El Mundo Social de La Celestina

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El mundo social de "La Celestina" / José Antonio Maravall | Biblioteca Virtual Miguel de

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El mundo social de «La Celestina»


José Antonio Maravall

Capítulo 1:

La Celestina como «moralidad». La conciencia de crisis en el siglo XV

Como tantas obras que se escriben en la Edad Media, como tantas otras que se
publican en los siglos XVI y XVII, también La Celestina se presenta al lector con
un fondo de filosofía, en el sentido de enseñanza moral sobre las cosas humanas.
Desde su subtítulo, se ofrece como un libro de «castigos» y «avisos». Con toda
su animada galería de personajes poco edificantes, con toda su exhibición de
jóvenes descarriados, rufianes, prostitutas, alcahuetas, fanfarrones, etc., La
Celestina, pretende ser considerada como una «moralidad». Bataillon ha
insistido, con acierto a nuestro modo de ver, en ese carácter de la obra, basándose
en el testimonio del autor, en los de los autores de otras obras semejantes y en los
de otros escritores. Sumemos a estos el juicio de Luis Vives, que en época
inmediata habla de aquella y señala su superioridad moral sobre la comedia
clásica. Añade Bataillon el argumento de que si la Inquisición no tocó nada
importante en La Celestina, ni aun en los momentos de mayor rigor, a pesar de
las manifestaciones tan crudas de su crítica anticlerical,   —14→   fue porque
reconoció en ella su condición de ejemplo moral.2 Tal vez esta última
observación no es del todo convincente, ya que la Inquisición no persiguió
siempre con igual saña las mismas faltas y hasta mediados del XVI, en que
empezó a ocuparse en censurar los libros publicados, no parece haber puesto
barreras a la ola de literatura con elementos de franco carácter obsceno que venía
propagándose desde el final de la Edad Media. Con todo, no deja de ser tal
observación digna de tenerse en cuenta sobre el carácter de «moralidad» con que
se califica por su autor la Tragicomedia de Calixto y Melibea3.
Ciertamente que María Rosa Lida en esa su magna Summa celestinesca, que
ya llevamos citada, se ha opuesto a tal apreciación. Ella trata de poner de relieve
la originalidad que campea en todos los aspectos principales de la obra. Para tal
fin, toma un camino que parece orientado a muy contraria meta: un estudio
exhaustivo de fuentes, antecedentes, reminiscencias, así como también de
imitaciones y adaptaciones, y, a través del casi inabarcable volumen de datos que
reúne, afirma la fundamental y plena originalidad de la obra, por la decisiva
transformación que imprime a todos los elementos que en ella se integran: La
Celestina supone una nueva e incomparable creación de caracteres
personalísimos,   —15→   llenos de la más viva y singular realidad, como seres
de carne y hueso. En consecuencia, no es una obra moralizante didáctica, cuyo
contenido es siempre impersonal y generalizable4. Y tiene razón por su parte la
señora Lida de Malkiel. Pero los dos aspectos no son excluyentes y en la fusión
de ambos y en la transformación que una obra de fondo moralizante puede sufrir
por la irrupción de una nueva conciencia de lo personal está uno de los lados de
la significación histórico-social de La Celestina -obra que a su vez opera en el
conjunto de la situación histórico-cultural de la época, viendo en esta el conjunto
de las causas que dan lugar a las hondas transformaciones acaecidas en los temas
que se encuentran y desenvuelven en la literatura de su tiempo, entre la cual La
Celestina alcanza su condición tan moderna.
Sobre un interesante fenómeno de la cultura medieval europea, hizo una
observación Baltrusaitis que tiene valor para aclarar lo que acabamos de decir. El
escultor románico, según aquel, al tener que someter sus figuras a la ley del
espacio arquitectónico -tan impersonal, tan geométrico-, y, por tanto, al verse
forzado a tener que insertarlas en la esquina de un tímpano, de un capitel, se vio
obligado a darles gesticulaciones monstruosas, sometiéndolas a contorsiones y
deformaciones que les prestaron un tremendo patetismo. Ello ayudó a capacitar la
mirada para captar el dramatismo de los personajes reales, singulares, cuando fue
esa realidad de lo individual lo que empezó a interesar a los artistas y a los
espectadores de otra época, instalados en las nuevas bases históricas de la
misma5. De igual manera, un arte o una literatura que quiere conservar una
función moralizadora, a fines del XV y en el XVI, esto es, en los tiempos de   —
16→   la experiencia renacentista que de una u otra manera afecta a todas las
sociedades occidentales, necesita adaptarse a la nueva sensibilidad y, para hacer
eficaz un ejemplo moral, olvidarse del didactismo mostrenco de los apólogos
medievales, presentándolo en forma que impresione la conciencia personalísima
de sus nuevos lectores. El afán de alcanzar, sirviéndose de esa nueva manera, un
fin general de moralización, puede forzar -y, efectivamente, así fue- la captación
de lo individual y potenciar su realismo.
Bien que muchos hayan hablado del realismo del arte del XV y aun de
comienzos del XVI y no menos del realismo en la literatura de ese tiempo, lo
cierto es que en una y otra esfera se encierra un pensamiento simbolista, que se
aplica a las fábulas y ficciones representadas y les presta un sentido trascendente,
edificante. El análisis de las simbolizaciones que se dan en un cuadro tan
aparentemente realista como el del matrimonio Arnolfini, por Juan Van Eyck, tal
como ha sido realizado por Panofski, es realmente definitivo; y sobre la obra de
Botticelli, han llegado a conclusiones semejantes los estudios hechos por
Wartburg. Procedimientos de esta naturaleza -la transformación en símbolos de
los objetos del mundo natural-, utilizados con fines didácticos, eran bien
conocidos del arte y de la literatura medievales. Ampliamente se había sometido
a este método la interpretación de Ovidio. Pero hoy resulta indudable que en el
Renacimiento se continuó aplicando esa misma técnica: ejemplo bien conocido
en la literatura española es la Philosophia secreta de Pérez de Moya6. En las
fases de máximo desarrollo del espíritu renacentista, siguió firme esa actitud de
entender como «moralidades» las más carnales y crudas aventuras de la
mitología griega, como ha puesto en claro, entre otros muchos,   —17→   un
excelente estudio de Seznec7. Tal es también la interpretación que se da al género
celestinesco, desarrollada y fundamentada, con todos los lugares comunes
propios de la materia, en el largo prólogo de la Tercera Celestina: en él se
explica cómo cabe servirse de fábulas llenas de peligrosas narraciones, para
comunicar, por debajo de ellas, enseñanzas «sacadas del tuétano de la
philosophía moral», cosa que el lector tiene que extraer con mucho cuidado,
como se cogen las rosas de un rosal, evitando las espinas8.
Sólo que ahora esos objetos naturales, o sobrenaturales -cosas, personas,
dioses-, que se pretende presentar convertidos en símbolos, sacando de ellos un
ejemplo elocuente, adoctrinante, necesitan ser, para que prendan en la
sensibilidad de los hombres de la época, objetos concretos y singulares y, por
consiguiente, caracterizados lo mejor posible en su individualidad -de ahí, la
tendencia a transformar los dioses en héroes históricos, según la interpretación
evemerista- Tal vez el gran logro de La Celestina se halle en esto: en haber
llegado a crear individualidades de tan fuerte y singular carácter que
impresionaban como seres de carne y hueso, como seres que cada uno conocía en
su dolor y en su drama, cuyo ejemplo quedaba grabado en cada uno, con la
fuerza de algo acontecido a persona conocida y próxima. Las referencias a
Calixto y a Melibea, en documentos del XVI, tomándolos como personas reales,
así nos lo revelan.
Al mismo tiempo que se ponían de relieve los matices individualizadores de
cada personalidad, capaces de proporcionarles un vivo aliento de realidad, era
necesario, para no empañar esta, disimular y aun alejar, en la medida de lo   —
18→   posible, la referencia moralizante. Creer que esto deriva de una actitud de
hipocresía es ingenuo. Se debe a un nuevo procedimiento literario, condicionado
por una nueva sensibilidad. De ahí que en los libros de confesada pretensión
edificante de la primera mitad del XVI se produzca el fenómeno de que se
separe, de un lado, la realización artística o literaria de la obra, de otro, su
referencia trascendente. Se reconoce más de una vez que la enseñanza moral no
está explícita en la obra, sino que el lector tiene que destilarla del fuerte mosto
que se le suministra. En los años que nos ocupan, Fernán Xuárez, un clérigo que
traduce el escandaloso Coloquio de las Damas de Pedro Aretino, pide una vez
más «que todos saquen de aquí el consejo que va encubierto y escupan y
denuesten en la corteza de carne en que va encubierto». Está seguro el traductor
de que puede hallarse en su trabajo «debaxo desta golosina la salud y el aviso que
yo pretendo»; pero dar con esa almendra de moral, corresponde al lector, y no al
autor descubrirla o explicitarla. Aquel, «si ve que, según su condición, no podrá,
o no sin gran dificultad, leer los dichos libros; sin que estando leyendo venga a
consentir o holgarse de cosas que allí se cuentan, que son deshonestas o de tal
calidad que la persona no pueda holgarse en considerarlas sin que cayan en tal
pecado mortal, en caso tal pecará mortalmente en leer estos libros» 9. Tal es la
separación de los dos aspectos, que en el trasfondo de la obra se pretenden
fundir: el que lee, en virtud de ello, está obligado con grave responsabilidad a
nutrirse del jugo moral de la obra, pero si no es así, el autor no incurre en falta.
Simbolismo y tendencia moralizante serán un tópico, en la presentación de
las sobras literarias del Renacimiento y del Barroco, pero ello no quiere decir que
sea una fórmula   —19→   retórica sin valor; es, sí, un dato positivo para
entender un pensamiento que permanece vigente durante muchos siglos.
Muchos años después de La Celestina, al traducirse al español la Comedia
Eufrosina, tres figuras destacadas de nuestras letras opinan sobre ella y aprueban
su publicación. El maestro José de Valdivielso -en 1630- entiende que en la obra
«la fábula es sentenciosa y ejemplar, despierta avisos y avisa escarmientos». El
maestro humanista Ximénez Patón insiste en el mismo punto de vista,
distinguiendo entre corteza y sustancia. Y, finalmente, Quevedo escribe: «debaxo
del nombre de Comedia, enseña a vivir bien, moral y políticamente, acreditando
las virtudes y disfamando los vicios...»10.
Más de un siglo antes, La Celestina se inspira en un mismo sentido finalista
y moralizador. Y esta manera de entender la obra es tan generalmente aceptada
que los críticos ilustrados del XVIII se ven obligados todavía a hacerse cuestión
de ella y a rechazarla expresamente. Pero, ¿cuál es el blanco moral de La
Celestina?
En las palabras preliminares del autor a un amigo y en el subtítulo mismo de
la obra, se declara haber sido escrita la Tragicomedia; «contra lisongeros y malos
sirvientes» (páginas 7 y 18). La intriga de la vieja alcahueta con los criados
rufianes y las rameras, es una parte esencial de la obra y no un simple relleno;
constituye su verdadero fondo, conservado por todas las imitaciones del género
celestinesco, y no una   —20→   externa corteza que entretiene y disimula. En
ello ha insistido Bataillon y no se puede desconocer la muy fundada presentación
que él ha hecho de ese nudo central de la obra 11. Pero no menos es necesario
advertir que, a través de esa historia de amos y criados, La Celestina apunta a
algo más y tiene un alcance mucho mayor, en lo que no puede ser seguida por
ninguna otra obra del género celestinesco, ni siquiera por la Tercera Celestina,
que es la que más fielmente se atiene al prototipo, no obstante lo cual el nexo de
amos y criados ha perdido en esta casi por completo su relieve literario y sobre
todo su decisiva significación histórico-social. A través de un problema elegido
con gran acierto, La Celestina nos presenta el drama de la crisis y transmutación
de los valores sociales y morales que se desarrolla en la fase de crecimiento de la
economía, de la cultura, y de la vida entera, en la sociedad del siglo XV.
Se trata de un problema social amplio, general en la época, por lo menos en
los grupos urbanos más evolucionados. Atañe al conjunto de la sociedad.
Tenemos que distinguir entre la imagen de la sociedad y de los hombres que el
autor nos presenta y los fines que le mueven al hacerlo así. El autor no se dispone
a defender a aquella, ni nos invita a estimarla como valiosa y ejemplar. Hay en la
obra -y tal es su propósito final- una reprobación de la sociedad que pinta, por lo
menos en algunos de sus aspectos principales. De ahí, su carácter de «moralidad»
o de «sátira» -en el sentido que la palabra tenía en la época, esto es, en cuanto
crítica, con intención moralizadora de un estado que se contempla-. Pero, al
mismo tiempo -y tal es la gran ocurrencia de Rojas-, hay una aceptación de la
sociedad misma que se critica, como plano del que hay que partir: Rojas llama la
atención sobre ciertos aspectos desfavorables de la sociedad de   —21→   su
tiempo, desde dentro de ella misma, esto es, adecuando a las condiciones de esa
sociedad su modo de operar, sirviéndose de los resortes que en tal circunstancia
se le revelan eficaces.
Sin duda, el honor, el deber, la fama, el puesto social, etc., son principios
vigentes para la sociedad española de fines del XV, como lo son para cuantos
componen todas las sociedades europeas contemporáneas de aquella, incluida la
italiana. Por eso es posible que se escriba una obra como La Celestina. Pero,
puesto que se trata de una sociedad cuyas novedades -cuyos desórdenes, para una
estimación tradicional- pueden dar lugar a graves males, y sembrar, a juicio de
las conciencias más rigurosas, un común desconcierto moral, se escribe,
precisamente por eso, un «ejemplo» como es La Celestina. Y se escribe
utilizando los recursos de la más compleja tradición literaria del «exemplum»,
transformándolos, eso sí, de conformidad con lo que requiere el espíritu de la
nueva época. Tener clara conciencia de lo que esto último suponía y haber
conseguido captar con plena claridad cuál era el estado vital de los hombres de la
nueva sociedad, es el más singular mérito de Rojas.
Esa crisis social a que hemos aludido empezaba en ta parte alta de la
estructura social. Por eso, en la Tragicomedia de Rojas es Calixto quien
desencadena la acción dramática. Pero el desorden interno que este personaje
pone de manifiesto afecta ya a todos los estratos de la sociedad. La clase de los
señores, como clase dominante, es, sin duda, la responsable de la estructura y
perfil de la sociedad. Mediante su dominio de los recursos de que la sociedad en
cuestión dispone, aquella clase determina el puesto de cada grupo social en el
conjunto, el sistema de sus funciones, el cuadro de sus deberes y derechos, es
decir, la figura moral de cada uno de esos grupos. Como de la clase señorial
depende la selección   —22→   de los bienes y valores que en una sociedad se
busca conseguir, es también esa clase superior la que determina los valores que a
las demás corresponden y los que ella misma se atribuye y monopoliza. En
definitiva, la clase dominante es la responsable de las relaciones ético-sociales
entre los diferentes grupos.
La relación de subordinación, desde las formas más institucionalizadas y
definidas jurídicamente, hasta las más flexibles y espontáneas, constituye, como
vio muy bien Simmel, una relación sociológica, un lazo engendrador de vida
social, porque «aun en aquellos casos en que parece que en vez de una relación
social existe una relación meramente mecánica y el subordinado se presenta
como un objeto o medio en manos del superior y como privado de toda
espontaneidad..., tras la influencia unilateral se esconde la acción recíproca que
es el proceso sociológico decisivo» 12. En una doble dirección -influencia de los
amos sobre los criados y de los criados sobre los amos- se desenvuelve el drama
de Calixto y Melibea y el de sus servidores, según una conexión que nos presenta
una bien definida significación social.
En la calificación misma de «tragicomedia» que la obra acabó mereciendo a
su definitivo autor, hay que ver una repercusión de ese planteamiento social del
drama. Sin duda, Rojas nos da otra explicación; según él, el autor primero la
llamó comedia; algunos, al leerla en su desarrollo posterior, opinaron que por su
final triste debía llamarse tragedia; Rojos, partiendo por en medio la porfía, la
califica de tragicomedia. Pero esto no es todo. Si bien la tendencia a definir lo
trágico y lo cómico únicamente por la naturaleza del desenlace se iba
imponiendo, lo cierto es que en la tradición aristotélica y latina, vigorizada por el
humanismo, se tenía presente otro elemento. Tragedia y comedia se definían
según dos   —23→   planos sociales diferentes de la acción dramática: el
aristocrático, heroico, en donde se dan los personajes capaces de los grandes
sentimientos y, en consecuencia, constituye la esfera de lo trágico; y el popular,
antiheroico, ajeno a toda grandeza de alma y que, aun en los casos en que termina
desfavorablemente, se presenta siempre, por su falta de decoro, bajo un enfoque
que incurre en lo cómico. En el prólogo del Anfitrión de Plauto, de donde, como
es sabido, arranca la denominación de tragicomedia, se explica la invención del
término por que en la obra aparecen reyes y dioses mezclados con esclavos 13.
En La Celestina, la utilización por Rojas de tal término denuncia la profunda
fusión de ambos planos sociales en su obra: los personajes pertenecientes a una y
otra esfera son igualmente protagonistas de la acción dramática, y no hay en ella
un reparto, según la tradición clásica, en virtud del cual el elemento trágico se
reserve a los señores y el cómico a los criados, sino que estos en gran medida se
apoderan de la parte central de la tragedia. El grupo proletario se instala en el
centro de la acción; tal novedad se muestra por igual en la doble cara tragicómica
de La Celestina. Como un caso más de las sorprendentes intuiciones de Rojas, de
las que seguiremos encontrando otros ejemplos, esta novedad literaria que él
aporta coincide con uno de los grandes fenómenos sociales de la época, tal como
ha sido puesto de relieve por J. Heers: la aparición del grupo social proletario, si
no con una plena conciencia de tal, como es obvio, sí con atisbos de su general
situación de desamparo14.
  —24→  
Gil Vicente, en su Tragicomedia de don Duardos, utiliza también el vocablo,
como vemos, y, sin embargo, en sus escenas no hay trágico dolor, no hay allí
penoso y adverso desenlace; hay, sí, en cambio, una acción en que aparecen
señores junto a campesinos y gañanes. Pero en Gil Vicente, las partes de unos y
otros en la acción están bien separadas, precisamente por su condición social 15, lo
que exige aquella doble calificación de la pieza. Muy diferentemente, Rojas, al
independizar los sentimientos de lo trágico y lo cómico de la condición social de
sus personajes, al liberarlos de toda referencia estamental, nos está dando ya un
interesante testimonio de las internas tensiones que dentro de su sociedad se
estaban produciendo y que tantos otros, en cambio, no acertaron a vislumbrar.
Hay datos suficientes en las páginas de La Celestina para hacernos
comprender cuál es la raíz de la crisis que se vive, a juicio de la conciencia moral
de la época, raíz que está dentro del hombre y que desde él se proyecta en la
sociedad. Claro que hoy el análisis histórico del problema nos lleva, desde
nuestro punto de vista actual, a pensar más bien que fueron ciertos importantes
cambios en la sociedad los que removieron los modos de ser del hombre, y, una
vez alcanzada esta base antropológica, se vino a producir a su vez, desde ella,
una aceleración mayor en el proceso de las transformaciones sociales.
Al tratar de contener el desajustado proceder de Calixto, Pármeno, en una
argumentación de carácter tradicional contra los peligros del placer, opone razón
a opinión; se trata   —25→   de un tópico planteamiento aristotélico: opinión y
razón, opinión y verdad, conducta según razón o según voluntad (páginas, 57 y
64). También el protagonista de la Comedia Thebayda se consume «siguiendo la
voluntad y no la razón» y se nos advierte en ella que las gentes andan
descarriadas, porque «muchas caminan tras la voluntad» 16. Pero en
la Tragicomedia de Rojas, el sentido de esta situación dramática queda a las
claras, y ello es una muestra más de su muy superior valor literario. Celestina,
que ha escuchado las palabras en que Pármeno juzga que no es razonable
confabularse contra su amo, le responde: «¿qué es razón, loco?» (pág. 57). El
planteamiento interrogativo del tema -anticipadamente shakespeareano- nos hace
patente el fondo de la cuestión: las gentes pueden y tienen que preguntarse dónde
está la razón, dónde la locura. Pues bien, la idea que inspira a Rojas al componer
la Tragicomedia es que para gentes que pierden de esa manera el norte de sus
acciones no hay más salida que la catástrofe.
Pármeno, ante el estado de Calixto, al que ve entregado a la maldad de
Celestina y lo halla guiado por opinión, que contra razón domina su voluntad,
concluye: «no es capaz de ninguna redención ni consejo ni esfuerzo» (pág. 48).
¿Quiere ello decir que el mal anula la capacidad de reacción del libre   —26→  
albedrío y su posibilidad de salvación? Este habría de ser un grave problema para
la época, tal como se plantea dramáticamente en el fondo del conflicto moral
presentado en La Celestina; problema que habría de enturbiarse más en la
polémica suscitada por las doctrinas del luteranismo acerca del tema «de servo
arbitrio» y que no se aclararía hasta los decretos de Trento y las interpretaciones
de la segunda escolástica, en especial de Luis de Molina. Rojas plantea el tema
según un cierto determinismo moral, no del todo confesado, al cual se atiene a lo
largo de toda la obra, y que es muy propio del pesimismo del siglo XV. Sobre esa
base, el desatarse del drama de Calixto y de cuantos le siguen resulta inevitable 17.
Es el drama de los hombres en un mundo desordenado -desordenado,
insistamos en ello, tan sólo desde el punto de vista de una posición tradicional,
claro está-. Esto, en virtud del determinismo pesimista del tiempo 18, ha de traer
consecuencias funestas y prácticamente insuperables en todos los órdenes. El
encadenamiento de causas y efectos que, como luego veremos, rige muy
modernamente el mundo de La Celestina, no permite más que una salida
desastrada de una situación así.
Ahora bien, ¿por qué considerar esa crítica situación como desorden? He
aquí el problema de fondo. El mundo se presentaba   —27→   al hombre
medieval, cualesquiera que fuesen las apariencias adversas que le surgieran al
paso, como la perfecta unidad de un orden. Esa unidad se traducía en la unidad
de Dios, en la del universo, en la unidad de una ordenación moral, en la unidad
de un sistema social19. Orden y jerarquía fundaban esa unidad. Pues bien, esa
unidad es la que queda fundamentalmente trastocada: se desorganiza la unidad
del orden y se viene abajo la jerarquía entre cosas divinas y humanas, entre los
valores morales, entre las clases y los individuos en la sociedad, tal y como
tradicionalmente venían entendiéndose. En el siglo XV el sentido de esta crisis es
claro, por mucho que todo esto haya que considerarlo en una fase inicial, cuyo
sentido, sin embargo, algunos, y entre ellos Fernando de Rojas, advirtieron desde
muy pronto.
Aunque sea arrancando de un tema muy pequeño y trivial, Celestina,
dirigiéndose a una de sus muchachas, formula este pensamiento, en forma que
bien parece pretender una significación general: «¿qué quieres, hija, deste
número de uno?» (pág. 145). La Edad Media, como hemos dicho, había basado
su concepción del orden del mundo en ese su principio de unidad, hasta tal punto
y de modo tal que la unidad se convertía en un valor superior en todos los planos,
condenándose, con el Pseudo-Dionisio, el número dos: «numerus infamis, quia
principium divisionis». Con mentalidad tradicional había escrito Juan Rodríguez
de la Cámara o de Padrón: «es un principio de arysmetica que dyze en unidad no
aver dyvisyon»20. Ahora, en cambio, se contempla un mundo   —28→   plural,
múltiple, diverso, en cuya variedad está su mayor valor. El número uno es
condenado: nada puede hacerse con él. Recordemos que unas décadas después La
Boétie escribirá su Contr'un desplegando las consecuencias de esa actitud en el
plano de la política. Esas consecuencias para un espíritu conservador, no eran
más que división y discordia.
Afirma Rojas en las primeras palabras del prólogo una idea que ha sido muy
comentada: «todas las cosas ser criadas a manera de contienda o batalla». Nos
parece demasiada doctrina la que se encierra en esa frase y demasiada
argumentación la que en el texto del prólogo le sigue, para reducirlo al caso a que
las aplica el autor. Por eso creemos que del uso que de tal idea hace Rojas
podemos sacar posible Rojas remita a Heráclito y a Petrarca y omita las fuentes
bíblicas, tan conocidas y citadas otras veces, sobre ese tópico. Procede a
continuación a confirmar lo que esas palabras iniciales dicen y para ello echa
mano de toda una serie de ejemplos del mundo natural: los elementos
inanimados, los animales de tierra y mar, las aves, los hombres, que no cesan de
luchar unos contra otros (págs. 13-16). Sacamos, pues, y de ese pasaje mucho
más de lo que cabía esperar: la imagen de un mundo de lo múltiple y variado, de
un mundo concebido sobre base nominalista, de individualidades que se
enfrentan y combaten unas contra otras, un mundo en pendencia de elementos
pululantes y contrapuestos. Con tal imagen se abre la Tragicomedia. ¿No es
cierto que parece todo ello una visión maquiavélica, sólo que extendida sobre el
plano general y común de la naturaleza? Luego confirmaremos esta relación, que
aquí, por primera vez, nos surge al paso, y nos surge, precisamente, en el
momento mismo de abrir la obra.
  —29→  
Los hombres del siglo XV, bajo la crisis de las ideas tradicionales de unidad
y armonía, vivieron agudamente un sentimiento de variedad y de contraposición.
En esos años críticos la imagen del mundo como concurrencia y lucha parece
imponerse desde el plano de las relaciones económicas de mercado, que sobre
esto ejercen una influencia decisiva, hasta el de las concepciones acerca del
universo. Sólo en un mundo gobernado -o desgobernado, según la mentalidad
tradicional-, por la competencia, puede tener lugar el drama de La Celestina. Para
el hombre del Renacimiento, desde su situación histórico-social concreta, el
problema, en la economía, en la moral, en las concepciones básicas sobre el
universo consistirá en restablecer una nueva y fundamental «concordantia
oppositorum», dicho según la fórmula de Cusa, la cual está muy lejos de haberse
convertido en la creencia general de la época. Pero mientras, en el grupo de los
personajes de La Celestina, veremos luego a Pleberio, como conclusión del
drama que todos ellos han vivido, formular la tesis de que el mundo es un
desorden fortuito contradictorio.

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