Yo Saturado - Keneth Gergen-1!76!220928 - 140751
Yo Saturado - Keneth Gergen-1!76!220928 - 140751
Yo Saturado - Keneth Gergen-1!76!220928 - 140751
Kn esta obra, el autor explora los profundos cam bios acaecidos en los últimos
tiem pos con respecto al individuo com o tal, asi com o las im plicaciones que K enneth jf.
de ello se lian derivado para la vida intelectual y cultural. I .as tecnologías de
Gergen
la com unicación en un proceso de avance perm anente en nuestros días
n os obligan actualm ente a relacionarnos con un núm ero m ucho mayor de in
& s
C Er
d ivid u os y de in stitu ciones que en cualquier época pasada, y a través de una 2
m ultiplicidad de formas q ue nos exige crearnos una con cepción diferente de
o O
nosotros m ism os. o
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Kn este sen tid o, nuestra saturación social ha llegado a ser tan intensa que Oí
n
hem os acabado asum iendo las personalidades y valores de aquellos con quienes 3
nos com u nicam os, con el con sigu ien te deterioro de nuestro sentido de la
verdad objetiva. El yo saturado
Partiendo de una investigación m uy am plia, que abarca d esd e la antropología Dilemas de identidad en el mundo contemporáneo
hasta el psicoanálisis, la novelística o el cine, l 'l yo saturado sondea los peli
gros y perspectivas que se le presentan a un m un do en el que el individuo nunca
es lo que parece y la verdad radica, en cada instante, en la postura circunstan
cial del observador y en las relaciones entabladas en ese m om ento.
«Un trabajo original, inteligente, profundo y altam ente estim ulante, que además
acaba con todos los clich és referentes a la condición posmoderna.»
Publishcrs W etltly
Paidós Surcos
SURCOS
T ítu lo s publicados:
El yo saturado
Dilemas de identidad
en el mundo contemporáneo
PAIDÓS
Barcelona
Buenos Aires
México
Título original: The Seiturated Self. Dilemmas of Idenlity in Contemporary Life
Prefacio................................................................................................. 11
N o ta s ....................................................................................................... 353
A utorizaciones....................................................................................... 387
índice analítico y de n o m b res............................................................389
7
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11
vas, com o para quedar circunscritas a los m uros de las universidades
y del m undo académico.
H ay un aspecto de esta efervescencia que me interesa especial
mente. D urante muchos años, uno de mis intereses fundamentales
fue el concepto de «yo» [self], nuestra manera de com prender quié
nes somos y para qué estamos en el mundo. Los supuestos acerca del
yo parecen fundamentales para toda empresa que nos propongam os
llevar a cabo. Entendem os que, en nuestra condición de seres hum a
nos normales, poseemos la facultad de razonar y tenemos em ocio
nes, intenciones, conciencia moral; estos conceptos desempeñan un
papel decisivo en nuestra manera de relacionarnos con los demás.
¿Q ué sentido tendría el m atrim onio si no nos sintiéramos capaces de
experimentar am or p o r otro ser hum ano? <Qué finalidad persegui
ría la educación si careciéramos de todo concepto sobre la razón o la
memoria? ¿Cóm o podríam os confiar en otras personas si no creyé
ramos en el poder de la conciencia moral?
Es evidente que la subversión general que se está produciendo
dentro de los m uros académicos tiene profundas implicaciones para
cualquier concepción acerca del yo. H o y están amenazadas todas las
premisas tradicionales sobre la naturaleza de la identidad del ser
hum ano. N o se trata simplemente de que el curso actual de los acon
tecimientos haya alterado el énfasis puesto en la racionalidad, las
emociones, etcétera, o haya añadido nuevos conceptos al dialecto
vernáculo; más bien, corre el riesgo de ser erradicado el concepto
mismo de verdad, de objetividad, de saber, y aun la idea de un ente
individual, dotado de determinadas propiedades mentales. Lo que
esto significa para nuestra vida en com ún es a la vez inquietante y es
timulante, y merece un examen amplio.
Sin embargo, cuando empecé a «hablar para los demás», mis tra
bajos com enzaron a cambiar de rum bo. A fin de salvar la brecha que
se abre entre el m undo universitario o académico y el público en ge
neral, se requiere cierta sensibilidad respecto de las experiencias y
condiciones de vida que son propias de este público. Al centrarme
en el estado de cosas más general, me sorprendió advertir que este
cataclismo contem poráneo del m undo académico guardaba u n para
lelismo con otros cambios no menos trascendentales en las formas
actuales de conducirse y de relacionarse las personas, quienes cada
vez más están padeciendo la «disolución del yo» a que se alude en los
debates académicos y experimentando en carne propia las conm o
12
ciones que genera este disloque, los dilemas de la identidad..., así
como el fervor que provocan las nuevas perspectivas que se avizo
ran. Empecé a entender que lo que se necesitaba no era un m onólo
go propio, el de mi voz tratando de tornar inteligibles esos debates
actuales para u n público más vasto, sino un diálogo. Quienes estaban
sumidos en la batahola de la vida cotidiana necesitaban tener voz, ya
que la verbalización de sus experiencias enriquecería y cimentaría
los debates académicos. C onfío, pues, en haber podido ofrecer un
terreno com ún para la investigación y el esclarecimiento m utuo.
Si este tum ulto académico coincide con la transformación de nues
tra experiencia cotidiana respecto de nosotros mismos y de los de
más, se plantea otro interrogante: <¡a qué se debe esta coincidencia?
Sin duda, el encarnizado debate que se libra en el terreno académico
es un «indicador social» que señala las condiciones, más generales,
de la vida social en su entorno, pero... ¿cuál es la explicación de este
soliviantamiento simultáneo en ambas esferas? ¿Por qué aquí, p o r
qué ahora? La reflexión que hice de mi propia vida y de la de los se
res que me rodean, y los com entarios que he leído acerca de la histo
ria social de los últimos tiempos, me sugirieron esta respuesta: el
cambio tecnológico. Los logros tecnológicos a lo largo del siglo han
producido una alteración radical en nuestra form a de revelarnos a los
demás. C om o consecuencia de los avances realizados en el campo de
la radio, el teléfono, el transporte, la televisión, la transm isión vía sa
télite, los ordenadores, etcétera, estamos hoy sometidos a una tre
menda andanada de estímulos sociales. Las com unidades pequeñas y
estables, que tenían un molde conform ado de otros valores, van sien
do sustituidas por un conjunto amplio —y creciente— de relaciones
humanas.
Confío en dem ostrar que este increm ento brutal de los estímulos
sociales — que se aproxim a al estado de saturación— es lo que ha
sentado las bases tanto de los enormes cambios en nuestra experien
cia cotidiana de nosotros mismos y de los demás, como del desen
frenado relativismo que ha cundido en la esfera académica. Las creen
cias en lo verdadero y en lo bueno dependen de que haya un grupo,
inspirador y homogéneo, de partidarios de dichas creencias, quienes
definan lisa y llanamente aquello que, según suponen, está «allí» sin
lugar a dudas. La saturación social ha dem olido estos círculos cohe
rentes de consenso, y la exposición del individuo a otros múltiples
puntos de vista ha puesto en tela de juicio todos los conceptos. Y
13
esto es tan válido para los debates académicos sobre la verdad y la
objetividad com o para nuestra experiencia cotidiana del propio yo.
En este libro haré amplio uso del calificativo posmoderno para
definir las condiciones actualmente imperantes tanto dentro como
fuera de la esfera académica; no obstante, ese térm ino, que tiene am
plia difusión tam bién en círculos literarios, arquitectónicos, artísti
cos, políticos y filosóficos, y que en los últim os tiempos incluso ha
penetrado en la cultura popular, no me deja del todo satisfecho. En
parte, ello se debe a que al autodefinirse com o algo «posterior» a
otra cosa, pero sin especificar en qué consiste su esencia, lo posm o
derno ha sido entendido de manera diversificada y voluble.
N o obstante, en muchos de estos contextos parecería haber un
cuerpo de ideas e imágenes coherentes en torno del uso de este tér
mino, y sería un error desentenderse de él sin examinar cabalmente
su significación. De hecho, argum entaré que lo que suele caracteri
zarse com o una situación posmoderna dentro de la cultura es en gran
medida un producto colateral de las tecnologías de saturación social
que han surgido en este siglo.
Tam poco me siento cóm odo hablando de «períodos» o «fases»
de la historia, o de las condiciones culturales en general. Es habitual
hacerlo, pero bien puede rebatirse todo lo que se ha escrito acerca de
los períodos, lugares o culturas, ya que todo lo «nuevo» encierra
fuertes reminiscencias del pasado. En la literatura y el arte m oder
nos, por ejemplo, no es difícil encontrar huellas del rom anticism o o
del medievalismo. Y a la inversa: en cada m om ento de estabilidad se
disciernen vislumbres de lo nuevo o novedoso. Para el autor del
Eclesiastés, «no hay nada nuevo bajo el sol», mientras que para un
monje zen puede hallarse una novedad infinita en cada pétalo de
cada flor. Por otra parte, siempre existen individuos o acontecim ien
tos que no se am oldan a las pautas establecidas. D e acuerdo con los
actuales cánones interpretativos, da la impresión de que Vico, N ietz-
sche, Bajtin o los dadaístas estaban acaso fuera de lugar en su época;
y para cada individuo que se amolda a las pautas de la época, pueden
ofrecerse pruebas que contradicen esa fácil instalación. En toda p e r
sonalidad hay tem poradas en que falla la prudencia, así como todo
disoluto tiene períodos de cautela.
Estas incongruencias en m ateria de períodos y de vida personal
abogan contra la posibilidad de establecer «generalizaciones preci
sas» sobre el pasado o el presente. Por lo tanto, debería considerarse
14
este libro com o una especie de lente, una manera de enfocar las co
sas, más que un plano de situación sobre lo que pasa en el m undo. Su
valor dependerá, entonces, de su coherencia, de la intelección que
ofrezcan sus particulares yuxtaposiciones y forcejeos sobre el yo y la
vida social, y del m odo en que esto resuene en la imaginación de
cada cual, o la instigue.
N o me habría sido difícil triplicar el tam año de este libro: más
ejemplos, otras consideraciones y aplicaciones, nuevas aclaraciones,
demandaban más espacio. (U na vez que la lente se ha enfocado como
corresponde, el m undo entero parece aclararse y dilucidarse.) Sin
embargo, una de las desafortunadas consecuencias de mi propia tesis
es que la cantidad de personas dispuestas a leer una obra hasta el fi
nal es cada vez menor; extenderse demasiado habría sido equivalen
te a perder a esos mismos lectores de quienes se ocupa precisamente
este volumen. M i esperanza es que muchos lectores encuentren pla
cer en dejar que la tesis se ram ifique a lo largo de su propia expe
riencia, y en identificar porm enores personales que resulten perti
nentes; para quienes deseen seguir con m ayor detalle las diversas
líneas arguméntales, se suministran numerosas referencias bibliográ
ficas en las notas.
Al estructurar el material para este libro, desem peñaron un papel
central tres ideas. En prim er térm ino, pretendí elaborar cada capítu
lo de m odo que fuese más o menos un ensayo autónom o, y al finali
zar su lectura cada lector tuviera la sensación de haber abarcado algo
coherente. Así, quienes se interesen por ciertos aspectos críticos de
la vida personal y social de nuestra época podrían circunscribirse a
determ inados capítulos, en tanto que los lectores curiosos p o r cono
cer la efervescencia intelectual en las universidades o el trasfondo
histórico de estas cuestiones podrían detenerse en otros.
Al mismo tiempo, cada capítulo debía.m antener una relación sin
tónica con los demás; lo ideal era que la tesis principal de cada uno
ganase en dimensión, inteligibilidad e implicaciones al leerlo a la luz
de lo que dicen los otros.
Por últim o, tenemos la historia de la totalidad: una lógica que se
desplegaría de modo tal que los primeros capítulos echarían los ci
mientos de los que les siguen. H ay una tensión creciente en esta con
junción. Tengo la im presión de que para muchos lectores mi histo
ria parecerá un viaje al infierno, ya que los sucesivos capítulos van
atrayendo al abismo un aspecto tras otro de la sensibilidad occiden
15
tal. Sin embargo, el lector atento discernirá asimismo un contenido
subyacente más optimista, y por ende los argum entos finales podrán
emerger por encima de ese abismo de desesperación. Mi visión final
es la de un optimismo entusiasta, aunque precavido. H ay, p o r cier
to, justificados m om entos de lamentación. C om o autor, no he abor
dado estos materiales con un solo estado de ánimo — tema central,
justam ente, del libro— . C onfío en dem ostrar, pese a ello, que no hay
muchas esperanzas de recuperar el pasado, y que nuestra m ejor al
ternativa consiste en dar expresión a los aspectos positivos potencia
les de esta eliminación posm oderna del yo.
16
sen, H anna y Arie Kruglanski, Anne M arie y John Rijsman, W oj-
ciech Sadurski, Alan Siegler y W olfgang Stroebe. Tam bién estoy en
deuda con D irk van de Kaa y el Instituto de Estudios Avanzados de
los Países Bajos, con James England y el C om ité de Becas Eugene
Lang del Swarthm orc College, y con Cari G raum ann y N o rb ert
G roeben, de la U niversidad de Hcidelberg, quienes me brindaron el
tiempo y las condiciones adecuadas para escribir sin necesidad de te
ner que ocuparm e de mis obligaciones docentes. Estoy muy agrade
cido al personal de Basic Books, sobre todo a Judy Greissman, Jo
A nn Miller, David Frederickson y Jen Eleissner, por sus valiosas
aportaciones a mi m anuscrito desde su concepción hasta la correc
ción definitiva. Lisa G ebhart, A nn Simpson y Joannc Bromlcy dedi
caron pacientemente muchas horas a su edición, y también fue ines
timable la ayuda de Bill M artin y Joe Gangemi. E n el curso de toda
esta tarea, M ary Gergen fue una fuente perm anente de inspiración y
de apoyo, y más que ninguna otra persona ella prefiguró el tránsito
del yo a la relación.
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C apítulo 1
EL ASEDIO DEL YO
19
pachos p o r correo electrónico, visitas de estudiantes y un colega de
Chicago que quería conocer nuestro predio universitario. Al con
cluir la jornada, por si me hubiera faltado algún estímulo, el radioca-
sete del coche aguardaba mi tram o de vuelta a casa. Al llegar noté
que el césped estaba demasiado crecido y que las paredes de la vi
vienda pedían a gritos una mano de pintura; pero yo no estaba para
aquellos menesteres: tenía que contestar la correspondencia del día,
m irar los periódicos y hablar con mis familiares, ansiosos p o r con
tarm e lo que habían estado haciendo. Q uedaban aún los mensajes
del contestador automático, más llamadas de amigos, y la tentadora
televisión, incitándom e a huir desde sus veintiséis canales. ¿Pero
cómo podía huir posponiendo tantas obligaciones vinculadas con
mis artículos, la correspondencia y la preparación de los cursos? In
merso en una red de conexiones sociales que me consumían, el re
sultado era el atontam iento.
Tal vez los profesores universitarios seamos gente más ocupada
que la mayoría; después de todo, la com unicación es un hecho cen
tral de la docencia y la investigación. Sin embargo, mi estado de in
mersión social dista de ser anómalo; en verdad, si se com para a un
profesor con muchos hom bres de negocios y otros profesionales, se
com probará que disfrutan de un grado considerable de aislamiento.
Los signos de esta inm ersión social aparecen p o r todos lados:
20
• Se ha calculado que en la actualidad visitan D isney W orld más
de veinte millones de turistas al año, procedentes de todo el globo (el
Independent, de Londres, predice que para el año 2000 el turism o
será la industria más im portante del m undo).1
• T itular de USA Today: «Si se está preguntando en qué lugar
del m undo le gustaría cenar...», seguido de una detallada descrip
ción de los principales restaurantes de siete países europeos y asiá
ticos.
21
su niñez y de los goces de una vida pasada entre un círculo reducido
de relaciones humanas que eran siempre las mismas. De niña, casi
todas las personas a quienes veía le eran conocidas. La mayoría de
esas relaciones eran cara a cara; las visitas a los amigos se hacían a pie
o en carruaje. Si uno tenía el propósito de ir de visita, era esencial
que lo hiciera saber antes enviando una tarjeta. Recordaba todavía la
emoción que sintió la familia cuando su padre anunció que dentro
de poco iban a instalar un aparato llamado teléfono, y que entonces
podrían hablar con los vecinos que vivían a tres manzanas de distan
cia sin necesidad de salir de casa.
El contraste que ofrece aquello con un día cualquiera en mi estu
dio pone de relieve que soy una víctima (o un beneficiario) de los
profundos cambios habidos en el curso del siglo xx. Las nuevas tec
nologías perm iten m antener relaciones, directas o indirectas, con un
círculo cada vez más vasto de individuos. En muchos aspectos, esta
mos alcanzando lo que podría considerarse un estado de saturación
social.
Los cambios de esta magnitud rara vez se limitan a un sector: re
verberan en toda la cultura y se van acum ulando lentamente hasta
que un día caemos en la cuenta de que algo se ha trastocado y ya no
podrem os recuperar lo perdido. Si bien algunos de estos efectos son
desquiciantes, mi exploración principal en este libro es más sutil y
evasiva: específicamente, lo que quiero es examinar el im pacto de la
saturación social en la manera com o conceptualizam os nuestro yo y
las pautas de vida social que le son anexas. N uestro vocabulario rela
tivo a la com prensión del yo se ha modificado notoriam ente a lo lar
go del siglo, y con él eí carácter de los intercambios sociales. Pero la
creciente saturación de la cultura pone en peligro todas nuestras pre
misas previas sobre el yo, y convierte en algo extraño las pautas de
relación tradicionales. Se está forjando una nueva cultura.
22
C o n c e p t o s c a m b ia n t e s d e l yo
¿Por qué son tan decisivas para nuestra vida las caracterizaciones
que hagamos de nuestro yo — de nuestra manera de hacernos ase
quibles a los otros— ? ¿Cuál es el motivo de que los cambios que so
brevienen en estas caracterizaciones sean temas de interés tan pre
ponderante? Veamos.
La pareja se halla en un m om ento decisivo de su relación. H an
disfrutado m utuam ente de su com pañía durante varios meses, pero
jamás hablaron de lo que sentían. Ahora, ella tiene una imperiosa
necesidad de expresar sus sentimientos y aclararlos, pero... ¿qué ha
de decir? Cierto es que dispone de un extenso vocabulario para ex
presarse a sí misma; p o r ejemplo, podría declarar púdicamente que
se siente «atraída» por él, o «entusiasmada», o «deslumbrada», o «su
mamente interesada». Si cobra valor, tal vez le diga que está «muy
enamorada», o bien, si se anima, que está «subyugada» o «locamen
te apasionada». Le afloran a la punta de la lengua térm inos como
«alma», «deseo», «necesidad», «ansia», «lujuria». A hora bien: ¿sabrá
escoger las palabras correctas en ese delicado instante?
La cuestión es grave por cuanto el destino de la relación está p en
diente de un hilo: cada térm ino tiene distintas implicaciones para el
futuro. D ecir que se siente «atraída» por él es guardar cierta reserva;
sugiere m antener distancias y evaluar la situación. Decir que está
«entusiasmada» denota u n futuro más racional; «deslumbrada» y
«sumamente interesada» son com parativam ente térm inos más diná
micos, pero no sensuales. En cambio, decir que está «enamorada»
podría indicar cierta irracionalidad o descontrol. Es expresión, ade
más, de una dependencia emocional. Si agrega que está «locamente
enamorada», el tipo podría asustarse e irse: tal vez lo único que que
ría era pasar un buen rato. Si se anima a introducir términos que hagan
referencia a su «alma» o a su «lujuria», la relación podría avanzar por
23
senderos muy diferentes. Vemos, pues, que su expresión de sí misma
lleva implícitas consecuencias sociales.
N uestro idioma dispone de un vocabulario riquísimo para la ex
presión de las emociones, pero... ¿qué ocurriría si se abandonasen al
gunos térm inos? ¿Q ué pasaría si no se dispusiera más de la expre
sión «estar enamorado» ? Es una frase m uy útil si uno quiere avanzar
hacia una relación profunda y com prom etida: pergeña un cuadro fu
turo significativo e invita al otro a tom ar partido. N o cumple el mis
mo fin decir que uno es «atraído» p o r otra persona, o que está «en
tusiasmado» p o r ella, o que «le interesa». Con el «estar enamorado»
puede alcanzarse una relación tal que no sea accesible con sus riva
les. Análogamente, las otras expresiones pueden servir para otros fi
nes: por ejemplo, para poner distancia, o para limitar la relación al
plano físico. A bandonar cualquiera de estos térm inos o frases signi
fica perder un margen de m aniobra en la vida social.
Al ampliar el vocabulario de expresión de uno mismo se vuelven
posibles otras opciones en el campo de las relaciones humanas. En la
actualidad no hay en inglés ningún térm ino que describa suficiente
mente bien una relación apasionada y perm anente, pero periódica, y
no cotidiana. Si una pareja desea encontrarse de vez en cuando, pero
quiere que estas ocasiones sean «profundamente conmovedoras» para
ambos, carecen de una alternativa que viabilice la expresión de lo
que desean. Los térm inos «atracción», «entusiasmo», etcétera, no
describen un intercambio profundam ente conm ovedor, y si uno
dice que «está enamorado» no da cabida a que se acepten con indife
rencia las distancias periódicas. A medida que se expande el vocabu
lario de la expresión del yo, tam bién lo hace el repertorio de las rela
ciones humanas.
Ludwig W ittgenstein, el filósofo de Cam bridge, escribió en una
oportunidad: «Los límites del lenguaje (...) significan los límites de
mi m undo».2 Esta concepción tiene una particular validez para el
lenguaje del yo. Los térm inos de que disponemos para hacer asequi
ble nuestra personalidad (los vinculados a las emociones, motivacio
nes, pensamientos, valores, opiniones, etcétera) im ponen límites a
nuestras actuaciones. U na relación rom ántica no es sino una entre la
m ultitud de ocasiones en que nuestro vocabulario del yo se insinúa
en la vida social. Considérese lo que sucede con nuestros tribunales
de justicia. Si no creyéramos que la gente posee «intenciones», la
m ayoría de nuestros procedim ientos jurídicos carecerían de sentido,
24
ya que en gran medida determ inam os en función de las intenciones
la culpa o la inocencia. Si uno sale de caza y le apunta a un oso pero
por accidente mata a otro aficionado que andaba p o r allí, probable
mente se sienta culpable el resto de su vida, pero no recibirá un gran
castigo: no era su «intención» m atar al colega. Si en cambio le apun
ta con el arm a y lo mata «intencionadamente», no será difícil que
pase el resto de su vida en prisión. Si renunciáramos al concepto de
intención —aduciendo que todas nuestras acciones son el producto
de fuerzas que escapan a nuestro control—, perdería im portancia la
diferencia de los objetivos perseguidos en uno y otro caso.
En el campo de la educación, basta pensar en las dificultades que
ocasionaría que los maestros renunciasen a hablar de la «inteligen
cia» de los alumnos, de sus «objetivos», de su «grado de atención» o
de sus «motivaciones». Estas caracterizaciones perm iten discriminar
entre sí a los alumnos para prestarle a cada uno una atención parti
cular, en form a de recompensa o de castigo. C onstituyen el vocabu
lario de la advertencia y el elogio, y cumplen un papel fundamental
en la política educativa. Si no creyésemos que el yo de cada cual está
constituido por procesos tales com o la «razón», la «atención», etcé
tera, el sistema educativo se vendría a pique por falta de sustento.
Análogamente, los sistemas de gobierno dem ocrático dependen de
la adhesión de los ciudadanos a determinadas definiciones del yo.
Sólo tiene sentido que los individuos voten si se presume que poseen
un «juicio independiente», una «opinión política propia» y que «de
sean el bien común». Difícilmente podrían continuar sustentándose
las instituciones de la justicia, la educación y la democracia sin cier
tas definiciones com partidas de lo que es el yo.3
El lenguaje del yo individual está entram ado también práctica
mente en la totalidad de nuestras relaciones cotidianas. Al hablar de
nuestros hijos nos apoyam os en nociones com o las de «sentimien
tos», «necesidades», «temperamento» y «deseos». En el matrim onio,
cada uno de los cónyuges se define a sí mism o diciendo que está
«com prom etido» con su pareja, o que siente «amor» o «confianza»
hacia ella, o que está viviendo un «romance». E n nuestras am ista
des hacemos uso frecuente de térm inos com o «simpatizar» o «tener
respeto» por el otro. Las relaciones industriales están imbuidas de
«motivaciones», «incentivos», «racionalidad» y «responsabilidad».
Los clérigos tendrían dificultad para tratar con los que concurren a
su parroquia si no dispusieran de palabras como «fe», «esperanza» y
25
«conciencia moral». D icho más directam ente, sin el lenguaje del yo
— de nuestros caracteres, estados y procesos— la vida social sería
virtualm ente irreconocible.
E l y o : d e la c o n c e p c ió n r o m á n t ic a a la p o s m o d e r n a
26
concepto mismo de «yo auténtico», dotado de características reco
nocibles, se esfuma. Y el yo plenam ente saturado deja de ser un yo.
Para contrastar este enfoque del yo con el rom ántico y el m oder
no, equipararé la saturación del yo con las condiciones inherentes al
posmodernismo. Al ingresar en la eraposm oderna, todas las concep
ciones anteriores sobre el yo corren peligro, y con ellas, las pautas de
acción que alientan. El posm odernism o no ha traído consigo un nue
vo vocabulario para com prendernos, ni rasgos de relevo p o r descu
brir o explorar. Su efecto es más apocalíptico: ha sido puesto en tela
de juicio el concepto mism o de la esencia personal. Se ha desm ante
lado el yo com o poseedor de características reales idcntificables
com o la racionalidad, la em oción, la inspiración y la voluntad.
Sostengo que esta erosión del yo identificable es apoyada p o r una
amplia gama de concepciones y de prácticas, y se manifiesta con ellas.
E n líneas más generales, el posm odernism o está signado p o r una
pluralidad de voces que rivalizan p o r el derecho a la existencia, que
com piten entre sí para ser aceptadas com o expresión legítima de lo
verdadero y de lo bueno. A m edida que esas voces amplían su poder
y su presencia, se subvierte todo lo que parecía correcto, justo y ló
gico. E n el m undo posm oderno cobram os creciente conciencia de
que los objetos de los que hablamos no están «en el m undo», sino que
más bien son el p rod u cto de nuestras perspectivas particulares. P ro
cesos com o la em oción y la razón dejan de ser la esencia real y signi
ficativa de las personas; a la luz del pluralism o, los concebim os com o
im posturas, resultado de nuestro m odo de conceptualizarlos. E n las
condiciones vigentes en el posm odernism o, las personas existen en
un estado de construcción y reconstrucción perm anente; es un m u n
do en el que todo lo que puede ser negociado vale. Cada realidad del
yo cede paso al cuestionam iento reflexivo, a la ironía y, en última
instancia, al ensayo de alguna otra realidad a m odo de juego. Ya no
hay ningún eje que nos sostenga.
¿H abrá que tom ar en serio todo lo que estamos apuntando sobre
el «cambio dram ático» y la «desaparición»? D espués de todo, segui
mos hablando de nosotros mismos más o m enos com o lo hacíamos
el año pasado, o aun veinte años atrás. Y todavía podem os leer a Dic-
kens, Shakespeare y Eurípides con el convencim iento de que com
prendem os a sus personajes y las acciones que llevan a cabo. ¿Por
qué habríam os de prever ahora alteraciones drásticas, aunque este
mos cada vez. más saturados p o r nuestro entorno social? Esta p re
27
gunta es im portante, y la respuesta, un preludio indispensable para
lo que sigue.
Los estudios sobre el concepto del yo vigente en otras culturas y
períodos históricos pueden com enzar a revelarnos hasta qué p u nto
pueden ser frágiles e históricam ente fluctuantes nuestras actuales
concepciones y costumbres. C om probarem os que lo que la gente con
sidera «evidente» acerca de sí misma es de una variedad enorm e, y
que m uchas de nuestras trivialidades actuales son de una novedad
sorprendente. Veamos algunos ejem plos de esta variación y de este
cam bio.
La l o c a l iz a c ió n cultural del yo
28
nerales, y es la categoría social la que cobra im portancia decisiva en
la vida cultural. E n las palabras de G eertz: «N o es (...) su existencia
com o personas, su inm ediatez o su individualidad, ni su efecto p ar
ticular e irrepetible en el curso de los hechos históricos lo que cobra
preem inencia o se destaca sim bólicam ente, sino su situación social,
su particular localización d en tro de u n orden metafísico persistente,
en verdad eterno».5 Para un balines, am ar o despreciar, honrar o
hum illar a alguien teniendo en cuenta un estado determ inado de su
mente individual (sus sentim ientos, intenciones, racionalidad, etcé
tera) sería algo rayano en lo disparatado. N ad ie se relaciona con un
individuo personalizado, sino con lo que en nuestra cultura occi
dental consideraríam os un ser despersonalizado.
Según puntualizam os anteriorm ente, las maneras de hablar están
insertas en las formas de vida cultural. Veamos, p o r ejemplo, las cos
tum bres de los balineses en la form a de designar a las personas. En
Occidente, cada individuo recibe al menos un nom bre que lo identifi
cará toda su vida; para los balineses, en cambio, los nom bres se aplican
prim ordialm ente para designar a los grupos a que pertenece el indivi
duo. Los bebés no reciben u n nom bre propio hasta que han transcu
rrido 105 días desde su nacimiento, y ese nom bre sólo se usa esporá
dicamente para referirse a ellos; una vez que llegan a la adolescencia,
desaparece casi tal denom inación y se ponen en circulación otros ape
lativos, que designan sobre todo la posición social. H ay nom bres que
indican el orden de nacimiento del individuo: W ayan es el del p rim o
génito, N iom an el del segundo hijo, etcétera. H ay tam bién nom bres
de parentesco que designan al grupo generacional al que se pertenece.
En ese sistema, cada sujeto contesta al nom bre que reciben todos los
herm anos y prim os pertenecientes a la misma generación.
U na de las designaciones más notables es el «tekónim o», u n apela
tivo que cambiará varias veces en el transcurso de la vida. A un adul
to, cuando se convierte en padre o madre, se le llama «padre de...» o
«madre de...» (seguido del nom bre del hijo). Luego, cuando nace un
nieto, el nom bre vuelve a adaptarse: «abuelo de...» o «abuela de...», y
así sucede de nuevo cuando nace un bisnieto. Entretanto, los títulos re
feridos al estatus indican la posición social de cada uno, y los títulos
públicos indican su función o el servicio que cum ple en la com unidad
(por ejemplo, encargado de la correspondencia, carretero o político).
Esta visión del yo inserto en lo social se pone de relieve asimismo
en las pautas de relación. C o m o el grupo social tiene una im p o rtan
29
cia fundam ental, las relaciones suelen ser generales y formales, más
que específicas y personales. En la cultura occidental, preocupados
com o estamos por la singularidad de cada individuo, norm alm ente
prestam os más atención al estado de ánimo m om entáneo de nues
tros amigos. C ontinuam ente nos inquieta lo que «sienten» en ese
m om ento, lo que «piensan», etcétera. A m enudo las amistades nos
parecen imprevisibles y preñadas de posibilidades; nunca sabemos en
qué pueden derivar. E n cambio, entre los balineses las relaciones son
consideradas vínculos entre representantes de distintos grupos o cla
ses. C om o consecuencia, tienden a ser ritualizadas. Es posible que se
repitan, una y otra vez, determ inadas pautas de acción, donde sólo
cam bian los personajes. N o es probable que sucedan desenlaces ines
perados. Los occidentales sólo llevamos a cabo rituales semejantes
con los individuos cuando desempeñan su papel profesional: el mé
dico, el mecánico del coche, el cam arero de un restaurante (pero ni
siquiera estas relaciones ritualizadas pueden sustraerse a la intensa
inclinación en favor de la personalización, com o cuando el cam are
ro se nos presenta diciéndonos su nom bre). En Bali, según Geertz,
aun las amistades más estrechas se desarrollan entre ceremonias de
buenos modales.
N o sólo varía de una cultura a otra el énfasis puesto en la indivi
dualidad,6 sino tam bién los supuestos sobre cóm o se puede caracte
rizar a una persona. Tom em os las em ociones. Las expresiones em o
cionales de la cultura occidental pueden clasificarse en m enos de una
docena de categorías amplias. Podem os enunciar legítimamente, por
ejemplo, que sentimos rabia, repugnancia, tem or, goce, am or, triste
za, vergüenza o sorpresa (o utilizar algunos térm inos equivalentes,
com o decir que estamos «deprim idos» en lugar de decir que sentimos
«tristeza»)/ Además, consideram os que estos térm inos representan
elementos biológicamente estables; que la gente tiene el atributo de
expresar esos sentim ientos, y que literalm ente podem os «ver» en el
rostro de la gente la expresión de esas emociones. U n adulto que no
fuera capaz de sentir tristeza, tem or o am or, p o r ejemplo, sería con
siderado un psicópata o un autista.
N o obstante, al examinar otras culturas tom am os penosa con
ciencia de lo ridículos que son estos «elementos biológicam ente es
tables». En algunas de ellas, a los investigadores se les hace difícil
identificar térm inos relativos a los «estados de ánimo»; en otras, el
vocabulario es muy lim itado, y sólo dedica uno o dos térm inos a lo
30
que los occidentales llamam os emociones. H ay otras que utilizan
m uchos más térm inos que nosotros para describir las emociones. Y
a m enudo, cuando otra cultura posee térm inos que parecen corres
ponderse con los nuestros, los significados de esos térm inos son
m uy diferentes.8
T om em os com o ejem plo el pueblo de los ilo n g o t, al n o rte de
las Filipinas, para quienes uno de los elementos fundam entales de la
psique del hom bre m aduro es un estado que denom inan liget. Según
lo describe la antropóloga M ichelle Rosaldo, seria más o menos equi
valente a los térm inos con que designamos la «energía», la «ira» y la
«pasión».9 Sin em bargo, ese estado no se identifica con ninguno de
nuestros térm inos ni corresponde a una posible com binación entre
ellos. El liget es una característica propiam ente masculina, cuya ex
presión no nos resulta a nosotros ni siquiera imaginable. Poseído
p o r el liget, un joven ilongot puede echarse a llorar, o ponerse a can
tar, o expresar mal hum or. A lo m ejor rechaza ciertos alimentos, la
em prende a cuchilladas contra los canastos, lanza gritos furiosos, de
rram a el agua o evidencia com o sea su irritación o su confusión. Y
cuando el liget llega a su apogeo, se verá com pelido a cortarle la ca
beza a un nativo de la tribu vecina. U na vez que haya hecho esto,
siente que su liget se ha transform ado y es capaz de transform ar a
otros. Su energía aumenta, siente el deseo del sexo y adquiere un
sentido p ro fundo de sus conocim ientos. Sin duda nos cuesta im agi
nar que el liget sea u n elem ento básico de la constitución biológica,
que acecha de alguna manera dentro de nosotros, busca expresarse y
permanece inhibido bajo las capas artificiales de la civilización. El li
get es una construcción propia de la cultura ilongot, del mismo
m odo que los sentim ientos de angustia, envidia o am or rom ántico
son una construcción propia de la nuestra.
El yo a lo largo d e la h i s t o r i a
31
to. Si lo que consideram os hitos sólidos sobre el ser hum ano resul
tan ser productos colaterales de un determ inado condicionam iento
social, mas valdría reconocer que tales «hitos» son suposiciones o
mitos. Confían, pues, en que la conciencia histórica nos libere de la
prisión donde nos m antienen encerrados nuestras consideraciones
de lo que es la com prensión.10
Para muchos historiadores, la preocupación occidental p o r el in
dividuo y su singularidad es a la vez extrema y restrictiva. ¿C óm o
llegó nuestra cultura a asignar tanta im portancia al yo individual?
U no de los estudios más interesantes de esta evolución es el de John
Lyons, quien expone que la posición central del yo se asienta com o
producto del pensam iento de fines del siglo x v m ." Antes de esa fe
cha, las personas tendían a concebirse a sí mismas com o especímenes
de categorías más generales: m iem bros de una religión, clase, profe
sión, etcétera. N i siquiera el alma —dice Lyons— era una posesión
estrictam ente individual: im buida p o r D ios, la había introducido
en la carne m ortal p o r un período transitorio. Sin em bargo, a fines
del siglo x v m la sensibilidad com ún com enzó a cambiar, y puede
hallarse buena prueba en fuentes tan diversas com o los tratados filo
sóficos, las biografías, las reflexiones personales y los relatos de va
gabundos y aventureros.
Exam inem os los inform es de los viajeros que volvían de países
exóticos. D urante siglos — aduce Lyons— , los viajeros narraban lo
que se suponía que cualquiera debía contar, ya que hablaban com o
representantes de todos; pero en esa época (fines del siglo xvm ) la
m odalidad misma de los relatos em pezó a cambiar. Boswell, al des
cribir su visita a las H ébridas, se ve impelido a relatar con particular
detalle todo aquello que lo conm ovió personalm ente: escribe exten
samente acerca de sus sentim ientos y de los m otivos que lo llevaron
a conm overse. Fue en esta época cuando la gente em pezó a «dar un
paseo con el único fin de hacer un paseo (...) no para llegar a ningún
lado (...) Porque el hecho de contem plar el paisaje se convirtió en
una afirm ación de sí mismo más que en un proceso para aprehender
el m undo natural».12 Esta concepción del yo individual es la que aho
ra ha invadido virtualm ente todos los rincones de la vida cultural de
O ccidente.
Al m ism o tiem po, el conjunto de características atribuidas al yo
individual tam bién se m odificó notoriam ente a lo largo de los siglos,
desapareciendo las que se valoraban antaño y ocupando su lugar
32
otras nuevas. Tom em os el caso del niño. H oy so cree que los bebés
nacen con la facultad de sentir muchas emociones, aunque aún no
hayan desarrollado su capacidad para el pensam iento racional. En
O ccidente, los padres suponen que sus hijos no manifiestan capaci
dad para el pensam iento abstracto antes de los tres años, y creen que
la m ente del niño debe «m adurar».13 Sin em bargo, durante gran par
te de la historia de O ccidente (más o menos hasta el siglo xvn, com o
ratifica el historiador Philippc Aries), no se pensaba que la niñez
fuese un estado de inm adurez, diferente o extraño al estado adulto.14
El psicólogo holandés J. H . Van den Berg refiere que lo usual era
considerar al niño com o un adulto en m iniatura, u n ser que se halla
ba en plena posesión de las facultades de un adulto, y sim plem ente
carecía de la experiencia para aprovecharlas.1” D e ahí que M ontaig
ne, en su ensayo sobre la educación de los niños, propusiera in tro
ducir el razonam iento filosófico a m uy tem prana edad, ya que, de
cía, «desde el m om ento en que es destetado el niño ya es capaz de
entenderlo».16 M ás adelante, Jo h n Locke sostuvo que los niños an
helan «ser cordialm cntc inducidos a razonar», pues «com prenden el
razonam iento tan pro n to com o el lenguaje mismo; y, si no he obser
vado mal, les gusta ser tratados com o criaturas racionales».17 Esta
com prensión del niño guardaba correspondencia con determinadas
pautas de conducta. M ontaigne m enciona en sus escritos al hijo de
un amigo, un niño que leía griego, latín y hebreo a los seis años y tra
dujo a Platón al francés antes de cum plir los ocho. A ntes de los ocho
años, G oethe sabía escribir en alemán, francés, griego y latín. En las
clases privilegiadas, era corriente leer y escribir a los cuatro años; los
niños leían la Biblia y podían debatir complejas cuestiones de princi
pios morales antes de los cinco. A través de la lente de las concep
ciones contem poráneas sobre la «m aduración de la mente», esas fa
cultades rayan en lo incom prensible.
O tras obras históricas se han ocupado de exam inar los conceptos
culturales sobre la m aternidad. En la época m oderna consideram os
que el am or de una madre p o r sus hijos representa un aspecto fu n
dam ental de la naturaleza humana, así com o que las emociones tie
nen una base genética. Si una madre no m uestra am or p o r sus hijos
(por ejemplo, si los abandona o los vende), nos parece inhum ana.
(C uriosam ente, no consideram os tan «antinatural», por lo com ún,
que un hom bre abandone a su esposa e hijos.) N o obstante, la histo
riadora francesa Elisabeth Badintcr sostiene que no siempre fue así.is
33
En Francia e Inglaterra, durante los siglos xvn y xvm los niños vi
vían en form a marginal. Los escritos de la época ponen de relieve
una generalizada antipatía hacia ellos, porque nacían en el pecado,
significaban un fastidio insoportable y, en el m ejor caso, sólo servían
para jugar o para convertirse en el futuro en labradores. Entre los
pobres, que no practicaban el aborto ni tenían fácil acceso al control
de la natalidad, abandonar a u n hijo era una costum bre difundida. A
todas luces, el concepto de «instinto maternal» habría parecido ex
traño en estas sociedades.
Más aún, incluso la lactancia del niño era vista en muchos círcu
los com o una pérdida de tiem po para la madre. Si la familia era lo
bastante rica, el recién nacido era enviado al cam po la m ayoría de las
veces para que alguna nodriza se ocupara de él; y a raíz de los malos
tratos que recibían de estas nodrizas, o de que la leche que les daban
no fuera alimento suficiente, era m uy com ún que estos niños m urie
ran. Esas m uertes infantiles se tom aban com o un asunto de rutina,
ya que a la larga o a la corta un niño era reem plazado p o r otro; los
diarios íntim os, al relatar las costum bres familiares, m uestran que la
m uerte de un niño causaba tan poca inquietud en la familia com o la
de un vecino, o menos; incluso las actividades económicas de la fa
milia a lo largo de aquella jornada ocupaban más espacio. B adinter
cita a M ontaigne: «Dos o tres de mis hijos m urieron mientras esta
ban con sus nodrizas; no diré que estas m uertes no me causaran al
gún pesar, pero ninguna me acongojó dem asiado».19 La conclusión
de B adinter es que el concepto del am or m aterno instintivo es un
producto de la evolución reciente de O ccidente.
E l l e n g u a je y lo s esc o l l o s c o n q u e t r o p ie z a el yo
34
las fuerzas que, contra todas las «verdades acerca del yo», han lanza
do las tecnologías del siglo xx?
El escéptico replicará: «Es cierto que podem os encontrar todas
esas variantes en las concepciones y 3as costum bres a que se ha hecho
alusión, pero la historia cultural de O ccidente es de antigua data y
nuestras maneras tradicionales de hablar y de actuar tienen hondo
arraigo. N o es probable que sobrevengan grandes cambios». U n ejem
plo final, em pero, indicará la rapidez con que se están sucediendo
esos cam bios, incluso en nuestro siglo. C onsidérense las siguientes
caracterizaciones aplicables al yo:
Todos estos térm inos son de uso corriente en las profesiones que
se ocupan de la salud mental, así com o en un sector significativo de
la población, cuando se quiere atribuir un sentido al yo. D os rasgos
de esta lista merecen m ención especial. En prim er lugar, estos térm i
nos se han incorporado al uso corriente en el siglo xx (algunos de
ellos, incluso, en la última década). En segundo lugar, todos corres
ponden a defectos o anomalías. Desacreditan al individuo, al hacer
que se repare en sus problem as, fallos o incapacidades. Resum iendo,
el vocabulario de las flaquezas humanas ha tenido una expansión
enorm e en esc siglo: ahora disponem os de innum erables térm inos
para localizar defectos en nosotros mismos y en los demás, que des
conocían nuestros bisabuelos.
La espiral ascendente de la term inología sobre las deficiencias
humanas puede atribuirse a la «cientificación» de la conducta que ca
racteriza a la era moderna. Al tratar de explicar los com portam ien
tos indeseables, los psiquiatras y psicólogos dieron origen a un vo
35
cabulario técnico de las deficiencias que se fue difundiendo entre el
público en general, de m odo tal que to d o el m undo se ha vuelto
consciente de los problem as de la salud mental. Y no sólo se ha ad
quirido un nuevo vocabulario, sino que a través de él se ha llegado a
verse uno a sí mismo y a los demás de acuerdo con esa term inología,
juzgándose superior o inferior, digno o no de adm iración o de adhe
sión. (¿En qué medida puede confiarse en una. personalidad adicti-
va}, ¿cuánta devoción despierta un m aníaco-depresivo?, ¿contrata
ríamos a un bulímico en la empresa?, ¿se puede sentir aprecio p o r
una histérica?) Y lo que es peor, al producirse este cam bio en la ma
nera de interpretar a los otros, se pone en marcha una espiral cíclica
de debilitam iento personal, ya que cuando la gente se concibe a sí
misma de ese m odo, term ina por convencerse de que es indispensa
ble contar con un profesional que la trate. Y al solicitarse a los p ro
fesionales una respuesta a los problem as de la vida, aquéllos se ven
presionados a desarrollar u n vocabulario aún más diferenciado e his
toriado. Entonces este nuevo vocabulario es asimilado p o r la cultu
ra, engendra nuevas percepciones de enferm edad, y así sucesivam en
te en una creciente espiral m órbida.20
N adie duda de que los profesionales de la salud m ental deben so
portar una gravosa carga de padecim ientos hum anos. Pocas p rofe
siones tienen una orientación tan humanista. N o obstante, esta espi
ral cíclica de las deficiencias mcrccc que prestem os seria atención a
los m edios de contención del lenguaje. En la actualidad, cuesta d iri
mir los límites. H ace poco fui invitado a participar en un congreso
sobre adicciones para profesionales de la salud mental que iba a ce
lebrarse en California. En el anuncio se leía lo siguiente: «Cabe sos
tener que la conducta adictiva es el problem a social y de salud n ú
m ero uno que hoy enfrenta nuestro país. Algunos de los principales
investigadores clínicos de este campo expondrán cuál es el “cuadro
de situación” en materia de investigación, teoría e intervenciones clí
nicas para las diversas adicciones [incluidas las siguientes]: gimnasia,
religión, comida, trabajo [y] vida sexual». Hace un siglo, la gente se
dedicaba a todas estas cosas sin cuestionarse acerca de su estabilidad
psíquica y emocional. Si hoy resulta cuestionable dedicarse a la gim
nasia, la religión, la comida, el trabajo y la vida sexual, ¿quedará en
el futuro algún asunto incólume? Los lenguajes del yo son, p o r cier
to, m uy maleables, y a medida que cam bian tam bién cam bia la vida
social.
36
Patofobia: el tem or de que en algún lugar, no se sabe de qué m anera, un
pato lo está m irando.
P r ó x im a s a t r a c c io n e s
38
tanto vamos absorbiendo múltiples voces, com probam os que cada
«verdad» se ve relativizada p o r nuestra conciencia simultánea de
otras opciones no menos im periosas. Llegamos a percatarnos de que
cada verdad sobre nosotros mism os es una construcción m om entá
nea, válida sólo para una época o espacio de tiem po determ inados y
en la tram a de ciertas relaciones. Echan m ucha luz sobre este fenó
meno los profundos cambios que se están produciendo en la esfera
académica. P or ello, en el capítulo 4, «La verdad atraviesa dificulta
des», esbozo el m odo en que la incipiente m ultiplicidad de perspec
tivas está m inando antiguas convicciones sobre la verdad y la objeti
vidad. M uchos ven hoy en la ciencia una marejada de opiniones
sociales cuyos flujos y reflujos están a m enudo gobernados p o r fu er
zas ideológicas y políticas; y en tanto la ciencia deja de ser un reflejo
del m undo para pasar a ser un reflejo del proceso social, la atención
se desplaza del «m undo tal com o es» y se centra en nuestras rep re
sentaciones del mundo. Son m uchos los que hoy afirman que estas
representaciones no son producto de mentes individuales sino en
m ayor medida de tradiciones literarias. Si la verdad científica es el
producto de un artificio literario, tam bién lo son las verdades sobre
el yo.
Esta ebullición de la conciencia posm oderna en los círculos aca
démicos tiene su paralelo en una rica gama de tendencias que están
surgiendo dentro del ám bito de la cultura en general: en las bellas ar
tes, la arquitectura, la música, el cine, la literatura y la televisión. De
tales tendencias se ocupa el capítulo 5. Reviste particular interés la
pérdida de esencias discernibles, la sensibilidad creciente ante el fe
nóm eno de la reconstrucción social de la realidad, el desgaste de la
autoridad, el descrédito cada vez m ayor de la coherencia racional y
el surgim iento de una reflexión individual irónica. C ada una de estas
tendencias, que pueden atribuirse a la saturación de la sociedad p o r
múltiples ecos, contribuye al desm oronam iento del yo reconocible,
y a la vez este desm oronam iento las confirma; porque al ponerse en
duda el sentido del yo com o un conjunto singular y reconocible de
esencias, tam bién se pone en duda la existencia de otras entidades
delimitadas, m ientras los autorizados y los racionalistas pretenden
alzar sus voces más allá de los límites de su provinciana existencia. Y
aun estas dudas se convierten en víctimas de otras voces interiores.
Amplío estas argum entaciones en el siguiente capítulo, titulado
«Del yo a la relación personal», donde trato con más detalle lo que
39
podrían ser las etapas de la transición que lleva del sentido tradicio
nal del yo al posm oderno. A m edida que el individuo tradicional se
ve inm erso en un conjunto de relaciones cada vez más vastas, siente
crecientem ente a su yo com o un m anipulador estratégico. A trapado
en actividades a m enudo contradictorias o incoherentes, uno se an
gustia p o r la violación de su sentim iento de identidad. Y si la satu ra
ción continúa, esta etapa inicial es seguida de o tra en la que se sienten
los embelesos del ser m ultiplicado. Al echar p o r la borda «lo ver
dadero» y «lo identificable», uno se abre a u n m undo enorm e de p o
sibilidades. P ropongo que esta etapa final de la transición hacia lo
posm oderno se alcanza cuando el yo se desvanece totalm ente y de
saparece en un estado de relacionalidad. U no cesa de creer en un yo
independiente de las relaciones en que se encuentra inmerso. A u n
que esta situación no se ha generalizado aún, daré cuenta de varios
im portantes indicios que la señalan com o inm inente.
En este pun to me dedicaré a dos investigaciones conexas. En el
capítulo 7, «Un “collage” de la vida posm oderna», paso revista a una
serie de repercusiones de la transición al posm odernism o en la vida
cotidiana, abordando los problem as que ha provocado en el marco
de la intim idad y los com prom isos y en el logro de una vida familiar
congruente, así com o sus im plicaciones para diversas clases de m o
vim ientos sociales. A nalizo, asim ismo, los posibles beneficios que
puede traerle a la cultura el hincapié posm oderno en los «juegos se
rios». E n el capítulo siguiente paso a ocuparm e de las posibilidades
de renovación personal, o sea, de las perspectivas de una cultura que
no se aparte de la tradición en cuanto a sus concepciones del yo y a
sus form as de relacionarse.
En el últim o capítulo abandono el papel del narrador para eva
luar el cam bio posm oderno que han sufrido el yo y las relaciones. Si
bien el libro sugiere m uchos desenlaces negativos, hay im portantes
excepciones. E n este capítulo pro cu ro dejar que el posm odernism o
hable en su propia defensa, p o r así decirlo, y dem ostrar p o r qué es
válido abrigar un cierto optim ism o. Me centro aquí en la devasta
ción producida p o r la consideración m odernista de la verdad y el
progreso, así com o en los efectos liberadores, tanto para el yo com o
para la cultura mundial en general, del pluralism o posm oderno. En
últim o térm ino, el bienestar de los seres hum anos dependerá de la
tecnología de la saturación social y del tránsito a una existencia pos-
m oderna.
40
C a p ítu lo 2
DE LA V ISIÓ N R O M Á N T IC A A LA V ISIÓ N
M O D E R N IST A D EL YO
M a r g e : Sam , sé re a lista , p o r fa v o r. Si n o m e a y u d a s u n p o c o m ás
c o n la c ria tu ra , m i c a rre ra p ro fe s io n a l se va a la ru in a .
S a m : ¿ Q u é clase d e m a d re e res? N o d e m u e s tra s n i u n a p iz c a d e
d e d ic a c ió n o d e c o m p a s ió n p o r tu h ijo ... y m u c h o m e n o s p o r m í.
41
propios individuos). Pero hay algo que nos im porta más aún respec
to de nuestros actuales intereses, y es que estos lenguajes extraen ese
poder de las consideraciones com partidas acerca del yo, o sea, acer
ca de quiénes somos, cóm o estamos constituidos y de qué m odo de
bem os obrar. Estas concepciones sobre la personalidad hum ana son
los pilares fundam entales de la vida contem poránea y penetran en
todo tipo de relación, inclinándola en tal o cual sentido. Sin ellas, la
vida cultural perdería significado: no habría ninguna argum entación
con que defender el cierre de una fábrica, el trabajo, el cuidado de los
hijos o la com pra de una casa.
Más concretam ente, los diálogos anteriores resaltan dos actitudes
contrastadas genuinam ente humanas, ambas de enorm e repercusión
en la vida diaria. P o r un lado, James, M arge y Susan están unidos por
un denom inador com ún: su convencim iento de que las personas son
agentes racionales que, tras exam inar los hechos, tom an las deci
siones que corresponden. El hincapié puesto p o r James en «el balan
ce del ejercicio» presum e que la gente m adura basa su actuación en
un razonam iento coherente; en form a análoga, Marge supone que se
tendrán en cuenta las consecuencias de su proceder, y si el argum en
to de Susan tiene peso es p orque cree que la gente norm al es a la vez
lógica y práctica. A hora bien: para quien no com parta sus ideas so
bre la naturaleza hum ana, sus argum entaciones resultarán triviales.
Para Fred, Sam y C arol, el ser hum ano ideal no está guiado p o r la ra
zón práctica sino p o r algo más profundo: los sentim ientos morales,
la solidaridad, los instintos maternales o un cierto sentido del placer.
Fred antepone el bienestar de los obreros al «balance del ejercicio»;
Sam piensa que, al atribuir a su carrera profesional m ayor im p o rtan
cia que a su hijo, su esposa obra de m odo inhum ano, y C arol prefie
re dejarse llevar p o r su intuición con la casa que desea adquirir, más
que p o r su estado material.
En este capítulo analizaremos estas concepciones opuestas de la
persona. Mi postura es que el vocabulario de los sentim ientos m ora
les, la solidaridad y el goce interior deriva, en buena m edida, de una
concepción romántica del yo, que si bien alcanzó su apogeo en el si
glo xix, sigue vigente ahora. Esta perspectiva pone el acento en lo
que no se ve y aun en ciertas fuerzas sacras que m oran en las h o n d u
ras de cada ser, confiriendo a la vida y a las relaciones hum anas la im
portancia que tienen. Pero esta valoración de la persona se ha dete
riorado en nuestro siglo y ha sido en gran parte reem plazada p o r una
42
concepción modernista de la personalidad, según la cual los elem en
tos clave del funcionam iento hum ano son la razón y la observación.
Esta últim a perspectiva im pregna las ciencias, las instituciones de
gobierno y las actividades empresariales, y ha penetrado considera
blemente en la esfera de las relaciones informales. T anto la tradición
rom ántica com o la m odernista merecen que les prestem os gran aten
ción, pues no sólo son las que más influyen en nuestro vocabulario
vigente sino que además constituyen el telón de fondo en cuyo m ar
co tendrem os que evaluar el posm odernism o, ya que, según veremos
en capítulos posteriores, éste tiende a anular la validez de la realidad
rom ántica y de la moderna.
E l r o m a n t i c i s m o y i ..a v i v e n c i a i n t e r i o r o c u l t a
F r a n g ís W il l ia m B o u r d il l o n
(1852-1921)
43
designar a los individuos, com o «demente», «irracional» o «débil
m ental», siguen expresando h o y esas valoraciones del Ilum inism o.
Teniendo en cuenta estos antecedentes, no podem os sino m aravi
llarnos de los logros literarios y artísticos del período rom ántico. E n
los siglos xviii y xix se cuestionó la suprem acía de la razón y la o b
servación, y se creó un nuevo m undo: el de la interioridad oculta,
que yacía bajo la capa superficial de la razón consciente.1 D e ese
m undo dijo W ordsw orth: «Su presencia me perturba»; para Shelley
era «un poder invisible», y para Baudelaire, «un hueco lum inoso».
Basándose en las prim itivas imágenes cristianas, m uchos rom ánticos
concibieron al alma com o el habitante nodal de ese interior oculto,
en una interpretación que ligaba al individuo a la vez con D ios y con
el m undo natural creado por D ios, considerándolo así divino y n atu
ral a un tiem po. Para los rom ánticos de tendencia laica, el ingredien
te fundam ental de la interioridad oculta era una fuerza apasionada
que, si bien había sido inspirada p o r la naturaleza, resultaba peligro
sa en potencia. Y para otros partidarios de la interioridad oculta las
em ociones y el alma eran inseparables: la pasión era una expresión
del alma, y ésta se hallaba im buida de energía emocional.
C onsiderem os el am or, un concepto que ya form aba parte desde
antiguo de la tradición occidental, pero cuyo significado e im por
tancia se m odificaron en el transcurso de los siglos. D urante el Ilu-
m inism o, el am or fue a m enudo una cuestión de galantería cortés y
de conquista estratégica para las clases altas, en tanto que entre el
pueblo se abría paso tenazm ente el puritanism o.2 D esde la perspec
tiva ilum inista, las emociones intensas eran peligrosas p o r cuanto in
terferían en una vida equilibrada. A fines del siglo xvu la célebre co r
tesana N in o n de Léñelos escribía así a un joven amante:
44
¿Q ué es el am or? P reguntad al que vive qué es la vida, al que reve
rencia, qué es Dios. (...) [El am or] es esa atracción poderosa hacia to d o
aquello que concebim os, tem em os o esperam os más allá de nosotros
m ism os, cuando descubrim os en nuestros pensam ientos el abism o de un
vacío insuficiente, y procuram os despertar, en to d o lo que es, una co
m unidad con lo que experim entam os dentro de nosotros.4
45
diarios íntim os de la época revelan la fuerte tendencia a conservar in
cólum e y om nipresente la imagen del m uerto, y a com unicarse con
él a través de la plegaria o de sesiones espiritistas.8 Además, cada cual
debía esperar de buen grado su propia m uerte p orque la inm ortali
dad del alma im plicaba que la unión con el am ado o la am ada era p o
sible después de la m uerte. En un m om ento de ho n d o desconsuelo,
W illiam Barnes escribió:
46
raba— . (...) Para mí este m undo no es sino una sola y continua visión
de la fantasía o la im aginación.»1'1 Y la im aginación no era simple
m ente u n aspecto periférico de la razón hum ana, com o podrían
haber sostenido los pensadores del Ilum inism o; más bien era, según
Blake, nada menos que una «sensación espiritual». Keats, desarro
llando esta mism a temática, escribió:
47
za de los sentidos que les perm ite a algunos hom bres ver aquello que
perm anece oculto a los dem ás»,17 En el mism o lugar, otra de sus ano
taciones desdeña a la razón, tan encom iada en el discurso de los
autores de siglos anteriores: « N o hay en absoluto ninguna regla para
los grandes espíritus; las reglas sólo sirven para las personas que tie
nen m eram ente talento, que puede adquirirse. La prueba es que el
genio no se transm ite».
La visión rom ántica del yo no se limitaba al discurso: era un apre
mio a la acción. Provocaba adhesiones, cam biaba la vida, precipitaba
la m uerte. Ya hem os insinuado la posibilidad de que un individuo se
suicidara m ovido por el pesar, un elem ento tan significativo, en ver
dad, de la cultura rom ántica que hasta podría llamárselo el m a l du
siecle, el mal del siglo, caracterizado p o r la angustia frente a la deca
dencia que entonces se experim entaba en los asuntos hum anos y la
búsqueda de la m uerte.18 Pero esa misma visión rom ántica podía
conducir a la exaltación. D elacroix se sumía en su «interior oculto»
en busca de inspiración: «C uando nos abandonam os enteram ente al
alma, ella se despliega por com pleto ante nosotros y su espíritu ca
prichoso nos concede la máxima felicidad. (...) Me refiero al júbilo
de expresar el alma de cien m odos distintos, de revelarla a otros, de
aprender a conocernos y de desplegarla continuam ente en nuestras
obras».19
Esas ideas contribuyeron a producir una revolución fundam ental
en las manifestaciones artísticas de la época. Se abandonó el énfasis
neoclásico en un orden preciso, en los detalles m inuciosos, en las co
loraciones atenuadas y en las formas congeladas, y al concepto del
arte com o descripción o ilustración de los trasuntos del m undo ex
terno le relevó la expresión externa com o detonadora de los senti
m ientos interiores. Las telas de D elacroix, G éricault, Millet, C o u r
bet y otros artistas eran con frecuencia osadas y vigorosas;20 en ellas
predom inaban los colores vivos y los tonos som bríos, y la atención
al detalle era sustituida p o r la expresión del contenido emocional;
sus temas habituales eran de tipo heroico, basados muchas veces en
las obras de los poetas rom ánticos, D ante o G oethe. Lo m isterioso,
lo fantástico y lo m órbido se volvieron temas corrientes; a m enudo
se celebraban la tragedia y cl pathos.
E n muchas m anifestaciones del arte rom ántico tuvo especial rele
vancia lo que podría llamarse la presencia de lo oculto. C om o hemos
visto, el discurso rom ántico del yo creó un sentim iento de la realidad
48
existente más allá de la conciencia sensorial inm ediata, donde lo sus
tancial era lo latente, las profundidades interiores. Persuadido de
la realidad y de la significación de estos recursos latentes, el artista
plástico enfrentaba el problem a de transm itirlos a través de un m e
dio visual. ¿C óm o era posible transm itir, con procedim ientos p u ra
m ente sensoriales, la esencia de algo que trascendía a los sentidos?
La solución adoptó m últiples formas. En Inglaterra, las telas de
J. M. W. T urner situaban al observador en m edio de una niebla tu r
bulenta; en sus m anos, se transform ó en sustancia palpable lo que la
m ayoría de los artistas hacían espacio vacío. P or lo demás, uno p er
cibía algo más detrás de aquellos vapores...: tal vez el sol, o el fuego,
o seres místicos procedentes de otras tierras. El «más allá» fue, pues,
el tem a central de estas pinturas, aunque fuese difícil considerar que
era, exactam ente, lo que hubiere más allá. O tro s recurrieron a me
dios diferentes para reflejar esa presencia de lo oculto. Los prerra-
faelistas y sim bolistas pintaron a m enudo cuadros realistas con per
sonajes míticos, con lo cual transform aban el mito en realidad. En
las obras del pin to r alemán C aspar D avid Friedrich las figuras tienen
la m irada perdida, o los paisajes atraen la atención del observador
hacia algún punto disperso que no es visible en sí mismo. El «más
allá» era perceptible, aunque no pudiera captarse su esencia. En
N oruega, E dvard M unch conservó la tradición rom ántica en unos
rostros que se contorsionan p o r la ansiedad y la angustia emanadas
de un m anantial interno m uy soterrado.
La música guardaba un paralelism o con las artes figurativas. En
m uchos aspectos, tanto en el barroco com o en los com ienzos del p e
ríodo clásico, la música reafirm ó la insistencia del Ilum inism o en el
poder de la razón. M ucho se ha escrito sobre la heurística racional
presente en las partituras de Bach y de M ozart. Sin em bargo, en com
positores com o Beethoven y Schubert el hincapié se dirigió al m un
do de las em ociones profundas. Para Beethoven, la música era, en el
caso ideal, un A usdruck der E m pfindung, una expresión del senti
m iento (su sonata «C laro de luna» fue dedicada «a mi am ada in
mortal»). Y esta misma interpretación de la música com o manifesta
ción de una profundidad interna prevaleció en las obras de Brahm s,
Schumann, M endclssohn, V erdi y C hopin. Pero el rom anticism o al
canzó su cúspide con R ichard W agner; no sólo sus obras se inspira
ron en febriles manifestaciones em ocionales (Tristan e Isolda fue es
crita bajo la angustia instilada p o r el am or no correspondido p o r la
49
esposa de un mecenas), sino que W agner concebía los fragm entos
musicales com o «avalanchas de sentim ientos». Lo m ítico y lo m ísti
co incorporaron visualidad dramática a la escena operística.-21
Tam bién la m oral, la religión y el misticism o cobraron nuevas di
mensiones durante el período romántico. Los debates acerca del bien
moral en los círculos religiosos, eruditos y políticos habían form ado
parte de la tradición de O ccidente desde antiguo, pero antes del ro
manticismo esas polémicas encarnaban a m enudo en térm inos racio
nales. Es decir, se confiaba en que el p oder de la razón sum inistraría
las respuestas a las cuestiones de la moral. Si fuera posible enseñarle
a la gente a «pensar p o r sí misma», se apuntaba, cada individuo p o
dría obrar como un agente moral responsable. Sin embargo, a medida
que la interioridad del yo se descubría tangible, cambiaba paulatina
m ente el vocabulario de las disquisiciones morales, y el «sentimien
to moral» pasó a ocupar el lugar de la racionalidad. La acción m oral
no era el simple resultado de aprender a pensar correctam ente; más
bien, com o manifestó Shelley, «la esencia, la vitalidad de las acciones
[morales] extrae su colorido de algo que no le puede aportar ningu
na fuente externa. (...) La m ente hum ana tiene (...) propensión in
trínseca a la benevolencia. N os sentimos im pulsados a pro cu rar la
felicidad ajena».22 Lo habitual era que esa propensión se adjudicara
al alma, que a la sazón no era considerada un aspecto ficticio del yo
sino un fenóm eno de la naturaleza hum ana establecido por D ios. Y
el alma no sólo brindaba el nexo entre el individuo y D ios, sino que
sti existencia inm ortal aseguraba la posibilidad de emanaciones so
brenaturales. C om o escribió D e G uerin, «el alma ve a través de las
densas tinieblas [y] com prende ciertos misterios. (...) Ella conversa
con los fantasmas».23 D e ahí que las casas em brujadas, las sesiones de
espiritismo y el recurso a los médium s se convirtieran en rasgos co
rrientes durante el siglo xix.24
N u estra elucidación del vocabulario rom ántico del yo no sería
com pleta si no hiciéram os mención de Sigmund Freud, figura de
transición entre la sensibilidad rom ántica y la m odernista, cuya im
portancia radica principalm ente en su capacidad para reunir estos
dos discursos opuestos. Más de un siglo de vida cultural abonó el
trasfondo de la teoría freudiana. N o sólo el interior profundo de la
mente se significó com o un hito, sino que pensadores com o Scho-
penhauer postularon que la existencia hum ana se sustentaba alrede
dor de un eje irracional y dinám ico («la voluntad») y poetas com o
50
Para m uchos rom ánticos, ci m undo material de los sentidos es m ucho me
nos im portante que el m undo inm aterial escondido. En esta obra (C ontem
plación, de W ilhelm Am berg), el efecto dram ático no reside en el tem a sino
en la sugestión de su personaje.
Poe y Baudelaire abordaron la posible presencia de un mal profun
do inherente al hom bre. N o era lógico que en este contexto Freud
propusiera qiie la principal fuerza im pulsora de la conducta estaba
situada más allá del alcance de la conciencia, y, hallándose bloqueada
en gran m edida su expresión directa, se abriera paso tortuosam ente
hasta la superficie en los sueños, las obras de arte, las distorsiones o
los deslices del razonam iento y el com portam iento neurótico. Ese
recurso interior era en esencia la energía del deseo, y concretam ente
del deseo de realización sexual. Por cierto que con Freud las pasio
nes oscuras adquirieron una apariencia m odernista, caracterizadas
con un lenguaje cuasibiológico com o «impulsos libidinales», y allí
donde los rom ánticos descubrían la potente evidencia de los recove
cos interiores, las dem andas m odernistas llevaron a F reud a tratar de
conseguir pruebas objetivas de lo inconsciente.25 Pero el dram a ro
m ántico de la personalidad siguió firme, y el analizando actual con
tinúa persiguiendo la búsqueda del ser que se em prendió hace ya un
siglo.
Resum iendo: gran parte de nuestro vocabulario contem poráneo
de la persona y de sus formas de vida asociadas tiene su origen en el
período rom ántico. Es un vocabulario de la pasión, de la finalidad,
de la profundidad y de la im portancia del individuo: un vocabulario
que genera la adm iración respetuosa de los héroes, los genios y las
obras inspiradas. Sitúa al am or en el proscenio de los empeños hum a
nos y alaba a quienes renuncian a lo «útil» y lo «funcional» en aras de
sus semejantes. Prom ueve la adhesión a la dinámica profunda de la
personalidad: el m atrim onio com o «com unión de almas», la familia
unida p o r el lazo del am or, la amistad com o com prom iso fiel para
toda la vida. P or obra del rom anticism o podem os depositar nuestra
confianza en los valores m orales y en la suprem a significación de la
aventura del hombre. Para muchos, la pérdida de este vocabulario im
plicaría el colapso de todo lo que tiene sentido en la vida. Si el am or
como com unión íntima, el m érito intrínseco de la persona, la inspi
ración creadora, los valores morales y la expresión de las pasiones
fueran expresiones obsoletas de nuestro lenguaje, la vida palidecería
para muchos. N o obstante, com o veremos, es justam ente este len
guaje el que fue am enazado p o r la concepción m odernista que le
siguió.
52
Su r g i m i e n t o d e l m o d e r n i s m o
F r ik d r ic h N ie t z s c h e ,
Con sideraciones intempestivas
Hacia fines del siglo xix, las energías rom ánticas com enzaron a
disiparse, sin que podam os saber exactam ente p o r qué. Sin duda que
los embelesos rom ánticos eran una com pañía poco congruente para
el expansionism o m ercantil del m undo occidental. La visión rom án
tica de la persona fue desplazada asimismo p o r el auge de la p ro d u c
ción en masa, y debe de habérsela considerado agotada en un m u n
do donde privaba la realpolitik y la guerra era inm inente.
Sea com o fuere, a m edida que la cultura de O ccidente irrum pía
en el siglo xx, iba surgiendo una nueva form a de conciencia colecti
va a la que suele llamarse «m odernista». M ucho se ha hablado del
m odernism o del siglo xx, sus raíces, su com plejidad y sus variacio
nes; los analistas no son nunca unánimes en su apreciación del fenó
meno, según aborden la arquitectura, las artes figurativas, la literatura,
etcétera.26 Mi propósito no es repasar en detalle estas elaboraciones,
sino po n er en prim er plano varios temas candentes vinculados a la
concepción m odernista de la persona.
53
riaban la esencia rom ántica. P o r o tro lado, las ciencias estaban dan
do frutos im presionantes. La m edicina y la salud pública asegura
ban las probabilidades de vida, el perfeccionam iento de las armas
invitaba a realizar nuevas conquistas y las innovaciones tecnológi
cas (la luz eléctrica, las m áquinas de coser y de lavar, el cine, la ra
dio, el autom óvil y luego el aeroplano) prom etían establecer una
utopía en la Tierra. La ciencia era antirrom ántiea. Reconocía sus an
cestros en el Ilum inism o, en el poder de razonar y de observar. Así
com o esos poderes habían elevado a la hum anidad — se afirm aba—
p o r encima de la superstición y la ignorancia propias de épocas pa
sadas, así tam bién estaban perm itiendo a los científicos repetir esa
hazaña en el presente. El éxito de la ciencia dependía de las faculta
des de observación sistem ática y del razonam iento riguroso. Si es
tas condiciones parecen hoy algo corriente y de sentido com ún, es
por su penetración generalizada y p o r la fuerza del pensam iento
m odernista.
54
La im pactante tesis de D arw in dio más apoyo aún a la noción de
que la verdad debía buscarse a través de la razón y de la observación,
ya que el más poderoso de los mensajes de E l origen de las especies se
vinculaba con la supervivencia de la especie: si las especies débiles
perecen y sobreviven las fuertes, ¿en qué situación está la hum ani
dad, y cóm o ha de perdurar en u n m undo incierto, donde corre pe-
ligro perm anentem ente? La respuesta evidente al desafío de D arw in
era la ciencia, con su cuerno de la abundancia de los productos tec
nológicos colaterales. D e ahí que a com ienzos del siglo xx los filóso
fos (apoyándose en el pensamiento positivista, desde Bacon y C om te
hasta James Mili) establecieran las reglas básicas para la generación
de un saber objetivo. En particular, los partidarios del em pirism o ló
gico, de Viena a C am bridge, sostuvieron que la ciencia triunfante se
fundaba en procedim ientos racionales, y que si las reglas de procedi
m iento aplicadas en la quím ica y la física se hacían extensivas a otros
campos, el m undo podría ser liberado de to d o cuanto tenía de erró
neo, de místico y de tiránico — no sólo en las ciencias naturales sino
en la vida cotidiana de los hom bres— . Se estimuló así el desarrollo
de una vasta gama de «ciencias sociales» que, al decir de Bertrand
Russell, producirían «una matemática del com portam iento hum ano
tan precisa com o la m atemática de las m áquinas».2' Las reglas que
guiaban la obtención de pruebas y el pensam iento lógico podían ex
tenderse al m undo de las decisiones cotidianas, pues... ¿acaso las em
presas, el gobierno y los organism os militares no podrían operar
m ucho más eficazmente si fundasen sus decisiones en un pensa
m iento científico sólido?2*
Tan prom isorias eran estas posibilidades que a m ediados del si
glo xx la filosofía de la ciencia (y su ayudante, la filosofía analítica) ya
habían eclipsado a todas las demás form as de indagación filosófica.
Temas com o la ética, la teología y la metafísica desaparecieron vir
tualm ente de los planes de estudio universitarios, ya que no trataban
«hechos observables», y se sostenía que to d o lo que no estuviera li
gado al m undo fenom énico no era otra cosa que especulaciones va
cías, semejantes a las disputas medievales tendientes a dirim ir cuán
tos ángeles podrían bailar en la cabeza de un alfiler. Este ha sido el
siglo del florecim iento de las ciencias sociales, com o lo ilustra bien la
psicología, que casi no existía un siglo atrás, cuando la indagación
sistemática de la mente se limitaba a u n pequeño grupo de filósofos
y teólogos. N o obstante, cuando a com ienzos del siglo xx se redefi-
55
nió el «estudio de la mente» tildándolo de «ciencia», y sus seguido
res adoptaron los m étodos, metateorías y modalidades de las cien
cias naturales, el horizonte se amplió en form a espectacular. Hacia
1940 la psicología era una materia presente en la m ayoría de los pla
nes de estudio universitarios de Estados U nidos, y en los años se
tenta ya era una de las disciplinas más populares entre los estudian
tes universitarios del país. C om o me señaló un amigo: «Teniendo en
cuenta los índices cié crecim iento actuales, el próxim o siglo seremos
todos chinos o psicólogos».29
E l a r g u m e n to del progreso
56
destrucción en el suelo propio. Pero tam poco E uropa era inm une a
las prom esas utópicas. En el período m odernista se llegó a creer que
si la razón y la observación reinan supremas, es posible que una úni
ca form a de gobierno (la dem ocracia o el fascismo) o un único siste
ma económ ico (el capitalismo o el com unism o) resuelva a la postre
los problem as inabordables que se le fueron acum ulando en el cami
no a la especie, acosando su avance a lo largo de la historia.
El argum ento m odernista del progreso no se limitó a las ciencias.
C om o en un eco de D arw in, el arquitecto británico W. R. Lethaby
escribió en 1918 que «el diseño es una cuestión de experim entación
progresiva, el desarrollo de un principio m ediante la adaptación, la
selección, la variación».31 La escuela Bauhaus de artes y oficios inten
tó crear en los años veinte un ambiente tal que en él todos los trabaja
dores deí arte (arquitectos, forjadores, escultores, pintores, ceramistas,
tejedores, etcétera) pudieran investigar los principios fundam entales
del diseño estético.32 El resultado previsto no era la génesis de dife
rentes estilos, sino una solución general: un «estilo internacional».
Esta preocupación po r la investigación em pírica sistemática se m ani
festó asimismo en la teoría literaria. C on el surgim iento de la N ueva
Crítica, C leanth Brooks, Jo h n C row e R ansom y sus colegas aban
donaron los intentos tradicionales de revelar la mente y el corazón
de un autor,33 y en su lugar abordaron el análisis literario com o una
indagación empírica centrada en la estructura interna de la obra.
En el m undo de la danza, se desdeñaron los formalismos decora
tivos del ballet clásico, y el baile interpretativo de los rom ánticos fue
considerado un gesto de autocom placencia. La danza se tornó «mo
derna» cuando su finalidad pasó a ser «la exteriorización de la autén
tica experiencia personal», según manifestó un crítico. Y en el m undo
de la música, com positores com o Schonberg y Stravinsky hicieron a
un lado la expresión em ocional para experim entar con la atonalidad
y el dodecafonism o. El público de los m úsicos rom ánticos estaba
atento a los mensajes provenientes del interior oculto, las intuiciones
acerca del yo y los m isterios del cosmos. En la música m oderna lo
que se escucha es un experim ento con las superficies: las estructuras
y pautas sonoras constituyen una invitación a celebrar; dicho en las
palabras de Schonberg, la música «debe ser una exposición liana de
las ideas».34
Esta misma fe en que la razón era la qtie proyectaba a la sociedad
hacia adelante subyacía en el volum en de Le C orbusier titulado La
57
ciudad del m añana, do n d e abogaba p o r un nuevo diseño do la vida
urbana basado en los principios de la geometría. Esta creencia de que
era la razón, y no la política (por su antirracionalidad), la que debía
dirigir el curso del cam bio urbano fue la que dio origen al urbanis
m o com o disciplina de estudio y com o reducto profesional. A n álo
gam ente, la nueva profesión de la adm inistración pública surgió para
prom over la causa de la razón contra la em oción, del m étodo contra
el im pulso, de la ciencia contra el arte en m ateria de bien com ún.
Al m ism o tiem po, la adhesión al gran argum ento del progreso iba
acom pañada p o r la sospecha enfocada hacia to d o lo pasado: su sa
ber, su música, su arte y arquitectura, sus form as de gobierno, etcé
tera — sospecha que oscilaba entre el desdén y el antagonism o— . Se
gún lo expresó Paul de M an, «la idea de la m odernidad en to d o su
poderío» encarnó en «el deseo de suprim ir to d o cuanto había suce
dido antes»." Puesta en tela de juicio la tradición, el m odernista q u e
daba liberado para edificar con vistas a un futuro planeado de ante
m ano. M arshall Berm an narra vividam ente este elixir de u n futuro
glorioso al describir la evolución de las obras públicas en N ueva
Y ork entre las décadas de 1920 y 1940.36 A sistido p o r el espíritu m o
dernista, R obert M oses, encargado de la ciudad de N ueva Y ork para
parques y jardines, im aginó y más tarde concretó algunas de las alte
raciones más m onum entales del espacio público que tuvieron lugar
en toda la historia hum ana — con los consecuentes resultados en las
m odalidades de vida— , entre las que se incluyen: la creación de J o
nes Beach en Long Island, sobre lo que antes era una ciénaga, así
com o los llamados «Paseo del N o rte» y «Paseo del Sur» del estado
de N ueva Y ork, que unían las granjas aledañas con dicho balneario;
la C arretera del Sector O este de la ciudad; gran parte del Riverside
P ark sobre terrenos ganados al río en M anhattan; el parque Flushing
M eadow en o tro pantano, esta vez del distrito de Q ueens, y la au to
pista que cruza el barrio del Bronx. Berm an se lam enta am argam en
te de todas estas alteraciones del espacio público, en particular de la
últim a, porque la autopista dividió vecindarios que tradicionalm en
te tenían autonom ía propia y estrecha vinculación interna, reem pla
zándolos p o r una «jungla urbana». Pero esas lam entaciones son p ro
pias de los nostálgicos, p orque era la época de la Feria M undial de
N ueva Y ork (1939), dedicada a « C onstruir el m undo deí mañana» a
través de la tecnología científica.
58
La búsqueda de la esencia
59
En el Edificio de Ciencias D u Pont del Sw arthm ore College, diseñado por
Vincent Kling, cada uno de los sectores alberga una disciplina distinta, y las
diferentes ramas del conocim iento están unidas p o r corredores. En este di
seño de gran pureza, sin interferencias decorativas, «la form a deriva de la
función».
60
des podían someterse a experim entos igual que las sustancias quím i
cas. La com posición musical era ya edificable sobre un cimiento téc
nico sistemático. A partir de Stockhausen, el empleo de la m atem á
tica, las com putadoras y el sintetizador electrónico contribuyó a esta
deshum anización de la música.
Tam bién las artes figurativas se desem barazaron de las form as de
representación antes incuestionadas en busca de los elementos esen
ciales. Examinemos el movimiento impresionista de fines del siglo xix.
En su atrevido desdén del retrato realista y de las reglas formales,
M onet, Renoir, Cézanne, M anet y sus colegas tenían una gran deu-
61
da con sus antecesores rom ánticos. Sin em bargo, com o el objeto de
la pintura dejó de determ inar las técnicas empleadas para su descrip
ción, los artistas quedaron en libertad de experim entar con las p osi
bilidades de los pigmentos, com o se puso particularm ente de relieve
en la obra de los puntillistas Seurat y Signac. Lo que entonces fue un
cam bio de sensibilidad, que pasó de «el objeto» a «la im presión cau
sada p o r el objeto», sentó las bases de una transform ación de incal
culables proporciones en el arte del siglo xx, porque com o declara
ron m uchos artistas desde los cubistas hasta la fecha, el arte no tiene
que ser forzosam ente figurativo, ya que crea su propia realidad. D i
cho en térm inos de K andinsky, el arte está «libre del objeto», es
«pintura pura». Esta idea liberó a artistas com o M ondrian, Klec, Al-
bers y R othko, quienes se aplicaron a explorar las propiedades del
color en sí. En el caso de D ubuffet, ello significó experim entar con
materias prim as sustitutivas de los pigm entos; en el de Pollock, con
el goteo de la pintura sobre el lienzo; en el de los propugnadores del
op art (arte óptico), la investigación de una serie de efectos visuales
desorientadores. Para los m odernistas, la obra de arte era una esen
cia en sí misma,37 o com o dijo el crítico C lem ent G reenberg, cada
arte debe «transm itirse “p u ro ” y hallar en esa “p u reza” la garantía
de sus propios criterios de calidad, así com o su independencia».38
P or últim o, la poesía y la literatura de ficción m odernistas no d e
jaron de resultar afectadas. C om o un eco de ese apotegma que se en
señoreó de la arquitectura, «menos es más», el lema reverberante en
tre los poetas era «ninguna palabra innecesaria»; de ahí que la poesía
moderna se resuelva en agudo contraste con las efusiones emocionales
de los románticos. De m odo similar, la novela m oderna suele dejar de
lado las ricas capas de descripción de los caracteres y de los entornos
para focalizarse en cam bio en los obstinados «hechos del asunto»:
contrástese la lisonja de la amada a que hemos hecho referencia (pág. 45),
propia del siglo xix, con esta descripción de H em ingway en Fiesta.
Brett, la am ante de Jake, acaba de notificarle que no se irá con él sino
que se quedará con el conde (quien en ese m om ento ha ido a com
p rar champaña). Dice Brett:
62
—Sí. ¿N o es eso lo que he dicho? Así es.
—Entonces bebamos un trago. El conde va a volver.
— Sí, tiene que volver. Ya sabes que con eso del cham paña es extra
vagante. Significa m ucho para él.39
La m etáfora de la m áquina
P aul V alérv,
La. búsqueda de la inteligencia
63
«productivo», «redituable» y «próspero». Las imágenes derivadas
de la m áquina hicieron sentir sus ecos tam bién en la escena artística.
Los futuristas, com o M arinetti y Malevich, vieron en la m áquina la
energía y fuerza indispensables para la construcción de sociedades
utópicas. Los pintores cubistas com enzaron a concebir a los seres h u
manos com o mecanismos com plejos; Légcr, Feininger, K andinsky y
Picasso, entre otros artistas, llenaban el paisaje visual de criaturas se
mejantes a robots. Similarmente, cuando se le pidió a Schlcmmcr
que diseñara el vestuario de un ballet, se obtuvo com o resultado un
escenario repleto de autóm atas. En París, la partitura del Ballet mé-
canique de G eorge Antheil estaba destinada a ser ejecutada p o r una
m áquina.”
La m etáfora mecánica dejó sus huellas asimismo en la arquitectu
ra. Para los visionarios de fines del siglo xix, com o R uskin y William
M orris, el arte interesante era el producto de una alta finalidad m o
ral. Las m áquinas no tenían conciencia m oral ni alma; p o r ende, la
producción de las m áquinas era intrínsecam ente ajena al arte.42 Sin
64
em bargo, a raíz de la m ayor dem anda que la industria y la ciencia
exigían a los arquitectos, y tam bién porque las propias m áquinas co
m enzaron a producir amplia variedad de nuevos materiales do cons
trucción (por ejemplo, com ponentes estandarizados de metal y de
vidrio), el pensam iento arquitectónico se tornó m uy mecanicista.
Hacia 1910, el m ovim iento de R uskin y M orris orientado al diseño
en las artes y oficios había sido reconsiderado y convertido en «un
m ovim iento tendiente a la erradicación [de los diseños artesanales]
por obra de una producción coherente, y teniendo en cuenta la ine
vitable regulación de la producción fabril y la m ano de obra bara
ta».4J El grupo Rauhaus entendía que la familiaridad con la m áquina
era esencial para cualquier estudio estético, y Le C orbusier lo sinte
tizó así en el caso de la arquitectura: «La casa es una m áquina en la
que se vive».44
La p r o d u c c ió n d e i. h o m b r e m o d e r n o ( s i c ) 45.
65
ocupación de la psicología científica, y los psicólogos contribuyeron
en abundancia a la creación del vocabulario m odernista del ser p ro
pio. La visión m odernista de la persona se ha introducido en todos
los rincones de la vida cultural; gran parte de lo que consideram os
valioso y significativo en nosotros mismos o en nuestras relaciones
debe su inteligibilidad a tales empeños. Veamos, pues, qué ha hecho
el siglo xx para suprim ir la preocupación rom ántica por el interior
oculto y reem plazarla p o r un yo racional, ordenado y accesible.
El yo auténtico y accesible
E n la j u n g l a s o c ia l d e la e x i s t e n c i a h u m a n a
u n o n o p u e d e s e n t i r s e v i v o si n o r e t i e n e u n s e n t i
m ie n to d e id e n tid a d .
E r ik E. E r ik s o n ,
Identity, Youth a n d Crisis
66
fk
seres hum anos ejemplares, y podría contraponérselos a D illinger y
Al C apone, Laval y Mussolini..., y por supuesto a la figura pública
que «probaba» la tesis m odernista sobre el carácter básico: A dolf
H itler.
En el ám bito literario, el sentido dram ático ha sido con frecuen
cia el resultado del «desarrollo» o de la «revelación» de la auténtica
naturaleza del protagonista. En «El oso», de W illiam Faulkncr, E l
guardián entre el centeno, de Jerom c D. Salinger, y El viejo y el m ar,
de Ernest H em ingw ay, p o r ejemplo, el lector se ve envuelto en el de
venir de la identidad del personaje, en los sucesos que conducen a la
cristalización de su yo, y averigua cóm o llegan a ser lo que verdade
ram ente son. A la inversa, en La m uerte de un viajante, de A rth u r
Miller, Viaje de un largo día hacia la noche, de Eugene O ’N eill, y La
gata sobre el tejado de 'zinc caliente, de Tennessee W illiams, el efec
to dram ático destila de haberle rem ovido los aderezos a una identi
dad a fin de revelar el carácter genuino, pero infame, que se oculta
ba.46 El sociólogo K u rt Back p ropone que la «atracción central» que
ejerce en la época m oderna la novela policíaca o de m isterio es «la
penetración de la insospechada posibilidad de la otra persona».47 El
m isterio descansa en la idea del lector de que existe una «verdad»
respecto de las personas, que se desentraña si se examina cabalmen
te su vida en todos los detalles.
Fue la psicología la que em prendió la tarea de esclarecer la natu
raleza del yo básico. Se aplicaron de m anera sistem ática la razó n y la
observación para que la «naturaleza del hom bre» pudiera ser «cono
cida p o r el mismo», o sea, para generar un saber fundam ental acerca
de los fundam entos del generador del saber. M uchos intentaron p ri
m ero aislar y estudiar los «mecanismos» básicos de los «organismos
inferiores», y luego desplazarse lentam ente hacia la com prensión de
la com plejidad hum ana. D e ahí que em pezaran a publicarse obras
basadas en investigaciones realizadas con palomas, ratas y prim ates,
cuyos títulos resultaban llamativos y prom isorios; entre las más in
fluyentes cabe m encionar El com portam iento de los organismos, de
B. F. Skinner; Los principios de la conducta, de C lark H ull, y La con
ducta intencional en los animales y en los hombres, de Edw ard Tol-
man. E n retrospectiva, nos molesta pensar que los investigadores
hayan supuesto que era posible dejar al desnudo los elem entos fu n
dam entales de la naturaleza hum ana con sólo atender a las payasadas
de un pequeño núm ero de animales en el laboratorio; pero así como
67
los experim entos sobre las almas restdtaban convincentes para la
m entalidad rom ántica, así tam bién en el apogeo del m od ern ism o
se creyó que la m ente del hom bre podía revelarse p o r el co m p o rta
m iento de la rata en algún aspecto predeterm inado.
Para los psicólogos norteam ericanos, en particular, la imagen de
la m áquina sum inistró la m etáfora predom inante para la persona. Si
sólo era posible observar el m undo material, el conocim iento tan p er
seguido de las personas tenía que ser el conocim iento de la m ateria
de la que estaban constituidas. Y si las m áquinas son, entre todos los
materiales que el hom bre conoce, las construcciones más com plejas,
poderosas y adaptables, p o r cierto debían parecérseles los seres h u
m anos en su funcionam iento. Y resultaba m uy cóm odo hablar de las
«estructuras del pensamiento», los «mecanismos perceptuales», la «es
tructura actitudinal», las «redes de asociaciones», la «im plantación de
hábitos», etcétera. Todas estas frases connotaban un ser cuya esencia
era mecánica.48 En gran parte, este mism o cuadro se repite hoy en las
ciencias cognitivas; el cam bio fundam ental radica en la form a de la
máquina. En la actualidad, se dice que la m ente opera com o un «mi
núsculo ordenador»; que es, de hecho, una pieza de com putación
eficaz y sofisticada... aunque ni de lejos se aproxim a a las rapidísimas
máquinas. C om o dice U lrich N eisser, especialista en psicología cog-
nitiva, «el ordenado r vino a aportar la tranquilizadora y m uy ne
cesaria idea de que los procesos cognitivos eran reales».49 A hora la
m etáfora del ordenador se ha llevado a la práctica viviente bajo las
diversas form as de terapia cognitiva, las técnicas de «desprogram a
ción» y los juguetes inform áticos de «construcción mental» dirigidos
a los niños.52
La enorm e atención que se p resta hoy a los «procesos cogniti
vos» resalta otra dim ensión del p u nto de vista m odernista: la esencia
del hom bre es racional. C onsidérese la evolución del psicoanálisis en
este siglo. P oco a poco fue desapareciendo del m apa el búllem e cal
dero de las fuerzas reprim idas de F reud, tan centrales para la defini
ción rom ántica de la persona, y su lugar lo ocupó el yo, que para
Freud era el centro, asediado y ofuscado, de la racionalidad. E ntre
los sucesores de Freud, A lfred A dler marcó fuertem ente el acento en
la elección consciente del hom bre, K aren H o rn ey sostuvo que las
personas podían llevar a cabo racionalm ente su p ro p io análisis, y
Fíarry Stack Sullivan sustituyó el desarrollo psicosexual p o r el desa
rrollo cognitivo com o principal influencia form ativa. C on el adveni
68
m iento del m odernism o, la figura hum ana fue recortada p o r la cin
tura, a m edida que iban ganando terreno la «psicología del yo», las
«relaciones objetales» y la «psicología del sí-m ism o» de K ohut. Los
grandes problem as ya no quedaban hondam ente soterrados, y los
más representativos se adjudicaban al reino, más accesible, del p e n
sam iento. Fue el investigador y terapeuta G eorge Kelly el que sum i
nistró, probablem ente, la teoría suprem a de la racionalidad: para él,
los impulsos emocionales no desempeñaban papel alguno en la conduc
ta; más bien, el individuo funcionaba exactamente com o u n científico
m aduro, observando, clasificando y poniendo a prueba sus h ip ó te
sis. «C uando hablam os del “hom bre de ciencia” — sostuvo Kelly—
nos referim os a toda la hum anidad y no únicam ente a determ inados
hom bres que han alcanzado públicam ente esa dim ensión.»3’ E n su
condición de m odernista, dedicado a indagar la naturaleza hum ana,
Kelly la observó con cuidado y... ¡descubrió que allí había un cientí
fico!32
C ierto es que en los círculos terapéuticos la m etáfora de la m á
quina no tuvo mucha aceptación, pero en ellos se adhería firm em en
te a la propuesta de una esencia básica, y tan to las teorías com o la
práctica terapéuticas tuvieron en cuenta el valor positivo que se le
adjudicaba a dicha esencia. Los seres hum anos tenían una esencia, y
en el caso de n o tenerla se descubría un enferm o: la terapia p ro p o r
cionaba o restablecía esa esencia. Erilc E rikson, p o r ejemplo, so stu
vo que el logro principal de un desarrollo norm al es un «sentim ien
to de identidad» firm e y estable.53 A n d ar a la deriva en u n estado de
«identidad difusa» equivalía a haber fracasado en la tarea básica del
desarrollo de la personalidad. Para C ari Rogers, la búsqueda de la
esencia cobró la form a de «convertirse en el yo que es uno cabal
m ente».5'1 Si algunos establecen condiciones para su am or, el pacien
te com ienza a establecer condiciones para la aceptación del yo. La
misión del terapeuta consiste en restablecer en el individuo un senti
m iento pleno de aceptación de su yo. La m ayoría de los terapeutas
existenciales procuraro n restablecer la capacidad de elección cons
ciente, eje central de su desarrollo com o ser activo.55
69
Construcción del individuo
L a c o n d u c t a h u m a n a es a p r e n d i d a ; p r e c i s á
m e n t e e sa c o n d u c t a , q u e c a r a c t e r i z a al h o m b r e c o
m o ser racio n al o c o m o m ie m b ro d e u n a n a c ió n o
c la s e s o c i a l d e t e r m i n a d a s , e s a p r e n d i d a y n o i n
n a ta .
J o h n D o l la r d y N ea l E. M il l e r ,
Personcdity and Psychotberapy
70
lancolía» para los rom ánticos), sino más bien com o resultado de
condiciones en las que el sujeto no puede ejercer un control racional
de los acontecimientos: así lo postula Seligman en su popular volu
men, L ea m ed Helplessness [El desvalim iento aprendido].5*
E n psicología clínica, las concepciones am bientalistas dieron o ri
gen a las técnicas de «modificación de la conducta», en las que p ro
blemas com o las fobias, la hom osexualidad, la depresión, etcétera,
eran equiparados a disfunciones de una máquina, y el terapeuta ope
raba con ellas más o menos com o lo haría un mecánico con un arte
facto descom puesto. Si el cliente deseaba desem barazarse de su in
clinación homosexual, p o r ejemplo, se le colocaba un aparato que le
transm itía descargas eléctricas cada vez que aparecía la figura de un
hom bre desnudo, pero que no lo hacía si el desnudo era femenino.
Este tratam iento prim itivo fue luego reem plazado p o r técnicas con
las que el individuo aprendía a relajarse ante las situaciones que an
tes lo am edrentaban (aviones, ascensores, edificios altos). En opinión
de los rom ánticos freudianos, la terapia requería nada m enos que
una reconstrucción total de la psique; los terapeutas m odernistas,
descreídos de la «profundidad psíquica», quedaron en libertad de
chapucear con cualquier m áquina que tuvieran a mano. Los p ro b le
mas del individuo podían enfrentarse y resolverse a lo m ejor con una
serie de sesiones de tratam iento.3'
Para la fenom enología psicológica, la propensión al experim ento
era aún más marcada. Las investigaciones sobre el aprendizaje cum
plían allí un papel crucial. Los estudios experimentales se dedicaron
a investigar una amplia gama de conductas (agresión, altruism o, com
prensión de uno m ism o y de los demás, memoria, m otivación, obe
diencia, etcétera) y en cada caso se procuraba som eter a control la
conducta característica. Se consideraba que estas conductas eran
producidas p o r estímulos ambientales, y que la com prensión de los
efectos a través de los estím ulos de laboratorio perm itiría a la socie
dad gobernar su destino. Estas concepciones optim istas influyeron
asimismo en los consejos que se daban al público en general; p o r
ejemplo, en el desarrollo del niño, se inform aba a los padres de los
efectos perm anentes de su com portam iento con los hijos.
J. B. W atson, «creador del conductism o», expuso que la persona
lidad del adulto se form a a partir de sus prim eras experiencias de
aprendizaje en el hogar. E n una guía popular dirigida a los padres,
W atson escribió:
71
Es particularm ente sencillo m odelar la vida em ocional en la prim era
etapa. Podríam os liaccr esta sencilla com paración: el forjador de metales
tom a Ja masa sólida caliente, la coloca sobre el yunque y com ienza a m o
delarla de acuerdo con lo que quiere. A veces usa una pesada maza, otras
un m artillo liviano; unas veces le asesta al m aterial un golpe m uy fuerte,
otras apenas lo roza. D el m ism o m odo com enzam os a plasm ar tajante
mente, desde el nacim iento, la vida em ocional de nuestros hijos. El
herrero tiene a su favor m uchas ventajas. Si su golpe fue dem asiado rudo
y to rp e y estropeó la obra, podrá devolver el m etal al fuego y reanudar
el proceso. C o n el niño, no hay m odo de corrección posible: cada golpe,
correcto o fallido, surte un efecto. Lo m ejor que podem os hacer es ocul
tar, con la m ayor habilidad posible, los defectos de nuestra obra.58
72
consideran «buena» o p o r la que califican de «mala»; en am bos casos, es
probable que la conducta recom pensada persista. D epende de los padres
seleccionar el tipo de conducta al que dedicarán atención.60
G ordon W. A llport,
Personality and Social Encounter
73
mentales, entre ellos el de la persona internam ente dirigida y la p e r
sona dirigida externam ente. La prim era era en esencia un epítom e
del hom bre m odernista: «El origen de lo que la dirige (...) es “in te r
n o ” en el sentido de que sus m ayores lo im plantan en él en una p ri
mera etapa y está ineluctablem ente (...) dirigido hacia ciertos objeti
vos».62 El com portam iento del h om bre internam ente dirigido era
gobernado p o r un «giroscopio psicológico (...) establecido p o r los
padres y otras autoridades», que lo m antenía en su curso correcto,
siendo capaz de «conservar un delicado equilibrio entre las dem an
das que le im pone su objetivo en la vida y los golpes que le asesta el
m edio externo».6’ Pero lo que más le inquietaba a Riesm an era la
aparición de un hom bre externam ente dirigido, carente de una guía
interior y cuyo proceder es más bien orientado siem pre p o r el en
to rn o social inm ediato. La antipatía de R iesm an hacia estos indivi
duos se revela en las palabras que escoge para describirlos: dice que
se trata de u n tipo de individuo «superficial», de un «conformista»
que «se som ete al poder del grupo» y posee una «necesidad insacia
ble de aprobación».64 Es una evaluación m odernista de las prim eras
consideraciones que encontrarem os de la m entalidad posm oderna.
U n encom io similar del hom bre confiable, autónom o, producido
p o r la m áquina, im pregna la bibliografía psicológica del m om ento.
Las descripciones científicas presum en de estar «liberadas de los va
lores», pero ineludiblem ente abrazan los valores de quienes las p ro
pugnan. N o es casual que durante la hegemonía del m odernism o, las
investigaciones psicológicas pintaran perm anentem ente un cuadro
sórdido del sujeto a quien im putaban «falta de convicciones», de «fi
bra m oral», de «com prom iso» y de «coherencia». P o r ejemplo, en
los clásicos experim entos de Solom on Asch sobre el grado de co n
form ism o social, se les pedía a los sujetos que juzgaran la longitud
relativa de varios segm entos trazados sobre un papel.65 Entonces
otros participantes (bien preparados para cum plir este papel) afir
maban unánim em ente que era más largo el segm ento que, a todas lu
ces, era el más corto de los presentados. C uando a los sujetos reales
les llegaba el tu rn o de expresar su opinión, solían concordar con las
decisiones unánim es, pero falsas, del grupo. A este com portam iento
Asch (y la profesión en general) lo tildó de «conform ista», equipa
rándolo con la servil com plicidad de los que no se habían atrevido a
levantar sus voces contra el nazism o. La postura axiológica im plíci
ta en tal investigación se resalta a la vista de otras descripciones de
74
tales individuos, no m enos apropiadas: p o r ejem plo, podría decirse
que eran «socialmente sensibles», o que «estaban bien integrados»
en su medio, o que «buscaban la armonía»; no obstante, en una época
en que se elogiaba que alguien «defendiera sus propias ideas», nunca
se tom aron en serio estas otras descripciones.
T am bién en la U niversidad de Yale un grupo de investigadores se
dedicó a descubrir p o r qué la gente es inlluida p o r la propaganda.66
¿C uál era el m otivo de que no pudieran evaluar los datos p o r sí m is
mos y m antener sus propias convicciones? (Repárese en que si los
mensajes brindaran «inform ación real», la credulidad de estos suje
tos no sería tal, sino «aprendizaje adaptativo».) A m plios estudios re
velaron que la fuente prim ordial de tal degradación en la conducta
era la personalidad deficitaria. Si las personas poseen una confianza
básica en sí mismas — concluyeron estos investigadores— , pueden
hacer frente a los elocuentes dem onios del m undo que los rodea.67
U n especialista en el cam bio actitudinal, W illiam M cG uire, llegó a
form ular una «teoría de la inoculación» m ediante la cual podría, p re
sum iblem ente, «inm unizarse» a la gente contra la «enferm edad» de
la vulnerabilidad ante la opinión ajena.6S
Q uizás el tributo más grande que se ha pagado a la retórica de las
disposiciones autónom as y perdurables lo rindió el m ovim iento en
pro de los tests mentales y de la personalidad. Si se supone que las
personas poseen esencias similares a las m áquinas, situadas no m uy
lejos de la superficie, es lógico pensar que se las pueda m edir; y si
esto es cierto, sería posible explicar todas las form as de conducta y
predecir el futuro individual y social. F ueron justam ente estas p re
sunciones las que inspiraron a T h eo d o r A dorno y sus colegas de
Berkeley para m edir la personalidad autoritaria.1'0 C on una mezcla
de escalas y de correlaciones obtuvieron el perfil de un sujeto inte-
lectualm ente rígido, obediente a las autoridades y etnocentrico, jus
tam ente el tipo de personalidad — razonaban— responsable del na
zism o en Alem ania y de los prejuicios raciales en Estados U nidos.
De hecho, los males del m undo eran atribuiblcs a estas esencias ma
lévolas.
P or la misma razón, las acciones positivas de los hom bres podían
adjudicarse a disposiciones estables. P o r ejemplo, D avid M cC le
lland, el psicólogo de H arvard, sostuvo que la prosperidad econó
mica do un país se debe principalm ente a tipos de personalidad ca
racterizados por una alta motivación de ren d im ien to P Se em plearon
75
gran cantidad de tests para reforzar estas especulaciones y recabar
inform ación sobre los m étodos de crianza que podrían fom entar ta
les tendencias estables. Además, M cClelland y sus colaboradores
crearon proyectos destinados a asistir económ icam ente a las nacio
nes más desfavorecidas, com o la India, a fin de que desarrollaran este
rasgo de personalidad que era esencial desde el p u nto de vista eco
nómico. Se argüía que, con el «material adecuado», el futuro bienestar
de la India sería m ayor. Se percibe en la obra de estos investigadores
la fascinación del gran argum ento del progreso.
Esta misma opinión sentó las bases de lo que luego llegó a ser una
verdadera industria de los tests mentales. Estas pruebas, que se apli
caron a todo lo largo y ancho de Estados U nidos, se basaban en el
supuesto de que las personas son, en lo fundam ental, congruentes o
estables a lo largo del tiem po, que sus características se pondrán de
manifiesto com o una huella digital o una m arca de nacimiento. El
Inventario M ultifásico de la Personalidad de M innesota (M N PI), el
Test de Intereses Vocacionales de Strong, las escalas de inteligencia
de Stanford-B inet y de W echsler, el Inventario de Preferencias de la
Personalidad de Edw ards (EPPI), son algunos de los tests más utili
zados. Los hay tam bién para m edir la capacidad de m ando o lide
razgo, la depresión crónica, el nivel de estrés, la com plejidad cogni-
tiva, la capacidad de superación, la creatividad, la autoestim a y una
vasta gama de otras «características básicas». E n la actualidad, casi
toda la población adulta de Estados U nidos ha sido som etida a algún
test mental, y éstos son considerados verdaderos guardianes capaces
de vigilar y determ inar el ingreso a (o la exclusión de) los centros de
enseñanza, el servicio militar, los organism os públicos, etcétera. In
cluso el Test de A ptitudes Escolares (SAT), tan poderoso en Estados
U nidos com o mecanismo nacional de selección, goza del m ístico pa
recer de que mide un núcleo sólido y duradero del individuo. Si no
fuese así, si sólo se percibieran en dichos tests indicadores de estados
de ánimo transitorios, de caprichos pasajeros o de actitudes fingidas,
revestirían poco interés.
N o obstante, los medios p o r los cuales esas pruebas evidencian
los «rasgos internos» son tan engañosos com o interesantes. D e en
trada, nadie sabe qué lleva a un individuo a hacer diversas marcas en
un papel, ajustadas a determ inadas pautas. N adie ha observado «ca
racterísticas esenciales», y si uno tuviera que atenerse a la evidencia,
estaría igualm ente justificado proclam ar que la puntuación de los
76
í
tests fue el producto de «impulsos creativos espontáneos», o de una
«avalancha de intuiciones», o incluso de la «m ano de Dios». E m pe
ro, en consonancia con el carácter m odernista, se dice que los tests
m iden las predisposiciones mentales, y luego se emplean sus resulta
dos con fines predictivos (calificaciones universitarias, éxito ocupa-
cional, posibilidad de beneficiarse con una terapia, felicidad en el
m atrim onio, etcétera). P o r cierto que dichas puntuaciones pueden
ser útiles con propósitos predictivos: un sujeto con indicios notorios
de esquizofrenia en diversas pruebas no es probable que sea un buen
candidato para ocupar un cargo o com o pareja m atrim onial; tam po
co es probable que los estudiantes cuya puntuación en el SAT es
m uy baja se gradúen en la U niversidad de H arvard.
Estas cualidades predictivas preparan el cam ino para una pres-
tidigitación retórica tan sutil que por lo general ni siquiera los investi
gadores la detectan: se dice que las predicciones acertadas son «prueba»
de que un test mide lo que pretende medir. «Algo» llevó a la p erso
na a obtener la puntuación que obtuvo, y si ese resultado predice
bien su futuro, entonces ese «algo» debe ser lo que afirma el autor
del test. Esta lógica no es m uy diferente de la que sostiene que la ins
tigación de Satán es lo que provoca la conducta libertina, y por ende
extrae la conclusión de que una correlación elevada entre un test de
m oralidad y, por ejemplo, la frecuencia del coito extraconyugal
prueba la injerencia satánica en la vida cotidiana. En el período p o s
m oderno, las esencias estables semejantes a m áquinas reem plazaron
a Satán com o fuente principal de la actividad humana. A hora bien:
¿qué esencia, qué «algo» lleva al individuo que se somete a u n test a
obtener el resultado que obtiene? N o lo sabemos; las predicciones
acertadas nada nos dicen, en verdad, sobre la «causa subyacente» — ni
siquiera nos dicen si la conducta tiene una causa.
77
digno de confianza. La palabra que em peña h o y seguirá en pie m a
ñana y al día siguiente. N o encontrarem os al y o m odernista con su
razón nublada por intensos dram as em ocionales: sus razones guían
sus acciones, y su voz es clara y sincera. Y no tenem os que esperar la
venida de alguien naturalm ente talentoso, inspirado o visionario para
que conduzca nuestras instituciones o nuestro país. T odos hem os sido
creados iguales, y depende de los padres y de los buenos ciudadanos
m oldear bien a los jóvenes. C o n una m odelación adecuada y la ay u
da de la ciencia, crearem os el fu tu ro de nuestros sueños.
Éste es el lugar del m odernism o bajo el sol que, com o verem os,
será eclipsado p o r el advenim iento del posm odernism o.
78