nosotros, los que sólo hacíamos bola.
Nunca pensamos que los soldados fueran a ser tan duros. Ellos arrasaban
con todos... sin distinción. La superioridad del ejército era demasiada. Los
zapatistas cometieron un gran error: empezaron a bajar rumbo al merca­
do y ahí se atrincheraron. Digo que fue un error porque en el mercado
quedaron más al descubierto. La tropa los fue cercando lentamente
hasta que los rodeó por completo. Entonces se inició la matazón de a de
veras. Los rebeldes caían como moscas. De los que traían sus rifles de made­
ra no quedó ni el polvo. No sé cuántos militares atacaban a los rebeldes. Tal
vez unos mil o dos mil. Pero sus gritos se oían por todos lados. Decían:
¡Cérquenlos, cérquenlos! ¡Que no escapen!
El guerrillero detiene la plática. Sus músculos se tensan por el padeci­
miento. Pide café, moja sus labios enormes y continúa:
-Cuando entramos a Ocosingo íbamos cantando una canción que nos
enseñaron los jefes. Decía así: Dios me dio permiso, el Señor está conmigo,
yo voy a la guerra...
-¿Quién estaba al mando de ustedes, los de infantería?
-Nosotros éramos mandados por la capitana. Era una muchacha
como de veinticinco años. Hablaba como cachuca... como guatemalteca,
pues. Ella fue de las primeras en morir.
-¿Qué hicieron con su cuerpo?
-Lo levantamos y lo llevaron a la selva. Allá la enterraron con hono­
res militares unos compás.
-¿Por qué te integraste a la guerrilla?
Domingo parpadea, su voz se rompe, se dobla:
EN LA LACANDONA ZAPATISTA, 1994-2001 • 337

-Porque me casé hace un año y no quiero que mis hijos sufran lo que
yo he sufrido.
-¿Cuáles han sido tus sufrimientos?
El indígena contempla la pierna hinchada y responde:
-Todos... todos.
-¿Cuáles, Domingo?
-Eeeste.. .Casi nunca tengo dinero para comer. No tengo tierra. No soy
feliz... Ésos son.
Los disparos se oyen cada vez más cerca. El convoy de prensa abandonó
Ocosingo hace dos horas. El guerrillero se sobresalta. Dice:
-¿Me van a matar, verdad?
El reportero guarda silencio. No sabe qué decir. Y Domingo baja
la cabeza.
El 5 de enero la violencia llegó a su punto más alto. Ese día Ocosin­
go obtuvo un rango reservado a las poblaciones de Europa Oriental:
ciudad mártir...zona de miedo...espacio de guerra... Los rebeldes cayeron
destrozados por las balas...Murieron en fila: uno tras otro. Y sus cuerpos
quedaron tirados al final de la calle. Eran adolescentes armados con rifles
de madera y formaban la infantería del Ejército Zapatista de Liberación
Nacional. Los heridos se refugiaron en las alcantarillas de la ciudad y
permanecieron escondidos en el drenaje. Hasta ahí llegaron los policías de
la Judicial Federal, cortaron cartucho y dispararon ...una, dos, tres veces.
De nada valieron las súplicas: iYa no disparen! ¡Estamos rendidos! ¡Alto
al fuego! Fue inútil: ninguno alcanzó a vivir.

L ijc iia m pama guio LA (JKN TIí knti*: MK.IOU


(U iiiiM A N N B u l l í N fJiiA iis E N )

En cualquier lugar ele la Selva Lacandona, Chiapas, 5 de abril de 1994. Rondan


las generaciones. La subteniente Amalia habla de su padre con una admi­
ración que no disimula:
-M i papá es supercampesino, nomás, pero aprendió a hablar la castía.
Se dio cuenta desde joven, cuando no estaba casado. Ve que la huelga no
da resultado. En su lucha le tocó que lo golpearan. A sus compañeros de
organización los torturaron y mataron.
La experiencia de su padre, campesino ch 'ol y activista en el norte
de Chiapas, terminó, ajuicio de su hija que en estos tiempos ha dado en
llamarse Amalia, en un callejón sin salida:
m • RAFAEL ACEITUNO Y HERMANN BELLINGHAUSEN

-Para decir que sí podemos, decir que vamos a dar. Pero cumplir la pa­
labra es otra cosa. Y así le pasó al gobierno.
A la sombra de una choza semiderruida y deshabitada, Amalia se
apoya, ni de pie ni sentada, en una vieja banca de madera. Por los boque­
tes en el barro que medio compone los muros se contemplan las montañas
del norte, dignas de un chino paisajista, escarpadas, boscosas y neblino­
sas. Una realidad nítida que suena al que la sueña, le inventa detalles:
desnudándolo, lo acoge y cobija, le tiende su capa. Afuera pasan espo­
rádicamente otros jóvenes zapatistas, con rifles, uniforme y una inocencia
que, como Amalia corrobora, resulta justamente lo contrario:
-Toda la familia anduvo clandestina, pero no me decían. Les pregun­
taba y o qué hacen, y dicen que para qué quiero saber. Ya después me
empiezan a platicar, que hay una organización armada. Tenía yo 15 años,
me di cuenta y dije: me quiero ir. Hay una forma en la milicia, en tu propio
pueblo, pero hay una forma de los que se van a preparar en el monte.
Yo prefiero estar luchando fuera de mi familia, pero los visito. A los 17 años,
hace siete años, yo sabía leer y escribir pero no hablo la castía; cuando
entré al ejército aprendí. Cuando ya sabes un poco empezamos a estudiar
la historia de México y otros países donde ha habido guerra. Y luego nos
enseñan tácticas de combate.
Si bien algunas mujeres del e z l n tienen gesto duro, feroz incluso (y
biografías aterradoras), la mayoría son reidoras. Pero pocas sonríen
tanto como Amalia, cuya boca grande fue hecha para pelar los clientes y
enchinar los ojos, aun cuando habla de asuntos que a otros, diciéndolos,
no les darían ganas.
-Es dura la práctica, pero un hijo de campesino desde los diez años anda
cargando leña y trabajando. La cosa se hace sencilla. Todos los trabajos
manuales no se dificultan. Donde es un poco más duro es en la disciplina,
porque tienes que aprender. En tu familia no tienes que aprender. Antes
entrené milicias, después cambié el trabajo, te dan de escoger cuál trabajo
quieres, y yo escogí de la salud, por eso soy "sanitaria".
Cuesta trabajo imaginar a esta muchacha realizando lo que los in­
telectuales llamamos "acciones violentas".
-Tirar es bonito, porque nunca en mi vida había disparado un arma.
Lo bonito es el valor de hacerlo. Cuando echas el tiro y ves que el enemi­
go cae, te da más ánimo. M i primer combate fue en Ocosingo. No tuve
tanto miedo, sabíamos que iba a responder el enemigo. Tenemos armas
pero no son poderosas. Los federales llegaron con sus morteros y artille­
rías y francotiradores que son chingones para tirar. No tenemos miedo. El
EN LA LACANDONA ZAPATISTA, 1994-2001 • 339

fuego enemigo es muy poderoso y a pesar de que no tenemos armas buenas,


tanques ni aviones, tenemos conciencia. El arma que tenemos la tenemos
que usar.
Amalia salió de la batalla de Ocosingo por el drenaje de la ciudad,
igual que muchísimos compañeros suyos. Sin duda es una mistificación,
pero Amalia se me figuró indestructible. Así como Efraín pudo ser uno de
los muchachos tirados en el mercado y las calles de Ocosingo junto a su
rifle de palo, es difícil imaginar a la subteniente con un rasguño. (Efraín tiene
17 años, siete de ellos en el e z l n . Y siete meses en las filas. Participó en la
toma de Ocosingo, pero como era miliciano combatió sin arma. Hoy ya
tiene una "carabina" automática).
-Siempre he tenido humor, honestidad en la lucha. Algunos no aguan­
tan. Dejan a la novia en el pueblo, después se arrepienten y regresan. Lo
bueno es que siguen siendo compañeros.
-¿Te irías a tu casa?
-N o puedo. Mi corazón lo dice. Vivir con mi familia es difícil. El ejér­
cito es como familia, te acostumbras mucho, mucho, mucho. Aquí no
tenemos amigos, tenemos compañeros. Es nuestra form a de hablar.
Desde que me integré en mi unidad hay hombres y mujeres mezclados y
revueltos.
Amalia está en su vida:
-Si dos compañeros se quieren juntar, el mando les da permiso de ca­
sarse si quieren, pero se cuidan con pastillas. No estamos para cuidar
hijos, no debes tenerlos en el monte, y si sí, regresas a la comunidad. No
pienso orita tener hijos porque estoy en la guerra. Mi trabajo principal
es cumplir lo que me ordenan. Mi corazón dice, es luchar, tienes que obe­
decer, no es difícil, digamos, porque es lo que quiero. Me gusta ser zapa­
tista siempre, si no, desde cuándo estuviera en mi casa. Además, si voy
a mi casa, ¿qué vo y a hacer? Es como este pueblo donde estamos, así
de pobre, por eso voy a luchar para que la gente esté mejor. Allá ade­
más no voy a tener la oportunidad que aquí. Quiero hacer esto, y te lo
enseñan. Claro, orita, ya no se puede ir a cualquier lado. Conocí México,
Toluca, ya aprendí lo poco que tenía que aprender: salud, milicia, castía.
Sin falsas modestias, Amalia se considera privilegiada, aunque palabras
como "privilegio" no participan en su léxico:
-De por sí mi familia era de los primeros en saber la realidad. Ahora
yo le puedo enseñar a mi papá cosas que él no ha tenido. Nunca me dice
que abandone la lucha. Yo lo quiero bastante porque me ha dado oportu­
nidad de aprender, más que mis tres hermanos que son milicianos y tienen
hijos.
:I40 • HAKAEL. ACEITUNO Y HERMANN BELLINGHAUSEN

Comparte las conclusiones del "supercampesino" de 45 años que


es su padre:
-Ya de mucha experiencia, de mucho tiempo, veo que el gobierno dice.
Firmar un papel es fácil. Si el gobierno no da lo que estamos pidiendo,
seguimos la guerra. Voy a saber que mi lucha sirvió cuando vea que ya
lo tiene el pueblo. La guerra siempre es difícil porque siempre es la guerra.
Pero no me importa, ya de por sí el coraje lo tenemos, incluso niños que
se dan cuenta piensan que la cosa está mal. Hemos visto morir nuestra
gente. Es preferible morir en el combate que de cólera, parásitos. Mejor
morir si te moriste por luchar. Así mucha gente toma en cuenta que esa
murió porque luchó por los indígenas y el pueblo toma ejemplo. La gente
está cansada.
Tampoco necesita la palabra "nostalgia":
-N o extraño la vida como estas muchachas (las madres jóvenes de
este poblado). Mi vida sería muy triste, no me gusta vivir en mi casa, mi
familia es tan pobre. No me gusta ver que mueren niños. Si triunfamos,
la lucha es la que más me llora, como quien dice, o sea que lo que quiero
bastante es mi vida.
Amalia, "profesional de la violencia" sin goce de sueldo (en el sentido
profesional del término), robusta, saludable, contenta de su "conciencia",
sabe que no todos comparten el discurso de su método:
-Los que no están de acuerdo piensan que viven, todavía tienen la idea
de que lo que tienen es lo que se puede. Como quiera, estamos luchando
por ellos.

A lgún d ía v a n a s e r s o l d a d o s d e l p a ís
(H erm ann B e l l in g h a u s e n )

Amador Hernández, Chis., 19 de agosto de 1999. La situación aquí, lejos


de distenderse, se agrava. El gobernador Albores va por todo y ya mandó
acá a la Seguridad Pública. Con decir que hasta mandos de la inteligencia
militar de la Marina han venido a parar a la puerta del valle de Amador.
La amenaza es de grandes dimensiones. A través de la radio y la te­
levisión estatal, el gobierno ha decidido movilizar a las fuerzas vivas (estu­
diantes, amas de casa, comerciantes, transportistas, campesinos leales)
contra "los que se resisten al progreso de los chiapanecos".
La ofensiva sobre Amador, además de hacerle al Pentágono el trabajo
sucio, forma parte de la campaña electoral de los amigos de Albores, y ya
sentó las bases para la guerra civil y la cacería de brujas.
EN LA LACANDONA ZAPATISTA, 1094-2001 • 8*1

Pero Amador Hernández, en el corazón de la Selva Lacandona, es uno


de los corazones más grandes de los mexicanos y todos estos indígenas son
chiapanecos, pero en su orden de identidad son primero mexicanos. A lo
mejor ése es su problema.
La experiencia de solidaridad, de resistencia, de sentimientos transpa­
rentes, hace de este húmedo y de momento triste ejido una lección de
dignidad y pacifismo que apela a todos. Incluso a los autoproclamados
enemigos de su lucha, a quienes ayer regalaron con bayas rojas y flores
amarillas, blancas, púrpura y violeta.
En respuesta, les mandaron a la policía.
"Hermanos soldados", decía ayer una mujer, en un tono distinto al
de otros discursos de los indígenas en plantón, "venimos a decirles con
estas flores, que tenemos amor con ustedes, corazón con ustedes. Pensa­
mos que algún día van a ser soldados del país".
Y los soldados se rieron.
La mujer siguió diciendo: "Sirven a grupo de ricos, y nos da pena".
Y un hombre, tomando el micrófono, expresó: "Soldados, ustedes
están comiendo su propia carne de familias campesinas. Están luchando
contra su propio pueblo. Así como nos dicen que vienen por el progre­
so, ustedes saben que no vienen por eso."
Un joven de pasamontañas me responde, cuando le pregunto por qué
se oponen al camino:
"No lo hacen por nosotros. Es para que puedan meter más ejércitos
en contra de nosotros."
Un hombre, parece de autoridad, y viene de dentro tic los Montes Azules,
descalzo y enjuto, habla de cara a los centenares de soldados:
"Piensa, reflexiona, soldadito, para que luches al lado del pueblo. Mor­
que si no, vas a seguir triste atrás del alambre. Eres indígena, recuerda."
Y una muchacha dice luego: "Soldaditos, aquí te vamos a cantar un
canción pa'que no te sientas solo." Y entonan Cartas marcadas: "l\>r todas
las ofensas que me has hecho", empiezan, a coro, decenas de indígenas.
"Hoy quiero sonreír, hoy quiero vivir."
Otro orador adopta un tono más retador, detrás de las púas y las
flores: "Ustedes, encerrados y nosotros libres. Ustedes tienen libertad para
hablar, pero venimos aquí y nos responden con silencio. Quiten esa malla
que tapa el camino de nosotros."
Están tocando la guitarra los indios en el lodazal. "Vamos a decirles un
canto en tzeltal", dice un señor, "porque hoy estamos contentos".
Debo decir que el hombre lo dice con voz triste. O será que no entien­
do ya nada.
3 M • ItAKAEL ACEITUNO Y HERMANN BELLINGIIAUSEN

Lo que los caminos traen

Todo el día, todos los días, cada día en mayor número, los indígenas, bases
de apoyo del e z l n de los pueblos circunvecinos -los que serían "benefi­
ciados" por el camino que traen los militares- están de plantón y protes­
tan, tenaces, sin miedo. De por sí ya lo dijeron: quieren justicia, igualdad
y progreso, pero no así.
"No que rechacemos las carreteras, pero no queremos caminos así
nomás. Pasa que ya sabemos qué traen los caminos. Primero que nada,
a los federales", dice Elias, un hombre de edad, según se distingue bajo su
pasamontañas. No grita, está a un lado, alza el puño. Sus ojos transmi­
ten una especie de sonrisa que doliera, sonrisa quién sabe por qué si está
indignado.
El vado de Amador Hernández es escena de la protesta de cada día de
más indígenas de las comunidades más allá de las cañadas hacia el este.
"No ha llegado el camino, y los ejércitos ya llegaron", remata el hombre,
con su bastón de más de un metro encajado en la tierra. A su lado,
nadie toca una ortiga de grandes hojas y pequeñísimas espinas.
"Escuecen", informa, un poco demasiado tarde, un niño de unos 10
años con el paliacate caído del rostro. Abel da un paso adelante y se une al
coro: "Chiapas, Chiapas no es cuartel, fuera Ejército de él."
A pocos pasos sucede una escena singular. A través de las mallas y la
cerca, un grupo de jóvenes indígenas zapatistas que participan en el plan­
tón contra el bloqueo, reconocen a uno de los soldados que forma la valla.
Esta ocasión los soldados no traen al cinto sus granadas de gas paralizan­
te y que puede ser mortal, mismas que traían el día anterior. Sólo traen unos
garrotes de plástico ligero, pero contundente y también paralizante.
Atrás de ellos, fuera de nuestra vista, se encuentra la mayor parte de
la artillería que cayó del cielo en días pasados en este valle, el último al que
habrán llegado las galletas de animalitos y los refrescos enlatados.
Los muchachos, bajo sus pasamontañas, se suceden unos a otros hablán­
dole en tzeltal a un soldado, también muchacho, y conocido de por sí;
viene de la comunidad El Calvario, no lejos de aquí.
El interpelado responde con monosílabos, sonríe nerviosamente, muerde
un encendedor azul de plástico, trata de apoyarse emocionalmente en sus
compañeros de tropa, todos vestidos como él de un uniforme verde olivo,
y que no entienden ni jota y le preguntan: "¿Qué dicen?", y el otro no les
responde, pues le ha de dar pena.
EN LA LACANDONA ZAPATISTA, 1994-2001 • 343

El niño de antes traduce: "Le dicen que regrese a su tierra, que si no le


da vergüenza venir a chingar a sus hermanos, que ya agarró la moda del
uniforme de soldado."
En realidad quién sabe qué tanto más le dicen, en tonos que van de la
burla a reproche amistoso al, seguramente, insulto. La situación se torna
a tal grado incómodo que el mando le indica que se retire del cordón y lo
releva por otro soldado igual de moreno, igual de indígena, pero desco­
nocido.
Pero ésta es sólo una incidencia marginal de la protesta incansable
que transcurre desde la mañana hasta que se va la luz. Cientos de campe­
sinos realizan uno de esos mítines zapatistas de consignas, discursos y can­
ciones que no descansan: "los acuerdos de San Andrés son ahora y no
después", "el pueblo, unido, jamás será vencido". Y a la vez, hay un ingre­
diente inusitado de protesta estudiantil, al son de "culeeeros", "el que no
brinque es porro" y se ponen a brincar en el lodo.
Los mensajes a los soldados que se les oponen, amenazantes y silen­
ciosos, a veces provocan un cambio de gesto en sus rostros, entrenados
para ser inexpresivos.
"Recibes órdenes de una dictadura, que son tus jefes", dice una mujer.
"Tú limpias su letrina de tu patrón", le grita un hombre*.
"Soldadito, eres indígena, recuerda, y estás allí atrás de ese alambre
como el puerquito que tengo allá en mi casa", dice una mujer más, de pa-
liacate al rostro, tomando el micrófono con las manos.
Algunos traen pozol. La mayoría, sólo agua. El mismo régimen
para los estudiantes, a quienes las autoridades les quieren echar el mun­
do encima, o de menos el guante, y los culpan de la protesta. O sea, no
les perdonan haberla hecho visible. Los representantes civiles del gober­
nador Albores, que llegaron al sitio en los helicópteros barrigones del
Ejército Federal, insisten en echarles la culpa "de que la gente esté tan
brava".

El operador político

Por segunda ocasión, este enviado intercambia algunas palabras con Iván
Camacho, el "operador político" de Albores en este problema tan militar.
Con barba de varios días, el ex candidato a gobernador por el p t (y que
quiso serlo por el p r d en 1994), ex colaborador cercano del general Absa-
lón Castellanos, y por lo visto ahora de Albores Guillén, dice que "no hubo
gases lacrimógenos ni de ninguno", aunque para entonces eso ya lo re­
;«*< • HAKAKL ACEITUNO Y HERMANN BELLINGHAUSEN

conoció la prensa oficial, y si no eran lacrimógenos eran de otros y dejaron


lesiones en piel y mucosas de varias personas. Me consta.
Nos separan dos espirales de malla amenazante. Por un hueco nos
damos la mano. A su lado, otro representante de la Secretaría de Gobier­
no que no dice su nombre y como usa barba, no se le nota, como a Ca-
macho, que no se ha rasurado.
Acaba de alzar vuelo otro helicóptero. Ellos están dentro del círculo
del helipuerto. Del lado de acá la maleza está doblada hasta el piso de tanto
ventarrón de los helicópteros.
-¿Para qué tanto alambre y tantas cosas? ¿Piensan quedarse los
soldados?
-De eso yo no sé -responde-, eso es cosa del Ejército. Yo vine aquí para
buscar la conciliación política.
Con razón se pasa todo el día desocupado, yendo y viniendo con los ofi­
ciales y el agente del Ministerio Público, echándole un ojo a la protesta,
puesto atrás de todas las barreras del Ejército. O supervisando algunos
envíos por helicóptero. Quien sabe dónde andaba a la hora de los gases.
Después nos seguiremos viendo, ocasionalmente, a lo lejos, en el vado.

“ ¡T e n e m o s c a r n e e n l a c a s a !”
(H e r m a n n B e l l in g h a u s e n )

La Realidad, Chiapas, 24 de octubre de 2000. Misael está que no se la acaba.


Con gesto feliz repite cada que habla: "¡Tenemos carne en mi casa." De
siete años, y una inocencia y una estatura como de cuatro, porque aquí
entre algunos niños la desnutrición crónica ha sido canija, celebra lo que
para su familia fue una pérdida: la vaca nueva, o lo que de ella queda.
Apenas venían de comprarla y en el camino cayó en un hoyo. No
pudieron sacarla, todavía cerca del ranchito donde pagaron por el animal
3,500 pesos, una fortuna. El papá de Misael la tuvo que matar, de lo per­
dido lo que aparezca, y allí mismo tasajearla para poderla trasladar a
la comunidad. "La traíamos para criarla, no para que nos la fuéramos
a comer", explica la Rosaura.
Las ondas expansivas del acontecimiento se perciben en las casas cir­
cundantes. Algunos han podido adquirir unos cuantos huesos con carne
para roer y darle sabor al caldo.
En casa de Misael a pura tortilla pasaron las últimas semanas. El fri­
jol empieza a escasear por todos lados. Y de pronto llegan kilos de carne
y viscera en todas partes. Doña Elodia, vecina, guisa ya un fémur, un
pedazo de hígado y un pliego de la panza.
EN LA LACANDONA ZAPATISTA, 1994-2001 • 345

-Compramos poquito, lo da m uy caro la carne mi comadre Luisa


-se queja.
-También fue que lo pagaron mucho por la vaca -justifica su nuera
Celia, a quien ni siquiera le alcanzó para comprar pellejos, pero trajo a
sus niños para que les toque un poco de lo que guisa la suegra.
Misael mete su manita en la palma de mi mano, para que lo acom­
pañe a su casa y vea. Siquiera "Misa" ya no trae el vientre abultado y
lombreciento que lo caracterizó su primera infancia, hasta hace poco,
y le dejó secuelas físicas y neurológicas irreversibles, y una dulzura tris­
te, apagada, en los ojos. A diferencia de su vivaracha hermana mayor,
Rosaura, Misael es un niño de pocas palabras. Tan pocas que no le alcan­
zan para ir a la escuela. Y repite, impresionado: "Tfenemos carne."
Joel, su hermanito de cinco (se ve más grande que Misael), dice que el
perro me va a ladrar. Y Rosaura: "No es cierto. Nomás ladra en la noche.
Orita además está callado."
La cocina, donde habitualmente hay un poco de masa, maíz desgra­
nado, agua en las ollas y sillas que siempre ofrecen a las visitas, por lo
regular se ve vacía y enorme, pero hoy es tendedero de una orgía de file­
tes desgarrados y tendones puestos a secar. Rosaura tuvo razón, el perro
bravo dormita bajo una mesa, en trance de beatitud, ahíto de sobras.
Igual que las mujeres de la comunidad, doña Luisa, madre de Misael,
luce excesivamente delgada y siempre enferma. Sus hijas son las que
verdaderamente realizan las labores domésticas. Ella "mucho se cansa".
Donde que Luisa es de las que no se dejan nunca de embarazarse, toda
debilucha se la pasa por parir o aliviándose. Debe ser más joven de lo que
parece pero después de ocho hijos (vivos) ya no se le queda ninguna
juventud. Al último pichito, apenas anda, todavía le da pecho.
Perdida en un bosque de carne roja y sangrante que de los lazos gotea
sobre el piso de tierra, doña Luisa es la única que no celebra. A la contra­
riedad de la pérdida suma el agotamiento de reducirla en trozos.
-N o llegó siquiera al potrero la pobre animal. Allí tuvo que ir mi
esposo a matarla en el camino.
Junto al fogón yace grande e inútil, una de las orejas del animal. En
un tapanco, dos grandes pezuñas y parte de las piernas, acabaron colo­
cadas como si estuvieran de rodillas.
En el patio, a pocos metros de la cocina, la comadre Mari, ella sí una
mujer robusta y razonablemente sana, extiende al sol la vasta piel de la
vaca desollada en proceso de convertirse en cuero.
-M i papá lo va a usar para hacer monturas -informa Rosaura.
346 • RAFAEL ACEITUNO Y HERMANN BELLINGHAUSEN

La parvada de chamaquitos, inusualmente tranquila (ninguno m o­


quea, tose ni llora), parece flotar en una briaga de proteínas.
Doña Luisa, lamenta que ora a ver cuándo juntan para la paga de
otra vaca. "íbamos a dar un poco de leche a los niños." A Misael lo tiene
sin cuidado esas cuitas. En su vida había visto tanta carne junta, en su
propia casa, y para comer sin límite lo que duren los restos de la res, que
no será mucho.

La tensión de cada día

Con algo de extrañeza, en un respingo había contado Lázaro los soldados


que pasaron por la mitad del pueblo:
-Fueron 250, más del doble del diario.
Tres camiones de cinco toneladas, llenos de tropa, y algunos de civil,
se sumaron hoy al convoy que cruzó con maquinaria pesada, muy des­
pacio, hacia el cuartel del Euseba, y de vuelta a Tepeyac.
Pasado el convoy, en casa de don Raúl empezó la celebración de la boda
de la Mercedes y el Rufino. Un grupo de hombres esperaba en el patio a
que sus señoras sirvieran el "banquete", que habría de consistir en sólo
pollo y sopa. Resulta difícil imaginar una fiesta de bodas más pobre.
Música, la del radio. Los refrescos iban a alcanzar uno para cada quien.
Tortillas, esas sí bastantes. Y arroz blanco. De tener plata, hubieran ofre­
cido de la res caída en desgracia. Pero también para ellos, como dice
Elodia, está muy cara.
El júbilo de Misael nada lo ensombrece. No se cansa de repetir, como en
un sueño: "Tenemos carne, en mi casa tenemos carne", y sonríe como
quien ha firmado un armisticio con la vida.

U n c a s o d e g l o b a l j z a c ió n m il it a r
(H e r m a n n B e l l in g h a u s e n )

La Trinitaria, Chiapas, 29 de junio de 2001. Un autobús con problemas de


índole mecánica detenía el tránsito por la carretera fronteriza, a la altura
de Poza Rica. Sobre la cinta asfáltica se armó un bullicio entre la gente
varada: el intercambio de opiniones y curiosidades entre prójimos que, aun
viajando en vehículos distintos, descubren que van en el mismo barco. Por
retraído que uno sea, siempre acaba encontrando a alguien.
Un hombre joven, indígena, pero de hablar occidentalmente correcto,
abrió coversación sobre cualquier cosa y se mantuvo atento, sin que yo me
diera cuenta.
EN LA LACANDONA ZAPATISTA, 1994-2001 • 347

Cuando los carros pequeños lograron pasar por la cuneta, el hombre


pidió un aventón. "Voy cerca de aquí, antes de los Lagos de Montebello."
Presionado por las circunstancias, rompí mi regla de no dar rait a desco­
nocidos en la zona de conflicto. Era difícil negarse, después de compartir
el naufragio carretero.
Empezó por relatar que llegó de Guatemala aún siendo niño, como
tantos indígenas huyendo de la guerra. "A mi familia la mataron los
kaibiles", dijo, sin el menor dramatismo. Y para abreviar sus años de
destierro, agregó: "También me hice mexicano, tengo las dos naciona­
lidades."
Se recordará que hace unos años hubo reformas a la legislación
mexicana, para permitir la doble nacionalidad. Los más beneficiados por
la medida fueron los refugiados guatemaltecos, al grado que miles de ellos
prefirieron permanecer en nuestro país a la hora de la repatriación, cuando
la paz (frágil) llegó a Guatemala. A lo largo de la franja fronteriza de Las
Margaritas y La Trinitaria, miles de quichés, kakchikeles, mames y otros
pueblos mayas formaron campamentos, protegidos por el gobierno
mexicano, las Naciones Unidas y las agencias internacionales de asisten­
cia. Hoy permanecen varios miles, que incluso han obtenido derecho de
tierras.
Durante los años 80, la guerra civil guatemalteca había alcanzado el
carácter de tragedia. El genocidio y la violación sistemática de los derechos
humanos en 30 años de conflicto forman hoy parte de la historia uni­
versal de la infamia. El ejército guatemalteco (que ocupaba el poder) y sus
policías practicaron secuestros, torturas, desapariciones, matanzas colec­
tivas de civiles. En la memoria de todos está el papel jugado en la guerra
por el cuerpo de kaibiles: feroces, implacables, adquirieron una fama terri­
ble. Su nombre se volvió sinónimo de la crueldad. 'Rambién conocimos fotos
y testimonios de pequeños huérfanos de las aldeas arrasadas, que fueron
"adoptados" por los kaibiles, y desfilaban con ellos, con uniformes de
campaña y la cara pintada, cual mascotas.
"Cuando me llegó la edad del servicio militar, escogí hacerlo en Guate­
mala", prosiguió el relato, que de la historia triste y común del refugiado
derivó hacia un cariz distinto.
"Me gustó ser soldado, me quedé en el ejército y conseguí que me acep­
taran en los kaibiles." Para probarlo, extrajo su cartera del pantalón y me
mostró, con orgullo, su carnet militar. Pude verlo con boina, en unifor­
me de campaña, en la foto tamaño infantil que aplastaba por la orilla
con su índice.
348 • RAFAEL ACEITUNO Y HERMANN BELLINGHAUSEN

Preferí desviar la conversación hacia temas de mi interés, como por


ejemplo, ¿dónde dijo que iba a bajar? Dejábamos atrás el pueblo de Nuevo
Huixtán, en las cálidas tierras bajas al sur de la selva mexicana. A muy
pocos kilómetros estas tierras se convierten, imperceptiblemente, en Gua­
temala. En las comunidades de por aquí es común todavía ver a las mu­
jeres chamulas con la pesada falda de lana que usaban en las frías mon­
tañas de donde salieron huyendo por motivos políticos y religiosos, y
también a las indígenas guatemaltecas con sus barrocas faldas de colo­
res. Un distinto exilio las reúne.
"Voy aquí a la base del ejército mexicano de Amparo Aguatinta. Me
quedo en el puesto de control. Voy a hablar con los soldados", respondió
haciendo alarde.
Un caso de plano psicoanalítico de fascinación por el verdugo. El
hombre eligió el lado del fuerte. Antes que resentimiento u horror, de­
sarrolló un deseo de ya no ser la víctima. Eso y otras cosas iba yo pensan­
do al volante: "No llego tan allá -mentí- me detengo en Nuevo San Juan
Chamula, adelantito de Pacayal."
Como si no escuchara, prosiguió: "Me voy a presentar, para integrar­
me con ellos."

El Ejército mexicano patrullando en el ejido de La Realidad, 1996. (Fotografía de Dirk Vandersypen.)


EN LA LACANDONA ZAI’ATISTA, 1994-2001 • 349

A pesar del desinterés por sostener esa conversación, solté otra


pregunta: "¿Lo esperan?" El kaibil expresó que lo ignoraba, que como
bien acababa de decir, apenas iba a presentarse.
Dos reportajes recientes de Jesús Aranda en La Jornada (18 y 25 de
junio) documentaron la abierta colaboración entre el Ejército federal y los
kaibiles del país vecino. Durante los años recientes, ambos han compartido,
al menos, cursos de adiestramiento para la guerra irregular en tierras de
los pueblos mayas contemporáneos. Se han formado cuerpos de elite,
entrenados para la sobrevivencia en condiciones extremas y las acciones
de contrainsurgencia. En plena zona de conflicto (concretamente en el mu­
nicipio autónomo Tierra y Libertad), este episodio ilustra la colaboración
entre ejércitos mexicano y guatemalteco.
Crecía en mí la urgencia por interrumpir esa transformación de un
doctor Jekyll exilado en Mistcr Hyde. En la primera tienda de Pacayal
detuve el carro. "Hasta aquí llego", anuncié, descendí del vehículo y caminé
unos metros hacia el local abierto. El kaibil permaneció en el asiento,
como si nada.
Regresé con dos latas de refresco y lo vi revisar mis cosas. Al sentirme
venir, se hizo el disimulado. Subí al carro, le ofrecí una Coc.t fría y dije: 'Aquí
nomás, amigo. Ya se puede bajar."
Levemente sorprendido, quizás fingiéndolo, tomó su maleta y se apeó
despacio. Dio unas frías gracias y se encaminó hacia las casas de mala gana.
O permaneció en la cuneta, no sé.
Incómodo, encendí el motor y aceleré con lentitud, sin mirar atrás.
Pocos kilómetros adelante, pasando la comunidad de Amparo, alcancé el
retén militar que ni siquiera durante la fugaz "desmilitarización" foxista
dejó de operar. Mientras los soldados revisaban y tomaban datos, comenté
al capitán a cargo: "l\>r allí vienen a visitarlos." El oficial no reaccionó a
mi crítico comentario. Supongo que no entendió a qué me refería. Pero por
segunda ocasión en el último cuarto de hora sentí que, hablándole a
alguien, con nadie hablaba.
Glosario

Acahual : vegetación densa que crece después de ser abandonada una milpa,
o en parte de selva destruida o quemada.
Almud: medida de peso, equivalente a 15 o 18 libras.
Amate: higo silvestre, árbol siempre verde, hasta de 40 metros de alto, que
crece especialmente en las riberas de los ríos.
Árbol de pan: árbol traído por los españoles de las Molucas; sus frutos se
comen tostados o se usan como forraje.
Aparejo: silla para carga hecha de dos bolsas de cuero llenas de zacate
blando.
Aperos: objetos útiles que sirven a monteros, chideros y arrieros para de­
sempeñar sus respectivos trabajos.
Apersogar: atar un animal, especialmente del cuello, para que no huya.
Ara: nombre genérico de las aves parleras y de vivos colores, como es por
ejemplo la guacamaya.
Árgana: máquina a modo de grúa, para subir piedras o cosas de mu­
cho peso.
Arreador: hombre que sigue el curso de los ríos o arroyos para liberar las
trozas de caoba o cedro que se han trabado en las orillas.
Arria: grupo de cinco millas de carga y una de silla.
Arroba: medida de peso, equivalente a 25 libras, o sea 11.5 kilogramos.
Azimut o acimut: ángulo que con el meridiano forma el círculo vertical que
pasa por un punto de la esfera celeste o del globo terráqueo.
Bajareque: construcción hecha de palos delgados y entretejidos, revestida
con lodo mezclado con zacate.
Bajo: lugar lodoso y pantanoso con vegetación densa, que se inunda du­
rante la época de lluvias.
Bálago: paja larga de los cereales después de quitarle el grano.
Balché: arbusto de cuya corteza, mezclada con miel, los lacandones hacen
una bebida fermentada que toman en sus ceremonias religiosas.
Banquil: hermano mayor en lengua tzeltal.
|¡ir,i|
:ir>*¿ • (ílX )S A R IO

Bejuco: liana que nace parásito de las grandes ramas de los árboles y cuel­
ga de las mismas hasta tocar tierra; algunos tienen hasta dos pulgadas
de grueso y 30 metros de largo; el llamado bejuco de agua produce, al
cortarlo, agua que trae en su interior.
Bejuquilla: víbora muy delgada, a lo cual debe su nombre.
Boga: remero, hombre que maneja las canoas y cayucos en los ríos.
Boquete: caída de agua que se forma como canal entre poza y poza.
Borraja: rescoldo; hojarasca de los pinos.
Brecha: camino ancho en la selva, comúnmente hecho para deslindar
terrenos.
Bueyero: trabajador encargado del cuidado y manejo de los tiros de bueyes,
utilizados para el arrastre de las trozas de madera preciosa.
Caballero: nombre popular dado al atajacaminos, un pájaro de vuelo sigi­
loso y canto nocturno e intermitente.
Cachuca: variante de cachuco, moneda falsa o de baja ley.
Caite: sandalia tosca de vaquete, que se ata al tobillo con unas correhuelas.
Callejón: brecha relativamente ancha, abierta para arrastrar las trozas
de madera hacia los ríos y arroyos.
Camote: planta rastrera cuya raíz es un tubérculo voluminoso y feculento
que se come cocido, asado, frito y en dulces diversos.
Campeche: palo de campeche o palo de tinte, árbol que abunda en luga­
res pantanosos y cuya madera proporciona una de las más antiguas e
importantes materias colorantes.
Canalete: remo de hasta 6 metros de largo, que se usa en los cayucos.
Canshán: árbol de hasta 70 metros de alto, con tronco de hasta 1.5 metros
de diámetro, que produce una madera buena, durable y no difícil de
trabajar.
Caña brava: tipo de carrizo m uy resistente que crece en la orilla de
los ríos.
Caoba: árbol hasta de 70 metros de alto y 3 metros de diámetro, que pro­
duce la madera más valiosa de la selva, por reunir todas las cualidades
necesarias para la fabricación de muebles finos: resistencia, ligereza, elas­
ticidad, durabilidad, estabilidad, atractiva figura, hermoso lustre.
Caribe: nombre que los indios lacandones se dan a sí mismos y por el
cual son también conocidos por los demás; es sinónimo de salvaje.
Caríbal: lugar poblado por indios lacandones o caribes.
Cayuco: canoa pequeña, hecha de un solo tronco de árbol, cuya madera
flota fácilmente.
GLOSARIO • 353

Cedro: árbol de hasta 45 metros de alto y más de 1 metro de diámetro, que


produce una madera muy codiciada por su fragancia, durabilidad, fa­
cilidad de trabajar y su gran fuerza en proporción a su peso.
Ceiba: árbol gigante de la selva tropical, de hasta 80 metros de alto y con
un diámetro de hasta 4 metros.
Central: campamento principal desde donde se dirige la explotación ma­
derera o chiclera de todo un distrito.
Cicerone: persona que enseña y explica las curiosidades de una localidad,
edificio, etcétera.
Cincho: aro de hierro con el cual se aseguran o refuerzan barriles, ruedas,
maderas ensambladas, edificios, etcétera.
Cojón: arbusto de tronco liso que segrega un líquido lechoso.
Colmoyote: larva del tábano, también llamado gusano barrenador, que se
incrusta debajo de la piel de animales y humanos, y puede causar hasta
la muerte de sus víctimas.
Comején: insectillo de 5 o 6 milímetros de largo, destructor de madera y
papel principalmente.
Conote: variante de conoto, especie de gorrión grande, de color negro bri­
llante.
Corozo: palma hasta de 10 metros de alto, cuyas frutas oleaginosas for­
man manojos semejantes a los de la palma de aceite.
Coyulillo: variante de coyolillo, nombre dado a varias palmeras silvestres.
Crax rubra: nombre científico del hoco u hocofaisán, antes muy abundan­
te en la selva, ahora ya muy poco común.
Cuadrilla: grupo de monteros o chicleros que funciona como unidad ope­
rativa en el proceso de explotación.
Cucayo: variante de cocuyo o cucuyo, insecto luminoso de las regiones
tropicales y del cual hay hasta un centenar de especies.
Chajul: nombre ixil para el pino u ocote; nombre de un afluente del río
Lacantún que desciende de Los Altos cuchumatanes.
Chapai: variante de chapaya, palmenta común cuya cabeza es rica ver­
dura en ensalada.
Champa: castellanización de la palabra maya chan-ná, casa chica; protec­
ción contra las lluvias o el sereno, hecho rápidamente de palos y zacate
u hojas de palma.
Chapopote: variante de chapapote, especie de asfalto que abunda en di­
versas regiones de México.
Chaquistes: pequeños insectos volátiles muy perjudiciales, que aparecen
en grandes masas y molestan mucho, en especial las hembras; se
llaman jejenes en Guatemala.
¡IM • (¡LO,SARIO

Chechen: árbol venenoso cuya resina quema la piel y puede cegar.


Chicozapote: árbol alto, cuya savia lechosa produce el verdadero chicle;
además, tiene frutos muy sabrosos.
Chopa: nombre vulgar de la flor del apompo o zapote de agua; pez de río.
Deshecho: vuelta de camino que se abre alrededor de un tapazón.
Dril: tela fuerte de hilo o de algodón crudos.
Elote: la mazorca tierna del maíz que se come cocida a manera de legum­
bre, en guisos diversos, asado, en dulces y en torta, tamales, atole,
etcétera.
Enganche: adelanto de una cierta suma de dinero al trabajador en el m o­
mento de firmar el contrato de trabajo, de manera que el enganchado
se va a la montería con una fuerte deuda.
Espolones: hierros que se ajustan a la bota del chiclero y que llevan abajo
un punzón con el cual se clavan en la corteza del árbol, ayudando así
al chiclero para trepar.
Espumuy: paloma que emite un canto dulce y lastimero.
Estiba: colocación conveniente de los pesos de un buque con relación a
sus condiciones marineras.
Gambucino: variante de gambusino, minero práctico que se ocupa en bus­
car yacimientos minerales. Por extensión, buscador de fortuna,
aventurero.
Gamonal: cacique, persona influyente, ricachón.
Garrapata: arácnida que vive parásito sobre ciertos animales, chupándo­
les la sangre y aumentando así notablemente de volumen hasta hacerse
casi esférico.
Genesíaco: perteneciente o relativo a la génesis o generación de un proceso.
Gorgojo: árbol hasta de 15 metros de alto, cuya madera es muy poco du­
rable, siendo atacada con facilidad por insectos.
Grama: pasto forrajero muy bueno que crece sobre las aguas palustres en
el sureste de México, especialmente en Tabasco.
Guaco: bejuco cuyas hojas, en infusión, se consideran muy eficaces contra
la picadura o mordedura de animales ponzoñosos y contra el cólera y
el reumatismo; ave gallinácea, variedad del faisán americano o paují.
Guanacastle: árbol imponente, de hojas delgadas como plumas, cuya ma­
dera se utiliza para hacer muebles y en la construcción de casas.
Guancolola: nombre popular de una especie selvática de perdiz.
Guano: palma alta, con hojas grandes en forma de abanico, excelentes para
techar champas y casas.
Guarumbo: "árbol de hormiga", con tronco articulado hasta los 25 metros
y hojas inmensas que brillan al azul.
GLOSARIO • 355

Guatapil: palma chica que se usa tanto como pastura para las bestias
como para techado de champas; el corazón de la palma es comestible.
Guayacán: árbol de hasta 15 metros de alto, que produce una madera
durísima pero excelente para la ebanistería.
Guineo: una de las dos especies cultivadas del plátano, junto con el plá­
tano macho; existen muchas variedades, como son el roatán, el enano,
el criollo, el morado, el bárbaro, el manzano, etcétera.
Hamaca: puente hecho de bejucos o cables de alambre, sólo para el uso de
peatones.
Hato: claro abierto en el monte por los chicleros, para servir de campa­
mento provisional, mientras se exploten los chicozapotes cercanos.
Huípil: antigua prenda de la mujer azteca, camisa de algodón, sin man­
gas, descotada, larga hasta las caderas y ancha, con bordados, adornos
y bellas labores. Lo usan todavía las mujeres indígenas de México y
Centroamérica.
Jabalí: mamífero conocido como "cochi de monte", que se distingue del
pécari o senso por el cuello blanco.
Jahuacte: palma de hasta 6 metros de alto, llena de espinas largas, que
produce madera negra y muy dura.
Jato: silla para cargar, aparejo; también equipaje.
Jején: especie de mosquito diminuto cuya picadura produce ardor e irri­
tación de la piel. Vive en colonias que forman nubes. Pica de preferencia
en la cabeza a las personas, hundiéndose en el cabello.
Jetjá: palabra tzeltal que quiere decir agua que hace horqueta, o sea donde
se unen dos arroyos o ríos.
Jicara: recipiente elaborado de la cáscara de los frutos globosos o elípticos
del árbol de calabazas, también llamado jícaro.
Jimba: gramínea con aspecto de bambú, hasta de 20 metros de alto, cuyas
cañas, cortadas longitudinalmente y aplanadas, se usan para construir
paredes y tabiques de casas.
Jiote: árbol muy llamativo por su corteza rojiza lisa y sus ramas curvadas
o dobladas; es el conocido palo mulato.
Jipijapa: planta sin tallo, con aspecto de palma, de cuyas hojas se confec­
cionan los sombreros llamados de Panamá.
Kaibil: tigre en lengua kiché; nombre dado en Guatemala al soldado
de elite.
Kambal: variante de kambul, nombre maya-yucateco del hoco-faisán.
Lagarto: reptil anfibio que habita en los ríos, arroyos y pantanos; se
distingue del cocodrilo por su tamaño más pequeño, su hocico corto
de perfil cóncavo y sus ojos saltones.
350 • GLOSARIO

Leche María: árbol esbelto de hasta 50 metros de alto, con pequeñas


hojas brillantes; se llama también palo amarillo, barí, o sacbahlanté
(tzeltal).
Legua: medida de longitud, equivalente a 4.19 kilómetros.
Lía: lazo que los chicleros emplean como cinturón que los detiene colga­
dos del árbol en que trabajan.
Maculis: árbol muy parecido al cedro, que de febrero a abril se cubre de
flores color rosa de gran belleza.
Majahua: variante de majagua, árbol de 5 a 6 metros de altura, de cuya
corteza se obtiene una fibra con la cual se hacen sogas y mecapales, y
el mecate de uso común.
Mancha o manchón: lugar en donde crecen, en una superficie reducida,
varios árboles de la misma especie, por ejemplo de caoba, cedro o
chicozapote.
Manteado: lona grande hecha de manta y usada como tienda de campaña.
Marimba: calabazo muy largo y grueso, fruta de una cucurbtácea que
se usa en los campos para farol de candil.
Marquesa: paquete de chicle concentrado y endurecido, que pesa alrede­
dor de medio quintal.
Maistate: variante de mastate faja o taparrabo que usaban los aztecas y
demás indios del México antiguo.
Mecapal: faja de fibra o corteza de árbol, suave, ancha y resistente, que la
gente del campo usa para cargar a las espaldas, haciéndolo pasar por
la frente.
Mecate: hilo o soga hecha de la corteza de ciertos árboles; es muy resis­
tente.
Metate: piedra cuadrilonga y algo abarquillada en su cara superior, sos­
tenida en tres pies de la misma pieza de la piedra, dos delanteros y
uno trasero, sobre la cual las mujeres en México muelen el maíz, el cacao
y otros granos.
Monte o montaña: término local para designar a la selva.
Montería: campamento en donde viven los monteros, hacheros y bueyeros
que trabajan en el corte de la madera preciosa.
Montero: talador, cortador de árboles.
Nacimiento: lugar en donde un arroyo o un río sale de la falda o al pie de
un cerro.
Nagua: variante de enagua; prenda de vestir de la mujer, por lo general
de tela blanca, que se usa debajo de la falda exterior.
Nauyaca: serpiente particularmente venenosa que llega a medir hasta
2.5 metros de longitud.
ÜLOSAUIO * ¡)í>7

Navahuela o navajuda-, carrizo trepador cuyas hojas son muy cortantes


y que sirve de buen forraje para el engorde de ganados en tierras
bajas y húmedas.
Nixtamal: maíz con el cual se hacen las tortillas, cocido en agua de cal o
de ceniza para hacerle soltar el ollejo.
Numen: cualquiera de los dioses adorados por la gente.
Ñame: planta de procedencia africana, aclimatada ampliamente en la Amé­
rica tropical y subtropical. Su raíz constituye la base de la alimen­
tación popular antillana.
Ojo de agua: cualquier pequeño pozo de agua o lagunita, o el nacimiento
espontáneo de un arroyo al pie de una colina o cerro.
Ortiga: arbusto hasta de 6 metros de alto, con hojas inmensas y flores
azul-moradas, que florece principalmente en pendientes empinadas
y bordes de caminos.
Palizada: hilera de palos que se colocan para formar una pared de defensa;
un obstáculo hecho de palos; de ahí, un obstáculo en un camino
o un río.
Palma real: la palmera por excelencia de las tierras tropicales, oriunda de
Cuba, de majestuoso aspecto, de tronco recto, erguido y liso, que se
eleva a veces a más de 30 metros de altura.
Paraje: lugar en donde pasan la noche las muladas que transitan por los
caminos de la selva; siempre queda donde hay agua; no tiene habitan­
tes permanentes.
Paso: lugar en donde hay que pasar un río, en general en canoa, cayuco
o balsa.
Patacho: mulada grande; nombre local para recua.
Pethá: palabra tzeltal que quiere decir: agua brazada, agua redonda; indica
cualquier laguna; también: pelhá.
Picado: caminito abierto en la selva a punta de machete y sólo de uso pa­
sajero.
Pita: planta parecida a la piñuela, que produce fibra de muy buena cali­
dad para hacer cuerdas, líneas para pescar, redes y otros artículos
más.
Pozol: bebida hecha de maíz que ha sido cocido por lo menos una hora y
media más que el nixtamal y ha sido molido sólo una vez.
Quintal: medida de peso, equivalente a 100 libras o sea 46 kilogramos.
Rait: escritura fonética en español de la palabra inglesa ride, aventón.
Real: moneda de plata cuyo valor equivale a la octava ¡jarte de un peso, o
sean 12.5 centavos. Estuvo en uso hasta hace poco en varias regiones
de México y Centroamérica.
:|¡ÍH • (¡IjüSAKIO

Resumo: pequeña creciente de un río en tiempo de aguas.


Sanate o zanate: pájaro m uy abundante y sumamente nocivo en las
sementeras de cereales, cuyo grano sembrado arranca y cuyos fruto
devora.
Sangre de drago: nombre vulgar de varias plantas de propiedades medi­
cinales que se usan principalmente para curar las afecciones renales.
Saraguato: nombre local para mono aullador.
Semaneo: campamento provisional de los monteros, mientras talan las cao­
bas y cedros cercanos.
Simpaxóchitl: variante de cempoaxóchitl, nombre que se da en México a
la flor de la maravilla.
Subín o espino blanco: arbusto o arbolito espinoso, hasta de 7 metros de
alto, frecuente en selvas bajas deciduas y en sabanas; dio su nombre al
río Subín, afluente del río de la Pasión.
Shula: hormigas negras muy grandes que caminan sobre todo en la noche,
penetrando y comiéndolo todo; suben a los árboles y devoran flores y
frutos suaves.
Tábano o mosca verde: insecto que pone sus huevos debajo de la piel de
sus víctimas, en donde se desarrollan nidos enteros de larvas, los te­
midos colmoyotes.
Tahalí: portafusil.
Tapazón: lugar en donde un árbol caído ha cerrado el camino.
Tapesco: mesa o cama rústica hecha de varas.
Taza: pared semicircular, formada por depósitos de travetina o caliche
en los ríos y arroyos, causando una pequeña caída.
Tecomate: árbol de la familia de los jícaros, cuya fruta muy alargada es
beneficiada como recipiente con boca angosta.
Tepescuintle: animal roedor, de formas corpulentas, cuya carne es la más
apreciada de todos los mamíferos de la selva.
Tinglado: cobertizo, tablado armado a la ligera. De allí, en sentido figura­
tivo, artificio, enredo, maquinación.
Tiro: grupo de diez bueyes, aparejados en forma de cinco mancuernas, para
arrastrar las trozas de madera preciosa.
Torno: tramo de río manso, de más de 100 metros de largo, o tramo de río
entre dos raudales.
Totopo o totoposte: tortilla delgada y grande que se cuece sólo por un lado
y se saca del comal ya seca; tostada.
Trabajadero: área desmontada donde el campesino tiene sus cultivos.
Tranca: hacinamiento de trozas en los ríos, por encontrar éstas algún
obstáculo.
(¡LOSAItlO * :)5!)

Troza: tronco de árbol de caoba o cedro, cortado de tal forma que pueda
ser arrastrado por los tiros de bueyes hacia el tumbo.
7hmba: la primera fase de la explotación maderera, el corte propiamente
dicho, realizado por los hacheros.
TUmbo: lugar en la orilla de un río o arroyo, adonde se juntan las trozas
con el fin de botarlas después al agua en la época de las crecientes.
Vado: paso por arroyo o río que puede vencerse a pie o montado.
Vara: medida de longitud, equivalente a 0.836 metros.
Vereda: caminito abierto en la selva, de más uso que un picado.
Viejo de monte: mamífero carnívoro, de color negro, con la cabeza gris
y una mancha blanca en el pecho, que alcanza el tamaño de un perro
chico.
Xac: piedra suave calcárea que se forma en los ríos con agua muy cargada
de esta materia.
Yupo: variante de yopo yopa; árbol conocido como borrachero, cuyo fruto
en forma de rapé se usa para embriagarse.
Zancudo: nombre dado al mosquito (por tener las zancas o patas largas).
Zapote: nombre genérico para toda una serie de árboles, entre ellos el za­
pote blanco, el zapote amarillo, el zapote colorado, el zapote negro,
etcétera; los colores indican a veces los frutos, a veces las flores que
produce cada variedad.
Zarzaparrilla: bejuco cuyas raíces secas, largas y delgadas, contienen un
glucósido llamado sarsapopina, que se utiliza en la medicina contra el
reumatismo y algunas enfermedades cutáneas.
Zonte: unidad azteca de medida para maíz y otros cereales, compuesta de
400 unidades. Se usa todavía en el campo. Se dice también zontle.
Para leer más

B o t á n ic a

M Faustino, La vegetación de Chiapas, Ediciones del Gobierno del Estado,


ir a n d a ,

2 vols., Hixtla Gutiérrez, Chis., 1975.

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españoles, 1525-1821, Fondo de Cultura Económica-Sccretaría de Educación
y Cultura de Chiapas, México, D.F.,1988 (2a. edición), México, D.F., 504 pp.
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sobretiro de tres artículos publicados en América Indígena, México, D.F., 1968,
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Mili • PARA LEER MÁS

P r o b l e m á t ic a a c t u a l

Víctor Hugo y Edouard Adé Blanchard (coords.), Selva


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la Selva Lacandona, Cal y Arena, México, D.F., 1998.
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La m archa al reino de la caoba, E l general, Aguilar, Biblioteca de Autores
Modernos, Madrid.
/
Indice

Prólogo ................................. i ............................................................... 7


Ja n D e V o s

Introducción.......................................................................................... 11
Ja n D e V os

Veinticinco viajes .......... ....................................................................... 41

C a p ít u l o 1
La reducción de Gracia Real, 1786-1793 ............................................... 43
M anuel Jo sé C a l d e r ó n y J o s é Fa r r e r a

C a p ít u l o 2
Una expedición malograda, 1826 ......................................................... 53
J o sé M a r ía Es q u i n c a

C a p ít u l o 3
De San Pedro Sabana a Palenque, 1840 ................................................. 59
J o h n L l o y d St e p h e n s

C a p ít u l o 4
En busca de almas perdidas, 1863 ......................................................... 77
Fr a y L o r e n z o de M ataró

C a p ít u l o 5
En el Desierto de la Soledad, 1 8 7 8 ......................................................... 81
M anuel Jo sé M a r t ín e z

C a p ít u l o 6
Viaje al país de los ukes, 1881 ............................................................. 89
Ed w i n Ro c k s t r o h
C a p ít u l o 7
Encuentro en Yaxchilán, 1882 ............................................................. 131
D ésiré C h a r n a y

C a p ít u l o 8
Una visita al lago Pethá, 1898 .............................................................. 139
IfeOBERT MALER

C a p ít u l o 9
Un predio de 323,599 hectáreas, 1902 ................................................. 159
J osé Tá m b o r r e l

C a p ít u l o 10
Desastre en Las Tinieblas, 1904 ........................................................... 167
Pa b l o M o ntañez

C a p ít u l o 11
El cayuco de los suplicios, 1913 ........................................................... 177
M a r io J. D o m ín g u e z V id a l

C a p ít u l o 12
México desconocido, 1924 .................................................................... 183
R o d u l f o B r it o Fo u c h e r

C a p ít u l o 13
La montería de don Pepe, 1930 ............................................................. 189
Pa b l o M o ntañez

C a p ít u l o 14
Los adoradores del sol, 1934 .................................................................. 195
Ja c q u e s S o u s t e l l e

C a p ít u l o 15
Encuentro con un tigre mañoso, 1944 ................................................. 213
M ig u e l Á l v a r e z del Toro

C a p ít u l o 16
En busca de tribus y templos, 1948 ..................................................... 227
Fr a n s B l o m y G ertrude D uby

C a p ít u l o 17
En busca del paraíso perdido, 1960-1972 239
H a rr y L ittle y Jan M u lle r
C a p ít u l o 18
Lacandonia a la vista de pájaro, 1971 247
C a r l o s H e lb ig

C a p ít u l o 19
La fundación de Boca de Chajul, 1974-1984 ......................................... 255
M anuel L ombera

20
C a p ítu lo
Una tierra para sembrar sueños, 1986 ................................................. 265
Jo sé A n t o n io A bascal

C a p ít u l o 21
Guerra en el valle de San Quintín, 1977 ............................................... 273
M a r io Ló pe z H ernández

22
C a p ítu lo
Visita pastoral al ejido Samaría, 1987 ................................................... 293
F r a y P a b l o I r ib a r r e n

23
C a p ítu lo
Creciendo en un campamento, 1982-1993 ........................................... 301
R o s e l ia G a r c ía

24
C a p ítu lo
Las enseñanzas de la montaña, 1972, 1984 ......................................... 317
M a r io Pa y e r a s y R a f a e l S e b a s t iá n G u i i .i .é n

25
C a p ítu lo
En la Lacandona zapatista, 1994-2001 ................................................. 333
Ra f a e l A c e it u n o y H erm ann B e ix in c h a u s e n

Glosario ................................................................................................ 351

Para leer más ........................................................................................ 361


Viajes al Desierto de la Soledad.
Un retrato hablado de la Selva Lacandona
se terminó de imprimir en la ciudad de México
durante el mes de enero del año 2003.
La edición, en papel de 75 g, consta de 1,000 ejemplares
más sobrantes para reposición y estuvo al cuidado
de la oficina litotipográfica de la casa editora.

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