El Señor Ibrahim y Las Flores Del Coran

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Annotation

Moisés es un niño judío que vive en Paris con su padre. El Serñor


Ibrahim, un anciano árabe, regenta una tienda de ultramarinos en la misma
Calle Azul en la que vive Moisés, y será allí donde éste empezará a
comprender la vida adulta y dejará atrás su infancia.Con un padre
permanentemente afligido por el abandono de su esposa, preocupado
constantemente por su trabajo y por sus libros de leyes, Moisés acepta casi
sin darse cuenta la amistad incondicional que le brinda el Señor Ibrahim. En
su tienda hablarán sobre los sucesos cotidianos y sobre las cosas de la vida.
Una amistad pausada, sin exigencias, forjada en el entendimiento mutuo y
en un cariño que despierta sin ruido, sin avisar.El Señor Ibrahim y las flores
del Corán es un libro breve pero muy intenso, cuenta con apenas 60 páginas
que su autor ha llenado de emociones y sentimientos. Sin duda, una joya
que no debe pasar de largo.

Eric-Emmanuel Schmitt
El señor Ibrahim y las flores del Coran
FIN
Eric-Emmanuel Schmitt

El señor Ibrahim y las flores del Coran

Eric-Emmanuel Schmitt
El señor Ibrahim y las flores del Corán

Para Bruno Abraham-Kremer

A los trece años rompí mi cerdito y me fui de putas. Mi cerdito era una
hucha de porcelana vidriada, color vómito, con una ranura que dejaba meter
las monedas pero que no las dejaba salir. Mi padre había escogido esa
hucha de sentido único porque se correspondía con su visión de la vida: el
dinero está para guardarlo, no para gastarlo. Había doscientos francos en las
tripas del cerdito. Cuatro meses de trabajo.
Una mañana, antes de marcharme al instituto, mi padre me dijo:
—Moisés, no lo entiendo... Falta dinero... A partir de ahora, vas a
apuntar en el cuaderno de la cocina todo lo que vayas gastando al hacer la
compra.
O sea, que no bastaba con que me echaran la bronca en el instituto
igual que en casa, no bastaba con lavar la ropa, estudiar, hacer la comida,
encargarme de las compras; no bastaba con vivir solo en un enorme piso
negro, vacío y sin amor; con ser el esclavo, más que el hijo, de un abogado
sin pleitos y sin mujer. ¡Encima, ahora, resultaba que también era un ladrón!
Pues ya que era sospechoso de robar, decidí hacerlo de verdad.
Total, que en las tripas del cerdito había doscientos francos. Doscientos
francos era lo que costaba una chica de la calle Paraíso. Era el precio de
hacerse hombre.
Las primeras me pidieron el carné de identidad. A pesar de mi voz, a
pesar de mi peso (estaba gordo como un saco de golosinas), no se acababan
de creer que tuviera los dieciséis años que les declaraba. Debía de ser que
me habían ido viendo pasar y crecer, durante todos esos años, enganchado a
mi bolsa de malla llena de verduras.
Al fondo de la calle, bajo el porche, había una chica nueva. Era
rechonchita, guapa como ella sola. Le enseñé mi dinero. Me sonrió. —
¿Tienes dieciséis años, tú?
—Sí, sí. Desde esta mañana.
Subimos. No me lo podía creer: tenía veintidós años, era toda una
mujer y era toda para mí. Me explicó cómo había que lavarse, y después
cómo se hacía el amor...
Evidentemente, yo ya lo sabía, pero la dejé hablar, para que se sintiera
más a gusto, y además porque me molaba su voz, así como un poco
mosqueada y un poco tristona. Todo el tiempo que pasé con ella, estuve a
punto de desmayarme. Al final, me acarició la cabeza, con dulzura, y me
dijo:
—Tendrás que volver y traerme un regalito.
Eso casi me fastidió toda la alegría: me había olvidado del regalito. Ya
está, ya era todo un hombre. Había recibido el bautismo entre los muslos de
una mujer. Apenas si me aguantaba de pie de lo que me temblaban las
piernas y ya habían comenzado los problemas: se me había olvidado el
famoso regalito.
Volví a casa corriendo, entré como una exhalación en mi cuarto, miré a
mi alrededor para ver qué era lo mejor que le podía regalar, y me fui
volando a la calle Paraíso. La chica seguía bajo el porche. Le regalé mi
osito de peluche.
Fue más o menos en esa misma época cuando conocí al señor Ibrahim.
El señor Ibrahim siempre había sido viejo. Según recuerdan
unánimemente todos los de la calle Azul y la calle Faubourg-Poissoniére,
siempre se le había visto sentado en su tienda de comestibles, desde las
ocho de la mañana hasta la medianoche, encorvado como un arbotante entre
la caja y los productos de limpieza, con un pie en la calle y el otro debajo de
las cajas de cerillas, con una bata gris sobre su camisa blanca, con dientes
de marfil bajo su bigote reseco, y con sus ojos tono pistacho, entre verde y
marrón, más claros que su piel morena moteada de sabiduría.
Porque al señor Ibrahim, según el decir general, se le consideraba todo
un sabio. Sin duda porque hacía al menos cuarenta años que era el árabe de
una calle judía y porque sonreía mucho y hablaba poco. Sin duda porque
parecía vivir ajeno a la agitación cotidiana de los mortales, sin moverse
jamás, como una rama que se hubiera injertado en el taburete, sin recoger
jamás su puesto delante de nadie, y desapareciendo quién sabe dónde entre
la medianoche y las ocho de la mañana.

Pues eso, que todos los días yo hacía la compra y la comida. Sólo
compraba latas. Si iba a comprarlas cada día no era para que estuvieran
frescas, no, sino porque mi padre sólo me daba dinero para los gastos de un
día, ¡y, además, las raciones individuales eran más fáciles de cocinar!
Cuando empecé a robarle a mi padre para castigarle por haber
sospechado de mí, también empecé a robarle al señor Ibrahim. Me daba un
poco de vergüenza pero, para luchar contra esa vergüenza, en el momento
de pagar pensaba con todas mis fuerzas: ¡Pero si no es más que un árabe!
Cada día miraba fijamente al señor Ibrahim a los ojos y eso me daba
más valor. ¡Pero si no es más que un árabe!
—Yo no soy árabe, Momó, soy del Creciente Fértil.
Recogí las cosas que había comprado y salí a la calle, grogui. ¡El señor
Ibrahim me leía el pensamiento! Entonces, si me leía el pensamiento,
¿sabría también que le sisaba cosas?
Al día siguiente no le robé ninguna lata, pero le pregunté: —¿Qué es el
Creciente Fértil? Confieso que me había pasado toda la noche
imaginándome al señor Ibrahim sentado sobre el cuerno de un cruasán de
oro y volando en un cielo estrellado.
—Es el nombre que se le da a una región que va desde Anatolia hasta
Persia, Momó.
El día siguiente, al sacar el monedero, añadí: —No me llamo Momó,
sino Moisés. Y al siguiente día fue él quien añadió: —Ya sé que te llamas
Moisés. Justamente por eso te llamo Momó, para que resulte menos
impresionante.
Al día siguiente, mientras contaba los céntimos, le pregunté: —¿Y a
usted qué más le da? Moisés es judío, no es árabe.
—No soy árabe, Momo, soy musulmán.
—Entonces, ¿por qué dicen que usted es el árabe de la calle si no es
árabe?
—Árabe, Momo, quiere decir «abierto desde las ocho de la mañana
hasta la medianoche, incluso los domingos», en la tienda de comestibles.
Así iba la conversación. Una frase por día. Teníamos tiempo. Él,
porque era viejo, y yo, porque era joven. Y, un día sí y otro no, le robaba
una lata de conservas.
Creo que habríamos tardado un año o dos para acabar toda una
conversación de una hora de no haber sido porque nos encontramos con
Brigitte Bardot.
Gran bullicio en la calle Azul. Han parado la circulación. Han cortado
la calle. Se rueda una película.
Todo lo que tiene sexo en la calle Azul, la calle Papillon y Faubourg-
Poissoniére está revolucionado. Las mujeres quieren comprobar si la Bardot
está tan buena como dicen. Los hombres han dejado de pensar: la capacidad
de discurrir se les ha quedado enganchada en la cremallera de la bragueta.
¡Ha venido Brigitte Bardot! ¡La Bardot en carne y hueso!
Yo, me asomo a la ventana. La miro y me recuerda a la gata de los
vecinos del cuarto, una preciosa gatita a la que le encanta estirarse al sol en
el balcón y que da la sensación de que sólo vive, respira y parpadea para
provocar admiración. Pensándolo bien, descubro también que se parece a
las putas de la calle Paraíso, sin darme cuenta de que, en realidad, son las
putas de la calle Paraíso las que se disfrazan de Brigitte Bardot para llamar
la atención de los clientes. Y entonces, para gran estupor mío, me doy
cuenta de que también el señor Ibrahim ha salido hasta el umbral de su
puerta. Es la primera vez, al menos desde que yo existo, que se ha levantado
de su taburete.
Después de observar al animalito Bardot pavonearse delante de las
cámaras, pienso en la guapa rubia que ya es dueña de mi osito, y decido
bajar a la tienda del señor Ibrahim y aprovechar su despiste para
escamotearle algunas latas. ¡Qué rollo! Se ha vuelto a sentar detrás de su
caja registradora. Le ríen los ojos al contemplar a la Bardot por encima de
sus jabones y sus pinzas de la ropa. Nunca antes lo había visto así. —¿Está
usted casado, señor Ibrahim?
—Sí, claro que estoy casado.
No está acostumbrado a que le hagan preguntas.
En ese preciso instante podría haber jurado que el señor Ibrahim no era
tan viejo como creía todo el mundo. —¡A ver, señor Ibrahim! Imagínese
que está en un barco, con su mujer y Brigitte Bardot. El barco se hunde.
¿Qué decide hacer usted?
—Apuesto que mi mujer sabe nadar.
Nunca he visto unos ojos reírse tanto como aquéllos. Los ojos del
señor Ibrahim se reían a mandíbula batiente y armaban un ruido de mil
demonios.
De repente, ¡zafarrancho de combate! el señor Ibrahim se pone firme:
Brigitte Bardot entra en el colmado.
—Buenos días. ¿Me podría dar una botella de agua, por favor?
—Por supuesto, señorita.
Y entonces, sucede lo inimaginable: el señor Ibrahim, en persona, se
levanta para ir a buscarle una botella de agua en la sección correspondiente,
y se la trae.
—Muchas gracias. ¿Qué le debo?
—Cuarenta francos, señorita.
La Bardot se sobresalta. Yo también. Una botella de agua costaba dos
francos, en aquella época, ¡no cuarenta!
—No sabía que el agua era tan escasa por aquí.
—No es el agua lo que escasea, señorita, sino las verdaderas estrellas.
Se lo dijo con tanto encanto, con una sonrisa tan irresistible, que
Brigitte Bardot se sonrojó levemente, le dio los cuarenta francos y se fue.
No me lo podía creer. —¡Ostras, señor Ibrahim, qué cara tiene!
—Hombre, Momo, de alguna forma tengo que recuperar el dinero de
todas las latas que me robas.
Ese día fue cuando nos hicimos amigos.
Es verdad que, a partir de aquel día, habría podido ir a pillar latas a
otra parte, pero el señor Ibrahim me hizo jurarle una cosa:
—Momo, si quieres seguir robando, ven a robar a mi tienda.
Y después, durante los días siguientes, el señor Ibrahim me explicó un
buen puñado de trucos para sacarle pasta a mi padre sin que se diera cuenta:
ponerle pan de la noche anterior o de dos días antes pasándoselo antes por
el horno; ir añadiendo achicoria paulatinamente en el café; reutilizar las
bolsitas de té; prolongarle su vino Beaujolais de todos los días mezclándolo
con vino de tres francos; pero la idea más genial, la que demostraba que el
señor Ibrahim era todo un experto, fue la de sustituirle las terrinas de foie-
gras por otras de paté para perros.
Gracias a la intervención del señor Ibrahim, se había producido una
fisura en el mundo de los adultos, no presentaba ya el mismo muro
uniforme contra el que yo me daba de cabezazos, sino que una mano se me
tendía a través de una rendija.
Había vuelto a ahorrar doscientos francos. Iba a poder demostrarme
otra vez que era todo un hombre.
Calle Paraíso. Caminaba derecho hacia el porche donde se ponía la
nueva propietaria de mi osito. Le llevé una concha que me habían regalado,
una concha de verdad, que me habían traído del mar, del mar de verdad.
La chica me brindó una sonrisa.
En ese mismo momento salieron de los arcos un hombre que corría
como una rata y una puta, detrás de él, que lo perseguía y gritaba: —
¡Ladrón! ¡Mi bolso! ¡Cojan a ese ladrón!
Sin pensármelo ni un momento, estiré la pierna hacia delante. El
ladrón se dio de morros unos metros más para allá. Me lancé sobre él.
El ladrón me miró, vio que yo no era más que un crío, sonrió, a punto
de pegarme un palizón. Pero como la chica se lanzó a la calle gritando
como loca, se puso de pie y se piró.
Afortunadamente, los alaridos de la puta me llenaron los músculos de
fuerza.
Se me acercó, titubeante con sus tacones altos. Le devolví el bolso.
Ella, encantada, se lo apretó contra su opulento pecho que tan bien sabía
gemir.
—Gracias, pequeñín. ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Quieres subir a la
habitación?
Era un vejestorio. Tenía por lo menos treinta años. Pero, tal y como me
había dicho el señor Ibrahim, a una mujer nunca se la puede contrariar.
—Vale.
Subimos a su habitación. La dueña de mi osito tenía cara de estar
indignada porque le habían quitado a su cliente, yo. Cuando pasamos por
delante de ella, me sopló en el oído:
—Vente mañana. Yo también te lo haré gratis.
Pero no me esperé al día siguiente...
Entre el señor Ibrahim y las putas, la vida con mi padre se me hacía
cada vez más cuesta arriba. Había cogido la costumbre de hacer una cosa
espantosa y mareante: dedicarme a comparar. Cuando estaba con mi padre,
siempre tenía frío. Con el señor Ibrahim y las putas, se estaba más calentito,
había más claridad.
Contemplaba la biblioteca hereditaria, alta y profunda. Todos esos
libros que se supone que contienen la quintaesencia de la mente humana, el
inventario de las leyes, la sutileza de la filosofía, los miraba en la oscuridad
(«Moisés, cierra las contraventanas, que la luz se come las
encuademaciones»), y después contemplaba a mi padre leyendo en su
sillón, aislado en el círculo de luz de la lámpara de pie que, a modo de
conciencia amarilla, flotaba por encima de sus páginas. Se mantenía
enclaustrado entre los muros de su ciencia. Me prestaba la atención que se
le puede prestar a un perro (de hecho, detestaba a los perros), pero sin tan
siquiera sentir la tentación de tirarme un hueso de sus conocimientos. Si yo
hacía un poco de ruido...
—Moisés, no hagas ruido. Estoy leyendo. Yo trabajo, sabes...
—Uy, perdón.
El trabajo: ésa era la gran palabra, la justificación absoluta...
—Perdona, papá.
—¡Menos mal que tu hermano Popol no era así!
Popol era la otra forma de decir que yo era un cero a la izquierda.
Cuando yo hacía algo mal, mi padre siempre me restregaba por la cara la
imagen de mi hermano mayor, Popol. «En el colegio, Popol era muy
aplicado». «A Popol le encantaban las matemáticas» y «no ensuciaba nunca
la bañera». «Popol no hacía pis fuera de la taza». «A Popol le gustaba
mucho leer los libros que le gustan a Papá».
En el fondo no estuvo tan mal que mi madre se marchara con Popol,
poco después de haber nacido yo. Bastante esfuerzo costaba ya pelear
contra un recuerdo como para tener que convivir con una perfección
andante como Popol. Eso habría superado todas mis fuerzas.
—Papá, ¿crees que Popol me habría querido?
Mi padre se me queda mirando, o más bien intentando descifrarme,
con espanto. —¡Pero qué cosas preguntas!
Ésa fue la respuesta que recibí: «¡Pero qué cosas preguntas!».
Yo había aprendido a mirar a la gente a través de los ojos de mi padre.
Con desconfianza, con desprecio... Hablar con el tendero árabe, aunque no
fuera árabe (ya que «árabe quiere decir que la tienda de ultramarinos está
abierta desde las ocho de la mañana hasta la medianoche, incluso los
domingos»), y hacerles favores a las putas, ésas eran las dos cosas que yo
ocultaba en un cajón secreto de mi mente, ya que, oficialmente, esas cosas
no formaban parte de mi vida. —¿Por que no sonríes nunca, Momó? —me
preguntó el señor Ibrahim.
Esa pregunta me sentó como un puñetazo, como una patada para la que
yo no estaba preparado.
—Sonreír es cosa de ricos, señor Ibrahim. Yo no me lo puedo permitir.
Pues justo para darme la vara, sonrió. —¿O sea que tú crees que yo
soy rico?
—Pero si usted siempre tiene la caja llena de billetes. No conozco a
nadie que tenga tal cantidad de billetes delante de sus narices todo el día.
—Pero estos billetes me sirven para pagar las mercancías y también
este local. Pero a fin de mes, siempre me queda muy poco, sabes.
Y me sonreía aún más, como para burlarse de mí.
—Mire, señor Ibrahim, cuando digo que sonreír es cosa de ricos,
quiero decir que es lo que hace la gente feliz.
—Pues ése es justamente tu error. Es el sonreír lo que le hace a uno
sentirse feliz.
—¡Y un huevo!
—Pruébalo.
—¡Que y un huevo, le estoy diciendo!
—Pero tú eres un chico bien educado, ¿verdad, Momo?
—¡Qué remedio! A base de tortas.
—Ser bien educado está bien. Pero ser amable es mejor. Intenta sonreír
y verás.
Bueno, la verdad es que, después de todo, pidiéndomelo así tan amable
el señor Ibrahim, que me pasa alguna que otra lata de chucrut con
guarnición calidad superior así como quien no quiere la cosa, pues vale la
pena probarlo...
Al día siguiente, me comporto como un enfermo total al que le hubiera
picado algo durante la noche: voy sonriendo a todo el mundo.
—No, Seño, lo siento, no he comprendido este ejercicio de mates.
¡zas! Sonrisa. —¡No he sabido hacerlo!
—Vale, Moisés, te lo vuelvo a explicar.
Lo nunca visto. Sin broncas, sin regañinas. Nada.
En el comedor... —¿Me puede poner un poco más de crema de
castañas? ¡Zas! Sonrisa.
—Sí, y con queso blanco... me la dan.
En la clase de gimnasia, reconozco que se me han olvidado las
zapatillas de deporte. ¡Zas! Sonrisa.
—Profe, es que todavía se estaban secando...
El profe se ríe y me da una palmadita en el hombro. ¡Qué borrachera!
Nada se me resiste ya. El señor Ibrahim me ha dado el arma perfecta. Me
dedico a ametrallar a todo el mundo con mi sonrisa. Ya no se me trata como
a una cucaracha.
De vuelta del instituto, voy corriendo a la calle Paraíso y me dirijo a la
puta más guapa, una negra enorme que siempre me ha rechazado: —¡Qué
hay! ¡Zas! Sonrisa. —¿Subimos? —¿Tú tienes dieciséis años? —¡Pues
claro que tengo dieciséis años, desde hace tiempo! ¡Zas! Sonrisa. subimos.
después, mientras me estoy vistiendo, le cuento que soy periodista, que
estoy escribiendo un gran libro sobre las prostitutas... ¡zas! Sonrisa. ... que
necesito que me cuente algo de su vida, si a ella no le importa. —¿Es
verdad, eso de que eres periodista? ¡Zas! Sonrisa.
—Sí. Bueno, soy estudiante de periodismo... Me cuenta cosas. Me fijo
en cómo le palpitan suavemente los pechos a medida que se va animando a
hablar. No me lo puedo creer. Una mujer me está hablando, hablando
conmigo. Una mujer. Sonrisa. Ella sigue hablando. Sonrisa. Ella sigue
hablando.
Por la tarde, cuando mi padre vuelve a casa, le ayudo a quitarse el
abrigo como de costumbre y me planto delante de él, a plena luz, para
asegurarme de que me ve bien. —La cena está lista. ¡Zas! Sonrisa. Me mira
sorprendido.
Sigo sonriéndole. La verdad es que resulta agotador, después de todo
un día, pero yo, aguanto. —Oye, tú has hecho alguna trastada. Ahora sí que
me desaparece la sonrisa. Pero no desespero. En el postre, vuelvo a
intentarlo. ¡Zas! Sonrisa.
Me observa incómodo.
—Acércate —me dice.
Siento que mi sonrisa está ganando. ¡Toma ya! Una nueva víctima. Me
acerco a él. ¿Es que me querrá dar un beso? Una vez me contó que a Popol
le gustaba mucho darle besos, que era un mimosón. ¿Sería que Popol había
descubierto el truco de la sonrisa desde que nació? O, si no, que a mi madre
le había dado tiempo a enseñárselo, a Popol.
Estoy cerca de mi padre, contra su hombro. Veo cómo le parpadean las
pestañas. Yo sigo sonriendo y casi se me rompe la boca.
—Vamos a tener que ponerte un aparato. No me había dado cuenta de
que tienes los dientes hacia delante.
Esa noche fue cuando cogí la costumbre de ir a ver al señor Ibrahim
por la noche, una vez que mi padre se había acostado.
—Es culpa mía. Si yo fuera como Popol, a mi padre le sería más fácil
quererme.
—¿Y tú qué sabes? Popol ya no está aquí.
—¿Y qué?
—Pues que quizás él no aguantaba a tu padre.
—¿Usted cree?
—Se ha ido. Ahí tienes la prueba.
El señor Ibrahim me dio sus monedas amarillas para que las colocara
en cartuchos. Eso me ayudaba a calmarme un poco. —¿Conoció usted a
Popol? Señor Ibrahim, ¿conoció usted a Popol? ¿Qué le parecía a usted
Popol?
Dio un golpe seco a la caja, como para evitar que hablara.
—Momó, mira lo que te digo: te prefiero cien veces, mil veces, antes
que a Popol.
—¿Ah, sí?
Eso me puso bastante contento, pero no quise que se me viera. Cerré
los puños y enseñé un poco los dientes. A la familia hay que defenderla.
—A ver, eh, que no le permito que hable mal de mi hermano. ¿Qué
tenía usted en contra de Popol?
—Era muy majo, Popol, muy majo. Pero, si me lo permites, yo
prefiero a Momó.
Fui todo un caballero y se lo perdoné.
La semana siguiente, el señor Ibrahim me envió a ver a un amigo suyo,
el dentista de la calle Papillon. Desde luego, el señor Ibrahim era un hombre
con influencias. Al día siguiente me dijo:
—Momó, sonríe menos, que ya está bien. ¡Que no, que es broma!... Mi
amigo me ha asegurado que no te hace falta un aparato para los dientes.
Se inclinó hacia mí, con esos ojillos sonrientes suyos.
—Imagínate en la calle Paraíso, con todo ese hierro en la boca. ¿A cuál
crees que le podrías seguir haciendo creer que tienes dieciséis años?
Ahí sí que me metió un gol, el señor Ibrahim. De repente, fui yo el que
le pidió algunas monedas, para reponerme del impacto.
—Pero, ¿cómo sabe usted todo eso, señor Ibrahim?
—Pero si yo no sé nada. Yo sólo sé lo que pone en mi Corán.
Seguí haciendo algunos cartuchos de monedas.
—Momó, está muy bien ir a ver a las profesionales. Las primeras
veces, siempre hay que ir con profesionales, con mujeres que conozcan bien
su profesión. Más adelante, cuando compliques las cosas, cuando metas
sentimientos de por medio, sabrás apreciar a las novatas.
Me sentí mejor. —¿Usted frecuenta la calle Paraíso?
—El Paraíso es de entrada libre.
—¡Venga ya, no se pase, señor Ibrahim! No me va usted a decir que, a
su edad, sigue yendo de putas.
—¿Por qué? ¿Es que está reservado a los menores de edad?
Ahí me di cuenta de que había dicho una gilipollez.
—Momó, ¿qué tal si nos damos un paseo juntos?
—¡Anda!, ¿pero es que usted sale a andar a veces?
—¡Toma ya! —pensé—. Otra gilipollez.
Pero ahora, añadí una gran sonrisa.
—O sea, lo que quiero decir es que como siempre lo he visto aquí,
sentado en ese taburete...
Pero daba igual, estaba más contento que unas castañuelas.

Al día siguiente, el señor Ibrahim me llevó a París, al París precioso, a


ese París de las fotos, de los turistas. Estuvimos paseando por la orilla del
Sena. ¡Qué de curvas ese río!
—Mira Momó, al Sena le encantan los puentes. Es como una mujer a
la que le chiflan las pulseras.
Después fuimos a caminar por los jardines de los Campos Elíseos,
entre los teatros y el guiñol. Después por la calle Faubourg-Saint-Honoré,
donde había cantidad de tiendas con nombres de marcas: Lanvin, Hermès,
Saint Laurent, Cardin... Era raro ver todas esas tiendas enormes y vacías,
comparadas con la tienda de ultramarinos del señor Ibrahim, que no
ocupaba más que un cuarto de baño, pero en la que no se paraba nunca, y en
la que se podía encontrar, apilados desde el suelo hasta el techo, estantería
tras estantería, en tres alturas y cuatro filas, todos los artículos de primera,
segunda... y hasta de tercera necesidad.
—¡Qué pasada, señor Ibrahim! Hay que ver qué pobres están los
escaparates de los ricos. No tienen nada dentro.
—Eso es el lujo, Momó: nada en el escaparate, nada en la tienda, todo
en el precio.
Acabamos en los jardines secretos del Palais— Royal donde el señor
Ibrahim me compró un zumo de limón natural y volvió a recuperar su
inmovilidad natural sobre uno de los taburetes del bar, mientras se tomaba
su Suze de anís a sorbitos lentos.
—Seguro que mola vivir en París.
—Pero si tú vives en París, Momó.
—No, yo vivo en la calle Azul.
Lo observaba saboreando su Suze sabor anís.
—Yo creía que los musulmanes no bebían alcohol.
—Sí, pero yo soy sufí.
Claro, ante eso, me di cuenta de que estaba siendo indiscreto, que el
señor Ibrahim no me quería hablar de su enfermedad. Después de todo,
tenía todo el derecho del mundo a no hacerlo. Así que me callé hasta que
regresamos a nuestra calle Azul.
Por la noche, cogí el diccionario Larousse de mi padre. Debía de estar
realmente preocupado por el señor Ibrahim porque, la verdad sea dicha,
siempre me han decepcionado los diccionarios.
«Sufismo: corriente mística del Islam, nacida en el siglo VIII. Opuesta
al legalismo, se enfoca en la religión interior.» ¡Claro, como siempre! Los
diccionarios sólo explican bien las palabras que ya se conocen.
Bueno, por lo menos comprendí que el sufismo no era una
enfermedad, lo cual me tranquilizó un poco. Era una forma de pensar,
aunque también haya formas de pensar que sean como enfermedades, tal y
como solía decir el señor Ibrahim. Entonces me lancé al laberinto de
intentar comprender todas las palabras de la definición. De todo aquello se
deducía que el señor Ibrahim, con su chupito de anís, creía en Dios al estilo
musulmán, pero de una forma ilegal tipo contrabando porque estaba
«opuesta al legalismo», y para eso sí que tuve que hilar fino, porque si el
legalismo es el «interés por respetar minuciosamente las leyes», como
decían los señores del diccionario... eso quería decir, en resumen, cosas en
principio decepcionantes, que el señor Ibrahim no era honrado, o sea que yo
estaba frecuentando a alguien que no era 'frecuentable'. Pero, al mismo
tiempo, si respetar la ley era ser un abogado, como mi padre, con ese tinte
gris suyo y con tanta tristeza en casa, entonces yo prefería estar en contra
del legalismo y del lado del señor Ibrahim. Y después los del diccionario
decían también que el sufismo lo habían creado dos individuos de hace
mucho, al-Halladj y al-Bhazali, que con esos nombres tenían pinta de estar
viviendo en las buhardillas de casa, al fondo del patio (por supuesto, en la
calle Azul), y después también ponían que eso era una religión interior, y
eso sí, el señor Ibrahim, discreto, lo era total. Comparado con todos los
judíos de la calle, era discreto.
Durante la cena no me pude aguantar sin preguntarle a mi padre, que
se estaba zampando un ragú de cordero, marca Royal Canin.
—Oye, Papá, ¿tú crees en Dios?
Se me quedó mirando y, después, me dijo despacio:
—Por lo que veo, te estás haciendo un hombre.
Yo no veía qué tenía que ver una cosa con la otra. De hecho, hasta en
un momento me llegué a preguntar si alguien no le habría chivado que yo
visitaba a las chicas de la calle Paraíso. Pero entonces añadió:
—No, jamás he conseguido creer en Dios. —¿Nunca lo has
conseguido? ¿Por qué? ¿Es que hay que esforzarse?
Contempló la penumbra del piso que le rodeaba.
—¿Para creer que todo esto tiene un sentido? Pues sí. Hay que hacer
esfuerzos tremendos.
—Pero Papá, somos judíos, nosotros, o sea, tú y yo.
—Sí. —¿Y eso de ser judíos no tiene nada que ver con Dios?
—Para mí, ya no tiene nada que ver. Ser judío es simplemente tener
memoria. Tener mala memoria.
En ese momento tenía realmente cara de necesitar varias aspirinas.
Quizá porque había hablado, lo cual no era para nada su costumbre. Se
levantó y se fue directamente a la cama.

Unos días después volvió a casa más pálido que de costumbre. Empecé
a sentirme culpable y me dije que, a fuerza de hacerle zampar comida para
perros, seguramente le había fastidiado la salud.
Se sentó y me hizo una señal de que quería decirme algo.
Pero tardó más de diez minutos en conseguirlo.
—Me han despedido, Moisés. Ya no quieren que vuelva al gabinete
donde trabajo.
La verdad es que, a mí, no me extrañó demasiado que nadie tuviera
ganas de trabajar con mi padre, porque es que deprimía hasta a los presos.
Pero, al mismo tiempo, nunca se me había ocurrido que un abogado podía
dejar de ser abogado.
—Voy a tener que empezar a buscar trabajo. En otra parte. Nos vamos
a tener que apretar el cinturón, hijo mío.
Se fue a la cama. Era evidente que no le interesaba saber qué pensaba
yo al respecto.
Bajé a la tienda del señor Ibrahim, que sonreía mientras masticaba
cacahuetes.
—¿Usted cómo se lo monta para ser feliz, señor Ibrahim?
—Sé lo que dice mi Corán.
—Pues un día se lo voy a tener que chorizar, su Corán, aunque eso no
lo haga nunca un judío.
—¡Bah! Y para ti, Momó, ¿qué quiere decir eso de ser judío?
—Pues ni idea. Para mi padre quiere decir estar deprimido todo el
santo día. Para mí... no es más que una cosa que me impide ser otra cosa.
El señor Ibrahim me ofreció un cacahuete.
—No tienes buenos zapatos, Momó. Mañana vamos a ir a comprarte
zapatos.
—Sí, pero...
—El hombre se pasa la vida en dos sitios solamente: en su cama y en
sus zapatos.
—No tengo pasta, señor Ibrahim.
—Pues te los compro yo. Te los regalo. Momó, sólo tienes un par de
pies y hay que cuidarlos. Si los zapatos te hacen daño, hay que cambiarlos,
¡porque los pies no te los vas a poder cambiar nunca!

Al día siguiente, al regresar del instituto, encontré una nota en el suelo


de la entrada oscura de nuestro piso. No sé por qué pero, nada más ver la
escritura de mi padre, el corazón se me puso a latir en todas direcciones:
"Moisés:
Perdóname. Me marcho. No valgo como padre. Popol..."
Y ahí se acababa todo. Seguro que me había querido lanzar otra
frasecita sobre Popol, del tipo «con Popol lo habría conseguido, pero
contigo, no»; o también «Popol sí que me daba las fuerzas y la energía para
ser un padre, pero tú no». O sea, cualquier frasecita de esas que le había
dado vergüenza escribir. De todas formas, me daba perfectamente cuenta de
sus intenciones. Muchas gracias.
"Quizá nos volvamos a ver un día, más adelante, cuando seas adulto.
Cuando yo sienta menos vergüenza y tú me hayas perdonado.
Adios" ¡Eso, adiós!
"P.S.: Sobre La mesa te he dejado todo el dinero que me quedaba. Aquí
tienes la lista de las personas a las que tienes que informar de mi partida.
Ellas se ocuparán de ti."
A continuación había una lista de cuatro apellidos que yo no conocía.
Pero yo ya había tomado mi decisión. Había que seguir como si nada.
De ninguna manera iba a admitir que me habían abandonado.
Abandonado dos veces: una vez por mi madre, cuando nací; y otra en la
adolescencia, por mi padre. Si eso se llegaba a saber, nunca nadie me daría
una oportunidad. ¿Qué tenía yo de tan terrible? ¿Qué es lo que tenía yo que
hacía imposible que nadie me quisiera? Mi decisión era irrevocable:
simularía la presencia de mi padre. Les haría creer a todos que aún vivía
allí, que comía allí, que seguía compartiendo conmigo sus largas tardes de
aburrimiento.
Además, no esperé ni un segundo más: me bajé a la tienda de
ultramarinos.
—Señor Ibrahim, mi padre tiene problemas de digestión. ¿Qué le doy?
—Fernet Branca, Momó. Toma, tengo una botellita de muestra.
—Gracias, me subo ahora mismo para hacer que se la tome.
Con el dinero que me había dejado tenía para aguantar un mes.
Aprendí a imitar su firma para rellenar los correos necesarios, para
contestar al Instituto. Yo seguía cocinando para dos. Cada noche colocaba
sus cubiertos enfrente de mí y, al final de la cena, simplemente tiraba su
parte por el fregadero.
Algunas noches a la semana, para los vecinos de enfrente, me sentaba
en su sillón, con su jersey, sus zapatos, con harina en el pelo e intentaba leer
un precioso Corán, completamente nuevo, que me había regalado el señor
Ibrahim porque yo le había rogado que me diera uno.
En el instituto me dije que no tenía un segundo que perder: era
necesario enamorarme.
No había realmente dónde escoger dado que ese centro de enseñanza
no era mixto. Todos estábamos enamorados de Miriam, la hija del portero,
que a pesar de sus trece años, había comprendido rápidamente que era la
reina de trescientos púberes sedientos. Me dediqué a cortejarla con ardor de
náufrago. ¡Zas! Sonrisa.
Tenía que demostrarme a mí mismo que se me podía querer. Tenía que
hacérselo saber al mundo entero antes de que los demás se enteraran de que
hasta mis padres, las únicas personas con la obligación de mantenerme,
habían preferido huir.
Al señor Ibrahim le iba contando mi conquista de Miriam y él me
escuchaba con la sonrisita del que conoce el final de la historia, aunque yo
hacía como si no me diera cuenta. —¿Y qué tal va tu padre? Ya no lo he
vuelto a ver, por las mañanas...
—Es que tiene mucho trabajo y tiene que salir muy temprano, con su
nuevo curro...
—¿Ah, sí? ¿Y no se enfada porque estés leyendo el Corán?
—Es que lo hago a escondidas, de todas formas... y además no
comprendo gran cosa.
—Cuando se quiere aprender algo, no se coge un libro. Se habla con
alguien. Yo no creo en los libros.
—Pero en cambio, señor Ibrahim, usted mismo me dice todos los días
que sabe lo que...
—Sí, que yo sé lo que dice mi Corán... Momo, tengo ganas de ver el
mar. Podríamos ir a Normandía. ¿Te vienes conmigo?
—¡Ahí va! ¿De verdad?
—Si tu padre está de acuerdo, naturalmente.
—Estará de acuerdo.
—¿Estás seguro?
—¡Que le digo yo que estará de acuerdo, hombre!

***

Cuando entramos en el vestíbulo del Gran Hotel de Cabourg, eso fue


demasiado para mí: me eché a llorar. Estuve llorando dos horas, tres horas.
No conseguía recuperar el aliento.
El señor Ibrahim me miraba llorar y esperaba pacientemente a que yo
pudiera hablar. Por fin, conseguí articular algo:
—Es demasiado bonito todo esto, señor Ibrahim, se pasa de bonito.
Esto no es para mí. No me lo merezco.
El señor Ibrahim me sonrió.
—La belleza, Momó, está allí donde mires. Eso está escrito en mi
Corán.
Después anduvimos por la orilla del mar.
—Sabes, Momó, al hombre a quien Dios no le ha revelado la vida
directamente, no será un libro el que se la revele.
Yo le hablaba de Miriam. Le hablaba de ella tanto más cuanto quería
evitar hablar de mi padre. Después de haberme admitido en su cohorte de
pretendientes, Miriam había empezado a rechazarme como candidato no
válido.
—Eso da igual —decía el señor Ibrahim—. El amor que sientes por
ella, eso no te lo quita nadie. Te pertenece. Incluso aunque ella lo rechace,
no puede cambiarlo. Lo único es que no se aprovecha de él. Lo que tú des,
Momó, es tuyo para siempre. ¡Lo que te guardes, está perdido para siempre!
—Pero usted tiene una mujer, ¿no?
—Sí. —¿Y porqué ella no está aquí con nosotros?
Me señaló el mar con el dedo.
—Aquí el mar es realmente inglés. Verde y gris. No son los colores
normales del agua. Se diría que se le ha pegado el acento.
—No me ha contestado a lo de su mujer, señor Ibrahim. ¿Y su mujer?
—Momó, no responder es una respuesta.
Cada mañana, el señor Ibrahim era el primero en levantarse. Se
acercaba a la ventana, olfateaba la luz y hacía sus ejercicios físicos,
lentamente —cada mañana, toda su vida, sus ejercicios físicos. Tenía una
flexibilidad increíble y yo, desde la almohada, con los ojos entreabiertos,
veía aún al hombre alargado y desenfadado que debió de ser, hace mucho
tiempo.
Mi gran sorpresa fue descubrir un día, en el cuarto de baño, que el
señor Ibrahim tenía la circuncisión. —¿Usted también, señor Ibrahim?
—Los musulmanes igual que los judíos, Momo. Es el sacrificio de
Abraham: tendió su hijo a Dios y le dijo que podía quedarse con él. Ese
trocito de piel que nos falta, eso es la marca de Abraham. Para hacer la
circuncisión, el padre debe sujetar a su hijo, y el padre ofrece su propio
dolor en recuerdo del sacrificio de Abraham.
Con el señor Ibrahim me estaba dando cuenta de que los judíos, los
musulmanes e incluso los cristianos habían tenido en común muchos y
grandes hombres antes de darse de tortas. Aunque eso no era asunto mío,
me hacía sentir bien.
Al regresar de nuestro viaje a Normandía, cuando entré en el piso
negro y vacío, no es que me sintiera distinto, no, pero sí que veía que el
mundo podía ser distinto. Me di cuenta de que podía abrir las ventanas, de
que las paredes podían estar más claras. Me di cuenta de que no tenía la
obligación de conservar todos aquellos muebles que olían al pasado, no un
pasado bonito, no, un pasado viejo, un pasado que huele a rancio y apesta a
bayeta vieja.
Se me acabó el dinero. Empecé a vender los libros, por lotes, a los
libreros de los muelles del Sena que el señor Ibrahim me había hecho
descubrir con nuestros paseos. Cada vez que vendía un libro, me sentía más
libre.
Hacía ya tres meses que mi padre había desaparecido. Yo seguía dando
el pego, cocinaba para dos y, curiosamente, el señor Ibrahim me preguntaba
cada vez menos por él. Mis relaciones con Miriam iban de mal en peor,
pero me proporcionaban un buenísimo tema de conversación, por la noche,
con el señor Ibrahim.
Algunas noches me daban pinchazos en el corazón. Era porque
pensaba en Popol. Ahora que mi padre ya no estaba, me hubiera gustado
mucho conocer a Popol. Seguro que ahora lo aguantaría mucho mejor
porque ya nadie me lo restregaría por las narices como la antítesis de mi
nulidad. Con frecuencia me acostaba pensando que, en alguna parte del
mundo, había un hermano guapo y perfecto que me era desconocido y que,
quizá, un día lo conocería.

Una mañana, la policia llamó a la puerta. Gritaban como en las


peliculas.
—¡Abran la puerta! ¡Policia!
Yo me dije: "Ya está, se ha acabado, he mentido demasiado, me van a
detener".
Me puse un batín y abrí todos los cerrojos. Tenían una pinta mucho
menos mala de lo que me había imaginado. Incluso me pidieron con
educación si podían entrar. La verdad es que yo también preferia vestirme
antes de que me llevaran a la carcel.
En el salón de casa, el inspector me cogió la mano y me dijo con
amabilidad:
—Hijo mío, tenemos que darle una mala noticia. Ha muerto su padre.
Así de repente, no sé lo que me sorprendió más, si la muerte de mi
padre o que el poli me tratara de usted. Sea lo que fuere, la noticia me sentó
de golpe en el sillón.
—Se ha tirado debajo de un tren, cerca de Marsella.
También ¡que cosa mas curiosa! ¡Irse hasta Marsella para hacer eso!
Porque trenes, los hay por todas partes. En París tantos como en Marsella, o
mas aún. Decididamente, nunca llegaría a comprender a mi padre.
—Todo indica que su padre estaba desesperado y que ha puesto fin a
sus días voluntariamente.
Un padre que se suicida. Desde luego eso no me iba a ayudar a
sentirme mejor. Al final me pregunto si no habría preferido un padre que
me abandonara. Al menos así me lo habría podido imaginar corroído por el
remordimiento.
Los policías parecían comprender mi silencio. Miraban la biblioteca
vacía, el piso siniestro en el que se encontraban diciendo, para sí, que, uf, en
unos minutos ya se podrían ir. —¿A quién tenemos que avisar, hijo?
Ahí sí que tuve una reacción apropiada. Me levanté y fui a buscar la
lista de cuatro apellidos que me había dejado mi padre al marcharse. El
inspector se la metió en el bolsillo.
—Haremos que la asistenta social se encargue de esas gestiones.
Y entonces se me acercó, con ojos de cordero a medio morir, y ahí sí
que me dio la sensación de que me iba a jugar una mala pasada.
—Ahora le voy a tener que pedir algo delicado. Haría falta que
reconociera el cuerpo.
Pues eso hizo las veces de una señal de alarma. Me puse a berrear
como si hubieran apretado el botón adecuado. Los policías se
revolucionaron a mi alrededor, buscando el interruptor. Sólo que no
tuvieron suerte porque el interruptor era yo, y yo ya no podía parar.
El señor Ibrahim fue maravilloso. Al oír mis gritos, subió y
rápidamente comprendió la situación, y dijo que iría él, a Marsella, a
reconocer el cuerpo. Los policías, al principio, no se fiaban de él porque
tenía toda la pinta de un moro, pero yo me puse otra vez a berrear y
entonces aceptaron lo que les proponía el señor Ibrahim.
Después del entierro, le pregunté: —¿Cuánto hace que usted sabía lo
de mi padre, señor Ibrahim?
—Desde Caubourg. Pero, ¿sabes una cosa, Momo? No tienes que estar
resentido contra tu padre.
—¿Ah, no? ¿Y cómo se hace eso? Un padre que me amarga la vida,
que me abandona y que se suicida, menudo ejemplo de confianza para toda
una vida. ¿Y encima ahora resulta que no tengo que estar resentido?
—Tu padre no tenía un ejemplo a seguir. Perdió a sus padres muy
joven porque los cogieron los nazis y murieron en los campos de
concentración. Tu padre nunca consiguió reponerse de haberse librado de
todo eso. Quizá se culpabilizaba de estar vivo. No es casualidad que haya
acabado debajo de un tren.
—¿Ah, no? ¿Y por qué?
—A sus padres se los llevaron en un tren hacia la muerte. Y quizás él,
tu padre, llevaba toda la vida buscando su tren... Si no tenía fuerzas para
vivir, no era por tu culpa, Momó, sino por todo lo que pasó o no pasó antes
de que tú llegaras.
Y después el señor Ibrahim me metió unos billetes en el bolsillo.
—Toma, vete a la calle Paraíso. Las chicas se están preguntando qué
tal llevas ese libro sobre ellas...
Empecé a cambiarlo todo en el piso de la calle Azul. El señor Ibrahim
me daba botes de pintura, me daba pinceles. Una tarde, después de abrir
todas las ventanas para que se marchara el olor a pintura acrílica, entró una
mujer en el piso. No sé por qué pero ante su apuro, su actitud vacilante, su
forma de no atreverse a pasar entre las escaleras y de evitar las manchas del
suelo, comprendí inmediatamente de quién se trataba.
Pero aparenté estar muy ocupado.
Finalmente, carraspeó ligeramente.
Fingí quedarme sorprendido: —¿Busca a alguien?
—Busco a Moisés —dijo.
Resultaba curioso lo que le costaba pronunciar ese nombre, como si se
le atragantara.
Me permito el lujo de pitorrearme de ella. —¿Y quién le busca?
—Soy su madre.
Pobre mujer, me da lástima. Está hecha un flan. Debe de haber tragado
mucho para venir hasta aquí. Me mira con intensidad, intentando descifrar
mis rasgos. Tiene miedo, mucho miedo.
—Y tú, ¿quién eres?
—¿Yo?
Me entran ganas de desternillarme. ¡A quién se le ocurre ponerse en tal
estado, sobre todo después de trece años!
—Pues la gente me llama Momo.
La cara se le agrieta.
En tono de broma añado:
—Es un diminutivo de Mohammed.
Se pone más pálida que mi pintura del zócalo. —¡Ah! ¿Tú no eres
Moisés? —¡Qué va! Para nada, señora. Yo soy Mohammed.
Vuelve a tragar saliva. En el fondo, no se siente descontenta.
—Pero ¿aquí no vive un chico que se llama Moisés?
Me entran ganas de contestarle: «Y yo qué sé, usted es su madre, usted
es quien tendría que saberlo». Pero en el último momento, me aguanto
porque la pobre mujer tiene pinta de estar a punto de que le fallen las
piernas. En cambio, le cuento una mentirijilla que resulta más cómoda.
—Moisés se ha ido, señora. Estaba hasta las narices de estar aquí. No
tiene buenos recuerdos.
—¿Ah, no?
Uy, no sé yo si se lo está creyendo. No parece muy convencida. Igual,
después de todo, no es tan petarda. —¿Y cuándo va a volver?
—No lo sé. Cuando se marchó dijo que quería encontrar a su hermano.
—¿Su hermano?
—Sí, Moisés tiene un hermano.
—¿Ah, sí?
Tiene cara de estar completamente desconcertada.
—Sí, su hermano Popol.
—¿Popol?
—¡Sí, señora, sí! Su hermano mayor.
Me pregunto si es que me está tomando por retrasado mental. O, si no,
¿es que se lo ha creído de verdad que soy Mohammed?
—Pero si yo no he tenido ningún hijo antes de Moisés. No he tenido
nunca ningún Popol, yo.
Ahora soy yo el que se empieza a sentir mal.
Y ella se da cuenta, y le entra tal titubeo que se cobija en un sillón, y
yo hago lo mismo por mi parte.
Nos miramos en silencio, asfixiándonos con el olor ácido de la pintura
acrílica que se nos mete en las narices. Ella me estudia y no se le escapa ni
un solo movimiento de pestañas.
—Dime una cosa, Momó...
—Mohammed.
—Dime una cosa, Mohammed, ¿vas a volver a ver a Moisés?
—Puede.
He dicho eso en un tono desenfadado, y ni yo mismo me acabo de
creer que me pueda salir un tono tan desenfadado. Ella me escruta el fondo
de los ojos, pero me puede espulgar cuanto quiera, que no me va a arrancar
ni una palabra. Estoy seguro de mí mismo.
—Si un día vuelves a ver a Moisés, dile que yo era muy joven cuando
me casé con su padre, que sólo me casé con él para irme de casa. Nunca he
querido al padre de Moisés, pero sí que estaba dispuesta a querer a Moisés.
Sólo que conocí a otro hombre. Tu padre...
—¿Cómo dice?
—Quiero decir su padre, el de Moisés, me dijo: «Vete y déjame a
Moisés. Si no...» Así que me fui. Preferí rehacer mi vida, una vida en la que
hay felicidad.
—Seguro que es mejor.
Baja la mirada.
Se acerca a mí. Siento que le gustaría darme un beso, pero hago como
que no comprendo.
En tono suplicante, me pregunta: —¿Se lo dirás a Moisés?
—Puede.
Esa misma tarde fui a ver al señor Ibrahim y, en plan de broma, le dije:
—A ver, ¿cuándo piensa usted adoptarme, señor Ibrahim?
Y él, también riéndose, me dijo: —¡Pues a partir de mañana mismo si
quieres, mi querido Momó!
Tuvimos que pelear. En el mundo oficial, ése de los tampones, de las
autorizaciones, de los funcionarios que se ponen agresivos cuando se les
despierta, nadie quería ocuparse de nosotros. Pero no había nada que
pudiera desanimar al señor Ibrahim.
—El no ya lo tenemos en el bolsillo, Momó. El sí es lo que nos queda
por conseguir.
Mi madre, con la ayuda de la asistente social, había acabado por
aceptar los trámites del señor Ibrahim. —¿Y su mujer, señor Ibrahim? ¿Ella
está de acuerdo de verdad?
—Mi mujer regresó a nuestro país hace mucho tiempo. Yo hago lo que
quiero. Pero si tienes ganas, este verano nos vamos a verla.
El día que lo conseguimos, que nos dieron el papelito, el famoso papel
que declaraba que, a partir de aquel momento, yo era hijo de quien yo había
escogido, el señor Ibrahim decidió que nos teníamos que comprar un coche
para celebrarlo.
—Vamos a viajar, Momó. Y este verano, nos iremos juntos al
Creciente Fértil, te enseñaré el mar, ese mar único, ese mar de donde soy
yo.
—¿No podríamos ir en alfombra voladora?
—Coge un catálogo y escoge un coche.
—Vale, papá.
Es una pasada cómo se pueden tener, con las mismas palabras,
sentimientos tan distintos. Cuando yo le llamaba «papá» al señor Ibrahim,
el corazón me sonreía, me sentía pletòrico, el porvenir centelleaba.
Fuimos al concesionario.
—Quiero comprar este modelo. Es mi hijo el que lo ha escogido.
Por lo que se refiere al señor Ibrahim, era peor que yo en cuestión de
vocabulario. Decía «mi hijo» en todas las frases, como si acabara de
inventar la paternidad.
El vendedor empezó a ensalzar las características del motor.
—No se moleste en venderme el artículo. Le digo que lo quiero
comprar. —¿Tiene el carné?
—Por supuesto.
En ese momento el señor Ibrahim sacó de su cartera de tafilete un
documento que debía datar, como mínimo, de la época de los egipcios. El
vendedor examinó ese papiro con espanto, primero porque la mayoría de las
letras estaban borradas y, después, porque estaba en una lengua que no
conocía. —¿Es un permiso de conducir, esto?
—Pues está bien claro, ¿no?
—Vale. Entonces le proponemos que lo pague en varias
mensualidades. Por ejemplo, aplazado a tres años, tendría que...
—Cuando le digo que quiero comprar un coche, es porque puedo.
Pago al contado.
El señor Ibrahim se molestó mucho. Desde luego, aquel vendedor no
paraba de meter la pata.
—Pues entonces extiéndanos un cheque de... —¡Ya está bien, hombre!
Le estoy diciendo que le pago al contado. Con dinero. Con dinero de
verdad.
Y puso los fajos de billetes sobre la mesa, unos preciosos fajos de
billetes viejos ordenados dentro de bolsas de plástico.
El vendedor casi se ahoga.
—Pero... pero es que... nadie paga en efectivo... no... no se puede...
—¿Pero qué pasa? ¿Es que esto no es dinero? Yo sí que he aceptado
todos estos billetes en mi caja. Pues ¿por qué usted no? Momo, ¿tú crees
que hemos venido a un sitio serio?
—Bueno. Vamos a hacerlo así. Se lo tendremos listo en quince días.
—¿Quince días? Pero eso no puede ser: ¡En quince días estaré muerto!
Dos días más tarde nos hicieron entrega del coche, delante de la tienda
de comestibles... ¡Él sí que sabía montárselo bien, el señor Ibrahim!
Cuando se subió al coche, se puso a tocar delicadamente todos los
mandos con sus dedos finos y largos, y después se secó la frente. Estaba
medio verde.
—Es que ya no sé, Momó.
—¿Pero aprendió a conducir?
—Sí, hace tiempo, con mi amigo Abduláhh. Pero... —¿Pero qué?
—Pues que entonces los coches no eran así.
Le costaba hasta respirar.
—Oiga, señor Ibrahim, ¿no será que los coches con los que usted
aprendió estaban tirados por caballos?
—No, Momo, por burros. Burros.
—Y ese carné de conducir del otro día, ¿qué era?
—Mmm... una vieja carta de mi amigo Abduláhh en la que me contaba
qué tal había ido la cosecha.
—¡Pues ahora sí que la hemos fastidiado!
—Tú lo has dicho, Momó.
—Y en ese Corán de usted, ¿no hay algún truquillo, como de
costumbre, que nos dé una solución?
—¿Tú qué crees, Momó? El Corán no es un manual de mecánica.
Sirve para las cosas del espíritu, pero no para esta chatarra. ¡Y además, en
el Corán, viajan en camello!
—Bueno, pues no se ponga usted nervioso, señor Ibrahim.
Al final el señor Ibrahim decidió que fuéramos juntos a clases de
conducir. Como yo no tenía la edad, oficialmente era él el que aprendía y
mientras, yo, me quedaba sentado en el asiento de atrás sin perder detalle de
las instrucciones del profesor de la autoescuela. Nada más acabar la clase,
sacábamos nuestro coche y yo me ponía al volante. Conducíamos de noche
por París, para evitar el tráfico.
Cada vez se me daba mejor.
Finalmente, llegó el verano y nos lanzamos a la carretera.
Hicimos miles de kilómetros. Atravesamos toda Europa por el sur, con
las ventanillas abiertas. Ibamos al Oriente Medio. Era increíble descubrir lo
interesante que se volvía el universo nada más empezar a viajar con el señor
Ibrahim. Como yo iba crispado al volante y me concentraba en la carretera,
él me iba describiendo los paisajes, el cielo, las nubes, los pueblos, sus
habitantes. La labia del señor Ibrahim, con su voz frágil como el papel de
fumar, con su pizca de acento, sus imágenes, sus exclamaciones, sus
expresiones de asombro salpicadas de una picardía de lo más diabólica,
todo eso es, para mí, el camino que va de París a Estambul. Europa no la vi,
la escuché. —¡Ahí va, Momó! Estamos en zona de ricos. Mira ¡hay
papeleras!
—¿Y qué pasa con las papeleras?
—Cuando quieras saber si estás en un sitio de ricos o de pobres, mira
las papeleras. Si no ves ni basura ni papeleras, es que son muy ricos. Si ves
papeleras y no hay basura, es que son ricos. Si ves basura al lado de las
papeleras, es que no son ni ricos ni pobres: es que es turístico. Si ves basura
y no hay papeleras, es que son pobres. Y si la gente vive entre la basura, es
que son muy, muy pobres. Aquí, éstos son ricos. —¡Pues claro, estamos en
Suiza!
—Oye, por la autopista no, Momó, por la autopista no. Autopista
quiere decir: «pase de largo, que no hay nada que ver». Es para los idiotas
que quieren ir lo más rápido posible de un sitio a otro. Pero nosotros no nos
dedicamos a la geometría. Nosotros viajamos. Búscame caminitos bien
bonitos que me enseñen todo lo que haya que ver.
—Se le nota que no es usted el que conduce, señor Ibrahim.
—Mira, Momó, si no quieres ver nada, pues te coges un avión, como
todo el mundo. —¿Aquí son pobres, señor Ibrahim?
—Sí, estamos en Albania. —¿Y ahí?
—Para el coche. ¿Notas el olor? Huele a felicidad. Estamos en Grecia.
La gente está quieta. Se toman su tiempo para vernos pasar. Respiran. Ves,
Momó, yo habré trabajado mucho toda la vida, pero he trabajado despacio,
tomándome todo el tiempo del mundo. No buscaba hacer números o ver
desfilar clientes, no. Ir despacio, ése es el secreto de la felicidad. ¿Qué
quieres hacer de mayor?
—Ni idea, señor Ibrahim. Bueno sí, quiero trabajar en importación-
exportación.
—¿Importación-exportación?
Ahora sí que le había marcado un tanto. Había encontrado la palabra
mágica: importación-exportación. Al señor Ibrahim se le llenaba la boca.
Eran palabras serias y al mismo tiempo aventureras, unas palabras que lo
trasladaban a uno a viajes, a barcos, a paquetes, a grandes cifras de negocio,
unas palabras tan pesadas como las sílabas que las formaban:
«¡importación-exportación!»
—Le presento a mi hijo Momó, que el día de mañana se dedicará a la
importación-exportación.
Jugábamos muchísimo. Me hacía entrar en templos religiosos con los
ojos tapados con un trapo para que yo adivinara, por el olor, de qué religión
se trataba.
—Aquí huele a cirio. Esto es católico.
—Sí, es San Antonio.
—Aquí huele a incienso. Es ortodoxo.
—Sí señor, es Santa Sofía.
—Aquí huele a pies. Esto es musulmán. ¡Jo, vaya pestazo!
—¿Cómo? ¡Pero si es la Mezquita Azul! O sea que un sitio que huele a
cuerpo no te parece bien, ¿no? Porque a ti, claro, los pies no te huelen
nunca, ¿no? Un lugar de oración que huele a hombre, que se haya
construido para el hombre, con hombres dentro, ¿eso te da asco? ¡Menudo
señorito parisino estás hecho tú! A mí, ese perfume a zapatos me da
seguridad. Me recuerda que no valgo más que mi vecino. Me huelo, nos
huelo. ¡Ah, ya me siento mejor!
A partir de Estambul, el señor Ibrahim habló menos. Se emocionaba.
—Dentro de poco vamos a llegar al mar de donde yo soy.
Cada día quería que viajáramos un poco más despacio. Había que
saborearlo todo. Tenía miedo, también.
—¿Y dónde está ese mar de donde es usted, señor Ibrahim?
Enséñemelo en el mapa.
—¡Ay! No me atosigues con los mapas, Momó. ¡Aquí no estamos en el
instituto!
Nos paramos en un pueblo de montaña.
—Estoy feliz, Momó. Estás conmigo y sé lo que pone en mi Corán.
Ahora te quiero llevar a bailar.
—¿A bailar, señor Ibrahim?
—Es absolutamente necesario. «El corazón del hombre es como un
ave prisionera en la jaula del cuerpo». Cuando bailas, el corazón canta
como un pájaro que anhela fundirse con Dios. Ven, vamos al tekké.
—¿Al qué? —¡Vaya discoteca más rara! —exclamé al atravesar el
umbral.
—Un tekké no es una discoteca, es un monasterio. Momo, pon ahí los
zapatos. ahí fue donde vi, por primera vez, a hombres haciendo el giro
derviche. Los derviches llevaban unas grandes túnicas pálidas, pesadas,
amplias. Al resonar de un tambor, los monjes se convirtieron en peonzas.
—¡Ves, Momo! Giran sobre sí mismos, giran en torno a su corazón,
que es el lugar de la presencia de Dios. Es como una oración. —¿A eso le
llama una oración usted?
—Pues claro, Momó. Pierden toda referencia terrenal, ese lastre al que
llamamos equilibrio, y se convierten en unas antorchas que se consumen en
un gran fuego. Pruébalo, Momó. Sigúeme.
El señor Ibrahim y yo nos pusimos a girar.
Durante los primeros giros pensé: Soy feliz con el señor Ibrahim.
Después, pensé: Ya no le tengo rencor a mi padre por haberse marchado. Ai
final, incluso llegué a pensar: Después de todo, mi madre no tenía mucho
donde escoger cuando...
—¿Qué tal, Momo, has sentido cosas bonitas?
—¡Sí, era increíble! Me estaba vaciando de odio. Si los tambores no
hubieran parado, quizá me habría ocupado del caso de mi madre. Ha
molado rezar así, señor Ibrahim, aunque habría preferido rezar con las
zapatillas puestas. Cuanto más pesado se vuelve el cuerpo, más ligera se
vuelve la mente.
A partir de ese día nos empezamos a parar con frecuencia para bailar
en tekkés que conocía el señor Ibrahim. A veces él no giraba, se contentaba
con tomarse un té y fruncir los ojos, pero yo giraba como un poseso. No, de
hecho, giraba para estar un poco menos poseso de mi rabia.
Por la noche, en las plazas de los pueblos, intentaba hablar un poco
con las chicas. Me esforzaba pero no daba muy buenos resultados, mientras
que el señor Ibrahim, sin hacer otra cosa que beber su Suze sabor anís con
una sonrisa, con su aspecto dulce y tranquilo, al cabo de una hora, tenía
siempre mogollón de gente a su alrededor.
—Te mueves demasiado, Momó. Si quieres tener amigos, no hay que
moverse.
—Señor Ibrahim, ¿usted cree que soy guapo?
—Eres muy guapo, Momó.
—No, no quiero decir eso. ¿Usted cree que yo sería bastante guapo
para gustarles a las chicas... sin tener que pagar?
—¡Dentro de unos años serán ellas las que pagarán por ti!
—Pues desde luego... lo que es ahora... el mercado está bien tranquilo.
—Lógico, Momó. ¿No te das cuenta de cómo lo haces? Te las quedas
mirando fijo como diciendo: «Fijaos lo guapo que soy». Y claro, no les
queda más remedio que echarse a reír. Las tienes que mirar con aire de
decir: «No he conocido a nadie más guapa que tú». Para un hombre
corriente, quiero decir un hombre como tú y como yo, no un Alain Delon ni
un Marión Brando, no, tu belleza es la que tú le encuentres a una mujer.
Estábamos mirando cómo se escondía el sol entre las montañas y el
cielo se ponía violeta. Papá se quedó mirando fijamente a la estrella
vespertina.
—Momó, nos han puesto delante una escalera para que podamos
escaparnos. El hombre primero fue mineral, después vegetal, después
animal. De eso, del animal, no consigue olvidarse y tiende con frecuencia a
convertirse en él otra vez. Y después se ha convertido en hombre dotado de
conocimiento, de raciocinio, de fe. ¿Te imaginas el camino que has
recorrido desde que eras polvo hasta hoy? Y más adelante, cuando hayas
superado tu condición de hombre, te convertirás en ángel. Ya habrás
acabado con la tierra. Cuando bailas, te entra ese presentimiento.
—Pss, puede. Yo, de todas formas, no me acuerdo de nada. ¿Usted se
acuerda, señor Ibrahim, de cuando fue una planta?
—Anda, pues ¿qué te crees que hago cuando me paso horas enteras sin
moverme sentado en mi taburete, en la tienda?
Y después llegó el famoso día en el que el señor Ibahim me anunció
que íbamos a llegar al mar donde había nacido y a encontrarnos con su
amigo Abduláhh. Estaba muy emocionado, como un jovenzuelo, y primero
quería ir solo, de avanzadilla, y me pidió que le esperara debajo de un olivo.
Era la hora de la siesta y me quedé dormido contra el árbol.
Cuando me desperté, el día ya se había esfumado. Esperé al señor
Ibrahim hasta media noche.
Fui caminando hasta el pueblo siguiente. Al llegar a la plaza, las
gentes se abalanzaron sobre mí. Yo no comprendía su idioma pero ellos me
hablaban animadamente y parecían conocerme muy bien. Me llevaron hasta
un caserón. Primero pasé por una sala larga en donde varias mujeres, en
cuclillas, estaban sollozando. Y después me llevaron ante el señor Ibrahim.
Estaba tendido, lleno de heridas, de moratones, de sangre. El coche se
había dado un trastazo contra una pared. Parecía estar muy débil.
Me tiré sobre él y reabrió los ojos y sonrió.
—Momó, aquí se acaba el viaje.
—¡Que no, que no hemos llegado al mar donde usted nació!
—Sí, yo ya estoy llegando. Todos los brazos del río se lanzan al mismo
mar. El mar único.
En ese momento, y contra mi voluntad, me eché a llorar.
—Momo, eso no me alegra.
—Es que temo por usted, señor Ibrahim.
—Pero yo no tengo miedo, Momo. Yo sé lo que pone en mi Corán.
Eso, justamente, fue una frase que no debería haber dicho, porque me
recordó demasiados buenos momentos y me puse a llorar con más fuerza.
—Momó, estás llorando por ti mismo, no por mí. Yo he tenido buena
vida. Soy viejo. He tenido una mujer, que murió hace ya mucho tiempo,
pero a la que sigo queriendo igual. He tenido a mi amigo Abduláhh, al que
saludarás de mi parte. Mi pequeña tienda de comestibles iba bien. La calle
Azul es una calle bonita, aunque no sea azul. Y después apareciste tú.
Para complacerlo, me tragué todas las lágrimas, hice un esfuerzo y
¡zas! sonrisa.
Se puso contento. Fue como si le doliera menos. ¡Zas! sonrisa
—No te preocupes. Yo no me muero, Momó. Me voy a reunir con el
Inmenso. ¡Toma ya!
Me quedé un ratito. Su amigo Abduláh y yo hablamos mucho de papá.
También estuvimos mucho rato haciendo el giro.
El señor Abduláh era como el señor Ibrahim, pero un señor Ibrahim
apergaminado, lleno de palabras nada corrientes, de poemas aprendidos de
memoria, un señor Ibrahim que hubiera pasado más tiempo leyendo que
haciendo sonar la caja registradora. A las horas que pasábamos girando en
el tekké, a eso él lo llamaba la danza de la alquimia, la danza que
transforma el cobre en oro. Citaba con frecuencia a Rumi y decía:

El oro no necesita de ninguna piedra filosofal.


Pero el cobre sí.
Mejórate.
Lo que vive, hazlo morir: eso es tu cuerpo.
Lo que está muerto, dale vida: eso es tu corazón.
Lo que está presente, ocúltalo: eso es el mundo de aquí abajo.
Lo que está ausente, hazlo venir: es el mundo de la vida futura.
Lo que existe, destrúyelo: es la pasión.
Lo que no existe, genéralo: es la intención.

Y desde entonces, incluso hoy en día, cuando las cosas no van bien,
hago el giro.
Giro una mano hacia el cielo, y giro. Giro una mano hacia la tierra y
giro. El cielo gira por encima de mí. La tierra gira por debajo de mí. Yo ya
no soy yo mismo sino uno de esos átomos que giran alrededor del vacío que
lo es todo.
Como decía el señor Ibrahim: «Tienes la inteligencia en el tobillo y tu
tobillo tiene una forma de pensar muy profunda.»
Regresé haciendo dedo. Me «encomendé a Dios», como decía el señor
Ibrahim cuando hablaba de los vagabundos: mendigué y dormí en la calle, y
eso también fue un bonito regalo. No quería gastarme los billetes que me
había metido en el bolsillo el señor Ibrahim, al abrazarme, justo antes de
marcharme.
Al volver a París, descubrí que el señor Ibrahim lo había previsto todo.
Me había emancipado. Por lo tanto, yo era libre y el heredero de su dinero,
de su tienda de ultramarinos y de su Corán.
El notario me entregó el sobre gris, del que saqué con cuidado el viejo
libro. Por fin iba a averiguar lo que ponía en su Corán.
En su Corán había dos flores secas y una carta de su amigo Abduláh.

***

Ahora, soy Momó, y toda la gente de la calle me conoce. Al final no


acabé metiéndome en importación-exportación. Sólo se lo había dicho así,
de golpe, al señor Ibrahim, para impresionarlo un poco.
Mi madre, de vez en cuando, viene a verme. Me llama Mohamed, para
que yo no me enfade, y me pregunta por Moisés. Yo la pongo al día.
Hace poco le anuncié que Moisés había encontrado a su hermano
Popol y que los dos se habían ido de viaje y que, a mi parecer, no se les
volvería a ver en mucho tiempo y que quizá ni valía ya la pena volver a
hablar del tema. Ella reflexionó profundamente (siempre se anda con
cuidado conmigo) y, después, susurró amablemente:
—Después de todo, quizá no esté tan mal la cosa. Hay infancias de las
que hay que salir, infancias de las que hay que curarse.
Le dije que la psicología no era mi especialidad, que la mía eran los
ultramarinos.
—Me gustaría mucho invitarte a cenar una noche, Mohamed. A mi
marido también le gustaría conocerte.
—¿De qué trabaja su marido?
—Profesor de inglés. —¿Y usted?
—Profesora de español.
—Ah, y en la cena, ¿qué idioma se va a hablar? ¡No, que es broma!
Vale, de acuerdo.
Se le puso un color todo rosado de alegría de que yo hubiera aceptado.
No, en serio, es verdad, daba gusto verle la cara de felicidad, como si le
hubiera acabado de instalar el agua corriente.
—Entonces, ¿va en serio? ¿Vendrás a cenar?
—Que sí, que sí.
Desde luego, es un poco raro que dos profesores de enseñanza pública
reciban a Mohamed, el tendero. Pero, bueno, ¿por qué no? No soy racista.
Pues eso, que ahora ya hemos tomado la costumbre de que todos los
lunes voy a su casa, con mi mujer y mis hijos. Como son cariñosos, mis
hijos, la llaman abuela, a la profe de español. ¡Y hay que verla! Se le cae la
baba. A veces se pone tan contenta que me pregunta discretamente si no me
molesta. Yo le digo que no, que tengo buen sentido del humor.
Y eso, ahora soy Momo, el de la tienda de comestibles de la calle
Azul, la calle Azul que sigue sin ser azul.
Todos me conocen como el árabe del barrio.
Árabe quiere decir que «el colmado está abierto desde las ocho de la
mañana hasta la medianoche, incluso los domingos».

FIN

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23/02/2011

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