Block, P El Manuscrito Masada

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Cuando el padre Michael Flannery interviene en la traducción de un texto

desconocido, que podría ser la fuente original de los evangelios sinópticos del
Nuevo Testamento, se ven enredado en una antigua lucha para proteger unos
secretos milenarios. ¿Qué significa ese misterioso símbolo que combina la
Estrella de David, la Cruz y la Media Luna? ¿Qué es la Trivia Dei, los tres
caminos hacia Dios, un mensaje de amor y tolerancia predicado por Jesucristo
que, con el paso de los siglos, ha sido pervertido por una secta secreta? ¿Y
quiénes componen esa fanática organización mundial, despiadada e
infatigable, que ha derramado ríos de sangre? Ellos tratarán de impedir que el
padre Flannery entregue el manuscrito Masada a un mundo desesperado por
encontrar un sentido a la vida.
Paul Block y Robert Vaughan
El manuscrito Masada
*

ePUB r1.1
Sarah/Piolin 15.05.13
Título original: The Masada Scroll
Paul Block y Robert Vaughan, 2009
Traducción: Pablo Manzano
Retoque de portada: Piolin

Editor digital: Sarah

Primer editor: Piolin (r1.0)


ePub base r1.0
Con gran cariño, dedicamos este libro a nuestras esposas:
Connie Orcutt Block y Ruth Vaughan
Capítulo 1

n destello de luz brilló cuando Gavriel Eban encendió un cigarrillo.


Protegiéndose los ojos del sol de la tarde, miró hacia la baja estructura de
piedra que dos milenios antes había alojado grano y otras provisiones para
la resistencia final en la fortaleza de Masada. Silueteados en la entrada
abierta se veían media docena de hombres y mujeres, miembros del equipo

U arqueológico que pasaban su tiempo de descanso apiñados en torno a la


puerta para aprovechar la fresca brisa que llegaba del interior. Eban estaba
demasiado alejado para distinguir apenas alguna palabra suelta, pero
fantaseaba que eran fanáticos zelotes discutiendo sobre cómo derrotar a las
tropas romanas que habían sitiado la fortaleza de la cumbre de la montaña. Y se veía a
sí mismo como un guardia zelote con un sable a la cintura, en vez de la pistola Jericho
941, de 9 mm, de dotación en la policía de seguridad israelí.
En sus ensoñaciones, había comenzado el asalto final y pronto caerían sobre él y
sobre el resto del grupo de oficiales de seguridad —no, guerreros zelotes— para dar
gloria a la nación judía a espada desnuda.
Pero —se recordó Eban a sí mismo—, no estaban en el siglo I, sino en el XXI. No
había soldados romanos ni levantamiento zelote que aliviaran el adormecedor
aburrimiento de otro largo y caluroso día del operativo de seguridad de una
excavación arqueológica en la que el único asalto enemigo era el del endiablado polvo
que cruzaba el desértico valle que rodea Masada.
Eban dio una larga calada al cigarrillo y lo tiró al suelo, aplastándolo con la bota,
recordando su promesa a Livya de que iba a dejarlo. Sonrió con su imagen,
esperándolo en el piso de Hebrón. Unas horas más y estaría en casa, bajo la colcha, a
su lado.
Un movimiento como de pies que se arrastraran a un lado le llamó la atención. Se
volvió directamente hacia la luz del sol y vio la figura de un hombre que se acercaba
desde cerca de uno de los pequeños edificios exteriores del fuerte.
—¿Moshe? —dijo, entrecerrando los ojos mientras trataba de averiguar si era uno
de los otros policías de servicio—. Moshe, ¿qué haces aquí? Creí que estabas en el…
La hoja plateada brilló; después, atravesó la garganta de Eban. El sintió un escozor
y después humedad, mientras la sangre de la arteria carótida se desparramaba por su
cuello. Abrió la boca, pero tenía la tráquea rota; gritó en silencio mientras caía de
rodillas y se agarraba el cuello. Miró a su atacante con expresión suplicante y sus
labios formaron las palabras: ¿Por qué?
Tras el turbante que cubría su rostro, solo eran visibles los ojos feroces, brillantes,
del hombre. Su respuesta fue tan fría como el acero que llevaba en la mano: se inclinó
y clavó la hoja en el corazón de Eban; después le dio un puntapié al cuerpo sin vida,
dejándolo boca abajo en el suelo.
Con el brazo levantado y el puño cerrado, el asesino llamó a los otros y once
hombres más, ataviados con turbantes y ropas oscuros, se materializaron, saliendo de
detrás de las cercanas rocas y muros de piedra.
Haciendo señales y gestos con la mano, dirigió su truculenta tarea. Sin sospecharlo
y desarmadas, las víctimas fueron cayendo bajo los puñales y garrotes del equipo de
asalto.
Incluso a través de los gruesos muros de piedra, podían oírse los terroríficos
sonidos procedentes de arriba, los gemidos, gritos y oraciones de los moribundos.
—¡Date prisa! —dijo ella—. No debemos dejar que la encuentren.
Su compañero se puso de rodillas para recoger la tierra con una pala de mango
corto, mientras el olor acre de la tierra recién removida inundaba su nariz.
—¡Date prisa! —insistió—. ¡No tenemos mucho tiempo!
—Casi tengo ya una profundidad suficiente —respiraba con dificultad al trabajar
más rápido.
Otro grito; este sonó tan próximo que les hizo dar un salto a ambos. Después, un
canto fúnebre que denotaba una tristeza infinita:

Yiitgadal veyiitcadasch schmei rabbá


Bealmá diiberájiir utéi.

—Déjala aquí —dijo él, tirando la pala y acercándose a ella.


—¿Es suficientemente profundo? Esto no debe caer en malas manos.
—Tiene que serlo. No nos queda tiempo.

Yeéi schemet rabbá mebaraj, le alam ujl alméi almajyá.


Yeéi schemet rabbá mebaraj, le alam ujl alméi almajyá.
Arriba, el canto del Kadish[1] fue debilitándose cada vez más a medida que las
voces iban apagándose una a una.
El asesino pasó por entre los cuerpos, dándole la vuelta a cada uno para examinar
su rostro, mientras el resto de su equipo examinaba la zona. Uno de ellos llegó
apresuradamente y dijo encogiéndose de hombros: «No está aquí».
—Está cerca —replicó, sin molestarse en mirar al otro—. Ella dijo que estaba aquí,
y la creo.
—Míralo tú mismo; no está aquí, te lo digo yo.
—¿Has mirado en todos los edificios? —preguntó.
—¡Claro!
—Vuelve a inspeccionarlos —hizo un gesto desdeñoso con la mano—. Encontrad
a la mujer —no se molestó en decir su nombre. Su equipo había sido entrenado
durante innumerables horas: todos sabían demasiado bien a quién y qué habían ido a
buscar—. Encontradla, pero tened mucho cuidado en no hacerle daño. Ella nos
conducirá hasta él.

***

Abajo, en el sótano del edificio de piedra, la mujer vigilaba las escaleras mientras
el hombre rellenaba rápidamente el hoyo, allanaba la tierra y tiraba la pala a un lado.
—La pala —susurró ella ansiosa, señalando con gestos adonde había caído.
—Ya, ya —dijo él, al comprender que era una prueba del lugar en el que la había
enterrado. Volvió a cogerla, después arrastró el pie por el suelo, ocultando los indicios
que quedaban del agujero.

Ella estaba vigilando de nuevo la escalera, mirando hacia la entrada cuando llegó
él y le puso una mano en el hombro.
—Ya es hora de irnos.
—¿Crees que es seguro? —preguntó ella, con el miedo patente en sus ojos cuando
le miró.
—Hemos hecho todo lo que hemos podido. Que la puerta se abra ahora al Cielo o
al Infierno, es cosa de Dios.
Fuera, los gritos y las oraciones se habían desvanecido, reemplazados ahora por el
suave murmullo del viento.
El suave murmullo del viento que rodeaba el MD-11 fue emergiendo gradualmente
a su conciencia. Al abrir los ojos, la fuerte luz que entraba por la ventanilla del avión
le hizo parpadear; después, entrecerró los ojos ante la refulgente superficie del
Mediterráneo.
—¿Padre?
Solo oyó a medias la voz, absorto como estaba en sus pensamientos sobre lo que
acababa de vivir. Antiguas ruinas en el desierto… terroristas encapuchados, vestidos
de negro… hojas de acero rajando la piel mientras un hombre y una mujer enterraban
su tesoro en el suelo. ¿Era un sueño?, ¿una visión? ¿Estaba recuperando algún
recuerdo distante de un libro o una película?
—¿Padre Flannery? —insistió la mujer—. ¿Es usted Michael Flannery?
Saliendo de sus ensoñaciones, Flannery se volvió para ver a una joven azafata que
le miraba con ojos de un color verde brillante tal que tenía que deberse a unas lentes
de contacto.
—«Sí» —reconoció con una sonrisa forzada.
Ella le acercó una hoja de papel.
—El comandante ha recibido esto para usted —sus ojos se entrecerraron y su
expresión era casi conspiratoria cuando ella se inclinó hacia el asiento vacío del pasillo
—. Debe de ser usted un hombre importante. No es frecuente que un pasajero reciba
en vuelo un fax del gobierno de Israel.
—Muchas gracias —dijo Flannery, cogiendo el fax. Esperó a leerlo a que la azafata
saliera de la cabina de primera clase, aunque estaba seguro de que ella ya lo había
leído.

R. P. Michael Flannery:
Por favor, a tu llegada, preséntate directamente en la oficina del jefe de
seguridad del aeropuerto. Yo me reuniré allí contigo para agilizar tu paso por la
aduana. Estoy deseando verte de nuevo. Creo que esta visita va a resultarte muy
reveladora.
Preston Preston

Lewkis era catedrático de arqueología en la Universidad Brandéis. Michael


Flannery y él se conocieron y se hicieron buenos amigos casi una década antes,
cuando el sacerdote irlandés impartió una asignatura semestral sobre artefactos
cristianos en Israel en el campus de Waltham, en Massachusetts. Desde entonces,
habían estado en contacto y el reciente mensaje de correo electrónico de Preston había
sido tanto misterioso como intrigante:
Michael, ven a Jerusalén cuanto antes. Confía en mí, amigo mío; no quiero que
te pierdas esto. No me hagas preguntas ahora. Simplemente, contéstame con la
información de tu vuelo. Se te reembolsarán todos los gastos.

Si Preston había escrito su mensaje para despertar la curiosidad de Flannery y


asegurarse su conformidad, había dado en el clavo. Ahora, menos de veinticuatro
horas más tarde, iba a descubrir de qué iba aquello.
«Masada», musitó Flannery como si respondiera. Lo último que había sabido era
que Preston estaba trabajando como consultor del equipo que excavaba el antiguo
emplazamiento judío.
Lo que probablemente explique mi sueño, comprendió asintiendo con la cabeza.
Vero, ¿qué tiene que ver Masada conmigo?
Flannery trató de eliminar de sus pensamientos las preguntas que le habían estado
consumiendo desde que recibió el mensaje. Sabía que pronto tendrían respuesta.
Mejor utilizar el resto del vuelo para recuperar algo del sueño perdido durante el
torbellino de los preparativos para este viaje.
Guardó el fax en el bolsillo de la americana, bajó el parasol de la ventanilla y cerró
los ojos. Para acallar el revoltijo de pensamientos, rezó para sí la oración del Señor,
resonando lentamente los tonos latinos en su mente casi como un mantra meditativo.
La segunda vez, tomó conciencia de un débil brillo, como si el sol se estuviera
elevando en la distancia. Llenó y lentamente suplantó la oscuridad de su visión
interior, destacando el inhóspito paisaje, las ruinas de piedra que poblaban sus
alrededores. Un destello de movimiento llamó su atención y vio dos figuras, un
hombre y una mujer alejándose de él cogidos del brazo, enmarcados por una luz
creciente. Después, el susurro de un suspiro… ¿el viento o una voz?, se preguntó.
«Cielo o Infierno… ahora es cosa de Dios», repitió la mujer, mirando por encima
de su hombro como si dirigiese sus palabras al sacerdote que observaba a distancia.
El hombre dijo unas palabras que Flannery no pudo entender; después, la pareja
se abrazó y comenzó a entonar una oración hebrea. Dieron unos pasos más, después
se desvanecieron en la explosión de luz cuando el sol se levantó en el horizonte.
Flannery permaneció quieto, pero sentía que su cuerpo avanzaba hacia donde
habían estado. Se encontró al borde de un precipicio, mirando un valle desértico a
cientos de metros más abajo. El sol brillaba aún más y los rayos de luz le atravesaban
la cabeza, la garganta y el corazón. No había ni rastro del hombre y la mujer… solo la
abrasadora luz blanca. Y el grito de miles de voces vibrando en él cuando continuó su
elegía Kadish:

Su gran nombre sea bendito por siempre jamás.


Su gran nombre sea bendito por siempre jamás.
Capítulo 2

l piloto bajó la palanca del colectivo[2] y el helicóptero Bell Jet Ranger


comenzó su descenso, con las palas del rotor haciendo el típico y fuerte ruido
pop-pop en su movimiento de cavitación a través de la propia estela de su
rotor. Inclinándose a través de la portezuela abierta, Preston Lewis dirigió la
mirada a la tierra de color marrón amarillento.

E —Esto es —dijo, volviendo la cabeza hacia Michael Flannery, que estaba


sentado en el centro del helicóptero, lo más lejos posible de las portezuelas
abiertas.
Flannery, evidentemente incómodo por el viaje en helicóptero, asintió
con los labios apretados.
—Hace dos años, mediante imágenes obtenidas por satélite, encontraron un muro
enterrado —gritó Preston, superando el ruido—. Están muy seguros de que esto
forma parte de una sección del fuerte hasta ahora desconocida.
—¿La antigua fortaleza judía? —preguntó Flannery.
—Sí.
Preston miró fijamente la fortaleza que fuera abandonada por los Zelotes unos
años antes de la resistencia final contra los romanos y el suicidio en masa en el año 73
de la era cristiana. Había sido construida sobre una meseta situada a unos 450 m sobre
el nivel del Mar Muerto. La cumbre tenía forma romboidal, alargada de norte a sur y
aislada por las profundas gargantas que la rodean por todas partes.
Cuando se descubrió el muro de la fortaleza, la administración israelí de
antigüedades, la Israeli Antiquities Authority, emprendió una investigación
exhaustiva, patrocinada en gran medida por la Universidad Brandéis, en la que
Preston era profesor. Lo habían llamado para que formara parte del equipo de campo,
reclamado específicamente por Daniel Mazar, un estudioso de antigüedades de la
Universidad Hebrea y uno de los miembros principales del equipo israelí de
investigación.
Mazar era una especie de mentor de Preston, que había cursado unas prácticas en
la Universidad Hebrea durante su último curso de carrera en la Universidad
Washington en San Luis. Había sido una experiencia fascinante y gratificante,
trabajando con el venerado erudito sobre los Manuscritos del Mar Muerto. De hecho,
después de graduarse, Preston había pasado otro año completo en las excavaciones
del Qumrán.
Desde entonces, Mazar y él eran amigos y habían publicado en colaboración:
Arqueología litúrgica: Lecciones aprendidas en Qumrán. El New York Times había
dicho del libro: «Un examen legible y completo de la apocalíptica de los manuscritos
del Qumrán. Los profesores Mazar y Lewkis tienen un notable sentido de la
proporción; este libro, un auténtico tesoro, no solo será muy útil en cursos sobre los
Manuscritos del Mar Muerto, sino también en los que versen sobre el judaísmo del
Segundo Templo, la apocalíptica y el Nuevo Testamento».
Para Preston, este proyecto era el trabajo de ensueño que solo podía surgir una vez
en la vida. A sus treinta y seis años, con la mayor parte de su carrera docente e
investigadora de campo por delante y sin mujer ni hijos, todavía no había tocado
techo. Quizá más adelante tuviera reservada una dirección de departamento o una
cátedra prestigiosa.
Preston sacó una gorra de béisbol de los Cardinals de San Luis, recuerdo de su
ciudad natal, y se la ajustó sobre su pelo castaño claro cuando el helicóptero aterrizó
en medio de un remolino de arena que se disipó rápidamente cuando el piloto puso el
ángulo de paso a cero y apagó el motor. Desabrochándose el cinturón de seguridad,
Preston descendió, agachándose un poco, aunque no fuese estrictamente necesario,
para escapar rápidamente del torbellino de las palas en movimiento. Agitó la mano,
dando las gracias al piloto y esperó a Michael Flannery, que acababa de salir del
helicóptero y parecía que se tambaleaba un poco al volver a tierra firme.
El sacerdote era alto, con la estructura delgada de un corredor, un hombre atlético
de unos cuarenta y tantos años, que parecía poco acostumbrado a estar tan inseguro
sobre sus pies. Se inclinó bastante más de lo necesario para protegerse la cabeza,
aplastando con una mano su espeso cabello castaño oscuro, como si fuese una gorra a
punto de volar a causa de las palas del helicóptero.
Cuando Flannery llegó a su lado, Preston le indicó con un gesto una zona abierta
cercana a las ruinas del antiguo fuerte, donde se había practicado una excavación poco
profunda de nueve metros de ancho.
—Antes de examinar nuestro hallazgo en el laboratorio, quería que vieses dónde
encontramos esto. El lugar hace que todo sea más increíble.
—Todavía no me has dicho qué es esto —dijo Flannery, en un tono de
indisimulada frustración por el continuado secretismo de Preston.
—Paciencia, Michael, paciencia. Todo a su debido tiempo. Quiero que entres en
contacto con todo esto igual que nosotros, para que sientas el mismo impacto, en la
medida de lo posible. Y podría servir para que nos ayudases a llegar al fondo de esto.
—¿Otra vez esto? —Flannery esbozó una sonrisa forzada—. Bueno, no me gusta
quedarme en tinieblas, pero tendré que verlo —se rió entre dientes— como si tuviera
otra opción.
Se acercaron a la excavación, donde una docena más o menos de hombres y
mujeres jóvenes con monos estaban trabajando en ella bajo la supervisión de dos
hombres con pinta de expertos, enfundados en batas blancas de laboratorio. En varios
lugares alrededor del sitio, se mantenían alertas centinelas del Ejército de Israel.
—Como puedes ver, se sigue trabajando en la excavación —dijo Preston.
—¿Es aquí donde mataron a los Yishar… hace cuánto, tres años?
—Cerca —Preston movió la cabeza hacia la izquierda—. Su equipo estaba
excavando unas construcciones en el extremo noroeste de las ruinas.
Flannery miró fijamente dentro de la excavación.
—Creía que todo el trabajo en Masada se había detenido tras el ataque.
—Sí, durante un año casi. Y con las crecientes tensiones en Cisjordania, el
gobierno no estaba por la labor de comprometer a más soldados aquí, pero las cosas
cambiaron con los hallazgos del satélite y cuando salió a la luz nueva información
sobre los terroristas que…
Lo interrumpió la llegada de una oficial israelí. La mujer, de unos veintitantos
años, treinta como máximo —conjeturó Preston—, era desconcertantemente atractiva,
con pómulos elevados, tez aceitunada, ojos marrón oscuro y pelo negro cubierto por
una boina militar. Su reacción le hizo sentir a Preston cierto bochorno, dado que su
compañero era un clérigo católico. Pero se relajó al mirar a Flannery y ver que el
sacerdote estaba igualmente afectado, aunque quizá por la incongruencia de esa
belleza enfundada en un uniforme caqui y unas pesadas botas negras, acentuada por
una Uzi al hombre derecho, con el cañón apuntando hacia abajo.
—Soy la teniente Sarah Arad —dijo la oficial con elegancia, en inglés,
prescindiendo del saludo—. ¿Es usted el Dr. Preston Lewkis?
—Sí —respondió, sacando su tarjeta de identidad con foto de la Antiquities
Authority.
Preston había visitado el lugar muchas veces y daba la sensación de que, en cada
ocasión, había un nuevo oficial responsable de la seguridad, tan fastidiado con este
cometido como el anterior. Por la expresión de esta teniente, supuso que ella no sería
diferente.
—¿Y este es el padre Michael Flannery? —preguntó, volviéndose hacia el clérigo,
que asintió y le presentó la placa de seguridad que Preston le había dado en el
helicóptero—. Me dijeron que venía, padre Flannery —dudó y después preguntó—
¿Es el tratamiento correcto?
—Sí, por supuesto —replicó él con una sonrisa.
—Si usted va delante, teniente Arad —dijo Preston, consciente del protocolo de
seguridad del lugar—. Me gustaría enseñarle al padre Flannery dónde se hizo el
descubrimiento.
—Por aquí —la teniente señaló una zanja larga y estrecha, cuya base descendía
gradualmente hasta una profundidad de unos seis metros bajo el suelo de la
excavación, donde acababa en una abertura en el muro.
—¿Han encontrado algo nuevo? —preguntó él.
La oficial negó con la cabeza.
—Fragmentos de algunas tinajas rotas, pero nada más. Si en algún momento hubo
algo en alguna de esas otras tinajas, ahora no queda nada.
—¿Vamos? —dijo Preston, indicándole a su amigo que siguiera adelante cuando la
teniente comenzó a bajar por la pendiente.

***

Michael Flannery se inclinó al pasar a través de la abertura del muro de piedra en


forma de arco. Hacía mucho tiempo que la puerta que había estado allí había
desaparecido, pero se apreciaban unas huellas claras de los lugares en los que las
bisagras habían estado encajadas en el marco de piedra. Al entrar en la cámara que
estaba tras ella, parpadeó ante el brillo de un trípode de luces. Cuando se
acostumbraron sus ojos, se encontró en una estancia de unos tres metros de ancho por
seis de largo, con el suelo de tierra compactada y las paredes de bloques de piedra
muy bien encajados. El techo, unos centímetros por encima de su cabeza, era una
maravilla de construcción, formado por largas losas de piedra que atravesaban la sala
en toda su anchura. El trípode de luces estaba montado en un hoyo poco profundo de
unos dos metros de diámetro que habían excavado en el suelo.
Al pasar al interior de la cámara, Flannery contuvo el aliento y sonrió. Una
fragancia característica, húmeda pero no desagradable, que ya había experimentado
antes, atravesaba la fresca sequedad. Era el aroma de los tiempos, el producto de una
burbuja de aire independiente del entorno que había permanecido inmutable durante
unos dos mil años.
—Aquí es donde Azra lo encontró —dijo Preston Lewkis, interrumpiendo su
ensoñación.
—¿Azra?
Su amigo le indicó el fondo de la sala y, por primera vez, Flannery se dio cuenta
de que, antes de que entrasen, ya había allí una persona, oculta por el brillo de las
luces.
Después de oír su nombre, la mujer se acercó y Preston dijo:
—Esta es Azra Haddad. Ha estado con el equipo de excavación desde que
comenzó.
Azra era una mujer madura, aunque todavía con aspecto joven, de edad
indeterminada, con un cutis que podría describirse como curado o seco, más que
arrugado. Llevaba un pañuelo de cabeza de una tela a cuadros que sugería que podría
ser palestina, haciendo que su presencia allí fuese un tanto sorpresiva debida al asalto
mortal de la excavación Yishar. No obstante, fueron sus ojos, cálidos y oscuros, los
que llamaron la atención de Flannery. Sintió una extraña familiaridad y creyó ver un
reconocimiento mutuo cuando ella se volvió a mirarlo. Estaba seguro de que nunca se
habían encontrado antes e iba a preguntarle si eso era posible cuando Preston rompió
el silencio.
—Azra, cuéntale el hallazgo al padre Flannery.
Con una recatada sonrisa, avanzó unos pasos y se arrodilló al borde del hoyo.
Indicó un sitio casi exactamente en el centro.
—Fue allí donde desenterramos la urna —dijo en un acento que combinaba su
herencia árabe con un toque de nobleza británica. Evidentemente, era una persona
muy educada, posiblemente en una universidad británica.
Flannery se acercó y examinó el hoyo. Había señales de palas, pero nada notable
que indicara un gran hallazgo.
—¿Una urna, dice? —preguntó—. ¿Y fue usted quien la descubrió?
—Ella se dio cuenta de una sutil irregularidad en la superficie del suelo —
intervino Preston—. Como si lo hubiesen removido, ¿no es así, Azra? —sin esperar
respuesta, continuó—. Muy bien, ya has visto dónde lo encontramos. Ahora, ¿qué te
parece si volvemos a Jerusalén, comemos y te registras en el hotel? Después, lo
primero que haremos por la mañana será ir al laboratorio y podrás ver lo que había
dentro de la urna.
—¿No podemos ir a verlo ahora?
—Tú ya has trabajado con la Autoridad Israelí de Antigüedades. Ya sabes cómo
son —dijo Preston—. Insisten en que su gente esté presente cuando la examinemos y,
por el tiempo que nos llevaría trasladarnos, llegaríamos demasiado tarde.
Flannery, resignado, se encogió de hombros.
—Muy bien, como quieras.
—Vamos entonces —Preston hizo un gesto a la teniente Arad para que los
condujera de nuevo al helicóptero.
Cuando Flannery los seguía desde la cámara, se detuvo para volver a mirar el
lugar del descubrimiento que, según le había prometido Preston Lewkis, cambiaría
fundamentalmente la forma de percibir el mundo. Azra Haddad todavía estaba
arrodillada en el suelo, con los ojos cerrados, como si estuviese en oración. De
repente, la escena cambió y vio a un hombre y a una mujer enterrando algo en un
hoyo recién excavado, interrumpidos por las oraciones y los gritos de los moribundos.
Sacudió la cabeza para aclarar la visión que había experimentado por primera vez
mientras dormitaba en el avión.
Sueños, imaginaciones estúpidas, musitó. De algún modo, había reunido
acontecimientos diversos: la promesa de Preston de antigüedades desenterradas, el
trágico ataque terrorista en Masada tres años antes, cuando Saúl y Nadia Yishar y su
equipo de arqueólogos habían sido brutalmente asesinados por terroristas palestinos.
Cuando Flannery comenzó a darse la vuelta, la mujer llamada Azra lo miró. No
cruzaron palabra, sin embargo, él estaba seguro de que era su voz la que había oído
susurrar: Al fin nos encontramos otra vez.
Flannery atravesó la puerta hacia la fuerte luz de la tarde. Se volvió a mirar las
ruinas una vez más, pero ya no vio a Azra. De nuevo, la mujer se había desvanecido,
regresando a las sombras tras el globo de luz que latía en el corazón de la cámara.
Capítulo 3

la mañana siguiente, el sacerdote católico y el profesor de la Universidad


Brandéis mostraban su tarjeta de identificación a cuatro soldados israelíes
armados, en el vestíbulo de un edificio anodino, deliberadamente carente de
identificación alguna, en el campus de la Universidad Hebrea, a las afueras
de Jerusalén. Uno de los soldados comprobó sus nombres en una lista y

A después les hizo una seña para que pasaran al corredor.


Michael Flannery seguía a su amigo y le preguntó:
—¿Esto son las Catacumbas? —había oído hablar de una instalación
secreta, segura, conocida por ese nombre, en la que la Universidad llevaba a
cabo sus investigaciones más delicadas desde el punto de vista político.
—Exactamente —reconoció Preston.
—¿Pero las Catacumbas no están en una base militar?
Su amigo le dirigió una sonrisa conspirativa.
—Se ha construido un laboratorio en una de las bases, pero esa instalación es
poco más que un subterfugio. El trabajo real se lleva a cabo aquí —abrió una puerta al
final del corredor e hizo pasar al sacerdote al interior.
Cuando Flannery entró en la sala, sus ojos se fijaron en una mujer que estaba de
pie en el rincón más alejado, hablando en voz baja con el soldado de guardia. Cuando
la mujer los vio entrar, asintió con la cabeza indicando que los había reconocido.
Sorprendido, Flannery se dio cuenta de que era la misma teniente que estaba en la
excavación de Masada. Ahora no llevaba el uniforme militar, sino un vestido de
tirantes, decididamente civil, con un vivo estampado floral y un escote grande que la
favorecía mucho. No parecía en absoluto una oficial israelí y, cuando Flannery levantó
la vista y vio la expresión de Preston, adivinó que su amigo tenía la misma opinión.
Había otros tres hombres en la sala, todos de pie en torno a una mesa de trabajo
central. De unos tres metros de largo, estaba cubierta por un exquisito paño azul con
delicados bordados dorados, un manto del tipo que Flannery esperaría encontrar en
una sinagoga más que en un laboratorio. El paño aparecía extendido sobre la mesa
salvo por una protuberancia en cada extremo. A la derecha, cubría un objeto
cilíndrico, tan ancho como la mesa pero con una altura de solo unos centímetros. A la
izquierda, cubría un objeto de casi un metro de alto.
—Michael, permíteme presentarte a los demás —dijo Preston, dirigiéndolo hacia
un hombre de baja estatura, delgado, calvo salvo por una pequeña cantidad de cabello
sobre cada oreja—. Este es el Dr. Daniel Mazar. Fue profesor mío durante mis
prácticas aquí y sigue siendo mi mentor, patrocinador y amigo.
Flannery le tendió la mano.
—Encantado de conocerle.
—El gusto es mío, padre.
—Usted trabajó con Yigael Yadin, ¿no es cierto? —preguntó Flannery.
—Sí y para mí es un orgullo decir que así fue.
—Estudié algunos trabajos suyos; era muy brillante, y valiente, luchando con la
Haganá.
—Cierto, uno de los padres de nuestro país —Mazar se volvió para presentar al
hombre más joven que estaba a su lado—: Este es el Dr. Yuri Vilnai, director
administrativo del Instituto de Arqueología.
Flannery y Vilnai se estrecharon las manos.
—Y este es el rabí David Itzik, ministro de asuntos religiosos y director del
Consejo de Ortodoxia Religiosa.
—¡Ah!, rabí Itzik, me alegro de verlo de nuevo —dijo Flannery; su sonrisa no
manifestaba mucho más que una inclinación forzada de cabeza. Lo que podía verse de
la expresión del rabino tras su enjuta barba blanca e igualmente tupidas cejas era,
como máximo, un talante de condescendiente tolerancia—. El rabino y yo ya hemos
trabajado juntos antes —explicó Flannery, volviéndose hacia los demás.
—Bien, bien —dijo Preston con un atisbo de sonrisa—. Entonces no te echará
atrás su fama de arisco, combatiente político y defensor de la fe.
—En absoluto.
Durante las presentaciones, Flannery se había dado cuenta de que los ojos de su
amigo se quedaban más de una vez clavados en la teniente, a la que parecía divertir
esa atención.
Como a modo de respuesta, se dirigió a ellos, diciendo:
—Me alegro de verlos de nuevo, profesor Lewkis… padre Flannery. —Saludó a
cada uno con una inclinación de cabeza.
—¡Oh!, me parece que ya conocen a Sarah Arad —dijo el Dr. Mazar.
—Sí, en efecto —replicó Flannery. Vio que Preston hacía auténticos esfuerzos
para que su sonrisa se mantuviera en el terreno profesional.
—Por qué, sí, ¡oh!… hola de nuevo —tartamudeó Preston. Después, casi como si
no pudiese resistir la tentación, añadió—: Un uniforme mucho más bonito hoy, si me
permite decirlo.
—¿Uniforme? —terció Mazar. Mirándola, se rió entre dientes—. ¡Ya!, sí, ayer ibas
de uniforme, ¿no? Sarah está hoy aquí por un motivo diferente.
—Estoy con una unidad de la reserva y ayer me permitieron acabar mi rotación
mensual en Masada —explicó—. Lo que me trae hoy aquí es mi trabajo diario.
—Sí —dijo Mazar—. Sarah es especialista en conservación de antigüedades.
—¿Qué clase de trabajo de restauración hace usted? —preguntó Preston.
—No es restauración. Mi cometido tiene que ver más con la destrucción de los
tesoros de nuestra nación.
—Sarah pertenece a la seguridad israelí —les dijo Mazar—. El rabí Itzik y yo
movimos algunos hilos y conseguimos que la asignaran a nuestro proyecto —sonrió a
Sarah y después se volvió hacia Preston y Flannery—. Confieso que teníamos otro
motivo. Sarah es graduada en arqueología forense y es experta en las ruinas de
Masada. Procuramos que no se ocupe solo de asuntos de seguridad.
—Le tomo la palabra —le dijo Sarah al profesor.
—¿Arqueología forense? —le preguntó Preston, tratando de prolongar el tema.
Mazar le cortó levantando la mano.
—Basta ya de cumplidos —declaró, tirando de la manga de la americana negra de
Flannery, como un escolar impaciente—. Ya es hora de la auténtica presentación.
Sus colegas se apartaron, abriendo paso para que Mazar condujera a su invitado a
la mesa.
—La urna de Masada —anunció Mazar mientras Yuri Vilnai levantaba
cuidadosamente el paño desde el extremo izquierdo de la mesa. Dobló el paño sobre sí
mismo, mostrando la urna, pero dejando el resto de la mesa oculto a la vista.
Cuando Flannery se acercó, Preston acercó una caja de guantes quirúrgicos y dio
un par a cada uno. Al principio, Flannery no se decidía a tocar la urna, manteniendo
las manos a unos centímetros de la misma mientras seguía el contorno, pero Mazar le
aseguró que podía tocarla y le animó a que hiciera un examen completo.
La urna estaba hecha de arcilla marrón rojiza y la pintura que en otro tiempo
pudiera haber adornado el exterior hacía mucho que se había desvanecido. Tenía una
forma ligeramente abombada y medía unos 60 cm. de alta, con un diámetro de 30 cm
en su parte más ancha. Se ensanchaba ligeramente cerca del extremo superior,
formando una abertura labiada de unos 25 cm. Sobre la mesa, al lado de la urna, había
una tapa plana de la misma arcilla rojiza.
—Exquisita —susurró Flannery, pasando la mano por la superficie, en la que
destacaban los altorrelieves de la menorá y el cuerno del carnero.
—Sí, lo es —Preston se puso a su lado—. Michael, si te pidieran que la datases,
¿dónde la situarías?
Inclinándose hacia delante para examinar más de cerca las figuras, Flannery se
percató de la presencia de unas motas de pintura de oro en las grietas de las puntas de
las llamas parpadeantes.
—Yo diría que entre los primeros años y mediado el siglo I, pero estoy seguro de
que eso ya lo sabes, igual que estoy seguro de que la urna no es el motivo de que yo
esté aquí. ¿Quizá algo que hay dentro de la urna?
—Hemos retirado el contenido —dijo Mazar—. Pero antes de hacerlo, lo
escaneamos mediante resonancia magnética. Aquí está el resultado. —En la mano
tenía una copia impresa.
El escáner por resonancia magnética había producido vistas de corte transversal
del interior que, una vez combinadas, revelaban con notable detalle un manuscrito de
aspecto casi inmaculado, perfectamente enrollado y atado con un cordón.
Flannery asintió, en absoluto sorprendido. Los manuscritos descubiertos en
Qumrán habían estado ocultos en vasijas no muy diferentes de esta urna. Lo que le
sorprendía, sin embargo, era el aparente estado de este hallazgo. La mayor parte de los
Manuscritos del Mar Muerto eran poco más que pedacitos de escritos que había que ir
juntando con mucho esfuerzo.
Con el índice, dio un golpecito a la imagen de resonancia magnética.
—Por su estado, este parece muy posterior al siglo I.
—Se ha datado por radiocarbono alrededor de hace dos mil años —replicó Sarah
Arad—. Igual que algunas cenizas de un hogar también desenterrado en la cámara.
—Padre Flannery —dijo Yuri Vilnai desde el otro lado de la mesa—, no me cabe
duda de que ya lo hemos atormentado demasiado. ¿Le gustaría ver el manuscrito?
—No, creo que me iré a casa —bromeó, esbozando un cauteloso principio de risa.
Vilnai se volvió hacia el profesor Mazar, que le hizo una seña para que procediese.
Con la ayuda de Preston Lewkis desde el lado más próximo de la mesa, los dos
hombres desenrollaron el paño, empezando por la parte de la urna y siguiendo hasta el
extremo opuesto de la mesa. A medida que lo hacían iba quedando a la vista el
manuscrito extendido bajo una gruesa lámina protectora de vidrio, que estaba algo
elevada para no tocar el papel.
Flannery se dio cuenta de inmediato de que, en realidad, no era papel, inventado
en China en el siglo II, sino papiro, hecho de plantas de Cyperus papirus, que crecía
en medio de las aguas dulces del Nilo y que, en los tiempos bíblicos, se conocían
como juncos. Sólo unos pocos manuscritos del Mar Muerto eran de papiro; la
inmensa mayoría estaban escritos sobre pieles de animales.
Flannery miraba fijamente, lleno de asombro, el manuscrito, que estaba en unas
condiciones notablemente buenas. Era de unos 30 cm de ancho, quedando a la vista
un metro de su longitud; el resto permanecía enrollado cerca del extremo derecho de
la mesa. La superficie estaba cubierta por una pátina de polvo de color ocre. Se
preguntaba si este polvo sería el mismo que tanto tiempo atrás agitaran los
martirizados zelotes de Masada durante su gloriosa batalla apocalíptica contra los
romanos.
Cuando se fijó en la escritura, le maravilló lo perfectamente conservadas que
estaban las letras, pero, de inmediato, la sorpresa le hizo parpadear.
—¡Está en griego! —exclamó. Levantó la vista hacia el grupo reunido en torno a
la mesa—. ¿Este documento proviene de Masada?
—Del mismo lugar en el que estuvimos ayer tarde —dijo Preston.
—Pero no es hebreo ni arameo. Es raro.
—Es raro, sí —replicó Preston—. Ya hemos podido traducirlo en gran parte.
—Leeré en voz alta la primera sección —dijo Mazar.
Yuri Vilnai acercó a Mazar una carpeta de papel de estracilla que contenía un
montón de hojas. Tras aclararse la garganta, el viejo profesor comenzó a recitar:

Relato de Dimas bar-Dimas


Escrito de propia mano en el año 30
desde la Muerte y Resurrección de Cristo,
puesto por escrito en la ciudad de Roma por mandato
de Pablo el Apóstol por un servidor y testigo.

Yo, Dimas, hijo de Dimas de Galilea y mensajero de Jesucristo, por voluntad de


Dios Padre y enviado por el Espíritu Santo, pongo aquí por escrito un testimonio para
los creyentes y quienes pudieren llegar a creer, según Su voluntad.
El testimonio que yo he dado de todo lo que Jesús hizo y enseñó antes de su
Crucifixión por sentencia de Poncio Pilato, prefecto romano de Judea, es de la palabra
a mí transmitida por boca de los santos Apóstoles, pero de su Crucifixión doy yo
testimonio directo y de lo que a ella siguió hasta que El ascendió a los Cielos, a la
derecha del Padre Todopoderoso.
Estas son las cosas que los creyentes confiesan que son ciertas: que un niño nació
de María de Nazaret, en cuyo seno el Señor mismo, por la fuerza del Espíritu Santo,
encomendó al Hijo que fuere Rey del Reino de los Cielos prometido; que el hijo de
María, esposa de José, de la Casa de David, sin mancha de pecado y Madre del Señor,
fue anunciado por los profetas de Israel como el Salvador y signo de Dios entre
nosotros, el pueblo de Su alianza; que Su nombre fue Jesús…

Michael Flannery sintió que la cabeza le daba vueltas. Consiguió apoyarse en la


mesa sobre la que estaba el manuscrito.
—Padre, ¿se encuentra bien? —preguntó Sarah Arad, acercándose rápidamente a
él.
—Sí —respiró profundamente un par de veces—. Sí, estoy bien —miró a Preston,
después a Mazar y a los demás—. ¿Esto es… esto es auténtico?
—Creemos que lo es —le aseguró Preston.
—Por supuesto, no queremos arriesgarnos aún —señaló Vilnai—. Todos sabemos
lo que ocurrió con el llamado osario de Santiago.
—Sí, no queremos otro error como aquel —dijo Mazar, casi en un susurro,
apretando la boca.
Flannery se percató del intercambio de miradas entre los dos hombres y recordó
que Daniel Mazar había autenticado el osario como el ataúd de Santiago, el hermano
de Jesús, solo para contemplar cómo ponía en tela de juicio y refutaba después su
autenticación su joven colega Yuri Vilnai. El incidente no solo fue un mal trago para
Mazar, sino que también estuvo a punto de acabar con su carrera.
—Hasta ahora, toda la evidencia apunta a la autenticidad del documento —dijo
Preston.
—Si esto es cierto, sabes lo que significa, ¿no? —dijo Flannery, respirando aún
con dificultad a causa los pensamientos acerca de lo que tenía delante—. Esto podría
ser la única palabra escrita por alguien que vio realmente al Cristo vivo.
—Puede ser el documento Q —declaró Preston.
Todos los presentes conocían muy bien los rumores acerca del llamado
«documento Q», un teórico evangelio del que no había fuentes históricas directas ni
indirectas. Su existencia había sido postulada por unos teólogos que descubrieron que
se podía reconstruir mejor el desarrollo del Nuevo Testamento si se asumía la
existencia de una fuente escrita que hubiesen utilizado en sus escritos los autores de
los tres Evangelios sinópticos: Mateo, Marcos y Lucas. El nombre se derivaba de la
palabra alemana que significa «fuente»: Quelle.
—Lo que nos lleva a la razón por la que estás aquí —continuó Preston—, por lo
que todos, incluido el rabí Itzik, estuvieron de acuerdo cuando sugerí que te
consultáramos —puso una mano en el brazo de su amigo—. Sé que es demasiado
pronto para decir nada, pero, ¿qué te dice tu instinto? ¿Hemos encontrado el
documento Q?
—¿No sería un tanto increíble? —dijo el sacerdote entre dientes.
Flannery dejó que su imaginación lo pensara, lo deseara, esperara contra toda
esperanza. Este descubrimiento tenía algo notable, más allá de su extraordinaria
inmediatez, algo que lo emocionaba profunda y espiritualmente. No había sentido algo
así desde que era un joven seminarista a punto de iniciar los estudios que le darían la
preparación necesaria para el sacerdocio, para ser ministro del mismo evangelio que
estaban comentando de manera tan despreocupada y académica.
Mientras meditaba en lo que podría ser el mayor descubrimiento en muchos
siglos, Flannery examinaba los caracteres griegos que habían plasmado con tanto
cuidado y cariño en el papiro, maldiciéndose por haber sido tan mal estudiante de
griego. Se movió hacia la izquierda, donde el autor había firmado el manuscrito al
principio del mismo, y empezó a releer su relato.
—Dimas bar-Dimas … el hijo de Dimas de Galilea. ¿Crees realmente que podría
ser…? —movió la cabeza, entre asombrado e incrédulo.
—El Buen Ladrón —dijo Preston, completando la reflexión de su amigo—. Sí, si
el documento es auténtico.
—Aparentemente, lo es —señaló el profesor Mazar—. Más adelante, en el
documento, describe la muerte de su padre en la cruz, a la derecha de Jesús.
—Si esto es auténtico —dijo Flannery—, sería el único caso documentado del
nombre del Buen Ladrón, porque a nosotros nos ha llegado solo a modo de leyenda,
sin el respaldo de ningún relato evangélico.
A Flannery le costaba entender lo que estaba viendo y oyendo. ¿Era posible que
esto fuese verdaderamente un evangelio escrito por un cristiano converso cuyo padre
fuese uno de los dos presos judíos que compartieron la suerte de Jesús en el Gólgota?
Sin embargo, cuando Flannery se estaba permitiendo pensar que era posible,
permitiéndose creer, vio al lado del nombre de Dimas un símbolo que no se
diferenciaba mucho del anj egipcio, pero mucho más elaborado. Eso lo devolvió a la
realidad y le hizo dar un grito sofocado.
—También nos dimos cuenta de eso —dijo Preston cuando se percató de lo que
estaba mirando Flannery—. No hemos sido capaces de identificarlo todavía. ¿Tienes
alguna idea?
Flannery se apartó del manuscrito, moviendo la cabeza.
—Dudo seriamente que sea Q o incluso un documento auténtico del siglo I. No si
ese símbolo lo dibujó la misma mano que el resto del manuscrito.
—¿Qué quieres decir?
—Eso es la Via Dei, o una representación muy aproximada —replicó Flannery.
—¿Via Dei?, ¿el camino de Dios? —dijo Preston—. Nunca lo había visto antes.
—Es raro verlo y nunca en un documento tan antiguo como parece ser este.
—Nunca había oído hablar de Via Dei —Preston se volvió hacia los profesores
Mazar y Vilnai, que se encogieron de hombros, dando a entender que tampoco ellos
conocían la expresión.
—Es cristiano, aunque no bien conocido —explicó Flannery.
—¿Y por qué pone en tela de juicio la autenticidad del manuscrito? —preguntó su
amigo.
—La Via Dei es de un período muy posterior, la Edad Media, como mínimo; sin
duda, no del siglo I.
—¿Estás seguro?
Ahora fue Flannery quien se encogió de hombros.
—Pero sé dónde puedo asegurarme.
—¿Dónde?
—En el Vaticano.
A pesar del silencio que saludó su observación, Flannery vio la desaprobación en
sus ojos e incluso un punto importante de hostilidad en el rabí Itzik. La misma
presencia en la sala de un representante de Roma era, sin lugar a dudas, un motivo de
controversia y una muestra del poder de persuasión de Preston Lewkis. Para
convencer a estos eruditos, teólogos y funcionarios gubernamentales israelíes de traer
a una persona del Vaticano, Flannery había aceptado no revelar nada de lo que
descubriera al público ni a la Iglesia. Ahora, estaba sugiriendo que se arriesgaran a
abrir esa ancha puerta.
Flannery sonrió a Daniel Mazar, que dirigía el equipo, pero después se volvió
hacia el rabino, que retenía gran parte del poder y dijo, en el tono más tranquilizador
que pudo emplear: «Por supuesto, cualquier indagación sería llevada con el máximo
secreto. Nadie en Roma tiene por qué conocer mi objetivo».
Cuando el rabino no puso objeciones, limitándose a bajar la cabeza, Flannery supo
que le permitirían seguir adelante.
Preston Lewkis tuvo la sensación de que había prevalecido la opinión de su amigo
y anunció: «Bien, si vas a regresar a Roma, tenemos muchas cosas que revisar aún».
—Muéstrele la otra —terció el profesor Mazar, volviéndose hacia el manuscrito—.
La otra… ¿cómo la llama?… Via Dei.
—¿Otro símbolo? —preguntó Flannery, eclipsadas sus dudas sobre la autenticidad
del manuscrito por la intriga del misterio de su origen.
—Sí, aquí mismo.
El profesor tocó el vidrio más o menos hacia la mitad de la porción visible del
manuscrito. Allí, entre dos palabras griegas, había una versión más pequeña del
símbolo de la Via Dei. Flannery se dio cuenta de que la tinta era un poco más débil
que la de las palabras que la rodeaban y la comparó con la otra, percatándose de que
el símbolo mayor también parecía dibujado con una tinta diferente de la del resto del
documento.
Volvió a fijarse en el menor y trató de leer el texto que lo rodeaba.
—¿Qué dice aquí? —preguntó, señalando las palabras que estaban a ambos lados
del símbolo de la Via Dei.
—Es un nombre —Mazar señaló la palabra que estaba a un lado del símbolo—:
Simón —después, la del otro lado— Cireneo.
Flannery movió la cabeza incrédulo.
—¿Simón de Cirene?, ¿el mismo que…? —sus palabras se apagaron, como si no
pudiera decir en voz alta lo que estaba pensando.
El silencio cayó sobre la sala cuando el rabí Itzik se adelantó. Cerrando los ojos, el
rabino levantó la mano izquierda y recitó de memoria un pasaje del evangelio cristiano
de Marcos:
«Y comenzaron a hacerle el saludo: " ¡Salud, rey de los judíos!" Le golpeaban la
cabeza con una caña y le escupían, y, arrodillándose, le rendían homenaje. Terminada
la burla, le quitaron la púrpura, le pusieron su ropa y lo sacaron para crucificarlo.
»Pasaba por allí de vuelta del campo un tal Simón de Cirene, el padre de
Alejandro y de Rufo, y lo forzaron a llevar la cruz. Condujeron a Jesús al Gólgota…»
Capítulo 4

l viaje de Simón desde Cirene le había llevado varias semanas, con los
caminos atestados de peregrinos que iban a Jerusalén. El habría pospuesto su
visita hasta después de la Pascua, pero había oído que los soldados romanos
que estaban en Judea andaban buscando a otros proveedores de aceite de
oliva y había decidido estar allí antes de que cerraran los contratos.

E Por la tarde, se detuvo a descansar a la sombra de una gran higuera, en


una pequeña hondonada al lado del camino. Pensaba estar allí unos minutos
solamente, pero la hierba estaba blanda y la sombra, fresca, y acabó
durmiéndose.
Las voces estridentes de sus hijos, Alejandro y Rufo, interrumpieron unas
agradables imágenes de barcos, agua azul y hermosas mujeres. En el sueño, todavía
eran niños y discutían por un imaginado desprecio. Como sus gritos aumentaban de
volumen, Simón miró a su alrededor para ver de dónde venían, pero era como si una
niebla hubiese descendido sobre sus ojos, atravesada solo por una voz desconocida
que gritaba: «¡Escapan, ladrones!»Sus hijos eran traviesos, pero no malos. Sin
embargo, estaba seguro de que los acusaban a ellos.
Simón hizo un gran esfuerzo para descubrir si era Alejandro o Rufo quien decía,
en un tono bajo y amenazador: «La bolsa o la vida».
¿Rufo?, se preguntó a sí mismo Simón, ya no tan seguro de que las voces del
sueño pertenecieran a sus hijos ni de que todavía estuviera dormido. Tratando de
despertarse, se elevó sobre un codo, desorientado en la oscuridad y desconcertado al
descubrir que su corto descanso había durado hasta después de la puesta de sol.
—No tiene sentido que luches —continuó el hombre—. Somos tres y tú estás
solo.
—Si queréis mi dinero, vais a tener que quitármelo —fue su respuesta.
Ahora, completamente despierto, Simón se dio cuenta de que en el camino estaban
perpetrando un robo, justo encima. Agarrando el bastón, trepó por el terraplén y vio,
silueteados a la luz de la luna, a tres hombres que abordaban a otro. Cuando dos de
los ladrones trataban de agarrar a su presa, Simón avanzó rápidamente y, antes de que
pudiera reaccionar ninguno, blandió su bastón contra el más próximo, dejándolo
inconsciente en el suelo. Con el bastón en ristre, saltó al lado de la víctima,
enfrentándose después a los dos ladrones restantes.
—Ahora vosotros sois dos y nosotros también —bufó; su piel negra brillaba a la
luz gris azulada.
Los ladrones, a sabiendas de que ya no tenían la ventaja, se llevaron a rastras por
los pies a su camarada y huyeron.
—¡Corred, corred! —les gritó quien había estado a punto de ser su víctima—. No
solo sois ladrones, sino también cobardes.
—¿Le han hecho daño? —le preguntó Simón cuando se quedaron solos.
—No, y tengo que darle las gracias por ello. Soy Dimas bar-Dimas —el extranjero
dijo su nombre en hebreo y no en arameo, la lengua común que habían estado
utilizando.
—Dimas, el hijo de Dimas —repitió Simón en arameo. Miró al hombre. Era difícil
verlo con claridad a la luz de la luna, pero supuso que Dimas tendría poco más de
veinte años, unos años menos que Simón. Dimas tenía una barba recortada de color
castaño y ojos grandes y llamativos, aunque Simón no pudo determinar el color, y su
expresión era abierta y cálida—. Supongo que eres judío. ¿De peregrinación, quizá?
Dimas asintió.
—Y yo supongo que no eres peregrino ni judío —hizo un gesto, aludiendo al
color de la piel de Simón.
—Soy Simón de Cirene, de la provincia de Cirenaica. En mi pueblo, hay judíos,
pero no, yo no soy de tu fe.
—Sin embargo, vas por el camino de Jerusalén durante la peregrinación. Tus
razones no son de mi incumbencia, pero estoy agradecido por ello. Y estoy en deuda
contigo. Ahora podría haber estado tirado en la cuneta, apaleado o peor, sin una
moneda encima.
—¿Viajas solo? —le preguntó Simón—. La mayoría de los peregrinos van en
caravana.
—Las caravanas son caras y yo prefiero dedicar mis pocas y míseras monedas a
otros usos. ¿Y qué me dices de ti, a pie y solo?
—Como tú, prefiero no derrochar el dinero, por poco que sea, montando en
camello —Simón blandió el bastón—. Esta vara es suficiente compañía.
Dimas sonrió.
—Quizá no sea tan robusto como ese bastón, aunque mi exaltado hermano menor
cree que soy de madera, pero me atrevo a decir que, al menos, soy tan bueno como
conversador.
Ya que seguimos el mismo camino, ¿por qué no vamos juntos? No solo por
motivos de seguridad, sino por compañía, porque tengo la sensación de que hoy he
hecho un nuevo amigo.
Dimas bar-Dimas tendió su mano. Con una amplia sonrisa, Simón agarró el
antebrazo del joven en un gesto de amistad y continuaron juntos su camino.
José Caifás mojó el pan en un plato de aceite de oliva y puso encima un pedazo de
queso de cabra. Tomó un bocado, lo acompañó con agua, con el deseo de que fuese
vino, a sabiendas de que debía esperar hasta que se emitiera un veredicto en el caso
que lo ocupaba.
La Cámara de la Piedra Tallada era un caos de ruidos cuando los que pedían la
condena como los que pedían la absolución se gritaban mutuamente sus preguntas y
argumentos. Estaban presentes cuarenta y siete de los setenta y un miembros del
Sanedrín, el consejo supremo y tribunal de justicia de los judíos. Superaban con
mucho el quórum de veintitrés, exigido para que el Beit Din, o tribunal de justicia,
emitiera un veredicto en una causa penal. Se sentaban en un hemiciclo, de manera que
todo el mundo podía ver a los demás mientras defendían sus posturas.
Caifás parecía estar prestando poca atención a los procedimientos, que se habían
desarrollado sin problemas al principio, cuando los miembros manifestaban sus
opiniones por orden de edad, del más joven al más anciano. Sin embargo, las
opiniones habían ido subiendo de tono hasta que desapareció todo vestigio de orden.
Caifás miraba imperturbable, esperando hasta terminar su ligera comida, antes de
acabar, por fin, levantando la mano. Como sumo sacerdote del Sanedrín, pidió
respeto y atención de todos los miembros y su señal impuso el silencio al instante,
mientras todos los que se habían levantado durante el debate tomaban asiento.
Caifás se acercó a los labios un paño de lino, después lo dobló con cuidado,
poniéndolo en su regazo. «He escuchado atentamente a ambas partes en esta
cuestión», comenzó. «Entre vosotros, hay quienes perdonarían a los zelotes porque
sus actos de asesinato y revuelta son para acabar con la opresión a la que Roma
somete a nuestro pueblo. Pero estamos aquí para decidir una cuestión de leyes y no
para validar motivos. En consecuencia, como súbditos de Roma, estamos obligados
por sus leyes en todo lo que no se oponga a la ley de Dios. Hacer lo contrario no solo
sería provocar la ira de Roma, sino la de nuestro Señor».
Caifás hizo una pausa para impresionar, mirando a cada uno de los miembros del
consejo, hasta que todos los ojos estuvieron fijos en él.
«Por ley, cuando otorguéis vuestro voto, solo debéis tener en cuenta los hechos
pertinentes. La cuestión es sencilla: ¿Este preso, como los dos anteriores, cometió el
acto por el que está siendo juzgado? Habéis oído e interrogado a testigos que han
jurado que lo hizo y nadie ha llegado después poniendo en duda su testimonio. Como
sumo sacerdote, pongo fin a esta discusión y pido vuestro voto».
Llamaron a dos funcionarios y comenzó la votación en el juicio de Dimas de
Galilea, un zelote acusado de ser miembro de los sicarios, un grupo secreto que
utilizaba pequeñas dagas o sicae para asesinar a judíos sospechosos de colaborar con
Roma. Aunque la condena requería una mayoría de dos votos, la absolución solo
exigía la mayoría de uno. Se otorgaba cierta ventaja al acusado porque la pena, en
caso de que se le considerara culpable, era la capital.
A medida que eran llamados los jueces, cada uno entregaba su veredicto del modo
prescrito por la ley:
—Yo, Rosadi, voté a favor de la condena y mantengo mi voto.
—Yo, Dupin, voté a favor de la absolución, pero ahora voto por la condena.
Treinta miembros votaron a favor de la condena y diecisiete a favor de la
absolución. Cuando se anotaron debidamente los votos en el registro oficial, Caifás
declaró culpable al preso y ordenó a los funcionarios que presentaran su nombre,
junto con los de Gestas y Barrabás, al prefecto romano para su ejecución.
Dimas bar-Dimas subió a una gran roca y miró con cierto aire de suficiencia la
muralla oriental de la ciudad. La puesta de sol marcaba el principio de la Pascua y los
fieles habían acudido a millares a Jerusalén para la más sagrada de las semanas. Podía
ver a centenares de peregrinos reunidos en la Puerta Dorada. Muchos acababan de
finalizar su agotador viaje y atravesaban en tropel la puerta hacia el interior de la
ciudad. Sin embargo, un número igual de gente empleaba los últimos minutos antes
de la puesta de sol en hacer negocios con los comerciantes que habían establecido sus
tenderetes fuera de la muralla. Se vendía de todo, desde comida y bebida para el
cansancio del viaje hasta mantos rituales para la oración y palomas sacrificiales para el
culto en el templo.
Dimas bajó de la roca y se acercó a Simón, que permanecía de pie inclinado sobre
el bastón.
—Apuesto que no hay una cama libre en toda la ciudad —dijo—. ¿Por qué no
vienes conmigo esta noche y te ocupas de todo eso por la mañana?
—Solo sería posponer lo inevitable —replicó Simón, nada entusiasmado ante la
perspectiva de enfrentarse a las aglomeraciones de la multitud—. Ha sido un placer
viajar contigo, Dimas, pero ahora debo atender los asuntos que me han traído a
Jerusalén.
—Pero casi se ha puesto el sol. No encontrarás a ningún romano en condiciones
de negociar contratos de aceite de oliva ni a hombres de negocios dispuestos a romper
la Pascua para atenderte.
—Es cierto, pero… —dudando, Simón movió la cabeza con incertidumbre.
—¿Tanto te cansa mi compañía que estás dispuesto a marcharte? —al ver que le
había provocado una leve sonrisa, Dimas lo aprovechó—. Ven al jardín. Te sentirás
como en casa acampando bajo un dosel de ramas de olivo. Y quizá esté el Rabí. Pasa
mucho tiempo allí.
—Me gustaría conocer a este maestro vuestro, así como a sus otros amigos,
pero…
—En realidad, no son amigos; más bien compañeros de viaje.
—¡Ah!, por lo visto tú atraes a compañeros en cualquier camino por el que viajes.
—Es el Rabí —dijo Dimas—. Tiene una forma de reunir a la gente… incluso a la
más insólita.
—¿Como a un comerciante cireneo de aceite de oliva y a un peregrino de Galilea?
—Exactamente.
—Pero es que yo no soy un hombre religioso… no un buscador como tú. Ahora
me preocupa más dar de comer a mi familia en esta vida que en la otra.
—¿Qué me dices de dar de comer a tu panza? Llevas quejándote de que tienes
hambre toda la tarde y seguro que mis amigos tienen una olla de bienvenida en el
fuego. Son buenas personas, sencillas… pescadores y agricultores como tú.
—Si son amigos tuyos, me sentiré muy honrado de reunirme con ellos —Simón le
dio a Dimas unas palmadas en la espalda—. Veamos ese jardín vuestro.
—Getsemani —dijo Dimas, asintiendo con anticipación mientras conducía a su
amigo, saliendo del camino principal y atravesando un campo hacia el Monte de los
Olivos.
Capítulo 5

l entrar en Getsemaní, Simón detuvo bruscamente a Dimas bar-Dimas


agarrándole la manga de la túnica. —Ese es el Rabí, ¿no? —preguntó
Simón, señalando con la cabeza a los hombres sentados en torno a una
hoguera al fondo del olivar.
Dimas oyó una conversación ligera y de buen humor, pero no podía

A decir de qué hablaban. Después, el fuego se avivó lo suficiente para


distinguir el rostro del único del grupo que estaba de pie.
—Sí, ese es… Jesús de Nazaret —dijo—. Los otros son sus discípulos.
—¿Discípulos? —preguntó Simón, evidentemente confundido por el
comentario—. Creía que eran compañeros, no seguidores. ¿Quién es exactamente este
nazareno?
—Un maestro al que algunos proclaman como el Mesías —respondió Dimas de
modo un tanto desapasionado, como si narrara un elemento de un hecho histórico—.
Pero hay también quienes dicen que es un falso profeta, un blasfemo.
—¿Y tú quién dices que es?
Dimas reflexionó un momento. Después contestó.
—He visto curaciones y otros milagros de sus manos y creo que es un hombre en
quien habita el espíritu de Dios.
—¿Qué clase de hombre reivindicaría para sí el espíritu de Dios? —preguntó
Simón.
—El no hace eso, sino que habla a todos los que quieran escucharlo del amor a
Dios y al prójimo.
—Muchos profetas, reales y falsos, han dicho lo mismo.
Dimas sonrió y levantó el dedo.
—¡Ah!, ¿pero también predican que debemos amar a nuestro enemigo?
—¿Amar a nuestro enemigo? —se burló Simón—. ¿Incluso a los ladrones que te
atacaron en el camino?
—Especialmente a ellos. Y, si nos golpearan, tenemos que poner la otra mejilla
para que nos peguen otra vez. Eso es el amor verdadero.
—Vi poco amor entre aquellos individuos del camino y tú —dijo Simón, riéndose.
—No es fácil poner en práctica todo lo que enseña, pero quienes lo escuchan y
tratan de seguir sus preceptos se transforman para siempre —declaró Dimas—. ¿Te
gustaría encontrarte con él?
—¿Un hombre que quiere que ame a mis enemigos? —Simón se frotó sus grandes
manos en el pecho, como si no estuviesen limpias y después las abrió mostrándolas
—. Estas manos han despachado a muchos enemigos. ¿Qué pasa si Jesús no me
considera digno?
Dimas se rió.
—Seas rico o pobre, mendigo o ladrón, pecador o saduceo, Jesús de Nazaret te
recibirá con los brazos abiertos. Dice que está construyendo un templo con las piedras
que desecharon los arquitectos, y me atrevo a decirte que yo también te apoyo. Ven…
te aseguro que le gustarás.
«… ¿Y qué hace el Rabí? Alimenta a miles de personas con solo cinco panes y dos
peces», estaba diciendo un discípulo cuando Simón de Cirene se acercó a la hoguera.
«Algunos dirán que es un milagro, pero el pescado era mújol». Quien hablaba movió
el dedo índice y frunció el ceño mostrando su desaprobación. «No era una carpa, sino
mújol, tan repulsivo que sería difícil coger uno para alimentar a una multitud». Su
comentario provocó un coro de risas.
Simón esperaba que el Rabí fuese mayor y de aspecto más serio y le sorprendió
ver a Jesús riéndose a carcajadas como los demás.
—Andrés —dijo el Rabí, acercándose a la luz—, tu apetito es tan prodigioso que,
si el chico hubiese traído una carpa, me temo que te la hubieses comido entera,
aunque los demás pasaran hambre, sin ceder a la generosidad.
—Creo que el Maestro conoce a mi hermano demasiado bien —dijo un hombre
grande mientras los demás se reían con la ocurrencia.
Precisamente entonces, Jesús se percató de los dos hombres que se acercaban y
los llamó.
—Bar-Dimas … ¡cuánto me alegro de verte! Y has traído a un amigo.
—Maestro, este es Simón de Cirene —dijo Dimas; después se volvió a Simón—.
El del buen apetito es Andrés, su hermano y compañero pescador es Pedro y ese tipo
alto de allí es Juan. Los demás se presentarán ellos mismos, si quieren. Ten cuidado;
son gente dejada, descontenta —acompañó sus palabras con una sonrisa.
En realidad, pensó Simón, el grupo parecía un tanto desharrapado, con el pelo
largo y descuidado, sus ropas de paño sencillo y raído, sus delgadas sandalias
cuarteadas y cubiertas de polvo. O bien habían hecho un largo viaje o no les
preocupaba la impresión que pudieren dar.
Sin embargo, aunque el grupo no era muy diferente de los ladrones que habían
atacado a Dimas o, quizá, de los ascetas que se llamaban a sí mismos esenios y
llevaban una existencia salvaje en el desierto, el que llamaban «Maestro» tenía algo
diferente. Como los otros, sus toscos rasgos semíticos habían quedado bruñidos por
largas horas al sol, pero había en él otra luz que no era un mero reflejo de la hoguera.
Sus ojos resplandecían positivamente con una calidez que disipaba el hambre que
Simón había estado sintiendo toda la tarde.
Apartando su mirada de aquellos ojos profundos, encantadores, Simón miró
alrededor del grupo y se percató de la espada corta al costado de Pedro.
—¿Vas armado?
—Muchos quieren hacer daño al Rabí —explicó Pedro, toqueteando la
empuñadura con sus enormes manos de pescador—. Si lo hacen, tendrán que vérselas
conmigo.
—Pero, ¿no tenemos que amar a nuestro enemigo —replicó Simón, recordando
las palabras de Dimas—, amarlo hasta la muerte?
La ocurrencia desencadenó una oleada inmediata de risas, mientras varios
hombres hacían señas a Simón para que ocupara un lugar en el grupo. Cuando el
cireneo se sentó en el suelo entre Dimas y Pedro, el pescador tocó el brazo de Simón y
le dirigió una compungida sonrisa.
—Hablas sabiamente, amigo, pero, para mí, es mucho más fácil amar a mi
enemigo sabiendo que me tiene un poco de miedo.
—Como los cambistas —dijo Andrés—. Tenías que haberlos visto, cuando el Rabí
los echó del templo —imitó a Jesús tumbando bancos y tirando el dinero que estaba
sobre las mesas mientras decía—: «¡Esta es la casa del Señor! ¡Largaos! ¡Largaos,
profanadores!»Imitando a los cambistas, Juan puso una cara de sorpresa y miedo, con
los ojos y la boca completamente abiertos. Los demás, incluido Jesús, rieron la broma
de Juan y Andrés.
—Bar-Dimas, esta noche compartiremos nuestra cena de Pascua. Tu amigo y tú
tenéis que cenar con nosotros —Pedro los invitó con la autoridad de una persona
acostumbrada a ser líder.
Un hombre delgado, con aspecto serio, que había estado removiendo las brasas,
hundió el palo en las llamas y miró a Pedro con el ceño fruncido.
—No he hecho preparativos para invitados. Hará falta más dinero del que
tenemos…
—El mundo no depende de las monedas —terció Juan—. Podemos entrar más si
comemos menos.
—No, Judas tiene razón —declaró Jesús, acercándose a Judas y poniéndole la
mano en el hombro—. Bar-Dimas y Simón no pueden cenar con nosotros.
—No te entiendo, Maestro —dijo Tomás—. Tenemos que ser pescadores de
hombres y, sin embargo, ¿rechazas a estos dos buenos tipos?
Jesús levantó la mano.
—Os digo esto a todos vosotros…
Simón percibió un cambio, cierta urgencia, en el tono de Jesús cuando se apartó
de Judas y avanzó hacia la hoguera, hacia el centro del círculo.
—Igual que vosotros, mis fieles discípulos, me habéis servido durante mi vida
mortal, Dimas bar-Dimas y Simón de Cirene también me servirán cuando me haya
ido, pero, esta noche, los reclama otro servicio.
Había tal seguridad en el tono de Jesús que, por un instante, Simón se vio a sí
mismo creyendo en la declaración. Después, resurgió su habitual carácter escéptico y
preguntó:
—Rabí, ¿por qué dices que te serviré? Yo no soy de tu confesión ni de tu raza.
—Pero tú eres de mi confesión, Simón —replicó Jesús. Avanzó hacia el cireneo y
se llevó la mano al corazón—. ¿Y no somos todos de la raza humana?
Cuando Simón levantó la vista hacia Jesús, vio asombrado que el hombre al que
llamaban «Maestro» tenía una piel tan oscura como la suya. Ninguno de los otros dio
importancia al hecho, bien porque no se diesen cuenta de la transformación, bien
porque estuviesen acostumbrados a los poderes del Rabí.
—¡Maestro! —exclamó Simón, cayendo sobre los codos y con la frente en el
suelo.
—¿Simón? —preguntó Dimas, verdaderamente asombrado ante la patente
conversión instantánea de su amigo.
—Maestro, ¿cómo puedo servirte? —preguntó Simón, con la cabeza todavía
pegada al suelo.
—Cuando sea el momento, lo sabrás —respondió Jesús—. Ahora, levántate,
Simón. Abre los ojos para que puedas ver.
Simón levantó la vista y parpadeó desconcertado, porque el hombre que un
momento antes presentaba unos rasgos tan negros como los del cireneo era otra vez el
judío rubicundo y de ojos castaños que había encontrado al llegar.
—Mi amigo Dimas dijo la verdad —susurró Simón—. En ti habita el espíritu de
Dios.
Dimas bar-Dimas miró con orgullo y celos al mismo tiempo cuando Jesús y los
discípulos rodearon a Simón de Cirene como si dieran la bienvenida a casa al hijo
pródigo sobre quien el Rabí había predicado con tanto cariño. Su orgullo era
comprensible, al haber sido el pastor que había traído a esta oveja negra al rebaño.
Los celos, sin embargo, lo sorprendieron y lo turbaron, aunque no podía desprenderse
del deseo de ser el que estaba allí recibiendo el cálido abrazo del grupo.
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por alguien que llamaba desde el
extremo más alejado del jardín.
—¡Dimas!, ¡Bar-Dimas! Por favor, ¡que alguien me ayude! Busco al hijo mayor de
Dimas de Galilea. ¡Soy su hermano y le traigo noticias!
Al reconocer la voz, Dimas corrió hacia el límite de la oscuridad y gritó:
—¡Tibro! ¡Aquí estoy!
Se oyó un crujido en la maleza y un joven judío entró en el círculo iluminado.
Aunque un poco más alto y más musculoso que Dimas, se parecía mucho a su
hermano mayor, con la misma barba recortada y unos ojos encantadoramente verdes.
Y, como el discípulo Pedro, Tibro llevaba una espada corta al cinto que ceñía su
cintura. Una daga colgaba del mismo cinto.
Aunque parecidos en apariencia, el temperamento de los hermanos era diferente.
Dimas tenía el espíritu amable de su madre y era un hombre de letras, capaz de leer y
escribir en griego, latín, hebreo y arameo. Tibro, que tenía diecinueve años, era tres
más joven que Dimas y tenía el carácter exaltado y voluble de su padre, rápido a la
hora de juzgar e igualmente rápido a la hora de actuar de acuerdo con ese juicio.
—¡Alabado seas! ¡Menos mal que te he encontrado! —exclamó Tibro, dando a su
hermano unas palmadas en la espalda—. Tenemos que actuar rápidamente. Padre está
en peligro.
—¿Qué ha pasado?
—Hemos sido atacados por soldados romanos. Yo he podido escapar, pero han
capturado a padre, a Gestas y a Barrabás.
Las noticias no sorprendieron a Dimas. Hacía mucho tiempo que su padre se había
inclinado hacia un nacionalismo fanático. El y su hermano menor seguían a Barrabás,
jefe de una facción de los zelotes. Creían que cualquiera que impusiera o incluso
reconociera otra ley que no fuese la del Dios hebreo era un malvado al que había que
eliminar; no solo los romanos, sino cualquier judío que colaborara con ellos.
—¿Lo tienen los romanos? —preguntó Dimas.
—Lo han llevado ante el Sanedrín para que lo juzguen. ¿Puedes imaginar una
traición mayor que el hecho de que sean judíos quienes juzguen a judíos por un delito
contra Roma?
—Hace mucho tiempo que temía algo así —dijo Dimas—. Pero vamos, haremos
lo que podamos.
Se dispusieron a salir del jardín.
—Bar-Dimas —llamó Jesús y los hermanos se detuvieron y miraron hacia atrás—.
No podéis hacer nada. Vuestro padre tiene que representar el papel escrito para él,
igual que yo.
—¿El papel escrito para él? —se burló Tibro, mientras daba unas zancadas hacia el
Rabí y se llevaba instintivamente la mano a la daga que llevaba al cinto—. ¿Tú, un
falso profeta que aparta a nuestro pueblo de Dios, nos va a decir que nuestro padre
tiene un papel que desempeñar en tu herejía?
—Por rendirme homenaje a mí, tu padre será recordado y honrado hasta el fin de
los tiempos —dijo Jesús.
—¡Mi padre no te rinde homenaje! Está en prisión, esperando que los perros
romanos lo crucifiquen porque es un hombre de honor y de principios que no se
inclina ante ningún hombre. ¡Y morirá como un hombre de honor y de principios!
—Vamos, Tibro —le instó Dimas, tirando del vestido de su hermano—. Dijiste
que padre nos necesita.
Liberándose. Tibro, rabioso, amenazó con el puño a Jesús.
—¿Homenaje? ¡Lo vería morir antes que blasfemar, rindiendo homenaje a alguien
de tu calaña!
—Déjame enseñarle algunos modales a ese crío insolente, Maestro —dijo Pedro,
aferrando la empuñadura de su espada.
—No, Pedro. Porque también Tibro tiene un papel que desempeñar en el gran
misterio —sonriendo, Jesús dio la espalda al airado joven zelote y abrió los brazos
como para empujar a sus seguidores—. Vamos, es la hora de nuestra cena.
Mientras los discípulos se encaminaban hacia un edificio cercano, en el que harían
la comida ceremonial de la primera noche de la Pascua, Simón permaneció
inmovilizado entre sus nuevos compañeros y el que lo había traído al jardín y ahora
desaparecía en la oscuridad.
Sintió una mano en el hombro y se volvió para ver al Rabí mirándolo con
compasión y comprensión.
—Síguelo —le dijo Jesús en voz baja—. Nuestro tiempo de estar juntos todavía
está por llegar, pero tu amigo aún necesita tus sabios consejos.
Simón dudó; después, sintió que se rendía a la voluntad del Maestro.
—¿Te veré de nuevo? —preguntó.
—Seguro, de hoy en adelante, iremos juntos —respondió.
Asintiendo con la cabeza en aceptación, Simón se volvió, apresurándose en la
noche.
Capítulo 6

imas y Tibro permanecían en una cámara exterior de la Torre Antonia, con


la esperanza de que el prefecto los recibiera en audiencia. Habían pasado la
noche yendo de un funcionario judío a otro, hasta que descubrieron que su
padre ya había sido condenado por el Sanedrín y remitido a los romanos
para su ejecución.

D Cuando regresó el funcionario que había recibido su solicitud, negó con


la cabeza.
—Su excelencia Poncio Pilato no os recibirá. Marchad, pues.
—Quizá no entendiera nuestras pretensiones —dijo Dimas con forzada
tranquilidad, deteniendo con la mano a su hermano, más exaltado—. No venimos a
pedir la liberación de Dimas de Galilea, sino únicamente el permiso del prefecto para
visitar al preso antes de que se ejecute la sentencia.
—No es buen momento —replicó el funcionario con un rápido movimiento de la
mano—. Ahora mismo, acaban de traer ante el prefecto a ese hombre, Jesús de
Nazaret. El Sanedrín también ha pedido para él la crucifixión.
—¿Qué? —espetó Dimas—. ¿Van a crucificar a Jesús? Pero, ¿por qué? ¿Qué
delito ha cometido?
El hombre negó con la cabeza.
—Su excelencia está perplejo por esa misma cuestión. El pobre hombre no parece
más que un autoproclamado profeta y esta maldita tierra está plagada de gente de esa
clase. Sin embargo, Caifás insiste en su ejecución y Herodes Antipas le apoya.
—¿Qué tiene que ver Herodes con todo esto? El gobierna Galilea, no Judea.
—Pero está pasando la Pascua aquí, en la capital, y, como Jesús es de Nazaret, de
Galilea, el prefecto creyó políticamente correcto enviarlo a Herodes.
—Así que fue Herodes quien lo condenó…
El funcionario sonrió con cierto aire de satisfacción.
—¿Herodes? Dicen que está muerto de miedo con este profeta; cree que es la
resurrección del bautista que aceptó decapitar. No… como es habitual, quiere
mantener sus manos limpias. Lo devolvió aquí apoyando la resolución que
recomendara el Sanedrín.
—Y el consejo recomienda lo que diga Caifás —susurró Dimas, apretando las
manos.
El funcionario se encogió de hombros y se retiró atravesando la cámara.
—No te entiendo —dijo Tibro entre dientes—. ¿Nuestro padre ha sido condenado
y, sin embargo, tú te preocupas por ese hombre, por Jesús?
—El solo es culpable de predicar la palabra de Dios.
—¿Y padre? —preguntó Tibro, agarrando la manga de su hermano—. Mientras tu
Jesús habla de una vida mejor para nosotros, los judíos, padre trabaja para realizarla.
—Sí, el trabajo de un zelote —susurró Dimas—. Y siempre ha sabido que ese
trabajo podía llevarlo… bueno, a acabar así.
Al ver que el funcionario iba a salir de la cámara, Dimas se liberó de su hermano y
llamó al hombre.
—Una cosa más, por favor —cuando se detuvo y miró hacia atrás desde la puerta
abierta, Dimas continuó—. Dice que el Sanedrín ha pedido la crucifixión de Jesús.
Entonces, su suerte todavía no se ha decidido. ¿Pondo Pilato puede conmutar la
sentencia?
—Si os apresuráis a salir al patio, su excelencia trata de mostrar su benevolencia
perdonando a un preso como regalo de Pascua para vuestro pueblo.
—¿A cuál? —preguntó Tibro.
De nuevo, el hombre se encogió de hombros.
—¿Jesús?, ¿Barrabás?, ¿vuestro amigo Dimas, quizá? Es el pueblo quien elige.
—Vamos —dijo Tibro, tirando del brazo de su hermano—. Corramos y
supliquemos por nuestro padre.
Dimas y Tibro se unieron a la muchedumbre, que pronto superó las dos mil
personas arremolinadas en el pretorio, el patio enlosado de la Torre Antonia. Todos
los ojos estaban fijos en la cabecera de las escaleras, en donde Poncio Pilato, el
prefecto romano de Judea, se sentaba en la silla curul, la silla de marfil utilizada por
los magistrados romanos como sede judicial. Aunque no pertenecía por nacimiento a
la casta senatorial de la sociedad romana y era, en cambio, descendiente de domadores
y tratantes de caballos, soldados y mercaderes, Pilato había ascendido en el ejército y
en el servicio al gobierno imperial gracias a su ingenio, su inteligencia, su crueldad y
el aprecio del arte y la ciencia del soborno.
—Ahí está —dijo Dimas, señalando a un personaje, flanqueado por soldados, que
acababan de llevar y permanecía de pie, cerca de Pilato. Incluso a distancia, eran
claramente visibles las señales sangrientas de los latigazos y resultaba evidente que le
costaba gran esfuerzo mantenerse en pie—. ¡Oh, míralo! ¡Cómo lo han herido! Lo
han molido a palos.
—¿A padre?
—A Jesús.
—¿Por qué te preocupa tanto este nazareno? ¿No tienes amor ni compasión por tu
propia sangre?
—Sin duda, pero, desde hace mucho tiempo, hemos visto cómo se acercaba esta
fatalidad y yo no soy su causa.
—¿Estás sugiriendo, hermano mío, que yo lo soy?
—Tú estabas con él —replicó Dimas.
Antes de que Tibro pudiera responder, se levantó Pilato de su silla y se acercó a la
cabecera de las escaleras para dirigirse a la multitud. Llevaba la estola púrpura de su
cargo imperial como si hubiese nacido para él, y habló en un tono grandilocuente y
autoritario que no podía enmascarar su disgusto por estar en Jerusalén durante la santa
estación judía, en vez de en la comodidad de su propio palacio de Cesarea, en la costa
mediterránea.
—Este hombre, este Jesús, ha sido traído ante mi tribunal —comenzó Pilato—,
acusado de blasfemar contra la religión judía, lo que no pertenece a mi jurisdicción, y
de incitar a la nación a la revuelta y a aceptar su reinado, lo que, en su mayor parte, sí
pertenece. Pero yo mismo lo he interrogado y no encuentro culpa en él.
—¡Déjalo marchar! —gritó Dimas bar-Dimas.
Varias personas de la multitud dirigieron su mirada hacia él, frunciendo el ceño en
clara desaprobación.
—¡Cállate! —dijo Tibro, agarrando el hombro de su hermano—. No debemos
llamar la atención.
Dimas negó con la cabeza, respirando profundamente para calmar sus emociones.
—Herodes Antipas también lo ha interrogado y no lo ha encontrado culpable, por
lo que me lo ha devuelto —continuó Pilato—. En consecuencia, esta será mi
sentencia: no ha hecho nada que merezca la pena de muerte.
—¡Crucifícalo! —gritó alguien—. ¡Mátalo! —gritaron otros de la multitud.
—¿Por qué piden su sangre? —preguntó Dimas, sorprendido por la virulencia que
apreciaba a su alrededor.
El prefecto levantó sus pálidas manos, pidiendo silencio.
—Lo castigaré y después lo dejaré libre.
—¡No! —dijo un coro de voces.
—¡Debe morir!
—¡Mátalo!
—¡Crucifícalo!
Los gritos llenaron el patio y los muros de la fortaleza devolvieron el eco.
De nuevo, Pilato levantó las manos. Cuando la muchedumbre se calló lo suficiente
para hacerse oír, continuó:
—En honor a la celebración de vuestra fiesta, pondré en libertad a un preso. ¿A
quién queréis que libere? —hizo un gesto a los soldados que estaban tras él y ellos
sacaron a otros tres hombres, poniéndolos al lado de Jesús.
—¡Allí está! —dijo Tibro, moviendo la cabeza en dirección a su padre, que estaba
en el extremo derecho—. Esta es nuestra oportunidad —puso las manos alrededor de
la boca y gritó—: ¡Dimas! ¡Queremos a Dimas de Galilea!
Volviéndose a su hermano, le ordenó:
—¡Grita! ¡Grita el nombre de nuestro padre lo más alto que puedas!
El hermano mayor dudó, queriendo proclamar a todos los reunidos que estaban a
punto de condenar al hombre que tenía el poder para salvar a toda Judea, a toda la
humanidad, pero fue como si oyera al Rabí diciéndole que incluso este momento
había sido escrito en el libro de Dios, que ahora debía ponerse el manto de hijo y
honrar al padre que lo confirmaba. Antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo,
se oyó gritar, inseguro al principio y después con creciente convicción:
—¡Dimas! ¡Danos a Dimas!
—¡Dimas! —clamó Tibro a su lado, dando unas palmadas en la espalda a su
hermano y volviéndose después a quienes más cerca estaban de ellos—. Por favor,
¡ayudadnos a pedir la libertad de Dimas!
Algunos más se sumaron a los gritos, pero, desde otra parte del patio, comenzaron
a decir el nombre del más conocido Barrabás. La petición se transformó en canto,
seguido por cada vez más gente, hasta que atrajo a quienes habían estado gritando los
nombres de otros presos.
—¡Dimas! —siguieron chillando los hermanos, quedando enterradas sus voces
por el clamor a favor de Barrabás.
Una vez más, Poncio Pilato elevó las manos pidiendo silencio y compostura.
—¿A quién queréis que suelte, a Barrabás el zelote o a Jesús el Mesías?
—¿El Mesías? ¡El no es el Mesías!
—¡Barrabás! —gritó la muchedumbre—. ¡Danos a Barrabás!
—Mendigos insaciables —dijo Pilato para sí. Volviéndose a un sirviente, que traía
una gran jofaina de plata, Pilato metió las manos en el agua perfumada, como si el
hecho de lavarse limpiara cualquier relación con la liberación de un conocido criminal
y con la muerte de un hombre inocente.
A sabiendas de que, ahora, cualquier intento de liberar a su padre era inútil, Tibro
y Dimas fueron retirándose a través de la multitud. Al salir del patio, todavía pudieron
oír las voces estridentes que pedían la crucifixión de Jesús.
—Seguro que no lo conocen —dijo Dimas, con los hombros hundidos, mientras
seguía a su hermano por la calle—. No han estado con él; no lo han oído hablar. Si lo
hubieran oído, no pedirían su sangre.
—Me das asco —le recriminó Tibro cuando se pararon y se volvió hacia su
hermano mayor—. Nuestro propio padre va a ser crucificado y tú condenas la suerte
de este falso mesías.
—No es falso.
—Entonces, ¿quién es?
Dimas dudó un momento; después, dijo con convicción:
—El Hijo de Dios.
Tibro levantó la mano, con la palma hacia adelante, como para marcar distancias
entre ellos.
—No puedo escuchar tal herejía —declaró—. Apártate de mí. Tú no eres mi
hermano.
Volviéndose, se marchó.
—¡Tibro, espera! —lo llamó Dimas, acercándose a él.
—¡No! —Tibro, con desprecio, le hizo un gesto de despedida—. ¡No te conozco!
Capítulo 7

imas bar-Dimas anduvo vagando sin rumbo por las calles, pensando en el
atroz giro de los acontecimientos. Ayer había llegado a Jerusalén en un
peregrinaje gozoso para celebrar la Pascua. Había esperado, con profundo
placer, postrarse en el piso de piedra del gran templo. Había hecho un
amigo durante el viaje y, en la noche pasada, Dimas había disfrutado con la

D visita a Jesús, el hombre a quien creía Hijo de Dios.


Pero una noche más tarde, insomne, Dimas se hallaba solo en las
abarrotadas calles, cansado, desmoralizado, hambriento, habiéndolo
abandonado airado su hermano, en unas horas, quizá minutos, su padre
estaría en una cruz y su maestro esperando una suerte demasiado horrible para
comprenderla.
—¡Dimas, hermano mío! —gritó una voz.
Volviéndose, Dimas vio un rostro oscuro, sonriente, entre las multitudes que
habían inundado las calles a la salida del pretorio.
—¡Simón! —contestó.
Simón de Cirene atravesó la muchedumbre hasta llegar al lado de Dimas y los dos
hombres se agarraron los antebrazos en señal de saludo.
—¿Viste a tu padre? —preguntó Simón.
—No. Lo intentamos toda la noche, pero sin éxito.
—Lo siento de veras.
—Simón, ¿te has enterado? Van a crucificar a Jesús.
—Sí, pero no lo entiendo. ¿Por qué tu pueblo mata a uno de sus propios hombres
santos?
—No todos lo creen santo —replicó Dimas.
—Entonces es que no lo han visto como nosotros.
Los interrumpieron los gritos de un soldado romano.
—¡Abran paso! ¡Abran paso! —ordenaba. Otros dos soldados lo seguían de
manera que el trío armado formaba una cuña que separaba la multitud.
—¿Qué ocurre? —preguntó Simón.
—Deben de estar trasladando a los presos —de repente, Dimas se dio cuenta de
que esta podía ser la última oportunidad de hablar con su padre—. Simón, tenemos
que acercarnos.
—No te separes de mí.
Empujando con toda la fuerza de sus musculosos brazos, Simón avanzó, abriendo
una senda hasta que estuvieron en primera fila, mientras la muchedumbre se alineaba
a ambos lados de la calle.
Dos soldados a caballo abrían la procesión; montados uno al lado del otro,
bajaban por la calle pavimentada, presionando a los espectadores contra los edificios y
empujándolos hacia los callejones para dejar más libre el camino.
—¡Atrás! ¡Atrás! —ordenaban los soldados, fustigando ocasionalmente a la gente
con sus látigos.
Tras los jinetes, iban seis soldados a pie, con coraza y casco, seguidos por los tres
condenados. Jesús iba el primero, apenas capaz de llevar el pesado e incómodo
madero que formaría los brazos de la cruz. Sobre su cabeza, habían hincado una
burda corona de espinas, que le atravesaba la carne y le llenaba de sangre la cara.
Alrededor del cuello, colgaba un rótulo en el que se leía: «Rey de los judíos». Un
vestido hecho jirones revelaba su torso atravesado por laceraciones sanguinolentas y
sus piernas temblando de fatiga. Incluso quienes más habían vociferado pidiendo su
crucifixión retrocedían con lástima y muchos empezaban a llorar.
Gestas era el siguiente. Incluso ahora, su mirada era airada y desafiante; llevaba su
madero con facilidad, porque a él no lo habían golpeado. Era raro que los romanos
golpearan a un condenado a muerte, lo que le confirmaba a Dimas que el prefecto
había tratado de castigar a Jesús, en vez de ejecutarlo.
Tras Gestas iba Dimas de Galilea. Aunque era tan fuerte como su compañero
zelote, Dimas no tenía el mismo aspecto desafiante. En cambio, su expresión era de
resignación mientras caminaba lenta y pesadamente por la calle, llevando su madero a
la espalda.
—¡Padre! —gritó el joven Dimas mientras trataba de acercarse más.
Cuando el condenado oyó la voz de su hijo, su cara se iluminó. Buscó por entre la
muchedumbre que llenaba la calle y, cuando vio a su hijo mayor, sonrió.
—¡Hijo mío! —gritó feliz—. ¡Qué contento estoy de que Dios me haya dado la
oportunidad de verte una vez más!
—Tibro y yo tratamos de verte por la noche —le dijo bar— Dimas—. No nos
dejaron.
—Sentí vuestra presencia —le aseguró su padre. Señaló con la cabeza a Jesús,
delante de él—. ¿No es el hombre del que nos hablabas, el que tú llamas Mesías?
—Él es el Mesías, el Hijo de Dios —declaró sin dudarlo el joven.
—Lo siento por él. Si han de crucificarte, no está bien que te peguen.
—¿Cómo estás, padre? ¿Tu fe es fuerte?
—Dios está conmigo.
—Confía también en Jesús —le instó bar-Dimas —. Dios no abandonará a su
propio hijo y tampoco su hijo te abandonará a ti.
Inmediatamente delante, Gestas miró hacia atrás y se mofó riéndose:
—¿Es el Hijo de Dios? Míralo. El hombre que se llama nuestro rey apenas puede
andar.
Cerca, Simón estaba atrapado en el drama que se estaba desarrollando en la calle
entre la Torre Antonia y el Gòlgota, que un día se conocería como la Vía Dolorosa.
Era consciente del patetismo de Dimas bar-Dimas manteniendo la conversación final
con su padre, pero Simón era igualmente consciente del sufrimiento de Jesús y avanzó
algo más por la calle para mantenerse a la altura del Rabí. Jesús le había hablado al ver
a su nuevo amigo y, en realidad, Simón había estado siguiendo a Dimas toda la noche
y durante el día, con la única pretensión de encontrarse accidentalmente y estar un rato
con él. Pero Jesús también había prometido que él y Simón irían siempre juntos y esta
parecía la última oportunidad de hacerlo.
De repente, Jesús se tambaleó y se cayó hacia adelante. Se dio un fuerte golpe con
el suelo, incapaz de detener su caída porque llevaba atadas las manos al madero. Este
se deslizó y cayó hacia adelante haciendo un ruido sonoro.
—¡Levántate! —exigía el soldado romano, metiendo prisa a Jesús y golpeándolo
en el costado—. ¡Muévete!
Simón salió de entre la muchedumbre. Levantó el madero y lo puso sobre su
hombro, cogiendo también a Jesús con su mano libre. Cuando Jesús se agarró y
volvió a ponerse en pie, Simón le miró el rostro, surcado por hilos de sangre que
corrían desde las heridas causadas por la corona de espinas. Después, sin pensarlo,
Simón cortó un trozo amplio de tela del dobladillo de su túnica y lo utilizó para
enjugar parte de la sangre.
Simón sintió la mirada de Jesús en lo más profundo de su alma. Una vez, cuando
Simón era un niño, se había caído de un árbol y le falló la respiración. Fue un
momento de pánico, tirado en el suelo, incapaz de aspirar algo de aire, preguntándose
si volvería a respirar. Ahora tenía la misma sensación, una mareante pérdida de aliento
y la disociación de la realidad. Durante un instante, imaginó que estaba mirando las
edades por venir, viendo cosas que solo podía comprender en abstracto, maravillosas
ciudades y campos de pena, banquetes y hambrunas, guerra y paz, triunfo, tragedia.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó uno de los soldados romanos, amenazando a
Simón con su látigo levantado. Hizo una señal al hombre negro de que devolviera el
pesado madero, pero después dudó, mirando inseguro los ojos de Jesús. Al final, el
soldado movió la cabeza, como para aclararse, y le hizo un gesto a Simón para que
siguiera con lo que estaba haciendo—. ¡Venga! ¡Muévete! —gruñó, sacudiendo el
látigo para indicar que no dudaría de usarlo.
Cuando Simón siguió avanzando al lado de Jesús, supo que, con independencia
de lo que ocurriera aquel día, su vida había cambiado para siempre.

***

Pasaban unos minutos de mediodía y el sol, alto y caliente, brillaba en las hojas de
los árboles de un olivar cercano. Los tres condenados colgaban de sus cruces en el
Gólgota, frente a la ciudad santa de Jerusalén. La mayor parte de la muchedumbre
había desaparecido, una vez finalizado el espectáculo de atarlos y clavarlos en los
travesaños e izarlos para colocarlos sobre los postes. Ahora, ya no había nada que ver,
excepto los momentos finales de la agonía de la muerte por asfixia. Y como, una vez
colgados, perdían la fuerza tan rápidamente, había demasiado pocos sonidos o
espectáculo para mantener el interés del público.
No obstante, se quedaron unos cuantos: los curiosos morbosos, los amigos y las
familias de los condenados. Pero los seguidores de Jesús eran muy pocos, temerosos
la mayoría de ellos de que los arrestasen los romanos o de que los matara la multitud
si los reconocían como miembros de su círculo íntimo.
Algunos detractores y escépticos se quedaron cerca y uno de ellos le gritó a Jesús,
que estaba en la cruz central:
—Si eres el Hijo de Dios, ¡baja de la cruz!
—Dicen que ayudaste a otros, ¿no puedes ayudarte a ti mismo? —gritó otro.
Gestas, en su agonía, le dirigió también, jadeante, su despectiva petición:
—Dices que eres el Mesías. Entonces, ¡sálvate a ti mismo! ¡Sálvate a ti mismo y a
nosotros también!
Dimas de Galilea, que había guardado silencio desde el momento en el que lo
izaron en la cruz de la derecha, miró a Gestas y le preguntó:
—¿No tienes temor de Dios? Nosotros estamos recibiendo el mismo castigo que el
Mesías, pero nosotros somos culpables de nuestros crímenes, mientras que él es
inocente.
Bar-Dimas había estado mirando, sintiendo en su corazón el dolor de su padre,
rezando por él. Ahora, había oído a su padre aludir a Jesús como el Mesías y miró
alrededor, esperando ver a su hermano, pero Tibro no estaba a la vista. En realidad,
no había visto a su hermano desde que se habían separado enfadados ese mismo día.
Dimas, el padre, miró a su hijo y le dirigió una sonrisa. Después, haciendo una
mueca, trató de volverse hacia Jesús:
—Acuérdate de mí, Jesús de Nazaret, cuando estés en tu gloria —dijo arrepentido.
Jesús miró a Dimas.
—Yo te digo que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso.
Capítulo 8

uando Simón comenzó el largo viaje de regreso a Cirene, no podía borrar de


su mente los acontecimientos de Jerusalén. No eran solo los brutales azotes y
ejecución de un hombre bueno y amable que tanto lo habían conmovido,
sino la extraña sensación que tuvo bajo la mirada de Jesús cuando cargó
sobre sí la cruz. Era como si le hubiese mostrado el futuro, no solo el suyo,

C sino el de la humanidad. En lo que solo debió de ser un instante, había visto


cosas asombrosas que ahora no podía comprender. ¿Quién era él para tener
esa notable visión? El no era de la raza ni de la religión de Jesús, ¿por qué le
había afectado tanto?
Recordó las palabras del Rabí aquella noche ante la hoguera: «¿No somos todos
de la raza humana?», y el aspecto que había tomado su piel, tan negra como la de
Simón. Por supuesto, esto podía haber sido una jugarreta de la luz, porque las
sombras habían ido ganando terreno en el jardín de Getsemaní.
—Simón —dijo una voz, interrumpiendo sus cavilaciones mientras avanzaba solo
por la solitaria calzada.
Se detuvo y miró a su alrededor, con la vaga esperanza de que su amigo Dimas
bar-Dimas viniese en busca de él.
—¿Sí? —contestó, pero no vio a nadie, por lo que se encogió de hombros y siguió
andando por el duro camino.
—Simón.
Simón se dio la vuelta y de nuevo no vio a nadie. Sin embargo, en esta ocasión,
cuando se volvió, pudo ver a alguien que le cerraba el paso. Por un momento, no
reconoció al hombre. Después, con un grito ahogado, se dio cuenta de que estaba
viendo a Jesús.
—¡No, no puede ser! —Simón cayó de rodillas, musitando el nombre del Rabí.
—Levántate, Simón —dijo Jesús—. ¿No te dije que iríamos juntos de nuevo?
—Señor mío, perdona mis dudas —susurró Simón, temeroso de mirarlo.
—En mis tribulaciones, utilizaste tu túnica para enjugar la sangre de mis ojos. Mira
ahora esa prenda, Simón.
Simón había agarrado firmemente el trozo de tela rasgado durante la crucifixión,
descubriendo más tarde que todavía lo tenía fuertemente asido en el puño. Estaba tan
empapado de sangre que pensó tirarlo. Pero algo le había impulsado a conservarlo,
como si no quisiera separarse de Jesús. Esa mañana, lo había metido en su equipaje;
ahora abrió este y lo sacó.
—Ábrelo —dijo Jesús— y fíjate en el signo.
La tela medía unos diez centímetros cuadrados y estaba tiesa por la sangre seca
cuando Simón la desdobló. Miró la tela y después dirigió una mirada interrogante a
Jesús, que se limitaba a sonreír. Cuando Simón miró la tela por detrás, sus ojos se
ensancharon asombrados, porque la parduzca sangre incrustada estaba tomando un
tono rojizo y humedeciéndose de nuevo. Empezó a caer de la tela al suelo, a los pies
de Simón, dejando el tejido de un blanco lustroso, un blanco más brillante de lo que
había sido la tela el día en que la tejieron.
No cayó toda la sangre. Parte de lo que había sido una forma caprichosa aparecía
ahora en forma de un símbolo extraño, desconocido. El extremo superior parecía una
luna creciente, tumbada, con los picos hacia arriba y tocándose estos en el extremo.
Centrada en el círculo que formaba la luna, había una estrella de cinco puntas; cada
una de las dos puntas inferiores se prolongaba en una especie de rayo de luz y
formaba una pirámide con la línea horizontal de la base. Conectando la base con el
círculo en creciente se veía una cruz en forma de «T», muy parecida a la que soportó a
Jesús en el Gólgota.
—¿Qué… qué es esto tan asombroso?
—Trevia Dei: las tres grandes vías hacia Dios, que son una —dijo Jesús—. Es un
símbolo de los diferentes caminos que tomarán los hombres en busca de su Padre.
—No comprendo.
Alargando la mano, Jesús tocó el antebrazo de Simón y después su corazón.
Simón notó una sensación de cosquilleo y después se encontró rodeado por una
burbuja de luz. Todos sus sentidos se intensificaron: los colores se hicieron más vivos;
los olores, más dulces; los sonidos, más resonantes; incluso la dura tierra se tornó
deliciosa bajo sus pies.
Mirando aún la imagen de la tela, vio que el Trevia Dei se transformaba en tres
símbolos separados que ascendían lentamente en el aire, alejándose cada uno de los
demás. El símbolo superior se giró y formó una luna en creciente y la estrella. La
pirámide se duplicó, cruzándose sobre sí misma y formando una estrella de seis
puntas. Por último, la pieza horizontal de la cruz descendió, formando una cruz con
cuatro brazos.
De repente, Simón se vio transportado a un tiempo y un lugar nuevos y, aunque la
experiencia no se parecía en nada a lo que él pudiera concebir, no estaba asustado ni
desconcertado. Desde una distante posición estratégica, vio una brillante bola azul
suspendida en un negro vacío y supo, sin comprender cómo, que esta esfera era el
hogar del hombre.
Al ampliarse su visión, pudo contemplar maravillosas máquinas aladas surcando
el cielo como cuadrigas, ciudades resplandecientes con luces que nunca parpadeaban,
edificios más altos que la Torre de Babel. Pero también vio a hombres y mujeres de
piel tan oscura como la suya encadenados y apiñados en barcos de tráfico de esclavos,
a miles de judíos llevados para ser masacrados en campos de muerte, a millones de
hombres y mujeres de todas las razas y naciones muertos por terribles máquinas de
guerra.
Por último, él mismo entró a formar parte de la imagen, no solo viéndola, sino
sintiéndose físicamente presente en un gran templo, aunque diferente de cualquier
estructura que hubiese visto nunca. Estaba de pie en una cámara enorme con un techo
abovedado tan alto y ancho que sólo podía preguntarse qué le impedía caer al suelo.
Las paredes parecían recubiertas de oro, con increíbles estatuas y pinturas de Dios
y de sus ángeles. Había imágenes de la cruz por todas partes y, en cada cruz, un
hombre crucificado que parecía Jesús en espíritu, si no precisamente en la forma.
El templo estaba lleno de cientos de personas que se mantenían de pie en grupos
ordenados en torno al santuario, muchas de las cuales llevaban opulentos ropajes
rojos y la que estaba en el altar vestía completamente de blanco. Simón oyó el tenue
murmullo de hombres y mujeres en oración y sintió un suave movimiento de aire que
llevaba el aroma del incienso.
Parecía que nadie se percataba de la presencia de Simón, con su ropa de viajero
cubierta de polvo, solo, en una de las naves que conducían al altar. Después, se dio
cuenta de que alguien lo miraba, un hombre aislado entre la asamblea. Simón se
volvió hacia el hombre, cuyo porte y curiosa vestimenta negra con un cuello blanco
rígido eran mucho más sencillos que los de los demás. Este hombre tenía algo que
salvaba el largo período de tiempo entre ellos y sus ojos se fundieron en un mutuo
reconocimiento.
Simón alargó su mano y este hombre de elegante sencillez repitió el gesto.
Después, cuando Simón dio un primer paso hacia él, la imagen comenzó a
difuminarse, la gran catedral abovedada brillando como niebla desapareció, hasta que,
de nuevo, Simón se encontró en el camino de Jerusalén.
Simón miró la tela que tenía en las manos. La estrella y el creciente, la estrella de
David y la cruz habían vuelto a unirse en el símbolo de color rojo sangre que Jesús
había llamado Trevia Dei.
—¿Has visto? —preguntó Jesús.
—Sí, Señor —respondió Simón—. No sé por qué he sido escogido para ver unas
cosas tan asombrosas, pero las he visto y nunca las olvidaré.
—En su momento, verás y entenderás más, porque el Trevia Dei te lo enseñará —
le dijo Jesús—. Es un signo para el viaje del hombre hacia Dios. Te he escogido,
Simón, para que seas el guardián de este signo hasta que ya no seas capaz de serlo.
Entonces, tendrás que buscar a alguien que sea digno, quien, a su vez, buscará a otro
que lo pasará a otro y así durante cincuenta generaciones… hasta el momento en el
que el Trevia Dei tenga que ser revelado.
—Sí —replicó Simón, mirando de nuevo el maravilloso símbolo sobre la tela—.
Lo haré como dices, Señor mío, siempre…
Se levantó un leve susurro de viento y Simón levantó la vista, descubriendo que
de nuevo estaba solo. Durante un instante, pensó que todo había sido un sueño, pero
vio en sus manos la tela con el Trevia Dei y se desvanecieron todas sus dudas. Cayó
en el suelo, haciendo una oración de acción de gracias por haber sido elegido y otra
de súplica para ser digno de tan gran confianza.
Capítulo 9

l padre Michael Flannery estaba de pie, en medio de la asamblea reunida en


la gran nave, a más de medio camino de la salida de la misma, observando el
espectáculo y la grandiosidad de la misa de pontifical. Era una función casi
tan antigua como la misma cristiandad a la que Flannery había asistido
muchas veces, pero nunca dejaba de conmoverlo porque, en tales ocasiones,

E cobraban vida hasta las mismas piedras de la basílica de San Pedro.


A Flannery no le costaba imaginarse las vestiduras púrpura de los
cardenales como la sangre de la Iglesia, como la sangre de Cristo. Eran el
vino del sacramento.
«Esta es mi sangre de la nueva alianza que se derrama por vosotros».
El nuevo papa, vestido de blanco, que llevaba en la sede de san Pedro solo un
año, era el Corpus Christi, el cuerpo de la Iglesia.
«Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros».
Flannery hizo un esfuerzo para oír las palabras del Santo Padre.«¡Oh Cristo
resucitado!, origen de una vitalidad nueva, capaz de ablandar hasta los corazones más
endurecidos y de renovar el valor de quienes han perdido su rumbo, Señor y
Redentor de la raza humana, ilumina y guía a los pacificadores. ¡Oh, vencedor de la
muerte!, da fortaleza a quienes establecen la justicia y la paz en el mundo,
especialmente en Tierra Santa, donde las esperanzas de una coexistencia pacífica
siguen comprometidas por espíritus desorientados que recurren a la fuerza y la
violencia».
Fuerza y violencia, pensó Flannery. Las bombas de los terroristas y los
helicópteros de ataque israelíes quizá sean diferentes por su método de la fuerza y la
violencia perpetradas en Tierra Santa hace dos mil años, pero no hay diferencia en el
odio que han generado, como tampoco hay diferencia alguna en cuanto a las muertes
provocadas por unos corazones endurecidos. Y lo que repugnaba al espíritu de
Flannery era que los acontecimientos más vitriólicos se debían a la intolerancia
religiosa.
Mientras Flannery reflexionaba sobre estas cosas, se percató de un brillante
resplandor dorado en la cercana nave lateral. Al principio, le pareció una ilusión
producida por la luz, la interacción de rayos divergentes de la luz solar. Miró alrededor
buscando el origen, pero no vio nada y, cuando se volvió hacia el resplandor, había
desaparecido. En su lugar estaba un hombre, un hombre negro de complexión fuerte,
vestido con una ropa sencilla y basta.
No era una aparición, sino un ser humano de carne y hueso que miraba
asombrado la catedral. Y no era la clase de asombro que Flannery había visto en
muchos peregrinos que llegaban por vez primera al Vaticano, sino el de una persona
que estaba viendo más de lo que su experiencia vital le había preparado para
contemplar. Y el hombre tenía algo más, algo que trascendía su expresión de
sobrecogimiento… una paz que superaba toda comprensión. Flannery se sintió atraído
por él como nunca se había sentido atraído por otro ser humano; era una poderosa
conexión que parecía surgir de sus mismas almas.
Sus miradas se encontraron y Flannery sintió algo parecido a una descarga
eléctrica. Casi le gritó mientras se acercaba al extraño, que alargó su mano hacia él. La
burbuja dorada de luz reapareció, tan brillante que Flannery tuvo que protegerse los
ojos de su intenso brillo. Cuando se desvaneció el brillo, el hombre ya no estaba.
—¿Qué? —dijo Flannery en voz alta.
Quienes estaban cerca de él lo miraron, algunos por curiosidad, la mayoría con
irritación, porque el Santo Padre todavía estaba hablando. Aparentemente, solo
Flannery había visto la aparición… si es que había sido una aparición. Y si así fuese,
¿qué significaba?, se preguntó. ¿Qué quería de él el peregrino de piel negra y sencillo
ropaje?
Cerrando los ojos, Flannery trató de fijar la imagen del extraño en su memoria.
Mientras lo estaba haciendo, la temblorosa voz del Pontífice pareció llenarlo todo de
intensidad y de luz.

Bendito sea su santo nombre por siempre jamás.


Bendito sea su santo nombre por siempre jamás.

La terraza de Sarah Arad tenía las mismas baldosas crema y azul marino que el
resto de su piso de Jerusalén y estaba amueblada como si fuese otra habitación, con
un sofá y una otomana de mimbre y una vajilla de acero y cristal. Por eso, no daba la
sensación de que la terraza estuviese separada, sino que formaba parte del conjunto de
habitaciones. De hecho, con las puertas correderas completamente abiertas, como
estaban esa noche, la actividad fluía sin esfuerzo del interior al exterior.
Preston Lewkis, que había aceptado una inesperada pero bienvenida invitación a
cenar, estaba de pie, en la barandilla de la terraza, mirando la ciudad. La noche era
agradable y el aire, suave y aromático.
—Espero que tengas hambre —le dijo Sarah detrás de él.
—Nací hambriento y nunca me he recuperado —replicó, volviéndose e
inclinándose contra la barandilla. Recordó que la primera vez que había visto a Sarah
la había encontrado atractiva, incluso con su atuendo guerrero. La mujer a la que
estaba mirando ahora lo era considerablemente más. Su cabello negro azulado, sus
ojos almendrados y cutis aceitunado quedaban perfectamente realzados por un vestido
de punto negro y corto que caía suelto sobre su cuerpo. Su aspecto era muy femenino,
sexy, impresionante.
El rostro de Sarah enrojeció levemente y sonrió un poco apurada.
—Me estás mirando.
—Debes de estar acostumbrada a que los hombres lo hagan —replicó Preston,
mientras entraba.
—¿Por qué?, gracias… creo —abrió el horno y sacó una parrilla que contenía dos
brochetas de carne y verduras brillantes.
—Mmm, huele bien.
—Brochetas de cordero —dijo ella, levantando las brochetas—. ¿Quieres servir el
vino mientras yo pongo el arroz?
Preston volvió a salir, descorchó la botella y sirvió un poco en una de las copas,
después la hizo girar y tomó un sorbo. Satisfecho, sirvió vino para ambos, al tiempo
que Sarah llevaba sus platos. El sostuvo la silla mientras ella se sentaba y se sentó
frente a ella.
Sarah levantó su copa.
—Lchaim.
—Lchaim —replicó Preston— y mud in your eye[3] —añadió.
—¿Mud in your eye? —hizo una mueca interrogativa.
—Es una especie de vuelta al hogar.
—¿Y dónde está?
—Bueno, ahora está en Waltham (Massachusetts), donde está la universidad, pero
yo soy de San Luis.
—¡Oh!, yo he estado allí —dijo ella con entusiasmo—. Mi padre pronunció una
conferencia en la Washington University.
—¿Tu padre pronunció una conferencia en Wash U?
—Sí, sobre los descubrimientos arqueológicos en Tierra Santa.
—Mmm, entonces yo ya debía de haber salido de la facultad. No recuerdo a
ningún conferenciante que se llamara Arad.
—Mi padre era Saúl Yishar.
Bajando su copa, Preston la miró desconcertado.
—¿Saúl Yishar? —dijo por fin—. ¿Quieres decir que el Saúl Yishar en el que
pienso era tu padre?
—¿Sabes quién era?
—Por supuesto. ¿Quién no ha oído hablar de Saúl Yishar en este campo? Y de tu
madre también… Supongo que Nadia era tu madre.
—Sí.
—Asistí a esa conferencia. Hice la carrera en la Washington U. ¿Así que estuviste
allí con él? Eso significa que estuvimos en el mismo edificio al mismo tiempo.
Ella sonrió.
—Ahora, en el otro lado del mundo, volvemos a encontrarnos.
—Pero tu apellido…
—Arad es mi apellido de casada —explicó.
—¿Casada…?
—Mi marido era comandante del Ejército de Israel —su voz se elevó suavemente
—. Hace dos años lo mataron en un control militar.
—Lo siento… siento mucho oírte decir esto —pasando a un terreno más
agradable, continuó—. Saúl y Nadia Yishar eran unos arqueólogos sin igual. No es
raro que te interesaras por esta materia, educándote con esa inspiración.
—Puede asustar bastante. Aunque no lo mantengo en secreto, tampoco suelo decir
que eran mis padres, porque puede provocar que esperen de mí más de lo que puedo
dar.
—El mundo perdió a dos de sus eruditos más brillantes cuando… —se detuvo
como si se diera cuenta de repente que hablaba de algo doloroso—. ¡Qué estúpido e
insensible soy! A tus padres los mataron cuando…
—Sí, cuando los terroristas palestinos atacaron su excavación.
—Era la primera excavación en Masada, ¿no? —preguntó, y ella cerró los ojos y
asintió—. Por eso solicitaste trabajar allí ahora…
—Continuar su trabajo es honrar su memoria —dijo, con una sonrisa apenas
perceptible.
—Tu marido y tus padres… No puedo decirte cuánto lo siento.
—Sí, bueno, aquí esas cosas son inevitables —dijo Sarah—. Hay que seguir
adelante.
Se produjo un silencio incómodo durante el que Preston probó la brocheta.
—Está absolutamente deliciosa.
—Me alegro de que te guste. Es una vieja receta familiar. Bueno, no las
brochetas… todo el mundo las hace. Me refiero a las hierbas y las especias.
—Que es lo que la hace tan deliciosa. ¿Qué son?
—No te lo puedo decir. Es un secreto tan antiguo como… tan antiguo como el
manuscrito de Masada.
—Como judía, ¿qué piensas del manuscrito? —preguntó.
—¿A qué te refieres con «como judía»?
—Bueno, pone en tela de juicio algunas de vuestras creencias, ¿no? Habla de
Cristo, pero se encontró en Masada, que es uno de los lugares judíos más sagrados…
y, hasta ahora, totalmente desconectado del cristianismo primitivo.
—¿Por qué iba a cuestionar mis creencias? Después de todo, Jesús fue uno de
nuestros chicos —dijo ella con una ligera sonrisa—. Así que la historia judía y la
historia del cristianismo primitivo tienen que solaparse por fuerza. Si acaso, apostaría
a que acaba cuestionando tus creencias como cristiano.
—¿A mí? No —se burló—. Quizá si fuese católico, como el buen padre Flannery,
pero nosotros, los protestantes, estamos acostumbrados a cuestionar y a ser
cuestionados.
—Quería preguntarte algo acerca del padre Flannery —dijo Sarah, con cierta
precaución.
—¿Sí?
—¿Estás seguro de que era oportuno traerlo al equipo?
—¿A Michael Flannery? Me fío de él por principio.
—Quizá. Pero, aunque puede haberse ganado justamente tu confianza, ha
depositado una confianza aún mayor en…
Trataba de encontrar las palabras adecuadas.
—¿En Dios?
—No, en el Vaticano y en la autoridad papal —declaró.
—Dio su palabra de que no diría nada acerca del manuscrito, no hasta que
nosotros…
—No estamos hablando de una antigüedad ordinaria —le cortó ella, dejando el
tenedor en su plato—. Si se demuestra que el manuscrito es verdaderamente del siglo I
y, especialmente, si se descubre que es el documento Q, puede sentirse obligado por
una autoridad superior a romper su juramento terrenal.
—Michael no —Preston se inclinó sobre la mesa y puso una mano reconfortante
sobre la de Sarah—. Pongo mi vida… todas nuestras vidas en sus manos. Y el secreto
del manuscrito.
Sarah suspiró.
—Espero que tengas razón.
—Y lo necesitamos —continuó Preston. Le dio unas palmaditas en la mano,
después cogió su tenedor y pinchó otro bocado de cordero—. No hay nadie mejor que
él para ayudarnos a desvelar los misterios que pueda esconder el manuscrito.
—En realidad, no es el padre Flannery quien me preocupa —dijo ella—. Es la idea
de que el Vaticano esté implicado en cualquier nivel. No quiero que quede
comprometida la integridad del manuscrito de ninguna manera.
—¿A qué te refieres?
—Aunque siempre he admirado el cristianismo como un movimiento
esencialmente judío, no puedo decir que sienta la misma debilidad por el Vaticano.
¿Hay en el mundo alguna organización de pensamiento más cerrado que la Iglesia
Católica Romana? —preguntó—. Su motivación primordial es la defensa de la fe…
no de la verdad o el saber. Si encontramos algo en este documento que cuestione de
alguna manera su doctrina, no ahorrará esfuerzos para desacreditarlo o destruirlo… o,
más probablemente, de enterrarlo en sus cámaras acorazadas con todos los demás
escritos antiguos que no cuadran exactamente con su rígida ideología.
—No creo que tengamos que preocuparnos por eso —dijo Preston—. Tu
gobierno puede estar dispuesto a facilitar fotocopias del manuscrito, pero nunca su
posesión. Y el Vaticano tendría que vérselas primero con nosotros, con los Estados
Unidos.
—¿Con vosotros?
—Mi universidad está financiando la excavación de Masada, ¿recuerdas? Brandéis
tendrá algo que decir si Israel tratara de entregar el manuscrito al Vaticano.
—Espero que tengas razón —dijo ella, moviendo dubitativamente la cabeza—. Sin
embargo, cuando la política se mezcla con la religión, ¿quién sabe lo que pueda
ocurrir? ¿A qué acuerdos puede llegarse? ¡Ah!, pero eso es mejor dejárselo a los curas
y a los políticos —ella levantó su copa y sonrió—. ¿Qué es lo que dijiste?… ¡Tierra en
tu ojo!
Preston se rió. Después, levantó su copa y la entrechocó con la de ella; ambos
bebieron.
—Bueno, ya está bien de hablar de manuscritos sagrados y de religión —dijo
Sarah—. Si hubiese querido comentar cosas del trabajo esta noche, te hubiese
invitado al laboratorio.
—¡Oh! —dijo Preston, momentáneamente confundido. Después, al ver la mirada
de sus ojos que lo estudiaban por encima del borde de su copa, asintió—. ¡Oh! —
repitió—. Sí, por supuesto.
Capítulo 10

l padre Sean Wester sirvió dos tazas de café de una cafetera de plata, después
añadió cantidades copiosas de leche y azúcar a la de Michael Flannery.
—Michael, ya sé cuánto te gusta un poco de café con su leche y azúcar —
bromeó.
Flannery reprimió una sonrisa mientras se inclinaba sobre la mesa y

E aceptaba la taza.
—Me conoce bien, padre.
—Te conocía mejor que tú cuando eras un sacerdote joven, deseoso de
aprenderlo todo, que pasabas todo tu tiempo libre en los archivos. Los dos
éramos irlandeses en una tierra extranjera y tuvimos algunas conversaciones
verdaderamente interesantes, pero ya no vienes mucho por aquí y este viejo se está
quedando solo.
—¡No me diga, padre! ¿Cómo es posible que se encuentre solo en un lugar como
este? Rodeado, como está, por todos los santos y sus obras.
Wester bebió su café y miró a su alrededor, a las pilas de libros y manuscritos. A
sus setenta y muchos años, había pasado buena parte de ellos secuestrado entre los
documentos y objetos de los archivos del Vaticano, algunos de ellos anteriores al
nacimiento de Cristo.
—Sin duda, lo que dices es cierto —dejó escapar un leve suspiro—. La sabiduría
de los tiempos está reunida entre estos antiguos muros, y, si estás aquí un tiempo
suficiente, y el Señor sabe que ya llevo más que eso, ni siquiera tienes que abrir
algunas tapas para leer, porque los mismos santos se acercarán y te lo susurrarán al
oído.
—¿Alguna vez le ha ocurrido eso?
—Siempre, muchacho. ¿Cómo no va a ocurrir en este lugar?
—No, no estoy hablando metafóricamente. Me refiero a si alguna vez ha visto algo
que no pueda explicar, una figura, un santo quizá… —Flannery se detuvo, dejando a
medias la frase, cuando vio de qué modo lo miraba el sacerdote mayor—. Bueno, era
solo…
—¿Has visto algo?
Flannery tomó un sorbo de su café, evitando a propósito la pregunta de Wester.
—Michael, chico, ¿has visto algo?
Flannery asintió.
—¿Y qué ha sido?
—Durante la misa de ayer, en San Pedro. Me pareció ver algo, a alguien…
—¿Un santo?, ¿la misma Virgen María?
—No, no, nada de eso. Era un hombre corriente, un hombre negro, musculoso y
vestido de un modo raro. Fue un segundo; después desapareció.
—¿No es posible que simplemente lo perdieras entre la muchedumbre?
—Supongo… supongo que podría haber sido así —dijo Flannery—. Pero ya no
volví a verlo. Quiero decir que yo estaba mirándolo directamente y… bueno,
simplemente se desvaneció.
—El calor —dijo Wester—. La ceremonia puede ser terriblemente larga y llegar a
hacer un calor espantoso.
—Sí, pero no ha respondido a mi pregunta, padre. ¿Le ha ocurrido a usted algo
parecido?
Wester escogió cuidadosamente sus palabras.
—Michael, ¿no habrás vuelto a…?
—No, padre —interrumpió Flannery. Su respuesta era rotunda, aunque no
desafiante—. Llevo doce años sin beber nada.
—En los últimos siglos han ocurrido algunas cosas asombrosas en la Santa Sede.
Visiones que se han comunicado, así como muchas que no. ¿Quién puede decir que
no hayas sido bendecido con un acontecimiento de este tipo?
—Pero, ¿qué significa? —preguntó Flannery—. Un hombre negro con un vestido
de tejido basto, acercándoseme… llegando a mi alma de un modo que no soy capaz de
explicar… ¿Qué puede significar?
Wester sacudió la cabeza.
—No lo sé, aunque estoy seguro de que aquí, en medio de dos mil años de
historia sagrada, hay una respuesta. Si hubieses sido escogido para ver la visión con
alguna finalidad santa, no me cabe la menor duda de que descubrirás la razón.
—Tengo otra pregunta —dijo Flannery, dejando su taza—. Y esta es más concreta.
Una vez, hace mucho tiempo, vi esto en alguna parte —mostró a Wester un trozo de
papel en el que había dibujado el símbolo que estaba al principio del Evangelio de
Dimas bar-Dimas —. Recientemente, he vuelto a verlo.
Wester miró el símbolo y, por un momento, Flannery creyó ver un destello en los
ojos del anciano clérigo.
—¿Dónde estaba?
—No recuerdo dónde lo vi por primera vez —cuidándose de no mencionar el
manuscrito de Masada, Flannery continuó—: Sin embargo, alguien me lo mostró
recientemente, en Israel, y recordé que lo había visto antes. Creo que se llama Via Dei.
En un susurro, el anciano sacerdote contestó.
—Así es, Via Dei.
—Entonces, ¿usted ha oído hablar de él?
—Creo que sí.
—¿Sabe algo al respecto? ¿Hay referencias a él en los archivos?
Wester se rascó el pecho un momento; después asintió.
—Déjame ver qué puedo encontrar.
Flannery tamborileó con sus dedos en la mesa mientras veía alejarse al anciano.
Wester no era muy alto y su larga sotana le cubría los pies, creando la ilusión de que
se deslizaba, en vez de andar sobre el suelo de mármol. Flannery conocía al sacerdote
irlandés desde que llegó a Roma; se puso en contacto con él porque le interesaban
mucho los archivos y se hicieron amigos a causa de su común origen irlandés… y
algo más. Algo de lo que se dio cuenta el padre Wester y sobre lo que advirtió a
Flannery mucho antes que cualquier otra persona.
—Ten mucho cuidado, chico —le había dicho a Flannery no mucho después de
conocerlo—. No dejes que tu afición a los espíritus, a los licores, se interponga en tu
amor al Espíritu Santo… al Señor.
Wester le había confiado que también él tenía demonios contra los que luchar y, en
parte, su suave advertencia evitó lo que podría haber sido un desastre para el joven
sacerdote. Flannery siempre le estaría agradecido por ello.
Cuando Wester volvió, llevaba un manuscrito encuadernado en piel. Lo abrió
sobre la mesa y se lo puso delante a Flannery, que vio que estaba escrito con mano
clara y legible. Parecía que no tenía más de unos cien años.
—Esto no está publicado —dijo Flannery, mirando a Wester.
—Cierto, no está publicado. No es un libro católico, sino que lo escribió, o lo
canalizó —de ahí el autor que figura— la famosa psíquica y fundadora de la Sociedad
Teosòfica, Helena Petrovna Blavatsky, más conocida como Madame Blavatsky. Estaba
trabajando en él a su muerte, en 1891.
—¿Cómo nos hicimos con él? —preguntó Flannery cuando empezó a pasar
páginas y a examinar el escrito.
—¿Quién puede decirlo? —replicó Wester encogiéndose de hombros. Su boca
dibujó una sonrisa—. Quizá un espía católico entre los teósofos. Sin embargo, acabó
aquí y me atrevo a decir que es el único ejemplar, porque no está en sus catorce
volúmenes de sus obras completas.
—¿Lo ha leído?
—Claro. Como tú, había visto el símbolo una o dos veces en mi juventud y,
cuando tropecé con este manuscrito, me pudo la curiosidad y lo leí entero. Por fortuna
está en inglés, aunque un poco difícil de interpretar en ciertos pasajes. La lengua
materna de Madame Blavatsky era el ruso, pero ella se trasladó a Inglaterra de joven.
Solo el último capítulo se refiere a Via Dei.
Wester se inclinó hacia delante y hojeó rápidamente las páginas del delgado
manuscrito hasta que encontró la que buscaba. El pasaje incluía un símbolo dibujado
a mano casi idéntico al que Flannery le había mostrado.
—Ese es —dijo, tocando el símbolo—. Es el único lugar en el que lo he visto
dibujado. Quizá sea la única referencia escrita y, en el mejor de los casos, de autoridad
dudosa. Pero te dejaré que saques tus propias conclusiones. Tómate todo el tiempo
que necesites —retrocedió desde la mesa—. Puedes trabajar aquí mismo, no te
molestarán. —Gracias.
Durante las dos horas siguientes, Flannery estudió minuciosamente el manuscrito;
leyó primero el capítulo final sobre Via Dei y después empezó el libro por la página 1.
Otros clérigos entraban y salían, pero él no los veía. Unas puertas distantes se abrían y
cerraban, con un eco que resonaba por la cámara como un toque de timbal, pero él no
las oía. La hora de la comida llegó y pasó, pero él no sentía hambre cuando llegó de
nuevo al pasaje por el que había empezado aquel mismo día:

Via Dei, que significa la Senda de Dios y suele llamársela la Vía de Dios, es una de
las organizaciones más antiguas del catolicismo. Sus orígenes se pierden en la historia
antigua. Algunos dicen que tenía raíces en la religión druida y sobrevivió a la
conversión al cristianismo. Otros dicen que era una sociedad militar formada por los
cruzados y utilizada como su autoridad para matar, sin escrúpulos, a musulmanes y a
otros no creyentes. Algunos llevan su origen hasta los contemporáneos de Jesús, en
particular un tal Gayo de Éfeso, quien llevaba su linaje espiritual hasta Dimas, el
llamado Buen Ladrón, crucificado al lado del Salvador.
Muchos estudiosos atribuyen a Via Dei la conservación viva de los misterios más
profundos del cristianismo durante las Edades Oscuras, cuando los auténticos
creyentes fueron sistemáticamente condenados a muerte como herejes por su propia
iglesia. Desde la Reforma, sin embargo, se dice que Via Dei es una sociedad muy
secreta encargada de preservar la pureza católica destruyendo todo grupo o individuo
considerado una amenaza para la Madre Iglesia. Algunos consideran que el símbolo
de Via Dei: una pirámide y una cruz, cubiertas por un círculo, ha sido influido por los
francmasones y los rosacrucianos, y otros que ha sido una fuente en la que han
bebido ambas sociedades.

Aunque a Flannery no le sorprendió encontrar una referencia a Via Dei como


sociedad secreta desde la Edad Media, sí le asombró que Blavatsky hubiera
establecido una conexión directa entre el presunto fundador del grupo y Dimas, el
Buen Ladrón, padre del autor del manuscrito de Masada. En el Nuevo Testamento
aparecen varios hombres con el nombre de Gayo y, aunque ninguno aparece
nombrado específicamente como Gayo de Éfeso, todos menos uno estaban
relacionados con el apóstol Pablo, que dedicó gran parte de su ministerio a predicar
en Éfeso.
Flannery examinó el símbolo de Via Dei, tal como lo dibujara madame Blavatsky,
observando las semejanzas y las muy mínimas diferencias de él con el manuscrito de
Dimas. La principal variante estaba en la parte superior, en la que la luna creciente con
los extremos en contacto aparecía, en cambio, como una circunferencia perfectamente
simétrica y la estrella de cinco puntas del vértice superior de la pirámide se parecía
menos a una estrella y era como finos rayos de luz, que le daban cierto aspecto
masónico, pero la semejanza era indiscutible.
Cuando Flannery bosquejaba laboriosamente el símbolo en su bloc de notas, una
voz alegre se inmiscuyó en su ensoñación. —¿Así que piensas pasar aquí la noche? —
¿Qué? —preguntó Flannery, levantando la vista del manuscrito.
—Son las diez en punto —le dijo el padre Sean Wester, mientras daba la vuelta a
la mesa y entraba en la línea de visión de Flannery.
—¿Las diez?, ¿de la noche?
El anciano sacerdote se echó a reír.
—Sí, chaval, dos horas antes de la medianoche. Llevas aquí todo el día; no has
cenado.
—Supongo que me distraje.
—Me parece que sí.
—Padre Wester, ¿conoce algún escrito católico que confirme o refute lo escrito
aquí?
—Déjalo estar, muchacho.
—¿Qué?
—Hay cosas que es mejor dejarlas como están. Sé poco de Via Dei, pero lo que sé
me dice que lo deje en los archivos.
—Entonces, ¿hay escritos católicos sobre la materia?
—Te he dado todo lo que sé —dijo Wester, pero, mientras lo decía, Flannery pudo
ver en sus ojos que no decía la verdad.
—No me está diciendo la verdad, ¿no es así? Al menos, no toda la verdad.
—Michael, te lo digo como a mi hijo —dijo el sacerdote, con voz cariñosa—.
Abandona esta investigación.
En sus habitaciones del Vaticano, Michael Flannery se calentó un pastel en el
microondas y lo comió despacio, seguido por un vaso de zumo de naranja. No era
tanto como una cena, pero, en realidad, no tenía hambre. En los dos últimos días
habían ocurrido demasiadas cosas, desde la aparición en la basílica de San Pedro hasta
su conversación con el padre Wester y el descubrimiento del manuscrito Blavatsky.
Había una cosa que Flannery sabía con seguridad. La sociedad Via Dei o, al
menos, su símbolo, era anterior a las cruzadas. Era anterior, incluso, a los evangelios
conocidos, porque lo había visto expuesto con toda claridad en el manuscrito de
Masada. No sabía qué era, pero sabía lo que no era: un símbolo creado por algún
caballero errante para justificar el asesinato de los musulmanes.
Fuera cual fuese la sociedad que representara, esa sociedad todavía existía.
Flannery lo sabía por algo que no le había comentado al padre Wester ni siquiera a los
arqueólogos en Israel: las circunstancias en las que había visto el símbolo por primera
vez. Durante sus primeros años en el Vaticano, un compañero sacerdote había tratado
de convencerlo para que se uniese a un grupo llamado Via Dei. Los intentos habían
sido tan secretos que, cuando le pidió más información, le dijo que no podía decirle
nada más.
—Debes confiar en nosotros —le dijo el sacerdote.
Le sugirieron que la pertenencia a Via Dei era una garantía para ascender en la
jerarquía católica. ¿Quería tareas importantes en el Vaticano? ¿Aspiraba a la púrpura?
¿Querría llegar algún día a ser cardenal? La pertenencia a Via Dei no le garantizaba el
cumplimiento de esos objetivos, pero, sin duda, aumentaba sus oportunidades.
Flannery ni aceptó ni rechazó la oferta, esperando a ver qué ocurría. Pasó aquello,
no ocurrió nada y casi se había olvidado de aquello cuando vio de nuevo el símbolo,
en esta ocasión impreso con toda claridad en un documento de dos mil años de
antigüedad.
El sacerdote trató de quitarse de la cabeza todo pensamiento relativo a Via Dei
mientras se desnudaba y se metía en la cama. Durante un rato, se movió nervioso,
antes de dormirse. No obstante, fue un sueño agitado, lleno de imágenes de Jerusalén,
el manuscrito y el extraño hombre negro que se le había aparecido durante la misa.
Sin embargo, cuando soñaba con ese hombre, la imagen se transformó en un rostro
más familiar, aunque Flannery no lo había visto en unos veinte años.
—¡El padre Leonardo Contardi! —exclamó, erguido en la cama y despertándose
en ese momento.
Dijo el nombre de nuevo, esta vez en un susurro, cuando recordó de manera más
completa al hombre que le había mencionado por primera vez Via Dei cuando ambos
eran seminaristas aquí, en Roma. Había perdido el contacto con el sacerdote no
mucho después, cuando a Contardi le asignaron una misión en Oriente Medio.
Una cosa es segura, se dijo Flannery cuando volvió a acostarse y cerró los ojos.
«Mañana tengo que buscar al padre Leonardo y descubrir lo que sabe sobre Via Dei y
su símbolo».
Capítulo 11

Michael Flannery le llevó dos semanas encontrar la pista de Leonardo


Contardi. Lo último que había oído era que el joven y entusiasta sacerdote
había dejado Roma para prestar servicio en un monasterio de Israel. Sin
embargo, como Flannery había descubierto ahora, el Monasterio de la Vía
del Señor se había cerrado unos años después y Contardi fue destinado a

A una aldea de las tierras calientes del Amazonas, en Ecuador. Allí, viviendo
con la tribu huaoraní, el sacerdote perdió primero su salud y después su
estabilidad emocional. Solo tres meses antes, lo habían enviado de vuelta a
Roma, a la Residencia San Giovanni para Sacerdotes. Había vuelto a casa
para morir.
Cuando condujeron a Flannery a una pequeña habitación privada de la residencia,
no podía creer que la demacrada y descompuesta figura tendida en la cama fuese el
mismo hombre que una vez pudo ganarle con tanta facilidad en el frontón. Solo
habían pasado veinte años desde que habían estudiado, se habían relajado y reído
juntos. Como Flannery, Contardi solo tenía cuarenta y tantos años, aunque parecía
varios decenios mayor.
—Leonardo —susurró Flannery, tomando la mano del debilitado sacerdote entre
las suyas. La mano carecía de fuerza—. Me hubiese gustado que me anunciaras tu
regreso a Roma.
Contardi miró al visitante, sin que sus ojos grises y legañosos dieran muestra
alguna de reconocimiento. Con una voz sorprendentemente fuerte, dijo en inglés:
—Lentejas.
—¿Perdón?
—Sopa de lentejas; es todo lo que nos sirven aquí: sopa de lentejas —su voz era
un poco aguda, pero clara; tenía los ojos muy abiertos, con lo que parecía una nota de
entusiasmo. Su antiguo acento italiano marcado se había suavizado notablemente,
como resultado, sin duda, de los años que había pasado fuera, en compañía de
hombres de muchas nacionalidades.
—¡Oh!, estoy seguro de que el menú es más variado que eso. Quizá haya alguna
razón médica…
—¿Tus pertenencias están a salvo de la lluvia? —lo interrumpió Contardi—. Las
lluvias son terribles. A veces, caen como una cascada.
—Sí, estoy seguro de que las lluvias son terribles —Flannery dio una suave
palmada en la mano del sacerdote.
—El Santo Padre está enfadado conmigo.
—¿Y por qué iba a estar molesto el Santo Padre?
Los ojos del sacerdote se achicaron y, en tono conspiratorio, susurró:
—Hay trescientos veintidós de ellos.
—¿Trescientos veintidós? Leonardo, lo siento, no sé de qué me hablas.
—Por qué, lentejas, por supuesto. A veces, llueve en la sopa de lentejas. Todas las
enfermeras son protestantes. ¿Por qué tenía que haber enfermeras protestantes en una
casa católica?
Flannery suspiró. La situación del padre Contardi era peor de lo que había
imaginado. Estuvieron un rato en silencio; después, Flannery hizo la señal de la Cruz
sobre su amigo y dijo una oración. Se dio la vuelta para marcharse.
—Michael, ¿por qué estás aquí? —le dijo Contardi tras él con sorprendente
claridad.
Flannery se volvió rápidamente.
—He venido a visitarte —dijo, volviendo al lado de la cama, con la esperanza de
que no volverían a hablar de sopas ni de lluvia—. Tenías que haber avisado a tus
amigos de que regresabas a Roma.
—Ya ves cómo estoy —replicó Contardi—. No quería molestar a nadie.
—La oportunidad de ayudar a un amigo nunca es molestia.
—¿Ayudarme? Dime, Michael, ¿cómo podrías ayudarme?
—Puedo rezar contigo.
—Guarda tus oraciones para quienes no hayan perdido la fe.
—Leonardo, no hablas en serio.
Contardi inclinó ligeramente la cabeza.
—No, hay algo más… alguna otra razón por la que has venido.
—¿Por qué dices eso? —preguntó Flannery, repentinamente incómodo por
molestar con sus propios problemas a un hombre en esas condiciones.
Cuando los labios de Contardi esbozaron una sonrisa, Flannery se dio cuenta de lo
escuálido y enfermo que estaba su amigo y la realidad de que esto era una residencia y
de que solo dejaría esta cama cuando el Señor lo llamara.
El sacerdote levantó un huesudo dedo y se tocó un carrillo, justo debajo de su ojo
derecho.
—Ya ves, aprendí unas cuantas cosas en los años que pasé en la jungla. Ya no solo
veo lo que está en la superficie… sino con más profundidad. La verdad se revela
invariablemente —se detuvo, entrecerrando los ojos mientras preguntaba—: ¿De qué
se trata? ¿Por qué has venido en realidad?
Gracias a Dios, ahora está lúcido, pensó Flannery.
—¿Recuerdas que, cuando éramos mucho más jóvenes, hablamos una vez de una
organización llamada Via Dei? Me parece que este era su símbolo.
Contardi miró el papel. Si fuese posible, su tez se hizo aún más cenicienta, puso su
brazo delante de los ojos y se dio la vuelta.
—No —dijo, sacudiendo la cabeza y con voz cada vez más alta, angustiada y llena
de miedo, mientras continuaba—. ¡No! ¡Llévatelo! ¡Llévatelo! ¿No puedes ver las
llamas? ¿No hueles el azufre? ¡Satanás, vete, déjame!
—Leonardo, ¿qué pasa?, ¿qué he hecho mal? —puso la mano en el antebrazo del
sacerdote para confortarlo, pero solo consiguió que el sacerdote enfermo diese un
tirón para liberarse.
—¡Enfermera! ¡Enfermera! —gritó Contardi.
Un enfermero entró corriendo en la habitación.
—Padre? Che cosa? —preguntó.
—Diavolo! —Contardi señalaba con su dedo acusador a Flannery, que lo miraba
boquiabierto, absolutamente sorprendido—. Chi l'anima mi lacera? —masculló el
sacerdote, zafándose de los dos hombres y cubriendo de nuevo su rostro, como si
viese a una especie de demonio—. Che inferno! Che terror!
—¿Qué pasa? —Flannery suplicó a su amigo—. ¿Qué he hecho?
—Lo siento, padre; a veces le pasa esto —le dijo el enfermero en un inglés con
mucho acento pero comprensible, y se interpuso entre Flannery y el sacerdote
enfermo, que balbuceaba ahora en una lengua inidentificable—. Quizá sea mejor que
se vaya. Le pondré un sedante y podrá descansar. —Sí —Flannery accedió—. Sí, me
voy. Ahora, los desvaríos de Contardi se habían disuelto en sollozos audibles.
Flannery atravesó la habitación, mirando de nuevo atrás antes de salir al corredor. Su
amigo estaba tratando de sentarse mientras el enfermero procuraba tranquilizarlo,
acostándolo de nuevo.
Con una explosión final de energía, el padre Contardi exclamó:
—L'anima! ¡El alma es eterna! Lo he dejado todo. ¡No renunciaré a mi alma!
Convencido de que no conseguiría más ayuda del padre Wester en los archivos del
Vaticano y decidido a no volver a molestar más al padre Contardi, Michael Flannery
prosiguió la búsqueda de información sobre Via Dei por su cuenta. Buscó en todas las
bibliotecas del Vaticano a las que tenía acceso; después se quitó el alzacuello para no
llamar la atención y visitó las bibliotecas y las librerías de libros antiguos de Roma.
Iba a abandonar sus pesquisas cuando cayó en sus manos un libro titulado Misa
Negra. El mismo concepto de «misa negra» era tan repugnante, tan perverso, que casi
podía sentir la quemazón en sus manos mientras sostenía el libro. Obligándose a
examinarlo, encontró una referencia a Via Dei:

La Marquesa de Montespan, señora de Luis XIV, solicitó los servicios de un


sacerdote suspendido para que llevase a cabo una misa negra sobre ella, porque creía
que el rey estaba interesado por otra mujer. Utilizando a Montespan como altar
desnudo, el sacerdote invocó a Satanás y sus demonios de lujuria y engaño, Belcebú,
Asmodeo y Astarot, para que concedieran a Montespan lo que deseara. Consagró la
hostia adhiriendo trozos en su vagina. Más de doscientas personas, incluyendo a
algunas de la más alta nobleza de Francia, asistieron a la ceremonia, que concluyó con
una gran orgía.
Al tener conocimiento de la herejía, la Orden Católica de Via Dei llevó a cabo un
juicio secreto, obteniendo confesiones mediante torturas. La mayor parte de la nobleza
recibió sentencias de prisión o de destierro, pero treinta y seis plebeyos fueron
ejecutados, incluido el sacerdote suspendido, que fue quemado vivo en 1680.

Cuando Flannery volvió a sus habitaciones esa noche, el teléfono estaba sonando.
Lo cogió y oyó decir al padre Contar— di con voz clara y fuerte:
—Michael, vuelve. Soy Leonardo. —¡Leonardo! ¿Cómo estás?
—Tengo momentos de confusión. Al parecer me suceden cada vez con mayor
frecuencia. Espero que lo comprendas y me perdones el arrebato de la otra mañana.
—No hay nada que perdonar, amigo mío —le aseguró Flannery.
—Me preguntabas por Via Dei.
—Sí.
—Podrías venir a verme otra vez. Tenemos que hablar. Creo que es importante
que hablemos.
—Sí, por supuesto. Iré a verte enseguida.
—No —dijo Contardi—. Es tarde; ahora, cualquier visitante sería sometido a una
vigilancia extrema. Sería mejor que vinieras por la mañana, después del desayuno.
—Muy bien, estaré allí a las nueve.
—Michael, si no te es demasiada molestia, ¿podrías traerme unos caramelos de
limón?
Recordando la afición de su amigo a los dulces, Flannery se rió. Ahora se parecía
mucho más al alegre sacerdote joven que había conocido.
—Llevaré el mayor paquete que encuentre —prometió.

***

En otra parte de la residencia, alguien se ocultaba en las sombras, con la mano


sobre el micrófono de un teléfono mientras escuchaba la conversación. Cuando oyó
que ambas partes colgaban, cortó la conexión. Después, esperó el tono para marcar e
hizo una llamada.
—Parece que el padre Contardi no está muy bien. Creo que ha llegado su hora —
le dijo a la persona con la que hablaba—. Es hora de administrarle los últimos
sacramentos.
Colgó el teléfono.
—Que Dios lo reciba en su Reino —entonó mientras se internaba más aún en la
oscuridad.
«In nomine patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amen.»Al oír la invocación, el padre
Contardi abrió los ojos y, a la tenue luz de su pequeña habitación, vio sobre él a un
hombre vestido de hábito con capucha. Una mano salía de la voluminosa manga del
hábito, con dos huesudos dedos extendidos hacia delante trazando la Señal de la Cruz
en el aire.
—¿La extremaunción? —dijo Contardi—. ¿He llegado a este extremo?
—Ahora, padre, el Concilio Vaticano II decretó que no utilizáramos la expresión
«extremaunción» —replicó—. Es la unción de los enfermos.
Contardi no podía ver la cara del hombre, oculta por las sombras de la capucha.
Pero podía oír la voz, un siseo tranquilo, como el sonido de las alas de Gabriel.
Con aquellos dedos esqueléticos y mojados en óleo, el visitante nocturno de
Contardi lo ungió en la frente y en las manos.
—Por esta santa unción y por su bondadosa misericordia, te ayude el Señor con la
gracia del Espíritu Santo. Para que, libre de tus pecados, te conceda la salvación y te
conforte en tu enfermedad.
El oficiante hizo una pausa; después continuó en latín.
—Misereatur vestri omnipotens Deus, et dimissis peccatis vestris, perducat vos ad
vitam aeternam.
El oficiante se retiró en las sombras de la habitación, desapareciendo por completo
de la vista. Durante un momento, el padre Contardi no estaba seguro de que su
misterioso visitante estuviera todavía en la habitación ni siquiera de que hubiese
estado allí.
¿Se había tratado de una alucinación provocada por su delirio?
Contardi cerró los ojos, por lo que no pudo ver al segundo hombre que avanzó
hacia él y le puso sobre el rostro la almohada, apretando con tal fuerza que él no podía
respirar. Supo entonces que estaba muriendo y trató de decir una rápida oración, pero
no pudo vocalizar las palabras; fue una oración mental.
Kyrie eleison. Christe eleison.
Como el padre Contardi no luchó, la muerte fue muy rápida y el hombre que le
puso encima la almohada miró hacia las sombras al que llevaba el hábito con capucha.
Intercambiaron asentimientos con la cabeza. No dijeron palabra alguna. No eran
necesarias.
Michael Flannery tenía una docena o más de preguntas que quería hacer y
esperaba que su antiguo amigo estuviera esa mañana tan lúcido como lo estaba
durante su inesperada llamada telefónica de la noche anterior. Con una bolsa llena de
paquetes de caramelos de limón, Flannery subió casi vertiginosamente la escalera de la
residencia y cruzó el vestíbulo hasta la recepción.
La joven religiosa de servicio lo miró y, reconociéndolo por sus vivitas anteriores,
le dijo:
—Buenos días, padre —parecía estar deseando practicar su inglés y preguntó—.
¿A quién desea visitar esta mañana?
—¡Ah!, buenos días, hermana. Soy el padre Michael Flannery y vengo a hablar de
nuevo con mi querido amigo, el padre Leonardo Contardi.
Flannery vio un parpadeo como reacción en la cara de la hermana.
—Un momento, padre. Voy a llamar al padre Guimet.
—¿El padre Guimet?
—Sí, el director de la residencia.
Con la esperanza de que su visita tuviera el menor relieve posible, dijo:
—¿Por qué tengo que verlo? El otro día no tuve que verlo.
—Tengo que llamarlo para que hable con usted.
Flannery estuvo a punto de protestar de nuevo, pero lo pensó mejor.
Aparentemente, alguien había informado del arrebato de Contardi el día anterior.
Hablaría con el tal padre Guimet y le explicaría lo ocurrido.
Flannery atravesó el vestíbulo y se dejó caer en unas de las sillas. Jugueteando con
la bolsa en su rodilla, pensó abrir uno de los paquetes de caramelos de limón y
tomarse uno. No era güisqui ni un café dulce, pero, por el momento, sería suficiente.
Resistió la tentación. Sabía que su amigo sería generoso con ellos, pero era mejor que
se lo ofreciese él.
—¿Padre Flannery?
El sacerdote que se le acercaba tenía unos sesenta y tantos años, era muy delgado,
completamente calvo y con unas orejas colgantes, demasiado grandes en relación con
su cabeza.
—Sí —dijo Michael, levantándose de la silla—. Padre, si esto es a causa de mi
visita anterior…
—Lo siento —dijo el padre Guimet abruptamente—. Pero el padre Contardi…
Siento tener que decírselo, pero ha fallecido durante la noche.
Capítulo 12

imas bar-Dimas estaba en la calle de los Tejedores de Jerusalén, saludando a


los asistentes a la casa de reunión de la iglesia que acudían a escuchar la
predicación de Esteban sobre el Cristo resucitado. Durante los seis años
transcurridos desde la crucifixión de Jesús, Esteban había reunido un grupo
creciente de creyentes en un movimiento que llamó El Camino, y Dimas era

D uno de sus partidarios más entusiastas y eficaces.


Dimas conocía a la mayoría de las personas que ya habían llegado, pero
le gustó mucho ver varias caras nuevas. La concurrencia era mayor en cada
reunión y sabía que las otras iglesias que anunciaban el mensaje de Jesús
estaban congregando a muchedumbres similares.
Un comerciante de mediana edad llegó cojeando y se detuvo frente a Dimas,
dirigiendo al barbudo joven una mirada desafiante.
—¿Es aquí donde predican sobre el Mesías que viene?
Sus ojos se empequeñecieron con desconfianza.
—Por favor, únete a nosotros y escucha la Buena Noticia —Dimas se movió hacia
la puerta de entrada—. Yo soy Dimas bar-Dimas.
—Hershel, el carnicero —se presentó.
—Que el espíritu de Jesucristo, esté siempre contigo, Hershel.
—¿Jesús? ¿Te refieres al profeta galileo que fue crucificado por su blasfemia?
—Fue crucificado por decir la verdad —dijo Dimas—. Él era el Mesías.
—¿Cómo podía ser Él el Mesías si ahora está muerto?
—Murió, sí, pero resucitó de entre los muertos y ahora vive en el Cielo, a la
derecha del Señor.
Hershel levantó una mano como para protegerse del mal.
—¡Oh, señor!, ahora me temo que seas tú el blasfemo, porque nadie puede
levantarse de entre los muertos sin usurpar el poder de Dios.
—O ser Dios —replicó Dimas.
—Dices que ha resucitado de entre los muertos. ¿Has visto ese milagro con tus
propios ojos?
—Yo no, pero hay muchos que lo han visto. Si quieres saber más, ven y escucha a
mi amigo Esteban.
El carnicero asintió dubitativo.
—Sí, creo que me gustaría saber más sobre él.
Dimas acompañó a Hershel a la gran sala de reuniones y lo presentó a la
concurrencia. Estaban allí unas tres docenas de hombres y mujeres de toda condición,
desde terratenientes hasta esclavos. En la iglesia, no había diferencias entre ellos, y
ricos y pobres se saludaban mutuamente en el nombre de Jesús, después ocupaban
sus sitios en sencillos bancos de tablas para escuchar a Esteban. Dimas se quedó de
pie atrás, donde podía recibir a los que llegaran tarde.
Las conversaciones se desvanecieron cuando Esteban subió a una plataforma
frente a la multitud. Era un hombre alto, con rasgos angulosos, casi duros, calzaba
sandalias y vestía un sencillo vestido marrón. Lo más sorprendente eran sus ojos
oscuros, que brillaban como el carbón. Allí, en pie, mirando a la asamblea, sus ojos
atraían la atención. Cuando el silencio fue total, comenzó a hablar.
«Cuando Moisés estaba en el desierto, cerca del monte Sinaí, vio una zarza que
estaba ardiendo, aunque las llamas no la consumían. Se acercó para examinar aquella
maravilla y fue cuando oyó la voz del Señor que lo llamaba: "Soy el Dios de vuestros
padres. Quítate las sandalias porque pisas suelo sagrado"».
Al decir esto, Esteban se quitó sus sandalias y la mayoría de los asistentes
siguieron a su líder.
«Moisés recibió los mandamientos de Dios que daban la vida y nos presentó esos
mandamientos, pero nosotros no los obedecimos. Más tarde, Josué condujo a nuestros
padres a esta tierra prometida y Salomón nos construyó un templo».
Esteban elevó su mano y la mantuvo así un momento. Después, agitando el dedo,
continuó con una voz tan fuerte que hizo vibrar las ventanas.
«Pero el Altísimo no mora en casas construidas por los hombres con sus manos».
Los reunidos dieron un grito ahogado ante lo que parecía un ataque directo contra
el templo, el lugar más santo de todo Jerusalén.
«Como dice el profeta, mi trono es el Cielo, la Tierra, el estrado de mis pies. ¿Qué
templo podréis construirme o qué lugar para que descanse? ¿No ha hecho mi mano
todo esto?»Algunos de los recién llegados se agitaban incómodos y parecían
dispuestos a alejarse rápidamente de la presencia del blasfemo, pero Esteban los
mantuvo fijos en sus asientos con el poder de su mirada y la seguridad de su voz.
«¡Rebeldes, infieles de corazón y reacios de oído! Siempre resistís al Espíritu
Santo, lo mismo que vuestros padres. ¿Hubo un profeta que vuestros padres no
persiguieran? Ellos mataron a los que anunciaban la venida del Justo, y a él lo habéis
traicionado y asesinado vosotros ahora».
Esteban levantó la vista; después, señaló las vigas.
«¡Mirad! —gritó—. Veo el Cielo abierto y a aquel Hombre de pie a la derecha de
Dios».
De repente, un hombre que estaba en la primera fila dio un salto y, como si fuese
una señal, otros tres asistentes se lanzaron con él y agarraron a Esteban. El resto de la
asamblea permaneció inmóvil, pensando que era una parte planeada de antemano del
sermón de Esteban.
La acción también engañó a Dimas, pero entonces se dio cuenta de que el líder de
los cuatro era el recién llegado que había dicho ser Hershel, el carnicero, y entonces
cayó en la cuenta de lo que había sucedido: unos cuantos de los asistentes no habían
venido a rezar, sino a detener al fogoso orador.
—¡Dejadlo! —gritó Dimas.
Avanzó, pero otros dos hombres que habían estado sentados a su espalda lo
agarraron. Un tercer hombre, bajo de estatura pero de complexión fuerte, apareció por
la entrada y se puso frente a Dimas, impidiéndole el paso. Estaba totalmente calvo y
tenía una nariz grande y aguileña y era cejijunto. Dimas lo reconoció: era Saulo, uno
de los perseguidores más implacables de los seguidores de Jesús.
Saulo señaló a Dimas.
—No te interpongas en el cumplimiento de la ley, bar-Dimas —dijo.
—¿Adonde lo llevas? —preguntó Dimas.
—Eso no te importa.
Algunos de los asistentes, dándose cuenta al final de lo que estaba ocurriendo, se
levantaron y empezaron a gritar mientras Saulo y sus hombres sacaban a Esteban de la
iglesia. Con Dimas a la cabeza, los siguieron afuera, donde esperaba un contingente
aún mayor de los hombres de Saulo para llevar detenido al hombre.
Dimas y sus compañeros cristianos eran muy pocos en comparación con los de
Saulo y no podían hacer nada salvo mirar con temor cómo se llevaban a Esteban fuera
de la ciudad, al barranco del Cedrón. Allí rodearon a Esteban y empezaron a
apedrearlo con grandes piedras, mientras Saulo lo miraba y guardaba sus capas.
A sabiendas de lo que iba a ocurrir, Dimas corrió hacia Saulo, tratando de
atravesar las filas de sus seguidores. Casi lo consiguió antes de que lo tiraran al suelo
varios de los hombres. Comenzaron a arrastrarlo hacia donde estaba Esteban solo, en
el centro del círculo, pero Saulo les hizo una seña para que dejaran a Dimas.
Aparentemente, Saulo cumplía órdenes, posiblemente del Sanedrín, y no quería
abusar de su autoridad.
Cuando sacaron a rastras a Dimas, Saulo dio un paso atrás en el círculo de
hombres y asintió. A su señal, primero uno y después un segundo arrojaron sus
piedras contra la víctima. Los demás se les unieron, golpeando a Esteban
reiteradamente; la sangre fluía por las heridas de su cabeza y su cuerpo. Cayó sobre
sus rodillas e inclinó la cabeza mientras las piedras seguían lloviéndole encima.
—¡Señor Jesús, recibe mi espíritu! —gritó.
Desde fuera del círculo de lapidadores, Dimas dio un grito ahogado al oír el grito
de Esteban, porque era casi idéntico a las palabras que Jesús había dicho en la cruz.
Las siguientes palabras de Esteban fueron todavía más asombrosas.
—Señor, no les tomes en cuenta este pecado.
Aquellas fueron sus últimas palabras, porque la piedra siguiente acabó con él.
Los hombres de Saulo miraron un momento el cuerpo de Esteban; después, uno a
uno, tiraron las piedras restantes y se acercaron a su jefe.
—Está bien —dijo Saulo al entregar a cada hombre su capa—. Hoy habéis hecho
aquí la obra de Dios, y eso es bueno.
Catorce años más tarde, Dimas bar-Dimas estaba a muchos kilómetros de
Jerusalén, sentado en un banco de piedra de un jardín de Éfeso, mirando la danza de
la luz solar sobre la superficie del mar Egeo. Cuando pensaba en el brutal
apedreamiento de Esteban, se sentía mucho más viejo que sus cuarenta y dos años,
con un cansancio que le calaba hasta los huesos, debido a sus dos décadas de largos
viajes desde la crucifixión de Jesús. Aquellos viajes se debieron en gran medida al
hombre responsable de la lapidación, porque poco después Saulo fue a detener a
Dimas, obligándolo a huir de Jerusalén. Más tarde, Saulo había sido decisivo a la hora
de que Dimas se trasladara aquí, a Éfeso, pero, en esta ocasión, no fue por odio, sino
por amor.
—¿Dimas?
Al volverse, vio a un hombre bajo y calvo, de nariz aguileña.
—¡Ah!, Pablo… ¿te has reunido con los sacerdotes?
—Sí —replicó Pablo—. En adelante, no nos permitirán utilizar la sinagoga para
nuestra enseñanza, pero he encontrado un auditorio en el Gimnasio Tirano que puedes
utilizar.
—¿Que puedo utilizarlo yo?
—Sí, amigo mío. Yo debo continuar mis viajes y mi enseñanza, pero tú tienes que
quedarte aquí y desarrollar el trabajo que hemos iniciado. Te dejo en compañía del
joven Gayo de Éfeso, que te ayudará a hacer frente a tus responsabilidades cuando
dirijas nuestro rebaño. ¿Lo harás?
—Sí, claro —dijo Dimas.
Aunque Dimas sentía una corriente de amor hacia el hombre que tenía delante, se
preguntaba cómo podía albergar tales sentimientos hacia la persona que había
lapidado a su amigo Esteban. Echando la vista atrás, si alguien le hubiese dicho a
Dimas que el perseguidor de los seguidores de Jesús más entregado se convertiría un
día en apóstol, Dimas le hubiese contestado que era imposible. Si hubiera añadido que
el mismo Dimas acompañaría en un viaje apostólico al asesino de Esteban, éste le
hubiese dicho que estaba loco. Sin embargo, eso era exactamente lo que había
ocurrido, porque Pablo, el afectuoso y entregado siervo de Jesucristo, con quien
Dimas viajaba y predicaba ahora, era el mismo hombre que había organizado la
lapidación de Esteban.
Pablo, también conocido como Saulo, era un fariseo destinado, por nacimiento,
educación y temperamento, al rabinato. Encaminándose hacia ese noble estado, había
aceptado el encargo del Sanedrín de defender el judaísmo, dedicándose con alma y
vida a la persecución de quienes creían que Jesús era el Mesías. Sin embargo, Pablo
había vivido una conversión milagrosa en camino hacia Damasco, cuando lo derribó
un rayo de luz y oyó la voz de Jesús.
Poco después, Saulo fue bautizado y tomó el nombre de «Pablo», y fue por todas
las sinagogas predicando que Jesús era el Hijo de Dios. En su tercer viaje, se le unió
Dimas; se dirigieron a Éfeso, cuyo templo de Artemisa, la Diana de los efesios, era un
gran centro del paganismo del mundo mediterráneo.
Cuando Pablo se acercó a Dimas y le puso una mano en el hombro, Dimas sintió
que se esfumaba el cansancio, reemplazado por una oleada de energía como la savia
que renueva un árbol.
—Ha sido una auténtica bendición para mí que hayas viajado conmigo —declaró
Pablo con una sonrisa—, porque tú has visto a Cristo vivo y tu propio padre fue
salvado por Él, cuando estaba colgado en la cruz. Y estuviste en el barranco del
Cedrón, siendo testigo de aquellos días oscuros, antes de que yo llegara a la luz. Sin
embargo, aunque tengas todas las razones para tenerme rencor, de ti solo siento el
amor del Señor.
—Y para mí también ha sido una bendición haber tenido a un maestro como tú —
replicó Dimas.
Pablo dio unos pasos hacia atrás, después se paró y dijo:
—Tengo que pedirte que te encargues de una tarea.
Dimas notó una extraña solemnidad en la expresión del hombre mayor.
—Haré lo que me pidas.
—No soy yo, sino alguien más importante quien requiere tus servicios.
—¿Qué tengo que hacer?
—Mientras estemos aquí, en Éfeso, tienes que empezar a escribir un relato de la
vida de nuestro Señor, tal como tú la has conocido.
—¿Yo? —preguntó Dimas con asombrada incredulidad—. Yo no soy un escritor
como tú. Yo solo soy…
—Tú eres una persona que estuvo con Cristo cuando todavía estaba en esta tierra.
Con independencia de lo ilustradas que parezcan mis palabras, son las de un hombre
cuya fe depende de la creencia, no de la visión. Tú fuiste agraciado con el don de
haber visto y haber creído. Es un don que tienes que compartir con todos.
Dimas empezó a protestar, pero Pablo alzó la mano.
—No le des más vueltas, hermano. Cuando sea el momento, nuestro Señor pondrá
en tu mano pluma y papiro y te ordenará escribir —Pablo se acercó a su amigo—. Y
ahora yo debo seguir mi camino.
—¡Buen viaje!
—¡Adelante, hermano, en el amor de Cristo!
Se estrecharon los antebrazos, se separaron y cada uno siguió su camino.
Capítulo 13

n la sala de juntas del palacio del gobernador, Rufino Tácito estaba en pie
tras su sede, mirando por la ventana los barcos anclados en el puerto,
deseando regresar a su patria a bordo de uno de ellos. A sus cincuenta y
tantos años, el gobernador provincial de Éfeso estaba molesto por estar
echando a perder su carrera en un puesto tan alejado de Roma.

E Una joven entró en la sala llevando un ramo de flores.


—Es un día muy hermoso, ¿verdad? —dijo mientras colocaba las flores
en un jarrón en una de las mesas laterales—. Y nuestro jardín es exquisito.
—¿Las has cortado tú? —Sí.
—Marcela, te he dicho que ordenes a los sirvientes que hagan el trabajo. ¿Qué
sensación crees que da que la esposa del gobernador se ocupe de unas labores tan
triviales?
—Pero Rufino, a mi no me parece que sea ningún trabajo —dijo Marcela—. Me
gusta pasear por el jardín.
El gobernador se volvió hacia la ventana, ocultando su enojo. Mezquino y
vengativo, Rufino Tácito era extremadamente celoso de su atractiva y joven esposa,
habiéndose sabido que había castigado cruelmente a un soldado por el mero hecho de
mirarla con una expresión que se acercaba a la familiaridad.
Con respecto a Marcela, Rufino no solo era celoso; secretamente, la temía, dado
que era de cuna más elevada, con unas relaciones familiares que eran en gran medida
responsables del éxito de su carrera diplomática. Parte de su resentimiento por estar en
Éfeso se dirigía contra ella, pero se contenía, pues necesitaba el apoyo de su familia
para poder esperar siquiera el regreso a Roma.
Marcela tenía cerca de treinta años, por lo que también era casi treinta años más
joven que Rufino. Su matrimonio había sido concertado por sus padres, como la
mayoría de los matrimonios, y, aunque él supiera que ella no lo habría escogido por
su propia voluntad, tenía que admitir que trataba de ser una buena esposa. Dificultaba
la tarea su larvado descontento que a menudo desembocaba en furia y violencia.
—Allí —dijo Marcela, retrasándose un poco para admirar el arreglo floral—. Eso
iluminará la sala para ti.
Rufino miró las flores, pero no dijo nada; después, se volvió a mirar el puerto y
los barcos.
—Te dejo con tus pensamientos —dijo Marcela.
El esperó a que el sonido de sus pasos se desvaneciera por el corredor. Después,
se apartó de la ventana y tomó un trago de vino de la copa que tenía en la mano.
Escupió el vino en la copa, la arrojó contra la pared y gritó:
—¡Tuco!
—Sí, excelencia —replicó su sirviente principal, entrando en la sala.
—Dame un vino que se pueda beber, no ese vinagre asqueroso.
—Sí, excelencia —Tuco se inclinó en servil reverencia.
—¡Y limpia eso! —ordenó Rufino.
Tuco dio unas palmadas y otros dos sirvientes se apresuraron a limpiar la mancha.
El salió de la sala y volvió poco después con una nueva copa de vino, la levantó con
cautela y dio un paso atrás a la espera de la respuesta del gobernador.
Rufino bebió un sorbo, pero no reaccionó en absoluto. Fue casi como si su
arrebato no hubiese existido. Señaló un barco que estaba zarpando.
—Estará en Roma en unos días —dijo—, mientras yo estoy aquí atrapado en este
lugar abandonado por los dioses.
—Pero, excelencia, este lugar es magnífico —dijo Tuco—. Y vuestra excelencia
ocupa un puesto de máxima responsabilidad. Todo el mundo os respeta en Éfeso por
vuestra sabiduría y valor.
—Me respetan, cierto —admitió Rufino—. No hay muchos capaces de gobernar a
estas gentes atrasadas tan bien como yo.
—No conozco a nadie capaz de tal cosa —declaró el sirviente.
—Tuco, ¿has oído hablar de esa nueva religión, de esos judíos que adoran a un
hombre que fue crucificado hace algunos años?
—Sí, pero no son solo judíos. Aquí, en Éfeso, hay bastantes gentiles entre ellos.
Algunos se llaman a sí mismos cristianos.
—¿Qué significa eso?
—El hombre que fue crucificado era llamado Jesús, el Cristo.
—Cristianos, ¿no? —Rufino tomó otro sorbo de vino—. ¿Eres cristiano, Tuco?
—No, por supuesto —respondió Tuco enfáticamente—. Excelencia, ¿por qué está
tan interesado por esa religión?
—Porque uno de nuestros soldados está enamorado de este extraño culto y
pretende dejar el servicio. Y no es un soldado cualquiera, sino un oficial de mi
guardia.
—¿Se refiere a Marco? —preguntó Tuco.
Rufino lo miró sorprendido.
—¿Lo sabes?
Tuco asintió.
—Marco ha estado hablando de Jesús a otros soldados y animándolos a que
escuchen a los dirigentes cristianos de Efe— so: Pablo de Tarso y un tal Dimas.
Pellizcándose el caballete de la nariz, Rufino negó con la cabeza.
—Es peor de lo que creía. Llama al comandante de la guardia.
Tuco salió y Rufino volvió a la ventana. El barco con destino a Roma estaba ya
lejos, por lo que casi no se veía.
Unos minutos más tarde, retumbaron unas fuertes pisadas en las baldosas y una
voz dijo:
—Gobernador Tácito.
Cuando Rufino se dio la vuelta, el legatus o comandante de legión, saludó,
llevándose el puño al pecho. Rufino devolvió el saludo con una caprichosa elevación
de su copa mientras preguntaba:
—Legatus Casco, ¿sabías que el centurión Marco Antonio ha solicitado la baja?
El oficial de cabellos plateados parecía un poco incómodo.
—Sí, me ha hablado de ello.
—¿Qué te ha dicho?
—Creo que se ha enamorado de una mujer efesia —dijo Casco—. Le aconsejé a
ese respecto. Le dije que todos los soldados destinados en tierras extranjeras tienen
relaciones amorosas, pero no debe de estar pensando en eso —el legatus se rió—.
«Acuéstate con ella, comparte una casa con ella, si tienes que hacerlo, pero no
hace falta que te licencies por eso», le dije.
—Eres un idiota —le espetó Rufino.
Un ramalazo de ira y después de dolor reemplazó la sonrisa del oficial.
—¿Perdón, Gobernador? —dijo.
—Su petición de licenciamiento no tiene nada que ver con una mujer. Se ha unido
a esa nueva religión.
—¿Se refiere a la religión que están predicando esos dos judíos?
—¿Conoces a ese tal Pablo y a…? —trató de recordar el otro nombre.
—Dimas —dijo Casco—. Sí los conozco.
—¿Y qué estás haciendo al respecto?
—He enviado a unos hombres para que escuchen sus enseñanzas y me informen
acerca de si dicen algo que pueda interpretarse como traición.
—¿Has enviado a espías?
—Sí, excelencia.
—Déjame adivinar, Casco. ¿Uno de esos espías podría haber sido Marco Antonio?
Casco permaneció callado un momento; después asintió.
—¿Y no sabías que esa gente lo estaba captando, que se ha convertido en uno de
ellos?
Casco se encogió de hombros.
—Excelencia, por lo que a mí se refería, era simplemente otra religión. Hay
muchas religiones. No veía nada malo en ello.
—No es solo otra religión —dijo Rufino bruscamente—. Es una muy peligrosa. Y
ahora Marco está predicando esta nueva religión a sus compañeros. ¿Qué ocurriría si
hubiese más que se hicieran cristianos y causaran baja? ¿Tendríamos que quedarnos
aquí indefensos?
—No, excelencia.
—Así lo espero —dijo Rufino, e hizo con la mano un movimiento de despedida
—. Ve y tráeme a Marco Antonio.
—Inmediatamente —Casco se llevó de nuevo el puño al pecho.

***

—Gobernador —anunció el legatus Casco—, el centurión Marco Antonio está


afuera.
—Mándalo llamar.
Casco se volvió hacia la puerta, pero Rufino lo llamó.
—No, no lo llames. Tráelo custodiado.
Rufino atravesó la sala y se sentó en su sede oficial. Unos momentos después,
Marco Antonio entró y saludó, escoltado por un soldado a cada lado. Marco era un
poco más alto que el romano medio, tenía pelo negro rizado, ojos azules y era
musculoso.
Rufino no devolvió el saludo y comenzó inmediatamente el interrogatorio.
—Centurión, me han informado de que has abrazado la religión de ese falso
profeta, Jesús.
—No creo que Jesús sea un falso profeta, excelencia —replicó Marco.
—¡Oh!, ¿y qué crees que es?
—Es el Hijo de Dios.
Rufino estalló en una carcajada.
—¿Qué dios, Júpiter, Marte? Quizá fuese el hijo de la diosa efesia Diana.
—El Hijo del único Dios verdadero.
—¿Un dios? ¿Cómo puede haber solo un dios? ¿Qué me dices de los dioses de
Roma?
—Creo que esos dioses son falsos —declaró Marco.
La cabeza de Rufino empezó a palpitar y su rostro enrojeció de ira.
—¿Falsos? —gritó tanto que salpicó de saliva el rostro de Marco—. ¡Eres un
blasfemo! —volviéndose, llamó—: ¡Legatus Casco!
—Sí, gobernador —dijo Casco, entrando rápidamente en la sala.
Rufino señaló al centurión.
—Aherroja a este hombre y prepara un tribunal. Pretendo juzgarlo por traición
contra el estado —se volvió y lanzó una mirada de ira al preso—. Después lo
ejecutaré.
Capítulo 14

arcela colocó las flores en una mesa de su dormitorio, dio un paso atrás
para admirarlas y decidió que estaban mejor sobre una cómoda. Acababa
de recolocar el jarrón cuando entró en la estancia una de las mujeres de
su séquito.
—¿Qué te parece, Tamara, están mejor aquí o allí, encima de la mesa?

M —¡Oh!, aquí, sin duda, señora.


Atravesó la habitación y Marcela miró primero el jarrón que estaba
encima de la cómoda y después la mesa.
—Sí —dijo, asintiendo con la cabeza—. Sí, creo que tienes razón —
su sonrisa desapareció cuando vio lágrimas en los ojos de la joven—. Tamara, ¿qué te
ocurre? —preguntó.
—Señora, por favor, tiene que ayudarme —dijo Tamara—. El gobernador Tácito
ha arrestado a Marco.
—¿Marco? ¿Te refieres al centurión Marco Antonio?
—¡Oh, señora, se lo ruego! ¡Lo amo y temo por él!
—¿Por qué puede haber arrestado mi esposo a uno de sus propios oficiales?
—No lo sé —replicó Tamara—. ¿Puede descubrirlo usted? Por favor, vaya a su
esposo; pídale que perdone a mi Marco.
—Hablaré con él —prometió Marcela mientras abrazaba a la mujer.
Cuando Marcela regresó a la sala de juntas, su marido estaba de nuevo en la
ventana.
—Pasas las horas mirando el mar —dijo ella.
—Tendría que estar en Roma —respondió Rufino—, sin malgastar mi tiempo y mi
talento en este deprimente lugar —se dio la vuelta, dejando la ventana—. ¿Qué
quieres ahora?
—¿Es cierto que has arrestado al centurión Marco Antonio?
—Sí.
—¿Puedo preguntar por qué?
—No puedes —replicó; después, se lo pensó mejor y dijo—: ¿Por qué te
preocupa?
—Una de las personas de mi casa, Tamara, está enamorada de él. Está preocupada
por su bienestar.
Rufino hizo una mueca a modo de sonrisa sin el menor humor.
—Tiene buenas razones para estarlo. Ha cometido traición y pretendo ejecutarlo.
Marcela dio un grito ahogado.
—¿Traición? ¿Marco Antonio? ¡No, es imposible!
—¡Oh!, ¿y por qué es imposible?
—Conozco bien a Marco. Su padre sirvió a mi padre. Siempre han sido leales
ciudadanos de Roma. ¿Por qué iba a cometer una traición? ¿Qué ha hecho?
—El porqué tendrás que preguntárselo —dijo Rufino con un gesto desdeñoso—.
Pero puedo decirte lo que ha hecho. Se ha convertido en… —se detuvo un momento;
después dejó que la palabra se deslizara entre sus labios con una sonrisa sarcàstica—
cristiano.
—¿Cristiano? ¿Qué es un cristiano?
—En la ciudad, hay unos judíos que están predicando a los Gentiles acerca de un
autoproclamado profeta conocido como Jesús, el Cristo. Debí haberlos detenido antes,
pero, ¿qué importa a qué dios adoren los efesios?
—¿Judíos o cristianos? Estoy confusa.
—Créeme, querida, es mucho más confuso —dijo Rufino, en un tono
condescendiente—. Son judíos, pero no los acepta ni su propio pueblo, que considera
que Jesús es un falso profeta. Sin embargo, siguen enseñando que es el Hijo de Dios,
y tu amigo Marco los cree. Ha abandonado los dioses de Roma, los dioses y el estado
que ha jurado defender, para adorar a este falso profeta, este Jesucristo.
—¿Y por eso lo has arrestado, porque ha aceptado esta nueva religión?
—¿No es suficiente?
—Pero Rufino, tu comprendes la religión —dijo ella, acercándose a él y poniendo
una mano cariñosa en su antebrazo—. Hay suficientes dioses para todos. Casi todo el
mundo tiene su propio dios al que rezar. ¿Por qué tienes tan poca tolerancia con este?
Solo es un dios más, ¿no?
Rufino se soltó.
—No, este es diferente. Este es peligroso —frotó su brazo como si borrara el
contacto de ella—. Eres demasiado joven para recordar, pero yo sí lo recuerdo,
demasiado bien lo recuerdo. Hace muchos años, Poncio Pilato hizo crucificar a Jesús.
Uno supondría que eso hubiese acabado con este asunto. Sin embargo, hay gente que
todavía sigue predicando en su nombre.
—¿Cómo va a ser peligroso si está muerto?
Rufino miró a su esposa con ojos grandes y profundos. Curiosamente, ella creyó
ver cierto temor en ellos.
—Ahí está la cosa —dijo él—. Hay algunos que proclaman que no está muerto,
que lo han visto después de la crucifixión.
—¿Algo así como un fantasma?
—No. Un fantasma puedo entenderlo, pero dicen que se ha aparecido en carne y
hueso.
Marcela se rió.
—Rufino, ¿seguro que no crees en una cosa así?
—Claro que no, pero muchos sí lo creen, incluyendo a tu centurión. Y él ha
solicitado la baja para poder unirse a quienes predican a ese Jesús. ¿Qué pasa si esta
enfermedad se contagia a los demás? ¿Qué pasa si esto se extiende de forma
descontrolada por el ejército? Puedes ver el problema que eso causaría.
—Supón que Marco renuncia a Jesús. ¿Lo perdonarías?
—¿Renunciar a Jesús? —Rufino reflexionó un momento; después dio unos pasos
hacia su esposa y declaró—. Sí, si renuncia a Jesús y a esta… a esta religión cristiana,
lo perdonaré. De hecho, le premiaré, porque eso pondrá de manifiesto que ese falso
profeta es un charlatán.
—¿Te parece bien que visite a Marco en la cárcel?
—¿Por qué demonios quieres hacer eso?
—Lo conozco desde hace mucho tiempo. Quizá pueda convencerlo para que
renuncie a este falso profeta.
Rufino asintió.
—Visítalo, si quieres.
El calabozo estaba débilmente iluminado por unos sucios rayos de luz solar que
atravesaban los agujeros del tamaño de ladrillos dejados en las paredes para que
entrara el aire. Sin embargo, no entraba suficiente aire fresco para superar el hedor y
Marcela tuvo que taparse la nariz con un pañuelo perfumado mientras seguía a uno de
los guardias. Ella iba mirando a izquierda y derecha al interior de las celdas con
barrotes de hierro que tapizaban el corredor de piedra.
Los hombres que ocupaban las celdas eran criaturas demacradas, de aspecto
miserable, con largos y grasientos pelos y barbas. Algunos estaban vestidos con
harapos, pero muchos estaban completamente desnudos. Si alguno de ellos se
sorprendiera de ver a una hermosa mujer allí, estaba demasiado alejado de la realidad
para reaccionar. Muy pocos se dieron cuenta siquiera de su presencia y los que sí la
miraron no mostraron reacción alguna en sus ojos oscuros, ausentes.
—Es el último preso de la derecha, señora de Tácito —anunció el guardia.
—Gracias —replicó Marcela—. Ahora, puedes irte.
—Pero, señora, no debo dejarla desprotegida.
—Estaré perfectamente —insistió ella y, al ver que el soldado dudaba, dijo
enérgicamente—: ¡Vete!
—A sus órdenes, señora —el guardia saludó y dio media vuelta.
Cuando el hombre su hubo marchado, Marcela se acercó a la celda del centurión.
Marco todavía llevaba su capa roja de reglamento y estaba sentado en el suelo, con las
rodillas levantadas mientras se apoyaba en la pared.
—¿Marco? —dijo Marcela con voz queda.
Sorprendido al oír la voz de una mujer, Marco se levantó de un salto y se acerco a
los barrotes.
—¡Señora Marcela! —exclamó—. ¿Qué estáis haciendo aquí?
—He venido a darte un poco de sentido común —replicó ella—. Marco, tu padre
sirvió al mío durante muchos años. Nosotros nos conocemos desde pequeños, ¿no es
cierto?
—Sí.
—Y sabes que me preocupo por ti como si fueses mi propio hermano.
—Siempre habéis sido muy amable conmigo.
—Entonces, sabrás que no quiero que mueras y, desde luego, no por algo tan
descabellado como tu encaprichamiento por un dios extranjero.
—No es un dios extranjero. Jesús es el Hijo del único Dios verdadero.
—Quién o qué sea Jesús me trae sin cuidado. Lo que me preocupa… lo que
preocupa a Tamara… es que no te sacrifiques por una testaruda fidelidad a una
insignificante creencia.
—¿Cómo está ella? —preguntó Marco, mientras sus ojos delataban su
preocupación.
—¿Tamara? ¿Cómo supones que está? El hombre al que ama está encerrado en…
—¿Dice que me ama?
—Está profundamente preocupada por ti. Seguro que lo sabes.
Marco suspiró.
—Y a mí me preocupa ella. Más de lo que ella cree.
—Entonces, sal de este lugar y vuelve con ella. Lo único que quiere Rufino es que
digas que estabas equivocado con respecto a ese hombre, Jesús y…
—Pero no estoy equivocado y no puedo renunciar a él. Eso es algo que no haré
nunca.
—Mira, Marco —dijo Marcela con dulzura, acercándosele a través de los barrotes
—. En realidad, no importa lo que tú creas, sino lo que Rufino cree que es importante.
Puedes idear una forma de decir lo que él quiere oír, sea o no lo que tú creas en tu
corazón.
—Yo nunca negaré a mi Señor ni a su hijo, Jesucristo. Lo siento, pero eso es algo
que no puedo hacer. No por vos. Ni siquiera por… —su voz se fue apagando.
—¿Ni siquiera por Tamara? Pero ella te ama.
—Si me ama, comprenderá lo que debo hacer.
Marcela lo miró fijamente durante un rato; después, preguntó con cautela.
—Tamara… ¿es también cristiana?
Los hombros del centurión se desplomaron.
—Es algo por lo que rezo todos los días, pero no, ella aún no ha encontrado su
camino hacia el Señor. He tratado de convencerla para que asista a una de nuestras
reuniones, pero ella se niega rotundamente —miró a Marcela con expresión suplicante
—. Creo que se niega por deferencia a su señora.
—Esas reuniones —dijo Marcela, cambiando su enfoque—, ¿es dónde oíste
hablar por primera vez de esta religión?
Marco asintió.
—Descubrí a Cristo gracias a un hombre llamado Dimas. Ahora está aquí, en
Éfeso, predicando la palabra de Jesús.
—¿Dónde puedo encontrar a ese hombre? —preguntó ella—. Quiero asistir a una
de sus reuniones.
La expresión de Marco se iluminó.
—Sí, debéis oír lo que él tiene que decir. Cambiará vuestra vida.
—¿Cómo puedo encontrarlo?
—Predica todas las noches en el Gimnasio Tirano.
—Tirano… sí, conozco el lugar —dijo Marcela—. Iré allí y… —comenzó a decir
«hablaré con él», pero sabía que no era eso lo que Marco quería oír, por lo que
modificó su comentario a la mitad de la frase —y le escucharé.
Marco asintió con entusiasmo.
—Sí, eso está bien. Y, por favor, llevad a Tamara. Verán con sus propios ojos y
oirán con sus oídos lo que yo he estado diciendo —sacó sus manos entre los barrotes
y con audacia tocó su mejilla—. El Señor esté con vos, Marcela.
Capítulo 15

l Gimnasio Tirano era una escuela privada para chicos de siete a quince años.
El edificio contaba con patios rectangulares para ejercicios gimnásticos,
rodeados por unos pórticos desde los que se accedía a las aulas. Allí, los
estudiantes recibían entrenamiento físico y aprendían música, algo de
matemáticas y ciencias, pero, especialmente, literatura, oratoria y

E comportamiento social.
Marcela, acompañada por Tamara, permanecía bajo el pórtico,
observando mientras empezaba a reunirse la gente para oír el sermón de
Dimas.
—Señora, ¿creéis que…? —empezó a decir Tamara, pero Marcela levantó el dedo,
en señal de advertencia.
—Recuerda que esta noche no soy «señora» —le susurró—. No deben
reconocerme como a la esposa del gobernador.
—Sí, se… Marcela —dijo Tamara, incómoda al tener que dirigirse a ella de un
modo tan familiar.
En vez de las finas sedas correspondientes a su categoría, Marcela llevaba uno de
los vestidos de Tamara, una túnica hasta la rodilla de paño tosco. Con la cabeza
cubierta con un chal gris, se parecía mucho a las otras mujeres que asistían a la
reunión.
Un joven de aspecto serio y más o menos de la edad de Marcela estaba sentado
frente a una mesa a la puerta del aula de la reunión y, cuando vio a las dos mujeres
que se quedaban atrás, se levantó y las saludó.
—Bienvenidas a nuestra reunión. Soy Gayo —como ellas no replicaran, continuó
—: Mujeres, ¡no seáis tímidas! El mensaje de nuestro Señor Jesucristo es para todos.
Venid; os encontraré un asiento cómodo antes de que se llene el aula de la reunión—.
Les hizo una seña para que entrasen, mientras su sonrisa suavizaba su expresión seria.
Asintiendo y apartando la mirada, Marcela comenzó a avanzar con Tamara a su
lado. Estaban allí reunidos judíos y gentiles, todos efesios, trabajadores corrientes y
miembros de las clases pudientes de comerciantes y profesionales. Marcela escogió un
asiento próximo a la pared, ajustándose después el chal sobre la cabeza con el fin de
que no la reconociesen.
Tras unos minutos, apareció un hombre de mediana edad, con barba, que se situó
ante ellas. No tuvo necesidad de levantar las manos para pedir silencio porque todas
las conversaciones cesaron cuando todo el mundo dirigió su atención hacia él.
—Soy Dimas bar-Dimas —comenzó diciendo el hombre—. Que la gracia y la paz
de Dios, nuestro Padre, y de su hijo, Jesucristo, el Señor, estén con todos vosotros.
La bendición de Dimas fue coreada por algunos «amén» y «hosanna» del público.
Los murmullos fueron apagándose y Dimas dirigió a todos una mirada severa, aunque
comprensiva, mientras comenzaba su predicación.
—No digáis mentiras; decid solo la verdad, porque todos nos pertenecemos dentro
del mismo cuerpo.
»Cuando estéis airados, no caigáis en pecado y suspended vuestra ira hasta el final
del día, para que no le deis al Diablo una forma de derrotaros.
Mientras seguía hablando, andaba por la sala, fijando su mirada en una persona y
después en otra de la asamblea, como si cada mandamiento se refiriera a una falta de
esa persona sola, como si sus más recónditos secretos fuesen visibles para su mirada.
—No robéis; ganaos la vida honradamente. Entonces tendréis algo para compartir
con quienes son pobres.
»Cuando habléis, no digáis cosas que hagan daño; decid solo palabras que hagan
el bien a quienes os oigan.
»No seáis rencorosos. No hagáis el mal. Sed buenos y amables con todos los que
os encontréis y perdonaos los unos a los otros como Dios os perdona en Cristo.
»Seáis esclavos o amos aquí en la tierra, recordad que vuestro auténtico amo está
en el Cielo, y amaos y respetaos mutuamente como El os ama a cada uno de vosotros.
Dimas se acercó adonde estaban sentadas Marcela y Tamara. Miró a una y a otra,
fijando al final su mirada en la esposa del gobernador. Ella trató de desviar su mirada
pero una fuerza que parecía emanar de sus ojos asombrosamente verdes la paralizó.
—Y si os encontráis en una posición de gran influencia entre la gente, sea por
derecho propio o como reflejo de alguien a quien amáis, no dudéis en proclamar la
verdad de nuestro Señor, porque todo poder, toda posición viene solo de Él, y quien
rechaza su gracia perderá su posición en el Cielo, aunque la gane aquí en la tierra.
Dimas volvió al frente de la sala y continuó su sermón. Sin embargo, Marcela ya
no oyó mucho de él, absorta en cambio en sus pensamientos sobre las palabras que le
había dicho directamente a ella, palabras ahora marcadas a fuego en su alma.
Concluyendo su alocución, Dimas dijo:
—Por último, orad por mí para que, cuando hable, Dios me dé palabra para que
pueda proclamar el secreto de la Buena Noticia sin temor.
De nuevo, hubo un murmullo de «hosannas» de aprobación.
—Paz y amor, con la fe, para vosotros de parte de Dios Padre y su hijo, Jesucristo.
La gracia para todos los que amáis a nuestro Señor Jesucristo con un amor que no
acaba nunca.
Cuando hubo acabado el sermón y la gente empezó a abandonar el aula, varias
personas asistentes se acercaron para hablar con Dimas. Marcela se quedó sentada.
Sus palabras le habían causado una profunda impresión de un modo que no ella no
había previsto, y sentía que su cabeza le daba vueltas vertiginosamente.
Tamara se levantó y miró a su señora con preocupación.
—¿No le ibais a hablar sobre Marco?
—Sí —replicó Marcela, parpadeando para obligarse a volver al presente—. Pero
espera hasta que se hayan marchado los demás.
—Muy bien —dijo Tamara, sentándose de nuevo.
Pasaron varios minutos hasta que los fieles se despidieron de Dimas y se
marcharon. Al final, Dimas y el joven llamado Gayo salieron también del aula, pero,
cuando Dimas vio a las dos mujeres todavía sentadas en sus asientos, se detuvo frente
a ellas. Parecía ahora un poco más bajo, más amable, con su amplia y agradable
sonrisa iluminando sus ojos verdes, cuando preguntó:
—¿Estáis bien, mujeres?
—No —replicó Tamara, aguantando las lágrimas.
—¡Oh! ¿Puedo hacer yo algo?
—Decidle, señora —cuando el tratamiento se deslizó de los labios de Tamara, ella
se llevó la mano a la boca.
—¿«Señora»? —dijo Dimas, mientras Gayo miraba a las mujeres con recelo.
Ella se levantó y bajó el chal.
—Soy Marcela de Tácito, esposa del gobernador, pero tú ya lo sabías, ¿no es así?
Dimas inclinó la cabeza.
—Me siento muy honrado porque hayas venido a nuestra reunión.
—Nosotras no v…vinimos a escucharte —tartamudeó Tamara, bajando la cabeza
hacia sus manos mientras empezaba a sollozar en silencio.
—Está bien, Tamara —la tranquilizó Marcela, acariciando el hombro de Tamara.
Dimas miraba confuso.
—Si no habéis venido a oír mi sermón, ¿por qué estáis aquí?
—Hemos venido por el centurión Marco Antonio —le dijo Marcela.
—¿Marco? ¿Qué le pasa? —dijo Gayo—. Me sorprendió que no estuviese aquí
esta noche.
—No ha podido venir —espetó Tamara, mirando a Dimas—. Está en prisión por
tu causa.
—¿Por mí?
—Se ha declarado cristiano —dijo Marcela.
—Lo sabemos —dijo Gayo—. El mismo Dimas lo bautizó.
—Lo que no sabes es que el gobernador lo ha encarcelado por eso. Pretende
juzgarlo y ejecutarlo después.
Dimas parecía verdaderamente sorprendido.
—Pero, ¿por qué? Roma suele ser tolerante con la religión y nunca ha tratado de
impedir que los efesios adoren a Diana.
—Marco pidió la baja del ejército —explicó Marcela—. Mi esposo… es decir, el
gobernador teme que otros puedan verse influidos para hacer lo mismo. Considera
que la conversión de Marco es un acto de traición, no de fe.
—Entiendo —dijo Dimas, frunciendo el ceño—. Lo siento, lo siento mucho. Si
hay algo que pueda hacer al respecto…
—Sí puedes hacer algo —dijo Marcela—. Puedes ir a ver a Marco. Convéncelo de
que renuncie a este Jesús del que predicas. Si él declarara que no es cristiano, tengo la
palabra del gobernador de que lo perdonará.
Dimas negó con la cabeza.
—Eso no lo puedo hacer.
—Naturalmente que puedes. Debes hacerlo, porque es la única manera de que
Marco sea perdonado.
—No, no puedo. Si Marco renunciara a Jesús, pondría en peligro su alma. Yo no
podría vivir si fuera el responsable de una cosa así.
—Pero serás el responsable de que pierda la vida —dijo Marcela—. ¿Cómo
puedes vivir con eso?
—Nuestra existencia mortal es solo temporal. Muera ahora o al cabo de cincuenta
años, el resultado es el mismo. Como todos nosotros, morirá algún día. Sin embargo,
el alma es eterna. No debe hacer nada que le ponga en peligro de perder su alma.
—No hace falta que sea una declaración verdadera —replicó Marcela—. Solo
tiene que decir las palabras; lo que realmente crea puede quedar entre él y su Dios.
—Pero el Señor no solo oye lo que dice la boca, sino también lo que viene del
corazón —replicó Dimas—. Y si Marco diera falso testimonio con el fin de salvar su
cuerpo de carne y hueso, estaría renunciando verdaderamente a su cuerpo espiritual y
a su Dios —negó enfáticamente con la cabeza—. No, no puedo hacer lo que me pides.
—Así que, ¿vas a dejar que muera? —dijo Tamara, con lágrimas de ira, de pie y
encarándose con el hombre.
—Yo no dije tal cosa —en las comisuras de su boca se insinuó una sonrisa
mientras miraba a Gayo—. Aunque yo no aconsejaría a Marco que sacrificara su alma
a cambio de su vida terrena, quizá pueda ofrecer al gobernador algo más interesante
que la vida de un centurión.
—¿Qué sugieres? —preguntó Marcela.
—Un intercambio.
—¿Intercambio? ¿Qué clase de intercambio? —apremió la mujer—. ¿A qué te
refieres?
—Iré al tribunal del gobernador —declaró Dimas—. Y me ofreceré yo mismo en
lugar de Marco.
—¡No puedes hacerlo! ¡Sería un suicidio! —exclamó Gayo, pero Dimas le hizo un
gesto para que permaneciera callado.
Marcela miró a Dimas confusa y así estuvo largo rato; después negó despacio con
la cabeza.
—No, tiene razón. Nadie piensa que hagas tal cosa.
—¡Pero tiene que hacerlo! —exclamó Tamara—. Señora, por favor, déjele hacer
lo que desea. Es la única oportunidad para Marco.
—No estaría bien —musitó Marcela, más para sí que para los demás.
Dimas alargó la mano y tomó la de la mujer.
—Marcela, quiero hacerlo. Tengo que hacerlo.
Ella se dio perfecta cuenta de que no utilizó título alguno al dirigirse a ella, sino
que dijo su nombre y, curiosamente, le gustó.
—Supongo que, si tu sentimiento al respecto es tan fuerte… —dijo en voz alta, sin
estar muy segura de lo que ella misma estaba pensando o sintiendo.
—Lo haré, por Marco y por nuestro Señor.
—Por nuestro Señor… —repitió ella, saboreando las palabras como vino dulce en
sus labios.
Capítulo 16

arios centenares de efesios se agolpaban en el pretorio para asistir al juicio


de un romano. El reo no solo era ciudadano romano, sino también un
oficial, un centurión de la guardia privada del gobernador. Rufino Tácito
esperaba en la silla curul, la sede desde la que administraba justicia. Marcela
estaba sentada cerca, aunque fuera de la zona inmediata a su esposo.

V —Traed al preso —ordenó Rufino.


Sonó un tambor mientras Marco Antonio era llevado ante el tribunal.
Llevaba las manos atadas a la espalda y un aro metálico al cuello. Una
cuerda iba del aro a la mano de uno de los guardias, que lo llevaba como si
fuese un animal.
Marco iba vestido con su mejor uniforme, con una brillante toga roja que caía de
sus hombros y una coraza de bronce muy bruñida que lanzaba destellos dorados al sol
de la mañana. La elección de la vestimenta era deliberada, porque Rufino quería que
sus súbditos entendieran que la ley se aplicaba por igual a romanos y a efesios. La
lección no cayó en saco roto y muchos asistentes quedaron boquiabiertos al ver a un
romano destacado sometido a ese tratamiento.
Tuco ocupó su lugar en el enlosado ante la silla curul y desenrolló un documento;
después empezó a leer:
—¡Excelencia!, comparece ante vos en este día Marco Antonio, centurión de la
Legión Anatolia de Roma, que solicita juicio equitativo y justo del tribunal de Rufino
Tácito, quien, por orden de Claudio, emperador de Roma, es el justo y poderoso
gobernador de Éfeso.
—¿Por qué razón solicita justicia? —preguntó Rufino.
—Está acusado de traición, excelencia.
—¿Cómo te declaras, centurión Antonio?
—Excelencia, no he cometido traición contra vos, contra mi emperador ni contra
Roma.
—Sin embargo, te proclamas cristiano, ¿no es cierto?
—Sí, lo es, excelencia, pero el Señor dice: «Dad al César lo que es del César y a
Dios lo que es de Dios». No he cometido traición contra Roma, ni de pensamiento ni
de obra.
—Si es así, renuncia públicamente ahora mismo a ese falso profeta, Jesús —exigió
Rufino.
—Lo siento, excelencia, pero no puedo hacerlo —dijo Marco.
—Si no renuncias a él ahora, tendré que crucificarte como a tu dios, como a tu
Jesús.
—Excelencia —terció rápidamente el legatus Casco—, el centurión Antonio es
ciudadano romano y, como tal, no puede ser crucificado.
—Entonces, tendré que decapitarlo —dijo de inmediato Rufino.
—¿Puedo dirigirme al tribunal? —dijo una voz de en medio de la multitud.
Un murmullo de sorpresa y de curiosidad se elevó mientras todo el mudo trataba
de ver quién había hablado.
—¿Quién se dirige a mí? —preguntó Rufino.
—Yo, excelencia.
Un hombre con barba, vestido como un mendigo, se abría paso entre la multitud e
inclinó la cabeza ligeramente.
—Soy Dimas bar-Dimas.
—¿Dimas?
Tuco se inclinó para hablarle a Rufino al oído.
—¿Eres tú el judío que está predicando a Jesús, el que ha convertido al centurión
Antonio? —preguntó Rufino.
—Yo soy.
—¿Por qué razón te diriges a mí?
—He venido a rogarte que perdones la vida a este buen hombre —dijo Dimas,
señalando a Marco.
—Si quieres hablar, puedes hacerlo —Rufino hizo una seña a una pareja de
soldados que cerraban el paso al hombre que había irrumpido en medio del
procedimiento.
Dimas se volvió de manera que no solo pudiera verlo Rufino, sino también la
muchedumbre y Marcela, sentada cerca de su esposo.
—Algunos de vosotros recordaréis a Pablo, que, durante muchos años, estuvo
aquí, entre nosotros, predicando la palabra de Dios —comenzó Dimas—. Quiero
contaros una historia sobre él. Antes de que Su Excelencia Rufino Tácito llegara a
Éfeso, Pablo y su compañero Silas fueron encarcelados. Estaban rezando y elevando
cantos a Dios cuando, de repente, un fuerte terremoto sacudió los cimientos de la
prisión. Después, se abrieron las puertas de todas las celdas y los presos quedaron
libres de sus cadenas. El carcelero, temiendo que hubieran escapado los presos, sacó
su espada y estuvo a punto de matarse cuando Pablo lo llamó en la oscuridad: " ¡No te
hagas daño, porque todos estamos aquí!"»El carcelero cayó de rodillas ante Pablo y le
preguntó: "¿Qué tengo que hacer para ser salvo?" Su respuesta fue la misma que yo
predico a quienes me escuchan: "Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo". Después,
el carcelero llevó a Pablo y a Silas a su casa, donde lavó sus heridas y les dio de
comer. Al día siguiente, los oficiales romanos los dejaron libres.
Terminado el sermón, se elevó un rumor de la muchedumbre, agitada; algunas
personas conmovidas por sus palabras y todas, esperando una respuesta violenta de
Rufino. Para sorpresa de todos, él se limitó a reírse.
—Dime, Dimas bar-Dimas, ¿esperas que tu Dios envíe un terremoto que libere a
Marco Antonio y al resto de mis presos?
—No, excelencia —replicó Dimas—. Aunque, si Dios quisiera hacerlo, de su
fuerza depende, y nada podría impedirlo.
—Ya veo —dijo Rufino, asintiendo con la cabeza y pensando.
—Gobernador, querría hacer un trato con vos —dijo Dimas, dando un paso
adelante.
Rufino lo miró con recelo.
—¿Y cuál es el trato que me propones?
—Me ofrezco a mí mismo en lugar de Marco —anunció Dimas.
—¿Con qué fin?
—Tomaré su lugar bajo la espada. Dejadlo ir y matadme en su lugar.
Una exclamación surgió de la muchedumbre, sobre todo de Gayo y otros
seguidores de Dimas, que no pudieron reprimir sus gritos de protesta.
Rufino se acarició la barbilla.
—Una oferta interesante. Comprenderás que, como judío, no te las verías con la
espada. Tendría que crucificarte.
—Iré a la cruz con gozo en mi corazón —proclamó Dimas.
—Gozo en tu corazón, ¿no? —se burló Rufino—. Veremos cuánto gozas cuando
el aliento escape de tu cuerpo y sufras dolores atroces en la cruz.
—Entonces, ¿aceptáis mi trato, excelencia?
—Acepto tu oferta de morir en la cruz —declaró Rufino, mientras sus labios se
torcían en una sonrisa de suficiencia—. ¡Guardias!, detened a ese fanático. Ponedlo en
la misma celda de Marco Antonio. Tendremos una doble ejecución.
Algunos de la muchedumbre prorrumpieron en gritos de protesta, otros de
exaltado regocijo. Gayo tuvo que ser retenido por sus compañeros cuando se
precipitaba hacia adelante, gritando que por las calles correría sangre romana si el
gobernador no revocaba su resolución. Cerca de la silla curul, Marcela saltó de su
asiento para rogar a su esposo que reconsiderara su decisión, pero Rufino Tácito ya se
había marchado, abandonando el pretorio en medio de un remolino de togas y el
ruido de las espadas de su guardia privada.
Capítulo 17

arah Arad salió al bulevar desde una pequeña calle lateral cercana a su
apartamento, controlando con la mano izquierda el volante del Mini Cooper
verde seda metalizado, mientras con la derecha mantenía el teléfono móvil
pegado a la oreja. Una vez en el bulevar, mientras el coche iba adquiriendo
velocidad, miró por el retrovisor y vio un sucio Mercedes negro que

S arrancaba y salía detrás. Probablemente, una coincidencia, se dijo a sí misma.


Sin embargo, siguió mirando por el espejo mientras aceleraba el Mini y se
alejaba del coche viejo y destartalado que iba detrás.
Había bajado el móvil brevemente para cambiar de velocidad y, cuando
volvió a llevárselo al oído, todavía estaba llamando. Iba a colgar cuando oyó el clic
del teléfono y un jadeante: «¿Dígame?»
—He estado a punto de colgar —dijo, añadiendo en un tono ligeramente sugestivo
—: ¿Te he cogido en un momento inoportuno?
—Afeitándome —replicó Preston Lewkis—. Es una máquina eléctrica muy
ruidosa. No oí el teléfono.
Por el sonido de su respiración, imaginó que había salido corriendo del cuarto de
baño hacia la cama, en el pequeño apartamento de tres habitaciones que había
alquilado durante su estancia en Jerusalén. Lo imaginó allí de pie, con una toalla
alrededor de la cintura y el pelo todavía brillante a causa de la ducha matutina.
Apartando la imagen de su mente y obligándose a concentrarse en la carretera,
preguntó:
—¿Quieres darte una vuelta hasta el laboratorio? Si no tienes nada mejor que
hacer, claro.
—¿Por «nada mejor que hacer» te refieres al autobús urbano? Si no, sí, encantado.
—Ahora mismo voy en el coche. Estaré frente a tu casa en quince minutos. ¿Es
demasiado pronto?
—Estaré esperando fuera —prometió.
Sarah cerró el móvil y lo metió en el portavasos; después, echó un vistazo por el
retrovisor. El viejo Mercedes seguía detrás de ella. Vio una estación de servicio
inmediatamente delante, redujo la velocidad y entró en ella, viendo cómo el vehículo
negro seguía adelante sin detenerse. El conductor mantenía fija la vista hacia adelante,
pero le dio la sensación de que su compañero, que iba en el asiento del pasajero, no le
quitaba ojo de encima.
¿Estaré un poco paranoide?, se preguntó.
Era posible, sin duda, pero, con la muerte de sus padres y de su marido a manos
de los terroristas, Sarah había aprendido en propia carne que la vigilancia era
imprescindible.
Pero, ¿no es cierto que la mayoría de los terroristas atacan indiscriminadamente y
que sus víctimas son quienes están en el lugar y en el momento equivocados? ¿Por
qué iban a estar esos hombres siguiéndola a ella en concreto?
Sarah volvió a salir a la calle. Menos de dos manzanas más adelante vio de nuevo
el coche, esta vez aparcado al lado de la calzada.
Cuando el Mercedes arrancó tras ella por el bulevar, no esperó a darles otra
oportunidad. Tiró fuertemente del freno de mano y giró el volante, provocando el
chirrido de las ruedas del Mini y un brusco giro de 180°. El automóvil perseguidor no
se molestó en disimular: su conductor hizo un giro en U en medio del tráfico y, entre
los pitidos de los airados conductores, aceleró tras ella.
Sarah aceleró hasta 100 km/h, una velocidad fenomenal para el abarrotado bulevar
de Jerusalén. Se saltó un semáforo y se coló entre un autobús, un taxi y varios coches,
después miró por el espejo y vio que sus perseguidores ganaban terreno. Sabía que el
Mercedes era más potente, pero, en las curvas, no podía compararse con su ágil Mini,
así que decidió aprovecharlo en la intersección que se acercaba; tras asegurarse de que
no había vehículos ni peatones en su trayectoria, dio un volantazo a la derecha. El
pequeño automóvil reaccionó al instante, realizando el giro de noventa grados a toda
velocidad, con solo un leve chirrido y casi sin derrapar.
Cuando entró a toda velocidad por la calle lateral en una barriada de antiguos
almacenes de mercancías, oyó un chirriante rugido de neumáticos y miró hacia atrás;
vio que el Mercedes derrapaba en medio de una nube de gomas humeantes, pero, de
alguna manera, el automóvil consiguió realizar el giro, coleando frenéticamente al
entrar en la calle tras ella.
Sarah frenó un poco, giró repentinamente a la izquierda y aceleró por una calle
más estrecha. Fue entonces cuando se percató de que un gran camión de reparto le
cerraba el paso cuando, atravesado en la calle, reculaba hacia un muelle de descarga
situado a la izquierda. Dos coches estaban parados en el carril derecho, esperando a
que el camión dejara libre la calle.
Tocando la bocina, Sarah entró en el carril izquierdo vacío para adelantar a los
coches parados. Un trabajador que estaba al lado del muelle de carga movió las manos
y gritó: «¡No, para!»Viendo que el Mini se echaba encima, adelantando los coches que
esperaban hacia el reducido espacio que mediaba entre el muelle de carga y la parte de
atrás del camión, el trabajador dio un salto hacia una papelera cercana para evitar el
golpe. El conductor del camión, que había oído el alboroto, pegó un frenazo, abrió
rápidamente la puerta de la cabina y saltó para escapar del choque. Pero Sarah había
calculado perfectamente el hueco y el Mini se deslizó dejando unos 2 cm y medio a
cada lado. Casi había acabado de pasar cuando su espejo retrovisor derecho se topó
con un saliente de la parte trasera del camión y se rompió con un fuerte crac.
Casi inmediatamente después de salir a la calle limpia de obstáculos, Sarah oyó el
tremendo golpe del Mercedes cuando la siguió por el estrecho paso y chocó
violentamente, parándose en seco con una sacudida. Sarah frenó hasta detenerse y se
volvió para ver lo que había quedado del vehículo, emparedado por ambos lados
antes de quedar inevitablemente atascado entre el camión y el muelle. Los dos
hombres que iban dentro trataban de salir de los allí, pero no habían conseguido abrir
las ventanillas ni las puertas cuando el humo empezó a rodear el vehículo.
Sarah subió al Mini Cooper y arrancó hacia ellos. Trató de hacerse con sus rasgos:
piel oscura, pelo negro, características semíticas, que podían ser palestinas e israelíes,
pero lo que más destacaba era el miedo cerval que se apreciaba en sus ojos cuando el
humo se transformó en llamas que lamían el habitáculo.
Mientras el hombre más bajo, que iba en el asiento del acompañante, golpeaba lo
que había quedado de parabrisas y tiraba del cinturón de seguridad, sin conseguir
liberarse, el conductor levantó un pequeño revólver y miró a Sarah con algo parecido
a la resignación. Ella se preguntó si debía ponerse a cubierto, pero permaneció en pie,
paralizada, mirándolo mientras apuntaba con el arma no hacía ella, sino a su propia
boca abierta. Cerró los ojos y, mientras las llamas lo envolvían, apretó el gatillo y su
cabeza dio una sacudida hacia atrás por el impacto. Su compañero chilló, pero el grito
quedó ahogado por el feroz rugido de la explosión del Mercedes.
Sarah casi salió despedida. Cuando se retiraba hacia su coche, miró hacia atrás una
última vez y trató de ver lo que había quedado de la placa de matrícula. Los primeros
tres símbolos eran legibles; por el impacto, se había perdido el resto de la placa.
Sarah subió a su Mini, cogió el móvil y llamó al número de emergencias de la
policía. Sin dar su nombre, informó rápidamente del lugar del choque y de la suerte
corrida por las víctimas. Después, llamó a su oficina y habló con la especialista
Roberta Greene, una de sus compañeras de la Yechida Mishtartit Meyuchedet, más
conocida como YAMAM, la unidad antiterrorista de élite de Israel. Le pidió a Roberta
que recabara información sobre todos los Mercedes cuyas matrículas comenzaran por
«AL9»… y que mantuviera el nombre de Sarah al margen de todas las investigaciones
policiales.
Cuando giró en la esquina para volver al bulevar, Sarah miró el reloj del
salpicadero para ver cuánto tiempo había pasado. Increíblemente, desde que había
llamado a Preston Lewkis, solo habían pasado trece minutos. Estaba a kilómetro y
medio más o menos; todavía le quedaban dos minutos.
Pisando el acelerador, entró en el gran bulevar, sumergiéndose en el tráfico
matutino.
Capítulo 18

reston Lewkis se acercó al mini cooper cuando este se paró junto al bordillo
del edificio de su piso. Abrió la puerta del acompañante, se sentó en el asiento
y puso su cartera en el suelo, delante de él. Sonrió a Sarah.
—Quince minutos en punto. Me gusta la puntualidad…
—En una mujer —añadió, ampliando su sonrisa—. Ibas a decir «en una

P mujer», ¿no?
—En cualquiera —se defendió—. Pero sí, especialmente en una mujer.
Por mi experiencia, que, créeme, está relacionada sobre todo con el trabajo,
en raras ocasiones son puntuales.
Sarah se rió.
—Detecto una pizca de chovinismo.
—Supongo que parezco un poco así, ¿no?
Mientras Sarah se apartaba del bordillo y seguía adelante, Preston miró por la
ventanilla y vio el metal retorcido en el lugar en el que debía estar el retrovisor
derecho. Había estado tan concentrado en Sarah que no se había dado cuenta de ello
cuando subió al coche. El metal estaba cortado de forma irregular y con bordes
cortantes, como si fuera el resultado de una colisión reciente.
—¿Qué ha pasado aquí? —señaló el espejo.
—Vándalos —replicó Sarah con un ligero movimiento de hombros—. Estaba
pensando en llevarlo a arreglar.
Cambió de tema, aludiendo al reciente hallazgo de Masada y pasaron el resto de
los diez minutos de viaje hasta el campus de la Universidad Hebrea hablando de las
condiciones del manuscrito que habían desenterrado en el lugar.
Cuando llegaron a la entrada de la zona de aparcamiento, Preston se dio cuenta de
que había más vehículos de seguridad de lo habitual, con policías armados que
patrullaban por el perímetro del edificio sin nombre que albergaba el laboratorio de
antigüedades. El policía de puerta se detuvo más de lo habitual a examinar sus tarjetas
de identidad con fotografía y verificar su bloc de notas antes de hacerles un gesto para
que siguieran adelante.
—Han aumentado la vigilancia —observó Preston mientras Sarah y él atravesaban
la zona y buscaban un aparcamiento cerca de la entrada del laboratorio.
—¿Hay alguna razón por la que debamos preocuparnos más?
—Aquí, la vigilancia es una forma de vida —dijo Sarah mientras salían del coche
y se acercaban a la entrada.
Su tono era natural, pero Preston notó cierta preocupación en su expresión cuando
miró las precauciones de seguridad que se habían instaurado durante el día anterior.
Mientras hablaba, otro coche de policía se acercó a toda velocidad adonde estaban
aparcados los demás vehículos de seguridad.
—Sí, la vigilancia se está convirtiendo en un modo de vida mundial —observó él
—. Supongo que seguiremos así hasta que se gane esta guerra contra el terror.
—Me temo que nuestros descendientes, en cincuenta generaciones desde ahora,
tendrán que combatir contra el terrorismo. Basta con que haya una persona dispuesta
a poner una bomba en nombre de su Dios para que sea imposible ganar esa guerra.
Preston sostuvo la puerta y después la siguió al vestíbulo. Se encaminaron hacia el
mostrador de seguridad.
—¿No estarás sugiriendo que abandonemos? —preguntó, bajando la voz cuando
se acercaban al policía.
—En absoluto. Es como la guerra contra el mal. Siempre existirá en el mundo. El
hecho de que no podamos erradicar el mal no significa que no tengamos que
combatirlo.
Sarah colocó su bolso en el escáner y entregó un papel al policía.
—El escáner mostrará una Glock de 9 mm —le dijo ella—. Este es mi permiso.
El policía examinó el permiso y después miró la pantalla mientras el bolso pasaba
por el escáner.
—Muy bien —dijo, haciéndole una indicación de que pasara por el detector de
metales.
Preston observaba todo sorprendido… y admirado. Después, colocó su cartera en
el escáner y musitó:
—Todo lo que encontrará ahí es un sándwich, ni siquiera es kóser.
Vio que Sarah se aguantaba una sonrisa. El policía, por su parte, no parecía
divertirse mientras revisaba el contenido de la cartera, primero por la pantalla y luego
por inspección directa. En realidad, solo había una bolsa de papel de comida con
algunas carpetas marrones con documentos de investigación.
Tras la inspección, Preston se acercó a Sarah y la siguió por el pasillo.
—No sabía que estuviese trabajando con James Bond —susurró—. ¿O es Jane
Bond?
—No seas tonto —Sarah le dio unos golpecitos al bolso—. Esto es una Glock.
Bond lleva una Walther PPK.
—Claro, tendría que haberlo sabido.
Sarah se rió.
—Soy oficial de seguridad… y teniente en la reserva, ¿recuerdas?
—¡Oh, sí!, lo recuerdo muy bien, la hermosa joven señora en uniforme de
campaña.
—¿Uniforme de campaña? Estoy impresionada. ¿Dónde ha aprendido un civil
como tú lo de los uniformes de campaña?
—¿Cómo sabes que no presté servicio en…? ¡Oh!, ya, tu gente lo sabe todo sobre
mí.
—Bueno, sabemos bastante —dijo ella con una sonrisa.
—Entonces, sabréis que soy un seguidor ansioso del Canal de Historia, una fuente
importante acerca de la jerga militar.
Recorrieron el pasillo que llevaba al laboratorio en el que Preston había visto por
primera vez el manuscrito de Dimas. Estaba guardado en la gran cámara de seguridad
de doble llave del laboratorio, para cuya apertura era necesaria la presencia de dos
personas y solo se sacaba cuando era absolutamente necesario. Los estudiosos podían
continuar su trabajo aunque no tuviesen a mano el documento gracias a las imágenes
digitales conservadas en un directorio de ordenador al que solo podía accederse y que
solo podía descodificarse merced a una clave que se cambiaba a diario.
Cuando entraron en el laboratorio, encontraron a los profesores Daniel Mazar y
Yuri Vilnai inclinados sobre uno de los seis monitores alineados en una gran mesa
adosada a la pared, enfrascados en un acalorado debate sobre un pasaje del Evangelio
de Dimas.
Mazar saludó a Preston y a Sarah con una sonrisa y les hizo una seña para que se
acercaran. Después señaló el monitor y le dijo a su colega más joven:
—Aquí está el pasaje.
Leyó en voz alta una línea de la foto del manuscrito.
—«Se apareció después de su resurrección, primero a Simón, que iba por el
camino de Cirene, y a quien entregó el símbolo; después a Cefas y a los doce y,
después de a estos, a quinientos hermanos a la vez».
—Difiere poco de la Primera a los Corintios —dijo Vilnai, levantando la vista del
monitor. Citó de memoria—: «… que resucitó al tercer día, como lo anunciaban las
Escrituras; que se apareció a Cefas y más tarde a los Doce. Después se apareció a más
de quinientos hermanos a la vez».
—Es muy diferente —insistió Mazar.
—Solo añade un nombre. ¿Qué es un nombre más? Incluso los cuatro Evangelios
no concuerdan acerca de cuestiones concretas relativas a quiénes vieron resucitado a
Cristo y cuándo —movió la mano con desdén—. Es una diferencia sin consecuencias.
—Estoy de acuerdo con Daniel —dijo Preston, tras haber oído lo suficiente para
dar una opinión.
—Por supuesto, profesor Lewkis, usted está de acuerdo con su mentor —dijo
Vilnai, despreciativo—. Por favor, explique hasta qué punto la adición de un nombre
puede hacer que este pasaje sea tan significativamente diferente del mismo de
Corintios.
—Hay dos razones —replicó Preston—. Una es el nombre de la persona. El hecho
de que se encuentre en el camino de Cirene hace casi seguro que se trate del mismo
Simón que ayudó a Jesús a llevar la cruz. La otra es que le fue entregado el símbolo.
—¿Qué símbolo? —interrogó Vilnai.
—El símbolo que está investigando el padre Flannery para nosotros.
—El Via Dei —dijo una mujer; Preston se volvió y vio que Azra Haddad acababa
de entrar en el laboratorio.
—Via Dei, sí; así lo llamó —Preston miró inquisitivo a Azra—. Pero, ¿cómo
conoce este símbolo? Usted no estaba aquí cuando lo mencionó el padre Flannery.
—Es un símbolo antiguo —replicó Azra—. Estoy segura de que otros han oído
hablar de él.
—¿Cómo ha entrado aquí? ¿Cómo pasó el control de seguridad? —preguntó
Sarah.
Azra presentó algunos papeles.
—El profesor Mazar me pidió que preparara un informe acerca de lo que yo
estaba haciendo cuando descubrí la urna —dijo ella sin responder directamente a la
pregunta de Sarah.
—Sí. Yo le pedí el informe —confirmó Mazar—, aunque no era necesario que me
lo trajera aquí.
—Tengo la autorización necesaria —repuso Azra. Su tono era natural, no
defensivo, como si recordara a Mazar que, sin su descubrimiento de Masada, no
habría ningún documento.
—Claro que la tiene —dijo él—. No hay problema.
—¿Eso es todo? —preguntó Azra y Mazar asintió. Ella salió del laboratorio
cerrando la puerta tras de sí.
—Volviendo al símbolo —dijo Vilnai—, aunque conozco Via Dei, mi idea es que
el pasaje en cuestión no especifica a qué símbolo se refiere. ¿Es así, profesor Lewkis?
Antes de que Preston pudiera responder, Mazar dijo:
—Quizá no, Yuri, pero creo que es razonable suponer…
—¿Suponer? —le cortó Vilnai—. Somos científicos. No suponemos.
Siguieron discutiendo y, cuando quedó claro que la conversación no llevaba a
nada productivo, Preston decidió llevar las cosas en otra dirección. Esperó a que se
produjera un raro momento de silencio y comentó:
—Me he estado preguntando por la presencia de pasajes hebreos diseminados
entre el griego. He estado tratando de investigar otros documentos que contengan
tanto textos en hebreo como en griego y no he podido encontrar muchos.
—Sí, es muy raro —convino Mazar—. Yo también me lo he preguntado.
—Me están dando la razón —declaró el investigador más joven—. Tenemos un
manuscrito que mezcla el griego y el hebreo y lleva un símbolo que no se encuentra
hasta la Edad Media —Vilnai señaló con un dedo el pecho de Preston—. Eso es lo que
dijo sin rodeos su experto del Vaticano —negó enfáticamente con la cabeza—.
Aunque no digo que esto sea una falsificación moderna, no veo cómo pueda tratarse
de un documento auténtico del siglo I. De la Edad Media, de un poco más tarde quizá,
recopilado por una organización que tenía sus propios planes pero carecía de la gran
cantidad de conocimientos que tenemos hoy día acerca de la literatura del siglo I.
—Creo que se está precipitando —dijo Mazar.
—¿Creo… o supongo? —replicó Vilnai.
—Admito que el símbolo me preocupa, pero el padre Flannery puede aportarnos
pruebas que lo retrotraigan a los primeros días del cristianismo. Y está dibujado con lo
que parece una tinta diferente, por lo que existe la posibilidad de que el manuscrito
sea auténtico y que el símbolo lo añadieran en una época posterior.
—¿Y qué decimos sobre el hebreo y el griego? —insistió Vilnai—. No vemos tal
cosa en los manuscritos auténticos del siglo I.
—No creo que sea tan raro —replicó Mazar—. No olvidemos que Dimas era judío
y muchos estudiosos creen que su padre fue un zelote. Quizá se esté dirigiendo tanto a
los gentiles como a los judíos. ¿Por qué no incluir el hebreo para hacer determinadas
observaciones?
—Daniel, no puede autenticar un documento utilizando como criterio algo que no
está demostrado —pontificó Vilnai—. Dice usted que Dimas era judío, como si
supiésemos sin lugar a dudas que existió. No hay evidencia histórica real del Dimas de
Galilea padre. Solo lo conocemos como uno de los ladrones que estaban en las cruces.
Su nombre nos llega solo a través de una leyenda y, en cuanto a Dimas bar-Dimas,
solo tenemos la palabra del manuscrito y no se puede utilizar para validarlo sin algún
tipo de corroboración.
—Yuri, el manuscrito existe y el autor da su nombre como Dimas bar-Dimas —
dijo Mazar—. Aunque no podamos defender la autenticidad de las afirmaciones
hechas en este documento, no creo que podamos negar el hecho de que existe y de
que su autor fue un tal Dimas bar-Dimas.
—Creo que hizo una argumentación similar con respecto al osario de Santiago,
¿no? —preguntó Vilnai con evidente mordacidad.
Preston vio que los labios de Mazar temblaban, pero el viejo estudioso no dijo
nada como respuesta. En cambio, se volvió a trabajar en su ordenador.
—Perdóneme, amigo —dijo Vilnai, situándose al lado de Mazar—. No quería
ofenderlo con esa observación inoportuna. Solo quiero pedir precaución al examinar
este documento, ciertamente fascinante.
—No hay nada que perdonar, Yuri —replicó Mazar—. Solo se puede progresar
mediante extrapolaciones audaces. La validación solo puede conseguirse mediante el
cuestionamiento. Aportamos lo que debemos.
Vilnai rio nervioso y le dio a Mazar unas palmaditas en la espalda.
—Bien dicho, Daniel. Bien dicho.
Preston observó la sonrisa incómoda que intercambiaron los dos hombres. Era
obvio que, aunque los estudiosos compartían cierta medida de respeto mutuo, no
compartían mucho más.
Capítulo 19

urante la hora siguiente, Sarah Arad estuvo trabajando en el ordenador que


estaba a la izquierda del de Preston, mientras los dos profesores
universitarios israelíes estaban sentados ante sus propios terminales en el
otro extremo de la mesa. Sarah pasó la mayor parte del tiempo viendo
imágenes de distintas porciones del manuscrito, comparando en paralelo

D diferentes secciones, buscando algún indicio de que la caligrafía fuese obra


de más de una persona. Más difícil todavía era determinar si los caracteres
griegos y los hebreos eran obra de la misma mano. Mientras iba trabajando,
fue convenciéndose cada vez más de que la persona que había escrito las
palabras era también la autora de las mismas. Aunque fuera difícil demostrarlo, había
indicios de que se trataba de una copia de primera o segunda generación del autor y
no una transcripción de una obra escrita con anterioridad.
Su ensoñación casi silenciosa fue interrumpida por un suspiro audible de Preston.
Parecía que estaba sumido en una profunda reflexión y ella no quiso molestarlo pero,
cuando suspiró por segunda vez, le preguntó: —¿Algo va mal?
—No lo sé —señaló la imagen del manuscrito que tenía en su monitor—. Aquí
hay algo extraño.
Sarah sonrió.
—Desenterramos en el emplazamiento judío de Masada un evangelio de dos mil
años, presuntamente escrito por el hijo del Buen Ladrón, que murió en la cruz al lado
de Jesús, ¿tú dices que hay algo extraño? Si me lo preguntas, todo el asunto sobrepasa
lo extrañísimo.
—Bueno, sí, es cierto —dijo con un principio de sonrisa—, pero me refiero, en
concreto, a cómo están diseminadas por todo el manuscrito tantas palabras y
expresiones hebreas.
—No me parece tan extraño —dijo ella—. No es igual que ahora. En Israel, casi
todo el mundo habla inglés y hebreo. Muchos hablan también yidis y en una sola frase
te encuentras a menudo las tres lenguas.
—Sí, eso lo entiendo. Alguna palabra de una segunda lengua se adapta mejor que
el idioma que estoy utilizando, como la palabra «chutzpah». Te sorprendería la
cantidad de veces que aparece en conversaciones entre norteamericanos, pero esto es
diferente.
—¿En qué sentido?
—Bueno, por una parte, el autor utiliza una palabra griega para nombrar algo;
después, tres oraciones más adelante, utiliza la palabra hebrea para referirse a lo
mismo. Lo raro es la aparente aleatoriedad con la que emplea las palabras.
—¿Crees que resta validez al documento? —preguntó ella.
—No, yo no iría tan lejos, pero me parece muy interesante.
El sonido del teléfono interrumpió su conversación y se oyó por el receptor la voz
cortada del investigador más joven:
—Aquí Yuri Vilnai.
Preston escuchó un momento y dijo:
—Ahora mismo va —colgó el teléfono y le dijo a Sarah—: Alguien quiere verte
en recepción.
—¿Te han dicho quién?
—La policía.
Encogiéndose de hombros, evitó las preguntas de Preston y se encaminó al
vestíbulo, donde encontró a dos hombres que la esperaban en el mostrador de
seguridad. Iban de paisano, pero su porte revelaba su identidad con tanta claridad
como si fuesen de uniforme.
—¿Sarah Arad? —preguntó el más bajo cuando se acercaba. Era mayor que su
compañero y, con su traje arrugado y su expresión demacrada, parecía que hubiese
estado merodeando alrededor del edificio unas cuantas veces más.
—Sí. ¿Puedo hacer algo por ustedes?
—Soy el agente especial Alan Steinberg; este es el agente especial Bruce Gelb.
Sostenía el retrovisor roto de su coche. Estaba un tanto destrozado, con la cubierta
protectora de plástico deformada por el intenso calor. Sin duda, lo habían encontrado
entre los restos del Mercedes.
—¿Esto es suyo? —preguntó Steinberg.
—Claro —replicó—. Sin duda, ya lo han cotejado con el exterior de mi Mini
Cooper.
—Entonces, ¿admite haber estado implicada en un accidente esta mañana?
Sarah suspiró.
—Estoy segura de que ustedes no son agentes especiales del Departamento de
Tráfico.
—No somos de Tráfico —dijo Steinberg bruscamente—. Hay testigos que dicen
que parecía que los dos hombres del coche que chocó con el camión iban
persiguiendo un Mini Cooper verde claro.
—Verde seda —replicó Sarah—. Y ese color se abandonó tras el primer año de
producción, por lo que debe de haber muy pocos en Jerusalén.
—E incluso menos que hayan perdido recientemente su retrovisor lateral —indicó
el presentado como Gelb, con un tono mucho más indulgente que el de su
compañero.
—Sí, estuve en el escenario del accidente.
—¿Y la estaban persiguiendo? —preguntó Gelb.
—Esa sensación daban.
—¿Sabe por qué?
Sarah se encogió de hombros.
—No tengo ni idea.
—Sin duda, señorita Arad…
—Señora Arad —corrigió ella.
—Sin duda, señora Arad, tiene que tener alguna idea. Si no, ¿cómo pudo siquiera
darse cuenta de que la estaban siguiendo?
—Los vi por el retrovisor. No sé, tenían un no sé qué sospechoso. Hice unos
cuantos giros y ellos hicieron lo mismo. Me detuve y ellos se pararon; después hice un
giro en U y aceleré y ellos me siguieron.
—¿Por qué no llamó a la policía? —intervino Steinberg—. Una simple llamada
podría haber evitado un accidente fatal… y poner en peligro a todos aquellos
transeúntes.
—Es bastante difícil utilizar un teléfono móvil mientras te persiguen por
callejones, como para llamar a la policía. Lo hice en cuanto pude.
—Después del choque —Steinberg echó un vistazo a sus notas—. Así que fue
usted quien hizo la primera llamada informando del accidente —volvió a mirarla; sus
ojos se achicaban—. Pero no dijo su nombre.
Ella señaló su abultado bloc de notas.
—Seguro que ya saben de mí más que el color de mi coche. ¿O tengo que
mostrarles mi identificación de seguridad?
Steinberg dio unos golpecitos en el bloc con su bolígrafo. Cuando habló, su tono
dejó traslucir su desprecio por los demás organismos de las fuerzas de seguridad,
sobre todo cuando se inmiscuían en su jurisdicción.
—Sí, sabemos dónde trabaja.
Sarah dirigió sus comentarios al compañero de Steinberg, que le parecía más
amable.
—Entonces, seguro que comprenden por qué no quería que apareciera mi nombre
en un informe policial… o, peor aún, en las noticias locales. Hasta que sepamos más
sobre estos hombres, es mejor que esto se quede en un accidente de tráfico, el
resultado de una juerga a gran velocidad.
—Quizá si hubiera trabajado con nosotros desde el principio —dijo Gelb en tono
conciliador—, nos hubiésemos acercado más a algunas de esas respuestas.
—Si se ponen en contacto con mi departamento, verán que he pedido a la
YAMAM[4] que les preste cuanta ayuda puedan necesitar, pero tengo buenas razones,
algunas ciertamente personales, para mantenerme a distancia.
—¿Personales…? —presionó Gelb con cautela.
—¿Han oído hablar de Saúl y Nadia Nishar?
—Por supuesto —contestó—. Fueron asesinados por terroristas hace unos años
en Masada.
—Eran mis padres —dijo ella sin rodeos.
—No lo sabía. Lo siento —Gelb dudó un momento y añadió—: ¿Arad? ¿Sarah
Arad? Sí, ya recuerdo. Su marido era el comandante Ariel Arad. Lo mataron en un
control, ¿no?
—Preguntó, y ella asintió—. Comprendo que se tomara tantas precauciones con
respecto al… incidente de hoy.
—Gracias —la expresión de Sarah se suavizó—. Y, para complicar las cosas, me
han destinado recientemente a la misma excavación de Masada en la que murieron mis
padres. Aunque probablemente no haya relación entre el ataque terrorista y el
Mercedes, tenemos que confirmarlo mediante nuestras propias investigaciones —se
volvió a Steinberg y le dijo en tono un tanto mordaz—: Y esas investigaciones
exceden con mucho el ámbito de la policía.
Steinberg iba a responder, pero Gelb lo cortó.
—Parece que, en este caso, tenemos intereses comunes. No hay razón por la que
no podamos silenciar su nombre en nuestro informe, por ahora. ¿Está bien? —miró a
su compañero mayor, que asintió a regañadientes—. A cambio, le agradeceríamos que
nos facilitara cualquier información que consiga sobre estos hombres que la
perseguían.
—Entonces, ¿no los han identificado?
—Los documentos que pudieran llevar quedaron destruidos en el incendio —
explicó Gelb—. Y ellos estaban tan achicharrados que es poco probable que podamos
compararlos con fotografías de los comandos conocidos. Hay registros de ADN y
dentales, pero, si nadie cuenta con un informe de personas desaparecidas, no
tendremos nada con que compararlos.
—A menos que ya contemos con un expediente —indicó Sarah.
—¿Prisión? —preguntó Gelb y ella asintió—. Sí, cotejaremos la base de datos de
ADN. ¿Pudo verlos bien?
Se encontraba alejándose cuando negó con la cabeza y replicó:
—No, me temo que no.
Aunque, técnicamente, no era una mentira, porque no los había visto bien,
confiaba en que podría identificar por lo menos al conductor, pero quería hacerlo en
su propio departamento y no con la policía.
—¿Podría, quizá, mirar algunas fotos en la comisaría? —preguntó Gelb—. Puede
que alguna persona le resulte conocida. Cualquier cosa serviría.
—Claro, pero, ¿podemos esperar hasta…?
—Hoy mismo, más tarde —le cortó él, sin darle ocasión a sugerir un momento
demasiado alejado en el futuro. Le entregó su tarjeta—. Llámeme al móvil y yo la
recibiré en la comisaría.
—De acuerdo —dijo ella, mirando la tarjeta.
—Y si recuerda algo más o si ocurre algo sospechoso, llámeme, por favor.
—Lo haré. Y gracias por preocuparse tanto. —Sarah sonrió a Gelb; después, hizo
una somera inclinación de cabeza a Steinberg y se dirigió al pasillo.
El agente especial Bruce Gelb esperó hasta que Sarah Arad desapareció al final del
corredor; después, le dio una palmadita en el hombro a su compañero.
—Vámonos, Al.
—Estabas muy afectuoso con ella —le dijo Steinberg con una sonrisita mientras
abandonaban el edificio de la universidad.
—Pequeña bruja repipi —dijo Gelb entre dientes.
—Parecías muy distinto ahí atrás. Llegué a creer que os tenía que dejar solos.
—Me limité a trabajar en el caso —contestó el más joven.
—Sí y probablemente ella también estaba trabajándote.
—No. Ella es de la YAMAM. Ellos no trabajan en casos; los trituran.
—¿Crees que se guarda información?
—Ella los vio —dijo Gelb con rotundidad—. Seguro que los vio, pero nunca nos
lo dirá.
—¿Por qué no le insististe en que mirara inmediatamente el libro de fichas?
—¿Por qué no iba a hacerlo?
—¿Por qué no le hablaste del anillo del conductor? —preguntó Steinberg.
—Quizá si hubiese sido más comunicativa… —Gelb negó con la cabeza
enfáticamente—. No, nos guardaremos para nosotros esa pequeña prueba. Déjala que
pierda el tiempo estudiando fotos y averiguando el paradero de terroristas palestinos.
Nosotros seguiremos la pista del anillo —toqueteó la bolsa de pruebas que llevaba en
el bolsillo de su americana.
—In nomine Patris —entonó el hombre mayor con cierto aire de misterio.
—Amén —replicó su compañero, riéndose entre dientes—. Ahora, larguémonos
de aquí.

***

Inmediatamente después de mediodía, Preston Lewkis acompañó a Sarah hasta su


coche al tiempo que se acercaba a un restaurante del barrio para comer. Cuando
estaban cerca del vehículo, de repente, ella puso una mano sobre el brazo de él y se
detuvo.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
Ella señaló en silencio con la cabeza hacia el aparcamiento; él se volvió y pudo ver
a Yuri Vilnai al lado de su deportivo Audi, entregado a una intensa conversación con
Azra, la mujer palestina.
—Creía que se había marchado hace mucho tiempo —dijo Preston.
—Yo también.
En ese preciso momento, Azra levantó la vista y se dio cuenta de que los estaban
observando. Le hizo un último comentario a Vilnai y después se volvió y se alejó
rápidamente.
—Veamos qué se traían entre manos —dijo Sarah.
—¿Estás segura de que es una buena…? —empezó a replicar Preston, pero Sarah
ya estaba atravesando el aparcamiento.
Vilnai estaba subiendo a su coche cuando Sarah lo llamó:
—Profesor, espere.
Dudó; después salió del vehículo y se volvió hacia ellos. Su sonrisa parecía
forzada y era evidente que le molestaba la intrusión.
—¿Qué pasa? —preguntó impaciente.
—¿De qué hablaban Azra y usted? —preguntó ella.
La irritación de Vilnai se hizo más evidente.
—Era una conversación privada entre el director de investigación y una agente de
campo.
Preston estaba acostumbrado a la actitud altiva de Vilnai. Lo que le sorprendió, e
impresionó, sin embargo, fue la fría seguridad de la respuesta de Sarah.
—Usted puede ser el director de investigación, profesor, pero yo soy la encargada
de la seguridad del proyecto. Por tanto, se lo voy a preguntar de nuevo: ¿de qué
estaban hablando?
A Vilnai también pareció inquietarle el tono y le dirigió una mirada de
aquiescencia.
—Antes de que Azra Haddad fuese transferida al sitio de Masada, estaba
trabajando en la excavación del antiguo monasterio de la carretera de Sdom. Pedía
volver allí y yo estoy de acuerdo con el cambio. ¿Le plantea eso algún problema de
seguridad?
—No, siempre que me mantenga informada —replicó Sarah.
—Si eso es todo, tengo cosas que hacer.
Sin esperar respuesta, Vilnai subió al coche y cerró la puerta. Acelerando el motor,
arrancó bastante deprisa y se encaminó hacia la calle.
—Es un hombre extremadamente desagradable —dijo Sarah, agarrando el brazo
de Preston y llevándolo de nuevo hacia su coche—. Por qué lo hicieron director
administrativo en vez de al Dr. Mazar, no lo sabré nunca.
—Creo que es de donde viene el resentimiento —dijo Preston—. Yuri tiene el
título, pero Daniel todavía disfruta de una mayor reputación internacional.
—Más razón para que él fuese el director —comentó ella mientras subía al Mini
Cooper.
—Estoy de acuerdo, pero, después del fracaso del osario, el comité se vio
obligado a dar el visto bueno a Yuri. Después de todo, él tenía razón y Daniel se
equivocó. Y le molesta que todos acudamos a Daniel cuando se trata de cuestiones
eruditas.
Sarah arrancó el motor.
—Supongo que tienes razón. Es uno de esos hombrecillos que tratan de imponer
la autoridad por la fuerza, en vez de inspirar respeto.
Abrió su móvil y, con un gesto, dio a entender que solo sería un momento.
Preston se dio cuenta de que marcaba una llamada rápida y, al instante, tenía una
interlocutora al otro lado de la línea.
—Hola, Roberta. Soy Sarah. Quiero que hagas una verificación de seguridad
completa de una mujer; se llama Azra Haddad —se detuvo un momento y después
dijo—: Sí, ella hizo el descubrimiento de Masada… Ya lo sé, pero necesito que la
vuelvas a hacer —cerró el móvil y se volvió hacia Preston—.
¿Te gustan los chinos? Conozco uno pequeño excelente. Vamos; te llevaré allí.
—¡Demonios! —dijo Preston con una risita ahogada mientras el coche salía
disparado—. No solo eres puntual y vas bien armada; también eres resolutiva.
—¿Te resulta desagradable?
—No. Todo lo contrario. Me gusta —se dio cuenta de que Sarah lo miraba y
sonrió abiertamente—. No, no iba a decir: «Eso me gusta en una mujer». Iba a decir:
«Me gusta eso en esta mujer».
Capítulo 20

n golpe en la puerta de su habitación de la Residencia Vaticana despertó al


P. Michael Flannery. Todavía estaba oscuro y el suave resplandor del
despertador digital mostraba las 4:37.
¿Quién puede estar llamando a estas horas?, pensó soñoliento.
Sonó un segundo golpe, más fuerte y más insistente y alguien dijo:

U —¿Padre Flannery? —aunque la llamada fuera solo un siseo,


proyectaba una sensación de urgencia.
—Un minuto —respondió Flannery, encendiendo la lamparita de la
cama.
Cogió la bata y se la puso mientras se acercaba a la puerta. Cuando la abrió, vio un
rostro que le resultaba familiar que lo miraba atentamente. En un primer momento, no
estaba seguro de dónde había visto antes a aquel joven; después, lo reconoció: era el
asistente de la residencia que había acudido durante la visita de Flannery al P.
Leonardo Contardi. El hombre, nervioso, miró a ambos lados del pasillo,
evidentemente agitado.
—Entre —dijo Flannery, comprendiendo que, por alguna razón, el visitante no
quería que lo viesen allí.
—Grazie.
Cuando el hombre entró en la habitación, Flannery asomó la cabeza al pasillo y
miró a ambos lados. Ninguna otra puerta se había abierto, por lo que estaba
razonablemente seguro de que nadie había visto nada. Cerró la puerta y dijo:
—Usted era el asistente del padre Contardi.
—Si. Soy Pietro.
—Si no le molesta la pregunta, Pietro, ¿qué hace usted aquí a estas horas de la
mañana?
—Le ruego que me perdone, padre, por haberlo molestado a estas horas, pero no
quiero que me vean —sacó una cajita—. Esto pertenecía al padre Leonardo y me pidió
que se lo diese a usted si le ocurría algo a él. Hay una carta.
Flannery abrió la caja y sacó la carta, que estaba encima de una libreta de piel. La
abrió y la leyó:
Michael:

Si estás leyendo estas letras, yo habré dejado esta vida mortal y mi alma eterna
estará ante el juicio final de Dios. Te ruego que reces para que El me juzgue con
clemencia.
El joven que está ante ti es Pietro Santorini. Ha sido muy bueno conmigo durante
mi estancia en este lugar y me he aprovechado de esa bondad para pedirle que, a mi
muerte, te entregue mi diario. Lo hace arrostrando un grave riesgo personal, por lo
que te agradeceré que no hagas nada que pueda agravar ese riesgo.
Michael, sé que estás metido en algún tipo de investigación relacionada con Via
Dei. Te pediría que abandonases esa investigación, pero, conociéndote, esa petición
no hará sino aumentar tu curiosidad. Por eso, si estás decidido a hacerlo, te ruego,
amigo mío, que tengas mucho cuidado, porque no solo arriesgas tu vida, sino tu alma
eterna.
IHS Leonardo

Flannery miró a Pietro.


—El padre Contardi dice que estás poniéndote en peligro al hacer esto. Muchas
gracias.
—¿Puedo irme ahora? —dijo Pietro, nervioso.
Flannery levantó la mano.
—Espera; déjame que mire fuera —abriendo la puerta, miró a ambos lados del
pasillo y, al no ver a nadie, le hizo una seña al joven para que saliera—. ¡Rápido!, y
que Dios te acompañe.
Pietro dudó y Flannery vio las lágrimas que brillaban en sus ojos.
—Yo… yo quería mucho al buen padre Leonardo. Fue como… como mi propio
padre —dándose la vuelta, atravesó rápidamente la puerta y el pasillo.
De nuevo solo en su habitación, Flannery hizo café en una pequeña cafetera Krups
que, junto con el horno microondas, era de los pocos lujos que podían disfrutar los
residentes en la Residencia Vaticana. Después, se sentó en una silla al lado de la
cabecera y empezó a leer el diario del P. Leonardo Contardi.
La primera página indicaba que Contardi había empezado a anotar sus
pensamientos poco después de ser ordenado sacerdote con el fin de practicar su inglés
y, de hecho, la mayor parte del diario estaba en ese idioma, con algunas anotaciones
en italiano y en latín. En aquella época, él y Flannery habían sido compañeros como
nuevos sacerdotes y mencionaba en varias ocasiones a Flannery:

Ayer estuve jugando al frontón con el P. Michael Flannery, un irlandés que


ha dejado su isla verde para trabajar en el Vaticano. En principio, no me gustan
los irlandeses. Me parecen fanfarrones y ruidosos y, sin duda, el P. Flannery
posee ambos rasgos desagradables, pero hay muchas más cosas que me gustan
de este hombre: es piadoso, inteligente y muy dispuesto a entregarse como
amigo. Y lo más importante: puedo ganarle con facilidad en el frontón.

Flannery sonrió al leer la evaluación de Contardi. Cuando siguió leyendo el diario,


descubrió el pasaje referido a cuando Contardi fue enviado a su primera misión al
extranjero, un monasterio en el desierto, en Israel.

Me hubiese gustado que Michael hubiera aceptado la invitación para que


pudiera venir conmigo a este lugar en el que, durante dos mil años, nosotros,
El Camino, hemos sido iniciados en Su servicio. Pero Via Dei no es para todo
el mundo, porque, en efecto, para proteger la fe, a veces debemos movernos
fuera de la fe, hacer cosas que, si no fuesen por una finalidad más elevada,
podrían destruir nuestras mismas almas.

Flannery notó una subida de adrenalina. Allí estaba la primera mención de Via
Dei. Trató de recordar aquellos primeros años, cuando Contardi quería que se uniese a
la organización secreta que llama «El Camino». Flannery no había optado por aquella
posibilidad y, aparentemente, Via Dei también había decidido no tratar de captarlo,
porque nunca le hicieron una auténtica invitación para pertenecer a ella. Con los años,
había olvidado por completo el incidente, hasta que los acontecimientos recientes
habían devuelto a su vida a su antiguo amigo y Via Dei.
Desde el exterior de su apartamento, los primeros rayos dorados del sol inundaron
la ventana. Ahora, podía oír las pisadas de los demás residentes de la Residencia
Vaticana mientras salían al pasillo para la oración de la mañana. Flannery, con una
oración silenciosa pidiendo perdón por su ausencia, permaneció pegado al diario.

En mi disposición a servir a Dios y en mi afán por ser aceptado por los demás en
Via Dei, he emprendido todas las misiones que me han propuesto. Intelectualmente,
puedo ver la necesidad de estas operaciones, con independencia de lo terribles que
puedan parecer, porque, desde luego, es de vital importancia que la Santa Iglesia
Católica sea fortalecida. También es importante emplear los subterfugios que hagan
falta para defender la Iglesia de cualquier indicio de escándalo o culpa.
Pero estoy empezando a pensar que quizá no tenga la fortaleza moral o emocional
necesaria para continuar, porque tener mis manos manchadas con sangre de inocentes,
con independencia de lo noble que sea la finalidad de su eliminación, estoy asqueado
hasta el fondo de mi alma.
Si pudiera dejar Via Dei… pero he abrazado un compromiso de servicio que me
vincula hasta la eternidad. El dónde haya de pasar esa eternidad, lo dejo en manos de
Dios.

A medida que seguía leyendo, Flannery fue sintiendo una inquietud creciente e
incluso terror. Era caso como si estuviese oyendo la confesión de su amigo y quizá
eso fuese lo que Contardi había tratado de hacer cuando se las arregló para que él
recibiera el diario. Sorprendentemente, las anotaciones fueron cobrando un carácter
aún más de confesión cuando Contardi abandonó Israel para ir a prestar servicio a
una pequeña parroquia de Ecuador.

Su nombre es Pilar. Es enfermera de la misión médica y, al principio, nuestro


trabajo juntos lo llenaba el amor de Dios y la alegría de ayudar a los demás y eso
bastaba para satisfacernos. Sin embargo, una noche, cuando ella estaba tratando a
pacientes en mi iglesia, llegó la lluvia y, con ella, el viento, los relámpagos y los
truenos y ella no pudo salir. Nos encontrábamos solos en el templo, con una sola vela
que iluminaba la distancia entre nosotros.
Pilar vino a mí como una joven inocente y yo profané su inocencia y la poseí
delante del altar. Sé que hice mal, pero, como Dios es testigo, en mi corazón había
más amor que lujuria.
Nuestra relación continuó durante tres meses, pero cada día resultaba más difícil.
La pobre chica estaba dividida entre su amor hacia mí y su sentimiento de culpa por
tener relaciones con un sacerdote. Me pidió que abandonara el sacerdocio, para que
pudiese alejar de ella el peso de la culpa, pero, ¿cómo podía decirle que estaba atado
por unos vínculos dobles, mis votos sacerdotales y las cadenas aún más terribles e
indisolubles que me ataban a Via Dei?
Ella no podía vivir con su sentimiento de culpa y una mañana la encontraron
muerta por una sobredosis de pastillas para dormir. Para poder enterrarla en sagrado,
el médico dijo que se trato de una sobredosis accidental, pero él sabía, y yo sabía que
lo sabía, que fue un suicidio. Solo Pilar, Dios y yo sabemos por qué cometió el más
terrible e imperdonable de los pecados.
Ahora, esta pobre chica, la mujer a la que amaba verdaderamente, se quema en el
Infierno, víctima de mis propias indiscreciones. No puedo pedir el perdón de mi alma
porque está vinculada a la condenación eterna del alma de mi querida Pilar.

Tras la muerte de Pilar, el diario de Contardi se hacía cada vez más deslavazado,
disolviéndose a menudo en una absoluta confusión, como las delirantes referencias a
la lluvia y a las lentejas que manifestara durante la visita de Flannery. Ahora era
evidente para Flannery que la culpa por la suerte de Pilar había sido un factor
importante de las crisis nerviosas de Contardi.
Las páginas siguientes contenían también pasajes ocasionales de total lucidez, en
los que Contardi indicaba que había cometido actos imperdonables en nombre de Via
Dei. En todos los casos hacía uso de la misma justificación.

Aunque, superficialmente, estos actos parezcan transgresiones terribles, Via


Dei limpia el pecado en virtud de su mayor servicio a la Iglesia.

Había también algunas referencias intrigantes a Masada, que estaba a unos pocos
kilómetros del monasterio del desierto en el que Contardi había prestado servicio. Por
desgracia, las anotaciones eran demasiado vagas para arrojar alguna luz sobre el
reciente descubrimiento del manuscrito de Dimas o sobre el símbolo de Via Dei que
contenía.
El diario de Leonardo Contardi era tan deprimente como frustrante y Flannery
sintió que surgía en él una enorme corriente de simpatía hacia su amigo. ¿Qué era esa
Via Dei que había destruido de manera tan trágica a Contardi? ¿A qué se refería
cuando dijo que tenía las manos manchadas con sangre de inocentes? ¿Se refería a
Pilar? En ese caso, ¿por qué utilizó el plural?
No, la culpa que sentía por Pilar se complicaba con la que sentía por los actos que
había cometido en nombre de Via Dei.
¿Podría haber alguna conexión entre esa organización y el Evangelio de Dimas?
Desde luego, el símbolo que Flannery había visto en el manuscrito no tenía nada que
ver con la Via Dei que había hecho tales estragos en la mente, la vida y, en último
término, el alma de su amigo, el P. Leonardo Contardi.
Flannery iba a cerrar el diario, las páginas pasaron, quedando abierto por la
última, y vio el nombre de Pilar en la anotación final de su amigo. Cuando la leyó,
sintió que un puñal le atravesaba el corazón:

Años, muchos años imaginando a mi amada Pilar, una suicida perdida en los
fuegos del Infierno. Pero hoy lo tengo claro y, al final, sé que ella no comparte la
suerte que me espera.
Me hicieron creer que se había quitado la vida, como si ella se hubiera
desprendido de algo tan precioso por mí. Si yo hubiera sabido algo de nuestra hija,
habría tenido claras las razones que tenía para vivir. Habría visto la verdad de su
muerte y de las manos que se ocultaban tras ella. Pero ellos no podían dejar que yo lo
supiese, porque hubiese movido Cielo y tierra para verlos en el Infierno.
Ahora solo puedo rogar que Pilar descanse en los brazos de nuestro Señor y que
nuestra hija, allá donde pueda estar, piense de vez en cuando en su pobre madre y en
su padre y sonría.
Veo las llamas ante mí y estoy preparado. Que los asesinos de Pilar permanezcan
ocultos en vida. El Camino por el que van los conducirá a la misma retribución
abrasadora. Y después, aún en las profundidades del Infierno, mi alma, al final, estará
en paz.
Chi l'anima mi lacera? Chi m'agita le viscere? Che strazio, ohimè, che smaniai Che
inferno, che terror!

Cerrando el diario y los ojos, Michael Flannery repitió en su lengua el grito final
del Don Giovanni de Mozart, cuando lo envuelven las llamas del Hades: «¿Quién me
lacera el alma? ¿Quién agita mis entrañas? ¡Qué tortura, ay de mí, qué frenesí! ¡Qué
infierno, qué terror!»Invadido por el espíritu de amor y compasión por el hombre que
una vez fuera su íntimo amigo, Flannery cayó sobre sus rodillas y exclamó:
—Yo, pecador me confieso a Dios todopoderoso, a la bienaventurada siempre
Virgen María, al bienaventurado san Miguel Arcángel, al bienaventurado san Juan
Bautista, a los santos Apóstoles Pedro y Pablo, a todos los santos y a vosotros,
hermanos, que pequé gravemente con el pensamiento, palabra y obra… —Se golpeó
el pecho una, dos, tres veces, entonando—: …por mi culpa, por mi culpa, por mi
gravísima culpa. Por tanto, ruego a la bienaventurada siempre Virgen María, al
bienaventurado san Miguel Arcángel, al bienaventurado san Juan Bautista, a los santos
Apóstoles Pedro y Pablo, a todos los santos y a vosotros, hermanos, que roguéis por
mí a Dios nuestro Señor.
Santiguándose, Flannery repitió el confíteor en latín:
—Confiteor Deo omnipotenti, beatae Mariae semper virgini, beato Michaeli
archangelo, beato Ioanni Baptistae, sanctis Apostolis Petro et Paulo…
Mientras recitaba la oración penitencial, se sintió mareado y, abriendo los ojos, vio
las cuatro paredes de su habitación destellando ante él, como si estuviese sobre un
disco que girara a gran velocidad.
—¿Qué es esto? —preguntó en voz alta y sintió que se caía hacia atrás,
extendiendo las piernas y los brazos para recuperar cierta estabilidad—. ¡Por favor,
detente! ¡Para! —clamó.
Por fortuna, la habitación se detuvo y él permaneció un rato tendido en el suelo,
respirando profundamente, luchando contra las náuseas que le había causado la
sensación de dar más y más vueltas. Despacio, con precaución, se sentó.
Pudo oír un coro. Pero eso no era posible; estaba demasiado lejos de cualquiera de
las capillas. Quizá alguno de los residentes del pasillo tuviera un CD.
No obstante, aunque Flannery considerara esa posibilidad, se dio cuenta de que se
trataba de otra cosa. Aunque no fuera música como tal, estaba oyendo un acorde
etéreo, varias octavas melódicas de un amplio conjunto de ricas voces, desde el bajo
más profundo y resonante hasta el más dulce tenor y la más elevada y pura soprano.
Era como si Bach, Beethoven, Vivaldi y todos los grandes compositores hubieran
combinado su genio para crear este tapiz de sonido singular, inimaginablemente
hermoso.
Cuando se rindió a ello, la música suavizó sus náuseas, tranquilizando su espíritu
y permitiéndole aceptar la aparición que empezaba a desplegarse ante él, porque, con
la música, llegó una visión maravillosa que lo transportó a través del mar y de los
siglos. Flannery se vio a sí mismo en Masada, no muy lejos de donde se había
descubierto el manuscrito de Dimas. Pero esta era una Masada diferente, antes de que
el viento y el tiempo hubiesen llevado a la ruina sus otrora imponentes muros. Y ante
él, en la fortaleza, bañados en una resplandeciente aura de luz, había dos hombres.
Uno era Leonardo Contardi, pero no el sacerdote moribundo que había encontrado en
la residencia. Este era el Contardi joven y atlético, con su piel tersa y curtida y sus ojos
chispeantes de buen humor y de vida. Al lado de Contardi estaba el mismo hombre
que Flannery había visto en la misa pontifical en San Pedro.
—¡Ah, Michael! —le llamó Contardi, levantando los brazos como saludo—. Ven.
Hay una persona a la que tienes que conocer.
El hombre negro miró a Flannery y, cuando lo hizo, Flannery sintió que una
descarga le atravesaba el cuerpo, no de dolor, sino de una sensación irresistible de
amor y aceptación. Flannery comenzó a acercarse, pero el hombre levantó la mano.
—Todavía no ha llegado el momento —dijo.
El coro de música, que había continuado de fondo, se elevó ahora en un
crescendo y el brillo del aura de luz que rodeaba a los dos hombres se hizo más
intenso que cualquier otra cosa que Flannery hubiese podido ver, aunque tan
extremadamente suave que no tuvo que cerrar los ojos.
Después, en lo que pareció un instante eterno, la música y la luz desaparecieron y
Flannery se vio de nuevo solo en su habitación, no postrado boca arriba, sino de
rodillas en oración, como si hubiese estado recitando el confíteor durante todo ese
tiempo.
—… mea culpa, mea culpa, mea maxima culpa.
Se detuvo a la mitad de la oración, con sus manos tensas y temblando.
¿Qué acababa de ocurrirle? ¿Había experimentado algún tipo de proyección astral,
alguna manifestación extracorporal? ¿Era el producto de una imaginación hiperactiva
o había sido agraciado con una auténtica visión? Y, si así fuese, ¿era una visión de
Dios o de Lucifer?
Flannery intentó mantener en la mente la imagen de Leonardo Contardi y del
ahora conocido extraño, pero ya se habían desvanecido, como una fotografía
demasiado expuesta al sol. En su lugar, quedaba el paisaje de fondo, los muros de
Masada, de nuevo en ruinas.
—Masada… —musitó, levantándose.
Michael Flannery no tenía ni idea de cómo interpretar su visión, aunque lo dejó
con un deseo insuperable de volver de una vez a Tierra Santa y proseguir su
investigación.
Capítulo 21

ufino Tácito adoptó una pose adecuada para su pintor. Con un pie
ligeramente adelantado, tensó el estómago, sacó pecho, levantó la barbilla y,
con los ojos entrecerrados, se quedó mirando a la distancia, al futuro. Sobre
la tabla de madera, el pintor había añadido una corona de laurel, que no
estaba allí, una capa morada y una espada con empuñadura dorada.

R —¡Oh! Vuestra pose es maravillosa, señor, simplemente magnífica —le


aduló el artista—. Ni siquiera el porte de César es más regio ni su pose más
gloriosa.
Ante los zalameros cumplidos del pintor, Rufino se acicaló aún más, si
cabe. Sus ojos se agrandaron ligeramente al ver a su esposa entrando en la sala.
—Marcela —dijo, cerrados los dientes para no descomponer la pose—. Pienso
enviar este retrato a tu padre. ¿Crees que le gustará?
Ella se puso tras el pintor y miró primero su creación; después, a su esposo.
—Creo que sí.
—¿Suficiente, quizá, para que me ayude a asegurar un puesto digno de mí, de
vuelta en Roma?
—Sí, estoy segura.
—Bien, bien. Y cuento con una carta tuya, solicitándoselo.
—Excelencia, por favor —dijo el artista—. Si insistís en hablar, no podré hacer
tan bien el retrato.
—Déjanos —ordenó Marcela al artista.
—¿Perdón? —replicó, sorprendido, el hombre.
—He dicho que te vayas —repitió ella—. Puedes acabar el retrato más tarde.
Quiero hablar con el gobernador ahora mismo.
—Haz lo que te dice —ordenó Rufino, abandonando su pose y despidiendo al
hombre con un movimiento de la mano—. Mis huesos están cansados de estar de pie.
Seguiremos después de comer.
—Muy bien, excelencia —respondió el artista, inclinándose al tiempo que
abandonaba la estancia.
Rufino se acercó a mirar el retrato, del que estaba hecha la tercera parte. Lo
estudió un momento, ladeando la cabeza inseguro.
—Creo que ha captado muy bien tu fuerza e inteligencia —dijo Marcela mientras
tocaba con cautela su antebrazo.
—Supongo que sí, pero los ojos… —movió la cabeza, inseguro, mientras
examinaba las órbitas oscuras, carentes de vida.
—Aún no está terminado —lo tranquilizó ella—. Los ojos siempre se pintan al
final. Son las ventanas del hombre.
Suspiró, con una mezcla de aceptación y resignación; después se volvió a su
esposa.
—¿De qué quieres hablar?
—Rufino, quiero tu permiso para visitar al centurión Marco Antonio y al hombre
santo con el que comparte su celda.
—¿Por qué quieres hacer eso? —preguntó sorprendido—. Ya te lo permití una
vez, ¿y qué sacamos en limpio?
—Conozco a Marco desde que éramos niños —dijo ella—. Para mí, es como un
hermano.
—Sé que sientes compasión por él, pero tienes que entender que tengo las manos
atadas. ¿Cómo puedo demostrar a mis súbditos que soy un gobernante justo si
perdono a un condenado por el mero hecho de tratarse de un oficial romano o, peor,
porque es amigo de la esposa del gobernador?
—Quizá pueda convencerlo para que se retracte —dijo Marcela.
—Ya lo intentaste y me parece que con poco éxito.
—Sí, pero ahora has condenado a Dimas a morir junto a él. Marco tiene que
entender que Dimas está sacrificando su vida por él. ¡Menuda pérdida si murieran
ambos! Si pudiera hacer que Marco se retractase ahora, Dimas quedaría
desenmascarado como el charlatán que es, y demostrarías a tus súbditos el poder que
tienes sobre este falso dios.
—Si accedo a tus deseos, ¿escribirás a tu padre pidiéndole que me recomiende
para un puesto en Roma? —preguntó Rufino—. Y no una nimiedad superficial de una
esposa obediente, sino una carta que solo una hija sabe cómo escribir cuando desea
llegar al corazón de su padre.
Marcela asintió.
—Sí, te prometo que lo haré.
Rufino sonrió; después, se volvió hacia la puerta.
—¡Tuco!
—Sí, excelencia —dijo su sirviente principal, entrando majestuosamente en la
sala.
—Comunica al legatus Casco que mi esposa está autorizada, sin limitaciones, a
visitar al preso Marco Antonio.
—Muy bien —dijo Tuco con una inclinación, mientras salía de la sala.
—Gracias, Rufino —musitó Marcela con recato.
—Sabes que no vas a conseguir nada —le dijo Rufino—. Marco es testarudo. No
cambiará su forma de pensar. Morirá por su falso mesías.
Como en la ocasión anterior, Marcela se vio obligada a llevar un pañuelo
perfumado y acercárselo a la nariz para sobreponerse al fuerte hedor a heces y orina,
llagas ulcerosas, comida podrida y cuerpos sin lavar que invadía la fría, húmeda y
escasamente iluminada mazmorra.
Dos soldados la escoltaron a través de los atestados pasillos adoquinados que ya
había visitado antes, llevándola esta vez a un corredor remoto que solo tenía una celda
en la parte más alejada del ala derecha. Una sola antorcha humeante, colocada fuera de
la celda, la bañaba en una tenue luz grisácea.
Al empezar a caminar por el corredor, manifestó que quería visitar a los presos
sola. Habiendo recibido órdenes de obedecer los deseos de la esposa del gobernador,
los soldados hicieron una inclinación de cabeza y se marcharon.
Marcela se detuvo unos metros antes de la puerta de la celda, sin que la viesen
pero pudiendo oír su conversación. Reconoció al momento la voz dominante de
Dimas bar-Dimas entonando lo que parecía una oración. Cuando Marco Antonio
respondió: «Amén», iba a llamarlo, pero algo la hizo detenerse, oculta en las sombras,
escuchando mientras Dimas seguía hablando.
—Hubo otros dos que fueron crucificados con Jesús, unos zelotes de quienes los
romanos decían que eran ladrones porque deseaban liberar a su Santa Tierra de Roma.
Uno de los ladrones era Gestas; el otro era Dimas.
—Dimas… —repitió Marco, cuyo tono indicaba que había oído la historia del
Buen Ladrón—. Tu padre.
—Sí. Cuando llegaron a un lugar llamado la Calavera, los soldados crucificaron a
Jesús y a los dos ladrones, uno a su derecha y el otro a su izquierda. Jesús gritó:
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen».
—¿Es cierto eso? —preguntó Marco—. ¿Jesús pedía el perdón para los mismos
soldados que lo estaban crucificando?
—Sí. Con mis propios oídos le oí rogar a su Padre que perdonara a quienes lo
clavaron en la cruz.
—Cuando llegue el momento, ¿deberíamos hacer lo mismo?
—Sí. Y no solo a los soldados, sino también a quien dio la orden que ellos
cumplirán.
—Puedo perdonar a los soldados, porque yo era uno de ellos y tengo muchos
amigos entre ellos, pero no creo que pueda perdonar a Rufino Tácito.
—Pero tienes que hacerlo —insistió Dimas—, porque solo con el perdón en tu
corazón puedes entrar en el Paraíso. Al hacerlo así, aunque muramos en la carne, no
moriremos en el espíritu.
—¡No! —clamó Marcela, avanzando desde las sombras hacia el rayo de luz. A
través de los barrotes, vio a los dos hombres sentados en el rincón más alejado de la
celda.
—¡Señora! —dijo Marco, levantándose rápidamente y acercándose a ella—. No
sabía que estuvieseis aquí.
—No lo escuches, Marco —imploró.
—¿Por qué no? Es mi amigo. ¿No se ofreció a morir en mi lugar?
—Pero no va a morir por ti; va a morir contigo —dijo Marcela con una voz llena
de emoción—. Y el recibe la muerte con gusto. Son sus propias palabras, la recibe con
agrado.
—No recibo la muerte con gusto —dijo Dimas desde donde estaba, al fondo de la
celda—, pero tampoco la temo, porque, gracias a mi Señor Jesús, he conquistado la
muerte.
—Dices las palabras de un hombre enloquecido —dijo Marcela—. Marco, por
favor, repudia a ese dios cristiano. Hazlo y te salvarás.
Marco negó despacio con la cabeza.
—Lo siento, señora. No puedo hacerlo.
—¡Oh! ¿Qué pasa contigo y tu Jesús? ¿Qué clase de dios querría que murieras por
él?
—El, que murió por nosotros —respondió Dimas—. El murió por todos nosotros.
—¡No! —gritó Marcela—. ¡El no murió por mí! ¡Yo no quiero que nadie muera
por mí!
Dándose la vuelta se fue.
Marcela no pudo alejarse durante mucho tiempo. Al día siguiente, la esposa del
gobernador de Éfeso volvió a la prisión, llevando en esta ocasión un cesto de fruta.
—Señora, habéis vuelto —dijo Marco, encantado de verla—. Temía no volver a
veros.
—Sí, he venido —Marcela levantó el cesto hasta los barrotes de la celda—. Te he
traído fruta.
—¡Higos! —exclamó Marco mientras ella retiraba el paño—. ¡Una docena o más
de higos! Señora, es un regalo maravilloso.
—Es un regalo que debes compartir con los demás —dijo Dimas, acercándose a la
puerta de la celda.
—Sí —aceptó Marco, aunque su expresión dejara traslucir cierta decepción—. Sí,
por supuesto, tienes razón —cogió un solo higo del cesto—. Nosotros compartiremos
este. Por favor distribuye los otros al resto de los presos.
—Pero he traído estos para ti —le dijo Marcela—. Tienes que conservarte fuerte.
Compartidlos entre vosotros, pero no hay suficientes para los hombres del otro
corredor y no digamos para los de toda la prisión.
Iba a protestar más, pero se calló cuando Dimas la alcanzó a través de los barrotes
y puso su mano sobre el cesto. Cerrando los ojos, dijo en silencio una oración.
Después, miró directamente a Marcela. Bajo el poder de sus penetrantes ojos verdes,
sintió que el aliento abandonaba su cuerpo. Sus piernas no la sostenían y tuvo que
agarrarse a los barrotes de la celda para no caerse.
—Dale un higo a cada uno de los presos —le dijo Dimas—. Hay fruta suficiente
para todos.
—Te equivocas —dijo ella, con voz insegura—. Yo… yo misma llené el cesto. Sé
cuántos hay.
—Dale uno a cada preso —dijo Dimas con firmeza.
Marcela trató de discutir, pero las palabras quedaban atrapadas en su garganta y
acabó asintiendo. Aunque estaba segura de que iba a ser inútil, se encaminó al pasillo
y entró en el corredor siguiente.
Cuando llegaba a cada celda, levantaba el cesto. Los presos, hacinados cinco o seis
en cada celda, se acercaban a los barrotes, sacaban los brazos escuálidos y unos dedos
como pinzas. Casi todos mostraban cicatrices de torturas y muchos estaban desnudos,
pero ninguno se avergonzaba, porque habían perdido la conciencia de su propia
humanidad o de la de otros. Y, aunque la mayoría parecían desconectados de la
realidad, ella pudo ver en sus ojos la misma impresión agradecida cada vez que daba
un higo a uno de aquellos pobres hombres.
Recorrió la prisión casi sin pensar, dando higos a un hombre tras otro, hasta el
último de los casi cincuenta presos. Finalmente, se encontró delante del cuerpo de
guardia y miró el cesto, descubriendo que quedaban algunos higos. No se vació el
cesto hasta que hubo entregado un higo al último de los soldados.
Marcela volvió a la celda de Marco; sus ojos manifestaban su asombro.
—¿Cómo es posible? —preguntó.
—Para Dios, todo es posible —dijo Dimas—. Gracias por tu bondad.
—Señora, ¿vendréis otra vez? —preguntó Marco.
—Sí, yo… —empezó a decir Marcela; después negó con la cabeza—. No, no
puedo. La sentencia se cumplirá en esta semana. No quiero verte morir.
—Ven mañana —le dijo Dimas—. Y trae materiales para que pueda escribir.
—¿No me oís? —dijo Marcela—. Van a ejecutaros en esta misma semana.
—Eso no es posible —respondió Dimas, sin inmutarse por su declaración—.
Necesito tiempo para llevar a cabo una tarea que me encargó Pablo cuando se fue de
Éfeso y necesito más de una semana. Encuentra un modo de retrasar la ejecución.
—¿Retrasarla? ¡Yo quiero detenerla! Y puedo detenerla si tú renuncias a este
Jesús.
—Lo has visto con tus propios ojos —dijo Dimas, dirigiendo su mirada al cesto de
fruta, ahora vacío—. ¿Puedes negar la verdad de lo que tú misma has presenciado?
—No, …no puedo —dijo ella—. Pero eso no es lo mismo que…
—Entonces, puedes entender por qué no podemos renunciar a nuestro Señor —
dijo Dimas, suavizando su voz mientras continuaba—. Encuentra una manera de
retrasar la ejecución. El me ha dicho que lo harás.
—¿Mantienes la ejecución para mediados de la semana? —preguntó Marcela a su
esposo durante el desayuno, por la mañana del día siguiente.
—Sabes que sí —respondió Rufino Tácito mientras extendía un trozo de queso
con el cuchillo.
—Si lo haces, me temo que vas a cometer un error.
Rufino suspiró.
—Ya hemos hablado de esto, Marcela. No puedo perdonar a tu amigo de la
infancia.
—No me refiero a eso —dijo ella, con tono tranquilo, casi con naturalidad—. Lo
confieso, renuncio con respecto a Marco. Si su nuevo dios es tan importante que me
vuelve la espalda a mí y a Roma, me lavo las manos.
—¡Oh! —dijo Rufino, levantando una ceja. Extendió un poco de confitura de
dátiles sobre una rebanada de pan—. Debo decir que me sorprendes. Creí que querías
que le perdonase.
—Bueno, lo quería, pero ya no.
—Entonces, ¿por qué no mantener la ejecución a mediados de semana?
—¿Sabías que los cristianos de Éfeso han organizado una celebración de la
Pascua?
—¿La Pascua? Pero los cristianos y los judíos no se pueden ver.
—Sí, pero los cristianos creen que Jesús resucitó durante la semana de Pascua, por
lo que han organizado su propia fiesta para celebrar la ocasión.
—Interesante —dijo Rufino. Sin embargo, parecía más interesado por el racimo
de uvas que trataba de alcanzar.
—Habrá grandes aglomeraciones y momentos de oración el día de la Pascua —
dijo Marcela—. Por eso deberías retrasar la ejecución.
Viendo la mirada de confusión de su esposo, continuó:
—Piensa en ello, Rufino. ¿Qué mayor exhibición de tu poder sobre este falso dios
que escoger el mismo día de su supuesta resurrección para crucificar a su santo hijo,
Dimas, y a su converso, Marco?
Rufino movió la cabeza.
—Marco Antonio es ciudadano romano. Por ley, no puedo crucificar a un
romano.
—¿No ha renunciado Marco a su ciudadanía? Tienes total libertad para hacer con
él lo que quieras.
—No te entiendo. Antes querías que perdonara a Marco. Ahora quieres que lo
crucifique.
—Es lo que él quiere —dijo Marcela con desdén—. Le ofrecí el camino hacia la
libertad y él escogió morir. Ha humillado a la esposa de un gobernador de Roma —
hizo una pausa; después siguió—: No; ha tenido su oportunidad. Ahora, debes
utilizarlo para afirmar tu poder sobre estos… estos fanáticos. ¿Qué mejor acto para
convencer a mi padre de que interceda a tu favor para un cargo en Roma?
Rufino se acarició la barbilla.
—Quizá hayas tenido una buena idea —se levantó de la mesa, sosteniendo todavía
el racimo de uvas—. Muy bien —declaró—, diré al legatus Casco que posponga las
ejecuciones. —Se rio—. Será espléndido ver las caras de los cristianos cuando su
hombre santo sea crucificado el día de su celebración.
Cuando Rufino salió de la sala, llamando al legatus Casco, Marcela se sintió
desesperada. Había cumplido su parte de conseguirles más tiempo a Dimas y a Marco,
pero, ¿con qué fin? ¿La ejecución al cabo de unas semanas, en vez de unos días? Y,
aunque estaba convencida de que ninguno de los dos hombres renunciaría nunca al
llamado Jesús, el Cristo, en su corazón albergaba todavía un hilo de esperanza. Sin
duda, no habían nacido para tener una muerte tan horrible. Sin duda, se darían cuenta
de que podían negar a este Jesús, podrían proclamar lo que Rufino quería, lo
suficiente para escapar a su suerte.
Pero ahora temía que sus acciones solo hubiesen servido para endurecer el
corazón de su esposo y que nada de lo que pudiesen decir o hacer Marco o Dimas
impediría su crucifixión. ¿Había pospuesto la suerte o solo había empeorado las cosas,
convirtiendo su ejecución en un espectáculo público?
Movió la cabeza, apartando las horribles imágenes que la inundaban. Encontraría
una salida, se prometió a sí misma. No solo les compraría tiempo, sino también sus
mismas vidas.
Capítulo 22

arcela no supo si fue una visión o un sueño lo que la sacó de su


dormitorio. Había estado sola, sentada, con los ojos cerrados, meditando,
cuando sintió que el sillón se movía y la llevaba a través de los campos
que rodeaban Éfeso hasta las orillas de un río que corría hacia el mar
cercano. Un pequeño grupo de personas estaba en el agua y sus ojos y

M brazos la acogían mientras se acercaba flotando hacia ellas.


Ya no estaba en su sillón, sino en medio de su reconfortante abrazo
consolador, con el agua a su alrededor, mientras susurraba un nombre
secreto, que no podía oír ni decir, pero que sentía que resonaba
profundamente en su interior. Cuando se sumergió bajo la superficie del río, respiró
profundamente esa agua de vida y oró al ser sin nombre, a quien llamaban…
Marcela se agitó, con los ojos abiertos y las manos aferradas a los brazos del
sillón. Suspiró profundamente mientras miraba alrededor, en su dormitorio, como
para asegurarse de que, en efecto, estaba de vuelta en el palacio. Cruzando las manos,
rezó en silencio una oración de acción de gracias.
Al oír unas pisadas, Marcela separó las manos y dirigió su mirada hacia la puerta,
repentinamente abochornada al pensar que alguien pudiera creer que había estado en
oración. Era una reacción tonta, lo sabía. Solo había estado pensando en aquel extraño
sueño, se dijo a sí misma. Y, aunque sospecharan que había estado rezando, tendrían
que suponer que lo hacía a los dioses romanos y no al único Dios que había ocupado
incesantemente su mente desde su última visita a la prisión.
Cuando vio a su sirvienta, Tamara, relajó los hombros y sonrió.
—¿Qué pasa? —preguntó, haciendo una seña a la joven para que se acercara.
—Señora, ¿es verdad lo que dicen de que Marco y Dimas serán ejecutados el día
en que nuestro Señor resucitó de entre los muertos?
—¿Nuestro Señor? —replicó Marcela—. Tamara, ¿te has convertido en creyente,
en cristiana?
La sirvienta bajó la vista y dijo mansamente: —Sí.
—Me sorprendes. ¿Cómo puedes aceptar la misma religión que es la causa de que
Marco sea crucificado?
—Yo… yo he llegado a creer —dijo Tamara, añadiendo con audacia—: ¿Cómo es
que vos no? ¿No me contasteis vos misma el milagro del cesto de higos?
Marcela negó con la cabeza.
—Estaba angustiada, confusa. Estoy segura de que conté mal. No fue un milagro.
Señora, os ayudé a llenar el cesto de higos. No había suficientes para todos los presos.
—Lo siento, pero no puedo aceptarlo con la misma facilidad que tú. Pero,
respondiendo a tu pregunta, sí, la ejecución se ha fijado ahora para el día en el que,
supuestamente, Jesús resucitó de entre los muertos.
—No «supuestamente». El ha resucitado.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo han contado y yo lo creo —dijo Tamara, como si eso fuese una
explicación suficiente—. Me parece algo especialmente cruel para soportarlo, ser
crucificado en ese día.
—Lo sé —Marcela suspiró—. Por eso lo escogí.
— ¿Vos lo escogisteis? —los ojos de Tamara estaban arrasados en lágrimas.
—Tamara, iban a morir mañana —dijo Marcela, viendo la decepción en la
expresión de su sirvienta—. Tuve que buscar el modo de posponerla. En realidad,
Dimas me pidió que buscara la forma de darle tiempo y eso fue lo único que se me
ocurrió para convencer a mi esposo para que retrasara sus planes. Sabía que era algo a
lo que no podría oponerse.
—Si, por supuesto, señora. Siento haber dudado de vos.
—Tamara, me han dicho que los creyentes ya no se reúnen en el Gimnasio Tirano.
—Cuando detuvieron a Dimas, cambiaron de sitio.
—¿Sabes dónde se reúnen ahora?
—Sí, señora Marcela. Lo sé.
—¿Podrías llevarme allí?
Tamara dudó.
—¿Esta noche? —añadió Marcela—. Tamara, para poder ayudaros a ti y a Marco,
tienes que confiar en mí.
—Os llevaré —dijo Tamara.
El lugar de reunión estaba a las afueras de Éfeso, en una casa sin ventanas a la
calle. La entrada estaba en la parte de atrás, una puerta con dos medias columnas
adosadas, coronada por un frontón triangular. Un estrecho corredor de entrada
conducía a un atrio cubierto por un tejado con sus cuatro aguas inclinadas hacia el
interior. Una abertura central, llamada compluvium, permitía que el agua de lluvia
cayera a un estanque decorado con mosaico o impluvium, que desaguaba a una
cisterna inferior. En torno al atrio se agrupaban los dormitorios y, al final, se habría
una gran sala de estar.
En esta sala de estar se celebraban los actos eclesiales. Ya estaban presentes
alrededor de dos docenas de hombres y mujeres, hablando tranquilamente alrededor
de un baño de mármol fijado en el suelo de piedra.
Cuando Marcela y Tamara entraron en la sala, una de las mujeres las miró y,
reconociéndola, exclamó:
—Tú eres la mujer del gobernador Tácito.
—¿La mujer del gobernador? —preguntó un hombre alarmado.
—¿Ha venido a hacernos daño? —dijo otro, acercándose hacia las dos mujeres.
—¡Esperad, por favor! —dijo Marcela—. No pienso haceros ningún daño.
—Es mi señora —dijo rápidamente Tamara—. Yo respondo por ella.
—Está bien —dijo una voz y Marcela se volvió hacia el joven que se acercaba—.
Si nuestra hermana Tamara responde por ti, eres bienvenida entre nosotros, señora.
Era el mismo hombre que las había saludado en el Gimnasio Tirano cuando
fueron a ver a Dimas. Tenía unos treinta años, una barba muy cerrada, de color
castaño, y unos ojos castaños que no conseguían suavizar la que parecía una sonrisa
forzada. —Soy Gayo y presidiré la oración en ausencia de Dimas.
Cuando todos se acomodaron en las sillas que habían colocado alrededor del
baño, Gayo comenzó contando el bautismo de Jesús. «Dicen que Jesús fue de Galilea
al río Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizase. "Señor mío —replicó Juan—,
¿acudes Tú a mí? Si soy yo quien tengo que ser bautizado por ti".»Mientras hablaba,
Gayo se acercó al baño y, arrodillándose al lado, metió la mano en el agua.
Déjalo ya, que así es como nos toca a nosotros cumplir todo lo que Dios quiera —
respondió Jesús.
Así, Juan bautizó a Jesús y, cuando Jesús salía del agua, se abrió el cielo y vio al
Espíritu Santo bajar como una paloma y posarse sobre El. Se oyó una voz del cielo:
«Este es mi Hijo, a quien yo quiero, mi predilecto».
Se oyó un suave suspiro de la concurrencia, como si les atemorizara que Dios
hubiese hablado y que llamara «Hijo» a Jesús.
—Y ahora —dijo Gayo, alzando la mano y dejando que el agua fluyera a través de
sus dedos—, invito a quienes aún no lo hayan hecho, para dar su alma al Señor, a que
se bauticen en el nombre de Jesucristo y a recibir su sello para siempre.
Como llevada por una fuerza ajena a ella, una fuerza que estaba más allá de su
comprensión, Marcela se vio acercándose al baño. Era como si flotara, sin moverse
por propia voluntad, y, cuando Gayo y los demás se le acercaron con los brazos
abiertos, se vio entrando en las aguas de un río en vez de en un baño ritual. Unas
manos suaves la guiaron al agua en movimiento. No sintió que se mojara; solo era
consciente de su cálido abrazo. Gayo le puso un brazo en el hombro y el otro sobre la
cabeza. Su voz era apagada aunque sonaba como una música dulce cuando metió la
cabeza bajo la superficie, para sacarla después.
—Marcela, yo te bautizo en el reino del Señor, en el nombre de Jesucristo.
Sintió profundamente en su corazón un extraño estremecimiento y después
comenzó a llorar, suavemente al principio y después sollozando en voz alta, cuando
Gayo y sus compañeros la tomaron por los brazos y la sacaron del agua.
Marcela pasó la hora siguiente sentada entre enhorabuenas en una sala adyacente.
Llevaba una sencilla túnica blanca que le habían dado para que la llevara mientras se
llevaban su ropa para tenderla. Había recuperado su compostura y sentía una extraña
paz, aunque todavía no estaba segura de lo que había experimentado.
—¿Es cierto que has visto a Dimas en prisión? —le preguntó una mujer.
—Sí —respondió Marcela. Curiosamente, hasta ese momento, había olvidado por
completo la razón por la que había acudido allí esa noche—. Sí, he hablado con él
muchas veces y con Marco Antonio.
—¿Cómo lo están pasando?
Movió la cabeza.
—Es un mal lugar… un lugar muy malo para cualquiera, pero lo aprovechan al
máximo. Al menos, ocupan la misma celda y pueden hablar libremente.
—Cuéntanos lo del cesto de higos —pidió Gayo.
—¿Los higos?, ¿lo sabéis?
Tamara, sentada a su lado, dijo, un poco nerviosa:
—Yo se lo conté, señora.
Marcela puso su mano sobre la de Tamara.
—Ahora, las dos estamos bautizadas, ¿no? —preguntó—. Aquí no soy tu señora;
soy tu hermana. —Sí… Marcela —respondió Tamara con una sonrisa.
Marcela miró a los demás.
—Me alegro mucho de que mi hermana os contara lo de los higos y el cesto. Es
cierto. Lo vi con mis propios ojos.
—Nos gustaría oír la historia de tus labios —insistió Gayo.
Entre gritos y exclamaciones de sobrecogimiento, Marcela volvió a contar cómo
un cesto que solo contenía unos pocos higos sirvió para dar fruta a todos los presos y
a todos los guardias. Al concluir la historia, comentó que Dimas había empezado a
trabajar en un encargo que le había encomendado el apóstol Pablo.
—Iban a ejecutarlos mañana —explicó—, pero Dimas me pidió que consiguiese
más tiempo para poder terminar su trabajo.
—¿Y pudiste conseguirlo? —preguntó Gayo.
—Sí, pero es solo un retraso. Convencí a mi marido de que retrasara la ejecución
hasta el mismo día de la celebración de la resurrección de Jesús. Lo convencí de que
una ejecución en ese día os desanimaría.
Un hombre suspiró.
—Sí, eso nos desanimará mucho.
—¿Cómo pudiste hacer tal cosa? —preguntó una mujer, con su rostro arrebatado
de ira—. ¿Llegaste a sugerirle que crucificara a Dimas y a Marco en el mismo día que
dedicamos a la gloria del triunfo del Señor sobre la muerte?
—Lo siento —dijo Marcela—. Era la única manera que se me ocurrió para
persuadir a mi marido para que le otorgara a Dimas el tiempo que necesita.
La mujer empezó a protestar, pero Gayo levantó la mano.
—No debemos culpar a nuestra hermana por hacer lo que creyó correcto, y quizá
ese sea el plan de Dios. ¿Qué mejor forma de ir a la gloria que en el día en el que el
mismo Jesucristo venció la muerte?
—Y del mismo modo —dijo otro—. Clavados en cruz. ¡Glorioso!
Marcela miró sorprendida a los demás.
—¿Cómo podéis celebrar que den muerte a Dimas y a Marco?
—No celebramos sus muertes —dijo Gayo—, porque, en realidad, un día todos
moriremos. Celebramos su vida eterna y que pronto estarán en el Paraíso.
—Bueno, no estoy preparada para que mueran —replicó Marcela—. Por eso, he
ideado un plan.
—¿Un plan? ¿Qué plan? —preguntó Gayo.
—Uno muy sencillo. Tenéis que ayudarme a convencer a Marco y a Dimas de que
nieguen públicamente a Jesús.
Se produjo una exclamación colectiva.
—No tienen que pensarlo —añadió rápidamente Marcela—. Una vez libres,
pueden decir lo que quieran, pero primero tenemos que convencerlos de que vivan y,
para ello, lo único que tienen que hacer es decir lo que pide Rufino. Las palabras no
tienen porqué responder a la verdad.
Gayo frunció el ceño.
—No pueden hacer eso.
—Claro que pueden.
—No, no pueden. Marcela, tú acabas de ser bautizada en el nombre de Jesús.
Sinceramente, ¿podrías levantarte ahora y declarar ante todos que Jesús es falso?
—Bueno, no, no por mi propia voluntad —admitió Marcela—, pero las palabras
dichas bajo amenaza de muerte no tienen porqué ser ciertas y más tarde pueden
negarse.
—Vivimos todos los días en peligro de muerte —dijo Gayo— y, aún así, todos y
cada uno de los días tenemos que proclamar la verdad, aunque nos encontremos entre
la espada y el abismo.
Los interrumpió una voz fuerte que anunciaba:
—Busco a Gayo de Éfeso. Me han dicho que puedo encontrarlo aquí.
La gente se hizo a un lado y pudo verse a un hombre alto, cubierto con una
capucha, que permanecía en la puerta. Cuando el hombre echó hacia atrás la capucha,
varias personas exclamaron al unísono: «¡Dimas!» ¿Cómo has conseguido salir? —
gritó Marcela, poniéndose de pie de un salto y corriendo hacia el hombre, que movió
la cabeza, confundido por su reacción.
Cuando Gayo se acercó, se detuvo a medio camino y declaró:
—Tú no eres Dimas bar-Dimas.
Marcela lo examinó más detenidamente y también se dio cuenta de que no era
Dimas, aunque guardaba con él un gran parecido.
—Soy Tibro, el hermano de Dimas —dirigió su mirada de una persona a otra; sus
ojos, tan verdes y desconcertantes como los de su hermano, se fijaron al final en
Marcela.
Cuando ella correspondió a su penetrante mirada, experimentó una curiosa
sensación, no muy distinta de la que había experimentado durante el bautismo. Estaba
segura de que este hombre y ella ya se habían visto, quizá en un pasado distante. Sin
embargo, en su fuero interno, sabía que no.
—Tibro, sí, ya. Tu hermano ha hablado con mucho cariño de ti —dijo Gayo,
mientras tomaba el brazo del visitante como saludo—. Yo soy a quien buscas.
Tibro se volvió, dejando de mirar a Marcela, un poco desorientado cuando le dijo
a Gayo:
—¿Mi hermano habla con cariño de mí? Me sorprende mucho, porque estamos en
desacuerdo en casi todo.
Gayo sonrió.
—También nos lo ha dicho.
—Dimas me escribió a Jerusalén, diciendo que trataba de cambiar su vida por la
de un soldado romano. ¿Es cierto?
Gayo asintió solemnemente.
—Sí, ha tratado de hacerlo.
—¿Tratado? No comprendo. Cuando entré, estabais planeando cómo liberarlo de
la prisión.
—Trató de intercambiarse por el centurión Marco Antonio y el gobernador aceptó
la oferta, pero luego se echó atrás. Ahora, tanto Dimas como el romano están
sentenciados a muerte.
La expresión de Tibro se endureció.
—Al menos, el cerdo romano morirá.
—¡Oh, señor!, ¿cómo puede ser tan cruel? —dijo Tamara, mientras se abría paso
entre la multitud.
Volviéndose hacia ella, Tibro dijo:
—No pareces romana.
—Soy efesia.
—Entonces, ¿por qué te preocupas por un romano, por un soldado romano,
encima?
—Lo amo —declaró Tamara.
—¿Lo amas? —se burló Tibro—. Los soldados romanos no se casan con mujeres
de países ocupados. Tú no eres más que una diversión.
—Eso no es cierto en el caso de Marco —insistió ella.
—¿Y por qué no? El es un soldado romano, ¿no?
—No es como los otros soldados —terció Gayo—. Ahora, es uno de nosotros. Ha
aceptado a Jesús como Señor.
—Eso solo empeora la cosa —dijo Tibro—. Un romano que ha aceptado a un dios
falso.
—Nosotros no creemos que Jesús sea un dios falso —replicó Gayo—. Y tampoco
tu hermano.
—Dimas está loco —murmuró Tibro; después suspiró—. Pero el loco es mi
hermano mayor, así que, si se puede hacer algo para salvarlo, quiero hacerlo.
—He hablado con él muchas veces —dijo Marcela, acercándose a Tibro—. He
tratado de convencer a Dimas y a Marco de que renuncien a Jesús, aunque no lo
piensen en su interior. Conque digan las palabras, creo que mi marido los liberará
como testimonio de su misericordia.
Tibro miró desconcertado.
—¿Tu marido?
Ella sintió que flaqueaba bajo su mirada.
—Yo… yo soy Marcela, la esposa de Rufino Tácito, gobernador de Éfeso.
—¡Oh, por las barbas de los profetas!, tú no solo estás casada; ¿tú estás casada
con el gobernador? —dijo él, y ella bajó la mirada. Miró incrédulo a la asamblea—.
Sois cristianos, sois efesios, ¿y aún aceptáis entre vosotros a soldados romanos y —
señaló a Marcela con un movimiento de la mano— incluso a la esposa del gobernador
romano?
—Todos somos hermanos y hermanas en Cristo —proclamó Gayo.
Tibro se volvió a Marcela.
—Tú, una romana, ¿has aceptado a Jesús?
—Sí —respondió Marcela decididamente, mirando atrás.
—Bueno, tendré que acostumbrarme a eso —replicó, acariciándose la barbilla—.
Pero, cuando llegué aquí, oí tu plan para salvar a mi hermano y te puedo asegurar que
no funcionará. En ninguna circunstancia renunciará a Jesús. Yo soy judío, no apruebo
esta religión vuestra, pero sé que Dimas es un hombre de honor que moriría antes de
traicionar sus convicciones.
—Tiene que haber una forma de convencerlo —replicó Marcela.
—Tú dices que has aceptado a Jesús. Si estuvieses en el lugar de mi hermano,
¿renunciarías a tu Dios?
—No, no lo haría.
—¿Aunque eso significara tu muerte?
—Aún así —declaró Marcela. Cuando miró a los ojos a Tibro, creyó ver un
indicio de aprobación. Le extrañó, dado que no compartía su fe.
—Entonces, no puedes esperar que Dimas o ese centurión romano lo hagan, ¿no
es así?
—No, no puedo —dijo Marcela, resignada—. Así que todo está perdido.
—Quizá no —Tibro se volvió a Gayo y a los otros—. Quizá, con el permiso de
esta buena señora, me permitáis sugerir un plan de acción propio.
Capítulo 23

uando Marcela regresó a casa esa noche, estaba casi mareada por las
emociones vividas. Acababa de entregar su alma a Jesús, pero, ¿qué
significaba exactamente eso? Nunca había pensado mucho sobre religión,
porque ninguno de los muchos dioses y religiones romanos le habían
causado mucha impresión. Cuando llegó a Éfeso, había coqueteado con el

C culto a Diana, pero, al final, no terminó de llenarla. ¿Por qué, entonces, la


habían conmovido tanto los cristianos como para aceptar ser bautizada en su
nueva fe?
Ella conocía la razón. La firme fortaleza de Dimas y Marco y el afecto y
la aceptación de Gayo y los demás del grupo la convencieron de que esta no era una
falsa enseñanza, sino el verdadero camino hacia el único Dios verdadero.
Aunque estaba rebosante de emociones, no tuvo dudas acerca de lo que había
hecho. Ahora creía que su conversión al cristianismo era el acontecimiento más
significativo y conmovedor de su vida.
Pero también estaba Tibro y no podía comprender ni explicar el tumulto de
sensaciones que experimentaba cuando pensaba en él. Se encontró rememorando cada
palabra que había dicho en la reunión. ¿A qué se había referido cuando dijo que no
solo estaba casada, sino que estaba casada con el gobernador?
No solo casada.
Era como si le decepcionara el hecho de que perteneciera a otro hombre. ¿Por qué
le habría impactado una cosa así?
Aunque se hacía la pregunta, conocía la respuesta. El había reaccionado ante ella
del mismo modo que ella había reaccionado ante él.
Tenía que confesar que había algo en el joven bar-Dimas que la perturbaba en
gran medida. Sabía que sentía una especie de atracción hacia su hermano mayor, pero
esa atracción estaba motivada por las palabras y el espíritu del hombre santo. Casi
desde el día en que vio por primera vez a Dimas, lo había considerado un maestro, un
guía, tan piadoso como inaccesible.
Tibro era diferente. Emanaba de él el mismo espíritu fogoso, pero en un sentido
terrenal. Y cuando ella miraba en sus profundos ojos verdes, no veía a un maestro,
sino a un hombre, un hombre que sostenía su mirada con una fuerza y una pasión
desconcertantes.
Cuando pensaba en Tibro, su cuerpo se conmovía y percibía una sensación de
hormigueo en la piel. Era una mujer casada, pero nunca había sentido antes algo
parecido.
Cuando Marcela entró en la antesala de su esposo, todas las sensaciones que había
estado experimentando desaparecieron instantáneamente. Cuando vio a Rufino Tácito
sentado en su sillón, estudiando el retrato casi terminado que había encargado, sintió
un escalofrío, casi una sensación de repugnancia.
—¿Qué te parece? —dijo él al verla. Señaló con impaciencia la pintura—. ¿No es
magnífica esta imagen mía? ¿No capta mi misma esencia?
Marcela forzó una sonrisa mientras se acercaba a la pintura. El artista había sido
especialmente amable. Además de añadir la corona de laurel, la túnica púrpura y la
espada con empuñadura dorada, también había conseguido que Rufino tuviese un
aspecto mucho mejor, aunque arreglándoselas para conservar suficientes rasgos de su
aspecto real para que pareciese él mismo. En el retrato, Rufino aparecía adornado por
un estómago plano, anchos hombros y miembros bien proporcionados. Había
desaparecido un bulto de su nariz, le faltaba el feo lunar de la barbilla y sus ojos, que
tenían la tendencia a vagar en direcciones diferentes, aparecían fijos y con mirada
dura.
—¡Qué hábil es el artista! —exclamó Marcela sinceramente.
Rufino siguió admirando la pintura.
—Es maravilloso que un artista, tan lejos de Roma, sea capaz de retratarme con tal
precisión.
—El parecido es verdaderamente… —buscaba la palabra adecuada—. Es
verdaderamente increíble.
El gobernador sonrió como un crío atolondrado.
—Sí, estoy encantado.
Escogiendo sus palabras con sumo cuidado, Marcela dijo con voz suave:
—Esposo, ¿sigue planeada la ejecución para el día santo de los cristianos?
La expresión de Rufino se ensombreció.
—No has perdido tu determinación, ¿eh? Todo está planeado, tal como propusiste.
La misma mañana en que ellos celebran la llamada resurrección de su Jesús, colgaré
en la cruz a Marco Antonio y a ese hombre santo cristiano. ¿No habrás cambiado de
parecer?
—No, estoy completamente de acuerdo —mintió, luchando contra la repugnancia
que sentía—. Pero, Rufino, yo… yo no quiero estar aquí.
—¿Qué?
—Cuando crucifiques a Marco, no quiero estar aquí.
—Por supuesto que estarás. Después de todo, fue idea tuya. ¿O estabas mintiendo
cuando dijiste que ya no te preocupaba lo que le ocurriera a ese perro traidor?
Marcela se acercó a su sillón.
—Lo que yo dije sobre Marco no cambia para nada el hecho de que hayamos sido
amigos. No creo que pueda soportar asistir a…
—¡Bah! Eres una sentimental —censuró Rufino. Y moviendo el dedo en su
dirección—. Créeme, no cabe el sentimentalismo en personas como nosotros. Tienes
que entenderlo, Marcela, tú y yo hemos nacido en la clase dirigente.
Arrodillándose ante su esposo, Marcela puso una mano en su rodilla.
—Yo también estoy asustada.
—¿Asustada, querida? —dijo con mucha más compasión de la que había
mostrado durante mucho tiempo—. ¿De qué?
—Supón que la muchedumbre se descontrola. Supón que se desata un motín. Si
se vuelve contra nosotros, podrían matarnos.
—No hay razón para asustarse —dijo él, dando unas palmaditas en su mano—.
Estaremos bien protegidos por nuestros soldados.
—Lo sé, y estoy segura de que podrían protegernos. De todos modos, sería una
experiencia terrorífica. Y… y hay algo más.
—¿Qué?
—Mis padres. Son ancianos, están achacosos y hace mucho tiempo que no los
veo. Me sentiría muy mal si les ocurriera algo antes de poder verlos de nuevo.
—Cuando estás destinado en una tierra extranjera, siempre existe esa posibilidad
—dijo Rufino.
—Sí, lo sé, esposo mío —Marcela miró el retrato y después sonrió—. Tengo una
idea —levantándose, se acercó al cuadro—. Hiciste que pintaran esto como un regalo
para mi padre. Suponte que lo llevo conmigo y se lo entrego en mano; le diré cuánto
mejor sería que regresáramos a Roma. Una carta podría rechazarla, pero, ¿a si propia
hija?
Rufino asintió, suavemente al principio y después con creciente convicción.
—Sí, eso podría ser lo que lo ganara. Muy bien, Marcela, verás cumplido tu deseo.
Pondré a tu disposición un barco que zarpe en la mañana de la fiesta. Mientras aquí se
lleva a cabo la crucifixión, tú estarás en el mar, camino de Roma, para entregar mi
regalo a tu padre y las noticias sobre cómo he tratado a estos fanáticos religiosos.
—Señora —dijo Tamara, moviendo suavemente a Marcela, que dormía en su
cama.
Al abrir los ojos, Marcela trató de fijar la vista en la sombra que la luna proyectaba
en la pared, la filigrana de un cerezo corneliano que estaba delante de la ventana de su
dormitorio.
—¿Qué… qué hora es? —preguntó aturdida.
—Amanecerá pronto, señora. Llega el día de la resurrección de nuestro Señor.
Marcela retiró la ropa de cama y puso los pies en el suelo, se sentó y miró a su
alrededor en la oscura habitación.
—¿El resto de la casa duerme todavía?
—Sí.
Asintiendo con la cabeza, Marcela se levantó.
—Ayúdame a vestirme.
Las dos mujeres recorrieron rápidamente la Vía Cuertes; sus sandalias pisaban
suavemente el frío pavimento. De vez en cuando se veía el resplandor de una vela en
la ventana de alguna persona madrugadora, pero, en la mayor parte del trayecto, la
única iluminación era el resplandor plateado de la luna.
Hasta el edificio gris que albergaba la prisión romana solo había un paseo de cinco
minutos. Marcela tiró de la cadena de la campana y unos momentos después se abría
la pesada puerta y el comandante de la guardia las miró detenidamente.
—Señora —dijo sorprendido el soldado—. ¿Qué os trae por aquí a esta hora de la
mañana?
—Los presos van a ser ejecutados hoy, ¿no es así?
—Así es.
Marcela señaló a Tamara.
—Mi sirvienta estaba prometida al centurión Marco Antonio y la he traído para
que le dé un último adiós.
—No sé —dijo el comandante, acariciándose la corta barba y mirando
alternativamente a una y a otra—. No me parece un momento muy adecuado para una
cosa así.
—Más tarde será demasiado tarde, ¿no cree?
—Pero, a esta hora… ¿No sería mejor que volvieran antes de que se ejecute la
sentencia?
—Eso no es posible, porque mi criada y yo zarpamos para Roma con la marea de
la mañana. Y tampoco es necesario porque tengo permiso de acceso sin limitaciones a
los presos —le recordó Marcela—. Pero, si quiere que mande llamar a mi marido para
que venga conmigo… bueno, debo advertirle que el gobernador Tácito puede estar
muy irritable cuando lo despiertan a mitad de la noche.
—No, no, desde luego que no —dijo el comandante, retirándose de la puerta para
franquearles el paso—. Tenéis razón, tengo orden de permitiros acceder a todas partes
y no hay limitación con respecto a ninguna hora del día.
Parecía muy compungido cuando añadió:
—Por favor, excuse mi imperdonable comportamiento. Me ha sorprendido…
—No tiene porqué disculparse —lo tranquilizó Marcela mientras traspasaba el
umbral hacia el interior escasamente iluminado— Solo estaba cumpliendo con su
deber.
El soldado atravesó rápidamente la estancia.
—Permítame coger un farol y las conduciré hasta la celda.
—Le hablaré a mi esposo de su amabilidad —le dijo Marcela. Cuando el
comandante volvió, ella misma cogió el farol y dijo—: Ha sido usted muy amable,
pero conozco muy bien el camino. Me gustaría que Tamara disfrutara de un momento
en privado con su prometido.
Momentos después, Marcela conducía a Tamara a través de los corredores de la
prisión. Cuando se acercaban a la celda ocupada por Marco y Dimas, Marcela levantó
el farol delante de ella; al fondo de la celda se vislumbraban dos cuerpos hechos un
ovillo encima de una especie de esterilla de hierba que les servía de cama. Marcela lo
llamó en voz baja:
—Marco, ¿estás ahí?
Uno de los presos se movió, sentándose a continuación, mirando hacia la brillante
luz que se veía a través de los barrotes de la puerta.
—Aquí estoy, señora —dijo Marco mientras se levantaba y se acercaba a la luz.
Después, al reconocer a la acompañante de Marcela, su rostro se iluminó de alegría y
gritó—: ¡Tamara! —Corrió hacia la puerta de la celda y cogió las manos de la joven a
través de los barrotes.
Marcela solo les dejó un momento mientras miraba nerviosa el oscuro corredor.
Después, susurró:
—¡Vamos!, despierta a Dimas. No hay tiempo que perder.
Capítulo 24

ufino Tácito estaba de pie ante una ventana abierta, mirando la


muchedumbre creciente que se estaba reuniendo en el patio del palacio.
—Legatus Casco, ¿qué hace la gente?
—Gobernador, la mayoría han venido para disfrutar del espectáculo,
aunque hay quienes rezan por la liberación de su hombre santo y del

R centurión romano.
Rufino tomó un sorbo de vino y siguió estudiando la muchedumbre
mientras preguntaba:
—¿Qué opinan nuestros soldados acerca de la crucifixión de uno de los
suyos?
—A algunos no les gusta, excelencia, porque creen que, al crucificar a un
ciudadano de Roma, se viola la ley romana.
Rufino se dio la vuelta y lanzó una mirada fulminante al hombre de cabellos
plateados, el comandante de la legión.
—Por sus palabras y acciones, Marco Antonio ha renunciado a sus derechos como
ciudadano romano.
—Sin embargo, los soldados creen que debería recibir un castigo más rápido.
—¿Todos los soldados?
—No, no todos.
—Si la muchedumbre se levantara, ¿podemos contar con ellos para que nos
protejan? —preguntó el gobernador con cierta preocupación.
—Todos mis hombres son leales. Harán lo que ordenéis.
—Sí, bien, eso es lo que creíamos del centurión Antonio, ¿no?
—No tema, excelencia —lo tranquilizó Casco.
Los ojos del gobernador se entrecerraron.
—No soy un hombre que se asuste con facilidad.
—No pretendo ser irrespetuoso. El valor de Rufino Tácito es bien conocido.
Satisfecho por la respuesta, Rufino volvió a prestar atención al gentío. Algunas
personas habían empezado a gritar abiertamente a favor de la crucifixión, mientras
que otras estaban de rodillas, con las manos juntas, como si rezaran pidiendo un
milagro. Algunos efesios con más iniciativa comercial se movían a través de la
muchedumbre vendiendo pasteles, frutas y bebidas.
—El patio es demasiado pequeño —dijo Rufino en voz alta y se volvió hacia
Casco.
—Nuestros soldados deben conducir a los espectadores hacia el teatro. Haremos
allí las crucifixiones. —Sonrió abiertamente—. Será la mejor jornada de teatro que
estos bobalicones hayan visto nunca.
—Una brillante iniciativa, excelencia —declaró Casco—. Y allí será más fácil
controlar a la gente.
—¡Oh!, ¿y mi esposa partió esta mañana sin novedad? —preguntó, casi como de
pasada.
—Sí, excelencia. La acompañaban su sirvienta Tamara y dos siervos efesios.
Rufino asintió.
—Bien, ahora pida mi palanquín. Haré mi entrada en el teatro como gobernador.
Casco saludó; después salió rápidamente de la estancia.
Rufino fue llevado por las calles de Éfeso, protegido del sol del final de la mañana
por un abanico de plumas que sostenía encima de él un esclavo africano. Cuando la
procesión de los guardias llevaba al gobernador al teatro al aire libre, pasó frente al
ayuntamiento y los baños, giró después hacia la calle del Mármol y el ágora
helenística, donde los artesanos creaban exvotos de oro y plata para la diosa Artemisa.
Finalmente, llegó al gran teatro.
Construido en la ladera del monte Pión, el teatro medía ciento cincuenta y dos
metros de diámetro y tenía un aforo de unas veinticuatro mil personas. La cavea o
auditorio estaba dividida en tres zonas de veintidós filas de asientos, con doce
escaleras que dividían la cavea en enormes sectores en forma de cuña. El área
semicircular situada entre el escenario elevado y los asientos medía veinticuatro por
once metros; el escenario medía veinticuatro metros de ancho por seis metros de
profundidad y se apoyaba en veintiséis pilares redondos y diez cuadrados.
El teatro estaba casi lleno y la mayoría de la gente estaba ansiosa por que empezase
ya el espectáculo. Un número mucho más pequeño, distribuido en pequeños grupos
esparcidos, rezaba para que su Mesías salvase a los dos cristianos condenados.
Muchos llamaban a Rufino mientras su palanquín era introducido en el teatro y
situado en la parte delantera del escenario. La crucifixión tendría lugar en la zona
abierta entre el escenario y los asientos. Como estaba pavimentada con grandes losas,
las cruces no podrían hincarse en el suelo y estarían soportadas por estructuras de
madera. Estas ya se habían construido y dos cruces estaban tumbadas en el suelo a su
lado. Un pequeño contingente de soldados estaba al lado de las cruces; dos de ellos
tenían martillos para clavar a los presos en los maderos; los otros, con cuerdas y
poleas para elevar las cruces hasta su posición final.
Además de los soldados que tomarían parte en la crucifixión, había otros muchos,
vestidos con brillantes corazas y cascos, que formaban en semicircunferencia entre la
muchedumbre y el lugar de la ejecución. Estaban de pie, dejando entre cada dos de
ellos una distancia del ancho de la espalda, cada uno con el brazo izquierdo doblado a
la espalda, la mano derecha extendida y agarrando una lanza, con la punta hacia arriba
e inclinada hacia la muchedumbre.
El efecto era impresionante, aunque Rufino se dio cuenta de que, si la masa se
desmandara, solo había cien guardias para contener a veinte mil.
En cuanto el palanquín estuvo en su sitio, el gobernador avanzó hasta la parte
delantera del escenario. Levantó la mano y las conversaciones se acallaron. Cuando se
hizo el silencio, ordenó:
—¡Traigan a los condenados! ¡Que empiece el espectáculo!
Una oleada de agitación se dejó sentir cuando hicieron pasar a los presos por una
puerta que se abría en la parte delantera del escenario, debajo exactamente de donde
estaba el gobernador. Cuando Rufino miró fijamente la muchedumbre, oyó tanto
burlas como expresiones de lástima.
—¡Tú, hombre santo! —gritó alguien—. Van a crucificarte. ¡Pronto, tú también
podrás ser dios! —Su exclamación fue recibida con carcajadas.
—¿Resucitarás a los tres días? —dijo otro entre crecientes carcajadas—. Si es así,
dímelo para que pueda venir a ver el espectáculo.
—¡Oh, míralos! —gritó una voz compasiva—. Les han pegado tanto que ni
siquiera pueden caminar.
Y, en efecto, el espectador tenía razón, porque, cuando Rufino miró hacia abajo
desde el escenario, vio a los dos condenados, aparentemente inconscientes, mientras
eran llevados, boca abajo, por un par de soldados cada uno, Marco Antonio iba
vestido con la capa roja y la coraza de su empleo, y se elevó un murmullo especial de
entusiasmo mientras lo arrastraban a través de la zona abierta hasta una de las cruces.
Rufino estaba seguro de que su decisión de crucificar al centurión reforzaría su
dominio sobre los efesios.
El otro preso llevaba una corona de espinas y su cabeza goteaba sangre sobre las
losas mientras lo sacaban a la luz del sol. Su aspecto provocó una exclamación
colectiva, seguida por ovaciones de aprobación del espectáculo que estaba ofreciendo
el gobernador. Rufino estaba encantado con las adulaciones, porque la corona había
sido idea suya, con objeto de burlarse tanto del condenado como del llamado Cristo.
Los presos fueron tirados, boca abajo, al lado de las cruces que ocuparían pronto.
Los soldados retrocedieron cuando los que llevaban los martillos se acercaron para
llevar a cabo su tarea. Estos, arrodillados al lado de los presos, los hicieron rodar
sobre las cruces y levantaron sus manos para ponerlas sobre los brazos de las mismas.
Sus rostros estaban ensangrentados e irreconocibles a causa de la paliza que habían
recibido.
—¡Esperad! —ordenó Rufino Tácito, levantando su mano cuando estaban a punto
de clavar los clavos en las muñecas de los condenados. Hizo una seña al legatus
Casco, que estaba en el foso, con sus hombres—. ¡Reanimad a los presos! —ordenó
al jefe de su guardia—. Quiero que también ellos disfruten los procedimientos.
Casco hizo una seña a algunos de sus soldados que estaban cerca con cubos de
agua. Rápidamente, echaron el agua sin ninguna ceremonia sobre los rostros de los
presos. Los dos hombres sacudieron la cabeza y escupieron cuando recobraron la
consciencia.
Casco dio la señal para que comenzara la crucifixión, pero entonces levantó la
mano y se acercó más a las cruces, mirando primero al centurión condenado y
después al hombre santo con la corona de espinas. Miró a uno y a otro; después, se
volvió hacia uno de los soldados y gritó:
—¿Qué es esto? ¿Qué ha pasado aquí?
Desconcertado por la creciente confusión, Rufino bajó la escalera que llevaba al
foso y se acercó a Casco.
—¿Qué sucede? —preguntó.
Casco señaló a los dos hombres que trataban de levantarse de las cruces pero que
estaban retenidos allí por los soldados. El agua de los cubos había borrado de sus
rostros la mayor parte de la sangre y, aunque estaban muy magullados, sus facciones
eran reconocibles.
—Estos son dos de mis soldados —dijo Casco, manteniendo baja la voz. La
multitud pudo ver que pasaba algo raro pero no tenían ni idea de lo que pudiera ser
—. Estaban de servicio en la prisión.
—¿Qué? —dijo Rufino, lleno de ira y frustración. Miró a los presos y vio que, en
efecto, no eran Marco Antonio ni Dimas, Rufino miró alrededor y vio que la
muchedumbre se agitaba. Reprimiendo su ira, preguntó en voz baja y con dureza—:
¿Cómo ha ocurrido esto?
Casco se volvió a uno de sus centuriones.
—¿Dónde están los cuatro soldados que trajeron a los presos?
Surgió un frenesí de actividad cuando el centurión consultó con otros soldados y
después volvió y anunció:
—Legatus, ¡han escapado!
—¡Encontradlos! —gritó Casco—. ¡ Encontradlos y traédmelos!
Ya entonces, el teatro bullía de rumores excitados. Daba la sensación de que unos
pocos se daban cuenta de lo que había ocurrido, mientras que otros creían que era
parte del espectáculo y gritaban: «¡Crucifícalos! ¡Crucifica a los presos!», mientras los
hombres de Casco corrían hacia los asientos en busca de los que habían escapado. Los
soldados empezaron a encontrar objetos pertenecientes a los uniformes que llevaban
los escapados, un casco o coraza por aquí, una espada o una capa por allá…
Pasados unos minutos, el centurión regresó con algunos objetos que puso a los
pies del legatus Casco.
—De alguna manera, entraron en la prisión esta mañana; han encontrado a otros
dos soldados encerrados en la celda de los condenados; reemplazaron a estos. Los
atacantes se pusieron la ropa de los soldados para llevar a cabo su acción; después, se
deslizaron entre la multitud y se quitaron los uniformes.
—¿Alguien pudo verlos bien? ¿Los reconoció alguien? —preguntó Casco.
El centurión negó con la cabeza.
—¡Encontradlos! —ordenó el gobernador—. Si hace falta, buscadlos en cada casa
de la ciudad, ¡pero quiero que los encontréis y me los traigáis hoy mismo!
—¿Y qué hacemos con estos dos? —Casco señaló a los dos legionarios que
todavía estaban retenidos sobre las cruces.
Rufino miró a Casco con el ceño fruncido y después a los apaleados legionarios.
Miró luego a la muchedumbre, que gritaba cada vez más: «¡Crucifícalos!
¡Crucifícalos!» ¡Dadles su condenada crucifixión! —maldijo, con tal ira e intensidad
que arrojaba baba por la boca.
El legatus Casco miró al gobernador momentáneamente desconcertado; después
se golpeó el pecho con el puño y se volvió a sus soldados, dando la orden para que
continuaran el procedimiento.
Cuando el gobernador subió la escalera y volvió a su palanquín, oyó los
martillazos y los alegres gritos de la muchedumbre que seguía la prometida
crucifixión. O no lo sabían o les traía sin cuidado que los crucificados no fuesen el
centurión y el hombre santo, sino un par de desafortunados soldados romanos.
Rufino solo esperaba que, con el tiempo, se divulgara la historia de que Marco
Antonio y Dimas bar-Dimas habían sido crucificados y su talla personal adquiriera
proporciones legendarias. De lo contrario, podría convertirse con facilidad en el
hazmerreír que había sido engañado por una banda de rufianes cristianos en una
remota provincia. Se preguntaba si, en el caso de que ocurriera esto último, podría ser
bienvenido de regreso a Roma.
Apartó la vista del espectáculo que se desarrollaba ante él cuando fueron elevadas
las cruces desde el suelo y quedaron en el lugar previsto. Haciendo una seña a uno de
sus ayudantes, ordenó: «Llevadme a palacio».
Recostado en su palanquín, Rufino Tácito cerró los ojos y se imaginó en algún
lugar, en cualquier lugar que no fuese Éfeso.
Capítulo 25

ibro bar-Dimas, totalmente despojado del atuendo de soldado, permanecía


fuera del teatro, observando cómo se dispersaba la multitud. Se respiraba un
aire de gran perplejidad y la gente discutía sobre lo que acababa de
presenciar. Algunos lanzaban gritos de alabanza a Dios porque Dimas y
Marco hubiesen sido perdonados; otros insistían también a voces en que los

T dos cristianos condenados ya habían visto cumplida su suerte en la cruz.


—Vamos, Tibro —le instó Gayo, tirando del brazo de Tibro—. Debemos
marcharnos antes de que lleguen los soldados.
—En Éfeso no me conocen —replicó Tibro—. Nadie puede decir que yo
fuera uno de los guardias.
—Pero te pareces mucho a tu hermano y alguien puede confundirte con él.
—Sí, puede que tengas razón.
—Vamos; te enseñaré la carretera hacia Jerusalén.
Gayo sacó a Tibro de entre la muchedumbre y se metió por un estrecho callejón.
—Sin mi hermano, será un viaje largo y solitario.
—Dimas tiene más trabajos que hacer para el Señor —dijo Gayo.
—¿Para Jesús? ¿Cómo puede ser, cómo podéis ser tan ciegos? —dijo Tibro,
frustrado—. Ha sido toda esa falsa predicación sobre Jesús lo que ha estado a punto
de matarlo.
—¿Y ser un zelote en Jerusalén es mucho más seguro? —le dijo Gayo con una
media sonrisa—. Quizá no debamos centrarnos en la teología, sino en hacerte salir de
aquí sin problemas.
Gayo era nativo de Éfeso y conocía bien la ciudad de casi trescientos mil
habitantes. Siguió adelante por calles estrecha y callejones por lo que rara vez pasaban
los soldados mientras se alejaban del centro de la ciudad.
Tibro lo seguía y volvió a pensar en los momentos finales que pasó con su
hermano, antes de que Dimas y Marco fueran hechos desaparecer de la prisión por sus
compañeros cristianos y por Tibro, Gayo y otros dos ocuparon el lugar de los
guardias.
—He arriesgado mi vida por ti, no por tu falso profeta Jesús —le había dicho
Tibro a su hermano mayor durante el breve momento de su encuentro en la celda—.
Ahora quiero que vuelvas conmigo a Jerusalén. Nuestros padres han muerto; solo
quedamos nosotros dos.
Se había abrazado, pero entonces Dimas se apartó de Tibro y le dijo:
—Lo siento, pero he entregado mi vida al Señor y debo ir adonde El me lleve.
—Si hubiese sabido que estabas tan loco con esta segunda oportunidad, ni
siquiera hubiese venido a Éfeso.
—Lo siento, pero tengo que hacer lo que debo.
Tibro había respondido con un improperio y ahora se estremecía al recordar su
ira. Él hubiera venido sin importarle las consecuencias ni lo que Dimas hiciera
después. Lo impulsaba el amor a su hermano y también una sensación de culpabilidad
por no haber sido capaz de salvar a su padre. Estaba decidido a que su hermano no
corriera la misma suerte.
Los romanos son los enemigos —se recordó Tibro— y no estos cristianos, con
independencia de lo equivocados que puedan estar.
Aunque Tibro decía que estaba muy enfadado con su hermano mayor, en realidad
respetaba a Dimas por mantener sus principios. Dimas se consideraba obligado a
cumplir un deber superior y ni siquiera los vínculos familiares podían hacer que
abandonara al hombre al que llamaba su Señor. Pocas diferencias había con respecto a
Tibro mismo y a su padre, quienes habían jurado fidelidad a la causa zelota de liberar
la Tierra Santa del yugo de Roma.
¿Y qué pensar de la mujer, de Marcela?, se preguntó Tibro a sí mismo. Ella no
solo era romana, sino también la esposa del gobernador. ¿Su convicción religiosa era
tan poderosa como la de su hermano? ¿Era eso lo que le daba la fuerza para desafiar a
su propio pueblo y unirse a aquella pandilla de harapientos?
Si Tibro no hubiese conocido a Marcela, nunca hubiera creído que una mujer
romana pudiera albergar una fe tan fuerte. Sin embargo, corriendo un riesgo
considerable, había aceptado ayudar a Tibro. De hecho, no habría habido esperanza de
éxito sin su participación en la misión de rescate, porque ella les había franqueado la
entrada en la prisión.
¿Por qué le había inspirado confianza tan rápidamente?, se preguntó Tibro. Si ella
hubiera vacilado, hubiese perdido los nervios y le hubiera dicho a su esposo lo que
estaban planeando, se habrían perdido muchas vidas. Pero, casi al momento de
conocerla, supo que podía confiar en ella. Había visto esa verdad en sus ojos… y algo
más poderoso y misterioso. Entre ellos había surgido una atracción… no, una
conexión innegable. Si no hubiera sido la esposa del gobernador y cristiana y no se
hubiera marchado en aquel mismo momento a la despreciada Roma, podría haberse
permitido imaginar lo que sabía que nunca podría haber entre ellos.
—Ahí está Epafras —dijo Gayo, interrumpiendo las ensoñaciones de Tibro. Gayo
señalaba a un hombre anciano que estaba sentado sobre una piedra miliaria en una
encrucijada, a corta distancia.
Al ver a Gayo y a Tibro, Epafras levantó la mano y caminó hacia ellos. En cada
brazo llevaba un paquete grande.
—Este es Epafras, mi hermano en Cristo —dijo Gayo a modo de presentación—,
y este es Tibro bar-Dimas.
Epafras se inclinó hacia el joven.
—Por tu servicio a Dimas y a nuestra causa, muchas gracias.
Tibro movió la mano con impaciencia.
—No sirvo a ninguna otra causa que no sea nuestra común antipatía hacia Roma.
—Sin embargo, nos ayudaste a liberar a nuestro hermano Dimas —dijo Gayo—.
Por eso, cuenta con nuestras oraciones y nuestro agradecimiento.
—Tú puedes llamar hermano a Dimas, pero es mi hermano carnal y solo por esa
razón he venido.
—No es solo la sangre lo que hace hermanos a los hombres —dijo Gayo con una
especie de sonrisa contemporizadora—. Todos los que hemos sido bautizados en el
nombre de Jesucristo somos una familia. Por tanto, Dimas es tanto hermano nuestro
como tuyo.
Tibro iba a empezar a discutir, pero luego lo pensó mejor.
—Supongo que tengo menos motivos de preocupación sabiendo que Dimas está
entre hermanos.
—No temas —replicó Gayo—. Cuidaremos de él.
—¿Desde Éfeso, con Dimas en Roma? —dijo Tibro dubitativamente.
—No. A su lado, porque yo sigo ese camino, a Roma —señaló la carretera que
llevaba al oeste desde la encrucijada—. Y allí está Jerusalén —indicó la carretera que
salía hacia el este.
—Cuando veas a Dimas en Roma… —empezó a decir Tibro; después trató de
encontrar las palabras para expresar lo que sentía.
—Siempre cuidaré de él —prometió Gayo—. Y me aseguraré de que te mande
unas letras a Jerusalén.
—Estoy en deuda contigo —dijo Tibro.
—Como nosotros contigo.
Epafras le presentó uno de los paquetes que llevaba.
—Para ayudarnos en nuestro largo viaje, nuestros hermanos y hermanas en Cristo
han preparado queso, aceitunas, higos y nueces. Lleva esta bolsa, come y disfruta —le
entregó a Tibro el paquete; después le dio el segundo a Gayo.
Colgando el paquete debajo de su brazo izquierdo, Tibro cogió la mano de Epafras
en agradecimiento. Gayo unió la suya a las de ellos y estuvieron un momento unidos
como hermanos.
—Espero que me permitáis hacer una oración por vuestra seguridad —dijo Gayo
— y por la de Dimas y quienes viajamos con él.
Tibro quiso protestar que él no necesitaba una oración en el nombre de alguien a
quien consideraba un falso profeta, pero había calibrado la calidad de estos dos
hombres y los consideró dignos de confianza, aunque equivocados. Como no quería
dañar sus sentimientos, asintió y dijo:
—Sí, una oración.
—Padre nuestro, que estás en el Cielo, guía a este buen hombre en su largo viaje
de vuelta a casa. Da ojos a sus pies para que no tropiece con una piedra y se lesione.
Llena su boca de alimento y cantos hasta que este a salvo en su destino. Mira también
con benevolencia a nuestros hermanos Di— mas bar-Dimas y Marco Antonio y a
nuestras hermanas Marcela y Tamara. Otorga a su barco buenos vientos y buenos
mares para que su viaje a Roma no encierre peligros. Te lo pedimos en el nombre de
tu Hijo, nuestro Señor Jesucristo. Amén.
Eliminando mentalmente la referencia a Jesús, Tibro añadió su «amén» a lo que,
por lo demás, era una oración válida para un judío. Después, dejó a los hombres y
empezó a andar por la carretera.
Mientras seguía el camino a mano derecha, se volvió varias veces hasta que dejó
de ver a Gayo y a Epafras en la encrucijada. Después, Tibro dirigió su mirada a las
aguas azules que se veían a distancia. No podía ver el barco, pero sabía que allí, en
alguna parte, navegaba al viento de la tarde, surcando las aguas hacia Roma. Imaginó
a su hermano de pie, a proa, y a su lado, la mujer, Marcela. Se preguntó si ella
pensaría en él en ese momento e, incluso, si volvería a verla.
A muchas millas de distancia, en el mar, un pequeño barco navegaba rápidamente
hacia la costa de Grecia, llevando a la esposa del gobernador Rufino Tácito a Roma.
Los otros tres pasajeros eran meros sirvientes, al menos para la tripulación del barco.
A Dimas bar-Dimas le resultaba difícil representar el papel de sirviente. Aunque se
consideraba siervo de Jesucristo, no sabía cómo humillarse correctamente como
asistente de una mera mortal, incluso de una tan destacada como Marcela. Así, trató de
pasar desapercibido, permaneciendo a solas en la borda, mirando al horizonte.
Marcela se le acercó, interrumpiendo sus meditaciones.
—Míralos —susurró ella, indicando con la cabeza la popa, donde Marco Antonio
y Tamara estaban unidos por los brazos, sentados sobre un montón de velas—. Me
alegro mucho de que hayamos podido conseguir la libertad de Marco. Significa
mucho para ellos.
—Sí —replicó Dimas.
—¡Oh, qué bruta soy! —dijo Marcela, llevándose la mano a la boca—. Por
supuesto, tu libertad significa mucho para ti también.
—¿Tú crees? —replicó Dimas, mirando de nuevo al mar.
—¿No valoras tu propia libertad y las cosas que puedes conseguir ahora?
—Claro que sí —dijo Dimas, volviéndose hacia ella—. Por favor, no creas que
soy un ingrato. Estoy muy agradecido y tengo muy presente los riesgos que habéis
arrostrado para rescatarnos.
—Entonces, ¿por qué cuestionas tu libertad?
—Porque me pregunto di Dios quería verdaderamente que yo fuese a Roma —
confesó—. Quizá quisiera que afrontara mi muerte en la cruz, de manera que, por mi
ejemplo, el Señor pudiera inspirar a los fieles de Éfeso.
—Dimas, tranquiliza tu mente. Has hecho lo correcto —dijo Marcela.
—¿Cómo puedes estar segura?
—¿No me hablaste de una tarea que te encargó el apóstol Pablo? Todavía no has
acabado lo que te encomendó, ¿no es así?
—No está acabado —admitió Dimas.
—Y hay mucho más que hacer al servicio de nuestro Señor. ¿Quién puede estar,
me pregunto yo, mejor preparado que tú, cuyo propio padre acompañó a nuestro
Señor al Cielo, para servirle? No, tú no estabas destinado a esa muerte. No hoy.
—Espero que tengas razón.
—Sé que la tengo —dijo ella—. Después de todo, si no fuese por ti, no me
contaría ahora entre los fieles.
Dimas sonrió y le puso la mano en el hombro.
—Quizá tengas razón. Quizá Dios me esté hablando ahora mismo a través de ti.
Marcela le devolvió la sonrisa; después se alejó, dirigiéndose a un sillón especial
que habían subido a bordo para ella, de acuerdo con su categoría.
De nuevo solo en la borda, Dimas trató de convencerse de que Marcela tenía
razón. Quizá su trabajo todavía no estuviese hecho. Pensó en el amor que su hermano
le había demostrado al arriesgar su vida no solo para salvarlo a él, sino también a un
centurión romano. Y lo hizo a pesar de no ser creyente.
Dimas oró por Tibro, no solo por su seguridad, sino también para que pudiera
llegar a conocer algún día el abrazo amoroso de Jesús. Oró también por los buenos
cristianos de Éfeso que le habían ayudado a escapar. Aunque pudiera cuestionar su
decisión de utilizar la fuerza contra los soldados que solo estaban haciendo su trabajo,
no cuestionó los motivos subyacentes que los habían llevado a actuar. Se habían
puesto ellos mismos en peligro para rescatarlo y, sin ninguna duda, tendrían que
afrontar toda la ira de Rufino si alguna vez descubriera quiénes fueron.
Tras sus oraciones, Dimas preparó una mesa improvisada y sacó el papiro en el
que había estado escribiendo su relato de la vida de Jesús:

Por mi predicación, he recibido a manos de mis torturadores cuarenta golpes


menos uno con la vara. He sido apedreado casi hasta la muerte y he sido arrojado a la
prisión bajo pena de crucifixión. He viajado por el mar; he estado en peligro de
inundaciones, de ladrones e incluso de mi propio pueblo que aún no ha recibido a
nuestro Señor.
Y, sin embargo, en todas esas situaciones, el Señor mi Dios me ha cuidado, ha
enviado a su ángel para protegerme y me ha mostrado el camino.

Cuando Marcela se sentó cerca, observando a Dimas mientras trabajaba, veía en


cada gesto al joven Tibro y deseó estar de nuevo en su presencia.
¿Cómo podía sentir tal cosa?, se reprendió a sí misma. Ella no solo era una mujer
casada; era cristiana. Sin duda, tales sentimientos con respecto a un hombre que no
fuese su marido eran pecaminosos a los ojos de Dios. Pero, ¿no era ese mismo Dios
quien los había llevado a encontrarse?
Aunque la desconcertara la intensidad de sus sentimientos, sabía que no podía
expulsar a Tibro bar-Dimas de su mente. Es más, no tenía ningún deseo de hacerlo.
Miró hacia atrás, hacia Éfeso, pensando en Tibro, esperando y pidiendo que
estuviese a salvo y él estuviera pensando en ella.
Capítulo 26

uando el padre Michael Flannery regresó a Jerusalén, no se lo comunicó


inmediatamente a Preston Lewkis ni al resto del equipo de investigación. En
cambio, tomó una habitación en un pequeño hotel que tenía un patio con
limoneros y naranjos aromáticos. Comió en el patio, rematando la comida
con un café muy rico, convenientemente adulterado con una buena cantidad

C de nata y azúcar.
Después de comer, Flannery se encaminó a la Ciudad Vieja, a uno de los
lugares más sagrados de la cristiandad, la Iglesia del Santo Sepulcro, situada
en pleno barrio musulmán. Mientras caminaba, sentía bajo sus pies las
antiguas losas, desgastadas y lisas por las pisadas de millones de peregrinos a lo largo
de dos milenios. Estaba seguro de que los mismos pies de Jesús habían pisado esa
misma vía y de que Jesús había olido los mismos aromas de queso, aceitunas, vinagre,
madera aceitosa y una cacofonía de especias, incluso aquel débil olor a orina.
A su alrededor, los comerciantes atraían a turistas y peregrinos con velas de
colores chillones, agua bendita del río Jordán, rosarios y frascos de tierra de la Tierra
Santa.
La gran iglesia estaba llena de fieles, muchos de los cuales sostenían cirios que
parpadeaban, echaban humo y tiraban cera al suelo. Flannery pasó a través de la
muchedumbre que cantaba y rezaba y, en un rápido vuelo de diecinueve escalones,
llegó hasta una capilla en la que colgaban lámparas de oro y un gran crucifijo
bizantino, el lugar de la duodécima estación del viacrucis, el Gólgota, el sitio de la
crucifixión. Mientras se acercaba al altar de mármol, miró los iconos de tamaño
natural de Cristo en la cruz, flaqueado a su derecha por la Virgen María y a su
izquierda por el apóstol Juan.
Arrodillándose debajo del altar, Flannery metió la mano en el agujero practicado
en el suelo, con un borde de oro, que señalaba el lugar en el que fue levantada la cruz
de Jesús. Notó una losa lisa, plana, fría al tacto, la cumbre del Gólgota.
Hechas sus oraciones, regresó, escaleras abajo, y visitó la decimotercera estación,
la losa de mármol sobre la que lavaron el cuerpo de Jesús antes de sepultarlo. La losa
estaba cubierta de pétalos de rosa y mojada, con charquitos de agua. Muchos fieles
metían sus rosarios y cruces en el agua, mojándose después la cara con ella mientras
rezaban. Una pareja de agentes de seguridad israelíes paseaban por allí, con los fusiles
al hombro en plan más bien informal.
Tras detenerse ante la última estación, una gran estructura de mármol que guarda
los restos de la tumba de Cristo excavada en la roca, Flannery salió a la calle y, con
espíritu renovado, se dirigió a su hotel de Jerusalén por la Vía Dolo— rosa.
A la mañana siguiente, Flannery alquiló un coche y se dirigió al sur, por la
carretera 90, bordeando el mar Muerto, hasta Ein Gedi. Dieciocho kilómetros al sur de
Ein Gedi, giró al oeste y siguió unos dos kilómetros más, para acabar en un
aparcamiento al pie de una montaña empinada y estéril.
Salió del Ford y dirigió la vista a la meseta de la cumbre en la que se asentaba la
fortaleza de Masada. La última vez que visitó la fortaleza lo habían llevado hasta allí
en helicóptero. La ruta usual pasaba por tomar un teleférico que llevaba del
aparcamiento hasta la cumbre. Los visitantes más aventureros podían ascender por un
estrecho camino que serpenteaba por la ladera de la montaña, aunque estaba
oficialmente cerrado debido al peligro de desprendimientos.
Flannery no tomó el teleférico ni el camino; volvió, en cambio, a subir al coche y
continuó por la carretera hacia Sdom. A unos kilómetros de Masada, dejó la carretera
principal, entrando por un camino estrecho y rocoso que conducía a un pequeño
complejo, cerca de la orilla del mar Muerto. El sencillo y casi anodino edificio
principal albergó el Monasterio de la Vía del Señor, el monasterio al que destinaran al
P. Leonardo Contardi. Abandonado desde hacía muchos años, había mantenido una
presencia cristiana casi constante desde los primeros días de la Iglesia. Ahora era un
sitio adecuado para los arqueólogos y los estudiosos que trataran de comprender la
historia entrelazada de cristianos y judíos.
Cuando se encaminaba al monasterio, un policía armado israelí le dio el alto.
Flannery no esperaba encontrarse con los servicios de seguridad en aquel oscuro lugar
y lo consideró un recordatorio de la tensión de la época. Mostró al policía la tarjeta de
seguridad que le habían entregado durante su última visita a Israel, con la esperanza
de que le sirviera. El policía la examinó con detenimiento; después, asintió con la
cabeza y le indicó a Flannery que pasase.
Cuando aparcó cerca de la entrada principal y salió del coche, vio a varios
trabajadores que examinaban un sector de los cimientos exteriores. Los tres hombres
llevaban kipás y la mujer iba vestida con el atuendo palestino tradicional. La mujer se
dio cuenta de que se acercaba y, cuando se alejó de los otros y se acercó, Flannery la
reconoció.
—Usted es Azra, ¿no?
—Azra Haddad, sí —dijo ella, bajando la vista—. Y usted es el padre Michael
Flannery, del Vaticano.
—Sí —respondió, sorprendido porque ella recordara su nombre después de su
último y breve encuentro. Señaló a los trabajadores—. Me ha sorprendido ver a
israelíes interesados por un antiguo monasterio católico.
—Algunos creen que esta estructura actual fue construida sobre el asentamiento de
una pequeña comunidad de esenios —explicó Azra.
—¡Ah!, los esenios. Entonces entiendo su interés —dijo Flannery. Conocía la
secta de ascetas judíos que prosperó antes y en la época de Jesús. La comunidad
esenia más famosa, Qumrán, estaba asentada al norte, en la palestina Cisjordania. Allí
fue donde se encontraron la mayoría de los manuscritos del mar Muerto, metidos en
tinajas, como el documento de Dimas, aunque no tan bien conservados.
—¿Qué le trae por aquí, padre? —preguntó Azra—. Creí que estaba en Jerusalén,
trabajando sobre el manuscrito.
—Tenía un amigo que vivió aquí durante los últimos tiempos de actividad del
monasterio.
Azra se volvió y miró hacia el edificio; después se volvió hacia el sacerdote.
—¿Es mayor que usted?
—No, es más o menos… bueno, era más o menos de mi edad —dijo Flannery—.
Murió la semana pasada.
—¿Se refiere al padre Leonardo Contardi?
Flannery se quedó visiblemente atónito.
—¿Cómo lo sabe?
—Tenemos un documento que menciona a todos los que estuvieron destinados
aquí durante el siglo pasado. El padre Contardi estuvo aquí durante los primeros años
ochenta y tiene más o menos su edad. Acabamos de enterarnos de su muerte y, claro,
dos y dos…
Flannery se rió.
—Dos y dos es aritmética sencilla. Lo que usted ha hecho es trigonometría. ¿Qué
más sabe sobre este lugar?
—Muchos creen que el monasterio fue fundado por Santiago, el hermano de
Jesús, y siguió ininterrumpidamente como templo cristiano hasta el final del primer
milenio, cuando los musulmanes mataron a los monjes y lo ocuparon. Ellos, a su vez,
fueron expulsados por los cruzados, en 1099. Los cruzados establecieron aquí una
nueva orden católica, que sobrevivió durante las ocupaciones mongola, egipcia, turca,
francesa y británica; después Israel. Se cerró en 1986 y el Vaticano negoció un acuerdo
por el que el monasterio y los terrenos se devolvían a Israel.
—Tengo que decir que estoy muy impresionado. Ha aprendido muchas cosas
trabajando en este lugar.
—La mayor parte de las cosas que sé se las debo a mi esposo.
—¿Es arqueólogo?
Ella negó con la cabeza.
—Como su amigo, el padre Contardi, mi marido estuvo aquí como monje.
—¿Monje? —dijo él, sorprendido.
—Dejó la Iglesia antes de que nos casáramos —explicó Azra—, pero siempre le
fascinó este lugar… hasta su muerte —añadió, con un tono tranquilo y equilibrado,
como si hubiese enterrado su dolor mucho tiempo atrás.
—¿Es usted cristiana, Azra?
—Soy palestina musulmana y ciudadana israelí.
—Me ha dicho que a su marido le fascinaba este lugar. ¿Por su posible conexión
con los esenios?
—En parte —respondió ella—. Pero, sobre todo, por una leyenda que descubrió
durante su época de monje.
—¿Una leyenda?
—La de que, en algún sitio cercano, yace enterrado un relato secreto de la vida y
ministerio de Jesús, perdido desde la época de la caída de Jerusalén.
Flannery quería preguntarle si se estaba refiriendo al evangelio de Dimas. Después
de todo, ella misma había descubierto la urna en Masada, que solo estaba a unos
kilómetros de allí, pero se contuvo, porque no sabía si ella conocía, ni si estaba
autorizada para saberlo, la naturaleza del manuscrito que se había descubierto dentro
de la urna.
—Habla usted de un escrito secreto —dijo él, escogiendo cuidadosamente las
palabras—. ¿Se refiere a algo parecido a los manuscritos del mar Muerto?
—Sin duda, su descubrimiento en Qumrán alimentó la leyenda —replicó Azra—.
Llegó a convertirse en una especie de rito de iniciación para cada nuevo monje pasar
varios años buscando las enseñanzas perdidas del Mesías. Algunos nunca dejaron de
buscar, mientras que otros acabaron desencantándose y marchándose, bien a otros
monasterios, bien a buscarse la vida fuera de la Iglesia, como hizo mi marido.
—¿Creían todos que existía ese documento?
—Había quienes lo creían, aunque otros estaban convencidos de que no existía en
el ámbito físico, pero era como el Santo Grial que buscaban los caballeros del Rey
Arturo.
—¿Y usted qué cree, Azra? ¿Cree que cerca de aquí ocultaron un evangelio
perdido? —preguntó Flannery.
—Siempre he pensado que la verdad está en ambos mundos, el tangible y el
etéreo.
Flannery pudo ver la sombra de una sonrisa en los labios de Azra y, aunque había
pasado mucho tiempo desde que se la pudiera considerar joven, no pudo dejar de
recordar la mujer con la sonrisa más famosamente inefable de todas, la Mona Lisa.
—Muy bien, aceptaré eso —dijo, hablando más despacio mientras consideraba
exactamente lo que quería preguntar—, pero eso me lleva a otra pregunta… que
puede tener una relación con este monasterio.
—¿Cuál es?
—¿Conoce una organización llamada Via Dei?
Una sombra reemplazó la sonrisa de Azra; ella miró rápidamente a su alrededor,
como si tratara de ver si había alguien escuchando.
—¿Dónde ha oído hablar de esa gente?
—Entonces, ¿conoce Via Dei?
—He oído hablar de ellos.
—Dígame todo lo que sepa.
—Padre Flannery, ¿por qué anda usted detrás de esto?
—Ha surgido… hace poco —replicó, procurando no concretar mucho—. Creo
que el padre Contardi estuvo relacionado de alguna manera con Via Dei.
—¿Esa relación ha tenido algo que ver con su muerte?
—No… no lo sé —respondió Flannery, sorprendido por la pregunta. En realidad,
él sospechaba la existencia de alguna relación entre la muerte de su amigo y la
organización secreta de su juventud. Quizá el mismo Flannery fuese el agente del
deceso de Contardi, al haberlo afectado de un modo tan terrible al suscitarle unos
recuerdos que el frágil sacerdote no estaba preparado para afrontar.
—Usted sabe algo de Via Dei, ¿no? —presionó Flannery.
—No estoy segura de que pueda distinguir lo que sé de lo que sospecho —
respondió Azra.
—Entonces, ¿qué sospecha?
—Que, durante muchos años, este monasterio ha estado estrechamente
relacionado de alguna manera con Via Dei… quizá desde la época de las cruzadas.
—¿Pero no antes? —preguntó Flannery.
—¿Antes?
—Estoy tratando de descubrir cuánto tiempo lleva funcionando esta Via Dei.
¿Podría haber existido antes de las cruzadas, o la crearon los cruzados como orden
secreta, parecida a la de los caballeros templarios?
—Puede ser anterior a las cruzadas —dijo Azra, rotundamente—. Puede haber
estado implicada en la creación de los templarios.
—Azra, ¿su marido era miembro de Via Dei?
Ella negó enfáticamente con la cabeza.
—No. Si lo hubiera sido, nunca hubiese podido abandonar la fraternidad y nunca
le hubiesen permitido casarse.
—Pero él conocía Via Dei, ¿no es así? Y le habló a usted de ella.
—Sí, él sabía lo suficiente para estar asustado lejos del monasterio y fuera de la
Iglesia.
—Sin embargo, estuvo fascinado toda su vida por este monasterio… ¿no es eso lo
que me dijo?
—Miedo y fascinación —dijo ella en voz baja—. Con mucha frecuencia van
parejos —miró al sacerdote, con una mirada casi suplicante—. Quizá ya hayamos
hablado bastante de Via Dei. Puedo guiarle visitando el monasterio —e hizo un gesto
señalando la entrada e invitándole a pasar.
Flannery estaba convencido de que la mujer sabía más, pero no quiso presionarla
demasiado, temiendo haberla asustado ya. Quizá ella sospechara que él fuera miembro
de la orden secreta y estuviera tratando de determinar qué sabía y hasta qué punto
podía ser una amenaza para la organización.
Como leyendo su mente, Azra dijo:
—Padre Flannery, me arriesgaré a pensar que usted no pertenece a Via Dei.
—No soy miembro de ella —la tranquilizó él.
—Pero, ¿se acercaron a usted para que ingresara en ella?
—Fue hace mucho, mucho tiempo, en mi juventud.
—Entonces ya sabe algo de Via Dei. No le diré que deje su investigación; me
parece que es un hombre valeroso y unas palabras de una vieja no lo detendrán. Le
pido, sin embargo, que tenga mucho cuidado en su investigación. Averigüe en quién
puede confiar y en quién no, y no le será fácil distinguir entre ambos.
—¿Por qué tiene tanto miedo? —preguntó Flannery.
Ella lo miró con curiosidad.
—Yo no tengo miedo de Via Dei. No soy más que una pobre mujer que excava en
la tierra para sacar los restos que el suelo me dé. ¿Por qué iban a reparar en alguien
tan… invisible como yo? Pero, ¿en un gran hombre de la Iglesia como usted? La talla
implica una gran visibilidad, algo que una organización secreta como Via Dei teme
siempre… tratarán de destruirlo.
De repente, la oscuridad desapareció de sus ojos y ella sonrió abiertamente.
—Ya es hora de la visita al monasterio que le prometí.
Volviéndose, señaló primero la entrada principal que estaba ante ellos; después,
una puerta más pequeña a unos seis metros a su izquierda y otra igual a unos seis
metros a su derecha.
—Hay tres puertas por las que se puede entrar en el Monasterio de la Vía del
Señor. Escoja sabiamente.
Él examinó las tres entradas. Al principio, creyó que las puertas a la izquierda y a
la derecha eran idénticas, pero después se dio cuenta de que eso solo era una ilusión y
que, en realidad, la de la derecha era un poco más pequeña y más estrecha.
Inmediatamente, hizo su elección con un movimiento afirmativo de la cabeza.
—¿He hecho la elección correcta? —preguntó, mientras Azra le llevaba por el
pasillo que llevaba a la más pequeña de las tres puertas.
—Todas las opciones son correctas —dijo ella—, sea que la puerta que se escoja
se abra al Cielo, al Infierno o… a Via Dei.
Capítulo 27

aniel Mazar tomó un sorbo de su café matutino mientras estudiaba una


sección del manuscrito de Dimas que había imprimido de los archivos de
imagen del ordenador. Prefería trabajar sobre papel, no solo porque había
aprendido el oficio mucho antes de que los ordenadores se hicieran
ubicuos, sino también porque le permitía hacer anotaciones en la copia y

D esbozar conexiones entre porciones de texto.


Cuando se descubrieron las secciones insertas en hebreo, Yuri Vilnai se
había basado en su presencia para cuestionar la autenticidad del manuscrito.
Aunque los ejemplares más antiguos del Antiguo Testamento estaban en
hebreo, prácticamente todos los escritores del Nuevo Testamento utilizaron el griego y
ninguno intercaló fragmentos en hebreo, como se habían encontrado en el documento
de Dimas.
Aunque Mazar había defendido enérgicamente el manuscrito, también a él le
desconcertaba la yuxtaposición de hebreo y griego. No había ningún patrón
discernible con respecto al uso del hebreo por el autor. A veces solo aparecía una
única palabra hebrea; otras veces, un pasaje completo estaba en hebreo.
Cuando Mazar estudiaba uno de los pasajes más largos, su atención se dispersó,
hasta el punto de dejar de leer el texto, viéndolo más bien casi como una imagen, un
especie de patrón complejo. Cuando el texto empezaba a difuminarse, se destacaron
varios caracteres. No estaban yuxtapuestos, sino uniformemente espaciados. Le
llamaron la atención porque, cuando se unían, formaban una palabra familiar que a
menudo había practicado escribiendo de niño. Casi distraídamente, subrayó cada uno
de ellos. De derecha a izquierda, la dirección en la que se lee el hebreo, eran las letras
mem, zayin, resh.
El hebreo antiguo no utilizaba vocales y al profesor no le hizo falta traducir al
inglés la palabra, que dijo en voz alta: «Mazar». Coincidencia, se dijo a sí mismo. Sin
embargo, a continuación contó hacia atrás un número igual de letras, anteriores a
aquellas tres y subrayó las letras dálet, nun, yod, lámed.
—Daniel Mazar —dijo con cierta indiferencia.
Despacio, trabajosamente, contó los espacios entre cada letra y, en efecto, estaban
uniformemente distribuidas, de manera que, entre una letra y otra, había otras ocho.
—Ocho… —Mazar movió la cabeza, sin creer lo que veía.
Durante toda su vida, le había fascinado el misticismo judío y, más en concreto, la
numerología. Las letras del alfabeto hebreo no solo significaban un sonido; también
tenían un valor numérico. En muchas ocasiones había calculado el valor de su nombre
y, sin embargo, volvió a hacerlo, escribiendo encima de cada carácter, de derecha a
izquierda, de dálet a resh, su valor sagrado:

En un papel de notas, apuntó el valor de la suma de los números: 341. Después,


sumó cada uno de los dígitos: 3+4+1, que redujo el valor combinado a un único
dígito: 8, el espaciado de las letras en el manuscrito de Dimas.
—Esto no puede ser verdad —dijo en voz alta. Su mente científica no podía
aceptar que esto fuese algo más que una coincidencia. Su mente mística sabía que la
coincidencia era simplemente una manifestación de la perfección del plan de Dios.
Mazar siguió estudiando el pasaje hebreo que contenía su nombre, buscando otros
patrones que pudieran revelarse contando las letras con diferentes espaciados. No
emergió ninguno más.
Mazar sabía que la aparición de su nombre podía ser aleatoria. Quizá hubiese sido
codificado «Daniel» y las letras posteriores, M Z R, fuesen aleatorias. La idea de que
un antiguo texto hebreo pudiera contener mensajes secretos cifrados por la mano
divina no era nada nueva. Durante siglos, los místicos judíos habían buscado el
llamado código de la Torá, información oculta en los cinco primeros libros del
Antiguo Testamento, que, según la leyenda, habían sido transmitidos letra a letra por
el Señor a Moisés.
Algunas de las investigaciones más famosas sobre los códigos de la Biblia las
había realizado a principios de la década de 1980 Eliyahu Rips, un colega de Mazar de
la Universidad Hebrea. El trabajo de Rips lo había popularizado el periodista Michael
Drosnin en su famoso libro de 1997 El código secreto de la Biblia. Y, aunque
numerosos críticos habían demostrado que podían encontrarse profecías similares por
todas partes, desde Guerra y paz hasta Moby-Dick, a Mazar seguía intrigándole la idea
de que Dimas bar-Dimas pudiera haber incluido texto hebreo como medio de cifrar
mensajes que, en caso de enunciarlos directamente, hubiesen resultado demasiado
heréticos.
A sabiendas de que el ordenador era la herramienta perfecta para poner a prueba
esa hipótesis, Mazar volvió a sentarse ante uno de los terminales y abrió una copia del
manuscrito que se había convertido de imagen a texto, que contenía todo el
documento formateado con las tipografías griega y hebrea. Copió el archivo y eliminó
primero todo el texto griego, dejando solo los pasajes en hebreo. Después abrió un
programa que analizaba el texto basándose en la compleja fórmula ideada por Eliyahu
Rips.
Utilizando una y después otra secuencia de letras equidistantes, Mazar buscó el
texto de patrones de palabras. El programa cotejaba las cadenas de letras con un
diccionario hebreo, buscando palabras o expresiones comunes. Se identificaron
numerosas palabras, pero ninguna de ellas tenía significación alguna. Mazar probó
diferentes secuencias hasta que, tras una hora de búsqueda, apareció un nombre
conocido: «Masada», el lugar en el que se encontró el manuscrito. Utilizando ese
nombre para establecer el punto de partida y la secuencia de letras equidistantes,
Mazar volvió a revisar la secuencia, creando una matriz de letras en torno del nombre.
El programa dio un pitido cuando encontró y destacó otra palabra que se entrecruzaba
con «Masada»; después dio un segundo y un tercer pitido cuando aparecieron otras
palabras. Como una escena que surgiera de la niebla, Mazar miraba admirado una
serie de expresiones que aparecían en torno a la palabra clave «Masada». Sacó
rápidamente su bloc de notas y comenzó a traducir las palabras al inglés, hasta que
tuvo las tres expresiones siguientes:

Montaña de patriotas judíos


Manuscrito revelado durante un tiempo corto
Volvió a la oscuridad

El profesor miró absolutamente atónito las palabras que tenía ante él. Trató de
achacarlo a una coincidencia, pero no podía imaginarse que un mensaje tan concreto
con respecto al manuscrito pudiera ser el resultado de un patrón aleatorio.
¿Y qué significa?, se preguntó. ¿Preveía Dimas que verían su manuscrito
brevemente durante su vida, volviendo después a la oscuridad, cuando fuese
enterrado en Masada? Aunque fuese posible, Mazar tenía la extraña sensación de que
«revelado durante un tiempo corto» se refería al presente y que el manuscrito
desaparecería pronto de nuevo, quizá para siempre.
Decidió volver a arrancar el programa, utilizando la aparición de su nombre para
determinar el punto de partida y el espaciado equidistante entre letras. Había visto su
nombre en hebreo con un espaciado de secuencias de ocho letras. Para comprobarlo
en relación con el código de la Torá ideado por Eliyahu Rips, preparó el programa
para crear una matriz de letras que utilizara una secuencia de ocho letras equidistantes
alrededor de su nombre. Cuando se configuró la matriz, de nuevo comenzaron a
destacarse las palabras. Sus ojos se quedaron fijos en la primera: ratsach, «asesino».
Mazar se quedó inmóvil, mirando la pantalla cuando quedó completamente claro
el significado del mensaje. ¿Era una advertencia o la predicción de algo que no podía
cambiarse?
Hizo una copia cifrada del archivo de ordenador y lo adjuntó a un mensaje de
correo electrónico que envió a su dirección electrónica personal. Después, para
asegurarse de que no se perdiera la información si le ocurría algo a él, enchufó una
pequeña cámara digital al puerto USB del ordenador, ocultó el cable debajo de
algunos objetos que estaban sobre la mesa y escondió la webcam entre algunos libros,
en un estante que estaba encima del terminal.
En el ordenador, abrió un programa de captura de vídeo, después cogió el teléfono
y marcó un número. Cuando empezó a hacer llamadas, apretó el botón del manos
libres y volvió a poner en su sitio el microteléfono.
Tras unas pocas llamadas, respondió un hombre; a través del pequeño altavoz del
teléfono, su voz se oía algo débil, aunque clara:
—Llegas pronto, Sarah. Creí que no vendrías hasta las nueve.
Mazar se quedó momentáneamente perplejo; después se acordó de que Preston
Lewkis había estado esperando una llamada de Sarah Arad.
—Preston, soy Daniel —dijo, un poco incómodo.
—¡Oh, vaya, Daniel! Debo tener más cuidado al contestar al teléfono —replicó
Preston riéndose—. Podría decir algo de lo que tuviera que arrepentirme.
—¿Cuánto tiempo tardaría en llegar al laboratorio? —preguntó Mazar, evitando
más bromas.
Tras un momento de duda, Preston replicó:
—Estoy esperando a Sarah, que llegará en una hora, más o menos… a las nueve.
Veré si puede llegar antes. ¿Ha ocurrido algo?
—No se trata de lo que haya ocurrido, sino de lo que va a ocurrir —dijo Mazar—.
Bueno, si estoy en lo cierto.
—¿En lo cierto sobre qué? Daniel, amigo, está comportándose de forma muy, muy
misteriosa. ¿Qué ocurre?
—Si te lo dijera, pensarías que estoy loco. Tienes que verlo tú mismo.
—¿Esperará hasta que llegue ahí?
—Ha esperado dos mil años… Supongo que puede esperar una hora más.
—Estaré ahí lo antes posible.
Después de cortar la comunicación, Mazar se sentó de nuevo ante el ordenador,
utilizando otros espaciados de letras para buscar patrones de palabras. Mientras
trabajaba, hizo una descripción continua de lo que estaba haciendo. El sentido común,
la razón, la educación y la experiencia le decían que estaba siguiendo una vía falsa,
pero, cuando surgieron nuevas expresiones del manuscrito, reforzaron lo que ya había
descubierto.
—Cuidado, Daniel —dijo en un momento de duda—. Recuerda el osario.
Acabaste pareciendo un loco.
Y parecería mucho más loco si seguía analizando el manuscrito utilizando el
código de la Torá, que la mayoría de los investigadores rechazaban por considerarlo
una estupidez.
De todos modos, Mazar se sentía obligado a registrar sus descubrimientos, aunque
solo sirvieran para dar munición a quienes trataban de cuestionar la autenticidad del
documento. Abrió su bloc de notas y empezó a escribir los mensajes que había
descubierto hasta entonces. Acababa de terminar la primera anotación cuando oyó un
portazo en alguna parte del pasillo.
—¿Preston? —susurró; después miró el reloj de la pared y negó con la cabeza. Era
imposible que su colega hubiese llegado tan pronto. Además, Preston no daría un
portazo así.
Nadie daría un portazo como ese, pensó Mazar cuando oyó otro estampido.
Atravesó rápidamente la sala, abrió bruscamente la puerta del laboratorio y miró
en el pasillo. Pudo ver a uno de los policías de seguridad corriendo con su arma
desenfundada hacia la entrada principal. De repente, el hombre disparó hacia el
exterior y el fogonazo iluminó el interior en penumbra.
Mazar no había oído portazos, sino tiros.
Mazar cerró la puerta y el cerrojo. Al mirar el laboratorio, su mente imaginó
cientos de situaciones. ¿Era un comando palestino? ¿Por qué iban a venir aquí los
terroristas? ¿No solían atacar allí donde pudieran matar a más gente? Pero Mazar y los
policías eran los únicos que estaban aquí ahora…
—¡Dios mío! —dijo—. ¡La profecía es cierta!
Mazar corrió al ordenador. Estaba cargado todo el documento de Dimas. Además,
la matriz de letras hebreas estaba en primer plano, con varias palabras destacadas
como resultado de sus patrones de búsqueda.
Pulsó el botón de cierre en la parte superior de la ventana y se abrió un mensaje
que preguntaba si quería guardar los cambios hechos en el documento. Hizo clic en el
botón «no» y la página del código de la Torá desapareció. Después, cerró el
documento del manuscrito y, dejando encendido el ordenador, apagó el monitor para
que pareciera que el ordenador estaba apagado. Cortó una página de su bloc y la
guardó en su bolsillo. Por último, corrió a la cámara acorazada, donde se guardaban el
manuscrito y la urna. Los cierres dobles exigían la presencia de dos personas para su
apertura; Yuri Vilnai y él mismo conocían la combinación del cierre derecho y la jefa
de seguridad, la del otro, pero hacía mucho tiempo que Mazar conocía en secreto las
dos combinaciones, aunque había tenido mucho cuidado de no revelarlo haciendo uso
de él. Pero esto era una emergencia, por lo que giró varias veces a derecha e izquierda
un dial y luego el otro. Se oyó un fuerte clic; él agarró el tirador y abrió la puerta.
La cámara acorazada era como un armario con la temperatura y la humedad
cuidadosamente controladas. Normalmente, los estantes albergaban varios
manuscritos antiguos, pero todos habían sido trasladados a otro sitio cuando se llevó
el manuscrito de Dimas. La urna estaba aparte, en uno de los estantes inferiores y el
manuscrito estaba envuelto en tela, sobre el estante que estaba inmediatamente
encima.
Dejando la urna en su sitio, Mazar levantó rápida pero cuidadosamente el
manuscrito y, cogiéndolo en brazos, lo sacó al laboratorio. Al oír más disparos en el
exterior, buscó un escondite adecuado. Se acercó rápidamente a un archivador grande,
colocó allí el manuscrito y después abrió y sacó el cajón inferior. Había un espacio
bastante grande debajo del cajón y deslizó en su interior el manuscrito, dejándolo en el
suelo. Después, volvió a colocar el cajón y lo cerró.
Tras cerrar la cámara acorazada, Mazar se acercó al estante en el que estaba oculta
entre libros la webcam. Seguía grabando sobre el ordenador con el monitor apagado.
Mirando a la cámara, habló rápidamente, describiendo lo que estaba ocurriendo y lo
que había descubierto. Casi estaba acabando cuando alguien dio unos golpes en la
puerta. Cuando cruzaba la sala, una ráfaga de disparos hizo un agujero donde había
estado la cerradura. Después, se abrió la puerta e irrumpieron tres hombres, vestidos
de oscuro y con máscaras que les cubrían completamente la cara, la indumentaria
habitual de los terroristas.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Mazar—. ¿Qué quieren?
—¡Abra la cámara acorazada! —gritó uno de ellos en árabe, repitiendo después la
orden en un inglés con acento muy marcado.
Como Mazar no se movió, uno de los otros dijo: «No lo necesitamos».
Volviéndose hacia el estudioso israelí, levantó su pistola y apretó el gatillo tres veces.
Mazar notó cómo impactaban las balas en su pecho, lanzándolo hacia atrás, contra
la pared. Cuando se deslizó hasta el suelo, se le nubló la visión y las voces apagadas le
llegaban sordas e indistinguibles. Vio que los hombres enmascarados se apiñaban
alrededor de la cámara acorazada, con la pesada puerta abierta. Después, se hizo el
silencio… la oscuridad.
Capítulo 28

uri Vilnai acababa de aparcar su coche cuando vio a tres hombres con
máscaras negras que atravesaban corriendo la puerta principal; dos de ellos
iban armados y el tercero llevaba algo en brazos. Vilnai se tumbó en el
asiento para que no lo viesen. Esperó un minuto más o menos y, cuando se
levantó con precaución, ya se habían ido.

Y Corrió hacia el edificio y vio al primer policía de seguridad en el suelo,


detrás del mostrador principal en medio de un charco de sangre. Casi le
habían volado la cara y no hacía falta comprobar el pulso para saber que
estaba muerto. Otros dos policías estaban en el pasillo que llevaba al
laboratorio. También estaban muertos.
Cuando Vilnai se acercó con precaución al laboratorio, vio la puerta destrozada,
colgando de una bisagra que la unía al marco astillado. Se relajó un poco y echó un
vistazo al interior; después, se echó atrás mientras su mente absorbía lo que acababa
de ver. De repente, gritó: «¡Daniel!», y corrió hasta donde yacía el hombre,
desplomado contra la pared del fondo. «¡Daniel!», repitió una y otra vez mientras
examinaba a Mazar, buscando señales de vida.
Se oyó un duro jadeo cuando Mazar respiró y trató de abrir los ojos.
—Descansa tranquilo —dijo Vilnai mientras buscaba torpemente su teléfono
móvil—. No trates de moverte. Ya pido ayuda.
Mazar alcanzó y asió la manga del hombre más joven. En un balbuceo ahogado,
dijo:
—¿L… los ha… has vis… visto, Yuri?… E… eran tr… tres.
—Sí —respondió Vilnai—. Los he visto.
—¿Y los pol… policías?
—Muertos —respondió Vilnai, sombrío—. Todos muertos.
Mazar tosió y la sangre le llegó a los labios.
—¿Han cogido…? —empezó a preguntar Yuri; después vio la cámara acorazada
abierta y vacía. Entonces se dio cuenta de que el tercer hombre enmascarado llevaba
en brazos la urna con el manuscrito dentro.
Mazar trató de hablar pero rompió a toser, saliéndole una espuma ensangrentada
entre los labios. Vilnai le instó a que siguiera tumbado, pero Mazar negó con la cabeza,
diciendo:
—L… lo siento. N… no p… pude det… detenerlos, aunque creía… sab… sabía
que ven… vendrían.
—Claro que no podías… —dijo Vilnai, pero dejó inacabado su comentario—
¿Sabías que venían?
—El c… c… código —tartamudeó Mazar—. El cod… código dij… dijo que oc…
ocurriría.
—Daniel, ¿de qué me hablas? ¿Qué código? —preguntó Vilnai, pero Mazar se
había desmayado. Sacudiéndolo suavemente, Vilnai le susurró—: Daniel, Daniel,
despierta.
Los ojos de Mazar se entreabrieron y él trató de hablar.
—Daniel, estabas diciendo algo sobre un código. ¿A qué código te refieres?
—Mi bol… bolsillo —jadeó Mazar—. Pap… papel en… en mi bolsillo.
Vilnai rebuscó en la ropa de Mazar, sin reparar en las muecas de dolor provocadas
por su búsqueda sin miramientos. Encontró una hoja arrancada del bloc de notas de
Mazar y vio dos frases escritas en hebreo y traducidas al inglés:

Asesino de Daniel Mazar


No quien parece

—Daniel, ¿qué es esto? —preguntó Vilnai.


—El código… el código del Dr. R… Rips.
—¿El código de la Torá? Es ridículo —dijo Vilnai, pero Mazar lo agarró por las
solapas y casi logró ponerse en pie.
—El manuscrito de Dimas. Dil… dile a Preston que arranque el código. El sabe
hacerlo. —De nuevo, perdió la conciencia.
Desde el exterior del edificio llegaban las sirenas discordantes, ululantes de varios
vehículos de la policía que se acercaban. De repente, Vilnai se acordó de su móvil,
que estaba en el suelo, adonde lo había tirado sin querer, tras haber olvidado su
prometida petición de ayuda.
Guardando de nuevo el teléfono en el bolsillo de su americana, miró a su colega.
—La ayuda está llegando —dijo.
Mazar, que respiraba trabajosamente, seguía inconsciente.
—¿Me oyes, Daniel? La ambulancia está aquí.
Mazar no respondió.
Vilnai miró de nuevo el papel del bloc que seguía arrugado en su mano. Absorto
en sus pensamientos, lo dobló cuidadosamente y lo metió en su bolsillo. Echó un
vistazo a su alrededor para asegurarse de que estaban solos, dio unas suaves palmadas
en la mejilla de Mazar y después deslizó su mano por el rostro del hombre mayor.
Manteniendo la palma de la mano sobre la boca de Mazar, le cerró las ventanas de la
nariz apretándolas con sus dedos pulgar e índice.
Los ojos de Mazar se abrieron de repente y miró a Vilnai sorprendido y confuso.
Sin embargo, no se defendió ni siquiera trató de apartar la cabeza. Su expresión se
suavizó, aceptando su suerte, cerró los ojos y murió.
El sonido de las sirenas desapareció de la conciencia de Vilnai mientras envolvía
en sus brazos a Daniel Mazar, abrazando su cuerpo mientras lo mecía de lado a lado.
Con lágrimas que caían por sus mejillas, murmuró un triste canto fúnebre:

Yiitgadal veyiitcadasch schmei rabbá


Bealmá diiberájiir utéi.

Vilnai estaba todavía cantando el Kaddish cuando entró el primer oficial de


policía, pistola en mano. Inmediatamente detrás estaban Sarah Arad y Preston Lewkis,
que habían venido tras la primera llamada de Mazar.
—¡Dios mío! ¿Qué ha pasado? —gritó Preston cuando llegó adonde Vilnai estaba
meciendo en sus brazos al profesor muerto.
Vilnai lo miró, mientras su rostro daba muestras de una desolación absoluta.
—¡Terroristas! —dijo jadeando, conteniendo las lágrimas—. Mataron a Daniel… y
robaron el manuscrito.
El P. Michael Flannery tomó la carretera principal que conducía al norte, a
Jerusalén. Mientras la arena del desierto se arremolinaba en torno al vehículo, repasó
su visita al Monasterio de la Vía del Señor, acompañado de Azra Haddad.
Había aprendido mucho con esta fascinante mujer musulmana y sospechaba que
quedaban aún muchas más cosas que descubrir.
Acababa de pasar Masada cuando sonó su teléfono móvil. Cogiéndolo del
portavasos, saludo a la persona que llamaba con un sencillo: «Hola».
—Michael, ¿dónde estás?
Flannery reconoció al interlocutor y notó la urgencia en su voz.
—¿Preston? ¿Pasa algo?
—¿Dónde estás? —repitió su amigo.
—Estoy… —Flannery dudó; no quería revelar todavía que había estado con Azra
en el monasterio—. Estoy en la carretera 90, inmediatamente al norte de Ein Gedi.
—¿Por qué estás…? No importa; ven al laboratorio lo antes posible.
—Ha ocurrido algo. ¿Qué es?
—Sí —el suspiro de Preston se oyó por encima del ruido de la carretera—. Se
trata de Daniel. Lo han matado.
—¿El profesor Mazar? ¡Dios mío! ¿Cómo ha ocurrido?
—Un grupo terrorista… palestino, parece —respondió Preston—. Estaba en el
laboratorio cuando irrumpieron tres hombres armados en el edificio; mataron a tres
guardias y a Daniel.
Flannery guardó un momento de silencio, rezando por el profesor y las otras
víctimas.
—Michael, ¿sigues ahí?
—Sí —respondió el sacerdote—. ¿Eran palestinos?
—Eso es lo que cree la policía. Yuri Vilnai también. Llegó inmediatamente después
de que escaparan. Aparentemente, iban tras el manuscrito.
—Pero está encerrado en la…
—Entraron en la cámara acorazada —le cortó Preston—. De alguna manera,
sabían las combinaciones. La puerta estaba abierta y la urna y el manuscrito han
desaparecido.
Flannery sitió que su corazón se desbocaba.
—Estaré ahí lo antes posible.
Cuando cerró el teléfono y lo devolvió al portavasos, vio algo oscuro en la
carretera. Al acercarse, vio que un par de vehículos bloqueaban la carretera. Uno de
ellos llevaba una luz portátil de emergencia que giraba en el techo y Flannery vio a un
policía uniformado al lado que le estaba dando el alto.
Se detuvo en el control y Flannery sacó de la guantera el contrato de alquiler.
Mientras se enderezaba y se volvía hacia el oficial que se acercaba, el segundo coche
arrancó en el arcén y se situó detrás de su coche, encerrándolo.
—¿Qué es esto? —preguntó, bajando el cristal de la ventanilla.
Viendo que el oficial miraba al segundo coche, Flannery se volvió en su asiento en
el momento en que dos hombres enmascarados llegaban corriendo al lado del coche.
El sacerdote consiguió cerrar la ventanilla y bloquear las puertas, pero vio que el
hombre de uniforme le apuntaba con la pistola a través del parabrisas.
—¡Abra las puertas! —gritó el hombre—. ¡Ábralas o le mato!
A regañadientes, Flannery desbloqueó las puertas. Los hombres enmascarados
abrieron su puerta y lo sacaron del coche.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Flannery—. ¿Qué quieren?
—No hable —dijo el que iba de uniforme mientras sus compañeros ataban
fuertemente las muñecas de Flannery a su espalda con algún tipo de cinta de plástico.
Después lo arrastraron hasta el vehículo que estaba delante y le empujaron al asiento
trasero. Un tercer hombre enmascarado estaba sentado al volante.
—Han cometido un error —dijo Flannery.
Le cortó el que iba disfrazado de oficial, que subió a su lado y lo abofeteó con
fuerza. Los oídos le zumbaban y notó en la boca el sabor de la sangre.
—¡He dicho que no hable!
Flannery asintió paralizado. Después, el conductor tiró algo al asiento trasero y el
hombre de uniforme levantó lo que resultó ser una capucha negra. Mientras se la
ponían en la cabeza, Flannery pudo ver que su coche de alquiler y el vehículo que
estaba detrás arrancaban y aceleraban hacia el norte. Un momento después, sintió que
en coche en el que estaba avanzaba y salía bruscamente a la carretera; después,
aceleraba detrás de los otros vehículos.
Capítulo 29

ibro bar-Dimas levantó su jarra, indicando al dueño del kahn que quería más
vino. El tabernero llamó a uno de sus empleados y un momento después
alguien llevó un cántaro a su mesa, en un rincón oscuro del establecimiento.
Cuando el individuo rellenó la jarra, Tibro miró a su alrededor para
asegurarse de que ni sus tres compañeros ni él llamaban la atención de nadie.

T La taberna, situada cerca de la calle de los Tejedores, en una barriada de


trabajadores de Jerusalén, se llamaba «La Casa de las Mil Bendiciones», un
nombre bastante extravagante para un establecimiento que consistía en un
único salón anodino, lleno de un revoltijo de mesas de madera y sin más
adornos. El humo de las velas derretidas había manchado las que en otro tiempo
fueran blancas paredes, con parches apenas visibles que revelaban algún intento
ocasional e interrumpido de limpieza. Sentados alrededor de unas doce mesas había
quizá dos docenas de clientes, una mezcla equitativa de comerciantes, jornaleros y
estudiosos que parecían hablar todos al mismo tiempo, comentando las últimas
noticias y rumores callejeros. Tibro esperó a que se alejara el sirviente para reanudar
la conversación.
—No estoy seguro de que esto sea lo que hay que hacer —dijo, manteniendo baja
la voz.
—Lo ha ordenado el Sanedrín —replicó el de más edad del grupo, un hombre de
barba gris, llamado Kedar—. Tenemos que localizar y eliminar a los dos en cuestión.
—Conozco las órdenes —dijo Tibro, a sabiendas de que el «eliminar» del
Sanedrín quería decir «asesinar»—. De todos modos, no me gusta esa tarea.
—¿No estás de acuerdo en que estos dos hombres, por su misma presencia, están
blasfemando contra nuestra religión? —preguntó el llamado Menahem—. Ni siquiera
son de nuestra raza, sin embargo, quieren que abandonemos a nuestro Dios.
—Sí —afirmó Shimron, el cuarto y más joven del grupo. Era también el más
llamativo, vestido con una túnica azul con ribetes dorados, que Tibro temía que
pudiese llamar la atención—. Ya fue bastante malo cuando nuestros hermanos
aceptaron a Jesús como Mesías —dijo Shimron—. Podríamos perdonarlos; eran
nuestra familia, nuestros amigos, nuestra gente. Pero este movimiento cristiano se ha
extendido más allá de nuestras fronteras, más allá de nuestro pueblo. Estos dos, Rufo
y Alejandro…
Se detuvo abruptamente, viendo sus miradas de desaprobación y recordando que
se suponía que no debían mencionar en voz alta los nombres de las que serían sus
víctimas.
Bajando la voz hasta casi un susurro, continuó:
—Estos dos son incircuncisos, impuros y negros como la noche. ¿Cómo se
atreven a venir a Jerusalén y predicar el evangelio del falso profeta?
—Pero matar a alguien que no te hace daño… es algo difícil de hacer —dijo Tibro
—. No es una acción que se pueda tomar a la ligera.
—Si sus muertes sirven a Dios y a nuestro pueblo, no es difícil —insistió Kedar.
—Pero, ¿es esa la voluntad de Dios o solo la voluntad del Sanedrín? —continuó
Tibro.
—El Sanedrín habla en nombre de Dios —dijo Kedar.
—Sí, supongo que es cierto —asintió Tibro.
—Sin embargo, ¿tú lo desafiarías?
Los ojos de Tibro brillaron de ira contra el hombre mayor.
—¿Cuándo he desafiado yo una orden directa del Sanedrín? Yo cumpliré sus
deseos, aunque pueda cuestionar su acierto.
—¿Estás pensando en tu hermano? —dijo Menahem, en un tono más suave, como
si tratara de suavizar las cosas entre aquellos dos tozudos— sé que Dimas es cristiano.
—No lo he visto ni he sabido de él desde hace años.
Kedar frunció el ceño.
—Le salvaste la vida en Éfeso con riesgo de la tuya y, ¿cómo te lo devuelve?
Yendo a Roma, no a combatir contra los romanos, sino a divulgar su falsa doctrina.
—¿Cuándo lo viste por última vez? —preguntó Menahem.
—Hace diez años, en Éfeso.
—Eso es mucho tiempo. Quizá haya visto el error de su trayectoria. Quizá haya
abandonado a su falso profeta y…
—Si crees eso, no conoces a mi hermano —dijo Tibro—. No estoy de acuerdo
con Dimas, pero sé que es un hombre de principios y valiente. Si ha aceptado a este
hombre, Jesús, como su Señor, le será fiel hasta el día de su muerte.
—No veo ningún problema en matar a los blasfemos —dijo Shimron, acariciando
la escasa barba que pugnaba por crecer—. Pero no me gusta la idea de tirar sus
cuerpos en el templo. ¿Por qué profanar un lugar sagrado con los cuerpos de los
impuros? ¿Por qué no dejarlos donde caigan?
—No —dijo Tibro—. Si tenemos que hacer esto, debe servir para un fin superior.
Dejarlos donde caigan sería poco más que un asesinato, pero llevar sus cuerpos al
templo, no al interior, al suelo sagrado, sino a los muros exteriores, servirá de aviso a
otros que abandonen la fe. Y eso también justificará las muertes, porque todos saben
que la muerte es la pena para cualquier no judío que profane el templo.
—Tibro —susurró Kedar, señalando con la cabeza hacia la puerta.
Tibro se volvió y vio a un hombre que llevaba una faja azul y un turbante de tela
basta de color marrón, la señal previamente acordada para reconocerse. Cuando el
hombre miró alrededor del salón, Tibro intercambió su jarra con la de Kedar. Al
reconocer la señal de respuesta, el hombre del turbante se acercó a la mesa.
—La gracia de Dios esté con vosotros —dijo.
—Y su protección contigo —respondió Tibro.
De pie, al lado de Tibro, el hombre buscó dentro de su túnica y sacó un pequeño
manuscrito.
—Aquí está todo lo que necesitas saber —dijo, entregándoselo.
—Has hecho el trabajo de Dios —dijo Tibro mientras desataba el cordón que
rodeaba el manuscrito.
—Sí, así lo creo.
Había algo en el tono del hombre, una seguridad y una arrogancia que hizo que
Tibro lo mirase, pero ya se había vuelto y se encaminaba entre las mesas hacia la
puerta.
—¿Qué es? —preguntó Shimron.
Tibro estudió el documento; después asintió con aspecto sombrío.
—Dice dónde encontrar a los hombres que buscamos, el lugar de la casa y la
habitación en la que se alojan.
—¿Cuándo vamos? —preguntó Menahem.
—Ahora mismo —replicó Tibro, echando hacia atrás su silla y levantándose. Dejó
una moneda sobre la mesa; después encabezó el grupo hacia la calle.
—Atrás —susurró Tibro, levantando el brazo.
El y sus tres compañeros se deslizaron por un callejón en penumbra. Dos soldados
romanos, con su atuendo de guerra y espadas ceñidas a las caderas, entraban y salían
de los rayos de luz que proyectaban las ventanas de las casas que flanqueaban la calle.
Uno rió en voz alta algún comentario del otro.
Tibro esperó en silencio hasta que desaparecieron; después, hizo una seña a sus
amigos para que lo siguieran y salieran del callejón.
—Estamos ya muy cerca —dijo, mientras seguía adelante.
Unos cien metros más adelante, Tibro entró en otro callejón, alumbrado solo por
el brillo de la luna. Cuando se acercaban al edificio que estaba al final del callejón, un
gato maulló y saltó ante ellos; después, corrió hacia la oscuridad. Los cuatro hombres
dieron un salto por puro reflejo.
Kedar se rió entre dientes.
—Menudos sicarios somos; nos asusta un gato.
—Calla —susurró Tibro, señalando una serie de oscuros peldaños que estaba ante
ellos—. Este es el lugar.
—¿Cómo entramos?
—El mensaje decía que nunca está cerrada con cerrojo —replicó Tibro. Cuando
llegó al pie de los peldaños, miró a los otros; después, sacó su cuchillo y lo levantó; la
hoja brillaba a la luz de la luna—. ¡Muerte a los cristianos infieles! —declaró.
Repitiendo la invocación, los demás sacaron sus dagas y unieron sus hojas. Sin
quererlo, los cuchillos formaron una cruz, la señal que un día simbolizaría la misma
secta que querían destruir.
Los cuatro hombres subieron los peldaños hasta la puerta trasera. Tibro la abrió y
se deslizaron al interior. Un único farol parpadeante iluminaba apenas el estrecho
pasillo.
—Es la última habitación —susurró Tibro, y avanzaron en silencio.
Estaban a medio camino de la puerta cuando se abrió y varios hombres armados
salieron al pasillo.
—¡Es una trampa! —gritó Shimron.
—¡Atrás! —gritó Tibro, pero era demasiado tarde, porque más hombres armados
salían de una habitación situada tras ellos, cortándoles la retirada. Los cuatro zelotes se
encontraban atrapados en el estrecho pasillo, con cristianos armados a ambos lados.
Entre gritos de ira y miedo, los cristianos se acercaron a los zelotes. Tibro apuñaló
a uno de los atacantes; después volvió la hoja de su cuchillo hacia arriba, de manera
que, cuando el hombre cayera, la hoja agrandara la herida. Sintiendo que la sangre
caliente del hombre corría por la empuñadura y le llegaba a la mano, Tibro se dio la
vuelta para alcanzar a otro de los atacantes. A su lado, Shimron caía de rodillas, con
una herida abierta en el vientre; después, Kedar y Menahem cayeron bajo las espadas
de los cristianos. Cuando Tibro estaba mirando a Menahem, sintió el dolor abrasador
de la herida de una puñalada en el muslo. Alguien lo derribó y después saltó sobre él
con una daga levantada para asestarle un golpe mortal.
—¡No! ¡No lo mates!
La profunda voz reverberó en el estrecho pasillo y produjo un efecto inmediato en
el hombre que estaba sobre Tibro, que alejó su daga. Tibro trató de zafarse,
volviéndose para ver a quien había intervenido y le había salvado la vida, pero se
encontró con una despiadada patada de uno de los otros hombres. Un segundo golpe
le alcanzó la cabeza y todo se volvió negro.
Capítulo 30

ibro bar-Dimas trataba de abrir los ojos, de salir de la oscuridad que lo


envolvía. Poco a poco empezó a oír sonidos, ver sombras y figuras que se
movían a su alrededor. Una voz, profunda y tranquilizadora, le llamó.
—¿Dimas…? ¿Estás bien? ¿Dimas?
Tibro sintió que alguien le daba palmaditas en la mejilla y se obligó a

T abrir los ojos, parpadeando a la luz del farol.


—¿Dimas? ¿Qué haces aquí?
Las figuras comenzaron a tomar forma y Tibro vio que quien le hablaba,
que estaba inclinado sobre él, era tan grande y tenía un aire tan superior
como su voz; su piel era negra como la noche.
—D… D… Dimas —tartamudeó Tibro— es mi hermano.
El hombre se acercó más y movió la cara de Tibro de un lado a otro. Poco a poco,
empezó a asentir; después se levantó y se volvió a los otros.
—Traedlo a la sala de reuniones.
Tibro sintió que unas manos fuertes le aferraban los brazos y las piernas, lo
levantaban del suelo y lo llevaban por el pasillo y a través de una puerta. Allí lo
apoyaron de un modo nada ceremonioso en una gran silla situada entre otras sillas y
bancos frente a lo que parecía un altar improvisado. Cuando echó un vistazo
alrededor del gran salón, carente de adornos, se dio cuenta de que era una versión
más pequeña de la iglesia que había visitado en Éfeso.
El gran hombre negro, que parecía ser el líder de estos cristianos, giró una de las
sillas para ponerla de cara a Tibro y luego se sentó.
—¿Te encuentras muy mal? —le preguntó, señalando el profundo corte en el
muslo de Tibro. Como Tibro no respondía, se volvió a uno de los otros y dijo—:
Venda su herida.
—Pero es un zelote. Venía a hacernos daño.
—Es uno de los que mataron a Aarón —dijo otro.
—Conozco a este hombre. No volverá a hacernos daño. Es el hermano de Dimas,
a quien todos conocemos por ser un fiel seguidor de Cristo. Mira su herida —
volviéndose hacia Tibro, le dijo—: Tú no me recuerdas, ¿verdad? —sus labios se
curvaron en una sonrisa—. Nos hemos visto antes, Tibro.
Los ojos de Tibro se abrieron del todo al oír al hombre llamarlo por su nombre.
—¿De qué me conoces?
—Haz memoria, amigo mío, y recordarás cuándo nos conocimos.
Uno de los cristianos llevó una palangana con agua, un poco de gasa y un
ungüento balsámico y empezó a curar la cuchillada. Tibro hizo un gesto de dolor
cuando el hombre limpió la herida, pero no se movió ni gritó, centrándose en el
extranjero que decía conocerle.
—Ya recuerdo —dijo finalmente Tibro, asintiendo mientras examinaba al hombre.
Habían pasado tres décadas, por lo que tendría unos sesenta años, pero no parecía
tener más de los cuarenta y nueve de Tibro—. Tú eres Simeón, ¿no? Estabas con mi
hermano cuando crucificaron a Jesús. Tú cargaste con la cruz por él.
—Sí, salvo que mi nombre es Simón —acercó un poco más su silla y miró a Tibro
durante un largo rato; después, preguntó—: ¿Por qué viniste aquí esta noche?
Tibro suspiró.
—Me parece que sabes por qué estoy aquí —replicó—. Deben de haberte
advertido de que venía; si no no hubieseis estado esperando.
—Sí, sabíamos que vendría alguien —admitió Simón.
Tibro iba a preguntar cómo lo habían descubierto cuando se dio cuenta de que
uno de los del grupo era el mismo hombre que le había entregado las instrucciones en
la taberna.
—Tú —dijo al mensajero—. ¿Tú nos traicionaste? ¿Te aliaste con los infieles que
profanan al único Dios?
—Siguiendo al Hijo de Dios, servimos al único Dios verdadero —dijo el hombre
decididamente.
Tibro movió la cabeza. Por su trato con su hermano, sabía que a los auténticos
creyentes no se los disuadía fácilmente de su nueva fe. Cuando miró alrededor, al
resto del grupo, se percató de la presencia de dos jóvenes negros que se parecían
mucho a Simón. Sin duda, ellos eran quienes iban a ser las víctimas de Tibro, Rufo y
Alejandro.
Los dos hombres devolvieron la mirada a Tibro. Sus caras estaban crispadas por
la misma ira que parecía invadir a todos menos a Simón. Solo él miraba a Tibro con
lo que parecía ser una auténtica compasión e incluso amor. Por fortuna para Tibro, era
obvio que Simón era quien mandaba y gracias a eso el zelote no temía por su vida.
—Querías matar a mis hijos, ¿no es así? —preguntó Simón, señalando a los dos
jóvenes.
Tibro se dio cuenta de que Simón descubriría cualquier mentira, por lo que
declaró:
—Sí, veníamos a matar a Rufo y a Alejandro.
—¿Por qué? ¿Qué daño te han hecho?
—Blasfeman ante Dios y eso ya es suficiente —replicó Tibro—. Aún peor, vienen
como extranjeros a nuestra ciudad y apartarían a nuestros fieles de Dios.
—Pero todos adoramos al mismo Dios —dijo Simón—. ¿No puedes comprender
eso?
—Vosotros seguís a un falso profeta y os atrevéis a declararlo Hijo de Dios.
—Si las enseñanzas de Jesús nos enseñan a amar a Dios, ¿cómo puede ser un falso
profeta?
—¡Ya es suficiente! —exclamó Tibro, levantando la mano—. Yo solo sé que Dios
es Dios.
—Entonces no tenemos ningún argumento —respondió Simón.
Ahora, la herida de Tibro estaba limpia, había sido tratada con bálsamo y vendada.
—Levántate. Mira si puedes andar —dijo Simón.
Tibro se levantó y, con cautela, dio unos pasos. Aunque la pierna le dolía, podía
andar.
Otro hombre entró en la habitación y anunció:
—Simón, hemos retirado los cuerpos, como ordenaste.
—¿Qué habéis hecho con mis hermanos? —preguntó Tibro—. Deben ser llevados
a sus familias para que sean enterrados adecuadamente.
—Tú ibas a tirar a mis hijos en el patio del templo, ¿no? —preguntó Simón—.
Habrían sido enterrados en el Campo del Alfarero, con todos los que consideráis
impuros.
Tibro no podía negar la verdad de las palabras de Simón.
—No te preocupes, Tibro; nosotros no somos así. Tus amigos serán llevados
adonde pueda encontrarlos el Sanedrín.
—¿Y qué vais a hacer conmigo? Espero que no creáis que porque me hayáis
salvado la vida me uniré a vuestro movimiento. Yo nunca seré cristiano.
—Bien.
Tibro alzó las cejas.
—Me sorprendes, Simón.
—¿Sí? ¿Y por qué?
—¿No es tu misión convertir a todos al cristianismo?
—Mi misión es predicar la verdad —replicó Simón—. Que tú aceptes la verdad es
una cuestión entre tú y Dios. Y, por ahora, es mejor para mí que sigas siendo un zelote
—sonrió—. En realidad, vine a Jerusalén esperando encontrarte, aunque confieso que
no de un modo tan dramático.
—¿A mí? ¿Por qué me buscabas?
—Quiero que conciertes una reunión con los líderes zelotes.
—¿Por qué ibas a querer reunirte con tus enemigos acérrimos?
—¡Oh!, pero ellos no son mis enemigos —declaró Simón—. Yo no tengo más que
amor para todo el mundo.
—¿Tú amas a los zelotes? —Sí.
—¿A todos los judíos, incluso a los que crucificaron a tu maestro? —preguntó
Tibro cada vez más incrédulo—. ¿Y a los efesios, a los romanos?
—Ya te digo, yo no tengo enemigos —repitió Simón—. ¿Concertarás la reunión?
—¿Con qué fin?
—Para decirles lo que te acabo de decir —dijo Simón—. Que no somos
enemigos, que adoramos al mismo Dios.
Tibro meneó la cabeza.
—No concertaré tu muerte. A diferencia de vosotros, los zelotes tenemos
enemigos. Ellos te matarían.
—Correré ese riesgo.
—No —dijo Tibro enfáticamente—. No seré el responsable de tu muerte.
Simón miró a Tibro durante largo rato; después, de repente, empezó a reírse.
—¿Por qué te ríes?
—¿No ves lo cómico de esto, Tibro? —preguntó Simón—. Hace un rato, llegaste
aquí decidido a matar a mis hijos… a mí también, si hubieses tenido la oportunidad.
Ahora no quieres concertar un encuentro porque temes por mi vida.
Percatándose de la ironía, Tibro sonrió.
—Sí, comprendo tu punto de vista, pero, aunque tratara de concertar un
encuentro, ellos no querrían saber nada de ti, excepto matarte.
—Tibro tiene razón —dijo Alejandro, acercándose a su padre—. Te matarán.
—Pero, sin duda, unos hombres razonables pueden discutir sobre el culto a Dios
de un modo razonable.
—No, padre, escucha a Alejandro —intervino Rufo—. Nosotros hemos estado
aquí muchos meses; tú no. Lo que Tibro dice es cierto. Por favor, no intentes esta
locura. Los zelotes no tienen ningún deseo de hacer las paces con nosotros.
—¿Es eso cierto, Tibro? —preguntó Simón—. ¿No crees que la casa de Dios es lo
bastante grande como para acoger en paz a todos sus hijos?
—Tú hablas de reunir a todos en la casa de Dios —dijo Tibro—. Y, sin embargo,
tres de mis amigos yacen muertos, porque los habéis matado vosotros. ¿Es eso un acto
de gentes conciliadoras?
—¿No venían a matar a mis hijos?
—Sí, pero… —Tibro se pellizcó el puente de la nariz—. No me confundas.
—Es cierto que Jesús era portador de nuevas de paz, quien dijo que había que
poner la otra mejilla, pero no nos prohibió defendernos.
En ese momento, apareció un hombre en la puerta. Al reconocerlo, Simón sonrió
abiertamente y se acercó a saludarlo.
—Lemuel, amigo mío. Me alegro de verte después de tanto tiempo. Ven, descansa.
¿Quieres comer o beber?
—Sí, un poco de agua… y comida, si tienes algo.
Alejandro trajo una jarra de agua y Lemuel, sediento, bebió, inclinándola tanto que
el fresco líquido se deslizó por la barba.
Rufo, entretanto, se acercó e informó:
—Tenemos pan, queso y un poco de vino.
—Tráelo rápidamente —dijo Simón a su hijo, volviéndose después hacia el recién
llegado—. Vamos, Lemuel, descansa en estas almohadas.
—Gracias —Lemuel se pasó la mano por la barba. Cuando se sentó entre los
demás hombres, miró a todos y se dio cuenta de la presencia de Tibro; después, sonrió
sorprendido.
—Dimas, ¿eludiste a los romanos? ¿Cómo fue?
—Este es Tibro, hermano de Dimas —le dijo Simón—. ¿A qué te refieres al decir
«eludiste a los romanos»? —añadió, mientras sus ojos oscuros se achicaban con
preocupación.
—¿No lo sabes? Hace años, el Senado romano declaró el cristianismo strana et
illicita, extraño e ilícito. Entonces no emprendieron ninguna acción, pero ahora están
utilizando el antiguo edicto como pretexto para perseguirnos. En particular, buscan a
nuestros dirigentes y maestros y Dimas es uno de los que quieren detener como sea.
—¿Mi hermano está bien? —preguntó Tibro—. No lo habrán cogido, ¿no?
Rufo trajo un plato de pan y queso y Lemuel cortó un trozo de pan y se lo metió
en la boca, seguido por un pedazo de queso. Con la boca llena, consiguió decir:
—Todavía no lo han encontrado, porque le ayuda una mujer influyente.
—¿Se llama Marcela?
La pregunta de Tibro hizo que Lemuel dejara de masticar y lo mirara sorprendido.
Al final, tragó, tomó un trago de vino y añadió:
—Sí, es Marcela, la hija del senador Porcio, esposa de Rufino Tácito. ¿Conoces a
esa mujer?
—Nos conocimos cuando su marido era gobernador de Éfeso.
Con frecuencia, durante los diez últimos años, Tibro había pensado en aquella
hermosa y joven mujer, aunque estuviera casada y, encima, con un gobernador
romano.
—Ella ha sido una gran ayuda para nuestros fieles de Roma —dijo Lemuel—.
Pero temo que incluso ella no pueda proteger a Dimas, si lo encuentran los romanos.
—Entonces, no lo encontrarán —declaró Simón—. Iré a Roma y lo traeré a un
lugar seguro.
—No, padre —dijo Alejandro, preocupado—. Es demasiado peligroso que vayas
allí.
—Tiene razón —añadió Rufo—. Tú no puedes ocultarte entre los romanos y, si
sospechan que eres cristiano…
Simón se rió.
—¿Qué?, ¿no creéis que puedo pasar por romano?
—En serio, padre —dijo Rufo—. Sería muy peligroso… e imprudente.
—Conozco el peligro, hijo, pero Dimas no solo es un dirigente importante de
nuestro movimiento; es mi amigo y lo ha sido durante treinta años. Debo hacer todo lo
que pueda para rescatarlo, aunque tenga que disfrazarme de esclavo romano.
Rufo empezó a discutir, pero Alejandro levantó la mano y dijo:
—Padre tiene razón. Es algo que debe hacer.
Rufo suspiró; después asintió.
—Entonces, te acompañaré, padre.
—Y yo —añadió Alejandro.
No, tres hombres de piel negra atraerían demasiado la atención. Me resultará más
fácil entrar en la ciudad solo. A menos que… —miró a Tibro y después preguntó—:
¿Vendrías conmigo? Un comerciante judío que viajara con su esclavo llamaría poco la
atención.
—¿Yo? —dijo Tibro, incrédulo—. ¿Por qué iba a ir a Roma, salvo para matar a
romanos?
—Dimas es mi hermano en Cristo, pero es tu hermano de sangre.
Tibro movió la cabeza.
—Le rescaté una vez y traté de convencerlo para que regresara a Jerusalén. En
cambio, él optó por Roma y la suerte que su Dios le reservara allí.
—Ese día hiciste una gran hazaña —dijo Simón—. Una hazaña que los creyentes
recordaremos y honraremos durante mucho tiempo.
—¿Y qué bien se logró con ello si ahora él se enfrenta en Roma a la misma suerte
a la que se enfrentó en Éfeso?
—Han sido diez años de bien y, Dios mediante, muchos más por venir. Diez años
en los que centenares, quizá miles, de personas han oído a tu hermano y recibido la
salvación.
Tibro frunció el ceño.
—La salvación de unos soñadores que combatirían a Roma con un beso y la
aplastarían con un abrazo.
Simón se rió.
—¿Y vosotros, los zelotes? Os enfrentáis a las máquinas de guerra de Roma con
bastones de madera y piedras, ¿y decís que somos ingenuos? —meneó la cabeza—.
No, Tibro, en realidad no nos diferenciamos tanto. Nuestros caminos para superar a
Roma pueden ser diferentes, pero ambos estamos convencidos de que Roma y sus
muchos dioses acabarán cayendo y el reino del único Dios verdadero reinará sobre
todo.
—Y mi hermano mayor ha escogido entre estos caminos. Si de nuevo tiene
problemas, ya no soy responsable de él.
—¿Estás preparado para presentarte ante Dios, como Caín, y declarar que no eres
el guardián de tu hermano?
Los ojos de Tibro parpadearon.
—¿Qué derecho tienes para citarme la Sagrada Palabra?
—Tengo el derecho de un cristiano, porque las palabras que tú llamas sagradas
también son sagradas para mí. Te pregunto de nuevo, Tibro, ¿eres tú el guardián de tu
hermano?
Mientras Tibro reflexionaba sobre las palabras de Simón, mientras se preguntaba
cómo se sentiría si su hermano muriera a manos de los romanos, se dio cuenta de que
no era a Dimas a quien vislumbraba, sino la hermosa cara de Marcela. Verla de nuevo,
después de tantos años; oír su voz una vez más…
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por una discusión que había surgido
entre Simón y sus hijos.
—Tú no puedes estar hablando en serio, padre —decía Alejandro—. ¿Realmente
permitirías que este no creyente te acompañara a Roma?
—Estaría muy honrado —replicó Simón—. En Éfeso demostró su valentía y su
ingenio. Nadie puede dudar de su amor a su hermano.
—¿Hace diez años en Éfeso? —se burló Rufo—. ¿Y qué ha pasado esta misma
noche en Jerusalén? El solo está aquí porque trataba de asesinarnos a Alejandro y a
mí.
—Lo sé —dijo Simón—. Pero incluso Pablo nos persiguió antes de convertirse en
cristiano.
—Sí, pero Pablo se convirtió, pero, ¿este hombre? —Rufo lanzó una mirada
airada a Tibro—. Tú nunca aceptarás a Jesús, ¿no? —declaró; era más una afirmación
que una pregunta.
—No, no me convertiré —replicó Tibro. Antes incluso de que se diera cuenta de
lo que estaba haciendo, asió el hombro de Simón y dijo—: Pero te ofrezco mi
juramento de lealtad hasta que encontremos a mi hermano y lo traigamos a Jerusalén.
Capítulo 31

ibro bar-Dimas estaba ante la ventana abierta del pequeño apartamento,


mirando el bosque de mástiles de los barcos anclados en el puerto. Se
encontraba en la ciudad costera de Sidón, a la que había llegado con Simón
con la idea de embarcar para atravesar el Mediterráneo en su viaje a Roma.
Sin embargo, encontrar un barco les estaba resultando mucho más difícil de

T lo que habían previsto. Era la época de las tormentas, cuando unos


vendavales repentinos podían destruir con facilidad una nave y había pocos
marinos que se hicieran a la mar en tales condiciones.
Tres capitanes de barcos habían ofrecido llevarlos en el plazo de dos
meses, pero Simón temía que, cada día que esperasen, aumentaba el peligro al que se
enfrentaba Dimas, por lo que seguía frecuentando a diario los muelles para intentar
embarcar.
Tibro iba a apartarse de la ventana cuando vio a Simón que regresaba y, en esta
ocasión, no venía solo, pues lo acompañaba un hombre bajo y calvo, con pobladas
cejas y nariz prominente. Cuando subían por la escalera exterior, Tibro atravesó la
habitación y abrió la puerta del apartamento.
—¡Tengo buenas noticias! —dijo Simón a modo de saludo—. Tenemos seguro el
pasaje.
—Excelente —Tibro examinó al anciano compañero de Simón y dijo con recelo
—: ¿Este es el capitán?
El extraño calvo se rió a carcajadas.
—Capitán, sí, pero de mi alma, como todos nosotros. Yo nunca he mandado un
barco ni lo haré nunca, seguro.
—Es un amigo de tu hermano, Pablo de Tarso —dijo Simón—. Pablo, este es
Tibro bar-Dimas.
Pablo miró fijamente a Dimas un buen rato.
—Tienes razón —le dijo a Simón—. Es la viva imagen de Dimas.
—No he visto a mi hermano en diez años —dijo Tibro—. Quizá ya no nos
parezcamos tanto.
—No hace muchos años que estuve con él —dijo Pablo—. Cada uno de vosotros
sigue siendo el espejo del otro.
—El barco de Pablo ha llegado recientemente de Cesa— rea —explicó Simón—.
El habló con el capitán en nuestro nombre y subiremos a bordo cuando zarpe.
Las precauciones de Tibro se suavizaron ligeramente y se permitió esbozar una
sonrisa.
—Gracias, Pablo. Hemos tenido la suerte de que te lleves bien con el capitán.
De nuevo, Pablo se rió, un resonante estruendo de lo más profundo de su vientre.
—No es el capitán del barco con quien tengo confianza, sino con el centurión
Julio, de la Legión III Augusta. Está al mando de un destacamento que va a bordo.
—¿Un oficial romano? —preguntó Tibro cautelosamente—. Tú eres judío, ¿no?
¿Y te has hecho amigo de un oficial romano?
—No es tanto amigo mío como mi carcelero.
—¿Carcelero? No entiendo nada.
—El barco lleva a presos a Roma, y yo soy uno de ellos.
—¿Qué has hecho?
—Predicaba la resurrección de nuestro Señor Jesús —respondió Pablo—. Parece
que he molestado lo suficiente al Sanedrín para que pidiera mi muerte.
—Pablo ha estado preso en Cesarea los dos últimos años —indicó Simón—. Lo
único que lo mantiene vivo es que él es ciudadano romano y apeló al emperador. Julio
lo lleva allí ahora.
—Y, sin embargo, ese Julio te ha permitido a ti, un preso, que desembarques.
¿Cómo es eso?
—Le he dado mi palabra a Julio de que no voy a tratar de escapar, por lo que me
ha dado permiso para visitar a mis amigos y adquirir provisiones para el viaje —se
volvió a Simón y se rió de nuevo—. Resulta que las provisiones que he conseguido
hoy son dos caballeros.

***

Después de que Simón pagara la tarifa de cinco denarios cada uno, el capitán
mandó a uno de sus hombres que les mostrara dónde estaban sentados Pablo y otros
dos pasajeros, cerca de la popa; el resto de los presos iban abajo, encadenados.
Después, el capitán se fue para supervisar a la tripulación mientras levaban anclas y se
hacían a la mar.
Simón se sentó al lado de Pablo en uno de los bancos, pero Tibro se encaminó
hacia la borda de popa y se quedó allí solo, escuchando los crujidos de la madera y de
los cabos mientras el barco zarpaba del puerto. Los edificios de Sidón se fueron
haciendo cada vez más pequeños y finalmente se perdieron de vista, reemplazados por
vastas extensiones de árido desierto por la banda de estribor de la nave mientras
navegaba costeando hacia el norte.
Tibro, que había estudiado geografía, sabía que ese no era el rumbo hacia Italia, y
se acercó a Pablo y a Simón.
—¿Por qué vamos hacia el Norte cuando, para llegar a Roma, tendríamos que
navegar hacia el Oeste, hacia Chipre?
Pablo, cuyos muchos años de evangelización por el Mediterráneo le habían dado
un completo conocimiento de la mar, levantó un dedo por encima de la cabeza y
asintió.
—Tenemos el viento en contra, como predijo el capitán, pero ten fe, Tibro, porque
te aseguro que llegarás a Roma sano y salvo y, cuando lo hagas, encontrarás a tu
hermano vivo, en buen estado y haciendo el trabajo de nuestro Señor.
Aunque a Tibro no le gustara el retraso, aceptó la explicación y procuró no
molestar a los otros con sus preocupaciones. Pasó la mayor parte del tiempo de pie,
apoyado en la borda, o sentado con sus compañeros más antiguos, sin obstaculizar el
paso a la tripulación y evitando a los soldados romanos. Lo que más le intrigaba a
Tibro eran los movimientos, aparentemente naturales, de los marineros al tesar y
amollar escotas para orientar las velas para recibir mejor el viento. El barco, bien
trimado y pilotado con mano experta, surcaba el agua con suavidad, dejando una
estela que rizaba la superficie de la mar y la hacía resplandecer. A menudo, lo seguían
peces voladores, algunos de los cuales caían sobre cubierta, donde eran rápidamente
capturados para aumentar las magras raciones.
Dos semanas después de zarpar de Sidón, todavía estaban costeando Asia Menor,
pero, al final, habían rodeado el extremo oriental del Mediterráneo y ponían rumbo al
oeste. Este los llevó hacia un canal entre Cilicia, en Asia Menor, al Norte, y Chipre, al
Sur.
En Kyrenia, al norte de Chipre, adquirieron víveres; después, siguieron
navegando, dejando atrás Cilicia y Panfilia, antes de arribar a Mira, destino final de su
embarcación. Allí, el centurión Julio encontró otro barco en el que llevar a Italia a sus
soldados y a los presos a su cargo.
Este nuevo barco era también un mercante, cargado de cereales y aceite. Aunque
bien patroneado, navegaba despacio, avanzando poco con mar gruesa y viento en
contra. Llegaron a Creta e hicieron escala en Lasea. Pasaron allí varios días,
permaneciendo en puerto hasta pasado el Día de la Expiación. El día en el que
estábamos preparados para zarpar, Pablo subió a ver al capitán.
Tibro lo observaba fascinado. Aunque Pablo no era más que un pasajero, se
ganaba el respeto y la atención tanto de los soldados y marinos como de los presos.
—Hemos estado demasiado tiempo en este lugar —comenzó—. Preveo que la
travesía va ser desastrosa, con gran perjuicio no solo para la carga y el barco, sino
también para nuestras personas.
—Eso es una tontería —dijo el capitán. Golpeó la borda con los nudillos—. Este
es un barco sólido, tripulado por marinos expertos. No tendremos dificultades.
—Haríamos bien en invernar aquí, en Lasea —siguió diciendo Pablo.
Julio miraba a uno y a otro, sin saber en quién confiar.
—Si tenemos que invernar en algún sitio, lo haremos en Fénix, en la costa sur de
Creta —dijo el capitán, dirigiéndose a Julio—. Cuando cambie el tiempo, este puerto
no será bueno. El puerto de Fénix está orientado al sudoeste y nos dará el abrigo que
necesitamos.
Julio reflexionó sobre la cuestión y después dijo:
—Zarpemos hacia Fénix. Si el tiempo se pone malo, aceptaremos el consejo de
Pablo e invernaremos aquí.
Los otros marinos y soldados aprobaron alborozados la decisión y, a pesar de la
advertencia de Pablo, la pequeña embarcación se hizo a la mar.
Durante el resto de la tarde, estuvo soplando viento del sur, cálido y favorable, y
Tibro se convenció de que la advertencia de Pablo era el producto de una imaginación
hiperactiva. Sin embargo, inmediatamente después de anochecer, se desató un viento
fuerte que levantó las olas, dejando el barco a merced de las agitadas aguas.
Cuando una ola especialmente grande levantó el barco, la cubierta del mercante se
elevó y bamboleó hacia estribor, hundiéndose bruscamente después hacia la banda
opuesta. El barco se quedó allí suspendido y, durante unos angustiosos segundos,
Tibro tuvo la terrorífica sensación de que no se recuperaría, sino que seguiría
zozobrando hasta volcar. Después, lenta, laboriosamente, el barco adrizó antes de
inclinarse peligrosamente de nuevo a estribor.
Salvo la tripulación, todos se refugiaron bajo cubierta para sobrellevar el
temporal, mientras el barco bajaba y subía sobre olas monstruosas, bamboleándose
adelante y atrás, capeando el temporal. Sin embargo, el viento del noroeste no lo
dejaba; el huracán era tan fuerte que la tripulación no podía mantener el rumbo,
viéndose obligada a dejarlo a la deriva, alejándose de Fénix y la costa de Creta y
adentrándose en las duras aguas del mar Jónico, entre Grecia e Italia.
El temporal continuó con toda su furia durante dos semanas, zarandeando el barco
como si fuera el juguete de un niño. Lo único que pudo hacer la tripulación fue
remendar las velas y los cabos y evitar que se partiera la embarcación, lo que
consiguieron ciñendo el casco con cables que amarraron a cubierta.
Bajo la cubierta solo había confusión. Una mesa y algunos bancos estaban
firmemente clavados en su sitio, pero todo lo demás iba de un lado a otro. Las puertas
de los armarios se abrían y cerraban, dejando que cayera todo su contenido al suelo,
cubierto por sacos rotos de trigo y cebada y por la vajilla rota, que se partía en
pedazos cada vez más pequeños a medida que se bamboleaba de un sitio a otro.
Como pasaban los días y el temporal no cesaba, Tibro y los demás comenzaron a
dudar que pudieran llegar sanos y salvos a tierra. Sus preocupaciones se multiplicaron
cuando el capitán bajó a pedir voluntarios que ayudaran a achicar el agua que se había
filtrado.
El capitán trató de tranquilizar al centurión Julio y a los otros pasajeros de que el
barco no corría peligro de romperse bajo el peso de las olas. Sus palabras no sirvieron
para despejar sus temores y varios soldados romanos comenzaron a reprocharle que
los hubiese llevado a aquella situación desesperada.
Tibro pensó en salir en defensa del capitán. Después de todo, la mayoría había
apoyado la decisión de hacerse a la mar. Incluso Tibro, en su impaciencia por reunirse
con su hermano en Roma, se había puesto del lado del capitán, dejando solo a Pablo
con su advertencia. Por eso Tibro se sorprendió mucho cuando vio que Pablo hablaba
ahora apoyando al capitán.
—¡No os desaniméis ni reneguéis de nuestro buen capitán! —exclamó Pablo,
gritando para que oyesen su voz por encima del azote de las olas y de los aullidos del
viento—. Debíais haberme hecho caso y no zarpar de Creta; os habríais ahorrado este
desastre y estos perjuicios. De todos modos, ahora os recomiendo que no os
desaniméis; no habrá pérdidas personales, solo se perderá el barco.
—¿Cómo lo sabes? —le preguntó Julio gritando—. ¡No creerás que iremos a
sobrevivir a este terrible temporal!
—Lo sé porque esta noche se me ha presentado un mensajero del Dios a quien
pertenezco y sirvo, y me ha dicho: «¡No temas, Pablo! Tienes que comparecer ante
César. Y Dios, como prueba de su favor hacia ti, te ha concedido la vida de todos tus
compañeros de navegación». Por eso, ánimo, amigos; yo me fío de Dios y sé que
sucederá exactamente como me lo han dicho; tenemos que desembarcar en una isla.
—¿Nuestras vidas y nuestro barco quedarán a salvo? —preguntó Tibro.
—Yo no he prometido eso —replicó Pablo, y Tibro creyó ver una chispa de
humor en sus ojos—. Desembarcaremos, el barco se estrellará contra las rocas y
quedará destrozado, pero no se perderá ni un pelo de vuestra cabeza.
—¿Le crees? —preguntó uno de los soldados romanos, alternando su mirada entre
Julio y los demás—. ¿Crees que no morirá nadie?
—Creo que Pablo es un hombre de Dios —replicó Simón—. Si dice que el ángel
del Señor le ha prometido que sobreviviremos, creo que así será.
Aunque la mayoría siguió sin convencerse, la tensión del momento se relajó, el
capitán pudo regresar a sus tareas y el centurión Julio organizó a sus soldados para
que ayudaran a achicar agua.

Cuando, por fin, amaneció, el temporal tenía aún una fuerza contra la que había
que luchar, aunque su furia había amainado algo. El barco continuaba haciendo agua
y Tibro y los otros pasajeros y presos ayudaban a los soldados a achicar agua.
Mientras tanto, varios marineros trataban de reparar algunos de los rotos más grandes
de lo que quedaba de las velas destrozadas.
Cuando uno gritó que había visto tierra, todos subieron a cubierta para verlo por
sí mismos. Agarrándose a la borda de estribor, Tibro miraba fijamente la espuma hasta
que, por fin, vio la delgada cinta oscura de la costa.
Nadie de la tripulación sabía dónde estaban, pero el capitán descubrió lo que
parecía ser una bahía resguardada con una playa y decidió tratar de desembarcar allí.
Se deshicieron de las anclas, tiraron por la borda lo que quedaba del aparejo y
pusieron rumbo a la orilla.
El barco navegaba rápido a favor del viento al dirigirse a la playa. Después, la
embarcación chocó con un banco de arena y se detuvo de repente. Tibro se vio
lanzado con tal fuerza a la cubierta que se le hinchó rápidamente el brazo. Pero aún
podía moverse y, por fortuna, no se rompió ningún hueso.
Aunque diera gracias por su suerte, la popa del barco empezó a romperse bajo la
violenta arremetida de las olas.
—¡Abandonad el barco! —gritó el capitán—. ¡Que todo el mundo nade hasta la
playa!
En medio de la conmoción, varios marineros saltaron por la borda del barco que
se iba a pique y alcanzaron la playa, dejando atrás a soldados, presos y pasajeros.
—¿Cómo está tu brazo? —preguntó Simón, arrodillado al lado de su amigo más
joven—. ¿Puedes nadar?
—Duele, pero no está roto —respondió Tibro y, con una sonrisa forzada, añadió
—: Pero no importa, no puedo nadar.
—Yo tampoco —dijo Simón riéndose.
—Entonces, aquí se acaba todo —declaró Tibro. Miró a Simón—. Tú no eres de
mi religión, de mi pueblo ni de mi raza. Sin embargo, cuando fui a matar a tus hijos,
demostraste misericordia… amor incluso. Yo no creía que pudiese hacerme amigo de
un infiel, pero tú te has convertido en mi hermano. Que Dios tenga misericordia de ti.
Simón sonrió.
—No te rindas aún. ¿No recuerdas? Pablo dijo que nadie perecería y yo le creo.
—Pero, ¿cómo vamos a sobrevivir si ninguno de los dos podemos nadar?
—Si esa es la voluntad de Dios, amigo mío, él proveerá.
Justo en ese momento, una ola enorme golpeó la popa e hizo girar el barco hacia
un lado. Simón agarró a Tibro, aunque Tibro se estaba agarrado a la borda, cuando el
barco se inclinó hacia un lado y empezó a volcar. La primera ola los arrastró; la
siguiente partió el barco en dos, los barrió de lo que quedaba de cubierta y los lanzó al
mar.
Tibro fue arrastrado bajo el agua y, cuando salió a la superficie para poder
respirar, se las arregló de alguna manera para mantenerse aferrado a la pesada borda
de madera, que se había desprendido de la cubierta. Notó que algo le tiraba de la
cintura y después oyó a alguien que escupía y jadeaba, y se dio cuenta de que Simón
seguía agarrado a él.
Tibro pasó una pierna sobre la borda y gritó: «¡Agárrate fuerte!», mientras rompía
otra ola que los lanzaba como una jabalina a través de la espuma marina.
Capítulo 32

omo Pablo había prometido, ningún pasajero del infortunado navío se


perdió. Como Tibro y Simón, los que no podían nadar llegaron a la playa
agarrados a cualesquiera restos a los que pudiesen aferrarse.
Individualmente y en pequeños grupos, llegaron a la playa y se arrastraron
hasta la arena, fríos, empapados, agotados, pero vivos. Y gracias a que, al

C final, el temporal había pasado, el sol salió por entre las nubes por primera
vez en dos semanas.
Muy pronto los saludó un pequeño grupo de nativos que bajaba a la
playa para hacerse a la mar en sus rudimentarios botes de pesca. Uno de los
marineros entendía su idioma y explicó que esta era la isla de Melita, hoy conocida
como Malta. Los nativos se ofrecieron a hacer una hoguera para que los
supervivientes se calentaran y se secaran y todo el mundo participó en la recogida de
ramas y tablas.
Pablo causó gran impresión a los isleños cuando, mientras recogía palos, molestó
a una víbora venenosa y se le enganchó en la mano. Los nativos interpretaron esto
como una señal de que debía de tratarse de un asesino que había escapado del mar
pero ahora hacía justicia el mordisco de una serpiente.
Observaban y murmuraban, esperando que se hinchara y cayera muerto, pero
Pablo se sacudió la víbora y siguió con su trabajo, sin que le pasara nada malo. El
marinero que hacía de traductor explicó que ahora estaban convencidos de que Pablo
no era un asesino, sino un dios.
Después de que los hombres se secaran y descansaran, los nativos los llevaron a la
finca del gobernador, un romano llamado Publio. Este preparó un generoso banquete,
al que fueron invitados todos, incluso los presos. Y su generosidad se multiplicó
muchas veces cuando Pablo y Simón visitaron al padre del gobernador, que estaba
enfermo, con fiebre y disentería. Los dos cristianos rezaron sobre el hombre y Pablo
le impuso las manos y ordenó que desapareciera la enfermedad. El padre de Publio se
curó y pronto los isleños acudieron a ver a este extranjero que sanaba a los enfermos
y tenía dominio sobre las víboras.
Simón y Tibro estaban ansiosos por continuar su viaje y el agradecido gobernador
les facilitó un pasaje en un pequeño barco mercante que iba a hacerse a la mar hacia
Italia. La embarcación no era suficientemente grande para el resto del grupo, cuya
estancia en la isla se prolongaría durante tres meses. Y así, con la bendición de Pablo y
los buenos deseos de Julio, el capitán y su tripulación, Simón y Tibro partieron solos
en la etapa final de su viaje.
El barco de grano hizo una rápida travesía hasta Siracusa, en Sicilia, donde los dos
hombres cogieron otro barco que fue costeando desde allí hasta Regio y después a
Pozzuoli, un puerto situado en la parte norte de la bahía de Nápoles. Desde allí,
anduvieron los restantes 240 kilómetros, como un comerciante judío y su esclavo.
Escogieron el ramo del aceite de oliva, aprovechando los años de experiencia de
Simón en ese negocio.
Simón había estado antes en Roma, pero era la primera visita de Tibro y, cuando
atravesaron la puerta, éste se quedó muy sorprendido por el tamaño y la vitalidad de
la ciudad. Se incorporaron a la muchedumbre que recorría las calles, perdiéndose
entre los comerciantes, trabajadores, estudiosos, dueños de casas, soldados, esclavos y
extranjeros que iban a sus quehaceres, aparentemente ajenos a las muchas diferencias
de sus respectivas condiciones y estatus.
Tibro y Simón bordearon el Foro, con sus edificios gubernamentales y templos, y
siguieron el río Tíber, pasado el gran Circo Máximo. Este enorme edificio tenía unos
550 metros de largo y casi la mitad de ancho, y la fachada tenía una altura de tres
pisos, completamente rodeada de columnas. Sobresaliendo por detrás de él, en el
Palatino, una de las colinas de Roma, estaban los palacios de los césares, grandes
estructuras de ladrillo con techos abovedados, totalmente revestidos de mármol.
Igualmente impresionante era el hermoso templo de Apolo, de mármol blanco,
pero rodeado por pórticos con columnas de mármol amarillo. El templo albergaba
esculturas de Apolo, Latona y Diana.
—¿Qué piensas de esto? —preguntó Simón, señalando el templo.
—Pienso que se han derrochado demasiado tiempo, esfuerzo y belleza en dioses
paganos —replicó Tibro.
Simón se rió.
—Esa es una cuestión religiosa en la que ambos estamos de acuerdo.
—¿Tienes alguna idea de dónde podríamos encontrar a mi hermano? —preguntó
Tibro, cada vez más exasperado por el vagabundeo por la ciudad, aparentemente sin
fin.
—Sé dónde mirar y ahí es adonde nos dirigimos —levantó un brazo e indicó más
allá del cercano río Tíber—. El barrio del Trastevere. Vamos.
Tibro siguió a Simón hasta una pasarela peatonal por la que cruzaron el río hasta
la primera zona habitada de la orilla izquierda. Aquí, el escenario cambió.
Desaparecieron los templos paganos y las grandes fincas con columnas de la elite
romana. Tibro se sintió inmediatamente en casa y comentó que podían estar en una
barriada de Jerusalén.
—Sí —replicó Simón—. Con los años, muchos judíos se han afincado en Roma y
han ocupado esta zona.
Al entrar en la Via Portuensis, dio la sensación de que Simón buscaba algo,
parándose de vez en cuando a apartar la vegetación de una pared o de una puerta para
examinar lo que hubiese detrás.
—¿Qué haces? —acabó preguntándole Tibro.
—Busco un signo.
—¿Qué clase de signo?
—¡Ah!, uno como este —declaró Simón al apartar una rama de una adelfa en flor
que dejaba a la vista un pez tallado en un poste.
—¿Un pez? —dijo Tibro—. ¿Estabas buscando un pez?
—Nuestro Cristo es un pescador de hombres —Simón acarició la talla—. Con este
signo, podemos reconocernos mutuamente. Aquí seremos bienvenidos. Vamos.
En la puerta, los saludó el propietario de la casa, un hombre alto de unos cuarenta
años, bien afeitado con el estilo cada vez más popular entre los cristianos. Tibro no lo
reconoció y se sorprendió cuando el hombre se le acercó diciendo:
—¡Tibro! ¡Has venido a Roma!
Tibro empezó a responder, pero el hombre ya se había vuelto a Simón,
abrazándolo mientras decía:
—¡Qué gran honor tenerte en mi casa, Simón!
Cuando Tibro lo examinó más detenidamente, se imaginó al hombre algo más
joven y con una barba cerrada y al final recordó.
—Gayo —dijo, justo en el momento en el que el hombre se volvía hacia él.
—¡Ah!, ya recuerdas.
—Tienes un aspecto diferente al que tenías en Éfeso.
Gayo se acarició la barbilla.
—Me la afeité el día en que llegué a Roma, pero tú, amigo mío, no has cambiado
nada.
Tibro frunció el ceño.
—Diez años más viejo.
—Unos días apenas —replicó Gayo, quitándole importancia. Se volvió hacia
Simón—. ¿Cuánto tiempo ha pasado desde tu última visita? ¿Tres años? Hablaste en
casa de Josefo.
—Hace cinco años —contestó Simón. Miró la impresionante casa de dos plantas
—. No recuerdo que vivieras con tal esplendor. Que yo recuerde, estabas
compartiendo una vivienda más bien pequeña, encima de una cuadra.
Gayo sonrió.
—Soy más cuidador que propietario. Hace tres años, uno de nuestros conversos
romanos se fue con el Señor y nos dejó esta casa para que la utilizáramos con una de
las casas de nuestra iglesia. Entrad. Mi casa, nuestra iglesia, es vuestra casa.
Cuando Gayo los hizo pasar al pórtico, Tibro vio en el suelo un mosaico de
azulejos de un pez, prueba de la conversión del propietario original a la fe cristiana.
Gayo les enseñó la casa y los condujo a la habitación en la que estarían como sus
invitados. Después de que se bañaran y se pusieran ropa limpia, les ofrecieron una
comida suntuosa. Cuando comieron, Tibro preguntó por Dimas y descubrió que
seguía siendo un hombre libre, gracias a los desvelos de los creyentes que facilitaron a
Dimas y a otros dirigentes cristianos una serie de alojamientos secretos por toda Roma
y sus alrededores. Durante la semana anterior, Dimas había estado en misión a una de
las comunidades de la periferia, en la carretera a Rímini.
Gayo les explicó que mientras sus invitados se arreglaban, había dado aviso a los
demás miembros de la comunidad cristiana de Roma para que la reunión de oración
de la noche se celebrara en su iglesia, con el fin de que los huéspedes, cansados por
su largo viaje, pudieran asistir con facilidad. Esperaba que Tibro se uniese a ellos
como invitado de honor, si no como creyente.
Cuando los cristianos empezaron a llegar, Tibro los saludó educadamente,
sentándose después solo al fondo del gran salón de columnas que les servía de lugar
de culto. Allí reprimió su impulso de levantarse y censurar a los reunidos por
apartarse del único Dios verdadero para adorar a un falso mesías, recordando, en
cambio, la bondad con que lo habían tratado Simón y Pablo y, ahora, su anfitrión,
Gayo.
A Tibro le sorprendía mucho que los fieles que seguían llegando fuesen tanto
romanos como judíos conversos. Podía entender que a un judío pudiesen atraparlo en
esta empresa mesiánica. Después de todo, Jesús era judío. Pero que un ciudadano de
Roma rechazara la cultura y la sociedad que le habían otorgado tantas bendiciones y
privilegios, con gran riesgo personal si se descubría su fe, suponía la clase de valor y
de fe que Tibro no esperaba de un romano.
Todas sus dudas se evaporaron cuando una cristiana romana entró en el salón.
Tenía cerca de cuarenta años, se conducía con gran seguridad en sí misma y mostraba
una belleza serena que daba un brillo etéreo a sus facciones.
Tibro reconoció de inmediato a Marcela de Tácito, se levantó de su asiento y se le
acercó, pero se mantuvo en un segundo plano mientras todos los demás la saludaban
con simpatía. Como si hubiera sentido que alguien la miraba, se volvió hacia él. Por
un instante, hubo cierta incertidumbre en sus ojos; después lo reconoció y se le acercó
con su mano extendida.
—Tibro —le dijo con simpatía—. ¡Cuánto me alegro de verte de nuevo, después
de tantos años!
—Los años han sido especialmente buenos contigo, Marcela —replicó él,
acercando su mano para tomar la suya. Cuando se tomaron, sintió un leve
estremecimiento.
—¡Oh! Esto ha sido un relámpago —dijo Marcela con una carcajada.
Agarrando su mano con más fuerza, Tibro sintió como si la pequeña carga de
electricidad estática se multiplicara muchas veces al atravesar su cuerpo. Le
sorprendió que, después de tanto tiempo, todavía pudiera experimentar una reacción
así ante la presencia de esta mujer.
—¿Tu marido? —preguntó Tibro, tratando de mantener un tono tranquilo y
desapasionado—. ¿Está todavía en Éfeso?
—No, aquí, en Roma. Es miembro de los Comitia Curiata.
Tibro negó con la cabeza.
—No sé qué es eso.
—La Asamblea de las Curias, adonde van los antiguos altos funcionarios cuando
se retiran —explicó Marcela—. Ahora no tiene un poder real; su puesto es sobre todo
ceremonial.
—Ya —dijo Tibro, forzando una sonrisa, pero profundamente desanimado al
descubrir que todavía estaba casada.
—Estamos casados solo de nombre —dijo Marcela, como si percibiera la
decepción de Tibro—. El se entretiene con las sirvientas. Yo he pensado en conseguir
el divorcio. Aquí, en Roma, no requiere formalidades legales; basta con el
consentimiento mutuo de ambas partes, pero nuestra casa, nuestros muebles, casi todo
lo que tenemos son consecuencia de mi dote y, según la ley, yo me quedaría con todo
eso. Rufino lo sabe y nunca consentirá el divorcio.
—Entiendo.
—No —dijo Marcela, apretando su mano—. No estoy segura de que lo entiendas.
No estoy segura de entenderlo yo. Hay veces en las que pienso que sería maravilloso
dejar todo lo que tengo, liberarme de ello.
—¿Por qué no lo haces?
Ella se encogió ligeramente de hombros y lo miró fijamente a los ojos.
—Quizá no haya tenido ningún incentivo real.
Implícitas, aunque no manifestadas, estaban las palabras hasta ahora.
Por supuesto —prosiguió—, estar casada con él tiene sus ventajas. Rufino siempre
ha sido un hombre con buenos contactos y un carácter fisgón, por lo que ha sido una
magnífica fuente de información para nosotros.
—Entonces, quizá puedas decirme algo sobre mi hermano —dijo Tibro—. Me
dijeron que los romanos lo buscaban para arrestarlo.
—Sí, pero, con la ayuda de sus amigos, se las ha arreglado para sobrevivir.
—Ayudados, sin duda, por la información que les hayas facilitado —dijo Tibro—.
¿Puedes llevarme a él?
En ese momento, hubo una conmoción a la entrada del salón de reuniones y
Marcela sonrió.
—No hace falta que te lleve hasta Dimas. Acaba de llegar.
Capítulo 33

l salir del agua fría Marcela se cubrió con un albornoz y atravesó un pasillo
que enlazaba las salas fría y caliente de la casa de baños. Allí, se desprendió
del albornoz y se detuvo un momento en la parte superior de la escalera que
llevaba a la piscina caliente. Otras dos mujeres que tomaban las aguas en
los baños ya estaban en la gran piscina de hormigón.

A —Buenos días, Marcela —dijo una mujer—. ¿No resultaba tonificante


esta mañana el agua fría?
—Buenos día, Julia.
Cuando Marcela entró en la piscina, el agua caliente envolvió su cuerpo
desnudo como una manta.
El baño frío resulta tonificante, pero este sienta mucho mejor —y se encaminó a
un rincón.
—Domita estaba hablando de la fiesta dada por Popea Sabina —dijo Julia—.
¿Estuviste?
—No —contestó Marcela. Sonrió educadamente para enmascarar su disgusto ante
la perspectiva de escuchar los últimos cotilleos sobre la escandalosa querida del
emperador Nerón.
—¡Oh! Entonces, Domita, continúa, por favor —rogó Julia a su amiga más joven.
—Fue la fiesta más divertida a la que he asistido nunca— manifestó Domita—.
Hubo mucho vino y comida, música de lira y baile, por supuesto. Después, nos
entretuvieron dos jóvenes muy guapos… desnudos, fíjate.
—¿Desnudos? —dijo Marcela, sorprendida.
—Completamente desnudos. La cara y el cuerpo los llevaban pintados con sangre
de cabritos que habían sido sacrificados a los dioses para nuestra comida. Y los
jóvenes desnudos corrían alrededor de la sala, tocando a las mujeres con tiras de piel
de cabrito.
—¿A todas las mujeres? —preguntó Marcela.
—A todas no. Solo tocaban a las que estaban en edad de tener hijos, porque la
idea era hacerlas fértiles.
—¿Y dónde las tocaban? —preguntó Julia.
—Aquí —se cogió los pechos, que solo cubría el agua en parte—. Y aquí también
—sumergió la mano en el agua. Las otras mujeres no podían ver la mano, pero sabían
dónde estaba.
—¡Oh! ¿Y a nadie le dio vergüenza?
Domita sonrió.
—Creo que habíamos bebido demasiado vino como para avergonzarnos. Y como
los jóvenes eran muy guapos… y estaban desnudos… creo que todas nos divertimos.
Yo sí, desde luego.
—Domita, ¡eres terrible! —dijo Julia, y le entró una risita tonta.
—Después, comimos carne de cabrito asada. Luego, vino el mismo Nerón a cantar
y tocar la cítara. Fue muy entretenido.
Estuvieron hablando un poco más y después, Julia y Do— mita se fueron. Marcela
siguió en el baño un poco más, disfrutando de la soledad. Luego, salió del agua, se
secó y fue al vestuario. Allí, se colocó el strophium recogiendo el pecho y se puso un
breve y fino calzón. Después, se puso una túnica sin mangas, porque estaba en julio y
hacía mucho calor. Sobre la túnica, llevaba una estola, vestidura a modo de toga,
formada por un rectángulo de tela que se envolvía alrededor del cuerpo y llegaba al
suelo. Un borde púrpura, o institia, cubría el extremo de la prenda. Por último, se
puso la palla, pañuelo cuadrangular que se colocaba sobre el hombro izquierdo y
bajo el derecho. Tras ponerse las sandalias, se cubrió la cabeza con la palla, salió a la
calle y miró hacia la fuente.
¿Estaría él allí?
¡Sí! Estaba sentado en el banco de piedra, como había estado cada mañana
durante los cuatro últimos meses.
Aunque sus encuentros matutinos con Tibro se habían hecho habituales, su
corazón todavía latía a toda velocidad cada vez que lo veía y se apresuraba en
atravesar la terraza. El se levantaba cuando llegaba ella y sonreía cuando tomaba las
manos de ella en las suyas.
—¡Marcela! —la saludó Tibro—. No hace falta el sol porque tú das luz al día.
—Y tú a mi vida —replicó Marcela, ruborizándose mientras bajaba la vista.
—Por favor, siéntate —la instó Tibro—. Hay algo que quiero decirte.
Ella lo miró nerviosa e inquieta.
—Te escucho —dijo, permaneciendo de pie ante él.
—He estado dándole muchas vueltas. Quiero que te divorcies de Rufino. Deja
Roma y ven a Jerusalén conmigo. Quiero que seas mi esposa.
Marcela había esperado durante mucho tiempo esa proposición; sin embargo, se
quedó como aturdida al oírle decir aquellas palabras. Antes de responder, hizo una
inspiración rápida y profunda.
—Tibro, temo que no sea ahora el momento adecuado. Hasta ahora, Nerón ha
dejado tranquilos a los cristianos; tu hermano y nuestros otros dirigentes no han sido
molestados durante muchos meses. Sin embargo, ahora hay muchas intrigas en
palacio. Rufino está seguro de que hay conspiraciones en marcha y algunos utilizarían
nuestra comunidad de creyentes como chivo expiatorio. Temo que, ante la
provocación más ligera, puedan persuadir a Nerón para que vaya contra nosotros y
nuestras vidas, incluida la de Dimas, estén en peligro.
—¿No es esa una razón de más para que te vengas conmigo? Si Nerón os causa
problemas, estarás más segura fuera de Roma.
—¿Y qué pasaría con los demás? ¿Qué les pasaría a Simón, a Pablo y a Pedro?
¿Qué le pasaría a tu propio hermano? Si yo estoy aquí, con Rufino, puedo obtener
información con tiempo para advertirles. ¿No ves que todos los cristianos de Roma
pueden depender de mí?
—Yo también dependo de ti —dijo Tibro. Golpeó con suavidad la mejilla de
Marcela y ella se agitó—. Y ya no soporto más el pensamiento de que estés casada con
ese… ese hombre.
Ella alargó la mano y tomó la suya.
—Ya te he dicho antes que Rufino y yo solo estamos casados de nombre. No
hemos sido marido y mujer de verdad en todos los años que llevamos en Roma —ella
tocó suavemente sus labios con los dedos de él mientras se humedecían sus ojos—. Ni
siquiera pienso en él, salvo como medio para ayudar a la gente que amo. Es en ti en
quien pienso a diario, a ti a quien acudo a diario, como hemos hecho durante los
meses que llevas en Roma.
—No —dijo Tibro, liberando su mano—. Eso no es bastante. Quiero más de ti.
Necesito más de ti.
Él la tomó por la nuca y le apretó el cuello con suavidad y ella sintió que se le
derretía la sangre.
—Quiero irme a dormir contigo por la noche y despertarme contigo por la mañana
y yacer contigo a la luz de la luna. —Se acercó a ella, apoyando su mejilla en la suya
mientras recitaba unos versos del Cantar de los Cantares de Salomón:
«¡Qué hermosa eres…!
Tus pies hermosos en las sandalias…;
esa curva de tus caderas como… labor de orfebre».

Marcela cerró los ojos, sintiendo la caricia de sus palabras casi como si fueran algo
físico, como si fueran sus manos que exploraran su cuerpo.

«Son para mí tus pechos como racimos de uvas;


tu aliento como aroma de manzanas.
¡Ay, tu boca es un vino generoso…!»

Su cuerpo temblaba mientras sus labios rozaban su cuello con el más suave de los
besos. El se inclinó y miró sus ojos. Empezaba a proseguir su recitación, pero ella le
ponía la mano en su boca y con los dedos exploraba el contorno de sus labios,
mientras le respondía con el Cantar de los Cantares:

«¡Ay, tu boca es un vino generoso que fluye acariciando


y me moja los labios y los dientes!
Yo soy de mi amado y él me busca con pasión».

—Tienes que venir conmigo, Marcela —imploró Tibro—. Si no puedes, tienes


que entregarte a mí, porque, sin duda, acabaré loco de deseo.
—No puedo. Todavía estoy casada y, como cristiana, no puedo cometer adulterio.
—Cristiana… —dijo Tibro, refunfuñando.
—Llevas aquí ahora cuatro meses. Te has hecho amigo de Simón, Pedro y Pablo.
Y tienes las enseñanzas de tu propio hermano para guiarte. ¿Cómo es que aún no has
visto la verdad?
—No hay otra verdad que ver que la verdad que vivo —declaró Tibro—.
Entregué mi lealtad a Dios, al único que es creador de todo… no a un falso mesías.
Los ojos de Marcela estaban al borde de las lágrimas y soltó sus manos de las
suyas.
—¡Oh, Tibro! —susurró—. Te amo, pero, hasta que llegues a la luz, temo que
nunca pueda haber algo más entre nosotros.
—Mientras estés con ese marido déspota, nada puede haber entre nosotros de
todas maneras —dijo Tibro con una ira a duras penas contenida—. Quizá debas
acudir ahora a él, en vez de perder la mañana con este judío. Estoy seguro de que tiene
algunas noticias que puedas comunicar a tus amigos cristianos.
—Tibro, por favor —las lágrimas de Marcela empezaban a surcar sus mejillas—.
Trata de comprender.
—Vete —dijo Tibro, de manera algo más delicada ahora—. No sería bueno que te
vieran conmigo.
—¿Estarás aquí mañana?
—No lo sé.
—¡Oh, Tibro!, no puedo soportar pensar en vivir sin tu amor. Yo… haré lo que
me pides.
Los ojos de Tibro se achicaron.
—¿Harás qué?
—Me iré contigo. Yaceré contigo. Pondré mi alma en peligro de condenación
eterna por ti.
Tibro la envolvió en sus brazos y la atrajo hacia sí. Mientras lloraba sobre su
hombro, él besó su cabello; después suspiró y la liberó. Poniendo el dedo bajo la
barbilla de ella, levantó su cabeza para poder mirarla a los ojos, todavía brillantes de
lágrimas.
—No —dijo.
—¿No?
—Quiero más que esa parte de ti que puedo tocar, oír, ver y gustar. Te quiero a ti.
Quiero tu alma también. Y eso no puedes dármelo si crees que lo que hago está mal.
Vete. Quédate con tu marido y protege a tus amigos cristianos.
—Pero hacer eso y perderte sería…
—No me perderás —declaró—. No tengo la fuerza necesaria para irme.
Sonriendo a través de sus lágrimas, Marcela apretó una vez más sus manos y se
dio la vuelta. Cuando llegó al fondo de los baños, miró atrás y vio que él todavía
estaba allí, mirándola. Ella sonrió de nuevo, con la seguridad, en el fondo de su
corazón, de que siempre estaría allí cuando lo necesitara.
Capítulo 34

os grandes edificios de mármol blanco de Roma brillaban bajo una reluciente


luna llena. En una choza situada en un barrio pobre, cerca del Circo Máximo,
brillaban los carbones de una fragua. El herrero los había amontonado para
preservar el fuego para la siguiente jornada de trabajo.
Se levantó un ventarrón que hizo crujir las hojas de árboles y arbustos y

L vibrar una puerta sobre sus bisagras. El viento atravesó la choza del herrero,
arremolinándose en torno a los carbones amontonados. Unas brasas
brillantes se elevaron por la chimenea con el viento, lanzadas hacia el cielo,
formando una ráfaga de chispas que se sumaban a las estrellas azules que
parpadeaban.
Una brasa no siguió el rumbo de las otras. En cambio, se introdujo en la pared de
la choza y, en un momento, las fibras secas, carnosas que la rodeaban mostraron su
propio brillo dorado. El viento refrescante avivó el brillo convirtiéndolo en una
llamita que fue propagándose hacia arriba por la pared. Pronto estuvo completamente
envuelta la choza y, unos minutos más tarde, la casa adyacente estaba ardiendo y las
llamas amenazaban los edificios cercanos.
Ya entonces, varios residentes en la zona inmediata habían dado la alarma, pero el
fuego era demasiado grande para que pudiesen extinguirlo por su cuenta. El infierno
fue aumentando su intensidad hasta convertirse en un incendio rugiente que saltaba de
un edificio a otro, cruzando incluso calles y plazas.
Centenares de miles de chispas y enormes nubes de humo fueron transportadas
por el viento, haciendo que el cielo quedase tachonado de más estrellas rojas que
azules. Pronto se vieron involucrados los barrios más ricos, transformándose sus
grandes mansiones en nuevo combustible que se añadía a la tormenta de fuego. La
columna ascendente de calor aspiraba aire de un círculo cada vez más grande. Ese aire
que se movía con la fuerza de un huracán, sobrecalentaba el fuego y esparcía chispas
a través de una franja cada vez más grande de la ciudad.
A causa del opresivo calor de julio, Tibro bar-Dimas dormía con la ventana abierta
en la casa de Gayo cuando lo despertó un sonido rugiente. Cuando abrió los ojos y
miró afuera, se quedó atónito al ver que gran parte de la ciudad, en la orilla oriental
del Tíber, estaba ardiendo.
—¡Marcela! —espetó, porque, cuando midió la longitud y anchura de la zona
envuelta en llamas, se dio cuenta de que la casa de ella estaba en la ruta directa del
incendio, si es que no había sucumbido ya a las llamas.
Tibro se vistió rápidamente y corrió por las calles hacia el río. Cuando atravesó
corriendo la pasarela sobre el Tíber, se encontró con un número creciente de personas
que huían del fuego, muchas de ellas cojeando, con horribles quemaduras y heridas y
sus ropas hechas jirones y calcinadas.
—¡Corre y salva la vida! —le gritó alguien.
—¡No vaya allí, señor! —gritó otro, cerrando el paso a Tibro. Los ojos del
hombre, que ponían una nota de blanco brillante contra su piel ennegrecida por el
hollín, se agrandaron por la sorpresa de ver a alguien que se encaminaba hacia el
infierno—. ¡Está loco si se mete allí! —insistió, agarrando a Tibro por el brazo.
Tibro se liberó con una sacudida y dejó atrás al hombre y salió corriendo del
puente, encaminándose al centro del incendio. De repente se detuvo, echó la vista
atrás, hacia el puente y se dio la vuelta. El hombre que lo había detenido debió de
pensar que Tibro había entrado en razón y le hizo señas animándolo, pero, en el
último momento, Tibro se apartó del puente y corrió hacia la empinada orilla del río.
Se metió en el agua y se sumergió por completo; después, volvió de nuevo a la orilla.
Trepó por el terraplén y siguió hacia el fuego, dejando tras él un reguero de agua y a
un hombre confuso que le hacía señas para que se detuviese.
Cuando Tibro llegó al borde del incendio, pensó, con no poco sarcasmo, que
acababa de bautizarse en agua y que ahora se encaminaba al bautismo de fuego. De
alguna manera, encontró un pasillo entre las llamas que, curiosamente, le alumbraban
las calles como si fuese mediodía. Pudo ir encontrando caminos a través del infierno,
unas veces, agachándose bajo las llamas; otras, rodeándolas y, a veces, saltando sobre
maderos ardientes. Su empapada toga lo protegía del calor, pero empezó a desprender
un inquietante vapor.
Como temía, la casa de Rufino Tácito estaba ardiendo, aunque, por fortuna, no se
había extendido más allá del tejado.
—¡Marcela! —gritó, irrumpiendo por la entrada principal—. ¡Marcela!
—¡Aquí! —oyó un grito apenas perceptible en la distancia—. ¡Aquí dentro!
Apretando firmemente su toga sobre la nariz para filtrar el humo, Tibro corrió
hacia donde se oía la voz de la mujer, varias vigas de madera habían caído al suelo y
pequeños trozos de madera en llamas llovían desde arriba. Tibro los esquivó mientras
se encaminaba al cercano recibidor, inmediatamente delante del atrium, en el centro
de la casa.
Entrando en el recibidor, vio que una gran sección del techo se había derrumbado
y Marcela estaba al lado de los escombros, tratando de evitar una viga que ardía sin
llama.
—¡Por aquí! —gritó Tibro—. ¡Tenemos que salir!
—No puedo —contestó Marcela.
—¿Estás atrapada? —cuando se acercó, vio que no estaba atrapada—. Ven,
Marcela, el techo va a caer sobre nosotros.
—No puedo dejarlo.
Fue entonces cuando Tibro vio una pierna que sobresalía bajo la enorme viga. Sin
necesidad de preguntarlo, supo que era Rufino Tácito.
Tibro sintió un impulso de alegría.
—¡Déjalo! —gritó.
—¡No, no puedo!
Cuando Tibro se acercó más a Marcela, pudo ver al exgobernador de Éfeso
yaciendo aturdido en medio de escombros que ardían sin llama, con la pierna atrapada
por la pesada viga. El hombre estaba vivo y parecía comprender el aprieto en el que se
encontraba y su probable suerte. Miró a Tibro con una mezcla de odio, desdén y
orgullo. Tibro supo que Rufino nunca le pediría ayuda.
—¿No lo ves? —dijo Tibro volviéndose hacia Marcela—. Dios te está ofreciendo
una salida.
Ella negó con la cabeza.
—Dios no quiere que lo deje morir aquí.
Tibro miró a Marcela, a Rufino y lo que quedaba del techo en llamas, que
amenazaba con caer encima de ellos en cualquier momento. Su efímero gozo se
desvaneció, reemplazado por una sensación de deseo y culpabilidad. Al final, suspiró
y dijo:
—Tienes razón. Os ayudaré.
En ese momento, otra gran viga cayó con estrépito, solo a unos metros de donde
estaban. Marcela saltó hacia atrás, en brazos de Tibro y empezó a toser y a ahogarse,
cuando el humo ardiente llenó la zona.
—Tenemos que darnos prisa —dijo Tibro, cubriéndose la cara con su toga
húmeda.
Juntos levantaron el madero, elevándolo lo suficiente para que Rufino se
deslizara. Les sorprendió descubrir que, aunque el madero hubiese atrapado a Rufino,
no le hubiese roto la pierna y, aunque muy magullado, pudiese ponerse en pie y andar.
—¡Vamos! —Tibro agarró a Marcela por el brazo y tiró de ella. Cuando dudó y
miró hacia atrás a su esposo, Tibro le dijo—: No te preocupes por Rufino. Puede
andar; puede salir de aquí por su cuenta.
Rufino se quedó de pie, sin moverse, todavía aturdido por la proximidad de la
muerte y un tanto sorprendido al ver a otro hombre que tomaba de la mano a su
esposa y la llevaba afuera. Entonces, cayó una sección del techo y Rufino se dio
cuenta de que tenía que salir ya. Moviéndose con rapidez, siguió a su esposa y al
hombre a través de la casa llena de humo hasta el vestíbulo que conducía al exterior.
Mientras estaba atrapado bajo el madero, Rufino creía que solo era su casa la que
estaba ardiendo. Cuando salió, vio que toda Roma parecía estar en llamas. Pudo oír el
rugido de miles de incendios y ver que el cielo de color anaranjado estaba tan brillante
como de día. A esta luz brillante, vio a su esposa en un apretón de manos con el
extraño, que estaba actuando con demasiada familiaridad con ella. En ese momento,
Rufino reconoció a su rescatador.
—¡Dimas! —gritó—. Te sentencié a muerte hace muchos años y, sin embargo,
estás aquí. —Lo señaló con un dedo acusador—. Esa sentencia sigue vigente. Te
conmino a que te des preso a mí.
—Este no es Dimas —dijo Marcela a su esposo—. Y, además, acaba de salvarnos
a los dos.
—Eso no compra su vida —dijo Rufino decidido; después se volvió a Tibro—.
Fuiste sentenciado por el tribunal y te detengo. Te ordeno que te quedes aquí hasta
que llegue un oficial de la Guardia Pretoriana.
—Te digo que este no es Dimas; es…
—Nadie va a venir —interrumpió Tibro, como si no quisiera que revelar su
identidad precisamente en ese momento—. Y todo el que se quede aquí morirá. Si
quieres vivir, cállate y síguenos.
Sosteniendo la mano de Marcela, comenzó a andar por la calle.
—¡Dimas! —gritó Rufino—. ¡Dimas, vuelve aquí! ¡Te ordeno que te detengas!
Tras él, lo que quedaba del techo de la casa se desplomó con un estruendo enorme
y las llamas surgieron de la parte superior del edificio en llamas. La fachada se
derrumbó y una lluvia de chispas roció a Rufino. El gritó de dolor, después miró a
Marcela que estaba con Tibro a unos veinte metros, rodeada por el brillo anaranjado
de la ciudad en llamas.
—¿Vienes? —gritó Tibro a Rufino mientras llevaba a Marcela hacia un lugar
seguro.
A la ira de los ojos del viejo romano la reemplazó el miedo cuando se dio cuenta
de la precariedad de su situación. Dio unos cautelosos pasos adelante; después corrió
tras su esposa y su rescatador.
—¡Esto no ha terminado, Dimas! ¡Nos veremos!
Capítulo 35

l padre Michael Flannery no tenía ni idea de hasta dónde podían haberlo


llevado, dado que los secuestradores lo habían retenido mucho antes, aquella
misma tarde. Se habían parado varias veces durante largos ratos. En una de
aquellas paradas, los secuestradores se habían deshecho de su coche de
alquiler y del otro vehículo; los conductores subieron al coche restante,

E dejando inmovilizado a Flannery entre dos hombres en el asiento trasero,


mientras los otros dos ocupaban los delanteros.
Durante toda la tarde, mantuvieron cubierta su cabeza con una capucha
negra y sus manos atadas a la espalda y solo le dieron de comer una vez.
Incluso entonces no le quitaron la capucha, sino que solo se la levantaron lo suficiente
para apretarle contra los labios pequeños trozos de fruta y queso.
Ahora estaba anocheciendo; incluso con la capucha puesta, Flannery pudo darse
cuenta de que la oscuridad aumentaba, y sabía que nadie podría verlo a través de los
cristales teñidos del vehículo.
A causa de las curvas y las frecuentes paradas, no creía que estuviesen demasiado
lejos de donde lo habían secuestrado, un poco al norte de Ein Gedi, en la carretera 90.
Y, por los sonidos del tráfico, tenía la sensación de encontrarse en una ciudad. La
única cuestión era: ¿qué ciudad?
Una vez, cuando estaban parados, oyó el adhan, la llamada musulmana a la
oración. ¿Habrían entrado en Palestina? ¿Estarían, quizá, en Jerusalén Este?
La cadencia ritual del canto del almuédano estaba amplificada, por lo que flotaba
sobre la ciudad.

«Al lá u Akbar, Al lá u Akbar


Asch adú an la llaja il Al lá
Asch adú an la llaja il Al lá
Asch adú anna Mujammadán Rasulul laj
Asch adú anna Mujammadán Rasulul laj
Haiia la s salía — Haiia la s salía
Haiia la l falia — Haiia la l falia
Al lá u Akbar, Al lá u Akbar
la llaja il Al lá»

Durante la llamada del almuédano, Flannery se quedó solo en el coche y, aunque


no podía ver lo que estaban haciendo sus captores, supuso que estaban respondiendo
a la llamada a la oración, probablemente arrodillados al lado de la calzada. Si así
fuese, sus secuestradores tenían que ser palestinos o, al menos, musulmanes.
Hablaban muy poco y, cuando lo hacían, hablaban en inglés, en voz muy baja.
Flannery no sabía si utilizaban el inglés para que él pudiera entenderlos o para ocultar
su nacionalidad. Quizá no supieran que tenía un conocimiento aceptable del árabe y
no tenía la menor intención de decírselo.
La siguiente ocasión en la que se detuvo el coche, los secuestradores se bajaron;
después sintió una mano en su hombro.
—Por favor, salga del coche —dijo uno de ellos con un acento cortado que
parecía casi una forma de disimular.
Cuando Flannery se deslizó por el asiento, el hombre le ayudó a salir del vehículo.
Considerando la situación, el captor de Flannery le estaba tratando con mucha
delicadeza. Los otros tres hombres también se apartaron del coche y lo condujeron
por un suelo de textura muy acusada: adoquines, pensó Flannery.
—Hay escalones de bajada —dijo su guía—. Tenga cuidado.
Flannery bajó un largo tramo de escalones. Tuvo la sensación de que la escalera
era estrecha porque podía sentir que una pared de piedra le rozaba el hombro derecho
y el hombre que iba a su izquierda lo llevaba muy apretado. Los escalones también
eran de piedra y, mientras descendía, el aire iba haciéndose más fresco y húmedo.
Había también un olor muy rancio, que le resultaba familiar y reconoció de inmediato,
porque había estado allí antes varias veces. Aún sin ver, supo que estaba en las
catacumbas de Jerusalén.
Contó veintitrés escalones hasta abajo y después, pasando una puerta, lo
condujeron a una habitación en la que, por lo menos, le quitaron la capucha y
cortaron la ligadura de plástico que le ataba los brazos. De pie, mientras se frotaba las
muñecas, echó un vistazo alrededor de la larga cámara de piedra. La zona estaba
iluminada por una pocas velas que parpadeaban y la luz era tan débil que a Flannery
solo le llevó un momento adaptarse a ella tras la oscuridad de la capucha. Comprobó
que estaba en lo cierto y que, en efecto, se encontraba en las catacumbas. Las antiguas
inscripciones cristianas revelaban el lugar exacto: las catacumbas del monte de los
Olivos, descubiertas a mediados de la década de 1950 por el arqueólogo franciscano P.
Bellarmino Bagatti.
Llevaron a Flannery a través de uno de los pasajes que conducían desde la cámara
de entrada a una segunda estancia, más pequeña. Iluminada con antorchas, esta tenía
mucha más luz que la primera y que los estrechos pasillos.
En la estancia había tres osarios en las mismas posiciones que habían ocupado
durante los dos mil últimos años. Sabía que uno era el sepulcro de piedra de Simón
bar-Jonás, el nombre original del apóstol Pedro. En otro, que presentaba unas marcas
de cruces, se leía: «Schlom-zión, hija de Simón el Sacerdote». Flannery había estado
antes en este mismo sitio.
En el centro de la estancia había una mesa cubierta con un mantel blanco. Detrás
de la mesa estaban sentados tres hombres con vestiduras eclesiásticas blancas.
Llevaban máscaras, pero no las capuchas utilizadas por sus secuestradores. Estas eran
del tipo que llevan los participantes en bailes de máscaras. De alguna manera, las
máscaras, con sus connotaciones satíricas paganas, junto con las vestiduras
sacerdotales, parecían un sacrilegio contra las órdenes sagradas.
Pero lo que realmente le llamó la atención fue el símbolo en rojo brillante bordado
en la parte delantera del mantel. Era el símbolo de Via Dei, semejante, aunque no
exactamente igual, al que aparecía en el manuscrito de Dimas bar-Dimas.
—Siéntese, por favor, padre Flannery —dijo el hombre que estaba en medio del
triunvirato, indicando la silla que estaba delante. Su voz no denotaba ira; solo una
cordialidad zalamera.
—Sabe mi nombre —dijo Flannery, sin sorpresa, mientras se sentaba al otro lado
de la mesa.
—Por supuesto, lo sabemos —hizo una seña para que se marcharan los
secuestradores de Flannery y, cuando salieron de la estancia, se volvió hacia el
sacerdote—. De hecho, padre Flannery, sabemos todo lo que hay que saber sobre
usted.
—¿Lo saben?
—Cuando tenía diecisiete años, ganó la carrera Irish National, de quince mil
metros. Su entrenador, el famoso corredor irlandés Ron Delaney, quería que se
preparase para los Juegos Olímpicos, pero, incluso entonces, usted quería ser
sacerdote.
—Eso apareció en los periódicos —dijo Flannery—. No puede haberles resultado
difícil encontrarlo.
—¿Qué me dice de Mary Kathleen O'Shaughnessy? ¿Encontraré su nombre en los
periódicos? Ella creía que usted iba a casarse con ella, ¿no es así? Usted le rompió el
corazón cuando se hizo sacerdote.
Flannery no replicó. Ese episodio había sido uno de los períodos más difíciles de
su vida y no era algo de lo que quisiese hablar, sobre todo con alguien que le había
llevado allí en contra de su voluntad.
—Usted tiene un primo, Sean O'Neal, que estaba en el IRA —continuó el aparente
líder del triunvirato—. Resultó muerto en una escaramuza con los británicos. Su
madre, hermana de la suya, murió de un ataque al corazón e incluso su propia madre
sufrió a causa de ello.
Flannery siguió sin replicar.
—Después, usted se hizo sacerdote. No un cura de parroquia, sino un jesuita, un
estudioso respetado, especializado en Arqueología. Se le considera en la actualidad
como el principal arqueólogo religioso de la Iglesia Católica y, en realidad, uno de los
principales arqueólogos del mundo —el hombre se detuvo y sus labios se curvaron en
una sonrisa—. Pero hubo una época en la que se dio cuenta de que tenía un
problema… un problema con la bebida.
—Yo no he tenido un problema con la bebida…
—Doce años, nueve meses, dos semanas y tres días —interrumpió su inquisidor.
—Muy bien —aceptó Flannery—. Usted sabe mucho sobre mí. Ahora quiero
saber quién es usted.
—Creo que ya lo sabe, padre Flannery —el hombre señaló el símbolo que estaba
en el mantel—. Después de todo, tratamos de reclutarlo una vez. Lo recuerda, ¿no?
—Sí, lo recuerdo.
—Utilizamos como agente nuestro al padre Leonardo Contardi, pero, ¡lástima!,
Contardi demostró ser… bueno, digámoslo educadamente, ¿inestable? Y temimos
que, por asociación, usted también pudiese mostrarse inestable.
—Ya veo.
—No, no creo que vea. Padre Flannery, les estamos ofreciendo una segunda
oportunidad de unirse a nosotros… de convertirse en miembro de Via Dei.
—¿Y por qué iba a querer hacerlo?
—¿Quién cree que somos, exactamente?
—Una organización secreta, como los templarios.
El inquisidor sonrió.
—¿Conoce usted la canción de los caballeros templarios que marchaban a su
gloriosa cruzada?
Como Flannery no replicara, el hombre comenzó a cantar:

«Vexilla regís prodeunt,


Fulget crucis mysterium,
Qua vita mortem pertulit
Et morta vitam protulit».

—El himno del breviario de Venancio Fortunato —dijo Flannery, después recitó la
traducción:

«Las banderas del Rey aparecen:


resplandece el misterio de la Cruz,
en la que la vida padeció muerte
y con la muerte nos dio vida».

—Respondiendo a su pregunta, padre Flannery, no somos una especie de


caballeros templarios modernos, aunque, en efecto, uno de nuestros miembros más
ilustres, Pedro el Eremita, predicara primero las cruzadas y fuese un mentor de
quienes fundaron la Orden del Temple. Nuestros miembros también prestaron servicio
con las legiones de Constantino y los ejércitos de Carlomagno. Aconsejamos a Juana
de Arco; estuvimos en la batalla de Constantinopla y con los fundadores del Nuevo
Mundo. ¡Ah!, sí, padre Flannery, nuestro movimiento es una orden noble y santa,
iniciada y ordenada por el mismo Jesucristo para proteger la Iglesia y su bendito
nombre.
—¿Usted cree que Via Dei fue fundada personalmente por Jesús?
—Así es.
—He hecho algunas investigaciones por mi cuenta —dijo Flannery—. Sé que Via
Dei fue excomulgada por la Iglesia. ¿Por qué iba a hacer eso la Iglesia si, como dice,
hubiese sido fundada por Jesús?
—Tenemos nuestros enemigos, incluso en el Vaticano.
—¿Es sorprendente que tengan enemigos? A la Iglesia se le echa la culpa de la
Inquisición española, del asesinato de centenares de miles de judíos y musulmanes
durante la Edad Media, la matanza de inocentes en el Nuevo Mundo. Examinados más
de cerca, parece que estos actos fuesen estimulados por un conciliábulo secreto dentro
de la Iglesia. ¿Sería, acaso, Via Dei?
—Si Via Dei parece siniestra, padre Flannery, es solo una máscara… como las que
llevamos nosotros. Llevamos esa máscara con el fin de guardarnos de miradas
entrometidas. Nuestros miembros no son parias de la Iglesia que hayan creado su
propia sociedad dentro del conjunto mayor. De hecho, entre nuestros miembros ha
habido muchos papas que se han sentado en el trono de san Pedro.
—¿Qué quieren de mí? —dijo Flannery con impaciencia.
—Le hemos traído ante este tribunal para ofrecerle un gran honor. Lo admitiremos
hoy mismo en nuestras filas, confiriéndole no solo la categoría de miembro de pleno
derecho, sino el conocimiento de los misterios más profundos de nuestra Madre
Iglesia. Padre Flannery, lleva toda la vida tratando de desvelar estos secretos. Solo los
conocen muy pocos, una elite, incluso dentro de Via Dei. Esto es lo que le ofrecemos.
—¿Por eso me han secuestrado?
—Yo prefiero decir que por eso ha sido traído hasta nosotros.
—¿Los terroristas islamistas recluían a todos sus iniciados? —dijo Flannery con
mordacidad— ¿O solo a mí?
—Tenemos una situación poco habitual y una oportunidad única ahora —replicó
el líder del tribunal—. Como usted sabe, «la miseria pone en contacto a un hombre
con extraños compañeros de cama» y, en nuestra situación actual, digamos que
aliarnos con algunos de estos compañeros de cama contra un mutuo enemigo es
bueno para nuestros intereses.
Había algo en el patrón vocal y en la forma de citar La tempestad de Shakespeare
que sorprendió a Flannery al resultarle familiar, pero no fue capaz de situarlo.
—¿Y quién sería ese enemigo mutuo? —preguntó Flannery.
—Únase a nosotros, padre, y se le darán a conocer todos los secretos.
—¿Cuál es el inconveniente? —preguntó Flannery—. No puede querer que me
una porque yo sea el agraciado. Tiene que haber algún inconveniente, alguna pega.
—¡Ah!, sí, la pega. Bueno, es sencillo… algo que, como miembro de Via Dei,
usted querrá hacer, porque, cuando se le hayan revelado todos los misterios,
comprenderá que lo que le pedimos no es más que el cumplimiento pleno del plan de
Dios.
Dicho esto, se volvió e hizo una seña con la cabeza el hombre que estaba a su
derecha, que miró debajo de la mesa y levantó un objeto pesado. Incluso mientras lo
estaba colocando encima de la mesa, Flannery reconoció que era la urna desenterrada
en Masada.
—Sí, el manuscrito de Dimas bar-Dimas —continuó el líder.
Su sonrisa se endureció y frunció el ceño mientras inclinaba la urna para mostrar
que estaba vacía.
—Hemos llevado a cabo algunas acciones para conseguir el manuscrito, pero, por
desgracia, incluso los mejores planes de Via Dei «gang aft a-gley»[5] y no nos dejan
sino pena y dolor en vez del gozo prometido —dijo, parafraseando el famoso poema
de Robert Burns sobre los planes que se tuercen. Parecía divertido con su juego de
palabras y volvió a sonreír—. Y así, la pega, como lo ha dicho usted de forma tan
elocuente, es que usted nos traiga el manuscrito de Dimas.
—¿Por qué necesitan el manuscrito? —preguntó Flannery—. Cuando nuestra
investigación haya finalizado, su contenido será evaluado por la Iglesia, que
determinará si ha de incluirse o no en el canon de la Biblia. Pero, aunque no se
incluyese, se publicaría todo el texto; los israelíes insisten en ello. De manera que,
dentro o fuera de la Iglesia, tendrán acceso a todo el contenido del manuscrito.
—Eso no basta —replicó el hombre de inmediato. Su tono daba el primer indicio
de irritación—. Es muy apropiado, correcto y nuestra obligación moral ineludible que,
en todo tiempo y lugar, tengamos el control del manuscrito.
Flannery miró con curiosidad al hombre enmascarado, que había utilizado una
expresión tan arcaica. Incluso resultaba más peculiar que la expresión no fuera
católica, sino del Libro de oración común anglicano: It is very meet, right, and our
bounden duty, that we should at all times, and in all places, give thanks unto thee, O
Lord, holy Father, almighty, everlastying God[6]. Era una indicación sutil de que la
influencia de Via Dei trascendía la Iglesia Católica o bien otro ejemplo de la
inclinación del hombre a las alusiones literarias.
De nuevo, eso le recordó a Flannery a alguien a quien conocía pero que no era
capaz de situar. Guardando para sí la observación para recordarla más adelante, se
inclinó más hacia la mesa y preguntó:
—¿Via Dei quiere el manuscrito o evitar solo que el mundo descubra sus secretos?
El portavoz suspiró.
—Muy bien, padre Flannery, voy a decirle algo que nunca ha sido revelado a
nadie ajeno a Via Dei durante los dos mil años de nuestra existencia.
—No —dijo el hombre enmascarado sentado a la izquierda, negando al mismo
tiempo con la cabeza.
El que estaba a la derecha permaneció en silencio, pero puso una mano sobre el
brazo del portavoz a modo de además restrictivo.
—Perdonadme, hermanos —dijo el líder, mirando a cada uno de sus compañeros
—, pero las circunstancias extraordinarias requieren la más extraordinaria de las
medidas.
Los otros dos hombres lo miraron largo rato; después se volvieron a examinar a
Flannery. Primero uno y después el otro asintieron.
—Padre Flannery —dijo el líder tras obtener el consenso del tribunal—, sabemos
que el símbolo, nuestro símbolo, se encuentra en el documento de Dimas. Suponga
que el símbolo de Via Dei fue entregado directamente a Dimas bar-Dimas por el
mismo Jesucristo, que se le apareció a Dimas en el camino de Jerusalén el día
siguiente al de su Resurrección.
—¿Se lo dio a Dimas? —preguntó Flannery.
—Sí.
—¿Eso es lo que le dice su leyenda?
—No es leyenda, señor; ¡es la verdad! —declaró el líder, agudizando notablemente
su tono.
—A veces, es difícil separar la leyenda del dato —contestó Flannery.
—El dato, sí, pero no la verdad. Y, sin duda, padre Flannery, usted es lo bastante
inteligente como para conocer la diferencia entre ambos.
—Sí, conozco la diferencia. Pero, en este caso, la verdad no es suficientemente
buena. Ustedes me piden que les ayude a obtener uno de los documentos más
importantes que se hayan descubierto nunca en la historia de la cristiandad, sabiendo
perfectamente que ustedes niegan al mundo y al conjunto de los cristianos el acceso a
ese documento. Para considerar siquiera esa acción, necesito datos. ¿Qué datos tienen
ustedes?
—Tenemos el dato de que Dimas escribió su evangelio mucho antes que los de
Mateo, Marcos, Lucas, Juan e incluso de cualquiera de las epístolas de Pablo.
Tenemos el dato de que Dimas entregó su manuscrito a su sucesor, Gayo de Efe— so,
que fundó después Via Dei. En consecuencia, el Evangelio de Dimas, por derecho,
nos pertenece. Sin embargo, de alguna manera, al principio de Via Dei, el manuscrito
se perdió y solo nosotros, durante dos mil años, hemos sabido de su existencia y lo
hemos buscado por todas partes.
Mientras Flannery escuchaba, recordó de repente dónde había oído antes aquella
voz.
—¿Qué pruebas tenemos? —prosiguió el hombre— el mismo símbolo de Via Dei.
¿Cree que es una mera coincidencia que un documento del siglo I lleve el mismo
símbolo que nuestra organización considera sagrado desde hace tanto tiempo? ¿No
prueba eso suficientemente que Dimas bar-Dimas es el padre de Via Dei, a través de
su sucesor y fundador nuestro, Gayo de Éfeso, y que su evangelio debe sernos
devuelto con todo derecho?
—Y ustedes quieren que se lo devuelva yo —dijo Flannery.
—Así, estará llevando a cabo una acción de Dios.
—¿Qué me dice del asesinato de Daniel Mazar? ¿Era esa una acción de Dios?
El hombre dudó; era obvio que desconocía que Flannery sabía lo ocurrido en el
laboratorio. Su tono se volvió crispado y defensivo cuando declaró:
—Al profesor lo mataron terroristas palestinos.
—Pero ustedes tienen la urna.
—Sí.
—Si los terroristas mataron al profesor Mazar, ¿cómo es que ustedes tienen la
urna? —presionó Flannery— ¿fue el trabajo de esos extraños compañeros de cama de
los que me hablaba?
—Se… se suponía que no tenía que ocurrir eso —replicó el hombre, cada vez más
incómodo—. Solo buscábamos el manuscrito, no la muerte de nadie.
—Esos compañeros de cama de ustedes no solo mataron a Daniel Mazar, sino a
tres policías israelíes. Cuando ustedes los soltaron, ¿esperaban realmente que la cosa
no llegara a tanto o ustedes se limitaron a lavarse las manos? —cuando el hombre
dudó, Flannery añadió—: ¿Como se lava las manos en relación con tantas cosas en la
Prefettura del Sacri Palazzi Apostolici, padre Sangremano?
El hombre se tambaleó hacia atrás al ser identificado como el P Antonio
Sangremano, uno de los hombres más poderosos de la Prefectura de los Sagrados
Palacios Apostólicos, que administraba los palacios papales, a cuyo frente está el
Secretario de Estado del Vaticano. Recuperando la compostura, comenzó a hablar,
pero fue interrumpido por uno de sus compañeros.
—Michael, chico…
Flannery se volvió sorprendido al hombre de la derecha.
—Dios mío —exclamó, porque también conocía a este sacerdote—. Padre Wester,
¿usted?
Sean Wester, el archivero que había sido amigo de Flannery durante muchos años,
suspiró mientras de quitaba su máscara y la tiraba sobre la mesa, frente a él. Se pasó la
mano por el pelo, después movió la cabeza, casi con tristeza.
—Michael —repitió—. Como a un hijo, te he querido todos estos años. Como a
un hijo.
Capítulo 36

uri Vilnai, levantándose de su sillón en su pequeño y abarrotado despacho


del secreto laboratorio de antigüedades «Catacumbas» de la Universidad
Hebrea, preguntó:
—¿Eso es todo? Me gustaría irme a casa. Ha sido un día… un día
espantoso.

Y Sarah Arad y Preston Lewkis se levantaron de un pequeño sofá


encajado entre los montones de libros que llenaban la estancia. Sarah cerró
su bloc de notas y dijo:
—Sí, debe de haber sido terrible —dio unos golpecitos sobre el bloc—.
Usted le dio todo esto a los investigadores, ¿no?
—Todo, pero me temo que no sea demasiado útil. En realidad, solo los vi un
momento.
—Pero, ¿usted cree que eran palestinos?
Vilnai se encogió de hombros.
—Eso es lo que pensé en ese momento. Eso es lo que les dije a sus investigadores.
—Pero, llevaban máscaras, ¿no?
—Sí, pero alcancé a ver brevemente a uno de ellos cuando se quitaba la máscara
en el coche. Estaba demasiado lejos para verlo bien, pero parecía palestino.
—Bien, y muchas gracias, profesor.
Sarah avanzó hacia la puerta y Preston la siguió al pasillo. Vilnai salió
inmediatamente detrás, cogió su americana y cerró con llave la puerta.
—¿Podemos localizarlo en casa? —preguntó Sarah cuando Vilnai se dio la vuelta
para irse.
—Sí, o en cualquier momento en mi móvil —moviendo la cabeza, musitó—: Esto
es algo terrible. Daniel y yo teníamos nuestras diferencias, pero no hay nadie a quien
respetara más.
Siguió adelante por el pasillo. Se detuvo cuando se acercó al área acordonada en
la que estaba ubicado el laboratorio y después continuó por un pasillo lateral que
rodeaba el escenario del crimen.
—¿Qué piensas? —preguntó Preston a Sarah mientras la seguía hacia la cercana
sala de juntas.
—No estoy convencida.
Cuando entraron en la sala, Sarah echó un vistazo al pasillo; después, cerró la
puerta. En la sala había una mesa ovalada con seis sillas y un pequeño terminal de
ordenador en un lateral, con un teléfono y un fax.
—¿Crees que miente? —dijo Preston cuando se sentaron en un extremo de la
mesa de juntas—. Parecía verdaderamente afectado, y es muy comprensible.
—Quizá no esté mintiendo, pero sí exagerando.
—¿Sobre qué?
—Bueno, está lo de los palestinos, por una parte —replicó.
—¿No crees que fuesen palestinos?
—Lo que no creo es que él no tenga ni idea de si eran o no palestinos —hojeó su
bloc y señaló con el dedo una de las anotaciones—. ¿Recuerdas cuando dijo primero
que los vio en el aparcamiento?
—Sí.
—Vio a tres hombres; los dos primeros llevaban armas de fuego y él se acurrucó
en el asiento para que no lo viesen. Esperó hasta que se marcharon antes de volver a
sentarse.
—Pero también dijo que miró hacia atrás y vio a uno de ellos quitándose la
máscara. ¿No es razonable?
—Lo mencionó más tarde, cuando lo presioné acerca de su nacionalidad —
tamborileó con los dedos en el bloc—. No sé… me parece que no me cuadra. Su
primer relato tiene más sentido. Ahí parece un tipo que se acurruca y no mueve un
músculo hasta estar seguro de que se han marchado. Lo de la máscara… bueno, me
parece una excusa, una explicación a posteriori de por qué pensó que eran palestinos.
—O sea, que tú crees que está mintiendo.
—No necesariamente. La mayoría de los israelíes, si ven a unos hombres
enmascarados con armas y después encuentran un laboratorio acribillado a tiros,
sacan la conclusión de que se trata de palestinos. Quizá a Yuri le haya pasado lo
mismo y después se haya inventado o incluso haya imaginado que vio a uno de ellos
para justificar ese prejuicio, no solo ante la policía, sino ante sí mismo —hizo una
pausa, negando con la cabeza; después continuó—: ¿Es fácil saber si un individuo es
palestino, sobre todo si lo has visto fugazmente y a distancia? Si vistes a un grupo de
israelíes semíticos y de árabes con la misma ropa y los pones en una rueda de
reconocimiento, no hay mucha gente que los distinga.
—¿Qué otra cosa podrían haber sido?
—Eso es lo que me estoy preguntando —levantó un dedo—. Un minuto… quiero
comprobar algo.
Sarah abrió su teléfono móvil. Empezó a marcar, después lo cerró de nuevo.
—Aquí dentro no hay cobertura.
—Hay un teléfono —Preston señaló el terminal.
—Exacto —ella se acercó a la mesa pequeña. Levantó el receptor, pulsó un
número y esperó. Tras unas pocas señales de llamada, alguien cogió el teléfono y dijo:
—Roberta Greene.
—Roberta, soy Sarah. Estoy en el laboratorio de la universidad. Estaba
preguntándome…
—¿Sarah? —interrumpió la mujer—. He estado tratando de ponerme en contacto
contigo.
—Aquí no funciona mi móvil —explicó Sarah—. ¿Qué ocurre?
—Es sobre el Mercedes.
—¿El coche que me perseguía? ¿Encontrasteis algo de la placa de matrícula?
—Solo hay tres Mercedes con una placa que empiece por «AL9». Pude reducirlo a
uno y fue robado horas antes del choque, pero hay algo más.
—¿Qué?
—Un minuto.
Sarah oyó que su colega revolvía algunos papeles.
—Hay dos investigadores asignados a este caso —dijo Roberta—. Déjame ver,
uno se llama Steinberg y el otro, lo mencionan aquí en alguna parte…
—Gelb, Bruce Gelb —dijo Sarah.
—Eso es. Bueno, me salté un poco el protocolo y le pedí a un amigo del cuartel
general de la policía que comprobara sus expedientes. Así dimos con la placa de
matrícula completa, que coincidía con la del Mercedes robado. Pero aún hay más.
—¿Qué? —dijo Sarah con impaciencia mientras oía más movimiento de papeles.
—Aquí está —dijo Roberta—. Perdona, tengo la mesa llena de papeles.
—¿Qué es, Roberta? —insistió Sarah.
—Cuando se entrevistaron contigo, ¿mencionaron un anillo?
—No. ¿Qué clase de anillo?
—Uno muy curioso. Fue encontrado en una de las víctimas, el conductor del
Mercedes, y gracias a él pudimos identificar al hombre. Veamos… sí, aquí está: Javier
Murillo, de origen hispanomarroquí.
—¿Musulmán? —preguntó Sarah.
—No, católico… al menos era. Hace diez años se produjo algún tipo de escándalo
y fue excomulgado.
—¿Puedes enviarme los detalles por fax?
—Sí, y te envío una foto del anillo. ¿Cuál es el número de fax?
Sarah vio que el fax estaba conectado al teléfono y no tenía una línea específica.
Le dio a Roberta el número de teléfono y le dijo:
—Tengo que colgar para recibir el fax.
—Muy bien. Te lo envío ahora mismo. Vuelve a llamarme si me necesitas para
algo más.
—Gracias, Roberta —colgó el teléfono.
—¿Qué es? —preguntó Preston, acercándose y quedándose de pie detrás de
Sarah.
—Quizá nada. Lo sabremos en un momento.
El teléfono sonó y Sarah pulsó el botón de recepción del fax. Pronto empezó a
aparecer el papel en la bandeja de salida. Ambos lo miraban cuando apareció la
imagen en primer plano de un anillo. En cuanto el papel terminó de salir, Sarah lo
cogió y lo levantó delante de ellos. El anillo se parecía mucho a un anillo de
graduación escolar, con una gran piedra negra que llevaba grabados un sello y unas
letras.
—¿Qué es eso? —preguntó ella, señalando la estilizada inscripción que rodeaba el
sello.
Preston le cogió el papel y pasó los dedos por las letras mientras entonaba:
—In Nomine Patris.
—¿En el nombre del Padre? —tradujo Sarah lo que había dicho, en tono
interrogativo.
Preston asintió.
—¿Y el sello? —preguntó ella, señalando la imagen de unas llaves cruzadas con
una corona encima.
—¿Dónde conseguiste esto? —preguntó él.
—¿Por qué? ¿Qué es?
—No estoy seguro, pero creo que es el sello del Vaticano.
Sarah lo miró más detenidamente y vio que, en efecto, la corona era la tiara
Triregnum del Papa, con las llaves que representan las que entregara Jesús a Pedro.
—¿Quién tendría un anillo como este? —preguntó Sarah.
—Desde luego, los palestinos no —replicó Preston, afirmando lo evidente—. Pero
hay alguien que podría saberlo.
—El padre Flannery.
—Sí —Preston miró su reloj—. En realidad, tenía que estar aquí ya. Le llamé hace
unas horas para decirle lo de Daniel. Déjame ver qué es lo que le retrasa tanto —y
marcó el número del móvil de Michael Flannery. Mientras esperaba una respuesta,
miró a Sarah—. ¿Hay alguna conexión entre este anillo y la muerte de Daniel?
—Puede que sí. No estoy segura.
—Sarah, cuando estabas hablando con esa mujer, Roberta, dijiste algo de un
coche que te perseguía. ¿Tiene relación con este anillo o con el ataque al laboratorio?
—Después te cuento todo —hizo un gesto señalando el teléfono.
Preston se encogió de hombros.
—Todavía está haciendo llamada. O está fuera de cobertura o no contesta —
esperó más tiempo; después colgó el teléfono.
—¿Cuánto tiempo hace que lo llamaste?
—Tres, quizá cuatro horas. Estaba un poco más al Norte de Ein Gedi, en la
carretera 90.
—No me gusta esto —musitó Sarah frunciendo el ceño. Volvió a llamar a su
oficina y, cuando contestó Roberta, le dijo—: Soy Sarah de nuevo. Necesito que me
localicen inmediatamente al padre Michael Flannery. Investigad qué coche alquiló y
alertad a la policía de que se le vio por última vez en la carretera 90, inmediatamente al
Norte de Ein Gedi.
Le dio algunos detalles más a su colega y finalizó la llamada.
—Vamos —le dijo a Preston, haciéndolo salir de la sala—. Hay otra cosa que
quiero probar.
Sarah lo condujo hasta donde estaba aparcado su Mini Cooper. Abrió el maletero
y recogió su pequeño ordenador portátil Sony VAIO; después indicó a Preston que
subiera al coche. Ella se sentó en el asiento del conductor y, dejando abierta su puerta,
abrió el portátil. Después, lo arrancó, abrió un programa, escribió su clave y empezó a
pulsar una serie de números.
—Tú no estás viendo lo que estoy haciendo ahora —dijo ella con indiferencia.
—¿Qué quieres decir?
—Esto está clasificado, pero confío en que olvides lo que veas.
—No entiendo…
—Aquí —giró el ordenador hacia Preston.
—¿Un mapa?
—Ahí está Ein Gedi —ella señaló un punto en el mapa, indicando el oasis en el
que el rey Salomón compuso el Cantar de los Cantares— Y esta es la carretera 90.
Su dedo siguió una línea roja a lo largo de la carretera, siguiendo después por una
carretera lateral. Cuando iba a salirse de la pantalla, tocó las teclas de flechas para
mover el mapa y dejarlo otra vez a la vista. La línea roja serpenteaba hacia el Este y el
Oeste, moviéndose despacio hacia el Norte, a Jerusalén. Donde se detenía la línea, ella
pulsó varias veces una de las teclas de función, ampliando la imagen del lugar.
—Ahí es donde está el padre Flannery o, al menos, donde estaba hace una hora
más o menos. Y la línea roja es la ruta que ha seguido hasta allí.
Preston la miró incrédulo.
—¿Cómo lo sabes?
—Eso no importa ahora. La cuestión es que tenemos que descubrir lo que está
haciendo… y por qué no puedo seguirlo durante la última hora.
—¿Dónde está esto? —preguntó Preston, tocando la pantalla en el punto en el que
terminaba la línea roja.
—Jerusalén Este —le pasó el portátil—. Puedes navegar —dijo ella, cerrando su
puerta y arrancando el motor. Un momento después, salían del aparcamiento y se
encaminaban al este de Jerusalén a través de la ciudad.
Capítulo 37

l padre Michael Flannery miraba con asombrada incredulidad al hombre que


acababa de profesarle un amor de padre.
—¿Usted, padre? —musitó, negando con la cabeza—. Usted, de entre
todas las personas, ¿forma parte de esto… del asesinato del profesor Mazar y
de aquellos policías israelíes?

E —Nosotros no planeamos eso —replicó el P. Sean Wes— ter—. Solo


pedimos que recuperaran el manuscrito. El pecado de asesinato recae sobre
ellos, no sobre nosotros.
—Pero, sin duda, sabían que ocurriría. ¿Palestinos, ejecutando un asalto
en Israel?
—No podíamos hacer nada —dijo Wester—. A veces, hay que emprender
acciones contundentes en aras de un bien mayor.
—¿Y cuál es el bien mayor, robar un evangelio de nuestro Señor para negárselo al
mundo? ¿Usted, Sean, un hombre que ama el saber? ¿No se da cuenta de que este
documento, si se autentica, puede llevar a Cristo a muchos millones de personas más?
—El mayor bien es proteger a la Madre Iglesia de judíos, musulmanes, científicos,
humanistas, periodistas, políticos y críticos… incluso de los llamados evangélicos, que
deforman y pervierten las enseñanzas de la única Iglesia auténtica.
—No ataque a los evangélicos por su celo al adorar al Señor —dijo Flannery—.
Al contrario, tenemos que felicitarnos por poder contarlos como hermanas y
hermanos nuestros en Cristo. Y recuerde también que nuestro Señor mismo era judío.
—Ha llegado el momento, Michael, chico —declaró Wester—. ¿De qué parte estás,
con la Santa Iglesia Católica Romana y Via Dei, un instrumento para su protección,
creado y ordenado por el mismo Jesucristo, o con los enemigos de la Iglesia?
Flannery movió la cabeza.
—No me considero enemigo de la Iglesia.
—Entonces, ¿nos conducirás hasta lo que en justicia es nuestro, el sagrado
manuscrito de Dimas bar-Dimas?
—No sé dónde está.
—Estás mintiendo, padre Flannery —dijo el líder del tribunal oculto tras la
máscara—. Has formado parte de su equipo desde el primer momento. Has visto el
manuscrito; lo has tocado, olido, leído. ¿No ves?… Tú has conseguido ya algo que
generaciones de miembros de nuestra organización no han podido realizar. Por eso te
consideramos digno de ingresar en el nivel más profundo de Via Dei.
—Sí, he hecho todas esas cosas —admitió Flannery—. Pero el manuscrito sigue
siendo propiedad de los israelíes. Después de nuestra inspección inicial, solo hemos
tenido acceso a fotocopias. El manuscrito ha sido guardado en una cámara acorazada
con la urna y, si no estaba allí cuando sus agentes asaltaron el laboratorio, no tengo ni
idea de dónde pueda estar ahora. O quizá esos compañeros de cama de ustedes lo
encontraran pero no se lo hayan entregado.
—Dime, Michael —dijo Wester. Puso las palmas de las manos sobre la mesa y se
inclinó hacia Flannery—, y es la verdad lo que quiero y espero de un viejo amigo. Si
supieras dónde está el manuscrito, y entiendo que no lo sabes, pero si lo supieses,
¿estarías dispuesto a decírnoslo?
—De ninguna manera —respondió Flannery con rotundidad.
Wester se arrellanó en su sillón; sus ojos manifestaban una pena y un pesar
intensos.
—Me lo temía —miró a los otros dos—. Hemos hecho lo que hemos podido. No
conseguiremos más del padre Flannery.
El hombre que estaba en el medio se quitó entonces la máscara, confirmando que
era el P. Antonio Sangremano, primer secretario del subprefecto de la Prefettura dei
Sacri Palazzi Apostolici, un poderoso hombre del Vaticano conocido por sembrar de
citas su expresión hablada.
El tercer inquisidor también se quitó su máscara y Flannery lo reconoció como
Boyd Kern, un jurista estadounidense que prestaba servicio como letrado del
Inquisidor del Tribunal de la Prefectura. Como Sangremano, Kern tenía una posición
muy elevada en la jerarquía de la Iglesia.
Mientras Flannery dirigía la mirada de un hombre a otro, se dio cuenta de repente
de que, indudablemente, era el único individuo no perteneciente a Via Dei que podía
identificar a estos tres hombres como miembros clave de una organización que,
durante dos mil años, había llegado muy lejos para guardar su secreto.
—De aquí no voy a salir vivo, ¿no? —dijo Flannery sin el menor indicio de miedo
ni de súplica en su voz. En cambio, demostró una tranquila aceptación de su suerte.
—Lo siento, Michael —replicó el padre Wester.
—Dígame una cosa. Hasta qué nivel llega esto… en el Vaticano, me refiero.
—¿El Vaticano? —preguntó Wester, momentáneamente confuso—. ¿Crees que
todo esto depende del Vaticano? No comprendes Via Dei… evidentemente no. El
Vaticano no es más que un aparato completamente secundario. Un medio. Via Dei es
el fin, el alfa y la omega.
—Dígame, Sean, ¿es usted el que me va a matar?
—El padre Wester ya está sometido a bastante tensión. —Intervino Sangremano
—. No aumente esa tensión suplicando por su vida.
—No tengo la menor intención de hacerlo —declaró Flannery.
—Ese es su mérito y confirma por qué sería una valiosa adquisición para Via Dei.
Esta es su última oportunidad. ¿Va a ayudarnos?
—«Lo que vas a hacer, hazlo enseguida» —dijo Flannery, utilizando las palabras
que Jesús había pronunciado al mandar a Judas que lo entregara a la muerte.
Sangremano levantó la mano, extendió el pulgar y otros dos dedos y trazó una
cruz en el aire.
—In Nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti. Amen —entonó—. Que Dios se
apiade de tu alma.
Se volvió hacia la puerta que llevaba al pasillo de entrada y dio tres palmadas. En
respuesta, se oyó una sola palmada, más nítida y más fuerte.
Sangremano dio otra palmada y gritó:
—¡Entre!
Le respondió una ráfaga de detonaciones y, en esta ocasión, Flannery se dio cuenta
de que no eran palmadas, sino el inconfundible sonido de disparos y el eco producido
por las catacumbas. Volvió la mirada a Sangremano y, al ver la expresión de sorpresa
e inquietud, supo que eso no lo esperaba.
—¡Padre Flannery! ¡Agáchese! —era la voz de una mujer procedente de fuera de
la cámara.
Con la elasticidad atlética que le había hecho un buen corredor en su juventud,
Flannery se tiró de la silla y rodó detrás del osario de Schlom-zion. Una bala rebotó en
la pared y alcanzó detrás de donde estaba y se giró para ver que Sangre— mano había
sacado un revólver debajo de su túnica y estaba blandiéndolo como un loco. Flannery
se agachó para evitar otro tiro; después vio que el padre Wester había saltado frente a
Sangremano y luchaba con él para hacerse con el arma. Hubo una detonación sorda y
el cuerpo de Wester se sacudió, cayendo hacia atrás. Se desplomó, mientras sus manos
sin vida soltaban el brazo del otro hombre.
Alguien apareció en la puerta y Sangremano disparó, obligando a la persona a
echarse atrás. La bala siguiente fue directa al pecho de Boyd Kern y, mientras una
mancha rojo carmesí se extendía por la parte delantera de sus vestiduras blancas como
la nieve, caía sobre sus rodillas, sus labios marcaban en silencio las palabras ¿Por
qué?, al tiempo que caía boca abajo sobre el suelo de piedra, con un brazo señalando
a su asesino. Pero Sangremano ya se había escapado, tras arrebatar una antorcha de la
pared y desaparecer por un pequeño pasadizo al fondo de la estancia.
Los disparos continuaron durante unos segundos más; después, se produjo un
silencio inquietante que parecía sonar en los oídos de Flannery mientras salía de detrás
del osario y veía las sombras deformadas, producidas por las antorchas, de alguien
que entraba en la cámara. Comprendiendo que podía tratarse de uno de los hombres
contratados por Sangremano, adoptó una postura fetal para quedar fuera de su vista.
—¿Padre Flannery? ¿Está usted ahí?
Era la misma voz que le había avisado antes y Flannery miró asomándose tras el
sepulcro de piedra, para ver a Sarah Arad que entraba en la sala, con los brazos
extendidos, pistola en mano. Al ver los dos cuerpos, Sarah se movió con cautela hacia
ellos.
—Están muertos —dijo Flannery, poniéndose en pie.
Reaccionando rápidamente, Sarah apuntó la pistola hacia él.
—¡Soy yo! —gritó Flannery, levantando las manos.
Con una sonrisa nerviosa, bajó el arma.
—¿Hay alguien más?
—Otro, pero escapó por ahí —Flannery señaló hacia el fondo de la estancia.
Antorcha en mano, Sarah se inclinó hacia la abertura de la pared. Desapareció un
minuto antes de volver.
—Ha escapado. Ese pasadizo pasa bajo la ciudad y tiene cien o más salidas —se
encaminó a la puerta de entrada y dijo en el pasillo—: ¡Preston, vía libre!
Un momento después, Preston Lewkis entraba en la cámara. También llevaba un
arma, un subfusil AK-47.
—¿Dónde lo has encontrado? —preguntó Sarah.
—De uno de los guardias —replicó; después corrió hacia su amigo—. Michael,
¿estás bien?
—Sí, sí —dijo Flannery; después preguntó a Sarah—: ¿Dónde está la policía?
—Yo soy la policía —dijo Sarah.
—¿Tú sola? Parecía que hubiese todo un destacamento ahí fuera.
—Créelo, Michael —dijo Preston—. Sarah es soldado, arqueóloga, y agente
secreta, todo en una.
Un poco violenta y con ganas de cambiar de tema, Sarah dijo:
—Padre Flannery, había cuatro guardias palestinos, dos fuera de las catacumbas y
dos en el pasillo de entrada. ¿Sabe si había más, además de estos dos y el que dice que
ha escapado?
—Estos hombres no son palestinos —replicó Flannery, señalando los dos cuerpos.
—Y no estoy muy seguro con respecto a esos guardias —dijo Preston.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Sarah.
—Cuando le estaba cogiendo esta arma, me fijé en el aspecto del sujeto. Parece
europeo, mediterráneo quizá, y llevaba el mismo anillo que aparecía en la foto.
—¿Qué anillo? —preguntó Flannery.
Sarah miró a los dos hombres muertos.
—Son del Vaticano, ¿no? —preguntó, y Flannery asintió—. Algunos de los otros
llevaban un anillo que lleva el sello del Vaticano. Puede que quisieran hacernos creer
que eran palestinos, pero dudo que lo fuera ninguno de ellos.
Preston se acercó a la mesa y pasó la mano por el símbolo bordado en el mantel.
—Es como el del manuscrito.
—No exactamente —dijo Sarah, acercándose a examinarlo—. Este está rematado
con un círculo, como un anj. El símbolo de Dimas tiene una luna en creciente con las
puntas hacia arriba.
—Así es —dijo Flannery—. Este es el símbolo de Via Dei, un grupo muy secreto,
muy peligroso, dentro de la Iglesia Católica, aunque ellos no están exactamente en la
Iglesia.
—Sí, Via Dei —replicó Preston—. Tú los mencionaste cuando viste por primera
vez el manuscrito. Pensé que eran de la Edad Media. ¿Todavía existen?
—Aparentemente sí. Ellos se presentan como protectores de la cristiandad y de la
Iglesia, pero sus excesos de celo los ha llevado a entrar en colisión con los principios
de la Iglesia y fueron excomulgados hace más de cien años. Ahora, se mueven en un
secreto aún mayor y, entre ellos, hay varios pesos pesados del Vaticano —señaló los
dos cuerpos.
—¿Qué estaban haciendo aquí? —preguntó Sarah—. ¿Y qué querían de usted?
—Estaban tratando de conseguir el manuscrito de Di— mas, que creen que en
derecho les pertenece.
—Entonces, el símbolo del manuscrito está relacionado con este, ¿no?
—Ellos creen que sí —le dijo Flannery—. Pero su símbolo, como su organización,
es una perversión de la verdad.
—¿Y cuál es la verdad? —preguntó Preston.
—Eso, amigo mío, es lo que he estado tratando de descubrir.
—¿Sabe quiénes son? —preguntó Sarah, señalando a los muertos.
Flannery no estaba seguro de si debía revelar todo lo que sabía, pero tenía claro
que no debía interferirse en una investigación de asesinato.
—Sí, conocía a los tres, especialmente al padre Sean Wester —se arrodilló al lado
del cuerpo del archivero del Vaticano y rezó por su antiguo amigo.
—Puede hablarnos de ellos mientras regresamos a la ciudad —dijo Sarah cuando
Flannery terminó su oración.
El sacerdote se levantó.
—Me habéis salvado la vida, ¿sabéis? Acababan de ordenar mi muerte cuando
llegasteis.
—Esa es nuestra Sarah —dijo Preston—. Como todos los buenos rescatadores, ha
llegado en el momento preciso. Solo ha faltado el clarín tocando «A la carga».
Flannery se rió y se percató de lo que podía dar de sí una nota de humor, dadas las
circunstancias.
—Sí, he visto esas películas americanas con John Wayne y la Caballería de
Estados Unidos, pero dime, Preston, ¿cómo me encontrasteis?
Preston iba a responder, pero Sarah lo cortó, diciendo:
—Primero, responda a esto: usted fue secuestrado cerca de Ein Gedi, ¿no es así?
—¿Cómo lo ha sabido?
—Lo seguí por satélite y nadie hubiera seguido voluntariamente la ruta que lo trajo
aquí.
—¿Satélite? ¿Cómo es eso?
—No debería revelar esto, pero supongo que tiene derecho a saberlo. Usted
todavía tiene la tarjeta de identificación de seguridad que le dio Preston durante su
primera visita a Masada, ¿no?
—La tengo en el bolsillo.
—Lleva un microchip —declaro ella—. No solo permite que nuestros escáneres y
el personal de seguridad lo identifiquen, sino que podemos seguirlo por los satélites
del GPS.
—¿Supieron dónde estaba en todo momento?
—No se preocupe… no es algo que compruebe normalmente y se requiere un
permiso especial de acceso, pero, cuando nos dimos cuenta de que faltaba usted, pude
seguir sus movimientos durante varias horas, hasta que se perdió la pista no lejos de
aquí.
¿Se perdió? —sacó la tarjeta del bolsillo y la mostró—. Pero todavía la llevo.
—El satélite no puede seguirla aquí abajo, en las catacumbas. Lo seguimos hasta la
entrada y eso fue suficiente para imaginarnos dónde estaba.
—Asombroso —dijo Flannery mirando con más atención la tarjeta de
identificación—. Verdaderamente asombroso.
Preston sonrió.
—Sí. Puedes decir que, allí arriba, alguien velaba por ti.
Capítulo 38

oma ardió durante nueve días. Dos tercios de la ciudad quedaron destruidos
y solo cuatro de los catorce barrios de Roma salieron indemnes. La
devastación fue completa en tres barrios; los otros siete quedaron reducidos
a unas pocas ruinas abrasadas y destrozadas. El palacio de Nerón se
transformó en una masa carbonizada y todos los tesoros artísticos se

R perdieron para siempre.


Miles de personas sufrieron quemaduras fuera de sus hogares y
perdieron todo lo que poseían. Durante cierto tiempo, pocas diferencias
hubo entre los más ricos de Roma, los ciudadanos más poderosos, y los
menos privilegiados y pobres, porque todos se alojaban en refugios construidos
apresuradamente fuera de la ciudad.
Marcela y Rufino Tácito fueron más afortunados que muchos, porque tenían otro
lugar al que ir. Los padres de Marcela tenían una villa en la Campaña, a las afueras de
Roma, y, a su fallecimiento, la propiedad había pasado a ella. Debido al incendio,
Marcela había partido a regañadientes con Tibro y acompañado a su esposo a la villa,
dando por supuesto que Rufino no continuaría con sus amenazas contra el hombre
que creía que era Dimas bar-Dimas.
Incluso antes de que se apagaran las últimas brasas, ya corrían rumores de que el
emperador Nerón había ordenado que prendieran fuego a la ciudad para destruir los
barrios bajos y poder reconstruirlos en un estilo griego aún más grandioso, pero que
el fuego controlado que había planeado se le fue de las manos. Había quienes
contaban incluso que se le había visto en la cumbre del Palatino, tocando la lira
mientras las llamas devoraban la ciudad.
Aunque era cierto que Nerón quería poner en práctica un ambicioso programa de
reconstrucción, era poco probable que lo hubiese iniciado de un modo tan
imprudente. Ni siquiera estaba en Roma cuando comenzó el fuego, aunque regresó
rápidamente de su palacio de Anzio, recorrió la ciudad durante la primera noche, sin
esperar siquiera a que lo acompañara su guardia personal. Dirigió los trabajos para
sofocar el fuego y se encargó personalmente de rescatar a algunos ciudadanos. A
pesar de ello, los rumores de que era el artífice del fuego eran tan persistentes y la ira
tan palpable que algunos de sus partidarios empezaron a temer por su seguridad y por
la de ellos mismos.
Rufino era un decidido defensor de Nerón, no tanto por estar de acuerdo con sus
políticas o por el aprecio de sus talentos artísticos, sino porque creía que su propio
poder dependía de que el emperador se mantuviese en el trono. Había otros que
compartían la idea de Rufino y, aquel día, dos de ellos, Casio Avito y Séneca Fabio,
habían ido a la villa a comentar la situación. Marcela no participaba en la
conversación, sino que estaba sentada a un lado, bordando una funda de almohada,
mientras escuchaba su conversación.
—No creo que haya sido Nerón —declaró Séneca—. Estoy convencido de que
han sido los judíos. Sus comerciantes ya se benefician de la reconstrucción.
—Los judíos no. Han sido los cristianos —dijo Casio.
—¿Por qué dices eso?
—Se oponen directamente a las antiguas prácticas sociales y religiosas de nuestra
sociedad. Creo que son nuestros enemigos jurados, y pocos de ellos han perdido sus
casas.
—¿Pero no son lo mismo los judíos y los cristianos?
—De ninguna manera. Los judíos han vivido entre nosotros durante siglos y,
cuando surge algo asqueroso y degradado, se lo guardan para ellos y solo causan
problemas en sus propias zonas. Los nuevos cristianos, por su parte, tratan de
convertirnos a su causa y, siento decirlo, pero muchos ciudadanos han profesado su
fe, convirtiéndose en traidores a Roma.
—Y, sin embargo, el jefe del culto, el llamado Jesús, que fue crucificado hace
muchos años, era judío, ¿no? —preguntó Séneca.
—Lo era, pero los judíos lo repudiaron y pidieron su muerte —explicó Casio—.
No, no se quieren demasiado los cristianos y los judíos.
—Lo que no comprendo es cómo puede haber un culto que sigue a un jefe que
está muerto.
—Los cristianos creen que este Jesús resucitó de entre los muertos —dijo Rufino,
interviniendo en la conversación—. ¿No es así, Marcela? —rápidamente, añadió—:
Mi mujer no es cristiana, pero tuvo tratos con ellos durante una desagradable
experiencia en Éfeso.
—¿Resucitó de entre los muertos? —dijo Casio, en tono burlón. Séneca y él se
rieron, pero Rufino no dio muestra alguna de humor al volverse hacia Marcela.
—Esa es la creencia cristiana —dijo ella en voz baja sin levantar la vista de su
labor.
—O sea, ¿dices que estos cristianos adoran a un espíritu —dijo Séneca— y que ni
siquiera es el espíritu de uno de los dioses, sino el espíritu de un judío crucificado?
—¿Qué dices tú, Marcela? —le preguntó su esposo—. ¿Jesús, el judío, es una
aparición?
—Quienes lo vieron dicen que no era un espíritu, sino que se les apareció en
carne y hueso —dijo Marcela.
Casio soltó una carcajada.
—Hablas como si, en realidad, creyeras que hubo gente que lo vio —como
Marcela no contestara, miró a Rufino con auténtica desconfianza—. Tu mujer está
muy versada en la doctrina cristiana. ¿Cuál fue la experiencia desagradable que le
aportó esos conocimientos?
—Uno de sus amigos de la infancia, Marco Antonio, era centurión de mi guardia
personal cuando yo era gobernador en Éfeso. Se hizo cristiano y Marcela, con mi
permiso, por supuesto, trató de convencerlo de su error.
—¿Que un centurión se hizo cristiano? —dijo Séneca—. ¿Sigue siendo soldado
romano?
Rufino negó con la cabeza.
—Se obstinó y rechazó mi oferta de gracia si se arrepentía y repudiaba a este
Jesús. Al final, mi tribunal lo sentenció a muerte, pero se las arregló para escapar. Al
menos, ya no deshonra al imperio como centurión. Durante muchos años no supe de
él, pero mi esposa ha podido descubrir que se casó con una puta efesia y vive
cultivando higos en Dalmacia.
—¿Dalmacia? —se rio por lo bajo Séneca—. Tendrían que ejecutarlo.
Casio miró con curiosidad a Marcela.
—¿Y cómo sabe estas cosas?
—No entiendes a mi mujer —Rufino forzó una sonrisa—. Ella es demasiado
tolerante y bondadosa. Yo le he aconsejado precaución, pero ella no distingue entre
romanos, cristianos y judíos en lo tocante a hacer amigos.
—No hay ninguna ley que prohíba conocer a cristianos —dijo Marcela,
manteniendo la vista y la voz bajas.
—Querida esposa, ¿tendrías la bondad de dejarnos? —dijo Rufino con una
ternura fingida—. Estas conversaciones sobre religión y política son indecorosas para
una mujer.
—Como desees —contestó ella. Se levantó, dirigió una ligera inclinación de
cabeza a los tres hombres y salió de la sala.
Casio empezó a hablar, pero Rufino levantó la mano, haciéndole una seña para
que esperara hasta que estuviesen solos.
Un minuto después, Marcela estaba sentada en una salita de la segunda planta.
Poco después de trasladarse a la villa, descubrió que el sistema de chimeneas que se
utilizaba para transferir el calor de una habitación a otra también transmitía las voces.
Esta sala, en concreto, estaba directamente encima de donde su esposo recibía a sus
invitados, por lo que no tenía ningún problema para oír su conversación.
—¿Crees prudente permitirle a tu esposa que mantenga contactos con los
cristianos? —decía Casio, en un tono que manifestaba preocupación y desaprobación.
—¿Permitirle? —replicó Rufino—. No solo se lo permito, sino que la animo a
ello.
—¿Y por qué?
—Porque me sirve para mis fines. Tú lo has dicho en muchas ocasiones, Casio.
Hay que conocer al enemigo… o al enemigo potencial. ¿Crees que no veo la amenaza
que suponen estos cristianos? Pero también veo su utilidad, igual que veo la utilidad
de permitir a mi mujer que mantenga el contacto con ellos, como tú dices, y que me
informe de lo que descubra.
—Entonces, ¿ella es tu espía? —preguntó Séneca.
Rufino sonrió.
—Involuntaria. Es demasiado delicada para hacer de espía. Pero, como le encanta
charlar y yo la animo a que hable de las costumbres y acciones de los cristianos, los
judíos y toda la gente de la que se hace amiga. Como a ella le encanta decir, no hay
ninguna ley que prohíba conocer a cristianos ni convertirse en uno de ellos.
—¿Podría haberse convertido…?
—Por todos los dioses, no —declaró Rufino—. A ella le divierten las gentes que
son diferentes, eso es todo. En cuanto a la devoción de Marcela hacia los dioses,
cumple con todos los ritos necesarios. Es especialmente devota de Apolo y le reza a
diario.
En el piso de arriba, Marcela sonrió ante la mención de Apolo de su marido. Con
frecuencia, cuando Rufino la había encontrado en oración, ella le explicaba que estaba
adorando al Dios Hijo, a sabiendas de que él lo interpretaría como el dios sol:
Apolo[7].
—Harías bien en vigilarla de cerca —le advirtió Casio—. Los cristianos son muy
peligrosos y, perdona que te lo diga, tu mujer me parece muy impresionable.
—¿No lo son todas las esposas? —replicó Rufino con una media carcajada—.
Pero toda esta conversación sobre los cristianos me ha dado una idea. Si podemos
convencer a los buenos ciudadanos de Roma de que los cristianos comenzaron el
fuego, su cólera contra Nerón se calmará.
—¿Cómo vamos a hacer eso? —preguntó Séneca.
—Haciendo que Nerón diga que ha investigado la causa del incendio y ha
determinado que es obra de los cristianos.
Después, habrá que hacerle aprobar una ley que declare que ser cristiano es un
delito contra el estado.
—¿Estaría de acuerdo Nerón con una cosa así? —preguntó Casio.
—Hará cualquier cosa que crea que le beneficia —dijo Séneca.
—Esto le beneficiaría mucho y creo que podríamos convencerlo de ello, si
tenemos un modo de hacerlo llegar a sus oídos —dijo Rufino.
—Quizá yo pueda hablar con Laelio —indicó Séneca—. El también es músico y
goza de la confianza de Nerón.
—Bien, bien —sonrió burlonamente Rufino—. Dile a Laelio que debe convencer
a Nerón de que lance una campaña contra los cristianos. Hay que echarles la culpa del
incendio y de cualquier otro mal que nos haya ocurrido. Deben ser detenidos y
encarcelados, y todos sus dirigentes, ejecutados.
Arriba, Marcela dio un grito ahogado, llevándose la mano a la boca para que no la
oyesen.
—¿Estás seguro de que esto funcionará? —dijo Casio dudando—. No podemos
presentar pruebas de que los cristianos estuviesen implicados de alguna manera y
Nerón les ha permitido vivir en libertad entre nosotros. Quizá no quiera perseguirlos.
Rufino lanzó una carcajada.
—Cuando Nerón se temió que hubiera una conspiración contra él, mató a su
propia madre. Mató también a su esposa y a su hermano. Si se percata de que la mejor
manera de conservar su trono es declarar a los cristianos fuera de la ley, no dudará en
hacerlo.
—Quizá —convino Casio—. Y si fuésemos los únicos que le damos una forma de
solucionar su problema, gozaremos de su favor para siempre —se volvió hacia
Séneca—. Rufino tiene razón; debes hablar con Laelio.
—En seguida —dijo Séneca.
Marcela oyó moverse una silla y unas pisadas mientras Séneca se acercaba a la
puerta.
—Te acompaño —dijo Casio, apartando su silla y siguiéndolo.
—Séneca —dijo Rufino—, ¿le dirás al emperador que fue idea mía?
—Por supuesto.
—Dile también que le entregaré personalmente a uno de los dirigentes cristianos,
de nombre Dimas bar-Dimas. Eso fortalecerá nuestra posición ante Nerón.
Cuando las pisadas se desvanecieron, Marcela se levantó y se encaminó a su
habitación sin hacer ruido. Se dejó caer frente a la mesita que servía de altar
improvisado y contuvo las lágrimas que brotaban en su interior. Aunque sabía que sus
amigos cristianos no tenían nada que ver con el incendio, no dudaba que fuera fácil
convencer de lo contrario a otros, incluido Nerón. Corrían un riesgo especial porque
la mayoría se habían afincado en el barrio del Trastevere, que había salido en gran
medida indemne de la terrible experiencia. Si esto podía haber sido una bendición de
Dios, también se debía a que el Trastevere estaba separado de la ciudad por el río
Tíber, que había servido de cortafuegos. Pero sería fácil persuadir a las masas
supersticiosas de que la buena fortuna de los cristianos era prueba de su culpabilidad.
Marcela juntó las manos y cerró los ojos mientras repetía una y otra vez la oración
de su Señor: «Hágase tu voluntad. Hágase tu voluntad».
Esa noche, después de que Rufino se durmiera, Marcela salió de la villa y caminó
rápidamente por la Via Apia hasta llegar a las afueras de Roma. El aire estaba
impregnado del olor de la madera quemada y la piedra calcinada. Una cortina de
humo cubría aún la ciudad destruida y, por unos u otros lugares, vio pequeños grupos
de personas desplazadas que estaban viviendo al aire libre porque no tenían otro lugar
al que ir.
Hasta que no llegó a la Via Portuensis, no empezó a ver edificios completos en pie.
Cuando llegó a la casa de Gayo, fue bien recibida, a pesar de ser tan tarde. La casa
estaba casi llena, pues las puertas estaban abiertas a muchos que habían perdido sus
hogares.
Entre los presentes, estaban Tibro y Dimas. La animó ver a los dos hermanos
juntos. Aunque ya no había entre ellos el rencor que los había separado, la relación
todavía estaba marcada por algunas tensiones, debidas a sus diferentes creencias.
—¡Marcela! No esperaba verte tan pronto —dijo Tibro, corriendo a su encuentro
cuando entró en la gran sala de reuniones—. ¿Cómo estás? ¿Estás bien?
—Sí —ella sonrió de forma recatada—. La casa de la Campaña es muy segura y
muy cómoda.
—Me parece muy bien. Estaba preocupado por ti.
—Y yo por ti —replicó ella.
—Hola, Marcela; espero que estés bien —la saludó Di— mas mientras se acercaba
cruzando la sala.
Cuando Marcela lo miró a los ojos, pudo leer los pensamientos que se ocultaban
tras su sencillo saludo. Tibro y ella nunca le habían hablado de sus sentimientos
mutuos, pero era evidente que sabía que estaban enamorados y, aunque sus ojos
manifestaban su aprobación, revelaban algo más, su permanente preocupación por lo
difícil y delicada que era su situación: él, no creyente, ella, bautizada en el nombre de
Jesús; él, plebeyo y judío, ella, de la realeza y romana; él, libre para casarse, ella,
casada con otro hombre. Apartando estos pensamientos, volvió al saludo de Dimas.
Dimas sonrió.
—¿Qué te trae por aquí? Esta noche no tenemos asamblea.
Marcela respiró profundamente. Cuando, al final, empezó a hablar, su voz era
tranquila pero firme.
—Estáis en peligro. Todos lo estáis, pero Dimas, tú y Pablo y Pedro corréis el
máximo riesgo.
—¿Por qué? —preguntó Dimas.
—El incendio. Está en marcha una conspiración para hacer que el emperador
culpe a los cristianos del incendio.
Gayo y algunos más se acercaron a tiempo de oír la advertencia.
—Pero, ¿por qué nos va a echar la culpa? —preguntó Gayo—. ¿Qué razones
podíamos tener para incendiar Roma? No hemos tenido ningún problema con Nerón.
El ha tolerado nuestra religión.
—No hace falta razón alguna —replicó ella, negando con la cabeza—. ¿No
entendéis? Seremos culpables por el mero hecho de que Nerón diga que lo somos.
Nos convertirá en chivos expiatorios con el fin de dar salida a la ira que los
ciudadanos albergan contra él.
—Pero seguro que los ciudadanos de Roma no creerán una falsedad tan evidente
—dijo otro.
—No importa que lo crean o no —replicó Marcela—. Lo único que hace falta es
que Nerón declare que así es. Utilizará la falsedad para detener y ejecutar primero a
nuestros dirigentes y después a cualquiera que profese la fe. Tenéis que huir. Todos.
Dimas negó con la cabeza.
—Yo no voy a ir a ninguna parte. Hay demasiado trabajo que hacer aquí.
—Debes irte —le instó Tibro—. ¿Qué trabajos vas a poder hacer si estás muerto?
—Tu hermano tiene razón, amigo mío —dijo Gayo—. Debes marcharte y debe ser
ahora mismo —se permitió una sonrisa—. Y conozco el lugar perfecto, la casa de
Felipe de Játiva, en la carretera de Rímini. El te acogerá. Dimas suspiró y asintió.
—Seguiré vuestro consejo, pero solo provisionalmente.
Capítulo 39

la mañana siguiente, Marcela estaba en el jardín de la villa cuando un


tribuno de la Guardia Pretoriana llegó a caballo. Ató el caballo a un aro de
hierro de la valla, inclinó la cabeza ante Marcela y se llevó la mano al pulido
casco.
—Buenos días, señora de Tácito.

A —Buenos días, tribuno Lucio Calpurnio —contestó ella.


—Tengo noticias para vuestro esposo. ¿Está aquí?
—Lo encontrará en el peristilo.
Calpurnio volvió a llevarse la mano al caso y entró. Marcela se volvió a
la glicinia en flor hasta que desapareció. Después, corrió hacia la otra entrada y se
ocultó tras una de las columnas que rodeaban el peristilo, un patio cerrado situado en
el centro de la villa.
—Buenas noticias, excelencia. Hemos localizado a Di— mas bar-Dimas —anunció
el oficial romano.
—¡Fantástico! —replicó Rufino—. ¿Está detenido?
—Todavía no. Solo espero su orden para detenerlo.
—Sí, por supuesto, hágalo —dijo Rufino con impaciencia.
—Reuniré a mis hombres y detendré al criminal esta misma tarde —declaró
Calpurnio con un elegante saludo.
Viendo que el soldado se marchaba, Marcela corrió al jardín. Cuando Calpurnio
llegó al vestíbulo, un momento después, Marcela estaba de nuevo dedicada a cuidar
las glicinias.
—Con su permiso, señora —dijo mientras se acercaba a su caballo y lo desataba.
—Vaya en paz —replicó Marcela.
Poco después, Calpurnio se alejaba. Marcela llevó un cesto de flores de glicinias al
peristilo. Encontró a su esposo sentado en un banco de piedra, con una amplia
sonrisa. Ella se obligó a no reaccionar a su petulante alegría.
—Rufino, voy a salir un rato —le dijo.
—¿Sí? ¿Y adónde vas? —preguntó distraídamente, como si tuviese cosas más
importantes en las que pensar—. Todos los baños han ardido.
—Quiero buscar a algunos amigos a los que no he visto desde el incendio e
interesarme por su situación. Cortaré algunas flores para llevárselas —ella llevaba el
cesto.
—Puedes enviar a uno de los sirvientes —dijo él; después, movió la cabeza e hizo
un gesto desdeñoso—. Sí, vete adonde quieras.
—Gracias, esposo mío —dijo ella con dulzura. Dejándolo con sus pensamientos,
se apresuró antes de que cambiase de opinión.
—Se ha marchado —dijo una voz desde el otro lado del peristilo.
—¿La has visto irse? —preguntó Rufino, levantándose mientras Calpurnio entraba
en el patio.
—Sí, excelencia.
—Síguela. Ella te llevará hasta Dimas.
Calpurnio sonrió.
—Teníais razón, excelencia. Ella escuchó nuestra conversación y ahora irá a
avisarle.
—Sí, pero tened mucho cuidado de que no os vea —le advirtió Rufino—. Si ve a
tus hombres siguiéndola, no os llevará hasta él.
—Tendremos mucho cuidado —prometió Calpurnio—. No tendrá ni idea de que
vamos tras ella.
Al llegar a la casa iglesia de Gayo, Marcela encontró a Tibro y a Simón sentados
solos en una pequeña antesala. Entró corriendo y dijo:
—Dimas tiene un grave problema.
—¿Qué clase de problema? —preguntó Simón.
—Los soldados saben dónde se esconde y van a detenerlo.
—¿Cómo se han enterado?
Ella negó con la cabeza.
—Solo sé que el tribuno Lucio Calpurnio, de la Guardia Pretoriana, le dijo a mi
esposo que habían descubierto dónde se oculta Dimas.
—¿Dijo eso delante de ti? —preguntó Tibro.
—No. Estaban en el patio y yo me escondí detrás de una columna. Ni mi esposo ni
Calpurnio sabían que yo estaba allí. Oí a Calpurnio pedir permiso para detener a
Dimas.
—Apuesto a que, para Rufino, es una decisión nada difícil de tomar. Odia a mi
hermano.
—Estoy muy preocupada —dijo Marcela.
Tibro puso una mano tranquilizadora en su hombro.
—No te preocupes. Avisaré a Dimas.
—Voy contigo —anunció Marcela.
—No sería prudente —dijo Tibro.
—Yo voy —insistió ella.
—Y yo también voy —declaró Simón, levantándose con su amigo—. Mi cuerpo
puede ser viejo, pero todavía tengo fuerza en estos brazos y piernas. Si hay
problemas, puedo echaros una mano.
—Muy bien, muy bien —aceptó Tibro—. No hacemos nada hablando aquí.
Vamos.
El tribuno Lucio Calpurnio sujetaba las riendas de su caballo en lo que quedaba de
un establo de piedra próximo al puente que llevaba al barrio del Trastevere. Levantó la
vista cuando uno de sus centuriones desmontó y corrió hacia él.
—¿Qué ocurre, Horacio?
—Lie seguido a la mujer hasta la casa de un cristiano y unos minutos después
salió con el llamado Dimas bar-Dimas y un acompañante negro.
—¿Estás seguro de que era Dimas? —preguntó Calpurnio al centurión que a
menudo le servía de espía.
—Lo he visto muchas veces. Es Dimas.
—¿Dónde están ahora?
—En la vía Flaminia, encaminándose hacia Rímini. He hecho que los siga Junio.
—Vamos —ordenó Calpurnio a los otros nueve soldados que permanecían de pie,
con los caballos—. Tenemos que movernos a la vez.
Marcela fue la primera que oyó un ruido de cascos que se acercaba. Tiró del brazo
de Tibro y le señaló el camino que acababan de recorrer.
—Soldados romanos, me temo —dijo Simón, mirando hacia la vía Flaminia.
—Sí —dijo Tibro—. Y ya nos han visto, sin duda. No tendría sentido
escondernos; mejor tratar de engañarlos, si nos paran.
Cuando la docena de hombres a caballo llegó a la altura del trío de viajeros,
Marcela supo que no había posibilidad de disimular.
—Tribuno Lucio Calpurnio —dijo, cuando el oficial descabalgó delante de ella—.
¿Qué está haciendo aquí?
—Podría preguntaros lo mismo, señora de Tácito —replicó, con una sonrisa de
suficiencia.
—Muy imprudente por su parte —dijo ella airada—. Mi esposo tendrá noticia de
esto.
—¡Oh!, sí, desde luego, señora, porque yo os entregaré personalmente al lictor de
la curia —dijo, aludiendo al título de Rufino como miembro de la Asamblea de las
Curias—. Lo que haga con vos es cuestión suya.
Se volvió hacia Tibro.
—Y tú, Dimas, por fin te vas a ver con la justicia, de la que tanto tiempo llevas
escapando.
—El no…
—No le tengo miedo a lo que llamáis justicia —Tibro interrumpió a Marcela,
indicándole con los ojos que no le dijera a Calpurnio que no era el hombre que
buscaba—. De buena gana me enfrentaré a un tribunal romano —siguió diciendo—,
porque creo que, cuando se conozca la verdad, quedaré libre.
Marcela se dio cuenta de que Tibro estaba interponiéndose para proteger a su
hermano, dando por supuesto que, cuando se revelara su verdadera identidad, lo
dejarían. Entonces, ya sería demasiado tarde para que encontraran a Dimas.
—No, no hagas eso —le advirtió Marcela—. Temo que subestimes en gran medida
el peligro que corres.
—Vamos, amigos —dijo Tibro a sus compañeros—. Pongamos a prueba la justicia
romana.
—No —declaró Calpurnio. Señaló a Simón—. Ese no.
—¿Qué hacemos con el esclavo? —preguntó Horacio.
—Tú y Junio sacadlo de la carretera, llevadlo a los matorrales —dijo Calpurnio.
Horacio y Junio se miraron inseguros; después, Horacio preguntó:
—¿Y después qué?
Calpurnio sonrió con frialdad.
—Matadlo, por supuesto. No necesitamos molestar al tribunal con un defensor
extra.
Simón se quedó de pie, impávido, mientras miraba a los soldados que volvían
hacia Roma con sus presos: Marcela, sentada al lado del llamado Calpurnio, y Tibro,
atado y atravesado boca abajo sobre otro caballo, al lado del jinete que lo llevaba.
Los dos militares que habían dejado atrás estaban de pie, espadas en mano, y el
llamado Horacio le indicó al preso que saliera de la carretera y se encaminara al
matorral. Cuando Simón hizo lo que le decían vio un indicio de temor en sus ojos y
pensó que, aunque prestara servicio en la guardia, nunca habían matado a un
hombre… al menos no tan de cerca.
—¿Lo hacemos aquí? —preguntó Junio cuando seguía a Horacio y a Simón hacia
los matorrales.
—No, allá adelante… ¿ves ese claro? Lo haremos allí. —Horacio empujó a Simón
por la espalda con la punta de la espada—. ¡Muévete y seré rápido contigo!
Salieron de los matorrales a un pequeño claro y Simón siguió hasta el borde del
mismo y se volvió hacia sus ejecutores.
—No tenéis que hacer esto —dijo con una sonrisa de sincera compasión—.
Podéis marcharos sencillamente y…
—¡Cállate! —dijo Horacio, levantando amenazadora— mente la espada—.
¡Arrodíllate!
Simón hizo lo que le mandaban, levantó la mano izquierda y comenzó a rezar en
arameo. Tenía la mano derecha bajo la túnica y, cuando la sacó, no tenía una daga
oculta, sino un simple trapo. Se lo llevó a los labios y lo besó; después, continuó su
oración.
Los soldados se miraron confusos; después, se acercaron al preso arrodillado.
Horacio dio un paso adelante y se paró, como congelado en aquella postura. Movió la
cabeza hacia un lado con sus ojos fijos en los de Simón, hipnotizado por la mirada del
hombre mientras escuchaba unas palabras que no podía entender. Junio también
estaba inmovilizado, con la punta de la espada hacia abajo, como si tratara de descifrar
lo que estaba oyendo.
De repente, Simón dio un grito ahogado y se ató firmemente el trapo a la barriga.
Empezó a inclinarse hacia adelante; después recuperó el equilibrio y se arrodilló allí
con las palmas de las manos adelantadas hacia los soldados. Sus manos y el trapo que
todavía estaba agarrando quedaron empapados en sangre, mientras rezumaba más
sangre por la parte delantera de su túnica rajada y caía en tierra.
Los atónitos soldados miraron sus espadas y vieron que las hojas todavía estaban
chorreando sangre del hombre.
—Señor, p… perdónalos… —musitó Simón mientras caía a un lado y rodaba
sobre su espalda, mientras crecía un oscuro charco de sangre a su alrededor.
—¿Qué… qué ha pasado? —preguntó Junio mientras se daba la vuelta despacio
—. No recuerdo…
Se detuvo a la mitad de la frase y miró de nuevo la espada llena de sangre.
—Hemos cumplido con nuestro deber —replicó Horacio, moviendo la cabeza
aturdido.
Se acercó más y le dio a Simón un puntapié para confirmar que estaba muerto;
después se acercó a uno de los arbustos que rodeaban el claro y limpió la espada en
las hojas. Junio siguió a su jefe y los dos hombres volvieron a entrar en los matorrales
y se encaminaron a la carretera.
Simón yacía en silencio mientras se alejaba el sonido de los caballos. Después, se
dio la vuelta y se sentó. Se frotó la barriga, comprobando que no estaba herido. De
hecho, su túnica ya no estaba rajada y no había indicios de sangre ni en el material ni
en el suelo. La única mancha de sangre estaba en el trapo que tenía en la mano que,
una vez más, se lo acercó a los labios y lo besó con ternura.
—¡Oh, Señor!, me has librado de mis enemigos —recitó—, y te doy gracias.
Amén.
Volvió a la carretera, miró hacia el sudoeste, hacia vía Flaminia y vio a lo lejos el
polvo de los caballos de los dos asustados militares que volvían a Roma. Volviéndose
en la dirección opuesta, continuó andando hacia el pueblo cercano en el que estaba
oculto Dimas bar-Dimas.
Capítulo 40

as aves y los insectos nocturnos llenaban el aire de música mientras Simón


caminaba entre los árboles hasta la pequeña casa en la que estaba Dimas bar-
Dimas. En el establo rebuznaba un asno y una brisa refrescante movía las
hojas. Simón llamó a la puerta.
—¿Quién es? —dijo una voz apagada desde el interior.

L —Soy Simón de Cirene, un amigo de…


Antes de que pudiera terminar su contestación, se abría la puerta y un
hombre mayor, de pelo blanco, lo saludaba con una sonrisa tan curvada
como su encorvada espalda.
—Sí, sé quién eres —declaró el hombre—. Dimas ha hablado mucho y bien de ti.
Yo soy Felipe de Játiva, aunque, como puedes ver, estoy muy lejos de Hispania. Por
favor, entra y descansa. ¿Necesitas comida o bebida?
—Ambas cosas serán bienvenidas —replicó Simón.
—Espera ahí —Felipe señaló una habitación inmediatamente después del
vestíbulo—. Toma esta lámpara. Yo encenderé otra. Después, despertaré a Dimas, y
toma queso y vino.
—Muchas gracias.
La luz parpadeante de la lámpara de aceite guió los pasos de Simón hasta la
habitación. Se sentó en un banco sin respaldo, que era poco más que un armazón
oblongo de madera, apoyado sobre seis patas, con un almohadón duro, relleno de
paja. El fresco pintado en la pared que tenía detrás mostraba un prado y árboles,
posiblemente el paisaje exterior o un recuerdo de la vida pasada de Felipe en la
provincia romana de Hispania. El suelo estaba cubierto por un ornamentado mosaico
de uvas, cereales y vino.
Pasó muy poco tiempo hasta que Dimas entró en la habitación, atándose todavía el
cinturón que cerraba su túnica.
—Simón, amigo mío, ¡qué sorpresa tan agradable! —dijo afectuosamente.
—Quizá no sea tan agradable cuando sepas por qué estoy aquí.
—¿Qué pasa? ¿Ha ocurrido algo?
—Marcela ha oído que los romanos han descubierto dónde estás —explicó Simón
—. Veníamos a advertírtelo cuando nos detuvieron unos soldados a una hora de aquí,
al sur.
Dimas miró alrededor, como si esperara ver a Marcela.
—¿Dónde está ella ahora?
—Los romanos la han detenido… y a Tibro también. Ya sabes lo que os parecéis.
Creen que eres tú.
—Seguro que él los corrigió —dijo Dimas; después frunció el ceño—. No,
supongo que no. Pero creerían a Marcela.
—Ella no dijo nada tampoco. No se le ocurriría desobedecer los deseos de
Tibro… ni yo tampoco. El pretende darte tiempo para que escapes antes de revelarles
su error.
Dimas negó decidido.
—A ellos no les preocupa cometer un error. No son tontos; se darán cuenta de lo
que ha hecho y por qué. No voy a dejar que mi hermano ponga su vida en peligro por
mí. Voy a Roma a poner las cosas en su sitio.
Felipe entró entonces en la habitación con algo de pan, queso y vino.
—¿Y cómo vas a tratar de hacerlo? —preguntó Simón mientras partía un pedazo
de pan.
—Les diré que soy la persona que buscan e insistiré en que los dejen marchar.
—¿Y qué les impide deteneros a los dos? ¿No es lo que pasó en Éfeso?
Dimas estuvo pensando en ello largo rato. Al final, dijo:
—Hay un largo trayecto hasta Roma. Tiempo suficiente para elaborar un plan que
garantice su libertad a cambio de la mía.
—¿Estás seguro de que quieres hacerlo?
—Sí, estoy seguro.
—Hay mucha gente que le echa la culpa del incendio a Nerón y él ha decidido
reorientar su ira. No te dejarán en la prisión, Dimas. Serás ejecutado.
Dimas asintió.
—Si esa es la voluntad de Dios… Pero no puedo dejar que mi hermano muera en
mi lugar.
—Sí, pensaba que eso es lo que harías —contestó Simón—. Déjame que termine
de comer y te acompaño.
—No hace falta que te pongas en peligro.
—No estaré en peligro —dijo Simón con seguridad.
—Entonces, bienvenida sea tu compañía. Termina de cenar. Tengo que preparar
algo para el viaje.
Los dos hombres llevaban una hora caminando; cada uno llevaba un bastón que
les había facilitado Felipe y Dimas llevaba a la espalda un pequeño saco con sus
pertenencias. Las losas de piedra de la Vía Flaminia resplandecían con un tono
plateado bajo la luz de la luna. Cuando oyeron el gorgoteo de un arroyo, dejaron la
carretera para calmar su sed.
Al mirar alrededor, Simón se dio cuenta de que estaban cerca de donde los
soldados romanos lo detuvieron antes. Señaló un pequeño montículo cubierto de
hierba.
—Sentémonos y descansemos un rato.
—No hay tiempo para descansar —replicó Dimas—. Temo no llegar a tiempo para
salvar a Tibro. Si tuviésemos caballos o un carro ligero…
—No temas. Llegaremos a tiempo, pero puede que no lleguemos si no
descansamos. Somos viejos ya.
Dimas asintió y suspiró.
—Sí. No me suelo acordar, pero soy mayor que mi padre.
Simón se rió.
—¿Por qué te ríes? —preguntó Dimas mientras se sentaba en el suelo al lado de su
amigo.
—Estaba pensando en el momento en que nos conocimos. Iba de camino a
Jerusalén para vender aceite de oliva. Me detuve a descansar unos minutos a la
sombra de una higuera, pero la hierba era blanda y la sombra estaba fresca y me
dormí profundamente —Simón levantó un dedo—. Pero el sueño no se iba a
prolongar, porque mis dulces sueños fueron interrumpidos por fuertes voces.
—¡Ah, sí!, los ladrones —dijo Dimas.
—«Danos la bolsa y no te haremos daño», dijo uno de ellos. ¿Y qué le
respondiste?
Dimas se rió.
—Les dije que, si querían mi dinero, iban a tener que quitármelo. Una locura
siendo un hombre contra tres.
—¡Bien dicho!, diría yo.
—Pero salió bien; no tuve que hacerles frente solo. Por fortuna para mí, apareciste
tú de la nada, blandiendo tu bastón, como si fueses Gedeón, armado con el poder de
Dios.
—Y juntos nos deshicimos de ellos —dijo Simón—. Entonces éramos mucho más
jóvenes, amigo mío.
—Sí. Desde entonces, hemos hecho un largo aunque muy provechoso viaje. Y
hemos dado cada paso en el camino de nuestro Señor.
—Y tú lo has consignado todo —señaló Simón. Viendo la cara de sorpresa de su
amigo, señaló el saco de Dimas—. ¿No llevas ahí un manuscrito que contiene el relato
de tu viaje?
—¿Sabías lo del manuscrito? Pero no le he hablado a nadie de su existencia. Ni
siquiera estoy seguro de terminarlo.
—Desde hace muchos años he sabido del manuscrito —le dijo Simón—. Incluso
antes de que empezaras a ponerlo por escrito. Ya ves, cada uno hemos sido escogidos
para una tarea y tu encargo, de Dios, es escribir lo que has oído, visto y
experimentado. Al cabo de cincuenta generaciones, hombres y mujeres leerán tus
palabras y serán inspirados por ellas.
—¿Dos mil años? ¿Crees que mi humilde escrito sobrevivirá durante tanto
tiempo?
—Sí —dijo Simón, sin más.
—Si, como dices, he sido escogido para escribir esto, me pregunto por qué no
escogió Dios a un hombre más preparado o educado —Dimas lanzó una pequeña
carcajada, riéndose de sí mismo—. Ni siquiera he escrito todo en una misma lengua,
sino que he saltado de una lengua a otra, según me movía el espíritu.
Simón sonrió.
—Sí, tal como te movía el espíritu, porque, aunque la mano que lleva la pluma es
la tuya, la mente que ha compuesto las palabras está animada por Dios.
—Sí —dijo Dimas, asintiendo—. A menudo, he sentido esa fuerza… y eso mismo
me ha asustado.
—Es increíble.
Cuando Dimas miró la luz de la Luna, fija sobre una cortina de estrellas, sintió que
lo atravesaba un escalofrío.
—Simón… confieso que aún ahora siento ese miedo. Recuerdo que, en la noche
en que nuestro Señor fue traicionado, incluso El pidió que le fuera retirado aquel cáliz
de sufrimiento.
—No temas el futuro, Dimas. El momento indicado para que cada uno de nosotros
deje esta Tierra está en manos de Dios.
—Simón, ¿cómo es que, aunque te enfrentas a los mismos peligros, siempre
pareces en paz… una paz que sobrepasa todo entendimiento?
—Quizá por esto —dijo Simón crípticamente—. Déjame que te muestre un secreto
mío.
Dimas observó con interés cómo su amigo metía la mano dentro de su túnica y
sacaba una pequeña bolsa de piel. Simón desató los nudos, metió la mano y sacó un
trozo de paño que desplegó delicada y reverentemente. El paño era más blanco que
cualquier cosa que Dimas hubiera visto antes y parecía casi iridiscente a la luz de la
Luna. Y llevaba una extraña marca en el más brillante de los rojos.
—Esta es la sangre de Jesús —susurró Simón—, derramada en el camino hacia el
Gólgota.
—Pero eso fue hace más de treinta años —dijo Dimas—. Mira lo fresca y nueva
que parece.
—Ha permanecido tan fresca como cuando rasgué este paño del bajo de mi túnica
y enjugué la frente de nuestro Señor.
—Entonces, ¿por qué no está completamente manchado? En cambio, parece
como… como si alguien hubiese dibujado un símbolo con sangre.
Dimas se inclinó más para ver mejor el extraño símbolo.
—¿Qué es este símbolo tan raro?
—Nuestro maestro lo llamó Trevia Dei.
—¿Trevia Dei?
—Tres caminos hacia Dios.
Dimas solo oyó a medias a Simón mientras contaba su encuentro con Jesús en el
camino de Cirene después de la crucifixión. En cambio, la atención de Dimas estaba
centrada en la imagen del paño. Mientras lo miraba admirado, el Trevia Dei comenzó a
cambiar y a transformarse en tres símbolos separados que, lentamente, se elevaron en
el aire y se apartaron mutuamente. El de arriba, giró y formó una luna en creciente y
una estrella. La pirámide se duplicó y se dobló sobre sí misma formando una estrella
de seis puntas. Por último, el brazo horizontal de la cruz descendió un poco,
formando una cruz con cuatro brazos.
—¿Qué es esto? —preguntó Dimas.
Simón sonrió mientras apretaba el paño sobre el pecho de Dimas y ponía la otra
mano sobre su frente.
—Pon tu fe en Dios —dijo en voz baja— y todo se te revelará.
La carretera y la oscura arboleda fueron haciéndose cada vez más brillantes. El
cambio no fue gradual ni repentino. Fue como si a Dimas se le hubiese otorgado el
privilegio de ver una luz que siempre hubiese estado allí y estuviese presente para
siempre, aún en la oscuridad. Extrañamente, la luz parecía fluir del corazón de Simón.
Y allí bordado, sobre su pecho, el mismo símbolo tomó forma. Aunque los labios de
Simón no se movieron, Dimas oyó a su amigo entonar las palabras «Trevia Dei».
Después, la luz desapareció y, una vez más, se vieron bañados por el brillo plateado de
la luna.
—¿Estás preparado para reanudar el viaje? —preguntó Simón.
Dimas sentía una fuerza renovada en el cuerpo y en el espíritu, y miró a Simón, a
sabiendas de que acababa de otorgársele una visión de la gloria de Dios.
—Sí —dijo—. Estoy preparado para todo lo que pueda suceder.
Capítulo 41

imas bar-Dimas y Simón de Cirene esperaron fuera de la villa de la


Campaña hasta que vieron salir a Rufino Tácito. Después, rezando para que
estuviese sana y salva, entraron en el vestíbulo y llamaron a Marcela.
Como habían esperado, ella misma se acercó a la puerta, en vez de uno
de los sirvientes. Parecía muy angustiada y sorprendentemente desaliñada,

D pero en su cara se dibujó una débil sonrisa al ver a Dimas. Cuando se dio
cuenta de que lo acompañaba Simón, dio un grito ahogado y se acercó para
tocarlo.
—No… no puede ser. Tú estabas…
—¿Muerto? —dijo Simón con una sonrisa—. No, Marcela. No soy una aparición.
—Pero los soldados, Horacio y Junio, cuando regresaron, informaron de que
habías muerto.
—De ahora en adelante, tendremos que llamarlo Simón el Mago —dijo Dimas.
—No, por favor —suplicó Simón—. Simón el Mago fue rechazado por Pedro por
sus malas artes. Digamos que esos soldados se equivocaron —dijo sin dar más
explicaciones.
—¿Podemos entrar? —preguntó Dimas.
—Claro… por favor, perdonadme —ella se apartó y los introdujo en la villa—. He
estado tan disgustada, tan trastornada —dijo ella mientras los conducía a una pequeña
sala, al lado del vestíbulo—. Pero estoy muy contenta de que estéis bien —sonrió a
Simón; después se volvió a Dimas y, ahora con voz temblorosa, dijo—: Tibro está en
grave peligro. Los romanos lo han detenido. ¡Ahora es un prisionero de Nerón!
—Ya lo sé. ¿Se sabe algo más de él?
—No. Pero ya me enteraré cuando llegue al palacio.
Los dos hombres la miraron con curiosidad.
—Estaba esperando que se fuera mi marido. Quiero ir a Nerón y declarar mi fe…
y mi amor. Moriré al lado de Tibro.
—No —dijo Dimas resueltamente—. No será necesario que tengáis que morir ni
tú ni mi hermano. Me entregaré a cambio de Tibro.
—¿Y si eso no sirve? —preguntó Marcela—. Recuerda que una vez trataste de
cambiarte por un preso, pero mi marido os condenó tanto a ti como a Marco Antonio.
—Tu marido era cualquier cosa menos un buen gobernador. Nerón es un
emperador y él comprende el valor de mantener su palabra. Y no voy a ser tan loco de
presentarme sin previo aviso, sino que enviaré a un emisario para que arregle el
cambio. —Miró a Simón, que asintió, indicando que el llevaría a cabo el plan de
Dimas.
—Pero, aunque acepte tu oferta, eso significará tu muerte —dijo Marcela—. Y tú
eres demasiado importante para la iglesia.
—Ha llegado mi hora y estoy preparado.
Dimas abrió su saco y puso un objeto envuelto en un paño sobre una mesa lateral,
bien iluminada por una pequeña ventana. Retiró cuidadosamente el paño y quedó a la
vista un manuscrito perfectamente enrollado.
Marcela se acercó a la mesa.
—¿Qué es esto?
—Esto, Marcela, es tu destino. Tuyo y de Tibro. —Desenrolló una porción del
manuscrito y utilizó un pequeño tazón para sostener el extremo, para que no se
enrollase de inmediato.
Cuando Marcela se inclinó más, vio que estaba escrito con unas letras griegas
claras, fuertes y muy legibles:

Relato de Dimas bar-Dimas.


Escrito de propia mano en el año 30
desde la Muerte y Resurrección de Cristo,
puesto por escrito en la ciudad de Roma por mandato de
Pablo el Apóstol por un servidor y testigo.

—Dimas… ¡has hecho un relato escrito! —exclamó Marcela—. ¡Qué maravilla!


—Hace años, en Éfeso, me encargaron esta tarea y tú me ayudaste a empezarla
cuando me facilitaste material de escritura en la prisión de tu marido. Al final, he
terminado el trabajo y lo he transcrito en este rollo, y ahora mi misión en esta vida
toca a su fin. Lo único que queda es que este relato sea llevado a los creyentes de
Jerusalén.
—Entonces, debes marcharte —dijo Marcela—. Debes marcharte ahora mismo y
llevarlo.
—No, Marcela —Dimas tocó su mano con delicadeza—. Yo no lo voy a llevar.
Esto lo tenéis que hacer Tibro y tú.
—¿Por qué nosotros? Tibro no es creyente y yo no soy judía. Sin duda, esta
misión debe llevarla a cabo otra persona, tú mismo.
—No —dijo Simón, poniéndose a su lado—. Es vital que Tibro y tú lo llevéis a
Jerusalén.
—Pero no lo entiendo. ¿Por qué es tan importante que lo llevemos nosotros?
—No lo sé —admitió Simón—. Solo sé lo que he visto… que, con el fin de que el
manuscrito sea revelado cuando sea más necesario, debéis ser vosotros.
—¿Sabes también cómo vamos a llevar a cabo la misión? —preguntó ella—. Yo
estoy prácticamente presa en mi propia casa y Tibro es prisionero de Nerón.
—Cuando llegue el momento, sabrás qué hacer —dijo Simón—. Por ahora, solo
es relevante que aceptes este importante encargo.
Marcela hizo una profunda inspiración y después dejó salir lentamente el aire
mientras asentía.
—Haré como decís —prometió—. No sé cómo, pero lo haré. —Se acercó a coger
el manuscrito.
—Espera —dijo Dimas—. Hay una última tarea.
De pie, al lado del manuscrito, Dimas sacó de su túnica una daga. Con el brazo
extendido sobre el tazón que sostenía el papiro, se cortó la muñeca en el lugar exacto
en el que uno de los clavos atravesó la carne de Jesús. Cuando hubo recogido
suficiente sangre en el tazón, envolvió su brazo con un paño. Después, utilizando una
pluma que tenía en su saco y la sangre como tinta, dibujó algo al principio del texto.
Marcela miró fijamente el extraño dibujo.
—¿Qué símbolo es este?
—Trevia Dei —contestó Dimas.
—¿Trevia Dei? —repitió ella—. ¿Qué significa?
—Pregúntale a Simón. El es el Guardián del Signo.
Ella dirigió una mirada interrogativa a Simón.
—Se refiere a tres grandes caminos hacia Dios, pero significa que, para el
creyente, todos los caminos sagrados conducen al verdadero y único Señor.
Cuando Marcela se volvió hacia el manuscrito, vio que Dimas estaba utilizando lo
que quedaba de la sangre para escribir algo en una sección posterior del texto.
—Por alguna razón, había dejado un espacio cuando escribí por primera vez el
nombre de Simón y ahora comprendo por qué —explicó Dimas. Señaló el trabajo
terminado y Marcela vio que había dibujado una versión más pequeña del símbolo del
Trevia Dei entre las palabras griegas «Simón» y «Cireneo».
Cuando estuvieron secos los símbolos dibujados con sangre, Marcela enrolló el
manuscrito, lo envolvió en el paño y se lo llevó a sus aposentos. Acababa de volver a
reunirse con sus amigos cuando los sorprendió la llegada imprevista del esposo de
Marcela.
—¡Rufino! —le espetó, sobresaltada al verlo en la puerta.
—¿Cómo escapaste? —preguntó Rufino a Dimas, ignorando a su esposa.
—No me escapé —le dijo Dimas—. Nunca he estado detenido. El hombre que
tiene detenido Nerón es mi hermano.
—Dice la verdad —dijo Marcela—. Nerón ha arrestado a su hermano menor,
Tibro. Y era Tibro, no Dimas, quien te salvó la vida durante el incendio.
—¿Tibro? —dijo Rufino, acariciándose la barbilla—. ¿Y es este Tibro con quien
has estado reuniéndote en los baños?
—Marcela dio un grito ahogado, pero no respondió.
Rufino levantó la mano.
—¿Crees que no lo sabía, querida; que no te había seguido? Supe desde el
principio que os estabais viendo.
—Rufino, yo nunca te he sido infiel.
—Si te refieres a que nunca te has acostado con él, también lo sé —dijo Rufino
despectivamente. Se rio, aunque sin la menor sombra de humor—. En realidad, no me
hubiese importado que te hubieras acostado con él. Esas trivialidades no me
preocupan en absoluto ahora —se volvió a Dimas—. Tú eres el hombre al que
sentencié a muerte hace muchos años, ¿no es así?
—Yo soy —respondió Dimas.
—¿Qué hacemos contigo ahora? ¿Escaparás de nuevo y dejarás que tu hermano
muera en tu lugar?
—No —dijo Dimas resueltamente—. He venido aquí para corregir el error. Quiero
entregarme yo mismo a Nerón a cambio de la vida de mi hermano.
—¡Qué… cristiano por tu parte! —Rufino se sonrió satisfecho—. Muy bien, ven
conmigo y yo lo explicaré todo.
—¡No! —dijo Marcela rápidamente—. Dimas, recuerda lo que pasó en Éfeso.
—Sí, lo recuerdo. No iré contigo.
—Como quieras. Que mueras tú o que muera tu hermano no me importa en
absoluto.
—Yo haría un trato contigo, Rufino Tácito.
—¿Qué clase de trato?
—Ve a Roma. Saca a mi hermano y tráelo aquí, para que yo pueda ver que está
libre. Cuando sepa que está libre, me entregaré a ti.
—¿Y por qué iba a hacerlo?
—Porque Nerón quiere hacer de los cristianos chivos expiatorios y yo soy un
dirigente de los creyentes. Estoy seguro de que él prefiere tenerme a mí en vez de a un
judío corriente, que es lo que tiene con mi hermano. Tibro nunca ha profesado la fe:
no es cristiano.
Rufino miró sorprendido.
—¿Tibro no es cristiano?
—No, no lo es —dijo Marcela—. Muchas veces he tratado de atraerlo al Señor,
pero no ha querido.
—¿Y qué me dices de ti, querida? ¿Eres cristiana?
—Lo soy, pero eso ya lo sabías, ¿no?
—Claro. Solo quería ver si me mentías —dijo Rufino—. Pero siempre supe que
eras incapaz de mentir y por eso nunca te lo había preguntado antes. De todos modos,
que seas o no cristiana no tiene importancia para mí. Me ocuparé de ti más tarde. Por
ahora —miró a Dimas—, acepto tu oferta. Enviaré un mensaje a la prisión y haré que
traigan a Tibro aquí. Te daré incluso la oportunidad de que te despidas fraternalmente
de tu hermano antes de llevarte conmigo para siempre.
Dos horas más tarde, Rufino abrió la puerta principal para recibir al tribuno Lucio
Calpurnio y a tres de sus soldados. Condujeron aherrojado a Tibro bar-Dimas a través
de la villa hasta el patio del peristilo, donde estaba Marcela al lado de Dimas. El
avanzó hacia su hermano menor, pero uno de los soldados se interpuso entre ellos,
cerrándole el paso.
Al ver el gran parecido existente entre los hermanos, Calpurnio movió la cabeza y
le dijo a Rufino:
—Siento el error, excelencia.
—Se ha hecho lo correcto —replicó Rufino.
—¿Me llevo al preso ahora? —preguntó Calpurnio, señalando a Dimas.
—Les prometí un poco de tiempo —dijo Rufino; después, miró a Marcela—, y
soy hombre de palabra.
A una señal de Calpurnio, uno de sus soldados le retiró las cadenas a Tibro y lo
devolvieron al patio.
—Disfrutad de vuestro encuentro —dijo Rufino—, pero no demasiado tiempo.
Dimas tiene una cita con la cruz y ya llega diez años tarde. Y para resistir la tentación
de escapar, habrá un soldado en cada salida.
Hizo un movimiento de cabeza a Calpurnio y este ordenó a sus hombres que
tomaran posiciones en cada puerta de salida del patio interior de la villa.
Cuando Rufino entró en la casa y se quedaron a solas, Tibro abrazó a su hermano
y después a Marcela. De repente, Tibro se percató de que Simón estaba al lado de una
de las columnas y dijo:
—¡Estás vivo! Creíamos que habías muerto.
—No lo estoy, como puedes comprobar —Simón se acercó y agarró el antebrazo
de Tibro como signo de amistad.
Tibro se volvió a su hermano.
—Dimas. Me dijeron que cambiabas tu vida por la mía. ¿Es cierto? —Sí.
—No permitiré que tú…
—¿No me permitirás tú? Eres mi hermano menor, Tibro. No te corresponde
permitirme ni dejar de permitirme nada.
—Entonces, volveré contigo y moriré a tu lado.
—Pero tú no eres cristiano.
—No, pero soy tu hermano. Y soy judío y, como tú, me opongo a Roma.
Dimas puso su mano sobre el hombro de Tibro.
—Sé que haces esto por amor, pero, si de verdad me quieres, vivirás por mí.
Debes vivir, porque hay algo que tienes que hacer.
—Haré lo que me pidas —dijo Tibro—, excepto quedarme quieto y mirar cómo te
asesinan.
—Le he dado a Marcela un manuscrito. Los dos debéis entregarlo a los apóstoles
que siguen en Jerusalén. Si no pudieseis entregárselo, ocultadlo en un lugar seguro
para que no caiga en manos de no creyentes y lo destruyan.
—Pero, hermano, yo soy uno de esos no creyentes. ¿Cómo sabes que no lo voy a
destruir?
—Porque eres un hombre de honor y, si me das tu palabra de proteger el
manuscrito, sé que lo harás —al ver que su hermano dudaba, Dimas lo atrajo hacia él
y le dijo al oído—: No solo debes hacer esto por mí, sino por Marcela. Esta es su
única oportunidad, vuestra única oportunidad de estar juntos. Si, por tu obstinado
orgullo, te niegas, ¿qué crees que será de ella? ¿Quieres que comparta mi suerte? Ella
es tu esposa en espíritu, Tibro. Te debes a ella.
Dimas besó a su hermano en ambas mejillas, después lo apartó y lo soltó.
Tibro miró a Dimas y a Marcela; después asintió.
—Haré lo que me pides. Te doy mi palabra —se volvió hacia Simón—. Y tú, ¿qué
haces? ¿Nos acompañarás a Jerusalén?
—Yo voy a Roma con Dimas —anunció Simón.
—No, Simón —dijo Dimas—. Tú no debes ponerte en peligro por mí.
—No estoy en peligro —declaró Simón—. Ellos no me verán.
—¿Cómo te ocultarás de ellos?
—Hay formas de andar sin ser visto. —Simón se volvió a Marcela—. ¿No te
parece raro que tu marido no se percatara de mi presencia cuando volvió a casa? Y
Calpurnio… no ha dicho nada de que haya visto una aparición de alguien que haya
vuelto a la vida.
Precisamente en ese momento, Rufino, Calpurnio y los soldados regresaron al
patio. Uno de los soldados llevaba las cadenas que le habían quitado a Tibro e hizo
una seña a Dimas para que extendiera las manos. Dimas lo hizo y le pusieron las
cadenas.
—¡Muévete! —ordenó Calpurnio a Dimas—. Quiero llegar a Roma antes de que
anochezca.
Cuando Calpurnio dio la orden, Simón se puso delante de él, bloqueándole la
visión de Dimas. Sin embargo, el oficial no se dio cuenta de ello, como si estuviera
mirando a través de un espectro. Simón lo siguió; después miró a sus amigos y sonrió.
—No me verán —repitió y, en efecto, ni Calpurnio ni Rufino ni los soldados lo
vieron ni oyeron nada de lo que dijo.
Cuando los soldados condujeron a Dimas, con Simón tras él, por la villa hasta el
exterior, donde esperaba a caballo un contingente más grande de tropas, Rufino indicó
a Calpurnio que esperara.
—Por favor, espera un momento con uno de tus soldados —le dijo al oficial—. Te
necesito.
—A sus órdenes, excelencia —contestó Calpurnio; después, llamó a uno de sus
hombres—: Darío, quédate aquí. Que los demás se lleven al preso. Los alcanzaremos
pronto.
Cuando Calpurnio y Darío regresaron al patio, Rufino señaló a Tibro y ordenó:
—Traedlo.
—¡Pero prometiste que quedaría libre! —gritó Marcela mientras se acercaban los
dos soldados.
—Traedlo aquí —repitió Rufino, ignorándola.
Darío lo agarró de un brazo y, cuando Tibro trató de zafarse, Calpurnio le golpeó
la cara con la empuñadura de la espada, dejándolo sin sentido. Lo cogieron entre los
dos y lo llevaron al interior de la villa.
Marcela corrió tras ellos mientras arrastraban a Tibro por el pasillo hasta la misma
habitación en la que Dimas le había entregado el manuscrito. Estaba escondido, pero,
cuando ella entró en la habitación, vio alarmada que el cuchillo de Dimas seguía al
lado del tazón que había contenido su sangre. Temerosa de que Rufino se diera cuenta
y empezara a hacer preguntas, se movió hacia la mesa, ocultando a la vista el cuchillo
ensangrentado.
—Sostenedlo ahí —dijo Rufino mientras entraba en la habitación y se dirigía a un
armario.
Tibro, todavía aturdido por el golpe de Calpurnio, sacudió la cabeza para aclararla
mientras se retorcía débilmente entre quienes lo agarraban con fuerza.
—Salvó tu vida, Rufino. Prometiste dejarlo marchar —imploró Marcela.
—A ti te gustaría, ¿no? Así podrías marcharte con él. Bueno, querida, eso no va a
ocurrir —abrió la puerta del armario y sacó un sable corto.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó angustiada.
—Lo que debía haber hecho hace mucho tiempo. Voy a matar a tu amante.
Rufino levantó el sable mientras dejaba atrás a Marcela. Desesperada, buscó tras
ella y agarró el cuchillo de Dimas. Rufino la vio de reojo cuando movió el brazo y ella
se encontró caía a cara con él, con la punta del cuchillo a unos centímetros de su
garganta.
Rufino miró la hoja; después levantó la vista hacia su mujer y empezó a reírse.
—Adelante, mujer —declaró, bajando su sable—. Húndelo en mi corazón. ¿No es
eso lo que tu Jesús os enseña que hagáis?
La mano de Marcela se agitó mientras la dirección de su mirada oscilaba entre su
esposo y el hombre que amaba, que colgaba, inconsciente, de los romanos que lo
agarraban. Trató de hablar, de gritar, pero no hizo sonido alguno. Sus ojos estaban
arrasados en lágrimas mientras el cuchillo empezaba a deslizarse de sus dedos.
—Exactamente como pensaba —declaró Rufino, golpeándole la mano con la
empuñadura de su sable y mandando el cuchillo a la otra parte de la habitación dando
tumbos por el suelo—. Ya no eres digna de mí, mujer. Ya no eres mi esposa.
Levantó el sable, apretando la mandíbula mientras se preparaba para clavarlo en
su pecho. De repente, se tambaleó hacia adelante mientras sus ojos se abrían
desmesuradamente. Abrió la boca para hablar, pero surgió sangre de la esquina de su
boca. Cayó de rodillas frente a ella, agarrando con su mano izquierda su estola,
mientras caía boca abajo al suelo, con la empuñadura de una daga saliendo de su
espalda.
En su lugar, Marcela vio la figura de un hombre que acababa de entrar corriendo
en la habitación. Era Gayo de Éfeso, y parecía sorprendido por lo que acababa de
hacer, helado, frotándose las manos ensangrentadas.
Calpurnio había soltado ya el brazo de Tibro, sacó su espada y avanzó hacia Gayo.
—¡Bastardo! —maldijo—. ¡Has matado al lictor curiado!
Tibro estaba sujeto solo por los brazos de Darío y, de repente, empujó al soldado,
tirándolo al suelo. Saltando hacia adelante, Tibro agarró el sable que Rufino había
tirado y, blandiéndolo en un arco amplio, alcanzó el muslo de Calpurnio, justo por
debajo de la coraza.
Sorprendido por el ataque, Calpurnio blandió su espada. Se quedó aún más
sorprendido al ver el reflejo del metal cuando Tibro hundió la punta del sable en la
base de su garganta, inmediatamente encima de la coraza. Tibro estaba tan cerca que
Calpurnio solo pudo golpearlo débilmente con la empuñadura de su espada. Después,
el romano cayó al suelo, balbuciendo mientras se le escapaba la vida.
Mientras Calpurnio caía, Tibro se volvió hacia el otro soldado, que ya había salido
disparado hacia la puerta. Tibro persiguió a Darío hasta afuera, pero este salió
corriendo por la calzada.
Volviendo a la habitación, Tibro abrazó a Marcela, que cayó en sus brazos y
estuvo sollozando en su hombro. Mientras la sostenía tan cerca, notó la liberación que
ella sentía y la suya propia también. Era como si hubiera desaparecido toda la
distancia entre ellos, como si esta fuera la primera vez que se abrazaban. Estaba seguro
de que nunca volvería a alejarse de él, en esta vida o en la otra.
Tibro miró a Gayo, que parecía estar recuperándose.
—Ha sido todo un gesto de valentía.
—Yo… yo lo maté —susurró Gayo, mirando el cuerpo sin vida de Rufino.
—Salvaste nuestras vidas. A los ojos de Dios, y adoramos al mismo Dios, lo que
has hecho está bien —Tibro se detuvo un momento; después añadió—: Debemos
irnos ya. El soldado traerá a otros con él.
Tibro y Marcela, seguidos por Gayo, abandonaron la villa, alejándose de aquel
escenario de muerte.
Capítulo 42

a mañana siguiente al rescate del padre Michael Flannery de las catacumbas


del monte de los Olivos, Sarah Arad se reunió con él y con Preston Lewkis
en el laboratorio de antigüedades. El edificio estaba cerrado tras el asalto,
pero Sarah no tuvo problemas para que le franquearan el acceso al mismo
por su condición de agente de la YAMAM, la unidad antiterrorista de elite de

L Israel.
Cuando Sarah y sus acompañantes se encaminaban al pasillo del
laboratorio en el que dispararon contra Daniel Mazar, ella se detuvo un
momento a hablar con el jefe de policía de servicio en ese momento.
—Teniente Lefkovitz —dijo ella, leyendo la tarjeta de identificación del hombre—,
¿podemos ver la cinta de la cámara de seguridad?
Lefkovitz negó con la cabeza.
—Lo siento, agente Arad, pero no había cinta.
—No puede ser. En el laboratorio hay una cámara de seguridad.
—Sí, pero no había ninguna cinta en el aparato. Evidentemente, no la habían
cargado.
—Ya veo —replicó—. ¿Puede dejarnos un tiempo solos en el laboratorio?
Seguiremos el protocolo.
El la miró dudando, pero se lo pensó mejor antes de impedir el paso a un
miembro de la YAMAM.
—Tome precauciones —señaló la mesa que estaba en el pasillo, al lado de la
entrada al laboratorio. En ella había cajas de guantes quirúrgicos y zapatillas de papel,
así como bolsas de pruebas y otros objetos necesarios para los equipos de policía
científica.
Lefkovitz entró en el laboratorio y miró para confirmar que no había nadie;
después, se volvió hacia Sarah.
—Si me necesita, estaré en el puesto de entrada. —Se alejó por el pasillo.
—¿Qué hacemos primero? —preguntó Preston después de ponerse las zapatillas
de papel y los guantes.
—Busca el manuscrito —contestó ella.
—Espero que todavía esté aquí, en alguna parte —dijo Flannery mientras se ponía
también los elementos de protección.
—¿Por qué dice eso?
—Bueno, Via Dei tenía información de que estaba en el laboratorio, pero lo único
que encontraron fue la urna que recuperamos la noche pasada. De alguna manera, lo
pasaron por alto.
—Pronto lo descubriremos —dijo Sarah cuando los condujo al interior.
La puerta de la cámara acorazada seguía abierta, como estaba cuando se encontró
el cuerpo de Mazar. Sarah examinó minuciosamente el interior; después, volvió hacia
ellos, moviendo la cabeza.
—Está completamente vacía. Y, si hubiese estado allí, no es posible que hubiesen
pasado por alto el manuscrito.
—Quizá te mintieran —le dijo Preston a Flannery—. Quizá lo tuvieran en su
poder todo el tiempo y te estuviesen poniendo a prueba, para ver si estabas dispuesto
a entregárselo.
—No creo. No. Si ellos hubieran tenido el manuscrito, no se habrían molestado
tanto para secuestrarme. No habrían necesitado que me uniese a ellos.
—Estoy de acuerdo —dijo Sarah mientras salía de la cámara—. Solo hay otra
explicación. Alguna otra persona con acceso a la cámara lo retiró antes del asalto.
—¿Cómo quién? —preguntó Preston.
—Yo, por ejemplo —sonrió—. Como oficial de seguridad de este proyecto, yo
tenía acceso a una de las dos combinaciones —vio sus expresiones de confusión y
añadió—: No os preocupéis; yo no me llevé el manuscrito. Solo estaba haciendo una
observación importante. Conozco esa combinación, está archivada en el cuartel
general y podría haber estado comprometida. Los profesores Mazar y Vilnai conocían
la otra combinación.
—Quizá forzaran a Daniel a que abriera la cámara —aventuró Preston.
—Quizá, pero, ¿por qué iban a matarlo? —dijo ella en voz alta—. Quiero decir
que, cuando se dieron cuenta de que el manuscrito no estaba, ¿no tratarían de
utilizarlo para descubrir su ubicación, igual que trataron de utilizarlo a usted, padre?
—Puede que Daniel lo escondiese —sugirió Flannery—. Si se percató de que
estaban atacando el laboratorio, quizá no confiara en la cámara de seguridad.
—Entonces, ¿dónde está? Nuestra gente ha examinado por completo este
laboratorio.
Sarah recorrió toda la sala, mirando con atención dónde ponía los pies, para no
comprometer ninguna prueba. La detuvo un pequeño panel de la pared, en un rincón
de la sala y abrió la puerta. En un estante, en el interior, había una grabadora de vídeo.
Estaba encendida y ella pulsó varias veces el botón de expulsión de la cinta para
asegurarse de que no había ninguna metida.
—Hay algo extraño aquí —susurró—. Este vídeo graba las imágenes que recoge
aquella cámara —señaló una cámara de seguridad que había encima de la puerta—. El
teniente Lefkovitz dice que alguien debió de olvidarse de meter la cinta, pero nadie
carga ni descarga este vídeo. La misma cinta está grabando continuamente. Es un
bucle continuo que graba seis horas y después borra la grabación anterior. Es un
sistema muy sencillo y, por regla general, muy eficaz.
—A menos que alguien sepa dónde está el vídeo —observó Preston.
—Exactamente. La gente que mató al profesor Mazar debía de conocer el sistema y
retirar la cinta.
Flannery no estaba escuchando la conversación, sino que estaba examinando algo
que le había llamado la atención. Llamó a los demás y le dijo a Sarah:
—Cuando mencionó una cámara de seguridad, yo miré en otro sitio y vi esta aquí
encima. ¿Está conectada al mismo vídeo?
Sarah vio una pequeña webcam embutida entre algunos libros en un estante que
estaba sobre uno de los puestos de ordenador.
—No forma parte del sistema de seguridad.
Para inspeccionarla mejor, apartó los libros; siguió el cable desde el estante y por
detrás del ordenador hasta donde estaba conectado en el puerto USB de la unidad que
estaba en el suelo.
—Este ordenador está encendido —dijo sorprendida, levantándose.
—No, no está encendido —dijo Preston—. Todos están apagados.
—Este no —Sarah examinó el monitor—. Alguien apagó el monitor, pero dejó
funcionando el ordenador.
Pulsó el interruptor de la pantalla. Crujió por la electricidad estática y, poco a
poco, apareció el salvapantallas. Pulsó el botón del ratón y desapareció la imagen en
movimiento, apareciendo el escritorio del PC.
—Hay un programa de captura de la webcam y está activo, aunque debía estar
apagado.
Movió el cursor, pulsó el botón «atrás» para saltar al principio de la grabación y
después pulsó el de «play».
Al principio, todos vieron un par de manos que ocupaban un lugar destacado en
primer plano. Después, las manos desaparecían, mostrando a Daniel Mazar ajustando
la cámara en el estante.
—Sarah —dijo Yuri Vilnai al aparecer en la puerta del laboratorio—, me alegro de
que me mandaras llamar. Traté de llegar antes, pero estos locos de la puerta no
querían dejarme pasar. Evidentemente, tú tienes más mano con la policía.
—Sí —contestó Sarah—. Entra, por favor.
—El manuscrito… ¿lo habéis encontrado? —preguntó él con impaciencia.
—¿Cómo sabías que faltaba?
—Fue lo primero que comprobé cuando llegué aquí y encontré muerto al pobre
Daniel.
—¿Quieres decir que miraste en la cámara acorazada?
—Claro, pero no estaba allí, por lo que me imaginé que estaba dentro de la urna y
que eso era lo que debían de llevar sus asesinos cuando salían del edificio.
—¿Cómo supones que lo consiguieron? —presionó Sarah—. Quiero decir que la
cámara acorazada estaba cerrada, ¿no?
—Supongo. Quizá obligaran a Daniel a abrirla.
—Pero él solo tenía una combinación.
Vilnai parecía un poco avergonzado.
—Creo que, si le hubiera hecho falta, Daniel podría haber abierto la cámara sin
dificultad.
—Igual que tú —dijo Sarah sin más detalles—. Pero nunca pensé eso. Para
responder a tu primera pregunta, no, no hemos encontrado el manuscrito, aunque
encontramos otra cosa.
—¿Sí? ¿Qué otra cosa importa si no es el manuscrito? —Miró a Preston y a
Flannery, que lo observaban en silencio.
—Quizá quieras echar un vistazo a esto —dijo Sarah, acercándose al ordenador.
Pulsó el ratón, reiniciando el vídeo que había grabado Daniel Mazar.
—¿Qué es esto? ¿Qué ocurre? —preguntó Vilnai cuando apareció la imagen del
profesor ajustando la webcam.
—Limítate a mirar —replicó Sarah.
Vilnai se desplomó casi inexpresivo en la silla que estaba ante el ordenador. En la
pantalla, Mazar comenzó a hablar, con voz algo fina y aguda por el altavoz del
ordenador.
La grabación comenzaba cuando Mazar llamó por teléfono a Preston pidiéndole
que viniese rápidamente al laboratorio. Cuando Preston preguntó si había ocurrido
algo, Mazar replicó:
—No es lo que ha ocurrido, sino lo que va a ocurrir. Es decir, si estoy en lo cierto.
—¿En lo cierto con respecto a qué? Daniel, amigo mío, te encuentro muy, muy
misterioso. ¿Qué pasa?
—Si te lo dijese, pensarías que estoy loco. Tendrás que verlo con tus propios ojos.
—¿Esperará hasta que llegue yo ahí? —Ha esperado dos mil años… supongo que
puede esperar una hora más.
Tras esa llamada, Mazar continuó con su trabajo en el ordenador, el tiempo que
narraba lo que estaba haciendo.
—Estoy trabajando con una fotocopia del manuscrito, porque es necesario que
haga algunas anotaciones con el fin de extraer el código.
—¿El código? ¿Qué código? —preguntó Vilnai, interrumpiendo la grabación.
—Chss —dijo Sarah—. Escucha.

—Algunos conocerán el trabajo de mi colega, el Dr. Eliyahu Rips, uno de los


principales expertos mundiales en la teoría de grupos, un campo de las matemáticas
que sub— yace a la física cuántica. El Dr. Rips descubrió un código oculto en la
Torá que parece revelar los detalles de acontecimientos que se producen miles de
años después de la redacción de las Escrituras.
»Asombrosamente, he descubierto ese código, incluido en las porciones hebreas
de nuestro manuscrito de Dimas. Una entrada dice que el manuscrito estará
enterrado en la "montaña de los patriotas judíos" hasta que sea el momento en que
haya de ser revelado. La fecha de esa revelación, dada en el calendario hebreo,
coincide con el mismo día en que fue desenterrado el manuscrito en Masada. Más
increíble aún: el mensaje codificado dice que el evangelio será codiciado por
muchos y que, no mucho después de su descubrimiento, será secuestrado y devuelto
a la oscuridad por manos humanas. El período de tiempo entre el descubrimiento
del manuscrito y su desaparición está dado en días y revela que será robado en este
mismo día.

En el monitor, se veía a Mazar mirando a la cámara.

—No sé si esos mensajes son avisos o predicciones absolutas, pero, asumiendo la


teoría de que sea una advertencia, planeo retirar el manuscrito de su lugar normal.

Yuri Vilnai miraba la pantalla como hipnotizado, viendo cómo interrumpían a


Mazar una especie de estampidos cuya intensidad aumentaba hasta convertirse en el
inconfundible sonido de los disparos. Vilnai vio al profesor que se apartaba
rápidamente del ordenador, oyó abrirse y cerrarse la puerta del laboratorio, escuchó
paralizado cómo exclamaba Mazar: «¡Dios mío! ¡La profecía es cierta!»
El vídeo seguía en marcha y Vilnai vio que Mazar se dirigía a la cámara acorazada,
que quedaba fuera de foco, y reaparecía poco después con el manuscrito. Estaba en
un extremo de la pantalla cuando retiró uno de los cajones del archivador y colocó el
manuscrito en el interior, volviendo a colocar luego el cajón.
Vilnai se dio la vuelta, mirando hacia el archivador. El cajón estaba en el suelo y
no se veía nada en su interior.
—Sigue mirando —dijo Sarah, señalando el monitor.
Vilnai comenzó a agitarse cuando Mazar dijo directamente a la cámara: «Me temo
que estas sean mis últimas palabras en esta Tierra. Cuiden el manuscrito. Protéjanlo
con sus vidas. Eso es lo importante».
Un momento después, los pistoleros irrumpían en la sala y pudieron verse los
momentos finales de la vida de Daniel Mazar, cuando le dispararon a quemarropa,
abrieron la cámara acorazada y escaparon.
Agitándose todavía, Vilnai se levantó y se apartó del ordenador.
—Daniel… grabó su propia muerte —dijo, con voz quebrada.
—Espera —dijo Sarah— Hay más.
—No, apágalo. No quiero ver nada más.
—¿Estás seguro?
—Yo… por favor… —Vilnai se desplomó en una silla y se tapó la cara con las
manos—. Por favor —suplicó con voz apagada—. Apágalo.
Sarah detuvo el programa.
—¿Por qué, Dr. Vilnai? —preguntó ella. Al no obtener respuesta, continuó—: Te
das cuenta de que la grabación muestra todo, ¿no? Lo que dijisteis ambos… lo que le
hiciste… cómo robaste después la grabación de la cámara de seguridad para encubrir
tu crimen.
Vilnai seguía sin hablar.
—¿Por qué lo mataste?
—Yo no tuve nada que ver con el asalto —dijo Vilnai, con los ojos abiertos de par
en par, aterrorizado, cuando miró hacia ella—. Quiero que sepas eso. Lo juro, yo no
tenía nada que ver con eso.
—Pero tú lo mataste —dijo Preston, acercándose.
Vilnai asintió, con lágrimas en sus mejillas.
—Sí. Sí, yo lo maté.
—Te pregunto de nuevo: ¿Por qué? —presionó Sarah.
—Iba a morir de todos modos. Sus heridas eran terribles. Apenas resistía.
—Pero era la vida a lo que se estaba aferrando —dijo Flannery—. No tenías
derecho a jugar a Dios.
—No comprendéis. Nadie comprende —dijo Vilnai—. Fue Daniel quien cometió
el error con el osario de Santiago. Él lo autenticó. Fue su descuidada investigación. Yo
demostré que era un error, pero, ¿se me reconoció por esto? Todo lo contrario. La
gente pensaba que yo le había asestado una puñalada trapera a un colega. Y Daniel, a
pesar de su error, seguía infundiendo más respeto que yo.
—¿Y por eso lo mataste? —dijo Preston, incrédulo.
—Cuando me habló del código de la Torá… No podía soportar que se llevara todo
el crédito, póstumamente, encima. Yo quedaría siempre en la sombra. No, mejor para
él que permaneciese callado y yo me encargaría de continuar su trabajo.
—Queda usted detenido, Dr. Yuri Vilnai, por el asesinato del Dr. Daniel Mazar —
dijo Sarah con autoridad.
—Yo… no me resistiré —dijo Vilnai con voz débil.
—Las cosas serán más fáciles para usted si devuelve el manuscrito —añadió ella.
Vilnai levantó la vista sorprendido.
—¿Qué quiere decir?
—El manuscrito —dijo Preston—. ¿Qué ha hecho usted con él?
—No sé nada del manuscrito. ¿No estaba en ese archivador?
Sarah negó con la cabeza.
—No estaba allí.
—Entonces, los terroristas tienen que haberlo cogido.
—No —dijo ella—. En el vídeo está claro que se fueron sin él. Alguien volvió a la
sala y lo sacó del archivador después de que acabara el tiempo de grabación.
—Se lo juro. No sé dónde está el manuscrito —protestó Vilnai.
—¿Y por qué tenemos que creerte? —preguntó Preston.
—He confesado el asesinato. ¿Crees que confesaría eso y mentiría sobre un robo?
—No pondría la mano en el fuego por ti ni en eso ni en cualquier otra cosa —dijo
Preston con una voz que destilaba desprecio.
—Nos preocuparemos de eso más tarde —declaró Sarah—. Ya es hora de que el
profesor se dé un paseo hasta el cuartel general de la policía y se acostumbre a su
futura residencia.
Dos horas más tarde, una mujer pulsaba un número en su teléfono móvil. Cuando
se estableció la comunicación, ella dijo:
—¿Padre Flannery? Soy Azra Haddad. Usted está buscando el evangelio de Dimas,
¿no es así?
—¿Azra? —replicó Flannery—. ¿Quién le ha dicho que ha desaparecido?
—Usted busca el manuscrito, ¿no?
—Sí, sí. Lo estamos buscando.
—Yo tengo cierta información que puede resultarle útil.
—¿Qué quiere decir? —preguntó Flannery—. ¿Sabe dónde está?
—Reúnase conmigo a las cuatro treinta de la tarde —le dijo Azra—. Pero esta
información es solo para usted. Por favor, no traiga a nadie con usted y no le hable a
nadie más del encuentro.
—¿Dónde nos veremos?
—En la excavación de Masada —contestó ella—. Pero tiene que venir solo.
Hubo una ligera pausa. Después, Flannery dijo:
—Estaré allí. Solo.
Azra cortó la comunicación, se levantó y se dirigió hacia una mesa que estaba en
el rincón de una de las celdas de los monjes del antiguo Monasterio de la Vía del
Señor. Sobre ella, había un largo rollo de papiro. Con sumo cuidado, comenzó a
enrollar el Evangelio de Dimas bar-Dimas.
Capítulo 43

Dimas bar-Dimas le dolía la espalda después de estar tanto tiempo de pie


sobre el suelo de piedra. Antes de amanecer lo habían sacado de la prisión y
lo habían llevado a un gran salón del palacio, donde se encontró con Pedro,
Pablo y otros muchos cristianos que habían sido detenidos y reunidos para
llevarlos a juicio. Su fiscal era el mismo emperador Nerón, que también era

A juez y jurado. No les permitieron tener abogado defensor.


El aspecto de Nerón no era el de un fiscal ni el de un juez; ni siquiera el
de emperador. En cambio, llevaba la vestimenta chillona de un actor, con el
pelo perfumado y teñido de rubio y sus mejillas con colorete.
—¿Sabéis cuántos han muerto a causa de vuestra mentira? —preguntó Nerón
mientras se movía de un sitio a otro ante los acusados—. ¿Sabéis cuántos se han
quedado sin casa a causa de vuestra maldad? ¿Sabéis cuántas hermosas estatuas y
obras de arte han quedado destruidas por la traición perpetrada por vosotros…
cristianos?
Nerón escupió la palabra, como si estuviese sucia.
—¿Eres tú el llamado Pedro? —preguntó mientras se detenía ante un hombre
anciano y demacrado, con una negra barba rizada y unas cejas tan finas que eran casi
invisibles.
Pedro miró a Nerón directamente a los ojos.
—Sí, yo soy.
Aparentemente incómodo por la mirada resuelta del preso, Nerón levantó su mano
ante su rostro y se examinó las uñas. Mostraban el brillo rojo de la pintura recién
aplicada. Sin volver a mirar a Pedro, continuó su interrogatorio.
—¿Y has estado predicando a ese hombre, Jesús? Está muerto, ¿no? ¿Por qué
adoráis a un dios que está muerto?
—Murió, pero vive —declaró Pedro.
Nerón sonrió.
—Sí, he oído que decís que resucitó de entre los muertos. ¿Crees realmente eso?
—Yo, yo mismo vi su cuerpo resucitado.
—Tú lo viste, ¿no? —se burló Nerón. Se volvió de nuevo hacia el preso—. Dime:
si renunciando a este falso profeta pudieras salvar tu vida, ¿lo harías?
—No.
—Recuerda que tengo poder sobre la vida y la muerte. ¿Quieres morir?
—La muerte no tiene dominio sobre quienes han aceptado a Jesús —replicó
Pedro.
—Una valerosa afirmación, pero lamentarás esa bravuconada cuando sientas
entrar los clavos en tu carne.
Siguiendo la fila, Nerón se detuvo ante otros varios presos, dándoles la misma
oportunidad de salvar la vida si renunciaban públicamente a Jesús. Ninguna persona
aceptó la oferta de clemencia de Nerón.
—No lo entiendo —le dijo al último de la fila—. Os he hecho una oferta de buena
fe de salvar la vida de quienes renuncien a vuestro dios, pero ninguno la ha aceptado.
¿Por qué?
—Tu oferta salvaría nuestros cuerpos, pero no puede redimir nuestras almas —
contestó el preso—. Y, mientras que la vida terrena es temporal, el alma es eterna.
—¿Y tú eres…?
—Soy Dimas bar-Dimas.
—He oído hablar de ti. Tu padre murió en cruz junto a Jesús, ¿no es así?
—Es cierto.
—Entonces, de tal palo, tal astilla —bromeó Nerón, riendo su propia ocurrencia
—. Quinto, dame la lira.
Se acercó a un joven muy maquillado y de aspecto muy femenino, que le llevaba
el instrumento musical.
—¡Hermoso chico! —dijo Nerón con admiración. Después, dirigiéndose a los
presos—: Ahora tocaré y cantaré para vosotros.

«A resguardo de los vientos que suspiran


Observas el paso de las horas solitarias.
Columnas envueltas en hiedra ascienden
Rodeando mis estatuas».
«Piedras diseminadas por la senda,
Guían tus pies por el camino.
Has creado tus propias penalidades
Y llegas a esta, el día de tu juicio».
Más tarde, esa misma mañana, Tibro y Marcela regresaron a la villa de la Campaña
para recuperar el manuscrito escondido y recoger algunas cosas para su viaje a
Jerusalén. Tras asegurarse de que la noche anterior habían sido retirados los cuerpos
de Rufino y Calpurnio y de que no había soldados por allí, Tibro llevó a Marcela al
interior de la casa, ahora vacía, abandonada incluso por los sirvientes.
—No lleves muchas cosas —le advirtió Tibro cuando ella empezó a empaquetar
cosas—. Es un viaje largo y la mayor parte a pie.
—Lo siento —dijo Marcela, dejando algunos vestidos que había cogido—. Solía
viajar con sirvientes y medios de transporte.
El sonrió.
—Tus días como ciudadana romana de alta cuna se han acabado. Espero que no
los eches demasiado de menos.
—Quiero olvidarlos por completo —prometió Marcela—. Me siento feliz al dejar
atrás Roma —suspiró—. Y seré feliz alejándome de este lugar.
—Hay una cosa más que quiero hacer antes de abandonar Roma —dijo Tibro.
—Ya lo sé —puso su mano sobre la suya—. Quieres rescatar a Dimas. Pero,
Tibro, a ambos nos buscan por asesinato. Nos hemos arriesgado mucho volviendo
aquí. Y lo encerrarán en la misma prisión de Nerón. A ella no tengo acceso como tenía
en la prisión de Éfeso.
—Claro que sé que tienes razón. Sin embargo, siento como si lo estuviese
traicionando.
—Pero no lo estás haciendo —Marcela le mostró el manuscrito—. Tu hermano te
encargó una misión tan querida para su corazón como la vida misma. Si tenemos éxito
y llevamos esto a Jerusalén, no lo estarás traicionando, sino sirviéndole.
—Espero que tengas razón —se colgó a la espalda sus dos mochilas—. ¿Estás
preparada?
Marcela metió el manuscrito en una bolsa más pequeña y se pasó la correa por la
cabeza. Echó una última mirada a la habitación. La villa había pertenecido a sus
padres y ella había pasado allí muchas horas felices de joven. Trató de grabar esas
imágenes en su mente y no los oscuros recuerdos de los últimos días.
—Sí —dijo, asintiendo—. Estoy preparada.
Cuando atravesaban la villa, oyeron pasos en el vestíbulo y Tibro empujó a
Marcela a una antesala oscura y le hizo señas para que no hiciese ruido. Puso las
mochilas en el suelo, sacó la daga que llevaba al cinto y se acercó lentamente a la
puerta. Echó un vistazo al pasillo, para ver si habían regresado los soldados romanos
para inspeccionar los locales.
Apareció un hombre que venía del vestíbulo; Tibro se asomó a la puerta y se dio
cuenta de quién era la persona a la que había visto. Guardó el cuchillo, salió de la
antesala y lo llamó:
—¡Gayo!
Sorprendido, el hombre se dispuso a salir corriendo; después levantó la cabeza y
vio a la persona que estaba en el pasillo.
—¿Tibro?
—Creía que habías vuelto a casa.
—Sí —contestó Gayo mientras se acercaba a Tibro; Marcela se unió a ellos en el
pasillo—, pero decidí tratar de ver a Dimas en la prisión antes de que descubrieran los
cuerpos y las cosas se complicaran aún más. —Parecía nervioso cuando señalaba la
habitación en la que había matado a Rufino Tácito la noche anterior.
—Se han llevado los cuerpos —dijo Tibro para tranquilizarlo—. El soldado que
escapó debió de volver con otros y se los llevaron.
—¿Viste a Dimas? —preguntó Marcela, angustiada.
Gayo asintió.
—Unas monedas de oro me ayudaron a que la guardia me franqueara el paso.
—¿Cómo está?
—Fuerte… y resuelto. Está preparado para los planes que el Señor le tenga
reservados.
—Son los planes de Nerón los que me preocupan —comentó Tibro.
—Pronto los conoceremos. Los han llevado a juicio esta misma mañana.
—Entonces, ¿por qué no estás allí?
—No permiten a nadie estar en el juicio. El mismo Nerón lo está llevando a cabo.
—¿No hay nada que podamos hacer? —preguntó Marcela.
—Ahora no —replicó Gayo—. Quizá cuando se tranquilicen un poco las cosas,
pasados unos días, puedan persuadir a Nerón de que muestre clemencia. Le encanta
condenar a un hombre para concederle más tarde el perdón… siempre que se ofrezca
un rescate adecuado, y nuestra comunidad recaudará más que suficiente para tentar
incluso a un emperador.
—¿Qué te ha traído aquí hoy? —preguntó Tibro—. ¿Has venido a vernos?
—Bueno, sí —dijo Gayo, un poco inseguro—. Y a algo más.
—¿Qué es? —preguntó Tibro.
—Dimas habló de un manuscrito. Dijo que te había pedido que lo llevases a
Jerusalén.
Tibro miró a Marcela, preguntándose hasta qué punto podía revelarle algo.
—Tienes el manuscrito de Dimas, ¿no es así? —preguntó Gayo.
Tibro asintió.
—¿Y has venido aquí para llevártelo?
—¿Por qué?, sí, claro —admitió Gayo, un poco sorprendido por el tono acusador
de Tibro—. Quiero decir que si le había ocurrido algo después de que nos
marchásemos. Los soldados podrían haberte detenido… o peor. Y, con independencia
de la suerte que corramos, hay que proteger el Evangelio de Dimas.
—Estará protegido —le aseguró Tibro.
—Entonces, debemos llevarlo a Roma. Los fieles estarán deseando leer lo que…
—Lo llevamos a Jerusalén.
—Claro, claro, como desea Dimas, pero primero debemos hacer copias. El
original estará escondido y preservado y, en unos días, llevaréis la primera copia a los
apóstoles, en Jerusalén.
—Una copia no, sino este —declaró Tibro, señalando la bolsa pequeña que
llevaba Marcela—. Y no en unos días, sino ahora mismo.
—Pero eso es una locura.
—Hice un juramento a mi hermano.
—El viaje es demasiado peligroso. El manuscrito podría perderse para siempre.
Sin duda, Dimas no querría eso.
—¿Dijo eso? —preguntó Marcela—. ¿Era esa su idea?
Gayo dudó; después sonrió y empezó a asentir.
—Sí, sí, ese era su deseo. Cuando le sugerí esta forma da actuar, me insistió en
que os encontrara y te comunicara su consentimiento.
La expresión de Tibro se endureció y sus ojos verdes lanzaban destellos de ira.
—Mentir no cuadra con un cristiano como tú —se volvió a Marcela—. Vamos,
nos espera un largo viaje.
—¡Pero, no debéis hacerlo! —exclamó Gayo y siguió protestando mientras Tibro
recogía sus mochilas. Cuando quedó claro que no podría disuadir a Tibro, Gayo dijo:
—Si tenéis que marchar, al menos dejadme verlo. Dimas me habló del manuscrito,
por lo que es seguro que no se opondría a que lo viese.
Dirigió su petición a Marcela, que reconoció en sus ojos su deseo auténtico; al
final, se volvió hacia Tibro y dijo:
—Solo unos minutos.
Tibro empezó a negarse, pero después, suspiró y asintió.
Pasaron al bien iluminado vestíbulo y allí Marcela desenvolvió el manuscrito y lo
colocó en una masa lateral de mármol. Mientras iba desenrollando lentamente el
papiro, Gayo fue inclinándose más, temblándole la mano al seguir el texto con su
índice. Leía en silencio, formando las palabras en sus labios, siguiendo el documento,
como si tratara de memorizarlo al máximo.
—Ya es hora —dijo Tibro pasados unos diez minutos—. Aquí no estamos
seguros; debemos empezar a caminar.
Y comenzó a enrollar el manuscrito.
—Un momento. Hay algo que me confunde —Gayo señaló el símbolo rojo que
Dimas había dibujado al principio del documento—. Este signo… ¿qué significa?
—Lo llamó Trevia Dei —explicó Marcela.
—¿Tres caminos hacia Dios? No entiendo.
—Tampoco nosotros —dijo Tibro, enrollando el resto del manuscrito y
envolviéndolo en el paño—. Consigue que mi hermano salga de la prisión y él podrá
decírtelo.
—Acude a Simón —le dijo Marcela a Gayo—. El mismo Maestro lo hizo Guardián
del Signo—. Volvió a guardar el manuscrito en su bolsa y se la colgó al hombro.
—Y ahora tenemos que partir —dijo Tibro.
Empezó a andar, pero Gayo le cerró el paso y dijo:
—Debo pedírtelo una vez más… déjame que lleve este evangelio a nuestra gente
para que lo guarde en lugar seguro.
Tibro se dio cuenta de que la mano derecha de Gayo estaba sobre la empuñadura
de su daga. Miró el arma durante un rato; después miró a Gayo.
—¿Tan desesperado estás que profanarías el evangelio de Dimas con la sangre de
su hermano? ¿Y este es un buen cristiano? —añadió, mirando a Marcela.
Ella se acercó y puso una mano tierna sobre la de Gayo.
—Deja que la sangre cristiana que se derrame vaya a las manos de Nerón y a nadie
más —al notar que Gayo aflojaba la mano con la que agarraba el cuchillo, ella retiró la
suya—. Vuelve a Roma —le dijo, con una sonrisa afectuosa y sincera—. Me temo que
Dimas te necesitará hoy. Y no te preocupes por el manuscrito. Dimas ya ha tenido una
visión de él en sitio seguro, en Jerusalén.
Tomó el brazo de Tibro y se encaminó con él hacia el jardín delantero, dejando a
Gayo de Éfeso que los miraba desde la puerta del vestíbulo.
Era bien entrada la mañana cuando Tibro y Marcela caminaban por la Vía Apia,
que los llevaría de Roma a Capua y, de allí, por mar, a Grecia y a las regiones del este.
Por la calzada viajaban muchas más personas y Tibro imaginó que la mayoría serían
cristianos que huían de la persecución que había desencadenado Nerón en la ciudad.
Tibro notaba el miedo de Marcela, quería abrazarla y prometió protegerla. Creía
que podría hacerlo en la mayoría de las circunstancias, pero no había forma de
protegerla del ejército romano, si descubrían su huida.
De repente, Tibro se sintió muy pequeño e insignificante, un sentimiento mil veces
magnificado cuando llegaron a la cima de una pequeña elevación y vieron el
espectáculo que tenían delante.
—¡Dios mío! —dijo Marcela en un grito ahogado, tapándose la boca.
Incluso Tibro de quedó aturdido al ver unas filas aparentemente sin fin de cruces
en forma de T, que se elevaban a ambos lados de la carretera y desaparecían en la
distancia. Por un momento, pensó que soportarían los cuerpos de todos los cristianos
que Nerón había jurado ejecutar. Pero estaban vacías y recordó que permanecían allí
como testigos mudos de los seis mil esclavos que Espartaco había dirigido en el
levantamiento fracasado que había tenido lugar casi 150 años antes.
El hecho de que las cruces estuviesen vacías no pudo borrar la revulsión que
sintió Tibro y se estremeció cuando miró hacia adelante y envolvió a Marcela en sus
brazos. Se quedaron allí un rato, de pie, cogiendo fuerzas; después, volvieron a la
carretera y siguieron su viaje a la sombra de las cruces.

Veinticuatro horas después de que Tibro y Marcela pasaran entre las cruces de la
Vía Apia, trescientas de ellas dejaron de estar vacías. El emperador las había vuelto a
poner en servicio, para que fueran ocupadas por las torturadas figuras de los
cristianos que sufrirían así su espantoso tormento final.
Ausente del grupo estaba Pablo de Tarso. Al ser ciudadano romano, había sido
eximido de la terrible experiencia de la crucifixión, aunque no de la pena de muerte.
Fue decapitado, antes incluso de que sus compañeros fueran enviados a la cruz.
Cuando ataron a Dimas al mástil de la cruz y le clavaron los clavos en muñecas y
tobillos, se dijo a sí mismo que había burlado la cruz en Éfeso y que ahora debía
pagar esa deuda. Se armó de valor gracias a la alegría que había visto en los ojos de
Pablo cuando el apóstol estuvo frente al verdugo y se preparó para su encuentro cara
a cara con su Señor.
Dimas apretaba los dientes a cada golpe que daba el soldado con el martillo,
decidido a no gritar. Cuando ya no pudo aguantar el dolor, cerró los ojos y rezó
primero a Jesús y después a su propio padre, que le habían prometido un lugar en el
Cielo. Sintió como una mano que le acariciase la frente, el agudo dolor fue
amortiguándose y sus brazos y piernas se entumecieron.
Cuando pasó lo peor del dolor, abrió los ojos y miró la cruz que estaba a su lado.
El anciano y débil apóstol Pedro había sido arrastrado hasta allí por dos soldados e iba
a correr la misma suerte que Dimas.
Viendo la forma de discutir de Pedro con los soldados, Dimas recordó que, en la
noche en la que fue detenido Jesús, el apóstol había negado tres veces que conociera a
Jesús. ¿Sería posible que Pedro, al enfrentarse a una muerte semejante, hubiese
perdido la fe y negara de nuevo al Señor para salvar su propia vida? Pero el corazón
de Dimas se llenó de orgullo ante el valor de su jefe espiritual cuando oyó por qué
protestaba el anciano.
—¡No! —gritó Pedro—. No soy digno de morir del mismo modo que mi Señor.
Por favor, os ruego que, cuando me pongáis en la cruz, me colguéis boca abajo.
—¿Boca abajo? —repitió uno de los soldados y se rió—. Este viejo loco quiere
estar mirando el suelo —le dijo a su compañero—. ¡No le contradigas!
Dimas se volvió, sintiendo que era una falta de modestia mirar a su amigo y
maestro sufriendo esta indignidad final. Cuando los soldados hubieron acabado su
trabajo y se dirigieron a realizar la siguiente ejecución, Dimas miró a Pedro. Las
piernas del anciano estaban separadas y habían clavado sus tobillos en el travesaño
horizontal. Tenía las manos juntas sobre la cabeza y habían clavado las muñecas en la
base del mástil vertical.
—Pedro… —lo llamó Dimas, con voz débil mientras luchaba por mantener la
respiración.
El anciano abrió los ojos y le sonrió a Dimas. Pedro se las arregló para asentir con
la cabeza y movió los labios para hablar, pero no se oyó palabra alguna. Dimas
parpadeó para evitar el sudor que le cubría la cara mientras trataba de entender lo que
estaba diciendo Pedro.
Alaba al Señor, pronunció Pedro en silencio. Después, cerró los ojos y dejó de
respirar. Sus sufrimientos habían terminado.
Dimas sabía que su muerte, en posición normal, no llegaría tan rápidamente.
Cuando dirigió sus pensamientos a la pasión de Jesús y de su propio padre, Dimas
sintió que su cuerpo estaba cada vez más entumecido y frío. Podía oír a personas que
gritaban desesperadas, colgadas de sus cruces y era consciente de los sollozos de pena
de quienes se habían reunido en la carretera a la espera de que acabaran los
sufrimientos de amigos y familiares. Había también otros que no eran tan
comprensivos con la difícil situación de las víctimas. Algunos miraban con mórbida
fascinación, saboreando el espectáculo. Otros se mostraban curiosos, aunque
indiferentes, tan poco conmovidos como si estuvieran viendo una bandada de pájaros
posados en los árboles.
Dimas volvió la cabeza todo lo que pudo y miró la larga fila de cruces. Muchos
mártires, muchos nuevos santos serían acogidos en el Cielo aquel día.
Cuando Dimas miró hacia abajo, vio a varias personas de su familia de fieles
reunidos en torno a Gayo de Éfeso, a quien estaban impidiendo que se acercara más.
Su preocupación tenía fundamento, porque un soldado se les acercó y los acusó de
ser cristianos. Percatándose del peligro que corrían, Gayo se tranquilizó y le dijo al
soldado que ellos no tenían nada que ver con la secta y los otros manifestaron su
asentimiento en voz alta. La mentira entristeció a Dimas, pero perdonó su debilidad y
le dio su bendición en silencio.
El soldado ordenó al grupo que se dispersase o se enfrentaría a una suerte
semejante y Gayo los apartó de allí, tras dirigirle por última vez una mirada a Dimas.
El hombre sonrió y asintió, como diciendo: Mi tiempo se acaba; ahora tienes que
guiar nuestro rebaño.
—El los conducirá a las tinieblas, porque no tiene tu entendimiento —dijo una voz
y Dimas miró hacia el pie de la cruz y vio a Simón de Cirene de pie, al borde de la
calzada. Aparentemente, nadie más podía verlo ni oírlo, porque los soldados romanos
pasaron varias veces frente a él sin percatarse lo más mínimo de su presencia.
La expresión de Simón transmitía amor más que piedad, esperanza más que
horror. Aunque no decía palabras en voz alta, su voz resonaba en la mente y en el
corazón de Dimas. Esa comunicación no podía silenciarla la mera destrucción de la
carne de un hombre. Dimas se dio cuenta cuando cerró los ojos y escuchó.

Aunque todos los caminos que llevan a Dios se funden en uno, Gayo solo ve el
suyo y niega todos los demás. Si la Via Dei, el único camino hacia Dios, abraza a
todos, da la salvación, pero si lo blanden como un arma, trae la destrucción.
Dimas trataba de comprender lo que decía su amigo. ¿Via Dei? ¿Pero no lo había
llamado Trevia Dei?

Todo ocurrirá como advirtió el Maestro. Sus enseñanzas se tergiversarán, hasta


que los muchos caminos que son uno se conviertan en el único camino que niegue
todos los demás. Ya ha comenzado, como estaba escrito y como ha de ser.

—Pero debes detenerlos —suplicó Dimas—. Vete a Gayo y a los demás. Háblales
de su error.

No hay error. Como proclamó el Maestro, «el que tenga oídos para oír, que oiga».
Pero no temas, amigo mío. El auténtico mensaje siempre será escuchado. Y, en su
momento, será revelado para que lo vea todo el mundo. Tú lo has hecho así, de tu
puño y letra. Por eso, amigo mío, tu dolor y tu sufrimiento pronto acabarán y estarás
en un lugar mucho más hermoso que este. Estarás en casa.

Dimas vio ahora que Simón no estaba solo. A su lado había un hombre que
llevaba un atuendo negro y raro, con una especie de cuello blanco rígido. Este hombre
de extraño atuendo miraba con horror y perplejidad el espectáculo de la crucifixión en
masa.
Dimas se volvió hacia Simón, tratando de entender quién era aquel extraño.
Cuando se acercaba la muerte, Dimas empezó a encontrar respuestas, no solo a este
misterio, sino a todas las preguntas que había hecho. Cuando miró por última vez la
Vía Apia, las distancias se contrajeron y pudo ver, más allá del horizonte, por donde
caminaban Tibro y Marcela y después, aún más allá, las mismas murallas de Jerusalén.
Su visión no solo atravesó la distancia, sino también el tiempo. Observó a los
apóstoles todavía vivos y a los dirigentes de la Iglesia aún no nacidos.
Acontecimientos del pasado, el presente y el futuro pasaron ante su mirada interior y
se dio cuenta, sin saber cómo, que este hombre del atuendo negro y cuello blanco
vivía en un lugar y en un tiempo distantes. Y ya no fue un extraño para Dimas, sino
un amigo querido y bienvenido.
Las imágenes fueron haciéndose más luminosas, más brillantes y los detalles,
menos precisos, mientras se llenaban de un resplandor que Dimas pudo percibir con
todos sus sentidos. La última imagen terrena que reconoció fue una fortaleza sobre
una elevada meseta desértica. ¿Masada? ¿Por qué Masada?, se preguntó. Y allí, bajo
los muros de la fortaleza, yacen los cuerpos de los muertos, mientras se elevan a los
cielos sus últimas oraciones:

Yiitgadal veyiitcadasch schmei rabbá


Bealmá diiberájiir utéi.

Y allí, en medio de tanta muerte y tanta destrucción, estaba el hombre de negro,


sosteniendo en sus manos el manuscrito de Dimas.
Sí, Dimas suspiró cuando su conciencia alcanzó el entendimiento final. Todo está
acabado y, por eso, todo empieza.
Capítulo 44

l padre Michael Flannery se agitó en la silla, despertándose. Miró alrededor y


se dio cuenta de que estaba en su habitación del hotel. Debía de haberse
quedado dormido y se volvió rápidamente al reloj que estaba en la mesilla de
noche. Solo habían pasado unos minutos; todavía tenía mucho tiempo para ir
a Masada y reunirse con Azra Haddad a las cuatro y media.

E Comenzó a levantarse pero se sentía agotado y mareado. Una imagen


apareció fugazmente en su memoria… el recuerdo de un sueño. ¿La pasión
del Señor?, se preguntó, mientras recordaba una visión fugaz de alguien en
una cruz. Pero no, no era Cristo en el Gólgota, porque había decenas no,
centenares de mártires en una fila de cruces que se extendía hasta el horizonte, y uno
en particular lo miraba desde arriba.
Flannery parpadeó, aclarando la memoria, sin querer revivir lo que fuera que
hubiese vislumbrado. Hizo varias respiraciones relajantes, se levantó y se acercó al
tocador. Metió en el bolsillo las llaves del coche que había alquilado esa tarde y cogió
su tarjeta de identidad de seguridad. Dudó, manteniendo la mano suspendida sobre la
tarjeta que había sido tan crucial para su rescate en las catacumbas cercanas al monte
de los Olivos.
Cierto sentido interior le impulsaba a dejarla. Pero eso era ridículo, se dijo a sí
mismo, cogiendo la tarjeta del tocador. Empezó a meterla en el bolsillo, pero su mano
se quedó quieta. Sentía que sus dedos estaban extrañamente entumecidos y de su
interior surgió una única palabra: fe.
Como si la palabra fuera para él una especie de mantra, vio que su mano volvía al
tocador y sus dedos soltaban la tarjeta. La miró un rato mientras se oía musitar a sí
mismo: «No se haga mi voluntad sino la tuya».
Se volvió rápidamente y salió deprisa de la habitación, encaminándose al coche y
poniendo rumbo al sur, a la carretera de Masada.

Un destello de luz brilló cuando Gavriel Eban encendió un cigarrillo.


Protegiéndose los ojos del sol de la tarde, miró hacia la baja estructura de piedra que
dos milenios antes había alojado grano y otras provisiones para la resistencia final en
la fortaleza de Masada. Silueteados en la entrada abierta se veían media docena de
hombres y mujeres, miembros del equipo arqueológico que pasaban su tiempo de
descanso apiñados en torno a la puerta para aprovechar la fresca brisa que llegaba del
interior. Eban estaba demasiado alejado para distinguir apenas alguna palabra suelta,
pero fantaseaba que eran fanáticos zelotes discutiendo sobre cómo derrotar a las
tropas romanas que habían sitiado la fortaleza de la cumbre de la montaña. Y se veía a
sí mismo como un guardia zelote con un sable a la cintura, en vez de la pistola Jericho
941, de 9 mm, de dotación en la policía de seguridad israelí.
En sus ensoñaciones, había comenzado el asalto final y pronto caerían sobre él y
sobre el resto del grupo de oficiales de seguridad —no, guerreros zelotes— para dar
gloria a la nación judía a espada desnuda.
Pero —se recordó Eban a sí mismo—, no estaban en el siglo I, sino en el XXI. No
había soldados romanos ni levantamiento zelote que aliviaran el adormecedor
aburrimiento de otro largo y caluroso día del operativo de seguridad de una
excavación arqueológica en la que el único asalto enemigo era el del endiablado polvo
que cruzaba el desértico valle que rodea Masada.
Eban dio una larga calada al cigarrillo y lo tiró al suelo, aplastándolo con la bota,
recordando su promesa a Livya de que iba a dejarlo. Sonrió con su imagen,
esperándolo en el piso de Hebrón. Unas horas más y estaría en casa, bajo la colcha, a
su lado.
Un movimiento como de pies que se arrastraran a un lado le llamó la atención. Se
volvió directamente hacia la luz del sol y vio la figura de un hombre que se acercaba
desde cerca de uno de los pequeños edificios exteriores del fuerte.
La hoja plateada brilló; después, atravesó la garganta de Eban. El sintió un escozor
y después humedad, mientras la sangre de la arteria carótida se desparramaba por su
cuello. Abrió la boca, pero tenía la tráquea rota; gritó en silencio mientras caía de
rodillas y se agarraba el cuello. Miró a su atacante con expresión suplicante y sus
labios formaron las palabras: ¿Por qué?
Tras el turbante que cubría su rostro, solo eran visibles los ojos feroces, brillantes,
del hombre. Su respuesta fue tan fría como el acero que llevaba en la mano: se inclinó
y clavó la hoja en el corazón de Eban; después le dio un puntapié al cuerpo sin vida,
dejándolo boca abajo en el suelo.
Con el brazo levantado y el puño cerrado, el asesino llamó a los otros y once
hombres más, ataviados con turbantes y ropas oscuros, se materializaron, saliendo
detrás de las cercanas rocas y muros de piedra.
Haciendo señales y gestos con la mano, dirigió su truculenta tarea. Sin sospecharlo
y desarmadas, las víctimas fueron cayendo bajo los puñales y garrotes del equipo de
asalto.
El asesino pasó por entre los cuerpos, dándole la vuelta a cada uno para examinar
su rostro, mientras el resto de su equipo examinaba la zona. Uno de ellos llegó
apresuradamente y dijo encogiéndose de hombros: «No está aquí».
—Está cerca —replicó, sin molestarse en mirar al otro—. Ella dijo que estaba aquí,
y la creo.
—Míralo tú mismo; no está aquí, te lo digo yo.
—¿Has mirado en todos los edificios? —preguntó.
—¡Claro!
—Vuelve a inspeccionarlos —hizo un gesto desdeñoso con la mano—. Encontrad
a la mujer —no se molestó en decir su nombre. Su equipo había sido entrenado
durante innumerables horas: todos sabían demasiado bien a quién y qué habían ido a
buscar—. Encontradla, pero tened mucho cuidado en no hacerle daño. Ella nos
conducirá hasta él.

***

Un estremecimiento de miedo, a la muerte, atravesó al P. Michael Flannery, pero se


las arregló para quitárselo de encima cuando aparcó cerca del teleférico que llevaba a
turistas y trabajadores a la meseta en la que estaba situada la fortaleza de Masada.
El teleférico no estaba funcionando y parecía desierto y, aunque las ruinas
estuviesen cerradas al público ese día, Flannery sabía que tenía que haber un
encargado para transportar a los trabajadores y al personal de seguridad hasta arriba.
—¡Hola! —llamó—. ¿Hay alguien aquí? ¡Por favor, tengo que subir! ¿Hay alguien
aquí?
La única respuesta fue el eco de sus palabras que devolvió la pared del acantilado.
Flannery se acercó a la ventanilla de venta de billetes en la oficina del teleférico.
En el mostrador había un café a medio consumir que se había dejado alguien y
Flannery se asomó por la abertura semicircular de la ventana para tocar la taza. Estaba
fría.
Miró a través de la ventanilla la pequeña oficina, pero no vio a nadie. Una ligera
brisa pasó las páginas de una revista que había en una de las mesas e hizo que el
cordón de las persianas venecianas diese contra el alféizar.
¿Hola?, —dijo, inclinándose hacia la abertura de la ventanilla de venta de billetes.
¿Hay alguien ahí?
Dando por sentado que todo el mundo debía de haber bajado de las ruinas y dado
por terminada la jornada, Flannery pensó en regresar a Jerusalén. Pero, en la forma de
instarle Azra Haddad a que se reuniese con ella había algo irresistible. Miró el lugar en
el que estaba su coche; después dirigió la mirada hacia la meseta, allá arriba.
Asintiendo en sentido de aceptación de su situación, atravesó el aparcamiento hasta la
base de la misma senda que los judíos zelotes habían utilizado dos mil años antes,
cuando capturaron Masada para resistir allí hasta el final.
Cuando Flannery comenzó a subir por la empinada cuesta hacia la fortaleza de
Masada, a más de 120 metros sobre la superficie del desierto, se vio asediado por un
torrente de emociones y recuerdos: el P. Leonardo Contardi, Via Dei, el Evangelio de
Dimas con su extraño símbolo, la trágica muerte de Daniel Mazar.
Flannery se detuvo a descansar a mitad de camino, se sentó sobre una piedra plana
y se apoyó en una piedra aún más grande. Cuando cerró los ojos, vio imágenes de
personas y acontecimientos que había estado recordando durante el ascenso. Al
principio era como soñar despierto, pero, poco a poco, las imágenes cambiaron,
transformándose en algo mucho más real, algo que nunca había visto antes.
Flannery estaba solo en un terreno desconocido. No, no solo, porque ahora podía
ver a personas a su alrededor, una gran muchedumbre con ropas anticuadas que
llenaban lo que parecía una carretera antigua, construida a mano. Oyó a mujeres que
sollozaban, a hombres que gritaban de dolor. Sintió una presencia a su lado y, cuando
se volvió para ver qué era, vio a un hombre negro, de complexión fuerte, vestido con
una túnica sencilla y tosca.
—Tú —musitó Flannery—. Tú estabas en la basílica de san Pedro.
El anciano se limitó a asentir y a hacerle un gesto con una mano, señalándole a
Flannery que mirara detrás de él.
Al volverse, Flannery vio a alguien con una coraza de soldado romano que estaba
al lado de la carretera, con la mano apoyada en la empuñadura de su sable. Después,
Flannery miró hacia arriba y dio un grito ahogado. Allí, a unos metros por encima de
él, un hombre estaba clavado y crucificado. Por un instante, Flannery pensó que sería
el Salvador, pero entonces miró la carretera y se dio cuenta de que no había tres
cruces, tres hombres crucificados, sino decenas, centenares quizá.
—¡Dios del Cielo! —gritó, mirando hacia allá—. ¿Qué es esto?
El sueño, se dijo. Estoy teniendo el sueño otra vez.
Trató de despertarse, preguntándose si todavía se encontraría en la habitación del
hotel.
«Fe», fue la respuesta, y sintió la mano del hombre negro sobre el hombro.
«Míralo con fe».
Flannery levantó la mirada y vio al hombre moribundo que lo miraba a él, y algo
pasó entre ellos… esperanza, reconocimiento, amor.
—Dimas bar-Dimas … —susurró Flannery, cerrando los ojos, incapaz de
presenciar tanto sufrimiento.
El viento cobró fuerza, la visión se desvaneció y, cuando Flannery abrió de nuevo
los ojos, estaba de nuevo en el camino que llevaba a Masada. Se levantó despacio y
miró alrededor, buscando algún indicio del hombre negro o de la carretera con
muchas cruces.
Oyó la llamada distante de un cuervo.
Nueve años habían pasado desde que Tibro bar-Dimas y Marcela habían dejado
Roma. Se habían casado durante el viaje, en Éfeso, donde se conocieron. Les había
llevado más tiempo del previsto hacer el viaje en condiciones de seguridad y cuando,
al final, llegaron a la ciudad, la situación se había hecho tan caótica que no pudieron
cumplir la promesa que hicieran a Dimas.
La gran presión ejercida por los romanos sobre la ciudad había empeorado la
situación para los cristianos. Los zelotes, que los consideraban colaboracionistas,
habían aumentado sus ataques, asesinando a muchos de sus dirigentes y obligando a
la mayoría de los fieles a abandonar Judea. Sin una dirección establecida y con poca
seguridad frente a los zelotes y los romanos, Tibro pensó que lo mejor sería retrasar la
entrega del manuscrito de su hermano.
Al final, la situación en Jerusalén se hizo cada vez más insostenible para los
mismos judíos, cuando Tito Flavio Vespasiano sitió la ciudad. Por eso, Tibro y
Marcela se unieron a otros centenares de judíos que siguieron al dirigente zelote y
sumo sacerdote Eleazar ben-Yair a la fortaleza de Masada en el desierto. Entre las
pocas cosas importantes que pudieron llevarse estaba el Evangelio de Dimas.
Ahora, tres años después de la caída de Jerusalén, los judíos de Masada se las
habían arreglado para mantener a raya una fuerza de quince mil soldados romanos, al
mando de Flavio Silva, gobernador de Judea. El asedio de Silva duraba ya dos años,
pero todavía no había logrado tomar la meseta y asaltar la fortaleza. Sin embargo,
había empleado aquellos largos meses en construir una rampa de tierra que había
llevado a los romanos lo bastante cerca para lanzar su asalto final. Durante la noche
anterior, sus fuerzas lograron incendiar los tejados de madera de la fortaleza; el fuego
rugió furioso durante la mayor parte de la noche hasta que se consumió.
Poco después del amanecer, mientras una nube de humo cubría la fortaleza, Tibro
estaba tras uno de los parapetos, mirando las torres forradas de hierro que habían
traído durante el asedio. Desde el interior de aquellas torres, los romanos empleaban
catapultas para lanzar grandes piedras al interior de la fortaleza. El constante
machaqueo de las descargas cuando los proyectiles golpeaban las barricadas había
enervado a los defensores y, con el último ataque a base de fuego, sabían que su
suerte estaba echada.
—Tibro —le llamó alguien y se volvió para ver a Eleazar ben-Yair que subía por
una escalera al parapeto.
—Aquí —dijo Tibro, dando la mano y ayudando al hombre mayor a salir de la
escalera y acceder a la muralla.
Eleazar se sacudió las manos; después se arregló la ropa mientras caminaba hacia
el borde de la muralla y miraba el campamento romano que, durante el asedio, había
cobrado el aspecto de una población.
—Nuestro tiempo ha llegado a su fin —dijo el sumo sacerdote—. La pasada noche
llegaron lo bastante cerca como para prender fuegos. Mañana habrán escalado la
cumbre y los tendremos en la muralla.
Mientras Eleazar hablaba, una roca catapultada derribó una sección grande de
madera carbonizada y piedra. Tibro podía oír los gritos de miedo y de alarma de los
defensores que estaban en el interior de la fortaleza.
—¿Hay alguna manera de reforzar los muros y frenar su avance? —preguntó
Tibro.
Eleazar movió la cabeza.
—No nos queda material ni tenemos más tiempo. He convocado una reunión,
Tibro.
—¿De los dirigentes?
—De todos los hombres, mujeres y niños, porque esto concierne a todos.
—Entiendo —dijo Tibro con solemnidad.
Media hora más tarde, aunque continuaba el bombardeo, Eleazar dirigía la palabra
a sus seguidores en el gran patio central del complejo.
—Hace mucho tiempo, amigos míos, decidimos no ser nunca siervos de los
romanos ni de nadie más, salvo de Dios mismo, que es el verdadero y justo Señor de
la humanidad. Ha llegado el momento de que pongamos en práctica esa resolución. Es
evidente que Masada será tomada en una jornada. Sin embargo, aunque los romanos
abran brecha en nuestras murallas, no pueden abrir brechas ni romper nuestro
espíritu.
Algunos de los asistentes dieron su aprobación a voces; otros pidieron a Eleazar
que explicara qué debían hacer.
—Primero, destruyamos nuestras pertenencias y nuestro dinero e incendiemos lo
que queda de la fortaleza, de manera que los romanos no puedan hacerse con la más
mínima riqueza terrena que todavía poseamos. Sin embargo, no destruyamos nuestras
provisiones, para que sirvan como prueba de que no nos han sometido por falta de
alimentos, sino que preferimos la muerte a la esclavitud.
Hizo una pausa mientras dirigía la mirada a todas y cada una de las casi mil
personas presentes.
—Por último, mis fieles amigos, escojamos la muerte, por nuestra propia mano,
de manera que ninguna espada romana pueda manchar esta tierra sagrada con sangre
judía.
—Pero el suicidio es un pecado, ¿no? —dijo uno.
—Sí, y el pecado definitivo —dijo otro—, porque no hay forma de pedir perdón a
Dios.
—Es un pecado —admitió Eleazar—. Pero he ideado la manera de que solo uno
de nosotros cometa tal pecado. Serán escogidos diez que ejecutarán a todos los demás.
Después, echarán a suertes entre ellos y uno de esos diez ejecutará a los otros nueve,
cometiendo solo él el pecado de suicidio.
—Sí, así lo debemos hacer —gritó un hombre, y otros hicieron suyo el grito, hasta
que toda la asamblea gritó su asentimiento.
—¿Cuándo lo hacemos? —preguntó alguien.
—En unos minutos —contestó Eleazar—. Ya he buscado a voluntarios de entre
nuestros más grandes guerreros y, de ellos, he escogido a diez que serán los
instrumentos de nuestra gloria. Utilicemos el tiempo que nos queda para abrazar a
nuestros seres queridos y dirigir nuestras oraciones en alabanza a nuestro Señor.
Eleazar dijo los nombres de los diez ejecutores y, mientras cogían sus espadas y se
reunían con su líder en el centro del patio, otros fueron a incendiar lo que quedaba de
la fortaleza. El resto de la asamblea se reunió en pequeños grupos, dándose besos y
emocionados abrazos, cantando la gloria de Dios.
Cuando los ejecutores comenzaron su terrible trabajo, Tibro y Marcela se
escabulleron, no para evitar la muerte, sino porque tenían que cumplir su propia
misión. Desde hacía muchas semanas sabían que su suerte estaba echada y ya habían
preparado una urna de barro, en cuyo interior colocaron el evangelio de Dimas y
rellenaron la cavidad con paja; después sellaron la tapa con cera para proteger el
manuscrito hasta el día en que lo encontrasen.
Recogieron la urna de sus aposentos y la llevaron a una habitación que habían
escogido, situada en la parte más profunda de la fortaleza. Tibro llevaba una pala para
cavar un agujero suficientemente grande para la urna.
Incluso a través de los gruesos muros de piedra, podían oírse los terroríficos
sonidos procedentes de arriba, los gemidos, gritos y oraciones de los moribundos.
—¡Date prisa! —dijo Marcela—. No debemos dejar que lo encuentren.
Tibro se puso de rodillas para recoger la tierra con la pala de mango corto,
mientras el olor acre de la tierra recién removida inundaba su nariz.
—¡Date prisa! —insistió ella— ¡No tenemos mucho tiempo!
—Casi tengo ya una profundidad suficiente —respiraba con dificultad al trabajar
más rápido.
Otro grito; este sonó tan próximo que les hizo dar un salto a ambos. Después, un
canto fúnebre que denotaba una tristeza infinita:

Que Su gran Nombre sea exaltado y santificado


en el mundo que Él creó según Su voluntad.

—Déjala aquí —dijo Tibro, tirando la pala y acercándose a ella.


—¿Es suficientemente profundo? No debe caer en malas manos —dijo Marcela,
entregándosela.
—Tiene que serlo. No nos queda tiempo.

Que Su gran Nombre sea bendito por siempre jamás.


Que Su gran Nombre sea bendito por siempre jamás.

Arriba, el canto del Kadish fue debilitándose cada vez más a medida que las voces
iban apagándose una a una.
Marcela vigilaba las escaleras mientras Tibro rellenaba rápidamente el hoyo,
allanaba la tierra y tiraba la pala a un lado.
—La pala —susurró ella ansiosa, señalando con gestos adonde había caído.
—Ya, ya —dijo él, al comprender que era una prueba del lugar en el que la había
enterrado. Volvió a cogerla, después arrastró el pie por el suelo, ocultando los indicios
que quedaban del agujero.
Marcela estaba vigilando de nuevo la escalera, mirando hacia la entrada cuando
llegó su esposo y le puso una mano en el hombro.
—Ya es hora de irnos.
—¿Crees que es seguro? —preguntó ella, con el miedo patente en sus ojos cuando
le miró.
—Hemos hecho todo lo que hemos podido. Que la puerta se abra ahora al Cielo o
al Infierno, es cosa de Dios.
Fuera, los gritos y las oraciones se habían desvanecido, reemplazados ahora por el
suave murmullo del viento.
Cuando Tibro y Marcela salieron, descubrieron que todos estaban muertos,
también los diez ejecutores, a manos del que habían escogido por sorteo. Era una
visión terrible y, sin embargo, no los horrorizó, porque la forma de yacer de estos
patriotas de Israel, en aquel último abrazo, tenía algo de pacífico, casi poético.
Tibro creyó oír sonidos del interior de la fortaleza y pensó que serían algunos que
se hubiesen echado atrás, escondiéndose durante las muertes en masa. Se enfrentarían
a una suerte incierta cuando los romanos asaltaran Masada. Quizá algunos
sobrevivieran para relatar los gloriosos y terribles acontecimientos que habían tenido
lugar aquel día.
Por un momento, consideró la posibilidad de unirse a ellos, no para salvarse él,
sino por su mujer, a quien amaba con toda su alma. Marcela debió de leer sus
pensamientos, porque le besó en la mejilla y le susurró: «Déjalos que sigan su camino;
nosotros hemos elegido el nuestro. No nos separaremos de él».
Así, juntos, atravesaron el tranquilo y silencioso patio, dejando atrás los cuerpos
de padres e hijos, guerreros y sacerdotes; después salieron por las puertas de la
fortaleza hasta el borde del acantilado de Masada. Allí, observaron a los soldados
romanos que ya estaban reuniéndose para el asalto final, ascendiendo por su rampa de
tierra.
Tibro y Marcela rezaron juntos en voz alta, primero al Dios de él y después al de
ella, convencidos de que era el mismo Dios, ya fuesen cristianos o judíos. Con un
abrazo final, dieron un paso adelante y saltaron al vacío.
Capítulo 45

l padre Michael Flannery sentía una curiosa mezcla de aprensión y excitación


mientras llegaba a la cumbre de Masada y se encaminaba hacia las ruinas de
la fortaleza. El sol se estaba poniendo en el horizonte y, sin embargo, él
estaba extrañamente tranquilo ante la posibilidad de quedar atrapado allí
después de anochecer, sin poder desandar el camino hasta el coche.

E Reinaba un silencio inquietante mientras atravesaba las ruinas. Supo el


porqué cuando se acercó al edificio en el que se había desenterrado el
manuscrito y se topó con el primer cuerpo. El hombre llevaba el uniforme de
policía de seguridad y, en la etiqueta de identificación que llevaba sobre su
camisa empapada en sangre, podía leerse: «Gavriel Eban». El pobre hombre yacía
boca arriba, con un profundo tajo en la garganta y los ojos completamente abiertos y
fijos.
Luchando contra el imperioso deseo de escapar, Flannery siguió andando hacia el
edificio. Al llegar a la puerta, se encontró con otra media docena de cuerpos de
hombres y mujeres que llevaban la ropa de faena del equipo arqueológico. A unos
también les habían cortado el cuello; otros presentaban numerosas puñaladas en el
torso y la cara.
Flannery sintió arcadas y cerró los ojos, procurando no vomitar. Se apoyó en la
puerta, obligándose a respirar despacio, con tranquilidad, mientras pensaba qué hacer.
Recordó su teléfono móvil y lo abrió; después, movió la cabeza, desanimado, al
descubrir que allí no tenía cobertura.
Aunque sabía que podía volver al coche e ir a pedir ayuda, había algo que le
impulsaba a mirar en el interior del edificio. Bajó despacio la escalera que conducía a
la cámara en la que se había descubierto la urna. Cuando entró en la sala vio que por
las pequeñas y elevadas ventanas entraba luz suficiente para iluminar la zona.
El agujero en el que se había encontrado la urna era ahora considerablemente más
grande y en el fondo había algo oscuro. Cuando Flannery se acercó, vio que era el
cuerpo de uno de los líderes del equipo de arqueología, a quien recordaba de su visita
anterior. Parecía que el hombre había tratado de esconderse cuando lo encontraron
sus asesinos. A diferencia de las otras víctimas, a este hombre le habían disparado. En
el otro extremo de la sala, había otros dos cuerpos y también a ellos les habían
disparado.
Cuando Flannery echó un vistazo a la sala, se dio cuenta de que habían pintado las
paredes con símbolos y lemas musulmanes. Se acercó y comprobó que la pintura
todavía estaba húmeda. Conocía lo suficiente el árabe para traducir:

¡No hay Dios sino Alá!


¡Israel es la prole de Satán!
¡Muerte a los judíos!

Todavía estaba mirando las palabras cuando una voz suave dijo:
—Via Dei.
Flannery se dio la vuelta y se encontró con Azra Haddad que estaba al pie de la
escalera.
—No se deje llevar por las apariencias —dijo ella, señalando con la cabeza los
lemas—. Los que hicieron esto no eran palestinos. Es obra de Via Dei. Vinieron en
busca del manuscrito.
—Ciertamente, parece cosa de terroristas —dijo Flannery, mirándola con recelo al
verla con su vestimenta musulmana tradicional y el pañuelo en la cabeza—. ¿Qué la
hace sospechar de Via Dei? ¿Y por qué iban a venir a Masada a buscar el manuscrito?
—Porque sabían que lo tenía yo. Sabían que lo había traído aquí.
—¿Usted? —la miró desconcertado—. ¿Tiene usted el manuscrito?
—Lo cogí de donde lo había escondido el profesor Mazar, en el archivador.
—¿Cómo supo eso? —preguntó—. No le había dicho a nadie lo que había hecho.
—Hay formas de saber sin que nadie lo diga.
—Aunque lo supiese, el laboratorio estaba vigilado. La hubiesen detenido si
hubiera tratado de entrar allí.
—Hay formas de andar sin ser vista —replicó ella, siguiendo con su tono críptico.
—No… no comprendo —se pasó una mano por el pelo—. Quiero decir: ¿por qué
trajo aquí el manuscrito?
—Para dárselo a Via Dei.
—¿Qué? —dijo él, asombrado—. Usted lo cogió para dárselo, ¿sin más? ¿Por
qué?
—Conozco Via Dei… mucho mejor y desde hace mucho más tiempo de lo que
usted pueda imaginar —replicó—. Sabía que no renunciarían a buscarlo y que el
asesinato de Daniel Mazar solo sería el principio.
—Pero el otro día, en las catacumbas, dos de sus líderes murieron; el tercero
escapó.
—No se deje llevar por las apariencias —repitió ella—. Hay muchos que pueden
ocupar el puesto de los caídos. Y Sangremano huido es mucho más peligroso que
oculto en las sombras del Vaticano.
—¿Conoce al padre Sangremano?
—Conozco Via Dei. Pero hay cosas con las que ni siquiera yo contaría. Vine aquí
porque sabía que, cuando Sangremano fracasó en su intento de robar el manuscrito en
el laboratorio, enviaría a sus hombres a ver si lo habían devuelto a Masada. Y ya era
hora de parar las muertes, pero llegué demasiado tarde —dirigió la mirada a los
cuerpos—. No pude impedir sus muertes y, aunque estaba dispuesta a entregarles el
manuscrito, me temo que las muertes no se detengan.
—¿Por qué se lo dio a ellos? —preguntó él, con una voz que evidenciaba que su
ira iba acrecentándose—. Usted no tenía derecho. El manuscrito no le pertenece.
—Yo fui quien lo encontró, a unos pocos metros de donde estamos ahora.
—Solo por el hecho de que tuviera la suerte de tropezar con él…
—No fue accidental —dijo ella, levantando la mano para que guardase silencio—.
Durante muchos años he sabido dónde estaba enterrado. Vine a Masada y me uní al
equipo arqueológico precisamente para tropezar con él, como dice usted.
—¿Años? —dijo él, incrédulo—. Pero, ¿cómo pudo saberlo?
—Me fue revelado.
—¿Quién se lo reveló?
—El Guardián.
Flannery movió la cabeza, confuso.
—Perdóneme, Azra, pero lo que está diciéndome ahora no tiene ningún sentido.
—¿Recuerda el símbolo del manuscrito de Dimas?
—Sí, el Via Dei.
—No, padre Flannery. No es Via Dei.
—Sé que es diferente, pero solo ligeramente.
—Trevia Dei… el símbolo que Dimas bar-Dimas dibujó con su propia sangre
sobre el manuscrito es el Trevia Dei.
—¿Sangre?… —dijo él, imaginándola sobre el papiro—. Sí, eso es lo que parecía.
Pero, ¿qué es Trevia Dei?
—El signo auténtico. Con el paso del tiempo, los seguidores de Dimas lo
corrompieron, igual que ellos se corrompieron también.
—Pero el padre Sangremano dijo que su símbolo lo había dado el mismo Jesús.
—El signo auténtico de Trevia Dei fue revelado por Jesús al Guardián y…
—Es la segunda vez que lo menciona. ¿Quién, o quizá debiera preguntar qué es el
Guardián?
—El primer Guardián del Signo fue Simón de Cirene, que lo reveló a Dimas bar-
Dimas. Via Dei tiene su origen en el sucesor de Dimas, Gayo de Éfeso, pero él
descubrió el Trevia Dei de segunda mano. Con los siglos, la organización que fundó
se vio obligada a pasar a la clandestinidad y el símbolo se corrompió, perdiendo su
auténtico significado.
—¿Cómo sabe todas estas cosas? —preguntó Flannery.
—No tenemos mucho tiempo —dijo ella, volviéndose y comenzando a subir la
escalera—. Venga conmigo.
La siguió hasta la meseta, alejándose de los edificios y los cuerpos. Mientras
caminaban hacia el sol poniente, ella continuó su discurso.
—Llegado el momento, padre Flannery, conocerá la historia completa, cómo Jesús
visitó a Simón después de la crucifixión; cómo un paño empapado en la sangre del
Maestro acabó llevando el Trevia Dei; cómo Jesús ungió a Simón como Guardián del
Signo y le encargó de su protección, no solo durante su vida, sino durante las
cincuenta generaciones por venir.
Flannery se detuvo.
—Esto no tiene sentido. Nada de lo que me dice.
—Piense en todo lo que usted ha visto y hecho —le instó suavemente—. El
signo… el que aparece en el manuscrito. ¿Qué elementos lo componen?
Cerrando los ojos, visualizó la imagen que había visto con tanta frecuencia
mentalmente.
—Una pirámide… una cruz… una luna en creciente y una estrella.
—Trevia Dei —entonó ella—. Las tres grandes vías hacia Dios. La pirámide
doblada… la estrella de David. La cruz de su fe. La estrella y la luna en creciente de
mi Islam.
—Pero eso no tiene sentido —dijo él, abriendo los ojos—. Ninguno de estos
símbolos existía hace dos mil años. De las tres religiones, solo existía el judaísmo y
ellos no adoptaron la estrella de David hasta muchos siglos después. ¿Y el Islam?
¿Cientos de años antes del nacimiento de Mahoma? Imposible.
—Todo es posible para quien ha creado el universo y el tiempo. Ese es el gran
misterio de Trevia Dei, que no solo habla de tres caminos, sino de la unidad de todos
los caminos que llevan a la única casa verdadera, en el abrazo del Señor.
—Trevia Dei… —susurró Flannery, asintiendo ligeramente con la cabeza—. Via
Dei… la única vía hacia Dios.
Ella sonrió.
—Ellos lo han alterado por completo —declaró él, con voz apremiante,
impaciente.
—Sí, Michael, lo comprende. Y lo tendrá mucho más claro con el tiempo.
Una sensación de cordialidad, de aceptación, invadió a Flannery cuando Azra se
dirigió a él por primera vez por su nombre de pila.
—Ahora, Michael, ha llegado el momento. Los guardianes esperan.
—¿Guardianes? Pero usted solo mencionó a uno.
—Hasta hoy, ha habido cuarenta y nueve. Cuando Simón llegó al final de sus días,
buscó a alguien digno de guardar el gran tesoro. Ese tesoro se ha transmitido de uno a
otro, cuando cada guardián ungía a su vez a quien le sucedería. Esa unción ha
continuado, siglo tras siglo, a través de las Edades Oscuras y el Renacimiento, las
pestes, las guerras y el Holocausto. Cada uno ha tenido un papel que desempeñar, una
tarea especial que llevar a cabo. Uno estuvo al lado del papa León Magno a las puertas
de Roma cuando se enfrentó a Atila, conocido por los cristianos como Flagellum Dei,
el Azote de Dios. Otro estaba con Mahoma cuando el Profeta recibió la luz de Alá y la
estrella y la luna en creciente. Más recientemente, un guardián llegó al Nuevo Mundo
y ayudó a encontrar una nación basada en la libertad y la tolerancia religiosas, algo
nunca visto antes de entonces.
Azra comenzó a andar de nuevo y Flannery la siguió más allá de las ruinas. De
repente, le sorprendió la conciencia de algo que parecía muy sencillo, muy familiar.
—¡Dios mío! —exclamó, no como un juramento, sino lleno de sobrecogimiento y
temor—. Usted es una de ellos, ¿no? Una de los guardianes del Signo.
Azra sonrió a modo de respuesta.
—Pero, ¿por qué me está diciendo todas estas cosas? —preguntó Flannery—.
¿Por qué revela el secreto ahora?
—El secreto… y el tesoro.
Cogió y se quitó, sacándola por la cabeza, una fina cadena de plata. La cadena
llevaba una caja de plata, mayor que la mayoría de los relicarios y exquisitamente
labrada, con figuras geométricas y parras que rodeaban el símbolo grabado de Trevia
Dei. Ella se lo entregó.
—Este recipiente fue un regalo de Mahoma al Guardián que influyó en su
conversión. Lo que contiene fue un regalo hecho a Simón, el primer Guardián del
Signo.
Azra abrió cuidadosamente la caja abisagrada y sacó y desenvolvió amorosamente
un trozo de tela blanca brillante, adornado con la imagen de Trevia Dei en rojo
brillante.
—Esto —susurró ella— es la sangre de Cristo.
—Sanguis Christi —repitió Flannery maravillado—. Pero, ¿cómo puede estar tan
fresca?
—Porque es la sangre de Cristo —contestó ella, explicándolo todo con aquella
única aclaración.
Azra le pasó la cadena por la cabeza; después, le dio el paño.
—Un regalo —dijo ella— de un Guardián al siguiente.
—¿Qué? —exclamó Flannery, mirando el paño que tenía en sus manos, sintiendo
que su calidez fluía por sus brazos, llenando su corazón—. Pero… pero yo no soy
digno de esto.
—Es mi hora y debo partir. En realidad, solo estaba esperando su llegada.
—Pero, ¿cómo sabe que yo soy el indicado?
—¿No lo entiende, Michael? Usted ha sido siempre el Guardián. Usted siempre
será el Guardián.
Ella comenzó a dejarlo atrás.
—¡Espere! —le dijo él—. Hay muchas cosas que quiero saber, muchas que me
tiene que decir.
—Pon tu fe en Trevia Dei y en Dios y sabrás todo lo que tengas que saber.
—Sí —susurró Flannery, aceptando el encargo, comprendiendo que en Dios están
todas las respuestas.
—Tu tiempo de prueba ha comenzado —le dijo Azra, acercándose y poniéndose
ante él—. Sé que servirás a Dios fielmente, pero ten mucho cuidado, Michael, porque
Via Dei irá a por ti ahora. Y no serán los únicos. Pero no creas que todos son tus
enemigos. Hay quienes, incluso dentro de Via Dei, al ver la verdad, reconocen su luz.
—Pero el manuscrito… ellos tienen el manuscrito —dijo Flannery—. ¿Cómo lo
recuperaré? ¿O se ha perdido para siempre?
—Ellos solo tienen papel. La verdad del evangelio de Di— mas aguanta. Y no está
perdido, sino a la espera. Todo se aclarará con el tiempo. Hasta entonces, estaremos
cerca.
—¿Nosotros?
—Los guardianes que vinieron antes y los que seguirán. Siempre estaremos allí.
Mira con tus verdaderos ojos y verás. Escucha con tu auténtico corazón y todo te será
revelado.
Azra puso una mano sobre la frente y la otra sobre el corazón de Michael. Cuando
Flannery miró en el interior de los ojos de ella, vio los rostros de otros muchos, de la
larga sucesión de guardianes hasta aquellos ojos oscuros, penetrantes del primero de
ellos. Después, de repente, otros ojos lo miraron a él, tan brillantes y acogedores que a
duras penas pudo soportar la intensidad de su mirada.
Flannery tuvo la sensación de que se elevaba del suelo, flotando sobre todo y trató
de ver el mundo a su alrededor.
—Estamos contigo siempre, hasta el fin del mundo —dijo ella mientras se dirigía
hacia el mismo lugar en el que, dos mil años antes, Marcela y Tibro se habían tirado al
valle.
Flannery miraba en asombrado silencio mientras Azra seguía andando hacia el
acantilado. Quería correr tras ella, detenerla para impedirle lo que iba a hacer, pero no
controlaba su cuerpo. Observó inmovilizado cuando ella se dirigía sin la menor
vacilación hacia el borde del precipicio y más allá.
Asombrosamente, ella no cayó hacia una muerte segura, sino que siguió
avanzando sobre el abismo, hacia un círculo de hombres y mujeres que la esperaban
con los brazos abiertos.
Un sentido interior hizo que Flannery mirara a su derecha y vio a alguien que
yacía cerca. Era el cuerpo de Azra Haddad, con la garganta cortada y su torso
acribillado a balazos del equipo de asalto de Via Dei cuando irrumpió en Masada y le
arrebató el manuscrito de Dimas de sus manos.
Mirando hacia el abismo, Flannery vio cómo un hombre negro alto se destacaba
del grupo, abrazaba a Azra y la llevaba a su redil. Flannery lo reconoció como el que
se acercó a él en espíritu unos meses antes, durante un oficio de pontifical y de nuevo
cuando presenció las crucifixiones en masa. Supo ahora que era Simón de Cirene. Y
allí, al lado de Simón, estaba el anciano que había visto entre los crucificados de la
Vía Apia: Dimas bar-Dimas, cuyo evangelio había movido a Flannery a su
investigación.
Cuando los otros guardianes cerraron filas en torno a Simón y Azra, sus cuerpos
resplandecientes fueron haciéndose más ligeros, más etéreos, hasta que, al final,
desaparecieron.
Michael Flannery, el nuevo Guardián de Trevia Dei, se quedó solo, son el paño de
Jesús en la mano, sintiendo que la mano del Maestro seguía sobre su frente y su
corazón.
«Padre —rezó—, te ruego que me des la fuerza necesaria para llevar a cabo tu
gran encomienda».

Fin
PAUL BLOCK es autor de quince novelas y antiguo editor principal de Book
Creations Inc., una editorial especializada en novela histórica. Block es también
periodista y fotógrafo en activo. En la actualidad es director de timesunion.com, el
sitio web del periódico Times Union, de Albany (Nueva York). Sus fotografías pueden
verse en www.pbase.com/paulblock. Block se crió en Glen Cove (Nueva York) y
cursó estudios en la State University de Nueva York, en Binghampton, y en el Empire
State College. Tiene dos hijos y vive en el área metropolitana de Albany con su
esposa, Connie.

ROBERT VAUGHAN vendió su primer libro cuando tenía diecinueve años. De eso
hace cincuenta años y, desde entonces, ha publicado cerca de 250 títulos, con veinte
millones de ejemplares vendidos. Utiliza treinta y cinco seudónimos y en dos
ocasiones ha aparecido en las listas de libros más vendidos del New York Times y del
Publishers Weekly. Su libro Survival (escrito con el seudónimo K. C. McKenna) ganó
el Premio Spur a la mejor novela del Oeste (1994), The Power and the Pride ganó el
premio Porgi al mejor original de bolsillo (1976) y Brandywine’s War (1971) fue
nominada por el Canadian University Symposium of Literature como la mejor novela
iconoclasta publicada sobre la guerra de Vietnam. Fue admitido en el Writers’ Hall of
Fame en 1998. Vaughan vive en Chicago.
Notas
[1]
El Kadish es una oración ritual judía muy importante. En una de sus versiones, el
Kadish Ahelim, es una plegaria fúnebre. (N. del T.). <<
[2] Palanca de mando del helicóptero. (N. del T.). <<
[3] Lchaim es un brindis hebreo que significa: «¡A vivir!». Mud in your eye, que,
literalmente, significa: «barro en tu ojo», es un brindis de origen británico
intraducible. Quien pronuncia la expresión se felicita por estar en el lugar en ese
momento. (N. del T.). <<
[4]YAMAM: Yebidat Mishtara Meyuhedet, Unidad Especial de Policía, la unidad de
policía civil antiterrorista de Israel. (N. del T.). <<
[5]«Se desvían». El texto en inglés es: best-laid schemes of Via Dei "gang aft a-gley",
paráfrasis del texto del poema «To a mouse», escrito en 1785: The best-laid schemes o
"mice an" men gang aft a-gley: «Los mejores planes de los ratones y de los hombres se
desvían a veces». (N. del T.). <<
[6] El texto del Libro de oración dice: «Es muy apropiado, correcto y nuestra
obligación moral ineludible que, en todo momento y en todo lugar, te demos gracias a
ti, Oh Señor, santo Padre, todopoderoso, eterno Dios». (N. del T.). <<
[7]En inglés, «Dios Hijo» es Son God y «dios sol», sun god, expresiones que suenan
prácticamente igual. (N. del T.). <<

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