Cioran - Breviario de Los Vencidos

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Redactado en París entre 1940 y 1946, Breviario de los vencidos es

el sexto y último libro que Cioran escribió en rumano. Con apenas


treinta años, inició este «breviario» en el que desarrolla temas y
obsesiones que caracterizarán su obra: el esteticismo, que hace del
arte la única excusa para seguir en este mundo; el nihilismo, que
busca en el goce del instante lo absoluto; la nostalgia de una «vida
fuerte» en el sentido más pagano del término… Las ideas que
vertebran estas páginas —la nada, el éxtasis, el dolor de existir, el
tormento religioso o la insuperable melancolía de un yo que se sabe
irremediablemente escindido de la totalidad— van cobrando forma
en la inconfundible voz de Cioran, un insomne que ha hecho del
tedio y del desencanto la auténtica morada del hombre, y que las
aborda desde las innumerables perspectivas que es capaz de
adoptar: la del místico, el esteta, el nihilista, el apocalíptico o el
antimoralista.
E. M. Cioran

Breviario de los vencidos


ePub r1.0
Titivillus 26.06.18
Título original: Indreptar patimas / Bréviaire des vaincus
E. M. Cioran, 1993
Traducción: Joaquín Garrigós
Ilustración de la cubierta: detalle de El Jardín de las delicias, de Hieronymus
Bosch
Digitalizado: walter_lombardi

Editor digital: Titivillus


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I
1

Con ansia y amargura, he intentado cosechar los frutos del cielo


y no he podido. Se elevaban hacia no sé qué otro cielo cuando les
tendía mis manos golosas de su abundancia.
Las ramas de las bóvedas se comban sobre las esperanzas de
nuestras plegarias; cuando éstas callan, aquéllas pierden sus frutos.
Tampoco brotan flores en el cielo ni las vides dan fruto. Dios,
como no tiene nada que guardar en su casa, de aburrimiento y
enojo, deja yermos los jardines del hombre.
No, no; no es la visión de los astros lo que me deslumbrará.
Bastante luz he perdido mendigando a las alturas. Harto de toda
laya de cielos, he dejado mi alma a merced de los ornamentos del
mundo.

«Y puso un querubín, que blandía flameante espada, para


guardar el camino del árbol de la vida» (Génesis, 3, 24).
Por ese camino he mendigado muchas veces. Y los caminantes,
más pobres que yo, tendían sus manos vacías donde dejaba caer el
óbolo de la esperanza. Y cuando caminaba así, en medio de esa
multitud oprimida, el sendero se hundía en ciénagas y la sombra de
las ramas del paraíso se perdía en el sinfín del mundo.
Ni modestia ni paciencia nos harán dueños de lo que perdió
nuestro fatal ancestro. Necesitamos un espíritu de fuego, y entonces
ese querubín enemigo que afila armas y locuras, se derretirá en la
pira de nuestra alma.
¿Nos ha cerrado el Todopoderoso todos sus caminos?
Plantaremos entonces otro árbol aquí, donde no tiene guardianes, ni
espada ni llamas. Crearemos un paraíso a la sombra de los
suplicios y mansamente descansaremos bajo enramadas terrenales,
como ángeles efímeros. Que Él se quede toda una eternidad donde
no haya nadie; nosotros seguiremos pecando, mordiendo las
manzanas que se pudren al sol. Amando las ciencias del pecado,
seremos comparables a Él y, por mor del sufrimiento de la
Tentación, más grandes aún.
Creyó Él que con la muerte nos haría esclavos y que le
serviríamos. Pero nosotros, poco a poco, nos hemos acostumbrado
a la vida.
Vivir: especializarse en el error. Burlarse de las verdades
indubitadas, no hacer caso de lo absoluto, tomar a broma a la
muerte y transformar lo infinito en azar. Sólo se puede respirar en lo
más hondo de la ilusión. El mero hecho de ser es tan grave que,
comparado con él, Dios es pura bagatela.
Armados por los accidentes de la vida, asolaremos las crueles
certezas que nos acechan. Cargaremos contra ellas, embestiremos
contra las verdades, atacaremos las luces que nos ciegan. Quiero
vivir, y por todas partes salta el espíritu contra mí, defensor de las
causas del no-ser.
… Así, fiel a sí mismo, blande el hombre la espada en la cruzada
de los errores.
3

A mis semejantes ya los conozco. A menudo he leído en sus


ojos ausentes y vacíos el sinsentido de mi destino o he reposado de
mis rebeldías durante las pausas de sus miradas. Pero su angustia
no me es ajena. Ellos quieren, quieren incesantemente. Y como no
había nada que querer, mis pies pisaban sus huellas como si fueran
espinas, mi sendero serpenteaba por el lodo de sus anhelos y
blanqueaba con una inútil aureola su búsqueda vana.
Ellos no saben que el paraíso y el infierno son floraciones de un
instante, del instante mismo, que no hay nada más allá de la fuerza
de un éxtasis inútil. En su camino de mortales, no he encontrado la
parada eterna sobre la bóveda de los instantes.
Veo un árbol, una sonrisa, un orto, un recuerdo. ¿Acaso no
existo yo ilimitadamente en cada uno de ellos? ¿Qué otra cosa
puedo esperar además de esa visión definitiva, esa incurable visión
del relámpago temporal?
Los hombres sufren de futuro, irrumpen en la vida, huyen en el
tiempo, buscan. Y nada me hiere más que sus ojos anhelantes,
vanos pero desprovistos de vanidad.
Yo sé que todo es final, que solamente existe un instante, cada
instante, que el árbol de la vida es un estallido de eternidad,
reversible en los actos del ser.
Y, así, ya no quiero nada. A menudo, cuando me encuentro en
las noches que erigen los fondos del mundo, ¿cómo saber si soy o
no soy? Y, entonces, ¿se puede ser o se puede no ser? O bien,
atrapado en las vagas ondulaciones de la música, perdido en medio
de ellas, purificado de los azares de la respiración, ¿cómo me
parecería a mis semejantes?
No tener sino una meta: ser más inútil que la música. En ella no
encuentra uno ni el es ni el no es. ¿Dónde te encuentras como
tumultuosa víctima de su hechizo? ¿No es acaso ella un ninguna-
parte sonoro?
Los hombres no saben ser inútiles. Ellos tienen caminos que
seguir, puntos que alcanzar, necesidades que realizar. ¡No saborean
la imperfección, cuando el «sentido» de la vida es el éxtasis de esa
imperfección! Pero ¿cómo revelarles la simplicidad de este misterio,
cómo seducirlos con el resplandor de un misterio y embriagarlos con
tan sencilla fascinación? Qué noches y qué días acuden a mi
mente…
Silencio nocturno en los jardines del Sur… ¿Sobre quién se
inclinan las palmeras? Sus ramas parecen ideas fatigadas. En otro
tiempo, cuando en la sangre llevaba más alcohol y más España, mi
furia las habría hecho volverse hacia el cielo, mi pasión habría
enderezado su cansancio terrenal y los latidos de mi corazón las
habrían empujado hasta la proximidad de las estrellas. Ahora soy
feliz de que ramas pensantes me separen de los astros, de saborear
al amparo de su brisa una dulce soledad, de anonadarme en el
esplendor de una tierra divinizada por la noche.
Si viviésemos en jardines, no habría sido posible la religión. Su
ausencia nos ha empujado a anhelar el paraíso. El espacio sin flores
ni árboles impele a los ojos a mirar al cielo y recuerda a los mortales
que su primer antepasado hizo un breve alto en la eternidad y
descansó fugazmente a la sombra de los árboles. La historia es la
negación del jardín.
Debo mis esperanzas a las noches. Sobre las alas de la
oscuridad, fuera del espacio, solo entre la materia y el sueño, elevo
los aromas de la decepción a fragancias de felicidad. Nada me
parece imposible en la noche, ese posible sin tiempo. Todo es más
que posible, pero el futuro no está. Las ideas devienen pájaros de
pensamiento y ¿adónde vuelan? A una trémula eternidad, como un
éter roído por las reflexiones.
… Así he llegado a contemplar el sol con un extraño interés.
¿Qué malentendido llevó a los hombres a robarle sus turbulencias y
a transformarlas en algo provechoso? ¿Qué falta de poesía hizo a
un astro puro degradarse en monstruo utilitario? ¿No nos hemos
acercado todos demasiado humanamente a sus rayos luminosos y,
creyéndolos fuente de lo real, le concedimos demasiada realidad?
¿Por qué habremos proyectado la finalidad hasta el mismo cielo?
Yo no sé hasta dónde es el sol. Pero sí que sé muy bien hasta
qué punto ya no soy yo bajo el sol. Quien a orillas del mar, durante
horas seguidas, con los ojos entornados, paralelamente al tiempo,
durante la horizontal del sueño y tan fugaz como la espuma sobre la
arena dorada, no ha sentido la mezcla de felicidad y de nada de ese
derroche de resplandor, ése no conoce ninguno de los peligros que
la belleza ha traído al mundo.
Yo creía ser joven bajo el sol y me encontré sin edad. Y si a
media noche tenía años, ya no los tenía en pleno meridión. Todas
las edades huyen y permanecen entre el ser y el no-ser, vestigio
vibrante en el nihilismo místico de las insolaciones.

Cuando bajaba del burgo transilvano, a no sé qué hora del


atardecer ni en qué año de mi juventud, infeliz y deseoso de
infortunios, demasiado presumido para pensar en el sol, la
revelación del ocaso quebró de repente el orgullo de mis rodillas.
Mis sombras se encontraban con la fatiga del crepúsculo y lo que
aún quedaba de sol entre las manchas del corazón se postró en el
regazo de una áurea agonía. Y mi agradecimiento al astro se dirigió
también hacia el Egipto de mi propia alma.
Desde entonces no he dejado de echar incienso sobre la muerte
y el sol, como lejano descendiente de algún haragán de las
inmemoriales riberas del Nilo.
5

Al igual que amas los libros que te hacen llorar, las sonatas que
te han cortado el aliento, los perfumes que te insinúan
renunciamientos, a las mujeres extraviadas entre el cuerpo y el
alma, así sucede con los mares: te enamoras de aquellos cuyo
oleaje induce a ahogarse en su seno.
No he buscado en el Mediterráneo poesía ni violencias, ni
tampoco turbulentas vorágines en sus olas. A esas inclinaciones
encontré respuesta sobre los acantilados de Bretaña. Pero ¿cómo
olvidar un mar donde dejé mi pensamiento?
En una memoria más corta que el presentimiento de eternidad
de lo efímero, guardaría la imagen y el reconocimiento del azul
inhumano del mar decadente. En sus orillas se hundieron imperios y
tantos y tantos tronos del alma…
Cuando el aire suspende su calma y la inmovilidad meridiana
alisa las olas en medio de un fulgor abstracto, entonces sé lo que es
el Mediterráneo: lo real puro. El mundo sin contenido: la base
efectiva de la irrealidad. Sólo la espuma, actualidad de la nada,
continúa como si pugnara por ser…
Lo único que podemos hacer es zarpar a alta mar. Sin deseos de
echar el ancla. ¿No es acaso el sentido de la inestabilidad agotar el
mar? Que ninguna ola sobreviva a la odisea del corazón. Un Ulises,
con todos los libros. Una sed de planicies marinas que tienen su
origen en lecturas, un erudito vagar. Conocer todas las olas…

6
Piedad estética: tener un respeto religioso a las apariencias,
hollar la tierra sin la nostalgia del cielo, creer que todo puede ser
una flor y no solamente absoluto. Si nunca lamentaste el carecer de
alas para no profanar la naturaleza con tus crueles pasos humanos,
entonces nunca has amado esa tierra. Cuantas veces la descubría,
otras tantas la sentía en el corazón y no bajo las plantas de mis
pies; durante los momentos de desarraigo miraba a los astros y los
veía transformarse en cera y derretirse en una sangre que entonces
olvidaba al cielo. Puedes mirar a lo alto todo lo que quieras: no
conocerás el estremecimiento de los raros encuentros con esa tierra
que menosprecias al caminar. Pero, cara a cara con ella, a solas
con su tránsito, ¡qué suspiros de fraternal desconsuelo, de íntima
amargura te llevan a unirte con ella en un conmovedor abrazo!
¡Bastante han sufrido mis ojos con vosotros, ángeles, santos y
bóvedas!
Ahora quiero aprender a respetar a la gleba. ¿Podré mirar hacia
abajo con la misma pasión que levantaba mis párpados en
estremecimientos verticales? ¿Qué vicio y qué tormentos viciosos
han empujado al ojo hacia lo sobrenatural? La religión lo aparta de
su destino natural: ver. Tras el cristianismo, los ojos dejaron de ver.
El mismo hombre que va de puntillas por las losas de la iglesia,
escupe en los jardines, si bien, solamente bajo los ramajes, la
alegría de los pensamientos mezclados con los sentidos tendría que
erigir un templo y urdir una mitología de la sensación.
¿Qué voy a hacer con el cielo, que ignora lo que significa
marchitarse, o lo que es el sufrimiento y el éxtasis de la floración?
Quiero estar con las cosas destinadas a ser y morir con ellas, que
de igual forma están destinadas a la muerte. ¿Por qué os he
hablado de extinción a vosotros, astros eternos? He estado
buscando demasiado tiempo a la nada en otra parte. Pero retomo a
los mundos donde soplan las penalidades. Por ellos deambularé
como un ermitaño sediento de pecado.
7

De todo lo que es efímero (y nada hay que no lo sea), cosecha


sensaciones, esencias e intensidades. ¿Dónde buscar lo real? En
ninguna parte fuera de la gama de las emociones. Lo que no sube
hasta ellas es como si no existiera. Un universo neutro es algo más
ausente que uno ficticio. Solamente el artista hace al mundo
presente y solamente la expresión salva las cosas de su irrealidad
fatal.
¿Qué te queda de todo cuanto has vivido? Las alegrías y los
sufrimientos anónimos pero a los que les has encontrado un
nombre.
La vida dura lo mismo que nuestros estremecimientos. Sin ellos,
es polvo vital.
Elevemos lo que se ve al rango de alucinación; lo que se oye, al
nivel de la música. Y es que en sí mismo, nada es. Nuestras
vibraciones constituyen el mundo; la relajación de los sentidos, sus
pausas.
Tal y como la Nada se vuelve Dios mediante la oración, de igual
forma la apariencia se toma naturaleza gracias a la expresión. La
palabra roba las prerrogativas a la nada inmediata en la que
vivimos, le quita la fluidez y la inconstancia. ¿Cómo nos las
arreglaríamos en la espesura de las sensaciones sin fijarlas en
formas, en lo que no es? Así les atribuimos ser. La realidad es
apariencia solidificada.
La angustia negativa de la carne, las protestas bíblicas de la
sangre, la imagen de la muerte inmediata y la magia desastrosa de
la enfermedad, palidecen ante la desesperanza que emana de los
esplendores del mundo. Y el recuerdo del dolor más preciso y más
lacerante, del enloquecimiento más seguro de la materia sometida al
yo, se me borraría ante el tormento extático de los ornamentos
terrestres. Cuando estando solo en montañas o en mares, en medio
de silencios apacibles o sonoros, bajo abetos nostálgicos o
palmeras inmanentes, los sentidos se levantan con el mundo por
encima del tiempo, la felicidad de estar rodeado de belleza y la
seguridad de perderla en el tiempo me desgarraban tan cruelmente,
que el paisaje se disolvía en la sustancia equívoca y solemne de
una desconsolada admiración. Sólo la fealdad es indolora. Pero el
encanto de las apariencias que comprometen a las alturas es más
estremecedor que todos los infiernos inventados por la delicadeza
del hombre. No son sus padecimientos los que me han expulsado
del mundo sino que, por haber visto demasiado a menudo el paraíso
sobre la tierra, mis sentidos se han fundido con la desgracia. ¿Por
qué en la perfección del instante absoluto un murmullo de
temporalidad me hacía volver a las atrocidades del tiempo?
Si alguna vez viste caer mansamente las flores de un almendro
bajo las caricias de la brisa y al cielo mediterráneo descender entre
sus ramas, para que el ojo no se pueda imaginar ninguna otra cosa
por encima de ese esplendor floral, entonces tú te habrás
desprendido también de los instantes para caer más terriblemente
en los desiertos del tiempo.
El miedo al fin de los estremecimientos ha envenenado el
paraíso de mis sentidos, porque nada tendría que terminar en los
sentidos enraizados en la naturaleza. Los esplendores del mundo
me han apuñalado más cruelmente que los arrebatos de la carne y
he sangrado más en la felicidad que en la desesperación.
El enrarecimiento místico del tiempo en la nada absoluta de la
belleza… Nutrir con él las esperanzas de mi sangre, con las
ondulaciones y reflejos armoniosos de la eterna inutilidad. Las
razones de ser existen solamente en las apariencias por las que uno
quisiera morir… ¿Ocuparán los pétalos el lugar de las ideas?
El tiempo demanda otra savia, las venas otro murmullo, la carne
otras falacias… Un mundo directo y absolutamente inútil; rosas al
alcance de todos, y que las ninfas de la razón no osarían coger…
¿Por qué habremos buscado redenciones en otros mundos si las
ondulaciones de éste pueden volvemos eternos con más dulces
aniquilaciones? Arrancaré una nada embriagadora de todas las
floraciones y me haré de las corolas de los campos un lecho donde
dormir. Y ya no huiré a las estrellas ni me refugiaré en lejanías
lunares.
El nirvana estético del mundo: alcanzar lo supremo en medio de
supremas apariencias. Ser nada y todo en la espuma de lo
inmediato.
Y elevarse a los límites del yo, en lo inmediato y en lo pasajero.

Las doctrinas carecen de vigor, las enseñanzas son estúpidas,


las convicciones ridículas y estériles las florituras teóricas. De todo
lo que somos, vida no hay sino en las potencias del alma. Si no
hacemos con ellas la música superflua y no elevamos el tedio al
rango de oráculo, ¿en qué misterio nos enterraremos? ¿No se
siente en el pulso el mismísimo misterio de la materia y no nos
evoca su ritmo las melodías de lo indescifrable?
Cuando estoy despierto, no sé en qué creer; cuando estoy
atribulado por los acordes, menos aún. Pero ¿por qué cuando estoy
así, carente de toda fe, la vida se transforma en yo y yo estoy en
todas partes?
El final de la música interior es una fusión en un andante
cósmico. La tempestad que desencadenan las trompetas se
apacigua y una calma horizontal se desliza como una ausencia
soleada.
… Con frecuencia, he sentido a mi alma junto al cuerpo. A
menudo, la he sentido lejos, muchas veces sin razón de ser y sin
oficio ni beneficio. ¿Cómo iba a seguirla si, en sus súbitas
elevaciones, se escapaba del lecho de mi corazón? ¿No es su
destino vagar por los cauces de los sentidos? ¿Qué es, entonces, lo
que la empuja a esos espacios adonde no puedo seguirla? Los
hombres la tienen, disponen de ella, les pertenece.
Sólo yo quedo inferior a mí mismo.
Deja de vigilar a tu alma; ¡mírala cómo sale de estampía hacia al
cielo! Su natural derrotero es la adversidad. ¿Qué ardides tendré
que emplear para ligarla a la tierra? ¡Ojalá sus borrascas cobraran la
intensidad de las pasiones pasajeras para poder refrenarla
aprisionando su cuerpo con grillos! Al menor descuido, envuelta en
llamas, se suelta y se va hacia otros mundos. ¿De dónde vendrá
esa súbita llamarada que la arroja al destierro en parajes celestiales
mientras tú te quedas aquí, como víctima junto a un cuerpo
abandonado?
Hay un latido asesino que destroza los lazos terrenales, una sed
de felicidad fuera de las felicidades, un anhelo de desmayo astral,
de perdición en los temblores, de ahogarse en espumas de pesares
divinos. ¿Qué alas le han salido secretamente al alma para que, de
pronto, la lleven exultante allende el sol y, embargada de una vida
sin sentido, en su vuelo deje como rastro las fuentes de la luz más
allá de la vida?
Quisiera morir miles de veces y que ella se desgarre en la
inmensidad del ninguna-parte.
… He buscado las quietudes del alma en los paisajes, en las
sonrisas, en las ideas. Pero ella, errabunda, no les servía de
compañía, sino que revoloteaba por las cimas del mundo. ¿Cuándo
descenderá su efervescencia hasta los aledaños de los no-seres
cotidianos? Ojalá tuviera otra alma. ¡Un alma más terrenal!

9
Sé que, por algún rincón de mí, hay un diablo que no puede
morir. No me hace falta un oído aguzado para las torturas refinadas
ni tampoco el sentido del gusto para el vinagre de la sangre, sino
solamente el silencio sordo que presagia un quejido prolongado.
Entonces reconozco el peligro. Y si me vuelvo hacia el Mal
despótico y envilecedor, sube por los aires, al cerebro, a las
paredes, divinidad súbita, severa y destructora.
Estás inmóvil y esperas. Te estás esperando.
Pero ¿qué vas a hacer contigo? ¿Qué te vas a decir, rodeado
como estás de tanto no-decir?
¿Qué pasa a través del silencio? ¿Quién pasa? Es tu mal que
está pasando a través de ti, fuera de ti, es una omnipresencia de tu
misterio negativo.
¿Piensas en lo que quieres ser? Tus pesares no tienen futuro. Ni
ningún futuro es tuyo. En el tiempo ya no tienes cabida; en el tiempo
yace el horror.
Y entonces te vas. Al marcharte te olvidas. Y en tu caminar eres
otro y siendo, ya no eres.

10

Dos atributos tiene el hombre: la soledad y el orgullo. Él vive


sobre la tierra para sacarlos a la luz. Pero entonces aparece la
religión: un sistema de remedios que socavan la existencia. ¿Por
qué la habrán inventado? ¿Qué necesidad es la que ha segregado
tanto veneno?
Miro al sol y me pregunto: ¿para qué, no obstante, la religión?
Vuelvo la cabeza hacia la tierra, en cuyas calamidades me revuelco
y de las que soy su cómplice, y no entiendo por qué tendría que huir
de ella.
Siempre que he salido disparado al cielo, la amargura sublunar
me sonreía y descendía hacia la tierra sediento de pasiones.
Cuando ella rebose ideales, entonces ya no habrá lugar alguno para
la soberbia ni para la tristeza y la abandonaré. Pero mientras siga
siendo liza para tormentos inspirados, ¿qué se me ha perdido en
otra parte?
La religión trata de curamos de los males que ponen precio a la
vida. La soledad y el orgullo son males positivos. La ausencia
mediante la cual uno se vuelve algo más.
Nunca he estado seguro en las perfumadas incertidumbres de la
tierra, salvo en los éxtasis incrédulos. Mi corazón se derramaba a lo
largo y ancho del mundo, sin esperar respuesta alguna. Temblor de
oración al que le basta su propia fuerza.
Demasiado hemos tendido las manos suplicantes a un cielo
ausente: ¿cuándo se volverán hacia la agridulce infinitud del
tiempo? Éxtasis introspectivo de la arcilla, tierra contagiada de
narcisismo…
El hombre no ha inventado un error más precioso ni una ilusión
más sustancial que el yo. Respira y se imagina que es único; el
corazón le late porque es él. ¿Cómo se mantendría derecho en el
panteísmo? ¿Y cómo sería con un dios por encima de él? Sea cual
fuere la religión, no puede fructificar en la naturaleza.
He querido liberarme. Y todas las creencias de los mortales me
exigieron que abjurara de mí. Desde los Vedas, pasando por Buda y
Cristo, no he descubierto más que enemigos de mi necesidad. Me
ofrecieron la salvación en mi ausencia; todos me exigieron que me
privara de mí mismo. Ser yo ellos, o su Dios, ser anónimo en la
nada, cuando mi orgullo reclamaba mi nombre incluso en la nada.
Y no sólo eso. También me exigían vencer el dolor. Pero sin él, la
naturaleza resulta insípida, es la sal de la vida; lo que ésta tiene de
insoportable es la sangre de la existencia.
Amar, tener compasión, esperar, realizarse. Una escala de la
monotonía, para quien no quiere ser un animal bajo el cielo ni un
pordiosero en el estéril horizonte de un cualquiera absoluto.
¿Liquidar mi sufrimiento en otros? ¡Descubrir siempre
semejantes y más semejantes! ¿Ser feliz estercolando sus
majaderías, cultivando sus bajezas y matando mi entusiasmo por el
desprecio?
El yo es una obra de arte que se nutre del sufrimiento que la
religión tiene como misión calmar. Pero la nobleza del hombre es
única: esteta de su propia individualidad. Establecerá, mediante el
dolor, la belleza de su limitación y creará su sustancia
consumiéndose.
El hombre es arte porque es altanero y está solo. Se sirve mejor
de la tierra que del cielo como pretexto para embellecer y labrar su
existencia.
Las religiones son insensibles al encanto de la nada inmanente,
a la apariencia como tal. El hechizo de la inutilidad y el extravío
dentro de uno mismo les son ajenos. También la tierra les es ajena.
Por ese motivo quieren liberamos del yo, de la más extraña
florescencia que hay bajo el sol.
Si la existencia individual es de una atracción tan brutal se debe
a que nació de un desequilibrio, de una desigualdad del fondo
original de la vida. Las religiones quieren nivelar la diversidad;
suprimir la individuación. El sentido de la liberación es la
desaparición del pronombre.
No soporto otro absoluto salvo mi accidente. Dado que soy, la
ilusión de mi existencia me parece mi sentido supremo. No voy a
enmendar nada de este acontecimiento.
Todos nosotros somos convalecientes de nacimiento de nuestra
propia individuación. Se es hombre porque no nos curamos de ella,
permanecemos irremediablemente en nosotros mismos.
¿Fundirte en la naturaleza, en la humanidad, en Dios? Pero si
antes de que pueda actuar tu voluntad te has ahogado ya en ti
mismo.
Soñaba que había muerto, buscaba mis huesos por los astros y
me encontré a los pies del Yo plañendo mi identidad.
La sombra, comparada con el sueño, presta a la existencia un
exceso de inconcreción. Después de haber inventado mundos y
haberlos perdido por los espacios, de pronto se da uno cuenta de
que anhela algo que fuera (el Yo) una sombra de ser en medio de
una ausencia general de existencia.
Las religiones me enseñaron la senda de la felicidad, a costa
mía. Pero la ilusión de estar aquí es más estimulante que la
serenidad de no estar en ninguna parte, de estar en los cielos.
… Y entonces volví a la tierra y renuncié a la liberación.

11

«La verdad no sueña nunca», dijo un filósofo oriental. Por eso no


nos importa. ¿Qué íbamos a hacer con su fútil realidad? Ella
únicamente existe en mentes de sabios, en prejuicios escolásticos,
en la mediocridad de todas las enseñanzas.
Pero en el espíritu, al que lo infinito dotó de alas, el sueño es
más real que todas las verdades.
El mundo no es; se crea cada vez que el estremecimiento de un
principio atiza las ascuas de nuestra alma. El yo es un promontorio
en la nada que sueña con un espectáculo de realidad.
El valor te coloca entre un ser y un no ser, vuelas entre mundos
que son y que no son. Mientras yo sea cobarde todo existe pero,
revestido con la armadura de caballero del espíritu, aplasto los
surcos de la naturaleza y pisoteo las semillas de la ilusión.
De buen grado hemos insuflado vida a las cosas que se ven.
¿Acaso la existencia no resulta cómoda para la respiración?
Como ser parece ser preferible a su contrario, nos hemos
acostumbrado a él y nos sentimos mejor. ¿Para qué nos valdría
saber que sólo lo imaginamos, que lo experimentamos cuando
prolongamos nuestro duermevela?
¿De dónde se difunde la luz del espacio que parece una
aniquilación encantadora? ¿Del sol? No. Del reflejo de los ardores
de la sangre sobre un fondo azul. De los mismos que siembran la
noche de centellas petrificadas.
El universo es un pretexto dinámico del pulso, una autosugestión
del corazón.

12

Sonreír es incompatible con las leyes de la causalidad: tal es la


inútil fascinación que emana de la sonrisa. Por su valor «teórico» es
el símbolo del mundo.
La diferencia entre causa y efecto: la idea de que una cosa
podría ser origen de otra o que tendría una relación efectiva con ella
satisface un mediocre gusto por lo inteligible. Sin embargo, cuando
sabemos que los objetos no son sino que flotan en un todo aéreo,
las relaciones entre ellos no revelan nada ni de su posición ni de su
esencia. El mundo ni ha nacido ni ha muerto ni se ha detenido en un
punto determinado ni se ha convertido en otra cosa valiéndose del
tiempo, sino que se comporta como un niño malcriado en un
indefinido «para-siempre». Fugaz vencedor de la evanescencia
eterna, sólo el Yo se engaña con éxito de vez en cuando.
Entre las sombras camina encorvado bajo el peso de su
existencia diferente y mancha de realidad la blanca nada que lo
rodea. A las figuras que parecen vivir, su fuerza de sueño les
bombea savia y las transforma en seres. Pues la vida es una visión
del espíritu ansioso de ser, prisionero sin escapatoria de la
inmutable realidad.
Los pensamientos se han encariñado de forma pasajera con la
existencia y presumimos de que somos. También nuestros pies,
faltos de una soñadora timidez, profanan las sombras cuando las
pisan con confianza y seguridad. Un instante de lucidez, sólo uno; y
las redes de lo real vulgar se habrán roto para que podamos ver lo
que somos: ilusiones de nuestro propio pensamiento.

13

Cuando digo que me parece comprender a Calígula, ¿será que


mi orgullo se halaga a sí mismo?
Suetonio, buscando denigrarlo y desenmascarar su locura, le
rindió sin querer un homenaje: «Sufría particularmente de insomnio,
ya que no dormía más de tres horas por noche; y aun ese reposo no
era completo sino agitado por extrañas visiones: en cierta ocasión
soñó que hablaba con el espectro del mar».
Ese mismo historiador nos cuenta que no besaba nunca en el
cuello a su esposa o a sus amantes sin recordarles que él tenía la
potestad de cortarles la cabeza.
¿No escondemos todos en el cenagal de nuestra alma deseos
como los que se ponen en boca de siniestros emperadores?
Nombrar cónsul a su caballo, ¿no es acaso un juicio válido sobre los
hombres?
Y, además, en un imperio tan inmenso habría sido una falta de
gusto creer en sus semejantes.
Los emperadores romanos de la decadencia, monstruos
inspirados por el genio del hastío, tuvieron tanto estilo en la locura
que los estetas del mundo son unos payasos de feria y los poetas
unos improvisadores de sombras comparados con ellos.
Si yo hubiese vivido en la Roma de las infiltraciones cristianas,
habría custodiado las estatuas de los dioses agonizantes o habría
defendido a pecho descubierto el nihilismo de los Césares. La magia
de la decadencia reside en la ondulante sugestión de los
agotamientos históricos y la necesidad de suplir con aberraciones el
vacío de la gloria y con la locura el ocaso de la grandeza. Por
mucho que atraigan las alturas, es en la sangre donde se bañan los
antepasados de la locura.
La crueldad es inmoral para los contemporáneos; como pasado,
se transforma en espectáculo, al igual que el dolor encerrado en un
soneto. La mismísima lepra se convierte en motivo estético si la
historia la recoge en sus páginas.
Sólo el instante es divino, infinito, irremediable. El instante que
uno está viviendo.
¿Cómo me van a dar lástima las víctimas de Calígula? La
historia es una lección de inhumanidad. Ninguna gota de sangre del
pasado perturba este ahora en el que soy. Más me enternece el
espectro de aquel mar que aterrorizaba los sueños del infortunado
emperador.
Injusta historia la que da prioridad a los perseguidores de los
cristianos antes que a los mártires. Cualquier memoria guarda de
Nerón un recuerdo vivo y seductor; nos acordamos de él con más
emoción. Y por haberlo estado denigrando durante dos mil años,
resulta menos banal que Jesús. Una simple incertidumbre bastó
para que Pilatos entrase en el mundo de los filósofos, que no tienen
empacho en citarlo, mientras que Juan el Evangelista, como no tuvo
dudas, no pudo sobrevivir a la adoración. Los cristianos lo liquidaron
con el amor. Judas se convirtió en un símbolo; la traición y el
suicidio le otorgaron una eterna actualidad, mientras que Pedro
quedó reducido a piedra de iglesia.
Hoy sabemos todos que Anás y Caifás tenían razón; ellos no
podían juzgar de otra manera. En el teatro de la Pasión de
Oberammergau, cuando contemplaba el drama antiguo con ojos
cristianos y no cristianos, con la objetividad de la desilusión, no me
sentía más partidario del Redentor que de sus verdugos. Anás y
Caifás tenían carácter, eran ellos; si hubieran comprendido a Jesús
se habrían anulado. Sus preguntas eran tan racionales que
solamente los locos habrían admitido las respuestas sublimes e
inexactas del Cordero.
Al igual que cualquier cristiano de hoy o de mañana, no puedo
morir por Jesús. Y menos aún enloquecer por él. Su sacrificio dio
todos los frutos y ninguno. Todos nos hemos vuelto neutros. El
cristianismo toca a su fin y Jesús baja de la cruz. La tierra se
extenderá otra vez frente al hombre y, antes de que éste descubra
otros errores, falto de fe, absorberá sus aromas sin el castigo del
cielo.
Es difícil de precisar la fecha en que las iglesias llegarán a ser
simples monumentos y el día en que las cruces, purificadas del
símbolo de la sangre judaica, sonreirán inútilmente a la curiosidad
estética. Hasta entonces, no tendremos más remedio que soportar
en los retornos del alma el soplo sofocante de la fe.
Siempre que el cristianismo suscita mis dudas, una adversidad
dolorosa ocupa el lugar del fasto escéptico y de los aromas
embriagadores. Me impide respirar. Huele a viejo. Me sofoco. Su
mitología está gastada, sus símbolos huecos, sus promesas
carecen de valor. ¡Qué siniestro errar desde hace dos mil años! En
el viejo mobiliario del alma, todavía despierta un vago eco, en
aposentos con ventanas cerradas, con un aire macabro, en la
polvareda de la vida. No me ha sido de ninguna utilidad, en ningún
momento de mis congojas ni cuando la angustia me abocaba a un
callejón sin salida. Alguna vez se me ocurrió apelar a él, sabiendo
desde el principio cuánta impotencia oculta un pasado demasiado
pasado.
Este cristianismo, tan enternecedor en determinadas bondades
pasajeras, no contiene ninguna cultura del orgullo, ni exasperación
de las pasiones ni sombra de multiplicación del yo. Si durante las
duras soledades a que te obliga el vuelo del pensamiento, buscaras
el auxilio de sus preceptos, te perderías en el anonimato, te
derrumbarías en medio de los demás. ¡Hay en él tantos gérmenes
de descomposición, tan poco aire puro, una religión sin montañas,
de colinas sin cumbres, de mares para los hambrientos!
Cuando se me acerca, necesito reservas de música para detener
las emanaciones venenosas que despide. No podemos habitar en la
misma casa. La transformo en farmacia.
He buscado en los libros, en los paisajes, en las melodías y en
las pasiones remedios para el mal del alma, ya que los que
capciosamente ofrece el cristianismo son venenos melosos con los
que los hombres mueren ignorantes de que el mal del alma es el
mismísimo cristianismo.
Cuando se lee a cualquiera de los profetas del Antiguo
Testamento, de pronto, la sangre corre con más fuerza en las venas,
el pulso se deja sentir, los músculos te impulsan a la acción, a la
decisión, al insulto. Allí, el hombre está presente. El Nuevo nos
enerva con un encantamiento aniquilador, con insinuaciones de
santos óleos adormecedores. Los evangelistas son maestros en
matar la voluntad, los apetitos, el yo. San Juan me hace soñar con
almohadas donde lloro las flaquezas de las criaturas o con placeres
en paraísos con publicanos y mujeres perdidas. La humanidad no
ha conocido una fuente de histeria más duradera, más perenne y
más equívoca. Tras siglos seguidos de desvanecimientos cristianos,
el hombre se ha consolado de sus propios desvanecimientos. ¿Y
hoy? ¿Qué otra cosa peor podría hastiarlo? Espectáculo irritante, sin
sorpresas, sin emociones, nada del cristianismo vibra de sed de
vida, de absoluto inmediato y reconfortante. En sus manantiales, los
labios se quedan secos y, por más imágenes que besáramos, los
ojos, la devoción, las esperanzas arden más insistentemente hacia
otros horizontes. Los espejismos del Jordán agotaron sus matices y
en todo su contenido no se encuentra ya posibilidad alguna de aire.
Los aromas de la Crucifixión se dispersaron hacia un cielo cuyas
fuentes ya no apagan ninguna sed y en las que no bebe mortal
alguno. ¿A quién cautiva todavía el universo de Jesús?
Ungüentos orientales han embalsamado al hombre durante dos
mil años. El catolicismo, judaísmo latino, salpicó de un hollín
indeleble la exuberancia del Mediterráneo. ¿Cómo pudo «florecer»
en sus riberas bañadas de un sol divino? El cristianismo es una
reacción contra el sol y en su vertiente católica un ataque contra él
que merece un capítulo aparte. ¿No es la ambigua misión de toda
religión defender al hombre de las fuentes de la vida? Jesús fue
sustituyendo poco a poco al Astro ingenuo, y siglo tras siglo, en el
campo de la mirada anhelante de infinito y de calor, se fue
instalando el cuerpo del más sagaz de los visionarios. A través de
las lágrimas, el hombre ya no veía ninfas sensuales y dichosas, sino
un esqueleto clavado que fustigaba las dulces vanidades.
Catecismos y testamentos amputaron al hombre del tiempo. ¡Qué
apesadumbrado se sentiría el sol si supiera que esas lecturas no
han inspirado asco dado lo infinitamente putrefacto del cristianismo!
¿Consentiría a un solo cristiano bajo sus rayos?
El alma de España se encadenó voluntariamente al catolicismo.
¿Tuvo miedo de quedarse cara a cara con el sol? ¿Tuvo miedo de
huir al sol?
Italia construyó iglesias por temor a volverse superficial de
tantísima luz. ¿Será para ella el cristianismo un sepulcro que la
defienda del cielo, del cielo terrenal, felizmente libre de Dios? Pues
existe un cielo de la tierra, una bóveda celeste que no mata pero
con el que el hombre corre el riesgo de encariñarse demasiado.
Contra ese cielo la plaga del cristianismo preservó a los
meridionales. Y en su lugar los embaucó con ilusiones hueras y
peligrosas, alimentando su imaginación exaltada por primaveras
eternas con delirios de paraísos invisibles.
Sin el cristianismo, los pueblos meridionales habrían estado
condenados a la felicidad. ¿Por qué no soportaron la condena?
Durante dos mil años, los ojos no les sirvieron para nada. Vivieron
de lo invisible en medio del esplendor. Cristo les ofreció lo que no se
ve. Ninguna flor, sólo espinas; ninguna sonrisa, sólo contriciones.
Las apariencias del mundo se transformaron en esencias de
tormento y el error, aroma de la futilidad, en pecado. Los encantos
se degradaron hasta revestir la forma de remordimientos. Todo se
volvió moral. No hubo el menor lugar para el hechizo de la inútil
existencia.
… Así se explica por qué la madera de la Cruz se pudrió y los
famosos clavos se cubrieron de herrumbre en medio de nuestra total
indiferencia.

14

Me he aficionado más a los frutos de la muerte que a los de la


vida. No tendía mis ávidas manos para recogerlos ni tampoco el
hambre me hacía exprimir su jugo con febriles impaciencias. Ellos
crecían en mí, en los jardines de la sangre florecían
voluptuosamente. Soñaba con el olvido en el reino de las aguas del
alma, imaginaba mares tranquilos de no-ser y de paz y me
despertaba en medio de olas encrespadas por los sudores del
miedo.
Seré amasado con el trigo de fúnebres cosechas. Cuando quiero
eclosionar, en mi primavera descubro la muerte. Salgo al sol, ávido
de infinito y de esperanzas y Ella desciende sobre la suavidad de los
rayos de luz. En la oscuridad, es como una música que me rodeara
y muero del esplendor de la muerte en la noche.
Yo no estoy en ninguna parte; gracias a la muerte estoy en todas
partes. Ella se nutre de mí y yo me nutro de ella. Nunca quise vivir
sin querer morir. ¿Qué me atenaza más: la vida o la muerte?

15

El deseo de desaparecer, porque las cosas desaparecen,


emponzoñó tan atrozmente mi sed de ser que, en medio de los
resplandores del tiempo, el aliento se apagaba y el ocaso de la
naturaleza me envolvía con multitud de sombras. Y como veía el
tiempo en todas las cosas, esperaba salvarlas a todas del tiempo.
La necesidad de convertir a los seres en eternos por medio de la
adoración, la premura por elevarlos, por exceso de corazón, de su
destrucción natural me parecía la única labor apreciable. No sé de
nada que yo haya amado sin odiarlo a la vez por no poderlo
sustraer, mediante el baile de llamas de mi alma, a la ley de su
aniquilación. Quise que todo fuera. Y todo era únicamente en la
fugacidad de mis fiebres. El mundo se me escapaba porque el
mundo ya no era. Las lágrimas no derramadas no cuajaban en lo
invisible por las miserias de aquí; morían en mí, tristes, por la
ineficacia del éxtasis. ¿Por qué no se encadenan en el tiempo
«trozos de paraíso»? ¿Es que en mí no mora bastante eternidad?
Hay que ser dadivoso con el mundo. Consumirse derrochando
existencia por él. El mundo no está en ninguna parte. Respira
gracias a nuestra largueza. Las mismísimas flores no florecerían sin
nuestra sonrisa. La avaricia de nuestros dones reduce la naturaleza
a idea y, si ponemos sordina a nuestros sentidos, los árboles no
vuelven a echar hojas. El alma mantiene las apariencias que ponen
celosa a la irrealidad. Pues el mundo es la modificación, hacia fuera,
de nuestra soledad.
La adoración endiosó a Dios. También ella hace de los paisajes
sombras de absoluto. Efluvios de sensaciones hacen palidecer el
cielo ante la tierra; los encantos de la existencia se alimentan de las
melodías del alma y, desde lo hondo de las cuevas, oyes la armonía
de los astros.
He servido en mi vida a muchos amos y he esculpido mi imagen
de cada momento. Si las cosas extintas supiesen cuánto las he
amado se procurarían un alma sólo para llorarme. Ninguna de las
cosas del mundo podrá acusarme de indolencia. Y así me deslicé
febril y cansado por su nada.
El reclamo y la melodía de la tierra penetraban en los
pensamientos de los que ésta estaba ausente. Yo estaba, como el
Apóstol, enterrado con Jesús en Dios, y el parpadeo de cualquier
mujer bastaba para arraigarme inmediatamente en el tiempo. Al
límite de la negación, recogía flores y mi corazón al desgajarse
esbozaba invisibles gestos de abrazos. El Padre fue mi amo y quizá
también el Hijo, el Diablo y el Tiempo, la Eternidad y las otras
perdiciones. Me postré ante las caras del mundo fanático de la
obediencia, siervo de lo fútil, sometido a los ídolos. Porque el
devenir es una sarta de templos en los que furtivamente me puse de
hinojos, entre sus ruinas dejé mis huellas y no me queda ya más
que esta alma, ruina de saciedad.
¿Por qué no está el corazón en situación de redimir al mundo?
¿Por qué no cambia las cosas en una inmutabilidad perfumada?
Acuden a mi mente las palabras de aquel amigo, en la vertiente
de no sé qué Cárpatos: «Tú eres desdichado porque la vida no es
eterna».

16
De repente, el universo estalla en llamas ante tus ojos. Sus
resplandores arrojan luceros del alba. La hoguera del alma ha hecho
bajar al cielo.
¿Qué prodigio ha sucedido para que el yo se abrase en el
frescor del espacio? ¿Y cómo gravita tanta alma sobre un tiempo
como cualquier otro?
Has elevado tus límites hasta el todo y los signos del todo te
engalanan con su peso. Ya no tienes dónde asirte en un mundo que
no tiene extremos.
Solo estuviste y solo estarás. A perpetuidad. Por tus sentidos
repta el sinsentido y no circula la alegría de la materia ni discurren
las suaves riberas de la salud. Tu amor se escribió con letras negras
en las tablillas del destino: no olvidarás lo infinito con ninguna
mortal.
Goza en la adversidad y en la maldición; sé implacable con el
tiempo putrefacto. Ninguna llave te abrirá las puertas del paraíso. La
infelicidad es la vestal que vigila el fuego inextinguible de tu
desgracia. Entiérrate vivo en él, cava tu fosa en su llama más
profunda porque ninguna ilusión bajo el cielo te volverá igual a tu
destino. El amor te hundirá más en él, el amor, desastre supremo de
la predestinación.
No es fácil sobresalir por encima de uno mismo. Menos aún por
encima del mundo. ¡Cómo me gustaría ser puerto para las
navegaciones del yo! ¡Pero soy más que el mundo y el mundo no es
nada!

17
He leído la escritura del hombre. He peregrinado por sus
páginas, he hojeado sus ideas. Sé hasta dónde han llegado los
pueblos y cuán lejos les llevó la tentación del espíritu. Algunos
padecieron por inventar fórmulas, otros por engendrar yerros o por
coagular el tedio en la fe. Todos dilapidaron sus riquezas por miedo
al espectro del vacío. Y cuando ya no creyeron en nada, y como la
vitalidad no podía sostener el aleteo de los engaños fecundos, se
entregaron a las delicias del ocaso, a la languidez del espíritu
agotado.
Lo que ellos me enseñaron, esa curiosidad devoradora que me
llevaba por los meandros del devenir, es como un charco de aguas
muertas en donde se refleja la carroña del pensamiento.
A las furias de la ignorancia debo todo cuanto sé. Cuando todo lo
que he aprendido desaparece, entonces, desnudo, con el mundo
desnudo frente a mí, empiezo a entenderlo todo.
Fui compañero de los escépticos de Atenas, de los
descerebrados de Roma, de los santos de España, de los
pensadores nórdicos y de los brumosos ardores de los poetas
británicos, libertino de las pasiones inútiles, adorador vicioso y
abandonado de todas las inspiraciones.
… Y al final de todo, he vuelto a encontrarme conmigo mismo.
Reanudé el camino sin ellos, explorador de mi propia ignorancia. El
que da un rodeo a la historia se desmorona violentamente en sí
mismo. Cuando el esfuerzo del pensamiento llega a su límite, el
hombre se queda más solo que al principio, sonriendo
inocentemente a la virtualidad.
No son las hazañas temporales del hombre las que te pondrán
sobre las huellas de tu realización. Afronta el instante con valor, sé
implacable con tu fatiga, no son los hombres quienes te revelarán
los arcanos que yacen en tu ignorancia. Es el mundo el que se
esconde en ella. Basta con que escuches en silencio y lo oirás todo.
No existen ni verdad ni error, ni objeto ni figuración. Presta oídos al
mundo que yace en algún rincón de ti mismo y que no precisa
mostrarse para ser. Todo existe en ti, incluso espacio de sobra para
los continentes del espíritu.
Nada nos precede, nada coexiste, nada nos sigue. El aislamiento
de la criatura es el aislamiento del todo. El ser es un jamás absoluto.
¿Quién puede estar tan falto de orgullo hasta el punto de tolerar
que exista algo fuera de sí mismo? Antes que tú, resonaron
cánticos; después de ti, continuará la poesía de las noches, ¿de
dónde sacarás la fuerza para soportarlo?
Si, en el desastre del tiempo, en el milagro de una presencia, no
soy contemporáneo de la creación y la destrucción de la naturaleza,
lo que he sido y lo que soy ni tan siquiera se aproximan al
estremecimiento que provoca un leve asombro.

18

Ayer, hoy, mañana. Categorías de servidores. Tras mucho


recorrer los senderos de los hombres, no he encontrado sino a
éstos. Lacayos y criadas.
Fijaos en las palabras que anticipan las convulsiones de sus
frecuentes desvanecimientos y os lo explicaréis.
El amor crece en los ardores de la banalidad y disminuye en los
momentos de lucidez de la inteligencia. La estupidez extática se
repite con facilidad porque ningún obstáculo interviene en un
cerebro liso. «Creced y multiplicaos», mandamiento destinado a un
universo de lacayos abierto a la pasión horizontal e incapaces de
experimentar otros goces que los de revolcarse.
Impermeable a la música, el hombre alcanza el éxtasis en el
vientre y goza con un gemido pasajero, llamando felicidad a la
esencia equívoca de lo absoluto de la columna vertebral.
… Y así te revuelcas en el hormiguero infinito de los mortales
con el ayer, el hoy y el mañana, y buscas puentes hacia la futilidad
inmediata de los acaloramientos fáciles. Las criadas están
preparadas. Tú también entras en la danza y, colgándote del brazo
de la vileza de los demás, te inclinas ante el destino vano, olvidas tu
asco y te olvidas de ti mismo.

19

El tedio parisiense, meridional y balcánico… El tiempo


enmohecido sobre las casas, sobre las fachadas que la historia ha
salpicado de hollín… Venecia es reconfortante comparada con la
cautivadora desesperanza de las calles disolventes de París. Paso
por ellas y todas las congojas que provocan las vacilaciones de la
fortuna se me antojan sutiles vaivenes, timbres de gloria que me
hacen ir codo a codo con la ciudad cansada. ¿En qué creer aquí?
¿En los hombres? Pero si ellos fueron. ¿En los ideales? Después de
tantos, implicaría carecer de estilo. Reposo, entonces, en las fatigas
de Francia y me elevo hasta el prestigioso hastío de su corazón.
La bruma gotea sobre París sus paraguas de pensamiento y se
vuelve expresión de la historia antes que de la naturaleza. París
está viviendo en el siglo de la niebla. ¿Por qué no puedo
imaginármela en la época de los Luises? La niebla parece traducir
un momento y no una esencia. La naturaleza participa en un ocaso
histórico.
Me vuelvo hacia las casas y me quedo mirándolas. Y cada una
de ellas se vuelve hacia mí. «Acércate, tú no estás más solo que
nosotras», murmuran mis compañeras de días vacíos y noches
interminables. Podemos sucumbir al encanto de las ciudades
italianas, pero en ninguna parte se estará más cerca de las cosas
que se integran en el hombre.
Cuando tarde ya, purificado de suspiros nocturnos, das vueltas y
más vueltas sin esperanzas y sin desilusiones alrededor de la iglesia
de Saint-Severin, de Saint-Etienne-du-Mont o te pasas horas y
horas en la plaza de Saint-Sulpice, esperando una mañana que no
deseas, la ciudad despoblada se eleva contigo hacia las inmensas
inutilidades del silencio. ¿Sabrás tú hasta dónde la hiedra que flota
diseminada allí donde el Sena refleja Nôtre-Dame, se ha reflejado
en ti? A menudo he descendido con ella en el ahogar virtual de sus
sinuosidades melancólicas.
Y en pleno día, sacudido por la sugestión de una ausencia, las
fragancias de París hacían cobrar vida al vacío de tu razón de ser.
Este es Su encanto, el verter consolaciones de belleza sobre los
males incurables del alma, llenar de impalpables sortilegios los
vacíos creados por el tiempo en que se vive. La ciudad te
comprende. Se posa sobre tus heridas. Te crees perdido: en ella te
reencuentras. No necesitas nada; está ante ti. Solamente Ella puede
reemplazar a un amor (como el amor, también ella se te sube al
corazón) y, qué extraño desatino, los hombres aman más aquí. Es
tanto lo que he sido en ella que, si la abandonara, me separaría de
mí mismo.
Jamás he visto un cielo tan alejado como el que se ve desde el
fondo de sus callejones en los que me emborrachaba de oscuridad.
Pero en los bulevares, este cielo se extiende de pronto sobre la
ciudad y prolonga indefinidamente el tedio con el que sueña sobre
los tejados pensativos.
Y aunque reviviera todos los firmamentos que se ciernen sobre
mares mediterráneos y las neblinas generosas que bañan las landas
bretonas, ninguno de ellos podría borrar su recuerdo. Y cuando
quiero definir su encanto, caigo en mí y me lo defino: la
imposibilidad de ser azul. Las nubes se deshacen lentamente; los
jirones de azul no se encuentran. No pueden éstos componer un
cielo que se busca y no se realiza. Los rayos de luz se filtran difusos
por indecisas nieblas y se posan sobre un espacio enturbiado.
Extensión gris y blanca, siempre está tapando algo: el cielo está
más allá. París no tiene «cielo». Y, de tanto esperarlo, te mezclas
con la niebla luminosa, pierdes en ella tu desengañada añoranza
por el azul celeste, te desvaneces en la gama pardusca y
caprichosa de la bóveda aparente, con el pensamiento puesto en un
más allá que no sabes si quieres o no. El cielo holandés de París…
Con él me he entendido siempre como jamás lo he hecho con
nadie. Cuando elevaba la mirada hacia su inestabilidad, cada uno
de sus aspectos traducía una de mis impaciencias. Cambia de hora
en hora, se compone y se descompone: inconstancia de la altura,
demonio escéptico del azul y de las nubes. Abandonado muy a
menudo en el crepúsculo humano de la Ciudad, ¿cómo habría
salido yo de la inmediatez del ninguna-parte del amor sin el
consuelo de su alta vecindad? Es un otoño en flor, un fin teñido de
aurora. Lo lleva uno consigo bajo todos los otros cielos.
… Y cuando, harto de atardeceres al mediodía, bajas al sur
ansiando primaveras, el azul resulta ser una felicidad que envenena
muy pronto su propia abundancia. La desesperanza de los días
idénticos, el abuso de cielo, la saciedad de lo inmaculado se
adueñan de ti y miras hacia la fuente de los consuelos con odio y
aversión. ¿Dónde esconderse de tanto cielo, del inflexible sol, de la
siniestra repetición del esplendor? Cuando no se tiene corazón para
tanto azul ni espacio en los pensamientos para los candores de la
luz, el hastío endulza con su veneno la severidad de la cruel
irradiación y proyecta oquedades de pensamiento en el desierto
monótono. ¿Cómo encontrar felicidades que puedan compararse
con un cielo como ése? Su perfección mata a toda alma nacida de
imaginaciones inciertas.
… De modo que te vuelves a la podredumbre de los Balcanes
donde, de futilidad, la arcilla humea con los hombres. Vuelca tu
calavera embriagada de perfumes y recamada de pensamientos,
destroza tus sueños a la sombra de las catedrales, cébate con
pestilencias en las que se revuelcan harapos humanos y olvida las
gracias lúcidas del espíritu.
Ese cielo no tapa a nadie pues él se extravió con hombres
incluidos. ¿Por qué se habrán parado a orillas del Danubio y a la
sombra de los Cárpatos seres nacidos con ojeras y arrugas,
envejecidos por la nada, marchitos de una impotencia innata? Todos
se deslizan hacia Mares Negros pero éstos son inhóspitos y los
dejan como bobos en la orilla, cruelmente privados de ahogarse.
Después de tus andanzas por el mundo, ¿qué alivio encontrarías
entre tantos desventurados? Allí la naturaleza florece sobre
cadáveres; las primaveras sonríen sobre desesperanzas. La tierra
negra, sin el dulce rastro de ningún paso glorioso, se te sube a la
sangre. Y la sangre se te pone negra. Y tú miras al cielo. Y el cielo
se vuelve infierno.
¡Maldito rincón del mundo, tu infamia hace reír al tiempo con una
mueca burlona y tu desdicha no ha enternecido a ningún corazón
delicado deseoso de fúnebres encantos! Visto desde los Balcanes,
el universo es un arrabal por el que callejean mujerzuelas sifilíticas y
zíngaros asesinos.
Su tremenda pasión por la basura, de removerla al alegre son de
trompetas funerarias, ni siquiera pudo inventar un dios libidinoso.
¿Qué astro anhelante de periferias habría podido caer por allí?
¡Gusanos bulliciosos bailando la danza de la lepra!
Jamás una franca rebeldía encontrará un terreno propicio a los
rubores celestes. Las esperanzas se cubren de herrumbre y los
temblores desaparecen. La desgracia despliega su inmensidad.
Corriendo en desbandada y consumido por las fiebres del
desconsuelo, marchando por los confines que ningún plan del
Génesis previo, que escapan al ojo de Dios y que los demonios
evitan, el pensamiento enlutado por el recuerdo de otros espacios
levanta patíbulos a las esperanzas y todo cuanto florece en el
corazón cuelga sus sueños de una soga.
20

¿A qué milagro se debe que, en un cuerpo compuesto por todos


los azares de la materia, germine de forma duradera el rechazo a
los accidentes irresistibles de lo cotidiano? Súbitas inspiraciones te
arrojan sobre la vida más allá de lo que imaginabas. Pero poder ser
consecuente, permanecer en tus posiciones en el enésimo cielo, es
tan difícil de entender que antes comprendo a un viejo borracho que
a un redentor recalcitrante. Después de leer a Buda o a cualquier
otro vividor de lo sublime, sólo me entran ganas de pedir una sopa
de ajo.
¿Es que no tendrán los profetas compasión de sí mismos?
¿Cómo es que no les conmueve ese insensato deslizarse hasta las
alturas por una pendiente sin salida? Lo sublime no sabe a nada,
mientras que los aromas de la imperfección vagan por la mente con
sus sugerencias de caída. La monotonía de la revelación continua
hace de la religión una profesión hostil. La tierra sale ganando con
no tener ningún sistema. Al pisarla, sabemos muy bien que no
echaremos el ancla en ninguna parte ya que lo insoportable de la
tierra supera al de la mar. Los filósofos, los mentores y los
benefactores, en su carrera en pos de la constancia y la fe, en
realidad se refugiaron en otra parte y las despreciaron. Sabían que
tierra significa derecho al accidente y, si desertaban del capricho,
¿qué habrían hecho en su paraíso resabiado?
Por ella voy arrastrando los huesos, en ella me quedaré. ¿A qué
otro sitio podría ir? ¿Dónde podría calmar mis furores con un ansia
más altanera y cruel? Sonriendo indulgente ante su vaciedad,
ahogas tu añoranza por las lejanías con los joviales tontos que te
rodean y, mientras se pelean con las inútiles de sus prójimas, das
trabajo a las ilusiones. Angustia vana en continentes estériles.
Para apartar a Buda de la perfección, el demonio le envía
danzarinas expertas en el amor. Estas practican los treinta y dos
sortilegios del deseo. No lo consiguen. Después los sesenta y
cuatro; tampoco. El bienaventurado se queda impasible y se agotan
todas las posibilidades de encantamiento.
Él, que sabía tanto, y en primer término la nada de la carne,
rechazó el único modo de errar que confirmaba su doctrina. El
deseo puede vencer a la tierra en su propia casa. Matarlo es un
crimen contra la nada.
La serenidad del príncipe divino mordiendo la carne mortal, ¡qué
símbolo de la cópula de la eternidad con la nada! Si Buda hubiese
cedido a la tentación, lo pintoresco del equívoco en el paisaje
absoluto de su existencia habría hecho de él el único modelo a
seguir por sus discípulos. La ineficacia de la tentación deja en mal
lugar a todos esos iluminados que no quisieron traicionar a la Nada
con la Vida, nada ella también, pero más jugosa.
La música sustituye a la religión al haber salvado lo sublime de la
abstracción y de la monotonía. ¿Los músicos? Unos sensuales de lo
sublime.

21

¡Ojalá se incendiara la bóveda celeste y sus llamas se inclinaran


hasta lamer el cráneo de los hombres! ¡Nada de quietud del
firmamento, ni de encantamientos serenos ni de mansas sonrisas a
la luz de la luna! ¡Sino el temporal de los astros enloquecidos
injertado en las violentas fiebres del pensamiento!
¿Por qué permanecen las cosas en pie mientras tu fuego está
tronando a las alturas? Por las alamedas de los parques contemplas
el inmóvil temblor de las hojas. ¡Pero si la hoguera de las estrellas
ha hecho inflamarse tus ramas! ¿Cuántos cielos has enterrado en ti
mismo para que, bajando con los arqueólogos de cementerios,
tantos dioses desaparecidos se lamenten a la luz y a los ángeles
que en tu sangre baten sus alas dejando un eco en el alma?
No voy a poner mi punto de mira en pasados donde yacen ídolos
derrocados y Jesuses de ocasión. ¿Para qué sirve despertar el
fantasma de los llantos en las noches estranguladas por las vigilias?
No tengo lágrimas con que rociar las cruces y colinas ni deseos de
pasajeras resurrecciones. Al contrario, en medio de la borrasca del
mundo, quiero surcarlo de melodías y derramar las voces de mi
sangre en la ruina sonora del espacio. ¿De qué me serviría refrenar
un pálpito predispuesto para el estruendo y una carne ávida de la
inmensidad y del cántico?
No quiero soñar con la tierra sobre aguas muertas sino sobre
rocas trituradas por abrazos de espuma.

22

Los atrevimientos del espíritu hacen añicos la existencia. Pero


luego, ¡qué delicadamente pisamos sus pedacitos! Castigamos
nuestro exceso de valor y la búsqueda impúdica de la verdad con la
cálida ternura que sentimos por esos vestigios de existencia
machacada por la rapacidad del espíritu.
¿Qué hay más imponente que la soberbia del pensamiento
flotando sobre todas las cosas y descendiendo de vez en cuando
entre ellas con inspirada maldad? Un espíritu ansioso de aventuras
es indómito y cínico, siempre está vacilante y burlón. Nos elevamos
gracias a la inmensa hiel que horada los aspectos y envenena las
apariencias, para saborear su descomposición y despojarlos de una
vana fascinación. El conocimiento se convierte en empresa y acción,
en pasiones de hiena filosófica y en delirios lúcidos de chacal. De
pronto, detienes el vuelo y te dejas caer en picado con las alas
plegadas para clavar tus garras en lo real que subyace en ti. El
espíritu es águila y serpiente, uñas y veneno. Los rincones que
hayan podido quedar en las cosas representan un interrogante para
la profundidad del espíritu. Los instintos del ave de rapiña se revelan
en el conocimiento. Quieres dominarlo todo, hacerlo tuyo, y si no es
tuyo lo haces pedazos. ¿Cómo iba a escapársete algo si tu sed de
infinito traspasa las bóvedas y tu orgullo erige un arco iris sobre la
catástrofe de las ideas?
Una vez que has devastado la existencia y sus imágenes, la
osadía se atempera y jalona de pesares los desiertos que dejan las
huellas de sus pasos. Entonces comienzas a ser humano con las
cosas muertas y la hiel se toma en bálsamo aplicado a las heridas
del ser. El conocimiento mancha de sangre lo real. El orgullo del
espíritu se extiende sobre él como un cielo asesino.
¡Pero de cuánta ternura somos capaces cuando, al retomo de la
intrépida aventura, nos inclinamos con los ojos húmedos sobre los
jardines de la apariencia limpios de nuestra ansia de verdad! ¿No
tomamos en brazos a los seres heridos por los dardos del espíritu y
no se vuelven hacia nosotros las saetas que les tiramos a ellos?
Nos reconciliamos con el mundo y sangramos. Pero en el
sufrimiento hay una alegría tan pródiga que abanica con sus alas
invisibles a todas las víctimas de nuestros homicidas despertares. Al
final de los diabólicos entusiasmos del espíritu, ¡nos transformamos
en pura magnanimidad para rescatar los encantos fútiles violados
sin los que no podemos vivir!

23
Aquellos a quienes atormenta la insuficiencia del paisaje del ser,
los que se consumen con el inútil transcurso de las horas, ¡cómo se
alegran de librarse de los relámpagos que proyectan sobre las
cosas un ardiente contenido! Para un alma infectada por el vacío del
mundo, la obsesión de la venganza es un alimento dulce y
reconfortante, un elemento sustancial en el tiempo, una furia que
engendra sentidos más allá del sinsentido general. Las religiones,
en su odio contra todo lo que es nobleza, honor y pasión,
contaminaron las almas de cobardía, las privaron de sentir nuevos
estremecimientos y frenesíes. Pero donde más fuertemente
golpearon fue en la necesidad que tiene el hombre de ser él,
valiéndose de la venganza. ¡Qué aberración perdonar a nuestros
enemigos, presentarles todas las mejillas inventadas por un ridículo
pudor, para que nos escupa y abofetee toda la canalla que nos
rodea, a quienes nuestros instintos nos incitan a pisotear sin piedad!
El hombre es hombre en la intolerancia. ¿Te ha hecho alguien
algo malo? Fermenta el odio dentro de ti, retuerce tu secreta
amargura, deja que la sangre bulla en tus venas. Cuando la
inmensa quietud de la noche se cierna sobre ti, no caigas en el
olvido destructor de la meditación, quema con dolor y furia la
blandura de tu carne, hinca tu mortífero veneno en las entrañas del
enemigo. ¿Para qué te serviría, si no, prolongar una vida insulsa?
Enemigos los encontrarás donde tú quieras. El pensamiento de
la venganza mantiene una llama permanente, una sed absoluta y,
más que ningún otro goce, te hace presente en el mundo,
halagando tus aspiraciones y tus años porque tú, que eres un joven
malvado, dominado por el arribismo y la subversión, ¿adónde
dirigirías los impulsos de tu odio y de tu furia contrariada?
Los pueblos guerreros no fueron crueles y aventureros por puro
deseo de depredación, sino por el horror a la monotonía de los días,
por la carencia de un ideal de la felicidad. La obsesión de la sangre
deriva de lo infinito del hastío, de lo insoportable de la paz. Eso
mismo les ocurre a los individuos. ¿Cómo se dejarían languidecer
entre bostezos de apatía y goces de poca monta?
¿Qué podría hacer yo con la mansedumbre y con los otros
mundos adonde me encamina una religión falta de desesperanzas?
¿Qué iba a hacer con mi tranquilidad? No puedo reconciliarme
conmigo mismo, con los otros, con las cosas. Ni siquiera con Dios.
Con él de ninguna manera. ¿Quedarme en sus fríos brazos como un
estúpido adorador? ¡Pero si yo no necesito ninguna yacija propia de
viejas cansinas! Reposo mejor sobre las espinas de este mundo y
cuando me encorajino me vuelvo también yo una espina en el
cuerpo del Creador y de sus creaciones.
Me atrae el pasado sangriento de Inglaterra, la piratería en las
costumbres y en la literatura, su patético vendaval de crimen y de
poesía. ¿Alguna otra nación ha escrito una poesía cuyas estrofas
estén más violentamente salpicadas de sangre? ¿O alguna
inspiración más feroz, más divinamente inmoral, más gloriosamente
asesina? ¡Pero de qué forma tan lamentable terminó ese pueblo a
las puertas del parlamento! ¿Dónde están los piratas de antaño que
llevaban por los mares su sed de sangre y rapiña y su afán por lo
desconocido?
Un pueblo conoce la fama en épocas de aventureros, de
vagabundos, de desarraigados nostálgicos, cuando el odio, la
venganza y el honor abren los corazones a otros horizontes y para
quienes las conquistas son el supremo aliciente de su existencia.
Desde que los ingleses dejaron de ser crueles y prefirieron la
felicidad a la osadía, la riqueza a la pasión, el dinero a la locura,
entraron sin escapatoria en un ocaso vergonzoso, en el cálculo, en
la bolsa, en la democracia y en la agonía. La razón se entronizó en
su vida, la razón que mata el entusiasmo de las naciones y de los
individuos. Un pueblo asentado es un pueblo perdido, exactamente
igual que un individuo obediente. Los imperios se hacen con gentes
sin oficio ni beneficio, con granujas, con bellacos agresivos; se
gobiernan y se pierden con diputados, con ideologías y con
principios. Desde el punto de vista del sentido común, Napoleón fue
un insensato. Bajo su dominio, Francia sufría «sin razón». Pero un
país sólo es por la aventura. Cuando a los franceses les atraía la
idea de morir por pasión o por gloria, una paradoja parisiense
pesaba más y era más decisiva que un ultimátum. Los salones
decidían la suerte del mundo, detrás de la inteligencia crepitaban
hogueras y el estilo constituía el florecimiento civil de la sed de
dominación. El espíritu mantenía sus sutiles desvergüenzas sobre
excesos vitales. El Siglo de las Luces traducía en gobelinos y
lucidez la gracia inútil de la fuerza y los doctos desengaños del
poder.
Una nación se extingue cuando empieza a conservar y cuando
en el hastío y el tedio sólo penetra el cansancio de la gloria y de la
bravura.
El ansia de grandeza y de inutilidad es la suprema excusa de un
pueblo. El buen sentido, su muerte.

24

Hijo de un pueblo malaventurado, ¿para qué condenar el hado


innoble y suavizar con aclaraciones el implacable destino? A los
pies de los Cárpatos, la marcha del mundo pasa junto al hombre y el
sol se anega en el estiércol y la vulgaridad. Ningún ideal riega la
alegría mortuoria de los esclavos del tiempo en esa puerta de
entrada al Oriente.
Lúcido, el tedio te mata. El vacío agresivo de la patria doliente y
las arenas esparcidas en el desierto de las almas de sus hijos te
arrastran a la taberna y al burdel para que, en hipnosis arrabaleras,
olvides las amarguras seculares del país, la aridez esteparia del
corazón y la falta de blasones en los escudos. Entonces te dedicas
a emborracharte y a blasfemar para no hincarte de rodillas y rezar.
Amargado por tantos no-hombres, engañas tu desierto natal con
oasis y huertos. En el bosque halló consuelo el valaco durante los
desastres; en el bosque te consolarías tú de él.
Estaba escrito que nosotros, vástagos de dacios y de otros
pueblos inciertos y difusos, no forjaríamos ningún pensamiento de
felicidad y que con las gotas de nuestra sangre formaríamos un
rosario de aflicciones, herencia de tribus de vencidos. El suspiro y la
maldición fueron nuestra estrategia, pastores caídos de alguna
estrella, destinados a ascender al cielo y a rebajarse en el tiempo.
La servidumbre innata apagó la llama de la gloria en un pueblo al
que las repetidas condenas pusieron a prueba. El orgullo de las
criaturas le es ajeno. Esos pastores de rebaños y no de ideales ni
siquiera conocen la fatuidad.
Aunque yo tuviera ingenuidades de ángel y creencias de niño, ni
aun así sería su confiado retoño. Ojo avizor desde que nací, agucé
la vista en las regiones donde sopla el espíritu, mi orgullo sangra al
ver a este pueblo de siervos, humillado desde los orígenes,
mancillando su destino. No fondeará en ningún puerto. Su sino es la
eterna tristeza.
No puedo seguir inventándole vocaciones que él desmiente. Su
existencia ofende a todo lo que se eleva por encima de la desilusión.
La menor esperanza constituiría una insensatez y ser profeta un
ejercicio de cinismo.
Pareciera que a su corazón le ha puesto una cincha y lo aprieta
para que se ponga a plañir un canto quejumbroso, y al dadivoso
Tiempo le tira de la brida no sea que eche a correr hacia el futuro.
—¿Qué nación es ésta? —pregunta febril la razón—. No se la
oye caminar en el mundo.
—Se la oye en mi desesperación.
¿Quién enderezará su destino encorvado? El cielo hace un gesto
como de asco ante el marasmo valaco y, desde las alturas, le arroja
con desprecio la dádiva que anhelaba: exonerarla de toda misión.
Mires adonde mires, ¿de quién te vas a enorgullecer?
Pueblo de indigentes, infinito en la desgracia, creado para
aumentar la tristeza de los que ya nacieron tristes… En la
conciencia crepuscular y cansada de los países podridos de gloria,
que ya no tienen necesidad de futuro, el no-destino valaco agrega
una pesada sombra a la infinita lobreguez del alma. Sólo así respira
todavía el pueblo de pastores en los pensamientos que dieron la
vuelta a Nínives pasadas y presentes. ¿Qué otro sentido tendrían
sus seculares cayados en la magia negativa de los otoños del
espíritu?
… Antepasados que durante tantos años habéis estado llorando
vuestras penas con la flauta, ya no estáis en mí. Vuestros cantos no
tienen el eco nostálgico de dulces desarraigos y de venturosas
tierras. Junto a vosotros, solo, me extinguiré. Y mis huesos no os
contarán dónde perdí el honor de mis tuétanos y los resplandores
del cerebro.
II
25

Si yo fuera general, llevaría a mis huestes a la muerte sin


engaños: sin patria, sin ideales y sin el señuelo de alcanzar una
recompensa terrenal o celestial. Se lo diría todo y en primer término
lo inestimable de la vida o la muerte. Honradamente, uno sólo puede
enardecerse en nombre de la no-existencia; si existe algo, el
sacrificio, por pequeño que sea, representa un daño irreparable.
La muerte es un fantasma; como la vida. Solamente se puede
morir sabiendo que en su razón de ser no hay ni ganancia ni
pérdida.
Ha habido, pese a todo, caudillos militares que no marcharon por
la senda del engaño…
Es difícil amar a Marco Aurelio; tanto como no amarlo. ¡Escribir
sobre la muerte y la inutilidad, por la noche en una tienda de
campaña, medir las pequeñeces de la vida en medio del fragor de
las armas! Como paradoja humana, resulta tan extraño como Nerón
o Calígula. ¡Pero qué grande habría sido este emperador pensador
si no hubiera bebido en las fuentes de los estoicos, si no hubiese
encorsetado su sensibilidad con unas enseñanzas de segunda
mano! Toda la doctrina que hay en él es mediocre. La concepción de
la materia, de los elementos, la resignación como principio, ya no le
importan a nadie. El sistema es la muerte de los filósofos más aún
que la de los emperadores.
Lo único vivo y fructífero entre todas sus reflexiones es el
estremecimiento de la soledad. El amo del mayor de los imperios no
tiene dónde apoyarse; el más poderoso de la mayor de las
potencias sólo dispone de la idea del fin. Marco Aurelio es el
símbolo puro de las rarezas de la decadencia, de la magia que
emana de los ocasos de la cultura.
La tierra es tuya y tú no tienes más cobijo que la futilidad. Si
Marco Aurelio hubiese seguido a los trágicos griegos sin uncirse a la
doctrina, ¡qué exclamaciones hubiese registrado el espíritu humano!
El estoicismo le impuso un pudor que nos molesta. Y él mismo, si
sus maestros no se lo hubiesen impedido, si no hubiese padecido la
enfermedad del aprendizaje, ¡cuántas desesperanzas derivadas de
los hechos de armas se habrían mezclado con sus meditaciones
que, sin embargo, niega con una descorazonadora benevolencia!
Marco Aurelio, como guerrero que era, no tuvo conciencia de la
nada. ¡Qué extraña poesía hemos perdido! Su insípida sapiencia lo
preservó de las contradicciones que dan a la vida su misteriosa
atracción. Hay en el emperador romano demasiada resignación,
demasiada conformidad, demasiada vergüenza por los extremos del
pensamiento. En fin, demasiado deber. ¡Pero haberlo visto al frente
de sus legiones llevándolas a la grandeza con un desprecio
equivalente a la pasión de la conquista! Vivimos de verdad cuando
verificamos una pasión con su contrario. No tomar un remedio sin
haber ingerido veneno y viceversa. Cuando se sube una cuesta,
colocarse simultáneamente al punto simétrico de la bajada. De esta
manera, nada escapará a las posibilidades de ser.

26

La respuesta del Hastío a todas nuestras preguntas es siempre


la misma: éste es un mundo manido.
De modo que tomas la decisión de actuar en todo contra él.
Lo nuevo solamente existe en nosotros. Ni en las cosas ni en los
seres. «Lo real» es un cuento fantástico de apariencias que te
encanta, mientras tu canto mantenga el ritmo de su baile. Sin que
nosotros podamos impedirlo, el velo que recubre ese espectáculo
llamado vida se desgarra en miríadas de copos ilusorios y, de todo
cuanto se desarrollaba ante nuestros ojos, no quedan ya ni tan
siquiera las sombras de una quimérica realidad.
La función del hastío es desgarrar ese velo. ¿Será nuestro canto
lo bastante fuerte como para hacer que ondee más allá de un
mundo ficticio existente en el ardor de nuestra imaginación?
Toda la naturaleza es un embeleco decorativo de nuestra música
interior.
Tras el mundo no se oculta otro mundo ni la nada encubre nada.
Por más que cavases buscando tesoros, sería un esfuerzo inútil: el
oro está disperso en el espíritu, pero el espíritu está bien lejos de
ser oro. ¿Maldeciremos la vida en inútiles arqueologías? No hay
huellas. ¿Quién las habrá dejado? La nada no mancha nada. ¿Qué
pasos habrán pasado por debajo de la tierra si ni siquiera hay un
debajo?
Pilota tu nave sobre las olas de la apariencia y no te rebajes a
ser un mensajero de los estratos ocultos. La irrealidad es la misma.
Estés en la superficie del mar o en las profundidades, no sabrás
más en ningún lugar que en aquel donde te halles. Y no te
encuentras en ninguna parte porque el ninguna-parte es la vasta
inmensidad del en-todas-partes.
Soñar no resulta más engañoso que los rescoldos del sueño o
que la penosa tarea de la vida diaria. Soñamos siempre. Las
impalpables visiones de la noche, ¿cómo podrían tener celos de los
espectros que propalan las disputas de los mortales? Las casas del
mundo rivalizan sobre cuál tiene más alucinaciones.
De tanto alimentar pasiones en un universo fantasmagórico, el
hombre se ha hecho acreedor a su fama.
Sin embargo, tú sigue tu camino y, como un sol escéptico,
ilumínalo con los rayos de tu cólera pensadora.
27

Si nada te incita de por sí a la acción y a sus fines, ¿qué te


impulsa tan fuertemente a realizarte? Y como no te parece
censurable la ociosidad, ¿qué es lo que te empuja a la fiebre de las
horas y los actos? ¿De dónde te viene el remordimiento por perder
el tiempo después de haber visto la vanidad de su sustancia?
Cada instante se pierde para la eternidad. Un luego del no-ser te
amenaza en la encrucijada de la respiración con el mundo. Lo que
aplaces, se quedará aplazado para siempre. La muerte está
presente y tú no puedes permanecer como posibilidad en ella,
eliminación incurable de lo posible.
Si no me hubiese perseguido ese fatal luego, no habría añadido
nada al registro de mis sentidos. Todo lo habría cargado a la cuenta
de la vejez. Quien no es objeto de los reclamos del fin dispone de un
tiempo ilimitado y, por eso, no consigue realizar nada. Toda
realización, y antes que nada la tuya, deriva de la obstinada
obsesión por la muerte. Su llamada afirma la voluntad, activa las
pasiones y solivianta los instintos. La fiebre de la acción es su eco
temporal. Si yo no sintiera que estoy abierto constantemente a la
muerte, que no tengo protección ni resguardo, nada sabría, nada
querría saber, nada sería ni nada querría ser.
Mas veo que ella está aquí. La estoy viendo. La ahuyento y la
acerco. Soy ella y no lo soy.
Lo que en mí es llaga en ella es sarpullido. Y yo soy pura llaga.
A menudo, llevado por las melodías del insomnio, he
vislumbrado la luz amarilla de los crepúsculos matutinos y el
despertar de las cosas indecisas. Pájaros que de día trinaban sin
sentido a una naturaleza que parecía enajenada para siempre. Y
mis pensamientos cantaban también, pero atrás, a la noche. Veía
entonces el resplandor cárdeno de la muerte y trataba en vano de
dispersarme en lo efímero de las auroras, de creer en las
madrugadas.
… Y si llevo mi recuerdo hacia todos los que me enseñaron algo,
me parece que el secreto de su atracción nace de la vecindad de la
muerte. Al estar eternamente en el límite, se encontraban en el reino
natural del conocimiento. La sabia agonía de la materia traspasaba
su voz en su destino frágil y doloroso, y sus palabras, fatales
conceptos, les salían graves e inútiles, nerviosas y amargas, en la
floración final. Sólo encontré calor en sus almas. De ellos emanaban
aromas de pensamientos, sentencias a lomos de perfumes
agresivos. La mezcla de enfermedad y vitalidad arrolla
extrañamente las construcciones naturales ya que no estaban en
ninguna región y estaban en todas. El mal oculto en la fragilidad de
la vida, ¡qué coexistencia de otoño y primavera en las ideas! Sólo he
querido a los que no se encastillaban en ninguna estación y junto a
ellos, cercados por la muerte, olvidaba el clima del espíritu y me
volvía espíritu con ellos.

28

Hace mucho que sé que a los hombres no les da vergüenza


existir. Siempre me asombraron su marcha confiada, sus ojos
interrogantes pero sin pena, su porte altivo de gusanos verticales.
No los he visto mostrarse agradecidos a la tierra ni postrarse con
melancólica piedad ante sus frutos pasajeros. La adoración es un
producto del aislamiento. ¡Y qué eternos serían los mortales de
todos los días si tuvieran bastantes ilusiones para que sus pasos
discurrieran por un universo de terciopelo! ¡Pero no! El hombre a su
paso sólo deja calamidades y desfiguración de la apariencia. No he
visto en él fiebres que llenen el espacio y hagan palidecer al cielo.
La vida compartida con los demás sólo es soportable en medio de
un éxtasis común y no hay nada más raro bajo el sol que el éxtasis.
¿Luce el sol para calentamos? ¿Nos cubre la noche para que
nosotros nos cubramos de sueño? ¿Está ahí el mar para que lo
conquistemos? Desde que la utilidad apareció en el mundo, éste ya
no es. Ya no es por encantamiento. Únicamente la adoración
respeta las cosas en sí mismas y la vida no es tal sin las lágrimas de
dicha de los sufrimientos que ella origina. Me subí con ella a cuestas
sobre sus prados mendaces mientras mi corazón se despedazaba a
los acordes de un canto fúnebre. ¿Cómo podría tragarme esa tierra
que he regado con mis lágrimas cuando la abrazaba y con mi
sangre cuando la despreciaba? ¿Tendré que pudrirme en su seno,
en el seno de la tierra que lo único que tiene de eterno es la tumba?
¿No habrá ningún seísmo capaz de trasladar los cementerios a una
tierra más pura?
… Así llegas a bañarte con idéntica pasión en el nacimiento, la
juventud y la muerte, la nada y la eternidad, indiferente a los fines,
asqueado de las razones de ser y de los logros. Vayas donde vayas,
siempre es lo mismo. Dices eternidad, porque tus temblores han
roto el tiempo y cuando es el tiempo el que te ha roto a ti dices
nada.
Un cálido soplo hincha las venas y entonces tiemblas de
esperanzas y te dices: vida, juventud, y te estremeces pensando en
el amor y en el futuro. O cuando en ellas únicamente circulan
pensamientos y brisas de otoño entre dolorosos silencios, entonces
te dices muerte y todas las zarzas del tiempo se enroscan en tu
alma.
Te das cuenta entonces de tu papel; eres un apasionado de las
apariencias. Enfermo de entusiasmo, sigues apegándote y
despegándote a todo y de todo, desgastando según las
circunstancias, ciego o espabilado, la inconmensurable temporalidad
a la que te has entregado.
29

Si el mal de la pasión nocturna no socavara mi frágil mente,


pondría fin al sueño y haría renacer la primavera en las tinieblas.
Pero no tengo yo savia bastante para los capullos de las noches…
Obligado demasiado a menudo a la estéril vigilia de su quietud, cara
a cara conmigo mismo, me quedo atónito entre unos pensamientos
que no surgen.
¿Qué podría inventar yo en el desierto de las ideas y en el cero
mudo de los sentidos? Te gustaría entonces que bestias fantásticas
mordieran tu agotada carne, para que la sangre bullera y se
convirtiera en tu alma.
Sin el veneno de las pasiones no vuelve el amanecer, estallido
de nuestras heridas en las postrimerías de la noche. ¿Estás
sangrando? Entonces es que acecha la aurora y el sol fermenta en
ti.
Todo cuanto nace y está vivo tiene su origen en la agudización
del sufrimiento en su lucha contra la luz. ¿El día? Salud de nuestros
vicios.
Un decadente del alba…

30

Cansado de saber tantas cosas y más aún de explicarlas, tienes


envidia de Júpiter, que sustituyó las palabras por rayos.
¡Poner las voces en el papel y los misterios en las palabras! El
espíritu quiere explicar el alma. Error vicioso que define al hombre;
su contenido, la cultura.
La enfermedad de la interpretación, crimen contra la virtualidad y
la música…
Mediante la palabra nos desembarazamos de las cargas que nos
harían ser más. Los que no escriben, existen intactos, están
infinitamente presentes.
El espíritu roe lo posible y lo que llamamos cultura es la negación
de nuestros orígenes. Los no-seres del mundo se vuelven seres a
través de la palabra, a costa nuestra. La expresión da vida sobre el
cadáver de su creador. Nada de lo que has dicho sigue siendo tuyo.
Y tampoco tú te perteneces ya.
Ninguna de las noches que he gozado es ya mía. Ni tampoco
ningún amor.

31

Veo la carne que hay a mi alrededor. Veo la mía y la de los otros.


Dulce y entumecedora carroña. Gracias a ella el espíritu sabe lo que
es cálido y lo que es frío; gracias a ella los gusanos se encaraman a
las ideas.
Las reflexiones más puras, empeñadas en el camino contrario de
la inmortalidad, nunca nos proporcionarán la imagen de lo infinito
perecedero como si fuera un estremecimiento repentino de ella. Hay
algo de sublime podredumbre en esa carne. Una vigorosa fugacidad
accesible al tacto. Absoluto moribundo revelado a las sensaciones.
Placer en el llanto y llanto en el placer, ése es todo su secreto y toda
su sustancia. La siento aquí, tan cerca, tan poco eterna, al alcance
de los caprichos y la veo luego tendida en el camastro subterráneo,
amoratada, verde, sueño romo, barniz de antigua existencia,
riéndose burlona de las rebeldías de antaño, refugio difunto donde
fermentaron los amores.
Ser: alternancia de frío y de calor. Y unas cuantas esperanzas de
más. Pisotear mi cuerpo, aplastar las larvas de los gusanos que se
agitan y se apelotonan bajo los pensamientos, y que llevan en su
sangre invisible un no-ser gigantesco. ¡Oh, no! Con ellos seguiré
adelante en esta tierra, en su tierra nativa.
«La enfermedad del deseo», a la que se oponen las religiones,
yo sabré cómo cuidarla. No seré yo quien ponga término a la
angustia fatal ni a la altiva aflicción de la carne. Continuaré su
trágico apostolado como una víctima resucitada. ¿Por qué tengo
que elevar la mirada a los cielos cuando a mi lado, en mí mismo, en
lo más íntimo de mí, forcejea tan encarnizadamente contra el
abandono?
Un ¡ay! hecho materia, una exclamación que ha cobrado forma,
eso es el cuerpo del hombre.
Y por ello sus articulaciones emiten un vago quejido que se
transforma en voz desgarradora entre el crujido de los huesos y que
luego muere en su doliente torpor. Tiene la frialdad de una lápida, se
siente la petrificación; los deseos se han ocultado en su carroña, en
su sangre estancada, y en sus arrebatos bullen como en un infierno
de rayos luminosos. Su frialdad convierte en témpanos los latidos
locos del amor, al igual que su calor eleva en amor el asco y su
nada. Así, acabas por encariñarte con él por piedad, por palpar
(cuerpo compadecido por el cuerpo) sus funciones perecederas
diciéndote: ¡qué nada es el cuerpo humano!

32
Destino valaco.
No precisas de enfermedades que azoten tu espíritu ni de
fatalidades que atormenten el sueño de tu mente. No dejes de fijarte
en el pueblo predestinado al no-destino y, por más que hagas de tu
alma el inventario del paraíso, no hallarás la fuerza para consolarte.
Debajo de tu felicidad quedará una espina más cruel y más aguda
que las garras de las arpías locas de los cuentos, una espina que te
hará sangrar durante la dulzura del olvido y filtrará en tu sangre sin
antepasados un líquido leproso e infinitamente premonitorio. Codo a
codo con los que se dicen hombres, hombro con hombro con los
espectros de ideales carcomidos, varado en medio de decepciones
tendidas como ropa sucia, la vida se vuelve un arroyo de
resignación, el devenir es una cósmica hediondez atenuada por lo
ridículo. ¿Quién mató el futuro en un pueblo sin pasado?
Dondequiera que vayas te perseguirá su maldición, te
atormentarán las vigilias, te torturarán por él, ya que, por más que
odies a las Parcas que anularon tu destino un siglo tras otro, el
universo no te consolará por haber nacido en el país de la desdicha.
La desventura valaca que se siente en las venas es como la
enfermedad de Pascal, se te sube hasta el cuello y eres
automáticamente un Job. ¿Qué necesidad tienes de la lepra cuando
tu destino te forjó lúcido y valaco? Un doble drama no tiene
desenlace, ¡su acción es fúnebre desde el comienzo!
Si tan siquiera pudieras despreciar esa desgracia… Pero es
demasiado grande. Quiebra tu ironía, mutila tu sonrisa, pulveriza la
agilidad de tu inteligencia. Te gustaría ser benevolente. Pero
¿cómo? Te dices: «¡Mi país es un cementerio superficial!». Y cuanto
más suavizas lo irreparable, mayor es tu aflicción. Cualquier rumano
es un forzado del tiempo.
Conoces a tus prójimos de Valaquia y su melosa mueca de
cuatreros pasados por los salones. Los fracasos continuados desde
hace mil años han alumbrado unos granujas vanidosos de una
sagacidad estéril y en el campesino, agobiado por sufrimientos sin
cuento, una visión del mundo compuesta de barro y aguardiente, y
cruces torcidas de madera que velan a muertos sin orgullo. Los
camposantos rurales simbolizan el conjunto del país porque en
ningún otro lugar del mundo la cizaña ha recubierto tanto el
recuerdo de los que han existido con tan generosa demostración de
olvido. ¿No habrá dejado Roma ni una gota de su sangre en la de
este pueblo? ¿No habrá heredado, junto a algunas palabras latinas,
una huella de orgullo, de elevación, de poderío? ¿No seremos
siquiera dignos de sus esclavos? Nuestro tránsito por el mundo no
puede despertar indulgencia ni siquiera a la escoria romana.
Me encuentro con mi país porque tengo necesidad de una
desesperanza más, porque ansío incrementar mi desdicha. Soy
rumano en virtud del fondo de autohumillación que hay en la
condición humana. Nada de halagüeño tiene el pertenecer a este
pueblo como no sea la aspiración a yacer en medio de dolores de
los que no soy responsable y a estrangular mi orgullo en la
irremediable evidencia de nuestro no-ser. Los otros hombres son o
no son. ¡Pero ninguno es tan poco como nosotros! ¡Tan poquito! El
diminutivo es nuestra divinidad. Incluso la muerte es de segunda
mano en la infinita pequeñez de nuestro terruño.
Únicamente nos encariñamos con nuestro país como fuente de
desconsuelo. ¡Si por lo menos le ocurriera una catástrofe…! Incluso
en el mal tenemos que ser benevolentes con él, concederle el honor
de una catástrofe de la que no es capaz. ¡Aniquilación! ¡Trunca mi
pensamiento!
¿Qué pájaro de mal agüero selló nuestros orígenes? ¿Qué sello
estampó el emblema de la falta de destino como vergüenza inicial?
Jamás un cráneo valaco ciñó una corona de grandeza. Con la
cabeza gacha, pasean su destino servil los presuntos descendientes
del más altanero de los pueblos. Esclavos del libertinaje, no saben
que las criaturas alcanzan su razón de ser humillando al sol con el
relámpago de su pasión y el delirio de su suprema arrogancia. La
servidumbre es la charca donde flota la cobardía balcánica, el cieno
voluptuoso de un rincón de Europa que yace en medio de goces
desprovistos de la excusa de la nobleza o del vicio.
¿Por qué la Providencia nos habrá arrancado de la inmensa
naturaleza para reírse de nosotros haciéndonos doblar el espinazo
de puro inútiles?
Cuando los voivodas fundaron los principados rumanos, cantó
una lechuza…
… cuyo eco de nefasto agüero oigo en las orillas del Sena, eco
adverso, como si desde el corazón de tantas glorias quisiera medir
un destino difunto.

33

Me he despedido muchas veces de la vida. Me decía en lo más


hondo de mi corazón: «La existencia está sellada. ¿Qué más andas
buscando en ella? No hay sitio para ti: sepárate de todo, pon una
cruz sobre lo que has sido y otra mayor sobre lo que habrías podido
ser, arrastra tu cuerpo por la tierra, rásgate las vestiduras y haz
trizas tus antiguas creencias, arráncate el pelo del cráneo asesino
de esperanzas y, con brazos crueles que desaten las articulaciones,
suprime la memoria del azar que fuiste».
… Pero cuando iba a pasar a la acción, el corazón me respondió:
«Tú quieres a tu carroña por encima de todo. Y cuando pises tu
último deseo, cuando ni en el tiempo ni en la eternidad encuentres
un instante para respirar, abandonado de todos y por ti mismo, mis
latidos te provocarán un anhelo de ser aunque ya no lo quieras. Tu
sangre, en la que abrevaron tus pensamientos y otros diablos,
cuando estás más ajeno de ti mismo, irrumpe en mi interior yermo y,
de invernadero de tu desesperanza, me transformo en jardín de
primaveras. ¡Y cuántas veces no habré sido tu última primavera!».
Quise someter mi pensamiento, vagamente sostenido por mi
cuerpo, a los desgarros. Y cuando ningún obstáculo venía a calmar
la culpable inclinación, desde las profundidades surgía una voz, una
voz ansiosa de existencia. Asesino de tu ilusión, santo de la nada, la
proximidad del acto fatal te transforma al instante en un servidor de
los azares del mundo, en paje de tu propio azar.
Vagabundo por calles mancilladas por mis semejantes, por unos
semejantes a los que persigues para ahuyentarlos, llevando a
cuestas el cansancio de las ciudades y la locura de los bulevares del
tiempo, regresas a casa y, en tu habitación solitaria y en tu lecho
aún más solitario, el polvo de tus pensamientos gime: «no puedo
más, no puedo más». Sábanas que huelen a mortaja y espíritu
blanqueado por la lividez final. Y cuando todo parece romperse en ti,
el temblor de la pura existencia te vuelve a traer más acá de ti
mismo, a los mundos inmediatos del error, de la naturaleza.

34

Si no hubieses escuchado en tu primera juventud los


desafinados pianos provincianos, con las escalas mutiladas que te
hacían suspirar durante esas interminables primeras horas de la
tarde; si más tarde no te hubieses pasado noches seguidas en vela
contando los instantes con una aritmética de lo incurable; si no
hubieses buscado refugio a tu tormento en los astros, en las
lágrimas, en unos ojos abandonados de doncella y no hubieses
desertado de todas las cunas de la vida, ¿conocerías hoy el vacío,
el del mundo y el tuyo?
El enrarecimiento de la vida lo transforma todo en irreal. Pongo
la mano sobre algo y se me escapa, al igual que yo escapo de mí
mismo. Incluso el fermento, suprema realidad, no es sino un sueño
más concentrado.
A esa extraña, a esa mujer que está junto a ti, que se te queja de
lo duro que le resulta seguir adelante y te pide remedios contra la
tentación negativa, le respondes:
—Mira lo irreal por todas partes. Así te olvidarás de lo positivo
aparente del sufrimiento.
Y ella:
—Pero ¿hasta cuándo?
—Hasta que pierdas la razón.

35

Cuanto más constituye el hombre una existencia distinta, tanto


más vulnerable se vuelve. Lo que no es puede herirlo; una nada es
ocasión de perturbación, mientras que, en un escalón vecino, el
animal necesita emociones fuertes y circunstancias decisivas para
estar presente. ¿Te has vuelto tú mismo, sin límites en tu
delimitación? ¿Quién te sacará entonces las flechas envenenadas
que te disparó el tiempo? Te envenenaste siempre que inundaste el
cauce destinado a la respiración de eterno mortal. Todo te alcanza,
cuando tu pensamiento toca los mundos prohibidos a los pulmones
destinados al tiempo. Las reflexiones no tienen necesidad de
oxígeno, por eso las expiamos tan cruelmente. La vecindad de la
eternidad determina la vulnerabilidad como fenómeno específico del
hombre y la Inutilidad, el encanto de su ser.
Cuanto más aprendo a deleitarme en una ausencia de razones
de ser o a actuar sin ninguna utilidad como no sea hacer más
llevadero el tedio, más hombre soy. Labrador en el Sahara, ésa es
su dignidad. Un animal que puede sufrir por lo que no es, he ahí al
hombre.

36

¿Tengo que dar gracias a la razón porque todavía soy y me abro


camino en los asuntos del mundo? Tal vez a ella también. Pero en
última instancia. ¿A los hombres? ¿A las apariencias? Ni unos ni
otras han estado presentes cuando ya no era. Siempre me ayudaron
después.
Pero cuando los desarraigos del mundo penetraban en el Barrio
Latino y tú ibas con tu exilio a cuestas entre tantos Ahasverus, ¿de
dónde sacabas las fuerzas para soportar las malditas servidumbres
del corazón y el zumbido de la soledad en medio de la niebla
soñadora de los bulevares? ¿Ha habido en el bulevar Saint-Michel
algún extranjero más extranjero que tú y al que cualquier puta o
algún pedigüeño le haya aspirado con más fruición su perfume
barato?
Justamente como los forasteros hispanos, africanos o asiáticos
en la Roma decadente saboreaban el ocaso de la cultura entre la
confusión de los sistemas y de las religiones y, carentes de ideales,
se refocilaban con las dudas de la Urbe, así deambulas tú,
desengañado, durante el crepúsculo de la Ciudad de la Luz. Nadie
tiene raíces. Los ojos de los transeúntes están cansados y en ellos
se apagan los paisajes natales. Ya no pertenece ninguno a ningún
país ni tampoco los guía fe alguna hacia el futuro. Todos degustan
un presente que no sabe a nada. Los indígenas, secos, sin fuerzas,
todavía tienen reflejos sólo en la duda. El Siglo de las Luces tenía
espíritu en el escepticismo; en el final de la civilización, el
escepticismo es vegetativo. A la vida sin horizontes solamente le
quedan la revelación de la sensación y tropismos de la lucidez. Se
han consumido los instintos. Los descendientes de los escépticos
refinados no pueden creer fisiológicamente en nada. Un pueblo
moribundo no es capaz sino del éxtasis negativo de la inteligencia
ante la nada universal.
En las calles respiras el aire de vacío del ocaso y te inventas
auroras como si no quisieras reconocer que tú también participas
del ocaso de la Ciudad. Y entonces te elevas, por un acto de
voluntad, por encima de ella. Y quieres salvarte. ¿Quién o qué podrá
ayudarte en la Ciudad?
Nada, no me ha ayudado nada. Y si no hubiese tenido a mi
alcance el largo del Concierto para dos violines de Bach, ¿cuántas
veces no habría terminado? A él le debo el ser todavía. En la
dolorosa e inmensa gravedad que me balanceaba fuera del mundo,
del cielo, de los sentidos, de los pensamientos, todos los consuelos
bajaban hacia mí y, como por encanto, volvía a ser, ebrio de
agradecimiento. ¿A qué? A todo y a nada. Porque en ese largo hay
una ternura por la nada, allí el estremecimiento alcanza su
perfección dentro de la perfección de la nada.
Ningún libro me sostenía en el barrio de la enseñanza, ninguna
creencia me mantenía, ningún recuerdo me fortalecía. Y cuando las
casas se perdían entre azuladas brumas, cuando, septentrional y
desierto, el Luxemburgo en pleno invierno nadaba en la escarcha y
la humedad enmohecía los huesos y los pensamientos, lejos del
presente, me quedaba embobado en mitad de la ciudad. Entonces
me abalanzaba angustiado hacia la fuente de los consuelos y
desaparecía y resucitaba en brazos de sonoras ausencias.
Después de haber saboreado con desilusión el veneno de la
religión, la compañía de la música te cura de la decepción. Sus
vibraciones no están ligadas a objetos, a seres, a esencias o
apariencias sino que, en pleno temblor, ya no dependes de nadie.
En su amplísimo espacio, la tierra y el cielo no pueden jugar a
extraviarse, son demasiado pequeños y no tienen la levedad de los
copos de nieve para flotar sobre él. El sonido, mentira cósmica
sustituta de lo infinito, permite cualquier grandeza y «o Dios o me
mato» es un lugar común de la música.

37

No voy a dejar en paz al cielo. No necesito nubes decorosas ni el


azul estúpido, ni la poesía barata de los ocasos almibarados. Alturas
negras y tempestuosas, nubes de pez que en su caminar
contaminen de noche los días insípidos, ¡de ellas colgaré mi acerbo
tormento bajo un sol incoloro!
No quiero andar a tientas por mundos anodinos, escardando la
cizaña venenosa de los sueños y los juncos funestos de sus
marjales. Que en la sangre negra crezca una vegetación desprovista
de luz, estoy harto de reflejar mansas estrellas y de cubrir con un
efímero barniz el lodo de mi triste existencia. Pondré semillas en el
veneno y haré que los astros soñadores se despierten a la muerte.
No sé qué homicidios han germinado en mi savia ni hasta dónde
se han encaramado las plantas trepadoras del espíritu, las
maldiciones. No lo voy a adobar con sabiduría sino que le echaré
aromas cáusticos para que no se apague su llama envenenada que
alimenta la existencia.
Y tú, alma mía, mi pequeña alma, no te librarás de la suerte que
aguarda al cielo. Tampoco te cubrirás de moho en el mortal reposo
al que te predestinaron unos esmirriados ancestros. Templaré la
implacable espada de alegre filo y te depositaré en su
ensangrentada cuna para que no halles jamás descanso. Tú quieres
dormir, fermento miserable de sueños ancestrales, tú quieres
dormitar como el frágil azul del que te habrás desgajado como todas
las almas bajo el sol, aquejadas de mansedumbre y docilidad. Pero
yo vigilo entre el cielo y la tierra y estaré al acecho cuando tu
cansancio llegue hasta el Altísimo, y entonces te quebraré las alas
con un látigo de fuego y caerás, como un Ícaro insensato, en los
mares de mi atormentado yo.
¿Hasta cuándo soportaré tu nostalgia de cobardes regiones
transparentes y me inclinaré ante la ley que te guía hacia los astros
apacibles? Mientras, yo me quedo solo conmigo mismo,
anhelándote desde aquí abajo, y tú, lagarto de las alturas, pululando
por la serenidad de un cielo descolorido.
Te acostaré sobre un lecho de púas, el lecho del corazón. Te
encadenaré a él con heridas. ¿Cómo podría seguir dando tumbos
por el mundo mientras tú vas errante por otros mundos y desde allí
sonríes a mis lánguidos anhelos?
¡Aquí, en medio de la agitación y los pesares, aquí te voy a
aprisionar, fugitiva y traidora del tormento! ¡A tajos y mandobles
acabaré con tu celo, celosa del cielo! ¡Y si no me abandonas,
habrás hecho de mí un asesino!

38

¡Llama, posibilidad visible de no ser! En tu juego de ser y no ser,


en tu aniquilación vertical, he descifrado mi sentido antes que con
todas las doctrinas arropadas con leyes e ideas. Pareces eterna y te
elevas insuflada de tu propio ardor, muerte soleada que roba los
signos de la vida. ¿Hacia dónde se lanza tu súbito no-ser? ¿Hacia
qué ser?
¿Por qué tu devorador latido no reaviva las brasas que hay bajo
mis cenizas? En ti creería, en la quimera de tu resplandor, ¡y cómo
me apagaría luego contigo en medio de tu crepitar que es como una
ilusión de eternidad!
Al igual que tus llamaradas que se elevan para disfrazar la caída
desde la base de los crecimientos, revoloteo yo en el mundo, lejos
de la fosa, para estar, gracias a la altura, más cerca de ella. La
inutilidad es el tesoro de tu entusiasmo.
Tú no te agarras a nadie ni a nada y parece que acaricias con
delicadeza el silencio del espacio, pero tu aliento, sensible al oído
de la nada, es la mismísima voz del no-ser. La del ser que quiere ser
y no puede. Voz de la no-duración, tú nos revelas que en el fervor
de un segundo reside un misterio que hace que una cosa sea.
Nosotros decimos que es cuando por medio de la fe y las ilusiones
la prolongamos más allá del fuego instantáneo, más allá del instante
irradiante.
¿… A quién me asiría en el seno de lo Inconcreto atravesado por
las llamas, si yo mismo soy una llama más perecedera que todas las
otras? Pero no obstante, si el mundo es una noche, agrandada por
las sombras de la luz, al arder uno es, en cualquier caso, más que al
cubrirse la cabeza con las ascuas de la quietud y las cenizas de la
piedad. Dios es tan mentira como la vida y, quizá, como la muerte…
Vosotros sois lo que me ha quedado, fuegos del corazón y
apariencias perfumadas de vanidad, en el mundo en que la llama
me ha enseñado que ¡todo es vano, salvo la vanidad!

39

De repente, una bruja agita las aguas de tu alma. Se te vela la


voz, se te dispersa la vista y tus greñas se cuelgan de invisibles
partículas de terror diseminadas en el aire. Las heces de la luz se
encienden y se apagan. ¿Quién ha prendido fuego a los sentidos,
quién ha dado un resplandor de muerte al escalofrío tempestuoso y
sensual que hiende la molicie de la carne, como en las antiguas
leyendas que hablan de sangre en copas envenenadas?
Pasabas primaveral entre los hombres y de pronto surge el
relámpago que te deja las tripas colgando bajo un cielo sereno: así
tiene que ser antes de la matanza. Te bañas en un veneno luminoso
y te estremeces, roído por una desaparición, dulce en su festiva
amargura.
¿Qué cizaña ha florecido en tu corazón para que vayas por los
rastrojos del ser con una condena voluptuosa, revestido de la
púrpura resplandeciente de la culpa? ¿Y de dónde te viene tanta
felicidad cuando llevas una carga tan pesada sobre ti? Espectros
venidos del futuro están atravesando el tiempo.
Temeroso de tus propios temores, tú vas a la tuya entre los
demás. Buscas diversión, vino y baile y el mundo donde se va a
tientas. Y cuando ves girar a los demás, disfrazando su vacío con el
gesto y el tedio con el movimiento, fingiendo olvidar la liviandad de
los medios con los que salvan la sima que les separa de los que
respiran, te dices sin querer: «Sólo los que se suicidan no mienten».
Ya que sólo muriendo no miente el mortal. Y luego te vas. Y ellos
siguen danzando, con la viveza que les da la sombra de realidad
que les proporciona un instante de frescor cuando se entregan a su
preciosa mentira. ¿Para qué habrían de despertarse? ¿Para que
nada sea? Con los ojos abiertos, la existencia se evapora. Los
hombres los cierran para conservarla. ¿Y quién les negaría la
razón? Asqueado de una existencia descolorida por una visión clara,
¿cómo no ibas a desear tener unos párpados eternamente cerrados
ante la mentira, de una fresca realidad?
No quiero seguir siendo un vampiro de la cicuta ni de la fuerza
de mis instantes cosechar malas hierbas. En mi alma se cubren de
herrumbre crímenes de pensamiento y carroñas que besaron el
cielo. ¿Sobreviviría el que vomitara sus cementerios internos a su
invisible profundidad? Nos aceptamos porque hemos puesto una
losa sepulcral sobre nuestra podredumbre, clavos a las puertas del
corazón y hemos dejado que florezcan sus tierras baldías. El paisaje
del infierno interior pondría en manos de la repulsión dagas que se
volverían contra nosotros. Ahí, el arcángel es un hermano, los
lagartos se enroscan en los senos, la sonrisa de la virgen rezuma
pus y la sombra de una flor no es más pura que la blasfemia de una
puta sublunar.
¡Brujas invisibles, no me sublevéis la sangre con vuestros
maléficos jugos que flotan por los aires! ¡Romped el maleficio que
me hace ser transparente a mí mismo! ¿Es que no me conocía sin
vosotras? ¿Por qué me hundís en la ciénaga de los arcanos? Quitad
el veneno del espacio, yo no puedo absorberlo indefinidamente. ¿O
es que queréis bañaros en el infierno de la criatura y transformar el
universo cándido en el gargajo de una puta?

40

La materia querría dormir. Déjala en paz. Déjala que se sumerja


y que se ahogue en sí misma. Ya has arado demasiado en ti mismo.
¿Qué granos podrán germinar todavía en eriales asolados por el
soplo de la aridez? La muerte ha envuelto sus sueños con lienzos
embalsamados. Momia donde gimen pasiones, ¿cuándo se
romperán los vendajes que mantienen eternamente tu decrepitud?
El sueño, con cruel suavidad, como pasos de moribundos, derriba la
muralla del yo y lo devuelve lentamente al hechizo de la ausencia
primordial. El titubeo de la materia te sumerge poco a poco en la
región donde el ser permanece inseparable de su enemigo. Y la
muerte cae sobre ti.
He prendido cirios pero no han alumbrado mi vida. El espíritu
envolvía con su enlutado velo los islotes de la esperanza y yo
suspiraba en el catafalco del mundo.
Me apartaré del sendero de mis semejantes porque hay veces
que destrozaría a hachazos incluso los encantos de Cleopatra.
Sobre senos de mujeres he soñado con conventos españoles y sus
cuerpos vírgenes de pensamientos se alzan como pirámides bajo
las cuales contaba yo leyendas faraónicas. A sus abrazos aéreos y
bestiales, a su delirio ansioso, ¿qué sentido les iba a encontrar si
ninguno me dejaba en el lugar de donde partí? Nos ponen en el
vacío. Sin el falso absoluto del sexo débil no me habría rebajado a
buscar el cielo.
Visiones subterráneas acechan mi frente, en cráneos huecos
apoya ésta su horror y el corazón se ajusta a mi cuerpo como un
anillo en el dedo de un esqueleto. Y huyo portando una antorcha,
cual corredor por olímpicos infiernos, en busca de mi muerte.

41

Las naciones sin orgullo ni viven ni mueren. Su existencia es


insulsa e inútil pues únicamente gastan la nada de su humildad.
Sólo las pasiones podrían sacarlas de su monótono destino. Pero
carecen de ellas.
Cuando vuelvo los ojos a las actualidades del pasado, lo único
que me parece apasionante de cuanto ha sido son las épocas de
orgullo monstruoso, de provocación gigantesca, de desidia triunfal,
en que el espíritu ahíto de poder aplacaba sus ansias buscando
otros poderes mayores. ¿Se imagina alguien lo que ocurría en la
conciencia de un senador romano? Las ansias irrefrenables de
poder y riquezas llevaron a un pueblo al agotamiento de manera
vertiginosa. Pero pese a haber vivido tan poco, rebasó con su vigor
la eternidad de los pueblos anónimos. El ansia de dinero, de lujo, de
vicio, eso es la civilización. Un pueblo sencillo y probo no se
diferencia de las plantas. Al violar la naturaleza, se va más allá de
sus leyes naturales y uno existe efectivamente cuando se viene
abajo. Todo lo que tiene su origen en el orgullo es de breve duración
pero la intensidad infinita redime la brevedad temporal.
Para el senado romano, Roma era más que el mundo. Por eso lo
dominó, lo humilló, lo venció. Un pueblo, y sobre todo un individuo,
no crea más que rechazando lo que él no es, sólo por
incomprensión a sí mismo.
Comprender a los otros significa convertirse en gelatina prudente
y obediente. Pero ya no vuelve a engendrarse nada más. La
comprensión es la tumba del individuo y de la colectividad, que no
se mueve si no es con los ojos vendados, con los sentidos en plena
ebullición.
Los romanos vivían absolutamente de acuerdo con sus leyes;
éstas no se asemejaban con otras ya que otras no podían existir. No
podía haber otra clase de humanidad que no fuera la suya propia.
La república o el cesarismo, dos formas del mismo orgullo, dos
maneras de mandar: en la primera se sustituía al universo
jurídicamente, con el segundo, subjetivamente. La ley y el capricho
decidían, en idéntica medida, la suerte de los demás. La distancia
entre un campesino rumano y un senador romano es la misma que
va de la naturaleza al hombre.
La decadencia del imperio empezó cuando los individuos,
cansados, carecían de brío bastante para reemplazar al universo,
cuando éste se convirtió en una realidad y los romanos en algo
exterior a sí mismos. La decadencia es un producto de la
comprensión, del exceso de perspectiva. Haber dejado de tener la
loca tendencia, infinitamente estrecha e infinitamente creadora, de
ser uno mismo. Si existe el mundo, tú ya no eres. Las religiones
orientales penetraron en Roma porque la Urbe ya no se bastaba a sí
misma. El cristianismo, el credo menos elegante de cuantos han
existido, sólo fue posible por aversión al lujo, a la moda, a los
perfumes y a las aberraciones selectas. Si Roma no hubiese vivido
tan intensamente y no se hubiese gastado con tanta rapidez, la
ruina de su altiva grandeza se hubiese retrasado y la ley cristiana se
habría quedado en el mero privilegio nada halagüeño de una secta.
De esta manera, habríamos tenido la suerte de conocer otra fe más
sensual, más poética, de artística crueldad y consoladora en la
vanidad.
Que Roma cayera tan bajo, que renegase con tanta fuerza al
aceptar el virus oriental, ¡qué prueba, por la negación, de su antigua
grandeza! Y es que Roma no fracasó, se derrumbó. Sólo las
civilizaciones que tienen poco orgullo se apagan lentamente. Las
que el destino dota de un vigor genial son, en su propia esencia,
enfermedades de la naturaleza y vuelan hacia su propio fin. El
cristianismo puso alas a la sed de agonía de los romanos.
Estéticamente, todavía puede interesamos.
Cuando el gusanillo de la conciencia remueva tus instintos,
aprende de los romanos de los tiempos de la decadencia imperial lo
que significa ser un luchador decadente. ¡Forcejear sin esperanzas,
amar la gloria borracho, ser un hipócrita en la ingenuidad! Es el
único heroísmo compatible con el espíritu, la única forma de ser sin
engañar a la inteligencia. Que tu sangre arda y que tu vista vea. Y tú
sabes lo que ella ve…
… A menudo me he imaginado pasando mohíno y soñador por el
foro y los templos, mirando los bustos sin ojos de las deidades
irónicas. Los cristianos todavía no habían llegado y los corazones
hueros de los ciudadanos ya no temblaban ante los caprichos
divinos. Lo absoluto se había fundido con el arte. Y, libre como ellos,
libre de mí mismo y de credos, florecía en el tedio y me fundía con el
hastío de los dioses desheredados. El destino me colocaba fuera del
tiempo. Ciudadano del mundo, ciudadano de la nada. Las losas
respondían a los pasos, faltos de ardor, con ecos sofocados y el
espacio se volvía muy grande, la Urbe ya no tenía murallas, las
casas oscilaban. ¿Qué hacía yo con tantas extensiones, por qué
tanto imperio en un corazón que no latía hacia el futuro sino con las
ilusiones de la ciudad? Sin raíces, en la tierra, en el desierto de la
tierra, los ojos se me quedaban clavados en las órbitas ciegas de los
dioses, para sorber de ellas el otro desierto.
III
42

En ti germinan brotes de lepra. En tu carne abrasada por el


insomnio hierven vapores fétidos que extraen a los capullos la savia
de su delicado crecimiento y la transforman en espuma que ríe con
soma. Apoya tu sien en la mujer rancia y suspira por los paraísos de
la muerte, ahoga tus estremecimientos sin nombre en rosas
podridas, esparcidas por las extenuaciones del cuerpo.
¿No ves que la muerte te está tendiendo esplendorosamente sus
acogedores brazos para acabar con tus penalidades sin rumbo? La
vida es un subterfugio de la locura y el que cae en sus redes marcha
por un camino abierto por su propia sangre.
Quise vivir y he vivido, aunque presentí que no tenía
forzosamente que ser. ¿Cómo vivir en los instantes si el nacimiento
me condenó a ser verdugo del tiempo?
Amé y me he amado. Pero los amores nacieron muriéndose,
relámpagos enmohecidos, éxtasis en tripas purulentas, sensaciones
de cálida sierpe.
Tú, Señor, deja a mi cabecera las señales de la muerte. Ni quiero
engañarte a ti ni tampoco a mí. Mírame, aquí estoy. ¿Has tenido un
hijo más apacible en la maldad? ¿Tengo que dejarme caer en las
garras del olvido con tus hijas? Que reverdezca lo infinito sobre mis
años finitos. Pues los instantes que me has dado son bubones
negros cuyo fruto ensombrece el mundo de la Creación y la
esperanza de la criatura. A través de ellos te veo, a través de su ojo
sombrío. ¿Y tú me pides que te ame? Voy a reemplazar tus astros
con las llagas del alma. ¿Por qué no sembraríamos lepra en el cielo
para dar otro aspecto a la ignorante bóveda celeste? Me gustaría
que cayese una lluvia de veneno desde el firmamento pues mi
corazón suspira por enfermedades de estrellas. ¡Astros incurables,
romped vuestra rutina, machacad vuestro mal en la leprosería de
mis sentidos, vaciaos de cielo en el averno del individuo terrenal! ¿O
es que a vosotros nunca os ha puesto a prueba la misteriosa
necesidad de la desgracia?

43

Los tontos edifican el mundo y los listos lo derriban. Para


remendar los jirones de realidad y organizar naderías no hay que
tener la sospecha culpable del espíritu y que tus mejillas sonrían
como las manzanas antes de la tentación. Desde que te despiertas,
te enriqueces a costa de la naturaleza. Ésta se empequeñece
porque ya no tienes nada que arreglar, preso como estás en las
redes de la descomposición clarividente de la mente. La naturaleza,
desde siempre, es un pobre diablo. Sólo podemos ayudarla con la
ignorancia. A su indigencia inicial, la ignorancia le suma los retazos
de ilusiones que tapan los agujeros que hay acá y acullá. La
existencia es el fruto de las inagotables buenas voluntades de la
ignorancia.
Cuando nos percatamos del Es, nadie sufre más que él. Lo
despertamos, lo llamamos a su nada. El ser sufre porque despierta
de sí mismo. No toleramos seguir siendo sus cómplices, condición
imprescindible de la respiración.
¿La estupidez? Ser compinche del mundo.
… Y a nosotros, errantes por la inmensidad del ninguna-parte,
sólo nos queda postrarnos ante el ara de una imponente Nada.
Muertos, no podemos ser. Nuestra razón ha tamizado la vida. Ésta
pasó y nos dejó la Pasión. Un todo sin es. Por eso estamos vivos y
nos reímos de las creencias; somos luchadores y sobrevolamos por
todas las cosas; malos e indeciblemente comprensivos, y seguimos
quemándonos cuando todas las llamas se han apagado. En la
inmediatez de una nada camal descubrimos el sentido del pulso.
Pues la razón no nos permite vivir sino mientras dure la magia de
una nada sangrienta.
¡Ojalá pudiésemos repantigamos al sol de la estupidez! ¡Qué
cálida realidad irradiaríamos en un universo ficticio! Porque la dulce
y mansa estupidez es un manantial de ser que se alimenta de las
fuentes del Creador. El mundo es vástago de la ignorancia.

44

Como una fiera perdida entre los encantos de la naturaleza, no


hallas la paz en ninguna parte. La sima que hay entre el alma y los
sentidos hace del destino sinónimo de condena. Todos los apetitos
te torturan. En la nada absoluta, el ojo crearía praderas, el oído
sonidos, el olfato aromas y el tacto placeres, ya que los deseos
urden un universo desmentido incesantemente por la razón. El alma
dice: «Nada», los sentidos: «Goce».
Los dolores te roen y hacen que tus apetitos se emborrachen de
mundo. En vano tu pensamiento rechaza sus construcciones; la
pasión las sigue empujando. El deseo segrega el mundo y la razón,
con vana obstinación, tiende un toldo de irrealidad sobre la urdimbre
de existencia de los sentidos.
¿No sientes que cuando te sumerges implacablemente en la
nada, la nada es, que respira, tiembla y se arremolina? La maldición
del ser no es más débil que la del no-ser. ¿Cuál sería tu paz si te
dejaras llevar dócilmente por una o te malquistaras con la otra? Pero
tanto en el alma como en los sentidos se enfrentan fuerzas
igualmente grandes. No encontrarás puertos donde fondear en tu
errante travesía. ¡Tú lo que quieres es morir! ¿Pero alguna vez hubo
más inmortalidad en el deseo de morir y más eternidad en el ansia
por el fin?
También yo seré carroña, como todos vosotros, compañeros de
frivolidad, pero ninguna losa sepulcral aplastará un corazón que no
ha muerto devorado por las llamas. Los miembros, desprovistos del
sortilegio de la vida, descansarán en la morada eterna; pero ninguna
huesa será mazmorra para un alma, signo de admiración que unía
una tierra y un cielo.
Cárcel de la altivez es la muerte, pero ésta es impotente cuando
el fuego funde sus cerrojos. Los estremecimientos del hombre
sacarán de sus goznes las puertas que se cierran sobre los
instantes de la vida.
El que no siente en sí mismo unas fuerzas hurgando en los
corazones adormecidos por los cementerios del tiempo, el que no
siente que él es la escalera por la que bajan ángeles malditos o por
la que suben las angustias de los réprobos a comulgar con la paz
del desierto celeste, ése, antes de abandonar las entrañas
maternas, comulgó como esclavo de la muerte.
Sé como una flor en cuyo tallo languideciera un relámpago
cansado. Que se te pongan los dientes largos al escuchar melodías
negras y cuida en tus tinieblas inocentes las convalecencias del
diablo.
Usa la música para derribar el honor y la obstinación del Astro,
acércalo a las ruindades del alma, transforma su calor en perdición,
para que, volviendo sus rayos hacia sí mismo, descubra que es más
mendaz que el corazón.
45

Las mortales únicamente tienen dos brazos. Y confían apresarte


con ellos. Y te susurran palabras que valen para un corazoncito
cualquiera, te envuelven con caricias ocasionales y tú yaces, febril y
lúcido, como una astilla desprendida del alma del mundo. Ellas
saben mejor que nosotros que las mentiras del amor son el único
barniz de existencia en la infinita irrealidad. La naturaleza les
proporcionó los medios para chantajear a la existencia y abusan de
ello desmesuradamente. Nosotros caemos en la trampa y
manchamos un infinito del que no hemos sido dignos.
El mundo llora en ti la ruptura de eternidad y las mujeres que lo
pisan te vuelven loco. ¿Cómo conciliar un conflicto tan doloroso?
Odias el devenir y lo amas. La eternidad, como el tiempo, es
sucesivamente pecado y liberación. En la proximidad de la carne
sueñas con los fundamentos del mundo y, a su sombra, con la
cercanía de la embriaguez perecedera.
No puedes rodearte de una valla y encerrarte dentro. ¿Qué
estacas ibas a poner a tu alrededor si brisas sonoras te traspasan
más allá del borde de la empalizada, de la muerte?
Carcomido por las resistencias del destino y por las fracturas del
espíritu, te cubres con la melodía de la limitación. Ya no tienes
escapatoria. Estás amenazado por todos los finales y morirás de
todas las muertes.
¿Hay algún sendero donde no te hayan herido? Tu corazón late
en un tiempo enfermo. Te reconoces en los instantes y ellos te
reconocen a ti. El devenir es una infinitud de espinas. Los
manantiales de la vida están llenos de inmundicias y los pozos del
alma de aguas negras. ¿Cómo construirías allí un hospicio del
cerebro? El espíritu y el tiempo hieden. Huérfano de la naturaleza y
de ti mismo, la locura es un techo más seguro que la muerte en un
mundo que no encuentra refugio en la razón.
Amar apasionadamente la vida, y luego deambular implorándote
compasión a ti mismo por la ausencia ilimitada nacida de tu vacío,
infame jardinero de la nada, sembrador de violetas y de pus…
El hombre es un sembrado de sinsentidos en el que la cizaña es
tan fecunda y brillante como las mieses. Y en medio de los
sinsentidos se yergue el mayor: un santo sensual.

46

La muerte gotea sobre mi cabeza. Gota a gota. Y en el espacio


sin orillas no tengo dónde ocultarme. No tengo adónde ir. Se
desgaja del firmamento, en nubes de no-ser se acerca con paso
arrogante socavando la confianza vertical e inútil.
¿Cavaré mi tumba en las inmensidades espaciales? Ese es su
papel. ¿Por qué habría yo de tomarle la delantera? Ella ya me la
cavó en el alma. Y hace mucho que yazgo en su interior. Y la vigilo,
con los gusanos que en ella pululan.
La materia por donde camino es una mortaja. Se me enrolla en
los pies y, al querer abarcar con mis manos las bóvedas de la
indolencia seráfica, me tambaleo y no puedo echar a volar. Mis
senderos sólo son cuesta abajo. Los tobillos se me han podrido en
las heces de la eternidad, y el tiempo que sopla aún en mí ha
pasado a través de cementerios y los difuntos respiran en los
instantes de los que alardeo.

47
Me atormento bajo el firmamento. El alma reduce el cielo a alma.
Adondequiera que mire, me veo a mí mismo.
El miedo es un puente entre anhelo y ser. ¿Qué equilibrio voy a
encontrar en él? El presente se ha desgajado del tiempo y éste
vomita instantes como un enfermo el contenido de sus entrañas.
Ahora, ahora, todo lo que es ahora es un mal; lo que fue y lo que
será, un remedio imaginario para una dolencia agotadora.
Te tapas con la maldición. El sol alumbra un asilo nocturno para
pordioseros altivos. Confía tu arrogancia al eterno Nunca, apaga tu
sed con la sangre que te mantiene todavía entre las filas de los que
se llaman seres. Haz de tu corazón el cáliz del último sorbo, antes
de que el espacio transformado en gumía te sonría lleno de
conquistas.
Rompe las cadenas de tu furor; no sigas ladrándole a Dios. ¿No
te gustaría hacerle otra aureola con tu hiel, excitar su soberbia con
éxtasis venenosos? Más vale que lo abandones a su suerte. El lleva
en sí mismo el fermento de la perdición, igual que tú. Está más
podrido que nadie. ¿No son acaso los astros las luciérnagas de su
descomposición?
Como un gusano, sin carroña, sin ocupación, que salmodia al
revés su sed de muerte, así te arrastrarás a través de horizontes sin
horizonte. Solo. Más solo que el gargajo de un diablo.
Maldito por todos, cava tu huesa en la maledicencia, hazte el
ataúd de tus lágrimas y la almohada de la locura.
¡Ojalá encontraras palabras para componer una oración que
llevara el temblor y la furia a los huesos de los muertos e hiciera
crujir los dientes con la cadencia de la eternidad subterránea! Pero
no los encuentras ni los encontrarás. Un veneno mudo se extiende
por los sufrimientos de la voz. Solamente el corazón toca a ánimas
en los funerales de la mente.
48

Días interminables, ¿cómo perderos? No puedo seguir


soportando la tristeza de vuestra felicidad. Partir hacia otros días,
hacia otras bóvedas, menos aún. ¡Cielo de París, bajo tu azul
quisiera morir! Conozco tu perdición: no tengo ya ninguna voluntad.
He tenido muchas cosas y los años que anduve errabundo bajo
tu lánguida protección me apartaron de lo que debería ser. Mi futuro
se apaga en ojos que te han absorbido lejos del tiempo.
No te he humillado por soñar con otras patrias ni me rebajé a
buscar el éxtasis en las raíces o en las nostalgias de la sangre. En
sus gorgoteos enmudecieron pueblos encorvados sobre el arado y
ningún gemido de gañán perturba la melodía de tus nubes que
flotan danzando el minueto de la duda. En tu falta de patria he
reflejado la soberbia de mis vagabundeos y la desesperanza, himno
contra el tiempo, se reviste de un halo sangriento.
La vida es una inmortal melancolía. Así me lo parece el último
susurro de tu enseñanza. ¿Has encontrado algún discípulo más fiel
que yo? Aunque los hados decretaron mi extinción por otros pagos,
me apagaré bajo tu bóveda. Mi mirada se estremecerá por última
vez mirándote a ti. Y tú me responderás, oriflama de ocasos,
soplando mi fin.

49

Como superviviente de una mortífera epidemia que te hubiese


dejado sin amores y sin amigos, pasas por las horas y las soleas
con tu pestífera elegancia.
Y como un órgano que sonara él solo entre las ruinas de una
catedral, así resuenan los acordes de tu corazón en un universo
vacío.
Lo infinito no tiene semejantes; él se extiende sobre la ausencia
de éstos. El suspiro cósmico olvida la infinitud engañosa de los
senos sobre los que se cuaja el vago suspiro de la insatisfacción.
Cuando el mundo se apaga, el amor se apaga también y con él las
criadas del mundo.
Temblores de desastre atraviesan fenecidos amores y de labios
que sorbían el soplo de la vida gotea una miel tamizada por la hiel.
… ¿Por qué no he sumergido mi frente en la molicie de la carne
y por qué no he revolcado mis pensamientos en el sudor dulce de la
materia? ¡Haber tapado por siempre jamás el sueño sin patria en las
mansiones mundanas del ser hechizado por el tiempo! He suspirado
por la eternidad cuando la mujer estaba aquí. ¡Pobre infinito en los
dos! La soberbia mata los encantos efímeros.
Sobre esos puentes donde el anhelo aguarda a las compañeras
de la mentira suprema, no veo ya sino las riberas de la irrealidad
entre las que he montado una tienda tejida de voces inútiles, hasta
que unas aguas compasivas se encrespen y tengan a bien
arramblar con mi melodía y su inmenso sinsentido.

50

He derrochado mi alma para nada. ¿Cuál de mis semejantes


habrá sido digno de sus llamas? De ahora en adelante, esparciré
cenizas por las primaveras ajenas. Y yo mismo me enterraré bajo
las del corazón y del amor.
Sensaciones e ideas; eso es todo lo que me ha quedado. Porque
me he quedado fuera del yo. Que ningún sentimiento adorne ya el
desierto de los seres que nos rodean, que mueran los astros que
soñábamos ver en sus ojos, que se extinga el cielo al fondo de la
pasión. ¡Que el averno invada lo Ideal, que gima a sus pies,
caminante ridículo y afligido, que de la sangre sacaste pócimas
mágicas y coronas que rematan la nada! Machacaste los impulsos
de tu temblor, a los que nadie respondió, a los que nadie sonrió.
Oculta tu calavera a la naturaleza llorosa, sacúdela de la materia de
los llantos, mata tu futuro en las noches insomnes del suspiro. Sobre
el tiempo calvo se deslizan ausencias del mundo y de la pálida vida
sólo subsiste un lamento sin voz que se coló en la madriguera de la
mente.
Bajas de ti mismo por la escalera del fatal despertar hasta la
Ciudad colmada de brisas sonoras y de alusiones de muerte. Y te
preguntas sin ningún recato: «¿Dónde me ahogaré? ¿En el Sena o
en la Música?».
IV
51

La sustancia de la duración es el hastío y la del combate en la


duración, la desesperación.
Los hombres creen en algo para olvidar lo que son. Al enterrarse
bajo ideales y refugiarse en ídolos, matan el tiempo con toda clase
de credos. Nada les haría sufrir más atrozmente que despertarse
sobre la pila de sus placenteras falacias, frente a la pura existencia.
¿La desesperación? Vivir de forma interjeccional. Por ello, el
mar, interjección líquida e infinitamente reversible, es la imagen
directa de la vida y la encamación inmediata del corazón.
Ni salud ni enfermedad: dos ausencias a las que reemplaza el
vacío del hastío.
El universo no tiene más sentido que mostrarnos que, si
desaparece, lo podemos sustituir con la música, con una irrealidad
más verdadera.

52

Al deslizarte por la pendiente de los pensamientos, a menudo


incriminas a la existencia. Pero ella no ha cometido ningún pecado
como no sea, tal vez, el de no ser.
Seca en tu espíritu amargo el manantial de las acusaciones.
Endulza el veneno inagotable y el cinismo saltarín de la carne.
Enamórate con soñadora impudicia del sinsentido del destino. Más
vano que un cometa en un mundo sin agüeros y más fútil que el
sable de un arcángel en un mundo sin cielo, pasea tu destino inútil
saltando sobre el meollo de las ilusiones con la ceguera de un
hombre que conoce la ausencia del todo. Con la ceguera de un
hombre desenfrenado.
Chupa las raíces de la mentira y embriaga tus acechantes
vigilias con la ciencia falsa del ser. Y sé, justamente como el ser
sería.

53

La felicidad me paraliza el espíritu. La realización en la vida me


vacía de mí mismo y la desdicha amorosa borra las huellas de la
grandeza. La felicidad carece de yo…
Tras haber perdido hasta el agotamiento la conciencia en la
voluptuosidad, ¡cuán tempestuosamente anhelas las fiebres de la
separación! ¡Poder quedarte solo en tu habitación, sin nadie, sin tu
amante, absorbiendo el néctar de la desdicha! ¡Desprovisto de todo
ideal, con los ojos exprimidos de existencia, extender la fatiga de tu
sueño más allá del cielo!
Te has precipitado en el mundo y como no hallaste alimento en
él, te nutres de la sustancia del destierro.
La auténtica vida no reside en la cordura sino en la ruptura.
Como el universo no puede sanar la herida del corazón, tengo que
emborracharme de delirio bajo las estrellas. Pues ni las espaldas ni
el cerebro pueden soportar más la carga de lo incomprensible.
El soplo del destino corre como una brisa a través de las ideas. Y
la Lógica, hacia la que tiende el vacío del pensamiento, se
tambalea. El alma pulveriza las categorías. Y el cosmos se vuelve
un tormento.

54

La tierra se extiende bajo nuestros pies para que nos


dispersemos. Miré a lo alto, miré abajo y a los cuatro puntos
cardinales del gran Dónde, y descubrí por doquier el fracaso de mi
vida.
Creí matar mi vigilia agotando mis sentidos. Pero tras el abrazo,
volví a encontrar la atroz lucidez.
Busqué caricias aumentando mi deseo de grandeza. Y me
encontré siendo esclavo del incurable significado del espíritu.
Intenté taparme los oídos acudiendo a la embriaguez. Y la vista
se me aguzó sobre los inmensos espacios.
Los senderos cegados de mi mente me produjeron un resplandor
aún más implacable.
Ni la gloria, ni la mujer ni la bebida me han despejado el camino
de prohibiciones ni han librado al espíritu de la opresión. Mi vida se
compone de una sucesión desordenada de instantes. Nada liga
unos con otros. Su cadena se rompió y en mis oídos zurren los
anillos de la desmembración.
¿… En qué manos habré de depositar mi ser?
¿Y a quién habré de pasarle el honor del desaliento?
55

Me gustaría hacerme una colcha con la Idea y taparme con ella


y, bajo su abstracta estrechez, cortar las vacilaciones de mi corazón.
Estoy harto de él. Y, más aún, de su rostro, del alma.
La náusea tiene su origen en los sentimientos. En el fondo del
corazón solamente hay pus y hedor caliente. Hacia un espíritu
purificado del jugo de la vida y de los fermentos del sentimiento,
hacia un pensamiento marmóreo, desencadenado del alma quiero
volver mi diferencia.
Que ni un hilo de emoción perturbe más el semblante de la
razón. Bastante tiempo has sido un tenor de las apariencias. Busca
ahora en ti mismo, sin melodías, la dureza de la separación, como
un erizo del espíritu. Observa lo que les sucede a otros e incluso a ti
mismo como si no fueseis nadie, míralos precisamente como un
demonio asqueado de mal, como un demonio cesante. Y que,
asustado por la frialdad objetiva del espíritu, el Devenir postergue
eternamente su marcha.

56

Por regla general, todos creemos que estamos llenos de vida y


alardeamos de nuestros esfuerzos y de su fruto. En realidad,
llevamos a la espalda un saco vacío que llenamos de vez en cuando
con migajas de realidad. El hombre es un mendigo de la existencia.
Un ridículo ganapán en la irrealidad, un chapucero de la naturaleza.
Te haces un aposento en el mundo y te crees que has escapado
de él. Ya no ves nada a tu alrededor. Y cuando te crees que estás
más solo, te das cuenta de que tu albergue carece de techo. ¿Hacia
dónde vas a escupir? ¿Hacia el sol o hacia la noche? Abres las
manos en el espacio. Y los dedos se te pegan en el vacío. No se
adhieren a ningún ser porque el ser quema. Lo real escuece, lo real
duele. Respirar es un martirio. Y es que el soplo de la vida se filtra a
través del homo del horror.

57

La religión y, sobre todo, su servidora, la moral, robaron al yo (y,


así pues, a la cultura) el encanto de la distinción: el desprecio. Mirar
por encima del hombro a la caterva humana que te toma por
hombre. No existen yoes sino sólo el destino que te hace diferente
de tus semejantes. La cultura, según la fórmula suprema de su
intimidad, es la disciplina del desprecio. A los otros hay que
ayudarles, aconsejarles, pero no molestarlos en su vida que bulle de
expectativas. Bajo ningún concepto hay que despertarlos. Ellos no
sabrán nunca lo caro que se paga la singularidad de su destino.
Dejad dormir al hombre. Como sólo existe el sueño en el paraíso,
huir de sí mismo implica dulcificar el destino. El individuo
transparente a sí mismo tiene derecho a todo. Puede cortar el hilo
cuando quiera. El destino es un aplazamiento continuo del suicidio.
Velando tu vida, revelas a tu soberbia el destino que devora las
provisiones del yo, el destino del que tú eres su derrotado amo.
58

Cuando eras niño, no podías estarte quieto. Desbarrabas.


Querías estar fuera, lejos de casa, lejos de los tuyos. Retozón,
guiñabas el ojo al horizonte y dabas al cielo la redondez de tus
nostálgicas ansias.
De la infancia saltaste a la filosofía y los años han acrecentado tu
horror por el sedentarismo. Tus pensamientos se han ido al fin del
mundo. La necesidad de errar ha entrado en las nociones.
Estar entre cuatro paredes te agobia; sólo respiras, filósofo que
eres de caminos y calles, en las encrucijadas. ¡Fuera, eternamente
fuera, no hay ningún lecho en el universo!
Al revelarte el tedio abstracto el vacío que representa estar vivo,
acechas por las calles, cual asesino de los instantes, el olvido del
pensamiento.
Te falta ahínco para torcer un hilo de pensamiento, para ensartar
con él las cuentas del collar de la frágil esperanza. Detrás, hiede la
carroña de la vida. Y el que lee en tus pasos, descubre en ellos un
asesino.

59

No ver en las cosas más de lo que tienen. Verlas tal y como son.
No ser en ellas. Objetividad es el nombre de esa calamidad, que es
la calamidad del conocimiento.
El mal del alma es espiritual. Es la lucidez instalada en el
corazón. No puedes elegir de ninguna de las maneras, pues a tus
inclinaciones se opone la visión absoluta del espíritu. Si te inclinas a
un lado, te revela el mundo como un espacio de equivalencias. Todo
es idéntico, lo nuevo es lo mismo. La idea de reversibilidad es una
daga teórica.
Y entonces surge la Pasión. Ésta hace florecer nuestros
páramos internos. La furia palpitante del error elige. Gracias a ella
respiramos. Pues nos redime del peor de los males: del mal de la
imparcialidad.
No puedes vivir siendo clarividente, no puedes tomar partido por
nadie, no puedes tomar parte en nada. Cuando se es parcial, o sea,
cuando se crean falsos absolutos, la savia del devenir renace en las
venas. Adaptarse a las circunstancias del mundo es un acto de
subjetividad, de hostilidad frente al conocimiento. La objetividad es
el asesino de la vida y «la vida» del espíritu.

60

Pensar, es decir, quitarse uno pesos de encima. Sin el


respiradero de los pensamientos, la razón y los sentidos se
sofocarían.
La expresión nace de una plenitud enferma. Se está invadido
positivamente de ausencias. El pensamiento nace de la persistencia
de una insuficiencia. No tienes necesidad de nada, y llevas contigo
un alma de mendigo. Algo se ha desequilibrado en el espíritu. Como
un arco de lucidez sobre las ruinas de un beso, lo que la naturaleza
elaboró no encuentra apoyo en tu olvido. Otoño de la Creación,
ocaso inicial.
La única escapatoria del alma es el desatino. De un alma que
haya perdido sus dimensiones, que haya apresurado su fin. Y de un
pensador de la posibilidad infinita, de un pensador de la
imposibilidad.
61

Durante la enfermedad, nos expresamos a través de nuestro


cuerpo. Hablamos fisiológicamente. Como las voces interiores no
pueden susurrar todo el mal que almacenamos, el cuerpo asume la
tarea de comunicamos directamente las innumerables desgracias a
las que hemos sido incapaces de hallarles un nombre. Sufrimos en
propia carne de una imposibilidad de expresión. Tenemos
demasiado veneno, pero no el suficiente remedio en la palabra. La
enfermedad es un mal inexpresado. Así comienzan los tejidos a
hablar. Y su palabra, al hurgar el espíritu, se vuelve su materia.

62

Desde que naciste se cierne sobre ti la dulce maldición de la


existencia privada. Incapaz de finitud, estás perpetuamente frente a
ti mismo y a lo infinito. Como no comprendes las tribulaciones
ajenas, nadie te aparta del ilimitado egoísmo de la respiración que
tienes en tu aposento. Siempre soñaste con un hogar donde
penetrara el universo. Bajo tus párpados se pudren las mujeres,
muertas por el vicio de lo infinito. Ése es el mal de los sentidos. Él
asesina al amor y presume de engañarlo. Dos ojos te miran, tú
miras más lejos; una sonrisa se insinúa en tu cuerpo, tú languideces
hacia los astros.
Nadie es la sombra que lo infinito lanza al corazón. Aquél es la
base última de la existencia privada. Y también la fundamentación
del juego en el amor, del teatro en las pasiones. Te crees que vas
engañando a muchachas y mortales (nada sugiere tanto un absoluto
mortal como una jovencita) y te estás engañando a ti mismo. Estar
atolondrado a causa de lo infinito…

63

Recuerdo haber sido una vez un niño. Eso es todo. La memoria


no me ayuda a reencarnar la suavidad del sueño de la vida. Antes
me veo gimiendo bajo los fragmentos del pensamiento que delante
de él. Nada sobrevive al tiempo en el que esperábamos el sentido…
Huyendo de la infancia, me encontré con el miedo a la muerte.
Así empecé a saber. Y ese miedo se alivió con el deseo de morir. Y
ese deseo se purificó aniquilando terriblemente la felicidad del
pensamiento inútil. Si hubieses permanecido en la ignorancia no
habrías puesto la corona al intelecto sobre la carroña vertical y el
orgullo negativo no habría roto los hilos que te ligaban a la infancia.
El tiempo no habría sacudido los pilares de la esperanza ni se
habría desarrollado de forma parasitaria en tu savia. Pero él ha
sosegado el mosto de tu existencia y el ardor lo ha hecho
languidecer en las regiones del tedio. Un corazón abstracto es el
secreto del hastío. Un corazón por donde ha pasado el tiempo y en
el que todavía moran solamente ideas a las que acecha el moho,
contaminadas en su frialdad inmaculada.
¿Dónde están los albores de la vida, analfabeto del Bien,
omnisciente por el Mal?
… Y a veces me pregunto: ¿cómo me atreví a ser niño?
64

Estar solo hasta el pecado, prolongar la separación hasta la


culpa, conocer el estremecimiento sólo en el aislamiento. Estar
categorialmente solo.
Una pasión homicida, surgida del espíritu, exacerba tu
individualidad al máximo. El propio universo se vuelve individuo. Te
alcanza. O tú lo alcanzas a él…
El concepto de personalidad, que nos fragmenta en tanto que
figuras humanas, y que en algunos se desarrolla hasta la
exclamación cósmica, engendra la adversidad en el ser. El sujeto se
desequilibra por el exceso de sí mismo, es como un árbol cuya copa
tocara el cielo y se olvidara de sus raíces… El volumen del yo
constriñe lo infinito y la vista diáfana y crítica se ahoga dentro del
individuo unánime.
… Al encariñarme con el odio que tengo contra mí, repta la
dulzura de mi calamidad bajo los restos del tiempo. ¡Que ninguna
brisa de realidad me toque ya la frente! Que el diablo sople su
cordura y su sufrimiento en las arrugas de mi frente, que penetre en
mi cerebro la respiración del Mal, que los instantes se vuelvan del
revés en la esperanza y entronicen en ella el desenfreno
enloquecido. ¡Que la locura no siga pagando el fielato al espíritu,
sino que invada a sus anchas todo el territorio de la mente!

65

Yo mido la profundidad de una filosofía por las ganas de huir que


expresa. El sistema de reflexiones que no esconde las insuficiencias
de cada lugar, favorece unas respiraciones mediocres, inquietudes
reposadas. Perseguido por otra cosa, el edificio del pensamiento
aminora la pasión por vagabundear e impone sordina a la obsesión
por el espacio. Pensar es en cierto modo estar. No en vano se dice:
estoy pensando.
El miedo a divagar y el punzante embrujo de un desconocido
otra-parte, revelan instintos vulgares y nos defendemos de lo infinito
del corazón mediante teóricos refugios. El orden en el pensamiento
es el obstáculo del corazón. Es su muerte. Si lo liberásemos,
¿adónde iríamos? Su ley es ninguna-parte; y su sistema, aquí.
Si encadenamos los pensamientos, el peligro desaparece. Y
también la volatibilidad del yo. Nos solidificamos. Los vapores
superficiales del espíritu se cuajan. La inspiración deshilvanada
cobra forma y la libertad gime. Y los pensamientos se mecen en un
largo suspiro del corazón. Se ajustan al cadáver de lo infinito. ¿Los
abandonaremos a su suerte sin concluirlos, para largamos nosotros
al mundo inconcluso? La tentación es tan grande como el miedo.

66

He aquí mi sangre, he aquí mis cenizas.


Y el fúnebre titubeo de la mente. El universo permanece, lecho
para la escoria del espíritu.
El sol ha encallado en su propia luz y en la ciénaga celestial.
A los supervivientes se les han parado los ojos. El asombro ya
no les dilata las pupilas.
Y es que nada se asombra ya en el espacio.
Ya no hay vientos que levanten la polvareda de mi ser. Las
brisas se han helado sobre el cerebro de los mortales. Y los
corazones petrificados susurran codiciando el florido miedo de ser.
¿Dónde están los días que inspiren el Error? En el mundo ya no
yerra nada, ya nada es. Porque el mundo se ha embalsamado con
la Verdad. De tanto saber, el universo ha muerto de anemia. No hay
ya gota alguna de sangre que nutra una germinación. En la sangre
se ha colado el Conocimiento.
… Asqueado por el desenlace general, el individuo dice adiós
muy buenas, y embarca sus cenizas hacia otro universo.

67

Como si llevásemos nuestro Yo a cuestas, ansiosos de


separamos de nosotros mismos, rehuimos nuestra identidad como si
fuera una carga capital.
El aire que hierve en los pulmones es una expiración de Dios y
esa bocanada Suya traspasa el espíritu y le envenena el tuétano de
un infinito enfermo. Bajo el estímulo de la divina descomposición, las
Ideas languidecen en medio de un tufo caliente y desabrido. Y
ninguna lírica estupidez envuelve la muerte inmisericorde.
¿Acaso no maldecirá la conciencia al Yo? ¿No estrangulará el
espíritu a la razón? ¿No castrará la vigilia a la esperanza?
El espíritu vierte odio contra su portador, emponzoña al sujeto
que ha querido ser más que individuo, reduce a polvo la materia que
lo sostiene. El yo es la gran víctima, el yo está maldito.
68

Sin el presentimiento del amor y de la muerte, el individuo se


aburriría ya en las entrañas de su madre, y se pasaría el tiempo
desengañado chupando pezones sin futuro. Pero él aguarda
sigilosamente las dos tentaciones, urdiendo desde la cuna ficciones
de existencia. El amor se acerca, el amor llena los años. Pero los
ojos escapan por las fisuras de su infinito tarado hacia Otra cosa. La
dolorosa curiosidad condensa el tiempo por el que nos arrastramos
hacia el fin. Los instantes se espesan: el tiempo denso de la
muerte… Y como a través de los calveros del amor descubrimos la
lobreguez final, el enamoramiento oculta un equívoco que
transforma la pasión en pútridos temblores. Una eternidad donde se
divierten los gusanos es el equívoco de los amores.
El amor no nos puede curar de lo Otro. Y ese Otro es la pasión
fatal del hombre. Llevada a su término, descubre en el fondo un algo
que sería… una parada desastrosa en el camino de la curiosidad.
Quizá nos inclinaríamos hacia Ello en los otoños del corazón si no
fuera una inmediatez capital, si no soportáramos el tedio de lo
contingente. Al buscar perennemente el Límite, exasperados por lo
arbitrario, la Muerte hace honor a su mayúscula gracias a nuestra
ansia de certezas. Pues ella es la ficción a la que se lo otorgamos
todo, la banalidad irreparable del tiempo.
Para el espíritu, la muerte existe en tan exigua medida como
cualquier otra cosa. Pero él la reconoce, impulsado por la sangre,
por viejas verdades, por las tradiciones del corazón. El espíritu se
pliega. El yo se lo impone. Y, de esta suerte, tolera a las ficciones
más de lo que se merecen. Si todo la reclama, ¿por qué no habría
de existir?, se pregunta el yo con escéptica repulsión. ¿Por qué
tendría que robarle al hombre su mentira suprema? Si él la quiere,
que la tenga. Incapaz de imaginar un error confortable, ¡que robe
mis armas para defenderlo! ¡Que muera para la Muerte!
… Así juzga el Espíritu y, separado de sí mismo, se sitúa en el
silencio.
69

Mi culpa: he depredado lo real. He mordido todas las manzanas


de la esperanza humana. Miro de soslayo al sol. Roído por el
pecado de la novedad, también al cielo lo habría vuelto del revés.
Cuando clavaba los dientes en los entresijos de la carne y hacía
girar ideas en danzas abstractas, los misterios morían en la boca y
en el cerebro. ¿Dónde está el jugo del devenir que vigorice el pulso
del espíritu y de la sangre? Tras de mí sólo hay gotas difuntas que
inseminan mi pasado como una vía láctea del sinsentido.
La respiración es un desbarajuste. Y estoy buscando cuerpos
inmaculados para gastar los restos de mis ardores y espíritus
intactos para derrochar mis inflamadas fatigas.
¡Ojalá pudiera añadir a la nada que embriaga la ausencia del
universo el temblor sonoro del alma, destrozar el silencio con un
torbellino de voz, dejar el desastre de mi música por los espacios!
¡Ojalá fuera el alma del vacío y el corazón de la nada!

70

¿Conseguirás sofocar el destino negativo que te tortura? Jamás.


¿Te curarás del mal que devora el ritmo de tu respiración? En
absoluto.
¿Seguirás elevando la amargura de los sentidos a la esencia de
tus preguntas? Siempre.
¿No quieres exprimir tu sentido de lo irreparable en dulzura de
las creencias? De ningún modo.
… En tu sangre se deleitan los posos de un Nunca, en tu sangre
se descompone el tiempo y una rogativa al diablo te salva de la
redención que supondría tu ahogamiento. Y el Diablo se desliza a
hurtadillas por el ojo de Dios y tú sigues su sombra y su rastro…

París, 1940-1944, Hotel Racine, Rue Racine


Nació en Rasinari (Rumania) en 1911 y murió en París en 1995. A
finales de los años treinta viajó a la capital francesa gracias a una
beca, para terminar instalándose definitivamente en París y adoptar
el francés como lengua de escritura. Pesimista, iconoclasta y
nihilista, Cioran llevó una existencia austera y dedicada a la creación
de una obra peculiar e irrepetible. Además de Breviario de los
vencidos (Marginales 164, ahora también en la colección Fábula),
Tusquets Editores ha publicado de este autor las siguientes obras:
Ese maldito yo, De lágrimas y de santos, Historia y utopía,
Silogismos de la amargura, En las cimas de la desesperación,
Ejercicios de admiración, La caída en el tiempo, El ocaso del
pensamiento, El libro de las quimeras, Cuadernos (1957-1972),
Desgarradura y una selección de las mejores entrevistas con el
pensador rumano, titulada Conversaciones.

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