Cioran - Breviario de Los Vencidos
Cioran - Breviario de Los Vencidos
Cioran - Breviario de Los Vencidos
Al igual que amas los libros que te hacen llorar, las sonatas que
te han cortado el aliento, los perfumes que te insinúan
renunciamientos, a las mujeres extraviadas entre el cuerpo y el
alma, así sucede con los mares: te enamoras de aquellos cuyo
oleaje induce a ahogarse en su seno.
No he buscado en el Mediterráneo poesía ni violencias, ni
tampoco turbulentas vorágines en sus olas. A esas inclinaciones
encontré respuesta sobre los acantilados de Bretaña. Pero ¿cómo
olvidar un mar donde dejé mi pensamiento?
En una memoria más corta que el presentimiento de eternidad
de lo efímero, guardaría la imagen y el reconocimiento del azul
inhumano del mar decadente. En sus orillas se hundieron imperios y
tantos y tantos tronos del alma…
Cuando el aire suspende su calma y la inmovilidad meridiana
alisa las olas en medio de un fulgor abstracto, entonces sé lo que es
el Mediterráneo: lo real puro. El mundo sin contenido: la base
efectiva de la irrealidad. Sólo la espuma, actualidad de la nada,
continúa como si pugnara por ser…
Lo único que podemos hacer es zarpar a alta mar. Sin deseos de
echar el ancla. ¿No es acaso el sentido de la inestabilidad agotar el
mar? Que ninguna ola sobreviva a la odisea del corazón. Un Ulises,
con todos los libros. Una sed de planicies marinas que tienen su
origen en lecturas, un erudito vagar. Conocer todas las olas…
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Piedad estética: tener un respeto religioso a las apariencias,
hollar la tierra sin la nostalgia del cielo, creer que todo puede ser
una flor y no solamente absoluto. Si nunca lamentaste el carecer de
alas para no profanar la naturaleza con tus crueles pasos humanos,
entonces nunca has amado esa tierra. Cuantas veces la descubría,
otras tantas la sentía en el corazón y no bajo las plantas de mis
pies; durante los momentos de desarraigo miraba a los astros y los
veía transformarse en cera y derretirse en una sangre que entonces
olvidaba al cielo. Puedes mirar a lo alto todo lo que quieras: no
conocerás el estremecimiento de los raros encuentros con esa tierra
que menosprecias al caminar. Pero, cara a cara con ella, a solas
con su tránsito, ¡qué suspiros de fraternal desconsuelo, de íntima
amargura te llevan a unirte con ella en un conmovedor abrazo!
¡Bastante han sufrido mis ojos con vosotros, ángeles, santos y
bóvedas!
Ahora quiero aprender a respetar a la gleba. ¿Podré mirar hacia
abajo con la misma pasión que levantaba mis párpados en
estremecimientos verticales? ¿Qué vicio y qué tormentos viciosos
han empujado al ojo hacia lo sobrenatural? La religión lo aparta de
su destino natural: ver. Tras el cristianismo, los ojos dejaron de ver.
El mismo hombre que va de puntillas por las losas de la iglesia,
escupe en los jardines, si bien, solamente bajo los ramajes, la
alegría de los pensamientos mezclados con los sentidos tendría que
erigir un templo y urdir una mitología de la sensación.
¿Qué voy a hacer con el cielo, que ignora lo que significa
marchitarse, o lo que es el sufrimiento y el éxtasis de la floración?
Quiero estar con las cosas destinadas a ser y morir con ellas, que
de igual forma están destinadas a la muerte. ¿Por qué os he
hablado de extinción a vosotros, astros eternos? He estado
buscando demasiado tiempo a la nada en otra parte. Pero retomo a
los mundos donde soplan las penalidades. Por ellos deambularé
como un ermitaño sediento de pecado.
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Sé que, por algún rincón de mí, hay un diablo que no puede
morir. No me hace falta un oído aguzado para las torturas refinadas
ni tampoco el sentido del gusto para el vinagre de la sangre, sino
solamente el silencio sordo que presagia un quejido prolongado.
Entonces reconozco el peligro. Y si me vuelvo hacia el Mal
despótico y envilecedor, sube por los aires, al cerebro, a las
paredes, divinidad súbita, severa y destructora.
Estás inmóvil y esperas. Te estás esperando.
Pero ¿qué vas a hacer contigo? ¿Qué te vas a decir, rodeado
como estás de tanto no-decir?
¿Qué pasa a través del silencio? ¿Quién pasa? Es tu mal que
está pasando a través de ti, fuera de ti, es una omnipresencia de tu
misterio negativo.
¿Piensas en lo que quieres ser? Tus pesares no tienen futuro. Ni
ningún futuro es tuyo. En el tiempo ya no tienes cabida; en el tiempo
yace el horror.
Y entonces te vas. Al marcharte te olvidas. Y en tu caminar eres
otro y siendo, ya no eres.
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De repente, el universo estalla en llamas ante tus ojos. Sus
resplandores arrojan luceros del alba. La hoguera del alma ha hecho
bajar al cielo.
¿Qué prodigio ha sucedido para que el yo se abrase en el
frescor del espacio? ¿Y cómo gravita tanta alma sobre un tiempo
como cualquier otro?
Has elevado tus límites hasta el todo y los signos del todo te
engalanan con su peso. Ya no tienes dónde asirte en un mundo que
no tiene extremos.
Solo estuviste y solo estarás. A perpetuidad. Por tus sentidos
repta el sinsentido y no circula la alegría de la materia ni discurren
las suaves riberas de la salud. Tu amor se escribió con letras negras
en las tablillas del destino: no olvidarás lo infinito con ninguna
mortal.
Goza en la adversidad y en la maldición; sé implacable con el
tiempo putrefacto. Ninguna llave te abrirá las puertas del paraíso. La
infelicidad es la vestal que vigila el fuego inextinguible de tu
desgracia. Entiérrate vivo en él, cava tu fosa en su llama más
profunda porque ninguna ilusión bajo el cielo te volverá igual a tu
destino. El amor te hundirá más en él, el amor, desastre supremo de
la predestinación.
No es fácil sobresalir por encima de uno mismo. Menos aún por
encima del mundo. ¡Cómo me gustaría ser puerto para las
navegaciones del yo! ¡Pero soy más que el mundo y el mundo no es
nada!
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He leído la escritura del hombre. He peregrinado por sus
páginas, he hojeado sus ideas. Sé hasta dónde han llegado los
pueblos y cuán lejos les llevó la tentación del espíritu. Algunos
padecieron por inventar fórmulas, otros por engendrar yerros o por
coagular el tedio en la fe. Todos dilapidaron sus riquezas por miedo
al espectro del vacío. Y cuando ya no creyeron en nada, y como la
vitalidad no podía sostener el aleteo de los engaños fecundos, se
entregaron a las delicias del ocaso, a la languidez del espíritu
agotado.
Lo que ellos me enseñaron, esa curiosidad devoradora que me
llevaba por los meandros del devenir, es como un charco de aguas
muertas en donde se refleja la carroña del pensamiento.
A las furias de la ignorancia debo todo cuanto sé. Cuando todo lo
que he aprendido desaparece, entonces, desnudo, con el mundo
desnudo frente a mí, empiezo a entenderlo todo.
Fui compañero de los escépticos de Atenas, de los
descerebrados de Roma, de los santos de España, de los
pensadores nórdicos y de los brumosos ardores de los poetas
británicos, libertino de las pasiones inútiles, adorador vicioso y
abandonado de todas las inspiraciones.
… Y al final de todo, he vuelto a encontrarme conmigo mismo.
Reanudé el camino sin ellos, explorador de mi propia ignorancia. El
que da un rodeo a la historia se desmorona violentamente en sí
mismo. Cuando el esfuerzo del pensamiento llega a su límite, el
hombre se queda más solo que al principio, sonriendo
inocentemente a la virtualidad.
No son las hazañas temporales del hombre las que te pondrán
sobre las huellas de tu realización. Afronta el instante con valor, sé
implacable con tu fatiga, no son los hombres quienes te revelarán
los arcanos que yacen en tu ignorancia. Es el mundo el que se
esconde en ella. Basta con que escuches en silencio y lo oirás todo.
No existen ni verdad ni error, ni objeto ni figuración. Presta oídos al
mundo que yace en algún rincón de ti mismo y que no precisa
mostrarse para ser. Todo existe en ti, incluso espacio de sobra para
los continentes del espíritu.
Nada nos precede, nada coexiste, nada nos sigue. El aislamiento
de la criatura es el aislamiento del todo. El ser es un jamás absoluto.
¿Quién puede estar tan falto de orgullo hasta el punto de tolerar
que exista algo fuera de sí mismo? Antes que tú, resonaron
cánticos; después de ti, continuará la poesía de las noches, ¿de
dónde sacarás la fuerza para soportarlo?
Si, en el desastre del tiempo, en el milagro de una presencia, no
soy contemporáneo de la creación y la destrucción de la naturaleza,
lo que he sido y lo que soy ni tan siquiera se aproximan al
estremecimiento que provoca un leve asombro.
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Aquellos a quienes atormenta la insuficiencia del paisaje del ser,
los que se consumen con el inútil transcurso de las horas, ¡cómo se
alegran de librarse de los relámpagos que proyectan sobre las
cosas un ardiente contenido! Para un alma infectada por el vacío del
mundo, la obsesión de la venganza es un alimento dulce y
reconfortante, un elemento sustancial en el tiempo, una furia que
engendra sentidos más allá del sinsentido general. Las religiones,
en su odio contra todo lo que es nobleza, honor y pasión,
contaminaron las almas de cobardía, las privaron de sentir nuevos
estremecimientos y frenesíes. Pero donde más fuertemente
golpearon fue en la necesidad que tiene el hombre de ser él,
valiéndose de la venganza. ¡Qué aberración perdonar a nuestros
enemigos, presentarles todas las mejillas inventadas por un ridículo
pudor, para que nos escupa y abofetee toda la canalla que nos
rodea, a quienes nuestros instintos nos incitan a pisotear sin piedad!
El hombre es hombre en la intolerancia. ¿Te ha hecho alguien
algo malo? Fermenta el odio dentro de ti, retuerce tu secreta
amargura, deja que la sangre bulla en tus venas. Cuando la
inmensa quietud de la noche se cierna sobre ti, no caigas en el
olvido destructor de la meditación, quema con dolor y furia la
blandura de tu carne, hinca tu mortífero veneno en las entrañas del
enemigo. ¿Para qué te serviría, si no, prolongar una vida insulsa?
Enemigos los encontrarás donde tú quieras. El pensamiento de
la venganza mantiene una llama permanente, una sed absoluta y,
más que ningún otro goce, te hace presente en el mundo,
halagando tus aspiraciones y tus años porque tú, que eres un joven
malvado, dominado por el arribismo y la subversión, ¿adónde
dirigirías los impulsos de tu odio y de tu furia contrariada?
Los pueblos guerreros no fueron crueles y aventureros por puro
deseo de depredación, sino por el horror a la monotonía de los días,
por la carencia de un ideal de la felicidad. La obsesión de la sangre
deriva de lo infinito del hastío, de lo insoportable de la paz. Eso
mismo les ocurre a los individuos. ¿Cómo se dejarían languidecer
entre bostezos de apatía y goces de poca monta?
¿Qué podría hacer yo con la mansedumbre y con los otros
mundos adonde me encamina una religión falta de desesperanzas?
¿Qué iba a hacer con mi tranquilidad? No puedo reconciliarme
conmigo mismo, con los otros, con las cosas. Ni siquiera con Dios.
Con él de ninguna manera. ¿Quedarme en sus fríos brazos como un
estúpido adorador? ¡Pero si yo no necesito ninguna yacija propia de
viejas cansinas! Reposo mejor sobre las espinas de este mundo y
cuando me encorajino me vuelvo también yo una espina en el
cuerpo del Creador y de sus creaciones.
Me atrae el pasado sangriento de Inglaterra, la piratería en las
costumbres y en la literatura, su patético vendaval de crimen y de
poesía. ¿Alguna otra nación ha escrito una poesía cuyas estrofas
estén más violentamente salpicadas de sangre? ¿O alguna
inspiración más feroz, más divinamente inmoral, más gloriosamente
asesina? ¡Pero de qué forma tan lamentable terminó ese pueblo a
las puertas del parlamento! ¿Dónde están los piratas de antaño que
llevaban por los mares su sed de sangre y rapiña y su afán por lo
desconocido?
Un pueblo conoce la fama en épocas de aventureros, de
vagabundos, de desarraigados nostálgicos, cuando el odio, la
venganza y el honor abren los corazones a otros horizontes y para
quienes las conquistas son el supremo aliciente de su existencia.
Desde que los ingleses dejaron de ser crueles y prefirieron la
felicidad a la osadía, la riqueza a la pasión, el dinero a la locura,
entraron sin escapatoria en un ocaso vergonzoso, en el cálculo, en
la bolsa, en la democracia y en la agonía. La razón se entronizó en
su vida, la razón que mata el entusiasmo de las naciones y de los
individuos. Un pueblo asentado es un pueblo perdido, exactamente
igual que un individuo obediente. Los imperios se hacen con gentes
sin oficio ni beneficio, con granujas, con bellacos agresivos; se
gobiernan y se pierden con diputados, con ideologías y con
principios. Desde el punto de vista del sentido común, Napoleón fue
un insensato. Bajo su dominio, Francia sufría «sin razón». Pero un
país sólo es por la aventura. Cuando a los franceses les atraía la
idea de morir por pasión o por gloria, una paradoja parisiense
pesaba más y era más decisiva que un ultimátum. Los salones
decidían la suerte del mundo, detrás de la inteligencia crepitaban
hogueras y el estilo constituía el florecimiento civil de la sed de
dominación. El espíritu mantenía sus sutiles desvergüenzas sobre
excesos vitales. El Siglo de las Luces traducía en gobelinos y
lucidez la gracia inútil de la fuerza y los doctos desengaños del
poder.
Una nación se extingue cuando empieza a conservar y cuando
en el hastío y el tedio sólo penetra el cansancio de la gloria y de la
bravura.
El ansia de grandeza y de inutilidad es la suprema excusa de un
pueblo. El buen sentido, su muerte.
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Destino valaco.
No precisas de enfermedades que azoten tu espíritu ni de
fatalidades que atormenten el sueño de tu mente. No dejes de fijarte
en el pueblo predestinado al no-destino y, por más que hagas de tu
alma el inventario del paraíso, no hallarás la fuerza para consolarte.
Debajo de tu felicidad quedará una espina más cruel y más aguda
que las garras de las arpías locas de los cuentos, una espina que te
hará sangrar durante la dulzura del olvido y filtrará en tu sangre sin
antepasados un líquido leproso e infinitamente premonitorio. Codo a
codo con los que se dicen hombres, hombro con hombro con los
espectros de ideales carcomidos, varado en medio de decepciones
tendidas como ropa sucia, la vida se vuelve un arroyo de
resignación, el devenir es una cósmica hediondez atenuada por lo
ridículo. ¿Quién mató el futuro en un pueblo sin pasado?
Dondequiera que vayas te perseguirá su maldición, te
atormentarán las vigilias, te torturarán por él, ya que, por más que
odies a las Parcas que anularon tu destino un siglo tras otro, el
universo no te consolará por haber nacido en el país de la desdicha.
La desventura valaca que se siente en las venas es como la
enfermedad de Pascal, se te sube hasta el cuello y eres
automáticamente un Job. ¿Qué necesidad tienes de la lepra cuando
tu destino te forjó lúcido y valaco? Un doble drama no tiene
desenlace, ¡su acción es fúnebre desde el comienzo!
Si tan siquiera pudieras despreciar esa desgracia… Pero es
demasiado grande. Quiebra tu ironía, mutila tu sonrisa, pulveriza la
agilidad de tu inteligencia. Te gustaría ser benevolente. Pero
¿cómo? Te dices: «¡Mi país es un cementerio superficial!». Y cuanto
más suavizas lo irreparable, mayor es tu aflicción. Cualquier rumano
es un forzado del tiempo.
Conoces a tus prójimos de Valaquia y su melosa mueca de
cuatreros pasados por los salones. Los fracasos continuados desde
hace mil años han alumbrado unos granujas vanidosos de una
sagacidad estéril y en el campesino, agobiado por sufrimientos sin
cuento, una visión del mundo compuesta de barro y aguardiente, y
cruces torcidas de madera que velan a muertos sin orgullo. Los
camposantos rurales simbolizan el conjunto del país porque en
ningún otro lugar del mundo la cizaña ha recubierto tanto el
recuerdo de los que han existido con tan generosa demostración de
olvido. ¿No habrá dejado Roma ni una gota de su sangre en la de
este pueblo? ¿No habrá heredado, junto a algunas palabras latinas,
una huella de orgullo, de elevación, de poderío? ¿No seremos
siquiera dignos de sus esclavos? Nuestro tránsito por el mundo no
puede despertar indulgencia ni siquiera a la escoria romana.
Me encuentro con mi país porque tengo necesidad de una
desesperanza más, porque ansío incrementar mi desdicha. Soy
rumano en virtud del fondo de autohumillación que hay en la
condición humana. Nada de halagüeño tiene el pertenecer a este
pueblo como no sea la aspiración a yacer en medio de dolores de
los que no soy responsable y a estrangular mi orgullo en la
irremediable evidencia de nuestro no-ser. Los otros hombres son o
no son. ¡Pero ninguno es tan poco como nosotros! ¡Tan poquito! El
diminutivo es nuestra divinidad. Incluso la muerte es de segunda
mano en la infinita pequeñez de nuestro terruño.
Únicamente nos encariñamos con nuestro país como fuente de
desconsuelo. ¡Si por lo menos le ocurriera una catástrofe…! Incluso
en el mal tenemos que ser benevolentes con él, concederle el honor
de una catástrofe de la que no es capaz. ¡Aniquilación! ¡Trunca mi
pensamiento!
¿Qué pájaro de mal agüero selló nuestros orígenes? ¿Qué sello
estampó el emblema de la falta de destino como vergüenza inicial?
Jamás un cráneo valaco ciñó una corona de grandeza. Con la
cabeza gacha, pasean su destino servil los presuntos descendientes
del más altanero de los pueblos. Esclavos del libertinaje, no saben
que las criaturas alcanzan su razón de ser humillando al sol con el
relámpago de su pasión y el delirio de su suprema arrogancia. La
servidumbre es la charca donde flota la cobardía balcánica, el cieno
voluptuoso de un rincón de Europa que yace en medio de goces
desprovistos de la excusa de la nobleza o del vicio.
¿Por qué la Providencia nos habrá arrancado de la inmensa
naturaleza para reírse de nosotros haciéndonos doblar el espinazo
de puro inútiles?
Cuando los voivodas fundaron los principados rumanos, cantó
una lechuza…
… cuyo eco de nefasto agüero oigo en las orillas del Sena, eco
adverso, como si desde el corazón de tantas glorias quisiera medir
un destino difunto.
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Me atormento bajo el firmamento. El alma reduce el cielo a alma.
Adondequiera que mire, me veo a mí mismo.
El miedo es un puente entre anhelo y ser. ¿Qué equilibrio voy a
encontrar en él? El presente se ha desgajado del tiempo y éste
vomita instantes como un enfermo el contenido de sus entrañas.
Ahora, ahora, todo lo que es ahora es un mal; lo que fue y lo que
será, un remedio imaginario para una dolencia agotadora.
Te tapas con la maldición. El sol alumbra un asilo nocturno para
pordioseros altivos. Confía tu arrogancia al eterno Nunca, apaga tu
sed con la sangre que te mantiene todavía entre las filas de los que
se llaman seres. Haz de tu corazón el cáliz del último sorbo, antes
de que el espacio transformado en gumía te sonría lleno de
conquistas.
Rompe las cadenas de tu furor; no sigas ladrándole a Dios. ¿No
te gustaría hacerle otra aureola con tu hiel, excitar su soberbia con
éxtasis venenosos? Más vale que lo abandones a su suerte. El lleva
en sí mismo el fermento de la perdición, igual que tú. Está más
podrido que nadie. ¿No son acaso los astros las luciérnagas de su
descomposición?
Como un gusano, sin carroña, sin ocupación, que salmodia al
revés su sed de muerte, así te arrastrarás a través de horizontes sin
horizonte. Solo. Más solo que el gargajo de un diablo.
Maldito por todos, cava tu huesa en la maledicencia, hazte el
ataúd de tus lágrimas y la almohada de la locura.
¡Ojalá encontraras palabras para componer una oración que
llevara el temblor y la furia a los huesos de los muertos e hiciera
crujir los dientes con la cadencia de la eternidad subterránea! Pero
no los encuentras ni los encontrarás. Un veneno mudo se extiende
por los sufrimientos de la voz. Solamente el corazón toca a ánimas
en los funerales de la mente.
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No ver en las cosas más de lo que tienen. Verlas tal y como son.
No ser en ellas. Objetividad es el nombre de esa calamidad, que es
la calamidad del conocimiento.
El mal del alma es espiritual. Es la lucidez instalada en el
corazón. No puedes elegir de ninguna de las maneras, pues a tus
inclinaciones se opone la visión absoluta del espíritu. Si te inclinas a
un lado, te revela el mundo como un espacio de equivalencias. Todo
es idéntico, lo nuevo es lo mismo. La idea de reversibilidad es una
daga teórica.
Y entonces surge la Pasión. Ésta hace florecer nuestros
páramos internos. La furia palpitante del error elige. Gracias a ella
respiramos. Pues nos redime del peor de los males: del mal de la
imparcialidad.
No puedes vivir siendo clarividente, no puedes tomar partido por
nadie, no puedes tomar parte en nada. Cuando se es parcial, o sea,
cuando se crean falsos absolutos, la savia del devenir renace en las
venas. Adaptarse a las circunstancias del mundo es un acto de
subjetividad, de hostilidad frente al conocimiento. La objetividad es
el asesino de la vida y «la vida» del espíritu.
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