—No podría asegurarlo, Edwin. Pero me ha parecido ver a un hombre ocultándose tras aquellas rocas. Edwin miró hacia el lugar señalado por el amigo, y después de un par de minutos de fija observación, dijo: —No veo nada sospechoso. Bill, sin separar su mirada del lugar en que creyó ver la figura de un hombre ocultándose, replicó: —A pesar de ello, deberíamos cambiar nuestra dirección de marcha. Si en electo era un hombre lo que vi, no me agrada que se haya ocultado, puesto que ello demuestra que sus intenciones no son muy sanas. —Debemos estar a menos de cinco millas de nuestro destino. —Créeme, Edwin, nos conviene desviarnos... La desconfianza, que puede ser sin duda mi sexto sentido, me aconseja a no seguir adelante... Edwin, pensando que el compañero estaba sinceramente preocupado, replicó: —¡Como quieras! Sin más comentarios, dejaron de caminar hacia el sur para hacerlo hada el oeste. No habrían caminado cincuenta yardas en dirección oeste cuando hasta ellos llegó con claridad la terrorífica música o canto de unos rifles, cuyas notas de plomo buscaban sin duda sus cuerpos. Edwin, al mirar hacia atrás, y ver que cinco jinetes salían de las rocas, señaladas con anterioridad por Bill, exclamó: —¡Presiento que tu natural desconfianza, nos ha salvado de una muerte segura! —¡Son cinco y nuestros caballos están agotados! ¡Dejemos de huir y defendámonos si no queremos morir por la espalda y con las botas puestas! Segundos después, desmontaban con los rifles empuñados, parapetándose tras un grupo de rocas y arbustos. Sus perseguidores, sin dejar de disparar, les imitaron mientras se protegían en los innumerables refugios que el terreno accidentado en que estaban les ofrecía. —¿Quiénes serán? —preguntaba Edwin, sin dejar de vigilar a sus atacantes. —Juraría que nos esperaban —respondió Bill—. Y si es así, es que no ignoran que nuestra muerte puede ser sumamente productiva para ellos. Edwin, por unos instantes, dejó de vigilar a los atacantes, para mirar con el ceño fruncido” al amigo, inquiriendo: —¿Insinúas que están informados del mucho dinero que llevamos? —Sin lugar a dudas... —respondió Bill, sin vacilar un solo instante—. De otra forma, ¿crees que alguien atacaría a un par de vaqueros? Edwin volvió su atención hacia el lugar en que sabía protegidos a los atacantes, meditando en las palabras del compañero. —Si es así —comentó segundos más tarde—. ¿Quién crees que pudo informarles? —Eso es algo que tendremos que averiguar, una vez que salgamos con bien de aquí... ¡Ahora no te distraigas y vigila con atención! Durante varios minutos, pendientes del enemigo, los dos amigos permanecieron en silencio. Bill, mirando hacia el ciclo, comentó: —No pasará una hora antes de que anochezca... ¡Y si para entonces seguimos aquí, esos cobardes conseguirán rodearnos y aniquilarnos! —¿Qué podemos hacer, Bill? —Hemos de pensar en algo... de nuevo, volvieron a quedar en silencio. —¡Se me ocurre una idea, Edwin! ¡Coloca tu sombrero en el rifle y asómalo tras esos arbustos y rocas! ¡Pero espera a que yo busque otro observatorio! Y dicho esto, arrastrándose como un indio, se alejó del amigo. Desde su nuevo escondite, comprobó si dominaba con claridad el lugar en que sabía se habían protegido aquellos cinco cobardes. En la seguridad de que descubriría al primero que se descubriese para utilizar ¡as armas, hizo una seña al compañero para poner en práctica su plan. Edwin, colocando el sombrero en el cañón del rifle, lo elevó ligeramente sobre las rocas y arbustos. En el acto, des rifles trepidaron varias veces. Bill, que esperaba esto, al descubrir a quienes utilizaban los rifles, disparó con rapidez dos veces. Los rifles del enemigo enmudecieron. Bill, convencido de no haber fallado, con sus gestos indicó al amigo que dos de los atacantes acababan de perder la vida. Edwin, sonriente, contemplaba impresionado su sombrero que había sido perforado en tres sitios por los disparos de aquellos hombres. Al pensar lo que le hubiera sucedido, de haber cometido el error de descubrirse, no pudo evitar el sentir un frío tan intenso que le hizo temblar. Bill volvió a arrastrarse, cambiando de lugar. Y cuando desde su nuevo escondite, se asomó con toda clase de precauciones, para observar el lugar en que se hallaba el enemigo, descubrió por casualidad como en una zona sin protección de rocas se mecían de forma extraña las elevadas hierbas. _ Después de una breve observación, sobre el movimiento ligero, pero extraño del alto pastizal, sonrió de forma especial en la seguridad de que no era la brisa reinante sino el cuerpo de un hombre al arrastrarse como un reptil, lo que provocaba aquella agitación en los pastos. Se echaba el rifle a la cara, cuando Edwin, que había descubierto con anterioridad el movimiento extraño de la vegetación, oprimía el gatillo. Un grito de dolor y angustia se dejó oír, rompiendo el silencio fúnebre del lugar. Y el hombre que se arrastraba, al sentirse herido, deseando buscar la protección de las rocas, se puso en pie corriendo hacia el lugar del que pensaba no debió abandonar. Pero un segundo disparo de Edwin le obligó a caer para no levantarse más. Esta nueva víctima asustó a los dos supervivientes que olvidando sus propósitos, no pensaban en aquellos momentos en otra cosa que no fuera en la forma de alejarse de allí. Convencidos de que cuando volviesen a oír un nuevo disparo, alano de los dos sería cadáver, puesto que la trágica seguridad del enemigo estaba claramente demostrada, 'completamente aterrados se tiraron al suelo y arrastrándose como reptiles se alejaron de aquel lugar que para ellos había resultado un terrible infierno. Cuando llegaron al lugar en que dejaron sus monturas, temiendo oír a cada instante el disparo que segase sus vidas, habían pasado los momentos más trágicos que recordaban. Saltando cada uno sobre un caballo, se alejaron de allí, como almas que lleva el diablo. Bill y Edwin, contemplando a los jinetes que huían, no salieron de los lugares en que se habían protegido del ataque de aquel grupo de cobardes, hasta que los dos supervivientes no se perdieron en la lejanía. En silencio, ambos se aproximaron a las víctimas. Después de observarles. Bill preguntó: —¿Reconoces a alguno? —No —respondió Edwin—. Me son totalmente desconocidos. —Este ataque me preocupa, estoy seguro que nos estaban esperando. —¿Piensas que sabían lo que llevábamos? —Sin lugar a duda. De otra forma no se hubieran expuesto en la forma que lo hicieron. —Si es así, ¿quién ha podido ser el traidor que habló? —Tendremos que averiguarlo. —¿Quiénes sabían que la nómina no iba en la diligencia? —Tan sólo el presidente del ferrocarril. —¿Crees que haya podido ser él? —Es posible, aunque no lo creo... —Si sólo lo sabía él, pienso que no ha podido ser otro. —Ha podido cometer algún error haciendo sin darse cuenta algún comentario indiscreto. —¿Qué hacemos con estos cadáveres? —Informaremos al sheriff de Pueblo para que venga a por ellos. —Registrémoslos por si llevan algo encima que nos dé una pista sobre el traidor. Pero efectuado el registro, no encontraron nada que pudiera darles una pista sobre lo que les interesaba, tan solo llevaban dinero, con el que se quedaron. Montaban a caballo cuando Bill dijo: —¡Espera, Edwin! ¡Se me ha ocurrido una idea! —Dime. ¿Qué es lo que se te ha ocurrido? —Si llegamos andando a Pueblo y aseguramos que nos robaron, ¿quién podría dudarlo contemplando estos cadáveres? Edwin abrió con enorme sorpresa sus ojos y contemplando al amigo con fijeza, exclamó: —¡No puedo creer que hables en serio! ¡Lo que estás proponiendo es indigno de ti! —¡Por favor, Edwin, no seas mal pensado! ¡Lo que pretendo no es indigno ni mucho menos! —¡Lo siento, pero no cuentes conmigo para ese robo! ¡Entregaremos el dinero de la nómina en el Banco! Ahora fue Bill quien clavó su mirada en el amigo, bramando: —¡Eh, un momento, Edwin! ¡Pues claro que entregaremos el dinero en el Banco! ¿Es que crees que me propongo quedarme con ello? —Es lo que me estabas proponiendo. —¡Vaya, que sorpresa! ¡Creí que me conocías! —¡Déjate de disimulos! —¡Escucha y no seas estúpido ni mal pensado! —barbotó Bill, sinceramente enfadado—. Entregaremos el dinero en el Banco. Pero al sheriff y a toda la población, así como al ingeniero jefe del ferrocarril, les aseguraremos que no pudimos evitar el que nos robaran. Como esos dos que han logrado huir dirán la verdad al traidor que les contrató, ¿no crees que dudarán de ellos y al sembrar la discordia pueden cometer algún error que nos descubra al traidor que planeó el robo? Edwin, mirando avergonzado al amigo, dijo: —¡Perdona mis dudas anteriores! ¡Me parece una idea magnífica! —Escucha lo que haremos... Bill habló durante varios minutos exponiendo al amigo, con enorme claridad, su idea. Edwin la aceptó entusiasmado. Conversando animadamente, continuaron el viaje a pie. Muy avanzada la noche, entraban en Pueblo. Pero a pesar de la hora, los locales de diversión estaban concurridos y animados. Al primer vecino que encontraron le preguntaron: —¿Podría indicarnos dónde vive el director del Banco? El interrogado les informó claramente lo que deseaban saber. Y minutos más tarde, sin pérdida, llamaban a la puerta de la vivienda del director del Banco. Una mujer abrió la puerta, preguntándoles: —¿Qué desean? —Buenas noches, señora... ¿Vive aquí míster Howe? —Sí. —¿Está en casa? —Se disponía a retirarse a descansar. —Dígale, por favor, que deseamos hablar urgentemente con él. El esposo de aquella mujer, que era precisamente el director, se aproximó a la puerta, preguntando: —¿Qué desean? —¿Míster Howe? —inquirió Bill. —Yo soy. —Supongo que habrá recibido una carta del presidente del ferrocarril hablándole de nosotros —dijo Bill—. Este es Edwin Jay, yo Bill Lodge. —En efecto, recibí esa carta... ¡Pero pasen, por favor! Segundos después se reunían en el comedor de la casa. —¿Han traído el dinero de la nómina? —preguntó el director. Esto sorprendió a los dos amigos, preguntando Edwin: —¿Cómo sabe que traíamos ese dinero? —Es lo que se me comunicaba en esa carta, para que no me intranquilizara si el dinero no llegaba en la diligencia. —Perdone, ¿le importaría mostrarnos esa carta? —dijo Bill. —¡Desde luego!... Y así lo hizo míster Howe. Una vez que comprobaron que así era, dijo Edwin: —Ha sido un error que ha podido costamos la vida. Y en pocas palabras informaron a míster Howe del ataque que sufrieron horas antes. —No comprendo... —dijo míster Howe—. Yo no comenté nada de esto ni mostré la carta a nadie. —¿Está seguro de no haber cometido una indiscreción? —Segurísimo, muchacho... —Pues de que nos esperaban, no hay duda —dijo Bill. —Debes exponer tu idea a míster Howe —pidió Edwin. Así lo hizo Bill. Míster Howe, después de escuchar con atención al joven, entusiasmado, dijo: —¡Me parece excelente!... Yo no haré el depósito de este dinero en el Banco, hasta pasados unos días. Hare creer al ingeniero jefe, que les concedo un crédito para que paguen a los obreros... Después de mucho hablar, se despidieron de míster Howe. Se encaminaron los dos directamente hacia la oficina del sheriff. Y en pocas palabras, le informaron de lo que sucedía. CAPITULO II
Al día siguiente en Pueblo, no se hablaba de otra cosa que no fuera del
robo de la nómina de los empleados del ferrocarril. Los comentarios eran diferentes y para todos los gustos. Quienes estaban verdaderamente irritados, eran cuantos pertenecían al ferrocarril, cuyos empleados ese día se negaron a trabajar. Y en grupo marcharon a Pueblo para hablar con el ingeniero jefe. Este, que ya había hablado con el director del Banco, les tranquilizó, diciéndoles: —¡Nada debéis temer! ¡Mañana se os pagará como se os prometió! —¿Cómo lo hará sin dinero? —He hablado con el director del Banco y me ha dicho que puedo contar con un crédito que hará frente a la nómina... ¡Así que deben regresar a sus trabajos! Estas palabras tranquilizaron a los trabajadores del ferrocarril, que comentando el robo de la nómina, regresaron a sus faenas. Uno de los ayudantes del ingeniero jefe, le decía: —Ha sido un error enviar el dinero con esos muchachos. —Recuerde que el dinero que enviaban por diligencia, ha desaparecido en tres ocasiones... ¡Es natural que pensaran en otro sistema para hacernos llegar el dinero! —¿Y si esos muchachos han mentido? El ingeniero jefe miró a su ayudante, comentando: —No sea mal pensado, míster Mose, es de suponer que esos muchachos sean de la máxima confianza del presidente, —¡Pues yo tengo mis dudas! Y dicho esto, se separó del ingeniero para reunirse con el sheriff, a quien dijo: —¿Cree en realidad que ha existido tal asalto? —No puedo dudar de la palabra de esos muchachos, que son de la máxima confianza de sus jefes en Denver. —Pero ha de reconocer que para ellos, apoderarse de esos diez mil dólares, sería sumamente sencillo. ¿No cree? —Piense que cuando confiaron en ellos, es porque estaban seguros de su honradez. —A todos se nos puede ocurrir un mal pensamiento. Es fácil presentarse asegurando que fueron asaltados por un grupo de jinetes de esa forma, las sospechas sobre ellos desaparecen... —¿Quiere decir que no ha existido tal asalto? —¡Exacto! Eso es lo que pienso y todo el que lleve dentro de la cabeza algo distinto a la harina de madera. —Me cuesta creer que sea así. —¿Por qué razón? —Porque pienso que no debo dudar en quienes los perjudicados confiaron, y de que hay ladrones no podemos dudar, puesto que con ésta, es la cuarta vez que desaparece el dinero de la nómina... Y por más que se ha investigado, no hemos conseguido averiguar nada sobre los autores de esos robos. —No hay duda que ese grupo de ladrones están bien organizados, pero la historia de esos muchachos es sumamente infantil. —No lo creo así —replicó el sheriff, un tanto molesto. —¡Lo que tiene que hacer es detenerles! —¿Por haber sido robados? —¡Por engañarle! —Eso es algo que no se puede demostrar, por lo tanto no existen motivos para actuar contra ellos. —En su lugar, les detendría... —Tengo por norma no hacer el ridículo... —Cuando quiera recordar, desaparecerán. ¡Y entonces sí que no habrá medio de recuperar el dinero que se llevarán! —Esos muchachos no se moverán, de momento, de aquí... Aparte de que no creo que tengan nada que temer. —¡Es usted muy confiado, sheriff! —Y el ingeniero, su jefe, ¿qué es lo que dice? —Piensa como usted. —¿Y el director del Banco? —¡Otro confiado! —Yo juraría que el único desconfiado es usted... —¡Si yo fuera sheriff, atraparía a esos muchachos y rescataría el dinero! —¿Sabes lo que yo pienso? —No sé. —Pues que deben tener alguien en este Banco, posiblemente en Denver o dentro de la propia compañía del ferrocarril, que avisa cuando salen con el dinero y el medio de transportarlo... —¡Pues no creo la historia que han contado! —¿Por qué razón, míster Mose? —¡Porque me resulta inverosímil! —Pues yo no dudo de cuanto han contado... ¡Y recuerde que existe el testimonio de tres cadáveres! —¿Ha visto esos cadáveres? —No —respondió el sheriff—. Pero eso es algo sobre lo que no se puede engañar... ¡Los cadáveres no desaparecen! —¿Por qué no le llevan a ver esos cadáveres? —Tienes razón... ¿Ves? —exclamó el sheriff—. Eso es lo que se llama tener buenas ideas. Voy a ir con un grupo hasta el lugar donde dicen que fueron atacados. —No debe perder el tiempo, sheriff —dijo Daniel Mose, sonriendo de forma especial—. Estoy seguro que no encontrarán el menor rastro. —Me has intrigado con tus sospechas y ahora soy yo el interesado en comprobar lo que haya. Bill y Edwin estaban bien ajenos a estas sospechas. Por eso, cuando el sheriff se reunió con ellos, diciéndoles que le gustaría echar un vistazo al lugar en que fueron atacados, se miraron entre sí interrogantes. —No se fía de nosotros, ¿verdad, sheriff? —Tengo mis razones... Hay quienes me han convencido de que debo comprobar vuestra historia... —¿Quién ha sido ese hombre? —preguntó Bill. —Uno de los que más han insistido ha sido míster Mose... —respondió el sheriff—. Y me ha convencido para que haga una investigación a fondo. —Míster Mose, ¿no pertenece a la compañía del ferrocarril? —Sí —respondió el sheriff—. Es uno de los ayudantes del ingeniero jefe. Bill y Edwin se volvieron a contemplar interrogantes, diciendo el primero: —Cuando quiera, podemos ir a echar un vistazo al lugar en que fuimos atacados... El sheriff reunió un grupo de jinetes, que les acompañaron. Entre ellos iba Daniel Mose. Una vez en el lugar en que fueron atacados, todos pudieron comprobar que los jóvenes no habían mentido. Allí estaban los tres cadáveres que daban fe de cuanto dijeron. El sheriff, aproximándose a Daniel Mose, inquirió: —¿Convencido? —¡Esto sólo demuestra que tres hombres perdieron la vida! —exclamó Daniel. El sheriff le observó con fijeza, inquiriendo: —¿Es que sigue dudando? —¡Ahora más que nunca! —¿Quiere explicarse, míster Mose? —inquirió muy serio el sheriff. —¡Con mucho gusto, sheriff! —respondió Daniel Mose—. Empiezo a pensar que estos cadáveres hayan sido los robados y esos muchachos los ladrones... ¡De esa forma, aunque no haya sido mucho lo que encontraron en estos cadáveres, les permitía un plan fabuloso para quedarse con el dinero de la nómina! Daniel Mose y el sheriff, conversaban tan entusiasmados, que no se dieron cuenta de la proximidad de Bill que les escuchaba. —Pero también puede ser cierto lo que ellos dicen, y es lo que hemos de admitir, ya que no hay nada que testimonie lo contrario —replicó el sheriff. —Y en favor sólo el comentario de ellos... —No es comentario nuestro, míster Mose —dijo Bill—. Es, como ven, una realidad. Les llevaremos haciendo todo el recorrido que hicimos desde que me di cuenta de que alguien se ocultaba de forma misteriosa... Podrán comprobar que eran cinco los atacantes. —Si demostraron tanta habilidad con el rifle, ¿por qué permitieron que se apoderasen de sus caballos? —dijo Daniel Mose. —Por una razón sumamente sencilla, míster Mose... —replicó Bill, sonriendo con naturalidad—. ¡Nos interesó mucho más salvar la vida que proteger el dinero! ¿Cree que eso sea un delito muy grave? Daniel Mose, después de una "breve duda, decidió guardar silencio. Bill y Edwin llevaron a todo el grupo hasta el lugar en que comenzó la persecución para que pudieran leer en las huellas. —¡No hay duda que eran cinco los jinetes! —exclamó uno. ' —Querrá decir siete, ¿verdad? —dijo Edwin. —Me refiero a quien cabalgaba tras de ustedes —respondió el mismo. —¡Miren! —dijo uno—. ¡Allí hay unos caballos! —¡Son los nuestros, Bill! —exclamó Edwin. El sheriff ordenó que recogieran no solamente los caballos de los jóvenes, sino los otros tres también. Todos contemplaron la marca de aquellos tres caballos. —¿Les indica algo estas marcas? —preguntó Bill. —No son de la región... —respondió el sheriff—. Al menos son una marca que desconozco. —¿Y los cadáveres? —preguntó Edwin. —Tampoco —volvió a responder el sheriff. Minutos después decidían regresar al pueblo, llevando con ellos los cadáveres. Daniel Mose no volvió a hacer ningún otro comentario. , Pero el sheriff, una vez en Pueblo, le preguntó: —¿Sigues dudando de esos muchachos? —No... —respondió sin mucho convencimiento—. Creo que estaba equivocado. —Me alegra lo reconozcas. Y alejándose de Daniel Mose, el sheriff se reunió con Bill y Edwin, entrando en uno de los bares para echar un trago. Minutos más tarde la entrada en la plaza de un par de carretas entoldadas con todo lo típico en las características caravanas del Oeste, atrajo la atención de todos. Los dos carros o carretas, iban rodeadas de un grupo numeroso de jinetes. —¡Dos de vosotros ocupaos de comprar cuanto necesitamos! —ordenó uno de los forasteros, sin duda jefe o patrón del grupo—. ¡Os esperamos en este local echando un trago! Y en grupo entraron en el saloon, sacudiéndose el polvo de que iban cubiertos. Abriéronse en dos bandos los reunidos y por allí pasaron los vaqueros que les contemplaban con un gesto de arrogancia obligado en la época. Pidieron whisky para todos y buscaron con la vista unas sillas donde descansar. El jefe de aquel grupo de vaqueros, al fijarse en los jóvenes que conversaban con el sheriff, se separó de sus hombres y tendiendo sus fuertes brazos dijo con voz potente: —¡Bill! —¡Oliver! —exclamó el joven con alegría incontenida. Segundos después ambos se fundían en un fuerte abrazo. Los reunidos les contemplaban curiosos. —¡Qué alegría, Bill! —exclamó Oliver—. ¿Qué haces por aquí? —Trabajo para el ferrocarril... ¿Qué tal todos por Santa Rosa? —Muy bien... —¿Viaje de negocios? —volvió a preguntar Bill. —Llevo una hermosa manada a Denver. —Un viaje muy largo... ¿Compensa? —¡Ya lo creo, Bill! ¡Unos seis dólares más en cabeza! —¿Mucho ganado? —Quinientas cabezas. —¿Y tu esposa? —Completamente restablecida... ¡Las veces que te hemos recordado! —Y yo a ustedes... —¿Hace mucho que saliste de Santa Fe? —Más de un año... —¿Qué fue de aquella muchacha tan bonita? —Desapareció un día y no he vuelto a saber de ella. —¿Es cierto que tuviste que matar al elegante propietario de aquel saloon al que perdonaste la vida cuando nos conocimos? —Si... ¡Insistió en demostrar que sus manos eran más rápidas que las mías y me obligó a defender mi vida! Oliver Smith, dirigiéndose a sus hombres, gritó: —¡Eh! ¡Muchachos! ¡Venid todos aquí! Cuando el grupo de vaqueros se aproximó, agregó Oliver: —¡Vais a conocer al joven de quien os hablé tantas veces! ¡A mi juicio el más rápido de cuantos hambres hábiles he conocido con un revólver a su alcance! Los vaqueros sonriendo de forma especial, contemplaron a Bill con cierta indiferencia. —¡No exagere, Oliver! —dijo Bill. —¡Siempre aseguré que eras el revólver más rápido de la Unión y no creo equivocarme! —Hablemos de otras cosas, Oliver... Uno de los vaqueros de Oliver, aproximándose a Bill, le tendió su mano, diciendo: —¡Tenía muchas ganas de conocerte, muchacho! ¡Eres un verdadero ídolo para nuestro patrón! Bill estrechó aquella mano, replicando: —Vuestro patrón, es un hombre que se impresiona con facilidad... —¡Cuando aseguro que eres lo más rápido que he conocido, ni miento ni exagero! —dijo Oliver. —A todo hay quien gane, míster Smith... —replicó Bill. —Estoy de acuerdo contigo, muchacho —dijo uno de los hombres de Oliver—. Aunque siempre nos habló de ti como lo está haciendo en estos momentos, yo nunca lo creí. No es posible que un hombre con tu enorme corpachón pueda ser muy hábil con las armas. —Eso, amigo, tampoco es una razón... —dijo Bill. —Me gustaría comprobar quien de los dos es el equivocado —replicó el mismo vaquero—. Yo creo no tener rival con el revólver. —¡Tú no sabes lo que es bueno! —repitió Oliver—. Si hubierais visto como yo a este muchacho, pensaríais de otra forma. —¡Yo le reto! —dijo valientemente el vaquero. —Tú te callas —gritó Oliver—. No quiero peleas. —Tiene miedo de que su ídolo sea derrotado, ¿verdad, patrón? —No seas estúpido —bramó Oliver—. Os estimo a los dos. Tú morirás sin lugar a dudas y sin haber movido un músculo. —Le reto a demostrar que es más rápido y seguro que yo. No es necesario reñir para eso. Podemos disparar sin necesidad de que sea contra nosotros. El sheriff, ante el asombro de los reunidos, dijo: —Ustedes están hablando de cosas que demuestran no haber visto jamás a un hombre que sepa lo que es un revólver. Los más sorprendidos de este comentario, fueron Bill y Edwin. —He visto muchos hombres rápidos con el revólver, sheriff —dijo Oliver—. Y le aseguro que Bill Lodge es lo mejor que he conocido. —¡Por favor, Oliver, no insista! —dijo Bill, sonriente. —Si quisiera Lyman, que está allí jugando, les dejaría sorprendidos si hiciera una exhibición —agregó el sheriff. —He visto en mi vida ejercicios de revólver verdaderamente inverosímiles. ¡No creo que exista nada que pueda sorprenderme ya! —A pesar de cuanto dice, amigo, no creo que haya visto nada que pueda calificarse de único y extraordinario —replicó el sheriff—. Yo he visto a Lyman, como todos éstos, echar una moneda al aire y alcanzarla varias veces antes de caer al suelo... CAPITULO III
Oliver y sus hombres, después de escuchar al sheriff, sonrieron de forma
especial. —No creen en lo que digo, ¿verdad? —dijo el sheriff. —Yo jamás dudo de la palabra de un hombre —respondió Oliver—. Si en efecto ese Lyman es capaz de lo que ha dicho, no hay duda que tiene que ser extraordinario. —¡Muy superior a su ídolo! —bramó el sheriff. —Ignoro si Bill sería capaz de hacer con éxito esa prueba, pero a rapidez no hay quien le gane. —Por favor, Oliver, no insista ni se deje llevar por su gran fantasía — dijo Bill—. Yo soy un simple aficionado. Tienen razón estos otros. —¿Acepta mi reto? —No creo que yo esté en condiciones de enfrentarme con quienes sepan manejar bien las armas. Edwin, en silencio, escuchaba esta discusión. —¡Lyman! —llamó el sheriff. Uno de los jugadores levantóse y fue junto al sheriff. Era delgado, de color verdusco y no muy alto. Sus manos eran finas y delicadas. —¿Qué desea, sheriff? —Están hablando aquí de que son rápidos y hábiles con el revólver y me he acordado de que yo he asegurado muchísimas veces que no creía tuvieras rival. Lyman sonrió complacido. Su vanidad no podía ser más manifiesta. —Y puede asegurar que no hay en toda la Unión quien me aventaje ni en rapidez ni en seguridad —dijo. —Me gustaría verle frente a éste —dijo Oliver. —¡O frente a mí! —afirmó el vaquero. —Bebamos, Oliver —dijo Bill—. No tiene tanta importancia, al menos para mí si no soy más rápido que otros. —Esa es una bonita forma de eludir mi reto. Ninguno de ustedes podría compararse conmigo —dijo Lyman. —¿Que no? ¡Estoy listo! ¡Cuando quiera! —No es eso de lo que se trata. —Aquí se trata de demostrar quién es más rápido de los tres y no hay otro sistema que mejor demuestre esto que el que yo estoy proponiendo. El que quede con vida de los tres, ése puede asegurar, sin lugar a dudas, que es el más veloz. —No, no, si yo hablé de la rapidez de este amigo no era para provocar una pelea... —dijo Oliver, preocupado. —Es que yo ya estoy cansado de oírle decir: «Si hubierais visto... Si fuerais como aquel muchacho...» Estaba deseando tropezarlo algún día y ahora que le tengo frente a mí no voy a perder la ocasión y tendrá que demostrarme de modo que no admita duda que es cierto cuanto en estos meses nos ha estado diciendo. —Lo siento, muchacho —dijo Bill, dirigiéndose al vaquero excitado—. Pero no peleo porque sí. Para pelear es necesario tener algún motivo y yo en este caso no lo tengo. Si tú te consideras más rápido con las armas, yo lo admito y si quieres lo digo en el pueblo. No aspiro a una fama triste. Míster Smith siente afecto hacia mí, tal vez haya exagerado. Pero aunque respondiera a la verdad, no encuentro motivos para pelear en un deseo tuyo de demostrarme tu superioridad. —Lo que sucede es otra cosa. Es que has comprendido qué clase de enemigo te sale ahora al paso —y señalando a Lyman, agregó—: Este o yo haríamos contigo lo que se nos antojara. Eso yo lo llamo de otro modo. —Queda dicho que no se pelea —dijo Oliver para tratar de desviar la conversación—. ¡Ea, vamos a beber! Algunos amigos del vaquero, interpretando como miedo la actitud de Bill, intervinieron en la discusión. —No, no —decían algunos—. No se puede decir lo que dijo usted, Oliver, para tan pronto como hay quien está dispuesto a demostrar lo contrario, eludir la pelea. —Porque no se trata de pelear —dijo Oliver. —;Es la única forma de demostrar quién es en realidad superior! —Lo siento, pero no puedo estar de acuerdo con vosotros, y por lo tanto os ruego no insistáis —agregó Oliver—. Si Bill quiere puede hacer una exhibición y si vosotros le superáis entonces reconoceré que es cómo decís, pero sin necesidad de hacer esta demostración con muertos o heridos. Daniel Mose, que había entrado no hacía mucho, dijo: —Yo entiendo que como más se demuestra la rapidez es cuando está en juego la vida y se sabe que la pérdida de una fracción de segundo puede suponer lo más preciado. —Es su opinión, con la que no puedo estar de acuerdo —dijo Bill. —Lyman mismo estoy seguro que es mucho más rápido que tú — agregó Mose—. No creo que tenga en ti un enemigo de quien preocuparse. —Lamento lo que está sucediendo, pero digo otra vez lo mismo. No tengo razón para pelear y yo admito que los dos sois más rápidos que yo. ¿Estáis tranquilos y satisfechos? Oliver le miró sorprendido. El vaquero sonreía orgulloso. Edvvin cerró los puños con rabia. —Bueno, si ya está todo aclarado, bebamos un whisky, Oliver, y cuénteme algo de su vida... —¿Habéis oído, muchachos? —inquirió el que deseaba retar a Bill, dirigiéndose a sus compañeros. —¡Perfectamente! —respondieron varios. —Ahora ya no podrá el patrón hablarnos tanto de ese amigo suyo que era tan valiente y tan rápido. —¡Guarda silencio y cállale! —bramó Oliver. —No quiero patrón. ¡Es mucho lo que hemos tenido que soportarle cada vez que hablaba de este muchacho! —Te estás equivocando... —dijo Oliver. El vaquero, de nuevo, observando a sus amigos, inquirió: —¿No os decía yo que sería uno de los muchos cobardes que se aprovechó de algún descuido? ¡Ja, ja, ja! Tiene gracia el personaje con que nos asustaba Oliven Edwin Jay, sin poder contenerse más, se encaró al fanfarrón que tanto hablaba, diciendo: —¡Estás confundiendo las cosas, muchacho! —¿Tú crees, larguirucho? —inquirió burlón el vaquero, —Bill es mucho más sensato que yo..., mucho más rápido, pero yo soy lejano y te voy a demostrar a ti y a ese profesor amarillento de tramposos y ventajistas que sois unas carretas pesadísimas al lado mío, y yo no puedo compararme a Bill. —¡Edwin! —exclamó Bill, preocupado—. Déjate de peleas. —¡No soporto a quienes no quieren comprender tu actitud! —Eso no debe preocuparte. Oliver es un buen amigo y le harías creer que es el responsable de todo esto. —¿Pero no ves que estos cerdos se están engallando porque han visto que no quieres pelear? Yo lo haré por ti... ¡No te preocupes! —He dicho que no deseo que pelees, Edwin. Hemos de preocuparnos de otras cosas mucho más importantes para quienes nos pagan y para nosotros. Así que vayamos a conversar con el ingeniero jefe y... —¡Nada de machar! —dijo Lyman, con voz sorda—. Ya no es posible. Me ha insultado delante de todos y no tendré más remedio que matarle, —¡Y yo! —bramó el vaquero del equipo de Oliver Smith. —Sheriff, debe imponer su autoridad —pidió Bill. —Yo soy del Oeste, donde cuando se dice una cosa se sostiene y ahora me olvido que soy sheriff. Los reunidos contemplaban al sheriff con verdadero asombro. Daniel Mose, sin duda, era el único que le contemplaba satisfecho. Bill, observándole con fijeza, frunció el ceño inquiriendo: —¿Qué quiere decir, sheriff? —Me expresaré con claridad —respondió el de la placa—. Yo creo que Lyman dará una lección a tu compañero tan impetuoso, pero nada de muertes. No se puede ir por los pueblos alardeando de una habilidad como lo hacéis vosotros para escudaros en los momentos de peligro en un deseo sospechoso de no luchar. —Pero pueden demostrar esa rapidez con unos ejercicios sobre cualquier blanco, que es lo que yo quería decir —medió Oliver. —Yo no presto oídos a lo que ese otro diga, pues lo que se propone es evitar que el tal Bill pelee conmigo. Se adelantó Edwin y acercándose al vaquero y al jugador les dijo: —Sheriff, es testigo, al igual que todos los presentes de que son ellos quienes nos provocan. Los dos vais a pelearos conmigo y pensad que yo no me atrevería a enfrentarme con Bill. Supongo, sheriff, que como usted es del Oeste no habrá responsabilidad alguna por matar a estos dos, ¿verdad? —Ni ellos serán responsables si eres tú el muerto —gritó de malhumor el sheriff. —Es el otro quien debe pelear —dijo Mose. —¡Pero primero contigo! —exclamó ya un poco nervioso Bill. Daniel Mose trató de mezclarse entre los demás. —Déjame a mí, Bill. —No, Edwin, yo trataba de evitar el derramamiento de sangre... ¡Oliver! Si tiene influencia con ese muchacho, convénzale para no pelear, no quisiera verme obligado a hacerle ningún mal y podremos después hacer unos ejercicios en los que no exista peligro para él. —No, Bill... ¡Déjame a mí! —Soy yo el que interesa a todos. No les defraudemos. Trataba de evitarlo, pero ya veo que, contundiendo las causas, me obligarían de todos modos o me asesinarían por la espalda. Veamos, primero con ese pistolero profesional del juego... Al dirigirse a Lyman, todos los que rodeaban al jugador, entre ellos el sheriff, se separaron de él, dejándole en el centro aislado. Lyman sonreía sin que su cuerpo experimentara el menor movimiento. —Es a mí a quien ha prometido matar... ¡Déjame, Bill! —Es un truco muy usado y poco noble ese de distraer —dijo el sheriff, ante el asombro general—. Si van a pelear, que sea uno, porque si los dos disparan sobre él les colgaremos nosotros. —No somos tan cobardes como usted, sheriff —dijo Edwin. —Ya hablaré con él más tarde, Edwin —dijo Bill—. Así que procura no escuchar al sheriff... Es él, quien con gran habilidad, pretende ayudar a ese ventajista... Pero si vuelve a intentar distraernos, mis armas vomitarán el plomo que castigue su cobardía. —¿Con quién quieres 'pelear, ventajista? —preguntó Edwin. Lyman, sonriendo, dijo: —Tú has confesado que tu amigo es superior. Pues bien, déjanos a él y a mí, ¿te parece? ' —¡Maldita sea tu cara amarilla! —exclamó Edwin—. ¡Lo que sucede es que me tienes miedo! —¡Cállate, Edwin! No vuelvas a distraerlo y no intervengas. Como ves, yo soy el preferido. Lyman y el vaquero contemplaban atentamente las manos de Bill, que permanecían ligeramente caídas junto a los costados y con los brazos un tanto arqueados. —¡Separarse todos! ¡Dejadlos en el centro a ellos! —dijo el sheriff. —Esto que hace, sheriff, es contrario a su misión. Si llega a oídos del gobernador le costará un disgusto —dijo Bill. —Es que no quiero fanfarrones aquí. —Supongo, sheriff, que después de insultarme peleará conmigo cuando termine con ése. Está actuando como si no fuese sheriff, así que no estoy obligado a reconocer esa autoridad. —Bueno, Lyman, ¿pero vais a pelear o a discutir nada más? —gruñó el sheriff en vez de responder a Bill. —Nos estamos observando, sheriff. Al menor descuido de uno de los dos, habrá disparos. Yo espero a que él intente sacar, porque me creo tan superior, que no quiero aprovecharme de ello... ¡Sería un crimen por mi parte, adelantarme con la ventaja que supone mover las manos el primero! Bill sabía que estas palabras harían reaccionar a Lyman, en quien veía un peligroso y frío enemigo. Las manos buscaron vertiginosamente las armas y los espectadores pestañearon do asombro, abriendo después los ojos con admiración. Lyman no era lento ni mucho menos, y era, sin duda, justa su fama, pero Bill no parecía humano, sus movimientos respondían a lo sobrenatural. Lyman quedó con los dos revólveres empuñados y a medio salir de las Tundas cuando las dos detonaciones cargaron su vientre con un peso tan excesivo que le inclinaron sin vida hacia el suelo. Un silencio embarazoso siguió a este hecho. El vaquero, con los ojos muy abiertos, contemplaba al muerto. Aquello era demasiado. No suponía cierto que no pudiera llegar a sacar Lyman. Púsose nervioso pensando en lo que le esperaba. No podría superar jamás a ese hombre. Oliver tenía razón, y él había sido un loco en provocarle de tal forma. —Yo no quería, sheriff, y usted fue uno de los que me empujaron a ello. Ahora espero que usted, que ha dejado de ser autoridad, con esa actitud pasiva ante esto, se enfrente a mí para responder de su insulto. —Yo creo, Bill, que ya es suficiente —decía Oliver—. Yo no quise provocar estas desgracias. Debemos lamentar lo sucedido, pero no aumentar los muertos. —Todos son testigos de que me resistí a pelear y admití la superioridad de los otros, pero el sheriff me llamó fanfarrón para obligarme a enfrentarme con su héroe... —Yo no... quise... ofenderle... —tartamudeó el sheriff. Daniel Mose buscaba por donde escapar. Aquello no era un hombre, pensaba, ¡era un demonio! El silencio en que todos permanecían, fue roto por unos disparos. A los disparos efectuados por Edwin, siguieron dos gritos de dolor. Dos hombres que estaban junto a la mesa de donde se levantó Lyman con las armas en la mano, fueron alcanzados citando se disponían a hacer fuego contra Bill. Uno de ellos aún pudo disparar, pero vencido su cuerpo sin vida en este momento, salió el disparo sin dirección, hiriendo a un vaquero de los que entraron acompañando a Oliver. Bill, mirando con simpatía al amigo, dijo: —¡Gracias! —Eres muy confiado. —Confieso que no me preocupé de nadie, pensando que estaba entre hombres honrados... ¡No podía sospechar que hubiera más ventajistas que ese pobre Lyman! —Pues cuando te encuentres en una situación similar, procura no descuidarte ni fiarte de nadie... —Lo tendré en cuenta, Edwin... ¡Te debo la vida! —No tiene importancia... —Será algo que no olvide, a pesar de ello... ¡Sabes que podrás disponer de mí! El vaquero que provocara a los dos amigos sintió cómo su frente se cubría de un sudor de hielo. Los dos amigos acababan de demostrar sin duda alguna de lo que eran capaces cuando la vida estaba en juego. El silencio fue roto al fin por unos murmullos de admiración. Los vaqueros, amantes de esta habilidad, se entusiasmaron con Edwin, ya que se adelantó a los que ya estaban con las armas empuñadas. Les rodearon a los dos y el vaquero, nervioso, procuró hacerse pasar inadvertido. —No recuerdes lo del otro —decía Bill a Edwin. —Está asustado y procura esconderse. —Déjale, pero no sin que le vigilemos. —¡A beber! ¡A beber! Ahora recogerán esos hombres. Reconozco que no son culpables de estas muertes —decía el sheriff, que empezaba a reaccionar al ver que Bill no insistía en obligarle a pelear. Oliver abrazó a Bill. —Ya sabía yo que no tenías rival. Perdona a ese muchacho... Estaba un poco ofendido por lo mucho que les he hablado de ti. CAPITULO IV
El sheriff, minutos más tarde, sabiéndose vigilado por Bill y Edwin, y
ante el temor de hacer cualquier movimiento que pudiera resultar sospechoso a cualquiera de los dos jóvenes, decidió abandonar el local en evitación de males mayores. Su ausencia, sin lugar a duda, tranquilizó a los dos amigos. Cuando horas más tarde, Oliver Smith se despedía de Bill, le abrazó diciéndole: —Espero sepas perdonar mi estupidez al hablar en la forma que lo hice. ¡No podía sospechar la reacción de esos dos! —Aunque ha sido un error lamentable, que ha costado la vida a un hombre, no puedo culparle de lo sucedido. Nada hubiera pasado si el sheriff cumple con su deber... ¡En realidad, fue él y no usted, quien lanzó a ese loco contra mí! —¡Con sinceridad, lamento haber hablado de tu prodigiosa habilidad con las armas! —agregó Oliver—. ¿Seguirás por aquí a nuestro regreso de Denver? —No lo creo —respondió Bill—. Si no nos viésemos, salude a su esposa en mi nombre, —¡Así lo haré Bill! —¡Buena suerte, amigo...! —Gracias... Y Oliver se separó del amigo, llevándose a todos sus hombres. Una vez en la calle, encarándose al vaquero que había intentado enfrentarse a Bill con las armas, le dijo: —Es de suponer que te hayas convencido de que no exageraba al hablar de la habilidad de Bill, ¿verdad? —Desde luego, patrón... ¡Y siento haber hablado en la forma que lo hice! —Te ha podido costar la vida. —Lo sé, patrón, fui un estúpido... Creí que sentía miedo al negarse a pelear con el muerto y conmigo... —¡Es un joven demasiado noble! Mientras tanto, en el local, al quedar a solas los dos amigos, Edwin preguntó: —¿Qué hacemos ahora? —Nos quedaremos unos días. —¿No crees que deberíamos regresar a Denver? —Antes hemos de averiguar quiénes fueron los cobardes que intentaron asesinarnos. —Es algo que nos resultará difícil de averiguar. —Lo sé, pero a pesar de ello, lo intentaremos. —Recuerda que nadie conoce a las víctimas ni saben a quién pertenece la marca de los animales que montaban. —Por quedarnos unos días, nada sucederá... ¿Qué opinas de la actitud del sheriff? —No me gusta. —Ni a mí... ¿Por qué lanzó a ese ventajista contra mí, precisamente? —Debía confiar en su habilidad... —De ello no existe la menor duda, pero ¿por qué razón deseaba mi muerte? —Si no es él quien responde a tu pregunta, no creo que pueda hacerlo yo. —¿Qué te ha parecido el ayudante del ingeniero? —Me gusta menos ese hombre que el sheriff. —Vayamos a hablar con el director del Banco. —¿Qué te propones? —Tan solo rogarle que no diga la verdad, hasta que nosotros se lo autoricemos. —¿Ni a Denver? —¡Menos! Minutos después el director del Banco les recibía. Después de una breve conversación, míster Howe, dijo: —Haré cuanto me han pedido. Comunicaré a la central que obligado por las circunstancias y en evitación de un posible derramamiento de sangre, me he visto en la necesidad de conceder un crédito a quienes aquí representan a la Compañía del Ferrocarril. —Le quedaré eternamente agradecido, míster Howe —replicó Bill—. Pero le ruego no cometa la menor indiscreción... Si quienes dirigen a nuestros atacantes, creen que han sido burlados, es posible que cometan algún error. Si alguien le visitase intentando indagar la verdad, no deje de informamos. La menor sospecha puede inducimos a desenmascarar a los responsables. —Seré cauto y les tendré informados de cuantas personas me visiten con la sana intención de averiguar la verdad sobre el robo de que han sido víctimas. —Yo le rogaría que a cuantas personas se interesaran por la investigación del asunto, hiciera recaer sus sospechas sobre nosotros. —Eso podría ponerles en peligro. —No tema por ello. —De acuerdo, actuaré de la forma que me indican. Pero hay algo que no me agrada tener en mi poder... —¿El dinero que le entregamos anoche? —preguntó Edwin. —En efecto... Me asusta lo que pudiera pasar a mi esposa o a mí, si alguien llega a sospechar la verdad. —¿No puede ocultarlo aquí, en el Banco? —El cajero se darla cuenta inmediatamente. Bill y Edwin, mirándose entre sí, interrogantes, quedaron unos instantes en silencio. De pronto, Bill, sonriendo, dijo: —Recogeremos ese dinero de su casa esta misma noche, míster Howe. No hay duda que tener esa cantidad en su casa, puede resultar un grave peligro para ustedes. —¿Y dónde lo ocultarán? —preguntó Howe. —Encontraremos un lugar seguro —dijo Bill—. Y hasta es muy posible que Edwin se encargue de llevaras lo nuevamente a Denver y de esa forma tranquilizar a la persona que confió en nosotros. Edwin, abriendo con enorme sorpresa sus ojos, exclamó: —¡Eh, un momento, Bill! ¿Por qué yo? —Porque lo prefiero. —Lo siento, pero no me moveré de tu lado. —Hablaremos de ello más tarde, ahora no debemos robar más tiempo a míster Howe. Y dicho esto, Bill se puso en pie, despidiéndose del director. Edwin le imitó. Una vez en la calle, Edwin preguntó: —¿Hablabas en serio? —Desde luego... —¿Por qué has pensado que debo regresar a Denver con el dinero? —Porque creo que es algo que nadie puede imaginar hagamos. —Regresaremos los dos o ninguno. —¡De acuerdo, tozudo! —exclamó Bill—. ¡Ya pensaremos en algo para que ese dinero esté en lugar seguro! Sin dejar de charlar, entraron en el mismo local en que Bill se vio obligado, en defensa propia, a matar a Lyman. Allí estaba el sheriff, que al verles, se aproximó a ellos, diciéndoles: —Espero sepáis perdonarme... ¡No sé, en realidad, lo que me pasó! —Yo puedo decírselo, sheriff —replicó Edwin—. ¡No supo cumplir con su deber! —Tienes razón, muchacho... ¡Y lo siento! —Eso es algo que debemos olvidar —dijo Bill. —No es sencillo olvidar que se es responsable de la muerte de tres personas —replicó el sheriff—. ¡Fui verdaderamente un estúpido! En esos momentos, un empleado del ferrocarril entró en el local mirando en todas direcciones. No había duda que buscaba a alguien. Al no encomiar a quienes sin duda buscaba, frunció el ceño y aproximándose al sheriff, le preguntó: —¿Dónde puedo encontrar a los forasteros cuyos caballos están a la puerta de su oficina? El sheriff, contemplando con detenimiento a aquel hombre, preguntó a su vez: —¿Es que has reconocido a esos animales? —Son propiedad o por lo menos la marca corresponde a un ranchero de Alamosa... Y por lo tanto, supongo que los jinetes, serán amigos míos... —¿Eres de Alamosa? —preguntó el sheriff. —Sí. Bill y Edvvin se miraban alegres, puesto que aquello era una pista sumamente importante para ellos. —Los propietarios de esos caballos fueron enterrados esta mañana — informó el sheriff—. Perdieron los tres la vida al intentar apropiarse del dinero de vuestra nómina. Aquel hombre frunció el ceño, sin duda sorprendido por lo que oía, comentando: —No lo comprendo —y el que hablaba, clavando su mirada en Bill y Edwin, preguntó—: ¿Fueron los propietarios de esos caballos quienes asaltaron...? —En efecto —respondió Bill—. Ellos fueron. —Es extraño —susurró aquel hombre. —¿Qué es lo que le extraña, amigo? —preguntó Edwin. —Si en realidad pertenecían al equipo de ese ganadero propiedad de los caballos, no lo comprendo... ¡Es sin duda el ranchero más honrado, rico y poderoso de mi pueblo! —¿Cómo se llama ese ganadero al que hace referencia? —preguntó Bill. —Simón Reid. —Puede que esos caballos fuesen vendidos por ese ranchero, del que he oído hablar —dijo el sheriff. —¿Cómo eran los jinetes de esos animales? —preguntó aquel hombre. —Su descripción coincide con la mayoría —respondió Edwin—. Aunque uno de ellos era muy rubio y pecoso... —¡Cather! —exclamó aquel hombre. Esta exclamación fue una alegría para Bill y Edwin. —¿Vaquero de Simón Reid? —preguntó el sheriff. —Sin duda... ¿Era el más delgado de los tres? Bill y Edwin, tratando de recordar, permanecieron en silencio. Fue el sheriff quien respondió: —SI. Era sin duda el más delgado de los tres. —Entonces estoy seguro... ¡Era Cather! —Si es así, los otros dos que murieron con él, así como los dos que consiguieron huir con la nómina, pertenecerían al rancho de míster Reid, ¿no crees? —dijo el sheriff. —Es posible, aunque me cuesta creerlo. —Nos encargaremos personalmente de averiguarlo —dijo Bill. Minutos más tarde, los dos amigos hablaban animadamente con aquel hombre, que dijo llamarse Samuel Cody. —Díganos con sinceridad una cosa, Samuel —dijo Edwin—. ¿No cree que Simón Reid pueda ser un delincuente? —No —respondió sin dudar un solo instante—. ¡No lo creo! —El hecho de que quienes nos atacaron y robaron perteneciesen a los hombres de ese ranchero, ¿no le hace dudar? —agregó Bill. —Hace más de tres años que salí de Alamosa... Lo que quiere decir, que al igual que yo, Cather y los otros pudieron dejar de trabajar para míster Reid hace ya tiempo. —Eso es posible, tiene razón —replicó Bill—. Iremos hasta Alamosa. —Será de la única forma que salgamos de duda. —Si vais hasta mi pueblo, no presentaros sospechando de Simón Reid... ¡No lo permitirían mis paisanos! —Si en efecto, ese rubio y pecoso, pertenecía a sus hombres, a nadie extrañará que sospechemos del patrón. —Tan solo existe un hombre en Alamosa que no solamente permitirá dudéis de Simón Reid, sino que se alegrará de ello... Me refiero a míster Dutton, posee un pequeño rancho, y no hay duda que no estima a míster Reid... —¿Por qué no le estima? —preguntó Bill. —Creo que jamás hubo amistad entre ellos —respondió Samuel Cody —. Les recuerdo siempre hablando despectivamente el uno del otro. —Es de suponer que existan razones poderosas entre ellos para que no se estimen —comentó Edwin. —No es que no se estimen, muchacho —corrigió Samuel—. ¡Es que se odian profundamente...! Simón Reid, acostumbra a decir que Samuel Cody, es envidioso, charlatán y bocazas... Mientras que por su parte, Samuel Cody, a cuantos quieren oírle, no hace más que repetir que Simón Reid no es lo que aparenta..., que es una mala persona, carente de todo sentimiento y escrúpulos... —Y a su juicio, ¿quién cree que dice la verdad? —No sé, pero me atrevería a asegurar, que ninguno de los dos. Más tarde, al reunirse con ellos el ingeniero jefe, Samuel Cody se alejó de ellos para unirse a un grupo de compañeros. —Voy a pedirle un favor, míster Hays —dijo Bill—. Debe escribir a Denver, comunicándoles que Edwin y yo nos ausentaremos unos días, tras la pista de quienes se llevaron el dinero y pusieron en peligro nuestras vidas. —¿Es que han conseguido averiguar algo? —preguntó Hays. —Los caballos que montaban quienes nos atacaron, pertenecen a un ganadero de Alamosa, llamado Simón Reid. Por su parte, Daniel Mose, esperaba al sheriff en la oficina de éste. Cuando el sheriff entró en su oficina y vio a Daniel Mose, le observó con detenimiento, preguntando: —¿Qué haces aquí? —Te esperaba... Quiero hablar contigo sobre algo que me ha sorprendido mucho y en lo que no se nos ocurrió pensar a ninguno... —¿Qué es ello? —preguntó el sheriff, curioso. —Analiza con detenimiento la historia de esos muchachos. —¡Por favor, Daniel! —exclamó el sheriff—. ¿Por qué ese interés en sospechar de esos jóvenes? —Porque cuanto más pienso en ello, más convencido estoy de que han mentido... Escucha y razona... Supongamos que en efecto fueron atacados por cinco hombres y que consiguieron eliminar a tres, antes de conseguir huir del lugar en que les tenían rodeados... ¿Por qué los dos supervivientes se alejaron dejando los caballos de sus compañeros? —Es de suponer, que cuando se apoderaron del dinero, no pensaron en otra cosa que no fuera en huir. —Nadie, por muy torpe que sea, dejaría una prueba como esos caballos. A mi juicio, fueron los otros dos los que huyeron asustados, al ver caer sin vida a sus tres compañeros... ¡Y el dinero de la nómina tienen que tenerlo en su poder esos jóvenes! El de la placa permaneció en silencio, mientras pensaba 'en cuanto Daniel Mose le decía. De pronto, mirando a Daniel Mose, dijo: —He hablado con míster Hays. Y me ha asegurado que esos muchachos son de la máxima confianza de vuestro jefe en Denver. —Pero aprovechando el ataque de esos cinco, han podido tener una tentación, que en el fondo es lógica, ¿no crees...? ¿Quién podrá sospechar de ellos si en efecto son de la máxima confianza del presidente de la compañía? De nuevo, el sheriff volvió a quedar pensativo. Media hora más tarde seguían charlando animadamente. Daniel Mose, después de mucho hablar, consiguió que la duda se apoderase de la mente del sheriff. —Vigilaré a esos muchachos e intentaré registrar sus pertenencias. —No les considero tan torpes como para llevar el dinero sobre ellos. Han debido dejarlo en un lugar seguro en pleno campo. —Entonces vigilaré sus movimientos. ¿Sabes que esos caballos han sido reconocidos? —No —respondió Daniel Mose, palideciendo ligeramente—, No sabía nada. —Les ha reconocido, por la marca, Samuel Cody —informó el sheriff. —¿Y pertenecen? —A un ganadero de Alamosa, llamado Simón Reid. —He oído hablar de ese ranchero a Samuel Cody... Creo que tiene fama de ser un hombre honrado. —Eso es lo que ha dicho a Bill y Edwin que irán hasta Alamosa... —Yo en tu caso les acompañaría. Pueden aprovechar ese viaje para desaparecer. —Acompañándoles, nada podría evitar yo. CAPITULO V
Al día siguiente, cuando Daniel Mose inspeccionaba los trabajos
realizados en el tendido del ferrocarril, Samuel Cody se aproximó a él, diciéndole: —Me gustaría charlar unos minutos contigo... ¿Es posible? Daniel Mose, desmontando, sonriente dijo: —Desde luego, Samuel... Tú dirás. —Me han dicho que acompañaste al sheriff y a esos muchachos hasta el lugar en que fueron atacados... ¿Es cierto? —En efecto, Samuel. —¿Y no reconociste a ninguno de los cadáveres? Daniel Mose, a pesar del esfuerzo que realizó para mantenerse sereno, no pudo evitar el palidecer ligeramente, respondiendo: —No me fijé en ellos... ¿Por qué? —Porque uno de ellos era muy rubio y pecoso, ¿no te recuerda a nadie? —No sé. —Por la descripción que me dieron de él, estoy seguro que era Cather. Daniel miró con fijeza a su interlocutor, inquiriendo con tranquilidad: —¿El vaquero de míster Reid, de Alamosa? —¡El mismo! Daniel quedó unos instantes en silencio para decir: —Lamento no haberme fijado en ellos. —¿Ni en los caballos que montaban? —inquirió Samuel, un tanto burlón. Daniel miró con fijeza y muy seno a Samuel, replicando: —Presiento que tratas de insinuar algo muy delicado. —Tan solo me sorprende que no reconocieras a Cather ni la marca de esos caballos. —Ya te he dicho que no me fijé en los cadáveres y ahora que me hablas de ello, siento no haberlo hecho. Y sobre los caballos no comprendo cómo pude pasar por alto una marca que me es familiar. —Vamos, Daniel, no soy tan torpe como puedes tú creer —replicó Samuel—. Tengo la seguridad que si ocultaste la personalidad de los atacantes y a qué ranchero pertenecían los caballos que montaban, es por alguna razón sumamente poderosa... ¿No estarás complicado con los robos de la nómina? Daniel Mose abrió con verdadero espanto los ojos, bramando: —¡Debes haberte vuelto loco, Samuel! —Ni mucho menos, Daniel —replicó Samuel, sereno y sonriente—. Si he llegado a esa deducción, ha sido después de un análisis lógico y concienzudo de los hechos... Solo un implicado en tales robos podía ocultar al sheriff y a esos muchachos, que conocía a los jinetes y monturas atacantes. ¿No crees que el sheriff llegaría a mi propia deducción si le informara de todo? —Aunque te parezca mentira, te aseguro que no reconocí a Cather por no fijarme en él ni la marca de esos caballos... ¡Y la razón de ello es que pienso que esos muchachos son los que se han quedado con el dinero de la nómina, aprovechando ese ataque, que bien pudieron ser ellos quienes atacaron y no fueran atacados...! —No me engañas, Daniel... Hablaré con el sheriff. —¡Puedes hablar con quien quieras! ¡No creas que me preocupa! Y Daniel Mose, montando a caballo, se alejó de Samuel Cody. A pesar de sus palabras, iba francamente asustado. Minutos más tarde, hablando con uno de los capataces, le decía: —Me gustaría que Samuel Cody sufriera un accidente antes de que finalice la jornada. El capataz miró con fijeza a Daniel Mose, inquiriendo: —¿Por qué razón, Daniel? —Sabe que oculté al sheriff quienes eran los que atacaron a Bill y Edwin, así como a quien pertenecían los caballos que montaban. —¿Cómo ha podido averiguarlo? —Samuel Cody es de Alamosa y antes de venir a trabajar con nosotros, me vio varias veces en compañía de Simón Reid. —¡Qué fatalidad! —Has de evitar que pueda hablar con el sheriff. —¿No lo habrá hecho ya? —Si lo hubiera hecho, el sheriff ya habría venido en mi busca. —Tienes razón... ¡Me ocuparé de Samuel! —Pero por favor, William, que nadie pueda sospechar que ha sido un crimen. —Sabré hacer las cosas... ¡Nadie dudará que ha sido un accidente desgraciado! Samuel Cody, por su parte, estaba preocupado. Sabía o al menos lo sospechaba, que había cometido un grave error al haber hablado en la forma que lo hizo a Daniel Mose. Razón por la que abandonó el tajo, para encaminarse hacia Pueblo. Pero cuando se disponía a montar a caballo, se le aproximó William, diciéndole, sonriente: —Supongo que no habrás pensado que se te paga para pasear, ¿verdad? —Tengo necesidad de ir hasta el pueblo. —¿Y abandonar el tajo? —Es un asunto urgente, William. —¡Como quieras, Samuel! —exclamó William—. ¡Ya estoy cansado de que me toméis el pelo...! ¡Si marchas ahora, no regreses, quedas despedido...! —Te aseguro que es sumamente urgente, William. ¡He de hablar con el sheriff! —Si eso es cierto, no tendrás necesidad de abandonar tu tajo para hablar con él... El sheriff llegará de un momento a otro a este campamento. Míster Hays está esperando para consultarle unas cuantas cosas. Y dicho esto, William se alejó de Samuel Cody, que quedó indeciso. Si en electo el sheriff llegaría de un momento a otro, decidió esperar. William, al ver que Samuel regresaba al tajo, sonrió de forma especial. Y en la seguridad de que no tendría mucho tiempo, puesto que al no presentarse el sheriff, Samuel insistiría en visitarle, preparó el accidente que le costaría la vida. Y media hora más tarde, Samuel Cody, quedaba sepultado bajo una pila de raíles que cayó sobre él. Cuando sus compañeros consiguieron rescatar su cuerpo, había perdido la vida. Nadie pensó en que había sido un crimen, sino un desgraciado accidente. Daniel Mose, al ser informado del accidente, buscó a William para felicitarle entusiasmado. ***
Simón Reid, en el saloon propiedad de Alger, bebía con un grupo de
amigos en conversación animada, cuando una joven preciosa irrumpió en el local y encarándose a él, bramó: —¡Eres un ser repulsivo, Simón! ¡Lo que el bestia de tu capataz ha hecho a mi hermano, es una cobardía...! Los reunidos contemplaban curiosos a la joven. —No es justo que culpes a Foote de lo sucedido. ¡Fue el imbécil de tu hermano quien le provocó! —¡Benjamín tan sólo tiene dieciocho años! ¡Es un niño! —Pues según me han informado, hablando y ofendiendo, parecía un hombre. —¡Eres despreciable! —Y tú, al igual que tu hermano, como vuestro padre —replicó Simón —. La envidia no os deja vivir... ¡Mala herencia os dejó vuestro padre! —¡Los Dutton jamás hemos sido envidiosos! ¡Y menos se puede envidiar de un ser tan despreciable y repulsivo como tú! —¡Ya te estás largando de aquí, si no quieres que replique a tus ofensas como se merecen! —bramó Simón, poniéndose en pie. —¡A mí no me asustas, cobarde! —replicó la joven—. ¡No creas que las armas que llevo son un adorno! ¡Dile al cobarde de tu capataz, que si mi hermano muere, le mataré en presencia de los cobardes que permitieron su salvajada! El sheriff entró en el local, diciendo: —Por favor, Alma, ya está bien de ofender. —¡Usted es el mayor cobarde! ¡Debió colgar a Foote después de lo que hizo con mi hermano! —Considero que tu hermano fue quien se buscó la paliza que le propinaron —replicó el sheriff—. ¡Así que no culpes de ello a los demás! —¡Vaya un pueblo de cobardes! —¡Guarda silencio o tendré que olvidar que eres mujer! —amenazó el sheriff—. ¡Tenéis el mismo defecto de vuestro padre! —¡Respete la memoria de mi padre o le mataré! —bramó Alma. Los reunidos escuchaban en silencio. Todos admiraban el valor de aquella joven tan bonita. —Marcha, Alma, antes de que pierda la paciencia —dijo el sheriff, con voz sorda—. ¡Y si vuelves por el pueblo, procura no ofender a nadie, porque la próxima vez te encerraré una temporada! Otra joven muy bonita, entró en el local y aproximándose a Alma, le dijo cariñosa: —Por favor, Alma... Salgamos de aquí... —Sí, Netty, salgamos de aquí... ¡La atmósfera que aquí se respira, no puede ser más nociva a nuestros pulmones, ante la presencia de tanto cobarde! Y las dos jóvenes se encaminaron hacia la puerta de salida. Pero Alma, antes de abandonar el local, se volvió diciendo: —¡No olvides, cobarde, advertir a tu capataz...! ¡Si mi hermano muere, le mataré! Una vez en la calle, Netty, dijo: —¡Eres una loca! —¿Es que no has visto a mi hermano? —Es algo horrible lo que han hecho con él... Pero hablar en la forma que lo haces a Simón y a todos, complicará vuestra vida... —¡Son despreciables! —Estoy de acuerdo contigo, pero es un error vuestra actitud. —Recuerda que mi padre murió en pleno campo y con un disparo por la espalda... ¿Quién crees que haya sido? —Pero no estáis seguros... ¡No existen pruebas contra Simón! —¡Yo sé que él fue quien al menos ordenó eliminarle! —Aunque es posible, no existe seguridad. —¡Y ese maldito sheriff! ¡No es más que un perro fiel a las órdenes de Simón! —Por favor, Alma, debes tranquilizarte. —¡Mi hermano puede morir, Netty! —bramó Alma, llorando con verdadera desesperación. —Ya verás como nada le sucede. —¡Es un niño, Netty! ¡Y cómo le ha puesto ese cobarde de Foote! Netty, mientras caminaban hacia su casa, no hacía más que intentar consolar a la amiga. El padre de Netty, propietario del único almacén de Alamosa, al ver a las jóvenes, se aproximó a ellas, diciendo: —¿A qué se debe tu llanto, Alma? ¿Qué ha sucedido? —¡Hoy el cobarde de Foote ha estado a punto de matar a mi hermano...! Netty informó de lo sucedido a su padre. —Ya me habían hablado de esa cobardía. ¡Y no comprendo cómo el sheriff lo ha permitido! —¡Porque es el mayor cobarde de esta población! ¡No sé la razón, pero todos apoyan al miserable de Simón Reid! —Se le estima y respeta, Alma —dijo míster Blair, padre de Netty—. Sólo tu padre y yo estábamos convencidos de que era un ser sin sentimientos ni escrúpulos. Pero si tu padre me hubiera escuchado, las infinitas veces que le recomendé que no debía hablar de Simón en la forma que lo hacía, es muy posible que a estas horas siguiese con vida. —¡Mi padre no era un cobarde y exponía con sinceridad lo que pensaba! —Y a parte de dejaros huérfanos, ¿qué ha conseguido? —¡Demostrar que todos los vecinos de Alamosa, son perros servidores de ese miserable! —Por favor, Alma, no me ofendas... —dijo el padre de Netty, con tristeza. —Perdóneme... —Debes atender mi consejo y no hablar en la forma que lo hacía tu padre sobre Simón Reid... Le creo capaz de disparar sobre ti. —Voy a visitar a mi hermano. —Te acompaño. Y las dos jóvenes volvieron a salir. —Debieras escuchar los consejos de mi padre. —Siempre lo intento, pero cuando me veo frente a ese miserable o frente a alguno de sus hombres, no .puedo evitar el insultarles. ¡Yo sé que alguno de ellos fue el asesino de mi padre! Al llegar a la casa del doctor dejaron de hablar. El doctor las recibió sonriente, diciendo: —Benjamín está mucho mejor... Ha recuperado el conocimiento y empieza a reaccionar favorablemente... ¡Nada grave le sucederá! Alma, llorando de alegría, abrazó al doctor, diciendo entre hipos: —¡Gracias...! Una vez ante su hermano, le abrazó, llorando sobre él en silencio. El joven a través de sus párpados abultados, de forma que casi le ocultaban los ojos, la sonrió levemente. Netty decía en voz baja al doctor: —¿Es cierto que ha pasado el peligro? —Así es, Netty... —¿Qué opina sobre esta cobardía? —Ha sido un acto despreciable. ¡El autor debió ser linchado! —Me asusta Alma —confesó Netty—. La creo capaz, cuando vea a Foote frente a ella, de intentar matarle. —Debes evitarlo —aconsejó el doctor—. No creas que ese salvaje se detendría ante Alma... Y lo que pueda pasarla a ella es mucho más grave de lo sucedido a su hermano... Les creo muy capaces de esperarla en pleno campo y abusar de ella. —Hable con ella de esto, es posible que a usted le escuche. —Lo haré. Mientras tanto, en el saloon de Alger, todos comentaban la visita de la joven. —Al igual que el padre, no se priva jamás de decir lo que piensa — comentó el sheriff—. ¡Pero el día menos pensado tendrá un serio disgusto! —Como que debiera encerrarla por hablarle con tan poco respeto, sheriff —dijo Simón—. El hecho de ser mujer y muy bonita, no la autoriza a ofendemos en la forma que siempre lo hace... ¡Y me asusta que mis hombres pierdan la paciencia! —Si vuelve a hablar en la forma que lo ha hecho hoy, le prometo míster Reid, que la encerraré una temporada —dijo el sheriff. —Tiene un gran valor —comentó uno. —¡Bah! —exclamó Simón, despectivamente—. ¡Es una charlatana como lo era su pobre padre...! Y es mucho el veneno que suelta por su boca... —La muerte del padre, hay que reconocerlo, tiene a esos dos jóvenes desesperados —dijo otro. —Y sé que me culpan a mí... —dijo Simón—. De insistir en ello, me obligarán a denunciarles por calumnia... ¡Empiezo a cansarme! —Desde luego la muerte de Dutton fue un misterio comentó el sheriff. —No veo yo ese misterio por ninguna parte, sheriff —replicó Simón—. A mi juicio fue la obra de algún forastero. —Nadie vio ese día a ningún forastero por los alrededores. —A veces pienso, aunque no lo creo, si no habrá sido obra de alguno de mis hombres. ¡Estaban desesperados de soportar sus insultos! —Y yo lo he pensado en más de una ocasión —replicó el sheriff. —Aunque es muy posible que alguien se haya aprovechado de mi enemistad con Dutton para asesinarle, robándole lo que llevase encima, para echarme las culpas... Tengo la seguridad de que cuando se conoció la muerte de Dutton, todos en la comarca, aunque de forma instintiva pensaron en mí como autor de ese crimen... ¿No es cierto, amigos? Como la pregunta iba dirigida a los reunidos, éstos mirándose entre sí, no se atrevieron a responder. —Vuestro silencio otorga una respuesta afirmativa —agregó Simón, sonriente—. Y ello me demuestra que quien asesinó a Dutton, no ignoraba que las sospechas recaerían en el acto sobre mí... ¡Muy astuto el autor de ese crimen! CAPITULO VI
Los comentarios de quienes estaban reunidos en el local de Alger,
cesaron como si de pronto hubieran enmudecido, con la entrada del doctor. Convertido en el blanco de todas las miradas, el doctor se aproximó al mostrador, solicitando un whisky. Mientras bebía, contemplaba a los reunidos, con claro desprecio. —¿Qué le sucede, doctor? —inquirió el sheriff—. Parece enfadado con todos nosotros. —¡Y lo estoy! —bramó el doctor—. ¡En especial contigo! —¿Podemos conocer las causas de su enfado? —preguntó de nuevo el sheriff. —¡Pásate por mi casal —respondió el doctor—. ¡Una vez que contemples la obra del cobarde de Foote, comprenderás la razón por la que en estos momentos os desprecio a cuantos fuisteis testigos de su brutalidad! —Mi capataz tan sólo castigó la insolencia de ese joven, doctor —dijo Simón, aproximándose al galeno. —¡Pero de una forma tan brutal y salvaje, que ha podido costarle la vida a ese niño! —barbotó el doctor. —No es tan niño, doctor —replicó Simón—. Y le aconsejo que no hable en la forma que lo hace de mi capataz. Si Foote se enterase, podría tener un serio disgusto con él. —Me conoces hace muchos años, Simón, así que no trates de amenazarme, sabes bien que no es fácil intimidarme. —No le estoy amenazando, doctor, sino simplemente aconsejando — dijo Simón, sonriente y burlón—. Llamar cobarde a un hombre, por castigar la insolencia de un muchacho, no es lógico en una persona sensata como usted. —Tengo por norma llamar a las cosas por su nombre... ¡Y lo que hizo Foote, con ese pobre niño, ha sido una cobardía que todos estos debieron castigar! ¡Sobre todo nuestro honorable sheriff! —Presiento que habla en la forma que lo hace por ignorar lo sucedido —dijo el sheriff—. ¿Cómo puede pedir que se castigue a un hombre que soportó con paciencia los insultos, injurias y ofensas, de ese muchacho...? ¡Y que fue el primero en golpear...! —A pesar de ello, lo que Foote hizo con Benjamín Dutton, ha sido una despreciable cobardía... ¡Y si no está de acuerdo, pásese por mi casa y contemple en el estado que ese salvaje dejó a ese pobre muchacho! —Ese muchacho, como usted dice, doctor —dijo Foote, sereno—. Por sus insultos y ofensas, así como por sus intenciones, merecía la muerte... A pesar de haberle castigado de forma tan brutal y salvaje, ¿no cree que fui sumamente generoso con él al perdonarle la vida? El doctor, sin que le impresionara lo más mínimo la presencia de Foote, replicó: —Los testigos de tu cobardía fueron los generosos contigo al no colgarte en el acto... ¡Eres francamente despreciable, Foote! —Recuerde, doctor, que usted no es un niño —amenazó Foote —Por ello precisamente, cuando aseguro que eres un cobarde, es porque estoy convencido de ello. Foote, en silencio, se aproximó al doctor y agarrándole con una mano por las solapas de la chaqueta, le arrastró materialmente hasta la puerta, donde empujándole con violencia le hizo salir del local dando traspiés y yendo a caer al centro de la calzada. —¡No vuelva a entrar aquí o me veré obligado a matarle! Y pronunciada su amenaza regresó al mostrador, pidiendo un whisky. Todos le observaban en silencio sin atreverse a hacer el menor comentario. Ni el propio sheriff se atrevió a censurar su actitud con el doctor. Simón Reid contemplaba orgulloso a su capataz. —Hable con el doctor y procure tranquilizarle, sheriff —dijo Foote—. Si vuelve a llamarme cobarde, es muy posible que no tenga paciencia como he tenido en estos momentos. —Está impresionado por lo de Benjamín Dutton —dijo el sheriff, tratando de justificar la actitud del doctor—. No debes tomar en cuenta sus palabras. —Si vuelve a llamarme cobarde, le aseguro sheriff, que el doctor será enterrado —dijo Foote, sin alterarse. —Hablaré con él —dijo el sheriff. Y segundos después abandonaba el local. Simón se aproximó a su capataz, diciéndole: —El doctor es muy querido, procura contenerte. —Si vuelve a llamarme cobarde, le aseguro patrón, que morirá. —Piensa que con su muerte podrías provocar una estampida... —¡No tema nada parecido, patrón! ¡Todos estos son unos cobardes! —A pesar de ello, ten en cuenta mi consejo, es preferible no hacer caso a los comentarios de ese pobre viejo. Seguían charlando animadamente los dos, cuando entró un vaquero, que aproximándose a ellos, les dijo: —¡Blaine y Alcott han regresado! —¿Y los otros tres? —Perdieron la vida al intentar apoderarse del dinero d^ la nómina de los del ferrocarril. Simón y su capataz palidecieron intensamente. —Y no consiguieron apoderarse del dinero... ¡Huyeron para evitar una muerte segura...! Al parecer los hombres encargados del dinero de la nómina, resultaron unos tiradores de rifle magníficos... Aseguran^ que tan solo dispararon tres veces y les causaron el mismo número de víctimas. Simón y su capataz, sin conseguir reaccionar, abandonaron el local sin hacer el menor comentario. El vaquero que les había informado, salió tras ellos. Y sin cruzarse entre ellos una sola palabra, llegaron al rancho. Simón y Foote entraron, en la vivienda principal, donde Blaine y Alcott les esperaban —¿Qué sucedió? —preguntó Simón, al estar ante ellos. —Esperábamos bien escondidos el paso de esos dos muchachos, cuando Cather, al moverse de lugar debió ser descubierto por ellos. El caso es que cambiaron de dirección y salimos tras ellos... Desmontaron y se protegieron tras unas rocas... Les imitamos y tratamos de rodearles... Pero la seguridad con que esos muchachos disparan el rifle es algo escalofriante... ¡Tres disparos y el mismo número de víctimas...! Asustados de tan trágica seguridad, decidimos huir. —¡Sois unos inútiles! —bramó Simón. —Esos muchachos, patrón, son muy peligrosos —dijo Blaine—. ¡Hay que reconocer que los del ferrocarril, han sabido elegir a sus hombres! —Si Cather no se hubiera movido de donde estaba, habríamos acabado con ellos y nos hubiéramos apoderado del dinero... ¡Cabalgaban sin precauciones hacia nosotros! —¡Caro pagó su error Cather! —bramó Foote. —¿Y los caballos de vuestros compañeros? —preguntó Simón. —Les abandonamos donde estaban. —¡Estúpidos! —bramó Simón—. A estas horas es muy posible que hayan sido reconocidos como de mi propiedad. —Lo siento, patrón, pero en aquellos momentos, lo único que pensábamos era alejamos del alcance de aquellos seguros rifles. —Hemos de pensar en algo, rápidamente —dijo Simón. —Podemos decir que esos tres se alejaron del rancho llevándose esos caballos. Denunciarles como cuatreros. Simón miró con fijeza a su capataz, que fue el que había hablado, diciendo: —Es una buena idea. Y después de charlar algunos minutos más con Blaine y Alcott, regresaron al pueblo. Entraron en el local de Alger y se sentaron a una mesa. Cuando el sheriff entró, Simón le hizo una seña para que se aproximara a ellos, y cuando el sheriff se acercó, agregó: —Siéntate, hemos de hablar. —¿Sucede algo? —preguntó el sheriff, mientras se sentaba. —Hace días que quería hablarte de algo que me tiene preocupado, pero mis hombres me rogaron que no lo hiciera. —¿De qué se trata? —De Yampa, Cather y Akron... —respondió Simón—. Hace justamente una semana que desaparecieron del rancho llevándose caballos de mi propiedad. Es posible que les haya sucedido una desgracia o que hayan decidido alejarse llevándose mis caballos... ¡Quiero que telegrafíes a los sheriffs de Trinidad, Walsenbur, Pueblo, Saguache, Pagosa Springs, Durango y Antoñito por si les vieron! ¡Si no les ha sucedido una desgracia, saldré tras ellos tan pronto tenga una pista! —Yo creo patrón que no merece la pena molestarse por tres caballos. —¡No son los tres caballos lo que me duele! —bramó Simón—. ¡Si no el haber confiado en ellos! —Telegrafiaré a todos esos pueblos... Daré la descripción de los tres. —¡Debes agregar que les buscamos por cuatreros! ¡Esto debimos hacerlo el primer día en que no se presentaron en el rancho! —Lo siento, patrón, no podía creer que nos abandonaran. —No debe conceder tanta importancia a lo sucedido, míster Reid... — agregó el sheriff—. Es posible que hayan decidido ir hacia los campamentos mineros. —¡Odio a los cuatreros con toda mi alma, sheriff! —Si decidieron alejarse, ¿no se llevarían más caballos o algunos animales? —No lo hemos comprobado. Los tres prosiguieron conversando.
***
Bill y Edwin se reunieron con el sheriff en la oficina de éste, diciéndole
el primero: —Mañana saldremos hacia Alamosa. ¿Quiere acompañarnos? —No lo considero necesario —respondió el sheriff. —De acuerdo. Nos llevaremos esos tres caballos. —¿Sabéis lo sucedido en el campamento del ferro* carril? —¿A qué se refiere? —Ha habido un accidente —dijo el sheriff. —¿Víctimas? —Tan sólo una. Samuel Cody. Bill y Edwin se miraron interrogantes. —¿Cómo sucedió? —preguntó Edwin. —Al parecer una pila de raíles le cayó encima. Y acto seguido dio cuenta del suceso. Cuando minutos más tarde los dos jóvenes abandonaban la oficina del sheriff, Edwin comentó: —Yo creo que debiéramos ir hasta el campamento a informarnos ampliamente sobre ese accidente... ¡Es una casualidad que haya muerto el único hombre que podía hablarnos, al menos sobre uno, de quienes nos atacaron! —¿Sospechas que haya sido un accidente preparado? —Todo es posible. —Si ya había hablado cuanto sabía, ¿por qué eliminarle? —¿No habrá alguien más que pudo reconocer esos caballos y no lo hizo? Bill, miró con fijeza al amigo, diciendo: —Puede que tengas razón... Nada perderemos con echar un vistazo y hablar con los compañeros de la víctima. Y montando a caballo, se encaminaron hacia el lugar en que los del ferrocarril, tenían montado el campamento. El ingeniero jefe les recibió con amabilidad. —Acabamos de informamos del accidente sufrido por Samuel Cody y que le costó la vida... ¿Qué puede decimos sobre ello? —Ni más ni menos, que ha sido un desgraciado accidente. —¿Le importa acompañarnos hasta el lugar del accidente? —inquirió Edwin. —En absoluto. Segundos después, los tres se encaminaron hacia el lugar del accidente, siendo observados con curiosidad por la mayoría de los trabajadores. —Aquí fue —dijo el ingeniero, señalando un montón de raíles—. Se puede asegurar que cayeron sobre él varias toneladas de hierro. Edwin, después de echar un vistazo al lugar, se aproximó a otra pila existente de raíles, comenzando a empujarla sin que se moviera nada. —No parece que sea sencillo se desmorone una pila de raíles — comentó. —Debía estar mal colocada o el accidentado intentaría bajar algún raíl él solo... En realidad, nadie comprende lo sucedido. —Ni yo lo comprendo. ¿Quién estaba con él? —El primero en darse cuenta del accidente, fue uno de nuestros capataces... ¿Quieren hablar con él? —Sí —respondió Edwin. _ Segundos después el ingeniero le preguntaba a William: —¿Es cierto que usted vio cómo se desmoronaba esa pila de raíles sobre Samuel Cody? —preguntó Edwin. —En efecto. —¿Cómo cree que pudo suceder? —Eso es algo que jamás comprenderé... ¡Un verdadero misterio! —¿Es fácil que se desmorone una pila de raíles? —A mi juicio, totalmente imposible. —Entonces, ¿cómo es posible lo sucedido? —Yo juraría que alguien lo preparó. ¡Un acto de sabotaje más de cuantos hemos sufrido en los últimos meses! —Si piensa de esa forma, lo sucedido no lo considera un accidente, sino un crimen, ¿verdad? —En cierto modo. —¿Quién podía tener interés en eliminar a Samuel Cody? —Era un buen hombre al que todos estimábamos —respondió William —. Que yo sepa, no tenía un solo enemigo. Aunque es muy posible que todo estuviera preparado para eliminar a cualquiera de los capataces. No gozamos de mucha simpatía entre los trabajadores... ¡En estas horas he pensado si no sería yo la víctima que esperaban! —¿Hay alguien más de Alamosa? —preguntó Edwin. William quedó pensativo unos instantes, respondiendo inmediatamente: —Lo ignoro... ¿Quiere que lo averigüe? —Se lo agradecería. William, cuando los jóvenes y el ingeniero se alejaron de él, respiró con verdadera tranquilidad. Daniel Mose, que a distancia les contemplaba, se reunió con William, preguntándole: —¿Qué querían esos muchachos? —Que les informara del accidente sufrido por nuestro común amigo, Samuel Cody —respondió William, sonriente. * —¿Qué les has dicho? —La verdad ¡Que debió ser un acto de sabotaje! —¿Por qué han demostrado interés por el accidente? —Porque lo consideran un crimen y yo he estado de acuerdo con ellos. —¡Eres un loco! —Todo lo contrario... De esta forma, no pensarán en mí como sospechoso... —Puede que tengas razón. —Quieren saber si hay alguien más entre los trabajadores que sea de Alamosa. Esto preocupó a Daniel, que comentó: —Lo que significa que sospechan la verdadera causa del accidente, ¿no crees? —Es lo que he pensado... ¿Habrá alguien más de Alamosa? —Que yo sepa, no... —Cuándo piensas visitar a Simón Reid? —Tendré que esperar unos días. —¿Por qué razón? —Esos muchachos piensan ir hasta Alamosa... No quisiera que me viesen por allí. —Es natural, si te viesen, comprenderían muchas cosas... ¿No crees que debiéramos ir pensando en dar un buen golpe por nuestra cuenta y desaparecer? —Si todo sigue como hasta ahora, cuando este ferrocarril se inaugure, seremos ricos... Y en realidad, sin exponer demasiado. —Esos muchachos me preocupan, parecen inteligentes... Confío en que Simón Reid y sus hombres se ocupen de ellos. CAPITULO VII
Bill y Edwin, al día siguiente, se pusieron en camino hacia Alamosa.
Llevaban con ellos los caballos con la marca de Simón Reid. Durante el viaje, ambos recordaron reiteradas veces, cuántas cosas les dijo Samuel Cody acerca de Simón Reid. Dos días más tarde, desde lo alto de una colina, contemplaban el pequeño pueblo. —Bill —dijo Edwin—. Desde que salimos de Pueblo, hay algo en lo que no dejo de pensar y que no consigo recordar con exactitud. —¿Qué es ello? —¿Te fijaste en los caballos de los dos que consiguieron huir? —Sí —respondió Bill. —Uno de ellos tenía una mancha blanca, ¿verdad? —Sí. —¿Recuerdas en qué parte? Bill quedó pensativo unos instantes, respondiendo: —No podría asegurarlo, aunque creo que era... —¿En la parte izquierda del cuello? —inquirió Edwin. —En efecto. —¿Crees que podrías reconocer a ese animal si volvieras a verle? —Todo es posible. 58 — Sin dejar de hablar, entraron en Alamosa. Poco más tarde desmontaban ante la oficina del sheriff. Un vecino, que les contemplaba curioso, preguntó: —¿Dónde habéis encontrado esos caballos? —Venimos desde Pueblo a devolvérselos a su propietario —respondió Edwin. —¿Y los jinetes de esos animales? —preguntó el vecino. —Murieron —respondió Bill. —¡Buena alegría recibirá míster Reid! —exclamó el vecino. Y sin más, se alejó de ellos. El de la placa, que salía en esos momentos de su oficina, contempló con curiosidad a los dos jóvenes, diciéndoles: —Hola, forasteros ¿Deseaban algo de mí? —Conversar con usted unos minutos. —Pasen —pero en esos momentos, fijándose en los caballos, exclamó —: ¡Pero si son los caballos de míster Reid! ¿Dónde les encontrasteis? —Ahora se lo explicaremos sheriff. Y una vez en el interior de la oficina, conversaron los tres animadamente. —¿Cómo consiguieron averiguar el nombre de Cather? —preguntó el sheriff. —Entre los empleados del ferrocarril había un hombre de este pueblo. —¿Samuel Cody? —preguntó el sheriff. —Sí —respondió Bill. —¿Qué tal se encuentra? —Murió hace tres días en un desgraciado accidente —respondió Edwin. —¡Lo siento! —exclamó el sheriff—. ¡Era un buen hombre! —Entonces, usted cree que míster Reid nada tiene que ver con el grupo que nos atacaron, ¿verdad? —Estoy seguro, muchachos... ¡Míster Reid es un gran hombre! —59 Los dos amigos, escuchando al sheriff, sonreían al recordar las palabras de Samuel Cody. —¿No tendrá una doble personalidad...? —inquirió Bill. —No —respondió el sheriff—. Y lo demuestra el hecho de que denunciara a esos tres, hace más de una semana —y abriendo un cajón, sacó telegramas, que entregó a Bill, agregando—: Son las respuestas de los sheriffs de Walsenbur, Trinidad, Saguache y Durango... ¡Les reclamamos como cuatreros! Bill, después de leer aquellos telegramas, en silencio, se los entregó a su compañero. Edwin, una vez leídos los telegramas, preguntó: —¿Cuándo cursó usted la denuncia a las autoridades de estos pueblos? —Hace cuatro días. —¿No puede decimos quiénes puedan ser los otros dos que acompañaban a esos tres vaqueros de míster Reid? —No... Y desde luego no creo que sean de esta región... ¿Fue mucho el dinero que les quitaron? —Diez mil dólares. —Supongo que los compañeros de Yampa, Cather y Akron, se alegrarán de haber perdido a sus compañeros... ¡Así el reparto será al cincuenta por ciento! Siguieron conversando animadamente. Después marcharon los tres a echar un trago. El sheriff presentó a los muchachos a cuantos clientes había en el local de Alger, diciendo quiénes eran y la razón de que les visitaran. No ocultó que los dos amigos sospecharon de Simón Reid. Y los comentarios que los dos amigos pudieron escuchar, volvieron a recordarles los consejos de Samuel Cody. —Deben comprender que nuestras sospechas eran lógicas —dijo Edwin, como si quisiera disculparse de haber pensado mal sobre un hombre tan estimado en la región—, De haber conocido a míster Reid como todos ustedes, nunca se nos hubiera ocurrido sospechar que pudiera estar complicado en algo tan grave. Después el sheriff comunicó la muerte de Samuel Cody. Impresionados por tal noticia, todos elogiaron su memoria. Simón Reid, acompañado por su capataz, entraron en el local. En el acto, el sheriff, les comunicó las noticias existentes. Simón y su capataz, mientras escuchaban al sheriff, contemplaban con detenimiento y fijeza a los dos muchachos. Estos por su parte, observaban de forma especial a míster Reid. Por ello se dieron cuenta de la mirada que Simón y su capataz se cruzaron, sin que pudieran determinar si era de sorpresa, asombro o extrañeza, cuando el sheriff habló de que los compañeros de Yampa, Cather Akron, consiguieron llevarse los diez mil dólares de nómina del ferrocarril. —Me habéis prestado un gran favor al eliminar a esos tres cuatreros — dijo Simón—. ¡Y gracias por traerme los caballos! —Lo que más sentimos, es haber dudado de un hombre como usted, al que todo el mundo quiere y respeta en esta región —dijo Edwin. —En vuestro caso, yo hubiera tenido las mismas sospechas... Si desean algo, el tiempo que decidan pasar entre nosotros, no olviden que será un honor complacerles. —¡Muchas gracias, míster Reid! —exclamó Bill. Y como si estuvieran impacientes, Simón y su capataz marcharon. El sheriff, reclamado por un vecino, salió del local. Bill, al quedar a solas con su amigo, le dijo: —¿Estabas pendiente de míster Reid cuando el sheriff le informaba? —Si —respondió Edwin—. Y me di perfecta cuenta de la mirada que cruzó con su capataz cuando oyeron que los compañeros de los muertos consiguieron llevarse el dinero de la nómina. —¿Fue una mirada de extrañeza? —preguntó Bill. —Yo más bien diría de asombro... —¿Qué opinas de ese hombre? —No me agrada... ¿Quieres que vayamos hasta Telégrafos? —¿Qué quieres comprobar? —Intentaremos averiguar cuándo cursó el sheriff lo? telegramas... —¿Crees que haya mentido? —Lo que creo es que Simón Reid no es estimado, sino temido... —Es la misma impresión que me ha causado a mí la actitud de todos. —Amigo —dijo Edwin, dirigiéndose a Alger—. ¿Podría indicarnos dónde está la oficina de Telégrafos? —Saliendo de aquí a la derecha. El cuarto edificio. —Gracias... Hemos de comunicar a nuestros jefes que hemos llegado sin novedad... y que nuestras sospechas sobre míster Reid eran infundadas. Y sin más salieron del local. Una vez en la oficina de Telégrafos, Edwin dijo al empleado: —Hace cuatro días que el sheriff cursó unos telegramas, ¿verdad? El empleado después de una breve duda, respondió: —En efecto. —Y fue el mismo día cuando recibió respuesta a sus telegramas, ¿verdad? —Sí. Edwin y Bill, preocupados, se miraron entre sí unos instantes. Edwin escribió un telegrama dirigido al ingeniero jefe. —Curse cuanto antes este telegrama. El empleado, al leerlo, mostró su sorpresa, diciendo: —En verdad, ¿sospecharon de míster Reid? —Piense, amigo, que no le conocíamos... —replicó Bill. El empleado, sin más comentarios, se puso a cursar el telegrama. Los dos amigos, después de abonar el telegrama, abandonaron la oficina. —¿Por qué crees que el sheriff nos mentiría? —preguntó Edwin. —No lo sé, pero hemos de averiguarlo... ¡No me gusta nada todo esto! —Hemos de andar con mucho cuidado... —¿Quieres que hablemos nuevamente con el sheriff? —Presiento que no debemos fiamos de nadie... —¿Por qué no visitamos al ranchero del que Samuel nos habló? — preguntó Bill—. Recuerda que nos aseguró que sería el único que no solamente admitiría se dudase de míster Reid, sino que le daríamos con ello una inmensa alegría. —Y al menos, será un lugar seguro para nosotros... Sin más comentarios, preguntaron a un vecino cómo llegar al rancho Dutton. Y una vez bien informados, se pusieron en camino.
***
—¡Blaine! ¡Alcott! —llamó un vaquero—. ¿Dónde estáis?
—¡Aquí estamos! —gritó Alcott, saliendo de una cuadra—. ¿Qué deseas? —¡El patrón desea hablar con vosotros! —Iremos tan pronto nos lavemos un poco... ¡Este trabajo es asqueroso! Minutos después los dos entraban en la vivienda principal. Simón y Foote les contemplaban con fijeza. —Pasad —ordenó Simón—. Sentaos ahí. —¿Qué desea, patrón? —preguntó Alcott, al sentarse. —Charlar con vosotros... —respondió Simón—. ¿Queréis contamos nuevamente cuanto sucedió cuando murieron Yampa y los otros dos? Esto sorprendió a los interrogados, que se miraron extrañados. —Ya le referimos cuanto sucedió —respondió Blaine. —Deseo escucharlo nuevamente... Encogiéndose de hombros, complacieron al patrón. Simón y su capataz, mientras escuchaban, sonreían de forma especial. Pero en sus miradas, cuando contemplaban a los dos vaqueros, había una gran crueldad. —Entonces, ¿no os apoderasteis del dinero? —No. Foote, aproximándose a Alcott, que fue el que había respondido, le propinó un tremendo puñetazo haciéndole caer de la silla. —¡Sois un par de embusteros! —bramó Foote, después de golpear. Los dos vaqueros les contemplaban asustados. Alcott, levantándose del suelo, exclamó: —¡Debes estar loco, Foote!... ¿A qué viene todo esto? —¿Dónde habéis guardado el dinero? —preguntó Simón. —¡Le juro, patrón, que no conseguimos apoderamos de ese dinero! — dijo Blaine. —¡Yo sé que me engañáis! —Debe creemos, patrón... —¿Sabéis quiénes han llegado hoy al pueblo? —preguntó Foote. Los interrogados, por toda respuesta, se encogieron de hombros. —¡Los jóvenes a quienes atacasteis y que demostraron esa prodigiosa habilidad con el rifle! ¡Me han traído los caballos de mi propiedad! Alcott y Blaine, ahora se miraron serenos, comprendiendo lo que sucedía. —Y por ellos sabemos que conseguisteis apoderaros del dinero... ¡Traidores!... —¡No, Foote, no me golpees! —gritó asustado Blaine—. ¡Esos muchachos han mentido! ¡Os lo juro! —Si fuera como esos muchachos dicen, ¿no comprendéis que jamás hubiéramos regresado aquí? —agregó Alcott. Simón y su capataz se miraron ahora con detenimiento, mientras pensaban que era lógico lo que escuchaban. —¡Muy astutos esos muchachos! —agregó Blaine—. ¡Han sabido aprovechar nuestro ataque para beneficiarse! ¡Pero debéis creernos que no conseguimos apoderarnos de ese dinero! Después de mucho hablar, Simón y Foote terminaron por convencerse de que no mentían. —¡Hemos de pensar en algo para que no regresen con vida a Pueblo! —Lo mejor será provocarles... —No —dijo Simón—. Es preferible esperarles lejos de aquí. —Si en efecto se quedaron con el dinero, ¿creéis que lo llevarán encima? —No creo que sean tan tontos. —Patrón, ¿qué pensará Daniel Mose cuando le comunique que no conseguimos apoderarnos del dinero? —preguntó Alcott. —Tendrá que creernos... —respondió Simón. —Puede que conceda más crédito a la palabra de esos muchachos que a la nuestra. —Lo que Daniel Mose pueda pensar, es algo que no me preocupa — dijo Simón—. Debemos pensar exclusivamente en esos muchachos... ¿Creéis que pueden reconoceros? —No —respondió Blaine. —Entonces hay que estudiar la forma para no fallar la próxima vez que atentemos contra ellos... —comentó Simón, pensativo—. ¿Son en verdad tan peligrosos con el rifle? —¡Mucho! —respondió Blaine—. ¡Cuando nos retirábamos de nuestro escondite para llegar hasta donde habíamos dejado los caballos, pasé el miedo más intenso que recuerdo! ¡A cada momento temía escuchar un disparo en la seguridad de que alguno de nosotros caería! —¡Bien! —exclamó Simón—. Foote se encargará de planear todo. —Cuenta con nosotros para ese trabajo, Foote —dijo Alcott—. ¡Sentiré un enorme placer al lastrar los cuerpos de esos muchachos con el plomo de mi rifle! —No quiero fallos... —dijo Simón—. Y vosotros, por miedo a la habilidad de esos muchachos, pudierais cometer una imprudencia. Alcott y Blaine nada dijeron. —En esta ocasión de nada les servirá su habilidad —agregó Foote—. No les daremos tiempo ni a desenfundar sus rifles. —Procura no confiarte demasiado, Foote —advirtió Blaine—. No hemos exagerado al hablar de la destreza de esos muchachos con el rifle. Después de hablar extensamente los cuatro, dijo Simón: —Debéis perdonar dudásemos de vosotros. —Era lógico que así sucediera... —replicó Alcott—. Esos muchachos han sabido aprovechar el error cometido por Cather. —Perdona el golpe que te propiné, Alcott... —dijo Foote—. ¡Estaba furiosísimo en la creencia de que os estabais burlando de nosotros! —Está todo olvidado... —Podéis regresar a vuestros quehaceres —dijo Simón. Alcott y Blaine salieron de la casa. Simón, al quedar a solas con su capataz, paseó unos instantes por el amplio comedor, pensativo. —Sigues dudando de ellos, ¿verdad? —No —respondió Simón—. Pienso en esos dos jóvenes. —Deja de preocuparte por ellos y considérales muertos —dijo Foote. —Prepara todo sin pérdida de tiempo —ordenó Simón—. No creo que esos muchachos se queden mucho tiempo entre nosotros. —¿Has pensado alguna vez en lo que sucedería si se supiese que somos los autores de tanto atraco? —¡Cada vez que pienso en ello se me forma un gran nudo en la garganta! Foote, sonriendo, dejó a solas a su patrón. Simón salió tras él y montando a caballo se encaminó al pueblo. CAPITULO VIII
Bill y Edwin, demostrando haber entendido perfectamente las
indicaciones que les dieron, llegaron con facilidad al rancho Dutton. Alma y dos de sus viejos vaqueros, les esperaban a la puerta de la vivienda y bajo el porche, observándoles curiosos Cuando los jinetes no estarían a más de cincuenta yardas, Alma preguntó a sus vaqueros: —¿Conocéis a esos jinetes? —Ño —respondieron los dos viejos. En silencio siguieron contemplando a los dos jóvenes. Cuando se aproximaron, contemplando admirados la gran belleza de aquella joven, ambos saludaron: —¡Buenas tardes! —Buenas tardes, forasteros —correspondió Alma, al saludo—. ¿Qué les trae por aquí? —Deseamos hablar con míster Dutton —respondió Bill. El rostro de la joven se entristeció al decir: —Hace varios meses que mi padre murió... —Lo sentimos, miss Dutton... —¿Quiénes son ustedes? —preguntó Alma. —Edwin Jay —respondió Bill, señalando al amigo—. Y yo soy Bill Lodge. Ambos somos agentes del ferrocarril. —¿Puedo saber qué deseaban de mi difunto padre? —Conversar con él acerca de Simón Reid —respondió Bill—. Sabemos por uno de los empleados del ferrocarril, que su padre sería el único que no se enfurecería con nosotros por sospechar que Simón Reid pudiera estar complicados en ciertos delitos sumamente graves... Alma, después de mirar a sus dos viejos vaqueros, preguntó: —¿Quién les habló de esa forma de mi padre? —Samuel Cody —respondió Edwin. —Le conozco... ¿Qué tal se encuentra? —Sufrió un accidente hace unos días en el que perdió la vida — respondió Bill—. Aunque creemos que fue asesinado. —Pueden desmontar... —indicó Alma—. Y pasen al interior de la casa, hablaremos con mayor tranquilidad. Los jóvenes obedecieron. Y una vez en el interior de la casa, Bill dio cuenta a la joven de la razón de haber ido hasta Alamosa. Después de mucho hablar, Alma dijo: —Sus sospechas sobre Simón Reid son las mismas que mi padre tenía. Siempre aseguró que ese cobarde no podía haber ganado tanto dinero como ha despilfarrado con la venta de su ganado. —Nos gustaría quedarnos una temporada por aquí, puesto que tanto Edwin como yo, pensamos que podríamos reconocer el caballo de tino de los dos que huyeron... Y como hemos podido comprobar que en el pueblo todos respetan o temen a Simón Reid, nos asusta el quedarnos allí... —Si lo desean, tenerles como huéspedes, será un honor para nosotros —dijo Alma. —¡Gracias! —exclamó Bill, alegre—. ¡Aceptamos encantados su hospitalidad! —¿No sorprenderá que nos quedemos aquí? —preguntó Edwin. —Podemos decir que el padre de esta joven fue un buen amigo del mío. Dos horas más tarde seguían conversando animadamente. Lo hacían ya como viejos amigos. Alma habló durante mucho tiempo, informando a los jóvenes de cuanto sucedía en la región. —¡Qué cobarde! —exclamó Bill, cuando Alma les refirió la paliza que habían propinado a su joven hermano—. ¿Cómo es posible que el sheriff lo haya permitido? —¡Porque es el mayor cobarde de la región! Seguían conversando animadamente, cuando Netty se presentó en el rancho. Después de presentar a la amiga a los jóvenes, marcharon los cuatro a pasear por el rancho. Entre los cuatro comenzaba a nacer una sincera y noble amistad.
***
El sheriff, al entrar de nuevo en el saloon de Alger, preguntó:
—¿Dónde están esos forasteros? —Fueron hasta Telégrafos —respondió Alger. —A mí me preguntaron hace una media hora por el rancho Dutton — dijo uno de los clientes—. Y después de informarles de la dirección que debían seguir, les vi alejarse. El sheriff frunció el ceño sorprendido, inquiriendo: —¿Por qué habrán ido a ese rancho? —Puede que Samuel Cody les hablara de la belleza de Alma y hayan querido conocerla... —dijo Alger, sonriendo. —Pues si esos muchachos hablan del motivo de su visita, tengo la seguridad de que Alma sabrá reanimar las sospechas de esos muchachos sobre míster Reid —dijo uno. —Esos muchachos sabrán comprender que Alma habla influenciado por su odio —replicó el sheriff. Después los reunidos, por grupos, hablaron de sus cosas. Simón Reid entró en el local reuniéndose con el sheriff. —¿Dónde están esos muchachos? —preguntó Simón. —En el rancho Dutton —respondió el sheriff. Esta noticia no agradó a Smith, pero sonriente, preguntó: —¿Qué pueden buscar en ese rancho? —Es posible, como bien ha dicho Alger, que Samuel les hablara de la gran belleza de Alma y hayan querido conocerla. —No me sorprendería... Pero me asusta lo que esa muchacha pueda decir a esos jóvenes sobre mi persona. —Yo me encargaré personalmente de hacer comprender a esos muchachos, que cuanto Alma les hable de usted, lo hace influenciada por la envidia y el odio. —Gracias, sheriff... Horas más tarde, cuando la tarde moría, Bill y Edwin entraron en el local. El sheriff y Simón no estaban. Los dos jóvenes se aproximaron al mostrador y solicitaron whisky. Cuando Alger les atendía, dijo Bill: —Mi compañero y yo venimos de ver a Benjamín Dutton... ¿Cómo es posible que consintieran semejante cobardía? Alger, un tanto nervioso por la mirada de aquellos jóvenes, respondió: —Benjamín, a pesar de sus pocos años, es un muchacho fuerte e impulsivo. Insultó y ofendió públicamente a Foote. Y no conforme con ello, fue el primero en golpear... ¿Puede culparse a un hombre por defenderse de la agresión de otro? —¡Ese muchacho es un niño! —exclamó Edwin. Alger, comprendiendo que aquellos jóvenes estaban irritados, se retiró para evitar la discusión. —¡Alma está en lo cierto! —bramó Bill—. ¡Son ustedes unos cobardes! Los reunidos, ante aquella exclamación de Bill, clavaron sus miradas en el joven. —Debes tranquilizarte, Bill —dijo Edwin. Uno de los reunidos, encarándose a Bill, le dijo: —No debes prestar mucha atención a cuanto esa muchacha te haya dicho. Su padre supo engendrar en ella su envidia y odio hacia míster Reid. —He visto lo que un cobarde hizo a un pobre niño... —replicó Bill—. ¿Quiere decirme cómo califica usted esa salvajada? —Como testigo, puedo asegurarte, que fue una paliza merecida... —¡Sólo un cobarde puede justificar un acto tan cruel y salvaje! — bramó Bill—, ¡Marche de aquí antes de que pierda la paciencia y haga con usted lo que ese cobarde hizo con ese niño! El ofendido, inclinando su cuerpo ligeramente hacia adelante, mientras sus brazos y piernas se arqueaban un poco, bramó: —¡Aquí no hay más cobarde que tú! Bill comprendió que aquel hombre estaba dispuesto a utilizar las armas en apoyo a sus palabras. Los reunidos sonreían ligeramente, como si aplaudieran la actitud del amigo. —Además de cobarde, presiento que eres un pobre loco —replicó Bill —. Acepta tu cobardía y no me obligues a que te mate. —¡La belleza de Alma te ha envenenado y morirás por ello!... Y dicho esto, aquel hombre intentó utilizar sus armas. Cuando conseguía empuñarlas, desenfundándolas, cayó de bruces sin vida. Los testigos, ante el resultado del duelo, dejaron de sonreír. —¡Debiera seguir disparando sobre todos ustedes! —bramó Bill, contemplando a los reunidos—. ¡Son seres despreciables! Y dicho esto enfundó el revólver que había utilizado. Ninguno de los reunidos se atrevió a replicar a las palabras del joven. Estaban verdaderamente impresionados por la muerte de aquel hombre al que consideraban un habilidoso del «Colt». Edwin, en silencio, vigilaba a los reunidos. El sheriff, que había escuchado el disparo, salió de su oficina y entró corriendo en el local. Ante la presencia de aquel cadáver, quedó como petrificado. Y después de varios segundos, preguntó: —¿Qué ha sucedido? —Intentó matarme y me vi obligado a defenderme —respondió Bill. El sheriff, que en verdad no comprendía aquello, preguntó: —¿Por qué razón intentó matarte? —Porque le aseguré que era un cobarde al decirme que la paliza que dieron a Benjamín Dutton fue merecida —respondió Bill. El sheriff, contemplando fijamente a Bill, comentó: —Ha sido un error por vuestra parte visitar a esa muchacha... ¡Está llena de odio y envidia hacia míster Reid! —No es envidia ni odio lo que esa muchacha siente hacia míster Reid, sino un desprecio más que justificado. ’ El sheriff, mirando a los testigos, preguntó: —¿Queréis explicarme lo sucedido? —¿Es que duda de mi palabra? —inquirió Bill. —Prefiero escuchar la versión de los hechos por quienes tengo la seguridad que no me engañarán... * —Ese muchacho no le ha engañado, sheriff —respondió Alger—. En efecto, Frick intentó matarle, como puede ver por las armas que empuña. Y desde luego, fue el primero en mover sus manos, con ideas homicidas. El sheriff, recorriendo con la mirada a los reunidos, preguntó: —¿Estáis de acuerdo con Alger? Todos movieron afirmativamente la cabeza. —¿Satisfecho? —inquirió Bill. —No me agradan los habilidosos de las armas —dijo el sheriff—. Así que antes de que los compañeros de Frick se enteren, me gustaría os alejarais de este pueblo. —Pensamos quedarnos una temporada en el rancho de miss Dutton. —¿Encadenados por su gran belleza? —inquirió el sheriff. —Míster Dutton, que en paz descanse, era un buen amigo de mi padre. Venía a saludarle en su nombre, Y aprovechando nuestro viaje —dijo Bill—. ¡Cuando mi padre conozca su muerte, recibirá un gran disgusto! —Y no solamente es ésa la única razón por la que hemos decidido quedarnos —agregó Edwin—. ¡Queremos castigar de forma ejemplar al cobarde que golpeó a ese niño! —No provoquéis a los hombres de míster Reid —dijo el sheriff. —¿Por qué razón, sheriff? —Es un consejo sumamente sano que debéis atender. .. —¿Tanto miedo tiene al equipo de míster Reid? El sheriff palideció ligeramente, bramando: —¡Yo no tengo miedo a nadie! —Perdone, pero después de su impasibilidad ante la cobardía de ese Foote, no puedo creerle —replicó Bill. —Aunque os parezca una barbaridad, justifico la actitud de Foote... —Con lo que demuestra claramente, que es el mayor cobarde —dijo Bill, sereno y sonriente—. ¿Por qué no dimite? ¡No honra con su actitud esa placa ni lo que significa y representa! La palidez del sheriff aumentó considerablemente ante estas palabras. —¡No te permito me hables de esa forma! —bramó el sheriff. —Lo siento, pero a los cobardes no se les puede hablar de otra forma. —¡Si no rectificas me obligarás a encerrarte! —Demasiado cobarde para intentarlo. El sheriff, en su desesperación, intentó empuñar sus armas. Pero cuando sus manos acariciaban las culatas de sus revólveres, Edwin disparó al aire una vez, ordenando: —¡No sea loco, sheriff! ¡Levante las manos! Aterrado, al comprender que aquel muchacho pudo matarle con facilidad, obedeció temblando. —Ahora debe quitarse esa placa que deshonra —dijo Bill. Sin rechistar, el sheriff obedeció. —No debe enfadarse por esto, sheriff —dijo Edwin—. Esta misma noche, es posible que el juez de este condado reciba un telegrama del gobernador, en el que le ruega le destituya de su cargo. Mañana a lo sumo, dejaría de ser un representante de la ley. Los reunidos escuchaban en silencio. —Ahora puede marchar —agregó Edwin. Asustado, el sheriff, abandonó el local. Bill, dirigiéndose a los reunidos, les dijo: —Deben ir pensando en la persona que sustituya a ese hombre. De momento, hasta que se celebren nuevas elecciones, mi amigo y yo nos tomamos la libertad de recomendar al gobernador para ese cargo a George Morton... ¿Están de acuerdo con nosotros? Los reunidos se miraron entre sí sorprendidos, sin saber qué responder. —¿No es demasiado viejo el herrero para ese cargo? —inquirió Alger. —Piense que ese hombre ocupará el cargo de sheriff temporalmente — respondió Edwin—. Y desde luego, no le considero, a pesar de sus años, tan cobarde como el que acaba de salir de aquí. Todos estuvieron de acuerdo. —Ahora me gustaría nos explicaran la razón por la cual Simón Reid y sus hombres les tienen atemorizados —dijo Bill. —Es un hombre al que respetamos —dijo Alger. —Yo diría que no es respeto lo que sienten hacia ese hombre, sino un pánico cerval —agregó Edwin. Un hombre de edad avanzada, ante el asombro general, dijo: —Y no te equivocas, muchacho... Hace varios años que Simón Reid supo implantar su capricho a todos... —De no ser por ese temor, ¿habrían permitido que Benjamín Dutton hubiera sido castigado en la forma que ese salvaje lo hizo? —¡Le hubiéramos colgado! —respondió el mismo viejo. —Lo que significa que el miedo hacia Simón Reid y su grupo, les ha convertido en una manada de cobardes, ¿no es eso? —Algo parecido... Los reunidos estaban tan avergonzados, que deseaban alejarse de allí. —¿Está de acuerdo con este hombre? —preguntó Edwin a Alger. El interrogado, después de una breve duda, mientras contemplaba a sus clientes, movió afirmativamente su cabeza. —Bien —dijo Bill—. Cuando venga Foote, le dicen que mañana le espero a las cinco de la tarde en la plaza para devolverle con creces los golpes que propinó a Benjamín Dutton. CAPITULO IX
Simón Reid y sus hombres, escuchaban con atención al asustado sheriff,
que había ido hasta el rancho para informarles de la actitud de los forasteros, así como de cuanto había sucedido. Al dejar de hablar, Simón Reid, golpeándole amistosamente en la espalda, le dijo: —Debes tranquilizarte. —Así que han demostrado ser hábiles con las armas, ¿no es eso? — agregó Foote. —¡Intenté sorprenderles y no me permitieron más que acariciar mis armas! —respondió el sheriff. —¡Muy interesante! —comentó Foote, sonriendo de forma especia! —Lo que más me preocupa es lo que dijeron sobre mi destitución — agregó el asustado sheriff—. ¿Será cierto que el gobernador les obedezca? —No debiste permitir te humillaran de esa forma —dijo Alcott. —Intenté evitarlo y me pudo costar la vida... —Ahora regresaremos todos contigo —dijo Simón—. ¡Volverás a colocarte tu placa! Y en grupo, jinetes sobre sus monturas, se encaminaron al pueblo. Alger, al igual que sus clientes, al verles entrar se preocuparon. Simón y sus hombres les contemplaban despectivamente. —¿Dónde está la placa que esos forasteros obligaron a quitarse a Chester? —preguntó Simón. —Se la llevaron esos muchachos —respondió Alger. —¿Por qué habéis permitido que unos extraños hayan humillado a vuestro sheriff—volvió a preguntar Simón. —Porque son unos cobardes —bramó Foote. —Te equivocas. Foote... —replicó uno con valor—. Lo permitimos porque nos pareció justo... ¡Lo que aun no comprendo es la razón por la que permitimos golpeases a ese niño, sin haberte colgado acto seguido! Simón y sus hombres contemplaron con asombro al que había hablado. —¡Vaya! —exclamó Foote—. ¡Si resulta que esos forasteros han infundido valor a este cobarde!... Y ante el asombro general, Foote disparó sobre el que había hablado, matándole. —Todos sois testigos de que intentó utilizar sus armas —dijo Foote. Aunque esto no era cierto, nadie, se atrevió a replicar. Hacerlo hubiera sido un suicidio, cosa que ninguno de los testigos ignoraba. —¿Dónde están esos forasteros? —preguntó Foote a Alger. —Marcharon hace varios minutos... Se hospedan en el rancho Dutton... —¿Por qué permitisteis que asesinaran a Frick? —La muerte de Frick, míster Reid, no fue un crimen —respondió Alger. —¿Estás seguro, Alger? —inquirió Foote, en tono especial. —Fui testigo... Frick intentó utilizar sus armas y resultó mucho más lento que ese muchacho... —Tengo la impresión que te resultan simpáticos, ¿verdad, Alger? —Me son indiferentes... ¡Ah, Foote!... El joven que disparó contra Frick, nos encargó decirte que mañana te espera a las cinco de la tarde en la plaza... —¿Con qué fin? —preguntó Foote. —Ha prometido devolverte con creces los golpes que propinaste a Benjamín Dutton. Foote rompió a reír a carcajadas, contagiando a sus compañeros. Alger y sus clientes les contemplaban atemorizados. De pronto, Foote, poniéndose muy serio, inquirió: —¿Es eso lo que ha dicho? —Sí —respondió Alger. —¡No faltaré a la cita! ¡Sentiré un gran placer al romperle los huesos! —Ese muchacho parece muy fuerte —dijo Alger. Foote miró de forma tan especial al propietario del local, que éste se arrepintió de haber hecho tal comentario. —Acaso, ¿crees que pueda derrotarme con los puños? —Pero será un enemigo difícil de derrotar... —respondió Alger. —Y desde luego, mucho más enemigo que Benjamín —agregó otro. Foote, contemplando al viejo vaquero que había hablado, dijo: —Es una lástima, Patón, que tengas tantos años... —La presencia de esos muchachos, no hay duda, ha hecho que vuestra actitud hacia nosotros haya dado un gran cambio —comentó Simón. —No lo creas, Simón... —replicó el viejo Patón—. Lo que sucede es que esos muchachos nos ha hecho comprender lo cobardes que hemos sido hasta ahora. Os hemos estado saludando con respeto y simpatía, cuando en realidad os despreciábamos... —¡Maldito viejo! Y dicho esto, Foote golpeó en pleno rostro a Patón. El viejo, llevado por su dolor y desesperación, movió sus manos con intenciones de empuñar su revólver. Foote, sin dudarlo un solo instante, disparó a matar sobre él. Los reunidos, impresionados por aquel nuevo crimen, contemplaban aterrados a Foote. —¿Es cierto que nos despreciáis? —inquirió Foote a los reunidos. Todos se precipitaron en hacer movimientos negativos con sus cabezas. —¡Vaya una manada de cobardes! —barbotó Foote, mirando con desprecio a los reunidos. Chester Kruger, a quien Bill y Edwin obligaron a quitarse la placa del pecho, mirando con terror a Foote, le dijo: —Esto es demasiado... —¿Es que no estás de acuerdo? —Nadie podría estar de acuerdo con tu actitud. —¿Por qué razón, estúpido? —Porque has podido evitar el disparar a matar sobre Patón... ¡Era un pobre viejo! —¡Que pudo matarme si le permito empuñar sus armas! —bramó Foote, desesperado—. ¡He tenido que defenderme! —Y sobre todo, Chester, recuerda que eres el único responsable de cuanto aquí ha sucedido —agregó Simón—. De no haberte acompañado para ayudarte, nada hubiera sucedido. —Lamento entonces haberos visitado... —dijo Chester, con sincera tristeza. El asombro que se apoderó de Simón y sus hombres, quedó bien reflejado en sus ojos. —¡Cobarde! —exclamó Foote—. ¡Marchémonos de aquí, patrón, o no podré contenerme! Simón Reid en silencio, salió del local, seguido por sus hombres. Iba preocupado por el cambio de actitud hacia ellos que había experimentado en todos.
***
Al día siguiente, cuando Alger abría su negocio, un amigo se le
aproximó, diciéndole: —¡Esos muchachos no nos engañaron! ¡Chester Kruger ha sido destituido de su cargo por el juez del condado y por orden del gobernador!... ¡En estos momentos, el juez está tomando juramento a George Morton como sheriff temporal de Alamosa! —¡Mal momento le va a tocar vivir al viejo George!—exclamó Alger —. ¡Presagio, dada la actitud de Simón y sus hombres, una época de violencia! —No parece asustarle... ¿Sabes cuál será su primer trabajo como sheriff? —¿Detener a Foote por los dos crímenes que cometió ayer en mi casa? —¡Exacto!... —Si lo intenta, demostrará estar loco... —Pues lo ha prometido. —Entonces mañana, el juez tendrá que buscar un nuevo sustituto... —He oído hablar al viejo George y no parece que le asuste detener a Foote. —La emoción del cargo no le deja ver las cosas con claridad, cuando pasen unas horas, es muy posible que cambie su actitud... ¿Qué ha dicho Chester sobre su sustitución? —Nada... Está muy triste y desconsolado... —Es natural... —¿Cómo tendrán tanta influencia esos muchachos sobre el gobernador? —Puede que no sean tan sólo unos simples agentes del ferrocarril. —¿Qué quieres decir? —Que pueden ser unos federales o enviados especiales del propio gobernador... Dejaron de hablar cuando un grupo muy numeroso de vecinos se aproximaba a ellos. En el centro iba George Morton, el nuevo sheriff. —Te felicito por tu cargo, George. —Gracias, Alger, aunque creo que se ha hecho una injusticia con Chester. A pesar de la hora, todos pasaron al local de Alger para echar un trago, celebrando así el nombramiento del nuevo sheriff. —Me han dicho que tu primer trabajo será detener a Foote, ¿es cierto? —En efecto, Alger... —¿No será una locura? _ —Simón y sus hombres, desde hoy, tendrán que respetar esta placa. —81 —Piensa que Foote no titubea... —¡Ni yo lo haré! Guardaron silencio para contemplar preocupados a tres vaqueros que entraban en ese momento en el local. Los tres pertenecían al equipo de Simón Reid. —¿Qué celebráis a estas horas? —preguntó sorprendido, uno de los recién llegados. —Mi nombramiento —dijo George, colocándose frente a los tres vaqueros. Estos, al fijarse en la estrella que lucía el viejo, rompieron a reír a carcajadas. —¿Qué os causa tanta gracia? —preguntó George. —¡Por favor, George! —exclamó uno, entre risas—. ¿Quién te ha engañado? —No me ha engañado nadie... ¡He sido nombrado sheriff por orden del propio gobernador! —Representar la ley no es herrar caballos, ¿lo sabías? —dijo otro. —No temáis, todos sabréis comprender, que no será saludable burlar la ley. Sin más comentarios, los tres se aproximaron al mostrador. Cuando Alger les atendía, preguntó uno: —¿No han venido esos dos forasteros? —He oído decir que estaban en el almacén de Blair, Como el nuevo sheriff escuchó la pregunta de aquellos tres, se aproximó a ellos, diciendo: —¿Puedo saber vuestro interés por esos forasteros? —Desde luego —respondió uno—. ¡Intentaremos lastrar sus cuerpos con varias onzas de plomo! ¿Qué te parece, honorable sheriff? De nuevo, los tres hombres de Simón Reid rompieron a reír en carcajadas. —Quiero informaros algo sobre esos muchachos —dijo George, sin que al parecer le molestasen las risas de aquellos hombres—. No son unos simples agentes del ferrocarril, sino que tienen amplios poderes del gobernador. —Y por ello, tanto tú como ellos, creéis que pueden ir asesinando sin temor al castigo, ¿verdad? —Esos muchachos no asesinaron a nadie... —Tenemos opiniones diferentes... ¡Ahora déjanos en paz! George Morton se alejó de ellos, pero segundos después, con las armas firmemente empuñadas, bramó: —¡Levantad las manos y nada de tonterías! ¡Os voy a encerrar hasta que esos muchachos decidan marchar de aquí! —¿Es que has perdido el juicio, George? —inquirió uno de ellos. —Ni mucho menos, Kersey —respondió George—. Mientras luzca esta placa en mi pecho, no permitiré que nadie atente contra la vida de otro. —Encerrarnos sería una injusticia... —Después de confesar vuestros propósitos, Wray, no lo creo así — replicó George—. ¡Caminad hacia la oficina! Los tres se miraron de forma especial, obedeciendo, Pero el llamado Kersey, cuando dio tres pasos, se dejó caer al suelo mientras sus manos buscaban las armas. George Morton, sin atreverse a disparar, fue asesinado. Kersey, en el suelo, reía de buena gana. —¡Pobre diablo! —exclamó Wray. —Poco tiempo ha representado a la ley —agregó el tercero, llamado Waynita—. ¿A quién elegirán ahora? Los testigos les escuchaban aterrados. Contemplaban el cadáver del viejo George Morton con verdadera pena. Uno de los reunidos, cuando se encaminaba hacia la salida, al sentir un nuevo disparo y notar que el plomo le perforaba su sombrero, quedó inmóvil. —¿Adónde ibas? —preguntó Wray, que fue el que disparó. —A comu...nicar... al juez... la muerte... del vie...jo Kruger... Entretenidos con éste, aquellos tres hombres no se dieron cuenta que otro, protegido por varios clientes, saltó por una ventana. Y corriendo se encaminó al almacén de Blair, donde encontró al juez conversando animadamente con los dos forasteros. —¡Kersey acaba de asesinar a George Morton! —dijo. Los reunidos en el almacén de Blair, ante esta noticia, se impresionaron. —¿Qué sucedió? —preguntó Bill. El testigo les informó de lo sucedido. —¡Vamos a castigar a ese trío de cobardes, Edwin! —bramó Bill. Y los dos jóvenes, acompañados por el juez, abandonaron el almacén. —Puede que nos estén esperando preparados... —comentó Edwin. —Entraremos por una ventana, mientras el juez lo hace por la puerta... Y así lo hicieron, sin que el trío de cobardes, pendientes del juez, les descubrieran. —¿Por qué habéis asesinado al sheriff? —preguntó el juez. —No vuelva a repetir nada parecido, juez —dijo Waynita—. Fíjese que ese viejo tenía un revólver empuñado que se proponía utilizar contra nosotros... ¿Es un delito matar en defensa propia? —He sido informado por un testigo y... —¡No mienta, juez, nadie ha salido de aquí! —bramó Kersey. —Si nadie ha salido de aquí y yo acabo de entrar, ¿por qué sé lo sucedido? —Porque al entrar ha visto el cadáver de ese viejo loco... —¿Estáis seguros? —inquirió Bill, avanzando entre los clientes, hacia los tres—. Quien nos informó de vuestra cobardía, salió por el mismo lugar que hemos entrado nosotros. ¡Esa ventana! Edwin, sonriente, caminaba al lado del amigo, pendiente de aquellos tres cobardes. Los tres vaqueros de Simón Reid, al fijarse en los jóvenes, se despreocuparon del juez. —¿Sois vosotros esos agentes del ferrocarril? —preguntó Wray. —Si —respondió Bill—. ¿Es cierto que pensáis lastrar nuestros cuerpos con unas onzas de plomo? —Desde luego —respondió Kersey, al comprobar que aquellos dos muchachos tenían sus manos más separadas de las armas que ellos. —Sin sorpresa ni traición, ¿cómo lo lograréis? —dijo .Edwin. —¡Muy sencillo! —exclamó Waynita—. ¡Disparando así sobre voso...! Dejó de hablar para ir en busca de sus armas en un movimiento rapidísimo. Los otros dos le imitaron. Bill y Edwin, disparando al unísono, demostraron una prodigiosa rapidez y seguridad. Los tres adversarios, con las armas a medio desenfundar, giraron un tanto sobre sí, para desplomarse sin vida. La admiración se apoderó de los testigos. Todos expresaron su alegría por el hecho de que George Morton hubiera sido vengado. —¡Al proponerle como sheriff, fuimos nosotros quienes le asesinamos! —exclamó Bill—. ¡Simón Reid lamentará haberse rodeado de tanto cobarde! CAPITULO X
Mucho antes de las cinco de la tarde, un gran gentío se daba cita en la
plaza, dispuestos a presenciar la pelea que allí se celebraría, entre Bill y Foote. Los vaqueros, tan aficionados al juego, cruzaban apuestas a favor o en contra de ambos contendientes. Minutos antes de las cinco, la plaza quedó en silencio, al aparecer en ella Simón Reid, acompañado por todos los componentes de su equipo. Foote contemplaba orgulloso y retador a todos. Simón Reid, mirando en todas direcciones, se aproximó a su capataz, diciéndole en voz baja y con preocupación: —No veo entre los curiosos ni a Kersey ni a sus compañeros. —Estarán en el local de Alger... ¡Ya les conoces, seguirán bebiendo hasta el último minuto! Pero segundos más tarde, uno de los componentes de su equipo, completamente lívido, se aproximó a él, diciéndole: —¡No debemos contar con la ayuda de Kersey, Wray y Waynita! ¡Los tres murieron a manos de esos muchachos!... Un frío intenso recorrió el cuerpo de Simón, mientras su rostro, al ir perdiendo su color natural, se cubría de una lividez cadavérica. Foote, que en esos momentos se fijaba en él, al verle tan pálido, se aproximó, preguntando: —¿Qué te sucede? —¡Kersey, Wray y Waynita, han muerto a manos de esos muchachos! Foote, a pesar de que no era un cobarde, no pudo evitar el temblar de forma visible. —¡Me encargaré de vengarles! —bramó. Mientras tanto, en el almacén de Blair, cuando Bill se disponía a salir al encuentro de su adversario, Alma se aproximó a él, diciéndole: —¡Esto es una locura, Bill! ¡Foote es un verdadero búfalo! —No temas, pequeña, se arrepentirá de haber golpeado a tu hermano... ¡Y de paso vengaré a quienes asesinó ayer! ¡Voy a matarle a golpes! —¡Eso es lo que temo haga él contigo! —exclamó la muchacha. —Jugaré con él... Y dicho esto, separó con suavidad a la joven y sonriéndole, abandonó el almacén. Al aparecer en la plaza, fue recibido con una salva ensordecedora de aplausos. Este recibimiento hizo comentar a Foote: —Estos cobardes desean su triunfo... ¡Ya veremos cómo reaccionan cuando le estrangule entre mis manos! —¡Tienes que matarle! —exclamó Simón—. ¡Del otro nos ocuparemos más tarde! _ Bill, sonriente y sereno, avanzó hacia Foote, diciéndole: —¿Dispuesto a luchar con nobleza? —¡Cuando quieras! —Debes quitarle las armas como lo he hecho yo —agregó Bill—. No quisiera dispararas contra mí cuando comprendas que eres muy inferior. _ —¡No has podido decir mayor tontería! ¡Te mataré a golpes! —Ese es mi verdadero propósito —replicó Bill. Foote se desprendió de sus armas entregándoselas a su patrón. —¡Cuando quieras! —bramó. Y la pelea dio comienzo. _ . Todos, a excepción de los compañeros de Foote, animaban con sus gritos a Bill. Esto enfureció a Foote que atacó reiteradas veces a ciegas, saliendo perjudicado. Bill, mucho más ágil que su adversario, bailaba constantemente alrededor de él, obligándole a moverse. Y cuando lanzaba sus puños, alcanzaba con precisión el lugar elegido, haciendo desesperar a Foote. Minutos más tarde de iniciada la pelea, Foote comenzaba a presentar síntomas de cansancio. Simón y el resto de sus hombres empezaron a sospechar la derrota de su ídolo. Cuando Bill comprendió que tenía bastante agotado a su adversario, comenzó a castigarle con dureza. Y cuando veinte minutos más tarde de iniciada la pelea, Foote se desplomaba como un pesado fardo, para quedar inmóvil sobre el suelo, una atronadora salva de aplausos premió al vencedor. Bill, jadeante, contemplando a Simón, le dijo: —No deben llamar a un médico para que le atienda... ¡Lo que precisa son los servicios del enterrador!... Y minutos más tarde, Simón, que atendía a su capataz, comprobó que su corazón dejaba de latir. Entristecido, dio órdenes a sus hombres para que llevasen el cuerpo de Foote hasta la funeraria. Después, en compañía de todos sus hombres, regresaron al rancho. Bill, mostrando en su rostro el castigo que tuvo que soportar, fue atendido con cariño por Alma, que le felicitó entusiasmada. Edwin se aproximó al amigo, diciéndole: —El resultado de la pelea, conociéndote, no me sorprende en absoluto. Hay que estar loco para provocarte con los puños. —Pues te aseguro que hubo momentos en que creí me derrotaría... —Tengo buenas noticias para ti —dijo Edwin—. El caballo de la mancha blanca en la oreja izquierda, es de uno de los hombres de Simón Reid llamado Alcott. —¿Has preguntado si a! propietario de ese caballo no se le vio por el pueblo durante unos días? —Sí. —¿Y qué? —Pues que durante cuatro días no apareció por el local de Alger... —¡Entonces no hay duda! ¡Nuestras sospechas estaban fundadas! —Y el otro que no apareció por el pueblo los mismos días que Alcott, se llama Blaine. —Hemos de sorprenderles para obligarles a confesar... Pero cuatro días más tarde, Simón y sus hombres no habían aparecido por el pueblo. Chester Kruger, por indicación de Bill y Edwin, volvió a hacerse cargo de la estrella de sheriff. Hacía cinco días que se había celebrado la pelea, en la que murió Foote, cuando Simón Reid y su equipo se presentó en el pueblo. Bill y Edwin, avisados por el sheriff, se pusieron de acuerdo para con la ayuda del sheriff, sorprender a quienes les interesaban. Chester Kruger, dispuesto a no decepcionar a aquellos muchachos que le dieron una nueva oportunidad para demostrar que era un digno representante de la ley, entró en el local de Luger y aproximándose con disimulo a Alcott, le dijo: —Cuando yo salga, esperas unos minutos y después vas hasta mi oficina... Tengo que comunicar a tu patrón algo importante... Y dicho esto, se separó de Alcott, que le observó curioso. Pero sin sospechar que pudiera ser una trampa y sin decir ni al propio patrón dónde iba, abandonó el local. Media hora más tarde, el sheriff volvía a entrar en el saloon de Alger y aproximándose a Blaine, le dijo: —Ve dentro de unos minutos a mi oficina. Tengo que darte un recado para tu patrón y no quiero que me vean hablando con ninguno de vosotros. Y dicho esto, casi de pasada, el sheriff echó un trago y volvió a abandonar el local. Blaine quedó pensativo. Después se aproximó al patrón, informándole de lo que el sheriff le había dicho. —Pues ve a visitarle y procura no tardar. Blaine, confiado, entró en la oficina del sheriff. Al verse encañonado por Bill y Edwin, palideció intensamente, mientras dedicaba una intensa mirada de odio al sheriff. —¡Traidor! —bramó. Una vez desarmado, lo encerraron en una celda. Alcott, que ocupaba otra, le dijo: —¡Estamos perdidos, amigo! ¡Debimos huir cuando estos muchachos se presentaron aquí!... —¿Cómo descubrieron la verdad? —preguntó Blaine. —Os delató el caballo montado por Alcott —respondió Edwin. Blaine, contemplando al compañero, exclamó: —¡Que torpes hemos sido! —¿Tú tampoco sabes quién avisa a vuestro patrón cuando sale la nómina de Denver? —preguntó Bill. —No... Aunque sospecho que no es de Denver de donde avisan, sino de Pueblo... —Que nosotros sepamos, en Pueblo nadie sabe cuándo piensan enviar la nómina ni en la forma en que se hace —dijo Edwin. —Si es así, lo ignoro. —Esperemos que vuestro patrón nos dé una información mucho más amplia. Y Bill, seguido por Edwin y Chester, abandonaron la oficina. Simón Reid conversaba con sus hombres, esperando el regreso de Blaine, razón por la que estaba pendiente de la puerta de entrada. De ahí que al ver aparecer al sheriff acompañado de aquellos dos muchachos, se pusiera en guardia. —Hola, míster Reid —saludó Bill. —Hola... —dijo de forma autómata. —¿Quién les avisa de cuándo sale la nómina de Denver y el medio en que es transportada? —preguntó Edwin. Simón Reid, después de palidecer ligeramente, realizó un gran esfuerzo por mantenerse sereno, respondiendo: —¡No sé de qué me hablas, muchacho! —Es inútil que mienta, míster Reid —dijo Chester—. Alcott y Blaine, a quienes hice salir de aquí con astucia, han confesado toda la verdad. Simón Reid, imitado por otros dos de sus hombres, movieron sus manos con ideas homicidas. Bill y Edwin se les adelantaron, disparando a herir sobre Simón Reid y a matar sobre sus dos hombres. Aterrado, mientras se contemplaba sus brazos heridos, comenzó a suplicar clemencia. —¿Quién les avisa? —preguntó Bill. —¡Daniel Mose! —respondió. —¿Y cómo sabe Daniel Mose cuando sale la nómina de Denver? —Su hermano es el secretario del presidente de la compañía... —Comprendo —dijo Bill. —¡Una cuerda! —pidió Edwin. —¡No! —gritó Simón, al tiempo de echar a correr hacia la puerta. Pero varios clientes le impidieron que saliera. —Debéis permitir que nosotros le castiguemos —dijo Chester—. ¡Es mucho lo que ha debido reírse de nosotros al saber que le considerábamos una buena persona! —¡Sólo el viejo Dutton supo conocerle! —exclamó otro. —¡Debernos colgarles! —Les aseguro que no se merecen otra cosa —dijo Edwin—. Son muchas las víctimas que han ocasionado. Los reunidos se lanzaron contra Simón y los otros tres hombres, destrozándoles en pocos minutos. Cuando Bill y Edwin se disponían a abandonar el local, el sheriff les preguntó: —¿Qué pensáis hacer con los detenidos? —Usted es el sheriff... —respondió Edwin. Y los dos jóvenes abandonaron el local. Se encaminaron hacia el almacén de Blair, donde Alma y Netty les esperaban. —¡Simón Reid ha dejado de ser una pesadilla! —dijo Bill a las jóvenes.
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Bill y Edwin, una vez en Pueblo, se reunieron con el ingeniero jefe,
informándole de cuanto había sucedido en Alamosa. La sorpresa que el ingeniero recibió al saber que Daniel Mose estaba complicado en todo, le impresionó profundamente. Después de escuchar a los jóvenes, preguntó: —¿Qué pensáis hacer con mi ayudante? —Colgarle de un lugar visible —respondió Edwin. —Antes de castigarle, hemos de aclarar el accidente que Samuel Cody sufrió —agregó Bill—. Tengo la sospecha de que fue obra de él. —No lo comprendo —comentó el ingeniero—. ¿Qué razones podían tener para eliminar a Samuel? —A Samuel debió sorprenderle que su ayudante no reconociera a las víctimas que hicimos cuando nos atacaron en el camino, ni a los caballos que montaban, sabiendo con certeza que eran amigos, puesto que debió verles juntos en varias ocasiones en Alamosa. Al pobre debió sorprenderle tanto esto, que debió cometer el error de comentarlo con su ayudante, sin sospechar que le costaría la vida. —Aunque vuestras sospechas son lógicas, os puedo asegurar que Daniel estaba conmigo cuando Samuel sufrió el accidente. —Lo que demuestra que tiene que existir al menos un cómplice de ese cobarde. —Puede que tengáis razón... —confesó el ingeniero—. ¿Será cierto que mi ayudante sea el hermano del secretario del presidente de la compañía? —Tiene que ser verdad, puesto que ello aclara la razón, de que estuvieran tan bien informados. Al dejar de hablar y separarse, el ingeniero había recibido instrucciones. Al dar por finalizado el trabajo aquel día, el ingeniero invitó, a todos los trabajadores a sus órdenes, a un trago. Daniel Mose y William, mientras bebían, conversaban animadamente. Bill y Edwin, charlando con el ingeniero jefe, estaban pendientes de ellos. —Si no recuerdo mal, usted nos aseguró que William fue el primero en darse cuenta del accidente, ¿no es eso? —dijo Edwin. —Así es —respondió el ingeniero. Sin más comentarios, Edwin, sonriendo de forma especial, se encaminó hacia Daniel y William. Bill avanzaba a su lado. —¡Silencio, por favor! —pidió Edwin. Los reunidos obedecieron. —¡Deseo sepáis, antes de matar a William, que fue el que preparó el accidente que costó la vida a Samuel Cody! —dijo Edwin. Un gran murmullo se escuchó en el local. William y Daniel palidecieron intensamente. —¡Eso no es cierto! —gritó William. —¡No mientas, lo sabemos todo! —replicó Bill—. ¿Cuánto te ofreció el cobarde de Daniel Mose por ese crimen? —No debéis mezclarme en algo tan bajo, muchachos... —dijo Daniel. —Es inútil que neguéis... —dijo Bill—, Samuel Cody, horas antes de morir, habló con el sheriff... —¡Eso no es cierto! —gritó William, dominado por el intenso pánico que se estaba apoderando de él—. ¡No habló con el sheriff porque yo lo...! Se interrumpió al darse cuenta del error que estaba cometiendo. Todos los que escuchaban, comprendieron lo que iba a decir. —Porque tú lo evitaste, asesinándole, ¿no es eso? —dijo Edwin. William, totalmente aterrado, por toda respuesta intentó utilizar sus armas. Con los brazos heridos contemplaba aterrado a Edwin. —¿Qué parte percibías del dinero que Simón Reid entregaba a Daniel Mose y a su hermano? —preguntó Bill. Ahora el asombro, mezclado con el pánico, se reflejó en el rostro de Daniel Mose. Y llevado por su desesperación, cometió el mismo error que William. En esta ocasión fue Bill quien disparó, hiriéndole en ambos brazos. —¡Muchachos! —gritó Edwin—. ¡Estos dos cobardes no son tan sólo los asesinos de Samuel Cody, sino que formaban parte del grupo de indeseables que se apoderaron en varias ocasiones del dinero de vuestra nómina! Como enloquecidos, los trabajadores se abalanzaron sobre los heridos, linchándoles en pocos segundos. FINAL
—¿Noticias de Denver, míster Hays? —preguntó Edwin.
—Sí —respondió el ingeniero—. El hermano de Daniel Mose ha sido detenido y ha hecho una amplia confesión. Al parecer estaba complicado en otros delitos. —Con lo que nuestro trabajo ha finalizado —comentó Bill. —El presidente de la compañía me ruega os felicite en su nombre, hasta que él pueda tener el honor de hacerlo personalmente. —Es probable que pase mucho tiempo antes de que le veamos —replicó Bill, sonriendo—. ¿Verdad, Edwin? —¡Desde luego, Bill! —exclamó Edwin—. Así que por lo tanto, míster Hays, le rogamos dé las gracias al presidente en nuestro nombre. El ingeniero, observando a los dos jóvenes, preguntó: —¿Es que no pensáis regresar a Denver? —No —respondió Edwin—. La compañía tendrá que contratar a otros agentes. —¿Abandonan su trabajo? —¡Sí! —¿Por qué razón? —Porque a nuestras mujeres les agradará tenemos a su lado y no vivir con la preocupación constante de si estaremos jugándonos la vida — respondió Edwin. Bill, al ver el asombro que se reflejó en el rostro del ingeniero, sonriendo ampliamente, agregó: —¿No es una razón sumamente poderosa? —¡Ya lo creo, muchachos! —exclamó el ingeniero—. ¡Ignoraba vuestras razones! ¡Aunque el matrimonio es sin duda la aventura más peligrosa que un hombre pueda comenzar! —¡Y sin duda, la última! —exclamó Bill.