Guardini (El Ojo y El Conocimiento Religioso)

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E L O J O Y E L C O N O C I M I E N TO R E L I G I O S O

[ R E F L E X I O N E S F I L O S Ó F I C A S S O B R E L A C A RTA A LOS
R O M A N O S , 1, 19-21] ( 6 )

En el primer capítulo de la Carta a los Romanos, nos dice San


Pablo: “lo que de Dios se puede conocer está en ellos (los hombres)
manifiesto, Dios se lo manifestó. Porque, desde la creación del
mundo, lo invisible (en sí) de Dios se deja ver en sus obras con (el
ojo de) la inteligencia: tanto su eterno poder como su divinidad.
Para que sean inexcusables, pues, conociendo sin duda a Dios, no
le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, antes se desvane-
cieron en sus pensamientos y se entenebreció su insensato corazón”
(vv. 19-21).
Estas palabras tienen sin duda un significado más vivo y más rico
de lo que se supone la mayor parte de las veces. Las páginas que
siguen parten, en primer lugar, de presupuestos filosóficos, pero tal
vez representen una ayuda para la interpretación de este texto. Y, en
este sentido, quieren presentarse como una hipótesis de trabajo.

En sus Consideraciones sobre la historia universal, Jacob Burckhardt


(1818-1897), cuando llega a hablar de la religión, plantea el problema
de cómo surgió. Examina entonces diversas teorías y acaba concluyen-
do que la fuente de la religión se encuentra en la necesidad metafísica

(6) “El ojo y el conocimiento religioso” es el primer capítulo del libro Los senti -
dos y el conocimiento religioso.

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del hombre (ed. Kroner, pág. 41 y ss.). La forma como Burckhardt se


plantea la pregunta es característica de todo el pensamiento moderno.
Éste presupone, en efecto, sin más, que la religión “surgió”, es decir,
que se la puede diluir en funciones y reducir a causas.
La ciencia de las religiones responde a esta cuestión de diversas
maneras. Así, se dice, por ejemplo, que la religión nace del miedo;
o más exactamente, del temor especial del hombre primitivo, que se
ve enfrentado a un mundo que no comprende ni domina. Este
mundo se le convierte en un misterio, en una potencia superior, es
decir, en la divinidad. Y al hombre no le queda otro remedio que
someterse a ese misterio en la adoración, con la esperanza de llegar
a él con sus propias fuerzas, esto es, mediante la magia. Lentamente
el hombre se torna luego más seguro. Conoce la esencia y el orden
de las cosas, y, de este modo, su misterio se le disuelve. Se hace
dueño de ellas y, por consiguiente, elimina la prepotencia que tení-
an ante él. Con ello, se hunde la religión. Sólo restos de ella per-
manecen en el ánimo del hombre, como efecto ulterior de miedos
no obstante ya superados, hasta que éste adquiere una seguridad
total en el mundo.
Otra respuesta a la cuestión del origen de la religión parte de la
contradicción existente entre el instinto y la voluntad del individuo
y entre el instinto y la voluntad de los hombres que le rodean. A la
voluntad de vida del niño, se enfrenta la voluntad de los padres,
constituyendo para él un “no” puro y simple. Esta impresión se
graba en su ánimo y se transforma en el esquema experiencial de
todos los “no” que más adelante experimenta el adulto: exigencias
de la sociedad, como costumbre, ley, Estado. Este “no”, con su
poder incomprendido e insuprimible, adquiere el carácter de una
absolutez misteriosa, se convierte en la divinidad. La religión es el
intento de dar sentido a ese “no”, y, a la vez, de llegar a un arreglo
con él. La religión permanece viva hasta que el hombre consigue
conocer el mecanismo psicológico del que surge, y hasta que consi-
gue dominar de manera distinta el choque con lo que se le opone;

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cosa que logra, por ejemplo, afirmando lo que se le contrapone


como un elemento de la existencia en su conjunto y, por consi-
guiente, haciéndose adulto definitivamente.
Existen otras respuestas al origen de la religión que son del mismo
tipo: psicológicas, sociológicas, históricas. En todas ellas, si se exami-
na la manera como se hace y como se responde la pregunta, se ve que
se toman en consideración las más diversas posibilidades, excepto
una: la de que la religión pueda “haber surgido” porque hay Dios; la
de que el comportamiento religioso del hombre responda a una rea-
lidad, la realidad de Dios. De modo que forme, juntamente con ésta,
una relación originaria, que está ahí, sencillamente dada, siendo esen-
cial y necesaria.
La Edad Moderna actúa como una persona que, al preguntársele
en qué se basa su vista, respondiese que en la objetivación de ciertas
percepciones o en el anhelo de superar su soledad, o en cosas pareci-
das, pero sin tener en cuenta la única posibilidad decisiva: la de que
la visión sea la respuesta al hecho de que hay algo que ver. Cosa y ojo,
figura y captación de la figura forman juntas una de las relaciones ori-
ginarias en las cuales se basa la existencia.

El ejemplo del ojo no lo hemos traído aquí por casualidad. Vamos


a examinarlo un poco más detenidamente. (7)
¿Qué veo cuando miro un cristal? Según la concepción positivis-
ta, percibo sensaciones: colores, valores luminosos, líneas, superfi-

(7) También podríamos partir del oído y del mundo de lo audible, sobre todo de
la palabra y del lenguaje; o también de la mano y del mundo de lo palpable, asible
y modelable. El ojo posee, empero, una ventaja peculiar en punto a ilustrar la inteli-
gibilidad.

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cies, y después reúno todas estas cosas en formaciones o síntesis cada


vez más amplias (8). Pero esto es una representación artificial que
tiene su origen en determinados presupuestos vigentes en una deter-
minada época. En realidad, desde el primer momento, veo “figuras”
(totalidades) en las que cada elemento es sostenido por todos los
demás y en las que el todo resulta tan fundamental como la suma de
las particularidades. Una figura de este tipo no es, empero, única-
mente corpórea. Representa una ley de proporciones, un conjunto de
funciones, una forma de evolución, una imagen esencial, una figura
de valor; y todas estas cosas son tanto espirituales como materiales.
La cosa meramente material no existe en absoluto. El cuerpo está de
antemano determinado por el espíritu. Y esta realidad espiritual no se
añade con posterioridad a lo visto por los sentidos, mediante la labor
del entendimiento, por ejemplo, sino que es aprehendida inmediata-
mente por el ojo, aunque de manera imprecisa e imperfecta. “Ver” (o
tal vez deberíamos decir, más exactamente, “mirar”) significa, por lo
pronto, y de manera radical, ser afectado por la aparición sensible del
objeto y ser invitado a comprender su contenido.
¿Qué veo cuando miro una planta o un animal? Una figura con
sentido, la figura de un organismo que tiene en sí su centro estructu-
ral y funcional, y que, desde él, se construye y afirma, entra en rela-

(8) En los lugares decisivos de la investigación, la concepción positivista ha sido


superada hace mucho tiempo. Que los objetos del conocimiento forman totalidades;
que no se originan por síntesis sino que deben ser captados en cuanto tales; que, en
la totalidad humana, psique y physis constituyen una unidad primaria; que, en ella, lo
psíquico-espiritual no es aprehendido en la forma de la síntesis sino en la de la expre-
sión, y otras muchas cosas de este tipo, están ya resueltas hace mucho tiempo y resul-
tan obvias y naturales, hasta el punto de que corremos ahora, más bien, el peligro de
derivar en un monismo psico-físico, por lo que es necesario subrayar la relativa inde-
pendencia del espíritu. Pese a esto, no debe olvidarse que el común de las gentes
piensa todavía de manera completamente positivista. Las ideas pedagógicas, médicas,
ético-religiosas, que determinan nuestra praxis general, proceden de ese modo de
pensar. Por ello, debemos estudiar los problemas que aquí nos ocupan, destacándo-
los frente a ese preciso trasfondo.

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ción con el mundo que le rodea y es influido e influye a su vez; es


decir, un organismo que “vive”.
El ojo ve esa vida: la ve en la índole de su figura, de sus formas
y relaciones; la ve en el carácter de sus movimientos activos, y tam-
bién en los pasivos (en los vegetales, por ejemplo), causados por el
aire o el contacto; y la ve también en el movimiento del crecimien-
to aprehendido en una medida infinitamente delicada y que no llega
a hacerse expresamente consciente (9). Es falso afirmar que el ojo
comprueba en la planta solamente meros datos sensitivos, en los
cuales el entendimiento introduciría más tarde el concepto de vida.
El ojo ve esa vida misma. Más aún, la ve incluso con anterioridad a
todos esos datos en sí. Y, por ejemplo, la altura, la amplitud, la fir-
meza, los valores aislados de forma y de color, las relaciones y los
movimientos de un árbol, de una planta, son cosas que el ojo com-
prende por la vitalidad de éste.
De igual manera, el ojo ve inmediatamente la vitalidad del ani-
mal, antes de percibir cada una de sus propiedades. No dice: eso es
una cosa material, como lo es un cristal, sólo que con otras formas y
mutaciones; para luego añadir -el entendimiento- las determinaciones
más concretas propias de un animal: cuadrúpedo, caballo, etc. El ojo
ve de antemano un caballo; más aún, este caballo; aunque esto tenga
lugar al comienzo de una manera indeterminada que sólo poco a
poco va haciéndose más clara, mediante el examen, la comparación
y la distinción. La vitalidad animal, equina, la vitalidad individual de
este caballo especial es lo primero que el ojo ve; y todo lo demás lo
ve en ella y por ella.

(9) Únicamente el acelerador del cine nos ha puesto claramente ante los ojos el
movimiento del crecimiento. Tengo, sin embargo, la sospecha de que ese movi-
miento, bien que en una medida infinitamente delicada, se hace notar ya para la
mirada inmediata, aun cuando sólo sea como la impresión de una especial elastici-
dad o intensidad de los contornos, superficies y formas corpóreas.

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¿Qué veo cuando tengo un ser humano delante de mí? Cuando yo


estudiaba, se citaba mucho la frase de un anatomista materialista que
decía que había hecho la disección de muchos cuerpos humanos pero
aún no había encontrado nunca un alma. Esta frase revelaba una
ceguera estremecedora. ¿Qué pensaba este sabio que tendría ante sí si
hubiese encontrado un “alma”? ¿Un pedacito de sustancia extraña?
¿O un órgano especial que no tendría ninguna función orgánica sino
que produciría exclusivamente pensamientos? ¿O un tipo especial de
fenómenos eléctrico-neurológicos? El alma no se encuentra dentro del
cuerpo como una cosa material al lado de las demás sino que existe de
una manera propia, atravesando todas las partes y funciones del cuer-
po: el alma se da, en efecto, en la forma de la expresión. Cuando aquel
anatomista, en el curso de su trabajo, miraba a sus asistentes, veía en
sus rostros la admiración que un corte genial producía o la tristeza pro-
ducida por uno mal hecho. Y, cuando, por la tarde, hablaba tranqui-
lamente con su señora, veía en su rostro la comprensión y la ternura.
En ambos casos, veía el alma de aquellos seres humanos. Y no pensó
en modo alguno en negar el alma hasta el instante en que se creyó
obligado a pensar científicamente al uso de su época. Al hacerlo, nega-
ba la visión concreta y viviente de la que se alimentaba, sin embargo,
día a día, y decía absurdos a los que calificaba de “científicos”.
Cuando miro el rostro cambiante de una persona, veo en él la
comprensión, o la bondad, o la ira. No aprehendo solamente despla-
zamientos de la piel y movimientos de los músculos, para después,
con mi pensamiento, suponer, detrás de ellos, procesos anímicos
correspondientes, sino que capto una expresión que se está haciendo.
Y la “expresión” significa que se manifiesta lo que en sí mismo es
invisible. La realidad auténtica no es meramente señalada sino tras-
plantada a lo dado de manera directa, pudiendo ser entonces vista
justamente así. Lo mismo puede afirmarse del gesto, de la figura, de
la acción. Siempre que miro a un ser humano, veo (con mayor o
menor claridad y de un modo más o menos pleno) su alma. Cuando
esto no ocurre, dejo de ver (y exactamente en la misma medida) un

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ser humano y paso a ver, tan sólo, algo útil o deseable, sea un apara-
to técnico o un organismo. A mí me parece, incluso, que, cuando
miro a un hombre, veo su alma antes que su cuerpo, y, en todo caso,
con más fuerza y de manera más decisiva. Veo su cuerpo sólo en ella,
iluminado, dominado, caracterizado por ella. Cuando alguien se acer-
ca a mí con afabilidad o encolerizado, el elemento decisivo de que yo
me doy cuenta es precisamente esa pasión, y sólo en ella aprehendo
todo lo demás. Las partes aisladas de su rostro, sus manos, su paso,
toda su moviente corporalidad, el vestido, incluso las cosas que lleva,
todo esto lo veo “en” su afabilidad o “en” su ira.
El “ojo” es, pues, mucho más de lo que cree la forma biológico-
mecanicista de pensar. “Ver” es encontrarse con la realidad; y el ojo
es, sencillamente, el hombre, en la medida en que puede ser afecta-
do por la realidad en sus formas orientadas a la luz. La visión es la
respuesta del ojo y, en el ojo, del hombre a la realidad referida a la
luz. Dicho de manera más precisa: la visión es la respuesta a la figu-
ra significativa que, con relación a la luz, forma conjuntamente esa
realidad concreta y el propio ojo; y, en esa forma conjunta, se reali-
za la existencia.
La realidad viviente se da en el modo de la expresión. No consis-
te en una mera aglomeración de caracteres sino en esto otro: en que,
en lo dado de manera directa, “aparece” una realidad propia y pecu-
liar que se encuentra “detrás” de ello. Esta realidad auténtica está, en
sí misma, sustraída, oculta; y, además, tanto más sustraída y oculta
cuanto más elevada es su categoría. Pero aparece, se hace presente, se
manifiesta en lo que existe, de manera inmediata. Lo “auténtico” de
la realidad inerte es la ley de su esencia; lo “auténtico” del ser vivo, la
protofigura productiva depositada ya en su germen; lo “auténtico”
del hombre, su alma espiritual que sustenta su carácter personal.
El acto esencial del ojo consiste, pues, en aprehender, en lo dado
de manera directa, la realidad auténtica que en ella aparece. Si el fenó-
meno del ojo no se prolonga hasta aquí, tenemos únicamente un apa-

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rato fotográfico (cuyo trabajo, además -es preciso subrayarlo-, no es


de mucha precisión pues, como muestra la psicología, en él se dan,
constantemente, errores que, en un verdadero “aparato”, no se dan).
Tales errores provienen, precisamente, de lo que en él es más que
mero aparato: del hecho de que es regido por una interioridad cuyas
tensiones repercuten inmediatamente en el funcionamiento del dis-
positivo y lo tiñen de subjetividad.
Puesto que el ojo está determinado por la interioridad, síguese de
aquí que no trabaja de manera fija, siempre igual. No es tan sólo un
instrumento que el hombre vivo usa sino que es la vida misma de ese
hombre. El hombre vive en su mirar (lo mismo que en su oír, hablar,
actuar). Por ello, todos los problemas de su vida se repiten en su
visión. Las cosas no ocurren como si el hombre, por ejemplo, fuese
asediado por el instinto y el egoísmo, luchase contra ellos, intentan-
do alcanzar la verdad y la justicia, o cediese a ellos, haciéndose escla-
vo suyo y, mientras tanto, junto a todo eso pero aparte, hiciese tam-
bién uso de su ojo. Por el contrario, tales luchas se libran en el empleo
mismo de ese mismo ojo. No se puede construir ninguna teoría sobre
el ver sin tener en cuenta la existencia del hombre. Con ello no queda
perjudicado el proceso noético. Por el contrario, únicamente así es
como se realiza bien; y todo lo demás es artificial.
Cuando mirábamos en primer lugar el cristal, después el animal
y por fin el hombre, en todos los casos “veíamos”. Éramos afectados
por la realidad. La relación significativa de esa aprehensión del ser se
ha cerrado: hemos conocido la verdad. Sin embargo, no en todos los
casos ha ocurrido lo mismo, con la sencilla diferencia, tal vez, de que
primero fue una cosa y luego otra, la que “se hizo objeto”. Cuando
veo un cristal, esto representa para mi vida algo distinto que cuando
veo a un ser humano. Siempre que veo me introduzco, en efecto, en
el campo de fuerzas de un ser. Se inicia así una serie de aconteci-
mientos de aprehensión y diálogo, que puede conducir, pasando por
encima de la resistencia y de la entrega, al destino más difícil.

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En el ver hay, pues, de antemano una decisión: ¿Veo para impo-


nerme a mí mismo o para conocer la verdad? ¿Quiero “dominar” con
mi mirada, esto es, violentar lo que existe, o “servir”, o sea, obedecer
la orden de sentido de la realidad? En el primer caso, la mirada es diri-
gida por el juego de elección y exclusión, acentuamiento y reducción,
por todo lo que significa disposición y perspectiva; surge así una ima-
gen que toma la realidad únicamente como material de mi voluntad
propia y como contorno de mi autoimposición. Pero también puede
ocurrir que yo llegue a la “justicia”; que me dé cuenta de que el ver
tiene el sentido de encontrar la verdad; puede que haga libre a la ver-
dad, la acoja por ella misma, incluso contra mi propio interés. El ser
de las cosas puede aparecer, entonces, ante mi mirada, como lo que en
realidad es. Naturalmente, también la voluntad propia interviene en
esta actitud; también mi limitación se hace valer en ella. Por lo demás,
se trata siempre de la relación visiva del hombre, de tal manera que
todo ser es un ser visto por el hombre, un ser que aparece en la esfera
del existir humano. Pero, según cuál sea la decisión que el hombre
tome, el sentido del todo cambiará, y, con él, cambiará también la
manera como ese todo se desenvuelva y sea valorado.
El carácter específico del objeto concreto y particular impone al
ojo la distinción entre el ámbito de ser a que ese objeto pertenece y
todo lo demás. A pesar de todo, es siempre una cuestión de decisión
personal el admitir esa distinción o no. Uno de los argumentos con
los que trabaja la afirmación de sí mismo, en contra del carácter
específico del objeto concreto, en el proceso del conocimiento, es el
ahorro de energías: es más cómodo reducir todas las cosas a la misma
categoría que situar a cada una de ellas en la categoría que le corres-
ponde. Otro recurso consiste en la extrapolación del esquema gene-
ral que se emplea. El positivista toma como esquema general la cosa
material; para él únicamente existe la realidad físico-química. El
romántico toma como esquema lo misterioso-viviente; para él, esto
es lo auténtico, y todo lo demás es “apariencia vana”. En el fondo,
todos hacen lo mismo: se ahorran el esfuerzo de separar y discernir.

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Generalizan su esquema de objetividad preponderante en medida


del ser y obligan a la libre riqueza ontológica de la realidad a some-
terse al esquema representativo de su voluntad, siendo así que la
obligación y el esfuerzo fundamentales del ver consisten, precisa-
mente, en liberar la auténtica realidad de lo que, en cada caso, apa-
rece, de manera concreta.

Supongamos que la serie de los grados de realidad existentes en el


ámbito del mundo estuviese conclusa, y que hubiéramos visto todo
lo que puede ser visto desde las diferentes perspectivas ontológicas
¿Habría llegado entonces a su final la posibilidad de ver?
Es evidente que no. La aparición de las cosas no pone de mani-
fiesto solamente, en efecto, la esencia concreta de éstas, sino que,
detrás de esa esencia, revela todavía algo distinto, último y peculiar;
detrás de todo lo que puede sencillamente decirse, hay algo misterio-
so y a la vez hondamente familiar; algo que se diferencia de todas las
cosas, otorgándoles, sin embargo, su suprema densidad ontológica.
Es lo mismo en todas las cosas, pero, en cada una de ellas, se expre-
sa según la índole especial de éstas. Medidas por su ser inmediato,
todas las cosas tienen un sobrevalor; cada una dice más de lo que es.
Cada una apunta hacia algo que ella misma no es, pero que co-per-
tenece, como origen, punto de partida, sentido último, a la realidad
de la cosa; y, sin la cual, ésta sería algo débil, pobre de sentido, que
no merecía la pena. Este algo originario, peculiar y propio de todas y
cada una de las cosas, que se encuentra detrás de su realidad concre-
ta y singular, es la realidad religiosa. Es Dios. Dicho más exactamen-
te: es el poder creador de Dios. Más exactamente aún: es el hecho de
que las cosas han sido creadas.
Y ahora viene nuestra hipótesis: este hecho se ve. La condición
de criatura no es algo formal, algo que se añadiese a las determina-

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ciones materiales del ente en cuestión (este cristal, esta planta, este
animal, este ser humano). Esa condición de criatura es en sí misma
un contenido, es el fundamento de todo posible contenido.
Tampoco se trata aquí de una causación abstracta, sino de ser-reali-
dad por el Dios vivo; se trata de lo que brota del acto de la santa
fuerza creadora de Dios.
Esta determinación originaria de todo ente se ve. Debemos con-
fiar en nuestro ojo y concederle toda la potencialidad que tiene. Aquí
se trata de su acto más fundamental; no podemos dejarlo a la fanta-
sía, o al sentimiento, o a la mera lógica. No podemos segregar una
“ciencia” aparentemente pura pero, en realidad, marchita, de una fe
religiosa también aparentemente pura pero, en realidad, alejada del
ser; pues lo que sale de esa segregación, es decir, ambas cosas son fal-
sas y no merecen la pena. Nuestro ojo dice otra cosa. Dice: “veo el
misterio; veo la condición de criatura”.
La vemos de verdad. De esto habla la frase, citada al comienzo, de
la Carta a los Romanos: “En efecto, lo cognoscible de Dios es mani-
fiesto entre ellos pues Dios se lo manifestó. Porque, desde la creación
del mundo, lo invisible de Dios es contemplado en sus obras con (el
ojo de) la inteligencia (10), tanto su eterno poder como su divinidad”
(1, 19-20). Al parecer, de este hecho tienen miedo tanto el racionalis-
mo como una fe estrecha. El primero, porque aspira a arrinconar lo
religioso en la esfera sin compromiso de la “mera fe”; la segunda, por-
que teme introducir a Dios en el mundo. Pero el mundo es más que
únicamente “mundo”; cada cosa es más que únicamente “una cosa”;
y el ojo humano es más que un órgano físico-psicológico.

(10) Nooumena kathoratai. Este ver con el nous, con la razón superior, no es un
simple investigar y desvelar, sino precisamente un “ver”. Puede ser que en la expre-
sión paulina co-actúe una teoría helenística sobre el conocimiento, según la cual la
realidad auténtica no es captada con la percepción sensible, sino con la pura intui-
ción del espíritu. En todo caso, se trata de un “ojo”, no de un intelecto abstracto; y
la tarea que habría que realizar consistiría en quitar los elementos del conocimiento
teórico no esenciales para el sentido revelado y restablecer el fenómeno puro.

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La fe dice que las cosas y su unidad (esto es, el mundo) han sido
creadas por Dios ¿Cómo adquirimos conocimiento de esa condición
de creado? La respuesta usual dice así: de un lado, por nuestro pen-
samiento, que deduce, de determinados caracteres y condiciones,
principalmente de la finitud de todo lo creado, que el mundo no
puede existir por sí mismo; de otro lado, por la fe, pues Dios se nos
revela como Creador y exige ser Señor del mundo. Esta respuesta es,
naturalmente, cierta. Pero uno puede preguntarse si contiene todo lo
que puede decirse a este propósito. ¿No es necesario decir también
que se ve la condición creada del mundo, “el eterno poder y la divi-
nidad” de que habla San Pablo? (11)
Cuando, entre un montón de minerales, hallo un cristal de forma
desacostumbrada, me sorprendo y pienso cómo puede haberse for-
mado; pero en ningún momento pienso que pueda deberse a otra
causa distinta de una causa natural. En cambio, si me encuentro un
instrumento que no había visto nunca antes, noto enseguida que no
es una cosa natural sino el resultado de una acción humana; noto que
no ha “surgido” sino que tiene que haber sido “hecho”.
¿En qué noto esto? La respuesta usual dice así: lo deduzco de mi
experiencia. Yo mismo he hecho instrumentos, o he visto cómo otros
los hacían; el instrumento me recuerda a esos hombres, y de ahí
deduzco que también él ha sido hecho. Esto es cierto; ¿pero es todo?
¿No ocurre, en realidad, que, en la forma de la cosa, veo que no
puede haber “surgido”? Un cristal puede tener cualquier forma; pero
ésta es siempre tal que se muestra como “naturaleza”. Y no porque sea
más o menos perfecta sino porque, por su misma índole, es distinta
de como puede ser un resultado del obrar humano. Toda figura natu-

(11) Esta respuesta sonará acaso a desacostumbrada; pero la falta de costumbre no


es una objeción, especialmente si puede decirse de dónde procede: procede del inte-
lectualismo moderno, que representa la otra cara del materialismo igualmente
moderno. Ambos juntos han vaciado de sentido todos los conceptos importantes
para la vida, sobre todo los conceptos de hombre y de obrar humano.

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ral, cualquiera que sea, se manifiesta como surgida de cosas naturales;


en cambio, todo instrumento se presenta como figura cultural, esto
es, como resultado de la acción del hombre.
La diferencia puede ser pequeña cuantitativamente; entre un
fragmento de pedernal que se parece a un hacha en virtud de causas
naturales y una auténtica hacha prehistórica de piedra, la diferencia
puede ser incomparablemente menor que entre ese mismo fragmen-
to de pedernal y una concha. Pero, cualitativamente, la diferencia es
incomparablemente mayor; lo único que ocurre es que se encuentra
incidentalmente oculta. Esta diferencia consiste en que la cosa arti-
ficial existe de manera distinta a como existe la cosa natural. La cosa
artificial depende del hombre; depende del hombre no en cuanto
éste es ser natural (como depende el nido del pájaro, que lo fabrica
por necesidad natural, tan pronto como llega el tiempo biológica-
mente adecuado) sino en cuanto es un ser que conoce la verdad y
planea su actuación basándose en las posibilidades conocidas. Para
comprobar esta diferencia en la forma de existir, no necesito “pen-
sar”; la veo (12). Da testimonio de sí en el modo de estar ahí, de
haberse, de funcionar, etc.
¿No ocurre algo semejante con el mundo en su totalidad? ¿Es el
carácter de criatura algo que yo tengo que añadir consecutivamente a
las cosas, o es un carácter, una forma de existir, que se manifiesta por
sí misma, en medio de todas las demás determinaciones? ¿No ocurre
que yo veo sencillamente que las cosas, en su conjunto, no pueden
existir por sí mismas (de igual modo que tampoco el instrumento
puede sustentarse en sí mismo), es decir, que yo veo que están crea-

(12) Naturalmente, también tengo que pensar. Toda percepción de los sentidos
está acompañada y traspasada permanentemente por un pensamiento mejor, más
seguro, más profundo. Pero lo que aquí se discute es si la aprehensión de aquellas
diferencias es, en primer término y de manera radical, resultado del pensamiento o
de la percepción visiva.

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das? Pero, si veo su condición de creadas, ¿no veo también, justa-


mente por ello, su relación con el Creador? ¿No se expresa inmedia-
tamente esta relación en lo creado por Él?
¿Y no corresponde exactamente este “hecho” al texto del pasaje
citado de la Epístola a los Romanos? En él se dice que “lo cognoscible
de Dios” (es decir, no lo que hay que recibir de la palabra de la reve-
lación positiva sino lo que el hombre debe captar en la creación) “se
manifestó entre los hombres”. Está ahí, manifiesto, sin velos, como
un hecho accesible a todos. Y eso que está ahí es “su eterno poder y
su divinidad”. En sí, esto es “invisible”, no está dado de manera direc-
ta. A Dios, en sí, “nadie puede verle” (Juan, 1,18) (13) . Pero se ve algo
de Él, “su eterno poder y su divinidad”, la realidad no-terrena de la
santa acción de su poder. Y esto se ve “en las obras”. Las cosas se
muestran como “obras”; como obras de un poder divino. No sólo
como formadas sino como creadas.
Cuando contemplo una obra humana (un instrumento, una orga-
nización, una escultura), veo que está ligada a su productor; ligada no
sólo por una casualidad formal sino de manera cualitativa, concreta.
Depende de él, da testimonio de él, le manifiesta, le hace presente. Y
ello con tanta mayor energía y fuerza cuanto más original es. De
manera análoga, todo ente depende de algo que está más allá de él.
Tiene una relación cualitativa con ello. No es “naturaleza”, cosa dada
en sí misma, comprensible por sí, sino “obra”. Y lo es en un sentido
radical, absoluto: “creación”. Se halla liberada en el ser auténtico y es,
sin embargo, propiedad santa. Ese poder se expresa en la manera
como las cosas existen. Esta “manera” es “vista” por el “ojo de la
razón”, por el ojo en el que actúa la fuerza del espíritu vivo, la fuerza

(13) Cito el pasaje porque se aplica con frecuencia a este contexto. Pero, en reali-
dad, no se refiere a “Dios” sino al Padre. La palabra “Dios” se emplea al final del
Prólogo del Evangelio de San Juan en el mismo sentido que al comienzo en que se
dice que “la Palabra estaba en Dios”, queriendo decirse que el Hijo estaba en el Padre.

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de su esfera más elevada, de su receptividad religiosa. El ojo no puede


ver a Dios en sí; pero sí puede ver el hecho de que Dios ha creado
esta cosa, este conjunto de cosas, el mundo.
¿Y no ocurre que la experiencia de esta visión es lo que funda-
menta la labor del entendimiento, la deducción lógica del efecto a la
causa, todo aquello a que se refieren y que realizan las pruebas de la
existencia de Dios? En primer lugar, porque la conciencia aprehende
no solamente el hecho formal de la finitud sino la cualidad de la con-
dición de criatura, de la cual se concluye, no a un Causador formal
sino al Creador vivo. Y, en segundo lugar, porque, sólo partiendo de
esta experiencia, se hace evidente la conclusión lógica; sólo así con-
mueve y convence.

Tal vez se objete que, si las cosas fuesen así, el hombre no podría
en modo alguno dejar de conocer a Dios. Y, como de esto no se ha
hablado, por consiguiente, la opinión expuesta no es acertada.
La objeción, sin embargo, no resiste un examen serio. Si lo que
antes dijimos sobre las condiciones del conocimiento es cierto,
esto tiene que alcanzar su significación más alta aquí, en el cono-
cimiento de Dios. Pues, si hay algo que importa al hombre, es la
realidad de Dios. Toda la vida del hombre se transforma cuando
conoce y reconoce que Dios existe; o cuando juzga en serio que
Dios no existe; o cuando evita tomar una decisión; o cuando deja
que la cuestión se extinga. Todo esto tiene una influencia muy
grande sobre su manera de comportarse frente al carácter manifies-
to de las cosas como obra de Dios; le hace ver, o no ver, o perma-
necer en la niebla.
¿Es posible, empero, tener algo ante los ojos y no verlo? La expe-
riencia diaria demuestra que esto ocurre fácil y frecuentísimamente. Y la
psicología de las equivocaciones ha mostrado, en una forma que aver-

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güenza nuestro sentimiento positivo sobre nosotros mismos, que el ver


se encuentra en gran parte sometido al dictado del querer interno.
¿Qué ocurre, empero, cuando se trata de Dios; del Ser perfecto,
cuyo acto creador fundamenta y sostiene todas las cosas?
Precisamente porque Dios es perfecto es posible no verlo.
Precisamente porque el acto creador de Dios constituye la condición
en virtud de la cual existe todo, puede ese acto ser pasado por alto,
pues la perfección, ante todo, no es llamativa. Lo defectuoso nos
habla a gritos. Lo perfecto, en cambio, se presenta de manera obvia y
natural y, precisamente por ello, puede ser pasado por alto.

En el Sermón de la Montaña, se lee: “Bienaventurados los lim-


pios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mateo, 5,8). Según su
primer sentido, esta frase se refiere evidentemente al estado de vida
tal como sería si el Reino de Dios traído por Jesús se realizase de
manera inmediata. Y, después, al estado del hombre redimido y per-
fecto en cuanto tal. Pero estamos autorizados, sin duda, a referir esta
frase también (en conexión con Romanos, 1,19-20) a la capacidad de
conocimiento religioso del hombre, y a entenderla como una afir-
mación acerca de los presupuestos de una “visión de Dios” en la
vida terrena.
Las raíces del ojo se encuentran en el corazón; en la decisión más
íntima (realizada por el centro personal del hombre) que se adopta
tanto frente a la otra persona como a la existencia en cuanto totali-
dad. En último término, el ojo ve desde el corazón. A esto se refería
San Agustín al decir que únicamente el amor es capaz de ver. Pero el
“corazón puro” es el corazón que ama rectamente. Este amor no
comienza con el deseo sino con el respeto, correlato del pudor. Su
acto primero no es la aproximación sino el apartamiento. Al hacerlo,
renuncia a convertir al amado en una parte del propio mundo cir-

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cundante. Deja espacio libre, espacio a su propia existencia, y está dis-


puesto a acogerla desde él mismo. Sólo cuando se da al menos el
comienzo de esto puede el ojo ver realmente al otro como tal. El des-
tino de un hombre puede ponerse ahí entonces de manifiesto, y yo
puedo encontrarme diariamente con él. Si, en cambio, no le reco-
nozco el derecho a su existencia propia, no le veo. Ante mis ojos pue-
den desarrollarse las cosas más estremecedoras y, sin embargo, yo per-
manecer ciego (14).
También aquí ocurren las cosas así, y ello de una forma decisi-
va. La condición de criatura puede ser vista en las cosas del mundo.
El acto de creación se manifiesta en la manera que tienen de existir.
Sin embargo, el hombre puede pasar por alto ese acto si su corazón
no es “puro”, esto es, si no está dispuesto al amor y a la obediencia.
La desobediencia a Dios comienza con el hecho de que el ojo no ve
ya lo que es Suyo.
La figura de sentido de una cosa no es desvelada sólo por el
intelecto; esa figura es lo primero que la mirada capta (más o
menos claramente y, acaso, en el primer momento, tan sólo en la
forma de ser afectado por ella). La condición de viviente es lo más
llamativo que vemos en la planta y en el animal, y solamente en
ella vemos sus propiedades particulares. El alma, la figura e inicia-
tiva corpóreo-espirituales, son la determinación primera, la reali-
dad dominante que nos sale al encuentro en la otra persona, y sólo
en ello trabamos contacto con todo lo demás. ¿No ocurre algo
parecido en lo religioso?

(14) Algo semejante puede afirmarse también con respecto a las realidades no per-
sonales. Puede haber alguien que, por ser comerciante, trate con animales desde la
mañana hasta la noche sin llegar a tener conciencia de que se trata de seres vivos, esto
es, que sienten y que sólo existen una vez, a través de su tiempo, que pasa veloz-
mente. Sin embargo, tal vez se forme en él, a partir de su decisión, tomada con res-
pecto a una persona humana, una actitud amorosa que conceda espacio libre tam-
bién a las cosas. De hecho ocurre con frecuencia que los ojos se abren para el mundo
tan sólo en la vivencia del amor a otro ser humano.

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El carácter de criatura, creada por el “eterno poder y la divini-


dad”, ¿no es lo primero que el hombre ve en el mundo? ¿No es esto
lo primero, presuponiendo, naturalmente, que tenga un “corazón
puro” y esté dispuesto al amor y a la obediencia? ¿No percibe el hom-
bre todas las cosas únicamente en el hecho de la autotestificación
divina que en todas partes se da? (15)

El estado de conciencia de los pueblos primitivos, en los cuales


todas las afirmaciones empíricas se hallan enmarcadas dentro de las
afirmaciones religiosas, parece hablar a favor de esta tesis. Para ellos,
toda cualidad, toda relación, toda cosa, todo orden de vida son de tal
índole, que consisten y son aprehendidos, no de manera “natural” ni
tampoco “cultural”, en el sentido nuestro, sino de manera “religiosa”,
es decir, dentro de un fluido religioso que traspasa todo; dentro del
“Mana”. Sólo más tarde tiene lugar el giro funesto, por el cual los
actos culturales (como el conocer, el obrar, el crear) se separan de ese
contexto, y el acto religioso se convierte en una actividad especial. Lo
cultural se vuelve entonces independiente, llena la conciencia, empu-
ja a lo religioso a un segundo plano, y lo que antes estaba dado de
manera primaria se convierte ahora en lo desvelado.
El alma, la figura básica corpóreo-espiritual, es lo primero y
auténtico. Sin embargo, el ser humano puede orientarse de tal
manera hacia lo práctico, lo útil, lo realista, que ya no la vea, y que,
en adelante, tome a los hombres únicamente como datos fijos, o
económicos o biológicos o de cualquier otro género. de igual mane-
ra, un prolongado no-querer, un ensuciamiento constantemente

(15) Sin duda no necesitamos subrayar especialmente que esta tesis no tiene nada
que ver con el "ontologismo". Éste identifica a Dios con el ser en cuanto tal, de suer-
te que Dios tendría que ser pensado de manera inmediata y necesaria en todo ente.

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repetido del corazón, una culpa que se extiende a lo largo de la vida


puede tener como consecuencia que se le torne problemático al
hombre lo más evidente y seguro, es decir, el autoatestiguamiento
de Dios en las cosas. San Pablo afirma también esto cuando, en el
pasaje ya citado de la Epístola a los Ro m a n o s, dice: “Pues la cólera de
Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los
hombres que oprimen la verdad con la injusticia”. Por cuanto a
Dios “no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, antes se
entontecieron en sus pensamientos y se entenebreció su insensato
corazón”, y, “mientras alardeaban de sabios, se hicieron necios”
(1,18.21 y ss.)
Nosotros tomamos nuestra actual situación de conocimiento
como si fuera la situación natural y esencial. Sin embargo, nuestro
conocimiento es (digámoslo una vez más) nuestra vida. En él existi-
mos. Por ello, tiene una historia y ésta se halla dentro de nuestra con-
creta situación de conocimiento. Pero uno de los elementos de la his-
toria del conocimiento es también aquella desobediencia por la cual
el hombre cerró una y otra vez, desde el corazón, su ojo contra Dios.
Lo que, durante largo tiempo, fue decisión y acción de muchos indi-
viduos, se ha convertido, poco a poco, en estado general de todos: de
este estado habla la Epístola a los Romanos. Sus palabras son revelación
que aspira a ser tomada en serio. Tenemos que ver nuestra situación
de conocimiento como resultado de una historia que está llena de
culpas y exige nuestra conversión. Debemos transformar la situación
cambiando sus presupuestos. La conversión, que Cristo nos exige en
sus primeras palabras (“Convertíos porque el Reino de los Cielos ha
llegado” -Mateo, 4,17-), no se refiere sólo a nuestras costumbres sino
también a nuestro conocimiento. La crítica cristiana del conocimien-
to no es sólo de tipo teórico, sino también de tipo práctico. Exige el
cambio de los fundamentos.
Tal vez puede decirse que el cambio de la filosofía (o, mejor
dicho, de la actitud cognoscitiva en sí) que se está realizando en el
paso de la “edad moderna” a la época futura, consiste en trasladar el

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centro de gravedad del pensar al ver; del reino intermedio de los con-
ceptos, tan extrañamente independiente, al reino de las cosas.
Se trataría, pues, de llegar ante la realidad, percibir su choque y
ser afectado por su figura de sentido. Es decir, se trataría de ver, de
oír, de tocar. Los sentidos adquirirán una importancia completamen-
te nueva. Pero no según el modo sensualista sino al contrario. El sen-
sualismo será superado, lo mismo que el intelectualismo. Ambos se
encuentran estrechísimamente unidos, en efecto. Tanto el “instru-
mento sensible” como el “mero intelecto” son cosa de la Edad
Moderna. En lo sucesivo, lo que importará será el ojo, el oído, la
mano vivos; en una palabra, los sentidos cuya conexión va, en cada
caso, desde las células más exteriores hasta el corazón y el espíritu. Las
cosas tienen que ser vistas, oídas, tomadas, gustadas de nuevo, tienen
que ser aprehendidas con toda su potencia manifestativa. Y sólo des-
pués puede empezar su tarea un pensamiento (un pensamiento tam-
bién regenerado) que obedece a la realidad y que capta todo lo que
en ella aparece; un pensamiento capaz de dar nombre a la realidad;
capaz de comprenderla y de construir con ella un “mundo”. El anti-
guo principio que dice “no hay nada en el entendimiento que no esté
antes en la sensación” adquiere su significado auténtico cuando se lo
mira desde esta perspectiva.
Esto es válido también con respecto al conocimiento religioso. La
religión es la respuesta a ese algo supremo y auténtico que brota de la
realidad del mundo (y después, ciertamente, y de manera más defini-
tiva, de la revelación positiva, de la que aquí no hemos hablado). La
religión aprehende una peculiaridad de las cosas; responde a ella con
el respeto, la veneración, la obediencia y la súplica; y configura lo
aprehendido en un símbolo, una sabiduría y un orden de vida.

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