Ocampo Silvina - La Casa de Azucar
Ocampo Silvina - La Casa de Azucar
Ocampo Silvina - La Casa de Azucar
EL CUENTO FANTÁSTICO
La duda y la certeza constituyen las dos caras de la misma moneda. La realidad no
siempre es uniforme y a veces nos sorprende de manera inaudita e inexplicable.
En otras palabras, cuando los hechos narrados, que tienen como marco una realidad
reconocible y familiar, transgreden la normalidad y rozan lo extraño, estamos frente
a un relato fantástico.
EL DOBLE: Tema clásico del fantástico que se refiere a la existencia de un “otro yo”,
de una “copia de uno mismo”, que habita más allá de nosotros y que nos interpela.
La casa de azúcar
Las supersticiones no dejaban vivir a Cristina. Una moneda con la efigie borrada, una
mancha de tinta, la luna vista a través de dos vidrios, las iniciales de su nombre
grabadas por azar sobre el tronco de un cedro la enloquecían de temor. Cuando nos
conocimos llevaba puesto un vestido verde, que siguió usando hasta que se rompió,
pues me dijo que le traía suerte y que en cuanto se ponía otro, azul, que le sentaba
mejor, no nos veíamos. Traté de combatir estas manías absurdas. Le hice notar que tenía
un espejo roto en su cuarto y que por más que yo le insistiera en la conveniencia de tirar
los espejos rotos al agua, en una noche de luna, para quitarse la mala suerte, lo
guardaba; que jamás temió que la luz de la casa bruscamente se apagara, y a pesar de
que fuera un anuncio seguro de muerte, encendía con tranquilidad cualquier número de
velas; que siempre dejaba sobre la cama el sombrero, error en que nadie incurría.
Sus temores eran personales. Se infligía verdaderas privaciones; por ejemplo: no podía
comprar frutillas en el mes de diciembre, ni oír determinadas músicas, ni adornar la casa
con peces rojos, que tanto le gustaban. Había ciertas calles que no podíamos cruzar,
ciertas personas, ciertos cinematógrafos que no podíamos frecuentar.
¡Qué diferente de los departamentos que hemos visto! Aquí se respira olor a limpio.
Nadie podrá influir en nuestras vidas y ensuciarlas con pensamientos que envician el
aire.
En pocos días nos casamos y nos instalamos allí. Mis suegros nos regalaron los muebles
del dormitorio, y mis padres los del comedor. El resto de la casa lo amueblaríamos de a
poco. Yo temía que, por los vecinos, Cristina se enterara de mi mentira, pero felizmente
hacía sus compras fuera del barrio y jamás conversaba con ellos. Éramos felices, tan
felices que a veces me daba miedo. Parecía que la tranquilidad nunca se rompería en
aquella casa de azúcar, hasta que un llamado telefónico destruyó mi ilusión. Felizmente
Cristina no atendió aquella vez el teléfono, pero quizá lo atendiera en una oportunidad
análoga. La persona que llamaba preguntó por la señora Violeta: indudablemente se
trataba de la inquilina anterior. Sí Cristina se enteraba de que yo la había engañado,
nuestra felicidad seguramente concluiría: no me hablaría más, pediría nuestro divorcio,
y en el mejor de los casos tendríamos que dejar la casa para irnos a vivir, tal vez a Villa
Urquiza, tal vez a Quilmes, de pensionistas en alguna de las casas donde nos
prometieron darnos un lugarcito para construir ¿con qué? (con basura, pues con mejores
materiales no me alcanzaría el dinero) un cuarto y una cocina. Durante la noche yo tenía
cuidado de descolgar el tubo, para que ningún llamado inoportuno nos despertara.
Coloqué un buzón en la puerta de calle; fui el depositario de la llave, el distribuidor de
cartas.
Una mañana temprano golpearon a la puerta y alguien dejó un paquete. Desde mi cuarto
oí que mi mujer protestaba, luego oí el ruido del papel estrujado. Bajé la escalera y
encontré a Cristina con un vestido de terciopelo entre los brazos.
Subió corriendo las escaleras y se puso el vestido, que era muy escotado.
Hace tiempo. ¿Me queda bien? Lo usaré cuando tengamos que ir al teatro, ¿no te
parece?
Nos queríamos con locura. Pero mi inquietud comenzó a molestarme, hasta para abrazar
a Cristina por la noche. Advertí que su carácter había cambiado: de alegre se convirtió
en triste, de comunicativa en reservada, de tranquila en nerviosa. No tenía apetito. Ya no
preparaba esos ricos postres, un poco pesados, a base de cremas batidas y de chocolate,
que me agradaban, ni adornaba periódicamente la casa con volantes de nylon, en las
tapas de la letrina, en las repisas del comedor, en los armarios, en todas partes como era
su costumbre. Ya no me esperaba con vainillas a la hora del té, ni tenía ganas de ir al
teatro o al cinematógrafo de noche, ni siquiera cuando nos mandaban entradas de
regalo.
Una tarde entró un perro en el jardín y se acostó frente a la puerta de calle, aullando.
Cristina le dio carne y le dio de beber y, después de un baño, que le cambió el color del
pelo, declaró que le daría hospitalidad y que lo bautizaría con el nombre Amor, porque
llegaba a nuestra casa en un momento de verdadero amor. El perro tenía el paladar
negro, lo que indica pureza de raza.
Otra tarde llegué de improviso a casa. Me detuve en la entrada porque vi una bicicleta
apostada en el jardín – Entré silenciosamente y me escurrí detrás de una puerta y oí la
voz de Cristina.
– ¿Qué quiere?– repitió dos veces.
–Vengo a buscar mi perro– decía la voz de una muchacha–. Pasó tantas veces frente a
esta casa que se ha encariñado con ella. Esta casa parece de azúcar. Desde que la
pintaron, llama la atención de todos los transeúntes. Pero a mí me gustaba más antes,
con ese color rosado y romántico de las casas viejas. Esta casa era muy misteriosa para
mí. Todo me gustaba en ella: la fuente donde venían a beber los pajaritos; las
enredaderas con flores, como cornetas amarillas; el naranjo. Desde que tengo ocho años
esperaba conocerla a usted, desde aquel día en que hablamos por teléfono, ¿recuerda?
Prometió que iba a regalarme un barrilete.
–Los juguetes no tienen sexo. Los barriletes me gustaban porque eran como enormes
pájaros; me hacía la ilusión de volar sobre sus alas. Para usted fue un juego prometerme
ese barrilete; yo no dormí en toda la noche. Nos encontramos en la panadería, usted
estaba de espaldas y no vi su cara. Desde ese día no pensé en otra cosa que en usted, en
cómo sería su cara, su alma, sus ademanes de mentirosa. Nunca me regaló aquel
barrilete. Los árboles me hablaban de sus mentiras. Luego fuimos a vivir a Morón, con
mis padres. Ahora, desde hace una semana estoy de nuevo aquí.
Hace tres meses que vivo en esta casa, y antes jamás frecuenté estos barrios. Usted
estará confundida.
–Yo la había imaginado tal como es. ¡La imaginé tantas veces! Para colmo de la
casualidad, mi marido estuvo de novio con usted.
–No estuve de novia sino con mi marido. ¿Cómo se llama este perro?
–Bruto.
– ¿Bruto? Dos años. ¿Quiere quedarse con él? Yo vendría a visitarlo de vez en cuando,
porque lo quiero mucho.
–No se lo diga, entonces. La esperaré todos los lunes a las siete de la tarde en la plaza
Colombia. ¿Sabe dónde es? Frente a la iglesia Santa Felicitas, o si no la esperaré donde
usted quiera y a la hora que prefiera; por ejemplo, en el puente de Constitución o en el
parque Lezama. Me contentaré con ver los ojos de Bruto. ¿Me hará el favor de quedarse
con él?
–Bueno. Me quedaré con él.
–Gracias, Violeta.
–Prefiero tu nombre.
-Me gustan los medios de transporte. Soñar con viajes. Irme sin irme. “Ir y quedar y con
quedar partirse”.
-Podríamos tal vez comprar alguna casita en San Isidro o en Olivos, es tan desagradable
este barrio -le dije, fingiendo que me era posible adquirir una casa en esos lugares.
-No creas. Tenemos muy cerca de aquí el parque Lezama.
-Es una desolación. Las estatuas están rotas, las fuentes sin agua, los árboles apestados.
Mendigos, viejos y lisiados van con bolsas, para tirar o recoger basuras.
-Antes no querías sentarte en un banco donde alguien había comido mandarinas o pan.
-Por mucho que hayas cambiado, no puede gustarte un parque como ése. Ya sé que
tiene un museo con leones de mármol que cuidan la entrada y que jugabas allí en tu
infancia, pero eso no quiere decir nada.
Si descubriéramos que esta casa fue habitada por otras personas ¿qué harías, Cristina?
¿Te irías de aquí?
-Si una persona hubiera vivido en esta casa, esa persona tendría que ser como esas
figuritas de azúcar que hay en los postres o en las tortas de cumpleaños: una persona
dulce como el azúcar. Esta casa me inspira confianza ¿será el jardincito de la entrada
que me infunde tranquilidad? ¡No sé! No me iría de aquí por todo el oro del mundo.
Además no tendríamos adónde ir. Tú mismo me lo dijiste hace un tiempo.
No insistí, porque iba a pura pérdida. Para conformarme pensé que el tiempo
compondría las cosas.
No comentamos el episodio con Cristina; jamás comprenderé por qué; era como si
nuestros labios hubieran estado sellados para todo lo que no fuese besos nerviosos,
insatisfechos o palabras inútiles. En aquellos días, tan tristes para mí, a Cristina le dio
por cantar. Su voz era agradable, pero me exasperaba, porque formaba parte de ese
mundo secreto, que la alejaba de mí. Por qué, si nunca había cantado, ahora cantaba
noche y día mientras se vestía o se bañaba o cocinaba o cerraba las persianas!
Sospecho que estoy heredando la vida de alguien. las dichas y las penas, las
equivocaciones y los aciertos. Estoy embrujada -fingí no oír esa frase atormentadora.
Sin embargo, no sé por qué empecé a averiguar en el barrio quién era Violeta, dónde
estaba, todos los detalles de su vida.
A media cuadra de nuestra casa había una tienda donde vendían tarjetas postales, papel,
cuadernos, lápices, gomas de borrar y juguetes. Para mis averiguaciones, la vendedora
de esa tienda me pareció la persona más indicada; era charlatana y curiosa, sensible a las
lisonjas. Con el pretexto de comprar un, cuaderno y lápices, fui una tarde a conversar
con ella. Le alabé los ojos, las manos, el pelo. Nunca me atreví a pronunciar la palabra
Violeta. Le expliqué que éramos vecinos. Le pregunté finalmente quién había vivido en
nuestra casa. Tímidamente le dije:
Me contestó cosas muy vagas, que me inquietaron más. Al día siguiente traté de
averiguar en el almacén algunos otros detalles. Me dijeron que Violeta estaba en un
sanatorio frenopático y me dieron la dirección.
Canto con una voz que no es mía -me dijo Cristina, renovando su aire misterioso. Antes
me hubiera afligido, pero ahora me deleita. Soy otra persona, tal vez más feliz que yo.
Fui al sanatorio frenopático, que quedaba en Flores. Ahí pregunté por Violeta y me
dieron la dirección de Arsenia López, su profesora de canto.
Tuve que tornar el tren en Retiro, para que me llevara a Olivos. Durante el trayecto una
tierrita me entró en un ojo, de modo que en el momento de llegar a la casa de Arsenia
López, se me caían las lágrimas, como si estuviese llorando. Desde la puerta de calle oí
voces de mujeres, que hacían gárgaras con las escalas, acompañadas de un piano, que
parecía más bien un organillo.
Alta, delgada, aterradora apareció en el fondo de un corredor Arsenia López, con un
lápiz en la mano. Le dije tímidamente que venía a buscar noticias de Violeta.
-¿Usted es el marido?
-No, soy un pariente -le respondí secándome los ojos con un pañuelo.
-Usted será uno de sus innumerables admiradores -me dijo, entornando los ojos y
tomándome la mano-. Vendrá para saber lo que todos quieren saber, ¿cómo fueron los
últimos días de Violeta? Siéntese. No hay que imaginar que una persona muerta
forzosamente haya sido pura, fiel, buena.
-Sí. Quiero consolarlo. Violeta era no sólo mi discípula, sino mi íntima amiga. Si se
disgustó conmigo, fue tal vez porque me hizo demasiadas confidencias y porque ya no
podía engañarme. Los últimos días que la vi, se lamentó amargamente de su suerte.
Murió de envidia. Repetía sin cesar. “Alguien me ha robado la vida, pero lo pagará muy
caro. No tendré mi vestido de terciopelo, ella lo tendrá; Bruto será de ella; los hombres
no se disfrazarán de mujer para entrar en mi casa sino en la de ella; perderé la voz que
transmitiré a esa otra garganta indigna; no nos abrazaremos con Daniel en el puente de
Constitución, ilusionados con un amor imposible, inclinados como antaño, sobre la
baranda de hierro, viendo los trenes alejarse.”
-No se aflija. Encontrará muchas mujeres más leales. Ya sabemos que era hermosa
¿pero acaso la hermosura es lo único bueno que hay en el mundo?
Mudo, horrorizado, me alejé de aquella casa, sin revelar mi nombre a Arsenia López
que, al despedirse de mí, intentó abrazarme, para demostrar su simpatía.
Desde ese día Cristina se transformó, para mí, al menos, en Violeta. Traté de seguirla a
todas horas, para descubrirla en los brazos de sus amantes. Me alejé tanto de ella que la
vi como a una extraña. Una noche de invierno huyó. La busqué hasta el alba.
Ya no sé quién fue víctima de quién, en esa casa de azúcar que ahora está deshabitada.
Silvina Ocampo
GUÍA DE ANÁLISIS
1. ¿Cómo aparece caracterizado el personaje de Cristina en el inicio del cuento? ¿Hay
rasgos de ella que nos indican lo que sucederá?
2. ¿Por qué el narrador le miente a Cristina con respecto a la casa? ¿Qué pretende
evitar? ¿De qué quiere protegerla?
3. ¿Qué cambios nota el narrador en Cristina? Explicar qué sucede con el personaje a
partir de la aparición del perro Bruto.
5. ¿Cuál es el hecho extraño del cuento? ¿Por qué el narrador queda sumido en la
incertidumbre?
6. ¿Con qué tema/tópico del relato fantástico podemos identificar al cuento leído?