4gato Por Liebre - M J Fernandez
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M. J. Fernández
ePub r1.0
Titivillus 06-01-2022
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M. J. Fernández, 2018
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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GATO POR LIEBRE
M.J. Fernández
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«La mentira se desvanece;
la verdad triunfa al fin y permanece».
(Helmuth Von Moltke)
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Capítulo 1
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—Es una noche demasiado fría para morir —recitó el mendigo como si
leyera una frase hecha.
—¡Policía! ¡Suelten las armas y las manos en alto! —gritó una voz
profunda detrás de los asaltantes.
En una reacción instintiva, los tres voltearon hacia la voz y se encontraron
frente a un subsahariano de casi dos metros que les sonreía con malicia,
mientras les apuntaba con un arma. A su lado había un hombre de mediana
edad y aspecto corriente, también armado. Por si fuera poco, un paso atrás de
ellos vieron a una joven con aspecto de modelo de pasarela, que sostenía una
pistola HK USP Compact. Uno, con la que apuntaba directo al pecho de su
líder. Soltaron sus armas y alzaron las manos por encima de sus cabezas.
—Ahora sí parece que estamos un poco más equilibrados —dijo el
mendigo a sus espaldas.
Cuando se giraron para mirarlo vieron que también sostenía una pistola
que el holgado gabán le había permitido mantener escondida. El tío, con el
abundante cabello alborotado, una barba de al menos cuatro días y los ojos
enrojecidos por la falta de sueño, se les acercó y les arrancó los pasamontañas
uno a uno. Luego les sonrió con ironía.
—Así está mejor —afirmó. Entonces se dirigió al subsahariano—. A ver
Diji. Avisa a los agentes y llévate a estos… Ciudadanos. Vamos a comprobar
si alguno tiene antecedentes. Si no los tienen, fíchalos. Cortesía de la casa.
Remigio, tú encárgate de sus juguetes. Cuidado con el envase. Si tiene
gasolina, los gases también son inflamables, así que apaga el móvil antes de
acercarte al bidón, no vaya a ser que a tu mujer le dé por llamarte y te
convierta en barbacoa.
—Sí, jefe.
—¿Es usted policía? —afirmó el líder con sorpresa.
—Chico listo —respondió el falso mendigo.
—¿Qué debo hacer yo, Néstor? —le preguntó Sofía.
En ese momento vibró el móvil de Salazar. Él dio un paso a un lado para
alejarse de la gasolina. Aquel bidón lo ponía nervioso. Su expresión reflejó
preocupación en la medida que escuchaba.
—¿Dónde? —preguntó. Del otro lado de la línea recibió una respuesta—.
¿Hay sobrevivientes…? Entiendo. Vamos para allá, García. Gracias.
El inspector Salazar colgó, luego miró a su compañera.
—Iba a mandarte a casa, Sofía, que ya son horas, pero acaban de avisarme
sobre un accidente en los montes Obarenses. Un coche se salió de la carretera
y cayó por un despeñadero.
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—¿Hubo heridos? ¿Muertos?
—Una familia. Me temo que todos están muertos. Al parecer se trata solo
de un accidente de coche, pero debemos estar presentes cuando hagan el
levantamiento de los cadáveres. Me gustaría que me acompañaras. Llevo
varios días sin dormir en condiciones, por lo que prefiero que tú conduzcas —
argumentó, mientras se rascaba la barba—. ¡Con las ganas que tenía de
quitarme estos pelos de la cara!
Después de dar las últimas instrucciones acerca de la detención de los tres
matones, Salazar siguió a Garay hasta el Corsa para encaminarse a levantar el
supuesto accidente que se convertiría en uno de los casos más difíciles que
tendrían que afrontar en su carrera.
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Capítulo 2
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—¿Qué ocurrió? —preguntó Néstor, con la intención de que lo pusieran al
día.
—Por lo visto, el coche se desplazaba por las carreteras de la montaña y
en la curva perdió el control —le respondió una voz a su espalda—. No
sabemos qué ocurrió. Tal vez iba a mucha velocidad y no le dio tiempo a
maniobrar.
—Gracias —dijo Salazar a la joven de la Guardia Civil que le había dado
la respuesta—. No hay hielo en la vía.
—No.
—¿Quién conducía?
—El padre.
El inspector miró en dirección a la carretera e imaginó el coche cayendo
por el despeñadero. Sintió un escalofrío solo de pensarlo. Se acercó a Molina.
—¿Qué puedes decirme?
—No empieces a presionarme, Néstor. Es un accidente, ¿de acuerdo? Así
que lo más probable es que después de que nos llevemos los cadáveres a la
morgue tú y Sofía podréis largaros a desayunar, escribir un informe rutinario
y olvidaros del asunto.
Salazar deseó con todas sus fuerzas que Javier estuviera en lo cierto, pues
no quería otra cosa que regresar a casa para darse una ducha, rasurarse la
incómoda barba y tal vez dormir un par de horas, pero un rápido vistazo al
cadáver del niño hizo que sus esperanzas se tambalearan.
El muchacho tendría unos nueve años y como cualquier chico de su edad
vestía vaqueros, camiseta estampada y tenis. Los ojos de Néstor se clavaron
en los zapatos.
—¿Sabes la causa de la muerte del chico? —Le preguntó al forense.
—Todavía no. Lo que sí te puedo decir es que a diferencia de sus padres,
no tiene hematomas visibles.
—¿Cómo es posible? —Quiso saber el inspector—. ¿Después de un
accidente así, no recibió ningún golpe?
—No fue eso lo que dije —aclaró Molina—. El chico iba en la parte de
atrás, pero si recibió algún impacto después de muerto, no se formarían
hematomas. De cualquier manera, tendremos que esperar a la autopsia para
confirmarlo.
—¿Hay alguna forma de saber si era zurdo, o derecho? —preguntó
Néstor. Molina lo miró con extrañeza.
—No por el examen del cuerpo. Si te interesa ese dato tendrás que
preguntárselo a la familia, cuando la encuentres.
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—¿Cuándo la encuentre? ¿A qué te refieres con eso?
—Ni el hombre, ni el niño llevaban documentos encima. Y la mujer solo
un carné de la biblioteca. Aristigueta lo tiene.
—Entonces no estamos seguros de que se trata de una familia —precisó
Salazar.
—En realidad, solo lo asumimos. Hombre, mujer y niño en el mismo
coche en plena noche. Sería lo más lógico.
—En asuntos policiales no podemos dejar que la lógica llegue tan lejos.
—De acuerdo —aceptó Molina—. Yo solo soy el forense, así que me
limito al examen de los cuerpos. Tú eres el investigador y te gusta
complicarte la vida. Así que tú mismo. ¿Quieres que adivine algo más antes
de llevarlos a la morgue? —le preguntó con sorna.
—Quiero ver los otros cuerpos.
—¿Para qué?
—Tú muéstramelos.
Javier suspiró como una forma de demostrar su paciencia frente al
puntilloso policía. Se apartó del chiquillo y se acercó a los cadáveres de los
adultos, que yacían sobre la hierba dentro de las correspondientes bolsas
forenses. Después que Molina abrió las cremalleras, Néstor pudo ver un
hombre y una mujer en la treintena. Las ropas que usaban eran similares a las
del chico. El hombre vestía vaquero y camisa. La mujer, también vaquero y
una blusa holgada anudada en la cintura. Los dos calzaban zapatos deportivos.
Salazar se acercó al hombre, agachándose a la altura de sus zapatos. Se
quedó un largo rato absorto en el calzado. Luego hizo lo mismo con la mujer.
Al cabo de unos minutos se agachó junto a la cintura de la occisa y se quedó
contemplando el nudo de la blusa con tal abstracción, que Sofía temió que se
hubiera quedado dormido. Molina le dirigió una mirada interrogativa a la
subinspectora, pero ella se encogió de hombros. No tenía idea del motivo del
minucioso examen. Cuando el inspector se dio por satisfecho, se puso de pie
para acercarse a los técnicos de la científica. Les dio algunas instrucciones en
voz baja mientras señalaba los cuerpos. Ellos asintieron antes de continuar
con su trabajo.
Luego Néstor se acercó al juez. Después de cruzar algunas palabras con
él, Aristigueta le entregó una bolsa de pruebas que contenía una
identificación, en la cual aparecía un nombre: Ágata Vilaró. Era el carné de la
biblioteca. El documento no incluía foto, pero sí una dirección. El juez
entregó la prueba al policía para que pudiera llevar a cabo la pesquisa.
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—¿Ya encontraste lo que buscabas? —le preguntó Molina a Salazar
cuando este regresó a su lado.
—Más de lo que quería. Es evidente que los supuestos padres no murieron
tan rápido como el chico.
—Así es. Como puedes comprobar, en ellos sí pueden verse hematomas.
El hombre debe tener alguna fractura de los huesos de la cara. Por la
deformación, yo diría que involucra al maxilar superior. Aunque en la mujer
no es tan evidente, por el tacto te puedo decir que tiene una fractura en el
cráneo.
—De manera que recibieron golpes en la cabeza antes de que se
produjeran los decesos.
—Es correcto.
—¿Esos golpes podrían ser la causa de la muerte?
—Deja que saque la bola de cristal para responderte —le dijo Javier con
tono sarcástico.
—Ya sé. Tengo que esperar a la autopsia.
—Buen chico.
Néstor se alejó de Molina y se acercó a los agentes de la DGT. Ellos lo
miraron con cautela. Después de todo, todavía andaba con la caracterización
de mendigo. Y el papel le venía como anillo al dedo. Para vencer sus
suspicacias, el inspector sacó su identificación.
—Hola. Soy el inspector Salazar.
—Buenos días, inspector. ¿En qué podemos ayudarle? —saludó el mayor
de ellos, venciendo sus reticencias.
—¿Algo interesante?
—Pues qué le puedo decir: es un accidente bastante peculiar.
—¿Por qué?
—No entendemos qué hacían circulando por aquí en plena noche. Es una
carretera muy estrecha en medio de la montaña. La noche es oscura y aunque
no hay hielo, aún quedan restos de nieve en algunas zonas. El hombre venía
con su familia, así que lo lógico hubiera sido que fuera precavido, pero todo
indica que circulaba con exceso de velocidad y la curva lo tomó por sorpresa.
—¿Por qué asumen que conducía muy rápido?
—No hay marcas de frenado en la carretera. Si se hubiera desplazado a
una velocidad normal, lo lógico al encontrar la curva era que hubiera frenado,
pero eso no ocurrió. Siguió de largo.
—Tal vez venía borracho, o drogado.
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—Sí, es posible. Supongo que se sabrá después de la autopsia —reconoció
el agente en tono dubitativo.
—¿Qué más le preocupa, agente?
—¿Cómo sabe que hay algo más?
—La expresión de su cara lo hace evidente.
—De acuerdo. Si venía a mucha velocidad y perdió el control en la curva,
significaría que traía un impulso que lo hubiera desplazado unos metros más
al despeñarse. Quiero decir, el coche debió «volar» unos metros antes de caer,
pero no fue lo que ocurrió. En cambio se deslizó por la ladera.
—Tal vez entonces su velocidad no era excesiva.
—Ese es el punto. ¿Por qué no se detuvo entonces antes de caer? La curva
tiene suficiente distancia del borde como para que hubiera podido hacerlo.
—¿Una avería en los frenos, tal vez? —sugirió Salazar.
—Podría ser, supongo. Lo sabremos cuando se haga la experticia del
coche.
—De acuerdo —aceptó Salazar—. Decidme algo: ¿Qué tal es el trabajo
en la DGT? ¿Interesante?
—Depende de la asignación. ¿Por qué lo pregunta?
—Por nada. Solo curiosidad —respondió Néstor, mientras recordaba las
numerosas ocasiones en las que lo habían amenazado con enviarlo a dirigir el
tráfico de cualquier tipo de vehículos. No le pareció mala idea tantear el
terreno, por si se cumplían las predicciones de algunos de sus superiores y de
los sospechosos con influencias.
El inspector se despidió de los agentes, luego subió hasta la carretera.
Sofía lo siguió, creyendo que se encaminaría al Corsa, pero en lugar de eso,
Néstor se acercó al borde y lo examinó, así como a la vía, con el mismo
detalle con el que había revisado los cuerpos. Buscó marcas de frenado, pero
no encontró nada. Después de unos cinco minutos silbó. Todos los que
estaban en el fondo del despeñadero voltearon en su dirección. Salazar les
hizo señas a los chicos de la científica para que se acercaran. Uno de ellos
corrió ante su llamado y en pocos segundos estuvo a su lado. Salazar habló
con él mientras le señalaba la carretera y la ladera del precipicio. El joven
asintió y precintó el área para que nadie pudiera acercarse. Solo entonces el
inspector se dio por satisfecho, encaminando sus pasos hacia el Corsa. Una
vez en el coche, Sofía encendió el motor y regresaron a la ciudad.
—¡Qué accidente tan terrible! Pobre familia —comentó la subinspectora.
—Sí, tienes razón, es terrible, pero aún está por verse si eran una familia.
De lo que sí estoy seguro es que no se trata de un accidente. Me temo que
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estamos ante un triple homicidio.
Sofía dejó a su jefe frente a la comisaría y siguió adelante unos metros
para aparcar el coche. Cuando Néstor cruzó la puerta fue arrollado por una
mujer que salía a paso rápido y con expresión furiosa. Él se disculpó por el
tropiezo, pero ella ni siquiera volteó a mirarlo. Sorprendido, la detalló
mientras se alejaba: era hermosa y elegante. De su ropa solo se podía apreciar
el abrigo de pieles, que al inspector le pareció con disgusto que era auténtico.
No pudo evitar pensar en los pobres animales que habían tenido que dar su
vida para que aquella dama furibunda pudiera lucirse.
La mujer se alejó sin mirar atrás, así que picado por la curiosidad, el
inspector entró y le preguntó al oficial de guardia qué quería la dama y cuál
era el motivo de semejante arrebato.
—¿Se refiere a la señora emperifollada que acaba de salir? —preguntó el
sargento.
—¿Cuántas mujeres han salido por la puerta en los últimos minutos,
García?
—Tiene razón, jefe. La dama vino a poner una denuncia, pero no era
procedente. —El inspector miró a su subalterno con cara de estar perdiendo la
paciencia. Cuando a García le daba por ponerse misterioso, ni su mujer lo
soportaba—. Está bien. Quería denunciar a sus vecinos porque no la dejan
dormir con los ruidos. Al parecer, uno de los hijos de la familia estudia violín,
así que cuando practica con su instrumento la despierta.
—¿Estudia con el violín de noche? Si hace ruido que molesta a los
vecinos, sí procede la denuncia, García.
—Es que ese es el problema, inspector. El chico estudia sus lecciones de
día, pero la señora es escort, así que su oficio lo ejerce casi siempre de noche.
Cuando le expliqué que no podemos proceder a amonestar a los vecinos
porque su hijo toque el violín en su propia casa a media tarde, se enfureció. Y
ya ve usted cómo salió.
—Ya comprendo. Bien, continúo. Que tengas un buen día, García.
En su camino hacia el segundo piso donde ya estaban reunidos los demás
inspectores, Néstor se encontró con Santiago. Ortiz le ordenó que lo siguiera a
su despacho. No le quedó más remedio que enfrentar a su hermano, que no
parecía de buen humor.
—¡Vaya, aquí estás! ¡A ti quería verte!
—Buenos días, Santiago. ¿Cómo están Carmela y los chicos? ¿Ya saben
lo que quieren para Reyes? —le preguntó con su sonrisa de inocente
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despistado, la que venía ensayando con Paca en los últimos días y que le
había arrancado un «miau» de admiración a la gata. O eso suponía él.
—¡No me líes, Néstor! —gritó Goliat al mismo tiempo que fruncía el
ceño. ¡Una imagen aterradora! Era evidente que no estaba dispuesto a dejarse
torear—. Carmela y los gemelos están muy bien, pero no es sobre eso que
quiero hablarte.
—¿Ah no? ¿Por qué no dejamos la conversación para después? —le
sugirió con tono despreocupado—. Tengo que cerrar el caso de los salvajes
que agredían mendigos y vengo de la escena de un triple homicidio.
—¿Un triple homicidio? —preguntó el comisario Ortiz, a pesar de que se
había jurado a sí mismo que no caería en las triquiñuelas de Néstor—. Me
había informado García que habías ido al levantamiento de un accidente de
coche.
—Eso quisieron simular, pero todo es una puesta en escena. Estoy seguro.
—¿Qué evidencias tienes? —Quiso saber Santiago, que había aprendido a
confiar en el criterio de su inspector jefe.
—Hay varias y muy convincentes. ¿Por qué no me acompañas a la
reunión? Es parte de lo que quiero discutir con el equipo.
—Muy bien, deja que termine con el papeleo y… —El comisario se
detuvo, enfadándose consigo mismo. Néstor lo había vuelto a hacer—. ¡Ya te
he dicho que no me líes! Antes que nada quiero que me expliques por qué
desobedeciste mis órdenes.
—¿Te refieres a la prohibición de que actuara como señuelo para atrapar a
los asesinos de indigentes?
—A esa misma orden me refiero.
—¿Por qué te quejas? Anoche los atrapamos. ¿No es así?
—Contigo de carnada. Justo lo que te prohibí expresamente hace una
semana, antes de ausentarme por el congreso en Madrid. Habíamos acordado
que Remigio asumiría ese rol.
—Remigio es un excelente policía y muy experimentado, pero está bajo
mis órdenes.
—¿Y eso que tiene que ver?
—Que no iba a ordenarle a uno de mis hombres, que además es padre de
dos chicos, que se arriesgara en una tarea como esa, mientras yo veía los toros
desde la barrera. No trabajo así, Santiago. Y tú ya deberías saberlo.
—Néstor. Admiro tu lealtad con tus subalternos, pero te recuerdo que no
hace ni seis meses recibiste un balazo que casi te mata y que te hizo perder no
solo el bazo, sino también un riñón. ¿Qué habría ocurrido si esos salvajes
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hubieran conseguido golpearte antes de que aparecieran los refuerzos para
detenerlos? Tú eras el que estaba en peores condiciones para resistir un asalto
dentro del grupo. Entiendo que quieras proteger a los hombres que se
encuentran bajo tus órdenes, pero puesto que tú estás bajo las mías, es mi
responsabilidad también protegerte a ti.
—Y supongo que esa protección no tiene nada que ver con el hecho de
que soy tu hermano.
—Desde luego que no.
—Escucha, Santiago. Cuando rechacé la plaza en Madrid después del
curso de especialización, lo hice bajo la premisa de que nuestro parentesco no
iba a influir en mi trabajo policial. De esa puerta para adentro debes olvidarte
que soy tu hermano. Por el bien de los dos.
—No te prohibí ser carnada porque fueras mi hermano.
—¿Ah, no? ¿Entonces por qué?
—Ya te lo dije. Porque tu estado físico…
—No sigas por ahí. Mi estado físico es excelente según mi cirujano, que
de eso sabe más que tú. Además, lo que estaba planteado no era que recibiera
un batazo, ni yo, ni cualquiera que hubiera representado ese papel.
—Algo pudo salir mal.
—Algo siempre puede salir mal, pero tienes que confiar en mí. Yo elaboré
el plan. Y lo hice con meticulosidad para reducir las probabilidades de
resultar lastimado. Llevaba encima un transmisor. Había acordado una frase
para avisar a los demás en qué momento debían aparecer. Estaban a pocos
metros, con cobertura visual de todo lo que ocurría y tenían órdenes de
intervenir si por cualquier razón yo me demoraba más de un minuto en recitar
la frase acordada después que aparecieran los matones. No había mucho
margen para la improvisación. Y ya ves que todo salió bien. Comprendo que
para ti no sea fácil separar el trabajo del afecto familiar. Para mí tampoco lo
es, aunque no pueda darte ninguna orden porque eres mi superior, pero ambos
debemos aprender a mantener el profesionalismo por encima de todo. No solo
para poder continuar haciendo bien nuestro trabajo, sino por nuestra propia
seguridad.
El comisario Ortiz suspiró, derrotado ante la verborrea de su hermano
menor, que siempre había sido el más listo de los dos.
—Ya el comisario Colmenares me había prevenido acerca de tus
discursos. Me advirtió que no te dejara comenzarlos, porque siempre salías
airoso con ellos. Tú ganas, Néstor. Haré lo posible por mantener separados
mis sentimientos de la labor policial, pero tú debes prometerme que cumplirás
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mis órdenes. No puedo conducir con eficiencia esta comisaría, si mi inspector
jefe va por libre.
—Tienes razón. Hecho.
—Remigio ya me notificó sobre los detalles del operativo. Le ordené que
interrogara a los detenidos, Ya me entregó los informes y enviaran las pruebas
al juzgado. Así que el caso de los asesinatos de indigentes ya está cerrado.
—¿A qué conclusión llegó?
—Por suerte, nuestros temores acerca de una organización extremista
detrás de estas muertes eran infundados. Los tres imbéciles actuaron por su
cuenta.
—¿Por qué lo hicieron?
—Pues según declararon, la chica del líder fue asaltada por un mendigo
hace algunas semanas. Le arrebató la cartera. El tío se erigió en vengador, se
reunió con los otros dos cretinos y decidieron darle una lección. Se les pasó la
mano y lo que pretendían fuera un susto terminó en asesinato. A uno de ellos
se le ocurrió filmarlo con el móvil. Pese a que su intención no había sido
matar al indigente, o eso dicen…
—No lo creo.
—Yo tampoco, pero el caso es que se envalentonaron. Se sintieron héroes,
así que subieron la macabra filmación a las redes sociales.
—¡No me jodas!
—Es en serio. Ya avisamos a Toni, el experto en informática de la
Jefatura Superior para que encuentre los vídeos, que servirán para engrosar el
expediente del fiscal. El caso es que según dicen estos tres gilipollas, su
popularidad subió como la espuma.
—¡Espera! ¿Me estás diciendo que los malparidos quemaron vivos a dos
seres humanos para aumentar su popularidad en las redes sociales?
—Al menos lo hicieron con el segundo. Y hubieran ido a por el tercero de
no habernos cruzado en su camino.
Salazar parpadeó, mientras trataba de asimilar la idea. Hubiera esperado
que fueran fanáticos de algún movimiento político, o religioso, con el cerebro
lavado y muy poco criterio pero ¿esto?
—¿En qué clase de mundo vivimos, Santiago?
—No lo sé, Néstor, pero cada vez que pienso que es el mundo en el que
deben crecer mis hijos, se me pone la piel de gallina. Ahora, subamos para
que nos hables de ese triple homicidio. Y después te irás a casa para que
puedas quitarte esa barba, que ya me da grima verte.
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Néstor sonrió, porque de alguna manera, esas palabras le recordaron a su
padre.
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Capítulo 3
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—No. Ese es el primer detalle que se hace sospechoso —explicó Salazar,
mientras cogía un marcador para acercarse a la pizarra donde solían discutir
los casos—. Según la DGT, el conductor se desplazaba a gran velocidad en
una vía sin iluminación, lo sorprendió la curva y siguió de largo.
—¿Por qué llegaron a esa conclusión?
—Porque no hay indicios de frenado en la carretera. Sin embargo, yo no
estoy de acuerdo.
—¿Crees que les sabotearon los frenos? —Quiso saber Remigio.
—Aún no lo sé, pero lo que puedo deciros es que el vehículo se deslizó
por la ladera, lo que me hace pensar que no venía a demasiada velocidad, con
lo cual debería haber tenido tiempo de detenerse antes de caer al precipicio.
—A menos que no le funcionaran los frenos —insistió Toro.
—Eso tendrá que determinarlo la experticia del coche. En cualquier caso,
lo que puedo asegurar es que los agentes de la DGT tampoco estaban muy
convencidos de sus propias conclusiones.
—¿Hay algo más que te haga pensar en homicidio? —preguntó Ortiz.
—La vestimenta de las víctimas, pero en especial, su calzado.
—¿Quieres explicarte para que los simples mortales nos enteremos? —le
pidió Miguel con sorna.
—De acuerdo: Los tres calzaban zapatos de deporte nuevos.
—¿Y eso qué tiene de extraño? —preguntó Manuel—. Tal vez fueron de
compras el día anterior.
—Me refiero a que eran completamente nuevos. Las suelas estaban
intactas. Libres de cualquier rastro de polvo. Y eso sí es extraño. Aunque
estrenes un par de zapatos y luego te subas al coche, debes caminar con ellos
aunque sea una corta distancia, pero en este caso las suelas, blancas para más
señas, estaban impolutas.
—Hay que pedir un análisis de esas suelas para comprobar que tu
apreciación es correcta —señaló el comisario.
—Ya lo hice. Hablé con los chicos de la científica con respecto a ello.
Pero hay más.
—Te escuchamos —dijo Sofía, que no había perdido palabra y se sentía
un poco avergonzada, porque habiendo estado presente en la misma escena, a
ella se le habían pasado por alto todos esos detalles. Diji también se mantenía
atento y de vez en cuando tomaba nota con su pulcra caligrafía.
—Los nudos —continuó el inspector jefe—. Debemos averiguar la
lateralidad de las víctimas, pero las lazadas de los zapatos estaban al revés. Lo
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mismo puede decirse de la blusa de la mujer, cuyos extremos estaban
anudados a la cintura, pero invertidos.
—¿Quieres explicarte mejor? —intervino Remigio.
—Vamos a suponer que eres derecho y te atas los zapatos con una lazada:
haces un nudo de base pasando el extremo derecho del lazo por debajo del
izquierdo, luego doblas el extremo izquierdo y lo rodeas con el derecho para
hacer la lazada. ¿Me seguís?
—Perfectamente, señor —afirmó Diji por todos los demás.
—Bien, pues en este caso se hizo al revés. Donde debió usarse el extremo
derecho se usó el izquierdo y viceversa.
—Eso podría explicarse si las víctimas fueran zurdas —apuntó Remigio.
—Por eso hice la salvedad acerca de averiguar la lateralidad de las
víctimas, pero para ser sincero se me hace difícil creer que los tres fueran
zurdos. No es imposible, lo admito, pero convendréis conmigo en que es poco
probable y si a eso le sumamos las dudas sobre la forma en que cayó el
coche…
—¿Pero qué tiene que ver cómo se anudaron las trenzas de los zapatos, o
que fueran zurdos, o derechos, con el hecho de que se trate de un triple
homicidio? —preguntó Manuel, que se había perdido durante la explicación
de las lazadas.
—Si las víctimas no eran zurdas, la única explicación posible de que los
nudos se hayan hecho de esa forma es que un tercero les pusiera los zapatos
—explicó Néstor—. Y en estas circunstancias implicaría que los vistieron
después de muertos.
—Y que el susodicho accidente es solo un montaje —concluyó Remigio.
Salazar lo señaló con el marcador en la mano, mientras hacía un gesto de
asentimiento con la cabeza.
—Exacto —aprobó.
—Muy bien, señores. Hasta que se demuestre lo contrario estamos frente
a un triple homicidio —sentenció el comisario—. Además, uno muy cruel,
pues fue perpetrado contra una familia, e incluye a un niño. ¿Qué edad tenía
el chaval?
—Yo le calcularía unos diez años —respondió Sofía.
—De acuerdo. ¿Sabemos algo de las víctimas?
—Ese es otro detalle sospechoso —apuntó Salazar—. Con excepción de
un carné de biblioteca en uno de los bolsillos de la mujer, no llevaban encima
ningún tipo de identificación. Ni D.N.I., ni licencia de conducir. Nada.
—¿Qué datos podemos obtener del carné? —preguntó Miguel Pedrera.
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—No incluye fotografía, por lo que no podemos estar seguros de que
pertenezca a la occisa. Solo nos proporciona un nombre y una dirección.
—¿Por qué tienes dudas de que se trate de ella? —preguntó Sofía—. ¿De
quién más podría ser?
—El único indicio de que ese carné le pertenezca a la víctima es que se
encontraba en su bolsillo —argumentó Néstor—, pero al igual que alguien
más la vistió y la calzó, también pudieron poner el documento en su ropa para
hacernos seguir una pista falsa.
—Tienes razón —opinó Remigio—. Aunque de todas formas tendremos
que investigarlo.
—De acuerdo, encargaos tú y Diji del carné —ordenó Salazar—. Miguel.
Tú ocúpate de la ropa y calzado de las víctimas. A ver si se comprueban
nuestras hipótesis, o estamos viendo fantasmas. Manuel, por favor habla con
los peritos que examinan el coche y con los agentes de la DGT. A ver si
aclaramos cómo ocurrió el «accidente». Sofía y yo iremos a la morgue.
Quiero estar presente en las autopsias de las víctimas. ¿Alguna duda?
—¿Cuándo te vas a quitar esa barba? —le preguntó Remigio—. Ya me
está dando grima.
—Tendrás que esperar a que volvamos de la autopsia. No pretenderás que
exponga mis poros abiertos a las malévolas bacterias de una morgue.
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—Quieres meterme prisa para que lleve a cabo las necropsias de las
víctimas del accidente.
—Esas vitaminas que te estás tomando recientemente te están haciendo
mucho bien.
—Esta vez no te saldrás con la tuya, Néstor. Hay dos autopsias cuyos
resultados esperan desde ayer tus colegas de la Jefatura Superior —protestó
Javier, aunque en el fondo sabía que no le serviría de nada. Pero tampoco era
cuestión de servírselo en bandeja a Salazar. Que sudara un poco—. Dime ¿por
qué debería darle prioridad a tu caso?
—¿Por mi personalidad arrolladora?
Molina puso los ojos en blanco.
—No cuela.
—¿Porque soy un pesado que no dejará de darte la lata hasta que me salga
con la mía?
—Eso tiene más sentido.
—Tengo una mejor: Porque sospecho que el accidente no es tal, lo que
significa que tenemos un asesino, o varios, capaces de aniquilar a una familia,
incluyendo al niño. Porque si estoy en lo cierto el crimen podría repetirse y en
ese caso, si te has negado a apresurarte con las autopsias solo para darme una
lección, te vas a sentir fatal por la culpa durante bastante tiempo.
—Yo… Eh… ¡Mierda! Tú ganas. Le diré a mi ayudante que vaya
preparando los cuerpos. Supongo que querréis presenciarlas.
—Para eso estamos aquí.
Refunfuñando, Molina dio las instrucciones para que hicieran los
preparativos pertinentes. El forense y los dos policías cubrieron sus ropas con
monos de papel. Néstor tuvo que dejar su gabardina en los vestidores, que era
lo que más lamentaba cuando presenciaba una autopsia. Por razones
evidentes, en la morgue siempre hacía frío, tanto en invierno, como en
verano, pero en invierno molestaba más. Y aunque todavía faltaban algunos
días para que terminara el otoño, el frío no se había hecho esperar.
Javier decidió comenzar por el niño. Si la disección de un cadáver
resultaba desagradable, cuando se trataba del cuerpo de un niño hacía falta
mucha sangre fría, o haber encallecido lo suficiente para que no saltaran todas
las alarmas emocionales. Molina era un forense experimentado. Salazar un
policía curtido, pero para Sofía el trago resultaba demasiado amargo.
Molina comenzó su trabajo por el examen superficial del cuerpo.
—No hay heridas defensivas —apuntó Salazar, ganándose una mirada de
reproche del forense.
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—No las hay.
—¿Podrías tomar muestras debajo de las uñas?
—De acuerdo, lo haré porque es parte del procedimiento.
La autopsia del chico no llevó demasiado tiempo. El muchacho tenía el
peso y la estatura normales para un niño de aproximadamente diez años, no
sufrió golpes, ni encontraron evidencia de maltrato. La causa de la muerte
había sido fractura de las cervicales.
—¿Consideras que es una lesión posible en un accidente de este tipo? —
preguntó Néstor.
—Por supuesto. El chico murió en forma instantánea en los primeros
momentos. Lo más probable es que ni siquiera se haya dado cuenta de lo que
ocurría.
—¿Entonces no hay nada que te parezca fuera de lugar?
—Solo un detalle.
—¿Cuál?
—No lo noté en la escena del accidente porque estaba vestido y con los
zapatos puestos, pero…
—¿Qué?
—Las livideces. No me lo explico. Están en los pies. Si iba en el coche
debió estar sentado, por lo cual deberían ser visibles en los glúteos y los
muslos, pero no es el caso.
—Murió de pie.
—Así es.
—Después de matarlo, lo metieron en el coche —concluyó Néstor.
—Es una posibilidad.
A partir de aquel descubrimiento, Javier realizó las autopsias de los
adultos con mayor interés. Ahora la probabilidad de un triple homicidio no
era solo una ocurrencia del quisquilloso Salazar. Continuaron con la disección
del hombre:
—¿En qué posición murió? —Quiso saber Sofía.
—En decúbito. Acostado —aclaró el forense.
—¿Qué son estas marcas? —preguntó Néstor, señalando algunas heridas
que el occiso tenía en las extremidades.
—Mordeduras. Para ser más concreto, de perro —ante la expresión de
sorpresa de los policías, Javier se extendió en sus explicaciones—. Como
podéis ver, hay una mordedura en el tobillo derecho. Fue causada por un
perro de gran tamaño. Luego tiene varias en los brazos.
—¿Estaba vivo cuando las recibió?
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—Hay evidencias de inflamación alrededor de las marcas de los colmillos,
pero el proceso de cicatrización no avanzó mucho, lo cual significa que el
animal lo atacó minutos antes de su muerte.
—Una buena razón para que no fuera él quien condujera el coche —
señaló Néstor. Sofía lo miró, preguntándose qué más estaría pasando por la
cabeza de su jefe.
—El occiso tenía buena salud. No hay evidencias de ninguna enfermedad.
Sin embargo tiene múltiples golpes, hematomas y algunas fracturas: costillas,
cúbito y radio del antebrazo derecho y en los huesos de la cara. Para ser más
preciso, tiene fracturado el maxilar superior.
—Eso explica la deformación del rostro —apuntó Néstor.
—Sí.
—¿Son posibles este tipo de lesiones en un accidente así?
—Sí. Con excepción de las mordeduras, por supuesto.
—Y de las livideces —recalcó Salazar—. Si iba conduciendo, no podría
haber muerto acostado.
—A menos que las sacudidas del coche lo hubieran sacado del asiento —
argumentó el forense—. Podría haber terminado acostado de cualquier
manera y muerto en esa posición.
—¿Estabas presente cuando sacaron los cuerpos del coche?
—No. Tardé un poco en encontrar el lugar del accidente, así que ya había
llegado el juez y el fotógrafo había comenzado su trabajo, por lo que ya los
cuerpos estaban sobre el terreno cuando por fin arribé.
—De acuerdo. Yo hablé con científica y con los agentes de la DGT.
Ambos adultos llevaban puestos los cinturones de seguridad. El niño estaba
en el asiento de atrás y a diferencia de sus «padres», no lo usaba.
—Pero si todo fue un montaje, como sospechas. ¿Por qué molestarse en
ponerles cinturones de seguridad a los cuerpos? —preguntó Javier—. ¿No
sería más creíble que hubieran muerto si no los usaban?
—Si ya eran cadáveres no sería fácil manejarlos, o conseguir que se
mantuvieran en una posición apropiada sin ninguna sujeción. Los cinturones
ayudaron a configurar la escena. ¿Cuál fue la causa de la muerte?
—«Traumatismo craneoencefálico» —respondió Molina sin dudar—. Los
golpes en la cara que le fracturaron los huesos, también lo mataron, pues le
ocasionaron un hematoma cerebral.
Una vez concluida la autopsia del hombre, pasaron a la de la mujer:
—Al igual que el cuerpo anterior, también se trata de una persona sana.
Tiene múltiples hematomas y fracturas —explicó el forense—. Sin embargo,
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no hay mordeduras de ningún tipo.
—¿En qué posición murió?
—Decúbito, al igual que el hombre.
—De acuerdo. ¿Alguna marca de defensa?
—Ninguna.
—¿Causa de la muerte?
—Fractura de cráneo. Recibió un golpe en la zona occipital, en la parte
posterior de la cabeza, que resultó mortal.
—Gracias, Javier. Has despejado muchas de nuestras dudas y al hacer tan
pronto las autopsias has comenzado la cacería de un asesino brutal.
—Te haré llegar los informes lo antes posible —respondió el forense,
reconfortado por el halago.
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Capítulo 4
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—Soy la sobrina política de la prima tercera por parte de madre de Gyula
—acudió Dika en su rescate—. Pues ya ves, que no tenía trabajo porque mi
patrón anterior, malhaya sea su estampa, hizo reducción de personal y me
despidió porque dizque yo hablaba mucho y me entrometía en todo. Yo, que
soy la estampa de la prudencia y el respeto. Claro, que de vez en cuando una,
que es buena cristiana y devota de «María Santísima de las Angustias», se
preocupa por el prójimo y quiere ayudar, pero de ahí a decir que una es
entrometida y cotilla hay un abismo. Y dime criatura, ¿tú estás casada?
Porque una moza como tú debe tener más de un gachó que se muere por sus
huesos.
—Yo… Eh… —atinó a decir Sofía.
—Aunque claro, con semejante compañero al lado no tendrás ojos para
ningún otro. Eso sí, esa barba deberías quitártela cuanto antes, porque ya da
grima. Pero tú escúchame lo que te digo, gachí —continuó sin pausa,
dirigiéndose a Sofía—. Porque yo que te digo, que si no le hubiera puesto ya
los ojos a mi Gyula, este no se me escapaba, que aunque se ve así, todo
destartalado con ese gabán que parece que le hubiera tocado en una feria, ahí
donde lo ves, bien peinado y «acomodaillo», el chico tiene buena planta. ¿A
que sí? Que sí, que sí, que ya veo que te hace tilín…
Sofía permanecía con la boca entreabierta tratando inútilmente de meter
baza para cortar la verborrea de la joven, mientras Salazar parecía cada vez
más encogido en su asiento. En ese momento llegó el camarero con las
tortillas y los vasos.
—Gracias —dijo Néstor, contento de tener una excusa para interrumpir a
Dika.
—¡Hala! ¡Pues os dejo comer! Que no se diga que la Dika es parlanchina,
ni entrometida. Un placer conocerte, Sofía y ten en cuenta lo que te dije. Que
como «el Gato», aquí presente, no encontrarás a otro tan bien dispuesto y
apañado. ¡Y cómo toca la guitarra, mi alma! ¡Como los ángeles! ¿Lo has
oído? —Sofía atinó a asentir—. Claro, pero tonta de mí. ¿Cómo no lo vas a
oír? Si hasta te habrá dedicado alguna canción. Si es que también te mira con
un brillo en los ojos que… ¿Le has dedicado alguna canción, Néstor?
—Eh… Pues en realidad, no.
—¿Cómo qué no? Pero ¿tú que estás esperando, gachó, si entre vosotros
saltan chispas? A ver si me vas a salir apocado. ¡Qué no, hombre, que no!
Que en asuntos del amor hay que coger al toro por los cuernos. Y si no,
mírame a mí. Menos de dos semanas en la Tierra del Vino y ya tengo al
Gyula en el bote. ¿A que sí?
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Salazar movió la cabeza y los hombros en gesto de conformidad. Dika se
dio por satisfecha.
—Pues os dejo, que la conversación está muy amena, pero yo tengo curro
en la cocina y a vosotros se os va a enfriar la tortilla. Gusto en conocerte Sofía
y no dejes de pasar esta noche, Néstor. Te esperamos con la guitarra a punto.
Los dos policías se quedaron inmóviles mientras la mujer regresaba detrás
de la barra y a sus tareas. Cuando la perdieron de vista parecieron relajarse.
—Gyula no tuvo oportunidad, ¿verdad? —preguntó Sofía.
—Ninguna. Lo perdimos. —Fue la respuesta de Salazar.
Mientras comían, cada uno hizo lo posible por obviar el discurso de Dika,
como si nunca lo hubieran escuchado. Al terminar volvieron andando hasta la
comisaría. Solo Miguel había regresado de su encargo. Néstor preguntó por el
comisario y Lali le informó que había salido para recoger a los gemelos de la
escuela y llevarlos a casa. Desde el secuestro de Lucas unos meses atrás, su
hermano había estrechado el cerco de seguridad sobre su familia.
Salazar y Garay subieron al segundo piso, donde Pedrera los recibió con
su actitud chulesca de siempre.
—¡Vaya! Pero si aquí está el «Dúo Dinámico». ¡Qué! ¿Ya habéis
atrapado a los malos?
—Menos cachondeo, Pedrera. ¿Qué has averiguado de la ropa y el
calzado?
—Vosotros primero. ¿Qué pasó con las autopsias?
—Es largo, así que esperaremos que vengan los demás para no tener que
repetirlo. De momento, lo más importante es que confirmamos que se trata de
un triple homicidio y no de un accidente.
—De acuerdo, pero entonces yo también esperaré a que todos lleguen
para informar. Tampoco me gusta repetirme.
—No me jodas. Habla de una vez.
—¿Por qué tengo que presentar el informe yo, mientras tú puedes esperar?
—Porque soy tu jefe. ¿Te sirve?
—De acuerdo. —Se rindió Miguel, mientras soltaba un suspiro—. Tenías
razón: no encontraron ni una mota de polvo en los zapatos. Eran nuevos, de
caja, y en ningún momento pisaron el suelo.
—Los compraron de su talla y se los pusieron. ¿Qué hay de las ropas?
—Nuevas también.
—Eso comprueba que toda la escena fue un montaje y abre un nuevo
interrogante.
—¿Cuál? —Quiso saber Pedrera.
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—Si el asesino se vio en la obligación de comprar ropa y calzado para
vestir a las víctimas después de matarlas…
—Es porque cuando las asesinó estaban desnudas. —Completó la frase
Miguel.
—O las ropas que usaban podrían acercarnos al culpable —sugirió
Salazar.
Al cabo de una hora ya había llegado el resto del equipo. Salazar avisó a
Lali para que le informara a Santiago que iba a comenzar la reunión. Cuando
ya todos se encontraban presentes en la sala común, Néstor les informó acerca
de las autopsias y Pedrera sobre la ropa y zapatos de las víctimas.
—Esto confirma tus sospechas, Néstor —afirmó Ortiz—. Se trata de un
triple homicidio que han querido hacer pasar por accidente. ¿Se tomaron
muestras para toxicología durante las autopsias?
—Por supuesto. Molina nos hará llegar los resultados en cuanto los reciba.
—De acuerdo. Manuel. ¿Averiguaste algo?
—Después de llevar al juzgado los informes para cerrar el caso de la
estafa, me fui a la DGT y hablé con los agentes que hicieron el levantamiento
del accidente. Fueron los primeros en llegar a la escena y realizaron las
indagaciones iniciales sobre el terreno —el subinspector sacó fotografías de
un sobre de manila que había sobre su escritorio. Comenzó a repartirlas entre
sus colegas—. Como se puede ver con claridad, la vegetación de la ladera fue
arrasada cuando el coche se deslizó por ella, lo cual no se explican, pues para
haberse salido en esa curva debían haberla alcanzado con cierta velocidad,
con lo cual en lugar de deslizarse tendrían que haber «volado» unos metros
antes de caer.
—¿Cómo se lo explican ellos? —preguntó Néstor.
—Después de discutirlo con sus superiores corrigieron su primera
apreciación. Ahora consideran posible que el coche se desplazara a baja
velocidad y el conductor se encontrara bajo los efectos de alguna sustancia
tóxica, lo cual le hubiera impedido reaccionar a tiempo. La falla de los frenos
sería otra explicación que encuentran aún más plausible.
—¿Por qué? —Quiso saber Remigio.
—Porque el asiento de acompañante estaba ocupado por una persona
adulta, se presume que la esposa. Creen que en caso de que las condiciones
físicas del conductor no fueran las más apropiadas, hubiera sido lógico que
condujera ella, o en todo caso que se negara a que él lo hiciera, en especial
con el hijo de ambos en la parte trasera del coche.
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—Sin importar si estuviera o no bajo el efecto de sustancias tóxicas, el
hombre no estaba en condiciones para conducir —intervino Salazar—.
Recordad que tenía heridas en los antebrazos y el tobillo que en ese momento
debían estar sangrando. ¿Quién da un paseo en coche por carreteras rurales de
montaña a esa hora de la noche, mientras sangra por heridas abiertas de
mordedura de perro? No tiene sentido, a menos que…
—Huyeran de algo, o de alguien —apuntó Diji, completando la idea.
—Ese es mi punto —respaldó Néstor, acompañando sus palabras con un
asentimiento de cabeza.
—¿Determinaron a nombre de quién está el coche?
—Se encuentra registrado como propiedad de Vicente Avana, de
profesión enólogo.
—¿Residente de Haro?
—Sí.
—¿Hay algún alerta de robo sobre el vehículo?
—No.
—En ese caso deberíamos tratar de localizar al señor Avana y conversar
con él, si no se trata de nuestra víctima.
—De acuerdo —intervino el comisario—, entonces la DGT confirma que
el coche, que no ha sido reportado como robado, se desplazaba a poca
velocidad, que hubo un factor de perturbación que pudo influir sobre el
automóvil, o sobre el conductor que hizo que no pudiera mantener el control
del vehículo en la curva y a causa de esto se desplazó por la ladera. ¿Es
correcto?
—Es la conclusión de la DGT, señor —confirmó Manuel—, pero al salir
de allí fui a hablar con los peritos que están encargados de la experticia del
coche. Lo más importante es que no hubo sabotaje de los frenos. Funcionaban
a la perfección. El otro dato interesante es que el automóvil presenta rayones
y hendiduras en puertas y capó, pero no en el techo. El daño más notorio lo
recibió en el frente, cuando golpeó contra el árbol que lo detuvo, pero no hay
evidencias de que volcara en ningún momento.
—¿Adónde quieres llegar? —Lo interrumpió Remigio.
—Que según ellos, el impacto no explicaría la muerte de sus tres
ocupantes. Es más, ni siquiera hizo que abriera el airbag. Un accidente así
debió causar heridas, tal vez la muerte de uno de los pasajeros, en este caso
del niño porque no llevaba puesto el cinturón de seguridad, pero no creen que
fuera suficiente para que terminara con tres decesos.
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Néstor permanecía en silencio, asimilando todo lo que escuchaba y
dándole vueltas a la cabeza. Después de ver las fotografías de la DGT y
escuchar a Manuel tomó la palabra:
—De manera que tenemos un coche con una «familia» ataviada con ropa
y calzado completamente nuevos, que se desplaza por una carretera rural en
plena noche y en una curva, por alguna razón que desconocemos sigue de
largo, el automóvil se desliza ladera abajo por el despeñadero pero sin volcar,
hasta que golpea un árbol que lo detiene. El impacto no es lo suficientemente
fuerte como para que accione el airbag, pero sí para acabar con la vida de sus
tres ocupantes. No me lo trago.
—Tal vez el airbag no abrió porque estaba averiado —sugirió Sofía.
—Es una posibilidad —reconoció Salazar—. ¿Te dijeron algo al respecto
los peritos?
—No, pero puedo llamarlos para que hagan esa comprobación.
—Hazlo —ordenó el inspector jefe. Manuel descolgó su teléfono para
obedecer—. Remigio, Diji, ¿el carné os ha permitido encontrar alguna
información sobre las víctimas?
—Tenemos información, pero no estoy seguro de que aclare algo —
reconoció Toro.
—Explícate.
—Veamos, visitamos la Biblioteca Municipal de Haro, que fue la que
emitió el carné. La bibliotecaria de turno, Susana Márquez, fue muy
colaboradora. Identificó al instante el nombre de la usuaria. Nos contó que se
trata de una mujer de treinta y pocos años, una persona muy reservada que
acudía al menos una vez por semana, se llevaba algún libro en préstamo y
devolvía el de la semana anterior.
—¿Retiraba y devolvía? ¿Ya no lo hace? —Quiso saber Sofía.
—Ese es el detalle. Hace más de dos años dejó de acudir. No devolvió el
último libro que pidió prestado, lo cual inquieta a la encargada porque afirma
que se trataba de una persona muy responsable. La bibliotecaria concluyó que
debió marcharse de Haro, pero le parece extraño que se quedara con el libro.
Aunque ocurre con frecuencia, no lo esperaba de esta usuaria en particular.
—¿Os dijo sobre qué trataba el libro? —lo interrogó Salazar.
—Autoayuda. Algo sobre el manejo de emociones y mejorar relaciones
interpersonales.
—Interesante —reconoció Néstor—. ¿Os dio alguna información
adicional sobre la señora Vilaró?
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—Nos refirió que aunque Ágata Vilaró era muy reservada, gracias a su
asiduidad y el interés por la lectura que ambas compartían mantuvieron una
relación superficial, aunque no llegaron a ser amigas. Por lo general las
conversaciones versaban sobre los libros, pero llegó a saber que era casada y
tenía dos hijos.
—Espera, ¿dos hijos? ¿Dónde está el otro chico, entonces? —preguntó
Sofía. Remigio se encogió de hombros.
—¿En qué estás pensando, Néstor? —preguntó el comisario, al ver que su
hermano permanecía en silencio.
—En Ágata y el chico desaparecido. Creo que lo primero que debemos
hacer es comprobar que la señora Vilaró y la mujer del accidente son la
misma persona.
—Encontraron el carné en el bolsillo de su pantalón. ¿Por qué estaría allí
si no era ella? —argumentó Pedrera.
—Quienes prepararon el accidente pudieron colocarlo allí para
confundirnos. O quizá la ropa pertenecía a Ágata y el carné quedó en el
bolsillo del vaquero sin que nadie lo detectara. Podría daros media docena de
circunstancias que lo explicaran. Creo que debemos despejar la duda acerca
de la identidad de las víctimas lo antes posible. Remigio, tú y Diji regresad a
la biblioteca, esta vez con una fotografía de la mujer accidentada. A ver si la
encargada la reconoce. Miguel, pídele a la DGT la dirección del dueño del
coche. Sofía y yo le haremos una visita.
Antes de que los investigadores pudieran cumplir sus órdenes, Manuel
colgó, después de darle las gracias a su interlocutor.
—Los expertos hicieron una revisión del airbag. Funcionaba a la
perfección.
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Capítulo 5
Néstor se contuvo para no rascarse la barba. ¡Cómo picaba y que ganas tenía
de rasurarse!, pero de momento no tenía otra alternativa que soportarla. Sofía,
desde el asiento del conductor del Corsa lo miró de reojo.
—¿Estás bien?
—Perfectamente.
—Llevas una semana durmiendo en la calle por el asunto de los
indigentes. Debes estar derrengado.
—Tanto, que tengo fantasías con mi cama —se cortó en cuanto escuchó
sus propias palabras—. No me malentiendas… Me refiero en un sentido
absolutamente casto… Quiero decir…
—Ya, capté la idea. En otras palabras, que sueñas despierto con poder
dormir en tu propia cama.
—Yo no podría haberlo descrito mejor —respondió aliviado, pues por un
momento temió que su compañera interpretara sus palabras como una
insinuación. Y sabía lo susceptible que era Sofía al respecto.
—Ya llegamos —anunció la subinspectora.
Aparcaron en la Plaza de la Paz y caminaron unos metros hasta la calle
«Arrabal». Se acercaron al portal, ubicado junto a una tienda de ultramarinos.
El apartamento señalado en la dirección estaba en el primer piso. Llamaron al
número doce desde el portero electrónico y les respondió la voz rasposa de un
hombre. Cuando se identificaron como policías, les abrió sin pedir mayores
explicaciones.
Subieron por las escaleras y se encontraron en un rellano que daba acceso
a dos pisos. Un hombre mayor los esperaba en el número doce, con la puerta
abierta. Era evidente que se trataba de un jubilado. Usaba pantalón de lana,
camisa abrochada hasta el cuello y un pullover de casimir tejido a mano. Los
miró con sorpresa. Era seguro que lo último que esperaba era a la Policía
llamando a su puerta. Y mucho menos una pareja de oficiales con semejante
aspecto: uno con apariencia de mendigo, a quien de haberse cruzado con él en
la calle le hubiera dado una limosna antes de que se la pidiera. La otra era una
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mujer con una planta como no la había visto sino por la tele, o en las fotos de
las revistas.
—¿Oficiales? —les preguntó. Ellos asintieron. Por sorprendente que
resultara, sí eran los policías que habían llamado por el telefonillo unos
segundos antes—. ¿En qué puedo ayudarles?
—¿Vive usted en ese piso? ¿En el número doce? —preguntó el hombre
del gabán.
—Sí, señor.
—Soy el inspector Salazar y mi compañera es la subinspectora Garay —le
dijo, mientras le mostraba una identificación. ¡Pues sí que era policía!
¡Increíble!—. ¿Podríamos pasar? Necesitamos hacerle algunas preguntas.
Con cierta reticencia, el jubilado los dejó entrar, no sin antes hacer
algunos gestos hacia el interior del piso. Cuando Néstor cruzó el umbral, pudo
detectar el movimiento apresurado de otros tres jubilados que se encontraban
alrededor de la mesa del comedor. Dos de ellos estaban sentados y retiraban
con prisa algo de la tabla, mientras el tercero, que evidentemente regresaba
con premura, vaciaba un paquete sobre la superficie, para ocupar el vacío que
habían dejado los otros dos. Néstor se dio cuenta de que eran garbanzos. Por
lo visto, él y Sofía habían interrumpido una timba. En el suelo alcanzó a ver
dos billetes de cinco euros que habían escapado de las artríticas manos de los
jugadores. Salazar sonrió y simuló no darse cuenta.
Después de saludar a la concurrencia con un escueto «Buenas tardes», le
preguntó al dueño de casa si podían hablar en un lugar más privado. El
hombre que les abrió la puerta pareció aliviado. Complacer al policía le
permitía alejarlo de la mesa de juegos, así que los condujo hasta una
habitación vecina que cumplía funciones de salón.
Una vez sentados en cómodos sofás y después de rechazar con amabilidad
la oferta de café, o un refresco, entraron en materia.
—Debo reconocer que su visita me sorprende bastante. ¿En qué puedo
ayudarlos, inspector…?
—Salazar. En primer lugar, quisiera saber si es usted Vicente Avana.
—Creo que debe haber un error inspector. Mi nombre es Virgilio Peña.
—¿No es usted el dueño de un Opel Astra verde, del año 2012?
—No, como le digo, creo que alguien cometió un error. No conduzco
desde hace casi diez años. Debido a las medicinas que debo tomar, mi médico
me lo ha prohibido. Ni siquiera renové la licencia.
—Comprendo. ¿Conoce usted al señor Vicente Avana?
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—Es la primera vez que escucho ese nombre. ¿Por qué cree que debería
conocerlo?
—Tengo aquí unas fotos. Son las víctimas de un accidente. ¿Le importaría
verlas para comprobar si puede identificar a alguno de ellos? —le pidió el
inspector.
—Sí, claro —aceptó Virgilio, aunque con cierto temor. Salazar sacó las
fotografías de las tres víctimas y Peña las miró con cuidado mientras negaba
con la cabeza.
—No conozco a ninguno, inspector. No puedo ayudarlo.
—Esta mañana hicimos el levantamiento del accidente en el que estas tres
personas fallecieron. El coche que estuvo involucrado fue el Opel al que hice
referencia. El registro de propiedad se encuentra a nombre de Avana y la
dirección es la de este piso.
—Pues no sé qué decirle. Vivo aquí desde hace tres años y nunca había
escuchado ese nombre. No conozco a esas personas, ni tengo coche, ni tengo
noticia de nadie con uno de esas características.
—¿Desde hace tres años? Disculpe la pregunta, señor Peña, pero ¿este
piso es propio? —preguntó Sofía, que al mirar a su jefe comprendió que
ambos habían tenido la misma idea a la vez.
—Es propio. Antes vivía en el barrio Estación, pero mi esposa murió, mis
hijos se casaron y se fueron a vivir su propia vida. Yo me jubilé. La casa se
me hizo demasiado grande. Este apartamento en cambio tiene muy buen
tamaño, está cerca de la Plaza de la Paz. He hecho buenos amigos con los
que… Ya sabe, nos contamos batallitas, jugamos a las cartas. Sin apostar eso
sí. Nada de dinero, solo garbanzos y el que pierde paga las rondas en el bar.
—¿A quién le compró el piso? —preguntó Néstor, que sabía que su
interlocutor mentía en el asunto de las apuestas, pero no estaba interesado en
una timba de jubilados.
—Fue a través de una inmobiliaria. Nunca conocí al dueño.
—¿Ni siquiera el día que se concretó la firma para el cambio de
propiedad?
—La venta se hizo a través de un apoderado, un abogado que tenía un
poder notarial concedido por el anterior dueño del piso.
—¿Sabe por qué no llevo a cabo el trámite él mismo?
—Me dijeron que ya no vivía en España. Que se había marchado en un
viaje por Europa y una vez afuera, decidió establecerse en otro país.
—¿Recuerda el nombre del antiguo propietario? —Quiso saber Sofía.
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—No, lo siento. No le puse mucha atención. En ese momento estaba más
preocupado por otros detalles del trámite.
—Es comprensible. ¿Guarda alguna copia del documento de compra-
venta, señor Peña?
—Sí, por supuesto.
—¿Le importaría mostrárnoslo? —le pidió el inspector.
—Claro. Si aguardan un momento, lo traeré.
Virgilio salió de la habitación. Los policías esperaron en silencio, a la
expectativa. Al cabo de algunos minutos, el jubilado reapareció trayendo un
folio en la mano. Se lo entregó a Salazar. El inspector buscó el dato que le
interesaba y sonrió.
—Aquí está —dijo en tono triunfal—. El anterior dueño era el señor
Vicente Avana, de profesión enólogo. Gracias, señor Peña —Néstor se puso
de pie y estrechó la mano de Virgilio—. Nos ha ayudado usted mucho.
—Un placer, inspector. Me alegra haber podido ayudar a resolver este
pequeño misterio. Y lamento lo que le ocurrió al señor Avana, pero dígame,
¿quiénes eran las otras víctimas, la mujer y el niño?
—Presumimos que eran su esposa y su hijo, pero todavía tenemos que
comprobarlo.
—Pues les deseo suerte, a ambos —afirmó mientras los conducía hacia la
puerta. Sus amigos ya habían desmontado el tinglado de la timba y mantenían
una inocente conversación con sendos vasos de vino en la mano. Salazar
contuvo la risa, mientras se hacía el despistado.
Una vez afuera, Sofía rompió el silencio.
—Muy bien. ¿Y ahora qué?
—Ya que estamos aquí visitaremos a los vecinos para mostrarles las
fotografías. Si alguno de ellos lo recuerda, tal vez pueda confirmarnos si el
hombre es Vicente Avana y si las víctimas eran una familia.
Néstor y Sofía decidieron comenzar por el apartamento del frente. Él
llamó a la puerta y salió una jovencita no mayor de quince años, con el aire
aburrido de quien acaba de ser despertado de un profundo sueño. El inspector
tuvo que reconocerse a sí mismo que sintió envidia. La chica entreabrió la
puerta sin quitar la cadena y no pudo evitar una expresión de sorpresa, incluso
algo de temor.
—No puedo darle nada ahora, amigo. Si quiere regrese más tarde, a ver si
mi madre tiene algo preparado para la caridad, pero creo que ya se lo llevó al
cura ayer, así que escogió un mal día.
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Sin dar tiempo a escuchar una respuesta cerró de golpe. Néstor suspiró
con resignación, dio un paso atrás y con un gesto invitó a Sofía para que lo
intentara ella. Era definitivo, se quitaría esa barba lo antes posible. Una cosa
era dar la impresión de ser descuidado para que los sospechosos bajaran la
guardia y otra muy distinta que le perdieran el respeto, o que le tuvieran
miedo. Esta vez fue la subinspectora quien llamó a la puerta y para asegurarse
desplegó su identificación a la vista de quien la abriera.
—Que ya te dije que no tengo nada para ti —respondió la chavala, con un
leve temblor en la voz, sin siquiera intentar abrir—. Si no te largas ahora
mismo llamaré a la Policía.
—Somos la Policía —respondió Sofía—. Por favor, abre la puerta. No
tienes nada que temer.
La voz femenina confundió a la joven, que volvió a entreabrir la puerta.
Esta vez, a quien tenía enfrente era a una mujer como las que describían en
las novelas rosas que ella solía leer. También pudo ver una identificación de
la Policía Nacional que su visitante había desplegado frente a sus narices. Los
ojos de la muchacha pasaron de la mujer a la identificación y viceversa.
—Lo siento… Subinspectora… Garay —leyó—. Es que acaba de estar
aquí un mendigo que me ha dado repelús. No es que pareciera peligroso del
todo, pero llevaba una barba como esos de la serie de los vikingos, que daba
grima y…
Néstor salió desde detrás de Sofía y le hizo un saludo a la joven con la
mano, mientras le sonreía para que no se siguiera embarrando. La chica
palideció y abrió la boca sin saber qué decir.
—Es mi compañero —aclaró Sofía—. O más bien, mi jefe, el inspector
Salazar. No tienes nada que temer. Es inofensivo.
Néstor frunció el ceño ante el comentario, entre otras razones porque se
dio cuenta de que Sofía se estaba esforzando para no reírse.
—No soy un mendigo. Mi apariencia se debe a que vengo de una
asignación donde estaba trabajando de incognito —le aclaró a la chavala para
aplacar sus temores.
—Pero no creas que su imagen habitual es muy diferente —comentó
Garay con una media sonrisa.
—¿Qué quieren? Mi madre me tiene prohibido abrir la puerta a
desconocidos, pero nunca me dijo qué hacer si se trataba de la Policía.
—No te preocupes —intervino Salazar, con su voz más amable—. No
necesitamos entrar. Tan solo hacer algunas preguntas y para eso no es
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necesario que abras la puerta, ni que desobedezcas a tu madre. Asumo que no
te acompaña ningún adulto.
—Estoy sola —confesó la chica.
—¿Cuál es tu nombre? —Quiso saber Sofía.
—Me llamo Iliana. Iliana Ferro.
—De acuerdo, Iliana. ¿Desde cuándo vivís en este piso tú y tu familia?
—A ver, yo tenía seis años cuando nos mudamos, así que diez años.
—Entonces debiste conocer a los anteriores ocupantes del doce.
—¿Los Avana? Claro, la señora Avana siempre era muy amable conmigo.
Era amiga de mi madre y cuando tenía que ausentarse dejaba a Dieguito con
nosotras.
Sofía anotó los nombres que Iliana iba mencionando con naturalidad.
—¿Sabes el nombre de pila de la señora Avana? —Quiso saber la
subinspectora.
—No, lo siento. Siempre nos referíamos a ella como la señora Avana, o
por su apodo: La Brujita. Le gustaba que la llamaran así.
—¿Sabes la razón de ese sobrenombre?
—Creo que era porque sabía mucho sobre hierbas medicinales, remedios
de abuelas y esas cosas.
—¿A qué hora llega tu madre, Iliana?
—Debe estar aquí después de las ocho.
—¿Y tu padre?
—Si lo llegaran a encontrar podrían ser considerados los mejores policías
de Haro, porque cuando mi madre le contó que estaba embarazada de mí, se
lo tragó la tierra y hasta el día de hoy.
—Comprendido —zanjó Sofía, sin querer saber más.
—¿Por qué preguntáis por los Avana? —inquirió la chica con
desconfianza—. ¿Ha ocurrido algo?
—Nada importante. —Se apresuró a mentir Néstor, que no estaba
dispuesto a contarle a la chiquilla que los vecinos a los que recordaba con
tanto cariño habían muerto esa madrugada, ni mucho menos le enseñaría las
fotografías. Todo eso lo trataría con la madre, que ya ella sabría darle la
noticia con más tacto. Sin embargo, aun así el interrogatorio estaba resultando
bastante informativo—. Un familiar nos pidió que los localizáramos. Dime
algo: ¿sabes cuándo y por qué se fueron?
—Les puedo decir cuándo: hace tres años y pico. El motivo no lo tengo
muy claro. Tal vez mi madre lo sepa.
Salazar miró el reloj.
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—En ese caso, regresaremos después de las ocho.
—De acuerdo. Le comentaré sobre vosotros para que no se asuste.
La puerta se cerró, mientras Néstor trataba de asimilar las últimas
palabras. ¿Tan intimidatorio era su aspecto?
—Así que los Avana sí eran una familia. Pareja y un hijo —comentó
Sofía.
—Eso aumenta las probabilidades de que se trate de las víctimas del
accidente. Falta casi una hora para que la madre de Iliana regrese. Es casi
seguro que ella podrá despejar nuestras dudas, pero mientras llega el
momento vamos a ver si averiguamos algo con los demás vecinos.
La hora siguiente, los policías la pasaron haciendo indagaciones por el
resto del edificio. No tuvieron mucha suerte. Eran muy pocos apartamentos y
todavía estaban en horario laboral, así que en la mayor parte de ellos no había
nadie. Los pocos que respondieron a su llamado después de vencer su
sorpresa y reticencia ante la apariencia de Néstor, afirmaron saber muy poco.
O hacía menos de tres años que vivían allí y nunca conocieron a los Avana, o
habían mantenido un trato muy superficial con sus vecinos del apartamento
doce. Lo único que sacaron en claro fue que los fallecidos aquella madrugada
eran en efecto la familia Avana.
Salazar ya no podía ni con el gabán. Las noches de mal dormir en la calle
durante casi una semana comenzaban a pasarle factura, pero no quiso
marcharse de allí sin hablar con la señora Ferro, de quien sospechaba que
podrían conseguir información importante. De manera que antes de dar por
terminada la jornada, regresaron al apartamento once, el del frente de los
jubilados tahúres y volvieron a llamar a la puerta.
Esta vez les abrió una mujer de mediana edad, que parecía una versión
envejecida de Iliana.
—¿En qué puedo servirles? —preguntó. Al ver la identificación que
ambos desplegaban frente a sus ojos, suspiró—. Ah, claro, son los policías de
los que me habló Iliana. Soy Angelina Ferro. Pasen por favor.
Por fin se abrió la fortaleza. La mujer cerró con delicadeza, quitó la
cadena y volvió a abrir de par en par, invitándoles a entrar. Después de
llevarlos al salón y de que ellos rechazaran sus ofrecimientos, entraron en
materia.
—Mi hija me dijo que están interesados en la familia Avana. ¿Podría
preguntarles por qué?
Los investigadores se sinceraron con la señora Ferro, le mostraron las
fotografías, con las cuales hizo una identificación positiva, al igual que los
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demás vecinos.
—¡Por Dios, es espantoso! —exclamó, mientras se enjugaba las lágrimas
con un pañuelo que Néstor le había dado cuando comenzó a sollozar—. Pero
no comprendo. Me pregunto qué los haría regresar y además por ese camino
tan peligroso en mitad de la noche. No tiene sentido. Vicente no era un
imprudente. Y Nati nunca hubiera puesto en riesgo así a su hijo.
—¿Nati?
—Natalia. Era el nombre de la señora Avana.
—Señora Ferro. Necesitamos toda la información que pueda
proporcionarnos acerca de los Avana.
—Está bien, pero no comprendo. ¿Por qué tanto interés en las víctimas de
un accidente?
Los dos policías se miraron entre sí. Salazar asintió con la cabeza en
dirección a su compañera, autorizándola. Sofía suspiró antes de hablar.
—Tenemos razones para sospechar que no se trata de un accidente, señora
Ferro.
—¿Entonces? —preguntó ella escandalizada—. ¿No estarán pensando que
fue un suicidio? Estoy segura de que ellos no hubieran sido capaces…
—Creemos que alguien los asesinó —sentenció Salazar.
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Capítulo 6
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ambos se querían mucho y estaban dispuestos a luchar por recuperar su
matrimonio. Creo que acudieron a terapia de pareja, charlas, ese tipo de
actividades… Les aconsejaron pasar juntos más tiempo, hacer un viaje como
familia para estrechar lazos, poner distancia de la cotidianidad. Ya saben a lo
que me refiero —ambos policías asintieron—. Los Avana decidieron hacerlo.
Vicente solicitó un año sabático en su trabajo y se lo concedieron…
—Entonces tenían intenciones de regresar —la interrumpió Néstor.
Angelina asintió.
—Sí, claro. Era lo que estaba planteado en ese momento. Natalia renunció
a su trabajo. No le preocupaba mucho perderlo, pues con su prestigio como
repostera sabía que podía volver a colocarse dónde y cuándo quisiera.
—¿Y la escuela del niño?
—Hablaron con sus maestros. Diego era un niño de sobresaliente.
Convencieron al director que un viaje sería beneficioso para el chiquillo, le
permitiría aprender otros idiomas, conocer nuevas culturas. Además, Vicente
y Nati se comprometieron a enseñarle en casa siguiendo un programa que
elaboró la propia escuela. A la vuelta sería examinado para comprobar si
podía avanzar al siguiente curso.
—¿Cuál era el destino del viaje?
—Se suponía que recorrerían Europa en coche. Era un itinerario bastante
ambicioso.
—¿Era?
—Al cabo de seis meses recibí una llamada de Natalia. Me contó que la
idea había sido excelente, que su relación matrimonial había mejorado
mucho, que se habían detenido en Verona, Italia y que habían decidido
establecerse allí. Me dijo que Vicente renunció a su trabajo porque le había
surgido una oportunidad mejor en Italia. Que eran muy felices y que no tenían
intenciones de regresar. Fue la última vez que hablé con ella.
—¿No mantuvieron comunicación después de esa llamada? —preguntó
Sofía.
—Me dijo que quería cortar de raíz con el pasado, con todo lo que le
recordara lo que había llevado su matrimonio al borde del abismo. Que
aquella llamada era una despedida.
—Pero su amistad con usted era un recuerdo positivo de Haro —
argumentó la subinspectora—. ¿Por qué querría acabar con ella?
—No lo sé. Yo tampoco lo comprendo. Al parecer era uno de los consejos
de su terapeuta.
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—¿El mismo que le sugirió el viaje? —Quiso saber Néstor. Angelina
asintió—. ¿Sabe usted el nombre de ese consejero?
—Lo siento, no tengo idea. Natalia era muy reservada al respecto.
—¿Conoce algún familiar de los señores Avana? ¿Sabe si con ellos
también cortaron la comunicación?
—Los padres de ambos habían muerto. Creo que Vicente tenía un
hermano, pero no llegué a conocerlo personalmente.
—¿Sabe el nombre de ese hermano?
—No, lo siento. Hablaban muy poco sobre ese tema.
—Un detalle más. ¿La señora Avana era aficionada a la lectura? —
preguntó Salazar.
—De vez en cuando leía algún libro, si le interesaba la temática.
—¿Tenía carné de la biblioteca? ¿Pedía libros prestados con asiduidad?
—Para serle honesta, si lo hacía nunca me lo comentó. Le gustaba leer
sobre asuntos concretos. Por lo general revistas de repostería por su trabajo y
de vez en cuando le vi en las manos algún libro de plantas y remedios caseros.
Era aficionada a esa temática porque su abuela le inculcó el interés siendo
niña, pero no creo que llegara a visitar la biblioteca con frecuencia.
—¿Esa afición por las plantas curativas era el motivo del apodo de «La
Brujita»?
—Así es. Le gustaba que la llamaran de esa manera.
—Muchas gracias, señora Ferro. Nos ha ayudado mucho.
Después de despedirse de la vecina, ambos policías se encaminaron a la
comisaría. Pese a que Salazar casi no se tenía en pie por el cansancio, se negó
a marcharse a su casa antes de pasar por la comisaría, porque quería saber qué
habían averiguado Remigio y Diji sobre el carné de la biblioteca.
Al llegar saludaron al comisario cuando pasaron por el primer piso. Le
informaron acerca de sus descubrimientos mientras subían juntos al segundo.
Ya el equipo estaba reunido y esperándolos. Sofía repitió el resultado de las
indagaciones antes de que Remigio tomara la palabra.
—Vuestros resultados concuerdan con los nuestros —confirmó Toro—.
La encargada de la biblioteca no reconoció a la mujer del accidente como
Ágata Vilaró. Nos dijo que no la había visto en su vida.
—Está claro que las víctimas fueron la familia Avana —intervino Miguel,
concluyendo lo obvio—. Vicente, Natalia y Diego. Entonces deberíamos
concentrar las investigaciones en ellos.
—Sin olvidar a la señora Vilaró —discrepó Néstor.
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—¿Cuál es el sentido? Tenías razón con respecto al carné. Lo pusieron en
el bolsillo para despistarnos.
—Solo lo planteé como una posibilidad, Miguel —refutó el inspector jefe
—. No era una conclusión. Podría haber otros motivos por los que ese carné
estaba allí.
—¿Otros motivos? ¿Cuáles?
—Supongo que tendremos respuestas a esa pregunta cuando sepamos algo
más acerca de Ágata.
—Estoy de acuerdo con Néstor —intervino Santiago—. Miguel, ocupaos
tú y Manuel de averiguar todo lo que podáis acerca de Ágata Vilaró. Los
demás os dedicaréis a investigar a la familia Avana. Remigio, ocúpate del
padre, Diji, del chico. Quiero saber qué tiene que decir el director de la
escuela de Diego Avana acerca de ese extraño viaje. Néstor, Sofía…
—Nos ocuparemos de la madre —lo interrumpió Salazar, completando la
frase.
—Sí, pero ya no será hoy. Es hora de reponer fuerzas. Ahora, todos a casa
y mañana investigad vuestras asignaciones antes de venir. A las once nos
reuniremos para compartir información.
Todos asintieron. La orden no podía haber caído mejor, porque el día
había sido largo y difícil. Néstor se acercó a su hermano para comentarle algo.
Santiago lo detuvo con un gesto de la mano.
—Si lo que quieres es hablar del caso, me lo dices mañana. Ahora, vete a
casa a descansar y a atender a esa gata neurótica con la que vives. Es una
orden.
Salazar nunca había cumplido una orden con tanto gusto. Ya los días eran
bastante cortos, así que era noche cerrada cuando se encaminó a su casa
dando un paseo. Las calles estaban iluminadas por las luces navideñas que
unos días atrás había colocado el ayuntamiento con toda la pompa y hasta
cantos corales. Por suerte el frío lo despejó, porque si no, se hubiera quedado
dormido caminando. No se detuvo en el bar de Gyula para saludar. Lo último
que necesitaba era a Dika tratando de convencerlo de que entrara a tocar la
guitarra. Alcanzó su portal a hurtadillas y subió hasta la buhardilla. Hacía casi
una semana que no pisaba su casa y ya echaba de menos a Paca. Suponía que
a la gata le ocurriría lo mismo, aunque era seguro que Dika la había malcriado
todavía más durante su ausencia. Cuando abrió la puerta encendió la luz. La
lustrosa gata negra, que estaba durmiendo sobre el sofá se incorporó y abrió
los ojos. Cuando lo vio, en lugar de acudir a recibirlo enredándose en sus
piernas como solía hacer, se incorporó en sus cuatro patas y erizó el lomo
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mientras le bufaba. Parecía una pantera a punto de atacar, o más bien de
defenderse. Néstor comprendió enseguida lo que le ocurría.
—Paca, que soy yo. ¿Ya no me reconoces? —le preguntó, mientras se
mesaba la barba, posible motivo de confusión de su huésped.
La gata reconoció la voz de su humano y se relajó, pasando a mirarlo con
una expresión de confusión que el inspector nunca le había visto. Era
definitivo, la barba se iba.
Néstor cerró la puerta y dio un paso al interior de la buhardilla. Fue
entonces cuando vio el sobre que habían pasado por debajo de la puerta.
Salazar cogió el sobre y lo detalló mientras se encaminaba al sofá. Se
sentó junto a Paca, que dudó en permitirle semejantes confianzas. Parecía
tener dudas acerca de que ese fuera su humano. Demasiados pelos en la cara.
Al tenerlo cerca comprobó que el olor del recién llegado correspondía con
aquel que le acariciaba el lomo, a veces le daba comida y otras veces la
aturdía con palabrerías sin sentido. Se sintió más cómoda, así que se relajó y
le dejó hacer.
El humano parecía distraído, mirando el objeto que había aparecido
misteriosamente en el suelo, pero que era inútil. Aunque en un primer
momento ella intentó jugar con él, no le pareció muy divertido, así que lo dejó
estar. Paca percibió la tensión de su humano, por lo que colocó con suavidad
una pata consoladora sobre la de él. No se le podía pedir más a una gata.
Salazar no sabía si sentir curiosidad, o preocupación. Aquel sobre era una
citación a un tribunal en Madrid para responder a una demanda de carácter
civil. No precisaba el motivo, pero era perentorio que se presentara en la
fecha señalada, o que enviara a un representante legal debidamente
autorizado. La fecha de comparecencia era para el día siguiente, a primera
hora de la tarde.
Además de la sorpresa por la citación en sí, se preguntó cómo había
terminado en el suelo de su buhardilla, pues aquella era una notificación que
ameritaba ser entregada en mano y con firma que demostrara la recepción. La
respuesta no se hizo esperar: Dika. No se le ocurría otra persona que no fuera
la alocada novia de su amigo, que se le hubiera ocurrido recibir una citación
así a nombre de alguien más y hacérsela llegar pasándola por debajo de la
puerta, sumado al detalle de no haber mencionado su existencia. Era
imposible que lo citaran de un día para otro en un juzgado de Madrid. El
requerimiento debió estar allí desde hacía varios días.
Ya sin rastro de cansancio a causa de la adrenalina, Néstor salió de la
buhardilla para bajar al bar. El establecimiento estaba hasta los topes a esa
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hora, por lo que Gyula, Dika y el camarero no se daban abasto. Fue recibido
con sendas sonrisas. Aunque lo ocurrido lo había enfadado, al ver la
expresión de sus amigos se desinfló, como un globo que hubiera recibido un
pinchazo.
—¡Néstor! ¡Qué bueno verte por aquí, zagal! —Fue el saludo de Dika en
cuanto entró—. ¿Quieres que busque la guitarra? ¡Menuda gachí la que has
traído hoy, zalamero! ¡Hay que ver qué escondida te la tenías! ¡Supongo que
a semejante morena no la dejarás escapar! ¡Mira que las zagalas tan bonicas
como ella no crecen en los árboles! Además es simpática la moza. A ver,
Gato, ¿dime qué planes tienes con ella, que yo te aconsejo? Mira que a veces
los hombres sois unos muermos a la hora de hacer la corte a una chavala, pero
aquí está la Dika para sacarte las castañas del fuego. A ver, ¿en qué has
pensado?
Aturdido por la andanada de palabras, Salazar tomó aire y levantó el sobre
para dejarlo a la vista. Gyula se envaró al ver que Néstor no le seguía la
corriente a su chica, porque comprendió que ocurría algo muy serio.
—Gracias Dika —dijo por fin Salazar—. Te agradezco mucho tu
disposición a darme consejos, pero eso deberá esperar. Dime, ¿sabes algo de
esta carta?
Por un momento, Dika pareció confundida por la expresión seria de su
amigo, pero al ver de qué se trataba se relajó.
—¿Esa carta? Sí claro, la trajo hace dos días un mozo muy emperifollado
él. Te andaba buscando para entregártela en persona. Solo aceptó dejármela a
mí cuando le advertí que no vendrías a casa por unos días, que fue lo que nos
contaste cuando nos pediste que nos ocupáramos de la Paca, que hay que ver
qué gata tan dulce esa que tienes.
Néstor quedó desconcertado por un momento: ¿Paca, una gata dulce?
¿Estaría refiriéndose a la misma felina que él alojaba en su casa? En fin, en
aquel momento había asuntos más perentorios que atender.
—¿Entonces fuiste tú quién la pasó por debajo de mi puerta?
—Por supuesto, mi alma. El mozo me dijo que era importante que la
recibieras a tiempo, así que la subí para que la vieras en cuanto entraras.
—¿Por qué no me hablaste de ella cuando estuve aquí con Sofía? Más
bien ¿por qué no me enviaste un mensaje al móvil para avisarme en cuanto
llegó?
—Pues qué te puedo decir, porque se me olvidó. Después de que la pasé
por debajo de tu puerta venía a comentárselo a Gyula para que te avisara, pero
en ese momento llegó uno de los proveedores, que quería cobrarnos
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sobreprecio y me lie con él en una discusión… En fin, que se me fue el santo
al cielo y había olvidado la fulana carta hasta ahora que me preguntaste por
ella. ¿Por qué? ¿Era importante?
—¿De qué se trata, Néstor? —Quiso saber Gyula, preocupado.
—Es una citación a un tribunal de Madrid por una demanda civil.
—¡Madre del Amor Hermoso! —exclamó Dika—. ¿Te traerá problemas
mi despiste? Lo siento mucho, Néstor.
—Está bien, Dika, no te preocupes. La citación es para mañana. Todavía
tengo tiempo de acudir, aunque tendré que darme prisa.
—¿Sabes a qué se debe la citación?
—No tengo la menor idea.
—¿Tendrás problemas?
—Supongo que lo sabré mañana —respondió Salazar, mientras observaba
que Dika estaba a punto de echarse a llorar—. No te preocupes, Dika. Tal vez
haya sido mejor así. De haberme enterado antes podría haberme distraído de
la tarea que llevaba entre manos, que era importante y después de todo, no
hay nada que hacer al respecto hasta mañana.
—¿Estás seguro, Néstor? —preguntó ella con voz compungida.
—Muy seguro. Iré a hacer unas llamadas para disponer del día de mañana
libre. Además, si puedo coger el primer tren de la mañana, llegaré a tiempo al
tribunal.
—Te llevaré hasta la estación —se ofreció Gyula—. Y ya sabes que si
necesitas cualquier cosa…
—Gracias, te avisaré a qué hora debemos estar allí.
Mientras Dika se deshacía en disculpas con su novio por su despiste,
Néstor regresó a su buhardilla. Se comunicó primero con Santiago. Su
hermano le concedió el día libre y lo aleccionó para que lo mantuviera
informado acerca de la extraña citación. Lo mismo le ocurrió con Sofía, que
aceptó sin problemas hacerse cargo ella sola de investigar a Natalia Avana.
Por último, Salazar se conectó por Internet para comprar el billete de tren. El
primero del día salía a las 8:20 de la mañana. Llegaría a tiempo.
Cuando hubo resuelto lo más urgente, el cansancio cayó sobre él como
una manta que alguien le hubiera soltado encima. Volvió a picarle la barba.
No podía presentarse con esa facha en un tribunal, porque no lo dejarían salir
de allí por sospechoso de cualquier cosa, así que después de darse una ducha,
decidió rasurarse sin demora. Después de cumplida la tarea se sintió mejor,
como si se hubiera quitado un peso de encima. Paca también pareció más
relajada cuando lo vio con la cara limpia.
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—Así que una gata dulce. ¿No? —le dijo a Paca con tono sarcástico,
mientras se sentaba en el pequeño catre—. Creo que tú y yo deberíamos tener
una seria conversación acerca de tus modales conmigo.
—Maaaauuuu —dijo la gata, subiendo a la cama, para echarse a su lado
mientras lo miraba con expresión inocente.
—De acuerdo. Sé que Dika te da galletas para gato con sabor a sardina de
vez en cuando.
—Meeeeuuuu.
—Bueno, está bien, casi siempre. Y que te hace arrumacos y te habla con
voz de pito.
—Miauuuuu.
—Sí, comprendo que te caiga bien, pero ¿acaso yo te caigo mal? ¿Se
puede saber por qué la «dulce gata» me salta encima cuando estoy dormido en
las mañanas?
—Meu.
—Tu desayuno, lo comprendo, ¿pero hace falta ser tan brusca? Podrías
despertarme con más suavidad.
—Meeeeuuu.
—Sí, tienes razón. Con más suavidad no me despierto, pero ¿qué me dices
de los mordiscos? ¿Ah? ¿Es necesario que ataques los dedos gordos de mis
pies cada vez que se asoman? ¿O que tires las cosas que encuentras por ahí?
¡Que ya te has cargado todos los adornos de cerámica que había en esta casa!
¿Sabes lo que he tenido que pagarle al casero por ellos?
—Maaauuuu.
—Sí, también es verdad. Eran espantosos y la casa se ve mucho mejor sin
ellos, pero eso no te da derecho. Debería descontártelo de tus galletas.
—Mau.
—Descuida, no lo haré. A diferencia de ti, yo no soy vengativo.
Mientras hablaba con Paca, el inspector se había acostado. La gata
percibió el nerviosismo de su humano y se acercó a la cabecera. En un gesto
cariñoso inédito frotó su cabeza con el abundante cabello de Néstor y se
acurrucó a su lado. Él le hizo una caricia detrás de las orejas y sonrió.
—Tal vez si seas una dulce gata después de todo —afirmó antes de
quedarse dormido.
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Capítulo 7
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Recordó que al contrato de alquiler de su piso le faltaban más de tres
meses para terminar. En aquel momento, Padilla ordenó a otro compañero que
lo rescindiera por motivos de causa mayor, pero ¿habría cumplido la orden?
Salazar fue puesto en el primer avión con rumbo a Vitoria y todos los asuntos
que tenía pendientes en la ciudad habían sido delegados a terceros para su
solución.
Y con respecto a asuntos pendientes… Lo asaltó un recuerdo del que ya
había pasado página, o eso creía él. Ese año, en el que fue trasladado en forma
tan intempestiva había sido muy agitado para el joven inspector. Hubo una
chica con la que llevaba viviendo casi dos años. Su nombre era Sara
Villanueva y él estaba perdidamente enamorado. Lo único que empañó la
convivencia con Sara fue el constante reclamo por parte de ella acerca de la
falta de ambición de Salazar. Según su antigua novia, la inteligencia de
Néstor estaba llamada a ocupar altos cargos dentro de la jerarquía policial,
pero él era feliz siendo inspector, trabajando en las calles, e investigando. La
burocracia de los mandos no era lo suyo. Al final, aquella diatriba permanente
dio al traste con la relación. Un día Sara se marchó, dejando tras de sí tan solo
una nota de despedida.
El golpe emocional para Néstor fue tremendo, pero al encontrarse inmerso
en la persecución del «Asesino de la Rosa», pudo sobrellevarlo gracias al
trabajo. Unas pocas semanas después del abandono de Sara se enteró por un
amigo común que ella ya había iniciado un amorío con otro sujeto. No pudo
evitar preguntarse si aquella relación no habría comenzado mucho antes.
Después concluyó que en realidad no tenía importancia. Tocaba tirar para
adelante.
Seguir una pauta lógica y razonable estaba muy bien, en especial en una
persona tan cerebral como él, pero cuando terminó la tarea que llevaba entre
manos con la detención de Pernía, volvió a tener tiempo para pensar y por lo
tanto para sufrir.
El tren ya había recorrido más de la mitad del camino. Néstor se asomó a
la ventanilla pero continuó concentrado en sí mismo. Recordó entonces la
fiesta de fin de año. Todo había coincidido con ese momento: el fin de la
relación con Sara, la conclusión del caso Pernía, El Año Nuevo del 2009. Las
emociones comenzaron a ganarle terreno a los razonamientos lógicos para
golpearlo sin piedad. Darío lo invitó a recibir el año en «La Puerta del Sol».
Contra su costumbre él aceptó, pues no le apetecía pasar aquella noche solo.
No recordaba mucho de lo ocurrido durante el festejo. Su compañero le
presentó a una chica, ¿cuál era su nombre? ¿Rosalba, Rosana…? Algo así.
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Todos a su alrededor tomaban vino o cava, pero a él no le gustaba, así que
acompañó a sus colegas de juerga con whisky. Por supuesto que al intentar
seguirles el ritmo terminó borracho perdido, como nunca antes, ni después en
toda su vida. El siguiente recuerdo que tenía lo ubicaba en la habitación de un
hotel con el día ya avanzado. La primera mitad del uno de enero del año 2009
nunca existió para él. Despertó en la cama con Rosalba, o Rosana a su lado
haciéndole carantoñas.
—¿Cómo ha dormido mi «corazoncito»? —le preguntó la chica. Él abrió
mucho los ojos y se incorporó, ya despejado del todo. Quería salir corriendo
de aquel lugar, pero comprendió que no podía hacerlo porque bajo las sábanas
estaba como su madre lo trajo al mundo—. ¿Qué… Qué ha ocurrido? ¿Dónde
estamos?
—¿No lo recuerdas, Néstor? Tuvimos una noche loca.
—¿Loca? —preguntó Salazar, mientras un escalofrío le recorría la espalda
—. ¿Qué tan loca?
—Muy… Muy loca. ¿Quién diría que debajo de ese tímido policía se
esconde una fiera? —comentó Rosa…, mientras lanzaba un zarpazo al aire y
ponía la boca como si fuera a rugir. Además de escalofríos, el inspector
comenzó a sentir taquicardia.
—¿Quieres decir que tú y yo…?
—Toda la noche —confirmó la chica con satisfacción—, pero no te
preocupes, lo hicimos con todas las de la ley, después de casarnos.
—¿Casarnos? —gritó Néstor con todo y falsete, mientras se levantaba de
la cama para apartarse de la joven. Ella lo miró con lascivia y cuando él
comprendió que había quedado desnudo frente a su nueva «esposa» le
arrebató la sábana para cubrirse.
El gesto no mejoró mucho la situación, porque entonces la que quedó
desnuda fue ella. Desconcertado, Salazar pudo ver sus pantalones al alcance
de su mano, así que con gestos nerviosos se los puso a toda prisa, para luego
volver a cubrir a Rosa… Con la sábana. Luego respiró hondo varias veces
para tranquilizarse.
—Conservemos la calma —se dijo a sí mismo, ya sintiéndose más seguro
con los pantalones puestos—. ¿Cómo es que pudimos casarnos en plena
noche de Año Nuevo?
—¿No lo recuerdas? —Él negó con la cabeza, con una expresión de
desamparo que conmovió a su «pareja»—. Fue una noche inolvidable.
Bebiste mucho, eso sí. Supongo que no estás acostumbrado.
—Para nada —confesó él.
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—Bien, la cosa fue así. Después de las campanadas nos quedamos
celebrando un rato. Tú y yo congeniamos bastante bien. Entonces me
sugeriste que pasáramos la noche en tu casa y yo acepté.
—¿Te llevé a mi casa?
—¿Vives en la calle Marqués de Leis? —Él asintió repetidamente—.
Entonces, sí. Era tu casa. Me contaste que acababas de salir de una larga
relación, que ella te abandonó y que te sentías muy solo. Entonces se te
ocurrió que ya que lo habíamos pasado tan bien juntos, ¿por qué no nos
casábamos?
—¿Fue idea mía?
—Completamente tuya.
—¿Qué pasó después?
—Tú cogiste tu certificado de nacimiento y fuimos a buscar el mío a mi
casa. Yo te comenté que mi vecino de arriba es Juez Municipal, así que
fuimos a tocarle la puerta.
—¿Me estás diciendo que despertamos a un Juez Municipal en la noche
de Año Nuevo para que nos casara?
—A él no le gustó la idea, por supuesto, pero accedió para que dejáramos
de darle la lata y poder regresar a dormir. Como no había ningún
impedimento, celebró el matrimonio. Al salir de ahí decidimos venir a este
hotel para comenzar nuestra «Luna de Miel». Y eso es todo.
Salazar suspiró y se dejó caer en el borde de la cama. Luego se dio cuenta
de que la chica continuaba desnuda, así que se levantó de un salto y se sentó
en un sillón cercano. Se sentía desconcertado como nunca en su vida. Miró a
la joven, que parecía tranquila y feliz.
—¿Qué hacemos ahora? —le preguntó el inspector—. Quiero decir, esto
es…
—Un absurdo, sí —respondió ella, cambiando la expresión por una más
seria. Pareció madurar cinco años en un instante—. Fue divertido mientras
duró, Néstor, pero me temo que tendré que pedirte el divorcio.
—Entonces no pretendes continuar con esto —inquirió él, sintiéndose
aliviado.
—Por supuesto que no. Me desperté hace un par de horas, así que he
tenido tiempo de recordar y meditar. Quise jugarte una broma porque me
simpatizas y has sido muy tierno, pero de ahí a quererte como marido… No
me malentiendas, tal vez seas el mejor hombre del mundo, pero no nos
conocemos. Yo también estaba borracha como una cuba. Ninguno de los dos
era consciente de sus actos.
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Salazar se sintió aliviado, terminó de recoger el resto de su ropa que
estaba repartida por toda la habitación y comenzó a vestirse.
—Estoy de acuerdo. Tienes toda la razón y lamento mucho las molestias
que haya podido causarte…
—Deja de disculparte. Yo fui tan responsable de esta situación como tú.
No sé si lo recuerdas, pero soy abogada. Creo que lo más apropiado sería
pedir la nulidad, pues ninguno de los dos estaba anoche en pleno uso de sus
facultades.
—De acuerdo —aceptó Néstor, ya vestido por completo—. ¿Qué debo
hacer?
—Déjamelo a mí. Yo me haré cargo. Cuando haya completado el trámite
te haré llegar la documentación.
Salazar aceptó por buena la palabra y las intenciones de Rosa…, pero un
par de días después tuvo que trasladarse a Haro sin dejar la dirección. Si la
joven le había enviado algún documento, se habría perdido. Ahora, nueve
años después, luego de recibir la citación, se preguntó con angustia si sería un
hombre casado.
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Capítulo 8
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Cuando ya se encontraban instalados, con una taza humeante frente a cada
uno, volvieron a entrar en materia.
—¿Podría usted decirnos su nombre y el del resto de las personas que
viven en este piso?
—Sí, por supuesto. Yo soy Emilia Romero, viuda de Caro, mi hija es
Graciela Caro y mi nieta, Paula Jaso.
—¿Su hija es casada?
—Divorciada. Gracias a Dios.
Manuel se fijó en la expresión de la señora Romero cuando dijo esas
palabras y se alegró de no estar en el pellejo de su exyerno.
—¿Le dice algo el nombre de Ágata Vilaró?
—No conozco a nadie con ese nombre, pero me resulta vagamente
familiar.
Miguel sacó una bolsa plástica transparente del bolsillo interno de su
chaqueta y se la mostró a Emilia. Contenía el carné de la biblioteca que los
había llevado hasta allí. Ella lo cogió y enarcó las cejas al reconocer la
dirección de su propia casa señalada como la de otra persona. En ese
momento se le iluminaron los ojos como si hubiera tenido una revelación. El
gesto no se le escapó a Pedrera.
—¿Sabe algo acerca de este carné?
—Nada, pero ya recordé de qué me suena el nombre. Está en el
documento de compra-venta de este piso. Sí, ahora estoy segura, Ágata Vilaró
fue la propietaria anterior.
—¿Cuándo se hizo esa transacción?
—Hace poco más de dos años. Es el tiempo que llevamos viviendo aquí.
—¿Fue usted quien compró este piso?
—No, fue mi hija. Comprenderá que con una pensión no se pueden hacer
semejantes adquisiciones.
—Claro. Entonces su hija se lo compró a Ágata —puntualizó el policía—,
lo que significa que la conoció.
—No, creo que no. Tendrá que preguntárselo a ella, pero si no recuerdo
mal, la compra se hizo a través de un abogado.
—¿Por qué? —inquirió Manuel, que se había mantenido en un silencio
atento.
—Porque la anterior propietaria no vivía en España, así que vendió a
través de un apoderado.
—¿Conoce el nombre del intermediario?
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—Quisiera ayudarles, pero fue mi hija quien se hizo cargo de todos esos
trámites.
—Por supuesto. ¿Cuándo podríamos hablar con su hija, señora Romero?
—Lo mejor será que esperen a que regrese a casa. En su trabajo está muy
ocupada y comprendan que una visita de la Policía podría perjudicarla aunque
el asunto no tenga relación directa con ella.
—Desde luego —aceptó Pedrera—. ¿A qué hora vuelve a casa?
—Por la tarde. Alrededor de las ocho ya debería estar aquí.
—Muchas gracias, señora Emilia. Nos ha ayudado mucho.
Los dos policías se pusieron de pie, mientras alababan el café y volvían a
agradecerle por su disposición a colaborar. Cuando ya se encaminaban a la
puerta, la señora Romero los detuvo.
—Aguarden un momento. He recordado algo, aunque no sé si les resultará
de utilidad.
—Cualquier cosa puede ser de ayuda.
—Cuando nos trasladamos a este piso ya estaba amoblado. Fui yo quien
lo organizó durante la mudanza. Bien, debo reconocer que todo estaba muy
limpio, pero soy un poco maniática con el orden y la pulcritud, así que hice
que movieran los muebles para limpiar bien en todos los rincones. Debajo de
uno de los armarios encontré algunas cosas que debieron caerse allí y que
pasaron desapercibidas cuando prepararon el apartamento para el cambio de
dueño. Mi hija me sugirió que las tirara, me dijo que era solo basura, pero a
mí no me gusta deshacerme de las cosas que pueden ser de utilidad. En
especial cuando no me pertenecen. Así que las guardé en una caja.
—¿De qué clase de cosas estamos hablando, señora Romero? —preguntó
Miguel interesado.
—Nada importante, en realidad. El tipo de objeto que se pierde con
facilidad en una casa. Un par de horquillas de pelo, algunas cuentas de un
collar de perlas falsas, la mitad de la entrada de un cine, un folleto de
propaganda. Basura, en realidad.
—Y usted supone que pertenecían a los anteriores habitantes del piso —
precisó el policía de mayor edad.
—Sí, bueno, es lo lógico. Si le digo la verdad, no sé por qué no los he
tirado a la basura. He estado a punto de hacerlo más de una vez.
—¿Le importaría entregárnoslo?
—Por supuesto. Aguarden un momento.
La señora Romero se perdió en el interior del apartamento y regresó al
cabo de pocos minutos con una caja de zapatos cubierta de polvo.
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—Aquí está —proclamó con orgullo mientras le entregaba la caja a
Miguel—. Ya le dije yo a mi hija que no era bueno tirar las cosas así como
así.
Pedrera abrió la caja con cuidado para ver qué contenía. Manuel a su lado,
lo imitó. Como había descrito Emilia, en el interior encontraron algunos
objetos que cualquiera hubiera considerado como basura, pero que para la
Policía podía resultar una pequeña mina de información.
—¿Tendrá usted una bolsa de plástico?
—¿Sirve una de basura? —Miguel asintió.
—Si no es molestia, ¿podría traernos también algo con lo cual sellar la
bolsa?
Emilia volvió a desaparecer y regresó al cabo de pocos segundos con una
bolsa de plástico, un rollo de cinta adhesiva y una tijera. Manipulando la caja
con cuidado, como si contuviera explosivos, Pedrera la metió en la bolsa, que
después selló con el adhesivo, mientras Manuel marcaba un número en su
móvil. Para sorpresa de la señora Romero, el policía le devolvió la caja.
—Guárdela un poco más de tiempo, doña Emilia. Vendrán unos
compañeros nuestros del departamento de policía científica. Entréguesela a
ellos, por favor.
—¿No se la llevan ustedes?
—Podría haber alguna prueba importante en el interior de esta caja —
explicó el detective—. De ser así, esa prueba podría ser solicitada en un juicio
y para que conserve su validez es fundamental que desde el principio se haya
mantenido la cadena de custodia.
—Parece que se trata de algo muy serio. ¿Qué es lo que investigan,
inspector? ¿Por qué quieren encontrar a esa mujer?
—Porque podría estar involucrada en un homicidio.
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El comisario Ortiz frunció el ceño mientras reprendía a su subalterno, lo
cual causó un estremecimiento involuntario en Miguel. Aquel tío imponía. De
eso no había duda. Además, en los últimos meses, Salazar parecía haberse
ganado su confianza, así que Pedrera comprendió que lo más prudente sería
retractarse.
—Perdone, señor. No quería ofender. Solo era una broma.
—Pues menos chistecitos y más trabajo. Comencemos la reunión.
—¿No vamos a esperar a Néstor? —preguntó Remigio.
—El inspector jefe ha tenido que desplazarse a Madrid para resolver un
asunto personal que le ha surgido, así que no vendrá el día de hoy —anunció
Santiago sin entrar en detalles—. Comencemos contigo Miguel, ya que parece
que hoy viniste con muy buen humor. ¿Qué habéis averiguado sobre Ágata
Vilaró?
Pedrera y su compañero informaron acerca de su visita al antiguo piso de
la misteriosa Ágata y su conversación con la señora Romero. Los demás los
escucharon en silencio. Cuando terminaron su explicación, Ortiz tomó la
palabra:
—Necesitamos saber más sobre Ágata Vilaró y su familia. Manuel,
Regresa al edificio. A ver si los vecinos te pueden proporcionar algún dato.
También quiero saber si los Vilaró tienen familia colateral. Padres, tíos,
primos, cualquiera que pueda darnos información acerca de dónde podemos
encontrarlos. Miguel, encárgate tú de averiguar lo que puedas acerca del
hermano de Vicente Avana.
—Sí, señor.
Después de las órdenes impartidas por el comisario intervino Sofía.
—¿Había algo entre esos objetos que se encontraron que pudiera
ayudarnos a localizar a Vilaró?
—No lo creo —reconoció Miguel—. Como dijo la señora Emilia, parecía
solo basura, pero tal vez científica pueda arrojarnos alguna luz.
—¿Sobre qué era el folleto de propaganda? —Quiso saber el comisario.
—No estoy seguro porque estaba bastante descolorido, cubierto de polvo
y solo pudimos verlo por un momento, pues preferimos no tocar ningún
objeto hasta que los examinara científica.
—Hicisteis lo correcto —aprobó el comisario—. Remigio. ¿Qué
averiguaste sobre el padre?
—Vicente Avana —comenzó su exposición el viejo policía mientras
sacaba del bolsillo su libreta de papel, pues los artilugios informáticos no
terminaban de convencerlo—. Treinta y cinco años. Trabajaba como enólogo
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en una prestigiosa Bodega. Era un empleado ejemplar que recibía un buen
sueldo. Les sorprendió que pidiera un año sabático y mucho más cuando
renunció por correo electrónico.
—Espera —lo interrumpió Miguel—. ¿Renunció por correo?
—Les envió un mensaje donde les comunicaba que no se reincorporaría a
su puesto de trabajo y que contrataran a alguien más, porque no tenía
intenciones de regresar a España. Por supuesto que la forma en que dimitió
causó malestar y extrañeza, porque lo consideraban un profesional
responsable, pero los dejó en el aire con varios proyectos.
—¿Desde dónde fue enviado el mensaje? —preguntó Sofía.
—Según el propio Avana, desde Italia.
—Sería una buena idea corroborarlo —opinó Santiago—. Comunícate con
la «Polizia di Stato» en Italia. A ver si podemos averiguar dónde trabajó el
señor Avana y hasta cuándo. Pregúntales también por la esposa y si hay
registro del niño en alguna escuela italiana. Sugiéreles que comiencen por
Verona.
—Sí, señor.
—Diji. ¿Sacaste algo en claro de la entrevista con el director de la
escuela?
—La historia es bastante similar. Hace poco más de tres años, los Avana
se entrevistaron con él para que permitiera que su hijo Diego abandonara la
escuela antes de que concluyera el año escolar.
—¿Qué tan avanzado estaba el año?
—Recién comenzaba. Por supuesto que el director no recibió la idea con
agrado, pero dice que los padres fueron muy insistentes. Le hablaron de la
necesidad de salvar su matrimonio. Argumentaron que la integridad de la
familia era más importante que seguir las convenciones escolares. Que ellos
podían hacerse cargo de impartirle las lecciones durante el viaje. Que la
escuela después podría evaluar al niño para comprobar que había aprendido lo
que le exigía el año escolar. Que ese viaje sería una oportunidad para que
aprendiera otros idiomas y ampliara sus horizontes. A regañadientes, el
director accedió.
—¿Por qué lo hizo si en realidad no estaba de acuerdo?
—Me confesó que tuvo la certeza de que si se negaba, de cualquier forma
los Avana continuarían con sus planes, pero en ese caso, el chico quedaría en
una situación más precaria en cuanto a su educación.
—Parece extraño, tomando en cuenta que todos los que conocieron a los
Avana los consideraban personas responsables, que querían mucho a Diego
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—reconoció el comisario—. ¿Qué le hizo pensar al director que serían
capaces de poner en riesgo la educación de su hijo de esa forma?
—Dice que parecían muy decididos. Además, cuando se llevó a cabo la
entrevista, un lunes, ya el niño había faltado a clases, aunque tenía que
examinarse ese día.
—Espera —intervino Remigio—. ¿Estás diciendo que el niño faltó a
examinarse cuando aún no habían salido de Haro, ni hablado con el director?
Eso sí es extraño. No conozco a ningún padre que haría algo así. —Los demás
le prestaron mucha atención—. Quiero decir, la prioridad para cualquier padre
después de la salud de sus hijos suele ser su educación.
—Tienes razón —confirmó el comisario, que también tenía hijos—. En
una familia responsable y bien estructurada como todos los testigos nos
describen a los Avana, la única justificación razonable para permitir que un
hijo abandone los estudios, es que su salud esté comprometida.
—¿Cree que el chico pudo estar enfermo, pero ellos quisieron mantenerlo
en secreto? —preguntó Sofía.
—Creo que vale la pena investigarlo. Diji, habla con la señora Ferro, a ver
si sabe quién era el pediatra de Diego. Tal vez el motivo que hizo actuar de
forma tan extraña a los Avana esté relacionado con la salud de su hijo.
—Sí, señor —respondió Cheick.
—Sofía. La señora Avana. ¿Qué puedes decirnos de ella?
—Natalia Avana tenía treinta y dos años. Chef de repostería. Era
considerada de las mejores en su especialidad, así que la cotizaban mucho.
Estaba contratada para hacer los postres que servían en el restaurante del hotel
Aranda, pero también trabajaba a destajo para un servicio de cáterin. En
ambas empresas la recuerdan con respeto y cariño. Lamentaron mucho que se
marchara. La historia coincide con la de su esposo. Les avisó que se
ausentaría temporalmente por un viaje y luego dimitió por una nota de correo.
Pese a ello, no le guardaban rencor. Sus compañeros de trabajo la llamaban
«La Brujita» porque siempre tenía un remedio casero para cualquier
eventualidad, desde un resfriado hasta quitar una mancha. Además, le gustaba
leer acerca de plantas medicinales y sus usos.
—¿Alguna vez trató de lucrarse con esos conocimientos? —Quiso saber
Manuel.
—No. No estamos hablando de una curandera. Era más bien una afición
que le permitía dar consejos en situaciones cotidianas. También era seguidora
del movimiento «New Age», meditación, yoga, ese tipo de cosas.
—¿Pertenecía a algún grupo organizado?
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—No. Lo más parecido al respecto que encontré fueron las clases de yoga.
Visité la escuela que frecuentaba y hablé con su instructora, Laura Gómez. La
historia se repite. Avisó que se ausentaría por un tiempo debido a un largo
viaje, pero no apareció más.
—Eso nos deja más o menos donde estábamos —la interrumpió Miguel.
—No del todo —ripostó Sofía—. La señorita Gómez me dijo un par de
cosas interesantes.
—¿Cuáles?
—La semana anterior al intempestivo viaje, Natalia manifestó estar muy
esperanzada porque acudiría a un retiro familiar que se llevaría a cabo el fin
de semana. Además, estaba tan entusiasmada que se lo recomendó a sus
compañeras de clase. Hubo una sola persona que le preguntó más acerca de
ello.
—¿Quién? —preguntó Santiago.
—Ágata Vilaró. Estaba tan interesada que Natalia le entregó un folleto
que llevaba en la cartera.
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Capítulo 9
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—¿Puedo saber por qué me han demandado, señoría?
—Se le notificará en breve —respondió ella abriendo una carpeta, luego
frunció el ceño y lo miró como si él se hubiera transmutado en un gusano—.
Se trata de una demanda de paternidad.
—¿De qué? —exclamó Salazar, sintiendo que el suelo se abría bajo sus
pies. ¡A buenas horas mangas verdes! Pero no, Dios no venía en su auxilio.
Era su cerebro consciente que lo traicionaba, queriéndolo abandonar en aquel
aciago momento. Se recompuso. ¡Y a él quien le había mandado presentarse
sin defensor! ¡Tarugo!
—Ha escuchado usted a la perfección, señor Salazar. Hay una demanda de
paternidad contra usted introducida por la señora Sara Villanueva.
—¡Sara! ¿Sara? Pero si no he visto a Sara desde hace al menos nueve
años. Ni siquiera sé dónde está ahora.
—Pero reconoce que hace nueve años sostuvo una relación estable con la
señora Sara Villanueva y que convivieron durante al menos dos años. No trate
de negarlo, señor Salazar, porque tenemos testigos.
—Pues sí, por entonces teníamos una relación bastante estable, pero
aquello se terminó. Ella me abandonó.
—Tal vez la relación con la señora Villanueva terminara, señor Salazar —
concedió la abogada—, pero tuvo consecuencias. Para ser más concretos, un
hijo, que ahora cuenta ocho años de edad.
Si le hubieran echado un balde de agua fría por encima a Néstor, no le
hubiera causado tanta impresión.
—¿Un hijo? —balbuceó—. ¿De ocho años? Pero… Nunca me lo dijo.
¿Por qué?
—La señora Villanueva habrá tenido sus motivos —respondió la abogada,
acompañando sus palabras con una mirada acusadora que dejaba claro lo que
pensaba de los hombres a quienes nadie les daba noticia sobre su paternidad
—. Sin embargo, en esta demanda ella ha decidido dejar clara la identidad del
padre de su hijo y eso implica una serie de responsabilidades que deberá
afrontar a partir de ahora, señor Salazar.
—¿Responsabilidades? —murmuró Néstor, todavía en estado de shock.
—La señora Villanueva está padeciendo en este momento una grave
enfermedad y por ello se ve imposibilitada de cuidar en forma apropiada del
hijo de ambos —continuó la abogada—, razón por la cual ha decidido cederle
a usted la guardia y custodia del menor. Es la solicitud que se hace ante este
tribunal.
—¿Guardia y custodia?
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—¿Quiere dejar de repetir todo lo que digo, señor Salazar? —inquirió la
abogada de mal humor—. Sabe lo que es la guardia y custodia. ¿No es así?
—Sí, sí, claro que sí.
—Muy bien, en ese caso continuemos —propuso la juez—. ¿Tiene alguna
objeción, o algún alegato que hacer, señor Salazar?
—Yo…
La juez esperó la respuesta del demandado por unos segundos. Néstor se
quedó en silencio, pues no sabía qué decir. Solo atinó a negar con una
sacudida de la cabeza.
—¿Reconoce entonces que el menor de ocho años, Salvador Villanueva,
hijo de la señora Sara Villanueva, es también su hijo?
—Reconozco que podría serlo —admitió Néstor.
—Este tribunal tiene información de que el lugar de residencia del
demandado es la ciudad de Haro, en la provincia de La Rioja.
—Sí, señoría.
—¿Es usted soltero, o casado?
—Soltero, señoría, hasta donde sé —respondió él, mientras cruzaba los
dedos por detrás de la espalda, no fuera a presentársele una sorpresa con
Rosa…
La juez lo fulminó con la mirada porque creyó que estaba haciendo mofa
de ella. Néstor puso su mejor expresión de inocencia, aquella que conmovía
hasta a Paca.
—Este es un asunto serio, señor Salazar. Está en juego el bienestar de un
menor de edad. El tribunal necesita establecer si las condiciones que usted
puede ofrecerle a su hijo son idóneas.
—Sí, señoría —respondió Salazar, que no podía creer que el «hijo» del
que estaban hablando fuera nada menos que de él. ¿Pero por qué Sara no le
había dicho nada? ¿Y por qué se fue de aquella manera tan inesperada, si
estaba embarazada? Aquellas preguntas daban vueltas en su cerebro de
policía.
—¿Vive usted en un piso propio, o alquilado?
—Alquilado.
—¿Cuánto tiempo lleva viviendo allí?
—Casi nueve años.
—¿Vive solo?
—Con una gata, señoría —la juez volvió a fulminarlo. Por lo visto los
gatos no contaban. No pensaría lo mismo si conociera a Paca.
—¿A qué se dedica, señor Salazar?
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—Soy policía. Inspector, señoría.
—Bien. Eso explica muchas cosas.
¿Qué había querido decir con eso? Salazar se sentía como un reo frente al
tribunal de la inquisición.
—De acuerdo, en vista que la cesión de la guarda y custodia es voluntaria
por parte de la madre, que ella por motivos de salud se declara incapaz de
proporcionar el bienestar que debe recibir el menor y que el señor Salazar no
ha planteado inconvenientes, ni ha presentado pruebas que desmientan a la
demandante, este tribunal decide que se llevaran a cabo los procedimientos
pertinentes a la entrega de la guardia y custodia de Salvador Villanueva, de
ocho años de edad, al señor Néstor Salazar, de profesión policía y residente de
Haro.
—Espere —la interrumpió Néstor—. ¿Me está diciendo que debo
hacerme cargo de un niño de ocho años?
—¡Silencio! No me vuelva a interrumpir, o lo multaré. Una trabajadora
social le hará una visita en Haro para comprobar que las condiciones de su
casa son las más apropiadas para recibir a un menor. También para conocer el
ambiente en el cual se desenvuelve. Tiene cuatro días para llevar a cabo las
adaptaciones pertinentes.
—¿Cuatro días? ¿Y qué ocurrirá si no puedo llevar a cabo esas
«adaptaciones»?
—El menor pasará a custodia temporal del estado. Además, usted será
multado por desacato a la orden de este tribunal.
—Entonces no tengo otra opción.
—Puede apelar, señor Salazar. Y solicitar una comprobación por prueba
de ADN, si sospecha que el menor no es su hijo.
—¿Qué ocurriría en ese caso?
—El niño sería internado en un Centro de Acogida mientras el Tribunal
de Apelación emite sentencia. Una sentencia que usted tendría que acatar sin
discusión.
Las palabras «Centro de Acogida» golpearon a Néstor como un bofetón y
la imagen de él mismo con doce años, llorando en silencio por las noches en
una habitación llena de chicos en su misma situación, le hizo tomar una
decisión.
—Nada de eso será necesario, señoría. En cuatro días estaré en
condiciones de cuidar a mi hijo.
A Néstor le pareció que el tiempo pasaba volando durante el viaje de
regreso a Haro a bordo del último tren de aquel largo día, en el que en pocos
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minutos se había convertido en padre soltero. Al salir del tribunal, lo primero
que hizo fue llamar a Santiago para tranquilizarlo acerca de la causa de la
demanda. Aunque pospuso el momento de darle la noticia de que era tío, pues
algo así prefería decírselo en persona, sí le informó que no debía preocuparse,
pues el asunto no era grave. ¡Ja! ¡Que no era grave! Sabía que la vida le
cambiaría ciento ochenta grados, pero no era momento de agobiarse. Después
de su hermano habló con Gyula. Tampoco le aclaró mucho, pero sí le pidió el
favor de que fuera a una mueblería, que comprara un sofá-cama y que hiciera
que se lo llevaran a la buhardilla lo antes posible. Más tarde arreglaría cuentas
con él. Su amigo le notificó que en su ausencia había llegado la factura del
servicio de agua. ¿Sería otra mala noticia, o la solución de un problema? En
los últimos dos meses aquellas facturas llegaban con cifras astronómicas. Él
había puesto una queja en el servicio de abastecimiento de agua, pero no
había prosperado. Insistían en que ese había sido el consumo.
Gyula le sugirió que buscara un fontanero que hiciera una revisión de su
piso. Tal vez hubiera una fuga que justificara semejante gasto de agua.
Salazar siguió su consejo, pero también fue inútil. No había ni una triste
gotera. Así que ahora temblaba cada vez que llegaba la factura del servicio de
agua. Pero ese era un problema cuya solución tendría que posponer.
Cuando colgó, después de hablar con su amigo, tomó una decisión. Se
acercó a la abogada, que aunque no había cambiado su actitud hostil hacia él,
cuando menos suavizó un poco su mirada de desprecio. Al parecer esperaba
más resistencia por parte del atribulado nuevo padre.
—¿Qué quiere, señor Salazar? Cualquier aclaratoria sobre sus nuevas
responsabilidades debe ser resuelta con la juez. —Fue su recibimiento cuando
lo vio aproximarse.
—Tengo muy claras cuáles son las responsabilidades de un padre, gracias.
No es eso de lo que quiero hablarle.
—¿Entonces?
—Es acerca de su cliente. De Sara.
—Comprenderá que debo confidencialidad y lealtad a la señora
Villanueva —ripostó ella, a la defensiva.
—Lo cual la enaltece, señora abogada —la alabó Néstor con su expresión
de hipocresía más descarada, pues aquella arpía había arremetido contra él
con todo su arsenal legal sin ninguna piedad—, pero comprenderá también
que yo soy humano. —Ella lo miró como si dudara que él gozara de
semejante condición.
—¿Adónde pretende llegar, señor Salazar? ¿Qué quiere de Sara?
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—Aunque es cierto que no nos hemos visto desde hace nueve años,
tuvimos una buena relación antes de eso. Yo la quería. De verdad. Usted dijo
allí adentro que estaba muy enferma. ¿Podría decirme qué le ocurre?
La abogada calibró a Néstor con la mirada. Esta vez, él no tuvo que
disimular la expresión. Su preocupación era sincera.
—De acuerdo. Tiene cáncer. Bastante avanzado, así que deberá someterse
a un tratamiento muy intenso.
—¿Qué probabilidades…?
—No le han ofrecido muchas esperanzas, por eso teme por el bienestar de
su hijo. Es una madre ejemplar. Vive para Salvador. No tiene idea del
sacrificio que representa para Sara separarse de su hijo cediéndole la guardia
y custodia a usted. Lo hace pensando solo en el niño, pues solo desea lo mejor
para él. No quiere que Salvador pase por el trance de presenciar su deterioro
por la enfermedad, ni correr el riesgo de que termine en un «Centro de
Acogida» cuando todo esto termine.
—Comprendo —respondió él—. ¿Puedo pedirle un favor?
—Depende.
—Me gustaría visitarla y hablar con ella.
—No lo sé… No…
—Mi intención no es hacer ningún reclamo. Quiero visitarla como amigo.
Como le dije, tuvimos una bonita relación hace muchos años.
—No estoy segura. Eso puede ser cierto, pero ella lo abandonó a usted sin
razón aparente. Y ahora lo demandó, forzándolo a hacerse cargo de su hijo…
—En los últimos meses he aprendido de la forma más dura, que el perdón
reditúa mejores beneficios que el rencor. Acerca de la demanda, comprendo y
admiro la preocupación de Sara con respecto a su hijo… A nuestro hijo, Le
aseguro que no haré, ni diré nada que la haga sentir mal.
—De acuerdo. Tal vez ahora comprendo por qué ella decidió que
Salvador estaría bien con usted, si ella falta —claudicó la abogada, que ahora
miraba a Néstor como si hubiera reconocido su condición humana.
Un par de horas después, tras un pequeño refrigerio en un bar cercano,
Salazar entraba en la habitación 123 del hospital «La Paz». Néstor recibió una
impresión casi tan fuerte como cuando le dijeron en el tribunal que era padre.
Nunca hubiera reconocido a Sara en la demacrada y envejecida mujer que lo
miró con tristeza y cierto temor desde la cama.
—¿Néstor? ¿Qué haces aquí?
—Hola Sara. Vengo de los tribunales. Quise hacerte una visita.
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—Escucha, sé que no estuvo bien que supieras de la existencia de
Salvador de esa forma. —Se disculpó ella, mientras se incorporaba un poco
en la cama—, pero es que estaba desesperada y…
—No te preocupes. No he venido a reprocharte nada —la tranquilizó él,
mientras se sentaba en una silla junto a la cama—. Solo quise hacerte una
visita para saber cómo estás.
—Eres un sol —dijo Sara, relajándose—. Pues ya ves. No queda mucho
de la Sara que conociste.
—No lo creo. Me ha dicho tu abogada que eres una leona cuando se trata
de defender a tu… A nuestro hijo. Esa es la Sara que conocí.
—Gracias. ¿Qué ocurrió en el tribunal? ¿Qué pasará con Salva?
—Pues se quedará conmigo por supuesto, que para eso soy su padre. —
Sara suspiró con alivio—. ¿Por qué nunca me lo dijiste?
—No lo sé. En esa época era muy egoísta. No pensé bien lo que hacía. Te
abandoné y luego supe que estaba embarazada. Sentí vergüenza. Cuando
quise contártelo habías desaparecido. No había nadie en el piso y ni Padilla, ni
tus compañeros quisieron darme información sobre ti.
—¿Les explicaste que estabas embarazada? ¿Qué el niño era mío?
—No. Solo les conté que quería volver contigo, pero fueron muy
herméticos. No me fue posible encontrarte. Me ocupé de Salva yo sola. Es un
chico maravilloso —le anunció ella, sonriendo—. Todo iba bien hasta hace
unos meses, cuando comencé a sentirme cansada y débil. Creí que era un
resfriado, o algo así. Fui al médico y ya ves. Cuando me informaron acerca de
la gravedad de mi estado, me desesperé. Mi madre murió, ¿sabes? No sabía a
quién acudir para que cuidara de Salva. Dulce, mi abogada…
—Espera —la interrumpió Néstor—. ¿Tu abogada se llama Dulce?
—Sí. Dulce Soler. Es mi vecina. También quiere mucho a Salva.
—Quien lo diría —murmuró Salazar pensativo—. Lo siento, continúa.
—Está bien. Le conté a Dulce mi predicamento. Que no sabía cómo
localizar al padre de Salva. Ella me sugirió lo de la demanda. Me dijo que los
tribunales tenían medios para encontrarte por mí. ¿Dónde vives ahora?
—En Haro.
—Lamento si te causé algún problema, Néstor.
—No, está bien. Todo está bien.
—¿Te has casado?
—No.
—Las chicas de Haro deben estar ciegas. —Lo lisonjeó ella con una
sonrisa.
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—No lo creas. Al contrario. La mayoría son muy listas.
—No sabes la tranquilidad que siento al saber que nuestro hijo estará a
salvo contigo.
—Cuidaré bien de él mientras te recuperas.
—No creo que me recupere, Néstor —murmuró ella con tristeza.
—No digas tonterías. Claro que te vas a recuperar. La Sara que yo
conozco no dejaría solo a su hijo. Tienes que reponerte y seguir luchando. Por
Salva.
—Seguiré tu consejo. Haré lo posible —respondió ella, mientras le tendía
la mano y se la cogía.
Salazar salió del hospital con el corazón en un puño. Se fue a la estación y
llegó a tiempo para coger el último tren de la jornada. Prefería pernoctar en
Haro. Todavía tenía mucho que hacer: informar a su familia de su nueva
condición de padre, preparar su casa para recibir a un pequeño, hacer
indagaciones sobre la escuela. Todo ello en cuatro días. Además, también
tenía un triple homicidio que resolver.
De la estación se fue a la casa de su hermano, luego de advertirle su visita
por el móvil. Santiago percibió turbación en la voz de Néstor y se preocupó.
Cuando Salazar llegó, después de los saludos y ofrecimientos de cortesía, se
reunieron en el salón. Los gemelos ya dormían, así que Santiago, Néstor y
Carmela pudieron hablar sin interrupciones.
—Tienes mala cara —comentó Carmela, mirando a su cuñado—. ¿Qué ha
ocurrido?
—Debo informaros de algo importante que ni siquiera imagináis. Creo
que voy a necesitar vuestra ayuda.
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Capítulo 10
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—Gracias Carmela. No sabes lo que significa para mí.
—No es nada, pero tendrás que cambiar algunos hábitos.
—Claro, pero ¿cuáles?
—El refrigerador no puede estar siempre vacío. Aunque las comidas
principales sean del bar de Gyula, siempre debes tener leche, frutas, yogures,
algún embutido, pan, por si al chiquillo le da hambre fuera del horario
regular.
—Entendido. ¿Alguna otra observación?
—¿Dónde va a dormir?
—Hablé con Gyula desde Madrid para que comprara un sofá-cama y lo
hiciera llevar a la buhardilla. Cederé mi cama al niño y yo dormiré en la sala.
—Como solución temporal está bien —reconoció Carmela—, pero es
probable que ambos sientan la necesidad de más espacio. Tal vez sería buena
idea que pensaras en buscar un piso con al menos dos habitaciones para que
podáis estar más cómodos.
La posibilidad de tener que dejar la buhardilla le causó una sensación de
desasosiego a Salazar. Solo entonces comprendió el vuelco que había dado su
vida.
—Si es necesario, lo haré.
Después de concretar los pasos a seguir para que pudiera hacerse cargo de
su hijo y aceptar cenar con ellos, Carmela se fue a la cocina, dejando a los dos
hermanos para que pudieran hablar del trabajo. Santiago le informó a Néstor
acerca de los avances del día.
—Lo que más me sorprende es la forma intempestiva en que los Avana se
plantearon ese viaje, además de la decisión de dejar toda su vida atrás para
comenzar de nuevo en otro país. No comprendo qué relación podría tener esa
mudanza con la resolución de los problemas de pareja —reconoció el
inspector—. Por otro lado, la coincidencia de Natalia y Ágata en la clase de
yoga da que pensar.
—¿Crees que la instructora de yoga esté involucrada?
—No lo creo. De ser así, no le hubiera mencionado a Sofía la presencia de
Ágata.
—Tampoco sabemos cuál es el papel de la señora Vilaró en todo esto —
apuntó el comisario.
—Es cierto. Tenemos el cadáver de Natalia, pero de momento Ágata solo
está en paradero desconocido. Su única relación aparente con el caso es el
carné de la biblioteca.
—Que tomando en cuenta el lugar donde lo encontramos, no es poca cosa.
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—¿Cuáles son las líneas de investigación que tenemos abiertas hasta
ahora? —Quiso saber Salazar.
—Manuel quedó encargado de investigar a la familia Vilaró y de ser
posible, localizarla. Miguel se ocupará del hermano del occiso. Ordené a
Remigio averiguar todo lo que pudiera sobre los Avana en Italia: trabajo de
los padres, escuela del niño, dónde se establecieron. Por otro lado, Diji tratará
de encontrar al pediatra de Diego Avana. También estamos esperando los
resultados de científica con respecto a los objetos encontrados en el piso de
los Vilaró.
—Es un buen comienzo —reconoció Néstor—. Creo que también es
importante tener una conversación con el consejero matrimonial de los
Avana. El que les sugirió el viaje como solución a sus problemas.
—Podéis encargaros de eso tú y Sofía.
—Creo que es mejor que me ocupe yo solo. Sería interesante que Sofía
volviera a hablar con la instructora de yoga, para que nos cuente acerca de la
relación entre Natalia y Ágata. Además, podría obtener más información
sobre ambas mujeres, pero en especial me interesa mucho Ágata, que en este
asunto es más etérea que un fantasma.
—Sí, tienes razón, yo también estoy convencido de que la señora Vilaró
es clave para la resolución del caso.
Después de cenar y aplacar su ánimo gracias al apoyo que le habían
ofrecido Santiago y Carmela, Salazar se encaminó a su casa. Ya era noche
cerrada y hacía bastante frío. Se alegró de estar usando el abrigo, porque con
aquella temperatura el gabán hubiera sido insuficiente. Contra su costumbre
cogió un taxi.
Pese a que se sentía cansado por el largo día de sacudidas emocionales,
comprendió que no podía pasar por la puerta del bar sin dar una explicación a
Gyula. Aunque no de sangre, él también era su hermano. Se lo debía.
Néstor había perdido su impecable apariencia de la mañana en el
transcurso del día, así que no se veía muy diferente a lo habitual aunque no
llevara puesto el gabán. Entró al bar y se sentó a su mesa preferida. Recibió
un saludo con la mano y una sonrisa por parte de Gyula y de Dika. Al pasar le
hizo un gesto a su amigo que significaba que quería hablar con él en privado.
Gyula dejó lo que estaba haciendo para sentarse con Salazar.
—¿Estás bien, Néstor? Te ves exhausto.
El inspector explicó todo acerca de su paternidad con lujo de detalles a la
persona con la que sentía más confianza. Su amigo de la infancia, quien le
había consolado y apoyado en el «Centro de Acogida» cuando su mundo
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familiar se había desmoronado para cambiar su vida por completo. Gyula
escuchó sin interrumpirlo, para luego echarse atrás en el asiento.
—Lo que no os pase a ti y al «pato Donald» —le dijo con media sonrisa,
tratando de quitarle peso al asunto.
—Menos cachondeo, que ahora soy padre de familia.
—Pues lo único que puedo decirte es que cuentes conmigo y con Dika. Si
alguna vez necesitas que cuidemos del chaval por un rato, o que lo recojamos
por ti en la escuela, solo tienes que decirlo. Aquí está el tío Gyula para ayudar
en lo que sea necesario.
—Gracias, amigo. No sabes lo que representa tu apoyo —respondió
Salazar, poniéndose serio.
—Ah, por cierto, espera que te traigo la factura del agua.
—Si no queda alternativa. —Se resignó Néstor.
El tabernero se ausentó por unos minutos de la mesa y regresó con un
sobre. Salazar lo abrió como si se tratara de su sentencia de muerte. Cuando
vio la cifra palideció.
—¡Más de noventa euros! Pero si vivo solo, ¿cómo es posible?
—¿No te dejarás alguna llave abierta por ahí? Mira que tú eres un poco
despistado.
Salazar lanzó una mirada ofendida a su amigo, que hacía esfuerzos por
contener la risa.
—Esto tiene que ser un error administrativo —concluyó el inspector.
—Será que te están facturando el agua de regadío de algún viñedo —
propuso Gyula con una expresión de inocencia que levantó las sospechas de
Néstor.
—Tú no estarás detrás de esto, ¿no?
—¡Desde luego que no! ¿Qué crees? ¿Qué te estoy endosando la factura
del bar? Ni queriendo podría hacer algo así.
—Bien, supongo que en algún momento tendré que ocuparme de este
asunto —asumió Salazar con resignación—. En cualquier caso, mi prioridad
ahora es el chiquillo. Espero que no os cause problemas hacerle compañía de
vez en cuando.
—Vamos, que después de cuidar a la neurótica de Paca, ocuparnos un rato
de un chiquillo de ocho años es pan comido.
—Pero qué perrera os ha entrado a todos con que Paca es neurótica.
—¡Ah! ¿No lo es?
—Desde luego que no. Es solo que no la comprendéis.
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—¡Ja! El otro día la pillé in fraganti destruyendo el rollo de papel
higiénico, cubierta por completo con los jirones. Cuando me vio se sentó a un
lado para mirarme con cara de falsa inocencia, como si ella no tuviera nada
que ver con el desastre que había causado. El único detalle es que llevaba
encima una manta de papel blanco.
Salazar no pudo contener la carcajada.
—Es una gata con muchos recursos. De eso no hay duda.
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Capítulo 11
El día siguiente comenzó muy temprano para Salazar. Paca saltó sobre él
antes de que saliera el sol. Siempre lo despertaba así, pero por lo general
esperaba al amanecer. Néstor no dudaba que el cambio de horario fuera una
forma de reprenderlo por haberla ignorado la noche anterior. Antes de irse a
dormir, él le había hecho una rápida caricia detrás de las orejas, que ella
recibió cerrando los ojos con un ronroneo de placer, pero su humano sabía
que eso no era suficiente para sustituir sus vespertinas caricias en el lomo. No
se podía jugar con los sentimientos de una gata sin sufrir las consecuencias.
¡Faltaría más!
De cualquier forma, madrugar le vino bien a Néstor, porque tenía bastante
que hacer. Después de ducharse, rasurarse y llenar el cuenco de leche de Paca,
que ya comenzaba a mirarlo con resentimiento por su demora, encendió el
ordenador portátil con el fin de hacer una transferencia a Gyula para pagarle
lo que había abonado para el sofá-cama y para que le pudiera comprar
víveres, siguiendo las instrucciones de Carmela.
Miró el sofá donde él y Paca solían filosofar acerca de la vida y de los
casos en los que él trabajaba. Se preguntó cómo se tomaría su gata el cambio.
Aquel sofá era su mueble favorito. Esperaba que no hubiera represalias muy
severas. Paca podía ser muy creativa cuando se enfadaba con él. Hizo el
intento de ponerse al día con las noticias, pero la gata saltó a la mesa y se
echó sobre el teclado, mientras lo miraba desafiante. Él la retiró con suavidad,
para hacerla a un lado, pero en cuanto la soltó, ella volvió a acostarse frente a
la pantalla. Nada, que no había manera. Néstor decidió que tenía las de perder
en ese duelo, así que decidió marcharse.
Como ya era costumbre, se aseguró de que no hubiera ningún recoveco
donde la gata pudiera quedar atrapada, cogió su gabán y bajó a desayunar al
bar de Gyula. Su amigo lo recibió con el buen humor de siempre, le reiteró su
buena disposición a ayudarlo con el chiquillo y le anunció que Dika estaba
entusiasmada con la idea, pues ella se sentía muy a gusto con los niños.
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Para variar, Néstor desayunó con calma antes de encaminarse a la
comisaría. Si bien la noche anterior Santiago lo había puesto al día con el
caso, quería leer los informes y comprobar si había llegado alguna
información de científica, antes de comenzar su búsqueda del escurridizo
terapeuta.
García lo recibió en la puerta con una sonrisa amistosa. Era evidente que
se mordía la lengua para no preguntarle cuál había sido el motivo de su
ausencia el día anterior. Había que ver que era cotilla. Néstor simuló no darse
cuenta de la expresión de curiosidad del guardia. Subió las escaleras y saludó
a Lali. Ella no se contuvo.
—Buenos días, inspector jefe. Llega usted muy temprano hoy. Ayer lo
echamos mucho de menos. Espero que su ausencia no haya sido por un
problema de salud.
—Buenos días, Lali. Descuida, mi salud está muy bien. ¿Ha llegado el
comisario?
—Todavía no. Debe estar llevando a sus hijos a la escuela. Ayer me
advirtió que llegaría unos minutos más tarde. Que bien portados son esos
chiquillos. ¡Y que guapos! ¿Verdad? ¿Los conoce usted?
—Desde luego —respondió Néstor. Pocas personas sabían acerca de su
parentesco con Santiago. En la comisaría, solo Sofía. Se preguntó si los
«buenos chiquillos» a los que se refería Lali serían los mismos «Zipi y Zape»
que él tenía por sobrinos—. Son buenos chavales —le confirmó—. Estaré en
mi despacho un rato, Lali. Cuando veas a la subinspectora Garay, por favor
dile que quiero hablar con ella.
—Muy bien, inspector jefe.
Salazar entró en su oficina, la que antes había sido del comisario. Las
copias de los informes sobre el caso estaban en su escritorio. Las leyó con
detenimiento. Luego encendió el ordenador para comprobar si contaban con
nuevos datos de la científica. Habían terminado la experticia del coche con
algunos hallazgos interesantes.
El vehículo tenía raspones y golpes en el frente y los costados, pero no en
el techo, que estaba intacto, lo cual significaba que en ningún momento había
volcado. El golpe más severo fue en el frente, donde colisionó contra el árbol
que lo detuvo en su descenso por la ladera. Un impacto que deformó la chapa,
pero que no fue lo suficientemente fuerte para activar el airbag.
En el interior había huellas digitales que correspondían con las víctimas.
El cinturón de seguridad de Natalia tenía un alambre desprendido del broche
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donde encontraron una gota de sangre. Habían enviado la muestra al
laboratorio para comprobar si pertenecía a alguna de las víctimas.
La conclusión de los peritos era que el coche se había salido de la
carretera en la curva a poca velocidad y que luego se deslizó por la ladera,
sufriendo daños moderados que no explicaban la muerte de las tres personas
que viajaban en él cuando ocurrió el siniestro.
Néstor pasó a ocuparse de los informes de las autopsias. Como le había
adelantado Javier, la causa de la muerte en el niño había sido fractura de las
cervicales y cuando ocurrió el deceso, la víctima estaba de pie. No había
señales de maltrato, ni abuso, pero sí mostraba bajo peso para su edad y poco
desarrollo muscular, como si tuviera problemas de mala nutrición. Algo
extraño en una familia bien estructurada como los Avana, a menos que el
chico sufriera alguna enfermedad que lo explicara.
Con respecto a Vicente Avana, la causa de la muerte había sido
«traumatismo craneoencefálico con fractura de maxilar superior». Molina
concluyó que el golpe que lo mató había sido propinado con un bate. Las
mordeduras de perro en sus extremidades las había sufrido minutos antes de
morir.
Natalia, al igual que Diego, estaba libre de otras señales de maltrato, o de
mordeduras. También había muerto por un golpe en la cabeza, pero en la
parte posterior del cráneo y en su caso no había sido con un bate. El área de
impacto tenía forma de media luna de una pulgada de diámetro, lo cual
concordaba con la cabeza de un martillo. Los dos adultos también mostraban
señales de pérdida muscular y peso muy bajo para sus correspondientes
estaturas.
En el estómago de las tres víctimas había restos de alimentos, todos
vegetales. Su última comida había sido muy escasa en proteínas, lo cual según
Molina, podría explicar los signos de mala nutrición, en el caso de que ese
tipo de dieta hubiera sido mantenida en el tiempo.
Néstor se recostó en el asiento. Los resultados encajaban con lo que ya
sabían, pero estos nuevos detalles lo hicieron replantearse la situación: Una
dieta baja en proteínas sostenida el tiempo suficiente para afectar el
crecimiento de un niño, en el caso de que se comprobara que el problema no
fuera a causa de una enfermedad. Tres víctimas y tres armas homicidas. A
Diego le rompieron el cuello con las manos mientras estaba de pie. Hacía
falta sangre fría y ser un hijo de puta. Con respecto a Vicente, le dieron un
batazo por la cara. A Natalia la asesinaron de un martillazo en el cráneo. La
idea que comenzó a formarse en su cabeza le causó escalofríos a Salazar.
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Tres víctimas, tres armas, tres asesinos. No iban detrás de un homicida,
sino detrás de una organización criminal. Además, no debían perder de vista
el detalle de la dieta. Una dieta a todas luces inapropiada para un niño. ¿Por
qué la habrían adoptado entonces los Avana? ¿Cambiaron sus hábitos
voluntariamente, o fueron forzados?
La llegada de Sofía interrumpió sus razonamientos. Después de los
saludos de rigor, ella le preguntó cómo le había ido en Madrid y qué le había
hecho marcharse en forma tan intempestiva. Néstor se sintió cohibido por la
situación. ¿Cómo decirle que era padre de un niño de ocho años al que ni
siquiera conocía? Por supuesto que se tendría que enterar. Sería imposible
ocultárselo, pero no en ese momento. Después de toda la montaña rusa de
emociones por la que había pasado en las últimas horas, el inspector no se
sintió con fuerzas para enfrentarse con semejante noticia a la persona cuya
opinión le importaba más que la de cualquier otra. De manera que decidió
evadir la pregunta. Ya se lo contaría en otro momento, cuando él mismo
hubiera asumido la idea.
—Fue un asunto sin importancia —le mintió—. Al parecer hubo un error.
El demandado era un homónimo.
—¿Y te hicieron correr hasta Madrid sin comprobar que tenían la
identidad correcta? —preguntó ella con sorpresa.
—Pues ya ves —le reafirmó Salazar, consciente de que esa trola no la
creería ni el más inocente. Mucho menos una policía de raza como Sofía. Él
adoptó una actitud seria que despertó todavía más las sospechas de la
subinspectora. Estaba segura de que Néstor le ocultaba algo importante, pero
decidió dejarlo pasar por el momento.
—Pues lamento que te hayan hecho esa faena.
—Gracias, ahora volvamos al trabajo.
El inspector le explicó a Sofía las conclusiones a las que había llegado
acerca del caso y ella estuvo de acuerdo, aunque la idea también le causó una
fuerte impresión.
—Tres asesinos. Sí, a la vista de las evidencias es lo más lógico, pero lo
que me vuelve loca de este caso es el móvil.
—Creo que si respondemos el por qué, tendremos el quién.
—¿Qué hacemos? —preguntó ella.
—Vuelve a hablar con la instructora de yoga, que es la única hasta ahora
que tiene nexo con las dos mujeres involucradas, con Natalia y Ágata. Que te
cuente todo lo que sepa acerca de ellas y sus familias. Es importante que
aclaremos si la señora Avana era vegana, si equilibraba bien su dieta, si era
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seguidora de alguna creencia que influyera en sus hábitos alimenticios, o los
de su familia. Comprueba también si la instructora sabe algo más acerca de
esas charlas que Avana le recomendó a Vilaró.
—De acuerdo, ¿qué harás tú?
—Por lo visto, Natalia era muy reservada en cuanto al terapeuta que
visitaba, pero debe haber alguna forma de localizarlo. Investigaré en los
lugares de trabajo de la señora Avana para ver si encuentro información al
respecto. Nos vemos en la reunión del equipo que Santiago programó para la
primera hora de la tarde.
Mientras Sofía salía en dirección a la escuela de yoga, Néstor se encaminó
al hotel Aranda. Él y su gabán desentonaron en el lujoso ambiente en cuanto
cruzó el umbral. El empleado que se encontraba en la recepción frunció el
ceño al verlo, después de lo cual hizo un gesto casi imperceptible a dos
hombres con traje azul oscuro y corbatas del mismo color, que se encontraban
cerca de la puerta. Los tíos se le acercaron, uno desde cada lado a paso rápido,
mientras algunos de los huéspedes del hotel dejaban sus aburridas lecturas
para prestar atención a lo que ocurría frente a sus narices.
Salazar quiso sacar su identificación, pero en cuanto llevó la mano al
bolsillo interior del gabán, uno de los seguratas se le abalanzó, lo cogió por
los brazos y le aplicó una llave inmovilizadora.
—¡Oiga! ¿Qué hace? ¡Que soy policía!
—Sí, claro. Y yo soy el heredero de la corona. No te jode —respondió el
segundo sujeto, que ya los había alcanzado.
—¡Que sí! Que soy inspector de policía de la comisaría de «San Miguel».
—Que no cuela —replicó el primero sin soltar la llave.
A empujones lo sacaron de la recepción del hotel y lo pusieron
literalmente «de patitas en la calle». Néstor tenía que reconocer que el recurso
de una apariencia descuidada podía resultar útil a la hora de interrogar
sospechosos, pero en ocasiones como esta era un incordio. Por lo general se
tomaba este tipo de situaciones con filosofía, pero los últimos días habían sido
muy duros y su sentido del humor estaba en sus horas más bajas, así que
simplemente se cabreó.
Sacó la identificación, la desplegó y alzó la mano, como si fuera un
estandarte. Imposible no verla. Luego entró con paso firme.
—¡Policía! ¡Inspector jefe Néstor Salazar, de la comisaría de «San
Miguel»! —gritó desde la puerta—. Al que se interponga en mi camino lo
acuso de obstrucción y me lo llevo detenido.
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Los seguratas que lo habían sacado con tan malos modos abrieron las
bocas al unísono, mientras el empleado de la recepción palidecía. Nadie
movió un músculo. El inspector avanzó sin contratiempos hasta llegar a la
recepción, donde plantó su identificación frente a la nariz del prejuicioso
empleado.
—Inspector —dijo el recepcionista con voz temblorosa, mientras
intentaba dibujar una sonrisa que no le salía—. ¿En qué podemos ayudarle?
—Necesito hablar con el gerente.
—Sí, por supuesto. Le avisaré de su visita. ¡Eligio! —Alzó la voz,
llamando al primer segurata—. Acompaña al inspector al despacho del
gerente, por favor.
—Después de ti, Eligio. —Lo invitó Néstor con un gesto, mientras le
ponía cara de mala leche. Era una de las expresiones que había ensayado con
Paca.
—Sí, señor. Perdone lo de antes, señor.
—Nada, pelillos a la mar, Eligio, pero como me entere de que vuelves a
tratar así a un ciudadano, sea quien sea, serás mi invitado de honor en un hotel
donde todas las ventanas tienen barrotes y el alojamiento tiene menos estrellas
que el cielo diurno.
—Acusado de qué —se envaró Eligio.
—De agresión, de asalto… Puedo ser muy imaginativo cuando me cabreo.
—Pero yo solo cumplo órdenes.
—Lo cual no te exime de responsabilidad. Podrías haberme invitado a
abandonar el recinto, además de permitir que me identificara. En lugar de eso,
me has inmovilizado como si yo fuera una langosta que te ibas a zampar y me
has echado de aquí con cajas destempladas. Tu licencia de segurata no te
autoriza a agredir de buenas a primeras a cualquier persona que no sea de tu
agrado.
—Ya le dije que lo siento. Además, usted no parece policía. ¿Cómo iba a
saber…?
—¿Cómo? —preguntó Néstor, más cabreado todavía—. Mira, no tengo
tiempo para perderlo contigo, porque hay un caso que debo resolver, pero será
mejor que cambies de actitud, chaval, o estoy seguro de que nos veremos
pronto, pero en comisaría.
Eligio comprendió que le convenía cerrar la boca. Cuando llegaron al
despacho del gerente llamó a la puerta y una voz los invitó a entrar. El
segurata abrió para entrar primero.
—Un inspector de la policía quiere verlo, señor.
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—Hazlo pasar.
El gerente era un cincuentón delgado, de cabello ralo, anteojos redondos y
traje a la medida. Miró a Néstor con una mezcla de sorpresa y desprecio.
—Soy el inspector Salazar, de la comisaría de «San Miguel».
—Un placer conocerlo inspector —respondió el gerente mientras le
estrechaba la mano—. ¿En qué puedo serle útil?
A espaldas de Néstor, Eligio cerró la puerta y puso tierra de por medio. El
inspector aceptó la invitación del gerente de sentarse en una de las sillas
frente a él.
—Estoy aquí por una de sus exempleadas, señor…
—Medina, Jaime Medina.
—Muy bien, señor Medina. Ayer atendimos un siniestro en el que estuvo
involucrada la señora Natalia Avana. Tengo entendido que fue empleada de
este hotel.
—¿Natalia? Sí, por supuesto, pero creí que estaba viviendo en Italia. Hace
más de tres años puso la renuncia. En su momento lo lamentamos mucho,
porque era una gran repostera. ¿Cómo estuvo involucrada? ¿Tiene
problemas? ¿Se encuentra bien?
—Me temo que no. El coche en el que viajaba con su familia se salió de la
carretera en un camino de montaña y cayó por un despeñadero. Todos los
ocupantes del vehículo fallecieron.
—¡Qué calamidad! Pues lo lamento mucho, pero ¿en qué podemos
nosotros ayudar a la policía con algo así?
—Hay algunos detalles que necesitamos aclarar. Debo hablar con su jefe
inmediato y con sus compañeros de trabajo.
—Desde luego. Lo llevaré a la cocina.
El gerente había perdido su actitud altanera después de saber lo que le
había ocurrido a su exempleada. Era evidente que la apreciaba. Néstor lo
siguió hasta la cocina. Aunque estaba acostumbrado a la trastienda del bar de
Gyula, aquello estaba en otra escala. Las dimensiones eran enormes, había
superficies de acero inoxidable que algunos de los ayudantes limpiaban sin
descanso. Varias estufas de gas lanzaban llamaradas de diferente intensidad
sobre cacerolas y sartenes con todo tipo de contenidos, que eran vigiladas por
cocineros vestidos de impecable blanco. Los olores se mezclaban en un
batiburrillo que hacía difícil identificarlos, los gritos iban de un lado a otro de
la habitación. Todos, hombres y mujeres usaban gorros por aquello de evitar
un «pelo en la sopa» y corrían de un lado al otro buscando ingredientes, o
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cuidando una elaboración. En el fondo, dos chicos y una chica tenían las
manos metidas hasta los codos en agua jabonosa, mientras lavaban los platos.
Néstor, que era una nulidad en la cocina, veía aquello como un pintor de
brocha gorda frente a un Picasso. Distraído como estaba con el maremágnum,
casi se da de bruces con el cocinero jefe, un hombre tan grande como Goliat y
con la misma cara de pocos amigos.
—Inspector, le presento al jefe de la cocina, el chef Ventura. Andreu, este
es el inspector Salazar. Me temo que nos trae malas noticias.
—¿Qué tipo de malas noticias?
—¿Recuerdas a Natalia Avana?
—¿Nati? ¿La Brujita? Cómo olvidarla, si era «la alegría de la huerta».
¿No se había ido a vivir a Italia? ¿Le pasó algo malo?
Salazar repitió lo que le había contado al gerente. Ventura se entristeció.
—Pues ya lo lamento. Nati era una persona de las que solo nacen muy de
vez en cuando. Siempre con una sonrisa, dispuesta a ayudar a todo el mundo.
—¿Profesaba alguna religión? —Quiso saber Néstor.
—Pues no lo sé. Nunca hablamos de nuestras creencias.
—¿Era vegana?
—¿Nati? Desde luego que no. Pues no pocas «patatas a la riojana» con
buen chorizo se comió aquí. ¿Por qué lo pregunta?
—Por nada importante. Dígame, señor Ventura. ¿Era muy comunicativa?
¿Había alguien con quien se sintiera en confianza? ¿Algún amigo, o amiga?
—Era amiga de todos. Nunca tuvo trato diferente hacia ninguno de sus
compañeros.
—¿Alguna vez habló de un terapeuta de pareja al que visitaba?
—Pues, no. Todos la queríamos porque siempre era la primera dispuesta a
ayudar, pero con sus cosas era muy reservada. Pero ¿por qué tanto interés en
la víctima de un accidente de coche?
—Existen detalles que tenemos que aclarar.
—Ya —respondió el chef, con expresión escéptica—. Pues si le sirve de
algo, al dimitir se dejó algunas cosas. Quise hacérselas llegar, pero cuando me
di cuenta ya era tarde y luego no supe dónde enviarlas.
—¿A qué tipo de cosas se refiere? —preguntó el inspector envarándose.
—Nada importante: un viejo llavero, un par de fotografías, una libreta
donde anotaba nuevas recetas para sus postres, un bolígrafo corriente, sus
espátulas y pinceles favoritos.
—¿Le importaría mostrármelas?
—Por supuesto que no.
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Ventura se ausentó unos minutos y reapareció con un tupper. Lo abrió en
cuanto llegó junto a Néstor. En su interior estaban todos los objetos que había
mencionado.
—¿Dice que estas herramientas de repostería eran sus favoritas?
—Sí, así es. Me sorprendió que las dejara aquí.
—¿Por qué? ¿No es posible encontrarlas en cualquier tienda
especializada?
—Por supuesto que sí, pero ¿cómo explicarle, inspector? En este oficio
uno se hace a las herramientas, o las herramientas a uno, el caso es que
aunque parezcan todas iguales siempre hay algunas con las que nos sentimos
más cómodos.
—Y estas eran las que cumplían esa función para la señora Avana.
—Era con las que mejor trabajaba.
—Gracias, señor Ventura —le dijo Néstor, mientras llamaba a científica
para que enviaran a alguien a recoger el tupper—. Ha sido usted de gran
ayuda.
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Capítulo 12
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—Y cómo se va a enterar. Yo no le voy a decir nada y estoy seguro de
que tú tampoco.
—Eres el diablo Salazar, viniendo hasta aquí para tentarme —lo acusó el
perito, que sin embargo cogió la rosquilla que el inspector le ofrecía, así como
el vaso de café.
—Solo soy un buen amigo —respondió Néstor, poniendo su expresión
más inocente. La que mejor ensayada tenía.
—Gracias por el café y las rosquillas —le dijo Casimiro, que ya le había
quitado el paquete de dulces de la mano e iba por la segunda—, pero no creas
que esto te va a servir de nada. El tupper espera su turno.
—Bien, tú eres el que manda aquí —reconoció Salazar, acompañando la
afirmación con un suspiro. Barros lo miró con desconfianza. Lo conocía lo
suficiente para saber que el inspector era más peligroso cuando parecía que se
había rendido. Y por lo general no lo hacía con tanta facilidad.
Casimiro esperó, pero Néstor no dijo nada. Eso le produjo más
desasosiego.
—A ver, suéltalo de una vez.
—¿Qué?
—Lo que tengas que decir.
—¿Sobre qué? —preguntó Salazar haciéndose el tonto, mientras Barros
atacaba su cuarta rosquilla y terminaba el café.
—Sobre el caso del tupper.
—¡Ah el caso del tupper! Nada, no te preocupes. Solo se trata del
asesinato a sangre fría de una familia.
—¿Una familia?
—Sí, ya sabes, personas que comparten su vida, se quieren y se protegen.
Así como tu mujer.
—Deja a mi mujer fuera de esto. Si la conocieras, no la usarías como
ejemplo.
Casimiro esperó a que Salazar se explicara mejor, pero el inspector
permaneció en silencio bebiendo con lentitud su café y mirando en todas
direcciones como si curioseara.
—¿Y cómo los mataron? —preguntó Barros cuando ya no pudo más con
la intriga.
—A golpes.
—Joder, que bestias.
—Claro que eso fue a los padres. Al chico le rompieron el cuello.
—¿También mataron a un chico?
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—De diez años.
—Vamos a ver ese tupper —resolvió Casimiro—. Tenemos que atrapar a
esos cabrones.
Salazar hizo lo posible para que no se le reflejara la sensación de triunfo
en la cara. Manteniendo su expresión más neutra siguió a Barros, que fue al
almacén a recoger el tupper. El policía y el perito se pusieron guantes, gorros
y protegieron sus ropas para no contaminar las evidencias. El contenido del
recipiente era el mismo que Néstor había visto en la cocina del hotel.
—¿A quién pertenece esto? —Quiso saber Casimiro.
—Era de una de las víctimas. De la madre.
—¿Cuál objeto quieres que analicemos primero, Salazar?
El inspector ya había tomado una decisión y esperaba la pregunta.
—La libreta de recetas —respondió.
—¿Qué esperas encontrar allí?
—Haz el análisis completo, huellas y todo lo demás, pero quiero
comprobar si hay escritura indentada.
—¿Crees que ella pudo escribir algo importante que haya quedado
grabado en el papel por presión?
—Ella tenía esta libreta en su trabajo. Tomaba notas relacionadas con las
recetas de repostería que preparaba, pero si tenemos suerte puede haberla
usado para escribir algo más personal que nos dé un hilo del cual tirar. Sí lo
hizo, no habría dejado la hoja con la anotación, sino que la habría arrancado
para llevársela, porque esta libreta tenía una función muy precisa.
—En ese caso comencemos por ahí.
Barros cogió la libreta con delicadeza, procurando manipularla lo menos
posible, separó la hoja superior con mucho cuidado y la colocó sobre el
equipo de detección electrostática. Sobre una receta de Fondant había marcas
claras de un nombre, acompañado por un número, además de fecha y hora.
—Anselmo Narváez —leyó Casimiro—. ¿Ves el número?
—Sí, ya lo estoy anotando —confirmó Néstor mientras escribía a toda
prisa en su propia libreta—. La fecha y la hora son de hace tres años. Parece
una cita.
—¿Y eso es importante?
—Mucho, en esos días la conducta de la familia fue bastante extraña.
—¿Qué quieres decir con extraña?
—Se fueron de viaje por Europa en coche dejando atrás trabajos y
escuela. Luego decidieron quedarse a vivir en Italia. Nadie volvió a saber de
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ellos hasta que aparecieron hace dos días como víctimas de un supuesto
accidente de coche.
—¿No me dijiste que los habían asesinado? —preguntó Barros
comenzando a cabrearse.
—Y así fue. El accidente fue un montaje. Todas las evidencias apuntan en
ese sentido.
—¿Te sirve esta información? —preguntó Casimiro un poco más
calmado.
—Desde luego. Si tenemos suerte podría tratarse del terapeuta de pareja
que les aconsejó hacer el viaje. Como supondrás, nos interesa mucho hablar
con él, pero hasta ahora ha sido muy difícil identificarlo. Espero que este sea
su nombre.
—De acuerdo, entonces vete a investigar, o a hacer lo que sea que haces y
déjame trabajar. Continuaré ocupándome de la libreta y luego me pondré con
los demás objetos del tupper. ¿Las huellas de las víctimas están en el sistema?
—Por supuesto.
—En ese caso, vete a la porra, que por tu culpa hoy me he salido de la
dieta.
—De acuerdo, y muchas gracias, Casi.
Néstor le estrechó la mano y se dispuso a marcharse, pero el perito lo
detuvo.
—Oye, Salazar, antes de que te vayas dime algo. ¿Es verdad que vives
con una gata neurótica?
—Y dale. Que no es neurótica. Es solo que tiene una gran personalidad.
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Capítulo 13
Página 90
—Eso es extraño —opinó el comisario—. Los que sois padres lo
comprenderéis. No me sorprende que no le hayan avisado del viaje, pero una
vez que decidieron vivir en Italia, lo lógico hubiera sido contactar con el
médico para que les hiciera llegar la historia clínica del niño y así poder
llevársela al nuevo pediatra allí donde fueran a residir.
—En relación con ese viaje hay muchas conductas extrañas por parte de
los Avana —señaló Sofía.
—Tienes razón —reconoció Ortiz—. ¿Qué averiguaste con la profesora
de yoga?
—Pues no mucho. Natalia acudía a las clases de yoga con regularidad
porque decía que le relajaban. Era partidaria del naturalismo, pero no al punto
de hacerse vegana, ni abrazar la dieta macrobiótica. La señora Gómez afirma
que por lo que ella sabe, Natalia solía comer al mejor estilo gastronómico
riojano.
—¿Y averiguaste algo nuevo de la relación existente entre Natalia y
Ágata?
—Que no había tal relación. No eran amigas. Solo coincidían en algunas
clases.
—¿Te describió lo que ocurrió el día que Avana le entregó el folleto a
Vilaró? —preguntó Néstor.
—Según la profesora, la conversación acerca de problemas matrimoniales
surgió en forma espontánea. Ella no recuerda quién mencionó el tema
primero. Ambas se lamentaban de haber intentado diferentes estrategias sin
conseguir resultados, entonces Natalia comentó que ese fin de semana
asistiría con toda la familia a un retiro que incluía charlas de autoayuda con
un experto. Ágata se interesó, así que ella le regaló el folleto y le prometió
que le contaría más a su regreso, en la siguiente clase.
—¿Y lo hizo?
—Gómez no lo sabe, porque Natalia no regresó después de eso. Me dijo
que si cumplió su palabra lo habría hecho en otro lugar.
—¿Ágata continuó asistiendo al yoga después de esa conversación?
—Sí, lo hizo por un par de meses más. Luego también abandonó.
—Es interesante —comentó Salazar.
—¿En qué estás pensando? —le preguntó Santiago.
—En algunos datos que no encajan, pero no quiero llegar a conclusiones
apresuradas. Antes prefiero conocer toda la información que manejamos hasta
ahora.
—De acuerdo. Miguel, ¿qué puedes decirnos del hermano?
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—Julián Avana se define a sí mismo como un artista. Es pintor. Al
parecer, tenía algunas diferencias con su hermano que se originaban en el
reparto de la herencia de sus padres, que por lo visto era sustanciosa, pero que
no se distribuyó en forma equitativa.
—¿Por qué?
—Avana padre estaba orgulloso de su hijo el enólogo, pero consideraba
que el artista era un vago dispuesto a dilapidar su dinero. Por lo visto quiso
darle una lección. No llegó a desheredarlo, pero mientras Vicente, el mayor,
recibía el legado de pleno derecho, Julián heredó su parte mediante un
fideicomiso en el Banco Riojano, que su hermano administraba como
fiduciario, entregándole el dinero en cuotas mensuales que le permitían vivir
con comodidad, pero sin excesos. El menor de los Avana solo recibiría el
capital completo al llegar a la edad de jubilación. Según Julián, Vicente era
muy estricto al seguir las disposiciones de su padre hasta hace tres años,
cuando desapareció sin dejar rastro. No volvió a saber de él, ni de su dinero.
—¿Dejó de entregarle las mensualidades?
—Sí, pero eso no es todo. Al segundo mes de no recibir nada, después de
infructuosos intentos por comunicarse con su hermano, Julián acudió al banco
donde se suponía que debían estar depositados los fondos. Entonces descubrió
que Vicente lo había retirado todo.
—Eso podría explicar el extraño viaje y la decisión de residenciarse con
su familia en Italia —opinó Manuel.
—También sube al señor Julián Avana en la lista de sospechosos —señaló
Remigio—. Como motivo me parece bastante bueno.
—Tienes razón —dijo el comisario Ortiz—. ¿Coartada?
—La noche del siniestro la pasó con su novia; Soledad Macías.
—¿Pudiste interrogarla a ella?
—Se encontraba con él en su estudio. Confirmó que Avana estuvo toda la
tarde y la noche a su lado.
—¿Hay algún otro testigo? —Quiso saber Remigio.
—El vecino del piso de arriba confirmó que ambos estaban en casa a
medianoche. Pusieron la música muy alta y les tocó la puerta para
amenazarles con llamar a la Policía si no bajaban el volumen de inmediato.
—Medianoche —repitió pensativo Néstor—. ¿A qué hora calculó Molina
que ocurrieron los homicidios?
Diji buscó en los informes para verificar el dato, aunque en realidad todos
lo sabían.
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—Entre las siete y las siete cuarenta y cinco de la noche anterior al
hallazgo de los cuerpos.
—El escenario del accidente pudo ser preparado en cualquier momento de
la noche —argumentó Salazar—. La distancia entre Haro y el lugar donde el
vehículo fue encontrado puede recorrerse en quince o veinte minutos. Lo que
significa que tuvieron tiempo de sobra de asesinar a la familia, llevarlos a la
carretera, montar el escenario y regresar.
—¿Antes o después de la visita del vecino? —preguntó Remigio.
—En el caso de que el vecino no estuviera involucrado, yo diría que
después.
—De ser así tendrían que haberlos asesinado, mantenido escondidos los
cuerpos por unas horas y luego llevarlos a la montaña para preparar el
accidente.
—Es una buena teoría —opinó Ortiz—, pero ¿por qué mantener ocultos
los cadáveres hasta después de medianoche? No podían saber que el vecino
los visitaría a esa hora.
—O tal vez la música alta fue una provocación para que bajara a quejarse
—explicó Néstor—. Si los Avana murieron comenzando la noche, ese no era
un buen momento para trasladar los cadáveres, porque aunque sea invierno,
todavía las calles mantienen tráfico a esa hora. Además, es probable que
necesitaran ese tiempo para preparar los cuerpos.
—¿Prepararlos?
—No olvidéis que los vistieron después de muertos.
—¿Les cambiaron las ropas para eliminar evidencias?
—Es posible —afirmó el inspector jefe—. Lo que me hace pensar que
había algo en sus atuendos que podría llevarnos al asesino, o asesinos.
—¿Algo como qué?
—No tengo la menor idea —confesó Néstor.
El ordenador de Cheick dio aviso de la entrada de un correo. El
subinspector lo abrió y levantó la mano para pedir la palabra, como si
estuviera en la escuela.
—Es un informe del laboratorio, señor. La gota de sangre que se encontró
en el alambre que sobresalía del cinturón de seguridad de la señora Avana no
concuerda con el de ninguna de las víctimas.
—¡Excelente! —exclamó Remigio—. Entonces es probable que contemos
con el ADN del asesino.
—Debió pincharse al acomodar el cuerpo de Natalia en el coche —opinó
Sofía.
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—Manuel, ¿qué encontraste sobre los Vilaró? —preguntó el comisario.
—David y Ágata Vilaró. Tienen dos hijos, Martín y Graciela, de catorce y
once años respectivamente. Son originarios de Cádiz. Se residenciaron en
Haro hace quince años por motivos de trabajo, pues el padre es agrónomo.
Ella es maestra. Las familias de ambos se encuentran en Cádiz y no tienen
parientes aquí.
—¿Los vecinos pudieron darte alguna información?
—Me temo que no. Es la clase de bloque donde cada uno va a lo suyo.
Alguno los recordaba de saludarlos en el rellano, pero nada más.
—De acuerdo. ¡Remigio! —dijo el comisario en voz alta. El aludido dio
un salto en su asiento, pues se había distraído.
—Diga, señor.
—¿Qué te informó la «Polizia di Stato»?
—Revisaron a fondo todos sus registros. Los Avana nunca pisaron Italia.
—¿No se residenciaron en Verona?
—Ni en Verona, ni en ningún lugar de la «península de la bota».
—¿Se habrá producido alguna confusión en las fechas? —sugirió Miguel.
—Ninguna —respondió el inspector Toro en forma categórica—. Lo
revisaron desde cinco años antes de la fecha en que se supone que la familia
salió de Haro, hasta ahora. La conclusión es una sola: los Avana les mintieron
a todos.
—Pero ¿por qué?
—Si Vicente acababa de desfalcar la herencia de su hermano, esa sería
una buena razón —sugirió Diji.
—Desde luego —confirmó el comisario—. Hay que profundizar más en
esa vía de investigación. ¿Qué hay de ti, Néstor? —Quiso saber Santiago—.
¿Pudiste encontrar algo?
Salazar les hizo un breve resumen de su visita al hotel, saltándose el
bochornoso episodio de haber sido echado a patadas por los seguratas.
—¿Cuál dice que es el nombre que aparecía en la libreta, inspector? —
preguntó Diji con el respeto que le caracterizaba.
—Anselmo Narváez.
El subinspector Cheick tecleó en su ordenador. Al cabo de unos instantes
asintió.
—Aquí está: Anselmo Narváez, asesor matrimonial. Tiene su despacho en
la calle Ventilla.
Salazar anotó la dirección antes de desplegar una sonrisa.
—Lo tenemos.
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—¿Te ocuparás de interrogar al terapeuta? —le preguntó Santiago a
Néstor.
—Me gustaría, pero tengo que resolver un asunto personal para el que
necesitaré un par de horas y me llevaría mucho tiempo llegar hasta la calle
Ventilla. En cambio el banco me queda de camino.
—De acuerdo —aceptó Ortiz, que sabía por Carmela acerca de la reunión
con el director de la escuela—. En ese caso encárgate del gerente del banco.
Remigio, tú entrevistarás al asesor matrimonial.
—Sí, señor.
—Miguel, regresa con Julián Avana y su pareja. Llévate una orden del
juez para que te proporcionen las huellas y una muestra de ADN.
—¿Cree que el juez lo aprobará, señor?
—No deberías tener problemas con eso —respondió el comisario.
—Fue Aristigueta quien hizo el levantamiento del falso accidente —
intervino Salazar—. Él siempre ha sido muy colaborador con nosotros. En
cualquier caso, puedes argumentar que los sospechosos tuvieron el motivo, el
desfalco del fideicomiso por parte de Vicente, dispusieron de los medios y su
coartada es muy débil, así que tampoco les faltó la oportunidad. Con eso
debería ser suficiente.
—De acuerdo.
—Cuando tengas las muestras ocúpate de que científica compare el ADN
con la gota de sangre que encontraron en el cinturón de seguridad.
—Sí, señor.
—Tenemos que dar con el paradero de los Vilaró —insistió Santiago.
—Podríamos pedir colaboración a los medios de comunicación —sugirió
Manuel.
—No, todavía no tenemos claro su papel en todo esto —refutó el
comisario Ortiz—. Si están involucrados de alguna manera solo los
alertaríamos. De momento mantendremos un perfil bajo. ¿Dónde trabaja el
señor Vilaró?
—En «Bodegas del Norte».
—Muy bien, Manuel, a ver qué pueden decirte allí del paradero de David
Vilaró.
—Sí, señor.
—Sofía, quiero que tú vayas a la escuela donde es maestra Ágata. ¿Es la
misma donde estudian sus hijos?
—Sí, señor.
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—En ese caso, que Manuel te proporcione los datos. Los Vilaró tienen
que dejar de ser fantasmas. Diji, revisa los registros de empadronamiento, y
los de compra-venta de propiedades y alquileres. Cuando se mudaron
debieron establecerse en otro lugar. A ver qué encuentras.
Cheick asintió. Luego se concentró en el ordenador, mientras el resto del
equipo salía para cumplir las tareas que tenían asignadas.
Néstor miró el reloj. Debía darse prisa si quería llegar a tiempo a la
entrevista con el director de la escuela. Además, no podía presentarse con su
apariencia habitual, o no le darían plaza a Salvador. Apuró el paso para llegar
a su casa. Una vez allí pasó de largo frente a una sorprendida Paca, que lo
miró somnolienta desde el nuevo sofá-cama. Se dio una ducha rápida, volvió
a rasurarse y se vistió con un traje de buen corte que cubrió con un elegante
abrigo. Rodeó su cuello con una bufanda y hasta se peinó.
Cuando salía, la gata lo llamó con un maullido implorante reclamando su
atención, pero él no disponía de mucho tiempo, así que después de hacerle
una rápida caricia detrás de las orejas salió de la buhardilla sin mirar atrás,
preguntándose cuál sería la trastada con la que se desquitaría la vengativa
felina. Salazar decidió que tenía asuntos más importantes de los cuales
ocuparse. Después de todo, ya quedaban pocos adornos de cerámica o vidrio
que romper. Él ya se había resignado a pagar por ellos y su casero parecía
contento de poder cobrárselos.
Cogió un taxi y llamó al juez Aristigueta por el camino. Cuando llegó, ya
Estela, la secretaria del jurista, lo esperaba con la orden que le permitiría al
banco proporcionarle información sobre los Avana. Volvió a abordar el taxi,
que lo esperaba en la puerta de los juzgados y que luego lo dejó frente a la
escuela. El colegio consistía en dos sólidos edificios de piedra de dos pisos
separados entre sí por un amplio patio de recreo, con una cesta de baloncesto
en cada extremo. Una alta reja negra rodeaba todo el conjunto. Cada bloque
contaba con amplios ventanales en forma de arco en el nivel inferior y
rectangulares en el segundo piso. Se sorprendió a sí mismo preguntándose
cómo se sentiría Salvador allí. ¿Se adaptaría al cambio? Comprendió que ya
comenzaba a pensar como padre. Entró y le gustó lo que vio: amplios y
luminosos pasillos con aulas distribuidas a ambos lados. A esa hora los
chiquillos estarían recibiendo sus clases. Después de seguir las instrucciones
del bedel, Néstor encontró la oficina del director, don Calisto, que era un
hombre de mediana edad bastante afable. La entrevista no fue muy larga, pues
ya Carmela le había puesto al tanto de la situación.
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Don Calisto le informó acerca de los requisitos que necesitaba para llevar
a cabo la inscripción: debía llevar el certificado literal de nacimiento de
Salvador y la sentencia del tribunal en la cual se concedía la guardia y
custodia a Salazar. También debía informar acerca de cuál era la escuela de
dónde provenía el niño para que el director pudiera solicitar información
sobre su nivel escolar y calificaciones. Era posible que tuvieran que hacerle
una evaluación al momento de su ingreso. Además le advirtió que faltaban
pocos días para que se iniciaran las vacaciones de invierno, así que sería poco
lo que el chico podría aprovechar hasta el reinicio de clases en enero, pero al
menos podría ir adaptándose a su nuevo entorno y conociendo a sus
compañeros.
A Néstor le parecieron pertinentes todas las solicitudes y observaciones de
don Calisto, así que acordó hacerle llegar los documentos lo antes posible. Al
cabo de una hora, ya el inspector había resuelto el espinoso asunto de la
escolaridad de su hijo recién descubierto.
Se encaminó sin tardanza rumbo al Banco Riojano, que quedaba apenas a
dos manzanas. Era una entidad financiera pequeña. Después de solicitar
hablar con el gerente y mostrar su identificación, lo condujeron a una oficina
donde lo esperaba una mujer que le pareció muy joven para el cargo que
desempeñaba.
—Me dice mi secretaria que es usted de la Policía —le dijo, mientras se
ponía de pie y lo saludaba con un apretón de manos—. Soy Alicia Blanxart.
—Inspector Néstor Salazar, de la comisaría de «San Miguel».
—Siéntese, por favor inspector. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Estoy aquí porque uno de sus clientes está involucrado en un caso que
investigo.
—¿Involucrado de qué forma?
—Se trata de los hermanos Avana. Vicente Avana fue encontrado muerto
en la escena de un accidente de coche. Tenemos entendido que era fiduciario
de los fondos de su hermano, Julián Avana.
—Avana… Me resulta familiar… Sí, ya lo recuerdo, pero debe
comprender inspector que la información de nuestros clientes es confidencial
y sin una orden…
—Tengo aquí una orden —respondió Néstor, mientras sacaba el
documento del bolsillo interno de su chaqueta y se lo entregaba a la gerente.
—De acuerdo —ella leyó con detenimiento y asintió—. Todo está
correcto, inspector. ¿Qué necesita saber?
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—Muy bien. Sabemos que el padre de los Avana dejó un fideicomiso en
este banco para su hijo Julián. También tenemos información de que dicho
fondo era administrado por el señor Vicente Avana, quien retiró el dinero
hace tres años. Quisiera que me confirmara estos datos y de ser posible me
proporcionara copia de los movimientos de dicho fideicomiso, así como de la
fecha exacta en que fueron retirados los fondos.
Mientras Salazar hablaba, Alicia introducía nombres y claves en el
ordenador para acceder a la información, al mismo tiempo que asentía.
—Es correcto. Lo recuerdo porque en esos días yo acababa de ocupar mi
plaza aquí, tenía poca experiencia y tuve que consultar con mis superiores
antes de autorizar el retiro. Recuerdo que el fiduciario estaba muy nervioso.
—¿Nervioso?
—Sí, parecía muy agitado. Trataba de que me diera prisa y se enfadó
cuando le dije que debía esperar la autorización para poder permitirle retirar
todos los fondos. Me preguntó si creía que era un ladrón. Fue muy
desagradable.
—¿Cuál era el saldo del fideicomiso?
Blanxart consultó el ordenador antes de responder.
—Un millón ciento treinta y tres mil euros.
—Una cifra importante.
—Por eso quise asegurarme de que el señor Avana estaba autorizado para
retirarla.
—¿Qué movimientos tenía esa cuenta?
—El fondo fue creado en enero del año 2010 y permaneció inactivo hasta
el año 2012. Creo que fue entonces cuando el padre de los señores Avana
falleció. Desde esa fecha se retiraban cinco mil euros todos los meses, hasta el
veinte de octubre del año 2014, cuando recibimos la visita del señor Vicente
Avana para retirar todos los fondos.
—¿A qué dirección eran enviados los comprobantes de retiro?
—A la empresa donde trabajaba el señor Vicente Avana.
—¿Nunca a su domicilio?
—No.
—¿Cómo retiraron los fondos?
—Mediante transferencia a un banco de Bahamas.
—¿No despertó sus sospechas que transfiriera el dinero a un paraíso
fiscal?
—Desde luego, pero todo el procedimiento fue legal, así que no había
nada que pudiéramos hacer.
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—¿La cuenta de destino era también de Vicente Avana?
—No. El nombre del destinatario era Gilberto Salas.
—¿Podría proporcionarme todos esos datos?
—Por supuesto, la orden del juez me autoriza a entregarle toda la
información que usted me requiera.
—Le agradezco mucho su colaboración. Dígame algo, ¿el señor Avana
vino solo?
—No, ahora que lo dice, lo acompañaba una mujer. Por la confianza que
parecía haber entre ellos, podría haberse tratado de su esposa, o al menos de
su pareja.
—¿Cómo es que la recuerda después de tres años?
—Es porque ella me llamó mucho la atención, pues se veía tan angustiada
como el señor Avana. Además me pareció que tenía los ojos enrojecidos,
como si hubiera llorado. Recuerdo que en aquel momento pensé que tal vez
estaban pasando por alguna situación difícil. Era lo que parecía.
—Gracias, señora Blanxart. Ha sido usted de mucha ayuda.
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Capítulo 14
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—Hace un par de años renunció a su trabajo. Les comentó que extrañaba
a su familia y que regresaría a Cádiz. Les sorprendió porque hasta ese
momento parecía muy contento en Haro.
—¿Mantuvo contacto con alguien después de marcharse? ¿Algún
compañero supo de él en estos dos años? —Quiso saber Miguel.
—Nadie. No volvieron a tener noticias suyas.
—¿La decisión fue tomada de un día para otro? —preguntó Néstor.
—Sí.
—¿Sabes la fecha exacta?
—Marzo del 2015.
—¿El día?
Manuel miró al inspector jefe como si calibrara si le estaba tomando el
pelo.
—¿Es eso importante?
—Podría serlo.
—Lo siento, no pregunté el día, pero el encargado de las bodegas me dejó
su tarjeta. Puedo llamarlo y averiguarlo.
—Hazlo, por favor.
—¿En qué estás pensando, Néstor? —Quiso saber el comisario.
—En nada concreto todavía, pero tenemos una familia que desapareció
hace tres años y apareció muerta dos días atrás. El nombre de los Vilaró surge
en el curso de la investigación y comienza a haber indicios de que también
han desaparecido hace dos años. Tal vez los encontremos sanos y salvos.
Podrían incluso estar involucrados en el asesinato de los Avana, pero no me
perdonaría que aparecieran también muertos un día de estos. Creo que
tenemos que escudriñar cada detalle del historial de las dos familias y
compararlo.
—De acuerdo, me convenciste —reconoció Santiago—. Manuel, haz esa
llamada y que te proporcionen la información más detallada posible. Sofía.
—Sí, señor. Estuve en la escuela donde trabajaba Ágata y donde
estudiaban sus hijos. La historia es parecida. Por la misma fecha habló con el
director, renunció y retiró a los niños a mitad del curso. Les explicó que
regresaban a Cádiz porque su madre estaba enferma y tenía que cuidarla.
Además, la abuela echaba mucho de menos a sus nietos, por lo que quería
verlos.
—¿Se presentó ella sola? —intervino Salazar.
—Sí. Fue un detalle que le llamó la atención al director. Envió a los niños
a Cádiz antes de hablar con él, arriesgándose a que perdieran el año escolar.
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Además que nunca le solicitaron información sobre los chavales desde el
colegio de Cádiz.
—Pudieron evaluarlos en la escuela que los recibió para determinar su
nivel —apuntó Remigio.
—Aun así. ¿Por qué ignorar sus calificaciones de años anteriores cuando
solo tenían que pedirlas?
—¿Qué piensa el director sobre eso? —preguntó Santiago.
—Teme que los hayan sacado del sistema escolar.
—¿Por qué harían algo así?
—¿Para no ser localizados a través de sus hijos? —sugirió Diji. Salazar lo
señaló con el índice como un gesto para indicar su aprobación.
—Así que tanto David como Ágata y sus hijos tuvieron un
comportamiento extraño, renunciando a sus trabajos y escuela antes de
desaparecer. Tienes razón, Néstor. Es inquietante.
Manuel le dio las gracias al gerente de las bodegas con quién hablaba por
teléfono y colgó.
—La renuncia de Vilaró tiene fecha del 23 de marzo del año 2015 —
anunció Manuel—. ¿Te dice algo esa fecha, Néstor?
—En realidad, no. Diji, ¿puedes ver si hay alguna relación entre el 20 de
octubre del 2014 y el 23 de marzo del 2015?
—Trabajando, señor —respondió Cheick poniendo manos a la obra.
—¿De dónde sacaste esa fecha del 2014, Salazar? —preguntó Miguel.
—Ese fue el día en el que Vicente, acompañado por una mujer que podría
ser su esposa retiró los fondos del fideicomiso de su hermano. También fue la
última vez de la que tenemos noticia que alguien viera vivos a los Avana.
—Aquí está —los interrumpió Diji—. La única coincidencia es que
ambos son lunes.
—¿Te sugiere algo, Néstor? —le preguntó el comisario.
—De momento, no.
—De acuerdo, no perderemos de vista ese dato. Sigamos, Diji.
—La única transacción que han realizado los Vilaró en Haro en los
últimos dos años ha sido la venta de su piso. No hay registro de ninguna
compra.
—¿Es lo único que vendieron? —preguntó Manuel.
—Era la única propiedad inmobiliaria que tenían.
—¿Qué hay del coche, o los coches?
—Negativo.
—Si se mudaron a Cádiz podrían haberse llevado el coche.
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—¿Cuántos vehículos tiene la familia? —Quiso precisar Néstor.
—Dos. Uno a nombre de cada adulto.
—¿No han vendido ninguno? —preguntó Salazar, pensativo.
—No.
—Bien, debemos determinar si es verdad que se residenciaron en Cádiz, o
si le mintieron al director de la escuela. Diji.
—Revisaré los registros de propiedad y alquileres de Cádiz. Si no los
encuentro, me comunicaré con la Jefatura Superior de Policía local para que
nos ayude a dar con los Vilaró.
—Muy bien —aprobó Ortiz—. Miguel.
—Julián y su prometida protestaron un poco por nuestra «fascista
invasión de su intimidad», pero después de hacerles comprender que si no me
proporcionaban las muestras allí, serían citados a comisaría, cedieron. Ya
científica está procesándolas.
—Buen trabajo —lo felicitó el comisario. Luego volteó a mirar a su
hermano que parecía meditar—. ¿En qué estás pensando, Néstor?
—En las muestras de ADN. También en el paralelismo que parece haber
entre los Avana y los Vilaró, pese a que ambas familias tenían un nexo muy
débil.
—Las clases de yoga —apuntó Sofía.
—Y sus problemas de pareja —señaló Salazar.
—Muchos matrimonios tienen problemas y no por eso desaparecen —
opinó Miguel.
—Si por eso fuera, mi mujer y yo, hace años viviríamos en un universo
paralelo —bromeó Remigio.
—Dime algo, Miguel —continuó Néstor, ignorando las opiniones de sus
compañeros—. ¿No había unas horquillas entre los objetos que la señora
Romero encontró debajo del armario? Los que suponemos que pudieron
pertenecer a Ágata Vilaró.
—Sí.
—Las horquillas se usan en el cabello y si esas pertenecían a Ágata,
podemos encontrar en ellas algún cabello con raíz, del cual se podría obtener
una muestra de ADN.
—Sabes que si esos cabellos existen, científica los va a estudiar y también
a incluirlos en el informe —replicó Pedrera.
—En realidad lo que quiero es que lo comparen con la gota de sangre
encontrada en el cinturón de seguridad.
—¿Por qué crees que podría pertenecer a Ágata Vilaró?
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—Su carné de biblioteca apareció en el bolsillo de una de las víctimas,
¿no es así? Eso la vincula en forma directa con la escena del crimen.
Las palabras de Néstor dieron que pensar a todo el equipo. Era evidente
que había una estrecha relación entre los Avana y los Vilaró, pero no
acertaban a descifrar de qué se trataba. ¿Corrieron ambas familias la misma
suerte? Y si había sido así, ¿por qué? ¿Habían sido víctimas los Avana de los
Vilaró? ¿Dónde permanecieron los Avana durante los tres años que
transcurrieron entre su desaparición y su muerte? ¿Dónde estaban ahora los
Vilaró? ¿Los encontrarían vivos, o muertos? Cada evidencia en este caso
enredaba más el ovillo, en lugar de ayudar a resolverlo.
—¿Qué has podido averiguar con el terapeuta? —le preguntó el comisario
a Remigio.
—Anselmo Narváez es psicólogo. Se especializa en consejería
matrimonial y se mostró bastante colaborador. Es un hombrecillo afable que
no parece capaz de matar una mosca.
—Yo no me fiaría de las apariencias —opinó el inspector jefe—. Sobre
todo en este caso. ¿Qué te dijo?
—Como ya sabemos, los Avana acudieron a su consulta tres años atrás —
informó Toro arrellanándose en el asiento—. Cumplieron las citas con estricta
puntualidad, pero su percepción fue que no evolucionaban como debieran.
—¿Por qué?
—La crisis matrimonial ocurrió por una cana al aire de Vicente. Aunque
juraba que era la única ocasión en la que le había sido infiel a su esposa, que
la quería solo a ella y que aquello no volvería a ocurrir, Natalia le perdió la
confianza. Ella decía que quería perdonarlo, pero que no le resultaba nada
fácil olvidar su traición, porque nunca la hubiera esperado.
—Así que la terapia no sirvió de mucho —concluyó Manuel.
—No, según el propio consejero.
—¿Por qué entonces estaba Natalia tan entusiasmada que recomendó el
procedimiento a la señora Vilaró?
—En realidad, no le recomendó al terapeuta —explicó Sofía—, sino un
retiro familiar que incluía charlas de autoayuda para parejas. Además, ella
misma todavía no lo había experimentado. Según la profesora de yoga,
después de darle el folleto a Ágata, le prometió contarle cómo le había ido
cuando regresara.
—Pero nunca regresó —sentenció Diji.
—¿Sabemos algo de esas charlas de autoayuda? —preguntó Ortiz.
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—Nada en absoluto. Al igual que con el terapeuta, Natalia no hizo
comentarios al respecto con nadie, excepto al parecer, con Ágata —explicó
Garay.
—Debemos tratar de saber más sobre ese retiro y esas charlas. ¿Conoces
la fecha exacta en la que se dio esa conversación entre Natalia y Ágata?
—Por desgracia, Laura Gómez no lo recuerda. Sabe que fue hace más o
menos tres años porque fue la última clase a la que asistió Natalia, pero no
pudo precisar la fecha con exactitud. Ha pasado mucho tiempo.
—¿No lleva un registro de las alumnas que acuden a sus clases?
—Sí, pero lo renueva cada año.
—¿Qué hay del folleto que está entre los objetos que suponemos
pertenecieron a Ágata? —Quiso saber Santiago—. ¿Tenemos alguna
información de científica acerca de su contenido?
—Es una guía turística de Barcelona —respondió Diji—. Lo podrán leer
en el informe que resume lo que sabemos sobre el caso. No encontraron
huellas digitales en el folleto. Según el perito, por el polvo que lo cubría
supone que había permanecido bajo el armario por mucho tiempo, suficiente
para que la grasa de las huellas se oxidara y con ello desaparecieran.
—¿Encontraron alguna huella en el carné de la biblioteca? —preguntó
Néstor.
—Sí, en ese caso había una muy clara del pulgar.
—¿La hemos podido identificar?
—Todavía no.
—Gracias, Diji —intervino el comisario—. Tu informe puede ayudarnos a
poner en orden las ideas. Es conveniente que lo distribuyas al correo de todos,
para que podamos estudiarlo lo antes posible. Hoy toca llevarse el trabajo a
casa. —Luego se dirigió a Toro—. ¿Qué más pudiste averiguar con el
terapeuta?
—No concluyeron la consejería —informó Remigio—. Faltaron a las dos
últimas citas.
—Si no habían conseguido los resultados que esperaban, tiene lógica —
opinó Miguel.
—Lo que sorprendió a Narváez no fue que dejaran el ciclo de sesiones sin
terminar, sino que no avisaran. Por lo visto, este tipo de consulta se lleva a
cabo por citas. El día y la hora de atención a una pareja quedan reservados, así
que si alguien no acude y deja de avisar hace perder el tiempo al terapeuta y
le quita oportunidad a otra pareja que esté en lista de espera. El licenciado se
los explica a todos en la primera consulta. Era extraño que los Avana fallaran
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porque ambos estaban muy interesados en recuperar su relación, pero más
inusual aún era que no avisaran que faltarían a la cita.
—Así que abandonaron sin más —puntualizó Manuel.
—Si lo hicieron con su trabajo, ¿por qué no con su terapeuta? —señaló
Miguel.
—¿El consejero guarda relación de la fecha en que abandonaron?
—Sí, claro —respondió Toro mientras revisaba su libreta—. La última
cita a la que acudieron fue el 15 de octubre. Narváez les planteó una serie de
«tareas» que ellos prometieron llevar a cabo y que evaluarían en su próxima
consulta, que debía ser el 22 de octubre. A esa no se presentaron y desde
entonces no los volvió a ver, ni a saber de ellos hasta hoy.
—¿Se sorprendió cuando le hablaste del accidente?
—Bastante. Dice que siempre pensó que los Avana estaban molestos con
él porque le culpaban del poco avance de su terapia.
—¿Alguna vez se quejaron? —preguntó Ortiz.
—No, pero al desaparecer de esa forma fue la única explicación que
encontró.
—Dime algo, Remigio —intervino Néstor—. ¿Le creíste?
—Me pareció sincero, sí.
Salazar asintió. Toro era un policía de raza con una vasta experiencia. Se
fiaba de su criterio. Santiago invitó a Néstor a informar sobre sus
descubrimientos en la agencia bancaria. El testimonio de la señora Blanxart
venía a confirmar las declaraciones de Julián, pero los detalles del
comportamiento de Avana les dieron qué pensar.
—¿No le informó Avana a la gerente el motivo por el que quería cerrar el
fideicomiso? —Se interesó el comisario.
—Me temo que no dio ninguna explicación.
—Lo que también llama la atención es que él se mostrara nervioso y su
mujer llorosa —comentó Sofía.
—No tenemos la certeza de que fuera Natalia quien lo acompañaba —
apuntó el inspector jefe—, pero en cualquier caso tienes razón.
—¿Lo creéis? —intervino Manuel—. Si yo estuviera desfalcando la
herencia de mi hermano y dejándolo en la bancarrota, también estaría
nervioso.
—Pero eso no explica el llanto de la mujer que lo acompañaba —insistió
Néstor—. A menos que se tratara de Natalia y no estuviera de acuerdo.
—¿Cometió un desfalco contra la voluntad de su esposa? No parece una
buena forma de arreglar las cosas.
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—Por otro lado —retomó el hilo Salazar—, la visita al banco ocurrió el
mismo día que retiraron al chico de la escuela. Estoy seguro de que ambos
hechos están relacionados.
—De acuerdo —opinó Remigio—. ¿Qué puede hacer que una familia
normal, sin problemas financieros, con sus cuitas matrimoniales, pero en
general bien avenida, de repente decida renunciar a sus trabajos, retirar a su
hijo de la escuela, robarle al hermano la herencia y largarse de viaje a
cualquier sitio menos a Italia, para luego aparecer asesinados en la simulación
de un accidente tres años después? ¿Alguien le encuentra lógica? Porque os
juro que yo estoy perdido.
—Tal vez el desfalco explique las renuncias y el viaje. Después de algo
así, querrían poner tierra de por medio —señaló Pedrera.
—Sí, tienes razón, pero ¿por qué el desfalco? ¿Pasaban por alguna
situación económica difícil que los forzara a correr un riesgo tan alto? —
preguntó Manuel.
—No hemos encontrado ninguna evidencia que nos haga pensar eso —le
respondió Diji—. El legado del padre para Vicente fue más generoso que para
Julián. La familia no tenía deudas cuando se marcharon.
—¿Julián denunció el hecho?
—No.
—¿Sabemos por qué? —inquirió el comisario.
—Según él, no quiso denunciar a su propio hermano —explicó Miguel,
pero en su tono se percibía el escepticismo—. Argumentó que es un artista y
que el dinero en realidad no le importa, así que no se hubiera sentido bien
enviando a la cárcel a su familia.
—No lo creo —intervino Remigio—. Una traición así tiene repercusiones
más allá del dinero. Por muy poco que le importara, debió existir algún tipo
de reacción.
—Tal vez el supuesto accidente tenga que ver con esa reacción —sugirió
Pedrera.
—¿Qué pasó con el patrimonio familiar? —Quiso saber Ortiz—. Me
refiero al dinero de Vicente.
—Según la experticia que hicieron los peritos de finanzas de científica,
antes de abandonar Haro, los Avana vaciaron sus cuentas.
—Lo cual no es de extrañar si se marchaban —señaló Manuel—.
Querrían su dinero allí donde estuvieran.
—¿Tenemos detalles de esas transferencias? —Se interesó Néstor.
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—Aguarde un momento, jefe —le pidió Cheick mientras tecleaba—.
¡Esto si es interesante!
—¿Qué?
—Todo el dinero fue transferido a un banco de Bahamas a nombre de
Gilberto Salas.
—El mismo destinatario del dinero del fideicomiso —les recordó Salazar
—. Parece que ya contamos con un sospechoso más interesante que Julián
Avana y su pareja. Tenemos que averiguar quién es Gilberto Salas.
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Capítulo 15
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Néstor, cuando hayas resuelto tu asunto, a ver si también puedes sacar alguna
información sobre lo que se dice de este Salas en la calle.
Todos asintieron, disponiéndose a ocuparse de sus asignaciones. Después
de una rápida despedida, Salazar salió a paso apurado en dirección a su casa.
Llegó al bar de Gyula, donde Dika homenajeaba a una mujer enjuta de rasgos
duros con su plato especial de boquerones en vinagre, al mismo tiempo que la
aturdía con una cháchara intrascendente. Era seguro que Gyula la había
enviado a entretener a la dama mientras él llegaba. La «trabajadora social»
mantenía el ceño y los labios fruncidos como si se hubiera comido un limón.
Néstor se preguntó si la expresión estaría relacionada con el vinagre del
entremés, la verborrea de Dika, o la idea de reunirse con un supuesto padre
ausente e irresponsable, que era él. Salazar se acomodó la corbata, se atusó el
cabello y se enderezó antes de entrar. Sintió alivio por no estar usando el
gabán en aquel delicado momento. Su visita al director de la escuela y el
banco de Avana le permitieron librarse de causar una mala impresión.
Desplegó su mejor sonrisa, la favorita de Paca.
—Buenas tardes. ¿Cómo estás, Dika? ¿Señora?
—¡Néstor! ¡Virgen del amor hermoso! Pero qué emperifollado vienes hoy
—lo saludó la joven malagueña—. Mira, te presento a doña Gertrudis Espina.
Es la «trabajadora social» que viene dizque a hacerte una evaluación para
saber si tu casa es apropiada para recibir al chaval y también para conocerte.
Saber si eres bien comportado. Y yo aquí le venía diciendo que no conozco
mejor gachó para cuidar de un chiquillo, que eres persona legal y buen
«monró». Entonces la invité a comerse unos boquerones de los que son
famosos en mi tierra. Y por ahí debe venir el Gyula con un buen vaso de vino,
que fue a buscar el de la cosecha especial, que a los amigos hay que tratarlos
bien. Porque estoy segura de que después de conocerte hablará bien de ti, que
eres un sol. ¡Y cómo toca la guitarra el «bedoró»! Si es que parece que lo han
enseñado los ángeles. Y me perdona la blasfemia, que ya veo que es mujer
devota porque lleva una cadena con la medallita de la «Virgen de la Vega»,
que no es por faltar, es que tiene que oírlo. Cuando él toca la guitarra aquí en
el bar, es que se nos llena esto de parroquianos…
—¿Toca la guitarra en este bar? —preguntó doña Gertrudis, frunciendo
aún más el ceño y los labios—. Creí que era usted policía.
—Sí, claro que soy policía. La música es solo un entretenimiento —aclaró
el inspector, luego se dirigió a su amiga antes de que dijera algo que lo liara
más—. Gracias, Dika. Ya que estoy aquí, yo me ocuparé de atender a la
señora Espina.
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—¿Te traigo algo, Néstor? ¿Una sidrita para refrescar? Es que él nunca
toma vino —le aclaró a Gertrudis.
—¿No toma vino? —preguntó ella, frunciendo todavía más el ceño como
si la hubieran ofendido en forma personal—. ¿Tiene algo contra nuestro vino,
señor Salazar? Las vides riojanas son nuestro mayor orgullo.
—Un café estará bien, Dika, gracias —Salazar esperó a que la tabernera
regresara tras la barra para prepararle la bebida, luego se dirigió a la
«trabajadora social», que le pareció bastante predispuesta en su contra—. No
tengo nada contra las vides riojanas, señora Espina, pero el vino fue un factor
determinante en la muerte de mi hermano, así que de alguna manera me trae
malos recuerdos. Puede pensar que es una superstición ridícula, pero no me
sentiría bien tomándolo.
—Comprendo —respondió doña Gertrudis, mientas relajaba los rasgos de
su rostro.
Dika llegó con el café para Néstor y el vaso de vino para su acompañante.
Después de dejar el servicio sobre la mesa sujetó la bandeja en vertical,
dispuesta a seguir convenciendo a la recalcitrante mujer de las virtudes del
«Gato», que era el apodo que ella le había puesto al mejor amigo de Gyula.
—Muchas gracias, Dika —le dijo Salazar, en un tono que le hizo
comprender que él se haría cargo.
La joven se retiró a continuar con sus tareas. Doña Gertrudis la siguió con
la mirada.
—Su amiga parece apreciarlo mucho.
—Dika es una gran persona. El aprecio es mutuo.
—Entre ella y usted…
—¡No! Es la prometida de mi mejor amigo, el dueño de este bar. ¿Pero
qué puede interesarle a usted cuál es mi relación con Dika?
—Señor Salazar, voy a dejar un niño de ocho años a su cuidado por orden
de un tribunal de Madrid. Quiero estar segura de que usted es la persona
idónea para cuidarlo.
—Soy su padre.
—Ese no es un mérito suficiente. En especial porque no ha mostrado la
menor preocupación por el chiquillo hasta ahora.
—¡Porque no tenía idea de que existía! —Se defendió el inspector.
—¿Cómo es eso posible?
Néstor le explicó acerca de su relación con Sara, cómo ella lo abandonó,
así como las amenazas de Pernía que lo obligaron a desaparecer, e impidieron
que su exnovia pudiera localizarlo para contarle sobre el embarazo. Luego le
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habló sobre su encuentro con el asesino unos meses atrás, así como el
descubrimiento de su paternidad ignorada a través de la citación de un
tribunal civil madrileño.
—… Es por eso que nunca me preocupé por Salvador. Y tengo que
confesar con tristeza que aún no lo conozco. Ni siquiera sabía de su
existencia.
—Es una historia extraña, inspector, pero concuerda con los pocos datos
que me fueron suministrados. Tengo que confesarle que antes de venir a
visitarlo hice una investigación sobre usted y todas las referencias que
encontré como persona y como policía son impecables.
—¿Pero en qué tiempo? Apenas ayer fue cuando el tribunal dictó
sentencia otorgándome la guardia y custodia del niño.
—Usted es policía, así que no le sorprenderá cómo trabajamos. Antes de
que la juez considerara siquiera la solicitud de la madre, debía saber quién era
usted. Estar segura de su capacidad para cuidar al menor, quien es nuestra
mayor preocupación.
—¿Quiere decir que si no hubiera pasado la prueba no hubiera prosperado
la demanda?
—¡Por supuesto que hubiera prosperado! Es solo que en ese caso la
sentencia hubiera sido distinta. Habría tenido que pasar una pensión para la
manutención del niño, pero nunca se le hubiera considerado para la guardia y
custodia, que era la solicitud de la madre.
—Pero si ya he pasado esa prueba, ¿cuál es la razón de su visita?
—Bien, sabemos que usted es un hombre de bien, un policía trabajador y
honesto que lleva una vida ordenada, pero eso no nos garantiza que esté en
capacidad de hacerse cargo de un niño como es debido. Además, su trabajo,
aunque meritorio, no es el que yo escogería para un padre de familia. En
especial un padre soltero. Su horario es irregular y usted corre riesgos. Tengo
que comprobar que ha tomado medidas para que el menor no resulte
perjudicado por ello.
—Comprendo.
—Le haré algunas preguntas, señor Salazar. Luego visitaremos su casa
para saber si reúne las condiciones apropiadas.
—Está bien.
—¿Cuál es su horario de trabajo?
—Por lo general trabajo turnos de mañana y tarde, con un descanso
intermedio, luego están las guardias en la comisaría y debo estar disponible si
se me requiere para atender una emergencia.
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—Por supuesto que esas emergencias pueden ocurrir a cualquier hora del
día, o de la noche.
—Sí, por supuesto.
—¿Y ya ha pensado cómo resolver la situación si recibe una de esas
llamadas, por ejemplo a media noche y su hijo duerme en su habitación? No
puede dejarlo solo.
—Desde luego que no. Por fortuna, como usted misma ya ha notado,
podré contar con la ayuda de buenos amigos, que ya se han ofrecido a
apoyarme.
—Buenos amigos como la joven que me recibió con tanta gentileza.
—Sí. Dika está dispuesta a cuidar a Salvador si yo estoy ocupado.
También Gyula, su prometido, que es mi mejor amigo. Ambos viven muy
cerca, en esta misma calle. Luego están mi hermano y mi cuñada.
—¿Ellos también viven cerca?
—No, pero mi hermano Santiago es mi superior inmediato, así que conoce
bien mi situación laboral. Su esposa se ofreció a recoger a Salva en la escuela
cuando vaya a buscar a sus hijos y llevarlo a su casa para que haga los
deberes, hasta que yo salga del trabajo y pueda recogerlo.
—¿Salva?
—Salvador.
—Entonces, según entiendo, su cuñada garantizaría que el niño sea
recogido a la salida de la escuela, aunque usted estuviera ocupado. ¿Y dice
que tiene hijos? ¿De qué edades?
—Seis años. Son gemelos, Lucas y Sebastián.
—Excelente. Eso situaría al menor en un ambiente familiar muy
apropiado. Asumo por sus palabras que llevaría a su hijo a la misma escuela
de sus primos.
—Sí, de hecho, hoy estuve hablando con el director y está dispuesto a
darle plaza, aunque me requirió algunos documentos.
—Le facilitaremos los oficios que sean necesarios en beneficio del niño.
Por otro lado, me complace saber que no ha perdido tiempo en procurar las
medidas necesarias para ocuparse de su hijo —señaló doña Gertrudis
asintiendo con aprobación—. Ahora solo es necesario que haga una
inspección de su casa, para comprobar que reúne las condiciones necesarias
para recibir al menor.
Néstor esperó a que doña Gertrudis terminara su plato de boquerones y su
vino. Al verla comer con tanto entusiasmo, se preguntó si podría pedir él
también algo para picar, pues recordó que no había tenido tiempo de probar
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bocado desde la mañana, pero tuvo que reconocer que la presencia de la
señora Espina lo cohibía un poco, así que decidió esperar a que concluyera su
evaluación y se marchara. En cambio se bebió el café lo más despacio que
pudo. Cuando la trabajadora social dio por terminado el tentempié y concluyó
las alabanzas por tan exquisito manjar a una orgullosa Dika, abandonaron el
bar y se encaminaron hacia la buhardilla de Salazar.
Mientras subían las escaleras, el inspector repasó en su mente el estado en
el que había quedado su casa esa mañana. Por regla general era muy
ordenado, pero no podía poner la mano en el fuego por lo que se le hubiera
ocurrido a Paca en su ausencia. Por fin llegaron al piso y él abrió la puerta.
Con un gesto de gentileza invitó a doña Gertrudis a pasar primero.
La buhardilla, como era de esperarse, no era muy grande. El salón contaba
con el sofá-cama que había comprado Gyula, una mesita de centro y algunas
repisas adosadas a la pared que ahora estaban vacías, después de la
redecoración llevada a cabo por Paca. Tenía que reconocer que se veían mejor
así. Hacia el lado derecho había una ventana, bajo la cual estaba la cesta de la
gata, la cual usaba muy poco desde que ganó derechos sobre la cama. En el
fondo, un mesón separaba el salón de la cocina, que era bastante pequeña,
siendo generosos. Del lado izquierdo de la cocina, un corto pasillo daba
acceso a la única habitación y el servicio.
Néstor comprobó con alivio que el salón estaba bastante ordenado. A Paca
no se le veía por ninguna parte. En esta ocasión no salió a recibirlo, lo cual
puso en guardia al inspector jefe. Entraron. La señora Espina observó el salón
con detenimiento y pasó un dedo por la mesita de centro. Comprobó que no
tuviera polvo y asintió. Se asomó a la ventana, luego se encaminó a la cocina
y abrió el refrigerador. Salazar sintió un nudo en el estómago. Esa mañana le
había servido a Paca el último resto de leche que quedaba. En realidad, lo
último que quedaba de cualquier cosa, porque no había tenido tiempo de
hacer la compra, así que su refrigerador parecía una empresa hidroeléctrica:
solo tenía agua y luz.
Cuando vio que doña Gertrudis asentía complacida y pasaba a otra cosa
caminando en dirección al dormitorio, él tuvo que comprobar la razón de su
conducta, así que abrió el refrigerador después que ella. Encontró que estaba
repleto de frutas, vegetales, yogures y todo tipo de alimentos saludables que
se le pudieran ocurrir. ¡Bendita Dika! Cerró la puerta del frigorífico aliviado y
entonces la vio: una pluma blanca. ¿Qué hacía una pluma blanca en la cocina?
Fue entonces cuando escuchó la voz aguda de doña Gertrudis:
—¡Pero qué está ocurriendo aquí!
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Salazar sintió que el corazón le daba un vuelco y corrió hasta el umbral de
la habitación. Por encima del hombro de la trabajadora social pudo ver que
había plumas blancas por todas partes. Sobre la cama estaba Paca junto a la
almohada destrozada. Pillada in fraganti, con las garras en su víctima, en
cuanto lo vio pasó de una mirada concentrada en la diversión, a una de
culpabilidad y luego de pretendida inocencia, mientras retiraba las patas de la
malograda almohada y se echaba a su lado con las garras recogidas bajo su
cuerpo mirando hacia otro lado, como si no hubiera visto una almohada en
toda su felina vida. Por suerte, Néstor pudo contener la carcajada ante su
descaro.
—Lo lamento mucho, doña Gertrudis. Es mi gata. No sé por qué ha hecho
esto.
—¿Ese animal está vacunado? —preguntó la mujer lanzándole una mirada
de desprecio a Paca, que fue devuelta sin contemplaciones por la orgullosa
gata.
—Sí, por supuesto. Tiene todas las vacunas. La llevo al veterinario con
regularidad. Es una gata muy saludable. Un poco traviesa, nada más.
—¿Es agresiva?
—No, por supuesto que no. Es muy dócil —mintió Salazar con descaro.
La señora Espina lo miró dudando de su palabra. Se acercó a Paca como si
ella fuera una pantera a punto de comérsela y extendió la mano para tocarla.
La gata se erizó y le bufó sin contemplaciones. El inspector se apresuró a
cogerla en brazos antes de que arañara a la intrusa.
—¿A eso le llama usted ser dócil?
—No está acostumbrada a los extraños. —La defendió él mientras la
sostenía en brazos y le acariciaba el lomo para tranquilizarla.
—Pero es que su hijo va a ser un extraño para ella. ¿Cómo puedo saber
que no lo atacará?
—Me aseguraré de que se acostumbren el uno al otro —prometió Néstor
—. Por lo general los niños y las mascotas se llevan muy bien.
—Esta no me parece una mascota a la que le agraden los pequeños —
sentenció Espina desconfiada. Paca la miró con desaprobación.
—Doña Gertrudis. No hay ningún motivo para pensar que la gata podría
ser un problema para Salvador. Al contrario, es probable que su presencia le
facilite al niño adaptarse a un lugar extraño, donde no conoce a nadie.
—Sí, bueno, es una posibilidad —admitió ella, no muy convencida—.
Está bien, pero estaré muy atenta, y si llego a ver un arañazo o un mordisco
de esta… Esta…
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—Miaaauuuu —la ayudó Paca.
—De esta gata. Si lastima al pequeño, así sea jugando, tendrá que escoger
entre conservar a su mascota, o tener con usted a su hijo.
—Soy el primero que no permitiría que Salva sufriera ningún daño, en
ninguna forma.
—Espero que así sea. Solo hay que ver cómo ha quedado esa almohada.
—Mau —dijo Paca en su defensa.
Salazar miró la almohada vuelta jirones y suspiró. Luego susurró al oído
de la gata.
—Ya hablaremos tú y yo. —Entonces la dejó en el suelo. Cuanto antes la
perdiera de vista doña Gertrudis, sería mejor para todos.
Percibiendo que el ambiente estaba bastante tenso, Paca corrió a
refugiarse debajo de la cama. Néstor se sujetó las manos a la espalda y
compuso su expresión de despistado. Hubiera silbado, pero la situación no lo
ameritaba. La trabajadora ya se asomaba en el baño. Cuando salió, su
expresión era neutra.
—El piso está limpio y ordenado —sentenció—, con excepción de las
plumas, por supuesto.
—Las recogeré de inmediato y le aseguro que no volverá a pasar.
—¿Cómo puede prometer algo así?
—Hablaré con el veterinario. No hace mucho tiempo que la gata vive
conmigo y por eso algunas veces cometo errores de principiante. Por lo
general, el veterinario me aconseja como resolver este tipo de problemas. No
lo sé. Tal vez la gata estaba aburrida, tal vez se sentía sola. Encontraré una
solución que sea satisfactoria para todos.
—Desde luego, pero en especial para el menor —ordenó doña Gertrudis.
—Por supuesto.
Por el rabillo del ojo, Salazar vio a Paca asomarse. Con disimulo y mucho
cuidado la empujó de vuelta debajo de la cama con el pie. Quería que doña
Gertrudis la perdiera de vista.
—Como le decía, salvo por el detalle de la gata, que aunque trate de
esconderla no conseguirá que la olvide —dijo la insidiosa mujer—, el piso
está en condiciones, pero hay una sola habitación. ¿Dónde va a dormir el
niño?
—Él dormirá aquí. Yo ocuparé el sofá-cama que está en la sala.
—Bien. Como solución transitoria está bien, pero le aconsejo que piense
en la posibilidad de mudarse a un lugar un poco más amplio, para que puedan
estar más cómodos.
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—Tomaré en cuenta su consejo y lo seguiré en cuanto me sea posible.
—De acuerdo, entonces daré mi aprobación para que el menor le sea
entregado. Aquí tiene los documentos que me solicitó para que pueda
inscribirlo en la escuela —le dijo la señora Espina, mientras le entregaba un
sobre.
—Gracias. ¿Cuándo traerá a Salvador?
—El pequeño llega mañana a Haro, pero somos conscientes de que el
tribunal le otorgó cuatro días para prepararse, aunque por lo visto se ha
organizado bastante bien en muy corto tiempo.
—Si llega a Haro mañana y lo traerá cuatro días después de la sentencia
del tribunal, ¿dónde pasará esos dos días que restan?
—En el Centro de Acogida. Descuide, es un buen lugar. Parece una
escuela y tanto el director, don Alejandro Lamas, como el personal están muy
calificados para…
—Todo eso lo sé —la interrumpió Salazar—. Conozco a don Alejandro y
también el Centro, pero no quiero que mi hijo tenga que dormir una sola
noche fuera de su hogar.
—¿Se siente en capacidad de recibirlo mañana?
—Desde luego.
—En ese caso, lo traeremos desde la estación —respondió la señora
Espina—. Mi evaluación será muy positiva, pese a la fiera que alberga. Y
créame que ha sido un placer para mí conocerlo.
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Capítulo 16
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—Ya será menos.
—Tú siéntate y espéralos. Te llevaré primero la sidra para que vayas
abriendo boca.
Salazar siguió las instrucciones de su amigo, sentándose a su mesa
favorita. Gyula lo siguió con el vaso de sidra y lo dejó frente a él. Luego
regresó a la cocina para buscar los pimientos. Mientras esperaba, Néstor abrió
el sobre y sacó los documentos que contenía. El primero era la sentencia del
tribunal otorgándole la guardia y custodia de Salvador Villanueva. El segundo
era el Certificado literal de nacimiento del chaval. El policía que había en él
comenzó a leer con detalle ambos documentos y mientras lo hacía fue
palideciendo hasta quedar lívido. Gyula llegó en ese momento.
—Néstor, ¿te encuentras bien? Estás blanco como un papel. ¿Qué te pasa?
—Nada, nada, estoy bien —respondió él guardando los documentos—.
Bebí un sorbo de sidra y tengo el estómago vacío. Trae acá esos pimientos.
—De acuerdo —respondió su amigo, no muy convencido—, pero si llegas
a sentirte mal, me avisas. ¿De acuerdo?
—Por supuesto.
Néstor comenzó a comer. Aunque los pimientos estaban muy buenos se le
había quitado el apetito, pero sabía que tenía que reponer fuerzas, así que se
obligó a terminar la ración. Luego le hizo un gesto a Gyula para que se le
acercara.
—Necesito tu ayuda —le dijo a su amigo en cuanto se sentó frente a él.
El tabernero llamó al camarero para que retirara el plato vacío. Ambos
esperaron a que el joven se alejara para comenzar su conversación.
—¿De qué se trata? —Quiso saber Gyula.
—Estamos investigando la muerte de una familia. Un triple homicidio que
quisieron hacer pasar por accidente. En el curso de la investigación surgió un
nombre: Gilberto Salas.
El tabernero se echó hacia atrás en la silla antes de mirar a Néstor con
estupefacción.
—¡Un triple homicidio! —exclamó. Salazar le hizo gestos para que bajara
la voz. Él se inclinó nuevamente hacia adelante en la mesa y habló en
susurros—. ¿Quién puede ser tan bestia como para matar a una familia
completa?
—Es lo que tratamos de averiguar.
—¿Y cuál es la relación que sospecháis que existe entre esa familia y este
tío? Lo pregunto solo para saber dónde tengo que indagar.
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—Fue el beneficiario de un desfalco que cometió una de las víctimas
contra su propio hermano.
—Joder, menudos casos investigáis. No os debe quedar mucha fe en la
humanidad.
—¿Por qué crees que vivo con una gata?
—Pues tratándose de Paca y la forma en que la humanizas, no sé cómo
puedes confiar en ella.
—Oye, que le llenes el comedero de pienso no significa que puedes
ofenderla —bromeó Néstor.
—Vale, haya paz —contemporizó Gyula alzando las manos en gesto de
rendición—, pero de que es una gata neurótica no hay ninguna duda. ¿Qué fue
lo que hizo para casi meterte en un lío con doña Gertrudis?
Néstor le contó en detalle todo lo ocurrido desde que llegaron al piso hasta
que Espina le dio el visto bueno.
—Me hubiera gustado verte la cara cuando encontraste la almohada
destrozada y la habitación llena de plumas —reconoció Gyula entre risas.
—Menos cachondeo, que ahora tengo que subir a barrer plumas y tener
una conversación de hombre a gata. Pero volvamos al caso. ¿Te puedes hacer
cargo?
—La duda ofende. Les preguntaré a mis primos. Si el tío se mueve en
Haro, mañana te tendré una respuesta.
—Gracias. Te debo otra, Gyula.
—Te la apunto a la cuenta. Y los pimientos también.
—De acuerdo.
Néstor regresó a su casa con el estómago lleno y la cabeza vacía. Tendría
que meditar acerca de su situación. ¿Por qué no le había pedido el teléfono a
la señora Espina? Tal vez debería hacerle una visita al día siguiente antes de
que le llevaran al chaval. Con esos pensamientos dándole vueltas en la cabeza
se ocupó de recoger las plumas. Paca percibió su estado de ánimo sombrío y
se quedó debajo de la cama.
Cuando terminó de limpiar, Néstor se recostó en el sofá-cama del salón.
Solo entonces la gata salió de su refugio. En un primer momento con
precaución, pero al ver que no se producía ninguna reacción contra ella, se
acercó a su humano y se tendió junto a él para recibir sus bien merecidas
caricias en el lomo. Después de todo lo había salvado de aquella peligrosa
cosa blanda con olor a ave, en cuyas fauces desparecía la mitad de su cabeza
cada noche. No tenía nada que ver que hubiera sido divertido darle caza.
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—Aquí estás Paca. Menuda la que liaste con la almohada. ¿Quieres
decirme de dónde sacaste la idea?
—Maaauuuu.
—Sí, ya sé que es lo que hacen los depredadores. Atacan a sus presas
cuando están desprevenidas y supongo que la almohada no estaba muy alerta.
—Meeeuu.
—¿Sabes que casi me metiste en un problema? Aunque quizá estuviste a
punto de librarme de uno.
—Meumeumeu.
—Eso no es excusa. No lo hiciste para ayudarme, sino para divertirte.
—Maaauuu.
—Sí, ya sé que doña Gertrudis no te simpatizó, pero eso no te daba
derecho a amenazarla. Bien, supongo que ya no importa. No sé cómo decirte
esto, pero nuestra vida está a punto de cambiar bastante.
—Meeeeuuuu.
—Sí, tal vez todo esto es un error. No lo sé. Mañana hablaré con doña
Gertrudis. Es posible que me haya precipitado.
—Meumeu.
—Tienes razón, lo mejor será que nos vayamos a dormir, aunque gracias a
ti tendré que hacerlo sin almohada. —Suspiró—. Ni modo, mañana veremos
qué nos depara el día.
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Capítulo 17
El día siguiente comenzó con el sonido insistente del móvil de Néstor. Era tan
temprano que a Paca todavía no le había dado tiempo a despertarlo. Salazar
abrió un ojo y gruñó. Debido a la costumbre que había cogido la gata de
empujar el teléfono cuando lo veía sobre cualquier superficie y no habiendo
sido pocas las veces en que el inspector lo había atrapado en el aire apenas a
tiempo, ahora prefería dejarlo en el bolsillo del gabán, que solía meter en una
cesta para que quedara bastante arrugado para el día siguiente.
Así que cuando le resultó imposible ignorar el molesto y agudo zumbido
que había seleccionado como tono, no tuvo otra alternativa que levantarse y
rebuscar entre los bolsillos hasta dar con él. Paca le lanzó una mirada de
reproche desde los pies de la cama. ¡Que el sueño de una gata se respeta!
Como temía, el inspector comprobó que la llamada provenía de la comisaría.
Y a esa hora solo podía significar trabajo.
—¿Qué ocurre, Lali?
—Inspector jefe. ¡Qué bien que lo encuentro! Tenemos una llamada de
emergencia.
—¿De qué se trata?
—En un camino rural al suroeste de Haro, una pareja que venía en su
coche y cogió un desvío equivocado encontró a una mujer sola en muy malas
condiciones corriendo por la carretera. Ya el inspector Toro y la
subinspectora Garay deben haber llegado al lugar del suceso.
—De acuerdo, envíame la dirección exacta y entrégale las llaves del
Corsa al oficial de guardia.
—Hoy es López quién está en el turno de noche.
—Muy bien. En diez minutos estoy allí.
Mientras Salazar se vestía a toda prisa bajo la mirada reprobadora de
Paca, el móvil dio aviso de la recepción del mensaje. Tenía un mal
presentimiento con respecto a la nueva llamada de emergencia, así que ni
siquiera se detuvo a llenar el tazón de leche de la gata. Ya se ocuparía Dika
más tarde, aunque sabía que Paca no se lo perdonaría y encontraría la forma
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de desquitarse. Salió de la buhardilla y bajó las escaleras a toda prisa. Sobre el
gabán se había puesto el abrigo, lo cual fue una suerte porque al salir del
portal lo golpeó el frío viento invernal, como un cuchillo que le cortara la
piel. La neblina apenas le permitía ver a dos palmos, así que tuvo que valerse
de la linterna del móvil para saber por dónde andaba.
Recorrió a paso rápido la corta distancia que lo separaba de la comisaría.
Las calles solitarias tenían una apariencia fantasmal. Todos los bares ya
estaban cerrados a aquella hora y los parroquianos dormían en sus casas,
envueltos en mantas, calentitos. Solo un pringado como él tenía que salir a
trabajar en una noche como esa.
Cuando terminó de autocompadecerse e insultarse a sí mismo por haber
escogido la profesión de policía, comenzó a pensar en un sentido más
práctico. ¿Cómo se las arreglaría si una situación así se le presentaba con
Salvador durmiendo en su casa? Sí, Gyula y Dika se habían ofrecido a
ayudarlo, pero entonces tendría que esperarlos antes de poder salir. Su
velocidad de respuesta se vería reducida. ¿Afectaría eso su eficiencia como
oficial de la ley? ¿Quería asumir esa responsabilidad? ¿Acaso lo había
pensado bien? No. Todo había ocurrido tan rápido que no había tenido tiempo
de pensar en nada.
Néstor se sentía como la hoja de un árbol en medio de un huracán:
arrastrado por los acontecimientos. Ni siquiera había tenido oportunidad de
hacer una investigación con respecto a las afirmaciones de Sara. Había
aceptado su paternidad sin una queja. ¿Sería que en el fondo deseaba ser
padre y ni siquiera lo sabía? Tenía que reconocer que sentía una sana envidia
de Santiago y su bien constituida familia. De que los gemelos llamaran a su
hermano «papá» y lo miraran con ese afecto incondicional que solo pueden
sentir los niños hacia sus padres.
¿Por qué no había formado él también una familia como lo había hecho
Goliat? ¿Qué se lo impedía? Tuvo la oportunidad con Sara. Y ahora, ¿por qué
no se permitía avanzar con Sofía en ese sentido? Bien, en realidad no estaba
seguro de que su compañera quisiera fundar una familia, y menos con él, pero
también sabía que era él quien llevaba puesto el freno de mano en la relación
personal entre ambos. Mientras se hacía la pregunta surgió la respuesta. Tenía
miedo. Miedo de volver a tener aquello que le habían arrebatado con tanta
brutalidad. Miedo de volver a disfrutar de un hogar, porque entonces podía
perderlo todo de nuevo. Su vida correría el riesgo de volver a saltar por los
aires, así que se aferraba a la seguridad que le proporcionaba la soledad. No le
podían quitar lo que no tenía.
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Pero entonces, ¿quería de verdad hacerse cargo de un niño que en realidad
no conocía? Era una responsabilidad enorme. Comprendió que sus esfuerzos
para que le dieran la guardia y custodia nacían de su ilusión de ser padre.
Además de que detestaba la idea de que Salvador tuviera que pasar por la
misma experiencia que él vivió cuando le cambiaron su hogar por un Centro
de Acogida.
Por fin llegó a la comisaría. López le entregó las llaves del Corsa, así que
se concentró en el camino. Después de introducir la dirección en el GPS,
Néstor siguió las instrucciones hasta llegar a una zona bastante alejada de la
ciudad. A un lado y otro solo podía ver descampados. El propio camino era de
tierra. Supo que estaba en el lugar correcto cuando vio una aglomeración de
coches junto a un pequeño estanque con aspiraciones de laguna. Había un
Seat León del año de color gris platinado, una patrulla y la furgoneta de
científica. Los peritos deambulaban a un lado de la carretera de tierra
tomando fotos a diestra y siniestra. Sintió alivio al comprobar que la ausencia
del forense. Toro hablaba con una pareja joven. A Sofía no se la veía por
ningún lado.
—Buenos días, o noches —saludó al grupo.
—Hola, Néstor —respondió Remigio—. Me alegra saber que no soy el
único pringado.
—¿De qué se trata? Lali no lo tenía claro.
—El señor Sandoval y la señorita Estévez provienen de Burgos.
Equivocaron el camino y cogieron una desviación incorrecta. Por eso
terminaron en esta carretera rural donde no hay absolutamente nada.
—¿Por qué decidieron viajar en plena noche invernal? —Quiso saber
Salazar.
Ambos se miraron entre sí. El chico suspiró con resignación.
—Estuvimos celebrando mi ascenso con unos amigos. Nos conocimos
anoche y debemos reconocer que bebimos bastante. En el calor de la fiesta
decidimos que queríamos hacer una visita a las bodegas riojanas, así que
cogimos el coche y…
—¿Ebrios?
Ninguno respondió, pero ambos bajaron la cabeza.
—Continúen —los invitó Salazar.
—Como ya le contamos al inspector, nos equivocamos en la ruta y
terminamos aquí. Circulábamos despacio por las condiciones del camino y
por la poca visibilidad encendimos los faros antiniebla. Primero nos asustó un
estampido que se escuchó a lo lejos, luego vimos la silueta de la chica. Nos
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sorprendió encontrar a alguien en un paraje como este. Ella iba caminando a
paso apresurado y en algunas ocasiones intentaba correr, pero supongo que le
debía resultar difícil pues no llevaba zapatos, sino unas sandalias de esas
planas, como las que se usan en la playa que se sujetan entre los dedos. Ya
sabe.
Salazar asintió, al mismo tiempo que lo invitaba a continuar hablando, con
un gesto.
—Pues que nos pareció muy extraño —intervino la chica—. La pobre
mujer debe tener los pies destrozados, pues un calzado así no es para un lugar
como este. No protege lo suficiente.
—Además, por si fuera poco, con este frío solo vestía un sayón de lona —
señaló Sandoval.
—Los sanitarios que la atendieron dijeron que tenía signos de hipotermia
—le informó Remigio—. Sofía la acompañó en la ambulancia.
—Así que la vieron andar por esta carretera y les pareció extraño —
resumió el inspector jefe—. ¿Qué pasó después?
—Pues nos detuvimos para preguntarle si estaba bien. Si necesitaba
ayuda.
—En un primer momento, cuando vio las luces del coche trató de correr
mirando a todos lados, como si buscara un lugar dónde esconderse —explicó
la joven—, como si creyera que la estábamos persiguiendo, pero cuando la
adelantamos y bajamos del vehículo se nos quedó mirando, entonces vino
hacia nosotros, me abrazó y se echó a llorar. Temblaba de frío, así que la
invitamos a entrar en el coche y pusimos la calefacción mientras llamábamos
al 112 para pedir una ambulancia y avisarles a ustedes.
—Hicisteis bien. Es probable que le hayáis salvado la vida —sentenció
Néstor—. Solo por eso haré de cuenta que no escuché que condujisteis
después de haber bebido. ¿Tú oíste algo al respecto, Remigio?
—Nada en absoluto.
—Pero —advirtió Salazar levantando un dedo admonitorio—, a partir de
ahora os mandaré a vigilar y si volvéis a hacerlo, me encargaré yo mismo de
que la DGT no solo os multe, sino que os retire la licencia, porque tendré una
repentina recuperación de mi amnesia. Que igual que habéis salvado la vida
de esa chica, podíais haberos cargado a alguien.
—Sí, señor. Nada de conducir después de beber. Es una promesa —aceptó
Sandoval.
—¿Cuál es la historia de la chica? —preguntó Salazar—. ¿Qué fue lo que
dijo?
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—Ese es el problema, Néstor —señaló Remigio—. La chica está en
estado de choque emocional. No fue capaz de hablar. Solo lloraba y repetía
dos palabras: «Mi bebé».
—Bien, esperemos que mejore y pueda explicar qué fue lo que le ocurrió.
Mientras tanto, tendremos que echar mano de lo que tenemos. ¿Sabemos su
nombre?
—Me temo que ni siquiera eso. El fulano sayo es como un saco de harina
invertido. No tiene nada parecido a bolsillos. Científica le dio un mono
forense para que se cambiara y se los entregara. Lo mismo con las sandalias.
Se lo llevaron todo para hacerle pruebas. Ella pareció muy contenta de perder
de vista uno y otras. En fin, que no llevaba encima ninguna identificación.
Salazar asintió, mientras pensaba que aquello parecía un acertijo. Miró a
su alrededor. A un lado tenía el estanque junto al camino de tierra, del otro
lado campo yermo que colindaba con un viñedo muy bien cuidado. A cierta
distancia del viñedo se veía terreno cultivado y tras este se apreciaba un muro
blanco, por encima del cual se vislumbraban los tejados de varios caserones
rurales.
—¿Sabes lo que es eso? —le preguntó a Toro.
—No tengo la menor idea. Parece una de las tantas bodegas de vino de la
zona, pero a esta no la conozco.
—Es la única construcción visible desde aquí. Vamos, la visitaremos. Tal
vez la chica viniera de allí —decidió Néstor. Remigio asintió y comenzó a
seguirlo al Corsa.
—Inspector Salazar, nos gustaría que viera esto —lo llamó uno de los
hombres de científica que venía corriendo desde un punto alejado del campo
yermo. Salazar miró a Toro, que comprendió de inmediato.
—Yo me ocuparé de averiguar qué es eso. Nos vemos en la comisaría.
Remigio se dirigió a la patrulla y les indicó que lo acercaran a aquella
construcción, mientras Néstor acompañaba al policía de la científica.
Salazar siguió al perito a través del campo dando un rodeo según sus
instrucciones, para no alterar el escenario del delito. El chico al que habían
enviado a buscarlo era uno de los más jóvenes del equipo y aún mantenía el
entusiasmo propio de los novatos. Lo condujo a una zona que había sido
acordonada y alrededor de la cual colocaron tablones para poder acercarse sin
destruir evidencias que pudieran hallarse sobre el terreno. Tres focos
halógenos habían sido colocados en forma estratégica para alumbrar el área
sobre la que era realizada la experticia. Un fotógrafo tomaba impresiones
desde todos los ángulos posibles.
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En el centro de la actividad, concentrado con la mirada fija en el suelo
estaba Casimiro Barros, que al escuchar aproximarse a uno de sus hombres
acompañado de Néstor, dio un rápido vistazo en dirección a ellos, para luego
volver a fijarse en el suelo.
—Espero que hoy también hayas traído el desayuno, Salazar. No me
vendría mal un café caliente con este frío.
—Lo siento, Casi. No encontré ningún bar abierto y no sabía que estabas
aquí. ¿Cómo es que consiguieron sacarte de tu laboratorio?
—Ojalá hubiera sido del laboratorio. Me sacaron fue de la cama y lo que
es peor, despertaron a mi mujer. Eso significa que lo más probable es que esta
noche duerma en el sofá.
—Tú ya no haces trabajo de campo. ¿Por qué estás aquí?
—Estos chavales —respondió Casimiro señalando a sus compañeros—.
Se sintieron un poco confundidos con lo que encontraron. No están seguros de
que tenga relación con lo que se investiga, así que me hicieron llamar.
—¿Y qué fue lo que hallaron?
—Sobre el terreno hay algunas manchas de sangre, además de un
batiburrillo de huellas. Puedes verlo por ti mismo —le explicó el experto,
señalando el área sobre la que había concentrado su atención.
El inspector se asomó, sin bajarse del tablón y comprobó lo que le decía
Barros.
—¿Y cuál es tu conclusión? —preguntó Néstor.
—Bueno, alguien resultó herido en este lugar. También hubo una
aglomeración de personas. Fíjate que hay marcas de varias suelas de zapatos.
Todas parecen corresponder a botas de campaña. Sin embargo no estoy
seguro de que lo que haya ocurrido aquí tenga algo que ver con la chica que
encontraron deambulando por el camino. Por eso te hice llamar. ¿Tiene ella
alguna herida que podamos relacionar con esta sangre? ¿Calzaba este tipo de
zapatos? ¿Anduvo por esta zona antes de llegar a la carretera?
—Solo puedo responderte a una de las preguntas. La joven no calzaba
botas, sino sandalias, así que ninguna de estas huellas le pertenece. En cuanto
a si estuvo por aquí, todavía no lo sabemos. Está en estado de choque, por lo
que no tenemos su versión de los hechos. En concreto, que no tenemos idea
de dónde salió.
—¿Y tiene alguna herida?
—No lo creo, pero espera y lo corroboro. Llamaré a la subinspectora
Garay, que fue quien la acompañó al hospital. Tal vez tuviera alguna herida
que los chicos que la socorrieron no llegaron a notar.
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Salazar marcó el número de Sofía, mantuvo una corta conversación con
ella y luego colgó. Entonces se acercó un poco más a Bastos.
—La víctima no tiene heridas. La sangre debe ser de alguien más —
anunció Néstor—. ¿Qué diablos ocurre aquí? —se preguntó a sí mismo.
—¿Tienes idea de si lo que encontramos en esta área guarda relación con
lo que le pasó a esa chica?
—Para serte honesto, no tengo idea —reconoció el inspector, mientras
volvía a fijar la mirada en el terreno. El amanecer despuntaba y la niebla
comenzaba a levantarse, aunque todavía hacía necesario el uso de los focos.
Néstor se acomodó los anteojos y entornó los ojos para ver mejor.
—¿Qué es eso? —preguntó señalando una zona marginal a la que había
sido iluminada.
Bastos dirigió su atención hacia el lugar donde apuntaba el dedo del
policía, luego gritó en voz alta.
—¡Que alguien me traiga una linterna LED!
El joven que había servido de guía a Salazar apareció en pocos segundos
con lo que su jefe solicitaba. Casimiro cogió la linterna y enfocó la potente
luz sobre lo que Néstor había encontrado. Entonces asintió y levantó la
mirada en dirección al inspector.
—Son huellas de perro —anunció sin atisbo de duda en su voz—. De un
perro grande.
Salazar escuchó lo que el perito decía y las piezas comenzaron a encajar
en su cerebro. Llamó al fotógrafo, que se le acercó.
—Por favor haz una serie fotográfica completa de esta zona. Trata de que
tenga la mejor iluminación posible.
—De acuerdo.
Casimiro dejó que el hombre trabajara y se acercó a Néstor. Llevaba un
tubo de ensayo con un hisopo manchado de sangre en la mano. Se lo mostró
al inspector.
—Lo analizaremos.
—Ahora puedo responderte con cierta certeza, Casi. Estoy seguro de que
estas huellas y la sangre están relacionadas con la mujer de la carretera y
también con el caso del triple homicidio.
—¿Qué te hace pensar eso?
—El perro. Una de las víctimas que encontramos en el falso accidente
tenía mordeduras de un perro grande en las extremidades.
—¿Y la sangre? Si no pertenece a la chica de la carretera, ¿a quién
pertenece?
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—No lo sé, pero trataremos de averiguarlo. Pediré una orden al juez para
que nos permita una muestra de ADN de la mujer que apareció hoy. También
disponemos del ADN de otra mujer, Ágata Vilaró, que se encuentra
desaparecida y que está relacionada con una de las víctimas. Y por supuesto,
tendremos que descartar a los Avana. La familia que fue asesinada.
—Tú ocúpate de conseguir la orden. Yo me encargaré de que se lleven a
cabo las comparaciones —confirmó Bastos—. ¿Algo más?
—Es evidente que aquí se reunieron varias personas. Los jóvenes que
socorrieron a la mujer escucharon un estampido antes de verla. Como un
disparo.
—¿Crees que le dispararon desde aquí?
—Es demasiada distancia para un arma corriente. Y un francotirador en
un terreno así hubiera usado un trípode. Supongo que no habréis encontrado
ningún casquillo, o cartucho.
—Negativo, aunque tal vez se lo llevaron. Tampoco hemos encontrado
ninguna huella cónsona con las bases de un trípode.
—Eso confirma mi impresión. El disparo no fue contra la mujer. Hubiera
sido inútil. Fue contra alguien que estaba justo aquí.
—Por eso la sangre. ¿Tienes idea de quién pudo recibir el disparo? —
preguntó Bastos.
—No lo sé. La única pista que tenemos es que la mujer no deja de repetir
dos palabras: «Mi bebé».
—Joder, Néstor. No se te estará pasando por la cabeza que esta sangre es
la de un bebé.
—Espero que no —reconoció el inspector—. No consigo hacerme una
idea de lo que ocurrió aquí, pero no puedo creer que la mujer huyera por la
carretera y dejara atrás a un bebé solo.
—Podría llevarlo en brazos otra persona.
—¿Conoces alguna madre que en una situación así entregue a su hijo a
alguien más?
—Solo se me ocurre que fuera al padre del niño. En especial porque
considerara que él podría protegerlo mejor.
—Sí, tienes razón. En ese caso, sería más probable que el herido fuera el
padre.
—¿Otra familia?
—Tenemos una familia muerta, los Avana, y otra desaparecida, los
Vilaró. Ahora esto. Es un patrón que me pone la piel de gallina.
—¿En qué puedo ayudarte?
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—¿Puedes saber a cuántas personas pertenecen estas huellas?
—Puedo precisarlo mejor a través de las series fotográficas.
—¡Excelente! Entonces espero tus informes.
—Le daré prioridad. No sé cómo te las arreglas, pero siempre me pones a
correr.
—Te prometo que en cuanto disponga de un poco de tiempo, te invitaré a
almorzar.
—Acepto, porque si crees que con lo que jodes me vas a compensar con
un café y cuatro rosquillas, vas listo. ¿Qué harás ahora?
—Voy al hospital. A ver si la víctima está mejor y nos puede contar su
versión de los hechos. Remigio ya debe estar en aquellos edificios —explicó,
mientras señalaba hacia el muro blanco en la distancia—. Queremos averiguar
qué son. Si hay alguna posibilidad de que la mujer proviniera de allí, o si ellos
escucharon, o vieron algo. Más tarde nos reuniremos en la comisaría para
compartir la información.
—Parece un buen plan. En ese caso, dejaré la zona acordonada con un par
de guardias vigilando, por si se hace necesario un segundo peritaje del
terreno. Yo me voy al laboratorio para poner en marcha las experticias. Te
llamaré en cuanto sepa algo.
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Capítulo 18
Página 131
—Debo hablar con la paciente de la habitación 412. La ingresaron anoche.
—Lo sé. Yo misma rellené la planilla de ingreso, pero la señora se
encuentra en un estado emocional muy delicado y no debe recibir visitas, a
menos que sean de familiares cercanos. Además, ya hay una oficial de policía
con ella.
—Entiendo y admiro su deseo de protegerla, señora Olmos —la aduló el
inspector con una de sus sonrisas más carismáticas. Una de las favoritas de
Paca—, pero aún no sabemos qué le pasó, ni quién es. Nos gustaría avisar a
su familia, cuya presencia con toda probabilidad ayudaría en su recuperación,
pero no podemos hacerlo si no nos permiten hablar con ella.
—Si su compañera no ha podido averiguar su identidad, ¿por qué cree que
usted sí?
«Astuta arpía», pensó Salazar. La pregunta lo dejó descolocado, pero se
recuperó con rapidez.
—Solo quiero intentarlo. Además, vengo del lugar donde se desarrollaron
los hechos. Tengo información que mi compañera desconoce y que podría
hacer reaccionar a su paciente.
—Está bien. Deme unos minutos. Hablaré con el médico de guardia para
que decida si permite que entreviste a la señora.
Yolanda se ausentó, mientras Néstor se entretenía mirando a su alrededor.
Detestaba el frío ambiente de los hospitales y las agujas. El olor a
desinfectante y las agujas. El silencio impuesto y las agujas. En fin, que
odiaba las agujas. Al cabo de poco tiempo la enfermera regresó.
—Tiene cinco minutos. Si no consigue que le diga lo que quiere saber,
deberá conformarse y dejarla descansar.
—De acuerdo.
Néstor entró en la habitación después de saludar a Altuve y concederle
quince minutos de descanso, con el fin de que pudiera bajar a la cafetería para
un desayuno frugal. Mientras él y Sofía estuvieran allí, la víctima no corría
peligro. Sabía que cualquier precaución era poca en un caso como ese.
Quienes habían perseguido a la joven a través del campo, seguro estarían
dispuestos a eliminar a una posible testigo incómoda antes de que pudiera
hablar. Así que la mantendrían bajo protección policial mientras fuera
necesario.
Como ya le había advertido la señora Olmos, dentro de la habitación se
encontraba Sofía sentada en una silla junto a la cama y sosteniendo la mano
de la mujer. Salazar se sintió conmovido cuando vio a la víctima. La chica no
tendría más de veintidós, o veintitrés años. Estaba delgada hasta un extremo
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que le hizo recordar las fotos antiguas de campos de concentración. No
necesitaba ser médico para saber que se encontraba frente a una persona que
sufría una severa desnutrición, pero lo que más le tocó el alma fue su mirada.
En las cuencas hundidas y amoratadas sus ojos miraban sin ver un punto en la
distancia. Desenfocados. Perdidos. Ese distanciamiento de la realidad se
perdió en cuanto él cruzó el umbral. La víctima se agitó y comenzó a sollozar,
mientras sujetaba el brazo de la subinspectora con desesperación, como un
niño pequeño buscando la protección de su madre ante un peligro inminente.
—Calma, calma, tranquila Is. Es mi compañero, mi jefe. No te hará daño.
Al igual que yo, solo quiere ayudarte.
Pese a que la respiración de la joven todavía era agitada, pareció calmarse
un poco con las palabras de Sofía. Bien. Al menos comprendía lo que se le
decía y su compañera había logrado ganarse su confianza. Era un paso
gigantesco en la dirección correcta.
—¿Is?
—Es lo máximo que he podido descubrir con respecto a su identidad.
—¿Podemos hablar en privado?
—Sí, claro.
Con palabras suaves, Garay convenció a la chica de permitirle que se
alejara unos minutos. Is se resignó, pero no la perdió de vista mientras ella se
reunía en un rincón de la habitación para hablar con el inspector.
—¿Te ha dicho algo importante? —preguntó él en voz baja.
—No mucho. De vez en cuando comienza a llorar sin consuelo, repitiendo
«Mi bebé». Le he preguntado dónde está su bebé, si podemos encontrarlo
para reunirlo con ella, pero solo niega con la cabeza. Ayudé a las enfermeras
a atenderla hasta que pude convencerla de que puede confiar en mí porque no
voy a lastimarla. Lo más que he conseguido es que me diga su nombre, o tal
vez es un apodo. No lo sé. Solo te puedo decir que es el nombre al que
responde.
—De acuerdo. Esto no va a ser fácil. Déjame intentarlo.
—Tú eres el jefe.
Sofía volvió junto a la chica y le sostuvo la mano, mientras Salazar se
acercaba sin dejar de sonreír. Se dirigió a ella con el tono más amable que
pudo imprimir a su voz.
—Hola Is. Soy el inspector Salazar, el compañero de Sofía y estoy aquí
para ayudarte. Sabemos que hay gente que quiere hacerte daño y queremos
detenerlos, pero para eso necesitamos tu colaboración.
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Is lo observaba con los ojos muy abiertos. Había miedo y desconfianza en
su mirada. Néstor se preguntó qué tipo de infierno habría vivido esa chica
para terminar en ese estado.
—Es evidente que conseguiste huir de quienes te hicieron daño —
continuó Salazar—. Eso nos demuestra que eres una chica muy valiente.
Encontramos huellas de un perro cerca del lugar donde fuiste rescatada. ¿Te
persiguieron con un perro?
Is se retrepó en la cama, soltó un gemido y se abrazó a la mano de Sofía.
Estaba claro que eso era un «sí».
—De acuerdo. Tranquila. Eso ya pasó. Encontramos otras huellas. ¿Había
alguien más huyendo contigo?
La joven sacudió la cabeza para negarlo. Salazar suspiró aliviado. No
quería mencionar allí que hubo un disparo y que encontraron sangre, porque
existía la posibilidad de que fuera de alguien cercano a la chica.
—Muy bien. Estás siendo muy valiente, Is —le repitió el inspector para
reforzar su confianza en sí misma—. Necesito saber si conoces a los Avana.
Vicente, Natalia y Diego.
Is asintió con sacudidas violentas de la cabeza, gimiendo y sosteniendo
con más fuerza el brazo de la subinspectora como si buscara protección. La
reacción no se le escapó a Salazar.
—Is, te haré una última pregunta y te dejaré en paz. Necesitamos saber si
Natalia, Vicente y Diego también fueron víctimas de los sujetos que te
persiguieron.
La chica lo miró fijamente como si estuviera haciendo un esfuerzo.
Asintió despacio y articuló las palabras con dificultad.
—Le dije a Nati que no lo hiciera, que era peligroso, pero no me escuchó
—estalló en llanto y continuó hablando entre sollozos—. ¡Los mataron! ¡Un
escarmiento! Eso dijeron. Nos enseñaron sus cadáveres. Están muertos.
¡Muertos!
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Después de varias entradas y salidas del personal de enfermería, de una
visita del médico de guardia que fulminó con la mirada a los dos policías, y
de no pocos reproches murmurados en voz baja, la enfermera jefe suministró
un sedante a la joven paciente, quien poco a poco se fue tranquilizando hasta
sumirse en un profundo sueño.
—Creo que aquí ya no podemos hacer más —murmuró el inspector.
—Aquí ya han hecho demasiado, señor Salazar —le espetó Yolanda en
tono de reproche.
—Lamentamos mucho que Is…
—¿Quién?
—Is. Ese fue el nombre que le dio la víctima a la subinspectora.
—Lo registraré en la historia. No teníamos idea de cómo identificarla.
¿Cómo es que consiguió que le revelara su nombre? —le preguntó a Sofía con
franca admiración.
—Supongo que con un poco de paciencia y trato amable. —Fue la
respuesta de Garay. Néstor la hubiera besado.
Bueno, tenía que reconocer que hubiera querido besarla en cualquier
circunstancia, pero… Ejem… Esa era otra historia. Las palabras de la
subinspectora golpearon a la enfermera jefe donde más le dolía. En su ego.
—Supongo que esas son las mejores herramientas en un caso así —
reconoció Yolanda—. ¿Alguna vez ha considerado dedicarse a la enfermería,
subinspectora?
—Es lo que hubiera querido mi madre, pero yo soy feliz como policía.
—Comprendo —afirmó la enfermera, con expresión de no comprender
nada.
—Señora Olmos —intervino Salazar, aprovechando la desventaja
temporal de su interlocutora—. Debe ser consciente de que la señora Is corre
peligro. Los hombres de los que huía podrían atentar contra ella para que no
los delate. —La enfermera abrió mucho los ojos, porque ese era un terreno
donde se sentía insegura—. Mientras permanezca ingresada habrá siempre un
oficial en la puerta para protegerla, pero es necesario restringir el número de
personas que puedan tener acceso a ella.
—¿Qué es lo que quiere decir, inspector?
—Confiamos en usted —la aduló Néstor—. Necesitamos que nos
proporcione una lista de los médicos de confianza que la atenderán, así como
de las enfermeras, aunque me gustaría que durante su turno lo hiciera usted en
persona.
—Cuente con ello, inspector.
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—¿Qué tanto conoce a la joven que la acompaña en este momento?
—Soy amiga de su madre y la conozco desde que era una niña. Es una
excelente enfermera, paciente y muy dulce. La persona ideal para acompañar
a alguien en el estado emocional de la señora Is.
—Perfecto. En ese caso daremos las instrucciones pertinentes al guardia
de la puerta y nos marcharemos. Le agradeceríamos que nos avisara cualquier
cambio en el estado de la víctima. Sospechamos que hay al menos una familia
en peligro y su testimonio podría ser de mucha ayuda para protegerlos.
—De acuerdo. Los mantendré informados.
—Gracias, señora Olmos. Nunca se lo dije, pero mientras estuve
ingresado, usted era mi enfermera favorita —volvió a adularla el inspector
con descaro. Sofía le lanzó una mirada de «no te pases», pero la sonrisa de
satisfacción de Yolanda le confirmó que había colado. Néstor había aprendido
que nada era tan fácil de creer como lo que se quería escuchar. Por
inverosímil que resultara.
Salieron del hospital en dirección a «San Miguel». Salazar le pidió a Sofía
que condujera ella el Corsa y aprovechó la oportunidad para volver a llamar a
doña Gertrudis, pero el móvil estaba fuera de cobertura. Quiso comunicarse
entonces con el Centro de Servicios Sociales, pero todas las líneas estaban
ocupadas. Cuando la subinspectora detuvo el coche frente a la comisaría,
Néstor decidió que tendría que posponer la llamada. Ya era hora de que
comenzara la primera reunión del día.
Saludaron al paso a García y a Lali mientras subían al segundo piso.
Todos los demás estaban allí. Incluso el comisario esperaba recostado sobre
uno de los escritorios, con expresión impaciente.
—¡Ya habéis llegado! —exclamó Ortiz—. ¿Qué pasó con la chica? ¿Está
bien? ¿Habéis averiguado qué hacía corriendo en plena noche en medio de la
nada?
—Son muchas preguntas, comisario —respondió Salazar—. La chica está
a salvo. En cuanto a su estado de salud, es difícil decirlo. No se encuentra
herida, pero sí desnutrida y aún no se recupera del choque emocional.
Néstor y Sofía pasaron a explicar en detalle todo lo relacionado con el
rescate de la joven en la carretera, los hallazgos en el terreno y la entrevista
que tuvieron después en el hospital con la víctima.
—Joder. ¿Queréis decir que la chica que apareció anoche en la carretera
tiene relación con el asesinato de los Avana y la desaparición de los Vilaró?
—preguntó Remigio.
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—Estamos seguros, al menos con los Avana —confirmó el inspector jefe
—. Por lo poco que pudo decir, ella conoció a la familia y trató de convencer
a Natalia de que no hiciera algo, pero por lo visto no tuvo éxito. También nos
confirmó que a la familia la asesinaron y les mostraron los cadáveres «como
escarmiento».
—¿«Como escarmiento»? ¿Pero entonces, de qué estamos hablando aquí?
—se escandalizó Manuel.
—Está claro que los homicidios no son perpetrados por una sola persona
—puntualizó Néstor—. Sabemos que con respecto a los Avana, al menos
intervinieron tres. Así que es probable que hablemos de una organización
criminal. Por otro lado, había huellas de varios individuos en el campo a
través del cual fue perseguida Is.
—Is. ¿Ese es el nombre de la última víctima? —Quiso precisar Diji.
—Es correcto —confirmó Sofía—. Fue el nombre que me proporcionó
ella misma después de mucho insistir. Aunque tal vez se trate de un apodo, o
un diminutivo.
—Supongo que no te dio su apellido —señaló Miguel.
—No.
—Is podría ser el diminutivo de Isabel —sugirió Manuel.
—O de Isaura. De Isadora. De Isis —razonó Santiago—. Podría ser el
diminutivo de un apodo. No creo que nos permita identificarla.
—Estoy de acuerdo —señaló Salazar—. Es más importante que nos
centremos en las evidencias y los hechos. Ya tomamos las primeras medidas
para tratar de identificarla. Por otro lado, en el terreno se encontraron huellas
de un perro grande. Ella misma nos confirmó que lo usaron para perseguirla.
—Como a los Avana —apuntó Diji.
—Solo que en el caso de Vicente Avana, el perro sí le dio alcance —
intervino Miguel.
—Eso explica por qué es el único miembro de la familia que tenía heridas
por mordeduras —dijo Salazar—. Los Avana también debieron ser
perseguidos por estos hombres y su perro, tal vez por ese mismo campo. Es
casi seguro que Vicente Avana se enfrentó al animal para proteger a su
familia.
—La ubicación del campo es diametralmente opuesta al lugar donde
fueron encontrados los cadáveres —puntualizó Remigio.
—Lo cual tiene mucha lógica si lo piensas. Quienes los persiguieron y
asesinaron querrían que las pesquisas se llevaran a cabo lo más lejos posible
de ellos. Por eso movieron los cadáveres.
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—¿Cómo es que el perro alcanzó a Vicente Avana, pero no pudo detener
a la chica?
—Habría que conocer las circunstancias en las que se dieron ambas
persecuciones.
—¿La sangre que encontró científica en el campo no podría pertenecer a
uno de los Avana? —sugirió Diji.
—No lo creo —descartó Néstor—. Esta sangre era bastante fresca.
Además, los elementos meteorológicos hubieran barrido la evidencia después
de dos días a la intemperie.
—En ese caso, estamos como al principio. —Se quejó Remigio—. Y esto
se complica cada vez más.
—Por cierto, ¿pudiste averiguar algo en las edificaciones detrás del muro
blanco? Es lo más cercano que hay en la zona. La chica pudo provenir de allí.
—No lo creas. Detrás del muro hay una bodega muy exclusivista. Según
el segurata, la mayor parte de las edificaciones son depósitos que se
encuentran vacíos desde hace más de setenta años. Cuentan con muy poco
personal y producen vino en pequeñas cantidades, por encargo.
—¿Por encargo?
—Así es. Al parecer es un caldo de primera calidad. Tienen una forma
muy peculiar de mercadeo. Salen a subasta a través de una página web con
una oferta limitada y los clientes pujan por las pocas existencias.
—Debe ser muy costoso —señaló Miguel.
—Solo para sibaritas —confirmó Remigio.
—¿Conocemos el nombre de ese vino?
—«Conarvid».
—No lo había escuchado en mi vida —reconoció Pedrera.
—Claro que no. Seguro que tú solo tomas el del tetra pack del «super» —
bromeó Remigio.
—Seriedad, caballeros —intervino el comisario, poniendo orden—. ¿Qué
más averiguaste, Toro?
—No mucho más. No me permitió entrar. Me dijo que tendría que llevar
una orden para poder hacerlo.
—Tal vez podamos intentar visitarlos en horario laboral y hablar con el
gerente.
—No, no funcionan así. Tampoco llevan a cabo catas. El lugar está
cerrado la mayor parte del tiempo. Según el vigilante, todo el personal
administrativo trabaja por internet desde su casa. El complejo cobra vida
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desde la siembra hasta la cosecha y mientras elaboran el caldo. Pero a estas
alturas del invierno, allí no queda ni el gato.
—Todo eso suena muy extraño —opinó Diji—. ¿No podríamos conseguir
una orden para un registro de ese lugar?
—De momento no tenemos evidencias —reconoció Santiago—. A menos
que no haya otra explicación acerca de dónde pudo provenir la última víctima.
—No es suficiente —argumentó Salazar—. Si bien es la construcción
visible desde el camino, siempre existe la posibilidad de que los sujetos que
buscamos estuvieran trasladando a la joven y ella escapara del vehículo.
—Además de que en realidad no es la única construcción de la zona —
señaló Remigio—. Es la que resulta visible desde el lugar de los hechos, sí,
pero existen tres empresas más en cinco kilómetros a la redonda.
—Ocúpate tú mismo de visitarlas, Remigio —le ordenó el comisario.
—Lo que ordene, jefe.
Ortiz suspiró, mientras pensaba que aquel caso se complicaba cada vez
más. Por si no fuera suficiente con el asesinato de la familia Avana y la
desaparición de los Vilaró, ahora surgía de la nada esta nueva víctima, de la
que no conocían ni su identidad, ni qué era lo que le había ocurrido.
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Capítulo 19
—¿Sabemos algo del bebé del que habla la chica? —preguntó Santiago.
—Me temo que nada —reconoció Néstor—. Cada vez que se lo
mencionábamos a Is, ella caía en una crisis de llanto. Solo repetía esas dos
palabras, pero no pudimos dilucidar qué fue lo que le ocurrió a la criatura.
—Tenemos que resolver este caso lo antes posible —presionó el
comisario—. Si ese bebé está vivo y en manos de esos desalmados…
—Nos dejaremos la piel para resolverlo —sentenció Salazar,
comprendiendo los sentimientos de Santiago.
Néstor miró a su alrededor. Aquel caso estaba minando la moral del
grupo. Después de todo, las víctimas eran familias y cada uno pensaba en sus
propias novias, esposas e hijos, quienes los tuvieran. Palmeó con fuerza un
par de veces para romper el ensimismamiento de sus compañeros, y hasta de
su jefe.
—Muy bien. Ya habéis escuchado. Debemos apresurarnos y el caso no se
va a resolver solo. Miguel, ¿tenemos algún avance en las experticias forenses?
—Hablé con el laboratorio. Llevarán a cabo la comparativa entre los
cabellos encontrados en el piso de los Vilaró y la gota de sangre en el coche
siniestrado de los Avana. Les metí caña. Prometieron los resultados para esta
tarde.
—Perfecto. Regresa al laboratorio. Barros ya debe haber registrado las
muestras de sangre encontradas hoy en el campo. Que también las comparen
con las que ya tenemos. Debemos averiguar quién resultó herido durante la
escaramuza de anoche.
Néstor observó de reojo a su hermano. Ya se había recuperado del
repentino bache emocional y volvía a ser él mismo. Dejó que retomara las
riendas de la reunión con su imponente vozarrón.
—Diji, ¿encontraste a los Vilaró en Cádiz?
—No, comisario. Primero hice una búsqueda para comprobar si existía
algún contrato de compra-venta, o alquiler, a nombre de alguno de los Vilaró.
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El resultado fue negativo. Tampoco abrieron nuevas cuentas bancarias,
aunque las que ya tenían fueron cerradas antes de su desaparición.
—¿Qué pasó con el dinero?
—Lo retiraron en su totalidad.
—¿De qué banco?
—De la Caja de Haro.
—Muy bien. Ocúpate de visitar el banco para averiguar cuándo retiraron
el dinero, cómo, y si hay una transferencia como en el caso de los Avana, a
quién. Lo compararemos con lo que ya sabemos de la otra familia. A ver si
encontramos un patrón.
—Sí, señor. Al no existir ningún registro, o rastro financiero, me
comuniqué con la Jefatura Superior de Policía en la ciudad y acordamos que
la búsqueda se extendiera a toda la provincia —continuó el subinspector
Cheick—. Los Vilaró eran vecinos de Jerez de la Frontera, pero abandonaron
la ciudad hace quince años.
—Eso fue cuando se trasladaron a Haro —apuntó Miguel.
—Sí, pero según la Policía de Cádiz no han regresado.
—Tal vez mintieron en sus trabajos, al igual que los Avana —sugirió
Remigio.
—Todo apunta a que así fue —confirmó Cheick.
—¿Tienen familia en Cádiz? —Quiso saber el comisario Ortiz.
—Sí. Los padres de él están vivos y tiene una hermana. El padre sufre de
Alzheimer y se encuentra ingresado en una institución. La madre es muy
anciana, así que requiere cuidados especiales. Pude hablar con su hermana,
Graciela Vilaró. Está muy enfadada con David y su cuñada.
—¿Por qué?
—Dice que él era muy cercano a su madre. La llamaba casi todos los días,
estaba pendiente de sus necesidades y en la medida que se lo permitía su
trabajo hacía viajes de dos o tres días para verla. También llevaba de visita a
sus nietos en las vacaciones de verano y navidad. El hijo perfecto. Pero hace
dos años recibieron una llamada en la cual Vilaró les informó que llevarían a
cabo un viaje, que pasarían un tiempo fuera, así que se comunicarían menos.
A Graciela le sorprendió, porque con las actuales tecnologías es difícil
encontrar un lugar desde donde no puedas comunicarte, pero asumió que su
hermano necesitaba un poco de espacio y no indagó más. Al cabo de un par
de meses comenzó a preocuparse, porque aún no tenía noticias de David. El
hermano de Ágata, su único pariente vivo tampoco sabía nada. Graciela me
confesó que estuvo a punto de llamar a la Policía y reportar la desaparición de
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su hermano, su cuñada y sus sobrinos, pero en vista que él mismo le había
anunciado que estaría ausente por una larga temporada, temió estar haciendo
una tormenta en un vaso de agua y se quedó tranquila.
—Han pasado dos años —señaló Remigio—. ¿En todo este tiempo no ha
sospechado nada?
—Por lo visto, hubiera sospechado que algo malo ocurría si no hubiera
tenido noticias suyas, pero después de cuatro meses le llegó una postal. A
partir de entonces las ha recibido cada cierto tiempo.
—¿Una postal? —preguntó Néstor, muy sorprendido—. ¿Quién envía
postales hoy en día?
—También a ella le resultó extraño —reconoció Diji—. En especial
porque su hermano es muy aficionado a la tecnología, pero al menos eran
noticias, así que no se hizo más preguntas.
—¿Desde dónde eran enviadas?
—Desde diferentes ciudades de Europa.
—¿Cuántas postales recibió?
—Me dijo que hasta ahora le han llegado seis. Por lo que me contó no
dicen mucho. Solo que están bien y que aún no tienen intenciones de regresar.
—Sería interesante hacer el peritaje de esas postales —sugirió Néstor.
—Ya se las pedí. Las enviará por encomienda urgente. Espero que lleguen
hoy mismo.
—¿Cuál es el motivo del enfado de Graciela con su hermano? —preguntó
Sofía, aunque ya lo sospechaba.
—Su ausencia. De preocuparse por la salud de sus ancianos padres a pasar
de todo en pocos días. Estos dos años de ausencia han deteriorado mucho la
salud de la madre, desencadenando una fuerte depresión.
—De hijo preocupado a pasota. Es cuando menos extraño —reconoció
Santiago—. ¿Qué hay de Ágata? ¿Pudiste hablar con su hermano?
—Sí, pero me aportó mucho menos. Nunca fueron muy unidos, así que el
distanciamiento ya venía desde mucho tiempo atrás. No le sorprendió la falta
de noticias.
—Así que él no recibió llamadas, ni postales —precisó Néstor.
—No.
—De acuerdo, veamos qué conseguimos sacar en claro de esas postales
—puntualizó el comisario—. ¿Fueron escritas por el propio David Vilaró?
—De su puño y letra.
—Pasemos entonces a otra cosa. Manuel, ¿qué pudiste encontrar de
Gilberto Salas?
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—Nada en absoluto en Haro, señor. No hay registros de propiedad, o
alquiler, cuentas bancarias, no posee tarjeta de crédito, ni ha pedido nunca un
préstamo. No está empadronado en esta provincia. No hay registro de trámites
de DNI, o pasaporte de ningún habitante de La Rioja con ese nombre.
—¿Investigaste en el resto de la península? —Quiso saber el inspector
jefe.
—Sí, por supuesto. En este caso encontré a dos personas que responden al
nombre de Gilberto Salas. Uno vive en Barcelona y otro en La Coruña. Los
investigué a ambos. Al que vive en Barcelona podemos descartarlo.
—¿Por qué? —Preguntó el comisario.
—Porque tiene noventa y cinco años. Además, sufre de demencia senil. El
gallego, en cambio, es un maestro de escuela de cuarenta.
—Un maestro de escuela con más de un millón de euros en las Bahamas.
No suena muy coherente —reconoció Néstor—. Encárgate tú mismo de
investigarlo, Manuel. A ver si tiene alguna conexión con los Avana, o con los
Vilaró. Debemos precisar si fue el beneficiario de los fondos desfalcados del
fideicomiso.
—Bahamas es un paraíso fiscal —apuntó Miguel—. No nos
proporcionarán información.
—Esperemos que no sea necesario traspasar las fronteras para conseguir
respuestas —opinó Néstor—. Antes de hablar con el maestro pídele una orden
a Aristigueta, e indaga acerca de sus finanzas. Hay dos cosas que no se
pueden esconder: la tos y el dinero. Trata de precisar si hay dispendios que no
puedan ser justificados con su sueldo.
—De acuerdo. Me pongo a ello.
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se quejaba de que eran muchas las ocasiones en las que Vicente tuvo que
«prestarle» para supuestos proyectos, aunque sabía que si no lo hacía su
hermano pasaría hambre, pues la mensualidad que recibía del fideicomiso la
gastaba en menos de quince días.
—¿Gastaba cinco mil euros en quince días todos los meses? —preguntó
Manuel con sorpresa—. ¿En qué?
—En licores, bacanales, invitaciones fastuosas a todos sus conocidos.
—¿Drogas?
—Es probable. Tiene antecedentes por drogas en su adolescencia.
—¿Era camello?
—En realidad, no. Cuando Julián tenía diecisiete años, sus padres se
ausentaron por un viaje. Su hermano residía en la Universidad, así que la casa
familiar quedó a su disposición. Organizó una fiesta bastante ruidosa. Cuando
la Policía acudió por las quejas de los vecinos encontraron sustancias ilícitas.
La investigación determinó que era Avana quien las había llevado a la fiesta
para proporcionárselas a sus amigos. Fue encontrado culpable de «inducción
al consumo» y sentenciado, pero como era menor de edad, no tenía
antecedentes y la pena no llegó a los dos años, se libró con trabajos
comunitarios.
—Así que el más joven de los Avana es un «pieza» —comentó Miguel—.
¿Y un sujeto así se quedó tranquilo después de que el hermano lo dejara sin
blanca? No me lo trago.
—Es ahí a dónde quiero llegar —señaló Sofía—. No se interpuso ninguna
denuncia después del desfalco por parte de Julián. Ni por la desaparición de
su hermano, ni del dinero.
—No debió sorprenderle que su hermano desapareciera después de
robarle más de un millón de euros —opinó Remigio—. Lo extraño hubiera
sido que se quedara en Haro.
—Lo que es más llamativo es que no hiciera nada para encontrarlo, o
recuperar su dinero. ¿Tienes idea de la razón, Sofía? —Quiso saber Néstor.
—Me hice la misma pregunta —reconoció la subinspectora—. Se me
ocurrió que Julián Avana debía tener una razón de peso para ocultar la
existencia de ese dinero. Sin embargo, sabemos que su origen es del todo
legal, producto de una herencia, así que…
—La única explicación es que ocultara su existencia a Hacienda para
evadir los impuestos —concluyó el inspector jefe.
—Es lo mismo que yo pensé. Me comuniqué con Hacienda y pude
comprobar que Julián Avana nunca declaró el ingreso de esos sesenta mil
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euros anuales. Según él, subsistía con la venta de sus cuadros, lo cual no llega
a mil euros.
—¿Al mes? —preguntó Diji.
—Al año. Además cobra el paro.
—¡No me jodas! —exclamó Pedrera.
—Se emplea durante un año como repartidor, chófer, empleado de
limpieza, o cualquier trabajo similar. Luego se hace despedir y cobra el paro
por 21 meses.
—Así que no podía denunciar el robo del fideicomiso sin delatarse a sí
mismo —señaló Remigio—. Tendría que pagarle una fortuna a Hacienda y
enfrentar cargos por evasión, además de fraude por cobrar el paro.
—Es correcto —confirmó Garay—. Esa es la verdadera razón por la que
no denunció a su hermano cuando se dio a la fuga con su dinero.
—¿Y qué hizo? —preguntó el comisario—. ¿Se quedó de brazos
cruzados?
—Es lo que parece.
—No lo creo —opinó Salazar—. Un sujeto que es capaz de todo lo que
has descubierto, no se conformaría con tanta facilidad. Ese dinero era lo único
que le permitía llevar el estilo de vida que le gusta, así que no creo que se
conformara. No podía hacer mucho a través de las vías oficiales sin
comprometerse a sí mismo, pero disponía de otras alternativas.
—¿Qué estás sugiriendo, Néstor? —Quiso saber Ortiz.
—Que debemos averiguar en las calles acerca de este asunto —respondió
el inspector jefe—. No me sorprendería que hubiera empleado medios poco
ortodoxos para dar con Vicente, recuperar el dinero y quién sabe si de paso,
cobrar venganza. Además, pienso que sería conveniente interrogarlo.
—No me incomoda la idea. —Lo respaldó Santiago—. Continúa.
—No tenemos nada en concreto para relacionarlo con el asesinato de la
familia Avana, pero gracias a los descubrimientos de Sofía, disponemos de
pruebas suficientes de fraude y evasión como para ponerlo a la sombra una
buena temporada. Creo que debemos indagar los movimientos de este
individuo, arrestarlo y luego confrontarlo. Es probable que hagamos
descubrimientos interesantes.
—¿Sospechas que él asesinó a su hermano y su familia? —preguntó
Manuel.
—No lo descartaría sin investigarlo —argumentó Néstor.
—Estoy de acuerdo —señaló Santiago—. ¿Quieres ocuparte de esto,
Néstor? Estoy seguro de que tus contactos nos pueden aportar información
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interesante.
—Muy bien. Me haré cargo de Julián Avana, aunque debo reconocer que
alguna pieza no encaja en esa teoría. Como la desaparición de los Vilaró, o la
aparición de Is.
—¿Y si son dos casos diferentes? —sugirió Diji—. Quiero decir, hemos
asumido que están relacionados por el hallazgo del carné de la señora Vilaró
en el bolsillo de Natalia Avana, pero ¿y si existiera otra explicación para ello?
—Lo veo un poco rebuscado, la verdad —discrepó el comisario.
—Además, no debemos olvidar al perro —señaló Salazar—. Los Avana
se enfrentaron a uno, como evidencian las mordeduras que tenía Vicente. Por
otro lado, por las huellas y el interrogatorio a Is sabemos que un perro grande
la persiguió. También debemos tomar en cuenta el estado de las víctimas.
—¿A qué te refieres? —Quiso saber el comisario.
—Tanto los Avana como la joven muestran claras señales de desnutrición.
En otras palabras: han pasado hambre. Como coincidencia me parece
demasiado.
—Vamos a suponer que Julián encontró a Vicente y en venganza por el
robo lo asesinó junto con su familia —sugirió Remigio—. ¿Qué relación
podría tener con la desaparición de los Vilaró y qué sentido tendría perseguir
a Is?
—¿Tal vez ambas familias colaboraron en el desfalco y por eso se
convirtieron en objetivo de la venganza de Julián?
—David Vilaró es agrónomo y Ágata, maestra —puntualizó el inspector
jefe—. No veo qué relación pudieran tener con el desfalco que cometió
Vicente, o cómo podrían haberlo ayudado. Además, los Vilaró también
vendieron sus propiedades y vaciaron sus cuentas. Su perfil se aproxima más
a las víctimas que a los victimarios.
—¿Qué me dices de la chica? De Is. —Quiso saber Pedrera.
—Ni siquiera sabemos quién es en realidad —reconoció Néstor—. Todo
hace pensar que también es una víctima, pero no podría asegurarlo.
—¿Tal vez colaboró con Vicente en el desfalco y quisieron ajusticiarla de
la misma forma que los Avana, pero se les escapó? —sugirió Remigio—.
Podría ser que el caso diferente fuera el de los Vilaró. Todavía no sabemos
qué ha sido de ellos.
—¿Y dónde dejamos a Gilberto Salas? —les recordó Diji—. Todavía no
sabemos qué papel juega en todo esto.
—Este caso tiene más aristas que un puerco espín. —Se quejó Remigio—.
No hay por dónde afrontarlo.
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—A ver, señores. Seamos disciplinados y no desesperemos —les
recomendó Néstor—. Todas las evidencias apuntan a que se trata del mismo
caso. De modo que si no aparecen nuevas pruebas que demuestren lo
contrario, seguiremos en la misma vía.
—Estoy de acuerdo con el inspector jefe —lo respaldó Santiago—.
Remigio, ¿averiguaron algo tus informantes acerca de Gilberto Salas?
—Nada, señor. El tío es un fantasma. Nadie lo había escuchado nombrar
hasta ahora.
—Tal vez esté limpio —sugirió Manuel.
—Tiene una cuenta en un paraíso fiscal que fue el destino del dinero de
un desfalco —discrepó Miguel—. ¿Cómo va a estar limpio?
—Es posible que este fuera su primer delito —respondió Manuel,
defendiendo su punto—. Que se haya beneficiado de un desfalco no significa
que sea un delincuente habitual.
—Manuel tiene razón —lo respaldó Néstor—. Podría tratarse de un
ciudadano común con un umbral de honestidad bajo, que haya cedido a la
tentación de ganar una importante cantidad de dinero sin esfuerzo.
—Eso nos regresa al maestro —opinó el comisario—. ¿Tú has descubierto
algo con tus contactos, Néstor?
—Esta tarde debería tener una respuesta.
—Muy bien. ¿Qué medidas habéis tomado para descubrir la identidad de
Is?
—López debe estar en este momento en el hospital tomándole las huellas
digitales y una muestra de ADN —respondió Salazar—. También le pedimos
a científica que enviara un fotógrafo para que podamos preguntar a todos los
relacionados con los Avana y los Vilaró, por si alguno de ellos la puede
reconocer.
—Muy bien. Encárgate tú de la chica, Sofía.
—Sí, señor.
—Esperemos que las indagaciones sean fructíferas.
En ese momento sonó el móvil del inspector jefe y cuando vio de quién se
trataba se le quedó la mente en blanco. El número que apareció en la pantalla
correspondía a doña Gertrudis.
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Capítulo 20
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Llamaron a la puerta y el corazón de Néstor dio un vuelco. Apenas le dio
tiempo de quitarse el gabán, colgarlo del perchero, alisar un poco el traje con
las manos y atusarse el cabello. Luego abrió la puerta.
Ante él se encontraba doña Gertrudis sosteniendo una maleta. A su lado
había un pequeño muy delgado, envuelto en un abrigo de lana. El chico tenía
el cabello castaño abundante y revuelto. Los ojos, grandes como canicas
negras se enfocaron en Salazar. La mirada de Salvador estaba cargada de
miedo, incertidumbre y desconcierto.
Néstor sintió que se le encogía el corazón, porque aquella mirada le
recordó la de Gabriel, su pequeño hermano asesinado de un golpe por su
padrastro. Era la misma expresión que solía tener Gabriel cuando se
desataban las trifulcas en su casa y su padrastro, un maltratador, golpeaba a su
madre sin piedad.
Salazar siempre se sintió culpable por no haber podido evitar que aquella
mala bestia causara la muerte de su hermano. De manera que todas sus
resoluciones y su lógica se desplomaron en cuanto lo atravesó la mirada del
chiquillo.
—He visto que me ha llamado varias veces, inspector —dijo doña
Gertrudis—. Lamento no haberle respondido de inmediato, pero estaba en la
estación esperando a Salvador y allí hay muy mala cobertura. ¿Quería
decirme algo?
—Nada importante. —Se escuchó decir Néstor—. Pasen por favor. Así
que tú eres Salvador. Encantado de conocerte. No sé si te lo habrán explicado,
pero yo soy tu padre.
—Lo sé —respondió el niño, cambiando la mirada de desamparo por una
de reproche—. También sé que nunca me ha querido. Mi abuela me lo contó
antes de morir, así que no es necesario que se haga el simpático conmigo.
Néstor enarcó las cejas. Por lo visto, la relación con Salvador no
empezaba con buen pie. Recordaba a la madre de Sara. Una mujer estirada y
chapada a la antigua, que nunca aprobó que vivieran juntos sin haberse
casado. Pero ¿por qué le habría contado la vieja arpía al chiquillo que él no lo
quería? ¡Cómo iba a quererlo si no tenía idea de su existencia!
—Ya tendremos tiempo de hablar sobre eso, Salvador. Y también de
conocernos mejor.
—Sí, claro.
—Señor Salazar. ¿Tiene usted la tarde libre, o debe regresar al trabajo?
—Debo volver a la comisaría, doña Gertrudis, pero no se preocupe. Estoy
seguro de que Dika puede quedarse con Salva hasta que yo regrese.
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—Mi nombre es Salvador —protestó el chiquillo—. Solo mi madre y mis
amigos me llaman Salva. Y usted no es uno de ellos.
—De acuerdo. Será como quieras, Salvador.
—¿Está seguro de que podrá arreglárselas? —Quiso saber la trabajadora
social, al ver la actitud hostil del niño.
—Todo estará bien, doña Gertrudis. No se preocupe.
La mujer suspiró, no muy convencida, se dio media vuelta y se marchó.
Salazar cogió la maleta, la llevó a la habitación y la puso sobre la cama.
Salvador se quedó sentado en el sofá, mirándose la punta de los zapatos. Al
cabo de un momento, Néstor regresó a la sala.
—¿Quieres merendar algo? —La palabra «merendar» hizo que Paca, que
se había refugiado en su cesta, levantara la cabeza para prestar atención—.
Aún faltan un par de horas para el almuerzo. Si tienes hambre…
—Estoy bien. ¿No tenía que irse a trabajar?
—Yo preferiría que me tutearas, Salvador. Y no te voy a dejar solo.
—¿Por qué no? Ya tengo ocho años. Y cuando mi madre está enferma,
soy yo quien la atiende.
—Es admirable, pero no sería un padre responsable si te dejo solo. ¿No
crees?
—Nunca ha sido un padre responsable —le reprochó el chiquillo—. Es
más, nunca ha sido un padre. ¿Por qué no sigue con su vida y me deja en paz?
Néstor se sintió desconcertado. Era capaz de sacarle información a
cualquier delincuente gracias a su astucia, pero frente a aquel chiquillo se
sentía torpe y sin argumentos, entre otras razones porque debía cuidar que sus
palabras no lo lastimaran.
—Escucha, Salvador —dijo en voz baja mientras se sentaba frente a él—.
Estás enfadado y lo comprendo. Tienes razón de sentirte así. Por otro lado, no
sé por qué tu abuela te dijo que yo no te quería. Verás, las circunstancias
hicieron que tu madre no me contara que estaba esperando un hijo mío y esa
fue la razón de mi ausencia. De haber sabido que existías, nadie habría podido
impedirme ejercer mi paternidad. ¿Lo entiendes?
—No le creo. Mi abuela nunca mentía. Y ella me dijo que usted no me
quería. Que cuando supo que mi madre estaba embarazada quiso que abortara.
¿Lo va a negar?
—¡Por supuesto que lo niego! ¡Eso no es verdad!
Salvador apretó los labios, cerrándose en banda. Salazar comprendió que
estaba pasando por la curiosa experiencia de ser interpelado por un niño de
ocho años. Y no había salido bien librado. Suspiró. Aquello llevaría tiempo.
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—Bien. Te lo dejaré claro —sentenció Néstor con voz firme—. Te guste o
no, ahora estás bajo mi responsabilidad. Tienes solo ocho años, así que por
ningún motivo voy a dejarte solo. Llamaré a una amiga que trabaja en el bar
que está junto al portal. Ella te hará compañía hasta que yo pueda volver del
trabajo. Podéis aprovechar el tiempo para desempacar. Yo regresaré al
anochecer.
Salvador se encogió de hombros sin levantar la mirada de la punta de sus
pies.
—¿Y en este piso no hay ni siquiera un televisor? Pues qué mierda.
—No lo hay porque nunca veo la televisión. Solo los noticieros y para eso
es suficiente el ordenador. Sin embargo, entiendo que las cosas han cambiado.
En cuanto tenga oportunidad haré que traigan un televisor, pero con una
condición.
—¿Cuál?
—Cuidarás tu vocabulario. Y será mejor que trates con amabilidad a Dika,
que nos está haciendo un favor a ambos. ¿Estamos de acuerdo?
—No tengo nada contra esa Dika. ¿Quién es? ¿Su novia?
—Es la novia de mi mejor amigo y una buena amiga. Voy a llamarla, pero
antes quiero que te comprometas a ser respetuoso y amable con ella.
—¿O qué?
—Te puedes ir olvidando del televisor.
—Está bien, acepto. Si no lo hago, moriré de aburrimiento.
Quince minutos después, el inspector salía de la buhardilla habiendo
dejado a Salvador con Dika, que no paró de alabar al chiquillo por lo guapo
que era. Cuando Néstor cerró la puerta a sus espaldas, Paca levantó la mirada.
Ya se había vuelto a marchar sin dejarle la merienda. Estos humanos nunca
aprendían.
Después de dejar a Salvador con Dika y antes de regresar a sus tareas,
Salazar se detuvo en «La Callecita», el bar de Gyula, para tomarse un café y
conversar con su amigo. Llevaba clavada en el alma la mirada de desamparo
de Salvador y necesitaba una dosis de realidad mundana para sacudirse la
congoja que el chiquillo le había causado. Pese a su decisión de no recibir al
niño hasta llevar a cabo algunas verificaciones cuando comprendió que se
había dejado llevar por los acontecimientos, en cuanto vio al chaval con la
actitud hostil con la cual pretendía esconder su fragilidad, la determinación de
Néstor se vino abajo. El recuerdo de sí mismo entrando al Centro de Acogida,
el de Gabriel encogido llorando, oculto en el armario del dormitorio de ambos
cuando su padrastro descargaba sus frustraciones golpeando a su madre y
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algunas veces también a Néstor. Todas esas imágenes lo asaltaron a traición
frente al evidente miedo del chiquillo. Imaginó lo que habría representado
para Salvador separarse de su madre, abandonar su hogar, su escuela, su
ciudad, para ser arrastrado a un lugar desconocido junto a un hombre que
según le habían contado no quería saber nada de él.
Se preguntó por qué la vieja arpía, la madre de Sara, le había mentido a su
nieto al decirle que su padre no lo quería y había hecho lo posible para que
fuera abortado. Era consciente de que la muy bruja no lo quería a él como
yerno, que se alegró mucho cuando Sara lo abandonó, pero le pareció que lo
que le había dicho a Salvador era en extremo cruel. De cualquier manera,
Néstor estaba decidido a cuidar del chiquillo el tiempo que fuera necesario, de
la mejor forma posible. No podía permitir que terminara en una institución.
Tendría que aprender a ser padre.
Con estos pensamientos en la cabeza llegó hasta el bar, saludó al camarero
al pasar y le pidió un café. Luego se sentó en su mesa. Cuando le sirvieron la
infusión preguntó por Gyula. El empleado le pidió que esperara que fuera a
buscarlo. No había tomado el segundo sorbo cuando vio a su amigo
aproximarse.
—Hola Néstor. Me dijo Dika que subía para cuidar del chiquillo. ¿Qué tal
vuestro primer encuentro?
—Me temo que no fue lo que esperaba —confesó el inspector.
A continuación le contó los detalles desde que doña Gertrudis se presentó
con el chaval, hasta que él salió de la casa. Su amigo se echó hacia atrás en el
asiento.
—Pues lo tienes crudo, amigo. Vas a tener que ganártelo. ¿Serás capaz?
—Haré mi mejor esfuerzo —prometió Salazar encogiendo un hombro,
mientras tomaba otro sorbo de café—, pero recuerda que no depende solo de
mí. Al final será el chico quien decida cómo será nuestra relación. Lo que sí
puedo asegurarte es que haré lo que pueda para que se sienta lo mejor posible.
—Es muy noble de tu parte, colega, pero eso no me sorprende. ¿Puedo
ayudar en algo?
—De hecho, sí. Al parecer es imperdonable que no tenga un televisor.
¿Podrías…?
—Descuida. Me encargaré de que te lleven uno.
—Gracias, te haré una transferencia esta misma noche. En cuanto llegue a
casa.
—No te apures —respondió Gyula, mientras hacía un gesto con la mano
como si espantara una mosca, para restarle importancia al dinero.
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—¿Sabes si hay alguna otra necesidad perentoria para un chico de ocho
años de esta generación? A nosotros nos bastaba con un balón de fútbol,
pero…
—No lo sé. No tengo mucha experiencia al respecto. ¿Una consola, tal
vez?
—Ya, pero ¿cuál?
—Pues no sé qué decirte, pero supongo que tu hermano y tu cuñada
podrán orientarte mejor al respecto. Por los gemelos.
—Claro. Bien, ya nos iremos adaptando. De momento el televisor, que es
el primer reclamo.
—Creo que esto de la paternidad te va a salir por un pico.
—Y que lo digas, pero pasando a otro asunto. ¿Has recibido alguna
información sobre Gilberto Salas?
—Que no existe nadie que se mueva en ambientes sospechosos que use
ese nombre. Ni real, ni como alias. Si algún Gilberto Salas reside en Haro,
estaría limpio como una patena.
—Nosotros tampoco hemos encontrado a nadie que responda a ese
nombre en toda la provincia —confesó Salazar—. Tenemos que indagar por
otras vías, pero te agradezco el esfuerzo.
—Nada. Tú a mandar.
—Gracias. De hecho tengo otro encargo para ti.
—Dispara. ¿Sobre quién has puesto la lupa esta vez, Sherlock?
—Julián Avana.
—Espera, que ese nombre me resulta conocido —Gyula guardó silencio
unos momentos mientras hacía memoria. El inspector terminó su café,
dándole tiempo a pensar—. Sí. Ahora recuerdo. Mi primo Kavi me comentó
acerca de las fiestas de ese tío. Al parecer, son famosas.
—¿Kavi ha acudido a esas fiestas?
—No. El tal Julián reparte anfetas y pirulas como si fueran caramelos.
Kavi pasa de todo eso, pero alguno de sus amigos sí que es asiduo a las fiestas
de «Velázquez», que es como lo llaman en las calles, aunque mi primo
reconoce que lamenta perderse el buen vino. Al parecer el licor tampoco
escasea cuando el pintor decide homenajear a su corte.
—¿Por qué el apodo?
—Sarcasmo. El tío se cree un gran artista incomprendido, pero sus
cuadros son una mierda. ¿Qué necesitas saber de él?
—Hace tres años, su hermano le birló más de un millón de euros de un
fideicomiso que le dejó su padre en herencia —explicó Néstor.
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Gyula silbó.
—Ahora comprendo por qué no he escuchado sobre esas bacanales hace
ya bastante tiempo.
—Lo más importante es que en su momento, el señor Julián Avana no
hizo ningún esfuerzo aparente por encontrar a su hermano, ni por recuperar su
dinero.
—Eso sí sería extraño si se trata del mismo tío del que he oído hablar.
¿Por qué os interesa a vosotros?
—¿Recuerdas lo que te conté acerca de la familia que fue asesinada? Se
trata del hermano de Julián, Vicente Avana, junto con su esposa y su hijo.
—Lo recuerdo. ¿Sospecháis de Avana?
—Digamos que es una «persona de interés» para la investigación.
—¿Qué quieres que averigüe del personaje?
—Creemos que su aparente desinterés en el dinero del fideicomiso, así
como en el paradero de su hermano y su familia no se debe a desprendimiento
por el dinero, sino a que poner una denuncia formal lo hubiera dejado en una
situación muy comprometida.
—Así que crees que usó otras vías.
—Estoy seguro de ello.
—Déjame hacer algunas llamadas. Por lo que me ha contado Kavi, el tío
actúa como un toro en una cristalería. Se cree «el padrino» gracias a la corte
de aduladores que lo rodea, pero es más bien torpe, así que no creo que sea
difícil descubrir lo que quieres saber.
—Debo visitar al director de la escuela de Salvador para llevarle los
documentos y que lo admita, pero estaré pendiente de tu llamada.
—Te avisaré en cuanto tenga información.
—Gracias, Gyula. Siempre me sacas las castañas del fuego.
—Nada, que para eso estamos. Y por cierto, ya han pasado varios meses
desde que recibiste el disparo. ¿Cuándo crees que podemos reanudar el
entrenamiento que dejamos pendiente entonces?
—Eh… Yo… Se lo preguntaré al doctor Alvarado cuando acuda a la cita
de control, pero creo que todavía es pronto.
—¿Ah sí? Creí que tu recuperación había sido muy satisfactoria. Que ya
estabas casi bien.
—Sí, claro, pero tú sabes, algún tirón de vez en cuando. No sé. Yo creo
que todavía no.
—Todavía no —repitió Gyula—. No olvidarás preguntárselo. ¿Verdad?
—Cuenta con ello —afirmó el inspector ajustándose los anteojos.
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Capítulo 21
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—Sí, por supuesto. Trabajó aquí hasta hace seis meses. Tenía plaza por
medio turno.
—¿Es común que contraten a alguien por medio turno?
—¡Oh! Fue una concesión especial. Un acuerdo al que llegó con la
directora. Verá, la chica estaba en una situación difícil. Su esposo sufre de
una enfermedad grave y requiere cuidados, además de que tienen una niña
pequeña. Ella necesitaba llevar algún ingreso a la casa. Él cobraba una
pensión por discapacidad, pero no era suficiente, así que ella trabajaba medio
turno.
—¿Puede decirme cuál es el nombre completo de la joven?
—Sí, claro. Es Isadora Ramos.
—De acuerdo —dijo la subinspectora, mientras tomaba nota del nombre
en su móvil—. ¿Qué puede decirme de ella?
—Una de las encargadas se jubiló hace seis meses, así que su plaza de
trabajo quedó vacante. La directora hizo una solicitud a la agencia de empleo
y al día siguiente nos enviaron a Is. Ella le contó su tragedia y doña Amelia se
apiadó de la chica, así que la contrató para que trabajara media jornada.
—¿Quién cubría el turno restante?
—Un chico que pasó a cubrir la jornada completa cuando Is se fue.
—¿Por qué se fue?
—Por su esposo. Tenía que hacerse un tratamiento en Estados Unidos. En
Houston, así que ella pidió que la cesaran y se marchó.
—Si su situación económica era tan difícil, ¿cómo es que pudieron irse a
Estados Unidos?
—No lo sé. Escuché algo sobre una donación, pero no indagué mucho.
Me alegré por Isadora y por su esposo. Ambos son muy jóvenes para tener
que pasar por un calvario como ese.
—¿Le contó algo acerca de la enfermedad de él?
—Me dijo el nombre… Era extraño, nunca antes lo había escuchado
mencionar. Terminaba en algo así como grave… Tendrá que perdonarme,
subinspectora, pero no lo recuerdo. Lo que sí recuerdo es que lo debilitaba
mucho y le impedía llevar una vida normal. Is se lamentaba de que él había
sido muy activo, pero desde que enfermó se agotaba con mucha facilidad.
Ella nos comentaba que los días malos hasta se le hacía difícil mantener los
ojos abiertos, porque se le caían los párpados.
—¿Alguna vez Is mencionó el nombre de su esposo?
—Ella se refería a él como Guille, así que supongo que se llama
Guillermo.
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—¿Ramos es apellido de soltera, o de casada?
—Creo que de casada. La directora debe saberlo con mayor certeza, pues
tiene su ficha de trabajo.
—¿Qué me puede decir acerca de la niña? ¿Isadora le contó algo sobre
ella?
—Sí, claro. Esa criatura es su motivación para seguir adelante. Se llama
Maite. Una preciosidad. El mayor orgullo de Is era enseñarnos sus
fotografías.
—¿Qué edad tiene la niña?
—Bien, tenía cuatro meses cuando Is renunció, así que ahora debe tener
más o menos diez meses.
—Dígame, señora Márquez. Y por favor piense bien la respuesta porque
esto es importante, ¿Isadora y la señora Vilaró se conocían?
—Por supuesto. Ágata venía con mucha frecuencia y en diferentes
horarios, así que todos la conocíamos.
—¿Sabe si conversaba mucho con Is?
—Desde luego. Ágata es una persona muy preocupada por los demás, así
que siempre tenía una frase de aliento y un consejo para Is.
—De acuerdo, gracias. Me está ayudando mucho.
—Pero dígame, subinspectora. ¿De dónde salió esa fotografía que acaba
de mostrarme? ¿Por qué se ve tan demacrada? ¿Está enferma? ¿Dónde está?
—Isadora fue encontrada en un camino rural en estado de choque.
—Pero… ¿Qué fue lo que le pasó?
—Todavía no lo sabemos. Estamos haciendo averiguaciones. Sus aportes
ayudarán mucho, pues ni siquiera conocíamos su nombre completo.
—Pobre chica. ¿Dónde está? Me gustaría poder visitarla. Debe necesitar
la compañía de alguien conocido.
—Me temo que no puedo suministrarle esa información, pero le aseguro
que haremos lo posible por encontrar a su familia y comunicarnos con ellos.
¿Puede darme usted alguna información al respecto?
—Is hablaba poco de su familia. Creo que estaba enfadada con su padre,
pero no tengo claro el motivo.
—¿Sus padres viven en Haro?
—Creo que viven en Burgos. Ella mantenía la comunicación con su
madre, pero a su padre no le hablaba.
—¿Sabe usted cómo se llaman los padres?
—Lo siento. Ella nunca los mencionó por sus nombres.
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—Bien. ¿Cuándo podría hablar con la directora de la Biblioteca? ¿Se
encuentra ahora en su despacho?
La señora Márquez miró el reloj y asintió.
—Si se da prisa, todavía la puede encontrar antes que se vaya a casa. Su
oficina está en el tercer piso.
—Gracias.
Sofía subió por las escaleras, satisfecha por los resultados de su entrevista
con la bibliotecaria. Al conocer la identidad de Is podrían localizar a su
familia. Eso ayudaría mucho a la chica, quien resultaría una testigo estrella si
salía de su ensimismamiento. Por otro lado, era muy importante su conexión
con Ágata Vilaró. Eso significaba que las tres familias estaban relacionadas,
aunque los nexos fueran muy frágiles en apariencia.
La subinspectora tenía una sensación de apremio. Percibía que debían
darse prisa, pues había vidas en peligro. Todavía no sabían el destino que
habían corrido los Vilaró, Guillermo Ramos, o el bebé, Maite. Si seguían con
vida, esa investigación sería su única oportunidad.
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Capítulo 22
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—Sí, claro, descuide. Yo mismo lo traeré.
Salazar se despidió de don Calisto y en cuanto salió del despacho
encendió el móvil y vio que tenía una llamada perdida de Gyula. Se la
devolvió de inmediato.
—Hola Néstor. ¿Todo bien? Me sorprendió no poder comunicarme por tu
móvil.
—Todo bien. Estaba en una reunión con el director de la escuela de
Salvador y apagué el teléfono. ¿Ocurre algo? ¿Salva está bien?
—Él está bien, descuida. Según Dika han congeniado. Te llamo por otro
asunto. Tengo la información que me pediste.
—¿Tan pronto?
—Es eficiencia, colega. Aprende de tus mayores.
—Déjate de chorradas y dispara. ¿Qué encontraste?
—Pues que tenías razón. Hace tres años, Julián Avana contrató a un
detective privado. El asunto dio que hablar, porque el tío es rácano para
cualquier cosa que no sean sus bacanales.
—Lo vería como una inversión —razonó Salazar—. ¿Sabes el nombre del
detective?
—Sí, claro. Se llama Braulio Quintero y tiene su despacho en el número
18 de la calle Conde de Haro.
—La conozco. De acuerdo, gracias Gyula. Nos vemos esta noche.
El inspector salió de la escuela y se encaminó hacia la dirección que le
había proporcionado su amigo. Agradeció el trabajo, que le permitía mantener
la mente ocupada. En ese momento prefería no pensar en la responsabilidad
que se había echado sobre los hombros. Esperaba estar haciendo lo correcto,
porque no se perdonaría cometer un error que perjudicara a Salvador.
Permaneció sumido en sus pensamientos por un buen rato, hasta que notó
que el taxi se detenía. Fue entonces cuando comprendió que habían llegado a
su destino. Frente a él había un edificio bastante antiguo y mal conservado.
Recordó el comentario de Gyula acerca de lo tacaño que era Julián Avana. Un
detective privado era caro, pues a sus honorarios había que sumarle los
viáticos, que no siempre eran fáciles de comprobar. Por si fuera poco, los
honorarios tendrían que ser cónsonos con los riesgos de la investigación.
Supuso que después del desfalco y ya sin contar con la ayuda del mismo
hermano que le había robado, Julián habría sido mucho más cuidadoso a la
hora de gastar su dinero. Era probable que hubiera escogido al detective en
función de los costos.
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Junto a los timbres del telefonillo estaban los rótulos que identificaban a
los habitantes del edificio. Se leían con dificultad, pues eran tan viejos que la
tinta se había deslavado en muchas letras. Encontró uno que rezaba: «Bra li
Quin ro De ctive rivado». Ese debía ser. Salazar llamó y le abrieron sin
preguntar quién era. El inspector empujó la puerta y entró en un portal oscuro
que olía a humedad y desinfectante barato.
Subió las escaleras usando la linterna del móvil para evitarse sorpresas
desagradables. Por fortuna, no tuvo que llegar muy lejos. Junto a una de las
puertas del primer piso había un rótulo metálico que parecía bastante nuevo y
desentonaba con el descuido del entorno. En él podía leerse el mismo
enunciado que se adivinaba junto al timbre del portal. Esta vez con claridad.
Se quitó el abrigo, dejando a la vista el gabán arrugado. También se alborotó
el cabello y encorvó los hombros. Ya estaba listo.
Néstor llamó al timbre y con la misma premura que en el portal, un pitido
le avisó que le habían abierto. Entró y se encontró en una pequeña sala de
espera, donde lo recibió una mujer de mediana edad muy bien arreglada, con
una mirada que reflejaba curiosidad.
—Buenas tardes —lo saludó, al mismo tiempo que sonreía—. ¿Tiene
usted cita con el detective Quintero?
—No, pero debo hablar con él sin demora —respondió Salazar, mientras
desplegaba su identificación—. Policía.
—¿Hay algún problema… Inspector? —preguntó la secretaria entornando
los ojos para leer mejor.
—Espero que no, pero es importante que hable con el detective Quintero.
—¿Quién es, Evelia? —gritó una voz desde el interior del despacho que
estaba detrás de la puntillosa secretaria.
—La Policía —respondió ella con el mismo tono de voz, claramente
molesta por la intromisión de su jefe.
La puerta del despacho se abrió y en el umbral apareció un hombre que ya
sobrepasaba la edad de jubilación por bastantes años. Usaba un traje a la
medida, corbata de seda y un pañuelo también de seda en el bolsillo, doblado
a la perfección. Tenía el cabello más blanco que gris y un bigote canoso muy
bien recortado. Los zapatos que calzaba estaban tan bien pulidos que parecían
espejos. Cuando vio a Néstor enarcó una ceja.
—¿Es usted policía? —le preguntó, con un tono que dejaba claro que no
lo creía.
—Inspector Salazar, de la comisaría de «San Miguel» —respondió
Néstor, mientras le mostraba su identificación—. ¿Es usted el detective
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Braulio Quintero?
Quintero miró con detenimiento la identificación, como si buscara alguna
evidencia de que fuera falsa. Cuando se dio por satisfecho miró al inspector
con el mismo cuidado de arriba abajo. Luego torció la boca en un gesto de
desagrado.
—Es evidente que la disciplina en la policía se ha relajado demasiado. En
mis tiempos, a alguien con esas pintas no lo hubieran dejado salir a la calle.
Se hubiera ganado cuando menos un par de días sin empleo, ni sueldo.
—¿En sus tiempos? ¿Era usted policía?
—Y de los mejores, jovencito. Modestia aparte, de los mejores.
—¿Qué hace ejerciendo como detective privado en un lugar como este?
—Trabajé en la Jefatura Superior de Policía de Haro hasta hace diez años.
Allí alcancé el rango de comisario cuando me llegó la edad de jubilación. Yo
quería continuar haciendo lo que sé hacer mejor, pero no me lo permitieron,
así que no tuve más alternativa que aceptar. Sin embargo, aún me sentía en
capacidad de continuar investigando, de modo que monté mi tienda aparte.
Saqué la licencia, renuncié a la mitad de mi jubilación y me hice detective
privado.
—¿Valió la pena? —Quiso saber Salazar, al mismo tiempo que miraba a
su alrededor la cutre oficina—. ¿Quiero decir…?
—Te refieres a esto. Bien, no es para hacerse rico —reconoció el
detective—, pero tampoco te dejes llevar por las apariencias. Mi hija está
pasando por un mal momento, así que he tenido que ayudarla. Es por eso que
no he podido mudarme a un lugar más apropiado. Sin embargo estoy seguro
de que vendrán mejores tiempos. Pero supongo que no has venido para
averiguar si vale la pena hacerse detective privado —sentenció don Braulio.
Salazar se preguntó en qué momento había pasado a tutearlo. ¿Y desde
cuándo él pensaba en su testigo como don Braulio?
—No, señor. Creo que nos puede ayudar en uno de los casos que estamos
investigando. ¿Le dice algo el nombre de Julián Avana?
—Ese. Claro que me dice algo. Menudo pieza. Para empezar, todavía
estoy tratando de cobrarle mis viáticos. Solo pagó los honorarios que le pedí
por adelantado. Del resto no he visto ni un «duro». Pero no te quedes ahí,
jovencito. Pasa a mi despacho, que me hace ilusión volver a ayudar a la
Policía, aunque sea como testigo.
Néstor entró a la oficina. Quintero, a sus espaldas se dirigió a su
secretaria.
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—Evelia, por favor no me pase llamadas. Y no estoy para nadie. —
Cuando cerró la puerta, la secretaria puso los ojos en blanco.
Una vez en el despacho, don Braulio se sentó detrás de su escritorio e
invitó a Néstor a ocupar una de las sillas destinadas a los visitantes. Salazar
tuvo la sensación de estar frente a uno de sus superiores rindiendo cuentas. Se
sacudió ese pensamiento antes de afrontar la sonrisa sarcástica del detective.
—Muy bien, inspector, ¿qué es lo que quiere saber de ese truhan de
Avana? —le preguntó a Salazar retomando el trato formal, aunque Néstor
percibió cierto tono de guasa, como si no lo tomara del todo en serio.
—¿Cuándo lo contrató?
—Hace tres años. Quería que buscara a su hermano, que había
desaparecido junto con su familia.
—¿Qué tanto avanzó en la investigación?
—No mucho. Avana me dio muy pocos indicios. Solo pude comprobar
que el hermano era todo lo contrario de Julián. Un padre responsable y un
excelente trabajador. La historia que contó acerca de irse a vivir a Italia era
mentira, así que supuse que se había cansado de que el maula de su hermano
lo sableara. Mi excliente es más vago que la quijada de arriba. De trabajar,
poco.
—¿No le explicó por qué quería encontrarlo?
—Dijo que estaba preocupado por él y por su familia.
—¿Y usted le creyó?
—Desde luego que no, pero Vicente siempre le sacaba las castañas del
fuego a Julián, así que supuse que quería recuperar su tonto útil.
—¿No le habló del fideicomiso?
—¿Qué fideicomiso?
—El padre de los Avana dejó la parte de la herencia de Julián en un
fideicomiso que era administrado por Vicente. Antes de desaparecer, el mayor
de los Avana transfirió todo el dinero a Bahamas.
—Joder. ¡Qué familia! No, Julián no mencionó ningún fideicomiso, ni me
pidió que localizara el dinero. Solo me habló de su hermano y de la
preocupación que sentía por su desaparición. Argumentó que marcharse así
no era una conducta normal en él.
—¿Qué le dijo que hiciera si lo encontraba?
—Que no le dijera nada a nadie y le avisara su nueva dirección. Según
Julián, su intención era visitar por sorpresa a su hermano para convencerlo de
regresar, o al menos de mantener la comunicación.
—¿Creyó su historia?
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—Como le dije, creí que quería localizar a su hermano para que siguiera
dándole dinero, pero de policía a policía, dígame, ¿por qué le interesan tanto
los Avana? ¿Julián por fin puso una denuncia?
—¿Por fin?
—Fue lo que le aconsejé en su momento, pero no quería ni oír hablar de
ello.
—No me sorprende —respondió Néstor.
—Vamos, Salazar, no se haga de rogar. ¿Cuál es el interés de la Policía en
este caso? Me he perdido de algo, ¿verdad?
—Sabe que no puedo discutir un caso que todavía está en investigación.
—De acuerdo, lo comprendo. Le propongo algo: Le daré todo lo que
tengo sobre los Avana, aunque debo reconocer que no es mucho. Por otro
lado, pregunte por mí. Tal vez se lleve una sorpresa. Si en algún momento
cree que puedo serle de utilidad, vuelva por aquí.
—Echa mucho de menos el trabajo policial, ¿no es así?
—No tiene idea de cuánto. Además, intuyo que el caso Avana tiene más
fondo del que yo creía.
—Es un trato —aceptó el inspector sorprendiéndose a sí mismo, mientras
le estrechaba la mano.
—Espere, tómese un café, que ahora le pido a Evelia que busque todos los
expedientes. No hay mucho, pero algunas veces la respuesta está en los
detalles. ¡Evelia! —gritó, obviando el interfono que tenía a un lado.
Al cabo de unos segundos la puerta se abrió, dando paso a una secretaria
con cara de pocos amigos.
—Don Braulio, ya le he dicho mil veces que cuando necesite algo me lo
pida por el interfono. ¡Que no estoy sorda!
—No me gusta ese chisme —protestó el detective—. Mira, por favor
tráenos un par de cafés y saca del archivo todo lo que encuentres sobre el caso
Avana.
—Enseguida —aceptó Evelia, con un suspiro de resignación.
Mientras la secretaria cumplía con el encargo, Quintero miró a Néstor con
una sonrisa llena de sarcasmo que dejó descolocado al inspector. El café ya
debía estar preparado, porque Evelia no tardó ni medio minuto en regresar
con él y volver a salir en busca del expediente.
—Entonces dime, chaval. Pareces un chico listo. ¿Cómo van las cosas en
comisaría?
—Bastante bien, la verdad. No tengo quejas —respondió Salazar, evasivo.
—Me dijiste que estás en «San Miguel». ¿No es así?
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—Sí, señor.
—Espera, ¿no es esa la comisaría que ha resuelto varios casos
importantes? Sí, claro, ahora recuerdo… La muerte del concejal, con toda
aquella trama de extorsión, y luego los suicidios de los adolescentes. ¡Ah, sí!
Y los secuestros de chavales que destaparon toda aquella red de corrupción.
Joder, menuda la que liasteis. No me perdí ni una sola noticia al respecto. Te
confieso que la pasé chachi mientras esos casos estuvieron en la palestra.
—Debo reconocer que ha sido un año muy ocupado.
—¡Pero ya va! —exclamó don Braulio, cuyo entusiasmo iba en aumento
—. Que ahora recuerdo que todos esos casos los llevaba un tal Salazar. ¿No
me digas que eres tú?
—Pues si quiere no se lo digo, pero… —reconoció Néstor encogiéndose
de hombros.
—Pues si te soy honesto, chaval, las ganas que tenía de conocerte. Que se
ve que eres un policía 10. Pues ahora con más razón. En lo que pueda ayudar,
aquí me tienes.
—Gracias —respondió el inspector, que se libró de sonrojarse porque en
ese momento entró la secretaria con una carpeta en la mano.
—Aquí está todo lo que tenemos del caso Avana.
—Dáselo aquí al inspector Salazar —le ordenó Quintero, mientras
señalaba a Néstor con un gesto de la mano—, que ahí donde lo ves, es un
crack de la investigación policial.
—Gracias don Braulio. Se lo devolveré en cuanto le haga copias.
—No te apures, chaval. Que aquí dentro sigue latiendo un corazón de
policía —señaló el detective, palmeándose el pecho.
Néstor sonrió al comprender por qué aquel pintoresco expolicía y ahora
detective le había simpatizado. Le recordaba a su padre. Un policía de
corazón. Si Sebastián hubiera vivido lo suficiente era seguro que hubiera sido
como Quintero.
—¿Puedo hacerle una pregunta personal, don Braulio?
—Sí, claro. Pregunta.
—¿Cuál es su edad?
—Pues aquí entre nosotros, acabo de cumplir los setenta y ocho, pero no
se lo digas a Evelia, que ella cree que tengo cinco menos.
Salazar sonrió ante la picardía del viejo policía.
—¿Hay algo más que pueda decirme acerca del caso Avana? ¿Algo que
no haya reseñado en los expedientes?
—¿Te refieres a una percepción subjetiva?
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—Considerando su experiencia, estoy seguro de que su opinión personal
podría ser de utilidad.
—Pues mira, ahora que lo dices, en cierto modo me alegró que Avana no
me pagara lo que me debía, porque eso me permitió salirme del caso. Mi
impresión es que ese Julián es un mal bicho y que le iba a hacer un flaco favor
a Vicente y a su familia si los encontraba.
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Capítulo 23
La oscuridad ya había caído sobre Haro, pese a que aún no eran las seis de la
tarde. Sin embargo las calles estaban muy lejos de ser lúgubres, pues las luces
navideñas se encargaban de levantar el ánimo de los viandantes que se
animaban a salir con aquel frío. Santiago había fijado la última reunión del
día para las siete, así que Néstor se encaminó de vuelta a la comisaría. Era
evidente que el caso de los Avana - Vilaró preocupaba al comisario, pues fijar
el encuentro para la última hora de la tarde era una forma evidente de
meterles caña.
El inspector subió hasta el segundo piso, saludando al paso a García en la
entrada y a Lali en la antesala del despacho del comisario.
—Ya todos han llegado y lo están esperando —le advirtió la secretaria al
verlo pasar. Él asintió para indicar que había escuchado, pero no se detuvo a
dar una respuesta.
Casi sin aliento, por fin Salazar llegó a la sala común. Cada uno de sus
compañeros ocupaba su escritorio, mientras Ortiz, al frente, observaba con
detenimiento la pizarra en la que habían colocado las fotografías del
accidente, las de Is y el carné de Ágata Vilaró, así como los nombres de
Julián, de Gilberto Salas, el banco del fideicomiso y el de las Bahamas. La
intención era mostrar todas las evidencias que tenían de tal manera que
contaran una historia, solo que en este caso resultaba tan confusa que ninguno
de ellos era capaz de comprenderla. Ni siquiera tenían una idea clara de la
relación que existía entre las familias que suponían víctimas del delito.
Mucho menos del motivo de todo aquel despliegue criminal.
—Me alegra que ya estés aquí, Néstor. —Fue el recibimiento por parte del
comisario—. Eras el único que faltaba, así que ya podemos dar comienzo a la
reunión. Tú primero, Sofía. ¿Has tenido suerte con la identidad de Is?
La subinspectora informó acerca de su entrevista con la bibliotecaria.
Luego pasó a explicarles la conversación que tuvo con la directora.
—Vino a confirmar todo lo que me había dicho la señora Márquez,
además de aportarme algunos datos más concretos: Isadora llegó de parte de
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la oficina de empleo, contó su historia a la señora Orellana y logró
conmoverla. Su apellido de soltera es Ibarra. Es originaria de Burgos, donde
viven sus padres, Balbino y Rafaela. Dejó los estudios para casarse y eso
causó un cisma en su relación con su padre, que además no aprobaba al chico
que había elegido, así que el señor Ibarra se desentendió de su hija a partir de
ese momento. Sin embargo, ella mantenía comunicación con la madre a
espaldas del padre, y era Rafaela quien la ayudaba cuando las cosas se ponían
demasiado feas.
—¿Dejó la casa paterna para casarse?
—Ya vivía en Haro. Los Ibarra son comerciantes a quienes al parecer les
va muy bien. Isadora estudiaba en la universidad de Logroño, pero sentía un
cariño especial por Haro, o eso les hizo creer a sus padres, así que Balbino
aceptó comprarle un piso pequeño para que tuviera cómo comenzar cuando
terminara su carrera.
—¿Qué estudiaba?
—Turismo, pero abandonó en el tercer año.
—Déjame adivinar —intervino Néstor—. Ese cariño por Haro tenía
mucho que ver con Guillermo Ramos, ¿no es así?
—Él era recepcionista en un hotel de esta ciudad.
—¿Sabemos cuál?
—El Aranda.
—Es el mismo hotel donde trabajaba Natalia Avana —señaló Diji—. Tal
vez tengamos una relación.
—Es cierto —afirmó el comisario—. Vale la pena indagar sobre el asunto.
¿Puedes encargarte, Sofía?
—Por supuesto, señor.
—¿Qué más pudiste averiguar?
—Por fortuna, la señora Orellana estaba muy pendiente de la chica y con
frecuencia escuchaba sus cuitas. Isadora y Guillermo se casaron hace un par
de años y se instalaron en el piso que don Balbino le puso en la calle Portugal.
Tuvieron a la niña, Maite. Esperaban que gracias a su primera nieta la actitud
del señor Ibarra fuera más comprensiva, pero no ocurrió así. La situación se
complicó cuando Guillermo enfermó un par de meses después del nacimiento
del bebé.
—¿Pudiste averiguar de qué enfermedad se trata?
—La directora me dijo que Ramos tiene «miastenia gravis».
—Es la primera vez que escucho sobre esa enfermedad —confesó Manuel
—. ¿De qué se trata?
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—Según lo que la propia Is le contó a la directora, la miastenia causa una
debilidad en los músculos que puede llegar a ser muy severa. Eso obligó a
Guillermo a pedir la baja en el trabajo y solicitar una pensión por
discapacidad.
—Debió resultar una situación muy difícil para la pareja —opinó Remigio
—. Recién casados y con un bebé. Una pensión por discapacidad no da para
tanto.
—Por eso Is buscó trabajo —señaló Sofía—, pero solo podía cubrir media
jornada, porque también debía cuidar de Guillermo y de Maite.
—¡Vaya panorama!
—La señora Orellana me confesó que los Ramos comenzaron a tener
problemas matrimoniales y que Is estaba muy preocupada por ello.
—¿Qué tipo de problemas? —Quiso saber Pedrera—. ¿Tenía intenciones
de abandonarlo?
—Al contrario. Guillermo se sentía mal por la postración en que lo había
dejado su enfermedad y le insistía a ella para que se marchara con la niña y
que rehicieran su vida. Le decía que no quería ser un lastre. Is siempre se
negó, porque lo quería. Hasta que salió la oportunidad de que lo atendieran en
Houston. Al parecer se trataba de un tratamiento nuevo experimental.
—¿Sabes en qué hospital? —le preguntó Néstor.
—Is no se lo comentó.
—De acuerdo. Manuel, llama a Houston —ordenó el comisario—.
Veamos si podemos encontrar ese hospital. Y si lo encuentras, comprueba la
participación de Guillermo Ramos en el estudio para esa nueva medicina.
Averigua si estuvo allí solo, o si lo acompañó su familia.
—Sí, señor.
—Disculpa la interrupción, Sofía. Continúa, por favor.
—Bien. La última vez que la directora vio a Is fue cuando le entregó la
renuncia para acompañar a su esposo.
—¿No tuvo noticias de ella después de eso? —Quiso saber Salazar—. ¿Ni
una llamada, ni un correo?
—Nada. A la señora Orellana le pareció extraño, porque mientras trabajó
en la Biblioteca, Is había sido muy cercana a ella, pero concluyó que debía
estar muy liada con el tratamiento, la enfermedad y el bebé, así que lo dejó
estar.
—¿Qué pasó con el piso? —le preguntó Néstor—. ¿Lo conservaron? ¿Lo
vendieron?
—La directora no lo sabe.
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—Habrá que averiguarlo —sentenció Ortiz—. Diji.
—Sí, señor. Buscaré en los registros y preguntaré a los vecinos.
—Muy bien. Sofía, quiero que tú también te encargues de dar con la
familia de la chica y avisarles la situación. Seguro querrán venir a verla.
Cuando lo hagan, que pasen por aquí. Tal vez puedan ayudarnos a aclarar un
poco este sinsentido.
—Sí, señor.
—Miguel. ¿Qué nos tienes?
—La sangre de la hebilla del cinturón de seguridad se corresponde con los
cabellos encontrados en el piso de los Vilaró.
—Así que alguno de los Vilaró contribuyó a montar la escena del
accidente —sentenció Remigio.
—Tomando en cuenta que el cabello estaba adherido a las horquillas y
que estas suelen ser usadas por las mujeres —razonó el propio Pedrera—…
La conclusión de científica es que la gota de sangre es de Ágata, o de su hija.
—Por supuesto que la probabilidad mayor corresponde a la madre —
argumentó Diji—. Y eso explicaría en parte por qué apareció el carné de la
biblioteca de Ágata en el bolsillo de la víctima.
—Lo dejó allí para que lo encontráramos —sentenció Salazar—. Dejó una
nota discordante para que nos llamara la atención y así evitar que nos
dejáramos llevar por las apariencias.
—El carné es una petición de auxilio —concluyó el comisario—. Una
razón más para que nos demos prisa en resolver este caso.
—¿Qué hay de la sangre en el campo? —preguntó Remigio—. ¿Se
corresponde con la del cinturón de seguridad y el cabello?
—No. La sangre no pertenece a ninguno de los desaparecidos.
—¿Cómo puedes saberlo si no hay muestras con las cuales comparar el
ADN?
—Porque no es sangre humana.
Ninguno de los investigadores pudo disimular la expresión de sorpresa,
con excepción de Salazar, que había comenzado a comprender, así que asintió
como si esperara ese resultado y respondió a la pregunta muda que asomaba a
los ojos de todos.
—Es sangre de perro —sentenció.
Miguel confirmó la afirmación de Salazar con respecto a la sangre que
encontraron en el campo.
—El perro que persiguió a Is debe ser también el que mordió a Vicente
Avana —sugirió Diji.
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—Eso explicaría por qué ella pudo escapar sin que la alcanzara.
—Pero ¿por qué lo mataron? —preguntó Manuel—. No lo entiendo.
—A menos que tuvieran una buena razón para ello —señaló Salazar—. Es
un campo lleno de malas hierbas y matorrales. Tal vez el perro resultó
lastimado durante la persecución y por eso lo sacrificaron.
—¿Qué sugieres?
—Creo que debemos regresar a ese campo y escrutar muy bien los
alrededores del lugar donde se encontraron las manchas de sangre.
—¿Buscando un casquillo?
—Buscando un agujero —corrigió Néstor—. Una madriguera, o algo
similar donde un animal que corriera en la oscuridad haya podido romperse
una pata.
—Es una buena teoría —lo apoyó Ortiz—. Miguel, encárgate.
—Sí, señor.
—Remigio, ¿qué encontraste en los alrededores del camino donde
rescataron a la última víctima?
Toro sacó su libreta del bolsillo, pues las nuevas tecnologías no
terminaban de convencerlo.
—Solo hay tres construcciones a las que se pueda llegar a pie desde ese
punto de la carretera: la primera es una industria láctea, la segunda una
mueblería. Ambas tienen horario diurno y por la noche solo quedan los
seguratas, que niegan saber nada acerca del asunto.
—¿Qué hay de la tercera?
—Es una empresa transportista. Aquí los horarios son más flexibles
porque en ocasiones salen camiones durante la noche para que la mercancía
pueda llegar a primera hora de la mañana, pero el gerente me dio acceso a los
itinerarios y la noche de autos no hubo ningún despacho.
—¿Encontraste algo reseñable en alguna de ellas?
—No. En realidad, fueron mucho más colaboradoras que la bodega, pero
no saqué nada en claro de ninguna de las visitas.
—Tal vez la chica escapó de un coche que la trasladaba —sugirió Diji.
—Es posible, pero yo no descartaría todavía ninguna de las empresas a las
que se puede llegar andando —opinó el inspector jefe.
—De acuerdo —confirmó Santiago—. Manuel, ¿qué has podido averiguar
de Gilberto Salas?
—Le pedí a Aristigueta una orden para investigar las finanzas del maestro
gallego, pero me temo que por ese lado no encontré nada. Si la cuenta de las
Bahamas es de Salas, nunca la ha tocado. Tiene una hipoteca sobre su piso
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que apenas alcanza a pagar. Sus movimientos financieros son más bien
escasos. Con honestidad, no creo que se trate de la persona que buscamos.
—¿Usaron un nombre falso?
—Tal vez —opinó Remigio—, pero eso dificultaría mucho las cosas a la
hora de abrir una cuenta, aunque fuera en un paraíso fiscal. Necesitan enviar
documentación, así que tendrían que haber usado también un pasaporte falso.
—Esperemos que no sea el caso, porque entonces nos resultará más difícil
encontrar al responsable. ¿Qué hay de las finanzas de los Vilaró? —Quiso
saber el comisario.
—La historia es muy similar a la de los Avana, pero sin desfalco —señaló
Manuel—. Vendieron su piso y retiraron todo el dinero de sus cuentas
mediante una transferencia internacional.
—A un banco de las Bahamas —sugirió Néstor.
—Es correcto.
—¿A nombre de Gilberto Salas? —preguntó Sofía.
—No. Esta vez fue a nombre de Catarina Jordán.
—¿Sabemos quién es?
—En este caso, solo encontré una Catarina Jordán, que vive en Logroño,
pero no creo que se trate de ella.
—¿Por qué no?
—La semana pasada cumplió noventa y dos años.
—¡Un momento! —exclamó Salazar poniéndose de pie, como si hubiera
un resorte en la silla—. Aquí hay un patrón. ¿No lo veis? —Ante la expresión
sorprendida de sus compañeros, el inspector jefe decidió explicarse—.
Sabemos que el destinatario del dinero de los Avana fue Gilberto Salas, y que
existe una persona con ese nombre en Barcelona, que además es un anciano
con demencia senil, y ahora la segunda destinataria, Catarina Jordán, también
resulta una nonagenaria.
—¿Adónde quieres llegar? —lo apremió el comisario.
—¿Y si las identidades de estas personas están siendo utilizadas a sus
espaldas para abrir esas cuentas y alguien más las maneja en su nombre? Hoy
día todo se lleva a cabo a través de procedimientos electrónicos, así que
cualquiera que conozca las claves correctas puede mover el dinero.
—Pero para abrir las cuentas sí hubieran tenido que cumplir ciertos
requisitos, llevar documentos de identidad…
—Y disponer del capital. En un paraíso fiscal, no exigen mucho más —
completó Néstor—. Vamos a suponer por un momento que alguien cercano a
estos mayores hace que le entreguen su documentación con engaños, luego
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abre la cuenta bancaria, después de lo cual se escuda detrás de esa identidad
en apariencia inocente, para manejar grandes cantidades de dinero sin levantar
sospechas. ¿Quién va a pensar que un nonagenario está incurso en lavado de
capitales?
—Pero aunque el anciano en cuestión no tiene idea de lo que ocurre a sus
espaldas, alguien está usando su identidad para esconder dinero mal habido
—completó la idea Remigio—. ¡Joder, tienes razón!
—Toro, quiero que tú te encargues de averiguar lo que puedas acerca de
este asunto.
—Sí, señor.
—¿Encontraste algo más, Manuel?
—No, señor. Eso es todo.
—De acuerdo, entonces es tu turno, Néstor. ¿Qué puedes decirnos sobre
los pasos de Julián Avana después del desfalco?
Salazar les explicó su entrevista con el detective privado, aunque no
mencionó la impresión que le había causado don Braulio. De todas maneras,
no era que hubiera descubierto mucho, pues contratar a un detective privado
para que buscara a su familia desaparecida no era un delito, aunque resultara
bastante sospechoso que lo hubiera hecho sin haber puesto primero una
denuncia por los canales regulares.
—No creo que la intención de Julián a la hora de encontrar a Vicente
fuera restablecer la comunicación —opinó Miguel.
—¿Y si lo encontró y fue él quien asesinó a la familia? —sugirió
Remigio.
—Eso no explicaría por qué después de una vida intachable Vicente se
ensució las manos con un desfalco para transferirlo a un tercero y luego
desapareció.
—¿Chantaje? ¿Extorsión? —sugirió Sofía.
—Es la conclusión más lógica.
—¿Y quién los asesinó? —preguntó Diji—. ¿El extorsionador, Julián, o
un tercero?
—Yo me inclinaría por el extorsionador —opinó Salazar.
—¿Por qué?
—Por las marcas de mordedura de perro y la aparición de Is. El animal los
conecta. Además tenemos el carné de Ágata en el bolsillo del pantalón de
Natalia —Néstor comenzó a enumerar con los dedos—, luego está la gota de
sangre en el cinturón de seguridad. Eso no nos deja dudas acerca de la
presencia de Ágata Vilaró en el montaje del accidente. Julián tendría motivo
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para asesinar a su hermano, tal vez incluso a su familia por retaliación, pero
no habría justificación para que involucrara a los Vilaró, o a Is. Y por si fuera
poco, recordad que hay más de un asesino.
—Al menos tres —murmuró Sofía.
—Eso no significa que Julián sea un santo, o que no hubiera asesinado a
su hermano de haberlo encontrado, pero creo que nunca dio con él.
—¿Lo descartarías, entonces?
—Tiene mucho que explicar. Después de todo, tenemos pruebas de que ha
cometido fraude y evasión de impuestos. Debemos hacer que lo arresten por
esos delitos y una vez aquí, interrogarlo para ver si puede darnos algún
indicio.
—De acuerdo, Néstor —lo refrendó Santiago—. En ese caso, prepara el
informe y habla con el juez Aristigueta para que emita la orden de captura.
—Será lo primero que el juez verá en su escritorio por la mañana.
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Capítulo 24
Cuando terminó la reunión, Ortiz dio por concluida la jornada y todos salieron
en dirección a sus casas. Salazar ni siquiera se percató de la iluminación
navideña de la plaza, que contrastaba con la densa oscuridad de la noche y
que permitía adivinar que al otoño solo le quedaban un par de días. Iba
sumido en sus pensamientos, y sus temores se incrementaban con cada paso.
Le resultaba mucho más fácil afrontar el trabajo policial, por difícil que fuera
el caso que les tocara resolver, que encarar su nuevo rol como padre. ¿Habría
pasado Santiago por lo mismo en su momento? Nunca habían tocado el tema,
pero supuso que no. Después de todo, su hermano tuvo la oportunidad de
hacerse a la idea tras nueve meses de embarazo, recibir a los gemelos desde el
día de su nacimiento y verlos crecer. Sus hijos lo veían como una figura de
autoridad, que al mismo tiempo les proporcionaba afecto y protección desde
que tenían memoria.
La situación de Néstor era muy diferente. De la noche a la mañana se
había convertido en el padre de un niño de ocho años que no conocía y cuya
existencia ni siquiera sospechaba. Un chaval que había visto su mundo puesto
del revés también de un día para otro a causa de la enfermedad de su madre, y
que ahora tenía que vivir con un «padre» que era un perfecto desconocido, de
quien para colmo le habían dicho que había tratado de deshacerse de él como
si fuera un estorbo. No era extraño que el chiquillo se mostrara hostil. Y
Salazar sabía que no sería fácil ganarse su buena voluntad.
En la medida en que se acercaba a su casa, el corazón le latía más rápido y
le comenzaron a sudar las manos. Hizo varias respiraciones profundas para
calmarse. El aire frío penetró en sus pulmones, despejándolo un poco. Cuando
por fin llegó a «La Callecita» ya se sentía más tranquilo. Entró a saludar a
Gyula, lo cual era una buena excusa para retrasar un poco el momento de
enfrentar sus temores. El tabernero se encontraba secando vasos.
—Hola Néstor. ¿Qué tal el día?
—Atareado —reconoció el inspector—, ¿cómo va todo por aquí? ¿Se ha
comportado bien el chaval con Dika?
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—Ella me llamó hace unos minutos. Se han adaptado bien el uno al otro.
Al parecer «el churumbel es un encanto». Palabras textuales. En menudo lío
me has metido, colega. Esto no se hace.
—¿Lío? ¿De qué lío hablas? —preguntó Néstor con preocupación.
—Pues que ahora a Dika se le ha despertado el instinto maternal, y esta
tarde me ha lanzado al menos tres indirectas sobre cuándo tendremos nuestro
primer «chinorré». ¿Sabes lo que significa eso?
Salazar se rio con alivio y malicia al imaginar a Dika en plena campaña
promaternal, con su amigo Gyula como objetivo.
—Pues no me parece mala idea, que ya es hora. Después de todo, ya
tienes edad.
—¡No me jodas! Solo soy seis meses mayor que tú.
—Sí, pero yo ya tengo un hijo de ocho años.
—Deja, deja, que no estoy para cambiar pañales, ni para pasar noches de
insomnio. Que tú te has escaqueado de esa parte de la paternidad. Te han
traído al chaval ya criadito.
—Está bien, supongo que tienes razón —reconoció Salazar con un suspiro
—, pero yo que tú me lo pensaría. Mira que Dika no es de las que se da por
vencida con facilidad. Dime, ¿Salva almorzó?
—Almorzó y merendó dos veces. Que con lo que comen tu hijo y tu gata,
me parece que vas a tener que empezar a buscarte un segundo empleo. Podría
ofrecerte una plaza como guitarrista en este local. Por amistad. Con respecto
al chaval, lo que no ha hecho todavía es cenar.
—¿Podrías…?
—Te subiré unas merluzas en salsa verde que están como para ponerlas en
un cuadro.
—Prefiero comérmelas.
—No has almorzado, ¿verdad?
—Llevo el día solo a base de café.
—De acuerdo, entonces sube y dile a Dika que baje, que ya se acerca la
hora punta. Luego te envío al camarero con las merluzas.
—Se me hace la boca agua solo de pensarlo. Por cierto, quiero preguntarte
algo.
—Dispara.
—¿Qué puedes contarme acerca del detective? De Braulio Quintero.
—¡No me digas que es uno de tus sospechosos!
—No es eso, pero estoy interesado en saber quién es en realidad. ¿Por qué
te sorprende mi pregunta?
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—Porque tú sueles preguntarme por gente poco recomendable, como el
Julián Avana, pero el detective Braulio, que es como lo llaman en la calle, es
un tío legal.
—¿Qué tan legal?
—Si lo pillaran en un renuncio me sorprendería tanto como si te ocurriera
a ti. No es una reputación que sea fácil ganarse en la calle. Fue policía y de
los buenos. Nunca se resignó a dejar el curro, así que abrió su propio
«chiringuito».
—Sí, algo así fue lo que me explicó. El despacho no parece muy próspero,
pero me contó que tiene una hija a la que debe ayudar económicamente.
—Puff, ahí sí te la coló, amigo —le informó Gyula riéndose, al mismo
tiempo que se esmeraba en el vaso que secaba en ese momento—. Don
Braulio vivía para el trabajo policial y nunca se casó. Tampoco le apareció
ningún hijo perdido, como alguien a quien conozco. Hasta donde sé, vive
solo.
—De manera que me mintió —comprendió Néstor, sintiéndose un poco
tonto al haber sido engañado de forma tan pueril—, pero ¿por qué no decirme
la verdad en algo así?
—Porque no es cierto que el negocio le vaya bien. Es muy mayor, lo cual
muchos potenciales clientes consideran una desventaja. Es de la vieja escuela,
así que no utiliza mucha tecnología cuando lo contratan por un caso de
infidelidad. Además, todos saben que si lo que investiga está relacionado con
un delito, lo denunciará a la Policía, porque en el fondo es lo que sigue
siendo. Así que es probable que te contara esa trola por orgullo.
—Comprendo. Bien, entonces subo, que cuanto antes dejemos de hablar,
antes me envías esa merluza.
Néstor se encaminó a su casa a paso pausado. Se detuvo un momento
frente a la puerta al escuchar el sonido de voces extrañas en el interior, hasta
que comprendió que se trataba del nuevo televisor. Suspiró. Tenía que hacerse
a la idea de que su vida había cambiado. Punto. Abrió usando las llaves y
encontró a Dika, Salvador y Paca sobre el sofá, los tres muy concentrados en
el programa que transmitía la tele. Salva estaba recostado sobre su amiga y
Paca se acurrucaba junto a la pierna del chiquillo, mientras él le acariciaba
detrás de las orejas. La expresión de la gata era de absoluto éxtasis. Néstor
carraspeó para hacer notar su presencia, ante lo cual el chico se enderezó,
adoptando una actitud alerta. Dejó de prestarle atención a la pequeña felina,
con lo cual el inspector se ganó una mirada de franco reproche por parte de
Paca. Al parecer, la única que se alegró de verlo fue Dika.
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—¡Bendita sea tu estampa, ya estás aquí! —fue el saludo con el cual lo
recibió la joven.
—Hola, ¿cómo habéis pasado el día?
—Pues muy bien, gachó. Hemos hablado mucho y ahora veíamos la tele
para pasar el rato —respondió Dika poniéndose de pie—. Ya el churumbel
almorzó y merendó. Y también la gata. Que menudo apetito tienen los dos. Y
ahora me voy, que seguro Gyula necesita que lo ayude en el bar.
—Muchas gracias, Dika. No tengo como agradecer tu ayuda.
—Que no es nada, que para eso están los amigos. Además, ha sido un
placer pasar la tarde con un chico tan listo y bien educado —respondió su
amiga, mientras pasaba a su lado para marcharse—. ¿Ya te has puesto de
acuerdo con mi gachó para la cena?
—Sí, gracias. Ya lo hemos hablado.
—Entonces me voy. Adiós Salva. Y no olvides nuestra conversación.
—Adiós Dika —se despidió el chico, mientras la saludaba con la mano.
A Paca todo aquel ritual que se traían los humanos le parecía bastante
inútil. ¡Si ni siquiera se terminaban apareando! Además, cuando se centraban
unos en otros la ignoraban a ella. ¡Lo cual era imperdonable! Sin ir más lejos,
cuando llegó su humano, el cachorro de hombre dejó de mimarla. Con lo bien
que estaba.
Para que no quedaran dudas de que se sentía ofendida, Paca se bajó del
sofá y se refugió en su cesta. No pretenderían que saludara a su humano.
¡Faltaría más! Néstor comprendió que en la conducta de la felina había un
mudo reproche y se sintió un poco desanimado. Ni siquiera la gata se había
alegrado por su llegada.
Después que Dika se fue, Salvador ignoró a Néstor, volviendo a
concentrarse en la televisión. Era un programa de concursos y en ese
momento uno de los participantes rompió a llorar porque había sido
descalificado. Los demás le palmeaban la espalda y lo consolaban, aunque lo
más probable era que en el fondo se alegraran de no ser ellos mismos los que
quedarían por fuera. El inspector se quitó el gabán y lo metió en una cesta
para que estuviera arrugado al día siguiente, luego se sentó frente al chico.
—¿Cómo has pasado el día, Salvador? ¿Te has encontrado bien con Dika?
El muchacho se encogió de hombros sin dejar de mirar la pantalla,
mientras respondía con un murmullo:
—Bien. Dika es «guay».
—Me alegra. ¿Y puedo saber de qué habéis hablado tanto?
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—De ti —respondió el chaval con descaro, sin dejar de mirar el concurso,
al que simulaba prestar atención, mientras volvía a encogerse de hombros—.
Ella trató de convencerme de que eres un tío legal.
—¿Y lo consiguió?
Salvador negó con la cabeza por toda respuesta. Antes de que Néstor
pudiera decir algo llamaron a la puerta. Como suponía, era el camarero de
«La Callecita», que le subía una viandera con dos raciones de merluza,
además de un par de guarniciones de vegetales. Salazar llevó el botín a la
cocina y comenzó a poner la mesa.
—¿Me ayudas? —le pidió al chaval.
El chico fijó la mirada en la punta de sus zapatos y se dispuso a obedecer,
mientras volvía a encogerse de hombros. ¡Como continuara con ese hábito iba
a terminar con un hombro dislocado! El inspector le sirvió la cena y un vaso
de cola cao a su hijo. Él mismo acompañó el pescado con un vaso de sidra.
—Hoy visité la escuela donde serás admitido —le informó Salazar
mientras cenaban—. Te harán una evaluación, pero no debes preocuparte. La
idea es comprobar tu nivel en las diferentes materias para ayudarte donde sea
necesario.
Asentimiento y encogimiento de hombros.
—Mañana te llevaré yo a clases, pero como mi horario es muy irregular y
no sé si me sea posible recogerte, lo hará tu tía Carmela. Los hijos de ella, tus
primos, también estudian allí. Estoy seguro de que te llevarás bien con ellos.
Son gemelos y tienen un par de años menos que tú, así que espero que seas
amable tanto con tu tía, que nos está haciendo un favor, como con tus primos.
¿De acuerdo? Cuando me desocupe te recogeré en su casa.
Asentimiento y nuevo encogimiento de hombros. El inspector suspiró al
pensar que le resultaba más fácil comunicarse con Paca, aunque no fuera de la
misma especie. Al menos el chaval comió con buen apetito. Por dejar, casi no
deja ni el plato.
Terminada la cena y demasiado cansado para lidiar con la ira de un hijo
que no conocía, Néstor mandó a Salvador a cepillarse los dientes, darse una
ducha y ponerse el pijama, mientras él lavaba los platos. Ya se ducharía él
después del muchacho. No veía la hora de dejarse caer en una cama.
El chiquillo obedeció y Salazar comprendió que no tendría que vencer su
rebeldía, sino su indiferencia, lo cual le pareció en extremo más difícil. Paca
escuchó el parloteo de los humanos con cierta indiferencia hasta que ese
maravilloso olor impregnó todo el lugar. ¡Pescado! No era su favorito, porque
ella prefería las sardinas, pero era pescado. Ninguna gata que se preciara de
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serlo dejaría pasar algo así. De manera que se acercó a la mesa y lanzó los
maullidos más lastimeros de su repertorio, pero por increíble que pareciera, ni
el humano, ni el cachorro se dignaron a prestarle atención. Ni una triste hebra
de pescado dejaron caer a sus fauces. ¡Era imperdonable!
Néstor no estaba de humor para atender los berrinches de la gata, además
de que no quería darle un mal ejemplo a Salvador, así que ignoró las súplicas
de Paca, aunque le partían el corazón. Luego, mientras él lavaba los platos, la
gata frotó el lomo contra sus tobillos, al mismo tiempo que continuaba
profiriendo maullidos lastimeros. De la cena ya solo quedaba el recuerdo,
pero el inspector supuso que el olor seguía impregnando las fosas nasales de
la manipuladora felina. Cuando terminó su tarea, Salazar acarició el cuello de
la gata.
—Ya no me ignoras, ¿no es así, ingrata?
—Maaauuu.
—Lo siento, Paca. Con Salvador aquí, algunas cosas tendrán que cambiar,
así que a partir de ahora tu ración será la del comedero. No quiero que el
chico se acostumbre a alimentarte por fuera, o terminarías rodando.
—Maauuu.
Tal vez fuera porque la gata comprendió por el tono de voz que ya no
había nada que hacer, o porque al lavar los platos ya había desaparecido el
olor de la merluza, el caso es que Paca se retiró ofendida. En ese momento,
Salvador salió de la habitación, ya duchado y vestido con el pijama.
—¿Te cepillaste bien los dientes?
—Sí, señor. ¿Puedo ver un rato más la televisión?
—Hasta que yo salga de la ducha, luego abriré la cama y tú regresarás a la
habitación a dormir. Que mañana toca madrugar para ir al cole.
—Sí, señor —respondió Salvador con expresión de recluta.
Paca se había acurrucado junto a la puerta del dormitorio rumiando su
rabieta. Gyula tenía razón, esa gata estaba demasiado mimada. Salazar se
encaminó hacia la habitación para darse la ducha que tanto anhelaba, pero al
pasar junto a Paca, esta se puso de pie de repente interponiéndose delante de
su humano y haciéndolo caer como un saco de patatas. ¡La muy… Le había
puesto la zancadilla!
Néstor se volteó para quedar sentado en el suelo, dirigiéndole una mirada
furiosa, mientras ella simulaba fijar su atención en otro lado, al mismo tiempo
que lanzaba un maullido inocente. Salazar se disponía a regañarla cuando
escuchó una fuerte carcajada. Salvador, de pie en la sala, lloraba de risa. Era
la primera vez que Néstor veía reír a un chaval que no debería estar haciendo
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otra cosa, así que olvidó la humillación a la que había sido sometido por su
propia gata y sonrió.
Salvador no podía dejar de reír. Una risa nerviosa pero contagiosa, así que
el inspector comenzó a imitarlo, al principio en forma contenida, pero luego a
carcajada limpia, sintiendo un gran alivio al liberarse del estrés que había
venido acumulando en los últimos días.
Paca los contempló confundida. Los humanos eran muy extraños. Poco a
poco, ambos, padre e hijo se fueron serenando, y las carcajadas se fueron
espaciando. Al cabo de un rato, los dos hacían respiraciones profundas para
recuperar el aliento. Néstor miró a Salvador, quien parecía haberse quitado
una enorme carga de encima. El chiquillo también vio a Salazar, sentado en el
suelo y por alguna razón sintió confianza. Entonces corrió hasta donde estaba
su padre, le echó los brazos al cuello y rompió a llorar.
Salazar, un poco confundido, lo dejó desahogarse, le devolvió el abrazo y
le acarició la cabeza para consolarlo.
—Calma, Salvador, todo va a estar bien.
El chaval no podía hablar a causa del llanto, pero la crisis fue cediendo, y
al cabo de unos segundos pudo murmurar entre sollozos.
—Es que tengo miedo —confesó.
—No debes temer. Soy tu padre y estás entre buenas personas que quieren
lo mejor para ti. Hasta la gata te quiere —agregó sonriendo.
—No… No es eso lo que me asusta.
—Entonces qué es.
—Tengo miedo de que mi mamá se muera y no volver a verla.
—Tu mamá está en tratamiento —lo consoló Salazar con un nudo en la
garganta—. Los doctores están haciendo lo mejor por ella. No debemos
perder la esperanza de que consigan curarla. Y mientras tanto, yo cuidaré de ti
—le prometió, mientras lo sujetaba por los hombros y lo separaba un poco de
sí, para mirarlo a la cara y que pudiera comprobar que le decía la verdad—.
Soy tu padre. No te dejaré solo. Además, tenemos el apoyo de Dika, de
Gyula, de tus tíos y tus primos. Somos muchas las personas que estamos aquí
para ayudarte a pasar este trago amargo de la enfermedad de tu mamá.
Salvador se quedó callado un momento, escrutando el rostro de Néstor,
como si buscara en su expresión la comprobación de sus palabras. Después de
unos segundos habló:
—¿Puedo llamarte papá?
Salazar asintió, incapaz de responder. De inmediato el chaval se volvió a
aferrar a su cuello y lo abrazó con fuerza, mientras el curtido inspector sentía
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cómo los ojos se le llenaban de lágrimas.
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Capítulo 25
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es muy importante. Como todos los años, llevaremos a cabo un Belén
viviente. Claro que no es posible que todos los niños formen parte de él, así
que hoy haremos un sorteo para designar a los alumnos que representarán
algún papel. Los demás se distribuirán entre la estudiantina, los que formen
parte del coro de villancicos y los que repartirán chocolates entre el público.
Lo más importante es que ningún chaval se sienta excluido. Todos son
importantes.
Néstor asintió, aturdido por el discurso del director y le prometió que
haría lo posible por asistir. De allí salió a toda prisa a los juzgados para
entregarle el informe a Estela, la secretaria del juez Aristigueta. Antes de
llegar, tuvo tiempo de comprar una caja de bombones.
—¡Inspector Salazar! ¡Qué gusto verlo! Y qué elegante viene hoy.
Néstor se había puesto un traje y luego el abrigo sobre el arrugado gabán
para que don Calisto no perdiera la buena imagen que tenía de él, pues no
quería que Salva resultara perjudicado por las estrategias de su oficio. Sin
darse cuenta, ya había comenzado a pensar como un padre. Tomar conciencia
de ello lo asustó.
—Sí, es que vengo de una reunión importante.
—Ningún problema, espero.
—Ninguno, no se preocupe. He venido a traerle un informe a su señoría
para que emita una orden de busca y captura contra un ciudadano.
—¿Ya han comenzado a hacer arrestos en el caso que llevan adelante?
Nadie puede poner en duda la eficiencia de su comisaría, inspector.
—Bueno, en realidad no estamos seguros de la participación de esta
persona en el caso, pero sí encontramos algunos ilícitos financieros, que es la
razón para la orden de captura.
—Comprendo. Le explicaré al juez que es prioritario.
—Gracias, Estela. Además, para mostrarle mi gratitud por ser tan
colaboradora con nosotros, quería hacerle entrega de este pequeño presente.
¡Feliz Navidad!
—¿Son para mí? —exclamó ella simulando sorpresa, pues ya era
costumbre que Salazar la agasajara con pequeños regalos—. Gracias, usted
siempre tan detallista, inspector. Espere unos minutos y enseguida le traigo
esa orden de captura.
Néstor sonrió complacido. Se sentó en la antesala del despacho a esperar,
mientras repasaba en su cabeza la lista de los reyes godos. Ahora que era
padre necesitaba estar preparado para cualquier eventualidad. Nunca había
sido capaz de aprendérsela y lo habían cateado en más de una oportunidad por
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ello, así que lo consideraba un reto pendiente. La secretaria regresó cuando
iba por Recesvinto. Y fue una suerte, porque el siguiente era el que nunca
recordaba.
—Aquí la tiene, inspector. El juez no me puso ningún impedimento.
Comentó que las pruebas eran contundentes.
—Gracias, Estela. Es usted un sol.
—Siempre a su orden, inspector. Y Feliz Navidad.
Salazar se encaminó a la comisaría. Cuando pasó por la recepción, le
entregó la orden a García para que la procesara con los agentes.
—Avisadme cuando hayáis detenido a este pájaro. Estoy muy interesado
en mantener una conversación con él.
—No lo dude, jefe. Cuando llegue el nuevo huésped, usted será el primero
en saberlo.
Néstor pasó las siguientes dos horas ocupado completando trámites
burocráticos que llevaba bastante atrasados, mientras su cabeza daba vueltas
porque estaba seguro de que había un detalle importante que se les había
pasado por alto. Era una sensación desagradable, que podía comparar con un
sediento que tuviera un vaso de agua al alcance de la punta de los dedos, pero
que no podía coger. En eso estuvo, tratando de atrapar al vuelo la idea que se
le escapaba, hasta que la secretaria del comisario, bendita fuera, lo
interrumpió.
—Lo esperan en el segundo piso para la reunión de hoy, inspector jefe.
—Subo enseguida, Lali, gracias.
Néstor recogió los papeles y subió. Ya todo el equipo estaba presente, con
excepción de Remigio. En cuanto hizo notar su presencia saludando, Santiago
tomó la palabra.
—Bien, vamos a comenzar.
—Falta Remigio —apuntó Manuel.
—El inspector Toro se encuentra en Barcelona ocupándose de indagar
acerca de Gilberto Salas —les informó y luego retomó la disposición a
continuar con la reunión—. De acuerdo, tengo la desagradable sensación de
que este caso no avanza, que quienes asesinaron a los Avana, persiguieron a
Is, e hicieron desaparecer a los Vilaró nos llevan una enorme ventaja. Eso
tiene que cambiar.
—Estamos haciendo lo posible, jefe.
—Y no desmerito vuestro trabajo, pero tenemos buenas razones para
pensar que hay vidas en peligro, así que nos tenemos que dejar la piel para
resolverlo. A ver, Sofía. ¿Qué pudiste averiguar en el hotel Aranda?
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—Natalia Avana y Guillermo Ramos no llegaron a conocerse. Él entró a
trabajar seis meses después que ella renunciara. De modo que no
coincidieron. A pesar de ello, creí que sería importante conversar con los
empleados que hubieran mantenido trato con ambos.
—¿Sacaste algo en claro de esas entrevistas?
—Ambos eran buenos trabajadores. Natalia era muy extrovertida y
mantenía excelentes relaciones con todos sus compañeros. Se trataba del tipo
de persona que ofrecía su ayuda sin ningún interés personal, así que todos la
querían. La noticia del accidente causó mucha tristeza. Con respecto a
Guillermo, trabajó como recepcionista por muy poco tiempo. El aporte más
interesante sobre él lo hizo la gobernanta del hotel, la señora Rosalía Ojeda.
Me comentó que Ramos estuvo a punto de ser despedido antes de que tuviera
que pedir la cesantía por enfermedad.
—¿Por qué lo iban a despedir? —preguntó Manuel.
—Por comportamiento inadecuado con una de las damas que se
hospedaba en el hotel.
—Con Isadora —sugirió Salazar.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Sofía—. ¿También lo investigaste?
—No, pero era previsible. Isadora Ibarra proviene de una familia
acomodada, así que antes de que su padre le comprara el piso, era de esperar
que se alojara en un hotel. Y puesto que se enamoró de Ramos, no es difícil
sospechar que el Aranda fuera el lugar donde se conocieron.
—Es correcto. Al parecer, el señor Ibarra se enteró de esto y puso una
queja al hotel argumentando que su empleado había seducido a su hija. La
directiva del Aranda estaba considerando las circunstancias para saber si la
conducta de Guillermo había sido correcta o no, cuando le diagnosticaron la
miastenia gravis y tuvo que solicitar la baja.
—¿Pudiste localizar a los padres de Is? —le preguntó Néstor.
—Ayer mismo. Ya deben estar en Haro. Los cité para esta tarde aquí, en
comisaría.
—Excelente. Dejaré esa entrevista en tus manos y las de Néstor —ordenó
Ortiz—. Manuel, ¿qué pudiste averiguar en el hospital donde se supone que
recibe tratamiento el señor Ramos?
—Hablé con todos los hospitales y universidades de Houston y en todo el
estado de Texas. Ninguno está desarrollando estudios sobre la miastenia
gravis, ni tampoco han escuchado hablar de un paciente español con el
nombre de Guillermo Ramos.
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—¿Estás seguro de que preguntaste en todos? ¿Qué cubriste las opciones
por completo?
—Muy seguro, señor. Hoy me disponía a indagar en los estados
colindantes a Texas. Tal vez los Ramos no quisieran ser muy específicos
acerca del lugar donde se llevaría a cabo el estudio.
—Bien pensado. Avísame si encuentras algo. ¿Te preocupa algo, Néstor?
—le preguntó Ortiz a su hermano, que se había quedado pensativo.
—Sospecho que nos encontraremos de nuevo en un callejón sin salida —
confesó con pesadumbre—. Lo más probable es que al igual que los Avana y
los Vilaró, los Ramos también mintieran a sus conocidos acerca del lugar al
que pensaban marcharse.
Ortiz se quedó pensativo ante las palabras de su inspector jefe. Hubiera
querido tener un punto de vista más optimista, pero no le resultó posible.
También sospechaba que ese tratamiento experimental no existía. Volteó a
mirar a Diji.
—¿Qué encontraste en los registros sobre las propiedades de los Ramos?
—Su única propiedad era el piso de la calle Portugal, que el señor Ibarra
compró para su hija. Estaba a nombre de Isadora. Fue vendido por la fecha en
que ella se dio de baja de la Biblioteca.
—¿Averiguaste qué pasó con el dinero?
—Fue trasferido a las Bahamas.
—¿Qué nombre usaron esta vez? —preguntó Manuel, pensando que ese
caso se multiplicaba como una hidra. Cuanto más investigaban, más lejos
parecía la solución.
—Gilberto Salas.
—¡Bien! —exclamó Salazar—. Repitieron el destinatario y con eso
despejaron cualquier duda sobre la conexión entre el asesinato de los Avana y
la persecución de Is, así como el posible secuestro de su familia.
—¿Dónde deja esto a los Vilaró? —preguntó Miguel—. No tenemos
ningún rastro de ellos. ¿Cómo podemos estar seguros de que todo este
despliegue de delitos compone un solo caso?
—El carné de la Biblioteca y la gota de sangre sitúan a Ágata Vilaró en la
escena del crimen de los Avana. Por otro lado, había una relación de amistad
entre Isadora y Ágata. Si «A» se relaciona con «B» y «B» con «C»,
entonces «A» se relaciona con «C».
—Eso está muy bien en las matemáticas —ripostó Miguel, que detestaba
darle la razón a Salazar—, pero ¿podemos extrapolar estas conclusiones a la
investigación policial?
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—En este caso creo que sí —opinó Santiago—. La conducta de las
víctimas se repite. Y eso por sí solo es una conexión.
—¿Qué encontraste en el campo donde se dio la persecución de la señora
Ramos, Miguel? —preguntó el inspector jefe.
—Tenías razón —reconoció Pedrera con un suspiro de pesar—. Hay una
madriguera de topo cerca del área donde científica encontró la mancha de
sangre y el casquillo. No es difícil que un perro corriendo en la oscuridad se
hubiera roto una pata en ella.
—Y eso fue lo que salvó a Isadora de no terminar como los Avana —
concluyó Néstor.
—Pero entonces, ¿dónde están Guillermo y el bebé? —inquirió Sofía.
—Es una buena pregunta —reconoció Salazar—. Veamos. Hay que poner
orden a este galimatías, o nunca seremos capaces de encontrar el hilo del cual
tirar, aunque lo tengamos frente a las narices.
—Me parece buena idea —lo respaldó el comisario—. Diji, pasa al frente
y ve ordenando las evidencias según vayamos razonando. ¿Alguien quiere
comenzar?
—Lo haré yo. —Se ofreció Néstor—. En primer lugar tenemos una
familia con buena solvencia financiera. Pareja con buenos trabajos, piso
propio y que disponen de cierto capital gracias a una herencia. Ambos son
considerados gente de bien, tanto por sus vecinos, como sus compañeros de
trabajo. Con un hijo de diez años.
—La situación ideal para cualquiera, de no ser porque tenían problemas
matrimoniales como consecuencia de una infidelidad.
—Es correcto —continuó el inspector jefe—. Por ese motivo buscan
ayuda.
—¿Cree que ese detalle es importante? —preguntó Diji con cierta timidez.
—Puede serlo, porque si no estoy equivocado, es un factor común a las
tres parejas.
—Sí lo es —confirmó Sofía—. Tanto los Avana, como los Vilaró, como
los Ramos, manifestaron en algún momento que pasaban por una crisis
matrimonial.
—En ese caso, por favor anota la coincidencia —Diji obedeció, mientras
Néstor ponía en orden sus ideas. Luego continuó—. De acuerdo, sigamos la
secuencia como ocurrió y no como la conocimos nosotros: Natalia Vilaró
manifiesta en su clase de yoga que tiene intenciones de acudir a un retiro
familiar, el cual supone que le ayudará a superar el bache en su relación.
¿Sabemos algo de ese retiro?
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—Por desgracia no hemos encontrado nada acerca del tema —confesó
Sofía—. Ella fue muy reservada al respecto.
—Pero sí sabemos que se lo recomendó a Ágata.
—Fue lo que dijo la profesora de yoga.
—De acuerdo. El lunes siguiente se comienza a dar el comportamiento
extraño por parte de los Avana. Ella acude al colegio del chico para retirarlo
en medio del curso, a causa de un supuesto viaje que nunca se dio, mientras
Vicente, un hombre intachable hasta ese momento, comete un desfalco sobre
el fideicomiso de su hermano y le roba el dinero en beneficio de un tercero.
Según los testigos, ambos parecían alterados. ¿Qué nos indica eso?
—Que algo ocurrió ese fin de semana que causó ese extraño
comportamiento —concluyó Sofía. Néstor la señaló con el lápiz en un gesto
de aprobación.
—¿Y qué pudo haber ocurrido para desatar semejante reacción? —
preguntó Miguel.
—¿Alguien vio al niño ese lunes?
Todos los policías se miraron unos a otros, comenzando a comprender lo
que sugería el inspector jefe.
—Es cierto —confirmó Diji—. Ninguno de los testigos lo mencionó
cuando los Avana tuvieron ese extraño comportamiento.
—Fijaos que Natalia usó las palabras «retiro familiar», no de pareja —
continuó Néstor—, con lo cual es razonable pensar que Diego Avana asistió
con ellos. Además, no tenemos noticia de que lo hayan dejado con nadie más
durante esos días. Vamos a suponer entonces que la familia acude al retiro
para resolver sus problemas, pero no resulta lo que esperaban, sino que es una
carnada que utiliza un grupo delictivo para atraer familias incautas. Retienen
al niño y extorsionan a los padres para que les cedan todos sus bienes a
cambio de la vida de su hijo…
—Pero después de algo así, no podrían dejarlos ir, porque perderían el
control sobre ellos…
—De manera que los mantienen como rehenes —confirmó Salazar—.
Están en sus manos, así que pueden continuar aprovechándose de ellos.
—¿Cómo? —preguntó Manuel—. Ya no tendrían un euro.
—Trabajo. Mano de obra esclava.
—Joder —murmuró Manuel, expresando el sentimiento de todos—, pero
¿en qué tipo de sociedad criminal estás pensando, Néstor?
—En una secta —respondió Salazar sin dudarlo—. Tuvimos varias
conferencias sobre este fenómeno en el curso al que asistí hace algunos
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meses. Aunque parezca sorprendente, en España pululan como las hormigas
en la miel. Las lagunas en la legislación las favorecen. Por otro lado, las
sectas destructivas han mutado para camuflarse con la sociedad y pasar
desapercibidas. Ya no son grupos apocalípticos que prometen la salvación por
extraterrestres, como ocurría en la década de los 80, sino que se mimetizan
con comunidades que predican la espiritualidad, confundiéndose con aquellos
que sí tienen esos objetivos y no son peligrosas. En este caso, no sería difícil
que atrajeran a sus víctimas con la promesa de retiros, acompañados de
charlas que favorecieran la armonización de las relaciones familiares.
—Es una teoría interesante —reconoció Santiago, respaldando la idea—.
Diji, por favor anótalo y escribe a su lado un signo de interrogación.
—Sí, señor —respondió el subinspector obedeciendo.
—Sigamos razonando —sugirió el comisario—. Estoy empezando a ver
un poco más clara la situación. Por favor continúa, Néstor.
—De acuerdo. Así que los Avana ya han caído en la red. Al cabo de
algunos meses, Ágata Vilaró, quien tiene el mismo tipo de conflicto
matrimonial que Natalia, recuerda la recomendación de su conocida y decide
probar. ¿Por qué no? Después de todo, qué de malo puede haber en pasar
unos días en familia en un lugar apartado recibiendo charlas alentadoras
acerca de la unión familiar.
—Y caen también en la trampa —refrendó Sofía.
—Pueden haber usado el mismo modus operandi para la extorsión.
Después de todo, los Vilaró tenían dos hijos. Además, cuando los retiraron de
la escuela, los niños tampoco estaban allí. Los padres se presentaron solos.
—Tienes razón —afirmó Manuel asintiendo.
—¿Sabemos qué día de la semana acudieron los Vilaró a retirar a los
chicos de la escuela y renunciar a sus trabajos?
—Haré algunas llamadas y lo averiguaré enseguida. —Se ofreció Manuel
—. Supongo que el mismo razonamiento es válido para los Ramos.
—Es correcto, así que pregunta también en la Biblioteca.
—Todo eso tiene mucha lógica, Salazar —reconoció Miguel—, pero
¿cómo terminaron muertos los Avana?
—Es evidente que intentaron escapar. Fue entonces cuando los
persiguieron con el perro, les dieron alcance y los asesinaron. Luego
montaron la escena del accidente de coche. ¿Recordáis lo que dijo Is acerca
de que les mostraron los cadáveres como escarmiento? Así que vamos a
suponer que para ejercer mayor presión sobre sus víctimas los obligan a
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colaborar con el montaje. A vestir los cuerpos y disponerlos en las posiciones
adecuadas.
—Es entonces cuando Ágata introduce el carné en el bolsillo de Natalia y
se pincha con la hebilla del cinturón de seguridad para proporcionarnos una
muestra de ADN —señaló Sofía.
—Es eso mismo lo que estaba pensando —dijo Salazar.
—¿Pero por qué tuvieron que vestirlos?
—Si estaban retenidos contra su voluntad hubiera sido más fácil para los
miembros de la secta impedir los intentos de fuga si sus ropas y calzados no
eran los apropiados para la intemperie.
—Como le ocurrió a Is.
—Exacto. También tendríamos la respuesta de por qué todas las víctimas
están desnutridas. Una alimentación insuficiente les facilitaría el control a los
captores. Con respecto a Isadora, estoy seguro de que ella también huyó, solo
que en su caso sí tuvo éxito.
—Gracias a que el perro que la perseguía se rompió una pata.
Néstor asintió y se disponía a continuar su exposición, cuando el móvil lo
sacó de su concentración. Era un mensaje de don Calisto: «Señor Salazar,
quisiera hablar con usted cuando le sea posible». C. S.
Cuando el inspector levantó la vista del móvil vio entrar a Manuel, que
parecía bastante agitado. Antes de que pudieran preguntarle, anunció:
—Tanto en el caso de los Vilaró, como en el de los Ramos, el día en que
renunciaron a sus respectivos trabajos fue un lunes.
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Capítulo 26
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—Por supuesto, pero no sabía nada al respecto. —La subinspectora miró
el reloj—. Los padres de Isadora deben estar aquí en 20 minutos. Tal vez ellos
tengan alguna idea sobre ese asunto.
—De acuerdo, a ver si podéis sacar algo en claro de la entrevista con ellos
—les pidió Santiago a Néstor y Sofía. Luego se encaró a Diji—. ¿Qué se sabe
acerca de las postales que envió Vilaró a su familia?
—En cuanto llegó la encomienda las llevé yo mismo a científica —
respondió Cheick—. De las seis postales, tres se enviaron desde París, una
desde Nápoles y las dos restantes provenían de Londres. Habían sido enviadas
por correo ordinario. Científica hizo estudios grafológicos, comparando la
escritura con documentos que nos proporcionaron en la Bodega donde
trabajaba Vilaró. Coinciden. El perito me confirmó sin lugar a dudas que las
postales fueron escritas de puño y letra por David.
—¡Mierda! —exclamó Miguel. Santiago lo miró con reprobación—. Lo
lamento, señor. Otro callejón sin salida. Nunca nos habíamos tropezado con
un caso tan frustrante.
Aunque los demás detectives no lo habían expresado en voz alta, en sus
rostros se podía ver la misma decepción que había hecho explotar a Pedrera.
Si aquellas postales eran auténticas, toda la teoría que les había permitido ver
un poco de luz al final del túnel se derrumbaba como un castillo de naipes.
Salazar permanecía pensativo.
—¿Qué usó Vilaró para escribir las postales, Diji? —preguntó por fin.
—Un bolígrafo, por supuesto.
—¡Excelente! Creo que vale la pena determinar la antigüedad de la tinta
para comprobar que fueron escritas en las fechas en que las enviaron.
—No te sigo, Néstor —confesó el comisario—. ¿A qué te refieres?
—Vamos a suponer que cuando los Vilaró fueron retenidos y
extorsionados, los secuestradores obligaron a David a escribir esas postales.
Luego un miembro de la secta las envió cada cierto tiempo desde diferentes
ciudades de Europa, para evitar que la familia de los Vilaró en Cádiz
sospechara lo que ocurría. Recordad que esas postales fueron lo que evitó que
la hermana de David pusiera una denuncia por su desaparición y la de su
familia.
—Es un argumento interesante —reconoció Santiago—, pero no estoy
seguro de que sea de utilidad. Ten en cuenta que la datación de tinta en un
documento es complicada y los resultados no siempre son concluyentes.
—Estaba pensando en una técnica nueva que se ha desarrollado en la
Universidad del País Vasco. Se llama Datink y es mucho más precisa y fiable
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que los métodos tradicionales —les informó el inspector jefe—. Tengo un
amigo en Bilbao que forma parte de ese proyecto. Podríamos enviarles las
postales. Si David Vilaró las escribió todas al mismo tiempo, es seguro que lo
hizo bajo coacción.
—Me parece buena idea —lo respaldó el comisario—. Poneos de acuerdo
tú y Diji para ver si podemos datarlas. Mientras tanto, vamos a seguir
trabajando en la teoría de la secta. Escucho sugerencias.
—Es importante localizarla en el mapa —opinó Miguel.
—Su carnada es un «retiro familiar» —señaló Salazar—, lo cual significa
que debe estar ubicada en un lugar apartado que pueda alojar por unos días a
un grupo de personas. Además, es muy probable que se encuentre cerca del
lugar donde fue perseguida Isadora.
—Recuerda que también es posible que ella huyera durante un traslado —
opinó Miguel.
—Tal vez, pero lo encuentro menos probable. Tendría que haber un buen
motivo para que fuera necesario cambiar su lugar de reclusión. Por otro lado,
ese camino de tierra donde la encontraron y sus alrededores resultarían
perfectos para que un grupo así se ocultara.
—¿La Bodega? —preguntó Diji.
—La Bodega tiene una alta probabilidad, pero no podemos olvidar el
resto de las empresas. Cualquiera de ellas podría ser una tapadera para
albergar a la secta.
—Tal vez deberíamos descartar a la compañía transportista —opinó Sofía
—. Después de todo, le permitieron la entrada a Remigio.
—Le permitieron la entrada a las oficinas, como en una visita guiada —
discrepó el inspector jefe—. No podemos estar seguros de qué había más allá.
—De cualquier manera, no tenemos evidencias para solicitar el
allanamiento de ninguna de ellas —precisó el comisario—. Así que será
necesario avanzar en la investigación antes de dar un paso tan definitivo.
Salazar asintió y volvió a invadirle la desagradable sensación de que
estaba pasando por alto algo importante. Sin perder el tiempo usó su propio
móvil para hacer la llamada que le permitiera a Cheick cumplir con su tarea.
Mientras Santiago les ordenaba a Miguel y Manuel que elaboraran los
informes que aún estaban pendientes por redactar, él se acercó a Sofía. Antes
de que pudiera abordarla, García se asomó con actitud algo timorata. Néstor
comprendió que se debía a la presencia del comisario. Cuando el agente vio a
Salazar le hizo un gesto para indicarle que necesitaba hablar con él. El
inspector jefe se acercó a la puerta.
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—Espero no estar interrumpiendo algo importante, señor.
—Descuida, la reunión acaba de terminar. ¿Qué quieres decirme?
—Los oficiales que envié para arrestar al señor Juan Avana acaban de
informarme de que no han podido dar con él.
—¿No lo encontraron en su casa?
—El lugar está vacío. Ni siquiera hay ropa en los armarios.
—Así que el pájaro voló —concluyó Néstor pensativo—. Debe haberse
olido que tarde o temprano nos enteraríamos de sus trapicheos. De acuerdo
García, pasa el aviso a los aeropuertos más cercanos, así como a la estación
de autobuses y del ferrocarril —Salazar levantó la vista y llamó a Manuel,
que se le acercó. Después de ponerlo al día con la situación comenzó a
impartir órdenes—. Manuel, proporciónale a García los datos del coche de
Avana para que pueda pasárselos a la DGT. Si el sospechoso intenta salir de
Haro por carretera podremos localizarlo gracias a las cámaras viales. También
llama a su banco y levanta un alerta sobre sus tarjetas bancarias. Si intenta
utilizarlas que nos avisen de inmediato. Por si ya ha salido de La Rioja envía
un alerta nacional con toda la información que tenemos para que sea detenido
donde se encuentre y que no pueda salir de la península.
—Sí señor.
—De acuerdo. Yo también haré lo posible por encontrarlo. Ahora más que
nunca es importante que tengamos una conversación con el artista.
Tanto Manuel, como García se pusieron manos a la obra. Néstor
aprovechó la pausa para apartarse un poco y llamar al director de la escuela
de Salvador. Respondió al tercer timbrazo.
—Don Calisto. Sí, recibí su mensaje. Disculpe que no le haya podido
devolver la llamada antes, pero estaba en medio de una importante reunión.
¿Ocurrió algo?
—No se preocupe, señor Salazar. Todo está bien. Lamento haberlo
interrumpido en su trabajo. Mi llamada tiene que ver con una autorización que
deseo pedirle en nombre de la Escuela.
—¿Una autorización? ¿Sobre qué?
—¿Recuerda que le hablé acerca del acto de Navidad de los chicos
mañana y nuestra preocupación para que todos participen?
—Sí, claro.
—Bien, el caso es que queremos retirar a Salvador del sorteo.
—¿Van a dejarlo fuera? Comprendo que acaba de llegar a la Escuela, pero
¿eso no lo hará sentirse excluido?
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—No, inspector, creo que no me he explicado. No queremos excluirlo.
Verá, una de las evaluaciones que cumplió hoy el niño fue con el maestro de
música. ¿Por qué no me dijo que el chiquillo tiene una voz tan extraordinaria?
«Porque no tenía la menor idea», pensó Salazar con tristeza, pero guardó
silencio, así que el director continuó hablando.
—De manera que el maestro y yo pensamos que en lugar de entrar en el
sorteo, Salvador debe ser seleccionado de una vez para participar en el coro.
—¿Y no tendría que haber ensayado con sus compañeros?
—Es usted un bromista, inspector. Sabe muy bien que con el nivel que
tiene Salvador en el canto, no le resultará difícil adaptarse en corto tiempo.
Además, queremos que sea el solista.
—¡Solista! ¿Y él que opina sobre eso?
—Está muy ilusionado, por supuesto. Solo haría falta la autorización de
usted.
—Bien, si a Salvador lo hace feliz y usted considera que es positivo para
su adaptación a la Escuela, adelante. Tiene mi permiso.
—Gracias, inspector. Esto hará muy feliz a su hijo. Le enviaré con él la
autorización para que la firme. En cuanto a la toga…
—¿Toga?
—Sí, claro. Los niños del coro deben vestir una toga.
—¿Y dónde puedo encontrar esa toga de hoy para mañana? —preguntó
Néstor angustiado.
—No se preocupe. Tenemos aquí algunas que han sido donadas por
exalumnos. Solo necesitaría algunos arreglos. Tengo constancia de que usted
es un hombre muy ocupado, así que si me lo permite, puedo llamar a la señora
Carmela para que se haga cargo. Ella tiene experiencia, gracias a sus hijos.
—Se lo agradecería.
—Entonces, todo arreglado —respondió don Calisto, antes de colgar.
Néstor suspiró mientras colgaba el móvil. Se sintió aliviado, pues estaba
seguro de que Carmela haría lo posible por ayudarlo. Tendría que pensar en
un regalo que demostrara la enorme gratitud que sentía hacia su cuñada.
Antes de que pudiera meditar acerca de ello, vio que Sofía se le acercaba. Los
padres de Isadora debían estar por llegar.
En cuanto Néstor llegó junto a Sofía, ella le informó que los Ibarra ya los
estaban esperando en la recepción. Salazar decidió que su propio despacho
sería el mejor lugar para llevar a cabo la entrevista, así que ambos bajaron un
piso. Una vez instalados en la oficina, el inspector llamó por la centralita para
que hicieran pasar a los testigos, pero antes de recibirlos decidió que
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prescindiría del gabán. Asumió que conseguiría más información de los Ibarra
si causaba buena impresión, así que dejó la gabardina colgada en un perchero
y para sorpresa de Sofía, hasta se peinó.
Al cabo de un rato, una pareja entró por la puerta. Ambos vestían con
elegancia, aunque la actitud de don Balbino era más altiva que la de su
esposa. Él rondaba los sesenta años, mientras que ella no parecía tener más de
cincuenta. Salazar se puso de pie para recibirlos, les estrechó las manos y
después de presentarles a la subinspectora Garay y de haberlos invitado a
sentarse, dio inicio a la entrevista.
—Les agradecemos mucho que se hayan tomado la molestia de venir
hasta la comisaría. Somos conscientes de lo difícil que deber resultar para
ustedes todo esto.
—Ha sido espantoso —reconoció la señora Ibarra, mientras se enjugaba
las lágrimas con un pañuelo—. El estado en el que se encuentra mi pobre hija,
tan delgada, demacrada. Además, ni siquiera nos reconoce.
—¿Su reacción cuando los ha visto no ha sido positiva?
—Como si hubiéramos sido dos extraños. Así reaccionó —confesó don
Balbino con amargura—. Es por eso que estamos aquí, inspector. Queremos
que nos explique qué le ha pasado a Isadora.
—Debo confesarle que todavía no lo sabemos, señor Ibarra.
—¡Pero tendrán una idea de qué va todo esto! ¿O es que no han
averiguado nada?
—Estamos investigando y tenemos alguna teoría, pero me temo que no
podemos compartirla con ustedes. Mientras la investigación esté abierta
debemos ser reservados acerca de los descubrimientos.
—Comprendo eso en el caso de los periodistas y del público en general,
pero somos los padres de una víctima.
—Aun así. Esa información forma parte del secreto del sumario, de
manera que les ruego comprensión.
—Entonces, ¿por qué nos ha hecho venir si no es para informarnos de lo
que ocurrió? —preguntó don Balbino, indignado.
—Los hemos llamado porque tal vez puedan ayudarnos a avanzar en la
dirección correcta para que podamos atrapar a los que le hicieron esto a
Isadora.
—¿Ni siquiera puede decirnos qué ha sido de nuestra nieta?
—Lo que puedo referirles son las circunstancias en las que su hija
apareció: una pareja que recorría una vía rural la encontró corriendo al borde
de la carretera, con indumentaria inapropiada para la intemperie.
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—¿Qué clase de indumentaria?
—Un sayo y sandalias.
—¿Con este frío? ¿Y de noche?
—Eso me temo. Las únicas palabras que ha pronunciado desde entonces
han sido «Mi bebé». Aparte de eso, la subinspectora logró que le dijera su
nombre, o parte de él: Is. Solo pudimos conocer su identidad cuando
mostramos su fotografía en la Biblioteca donde trabajaba.
—Si no conocían su identidad, ¿cómo llegaron a saber que trabajaba en la
Biblioteca? —Quiso saber don Balbino.
—Porque sospechábamos que la aparición de Isadora podía estar
relacionada con otro caso que llevamos adelante.
—¿Qué caso?
—Señor Ibarra, por favor, no insista. Debe confiar en que haremos todo lo
posible por averiguar qué fue lo que le ocurrió a su hija y encontrar a su nieta,
pero para ello debemos hacerle algunas preguntas.
—Pregunte lo que quiera, inspector —intervino doña Rafaela—. Mi
marido es un obseso del control, pero por el bien de nuestra hija tendrá que
poner de su parte y dejar a la Policía hacer su trabajo. ¿Qué necesita saber?
—¿Tenía Isadora problemas matrimoniales?
Balbino miró a su mujer al mismo tiempo que los policías. Ella suspiró.
Estaba claro que mantenía abierta la comunicación con su hija, a espaldas de
su marido.
—Sí —respondió por fin—. Después de que Guillermo enfermó discutían
casi todos los días. Él quería que ella lo recluyera en una institución de salud,
y le pidió el divorcio para que Isadora pudiera continuar adelante su vida
junto con Maite. Ella se oponía.
—¿Quiere decir que todo esto tiene algo que ver con el inútil de mi
yerno? ¿Qué él está involucrado de alguna forma? —inquirió el señor Ibarra.
—De momento, no conocemos el paradero del señor Ramos —respondió
el inspector—. Tampoco si está involucrado de alguna forma, pero los
indicios apuntan más bien a que sería otra víctima.
—¿Y nuestra nieta? ¿Saben algo de Maite?
—Estamos haciendo lo posible por encontrarla —señaló Sofía,
interviniendo por primera vez.
—¿Le habló alguna vez su hija de un retiro familiar? —preguntó Salazar,
recanalizando el interrogatorio.
—No, pero sí me comentó que estaban visitando un asesor matrimonial,
aunque al parecer no estaba dando resultado.
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—¿Conoce usted el nombre del asesor?
—Deje que recuerde… Sí, era un nombre poco común… Ella hablaba
mucho del licenciado… Narváez. Sí, ese era el nombre, ahora lo recuerdo, era
Narváez.
Tanto Néstor como Sofía se envararon en sus asientos en cuanto
escucharon el nombre. Cruzaron miradas. La revelación de la señora Ibarra
podía ser un indicio importante.
—¿Es posible que el nombre completo fuera Anselmo Narváez? —Trató
de precisar Salazar.
—¡Sí, eso era! Estoy segura. El asesor matrimonial se llamaba Anselmo
Narváez.
—Parece que no es la primera vez que escuchan ese nombre —señaló don
Balbino—. ¿Tiene algo que ver con lo que pasó?
—No estamos seguros —confesó Néstor—, pero no es la primera vez que
el señor Narváez sale a relucir en este caso. Ya lo habíamos entrevistado, pero
creo que vale la pena volver sobre esa pista. Nos están ayudando mucho y se
los agradecemos. Señora Ibarra, ¿el nombre de Gilberto Salas le dice algo?
—No, es la primera vez que lo escucho.
—¿Quién es? —Quiso saber el padre de Isaura.
—La persona a cuya cuenta su hija transfirió el dinero de la venta del piso
—le explicó Salazar.
—¿Isadora vendió el piso que le compré?
—¿Usted no lo sabía?
—No —reconoció don Balbino antes de voltear hacia su mujer, quien
negó con la cabeza. Ella tampoco sabía nada al respecto.
—¿Cuándo fue la última vez que habló con su hija, señora Ibarra?
—Hará casi un año. En su última conversación estaba más animada que
de costumbre, pero no me dijo por qué. Solo que era más optimista con
respecto a poder salvar su matrimonio. Después de eso no pude volver a
hablar con ella.
—¿Eso no la sorprendió? —preguntó el inspector—. ¿No denunció su
desaparición?
—Es que no la daba por desaparecida. Verá, ella no respondía mis
llamadas porque me dijo que estaba muy agobiada con el trabajo, atender a la
niña y a Guillermo, pero sí mantuvo la comunicación. Me hacía llegar
mensajes por un chat.
—¿Chateaban en directo?
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—No en directo. Yo le enviaba mensajes que ella me respondía cuando
podía. En general me decía que estaba bien.
—¿Nunca notó nada extraño en esos mensajes?
—Eran cortos y no daba muchas explicaciones, no como cuando
hablábamos por teléfono, pero yo pensaba que se debía a la enorme carga que
debía sobrellevar. ¿Es importante? ¿En qué está pensando, inspector?
—Sospecho que la persona con la que chateaba no era Isadora, doña
Rafaela —reconoció Néstor—, sino su secuestrador.
—¡Dios Santo! —exclamó la atribulada madre.
—¿Tendría algún problema en permitirnos el acceso a esos mensajes? —
preguntó Salazar—. Es posible que nos proporcionen alguna pista.
—Por supuesto. Cuente con ello, inspector.
—Gracias. Sus aportes han sido de mucha ayuda, pero nos gustaría
pedirles algo más.
—Si contribuye a descubrir lo que ha ocurrido y encontrar a Maite, cuente
con ello, inspector —aceptó Rafaela. Balbino asintió para señalar su
conformidad.
—La subinspectora Garay es la única persona hasta ahora que ha
conseguido alguna información de parte de Isadora. Es probable que esa
comunicación mejore en presencia de su familia. Queremos su autorización
para volver a interrogar a su hija. Con la mayor delicadeza, por supuesto.
—¿Lo haría usted, subinspectora? —preguntó la señora Ibarra con cierta
reserva.
—Sí, señora.
Los padres de Isadora se miraron entre sí. Estaba claro que la idea no les
gustaba, pero por otro lado, su nieta continuaba desaparecida.
—Aceptamos, pero con una condición —sentenció doña Rafaela.
—Usted dirá.
—Que yo estaré presente en todo momento.
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Capítulo 27
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—¿No estás de acuerdo, Néstor?
—Si quieres que sea sincero, no lo estoy —respondió el inspector,
permitiéndose tutear a Goliat, puesto que Sofía estaba en cuenta de que ambos
eran hermanos—. Si el asesor estuviera involucrado y nos presentáramos allí
para interrogarlo, después de haber sido abordado por Remigio, se pondrá a la
defensiva, lo negará todo y además le pondremos sobre aviso. No tenemos
ninguna evidencia clara con la cual presionarlo. Creo que una visita de la
Policía en estos momentos sería contraproducente para nosotros.
—¿Qué sugieres entonces? ¿Que lo dejemos así?
—Por supuesto que no, solo que empleemos una táctica diferente.
—Miedo me das —confesó Santiago—. ¿Qué se te ha ocurrido?
—Sofía y yo podríamos presentarnos como un matrimonio con
dificultades en busca de ayuda profesional. Nos prestaríamos a ser captados y
a ver qué pasa.
—Parece una buena idea. ¿Estás de acuerdo, Sofía?
—Por supuesto, señor.
—Bien, entonces tratad de concertar una cita con Narváez lo antes
posible.
—Sí, señor.
—Con respecto al chat —continuó el comisario—, hablaré con científica
para que inicie las experticias y le asignaré el seguimiento a Pedrera. Por
cierto, Néstor. Carmela me llamó mientras estabais reunidos con los Ibarra.
Me pidió que te dijera que no te preocupes por la toga de Salvador, que dejes
ese asunto en sus manos. Según don Calisto, tu hijo tiene una voz celestial.
Bien, no debería sorprendernos. Después de todo, debe haber heredado el
talento musical de su padre.
Ortiz soltó la explicación sin notar que Néstor abría mucho los ojos para
indicarle que no mencionara ese asunto frente a su compañera. Por supuesto
que a Sofía no se le escaparon ni las palabras del comisario, ni los gestos de
Salazar.
—¿Tu hijo? ¿Una toga? —le preguntó ella—. Y ¿quiénes son don Calisto
y Salvador? Si puedo saberlo, claro.
El tono ofendido de la subinspectora hizo comprender a Goliat que había
hablado de más. Era evidente que su hermano no había mencionado a su
compañera el pequeño detalle de que ahora era padre. Enderezándose en el
asiento, Santiago adoptó una actitud de dignidad, mientras Néstor lo
fulminaba con la mirada.
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—Bien, creo que ese es un asunto que tendréis que discutir entre vosotros.
Si necesitáis apoyo para la operación de infiltración os proporcionaré todos
los medios que me pidáis. Ahora mismo daré la orden a Lali.
—Muchas gracias, comisario —murmuró Salazar entre dientes, mientras
se levantaba de la silla y evitaba la mirada inquisidora de Sofía. Ortiz
carraspeó y cogió el primer documento que alcanzó de los que había en su
escritorio para disimular su desconcierto.
Una vez afuera del despacho del comisario, la subinspectora detuvo a su
compañero. Su expresión no auguraba nada bueno. El inspector sintió un
nudo en el estómago que se le subió a la garganta.
—¡Ni un paso más! Me vas a decir ahora mismo de qué va todo eso de
una toga, y un hijo cantante. ¿En qué lío te has metido ahora, Néstor?
—Vamos a mi despacho. Allí te lo explico.
Una vez en la oficina del inspector jefe, este le contó toda la historia,
desde que recibió la citación, hasta que fue informado de que tenía como
descendiente a un «Plácido Domingo» en ciernes. Sofía se quedó
boquiabierta, literalmente.
—¿Y nunca sospechaste que tenías un hijo?
—Nunca. De haber tenido el menor atisbo de sospecha hubiera
investigado y me hubiera ocupado del muchacho desde que nació. Pero así
son las cosas.
—Ya veo. ¿Y cuándo pensabas contármelo? ¿O pretendías mantenerlo en
secreto?
—Desde luego que iba a decírtelo y a presentarte a Salvador. Es un
chiquillo genial y estoy seguro de que os llevaréis bien, pero comprende
Sofía, todo esto ha sido tan repentino que yo mismo todavía no me he hecho a
la idea de que soy padre.
—No estoy segura de que eso sea una buena excusa. De cualquier manera,
ya no podemos hacer nada al respecto.
—¿Me perdonas?
—Me lo pensaré.
—Gracias —le dijo Néstor con una sonrisa. Sabía que dar por concluido
el episodio sería la mejor forma de que se olvidara su pifia. Así que decidió
pasar a otro asunto—. Espera, déjame preguntar el teléfono del asesor para
que tú lo llames.
Antes de que su compañera pudiera abrir la boca, Salazar usó la centralita
para comunicarse con Lali. Un par de minutos después, Sofía usaba su propio
móvil para concertar la cita. Empleó una voz lastimera para rogarle a la
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secretaria del licenciado Narváez que los atendiera con urgencia. Néstor se
sintió orgulloso de su pupila.
—Ya está —sentenció Garay, al colgar el móvil—. Tenemos cita pasado
mañana a esta hora. Somos el señor y la señora Rocha y somos padres de un
niño de cuatro años.
—¿Te preguntó si teníamos hijos? —Quiso saber el inspector, pues
aquello le disparó las alarmas.
—No me lo planteó como requisito —reconoció Sofía—, pero lo indagó
con sutileza durante la conversación. Preferí contestarle en forma afirmativa
porque todas las víctimas hasta ahora tienen hijos.
—Perfecto. Antes de mañana debemos ponernos de acuerdo acerca de una
historia que coincida con el perfil de las familias que acudieron al retiro.
Tiene que ser atractivo para la secta: piso propio, de ser posible libre de
hipoteca, solvencia económica. Empleos bien remunerados. Ese tipo de
detalles. Necesitamos despertar su codicia si es allí donde se lanza la carnada.
—Faltan veinticuatro horas. ¿Qué hacemos mientras tanto?
—Tú debes ir al hospital para intentar que Isadora te revele algo más.
Hazlo con mucha sutileza y tacto.
—De acuerdo. ¿No irás conmigo?
—Sospecho que en este caso, mi presencia podría ser contraproducente.
Cuantas más personas extrañas, menos confiada se sentirá Is. Cuando hayas
concluido la entrevista, trata de averiguar lo que puedas acerca de Anselmo
Narváez.
—Muy bien. ¿Qué harás tú?
—Tengo que irme de cacería.
—¿De cacería?
—Para atrapar a un pájaro que al parecer levantó el vuelo.
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Capítulo 28
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Por toda respuesta, Is abrió los ojos y volteó a mirar a la subinspectora
para gran alivio de esta. La respuesta de la joven, además de permitirle llevar
adelante el interrogatorio de inmediato, le hizo comprobar que pese a su
estado psicológico alterado, Isadora era capaz de comprender lo que se le
decía.
—Creo que será mejor que baje a tomarme un café —decidió el señor
Ibarra, al comprender que su presencia solo serviría para cohibir a su hija—.
¿Te traigo algo, querida?
—No, gracias, Balbino. Estoy bien.
—Y usted, subinspectora, ¿desea algo?
—No, muchas gracias, señor.
El padre de Is asintió, cruzó la habitación y salió sin demora. La joven
miraba a Sofía con los ojos muy abiertos, como si su presencia la asustara.
Apretó la mano de su madre con más fuerza cuando la subinspectora se
acercó.
—Te ves recuperada, Isadora —le dijo la detective con tono amable—.
Eso me alegra mucho. ¿Te encuentras mejor?
Is, que no había dejado de mirarla a los ojos hizo un leve asentimiento con
la cabeza.
—¿Recuerdas lo que te ocurrió?
Nuevo asentimiento casi imperceptible y comenzaron a correrle lágrimas
por las mejillas, mientras la presión sobre la mano de Rafaela iba en aumento
hasta casi lastimarla.
—Escucha, Is. Estoy aquí para ayudarte. No tienes nada que temer —la
animó Sofía, al notar la tensión que se apoderaba de la joven—. Aquí están
tus padres que no te van a dejar sola. Además, en la puerta hay un agente las
veinticuatro horas del día cuya única tarea es cuidarte. Los que te hicieron
esto ya no pueden lastimarte más. ¿Lo comprendes?
Isadora respondió rompiendo a llorar.
—¡No quería hacerlo! —exclamó en un murmullo—. Le dije que no, pero
era la única forma de que me dejaran ver a Maite. Yo no quería.
—Está bien. Calma. Lo que hiciste fue por Maite. Eso lo comprendemos.
¿Ellos la amenazaron?
Isadora asintió sin dejar de llorar.
—¿Es esto necesario, subinspectora? —intervino Rafaela con angustia—.
¡Mírela! Todavía no está bien.
—Lo último que quiero es perjudicarla, señora Ibarra, pero es posible que
haya vidas en peligro y tal vez Isadora sea la única que pueda darnos la clave
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para salvarlas.
—Mi bebé. Mi bebé. ¿Dónde está mi bebé? —gritó Isadora en medio de
una crisis de llanto—. ¡Por favor no me lo quiten! No se lleven a Maite. No se
la lleven…
Rafaela se acercó más a su hija y la abrazó, dejando que llorara sobre su
hombro y se desahogara mientras ella le acariciaba la cabeza hasta que poco a
poco, la chica se fue tranquilizando y la crisis de llanto dio paso a sollozos
distanciados. Sofía se sintió fatal, pero supo que tenía que seguir presionando.
Las palabras de Isadora le hacían pensar que la pequeña Maite se encontraba
en grave peligro en manos de personas sin escrúpulos. Eso, si ya no estaba
muerta.
—Isadora, quiero ayudarte —murmuró la subinspectora, mientras trataba
de ignorar la mirada furiosa de doña Rafaela—. Queremos encontrar a Maite
para traerla de vuelta a tu lado, pero para eso necesito tu ayuda. ¿Sabes a
dónde se la llevaron?
—Al corral —murmuró la joven con tristeza.
—¿Al corral? —preguntó Sofía confundida, pero animada porque la
testigo estaba respondiendo al interrogatorio—. ¿Puedes decirme qué es el
corral? ¿Dónde está?
—Atrás.
«¿Atrás? ¿Atrás de qué?», pensó Garay con desesperación. Trató de
tranquilizarse. Era necesario que le transmitiera calma y seguridad a Isadora
si quería conseguir alguna información de utilidad.
—¿Atrás de qué está ese corral, Isadora? ¿Puedes decírmelo?
—Atrás de los barracones.
Así no iban a llegar muy lejos. Tenía que comprender que la chica
continuaba en choque y por lo tanto sus respuestas eran automáticas. No
estaban razonadas. Sofía se preguntó a sí misma si ella sería la persona más
indicada para una entrevista como esa. Hubiera preferido que en ese momento
estuviera allí Néstor y que fuera él quien llevara las riendas del interrogatorio.
Pero no. Si su jefe había confiado en ella para esa tarea tan delicada no lo
defraudaría ni a él, ni a sí misma. Respiró un par de veces para darle
oportunidad a Is de tranquilizarse y al mismo tiempo lograr ella también
cierto nivel de relajación.
—Esos barracones, ¿estaban cerca de la carretera donde te encontraron los
chicos que te rescataron?
La joven se encogió de hombros, mientras hacía un leve asentimiento.
Sofía lo interpretó como un más o menos. Vio su oportunidad de precisar una
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de las dudas que no habían podido responder durante la investigación.
—Is, quiero hacerte una pregunta muy importante sobre el lugar donde te
encontraron. —La joven levantó la mirada para prestarle más atención—.
¿Alguien te llevó hasta allí en un coche, o llegaste por tus propios pies desde
el lugar donde te tenían secuestrada?
En lugar de responder, Is volvió a romper en llanto, mientras se agitaba
entre los brazos de su madre.
—Me va a alcanzar… El perro me va a alcanzar… Por favor… No quiero
terminar como Nati. Está detrás de mí… Por favor.
—Calma, calma, Is. Ya pasó. El perro no te va a alcanzar porque está
muerto. Lo mataron porque se rompió una pata.
La revelación hizo que la chica la contemplara como si quisiera descubrir
si le decía la verdad. Miró a su alrededor y se detuvo en el rostro de su madre,
que también lloraba en silencio. Sofía esperaba que se tranquilizara al
comprender que la persecución había terminado, que ella lo había logrado y
que estaba en el hospital, rodeada de su familia y personas que querían
ayudarla, pero en lugar de eso, Isadora volvió a romper en llanto y a gritar:
—¡No quería hacerlo! ¡Juro que no quería hacerlo, pero ellos me
obligaron! ¡Si no lo hacía iban a lastimar a mi bebé!
—¿Qué fue lo que te obligaron a hacer, Is?
—Matar a Guillermo. Ellos me obligaron a asesinar a mi esposo.
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Capítulo 29
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—No le hagas caso —le aconsejó Quintero, mientras hacía un gesto con la
mano como si espantara una mosca—. Es un poco gruñona, pero buena
persona. Entra y cuéntame en qué puedo serte útil.
—Espero no estar interrumpiéndolo, don Braulio. ¿Estaba trabajando en
algún caso?
—Sí, sí, claro —respondió el detective demasiado rápido. Salazar sabía
que estaba mintiendo, pero simuló que le creía, para así permitirle conservar
su dignidad—. Estaba con un par de asuntos, pero siempre tengo tiempo para
ti, chaval.
¿Chaval? Nadie lo llamaba así desde… Desde mucho antes de que dejara
de serlo. Siempre se interponía algún otro calificativo: trasto, gamberro,
granuja, liante, y otras lindezas similares. Si hacía memoria, el último que lo
había llamado chaval había sido su padre. El recuerdo lo conmovió.
Después de agradecer al detective por permitirle ocupar su tiempo, el
inspector entró al despacho y se instaló en una silla frente a Quintero, que se
sentó detrás del escritorio, después de acomodarse las perneras de los
pantalones para que no perdieran la raya. Se ajustó las solapas de la chaqueta
y miró con seriedad a su excolega.
—Suéltalo, chico. Necesitas ayuda, ¿verdad? —preguntó esperanzado.
—Eh… Sí, don Braulio. Verá, estamos interesados en tener una
conversación con Julián Avana, pero cuando envié a buscarlo, ya no se
encontraba en su casa.
—El pájaro voló —concretó el veterano detective. Salazar asintió—.
Seamos sinceros. ¿De qué clase de conversación estamos hablando? ¿Una
como inocente testigo, o como acusado?
—Acusado.
—Comprendo. Y lo más probable es que «Velázquez», que no tiene la
conciencia muy limpia, pusiera pies en polvorosa antes de que vosotros os
interesarais en él.
Salazar lo miró con sorpresa cuando comprobó que estaba al tanto del
apodo callejero de su antiguo cliente.
—¿Sabía usted que lo llamaban así?
—No te sorprendas tanto, chaval. Que yo también tengo mis contactos en
las calles.
En ese momento entró Evelia con una bandeja y sirvió los cafés. No les
preguntó cómo los querían. Se limitó a colocar una taza de café solo frente a
cada uno y dejar una azucarera en el centro del escritorio.
—Te ofrecería leche, pero se nos dañó el frigo —se excusó don Braulio.
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La secretaria puso los ojos en blanco y salió con la bandeja sin decir
palabra. A Néstor le quedó claro que el mencionado refrigerador no existía.
—No se preocupe, señor. Me gusta el café así.
—Y bien, continúa. ¿En qué te puedo resultar útil?
—Había pensado que en vista que Julián Avana fue su cliente, pudiera
proporcionarnos algún dato que nos ayudaría a dar con él. Una dirección, un
teléfono. Algún lugar público en el cual se hubieran reunido.
—Supongo que eres consciente de que al haber sido Avana mi cliente, le
debería cierta confidencialidad.
—Por supuesto, pero esta se refiere al caso por el cual lo contrató. La
información que le solicito no tiene ninguna relación con ello —argumentó
Néstor—. Por otro lado, no me atrevería a pedírselo si no hubiera vidas en
juego.
—¡Conque esas tenemos! ¿Tan grave es el fregado en el que se ha metido
ese truhan?
—Así de grave —confirmó Salazar, mientras acompañaba sus palabras
con un gesto de asentimiento de la cabeza—. Claro, que aún no hemos podido
determinar su participación directa. Es la razón por la que debemos
interrogarlo, pero podría poseer información clave acerca del caso que
estamos investigando.
—Si no estáis seguros de su participación en el delito sobre el que
indagáis, ¿por qué lo citáis en calidad de acusado?
—Porque tenemos pruebas de que está incurso en otro tipo de actividades
ilegales.
—De acuerdo, Néstor. Estás de suerte. Verás, como te dije en nuestra
primera entrevista soy un policía de corazón, así que antes de decidir abrir
esta oficina me asesoré con un buen abogado, pues no estaba dispuesto a
hacerle favores a ciertos individuos que me pudieran contratar con
intenciones que contravinieran los términos legales. ¿Me voy explicando? —
preguntó, al mismo tiempo que le guiñaba un ojo.
—De maravilla —fue la respuesta del inspector, pese a que le había
parecido que el planteamiento tenía demasiados vericuetos verbales.
—Así que antes de aceptar un nuevo cliente —continuó el detective—, la
condición «sine qua non» para que acepte el caso es que renuncien a la
confidencialidad de la información que pudiera estar relacionada directa, o
indirectamente con cualquier acto delictivo. Aunque por supuesto, la cláusula
solo me permite revelárselo a la Policía y a los organismos legales
competentes.
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Néstor comprendió entonces la razón por la que un detective tan
experimentado tuviera la sala de espera vacía. Esas cláusulas espantarían a
más de la mitad de sus potenciales clientes. Se preguntó cómo pagaría el
alquiler de la oficina, al mismo tiempo que sentía crecer su respeto por el
policía que tenía frente a él.
—¿Entonces dispone usted de alguna información que pueda ayudarnos
con respecto a Avana?
—Me temo que solo cuento con la dirección de su casa. Y las reuniones
siempre fueron celebradas en este despacho, así que respecto a eso es poco lo
que puedo proporcionarte, pero… Tengo mis recursos. Si confías en mí y me
das unas horitas, te lo entregaré envuelto en papel de regalo y con un lacito.
—Le agradezco mucho la oferta, don Braulio, pero no sería correcto. Ese
es mi trabajo, por el que me paga la comunidad. No es de ley que lo
subcontrate para que cumpla con una de mis tareas.
—Esa respuesta habla bien de ti, hijo. No esperaba menos, pero yo
también soy un ciudadano preocupado y según me has dicho, en este asunto
hay vidas en riesgo.
—Sí, pero…
—Pues entonces, ninguna ayuda sobra y te puedo asegurar que la mía
puede ser de gran utilidad. No necesitas contarme de qué va el asunto. Ya me
lo dirás cuando salga del secreto del sumario, que yo también estuve donde tú
estás ahora y te comprendo, pero tú me has caído muy bien, chaval. Y si me
permites ayudar a la policía me harás muy feliz. Por supuesto que el asunto
corre por mi cuenta. ¿Qué dices?
Néstor suspiró. No quería abusar de la buena voluntad de don Braulio,
pero por otro lado, era imperativo encontrar a Avana. Meditó un momento
acerca de cuál sería la conducta más correcta en ese caso. ¿Por qué la vida,
siendo tan complicada, no venía con un manual de instrucciones?
—Muy bien, don Braulio, hagamos esto. No puedo pedirle que investigue
acerca del paradero de Julián Avana, ni mucho menos que nos lo entregue
empaquetado para regalo, pero si llega a sus oídos alguna información
interesante, hágamelo saber. ¿De acuerdo?
—Es un trato —respondió el detective estrechándole la mano y
desplegando una sonrisa satisfecha.
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Capítulo 30
Cuando salió del despacho del detective, Néstor se comunicó con Gyula para
pedirle que hiciera lo posible por dar con el paradero de Julián. Estaba seguro
de que si alguien podía proporcionarles una pista, ese sería el primo de su
amigo: Kavi. Después de colgar llamó a Sofía de inmediato. Ella le explicó a
grandes rasgos lo que había revelado la entrevista con Isadora. Mientras
regresaba a la comisaría en un taxi, el inspector iba dándole vueltas a la
cabeza acerca de las reacciones de la chica. Si la gente que la había retenido
contra su voluntad no solo había asesinado a Guillermo, sino que la había
obligado a ella a cometer semejante crimen contra su voluntad, significaba
que se enfrentaban a sujetos mucho más peligrosos de lo que había supuesto.
Cuando entró a «San Miguel» no encontró a García en la recepción. Era
seguro que se había sumado a la búsqueda del prófugo Avana. En su lugar
estaba Mendoza, un chico novato y avispado, deseoso de mostrar su valía.
—Buenas tardes, inspector jefe.
Sorprendido, Salazar echó un vistazo a su reloj. De nuevo se le había
echado el tiempo encima. Ya había pasado la hora del almuerzo, pero no
había tiempo para pensar en una pausa. En lugar de eso devolvió el saludo al
agente, antes de preguntarle por el comisario.
—Ahora está reunido con el inspector Toro en su despacho, señor.
—¿Remigio ya regresó de Barcelona?
—Hace diez minutos, inspector.
—De acuerdo, gracias por la información, Mendoza. Mira, la
subinspectora Garay debe estar por llegar. Por favor pídele que se reúna con
nosotros en el despacho del comisario Ortiz.
—Así lo haré, señor —respondió el joven, que al escuchar mencionar a
Sofía adoptó una actitud mucho más seria, lo cual disparó las alarmas de
Salazar.
—Y cuídate mucho de mirarla en forma inapropiada —le advirtió,
mientras lo señalaba con un índice acusador.
—¿Yo, señor? Sería incapaz —respondió el joven policía sonrojándose.
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«Te pillé», pensó Néstor. Mendoza carraspeó y sintió alivio cuando su
superior se encaminó hacia la escalera. ¿Sería cierto lo que se decía en los
pasillos acerca de que Salazar era capaz de adivinar lo que pensabas? El
novato decidió que se andaría con pies de plomo con el excéntrico inspector
jefe. Y con su compañera.
Cuando Salazar llegó a la antesala del despacho del comisario, Lali lo
recibió con una sonrisa. ¿Esa era la misma secretaria que hasta hacía pocos
meses lo había considerado sospechoso de cualquier imprevisto que surgiera
en la comisaría? Claro que por lo general estaba en lo cierto, pero ella nunca
llegó a saberlo. Al parecer, su acercamiento con Santiago sirvió para que la
fiel secretaria moderara las reservas que sentía hacia él. En cualquier caso,
aunque la nueva actitud de Eulalia era menos divertida, sí resultaba más
cómoda.
—Qué bueno que ha llegado, inspector jefe —le dijo en cuanto lo vio,
manteniendo su actitud siempre formal—. El comisario Ortiz me había
preguntado por usted. Está con el inspector Toro y tiene interés en que se
reúna con ellos.
—Gracias Lali. Por cierto, la subinspectora Garay debe estar por llegar.
¿Podrías…?
—Le diré que entre en cuanto la vea.
—Perfecto —respondió el inspector, mientras llamaba a la puerta y
entraba.
—Pasa, Néstor —lo invitó su hermano—. Remigio estaba a punto de
contarme lo que averiguó en Barcelona.
—¿Cómo es que regresaste tan pronto?
—Eficiencia, Salazar, eficiencia —respondió el veterano inspector con
orgullo—. Cuando el comisario me designó la tarea de Salas llamé a un viejo
amigo en Barcelona, que de inmediato comenzó a hacer algunas
indagaciones. Yo cogí el último tren del día y pasé la noche en la ciudad
condal. Mata, mi amigo, ya me había adelantado alguna información y me la
hizo llegar al móvil. Así que esta mañana a primera hora, yo ya estaba en la
residencia donde se encuentra ingresado el señor Salas. Por eso pude regresar
tan pronto.
—Pues te felicito —reconoció Néstor—. ¿Y pudiste averiguar algo?
Remigio sacó su libreta del bolsillo de la chaqueta y consultó los
garabatos, ininteligibles para cualquiera que no fuera él.
—Bien, Como ya sabíamos, Gilberto Salas es un nonagenario que sufre de
demencia senil. Es imposible que ese anciano haya podido abrir una cuenta en
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ninguna parte. El pobre hombre está desconectado de la realidad.
—¿Entonces estamos en otro callejón sin salida? —intervino Salazar con
preocupación. Toro levantó el índice para solicitar paciencia.
—No tan rápido. Mata pudo averiguar que Salas tiene una hija, un yerno y
una nieta, que son su única familia, porque su esposa murió hace veinte años.
Son ellos quienes lo ingresaron cuando comenzó a dar señales de demencia
senil. El detalle es que no viven en España.
—¿Dónde viven?
—En Bélgica. Visitan al abuelo una vez al año, que es cuando lo llevan de
paseo por un par de horas.
—No parecen una familia muy dedicada —comentó Santiago.
—En absoluto. Lo interesante es que en la residencia llevan un registro de
las entradas y salidas de los ancianos. En especial de aquellos que no
conservan sus capacidades mentales. Resulta que hace tres años apareció una
visita. Se presentó como una sobrina de Salas y les pidió que le dieran
permiso para llevarlo a dar un paseo.
—¿Y se lo permitieron? —preguntó Néstor con sorpresa.
—El encargado de guardia en ese momento era una enfermera que estaba
allí como suplente desde hacía pocas semanas. Así que dio el permiso. La
supuesta sobrina regresó al señor Salas al cabo de un par de horas, lo cual no
le sirvió de mucho a la enfermera, que de cualquier forma fue despedida de
inmediato, pues Gilberto no tiene sobrinos.
—¿Se supo adónde lo había llevado? —preguntó el comisario.
—Nadie tiene la menor idea. Examinaron al anciano y lo encontraron
bien. Él ni siquiera recordaba que había salido, mucho menos donde estuvo.
—Si ya tenía cita, es tiempo más que suficiente para tramitar el pasaporte
—sugirió Salazar.
—Pensé lo mismo. Por suerte, Mata ya me había enviado la dirección de
la comisaría donde fue emitido el pasaporte de Gilberto Salas. Está muy cerca
de la residencia de ancianos y la fecha en la que fue entregado coincide con la
visita de la sobrina.
—Así que hicieron la solicitud de la cita y luego fueron a buscar al señor
Salas el día señalado —resumió Néstor—. Solo hubieran necesitado el DNI y
hacerle una foto según los requerimientos correspondientes. Llevaron al señor
Salas a la comisaría, donde pidieron el documento en su nombre. Una vez
concluido el trámite, devolvieron al anciano a la residencia. Así se hicieron
con un documento de identidad legítimo, de un ciudadano que nunca
levantaría sospechas.
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—Nos enfrentamos a sujetos muy inteligentes. —Se quejó Ortiz.
—¿Cómo es que Salas llevaba el DNI encima? —Quiso saber Néstor.
—¿A qué te refieres?
—Es un paciente con demencia senil. En esas condiciones no creo que le
permitan tener el documento en su habitación. Correrían el riesgo de que lo
perdiera, o que lo tirara a la basura al no recordar lo que es.
—Pues en eso no había pensado —reconoció Remigio.
—Lo más probable es que el documento estuviera en la ficha de ingreso
de Salas —sugirió Santiago—. De ser así, alguien dentro de la residencia
debía estar en complicidad con la falsa sobrina.
—La enfermera suplente —opinó Néstor—. Se me hace difícil creer que
hayan empleado dos personas donde podían resolver con una que estuviera en
el lugar apropiado.
—¿Qué sabemos de esa enfermera, Remigio? —le preguntó el comisario.
—Su nombre es Modesta Pavía —respondió el inspector Toro, después de
consultar su libreta. Fue enviada a la residencia desde una agencia de empleos
para suplir por casi tres meses a una de las enfermeras que estaba de baja por
permiso de maternidad. No duró ni diez días en el trabajo. Después de la pifia
con el señor Salas, la directiva de la residencia estaba dispuesta a despedirla,
pero no fue necesario porque desapareció.
—No volvió a presentarse, ¿verdad? —Quiso asegurarse Néstor. Remigio
asintió para confirmar las palabras del inspector jefe.
—Es el cómplice que buscamos —concluyó el comisario.
—Es lo más probable —opinó Néstor—. Creo que necesitamos saber más
acerca de esta enfermera.
—Me ocuparé de investigarlo —confirmó Remigio.
—Pienso que también sería interesante averiguar si Pavía se acercó en
algún momento a la señora Jordán, la nonagenaria que vive en Logroño, en
cuya cuenta depositaron sus bienes los Vilaró.
No había terminado Néstor de pronunciar las últimas palabras, cuando
llamaron a la puerta y después de ser autorizada entró Sofía, que también se
sorprendió cuando vio que Remigio ya había regresado. En los siguientes
minutos, ella explicó en detalle su entrevista con Isadora, después de lo cual
sus compañeros la pusieron al día acerca de lo que ellos habían estado
discutiendo.
—¿Qué me dices tú, Néstor? —preguntó Ortiz—. ¿Hay alguna noticia de
Julián Avana?
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—Si trata de salir de la ciudad, o de mover sus cuentas bancarias, lo
pillaremos. También he puesto en movimiento mis contactos en la calle para
que nos ayuden a encontrarlo. Es cuestión de tiempo que demos con él.
—¿Has previsto que puede haber salido de Haro antes de que lo
comenzáramos a buscar? —preguntó Santiago.
—Ya Manuel tiene instrucciones al respecto, aunque dudo que haya
llegado tan lejos sin dinero.
—¿Y si guardaba una reserva en efectivo para casos así? —sugirió
Remigio.
—¿Un sujeto que dilapidaba cinco mil euros en menos de quince días en
bacanales y que después tenía que pedirle a su hermano para no pasar hambre
el resto del mes? Es poco probable. Tengo la impresión de que cualquier
billete de más de cinco euros en el bolsillo de este tío le causaría un prurito
insoportable. Tendría que gastarlo.
—Esperemos que tengas razón. Estoy seguro de que no nos lo ha contado
todo y es prioritario poder interrogarlo —señaló Santiago.
—Soy de la misma opinión.
—De acuerdo. No podemos hacer nada con respecto a Julián Avana hasta
que demos con él —argumentó el comisario—, así que vamos a centrarnos en
lo que tenemos. ¿Alguna sugerencia?
—Es evidente que Isadora todavía no está en pleno uso de sus facultades y
que sus respuestas son más emocionales que razonadas, pero en lo poco que
ha manifestado nos ha dejado algunas pistas que no podemos perder de vista
—argumentó Salazar, mientras comenzaba a enumerar con los dedos—. En
primer lugar, confirma que compartió cautiverio con Natalia, que estuvo
retenida y la separaron de su hija. También que la obligaron a matar a su
propio esposo, mediante amenazas contra la niña…
—Eso es algo que no puedo comprender —lo interrumpió Sofía—. ¿Por
qué secuestrar a Guillermo Ramos, para luego asesinarlo? ¿Qué ganaban con
ello?
—Es evidente que Ramos les estorbaba. Enseguida les plantearé mi
opinión al respecto. Sigamos —continuó enumerando—. Quiero detenerme
por un momento en la fuga de Is. Si la habían acorralado al extremo de que
fue capaz de matar al hombre que tanto amaba, ¿qué ocurrió para que se
atreviera a huir?
—Tal vez llegó a un punto de quiebre y no pudo soportar más el
cautiverio —sugirió Remigio—. Preferiría arriesgarse a morir antes que
continuar viviendo en esa situación.
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—Ese que acabas de señalar es un detalle importante —apuntó Néstor—.
Estas personas no soportan el cautiverio por miedo a que las maten, sino por
miedo a perder a sus seres queridos.
—Lo siento, no te sigo —reconoció Santiago.
—Isadora lo expresó, aunque hay que leer entrelíneas. Maite fue llevada
al «corral». Y el «corral» queda detrás de los «barracones». ¿Qué os sugiere
eso?
—La forma en que los secuestradores organizaron el cautiverio —
respondió Sofía, al comenzar a comprender.
—¿Y no os recuerda algo?
—Una cárcel.
—¡Exacto! Una cárcel, pero como estamos hablando de familias, yo lo
relacionaría más bien con un campo de concentración. Vamos a suponer por
un momento que los barracones están destinados a retener a los prisioneros.
—¿Y el corral?
—A sus hijos —concluyó el inspector jefe de inmediato—. Cuando
presionaste un poco a Isadora, ella respondió gritando que no le quitaran a su
bebé. Que no se la llevaran al corral, lo cual me hace pensar que estos
psicópatas controlan a sus víctimas a través de sus hijos. Se los quitan, o les
permiten verlos en función de su obediencia y sumisión.
—Es monstruoso —opinó el comisario.
—Estoy de acuerdo, pero todos aquí hemos visto y conocido muchos
monstruos capaces de esto y de mucho más.
—Pero si controlan a sus víctimas a través de sus hijos. ¿Cómo es que
Isadora intentó escapar? —preguntó Sofía, con la piel de gallina ante la
respuesta más probable.
—Ya sabemos que su esposo está muerto. Ella misma confesó haberlo
asesinado. Así que solo podían controlarla a través del bebé. Si se atrevió a
huir sin llevársela, solo puede haber un significado.
—Maite está muerta —sentenció Remigio y sus palabras causaron un
espeso silencio, que al final fue roto por el propio Salazar.
—O ella cree que lo está. Mientras no tengamos un cuerpo, debemos
asumir que la niña está viva.
—No podría estar más de acuerdo —opinó Santiago, mientras recordaba
el empecinamiento de su hermano al afirmar que su hijo Lucas estaba vivo
cuando lo secuestraron y cómo esa obstinación había permitido rescatar al
niño sano y salvo—. ¿Adónde quieres llegar, Néstor?
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—Al origen del delito. Opino que todo esto confirma que nos
encontramos frente una secta.
—¿Y qué importancia puede tener que sea una secta, o una organización
criminal al uso? —preguntó Remigio, que no comulgaba mucho con los
enfoques psicológicos de las investigaciones frente a la delincuencia—. Los
resultados son los mismos y los tenemos a la vista: una familia asesinada a
sangre fría, otra secuestrada, que no sabemos si es la única. Lo más probable
es que haya más. Y una chica que ha perdido su salud física y mental después
de haber sido obligada a asesinar a su propio esposo, además de tal vez haber
perdido a su bebé. Secta, o no secta, tenemos que atrapar a esos hijos de puta
lo antes posible.
—Y lo haremos, Remigio —respondió el inspector jefe, comprendiendo
los sentimientos de su compañero, que con toda probabilidad estaría pensando
en su propia familia—. Sin embargo, no debemos perder de vista el enfoque
correcto del problema, pues si se trata de una secta, no solo nos estaríamos
enfrentando a una organización criminal, como tú dices, al uso. Me refiero a
sujetos que actúan por intereses económicos y de poder, sino que al menos
una parte de la estructura criminal la manejarían fanáticos. Es decir, personas
que sostienen a ultranza creencias tan arraigadas que todas las barreras de
contención, tanto psicológicas, como sociales serían rebasadas, por lo que
estaríamos en presencia de individuos capaces de cualquier cosa.
—Estás pensando en «La Familia Manson», ¿no es así? —Quiso saber
Ortiz.
—Es un ejemplo. Tal vez el más conocido, pero por desgracia, no el
único.
—Perdóname, Salazar —insistió Toro—, pero eso de las sectas me suena
a la clase de cosas que son propias de las pelis americanas. Nosotros estamos
en España. No lo olvides.
—En eso te equivocas, Remigio. Conozco el tema porque recibimos
algunas charlas sobre ello durante el curso especial que realicé hace algunos
meses. ¿Recuerdas?
—Sí, claro, cuando tuviste que regresar de repente porque secuestraron al
chavalín del comisario.
—Ese mismo. Bien, las charlas las dictó un psicólogo que dirige un
programa sobre el tema, auspiciado por el Ayuntamiento de Málaga. Lo más
probable es que sea la persona que más sabe sobre sectas en la península.
Gracias a él puedo decirte que existen entre doscientas y doscientas cincuenta
sectas activas en España.
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—¡Jooodeeer! ¿Y de dónde sacan tanto chiflado que las siga?
—No te equivoques, Remigio. Las sectas no están interesadas en personas
conflictivas o con problemas psicológicos. Captan a sus seguidores entre
ciudadanos corrientes. Sus objetivos suelen ser jóvenes que se unen a grupos
porque quieren ayudar y en muchos casos mejorar el mundo y la sociedad.
Muchos de ellos ni siquiera son conscientes de que han sido absorbidos por
una secta. Se aprovechan de su buena voluntad.
—¿Cómo es eso posible?
—Porque la imagen que tenemos de una secta es la de un grupo vestido
con sayones que pasa el día con cánticos, golpeando bombos y panderetas,
mientras esperan que una nave espacial los salve del fin del mundo. Una
imagen muy peliculera. Todo hay que decirlo.
—¿Y no es así?
—Tal vez en un principio existieran sectas así, hace treinta o cuarenta
años, pero han mutado para sobrevivir. Ahora se esconden detrás de
mamparas que son bien vistas por la sociedad, como grupos de meditación, de
yoga, y hasta alguna ONG. Eso no quiere decir que todos estos grupos sean
sectas. La mayoría son auténticos, pero las sectas utilizan estos conceptos
para mimetizarse sin ser detectadas.
—¿Y cómo se sabe cuál es una secta y cuál no?
—Aunque cada una tiene sus propias características, existen algunas
señales de alarma: casi siempre giran alrededor de una figura central, un líder
o gurú, al que los seguidores deben obediencia ciega. Las sectas peligrosas
suelen exigir una cuota, aporte, o donación, que representa un fuerte capital.
—Como en este caso.
—Así es, aunque debo reconocer que en la investigación que manejamos,
estas donaciones no parecen haber sido realizadas en forma voluntaria, sino
bajo extorsión.
—De acuerdo. ¿Qué más necesitamos saber para decidir que se trata de
una secta?, porque hasta ahora no hemos encontrado evidencias de ningún
gurú, y las «donaciones», no son tales.
—Tienen una serie de normas o reglas que deben seguir todos los adeptos
sin discusión. De no hacerlo tendrían consecuencias.
—¿Qué tipo de consecuencias?
—Depende de la secta, pero pueden ir desde rechazo por parte del grupo
hasta castigos físicos. Manipulan a través del miedo. Y para facilitar el
control de sus seguidores hacen lo posible por distanciarlos de familiares y
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amigos. Cualquiera que no pertenezca al grupo debe ser captado, o
considerado enemigo.
—Mira, ese sí es un punto en el que puedes tener razón. ¿Qué más?
—Alteran la dieta. En realidad, este fue el primer indicio que me hizo
pensar en una secta. La mala nutrición, que ha sido un factor común en todas
las víctimas que hemos encontrado. Tanto en los Avana como en Is.
—No comprendo, ¿qué tiene que ver la dieta con todo esto?
—Una alimentación pobre en algunos nutrientes, como las proteínas por
ejemplo, puede alterar la función cerebral al punto de hacer que el adepto sea
más sumiso, y por tanto, manipularlo con mayor facilidad.
—Eso explicaría el estado en el que fueron encontradas todas las víctimas
de este caso —lo respaldó el comisario.
—De acuerdo —se rindió Toro—. Acepto que podríamos estar frente a
una secta, aunque debéis reconocer que no todo coincide.
—Tienes razón —aceptó Salazar—. Debo admitir que algo chirría en mi
teoría. Si estamos en lo cierto y los «adeptos» son captados mediante
extorsión, eso no encajaría en el comportamiento de una secta, en la que sus
seguidores son convencidos.
—¿No has dicho que estas organizaciones mutaron para sobrevivir? —
señaló Sofía—. Tal vez no se les hacía tan fácil captar seguidores, gracias a
que las personas están mejor informadas que hace algunos años y por eso
recurrieron a la extorsión para no quedarse sin víctimas.
—Tal vez —reconoció Néstor, con tono dubitativo—. De cualquier
manera, me gustaría tener mayor certeza al respecto.
—¿Qué piensas hacer?
—Llamaré al profesor Cuesta. Es probable que pueda aportar información
que nos ayude a dilucidar cómo funciona esta maquiavélica organización.
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Capítulo 31
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—Y no es para menos, pero aquí tenemos la respuesta a la pregunta de
Sofía. Ramos estaba tan enfermo que no podía trabajar, por lo que no sería
útil a la secta. Por otro lado, al obligar a Isadora a asesinarlo quebraban su
resistencia y demostraban que ejercían un control total sobre ella.
—¡Son unas bestias! —exclamó la subinspectora.
—Creo que no he escuchado mejor definición —la respaldó Néstor.
—Muy bien —intervino Santiago, mientras miraba su reloj—. Remigio,
tú tienes que investigar si la identidad de la señora Jordán pudo ser robada por
la secta, al igual que la de Gilberto Salas.
—Llamaré a algunos de mis contactos en Logroño para averiguarlo —
afirmó el inspector Toro.
—De acuerdo. Néstor, asesórate acerca del funcionamiento de las sectas.
Creo que esa información será vital para llevar adelante este caso.
—En cuanto regrese a mi oficina me pongo a ello.
—Sofía, tú puedes tomarte un descanso. Concertaremos la reunión en la
sala común a las 8:30 de la tarde. A ver si empezamos a despejar la maleza y
ver el camino. Ahora largaos que tengo trabajo.
Todos asintieron y abandonaron el despacho de Ortiz. Remigio subió al
segundo piso con la intención de poner a trabajar a sus compañeros de
Logroño. Sofía mencionó algo acerca de irse a almorzar y le preguntó a
Néstor si quería que le trajera algo. Él se negó con amabilidad antes de entrar
a su despacho. Por fortuna había registrado los datos de Cuesta en su móvil,
así que marcó el número en el teléfono fijo y llamó a Málaga. Al segundo
timbrazo le respondió la voz atiplada de una secretaria. Después de
identificarse, Salazar le pidió hablar con el profesor, quien lo atendió
enseguida.
—Aquí Cuesta. ¿Quién es?
—Profesor, soy Néstor Salazar. Tal vez no me recuerde, pero nos
conocimos en Huesca hace unos meses, durante el curso acerca de
antiterrorismo y organizaciones criminales.
—Por supuesto que lo recuerdo. Es posible que no se haya percatado,
inspector, pero a usted no se le olvida con facilidad.
Néstor guardó silencio por un par de segundos meditando esas palabras.
Las había escuchado hacía poco tiempo. ¿Dónde? No importaba. Le habían
despertado la misma duda acerca de si se trataba de un elogio, o un insulto.
—Eh… Bien. Lamento distraerlo de sus obligaciones, pues tengo
constancia de que es un hombre muy ocupado, pero necesito su asesoría con
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respecto a un caso que estamos investigando. Las víctimas son familias y
sospechamos que lo que se mueve por detrás de bambalinas es una secta.
—Me sentiré muy satisfecho si puedo ayudar.
Acto seguido, Néstor pasó a explicarle en detalle todo lo que habían
descubierto desde que los miembros de la familia Avana aparecieron muertos
en el escenario de un falso accidente. Cuando terminó, la línea se mantuvo en
silencio. Salazar creyó que la comunicación se había cortado.
—Profesor Cuesta, ¿está ahí?
—Aquí estoy, Salazar. Solo meditaba acerca de lo que me ha contado y
me temo que tengo que darles la razón. Lo más probable es que se trate de
una secta.
—¿Aun cuando las víctimas hayan sido extorsionadas y no captadas?
—Eso es lo de menos. No sería la primera organización de este tipo que
retiene a personas contra su voluntad mediante la extorsión. La manipulación
a través del miedo suele ser su tarjeta de presentación.
—¿Puede proporcionarme alguna información que pueda resultarnos de
utilidad?
—¿Saben cómo se hacen llamar? Tal vez los conozca.
—Me temo que esa es una información que no ha surgido todavía en la
investigación.
—Bien. De cualquier manera suelen tener una organización muy parecida
entre ellas. Es importante que ustedes sepan cómo suelen actuar.
—Lo escucho.
—Las sectas funcionan como una estructura piramidal. En la cúspide se
encuentra el líder, gurú, maestro, o como quiera que lo llamen. Suelen
reconocerle atributos, o poderes especiales. Algunos de estos líderes llegan a
creerse sus propias mentiras. Es más, se han dado casos en los cuales están
tan desequilibrados que terminan convencidos de que son Dios, o han sido
escogidos por Él.
—¿Es así siempre?
—No. También he visto simples estafadores que son muy conscientes de
lo que hacen. Lo que sí son comunes son los rasgos de narcisismo y
megalomanía. Por otro lado, alrededor del líder se agrupa una élite
privilegiada. Por debajo de estos suelen existir mandos medios, que son los
que someten a la base.
—Comprendido.
—Los adeptos son obligados a la sumisión absoluta hacia sus líderes,
quienes se presentan como «espiritualmente elevados», «superiores», un
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escalafón que no puede alcanzar un simple mortal. Así que para los
seguidores es imposible romper el esquema de dominación. La crítica es
inaceptable, de manera que si alguien se atreve a cuestionar el menor detalle,
suelen desencadenarse consecuencias. Desde luego que un control tan
absoluto sobre un grupo de personas exige entre otros métodos, el aislamiento
de los sujetos captados. Los verdaderos objetivos de la secta son económicos,
aunque se han dado casos de un fin político. Por supuesto que estos objetivos
tan prosaicos no son atractivos para las potenciales víctimas, así que se
esconden detrás de fachadas religiosas, filosóficas y espirituales. El adepto es
una simple herramienta en manos de sus superiores, que es utilizada sin
consideración alguna con el único fin de alcanzar los verdaderos propósitos
de la secta.
—Deduzco por sus palabras que los adeptos son deshumanizados.
—Por descontado. Además, como les señalé en las charlas, el seguidor es
acorralado psicológicamente hasta que percibe a todas las personas que no
pertenecen a la secta, incluidos familiares y amigos, como enemigos, o
personas susceptibles de ser captadas para su salvación.
—Es aterrador —reconoció el inspector—. ¿Cómo consiguen alienar así a
sus víctimas?
—En primer lugar suelen explotar los puntos débiles de las personas que
eligen: puede ser la soledad, el idealismo, la necesidad de pertenencia, o
cualquier rasgo por el estilo. Varía de una organización a otra. La captación
suele involucrar tres etapas: en primer lugar el enamoramiento, que es cuando
la invitan a un ambiente agradable sin ejercer ningún tipo de presión, luego le
plantean un dilema en el cual le convencen de ser un elegido, o de haber
recibido una «llamada superior» para incorporarse al grupo. Una vez que la
víctima acepta el «llamado», se les persuade de que para cumplir su misión
deben recibir un entrenamiento o formación. Es entonces cuando se aplican
los métodos de control mental.
—Este es un factor discordante en el caso que investigamos —reconoció
Néstor—. Si estamos en lo cierto, las víctimas no fueron captadas, ni son
retenidas mediante esos procedimientos, sino por extorsión.
—No es lo habitual, lo admito, pero que haya víctimas que permanecen en
la secta por métodos coercitivos no exime de que existan adeptos. Si los
cautivos son la base, los seguidores podrían ser el escalafón inmediatamente
superior.
—Si está en lo cierto, nos estaríamos enfrentando…
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—A una organización con un número indeterminado, pero considerable
de ciudadanos involucrados en el delito, que en cierto modo son tan víctimas
como los cautivos.
La conversación con el profesor Cuesta terminó de quitarle el apetito a
Néstor. Aunque disponía de tiempo suficiente para un refrigerio antes de la
reunión, los descubrimientos de las últimas horas le habían cerrado el
estómago. Cuanto más averiguaban, más complicado se presentaba el
panorama. Tenía el mal presentimiento de que detener esa organización
criminal y rescatar a las víctimas no sería tarea fácil. De momento solo tenían
una vaga idea de la localización de la secta, que ni siquiera podían considerar
segura, pues las declaraciones de Isadora eran dudosas en el mejor de los
casos, dado su precario estado de salud mental. Por el lado de los
sospechosos, no tenían ni uno, lo cual era frustrante a estas alturas de las
indagaciones. Salazar tenía esperanzas de que eso cambiara después de
interrogar a Julián Avana, pues sospechaba que el truhan podría saber algo al
respecto, pero para poder sonsacarle alguna información, primero tendrían
que encontrarlo.
En lugar de salir a comer algo, Néstor decidió llamar a su cuñada Carmela
para saber cómo iban las cosas con Salvador. Debía reconocer que debajo de
las inquietudes que le causaba el caso, también subyacía una preocupación
por su hijo recién estrenado. Después de todo, para el chaval no debía resultar
fácil la situación. Su tía y sus primos eran para él tan extraños como su propio
padre, de modo que al pensar en el chiquillo se sintió un poco angustiado. Lo
asaltó cierta inquietud cuando marcó el número de la casa de su hermano y el
teléfono repicó un buen rato antes de ser respondido por una Carmela con voz
agitada.
—¡Diga!
Era una sola palabra, pero espetada con el tono duro de quien quiere
librarse con rapidez del incómodo incordio que motivó su pronunciación. Por
detrás, Salazar escuchó un batiburrillo de ruidos que parecían disparos
repetidos, silbidos, una música estruendosa que enervaba el ánimo, además de
gritos infantiles. Sus alarmas se dispararon alertándolo, pero luego se relajó
cuando comprendió que el telón sonoro de fondo correspondía a algún
videojuego que tenía un volumen bastante alto.
—Carmela, soy Néstor. ¿Está todo bien?
—Ah, hola Néstor. Espera un momento —le pidió con voz amable, luego
se apartó del auricular y gritó a voz en cuello—. ¡Es la última vez que os los
digo, bajad el volumen de ese televisor! ¡Si no me obedecéis, os pondré
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espinacas cocidas sin sal para la merienda! ¡Que tengo ahí un manojo bien
hermoso!
Como por arte de magia el volumen de la batalla descendió en una caída
espectacular de decibeles. ¡Qué manera de controlar la chiquillada! ¡Aquella
mujer era genial! ¿Darían cursos para ser una madre eficiente en alguna parte,
de la que no tenían ni idea los hombres? A estas alturas todo le parecía
posible.
—Ahora sí, Néstor, dime, ¿en qué puedo ayudarte?
—Ya me estás ayudando bastante al ocuparte de Salva, Carmela. En
realidad solo llamaba para saber cómo van las cosas.
—Ah, pues muy bien. El chaval es un encanto. Los que me traen de
cabeza son mis dos diablillos, que se han venido arriba con el primo.
—¿Se están llevando bien?
—De maravilla. Los gemelos lo han subido a su habitación para mostrarle
todos sus juguetes y allí estuvieron un rato, que casi ni los sentí. Hasta se
aprovecharon de la visita los muy bellacos, para convencerme de que les
hiciera unas rosquillas de merienda, en honor de su invitado. Y aquí me
pillaste, con las manos en la masa, literalmente, mientras ellos están jugando
con la consola. Me parece a mí que ese par heredó muchos de tus genes,
porque son unos linces para sacar provecho de cualquier situación. Por cierto,
ya está resuelto el asunto de la toga.
—Carmela, ¡eres una maravilla! No sabes cómo te agradezco el cable que
me estás echando. No hubiera sabido qué hacer sin tu ayuda.
—Nada, que se hace con cariño. Además, como te digo, el chaval es un
sol. Si hasta me ayudó a poner y quitar la mesa sin yo decirle una palabra.
Con eso te lo cuento todo. Y siguiendo el ejemplo detrás vinieron los
gemelos, cada uno con su plato, que me quedé con la boca abierta. Además, el
favor también se lo estoy haciendo a Santiago, que si no tuvieras quien te
cuidara al chaval, no te quedaría otro remedio que pedir una excedencia y me
ha contado Santi que ahora te necesita como nunca, porque lleváis un caso
complicado entre manos.
—Y tanto. Pues me has dejado mucho más tranquilo al saber que todo
está bajo el control de tus manos expertas. Ya recogeré al chiquillo cuando
termine.
—Trabaja tranquilo, que estos trastos se lo están pasando chachi. Y no te
preocupes, porque ya te lo vas a llevar merendado.
—Gracias de nuevo, Carmela.
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Cuando colgó, Salazar tuvo que reconocer que parte de la angustia que lo
agobiaba se había aliviado. De manera que así se sentía ser padre. Con todo lo
que tenían encima con respecto al difícil caso que llevaban adelante, saber
que su hijo se había adaptado a su familia y se lo estaba pasando de lujo con
sus primos, le proporcionó un alivio inesperado.
Animado, se ocupó de algunos trámites burocráticos pendientes y al cabo
de un rato, armado de un valor inesperado gracias a las buenas noticias,
decidió tomarse un café allí, en la comisaría. Se lo pidió a Lali. Haberlo
preparado él mismo hubiera sido más que valiente, temerario. Casi lo había
terminado cuando el reloj de la pared le hizo recordar que era la hora de la
reunión. Subió al segundo piso, donde encontró a Remigio con el auricular
pegado a la oreja, tomando notas, Diji estaba concentrado en el ordenador.
Sofía había regresado y releía los informes de las experticias. A Miguel y a
Manuel no se los veía por ninguna parte.
No le dio tiempo a saludar, cuando sintió la voz profunda del comisario a
sus espaldas. Al voltear vio que Miguel le seguía los pasos a Santiago.
—Bien, veo que ya estamos todos aquí. Os felicito por la puntualidad.
—Falta Manuel —apuntó Pedrera.
—El subinspector me avisó que no podría asistir. Continúa apoyando a
García en la búsqueda de Julián Avana.
—¿Hay alguna novedad al respecto? —preguntó Néstor, que consideraba
prioritario poder interrogar al fugitivo.
—Nada. Parece que se lo ha tragado la tierra —reconoció Ortiz con pesar
—, pero se están haciendo todos los esfuerzos y el cerco se estrecha cada vez
más. Es cuestión de tiempo.
Néstor asintió con conformidad y obedeciendo a un gesto de su hermano
comenzó a relatar la conversación que había tenido con el profesor Cuesta,
además de agregar información de su propia cosecha acerca de la
organización criminal a la que se enfrentaban.
—Espera —intervino Remigio—, ¿nos estás diciendo que cuando
encontremos a estos tíos tendremos que tratarlos como víctimas?
—No a todos. A los cautivos, por supuesto, así como a los adeptos y los
mandos medios. Al menos hasta que se haya determinado si alguno de ellos
ha cometido delito. En cuanto a los líderes y el gurú, son criminales de la peor
calaña.
—Primero tendremos que ser capaces de detenerlos —apuntó Miguel con
pesimismo—, algo que todavía estamos muy lejos de conseguir.
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—¡Nada de derrotismo! —lo reprendió el comisario—. Daremos con
ellos. Solo tenemos que perseverar y hacer bien nuestro trabajo. A ver, Diji.
¿Qué puedes decirnos acerca de la datación de la tinta en las postales?
—Me puse en contacto con el amigo del inspector Salazar. Fue muy
receptivo, así que le envié las postales. Por cierto, me dijo que estaba muy
interesado en hablar contigo, por un asunto que tiene que ver con un anuncio
por palabras.
—Ah, eso… Nada. Yo después lo llamo —respondió Néstor sonrojándose
—. No se negaría a hacerte el favor por eso. ¿No?
—No. Cuando le expliqué de qué iba se mostró muy colaborador.
Refrendó lo que ya sospechábamos. La tinta de todas las postales tiene la
misma fecha.
—De manera que alguien obligó a Vilaró a escribirlas al mismo tiempo y
luego las fueron enviando según les convenía —precisó Remigio.
—Con lo cual ya tenemos la certeza de que la familia Vilaró es retenida
contra su voluntad por la secta —señaló Santiago—. Antes de continuar,
¿quieres explicarnos el asunto ese del anuncio por palabras, Néstor? El
procedimiento este de la datación de tinta puede ser un recurso muy valioso
aun cuando todavía su uso no sea oficial. No me gustaría saber que no
contaremos con él porque tu amigo tiene razones para estar enfadado contigo.
—¡Que no, que es una tontería de nada! —insistió Salazar, ganándose una
mirada de desconfianza por parte de su hermano mayor.
—Yo juzgaré si tiene importancia o no —insistió el comisario con tono
severo—. Suéltalo de una vez.
—Bien, Iñaki y yo coincidimos en unas charlas acerca de procedimientos
forenses cuando yo estaba destinado a Madrid. Tenéis que comprender que en
aquellos días yo era joven y alocado.
—No hace falta que lo jures —murmuró Santiago entre dientes. Aquello
pintaba mal—. Continúa.
—Bien, este, Iñaki era… Ya sabéis… Que se ligaba a todas las chicas y
nos dejaba a todos a dos velas. Y entonces un día, mientras leía el periódico vi
uno de estos anuncios por palabras, estos que buscan pareja y… Pues nada,
que había uno en el que se buscaba chico, de veinte a treinta años, simpático,
ya sabéis, lo normal en estos casos —Néstor hizo una pausa. Todos los ojos
estaban fijos en él, en especial los de su hermano. Tragó saliva y continuó—.
Pues resumiendo, que respondí al artículo en nombre de Iñaki. Luego
concerté una cita con la chica que me gustaba y le dije a él que una amiga de
ella sería su pareja.
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—Y supongo que la supuesta amiga era la chica del anuncio —precisó el
comisario.
—Pues tampoco es para tanto —opinó Remigio—. Organizaste una doble
cita y le conseguiste de pareja a la chica del anuncio. ¿Por qué se cabreó?
—Espera, Remigio —insistió Santiago—, que sospecho que hay más.
Porque hay más, ¿verdad Néstor?
—Bueno, tampoco mucho más. Solo que cuando llegamos a la cita, la
chica resultó más fea que Picio.
—¿Es todo? —Salazar se encogió de hombros.
—Casi.
—¿Casi?
—Es que al final se casó con ella.
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Capítulo 32
—Será mejor que lo dejemos así —opinó Santiago para alivio de Néstor—.
Sofía, por favor explícales a los demás lo que me has informado acerca de lo
que averiguaste con Isadora.
Durante los siguientes minutos, la subinspectora les hizo un resumen
detallado de la entrevista. Cuando terminó, el silencio se apoderó de la sala.
—¿La obligaron a asesinar a su esposo? —preguntó Miguel, incrédulo—.
¿Cómo te pueden obligar a asesinar a alguien? Quiero decir, ¿por qué no se
negó a hacerlo?
—No conocemos las circunstancias del supuesto homicidio —argumentó
Salazar—. Lo que sí sabemos es que la chica estaba a merced de esos
criminales y que usaron a su bebé para extorsionarla. No perdamos el foco.
Nuestro objetivo son los que controlan esta secta. Ellos son los verdaderos
culpables de la muerte de Ramos.
—¡No me puedo creer que la estés defendiendo! —insistió Pedrera—.
¡Confesó que asesinó a su esposo enfermo!
—No la defiendo, pero soy policía, no juez. Mi trabajo y te recuerdo que
también el tuyo, es detener a los presuntos autores de delitos y entregárselos a
la justicia para que sean procesados. No somos nosotros los que debemos
decidir quién es culpable, o inocente.
—Tú mismo lo has dicho: «detener a los que cometen un delito». Esta
chica confesó un homicidio. ¿Tienes intención de pretender no haberte
enterado?
—Desde luego que no, pero Isadora está en un hospital y ya se encuentra
bajo custodia. No irá a ninguna parte. Además, no está en condiciones de
comprender su situación.
—Muy bien, está bajo custodia en un hospital, Ahora tenemos que pedir
la orden de captura.
—¿Con qué evidencias?
—¿Te parece poco la confesión de homicidio?
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—Una confesión que fue realizada bajo un estado emocional alterado, por
una persona que en este momento no está en pleno uso de sus facultades. ¿De
verdad crees que ningún juez nos tomaría en serio con algo así?
—Estás dispuesto a creer la historia de su fuga, pero no su confesión del
homicidio —lo confrontó Miguel—. No estás siendo coherente, Salazar.
—¡Bueno, ya basta! —intervino el comisario, interrumpiendo la diatriba
—. Esta discusión no tiene sentido. Isadora Ibarra está bajo custodia en un
hospital, su confesión por sí sola en las condiciones en que se dio no es
suficiente para pedir una orden de arresto, pero eso no significa que
olvidaremos el asunto. Debemos concentrarnos en detener a los causantes
directos de todos los delitos que se han cometido en este caso y en el curso de
la investigación se deben aclarar las circunstancias de la muerte de Ramos y
el papel que tuvo su esposa en ello. Hasta entonces, cualquier argumentación
al respecto es bizantina. ¿Está claro?
Miguel bajó la cabeza y hubiera querido esconderse debajo del escritorio.
Aunque nunca lo reconocería, el comisario Ortiz lo intimidaba. Con respecto
a Néstor, se sintió relajado por la intervención de Santiago, pues aun cuando
no le había dado la razón en forma explícita, en el fondo refrendó su punto de
vista, así que el inspector jefe se recostó del borde de uno de los escritorios en
una actitud distendida. Goliat no lo intimidaba desde que tenía ocho años.
—Bien, volvamos a lo que interesa —continuó Ortiz—. Pedrera, ¿qué
puedes decirnos de los mensajes del chat?
—Vengo de hablar con el perito en estilismo forense. La universidad les
envió una redacción que Isadora escribió en un trabajo de fin de curso. El
experto comparó su estilo con el de los mensajes del chat.
—¿A qué conclusión llegó?
—Los textos no fueron escritos por la misma persona.
—Esto podría ser un error del cual sacar ventaja —señaló el comisario—.
Si conservan el móvil de Isadora tal vez podamos localizarlo. Diji, pídele una
orden al juez Aristigueta y contacta a la compañía de teléfonos para ver si la
triangulación nos permite ubicar ese móvil.
—Hicieron creer a la madre que se comunicaba con su hija, mientras ella
vivía un infierno ¡Son unos hijos de puta! —opinó Remigio.
—Sí, pero muy astutos —apuntó Salazar—. En resumen: tranquilizaron a
los parientes de la familia Vilaró mediante el envío periódico de postales que
fueron escritas por el propio David, casi seguro que bajo coacción. Por otro
lado, los padres de Isadora nunca sospecharon acerca de su situación porque
alguien la suplantó en un chat que mantenía con su madre. Es evidente que
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buscan evitar que los parientes de los secuestrados se percaten de que ocurre
algo extraño. La pregunta que me hago es ¿cuál fue la estrategia en el caso de
los Avana?
—¿Por qué le preocupa? —preguntó Diji.
—Porque Julián Avana nunca nos ha mencionado ni postales, ni cartas, ni
chats que lo tranquilizaran acerca de la suerte de su hermano y su familia.
—No es de extrañar —intervino Remigio—, después de todo, Vicente
desfalcó el fondo fiduciario de Julián. Es lógico que cortara cualquier tipo de
comunicación.
—A eso voy. ¿Cómo supieron los líderes de la secta que existía ese
fideicomiso? Estaba a nombre de Julián, no de Vicente. Con la familia Avana
no se limitaron a obligarlos a transferir sus fondos y vender sus propiedades,
sino que fueron más allá: los forzaron a un desfalco sobre los bienes de un
familiar. Después de eso, por supuesto que no era necesario mantener un hilo
de falsa comunicación con el menor de los Avana. Así que ni siquiera lo
intentaron.
—No comprendo a dónde quieres llegar —confesó Sofía.
—Estos individuos actúan como profesionales. Se informan acerca de sus
víctimas: su patrimonio, sus parientes. No dejan nada al azar. No creo que se
confíen solo de la palabra de sus cautivos. Tienen acceso a sus casas, a sus
documentos, así que no es difícil que hayan encontrado alguna carta de David
a su hermana, o el chat entre madre e hija en el móvil de Isadora, pero en el
caso Avana, los pagos del fideicomiso los recibía Julián, que era el
beneficiario. Los comprobantes de los movimientos eran enviados a la
empresa donde trabajaba Vicente. ¿Cómo supieron acerca de la existencia de
esos fondos?
—Tal vez se los confesó la propia víctima —sugirió Diji—. O tuvieron
acceso a los comprobantes que llegaban a la empresa.
—Puedes tener razón —admitió Salazar—. El propio Vicente pudo
ofrecérselos con la vana esperanza de que un aporte monetario mayor
comprara la libertad de su familia. También es probable que los
secuestradores hayan tenido acceso a los comprobantes, bien porque tengan a
alguien infiltrado en esa empresa, o porque hayan acudido a recoger los
objetos propiedad de Vicente, en su nombre.
—Esta última opción es fácil de comprobar —señaló el comisario—.
¡Pedrera!
—Ya estoy llamando a la empresa para averiguarlo, señor —respondió
Miguel, mientras descolgaba el teléfono.
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—Sospecho por tu tono que consideras una tercera opción —comentó
Ortiz mirando a su hermano.
—En realidad, sí. Creo que los Avana conocieron socialmente a sus
verdugos. Que de alguna forma estuvieron relacionados.
—¿Qué te hace pensar eso? —Quiso saber Sofía.
—Vamos a verlo por un momento como una epidemia —sugirió el
inspector jefe, mientras avanzaba hacia la pizarra donde estaba expuesto el
caso, después de coger un marcador para dibujar un diagrama conforme iba
hablando—. Digamos que las «charlas matrimoniales» son el agente de
contagio. «El virus».
—¿Ahora eres epidemiólogo? —Se burló Remigio.
—Déjale plantear su teoría, Toro —intervino Santiago.
—Muy bien —continuó Néstor sin inmutarse—. Tendríamos el caso de
los Ramos, que han tenido contacto con «el virus» a través de una
recomendación de Ágata Vilaró en la biblioteca.
—Recuerda que la recomendación de Ágata a Isadora fue sobre el
consejero matrimonial. No acerca de las charlas —apuntó Miguel, que ya
había concluido su indagación.
—No nos consta que no lo haya mencionado. Tampoco tenemos la certeza
de que no exista una relación entre el consejero y las charlas.
—De acuerdo, sigue —lo animó Ortiz.
—Tenemos la certeza de que Ágata se «contaminó» por la recomendación
de Natalia. Está confirmado por la profesora de yoga, que escuchó la
conversación. Si lo vemos como una «epidemia», los Ramos serían el
«paciente dos», los Vilaró el «paciente uno» y los Avana el «paciente cero».
Lo cual significaría que ellos fueron quienes tuvieron el primer contacto con
la secta.
—¿Quieres decir que la secta se formó en función de victimizar a los
Avana? —preguntó Remigio escéptico.
—No. Algo así no tendría lógica. Más bien creo que la secta ya existía,
que se acercó a los Avana porque se enteró de la existencia del fideicomiso,
así como las moscas se acercan a la miel, que desplegó todas sus estrategias
para captarlos como adeptos, pero los Avana no cayeron en su red, y ellos no
estaban dispuestos a dejarlos marcharse de rositas, así que los extorsionaron
para retenerlos. Les funcionó y lo convirtieron en una práctica habitual.
—Si estás en lo cierto, sería fundamental investigar a fondo el entorno de
los Avana.
—En especial a Julián —confirmó Néstor.
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Ortiz asintió, luego se dirigió a Miguel.
—¿Qué te respondieron en la empresa donde trabajaba Vicente Avana?
—Todos los objetos y documentos de su propiedad permanecen allí desde
que renunció. Nadie ha pasado a recogerlos en su nombre.
—Eso nos deja solo dos opciones por las que la secta pudo enterarse de la
existencia del fideicomiso —reafirmó el inspector jefe—. Los propios Avana,
o ya lo sabían antes de acercarse a la familia.
—¿Qué hay de la opción de un infiltrado en la empresa? —preguntó
Remigio.
—Lo considero poco probable, pues aunque hubiera algún adepto entre
los compañeros de Vicente, eso no implicaría que esa persona tuviera acceso
a su correspondencia personal. Dudo que Avana dejara ese tipo de
notificación bancaria por ahí, sobre cualquier superficie.
—Tienes razón —afirmó Santiago—. De acuerdo, Remigio, ¿qué pudiste
averiguar sobre la beneficiaria de los bienes de los Vilaró?
El inspector Toro sacó del bolsillo su sempiterna libreta y pasó algunas
hojas hasta que dio con las notas que buscaba. Se echó hacia atrás en el
asiento y comenzó su exposición:
—La señora Catarina Jordán, de noventa y dos años de edad, vive en
Logroño con su hija, Nuria Jordán de Meléndez, de sesenta y siete años,
viuda, de profesión enfermera. Aunque doña Catarina sufre de Alzheimer, su
estado físico es bastante bueno para su edad. Su hija se resiste a ingresarla en
una institución y como está jubilada, se dedica a cuidarla.
—Eso tira por tierra la teoría de los pasaportes mal habidos —planteó
Miguel—. A menos que Nuria Jordán perteneciera a la secta.
—Si fuera así, es poco probable que los líderes usaran a su madre como
sujeto visible —argumentó Néstor—. Eso establecería un nexo, un hilo que
seguir. No. Son demasiado listos para cometer un error tan elemental.
—Aquí los únicos listillos sois vosotros, que hoy vinisteis con ganas de
bronca —les recriminó Toro—. ¿Me dejáis seguir?
—Disculpa la interrupción, Remigio —se excusó Néstor—. Continúa, por
favor.
—Bien, a lo que iba. Un viejo colega de la Jefatura de Logroño me
proporcionó los números telefónicos de Nuria y así pude entrevistarla. Resulta
que hace un par de años, ella tuvo que viajar a Cuenca porque su nieta
embarazada estaba por salir de cuentas y necesitaba su ayuda, así que después
de indagar entre antiguas compañeras, le recomendaron una enfermera, a
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quien contrató para que cuidara de su madre en su ausencia. ¿Adivináis el
nombre de la susodicha?
—Modesta Pavía —respondió Sofía.
—Premio para la dama.
—Esto cierra el círculo —opinó Santiago—. Está claro que la
organización criminal accede a ancianos cuyos problemas de memoria los
convierte en personas a las que pueden instrumentalizar con facilidad
mediante esta enfermera. En la primera oportunidad les tramitan el pasaporte
y una vez que tienen el documento de identificación en su poder, lo utilizan
para abrir una cuenta en un paraíso fiscal, que sus líderes manejan por vía
electrónica.
—Parece que ya tenemos claro su modus operandi —comentó Remigio.
—Han construido una perfecta maquinaria de estafa y extorsión —opinó
Néstor—. Por lo visto, nos enfrentamos a una inteligencia criminal.
—Inteligencia criminal o no, de igual modo los atraparemos —sentenció
el comisario—. Cada vez estrechamos más el cerco a su alrededor.
—Solo que todavía no tenemos idea de sus identidades, ni conocemos su
ubicación —puntualizó Miguel, menos optimista que los demás.
—Sus identidades las descubriremos cuando demos con su centro de
operaciones —señaló el inspector jefe—. Con respecto a la ubicación: No
tenemos clara su dirección, pero sí hay una alta probabilidad de que el centro
de retención se encuentre cerca del lugar donde apareció Isadora. Eso reduce
bastante el área en la que debemos buscar.
—Estoy de acuerdo —intervino Ortiz—. Es cuestión de tiempo para que
fijemos su ubicación, así que estoy dispuesto a dar el siguiente paso.
—¿Qué paso, señor? —preguntó Sofía, intrigada por la determinación en
las palabras de su superior.
—Debemos estar preparados. No nos enfrentamos a un asunto trivial.
Tendremos que detener a los cabecillas mientras protegemos a las víctimas
que están en su poder, algunas de las cuales son fanáticos dispuestos a
defender a ultranza a sus propios verdugos. De manera que hoy mismo
elaboraré un informe que llevaré por la mañana a la Jefatura Superior. Vamos
a necesitar el apoyo de los mandos para disponer de los recursos logísticos
necesarios para una operación como la que afrontaremos.
—Es una buena idea —lo apoyó el inspector jefe—. En cuanto
descubramos dónde se encuentran estos malnacidos no podremos perder el
tiempo.
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—Muy bien. Quiero decirles que me satisficieron mucho los resultados de
esta reunión —los felicitó el comisario—. Estoy seguro de que estamos cerca.
Además, quiero advertirles que mañana el inspector jefe y yo llegaremos un
par de horas tarde, pero estaremos disponibles por intermedio de Lali si surge
alguna novedad. Ahora marchaos a casa a descansar.
La orden no tuvo que ser repetida. Todos recogieron sus abrigos y
comenzaron a salir en dirección a sus casas. Antes de que Salazar pudiera
imitar a sus compañeros sintió la pesada mano de Santiago sobre su hombro.
—Si piensas ir a casa a recoger al chiquillo, ¿por qué no vienes conmigo?
—Parece buena idea —reconoció Néstor, aceptando el aventón.
Con la cercanía de las fiestas navideñas, el tráfico estaba lento, así que
demoraron un poco más de lo normal en llegar hasta los adosados de
Cantarranas, donde vivía Santiago con su familia. Por el camino discutieron
algunos aspectos del caso, así que a pesar de la demora, el trayecto no le
resultó tan pesado a Salazar. Cuando llegaron, encontraron a una Carmela
sonriente, pero exhausta, que alabó lo bien educado y considerado que era
Salvador y lo mal que en contraste se habían comportado los gemelos,
deseosos de impresionar a su primo.
Avergonzado por el trabajo extra que le estaba causando a su cuñada,
Néstor se deshizo en agradecimientos y halagos. Carmela también le entregó
la toga que Salva debería usar al día siguiente en el coro. Ante la pregunta de
su cuñado del papel que les correspondería a los gemelos, le respondió que
Sebas iría de pastorcillo, mientras que a Lucas le tocaría repartir chocolates
entre los asistentes, disfrazado de aldeano. Los gemelos estaban tan contentos
como Salva con los roles que les habían tocado en el sorteo, pues lo único
importante era participar de la fiesta y disfrazarse.
Fue entonces cuando Salazar tomó conciencia de que en medio de un caso
tan complicado como el que se traían entre manos, su hermano Santiago, el
antiguo rey del escaqueo familiar, iba a hacer un paréntesis de dos horas que
incluía a su inspector jefe para asistir a un acto escolar. La respuesta ante un
hecho que había desconcertado a Néstor se resumía en dos palabras: Era
padre. Preferiría compensar aquellas dos horas con una noche completa de
trabajo, antes que decepcionar a sus hijos. Y Néstor comprendió que él sentía
lo mismo.
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Capítulo 33
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llevaba en su funda bajo el brazo. Con pasos lentos y sin hacer ruido avanzó
pistola en mano, dispuesto a enfrentar al intruso que había violado su hogar,
mientras se preguntaba qué haría el sujeto en el sanitario. ¿Lo habría
sorprendido un repentino dolor de estómago mientras cometía su fechoría?
Salazar apartó de su mente las elucubraciones que no lo llevaban a
ninguna parte. Había alguien en su casa y no era probable que llevara buenas
intenciones. Avanzó con lentitud cruzando la sala. Las luces del dormitorio y
el baño también estaban apagadas. Ni siquiera se vislumbraba la luz de una
linterna, pero lo que era seguro era que el tío estaba en el servicio. Cada pocos
minutos continuaba escuchándose la cisterna. Decidió sorprenderlo. Eso le
daría ventaja frente al otro.
La puerta del sanitario estaba abierta. Salazar se plantó a un lado del
umbral, cubriéndose con la pared junto al marco de la puerta. Con una mano
continuó apuntando al interior del servicio, mientras con la otra alcanzaba el
interruptor de la luz.
En cuanto el servicio se iluminó, él avanzó un paso sujetando el arma con
las dos manos, mientras apuntaba en dirección al inodoro. La sorpresa fue
mayor ante lo que encontró.
—¡La madre que te parió, Paca! Así que tú eres la responsable de las
facturas de agua que me han llegado.
Paca lo miró con cierta expresión de reproche. ¡Que a una gata no había
que darle esos sustos cuando se estaba divirtiendo! Había aprendido que si
bajaba una palanca junto a esa cosa blanca que los humanos visitaban con
cierta frecuencia, el agua que había en la taza se movía y era muy entretenido
tratar de atraparla con la pata. Claro, que hasta ahora no lo había conseguido,
pero ella era una cazadora muy eficiente. Pillarla solo era cuestión de
práctica.
Salazar miró a la gata y lo comprendió todo, aunque le costaba creer que
hubiera aprendido a bajar la cisterna, pero como pasaba sola tanto tiempo en
la buhardilla tenía oportunidades de sobra para inventar travesuras. Frunció el
ceño al recordar las cuentas del agua, pero poco a poco se fue calmando y el
asunto comenzó a hacerle gracia. Cuando guardó el arma en su funda ya
sonreía y al cabo de pocos segundos se sintió ridículo con su conducta de poli
hollywoodense. Entonces se echó a reír a carcajadas, dejándose deslizar por la
pared hasta sentarse en el suelo, mientras Paca lo miraba como si se hubiera
vuelto loco. ¡Había que ver lo raros que eran los humanos!
Paca permanecía inmóvil, sin tener muy claro qué podía esperar de su
humano. Sus finos sentidos de cazadora habían percibido ese estado de ánimo
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en el que el tono de voz era como un bufido. Ese en el cual no había caricias,
ni galletas con sabor a sardinas, pero de un momento a otro pasó a emitir el
sonido que ella consideraba como el ronroneo de los humanos, que emitían
cuando eran pródigos en dar caricias y comida. Por si acaso, la gata decidió
no moverse. Se limitó a emitir un tímido y corto «Meau».
Néstor continuaba sentado en el suelo mientras se recuperaba del susto.
Reía a carcajadas, las cuales brotaban en forma espontánea, como una fuente
que lo desahogaba, liberándolo del estrés. No llevaba allí ni dos minutos,
cuando escuchó pasos que se acercaban. Se puso de pie sin prisa y recuperó la
compostura a tiempo para ver aparecer a Gyula con un bate en la mano y la
misma expresión de angustia en el rostro que debió tener él antes de descubrir
quién era el «intruso». O en este caso, «la intrusa».
—¿Estás bien? ¿Dónde está ese hijo de puta? —preguntó con el bate en
ristre, mientras miraba de un lado a otro, dispuesto a defender a su amigo.
—Ahí lo tienes —fue la respuesta de Néstor, apuntando con el pulgar por
encima del hombro en dirección a la gata a su espalda. Paca permanecía
sentada junto al inodoro, mirándolos con ojos de falsa inocencia.
—¡Paca es la intrusa! Subí en cuanto Salvador nos explicó por qué había
regresado al bar. Creí que había alguien esperándote. Que necesitarías ayuda.
En pocas palabras, el inspector le relató al estupefacto tabernero lo que
había ocurrido en realidad. Gyula también se echó a reír, aunque con menos
ímpetu que su amigo. Salazar cogió a su gata, apagó la luz y cerró la puerta
del servicio para evitar que Paca volviera a las andadas. Entonces su amigo
regresó al bar, después de prometerle a Salazar que él o Dika acompañarían a
Salvador de vuelta a casa.
Cuando el chiquillo se enteró acerca de la verdadera causa de los ruidos
que los recibieron creyó que su padre se estaba cachondeando de él. Que era
una especie de broma que le había preparado. Después de que las aguas
volvieron a su cauce y los ánimos se templaron, cenaron con apetito y el
chaval se preparó para irse a dormir. No tardó ni diez minutos en quedarse
frito.
Después de cumplir sus deberes como padre, asegurándose de que
Salvador estuviera bien abrigado, Salazar se recostó en el sillón. A Paca
también se le había pasado el susto, así que después de subir de un salto, se
acomodó junto a él, en el hueco que quedaba entre el cuerpo de su humano y
el respaldo. Allí estaba bien calentita. Como respondiendo a un reflejo
condicionado, Néstor comenzó a acariciarle el lomo.
—Menudo susto me diste hoy, Paca. Que estas cosas no son juegos.
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—Maaauuu.
—Sí, yo sé que debe ser muy aburrido para ti pasarte todo el día en este
piso sin ninguna compañía, pero es que se te ocurren ideas de bombero.
—Meeeeuuuuu.
—De acuerdo, reconozco que yo también tengo la culpa porque no me he
preocupado de proporcionarte ninguna diversión. Así que hagamos un trato:
yo te consigo un juguete y tú dejas de hacer travesuras.
—Meu.
—¿Eso fue un «trato hecho», o un «vete a freír monos»?
Ronroneo de placer cuando su humano le acarició detrás de las orejas.
—Muy bien, le pediré a Dika que pregunte en la tienda de animales qué
puede funcionar. Ahora, no te acostumbres, que también Salva necesita
juguetes y mis finanzas no dan para tanto. ¿De acuerdo?
Silencio y movimiento para acomodarse mejor en el hueco.
—Ya veo que hoy no estás muy comunicativa. Bien, déjame comentarte
acerca del caso que estamos investigando. Tal vez puedas darme tu opinión.
—Meeeuuuu.
—Vamos a analizarlo desde el principio: todo comenzó con un falso
accidente de coche, que fue un montaje para ocultar el asesinato de una
familia: los Avana. En el cuerpo de Natalia Avana encontramos un carné de
biblioteca de otra mujer, Ágata Vilaró. Cuando comenzamos a investigar,
descubrimos que ambas familias llevaban bastante tiempo desaparecidas,
aunque sus allegados habían sido engañados para que no dieran el alerta. En
esto aparece una mujer en estado de choque y con claras señales de haber
permanecido cautiva: Isadora. Entonces descubrimos que hay una relación
entre las tres mujeres y que Is había desaparecido junto con su familia. ¿Me
sigues?
—Meeeeuuuuu.
—De acuerdo. Antes de desaparecer, las tres familias han entregado todo
su patrimonio a terceros. Así que llegamos a la conclusión de que se trata de
una organización criminal que funciona como una secta. Extorsionan a sus
víctimas quitándoles todo lo que poseen y luego los retienen contra su
voluntad, casi seguro para explotarlos.
—Meumeu.
—Sí, estoy de acuerdo contigo. Es espantoso. Algunas veces pienso que
los humanos somos más bestias que aquellos a quienes llamamos animales.
—Miau.
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—Oye, tampoco te pases. Que yo también soy humano. No necesitas herir
mis sentimientos.
—Maumau.
—Disculpa aceptada. Sigamos. A estas alturas no tenemos ni puñetera
idea de quiénes pueden estar detrás de esta diabólica maquinaria, pero yo creo
que los líderes de la secta tuvieron algún tipo de contacto social con los
Avana, que fueron los primeros en caer en la red. ¿Qué opinas?
—Meeeuuu.
—Me alegra que estés de acuerdo conmigo. Está claro que los facinerosos
estaban en conocimiento de la existencia del fideicomiso del hermano de
Avana, que él manejaba. No es algo que se comente con el vecino, o con un
compañero de trabajo. Por eso creo que el truhan de Julián Avana puede tener
la clave del asunto.
—Maaauuu.
—Sí, es cierto. La probabilidad es mayor si tomamos en cuenta cuál es el
ambiente en el que se mueve este sujeto. El problema es que se encuentra en
paradero desconocido. Y no hace falta que me recuerdes que debimos ponerlo
bajo vigilancia cuando descubrimos sus tejemanejes, porque debes reconocer
que hemos tenido demasiados frentes abiertos.
—Mieeeeuuu.
—¡Que no son excusas! Es la verdad. De cualquier manera, solo es
cuestión de tiempo que lo encontremos.
Paca levantó la cabeza y lo miró con reproche cuando él se despistó y dejó
de acariciarla al gesticular.
—Disculpa. —Se excusó el inspector, volviendo a pasar la mano por el
lomo de la exigente gata—. De cualquier manera, estoy seguro de que pronto
daremos con la identidad de los líderes.
—Meumeumeu.
—Desde luego que estoy seguro. Gata de poca fe. Aunque debo
reconocerte que tengo la sensación de haber pasado por alto algo importante.
La gata cerró los ojos con placer cuando Néstor volvió a acariciarle detrás
de las orejas. El movimiento se fue haciendo más pausado, mientras la
modorra se apoderaba de él. Ya Paca se había quedado dormida. De repente,
el inspector se incorporó y abrió mucho los ojos. Su felina, que ya estaba
harta de esos despertares bruscos le bufó y le arañó una mano antes de saltar
del sofá, lo más lejos posible del desconsiderado humano.
—¡Eso es, Paca! ¡La huerta! ¿Por qué hay un huerto en terrenos de una
bodega? Son tierras aptas para la vid. ¿Qué hace una empresa vinícola
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cultivando coles y lechugas?
Antes del amanecer, Néstor tuvo la desagradable sensación de sentirse
observado. Sin mucho ánimo abrió un ojo. La sala todavía estaba muy oscura,
pero aun así pudo percibir una pequeña silueta recortada a su lado. Todavía
medio dormido se incorporó asustado y la descarga de adrenalina lo despertó
por completo. Cuando recordó que no estaba solo comprendió que la pequeña
silueta correspondía a Salvador. Encendió la luz de la lámpara de mesa que
tenía junto al sofá y al hacerlo pudo comprobar que eran apenas las cinco de
la mañana.
Con la luz de la lámpara vio que el chaval estaba recién bañado, vestido
por completo y bien peinado. El chico lo miraba con cierta timidez, al mismo
tiempo que parecía ansioso.
—Salva, ¿qué haces levantado?, ¿te ocurre algo?, ¿te duele la tripa?
El chiquillo negó con la cabeza.
—No quiero llegar tarde.
—¿Tarde? ¡Son las cinco de la madrugada, hijo! Si todavía no han puesto
ni las calles. Anda, vete a dormir, que te prometo que llegaremos a tiempo.
—¿Estás seguro? Mira que tendremos que ir en taxi, o autobús. Es mejor
salir temprano —sentenció el niño con convicción.
—Joder, una cosa es salir temprano y otra dormir allí. No te preocupes.
Mira, te prometo que le pediré prestado el coche a Gyula para estar seguros de
llegar a tiempo. ¿Está bien?
Salvador asintió más o menos conforme y regresó a su habitación. Paca,
que se había despertado con la incursión del chiquillo, se mantuvo atenta a las
reacciones de su humano, con la esperanza de que todo aquello desembocara
en un desayuno tempranero, pero el cachorro regresó a su habitación y el
humano apagó la luz y volvió a acostarse después de envolverse en las
mantas. ¡Qué decepción! ¡Que a una gata no se le debía tratar de forma tan
desconsiderada! ¡Que ya ella se había hecho ilusiones de un buen tazón de
leche fresquita!
Decidida a hacer valer sus derechos felinos ¡Faltaría más!, la gata salió de
su cesta y subió de un salto al sofá-cama donde se amodorraba su humano.
Salazar ya comenzaba a coger de nuevo el sueño cuando sintió algo raro en
una oreja. Era como si le estuvieran pasando una lija triple cero. Medio
dormido trató de apartar la molestia. Por un momento el «lijado» se detuvo,
pero enseguida se reinició. ¡Que así no había manera de dormir, joder! Contra
su voluntad volvió a abrir los ojos, para descubrir a Paca sentada junto a su
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cabeza, concentrada en rebajarle la oreja a punta de lametones de esa lengua
de lija que él ya conocía tan bien.
—¡Qué coño haces, Paca! ¡Déjame dormir!
El inspector se sentó en la cama, cogió a la gata y la depositó en el suelo.
Entonces trató de reanudar el sueño donde lo había dejado. Vana esperanza.
No había terminado de poner la cabeza sobre la almohada cuando su terca
felina, que había vuelto a subirse de un salto, reanudó el lijado «orejil».
—¡Jooder! —exclamó mientras volvía a encender la luz y se levantaba de
la cama.
Salazar se encaminó a la cocina refunfuñando. Sabía lo que quería Paca y
tenía claro que la única forma de que la pequeña felina lo dejara en paz era
servirle un tazón de leche. En cuanto lo puso en el suelo, la lustrosa gata
negra se acercó con rapidez y comenzó a beber la leche con fruición. El
inspector regresó a la cama, pero en lugar de acostarse se quedó sentado en
ella.
—¡A la mierda! ¡Ya me desvelé! —exclamó, lanzando una mirada de
reproche a Paca, quien concentrada en su tazón de leche, no le hizo ni
puñetero caso.
Néstor se dedicó a darle vueltas a la cabeza. Pensó en Salvador, en su
nueva situación de padre y cómo se sentía al respecto. Debía reconocer que
era una experiencia reconfortante, pese al miedo que le había causado al
principio y que solo ahora reconocía. Meditó acerca de Sara y su enfermedad.
Enfrentar la posibilidad de la muerte era muy duro, él lo sabía bien a causa
del disparo que recibió del Asesino de la Rosa unos meses atrás, pero hacerlo
sabiendo que se dejaría a un niño solo en este mundo tan inhóspito, debía ser
espantoso. Eso hizo que recordara a su madre. Después que se la llevaron al
hospital con una crisis nerviosa a consecuencia del homicidio de Gabriel, él
no había vuelto a verla. Un par de meses después del fatídico suceso, mientras
Néstor permanecía en el Centro de Acogida, don Alejandro lo llamó a la
dirección para notificarle que su madre había muerto. Él sintió que la tierra se
abría bajo sus pies. Años después supo que ella se había suicidado.
La situación de Salvador era muy diferente, pero el resultado podría ser el
mismo. El inspector deseó con todas sus fuerzas que Sara se recuperara. El
chico la necesitaba. Por mucho que él se esforzara, nunca podría sustituir a su
madre. Por otro lado, la idea de que el chaval regresara a Madrid le hacía
sentir una extraña congoja. Aunque siempre podría visitarlo. Ahora era su
padre con respaldo de la ley. ¿O no?
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De sus preocupaciones personales, el inspector pasó a darle vueltas al
asunto de la secta. El detalle que había recordado la noche anterior les daba
una ubicación. La sede estaba en la Bodega, ahora estaba seguro. Aunque eso
por sí solo no era suficiente para pedir una orden de allanamiento, sí permitía
que centraran sus esfuerzos para conseguir evidencias que les permitieran
solicitarla.
Salazar, ya resignado a que no iba a dormir más, se acercó a la mesa,
cogió papel y lápiz y comenzó a trazar una estrategia. Los conocimientos que
había adquirido algunos meses atrás en el curso especial le venían como
anillo al dedo. Sabía lo que había que hacer. Ahora también conocía dónde.
Como había dicho Santiago: el cerco se estrechaba.
Paca, que ya se había terminado la leche se relamió satisfecha y regresó a
su cesta. Entonces lo miró con severidad porque él había dejado la luz de la
lamparita encendida. ¡Que una gata necesitaba dormir!
—¿Qué? ¿Ya terminaste, saboteadora?
—Maauuu.
—Pues ahora te aguantas la luz.
La gata lo miró con actitud altiva, salió de la cesta con paso elegante y se
encaminó al dormitorio, que a los pies de la cama del cachorro también se
dormía bien. Salazar la ignoró y continuó trazando planes.
La llegada del alba lo sorprendió lápiz en mano, mientras daba los últimos
detalles a su estrategia. Se lo plantearía a Santiago en cuanto tuviera
oportunidad, para ponerlo en práctica lo antes posible. Eran las 8:35.
Disponían de una hora para llegar hasta la escuela, pues el acto comenzaba a
las diez y los chiquillos debían apersonarse media hora antes para que los
organizaran. Al ser una escenificación que repetían cada año, era más fácil el
proceso.
Despertó a Salvador, que se había acostado de nuevo, vestido. Era
evidente que el chiquillo estaba entusiasmado con su papel en el coro. Néstor
se dio una ducha rápida, se rasuró a toda prisa y se vistió con uno de sus
mejores trajes. No parecía él. Después de ponerse abrigo y bufanda decidió
dejar el gabán en casa por ese día, pues más tarde tendría que acudir a la cita
del asesor matrimonial con Sofía haciéndose pasar por una pareja, así que en
esta ocasión no le convendría presentarse como un desarrapado.
Bajaron al bar, después de imponer su autoridad sobre Salva, que quería
que se saltaran el desayuno porque temía llegar tarde. Gyula les sirvió unas
rosquillas, además de café a Néstor y leche caliente al chaval. Cuando Salazar
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le explicó la causa de la inquietud del niño, él se ofreció a llevarlos y dejarlos
en la puerta de la escuela. Eso tranquilizó al muchacho.
Llegaron con tiempo suficiente. Diez minutos antes de la hora
programada. Salvador llevaba la toga bien doblada en el brazo y se encaminó
al salón de música para reunirse con el coro, mientras Néstor esperaba en los
pasillos de la escuela con los demás padres. Tan desorientado como uno más,
hasta que llegaron Santiago y Carmela con los gemelos.
Ortiz se acercó a su hermano en cuanto lo vio, mientras su esposa llevaba
a los chiquillos a su salón de clases, donde se reunirían con sus compañeros.
Salazar aprovechó esos minutos para contarle al comisario lo que había
recordado la noche anterior y explicarle su plan a grandes rasgos. Santiago se
sintió muy complacido. Él había elaborado el informe para llevárselo a los
mandos esa misma mañana con la finalidad de solicitarles recursos. Ahora
podía ser más concreto y plantearles además el plan de Néstor. Si lo
aprobaban, la existencia de la secta tendría las horas contadas.
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—Gracias Carmela. Me quitas un peso de encima. ¿Por qué no me lo
contaste? Fui yo quien debió comprar ese regalo.
—Porque ya tienes bastante con el caso ese que os trae de cabeza. Lo sé
por Santiago. No quise cargarte con más preocupaciones.
—Pero entonces te debo…
—Ya tendremos tiempo de hacer cuentas. Ahora relájate, cuñado y
disfruta el espectáculo. No serán profesionales, pero son muy tiernos.
Fue entonces cuando comenzaron a escuchar un alboroto en el escenario.
Santiago, que había permanecido ajeno a la conversación entre su mujer y su
hermano, reía a carcajadas. Néstor enarcó las cejas y siguió la vista del adusto
comisario. En el pesebre se libraba una batalla. Una de las pastorcillas más
pequeñas tironeaba de la muñeca que representaba al «Niño», mientras «la
Virgen» trataba de evitar que se la llevara, sujetándola por el otro extremo.
«San José» contemplaba los acontecimientos con la boca abierta, mientras el
«Ángel» aprovechaba la distracción del momento para deshacerse de las
molestas alas. La carcajada del público era general. Una de las maestras más
jóvenes resolvió el desaguisado acercándose a la «pastorcilla» con un
peluche. Cuando se lo ofreció a la chiquilla, esta soltó su presa para abrazarse
al mullido oso, que encontró mucho más atractivo. Una madre se aproximó al
pesebre y le recolocó las alas al rebelde «Ángel». Luego condujeron a la
transgresora con sus padres y el espectáculo continuó.
Los niños del coro entonaron un par de villancicos, que el oído de músico
de Salazar tuvo que reconocer que se escuchaban bien. Entonces el director
del coro hizo una señal y Salvador se puso al frente. Estaba rígido, nervioso,
hasta que comenzó a cantar, después de lo cual se fue relajando. Entonó «El
tamborilero» con una voz que los dejó a todos boquiabiertos, incluyendo a su
propio padre. Néstor sintió como si se elevara unos centímetros en el aire,
además de experimentar el deseo de contarle a todos a su alrededor que ese
era su hijo. Comprendió que ese nuevo sentimiento era orgullo paterno. El
villancico fue el telón de fondo para la entrada de los «pastorcillos» en
dirección al pesebre y para que los «aldeanos» comenzaran a repartir
chocolates. Carmela, sentada junto a Salazar, buscaba a sus hijos con la
mirada. Al cabo de unos segundos expresó su inquietud en voz alta.
—¿Dónde están los gemelos?
Néstor y Santiago recorrieron el pequeño auditorio con la vista, pero
tampoco los encontraron. Como si lo hubieran acordado, los tres se pusieron
de pie y salieron al pasillo. Una vez afuera decidieron separarse para
buscarlos. Ella revisaría los salones de clases, la dirección, salón de maestros
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y la biblioteca. Santiago buscaría en los servicios del primer piso. A Néstor le
corresponderían los salones y servicios del piso superior.
Salazar subió las escaleras y dio inicio al registro. Allí estaban los salones
de clases de los chicos mayores, pero no podían dejar ningún rincón sin
revisar. En la medida en que iba descartando aulas, su angustia iba creciendo.
Cuando ya estaba a punto de gritar los nombres de los chiquillos, abrió una
puerta y los vio.
Sebas vestido de «pastorcillo» y Lucas de «aldeano» concentraban su
atención en una cesta ya casi vacía que había entre los dos.
—¿Qué hacéis aquí? —preguntó Salazar con voz autoritaria.
Los chavales voltearon hacia él, mirándolo con expresión culpable. El
inspector tuvo que hacer un gran esfuerzo para no soltar la carcajada cuando
comprobó que ambos tenían las manos y las caritas embadurnadas de
chocolate.
—¡Tío Néstor! —exclamó Lucas—. ¿Qué… Qué haces aquí?
—Yo pregunté primero.
—Es que… Es que… Queríamos ir al servicio y…
—¿Al servicio? —Ambos asintieron al unísono—. ¿Y puedo saber por
qué habéis subido a este piso, si hay servicios a nivel del auditorio donde
deberíais estar en este momento?
Los dos respondieron al mismo tiempo.
—Estaban dañados —dijo Lucas.
—Los estaban limpiando —argumentó Sebas.
Cuando cada uno escuchó la respuesta del otro, lo miró con un
fruncimiento de ceño.
—¿Sabéis el susto que nos habéis dado a vuestros padres y a mí?
—Perdón —soltaron ambos a coro, mientras se encogían de hombros y
bajaban la cabeza al mismo tiempo—. ¿Quieres una chocolatina? —le ofreció
Lucas—. Queda una.
Salazar cogió la chocolatina que le ofrecía su sobrino a modo de soborno
y la guardó en el bolsillo con un suspiro. Tenía que reconocer que si él
hubiera estado en el lugar de los chavales, a su edad, también se hubiera
escaqueado para comerse los chocolates de la cesta. Tal vez su cuñada tuviera
razón y los gemelos habían heredado más de un gen de su tío.
—De acuerdo. Ahora vamos a buscar a vuestros padres.
—¿Te chivarás?
—Por esta vez, no —cedió. Después de todo, había aceptado el soborno
de la chocolatina y eso lo hacía cómplice—, pero esperad.
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El inspector sacó un pañuelo de su bolsillo y lo usó para limpiarles el
chocolate de las manos y las caras.
—Ya estáis. Vamos.
Cuando bajaron al primer piso encontraron a Santiago y Carmela casi al
borde de un ataque de nervios. Su madre corrió a abrazarlos, mientras su
padre suspiraba con alivio. Estaba demasiado reciente el recuerdo del
secuestro de Lucas.
—¿Dónde estaban? —le preguntó su cuñada a Néstor.
—Estaban buscando a otro chico del curso de Salva y se despistaron.
Tanto Santiago como Carmela lo miraron con el ceño fruncido. Semejante
explicación no podía colar. Los gemelos corrieron a refugiarse dentro del
auditorio, reuniéndose con sus compañeros.
—No esperarás que creamos eso, ¿verdad?
—Digamos que yo no les presionaría mucho si no tienen hambre a la hora
del almuerzo, ni tampoco me preocuparía demasiado si les llega a doler la
tripa —sugirió Salazar, encogiéndose de hombros.
—¿Pero de qué estás hablando? —preguntó Santiago, confundido.
—Ya —fue la respuesta de Carmela, mientras desplegaba una sonrisa
cómplice—. Me parece que nuestros hijos están a punto de sufrir un empacho.
El comisario iba a pedir una explicación cuando el móvil del inspector los
interrumpió:
—Inspector. ¡Qué bien que lo encuentro! Soy Braulio Quintero. ¿Me
recuerda?
—Desde luego, don Braulio. ¿En qué puedo ayudarlo?
—En esta ocasión, seré yo quien te ayude, chaval. Estoy en un bar de la
calle Alemania. Tengo a la vista el piso donde se esconde Julián Avana.
En cuanto colgó el móvil, el inspector llamó a Manuel para que se
encontrara con el detective y procediera al arresto de Avana. Por suerte, el
acto de fin de año ya tocaba a su fin, pues ya entraban los tres chavales de los
cursos superiores que representaban a los Reyes Magos y enseguida
comenzaron a repartir los regalos entre los más pequeños. Desde el momento
en que la chiquillada vio a «Sus Majestades» se perdió el orden y no fueron
suficientes ni padres, ni maestros, para contener la emoción de los pequeños.
Todos abrían los regalos con ilusión, aunque la mayor parte eran fruslerías de
esas que se encuentran junto a la caja de los supermercados para tentar a los
aburridos chiquillos que acompañan a sus madres en la compra. Pese a su
poco valor, para los niños representaban un aperitivo de lo que se avecinaba
cuando los Reyes les proporcionaran lo que habían pedido en sus
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correspondientes cartas, de modo que no les resultaba fácil contener su
entusiasmo.
Salvador se aproximó corriendo a su padre, acompañado por sus primos.
Los gemelos llevaban un par de coches de plástico iguales, pero de diferente
color. Cuando Néstor vio lo que Salva traía en la mano, palideció.
—¡Papá, mira lo que me han traído los Reyes! —gritó emocionado,
mientras le guiñaba un ojo.
Salvador ya se consideraba mayor y había dejado claro que él sabía
quiénes eran los Reyes Magos, pero acordó seguir la corriente, para no
desilusionar a sus primos.
—Una flauta. ¡Qué bien! —murmuró Salazar con un nudo en el estómago,
al mismo tiempo que miraba a Carmela con cierto resquemor. Su cuñada reía
entre dientes—. Ya veo que te gustó.
—¡Claro que sí! Es lo que quería. Siempre quise aprender a tocar la flauta,
ayer se lo comenté a la tía Carmela, pero mi madre me daba excusas. Que si
cuando seas un poco mayor, que si aprende bien teoría y solfeo primero, que
si, ¿para qué necesitas una flauta con esa voz que tienes?
—Me pregunto por qué sería —comentó Salazar, pensando en las horas
que tendría que soportar los chirriantes ruidos de una flauta de juguete tocada
por un chiquillo inexperto, pero entusiasmado.
Tanto Salva, como sus primos corrieron a reunirse con sus compañeros
para comparar regalos, después de enseñar sus tesoros a sus correspondientes
padres. El inspector miró a Carmela, un poco desconcertado.
—¿Una flauta? ¿Yo qué te he hecho? —preguntó con voz de víctima—.
¿Acaso te robé el biberón en otra vida?
—No te lo tomes a mal —le respondió ella riéndose—. Una broma sin
importancia. Además, lo más probable es que cuando reciba los verdaderos
regalos en Navidad y Reyes, se olvide de la flauta.
—¡Pero faltan días para eso!
—Bienvenido al mundo de los padres, hermanito —lo animó Santiago,
mientras le daba una palmada en el hombro que casi se lo disloca—. Bien, yo
creo que esto ya se ha terminado y nosotros tenemos trabajo pendiente.
—Podéis iros tranquilos. Yo me ocuparé de que los chicos se despidan de
sus compañeros y maestros antes de llevármelos a casa. Con todo y flauta —
reafirmó Carmela.
Santiago y Néstor salieron en dirección a la comisaría. Cuando llegaron,
García había vuelto a ocupar su lugar en la recepción. Saludó muy animado a
sus jefes.
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—García, si estás aquí es porque supongo que ya habéis conseguido
arrestar a Julián Avana —sugirió el comisario.
—Sí, señor. El interfecto está arriba, en la sala de interrogatorios.
Esperando al defensor.
—¿Ha pedido que llamen a alguien en particular? —preguntó Néstor.
—No, señor. Solicitó un abogado de oficio.
Salazar se quedó pensativo por un momento. Ortiz lo miró y por su
expresión comprendió que algo estaba maquinando.
—¿Qué ocurre? —le preguntó.
—¿Puedes prestarme tu portafolio?
—¿El portafolio? —repitió el comisario intrigado—. Desde luego, pero
tengo aquí los informes que debo llevar a la Jefatura Superior para solicitar
los recursos que necesitaremos en la operación que habrá que llevar a cabo.
—Solo serán unos minutos —insistió Néstor—. Además, ni siquiera
necesitaré abrirlo.
Ortiz le entregó el portafolio al inspector jefe, quien se acomodó la
corbata y se atusó la rebelde y abundante cabellera. Por suerte, aquella
mañana se había puesto uno de sus mejores trajes a causa del acto escolar.
—¿Cómo me veo? —preguntó, después de completar el acicalamiento y
coger el portafolio de su hermano.
—No pareces tú —fue la respuesta del comisario, que todavía no salía de
su asombro.
—Gracias. ¿Cuándo llamaron al defensor?
—No hará ni cinco minutos, inspector —precisó García—, pero nos
advirtieron que se demoraría poco más de una hora, pues el abogado de oficio
de guardia se encuentra en medio de una audiencia. Iba a avisarle a Mendoza
para que regrese al detenido a su celda mientras llega el letrado.
—¡No lo hagas! Voy a subir yo para reunirme con el señor Avana.
—Néstor, te recuerdo que no puedes interrogarlo si no es en presencia de
su abogado —le advirtió Santiago.
—Es que no voy a interrogarlo —aclaró Salazar—. Solo voy a hacerle
compañía. Te sugiero que enciendas el ordenador de tu despacho y grabes lo
que ocurre en la sala.
Mientras el comisario parpadeaba desconcertado, él se encaminó con paso
decidido en dirección al tercer piso. Le pidió a Mendoza que le abriera la
puerta, enderezó la espalda y entró con paso seguro.
—¿El señor Julián Avana? —El detenido asintió, mientras Néstor se
acercó a él con la mano extendida para estrechársela—. Buenas tardes, es un
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placer conocerlo. Mi nombre es Néstor Salazar.
—Me alegra que esté aquí. ¡No soporto estar encerrado! —respondió
Avana. El inspector se sentó a su lado y colocó el portafolio sobre la mesa—.
¿Sabe de qué me acusan?
Salazar asintió sin pronunciar palabra. Avana continuó:
—¡De evasión de impuestos y estafa al fisco! ¡De eso me acusan! ¿Puede
creerlo? —le preguntó el detenido muy alterado, mientras se ponía de pie y
comenzaba a pasearse por la habitación—. Mi hermano me roba, se queda
con todo mi dinero y ahora estos cretinos pretenden acusarme de no haber
declarado que recibía dinero de ese fideicomiso. En lugar de tratar de
recuperar lo que Vicente me desfalcó. Apareció muerto y eso lo lamento,
sobre todo por el chaval, pero no es excusa para que no traten de encontrar el
dinero que es mío. En lugar de eso, la Policía me detiene. ¡Es un absurdo! He
tenido que vivir los últimos tres años del paro. ¿Sabe lo que es eso? He
perdido a todos mis amigos. Ya ninguno quiere saber nada de mí, desde que
Vicente desfalcó mi dinero. ¡Porque ese era mi dinero!
Néstor se enderezó en la silla, mostrando interés, pero sin decir nada.
—Y mi novia —continuó el ofendido Julián—. ¿Sabía que la pérdida del
fideicomiso me costó mi noviazgo? No Griselda, la chica con la que estoy
ahora, no. Esa se conforma con un poco de «farlopa» de vez en cuando. Si
vendo algún cuadro, que es cuando se tercia. Pero hace tres años yo estaba
con una chica… ¡Qué chica! Era un monumento. Amparo, ese era su nombre.
Yo bebía los vientos por ella. Hasta se hizo amiga de Natalia. Hablaban
mucho de sus cosas, ya sabe, cosas de mujeres. Pero en cuanto desapareció la
pasta, ella se esfumó. Así, de un día para otro, no volví a verla. ¡Yo soy el
más perjudicado con todo esto! —gritó Avana apuntándose a sí mismo—. Sí,
le oculté a Hacienda que recibía una mensualidad de cinco mil euros. ¿Y qué
esperaban? ¿Qué se los regalara? Ese dinero me lo dejó mi padre. A mí. Para
que lo disfrutara yo. No para que se lo diera a un atajo de burócratas, ni para
que me lo robara mi propio hermano. Y sí, cobre por el paro cuando todavía
tenía el fideicomiso, pero todos lo hacen. ¿No es así? Tampoco es que fueran
grandes cantidades. Pero ahora estos policías hijos de puta, en lugar de
encontrar lo que me pertenece, pretenden acusarme a mí de evasión y estafa.
¡A mí!
Salazar se echó hacia atrás en el asiento con expresión seria, como
meditativo, mientras Julián, que ya se había desahogado a gusto, se dejó caer
en el asiento.
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—Está bien, letrado —le dijo el detenido—. ¿Cómo va a enfocar mi
defensa?
—¿Su defensa? —preguntó Néstor, con expresión sorprendida—. Yo no
voy a preparar su defensa.
—¿No es usted acaso el abogado de oficio que enviaron del juzgado?
—Pues no. Yo vine a decirle que el letrado se demorará un poco porque
está en una audiencia.
—Entonces, ¿quién es usted? —preguntó Avana, mientras perdía el color
en el rostro.
—¿Yo? Yo soy el policía hijo de puta que ordenó que lo trajeran aquí.
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Capítulo 35
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—Gracias, Lali —respondió el inspector, pasando al despacho, donde un
comisario con expresión satisfecha escuchaba por segunda vez la grabación
con la confesión del detenido—. Entra, Néstor. Tengo que felicitarte. La
forma en que has maniobrado con este asunto es genial. Es una lástima que no
mencionara nada sobre la secta. Pero eso no te quita mérito.
—No creo que este tío pertenezca a la secta —opinó Salazar—. Es muy
torpe para ser uno de los líderes y demasiado individualista para ser captado
como adepto. Si sabe algo, es probable que ni él mismo sea consciente de
ello. Solo espero que después de esta pifia se encuentre más dispuesto a
colaborar con nosotros.
—¿Sigues creyendo que el contacto de la secta con los Avana se dio en su
entorno social?
—Mientras más lo pienso, más convencido estoy de ello. Y el que tendría
todas las papeletas para haber servido como imán que atrajera a un grupo
como ese, sería el tío que tenemos como invitado en el tercer piso.
—¿En qué te fundamentas para llegar a esa conclusión?
—En el ambiente donde se movía este truhan. En la forma que tenía de
despilfarrar miles de euros. La fama que se ganó en la calle hubiera actuado
como un reclamo para un grupo delictivo como el que perseguimos.
—¿Entonces por qué la víctima fue su hermano y no él?
La conversación se interrumpió un momento, mientras Lali entraba con
una bandeja y dos tazas de café que sirvió con eficiencia. Después de tomar
un sorbo del oscuro líquido, Néstor continuó:
—Porque Vicente era una presa más fácil. O más bien, su esposa Natalia.
Ellos buscaban una solución a su problema matrimonial. Y la secta estuvo
dispuesta a servírsela en bandeja de plata.
—Espera, ¿me estás diciendo que si el problema no hubiera sido su
matrimonio, sino otro, también habrían resultado ser el blanco?
—Si estoy en lo cierto y el contacto provino del entorno social de los
Avana, o de Julián, significaría que los líderes de la secta se habrían enterado
de la existencia del fideicomiso y a partir de ese momento decidieron
apropiarse de ese capital. Lo que tuvieran que ofrecer para conseguirlo era lo
de menos.
—Comprendo. Bien, supongo que sabremos más cuando arrestemos a
esos tíos. ¿A qué hora tenéis la cita tú y Sofía con el asesor matrimonial?
—En una hora y media —respondió el inspector, mientras consultaba su
reloj.
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—¿Qué tan seguro estás de que la Bodega es el lugar de retención de las
víctimas?
—Bastante seguro. No encuentro otra explicación para que una Bodega
utilice tierras aptas para la vid en el cultivo de hortalizas.
—¿Y qué sentido tendría una huerta para una secta como esta?
—No sabemos cuántas familias han caído en su trampa, pero estoy seguro
de que son más de las que tenemos noticias. Eso significa una gran cantidad
de alimentos, aunque los mantengan en una dieta baja en calorías para
someterlos con mayor facilidad. Si tuvieran que comprar esos víveres
llamarían la atención. Alguien se preguntaría por qué una Bodega necesita
tantos alimentos. La huerta sería una solución. Los mismos cautivos pueden
ser forzados a mantenerla productiva.
—De acuerdo. Tienes razón. Son buenos argumentos. Ahora explícame
ese proyecto operativo.
En los siguientes minutos, Salazar le planteó al comisario los planes que
había trazado aquella misma madrugada. Ni siquiera se dio cuenta del paso
del tiempo. Cuando estaba terminando su exposición llamaron a la puerta.
Después que Santiago diera su aprobación, Lali se asomó y se hizo a un lado
para darle entrada a Diji. Detrás del enorme subsahariano venía Sofía,
elegante como una princesa. Los ojos de Néstor se fueron hacia ella sin que
pudiera evitarlo.
—Inspector, ¡qué bueno que lo encontré antes que saliera! —exclamó el
subcomisario.
Salazar no respondió. Se había quedado con el lápiz en la mano, la boca
entreabierta y la mirada fija en la subinspectora. Ni siquiera vio a Cheick, a
pesar de su tamaño y su corpulencia.
—Inspector —intentó de nuevo Diji, elevando un poco la voz—. ¿Señor?
—Eh… Disculpa. Estaba distraído —respondió Néstor, como si
despertara de un profundo sueño—. ¿Querías decirme algo?
—Sí señor, que me alegro de haberlos encontrado a usted y a Sofía antes
de que salieran en dirección a la cita con el asesor.
—¿Por qué?
—No sé si recuerda, señor, que en la última reunión el comisario me
ordenó acudir a la compañía de teléfonos para que hicieran una triangulación
del móvil de Isadora. El que usaron para engañar a su madre.
—Sí, lo recuerdo, Diji. ¿Has encontrado algo interesante?
—Sí, señor. En este momento ese teléfono está desaparecido. Es probable
que después de la huida de la chica lo hayan destruido, o le hayan retirado la
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batería, pero en las fechas en que se escribieron los mensajes del chat, la
triangulación arrojó que el teléfono se encontraba en la calle Ventilla.
—¡El asesor matrimonial! —exclamó Santiago.
—Sí, señor. Tenemos la certeza de que los mensajes fueron enviados
desde el despacho de Anselmo Narváez.
—¡Lo tenemos! —afirmó el comisario, mientras ponía la mano sobre el
teléfono—. Hablaré con el juez para que emita una orden de captura.
—Espera. Creo que sería un error apresurarnos.
—¿De qué estás hablando? Los mensajes se enviaron desde allí. Fue el
asesor de dos de las familias victimizadas. Es evidente que el tío está metido
en el asunto hasta las cejas.
—No creo que el líder, ni tampoco ninguno de sus cómplices correrían el
riesgo de actuar en forma tan abierta.
—Entonces es uno de los adeptos.
—Puede ser, pero creo que debemos seguir con el plan original: Sofía y
yo nos haremos pasar por una pareja con un buen respaldo financiero y padres
de un niño pequeño, con problemas matrimoniales que buscamos resolver lo
antes posible. Seremos la carnada perfecta.
—Ya sabemos que el asesor está involucrado. ¿Qué esperas conseguir con
la charada?
—Si lo hacemos bien y nos recomiendan el retiro familiar, confirmaremos
su participación, lo que nos proporcionará pruebas en su contra, además de
conseguir la dirección exacta donde opera la secta, sin tener que levantar la
liebre al ponerlos sobre aviso.
—¿Levantar la liebre?
—Piénsalo bien, Santiago. Nuestra prioridad debe ser poner a salvo esas
familias. Si caemos sobre uno de sus cómplices podemos alertarlos. Para
cuando lleguemos a ellos podrían haber asesinado a sus cautivos para eliminar
evidencias. Podrían desaparecer y reanudar su negocio en otra provincia.
—Joder, tienes razón. No lo había visto desde esa perspectiva. De
acuerdo, seguid con el plan inicial, pero tened mucho cuidado. Debéis
recordar que esta gente no tiene ningún reparo en asesinar a quien se
interponga en sus planes.
—Cuenta con ello. Seremos muy precavidos —lo tranquilizó Néstor—.
Ahora, Sofía, no creo que sea buena idea llegar con el Corsa. Será mejor que
pidamos un taxi. Además, en el camino tenemos que ensayar un poco nuestro
papel.
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Néstor y Sofía llegaron al despacho del asesor matrimonial quince
minutos antes de la hora de su cita. Llevaban la intención de hablar con otras
parejas para recabar toda la información posible acerca del hombre con el que
se iban a entrevistar, pero encontraron la sala vacía, salvo por la secretaria,
que al inspector le recordó a doña Urraca, su maestra de quinto de EGB. El
recuerdo le erizó la piel.
—Buenas tardes. ¿Tienen ustedes cita? —preguntó la mujer, desplegando
una amplia sonrisa.
—Señor y señora Rocha —respondió Sofía, mientras se adelantaba un par
de pasos.
—Sí, desde luego. Llegan temprano. El licenciado Narváez los recibirá en
quince minutos.
—Muchas gracias.
Ambos policías se sentaron a esperar. Salazar miraba a su alrededor como
si se sintiera incómodo por estar allí. La subinspectora, en cambio, se
deshacía en sonrisas con la recepcionista.
—¿Llevan mucho tiempo casados?
—Cinco años —mintió Sofía—. Tenemos un pequeño de cuatro años.
Dígame, ¿tienen buenos resultados estas terapias? Estamos poniendo nuestras
esperanzas en este esfuerzo. Por nuestro hijo.
—Comprendo. ¡Qué no se hace por un hijo! ¿No es así? El licenciado
Narváez es un buen psicólogo. ¡Qué zapatos más bonitos! —exclamó la
secretaria, mientras fijaba la mirada en los pies de la subinspectora—. ¿Son
Jimmy Choo?
—Veo que usted es conocedora del buen calzado. Estos son nuevos:
ochocientos euros. Una ganga. Y este bolso a juego, tan solo mil euros. ¿No
le parece maravilloso? Los buenos zapatos y carteras son mi debilidad.
—¡Mi dinero es tu debilidad! —exclamó Salazar con amargura—. Gastas
como si el mundo se fuera a acabar mañana.
—Cualquiera diría que has tenido que ganártelo a pulso. Tu abuelo te dejó
una herencia suficiente para que no tengas que preocuparte por trabajar en
toda tu vida. ¡No necesitas ser un tacaño!
—Pues de la forma en que tú gastas, no creo que dure ni diez años.
—Señores, creo que es mejor que se calmen —intervino la recepcionista,
un poco azorada por la discusión que ella misma había causado—. En pocos
minutos los atenderá el licenciado. Adentro podrán expresar sus problemas y
él los ayudará a canalizarlos.
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Ambos asintieron y guardaron silencio, simulando estar enojados el uno
con el otro. La pantomima se había desarrollado bien con la secretaria, que
había quedado convencida de que eran una pareja con un niño pequeño, que
contaba con grandes recursos financieros. Ahora tenían que convencer de lo
mismo al licenciado.
Pasados los quince minutos, la puerta del despacho se abrió y por ella
salió una pareja joven que se despedía de un hombre de mediana edad, con
una calvicie avanzada y anteojos con montura invisible. En cuanto los clientes
anteriores pusieron un pie fuera de la oficina, la recepcionista hizo un gesto a
los policías invitándoles a entrar. Salazar y Garay se apresuraron a obedecer.
Los recibió el licenciado con un apretón de manos y una sonrisa.
—Soy Anselmo Narváez. Ustedes deben ser los señores Rocha. ¿No es
así?
—Mi nombre es Néstor y ella es mi esposa, Sofía.
—Pasen, por favor. Enseguida estaré con ustedes —anunció Narváez
antes de dirigirse a su secretaria—. ¿Ha habido alguna llamada, Adelaida?
—Ninguna, licenciado.
—De acuerdo. Gracias.
El asesor entró y se ocupó de sus nuevos clientes. El despacho era amplio,
con un escritorio al fondo y una salita cercana a la puerta. Anselmo los invitó
a ocupar uno de los sillones de la pequeña sala y él se sentó frente a ellos en
otro.
—Muy bien. Entonces, el señor y la señora Rocha. ¿Puedo tutearlos? Eso
facilitaría mucho la interacción.
—Por supuesto.
—¿Podéis decirme cuántos años lleváis casados?
—Cinco.
—¿Hijos?
—Uno pequeño, de cuatro años —respondió Sofía—. Su nombre es Tulio.
—De acuerdo. ¿Vivís solos, o con algún familiar?
—Nosotros y Tulio. Nadie más.
—¿Ha habido alguna infidelidad?
—No. Ese no es el problema.
—¿Y cuál es el problema?
—Sofía. Ella gasta como si no hubiera un mañana. Debo reconocer que no
tenemos estrecheces económicas. Mi abuelo me dejó un buen legado, pero es
que ella cree que es un saco que no tiene fondo —se quejó Néstor.
—¿Tú que dices a eso, Sofía?
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—Es un rácano. Se enfada conmigo cada vez que voy de compras y me
doy algún capricho. Como si le hubiera costado mucho trabajo ganar ese
dinero. ¡Si le cayó del cielo!
—¿Por qué no llegáis a un acuerdo sobre los gastos?
—¿A qué te refieres? —preguntó Salazar.
—Bien, podrías asignarle una cantidad fija cada mes a tu esposa para que
ella disponga de su propio dinero y lo pueda gastar como desee.
—Ya lo intentamos, pero no funcionó. Cuando se acababa, ella iba a por
las tarjetas de crédito —argumentó Néstor, que no quería ponérselo tan fácil
al asesor, pues necesitaban demostrar que estaban desesperados como pareja.
—De acuerdo, tal vez sería interesante volver a hacer el esfuerzo. Os lo
pondré como ejercicio por el bien de vuestro matrimonio: acordad una cifra
que tú Néstor le depositarás en su cuenta a Sofía, y tú —señaló, dirigiéndose a
la subinspectora—, quiero que te comprometas a administrar esa cantidad con
prudencia, sin sobrepasarte con las tarjetas de crédito.
—¿No existe una forma más rápida de conseguir resultados? —Lo tentó
Salazar—. No lo sé, un curso intensivo, o algo así.
—Esto es terapia, Néstor, no una tutoría. Hay que cambiar hábitos muy
arraigados, lo cual lleva tiempo.
—Sí, pero debe haber alguna manera de hacerlo que sea más rápida —
insistió el inspector.
—Si la hay, yo no la conozco. Poned en práctica mi consejo y nos vemos
en un mes.
Salazar y su compañera salieron del despacho un poco desanimados. ¿Se
habría dado cuenta el asesor de que eran policías y que aquello era una
celada? Como a los clientes anteriores, Narváez los acompañó hasta la puerta,
donde le habló a su secretaria:
—Los señores Rocha regresarán en un mes, Adelaida. Por favor acuerda
la cita con ellos.
—Sí, señor —respondió la recepcionista, mientras abría una agenda—.
¿Cómo fue? —les preguntó, al mismo tiempo que pasaba las páginas.
Salazar se encogió de hombros con cara de decepción.
—Parece un proceso un poco lento. Y eso de cumplir tareas… No estoy
seguro.
Adelaida miró en dirección al despacho para comprobar que su jefe ya no
podía escucharla.
—Sí. Esa es una queja frecuente. Por lo general no le hablo de esto a los
clientes nuevos, sino cuando compruebo que la terapia no está dando
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resultado. Verán: hay otras formas.
—¿Ah, sí? —preguntó Néstor, inclinándose sobre el escritorio mientras
intercambiaba una mirada de entendimiento con su compañera—. ¿Cuáles?
—Se trata de unas charlas familiares. Eso sí, deben acudir todos en
familia y pasar un fin de semana con ellos. Los resultados son maravillosos.
Por cierto, el último curso del año será este próximo fin de semana.
—¿En serio? ¿Y cómo podríamos inscribirnos?
—Me han caído bien. Puedo hacerlo por ustedes.
—¡Eso sería genial! —exclamó Salazar con entusiasmo—. ¿Verdad,
Sofía?
—Desde luego. ¿Y dice que tenemos que ir con nuestro niño? ¿No es muy
pequeño para eso?
—No importa la edad. Lo importante es que acuda la familia al completo.
—¿Dónde son esas charlas? Quiero decir, ¿hay que ir muy lejos?
—¡Qué va! Si son aquí mismo, al sur de Haro. Se hacen en una Bodega,
pero el lugar es tranquilo y muy hermoso. Se respira aire limpio. Los
aposentos están rodeados de campos cultivados con vides. Ya verán, les va a
encantar.
—¿El fin de semana, entonces? —Quiso concretar Salazar—. ¿Puede
darme la dirección? —aleccionó a la secretaria con su mejor sonrisa.
—Por supuesto —respondió ella, anotándola en un papel que entregó a
Néstor.
Al terminar de leerlo, el inspector pudo comprobar que estaba en lo cierto
con respecto a la ubicación de la secta. Se lo mostró a Sofía, que asintió con
una sonrisa. Después de despedirse de la «amable» mujer, salieron en
dirección a la comisaría. En el taxi, Néstor no pudo contenerse más y le soltó
una pregunta que le picaba la lengua:
—¿En serio esos zapatos te costaron ochocientos euros y mil el bolso?
—¿Estás loco? Desde luego que no.
—Pero la secretaria parecía muy segura de la marca.
—Es porque son auténticos —le confirmó la subinspectora—. ¿Recuerdas
a doña Isaura?
—¿La señora Rivero? ¿La madre del chico que fue secuestrado el verano
pasado? Por supuesto.
—Bien, pues después de concluir el caso fui a verla un día para saber
cómo se sentía después de todo lo que había pasado y cultivamos cierta
amistad. Es una buena mujer que ha sufrido mucho. Hace un par de meses fui
madrina en una boda y cuando se lo comenté a Isaura, ella me regaló los
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zapatos, que solo había usado en una ocasión, pero que encontraba incómodos
y el bolso que va a juego.
—¿En serio?
—Bien, para serte honesta, creo que esa supuesta incomodidad fue una
excusa para que se los aceptara, pues estaban nuevos. Se los recibí porque no
quise herir sus sentimientos. No los había usado después de la boda, pero los
consideré ideales para el papel que debíamos representar hoy.
—Es indudable que facilitaron mucho el alcance del objetivo.
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Capítulo 36
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—Bien, os felicito a los dos. Este es un paso gigantesco en la dirección
correcta —afirmó Ortiz.
—Gracias. Fue un trabajo en equipo —dijo Salazar.
—Yo también tengo buenas noticias —les anunció Santiago—. Los
mandos nos han dado carta blanca con este asunto. Nos proporcionarán los
recursos logísticos que necesitemos. Quedaron muy satisfechos con el plan
que discutimos esta mañana.
—¿Plan? ¿Qué plan? —preguntó Pedrera, quien sentía que se había
perdido algo.
En ese momento llegó Remigio, jadeante y sudoroso después de subir las
escaleras a toda prisa.
—Disculpad la tardanza —se excusó—. El tráfico está infernal. Parece
que todo Haro decidió salir hoy a comprar los regalos de Navidad. ¡Y eso que
todavía no ha llegado la hora pico! ¿De qué me he perdido?
Néstor le hizo un pequeño resumen de lo que habían hablado hasta ese
momento.
—Así que ya tenemos localizados a esos cabrones. Perdón —se apresuró
a añadir cuando vio el ceño fruncido del comisario, a quien no le gustaba que
se usara ese vocabulario en las reuniones de equipo, pero ¿qué esperaba? Eran
policías, no carmelitas descalzas.
—¿Qué hacemos ahora? —Quiso saber Diji.
—Pondremos en marcha el plan del inspector jefe —respondió Santiago,
sacando algunos folios que había llevado en una carpeta. Aquí lo tenéis paso a
paso.
—Un momento. ¿No vamos a detener a la secretaria del asesor? —
protestó Miguel—. Ella es la reclutadora.
—Pediremos la orden de captura, pero no procederemos aún —explicó
Ortiz—. Como bien me recordó Salazar, nuestra prioridad debe ser rescatar a
las familias cautivas. Sería un error alertar a los líderes de la secta de que
estamos respirándoles en la nuca.
—Entonces, ¿qué esperamos? Vamos allá —propuso Toro.
—No tan deprisa, Remigio —intervino Salazar—. Necesitamos averiguar
todo lo que podamos acerca de lo que nos vamos a encontrar. Por ejemplo,
¿cuántas personas son rehenes? ¿Cuántos adeptos hay por cada cautivo?
¿Cómo están distribuidos los edificios detrás de los muros? ¿Cuáles de ellos
son barracones y albergan prisioneros?
—En resumen —intervino el comisario—, el primer objetivo será
determinar características del terreno, cómo se organiza la operatividad de la
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secta, cuántas personas están retenidas contra su voluntad y cuántos los
controlan. Todo esto es fundamental para que planifiquemos la operación de
rescate.
—¿Cómo pretende averiguar todo eso? —le preguntó Pedrera con
escepticismo.
Salazar tomó la palabra:
—En primer lugar, estableceremos un control del perímetro con agentes
vestidos de civil que pasen desapercibidos, mediante alcabalas fijas y móviles
que nos informen quién entra y quién sale. Deben estar comunicados entre sí
y con un coordinador.
—Manuel, ocúpate tú —ordenó el comisario—. Llévate a García para que
te ayude. Y recuerda que debéis ser discretos. No queremos que sepan que
estamos ahí.
—Sí, señor.
—Haz lo posible para que algunos de esos hombres puedan tomar
fotografías desde diferentes ángulos que nos permitan mantener una
vigilancia del objetivo —señaló Néstor—. Tenemos especial interés en la
huerta que hay frente a los muros. Cuántas personas salen a trabajarla,
cuántos los vigilan.
—De acuerdo.
—Necesitamos intervenir los teléfonos y otras formas de comunicación de
los sospechosos —afirmó Santiago, mientras seguía los lineamientos del plan
de su inspector jefe—, para ello se hace imprescindible conseguir una orden.
Miguel, encárgate tú de hablar con el juez y organiza las escuchas. Que te
ayude Diji.
—Entendido, señor.
—Antes de llevar a cabo el operativo debemos conocer bien el terreno, así
que necesitaremos los planos de la bodega para tener clara la distribución de
los edificios detrás de los muros, así como un levantamiento topográfico del
terreno. Pídelos en el Ayuntamiento, Remigio.
—De acuerdo, señor.
—¿Para qué necesitamos el levantamiento topográfico, comisario? —
Quiso saber Manuel.
—Existe la posibilidad de que los líderes hayan excavado túneles para
poder escapar si fueran descubiertos. Debemos identificar las ubicaciones
probables de las salidas de esos túneles para apostar vigilancia en las zonas y
evitar posibles evasiones —explicó el inspector jefe.
—Joder, Salazar. Has pensado en todo —comentó Remigio, con sorpresa.
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—Fue una suerte que llevara a cabo el curso especial —respondió Néstor,
encogiéndose de hombros.
—Y yo que creí que te habías escaqueado por algunas semanas con esa
excusa —reconoció el inspector Toro.
—¿Y qué ocurre si los tíos de la secta han llevado a cabo obras de
«remodelación» en la bodega sin notificarlas al Ayuntamiento? —sugirió
Manuel—. Los planos que le proporcionen a Remigio podrían resultar
obsoletos.
—Es un buen punto —reconoció Néstor—. Necesitamos una vista
panorámica actual del complejo que conforma la bodega.
—¿Y cómo lo conseguimos? —preguntó Sofía—. ¿Con un dron, tal vez?
—Demasiado evidente —argumentó Salazar, descartando la idea—. Los
tíos de la secta lo detectarían. No, debe ser de una forma más sutil, como una
imagen de satélite. Toni, el técnico informático de la Jefatura superior puede
ayudarnos con esto.
—Buena idea —lo respaldó el comisario—. Ocúpate tú misma, Sofía.
—Sí, señor.
—Es muy importante que también tengamos claro el número de personas
a las que nos enfrentamos —insistió Santiago.
—Debemos considerar que lo que funciona en ese lugar no es en realidad
una Bodega, que por estas fechas estaría en mínimos operacionales —explicó
Salazar—. Entre secuestradores y rehenes, allí reside un grupo numeroso de
personas que comen, usan electricidad, generan basura y deben solicitar
víveres.
—¿Estos últimos no provendrían de la huerta? —preguntó Sofía.
—Con respecto a los cautivos es así, pero estoy seguro de que los líderes
mantienen una alimentación más completa. Es más, por esa correlación entre
lo que se produce en la huerta, los víveres que se compran y la basura que se
genera, podríamos hacer un cálculo aproximado de cuántos de ellos son
rehenes y cuantos carceleros.
—¿Y quién hará esas cuentas? —preguntó Remigio—, porque confieso
que yo no sabría por dónde comenzar.
—Yo lo haré —confirmó Néstor.
—Déjame adivinar. Lo aprendiste en el curso.
Salazar asintió. Si bien se había tomado aquella formación adicional en
serio, nunca creyó que iba a tener que poner en práctica sus nuevos
conocimientos tan pronto.
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—Por mi parte —afirmó Santiago—, en cuanto dispongamos de una
apreciación de la situación, yo haré los contactos con los mandos para que nos
proporcionen los recursos, con los centros de reclusión para que reciban a los
detenidos y con los hospitales. Así podrán prepararse para atender a las
víctimas.
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Capítulo 37
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a Estela, la secretaria del juez Aristigueta y le planteó su problema. Ella se
deshizo en halagos, le pidió que le enviara el informe por vía electrónica para
mostrárselo al juez y le prometió que le tendría la orden lista para cuando él
llegara. Salazar cogió el informe que acababa de redactar y se encaminó a los
juzgados. Aristigueta podía ahorrarle tiempo y firmar la orden en base a la
información que acababa de enviarle, pero tendría que disponer del informe
firmado y sellado para que el procedimiento fuera legal. Después de la
referencia que les había dado Remigio acerca del tráfico, Néstor decidió
tomar medidas drásticas, así que le pidió a uno de los agentes que circulaban
en motocicleta que le diera un aventón. Fue una suerte, porque las calles
estaban abarrotadas. Sin embargo, el agente resultó un chico muy apañado
que tomando nota de la prisa del inspector jefe encendió las sirenas y lo llevó
a toda castaña. Salazar vio su vida pasar frente a él varias veces y se alegró de
no haber almorzado. Incluso en un par de ocasiones se le escapó un grito.
Al fin llegaron, Salazar se quitó el casco, quedando más despeinado que
de costumbre. Además terminó helado hasta los huesos y con las piernas
temblorosas. Se apeó de la motocicleta y le dio las gracias a su subalterno.
—¿Desea que lo espere, señor?
—¡No, gracias! Quiero llegar vivo al anochecer. No te había visto antes
en la comisaría. ¿Cuál es tu nombre?
—Es que me acaban de transferir desde San Sebastián, señor. Soy
Echevarría, Ander Echevarría.
—¿Dónde aprendiste a conducir así, Ander?
—Quería competir en motociclismo, señor, pero no se pudo. Así que
decidí entrar en la Policía Nacional y debido a mi experiencia me asignaron
esta motocicleta.
—Pues que haya suerte. Puedes volver a tus tareas.
—De acuerdo, señor —respondió el joven, mientras se volvía a poner el
casco.
Poco a poco las piernas del inspector fueron recuperando su estabilidad,
así que se encaminó al interior del Juzgado. Al cabo de algunos minutos,
Estela archivaba el informe y él salía con la orden en el bolsillo. Mientras el
taxi lo llevaba a la oficina de Iberdrola, Salazar llamó a Diji por el móvil y le
dio instrucciones acerca de lo que necesitaba. Él subinspector aceptó buscar
los datos que Néstor le pidió en las comunicaciones de la bodega.
A Salazar le costó casi una hora llegar a su destino. Allí tuvo que mostrar
la orden para que una empleada muy amable, pero que se resistía a revelar
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información de un cliente, aceptara proporcionarle cuál había sido el consumo
de «Bodegas del Norte» en los últimos tres meses.
A las puertas de la compañía de electricidad, Néstor cogió otro taxi que lo
dejó en el Ayuntamiento. Más le valía pasarle las facturas de los viáticos a
Santiago cuando la investigación concluyera, o no le alcanzaría el sueldo para
taxis. El trayecto también fue lento y pesado a causa del tráfico y esta vez fue
él quien recibió la llamada de Diji.
—¿Ya tenéis listas las escuchas? —Esas palabras hicieron que el taxista lo
mirara por el retrovisor y prestara atención. A Salazar casi le pareció ver
como giraba el pabellón de la oreja para captar mejor lo que se decía en el
asiento de atrás. Pero aquello era imposible. De cualquier forma, bajó la voz y
colocó la mano alrededor de la boca para evitar que se le entendiera.
—En eso estamos, señor, pero tuvo suerte. Esta misma mañana hicieron
un pedido de víveres. Las compras las hacen a «Supermercados de Haro».
—De acuerdo, tomo nota. Por favor mantente alerta. Es posible que no sea
el único lugar donde compran.
—Le avisaré si aparece alguna otra tienda de suministro de víveres, señor.
Llegados al Ayuntamiento, Néstor se bajó del taxi y el conductor lo miró
de arriba abajo con cara de entendido. Después de que él le pagó la carrera, el
hombre le guiñó un ojo y chasqueó la lengua, como si Salazar fuera James
Bond.
—¿Quiere que lo espere, oficial? —Recalcó la palabra «oficial». Por lo
visto, el buen taxista estaba ávido de aventuras.
—No, gracias. Mi próximo destino lo puedo alcanzar a pie.
—¿Algún caso interesante, oficial?
—Estamos tras la pista de una organización criminal que lava cerebros de
ciudadanos honrados y los convierte en sus esclavos.
El taxista lo miró ofendido, seguro de que se estaba burlando de él,
cambió la velocidad del coche y arrancó sin mirar atrás.
«¿Por qué será que las personas son tan escépticas cuando se trata de la
verdad? Y sin embargo son capaces de aceptar a pies juntillos las trolas más
absurdas, —pensó el inspector—, tal vez Paca tenga razón sobre lo que piensa
de los humanos». Antes de caer en consideraciones filosóficas que no lo
llevarían a nada, porque él también era persona y humano, como siempre le
recordaba Paca, se apresuró a entrar al Ayuntamiento y buscar la oficina
relacionada con la gestión de residuos. Aquí el trámite resultó más rápido.
Ahora solo faltaba el dato de los víveres. Decidió llevarlo a cabo desde su
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despacho para ahorrar tiempo. Como le había anunciado al taxista, recorrió a
pie la distancia que lo separaba de «San Miguel».
Una vez en su oficina llamó a «Supermercados de Haro» y pidió hablar
con el gerente. Después de confirmar que «Bodegas del Norte» era uno de sus
mejores clientes, el hombre se mostró un poco reacio a revelarle detalles de
sus transacciones comerciales. Néstor empleó toda su labia, le envió una
fotografía digital de la orden y le explicó que había vidas en peligro, por lo
que el tiempo apremiaba. Al final, el gerente aceptó hacerle llegar una
relación de los gastos de la bodega por vía electrónica, con el compromiso de
que Salazar le enviaría una copia de la orden lo antes posible,
intercambiándola por un documento con la información por escrito. El
inspector decidió que Ander sería la persona ideal para actuar como correo.
Ya con todos los datos en la mano, el inspector jefe se dispuso a poner en
práctica sus lecciones del curso antiterrorismo y contra el crimen organizado.
Sabía que el promedio de consumo de electricidad por persona y por mes era
de 38 KWh. En este caso sería muy difícil determinar una diferencia entre
adeptos y cautivos, pero le proporcionaría un aproximado del número total de
personas. Con respecto a la basura, la producción promedio por cada
individuo era de un kilo por día, pero en vista que el consumo de alimentos y
recursos por parte de los cautivos sería más reducido, decidió establecerlo en
600 gramos por día para las víctimas: el promedio aproximado en un país del
tercer mundo. Por otro lado, de las compras totales en el supermercado separó
las correspondientes a alimentos proteicos, pues tenían constancia de que la
secta suprimía las proteínas a los rehenes. Después de una rápida llamada a su
cirujano, el doctor Alvarado, quien a su vez se comunicó con la nutricionista
del hospital, supo que un español promedio consume 74,5 gramos de
proteínas al día. Un 6 % más de lo recomendado. De manera que tomando
como base el consumo de electricidad, y cruzando los datos de las proteínas
compradas por la secta y la basura que fue recogida en la bodega, Salazar
determinó una cifra que no consideraba exacta, sino aproximada. En las
instalaciones de «Bodegas del Norte» vivían más o menos setenta personas,
de los cuales, cuarenta o cuarenta y cinco serían cautivos, y los demás sus
carceleros.
Sin perder el tiempo, el inspector jefe acudió al despacho de Ortiz para
informarle acerca de los resultados de sus cálculos. Un dato que era
fundamental para la planificación de la operación. De inmediato, Santiago
cogió el teléfono para hacer las llamadas que les garantizarían los recursos
humanos para afrontar semejante operativo. Cuando colgó, el comisario le
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notificó que el capitán Olmedo del grupo GEO y antiguo instructor de Sofía
venía en camino con su equipo y un contingente suficiente de efectivos. Se
reunirían esa noche allí mismo, en la comisaría. Santiago invitó a su inspector
jefe a acompañarlos.
—De acuerdo, aquí estaré —confirmó Néstor—. ¿Hay alguna novedad?
—El equipo está cumpliendo, como siempre —aseveró el comisario,
satisfecho—. Manuel ya ha establecido las alcabalas del perímetro, con la
colaboración de García. En este momento ya los tenemos rodeados. Los
mandos nos están dando todo su apoyo, así que los acompañan tres fotógrafos
equipados con cámaras profesionales con teleobjetivo. Nos permitirán
registrar los movimientos de la secta en tiempo real desde diferentes ángulos.
—Perfecto. ¿Qué han descubierto hasta ahora?
—Enviaron por vía digital algunas de las fotografías y vídeos que hicieron
esta misma tarde durante la vigilancia. Son de personas que han entrado, o
salido del complejo. También de un pequeño grupo que estuvo trabajando en
la huerta por unas horas, bajo la vigilancia de tres personas. Científica ya está
trabajando en identificar tanto a los cautivos, como a los vigilantes. Ninguno
de estos parecía ir armado. El grupo tampoco era tan numeroso como reflejan
tus cálculos.
—Es invierno. Son pocos los cultivos que pueden llevarse a cabo por estas
fechas, así que es posible que roten a los cautivos que salen a la huerta. Tal
vez incluso sea alguna clase de castigo. Por otro lado, los adeptos no
necesitan armas para controlarlos. Recuerda que tienen a sus hijos en el
interior como rehenes. Están seguros de que ninguno intentará nada.
—Sí, tienes razón.
—¿Puedo ver esas fotografías?
—Sí, claro —respondió Santiago, mientras abría una carpeta en el
ordenador.
Una serie de fotos de alta resolución fue ocupando por turno la pantalla
completa. En ellas se veía la bodega desde diferentes ángulos. Dos personas
entraban por separado: un hombre y una mujer. La mujer volvía a salir. El
hombre, no. Néstor no reconoció a ninguno. En otras fotografías se podía
observar el grupo que trabajaba en la huerta, además de los tres sujetos que
los vigilaban: dos hombres y una mujer.
—¿Sabemos quiénes son los visitantes?
—Utilizamos un programa de reconocimiento facial. El hombre tiene
antecedentes. La mujer no.
—¿Y qué encontrasteis?
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Antes de responder, el comisario cerró las fotografías y abrió otra carpeta,
en la cual apareció una ficha policial que correspondía al mismo hombre que
entraba a la bodega. Leyó en voz alta los datos.
—Su nombre es Bernardo Araujo, de 43 años de edad. Antecedentes por
estafa y extorsión. También ha estado involucrado en asalto y lesiones. Pagó
condena cuando fue detenido in fraganti en el robo a mano armada de una
tienda. Salió libre hace siete años.
—Todo un angelito —ironizó Salazar—. Parece que ya tenemos
identificado a uno de los líderes. Un sujeto así no cae en las redes de una
secta.
—Estoy de acuerdo.
—¿Qué hay de la mujer?
—No tiene antecedentes, pero el programa de reconocimiento facial nos
permitió identificarla por su foto del DNI. Su nombre es Modesta Pavía.
—¡La enfermera!
—Es correcto.
—De acuerdo, esto comienza a aclararse. Tenemos que pedir la
intervención de los teléfonos de estos dos.
—¿Y qué crees? ¿Qué he estado pensando en la inmortalidad del
cangrejo? Ya le di las instrucciones a Miguel y a Diji. Están tramitando la
orden en este momento.
—Bien. Ya tenemos control del perímetro, hemos identificado a uno de
los líderes y a la enfermera, que todavía no sabemos si es líder, o adepta, pero
yo me inclinaría por lo último.
—¿Por qué?
—Porque su tarea con los ancianos la ha dejado demasiado expuesta.
—De acuerdo.
—Tenemos una idea aproximada de cuántas personas están cautivas y
cuántos las vigilan —continuó enumerando Salazar—. De manera que
podemos calcular el tamaño de la operación. Diría que vamos a buen paso.
—Remigio no debe tardar en regresar con la información del terreno. En
cuanto a Sofía, ya se comunicó con Lali para avisarle que en cualquier
momento debo recibir las imágenes de satélite, pero que Toni también nos va
a imprimir un croquis que nos facilite la planificación.
—Bien, en ese caso, todo marcha sobre ruedas —Salazar se quedó
pensativo por un momento—. Así que tanto Remigio, como Sofía habrán
concluido sus respectivas asignaciones, ¿no es así?
—Así es. ¿En qué estás pensando?
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—En el tío de la foto. Creo que se nos está presentando una oportunidad
que no esperábamos. Es evidente que no sospechan que estamos a punto de
caer sobre ellos, o los visitantes no se habrían expuesto de esta forma.
—Una buena noticia para nosotros. ¿Adónde quieres llegar?
—A la idea de que Remigio y Sofía podrían investigarlos a ambos. Lo
habitual. Relaciones personales, situación financiera. En el caso del sujeto,
quién fue su compañero de celda. Con la mujer, compañeros de trabajo.
—Es buena idea. Los pondré en eso en cuanto regresen.
—De acuerdo. ¿A qué hora es la reunión con Olmedo?
—A las 8 de la tarde.
—Bien, aquí estaré.
—¿Qué vas a hacer mientras tanto?
—De momento, pasar por el bar de Gyula para comerme un pincho de
tortilla, o algo así. No pruebo nada desde el desayuno y aunque tengo cerrado
el estómago, estoy seguro de que esta va a ser una noche muy larga y que
necesitaremos energía para sobrellevarla. Te aconsejo que hagas lo mismo.
Por cierto —agregó mientras sacaba del bolsillo la chocolatina con la que lo
había sobornado su sobrino esa mañana—, ¿te apetece?
—No gracias. Sabes que no me gusta el dulce. ¿Esa la tienes desde el acto
escolar?
—Sí, claro —respondió Néstor, mientras se la metía a la boca
deshaciéndose de la evidencia. Él no era un delator.
Salazar salió del despacho de Santiago y de la comisaría. Cuando llegó al
bar de Gyula tiritaba de frío bajo el abrigo. Se comió un par de pinchos de
tortilla y se bebió un par de tazas de café tan calientes que casi se quema los
labios, pero por eso mismo le supieron a gloria. Luego le pidió a su amigo que
le llenara un par de termos, que le regalara una docena de vasos desechables y
que le prestara el coche.
Después de tranquilizar a Dika con respecto a Salvador, asegurándole que
en casa de sus tíos se lo pasaba pipa con sus primos y que no era necesario
que ella fuera a buscarlo para cuidarlo mientras él trabajaba, Néstor salió del
bar, dejándola a ella un poco decepcionada y a Gyula preocupado por la crisis
de instinto maternal que atravesaba su novia. Si hasta Néstor recibió una
mirada de desaprobación por parte de su amigo, como si él tuviera la culpa de
ser padre. Bueno, tenía que reconocer que algo de responsabilidad sí tendría,
pero lo de las ganas de Dika de ser madre, eso no era asunto suyo. La
reflexión le hizo sentir un escalofrío en la espalda y decidió no pensar más en
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el asunto, no fuera a enredarse él solito. Ese sería el consejo que le hubiera
dado Paca de haber estado allí.
Concentrando sus pensamientos en el caso, lo cual era menos peliagudo
que su paternidad, o los anhelos de maternidad de su amiga, Salazar cogió el
Seat de Gyula y se encaminó hacia el lugar donde Manuel hacía la vigilancia.
Lo encontró con uno de los agentes y uno de los fotógrafos dentro del coche,
orillado en la carretera de tierra. Se habían situado en una curva, de manera
que no sería fácil verlos desde el complejo de la secta y a una distancia
suficiente para que no fueran identificables a menos que se utilizaran
prismáticos muy potentes. Él detuvo el coche unos metros antes del vehículo
del subinspector y recorrió el último tramo a pie, cargado con los dos termos.
Cuando llegó junto al coche tocó un par de veces la ventanilla y desde
adentro destrabaron la puerta. Salazar subió a la parte trasera. Cuando los tres
policías vieron los termos, por su expresión el inspector temió que se
abalanzaran sobre él para abrazarlo y besarlo. Con esa alegría lo recibieron.
Después de saludarlos abrió uno de los termos y entregó a cada uno un vaso
de café, mientras le contaban los detalles acerca de su vigilancia. Salvo lo que
ya le había informado el comisario, el lugar había estado muy tranquilo.
El inspector jefe entregó el café y los vasos restantes al agente para que
los distribuyera a través de uno de los oficiales de las alcabalas móviles a los
demás hombres que pasarían la noche invernal a la intemperie. No se
sorprendió cuando fue Ander quien apareció junto al coche con su sempiterna
sonrisa, su motocicleta y su buena disposición.
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Capítulo 38
Salazar regresó a tiempo a la comisaría para la reunión que tendría lugar con
el capitán Olmedo. Lali lo recibió con cierto nerviosismo. Por más que no era
la primera vez que la comisaría de «San Miguel» pedía apoyo del grupo GEO,
nunca había sido en aquella escala, así que la tensión se respiraba dentro de
las paredes del edificio. Ya Santiago y el capitán se encontraban allí. Miraban
con atención un plano que tenía la sospechosa apariencia de tratarse de una
fotografía satelital. Apenas levantaron la vista para devolver el saludo de
cortesía del inspector jefe y enseguida volvieron a concentrarse en lo que
hacían.
—¿Es el complejo?
—Sofía me lo entregó cuando regresó de la Jefatura Superior —respondió
el comisario—. Es el plano actual de las instalaciones de la bodega.
—¿Hay diferencias con respecto a los planos originales?
—Sí las hay —respondió Olmedo, mientras sacaba el plano que reposaba
debajo del que estudiaban—. Fíjese: estos tres edificios no están en los
registros del Ayuntamiento.
—Lo que significa que los construyeron sin permisos.
—Así es.
Néstor observó con detenimiento ambos croquis y los comparó. Luego
señaló los tres edificios que ocupaban el espacio que en los originales sería el
aparcamiento de los camiones para el transporte del vino. Eran rectangulares,
los más grandes, uno frente al otro y en el fondo un tercero, perpendicular a
los primeros.
—Los barracones y la granja —afirmó. Olmedo lo miró interrogante, pues
no tenía idea de qué estaba hablando el inspector jefe.
Salazar pasó a hacerle un breve resumen de la entrevista a Isadora.
—Así que es aquí donde alojan a los cautivos —sentenció el hombre del
GEO.
—Es la conclusión más lógica.
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—Eso puede favorecernos —argumentó Olmedo—. Haremos la incursión
al amanecer, por lo que es muy probable que tengamos a las víctimas reunidas
en un área determinada, vigilada por un número limitado de personas, los que
se encuentren de guardia. ¿Está seguro de que los niños están retenidos en el
edificio de atrás?
—Es lo que se deduce de las palabras de la única testigo que consiguió
escapar.
—Pero según me cuenta, el estado mental de la testigo se encuentra
comprometido en el mejor de los casos.
—Sí, eso tenemos que reconocerlo.
—Pero usted piensa que dijo la verdad.
—Creo que podemos aceptar su palabra en este detalle. Además, desde el
punto de vista operativo, ¿no es este el edificio donde se puede mantener a los
niños separados de sus padres con mayor facilidad? Recordemos que los
adultos se someten a sus deseos porque sus hijos son rehenes. Yo diría que es
la ubicación más probable.
—Muy bien, entonces destinaré un número mayor de efectivos para el
control de este edificio —decidió el capitán—. La verdad es que detrás de los
muros esto no parece una bodega. ¿Tienen ustedes idea del lugar donde
pueden alojarse los adeptos y líderes de la secta?
—Yo diría que cerca del edificio principal —opinó el comisario—. Aquí
—afirmó mientras señalaba una construcción con aspecto de casa de campo
por detrás de otro rectángulo que ocupaba el centro del complejo.
—Estoy de acuerdo —confirmó Salazar—. Esta gente buscaría disfrutar
de todas las comodidades, así como proporcionárselas a sus adeptos. Eso les
facilitaría mantener la lealtad. Por muy convencidos que estén de lo que sea
que les prometen, siempre será más fácil que lo acepten si viven bien gracias
a eso.
—¿Estos adeptos son cómplices o víctimas? —preguntó Olmedo, un poco
confundido.
—En principio también serían víctimas —le explicó Néstor—, pero están
ahí por voluntad propia, después de haber sido convencidos de seguir a sus
líderes. Desde el momento en que colaboran con la retención forzada de otras
personas pasan a ser cómplices. Yo le recomendaría que advierta a sus
hombres, capitán. Los adeptos no son delincuentes, pero sí fanáticos, por lo
cual no podemos saber hasta dónde pueden estar dispuestos a llegar para
defender a quienes ellos idealizan.
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—De acuerdo, Salazar. Mensaje recibido. Veo que ustedes también han
solicitado un mapa topográfico del terreno.
—Debemos contemplar la posibilidad de que los líderes dispongan de
túneles que les permitan escapar, en caso de resultar descubiertos.
—Bien pensado, pero este terreno es bastante uniforme. Toda la zona
oscila alrededor de los 480 metros de altitud. No hay montañas, ni
depresiones cerca. No veo muchas posibilidades de que una boca de túnel
pasara desapercibida.
—Eso reduce las posibilidades de que esos túneles existan, pero no lo
descarta —insistió el inspector.
—¿Qué quiere decir? Si no tienen salida, no pueden existir.
—A menos que la salida también se encuentre detrás de muros.
El comisario y el capitán lo miraron con sorpresa. Santiago llegó a
preguntarse si su hermano habría bebido. Salazar pasó a explicarse.
—Estaba pensando en las empresas cercanas. Alguna de ellas podría ser
un segundo parapeto. Un lugar donde esconderse, o por dónde escapar si las
cosas se ponen feas.
—Es un planteamiento interesante —reconoció Olmedo—. Y no me
molestaría tomar previsiones. Todavía me duele la forma en la que el Asesino
de la Rosa se nos escapó por no haber estudiado bien el terreno. ¿Qué
propone, Salazar? —preguntó, mirando al policía con renovado respeto.
—No hay tiempo de estudiar a fondo estas empresas. Tampoco de llamar
a sus puertas para interrogarlos, pues si están relacionados con la secta los
pondríamos sobre aviso y la sorpresa es una de nuestras mejores bazas. Yo
propongo desplegar uno, o dos drones en cuanto tomemos el complejo y
alertar a los hombres del perímetro en el caso de que se produzca algún
movimiento sospechoso.
—Me gusta la idea —aceptó Olmedo—. Lo haremos así.
—De acuerdo, entonces lo más importante ahora es precisar cómo
llevaremos a cabo la incursión.
—Debemos tomarlos por sorpresa —señaló Olmedo—. Es la única forma
en que podemos evitar que se hagan con rehenes.
—Es probable que cuenten con cámaras de vigilancia cubriendo el
perímetro —advirtió Néstor—. Alguien debe esperar vuestra señal desde la
compañía eléctrica y en ese momento suspenderles el servicio.
—Podemos encargar a Manuel de esa tarea —sugirió el comisario—.
Aunque no me sorprendería que dispusieran de un generador de energía.
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—Eso significa que tendremos que actuar con mucha rapidez —confirmó
el capitán—. Antes de que les dé tiempo de reaccionar. Mis hombres llegarán
en furgonetas y se desplegarán por todo el perímetro. Derribaremos la puerta
con un ariete, mientras otros tres contingentes saltan los muros con cuerdas.
En cuanto consigamos entrar ocuparemos todo el complejo. Mi equipo irá
directo a «la granja,» donde se encuentran los niños. Serán nuestra prioridad.
El resto de los hombres tomarán los barracones y luego las instalaciones
principales hasta que toda la bodega esté bajo nuestro control.
—¿Cuántos hombres piensa desplegar en esta operación, capitán?
—Más de doscientos. Hay niños en peligro, así que no podemos correr
ningún riesgo.
—De acuerdo —afirmó el comisario.
Néstor permaneció pensativo.
—¿Tiene alguna observación, inspector? —le preguntó Olmedo.
—Solo una pregunta: ¿dónde quedamos mis hombres y yo en este plan?
—Estarán con el grupo que accederá a la bodega por la puerta. Una vez
adentro y con los líderes y adeptos dominados, podrán tomar el control de la
situación.
—Muy bien. Lo haremos así —aceptó Salazar un poco a regañadientes.
Todo aquel despliegue militar le incomodaba, pero comprendía que en este
caso sería necesario.
—De acuerdo —dijo Santiago, dando por terminada la reunión—.
Tenemos mucho trabajo por delante, así que pongámonos en marcha.
Los policías pasaron el resto de la noche organizando el asalto. Salazar
llevaba la orden de allanamiento en el bolsillo interno de la chaqueta del traje.
Con el devenir de los acontecimientos no había tenido tiempo de recoger su
gabán y lo echaba de menos.
Hacia la media noche, Diji presentó un informe acerca de las
comunicaciones que habían intervenido. Además de la compra de víveres,
desde la bodega habían llamado a Bahamas para hablar con alguien llamado
Jamal Spooner. El tema de conversación fueron las cuentas de la secta, pues
estaban próximos a abrir una nueva. Por lo visto el negocio estaba en
expansión. Miguel continuaba en la compañía de teléfonos, atento a cualquier
comunicación que surgiera desde, o hacia la bodega. Hasta el momento todo
parecía rutinario.
Se reunieron en el punto de vigilancia de Manuel, a quien enviaron a la
compañía de electricidad con la tarea de ocasionar un apagón en la bodega en
el momento en que Olmedo lo ordenara. A Néstor la noche le resultó mucho
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más corta de lo que esperaba. Los primeros en llegar fueron los detectives de
«San Miguel». Después de Diji apareció Remigio y por último, Sofía. Se
distribuyeron en dos coches de la comisaría. Permanecieron a la espera del
contingente del GEO. En un primer momento, la cifra sorprendió al inspector
jefe, pero luego de pensarlo bien comprendió que frente a lo que se
enfrentaban sería necesario cada uno de ellos.
Sus compañeros y él permanecieron atentos a cualquier movimiento
sospechoso, pero en la bodega todo parecía en calma. Hacia las cuatro treinta
de la madrugada llegaron los GEO. Pese a que los esperaban, Salazar no pudo
evitar sentirse impresionado cuando el camino comenzó a llenarse de
furgonetas. Contó diez y cuando creía que la caravana había concluido,
aparecieron cinco camiones militares. Todos los vehículos venían repletos de
efectivos. Los hombres usaban uniformes oscuros, chalecos de kevlar y
portaban armas largas. Se parecían más a un ejército que a un grupo élite de la
policía. Néstor tuvo la sobrecogedora idea de que con la investigación de
aquel caso, la comisaría de «San Miguel» había iniciado una pequeña guerra.
A las cinco en punto, Olmedo hizo la llamada a Manuel y de inmediato se
apagaron las luces del complejo. Entonces las furgonetas y los camiones
sobrepasaron el coche que servía de punto de vigilancia y recorrieron a toda
velocidad el corto tramo de la carretera que los separaba de la Bodega. Néstor
apremió al chófer antes de darse cuenta de quién se trataba. Con una sonrisa
de oreja a oreja, Ander aceleró hasta que el vehículo adelantó a los camiones
y se quedó detrás de las furgonetas. De haber contado con cien metros más
hubiera dejado atrás a todo el contingente. Salazar se aferró a lo primero que
encontró dentro del coche, hasta que se dio cuenta de que era la pierna de
Sofía. Retiró la mano como si se hubiera quemado y musitó una disculpa en
cuanto ella le lanzó una mirada fulminante. El coche continuó su camino
lanzado adelante a toda leche, mientras él ahogaba uno que otro grito. ¡Pues sí
que le gustaba la velocidad a ese chaval! Más que a un tonto un lápiz.
En el segundo coche de la comisaría, que era conducido por García, iba
Ortiz acompañado por Diji. Ya los habían dejado muy atrás.
Cuando por fin se detuvieron frente a la Bodega, Salazar comprobó que ya
los hombres de las furgonetas habían comenzado el asalto. La puerta de
madera colgaba de sus goznes y una vez cruzado el umbral, los uniformados
pululaban como hormigas, pero moviéndose en forma disciplinada. Aquí y
allá se veían civiles tendidos en el suelo boca abajo con las manos en la
cabeza, mientras eran vigilados por los hombres del GEO.
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Después de que uno de los oficiales de Olmedo se acercó a él y a Sofía
para informarles de que el complejo estaba bajo el control de la policía,
Salazar se encaminó primero al edificio principal, seguido por Sofía. Allí
también había un grupo de hombres y mujeres sometidos a la autoridad, a
quienes los oficiales iban colocando las esposas y levantando para preparar su
traslado a los centros de detención.
Se encontraban en el salón del chalet que los líderes y adeptos usaban
como residencia dentro del complejo. Los hombres de Olmedo los habían
sacado de sus camas para reunirlos allí. Salazar comenzó a buscar entre los
rostros, uno que ya le era conocido.
—¿Dónde está Bernardo Araujo? ¿Lo ves?
—No está aquí —respondió la subinspectora con seguridad.
A una señal de Néstor, ambos se separaron para registrar el resto de la
casa. Bernardo había entrado aquella tarde y no volvió a salir, así que debía
encontrarse dentro del complejo en alguna parte.
Siguiendo una intuición, Néstor se encaminó a la bodega. Después de
intentarlo con varias puertas al fin dio con la correcta. Usando una linterna
potente descendió por una escalera de metal. Como era de esperar, la bodega
era grande y estaba plagada de barriles. Manteniéndose alerta la escudriñó
con la linterna en una mano y la pistola en la otra. Hubiera pasado por alto el
detalle, de no haberse encendido la luz en ese momento. Por lo visto, Olmedo
había dado la orden a Manuel para que restablecieran el servicio.
Fue entonces cuando el inspector notó que una franja del suelo junto a un
grupo de barriles estaba limpia de polvo, a diferencia del resto de la bodega.
Se acercó y se quedó pensativo por un momento. Entonces comprendió.
Empujó los barriles, que se movieron junto con sus bases como un todo
siguiendo un rail oculto. Aquello era una tapadera. Entonces quedó al
descubierto la entrada a un túnel. Ahora sabía por dónde se había evadido
Araujo.
Néstor sintió unos pasos a sus espaldas y se giró para apuntar lo que
consideraba una amenaza. Reconoció a tiempo a Sofía.
—No está en el resto de la casa —le anunció ella—. ¿Qué es esto?
—La entrada a un túnel. Y la vía de escape del sospechoso.
—¿Y qué esperamos? —preguntó ella, dando un paso al frente.
—No, tú te quedas aquí para que informes de esto a Santiago y a Olmedo
por radio. Yo iré tras él.
—De nuevo intentando protegerme. ¡Me tienes harta!
—Es una orden, subinspectora.
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Sin esperar respuesta, Salazar se adentró en el túnel a buen paso. Estaba
bien construido. Empuñó la linterna y avanzó. Al cabo de treinta metros
encontró una curva y cuando iba a girar escuchó un disparo y una esquirla de
la piedra de la pared le golpeó en la mejilla. El inspector se tiró al suelo y
disparó al lugar de donde provino la detonación.
—¿Estás bien? —preguntó Sofía, agachada a sus espaldas.
—Te ordené que te quedaras.
—No, me ordenaste que informara a Olmedo y a Ortiz por radio acerca de
la existencia del túnel. Eso hice, antes de seguirte.
Néstor se hubiera echado a reír de no haberse encontrado ambos en una
situación tan delicada.
—¡Araujo, entréguese. Está rodeado! —gritó el inspector—. ¡Todo se
acabó! ¡No empeore su situación!
La respuesta fue otro disparo, que por fortuna también fue a dar a la
pared. Luego se escucharon pasos a la carrera. Ambos policías se
incorporaron y con las pistolas a punto comenzaron a correr detrás del
fugitivo. Ahora el túnel era recto, así que podían verlo. Unos diez metros
adelante había una escalerilla que subía hasta una trampilla. Bernardo trepó
por ella sin mirar atrás. La abrió y se encontró con el cañón de la pistola de
David, uno de los hombres de Olmedo. Entonces miró a su espalda, donde
Salazar y Sofía también lo apuntaban. Araujo soltó el arma, alzó las manos y
se entregó.
Salieron por la trampilla y se encontraron en el patio de la empresa de
transporte.
—Gracias David —le dijo Sofía con una sonrisa—. Has sido muy
oportuno.
—Estaba en el perímetro, el capitán Olmedo me dio aviso de una posible
evasión por un túnel —explicó el joven oficial—. Hicimos una inspección del
terreno con los drones, los cuales captaron la imagen de esta trampilla. Lo
demás, ya lo sabéis. Llevaré este pájaro con los demás detenidos.
—Buen trabajo David —le reiteró Salazar, luego miró su traje manchado
por el barro del túnel—. Mi mejor traje arruinado. Después os preguntáis por
qué prefiero usar el gabán.
—Vamos, no seas quejica —lo reprendió Sofía—. La operación ha sido
un éxito, pero ahora es cuando comienza nuestro trabajo.
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Capítulo 39
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deshacerse en bendiciones, con los ojos bañados en lágrimas. A los hombres
de Olmedo se les estaba haciendo difícil aguantar el tipo y mantener la
disciplina frente a un espectáculo tan conmovedor. La mayoría de estos
policías de élite se limitaban a sonreír a las madres que acababan de salvar y
responderles con un tímido «gracias». Era extraño ver a esos hombres duros y
experimentados en todo tipo de situaciones difíciles, mirándose unos a otros
sin saber qué hacer, o decir.
Después de un par de minutos, Santiago, que estaba de pie a su lado,
suspiró. Él también tenía familia y había pasado por la experiencia del
secuestro de uno de sus hijos, así que no era extraño que todo aquello le
tocara la fibra. Néstor decidió tomar él la iniciativa.
—¿Hay aquí alguna persona llamada Ágata Vilaró? —preguntó en voz
alta, para poder hacerse escuchar por encima de la algarabía—. ¿Está aquí
Ágata Vilaró?
—Yo soy Ágata Vilaró —respondió una mujer delgada y pálida, con el
cabello pelirrojo y despeinado, que estaba en el fondo del barracón
acompañada por un hombre y dos niños. Se acercó al inspector despacio y
con cierto temor—. ¿Hay algún problema?
—Al contrario —respondió Salazar con una sonrisa—. Gracias a su valor
tuvimos el indicio que nos ha traído hoy hasta aquí.
—No comprendo…
—Cuando dejó su carné de la Biblioteca en el bolsillo de Natalia y una
gota de su sangre en el cinturón de seguridad, nos hizo comprender que había
mucho más detrás de aquel accidente. Si estamos hoy aquí es gracias a lo que
usted hizo. Todas estas personas le deben su libertad. Quería que lo supiera.
—Gracias, señor…
—Inspector Salazar. Ella es mi compañera, la subinspectora Sofía Garay y
él es mi jefe, el comisario Santiago Ortiz.
—¿Qué será ahora de nosotros?
—De momento los trasladaremos a los hospitales que ya los esperan —
respondió el comisario—. Cuando hayan descansado y se encuentren
recuperados, les pediremos su colaboración para desentrañar la telaraña y
reunir las evidencias que necesitaremos para encerrar a los responsables de
esta atrocidad.
—Por supuesto que pueden contar con nosotros. Somos los primeros
interesados en que paguen por lo que han hecho. Y lamento si sueno
vengativa.
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—No se trata de venganza, señora Vilaró. Se trata de justicia —aseveró
Salazar.
—¿Cómo regresaremos a la normalidad? Nos han dejado sin nada.
—Paso a paso —explicó Néstor—. Los bienes que les fueron arrebatados
les serán devueltos. Por supuesto que los jueces deberán seguir un proceso
legal para ello, pero recuperarán su vida.
—Gracias.
—¿Hay entre sus compañeros de cautiverio alguien que necesite atención
médica urgente?
—Hay dos personas que se encuentran mal. Tienen fiebre y tos.
Enfermaron a finales del otoño, pero esos demonios nos negaban la atención
médica y nos restringían las medicinas.
Salazar asintió y dio instrucciones a uno de los GEO para que avisara a
los sanitarios, de modo que los enfermos fueran los primeros en ser atendidos.
Le picaba la lengua queriendo hacerle preguntas a la señora Vilaró, pero se
contuvo. Ese no era el momento. Aquella gente necesitaba ser atendida antes
que cualquier otra cosa. Se disponía a retirarse cuando la propia Ágata lo
detuvo.
—Dígame, ¿la atraparon?
—¿A quién?
—A ese demonio. La mujer que organizó todo este horror. «La hija
favorita de Vishnu».
—Aún no tenemos la certeza de quiénes son los detenidos. Es una
información que procesaremos en las próximas horas.
—Asegúrense de arrestarla. Esa mujer es el demonio.
—¿Así que el líder de esta secta es una mujer? —preguntó Santiago.
Ágata asintió—. ¿Sabe su nombre?
—Lo siento. Nunca nos dijo su verdadero nombre. La secta se llama «Los
servidores de Vishnu» y ella decía que era la encarnación de la hija del dios.
—Si está entre los detenidos, la identificaremos. Si no, la atraparemos —
prometió Néstor.
Cuando salieron de los barracones comenzaron a escuchar un pequeño
alboroto frente a la puerta de la Bodega. Salazar detuvo a uno de los GEO
para que le informara.
—Acaban de llegar los de la prensa, señor —le explicó el joven—.
Quieren hablar con alguno de los responsables de la operación y se resisten a
retirarse del perímetro. Si por ellos fuera entrarían a interrogar a los cautivos
para las noticias de la mañana.
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Como si tuvieran un resorte en el cuello, tanto Néstor como Sofía
voltearon a mirar a Santiago. Además de que era la máxima autoridad
responsable, junto con Olmedo, su aspecto intimidante haría más fácil el
control de los periodistas. Ortiz suspiró y llamó por radio al capitán del GEO
para que se encontrara con él en la puerta. No se iba a comer solo ese marrón.
Como apoyo moral, tanto Salazar como Sofía siguieron a los jefes cuando
estos se encaminaron a enfrentarse con las fieras. Aunque aún no había
amanecido, afuera parecía pleno día gracias a la iluminación que habían
instalado los técnicos del noticiero televisivo. En cuanto se asomaron surgió
frente a ellos un bosque de micrófonos y móviles dispuestos a grabar hasta la
última palabra.
—Comisario… Capitán… ¿De qué se trata el operativo?… ¿Hubo bajas
durante la incursión?… ¿Es verdad que desmantelaron una secta?… ¿Hay
heridos?… ¿Es cierto que se han violado los derechos humanos de los
detenidos?… ¿Es verdad que desplegaron un operativo militar en un lugar
donde hay niños?… Capitán… Comisario.
Ortiz alzó las manos para tratar de detener el alud de preguntas. Algunas
de las cuales tenían una evidente mala intención. Los periodistas
comprendieron que ese policía grande, de rostro adusto, no satisfaría sus
deseos de información hasta que no guardaran silencio.
—El día de hoy, 22 de diciembre, se desplegó un operativo conjunto con
el grupo GEO para el desmantelamiento de una organización criminal con
fines de lucro que funcionaba como una secta. Entre las prácticas de este
grupo se destacaban el secuestro y la extorsión de familias completas, a
quienes mantenían retenidos contra su voluntad. El procedimiento se llevó a
cabo bajo todas las premisas legales y con las órdenes judiciales
correspondientes, después de reunir suficientes evidencias tras una exhaustiva
investigación. Durante la incursión no hubo bajas, ni heridos.
—¿Es cierto que hay niños en esas instalaciones? —gritó uno de los
reporteros, conocido por sus constantes críticas a la Policía.
—Es cierto, pero los niños se encuentran entre los cautivos, junto con sus
padres. Me gustaría que me explicara, señor, cómo podríamos rescatar un
niño secuestrado si nos abstenemos de actuar porque hay un niño en el recinto
—después de estas palabras, el periodista se escondió entre sus compañeros
—. Durante la planificación se tomó en cuenta la presencia de los menores y
se pusieron en práctica todas las precauciones pertinentes al caso.
—¿Darán una rueda de prensa, comisario?
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—Cuando dispongamos de toda la información pertinente que no viole el
secreto del sumario. Ahora, señores, les agradezco que abandonen el área,
para que podamos llevar a cabo las indagaciones correspondientes. Los
oficiales delimitarán la zona considerada como escena del crimen. Cualquier
persona que encontremos en el interior de este perímetro será sospechosa de
pertenecer a la secta y por lo tanto, detenida.
Después de estas palabras, la mayoría de los periodistas corrieron a sus
coches para ser los primeros en redactar la noticia, mientras los técnicos de la
televisión recogían a toda prisa. Un pitido corto salió del móvil de Sofía, que
después de verlo anunció:
—La noticia ya está en todas las redes sociales.
Ya los adeptos y los prisioneros habían sido desalojados del complejo.
Los primeros fueron llevados a centros de detención preventiva, mientras los
segundos se repartieron entre los hospitales más cercanos. Antes de retirarlos,
un equipo móvil de identificación les había tomado una fotografía y las
huellas, para facilitar las investigaciones posteriores. Los hombres del GEO
también se habían retirado, siendo sustituidos por agentes de la provincia que
vigilarían la zona hasta que el equipo de científica terminara su labor. Se
había ampliado el área restringida para que incluyera la empresa de
transportes.
Después de una rápida inspección, los detectives de «San Miguel»
decidieron dejar trabajar a los expertos en el procesamiento de la escena del
crimen para que pudieran llevar a cabo su labor sin estorbos. Néstor no los
envidiaba. Allí tenían trabajo para rato, aunque debía reconocer que ellos no
estaban mejor. En el complejo se habían encontrado diez familias, es decir
veinte padres y veinticinco niños cautivos, además de treinta y siete adeptos,
lo cual significaba ochenta y dos personas, de las cuales cincuenta y siete eran
adultos a quienes tendrían que interrogar e investigar. Sería imprescindible la
ayuda de los colegas de la Jefatura Superior, o para cuando terminaran, a
Salazar le estaría llegando la jubilación.
—Bien. Parece que estamos llegando al fin de todo este asunto —afirmó
Ortiz con satisfacción, dirigiéndose a sus subalternos, que lo rodeaban—.
Habéis hecho un buen trabajo. Todos. Podéis ir a casa a refrescaros, pero me
temo que no podré daros mucho tiempo libre. Tenemos que asegurarnos que
todos los miembros de la secta caen en la red.
—¿Qué haremos con respecto a los que no estaban aquí, señor?
—De momento tenemos identificadas a dos: Adelaida Urbina, la
secretaria del asesor matrimonial y Modesta Pavía, la enfermera que
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manipulaba a los ancianos para quedarse con sus pasaportes. Ambas
permanecían vigiladas por dos patrullas, que las detuvieron en el mismo
momento en que se llevó a cabo la incursión. Ordené que las llevaran a la
comisaría. Con respecto a nosotros, nos veremos en «San Miguel» en tres
horas.
Los detectives se dispersaron, cada uno en dirección a su casa. No
tendrían tiempo de dormir, pero sí de darse una ducha y recargar baterías con
un buen desayuno.
Néstor se acercó a su hermano.
—¿Vas a tu casa? Tal vez yo debería…
—Si deseas venir conmigo para ver a Salvador eres bienvenido, pero
tomando en cuenta que a esta hora estará dormido, por experiencia te
aconsejaría que fueras a tu casa y repusieras fuerzas. No te preocupes por el
chaval. Estoy seguro de que está muy bien.
—Gracias, Santiago. Seguiré tu consejo.
Salazar subió al coche de la comisaría que lo había llevado hasta allí la
noche anterior, donde ya esperaba Sofía en el asiento de atrás. Ander, al
volante, le sonrió cuando él ocupó el asiento del pasajero. El inspector le
devolvió una sonrisa forzada y se sujetó con fuerza antes de darle la dirección
de la subinspectora, después de advertirle que debía respetar los límites de
velocidad, pues ya no había ninguna urgencia.
De alguna manera, el chaval se las arregló para acelerar hasta la velocidad
máxima permitida en menos de tres segundos y mantenerse en ese límite
durante todo el trayecto. Cuando llegaron al piso donde vivía Sofía, Néstor se
juró a sí mismo que renunciaría a la Policía antes de volver a subir a un
vehículo que condujera el entusiasta agente.
Después de que dejaron a la subinspectora en su piso, Salazar albergó la
esperanza de que al tener que circular dentro de la ciudad, Ander reduciría la
velocidad. Y sí, lo hizo. Justo para mantenerse en el máximo permitido en
zona urbana, lo cual representaba una osadía en las calles más estrechas. Para
cuando llegaron al barrio del inspector, este sentía los latidos del corazón en
la garganta y estaba pálido.
—¿Regresas a casa? —le preguntó Néstor al joven policía.
—No, señor. Estoy de guardia y mi turno termina al mediodía. ¿Quiere
que lo espere? —le preguntó con entusiasmo.
—¡No, gracias! —respondió, quizá demasiado rápido—, pero te invito a
desayunar. En los bajos de mi edificio, un amigo mío tiene un bar. ¿Por qué
no me esperas allí mientras subo a darme una ducha y cambiarme?
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—Desde luego, señor. Es usted muy amable —respondió el agente,
siempre risueño.
Después de dejar al agente Echevarría en el bar de Gyula, que estaba
abriendo en esos momentos, Salazar subió a su casa. Paca no vino a recibirlo,
lo cual era mala señal. Se había asegurado de cerrar la puerta del servicio
antes de salir, así que la cisterna no corría peligro. Avanzó despacio y sin
hacer ruido. Abrió de golpe la puerta de la habitación que ahora pertenecía a
Salvador. Paca levantó la cabeza sorprendida y lo miró con ojos estupefactos.
¡Qué impertinencia la de su humano, interrumpirla así mientras se divertía!
De alguna manera, la gata había conseguido abrir uno de los cajones de la
cómoda. Tal vez Salva lo dejara mal cerrado, o su ladina felina había
aprendido a halar del tirador. A estas alturas, ya nada le sorprendía. La
encontró «excavando» entre la ropa interior, como si estuviera en su caja de
arena. Ya la mitad de sus calzoncillos estaban en el suelo.
—Maauuu —lo saludó con inocencia en cuanto lo vio.
—¿Se puede saber qué coño estás haciendo, Paca?
Si la gata hubiera tenido hombros los habría encogido. Néstor se acercó a
la cómoda, temeroso de que le hubiera dejado «un regalito», dada la conducta
tan parecida a la que tenía cuando enterraba sus propios excrementos en la
caja de arena. Pero no. Por fortuna se había limitado a jugar con sus
calzoncillos. Suspiró aliviado.
Salazar sacó a la gata del cajón y la dejó en el suelo con suavidad. Luego
se aseguró de que la gaveta quedara bien cerrada, recogió sus calzoncillos del
suelo y los echó en la cesta de ropa sucia. Era definitivo, tenía que encontrar
con urgencia algo que mantuviera entretenida a su gata, o cualquier día se
cargaría el piso con uno de sus juegos.
Paca, haciendo gala de su prudencia felina, se fue a refugiar en su cesta y
se enrolló sobre sí misma para una siestecita, como si no hubiera roto un
plato. El inspector se dio una ducha, se vistió con ropa limpia y se puso su
gabán. Cuando entró a la sala, Paca alzó la cabeza y lo miró como si la
hubiera abandonado en medio de la noche invernal, lo cual vino acompañado
por un largo y triste «meauuuu». ¡Condenada gata! Siempre conseguía que se
sintiera como un ogro.
Antes de salir, Néstor llenó de leche el tazón de Paca. Ella saltó de la cesta
y se concentró en el piscolabis que se había ganado con tanto esfuerzo.
Salazar dejó a la gata en la única actividad que la mantenía alejada de
problemas: comer. Bajó al bar donde ya Ander lo esperaba en una mesa. En
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cuanto llegó y después de saludarlo, Gyula les sirvió un par de cafés y unas
porras.
—Esto va por la casa.
—¿Y esa repentina generosidad? —preguntó el inspector.
—He visto las noticias sobre esa secta que habéis desmantelado. Habéis
hecho un gran trabajo.
—¿Ya has visto las noticias a esta hora?
—Redes sociales, abuelo.
—Ya. ¿Y qué dicen?
—Que «sois la hostia». No veas cómo os alaban.
Después de esas palabras, que en lenguaje de Gyula equivalían a una
felicitación, Néstor se concentró en desayunar, pues en el minuto que se había
entretenido hablando con su amigo, ya Ander se había ventilado tres porras y
como se descuidara se quedaba sin desayuno, igual que se quedó sin abuela.
Cuando el plato de las porras, de las cuales Néstor solo había podido comerse
dos, quedó vacío, el inspector decidió conocer un poco mejor al joven
«Fernando Alonso».
—Y dime Ander, ¿si eres de San Sebastián, cómo fue que terminaste en
Haro?
—Fue por mi madre.
—¿Ella vive aquí?
—No, ella murió hace dos años —respondió el joven mientras apuraba el
último sorbo de su taza—. ¿Podría pedir otro café? Está muy bueno.
—Desde luego. ¿Te apetecen más porras, o alguna otra cosa?
—No, gracias. Sería abusar.
A un gesto de Néstor, Dika se acercó, anotó el pedido y regresó enseguida
con el café. Ander se lo bebió en un par de sorbos, pese a lo caliente que
estaba.
—Me contabas sobre tu madre.
—Ah, sí, verá: mi padre es guipuzcoano, pero la familia de mi madre era
de aquí, de Haro. Mi abuela le dejó un piso bastante apañado en la calle
Ventilla. Y cuando mi madre murió, yo lo heredé. Tengo novia, ¿sabe? Y
queremos casarnos, pero se hace difícil si ambos tenemos que pagar alquiler,
así que decidimos que yo pediría traslado a esta ciudad, que nos instalaríamos
en el piso y a ver qué tal nos iba.
—¿Pensáis quedaros en Haro?
—Todavía no lo sabemos. La tierra chica tira mucho, pero tampoco
estamos muy lejos y aquí hay buen vino.
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—Eso, desde luego. Pues que haya suerte, chaval. Tienes entusiasmo, lo
cual es un buen comienzo.
—Gracias, señor —respondió el joven agente, mientras miraba su reloj—.
Disculpe, pero tengo que marcharme. Debo volver a mi ronda. Gracias por el
desayuno.
—Un placer.
Ander se caló la gorra y salió del bar, después de felicitar a Gyula y a
Dika por la calidad de su café y sus porras. Salazar suspiró, mientras
recordaba los días en que él también daba sus primeros pasos como oficial de
policía. Se puso el abrigo que traía doblado en el brazo y salió a la fría
madrugada del barrio de «San Miguel».
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—¿Ya se encuentran mejor? —preguntó Néstor con expresión de
inocencia, mientras recordaba la cesta de chocolates que se habían zampado
entre los dos chavales.
—Sí. Nada que una dieta y una infusión de manzanilla no pudieran
resolver, pero volvamos a lo nuestro. Necesitamos atar los últimos cabos:
identificar cuáles detenidos son líderes de la secta y cuáles simples adeptos.
Todos tienen su cuota de responsabilidad, pero no el mismo nivel de
implicación. Los cargos no serán los mismos.
—Eso, desde luego. Las propias víctimas nos pueden ayudar a establecer
esa diferenciación.
—Sí, por eso envié a Sofía al hospital donde llevaron a Ágata Vilaró, con
las fotografías que se les hicieron a todos en la propia bodega.
—Buena idea. Si la señora Vilaró tuvo la presencia de ánimo para plantar
una evidencia en las narices de sus carceleros, también la tendrá para
identificarlos, ahora que todos han sido liberados.
—Hay más. Científica encontró una cantidad ingente de grabaciones de
las cámaras de seguridad. Mantenían un control estrecho de los cautivos, así
que cada centímetro del complejo estaba bajo continua vigilancia. Repartí la
tarea de analizarlas entre Manuel y Diji. Comenzarán por las grabaciones más
recientes.
—No los envidio.
—No cantes victoria, que para ti también tengo trabajo.
—No esperaba menos. ¿De qué se trata?
—En este momento, Remigio está interrogando a Bernardo Araujo en el
tercer piso, mientras Miguel se ocupa de Modesta Pavía en la sala común.
Quiero que tú entrevistes en tu despacho a Adelaida Urbina, la secretaria del
asesor.
—De acuerdo. ¿Ya está aquí su defensor?
—Los abogados de los tres llegaron con una rapidez inaudita. Menos de
diez minutos después de que fueran fichados.
—Y supongo que no son de oficio.
—Nada de eso. Los tres pertenecen a uno de los bufetes más prestigiosos
de Haro.
—Interesante.
—Pues a mí no me sorprende. Después de todo, esta organización dispone
de recursos financieros suficientes como para garantizarse una buena defensa.
—Sí, pero debemos tener en cuenta que una gran parte de esos recursos se
encuentra comprometida. Las cuentas de Bahamas serán bloqueadas en breve,
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al menos aquellas de las que tenemos noticias. Por otro lado, cualquier cuenta
de la que ellos dispongan podría ser congelada en cualquier momento, a
menos que puedan demostrar que ese dinero tiene un origen legal, lo cual
estoy seguro de que no es posible.
—¿Adónde quieres llegar?
—Estos ilustres abogados tienen claro todo esto y no van a poner en
riesgo sus honorarios. Lo que quiero decir es que debe haber una tercera
persona que está garantizando pagar por sus servicios. Alguien que no cayó
en la redada.
—Y si tiene acceso a los fondos de la organización, debe tratarse de uno
de los líderes —concluyó Ortiz, mientras Néstor asentía—. De acuerdo. Eso
significa que no debemos perder el tiempo. No podemos dejar que ninguno de
los líderes se nos escape. Si lo hace podría reiniciar su negocio en otra
provincia, o en otro país.
—Sería recomendable dar aviso de este detalle a Remigio y a Miguel para
que presionen a sus correspondientes detenidos.
—Yo me ocupo de eso —afirmó el comisario—. Trata tú de conseguir lo
máximo que puedas de Urbina. Si hay un líder de la secta por ahí suelto
debemos identificarlo lo antes posible para ponerlo en busca y captura.
En ese momento llamaron a la puerta y después de ser autorizado, Diji se
asomó. Traía un ordenador portátil bajo el brazo.
—Me alegra encontrarlos a ambos. Creo que deben ver esto.
Después de ver el vídeo de las cámaras de seguridad que les había
mostrado el subinspector, Salazar salió de la oficina de su hermano y se
encaminó a su propio despacho. Desde allí le pidió a García que le llevaran a
la señora Urbina acompañada de su abogado para interrogarla. Al cabo de
pocos minutos apareció Adelaida deshecha en lágrimas y enjugándoselas con
un pañuelo. Ver a aquella mujer le causó sentimientos encontrados. Se parecía
demasiado a doña Urraca, la maestra de quinto de EGB que le había
amargado parte de su infancia, por la trivial razón de que él había colocado
dos simples tachuelas en una tira de cuero y luego en el asiento de la
susodicha. Bueno, tal vez eran dos, o siete. ¡Quién podía acordarse después de
tantos años! El caso fue que la maestra se sentó sobre el artilugio y no dijo ni
«mu». Cuando se levantó, las tachuelas se le quedaron pegadas con todo y
cuero a la falda sin que ella lo notara, así que se paseó por toda la escuela el
resto del día con sus tachuelas a cuestas, lo que dejó claro a todos que usaba
faja con relleno. Algo que el Néstor de 10 años que en aquellos días respondía
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al nombre de Lucas, ni siquiera sabía que existía. A partir de ese momento,
doña Urraca le había declarado la guerra.
Se sacudió aquellos recuerdos. Tal vez ya era hora de pasar la página al
asunto de la maestra, pues le parecía verla por todas partes y eso no podía ser
saludable. Junto a la detenida entró un hombre de mediana edad que vestía un
traje caro, con el que trataba de disimular la más que incipiente barriga, que
había embutido en una camisa que le quedaba estrecha. Néstor miró con
desconfianza uno de los botones que amenazaba con salir disparado. Si eso
ocurría podría convertirse en un proyectil con consecuencias imprevisibles.
Por si acaso, decidió llevar a cabo el interrogatorio de pie y paseándose por el
despacho. Mucho más seguro que sentarse frente a aquel botón, que parecía el
proyectil de un arma a punto de ser disparada.
—¡Usted! —exclamó Adelaida en cuanto lo vio—. ¡Usted me ha
engañado!
—Señora Urbina —respondió él, ignorando el arrebato de indignación de
la mujer—. Tome asiento, por favor. ¿Desea algo? ¿Agua, café? ¿Tiene
alguna queja del trato que ha recibido?
—Por supuesto que tengo una queja —sentenció ella, olvidando las
lágrimas que venía derramando—. Usted y esa mujer se presentaron en la
oficina del licenciado Narváez, haciéndome creer que eran una pareja con
problemas. ¡Me mintieron!
Al decir esto miró a su abogado, como si esperara que el hecho de haber
sido víctima de un engaño, la exculpara de alguna forma. El letrado se
mantuvo impasible.
—La subinspectora y yo llevábamos a cabo un trabajo de investigación
por completo legal, señora Urbina. Su abogado no puede sacar ventaja de ello.
En realidad, cuando representamos ese papel no sospechábamos de usted,
sino del licenciado, pero al hablarnos del retiro familiar y darnos la dirección
de la Bodega, quedó descubierta.
—Es usted… Es usted… Una mala persona. Tan solo queríamos ayudar a
esas familias.
—¿Cómo? ¿Robándoles todas sus posesiones, privándolos de su libertad y
convirtiéndolos en esclavos? ¿Separándolos de sus hijos y sometiéndolos a
pasar hambre y penurias? ¿Eso es ayudarlos?
—Usted no lo entiende. Los ayudábamos a evolucionar como personas, a
desprenderse de las ataduras materiales y los lazos emocionales que les
impedían brillar como entes espirituales. A anular sus deseos para alcanzar un
mayor plano espiritual.
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—Y mientras tanto, vaciaban sus cuentas bancarias.
—Mi clienta no ha tenido acceso a ninguna cuenta —aclaró el abogado—.
Sus motivaciones eran altruistas. Ella creía que ayudaba a estas familias.
—¿Dónde vivía usted, Adelaida?
—En la Bodega, por supuesto.
—¿Dormía en los barracones?
—Claro que no.
—¿Por qué no? —preguntó Néstor, comenzando a cabrearse.
—Los barracones eran para los no iniciados. Las personas que no habían
alcanzado el suficiente nivel espiritual para servir a Vishnu.
—El cual no era su caso.
—Desde luego que no. Yo decidí servir a Vishnu por mi propia voluntad.
Fue hace unos cinco años. Acudí a una charla con «la hija favorita del dios» y
comprendí la importancia de la elevación espiritual y lo vital que era dejar
atrás los lazos terrenales.
—¿A qué se refiere con lazos terrenales?
—Ya sabe. Bienes materiales, nexos con otras personas que no están
preparadas para la vida espiritual, así que decidí ser servidora de Vishnu con
alegría.
—¿Les traspasó bienes?
—Algunos ahorros que tenía en el banco. No eran demasiados, pero la
elevación de mi alma era más importante.
—Dígame algo, señora Urbina. ¿La hija de Vishnu estaba anoche en la
bodega?
—Oh, por supuesto que no. Supongo que el dios debió avisarle que se
mantuviera alejada. Aunque debo reconocer que en los últimos días no pasaba
mucho tiempo en nuestra compañía. Me preocupa pensar que fuera porque no
estuviéramos cumpliendo bien con los deseos de su «padre».
—¿Y por qué piensa eso?
—Por los contratiempos que hemos tenido por culpa de esos
malagradecidos. Me refiero a los no iniciados. Los que trataron de escapar,
aunque por fortuna no lo consiguieron y luego está la chica, que sí lo logró.
—Así que eso haría que su dios se enfadara con ustedes. Y por eso su
«hija» se mantiene a distancia.
—Eso me temo.
—¿No ha pensado que tal vez ella comprendió que esos acontecimientos
comprometían la seguridad de su grupo, que los exponían a ser descubiertos
por las autoridades y por eso decidió mantenerse alejada?
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—¿Por qué iba a hacer eso? No somos delincuentes.
—En ese caso, ¿puede decirme el nombre de esta persona?
—Por supuesto que no. Si quiere saberlo, averígüelo usted mismo.
El interrogatorio de Urbina le había dejado claro a Néstor que ella era una
de las adeptas. No dejaba de sorprenderle la forma en la que un pequeño
grupo de malvivientes podía ser capaz de lavarles el cerebro de esa forma a
personas normales. Adelaida estaba convencida de que ellos no habían
perpetrado ningún delito y que los horrores que habían cometido eran para el
beneficio espiritual de las familias que escogieron. Razonar con alguien así
era del todo imposible, así que el inspector hizo de tripas corazón y le siguió
la corriente. Por desgracia, pese a su papel de reclutadora, Urbina estaba muy
abajo en la escala de confianza de la secta, de manera que sabía muy poco.
Aun así, pudo aclararle al policía cómo se organizaban, confirmándole lo que
ellos sospechaban. Con respecto a la identidad de la líder, se cerró en banda.
No valieron ni promesas, ni amenazas. Y cuando Salazar conseguía acercarse
a la revelación, el abogado intervenía para impedirla, con lo cual no le
quedaron dudas acerca de quién pagaba las cuentas del letrado y cuál era su
cometido más importante.
Al terminar el interrogatorio, Néstor salió en dirección a la oficina de
Santiago, pero Lali le advirtió que no lo encontraría allí, sino en el segundo
piso, pues ya Sofía había regresado. Cuando el inspector subió las escaleras
encontró a todo el equipo reunido. El ambiente que se respiraba era muy
diferente del que había predominado los últimos días. Pese al cansancio
lógico por haber pasado la noche en vela, los rostros mostraban sonrisas de
satisfacción, y las pequeñas chanzas volvían a surgir en forma espontánea.
Aunque todavía quedaba mucho por hacer, saber que las víctimas ya estaban a
salvo les quitaba una enorme presión de encima.
—De acuerdo, como ya estamos todos aquí, podemos dar inicio a la
reunión —anunció el comisario, que también parecía mucho más relajado—.
Comencemos por las grabaciones de las cámaras de seguridad.
—Esa gente era obsesiva con el control —anunció Manuel—. Mantenían
vigilados a sus prisioneros hasta cuando iban al servicio. No les permitían la
menor intimidad. Los cautivos vivían peor que en una cárcel. En fin, hemos
visualizado los vídeos de los últimos dos meses, lo cual viene a ser más o
menos un 40 %.
—¿Habéis encontrado algo?
—Además del fragmento que les mostró Diji, hemos descubierto parte del
intento de fuga de los Avana. Ellos no lo sabían, pero nunca tuvieron
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oportunidad.
—¿Grabaron su asesinato? —preguntó Remigio con sorpresa.
—No, eso no. Creo que ordenaron apagar las cámaras en el momento en
que los interceptaron para no dejar pruebas tan determinantes.
—Entonces los asesinaron en el complejo —asumió Néstor.
—Para ser más precisos, en el túnel. Las grabaciones muestran a Vicente
y Natalia abandonando los barracones con sigilo en medio de la noche, luego
recogieron al niño en la granja y se encaminaron al edificio principal.
—¿No había guardias que los vigilaran?
—Dos en cada barracón y uno en la granja, pero todos estaban dormidos
en ese momento. De hecho, Vicente cogió las llaves de uno de ellos, que
estaban sobre una mesa donde el tío había colocado la cabeza para echarse la
siestecita más a gusto. El guardia ni se movió.
—Es interesante —comentó Salazar.
—¿En qué estás pensando? —Quiso saber Remigio.
—¿Cómo sabían los Avana que el sueño del guardia iba a ser tan
profundo? ¿O que también iban a encontrar fuera de juego al que vigilaba a
Diego?
—¿Consiguieron drogarlos, tal vez? —sugirió Sofía.
Néstor asintió mientras hacía un gesto con el índice para confirmar su
acuerdo con el planteamiento de su compañera.
—Pero, si es así, ¿de dónde sacaron la droga? —preguntó Diji.
—Es solo una teoría —reconoció el inspector jefe—. La analizaremos a
fondo cuando llegue el momento. Sigamos con los hechos. ¿Qué más
muestran las grabaciones, Manuel?
—Bien, pues una vez reunida la familia, usaron las llaves que habían
robado al guardia para entrar al edificio principal.
—¿Nadie hacía guardia en el patio?
—Un sujeto se paseó entre los edificios en las primeras horas de la noche,
pero luego se acurrucó en un rincón y no se le vio más.
—Todo apunta a que tienes razón con tu hipótesis, Salazar —reconoció
Santiago—. Continúa, Manuel.
—De acuerdo, ya dentro del edificio se fueron directo a la bodega y sin
vacilar abrieron la entrada al túnel.
—¿Sabían dónde estaba? ¿Cómo? —preguntó Miguel.
—Vicente Avana era enólogo —les recordó Néstor—, así que es probable
que trabajara en la bodega del edificio principal. Tal vez descubrió la entrada
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del túnel por casualidad y lo vio como una oportunidad de sacar a su familia
de ese infierno.
—Interesante conjetura —reconoció el comisario—, pero debemos tratar
de comprobarlo. Disculpa las interrupciones, Manuel, puedes continuar tu
exposición.
—Gracias, señor. No hay mucho más que decir: los Avana entraron en el
túnel y al cabo de pocos minutos los siguieron tres hombres con un perro. Un
rottweiler enorme. Luego las cámaras se apagaron. La grabación termina allí.
—¿Se pueden ver los rostros de esos tres hombres?
—No se detuvieron en ningún momento, así que la grabación quedó muy
borrosa. Ni Diji, ni yo pudimos identificarlos.
—Enviadlas al laboratorio —ordenó Santiago—. Es posible que ellos
puedan mejorar las imágenes de los asesinos para que sean identificables.
¿Algo más?
—La grabación que les mostró Diji esta mañana.
—¿No hay evidencias de la fuga de Isadora?
—No tan claras.
—¿Qué significa eso?
—Por lo visto, la chica escogió otra vía para escapar. No lo hizo por la
bodega. Lo único que se ve en una de las grabaciones del perímetro es una
sombra en mitad de la noche, que se mueve desde el lado de afuera de los
muros y se aleja hasta salir del campo de visión de la cámara. Después la
siguen tres sombras y el perro. Eso es todo. No podría asegurar que se trata de
la fuga de la mujer, pero es posible.
—¿Cómo traspasó los muros? —preguntó Sofía. Rodríguez se encogió de
hombros. No tenía la menor idea.
—Si queremos reconstruir el asesinato de los Avana, debemos llenar las
lagunas acerca de las dos fugas —afirmó el comisario.
—¿Y cómo hacemos eso?
—Sospecho que nuestra testigo estrella nos podrá orientar sobre los
detalles que faltan —sugirió Salazar.
—¿A quién te refieres?
—A la señora Vilaró, por supuesto.
—Tienes razón —lo respaldó Santiago—. Remigio, ocúpate tú de hablar
con Ágata Vilaró en cuanto los médicos lo autoricen.
—Sí, señor.
—Ahora dime, ¿qué has descubierto en el interrogatorio de Bernardo
Araujo?
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—El tío es un crápula. No es la primera vez que lo detienen, así que no se
asusta con facilidad. Sin embargo, nunca había enfrentado cargos tan serios.
Por otro lado, ese abogado fue un dolor de muelas durante todo el
interrogatorio. Cada vez que Bernardo comenzaba a ceder, el leguleyo
intervenía y lo hacía cambiar de opinión. Aun así no me quedó duda de que
Araujo es uno de los líderes.
—Lo mismo me ocurrió con el defensor de la secretaria —admitió Néstor.
—Y a mí con el de la enfermera —refrendó Miguel.
—Está claro que los tres abogados llegaron aquí con el encargo de hacer
que sus defendidos mantuvieran la boca cerrada.
—Lo cual confirma tu teoría de que alguno de los líderes se libró de la
redada —reconoció el comisario, dirigiéndose a Néstor.
—Eso ya lo confirmé —sentenció él—. Se nos escapó «la hija de
Vishnu».
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Capítulo 41
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los técnicos en identificación, para así comenzar a descartarlas. ¿Alguna otra
idea?
—Urbina confesó ser adepta y haber ingresado por voluntad propia a la
secta —les explicó Salazar—. Lo hizo hace cinco años y me confirmó que los
reclutamientos forzados a través de los falsos retiros familiares comenzaron
hace tres años, con los Avana.
—Entonces tenías razón y el cambio de modus operandi se dio a raíz del
deseo de la organización de apoderarse del fideicomiso de Julián Avana —
opinó Sofía, dirigiéndose a Néstor.
—Se fueron por el camino de la extorsión —continuó Salazar—, les salió
bien y repitieron el procedimiento.
—Y si las primeras víctimas fueron los Avana, debió existir alguna
conexión con la secta en su entorno.
—Olvidamos algo —advirtió Diji—. No es preciso que el contacto con la
secta fuera a través de su gurú. Pudo tratarse de uno de sus cómplices, o
incluso de algún adepto.
—No lo creo —le rebatió el inspector jefe—. Observa la forma en que se
mantenía la vigilancia dentro del complejo. Te aseguro que no solo era a
causa de las víctimas, sino también para saber qué hacían los adeptos, e
incluso los mismos líderes.
—¿Y eso qué tiene que ver? —Quiso saber Miguel.
—Que no confiaban unos en los otros. Que esta mujer es una obsesa del
control. Y una persona así no dejaría en manos de otro la posibilidad de
hacerse con más de un millón de euros.
—Es un buen punto —afirmó Remigio—, pero cómo nos ayuda eso. Los
Avana están muertos. Ya no nos pueden proporcionar ninguna pista.
—Pero Julián Avana está vivo —sentenció el inspector jefe.
—¿Crees que él sepa algo?
—Vamos a verlo de esta forma: si a la «hija de Vishnu» le llegó la
información acerca de la existencia del fideicomiso, lo más probable es que
haya tratado de acercarse a Julián Avana. Lo cual además hubiera sido más
fácil por el entorno que él frecuentaba y por las bacanales que organizaba.
Una vez hecho el contacto, se habría dado cuenta de que Julián no era
susceptible de ser captado, pues es una persona demasiado individualista para
tener interés por formar parte de cualquier grupo. Sin embargo, puede haber
conocido al resto de la familia y haber visto su oportunidad en Vicente,
Natalia y sus problemas matrimoniales, con lo cual… —Néstor se
interrumpió y se quedó con la mirada perdida.
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—Néstor, ¿te encuentras bien? —preguntó Santiago con expresión
preocupada. Su hermano ni siquiera lo escuchó.
—¡Néstor! —lo llamó también Sofía, mientras lo sacudía por el hombro.
Salazar pareció despertar.
—Lo siento. Me distraje un momento por algo que recordé. Cuando
interrogué a Julián, él me habló de una chica que era su novia cuando Vicente
lo desfalcó. Me comentó que había hecho amistad con Natalia, que hablaban
mucho y que después del desfalco, ella desapareció de su vida.
—¿Estás pensando que esa chica…?
—¿Por qué no? Creo que vale la pena investigarlo.
—¿Cómo se llamaba esa mujer?
—Amparo. No mencionó el apellido y lo siento, pero en aquel momento
no le di importancia. La vi como alguien ajeno a la investigación.
—En ese caso, será mejor que volvamos a hablar con Julián Avana.
—Creo que lo más recomendable es que no sea yo quien lo interrogue —
opinó Néstor—, pues se sintió burlado cuando supo que yo no era su
defensor.
—De acuerdo —afirmó el comisario—. Miguel, ocúpate tú.
—Sí, señor.
—Muy bien. Sofía, ¿qué has podido averiguar con las fotografías?
—La señora Vilaró hizo una selección de quiénes eran víctimas y quiénes
adeptos. Ha coincidido con la separación de los grupos que llevamos a cabo
en la misma bodega. También me informó que aparte de la mujer que hacía el
papel de gurú, había cuatro hombres más que eran los líderes. Bernardo
Araujo era uno de ellos.
—¿Están entre los detenidos?
—Todos, menos la mujer.
—Entonces pudo identificarlos en las fotografías.
—Sí. Se trata de Ramiro Medina, Nicolás Ibáñez y Javier Paredes.
—En ese caso, quiero que tú y Salazar elaboréis un informe para que el
juez pueda imputar a estos cuatro sujetos por extorsión, secuestro y torturas.
Cuando tengamos las imágenes de las grabaciones, a tres de ellos también
podremos acusarlos del asesinato de los Avana. Por cierto. ¿Qué podéis
decirme acerca de la investigación sobre Bernardo Araujo y Modesta Pavía?
Remigio fue el primero en responder:
—Ya le proporcioné a Miguel toda la información sobre Bernardo Araujo,
antes de que comenzara el interrogatorio de este sujeto. Es un tío de cuidado.
Sus primeros delitos datan desde la adolescencia. Comenzó como pequeño
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distribuidor de drogas en su barrio. Tiene algún que otro ingreso a prisión por
robo con asalto, pero se siente más atraído por la estafa y la extorsión. En esto
tiene un largo historial. Aunque prefiere no mancharse las manos, cuando lo
considera necesario no tiene reparos en hacerlo.
—¿Alguna mujer en sus relaciones delictivas?
—En el historial no apareció nadie.
—De acuerdo. Sofía. ¿Qué puedes decirnos de Pavía?
—Es adepta. Al igual que Urbina fue captada por la secta hace siete años.
Es fanática. Según ella, todo el que no pertenece a su «grupo de elevación
espiritual» está manchado y es el enemigo. A esta mujer le han lavado el
cerebro. Sería capaz de cualquier cosa que le ordenaran sus líderes.
—¿Incluso de asesinar?
—No estoy segura de tanto, pero no lo descartaría por completo. Por otro
lado, antes de que le sorbieran los sesos era una buena enfermera,
especializada en la atención geriátrica y muy querida por sus pacientes.
—¿Sigue trabajando como enfermera de ancianos? —preguntó Salazar de
repente.
—Sí, hasta su detención trabajaba en una residencia de ancianos de
bastante prestigio y algunas familias la contrataban por días cuando lo
necesitaban, que fue lo que ocurrió en el caso de Catarina Jordán.
—¿Qué ocurre, Néstor? —le preguntó Santiago—. Pareces preocupado.
—Se me acaba de ocurrir algo terrible. Sé que estamos hasta las cejas de
trabajo, pero creo que es importante que hagamos una exhaustiva
investigación en los lugares donde esta dama ha sido empleada.
—¿Qué es lo que debemos investigar? —preguntó Manuel, confundido.
—Si han ocurrido muertes extrañas de ancianos con una economía
solvente.
—¡Mierda! —exclamó Manuel.
El comisario miró a su subalterno con reprobación, pues no le gustaba que
se empleara ese tipo de vocabulario en las reuniones.
—Te encargarás tú, Manuel —le ordenó con voz severa.
—Sí, señor —respondió el joven subinspector bajando la mirada.
Sofía intervino, para alivio de Rodríguez:
—Señor, gracias a las fotografías, la señora Vilaró me proporcionó otra
información que no tiene que ver en forma directa con la resolución del caso,
pero de la que me gustaría ocuparme en persona.
—¿De qué se trata?
—Le pido permiso para hacerle una visita a Isadora.
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—El inspector jefe también tiene que entrevistarse con ella en función de
un vídeo que encontramos en los archivos de la secta, así que puedes
acompañarlo.
—Se lo agradezco mucho, señor.
Después de elaborar el informe que le permitiera al juez imputar a los
cuatro detenidos identificados por Ágata como líderes de la secta, Néstor y
Sofía visitaron los servicios sociales y llevaron a cabo los trámites pertinentes
a su cometido. Allí el inspector encontró a Gertrudis, la trabajadora que
llevaba el caso de Salvador. Ella los escuchó y se mostró muy receptiva y
hasta satisfecha por hacer el encargo. A posteriori sería necesario realizar
todas las comprobaciones que exigiera el juzgado de menores, por supuesto,
pero además de la señora Vilaró, los detectives contaban con la declaración
firmada por cuatro testigos más, así que la señora Espina estuvo de acuerdo
en que no había motivos para retrasar lo que era justo.
Se citaron con Gertrudis en la entrada del hospital, pues no querían
alarmar a Isadora con su presencia. Salazar llevaba su ordenador en una
mochila que colgaba de su hombro. Era muy importante que Is viera el vídeo
que había descubierto Diji. En cuanto llegó Espina subieron a la habitación de
Isadora. Su madre le hacía compañía. Ella parecía dormida, pero en cuanto los
vio abrió mucho los ojos y palideció. Después de su confesión acerca de su
participación en la muerte de Guillermo, esperaba y temía el momento en el
que la Policía se presentara para detenerla. Por lo visto, ese momento había
llegado.
Isadora se incorporó en la cama mientras trataba de descubrir la intención
de los policías por las expresiones de sus rostros. Ambos parecían relajados y
hasta satisfechos. Detrás de ellos venía una mujer de mediana edad a la que
no conocía, pero lo que la dejó de piedra fue lo que la acompañante traía en
brazos.
—¡Maite! —gritó Isadora, saltando de la cama y alcanzando de un par de
zancadas a la desconocida que sostenía a su bebé.
Isadora cogió a la niña de brazos de Gertrudis y la apretó contra su pecho,
llorando a mares y repitiendo sin cesar: «Mi bebé, mi bebé». Su madre se
acercó a ellas, también con lágrimas en los ojos, para envolver a su hija y su
nieta en un abrazo. Así permanecieron un largo minuto, hasta que doña
Rafaela recordó la presencia de los policías, levantó la mirada y murmuró un
«Gracias». Néstor, Sofía y la señora Espina esperaron con paciencia, siendo
testigos del conmovedor momento. La trabajadora social no pudo evitar que
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los ojos se le empañaran de lágrimas, mientras Sofía se enjugaba los suyos
con disimulo.
Calmados los ánimos y por inducción de doña Rafaela, Isadora regresó a
su cama, colocando a Maite sobre ella a su lado, sin dejar de sujetar a su
pequeña hija como si temiera que pudiera volver a desaparecer.
—Si me permiten, le enviaré un mensaje a mi esposo para que venga lo
antes posible —afirmó la señora Ibarra—. Esto será un gran alivio también
para él. No saben cómo les agradecemos que hayan traído a nuestra nieta sana
y salva. Porque está bien, ¿verdad?
—Está perfectamente —respondió doña Gertrudis.
—En los últimos días pudimos localizar el lugar donde mantenían
cautivas a las víctimas de la secta —explicó el inspector—. Y esta mañana
hicimos una redada. Después del rescate, una de las víctimas identificó al
bebé como la hija de Isadora, cuatro más refrendaron por escrito dicha
identificación y por eso los servicios sociales accedieron a que trajéramos a la
niña. El operativo se llevó a cabo en la madrugada de hoy. ¿No lo habéis visto
en el telediario?
—Los médicos han aconsejado que Isadora no vea noticias. ¿Entonces
habéis desmantelado ese horror?
—En eso estamos.
—Gracias por traernos a Maite —repitió doña Rafaela.
—Nuestro principal cometido es que los niños vivan con sus familias —
aportó doña Gertrudis—, aunque es posible que el tribunal de menores exija
algún otro tipo de prueba que demuestre que la niña es su hija.
—Presentaremos todas las pruebas que sean necesarias —afirmó la señora
Ibarra—. Lo único que importa es que hemos recuperado a Maite.
—Yo creí que ella… —balbuceó Isadora, que no había dejado de llorar y
continuaba abrazando a la pequeña, quien estaba fascinada por los mimos que
recibía de su madre—. Ellos me dijeron que no la volvería a ver… Y yo…
—Ellos querían castigarte, Is —le explicó Néstor—. Por eso te apartaron
de tu hija y te hicieron creer que la lastimarían, pero se limitaron a mantenerla
en la granja lejos de ti. Instrumentalizaron a la niña para poder dominarte y
ese fue su error. Al hacerte creer que tu bebé ya no estaba, tuviste el valor
para escapar.
—¿Por qué hicieron algo tan cruel? —preguntó doña Rafaela, sin
comprender—. ¿Qué ganaban con ello? ¿No les bastaba con obligarla a matar
a su esposo enfermo?
—Es la otra razón por la que hemos venido.
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—¿Van a detenerme? —preguntó Isadora, abrazándose con más fuerza a
su hija. Actuaba con más lucidez que en las visitas anteriores. Recuperar a la
pequeña parecía haber funcionado mejor que cualquier terapia.
—No venimos a detenerte, solo queremos que veas algo, Is —le respondió
Sofía, mientras le acariciaba el brazo para consolarla.
Sin esperar más, Néstor sacó el ordenador portátil de la mochila y lo
colocó en la mesa donde le servían la comida a la paciente. Lo encendió y
abrió el vídeo que Diji les mostró aquella misma mañana a Santiago y a él. Se
lo había explicado a Sofía, pero ella aún no había tenido oportunidad de verlo.
En la pantalla apareció una habitación en penumbra con un hombre joven
que se veía muy enfermo, acostado en una cama. A su lado estaba Isadora.
Por suerte, la paranoia de los líderes de la secta los había inducido a incluir
audio en las grabaciones de vigilancia. Rafaela abrió mucho los ojos cuando
reconoció a su difunto yerno en el hombre enfermo y comenzó a comprender
de qué iba todo aquello, aunque todavía no tenía claras las intenciones de la
Policía. La señora Ibarra buscó la mano de su hija y la apretó. Ella miraba la
pantalla mientras se cubría la boca con la mano que tenía libre. En el
ordenador, los dos protagonistas de la historia dieron inicio a su diálogo:
—Debes hacerlo, Isadora —le decía Guillermo, recostado en su lecho de
muerte—. Por el bien de nuestra hija.
—No puedo, Guillermo. ¿Cómo puedes pedirme algo así?
—Ellos quieren probarte, saber que les guardas lealtad. Que ya te han
sorbido el cerebro y que pueden contar contigo como una más de sus adeptos.
Entonces podrás cuidar de nuestra hija. Si no lo haces, te la quitarán, o algo
peor.
—Yo te amo —replicaba la Isadora de la grabación—. ¿Cómo quieres que
sea capaz de…? Ni siquiera puedo pronunciarlo en voz alta.
—¿Es que no lo entiendes? Yo ya estoy muerto. Estos hijos de puta me
han negado toda medicina que alivie mi mal. Lo hagas o no, solo me quedan
algunos minutos, pero si es por tu mano podrás proteger a nuestro bebé.
Sollozando, Isadora cogió la almohada que reposaba junto a la cabeza de
su esposo, la levantó y comenzó a bajarla sobre su cara.
—¿Por qué hacen esto? —preguntó doña Rafaela alzando la voz, mientras
Isadora lloraba a lágrima tendida—. Ustedes se están comportando con tanta
crueldad como esos asesinos al obligar a mi hija a revivir semejante horror.
—Le ruego un poco de paciencia, señora Ibarra —respondió Salazar, muy
serio, mientras pausaba la reproducción—. Es muy importante que Isadora
vea esta grabación. Incluso por su propio bien. Por favor confíe en nosotros.
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—¿Por qué confesó que lo había matado? —planteó Salazar, expresando
en voz alta las dudas de la señora Ibarra—. Lo hemos consultado con los
psicólogos de la Policía. Es posible que como consecuencia del choque
emocional que le causó la muerte de Guillermo y al creer que también había
perdido a su bebé, además de la culpa por haberlos sobrevivido, los hechos se
confundieran en su mente hasta el punto de llegar a pensar que había
cometido un crimen que nunca ocurrió.
—Entonces, ¿soy inocente?
—Libre de todo cargo —confirmó el inspector. Sofía, a su lado, sonrió—.
Tu única preocupación ahora debe ser presentar al tribunal de menores las
pruebas que te exijan para que te devuelvan la custodia de Maite.
—Pero entonces, ¿se la llevarán de nuevo?
—Deberá quedarse con nosotros hasta que este malentendido se resuelva
—afirmó doña Gertrudis—. No te preocupes, será solo por algunos días.
Además, yo cuidaré de Maite en persona y me ocuparé de traértela todos los
días.
—Gracias. No saben qué peso me han quitado de encima.
—Pareces bastante recuperada —opinó Sofía.
—Saber que mi bebé está bien es la mejor medicina.
—No quiero presionarte, pero ¿crees que puedes recordar lo que pasó?
—Sí, ahora comienzo a recordar. Después de ver ese vídeo. Yo… Quise
hacerles creer que había cumplido sus órdenes y por algunas horas pareció
funcionar, porque me sacaron del barracón y me llevaron a la residencia de
los «iniciados». Además me trajeron a Maite, pero aquello duró poco. Un par
de horas después vinieron a buscarme, me quitaron a la niña y me dijeron que
no volvería a verla. También me castigaron con salir al huerto.
—Es evidente que al ver los vídeos de seguridad comprendieron que los
habías engañado —afirmó Salazar—. ¿Usaban como castigo el trabajo de la
huerta?
—Sí. Era un trabajo agotador, desde la salida hasta la puesta del sol.
Sobre todo en verano con el calor inclemente, o en invierno, cuando no nos
proporcionaban abrigo apropiado. Sin embargo, para mí fue una oportunidad
que usé para huir.
—Es uno de los detalles que queremos que nos expliques, Isadora.
Necesitamos saber cómo pudiste escapar de la secta.
Isadora respiro profundo, cerró los ojos y acercó a la pequeña Maite para
apretarla contra su pecho. Necesitaba hacer acopio de todo su coraje para
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rememorar la pesadilla que había vivido. Cuando se sintió segura dio inicio a
su relato:
—Después de quitarme a mi bebé me destinaron a la huerta. Ese trabajo
era asignado a aquellos que hubieran mostrado algún gesto de rebeldía, por
pequeño que fuera, o a quienes no habían cumplido su «cuota de producción».
—¿«Cuota de producción»? —preguntó Sofía, que mantenía un bolígrafo
sobre su libreta, tomando notas—. ¿A qué te refieres con eso?
—Como ya habrán deducido, se aprovechaban de nuestro esfuerzo. Fue
por eso que dejaron morir a Guillermo. No estaba en condiciones de trabajar y
por lo tanto era un estorbo. La rentabilidad provenía del vino. El «Conarvid».
Entre los prisioneros había enólogos, agrónomos, administradores,
informáticos. Cada uno tenía asignado un trabajo dentro de la Bodega para
que el producto final fuera un vino exclusivo que salía a subasta por internet.
No fabricábamos muchas botellas, pero la calidad debía ser de primera. De
manera que vendían un vino muy caro, que producían a costos mínimos, pues
la mano de obra les salía gratis.
—¿En qué consistía tu trabajo?
—Yo hacía labores de secretariado. Éramos veinte adultos a quienes nos
organizaban por grupos de acuerdo a la tarea que tuviéramos designada. Por
cada cuatro de nosotros había un adepto que nos supervisaba. Él decidía si
habíamos dado nuestro mejor desempeño, o si éramos perezosos. Quien
recibía una nota negativa tenía que pasar los siguientes tres días trabajando en
la huerta como castigo. De eso se trataba la «cuota de producción».
—Si vosotros hacíais el trabajo administrativo y de producción. ¿Quién se
ocupaba de la siembra, cuidado y cosecha de la vid? —preguntó Néstor.
—Nosotros mismos, pero eso no nos excusaba de las demás tareas.
—¿Cuántas horas al día trabajabais, Isadora?
—Más o menos dieciocho horas diarias.
—¿Días de descanso?
—No los había. Nos trataban como animales. Nos restringían los
alimentos a lo que se sacara de la huerta y nos negaban las medicinas. Era lo
más parecido que he visto a un campo de concentración.
Néstor y Sofía se miraron entre sí, conmocionados. Aunque ya habían
supuesto todo lo que les relataba Isadora, escuchar la confirmación por boca
de su propia víctima era estremecedor.
—Sigue hablándonos del día que escapaste, por favor.
—Mi esposo acababa de morir, me dijeron que no volvería a ver a mi hija.
Estaba destrozada, al punto de que llegué a convencerme a mí misma que
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había asesinado a Guillermo. Creo… Creo que en el fondo sabía que ellos se
enteraron de que los había engañado y esa fue la razón por la que me quitaron
a mi bebé. Me sentía culpable por eso, así que quise creer que yo sí había
seguido sus órdenes. No hubiera podido soportar la idea de que la lastimaban
por mi culpa, porque yo había sido débil.
—Que no hayas asesinado a Guillermo no te hace débil —opinó Sofía—.
Al contrario, hacía falta mucho valor para enfrentarte a ellos como lo hiciste.
—Tal vez —reconoció Isadora—. El caso es que me sentía muy mal. Ya
no me motivaba nada. Si no estaban Guillermo, ni Maite, no me importaba si
me mataban a mí también. Solo quería salir de aquel infierno y la
determinación de fugarme fue cobrando fuerza en mi interior.
—¿No lo habías planificado?
Isadora negó con la cabeza. Luego continuó.
—Tomé la decisión mientras nos ocupábamos de las zanahorias, que es lo
único que todavía daba la huerta a estas alturas del año. No esperaban que
nadie intentara fugarse, porque después de que asesinaron a los Avana nos
enseñaron los cadáveres y nos obligaron a lavarlos y vestirlos. Eso causó un
estado de estupor general, pero a mí ya no me importaba lo que me pudiera
ocurrir. Solo tenía un problema: ellos solían pasar lista cuando regresábamos
de la huerta. Nos iban llamando por nuestro primer apellido y nosotros
teníamos que responder con el segundo. Ellos corroboraban en su lista que
fuera el correcto. Después de esto nos llevaban al comedor común para la
cena y nos dejaban retirarnos a los barracones a descansar. Así que mientras
recogía las zanahorias me acerqué con disimulo a Ágata y le pedí que
respondiera por mí cuando pasaran la lista.
—¿Por qué a Ágata?
—Tanto ella como Natalia eran una gran ayuda para todos los demás. Nos
brindaban apoyo y consuelo, aunque su situación era tan mala como la
nuestra.
—De acuerdo. ¿Qué pasó después?
—Por lo general, el trabajo de la huerta finalizaba hacia las ocho de la
tarde o noche, fuera verano, o invierno. Algo ocurrió ese día, pues los adeptos
que nos custodiaban parecían nerviosos y nos retornaron al complejo cuando
apenas anochecía. Aprovechando un descuido de los guardias, me escabullí
para esconderme en unos arbustos cercanos. Sabía de la existencia de las
cámaras de seguridad que rodeaban el perímetro, pues ellos mismos nos
advirtieron acerca de ellas para desalentar cualquier intento de fuga, pero yo
tenía la esperanza de que la oscuridad de la noche me cubriera. Esperé. Esperé
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con el corazón latiéndome con ferocidad y la boca seca. Por suerte era una
noche sin luna y cargada de esa neblina espesa que es tan frecuente en Haro.
Me moría de frío, pero la idea de salir de aquel infierno me proporcionaba el
calor que necesitaba para soportar mi vigilia. Pasaron los minutos y nadie
salió a buscarme. Había planeado que si eso ocurría simularía un desmayo
para evitar el castigo, pero no ocurrió. Ágata había conseguido engañarlos.
»Aguardé hasta el momento más oscuro de la noche y entonces comencé a
moverme. Me deslicé con cautela desde detrás del arbusto que había sido mi
refugio y comencé a correr. Fue entonces cuando se desataron los demonios.
Corrí lo más rápido que pude a través de los campos de vid, sin tener ninguna
certeza del destino de tan alocada carrera. Apenas había recorrido unos pocos
metros cuando comencé a escuchar las voces de los hombres y los ladridos
del perro. Entonces la imagen que me vino a la memoria fue la del cadáver de
Vicente, con la cara destrozada y mordeduras de perro en las muñecas y
tobillos.
»El recuerdo hizo que mi debilidad y cansancio desaparecieran. Corrí
como no lo había hecho en mi vida, mientras escuchaba las voces, además de
los ladridos y aullidos que me pisaban los talones y conforme iba corriendo,
mi mente se iba nublando por el terror. No podía pensar. No quería pensar.
Solo correr, correr y alejarme del infierno. Fue entonces cuando llegué a la
carretera, justo en el momento en que pasó un coche. Tuve la suerte de que se
detuvieran. Lo demás, ustedes ya lo saben.
—Fuiste afortunada porque el perro se rompió una pata cuando la metió
en una madriguera y tus perseguidores lo mataron de un disparo —señaló
Salazar—. Eso les impidió darte alcance.
—¿Qué va a pasar ahora? —preguntó Rafaela.
—Ahora Isadora debe recuperarse y tendréis que demostrar que la niña es
Maite. No será difícil. Pueden solicitar al tribunal que haga una prueba de
ADN, que sin lugar a dudas lo comprobará.
—¿Y después?
—Todo este penoso asunto habrá terminado para ti, Isadora. El vídeo que
acabo de mostrarte es una prueba contundente de tu inocencia, así que ni
siquiera se presentarán cargos. Cuando salgas de aquí con tu bebé podrás
recuperar tu vida. Tal vez en algún momento te llamen a testificar durante el
juicio, pero esta vez los prisioneros serán quienes antes fueron tus verdugos.
—Gracias. ¿Soy una mala persona por querer verlos pagar por todo el
daño que han hecho?
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—No puede ser una mala persona quien pide justicia —respondió el
inspector.
Al dar por terminada la declaración de Isadora, los dos policías
abandonaron la habitación, dejando detrás de ellos una familia que lamía sus
heridas, pero que tenía la oportunidad de recuperarse. Antes de que pudieran
coger el coche, ambos recibieron un mensaje en el móvil. Al abrirlo,
encontraron el retrato robot de una mujer muy hermosa.
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Capítulo 43
A Salazar el rostro del retrato se le hacía familiar por alguna razón, pero no
fue capaz de recordar dónde había visto a esa mujer. Mientras pensaba en ello
se le ocurrió una idea, así que le pidió a Sofía que condujera ella el Corsa.
Usó el móvil para llamar a don Braulio. En vista de lo útil que había sido para
localizar a Julián, Néstor consideró que tal vez el viejo expolicía pudiera
ayudarlos también en este caso. No iba a dejar pasar la oportunidad de
aprovechar el importante recurso que representaba el excomisario, pues era
sabido que cuando los policías retirados continuaban trabajando conocían
mejor que nadie el terreno, las conexiones sociales y conservaban los
contactos que habían cultivado durante toda una vida. Le respondió Evelia
con esa voz artificial que suelen usar quienes responden el teléfono en
representación de una firma comercial.
—Despacho del detective Braulio Quintero. Dígame.
—Buenos días, Evelia, soy el inspector Néstor Salazar. ¿Me recuerda?
—¡Cómo olvidarlo, inspector! —respondió ella, cambiando el tono de
voz, sin disimular su hastío—. Ya le dije que es usted memorable.
—Sí, gracias.
Del otro lado de la línea, la secretaria separó el auricular de su oreja y lo
miró con sorpresa. ¿De verdad creía ese policía que lo que expresaban sus
palabras eran un halago? En fin, regresó el auricular a su sitio y continuó la
conversación.
—¿En qué podemos servirle, inspector?
—¿No ha visto las noticias?
Antes de que la señora Olguín pudiera responder, Quintero salió del
despacho como una tromba.
—¿Has visto las noticias, Evelia?
La pobre mujer quedó desconcertada por un momento, al recibir la misma
pregunta por dos vías tan diferentes. ¿Qué tendrían de especial las noticias de
ese día?
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—No, todavía no he tenido la oportunidad de enterarme de las noticias de
hoy —dijo con voz muy digna, como única respuesta a los dos.
—¿Con quién hablas? ¿Es un cliente? —Quiso saber el detective.
Antes de responder, la secretaria cubrió el micrófono del auricular con su
mano y habló en voz baja.
—Es el inspector ese con mala pinta que lo visitó en estos días.
—¿Néstor? —preguntó don Braulio sin ocultar su alegría—. Déjame
hablar con él. Pásamelo.
Evelia obedeció a su jefe y le entregó el auricular, mientras cogía el
periódico y comenzaba a leer la noticia de primera plana, que relataba con
grandes letras y aspavientos el éxito de un operativo de la eficiente Policía de
Haro, con el cual quedaba desmantelada una peligrosa secta que esclavizaba a
sus víctimas. La secretaria no pudo sino enarcar las cejas por la sorpresa.
—¡Néstor! ¡Hijo! ¡Felicidades! Así que eso era lo que te traías entre
manos, bribón. Espero que mi pequeña colaboración del otro día haya tenido
que ver con este resultado.
—Debo reconocer que sí está relacionado —respondió el inspector, quien
comprendía la necesidad de su nuevo amigo de sentirse parte de un operativo
como ese. Aunque fuera una pequeña parte.
—Pues me haces muy feliz, chaval. ¿Tienes algún otro trabajito para mí?
¿Puedo ayudarte en algo?
—Por eso lo llamaba, don Braulio. Necesito encontrar a otra persona. Está
muy involucrada en todo esto y no cayó en la redada. No queremos que se nos
escape.
—Tú a mandar.
—Todavía no sabemos su nombre, pero tengo aquí su retrato robot.
—Entonces tráelo. Haré lo posible por ayudarte —le sugirió el viejo
detective, con sincera emoción.
—No creo que me dé tiempo, don Braulio. Me preguntaba si usted tiene
alguna cuenta de correo electrónico donde se lo pudiera enviar.
—Espera. En esos asuntos de la tecnología yo soy más bien cazurro.
Déjame preguntarle a Evelia —Quintero apartó un poco el micrófono antes de
dirigirse a su secretaria—. ¿Tenemos cuenta de correo electrónico?
—¡Por supuesto que la tenemos! ¿Qué clase de despacho de detectives
seríamos si no contáramos con una?
—Seríamos uno a la antigua usanza —se defendió don Braulio. Luego
volvió a su conversación con el policía—. A ver, chaval, cuando te pase a
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Evelia, ella te dirá cuál es el correo ese. ¿Lo que me vas a enviar es el retrato
robot de la sospechosa?
—Sí, señor. Tal vez usted con sus contactos podría averiguar su identidad,
o su ubicación. Cualquier información sobre ella nos interesa.
—Entonces mándalo. ¿Cuánto tarda en llegar el correo ese?
—Es inmediato —afirmaron la secretaria y el inspector al mismo tiempo,
cada uno por su lado.
—¡Que cosas se ven hoy en día! Si nosotros hubiéramos tenido todos esos
recursos, no se nos escapaba ni el Tato. Te paso a Evelia para que te entiendas
con ella sobre el fulano correo. Nos vemos, chaval. —Se despidió Quintero
entregándole el teléfono a su secretaria, que lo miró poniendo los ojos en
blanco.
Después de copiar la dirección de la cuenta de correo electrónico y
enviarle al detective el retrato desde el mismo móvil, Salazar le sugirió a su
compañera que regresaran a «San Miguel». Mientras llegaban, Néstor
aprovechó para llamar a Gyula con la misma petición que le había hecho al
detective. Para cuando terminó de enviarle el retrato, ya estaban llegando.
¡Qué alivio poder viajar en automóvil sin sentir las «fuerzas g» propias de un
despegue en una nave espacial!
La subinspectora aparcó a algunos metros de la comisaría y ambos
entraron. El trajín había bajado un poco de intensidad. Ya habían terminado
de rellenar las fichas de identificación de los adeptos y a muchos de ellos los
trasladaron a Centros de Detención Preventiva, donde esperarían juicio. Los
líderes permanecían en el tercer piso, porque todavía podían necesitar tenerlos
a mano para interrogarlos. Sofía subió a su lugar de trabajo en la sala común
para ocuparse de investigar los geriátricos donde había trabajado Modesta
Pavía, mientras Néstor se dirigía a la oficina de Santiago para informarle
acerca de la visita a Isadora y lo que ella les había revelado. Apagó el móvil
antes de entrar para que no los interrumpieran. Cuando terminó su relato, el
comisario se quedó en silencio por un momento antes de emitir su opinión:
—Esto está resultando mucho más grande de lo que habíamos imaginado,
Néstor. Esta organización es un monstruo.
—Es una hidra. No solo es un monstruo, sino que al parecer tiene
múltiples cabezas.
Antes de que pudieran continuar su conversación, la voz de Lali en el
interfono los interrumpió.
—Comisario Ortiz. Es el inspector Pedrera por la línea dos. Dice que
dispone de información importante.
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Santiago levantó el auricular y presionó uno de los botones. Habló un par
de minutos con su subalterno, o más bien lo escuchó, mientras tomaba alguna
que otra nota. Cuando colgó miró a su hermano con expresión satisfecha.
—Julián Avana aceptó colaborar con la condición de que se le participe al
juez acerca de su buena disposición.
—¡Menuda rata! En fin, ¿qué fue lo que le dijo?
—El nombre completo de su antigua novia. Se trata de Amparo Méndez.
Además, Diji también envió el retrato robot a al móvil de Miguel, así que
pudo mostrárselo a Julián. El reconocimiento fue positivo.
—Es un gran avance. Si usó su verdadero nombre.
—¿Crees que pudo utilizar un alias?
—Si es tan astuta como parece, no me sorprendería.
La aguda voz de Lali volvió a resonar en el interfono.
—Comisario Ortiz. El subinspector Manuel quiere mostrarle algo. Y
acaba de llegar el inspector Toro, que también solicita una reunión con usted.
—Gracias, Lali —respondió Santiago, mientras miraba a Salazar con
expresión desconcertada, porque sentía que los acontecimientos se estaban
precipitando—. Que pasen ambos.
—¿A la vez? —preguntó la secretaria, escandalizada.
—Por supuesto. No tenemos tiempo que perder.
Rodríguez y Toro entraron juntos, escoltados por Lali. Ambos se
alegraron de encontrar allí a Salazar. Así podrían rendirles informe a sus dos
superiores de una sola vez. Remigio ocupó la otra silla disponible, así que
Manuel tuvo que quedarse de pie, pero se sentía tan nervioso que no le
importó. Ambos escucharon el relato del inspector jefe acerca de su encuentro
con Isadora. Entonces Remigio pasó a rendir su informe:
—La entrevista con la señora Vilaró ha sido muy esclarecedora —
reconoció el veterano policía—. Esa mujer tiene un temple que es admirable.
—¿Te explicó qué ocurrió con los Avana?
—Me lo contó todo —confirmó Toro sacando su libreta del bolsillo para
consultar sus apuntes—. Para comenzar, el secuestro de las familias se daba
más o menos de la forma en que ya sospechábamos. Ella conoció a Natalia
Avana en las clases de yoga. No eran amigas íntimas, pero un día que Natalia
comentaba sus problemas matrimoniales comenzó a hablar de un retiro
familiar que pensaba llevar a cabo como última opción para salvar su
matrimonio, ya que todo lo que habían intentado con anterioridad había
fracasado. Se lo había recomendado la pareja de su cuñado por un lado y la
secretaria de su asesor matrimonial por otro. Ágata se interesó porque
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también tenía algunos problemas con su esposo, así que le pidió los datos. Ya
sabéis: teléfono de contacto, dirección.
—¿A quién pertenece ese número? —preguntó el comisario, interesado.
—Hice una rápida llamada a la compañía de teléfonos y me confirmaron
que estaba a nombre de Adelaida Urbina.
—La secretaria del consejero matrimonial.
—Ella misma. Bien, Ágata no volvió a ver a Natalia en las clases de yoga,
pero no le sorprendió demasiado. Creyó que tal vez se había mudado, o que
ya no tenía tiempo para seguir en las clases. En fin, que no vio ningún motivo
de preocupación en ello. Por otro lado, conservaba la información acerca de
los retiros familiares y cuando Isadora, a quien conocía por sus asiduas visitas
a la Biblioteca, le contó acerca de sus propios problemas con su esposo, ella
recordó la recomendación de Natalia y se la hizo a su vez a la chica.
—¿Sin saber si funcionaba, o era una estafa? —preguntó Manuel.
—Me confesó que nunca se perdonaría a sí misma por haber involucrado
a los Ramos en todo esto. Fue también la razón por la que se convirtió en la
protectora de Isadora mientras permanecieron prisioneras. La mujer lo hizo
con buena intención, pero ella misma reconoce que fue una imprudencia que
resultó demasiado costosa. Así las cosas, pasados unos años de que la señora
Avana le hiciera la recomendación, durante una crisis de pareja, ella recordó
el fulano retiro familiar y le pareció una buena idea. Llamó y le dieron la
«buena noticia» de que aquel mismo fin de semana se celebraría uno de esos
retiros. Reservó, canceló, pidió la dirección y el siguiente sábado arrambló
con toda la familia en dirección al lugar donde le prometieron que le
resolverían todos sus problemas.
—¿No le sorprendió que se tratara de una Bodega? —Quiso saber Néstor.
—Mira por dónde, yo le hice la misma pregunta. Me respondió que sí, que
le pareció un poco extraño, pero la persona con la que habló por teléfono le
hizo una descripción tan idealizada del lugar, que llegó a convencerla. Pero
dejad de interrumpirme que esto es largo: Cuando llegaron al lugar y las
puertas se cerraron a sus espaldas, se acabaron las frases amables. Dos
hombres armados se llevaron a sus hijos, mientras un tercero les explicaba las
condiciones. A partir de ese momento eran propiedad de la secta. Como no
habían sido captados, no se confiaría en ellos, así que no tendrían ningún
derecho. Sus hijos eran la garantía de su sumisión. Si no querían que les
ocurriera ninguna desgracia, tendrían que obedecer. Comenzaron por
ordenarles la transferencia de todos sus bienes. Que pusieran su piso a la
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venta y les entregaran el dinero. Por otra parte, el coche pasaba a ser
propiedad de la secta, pero continuaría a nombre de ellos.
—Por eso el vehículo involucrado en el falso accidente de los Avana era
su propio coche —apuntó Manuel.
—Exacto. También fue entonces cuando obligaron a David a escribir las
postales para su hermana. Después de ello les explicaron las reglas.
Trabajarían sin descanso en la producción del vino, así como en la huerta. Sus
alimentos y los de sus hijos serían los que ellos mismos fueran capaces de
cultivar…
—¿Por qué hacían eso? —preguntó Manuel—. ¿Por simple crueldad?
—No dudo que haya cierta motivación cruel, que es muy propia de este
tipo de sujeto megalómano y controlador —apuntó Salazar—. Ya sabéis: «Me
perteneces y puedo hacer contigo lo que me venga en gana». Es el mismo
sentimiento que mueve a muchos maltratadores, pero creo que en esto
también hay un sentido práctico.
—¿Práctico? ¿Qué puede haber de práctico en matar de hambre a sus
prisioneros, si los querían para trabajar? —refutó el subinspector.
—Tendrían dos beneficios prácticos: en primer lugar, al mantener a los
cautivos con una alimentación precaria y pobre en proteínas sería más fácil
controlarlos, pues los hacía más sumisos. Es una táctica que han puesto en
práctica muchas tiranías a lo largo de la historia. Por otro lado, les evitaba el
problema de tener que justificar la compra de cantidades de comida que
hubieran llamado la atención, porque ¿para qué querría una bodega alimentar
a tanta gente, incluso durante las temporadas de vacaciones?
—Pero ellos compraban comida para los adeptos y los líderes —insistió
Manuel—. Recuerda que ese fue uno de los factores que usaste para calcular
la cantidad de personas que había dentro del complejo. Y debo reconocer que
te acercaste bastante.
—No es lo mismo comprar para treinta y siete personas que para ochenta
y dos. La primera cifra podría justificarse si la empresa tuviera un comedor
para los empleados, dado que se encuentra tan apartada de todo, pero la
segunda cifra sería demasiado difícil que pasara desapercibida.
—Para ti la perra gorda, Salazar —le reconoció Toro—, pero ¿podéis
dejar de interrumpirme y permitir que os rinda el informe completo?
—Por supuesto. Disculpa, Remigio. Continúa, por favor.
—De acuerdo. Ya sabéis cómo era la vida de esta pobre gente en aquel
infierno. Si cumplían con las expectativas de sus carceleros, les permitían ver
por algunos minutos a sus hijos, si no, los sacaban a la huerta a trabajar y no
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veían a los niños en días. El caso es que el año pasado, Ágata vio llegar a
Isadora con su familia y comprendió con horror que la chica había seguido su
recomendación.
—¿Qué pasó con los Avana? —preguntó el comisario. El inspector no se
atrevió a protestar por esta nueva interrupción.
—A eso iba. Al parecer, la líder era bastante paranoica y siempre temía un
alzamiento por parte de los prisioneros, así que no escatimaba esfuerzos para
evitarlo. Además de mantenerlos malnutridos y amenazarlos con lastimar a
sus hijos, esta arpía ordenaba ponerles en la comida tintura de una planta que
Natalia llamaba «Amapola de California». Es un sedante natural, lo que
mantenía a todos los cautivos en un estado de somnolencia permanente. Por
supuesto que la señora Avana, por sus habilidades como repostera cumplía
labores en la cocina. Ágata sabe todo esto porque ella fungía como su
ayudante. Vicente, como ya habíamos deducido, trabajaba en la bodega y un
día mientras estaba comprobando las barricas escuchó ruidos. Se escondió y
fue cuando vio salir a dos de los líderes del túnel. Hablaban entre ellos acerca
de la necesidad de mejorar la seguridad de la salida que daba a la empresa de
transportes, porque de momento sería demasiado fácil para cualquiera escapar
por allí, si alguien se enteraba de la existencia del pasadizo. Avana tomó nota
y decidió que esa era su oportunidad para liberar a su familia, así que entre él
y su esposa urdieron un plan.
»Natalia no solo estaba encargada de preparar la comida para todo el
complejo, sino que siendo repostera de primera categoría, de vez en cuando le
ordenaban elaborar algún postre para los líderes y los adeptos. Esperaron a la
siguiente oportunidad en que se diera esa circunstancia. Aquella noche la
señora Avana colocó la tintura de amapola en el postre que elaboró
triplicando la dosis. Por otro lado, también subió la dosis que siempre
agregaba a los alimentos de los cautivos.
—¿Por qué hizo eso?
—Por miedo a que los líderes hubieran infiltrado a algún adepto entre
ellos. Al cabo de un par de horas, todos en el complejo dormían. Entonces
ejecutaron su plan de huida como ya pudimos ver en las grabaciones. Lo
hubieran conseguido, si los tres hombres y el perro no los hubieran alcanzado
en el túnel.
—¿Cómo fue que estos tres no se durmieron? —preguntó Manuel.
—Araujo debe haberlos despertado —respondió el comisario—. Si revisas
su ficha comprobarás que es diabético.
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Capítulo 44
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los que estaban en la huerta, para tenerlos a todos juntos y controlarlos con
mayor facilidad. Según Ágata, fue la primera vez que al volver detrás de los
muros no pasaron lista, por lo que ella no necesitó suplantar a Is a la hora de
responder. Así de desconcertados estaban los adeptos. Por eso no notaron la
ausencia de Isadora hasta que fue demasiado tarde.
—Pues esa chica volvió a nacer ese día —sentenció el comisario—. ¿Qué
puedes decirnos de tu indagatoria, Manuel?
—Los técnicos me ayudaron a hacer una comparativa y encontramos
cinco personas que viven en La Rioja y cuyas características faciales encajan
en los rasgos más determinantes del retrato. Imprimí sus fichas de
identificación y las tengo aquí. Se trata de Margarita Gómez, Ana Molina,
Luisa Moreno, Juana Campos y Nidia Esparza —anunció, leyendo los
nombres de las fichas que tenía en las manos. Luego se las entregó a Ortiz,
quien se las fue pasando a Remigio en la medida en que las veía.
—Ninguna es nuestra amiga Amparo —señaló Toro, sintiéndose
defraudado.
De las manos del veterano inspector, las fichas pasaron a Salazar, quien
las miró con detenimiento.
—¿Estás seguro de que no hay nadie más que reúna estas características?
—preguntó Santiago, quien esperaba encontrar el nombre de Amparo Méndez
entre las fichas.
—Estoy seguro, señor. Además, cuando usted me avisó acerca de lo que
Julián Avana le había contado a Miguel con respecto a su antigua novia, hice
una búsqueda en los archivos. Me temo que no encontré a nadie con ese
nombre en el empadronamiento de toda La Rioja.
—Está claro que se presentó ante los Avana con un nombre falso.
—Eso nos deja como al principio —reconoció Santiago con desaliento.
Néstor no había dicho, ni escuchado palabra. Estaba concentrado en una
de las fichas.
—Yo he visto antes a esta mujer —murmuró.
—¿Qué has dicho? —preguntó su hermano dando un respingo, como si le
hubieran aplicado una descarga eléctrica—. ¿Conoces a una de esas mujeres?
—No la conozco. El retrato robot me parecía familiar, pero no podía
precisar dónde la había visto antes. Ahora al ver su fotografía, lo he
recordado.
—¿Cuál es?
—Esta. Ana Molina.
—¿Y dónde la has visto?
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—Aquí.
—¿Cómo aquí? —preguntó el comisario, desconcertado por completo—.
¿En esta comisaría?
Salazar levantó por fin la vista de la ficha y asintió. Luego pasó a
explicarse.
—Creo que fue el mismo día que encontraron muertos a los Avana. Yo
iba entrando y ella saliendo. Casi me lleva por delante. Iba furiosa porque
había querido ponerles una denuncia a sus vecinos y García no se la aceptó
porque no procedía.
—¡En ese caso estará en el registro de la recepción! —exclamó Santiago,
mientras su rostro se encendía de entusiasmo.
—Debería estar —confirmó el inspector jefe.
—Entonces, ¿qué estamos esperando? Vamos a ver esos registros.
El comisario habló con Lali por la centralita y le ordenó que le subiera los
registros que llevaban en recepción de todas las visitas que había recibido la
comisaría en las últimas dos semanas. Y que le ordenara a García que se
presentara en su despacho de inmediato. La secretaria no hizo preguntas, sino
que se limitó a obedecer, mientras pensaba que se le ocurrían cosas muy raras
a su jefe desde que se llevaba bien con Salazar. Al cabo de pocos minutos
entraba García con un par de cuadernos bajo el brazo. El pobre hombre estaba
pálido, por aquello de que «en reunión de pastores, oveja muerta» y a él en los
últimos minutos le habían entrado unas extrañas ganas de balar. «Joder, pero
si está aquí la plana mayor», pensó, pero por más vueltas que le dio a la
cabeza no se le ocurrió en qué podía haber metido la pata.
—Aquí están los registros que pidió, comisario —murmuró, mientras le
entregaba los cuadernos a Santiago—. ¿Hay algún problema?
—Nada de eso, García —le respondió el inspector jefe, que comprendió
enseguida el estado de ánimo del pobre oficial—. Es solo que necesitamos de
tu proverbial memoria.
Ante estas palabras, García suspiró aliviado, al mismo tiempo que se
enderezaba y sonreía con satisfacción.
—¿En qué puedo ser útil, señor?
—¿Recuerdas hace unos días, que cuando yo entraba, salía una mujer
muy… Muy elegante que casi me lleva por delante?
—Sí, claro, señor. Era una dama muy fina, pero con muy malas pulgas.
Recuerdo que vestía un abrigo de pieles.
—¡Esa misma! —exclamó Néstor con tono triunfal—. ¿Te acuerdas qué
día fue? ¿Su nombre?
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—Fue el mismo día que regresó el comisario. De su nombre no me
acuerdo, porque sonaba como si fuera francés.
—¿Francés? ¿Lo anotaste?
—Sí, claro, señor. Es la norma. De todas las personas que vienen a
comisaría por la causa que sea, se anota el nombre, el número del DNI, la
dirección y el teléfono.
Cuando García mencionó estos últimos datos, todos se enderezaron en sus
asientos. Era mucho más de lo que esperaban descubrir.
—¿Crees que puedas identificarlo?
—Por supuesto. Es la única persona con nombre francés que ha pisado la
comisaría en meses.
Ortiz le devolvió los cuadernos a García y asintió. El oficial comprendió
lo que se esperaba de él, así que comenzó a pasar páginas hasta que dio con la
que quería. Entonces deslizó el dedo de arriba abajo hasta que lo detuvo a
mitad de la hoja.
—Aquí está, señor. El nombre de la dama es Ninon Petit. Vive en el
número siete de la calle Magdalena.
—Entonces no es la misma mujer de la ficha que Néstor tiene en la mano
—advirtió Manuel—. El nombre no coincide.
—Es posible que uno de los dos sea un nombre falso —opinó Salazar.
—Estoy de acuerdo —confirmó Santiago—. Debemos proceder, o se nos
escapará.
Néstor comprendió que estaban cerca de la solución y que la reunión
había terminado, así que sacó su móvil del bolsillo y lo encendió. Tenía una
llamada perdida de don Braulio. Percibió la agitación de sus compañeros.
—¿Qué estamos esperando? —preguntó Santiago, poniéndose de pie—.
Manuel, vete a los juzgados y pídele al juez que te proporcione una orden de
busca y captura a nombre de Ninon Petit y también de allanamiento para el
número siete de la calle Magdalena. Néstor, tú y Remigio venid conmigo.
¿Qué haces? —le preguntó a Néstor.
Salazar levantó la mano para pedirle paciencia a Santiago. Tenía el
presentimiento de que la llamada de Quintero era importante.
—Don Braulio —dijo en cuanto le respondieron el teléfono—. Encontré
una llamada perdida suya. ¿Ha descubierto algo importante?
—Ah eres tú, chaval. ¿Llamada perdida? ¡Qué cosas tenéis los jóvenes
hoy en día! Mira sí, te llamé porque cuando vi el retrato robot me acordé. A
esa chavala la conozco yo.
—¿La conoce? ¿De qué?
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—De cuando era comisario en la Jefatura Superior. La trajeron en alguna
redada por tráfico de drogas. Era mucho más joven, claro, casi una niña, pero
estoy seguro de que era la misma.
—¿Recuerda su nombre?
—Nunca se me olvidará, porque en aquel momento pensé que era una
lástima que una chavala como ella ya estuviera tan contaminada. Sí, se llama
Ana Molina.
—Gracias, don Braulio. Ha sido usted de mucha ayuda. Ahora tengo que
dejarlo. Hablamos después.
El inspector jefe colgó y miró al subinspector.
—El verdadero nombre de la mujer es Ana Molina, así que pide la orden a
su nombre, y precisa que usa el alias de Ninon Petit.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó su hermano—. ¿Y quién es ese don
Braulio?
—Confía en mí, Santiago. Estoy seguro. Con respecto a don Braulio,
después te lo cuento. Ahora no podemos perder el tiempo.
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—Sí, por supuesto. Qué mujer tan extraordinaria. ¡Y cuánto ha sufrido la
pobre! Nos hemos hecho buenas amigas.
—Perdone la indiscreción, pero ¿tiene usted un móvil inteligente? Quiero
decir, ¿podría recibir una fotografía?
—Ah sí, desde luego. Me lo regaló mi hija por mi cumpleaños. No crea
que me atraen mucho todas esas fruslerías. Yo me limito a llamar, recibir
llamadas y poco más, pero sí me gusta llevar en él las fotos de mis nietos.
—¡Genial! En ese caso, si me lo permite le enviaré la fotografía de una
mujer. Quisiera que se la mostrara a la señora Vilaró para ver si la identifica.
—¿Es la de esa arpía que les hizo tanto daño a estas pobres familias?
—Hay muchas probabilidades de que lo sea, pero le ruego discreción,
señora Olmos. Recuerde que mientras no sea juzgada se le debe considerar
inocente.
—Usted no se preocupe, inspector, que yo soy una tumba. Envíe la foto.
Envíela —lo animó—, que yo me encargo de que Ágata la vea lo antes
posible.
—Gracias, Yolanda. Sabía que podía contar con usted.
Salazar hizo el envío y al cabo de un par de minutos recibió una llamada
de la enfermera.
—Inspector. De nuevo ha acertado —le anunció la señora Olmos con
admiración—. Ágata dice que la mujer de la fotografía es la culpable de todo.
Era la que mandaba. La líder. ¿Van a detenerla?
—Estamos trabajando en ello, Yolanda. Gracias y transmita mi gratitud
también a la señora Vilaró.
—Lo haré, inspector, cuídese mucho. Y no deje de llamarme si vuelve a
necesitar ayuda.
Néstor colgó y miró a su hermano, que también esperaba la respuesta.
—Tenemos confirmación positiva también por este lado —le dijo el
inspector jefe—. Ana Molina, alias Ninon Petit, es la cabeza pensante de la
secta. También es Amparo Méndez, la antigua novia de Julián, que se ganó la
confianza de Natalia para hacerla caer en su trampa.
—Esa mujer es un demonio —afirmó Santiago.
—Tienes razón. Creo que pocas veces hemos topado con una mente
criminal tan brillante y organizada, así como tan carente de cualquier tipo de
escrúpulo.
—Hasta ahora ha ido siempre un paso delante de nosotros —admitió el
comisario, mientras sacaba su móvil del bolsillo—, pero ahora que la hemos
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identificado, creo que ya es hora de que vayamos nosotros un paso delante de
ella.
Ortiz buscó entre sus contactos, escogió uno y llamó.
—Miguel. Cambio de órdenes. Cuando termines con Avana no vengas
aquí. Ya tenemos suficientes efectivos. Quiero que regreses a la comisaría y
comiences a investigar a la sospechosa Ana Molina. Averigua todo sobre ella:
antecedentes penales, si tiene familia, propiedades, estado financiero. Todo.
Apenas había colgado cuando llegó Manuel con las órdenes firmadas por
el juez Aristigueta y se las entregó a Santiago. Este las guardó en el bolsillo
interno de su chaqueta e hizo un gesto de asentimiento a sus hombres.
Bajaron del coche y de inmediato los del segundo vehículo los imitaron. Al
frente iban el comisario, Salazar, Manuel y dos uniformados. Los seguían
Sofía, Diji, Ander y otro agente.
—Actuad con precaución —les ordenó Santiago—. Molina es escort y
también la jefa de una peligrosa organización criminal, así que podría no estar
sola. Si alguien la acompaña puede ser un cliente, o uno de sus cómplices.
Todos asintieron sin decir palabra. Subieron al cuarto piso. El primer
grupo por el ascensor, el segundo por las escaleras, para evitar que un azar del
destino hiciera que se cruzaran con la mujer que iban a detener. No querían
dejar ninguna grieta por la cual pudiera escaparse. Una vez que llegaron al
piso, se distribuyeron a los lados de la puerta, por si alguien disparaba desde
adentro. Era evidente que el apartamento era nuevo, pues el edificio lo era y
por suerte para ellos, todavía los pisos no contaban con cerraduras de
seguridad.
—¡Abran la puerta! ¡Es la Policía! —gritó Goliat, con un vozarrón capaz
de derribar el obstáculo de madera por sí solo.
Los gritos sin embargo, no causaron ninguna reacción. La puerta se
mantuvo cerrada. Después de unos minutos, el comisario se dirigió a su
hermano en un murmullo:
—Parece que no hay nadie. ¿Qué opinas? ¿Llamamos al cerrajero de la
Policía?
—Es una alternativa —aprobó Néstor, mientras se encogía de hombros—,
pero en vista de los delitos que se le atribuyen, no podemos descartar que
alguna de las víctimas se encuentre como rehén dentro del apartamento.
Santiago supo leer entrelíneas las palabras de su hermano. Entonces miró
a Diji, quien enseguida comprendió sus intenciones. Goliat, con la
corpulencia muscular que dio origen a su apodo, se plantó frente a la puerta
junto a Diji, el subsahariano con una envergadura de casi dos metros.
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Santiago marcó la cuenta con los dedos y cuando levantó el tercero, ambos
patearon la puerta con todas sus fuerzas. Al segundo intento consiguieron
reventar la cerradura para dejar el camino libre, entonces todos entraron en
orden con las armas preparadas para disparar. Comenzaron el registro del
apartamento según las normas del reglamento.
—¡Despejado!
—¡Despejado!
—¡Despejado!
Un par de minutos después tenían la certeza de que el piso se encontraba
vacío. Era un apartamento amplio y lujoso, con pisos de madera, tapices y
cuadros de calidad. Todo estaba pulcro y ordenado, excepto la habitación,
donde los armarios habían quedado abiertos y medio vacíos, el cobertor de la
cama estaba arrugado y había dos maletas mal cerradas en el suelo.
—Es evidente que tenía prisa —ironizó Sofía.
—Debió enterarse de la redada por las redes sociales, o por las noticias y
emprendió la fuga, o se escondió.
—Si trata de salir de Haro, o del país, la atraparemos. Ya todos los
controles de carreteras, así como los de salida de España tienen su fotografía,
pero si se escondió nos lo pondrá más difícil —opinó el comisario—. Manuel,
llama a científica. Tenemos que voltear este piso como si fuera un guante.
—Sí, señor.
—Te aseguro que la encontraremos, Santiago —afirmó Salazar.
—¿Qué es eso, señor? —preguntó Ander, que en ese momento entraba en
la habitación.
—¿Qué es qué?
—Ese papel, señor —dijo el joven agente, señalando debajo de la cama—.
Este piso está muy ordenado. Todo está en su lugar, excepto ese papel en el
suelo.
Salazar se apresuró a acercarse al papel que había visto Echevarría. No lo
cogió, porque no quería contaminar la escena. Sacó un bolígrafo de su bolsillo
y lo giró para leer lo que tenía escrito.
—Es un número. Parece el de un móvil.
—¿Dice de quién?
—No, de hecho, los trazos son un poco temblorosos, como si quien lo
hubiera escrito estuviera muy nervioso.
—Tal vez se le cayó mientras hacía las maletas —sugirió Sofía.
—Es posible —reconoció el inspector jefe—, pero ¿qué número te
llevarías en la mano, o en el bolsillo si te encontraras en una situación
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extrema como esa?
—El número de alguien que pudiera ayudarme.
—¡Exacto! —afirmó Salazar—. Sería interesante saber a quién pertenece.
Llámalo tú, Sofía. Quienquiera que sea, se sentirá menos amenazado por la
voz de una mujer. Así somos de gilipollas.
La subinspectora miró con el ceño fruncido a su jefe, sin saber si debía
ofenderse o reírse. Sin embargo, obedeció. Marcó el número usando su móvil.
Le respondieron al tercer timbrazo.
—Aquí el comisario mayor Gonzalo Roig. Dígame.
Sofía colgó de inmediato, sin poder disimular su sorpresa.
Néstor y Santiago decidieron que era pertinente hacerle una visita al
comisario mayor. No lo conocían, así que no tenían idea de lo que iban a
encontrar, pero era evidente que tenía una relación directa con Ana Molina.
¿Sería uno de sus clientes, o estarían frente a un cómplice de las actividades
ilícitas de la inescrupulosa mujer? De cualquier manera, después de una corta
discusión coincidieron en que ellos, siendo los oficiales de mayor rango, eran
quienes debían enfrentar a Roig. Como el tiempo apremiaba, pese a los
juramentos que Salazar se había hecho a sí mismo, tuvo que transigir que
Ander condujera el coche que los llevaría a él y al comisario a la Jefatura
Superior. Los demás regresarían a la comisaría en el otro vehículo.
En cuanto subieron al coche, el comisario cometió un error garrafal, al
decirle al agente que necesitaban llegar a su destino lo antes posible. Néstor
casi le da un puñetazo a Ortiz después de escuchar aquello, pero no tuvo
tiempo. El joven aspirante al campeonato de Fórmula 1 asintió, encendió el
motor, puso el pie en el acelerador y no lo retiró de allí hasta que llegaron.
Néstor estuvo tentado un par de veces a recordarle que también existían los
frenos, pero temió distraerlo. El inspector jefe observó a Santiago. Pese a que
su adusto hermano hacía lo posible por disimular, él también había perdido el
color del rostro.
Llegaron en tiempo record. No podía ser de otra forma con semejante
chófer. Cuando se apearon, a Salazar le temblaban las piernas como si fueran
de gelatina, pero saber que había sobrevivido al viaje representó un alivio tan
grande que se recuperó pronto. En la recepción se identificaron y preguntaron
por la oficina del comisario mayor Gonzalo Roig. El agente que los atendió
frunció el ceño cuando escuchó el nombre.
—¿Qué desean con el comisario Roig?
—Es un asunto confidencial que debemos tratar con él en persona. —Fue
la respuesta de Ortiz.
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—Como quieran. Es su pellejo.
El preámbulo no asustó a ninguno de los policías, pero les alertó que
debían andar con pies de plomo. Siguieron las indicaciones del oficial y
llegaron a la antesala de su oficina, donde una mujer de mediana edad los
recibió.
—Buenas tardes. ¿En qué puedo ayudarles, caballeros? —preguntó,
mirando con cierta aprensión a Santiago. Goliat tenía ese efecto en la gente
normal desde los dieciséis años.
—Necesitamos hablar con el comisario Roig. Es urgente —le anunció
Ortiz.
—¿Tienen una cita?
—El asunto que nos trae no puede esperar por una cita.
—Lo lamento mucho. El comisario está ocupado y no recibe a nadie sin
cita. ¡Oigan! ¿Dónde creen que van? —les gritó mientras se ponía de pie para
tratar de detenerlos, pero hubiera sido como intentar frenar un tren de
cercanías con las manos.
Después de un par de golpes en la puerta para anunciarse, Santiago la
abrió y entró. Detrás de él venía Néstor. ¡Era guay eso de tener un hermano
mayor que parecía un autobús sin frenos cuando se cabreaba! Abría muchas
puertas, hablando en forma literal.
En el interior del despacho, un hombre que rondaba los cincuenta y cinco
años, que parecía haber almorzado con limones enteros, después de hacer
buches de vinagre levantó la vista de los papeles.
—¿Quiénes son ustedes? ¿Cómo se atreven a irrumpir así en mi
despacho? —preguntó el comisario mayor, poniéndose de pie como si se
preparara para una agresión.
—Soy el comisario Santiago Ortiz y él es mi inspector jefe, Néstor
Salazar. Somos de la comisaría de «San Miguel» y la razón por la que
estamos aquí no puede esperar.
—Si puede o no esperar lo decido yo, comisario. ¿Tomaste nota de sus
nombres, Angélica? ¡Les abriré un expediente por esta falta de respeto!
—¡Hágalo si quiere, comisario Roig, pero después de que nos haya
explicado algunas cosas!
Roig dio un paso atrás. Había que reconocer que Goliat cabreado imponía.
Aunque fueras su superior.
—Yo no tengo por qué darle explicaciones a nadie —le respondió, pero
cuidando quedarse detrás de su escritorio. Néstor comprendió que el flamante
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mando le tenía miedo a su hermano. ¡Y quién en su sano juicio no se lo
tendría!
—Será mejor para todos si templamos los ánimos —sugirió Salazar con
voz tranquila—. Solo queremos su ayuda en el caso que estamos
investigando. Debe haberlo visto en las noticias comisario. Se trata de la secta
que fue desmantelada esta mañana. No querrá que sus superiores y los
nuestros piensen que intentó usted ocultar información vital para su
resolución.
—Pero ¿de qué hablan? —preguntó Gonzalo, palideciendo. El grandote
era imponente, pero por alguna razón le asustaba más el delgado—. Sí, vi las
noticias, pero yo no tengo ninguna información sobre ese asunto. Lo llevan en
una comisaría del centro. La de «San Miguel», creo. Un momento, ustedes
acaban de decir que son de esa comisaría, así que de esto saben mucho más
que yo.
—Esa es la razón por la que hemos venido, señor —señaló Salazar—. Las
evidencias de ese caso nos han traído hasta aquí.
—Eso no es posible. Yo no sé nada acerca de ese asunto.
—¿Podemos sentarnos? —preguntó Santiago, ya más calmado.
—No. Quien se va a sentar soy yo. Ustedes se quedan de pie y me
explican ahora mismo la razón por la que han irrumpido en mi despacho de
esa forma. Aunque les advierto que por buena que sea esa explicación, nadie
los va a salvar de las sanciones.
—Muy bien. Como usted quiera. Ya sabrá por las noticias que esta
mañana llevamos a cabo una operación de rescate de las víctimas de una
secta.
—Sí. Lo leí en las noticias y debo reconocer que fue un trabajo impecable.
—El problema —intervino Néstor—, es que la líder de la secta, su gurú,
no se encontraba allí en el momento de la intervención.
—En otras palabras, se les escapó —sentenció el comisario mayor con
perversa satisfacción.
—No por mucho tiempo —continuó Salazar—. La identificamos como
Ana Molina y su fotografía está en manos de todos los controles del país, así
que es cuestión de tiempo que la atrapemos.
—Muy bien. ¿Y qué tengo que ver yo con todo eso? No conozco a esa
mujer.
—¿Está seguro de que no la conoce? —intervino Santiago.
—Por completo.
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—¿Puede explicarnos entonces cómo es que encontramos una nota con el
número del móvil de usted junto a la cama de esta señora cuando allanamos
su apartamento?
—No tengo la menor idea —respondió Roig, mientras su rostro perdía
todo el color.
—Tal vez la conozca por su alias —sugirió Néstor—. Se hace llamar
Ninon Petit.
—No. Lo siento —respondió Gonzalo demasiado rápido.
A la extrema palidez del comisario mayor se sumó un temblor
involuntario de su labio inferior, lo que hizo comprender a Salazar que lo
tenían. Con movimientos pausados, el inspector sacó su móvil, buscó la foto
que le había enviado Manuel y la desplegó en toda la pantalla. Luego le
entregó el teléfono al irritable comisario mayor.
—Esta es la persona a quien nos referimos —insistió Néstor—. ¿Está
seguro de que no la conoce?
—Tome en cuenta. —Se sumó Santiago—, que si ha tenido el menor trato
con ella y lo niega, podemos acusarlo de obstrucción.
Cuando Roig cogió el móvil de Salazar para ver la foto, ya le temblaban
también las manos, hasta el punto que Néstor temió que lo dejara caer. Y ya
lo había salvado demasiadas veces «in extremis» de las garras de Paca, como
para perderlo ahora en las torpes manos de un comisario mayor que se sentía
acorralado con sentimientos de culpa.
Por suerte, Gonzalo le devolvió el teléfono a Salazar sano y salvo, luego
apoyó los codos sobre la mesa y cubrió su cabeza con las manos en un gesto
de desesperación.
—No lo sabía. No tenía la menor idea de que Ninon estaba involucrada en
algo así. De otro modo no…
—¿Entonces sí la conoce usted? —lo presionó Santiago.
Toda la altanería con la que Roig los había recibido se había ido por el
desaguadero de saberse descubierto. Los invitó a sentarse. Después de mirarse
entre sí, Néstor y Santiago asintieron y ocuparon las sillas frente al mando.
—Mi esposa me pidió el divorcio hace cinco años y no soy un hombre
que lleve bien la soledad. Mi familia y mis amigos siempre me animan a que
rehaga mi vida con alguien más, pero no es tan fácil. Tengo un carácter un
poco… No soy un hombre que le simpatice a los demás. Era un problema que
me pesaba en el ánimo y no parecía tener solución hasta que un día, mientras
navegaba en Internet surgió uno de esos molestos anuncios que saltan a la
pantalla con tanta frecuencia. En él estaba la foto de Ninon. No era una
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fotografía vulgar. Mostraba a una mujer joven, hermosa y sonriente que se
ofrecía como acompañante para eventos, fiestas. No mencionaba sexo. Era
todo lo que yo necesitaba, un poco de compañía. Así que la llamé. Era un
servicio muy caro, pero soy un hombre solo, mi mujer y yo no tuvimos hijos y
ella volvió a casarse, así que no tengo mayores gastos. La contraté para que
pasáramos un fin de semana en una casa campestre que mi madre me dejó en
herencia. Pueden comprobarlo.
—No tenga la menor duda de que lo haremos —confirmó Santiago,
mordaz.
—Continúe por favor —le pidió Néstor.
—Fue un fin de semana extraordinario. No por el sexo. Quiero que
comprendan que no contraté a Ninon solo por sexo. Ella es simpática, culta,
su conversación es agradable y consiguió hacerme sentir importante.
—No debió costarle mucho trabajo —murmuró Ortiz, mientras Salazar le
lanzaba una mirada de advertencia.
—¿Nunca sospechó que fuera algo más que una escort? —le preguntó el
inspector.
—Por supuesto que no. Aquella experiencia fue tan especial que la repetí
de vez en cuando. Ya saben, cuando me sentía bajo presión, cuando ya no
podía más con el estrés, llamaba a Ninon y ella conseguía mejorar mi ánimo.
—¿Eran algo más que… Acompañante y cliente?
Gonzalo miró a Salazar como si le hubiera leído el pensamiento.
—Para mí era mucho más. Y creo que para ella también, porque después
de aquel maravilloso fin de semana no volvió a cobrar por sus servicios. Nos
hicimos amigos.
—No quisiera tener que decirle esto, comisario —le advirtió Néstor—,
pero lo más probable es que ella hiciera lo posible para cultivar esa amistad,
porque así conseguía la protección de un mando de la Policía de Haro.
—¿Cree que no me he dado cuenta cuando he visto esa fotografía? Me he
comportado como un estúpido, pero no suelo serlo.
—¿Además de esos paseos campestres tan extraordinarios trató ella de
conseguir algún favor de su parte? —intervino Ortiz.
—Nunca lo había hecho hasta esta mañana.
—¿Qué le pidió esta mañana? —preguntó Salazar, al mismo tiempo que
él y Santiago se envaraban en el asiento.
—Ninon me llamó muy temprano. Parecía nerviosa. Me dijo que había
tenido una discusión con un cliente y que se sentía muy estresada, que
necesitaba relajarse, así que me pidió…
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—¿Qué? —preguntaron los dos policías a coro.
—Me pidió que le prestara mi casa de campo. Esta mañana nos
encontramos en una cafetería y le entregué las llaves.
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Capítulo 46
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equipo los esperaba con los planos que habían solicitado, así que los
desplegaron sobre una de las mesas.
—¿Pediremos apoyo de los GEO, señor? —preguntó Manuel.
—No lo considero necesario —respondió el comisario—. Esto lo
llevaremos a cabo nosotros.
Pasaron la siguiente hora discutiendo la táctica que emplearían para
entrar. Santiago siguió el consejo de Néstor y pidió la colaboración de la DGT
. Los agentes que rodeaban el perímetro les informaron que todo parecía
tranquilo en la casa de campo. Había un coche en la puerta, un Volvo del año,
del cual el oficial dio parte del número de la matrícula, por la que supieron
que estaba a nombre de Ninon Petit. Por lo demás, el lugar parecía vacío. Si
Ana estaba escondida allí como todo parecía indicar, era seguro que no daría
muchos paseos por el campo. Decidieron actuar de inmediato. El equipo al
completo se dirigió a San Asensio de los Cantos. La casa de Roig se
encontraba en la periferia de la aldea. Los policías se dividieron en dos
grupos. Uno entraría por el frente, mientras que el otro cubriría la puerta y
ventanas de la fachada posterior. Como existía la posibilidad de que Ana
recordara a Néstor si lo veía, decidieron que él comandaría el grupo que
cubriría las salidas traseras, mientras que Santiago iría por el frente.
Se apearon de los coches en la carretera cercana, en un lugar que no era
visible desde la casa. Hacía mucho frío y todavía quedaban restos de nieve al
borde del camino, como recuerdo de la última nevada que había caído en esa
zona.
El plan era sencillo. Miguel y Sofía se acercarían con uno de los coches,
se apearían y llamarían a la puerta, haciéndose pasar por una pareja de turistas
cuyo coche se había averiado. Debían entretener a la mujer el mayor tiempo
posible, con la finalidad de que tanto el grupo del frente, como el de la parte
posterior pudieran acercarse sin ser detectados. Al comisario, además de Sofía
y Miguel, lo acompañaba Remigio. Con Salazar iban Diji, Manuel y el agente
Ander, a quien el propio Néstor le pidió que los acompañara.
Cuando Molina abrió la puerta y se encontró a la pareja, no pudo evitar un
gesto de disgusto.
—¿Qué quieren?
—Disculpe la molestia, señora —respondió Miguel desplegando una
amplia sonrisa, mientras rodeaba con el brazo a Sofía y la acercaba a él—. Mi
novia y yo hemos querido dar un paseo romántico por el campo. Un amigo
me habló muy bien de esta aldea y por eso decidimos visitarla, pero el coche
nos está dando problemas. Se apagó y no quiere volver a encender. Yo olvidé
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mi móvil en casa y la batería del de ella se descargó. ¿Podría permitirnos
hacer una llamada?
—No —respondió Molina con voz cortante—. Pueden caminar hasta la
aldea.
Ana comenzó a cerrar la puerta, pero Sofía se opuso al movimiento con su
mano. Ante la sorpresa de la mujer, la subinspectora sonrió.
—Por favor. Hace mucho frío aquí afuera. San Asensio queda todavía
demasiado lejos. Solo será un minuto. Le pagaremos la llamada. Permítanos
usar su teléfono. Se lo ruego.
—¡Por supuesto que no! No soy tan estúpida para dejar entrar a cualquier
desconocido en mi casa. Si quiere pedir ayuda, siga hasta la aldea.
—Es que si hacemos todo el trayecto a pie podríamos acabar enfermando
a causa del frío —continuó suplicando la subinspectora, mientras por el
rabillo del ojo podía ver el movimiento de sus compañeros aproximándose a
la casa. Ella había dado un paso adelante para quedar en el umbral, con lo
cual impedía que la sospechosa cerrara la puerta y además le reducía el campo
de visión del frente de su casa.
—Ese no es mi problema —le espetó Molina—. ¡Váyanse, si no quieren
que llame a la Policía!
A Sofía le desconcertó la sangre fría de la mujer. ¡Los amenazaba con la
Policía, cuando ella misma era una fugitiva!
—De verdad no queremos problemas. Solo le estoy pidiendo que me
permita usar el teléfono.
Ana decidió dar por terminada la discusión. Con la puerta abierta se sentía
expuesta, así que empujó a la subinspectora y trató de cerrar de golpe, pero
para entonces ya Ortiz estaba junto a ellos con la pistola en las manos.
—¡Ana Molina! ¡Queda detenida por extorsión, secuestro y homicidio!
Sofía, que había caído al suelo por el empujón, se puso de pie de
inmediato y también desenfundó. La fugitiva comprendió de inmediato que
todo aquello era una trampa, pero en lugar de entregarse se dio media vuelta y
corrió dentro de la sala para tratar de escapar por la puerta trasera. Cuando
llegó a la cocina se encontró con Salazar y su grupo, todos esperándola con
las armas en ristre y caras de pocos amigos.
—¡Al suelo con las manos en alto! —le gritó Néstor, con una voz tan
autoritaria que sorprendió incluso a sus compañeros.
Al comprender que estaba rodeada, Ana obedeció. Después de esposarla
la pusieron de pie y fue entonces cuando rompió a llorar.
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—¿Qué es todo esto? Yo no he hecho nada. ¿Por qué me tratan así? Solo
soy una ciudadana honrada que está pasando unos días de descanso en casa de
un amigo. Un amigo de la Policía, además. ¿Saben que esta casa es de un alto
mando de la policía? Se les va a caer el pelo cuando Gonzalo sepa cómo me
han tratado y que han allanado su casa. ¿Tienen una orden?
—Tenemos la autorización del dueño de la casa —le notificó Salazar. Ella
se quedó tan sorprendida que detuvo el llanto en seco—. ¿Cómo cree que
supimos dónde se escondía? Su buen amigo, el comisario mayor nos lo
confesó y nos ha dado todo su apoyo para capturarla. ¿O creía que lo tenía tan
dominado que se arriesgaría a ser acusado de complicidad por protegerla a
usted? No, «Ninon». No eres tan importante.
—¡Maldito cobarde traidor! —exclamó enfurecida, ya sin ningún asomo
de lágrimas.
Después de llevarla hasta uno de los coches, Ortiz llamó a sus compañeros
de científica para que registraran la casa de campo de arriba abajo. Aunque
tenían todas las evidencias que necesitaban, nunca se sabía qué más podían
encontrar.
La escoltaron hasta la comisaría, donde la encerraron sola en una de las
celdas, lo más alejada posible de los demás líderes. Esta vez no se presentó un
defensor caro, pues no había quién lo llamara, o cancelara sus honorarios.
El arresto de «la hija de Vishnu» causó una sensación de alivio en todo el
equipo de detectives de la comisaría de «San Miguel».
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Capítulo 47
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—Me temo que sí, señor. Pavía trabajó en dos residencias de Haro.
Ambas albergaban ancianos con alto poder adquisitivo. Una era «Nuestra
Señora del Socorro» y la otra «Los jardines». Estuve analizando las causas de
los decesos que ocurrieron en los dos geriátricos mientras Pavía trabajó en
ellos y encontré dos muertes sospechosas.
—¿Qué las hacía sospechosas? —preguntó Salazar.
—La primera fue en «Nuestra Señora del Socorro» hace dos años. La
fallecida fue Lorena Varela, de ochenta y siete años. Era viuda y no tenía
hijos, ni familiares vivos, así que hizo testamento a favor de «esa enfermera
tan amable que la trataba tan bien». Después de firmar el nuevo testamento, la
señora Varela sufrió un paro cardiorrespiratorio. Los médicos de la residencia
no se lo esperaban, pues a pesar de su edad, la señora gozaba de una salud
envidiable.
—¿No se llevó a cabo ninguna investigación? —preguntó Remigio.
—No. Debido a su edad la certificaron como muerte natural.
—¿Qué hay del segundo caso?
—Después del fallecimiento de la señora Varela, Pavía renunció
argumentando que no soportaba continuar trabajando allí, pues todo le
recordaba a «la mujer que había querido como a una abuela». Entonces
consiguió trabajo en «Los jardines». En esa residencia no entabló amistad con
ninguno de los ancianos.
—¿Y cuál fue la muerte sospechosa?
—Warren Lyon. Un inglés que decidió vivir en España con su esposa
después de la jubilación. La señora Lyon falleció hace diez años y él prefirió
entrar en una residencia, que regresar a la fría Inglaterra.
—¿Tenía familia?
—Un hijo que vive en Londres y que venía a visitarlo de vez en cuando.
—¿Por qué sospechas que esa muerte esté relacionada con Pavía? —
Quiso saber Miguel.
—Por dos motivos: el primero es que el señor Lyon, pese a su edad,
gozaba de una excelente salud y una noche sufrió un paro cardiorrespiratorio.
—Igual que Varela —precisó Salazar.
—Igual en todos los sentidos.
—¿Pavía se benefició de su herencia? —Quiso saber el comisario.
—No, en este caso el beneficiado fue su hijo.
—Pero…
—Pero Warren Lyon tenía un seguro de vida desde que cumplió los
cincuenta años. El beneficiario original por supuesto que era su hijo, pero
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hace un año se cambió a favor de Pavía.
—¿Se cambió? ¿Quién lo hizo? ¿Por qué?
—Nadie pudo dar una explicación satisfactoria en ese momento, así que la
empresa de seguros ordenó una experticia que determino que los documentos
en los cuales se solicitaba ese cambio eran una falsificación.
—¿Cómo pudiste averiguar todo eso tan pronto? —le preguntó Manuel,
admirado.
—Digamos que tuve un poco de ayuda. Cuando comencé a indagar sobre
la muerte de Lyon encontré que un inspector de la Jefatura Superior había
estado tan interesado en el inglés como para pedir una exhumación, pero no
pudo aportar suficientes pruebas como para conseguirla. Me puse en contacto
con él. Su nombre es Sabas Acosta. Es muy majo.
—¿Cómo llegó a sospechar que había algo extraño en estas muertes? —
preguntó Néstor, al mismo tiempo que sentía una punzada de celos por la
forma en que Sofía se había referido a ese inspector.
—En realidad, Sabas no sabía nada sobre Varela. Investigaba el
fallecimiento de Lyon porque recibieron una denuncia por parte del seguro.
Fue él quien me suministró todos estos datos. Él me contó lo que sabía a
cambio de que yo hiciera lo mismo.
—Así que Pavía es un «Ángel de la Muerte» —afirmó Néstor.
—Muy bien, Sofía, continúa colaborando con ese inspector —le ordenó el
comisario—. Es evidente que será necesario interrogar a la enfermera acerca
de esto y confrontarla con las evidencias. Lo dejo en tus manos.
—Sí, señor.
—Manuel, ¿qué encontraste acerca de la dama que detuvimos hoy?
—Ana Molina es hija única de una pareja con solvencia económica. Su
padre era empresario y su madre ejercía como abogada, pero la chica les dio
problemas desde que cumplió los catorce años. Huyó de casa a esa edad,
obnubilada por un camello. Un tío de treinta años. Por intervención de los
padres de Ana detuvieron al sujeto y lo acusaron de pederastia, pero eso no
solucionó el problema de su hija. En cuanto se le presentó la oportunidad, la
chica volvió a escapar, esta vez para dedicarse ella misma al tráfico de
estupefacientes y la prostitución. La detuvieron en una redada y fue a parar a
un Reformatorio, donde permaneció tres años. En el transcurso de ese tiempo
ya sus padres habían muerto. Despilfarró su herencia y cuando se quedó sin
nada decidió trabajar como escort.
—Esa era su cara al público —señaló Néstor—, porque por detrás de
bambalinas se dedicó a la estafa, el secuestro, la extorsión y el asesinato.
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—De acuerdo, Miguel. Buen trabajo —afirmó el comisario—. Ahora
debemos elaborar los informes que enviaremos al juez para que tanto Molina,
como sus amigos sean imputados por todos los delitos que han cometido. Sé
que estáis cansados, pero os pido un último esfuerzo en este caso. Que no
quede ni una sola grieta por donde puedan hurgar los abogados de estas
alimañas. Se lo debemos a las víctimas.
Mientras sus subalternos elaboraban los informes, Néstor y Santiago
decidieron interrogar a Molina. Esperaron a que se presentara su defensor.
Uno de oficio, pues los del bufete caro ya habían dado aviso de que se
retiraban del caso. La mujer estaba sentada a la mesa, con una de las anillas
de las esposas sujeta a una argolla dispuesta en la superficie. El abogado, un
hombre pequeño, delgado y con aspecto tímido, se mantuvo junto a ella
después de darle las instrucciones pertinentes.
En cuanto se sentaron frente a la detenida, esta se irguió en su asiento,
mostrando una actitud muy pagada de sí misma. Néstor comprendió que el
egocentrismo y la megalomanía de la mujer eran la debilidad que ellos debían
explotar.
—Ana Molina, alias, Ninon Petit, alias, Amparo Méndez —recitó el
comisario con el expediente abierto—. Parece que le gusta mucho cambiarse
de nombre, señorita.
Ella se limitó a encogerse de hombros.
—La señorita Molina tiene derecho a saber de qué se le acusa, señores. Ha
sido arrastrada desde su casa hasta aquí sin motivo alguno.
—¿Sin motivo alguno? —repitió Santiago—. Ha sido identificada por una
veintena de testigos como la mujer que dirigía la secta «los servidores de
Vishnu».
—Hay libertad de culto —ripostó el letrado.
—El culto no nos interesa, abogado —intervino Néstor—. Nos interesan
sus actividades de secuestro, extorsión, estafa, blanqueo de capitales y
asesinato. Son delitos muy graves.
—Demasiado para acusar a mi defendida sin pruebas.
—Las pruebas las tenemos —le anunció el inspector—, pero tal vez tenga
usted razón y la señora solo sea la cabeza de turco de alguien más. Hay cuatro
hombres que fueron detenidos en el lugar de los hechos y cualquiera de ellos
podría ser el verdadero cabecilla. Dígame, señorita Molina. ¿Es el chivo
expiatorio de alguien que estuviera por encima de usted en jerarquía?
—¿Qué quiere decir? ¿Que soy una estúpida que se deja manipular hasta
ese punto? Yo no soy chivo expiatorio de nadie. Ninguno de esos imbéciles
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tiene los suficientes sesos como para darme órdenes.
—Entonces reconoce que es usted la cabecilla —preguntó Santiago.
—No reconozco nada. Yo no tengo nada que ver con esa secta.
—A ver, ¿no es usted la «hija de Vishnu»? —insistió Néstor mientras leía
uno de los folletos que habían encontrado en el edificio de la Bodega—. ¿La
portadora de su mensaje de paz y armonía que tiene como misión la salvación
espiritual de los elegidos?
—¡Qué tonterías está diciendo! —le rebatió la detenida—. Soy una
ciudadana normal y vivo de mi trabajo como escort. Puede comprobarlo.
—En eso estamos. Así que no es la hija de Vishnu.
—¿Es usted tonto, o sordo? Ya le dije que no tengo nada que ver con esos
chiflados.
—Ya. ¿Le importaría decirme su opinión sobre los adeptos de la secta?
—Hay que ser muy estúpido para pertenecer a una de esas —declaró con
actitud altiva—. Dejar que otros te digan cómo tienes que vivir, entregarles el
control de todos tus bienes. De tu propia vida. Son estúpidos y merecen lo que
les hacen.
—Comprendo. ¿Y qué puede decirnos de las familias que fueron
secuestradas y sometidas a extorsión? ¿Son estúpidas también?
—Lo fueron si se dejaron atrapar en esa forma tan pueril. De todas
maneras, eso no tiene nada que ver conmigo.
—Así que no tiene relación con ninguna de las personas detenidas.
—Por supuesto que no.
—De acuerdo. Sabemos que nos está mintiendo, señorita Molina —afirmó
Salazar—. Tenemos el testimonio de todas las personas a quienes secuestró y
extorsionó, además de la declaración jurada de Julián Avana de que usted se
presentó ante él y su familia con el nombre falso de Amparo Méndez, y que
convenció a su cuñada de participar en un retiro familiar después del cual no
se supo nada más de la familia Avana, hasta que aparecieron muertos tres
años después.
—Tal vez podamos llegar a un acuerdo —sugirió el abogado—. Mi
defendida declara lo que sabe y ustedes notifican al juez acerca de su
disposición a colaborar.
—No hable por mí —ripostó Ana—. No voy a colaborar con nada, ni con
nadie. Ya lo he dicho por activa y por pasiva: no sé nada acerca de una secta,
ni de las personas que mencionan.
—Tienen más de veinte testigos —le murmuró casi en el oído el letrado a
su clienta con los dientes apretados.
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—Sigue siendo la palabra de ellos contra la mía.
—Señores. Me gustaría tener unas palabras a solas con mi clienta —les
pidió el abogado.
—De acuerdo —afirmó Santiago poniéndose de pie.
Ambos policías salieron de la sala de interrogatorios y bajaron al
despacho del comisario.
—¿Ya tienes lo que querías? —le preguntó Ortiz a Salazar en cuanto se
acomodaron en la oficina.
—Sí. Creo que esta corta conversación nos resultará muy útil.
—Pero lo negó todo.
—No esperaba menos. Ana Molina cree que es más lista que todos los
demás y también más importante, así que no cederá por mucho que argumente
su abogado. Ella no espera reducir su condena, sino salir bien librada de todo
esto.
—No estarás hablando en serio.
—Muy en serio. Y si no queremos que se salga con la suya debemos jugar
bien nuestras cartas.
—Néstor, te recuerdo que tenemos una veintena de testigos que la han
identificado como la responsable de todo esto.
—Es cierto, veinte personas que vienen de sufrir un trauma y necesitan
con desesperación un culpable a quien responsabilizar por lo que han tenido
que pasar. ¿Cuántas fichas de identificación encontró Manuel? ¿Cinco? Pues
hay cuatro personas más que tienen rasgos parecidos y dado el estado
emocional alterado de las víctimas, Molina podría argumentar que hay una
confusión de identidad. No la encontramos en el complejo donde funcionaba
la secta. Los chicos de científica no hallaron huellas de ella. Todos los delitos
los cometió a través de persona interpuesta. Tiene razón. En el fondo no
tenemos pruebas fehacientes de que es «la hija de Vishnu».
—A veces tus razonamientos me dan miedo. No me dirás que crees que
nos equivocamos y esta mujer es inocente.
—Desde luego que no. Estoy seguro de que está detrás de todo esto, pero
si ha tenido labia suficiente para engatusar a tantos adeptos, no es difícil que
pueda convencer a un juez.
—¿Qué hacemos entonces? Porque el interrogatorio del que acabamos de
salir no ayuda mucho.
—Al contrario. Gracias a ese interrogatorio no se saldrá con la suya.
Después que el abogado terminó de conversar con su defendida, los
policías le notificaron que habían terminado con su clienta por ese día. Tanto
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el letrado como la detenida se sintieron desconcertados, pues esperaban que
los detectives insistieran en arrancarle una confesión.
En lugar de eso, el comisario y el inspector jefe decidieron interrogar a
Modesta Pavía. Hicieron llamar a su abogado y les permitieron unos minutos
a solas para que conversaran. Cuando los policías entraron a la sala de
interrogatorios, encontraron una mujer alta, en extremo delgada y morena.
Jugueteaba nerviosa con la cadena de las esposas y parecía distraída. Miró a
los detectives con indiferencia y volvió a su entretenimiento. Néstor colocó su
portátil sobre la mesa.
—Señora Pavía —le dijo Santiago—. Supongo que es consciente de la
gravedad de los cargos que se le imputan.
—Mi clienta no cometió ningún delito —intervino el abogado—. Solo
acompañó a algunos de los ancianos que cuidaba a tramitar sus documentos
personales. El uso que estos ciudadanos dieran a sus pasaportes no es un
asunto que concierna a la señora Pavía.
—¿Me está diciendo que dos personas que no se encuentran en pleno uso
de sus facultades porque padecen enfermedades que comprometen su contacto
con la realidad, le pidieron que los acompañara a solicitar sus pasaportes y
luego abrieron una cuenta en Bahamas, en la cual se ha depositado dinero
proveniente de actividades delictivas? —preguntó Ortiz con tono de
incredulidad.
—No haremos ninguna declaración al respecto —respondió el defensor.
—Es comprensible —intervino Néstor—. Nadie quiere comprometerse a
sí mismo. En especial cuando crees que lo que has hecho es por un bien
mayor.
La enfermera dejó de mirar la cadena de las esposas, levantó la cabeza y
fijó su atención en Salazar.
—Es eso lo que te dijeron, ¿verdad Modesta? De eso te convencieron.
Obtener los pasaportes de un par de ancianos no era tan terrible. De cualquier
forma, ellos ya no los necesitarían y todo era por un bien mayor: «la búsqueda
de paz y armonía para alcanzar un estado espiritual avanzado». ¿Fue eso lo
mismo que te contaron cuando te pidieron que asesinaras a Lorena Varela y a
Warren Lyon?
—¿De qué está hablando? —preguntó el abogado, palideciendo.
—¿No se lo ha contado a su defensor, señora Pavía? —la presionó
Santiago—. No es bueno ocultarle cosas al abogado de uno.
La mujer frunció el ceño y bajando la cabeza volvió a concentrar su
atención en la cadena. Salazar suspiró, abrió el portátil y seleccionó un
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archivo. Comenzó a reproducirse un vídeo en el cual aparecía Ana Molina en
esa misma sala. En la medida en que la grabación iba avanzando, Pavía iba
prestando más atención y al final las lágrimas comenzaron a correrle por las
mejillas.
—He consagrado mi vida a las ideas que esta mujer me metió en la cabeza
—dijo por fin, aumentando el volumen en la medida que iba hablando—. La
he obedecido, he mentido por ella. Por su mensaje. He matado por ella,
incluso a una persona a la que quería…
—La señora Varela —sugirió Néstor. La detenida asintió con el rostro
bañado en lágrimas.
—Era una anciana muy dulce. Yo la apreciaba… No quería hacerlo… Me
sentí fatal, pero esta arpía me obligó. Me dijo que era por el bien de todos. Y
entonces lo hice. ¡Y después de todo eso, ahora sé que para ella solo soy una
estúpida!
—¿Qué hizo, Modesta?
—No está obligada a responder —le advirtió el abogado.
—Quiero hacerlo. Voy a hacerlo. Les contaré todo. Es verdad. Lo de los
pasaportes es verdad y los asesinatos también. ¡Yo maté a esos ancianos! ¡Y
también a otros tres! ¡Yo les suministré una sobredosis de cloruro de potasio!
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Capítulo 48
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a hablarle de «Vishnu» y le «confesó» que ella era su hija y que había sido
elegida para iluminar a quienes necesitaban ayuda para limpiar su alma.
Modesta se sintió fascinada, pues el grupo le otorgaba sentido de
pertenencia y sus postulados le parecieron muy nobles. Sin darse cuenta, en
poco tiempo los objetivos de la secta tuvieron prioridad sobre los suyos
propios. Ya había sido captada. No fue la única que sufrió este proceso. Otros
de los asistentes al curso también quedaron enganchados, como si la secta
fuera una droga de la que no pudieran prescindir.
Molina les convenció de que la elevación del alma requería un
desprendimiento de los bienes materiales y la mejor forma era entregárselos a
ella para que pudiera emplearlo en la salvación de nuevas almas. En esos días
todavía no había falsas cuentas, ni intermediarios. Todo quedaba a nombre de
Ana, o de Araujo, que para entonces era su amante.
Salazar tomó nota. Debían investigar los movimientos de esas cuentas en
las fechas señaladas por Pavía, porque eso sí constituía una prueba concreta
en contra de la astuta cabecilla. Al recibir todo el dinero de los primeros
adeptos, Ana vio incrementar su capital, así que ella y sus socios pudieron
expandir el negocio. Compraron una Bodega apartada que había ido a la
quiebra y la acondicionaron para recibir a los adeptos. Para entonces aún no
existían los barracones.
«Los hijos de Vishnu» funcionó como cualquier secta destructiva, hasta
que Ana se enteró de la existencia del fideicomiso de Julián Avana a través de
uno de sus clientes como escort. Fue entonces cuando decidió que haría lo
necesario para apropiarse de ese dinero. Asistió a una de las bacanales de
«Velázquez» con la intención de captarlo como adepto, pero enseguida
comprendió que eso sería imposible con alguien de la personalidad de Julián.
Sin embargo decidió mantenerse cerca con la intención de encontrar alguna
vía para lograr su objetivo.
Ana Molina era muy avariciosa y el éxito que había tenido con su estafa a
través de la secta solo hacía que anhelara más. La idea de las cuentas en
Bahamas usando la identidad de ancianos con problemas de memoria fue de
Araujo, y en un principio se usaron para recibir las «donaciones» de los
adeptos.
Para cuando «la hija de Vishnu» fijó su atención en los Avana ya existían
esas cuentas, que habían sido abiertas con la complicidad de un banquero
local: Jamal Spooner. Si bien Julián no era susceptible de caer en las
tentaciones espirituales de una secta, no ocurría lo mismo con los encantos
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femeninos de Molina. Ella se presentó como Amparo Méndez y se convirtió
en su amante, con lo cual pudo acercarse a él y su familia.
Natalia era una persona honesta que creía en la bondad inherente al ser
humano, así que cuando Julián se las presentó como su pareja, la señora
Avana vio a Molina como su futura cuñada. Ana se ganó su confianza, por lo
que Natalia se desahogó con ella de mujer a mujer, contándole sus problemas.
Fue cuando Molina elaboró el plan de extorsión para hacerse con el fondo
fiduciario de Julián.
El golpe fue fructífero y gracias a él consiguieron más de un millón de
euros con mucha facilidad, además del trabajo gratuito de dos adultos. Ya los
adeptos colaboraban, pero sería más fácil mantener su lealtad si podían
proporcionarles una vida fácil a costa de los prisioneros. Ellos solo tendrían
que encargarse de vigilarlos.
De esta forma comenzaron los secuestros de familias usando el retiro
familiar como carnada. Al mismo tiempo, aquellos adeptos más convencidos
como Modesta recibían encargos que también proporcionaban fondos a
Molina y sus cómplices.
Ortiz y Salazar grabaron en vídeo la confesión de la enfermera. Eso les
proporcionaba un sustento más sólido a las acusaciones. Además, en cuanto
se supo que Pavía había declarado todo lo que sabía, tanto Ana, como sus
cómplices decidieron mostrarse más colaboradores para ser beneficiados con
una actitud más benévola por parte de los jueces.
Entre declaraciones y comprobaciones, las horas pasaron sin que se dieran
cuenta. La oscuridad fue ganando poco a poco la ciudad de Haro, mientras la
plantilla de «San Miguel» se esmeraba en cerrar los últimos cabos sueltos del
caso. Para el final de la tarde pudieron estar seguros de que todos los
responsables de tanto sufrimiento tendrían que cumplir muchos años de
condena.
Era ya de noche cuando el comisario los envió a sus casas y en
compensación por el exhaustivo trabajo de las últimas horas, les dio libre el
día siguiente para que pudieran preparar las festividades con el fin de celebrar
la Navidad con sus familias. Solo debía acudir a trabajar Manuel, a quien la
suerte le había endilgado la guardia de ese día.
Salazar acompañó a Santiago a su casa para recoger a Salva. Debía
reconocer que ya lo echaba de menos. Encontró al chico muy entretenido
jugando con sus primos. Por insistencia de Carmela, ambos se quedaron a
cenar y aprovecharon para planear la velada navideña. Néstor aceptó llevar la
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guitarra para que los chavales pudieran cantar algunos villancicos. Carmela
los acompañaría con el piano.
Después de la cena, el inspector se negó a que su hermano o su cuñada los
llevaran de vuelta a casa. Consideró que el día de ambos había sido muy duro
y que merecían retirarse temprano a descansar. Él y Salva cogieron un taxi y
demoraron bastante en llegar a su destino, pues parecía que todos los
habitantes de Haro habían decidido salir de sus casas a hacer sus compras
navideñas. La gente caminando por las calles parecían hormigas, las tiendas
estaban repletas y los bares a tope con viandantes refugiándose del frío con
algún lingotazo de vino, o chinchón.
Por fin llegaron al barrio de «San Miguel». Néstor pagó el taxi y
recorrieron el corto trayecto a pie. El viento frío les cortó la piel, en especial
cuando llegaban a las esquinas. Se apresuraron y por fin alcanzaron su
destino. Antes de subir, entraron al bar para saludar a Gyula y a Dika.
—¡Qué bueno verte, figura! —lo saludó su amigo—. ¿Y tú, cómo has
estado, chaval?
Ambos le confirmaron que estaban bien. Después de corresponder al
saludo, Salazar le habló del asunto que le interesaba.
—¿Ya has recibido el pedido que te encargué?
—Al completo, pero ¿puedo preguntar quién es el beneficiario de tanta
generosidad?
—Luego te cuento. Ahora no puedo ni con el gabán por el cansancio.
Mañana tengo que ponerme al día con el mundo. ¿Podría Dika hacerse cargo
de Salva por un par de horas?
—Estará encantada.
—¿No es molestia? ¿No tendréis mucho trabajo?
—Como siempre, pero ya nos arreglaremos el camarero y yo, mientras no
sea a la hora pico de las comidas. ¿Y qué me decís de la Navidad? Seréis
bienvenidos. Tendremos cena especial: entrada de gambas al ajillo, cochinillo
al horno estilo segoviano con patatas, de plato principal y para postre variedad
de turrones. Todo acompañado por buen vino. Aunque en tu caso sería sidra y
para el chaval gaseosa, por supuesto.
—Se oye muy bien, Gyula, pero este año hemos hecho planes con
Santiago y su familia.
—¡Desde luego! Me alegra mucho que vayan tan bien las relaciones con
tu hermano. Aunque se os echará de menos. Y descuida. Mañana Dika
cuidará de Salva mientras tú haces esos recados tan importantes —afirmó
Gyula, siempre incondicional, mientras le guiñaba un ojo para hacerle
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comprender que sabía que uno de esos recados era comprarle un regalo de
Navidad al propio Salva, tarea a la que por supuesto no podía ir acompañado
por él, si no quería arruinarle la sorpresa.
Subieron a la buhardilla, donde para alivio de Salazar, Paca los recibió
con maullidos de felicidad, mientras se restregaba contra las perneras de los
pantalones de ambos. Néstor hizo una nota mental de comprar algún juguete
que mantuviera entretenida a su gata. Por el bien de su casa, esa Navidad Paca
también recibiría un regalo.
Al día siguiente, la luz ya iluminaba la sala de la buhardilla cuando un
agudo y estruendoso ruido despertó en forma abrupta a Salazar. Saltó de la
cama asustado y se dispuso a correr a la habitación de Salvador, que era de
donde provenía cuando comprendió su origen: la flauta de juguete que
Carmela le había regalado a su hijo. Cuando se sentó en el sofá-cama vio a
Paca, que parapetada debajo de una silla, en un rincón, con el lomo erizado y
las pupilas dilatadas le bufó enfadada. En esta ocasión, Néstor le dio la razón.
Se levantó y fue a ver al chaval. Lo encontró soplando con mucho entusiasmo
y poco acierto, haciendo lo posible para que de aquel artefacto saliera algún
sonido armonioso.
—Buenos días, Salva. ¿Llevas mucho tiempo despierto?
—Unos quince minutos. Como no podía encender el televisor porque te
hubiera despertado y no tenía nada que hacer, decidí practicar un poco con la
flauta. Traté de tocarla bajito, pero no me salió.
Néstor suspiró. Por lo visto su casa era el centro de aburrimiento del
barrio, tanto para su gata, como para su hijo. Sonrió.
—Estás muy entusiasmado con la flauta ¿verdad?
—Siempre he querido aprender a tocar un instrumento. Lo de cantar está
muy bien, pero no es suficiente para mí.
—De acuerdo, hagamos algo. Te prometo que cuando comiencen las
clases en enero, te inscribiré en el Conservatorio y te compraré una flauta.
—¿En serio? ¿Una de verdad?
—La que recomiende tu maestro de música, pero hasta entonces creo que
debes guardar esa.
—¿Por qué? ¿No sería mejor que fuera practicando?
—Es que al no tener orientación adecuada, puedes adquirir vicios que
después sean más difíciles de erradicar.
—Ah —respondió el chico algo decepcionado. Salazar se sintió muy mal
por manipularlo de aquella forma, pero era en beneficio de su propia salud
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mental y la de sus vecinos—. ¿De verdad prometes que podré aprender a
tocarla bien?
—Palabra de honor. Y ahora vístete que nos vamos a desayunar.
Mientras Salvador se preparaba para salir, Néstor se acercó a Paca con
una galleta para gatos, con sabor a sardina por supuesto. Después del soborno,
ella se dejó coger y acariciar el lomo. La tranquilizó y la dejó en su cesta,
luego de prometerle que no volvería a escuchar aquellos espantosos ruidos.
—Meeuu —respondió ella con una mirada de resentimiento. ¡Lo que tenía
que soportar una gata por culpa de sus humanos!
Recuperada la paz de su hogar, cuando Salvador terminó de acicalarse le
tocó el turno a él. Como se sentía fatal por haber engañado a su hijo, aunque
fuera por una buena causa, desayunaron chocolate con churros, acompañados
por el ruido del entrechocar de platos y tazas de un comedor atestado de
clientes. Le preguntó a Dika si podía hacerse cargo un rato del chaval, pues él
tenía pendientes algunos recados que terminaría con mayor celeridad si iba
solo. La joven novia de su amigo aceptó encantada, así que mientras Néstor
recogía casi todo el encargo que le había hecho a Gyula y salía a repartirlo,
ella regresó con Salva a su piso.
La primera botella de vino se la dejó a García, quien le agradeció el
obsequio y le prometió que lo guardaría hasta el día siguiente, para
compartirla con su familia. Al parecer era un buen caldo. Salazar no sabía
mucho de vinos, pero había dejado la selección en manos de Gyula. Incluso la
del encargo especial.
De la comisaría, después de saludar a Manuel y comprobar que no había
novedades, se encaminó a los tribunales, donde obsequió a Estela con otra
botella. La buena mujer lo colmó de bendiciones. Repartió casi todo el vino,
aunque le llevó varias horas. Por suerte encontró a todos los compañeros y
amigos que quería agasajar. Solo quedaban dos botellas. Una de ellas, la
especial. Un taxi lo dejó en la calle Conde de Haro y se alegró al comprobar
que el despacho del detective estaba abierto. Subió las escaleras y después de
llamar escuchó el timbre que indicaba que habían abierto la puerta.
—Ah, es usted —lo recibió Evelia con evidente decepción. Seguro que
esperaba un cliente.
—Buenos días. ¿Está don Braulio?
—¡Evelia! ¿Quién es? —gritaron desde el interior de la oficina, al mismo
tiempo que se abría la puerta y se asomaba la pulcra y elegante figura de
Quintero. La secretaria puso los ojos en blanco. No había manera de que ese
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hombre usara el interfono—. ¡Buen día, chaval! Me alegro de verte. Buena la
habéis liado tú y tus compañeros. ¿Te sirvió la información que te di?
—Me sirvió de mucho, don Braulio. He venido a agradecérselo.
—¡Pero si vienes hecho un pincel! ¡Si no pareces tú! —exclamó mientras
lo miraba de arriba abajo. Como ese día no estaba trabajando, Salazar había
prescindido del gabán y usaba un abrigo, más acorde con el tiempo y más
elegante—. Pasa, pasa. ¿Puedes traernos café, Evelia?
—Enseguida —respondió la secretaria con voz resignada.
—Esto es para usted, Evelia —le dijo Néstor, mientras le entregaba la
penúltima botella.
—¿Para mí?
—Por toda la paciencia que ha tenido conmigo.
Por primera vez desde que la conocía, Salazar vio sonreír a la secretaria
de Quintero. Les prometió que enseguida les llevaría el mejor café que habían
probado. Y cumplió. Cuando Evelia regresó a su escritorio después de
haberles servido el café, Salazar sacó la última botella y se la entregó a don
Braulio.
—¡Jooodeeer! —exclamó el detective contemplando la etiqueta—. Un
«Marqués de Leza, cosecha del 2010». Te debe haber costado un pastón,
chaval.
—No es nada en comparación con la ayuda que nos brindó, don Braulio.
—Pues tengo que reconocer que para mí fue una gozada. A ver, dame un
último regalo. ¿Qué me puedes contar de ese asunto?
Néstor pasó a explicarle todo lo que no pertenecía al secreto del sumario y
el detective lo escuchó fascinado.
—¿Y tenéis bien atada la acusación de esa arpía y sus cómplices? —le
preguntó en tono de advertencia—. ¿No los irá a librar alguno de esos
abogados listillos?
—Descuide, don Braulio. Tenemos todo bien atado.
—Pues me complace mucho saberlo, chaval —afirmó Quintero echándose
atrás en el asiento—. Tengo que reconocer que me has hecho sentir vivo de
nuevo. Esto ha sido como volver a formar parte de la Policía. Tal vez debería
ser yo quien te regalara la botella de vino.
—Me bastará saber que puedo volver a contar con usted si lo necesito,
don Braulio.
—¡Pues claro, chaval! Tú, cuenta conmigo cuando lo necesites.
—Gracias —respondió Salazar poniéndose de pie y estrechándole la mano
—. Supongo que pasará la Navidad en compañía.
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—Eh… Sí, claro, desde luego.
—Entonces me despido. Y que tenga usted unas felices fiestas.
Del despacho de Quintero, Salazar salió disparado a buscar una juguetería
donde comprar los regalos de los chavales, y también una tienda de mascotas
en la cual adquirió un artilugio con una base redonda, un palo curvado que
salía del centro y giraba, del cual colgaba un pez de plástico. La dependienta
le prometió que su gata pasaría horas jugando con aquello, porque era lo más
parecido a una presa y que no representaba ningún peligro si la dejaba sola
con el juguete encendido. Que solo necesitaba recargar la batería de vez en
cuando.
—Salazar aceptó la explicación y compro el costoso juguete. Después de
todo, se lo debía a Paca.
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Epílogo
A su regreso de cumplir con todos los recados, el inspector pasó por la casa
de Santiago donde le entregó a Carmela los regalos de los chavales. Ella lo
riñó por haberles comprado un juguete tan caro a los gemelos. Si cualquier
tontería los haría felices. Los consentía demasiado. Las palabras de su cuñada
trajeron a la memoria de Salazar las horas de angustia cuando secuestraron a
Lucas y decidió que nunca los consentiría lo suficiente. Para cuando regresó a
«San Miguel» ya anochecía. Una vez en casa, después de que Dika regresara
al bar, él y Salva pusieron el juguete de Paca en el suelo, pues al fin y al cabo,
los felinos no parecían demasiado interesados en las fiestas navideñas, a
menos que involucraran aromas culinarios.
La gata miró el juguete ladeando la cabeza como «gallina que mira sal».
En cuanto el inspector lo encendió y la cosa aquella se puso a dar vueltas,
Paca saltó hacia atrás con un bufido y fue a refugiarse al mismo rincón donde
se protegió del improvisado concierto de flauta.
—Tal vez hubiera sido mejor algo más sencillo —opinó Salva, con la
seriedad de sus ocho años—. Tu gata parece un poco asustadiza.
—Vamos Paca. Si no hay nada que temer —afirmó Néstor, tocando él
mismo el objeto para que la felina comprendiera que era seguro. Solo recibió
un «Mauuu» de desconfianza—. Tal vez debamos dejarlo ahí para que ella se
vaya acercando sola.
—Tal vez —lo apoyó su hijo, sin mucha convicción.
Diez minutos después, mientras ambos veían una película navideña acerca
de un tío verde que quería robarse la Navidad, Salva llamó la atención de
Néstor sobre la gata. Se había acercado con precaución al lugar donde se
encontraba el juguete. Seguía mirándolo con desconfianza y cuando menos lo
esperaban… Se puso a jugar con la caja. ¡Con la caja de cartón! Después de
lo que se había gastado en el último maullido de la moda en juguetes para
gato, ¡Paca prefería la caja de cartón! Salazar no sabía si reírse, o llorar. Optó
por lo primero para no darle un mal ejemplo a su hijo.
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Para variar, aquella noche se acostó temprano y al día siguiente regresó a
la comisaría, después de dejar a Salva en «La Callecita». Con todo el trabajo
que tendrían que hacer tanto Gyula y Dika como Carmela, no le pareció
considerado alterar la rutina de ninguno de sus familiares y amigos, así que
acordaron que Salva se quedaría en el bar leyendo, o pintando hasta que él
regresara. Así podrían vigilarlo sin interrumpir sus tareas.
Cerrado el caso de la secta, el día transcurrió entre el papeleo del traslado
de los detenidos al Centro de Retención Preventiva y el adelanto del trabajo
burocrático. Lo único reseñable fue el aviso de Manuel de que estaba
solicitando un traslado a Alicante, pues iba a casarse y su novia era de allí.
La noticia les cayó como un jarro de agua fría. Después de que habían
logrado cohesionar tan buen equipo, habría que ver a quién les mandaban
ahora. Como no había remedio, ambos lo felicitaron por su próximo cambio
de estado civil y le desearon la mejor de las suertes.
Santiago les permitió salir unas horas antes. Y a Néstor le recordó que lo
esperaba en su casa a las nueve. A esa hora exacta él y Salva llamaban a la
puerta de los Ortiz. La segunda botella de «Marqués de Leiza» se la entregó a
su hermano, quien la recibió con una sonrisa. ¡Desconcertante! Salvador le
entregó un ramo de flores a su tía, que él mismo decidió que debían llevarle,
ante lo cual Carmela no pudo evitar que se le saltara una lágrima. Los
gemelos comenzaron a dar saltos de alegría al ver llegar a su primo. Mientras
los niños se pusieron a jugar, los adultos se sentaron en la sala, en cuya mesa
de centro había bandejas con queso manchego, jamón de Jabugo, nueces,
turrones y otras exquisiteces. Santiago abrió la botella de vino y sirvió una
copa para su esposa y otra para sí mismo. A Salazar le ofrecieron sidra.
Néstor se sentía extraño, pero feliz. Las últimas navidades que había
pasado en familia él tenía la edad de Salva y su padre estaba vivo. Decidió no
pensar mucho en ello o se pondría a llorar de la emoción. Y menudo
espectáculo. Llevaban quince minutos de esa guisa cuando llamaron a la
puerta. La copa casi se le cae de la mano al inspector cuando vio entrar a
Sofía y un rápido vistazo le permitió descubrir la mirada de picardía que se le
escapó a Carmela, lo cual le hizo comprender que aquello era una encerrona.
Decidido a relajarse, pasó por alto la intromisión de su cuñada, que estaba
convencida de que él debía asentar cabeza con una chica y que no había mejor
aspirante que la subinspectora. Se hizo el tonto, algo que se le daba muy bien.
En los primeros minutos, Sofía estaba un poco cohibida. Después de todo, esa
era la casa del comisario. Y Ortiz imponía, pero poco a poco, gracias a
Carmela se fue sintiendo en confianza. Hablaban de lo humano y lo divino
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cuando los chavales se acercaron. Parecían compungidos, lo que preocupó a
los adultos.
—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá! —venían gritando los gemelos, casi llorando.
Su primo los seguía con las lágrimas corriéndole por las mejillas.
—Pero ¿qué gritos son esos? ¿Se puede saber qué os ocurre?
—Es que… Salva nos ha dicho algo… Pero es mentira, ¿verdad? Solo
quiere chincharnos. ¿Verdad?
—Pues no lo sé. ¿Qué os ha dicho?
—Es que está triste —explicó Lucas—. Le hemos preguntado por qué, si
hoy es Navidad y San Nicolás debe venir esta noche para traernos juguetes.
Entonces nos dijo que está triste porque tiene miedo de que su mamá se pueda
morir. Pero eso no es posible, ¿verdad? Las mamás y los papás no se pueden
morir, sino cuando son muy… Muy viejos. Mucho más que los abuelos.
¿Verdad que tú y papá no os vais a morir nunca? ¿Verdad, mami?
—Por supuesto que no nos vamos a morir —sentenció Santiago con toda
la firmeza que pudo, disimulando su emoción. A Carmela se le había hecho
un nudo en la garganta que no le permitía hablar. Solo pudo abrir los brazos
para abrazar con fuerza a sus hijos, como si pudieran desaparecer si no los
sujetaba con suficiente energía.
A un gesto de Néstor, Salvador corrió a su lado y él también lo abrazó. El
niño lloraba con desconsuelo.
—Tu mamá se va a poner bien, Salva —le susurró al oído—. Ya lo verás.
—¿Lo prometes? —preguntó el chiquillo con los ojos bañados en
lágrimas.
—Estoy seguro de que será así, pero ya está bien —afirmó Salazar dando
un par de palmadas—. Hoy no es día de estar tristes. A ver, ¿quién quiere
cantar villancicos?
Los chiquillos se enjugaron las lágrimas y asintieron. Él acompañó con la
guitarra a Carmela, que tocó el piano, mientras adultos y chavales cantaban en
coro. Cuando Salvador se tranquilizó, lo invitaron a cantar como solista.
La actividad familiar cambió el humor de los niños, que volvieron a su
habitual alegría. Luego los Ortiz sirvieron la cena, durante la cual Salvador
parecía haber olvidado su tristeza, mientras conversaba con Sofía.
Lo pasaron bien. En familia, que es la mejor forma de vivir esas fiestas.
Sofía se despidió poco después de la cena, agradeciendo a todos por la velada.
En especial a Carmela. Ella no tenía a nadie en Haro y de no ser por esa
invitación hubiera tenido que pasar la Navidad en soledad. A los chiquillos
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los acostaron antes de la medianoche, con la advertencia de que si insistían en
quedarse despiertos, San Nicolás pasaría de largo.
Solo bajo esta amenaza aceptaron retirarse a dormir. Los adultos
aprovecharon la ausencia infantil para colocar los regalos debajo del Árbol de
Navidad, después de lo cual también se fueron a acostar. Carmela había
acondicionado el cuarto de huéspedes para su cuñado y Salva dormía en la
habitación de sus primos.
A la mañana siguiente los despertaron los gritos de alegría de la
chiquillada cuando descubrieron sus regalos al pie del Árbol.
—¡Papá, mamá! —gritaban los gemelos—. Mirad, San Nicolás nos ha
traído un futbolín de verdad.
Néstor sonrió cuando vio que su regalo les había gustado, pero su alegría
fue mayor cuando contempló la cara de Salvador al descubrir la consola. San
Nicolás también les había dejado un par de patines a cada uno y por suerte,
ningún otro instrumento musical.
No fue fácil separar a los chavales de sus nuevos juguetes para desayunar,
pero entre ruegos y amenazas, Carmela por fin lo consiguió.
Durante el desayuno, Salvador miró a su padre con seriedad.
—Papá, quería preguntarte si Sofía es tu novia.
La pregunta sorprendió tanto a Salazar que el café se desvió de su camino
y lo hizo toser. Cuando recuperó el aliento, después de algunos golpes en la
espalda por parte de Goliat, que casi le arrancan los pulmones, por fin pudo
responder.
—Sofía es una buena amiga y compañera de trabajo, Salva. No debes
sentirte amenazado. Ahora para mí tú eres lo más importante.
—No te lo pregunto por eso —le corrigió el chiquillo tomándose su
chocolate y balanceando las piernas, que no llegaban al suelo—. ¡Es que
Sofía me gusta y he decidido que es la mujer de mi vida!
Esta vez el café de Néstor salió disparado por la nariz y la cantidad de
golpes que necesitó para recuperarse fue mucho mayor. ¿Tendría alguna
costilla fracturada? Desconcertado, como no lo había estado en su vida miró a
su hermano, que mantenía una sonrisa cínica que le hubiera gustado borrar de
un sopapo, y a su cuñada, que reía entre dientes. Por ahí no recibiría mucha
ayuda.
—Bienvenido al mundo de los padres —anunció Carmela—. Si ya habéis
terminado de desayunar, ¿por qué no os vais a jugar?
Los chicos obedecieron, dejando al pobre inspector en estado de choque.
—Descuida, eso es normal —lo consoló su cuñada.
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—¿Normal? ¡Pero si solo tiene ocho años!
—Si yo te contara la de veces que los gemelos se han enamorado de sus
maestras… ¿Es que acaso tú no te enamoraste platónicamente de ninguna
chica mayor cuando eras un chaval?
—Bueno, sí, pero eso era diferente.
—¿Por qué? —Salazar se quedó en blanco. Por primera vez en su vida, no
tenía la respuesta—. Deja de preocuparte, anda, que para cuando lleguéis a
vuestra casa, ya lo habrá olvidado.
Y así fue. En todo el trayecto, Salvador no volvió a mencionar su
enamoramiento con Sofía, para gran alivio de Néstor. Cargados con la
consola y los patines llegaron a «San Miguel» y en la puerta de la buhardilla
se encontraron una sorpresa.
—¡Mamá! —gritó Salvador, arrojándose en los brazos de Sara, que de
inmediato comenzó a llorar.
—¡Sara! ¡Qué agradable sorpresa! —afirmó Salazar.
—Hola, Néstor. ¿Puedo pasar?
—Por supuesto.
Entraron a la buhardilla y se sentaron en la sala. El inspector le preguntó
si quería café, o agua, pero ella declinó la oferta. Lo único que necesitaba era
mantener abrazado a su hijo.
—He venido porque terminé mi ciclo de quimioterapia, pero además se
me ha presentado una oportunidad que no puedo desaprovechar. He entrado
en un protocolo de investigación para un nuevo tratamiento con
inmunoterapia. Al parecer los resultados son muy alentadores en el tipo de
cáncer que yo padezco.
—Esa es una gran noticia, Sara. ¿Y cuándo comienzas el tratamiento?
—Lo antes posible. El único problema es que debo ir a Suiza.
—¿Eso es muy lejos, mamá?
—Un poco, pero quiero que vengas conmigo.
—¿Y quién cuidará de él en Suiza? —preguntó Salazar, preocupado.
—El tratamiento que debo recibir tiene efectos secundarios, pero no son
tan incapacitantes como los que he sufrido hasta ahora. Además, la clínica
cuenta con un albergue para los hijos de los pacientes, donde hay
psicopedagogas que se ocupan de los niños cuando es necesario. Salvador
estará conmigo el mayor tiempo posible.
—¿Cuándo te lo llevarás? —preguntó Néstor, sintiendo un vacío en el
pecho.
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—Debemos salir cuanto antes —afirmó ella—. Salva, ve a preparar tu
maleta.
El chico se retiró a la habitación obedeciendo a su madre. En cuanto
abandonó la sala, Salazar se encaró con su exnovia.
—¿Estás segura de que es lo mejor para él?
—Siempre he hecho lo que he creído que es mejor para él, aunque de
algunas cosas no me siento orgullosa. Hay algo que debes saber, Néstor.
—Sé lo que me quieres decir —afirmó Salazar, acongojado—. Salva no es
mi hijo.
—¿Lo sabías? —Él asintió.
—Pero entonces, ¿por qué aceptaste la responsabilidad de cuidarlo?
—Me di cuenta cuando leí su certificado de nacimiento. Tendrías que
haber tenido un embarazo de once meses para que fuera mi hijo. Quise llamar
a la trabajadora social para advertirle que impugnaría la decisión judicial con
base en esa prueba, pero no pude localizarla y se presentó aquí con el
chiquillo. Cuando lo vi, tan indefenso, pero enfrentando a un mundo que le
resultaba hostil… No lo sé. Me recordó a mí mismo y me dije que no podía
permitir que terminara en un Centro de Acogida, así que no me di por
enterado. Es del otro, ¿verdad? Del hombre por el que me dejaste.
—En esos días tenía un cerebro de chorlito, Néstor. Me preocupaba que
nos estancáramos por tu falta de ambición. Entonces encontré un hombre que
sí era ambicioso. Tanto, que después de que te había dejado por él encontró
otra mujer. Una chica proveniente de una familia de renombre que le ayudó a
medrar en la escala social. Vive con ella y tiene dos hijas. Cuando le conté
que estaba embarazada y que el niño era suyo, quiso que abortara. Me negué
y crie sola a Salvador. Por eso no insistí en encontrarte. Tú no eras el padre.
—No mamá. ¡Él sí es mi papá! —Se escuchó la aguda voz de Salvador,
que traía una pequeña maleta en la mano.
—¡Salvador! —exclamó Néstor, preocupado—. ¿Cuánto tiempo llevas
escuchando?
—Lo he oído todo y no me importa quién es ese señor que dices que es mi
padre —sentenció afrontando a su madre—, porque mi papá es Néstor. No
quiero que nadie más lo sea.
Salvador soltó la maleta y corrió a abrazar a Salazar, quien lo apretó
contra sí, sorprendido porque pese a que él sabía desde el principio que el
chiquillo no era su hijo, lo quería como si lo fuera. Sara no pudo evitar las
lágrimas.
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—Esto demuestra que no me equivoqué cuando decidí que tú cuidaras de
Salva si algo me pasaba. Su padre biológico se hubiera limitado a llevarlo a
un internado, pagar las cuentas y desentenderse.
—Está bien, Salva —le dijo Néstor—. Para mí, tú siempre serás mi hijo,
pero ahora debes ir con tu madre, para que pueda hacerse ese tratamiento que
la cure.
Salazar lo ayudó a empacar la consola y los patines para que también
pudiera llevárselos. Luego le alborotó el cabello.
—¿Volveré a verte? —preguntó el pequeño.
—Vamos a hacer algo. Dile a tu madre que me haga llegar vuestra
dirección y yo te enviaré un móvil para que podamos hablar por wasap. ¿De
acuerdo?
El chiquillo asintió, recogió su maleta y después de abrazar de nuevo a
Salazar, salió de la buhardilla. Quién sabía cuándo lo volvería a ver.
En cuanto Sara y el chico se marcharon, el inspector sintió que la casa se
le venía encima. Le parecía que era enorme y vacía. Paca, intuyendo el estado
de ánimo de su humano se subió a su regazo, donde se acurrucó. ¡Que una
gata tenía que ser agradecida! Después de acariciarle el lomo un rato, Néstor
la dejó en su cesta, cogió su abrigo y salió a caminar por las frías y desiertas
calles de Haro.
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M. J. FERNÁNDEZ es el seudónimo de Mercedes Julieta Fernández Hurtado,
quien ejerció la Medicina por más de treinta años. Un problema de salud le
dejó como secuela una sordera parcial, que la forzó a retirarse de su profesión.
Ávida lectora desde la infancia convirtió la escritura en una terapia y
descubrió una segunda vocación. Después de guardar sus escritos para sí
misma por varios años, decidió publicar Los hijos del tiempo, la primera de
una larga lista de novelas policiales. Hasta hoy, lleva publicados diecisiete
libros, incluyendo la serie del inspector Salazar, la favorita de la mayoría de
sus lectores.
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