Los Secuestradores de Burros

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Título original: THE DONKEY RUSTLERS
© 1968, Gerald Durrell
© De la traducción: 1982, María Luisa Balseiro
©De esta edición:
2019, Santillana Infantil y Juvenil, S. L.
Avenida de los Artesanos, 6. 28760 Tres Cantos (Madrid)
Teléfono: 91 744 90 60

ISBN: 978-84-9122-049-7
Depósito legal: M-37.852-2015
Printed in Spain - Impreso en España

Cuarta edición: octubre de 2019


Más de 50 ediciones publicadas en Santillana

Directora de la colección:
Maite Malagón
Editora ejecutiva:
Yolanda Caja
Dirección de arte:
José Crespo y Rosa Marín
Proyecto gráfico:
Marisol del Burgo, Rubén Chumillas, Julia Ortega y Álvaro Recuenco

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Los secuestradores
de burros
Gerald Durrell
Ilustración de cubierta de María Jesús Santos
Para mi ahijado adoptivo,
Andreas Damaschinos,
que vive en una isla
donde bien podría haber sucedido
lo que aquí se cuenta.
1

Melisa

Melisa es una isla perdida en el mar Jónico. Es 9


tan pequeña, y está tan a trasmano, que muy poca
gente sabe de su existencia. Es una isla afortunada
porque tiene agua en abundancia; el campo está
poblado de olivares y cipreses y en ciertas épocas
se ven grandes extensiones cubiertas de flores de
almendro blancas y rosadas. Una vez al año visi-
ta la isla un barquito de turistas que atraca en el
puerto de Melisa, y allí los turistas desembarcan
en pelotón y compran grandes cantidades de fal-
sas antigüedades griegas, que constituyen la prin-
cipal fuente de ingresos de los alfareros del lugar.
La isla se enorgullece de tener una pequeña co-
lonia extranjera, compuesta en primer lugar por
un francés muy anciano, que reside en una villa
apartada y muy raras veces se deja ver en público.
Se rumorea que está recuperándose de un amor
desgraciado, pero a juzgar por el número de cam-
pesinas que tiene empleadas en la villa, todas ellas
rollizas y de buen ver, se diría que ha encontrado el
antídoto ideal para sus penas. También hay dos se-
ñoras inglesas de cierta edad que se pasan la vida
rescatando gatos extraviados, haciendo buenas
obras y dando aburridísimas lecciones de inglés a
10 los melisiotas que desean adquirir conocimientos
de esa lengua.
Esa es, por así decirlo, la población estable, pero
durante los meses de verano, las pocas gentes que
saben de la existencia de Melisa (y que además son
lo bastante inteligentes) alquilan destartaladas vi-
llas en el campo y van allí a tomar el sol y a bañar-
se en el mar templado, con lo cual cada año le van
tomando más cariño a la isla y a sus simpáticos y
bondadosos habitantes. Verdaderamente, Melisa
es una especie de mundo al revés en el que la lógi-
ca no tiene nada que hacer; en Melisa puede pasar
cualquier cosa, y a menudo pasa.
El santo patrón de Melisa es San Policarpo.
Una vez, en el transcurso de sus viajes en 1230,
un siroco le apartó de  su rumbo y el santo no
tuvo más remedio que quedarse en la isla hasta
que mejoró el tiempo. En señal de gratitud por la
hospitalidad que se le había mostrado, hizo obse-
quio a la isla de un par de vetustas zapatillas. Los
melisiotas, conmovidos por tanta generosidad,
inmediatamente le nombraron su santo patrón, y
de allí en adelante las zapatillas, cuidadosamente
colocadas en un relicario, fueron el núcleo de toda
ceremonia religiosa. 11
En la parte norte de la isla hay un pueblecito
que se llama Kalanero. Está subido en lo alto del
monte, y a sus pies se extiende una fértil llanura
cultivada que llega hasta el mar. Todas las maña-
nas se levantan los aldeanos y descienden en ­burro
por la ladera —habrá sus buenos cuatro o cinco
kilómetros— para trabajar sus campos. En el cen-
tro del pueblo se alza una gran villa veneciana que
lleva trescientos años o más desmoronándose bajo
el sol.
Durante mucho tiempo, los aldeanos miraron
aquella villa con cierta animosidad, porque la poca
gente que llegaba hasta allí no la alquilaba nunca,
por lo cual no podía Kalanero presumir como otros
pueblos de poseer villas habitadas por forasteros.
Hasta que un día llegaron los Finchberry-White.
El padre, general de división Finchberry-White,
era la viva imagen de lo que para los melisiotas debía
ser un inglés: era alto y un poco corpulento, y por
todas partes se movía con aires de ser el amo. Pero
la verdad es que en el fondo era un melisiota. Poseía
un raro talento —raro entre los ingleses, por lo me-
nos—, que era su facilidad para los idiomas. No re-
12 cuerdo ahora mismo cuántos idiomas hay en Euro-
pa, pero, sean los que fuesen, el general los hablaba
todos tan bien como un nativo. Así que para el cam-
pesinado local presentaba el atractivo inmediato de
ser un inglés que, cosa nunca vista, hablaba griego. Y
tenía otro atractivo más: había perdido una pierna
y llevaba una postiza de aluminio, articulada, sobre
la cual en los momentos de tensión ejecutaba com-
plicados ritmos de tambores africanos.
En cuanto descubrió la villa de Kalanero, la
alquiló para mucho tiempo, y ni que decir tiene
que los lugareños se llevaron una gran alegría.
Ahora no solo iba a vivir entre ellos un inglés,
sino un inglés que hablaba griego y que, además,
era evidentemente un héroe de la guerra, por-
que le faltaba una pierna. La aldea se dividió en
dos corrientes de opinión acerca de cómo lo ha-
bía logrado. Medio Kalanero insistía en que le
había ocurrido mientras tomaba Roma él solo;
el otro medio Kalanero estaba convencido de
que le había pasado mientras tomaba Berlín él
solo. Lo que no sabía nadie era que el general ha-
bía perdido la pierna un día que bebió más de la
cuenta y se cayó por las escaleras de la casa de un
amigo suyo en Chelsea. Pero la verdad es que era 13
su dominio de la lengua griega lo que le hacía ser
más querido de todos.
El general solo tenía una ambición en la vida,
y esa ambición era pintar. Pero la pierna mala no
le permitía recorrer sino distancias muy cortas.
Esa fue la razón de que alquilara la villa de Kala-
nero sin pensarlo dos veces. Tenía una amplia te-
rraza desde la cual se dominaba un panorama de
cipreses con el mar de fondo, y, por lo tanto, era
un buen sitio para pintar. El general instalaba el
caballete y pintaba muchos y malísimos cuadros
de cipreses, porque en su opinión era un árbol fá-
cil de dibujar y poniéndoles muchos colorines por
detrás se conseguían unos paisajes que no tenían
nada que envidiar a los de la Real Academia. Así,
con una persistencia que estoy seguro de que fue
la misma que le valió sus galones, pintaba un cua-
dro tras otro desde aquel mismo punto de vista,
para su completa satisfacción y la de los aldeanos,
los cuales, naturalmente, le trataban con una re-
verencia de la que el propio Rembrandt se habría
enorgullecido.
Había también, claro está, una señora Finch-
14 berry-White y dos niños, un niño y una niña. La
esposa del general era una de esas señoras inglesas
un tanto ajadas que debieron de ser muy guapas
en su juventud, y ahora llevaba el peso de los años
con suma elegancia. Dedicaba su tiempo a deam-
bular distraídamente, recoger flores silvestres y
organizar comidas totalmente desorganizadas a
intervalos irregulares. Pero, por supuesto, los pro-
tagonistas de esta historia son dos niños: David y
Amanda.

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