Block, P El Manuscrito Masada
Block, P El Manuscrito Masada
Block, P El Manuscrito Masada
desconocido, que podría ser la fuente original de los evangelios sinópticos del
Nuevo Testamento, se ven enredado en una antigua lucha para proteger unos
secretos milenarios. ¿Qué significa ese misterioso símbolo que combina la
Estrella de David, la Cruz y la Media Luna? ¿Qué es la Trivia Dei, los tres
caminos hacia Dios, un mensaje de amor y tolerancia predicado por Jesucristo
que, con el paso de los siglos, ha sido pervertido por una secta secreta? ¿Y
quiénes componen esa fanática organización mundial, despiadada e
infatigable, que ha derramado ríos de sangre? Ellos tratarán de impedir que el
padre Flannery entregue el manuscrito Masada a un mundo desesperado por
encontrar un sentido a la vida.
Paul Block y Robert Vaughan
El manuscrito Masada
*
ePUB r1.1
Sarah/Piolin 15.05.13
Título original: The Masada Scroll
Paul Block y Robert Vaughan, 2009
Traducción: Pablo Manzano
Retoque de portada: Piolin
***
Abajo, en el sótano del edificio de piedra, la mujer vigilaba las escaleras mientras
el hombre rellenaba rápidamente el hoyo, allanaba la tierra y tiraba la pala a un lado.
—La pala —susurró ella ansiosa, señalando con gestos adonde había caído.
—Ya, ya —dijo él, al comprender que era una prueba del lugar en el que la había
enterrado. Volvió a cogerla, después arrastró el pie por el suelo, ocultando los indicios
que quedaban del agujero.
Ella estaba vigilando de nuevo la escalera, mirando hacia la entrada cuando llegó
él y le puso una mano en el hombro.
—Ya es hora de irnos.
—¿Crees que es seguro? —preguntó ella, con el miedo patente en sus ojos cuando
le miró.
—Hemos hecho todo lo que hemos podido. Que la puerta se abra ahora al Cielo o
al Infierno, es cosa de Dios.
Fuera, los gritos y las oraciones se habían desvanecido, reemplazados ahora por el
suave murmullo del viento.
El suave murmullo del viento que rodeaba el MD-11 fue emergiendo gradualmente
a su conciencia. Al abrir los ojos, la fuerte luz que entraba por la ventanilla del avión
le hizo parpadear; después, entrecerró los ojos ante la refulgente superficie del
Mediterráneo.
—¿Padre?
Solo oyó a medias la voz, absorto como estaba en sus pensamientos sobre lo que
acababa de vivir. Antiguas ruinas en el desierto… terroristas encapuchados, vestidos
de negro… hojas de acero rajando la piel mientras un hombre y una mujer enterraban
su tesoro en el suelo. ¿Era un sueño?, ¿una visión? ¿Estaba recuperando algún
recuerdo distante de un libro o una película?
—¿Padre Flannery? —insistió la mujer—. ¿Es usted Michael Flannery?
Saliendo de sus ensoñaciones, Flannery se volvió para ver a una joven azafata que
le miraba con ojos de un color verde brillante tal que tenía que deberse a unas lentes
de contacto.
—«Sí» —reconoció con una sonrisa forzada.
Ella le acercó una hoja de papel.
—El comandante ha recibido esto para usted —sus ojos se entrecerraron y su
expresión era casi conspiratoria cuando ella se inclinó hacia el asiento vacío del pasillo
—. Debe de ser usted un hombre importante. No es frecuente que un pasajero reciba
en vuelo un fax del gobierno de Israel.
—Muchas gracias —dijo Flannery, cogiendo el fax. Esperó a leerlo a que la azafata
saliera de la cabina de primera clase, aunque estaba seguro de que ella ya lo había
leído.
R. P. Michael Flannery:
Por favor, a tu llegada, preséntate directamente en la oficina del jefe de
seguridad del aeropuerto. Yo me reuniré allí contigo para agilizar tu paso por la
aduana. Estoy deseando verte de nuevo. Creo que esta visita va a resultarte muy
reveladora.
Preston Preston
***
l viaje de Simón desde Cirene le había llevado varias semanas, con los
caminos atestados de peregrinos que iban a Jerusalén. El habría pospuesto su
visita hasta después de la Pascua, pero había oído que los soldados romanos
que estaban en Judea andaban buscando a otros proveedores de aceite de
oliva y había decidido estar allí antes de que cerraran los contratos.
imas bar-Dimas anduvo vagando sin rumbo por las calles, pensando en el
atroz giro de los acontecimientos. Ayer había llegado a Jerusalén en un
peregrinaje gozoso para celebrar la Pascua. Había esperado, con profundo
placer, postrarse en el piso de piedra del gran templo. Había hecho un
amigo durante el viaje y, en la noche pasada, Dimas había disfrutado con la
***
Pasaban unos minutos de mediodía y el sol, alto y caliente, brillaba en las hojas de
los árboles de un olivar cercano. Los tres condenados colgaban de sus cruces en el
Gólgota, frente a la ciudad santa de Jerusalén. La mayor parte de la muchedumbre
había desaparecido, una vez finalizado el espectáculo de atarlos y clavarlos en los
travesaños e izarlos para colocarlos sobre los postes. Ahora, ya no había nada que ver,
excepto los momentos finales de la agonía de la muerte por asfixia. Y como, una vez
colgados, perdían la fuerza tan rápidamente, había demasiado pocos sonidos o
espectáculo para mantener el interés del público.
No obstante, se quedaron unos cuantos: los curiosos morbosos, los amigos y las
familias de los condenados. Pero los seguidores de Jesús eran muy pocos, temerosos
la mayoría de ellos de que los arrestasen los romanos o de que los matara la multitud
si los reconocían como miembros de su círculo íntimo.
Algunos detractores y escépticos se quedaron cerca y uno de ellos le gritó a Jesús,
que estaba en la cruz central:
—Si eres el Hijo de Dios, ¡baja de la cruz!
—Dicen que ayudaste a otros, ¿no puedes ayudarte a ti mismo? —gritó otro.
Gestas, en su agonía, le dirigió también, jadeante, su despectiva petición:
—Dices que eres el Mesías. Entonces, ¡sálvate a ti mismo! ¡Sálvate a ti mismo y a
nosotros también!
Dimas de Galilea, que había guardado silencio desde el momento en el que lo
izaron en la cruz de la derecha, miró a Gestas y le preguntó:
—¿No tienes temor de Dios? Nosotros estamos recibiendo el mismo castigo que el
Mesías, pero nosotros somos culpables de nuestros crímenes, mientras que él es
inocente.
Bar-Dimas había estado mirando, sintiendo en su corazón el dolor de su padre,
rezando por él. Ahora, había oído a su padre aludir a Jesús como el Mesías y miró
alrededor, esperando ver a su hermano, pero Tibro no estaba a la vista. En realidad,
no había visto a su hermano desde que se habían separado enfadados ese mismo día.
Dimas, el padre, miró a su hijo y le dirigió una sonrisa. Después, haciendo una
mueca, trató de volverse hacia Jesús:
—Acuérdate de mí, Jesús de Nazaret, cuando estés en tu gloria —dijo arrepentido.
Jesús miró a Dimas.
—Yo te digo que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso.
Capítulo 8
La terraza de Sarah Arad tenía las mismas baldosas crema y azul marino que el
resto de su piso de Jerusalén y estaba amueblada como si fuese otra habitación, con
un sofá y una otomana de mimbre y una vajilla de acero y cristal. Por eso, no daba la
sensación de que la terraza estuviese separada, sino que formaba parte del conjunto de
habitaciones. De hecho, con las puertas correderas completamente abiertas, como
estaban esa noche, la actividad fluía sin esfuerzo del interior al exterior.
Preston Lewkis, que había aceptado una inesperada pero bienvenida invitación a
cenar, estaba de pie, en la barandilla de la terraza, mirando la ciudad. La noche era
agradable y el aire, suave y aromático.
—Espero que tengas hambre —le dijo Sarah detrás de él.
—Nací hambriento y nunca me he recuperado —replicó, volviéndose e
inclinándose contra la barandilla. Recordó que la primera vez que había visto a Sarah
la había encontrado atractiva, incluso con su atuendo guerrero. La mujer a la que
estaba mirando ahora lo era considerablemente más. Su cabello negro azulado, sus
ojos almendrados y cutis aceitunado quedaban perfectamente realzados por un vestido
de punto negro y corto que caía suelto sobre su cuerpo. Su aspecto era muy femenino,
sexy, impresionante.
El rostro de Sarah enrojeció levemente y sonrió un poco apurada.
—Me estás mirando.
—Debes de estar acostumbrada a que los hombres lo hagan —replicó Preston,
mientras entraba.
—¿Por qué?, gracias… creo —abrió el horno y sacó una parrilla que contenía dos
brochetas de carne y verduras brillantes.
—Mmm, huele bien.
—Brochetas de cordero —dijo ella, levantando las brochetas—. ¿Quieres servir el
vino mientras yo pongo el arroz?
Preston volvió a salir, descorchó la botella y sirvió un poco en una de las copas,
después la hizo girar y tomó un sorbo. Satisfecho, sirvió vino para ambos, al tiempo
que Sarah llevaba sus platos. El sostuvo la silla mientras ella se sentaba y se sentó
frente a ella.
Sarah levantó su copa.
—Lchaim.
—Lchaim —replicó Preston— y mud in your eye[3] —añadió.
—¿Mud in your eye? —hizo una mueca interrogativa.
—Es una especie de vuelta al hogar.
—¿Y dónde está?
—Bueno, ahora está en Waltham (Massachusetts), donde está la universidad, pero
yo soy de San Luis.
—¡Oh!, yo he estado allí —dijo ella con entusiasmo—. Mi padre pronunció una
conferencia en la Washington University.
—¿Tu padre pronunció una conferencia en Wash U?
—Sí, sobre los descubrimientos arqueológicos en Tierra Santa.
—Mmm, entonces yo ya debía de haber salido de la facultad. No recuerdo a
ningún conferenciante que se llamara Arad.
—Mi padre era Saúl Yishar.
Bajando su copa, Preston la miró desconcertado.
—¿Saúl Yishar? —dijo por fin—. ¿Quieres decir que el Saúl Yishar en el que
pienso era tu padre?
—¿Sabes quién era?
—Por supuesto. ¿Quién no ha oído hablar de Saúl Yishar en este campo? Y de tu
madre también… Supongo que Nadia era tu madre.
—Sí.
—Asistí a esa conferencia. Hice la carrera en la Washington U. ¿Así que estuviste
allí con él? Eso significa que estuvimos en el mismo edificio al mismo tiempo.
Ella sonrió.
—Ahora, en el otro lado del mundo, volvemos a encontrarnos.
—Pero tu apellido…
—Arad es mi apellido de casada —explicó.
—¿Casada…?
—Mi marido era comandante del Ejército de Israel —su voz se elevó suavemente
—. Hace dos años lo mataron en un control militar.
—Lo siento… siento mucho oírte decir esto —pasando a un terreno más
agradable, continuó—. Saúl y Nadia Yishar eran unos arqueólogos sin igual. No es
raro que te interesaras por esta materia, educándote con esa inspiración.
—Puede asustar bastante. Aunque no lo mantengo en secreto, tampoco suelo decir
que eran mis padres, porque puede provocar que esperen de mí más de lo que puedo
dar.
—El mundo perdió a dos de sus eruditos más brillantes cuando… —se detuvo
como si se diera cuenta de repente que hablaba de algo doloroso—. ¡Qué estúpido e
insensible soy! A tus padres los mataron cuando…
—Sí, cuando los terroristas palestinos atacaron su excavación.
—Era la primera excavación en Masada, ¿no? —preguntó, y ella cerró los ojos y
asintió—. Por eso solicitaste trabajar allí ahora…
—Continuar su trabajo es honrar su memoria —dijo, con una sonrisa apenas
perceptible.
—Tu marido y tus padres… No puedo decirte cuánto lo siento.
—Sí, bueno, aquí esas cosas son inevitables —dijo Sarah—. Hay que seguir
adelante.
Se produjo un silencio incómodo durante el que Preston probó la brocheta.
—Está absolutamente deliciosa.
—Me alegro de que te guste. Es una vieja receta familiar. Bueno, no las
brochetas… todo el mundo las hace. Me refiero a las hierbas y las especias.
—Que es lo que la hace tan deliciosa. ¿Qué son?
—No te lo puedo decir. Es un secreto tan antiguo como… tan antiguo como el
manuscrito de Masada.
—Como judía, ¿qué piensas del manuscrito? —preguntó.
—¿A qué te refieres con «como judía»?
—Bueno, pone en tela de juicio algunas de vuestras creencias, ¿no? Habla de
Cristo, pero se encontró en Masada, que es uno de los lugares judíos más sagrados…
y, hasta ahora, totalmente desconectado del cristianismo primitivo.
—¿Por qué iba a cuestionar mis creencias? Después de todo, Jesús fue uno de
nuestros chicos —dijo ella con una ligera sonrisa—. Así que la historia judía y la
historia del cristianismo primitivo tienen que solaparse por fuerza. Si acaso, apostaría
a que acaba cuestionando tus creencias como cristiano.
—¿A mí? No —se burló—. Quizá si fuese católico, como el buen padre Flannery,
pero nosotros, los protestantes, estamos acostumbrados a cuestionar y a ser
cuestionados.
—Quería preguntarte algo acerca del padre Flannery —dijo Sarah, con cierta
precaución.
—¿Sí?
—¿Estás seguro de que era oportuno traerlo al equipo?
—¿A Michael Flannery? Me fío de él por principio.
—Quizá. Pero, aunque puede haberse ganado justamente tu confianza, ha
depositado una confianza aún mayor en…
Trataba de encontrar las palabras adecuadas.
—¿En Dios?
—No, en el Vaticano y en la autoridad papal —declaró.
—Dio su palabra de que no diría nada acerca del manuscrito, no hasta que
nosotros…
—No estamos hablando de una antigüedad ordinaria —le cortó ella, dejando el
tenedor en su plato—. Si se demuestra que el manuscrito es verdaderamente del siglo I
y, especialmente, si se descubre que es el documento Q, puede sentirse obligado por
una autoridad superior a romper su juramento terrenal.
—Michael no —Preston se inclinó sobre la mesa y puso una mano reconfortante
sobre la de Sarah—. Pongo mi vida… todas nuestras vidas en sus manos. Y el secreto
del manuscrito.
Sarah suspiró.
—Espero que tengas razón.
—Y lo necesitamos —continuó Preston. Le dio unas palmaditas en la mano,
después cogió su tenedor y pinchó otro bocado de cordero—. No hay nadie mejor que
él para ayudarnos a desvelar los misterios que pueda esconder el manuscrito.
—En realidad, no es el padre Flannery quien me preocupa —dijo ella—. Es la idea
de que el Vaticano esté implicado en cualquier nivel. No quiero que quede
comprometida la integridad del manuscrito de ninguna manera.
—¿A qué te refieres?
—Aunque siempre he admirado el cristianismo como un movimiento
esencialmente judío, no puedo decir que sienta la misma debilidad por el Vaticano.
¿Hay en el mundo alguna organización de pensamiento más cerrado que la Iglesia
Católica Romana? —preguntó—. Su motivación primordial es la defensa de la fe…
no de la verdad o el saber. Si encontramos algo en este documento que cuestione de
alguna manera su doctrina, no ahorrará esfuerzos para desacreditarlo o destruirlo… o,
más probablemente, de enterrarlo en sus cámaras acorazadas con todos los demás
escritos antiguos que no cuadran exactamente con su rígida ideología.
—No creo que tengamos que preocuparnos por eso —dijo Preston—. Tu
gobierno puede estar dispuesto a facilitar fotocopias del manuscrito, pero nunca su
posesión. Y el Vaticano tendría que vérselas primero con nosotros, con los Estados
Unidos.
—¿Con vosotros?
—Mi universidad está financiando la excavación de Masada, ¿recuerdas? Brandéis
tendrá algo que decir si Israel tratara de entregar el manuscrito al Vaticano.
—Espero que tengas razón —dijo ella, moviendo dubitativamente la cabeza—. Sin
embargo, cuando la política se mezcla con la religión, ¿quién sabe lo que pueda
ocurrir? ¿A qué acuerdos puede llegarse? ¡Ah!, pero eso es mejor dejárselo a los curas
y a los políticos —ella levantó su copa y sonrió—. ¿Qué es lo que dijiste?… ¡Tierra en
tu ojo!
Preston se rió. Después, levantó su copa y la entrechocó con la de ella; ambos
bebieron.
—Bueno, ya está bien de hablar de manuscritos sagrados y de religión —dijo
Sarah—. Si hubiese querido comentar cosas del trabajo esta noche, te hubiese
invitado al laboratorio.
—¡Oh! —dijo Preston, momentáneamente confundido. Después, al ver la mirada
de sus ojos que lo estudiaban por encima del borde de su copa, asintió—. ¡Oh! —
repitió—. Sí, por supuesto.
Capítulo 10
l padre Sean Wester sirvió dos tazas de café de una cafetera de plata, después
añadió cantidades copiosas de leche y azúcar a la de Michael Flannery.
—Michael, ya sé cuánto te gusta un poco de café con su leche y azúcar —
bromeó.
Flannery reprimió una sonrisa mientras se inclinaba sobre la mesa y
E aceptaba la taza.
—Me conoce bien, padre.
—Te conocía mejor que tú cuando eras un sacerdote joven, deseoso de
aprenderlo todo, que pasabas todo tu tiempo libre en los archivos. Los dos
éramos irlandeses en una tierra extranjera y tuvimos algunas conversaciones
verdaderamente interesantes, pero ya no vienes mucho por aquí y este viejo se está
quedando solo.
—¡No me diga, padre! ¿Cómo es posible que se encuentre solo en un lugar como
este? Rodeado, como está, por todos los santos y sus obras.
Wester bebió su café y miró a su alrededor, a las pilas de libros y manuscritos. A
sus setenta y muchos años, había pasado buena parte de ellos secuestrado entre los
documentos y objetos de los archivos del Vaticano, algunos de ellos anteriores al
nacimiento de Cristo.
—Sin duda, lo que dices es cierto —dejó escapar un leve suspiro—. La sabiduría
de los tiempos está reunida entre estos antiguos muros, y, si estás aquí un tiempo
suficiente, y el Señor sabe que ya llevo más que eso, ni siquiera tienes que abrir
algunas tapas para leer, porque los mismos santos se acercarán y te lo susurrarán al
oído.
—¿Alguna vez le ha ocurrido eso?
—Siempre, muchacho. ¿Cómo no va a ocurrir en este lugar?
—No, no estoy hablando metafóricamente. Me refiero a si alguna vez ha visto algo
que no pueda explicar, una figura, un santo quizá… —Flannery se detuvo, dejando a
medias la frase, cuando vio de qué modo lo miraba el sacerdote mayor—. Bueno, era
solo…
—¿Has visto algo?
Flannery tomó un sorbo de su café, evitando a propósito la pregunta de Wester.
—Michael, chico, ¿has visto algo?
Flannery asintió.
—¿Y qué ha sido?
—Durante la misa de ayer, en San Pedro. Me pareció ver algo, a alguien…
—¿Un santo?, ¿la misma Virgen María?
—No, no, nada de eso. Era un hombre corriente, un hombre negro, musculoso y
vestido de un modo raro. Fue un segundo; después desapareció.
—¿No es posible que simplemente lo perdieras entre la muchedumbre?
—Supongo… supongo que podría haber sido así —dijo Flannery—. Pero ya no
volví a verlo. Quiero decir que yo estaba mirándolo directamente y… bueno,
simplemente se desvaneció.
—El calor —dijo Wester—. La ceremonia puede ser terriblemente larga y llegar a
hacer un calor espantoso.
—Sí, pero no ha respondido a mi pregunta, padre. ¿Le ha ocurrido a usted algo
parecido?
Wester escogió cuidadosamente sus palabras.
—Michael, ¿no habrás vuelto a…?
—No, padre —interrumpió Flannery. Su respuesta era rotunda, aunque no
desafiante—. Llevo doce años sin beber nada.
—En los últimos siglos han ocurrido algunas cosas asombrosas en la Santa Sede.
Visiones que se han comunicado, así como muchas que no. ¿Quién puede decir que
no hayas sido bendecido con un acontecimiento de este tipo?
—Pero, ¿qué significa? —preguntó Flannery—. Un hombre negro con un vestido
de tejido basto, acercándoseme… llegando a mi alma de un modo que no soy capaz de
explicar… ¿Qué puede significar?
Wester sacudió la cabeza.
—No lo sé, aunque estoy seguro de que aquí, en medio de dos mil años de
historia sagrada, hay una respuesta. Si hubieses sido escogido para ver la visión con
alguna finalidad santa, no me cabe la menor duda de que descubrirás la razón.
—Tengo otra pregunta —dijo Flannery, dejando su taza—. Y esta es más concreta.
Una vez, hace mucho tiempo, vi esto en alguna parte —mostró a Wester un trozo de
papel en el que había dibujado el símbolo que estaba al principio del Evangelio de
Dimas bar-Dimas —. Recientemente, he vuelto a verlo.
Wester miró el símbolo y, por un momento, Flannery creyó ver un destello en los
ojos del anciano clérigo.
—¿Dónde estaba?
—No recuerdo dónde lo vi por primera vez —cuidándose de no mencionar el
manuscrito de Masada, Flannery continuó—: Sin embargo, alguien me lo mostró
recientemente, en Israel, y recordé que lo había visto antes. Creo que se llama Via Dei.
En un susurro, el anciano sacerdote contestó.
—Así es, Via Dei.
—Entonces, ¿usted ha oído hablar de él?
—Creo que sí.
—¿Sabe algo al respecto? ¿Hay referencias a él en los archivos?
Wester se rascó el pecho un momento; después asintió.
—Déjame ver qué puedo encontrar.
Flannery tamborileó con sus dedos en la mesa mientras veía alejarse al anciano.
Wester no era muy alto y su larga sotana le cubría los pies, creando la ilusión de que
se deslizaba, en vez de andar sobre el suelo de mármol. Flannery conocía al sacerdote
irlandés desde que llegó a Roma; se puso en contacto con él porque le interesaban
mucho los archivos y se hicieron amigos a causa de su común origen irlandés… y
algo más. Algo de lo que se dio cuenta el padre Wester y sobre lo que advirtió a
Flannery mucho antes que cualquier otra persona.
—Ten mucho cuidado, chico —le había dicho a Flannery no mucho después de
conocerlo—. No dejes que tu afición a los espíritus, a los licores, se interponga en tu
amor al Espíritu Santo… al Señor.
Wester le había confiado que también él tenía demonios contra los que luchar y, en
parte, su suave advertencia evitó lo que podría haber sido un desastre para el joven
sacerdote. Flannery siempre le estaría agradecido por ello.
Cuando Wester volvió, llevaba un manuscrito encuadernado en piel. Lo abrió
sobre la mesa y se lo puso delante a Flannery, que vio que estaba escrito con mano
clara y legible. Parecía que no tenía más de unos cien años.
—Esto no está publicado —dijo Flannery, mirando a Wester.
—Cierto, no está publicado. No es un libro católico, sino que lo escribió, o lo
canalizó —de ahí el autor que figura— la famosa psíquica y fundadora de la Sociedad
Teosòfica, Helena Petrovna Blavatsky, más conocida como Madame Blavatsky. Estaba
trabajando en él a su muerte, en 1891.
—¿Cómo nos hicimos con él? —preguntó Flannery cuando empezó a pasar
páginas y a examinar el escrito.
—¿Quién puede decirlo? —replicó Wester encogiéndose de hombros. Su boca
dibujó una sonrisa—. Quizá un espía católico entre los teósofos. Sin embargo, acabó
aquí y me atrevo a decir que es el único ejemplar, porque no está en sus catorce
volúmenes de sus obras completas.
—¿Lo ha leído?
—Claro. Como tú, había visto el símbolo una o dos veces en mi juventud y,
cuando tropecé con este manuscrito, me pudo la curiosidad y lo leí entero. Por fortuna
está en inglés, aunque un poco difícil de interpretar en ciertos pasajes. La lengua
materna de Madame Blavatsky era el ruso, pero ella se trasladó a Inglaterra de joven.
Solo el último capítulo se refiere a Via Dei.
Wester se inclinó hacia delante y hojeó rápidamente las páginas del delgado
manuscrito hasta que encontró la que buscaba. El pasaje incluía un símbolo dibujado
a mano casi idéntico al que Flannery le había mostrado.
—Ese es —dijo, tocando el símbolo—. Es el único lugar en el que lo he visto
dibujado. Quizá sea la única referencia escrita y, en el mejor de los casos, de autoridad
dudosa. Pero te dejaré que saques tus propias conclusiones. Tómate todo el tiempo
que necesites —retrocedió desde la mesa—. Puedes trabajar aquí mismo, no te
molestarán. —Gracias.
Durante las dos horas siguientes, Flannery estudió minuciosamente el manuscrito;
leyó primero el capítulo final sobre Via Dei y después empezó el libro por la página 1.
Otros clérigos entraban y salían, pero él no los veía. Unas puertas distantes se abrían y
cerraban, con un eco que resonaba por la cámara como un toque de timbal, pero él no
las oía. La hora de la comida llegó y pasó, pero él no sentía hambre cuando llegó de
nuevo al pasaje por el que había empezado aquel mismo día:
Via Dei, que significa la Senda de Dios y suele llamársela la Vía de Dios, es una de
las organizaciones más antiguas del catolicismo. Sus orígenes se pierden en la historia
antigua. Algunos dicen que tenía raíces en la religión druida y sobrevivió a la
conversión al cristianismo. Otros dicen que era una sociedad militar formada por los
cruzados y utilizada como su autoridad para matar, sin escrúpulos, a musulmanes y a
otros no creyentes. Algunos llevan su origen hasta los contemporáneos de Jesús, en
particular un tal Gayo de Éfeso, quien llevaba su linaje espiritual hasta Dimas, el
llamado Buen Ladrón, crucificado al lado del Salvador.
Muchos estudiosos atribuyen a Via Dei la conservación viva de los misterios más
profundos del cristianismo durante las Edades Oscuras, cuando los auténticos
creyentes fueron sistemáticamente condenados a muerte como herejes por su propia
iglesia. Desde la Reforma, sin embargo, se dice que Via Dei es una sociedad muy
secreta encargada de preservar la pureza católica destruyendo todo grupo o individuo
considerado una amenaza para la Madre Iglesia. Algunos consideran que el símbolo
de Via Dei: una pirámide y una cruz, cubiertas por un círculo, ha sido influido por los
francmasones y los rosacrucianos, y otros que ha sido una fuente en la que han
bebido ambas sociedades.
A una aldea de las tierras calientes del Amazonas, en Ecuador. Allí, viviendo
con la tribu huaoraní, el sacerdote perdió primero su salud y después su
estabilidad emocional. Solo tres meses antes, lo habían enviado de vuelta a
Roma, a la Residencia San Giovanni para Sacerdotes. Había vuelto a casa
para morir.
Cuando condujeron a Flannery a una pequeña habitación privada de la residencia,
no podía creer que la demacrada y descompuesta figura tendida en la cama fuese el
mismo hombre que una vez pudo ganarle con tanta facilidad en el frontón. Solo
habían pasado veinte años desde que habían estudiado, se habían relajado y reído
juntos. Como Flannery, Contardi solo tenía cuarenta y tantos años, aunque parecía
varios decenios mayor.
—Leonardo —susurró Flannery, tomando la mano del debilitado sacerdote entre
las suyas. La mano carecía de fuerza—. Me hubiese gustado que me anunciaras tu
regreso a Roma.
Contardi miró al visitante, sin que sus ojos grises y legañosos dieran muestra
alguna de reconocimiento. Con una voz sorprendentemente fuerte, dijo en inglés:
—Lentejas.
—¿Perdón?
—Sopa de lentejas; es todo lo que nos sirven aquí: sopa de lentejas —su voz era
un poco aguda, pero clara; tenía los ojos muy abiertos, con lo que parecía una nota de
entusiasmo. Su antiguo acento italiano marcado se había suavizado notablemente,
como resultado, sin duda, de los años que había pasado fuera, en compañía de
hombres de muchas nacionalidades.
—¡Oh!, estoy seguro de que el menú es más variado que eso. Quizá haya alguna
razón médica…
—¿Tus pertenencias están a salvo de la lluvia? —lo interrumpió Contardi—. Las
lluvias son terribles. A veces, caen como una cascada.
—Sí, estoy seguro de que las lluvias son terribles —Flannery dio una suave
palmada en la mano del sacerdote.
—El Santo Padre está enfadado conmigo.
—¿Y por qué iba a estar molesto el Santo Padre?
Los ojos del sacerdote se achicaron y, en tono conspiratorio, susurró:
—Hay trescientos veintidós de ellos.
—¿Trescientos veintidós? Leonardo, lo siento, no sé de qué me hablas.
—Por qué, lentejas, por supuesto. A veces, llueve en la sopa de lentejas. Todas las
enfermeras son protestantes. ¿Por qué tenía que haber enfermeras protestantes en una
casa católica?
Flannery suspiró. La situación del padre Contardi era peor de lo que había
imaginado. Estuvieron un rato en silencio; después, Flannery hizo la señal de la Cruz
sobre su amigo y dijo una oración. Se dio la vuelta para marcharse.
—Michael, ¿por qué estás aquí? —le dijo Contardi tras él con sorprendente
claridad.
Flannery se volvió rápidamente.
—He venido a visitarte —dijo, volviendo al lado de la cama, con la esperanza de
que no volverían a hablar de sopas ni de lluvia—. Tenías que haber avisado a tus
amigos de que regresabas a Roma.
—Ya ves cómo estoy —replicó Contardi—. No quería molestar a nadie.
—La oportunidad de ayudar a un amigo nunca es molestia.
—¿Ayudarme? Dime, Michael, ¿cómo podrías ayudarme?
—Puedo rezar contigo.
—Guarda tus oraciones para quienes no hayan perdido la fe.
—Leonardo, no hablas en serio.
Contardi inclinó ligeramente la cabeza.
—No, hay algo más… alguna otra razón por la que has venido.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Flannery, repentinamente incómodo por
molestar con sus propios problemas a un hombre en esas condiciones.
Cuando los labios de Contardi esbozaron una sonrisa, Flannery se dio cuenta de lo
escuálido y enfermo que estaba su amigo y la realidad de que esto era una residencia y
de que solo dejaría esta cama cuando el Señor lo llamara.
El sacerdote levantó un huesudo dedo y se tocó un carrillo, justo debajo de su ojo
derecho.
—Ya ves, aprendí unas cuantas cosas en los años que pasé en la jungla. Ya no solo
veo lo que está en la superficie… sino con más profundidad. La verdad se revela
invariablemente —se detuvo, entrecerrando los ojos mientras preguntaba—: ¿De qué
se trata? ¿Por qué has venido en realidad?
Gracias a Dios, ahora está lúcido, pensó Flannery.
—¿Recuerdas que, cuando éramos mucho más jóvenes, hablamos una vez de una
organización llamada Via Dei? Me parece que este era su símbolo.
Contardi miró el papel. Si fuese posible, su tez se hizo aún más cenicienta, puso su
brazo delante de los ojos y se dio la vuelta.
—No —dijo, sacudiendo la cabeza y con voz cada vez más alta, angustiada y llena
de miedo, mientras continuaba—. ¡No! ¡Llévatelo! ¡Llévatelo! ¿No puedes ver las
llamas? ¿No hueles el azufre? ¡Satanás, vete, déjame!
—Leonardo, ¿qué pasa?, ¿qué he hecho mal? —puso la mano en el antebrazo del
sacerdote para confortarlo, pero solo consiguió que el sacerdote enfermo diese un
tirón para liberarse.
—¡Enfermera! ¡Enfermera! —gritó Contardi.
Un enfermero entró corriendo en la habitación.
—Padre? Che cosa? —preguntó.
—Diavolo! —Contardi señalaba con su dedo acusador a Flannery, que lo miraba
boquiabierto, absolutamente sorprendido—. Chi l'anima mi lacera? —masculló el
sacerdote, zafándose de los dos hombres y cubriendo de nuevo su rostro, como si
viese a una especie de demonio—. Che inferno! Che terror!
—¿Qué pasa? —Flannery suplicó a su amigo—. ¿Qué he hecho?
—Lo siento, padre; a veces le pasa esto —le dijo el enfermero en un inglés con
mucho acento pero comprensible, y se interpuso entre Flannery y el sacerdote
enfermo, que balbuceaba ahora en una lengua inidentificable—. Quizá sea mejor que
se vaya. Le pondré un sedante y podrá descansar. —Sí —Flannery accedió—. Sí, me
voy. Ahora, los desvaríos de Contardi se habían disuelto en sollozos audibles.
Flannery atravesó la habitación, mirando de nuevo atrás antes de salir al corredor. Su
amigo estaba tratando de sentarse mientras el enfermero procuraba tranquilizarlo,
acostándolo de nuevo.
Con una explosión final de energía, el padre Contardi exclamó:
—L'anima! ¡El alma es eterna! Lo he dejado todo. ¡No renunciaré a mi alma!
Convencido de que no conseguiría más ayuda del padre Wester en los archivos del
Vaticano y decidido a no volver a molestar más al padre Contardi, Michael Flannery
prosiguió la búsqueda de información sobre Via Dei por su cuenta. Buscó en todas las
bibliotecas del Vaticano a las que tenía acceso; después se quitó el alzacuello para no
llamar la atención y visitó las bibliotecas y las librerías de libros antiguos de Roma.
Iba a abandonar sus pesquisas cuando cayó en sus manos un libro titulado Misa
Negra. El mismo concepto de «misa negra» era tan repugnante, tan perverso, que casi
podía sentir la quemazón en sus manos mientras sostenía el libro. Obligándose a
examinarlo, encontró una referencia a Via Dei:
Cuando Flannery volvió a sus habitaciones esa noche, el teléfono estaba sonando.
Lo cogió y oyó decir al padre Contar— di con voz clara y fuerte:
—Michael, vuelve. Soy Leonardo. —¡Leonardo! ¿Cómo estás?
—Tengo momentos de confusión. Al parecer me suceden cada vez con mayor
frecuencia. Espero que lo comprendas y me perdones el arrebato de la otra mañana.
—No hay nada que perdonar, amigo mío —le aseguró Flannery.
—Me preguntabas por Via Dei.
—Sí.
—Podrías venir a verme otra vez. Tenemos que hablar. Creo que es importante
que hablemos.
—Sí, por supuesto. Iré a verte enseguida.
—No —dijo Contardi—. Es tarde; ahora, cualquier visitante sería sometido a una
vigilancia extrema. Sería mejor que vinieras por la mañana, después del desayuno.
—Muy bien, estaré allí a las nueve.
—Michael, si no te es demasiada molestia, ¿podrías traerme unos caramelos de
limón?
Recordando la afición de su amigo a los dulces, Flannery se rió. Ahora se parecía
mucho más al alegre sacerdote joven que había conocido.
—Llevaré el mayor paquete que encuentre —prometió.
***
n la sala de juntas del palacio del gobernador, Rufino Tácito estaba en pie
tras su sede, mirando por la ventana los barcos anclados en el puerto,
deseando regresar a su patria a bordo de uno de ellos. A sus cincuenta y
tantos años, el gobernador provincial de Éfeso estaba molesto por estar
echando a perder su carrera en un puesto tan alejado de Roma.
***
arcela colocó las flores en una mesa de su dormitorio, dio un paso atrás
para admirarlas y decidió que estaban mejor sobre una cómoda. Acababa
de recolocar el jarrón cuando entró en la estancia una de las mujeres de
su séquito.
—¿Qué te parece, Tamara, están mejor aquí o allí, encima de la mesa?
l Gimnasio Tirano era una escuela privada para chicos de siete a quince años.
El edificio contaba con patios rectangulares para ejercicios gimnásticos,
rodeados por unos pórticos desde los que se accedía a las aulas. Allí, los
estudiantes recibían entrenamiento físico y aprendían música, algo de
matemáticas y ciencias, pero, especialmente, literatura, oratoria y
E comportamiento social.
Marcela, acompañada por Tamara, permanecía bajo el pórtico,
observando mientras empezaba a reunirse la gente para oír el sermón de
Dimas.
—Señora, ¿creéis que…? —empezó a decir Tamara, pero Marcela levantó el dedo,
en señal de advertencia.
—Recuerda que esta noche no soy «señora» —le susurró—. No deben
reconocerme como a la esposa del gobernador.
—Sí, se… Marcela —dijo Tamara, incómoda al tener que dirigirse a ella de un
modo tan familiar.
En vez de las finas sedas correspondientes a su categoría, Marcela llevaba uno de
los vestidos de Tamara, una túnica hasta la rodilla de paño tosco. Con la cabeza
cubierta con un chal gris, se parecía mucho a las otras mujeres que asistían a la
reunión.
Un joven de aspecto serio y más o menos de la edad de Marcela estaba sentado
frente a una mesa a la puerta del aula de la reunión y, cuando vio a las dos mujeres
que se quedaban atrás, se levantó y las saludó.
—Bienvenidas a nuestra reunión. Soy Gayo —como ellas no replicaran, continuó
—: Mujeres, ¡no seáis tímidas! El mensaje de nuestro Señor Jesucristo es para todos.
Venid; os encontraré un asiento cómodo antes de que se llene el aula de la reunión—.
Les hizo una seña para que entrasen, mientras su sonrisa suavizaba su expresión seria.
Asintiendo y apartando la mirada, Marcela comenzó a avanzar con Tamara a su
lado. Estaban allí reunidos judíos y gentiles, todos efesios, trabajadores corrientes y
miembros de las clases pudientes de comerciantes y profesionales. Marcela escogió un
asiento próximo a la pared, ajustándose después el chal sobre la cabeza con el fin de
que no la reconociesen.
Tras unos minutos, apareció un hombre de mediana edad, con barba, que se situó
ante ellas. No tuvo necesidad de levantar las manos para pedir silencio porque todas
las conversaciones cesaron cuando todo el mundo dirigió su atención hacia él.
—Soy Dimas bar-Dimas —comenzó diciendo el hombre—. Que la gracia y la paz
de Dios, nuestro Padre, y de su hijo, Jesucristo, el Señor, estén con todos vosotros.
La bendición de Dimas fue coreada por algunos «amén» y «hosanna» del público.
Los murmullos fueron apagándose y Dimas dirigió a todos una mirada severa, aunque
comprensiva, mientras comenzaba su predicación.
—No digáis mentiras; decid solo la verdad, porque todos nos pertenecemos dentro
del mismo cuerpo.
»Cuando estéis airados, no caigáis en pecado y suspended vuestra ira hasta el final
del día, para que no le deis al Diablo una forma de derrotaros.
Mientras seguía hablando, andaba por la sala, fijando su mirada en una persona y
después en otra de la asamblea, como si cada mandamiento se refiriera a una falta de
esa persona sola, como si sus más recónditos secretos fuesen visibles para su mirada.
—No robéis; ganaos la vida honradamente. Entonces tendréis algo para compartir
con quienes son pobres.
»Cuando habléis, no digáis cosas que hagan daño; decid solo palabras que hagan
el bien a quienes os oigan.
»No seáis rencorosos. No hagáis el mal. Sed buenos y amables con todos los que
os encontréis y perdonaos los unos a los otros como Dios os perdona en Cristo.
»Seáis esclavos o amos aquí en la tierra, recordad que vuestro auténtico amo está
en el Cielo, y amaos y respetaos mutuamente como El os ama a cada uno de vosotros.
Dimas se acercó adonde estaban sentadas Marcela y Tamara. Miró a una y a otra,
fijando al final su mirada en la esposa del gobernador. Ella trató de desviar su mirada
pero una fuerza que parecía emanar de sus ojos asombrosamente verdes la paralizó.
—Y si os encontráis en una posición de gran influencia entre la gente, sea por
derecho propio o como reflejo de alguien a quien amáis, no dudéis en proclamar la
verdad de nuestro Señor, porque todo poder, toda posición viene solo de Él, y quien
rechaza su gracia perderá su posición en el Cielo, aunque la gane aquí en la tierra.
Dimas volvió al frente de la sala y continuó su sermón. Sin embargo, Marcela ya
no oyó mucho de él, absorta en cambio en sus pensamientos sobre las palabras que le
había dicho directamente a ella, palabras ahora marcadas a fuego en su alma.
Concluyendo su alocución, Dimas dijo:
—Por último, orad por mí para que, cuando hable, Dios me dé palabra para que
pueda proclamar el secreto de la Buena Noticia sin temor.
De nuevo, hubo un murmullo de «hosannas» de aprobación.
—Paz y amor, con la fe, para vosotros de parte de Dios Padre y su hijo, Jesucristo.
La gracia para todos los que amáis a nuestro Señor Jesucristo con un amor que no
acaba nunca.
Cuando hubo acabado el sermón y la gente empezó a abandonar el aula, varias
personas asistentes se acercaron para hablar con Dimas. Marcela se quedó sentada.
Sus palabras le habían causado una profunda impresión de un modo que no ella no
había previsto, y sentía que su cabeza le daba vueltas vertiginosamente.
Tamara se levantó y miró a su señora con preocupación.
—¿No le ibais a hablar sobre Marco?
—Sí —replicó Marcela, parpadeando para obligarse a volver al presente—. Pero
espera hasta que se hayan marchado los demás.
—Muy bien —dijo Tamara, sentándose de nuevo.
Pasaron varios minutos hasta que los fieles se despidieron de Dimas y se
marcharon. Al final, Dimas y el joven llamado Gayo salieron también del aula, pero,
cuando Dimas vio a las dos mujeres todavía sentadas en sus asientos, se detuvo frente
a ellas. Parecía ahora un poco más bajo, más amable, con su amplia y agradable
sonrisa iluminando sus ojos verdes, cuando preguntó:
—¿Estáis bien, mujeres?
—No —replicó Tamara, aguantando las lágrimas.
—¡Oh! ¿Puedo hacer yo algo?
—Decidle, señora —cuando el tratamiento se deslizó de los labios de Tamara, ella
se llevó la mano a la boca.
—¿«Señora»? —dijo Dimas, mientras Gayo miraba a las mujeres con recelo.
Ella se levantó y bajó el chal.
—Soy Marcela de Tácito, esposa del gobernador, pero tú ya lo sabías, ¿no es así?
Dimas inclinó la cabeza.
—Me siento muy honrado porque hayas venido a nuestra reunión.
—Nosotras no v…vinimos a escucharte —tartamudeó Tamara, bajando la cabeza
hacia sus manos mientras empezaba a sollozar en silencio.
—Está bien, Tamara —la tranquilizó Marcela, acariciando el hombro de Tamara.
Dimas miraba confuso.
—Si no habéis venido a oír mi sermón, ¿por qué estáis aquí?
—Hemos venido por el centurión Marco Antonio —le dijo Marcela.
—¿Marco? ¿Qué le pasa? —dijo Gayo—. Me sorprendió que no estuviese aquí
esta noche.
—No ha podido venir —espetó Tamara, mirando a Dimas—. Está en prisión por
tu causa.
—¿Por mí?
—Se ha declarado cristiano —dijo Marcela.
—Lo sabemos —dijo Gayo—. El mismo Dimas lo bautizó.
—Lo que no sabes es que el gobernador lo ha encarcelado por eso. Pretende
juzgarlo y ejecutarlo después.
Dimas parecía verdaderamente sorprendido.
—Pero, ¿por qué? Roma suele ser tolerante con la religión y nunca ha tratado de
impedir que los efesios adoren a Diana.
—Marco pidió la baja del ejército —explicó Marcela—. Mi esposo… es decir, el
gobernador teme que otros puedan verse influidos para hacer lo mismo. Considera
que la conversión de Marco es un acto de traición, no de fe.
—Entiendo —dijo Dimas, frunciendo el ceño—. Lo siento, lo siento mucho. Si
hay algo que pueda hacer al respecto…
—Sí puedes hacer algo —dijo Marcela—. Puedes ir a ver a Marco. Convéncelo de
que renuncie a este Jesús del que predicas. Si él declarara que no es cristiano, tengo la
palabra del gobernador de que lo perdonará.
Dimas negó con la cabeza.
—Eso no lo puedo hacer.
—Naturalmente que puedes. Debes hacerlo, porque es la única manera de que
Marco sea perdonado.
—No, no puedo. Si Marco renunciara a Jesús, pondría en peligro su alma. Yo no
podría vivir si fuera el responsable de una cosa así.
—Pero serás el responsable de que pierda la vida —dijo Marcela—. ¿Cómo
puedes vivir con eso?
—Nuestra existencia mortal es solo temporal. Muera ahora o al cabo de cincuenta
años, el resultado es el mismo. Como todos nosotros, morirá algún día. Sin embargo,
el alma es eterna. No debe hacer nada que le ponga en peligro de perder su alma.
—No hace falta que sea una declaración verdadera —replicó Marcela—. Solo
tiene que decir las palabras; lo que realmente crea puede quedar entre él y su Dios.
—Pero el Señor no solo oye lo que dice la boca, sino también lo que viene del
corazón —replicó Dimas—. Y si Marco diera falso testimonio con el fin de salvar su
cuerpo de carne y hueso, estaría renunciando verdaderamente a su cuerpo espiritual y
a su Dios —negó enfáticamente con la cabeza—. No, no puedo hacer lo que me pides.
—Así que, ¿vas a dejar que muera? —dijo Tamara, con lágrimas de ira, de pie y
encarándose con el hombre.
—Yo no dije tal cosa —en las comisuras de su boca se insinuó una sonrisa
mientras miraba a Gayo—. Aunque yo no aconsejaría a Marco que sacrificara su alma
a cambio de su vida terrena, quizá pueda ofrecer al gobernador algo más interesante
que la vida de un centurión.
—¿Qué sugieres? —preguntó Marcela.
—Un intercambio.
—¿Intercambio? ¿Qué clase de intercambio? —apremió la mujer—. ¿A qué te
refieres?
—Iré al tribunal del gobernador —declaró Dimas—. Y me ofreceré yo mismo en
lugar de Marco.
—¡No puedes hacerlo! ¡Sería un suicidio! —exclamó Gayo, pero Dimas le hizo un
gesto para que permaneciera callado.
Marcela miró a Dimas confusa y así estuvo largo rato; después negó despacio con
la cabeza.
—No, tiene razón. Nadie piensa que hagas tal cosa.
—¡Pero tiene que hacerlo! —exclamó Tamara—. Señora, por favor, déjele hacer
lo que desea. Es la única oportunidad para Marco.
—No estaría bien —musitó Marcela, más para sí que para los demás.
Dimas alargó la mano y tomó la de la mujer.
—Marcela, quiero hacerlo. Tengo que hacerlo.
Ella se dio perfecta cuenta de que no utilizó título alguno al dirigirse a ella, sino
que dijo su nombre y, curiosamente, le gustó.
—Supongo que, si tu sentimiento al respecto es tan fuerte… —dijo en voz alta, sin
estar muy segura de lo que ella misma estaba pensando o sintiendo.
—Lo haré, por Marco y por nuestro Señor.
—Por nuestro Señor… —repitió ella, saboreando las palabras como vino dulce en
sus labios.
Capítulo 16
arah Arad salió al bulevar desde una pequeña calle lateral cercana a su
apartamento, controlando con la mano izquierda el volante del Mini Cooper
verde seda metalizado, mientras con la derecha mantenía el teléfono móvil
pegado a la oreja. Una vez en el bulevar, mientras el coche iba adquiriendo
velocidad, miró por el retrovisor y vio un sucio Mercedes negro que
reston Lewkis se acercó al mini cooper cuando este se paró junto al bordillo
del edificio de su piso. Abrió la puerta del acompañante, se sentó en el asiento
y puso su cartera en el suelo, delante de él. Sonrió a Sarah.
—Quince minutos en punto. Me gusta la puntualidad…
—En una mujer —añadió, ampliando su sonrisa—. Ibas a decir «en una
P mujer», ¿no?
—En cualquiera —se defendió—. Pero sí, especialmente en una mujer.
Por mi experiencia, que, créeme, está relacionada sobre todo con el trabajo,
en raras ocasiones son puntuales.
Sarah se rió.
—Detecto una pizca de chovinismo.
—Supongo que parezco un poco así, ¿no?
Mientras Sarah se apartaba del bordillo y seguía adelante, Preston miró por la
ventanilla y vio el metal retorcido en el lugar en el que debía estar el retrovisor
derecho. Había estado tan concentrado en Sarah que no se había dado cuenta de ello
cuando subió al coche. El metal estaba cortado de forma irregular y con bordes
cortantes, como si fuera el resultado de una colisión reciente.
—¿Qué ha pasado aquí? —señaló el espejo.
—Vándalos —replicó Sarah con un ligero movimiento de hombros—. Estaba
pensando en llevarlo a arreglar.
Cambió de tema, aludiendo al reciente hallazgo de Masada y pasaron el resto de
los diez minutos de viaje hasta el campus de la Universidad Hebrea hablando de las
condiciones del manuscrito que habían desenterrado en el lugar.
Cuando llegaron a la entrada de la zona de aparcamiento, Preston se dio cuenta de
que había más vehículos de seguridad de lo habitual, con policías armados que
patrullaban por el perímetro del edificio sin nombre que albergaba el laboratorio de
antigüedades. El policía de puerta se detuvo más de lo habitual a examinar sus tarjetas
de identidad con fotografía y verificar su bloc de notas antes de hacerles un gesto para
que siguieran adelante.
—Han aumentado la vigilancia —observó Preston mientras Sarah y él atravesaban
la zona y buscaban un aparcamiento cerca de la entrada del laboratorio.
—¿Hay alguna razón por la que debamos preocuparnos más?
—Aquí, la vigilancia es una forma de vida —dijo Sarah mientras salían del coche
y se acercaban a la entrada.
Su tono era natural, pero Preston notó cierta preocupación en su expresión cuando
miró las precauciones de seguridad que se habían instaurado durante el día anterior.
Mientras hablaba, otro coche de policía se acercó a toda velocidad adonde estaban
aparcados los demás vehículos de seguridad.
—Sí, la vigilancia se está convirtiendo en un modo de vida mundial —observó él
—. Supongo que seguiremos así hasta que se gane esta guerra contra el terror.
—Me temo que nuestros descendientes, en cincuenta generaciones desde ahora,
tendrán que combatir contra el terrorismo. Basta con que haya una persona dispuesta
a poner una bomba en nombre de su Dios para que sea imposible ganar esa guerra.
Preston sostuvo la puerta y después la siguió al vestíbulo. Se encaminaron hacia el
mostrador de seguridad.
—¿No estarás sugiriendo que abandonemos? —preguntó, bajando la voz cuando
se acercaban al policía.
—En absoluto. Es como la guerra contra el mal. Siempre existirá en el mundo. El
hecho de que no podamos erradicar el mal no significa que no tengamos que
combatirlo.
Sarah colocó su bolso en el escáner y entregó un papel al policía.
—El escáner mostrará una Glock de 9 mm —le dijo ella—. Este es mi permiso.
El policía examinó el permiso y después miró la pantalla mientras el bolso pasaba
por el escáner.
—Muy bien —dijo, haciéndole una indicación de que pasara por el detector de
metales.
Preston observaba todo sorprendido… y admirado. Después, colocó su cartera en
el escáner y musitó:
—Todo lo que encontrará ahí es un sándwich, ni siquiera es kóser.
Vio que Sarah se aguantaba una sonrisa. El policía, por su parte, no parecía
divertirse mientras revisaba el contenido de la cartera, primero por la pantalla y luego
por inspección directa. En realidad, solo había una bolsa de papel de comida con
algunas carpetas marrones con documentos de investigación.
Tras la inspección, Preston se acercó a Sarah y la siguió por el pasillo.
—No sabía que estuviese trabajando con James Bond —susurró—. ¿O es Jane
Bond?
—No seas tonto —Sarah le dio unos golpecitos al bolso—. Esto es una Glock.
Bond lleva una Walther PPK.
—Claro, tendría que haberlo sabido.
Sarah se rió.
—Soy oficial de seguridad… y teniente en la reserva, ¿recuerdas?
—¡Oh, sí!, lo recuerdo muy bien, la hermosa joven señora en uniforme de
campaña.
—¿Uniforme de campaña? Estoy impresionada. ¿Dónde ha aprendido un civil
como tú lo de los uniformes de campaña?
—¿Cómo sabes que no presté servicio en…? ¡Oh!, ya, tu gente lo sabe todo sobre
mí.
—Bueno, sabemos bastante —dijo ella con una sonrisa.
—Entonces, sabréis que soy un seguidor ansioso del Canal de Historia, una fuente
importante acerca de la jerga militar.
Recorrieron el pasillo que llevaba al laboratorio en el que Preston había visto por
primera vez el manuscrito de Dimas. Estaba guardado en la gran cámara de seguridad
de doble llave del laboratorio, para cuya apertura era necesaria la presencia de dos
personas y solo se sacaba cuando era absolutamente necesario. Los estudiosos podían
continuar su trabajo aunque no tuviesen a mano el documento gracias a las imágenes
digitales conservadas en un directorio de ordenador al que solo podía accederse y que
solo podía descodificarse merced a una clave que se cambiaba a diario.
Cuando entraron en el laboratorio, encontraron a los profesores Daniel Mazar y
Yuri Vilnai inclinados sobre uno de los seis monitores alineados en una gran mesa
adosada a la pared, enfrascados en un acalorado debate sobre un pasaje del Evangelio
de Dimas.
Mazar saludó a Preston y a Sarah con una sonrisa y les hizo una seña para que se
acercaran. Después señaló el monitor y le dijo a su colega más joven:
—Aquí está el pasaje.
Leyó en voz alta una línea de la foto del manuscrito.
—«Se apareció después de su resurrección, primero a Simón, que iba por el
camino de Cirene, y a quien entregó el símbolo; después a Cefas y a los doce y,
después de a estos, a quinientos hermanos a la vez».
—Difiere poco de la Primera a los Corintios —dijo Vilnai, levantando la vista del
monitor. Citó de memoria—: «… que resucitó al tercer día, como lo anunciaban las
Escrituras; que se apareció a Cefas y más tarde a los Doce. Después se apareció a más
de quinientos hermanos a la vez».
—Es muy diferente —insistió Mazar.
—Solo añade un nombre. ¿Qué es un nombre más? Incluso los cuatro Evangelios
no concuerdan acerca de cuestiones concretas relativas a quiénes vieron resucitado a
Cristo y cuándo —movió la mano con desdén—. Es una diferencia sin consecuencias.
—Estoy de acuerdo con Daniel —dijo Preston, tras haber oído lo suficiente para
dar una opinión.
—Por supuesto, profesor Lewkis, usted está de acuerdo con su mentor —dijo
Vilnai, despreciativo—. Por favor, explique hasta qué punto la adición de un nombre
puede hacer que este pasaje sea tan significativamente diferente del mismo de
Corintios.
—Hay dos razones —replicó Preston—. Una es el nombre de la persona. El hecho
de que se encuentre en el camino de Cirene hace casi seguro que se trate del mismo
Simón que ayudó a Jesús a llevar la cruz. La otra es que le fue entregado el símbolo.
—¿Qué símbolo? —interrogó Vilnai.
—El símbolo que está investigando el padre Flannery para nosotros.
—El Via Dei —dijo una mujer; Preston se volvió y vio que Azra Haddad acababa
de entrar en el laboratorio.
—Via Dei, sí; así lo llamó —Preston miró inquisitivo a Azra—. Pero, ¿cómo
conoce este símbolo? Usted no estaba aquí cuando lo mencionó el padre Flannery.
—Es un símbolo antiguo —replicó Azra—. Estoy segura de que otros han oído
hablar de él.
—¿Cómo ha entrado aquí? ¿Cómo pasó el control de seguridad? —preguntó
Sarah.
Azra presentó algunos papeles.
—El profesor Mazar me pidió que preparara un informe acerca de lo que yo
estaba haciendo cuando descubrí la urna —dijo ella sin responder directamente a la
pregunta de Sarah.
—Sí. Yo le pedí el informe —confirmó Mazar—, aunque no era necesario que me
lo trajera aquí.
—Tengo la autorización necesaria —repuso Azra. Su tono era natural, no
defensivo, como si recordara a Mazar que, sin su descubrimiento de Masada, no
habría ningún documento.
—Claro que la tiene —dijo él—. No hay problema.
—¿Eso es todo? —preguntó Azra y Mazar asintió. Ella salió del laboratorio
cerrando la puerta tras de sí.
—Volviendo al símbolo —dijo Vilnai—, aunque conozco Via Dei, mi idea es que
el pasaje en cuestión no especifica a qué símbolo se refiere. ¿Es así, profesor Lewkis?
Antes de que Preston pudiera responder, Mazar dijo:
—Quizá no, Yuri, pero creo que es razonable suponer…
—¿Suponer? —le cortó Vilnai—. Somos científicos. No suponemos.
Siguieron discutiendo y, cuando quedó claro que la conversación no llevaba a
nada productivo, Preston decidió llevar las cosas en otra dirección. Esperó a que se
produjera un raro momento de silencio y comentó:
—Me he estado preguntando por la presencia de pasajes hebreos diseminados
entre el griego. He estado tratando de investigar otros documentos que contengan
tanto textos en hebreo como en griego y no he podido encontrar muchos.
—Sí, es muy raro —convino Mazar—. Yo también me lo he preguntado.
—Me están dando la razón —declaró el investigador más joven—. Tenemos un
manuscrito que mezcla el griego y el hebreo y lleva un símbolo que no se encuentra
hasta la Edad Media —Vilnai señaló con un dedo el pecho de Preston—. Eso es lo que
dijo sin rodeos su experto del Vaticano —negó enfáticamente con la cabeza—.
Aunque no digo que esto sea una falsificación moderna, no veo cómo pueda tratarse
de un documento auténtico del siglo I. De la Edad Media, de un poco más tarde quizá,
recopilado por una organización que tenía sus propios planes pero carecía de la gran
cantidad de conocimientos que tenemos hoy día acerca de la literatura del siglo I.
—Creo que se está precipitando —dijo Mazar.
—¿Creo… o supongo? —replicó Vilnai.
—Admito que el símbolo me preocupa, pero el padre Flannery puede aportarnos
pruebas que lo retrotraigan a los primeros días del cristianismo. Y está dibujado con lo
que parece una tinta diferente, por lo que existe la posibilidad de que el manuscrito
sea auténtico y que el símbolo lo añadieran en una época posterior.
—¿Y qué decimos sobre el hebreo y el griego? —insistió Vilnai—. No vemos tal
cosa en los manuscritos auténticos del siglo I.
—No creo que sea tan raro —replicó Mazar—. No olvidemos que Dimas era judío
y muchos estudiosos creen que su padre fue un zelote. Quizá se esté dirigiendo tanto a
los gentiles como a los judíos. ¿Por qué no incluir el hebreo para hacer determinadas
observaciones?
—Daniel, no puede autenticar un documento utilizando como criterio algo que no
está demostrado —pontificó Vilnai—. Dice usted que Dimas era judío, como si
supiésemos sin lugar a dudas que existió. No hay evidencia histórica real del Dimas de
Galilea padre. Solo lo conocemos como uno de los ladrones que estaban en las cruces.
Su nombre nos llega solo a través de una leyenda y, en cuanto a Dimas bar-Dimas,
solo tenemos la palabra del manuscrito y no se puede utilizar para validarlo sin algún
tipo de corroboración.
—Yuri, el manuscrito existe y el autor da su nombre como Dimas bar-Dimas —
dijo Mazar—. Aunque no podamos defender la autenticidad de las afirmaciones
hechas en este documento, no creo que podamos negar el hecho de que existe y de
que su autor fue un tal Dimas bar-Dimas.
—Creo que hizo una argumentación similar con respecto al osario de Santiago,
¿no? —preguntó Vilnai con evidente mordacidad.
Preston vio que los labios de Mazar temblaban, pero el viejo estudioso no dijo
nada como respuesta. En cambio, se volvió a trabajar en su ordenador.
—Perdóneme, amigo —dijo Vilnai, situándose al lado de Mazar—. No quería
ofenderlo con esa observación inoportuna. Solo quiero pedir precaución al examinar
este documento, ciertamente fascinante.
—No hay nada que perdonar, Yuri —replicó Mazar—. Solo se puede progresar
mediante extrapolaciones audaces. La validación solo puede conseguirse mediante el
cuestionamiento. Aportamos lo que debemos.
Vilnai rio nervioso y le dio a Mazar unas palmaditas en la espalda.
—Bien dicho, Daniel. Bien dicho.
Preston observó la sonrisa incómoda que intercambiaron los dos hombres. Era
obvio que, aunque los estudiosos compartían cierta medida de respeto mutuo, no
compartían mucho más.
Capítulo 19
***
Si estás leyendo estas letras, yo habré dejado esta vida mortal y mi alma eterna
estará ante el juicio final de Dios. Te ruego que reces para que El me juzgue con
clemencia.
El joven que está ante ti es Pietro Santorini. Ha sido muy bueno conmigo durante
mi estancia en este lugar y me he aprovechado de esa bondad para pedirle que, a mi
muerte, te entregue mi diario. Lo hace arrostrando un grave riesgo personal, por lo
que te agradeceré que no hagas nada que pueda agravar ese riesgo.
Michael, sé que estás metido en algún tipo de investigación relacionada con Via
Dei. Te pediría que abandonases esa investigación, pero, conociéndote, esa petición
no hará sino aumentar tu curiosidad. Por eso, si estás decidido a hacerlo, te ruego,
amigo mío, que tengas mucho cuidado, porque no solo arriesgas tu vida, sino tu alma
eterna.
IHS Leonardo
Flannery notó una subida de adrenalina. Allí estaba la primera mención de Via
Dei. Trató de recordar aquellos primeros años, cuando Contardi quería que se uniese a
la organización secreta que llama «El Camino». Flannery no había optado por aquella
posibilidad y, aparentemente, Via Dei también había decidido no tratar de captarlo,
porque nunca le hicieron una auténtica invitación para pertenecer a ella. Con los años,
había olvidado por completo el incidente, hasta que los acontecimientos recientes
habían devuelto a su vida a su antiguo amigo y Via Dei.
Desde el exterior de su apartamento, los primeros rayos dorados del sol inundaron
la ventana. Ahora, podía oír las pisadas de los demás residentes de la Residencia
Vaticana mientras salían al pasillo para la oración de la mañana. Flannery, con una
oración silenciosa pidiendo perdón por su ausencia, permaneció pegado al diario.
En mi disposición a servir a Dios y en mi afán por ser aceptado por los demás en
Via Dei, he emprendido todas las misiones que me han propuesto. Intelectualmente,
puedo ver la necesidad de estas operaciones, con independencia de lo terribles que
puedan parecer, porque, desde luego, es de vital importancia que la Santa Iglesia
Católica sea fortalecida. También es importante emplear los subterfugios que hagan
falta para defender la Iglesia de cualquier indicio de escándalo o culpa.
Pero estoy empezando a pensar que quizá no tenga la fortaleza moral o emocional
necesaria para continuar, porque tener mis manos manchadas con sangre de inocentes,
con independencia de lo noble que sea la finalidad de su eliminación, estoy asqueado
hasta el fondo de mi alma.
Si pudiera dejar Via Dei… pero he abrazado un compromiso de servicio que me
vincula hasta la eternidad. El dónde haya de pasar esa eternidad, lo dejo en manos de
Dios.
A medida que seguía leyendo, Flannery fue sintiendo una inquietud creciente e
incluso terror. Era caso como si estuviese oyendo la confesión de su amigo y quizá
eso fuese lo que Contardi había tratado de hacer cuando se las arregló para que él
recibiera el diario. Sorprendentemente, las anotaciones fueron cobrando un carácter
aún más de confesión cuando Contardi abandonó Israel para ir a prestar servicio a
una pequeña parroquia de Ecuador.
Tras la muerte de Pilar, el diario de Contardi se hacía cada vez más deslavazado,
disolviéndose a menudo en una absoluta confusión, como las delirantes referencias a
la lluvia y a las lentejas que manifestara durante la visita de Flannery. Ahora era
evidente para Flannery que la culpa por la suerte de Pilar había sido un factor
importante de las crisis nerviosas de Contardi.
Las páginas siguientes contenían también pasajes ocasionales de total lucidez, en
los que Contardi indicaba que había cometido actos imperdonables en nombre de Via
Dei. En todos los casos hacía uso de la misma justificación.
Había también algunas referencias intrigantes a Masada, que estaba a unos pocos
kilómetros del monasterio del desierto en el que Contardi había prestado servicio. Por
desgracia, las anotaciones eran demasiado vagas para arrojar alguna luz sobre el
reciente descubrimiento del manuscrito de Dimas o sobre el símbolo de Via Dei que
contenía.
El diario de Leonardo Contardi era tan deprimente como frustrante y Flannery
sintió que surgía en él una enorme corriente de simpatía hacia su amigo. ¿Qué era esa
Via Dei que había destruido de manera tan trágica a Contardi? ¿A qué se refería
cuando dijo que tenía las manos manchadas con sangre de inocentes? ¿Se refería a
Pilar? En ese caso, ¿por qué utilizó el plural?
No, la culpa que sentía por Pilar se complicaba con la que sentía por los actos que
había cometido en nombre de Via Dei.
¿Podría haber alguna conexión entre esa organización y el Evangelio de Dimas?
Desde luego, el símbolo que Flannery había visto en el manuscrito no tenía nada que
ver con la Via Dei que había hecho tales estragos en la mente, la vida y, en último
término, el alma de su amigo, el P. Leonardo Contardi.
Flannery iba a cerrar el diario, las páginas pasaron, quedando abierto por la
última, y vio el nombre de Pilar en la anotación final de su amigo. Cuando la leyó,
sintió que un puñal le atravesaba el corazón:
Años, muchos años imaginando a mi amada Pilar, una suicida perdida en los
fuegos del Infierno. Pero hoy lo tengo claro y, al final, sé que ella no comparte la
suerte que me espera.
Me hicieron creer que se había quitado la vida, como si ella se hubiera
desprendido de algo tan precioso por mí. Si yo hubiera sabido algo de nuestra hija,
habría tenido claras las razones que tenía para vivir. Habría visto la verdad de su
muerte y de las manos que se ocultaban tras ella. Pero ellos no podían dejar que yo lo
supiese, porque hubiese movido Cielo y tierra para verlos en el Infierno.
Ahora solo puedo rogar que Pilar descanse en los brazos de nuestro Señor y que
nuestra hija, allá donde pueda estar, piense de vez en cuando en su pobre madre y en
su padre y sonría.
Veo las llamas ante mí y estoy preparado. Que los asesinos de Pilar permanezcan
ocultos en vida. El Camino por el que van los conducirá a la misma retribución
abrasadora. Y después, aún en las profundidades del Infierno, mi alma, al final, estará
en paz.
Chi l'anima mi lacera? Chi m'agita le viscere? Che strazio, ohimè, che smaniai Che
inferno, che terror!
Cerrando el diario y los ojos, Michael Flannery repitió en su lengua el grito final
del Don Giovanni de Mozart, cuando lo envuelven las llamas del Hades: «¿Quién me
lacera el alma? ¿Quién agita mis entrañas? ¡Qué tortura, ay de mí, qué frenesí! ¡Qué
infierno, qué terror!»Invadido por el espíritu de amor y compasión por el hombre que
una vez fuera su íntimo amigo, Flannery cayó sobre sus rodillas y exclamó:
—Yo, pecador me confieso a Dios todopoderoso, a la bienaventurada siempre
Virgen María, al bienaventurado san Miguel Arcángel, al bienaventurado san Juan
Bautista, a los santos Apóstoles Pedro y Pablo, a todos los santos y a vosotros,
hermanos, que pequé gravemente con el pensamiento, palabra y obra… —Se golpeó
el pecho una, dos, tres veces, entonando—: …por mi culpa, por mi culpa, por mi
gravísima culpa. Por tanto, ruego a la bienaventurada siempre Virgen María, al
bienaventurado san Miguel Arcángel, al bienaventurado san Juan Bautista, a los santos
Apóstoles Pedro y Pablo, a todos los santos y a vosotros, hermanos, que roguéis por
mí a Dios nuestro Señor.
Santiguándose, Flannery repitió el confíteor en latín:
—Confiteor Deo omnipotenti, beatae Mariae semper virgini, beato Michaeli
archangelo, beato Ioanni Baptistae, sanctis Apostolis Petro et Paulo…
Mientras recitaba la oración penitencial, se sintió mareado y, abriendo los ojos, vio
las cuatro paredes de su habitación destellando ante él, como si estuviese sobre un
disco que girara a gran velocidad.
—¿Qué es esto? —preguntó en voz alta y sintió que se caía hacia atrás,
extendiendo las piernas y los brazos para recuperar cierta estabilidad—. ¡Por favor,
detente! ¡Para! —clamó.
Por fortuna, la habitación se detuvo y él permaneció un rato tendido en el suelo,
respirando profundamente, luchando contra las náuseas que le había causado la
sensación de dar más y más vueltas. Despacio, con precaución, se sentó.
Pudo oír un coro. Pero eso no era posible; estaba demasiado lejos de cualquiera de
las capillas. Quizá alguno de los residentes del pasillo tuviera un CD.
No obstante, aunque Flannery considerara esa posibilidad, se dio cuenta de que se
trataba de otra cosa. Aunque no fuera música como tal, estaba oyendo un acorde
etéreo, varias octavas melódicas de un amplio conjunto de ricas voces, desde el bajo
más profundo y resonante hasta el más dulce tenor y la más elevada y pura soprano.
Era como si Bach, Beethoven, Vivaldi y todos los grandes compositores hubieran
combinado su genio para crear este tapiz de sonido singular, inimaginablemente
hermoso.
Cuando se rindió a ello, la música suavizó sus náuseas, tranquilizando su espíritu
y permitiéndole aceptar la aparición que empezaba a desplegarse ante él, porque, con
la música, llegó una visión maravillosa que lo transportó a través del mar y de los
siglos. Flannery se vio a sí mismo en Masada, no muy lejos de donde se había
descubierto el manuscrito de Dimas. Pero esta era una Masada diferente, antes de que
el viento y el tiempo hubiesen llevado a la ruina sus otrora imponentes muros. Y ante
él, en la fortaleza, bañados en una resplandeciente aura de luz, había dos hombres.
Uno era Leonardo Contardi, pero no el sacerdote moribundo que había encontrado en
la residencia. Este era el Contardi joven y atlético, con su piel tersa y curtida y sus ojos
chispeantes de buen humor y de vida. Al lado de Contardi estaba el mismo hombre
que Flannery había visto en la misa pontifical en San Pedro.
—¡Ah, Michael! —le llamó Contardi, levantando los brazos como saludo—. Ven.
Hay una persona a la que tienes que conocer.
El hombre negro miró a Flannery y, cuando lo hizo, Flannery sintió que una
descarga le atravesaba el cuerpo, no de dolor, sino de una sensación irresistible de
amor y aceptación. Flannery comenzó a acercarse, pero el hombre levantó la mano.
—Todavía no ha llegado el momento —dijo.
El coro de música, que había continuado de fondo, se elevó ahora en un
crescendo y el brillo del aura de luz que rodeaba a los dos hombres se hizo más
intenso que cualquier otra cosa que Flannery hubiese podido ver, aunque tan
extremadamente suave que no tuvo que cerrar los ojos.
Después, en lo que pareció un instante eterno, la música y la luz desaparecieron y
Flannery se vio de nuevo solo en su habitación, no postrado boca arriba, sino de
rodillas en oración, como si hubiese estado recitando el confíteor durante todo ese
tiempo.
—… mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa.
Se detuvo a la mitad de la oración, con sus manos tensas y temblando.
¿Qué acababa de ocurrirle? ¿Había experimentado algún tipo de proyección astral,
alguna manifestación extracorporal? ¿Era el producto de una imaginación hiperactiva
o había sido agraciado con una auténtica visión? Y, si así fuese, ¿era una visión de
Dios o de Lucifer?
Flannery intentó mantener en la mente la imagen de Leonardo Contardi y del
ahora conocido extraño, pero ya se habían desvanecido, como una fotografía
demasiado expuesta al sol. En su lugar, quedaba el paisaje de fondo, los muros de
Masada, de nuevo en ruinas.
—Masada… —musitó, levantándose.
Michael Flannery no tenía ni idea de cómo interpretar su visión, aunque lo dejó
con un deseo insuperable de volver de una vez a Tierra Santa y proseguir su
investigación.
Capítulo 21
ufino Tácito adoptó una pose adecuada para su pintor. Con un pie
ligeramente adelantado, tensó el estómago, sacó pecho, levantó la barbilla y,
con los ojos entrecerrados, se quedó mirando a la distancia, al futuro. Sobre
la tabla de madera, el pintor había añadido una corona de laurel, que no
estaba allí, una capa morada y una espada con empuñadura dorada.
uando Marcela regresó a casa esa noche, estaba casi mareada por las
emociones vividas. Acababa de entregar su alma a Jesús, pero, ¿qué
significaba exactamente eso? Nunca había pensado mucho sobre religión,
porque ninguno de los muchos dioses y religiones romanos le habían
causado mucha impresión. Cuando llegó a Éfeso, había coqueteado con el
R centurión romano.
Rufino tomó un sorbo de vino y siguió estudiando la muchedumbre
mientras preguntaba:
—¿Qué opinan nuestros soldados acerca de la crucifixión de uno de los
suyos?
—A algunos no les gusta, excelencia, porque creen que, al crucificar a un
ciudadano de Roma, se viola la ley romana.
Rufino se dio la vuelta y lanzó una mirada fulminante al hombre de cabellos
plateados, el comandante de la legión.
—Por sus palabras y acciones, Marco Antonio ha renunciado a sus derechos como
ciudadano romano.
—Sin embargo, los soldados creen que debería recibir un castigo más rápido.
—¿Todos los soldados?
—No, no todos.
—Si la muchedumbre se levantara, ¿podemos contar con ellos para que nos
protejan? —preguntó el gobernador con cierta preocupación.
—Todos mis hombres son leales. Harán lo que ordenéis.
—Sí, bien, eso es lo que creíamos del centurión Antonio, ¿no?
—No tema, excelencia —lo tranquilizó Casco.
Los ojos del gobernador se entrecerraron.
—No soy un hombre que se asuste con facilidad.
—No pretendo ser irrespetuoso. El valor de Rufino Tácito es bien conocido.
Satisfecho por la respuesta, Rufino volvió a prestar atención al gentío. Algunas
personas habían empezado a gritar abiertamente a favor de la crucifixión, mientras
que otras estaban de rodillas, con las manos juntas, como si rezaran pidiendo un
milagro. Algunos efesios con más iniciativa comercial se movían a través de la
muchedumbre vendiendo pasteles, frutas y bebidas.
—El patio es demasiado pequeño —dijo Rufino en voz alta y se volvió hacia
Casco.
—Nuestros soldados deben conducir a los espectadores hacia el teatro. Haremos
allí las crucifixiones. —Sonrió abiertamente—. Será la mejor jornada de teatro que
estos bobalicones hayan visto nunca.
—Una brillante iniciativa, excelencia —declaró Casco—. Y allí será más fácil
controlar a la gente.
—¡Oh!, ¿y mi esposa partió esta mañana sin novedad? —preguntó, casi como de
pasada.
—Sí, excelencia. La acompañaban su sirvienta Tamara y dos siervos efesios.
Rufino asintió.
—Bien, ahora pida mi palanquín. Haré mi entrada en el teatro como gobernador.
Casco saludó; después salió rápidamente de la estancia.
Rufino fue llevado por las calles de Éfeso, protegido del sol del final de la mañana
por un abanico de plumas que sostenía encima de él un esclavo africano. Cuando la
procesión de los guardias llevaba al gobernador al teatro al aire libre, pasó frente al
ayuntamiento y los baños, giró después hacia la calle del Mármol y el ágora
helenística, donde los artesanos creaban exvotos de oro y plata para la diosa Artemisa.
Finalmente, llegó al gran teatro.
Construido en la ladera del monte Pión, el teatro medía ciento cincuenta y dos
metros de diámetro y tenía un aforo de unas veinticuatro mil personas. La cavea o
auditorio estaba dividida en tres zonas de veintidós filas de asientos, con doce
escaleras que dividían la cavea en enormes sectores en forma de cuña. El área
semicircular situada entre el escenario elevado y los asientos medía veinticuatro por
once metros; el escenario medía veinticuatro metros de ancho por seis metros de
profundidad y se apoyaba en veintiséis pilares redondos y diez cuadrados.
El teatro estaba casi lleno y la mayoría de la gente estaba ansiosa por que empezase
ya el espectáculo. Un número mucho más pequeño, distribuido en pequeños grupos
esparcidos, rezaba para que su Mesías salvase a los dos cristianos condenados.
Muchos llamaban a Rufino mientras su palanquín era introducido en el teatro y
situado en la parte delantera del escenario. La crucifixión tendría lugar en la zona
abierta entre el escenario y los asientos. Como estaba pavimentada con grandes losas,
las cruces no podrían hincarse en el suelo y estarían soportadas por estructuras de
madera. Estas ya se habían construido y dos cruces estaban tumbadas en el suelo a su
lado. Un pequeño contingente de soldados estaba al lado de las cruces; dos de ellos
tenían martillos para clavar a los presos en los maderos; los otros, con cuerdas y
poleas para elevar las cruces hasta su posición final.
Además de los soldados que tomarían parte en la crucifixión, había otros muchos,
vestidos con brillantes corazas y cascos, que formaban en semicircunferencia entre la
muchedumbre y el lugar de la ejecución. Estaban de pie, dejando entre cada dos de
ellos una distancia del ancho de la espalda, cada uno con el brazo izquierdo doblado a
la espalda, la mano derecha extendida y agarrando una lanza, con la punta hacia arriba
e inclinada hacia la muchedumbre.
El efecto era impresionante, aunque Rufino se dio cuenta de que, si la masa se
desmandara, solo había cien guardias para contener a veinte mil.
En cuanto el palanquín estuvo en su sitio, el gobernador avanzó hasta la parte
delantera del escenario. Levantó la mano y las conversaciones se acallaron. Cuando se
hizo el silencio, ordenó:
—¡Traigan a los condenados! ¡Que empiece el espectáculo!
Una oleada de agitación se dejó sentir cuando hicieron pasar a los presos por una
puerta que se abría en la parte delantera del escenario, debajo exactamente de donde
estaba el gobernador. Cuando Rufino miró fijamente la muchedumbre, oyó tanto
burlas como expresiones de lástima.
—¡Tú, hombre santo! —gritó alguien—. Van a crucificarte. ¡Pronto, tú también
podrás ser dios! —Su exclamación fue recibida con carcajadas.
—¿Resucitarás a los tres días? —dijo otro entre crecientes carcajadas—. Si es así,
dímelo para que pueda venir a ver el espectáculo.
—¡Oh, míralos! —gritó una voz compasiva—. Les han pegado tanto que ni
siquiera pueden caminar.
Y, en efecto, el espectador tenía razón, porque, cuando Rufino miró hacia abajo
desde el escenario, vio a los dos condenados, aparentemente inconscientes, mientras
eran llevados, boca abajo, por un par de soldados cada uno, Marco Antonio iba
vestido con la capa roja y la coraza de su empleo, y se elevó un murmullo especial de
entusiasmo mientras lo arrastraban a través de la zona abierta hasta una de las cruces.
Rufino estaba seguro de que su decisión de crucificar al centurión reforzaría su
dominio sobre los efesios.
El otro preso llevaba una corona de espinas y su cabeza goteaba sangre sobre las
losas mientras lo sacaban a la luz del sol. Su aspecto provocó una exclamación
colectiva, seguida por ovaciones de aprobación del espectáculo que estaba ofreciendo
el gobernador. Rufino estaba encantado con las adulaciones, porque la corona había
sido idea suya, con objeto de burlarse tanto del condenado como del llamado Cristo.
Los presos fueron tirados, boca abajo, al lado de las cruces que ocuparían pronto.
Los soldados retrocedieron cuando los que llevaban los martillos se acercaron para
llevar a cabo su tarea. Estos, arrodillados al lado de los presos, los hicieron rodar
sobre las cruces y levantaron sus manos para ponerlas sobre los brazos de las mismas.
Sus rostros estaban ensangrentados e irreconocibles a causa de la paliza que habían
recibido.
—¡Esperad! —ordenó Rufino Tácito, levantando su mano cuando estaban a punto
de clavar los clavos en las muñecas de los condenados. Hizo una seña al legatus
Casco, que estaba en el foso, con sus hombres—. ¡Reanimad a los presos! —ordenó
al jefe de su guardia—. Quiero que también ellos disfruten los procedimientos.
Casco hizo una seña a algunos de sus soldados que estaban cerca con cubos de
agua. Rápidamente, echaron el agua sin ninguna ceremonia sobre los rostros de los
presos. Los dos hombres sacudieron la cabeza y escupieron cuando recobraron la
consciencia.
Casco dio la señal para que comenzara la crucifixión, pero entonces levantó la
mano y se acercó más a las cruces, mirando primero al centurión condenado y
después al hombre santo con la corona de espinas. Miró a uno y a otro; después, se
volvió hacia uno de los soldados y gritó:
—¿Qué es esto? ¿Qué ha pasado aquí?
Desconcertado por la creciente confusión, Rufino bajó la escalera que llevaba al
foso y se acercó a Casco.
—¿Qué sucede? —preguntó.
Casco señaló a los dos hombres que trataban de levantarse de las cruces pero que
estaban retenidos allí por los soldados. El agua de los cubos había borrado de sus
rostros la mayor parte de la sangre y, aunque estaban muy magullados, sus facciones
eran reconocibles.
—Estos son dos de mis soldados —dijo Casco, manteniendo baja la voz. La
multitud pudo ver que pasaba algo raro pero no tenían ni idea de lo que pudiera ser
—. Estaban de servicio en la prisión.
—¿Qué? —dijo Rufino, lleno de ira y frustración. Miró a los presos y vio que, en
efecto, no eran Marco Antonio ni Dimas, Rufino miró alrededor y vio que la
muchedumbre se agitaba. Reprimiendo su ira, preguntó en voz baja y con dureza—:
¿Cómo ha ocurrido esto?
Casco se volvió a uno de sus centuriones.
—¿Dónde están los cuatro soldados que trajeron a los presos?
Surgió un frenesí de actividad cuando el centurión consultó con otros soldados y
después volvió y anunció:
—Legatus, ¡han escapado!
—¡Encontradlos! —gritó Casco—. ¡ Encontradlos y traédmelos!
Ya entonces, el teatro bullía de rumores excitados. Daba la sensación de que unos
pocos se daban cuenta de lo que había ocurrido, mientras que otros creían que era
parte del espectáculo y gritaban: «¡Crucifícalos! ¡Crucifica a los presos!», mientras los
hombres de Casco corrían hacia los asientos en busca de los que habían escapado. Los
soldados empezaron a encontrar objetos pertenecientes a los uniformes que llevaban
los escapados, un casco o coraza por aquí, una espada o una capa por allá…
Pasados unos minutos, el centurión regresó con algunos objetos que puso a los
pies del legatus Casco.
—De alguna manera, entraron en la prisión esta mañana; han encontrado a otros
dos soldados encerrados en la celda de los condenados; reemplazaron a estos. Los
atacantes se pusieron la ropa de los soldados para llevar a cabo su acción; después, se
deslizaron entre la multitud y se quitaron los uniformes.
—¿Alguien pudo verlos bien? ¿Los reconoció alguien? —preguntó Casco.
El centurión negó con la cabeza.
—¡Encontradlos! —ordenó el gobernador—. Si hace falta, buscadlos en cada casa
de la ciudad, ¡pero quiero que los encontréis y me los traigáis hoy mismo!
—¿Y qué hacemos con estos dos? —Casco señaló a los dos legionarios que
todavía estaban retenidos sobre las cruces.
Rufino miró a Casco con el ceño fruncido y después a los apaleados legionarios.
Miró luego a la muchedumbre, que gritaba cada vez más: «¡Crucifícalos!
¡Crucifícalos!» ¡Dadles su condenada crucifixión! —maldijo, con tal ira e intensidad
que arrojaba baba por la boca.
El legatus Casco miró al gobernador momentáneamente desconcertado; después
se golpeó el pecho con el puño y se volvió a sus soldados, dando la orden para que
continuaran el procedimiento.
Cuando el gobernador subió la escalera y volvió a su palanquín, oyó los
martillazos y los alegres gritos de la muchedumbre que seguía la prometida
crucifixión. O no lo sabían o les traía sin cuidado que los crucificados no fuesen el
centurión y el hombre santo, sino un par de desafortunados soldados romanos.
Rufino solo esperaba que, con el tiempo, se divulgara la historia de que Marco
Antonio y Dimas bar-Dimas habían sido crucificados y su talla personal adquiriera
proporciones legendarias. De lo contrario, podría convertirse con facilidad en el
hazmerreír que había sido engañado por una banda de rufianes cristianos en una
remota provincia. Se preguntaba si, en el caso de que ocurriera esto último, podría ser
bienvenido de regreso a Roma.
Apartó la vista del espectáculo que se desarrollaba ante él cuando fueron elevadas
las cruces desde el suelo y quedaron en el lugar previsto. Haciendo una seña a uno de
sus ayudantes, ordenó: «Llevadme a palacio».
Recostado en su palanquín, Rufino Tácito cerró los ojos y se imaginó en algún
lugar, en cualquier lugar que no fuese Éfeso.
Capítulo 25
C de nata y azúcar.
Después de comer, Flannery se encaminó a la Ciudad Vieja, a uno de los
lugares más sagrados de la cristiandad, la Iglesia del Santo Sepulcro, situada
en pleno barrio musulmán. Mientras caminaba, sentía bajo sus pies las
antiguas losas, desgastadas y lisas por las pisadas de millones de peregrinos a lo largo
de dos milenios. Estaba seguro de que los mismos pies de Jesús habían pisado esa
misma vía y de que Jesús había olido los mismos aromas de queso, aceitunas, vinagre,
madera aceitosa y una cacofonía de especias, incluso aquel débil olor a orina.
A su alrededor, los comerciantes atraían a turistas y peregrinos con velas de
colores chillones, agua bendita del río Jordán, rosarios y frascos de tierra de la Tierra
Santa.
La gran iglesia estaba llena de fieles, muchos de los cuales sostenían cirios que
parpadeaban, echaban humo y tiraban cera al suelo. Flannery pasó a través de la
muchedumbre que cantaba y rezaba y, en un rápido vuelo de diecinueve escalones,
llegó hasta una capilla en la que colgaban lámparas de oro y un gran crucifijo
bizantino, el lugar de la duodécima estación del viacrucis, el Gólgota, el sitio de la
crucifixión. Mientras se acercaba al altar de mármol, miró los iconos de tamaño
natural de Cristo en la cruz, flaqueado a su derecha por la Virgen María y a su
izquierda por el apóstol Juan.
Arrodillándose debajo del altar, Flannery metió la mano en el agujero practicado
en el suelo, con un borde de oro, que señalaba el lugar en el que fue levantada la cruz
de Jesús. Notó una losa lisa, plana, fría al tacto, la cumbre del Gólgota.
Hechas sus oraciones, regresó, escaleras abajo, y visitó la decimotercera estación,
la losa de mármol sobre la que lavaron el cuerpo de Jesús antes de sepultarlo. La losa
estaba cubierta de pétalos de rosa y mojada, con charquitos de agua. Muchos fieles
metían sus rosarios y cruces en el agua, mojándose después la cara con ella mientras
rezaban. Una pareja de agentes de seguridad israelíes paseaban por allí, con los fusiles
al hombro en plan más bien informal.
Tras detenerse ante la última estación, una gran estructura de mármol que guarda
los restos de la tumba de Cristo excavada en la roca, Flannery salió a la calle y, con
espíritu renovado, se dirigió a su hotel de Jerusalén por la Vía Dolo— rosa.
A la mañana siguiente, Flannery alquiló un coche y se dirigió al sur, por la
carretera 90, bordeando el mar Muerto, hasta Ein Gedi. Dieciocho kilómetros al sur de
Ein Gedi, giró al oeste y siguió unos dos kilómetros más, para acabar en un
aparcamiento al pie de una montaña empinada y estéril.
Salió del Ford y dirigió la vista a la meseta de la cumbre en la que se asentaba la
fortaleza de Masada. La última vez que visitó la fortaleza lo habían llevado hasta allí
en helicóptero. La ruta usual pasaba por tomar un teleférico que llevaba del
aparcamiento hasta la cumbre. Los visitantes más aventureros podían ascender por un
estrecho camino que serpenteaba por la ladera de la montaña, aunque estaba
oficialmente cerrado debido al peligro de desprendimientos.
Flannery no tomó el teleférico ni el camino; volvió, en cambio, a subir al coche y
continuó por la carretera hacia Sdom. A unos kilómetros de Masada, dejó la carretera
principal, entrando por un camino estrecho y rocoso que conducía a un pequeño
complejo, cerca de la orilla del mar Muerto. El sencillo y casi anodino edificio
principal albergó el Monasterio de la Vía del Señor, el monasterio al que destinaran al
P. Leonardo Contardi. Abandonado desde hacía muchos años, había mantenido una
presencia cristiana casi constante desde los primeros días de la Iglesia. Ahora era un
sitio adecuado para los arqueólogos y los estudiosos que trataran de comprender la
historia entrelazada de cristianos y judíos.
Cuando se encaminaba al monasterio, un policía armado israelí le dio el alto.
Flannery no esperaba encontrarse con los servicios de seguridad en aquel oscuro lugar
y lo consideró un recordatorio de la tensión de la época. Mostró al policía la tarjeta de
seguridad que le habían entregado durante su última visita a Israel, con la esperanza
de que le sirviera. El policía la examinó con detenimiento; después, asintió con la
cabeza y le indicó a Flannery que pasase.
Cuando aparcó cerca de la entrada principal y salió del coche, vio a varios
trabajadores que examinaban un sector de los cimientos exteriores. Los tres hombres
llevaban kipás y la mujer iba vestida con el atuendo palestino tradicional. La mujer se
dio cuenta de que se acercaba y, cuando se alejó de los otros y se acercó, Flannery la
reconoció.
—Usted es Azra, ¿no?
—Azra Haddad, sí —dijo ella, bajando la vista—. Y usted es el padre Michael
Flannery, del Vaticano.
—Sí —respondió, sorprendido porque ella recordara su nombre después de su
último y breve encuentro. Señaló a los trabajadores—. Me ha sorprendido ver a
israelíes interesados por un antiguo monasterio católico.
—Algunos creen que esta estructura actual fue construida sobre el asentamiento de
una pequeña comunidad de esenios —explicó Azra.
—¡Ah!, los esenios. Entonces entiendo su interés —dijo Flannery. Conocía la
secta de ascetas judíos que prosperó antes y en la época de Jesús. La comunidad
esenia más famosa, Qumrán, estaba asentada al norte, en la palestina Cisjordania. Allí
fue donde se encontraron la mayoría de los manuscritos del mar Muerto, metidos en
tinajas, como el documento de Dimas, aunque no tan bien conservados.
—¿Qué le trae por aquí, padre? —preguntó Azra—. Creí que estaba en Jerusalén,
trabajando sobre el manuscrito.
—Tenía un amigo que vivió aquí durante los últimos tiempos de actividad del
monasterio.
Azra se volvió y miró hacia el edificio; después se volvió hacia el sacerdote.
—¿Es mayor que usted?
—No, es más o menos… bueno, era más o menos de mi edad —dijo Flannery—.
Murió la semana pasada.
—¿Se refiere al padre Leonardo Contardi?
Flannery se quedó visiblemente atónito.
—¿Cómo lo sabe?
—Tenemos un documento que menciona a todos los que estuvieron destinados
aquí durante el siglo pasado. El padre Contardi estuvo aquí durante los primeros años
ochenta y tiene más o menos su edad. Acabamos de enterarnos de su muerte y, claro,
dos y dos…
Flannery se rió.
—Dos y dos es aritmética sencilla. Lo que usted ha hecho es trigonometría. ¿Qué
más sabe sobre este lugar?
—Muchos creen que el monasterio fue fundado por Santiago, el hermano de
Jesús, y siguió ininterrumpidamente como templo cristiano hasta el final del primer
milenio, cuando los musulmanes mataron a los monjes y lo ocuparon. Ellos, a su vez,
fueron expulsados por los cruzados, en 1099. Los cruzados establecieron aquí una
nueva orden católica, que sobrevivió durante las ocupaciones mongola, egipcia, turca,
francesa y británica; después Israel. Se cerró en 1986 y el Vaticano negoció un acuerdo
por el que el monasterio y los terrenos se devolvían a Israel.
—Tengo que decir que estoy muy impresionado. Ha aprendido muchas cosas
trabajando en este lugar.
—La mayor parte de las cosas que sé se las debo a mi esposo.
—¿Es arqueólogo?
Ella negó con la cabeza.
—Como su amigo, el padre Contardi, mi marido estuvo aquí como monje.
—¿Monje? —dijo él, sorprendido.
—Dejó la Iglesia antes de que nos casáramos —explicó Azra—, pero siempre le
fascinó este lugar… hasta su muerte —añadió, con un tono tranquilo y equilibrado,
como si hubiese enterrado su dolor mucho tiempo atrás.
—¿Es usted cristiana, Azra?
—Soy palestina musulmana y ciudadana israelí.
—Me ha dicho que a su marido le fascinaba este lugar. ¿Por su posible conexión
con los esenios?
—En parte —respondió ella—. Pero, sobre todo, por una leyenda que descubrió
durante su época de monje.
—¿Una leyenda?
—La de que, en algún sitio cercano, yace enterrado un relato secreto de la vida y
ministerio de Jesús, perdido desde la época de la caída de Jerusalén.
Flannery quería preguntarle si se estaba refiriendo al evangelio de Dimas. Después
de todo, ella misma había descubierto la urna en Masada, que solo estaba a unos
kilómetros de allí, pero se contuvo, porque no sabía si ella conocía, ni si estaba
autorizada para saberlo, la naturaleza del manuscrito que se había descubierto dentro
de la urna.
—Habla usted de un escrito secreto —dijo él, escogiendo cuidadosamente las
palabras—. ¿Se refiere a algo parecido a los manuscritos del mar Muerto?
—Sin duda, su descubrimiento en Qumrán alimentó la leyenda —replicó Azra—.
Llegó a convertirse en una especie de rito de iniciación para cada nuevo monje pasar
varios años buscando las enseñanzas perdidas del Mesías. Algunos nunca dejaron de
buscar, mientras que otros acabaron desencantándose y marchándose, bien a otros
monasterios, bien a buscarse la vida fuera de la Iglesia, como hizo mi marido.
—¿Creían todos que existía ese documento?
—Había quienes lo creían, aunque otros estaban convencidos de que no existía en
el ámbito físico, pero era como el Santo Grial que buscaban los caballeros del Rey
Arturo.
—¿Y usted qué cree, Azra? ¿Cree que cerca de aquí ocultaron un evangelio
perdido? —preguntó Flannery.
—Siempre he pensado que la verdad está en ambos mundos, el tangible y el
etéreo.
Flannery pudo ver la sombra de una sonrisa en los labios de Azra y, aunque había
pasado mucho tiempo desde que se la pudiera considerar joven, no pudo dejar de
recordar la mujer con la sonrisa más famosamente inefable de todas, la Mona Lisa.
—Muy bien, aceptaré eso —dijo, hablando más despacio mientras consideraba
exactamente lo que quería preguntar—, pero eso me lleva a otra pregunta… que
puede tener una relación con este monasterio.
—¿Cuál es?
—¿Conoce una organización llamada Via Dei?
Una sombra reemplazó la sonrisa de Azra; ella miró rápidamente a su alrededor,
como si tratara de ver si había alguien escuchando.
—¿Dónde ha oído hablar de esa gente?
—Entonces, ¿conoce Via Dei?
—He oído hablar de ellos.
—Dígame todo lo que sepa.
—Padre Flannery, ¿por qué anda usted detrás de esto?
—Ha surgido… hace poco —replicó, procurando no concretar mucho—. Creo
que el padre Contardi estuvo relacionado de alguna manera con Via Dei.
—¿Esa relación ha tenido algo que ver con su muerte?
—No… no lo sé —respondió Flannery, sorprendido por la pregunta. En realidad,
él sospechaba la existencia de alguna relación entre la muerte de su amigo y la
organización secreta de su juventud. Quizá el mismo Flannery fuese el agente del
deceso de Contardi, al haberlo afectado de un modo tan terrible al suscitarle unos
recuerdos que el frágil sacerdote no estaba preparado para afrontar.
—Usted sabe algo de Via Dei, ¿no? —presionó Flannery.
—No estoy segura de que pueda distinguir lo que sé de lo que sospecho —
respondió Azra.
—Entonces, ¿qué sospecha?
—Que, durante muchos años, este monasterio ha estado estrechamente
relacionado de alguna manera con Via Dei… quizá desde la época de las cruzadas.
—¿Pero no antes? —preguntó Flannery.
—¿Antes?
—Estoy tratando de descubrir cuánto tiempo lleva funcionando esta Via Dei.
¿Podría haber existido antes de las cruzadas, o la crearon los cruzados como orden
secreta, parecida a la de los caballeros templarios?
—Puede ser anterior a las cruzadas —dijo Azra, rotundamente—. Puede haber
estado implicada en la creación de los templarios.
—Azra, ¿su marido era miembro de Via Dei?
Ella negó enfáticamente con la cabeza.
—No. Si lo hubiera sido, nunca hubiese podido abandonar la fraternidad y nunca
le hubiesen permitido casarse.
—Pero él conocía Via Dei, ¿no es así? Y le habló a usted de ella.
—Sí, él sabía lo suficiente para estar asustado lejos del monasterio y fuera de la
Iglesia.
—Sin embargo, estuvo fascinado toda su vida por este monasterio… ¿no es eso lo
que me dijo?
—Miedo y fascinación —dijo ella en voz baja—. Con mucha frecuencia van
parejos —miró al sacerdote, con una mirada casi suplicante—. Quizá ya hayamos
hablado bastante de Via Dei. Puedo guiarle visitando el monasterio —e hizo un gesto
señalando la entrada e invitándole a pasar.
Flannery estaba convencido de que la mujer sabía más, pero no quiso presionarla
demasiado, temiendo haberla asustado ya. Quizá ella sospechara que él fuera miembro
de la orden secreta y estuviera tratando de determinar qué sabía y hasta qué punto
podía ser una amenaza para la organización.
Como leyendo su mente, Azra dijo:
—Padre Flannery, me arriesgaré a pensar que usted no pertenece a Via Dei.
—No soy miembro de ella —la tranquilizó él.
—Pero, ¿se acercaron a usted para que ingresara en ella?
—Fue hace mucho, mucho tiempo, en mi juventud.
—Entonces ya sabe algo de Via Dei. No le diré que deje su investigación; me
parece que es un hombre valeroso y unas palabras de una vieja no lo detendrán. Le
pido, sin embargo, que tenga mucho cuidado en su investigación. Averigüe en quién
puede confiar y en quién no, y no le será fácil distinguir entre ambos.
—¿Por qué tiene tanto miedo? —preguntó Flannery.
Ella lo miró con curiosidad.
—Yo no tengo miedo de Via Dei. No soy más que una pobre mujer que excava en
la tierra para sacar los restos que el suelo me dé. ¿Por qué iban a reparar en alguien
tan… invisible como yo? Pero, ¿en un gran hombre de la Iglesia como usted? La talla
implica una gran visibilidad, algo que una organización secreta como Via Dei teme
siempre… tratarán de destruirlo.
De repente, la oscuridad desapareció de sus ojos y ella sonrió abiertamente.
—Ya es hora de la visita al monasterio que le prometí.
Volviéndose, señaló primero la entrada principal que estaba ante ellos; después,
una puerta más pequeña a unos seis metros a su izquierda y otra igual a unos seis
metros a su derecha.
—Hay tres puertas por las que se puede entrar en el Monasterio de la Vía del
Señor. Escoja sabiamente.
Él examinó las tres entradas. Al principio, creyó que las puertas a la izquierda y a
la derecha eran idénticas, pero después se dio cuenta de que eso solo era una ilusión y
que, en realidad, la de la derecha era un poco más pequeña y más estrecha.
Inmediatamente, hizo su elección con un movimiento afirmativo de la cabeza.
—¿He hecho la elección correcta? —preguntó, mientras Azra le llevaba por el
pasillo que llevaba a la más pequeña de las tres puertas.
—Todas las opciones son correctas —dijo ella—, sea que la puerta que se escoja
se abra al Cielo, al Infierno o… a Via Dei.
Capítulo 27
El profesor miró absolutamente atónito las palabras que tenía ante él. Trató de
achacarlo a una coincidencia, pero no podía imaginarse que un mensaje tan concreto
con respecto al manuscrito pudiera ser el resultado de un patrón aleatorio.
¿Y qué significa?, se preguntó. ¿Preveía Dimas que verían su manuscrito
brevemente durante su vida, volviendo después a la oscuridad, cuando fuese
enterrado en Masada? Aunque fuese posible, Mazar tenía la extraña sensación de que
«revelado durante un tiempo corto» se refería al presente y que el manuscrito
desaparecería pronto de nuevo, quizá para siempre.
Decidió volver a arrancar el programa, utilizando la aparición de su nombre para
determinar el punto de partida y el espaciado equidistante entre letras. Había visto su
nombre en hebreo con un espaciado de secuencias de ocho letras. Para comprobarlo
en relación con el código de la Torá ideado por Eliyahu Rips, preparó el programa
para crear una matriz de letras que utilizara una secuencia de ocho letras equidistantes
alrededor de su nombre. Cuando se configuró la matriz, de nuevo comenzaron a
destacarse las palabras. Sus ojos se quedaron fijos en la primera: ratsach, «asesino».
Mazar se quedó inmóvil, mirando la pantalla cuando quedó completamente claro
el significado del mensaje. ¿Era una advertencia o la predicción de algo que no podía
cambiarse?
Hizo una copia cifrada del archivo de ordenador y lo adjuntó a un mensaje de
correo electrónico que envió a su dirección electrónica personal. Después, para
asegurarse de que no se perdiera la información si le ocurría algo a él, enchufó una
pequeña cámara digital al puerto USB del ordenador, ocultó el cable debajo de
algunos objetos que estaban sobre la mesa y escondió la webcam entre algunos libros,
en un estante que estaba encima del terminal.
En el ordenador, abrió un programa de captura de vídeo, después cogió el teléfono
y marcó un número. Cuando empezó a hacer llamadas, apretó el botón del manos
libres y volvió a poner en su sitio el microteléfono.
Tras unas pocas llamadas, respondió un hombre; a través del pequeño altavoz del
teléfono, su voz se oía algo débil, aunque clara:
—Llegas pronto, Sarah. Creí que no vendrías hasta las nueve.
Mazar se quedó momentáneamente perplejo; después se acordó de que Preston
Lewkis había estado esperando una llamada de Sarah Arad.
—Preston, soy Daniel —dijo, un poco incómodo.
—¡Oh, vaya, Daniel! Debo tener más cuidado al contestar al teléfono —replicó
Preston riéndose—. Podría decir algo de lo que tuviera que arrepentirme.
—¿Cuánto tiempo tardaría en llegar al laboratorio? —preguntó Mazar, evitando
más bromas.
Tras un momento de duda, Preston replicó:
—Estoy esperando a Sarah, que llegará en una hora, más o menos… a las nueve.
Veré si puede llegar antes. ¿Ha ocurrido algo?
—No se trata de lo que haya ocurrido, sino de lo que va a ocurrir —dijo Mazar—.
Bueno, si estoy en lo cierto.
—¿En lo cierto sobre qué? Daniel, amigo, está comportándose de forma muy, muy
misteriosa. ¿Qué ocurre?
—Si te lo dijera, pensarías que estoy loco. Tienes que verlo tú mismo.
—¿Esperará hasta que llegue ahí?
—Ha esperado dos mil años… Supongo que puede esperar una hora más.
—Estaré ahí lo antes posible.
Después de cortar la comunicación, Mazar se sentó de nuevo ante el ordenador,
utilizando otros espaciados de letras para buscar patrones de palabras. Mientras
trabajaba, hizo una descripción continua de lo que estaba haciendo. El sentido común,
la razón, la educación y la experiencia le decían que estaba siguiendo una vía falsa,
pero, cuando surgieron nuevas expresiones del manuscrito, reforzaron lo que ya había
descubierto.
—Cuidado, Daniel —dijo en un momento de duda—. Recuerda el osario.
Acabaste pareciendo un loco.
Y parecería mucho más loco si seguía analizando el manuscrito utilizando el
código de la Torá, que la mayoría de los investigadores rechazaban por considerarlo
una estupidez.
De todos modos, Mazar se sentía obligado a registrar sus descubrimientos, aunque
solo sirvieran para dar munición a quienes trataban de cuestionar la autenticidad del
documento. Abrió su bloc de notas y empezó a escribir los mensajes que había
descubierto hasta entonces. Acababa de terminar la primera anotación cuando oyó un
portazo en alguna parte del pasillo.
—¿Preston? —susurró; después miró el reloj de la pared y negó con la cabeza. Era
imposible que su colega hubiese llegado tan pronto. Además, Preston no daría un
portazo así.
Nadie daría un portazo como ese, pensó Mazar cuando oyó otro estampido.
Atravesó rápidamente la sala, abrió bruscamente la puerta del laboratorio y miró
en el pasillo. Pudo ver a uno de los policías de seguridad corriendo con su arma
desenfundada hacia la entrada principal. De repente, el hombre disparó hacia el
exterior y el fogonazo iluminó el interior en penumbra.
Mazar no había oído portazos, sino tiros.
Mazar cerró la puerta y el cerrojo. Al mirar el laboratorio, su mente imaginó
cientos de situaciones. ¿Era un comando palestino? ¿Por qué iban a venir aquí los
terroristas? ¿No solían atacar allí donde pudieran matar a más gente? Pero Mazar y los
policías eran los únicos que estaban aquí ahora…
—¡Dios mío! —dijo—. ¡La profecía es cierta!
Mazar corrió al ordenador. Estaba cargado todo el documento de Dimas. Además,
la matriz de letras hebreas estaba en primer plano, con varias palabras destacadas
como resultado de sus patrones de búsqueda.
Pulsó el botón de cierre en la parte superior de la ventana y se abrió un mensaje
que preguntaba si quería guardar los cambios hechos en el documento. Hizo clic en el
botón «no» y la página del código de la Torá desapareció. Después, cerró el
documento del manuscrito y, dejando encendido el ordenador, apagó el monitor para
que pareciera que el ordenador estaba apagado. Cortó una página de su bloc y la
guardó en su bolsillo. Por último, corrió a la cámara acorazada, donde se guardaban el
manuscrito y la urna. Los cierres dobles exigían la presencia de dos personas para su
apertura; Yuri Vilnai y él mismo conocían la combinación del cierre derecho y la jefa
de seguridad, la del otro, pero hacía mucho tiempo que Mazar conocía en secreto las
dos combinaciones, aunque había tenido mucho cuidado de no revelarlo haciendo uso
de él. Pero esto era una emergencia, por lo que giró varias veces a derecha e izquierda
un dial y luego el otro. Se oyó un fuerte clic; él agarró el tirador y abrió la puerta.
La cámara acorazada era como un armario con la temperatura y la humedad
cuidadosamente controladas. Normalmente, los estantes albergaban varios
manuscritos antiguos, pero todos habían sido trasladados a otro sitio cuando se llevó
el manuscrito de Dimas. La urna estaba aparte, en uno de los estantes inferiores y el
manuscrito estaba envuelto en tela, sobre el estante que estaba inmediatamente
encima.
Dejando la urna en su sitio, Mazar levantó rápida pero cuidadosamente el
manuscrito y, cogiéndolo en brazos, lo sacó al laboratorio. Al oír más disparos en el
exterior, buscó un escondite adecuado. Se acercó rápidamente a un archivador grande,
colocó allí el manuscrito y después abrió y sacó el cajón inferior. Había un espacio
bastante grande debajo del cajón y deslizó en su interior el manuscrito, dejándolo en el
suelo. Después, volvió a colocar el cajón y lo cerró.
Tras cerrar la cámara acorazada, Mazar se acercó al estante en el que estaba oculta
entre libros la webcam. Seguía grabando sobre el ordenador con el monitor apagado.
Mirando a la cámara, habló rápidamente, describiendo lo que estaba ocurriendo y lo
que había descubierto. Casi estaba acabando cuando alguien dio unos golpes en la
puerta. Cuando cruzaba la sala, una ráfaga de disparos hizo un agujero donde había
estado la cerradura. Después, se abrió la puerta e irrumpieron tres hombres, vestidos
de oscuro y con máscaras que les cubrían completamente la cara, la indumentaria
habitual de los terroristas.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Mazar—. ¿Qué quieren?
—¡Abra la cámara acorazada! —gritó uno de ellos en árabe, repitiendo después la
orden en un inglés con acento muy marcado.
Como Mazar no se movió, uno de los otros dijo: «No lo necesitamos».
Volviéndose hacia el estudioso israelí, levantó su pistola y apretó el gatillo tres veces.
Mazar notó cómo impactaban las balas en su pecho, lanzándolo hacia atrás, contra
la pared. Cuando se deslizó hasta el suelo, se le nubló la visión y las voces apagadas le
llegaban sordas e indistinguibles. Vio que los hombres enmascarados se apiñaban
alrededor de la cámara acorazada, con la pesada puerta abierta. Después, se hizo el
silencio… la oscuridad.
Capítulo 28
uri Vilnai acababa de aparcar su coche cuando vio a tres hombres con
máscaras negras que atravesaban corriendo la puerta principal; dos de ellos
iban armados y el tercero llevaba algo en brazos. Vilnai se tumbó en el
asiento para que no lo viesen. Esperó un minuto más o menos y, cuando se
levantó con precaución, ya se habían ido.
ibro bar-Dimas levantó su jarra, indicando al dueño del kahn que quería más
vino. El tabernero llamó a uno de sus empleados y un momento después
alguien llevó un cántaro a su mesa, en un rincón oscuro del establecimiento.
Cuando el individuo rellenó la jarra, Tibro miró a su alrededor para
asegurarse de que ni sus tres compañeros ni él llamaban la atención de nadie.
***
Después de que Simón pagara la tarifa de cinco denarios cada uno, el capitán
mandó a uno de sus hombres que les mostrara dónde estaban sentados Pablo y otros
dos pasajeros, cerca de la popa; el resto de los presos iban abajo, encadenados.
Después, el capitán se fue para supervisar a la tripulación mientras levaban anclas y se
hacían a la mar.
Simón se sentó al lado de Pablo en uno de los bancos, pero Tibro se encaminó
hacia la borda de popa y se quedó allí solo, escuchando los crujidos de la madera y de
los cabos mientras el barco zarpaba del puerto. Los edificios de Sidón se fueron
haciendo cada vez más pequeños y finalmente se perdieron de vista, reemplazados por
vastas extensiones de árido desierto por la banda de estribor de la nave mientras
navegaba costeando hacia el norte.
Tibro, que había estudiado geografía, sabía que ese no era el rumbo hacia Italia, y
se acercó a Pablo y a Simón.
—¿Por qué vamos hacia el Norte cuando, para llegar a Roma, tendríamos que
navegar hacia el Oeste, hacia Chipre?
Pablo, cuyos muchos años de evangelización por el Mediterráneo le habían dado
un completo conocimiento de la mar, levantó un dedo por encima de la cabeza y
asintió.
—Tenemos el viento en contra, como predijo el capitán, pero ten fe, Tibro, porque
te aseguro que llegarás a Roma sano y salvo y, cuando lo hagas, encontrarás a tu
hermano vivo, en buen estado y haciendo el trabajo de nuestro Señor.
Aunque a Tibro no le gustara el retraso, aceptó la explicación y procuró no
molestar a los otros con sus preocupaciones. Pasó la mayor parte del tiempo de pie,
apoyado en la borda, o sentado con sus compañeros más antiguos, sin obstaculizar el
paso a la tripulación y evitando a los soldados romanos. Lo que más le intrigaba a
Tibro eran los movimientos, aparentemente naturales, de los marineros al tesar y
amollar escotas para orientar las velas para recibir mejor el viento. El barco, bien
trimado y pilotado con mano experta, surcaba el agua con suavidad, dejando una
estela que rizaba la superficie de la mar y la hacía resplandecer. A menudo, lo seguían
peces voladores, algunos de los cuales caían sobre cubierta, donde eran rápidamente
capturados para aumentar las magras raciones.
Dos semanas después de zarpar de Sidón, todavía estaban costeando Asia Menor,
pero, al final, habían rodeado el extremo oriental del Mediterráneo y ponían rumbo al
oeste. Este los llevó hacia un canal entre Cilicia, en Asia Menor, al Norte, y Chipre, al
Sur.
En Kyrenia, al norte de Chipre, adquirieron víveres; después, siguieron
navegando, dejando atrás Cilicia y Panfilia, antes de arribar a Mira, destino final de su
embarcación. Allí, el centurión Julio encontró otro barco en el que llevar a Italia a sus
soldados y a los presos a su cargo.
Este nuevo barco era también un mercante, cargado de cereales y aceite. Aunque
bien patroneado, navegaba despacio, avanzando poco con mar gruesa y viento en
contra. Llegaron a Creta e hicieron escala en Lasea. Pasaron allí varios días,
permaneciendo en puerto hasta pasado el Día de la Expiación. El día en el que
estábamos preparados para zarpar, Pablo subió a ver al capitán.
Tibro lo observaba fascinado. Aunque Pablo no era más que un pasajero, se
ganaba el respeto y la atención tanto de los soldados y marinos como de los presos.
—Hemos estado demasiado tiempo en este lugar —comenzó—. Preveo que la
travesía va ser desastrosa, con gran perjuicio no solo para la carga y el barco, sino
también para nuestras personas.
—Eso es una tontería —dijo el capitán. Golpeó la borda con los nudillos—. Este
es un barco sólido, tripulado por marinos expertos. No tendremos dificultades.
—Haríamos bien en invernar aquí, en Lasea —siguió diciendo Pablo.
Julio miraba a uno y a otro, sin saber en quién confiar.
—Si tenemos que invernar en algún sitio, lo haremos en Fénix, en la costa sur de
Creta —dijo el capitán, dirigiéndose a Julio—. Cuando cambie el tiempo, este puerto
no será bueno. El puerto de Fénix está orientado al sudoeste y nos dará el abrigo que
necesitamos.
Julio reflexionó sobre la cuestión y después dijo:
—Zarpemos hacia Fénix. Si el tiempo se pone malo, aceptaremos el consejo de
Pablo e invernaremos aquí.
Los otros marinos y soldados aprobaron alborozados la decisión y, a pesar de la
advertencia de Pablo, la pequeña embarcación se hizo a la mar.
Durante el resto de la tarde, estuvo soplando viento del sur, cálido y favorable, y
Tibro se convenció de que la advertencia de Pablo era el producto de una imaginación
hiperactiva. Sin embargo, inmediatamente después de anochecer, se desató un viento
fuerte que levantó las olas, dejando el barco a merced de las agitadas aguas.
Cuando una ola especialmente grande levantó el barco, la cubierta del mercante se
elevó y bamboleó hacia estribor, hundiéndose bruscamente después hacia la banda
opuesta. El barco se quedó allí suspendido y, durante unos angustiosos segundos,
Tibro tuvo la terrorífica sensación de que no se recuperaría, sino que seguiría
zozobrando hasta volcar. Después, lenta, laboriosamente, el barco adrizó antes de
inclinarse peligrosamente de nuevo a estribor.
Salvo la tripulación, todos se refugiaron bajo cubierta para sobrellevar el
temporal, mientras el barco bajaba y subía sobre olas monstruosas, bamboleándose
adelante y atrás, capeando el temporal. Sin embargo, el viento del noroeste no lo
dejaba; el huracán era tan fuerte que la tripulación no podía mantener el rumbo,
viéndose obligada a dejarlo a la deriva, alejándose de Fénix y la costa de Creta y
adentrándose en las duras aguas del mar Jónico, entre Grecia e Italia.
El temporal continuó con toda su furia durante dos semanas, zarandeando el barco
como si fuera el juguete de un niño. Lo único que pudo hacer la tripulación fue
remendar las velas y los cabos y evitar que se partiera la embarcación, lo que
consiguieron ciñendo el casco con cables que amarraron a cubierta.
Bajo la cubierta solo había confusión. Una mesa y algunos bancos estaban
firmemente clavados en su sitio, pero todo lo demás iba de un lado a otro. Las puertas
de los armarios se abrían y cerraban, dejando que cayera todo su contenido al suelo,
cubierto por sacos rotos de trigo y cebada y por la vajilla rota, que se partía en
pedazos cada vez más pequeños a medida que se bamboleaba de un sitio a otro.
Como pasaban los días y el temporal no cesaba, Tibro y los demás comenzaron a
dudar que pudieran llegar sanos y salvos a tierra. Sus preocupaciones se multiplicaron
cuando el capitán bajó a pedir voluntarios que ayudaran a achicar el agua que se había
filtrado.
El capitán trató de tranquilizar al centurión Julio y a los otros pasajeros de que el
barco no corría peligro de romperse bajo el peso de las olas. Sus palabras no sirvieron
para despejar sus temores y varios soldados romanos comenzaron a reprocharle que
los hubiese llevado a aquella situación desesperada.
Tibro pensó en salir en defensa del capitán. Después de todo, la mayoría había
apoyado la decisión de hacerse a la mar. Incluso Tibro, en su impaciencia por reunirse
con su hermano en Roma, se había puesto del lado del capitán, dejando solo a Pablo
con su advertencia. Por eso Tibro se sorprendió mucho cuando vio que Pablo hablaba
ahora apoyando al capitán.
—¡No os desaniméis ni reneguéis de nuestro buen capitán! —exclamó Pablo,
gritando para que oyesen su voz por encima del azote de las olas y de los aullidos del
viento—. Debíais haberme hecho caso y no zarpar de Creta; os habríais ahorrado este
desastre y estos perjuicios. De todos modos, ahora os recomiendo que no os
desaniméis; no habrá pérdidas personales, solo se perderá el barco.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Julio gritando—. ¡No creerás que iremos a
sobrevivir a este terrible temporal!
—Lo sé porque esta noche se me ha presentado un mensajero del Dios a quien
pertenezco y sirvo, y me ha dicho: «¡No temas, Pablo! Tienes que comparecer ante
César. Y Dios, como prueba de su favor hacia ti, te ha concedido la vida de todos tus
compañeros de navegación». Por eso, ánimo, amigos; yo me fío de Dios y sé que
sucederá exactamente como me lo han dicho; tenemos que desembarcar en una isla.
—¿Nuestras vidas y nuestro barco quedarán a salvo? —preguntó Tibro.
—Yo no he prometido eso —replicó Pablo, y Tibro creyó ver una chispa de
humor en sus ojos—. Desembarcaremos, el barco se estrellará contra las rocas y
quedará destrozado, pero no se perderá ni un pelo de vuestra cabeza.
—¿Le crees? —preguntó uno de los soldados romanos, alternando su mirada entre
Julio y los demás—. ¿Crees que no morirá nadie?
—Creo que Pablo es un hombre de Dios —replicó Simón—. Si dice que el ángel
del Señor le ha prometido que sobreviviremos, creo que así será.
Aunque la mayoría siguió sin convencerse, la tensión del momento se relajó, el
capitán pudo regresar a sus tareas y el centurión Julio organizó a sus soldados para
que ayudaran a achicar agua.
Cuando, por fin, amaneció, el temporal tenía aún una fuerza contra la que había
que luchar, aunque su furia había amainado algo. El barco continuaba haciendo agua
y Tibro y los otros pasajeros y presos ayudaban a los soldados a achicar agua.
Mientras tanto, varios marineros trataban de reparar algunos de los rotos más grandes
de lo que quedaba de las velas destrozadas.
Cuando uno gritó que había visto tierra, todos subieron a cubierta para verlo por
sí mismos. Agarrándose a la borda de estribor, Tibro miraba fijamente la espuma hasta
que, por fin, vio la delgada cinta oscura de la costa.
Nadie de la tripulación sabía dónde estaban, pero el capitán descubrió lo que
parecía ser una bahía resguardada con una playa y decidió tratar de desembarcar allí.
Se deshicieron de las anclas, tiraron por la borda lo que quedaba del aparejo y
pusieron rumbo a la orilla.
El barco navegaba rápido a favor del viento al dirigirse a la playa. Después, la
embarcación chocó con un banco de arena y se detuvo de repente. Tibro se vio
lanzado con tal fuerza a la cubierta que se le hinchó rápidamente el brazo. Pero aún
podía moverse y, por fortuna, no se rompió ningún hueso.
Aunque diera gracias por su suerte, la popa del barco empezó a romperse bajo la
violenta arremetida de las olas.
—¡Abandonad el barco! —gritó el capitán—. ¡Que todo el mundo nade hasta la
playa!
En medio de la conmoción, varios marineros saltaron por la borda del barco que
se iba a pique y alcanzaron la playa, dejando atrás a soldados, presos y pasajeros.
—¿Cómo está tu brazo? —preguntó Simón, arrodillado al lado de su amigo más
joven—. ¿Puedes nadar?
—Duele, pero no está roto —respondió Tibro y, con una sonrisa forzada, añadió
—: Pero no importa, no puedo nadar.
—Yo tampoco —dijo Simón riéndose.
—Entonces, aquí se acaba todo —declaró Tibro. Miró a Simón—. Tú no eres de
mi religión, de mi pueblo ni de mi raza. Sin embargo, cuando fui a matar a tus hijos,
demostraste misericordia… amor incluso. Yo no creía que pudiese hacerme amigo de
un infiel, pero tú te has convertido en mi hermano. Que Dios tenga misericordia de ti.
Simón sonrió.
—No te rindas aún. ¿No recuerdas? Pablo dijo que nadie perecería y yo le creo.
—Pero, ¿cómo vamos a sobrevivir si ninguno de los dos podemos nadar?
—Si esa es la voluntad de Dios, amigo mío, él proveerá.
Justo en ese momento, una ola enorme golpeó la popa e hizo girar el barco hacia
un lado. Simón agarró a Tibro, aunque Tibro se estaba agarrado a la borda, cuando el
barco se inclinó hacia un lado y empezó a volcar. La primera ola los arrastró; la
siguiente partió el barco en dos, los barrió de lo que quedaba de cubierta y los lanzó al
mar.
Tibro fue arrastrado bajo el agua y, cuando salió a la superficie para poder
respirar, se las arregló de alguna manera para mantenerse aferrado a la pesada borda
de madera, que se había desprendido de la cubierta. Notó que algo le tiraba de la
cintura y después oyó a alguien que escupía y jadeaba, y se dio cuenta de que Simón
seguía agarrado a él.
Tibro pasó una pierna sobre la borda y gritó: «¡Agárrate fuerte!», mientras rompía
otra ola que los lanzaba como una jabalina a través de la espuma marina.
Capítulo 32
C final, el temporal había pasado, el sol salió por entre las nubes por primera
vez en dos semanas.
Muy pronto los saludó un pequeño grupo de nativos que bajaba a la
playa para hacerse a la mar en sus rudimentarios botes de pesca. Uno de los
marineros entendía su idioma y explicó que esta era la isla de Melita, hoy conocida
como Malta. Los nativos se ofrecieron a hacer una hoguera para que los
supervivientes se calentaran y se secaran y todo el mundo participó en la recogida de
ramas y tablas.
Pablo causó gran impresión a los isleños cuando, mientras recogía palos, molestó
a una víbora venenosa y se le enganchó en la mano. Los nativos interpretaron esto
como una señal de que debía de tratarse de un asesino que había escapado del mar
pero ahora hacía justicia el mordisco de una serpiente.
Observaban y murmuraban, esperando que se hinchara y cayera muerto, pero
Pablo se sacudió la víbora y siguió con su trabajo, sin que le pasara nada malo. El
marinero que hacía de traductor explicó que ahora estaban convencidos de que Pablo
no era un asesino, sino un dios.
Después de que los hombres se secaran y descansaran, los nativos los llevaron a la
finca del gobernador, un romano llamado Publio. Este preparó un generoso banquete,
al que fueron invitados todos, incluso los presos. Y su generosidad se multiplicó
muchas veces cuando Pablo y Simón visitaron al padre del gobernador, que estaba
enfermo, con fiebre y disentería. Los dos cristianos rezaron sobre el hombre y Pablo
le impuso las manos y ordenó que desapareciera la enfermedad. El padre de Publio se
curó y pronto los isleños acudieron a ver a este extranjero que sanaba a los enfermos
y tenía dominio sobre las víboras.
Simón y Tibro estaban ansiosos por continuar su viaje y el agradecido gobernador
les facilitó un pasaje en un pequeño barco mercante que iba a hacerse a la mar hacia
Italia. La embarcación no era suficientemente grande para el resto del grupo, cuya
estancia en la isla se prolongaría durante tres meses. Y así, con la bendición de Pablo y
los buenos deseos de Julio, el capitán y su tripulación, Simón y Tibro partieron solos
en la etapa final de su viaje.
El barco de grano hizo una rápida travesía hasta Siracusa, en Sicilia, donde los dos
hombres cogieron otro barco que fue costeando desde allí hasta Regio y después a
Pozzuoli, un puerto situado en la parte norte de la bahía de Nápoles. Desde allí,
anduvieron los restantes 240 kilómetros, como un comerciante judío y su esclavo.
Escogieron el ramo del aceite de oliva, aprovechando los años de experiencia de
Simón en ese negocio.
Simón había estado antes en Roma, pero era la primera visita de Tibro y, cuando
atravesaron la puerta, éste se quedó muy sorprendido por el tamaño y la vitalidad de
la ciudad. Se incorporaron a la muchedumbre que recorría las calles, perdiéndose
entre los comerciantes, trabajadores, estudiosos, dueños de casas, soldados, esclavos y
extranjeros que iban a sus quehaceres, aparentemente ajenos a las muchas diferencias
de sus respectivas condiciones y estatus.
Tibro y Simón bordearon el Foro, con sus edificios gubernamentales y templos, y
siguieron el río Tíber, pasado el gran Circo Máximo. Este enorme edificio tenía unos
550 metros de largo y casi la mitad de ancho, y la fachada tenía una altura de tres
pisos, completamente rodeada de columnas. Sobresaliendo por detrás de él, en el
Palatino, una de las colinas de Roma, estaban los palacios de los césares, grandes
estructuras de ladrillo con techos abovedados, totalmente revestidos de mármol.
Igualmente impresionante era el hermoso templo de Apolo, de mármol blanco,
pero rodeado por pórticos con columnas de mármol amarillo. El templo albergaba
esculturas de Apolo, Latona y Diana.
—¿Qué piensas de esto? —preguntó Simón, señalando el templo.
—Pienso que se han derrochado demasiado tiempo, esfuerzo y belleza en dioses
paganos —replicó Tibro.
Simón se rió.
—Esa es una cuestión religiosa en la que ambos estamos de acuerdo.
—¿Tienes alguna idea de dónde podríamos encontrar a mi hermano? —preguntó
Tibro, cada vez más exasperado por el vagabundeo por la ciudad, aparentemente sin
fin.
—Sé dónde mirar y ahí es adonde nos dirigimos —levantó un brazo e indicó más
allá del cercano río Tíber—. El barrio del Trastevere. Vamos.
Tibro siguió a Simón hasta una pasarela peatonal por la que cruzaron el río hasta
la primera zona habitada de la orilla izquierda. Aquí, el escenario cambió.
Desaparecieron los templos paganos y las grandes fincas con columnas de la elite
romana. Tibro se sintió inmediatamente en casa y comentó que podían estar en una
barriada de Jerusalén.
—Sí —replicó Simón—. Con los años, muchos judíos se han afincado en Roma y
han ocupado esta zona.
Al entrar en la Via Portuensis, dio la sensación de que Simón buscaba algo,
parándose de vez en cuando a apartar la vegetación de una pared o de una puerta para
examinar lo que hubiese detrás.
—¿Qué haces? —acabó preguntándole Tibro.
—Busco un signo.
—¿Qué clase de signo?
—¡Ah!, uno como este —declaró Simón al apartar una rama de una adelfa en flor
que dejaba a la vista un pez tallado en un poste.
—¿Un pez? —dijo Tibro—. ¿Estabas buscando un pez?
—Nuestro Cristo es un pescador de hombres —Simón acarició la talla—. Con este
signo, podemos reconocernos mutuamente. Aquí seremos bienvenidos. Vamos.
En la puerta, los saludó el propietario de la casa, un hombre alto de unos cuarenta
años, bien afeitado con el estilo cada vez más popular entre los cristianos. Tibro no lo
reconoció y se sorprendió cuando el hombre se le acercó diciendo:
—¡Tibro! ¡Has venido a Roma!
Tibro empezó a responder, pero el hombre ya se había vuelto a Simón,
abrazándolo mientras decía:
—¡Qué gran honor tenerte en mi casa, Simón!
Cuando Tibro lo examinó más detenidamente, se imaginó al hombre algo más
joven y con una barba cerrada y al final recordó.
—Gayo —dijo, justo en el momento en el que el hombre se volvía hacia él.
—¡Ah!, ya recuerdas.
—Tienes un aspecto diferente al que tenías en Éfeso.
Gayo se acarició la barbilla.
—Me la afeité el día en que llegué a Roma, pero tú, amigo mío, no has cambiado
nada.
Tibro frunció el ceño.
—Diez años más viejo.
—Unos días apenas —replicó Gayo, quitándole importancia. Se volvió hacia
Simón—. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde tu última visita? ¿Tres años? Hablaste en
casa de Josefo.
—Hace cinco años —contestó Simón. Miró la impresionante casa de dos plantas
—. No recuerdo que vivieras con tal esplendor. Que yo recuerde, estabas
compartiendo una vivienda más bien pequeña, encima de una cuadra.
Gayo sonrió.
—Soy más cuidador que propietario. Hace tres años, uno de nuestros conversos
romanos se fue con el Señor y nos dejó esta casa para que la utilizáramos con una de
las casas de nuestra iglesia. Entrad. Mi casa, nuestra iglesia, es vuestra casa.
Cuando Gayo los hizo pasar al pórtico, Tibro vio en el suelo un mosaico de
azulejos de un pez, prueba de la conversión del propietario original a la fe cristiana.
Gayo les enseñó la casa y los condujo a la habitación en la que estarían como sus
invitados. Después de que se bañaran y se pusieran ropa limpia, les ofrecieron una
comida suntuosa. Cuando comieron, Tibro preguntó por Dimas y descubrió que
seguía siendo un hombre libre, gracias a los desvelos de los creyentes que facilitaron a
Dimas y a otros dirigentes cristianos una serie de alojamientos secretos por toda Roma
y sus alrededores. Durante la semana anterior, Dimas había estado en misión a una de
las comunidades de la periferia, en la carretera a Rímini.
Gayo les explicó que mientras sus invitados se arreglaban, había dado aviso a los
demás miembros de la comunidad cristiana de Roma para que la reunión de oración
de la noche se celebrara en su iglesia, con el fin de que los huéspedes, cansados por
su largo viaje, pudieran asistir con facilidad. Esperaba que Tibro se uniese a ellos
como invitado de honor, si no como creyente.
Cuando los cristianos empezaron a llegar, Tibro los saludó educadamente,
sentándose después solo al fondo del gran salón de columnas que les servía de lugar
de culto. Allí reprimió su impulso de levantarse y censurar a los reunidos por
apartarse del único Dios verdadero para adorar a un falso mesías, recordando, en
cambio, la bondad con que lo habían tratado Simón y Pablo y, ahora, su anfitrión,
Gayo.
A Tibro le sorprendía mucho que los fieles que seguían llegando fuesen tanto
romanos como judíos conversos. Podía entender que a un judío pudiesen atraparlo en
esta empresa mesiánica. Después de todo, Jesús era judío. Pero que un ciudadano de
Roma rechazara la cultura y la sociedad que le habían otorgado tantas bendiciones y
privilegios, con gran riesgo personal si se descubría su fe, suponía la clase de valor y
de fe que Tibro no esperaba de un romano.
Todas sus dudas se evaporaron cuando una cristiana romana entró en el salón.
Tenía cerca de cuarenta años, se conducía con gran seguridad en sí misma y mostraba
una belleza serena que daba un brillo etéreo a sus facciones.
Tibro reconoció de inmediato a Marcela de Tácito, se levantó de su asiento y se le
acercó, pero se mantuvo en un segundo plano mientras todos los demás la saludaban
con simpatía. Como si hubiera sentido que alguien la miraba, se volvió hacia él. Por
un instante, hubo cierta incertidumbre en sus ojos; después lo reconoció y se le acercó
con su mano extendida.
—Tibro —le dijo con simpatía—. ¡Cuánto me alegro de verte de nuevo, después
de tantos años!
—Los años han sido especialmente buenos contigo, Marcela —replicó él,
acercando su mano para tomar la suya. Cuando se tomaron, sintió un leve
estremecimiento.
—¡Oh! Esto ha sido un relámpago —dijo Marcela con una carcajada.
Agarrando su mano con más fuerza, Tibro sintió como si la pequeña carga de
electricidad estática se multiplicara muchas veces al atravesar su cuerpo. Le
sorprendió que, después de tanto tiempo, todavía pudiera experimentar una reacción
así ante la presencia de esta mujer.
—¿Tu marido? —preguntó Tibro, tratando de mantener un tono tranquilo y
desapasionado—. ¿Está todavía en Éfeso?
—No, aquí, en Roma. Es miembro de los Comitia Curiata.
Tibro negó con la cabeza.
—No sé qué es eso.
—La Asamblea de las Curias, adonde van los antiguos altos funcionarios cuando
se retiran —explicó Marcela—. Ahora no tiene un poder real; su puesto es sobre todo
ceremonial.
—Ya —dijo Tibro, forzando una sonrisa, pero profundamente desanimado al
descubrir que todavía estaba casada.
—Estamos casados solo de nombre —dijo Marcela, como si percibiera la
decepción de Tibro—. El se entretiene con las sirvientas. Yo he pensado en conseguir
el divorcio. Aquí, en Roma, no requiere formalidades legales; basta con el
consentimiento mutuo de ambas partes, pero nuestra casa, nuestros muebles, casi todo
lo que tenemos son consecuencia de mi dote y, según la ley, yo me quedaría con todo
eso. Rufino lo sabe y nunca consentirá el divorcio.
—Entiendo.
—No —dijo Marcela, apretando su mano—. No estoy segura de que lo entiendas.
No estoy segura de entenderlo yo. Hay veces en las que pienso que sería maravilloso
dejar todo lo que tengo, liberarme de ello.
—¿Por qué no lo haces?
Ella se encogió ligeramente de hombros y lo miró fijamente a los ojos.
—Quizá no haya tenido ningún incentivo real.
Implícitas, aunque no manifestadas, estaban las palabras hasta ahora.
Por supuesto —prosiguió—, estar casada con él tiene sus ventajas. Rufino siempre
ha sido un hombre con buenos contactos y un carácter fisgón, por lo que ha sido una
magnífica fuente de información para nosotros.
—Entonces, quizá puedas decirme algo sobre mi hermano —dijo Tibro—. Me
dijeron que los romanos lo buscaban para arrestarlo.
—Sí, pero, con la ayuda de sus amigos, se las ha arreglado para sobrevivir.
—Ayudados, sin duda, por la información que les hayas facilitado —dijo Tibro—.
¿Puedes llevarme a él?
En ese momento, hubo una conmoción a la entrada del salón de reuniones y
Marcela sonrió.
—No hace falta que te lleve hasta Dimas. Acaba de llegar.
Capítulo 33
l salir del agua fría Marcela se cubrió con un albornoz y atravesó un pasillo
que enlazaba las salas fría y caliente de la casa de baños. Allí, se desprendió
del albornoz y se detuvo un momento en la parte superior de la escalera que
llevaba a la piscina caliente. Otras dos mujeres que tomaban las aguas en
los baños ya estaban en la gran piscina de hormigón.
Marcela cerró los ojos, sintiendo la caricia de sus palabras casi como si fueran algo
físico, como si fueran sus manos que exploraran su cuerpo.
Su cuerpo temblaba mientras sus labios rozaban su cuello con el más suave de los
besos. El se inclinó y miró sus ojos. Empezaba a proseguir su recitación, pero ella le
ponía la mano en su boca y con los dedos exploraba el contorno de sus labios,
mientras le respondía con el Cantar de los Cantares:
L vibrar una puerta sobre sus bisagras. El viento atravesó la choza del herrero,
arremolinándose en torno a los carbones amontonados. Unas brasas
brillantes se elevaron por la chimenea con el viento, lanzadas hacia el cielo,
formando una ráfaga de chispas que se sumaban a las estrellas azules que
parpadeaban.
Una brasa no siguió el rumbo de las otras. En cambio, se introdujo en la pared de
la choza y, en un momento, las fibras secas, carnosas que la rodeaban mostraron su
propio brillo dorado. El viento refrescante avivó el brillo convirtiéndolo en una
llamita que fue propagándose hacia arriba por la pared. Pronto estuvo completamente
envuelta la choza y, unos minutos más tarde, la casa adyacente estaba ardiendo y las
llamas amenazaban los edificios cercanos.
Ya entonces, varios residentes en la zona inmediata habían dado la alarma, pero el
fuego era demasiado grande para que pudiesen extinguirlo por su cuenta. El infierno
fue aumentando su intensidad hasta convertirse en un incendio rugiente que saltaba de
un edificio a otro, cruzando incluso calles y plazas.
Centenares de miles de chispas y enormes nubes de humo fueron transportadas
por el viento, haciendo que el cielo quedase tachonado de más estrellas rojas que
azules. Pronto se vieron involucrados los barrios más ricos, transformándose sus
grandes mansiones en nuevo combustible que se añadía a la tormenta de fuego. La
columna ascendente de calor aspiraba aire de un círculo cada vez más grande. Ese aire
que se movía con la fuerza de un huracán, sobrecalentaba el fuego y esparcía chispas
a través de una franja cada vez más grande de la ciudad.
A causa del opresivo calor de julio, Tibro bar-Dimas dormía con la ventana abierta
en la casa de Gayo cuando lo despertó un sonido rugiente. Cuando abrió los ojos y
miró afuera, se quedó atónito al ver que gran parte de la ciudad, en la orilla oriental
del Tíber, estaba ardiendo.
—¡Marcela! —espetó, porque, cuando midió la longitud y anchura de la zona
envuelta en llamas, se dio cuenta de que la casa de ella estaba en la ruta directa del
incendio, si es que no había sucumbido ya a las llamas.
Tibro se vistió rápidamente y corrió por las calles hacia el río. Cuando atravesó
corriendo la pasarela sobre el Tíber, se encontró con un número creciente de personas
que huían del fuego, muchas de ellas cojeando, con horribles quemaduras y heridas y
sus ropas hechas jirones y calcinadas.
—¡Corre y salva la vida! —le gritó alguien.
—¡No vaya allí, señor! —gritó otro, cerrando el paso a Tibro. Los ojos del
hombre, que ponían una nota de blanco brillante contra su piel ennegrecida por el
hollín, se agrandaron por la sorpresa de ver a alguien que se encaminaba hacia el
infierno—. ¡Está loco si se mete allí! —insistió, agarrando a Tibro por el brazo.
Tibro se liberó con una sacudida y dejó atrás al hombre y salió corriendo del
puente, encaminándose al centro del incendio. De repente se detuvo, echó la vista
atrás, hacia el puente y se dio la vuelta. El hombre que lo había detenido debió de
pensar que Tibro había entrado en razón y le hizo señas animándolo, pero, en el
último momento, Tibro se apartó del puente y corrió hacia la empinada orilla del río.
Se metió en el agua y se sumergió por completo; después, volvió de nuevo a la orilla.
Trepó por el terraplén y siguió hacia el fuego, dejando tras él un reguero de agua y a
un hombre confuso que le hacía señas para que se detuviese.
Cuando Tibro llegó al borde del incendio, pensó, con no poco sarcasmo, que
acababa de bautizarse en agua y que ahora se encaminaba al bautismo de fuego. De
alguna manera, encontró un pasillo entre las llamas que, curiosamente, le alumbraban
las calles como si fuese mediodía. Pudo ir encontrando caminos a través del infierno,
unas veces, agachándose bajo las llamas; otras, rodeándolas y, a veces, saltando sobre
maderos ardientes. Su empapada toga lo protegía del calor, pero empezó a desprender
un inquietante vapor.
Como temía, la casa de Rufino Tácito estaba ardiendo, aunque, por fortuna, no se
había extendido más allá del tejado.
—¡Marcela! —gritó, irrumpiendo por la entrada principal—. ¡Marcela!
—¡Aquí! —oyó un grito apenas perceptible en la distancia—. ¡Aquí dentro!
Apretando firmemente su toga sobre la nariz para filtrar el humo, Tibro corrió
hacia donde se oía la voz de la mujer, varias vigas de madera habían caído al suelo y
pequeños trozos de madera en llamas llovían desde arriba. Tibro los esquivó mientras
se encaminaba al cercano recibidor, inmediatamente delante del atrium, en el centro
de la casa.
Entrando en el recibidor, vio que una gran sección del techo se había derrumbado
y Marcela estaba al lado de los escombros, tratando de evitar una viga que ardía sin
llama.
—¡Por aquí! —gritó Tibro—. ¡Tenemos que salir!
—No puedo —contestó Marcela.
—¿Estás atrapada? —cuando se acercó, vio que no estaba atrapada—. Ven,
Marcela, el techo va a caer sobre nosotros.
—No puedo dejarlo.
Fue entonces cuando Tibro vio una pierna que sobresalía bajo la enorme viga. Sin
necesidad de preguntarlo, supo que era Rufino Tácito.
Tibro sintió un impulso de alegría.
—¡Déjalo! —gritó.
—¡No, no puedo!
Cuando Tibro se acercó más a Marcela, pudo ver al exgobernador de Éfeso
yaciendo aturdido en medio de escombros que ardían sin llama, con la pierna atrapada
por la pesada viga. El hombre estaba vivo y parecía comprender el aprieto en el que se
encontraba y su probable suerte. Miró a Tibro con una mezcla de odio, desdén y
orgullo. Tibro supo que Rufino nunca le pediría ayuda.
—¿No lo ves? —dijo Tibro volviéndose hacia Marcela—. Dios te está ofreciendo
una salida.
Ella negó con la cabeza.
—Dios no quiere que lo deje morir aquí.
Tibro miró a Marcela, a Rufino y lo que quedaba del techo en llamas, que
amenazaba con caer encima de ellos en cualquier momento. Su efímero gozo se
desvaneció, reemplazado por una sensación de deseo y culpabilidad. Al final, suspiró
y dijo:
—Tienes razón. Os ayudaré.
En ese momento, otra gran viga cayó con estrépito, solo a unos metros de donde
estaban. Marcela saltó hacia atrás, en brazos de Tibro y empezó a toser y a ahogarse,
cuando el humo ardiente llenó la zona.
—Tenemos que darnos prisa —dijo Tibro, cubriéndose la cara con su toga
húmeda.
Juntos levantaron el madero, elevándolo lo suficiente para que Rufino se
deslizara. Les sorprendió descubrir que, aunque el madero hubiese atrapado a Rufino,
no le hubiese roto la pierna y, aunque muy magullado, pudiese ponerse en pie y andar.
—¡Vamos! —Tibro agarró a Marcela por el brazo y tiró de ella. Cuando dudó y
miró hacia atrás a su esposo, Tibro le dijo—: No te preocupes por Rufino. Puede
andar; puede salir de aquí por su cuenta.
Rufino se quedó de pie, sin moverse, todavía aturdido por la proximidad de la
muerte y un tanto sorprendido al ver a otro hombre que tomaba de la mano a su
esposa y la llevaba afuera. Entonces, cayó una sección del techo y Rufino se dio
cuenta de que tenía que salir ya. Moviéndose con rapidez, siguió a su esposa y al
hombre a través de la casa llena de humo hasta el vestíbulo que conducía al exterior.
Mientras estaba atrapado bajo el madero, Rufino creía que solo era su casa la que
estaba ardiendo. Cuando salió, vio que toda Roma parecía estar en llamas. Pudo oír el
rugido de miles de incendios y ver que el cielo de color anaranjado estaba tan brillante
como de día. A esta luz brillante, vio a su esposa en un apretón de manos con el
extraño, que estaba actuando con demasiada familiaridad con ella. En ese momento,
Rufino reconoció a su rescatador.
—¡Dimas! —gritó—. Te sentencié a muerte hace muchos años y, sin embargo,
estás aquí. —Lo señaló con un dedo acusador—. Esa sentencia sigue vigente. Te
conmino a que te des preso a mí.
—Este no es Dimas —dijo Marcela a su esposo—. Y, además, acaba de salvarnos
a los dos.
—Eso no compra su vida —dijo Rufino decidido; después se volvió a Tibro—.
Fuiste sentenciado por el tribunal y te detengo. Te ordeno que te quedes aquí hasta
que llegue un oficial de la Guardia Pretoriana.
—Te digo que este no es Dimas; es…
—Nadie va a venir —interrumpió Tibro, como si no quisiera que revelar su
identidad precisamente en ese momento—. Y todo el que se quede aquí morirá. Si
quieres vivir, cállate y síguenos.
Sosteniendo la mano de Marcela, comenzó a andar por la calle.
—¡Dimas! —gritó Rufino—. ¡Dimas, vuelve aquí! ¡Te ordeno que te detengas!
Tras él, lo que quedaba del techo de la casa se desplomó con un estruendo enorme
y las llamas surgieron de la parte superior del edificio en llamas. La fachada se
derrumbó y una lluvia de chispas roció a Rufino. El gritó de dolor, después miró a
Marcela que estaba con Tibro a unos veinte metros, rodeada por el brillo anaranjado
de la ciudad en llamas.
—¿Vienes? —gritó Tibro a Rufino mientras llevaba a Marcela hacia un lugar
seguro.
A la ira de los ojos del viejo romano la reemplazó el miedo cuando se dio cuenta
de la precariedad de su situación. Dio unos cautelosos pasos adelante; después corrió
tras su esposa y su rescatador.
—¡Esto no ha terminado, Dimas! ¡Nos veremos!
Capítulo 35
—El himno del breviario de Venancio Fortunato —dijo Flannery, después recitó la
traducción:
oma ardió durante nueve días. Dos tercios de la ciudad quedaron destruidos
y solo cuatro de los catorce barrios de Roma salieron indemnes. La
devastación fue completa en tres barrios; los otros siete quedaron reducidos
a unas pocas ruinas abrasadas y destrozadas. El palacio de Nerón se
transformó en una masa carbonizada y todos los tesoros artísticos se
D pero en su cara se dibujó una débil sonrisa al ver a Dimas. Cuando se dio
cuenta de que lo acompañaba Simón, dio un grito ahogado y se acercó para
tocarlo.
—No… no puede ser. Tú estabas…
—¿Muerto? —dijo Simón con una sonrisa—. No, Marcela. No soy una aparición.
—Pero los soldados, Horacio y Junio, cuando regresaron, informaron de que
habías muerto.
—De ahora en adelante, tendremos que llamarlo Simón el Mago —dijo Dimas.
—No, por favor —suplicó Simón—. Simón el Mago fue rechazado por Pedro por
sus malas artes. Digamos que esos soldados se equivocaron —dijo sin dar más
explicaciones.
—¿Podemos entrar? —preguntó Dimas.
—Claro… por favor, perdonadme —ella se apartó y los introdujo en la villa—. He
estado tan disgustada, tan trastornada —dijo ella mientras los conducía a una pequeña
sala, al lado del vestíbulo—. Pero estoy muy contenta de que estéis bien —sonrió a
Simón; después se volvió a Dimas y, ahora con voz temblorosa, dijo—: Tibro está en
grave peligro. Los romanos lo han detenido. ¡Ahora es un prisionero de Nerón!
—Ya lo sé. ¿Se sabe algo más de él?
—No. Pero ya me enteraré cuando llegue al palacio.
Los dos hombres la miraron con curiosidad.
—Estaba esperando que se fuera mi marido. Quiero ir a Nerón y declarar mi fe…
y mi amor. Moriré al lado de Tibro.
—No —dijo Dimas resueltamente—. No será necesario que tengáis que morir ni
tú ni mi hermano. Me entregaré a cambio de Tibro.
—¿Y si eso no sirve? —preguntó Marcela—. Recuerda que una vez trataste de
cambiarte por un preso, pero mi marido os condenó tanto a ti como a Marco Antonio.
—Tu marido era cualquier cosa menos un buen gobernador. Nerón es un
emperador y él comprende el valor de mantener su palabra. Y no voy a ser tan loco de
presentarme sin previo aviso, sino que enviaré a un emisario para que arregle el
cambio. —Miró a Simón, que asintió, indicando que el llevaría a cabo el plan de
Dimas.
—Pero, aunque acepte tu oferta, eso significará tu muerte —dijo Marcela—. Y tú
eres demasiado importante para la iglesia.
—Ha llegado mi hora y estoy preparado.
Dimas abrió su saco y puso un objeto envuelto en un paño sobre una mesa lateral,
bien iluminada por una pequeña ventana. Retiró cuidadosamente el paño y quedó a la
vista un manuscrito perfectamente enrollado.
Marcela se acercó a la mesa.
—¿Qué es esto?
—Esto, Marcela, es tu destino. Tuyo y de Tibro. —Desenrolló una porción del
manuscrito y utilizó un pequeño tazón para sostener el extremo, para que no se
enrollase de inmediato.
Cuando Marcela se inclinó más, vio que estaba escrito con unas letras griegas
claras, fuertes y muy legibles:
L Israel.
Cuando Sarah y sus acompañantes se encaminaban al pasillo del
laboratorio en el que dispararon contra Daniel Mazar, ella se detuvo un
momento a hablar con el jefe de policía de servicio en ese momento.
—Teniente Lefkovitz —dijo ella, leyendo la tarjeta de identificación del hombre—,
¿podemos ver la cinta de la cámara de seguridad?
Lefkovitz negó con la cabeza.
—Lo siento, agente Arad, pero no había cinta.
—No puede ser. En el laboratorio hay una cámara de seguridad.
—Sí, pero no había ninguna cinta en el aparato. Evidentemente, no la habían
cargado.
—Ya veo —replicó—. ¿Puede dejarnos un tiempo solos en el laboratorio?
Seguiremos el protocolo.
El la miró dudando, pero se lo pensó mejor antes de impedir el paso a un
miembro de la YAMAM.
—Tome precauciones —señaló la mesa que estaba en el pasillo, al lado de la
entrada al laboratorio. En ella había cajas de guantes quirúrgicos y zapatillas de papel,
así como bolsas de pruebas y otros objetos necesarios para los equipos de policía
científica.
Lefkovitz entró en el laboratorio y miró para confirmar que no había nadie;
después, se volvió hacia Sarah.
—Si me necesita, estaré en el puesto de entrada. —Se alejó por el pasillo.
—¿Qué hacemos primero? —preguntó Preston después de ponerse las zapatillas
de papel y los guantes.
—Busca el manuscrito —contestó ella.
—Espero que todavía esté aquí, en alguna parte —dijo Flannery mientras se ponía
también los elementos de protección.
—¿Por qué dice eso?
—Bueno, Via Dei tenía información de que estaba en el laboratorio, pero lo único
que encontraron fue la urna que recuperamos la noche pasada. De alguna manera, lo
pasaron por alto.
—Pronto lo descubriremos —dijo Sarah cuando los condujo al interior.
La puerta de la cámara acorazada seguía abierta, como estaba cuando se encontró
el cuerpo de Mazar. Sarah examinó minuciosamente el interior; después, volvió hacia
ellos, moviendo la cabeza.
—Está completamente vacía. Y, si hubiese estado allí, no es posible que hubiesen
pasado por alto el manuscrito.
—Quizá te mintieran —le dijo Preston a Flannery—. Quizá lo tuvieran en su
poder todo el tiempo y te estuviesen poniendo a prueba, para ver si estabas dispuesto
a entregárselo.
—No creo. No. Si ellos hubieran tenido el manuscrito, no se habrían molestado
tanto para secuestrarme. No habrían necesitado que me uniese a ellos.
—Estoy de acuerdo —dijo Sarah mientras salía de la cámara—. Solo hay otra
explicación. Alguna otra persona con acceso a la cámara lo retiró antes del asalto.
—¿Cómo quién? —preguntó Preston.
—Yo, por ejemplo —sonrió—. Como oficial de seguridad de este proyecto, yo
tenía acceso a una de las dos combinaciones —vio sus expresiones de confusión y
añadió—: No os preocupéis; yo no me llevé el manuscrito. Solo estaba haciendo una
observación importante. Conozco esa combinación, está archivada en el cuartel
general y podría haber estado comprometida. Los profesores Mazar y Vilnai conocían
la otra combinación.
—Quizá forzaran a Daniel a que abriera la cámara —aventuró Preston.
—Quizá, pero, ¿por qué iban a matarlo? —dijo ella en voz alta—. Quiero decir
que, cuando se dieron cuenta de que el manuscrito no estaba, ¿no tratarían de
utilizarlo para descubrir su ubicación, igual que trataron de utilizarlo a usted, padre?
—Puede que Daniel lo escondiese —sugirió Flannery—. Si se percató de que
estaban atacando el laboratorio, quizá no confiara en la cámara de seguridad.
—Entonces, ¿dónde está? Nuestra gente ha examinado por completo este
laboratorio.
Sarah recorrió toda la sala, mirando con atención dónde ponía los pies, para no
comprometer ninguna prueba. La detuvo un pequeño panel de la pared, en un rincón
de la sala y abrió la puerta. En un estante, en el interior, había una grabadora de vídeo.
Estaba encendida y ella pulsó varias veces el botón de expulsión de la cinta para
asegurarse de que no había ninguna metida.
—Hay algo extraño aquí —susurró—. Este vídeo graba las imágenes que recoge
aquella cámara —señaló una cámara de seguridad que había encima de la puerta—. El
teniente Lefkovitz dice que alguien debió de olvidarse de meter la cinta, pero nadie
carga ni descarga este vídeo. La misma cinta está grabando continuamente. Es un
bucle continuo que graba seis horas y después borra la grabación anterior. Es un
sistema muy sencillo y, por regla general, muy eficaz.
—A menos que alguien sepa dónde está el vídeo —observó Preston.
—Exactamente. La gente que mató al profesor Mazar debía de conocer el sistema y
retirar la cinta.
Flannery no estaba escuchando la conversación, sino que estaba examinando algo
que le había llamado la atención. Llamó a los demás y le dijo a Sarah:
—Cuando mencionó una cámara de seguridad, yo miré en otro sitio y vi esta aquí
encima. ¿Está conectada al mismo vídeo?
Sarah vio una pequeña webcam embutida entre algunos libros en un estante que
estaba sobre uno de los puestos de ordenador.
—No forma parte del sistema de seguridad.
Para inspeccionarla mejor, apartó los libros; siguió el cable desde el estante y por
detrás del ordenador hasta donde estaba conectado en el puerto USB de la unidad que
estaba en el suelo.
—Este ordenador está encendido —dijo sorprendida, levantándose.
—No, no está encendido —dijo Preston—. Todos están apagados.
—Este no —Sarah examinó el monitor—. Alguien apagó el monitor, pero dejó
funcionando el ordenador.
Pulsó el interruptor de la pantalla. Crujió por la electricidad estática y, poco a
poco, apareció el salvapantallas. Pulsó el botón del ratón y desapareció la imagen en
movimiento, apareciendo el escritorio del PC.
—Hay un programa de captura de la webcam y está activo, aunque debía estar
apagado.
Movió el cursor, pulsó el botón «atrás» para saltar al principio de la grabación y
después pulsó el de «play».
Al principio, todos vieron un par de manos que ocupaban un lugar destacado en
primer plano. Después, las manos desaparecían, mostrando a Daniel Mazar ajustando
la cámara en el estante.
—Sarah —dijo Yuri Vilnai al aparecer en la puerta del laboratorio—, me alegro de
que me mandaras llamar. Traté de llegar antes, pero estos locos de la puerta no
querían dejarme pasar. Evidentemente, tú tienes más mano con la policía.
—Sí —contestó Sarah—. Entra, por favor.
—El manuscrito… ¿lo habéis encontrado? —preguntó él con impaciencia.
—¿Cómo sabías que faltaba?
—Fue lo primero que comprobé cuando llegué aquí y encontré muerto al pobre
Daniel.
—¿Quieres decir que miraste en la cámara acorazada?
—Claro, pero no estaba allí, por lo que me imaginé que estaba dentro de la urna y
que eso era lo que debían de llevar sus asesinos cuando salían del edificio.
—¿Cómo supones que lo consiguieron? —presionó Sarah—. Quiero decir que la
cámara acorazada estaba cerrada, ¿no?
—Supongo. Quizá obligaran a Daniel a abrirla.
—Pero él solo tenía una combinación.
Vilnai parecía un poco avergonzado.
—Creo que, si le hubiera hecho falta, Daniel podría haber abierto la cámara sin
dificultad.
—Igual que tú —dijo Sarah sin más detalles—. Pero nunca pensé eso. Para
responder a tu primera pregunta, no, no hemos encontrado el manuscrito, aunque
encontramos otra cosa.
—¿Sí? ¿Qué otra cosa importa si no es el manuscrito? —Miró a Preston y a
Flannery, que lo observaban en silencio.
—Quizá quieras echar un vistazo a esto —dijo Sarah, acercándose al ordenador.
Pulsó el ratón, reiniciando el vídeo que había grabado Daniel Mazar.
—¿Qué es esto? ¿Qué ocurre? —preguntó Vilnai cuando apareció la imagen del
profesor ajustando la webcam.
—Limítate a mirar —replicó Sarah.
Vilnai se desplomó casi inexpresivo en la silla que estaba ante el ordenador. En la
pantalla, Mazar comenzó a hablar, con voz algo fina y aguda por el altavoz del
ordenador.
La grabación comenzaba cuando Mazar llamó por teléfono a Preston pidiéndole
que viniese rápidamente al laboratorio. Cuando Preston preguntó si había ocurrido
algo, Mazar replicó:
—No es lo que ha ocurrido, sino lo que va a ocurrir. Es decir, si estoy en lo cierto.
—¿En lo cierto con respecto a qué? Daniel, amigo mío, te encuentro muy, muy
misterioso. ¿Qué pasa?
—Si te lo dijese, pensarías que estoy loco. Tendrás que verlo con tus propios ojos.
—¿Esperará hasta que llegue yo ahí? —Ha esperado dos mil años… supongo que
puede esperar una hora más.
Tras esa llamada, Mazar continuó con su trabajo en el ordenador, el tiempo que
narraba lo que estaba haciendo.
—Estoy trabajando con una fotocopia del manuscrito, porque es necesario que
haga algunas anotaciones con el fin de extraer el código.
—¿El código? ¿Qué código? —preguntó Vilnai, interrumpiendo la grabación.
—Chss —dijo Sarah—. Escucha.
Veinticuatro horas después de que Tibro y Marcela pasaran entre las cruces de la
Vía Apia, trescientas de ellas dejaron de estar vacías. El emperador las había vuelto a
poner en servicio, para que fueran ocupadas por las torturadas figuras de los
cristianos que sufrirían así su espantoso tormento final.
Ausente del grupo estaba Pablo de Tarso. Al ser ciudadano romano, había sido
eximido de la terrible experiencia de la crucifixión, aunque no de la pena de muerte.
Fue decapitado, antes incluso de que sus compañeros fueran enviados a la cruz.
Cuando ataron a Dimas al mástil de la cruz y le clavaron los clavos en muñecas y
tobillos, se dijo a sí mismo que había burlado la cruz en Éfeso y que ahora debía
pagar esa deuda. Se armó de valor gracias a la alegría que había visto en los ojos de
Pablo cuando el apóstol estuvo frente al verdugo y se preparó para su encuentro cara
a cara con su Señor.
Dimas apretaba los dientes a cada golpe que daba el soldado con el martillo,
decidido a no gritar. Cuando ya no pudo aguantar el dolor, cerró los ojos y rezó
primero a Jesús y después a su propio padre, que le habían prometido un lugar en el
Cielo. Sintió como una mano que le acariciase la frente, el agudo dolor fue
amortiguándose y sus brazos y piernas se entumecieron.
Cuando pasó lo peor del dolor, abrió los ojos y miró la cruz que estaba a su lado.
El anciano y débil apóstol Pedro había sido arrastrado hasta allí por dos soldados e iba
a correr la misma suerte que Dimas.
Viendo la forma de discutir de Pedro con los soldados, Dimas recordó que, en la
noche en la que fue detenido Jesús, el apóstol había negado tres veces que conociera a
Jesús. ¿Sería posible que Pedro, al enfrentarse a una muerte semejante, hubiese
perdido la fe y negara de nuevo al Señor para salvar su propia vida? Pero el corazón
de Dimas se llenó de orgullo ante el valor de su jefe espiritual cuando oyó por qué
protestaba el anciano.
—¡No! —gritó Pedro—. No soy digno de morir del mismo modo que mi Señor.
Por favor, os ruego que, cuando me pongáis en la cruz, me colguéis boca abajo.
—¿Boca abajo? —repitió uno de los soldados y se rió—. Este viejo loco quiere
estar mirando el suelo —le dijo a su compañero—. ¡No le contradigas!
Dimas se volvió, sintiendo que era una falta de modestia mirar a su amigo y
maestro sufriendo esta indignidad final. Cuando los soldados hubieron acabado su
trabajo y se dirigieron a realizar la siguiente ejecución, Dimas miró a Pedro. Las
piernas del anciano estaban separadas y habían clavado sus tobillos en el travesaño
horizontal. Tenía las manos juntas sobre la cabeza y habían clavado las muñecas en la
base del mástil vertical.
—Pedro… —lo llamó Dimas, con voz débil mientras luchaba por mantener la
respiración.
El anciano abrió los ojos y le sonrió a Dimas. Pedro se las arregló para asentir con
la cabeza y movió los labios para hablar, pero no se oyó palabra alguna. Dimas
parpadeó para evitar el sudor que le cubría la cara mientras trataba de entender lo que
estaba diciendo Pedro.
Alaba al Señor, pronunció Pedro en silencio. Después, cerró los ojos y dejó de
respirar. Sus sufrimientos habían terminado.
Dimas sabía que su muerte, en posición normal, no llegaría tan rápidamente.
Cuando dirigió sus pensamientos a la pasión de Jesús y de su propio padre, Dimas
sintió que su cuerpo estaba cada vez más entumecido y frío. Podía oír a personas que
gritaban desesperadas, colgadas de sus cruces y era consciente de los sollozos de pena
de quienes se habían reunido en la carretera a la espera de que acabaran los
sufrimientos de amigos y familiares. Había también otros que no eran tan
comprensivos con la difícil situación de las víctimas. Algunos miraban con mórbida
fascinación, saboreando el espectáculo. Otros se mostraban curiosos, aunque
indiferentes, tan poco conmovidos como si estuvieran viendo una bandada de pájaros
posados en los árboles.
Dimas volvió la cabeza todo lo que pudo y miró la larga fila de cruces. Muchos
mártires, muchos nuevos santos serían acogidos en el Cielo aquel día.
Cuando Dimas miró hacia abajo, vio a varias personas de su familia de fieles
reunidos en torno a Gayo de Éfeso, a quien estaban impidiendo que se acercara más.
Su preocupación tenía fundamento, porque un soldado se les acercó y los acusó de
ser cristianos. Percatándose del peligro que corrían, Gayo se tranquilizó y le dijo al
soldado que ellos no tenían nada que ver con la secta y los otros manifestaron su
asentimiento en voz alta. La mentira entristeció a Dimas, pero perdonó su debilidad y
le dio su bendición en silencio.
El soldado ordenó al grupo que se dispersase o se enfrentaría a una suerte
semejante y Gayo los apartó de allí, tras dirigirle por última vez una mirada a Dimas.
El hombre sonrió y asintió, como diciendo: Mi tiempo se acaba; ahora tienes que
guiar nuestro rebaño.
—El los conducirá a las tinieblas, porque no tiene tu entendimiento —dijo una voz
y Dimas miró hacia el pie de la cruz y vio a Simón de Cirene de pie, al borde de la
calzada. Aparentemente, nadie más podía verlo ni oírlo, porque los soldados romanos
pasaron varias veces frente a él sin percatarse lo más mínimo de su presencia.
La expresión de Simón transmitía amor más que piedad, esperanza más que
horror. Aunque no decía palabras en voz alta, su voz resonaba en la mente y en el
corazón de Dimas. Esa comunicación no podía silenciarla la mera destrucción de la
carne de un hombre. Dimas se dio cuenta cuando cerró los ojos y escuchó.
Aunque todos los caminos que llevan a Dios se funden en uno, Gayo solo ve el
suyo y niega todos los demás. Si la Via Dei, el único camino hacia Dios, abraza a
todos, da la salvación, pero si lo blanden como un arma, trae la destrucción.
Dimas trataba de comprender lo que decía su amigo. ¿Via Dei? ¿Pero no lo había
llamado Trevia Dei?
—Pero debes detenerlos —suplicó Dimas—. Vete a Gayo y a los demás. Háblales
de su error.
No hay error. Como proclamó el Maestro, «el que tenga oídos para oír, que oiga».
Pero no temas, amigo mío. El auténtico mensaje siempre será escuchado. Y, en su
momento, será revelado para que lo vea todo el mundo. Tú lo has hecho así, de tu
puño y letra. Por eso, amigo mío, tu dolor y tu sufrimiento pronto acabarán y estarás
en un lugar mucho más hermoso que este. Estarás en casa.
Dimas vio ahora que Simón no estaba solo. A su lado había un hombre que
llevaba un atuendo negro y raro, con una especie de cuello blanco rígido. Este hombre
de extraño atuendo miraba con horror y perplejidad el espectáculo de la crucifixión en
masa.
Dimas se volvió hacia Simón, tratando de entender quién era aquel extraño.
Cuando se acercaba la muerte, Dimas empezó a encontrar respuestas, no solo a este
misterio, sino a todas las preguntas que había hecho. Cuando miró por última vez la
Vía Apia, las distancias se contrajeron y pudo ver, más allá del horizonte, por donde
caminaban Tibro y Marcela y después, aún más allá, las mismas murallas de Jerusalén.
Su visión no solo atravesó la distancia, sino también el tiempo. Observó a los
apóstoles todavía vivos y a los dirigentes de la Iglesia aún no nacidos.
Acontecimientos del pasado, el presente y el futuro pasaron ante su mirada interior y
se dio cuenta, sin saber cómo, que este hombre del atuendo negro y cuello blanco
vivía en un lugar y en un tiempo distantes. Y ya no fue un extraño para Dimas, sino
un amigo querido y bienvenido.
Las imágenes fueron haciéndose más luminosas, más brillantes y los detalles,
menos precisos, mientras se llenaban de un resplandor que Dimas pudo percibir con
todos sus sentidos. La última imagen terrena que reconoció fue una fortaleza sobre
una elevada meseta desértica. ¿Masada? ¿Por qué Masada?, se preguntó. Y allí, bajo
los muros de la fortaleza, yacen los cuerpos de los muertos, mientras se elevan a los
cielos sus últimas oraciones:
***
Arriba, el canto del Kadish fue debilitándose cada vez más a medida que las voces
iban apagándose una a una.
Marcela vigilaba las escaleras mientras Tibro rellenaba rápidamente el hoyo,
allanaba la tierra y tiraba la pala a un lado.
—La pala —susurró ella ansiosa, señalando con gestos adonde había caído.
—Ya, ya —dijo él, al comprender que era una prueba del lugar en el que la había
enterrado. Volvió a cogerla, después arrastró el pie por el suelo, ocultando los indicios
que quedaban del agujero.
Marcela estaba vigilando de nuevo la escalera, mirando hacia la entrada cuando
llegó su esposo y le puso una mano en el hombro.
—Ya es hora de irnos.
—¿Crees que es seguro? —preguntó ella, con el miedo patente en sus ojos cuando
le miró.
—Hemos hecho todo lo que hemos podido. Que la puerta se abra ahora al Cielo o
al Infierno, es cosa de Dios.
Fuera, los gritos y las oraciones se habían desvanecido, reemplazados ahora por el
suave murmullo del viento.
Cuando Tibro y Marcela salieron, descubrieron que todos estaban muertos,
también los diez ejecutores, a manos del que habían escogido por sorteo. Era una
visión terrible y, sin embargo, no los horrorizó, porque la forma de yacer de estos
patriotas de Israel, en aquel último abrazo, tenía algo de pacífico, casi poético.
Tibro creyó oír sonidos del interior de la fortaleza y pensó que serían algunos que
se hubiesen echado atrás, escondiéndose durante las muertes en masa. Se enfrentarían
a una suerte incierta cuando los romanos asaltaran Masada. Quizá algunos
sobrevivieran para relatar los gloriosos y terribles acontecimientos que habían tenido
lugar aquel día.
Por un momento, consideró la posibilidad de unirse a ellos, no para salvarse él,
sino por su mujer, a quien amaba con toda su alma. Marcela debió de leer sus
pensamientos, porque le besó en la mejilla y le susurró: «Déjalos que sigan su camino;
nosotros hemos elegido el nuestro. No nos separaremos de él».
Así, juntos, atravesaron el tranquilo y silencioso patio, dejando atrás los cuerpos
de padres e hijos, guerreros y sacerdotes; después salieron por las puertas de la
fortaleza hasta el borde del acantilado de Masada. Allí, observaron a los soldados
romanos que ya estaban reuniéndose para el asalto final, ascendiendo por su rampa de
tierra.
Tibro y Marcela rezaron juntos en voz alta, primero al Dios de él y después al de
ella, convencidos de que era el mismo Dios, ya fuesen cristianos o judíos. Con un
abrazo final, dieron un paso adelante y saltaron al vacío.
Capítulo 45
Todavía estaba mirando las palabras cuando una voz suave dijo:
—Via Dei.
Flannery se dio la vuelta y se encontró con Azra Haddad que estaba al pie de la
escalera.
—No se deje llevar por las apariencias —dijo ella, señalando con la cabeza los
lemas—. Los que hicieron esto no eran palestinos. Es obra de Via Dei. Vinieron en
busca del manuscrito.
—Ciertamente, parece cosa de terroristas —dijo Flannery, mirándola con recelo al
verla con su vestimenta musulmana tradicional y el pañuelo en la cabeza—. ¿Qué la
hace sospechar de Via Dei? ¿Y por qué iban a venir a Masada a buscar el manuscrito?
—Porque sabían que lo tenía yo. Sabían que lo había traído aquí.
—¿Usted? —la miró desconcertado—. ¿Tiene usted el manuscrito?
—Lo cogí de donde lo había escondido el profesor Mazar, en el archivador.
—¿Cómo supo eso? —preguntó—. No le había dicho a nadie lo que había hecho.
—Hay formas de saber sin que nadie lo diga.
—Aunque lo supiese, el laboratorio estaba vigilado. La hubiesen detenido si
hubiera tratado de entrar allí.
—Hay formas de andar sin ser vista —replicó ella, siguiendo con su tono críptico.
—No… no comprendo —se pasó una mano por el pelo—. Quiero decir: ¿por qué
trajo aquí el manuscrito?
—Para dárselo a Via Dei.
—¿Qué? —dijo él, asombrado—. Usted lo cogió para dárselo, ¿sin más? ¿Por
qué?
—Conozco Via Dei… mucho mejor y desde hace mucho más tiempo de lo que
usted pueda imaginar —replicó—. Sabía que no renunciarían a buscarlo y que el
asesinato de Daniel Mazar solo sería el principio.
—Pero el otro día, en las catacumbas, dos de sus líderes murieron; el tercero
escapó.
—No se deje llevar por las apariencias —repitió ella—. Hay muchos que pueden
ocupar el puesto de los caídos. Y Sangremano huido es mucho más peligroso que
oculto en las sombras del Vaticano.
—¿Conoce al padre Sangremano?
—Conozco Via Dei. Pero hay cosas con las que ni siquiera yo contaría. Vine aquí
porque sabía que, cuando Sangremano fracasó en su intento de robar el manuscrito en
el laboratorio, enviaría a sus hombres a ver si lo habían devuelto a Masada. Y ya era
hora de parar las muertes, pero llegué demasiado tarde —dirigió la mirada a los
cuerpos—. No pude impedir sus muertes y, aunque estaba dispuesta a entregarles el
manuscrito, me temo que las muertes no se detengan.
—¿Por qué se lo dio a ellos? —preguntó él, con una voz que evidenciaba que su
ira iba acrecentándose—. Usted no tenía derecho. El manuscrito no le pertenece.
—Yo fui quien lo encontró, a unos pocos metros de donde estamos ahora.
—Solo por el hecho de que tuviera la suerte de tropezar con él…
—No fue accidental —dijo ella, levantando la mano para que guardase silencio—.
Durante muchos años he sabido dónde estaba enterrado. Vine a Masada y me uní al
equipo arqueológico precisamente para tropezar con él, como dice usted.
—¿Años? —dijo él, incrédulo—. Pero, ¿cómo pudo saberlo?
—Me fue revelado.
—¿Quién se lo reveló?
—El Guardián.
Flannery movió la cabeza, confuso.
—Perdóneme, Azra, pero lo que está diciéndome ahora no tiene ningún sentido.
—¿Recuerda el símbolo del manuscrito de Dimas?
—Sí, el Via Dei.
—No, padre Flannery. No es Via Dei.
—Sé que es diferente, pero solo ligeramente.
—Trevia Dei… el símbolo que Dimas bar-Dimas dibujó con su propia sangre
sobre el manuscrito es el Trevia Dei.
—¿Sangre?… —dijo él, imaginándola sobre el papiro—. Sí, eso es lo que parecía.
Pero, ¿qué es Trevia Dei?
—El signo auténtico. Con el paso del tiempo, los seguidores de Dimas lo
corrompieron, igual que ellos se corrompieron también.
—Pero el padre Sangremano dijo que su símbolo lo había dado el mismo Jesús.
—El signo auténtico de Trevia Dei fue revelado por Jesús al Guardián y…
—Es la segunda vez que lo menciona. ¿Quién, o quizá debiera preguntar qué es el
Guardián?
—El primer Guardián del Signo fue Simón de Cirene, que lo reveló a Dimas bar-
Dimas. Via Dei tiene su origen en el sucesor de Dimas, Gayo de Éfeso, pero él
descubrió el Trevia Dei de segunda mano. Con los siglos, la organización que fundó
se vio obligada a pasar a la clandestinidad y el símbolo se corrompió, perdiendo su
auténtico significado.
—¿Cómo sabe todas estas cosas? —preguntó Flannery.
—No tenemos mucho tiempo —dijo ella, volviéndose y comenzando a subir la
escalera—. Venga conmigo.
La siguió hasta la meseta, alejándose de los edificios y los cuerpos. Mientras
caminaban hacia el sol poniente, ella continuó su discurso.
—Llegado el momento, padre Flannery, conocerá la historia completa, cómo Jesús
visitó a Simón después de la crucifixión; cómo un paño empapado en la sangre del
Maestro acabó llevando el Trevia Dei; cómo Jesús ungió a Simón como Guardián del
Signo y le encargó de su protección, no solo durante su vida, sino durante las
cincuenta generaciones por venir.
Flannery se detuvo.
—Esto no tiene sentido. Nada de lo que me dice.
—Piense en todo lo que usted ha visto y hecho —le instó suavemente—. El
signo… el que aparece en el manuscrito. ¿Qué elementos lo componen?
Cerrando los ojos, visualizó la imagen que había visto con tanta frecuencia
mentalmente.
—Una pirámide… una cruz… una luna en creciente y una estrella.
—Trevia Dei —entonó ella—. Las tres grandes vías hacia Dios. La pirámide
doblada… la estrella de David. La cruz de su fe. La estrella y la luna en creciente de
mi Islam.
—Pero eso no tiene sentido —dijo él, abriendo los ojos—. Ninguno de estos
símbolos existía hace dos mil años. De las tres religiones, solo existía el judaísmo y
ellos no adoptaron la estrella de David hasta muchos siglos después. ¿Y el Islam?
¿Cientos de años antes del nacimiento de Mahoma? Imposible.
—Todo es posible para quien ha creado el universo y el tiempo. Ese es el gran
misterio de Trevia Dei, que no solo habla de tres caminos, sino de la unidad de todos
los caminos que llevan a la única casa verdadera, en el abrazo del Señor.
—Trevia Dei… —susurró Flannery, asintiendo ligeramente con la cabeza—. Via
Dei… la única vía hacia Dios.
Ella sonrió.
—Ellos lo han alterado por completo —declaró él, con voz apremiante,
impaciente.
—Sí, Michael, lo comprende. Y lo tendrá mucho más claro con el tiempo.
Una sensación de cordialidad, de aceptación, invadió a Flannery cuando Azra se
dirigió a él por primera vez por su nombre de pila.
—Ahora, Michael, ha llegado el momento. Los guardianes esperan.
—¿Guardianes? Pero usted solo mencionó a uno.
—Hasta hoy, ha habido cuarenta y nueve. Cuando Simón llegó al final de sus días,
buscó a alguien digno de guardar el gran tesoro. Ese tesoro se ha transmitido de uno a
otro, cuando cada guardián ungía a su vez a quien le sucedería. Esa unción ha
continuado, siglo tras siglo, a través de las Edades Oscuras y el Renacimiento, las
pestes, las guerras y el Holocausto. Cada uno ha tenido un papel que desempeñar, una
tarea especial que llevar a cabo. Uno estuvo al lado del papa León Magno a las puertas
de Roma cuando se enfrentó a Atila, conocido por los cristianos como Flagellum Dei,
el Azote de Dios. Otro estaba con Mahoma cuando el Profeta recibió la luz de Alá y la
estrella y la luna en creciente. Más recientemente, un guardián llegó al Nuevo Mundo
y ayudó a encontrar una nación basada en la libertad y la tolerancia religiosas, algo
nunca visto antes de entonces.
Azra comenzó a andar de nuevo y Flannery la siguió más allá de las ruinas. De
repente, le sorprendió la conciencia de algo que parecía muy sencillo, muy familiar.
—¡Dios mío! —exclamó, no como un juramento, sino lleno de sobrecogimiento y
temor—. Usted es una de ellos, ¿no? Una de los guardianes del Signo.
Azra sonrió a modo de respuesta.
—Pero, ¿por qué me está diciendo todas estas cosas? —preguntó Flannery—.
¿Por qué revela el secreto ahora?
—El secreto… y el tesoro.
Cogió y se quitó, sacándola por la cabeza, una fina cadena de plata. La cadena
llevaba una caja de plata, mayor que la mayoría de los relicarios y exquisitamente
labrada, con figuras geométricas y parras que rodeaban el símbolo grabado de Trevia
Dei. Ella se lo entregó.
—Este recipiente fue un regalo de Mahoma al Guardián que influyó en su
conversión. Lo que contiene fue un regalo hecho a Simón, el primer Guardián del
Signo.
Azra abrió cuidadosamente la caja abisagrada y sacó y desenvolvió amorosamente
un trozo de tela blanca brillante, adornado con la imagen de Trevia Dei en rojo
brillante.
—Esto —susurró ella— es la sangre de Cristo.
—Sanguis Christi —repitió Flannery maravillado—. Pero, ¿cómo puede estar tan
fresca?
—Porque es la sangre de Cristo —contestó ella, explicándolo todo con aquella
única aclaración.
Azra le pasó la cadena por la cabeza; después, le dio el paño.
—Un regalo —dijo ella— de un Guardián al siguiente.
—¿Qué? —exclamó Flannery, mirando el paño que tenía en sus manos, sintiendo
que su calidez fluía por sus brazos, llenando su corazón—. Pero… pero yo no soy
digno de esto.
—Es mi hora y debo partir. En realidad, solo estaba esperando su llegada.
—Pero, ¿cómo sabe que yo soy el indicado?
—¿No lo entiende, Michael? Usted ha sido siempre el Guardián. Usted siempre
será el Guardián.
Ella comenzó a dejarlo atrás.
—¡Espere! —le dijo él—. Hay muchas cosas que quiero saber, muchas que me
tiene que decir.
—Pon tu fe en Trevia Dei y en Dios y sabrás todo lo que tengas que saber.
—Sí —susurró Flannery, aceptando el encargo, comprendiendo que en Dios están
todas las respuestas.
—Tu tiempo de prueba ha comenzado —le dijo Azra, acercándose y poniéndose
ante él—. Sé que servirás a Dios fielmente, pero ten mucho cuidado, Michael, porque
Via Dei irá a por ti ahora. Y no serán los únicos. Pero no creas que todos son tus
enemigos. Hay quienes, incluso dentro de Via Dei, al ver la verdad, reconocen su luz.
—Pero el manuscrito… ellos tienen el manuscrito —dijo Flannery—. ¿Cómo lo
recuperaré? ¿O se ha perdido para siempre?
—Ellos solo tienen papel. La verdad del evangelio de Di— mas aguanta. Y no está
perdido, sino a la espera. Todo se aclarará con el tiempo. Hasta entonces, estaremos
cerca.
—¿Nosotros?
—Los guardianes que vinieron antes y los que seguirán. Siempre estaremos allí.
Mira con tus verdaderos ojos y verás. Escucha con tu auténtico corazón y todo te será
revelado.
Azra puso una mano sobre la frente y la otra sobre el corazón de Michael. Cuando
Flannery miró en el interior de los ojos de ella, vio los rostros de otros muchos, de la
larga sucesión de guardianes hasta aquellos ojos oscuros, penetrantes del primero de
ellos. Después, de repente, otros ojos lo miraron a él, tan brillantes y acogedores que a
duras penas pudo soportar la intensidad de su mirada.
Flannery tuvo la sensación de que se elevaba del suelo, flotando sobre todo y trató
de ver el mundo a su alrededor.
—Estamos contigo siempre, hasta el fin del mundo —dijo ella mientras se dirigía
hacia el mismo lugar en el que, dos mil años antes, Marcela y Tibro se habían tirado al
valle.
Flannery miraba en asombrado silencio mientras Azra seguía andando hacia el
acantilado. Quería correr tras ella, detenerla para impedirle lo que iba a hacer, pero no
controlaba su cuerpo. Observó inmovilizado cuando ella se dirigía sin la menor
vacilación hacia el borde del precipicio y más allá.
Asombrosamente, ella no cayó hacia una muerte segura, sino que siguió
avanzando sobre el abismo, hacia un círculo de hombres y mujeres que la esperaban
con los brazos abiertos.
Un sentido interior hizo que Flannery mirara a su derecha y vio a alguien que
yacía cerca. Era el cuerpo de Azra Haddad, con la garganta cortada y su torso
acribillado a balazos del equipo de asalto de Via Dei cuando irrumpió en Masada y le
arrebató el manuscrito de Dimas de sus manos.
Mirando hacia el abismo, Flannery vio cómo un hombre negro alto se destacaba
del grupo, abrazaba a Azra y la llevaba a su redil. Flannery lo reconoció como el que
se acercó a él en espíritu unos meses antes, durante un oficio de pontifical y de nuevo
cuando presenció las crucifixiones en masa. Supo ahora que era Simón de Cirene. Y
allí, al lado de Simón, estaba el anciano que había visto entre los crucificados de la
Vía Apia: Dimas bar-Dimas, cuyo evangelio había movido a Flannery a su
investigación.
Cuando los otros guardianes cerraron filas en torno a Simón y Azra, sus cuerpos
resplandecientes fueron haciéndose más ligeros, más etéreos, hasta que, al final,
desaparecieron.
Michael Flannery, el nuevo Guardián de Trevia Dei, se quedó solo, son el paño de
Jesús en la mano, sintiendo que la mano del Maestro seguía sobre su frente y su
corazón.
«Padre —rezó—, te ruego que me des la fuerza necesaria para llevar a cabo tu
gran encomienda».
Fin
PAUL BLOCK es autor de quince novelas y antiguo editor principal de Book
Creations Inc., una editorial especializada en novela histórica. Block es también
periodista y fotógrafo en activo. En la actualidad es director de timesunion.com, el
sitio web del periódico Times Union, de Albany (Nueva York). Sus fotografías pueden
verse en www.pbase.com/paulblock. Block se crió en Glen Cove (Nueva York) y
cursó estudios en la State University de Nueva York, en Binghampton, y en el Empire
State College. Tiene dos hijos y vive en el área metropolitana de Albany con su
esposa, Connie.
ROBERT VAUGHAN vendió su primer libro cuando tenía diecinueve años. De eso
hace cincuenta años y, desde entonces, ha publicado cerca de 250 títulos, con veinte
millones de ejemplares vendidos. Utiliza treinta y cinco seudónimos y en dos
ocasiones ha aparecido en las listas de libros más vendidos del New York Times y del
Publishers Weekly. Su libro Survival (escrito con el seudónimo K. C. McKenna) ganó
el Premio Spur a la mejor novela del Oeste (1994), The Power and the Pride ganó el
premio Porgi al mejor original de bolsillo (1976) y Brandywine’s War (1971) fue
nominada por el Canadian University Symposium of Literature como la mejor novela
iconoclasta publicada sobre la guerra de Vietnam. Fue admitido en el Writers’ Hall of
Fame en 1998. Vaughan vive en Chicago.
Notas
[1]
El Kadish es una oración ritual judía muy importante. En una de sus versiones, el
Kadish Ahelim, es una plegaria fúnebre. (N. del T.). <<
[2] Palanca de mando del helicóptero. (N. del T.). <<
[3] Lchaim es un brindis hebreo que significa: «¡A vivir!». Mud in your eye, que,
literalmente, significa: «barro en tu ojo», es un brindis de origen británico
intraducible. Quien pronuncia la expresión se felicita por estar en el lugar en ese
momento. (N. del T.). <<
[4]YAMAM: Yebidat Mishtara Meyuhedet, Unidad Especial de Policía, la unidad de
policía civil antiterrorista de Israel. (N. del T.). <<
[5]«Se desvían». El texto en inglés es: best-laid schemes of Via Dei "gang aft a-gley",
paráfrasis del texto del poema «To a mouse», escrito en 1785: The best-laid schemes o
"mice an" men gang aft a-gley: «Los mejores planes de los ratones y de los hombres se
desvían a veces». (N. del T.). <<
[6] El texto del Libro de oración dice: «Es muy apropiado, correcto y nuestra
obligación moral ineludible que, en todo momento y en todo lugar, te demos gracias a
ti, Oh Señor, santo Padre, todopoderoso, eterno Dios». (N. del T.). <<
[7]En inglés, «Dios Hijo» es Son God y «dios sol», sun god, expresiones que suenan
prácticamente igual. (N. del T.). <<