El Señor Ibrahim y Las Flores Del Coran
El Señor Ibrahim y Las Flores Del Coran
El Señor Ibrahim y Las Flores Del Coran
Eric-Emmanuel Schmitt
El señor Ibrahim y las flores del Coran
FIN
Eric-Emmanuel Schmitt
Eric-Emmanuel Schmitt
El señor Ibrahim y las flores del Corán
A los trece años rompí mi cerdito y me fui de putas. Mi cerdito era una
hucha de porcelana vidriada, color vómito, con una ranura que dejaba meter
las monedas pero que no las dejaba salir. Mi padre había escogido esa
hucha de sentido único porque se correspondía con su visión de la vida: el
dinero está para guardarlo, no para gastarlo. Había doscientos francos en las
tripas del cerdito. Cuatro meses de trabajo.
Una mañana, antes de marcharme al instituto, mi padre me dijo:
—Moisés, no lo entiendo... Falta dinero... A partir de ahora, vas a
apuntar en el cuaderno de la cocina todo lo que vayas gastando al hacer la
compra.
O sea, que no bastaba con que me echaran la bronca en el instituto
igual que en casa, no bastaba con lavar la ropa, estudiar, hacer la comida,
encargarme de las compras; no bastaba con vivir solo en un enorme piso
negro, vacío y sin amor; con ser el esclavo, más que el hijo, de un abogado
sin pleitos y sin mujer. ¡Encima, ahora, resultaba que también era un ladrón!
Pues ya que era sospechoso de robar, decidí hacerlo de verdad.
Total, que en las tripas del cerdito había doscientos francos. Doscientos
francos era lo que costaba una chica de la calle Paraíso. Era el precio de
hacerse hombre.
Las primeras me pidieron el carné de identidad. A pesar de mi voz, a
pesar de mi peso (estaba gordo como un saco de golosinas), no se acababan
de creer que tuviera los dieciséis años que les declaraba. Debía de ser que
me habían ido viendo pasar y crecer, durante todos esos años, enganchado a
mi bolsa de malla llena de verduras.
Al fondo de la calle, bajo el porche, había una chica nueva. Era
rechonchita, guapa como ella sola. Le enseñé mi dinero. Me sonrió. —
¿Tienes dieciséis años, tú?
—Sí, sí. Desde esta mañana.
Subimos. No me lo podía creer: tenía veintidós años, era toda una
mujer y era toda para mí. Me explicó cómo había que lavarse, y después
cómo se hacía el amor...
Evidentemente, yo ya lo sabía, pero la dejé hablar, para que se sintiera
más a gusto, y además porque me molaba su voz, así como un poco
mosqueada y un poco tristona. Todo el tiempo que pasé con ella, estuve a
punto de desmayarme. Al final, me acarició la cabeza, con dulzura, y me
dijo:
—Tendrás que volver y traerme un regalito.
Eso casi me fastidió toda la alegría: me había olvidado del regalito. Ya
está, ya era todo un hombre. Había recibido el bautismo entre los muslos de
una mujer. Apenas si me aguantaba de pie de lo que me temblaban las
piernas y ya habían comenzado los problemas: se me había olvidado el
famoso regalito.
Volví a casa corriendo, entré como una exhalación en mi cuarto, miré a
mi alrededor para ver qué era lo mejor que le podía regalar, y me fui
volando a la calle Paraíso. La chica seguía bajo el porche. Le regalé mi
osito de peluche.
Fue más o menos en esa misma época cuando conocí al señor Ibrahim.
El señor Ibrahim siempre había sido viejo. Según recuerdan
unánimemente todos los de la calle Azul y la calle Faubourg-Poissoniére,
siempre se le había visto sentado en su tienda de comestibles, desde las
ocho de la mañana hasta la medianoche, encorvado como un arbotante entre
la caja y los productos de limpieza, con un pie en la calle y el otro debajo de
las cajas de cerillas, con una bata gris sobre su camisa blanca, con dientes
de marfil bajo su bigote reseco, y con sus ojos tono pistacho, entre verde y
marrón, más claros que su piel morena moteada de sabiduría.
Porque al señor Ibrahim, según el decir general, se le consideraba todo
un sabio. Sin duda porque hacía al menos cuarenta años que era el árabe de
una calle judía y porque sonreía mucho y hablaba poco. Sin duda porque
parecía vivir ajeno a la agitación cotidiana de los mortales, sin moverse
jamás, como una rama que se hubiera injertado en el taburete, sin recoger
jamás su puesto delante de nadie, y desapareciendo quién sabe dónde entre
la medianoche y las ocho de la mañana.
Pues eso, que todos los días yo hacía la compra y la comida. Sólo
compraba latas. Si iba a comprarlas cada día no era para que estuvieran
frescas, no, sino porque mi padre sólo me daba dinero para los gastos de un
día, ¡y, además, las raciones individuales eran más fáciles de cocinar!
Cuando empecé a robarle a mi padre para castigarle por haber
sospechado de mí, también empecé a robarle al señor Ibrahim. Me daba un
poco de vergüenza pero, para luchar contra esa vergüenza, en el momento
de pagar pensaba con todas mis fuerzas: ¡Pero si no es más que un árabe!
Cada día miraba fijamente al señor Ibrahim a los ojos y eso me daba
más valor. ¡Pero si no es más que un árabe!
—Yo no soy árabe, Momó, soy del Creciente Fértil.
Recogí las cosas que había comprado y salí a la calle, grogui. ¡El señor
Ibrahim me leía el pensamiento! Entonces, si me leía el pensamiento,
¿sabría también que le sisaba cosas?
Al día siguiente no le robé ninguna lata, pero le pregunté: —¿Qué es el
Creciente Fértil? Confieso que me había pasado toda la noche
imaginándome al señor Ibrahim sentado sobre el cuerno de un cruasán de
oro y volando en un cielo estrellado.
—Es el nombre que se le da a una región que va desde Anatolia hasta
Persia, Momó.
El día siguiente, al sacar el monedero, añadí: —No me llamo Momó,
sino Moisés. Y al siguiente día fue él quien añadió: —Ya sé que te llamas
Moisés. Justamente por eso te llamo Momó, para que resulte menos
impresionante.
Al día siguiente, mientras contaba los céntimos, le pregunté: —¿Y a
usted qué más le da? Moisés es judío, no es árabe.
—No soy árabe, Momo, soy musulmán.
—Entonces, ¿por qué dicen que usted es el árabe de la calle si no es
árabe?
—Árabe, Momo, quiere decir «abierto desde las ocho de la mañana
hasta la medianoche, incluso los domingos», en la tienda de comestibles.
Así iba la conversación. Una frase por día. Teníamos tiempo. Él,
porque era viejo, y yo, porque era joven. Y, un día sí y otro no, le robaba
una lata de conservas.
Creo que habríamos tardado un año o dos para acabar toda una
conversación de una hora de no haber sido porque nos encontramos con
Brigitte Bardot.
Gran bullicio en la calle Azul. Han parado la circulación. Han cortado
la calle. Se rueda una película.
Todo lo que tiene sexo en la calle Azul, la calle Papillon y Faubourg-
Poissoniére está revolucionado. Las mujeres quieren comprobar si la Bardot
está tan buena como dicen. Los hombres han dejado de pensar: la capacidad
de discurrir se les ha quedado enganchada en la cremallera de la bragueta.
¡Ha venido Brigitte Bardot! ¡La Bardot en carne y hueso!
Yo, me asomo a la ventana. La miro y me recuerda a la gata de los
vecinos del cuarto, una preciosa gatita a la que le encanta estirarse al sol en
el balcón y que da la sensación de que sólo vive, respira y parpadea para
provocar admiración. Pensándolo bien, descubro también que se parece a
las putas de la calle Paraíso, sin darme cuenta de que, en realidad, son las
putas de la calle Paraíso las que se disfrazan de Brigitte Bardot para llamar
la atención de los clientes. Y entonces, para gran estupor mío, me doy
cuenta de que también el señor Ibrahim ha salido hasta el umbral de su
puerta. Es la primera vez, al menos desde que yo existo, que se ha levantado
de su taburete.
Después de observar al animalito Bardot pavonearse delante de las
cámaras, pienso en la guapa rubia que ya es dueña de mi osito, y decido
bajar a la tienda del señor Ibrahim y aprovechar su despiste para
escamotearle algunas latas. ¡Qué rollo! Se ha vuelto a sentar detrás de su
caja registradora. Le ríen los ojos al contemplar a la Bardot por encima de
sus jabones y sus pinzas de la ropa. Nunca antes lo había visto así. —¿Está
usted casado, señor Ibrahim?
—Sí, claro que estoy casado.
No está acostumbrado a que le hagan preguntas.
En ese preciso instante podría haber jurado que el señor Ibrahim no era
tan viejo como creía todo el mundo. —¡A ver, señor Ibrahim! Imagínese
que está en un barco, con su mujer y Brigitte Bardot. El barco se hunde.
¿Qué decide hacer usted?
—Apuesto que mi mujer sabe nadar.
Nunca he visto unos ojos reírse tanto como aquéllos. Los ojos del
señor Ibrahim se reían a mandíbula batiente y armaban un ruido de mil
demonios.
De repente, ¡zafarrancho de combate! el señor Ibrahim se pone firme:
Brigitte Bardot entra en el colmado.
—Buenos días. ¿Me podría dar una botella de agua, por favor?
—Por supuesto, señorita.
Y entonces, sucede lo inimaginable: el señor Ibrahim, en persona, se
levanta para ir a buscarle una botella de agua en la sección correspondiente,
y se la trae.
—Muchas gracias. ¿Qué le debo?
—Cuarenta francos, señorita.
La Bardot se sobresalta. Yo también. Una botella de agua costaba dos
francos, en aquella época, ¡no cuarenta!
—No sabía que el agua era tan escasa por aquí.
—No es el agua lo que escasea, señorita, sino las verdaderas estrellas.
Se lo dijo con tanto encanto, con una sonrisa tan irresistible, que
Brigitte Bardot se sonrojó levemente, le dio los cuarenta francos y se fue.
No me lo podía creer. —¡Ostras, señor Ibrahim, qué cara tiene!
—Hombre, Momo, de alguna forma tengo que recuperar el dinero de
todas las latas que me robas.
Ese día fue cuando nos hicimos amigos.
Es verdad que, a partir de aquel día, habría podido ir a pillar latas a
otra parte, pero el señor Ibrahim me hizo jurarle una cosa:
—Momo, si quieres seguir robando, ven a robar a mi tienda.
Y después, durante los días siguientes, el señor Ibrahim me explicó un
buen puñado de trucos para sacarle pasta a mi padre sin que se diera cuenta:
ponerle pan de la noche anterior o de dos días antes pasándoselo antes por
el horno; ir añadiendo achicoria paulatinamente en el café; reutilizar las
bolsitas de té; prolongarle su vino Beaujolais de todos los días mezclándolo
con vino de tres francos; pero la idea más genial, la que demostraba que el
señor Ibrahim era todo un experto, fue la de sustituirle las terrinas de foie-
gras por otras de paté para perros.
Gracias a la intervención del señor Ibrahim, se había producido una
fisura en el mundo de los adultos, no presentaba ya el mismo muro
uniforme contra el que yo me daba de cabezazos, sino que una mano se me
tendía a través de una rendija.
Había vuelto a ahorrar doscientos francos. Iba a poder demostrarme
otra vez que era todo un hombre.
Calle Paraíso. Caminaba derecho hacia el porche donde se ponía la
nueva propietaria de mi osito. Le llevé una concha que me habían regalado,
una concha de verdad, que me habían traído del mar, del mar de verdad.
La chica me brindó una sonrisa.
En ese mismo momento salieron de los arcos un hombre que corría
como una rata y una puta, detrás de él, que lo perseguía y gritaba: —
¡Ladrón! ¡Mi bolso! ¡Cojan a ese ladrón!
Sin pensármelo ni un momento, estiré la pierna hacia delante. El
ladrón se dio de morros unos metros más para allá. Me lancé sobre él.
El ladrón me miró, vio que yo no era más que un crío, sonrió, a punto
de pegarme un palizón. Pero como la chica se lanzó a la calle gritando
como loca, se puso de pie y se piró.
Afortunadamente, los alaridos de la puta me llenaron los músculos de
fuerza.
Se me acercó, titubeante con sus tacones altos. Le devolví el bolso.
Ella, encantada, se lo apretó contra su opulento pecho que tan bien sabía
gemir.
—Gracias, pequeñín. ¿Qué puedo hacer por ti? ¿Quieres subir a la
habitación?
Era un vejestorio. Tenía por lo menos treinta años. Pero, tal y como me
había dicho el señor Ibrahim, a una mujer nunca se la puede contrariar.
—Vale.
Subimos a su habitación. La dueña de mi osito tenía cara de estar
indignada porque le habían quitado a su cliente, yo. Cuando pasamos por
delante de ella, me sopló en el oído:
—Vente mañana. Yo también te lo haré gratis.
Pero no me esperé al día siguiente...
Entre el señor Ibrahim y las putas, la vida con mi padre se me hacía
cada vez más cuesta arriba. Había cogido la costumbre de hacer una cosa
espantosa y mareante: dedicarme a comparar. Cuando estaba con mi padre,
siempre tenía frío. Con el señor Ibrahim y las putas, se estaba más calentito,
había más claridad.
Contemplaba la biblioteca hereditaria, alta y profunda. Todos esos
libros que se supone que contienen la quintaesencia de la mente humana, el
inventario de las leyes, la sutileza de la filosofía, los miraba en la oscuridad
(«Moisés, cierra las contraventanas, que la luz se come las
encuademaciones»), y después contemplaba a mi padre leyendo en su
sillón, aislado en el círculo de luz de la lámpara de pie que, a modo de
conciencia amarilla, flotaba por encima de sus páginas. Se mantenía
enclaustrado entre los muros de su ciencia. Me prestaba la atención que se
le puede prestar a un perro (de hecho, detestaba a los perros), pero sin tan
siquiera sentir la tentación de tirarme un hueso de sus conocimientos. Si yo
hacía un poco de ruido...
—Moisés, no hagas ruido. Estoy leyendo. Yo trabajo, sabes...
—Uy, perdón.
El trabajo: ésa era la gran palabra, la justificación absoluta...
—Perdona, papá.
—¡Menos mal que tu hermano Popol no era así!
Popol era la otra forma de decir que yo era un cero a la izquierda.
Cuando yo hacía algo mal, mi padre siempre me restregaba por la cara la
imagen de mi hermano mayor, Popol. «En el colegio, Popol era muy
aplicado». «A Popol le encantaban las matemáticas» y «no ensuciaba nunca
la bañera». «Popol no hacía pis fuera de la taza». «A Popol le gustaba
mucho leer los libros que le gustan a Papá».
En el fondo no estuvo tan mal que mi madre se marchara con Popol,
poco después de haber nacido yo. Bastante esfuerzo costaba ya pelear
contra un recuerdo como para tener que convivir con una perfección
andante como Popol. Eso habría superado todas mis fuerzas.
—Papá, ¿crees que Popol me habría querido?
Mi padre se me queda mirando, o más bien intentando descifrarme,
con espanto. —¡Pero qué cosas preguntas!
Ésa fue la respuesta que recibí: «¡Pero qué cosas preguntas!».
Yo había aprendido a mirar a la gente a través de los ojos de mi padre.
Con desconfianza, con desprecio... Hablar con el tendero árabe, aunque no
fuera árabe (ya que «árabe quiere decir que la tienda de ultramarinos está
abierta desde las ocho de la mañana hasta la medianoche, incluso los
domingos»), y hacerles favores a las putas, ésas eran las dos cosas que yo
ocultaba en un cajón secreto de mi mente, ya que, oficialmente, esas cosas
no formaban parte de mi vida. —¿Por que no sonríes nunca, Momó? —me
preguntó el señor Ibrahim.
Esa pregunta me sentó como un puñetazo, como una patada para la que
yo no estaba preparado.
—Sonreír es cosa de ricos, señor Ibrahim. Yo no me lo puedo permitir.
Pues justo para darme la vara, sonrió. —¿O sea que tú crees que yo
soy rico?
—Pero si usted siempre tiene la caja llena de billetes. No conozco a
nadie que tenga tal cantidad de billetes delante de sus narices todo el día.
—Pero estos billetes me sirven para pagar las mercancías y también
este local. Pero a fin de mes, siempre me queda muy poco, sabes.
Y me sonreía aún más, como para burlarse de mí.
—Mire, señor Ibrahim, cuando digo que sonreír es cosa de ricos,
quiero decir que es lo que hace la gente feliz.
—Pues ése es justamente tu error. Es el sonreír lo que le hace a uno
sentirse feliz.
—¡Y un huevo!
—Pruébalo.
—¡Que y un huevo, le estoy diciendo!
—Pero tú eres un chico bien educado, ¿verdad, Momo?
—¡Qué remedio! A base de tortas.
—Ser bien educado está bien. Pero ser amable es mejor. Intenta sonreír
y verás.
Bueno, la verdad es que, después de todo, pidiéndomelo así tan amable
el señor Ibrahim, que me pasa alguna que otra lata de chucrut con
guarnición calidad superior así como quien no quiere la cosa, pues vale la
pena probarlo...
Al día siguiente, me comporto como un enfermo total al que le hubiera
picado algo durante la noche: voy sonriendo a todo el mundo.
—No, Seño, lo siento, no he comprendido este ejercicio de mates.
¡zas! Sonrisa. —¡No he sabido hacerlo!
—Vale, Moisés, te lo vuelvo a explicar.
Lo nunca visto. Sin broncas, sin regañinas. Nada.
En el comedor... —¿Me puede poner un poco más de crema de
castañas? ¡Zas! Sonrisa.
—Sí, y con queso blanco... me la dan.
En la clase de gimnasia, reconozco que se me han olvidado las
zapatillas de deporte. ¡Zas! Sonrisa.
—Profe, es que todavía se estaban secando...
El profe se ríe y me da una palmadita en el hombro. ¡Qué borrachera!
Nada se me resiste ya. El señor Ibrahim me ha dado el arma perfecta. Me
dedico a ametrallar a todo el mundo con mi sonrisa. Ya no se me trata como
a una cucaracha.
De vuelta del instituto, voy corriendo a la calle Paraíso y me dirijo a la
puta más guapa, una negra enorme que siempre me ha rechazado: —¡Qué
hay! ¡Zas! Sonrisa. —¿Subimos? —¿Tú tienes dieciséis años? —¡Pues
claro que tengo dieciséis años, desde hace tiempo! ¡Zas! Sonrisa. subimos.
después, mientras me estoy vistiendo, le cuento que soy periodista, que
estoy escribiendo un gran libro sobre las prostitutas... ¡zas! Sonrisa. ... que
necesito que me cuente algo de su vida, si a ella no le importa. —¿Es
verdad, eso de que eres periodista? ¡Zas! Sonrisa.
—Sí. Bueno, soy estudiante de periodismo... Me cuenta cosas. Me fijo
en cómo le palpitan suavemente los pechos a medida que se va animando a
hablar. No me lo puedo creer. Una mujer me está hablando, hablando
conmigo. Una mujer. Sonrisa. Ella sigue hablando. Sonrisa. Ella sigue
hablando.
Por la tarde, cuando mi padre vuelve a casa, le ayudo a quitarse el
abrigo como de costumbre y me planto delante de él, a plena luz, para
asegurarme de que me ve bien. —La cena está lista. ¡Zas! Sonrisa. Me mira
sorprendido.
Sigo sonriéndole. La verdad es que resulta agotador, después de todo
un día, pero yo, aguanto. —Oye, tú has hecho alguna trastada. Ahora sí que
me desaparece la sonrisa. Pero no desespero. En el postre, vuelvo a
intentarlo. ¡Zas! Sonrisa.
Me observa incómodo.
—Acércate —me dice.
Siento que mi sonrisa está ganando. ¡Toma ya! Una nueva víctima. Me
acerco a él. ¿Es que me querrá dar un beso? Una vez me contó que a Popol
le gustaba mucho darle besos, que era un mimosón. ¿Sería que Popol había
descubierto el truco de la sonrisa desde que nació? O, si no, que a mi madre
le había dado tiempo a enseñárselo, a Popol.
Estoy cerca de mi padre, contra su hombro. Veo cómo le parpadean las
pestañas. Yo sigo sonriendo y casi se me rompe la boca.
—Vamos a tener que ponerte un aparato. No me había dado cuenta de
que tienes los dientes hacia delante.
Esa noche fue cuando cogí la costumbre de ir a ver al señor Ibrahim
por la noche, una vez que mi padre se había acostado.
—Es culpa mía. Si yo fuera como Popol, a mi padre le sería más fácil
quererme.
—¿Y tú qué sabes? Popol ya no está aquí.
—¿Y qué?
—Pues que quizás él no aguantaba a tu padre.
—¿Usted cree?
—Se ha ido. Ahí tienes la prueba.
El señor Ibrahim me dio sus monedas amarillas para que las colocara
en cartuchos. Eso me ayudaba a calmarme un poco. —¿Conoció usted a
Popol? Señor Ibrahim, ¿conoció usted a Popol? ¿Qué le parecía a usted
Popol?
Dio un golpe seco a la caja, como para evitar que hablara.
—Momó, mira lo que te digo: te prefiero cien veces, mil veces, antes
que a Popol.
—¿Ah, sí?
Eso me puso bastante contento, pero no quise que se me viera. Cerré
los puños y enseñé un poco los dientes. A la familia hay que defenderla.
—A ver, eh, que no le permito que hable mal de mi hermano. ¿Qué
tenía usted en contra de Popol?
—Era muy majo, Popol, muy majo. Pero, si me lo permites, yo
prefiero a Momó.
Fui todo un caballero y se lo perdoné.
La semana siguiente, el señor Ibrahim me envió a ver a un amigo suyo,
el dentista de la calle Papillon. Desde luego, el señor Ibrahim era un hombre
con influencias. Al día siguiente me dijo:
—Momó, sonríe menos, que ya está bien. ¡Que no, que es broma!... Mi
amigo me ha asegurado que no te hace falta un aparato para los dientes.
Se inclinó hacia mí, con esos ojillos sonrientes suyos.
—Imagínate en la calle Paraíso, con todo ese hierro en la boca. ¿A cuál
crees que le podrías seguir haciendo creer que tienes dieciséis años?
Ahí sí que me metió un gol, el señor Ibrahim. De repente, fui yo el que
le pidió algunas monedas, para reponerme del impacto.
—Pero, ¿cómo sabe usted todo eso, señor Ibrahim?
—Pero si yo no sé nada. Yo sólo sé lo que pone en mi Corán.
Seguí haciendo algunos cartuchos de monedas.
—Momó, está muy bien ir a ver a las profesionales. Las primeras
veces, siempre hay que ir con profesionales, con mujeres que conozcan bien
su profesión. Más adelante, cuando compliques las cosas, cuando metas
sentimientos de por medio, sabrás apreciar a las novatas.
Me sentí mejor. —¿Usted frecuenta la calle Paraíso?
—El Paraíso es de entrada libre.
—¡Venga ya, no se pase, señor Ibrahim! No me va usted a decir que, a
su edad, sigue yendo de putas.
—¿Por qué? ¿Es que está reservado a los menores de edad?
Ahí me di cuenta de que había dicho una gilipollez.
—Momó, ¿qué tal si nos damos un paseo juntos?
—¡Anda!, ¿pero es que usted sale a andar a veces?
—¡Toma ya! —pensé—. Otra gilipollez.
Pero ahora, añadí una gran sonrisa.
—O sea, lo que quiero decir es que como siempre lo he visto aquí,
sentado en ese taburete...
Pero daba igual, estaba más contento que unas castañuelas.
Unos días después volvió a casa más pálido que de costumbre. Empecé
a sentirme culpable y me dije que, a fuerza de hacerle zampar comida para
perros, seguramente le había fastidiado la salud.
Se sentó y me hizo una señal de que quería decirme algo.
Pero tardó más de diez minutos en conseguirlo.
—Me han despedido, Moisés. Ya no quieren que vuelva al gabinete
donde trabajo.
La verdad es que, a mí, no me extrañó demasiado que nadie tuviera
ganas de trabajar con mi padre, porque es que deprimía hasta a los presos.
Pero, al mismo tiempo, nunca se me había ocurrido que un abogado podía
dejar de ser abogado.
—Voy a tener que empezar a buscar trabajo. En otra parte. Nos vamos
a tener que apretar el cinturón, hijo mío.
Se fue a la cama. Era evidente que no le interesaba saber qué pensaba
yo al respecto.
Bajé a la tienda del señor Ibrahim, que sonreía mientras masticaba
cacahuetes.
—¿Usted cómo se lo monta para ser feliz, señor Ibrahim?
—Sé lo que dice mi Corán.
—Pues un día se lo voy a tener que chorizar, su Corán, aunque eso no
lo haga nunca un judío.
—¡Bah! Y para ti, Momó, ¿qué quiere decir eso de ser judío?
—Pues ni idea. Para mi padre quiere decir estar deprimido todo el
santo día. Para mí... no es más que una cosa que me impide ser otra cosa.
El señor Ibrahim me ofreció un cacahuete.
—No tienes buenos zapatos, Momó. Mañana vamos a ir a comprarte
zapatos.
—Sí, pero...
—El hombre se pasa la vida en dos sitios solamente: en su cama y en
sus zapatos.
—No tengo pasta, señor Ibrahim.
—Pues te los compro yo. Te los regalo. Momó, sólo tienes un par de
pies y hay que cuidarlos. Si los zapatos te hacen daño, hay que cambiarlos,
¡porque los pies no te los vas a poder cambiar nunca!
***
Y desde entonces, incluso hoy en día, cuando las cosas no van bien,
hago el giro.
Giro una mano hacia el cielo, y giro. Giro una mano hacia la tierra y
giro. El cielo gira por encima de mí. La tierra gira por debajo de mí. Yo ya
no soy yo mismo sino uno de esos átomos que giran alrededor del vacío que
lo es todo.
Como decía el señor Ibrahim: «Tienes la inteligencia en el tobillo y tu
tobillo tiene una forma de pensar muy profunda.»
Regresé haciendo dedo. Me «encomendé a Dios», como decía el señor
Ibrahim cuando hablaba de los vagabundos: mendigué y dormí en la calle, y
eso también fue un bonito regalo. No quería gastarme los billetes que me
había metido en el bolsillo el señor Ibrahim, al abrazarme, justo antes de
marcharme.
Al volver a París, descubrí que el señor Ibrahim lo había previsto todo.
Me había emancipado. Por lo tanto, yo era libre y el heredero de su dinero,
de su tienda de ultramarinos y de su Corán.
El notario me entregó el sobre gris, del que saqué con cuidado el viejo
libro. Por fin iba a averiguar lo que ponía en su Corán.
En su Corán había dos flores secas y una carta de su amigo Abduláh.
***
FIN
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23/02/2011