Jean Pierre Luminet - El Incendio de Alejandría

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JEAN-PIERRE LUMINET

EL INCENDIO DE
ALEJANDRÍA
Traducción de
Manuel Serrar
Título original: Le baten d'Euclide
Traducción: Manuel Serrar
1° edición: febrero 2003
© Éditions Jean-Claude Lattés, 2002
© Ediciones B, S. A.
Bailén, 84 - 0800v Barcelona (España)
www.edicionesb.com

Printed in Spain
ISBN: 84-666-1069-3.
Depósito legal: m.259-2003

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Crta. Villaviciosa a Móstoles Km. 1
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TABLA DE CONTENIDOS
El incendio de Alejandria
Mapa
ALEJANDRÍA, AÑO 642
I
II
III
IV
MILENIO
El Universo en rollos (Primer curso de Filopon)
Donde Amr se ejercita en la filosofía
La Biblia de los Setenta (Primer panfleto de Rhazes)
Donde Amr se reconoce traductor
Las insolencias de Euclides (Primer canto de Hipatia)
Donde Amr hace la corte
Las estrellas y la arena (Segundo canto de Hipatia)
Donde Amr se ejercita en la ironía
Los atletas del saber (Segundo panfleto de Rhazes)
Donde Amr se reconoce poeta
La guerra de las bibliotecas (Segundo curso de Filopon)
Donde Amr se hace romano
La cabellera de Berenice (Intermedio nocturno)
El soldado y la diosa (Tercer curso de Filopon)
Donde Amr pide ayuda
El judío y el emperador (Tercer panfleto de Rhazes)
Donde Amr se pregunta sobre el destino
El astrólogo y el estoico (Cuarto panfleto de Rhazes)
Donde Amr cambia de bando
La mujer y el obispo (Ultimo canto de Hipatia)
Donde Amr se hace escriba
SABIDURÍA HUMANA
El mensaje
Omar
Silogismos
Las termas de Alejandría
EPILOGO
El bastón de Nicolás
POSTFACIO
ANEXOS
Personajes
Cuadro sinóptico de los reyes y los sabios
Notas eruditas
Agradecimientos
Notas
A la memoria de André Balland
ALEJANDRÍA, AÑO 642
I
Bajo el delgado creciente lunar, se recortaba la silueta de dos altas
torres gemelas, que enmarcaban el portal de la ciudad amurallada.
El emir Amr ibn al-As observó con aire pensativo las pesadas
puertas claveteadas del barrio de los palacios, que brillaban
débilmente a la luz de las hogueras de los vivaques y al resplandor
intermitente del Faro. Allá en Medina, el califa Omar, príncipe de
los creyentes, le había ordenado hacer desaparecer todo rastro de
paganismo en la orgullosa Alejandría. Destruiría, pues, esas torres.
Mil años de civilización tenían que perecer mediante el fuego y la
espada.
A Amr eso no le gustaba. Por muy guerrero que fuera, prefería
convencer con la palabra que vencer por la fuerza. E imaginar que
su nombre pasaría a la posteridad como el de un destructor no le
complacía en absoluto. Alzó entonces los ojos al cielo nocturno,
como si pretendiera descifrar un mensaje en los clavos de oro que
brillaban en lo alto. Era un cielo menos puro que el del gran
desierto, pues lo enturbiaba la cercanía del mar. Al día siguiente,
Amr entraría en Alejandría. No como antaño, en calidad de un
comerciante que conducía sus camellos cargados de seda y
especias, sino como un guerrero, como el conquistador de Egipto a
la cabeza de sus beduinos.
En la toma de los arrabales se había mostrado magnánimo. Ni
un templo pagano saqueado, ni una casa de cristiano o de judío
desvalijada, ni una mujer violada. Sus beduinos se habían
comportado como liberadores, así se lo había ordenado. Pero
mañana sería otra cosa. El barrio de los palacios era rico y sus
soldados no comprenderían que se les prohibiera aprovecharse de
ello. Y, además, sería preciso derribar esas estatuas de divinidades
paganas que los griegos conservaban con la excusa de que eran
arte, y esos idólatras retratos de la faz de Dios y de sus profetas.
Por otro lado, habría que quemar todos aquellos libros de los
tiempos antiguos, que propalaban supersticiones y mentiras.
Como sentía curiosidad por las cosas foráneas, Amr no iba a
disfrutar destrozando todo aquello. La poesía sobre todo le parecía,
pagana o no, respetable y vinculada siempre a lo sagrado. Cuando
todavía era un simple comerciante, Amr había viajado mucho. Sus
caravanas le habían llevado hasta Antioquía, al norte, a Isfahán
hacia levante y, naturalmente, a Alejandría, a poniente. Poco
seguro aún de su fe en la palabra del Profeta, una vez que había ya
colocado sus mercancías en esas ciudades extranjeras, se reunía
con magos, sacerdotes, rabinos, y les hacía mil y una preguntas
sobre sus cultos, sus leyendas, la concepción que tenían de la
Tierra y del Universo. Había aprendido así a conocer al otro, a
comprender al extranjero. Se interesaba por todo, incluso por su
comida, de modo que había adquirido un halagador bagaje de
conocimientos que le había convertido, en Medina y en La Meca,
en un letrado escuchado por los ancianos y los poetas. Pero ya no
había lugar para los intercambios ni las preguntas. La guerra santa
no se prestaba a ello. Como la ola vuelve a la arena, Amr había
regresado, junto con sus hordas de guerreros del desierto, para
sumergir Alejandría.
II
Filopon se dijo, con una amarga sonrisa, que el jinete del
Apocalipsis era muy impaciente: si hubiera aguardado aún
veintitrés años, Alejandría habría festejado su milenario entre
llamas y sangre, proclamando el reino del Anticristo.
Por otra parte, ¿no había llegado ya el fin de los tiempos?
¿Acaso el Museo rodeado de peristilos no estaba sufriendo una
muerte lenta, con sus losas de mármol agrietadas por las saxífragas,
sus pilares mancillados por inscripciones obscenas, mientras en las
salas de la Biblioteca de rotas ventanas y dentro de los armarios
corroídos por los insectos, el calor y la humedad hinchaban,
amarilleaban y agrietaban los rollos de papiro y los pergaminos
encuadernados, a los que ni siquiera protegía ya su irrisoria
cubierta de polvo?
Y él, Juan Filopon, ¿no estaba cubierto también por el polvo de
los años? Toda una vida —un siglo casi— intentando salvar mil
años de labor y de sapiencia humanas en busca de la verdad del
Universo se vería, mañana, reducida a la nada. Esos mil años se
amontonaban ahí, en un desorden que no dejaba de crecer. No
había ya pacientes copistas que transcribieran los manuscritos
llegados desde los cuatro puntos cardinales, ni eruditos traductores
que trasladaran al griego las leyendas, los mitos y la ciencia de los
imperios de levante. Ni tampoco sabios para clasificar, examinar,
redescubrir y glosar las obras de los antiguos. Sólo quedaba él,
Juan Filopon, filósofo cristiano, venerable gramático y, sobre todo,
el último bibliotecario al que la muerte iba a llevarse muy pronto.
Él, pero también Rhazes, sabio médico, su abnegado ayudante, que
velaba por la Biblioteca como si fuera el más frágil de sus
pacientes. Lamentablemente, aquel hombre, joven aún, era judío y
mostraba un escepticismo irónico ante las polémicas que
desgarraban la Iglesia cristiana. Un judío, bibliotecario del Museo
de Alejandría, ¿cómo pensarlo siquiera? ¿Cómo pensar, también,
en poner al frente de la mayor biblioteca del mundo a la bella
Hipatia, la sobrina nieta del viejo gramático, a quien el estudio de
Euclides y Tolomeo hacía olvidar en exceso la lectura de Pablo y
de Agustín? Además, era sólo una mujer.
Desde hacía mucho tiempo, del mar ya no llegaban barcos
cargados de lana, de vino, de aceite, de especias, de metales
preciosos y de libros. Roma estaba en manos de los bárbaros,
Atenas era un lejano arrabal de Constantinopla, Pérgamo un nido
de águilas ya vacío y Jerusalén una aldea miserable cuya propiedad
los camelleros disputaban a los perros.
Sin embargo, a veces, atracaba en el puerto un mercader
famélico que venía a vender a Filopon algunos volúmenes
desportillados que el anciano hojeaba con hastío para encontrar en
ellos, con sus ojos fatigados, la misma glosa remachada, la misma
coja exégesis de truncadas citas de Orígenes, Basilio o Agustín.
Algunos años antes, Filopon había tenido ocasión de hablar con
uno de esos mercaderes árabes que habían intentado venderle su
libro sagrado. Era obra de uno de esos innumerables y falsos
profetas que proliferaban entre Jerusalén y la Arabia Feliz, medio
locos y charlatanes pues, para ser convincentes, esos energúmenos
tenían que creer, ellos mismos, en sus fábulas.
Como Filopon no descifraba esa escritura ideográfica de
caracteres bastante hermosos pese a estar grabados en omoplatos
de dromedarios o en piel de cabra, rústica prima del pergamino, le
pidió al mercader en cuestión que le leyera el texto.
Era una ingenua visión del Antiguo y del Nuevo Testamento,
en la que un profeta nómada, el tal Mahoma, contaba la historia de
Moisés, María y Jesús a los paganos como se hace con los niños.
Todo aquello era ignominiosamente blasfemo; Mahoma llegaba
incluso a decir que los cristianos eran politeístas y el Salvador un
profeta como muchos otros. Pero ese simple modo de hablar podía
seducir a campesinos y pastores. Prueba fehaciente de ello era ese
ejército de beduinos contra el que la humilde gente egipcia, pagana
sin embargo, no había resistido ni en Heliópolis ni en los arrabales
de Alejandría. Y, ahora, el invasor aguardaba la aurora para romper
las puertas de la ciudadela griega, última muralla de la civilización,
y destruir lo que quedaba por destruir, quemar lo que quedaba por
quemar.
Filopon habría podido guardar el libro en cuestión e intentar
aprender la lengua árabe, pero debía ser prudente, incluso en
Alejandría. A los doctores en teología de Bizancio, sus enemigos,
les habría sido fácil acusarle de simpatizar con la secta de esos
bárbaros. Había dejado, pues, que el mercader se fuera, pero se
quedó amargado al no poder proseguir la obra de sus ilustres
predecesores, cuya ambición era recolectar todos los libros del
mundo. El mercader le había asegurado que las palabras de
Mahoma que se recitaban en público sólo estaban anotadas en este
libro de modo muy parcial. El supuesto profeta, que era analfabeto,
no las había consignado por escrito, pero sus compañeros conocían
de memoria los seis mil doscientos treinta y seis versículos
directamente inspirados, según creían, por Dios.
Rhazes, el ayudante del viejo gramático, había tenido menos
escrúpulos: había aceptado guardar en su casa ese Corán para
estudiarlo. De hecho, lo hacía para enriquecer su colección de
objetos curiosos y divertidos que le gustaba enseñar a sus amigos:
piedras o maderos de formas extrañas arrastrados por el mar,
fragmentos o copias de estatuillas del antiguo Egipto de los
faraones, ingenuas figuras garabateadas sobre nácar por pescadores
o mendigos. De todos modos, como buen médico, a Rhazes sólo le
interesaban los misterios del cuerpo; siendo judío, se negaba a
tomar parte en los debates teológicos que, sin embargo, conmovían
la tierra entera. A la sazón, Filopon lamentaba no haber adquirido
los escritos en cuestión. Tal vez habría podido volverlos, como un
arma, contra los bárbaros. Unos bárbaros que, mañana, tomarían la
ciudad. ¿Qué destino reservaban a los millones de retazos de
pensamiento humano amontonados allí? Era ya un milagro que
Filopon hubiese logrado salvarlos durante los sombríos decenios
que acababan de transcurrir. Ni los persas, ni los obispos de
Bizancio se habían atrevido a destruir la Biblioteca o a saquearla.
Pero, esta vez, estaba en efecto en peligro de muerte. De modo que
Juan Filopon aguardaba la liberación, en las largas salas silenciosas
del Museo abandonado.
III
—¡Esta es la obra de Dhu al-Qarnain, el que tenía dos cuernos!
Amr dijo esas extrañas palabras en un griego casi perfecto en el
que sólo afloraba un leve acento gutural. Filopon levantó la cabeza
y le contempló con aire asombrado. Cuando, de madrugada, había
oído el ruido de los pasos y el tintinear de las armas de los soldados
que penetraban en el Museo, el viejo filósofo había decidido morir
imitando a Arquímedes. Había abierto en la mesa de mármol una
antigua copia del Hippias Mayor y anotado, al margen de la
fórmula de Sócrates: «Digo que, a nuestro entender, lo bello es lo
útil», el inicio de un comentario: «Sin duda, pero…», dejando
voluntariamente su frase en suspenso. Al cabo de un instante, la
espada le atravesaría y, durante siglos, la posteridad repetiría que,
una vez más, el pensamiento había perecido, inconcluso y ahogado
en sangre. Era una impostura irrisoria, pero una sublime
advertencia para las generaciones futuras.
—¿El que tenía dos cuernos? —preguntó—. Ignoro de quién
hablas, general. ¿Es acaso uno de vuestros sanguinarios ídolos,
Baal o Moloch, para quienes degolláis mujeres y niños en vuestras
regiones salvajes?
Filopon esperaba que el conquistador árabe, enfurecido por esa
insolente réplica, acabaría deprisa con él. Pero, por el contrario,
Amr soltó una enorme y franca carcajada:
—Si hubieras aceptado el libro que antaño te ofrecí sabrías,
noble anciano, que hablo de aquel a quien vosotros llamáis
«Alejandro», y a quien el Profeta denominaba Dhu al-Qarnain, o
Iskandar.
¡De modo que era él! El mercader vivaracho que había
intentado venderle aquellos omoplatos grabados había regresado,
revestido con la arrogante coraza del guerrero. Y no tendía a
Filopon unos torpes versículos, sino una espada. El viejo filósofo,
desconcertado por un instante, se dijo que a fin de cuentas el
general quizá fuera menos temible de lo que parecía. No pudo
evitar una sonrisa. ¡De modo que las fábulas referentes a Alejandro
Magno habían llegado a los confines del mundo! El propio
Alejandro, en su afán por ser divinizado en vida, pretendió que le
había entronizado el dios egipcio Amón, al que representaban con
cabeza de carnero, en el oasis de Siwa. Luego, había ordenado que
a partir de entonces todas las efigies suyas que se fabricaran en
Alejandría llevasen en la frente los cuernos del ídolo.
Sin embargo, Amr había percibido la escéptica sonrisa del
anciano. Con gesto autoritario, despidió a su escolta, tomó un
taburete y se sentó familiarmente al otro lado de la mesa.
—El ignorante beduino que soy, oh sabio Filopon, ha
comprendido muy bien que ésa era una parábola que el
Omnipotente dictó a su Profeta para indicar que, al igual que
Alejandro edificó esas murallas de bronce, Alá había construido el
infierno como morada para los infieles.
Filopon se sintió incómodo. El, que se había preparado toda la
noche para una muerte gloriosa a manos de un bruto, se encontraba
charlando con un hombre de unos cuarenta años, afable y
encantador, de gestos suaves y sensuales, ojos de un negro
profundo y brillante, elegante en su larga túnica de seda blanca con
adornos de oro.
Recuperó la esperanza. No todo estaba perdido. ¿Acaso el sabio
Casiodoro no había, en su tiempo, salvado Roma al convertirse en
consejero del godo Teodorico? Amr nada tenía de bruto. Además,
acababa de revelar una de sus debilidades: como todo militar,
soñaba con alcanzar la gloria de Alejandro. No había que
alarmarle. Filopon decidió cambiar de actitud trocando el tono
sarcástico que había adoptado hasta entonces por el del viejo sabio,
paternal y resignado.
—Tienes razón, general. De la voluntad de Alejandro nació
esta ciudad. El mayor soldado del universo descansa en ella, pues
su cuerpo fue enviado aquí desde Babilonia en un ataúd de oro.
Lamentablemente, su mausoleo fue pillado por no sabemos qué
invasores.
Era una flagrante mentira histórica, pero el árabe comprendería
la alusión y desvelaría sus intenciones.
—Ignoraba el hecho —replicó Amr con un poco de ironía—.
Cuando, como mercader llegado de mi desierto, preguntaba yo a
mis clientes por la tumba de Alejandro, me contaban que un
antiguo rey de tu gran ciudad había cometido el sacrilegio de
apoderarse de los tesoros que albergaba el mausoleo, para pagar su
ejército y lanzarse a la guerra contra su propio hermano, que le
disputaba el trono. Sin duda era una de esas fábulas que corren de
feria en feria y que el crédulo beduino que soy se tragó
ingenuamente…
Filopon se mordió los labios. De nuevo había infravalorado los
conocimientos de su interlocutor. Amr fingió no ver esa turbación
y prosiguió:
—Nuestras tumbas, las de los discípulos del Profeta, no corren
el riesgo de ser profanadas. Ponemos a nuestros muertos en la
tierra para que lleguen desnudos a los jardines de Alá, donde todo
les será proporcionado, Y desnudos seguirán hasta el día de la
Resurrección y del Juicio.
—No estaremos desnudos el día del Juicio, sino que
cargaremos con nuestros pecados y nuestros crímenes. Y los que
roban, desvalijan, matan, destruyen la obra del Creador que ha
dado al hombre, al revés que al animal, el poder de comprender el
mundo para mejor adorarle, arderán en el infierno por toda la
eternidad. ¿Lo sabes, general Amr?
—Lo sé, y sé también por qué el Creador aniquiló Sodoma y
Gomorra.
—No eres el ángel de la muerte —replicó con dulzura
Filopon—. Y Alejandría no es la nueva Babilonia.
Se miraron con fijeza, en silencio, unos instantes. Un viento
frío procedente del mar silbaba bajo el peristilo y hacía temblar el
pergamino de Platón puesto sobre la mesa. Amr inspiró
profundamente y dijo por fin:
—Cierto es que soy sólo un mercader que se hizo soldado de
Dios. Cierto es también que eres un hombre virtuoso y sabio,
Filopon, pero es cierto asimismo que los sumos sacerdotes de tu
religión son ricos, a pesar de la ejemplar pobreza de ese profeta al
que llamáis dios, Jesús. Ya te lo he dicho: soy soldado. Obedezco
las órdenes de mi califa, el comendador de los creyentes, Omar
Abú Hafsa ibn al-Jattab. Si decide que tu ciudad debe ser castigada,
castigaré. Si hace un acto de clemencia, obedeceré con alegría.
Filopon había imaginado a Amr y su ejército como una de esas
hordas que desde las llanuras del norte se precipitaban sobre la
Cristiandad, comandadas por jefes de guerra que se atribuían, cada
uno de ellos, el título de rey y tenían como único dios, como único
ideal, el oro y la riqueza que pensaban hallar tras los muros de
Roma o de Constantinopla. Pero esta vez tenía frente a él a un
verdadero general, que obedecía las órdenes de ese Omar, rey o
papa de Arabia, y que conocía el Antiguo y el Nuevo Testamento,
aunque esos heréticos hubieran creído conveniente añadir un
tercero, el Corán, que no resistiría el más bobo de los debates
teológicos. Pero, al menos, Filopon se había tranquilizado: éstas
eran gentes del Libro. Así pues, tal vez respetaran los demás libros,
los que contenía la Biblioteca. Además, por el tono que había
empleado Amr para hablar de su «califa», como él decía, el viejo
filósofo había notado que el general no sentía por su monarca toda
la veneración que le debía. Éste era un asunto que también valía la
pena investigar.
—Ignoro —dijo por fin— por qué crimen quiere tu señor
castigar a esta ciudad, que fue la mayor del mundo y a la que
llamaron la nueva Atenas. ¿Es acaso un crimen resistirse a un
invasor? ¿Y quién se os resistió en este último asalto? Los navíos y
los soldados de Bizancio. Pero han huido. La ciudad es tuya y sólo
tienes ante ti, como vencido, a un viejo cuya sola esperanza es ya
únicamente la de consagrar sus últimos días a la preservación de
todo el saber que le rodea y que es el único ejército que puede
presentarte resistencia.
El semblante de Amr se encendió. Al minimizar así su victoria,
Filopon ofendía al estratega.
—¿Qué fuerza tienen esos libros, qué poder tienen contra los
soldados de Dios, contra la palabra de los profetas, contra el último
de ellos, el postrero, el más grande? ¿Cuentan acaso algo distinto a
lo que dijeron Moisés, Jesús y Mahoma, y que les dictó el
Altísimo? Pues todo está ya dicho, anciano, en la Biblia y el Corán.
Quienes escribieran de un modo distinto irían contra la verdad
emitida por la propia voz de Dios. Y eso sería la voz del demonio.
Amr profirió esta afirmación con una tranquila certeza. Ni la
menor sombra de duda había rozado su ancha frente marcada por la
arena y el sol. Y Filopon pensó que, a su modo, el guerrero del
desierto reproducía las mismas ideas que los doctores de la Iglesia,
a quienes durante tanto tiempo se había enfrentado. Pero, esta vez,
no se trataría de navegar hábilmente por las caprichosas aguas de la
dialéctica. El viejo filósofo tenía frente a él una roca de
certidumbre, una fe sencilla y sin florituras, tal vez algo tosca. Pero
para agrietar esa roca necesitaría más fuerza que las finas agujas de
la erudición con las que Filopon tan bien sabía, por lo común,
pinchar al adversario. Si Amr hubiera sido el más estúpido de sus
alumnos, el filósofo habría podido al menos verter en ese vacío
algo de saber. Pero Amr no estaba vacío y no era su alumno.
—El demonio está en todos nosotros, general, y tal vez se haya
introducido también en estos anaqueles. Pero Dios distribuyó entre
nosotros el amor a lo hermoso, el amor a lo útil, ¿y qué es más
hermoso, más útil que el Universo que Él creó para nosotros? Esta
belleza, esta utilidad es lo que intentan celebrar, desde la noche de
los tiempos, los escritos que nos rodean.
—¿Y dicen algo más que el Corán?
—No lo sé, pues no he leído tu Corán. Y créeme que hoy lo
lamento.
—Si no valen para nada, ¿de qué sirve amontonarlos así en el
polvo?
—Antes de condenar, antes de quemar, Amr, aprende a
conocer, por lo menos, lo que contienen.
—Que así sea, habla. E intenta convencerme.
—Soy viejo, hijo mío, y conozco demasiadas cosas. No sabría
por dónde empezar. ¿Me autorizas a pedir ayuda? Allí donde la
vejez, en exceso llena de saber, no sabría que decirte, la juventud
podrá hacerlo.
—¿Y quiénes son esos jóvenes?
—Un judío y una mujer.
IV
Con paso presuroso, Hipatia y Rhazes atravesaron los dos peristilos
y el peripato antes de penetrar en la Biblioteca. Al ver aparecer a la
joven, Amr se levantó, pero Hipatia no le dio tiempo para hablar.
Le tendió una rama de olivo cargada de frutos y dijo, acompañando
su gesto con una graciosa genuflexión:
—Si quieres convertirte, Amr, en dueño de nuestros parajes,
aprende primero a acariciar el rugoso tronco del olivo bienhechor,
rogándole que te ofrezca sus frutos henchidos de un aceite dorado.
Aprende también a besar el racimo de uva como a una mujer, para
que te inunde algún día con su vinosa voluptuosidad. Aprende
además a hablarles a los trigales como les hablas a tus soldados. De
sus espigas llegará el pan como la más hermosa de tus conquistas.
Del trigo, de la viña y del olivo nace la paz, nace el Libro.
Subyugado, Amr unió las manos y se inclinó diciendo:
—¿Cómo pueden ocultarse tanta gracia y poesía entre tanta
sombra y polvo? Una joven dama como tú está hecha para tener un
buen marido y hermosos hijos. Perdida así entre libros, acabarás
desecándote como un viejo papiro.
Hipatia hizo un coqueto gesto de enfado:
—Si estás presentándome una demanda de matrimonio,
general, me parece muy brutal. Mi tío me había hablado de ti como
un hombre cortés y pausado.
—Perdóname. Soy sólo un soldado del desierto y nunca he
conocido, en mi árida vida, una mujer que aliara tanta belleza con
tanta ciencia.
—Desconfía de las griegas, Amr —bromeó Filopon—.
Queman como el hielo, pero no se funden.
—¿Todos sois griegos en este palacio, pues? Creía hallarme en
tierra de Egipto.
—Hace ahora mil años —intervino Rhazes— que el macedonio
Alejandro fundó esta ciudad. Y podemos decir que todo
alejandrino depende, a la vez, del Faraón y de él.
—¿Y tú, judío, de quién dependes?
—De Abraham, general, como tú. Los hijos de Israel son
hermanos de los de Ismael. Tú y yo somos hijos del Libro.
Amr señaló con un gesto amplio los anaqueles que le rodeaban.
—¿Y esos libros, qué añaden a las palabras que el Omnipotente
dictó a sus profetas?
Filopon lanzó una mirada desesperada a su sobrina y al médico.
Para abrir el espíritu de ese hombre, para salvar la Biblioteca, sería
necesario todo el ardor y el entusiasmo de su juventud. Él ya no
podía hacerlo. Pero ¿qué estaba diciendo Rhazes?
—Todos los libros son de inspiración divina, pues todos loan la
belleza de la Creación.
¡Infeliz! Repetía lo mismo que había dicho Filopon unas horas
antes, lo que había provocado una ociosa discusión en la que Amr,
aferrado a su Corán, negaba en nombre de su dios cualquier valor a
los escritos de los Antiguos.
Por fortuna, Hipatia comprendió que la conversación iba a
empantanarse en un terreno que le era por completo ajeno. Conocía
la reputación de esos hombres del desierto inclinados a la
ensoñación, a la poesía, a lo maravilloso. Por ahí era preciso
arrastrar a Amr. El halago tampoco sería inútil. Ni la seducción, lo
que en cierto modo era lo mismo.
—Se dice que eres el más valeroso pero también el más
clemente de los guerreros. Tu reputación ha cruzado los desiertos y
los mares. Hasta en Bizancio te temen y te respetan. Al propio
Alejandro, sin duda, le hubiera gustado tenerte a su lado. Me
parece legítimo que te conviertas en dueño de la ciudad que él
fundó.
Amr hizo una pequeña mueca, indicando que el cumplido no le
engañaba. Hipatia prosiguió:
—Una de mis siervas, que mantiene una relación demasiado
estrecha, para mi gusto y en detrimento de su trabajo, con uno de
tus lugartenientes, me ha dicho que tu valor te pertenece sólo a ti,
pero que recibiste la sabiduría de tu abuelo, jefe de tu tribu, un
hombre santo muy erudito y que vivió sus últimos años retirado,
dedicado tan sólo a la contemplación de los astros y la meditación.
¿Es cierto que pasaste tu infancia a su lado?
—Mi lugarteniente no mintió a tu esclava, bella señora.
Lamentablemente, mi venerable abuelo murió antes de haber
conocido la palabra del Profeta.
—Tampoco Aristóteles la conoció. Sin embargo, por su
sapiencia merece, al igual que tu abuelo, el paraíso.
—Si está escrito… Pero no me fastidies cantando las alabanzas
del tal Aristóteles, como hace tu tío. Diríase que este lugar sólo
contiene las obras de ese pesado.
Filopon, tras su larga barba, farfulló unas palabras de
descontento, mientras su sobrina y Rhazes se miraban casi riendo.
Al verlos, Amr se relajó.
—Vamos, radiante juventud —les reprendió—, un poco de
respeto por los ancianos… Y por sus manías. Por lo que a mí se
refiere, estoy entre vuestras dos edades.
Hipatia percibió en esta última frase una pizca de celos hacia el
joven médico. Cierto es que Rhazes, no sin fatuidad, se mantenía
muy cerca de la muchacha, como si hubiera entre ambos algo más
que amistad. Ella se apartó ligeramente.
—Ignoro si tu abuelo se hubiera enorgullecido de tu conquista
guerrera —dijo—, pero estoy segura de que si te hubiera visto en
posesión de estas setecientas mil obras, te habría pedido que lo
pensaras dos veces antes de destruirlas.
La expresión del general se ensombreció. ¿Cómo hacer
comprender a esa gente que la decisión no dependía de él sino del
califa Omar? Sólo pudo repetir el argumento al que se agarraba y
que le parecía cada vez más especioso.
—¿Qué hay en estos libros que el Profeta no nos haya
enseñado?
Hipatia puso una cara de niña irritada. Eso la hacía más
encantadora aún.
—Dejémoslo, te lo ruego —sugirió—. Y dime, más bien, si a
tu abuelo le hubiera gustado responder a estas cinco preguntas.
¿Dónde está el centro del Universo? ¿Cuántos movimientos pueden
describir los planetas? ¿Cuál es la forma y la dimensión de la
Tierra en la que tú y yo vivimos? ¿De dónde recibe su luz la Luna?
¿Cuántas estrellas hay en el cielo?
—¡Qué extraño es eso, Hipatia! Cuando mi abuelo y yo,
tendidos de espaldas, en la noche del desierto, contemplábamos la
bóveda celestial, él se hacía en voz alta estas mismas preguntas. Y
me arrastraba en su vértigo. ¿Están las respuestas entre estos
muros?
—Tal vez sí. Tal vez no. Sólo sé que puedo curar tu vértigo.
Pero, antes, ¿te gustaría saber, al menos, cómo, desde hace mil
años, los hombres han ido amontonando aquí todos esos libros, por
qué prodigio? Cuando sepas «cómo», tal vez entonces puedas
responder a la pregunta «por qué».
—Eso sí es prudente, hermosa y joven dama, aunque creo
adivinar que vas a contarme la historia de una nueva torre de
Babel.
—Eres en efecto como todos los hombres, Amr, si juzgas y
condenas antes de saber. Por eso hacéis la guerra. Ahora bien, lo
que voy a contarte es una historia de paz y no de guerra, una
historia de saber y no de poder.
—Una historia de mujer, en suma.
—¿Por qué no? La Biblioteca es sin duda una mujer cuyos
secretos nadie puede agotar.
Lo había dicho casi en un susurro, con una voz cálida y
levemente velada. Amr quedó profundamente conmovido.
Tosiendo para ocultar su turbación, dijo en un tono en exceso
marcial:
—Cuenta pues, comenzando por el principio. Si me convences,
intentaré a mi vez persuadir al califa Omar de que no destruya nada
de esto. —«Convencerme o hechizarme, hermosísima bruja»,
pensó el soldado que se creía ya bajo el influjo de un maléfico
hechizo. Luego prosiguió—: Cuéntame primero quiénes fueron los
locos que quisieron, tan tonta como orgullosamente, reconstruir en
mil años, sobre cueros de becerros u hojas de plantas, lo que Dios
había tardado siete días en crear.
—Para contarte la invención de la Biblioteca —replicó
Hipatia—, tendrás que escuchar a mi tío. Él conoce su historia
mucho mejor que nadie en el mundo. Podría creerse, incluso, que
conoció a sus fundadores —añadió riendo.
Amr no pudo ocultar su despecho. La voz de Hipatia era como
una música encantadora. Pero el árabe se resignó a escuchar la del
anciano, algo vacilante. A fin de cuentas, ¿no se parecía esa voz a
la de su abuelo, el eremita que antaño intentaba desvelar con él el
misterio de las estrellas?
MILENIO
EL UNIVERSO EN ROLLOS
(PRIMER CURSO DE FILOPON)

Antes de la Biblioteca, hubo la ciudad. Y, ¿sabes, Amr?, el


nacimiento de una ciudad se asemeja a la aparición de un ser nuevo
que va a crecer, a desarrollarse, a morir a veces, lo mismo que una
criatura humana.
Alejandro sólo tenía veintitrés años cuando trazó el contorno de
la ciudad el veinticinco del mes egipcio de Tybi, hace de eso un
milenio[1].Tras haberse adueñado de Egipto, aquel al que llamaban
«el rey de las cuatro partes del mundo» decidió fundar allí una
ciudad griega que fuera grande y llevara su nombre. Por consejo de
su arquitecto, Deinokrates, estaba a punto de medir y cercar cierto
emplazamiento cuando, mientras dormía, tuvo una maravillosa
visión. Un hombre de aspecto venerable apareció junto a él y recitó
estos versos: «En la mar tempestuosa existe un islote. Está delante
de Egipto y lo llaman Faros».
Alejandro se levantó de inmediato y acudió a Faros, que en
aquel tiempo era aún una isla, pero que ahora está unida al
continente por una calzada. El arquitecto vio que la ubicación era
favorable y Alejandro le ordenó trazar el plano de la ciudad
adaptándolo a la configuración del terreno. Puesto que Deinokrates
no tenía tiza, tomó harina y trazó en el suelo negruzco un círculo
en cuyo interior dibujó mediante líneas rectas la figura de una
clámide, aquel manto corto y hendido que el Conquistador solía
ponerse en los hombros. El plano encantó al rey. Pero entonces,
una multitud de pájaros de todas las especies acudieron del río para
posarse como enjambres en el paraje, y no dejaron la menor mota
de harina. Alarmado por el presagio, Alejandro fue a consultar a
los adivinos, pero éstos le exhortaron a mantener la confianza.
El Conquistador ordenó, pues, construir la ciudad. Cuando
hubieron edificado la mayor parte de los cimientos y fueron
visibles los límites de la población, Alejandro la dividió en cinco
partes, en las que hizo grabar cinco inmensas letras: A, B, G, D, E.
La A de Alejandro, la B de basileus, que significa rey, la G de
genos, la raza, la D de Dios, la E de edificación. De hecho, son las
cinco primeras letras del alfabeto y servían para designar cada uno
de los barrios de aquella ciudad incomparable, para cuya
construcción Alejandro siguió fielmente las lecciones de
Aristóteles, su antiguo preceptor. Te bastará leer, Amr, la Política
del Filósofo, para hallar allí todas las consideraciones que
justifican la instalación de una ciudad en esta región hostil,
pantanosa e insalubre.
Alejandro Magno, que se lanzó muy pronto a la conquista de
otras partes del mundo, no vivió lo suficiente para ver terminada su
ciudad. Tampoco Aristóteles vino jamás a la ciudad ideal que había
soñado y que su glorioso alumno había fundado. El Filósofo murió,
por lo demás, en el exilio, un año después de Alejandro. También
fue expulsado de Atenas uno de sus más eximios discípulos,
Demetrio de Falero, que había gobernado con puño de hierro la
ciudad ática durante diez años.
Otro alumno de Aristóteles, y no de los menores, Tolomeo, fue
el primero que reinó aquí. Había sido el mejor general de
Alejandro. Se decía incluso que era su hermanastro y que el
Filósofo los había educado juntos. Tras la muerte del
Conquistador, y después de librar interminables guerras contra los
demás generales que se disputaban los restos del imperio, Tolomeo
I, llamado Soter, el Salvador, estableció su propio reino en Egipto,
la vieja y rica tierra de los faraones, y tuvo la sabiduría de aportarle
paz y prosperidad.
En la época en que Tolomeo se convirtió en el primer rey,
Alejandría estaba todavía a medio urbanizar, aunque ya se hallaba
repleta de templos, almacenes, tabernas y burdeles. El asfalto, el
aceite, el barro, los excrementos y el sudor mezclaban sus efluvios
con los del incienso y la mirra. Tolomeo recurrió a los antiguos
saberes de los constructores de pirámides, y al combinarlos con la
razón y la lógica, que los griegos debían a Aristóteles, hizo de la
ciudad esa perfecta geometría de la que tan bien te has
aprovechado, Amr, para invadir con tus jinetes sus amplias
avenidas. Tendió un puente sobre el mar para llegar a la isla de
Faros, donde mandó erigir esa torre que, desde hace casi un
milenio, ha salvado a tantas tripulaciones guiándolas con su llama
en la noche o la tempestad. ¿Cómo crees, Amr, que se construyó
esta maravilla, si no gracias a los libros que nos rodean, libros que
redactaron o consultaron los arquitectos, los ingenieros y
geómetras? Estos volúmenes edificaron la torre de Faros, estos
tratados libraron a tantos marinos de la horrenda suerte de morir
ahogados.
Tolomeo fundó la Biblioteca por otras muchas razones.
Deseaba en primer lugar aprender a reinar bien. Quiso pues leer
todo lo que se había escrito sobre las leyes, la política y la historia.
El material era abundante, porque los griegos no han dejado de
ocuparse de estos temas desde que Solón redactó la primera
constitución que se conoce en el mundo. Pero, en opinión del rey, a
partir de la muerte de Aristóteles sólo quedaba un hombre capaz de
conocer la lista de todos los pergaminos que hablaban de la realeza
y del mejor modo de gobernar: Demetrio, su antiguo condiscípulo.
La cosa resultaba sorprendente, ya que éste había sido en el ínterin
gobernador de Atenas, mantenido en el poder por Casandro, el
sucesor de Alejandro. Los atenienses afirmaban que había sido un
tirano, y sobre todo le reprochaban a Demetrio que durante su
decenio de reinado absoluto hubiera patrocinado la institución del
Liceo, fundado por Aristóteles según el modelo de la Academia de
Platón, y del que los atenienses decían con desprecio que era sólo
un hatajo de intrusos.
Cierto día, ante la amenaza de un levantamiento provocado por
un epígono de Alejandro, Demetrio tuvo que huir de Atenas y
refugiarse en Tebas, donde conoció la amargura del exilio. De
modo que, cuando Tolomeo le llamó a Alejandría, Demetrio no
tardó en desembarcar allí, llevando como único equipaje la ciencia
de su maestro, su talento de orador y su experiencia del poder.
El rey le recibió con grandes fastos, yendo él mismo a buscarle
al puerto, que estaba bien protegido por los diques que unían entre
sí las islas formando un semicírculo abierto sólo por un canal.
Penetraron en el Brucheion, el barrio de los palacios, verdadera
ciudad cerrada en plena urbe. Sus murallas protegían más la tumba
de Alejandro que las suntuosas moradas con estatuas de mármol y
los templos dedicados tanto a los dioses griegos como a las
divinidades egipcias. El mayor de estos templos estaba consagrado
a las Musas, o, más bien, a las artes y las ciencias que esas diosas
del ritmo y de los números representaban. Pero las hornacinas, los
anaqueles y los armarios de este «Museo» no contenían otros
documentos escritos que los que Tolomeo había traído de sus
campañas.
—He aquí tu nuevo reino —dijo el monarca de Egipto al tirano
expulsado de Atenas—. Tus súbditos todavía no están aquí.
Tendrás que hacerlos venir de las cuatro esquinas del universo. He
enviado ya un mensaje en este sentido a todos los países del
mundo, pidiendo a sus soberanos y gobernantes que me remitan los
libros que tengan disponibles. Las riquezas de Egipto son
inagotables; les daré parte de ellas a cambio de esos textos. Este
será tu reino, éstos serán tus súbditos. En calidad de ministros,
generales y sumos sacerdotes podrás llamar a tu lado a filósofos,
gramáticos, matemáticos, astrónomos, geómetras, ingenieros,
traductores y copistas. Serán bien pagados, permanecerán alojados
entre estas paredes y nada les faltará, ni para su trabajo ni para su
reposo.
Demetrio aceptó la oferta con fervor. Se maldijo por haber
perdido, antaño, tanto tiempo dedicado a la intriga y el poder; por
fin podía vivir de acuerdo con su pensamiento, el de Aristóteles, y
no según lo que las circunstancias y su afición al mando
demasiadas veces le habían impulsado a hacer.
En Atenas, Demetrio había colaborado en la organización del
Liceo, prototipo del Museo. Había proporcionado los fondos
necesarios para la compra de un jardín rodeado de pórticos y
paseos, donde había una sala de clase y celdas destinadas a alojar a
profesores y alumnos. Y allí podía consultarse la biblioteca de
Aristóteles, la mayor jamás reunida hasta entonces. ¿Por qué, se
dijo Demetrio, no trasplantar a Alejandría la idea de esa escuela,
dotándola de las riquezas de su señor, Tolomeo, el más generoso
príncipe del mundo?
Por aquel entonces, las bibliotecas griegas se reducían a
colecciones de manuscritos en manos de particulares. Los templos
de Egipto albergaban en sus estanterías un surtido de textos
religiosos y oficiales, al igual que ciertos panteones del mundo
griego. Tolomeo Soter tuvo la ambición de reunir todas estas
colecciones dispersas en una verdadera Biblioteca central, que
poseyera toda la literatura mundial conocida.
El lugar y las circunstancias eran perfectos para que semejante
empresa prosperase. Alejandría era la ciudad ideal imaginada por
el Filósofo: un puerto inmenso, abierto a todos los intercambios
comerciales y culturales, una ciudad de mercaderes y guerreros,
como tú, Amr.
Sin embargo, los reyes, príncipes, tiranos, generales, sátrapas,
diadocos y oligarcas del despedazado imperio de Alejandro no
respondieron en absoluto a la llamada de Tolomeo Soter. Sin duda
eso era debido al poder creciente del dueño de Alejandría. Además
de Egipto, era señor de Cirenaica, de Coelesiria, de Palestina, que
formaban una media luna fértil al borde del Mediterráneo,
custodiada por dos centinelas que eran Chipre y Creta. Los
soberanos del mundo veían en él a un nuevo faraón y temían que
los libros que reclamaba fueran un arma tan misteriosa como
temible contra la que sus espadas podrían quebrarse. No les faltaba
razón…
Entonces, el antiguo dueño de Atenas utilizó medios
draconianos para engrosar la Biblioteca. Cuando Atenas aceptó por
fin prestar los textos de Eurípides, Esquilo y Sófocles, Demetrio
los hizo copiar, devolvió las copias y se quedó con los originales.
Dio la orden de requisar los libros de todos los navíos que hacían
escala en el puerto de Alejandría, y les aplicaba el mismo
tratamiento: confiscación de los originales y restitución de las
copias. Así, en poco tiempo, se constituyó la «biblioteca de los
bajeles», la primera colección del Museo, alimentada por los
fondos de los navíos.
Paralelamente, Demetrio elaboró un sistema por el que tanto
los mercaderes como los vendedores salían beneficiados. Los
mercaderes vieron en ello un maná. Llevar libros a Alejandría era
el mejor de los pasaportes para que se les abrieran los graneros de
trigo, las minas de esmeraldas, los almacenes de tejidos de Egipto.
Hurgaron en todas las ciudades, los palacios y las ricas moradas
donde estaba de moda amontonar ostensiblemente en su estuche de
seda manuscritos que nadie leía, pero que se mostraban como
objetos de prestigio o de opulencia. Y aquello nada costaba, o muy
poco, a los mercaderes. Depositaban una garantía puramente
simbólica, prometiendo a los donantes que les devolverían la
totalidad de sus bienes en forma de copia, pero siempre en la
misma y hermosa envoltura. ¿Qué le importaba, a la mayoría de
esa gente poseer una copia en vez del original? Su biblioteca
seguiría siendo un objeto de admiración, al que se añadiría la gloria
de tener su nombre inscrito para toda la eternidad en los registros
del nuevo faraón, como les decían los mercaderes para
engolosinarlos.
Afortunadamente, hay otros amantes de los libros distintos a
esa gente ávida de vanagloria: todos aquellos para quienes leer es
un gozo profundo, una búsqueda de la sabiduría o una herramienta
de trabajo. Pero que éstos cediesen su biblioteca era harina de otro
costal. Entonces, como Tolomeo le había pedido, Demetrio llamó a
Alejandría a todos aquellos sabios y eruditos, para que vivieran y
estudiaran en el seno del templo de las Musas. Nada trabaría su
libertad de investigación, ni la religión ni la política. Sólo ponía
una única condición: que no vinieran solos, sino con sus libros. Y
no sólo dispondrían de sus propios volúmenes sino que podrían
utilizar a su guisa todos los demás.
Los eruditos afluyeron en masa, sus discípulos les siguieron, y
también lo hicieron todos los que estaban ávidos de aprender o de
descubrir por sí mismos las maravillas del mundo. Así se
constituyó la mayor Biblioteca del mundo.

Cada vez que los asuntos de la guerra y del gobierno le dejaban


algún tiempo libre, Tolomeo Soter acudía a la Biblioteca, tomaba
familiarmente a Demetrio del brazo y lo llevaba hacia el peripato,
por donde caminaban charlando largo tiempo, a imitación del
maestro de ambos, Aristóteles… Y lo mismo te invito yo a hacer
ahora, Amr, al igual que a nuestros jóvenes amigos. El ejercicio de
andar suelta la lengua y las ideas, mientras que la posición sentada
es la de un hombre encogido sobre sí mismo, como para guardar
con egoísmo lo que tiene en su interior.
Tolomeo y Demetrio caminaban así, con frecuencia
acompañados de uno de los sabios cuya presencia el rey había
solicitado. La primera pregunta del monarca era siempre la misma:

¿Cuántos libros tenemos ahora, amigo Demetrio?

Tras dos años de colecta, el bibliotecario le respondió:


—Cincuenta y cinco mil muy pronto, señor, pero he oído decir
que quedan todavía muchos entre los etíopes, los indios, los persas,
los elamitas, los babilonios, los asirios, los caldeos, los fenicios y
los sirios.
—¿Y cuántos crees tú que habrá en el mundo?
—A fe que no lo sé en absoluto. Pregúntaselo más bien a
Euclides.
Y al decirlo se volvió hacia el joven que les acompañaba en
silencio. Euclides no debía de tener más de veinticinco años.
Además de ser joven y apuesto, era el mayor matemático que el
mundo había conocido nunca.
No te extrañe, Amr. Es una idea común imaginar que los sabios
son todos como yo. Un anciano tembloroso y caduco, calvo, con la
barba gris, la mirada turbia y enrojecida por excesivas penas, la
espalda encorvada por tener que cargar con un exceso de saber, un
hombre que nunca ha amado, nunca ha reído, nunca ha cantado.
Contempla, sin embargo, la belleza de mi sobrina. Inventar,
comprender, arriesgarse a exponer proposiciones, hipótesis y
axiomas sobre la disposición del mundo, con una mirada nueva y
cierta inconsciencia es cosa de la juventud. Después… Pero
Hipatia te hablará de Euclides mucho mejor que yo, cuando llegue
el momento.
Así pues, el joven y apuesto Euclides soltó la carcajada y dijo:
—¿Cómo quieres que te lo diga? Sería preciso primero que yo
supiese cuántas lenguas hay en el mundo, y cuántas escrituras para
transmitirlas. Y eso me preocupa menos que la virginidad de
Atenea…
—Dame al menos una cantidad aproximada.
—En estos momentos, a orillas del Indo, un poeta escribe la
última palabra de su epopeya, mientras en Siracusa un geómetra
inicia un tratado de arquitectura. Hay sin duda tantos libros en el
mundo como astros en el cielo. Cada noche se descubre uno nuevo.
—¿Y cuántas estrellas hay en el cielo? Algo molesto, aunque
negándose a reconocer su ignorancia, Euclides replicó:
—Los discípulos de Pitágoras se reconocían entre sí gracias a
una estrella de cinco puntas, pues el cinco es el número nupcial, el
de la armonía. Así pues…
—Así pues —le interrumpió el rey—, fijaremos en quinientos
mil el número de libros que deben adquirirse. ¿Te parece razonable
este objetivo, Demetrio?
—Añadiré el que hará quinientos mil y un volúmenes, señor, tu
Historia de Alejandro, que, según me has dicho, está casi
terminada.

No vayas a creer, Amr, que Tolomeo era uno de esos ricos


vanidosos de los que te he hablado hace un rato y que
amontonaban los libros sólo por prestigio. A su modo, era un
conquistador. Pero, al contrario que Alejandro, no quería
apoderarse de las naciones en su propio beneficio, sino que al
adueñarse del universo del pensamiento, quería mostrarse su digno
heredero. Todo el saber del mundo que iba recogiendo, según
esperaba, estaría al alcance de quienes desearan conocerlo. A
diferencia de Alejandro, que quería ir a buscar el sol cuando se
levantaba, Tolomeo aguardaba en su ciudad al astro del día en su
cenit. Sus hijos y sus sucesores se verían arrastrados por el
movimiento que él había iniciado. Su dinastía tendría que proseguir
la tradición que él había instaurado. Algo que parece el efímero
capricho de un déspota se convirtió así en un gran designio: Soter
logró que su ciudad brillara con una claridad intensa, la luz
benéfica de la ciencia, que es la luz divina.
DONDE AMR SE EJERCITA
EN LA FILOSOFÍA
—Hablabas de la ciudad ideal que Aristóteles soñaba —dijo Amr
contemplando la seca alberca en el centro del peripato—. Sin
embargo, Mahoma hizo de La Meca nuestra ciudad sagrada.
Alejada del mar y de sus tentaciones mercantiles, viviendo de sus
propias riquezas, La Meca es lo contrario de lo que tu filósofo
imaginó. ¿Qué podría pues enseñarnos Aristóteles a nosotros, los
musulmanes?
—Aristóteles afirmaba que el buen gobernante debía siempre
sopesar la medida, lo posible y lo conveniente.
—¿Y en qué se adecuaba la Biblioteca de Tolomeo al
pensamiento de su maestro?
—Reunir los libros de todos los pueblos del mundo permitía
comprender mejor a esos pueblos, y de ese modo mantener con
ellos relaciones comerciales muy lucrativas.
—¡Pero poseer tantos libros como estrellas hay en el cielo!
Nada conozco más desmesurado, imposible e inconveniente a los
ojos del Eterno.
—Los libros sirven, ante todo, para la instrucción. Aristóteles
decía que la mejor de las ciudades era aquella que, por medio de la
educación, inculcaba la virtud a los ciudadanos.
—Eso supone que los propios gobernantes sean virtuosos.
—Acabas de pronunciar, casi textualmente, las palabras del
Filósofo. Tolomeo Soter era tan virtuoso y sabio como los reyes
del Libro, David y Salomón.
—Blasfemas, anciano. David y Salomón escuchaban la palabra
divina. Obedecían las órdenes del Todopoderoso.
—¿Sabes —intervino Rhazes al ver que la conversación
tomaba un peligroso giro—, sabes que Tolomeo Soter había leído
el Libro sagrado común a nuestras tres religiones, aquel que
nuestros amigos llaman el Antiguo Testamento y nosotros dos, la
Torá? Tolomeo lo hizo incluso traducir al griego, lo que provocó
un milagro.
—No te creo, judío, pues formas parte de ese pueblo del que el
Profeta dijo que había alterado aposta la palabra de Dios tras
haberla escuchado.
—Rhazes dice la pura verdad —exclamaron a coro Filopon e
Hipatia con tal acento de sinceridad que Amr quedó sorprendido.
—Tal vez mi juicio sea algo brutal —admitió—. Pero ¿por qué
vosotros, los hebreos, consideráis tan a menudo la fe de los
musulmanes (que creemos en el mismo Dios que vosotros) una
ingenuidad o, peor aún, una tontería? ¿Acaso porque somos sólo un
pueblo de pastores y de nómadas, gente pobre e ignorante que tiene
como único templo las arenas del desierto?
—No te sabía tan pobretón, maese mercader —intervino
irónicamente Hipatia—. Cuando venías aquí, antaño, tus ciento
veinte camellos no llevaban espada ni Corán, sino hermosas piezas
de seda y suaves bastoncillos de incienso. Por lo que a tu
ignorancia se refiere, ¿no acabas de probarnos, durante toda esta
disputa, que es muy relativa?
—¡Pérfida mujer! —exclamó Amr riendo—. Ora burlona, ora
halagadora… ¿Piensas vencerme con semejantes argumentos?
—No intentamos vencerte —repuso la muchacha con
gravedad—, sino convencerte. Convencerte de que quien
destruyera estos lugares sería el peor de los criminales, ante Dios y
ante los hombres. A Tolomeo le apodaban «Soter», el Salvador,
pues más de una vez sacó a Alejandro de algún mal paso. Pero yo
digo que merecía ese calificativo, sobre todo, porque salvó todo el
saber del mundo en una época en la que reinaban las guerras y las
devastaciones.
—¿Crees, pues, que el porvenir de los pueblos se construye
sobre las adquisiciones del pasado?
—Es cierto, y al respetar la Biblioteca tú también podrías llevar
merecidamente ese hermoso sobrenombre: Amr el Salvador.
—El antiguo mercader que soy prefiere construir que destruir.
Pero, lo repito, vuestra Biblioteca me hace pensar en la torre de
Babel. Reunir todos los escritos del mundo es un crimen tan grande
como querer llegar al cielo. ¿No se dice en vuestra Biblia que, para
castigar a los hombres por esa pretensión, el Altísimo los dispersó
por la superficie de la tierra y embrolló su lengua común para que
no se entendieran ya unos a otros?
—El Libro se divierte a veces con las palabras —intervino
Rhazes—. En hebreo, el nombre «Babel» y el verbo «embrollar» se
dicen del mismo modo.
—¿Me estás hablando de juegos de palabras? Si el Libro es la
palabra de Dios, dice una sola verdad.
—Eso es, precisamente, lo que quería demostrar cuando te he
hablado de la traducción de la Torá al griego. Permite que te cuente
el milagro de la Biblia de los Setenta.
—Sea, pero mañana. Y tendrás que ser elocuente, pues no estoy
seguro de que tu relato sepa convencerme.

Que pueda, sobre todo, convencer a Omar, pensó el emir


mientras los tres alejandrinos se retiraban inclinándose
ceremoniosamente. ¿Se atrevería entonces Omar a reiterar el
crimen que le atribuyen, quemar los últimos escritos del Profeta?
LA BIBLIA DE LOS SETENTA
(PRIMER PANFLETO DE RHAZES)

Cada vez más, los textos afluían a Alejandría, escritos en


numerosas lenguas: siriaco, persa, egipcio, sánscrito y muchas más.
Sólo el hebreo faltaba. Los encargados de la Biblioteca ignoraban
incluso la existencia de tal idioma, convencidos de que la lengua de
los judíos era el arameo. En efecto, el hebreo, una lengua escrita, es
también una lengua sagrada. Además, inspiraba gran desconfianza
ese pueblo que adoraba a un dios único y rechazaba cualquier
concesión a las religiones idólatras.
Por aquel entonces, pues, Tolomeo quería extender por su reino
el culto greco-egipcio de Serapis, deseando unir en una misma
creencia las dos comunidades sobre las que reinaba. Aprecia, Amr,
esa lección de civilización, cuyo principal componente era la
tolerancia religiosa. Nunca el rey pretendió extirpar por el fuego y
la espada la singular idolatría que los egipcios sentían por los
animales. Naturalmente, dar pan con miel a un cocodrilo o adorar a
una vaca les parecía pasmoso a los griegos. Pero, a fin de cuentas,
Zeus, el señor del Olimpo, había tomado una apariencia animal
para seducir a Io. Se decidió pues que los dioses griegos y egipcios
cohabitaran sin combatirse. En vez de oponerse, estarían
yuxtapuestos. Alejandro, por lo demás, había dado el ejemplo: se
había proclamado hijo de Zeus y Amón, dios egipcio con cabeza de
carnero. Su sucesor, Tolomeo, decretó hábilmente otros
matrimonios, como el de Dioniso y Osiris, dioses masculinos
refundidos en una sublime diosa: Serapis.
El rey no impuso a nadie este nuevo culto, pero muchos
individuos halagadores y ambiciosos lo adoptaron con fervor.
Entre ellos, el fundador del Museo, Demetrio. Se convirtió de
inmediato y ofició en las ceremonias.
Cierto día, el rey deambulaba por los corredores de la
Biblioteca. En ausencia de Demetrio, iba acompañado por Aristeo,
un oficial judío encargado de la vigilancia del edificio. Como de
costumbre, Tolomeo preguntó el número de libros que se habían
adquirido.
—Oh rey, casi cien mil. Pero hay libros sagrados que no
poseemos, que hablan de un Dios único y universal, en Jerusalén y
en Judea.
Tolomeo ordenó de inmediato que aquella Torá fuese traducida
al griego, como todos los demás libros, por los mejores doctores y
rabinos.
Ahora bien, Demetrio no lo tuvo en cuenta. Por primera vez, no
cumplió la misión que le había confiado el rey: reunir, traducir y
analizar todos los libros del mundo, porque temía que la difusión
de esta religión monoteísta resquebrajara seriamente el culto oficial
de Serapis, en uno de cuyos sumos sacerdotes se había convertido.
Sabía también que el populacho egipcio odiaba a los judíos, muy
numerosos en Alejandría, con un viejo rencor que databa sin duda
del Éxodo. Le parecía pues inútil provocar, por un favor demasiado
evidente hecho a la religión judía, uno de esos motines que
sacudían periódicamente los arrabales y las campiñas.
Pero, sobre todo, el dueño del Museo no podía confesar la
verdadera razón de su desobediencia: a pesar del juramento que
había hecho al huir de Grecia, la tentación de la política había
vuelto a apoderarse de él. En vez de consagrar toda su vida a su
misión, empezó otra vez a intrigar, entrometiéndose especialmente
en la sucesión de un Tolomeo que envejecía.
La primera esposa de éste era Eurídice, hija de un general que
guerreó a las órdenes de Alejandro y que se había convertido en
regente, en Macedonia, de los tarados retoños del Conquistador.
Del matrimonio de Eurídice y Tolomeo habían nacido cuatro hijos,
pero eso no impidió que yerno y suegro batallaran entre sí hasta la
muerte de este último. Cuando Tolomeo conquistó Cirenaica, para
sellar la unión de Egipto con esta nación se casó con Berenice, hija
de un señor del lugar.
Berenice adquirió muy pronto gran influencia en Alejandría,
mientras que Eurídice, mujer apagada, se vio reducida poco a poco
a un papel secundario. Tenía, claro está, sus partidarios, y
Demetrio era uno de ellos. Sin embargo, Berenice dio a luz a un
varón al que el rey llamó Tolomeo, designando así, de un modo
evidente, a su sucesor.
Demetrio intentó disuadir de ello al rey y demostró su
preferencia por el mayor de los hijos de Eurídice; en su arrogancia
de griego, no podía imaginar que algún día reinara en Alejandría
un bárbaro, un advenedizo de piel oscura. Tolomeo reaccionó con
excesiva sequedad y ordenó a su viejo amigo que se ocupara
solamente de sus papiros. Desde entonces, el bibliotecario
comenzó a esperar la muerte del rey a fin de convertirse él mismo
en regente, eliminar a Berenice y a su hijo, y luego poner en el
trono al primogénito de la primera reina, un verdadero griego.
Entretanto, rechazó la proposición de Aristeo, creyendo, con razón
o sin ella, que Berenice profesaba la religión del Libro.
Aristeo pertenecía al círculo íntimo de la segunda reina. Había
llegado con ella de Cirenaica, como el poeta Calímaco, y era uno
de esos judíos exiliados, profundamente impregnados de cultura
helena, detestados por los doctores fariseos de Jerusalén y a
quienes sermonearon a veces, con cierta injusticia, algunos de
nuestros profetas. Sin embargo, no renegaba de su religión y no era
de aquéllos que se ponían un falso prepucio cuando iban a las
termas. Muy al contrario, deseaba con todas sus fuerzas propagar la
palabra divina entre los gentiles. En el fondo, era un poco como tú,
Amr.
La injusta negativa de Demetrio enfureció a Aristeo. Él, que
odiaba las intrigas de palacio, corrió a ver a Berenice y se quejó.
Ésta, a su vez, habló de ello al rey, que reprendió largamente a su
bibliotecario. Eso señaló el final de la amistad entre los dos
camaradas de juventud. El antiguo consejero cayó en desgracia y
fue recluido para siempre en la Biblioteca. Se había convertido en
prisionero de su obra. Por su lado, el rey, para dejar bien clara su
decisión, asoció a su trono al hijo que había tenido con Berenice.
En adelante, iba al Museo acompañado del muchacho. Demetrio
había perdido.
Aristeo se convirtió en un personaje poderoso en el seno de la
Biblioteca. El joven oficial nada tenía de soldado: no había
guerreado jamás. Había vivido la mayor parte de su juventud en la
corte de Berenice, cuando ella era sólo una princesa de Cirene
rodeada de poetas y literatos. Los conocimientos de Aristeo en el
campo de la fabricación de papiro y de tinta lo convirtieron, con
toda naturalidad, en el maestro de los copistas. Pero esta función, al
principio, fue puramente honorífica. Tenía que consagrarse por
entero a dar entrada a la Biblia en el Museo y a hacerla traducir.
No era cosa baladí. Ciertamente, no tenía ya oposición por
parte de Alejandría. Muy al contrario, el rey le pedía que
apresurara las cosas porque deseaba conocer la Ley mosaica antes
de morir. De hecho, a Aristeo no le costó mucho encontrar los
rollos sagrados: donó los suyos propios al Museo. Ya sólo le
quedaba encontrar traductores. Y eso era lo más difícil.
La vieja colonia judía de Egipto había ido a instalarse en
Alejandría en cuanto se fundó la ciudad, en un barrio contiguo al
de los palacios. Nada o casi nada les distinguía de los griegos. Por
consiguiente, no había que buscar allí a los escribas traductores.
Tampoco entre aquéllos que habían sido capturados como esclavos
durante las guerras libradas por Alejandro y Tolomeo en Palestina,
y que eran sobre todo antiguos soldados que con sus familias
formaban parte del botín.
Era preciso ir a Jerusalén para encontrar allí escribas y doctores
que aceptaran desplazarse hasta Alejandría y poner manos a la
obra. Desde hacía casi cuarenta años —los que Palestina llevaba en
manos de los griegos—, eran numerosos los judíos que se dejaban
tentar por las novedades aportadas por el ocupante. Descubrían a
los filósofos y los poetas, iban a las termas y al estadio, viajaban a
Atenas y contraían bodas con los invasores. Los sacerdotes y los
doctores fariseos lanzaban vituperios al ver cómo sus fieles se
apartaban de ellos, atraídos por lo que denunciaban como un
segundo becerro de oro. Así ocurre en todas las religiones del
mundo. Quienes las dirigen detestan todo lo que viene de fuera,
sobre todo si es bueno y hermoso, ya que otra verdad debilita su
poder temporal, aunque no contradiga la suya. ¿No es cierto, Amr?
Pero perdona mi tendencia a preguntar demasiado y volvamos a
Aristeo. Seguro de ser rechazado si se presentaba en Jerusalén con
las manos vacías, fue a ver al rey antes de partir y le pidió que
prometiera liberar a todos los judíos reducidos a la esclavitud a
cambio de que algunos doctores hebreos aceptaran venir a trabajar
en el Museo. Tolomeo se lo prometió. Al contrario que su lejano
predecesor el faraón, había comprobado que el pueblo de Moisés
era mucho más útil para el país estando libre que aherrojado.
Armado de esta promesa, Aristeo zarpó hacia Jerusalén. Sólo
había visto la ciudad en los tiempos de su infancia. Como el buen
alejandrino en el que se había convertido, le decepcionó un poco
que fuese tan pequeña. El Templo y la colina de Sión habrían
cabido por entero en la isla de Faros.
Al revés de lo que esperaba, el Sanedrín —el Consejo de
sacerdotes judíos— accedió sin dificultad a la petición de
Tolomeo. Los setenta y un miembros de este tribunal religioso, al
igual que su sumo sacerdote, habrían partido de buena gana, pero la
mayoría de ellos no entendía el griego. Designaron, pues,
cuidadosamente a quienes iban a enviar: doce grupos de seis
ancianos cada uno, para representar a las doce tribus de Israel. La
tradición les llamó más tarde «Los Setenta», error de cálculo del
que sin duda fue responsable un copista perezoso. No creo, por otra
parte, que sea necesario imaginar a esos setenta y dos hombres
como una temblequeante pandilla de vejestorios canosos.
«Anciano» significa exactamente «jefe de familia» o «jefe de
clan». No es una cuestión de edad. Aquellos hombres, que eran
muy sabios, conocían perfectamente el griego; debían pues estar
abiertos al mundo de los gentiles y tomarse ciertas libertades con la
tradición. Y, además, para llevar a cabo tan largo viaje y tan pesada
tarea sólo veo a hombres en plena madurez.
La crónica cuenta que, en cuanto llegaron, Tolomeo les recibió
en la gran sala de audiencias de su palacio. Cuenta también que,
durante los siete días que duró el banquete, el rey les interrogó
sobre todas las cosas de la naturaleza, del cielo, del hombre, de la
mujer, del buen gobierno, y que los setenta y dos rabinos supieron
responderle perfectamente y convencerle de la omnisciencia de la
Torá.
Sin duda habrás comprendido que la crónica de la que te hablo
fue escrita por un judío. Este tipo de literatura apologética no es
propia de mi religión. Puebla los anaqueles, siempre con esa
obligada situación del sabio de lengua ágil que conduce al monarca
por el camino de la Verdad. Quiero decir: de las innumerables
verdades, tan numerosas como los sabios. Y como los monarcas. Si
quieres conocer esa crónica, está guardada en un armario que te
mostraré. Se titula La carta de Aristeo, pero es muy probable que
su autor no fuera nuestro oficial. En ese libro, en todo caso, se dice
que nunca alguno de los Setenta intentó mostrar al rey la inanidad
de la Biblioteca. Ciertamente afirmaban que todo estaba ya dicho
en el Libro —¿quién no lo habría afirmado?—, pero nunca, Amr,
óyelo bien, nunca se habrían permitido decir que en adelante los
demás libros serían inútiles. Al final de ese banquete que imitaba el
de Platón, los Setenta —y dos, pues yo no soy perezoso— dijeron a
Tolomeo que querían poner manos a la obra. Sólo tenían una
exigencia: no estar instalados en el Museo, al que consideraban un
templo idólatra, sino en setenta y dos celdas aisladas de las que no
podrían salir mientras no hubieran acabado su traducción. Durante
todo ese tiempo, no se comunicarían entre sí. El rey aceptó de
buena gana y le pareció que la isla de Faros, cuya torre no estaba
terminada aún, sería el lugar más propicio y más tranquilo, tanto
más cuanto que, unida únicamente a la ciudad por un puente, no
exigiría demasiados soldados para custodiarla. En aquellos tiempos
de guerra, una economía como ésa no era cosa superflua. Ordenó
también suspender las obras de la torre hasta que la traducción de
la Torá hubiera llegado a su fin. Se construyeron pues en la isla las
celdas solicitadas.
Ignoro lo que hicieron nuestros setenta y dos durante esos
preparativos. En cualquier caso, Alejandría les ofrecía muchas
distracciones, comenzando por aquellos teatros judíos donde se
representaba el Pentateuco al modo de Esquilo o de Sófocles. Sin
mencionar otras distracciones mucho más terrenales que, sin duda
alguna, ellos rechazaron. ¿No eran acaso cabezas de familia?
Llegada la hora, se recluyeron en la isla. Más tarde se les
reprochó haber detenido con sus dilaciones los trabajos de la torre
y no haber permitido a Tolomeo Soter contemplar su segunda obra,
el Faro, la séptima maravilla del mundo, que se terminó después de
su fallecimiento. Pero ¿qué no se reprocha a los judíos? Puedo
afirmar que esta acusación, entre tantas otras, está hecha con mala
fe. Pues los sabios sólo trabajaron dos lunas y media.
En efecto, al cabo de setenta y dos días, los setenta y dos
traductores salieron al unísono de sus celdas con el trabajo
acabado. Tal vez cada uno de ellos había traducido siete mil
doscientos rollos y bebido setecientos frascos de vino de Chipre
para lograr sus fines, eso lo ignoro. Hipatia, que conoce las cifras
mucho mejor que yo, te lo dirá. Pero la crónica afirma que, cuando
se compararon las setenta y dos traducciones, se advirtió con
estupor que eran rigurosamente iguales, sin cambiar una coma…
¿No era un milagro?
DONDE AMR SE RECONOCE
TRADUCTOR
—Hablas de la Torá en un tono muy desenvuelto —comentó
Amr—. Se trata sin embargo de la Ley de los hijos de Israel y de
los de Ismael. Es tu ley, Rhazes, y la mía, y también la de los
cristianos. Tomarla a broma es un sacrilegio.
—Y tú defiendes este libro con mucho ardor. El mismo ardor,
sin duda, con el que lo destruirás.
—Deja de jugar con las palabras. ¿Acaso, para ti, todo es
objeto de broma?
—No te fíes de esta máscara de ironía —terció Hipatia—. Una
máscara o, más bien, una coraza. El tiempo que Rhazes no
consagra a la Biblioteca, lo pasa en los barrios más pobres de la
ciudad intentando curar los males de la miseria, sin temor a la
epidemia o las agresiones, y ve muchas desgracias: una llaga
abierta en el vientre de un niño, cubierta de cientos de moscas, una
madre agonizando en el parto, un soldado con el brazo arrancado,
acaso por tu sable… ¿Qué valor pueden tener para él nuestros
debates ante tantas abominaciones? Su alegría, su aparente ligereza
le permiten olvidar, de vez en cuando, la obsesión de tan horrendas
imágenes.
—No te necesito, Hipatia, para justificar mi conducta —
protestó Rhazes, de cuya faz había desaparecido toda malicia.
—Te ruego que no hables a esta mujer en ese tono —gruñó
Amr.
—Creo que la comida está servida —intervino Filopon, que no
deseaba que el debate degenerase en pelea de gallos—.
¿Comprendes, Amr, por qué no me canso de oír la historia de los
Setenta? Es para mí el encuentro entre la Filosofía y la Revelación.
Y toda mi vida ha sido sólo una lucha para lograr esta unión.
—Sin embargo, no veo dónde está el milagro en esas setenta y
dos traducciones rigurosamente auténticas —masculló Amr—.
¿Acaso toda palabra hebrea no tiene en griego su equivalente, que
significa exactamente lo mismo?
—Cuando te hablé de la asonancia entre «Babel» y el verbo
«embrollar» —dijo Rhazes—, no lo hice para hacer un vano alarde
de erudición, y menos aún para ironizar. Quería decir que el
sentido no lo es todo. De lo contrario, los Setenta habrían elegido
escribir «la torre del embrollo», por ejemplo, y eso hubiera sido
una traición. Traición que cometió el pseudo-Aristeo en su Carta,
cuando tradujo «ancianos» por «viejos», cuando la edad nada tenía
que ver en la historia. ¿Qué sientes tú, hombre del ardiente
desierto, cuando yo evoco «la nieve»? Sin duda no lo mismo que
un hiperbóreo. Si algún día decides hacer traducir tu Corán al
griego o al latín, comprobarás que cada palabra es un obstáculo
que, a veces, es forzoso rodear. A menos, claro está, que se renueve
el milagro de los Setenta para el libro de Mahoma.
—He pensado en ello. Incluso le propuse al califa ocuparme yo
mismo de ello, para llevar la palabra divina a los pueblos de los
territorios que yo conquistara. Se negó arguyendo que sería un
sacrilegio, pues el Señor se dirigió al Profeta en lengua árabe y no
en otra alguna.
—¡Un dios que sólo habla una lengua! Extraña manera de
concebir su universalidad —bromeó Rhazes.
—¡No importa! —suspiró el general—. Voy a confesarte que
empiezo a admirar esta biblioteca y al que la fundó, Tolomeo el
Salvador. Y si sólo dependiera de mí, me inclinaría a convertir a
Alejandría en el joyel del islam. Pero soy sólo un soldado y tendré
que obedecer, sea cual sea la orden que me dé el califa Omar.
Ayudadme a convencerle de que es preciso preservar toda esta
grandeza pasada. Contadme otras historias profundas como la de la
Biblia de los Setenta. Ésta le conmoverá como me ha conmovido a
mí. Ayudadme a probarle que todos estos libros no contradicen al
Corán sino que, por el contrario, lo confirman, pues le confieren
aún mayor grandeza. Tal vez entonces ceda. Uno de vosotros ha
evocado a un muchacho cuyo genio le hacía ser insolente y que
contaba las estrellas. ¿Será útil hablarle de él a Omar? ¿No creerá
el califa que es un discípulo del demonio dispuesto a desafiar a
Dios intentando catalogar Su Obra?
—Euclides no contaba las estrellas —corrigió Hipatia con
dulzura—. Pero la geometría, de la que fue inventor, lleva
forzosamente a la observación de los astros. En el fondo, Amr, eres
sin saberlo un discípulo de Euclides. ¿No es cierto que si has
podido conducir hasta aquí a tu ejército ha sido porque te has
guiado por la ruta del sol, durante el día, y por la posición de las
estrellas, durante la noche?
—Mañana me contarás la historia del tal Euclides. Entretanto,
retiraos en paz y repasad vuestros argumentos.

De modo que no eres tú el enemigo, Amr, sino tu monarca,


pensó aliviada la bella intelectual. Partamos pues del siguiente
axioma: todo general vencedor acaba deseando el trono de aquel
por quien ha combatido. Ten cuidado, César del desierto. Como
Cleopatra, voy a extender ante ti una alfombra de saber. Acabarás
deseando Medina, y también el poder de su sumo pontífice, el
llamado Omar.
LAS INSOLENCIAS DE
EUCLIDES
(PRIMER CANTO DE HIPATIA)

Se saben pocas cosas sobre la vida de Euclides. Sin duda fue breve
y escasos son aquéllos que presumieron de haberle conocido. Sin
embargo, su obra fue prodigiosa y tan considerable que tres
armarios no bastan para contenerla. Así, fue un joven como los
demás el que se presentó ante el adjunto directo de Demetrio, el
gramático Zenodoto de Efeso, primer bibliotecario que llevó
oficialmente ese título. En efecto, Demetrio tenía a su cargo todo el
Museo, que no sólo contenía la Biblioteca. Alrededor del ágora
central, había hecho disponer para los pensionistas un paseo, unos
asientos a la sombra de los árboles y un gran comedor circular. Los
médicos, bajo la dirección del gran Herófilo, disfrutaban de salas
especiales para las disecciones. Había también un zoológico y un
jardín botánico, donde se pretendía reunir todos los animales y
todas las plantas del mundo, al igual que se quería hacer con los
libros.
Por todo equipaje, Euclides transportaba en una bolsa los tres
primeros libros de su obra titulada Elementos, que trataba de
geometría. Como recomendación ante el bibliotecario mencionó a
su abuelo Euclides de Megara, que perteneció a la Academia de
Platón. Dicha mención era superflua, pues su mera calidad de
geómetra habría bastado para abrirle las puertas del Museo. Con el
fin de empezar a constituir los fondos de la Biblioteca, Demetrio,
naturalmente, había requerido la ayuda de los hombres a quienes
conocía, gramáticos, filósofos, poetas, que acababan de salir del
Liceo o de la Academia de Atenas. Por su parte, Tolomeo estaba
preocupado sobre todo por asentar su dinastía y legitimarla. De
modo que instaba a los sabios que empleaba a orientar sus
investigaciones hacia la historia, las epopeyas y los mitos
fundacionales de los pueblos, las religiones del mundo, Homero,
Zoroastro, Gilgamesh o… la Biblia, como te ha dicho Rhazes.
¿Acaso el propio rey no escribía una Historia de Alejandro,
mientras Demetrio emprendía, con la ayuda de Zenodoto, la
redacción de Sobre la Ilíada? Por lo que se refiere a Calímaco, el
poeta cirenaico, iniciaba una Adivinación de la reina Arsinoe de
Egipto. Y el discípulo de ese gran poeta, Apolonio de Rodas,
acometía una epopeya: Las Argonáuticas.
Todos sentían que el Museo no alcanzaría sus fines universales
si se limitaba a la poesía, la religión, la filosofía, las lenguas y la
literatura. De buena gana habrían escrito en el frontón de la
Biblioteca la misma divisa que la de la Academia de Platón:
«Nadie entrará aquí si no es geómetra».
Y como primer geómetra, aquel día Zenodoto sólo tenía ante él
a un joven larguirucho y desmañado que le solicitaba nada menos
que trabajar allí con el mismo salario, el mismo alojamiento y las
mismas ventajas que los doctos pensadores de barba blanca que
deambulaban durante horas en torno al peripato. Naturalmente, el
bibliotecario explicó a Euclides la necesidad de reunir un comité de
los sabios, que primero leerían su obra titulada Elementos, después
la debatirían y por fin le someterían a él a un examen. No sin
desenvoltura, Euclides respondió que aprovecharía ese tiempo para
ir a estudiar la estructura de las pirámides.
Los lectores y jueces de la obra que les había entregado antes
de remontar el curso del Nilo quedaron estupefactos ante el rigor y
la ascesis de trabajo del joven. Esperaban elucubraciones místicas,
proféticas y esotéricas sobre las formas y los números, al modo de
los pitagóricos que hacían estragos por aquel entonces. En cambio,
Euclides lo iba demostrando y desarrollando todo de una manera
metódica hasta convertirlo en límpido, hermoso, armonioso como
una música divina. Convocaron pues al joven, que volvía curtido
por el sol de Gizeh.
—Puesto que regresas de contemplar esas maravillas del
mundo, esas geometrías perfectas que son las pirámides —dijo
Tolomeo—, ¿puedes confirmar las palabras de quienes dicen que
Pitágoras fue su arquitecto?
—Lo ignoro por completo, rey, y para decirte la verdad, esa
cuestión no me preocupa. Allí, sobre el terreno, sólo he podido
advertir una cosa: los antiguos faraones recurrieron a admirables
geómetras para levantar esos monumentos. ¡Ojalá puedas tú hacer
lo mismo para alcanzar su gloria!
Ante esa insolente respuesta se alzaron algunos murmullos de
reprobación en la asamblea.
—Sabes muy bien, sin embargo, joven —dijo Demetrio—, que
Pitágoras escribía que el triángulo es el principio de cualquier
generación y de la forma de todas las cosas engendradas. Ahora
bien, ¿qué son esas pirámides sino un ensamblaje de triángulos?
—Lo he oído decir, pero ignoraba (a mi edad se ignoran aún
muchas cosas) que existiese constancia escrita de su pensamiento.
Sé, en cambio, que los triángulos pitagóricos nada tienen que ver
con los que componen las cuatro caras de la pirámide. La figura
sagrada de los egipcios era un triángulo rectángulo que ellos
consideraban perfecto, y por consiguiente sagrado. Era perfecto
porque era único. Sus agrimensores habían encontrado un medio
muy hábil para obtener el ángulo recto. En un largo cordel, hacían
nudos a distancia regular. Con las longitudes Tres, Cuatro y Cinco,
formaban el único triángulo rectángulo cuyos lados son una serie
aritmética. Los sacerdotes se apoderaron de él y declararon que la
línea vertical, la de Tres, era el principio genésico Osiris; la línea
de la base, el Cuatro, el principio concebidor Isis; y la hipotenusa,
el Cinco, el nacimiento, o sea, Horas. Es posible que Pitágoras, al
visitar Egipto, descubriese, gracias a esta figura considerada
sagrada, su famoso teorema. No voy a enunciároslo, ya que lo
conocéis tanto como yo[1].
La demostración de Euclides había dejado atónitos a sus jueces,
tanto más cuanto que algunos de ellos no lo habían comprendido
todo. Demetrio preguntó:
—¿Afirmas pues que no has encontrado en parte alguna de las
pirámides ese triángulo sagrado?
—Yo no afirmo nada en absoluto, porque no lo busqué. Soy
sólo un mediocre arquitecto, pero me parece que esos monumentos
no habrían resistido mucho tiempo la arena del desierto si hubieran
sido erigidos de acuerdo con esta figura. Un teólogo o un filósofo
podría consagrar a ello sus ratos de ocio. Sin duda hallaría el
famoso triángulo a costa de algunas contorsiones…
Y el geómetra puntuó sus palabras con una sonrisa maliciosa
que molestó a más de uno; luego prosiguió:
—Por mi parte, no me preocupa el simbolismo de los números
o las figuras. Que el Cuatro sea el principio femenino o el círculo
la representación de la faz de Apolo me parecen vanas
proposiciones, puesto que no son demostrables. La belleza y la
utilidad de las matemáticas están en otra parte. Que los sacerdotes
y los filósofos se diviertan con ellas es, desde luego, cosa suya. Por
mi parte, quiero encontrar la mejor herramienta para los
arquitectos, los agrimensores, los mecánicos y los astrónomos.
Algunos miembros del jurado, notorios pitagóricos,
comenzaron a gruñir. Euclides advirtió que había ido demasiado
lejos y que de ese modo no obtendría su puesto en el Museo.
Adoptó un tono más humilde:
—Perdonad el ardor de mi juventud. Este esbozo de los
Elementos que os he presentado se lo debe todo a los filósofos,
sobre todo al mayor de ellos, Aristóteles. Sin su método del
silogismo, yo no sería nada, no sabría nada, nada habría
descubierto.
—Cuidado, joven —le avisó Demetrio—, te aventuras por un
terreno sobre el que tengo ciertos conocimientos. Tendrás que ser
convincente. Tomemos el más sencillo y célebre de los silogismos:
«Todo hombre es mortal, Sócrates es hombre, por lo tanto Sócrates
es mortal». ¿Qué tiene que ver con eso tu geometría?
—Tiene que ver con la premisa: «Todo hombre es mortal»,
afirmación indemostrable, salvo que se haga un inventario de todas
las generaciones desde la aparición del ser humano, algo que es
imposible. Pero aun el más tonto puede ver la evidencia y la
realidad. Os propongo a mi vez una premisa, un postulado: «Por un
punto situado fuera de una recta se puede trazar sólo una paralela a
esta recta». ¿Estáis de acuerdo?[2]
Euclides lo repitió y los miembros del jurado se sumieron en
una intensa reflexión. Algunos se cubrieron el rostro con las
manos, otros se golpearon el mentón con el índice, otros trazaron
con el dedo invisibles figuras en la mesa. El rey, por su parte,
levantó los ojos al cielo y movió los labios sin emitir un solo
sonido. Por fin, dijo:
—Tienes razón. Es evidente. Y sin embargo resulta para mí un
descubrimiento, una revelación.
—Revelación no, rey, pues has leído ya esta frase al comienzo
de mis Elementos. Y si no le has prestado atención es porque te
parecía muy evidente. Es un poco como si hubieras leído «todo
hombre es mortal» en medio de un libro de filosofía. Esa frase se
habría deslizado ante tus ojos sin suscitar tu interés, como una frase
sin importancia. Lo importante es que Sócrates fue un hombre, y
sólo un hombre. Eso es lo esencial.
Y Euclides se lanzó a exponer su teoría. Partiendo de un punto
y desplegando las dimensiones, construyó todo un universo de
formas perfectas. Se convirtió en constructor de monumentos
magníficos, agrimensor de las estrellas. De los números que
entonaba se elevó la más armoniosa de las músicas. Ningún dios
interfería en su canto. Su himno geométrico estaba dedicado a los
hombres, y no al Olimpo.
Tolomeo, hechizado, permaneció largo rato silencioso cuando
Euclides hubo acabado su exposición. Por fin, dijo sencillamente:
—¡Sé bienvenido al Museo!

No sabemos cuántos años permaneció Euclides en Alejandría.


Muy pronto, su reputación fue tan grande que sus contemporáneos
acudieron de todas partes para asistir a sus cursos, y puede decirse
que todos los matemáticos, astrónomos e ingenieros de la época se
convirtieron en sus discípulos. Eso no le impidió, muy al contrario,
proseguir su obra y acumular descubrimientos. Hizo construir una
cúpula por encima del comedor del Museo, con un observatorio en
la terraza superior.
Pero Euclides tenía la costumbre de impartir sus lecciones en la
playa, al pie de las murallas del barrio de los palacios. Con un
bastón grueso, recto y largo, trazaba figuras en la arena ante sus
alumnos, que le escuchaban en cuclillas. Manejaba el bastón con
tanto virtuosismo que hubiérase dicho que era el propio palo el que
con ágiles movimientos iba inventando aquellas rigurosas formas.
Cuando uno de sus alumnos, un joven acomodado, le preguntó para
qué podían servir sus lecciones, Euclides se volvió
desdeñosamente hacia uno de sus esclavos.
—Dale una moneda —le ordenó—, puesto que quiere ganar
algo a cambio de lo que aprende.
El rey asistía de buena gana a esos cursos, sentado con
naturalidad entre los oyentes. Aquel día, sin embargo, Tolomeo
parecía preocupado. Como un buen alumno, levantó el dedo y dijo:
—Acabo de leer tu quinto libro de los Elementos. Sin duda es
muy hermoso, pero no he comprendido nada. ¿No existe un camino
más corto para definir la noción de relación?
—No hay en las ciencias una vía directa reservada a los reyes
—replicó Euclides, que tomó de nuevo su bastón y siguió
disertando.
Conozco a muchos monarcas, Amr, e incluso a califas que no
habrían podido tolerar semejante insolencia. Monarcas y califas
que se negarían a admitir que, ante las ciencias y las leyes de la
naturaleza, son iguales a los demás hombres, y a veces incluso más
limitados. Entonces, antes que inclinarse ante esa gran verdad,
prefieren quemarla. Sin embargo, Tolomeo no era uno de ellos.
Este rey murió poco tiempo después. El hijo que había tenido
de Berenice le sucedió con el nombre de Filadelfo, y prosiguió su
obra. Demetrio intentó oponerle a su hermano mayor, el retoño de
Eurídice, cuyo preceptor había sido. Pero sus intrigas fueron vanas.
El fundador del Museo murió a consecuencia de la mordedura de
una serpiente. Algunos afirman que el reptil no penetró solo en su
alcoba…
Los primeros años de Tolomeo II Filadelfo fueron más bien los
del reinado de Euclides, al menos en el Museo. De toda Grecia
iban llegando sabios jóvenes y viejos, que se quedaban en
Alejandría. Durante siglos, Atenas había sido el centro mundial de
las matemáticas y la astronomía, pero perdió esta prerrogativa
cuando tantas mentes preclaras se reunieron en Egipto. La luz de su
erudición no debía apagarse ya durante mucho tiempo y siguió
ardiendo bajo las cenizas, hasta tu llegada, Amr.
Luego, cierto día, Euclides se fue hacia un destino
desconocido. Quería proseguir su obra en la soledad, lejos de ese
burbujeante caldero en el que se había convertido, gracias a él, el
Museo, lleno siempre de grandes controversias y pequeñas
envidias, de espléndidos festines del espíritu y la ciencia, pero
también de mezquinas conjuras. Creía haber transmitido su saber a
bastantes hombres de gran valor. Pero consideraba sobre todo
haber alcanzado el objetivo que se había fijado cuando se enfrentó,
a su llegada, con aquel venerable jurado de aristotélicos: que la
geometría fuera cosa de geómetras; la astronomía, de astrónomos;
la mecánica, de ingenieros. Creyó haber conseguido que, en el
campo de las ciencias naturales, la observación física prevaleciera
siempre sobre la especulación filosófica; y la experiencia sobre la
controversia teológica. Dejó una considerable cantidad de sus
escritos en la Biblioteca, que no eran todos de pura geometría. Me
gustaría que leyeras, Amr, si tienes paciencia para ello, su
Introducción a la astronomía, es límpida como el agua de una
fuente. En otra obra, habla de la óptica; en otra más, de la
fabricación de objetos útiles para el trabajo de los hombres.
Escribió asimismo una Introducción armónica; al leerla, uno tiene
la impresión de oír una preciosa música que suena sin ayuda de
instrumento alguno.
Euclides desapareció pues de Alejandría, pero antes de
marcharse legó su bastón a aquel a quien consideraba el más audaz
y el mejor de sus discípulos, un astrónomo que se parecía mucho al
joven insolente que se había enfrentado, muchos años atrás, a
Demetrio y Tolomeo Soter: un tal Aristarco de Samos.
DONDE AMR HACE LA
CORTE
—Tu voz es tan melodiosa, Hipatia, que me basta para comprender
por qué música y geometría son hermanas. Pero no puedo, ay,
llevarte hasta Medina para que cantes allí, ante el califa, las
bellezas de la ciencia. Omar está convencido de que enseñar a leer
a las mujeres es perjudicial para su educación natural; que esa flor
de inocencia que caracteriza a una virgen comienza a perder su
terciopelo, su frescor, cuando el arte y la ciencia la tocan… Deduce
de ello que las mujeres sólo sirven para quedarse en casa,
dedicadas a los niños y la cocina. Tu belleza, tu saber, tu libertad
serían para él como el peor de los vicios de Lilit.
—Sirves, Amr, a un monarca muy severo —repuso Hipatia,
que añadió, no sin coquetería—, y si intentas complacerme
alabándome los méritos de tu país y tu religión, no es éste el mejor
camino.
—Si lo único que has retenido de la obra de Euclides es la voz
de aquélla que te la ha contado, no veo qué argumento podrás sacar
de ella para convencer a tu señor —intervino Rhazes con cierto mal
humor.
—No soy vuestro abogado —replicó Amr en el mismo tono—.
¿Y desde cuándo los vencidos dan lecciones al vencedor?
—Y yo no soy Bizancio para considerarme vencido por ti —
dijo el médico—. Tampoco soy soldado: mi oficio es salvar vidas,
no suprimirlas.
—¿Has captado la utilidad de la geometría, Amr? —terció
Hipatia.
—Según lo que dices, serviría sobre todo para construir
templos idólatras —masculló el general—. Nosotros no
necesitamos arquitectos para orar a Dios.
—¿Has visto, Amr, a lo largo del Nilo —preguntó Filopon—,
esos largos artilugios que hacen subir el agua sin esfuerzo hasta los
campos, como si tiraran de ella hacia arriba? Arquímedes, el que
inventó ese tornillo sin fin, era un discípulo de Euclides. Imaginó
también un modo infalible de desenmascarar a los falsarios, gracias
a un tratado de Euclides, De lo ligero y de lo pesado. Construyó
también máquinas de guerra que deberían interesarte, general, y
que te harían triunfar infaliblemente sobre tus enemigos. Por lo que
se refiere a la inmensa linterna que domina la isla de Faros, no
estoy seguro de que hubiera podido conducir a buen puerto a tantos
marinos, desde hace tantos siglos, de no ser por otra obra de
Euclides, La óptica.
—Todo esto es hermoso y bueno —dijo Amr—, pero esos
artilugios y esas máquinas tan ingeniosos fueron inventados hace
ya mucho tiempo. Ahora sabemos cómo fabricarlos sin recurrir a
esos libros antiguos. Y si yo fuera Omar, sé muy bien qué os diría:
«Conservemos estos inventos, puesto que Dios ha permitido que
existan. Los destinaba sin duda a los verdaderos creyentes. Pero
quememos esos libros puesto que también quiso ofrecernos, por la
voz de su Profeta, la única palabra que pervive, la suya, en la que
están contenidas todas las demás».
—Y entonces le replicarías —dijo Rhazes— que en esos viles
escritos humanos podrá descubrir cómo llevar aún más deprisa y
más lejos la palabra de vuestro Dios, ya sea en barcos sólidos, ya
sea por caminos más seguros, hasta unos parajes de los que no
tiene ni la menor idea, pero de los que hablan estos libros. Nada
está concluido, nada está inmóvil, Amr, y la Historia prosigue su
andadura. ¿No es prueba de ello tu presencia entre estos muros?
—Sin duda. Añadiré que con el Corán comienza una nueva era.
Una era de pureza y de verdad, libre de supersticiones paganas.
¿No es la peor de ellas, Hipatia, querer leer en las estrellas el
porvenir de los hombres?
—Los astrónomos no buscan en los astros conocer su destino ni
contemplar la faz de Dios —exclamó la muchacha, no muy
convencida de sus propias palabras—. Son sólo agrimensores del
cielo, admiradores de la obra divina, pero también geógrafos de las
estrellas que, al trazar los mapas de arriba, permiten que los de
abajo sean más precisos y más seguros para los viajeros.
—Háblame pues de aquel a quien Euclides confió su bastón.
Ese Aristarco de Samos debía de ser el mejor de todos sus
alumnos. Lo que descubrió debería bastar para convencerme de
que medir el cielo como si fuera un vulgar trigal no constituye un
sacrilegio.

Qué tonta soy, pensó Hipatia. ¿Por qué no le habré ocultado la


existencia de Aristarco? Y ahora no puedo mentirle. Intentemos
pues contarle la historia de otro modo, aunque sin falsear la
verdad.
LAS ESTRELLAS Y LA
ARENA
(SEGUNDO CANTO DE HIPATIA)

Observar el cielo es, aún en nuestros días, un oficio tan peligroso


como el del soldado. Más tal vez, pues el astrónomo está solo, sin
un ejército que le respalde. Solo ante los príncipes que, no
contentos con reinar sobre la tierra, desearían convencer a todos de
que su trono les ha sido entregado por los cielos; solo ante los
sacerdotes y los oráculos, que temen que la explicación del
movimiento de las estrellas o el anuncio de un eclipse desvelen los
misterios sobre los que basan su poder; solo ante los terrores y las
supersticiones del pueblo, que considerará al astrónomo culpable
de los seísmos, inundaciones, hambrunas, sequías, pues se ha
atrevido a aventurarse por los dominios de los dioses y los
demonios…
Y, sin embargo, el astrónomo sigue explorando el cielo,
recorriendo los astros, cabalgando los planetas, contemplando el
Sol cara a cara. Allá arriba, olvida la mazmorra o el hacha del
verdugo que le amenaza.
Aristarco de Samos era el más imprudente de todos ellos.
Emulando a su maestro Euclides, estaba lleno de ardor e
insolencia. Cuando lanzaba, ante sus colegas mucho más
ponderados y prudentes, una de esas hipótesis revolucionarias tan
propias de él, más de uno se estremecía de terror y miraba a su
alrededor temiendo que les escuchara un espía de los sacerdotes.
En aquel tiempo[2], como antaño ocurriera en el ámbito de las
matemáticas, Alejandría había destronado a Atenas en el campo de
la astronomía. Pues también allí, según había querido Euclides,
observar el cielo no era ya cosa de filósofos y poetas, sino de
geómetras. Observar, medir, calcular, esas serían en adelante las
palabras clave. Sólo un hecho estaba demostrado: la Tierra era
redonda. Por lo demás, se aceptaba lo que era verdad oficial desde
Platón y su alumno Eudoxo: esa bola en la que vivimos estaba
inmóvil en el centro de todo, y el Universo giraba a su alrededor.
Aristarco quiso poner en tela de juicio este postulado. Creía
que podía permitírselo todo: Tolomeo II Filadelfo ocultaba sus
despropósitos, y el bastón de Euclides era para el sabio un
excelente aval. El palo, levemente tallado ahora e incrustado con
hilos de oro, le servía de herramienta de trabajo. Iba a clavarlo en
pleno desierto, en distintos lugares según la hora y la estación, a
modo de rústico reloj solar, y su sombra, que era también la del
gran Euclides, le permitía medir mil y una distancias celestes.
Pero cierto día decidió publicar el conjunto de sus trabajos en
un libro titulado: Las magnitudes y las distancias del Sol y de la
Luna. La obra causó un gran escándalo. El sumo sacerdote de
Serapis, el más importante personaje religioso de Alejandría,
solicitó al rey una audiencia inmediata. Y éste, ante la gravedad de
los hechos, convocó al punto a Aristarco ante un Consejo
restringido. El rey, al igual que su padre, había asistido a ciertos
cursos del astrónomo y se había mostrado bastante buen alumno en
geometría. Pero cuando Aristarco compareció, Tolomeo dio la
palabra a la acusación.
—He leído tu escrito —dijo el sumo sacerdote en tono
insidioso—. No soy un especialista en este tipo de cosas y tal vez
lo he comprendido mal. Sí, he debido de entenderlo mal. Un
hombre tan sabio como tú…
—No he hecho más que calcular la distancia que separa el Sol
de la Tierra, basándome en el poder del razonamiento geométrico,
que…
—Sin duda, sin duda —interrumpió el sacerdote—. Pero esta
distancia me parece inmensa.
—Entre dieciocho y veinte veces la que nos separa de la
Luna[3]. Mi método, lamentablemente, no me permite aportar
más…
—Entonces, si el Sol está tan lejos como dices, o como yo he
creído comprender —le interrumpió de nuevo el sacerdote, molesto
por las precisiones del astrónomo—, es mucho mayor de lo que
parece.
—Lo has comprendido perfectamente. Temía no haber sido lo
bastante claro para lograr esta hazaña.
El sumo sacerdote no captó el sarcasmo, pues estaba
obnubilado por su cólera, que iba creciendo.
—Si he de creerte, el Sol es incluso mucho mayor que la
Tierra. Decenas de veces mayor —remachó.
—Estás tan dotado para la astronomía como para la
adivinación. Habría que unir siete tierras, una tras otra, para igualar
el diámetro del Sol. O, si lo prefieres —añadió Aristarco no sin
malicia—, el volumen de esta esfera radiante es trescientas
cincuenta veces mayor que el de nuestro modesto habitáculo[4].
—Rey, te pongo por testigo, este hombre es de un orgullo
insensato y, con sus falaces razonamientos, juega con el dios
Helios, dispensador de la luz, y con la diosa Hestia, nuestra sagrada
Tierra, como si fueran vulgares canicas.
Tolomeo Filadelfo intentó contemporizar.
—Juzguemos primero antes de condenar. Veamos, Aristarco,
¿no había escalonado Pitágoras las altitudes de los astros según los
intervalos musicales? ¿Y el gran Eudoxo, geómetra como tú, no
había fijado definitivamente las dimensiones del mundo? ¿Con qué
argumentos te atreves a contradecir a esos maestros?
—Con los mismos que condujeron a mi maestro Euclides a
demostrar que el mundo se sometía a su geometría. Un maestro que
confiaba en la razón humana, y al que tu padre Soter, permíteme
que te lo recuerde, admiraba más que a cualquier otro sabio.
—¿Afirmas, pues, que unos simples puntos, líneas o triángulos
determinan la magnitud del Universo? Vamos, explícate. Sabes que
he seguido el ejemplo de mi padre y no he desdeñado asistir a
algunas de tus demostraciones.
—Oh rey, puesto que me haces el honor de intentar
comprender, ¿me permites que te interrogue a mi vez, para
conducirte por el camino de la verdad?
Tolomeo asintió con la cabeza, dispuesto a aceptar el desafío
intelectual.
—A veces vienes a contemplar los astros en la terraza del
observatorio —prosiguió Aristarco—. Sin duda has advertido que,
una vez al mes, la Luna, durante su ciclo, presenta su disco
rigurosamente dividido en dos partes iguales, una iluminada y la
otra situada en la sombra…
—Es cierto, cuando la Luna está en su primer cuarto.
—Pues bien, traza con el pensamiento un vasto triángulo que
tenga como vértices la Tierra, el Sol y la Luna en su cuarto
creciente, y considera sus ángulos.
Creyéndose de nuevo en el aula, Aristarco se volvió hacia el
sumo sacerdote con una sonrisa irónica.
—Podéis hacer lo mismo —le aconsejó—, y si la operación os
parece difícil, dibujad la figura en un papiro para mejor percibir la
verdad…
Un murmullo de reprobación se levantó entre los jueces.
Aristarco no se preocupó y, dirigiéndose de nuevo al rey, prosiguió
en tono doctoral:
—¿Qué puedes decir del ángulo formado por la línea recta que
une la Tierra a la Luna y la que une la Luna al Sol?
—Hum… Es un ángulo rigurosamente recto —aventuró
Tolomeo tras cierta vacilación.
—¡Rindo homenaje a tu perspicacia, soberano! Pues bien,
admite que si el Sol no está a una distancia infinita (puesto que
pretendo medir su alejamiento), el ángulo formado por las líneas
que unen el Sol a la Tierra, y el Sol a la Luna, no es nulo…
—Sí, pero ¿cómo harás para medir este ángulo? —intervino el
sumo sacerdote con una risa sarcástica—. ¿Tal vez irás
personalmente al Sol?
—Ahí Euclides responde de nuevo por mí. El ángulo es sólo el
complementario al que forman las líneas de la Luna y del Sol vistas
desde la Tierra. Y he dicho, en efecto: vistas desde la Tierra. El
ángulo puede, pues, medirse.
—¿Y entonces?
—Entonces, ese ángulo, por simple resolución del triángulo
recto formado por la Tierra, el Sol y la Luna en su primer cuarto,
ese magnífico ángulo, decía, da la relación entre las distancias de la
Tierra al Sol y de la Tierra a la Luna[5].
—Astuto, en efecto —dijo el rey que levantó la mano para dar
la orden de callarse al sumo sacerdote, que estaba a punto de
atragantarse de rabia, pues no había entendido nada ni había podido
seguir el proceso de la operación geométrica.
—De ese modo —concluyó Aristarco—, no te sorprenda en
absoluto, rey, que seas capaz de demostrar, a costa de un modesto
esfuerzo de pensamiento y de la universal geometría de Euclides,
que ese disco que nos parece fuera de nuestro alcance y abrasa
nuestras miradas, se halla a una distancia finita, y que puedas
relacionar esa distancia con la Luna, el astro que ilumina nuestros
sueños.
La explicación de Aristarco hubiera debido terminar ahí, con el
evidente triunfo del sabio. Pero ya ves, Amr, aquéllos que
mediante la ciencia alcanzan la cima del mundo, que mediante la
inteligencia escrutan las profundidades de los cielos, ésos, de tanto
echar la cabeza hacia atrás para ver la cúpula del firmamento,
viven en su vértigo. Y muy a menudo caen en el precipicio.
Aristarco de Samos era de esta raza. Por ello no pudo evitar
proseguir, en un tono falsamente despreocupado:
—Puesto que me hacéis el honor de aceptar mi razonamiento,
aceptaréis también su forzosa consecuencia. A decir verdad, mi
tratado sobre Las magnitudes y las distancias era sólo una modesta
introducción a la obra que acabo de terminar, La hipótesis.
—¡Ah! ¿Y qué otra herejía profieres en tu «hipótesis»? —
preguntó el sumo sacerdote con no disimulada alegría, esperando
que esta vez el astrónomo se metería en un callejón sin salida.
—Deduzco primero que el universo tiene unas dimensiones
mucho mayores que las que acabamos de mencionar. Al igual que
la Tierra desempeña el papel de un punto con respecto a la esfera
del Sol, el Sol desempeña también el papel de un punto con
respecto a la esfera de las estrellas fijas. Y puesto que el Sol y el
cielo de las estrellas fijas están tan lejanos, es irracional pensar que
unos cuerpos tan grandes puedan girar en bloque, y en un solo día,
alrededor de una Tierra tan pequeña.
—¡Qué absurdo! ¡Nuestros ojos nos muestran que es la gran
bóveda del cielo la que gira! ¡Se trata de una evidencia!
—Sumo sacerdote, si quisieras dar una vuelta completa sobre ti
mismo, verías desfilar ante tus ojos las antorchas que adornan los
muros de esta sala circular. ¿Acaso no te daría entonces la
impresión de que es la sala la que gira mientras que tú permaneces
inmóvil?
Estupefacta, la asamblea de los jueces guardó silencio durante
unos segundos.
—Afirmo pues que las estrellas fijas y el Sol permanecen
inmóviles —prosiguió Aristarco remachando sus palabras—.
Afirmo que la Tierra gira alrededor del Sol trazando una
circunferencia. Afirmo que el Sol ocupa el centro de esta
trayectoria y que el ámbito de las estrellas fijas se extiende
alrededor del mismo centro que el Sol.
Hubo otro silencio de estupefacción, que quebró el angustiado
grito del sumo sacerdote:
—¡Pero si es así, la Tierra no es ya el centro del Universo!
—No lo es, puesto que nunca lo ha sido.
—Y la bóveda celeste no gira ya armoniosamente sobre
nuestras cabezas, porque según tu insensata pretensión somos
nosotros los que giramos alrededor del Sol.
—Como la luciérnaga alrededor de la linterna del mundo —
asintió Aristarco, imperturbable.
—¡Cómo la luciérnaga! ¡Miserable! ¿Te crees pues un dios
para permitirte, con un golpe de bastón y algunas cifras puestas en
un papiro, destruir el orden del mundo, insultar la memoria de
todos los sabios que ha habido desde la noche de los tiempos? Rey,
este hombre ha ido demasiado lejos. Acaba de escupir a la santa faz
de la divinidad. ¡Al verdugo, Aristarco!
Tolomeo frunció el ceño.
—En efecto, vas demasiado lejos, astrónomo. Abandonas el
seguro sendero de la geometría para poner en cuestión el
reconocido orden del mundo. Te ordeno que te expliques en un
proceso público.
El sumo sacerdote se prosternó ante el rey y suplicó:
—¡Por favor, divino monarca! Un proceso público sería la peor
de las cosas y provocaría catástrofes inimaginables. Gracias a
vuestro padre el gran Soter, las naciones sobre las que reináis se
contentan todas ellas con el culto a Serapis. ¿Qué dirán los griegos
cuando oigan decir que el Olimpo ya no es más que un montículo y
que sólo Apolo reina como dueño del Universo? Me parece oír
discutir interminablemente a los judíos sobre su Josué, que detuvo
el curso del Sol, y sobre los siete días que su dios tardó en crear el
mundo. Por naturaleza son tan proclives a la recriminación como a
la conjura. Pero, sobre todo, señor, temed al populacho egipcio. Si
los agitadores les hacen creer que el antiguo Ra llamea de nuevo
sobre las tumbas de los faraones muertos, estallarán los motines.
Pondrán en tela de juicio vuestra esencia divina; vuestro trono
temblará; el templo de la diosa, el Serapión, será abandonado. Y
todo por culpa de ese demente que habla de la Tierra como de una
luciérnaga y del Sol como de una linterna. Demente… o traidor a
su dios.
Este ultraje indignó a Aristarco de Samos. Su fortaleza física se
había desarrollado durante sus largas marchas por el desierto, sus
subidas a lo alto de las pirámides que le servían de observatorio y
la práctica cotidiana de la gimnasia. Blandió el bastón de Euclides
y se dirigió, amenazador, hacia el sacerdote. Los guardias le
contuvieron a duras penas.
El mago de Serapis le lanzó con odio:
—Serás más útil a la ciencia cuando tu miserable esqueleto esté
disecado en la mesa del maestro Herófilo.
El rey impuso silencio y decidió que se celebraría el proceso,
aunque a puerta cerrada. Preguntó al astrónomo a quién elegía
como defensor.
—A Arquímedes de Siracusa —respondió Aristarco—. Él
sabrá convenceros.

La elección del genial inventor del tornillo sin fin como


abogado fue un gesto muy hábil, pues hacía mucho tiempo que
Tolomeo Filadelfo intentaba atraer a Arquímedes a Alejandría.
Éste se negaba siempre pese a las más que favorables
proposiciones que el Museo le hacía. Cierto que antaño había
estado allí, pero sólo para seguir unos cursos y consultar las obras
de Euclides, de quien era el evidente sucesor. Luego había
regresado a Siracusa, y a partir de entonces no se movió de esta
ciudad, limitándose a mantener una asidua correspondencia con sus
colegas del Museo. Sus informaciones deslumbraban a los
geómetras, matemáticos y astrónomos. Había inventado numerosas
figuras nuevas, como los esferoides y los conoides rectos,
estudiado provechosamente las leyes de los fluidos, de los cuerpos
flotantes, de la palanca y muchas otras cosas que resultaría
demasiado largo explicar.
Aunque Tolomeo Filadelfo se sentía, como todos los demás,
impresionado por los descubrimientos del sabio siciliano,
comenzaba a impacientarse. De modo que le escribió
personalmente para suplicarle que si no acudía personalmente a
Alejandría al menos le comunicara sus numerosos inventos de
ingeniería. Arquímedes sólo accedió a revelarle dos de ellos: el
mejor modo de confundir a un orfebre tramposo o a un falsificador
sumergiendo los objetos preciosos en cierto líquido, y ese tornillo
sin fin que sigue irrigando hoy día, Amr, los campos que has
conquistado. Pero no dijo palabra sobre máquinas de guerra.
Con su espíritu lleno de fantasía, Arquímedes esquivaba las
indagaciones enviando falsos teoremas a sus colegas alejandrinos o
proponiéndoles problemas casi imposibles de resolver, como el de
esos «bueyes del Sol» cuya solución estriba en una cifra tan
enorme que resulta inaccesible[6]. Pues las matemáticas, Amr, son
también fuente de risa, de juego y de música. ¿Acaso no se divierte
la Luna, algunas noches, ocultando con su maliciosa sonrisa las
estrellas a los astrónomos?
Aristarco tenía otra buena razón para tomar como defensor al
sabio siciliano. Le sabía muy al tanto de las sutilezas de la política
y del arte de complacer a los príncipes.
Nacido en una de las más antiguas familias de Sicilia,
Arquímedes era también el primo del señor de la colonia, el tirano
ilustrado Hierón, que le había nombrado su ingeniero en jefe. Su
isla natal era la más antigua y floreciente de las colonias griegas de
poniente. Como Alejandro no la había conquistado, Sicilia no tomó
parte en los conflictos de sucesión que siguieron a la muerte del
Conquistador. En aquel tiempo, empero, su capital, la fuerte
Siracusa, era la presa que ambicionaban dos nuevas potencias
rivales al oeste del Mediterráneo, Roma y Cartago. El sabio,
apasionadamente enamorado de su país, se consagró en cuerpo y
alma a la defensa de su ciudad amenazada por la guerra, dirigiendo
los trabajos portuarios, navales y militares. Inventó así esas
máquinas de destrucción que, hace un rato, te han hecho brillar los
ojos, valeroso general. Absorto en esa tarea, olvidaba sus obras
teóricas, con gran desesperación de sus colegas alejandrinos que le
suplicaban que se dedicara otra vez a ellas.
Por consiguiente, cuando Aristarco le pidió que fuera a
defenderle en su proceso tocante a la astronomía, decidió no
complacerle, a pesar de la admiración que sentía por aquel que
había sido su profesor muchos años antes. Pero tenía que consultar
primero con el tirano Hierón.
—Te ordeno que vayas a Alejandría —le dijo éste—. Desde
luego, el proceso no es cosa mía y actuarás en ese campo como te
parezca. Pero te confío otra misión, la de embajador. En el
conflicto que se avecina, carecemos lamentablemente de aliados.
Recuérdale al rey Filadelfo que Alejandría es griega, al igual que
Siracusa, mientras que romanos y cartagineses son sólo bárbaros.
Para mejor convencerle, recurre a la historia de la ciudad púnica.
¿No es, a fin de cuentas, de origen fenicio? Egipto reina en Tiro,
por lo tanto tiene también derecho a reivindicar a sus lejanos hijos
de Cartago. Y si estos argumentos diplomáticos no bastan,
entrégale algunos planos de tus inventos guerreros. Aunque… con
prudencia, ya me entiendes.
—Haré como tú dices, Hierón —respondió Arquímedes—. Y
me alegra poder, al mismo tiempo, trabajar por mi patria y
defender a mi amigo Aristarco, sin temor a ser retenido por la
fuerza en Alejandría, ya que estaré protegido por mi condición de
embajador.
—¿De qué acusan a tu amigo astrónomo?
El tirano escuchó con mucha atención las explicaciones de
Arquímedes, pero a medida que iba captando de qué se trataba, su
rostro iba ensombreciéndose. Por fin, dijo en tono seco:
—Háblame con franqueza. ¿Crees tú en esa monstruosidad?
¿Demuestra Aristarco que la Tierra gira alrededor del Sol?
—No ha hecho más que medir la distancia que los separa y sus
tamaños respectivos. Por lo demás, se trata sólo de una hipótesis y
no de un teorema, ni siquiera de un postulado, puesto que
contradice el sentido común, lo directamente observable. Si fuera
preciso confiar sólo en lo que el ojo ve, seguiríamos diciendo lo
que Tales pensaba en sus inicios, e imaginaríamos la Tierra como
un disco flotante, como un pedazo de madera sobre un océano.
Pero la audaz hipótesis de Aristarco abre a los sabios y a los
filósofos tantas nuevas rutas hacia perspectivas todavía
inimaginables…
—A los sabios y a los filósofos tal vez —replicó el tirano—,
pero ¿has pensado en el común de los mortales? ¿Cómo
reaccionarán los pueblos cuando sepan que dioses y humanos,
poderosos y débiles, monarcas y súbditos, dueños y esclavos son
sólo un hormiguero embarcado en un frágil esquife remolcado por
el inmenso navío solar en el seno de la inmensidad aún mayor del
océano celestial? Sería el final del equilibrio del mundo. E imagino
muy bien las calamidades que seguirán, paisajes de desolación,
motines, regicidios, ateísmo, destrucción de los templos, falta de
respeto por la propiedad y otras consecuencias más funestas aún.
—No más funestas —replicó Arquímedes con amargura— que
las armas de muerte que tú me obligas a inventar.
—Lo sé, amigo mío, y créeme si te digo que cuando la paz
regrese… Entretanto, no olvides que la suerte de Siracusa depende
de tu misión diplomática junto a Filadelfo. Y si percibes un solo
instante que la defensa de Aristarco puede perjudicar esta misión,
deberás elegir entre tu amigo y tu patria. Me ocuparé de que lo
hagas.
La amenaza era clara. Arquímedes embarcó lleno de temor en
un temible navío de guerra cuyos planos él había dibujado. Apenas
llegado a Alejandría, fue conducido ante el rey. Tras haber leído la
larga carta de Hierón, cuyo contenido el sabio ignoraba, Tolomeo
dijo simplemente:
—Quédate con nosotros, Arquímedes. Te ofrezco la paz y la
serenidad de nuestro Museo para que tu genio se desarrolle tanto
como sea posible. Tu lugar no está en medio de las guerras, ni en
los laberintos de la política y la diplomacia.
—Pero, rey, ¿acaso me pides que sea desleal? Mi lugar está en
mi patria, junto a mi señor y mi pueblo cuando están en peligro.
—Tu señor es la ciencia, tu patria son los miles de libros que
contiene la Biblioteca, tu pueblo son los sabios y los eruditos que
aquí trabajan. Y el peligro se cierne hoy sobre la cabeza del mejor
de todos ellos, Aristarco de Samos.
De hecho, Tolomeo Filadelfo se sentía muy incómodo. Había
recibido de su padre Soter el principio absoluto de no intervenir
nunca en los debates y las querellas que eran cosa cotidiana en el
Museo. Pero, esta vez, el asunto era demasiado grave. La hipótesis
de Aristarco había dividido el Museo en dos clanes ferozmente
opuestos: los filósofos contra los científicos. Para los primeros,
apoyados por los sacerdotes de todas las religiones, admitir o
incluso tolerar la idea de que una pequeña Tierra girara en torno al
Sol no era sino el anuncio de la muerte de los hombres y los dioses,
pero sobre todo la destrucción de la Academia de Platón, del Liceo
de Aristóteles, del Pórtico de Zenón y del Jardín de Epicuro. Esas
cuatro escuelas estaban en Atenas, pues (y mi tío Filopon no va a
contradecirme), a pesar de sus esfuerzos, los dos primeros
Tolomeos sólo habían conseguido atraer a Alejandría filósofos de
segunda clase, aplicados émulos de los difuntos maestros griegos.
Conscientes de esa desventaja, los adversarios de Aristarco
suplicaron al mayor pensador de la época que cruzara el mar para
que representara el papel de acusador en el proceso. Se trataba de
Cleantes de Aso, un anciano que cumpliría muy pronto un siglo,
sucesor del ilustre Zenón.
A pesar de su edad muy avanzada, Cleantes representaba la
más reciente escuela filosófica ateniense, la del Pórtico, el
estoicismo. Y no por azar los enemigos de Aristarco habían
recurrido a él. En efecto, contrariamente al pensamiento de Platón
y Aristóteles —que preconizaban la libre búsqueda y la permanente
puesta en cuestión—, para Zenón y luego para Cleantes, la filosofía
era como un huevo cuya cáscara era la lógica; la clara, la moral; y
la yema, la física. En resumen, un sistema que no podía tocarse sin
destruirlo por completo. Se representaban el Universo del mismo
modo: único, acabado, asimismo como un huevo, rodeado de un
vacío ilimitado, un huevo viviente cuya yema fuera la Tierra. Esta
representación, claro está, era una metáfora. La realidad material
del mundo no les interesaba.
En el fondo, tu religión, la de Filopon y la de Rhazes hacen hoy
lo mismo. Para los cristianos y los judíos, Jerusalén es el centro del
mundo; para vosotros, lo es La Meca. Ahora bien, no hay centro en
la superficie de una esfera, al menos según los geómetras. La
geografía de los sacerdotes no es la de los agrimensores. En
ninguna parte de la Biblia y, sin duda, de tu Corán, se habla de la
forma física de la Tierra. ¿Redonda? ¿Plana? ¿Ovoide? ¿Piramidal?
¡Qué importa eso a las religiones! Lo mismo les ocurría a los
estoicos. En cambio, cuando Aristarco intentaba demostrar que la
Tierra giraba alrededor del Sol y, por lo tanto, que no estaba ya en
el centro del Universo, entonces esa representación física chocaba
de lleno con la representación simbólica del mundo, donde la
divinidad está en todas partes y el hombre en el centro de todas
partes.
Cleantes, Tolomeo y los sacerdotes, cualquiera que fuese la
religión que profesaran, no podían tolerarlo, porque eso hubiera
supuesto aceptar su propio fin, o al menos así lo creían. Durante la
entrevista que mantuvo con el rey, Arquímedes intentó demostrarle
que física y simbolismo podían cohabitar en paz; citando a
Hesíodo, apoyándose en los exegetas de Hornero, explicó que la
montaña del Olimpo, tal como se representaba bajo su eterna nube,
no era forzosamente el lugar físico donde moraban los dioses.
¡Insigne torpeza la de tratar así a aquel monarca ilustrado,
como si fuera un alumno ignorante! Pero nuestro sabio aún
cometió otra torpeza: creyó oportuno referirse al difunto Demetrio
de Palero. El infeliz Arquímedes, que era un torpe cortesano, había
sencillamente olvidado que el fundador del Museo se había
opuesto con todas sus fuerzas a la subida al trono de Filadelfo, y
que había sido castigado con la muerte.
El rey enrojeció de cólera: que le tomaran por un ignorante,
podía pasar; pero que se evocara a su enemigo Demetrio…
Arquímedes, lleno de pánico, vio que su misión diplomática iba a
fracasar y que su amigo Aristarco sería entregado al verdugo. Pero
el rey se calmó por fin y dijo:
—No habrá proceso. El sumo sacerdote y Cleantes están
demasiado empecinados en derrotar a Aristarco. Si lo logran éste
será condenado a muerte. No podré impedirlo y sobre mí caerá el
oprobio de haber asesinado a un hombre de ciencia. El rumor
atribuye tantos crímenes a los monarcas… Ve a hablar con ese
astrónomo más tozudo que una mula e intenta convencerle de que
se retracte. Si lo consigues, la paz volverá al Museo. De lo
contrario, lo llevarás discretamente contigo a tu isla. Encargarse de
ese viejo extravagante será, para tu señor, el precio de la alianza
que me propone.
Y el rey, satisfecho con la jugarreta que le iba a hacer a su
colega Hierón, al que despreciaba, despidió a Arquímedes
frotándose las manos. El siciliano salió de la audiencia con la
cabeza gacha. Se sentía humillado. Aunque como ingeniero jefe de
Siracusa había sufrido, en el pasado, mil y un desplantes por parte
del tirano Hierón, eso formaba parte de su cargo. Pero esta vez era
diferente: Tolomeo Filadelfo, el protector de las artes y las
ciencias, le había pedido, nada menos, que traicionara a su país e
incitara al sabio más osado que conocía a renegar de toda una vida
de trabajo, para complacer la tranquilidad del reino y de sus
súbditos.
—Pero, Arquímedes —arguyó Aristarco—, mis cálculos son
exactos. ¿Por qué voy a decir que me he equivocado?
Con casi ochenta años, Aristarco, aquel Hércules de la ciencia,
nada había perdido de su ardor y su candor. Y Arquímedes, que
sólo tenía treinta y tres, se sentía el más viejo y el más prudente de
los dos. Empleó toda su energía en explicarle que su retractación
sería una pura formalidad que en nada cambiaría el fondo de su
tesis, y afirmó que los hombres no estaban aún maduros para
aceptar semejante noticia, pero sus razonamientos no hicieron
mella en el sabio. Aristarco sólo comprendía una cosa: estaba
seguro de su teoría. Cualquier otra contingencia, su propia vida, no
contaba ante su descubrimiento.
Sin embargo, el viejo astrónomo aceptó el exilio. Estaba harto,
dijo, de esos «sacerdotes rebuznadores», «de esos estoicos
mugrientos», y —perdonadme, tío, pero el hombre conservaba su
vigor juvenil—, «de esos gramáticos de verga floja». Algo
avergonzado por el papel que desempeñaba, pero aliviado y feliz
de que su viejo maestro le siguiese a Siracusa, Arquímedes fue a
dar cuenta al rey de ese satisfactorio desenlace. A cambio de ello,
Tolomeo aseguró al embajador siciliano que nada destruiría su
alianza con Siracusa.
Al día siguiente, en la cubierta de la embarcación que iba a
llevarle de vuelta a casa, Arquímedes aguardó en vano a Aristarco.
Finalmente, un joven esclavo le entregó un paquete: era un largo y
pesado bastón en el que se habían grabado, con cifras de oro, unas
ecuaciones. El regalo estaba acompañado por un breve mensaje
firmado por el astrónomo: «Que el bastón de Euclides te enseñe a
mantenerte erguido ante los príncipes y los poderosos».

Nadie supo nunca dónde se había ocultado Aristarco de Samos.


Algunos pretenden que se refugió en pleno desierto egipcio, bajo el
ardiente sol de la aldea de Siene[3]. Su manuscrito de La hipótesis
nunca fue copiado, pero la Biblioteca conserva como un bien
preciado el original, único ejemplar de este libro osado,
considerado impío. Tolomeo Filadelfo, Cleantes y Calímaco
murieron poco tiempo después. Lo primero que hizo Tolomeo III
Evergetes fue llamar a Arquímedes para que ejerciera las funciones
de preceptor de su hijo y bibliotecario. Éste se negó, pero
recomendó para sustituirlo a Eratóstenes de Cirene, filósofo, poeta,
historiador, astrónomo, músico y, sobre todo, inventor de la
geografía. La elección era buena.
El nuevo bibliotecario mantuvo durante largos años una asidua
correspondencia con el sabio de Siracusa. Cierto día, recibió un
compendio titulado El método, donde Arquímedes le revelaba el
secreto de sus descubrimientos. Acompañaba esta suerte de
testamento un viejo bastón con incrustaciones de oro. El bastón de
Euclides no podía caer en mejores manos que las de aquel hombre
cuyo nombre significaba, literalmente, «la fuerza del amor».
Algún tiempo después, Eratóstenes supo cómo había muerto su
amigo siciliano. Desde su regreso a Egipto, el sabio se había
distanciado poco a poco de los asuntos políticos. Lleno de
remordimientos por haberle fallado a Aristarco, no quiso acceder a
las insistentes peticiones del señor de Siracusa que le apremiaba a
abandonar las investigaciones puramente intelectuales para
dedicarse a temas más materiales y a inventar cosas que tuvieran
alguna utilidad. Utilidad bélica, claro está. Pero tanto las amenazas
como las súplicas fueron inútiles.
Arquímedes hizo primero construir un planetario, maravilloso
mecanismo que reproducía con exactitud los movimientos celestes
según la hipótesis de Aristarco. Luego se le metió en la cabeza
inventar un gran sistema de numeración que pudiera representar
magnitudes tan ingentes que comparada con ellas la miríada fuera
sólo un punto. Y él, que solía trazar sus demostraciones en la arena
de las playas, eligió el grano de arena como elemento de su última
demostración. ¿Cuántos granos hay en un puñado de arena? ¿Y en
la playa de Siracusa? ¿Y en todas las playas, y en todos los
desiertos del mundo? Nadie imaginaba que se pusiera a dar una
medida a semejante desmesura. Sin embargo, en su tratado El
arenario, su obra maestra, Arquímedes demostró que incluso la
arena podía representarse con un número. Se comprometió a contar
los granos de arena que llenaran el cosmos. Para obtener la mayor
cantidad posible, atribuyó al cosmos las enloquecidas dimensiones
que le prestaba la hipótesis de Aristarco. Y, por lo que se refiere al
considerable número que obtuvo, demostró que sólo era, a pesar de
todo, un punto comparado con números todavía mayores, números
que sólo un espíritu singular como el suyo era capaz de concebir.
En el plano político, la embajada de Alejandría había sido un
fracaso, pues, a pesar de sus vagas promesas, Filadelfo y luego
Evergetes, como dignos émulos de Alejandro, se desinteresaron de
todo lo que ocurría en el oeste del Mediterráneo. Solo y atrapado
entre Roma y Cartago, Hierón tuvo que elegir. Lamentablemente,
eligió Cartago. Durante tres años, Siracusa fue sitiada por los
romanos. Y, a pesar de las máquinas de guerra inventadas por
Arquímedes, el enemigo consiguió invadir la ciudad.
El decurión Bruto fue el primero que penetró en la población en
llamas. Embriagado de sangre y del vino peleón que había bebido
para darse valor, el soldado romano recorría las calles de la ciudad
blandiendo su espada enrojecida en busca de nuevas víctimas. Pero
los sitiados supervivientes se habían refugiado todos en el palacio
donde Hierón aguardaba la llegada del general Marcelo para
entregarle las llaves de la ciudad, confiando en su clemencia. A
través de una poterna de la muralla, Bruto vio a un anciano que,
sentado en una pequeña playa, trazaba misteriosos dibujos en la
arena. ¡Lamentable presa para un guerrero! Algo serenado por el
viento del mar, el soldado se dijo no obstante que aquel griego
podía resultar un buen esclavo, tal vez un preceptor para los hijos
que pensaba tener, cuando, enriquecido por el botín, regresara a
Roma y fundara una familia. Se acercó.
—Levántate y sígueme, buen hombre —dijo en tono arrogante.
Arquímedes ni siquiera levantó la cabeza cuando respondió:
—Un momento, por favor. Creo que por fin lo he encontrado.
Loco de rabia ante la desobediencia del viejo, el decurión clavó
su espada en la espalda de Arquímedes. El chorro de sangre que
brotó de la herida inundó la arena, borrando las figuras y las cifras
en ella inscritas. Tal vez fuesen la respuesta a la hipótesis de
Aristarco de Samos.
DONDE AMR SE EJERCITA
EN LA IRONÍA
—Ese decurión era un imbécil —exclamó Amr—. Pero no peor
que su general. En su lugar, yo habría dado a mis hombres la orden
tajante de respetar a un inventor tan valioso como Arquímedes.
—Eso era lo que el general Marcelo había exigido —respondió
Hipatia—. Y Bruto pagó su crimen con la vida.
—Ese Marcelo tenía razón. Lo peor, en un ejército, no es matar
a un anciano, por muy sabio que sea, sino desobedecer a los jefes.
—No siempre, Amr, no siempre —replicó Filopon—. Pues tú,
general, si por desgracia llegaras a destruir esta Biblioteca por
orden de tu señor, asesinarías a mil Arquímedes de un solo golpe.
—¡Bah! —replicó el general, algo molesto—, la pérdida de ese
sabio no impidió a Roma conquistar el mundo. Al igual que las
extravagancias de vuestro Aristarco. ¿Qué valor tienen sus
brillantes razonamientos capaces, según él, de medir las distancias
de la Luna y el Sol? ¿Quién os asegura que la geometría de
Euclides, la que sirve para los triángulos trazados por la mano del
hombre sobre el papiro o la arena, sigue valiendo para los
triángulos trazados por Dios en el gran espacio lejano, esos
triángulos gigantescos que los astrónomos se esfuerzan en vano en
construir en el pensamiento?
—Te concedo esa duda, Amr, y no es imposible que un día los
sabios pongan en tela de juicio esta evidencia[7] —respondió
Hipatia bastante sorprendida por la observación del general—. Sin
embargo…
—En cuanto a sus impías elucubraciones sobre el Sol inmóvil
en el centro del Universo —Amr, irritado, interrumpió a la
muchacha—, no impidieron que la palabra divina derramase su luz
sobre los hombres. El Universo tiene un solo centro y es Dios. Así
lo dijo el Profeta: «Dios elevó los cielos sin columnas visibles, Él
sometió el Sol y la Luna. Él imprime el movimiento y el orden a
todo; hace ver claramente sus maravillas».
—¿Y por qué va a ser una impiedad el heliocentrismo? —se
indignó Hipatia—. ¿Hay en los libros santos algo que diga que la
Tierra no gira alrededor del Sol, ni lo contrario, ni alrededor de la
Luna o qué sé yo? Deja pues a la ciencia lo que es de la ciencia y a
Dios lo que es de Dios.
—¡Mujer! Si el Todopoderoso no ha considerado útil hablarnos
de ello por la voz de sus profetas, sus razones tendrá. Y es
ofenderle intentar desvelar Sus misterios…
—¡Ah, estaba esperando los famosos misterios! —repuso
Hipatia—. Esos misterios en cuyo nombre los obispos hicieron
matar a tanta gente cuyo único crimen era querer aportar algo de
verdad a la humanidad.
—Hipatia, te ruego que mantengas la calma —intervino
Rhazes, no descontento, en el fondo, de esta discusión entre la
muchacha y el general—. Por lo demás, las teorías de Aristarco
fueron abandonadas después de su muerte. Ya nadie quiso intentar
demostrar que la Tierra giraba alrededor del Sol, que esa «linterna»
era el centro de todos los movimientos. Pensándolo bien, de ser así
—añadió sin que se supiera si bromeaba o no—, ¿cómo Josué, en
Jericó, habría podido detener el Sol en su curso? ¡Ah, sí, qué ligero
fue Aristarco imaginando semejante cosa! ¿Había pensado, al
elaborar su teoría, en los infelices gramáticos y filólogos que
tendrían que pasar noches en blanco y poner en peligro su salud
buscando nuevos sintagmas que sustituyeran, por ejemplo, «el Sol
se levanta, el Sol se pone», por «cada mañana, la Tierra se levanta
o se pone»? ¿Y dónde va a ponerse, la pobre? ¡Está tan
desorientada!
—¡Por las barbas de Plotino!, qué pesado eres, Rhazes —
exclamó Hipatia—, cuando remachas tus sempiternas bromas.
¿Acaso no hay nada sagrado para ti?
—Veamos, Hipatia —ironizó Amr que creía estar ganando
puntos—, ¿no me has dicho que las sarcásticas risas de nuestro
médico eran una coraza para defenderse de las desgracias del
mundo con las que se enfrenta día tras día?
—Pero no se puede desacreditar a Aristarco como lo está
haciendo —se exaltó ella—. Esas críticas son injustas y Aristarco
no puede ser colocado sin más del lado de los vencidos. Sólo la
posteridad le juzgará. Sin Aristarco, Eratóstenes nunca hubiera
podido medir la circunferencia terrestre y dividir nuestro planeta en
climas; sin él, Tolomeo nunca hubiera podido escribir su
Cosmografía, una obra que tanto los cristianos como los judíos
consideran que no va contra la Biblia. Sin él…
—¿Tolomeo? ¿Uno más? ¿Qué número tenía éste? —preguntó
Amr que quería competir con Rhazes en el manejo del ingenio.
—Éste no era un rey de Egipto y se trata de otra historia —
medió Filopon—. En cuanto a ti, sobrina mía, te pediría que
mantuvieras, en adelante, algo más de calma y mesura. ¿No ves
que enojas a nuestro huésped con tus elucubraciones celestes?
—En absoluto, venerable Filopon —protestó Amr—. Hipatia
es deliciosa por su espontaneidad, incluso cuando profiere las más
abominables blasfemias. Pero decidme, ¿siempre os atacáis
mutuamente de ese modo, vosotros los sabios? Parecéis
mercaderes en la feria, disputándose un rico cliente. ¿Acaso tenéis
algo tan valioso para venderme?
—¿Venderte? —suspiró Filopon—. Nada en absoluto, general,
pero queremos ofrecerte el saber, el conocimiento. Cierto es que
los sabios se pelean a menudo. Son, tranquilízate, peleas fecundas,
pues siempre sale de ellas una brizna de verdad. Cuando llegue
mañana, nuestro amigo Rhazes te contará las discusiones en las que
se enfrentaron las mentes preclaras de aquel tiempo, verdaderos
atletas del saber. Aunque esas disputas podrán parecerte irrisorias,
abrieron sin embargo muchos caminos a la belleza y la ciencia,
pues permitieron nada menos que medir el perímetro de la Tierra.

Hablando de disputas fecundas, rió sarcástico para sus


adentros el viejo gramático al retirarse con sus jóvenes amigos, la
que opone al general y al médico me parece ser una de ellas. ¿Qué
no hará ahora Amr para complacer a Hipatia? ¿Desobedecer
quizás a su señor? ¡Quién sabe! ¡El amor es tan fuerte! Y, a fe
mía, de buena gana daría mi sobrina a ese camellero a cambio de
la salvaguarda de la Biblioteca.
LOS ATLETAS DEL SABER
(SEGUNDO PANFLETO DE RHAZES)

Tienes razón, general, uno se pierde con todos esos Tolomeos. Y


además, hasta ahora sólo hemos hablado de tres. Les llamaban la
dinastía de los Lágidas, pues su antepasado era un tal Lagos,
general de Filipo, padre de Alejandro, cuya mujer, según dicen, era
muy complaciente. Olvidemos de momento al Tolomeo geógrafo,
que apareció muchos siglos más tarde y no era de ningún modo su
descendiente. Pronto te hablaremos de él, y el tal Tolomeo se
mostrará capaz de apaciguar a tu califa.
Por lo que se refiere a los demás, los reyes de Egipto, los
nuevos faraones, hubo trece. ¡Trece Tolomeos! Y como si no fuera
ya bastante complicado, no se sucedieron de padre a hijo, sino
entre hermanos. Se disputaban el trono, el menor expulsaba al
primogénito, el benjamín envenenaba al segundo, el primogénito
derribaba al benjamín y le asesinaba para recuperar su puesto. ¡Una
verdadera jaula de fieras! Para embrollar más aún la cosa, era
habitual, en aquella encantadora familia, casarse con la hermana.
La cosa comenzó con Tolomeo II, de ahí su nombre de Filadelfo.
Eso tenía la ventaja de resolver el problema de la dote, pero el
médico que soy no está muy seguro de que esas uniones
engendrasen los retoños más aptos para reinar.
Cuando Tolomeo I Soter casó a su hijo con su hija Arsinoe,
esperaba amansar a sus nuevos súbditos egipcios. En efecto, su
dios-rey fundador, Osiris, se había casado, según dice la leyenda,
con su propia hermana Isis, de quien nació Horus, el dios Sol. «Vil
superstición», dirás tú, y estoy de acuerdo. Pero, a fin de cuentas, si
lo piensas bien, Amr, y de creer en el Libro que nos es común, ¿de
dónde pudieron sacar sus esposas Caín y Abel, los dos hijos del
primer hombre y de la primera mujer, salvo del seno de su propia
familia? Te veo fruncir el ceño, Amr, ¡estoy bromeando! De todos
modos, al humilde pueblo egipcio le importaban un pimiento los
dioses y sus ancestros, y preferían hacer sacrificios a las piedras
sagradas, al Nilo o a algún arbusto cualquiera, suplicándoles que
les libraran de los invasores griegos.
Pero volvamos a la Biblioteca. Entonces, Alejandría no
necesitaba ya requisar los navíos que entraban en su puerto para
procurarse nuevas obras. Sabios, poetas y filósofos acudían del
mundo entero con la esperanza de ser alojados, alimentados y
pagados por el erario público. Una vez instalados en el Museo, los
felices elegidos trabajaban, escribían, copiaban, anotaban y
analizaban las antiguas obras. Algunos, y no los menos, incluso se
atrevían a corregirlas, estimando por ejemplo, los muy patanes, que
Homero había cometido, en ése o aquel pasaje de la Ilíada, una
torpeza de estilo o una vulgaridad.
Muy difícil era elegir en esa multitud en la que los parásitos y
los charlatanes se codeaban con los grandes poetas y los mejores
ingenieros. Sólo el rey tomaba la decisión, con la ayuda del
bibliotecario, sin duda el segundo personaje más importante de
Egipto y que con frecuencia era también ministro. Los primeros
bibliotecarios fueron naturalmente escogidos entre los gramáticos y
los filósofos, pues la clasificación de las obras exigía otro método
que el que se empleó antaño y que consistía en anotar la fecha de
entrada en los anaqueles, tal como había instaurado con cierta
tosquedad el primer bibliotecario, Zenodoto de Efeso, el mismo
que reescribió a Homero a su modo.
Te hemos hablado ya del que le sucedió: Calímaco de Cirene,
que gozaba de la confianza de la reina Berenice. Al igual que
Arquímedes inventó el resorte, el engranaje y el tornillo que lleva
su nombre, Calímaco inventó la poesía. No pongas esa cara de
sorpresa, Amr. Me refiero sólo a la poesía griega, pues sé muy bien
que tu pueblo y todos los que viven al este de Canaán practican ese
arte divino desde el principio de los tiempos. Pero no así los
griegos, tan preocupados por la razón y la lógica que Platón había
incluso expulsado a los poetas de su República. En Grecia la
poesía, como avergonzada de su propia existencia, se ocultaba,
humilde como una matita de violetas, en el bosque de los otros
géneros: la epopeya, el teatro, la filosofía, la música, las ciencias
incluso. Calímaco tomó la poesía de la mano y la sacó a plena luz.
El poema ya no necesitaba la sombra de todos esos árboles, y
floreció por sí mismo.
Y para que resaltara todavía más esta emancipación, Calímaco
redactó sus primeras obras en dialecto dórico, tomando como
métrica el dístico elegiaco y no el hexámetro dactílico jónico, que
hasta entonces era el ritmo de la epopeya, el género literario que
siempre había ahogado a la poesía con su potencia. Escribió un
libro, el primer poemario. Fue una revolución. Todos aquellos que
no se atrevían, se atrevieron por fin: Teócrito, Herondas, Apolonio
de Rodas, Aristófanes de Bizancio acudieron a Alejandría, en la
que había surgido una bulliciosa pasión por la poesía, tan grande
como la que sentía aún por la geometría. Calímaco fue el Euclides
de la poesía.
Pero no se limitó a cantar a los dioses, al amor, a las bellezas de
la naturaleza y los tormentos del alma. Tomó las riendas de la
Biblioteca, y el viejo Zenodoto, cuyo espíritu se fatigaba un poco,
le dejó hacer. El activo Calímaco asignó tareas muy precisas al
numeroso personal que trabajaba en el establecimiento. Reorganizó
el servicio de adquisiciones, de modo que a cada texto se le puso
una etiqueta que especificaba su procedencia, su anterior
propietario y su corrector. Los textos eran copiados a mano, a
veces al dictado, por lo que era necesario corregirlos atentamente.
La Biblioteca se convirtió así en un centro de trabajo filológico
donde se preparaban nuevas ediciones de Homero, donde se
anotaban y comentaban los clásicos.
Calímaco supervisó la confección del fichero. Leyó los
aproximadamente ciento veinte mil rollos de la Biblioteca, los
clasificó, los catalogó por temas, redactó su lista. Texto muy árido
y que nada tenía de poético —aunque, al releerlo, podemos
encontrar profundos encantos en esa letanía—, los Pinakes fue el
primer catálogo en el mundo de los autores y sus obras. No me
extenderé, Amr, sobre las mil y una maneras de clasificar una
biblioteca. El venerable Filopon es, en esta materia, inagotable,
pero temo que el asunto te aburra un poco.
Viendo hasta qué punto Calímaco, Hércules de la literatura, se
había convertido en el corifeo de la Biblioteca, Tolomeo Filadelfo
le pidió que se convirtiera oficialmente en su nuevo director. Pero
el poeta se negó y propuso en su lugar al mejor de sus discípulos,
Apolonio de Rodas, preceptor del hijo del rey. Fue el caso de
Arquímedes el que empujó a Calímaco a retirarse de esta guisa. No
quería poner su arte al servicio exclusivo del monarca, como el
sabio de Siracusa había puesto el suyo al servicio de su tirano.
Malgastar la inspiración cantando los méritos del príncipe, utilizar
su energía en el Consejo, debatiendo sobre dinero y política, le
parecía coartar seriamente su libertad para escribir.
Además de esas nobles razones, la idea de que fuese Apolonio
quien le sucediera no le disgustaba, pues aquél que durante mucho
tiempo había sido su discípulo comenzaba a convertirse en un muy
serio rival. A partir de entonces su joven émulo tendría que
encargarse de redactar las apologías y los ditirambos, de escribir
los pomposos discursos que pronunciaría el rey, de llevar a cabo
las ásperas negociaciones con los mercaderes de papiro y de
arrancar al monarca el puñado de dracmas suplementarias para
comprar un lote de rollos sin interés. Calímaco se dijo que durante
ese tiempo perdido, al menos, Apolonio no podría ya componer
una obra maestra tan sublime como sus Argonáuticas. Los espíritus
más elevados tienen, a veces, sorprendentes bajezas.
Pero las cosas no se desarrollaron como Calímaco había
previsto. Mientras seguía escribiendo, Apolonio se convirtió en el
personaje más importante del reino, objeto de todas las atenciones.
Acudían a él para mostrarle unos versos, pedirle consejo, solicitarle
un empleo, una prebenda, mientras que el infeliz Calímaco era
olvidado por todos. Nadie prestaba ya atención a aquel anciano
retirado en un rincón de la Biblioteca tras el montón de sus
catálogos. Erraba por el laberinto de los anaqueles en busca de
curiosidades, palabras extrañas, mitos olvidados, con los brazos
cargados de rollos, con la lentitud y la aplicación de un escarabajo
que empujara el fardo del mundo.
Cierto día, cuando estaba en la Biblioteca rumiando su
amargura al tiempo que intentaba devolver su forma original a una
versión expurgada de la Teogonía de Hesíodo —una fechoría más
de aquel chocho de Zenodoto—, vio pasar junto a su mesa a dos
jóvenes arrogantes que hablaban en voz alta y fuerte sin prestar
atención a su presencia, como si fuera un copista transparente
como los demás.
—Desde luego —clamaba uno de ellos—, no hay modo de
encontrar un libro de geometría en esta biblioteca. El maestro
Apolonio tiene razón: al hacer las clasificaciones se han desdeñado
las ciencias de la naturaleza.
El viejo poeta palideció. Así pues, su antiguo discípulo
denigraba su trabajo ante aquellos petimetres. En sus Pinakes, sin
embargo, se había preocupado de repartir las distintas ramas del
saber entre las matemáticas, la medicina, la astronomía y la
geometría, así como la filología. Esa crítica era demasiado injusta.
Calímaco decidió vengarse y utilizó la mejor arma de que disponía:
la escritura.
La aparición de su Ibis hizo mucho ruido o, más bien, provocó
una inmensa carcajada, pues aquella sátira parodiaba el estilo de
Apolonio mientras daba a entender que todo, en su obra, era sólo
plagio de autores antiguos y de su propio maestro. Al llamarle «el
ibis», Calímaco recordaba que el bibliotecario era de origen
egipcio y no griego, y que, como el pájaro nacional, sólo con
torpeza se levantaba del suelo y chapoteaba en el barro para
encontrar su alimento.
Para un poeta no hay nada peor que el ridículo. Sobre todo
porque el hijo del rey en persona se divirtió en pleno Consejo
leyendo ante Apolonio un párrafo de los más malignos y
divertidos. No todos los días un alumno, aunque sea un Tolomeo,
puede burlarse de su preceptor. Con gran dignidad, Apolonio
presentó su dimisión como bibliotecario y regresó a la isla de
Rodas, donde enseñó retórica y gramática.
Los últimos años de Filadelfo fueron apagados y penosos,
como parece habitual en los reinados muy largos. Aquél había
durado cuarenta años. La partida de Apolonio y el truncado
proceso de Aristarco de Samos fueron los más graves síntomas de
aquel crepúsculo senil que se había apoderado de Alejandría. Por
fin, el rey murió y Calímaco le siguió sin tardanza a la tumba.
Los veinticuatro años de reinado del tercer Tolomeo, nacido del
incesto entre su padre y la reina Arsinoe, fueron sin duda los más
apacibles y prósperos que conoció nunca Egipto. Bajo su sabio
gobierno, la Biblioteca llegó a poseer casi medio millón de rollos.
Incluso se consiguió tras muchas maniobras, arrancar a Atenas la
colección de libros que había pertenecido a Aristóteles.
Uno de los primeros actos del nuevo rey, a quien sus cortesanos
dieron el nombre de Evergetes, «el bienhechor», fue llamar de
nuevo a Apolonio para que ocupara el puesto de bibliotecario. Tras
haberse hecho rogar un poco por su antiguo alumno, el poeta
exiliado regresó imponiendo sus condiciones. Compartiría el cargo
con un hombre de ciencia: Eratóstenes de Cirene, el mismo que
mantenía correspondencia con Arquímedes y que algún día
poseería el bastón de Euclides. Sabia decisión, pues, cuando
Calímaco gobernaba en la sombra los destinos de la Biblioteca, las
obras de astronomía, de geometría o de arquitectura habían sido
postergadas en beneficio de la literatura.
A Apolonio le habían herido en lo más hondo del alma los
ataques de Calímaco, un poeta cuya obra, sin embargo, él admiraba
por encima de todo. Durante su exilio en Rodas, Apolonio había
revisado sin cesar su epopeya Las Argonáuticas hasta conseguir
que alcanzara la perfección absoluta. Pero, desde entonces, su
inspiración se había secado. No se atrevía ya a escribir, abrumado
por la sombra de su difunto maestro. Temblaba ante la idea de que
apareciese un nuevo Ibis humillándole más aún. Los libros le
daban miedo. Por esta razón, cuando estuvo de regreso en
Alejandría, dejó a Eratóstenes toda la responsabilidad de la
Biblioteca, limitándose a ser el consejero íntimo del rey Evergetes.
En lugar de escribir elegías, sólo pergeñaba los discursos y los
decretos reales.
Era, después del rey, el hombre más poderoso del reino de
Egipto, un reino que a la sazón dominaba todo el Mediterráneo
levantino, y Apolonio no era ajeno a esa grandeza. Del otro lado
estaba Roma. Pero ¿quién, por aquel entonces, habría prestado
atención a aquellos bárbaros? La arrogante Alejandría sentía por
esos soldados y campesinos del oeste del mundo el mismo
desprecio que Bizancio siente hoy hacia los mercaderes nómadas
que tú representas.
Sólo Eratóstenes, el verdadero bibliotecario, se inquietaba ante
el creciente poderío de Roma. Cierto es que, en sus cartas, su
amigo Arquímedes le informaba a menudo de las victorias de la
ciudad italiana. Eratóstenes, intentó avisar al rey y a Apolonio,
pero fue en vano, porque éstos le mandaron ocuparse de sus
anaqueles. Pero él había comprendido, antes que todo el mundo,
que el declive de Alejandría vendría de poniente.
Eratóstenes era un espíritu universal. Su saber abarcaba todos
los temas, en un Museo donde la propensión de cada cual era
aislarse en su especialidad. Después de haber sido alumno, en
gramática y en poesía de Calímaco, había permanecido unos veinte
años en Atenas, tratando con platónicos y estoicos. Luego había
regresado a Alejandría, para seguir los cursos de astronomía y
matemáticas de Aristarco de Samos, antes de trabar amistad con
Arquímedes, durante una de las escasas estancias en Egipto del
sabio siciliano. Esa amistad estuvo a punto de quebrarse por la
actitud demasiado diplomática de Arquímedes durante el proceso
de Aristarco. Para demostrar su desaprobación, Eratóstenes regresó
a Atenas. «Aquí, al menos —le escribió al viejo rey Filadelfo—,
los gobernantes dejan a los sabios en total libertad. Han
comprendido la lección de la muerte de Sócrates. Pero tú, al
expulsar a Aristarco del Museo, le administraste la peor de las
cicutas».
Cuando Tolomeo Evergetes subió al trono, al llamar a su lado a
Apolonio y luego a Eratóstenes, el nuevo rey dio a entender con
claridad que, por su parte, había comprendido la lección infligida al
difunto Filadelfo por el valeroso exiliado voluntario. Y, durante los
veinticuatro años de reinado del «bienhechor», la paz se instauró en
el seno del Museo gracias al perfecto entendimiento entre
Apolonio, el poeta que ya no escribía, y Eratóstenes, el hombre de
saber universal.
Pues Eratóstenes cultivó con brillantez todos los campos de la
cultura: filosofía, poética, historia, música, matemáticas y, claro
está, astronomía. En ochenta y dos años, no llegó a agotar todos los
recursos de su genio y murió a la edad que los griegos
consideraban el límite postrero de la vida. A decir verdad, forzó un
poco el destino cuando, al volverse ciego, se dejó morir de hambre
porque no podía ya leer.
Pero ¡cuántos prodigios llevó a cabo antes! Dado que yo soy
médico y en absoluto matemático, no sabría describirte
detalladamente, Amr, el método que inventó para encontrar los
números primos y que se designa con el nombre de «criba»[8], como
tampoco conozco los nombres de las setecientas treinta y seis
estrellas que incluyó en su catálogo de Catasterismos. Pero sé que
fue el primer hombre que calculó la circunferencia de la Tierra.
Para llevar a cabo esta hazaña, midió la diferencia de la sombra
producida por los-rayos del Sol en su cenit estival en dos lugares
alejados el uno del otro: Alejandría por una parte y la ciudad
meridional de Siene, donde su maestro Aristarco había terminado
su vida en un completo olvido. Le rendía así el más hermoso
homenaje, pues fue gracias a los métodos de cálculo de aquel
maestro astrónomo que Eratóstenes pudo medir la circunferencia
de la Tierra. La incredulidad que leo en tu rostro, Amr, me incita a
darte algunas explicaciones…
Eratóstenes había sabido por boca de los viajeros que, en Siene,
el primer día del estío que nosotros llamamos solsticio, a mediodía
en punto, los rayos del Sol caían verticalmente en un profundo
pozo de más de cien codos. Durante ese breve instante, la
maravillada multitud podía percibir el círculo espejeante del agua
que, por lo general, se pudría a la sombra en el fondo del pozo.
Ahora bien, nuestro sabio había muchas veces plantado el bastón
de Euclides en distintos lugares, según la hora y la estación, y sabía
muy bien que en Alejandría el Sol proyectaba siempre una sombra.
Se hizo pues el ingenioso razonamiento de que, si medía la
longitud de la sombra en Alejandría a la hora en que no la había en
Siene, podría calcular la circunferencia de la Tierra. Llegados el
día y la hora, llevó a cabo la operación y dedujo el ángulo con el
que el Sol lanzaba sus rayos sobre Alejandría: una cincuentava
parte de círculo, exactamente. Por medio de la más sencilla
geometría, Eratóstenes concluyó que el perímetro de la Tierra era
igual a cincuenta veces la distancia de Siene a Alejandría[9]. Pero
¿cómo evaluar esta distancia?
Una leyenda cuenta que, preguntando a los caravaneros,
Eratóstenes supo que un camello necesitaba cincuenta días para
hacer el viaje y que este animal recorría, por término medio, cien
estadios al día. En realidad, Eratóstenes nunca se habría limitado a
tan grosera aproximación. Muy al contrario, una valiosa obra de la
Biblioteca cuenta cómo el sabio desplegó los recursos de su genio
para conseguir su objetivo.
Comenzó a reunir todas las medidas de terrenos conocidas en
su tiempo: relatos de caravaneros, pero también anotaciones de
catastro, longitudes de los caminos de sirga, informes de los
contadores de pasos profesionales. ¿Sabías, por ejemplo, Amr, que
en el país que acabas de conquistar la inundación del Nilo altera
cada año los mojones y las fronteras entre los campos cultivados?
Para fijar los derechos de propiedad, los Tolomeos habían
nombrado en cada capital de departamento a un director de
finanzas y del catastro, encargado de inscribir las dimensiones de
las «sfragidas», esas parcelas medidas por los agrimensores reales.
Eratóstenes reunió esos datos y los anotó cuidadosamente en su
cuaderno. Anotó también las medidas relativas a la longitud del
Nilo, que fluye entre Siene y Alejandría siguiendo
aproximadamente la dirección del norte. Las imponentes barcazas
que bajaban por el río, cargadas de granos y paños preciosos del
Sudán, debían ser arrastradas por sirgadores. Éstos hacían avanzar
las embarcaciones por medio de grandes cuerdas, las «schenas»,
todas de la misma longitud, de modo que el número de «schenas»
utilizadas daba fácilmente la distancia que separaba las postas de
sirga. ¿Sabías además, Amr, que las rutas de Egipto, como las de
todos los países helenizados, eran medidas por contadores de pasos
profesionales? La jornada de marcha era una unidad de medida
utilizada ya por Heródoto, hace de eso más de mil años. Y
Eratóstenes pagó a caminadores que llevaran a cabo el trayecto de
Siene a Alejandría.
Cuando hubo por fin reunido todos esos datos de orígenes muy
diversos, estableció la media, para minimizar las numerosas causas
de error. Y pudo anunciar triunfalmente el resultado al rey
Evergetes: puesto que la distancia entre Siene y Alejandría era de
cinco mil estadios, la circunferencia de la Tierra era de cincuenta
veces más, es decir doscientos cincuenta mil estadios[10].
Finalmente, esta Tierra que acababa de medir con la implacable
cadena del razonamiento matemático, la dividió como una sandía,
en trescientas sesenta partes iguales, de acuerdo con el modo de
graduar de los babilonios. De ese modo, Eratóstenes, ese «atleta del
saber» como en adelante se dio en llamarle, inventó también la
geografía, casi tres siglos y medio antes de Tolomeo; me refiero
naturalmente, al sabio Tolomeo, el que nunca fue rey salvo en sus
dominios, las ciencias del Universo.
DONDE AMR SE RECONOCE
POETA
—Todos esos Hércules del conocimiento, poetas, filósofos,
hombres de ciencia de los que me habéis hablado —dijo Amr—,
¿por qué se empeñaban en mezclarse en los asuntos de la ciudad y
la religión? Lo lógico es que los unos se satisfagan rimando, los
otros pensando y los terceros inventando. Y que dejen a los reyes
el cuidado de gobernar y a los sacerdotes el de orar.
—Y sería también necesario —replicó Rhazes— que éstos
hicieran bien su oficio. Y que ellos mismos no se pusieran a hacer
malas rimas o a legislar sobre la forma del Universo. ¿Acaso no
decidirá tu califa cuáles son los buenos y malos descubrimientos de
la ciencia, como esos sacerdotes que, sin conocer nada de ello,
decretaron que la Tierra es plana? En cuanto a los príncipes y a los
generales tentados por la literatura, sería necesario todo un anaquel
para contener sus deleznables escritos.
—Cierto es que yo mismo… —dijo Amr acariciándose la barba
y mirando por el rabillo del ojo a Hipatia—, cierto es que yo
mismo, en la soledad del desierto, intento escribir algunos versos,
que Alá me perdone, sobre la inmensidad de la Creación.
—Te felicito —le alabó muy seriamente Filopon—. Y no
escuches a ese criticón de Rhazes. Príncipes y militares escribieron,
a veces, obras honorables. Te hemos hablado de la obra de
Tolomeo Soter sobre Alejandro, pero pienso en los escritos de
César y en muchos otros. Por lo que a los sacerdotes se refiere,
¡ah!, tendrías que leer a Agustín de Hipona, que fue el más sublime
escritor y pensador de la cristiandad.
—Según vosotros, tengo que leer muchas cosas —ironizó
Amr—. Y no nos queda tiempo. Seguís sin haber contestado mi
pregunta: ¿por qué diablos poetas y sabios se meten en las cosas
del poder, cuando sólo debieran interesarse por las cosas del saber?
Y ese Calímaco al que tanto has denigrado, Rhazes, me parece más
valeroso que Arquímedes, al haber sido capaz de rechazar los
honores que el rey le ofrecía.
—¿No crees más bien —metió baza Hipatia— que al
rehusarlos se comportó como un egoísta y un celoso, pensando
sólo en su arte y en el de su rival Apolonio, en vez de actuar en su
común interés, el de la Biblioteca? Considera, por el contrario, el
ejemplo de mi tío Filopon, que ha sacrificado lo que habría podido
ser una obra inmensa para defender estos lugares contra los ultrajes
del tiempo y, ahora, de tus guerreros.
—Dejemos eso, sobrina, te lo ruego —protestó el anciano—.
Para responderte, general, te diré que no son los escritores o los
sabios quienes se ocupan de política, sino más bien la política la
que se ocupa de ellos. Y los reyes tienen más necesidad de poetas
que los poetas de reyes. Éstos prescindirían muy bien de las
pensiones que el monarca les paga y de las coronas que les trenza.
En cuanto a los reyes, no necesitan tanto textos loando su gloria
como las visiones de los poetas, cuya vista llega a traspasar la
realidad inmediata de las cosas. No son profetas, pues sus palabras
no han sido dictadas por Dios. Y ¡ay del poeta que se tomara por
tal! Pero ellos ven lo que ningún otro mortal puede ver.
Lamentablemente, los príncipes raras veces escuchan esa excelsa
verdad. Y si los sucesores de los tres primeros Tolomeos hubieran
leído estos versos de Calímaco, tal vez Alejandría no estaría donde
está hoy: «De la Divinidad procede el poder de los reyes, pero son
sólo guardianes de la ciudad. Sólo la Divinidad puede destruirla, y
sólo la Divinidad puede derrocarlos a ellos». Y Eratóstenes, en El
sitio de Siracusa, dice: «El Sol al atardecer baña el mar con su
sangre. Tened cuidado, príncipes, de que no se extienda hasta la
aurora y ahogue así a las musas». Predecía con ello las conquistas
romanas, su alianza con Pérgamo y la guerra de las bibliotecas.
—¿La guerra de las bibliotecas? ¿Se combatió pues por los
libros? Y sin embargo me decíais que sólo aportaban paz.
—Era sólo una guerra de palabras —respondió Filopon—, pero
anunciaba conflictos muy reales, y mucho más mortíferos. Si me lo
permites, te lo contaré mañana. Rhazes hablaría de ello con
demasiada ligereza e Hipatia desdeña ese tipo de historias.

Bien está, se dijo Amr; si Omar comprende que los libros


pueden ser también armas, tal vez se deje convencer.
LA GUERRA DE LAS
BIBLIOTECAS
(SEGUNDO CURSO DE FILOPON)

Hace unos ochocientos años, había un sinfín de pequeños reinos y


ciudades. Gobernados por griegos que presumían de ser
descendientes de Alejandro o de sus generales, los diadocos,
prestaban más o menos vasallaje a unos imperios demasiado
grandes para estar bien controlados.
Entre esos pequeños Estados se levantaba, en un espolón
rocoso de Mysia, la ciudad de Pérgamo, enclavada en la potencia
persa, la de los reyes seléucidas. Un diadoco había construido esa
fortaleza para ocultar allí el botín de sus conquistas. Había
confiado su custodia a uno de sus oficiales, pero éste le traicionó y
fue a vender sus servicios al seléucida Antíoco. Como recompensa,
el traidor recibió el botín de guerra del vencido y la población de
Pérgamo. Poco a poco, la fortaleza fue extendiendo su territorio,
que pronto se convirtió en reino y creció en poderío.
No contenta con haberse apoderado de algunos hermosos
puertos en el mar Egeo, Pérgamo codiciaba el interior del país,
perteneciente sin embargo al reino al que debía su existencia: el del
monarca Antíoco. Pérgamo solicitó la ayuda de Roma. De Istros a
Cirene y de Atenas a Susa, la indignación fue general. Macedonios
y espartanos, alejandrinos y jónicos, todos se repetían que el rey de
Pérgamo, Átalo, era como su abuelo: un traidor. Pérgamo fue
expulsada de las ciudades y los reinos helénicos.
Roma atacó a Antíoco, y cuando le hubo vencido ofreció como
recompensa a Pérgamo, su circunstancial aliado, Lidia, Frigia y el
control del Helesponto. Contra lo esperado, los soldados romanos
regresaron hacia sus guerras púnicas, satisfechos por haber dado a
esos griegos, demasiado refinados e indisciplinados, una lección de
valor, de orden y de seriedad. Pérgamo, por su parte, no fue la
última en burlarse de aquellos campesinos latinos que sólo sabían
combatir, que ni siquiera se aprovechaban de sus victorias y no
conocían el teatro.
Sin embargo, el nuevo señor de Pérgamo, Eumenes II, sintió
que por esa alianza con Roma su reino había perdido la
consideración de sus vecinos. Además, procedía de una
ascendencia humilde, tal vez ni siquiera era griego o macedonio,
sino que a buen seguro sería hijo de un renegado que había vendido
a su señor por un puñado de oro y de joyas. Mientras que los
Tolomeos o los seléucidas tenían, por lo menos, un antepasado que
había cabalgado junto a Alejandro.
Así pues, el rey Eumenes II de Pérgamo, gracias a la
complacencia de Roma, pasó a ser dueño de un poderoso Estado.
Y, como suele hacer la gente de humilde extracción que se
encuentra de pronto disfrutando de una gran fortuna, exhibió la
suya de un modo ostentoso. Quiso convertir su ciudad en la más
hermosa y grande del mundo griego. En su espolón rocoso, hizo
levantar templos gigantescos, termas desmesuradas, teatros
monumentales… Imitaba en todo a Atenas, pero dos veces más
alto, dos veces más grande. Nadie conoce el nombre de ninguno de
los arquitectos que participaron en los trabajos. El rey quería que
fuese su obra, sólo suya, y que la posteridad sólo le recordara a él,
Eumenes II el Atalida. Proclamaba bien alto su ambición de ser
para Pérgamo lo que Tolomeo Soter fue para Alejandría.
Aunque no me precio de conocer el corazón de los hombres,
creo que en el fondo Eumenes intentaba hacerse perdonar su
alianza con los romanos y demostrar que su reino (que, sin
embargo, sólo debía su prosperidad a sus traiciones) se había
convertido en el mejor defensor del pensamiento y el arte helenos.
Por eso Eumenes se atrevió a fundar, también él, su biblioteca, que
sería, claro está, más rica y más completa que la de Alejandría.
Pero, obsesionado con la idea de ser reconocido como un igual por
sus pares, sólo admitió en sus anaqueles libros griegos, y en sus
aulas sólo sabios y escritores griegos.
Mientras tanto, Alejandría vivía días apacibles manteniéndose
en una neutralidad altiva ante los acontecimientos del mundo, sin
preocuparse de las tempestades que se acumulaban sobre nuestro
mar, como hace el nudoso olivo que sabe que ninguna tormenta
podrá arrancarlo.
El Museo era entonces dirigido con férrea mano por
Aristófanes de Bizancio, un gramático de extraordinaria erudición.
Había publicado las versiones definitivas de Homero, Hesíodo,
Alceo, Píndaro, Eurípides, Anacreonte y de su homónimo
Aristófanes. Gracias a él el teatro hizo una entrada masiva en los
anaqueles.
Puede decirse también que Aristófanes de Bizancio inventó el
diccionario, componiendo listas de términos arcaicos, técnicos o
poco usados, y de proverbios. Pero, sobre todo (y eso es lo primero
que debieras leer si deseas aproximarte a las bellezas de la
literatura griega), seleccionó los textos que consideraba como
ejemplos de perfección en cada género y los publicó con el título
de Los cánones de Alejandría.
Cada año se celebraba, bajo la égida del rey, un concurso para
quienes solicitaban entrar en el Museo. Cada uno de ellos debía
componer un poema y leerlo en alta voz. A veces, cuando un
candidato recitaba un texto especialmente bello, el jurado, incapaz
de contenerse, le aclamaba. Sólo Aristófanes, impasible, no
aplaudía. Cuando volvía la calma, se levantaba y desaparecía unos
minutos en la Biblioteca. Regresaba llevando en la mano un viejo
papiro, que leía en voz alta. Era el mismo texto, o casi, que el que
había declamado aquel brillante candidato. Nunca Aristófanes se
equivocó al destapar el engaño, y el plagiario era expulsado de la
ciudad. Por lo general, iba a refugiarse junto a Eumenes II, mucho
menos puntilloso en lo referente a la calidad de la gente que
reclutaba.
Sin embargo, la biblioteca de Pérgamo seguía creciendo. Tras
seis años de existencia, poseía ya un fondo de cuarenta mil libros.
Para ello se emplearon los mismos métodos que Alejandría puso en
práctica en sus comienzos, pero con muchos menos escrúpulos. Se
requisaban los rollos transportados por los barcos, pero se omitía
entregar una copia de las obras a cambio de los originales. Y sobre
todo, cada vez que el aliado romano obtenía una victoria en Grecia
o en Iliria, Pérgamo reclamaba su parte del botín: los fondos de las
bibliotecas públicas y privadas de las ciudades vencidas. Los zafios
soldados romanos los entregaban sin rechistar, pues todavía no
advertían, Amr, el poder que pueden dar los libros a los
conquistadores. Sólo valoraban el espíritu viril, que sólo necesita
una reja para fecundar la tierra y una espada para matar al enemigo.
Las artes, las letras, únicamente eran, para ellos, lascivas
distracciones de pueblos decadentes. ¿Acaso las Musas no son
hembras?
En Alejandría, el bibliotecario Aristófanes fue el primero en
comprender que Pérgamo le disputaba peligrosamente la
hegemonía al Museo. A Egipto cada vez llegaban menos libros. En
cambio, aumentaba el número de falsarios, plagiarios y estafadores
que intentaban venderle casi cualquier cosa que se pareciera más o
menos a un manuscrito antiguo. Naturalmente, al viejo erudito no
le costaba nada descubrir las supercherías, pero sus fuerzas se
debilitaban y no estaba en absoluto seguro de que su sucesor
designado, Apolodoro de Atenas, tuviera los hombros bastante
anchos para soportar la carga.
Alertó de ello al rey Tolomeo V Epífanes, que se encogió de
hombros. Otras eran sus preocupaciones: habiendo subido al trono
a la edad de cuatro años, Epífanes iniciaba su segundo decenio de
reinado en un estado de languidez que le hacía pensar que
intentaban envenenarle. De hecho, la raza de los Tolomeos
degeneraba, con el cuerpo podrido por excesivos matrimonios
consanguíneos. Y aunque Epífanes había roto con la nefasta
tradición de casarse con su hermana uniéndose con la del rey
vecino, ésta aún no había podido darle un sucesor.
Cierto día, en Pérgamo, el rey Eumenes II declaró, triunfante,
que su biblioteca había adquirido la colección completa de los
discursos de Demóstenes, el mayor orador de todos los tiempos,
que dos siglos atrás había luchado hasta agotar sus fuerzas contra la
invasión de Grecia por Filipo de Macedonia, el padre de Alejandro.
Y, sobre todo, Pérgamo afirmaba que poseía el último de esos
discursos, de esas Filípicas, que todos creían perdido. Acudió a
Pérgamo una avalancha de gente que quería consultar aquella obra
inédita. Aristófanes mandó a uno de sus espías, que la copió.
Cuando aquél la tuvo en sus manos, hizo lo que hacía en los
concursos de poesía y encontró fácilmente, en los anaqueles, Las
historias filípicas de un tal Anaxímenes de Lampsaca que se había
permitido, unos decenios antes, redactar con desfachatez esa
imitación de Demóstenes. Se trataba, pues, de una falsificación, un
apócrifo.
Creyendo que iba a triunfar, Aristófanes redactó panfleto tras
panfleto contra los falsificadores de Pérgamo, pero todo fue inútil.
Para la opinión pública, el competidor asiático había adquirido ya,
con aquel falso Demóstenes, la reputación de ser la mejor
biblioteca del mundo. Como suele ocurrir en las épocas
turbulentas, la gente acogía con alborozo las novedades y se
burlaba de la vejez y la experiencia. El Museo era viejo, Pérgamo
era joven.
Por añadidura, Pérgamo no permaneció inactiva ante los
ataques del viejo gramático. Hizo difundir una sátira de un filósofo
escéptico del pasado, Timón de Flionte, que hablaba del Museo de
Alejandría como de una jaula llena de pájaros mantenidos y
cebados a semejanza de valiosas aves de corral, pájaros
desplumados y escritorzuelos cuya única actividad era pelearse sin
fin con sus embotados picos. Aquella pajarera llena de charlatanes
ya sólo era, a su entender, una torre de marfil donde los protegidos
de la familia real se dedicaban a los juegos de ingenio, al margen
de la vida real. Un reproche que, a menudo, hacían a los sabios los
envidiosos, los ignorantes y los argüidores.
Aristófanes tuvo que reconocer su derrota en la guerra de las
bibliotecas. Murió de pesadumbre. El rey Tolomeo V Epífanes le
siguió a la tumba poco después, con la satisfacción, empero, de
saber que tenía sucesor. Su esposa Cleopatra le había dado,
tardíamente, dos hijos. Pero el primogénito tenía sólo cuatro años
cuando subió al trono con el nombre de Tolomeo VI Filométor, «el
amigo de su madre». En efecto, Cleopatra I asumió la regencia. Su
primer decreto fue prohibir la exportación de papiro. Sin esa
planta, cuyo secreto sólo conocía Egipto, no había libros. ¡Pérgamo
estaba perdida!
Quien eso afirmaba desconocía la infinita capacidad humana
para sacar riquezas de la privación, y para convertir un mal en un
bien. Viendo que ni una sola copia podía salir ya de sus talleres, el
rey Eumenes prometió una fortuna a quien inventara una materia
capaz de sustituir el papiro. Todos los charlatanes, todos los locos
del país desfilaron ante él. Le propusieron escribir sobre corteza
machacada, sobre fibra de madera, sobre viejos trapos hervidos y
sobre seda, amén de toda clase de procedimientos que eran
demasiado caros o demasiado complicados o, con más frecuencia,
absurdos.
Cierto día, sin embargo, consiguió entrar en el flamante palacio
un pastor harapiento que hedía a chivo. Se prosternó ante Eumenes
y desplegó en el suelo una lámina rectangular y muy fina de un
blanco inmaculado con imperceptibles reflejos rosados. El rey le
pidió que escribiera algo encima, pero el pastor, con una gran
sonrisa desdentada, le hizo comprender en su jerga que no sabía
hacer esa clase de cosas. Un escribiente lo intentó. Era perfecto. La
tinta se fijaba en aquella hoja hecha de una fibra flexible y
resistente sin el menor churrete. El pastor explicó que su padre ya
sabía fabricar aquel material, pero que a él únicamente le servía
para quemarlo cada año, durante el solsticio de invierno, sobre la
tumba de sus antepasados. Solía elaborarlo con la piel de sus
cabras o sus corderos, pero afirmó que ese trozo en particular era
de un becerro muy joven, por lo que le había salido mucho más
caro.
¿Cómo le arrancó el rey su secreto, cuál era el nombre de ese
pastor, cuál fue su destino? Nadie lo sabe. La Historia sólo retiene
el nombre de los reyes. El de la gente pobre parece un grano de
arena, que sólo brilla cuando una gota de lluvia lo toca. Luego,
todo se evapora. En todo caso, había nacido el pergamino[4].
Los alejandrinos se escandalizaron. ¡Atreverse a plasmar el
pensamiento de Aristóteles o de Platón sobre el pellejo de unas
reses muertas, qué ignominia! Doctos médicos del Museo
afirmaron que escribir sobre pergamino provocaría terribles
enfermedades de la piel, y que leer lo escrito causaría ceguera. Los
sacerdotes metieron su cuchara y afirmaron que utilizar así la piel
de un becerro joven era tan grave ofensa al Olimpo como comer la
parte reservada a los dioses para el sacrificio. Mientras, en las
montañas de Frigia, los rebaños de cabras, vacas y corderos iban
mermando de un modo singular. Poco a poco, el uso del pergamino
fue extendiéndose, pero sólo mucho tiempo después sustituyó al
papiro, ya bajo la dominación romana.
La victoria de la biblioteca de Pérgamo parecía definitiva. Sin
embargo, a pesar de la riqueza de sus fondos y de la preeminencia
ya aceptada del pergamino sobre el papiro, los sabios seguían
prefiriendo ir a estudiar al Museo fundado por Tolomeo Soter,
donde se sentían protegidos por las grandes sombras del pasado:
Euclides, Eratóstenes o Calímaco. De modo que en aquella época
llegó a Alejandría un astrónomo y geógrafo llamado Hiparco de
Nicea, y también el filólogo Aristarco de Samotracia, y ambos
trabajaron bajo la benevolente protección del bibliotecario
Apolodoro de Atenas.
El bastón de Euclides le correspondió a Hiparco. Continuando
con gran respeto los trabajos de sus maestros, inventó la esfera
armilar, que le permitía medir las coordenadas eclípticas, inventó el
cálculo trigonométrico, estableció el catálogo de las estrellas y
descubrió la precesión de los equinoccios. Hipatia te explicará
mejor que yo todo eso. Gracias a Hiparco, se pudo creer en el
renacimiento de la gran escuela de astronomía alejandrina.
Por su lado, los sabios de Pérgamo, mucho más atraídos por los
considerables salarios que el rey les ofrecía que por la pura
investigación, tenían la consigna de denigrar todo lo que había sido
descubierto por la biblioteca rival. Así, un tal Posidonio de Rodas
dedicó toda su vida a tratar de reducir la circunferencia de la Tierra
calculada por Eratóstenes, mientras que los gramáticos volvían a
escribir, sin escrúpulo alguno, las grandes obras antiguas cuya
versión más próxima al original había sido lograda, con mucho
tiempo y aplicación, por los eruditos de Alejandría. Pero los
buenos tiempos del Museo no duraron, fue un poco como la euforia
que se apodera de los moribundos. Toda institución tiene la
tendencia natural a dejarse gobernar por los incompetentes y los
mediocres. Y, como si el destino de los Tolomeos y el del Museo
estuvieran indisolublemente unidos, en Alejandría todo zozobró al
mismo tiempo. Estallaron disturbios en las fronteras: el
campesinado egipcio amenazaba con sublevarse para intentar
librarse de la dominación griega que lo oprimía desde que
Alejandro había fundado la ciudad, ciento sesenta años antes.
En realidad, la revuelta estaba instigada por el hermano menor
del rey, un joven enérgico y sin escrúpulos que sólo tenía una idea
en la cabeza, destronar a su hermano mayor Filométor. Sus agentes
excitaban al populacho contra los sabios del Museo y los judíos
que, según decían, engordaban a costa de la miseria de los pobres.
Y, hablando de gorduras, el hermano menor estaba aquejado de
una panza tan enorme que el pueblo de Alejandría, siempre
dispuesto a burlarse, le había dado el apodo de Tolomeo Fiscon
«Bola de sebo».
Para apaciguar las tensiones, Filométor aceptó compartir el
trono con su hermano Bola de sebo, al tiempo que se casaba con su
hermana, la prudente Cleopatra II. La pareja real tuvo un hijo, Neo
Filopátor, y una hija, Cleopatra III, que prometía ser una belleza. El
reinado de Filométor duró quince años, tiempo durante el cual el
hermano menor, Bola de sebo, se mantuvo aguardando en la
sombra. Cierto día, Filométor se puso a la cabeza de las tropas que
iban a aplastar una nueva revuelta surgida en los confines de
Palestina. En la batalla, ganada sin embargo por los alejandrinos, el
monarca murió al recibir en su espalda una flecha que no procedía
de las filas enemigas…
Desde entonces, Bola de sebo tuvo el campo libre para
entregarse a todas las bajezas y multiplicar los más odiosos
crímenes. Hizo envenenar primero a su joven sobrino, Tolomeo
VII Neo Filopátor, que sólo reinó así siete días. Se casó luego con
la viuda de su hermano —su cuñada y su hermana al mismo
tiempo— y tuvo la audacia de subir al trono atribuyéndose el
sobrenombre de su antepasado, Evergetes, el «bienhechor». Tuvo
un hijo con su hermana pero, en un acceso de rabia, estranguló al
cabo de unos meses al infeliz lactante. Entonces, la reina Cleopatra
II, inconsolable tras los sucesivos asesinatos de sus dos hijos, se
volvió contra él, apoyada por la facción del Museo y por los judíos.
La rebeldía de la reina fue también causada por el hecho de que su
esposo le impusiera la presencia de una nueva favorita, Irene, y
porque una noche de embriaguez, Bola de sebo, cuya lujuria era
insaciable, violó a la hermosa Cleopatra III, su sobrina. Entonces,
satisfecho con ese cambio, el rey repudió a la madre para casarse
con la hija. De modo que Tolomeo Fiscon reinó junto a una reina-
hermana, Cleopatra II, y una reina-sobrina, Cleopatra III, siendo
ésta hija de la primera. ¿Me sigues, Amr?
En todo caso, te será fácil imaginar que el ambiente en palacio
no fuese una balsa de aceite. En realidad fue el inicio de una larga
guerra civil que duró más de veinte años. El rey criminal y vicioso
no se preocupó por ello. Murió en su lecho a los sesenta y nueve
años, después de llevar el título durante cincuenta y tres. ¿Habrá
por ventura una justicia divina que castigue, aquí en la tierra, a los
malos gobernantes? A veces es posible dudarlo. Pero al menos la
descendencia de ese monstruo se convirtió en maldita. Sus
vástagos siguieron destrozándose entre sí mucho después de la
muerte de los protagonistas, Bola de sebo y Cleopatra. Hubo tantos
fratricidios, asesinatos de hijos, hermanas y madres, que por fin no
quedó un solo Tolomeo legítimo: el que ascendería al trono,
sesenta y cinco años después del crimen de Fiscon, sería llamado el
Bastardo.
Por vergüenza no me atrevo, Amr, a contarte todas las atroces
peripecias de esta guerra civil. Eso os convencería, a ti y a tu califa,
de que la Biblioteca debe ser destruida, como lo fue Cartago. Pero
no olvides que esos tristes acontecimientos sucedieron hace ya
siglos y entre paganos. Sabe solamente que las primeras víctimas
de esos disturbios fueron los sabios y los judíos. Estos últimos
fueron masacrados por el populacho; y en cuanto a los eruditos, o
bien fueron expulsados por el rey del momento en cuanto no se
mostraban del todo sumisos, o bien prefirieron ir a buscar en otras
tierras la tranquilidad para desarrollar su arte. Por ejemplo, el sabio
Aristófanes, ya muy anciano, eligió ir a morir a Pérgamo. Y
muchos otros nombres gloriosos de la ciencia y la literatura le
siguieron. De todos modos, en medio de tantos crímenes, tantos
motines, tantas conjuras, se produjo una especie de milagro: nadie
se atrevió a tocar el menor rollo de la Biblioteca. ¿Qué te parece
eso, Amr?
Pérgamo habría podido beneficiarse del naufragio de Egipto. Se
había convertido en la mayor potencia griega, bien protegida bajo
el vientre de la loba romana. Sin embargo, de pronto, por una de
esas cosas raras de la Historia, la antigua fortaleza perdió por sí
sola la guerra de las bibliotecas y desapareció, pues el rey de
Pérgamo, Átalo III, legó al morir su trono a Roma. Fue la postrera
traición de esta dinastía nacida de la traición. Pérgamo se convirtió
en provincia romana de Asia. Pero en vez de saquear, rechazar o
destruir —como suelen hacer los conquistadores bárbaros— los
tesoros de arte, saber y civilización que heredaba de ese modo,
Roma recibió con devoción aquellos centenares de miles de rollos
que contenían todo el pensamiento y la ciencia helénica. El libro
hizo su entrada en la ciudad latina. Algunos han dicho que Grecia
había triunfado sobre su vencedor. No estoy muy seguro de ello,
pero creo que sin los libros, Roma no hubiera nunca sido durante
medio milenio el mayor imperio que el mundo haya conocido.
DONDE AMR SE HACE
ROMANO
—Si he comprendido bien —dijo Amr en tono burlón—, a lo largo
de tu relato das a entender que hay alguna analogía entre los
romanos y mis beduinos. No es muy diplomático por tu parte
tratarnos, valiéndote de Roma, de «bárbaros».
—No es mi tío el que los llama así —intervino Hipatia—, sino
los griegos de aquel tiempo. Estaban tan orgullosos de la
civilización que ellos solos habían creado (civilización que nunca
ha sido igualada desde entonces), que todos los que no eran griegos
les parecían ser miembros de un amasijo confuso de tribus incultas.
Uno de los más tolerantes de ellos, el más atento también a las
costumbres extranjeras, Heródoto, había dividido el mundo como
una torta: bárbaros del norte, bárbaros del sur, del este y del oeste,
y en el centro, como una hermosa fruta confitada, Grecia.
—La palabra «bárbaro» —proclamó Filopon— era al principio
una onomatopeya. Los griegos se burlaban de los extranjeros pues,
a su entender, cuando éstos hablaban sólo emitían unos ruidos
indistintos que sonaban, poco más o menos, así: «¡boar boar!».
—De poco os atragantáis, maestro —dijo Rhazes riéndose—.
Sé muy bien que para vos, eminente filólogo, la etimología es una
herramienta eficaz. Pero permitidme citar a un historiador que
además es un correligionario mío, Marco de Lugdunum, que
escribía: «La etimología es como esas viejas monedas que han
circulado demasiado. Su sentido se ha desgastado». Y la palabra
«bárbaro» tiene hoy un significado mucho más profundo que
esos… borborigmos. Mira, Amr, si el libro es un arma, el lenguaje,
por su parte, es todo un ejército. Los romanos lo habían
comprendido muy bien e impusieron su idioma a todo el imperio,
preservando sólo el griego para las élites.
—¿Crees que ignoro lo que fueron los romanos? —exclamó
airado Amr, que se enojaba a cada intervención de Rhazes—. Tú,
que pretendes saberlo todo, has de saber que mi pueblo, el pueblo
árabe, fue el único que nunca fue vencido por ellos. Pero, en el
fondo, Filopon no se equivoca. Existen muchas similitudes entre
los romanos de la República y los árabes de hoy. Ellos tenían la
virtud y la pobreza, nosotros tenemos la fe y el desierto. Ellos
tenían el arado, nosotros el camello. Ellos tenían la disciplina,
nosotros el Corán. ¿Sus enemigos? Parricidas, incestuosos,
lujuriosos. ¿Los nuestros? Blasfemos, iconólatras, libertinos. Ha
llegado nuestra hora, como llegó la suya. Bizancio, nueva Cartago,
será destruida.
—Sabe que Alejandría no es Bizancio y que la Biblioteca no es
la basílica de Santa Sofía —dijo Hipatia poniendo, con un gesto
encantador, un blanco dedo sobre la rugosa mano, venosa y curtida,
del emir—. Puesto que tan bien conoces a los romanos, sabe que
acogieron la ciencia y la literatura griegas sin ningún temor de que
les ablandaran. Ellos, que no eran filósofos, supieron sacar de las
elevadas especulaciones de las escuelas atenienses lo que convenía
a su espíritu práctico de campesinos: la moral, la política, la
jurisprudencia. Ellos, que no eran poetas, convirtieron lo que
habían leído de los griegos en sentencias, máximas, fábulas,
parábolas ejemplares. Ellos, que nada entendían de las
abstracciones de la geometría y sólo observaban el cielo para
estimar las futuras cosechas, aprendieron de Euclides, Eratóstenes
y Arquímedes a hacer construcciones para irrigar la tierra, a medir
la extensión de su creciente imperio para mejor administrarlo, a
construir navíos y máquinas de guerra que aplastarían a los piratas
y contendrían a los bárbaros del norte. Pero no perdieron por ello
su esencia. Al menos durante largos siglos.
—Hipatia es muy esquemática en su exposición —dijo
secamente Rhazes levantándose de la mesa—. Tal vez sea culpa de
la comida y del calor de estas primeras horas de la tarde. Vayamos
al frescor del peristilo.
—Rhazes tiene razón, me estaba entrando sueño —asintió
Filopon levantándose apoyado en su pesado bastón pulido por los
años e incrustado de oro—. Vayamos allí.
—Si queréis convencerme de que los libros en nada alterarán el
valor de mis beduinos, a fe mía, estoy de acuerdo con vosotros —
dijo Amr lamentando que la mano de Hipatia abandonara la suya—
. No saben leer. Para ellos sólo cuentan sus monturas, su tribu, el
desierto y la palabra del Profeta. Pero, según ordenó el propio
Mahoma, en mi país se abren escuelas para enseñar a descifrar
nuestro libro sagrado. Y uno de los temores del califa Omar es que
los alumnos que se aficionen a la lectura quieran degustar los
azucarados y perversos frutos de los poetas árabes. Pues por muy
bárbaros que seamos, sabed que también nosotros tenemos algunos
poetas, y que no emiten esos «¡boar boar!».
—El temor de tu amo es tan estúpido como feroz —declaró
Rhazes—. Desde los tiempos de Moisés, toda mi gente, incluso el
más modesto pastor, ha sabido leer y escribir. Sin embargo, todavía
sobrevivimos, a pesar del exilio, las matanzas, las persecuciones.
Gracias a los libros, a todos los libros, no hemos desaparecido
como una gota de agua bajo la arena, en el gran silencio de la
Historia. Si Omar quiere quemar la Biblioteca, ¡qué la queme! Y
muy pronto sólo se dirá de los árabes que han sido la última horda
de esos vándalos que, hace menos de un siglo, invadieron las
costas de África antes de desaparecer dejando cenizas por todo
recuerdo. Si destruís los libros, únicamente dos de los vuestros
pasarán a la Historia, Omar y Amr, y serán recordados por el
dudoso honor de haber cometido este infame crimen.
—Cierto es —intervino Filopon, que veía cómo se deterioraban
las relaciones entre ambos hombres—, cierto es que la Historia es
implacable. Prueba de ello es que durante mucho tiempo se acusó
al gran general César de haber incendiado en el pasado la
Biblioteca. Una acusación del todo injusta.
—Me parece, maestro —sugirió Rhazes—, que, puesto que
Amr se compara con un general romano, Hipatia sería la persona
ideal para relatarle el encuentro entre César y Cleopatra.
—Prefiero contárselo yo mismo mañana —dijo Filopon—. La
guerra y la política no son temas apropiados para una joven
refinada.
Te lo ruego, mi dulce Rhazes, suplicó interiormente la hermosa
erudita, no estés celoso. No tengo otros medios, como simple mujer
que soy, que el encanto y la seducción para convenir a Amr en
nuestro aliado. Háblale a su mente, yo hablaré a su corazón. Y me
propongo, sin que tú lo sepas, darle una cita para esta noche en lo
alto del Faro. Un hombre del desierto no puede sino sentirse
atraído por la doble profundidad del cosmos y del alma femenina.
LA CABELLERA DE
BERENICE
(INTERMEDIO NOCTURNO)

Bajo la columnata rematada por la estatua del dios Zeus, a


doscientos codos por encima del nivel del mar, la oscuridad caía
lentamente y parecía brotar de los rincones. El sonido de una flauta
tremolaba en la lejanía. La mirada de azabache del conquistador de
Alejandría se posó en la joven griega que se mantenía erguida ante
él.
—Hermosa doncella —dijo con su voz cálida—, he acudido sin
vacilar a tu misteriosa cita. Heme aquí en lo alto de esta torre,
dispuesto a escuchar una de tus sabias lecciones.
—Te lo agradezco, general —dijo Hipatia juntando las puntas
de un gran velo que la cubría casi por completo—. Te agradezco
que hayas tenido la gentileza de escuchar mi ruego.
—A cambio —sonrió Amr—, ¿me concederás tú un favor?
—Soy tu humilde sierva —dijo Hipatia esbozando una graciosa
reverencia.
—Te ruego que apartes ese velo que oculta tu belleza. Es cruel
por tu parte esconder esos ojos que parecen conversar con las
gacelas, esas cejas arqueadas como la luna menguante en una
noche de ramadán, esas mejillas…
—General —le interrumpió la muchacha en un tono de
reproche—, no te confundas. Esta invitación nocturna, hecha sin
que lo sepan mi tío Filopon y Rhazes, no significa que esté
dispuesta a escuchar tus galanterías, por muy agradables que sean.
Hay bellezas menos efímeras que un rostro de mujer, y éstas son
las que quiero mostrarte.
A pesar de todo, mientras hablaba, la muchacha había hecho
resbalar con toda intención el velo que la cubría, dejando entrever
su cuerpo esbelto de cintura estrecha y formas armoniosas, cubierto
por una túnica. La bella alejandrina había peinado su cabellera en
trenzas sujetas por cintas, y se mantenía muy tiesa poniendo de
relieve su talle y su pecho sin faltar en absoluto al pudor. Pero de
pronto alargó el brazo y señaló con el índice el horizonte.
—Contempla, Amr —dijo con un aire medio travieso, medio
enojado, y sin darle al beduino tiempo de pronunciar un nuevo
cumplido—, contempla la curva del mar mientras el día declina.
Cuando te hablé de la redondez de la Tierra y de las mediciones
hechas por nuestros sabios, pareciste más sensible a la música de
mi voz que a la verdad de mis palabras. Contrariamente a lo que
puedas creer, eso no es muy halagador para mí. Te ruego, pues, que
observes con tus propios ojos la curva del mar…
—¡Sea! Escucho y miro —dijo Amr, divertido por el tono de
falso enojo que había adoptado la muchacha.
—Para vosotros, los hombres del desierto —prosiguió Hipatia
con seriedad—, el horizonte está ondulado por las dunas, de modo
que no percibís la verdadera forma de la Tierra. Pero para los
marinos, que ven cómo los barcos desaparecen detrás del
horizonte, la antigua creencia en una Tierra plana no es verosímil.
Por lo demás, tampoco es preciso navegar para apreciar la curva
del globo. Basta con subir a un alto promontorio.
De hecho, la erudita alejandrina había dado cita al conquistador
de Egipto en lo alto del célebre Faro. Amr se había hecho relatar la
historia del prodigioso monumento, sin duda una de las Siete
Maravillas del mundo. Muy recta, la torre se recortaba contra el
cielo y durante el día era visible desde una distancia infinita. Por la
noche, por muy agitado que estuviera el mar, los marinos
distinguían la gran hoguera que ardía allá arriba y podían dirigirse
directamente hacia el cuerno del Toro, sin verse desviados hacia
Paraitonion, que estaba rodeado de peligrosos arrecifes. Mil años
antes, su arquitecto, Sostratos, había inscrito su propio nombre en
la piedra, pero luego lo había ocultado bajo una capa de cal para
grabar encima el del monarca reinante. Sabía perfectamente que, al
cabo de poco tiempo, ese nombre caería junto con el revoque y se
vería aparecer el suyo. Había actuado así no para obtener la gloria
durante la corta duración de su propia vida, sino para ser conocido
en los siglos venideros, mientras la torre estuviera en pie y
subsistiera su obra. Algo parecido, pensó Amr, a los actuales
constructores del islam, cuya obra espiritual estaba destinada a
inscribirse en la eternidad sólo para aclamar el nombre de Alá.
Desde lo alto del Faro, se abarcaba una inmensa perspectiva.
Mirando hacia el mar, el cielo, de un azul turquesa muy puro,
comenzaba a oscurecerse en el horizonte, pero las linternas del
Faro no se habían encendido aún para guiar a los marinos. Ello se
debía a que, después de la cita secreta que le había dado Hipatia, el
general había ordenado retrasar dos horas el encendido del Faro, no
sin antes haberse asegurado de que ningún navío importante era
esperado en el puerto.
—El Profeta no consideró útil hablar de la forma de la Tierra
—murmuró Amr, al que la belleza del crepúsculo volvía soñador.
—Tampoco Jesús o Moisés, ya lo sé, y me atrevo a afirmar que
semejante olvido es muy lamentable. ¿Acaso no fue el Creador el
que dio su forma al Universo, para que nuestros ojos o en su
defecto nuestro entendimiento pudiesen captar toda su grandeza?
Los sabios de Alejandría habían comenzado a desvelar esta
grandeza, esta belleza oculta a las miradas de los ignorantes. Pero
vosotros, los creyentes, nos llamáis paganos. Todo nuestro saber
está desapareciendo. Por eso te suplico, Amr, que no concluyas lo
que los doctores en teología, de cualquier religión que sean,
comenzaron antes que tú: la destrucción sistemática de la ciencia
natural. Piensa que, dos siglos antes de la fundación de la ciudad,
el filósofo Anaxágoras dio ya la prueba irrefutable de la forma de
la Tierra: la sombra que ella produce durante los eclipses de Luna
es circular, un fenómeno inexplicable si nuestro mundo fuera
plano, pero lógico si es esférico. Ahora bien, ¿qué pretenden
enseñarnos hoy, tras mil años de «civilización»? Los Padres de la
Iglesia cristiana han decretado que la Tierra es plana. Basilio y
Cirilo de Jerusalén afirman que el mundo tiene la forma de un altar,
encima del cual se levanta un universo en forma de tabernáculo.
Más grave aún, Ambrosio y Agustín de Hipona reprueban
cualquier conocimiento de la naturaleza. Estos pensadores, con
todo y con ser hombres cultos, opinan que al disponer de la palabra
de Jesucristo y de la lectura del Evangelio, ya no tenemos
necesidad de curiosidad ni investigación. Al cristiano le basta creer
que la causa de todos los fenómenos, sean celestiales o terrenales,
visibles o invisibles, no es sino la bondad del Creador.
—¿Te atreves a dudarlo? —dijo Amr, algo sorprendido e
impaciente por tan largo discurso, cuando él esperaba otros temas
de conversación—. ¿Acaso no dice también nuestro Corán —
prosiguió— que los siete cielos y todo lo que contienen celebran la
gloria de Alá? Todo lo existente ensalza su poder. Pero vosotros,
los paganos, no comprendéis esos elogios.
—Es cierto —replicó Hipatia, herida en lo más vivo— que no
soy cristiana como mi tío, ni judía como Rhazes. Y no me he
convertido aún a tu fe. El conocimiento del Universo por las
ciencias y las artes es la única religión que practico, adornada con
ciertos principios inmortales de la filosofía platónica. Mi tío
Filopon me acusa a veces, para pincharme creo, de consagrarme a
los ritos paganos y a los misterios órficos. Pero no soy una pagana,
pues en mi particular culto a Urania, la musa de la astronomía y la
geometría, así como a su hermana Euterpes, la música, va incluida
la creencia de que en el espacio se encuentran las bases de la
geometría divina. Cada astro ha sido colocado en su sitio, a imagen
y semejanza de las lámparas que custodian la sepultura de Cristo,
en Jerusalén, o la de tu Mahoma, en Medina.
Amr no respondió, sorprendido por los irrefutables argumentos
de aquella hechicera demasiado hermosa. Permanecieron el uno
junto al otro en silencio unos instantes, estremeciéndose un poco a
pesar de la suavidad de la atmósfera. El disco rojo del sol se
zambulló en el mar y comenzaron a brillar las primeras estrellas.
—Para el pueblo de Egipto, cuando Ra, el dios sol, cierra sus
párpados por la noche, las tinieblas oscurecen la tierra —murmuró
Hipatia.
—Pero el cielo, en cambio, entreabre su estuche infinito —
añadió el beduino que, conquistado por la grandeza del
espectáculo, prosiguió con un tono distinto, casi solemne—: Las
estrellas me hacen pensar en racimos de oro que cuelgan del
emparrado de las noches…
—Si ésos son los versos que te complace escribir en la soledad
del desierto, querido Amr, son un buen homenaje a la belleza de la
Creación. —La joven dejó de hablar y sonrió. Luego se volvió
bruscamente hacia él, como arrancada de una breve ensoñación—.
Hiparco de Nicea, el más glorioso de nuestros astrónomos, dijo que
cuando unas estrellas se encienden, otras cambian de color, y otras
más se apagan. Lamentablemente, seguimos ignorando la
naturaleza esencial de las estrellas. Las contamos, las clasificamos
por orden de magnitud, las agrupamos en forma de constelaciones.
Pero, tras su fijeza aparente, los cielos cambian, una hirviente vida
los anima. Por eso los poetas escribieron libros que cuentan sus
leyendas.
Amr se acercó imperceptiblemente a ella.
—Me gustaría que me contases una de esas leyendas. Hipatia
divisó en la penumbra el fulgor de sus ojos que estaban fijos en la
lejanía.
—Mira —murmuró—, ¿ves los cinco luceros que acaban de
aparecer, allí arriba, y dibujan una especie de silla?
Con su brazo desnudo, había trazado un pequeño círculo en el
cielo, en dirección norte.
—Permíteme que te haga observar —respondió Amr— que
esas estrellas son bien conocidas por los beduinos. Pero nosotros
vemos en ellas una especie de mano que señala con el dedo las
estrellas situadas delante.
Hipatia inclinó la cabeza.
—La leyenda de esas estrellas está escrita en un libro de la
Biblioteca. —Tomó de pronto una entonación monocorde y
levemente enfática, como si procurara recordar las palabras
justas—. He ahí a Casiopea, reina de Etiopía. Se halla en las alturas
junto a su marido, Cefeo. Brilla incluso cuando la luna resplandece
toda la noche. Al igual que una llave que introduce sus dientes de
hierro y mueve los pestillos de una doble puerta cerrada desde el
interior, así están dispuestas sus estrellas. Con expresión
estremecida, tiende las manos como deplorando la pérdida de su
hija Andrómeda, que expía las faltas de su madre.
—¿Qué abominable falta cometió, pues, esa madre? —
preguntó Amr con una pizca de burla.
—Casiopea —prosiguió Hipatia con impaciencia, como si
temiera perder el hilo— había tenido la vanidad de creerse más
hermosa que las Nereidas, a pesar del color negro de su piel. Las
ninfas suplicaron a Neptuno, su padre, que vengara aquella afrenta.
El dios de los mares envió a un monstruo que causó espantosos
estragos en las costas de Siria. Para conjurar aquella plaga, Cefeo
encadenó a su hija a una roca y la ofreció en sacrificio al
monstruo…
Amr esbozó una mueca dubitativa.
—Observa —prosiguió Hipatia en un tono menos
sentencioso—, observa la constelación de Andrómeda. Puedes
verla por entero, antes incluso de que llegue la oscuridad de la
noche, tan brillante es el resplandor de su cabeza, y tan blanco el
fulgor de sus anchos hombros. En torno a su talle brilla un pequeño
cinturón de fuego que recoge su túnica… Extiende sus brazos
encadenados, como si la fuerza de la roca los retuviera.
—Veo sobre todo —dijo maliciosamente Amr— que, no
contenta con ser hermosa y sabia, conoces a fondo la literatura.
—En verdad, no he hecho más que recitar de memoria los
versos del gran poeta Arato.
—¿Otro griego de Alejandría?
—Un alumno de Eudoxo, uno de los primeros que llegó al
Museo siguiendo los pasos de Euclides. Pero se sentía más
inclinado a la poesía lírica que a la severidad del razonamiento
geométrico. Un poco como tú, general. De modo que Arato prefirió
cantar las constelaciones en un poema que lo hizo célebre en toda
Grecia.
—Hermosa doncella —dijo Amr acercándose un poco más a la
muchacha— no me canso de escuchar el melodioso sonido de tu
voz. Tu boca tan finamente dibujada como el sello de Salomón, tu
cabellera que ondea en la brisa…
—General —le interrumpió Hipatia con firmeza—, te ruego de
nuevo que cambies de tema. —Luego, en un tono más severo,
añadió—: Si pretendes acariciar una cabellera, hazlo más bien con
la mirada. Fíjate en esa pequeña agrupación de estrellas. Allí, entre
Arcturo y Leo; la llaman la Cabellera de Berenice.
El general carraspeó, ofendido por el desaire.
—¿No me hablasteis ya de una Berenice, esposa del primer
Tolomeo? —dijo malhumorado, aunque deseando probar que tenía
buena memoria.
—En efecto, pero esta Berenice vivió un poco más tarde y fue
la esposa de Tolomeo III Evergetes, el bienhechor. Escucha su
historia. A Omar no puede interesarle, pero a ti sí, porque es una
historia de poetas.
—En tal caso, escucho y obedezco —dijo Amr haciendo una
mueca cómicamente resignada. La joven continuó su explicación.
—Apenas subido al trono, Evergetes tuvo que ir a combatir
contra el rey seléucida, que dominaba Siria. Berenice,
inconsolable, le juró a Venus que sacrificaría su opulenta cabellera
si su amado regresaba victorioso. El mismo día del regreso del rey,
ella llevó al templo la famosa cabellera. Pero, durante la siguiente
noche, ésta fue robada por un sacerdote de Serapis, indignado por
el hecho de que la reina hiciera un sacrificio a una diosa griega. Su
acción provocó la desesperación de Berenice y el furor de
Evergetes. Sólo un astrónomo supo calmar el resentimiento de los
esposos. Se trataba de Conón de Samos, cuya ciencia era muy
venerada, pues había escrito siete libros de astronomía y se había
carteado con Arquímedes de Siracusa. El sabio, mostrándoles esa
agrupación de estrellas, afirmó que acababa de aparecer en el
firmamento y que no era sino la propia cabellera de Berenice,
llevada por Venus a la bóveda celeste.
—Una reina, y además joven —ironizó Amr—, convencida de
pertenecer a una raza distinta a la del común de los mortales, estaba
sin duda más que dispuesta a creerse tan pagana fábula.
—Los príncipes, paganos o no, están siempre ávidos de escritos
que celebren su gloria. Los sabios y los poetas conocen bien estas
debilidades. Sin duda por eso, después de que Conón hubiera
dibujado una larga melena en el globo celeste del Museo, el gran
Calímaco, en el crepúsculo de su vida por aquel entonces, compuso
sobre esa cabellera una elegía que inmortalizó a la reina Berenice:
«Estaba yo recién cortada y mis hermanas me lloraban cuando,
de pronto, con un rápido batir de alas, el dulce soplo del céfiro me
lleva a través de las nubes del éter y me deposita en el venerable
seno de la divina noche Cypris. Y a fin de que yo, la hermosa
melena de Berenice, apareciese fija en el cielo brillando para los
humanos en medio de los innumerables astros, Cypris me colocó,
como nueva estrella, en el antiguo coro de los astros».
Hipatia había comenzado a salmodiar los últimos versos,
mientras el son de la flauta seguía oyéndose a lo lejos. De nuevo
subyugado, Amr exclamó:
—¡Qué armoniosa leyenda está plasmada en tu cielo! Y diríase,
dulce Hipatia, que en la escena celestial cada figura sigue
desempeñando el papel que representaba en la tierra, entre sus
cómplices o sus enemigos.
—Tienes razón —asintió la muchacha—. Apolo colocó su
flecha en el firmamento, Dioniso depositó allí la corona de su
esposa Ariadna, Zeus alojó en el cielo a su antigua amante Io,
transformada en Osa por Artemisa…
Amr miró con aire ausente por encima del horizonte que se
había vuelto casi negro. De pronto, en sus ojos brilló su cálida
inteligencia y dijo:
—Nosotros, los beduinos, tenemos con frecuencia la bóveda
estrellada como techo. Y en ninguna parte parece el firmamento
más cercano a la tierra que en medio del desierto. El desierto nos
invita al cielo. En la soledad y el silencio de las dunas, el espíritu
que piensa siente en ocasiones la dilatación del infinito. Varias
veces, antaño, junto a mi abuelo, sentí esa experiencia interior, casi
mística… Veía, oía, adoraba la música del cielo en el silencio
universal… —Calló unos instantes, como si escuchara una melodía
perdida. Luego prosiguió con voz más firme—: Desde que me
convertí a la palabra del Profeta, tengo por seguro que es preciso
limitarse a la pura contemplación de las maravillas de Alá.
Contemplar es recibir, recibir es ser recibido. Así pues, ¿para qué
medir mil y una distancias celestiales, para qué los complicados
cálculos de Aristarco y de Eratóstenes, para qué las minuciosas
observaciones de tu Hiparco y de todos esos astrónomos? Mide
simplemente la sinceridad y la piedad en tu corazón, y sabrás las
distancias en el cielo. Por otra parte, si le hablo de astronomía, el
califa Omar no dejará de preguntarme cómo el sabio estudio del
cielo puede servir para propagar la fe del islam.
—Si así piensas, deja que te haga una simple pregunta, Amr.
Cuando tú y tus hermanos musulmanes lleváis a cabo vuestras
plegarias, ¿no debéis volveros hacia vuestra ciudad sagrada?
—Eso es cierto, pues el Corán dice: «Girad vuestros rostros
hacia Él estéis donde estéis». Al comienzo, como los judíos, los
musulmanes oraban vueltos hacia Jerusalén, pero dos años después
de la llegada del Profeta a Medina, éste nos pidió que volviéramos
el rostro hacia la Kaaba, el sagrado templo que se remonta a la
época del profeta Abraham, en La Meca.
—He podido observar que aquí, en Alejandría, muchos de tus
hermanos no se ponen de acuerdo cuando se trata de extender en el
suelo la estera de oración y orientarla hacia La Meca lejana…
—Te es muy fácil burlarte de la ignorancia de mis soldados,
hombres simples y zafios, aunque animados por la verdadera fe.
Sabe que, en todas las mezquitas de mi país, se ha construido en el
muro una hornacina orientada con precisión hacia La Meca. A la
hora de las oraciones, todos los creyentes se prosternan ante esa
hornacina, la Mihrab, y todos están unidos en la misma dirección,
la Qibla.
—Pero piensa en lo siguiente —razonó Hipatia sin
desconcertarse en absoluto—. ¿No desea tu islam extender su
poder sobre la tierra entera? ¿Has pensado entonces, Amr, lo difícil
que sería hallar con exactitud la Qibla desde cualquier lugar de tan
vasto mundo? Reconoce que el problema escapa del ámbito de la fe
para entrar en el de la geometría y la geografía, y por ende en el de
la astronomía.
—Vaya, como era de esperar, insistes en glorificar el genio de
tu Euclides.
—Te engañas, pues esta vez la solución no la puede dar la
geometría plana de Euclides, sino la geometría esférica de Hiparco.
—Parece que la cosa se complica.
Amr lo dijo bromeando, para evitar deslizarse hacia una
discusión que no deseaba. A decir verdad, no tenía en aquel
momento la cabeza para razonamientos geométricos, ni siquiera
para defender la verdadera fe. Sencillamente, la muchacha
despertaba su sensualidad más que su intelecto. Hipatia lo advirtió,
pero eso no le impidió proseguir implacablemente:
—Al igual que hay relaciones que se refieren a las magnitudes
de un triángulo trazado sobre una hoja plana, hay otras relaciones
más complicadas que vinculan a las magnitudes de un triángulo
trazado en una esfera. Hiparco calculó todo esto. Estableció unas
tablas de números que permiten hacer mediciones rectas a lo largo
de líneas circulares[11].
—Perfecto. Pero ¿qué relación existe entre esas áridas
matemáticas y la observación de las estrellas?
—La relación se llama astrolabio. Un instrumento inventado
por Hiparco que mide la posición de las estrellas en el cielo. Esta
posición, en un momento dado, depende de las coordenadas
geográficas del lugar desde el que se hace la observación. Y, de un
modo recíproco, el conocimiento del lugar permite saber la hora.
¿Me oyes, Amr? ¡La hora! ¿Cómo lo haréis tú y tus hermanos
musulmanes cuando, en los países lejanos que hayáis conquistado,
tengáis que saber las horas exactas en las que debéis prosternaros
para la oración? ¡Sólo el astrolabio podrá salvaros!
—¿Te atreves a afirmar que la expansión del islam precisa del
astrolabio?
—¡Es evidente! —afirmó Hipatia con una mezcla de
convicción y regocijo—. En el futuro, los sabios de tu país podrán
incluso perfeccionar el instrumento y encontrar para él mil usos
más, en los que ni el propio Hiparco ni sus discípulos pensaron
nunca. Por lo demás, yo misma soy bastante experta en astrolabios
—añadió no sin vanidad— y los he construido con mis propias
manos. En cuanto a mi tío Filopon, ha dado de ellos descripciones
muy minuciosas. Te traeré mañana, valeroso general, ese pequeño
instrumento que cabrá en la palma de tu mano. ¡Un modelo del
Universo entero! Todos los conocimientos sobre el Cielo y la
Tierra reunidos en un disco de metal que lleva grabados curvas,
ábacos, cifras y símbolos. ¿No es un instrumento que alaba la
gloria del Creador? Y todo inventado por Hiparco, de quien te
burlas. Al igual que se burlaron de él, en vida, los espectadores de
un anfiteatro cuando le vieron, en pleno verano, vestido con un
pesado manto y tocado con el petaso, porque había predicho una
tormenta.
Amr se relajó y se echó a reír diciendo:
—¿Debo hablarle también de ese hombre extraordinario a mi
califa?
—Sin duda —respondió Hipatia más aplacada—, pues al
hablar de Hiparco citarás a uno de los más preclaros hombres de
Alejandría. Y no te he hablado aún de su mayor título de gloria.
—¿Hay algo más?
—Hiparco descubrió la precesión de los equinoccios…
—¿Qué es ese nuevo horror?
La joven fingió no haber oído el sarcasmo y prosiguió en un
tono profesoral:
—Se creyó durante mucho tiempo que el eje del mundo (que
atraviesa la Tierra en su centro, la mantiene en equilibrio y sirve
para la rotación del Cielo) permanecía siempre fijo en el mismo
lugar, sin moverse un ápice. Pues bien, Hiparco encontró una
pequeña diferencia entre la posición de Spica, la estrella más
brillante de Virgo (dada por Aristilo y Timocaris, unos astrónomos
que habían trabajado en Alejandría en tiempos de Euclides) y la
que él mismo había medido.
—¿Y es eso grave, doctor?
La muchacha soltó un suspiro levantando los ojos al cielo,
como hastiada por la observación de un inútil. Prosiguió su
demostración pronunciando claramente las palabras:
—Eso quiere decir que la longitud del año no es fija.
—¿Ah, y cómo haces para calcular la duración de un año
entero? ¿Les das vueltas y vueltas a los relojes de arena?
Hipatia hizo el ademán de quien se arma de paciencia.
—¿Has oído hablar de los equinoccios, esos momentos del año
en que el día tiene una duración igual a la de la noche, y ello en
todas los puntos de la Tierra?
—Bah, no somos del todo ignorantes en Arabia —respondió el
alumno en un tono más serio—. Y sabemos perfectamente que hay
dos de esos equinoccios. Uno al principio de la primavera, otro al
principio del otoño.
Algo sorprendida, la joven alejandrina prosiguió:
—Pues bien, en el equinoccio de primavera, cada año, el Sol se
encuentra en el zodíaco en una posición precisa, que los
astrónomos saben situar. Pueden pues establecer la duración exacta
del año, contando el tiempo que separa dos equinoccios de
primavera sucesivos.
—Eso me parece claro, aunque muy aburrido…
—Si el eje del mundo estuviera fijo —prosiguió Hipatia sin
perder la paciencia—, esta duración sería siempre la misma. Ahora
bien, Hiparco descubrió que, año tras año, la posición del Sol en el
equinoccio se desplaza. Y el desplazamiento se acumula a lo largo
del tiempo. El equinoccio de primavera tenía lugar en la
constelación de Tauro hace veinte siglos, como demuestran las
tablillas de Babilonia que conservamos como un tesoro en el
departamento de antigüedades de la Biblioteca. Hoy, el Sol de
equinoccio está en la constelación de Aries. Dentro de dos mil
años, si el mundo sobrevive a la locura de los hombres, la
primavera nacerá en la constelación de Piscis[12].Y si sólo vas a
retener una cosa de todo este razonamiento que parece superarte,
Amr, recuerda que sin los rollos de la Biblioteca donde están
consignadas las observaciones de los Antiguos, ninguno de estos
grandes descubrimientos habría sido posible.
—Si he comprendido bien, lo que en términos eruditos
denominas precesión de los equinoccios no es más que el humor
variable de las estaciones…
Hipatia quedó desconcertada, luego, relajándose por fin,
concluyó:
—General, no eres tan tonto como a veces pretendes ser.
—En eso estamos de acuerdo —respondió él con cierta
vanidad—. La verdad es que, en muchos puntos, ambos
concebimos las cosas del mismo modo…
Y de pronto, sin ponerse de acuerdo, soltaron la carcajada.
Hacía ya rato que Amr estaba impaciente, hastiado de tantas
lecciones de astronomía, y se sentía de humor frívolo. No quería
que esa arrobadora hechicera le enseñara a medir la Tierra o a leer
en los cielos. Su universo, en aquel instante, era el de Ovidio, y el
amor el único tema digno de ser cantado. Como por un extraño
contagio de los estados de ánimo, la joven alejandrina sintió a su
vez una profunda turbación. En un instante, la atmósfera entre
ambos cambió de un modo radical, como por arte de magia.
—¿No crees que me miras con demasiada intensidad? —dijo
ella en voz muy baja.
Sin responder, Amr le tomó lentamente las manos y ella no se
resistió.
—¡Oh, mujer, fermento de todas las emociones! —susurró—.
¡Qué unas manos tan bonitas sirvan para tocar un astrolabio o un
compás! ¡Qué esos ojos tan hechiceros se dediquen a observar el
curso de los planetas! No, la mano de Venus está hecha para tocar
el laúd de los amores y tus hermosos ojos deben ser mis astros aquí
abajo.
El pecho de la muchacha palpitaba, sus senos se alzaban
suavemente bajo el fino paño de la túnica.
En aquel mismo instante, la puerta de acceso a lo alto del faro
se abrió ruidosamente. Dos oficiales irrumpieron bajo la columnata
llevando en la mano grandes antorchas que deslumbraron a la
pareja. Deshaciéndose en excusas, los militares dijeron al dueño de
la ciudad que venían a encender las linternas del Faro, como él
mismo les había ordenado. Habían aguardado incluso más de lo
razonable, pues hacía tiempo que había caído ya la noche, y la
oscuridad podía poner en peligro la vida de los marinos.
Hipatia aprovechó la interrupción para serenarse. Apartándose
de Amr, recogió su velo, se envolvió por completo en él y, tras
haber hecho una breve reverencia, se retiró precipitadamente sin
pronunciar palabra.
Despechado, pero en el fondo lleno de alegre excitación, el
conquistador de Alejandría permaneció unos minutos allí para
observar la operación del encendido. Bajo la cúpula sustentada por
ocho columnas se elevó muy pronto una brillante hoguera de
madera resinosa, cuya luz, reflejada por los espejos que la
rodeaban se extendió hacia el mar.
Algo más tarde, mientras bajaba del faro en compañía de sus
oficiales, Amr recordó que al día siguiente tendría que recibir una
clase de historia, mucho menos divertida, impartida por el viejo
Filopon sobre un emperador romano y una reina de Egipto.
EL SOLDADO Y LA DIOSA
(TERCER CURSO DE FILOPON)

Alejandría inspiró durante mucho tiempo a los romanos la misma


pasión temerosa y colérica que la del humilde pastor por la
hermosa princesa… O la del más inculto de los soldados por la más
refinada de las mujeres.
Julio César estaba muy lejos de ser un humilde pastor.
Presumía incluso de descender de una de las más antiguas familias
romanas. Tampoco era un inculto guerrero, y el relato que hacía de
sus conquistas estaba compuesto en un latín muy puro, al modo
ateniense: de joven, había terminado sus estudios en la ciudad
ática. Por lo que se refiere a si tenía temple de soldado, no soy lo
bastante entendido en el arte militar para afirmar eso ante un
general tan brillante como tú. Pero sé que sus enemigos vencidos
alababan su clemencia.
César vino a Alejandría para arbitrar un nuevo conflicto
dinástico entre dos hermanos, que se llamaban ambos Tolomeo,
evidentemente. El mayor, claro está, se había casado con su
hermana, que, como habrás comprendido, se llamaba Cleopatra;
era la séptima en llevar este nombre. Se desposaron siendo aún
muy niños: Tolomeo XIII, al que dieron el absurdo título de
Dioniso, dios del vino y de los placeres, sólo tenía diez años.
Los verdaderos dueños de Egipto eran los tutores del joven rey:
un general, Achillas, que ambicionaba el trono, y un eunuco
llamado Potino. Éste, al menos, no corría el riesgo de fundar su
propia dinastía. Para él, el único modo de pasar a la posteridad era
ser tan inmortal como un libro. Compró pues, a precio de oro, el
prestigioso cargo de bibliotecario. Las intrigas, la corrupción, los
motines y las revueltas eran cosa cotidiana en el reino. Expulsada
por las maniobras de Potino y Achillas, Cleopatra tuvo incluso que
refugiarse por algún tiempo en Siria.
Mientras, la República romana seguía acumulando conquistas.
No necesitaba ya presentarse como intercesora en los conflictos
locales para ocupar las naciones que reclamaban su ayuda. Se las
anexionaba, pura y simplemente, permitiendo a veces que reinara,
sin gobernar, un rey de paja o un gobierno fantoche. Aquí y allá
estallaban revueltas contra el ocupante, pero esas revueltas eran
brutalmente reprimidas, y acto seguido los botines, los rescates y
los esclavos eran despachados hacia Roma, como vertidos en un
gran embudo. Muy pronto sólo quedaron fuera de la tutela de la
República, Alejandría y Egipto. ¿Fue un confuso respeto hacia el
glorioso pasado del país de las pirámides, del Faro y de la
Biblioteca lo que mantuvo a las legiones lejos de nuestra nación?
¿No sería más bien que los estrategas del Senado consideraron que
el fruto no estaba aún lo bastante maduro y que iba a caer por sí
solo? Pero el Senado ya sólo era la sombra de sí mismo. El ideal
republicano de la espada y el arado se había olvidado. Aquella
casta patricia agarrada a sus privilegios veía con inquietud que el
prestigio de sus tres principales generales crecía ante el pueblo y el
ejército. Así, para alejar a los tres ilustres soldados, les entregaron
a cada uno —Craso, César y Pompeyo— la tercera parte de los
países conquistados.
Pero nuestros tres generales se pusieron de acuerdo y se
coaligaron contra el Senado. Con la esperanza de llegar a ser los
dueños de Roma, se repartieron los puestos y los poderes. El
Senado, sin el apoyo del pueblo y la fuerza de las legiones, no era
nada frente a ellos. Pero Craso murió mientras trataba de reprimir
un levantamiento de los partos. Aquejado de una avidez sin límites,
había arruinado a las provincias que estaban a su cargo. Murió por
donde había pecado: los partos le vertieron en el gaznate oro
fundido. A partir de entonces, el enfrentamiento entre los dos
supervivientes, César y Pompeyo, se hizo inevitable. El primero
tenía orgullo y ardor; el segundo, paciencia y habilidad. César
poseía la salvaje Galia, que había conquistado él solo; Pompeyo
tenía en su lote todo lo demás, es decir Grecia, Asia y África, a
excepción de Alejandría, claro está. Entre ambos se hallaba Roma.
César fue el primero que se atrevió a entrar en la capital, a la
cabeza de su ejército. El Senado se inclinó ante él. Pompeyo, por
su parte, huyó hacia Grecia. Derrotado por los helenos rebeldes,
tuvo que huir de nuevo. Ya sólo le quedaba Alejandría. Corrió a
refugiarse allí, esperando que César no le persiguiera. ¡Fatal error!
Al hacerlo, abandonaba el imperio y traicionaba a Roma. Pompeyo
perdió a sus últimos partidarios. La flota de César puso entonces
rumbo hacia la antigua ciudad de los Tolomeos. Lleno de pánico, el
joven rey o, mejor dicho, sus tutores asesinaron a Pompeyo.
Dos días después del crimen, cuando César desembarcó, le
presentaron la cabeza de su rival. Con lágrimas en los ojos, César
la hizo enterrar al pie de las murallas. Luego, contra todo lo
esperado, se quedó en Alejandría, mientras en Roma le ofrecían el
Capitolio. Afirmó que deseaba primero hacer de árbitro en las
disputas entre la facción del rey Tolomeo y la de su hermano
menor. Nadie le creyó. Estaba claro que quería volver a la Ciudad
como dueño y señor de la única pieza que le faltaba al Imperio, la
más hermosa y más rica también: Egipto. Si lo lograba, nadie en el
Senado se atrevería ya a discutirle nada.
El general sospechaba que en el barrio de los palacios,
verdadera ciudadela donde había instalado su acantonamiento,
intentaban asesinarle, como hicieron con Pompeyo. A la cabeza de
la conspiración estaba Achillas, señor omnipotente del ejército
egipcio, y también de los destinos del joven rey. Durante un
banquete, el barbero de César, que merodeaba con cierta inquietud
por los pasillos, sorprendió a Potino dándole a un sirviente la orden
de servir una copa de veneno al general romano. El barbero corrió
a avisar a su amo que, de inmediato, hizo rodear el ala del palacio.
Acabaron con Potino, pero Achillas y Tolomeo pudieron huir y
provocar una insurrección general contra las tropas de César.
Pese a la importancia de su ejército, al que se habían añadido
los soldados de Pompeyo, Achillas prefirió atacar por mar. Su flota
penetró en la rada y echó el ancla bajo las murallas que se
levantaban junto al agua. De inmediato, César hizo lanzar sobre los
navíos enemigos antorchas untadas de pez inflamada. Muy pronto,
la rada y el puerto sólo fueron un enorme brasero…
Los cuatro elementos son también los cuatro enemigos de los
libros. El aire los corroe si nadie se preocupa de ponerlos a salvo
en los armarios, el agua les borra las letras si no les toca a menudo
el sol, el polvo los cubre si se los deja arrumbados demasiado
tiempo. Pero el fuego es el peor de sus enemigos, pues el hombre
nada puede hacer para protegerlos de las llamas. Y es el propio
hombre el que provoca los incendios, producidos por la guerra, el
odio al saber, el miedo a la verdad o, más frecuentemente, por la
simple negligencia. Es incontable el número de bibliotecas
destruidas por un fuego cuyo origen nunca se ha llegado a conocer.
Pero siempre se ha señalado a un culpable sin que importara la
verosimilitud de tal acusación. Y aunque el denunciado resultara
ser inocente, nunca ha quedado libre de sospecha, porque sobre él
recae el oprobio universal: quemar los libros es quemar a los
antepasados, quemar a tu padre y tu madre, quemar tu alma,
quemar con ella a toda la humanidad.
César tenía numerosos enemigos, tanto en Roma como en el
resto del Imperio. Su ambición de hacerse él solo con el poder, ya
fuese como dictador o como rey, era demasiado flagrante, aunque
su ejército le era fiel en cuerpo y alma y el pueblo humilde de la
ciudad latina le amaba. Así pues, desde el otro lado del mar, los
dirigentes romanos le acusaron de haber saqueado Alejandría e
incendiado la Biblioteca.
Pues el incendio que supuestamente él había provocado, se
había extendido por el puerto. Allí había almacenes que no sólo
contenían trigo sino también unos cuarenta mil rollos de
pergamino, copias destinadas a ser enviadas y vendidas en las
cuatro esquinas del Mediterráneo y especialmente en Roma.
Únicamente estas copias quedaron destruidas, pero esto bastó para
que a César le haya perseguido la fama de incendiario de libros
hasta la época presente, tanto tiempo después de su muerte.
César había vencido en Egipto: Achillas se había suicidado,
Tolomeo había perecido ahogado en el Nilo, pues a los trece años
el rey no había aprendido a nadar. Pero, derrotada por la guerra,
Alejandría triunfó por el amor. Cierto día, poco después de esta
victoria, en el palacio real de Alejandría se presentó un esclavo con
un regalo para César, una alfombra que, al ser desenrollada,
descubrió a una muchacha de gran belleza. Era Cleopatra, la
hermana y esposa del rey ahogado, que había regresado de su
exilio en Siria. «Oh, César, te ruego que respetes la Biblioteca».
Ésas fueron sus primeras palabras, antes incluso de solicitar ser
restablecida en el trono. César, un hombre maduro —tal vez tu
misma edad, Amr—, se sintió turbado. Ella tenía treinta años
menos que él. Pero más que su deseo viril, la joven despertó su
ambición de conquistador. Se le ofrecía la ocasión de desposarla y
convertirse en rey de Egipto; luego, a la cabeza de sus ejércitos,
podría regresar a Roma y triunfar sin dificultad sobre sus
adversarios.
Al fin y al cabo, el pueblo estaba con él. Aristócratas,
senadores y caballeros no pensaban más que en enriquecerse a
expensas de sus conquistas. La probidad de los soldados-
campesinos de antaño había quedado olvidada durante la
República. De modo que, de haberse atrevido, César hubiera tenido
el apoyo no sólo de la plebe de Roma y todo el ejército, sino
también el de los países que había conquistado y que había sabido
administrar con prudencia y magnanimidad.
Su mejor aliada, sin duda, habría sido Cleopatra. A pesar de su
corta edad, tenía un sentido muy fuerte de sus deberes como reina
de Egipto. Y era venerada por los dos principales pueblos que
componían su patria: los griegos de Alejandría la admiraban por su
belleza y sus conocimientos; el pueblo de los arrabales y la
campiña la quería por su sencillez. En efecto, desde Tolomeo
Soter, ella era la única de todos los soberanos que hablaba egipcio.
Esta veneración se convirtió en culto. Cleopatra era adorada por los
griegos como la reencarnación de Afrodita, y por los egipcios,
como la diosa Isis.
El idilio entre César y Cleopatra causó escándalo en Roma. Se
acusó al general de querer convertirse en rey de Egipto. La reina y
él no pudieron desmentir ese rumor, ni siquiera cuando ella se casó
con su joven hermano, de once años, que adoptó el título de
Tolomeo XIV. Por lo que a César se refiere, tuvo que regresar a
Roma para justificarse. Pero esa iniciativa le perdió: cayó bajo los
golpes de los conjurados que temían verle coronado rey. De hecho,
César murió, sobre todo, por no haber sabido elegir a tiempo entre
la fidelidad a su patria y el trono de los Tolomeos que Cleopatra le
ofrecía.
Quienes habían matado a César esperaban que los ciudadanos
romanos volvieran a estar unidos, como antaño, por los principios
de igualdad, fraternidad y libertad. ¡Ilusoria esperanza!
Por otra parte, ¿fue alguna vez la antigua Roma tal como ellos
la imaginaban? El pasado aparece siempre muy hermoso cuando el
presente está hecho de conflictos. Tú mismo, Amr, ¿acaso no
añoras la época en que tu Profeta reinaba en tu país? En realidad, tú
conociste esa época, pues de ella hace apenas veinte años. ¿No
será, más bien, que añoras tu juventud?
En Roma, las mismas causas produjeron los mismos efectos.
Quien se postuló de inmediato como sucesor de César era su más
fiel soldado, Marco Antonio. Había participado en todas las
guerras de su jefe y, mientras César estuvo en Alejandría, él fue el
verdadero amo de Roma. Sin embargo, qué contraste entre César,
el aristócrata refinado y culto, agudo político, brillante estratega, y
Antonio, tosco guerrero, amante del buen comer, del vino, de las
mujeres, pendenciero y alegre compañero.
La popularidad de Marco Antonio era inmensa, pero los dignos
senadores le despreciaban. Le opusieron muy pronto a uno de los
suyos, un diplomático hábil y prudente, Lépido. Enseguida
apareció un tercer candidato. Un joven, casi un niño, frío,
reservado, lleno de silenciosa energía: Octavio, el sobrino de
César. Durante algún tiempo, nadie creyó que tuviera alguna
posibilidad. Por lo que se refiere a los conjurados que habían
matado a César, no tardaron en ser aplastados. No eran tiempos
propicios para los idealistas, y la República murió con ellos. De
nuevo tres hombres dirigían el imperio, de nuevo era inevitable el
enfrentamiento.
La primera víctima no fue uno de ellos, fue el libro. O, más
bien, un hacedor de libros, sin duda el más ilustre filósofo romano:
Cicerón. Este abogado había estudiado a fondo el pensamiento
socrático. Había viajado por todo el Mare Nostrum y había pasado
largos años estudiando en Alejandría. Habría podido limitarse a ser
un brillante adaptador de las grandes escuelas filosóficas griegas a
la realidad romana. Lo fue. Pero eso no le bastaba.
Cicerón quería que sus actos estuvieran de acuerdo con sus
escritos. Y lo consiguió por medio de la palabra. ¡Y qué elocuencia
la suya! Desde lo alto de la tribuna, defendió al débil contra el
fuerte, la equidad contra la injusticia, la república contra la
dictadura, el poder civil contra la fuerza militar, la tolerancia contra
la brutalidad. Su verbo inquietó a nuestros tres generales, pues les
impedía combatir entre sí. Por consiguiente, Antonio, Octavio y
Lépido se pusieron de acuerdo en una sola cosa: suprimir a
Cicerón. Éste recibió el golpe que acabó con él del mismo modo
como había vivido: de pie. Con él murieron las libertades romanas.
Entonces estalló la rivalidad de los triunviros. Octavio ocupó
Roma y se hizo elegir cónsul. Lépido, prudente, eligió España y
África. Marco Antonio reinó sobre Oriente; así llamaban los
romanos a todos los territorios situados al este de Italia. Sin
embargo, sabían que la Tierra era redonda y que siempre somos el
Oriente para otros. Tal vez Marco Antonio lo ignorase. En
cualquier caso, se dejó embriagar por la riqueza y la vida muelle en
nuestro país y, sobre todo, conoció a Cleopatra.
Desde la muerte de César, la reina de Egipto gobernaba sola.
Su pueblo, por fin unido, la había divinizado. Ella había hecho
envenenar a su hermano menor y marido, Tolomeo XIV, y había
puesto en el trono al hijo que había tenido de César, Tolomeo XV,
al que las malas lenguas, dudando de sus orígenes paternos,
llamaban irónicamente «Cesarión»: corría, en efecto, el rumor de
que César, por el hecho de ser epiléptico, no podía procrear y que
además prefería la compañía de los muchachos.
Tras la muerte de su amante, Cleopatra se ocupó de tutelar al
pequeño Cesarión y de satisfacer su única ambición: devolver a
Alejandría su pasado esplendor, convertirla en la nueva Roma.
Cuando vio prosternarse ante ella, lleno de timidez, al poco
refinado Marco Antonio, comprendió todo el partido que podía
sacar de aquel joven rústico. No le costó en absoluto despertar en él
la más loca pasión. La unión de Cleopatra y César había sido la
unión de dos ambiciones: el general quería Roma, la reina,
Alejandría. Marco Antonio, en cambio, sólo quería a Cleopatra. La
tuvo, o al menos eso creyó, pues sólo fue su esclavo, ya que
accedía a sus menores deseos, y de vez en cuando recibía como
recompensa una noche de amor, lo mismo que a un perro se le
premia con un hueso. Cierto día, él le regaló los restos de la
biblioteca de Pérgamo. Trescientos mil rollos, una partida que
compensaba ampliamente los que se habían quemado unos años
antes en el incendio de los almacenes. Con esa donación, el Museo
recuperó un poco de su grandeza pasada.
Esa historia hizo reír mucho en Roma, más incluso que el
nacimiento de Cesarión. Antonio, que sin duda no había leído ni un
verso en toda su vida, regalaba a su amante las más prestigiosas
obras de la ciencia y la filosofía. Sólo Octavio no se rió. Por lo
demás, nunca se reía. Había casado a su hermana Octavia con
Marco Antonio. Éste, al ofender así a su esposa, había insultado a
Roma y traicionado a su patria. Su acción era, sobre todo un
flagrante casus belli, el mejor de los pretextos para iniciar las
hostilidades. Octavio contaba ahora con el respaldo del pueblo y el
Senado. El pueblo veía cómo uno de los suyos se dejaba
deslumbrar por los espejismos de Oriente y debilitaba su carácter
en el estupro y el desenfreno. Los miembros del Senado preferían
con creces un aristócrata como ellos a un mercenario imprevisible.
Entregado a su pasión, Marco Antonio, que llevaba la vida fastuosa
y perezosa de un potentado oriental, no captó ese cambio de la
situación. ¡Qué le importaba Roma si tenía a Cleopatra! Sin
embargo, para intentar complacer a su reina, organizó la flota más
poderosa de todos los tiempos.
Pero sus soldados, romanos en su mayoría, no querían luchar
contra sus compatriotas por los bellos ojos de una extranjera;
enfrente tal vez tuvieran a un hermano, un amigo, un hijo. No hay
peor guerra que la guerra civil, «la guerra que hace llorar a las
madres», como decía Esquilo.
Para Cleopatra, el inminente conflicto entre Octavio y Marco
Antonio no era más que una fachada. La verdadera guerra tendría
lugar entre Roma y Alejandría, entre Oriente y Occidente. Intentó
negociar con el amo y señor de la ciudad latina. La respuesta fue
brutal: que entregase a Marco Antonio; después, Octavio y el
Senado decidirían. Ella se negó, sabiendo que aquello significaría
la rendición de los ejércitos de su amante. Egipto, entonces,
quedaría inerme ante Roma.
Octavio decidió terminar de una vez. Invadió Grecia, que
formaba parte de los dominios de su rival. A Marco Antonio no le
quedó ya otro remedio que combatir. Acompañado por sus
reblandecidas legiones y la flota de Cleopatra, atravesó el mar para
enfrentarse con su enemigo ante Actium, un espolón rocoso. Era el
escenario de batalla elegido por Octavio, y allí Marco Antonio
quedó muy pronto rodeado por las naves enemigas. Pero incluso
entonces habría podido evitar la derrota de no ser porque vio que el
navío de la reina de Egipto atravesaba el cerco y emprendía la
huida. Cleopatra había comprendido que su lugar no estaba entre
aquellos romanos, sino en su reino, junto a su hijo. Loco de
desesperación amorosa, Marco Antonio, el feroz guerrero que
nunca había retrocedido ante el peligro, desertó y, separándose de
su ejército y su escuadra, la siguió como un perro sigue a una perra,
dejando desamparado su rebaño ante el lobo.
Los suyos se rindieron sin combatir y se sumaron a la
persecución. Muy pronto el ejército romano estuvo ante los muros
de Alejandría. Marco Antonio se suicidó sin haber visto de nuevo a
la mujer por la que lo había abandonado todo, y sin haber
comprendido que no había amado a una mujer sino a una reina.
Octavio envió a la ciudadela sitiada a uno de sus emisarios, que
le hizo a Cleopatra mil y una promesas de clemencia. Ella sólo
creyó una: su hijo Cesarión sería respetado y subiría al trono de los
Lágidas con el nombre de Tolomeo XV, y gozaría de la protección
de Roma. Cuando el emisario romano se hubo marchado, la reina
sacó de su cesto la venenosa serpiente sagrada de Amón-Ra y la
oprimió contra su seno. Con este gesto se convirtió en diosa e
inmortal.
DONDE AMR PIDE AYUDA
—Ese Marco Antonio no sólo era un patán sino, además, un traidor
—dijo Amr sin dejar de acariciar con el pulgar un pequeño
astrolabio que tenía en las manos—. Sacrificaría mi vida a tu
belleza, Hipatia, pero aunque fueses reina de Alejandría nunca
renegaría de mi fe ni de mi patria. Por lo demás, si lo hiciese,
perdería también tu estima.
—Nada de todo eso te pido, general. Sólo te suplico que
respetes al más hermoso hijo de Alejandría: su Biblioteca.
—Filopon no ha terminado su historia —replicó el emir,
despechado por el tono de frialdad de la muchacha—. ¿Respetó
Octavio al joven Cesarión?
—No. No cumplió su promesa —respondió Filopon—. Le hizo
matar. Pero fue más bien la Historia la que eliminó a ese niño, pues
de nada le servían ya los Tolomeos. Egipto se convirtió en
provincia romana; la República se convirtió en Imperio; Octavio se
convirtió en Augusto; la Biblioteca y el Museo se convirtieron en
propiedad de Roma. En adelante, el propio emperador nombró al
bibliotecario, al que dio el título de «sumo sacerdote de los libros».
Egipto no existía ya. Sólo la Biblioteca ha perdurado hasta nuestros
días. Y Roma reinó sobre el mundo durante cinco siglos.
—Sobre «vuestro» mundo —recordó Amr—, pero no sobre el
mío. Y sé que existen imperios, en levante, de donde nos llegan la
seda y las especias, imperios mucho más poderosos y perennes que
Roma.
—Si quieres también conquistarlos en nombre de tu Dios —
dijo Rhazes con ironía—, ¡apresúrate! Muchos de mis
correligionarios están ya allí, poniendo manos a la obra. Muchos
cristianos, también. No hay sólo seda y especias en India y en
China. También hay libros, de los cuales Alejandro trajo unos
cuantos. Pero sobre todo, si quieres saber algo más sobre tus
futuras conquistas, encontrarás muchos datos sobre ellos en un
armario lleno de obras de los geógrafos; podrán serte muy útiles. A
menos que toda Asia esté ya descrita en tu Corán.
—Pero ¡deja ya de burlarte, eterno bromista! Ayúdame más
bien a convencer a mi califa. Si le cuento el abyecto fin de Marco
Antonio, se afianzará en su idea de que, fuera de Arabia, todo es
sólo perversión y obra del diablo. Temeroso de que mis beduinos y
yo nos revolquemos en esos vicios, me ordenará que arrase vuestra
ciudad.
—En ese caso, procura deslumbrarle con el destino de Augusto
—dijo Filopon—. ¿Qué hombre prepotente resistiría esa tentación?
—Por desgracia, no le conoces. Su odio al extranjero y su
miedo al conocimiento le sirven de fe. Lo que más codicia en el
mundo son almas para convertir, de buen grado o por la fuerza; las
cuenta como un avaro sus monedas. Se cree puro como el
diamante; pero, para conseguir sus fines, empleará cualquier
perfidia. Para que la verdadera fe triunfe, sería capaz de pactar con
el diablo.
—Conozco esa clase de hombres —respondió Filopon—,
porque en el pasado he sido víctima de sus maniobras. Y creo que
el asunto tiene muy mal aspecto: sólo la muerte podría doblegar a
Omar.
—Ayudemos entonces a la muerte —exclamó Hipatia en un
tono exaltado—. También Bruto mató a César porque éste quería
acabar con la República. ¿No hay entre los tuyos un soldado
valiente, de mentalidad abierta, tolerante y magnánimo, capaz de
hacer desaparecer a ese tirano fanático?
—Mi pueblo y mi religión son aún demasiado jóvenes,
demasiado frágiles —replicó Amr con cierto embarazo—.
Semejante jugada podría hacernos caer de nuevo en el paganismo y
la barbarie. No, hay que intentar convencerle. Habladme de
Alejandría convertida en ciudad del libro, ciudad de los cristianos y
los judíos. He visto aquí tantas iglesias y sinagogas… Es la prueba
de que los escritos paganos no la pervirtieron hasta el punto de
convertirla en una nueva Babilonia. Amigos míos, he desempeñado
el papel de abogado del diablo, y el diablo se halla en Medina. Sé
que muchas obras que están aquí no contradicen las palabras del
Profeta, sino que incluso a veces las confirman. Pero ¿acaso no hay
libros que, mediante la blasfemia, el sacrilegio o la mentira se
atreven a oponerse al mensaje divino?
—Sin duda —respondió Filopon—, ¿pero hay que destruirlos
por eso? Es más fácil vencer al enemigo cuando se conocen sus
artimañas y sus fuerzas. Puedo decirte, en todo caso, que no hay
sacrilegio en Platón, ni blasfemia en Aristóteles. ¿Cómo podría
haberlos cuando no conocían la palabra divina? Sólo pecaron por
ignorancia, ya que son del tiempo anterior a la Revelación. Y desde
que los estudio, yo, viejo filósofo cristiano, afirmo haber
encontrado a menudo un pensamiento que refuerza mi fe en el Dios
único, al igual que un romano podría hallar en Arquímedes el
mejor modo de consolidar un acueducto. Estoy, por lo demás, muy
lejos de ser el primero en haber emprendido semejante búsqueda.
Poco tiempo antes de Cristo, un sabio judío de Alejandría llamado
Filón consiguió incluir en el pensamiento hebraico, sin que hubiera
contradicción con el Antiguo Testamento, la filosofía de los
Antiguos. Pero Rhazes te hablará de ello mañana mucho mejor que
yo.

¿Qué mosca le ha picado al anciano?, pensó el médico. Sabe


muy bien que no me preocupo lo más mínimo por la metafísica.
Bah, adornaré mi relato con interesantes intrigas de corte. Tal vez
eso complazca a este soldado y le dé ciertas ideas.
EL JUDÍO Y EL EMPERADOR
(TERCER PANFLETO DE RHAZES)

Roma dominaba ya el Mediterráneo y ensanchaba sus fronteras


cada vez más hacia el interior de sus riberas. Las riquezas del
mundo convergían hacia la capital del Imperio, que las absorbía
como una gigantesca esponja. Las riquezas y también los dioses.
Con una especie de avidez los romanos llenaban el panteón
olímpico con divinidades procedentes de Egipto, Babilonia,
Fenicia, India y Aracosia. Baal fornicaba con Venus, Mitra jugaba
a los dados con Júpiter, Baco brindaba con Zoroastro.
Nadie era molestado por su religión. O casi nadie. Sólo había
un dios por el que no se transigía: el emperador reinante. Y una
sola diosa: la ciudad, engalanada con sus grandes hombres de
tiempos pasados. «Rezad, si queréis, a las piedras del camino, a
vuestros antepasados en los armarios o al olivo de vuestro jardín —
clamaban los pontífices—, susurrad en secreto los misterios de
Eleusis o de Dioniso, pero no olvidéis nunca ofrecer sacrificios al
emperador y a la ciudad».
Comprenderás entonces, Amr, que los judíos, las gentes del
Libro, del que también vosotros habéis salido, cristianos y
musulmanes, fueran mal vistos, incomprendidos y temidos. En
efecto, ellos no podían aceptar más dios que el Único.
Palestina se había convertido en una provincia romana, la más
turbulenta de todas ellas. El Sanedrín, el consejo de los sacerdotes
de Jerusalén, cuidaba escrupulosamente de que se respetara la letra
de la ley mosaica. Los prefectos que Roma nombraba allí (un
puesto que parecía destinado a quienes habían caído en desgracia),
preferían mostrarse lo más discretos posible. Evitaban sobre todo
mezclarse en las incesantes disputas entre los rabinos, defensores
del más estricto respeto de las leyes mosaicas, y la juventud urbana
y culta, que se sentía atraída por los encantos de la literatura y la
civilización helenas. El más conocido de estos prefectos era Poncio
Pilato. Pero los representantes de Roma no siempre eran tan
prudentes como él. Algunos, deseando hacer méritos ante el
emperador, se mostraban muy activos. Uno de ellos decidió, por
ejemplo, erigir una estatua de Octavio Augusto en la explanada del
templo, para obligar a los judíos a rendirle culto. Lo único que
logró con ello fue coaligar contra él a toda la población y provocar
un levantamiento general. La consiguiente represión fue espantosa
y se hizo extensiva a todos los lugares del Imperio donde hubiera
comunidades judías en el exilio.
Estas colonias judías se habían establecido en gran número por
todo el contorno del mar, en Partía, en Media, en Elam, en
Mesopotamia, en Capadocia, en el Ponto, en Frigia, en Panfilia, en
Creta y en tu Arabia natal. Las había hasta en la India, tal vez
descendientes de antiguos soldados de Alejandro. Otros habían
acompañado a sus vecinos fenicios, y después a los griegos, hasta
sus factorías de Iberia, Lusitania, Sicilia y la Galia. La más reciente
y miserable de estas colonias estaba en Roma; la más opulenta, en
Alejandría.
Filón provenía de una gran familia judía de Egipto. Algunos
afirmaban que sus ancestros habían seguido a Alejandro desde
Palestina para fundar la Ciudad. Otros decían que pertenecía al
grupo de los Setenta que Tolomeo Soter había llamado para
traducir la Torá. En cuanto a los enemigos de Filón, los piadosos
rabinos a quienes él llamaba con sorna «los barbudos con manto»,
aseguraban que sus antepasados eran parte integrante de aquellos
hebreos renegados que se habían negado a huir con Moisés para
continuar sirviendo al Faraón… La maldad es peor aún cuando se
alía con la tontería, algo que sucede a menudo.
Antigua o no, la familia de Filón era, en todo caso, muy rica.
Su hermano, gran terrateniente, había proporcionado el oro y la
plata destinados a cubrir las puertas del nuevo Templo de
Jerusalén. Por aquel entonces, en Alejandría todos los judíos tenían
los mismos derechos que los griegos de la Ciudad, y estaban libres
del impuesto capitular que sólo pagaban los egipcios. Ya fueran
armadores, comerciantes, artesanos o campesinos, los judíos eran
despreciados por los griegos, para quienes el trabajo era
incompatible con sus orígenes aristocráticos. Los egipcios, por su
parte, les envidiaban por su prosperidad.
Sin embargo, los judíos llevaban allí tres siglos, desde que el
Museo existía. ¿Cómo se hubiera podido prescindir de un pueblo
cuyos miembros habían aprendido a leer y escribir desde la
infancia, que conocían por lo menos dos lenguas, el arameo y el
hebreo, y muchos de ellos sabían además el griego, el latín y el
egipcio? En la Biblioteca, habían ocupado durante mucho tiempo
los puestos de copistas, intérpretes, libreros, secretarios, mientras
que los griegos se reservaban las tareas que consideraban más
nobles, las de exégetas, escribanos y, naturalmente, bibliotecarios.
Sin embargo, la aportación de los judíos había sido considerable:
ellos fueron quienes trajeron aquí la astrología babilónica.
En tiempos de Filón, la Biblioteca se había convertido en
propiedad del Estado romano, y su «sumo sacerdote» lo nombraba
el propio emperador. Con frecuencia era un griego, y sus
atribuciones eran las de un funcionario, adjunto directo del prefecto
de Alejandría, y solía estar más preocupado por las cuentas
financieras que por las investigaciones eruditas. Por otra parte,
filósofos y sabios sólo permanecían en Alejandría durante los años
de estudio, y después se iban a hacer carrera en Roma como
preceptores o consejeros en las ricas familias del Imperio, donde
aceptaban ser tratados como esclavos con la esperanza de alcanzar,
gracias a la entrega, primero la manumisión y luego la ciudadanía
romana.
Había pasado pues el tiempo de las prestigiosas escuelas
alejandrinas de matemáticas y astronomía. Hiparco de Nicea,
muerto un siglo y medio antes, parecía ser una de las columnas de
Hércules del mundo de la ciencia, en el que a nadie le apetecía ya
internarse. Sólo se buscaba, en las cifras y los astros, algún vago
mensaje emitido por los dioses. En lo tocante a la geografía y
demás ciencias de la naturaleza, Roma las empleaba a modo de
cómodas herramientas que le permitían conocer mejor, y por lo
tanto ocupar y explotar mejor, los territorios conquistados.
Filón tenía, en cambio, otras preocupaciones. Al ver que
desdeñaba la floreciente casa de comercio que su hermano hacía
prosperar, todos creyeron durante mucho tiempo que iba a
consagrarse a la religión. Pero, en su juventud, frecuentaba más las
salas del Museo que las de la escuela rabínica. Llevaba un tren de
vida modesto para un hombre de su condición, y su esposa
afirmaba desear como único adorno la honorabilidad de su marido.
Éste no tardó en convertirse en uno de los especialistas más
reputados en filosofía griega. Como perfecto discípulo de la
escuela filológica alejandrina, decidió tratar el Pentateuco como
sus predecesores griegos habían tratado a Homero o Hesíodo. De
modo que se dedicó a buscar el significado profundo detrás de la
anécdota. Consideraba que los relatos y los personajes bíblicos
eran alegorías de una verdad superior. Ya conoces la historia de la
mujer de Lot, que al volverse a mirar la ciudad de Sodoma
incendiada quedó transformada en estatua de sal. Pues bien, Filón
vio en ello una fábula moral que enseña que es malo complacerse
en el recuerdo del propio pasado, pues eso petrifica…
La obra de Filón fue considerable: hizo una minuciosa exégesis
de la descendencia de Caín, Abraham, José, el Decálogo y muchas
cosas más. Su método complació a los griegos de la ciudad, que
veían ahora el judaísmo como una de esas religiones mistéricas que
tanto les gustaban. Algunos incluso se convirtieron, tranquilizados
al quedar dispensados de la circuncisión y de la prohibición de
comer cerdo. Por su parte, los judíos de Alejandría, que únicamente
se distinguían de los griegos por la mencionada circuncisión y la
obligación del descanso sabático, contemplaban con alborozo
cómo los escritos de Filón contribuían a la paz civil, gracias a una
mejor comprensión de su fe. Además, el filósofo subrayaba
muchas veces la distinción que debía hacerse entre la ley divina,
que es inviolable, y las costumbres, que pueden evolucionar con el
tiempo y según el país en el que uno se encuentra. Sólo los
doctores de Palestina, los «barbudos con manto», lanzaron gritos
de indignación ante lo que consideraban una apostasía. Los rabinos
sólo se guiaban por la letra del Libro, al igual que hace tu califa
con el Corán. La verdad es que no eran muy inteligentes. Y
afirmaban que Filón no era ya judío, que había cambiado de patria:
había sustituido la tierra de Israel por Alejandría. Y había
abandonado su fe en el verdadero Dios para abrazar el culto de las
estatuas del emperador.
Aquel año[5], como todos los años, los judíos de Alejandría
celebraban en la isla de Faros el aniversario de la Biblia de los
Setenta. El jolgorio era especialmente grande, pues el emperador
Tiberio, primer sucesor de Octavio Augusto, acababa de morir.
Ahora bien, el final de su reinado había sido especialmente
sombrío, sobre todo para los judíos: había intentado imponerles por
la fuerza el culto a su propia efigie. El nuevo emperador era
bastante joven. En Roma, el pueblo ponía en él todas sus
esperanzas y le llamaba su «lucero», su «criaturita». Alrededor del
Capitolio todo eran fiestas y concursos de música. Se decía de él
que era un segundo Rómulo. Todos sus súbditos creían que con
Calígula se levantaba un nuevo amanecer. La fiesta de los Setenta
prometía ser aún más hermosa, pues el tetrarca de Palestina,
Agripa, sucesor de Herodes Antipas, hizo el viaje desde Jerusalén
para asistir a ella. Calígula acababa de concederle el título de rey
de Judea-Samaria.
—Ah, sois muy feliz viviendo aquí, entre todos estos libros,
querido Filón —le dijo el monarca judío al filósofo que le conducía
a través del Museo tras una ceremonia especialmente larga—. En
Jerusalén, si por desgracia se sabe que he osado hojear la menor
obrita de Filostéfanos de Cirene, el sumo sacerdote Caifás me
augurará de inmediato que correré la suerte del rey Acab. Por un
simple poema, la sangre de mi cadáver sería lamida por los perros
y las putas se lavarían con ella. ¡Bonita perspectiva! En estos
momentos, Caifás no deja de acosarme para que ponga fin a las
actividades de una secta de apacibles iluminados, discípulos de un
tal Jesús. ¿Has oído hablar de ella? ¿No? ¡No importa! Pero me veo
obligado a complacer al Sanedrín, no vaya de nuevo a suscitar
alguna revuelta de la población, lo que sentaría muy mal en Roma.
Por eso de vez en cuando hago encarcelar y ejecutar a uno de esos
infelices.
—Oh, rey, ¿comprenderá esa gente algún día —replicó Filón—
que la verdad surge sólo del debate y no del anatema?
—Lo dudo —respondió Agripa—. De modo que, como puedes
comprender, este viaje a Alejandría es para mí una bocanada de
aire fresco. ¿Podrías llevarme a esos gimnasios, a esas termas, esos
teatros y esos alegres establecimientos llenos de bellas mujeres de
los que tanto me han hablado?
—Temo que vuestra presencia en esos lugares sea muy mal
vista por los griegos y los egipcios; corremos el riesgo de que ello
provoque motines contra nuestra comunidad. Al prefecto Flaco no
le gustamos. Sería preferible ir a la Biblioteca y…
—Ah, Filón, eres como los demás bajo tus vestiduras de
griego. ¡Muy bien, iré sin ti!
Agripa no tuvo pues en cuenta las prudentes opiniones de
Filón. Se paseó ostentosamente por todos los rincones de la
Ciudad, pese a las burlas de los griegos. Una semana más tarde,
entre los egipcios tuvo gran éxito una obra satírica que lo insultaba
a él y a su pueblo. La situación empeoró tras la salida de Agripa
hacia Roma, donde iba a saludar al nuevo emperador. Filón solicitó
al prefecto Flaco que interviniera, pero, en vez de calmar las cosas,
el representante de Roma ordenó colocar en la gran sinagoga una
estatua del emperador. Creía complacer así al joven Calígula. Los
judíos alejandrinos se sublevaron de inmediato. La reacción del
ejército romano, ayudado por el pueblo egipcio, fue de inaudita
brutalidad. Todos los judíos de la Ciudad, miles de hombres,
mujeres y niños, fueron encerrados, como ganado, en un espacio
tan reducido que parecía un redil. Los que aún vagaban por la
ciudad o intentaban evadirse fueron lapidados, golpeados con
cascotes de arcilla, leños de pino o encina hasta que murieron.
Curiosamente, el barrio de los palacios y el Museo fueron
respetados, como si nadie se atreviera a profanar aquel santuario
donde todos los saberes del mundo se codeaban en silencio.
Filón decidió entonces partir en embajada a Roma, para
defender ante el emperador la causa de su pueblo. Todo el Museo
se movilizó para ayudarle en su empresa. Geómetras, astrónomos,
filósofos, poetas, copistas, intérpretes, fuera cual fuese su religión
y olvidando sus duras contiendas, se unieron para fletar un navío.
Algunos griegos se agregaron a la comisión para apoyar a sus
colegas. El propio sumo sacerdote del Museo se ofreció a
acompañarles, y a Filón le costó mucho disuadirle: en caso de
tempestad, el capitán debe quedarse en el barco.
Cuando la embajada de los judíos alejandrinos llegó a Roma,
una mala noticia les aguardaba: el emperador estaba agonizando.
El pueblo, lleno de inquietud, pasaba días y noches alrededor del
palacio. Finalmente, cuando se propaló la noticia de la curación de
Calígula, Roma entera estalló en un grito de alegría.
Filón fue albergado en casa de su amigo Séneca, filósofo
estoico que había vivido mucho tiempo en Alejandría. Aquel
romano de Iberia era ahora cuestor, un puesto importante cercano
al trono. Séneca prometió que le obtendría una audiencia imperial
lo antes posible. Pero pasaban los días y el cuestor regresaba cada
vez de palacio con las manos vacías, pues el emperador encontraba
mil y un pretextos para no recibir a los embajadores alejandrinos:
no estaba aún del todo repuesto, o había sufrido una recaída o,
también, los germanos se agitaban en la zona del Rin… Séneca
acabó incluso por aconsejar a Filón que se marchara a Egipto lo
antes posible, pero el embajador filósofo se negó en redondo.
Cierto día, por fin, Séneca regresó llevando una carta en la que
el emperador concedía audiencia a sus huéspedes. Sin embargo, no
se sentía nada orgulloso de haberle arrancado a Calígula este favor,
y quiso poner en guardia a Filón.
—¡Por última vez te lo suplico, amigo Filón, márchate! Aquí,
la rectitud es una virtud peligrosa. Tu deber es renunciar al foro y a
la vida pública, consagrarte sólo al estudio.
—Pero ¿qué me estás diciendo? —replicó Filón—. ¿No te he
dicho cien veces lo mucho que me ha costado abandonar mis
libros? Miles de vidas están en juego. ¿Y tú, que colocas la virtud
por encima del sufrimiento y la muerte, me estás pidiendo
semejante cobardía?
Séneca bajó los ojos. Parecía sentirse culpable, él también, de
un crimen irreparable.
—Por desgracia, desde su enfermedad, el emperador ha
cambiado mucho —dijo—. No está bien de la cabeza. Ante mis
ojos, se entretuvo en dar muerte a un condenado por medio de
golpes no muy fuertes, a fin de que tardara rato en expirar, y
Calígula me explicaba que era preciso que el infeliz se viera morir.
Mientras lo torturaba, se bebió él solo un ánfora entera de vino.
Luego me arrastró a los aposentos de su hermana Livilla, a la que
me había prometido como esposa cuando la niña fuese púber. Y
allí, en mi presencia, desnudó aquel cuerpo delgado en el que
apenas apuntaban los senos, arrojó a la pobre pequeña en el suelo
de mármol y la penetró con risotadas de hiena. Al mismo tiempo,
me decía a gritos: «Mejor que los Tolomeos, viejo Séneca, mejor
que los Tolomeos, ¿no?». El emperador se ha vuelto loco, Filón.
—¿Ya se han purgado sus instintos con eléboro? —preguntó un
médico de la delegación.
Séneca y Filón se encogieron de hombros al mismo tiempo. No
obstante, a pesar de la insistencia del estoico, Filón decidió acudir a
la audiencia imperial. Siendo como era un potente orador,
estudioso de Demóstenes y de Cicerón, no temía afrontar al
emperador loco.
El encuentro se produjo en los jardines de Mecenas, donde
crecían las plantas aromáticas más raras del Imperio. En inmensos
recipientes llenos de leche tibia de burra, donde flotaban algunas
perlas, nadaban unas muchachas. De las fauces de los tritones de
mármol instalados en medio de las fuentes brotaban chorros de
miel y de vino. En un trono de marfil colocado en medio de un
arriate de orquídeas rojas y azules, completamente desnudo a pesar
de hallarse en pleno invierno, pero con las partes pudendas tapadas
por una larga barba postiza, tocado con una diadema de dientes de
tiburón y blandiendo un tridente, Calígula esperaba a la embajada.
Nadie se acercaba al César como uno se acerca a un simple ser
humano. Un secretario gordo se hincó de rodillas. Un soldado con
armadura avanzó hasta los pies del trono, se puso firme tras el
emperador, luego desenvainó con un chirrido la espada y la
mantuvo vertical. Un guardia golpeó el enlosado con un bastón,
diciendo:
—El emperador os autoriza a acercaros.
Calígula no se parecía en absoluto a las estatuas que los judíos
eran obligados a venerar. Tenía la tez pálida, el cuello y las piernas
extremadamente flacos, las sienes y los ojos hundidos, la frente
ancha y la mirada torva, y era casi calvo a pesar de su juventud.
Sus hombros y su espalda, en cambio, estaban cubiertos de un
vello tupido como el pelaje de una cabra. Por cierto que, entre otras
extravagancias, había prohibido pronunciar en adelante el nombre
de ese animal, so pena de muerte. Aquella mañana, sin embargo,
parecía más bien tranquilo, pues acababa de salir de un feroz
acceso de locura. Por eso Séneca había elegido ese día para la
audiencia de los embajadores.
—¿De modo que según dicen, vosotros, los judíos, no coméis
cerdo porque os parece infecto? —preguntó el emperador con el
acento áspero de los suburbios—. ¡Dime, vejestorio! ¿No conoces
acaso el sublime sabor de una ubre de cerda rellena?
A su alrededor, los cortesanos soltaron una servil carcajada.
Filón, por su parte, quedó desconcertado. La prohibición de comer
cerdo era un sempiterno tema de bromas entre el populacho de los
gentiles, pero no esperaba que un hombre al que decían refinado,
enamorado de la literatura griega, abordase el tema de buenas a
primeras y de un modo tan vulgar. Afortunadamente, tenía ya lista
la respuesta:
—Cada pueblo tiene sus costumbres, oh César. ¿Acaso los
romanos no tienen las suyas cuando se alimentan con murenas
cebadas con pequeños esclavos partos?
—Esta gente no sabe lo que es bueno —exclamó Calígula
riendo y mirando a su entorno—. Pero… dime, viejo judío, ¿es
cierto que odiáis a los dioses y os negáis a admitir esa evidencia
que aceptan todos los pueblos del mundo, la de que yo soy dios y
es preciso venerarme como tal?
—Alejandro Magno, al igual que tú, oh César, afirmaba ser de
naturaleza divina. Había sabido rodearse de valerosos soldados y
sabios doctores judíos que le ayudaron a conquistar las Indias. Pero
no les obligó a venerarle como a un dios, consiguiendo así que le
sirviesen mejor. Nosotros, judíos de Alejandría, dedicamos nuestra
devoción a la persona del emperador y no a unas estatuas de piedra.
Por lo que a tus dioses se refiere, creemos que no existen o, mejor,
que son sólo un esbozo de lo divino. Y entonces, como decía
Sócrates, ¿cómo odiar lo que no existe?
La cita era falsa, pero al oír el nombre de Sócrates el rostro de
Calígula se dulcificó. Asintió con gravedad. Luego, su mirada
demasiado brillante se oscureció:
—Pero vosotros ni siquiera conocéis el nombre de vuestro dios.
¿Cómo puede creerse en lo que no puede nombrarse?
—¿No recuerdas que Platón y Aristóteles mencionaban a
menudo al dios desconocido?
—¿Por qué respondes siempre a mis preguntas con otra
pregunta?
—¿Por qué no?
En este punto, la razón del emperador pareció disolverse como
miel en vinagre. Todavía alcanzó a ordenar a Séneca que partiera
hacia Alejandría, ejecutara al prefecto Flaco e hiciera saber que el
emperador renunciaba a hacer colocar su estatua en todas las
sinagogas del Imperio, antes de tomarla sin razón alguna con uno
de sus esclavos, acribillándolo a patadas en el vientre. Filón no vio
el final de esa grotesca escena, pues Séneca ya se lo había llevado
lejos de aquel infierno.

La paz regresó a Alejandría. Un año después de aquella


embajada, se supo con alivio que Calígula, el demente, había sido
asesinado por miembros de su guardia pretoriana. Su tío Claudio le
sucedió. El rey de Judea, Agripa, le confirmó de inmediato su
apoyo. Bien dispuesto hacia los judíos, el nuevo emperador llamó a
Filón y también a una delegación griega de Alejandría, para que el
contencioso entre ambos pueblos quedara definitivamente zanjado.
La audiencia se inició bajo los mejores auspicios. Claudio
estaba dispuesto a conceder, tanto a unos como a otros, la
ciudadanía romana, cuando apareció en palacio otra embajada
judía. Venía directamente de Jerusalén y estaba encabezada por el
propio sumo sacerdote Caifás. Tras haber saludado con parquedad
al emperador, Caifás blandió ante Filón un índice vehemente:
—¿Con qué derecho, traidor a Dios y a su pueblo, te atreves a
nombrarte su representante? ¡Ay de ti, hijo rebelde! ¡Llevas a cabo
planes que no son los del Señor, concluyes tratados que son
contrarios a Su espíritu, acumulando pecado sobre pecado! Vas a
Roma sin consultarle, y buscas tu seguridad en la fortaleza del
Faraón…
Aquella parodia del profeta Isaías hizo que una desdeñosa
sonrisa se dibujara en los labios de Filón. Iba a replicar cuando
Claudio se incorporó en su asiento, rojo de indignación. Aunque
era muy erudito, el emperador también era tartamudo y algo dado a
la bebida, de modo que farfulló:
—¿Qué, qué, es es… este… des… desacato y quién te envía,
viejo bar… bar… barbudo?
—El rey de Judea-Samaria.
Una vez más, Agripa había cedido a las instancias del Sanedrín
para evitarse complicaciones. Así que Claudio, hastiado, decretó
que los judíos gozarían de libertad de culto y del derecho a vivir
según sus costumbres, pero les negó la ciudadanía romana. Filón,
derrotado, regresó a Alejandría. Al despedirse de Séneca, le dijo:
—Toma este bastón; me fue entregado por el geógrafo
Estrabón, que recorrió el mundo apoyándose en él. También tu
camino será largo antes de alcanzar un mundo de justicia y de
libertad. Adiós, amigo mío. Y no olvides nunca que la verdad es
más fuerte que la muerte.
Filón murió tres veces. La primera, a edad avanzada, en su
lecho y de modo absolutamente natural. La segunda cuando los
rabinos de Palestina prohibieron la Biblia de los Setenta y
cualquier comentario en griego sobre el Libro, comenzando por el
suyo. Su tercera muerte fue cosa de los cristianos, que intentaron
apropiarse del pensamiento del filósofo alejandrino, afirmando
incluso que, en su ancianidad, el apóstol Pablo le había convertido.
¡Pobre Filón! Hacía ya mucho tiempo que los huesos ya no le
dolían.
Pablo, en cualquier caso, se aprovechó sin escrúpulos del
difunto filósofo para convertir a los griegos y los romanos a su
secta, dispensándoles de las costumbres de la circuncisión, el sabat
y las prohibiciones alimentarias. Mucho más tarde, otro pensador
cristiano, al que no nombraré para no interrumpir su sueño, supo
también utilizar a Filón para integrar en su fe a Platón y
Aristóteles, lo que le valió ciertos problemas con el patriarca de
Bizancio. ¿No es cierto, maestro Filopon?
DONDE AMR SE PREGUNTA
SOBRE EL DESTINO
—¡Los barbudos con manto! —Amr sonrió—. La fórmula es
afortunada y conozco a más de uno que, en tierras del islam,
merecería ese calificativo. Curiosamente, esos barbudos fueron en
su tiempo los más feroces adversarios del Profeta.
—Parece ser una ley universal, querido Amr —replicó
Hipatia—. El celo excesivo es el principal síntoma de la hipocresía.
Sólo la apariencia cambia. En la religión cristiana, la barba y el
manto se disimularon bajo rostros lampiños y perfumados, bajo
estolas y casullas doradas.
—Si eso es todo lo que has captado de la historia de Filón, Amr
—intervino Rhazes—, temo haber gastado en vano mi saliva.
Había creído comprender que tu califa se parecía en muchos puntos
a los rabinos del Sanedrín, que dispensaban a la Torá una especie
de culto idólatra. Filón, por su parte, había sabido darle al Libro un
valor universal, al explicarlo con palabras que se dirigían a la
lógica y a la razón, cosas ambas de los antiguos griegos. Estás en
Alejandría, general, y no ya en Medina. ¿Crees realmente que las
leyes de tu Profeta, destinadas a rudos beduinos, podrían
complacer a la gente de aquí, abierta a todas las corrientes del
pensamiento del mundo, del mismo modo que el puerto, a nuestros
pies, está abierto a los barcos extranjeros?
—Bien veo que no conoces nuestro libro sagrado. El Corán no
tiene necesidad alguna de un Filón, pues cada parábola, cada relato
ejemplar comunicado por el Profeta contiene su propia exégesis.
Son las palabras de Dios transmitidas a Mahoma por el arcángel
Gabriel.
—Una exégesis bastante tosca —masculló Filopon sin abrir los
ojos—. Tu Corán no resistiría ni dos segundos los argumentos de
un doctor bizantino.
—¡Sacrilegio! No se dirige a un doctor bizantino sino a gente
humilde, a los miserables, a los explotados. ¿Acaso creéis que
éstos son tan tontos como para no comprender la moraleja de la
historia de la mujer de Lot, de la que hablabas hace un rato,
Rhazes?
—Humildes, miserables, explotados… —murmuró Rhazes—.
Los conozco bien. Y me aman, creo. Pero si un Flaco árabe nos
acusa, a mí y a los judíos, de ser responsable de sus males, esos
infelices se convertirán en una manada de bestias salvajes.
Olvidando los cuidados que les he dispensado, me pisotearán.
—Tranquilízate —repuso Amr—. El islam sabe cuánto le debe
a la gente del Libro. Sabe también el error en el que habéis caído,
tanto judíos como cristianos, y en el que os obstináis. Sois muy
libres de perseverar en él. Pero el islam sabe también distinguir
entre este error y la ignorancia en la que están sumidos los
paganos. A ellos se dirige y no a vosotros.
—Me satisface comprobar esta disposición de espíritu —dijo
Rhazes en un tono amargo—. Pero no me parece ser la de tu califa.
Según lo que he creído comprender, la lógica que emplea es
totalmente radical. Su único horizonte es el paraíso eterno con las
setenta vírgenes para los mártires del islam, y el infierno para los
demás. Para todos los demás, también para los judíos y los
cristianos, y no sólo para los paganos, ¿lo oyes, Amr? Su guerra
santa contra aquéllos a quienes llama los «infieles» pasa por la
ciega muerte.
—Juzgas con mucha severidad —dijo Amr moviendo la
cabeza—, pero creo, en efecto, que Omar está desvirtuando el
espíritu del islam. Por eso no veo cómo puede serme útil la historia
de Filón en mi alegato ante el califa.
—Pues bien, cuando haya llegado para ti el momento de elegir
entre tu destino y tu reputación —decidió Rhazes—, le dirás:
«Puesto que ese judío había estudiado las creencias y las
supersticiones de los paganos, supo convencerles de la veracidad
del Libro. Estudiémoslas a nuestra vez. Gracias al Señor y a la
fuerza que Él nos da, sus creencias no nos contaminarán nunca».
—No eres tú quien debe dictar mis palabras —se enojó Amr—.
Y hablas de mi destino con muy poca consideración. Mi porvenir
sólo pertenece a Dios. Todo está ya escrito, allá arriba, en Su gran
libro. Por lo que se refiere a las supersticiones paganas… Te lo
repito, la peor de ellas es querer leer en las estrellas el porvenir de
los hombres, y eso es lo que quisieron hacer los astrónomos de los
que me habéis hablado.
—El gran Tolomeo, y no hablo del rey sino del geógrafo, nada
tenía de supersticioso —replicó Rhazes con inesperada calma—.
Muy al contrario, con el más perfecto espíritu de razón y
tolerancia, abordó ese arte conjetural al que se llama astrología. No
se lanzó a ninguna aventurada profecía, y la enseñanza que imparte
acerca de la influencia de las configuraciones celestes sobre los
destinos humanos podría asombrar incluso a tu califa…
—Tendrás pues que explicarme mejor las obras del tal
Tolomeo, si las consideras profundas e ilustradoras.

Ya he caído en la trampa, pensó Rhazes, puesto que yo mismo


no estoy demasiado convencido de la verdad de la astrología. Pero
lo importante es convencerte a ti, Amr, de que tu destino, tal como
está escrito en los astros, es edificar una nueva era, no destruir…
Aunque tenga que hacer algunas trampas y envolver mi discurso
en un poco de geografía, de filosofía y de medicina.
EL ASTRÓLOGO Y EL
ESTOICO
(CUARTO PANFLETO DE RHAZES)

De aquél a quienes sus contemporáneos llamaron «el divino


Tolomeo» apenas sabemos nada. Resulta paradójico para un
hombre destinado a hablar a todos los hombres. Porque Claudio
Tolomeo perteneció a la raza de los que construyen para la
eternidad, y poseyó esa fuerza creativa de la que surge la necesidad
de recrear sin cesar.
En ninguno de sus escritos hizo Tolomeo la menor referencia a
su vida ni a sus contemporáneos, como si quisiera probar que sólo
le importaban, tanto en la realidad física como en las obras
humanas, las proporciones justas y la coherencia del mundo. Su
fecha de nacimiento, su familia, sus amores, sus amigos, su
posición social, su oficio, todo sería sólo una larga sucesión de
enigmas si la Biblioteca no conservara, como un tesoro, el único
manuscrito de una breve Vida de Tolomeo, que el historiador
Simplicio, infatigable comentador de Aristóteles y de Epicteto,
dejó inconclusa. Claudio Tolomeo habría nacido en Tolemaida
Hermiou[6], unos cien años antes que el profeta de los cristianos,
Jesús. Pertenece al siglo de los Antoninos, durante el que reinaron
la paz y la prosperidad en el Imperio romano, y que fue propicio a
los intercambios culturales y comerciales.
Hijo único de una familia distinguida, Tolomeo mostró tan
extraordinarias disposiciones para el razonamiento geométrico que
su padre le mandó, siendo aún adolescente, a Alejandría para que
estudiara en el Museo. Por aquel entonces, la institución había
periclitado y las enseñanzas que allí se impartían eran mediocres.
Entre los profesores, Menelao era la excepción. Buen geómetra,
advirtió muy pronto los dones de su alumno y comprendió que
aquel joven pausado y reflexivo sería digno de recibir, cuando
llegara el momento, la herencia intelectual de Hiparco.
Tolomeo permaneció unos diez años en el Museo. Cuando
tenía veinticinco había escrito ya varios notables tratados.
Confortablemente alojado y alimentado en el barrio de los palacios,
impartía algunas lecciones a sus asiduos discípulos. En realidad,
Tolomeo se aburría. De modo que, a menudo, salía a pasear por las
calles de la ciudad. En aquel entonces, el comercio con África y el
Oriente era floreciente gracias a la carretera que unía Alejandría
con el mar Rojo, que el emperador Adriano acababa de hacer
construir. Los bien surtidos puestos de fruta, de tejidos finos, de
pedrerías y especias se sucedían en las largas avenidas de
Alejandría, por las que transitaba un apiñado tropel de gentes de
toda clase y condición. Tolomeo se detenía a veces para escuchar,
tibiamente divertido, a un predicador de las innumerables sectas
cristianas que con sus arengas hacían que los viandantes formaran
a su alrededor unos grupos que las fuerzas del orden intentaban en
vano dispersar. Pero por encima de todo le gustaba vagabundear
entre las tiendas de los comerciantes en especias. Él que, desde su
llegada a Alejandría, no se había aventurado más allá del lejano
arrabal de Canope, se complacía imaginando los lejanos parajes de
Oriente mientras pasaba ante las hileras de coloreados frascos de
exóticos aromas: canela de la India y de Arabia, espliego del
Himalaya, pimienta de Cochín, estoraque y gomas de Pisidia,
cachú, nardo y marbathon. Tolomeo olisqueaba uno tras otro sus
efluvios, con los ojos entornados y expresión soñadora.
Cierto día, fue arrancado de su ensoñación por una animada
conversación entre dos hombres que acababan de entrar en la
tienda. Sus amplios mantos ricamente bordados, la desenvoltura de
sus gestos y palabras indicaba que se trataba sin duda de
mercaderes dueños de prósperos comercios. Pero, en aquel caso,
uno de ellos se quejaba amargamente a su compañero:
—Créeme, los asuntos van muy mal. Mi última caravana, que a
costa de grandes gastos yo hacía venir del Nepal, perdió seis meses
enteros siguiendo el curso de un río sin encontrar nunca el vado
indicado en los mapas. Mis camelleros tuvieron que cambiar de
ruta y fueron atacados por los bandidos. ¡Lo perdí todo! Fui a
quejarme en el departamento de los mapas del Museo, pero
aquellos supuestos geógrafos, tan vanidosos como incapaces, se
rieron en mis narices.
—La suerte fue más cruel todavía conmigo —dijo el otro
mercader—. Todo un cargamento perdido en el mar, y siempre por
culpa de los malditos geógrafos…
—No saldré de esta tienda antes de haber oído tu historia.
—Yo había puesto a un valiente capitán a la cabeza de una
flotilla de dos navíos bien equipados, con el encargo de traer desde
la India y Persia un valioso cargamento. Todo iba bien cuando, al
cuadragésimo día, se desató una terrible tempestad y los barcos
perdieron el rumbo. Cuando los vientos racheados dejaron por fin
de soplar, las naves habían sido arrastradas lejos de las costas, el
océano se extendía infinito a su alrededor. El capitán ordenó al
vigía que trepara a lo alto del mástil para otear el horizonte. El
hombre subió, permaneció en lo alto largo rato, examinando los
cuatro puntos cardinales del océano, y cuando volvió a bajar afirmó
haber divisado una montaña negra que brillaba al sol. El capitán
comprendió que estaban perdidos. «Esa montaña, me aseguró
luego, no figura en ningún mapa, pero es conocida y temida por
todos los marinos porque está por completo hecha de rocas
metálicas llamadas piedras de imán. Las sustancias que la
componen tienen el poder de atraer los navíos hasta el pie de la
montaña». Y eso fue lo que ocurrió. En un instante, todas las
piezas de sujeción de los navíos se soltaron como por arte de
magia. Los clavos y objetos de hierro comenzaron a volar como
flechas hacia las paredes de la montaña, contra las que se pegaron
violentamente. Las embarcaciones se desintegraron, mi cargamento
zozobró, todos los marinos cayeron al agua y la mayoría se ahogó.
Con penas y trabajos mi capitán pudo salvarse en una chalupa y
llegó ayer, en un lamentable estado, para contarme la triste historia.
—Su relato es, en efecto, sorprendente. Pero puesto que la
temible isla de hierro se levanta, o eso dicen, a la entrada del golfo
Pérsico, ¿por qué no hiciste que tus navíos tomaran otra ruta?
—¿Ah sí? ¿Y cómo lo harían, señor geógrafo, para pasar de la
India a Alejandría?
—Verás, ¿no afirmó el viejo Eratóstenes que el mar
Mediterráneo está unido al océano de la India por el oeste?
Su interlocutor soltó una risa burlona:
—Eso es, atravesar las columnas de Hércules y después realizar
una inverosímil circunnavegación de África. Demasiado azaroso,
demasiado largo, demasiado costoso. Los mapas de Eratóstenes
tienen fama de ser inigualables, pero se han perdido o, peor aún,
fueron falsificados por sus sucesores. Por lo que se refiere a los de
Hiparco, aun mejorados por Estrabón y Marino de Tiro, carecen
singularmente de orden y de precisión. Yo digo que sin una buena
geografía no puede haber buen comercio…
—¡Y añadiré que no hay buena geografía sin buenas
matemáticas! —intervino Tolomeo en un tono muy firme.
El joven se había acercado poco a poco a los mercaderes, muy
interesado en su discusión.
—Perdonad, señores, que me inmiscuya tan abruptamente en
vuestra conversación —prosiguió haciendo una ligera
inclinación—, pero soy joven, de ahí mi ardor, y soy geógrafo en el
Museo, de ahí mi comentario.
Los mercaderes asintieron secamente con la cabeza, esperando
saber si estaban tratando con un iluminado o un charlatán.
—Me llamo Claudio Tolomeo y, a pesar de mi nombre, sólo
reino sobre unos pocos pies cuadrados de un aula. Apruebo sin
reservas vuestro punto de vista: la geografía debe ser reformada si
queremos mejorar la seguridad de nuestras rutas comerciales.
—Es muy bonito afirmarlo —respondió uno de los
mercaderes—, pero he podido comprobar que los geógrafos de
vuestro Museo se sienten poco inclinados a «reformar», como vos
decís.
—Cierto es que la cartografía ha progresado poco desde
Eratóstenes —admitió Tolomeo—. Mi maestro Menelao me lo
enseñó: del mismo modo que Euclides había estudiado los
triángulos planos, hay que examinar el tema de los triángulos
esféricos para situar correctamente las posiciones en tierra. Pues,
como sin duda ya sabéis, la Tierra tiene la forma de una esfera.
—¿Y qué? —masculló el mercader, que a pesar de todo,
comenzaba a interesarse.
—Pues que los cálculos de los triángulos esféricos son muy
complejos. A pesar de toda la veneración que me merece mi
maestro, debo reconocer que su Tratado de los esféricos incluye
numerosos errores.
—¿Has estudiado suficientemente el libro para estar tan
seguro?
—No sólo lo he estudiado —respondió orgullosamente
Tolomeo—, sino que he aportado ciertas mejoras. En mi última
obra, El planisferio, expongo un nuevo sistema de proyección que
me permite situar, mejor que nadie, creo, los puntos de una esfera
en un mapa plano. Utilizo coordenadas especiales que…
—Alto ahí, muchacho —interrumpió el segundo mercader—,
nada comprendo de tus palabras. ¿Intentas, acaso, vendernos algo?
—No os confundáis —se enojó Tolomeo—. Sólo me interesa la
verdad y la lógica del razonamiento. Intento también combatir las
numerosas supersticiones que retrasan el progreso de la ciencia.
Por consiguiente, el islote mágico del que vuestro capitán os ha
hablado…
Tolomeo dejó hábilmente a medias su frase, como si vacilara
antes de proseguir.
—Continuad —le alentó, intrigado, su interlocutor.
—Bueno —añadió Tolomeo—, puedo aseguraros que se trata
de una pura fábula. Conozco esas piedras de imán. He estudiado su
fuerza y sus propiedades. Creedme, ninguna isla, ninguna montaña,
aunque estuvieran por entero compuestas de este imán, tendría la
fuerza necesaria para desintegrar un navío. Sin querer ofenderos,
digno señor, mucho me temo que vuestro capitán os ha engañado.
¿No se habrá, por ejemplo, apoderado del cargamento en su
beneficio, contándoos luego esta leyenda tan conocida por los
marineros, pero que está fundada en bobas supersticiones?
El rostro del mercader expresó sucesivamente una serie de
emociones: estupefacción, cólera, suspicacia y, por último,
comprensión.
—Si es así, y no tardaré en saberlo, va a pagármelo muy caro.
En lo tocante a ti, joven Tolomeo, yo te pagaré muy bien si aceptas
trabajar para mí.
—Os he dicho ya que soy pensionista en el Museo. Sólo sirvo a
la ciencia, no al comercio.
—Eso no es incompatible. Pareces muy sabio, aunque algo
presuntuoso. Tienes entusiasmo, y ciertamente ambición. ¿Estás en
condiciones de mejorar el arte de la cartografía?
—Eso creo, pero mi edad y mis medios no me han permitido
aún hacer dibujar mapas de acuerdo con mi método de proyección
cónica.
—Muy bien, ahí voy. Sólo pido que me convenzas de la
superioridad de tu método… cuyo nombre es demasiado
complicado para mí. Te lo repito, estoy dispuesto a pagar
generosamente la realización de nuevos mapas. A condición, claro
está, de que mejoren los antiguos. Una medida de oro para ti,
Claudio Tolomeo, si me proporcionas este año, y en exclusiva, un
planisferio del mundo conocido.
—Por mi parte yo añadiré una segunda medida de oro —añadió
el otro mercader, arrastrado por la excitación de su amigo.
Así, en un año de asiduo trabajo, Tolomeo revolucionó la
cartografía. Después de emprender una revisión metódica de los
antiguos trazados, calculó un nuevo planisferio, enteramente
geometrizado, al que aplicó los principios teóricos de Euclides.
Dividió el globo terrestre no sólo en cuatro líneas de climas, como
había hecho Eratóstenes, sino en prietas líneas, que a intervalos
iguales corrían paralelas al ecuador, hasta los polos. Aplicó luego
líneas perpendiculares. Obtuvo así un armazón de meridianos y de
paralelos que cubría el conjunto de las tierras conocidas, desde las
columnas de Hércules al oeste a las cordilleras del lejano Himalaya
al este, de Thule al norte hasta las mentes del Nilo al sur. Las líneas
numeradas permitían localizar cualquier punto por medio de dos
números, la longitud y la latitud. Cada ciudad, cada río, cada
montaña, cada país quedaban así situados sobre el planisferio con
una precisión sin precedentes. Tolomeo hizo ejecutar veintisiete
mapas magníficamente coloreados y contenidos en un atlas de gran
formato: La geografía. Un trabajo nunca igualado desde entonces,
permíteme que te lo haga observar, Amr.
Sus comanditarios, claro está, quedaron deslumbrados y
cumplieron su promesa. Tolomeo el Geógrafo, como fue llamado
desde entonces, quedó al abrigo de cualquier preocupación
material. Dimitió de su puesto en el Museo para instalarse en
Canope. Allí, bajo un cielo más puro que en el barrio de los
palacios, pudo consagrarse exclusivamente a su verdadera pasión:
la ciencia de los astros. Desdeñando los honores, permaneció
prudentemente al margen de la situación política y religiosa, pero
siguió frecuentando la Biblioteca, donde leía, releía y anotaba sin
cesar los trabajos de sus gloriosos predecesores, y a la cabeza de
todos ellos Hiparco de Nicea. Todo lo que éste no había podido
concluir, lo concluyó Tolomeo, y mucho mejor aún. Como
astrónomo, estableció un mapa del cielo, fijando la posición de mil
veintiocho estrellas agrupadas en cuarenta y ocho constelaciones,
situadas también por medio de coordenadas. Como ingeniero,
construyó los mejores astrolabios de su tiempo. Como músico,
elaboró una teoría matemática de los sonidos. Como filósofo,
escribió un profundo tratado sobre las funciones principales del
alma.
Pero, sobre todo, Tolomeo desarrolló nuevos modelos
geométricos para predecir las posiciones de los cuerpos celestes.
En lugar de los mecanismos de engranaje, muy complicados, que
unían entre sí las esferas, como los imaginados por Eudoxo y
Apolonio de Pérgamo muchos siglos antes, Tolomeo utilizó sutiles
combinaciones de movimientos circulares. En sus cálculos, la
elegancia matemática se aliaba siempre con la precisión de los
datos.
Su reputación iba creciendo. Tolomeo consagraba un día al mes
a las demostraciones públicas. Hizo construir un vasto planetario
mecánico, representación móvil en miniatura del nuevo sistema del
mundo que acababa de concebir. Tras una de esas sesiones, en las
que se apiñaba una amalgama de notables, alumnos y simples
curiosos, cierto día, un digno anciano encorvado por los años se
acercó a él. Tolomeo apenas le reconoció: era su maestro Menelao.
Sin pronunciar una sola palabra, pero con mucha emoción
contenida, el modesto profesor tendió al famoso alumno un largo
objeto cuidadosamente envuelto en una funda de cuero. Tolomeo
deshizo las cintas que lo ataban: era el prestigioso bastón de
Euclides. El sabio Séneca, antes de suicidarse por orden de Nerón,
había querido que ese símbolo del saber ininterrumpido regresara a
su lugar de origen, Alejandría, lejos de la locura de Roma y de sus
dementes emperadores. El bastón había permanecido veinticinco
años en el despacho del funcionario a cargo de la Biblioteca, antes
de llegar a las manos de Menelao, considerado el único hombre
apto para perpetuar dignamente la obra de los Antiguos. Medio
siglo más tarde, había llegado el momento de pasar el testigo. ¿Y
quién, sino Tolomeo, habría merecido recibir en herencia el
bastón?
Al separarse de él, el viejo geómetra exhortó a su antiguo
discípulo a escribir un tratado en el que expusiera metódicamente
el conjunto de sus concepciones sobre la estructura del mundo. Así
emprendió Tolomeo su obra maestra, que concluyó hacia la edad
de cincuenta años, y a la que dio el modesto título de Composición
matemática. En realidad, dividido en trece libros a imitación de los
Elementos de Euclides, el tratado astronómico de Tolomeo pareció
tan grandioso que fue llamado «el muy grande»[13].
Fue como si un nuevo Prometeo hubiera hurtado a los dioses
los secretos del Universo, ocultos hasta entonces. Tolomeo el
Geógrafo probó que dominaba del mismo modo, y hasta un punto
nunca igualado, el inmenso campo de la cosmografía. Su teoría
matemática del Sol y de la Luna le permitió establecer unas tablas
muy exactas y determinar, de antemano y con la mayor precisión,
las épocas de los eclipses y sus características. Su descripción de la
esfera celeste y de sus movimientos, su renovado catálogo de las
estrellas, su hipótesis sobre la estructura del Universo y, sobre
todo, su magistral explicación de las trayectorias de cada uno de
los cinco planetas, fueron la culminación de la astronomía griega.
La hipótesis heliocéntrica de Aristarco de Samos se había sumido
en el más completo olvido. La figura ideal del cosmos fijado por
Tolomeo, la de la esfera celestial con la Tierra en su centro,
permitía, y sigue permitiendo, tratar por medio de la geometría
pura todos los problemas planteados: eclipses, desigualdad de las
estaciones, orto y puesta de los astros, conjunciones planetarias. Su
sistema ofrece toda la certidumbre de la evidencia.
Imagina ahora, Amr, al mayor sabio de su tiempo que, tras
haber terminado su obra más perfecta, estima, sin embargo, que
esta culminación es sólo un paso en la vía de la verdad última. Un
hombre que, sin la menor sombra de superstición, decide unir
conocimiento racional y conocimiento intuitivo, amalgamar en una
síntesis perfecta la ciencia astronómica y ese arte supremo de la
predicción reservado hasta entonces a los sacerdotes, a los magos y
a los charlatanes. Me estoy refiriendo a la astrología.
Inventado en Babilonia, el arte de la previsión se había
extendido por Egipto gracias a los escritos del sacerdote caldeo
Berosio. En Alejandría, la moda había comenzado en la época de
Hiparco, con la aparición de astrólogos profesionales y manuales
populares. La civilización griega, que antaño había predicado el
racionalismo, había sufrido una profunda mutación. Los grandes
sabios como Euclides, Arquímedes y Eratóstenes habían
desaparecido, el clima intelectual se había metamorfoseado. Poco a
poco, fueron ganando terreno en el Imperio romano las religiones
mistéricas, los cultos orientales y las prácticas mágicas. El
hermetismo se desarrolló gracias a su profeta Hermes-Thot, que
dio origen a las ciencias del Cielo, de la Tierra y del Hombre, es
decir la Astrología, la Alquimia y la Magia. Los hombres, cada vez
más preocupados por su salvación individual, inquietos por la
sensación de que el mundo terrestre estaba bajo el dominio de
potencias maléficas, se volvían en número creciente hacia el
ocultismo.
Creo que es ese singular desvío de la verdadera astrología lo
que te ha hecho condenar con dureza, Amr, la pretensión de
quienes intentan leer en las estrellas el porvenir de los hombres.
Pero ¿no habrás juzgado demasiado deprisa? Pues Tolomeo intentó
reanimar el espíritu razonable de la astrología, liberándola del
fatalismo riguroso y desalentador que muchos romanos le
conferían y que tú has denunciado, Amr, con razón. Lo logró
porque conservó uno de los rasgos característicos del genio de los
primeros griegos: la adoración por el cosmos visible, el sentimiento
de unión con él así como la afirmación del poder del espíritu. Ante
el ascenso de las ciencias ocultas, Tolomeo edificó su obra
astrológica como una muralla.
Su Composición en cuatro libros plantea las reglas y principios
de la astrología con un rigor nunca igualado. Trata allí todos los
ámbitos relacionados con ella: las riquezas, el rango social, los
viajes, las características físicas, los amigos, las enfermedades, los
hijos, los enemigos, los amores, la duración de los matrimonios, los
placeres de Venus y el género de muerte.
Simplicio ha relatado que muy pronto Tolomeo tuvo la ocasión
de poner a prueba su arte. Marco Annio Vero, cónsul de Roma,
había emprendido una gira de inspección por las provincias del
Imperio. Muchos veían en él al sucesor de Antonino Pío. El futuro
Marco Aurelio, pues, estaba de paso por la provincia de Egipto y se
había detenido en Alejandría. La reputación de Tolomeo había
llegado a sus oídos y manifestó el deseo de entrevistarse con él.
Formado en la escuela de Epicteto, y por lo tanto estoico
convencido, Marco Aurelio no quería discutir sólo de ciencia y
filosofía con el sabio alejandrino; tenía otras preocupaciones más
terrenales. Su esposa, Faustina, una matrona de treinta y cinco años
dotada de un temperamento bastante inflamable, se había
enamorado últimamente de un apuesto gladiador. Con muy poca
inteligencia se había resignado a confesar su pasión a su marido. El
digno Marco, aunque escéptico por naturaleza, había
condescendido a consultar a sus magos y sus astrólogos, que le
habían aconsejado un tratamiento radical: en primer lugar, claro
está, el gladiador sacrílego tuvo que ser suprimido; luego, Faustina
debió tomar un baño de asiento caliente, perfumado y prolongado,
para después hacer apasionadamente el amor con su esposo
legítimo. A consecuencia de esta sabia medicación, al cónsul le fue
fácil creer que la pasión de Faustina se había disipado y, para sellar
su reconciliación, exigió que ella le acompañase en su viaje a
Egipto. Pero Faustina mostró muy pronto los primeros síntomas del
embarazo. Entonces, Marco Aurelio se preguntó inquieto quién
sería el padre. Ciertamente, ante la duda, siempre podría hacer
eliminar al niño en cuanto naciese. Pero, aun sin contar con el odio
que desde entonces le profesaría su esposa, a la que amaba a pesar
de sus infidelidades, el estoico no podía decidirse a un acto tan
cruel. ¿No valdría más consultar al más célebre de los astrólogos,
con el fin de asegurarse de que los destinos del Imperio caerían en
nobles manos?
La entrevista se celebró en la lujosa villa del cónsul. Éste había
querido honrar a su visitante. Por todas partes había un derroche de
manjares y de frutas: uva, ciruelas, dátiles. En la atmósfera flotaba
un perfume de vinos nuevos, de sustancias cargadas de bálsamo, de
zumos llegados de otros lugares. Pero cuando Tolomeo avanzó con
paso lento y mesurado, vestido con un paño rojo que la brisa hacía
ondear, Marco Aurelio sintió que un estremecimiento recorría su
piel. Presintió que aquel encuentro iba a trastornar su vida.
—Noble sabio —dijo a guisa de preámbulo—, todos
conocemos tu reputación como astrónomo. Dicen también que
dominas a la perfección el arte de la previsión…
Tolomeo tardó un rato antes de contestar, en aquel tono
sentencioso y profesoral que en él se había hecho habitual:
—La astronomía permite conocer las posiciones relativas que
el Sol, la Luna y los planetas adoptan, en todo momento, entre sí y
con respecto a la Tierra. La astrología, merced al análisis de los
caracteres propios de estas configuraciones, nos hace detectar los
cambios que provocan en todo lo existente.
—Muy bien, ¿pero cuál de estas dos vías te parece la más
segura para conocer la realidad de la naturaleza?
—La astronomía tiene el estatuto de ciencia cierta, pues la
regularidad y la eternidad de los movimientos de los cuerpos
celestes, analizados gracias al instrumento ya probado que son las
matemáticas, garantizan su fiabilidad. La astrología tiene el
estatuto de ciencia conjetural, porque estudia el efecto producido
por las configuraciones de los astros sobre nuestro mundo
sublunar. Sometida a una infinidad de variables, la realidad de la
naturaleza está supeditada al juego de las fuerzas opuestas.
Marco Aurelio permaneció largo rato silencioso, tratando de
asimilar los difíciles pensamientos del sabio.
—En Roma —dijo con brusquedad—, convoqué a mis magos y
mis astrólogos. Les indiqué la hora de mi concepción y la de mi
nacimiento, y me comunicaron lo siguiente: tendré un hijo varón y
su fecha de nacimiento merecerá ser recordada, pues, por primera
vez desde que Augusto tomó el poder, un futuro emperador nacerá
en el seno del poder imperial. ¿Tú qué dices, confirmas este
pronóstico?
Tolomeo vaciló antes de responder, visiblemente incómodo.
—Gran señor —acabó diciendo con prudencia—, sólo puedo
desear la realización de este oráculo, que sin duda te convertiría en
el más feliz de los hombres. Sin embargo…
—¿Sin embargo? —repitió el cónsul con cierta inquietud.
—Sin embargo, soy incapaz de confirmar la predicción.
—No lo comprendo… ¿No dicen de ti, acaso, que eres el
príncipe de los astrólogos?
—Señor, tampoco voy a confirmar estas palabras, pero te
hablaré con toda sinceridad. ¿Cómo pudieron establecer tus
astrólogos la carta astral de una criatura que no ha nacido aún, por
lo que ignoran las configuraciones de los planetas y del zodíaco en
el momento exacto de su nacimiento?
Este argumento pareció desconcertar al cónsul.
—A decir verdad —masculló—, no me hablaron demasiado de
conjunciones astrales. Adquirieron esta convicción consultando las
entrañas de los animales.
Tolomeo esbozó una sonrisa de conmiseración.
—La verdadera astrología debe elaborar sus conjeturas a partir
de los movimientos celestes descritos por la astronomía. Yo diría
de ella que es una dama muy hermosa, pero que aunque parece
poseer los más altos secretos del mundo… por desgracia se ve
suplantada por una prostituta.
—¿Quieres decir con ello que mis astrólogos son unos
charlatanes? —dijo el cónsul pasmado.
—Digo simplemente que muchos individuos, atraídos por las
ganancias, engañan al profano ejerciendo so capa de astrología otro
arte que de hecho sólo aspira a obtener beneficios. Engañan a
quienes les consultan al fingir llevar a cabo numerosas previsiones.
—¿Y tú, gracias a tu superior conocimiento de los astros, no te
equivocas nunca?
—No tengo esta pretensión. A veces, el astrólogo más ducho y
más concienzudo puede confundirse, a causa de la propia
naturaleza del tema y de la cortedad de su inteligencia comparada
con la grandeza del mensaje.
Marco Aurelio reflexionó de nuevo. Fascinado poco a poco por
el implacable poder de razonamiento de su interlocutor, en este
momento le apetecía más hablar de filosofía que de sórdidas
cuestiones de paternidad.
—Por mi parte —murmuró tras un largo silencio—, las
lecciones de Epicteto me han convencido de que la sabiduría
consiste en adecuarse a la naturaleza, recobrando la unidad de uno
mismo con el mundo.
—Es raro oír palabras tan sabias en boca de los monarcas —
dijo Tolomeo algo obsequioso—. El ser humano ha sido en efecto
modelado en el seno del gran todo que es la naturaleza. Por
consiguiente, sólo una serie de causas naturales hacen posible la
previsión del propio destino. Supón que un hombre haya adquirido
un conocimiento preciso de los movimientos de todos los astros,
del Sol y de la Luna, de modo que no ignora ni el lugar ni el
momento de todas las configuraciones; supón también que haya
aprendido, gracias a las investigaciones realizadas continuamente
desde hace siglos, a discernir la naturaleza general de estos astros.
¿Qué impide a ese hombre conocer el temperamento de cada
individuo, analizando el estado del cielo en el momento de su
nacimiento? Podría afirmar, por ejemplo, que su cuerpo y su
espíritu están hechos de este o aquel modo; y predecir también
acontecimientos en momentos dados, puesto que determinada
configuración de los astros favorece determinado temperamento
que tiende a la felicidad, mientras que otra le hace propenso a la
desgracia.
—Algunos filósofos opinan que si el astrólogo predice por
error enojosos acontecimientos hará que el hombre se angustie
inútilmente y sea desgraciado. Y si los predice favorables y se
equivoca, hará que el hombre, también inútilmente, se sienta infeliz
y decepcionado.
—Hay que considerar, más bien, que el carácter inesperado de
los acontecimientos suele provocar inquietudes excesivas y
entusiasmos delirantes, mientras que el conocimiento del porvenir
habitúa y apacigua el alma, preparándola para aceptar el futuro
como si fuera presente e induciéndola a acoger con calma y
serenidad cualquier suceso.
Marco Aurelio permaneció de nuevo pensativo. Aquella
discusión le recordaba las lecciones de Epicteto que había
escuchado con fervor en su juventud, lecciones que le habían
convertido a la filosofía estoica.
—Creo —prosiguió por fin en un tono profundamente
convencido— en la autonomía del individuo. Le creo libre por su
capacidad de razonar. Creo en un dios interior, presente en cada
uno de nosotros, al que concibo como un guía y que nos hace libres
frente a las vicisitudes externas. ¿Acaso no contradice eso a la
astrología? Porque ella supone que el carácter de un individuo está
determinado por las configuraciones celestes en el momento de su
nacimiento o de su concepción. Pero si todos los acontecimientos
de la vida de un hombre están determinados por los astros, ¿dónde
está su libre albedrío?
—La verdadera astrología no es la de los horóscopos. Evitemos
creer que todo lo que le sucede al hombre es efecto de una causa
llegada de arriba, como si todo hubiera sido dispuesto desde el
principio para cada individuo y ocurriera irremediablemente, sin
que ninguna otra causa pueda constituir un obstáculo. En verdad, si
el movimiento de los cuerpos celestes se realiza desde toda la
eternidad en virtud de un destino divino e inmutable, el cambio de
las cosas terrenales está, por su parte, sometido a un destino natural
y variable, cuyas causas primeras le vienen de arriba según el azar.
Las leyes variables propias de nuestro mundo sublunar modifican
las influencias llegadas del cielo. Así, en el caso de los grandes
desastres como las guerras, la condición general prevalece siempre
sobre el destino individual.
—Por consiguiente —razonó el cónsul—, antes de determinar
el destino de un individuo, los astros ejercerán su influencia en
primer lugar sobre el entorno general del hombre, sobre el clima,
los países, las regiones y las ciudades, ¿no es verdad?
—La astrología, en efecto, determina el carácter general de
cada pueblo. De ello podría deducir, señor, que el arte de la
astrología es de gran utilidad política. Un monarca prudente, que
conozca las previsiones astrales, más que aplastar a los pueblos a
los que quiera dominar, debería analizar antes su temperamento,
para comprender sus fuerzas y sus debilidades, y de ese modo
gobernarlos mejor.
—Cierto es que en este momento —murmuró el cónsul—
Roma se preocupa mucho de los pueblos turbulentos de la Galia.
¿Qué nos enseña tu arte sobre ellos, que no sepamos ya?
—Los galos son por lo general de naturaleza rebelde a la
sumisión, adoran la libertad, les gustan las armas y los trabajos
duros, son muy belicosos, hechos para el mando, probos y
generosos. Pero no sienten pasión por las mujeres y desprecian los
placeres del amor heterosexual. Se inclinan en cambio por las
relaciones sexuales con los hombres y ponen en ellas mucho ardor.
Eso no les parece vergonzoso. Y sin embargo, pese a tal
disposición de ánimo, no se vuelven afeminados y lascivos.
Conservan un espíritu viril, son sociables y leales, sienten afecto
por los suyos y son generosos.

No te cansaré, Amr, relatándote el resto de la docta entrevista,


que prosiguió hasta muy avanzada la noche. Marco Aurelio,
deslumbrado por la sapiencia de Tolomeo, le preguntó si querría
seguirle a Roma para convertirse en su astrólogo oficial.
Naturalmente, Tolomeo se negó, pretextando su avanzada edad. Le
recomendó, más bien, a uno de sus jóvenes alumnos, Claudio
Galeno. Este último, hijo de arquitecto, nacido en Pérgamo, había
ido a cursar sus estudios en Alejandría. Decepcionado por la
enseñanza dispensada en el Museo, se había unido, en Canope, a
los discípulos de Tolomeo. Pero resultó que Galeno, geómetra de
mérito, estaba sobre todo dotado para la medicina. De modo que
Tolomeo le recomendó vivamente que siguiera los pasos de
Herófilo y Erasistrato, los gloriosos médicos que habían inventado
el arte de la anatomía, aquí mismo, en Alejandría. Por aquel
entonces la Ciudad había alcanzado la cima del desarrollo artístico
y científico promovido por Tolomeo Soter. Influido por el
astrólogo, Claudio Galeno se convenció de que si se admitía la
influencia de los astros sobre las condiciones meteorológicas, había
que reconocer también que influían sobre las funciones de los seres
vivos. En consecuencia, Claudio Galeno estableció todo un sistema
de analogías simbólicas entre las zonas del cielo y las partes del
cuerpo, de modo que en sus tratamientos contra las enfermedades
permanecía atento a las configuraciones del zodíaco y a las
posiciones planetarias.
En resumen, en cuanto volvió a Roma, Marco Annio Vero se
convirtió en emperador con el nombre de Aurelio, y siguiendo el
consejo de Tolomeo llamó a su lado a Galeno. El joven alejandrino
se convirtió en su médico personal y adquirió una gloria inmortal.
Los quince libros que escribió sobre la anatomía y el arte de la
medicina son tesoros que me guían, todavía hoy, en mi terapéutica.
No puedo evitar, sin embargo, Amr, concluir el relato a mi
modo, algo que sin duda no aprobará nuestra querida Hipatia.
Ahora ya me conoces un poco mejor; hijo de Israel, soy de un
escepticismo irónico y miro con cierta diversión las jugarretas y
trucos de la historia. Sabe pues que, ocho meses después de la
entrevista entre Marco Aurelio y Tolomeo, llegó al mundo el
catastrófico Cómodo. Era sin duda hijo de Faustina, pero nadie
podrá nunca afirmar quién era su padre. Marco Aurelio, sin
embargo, lo mimó a lo largo de todo su reinado, que duró veinte
años, y lo mantuvo siempre a su lado, como para asegurarse de la
antigua predicción de los magos. Cuando Marco Aurelio murió en
el frente donde combatía a los germanos, Cómodo heredó en efecto
el trono paterno. Pero se apresuró a regresar a Roma para llevar,
por fin, la incomparable vida con la que soñaba desde hacía mucho
tiempo: una existencia fastuosa y sensual, llena de fiestas y juegos,
sazonada con orgías inéditas y grosera lujuria, empapada de vino y
de sangre. Cómodo, que era de una ferocidad bestial en cuanto se
trataba de afirmar sus prerrogativas frente a un Senado cada vez
más harto, dejó que sus favoritos gobernaran en su lugar. Y dado
que estos favoritos estaban muy lejos de ser desinteresados, la
corrupción y la prevaricación invadieron todos los engranajes del
Estado.
Aunque no tuvo que enfrentarse con ninguna amenaza exterior,
Cómodo, cada vez más desequilibrado, consiguió, en sólo
dieciocho años de reinado, comprometer el prestigio militar y
económico de Roma. La peste despoblaba regiones enteras, la
hambruna reinaba un poco por todas partes, pandillas de soldados
que no cobraban hacía tiempo asolaban con sus desmanes la Galia.
Mientras, en Roma, el perezoso emperador se pavoneaba en el
anfiteatro. Disfrazado de aquel Hércules cuya reencarnación
pretendía ser, combatía con las fieras con una enorme maza de
madera… Se dice incluso que, en su locura, habría querido que la
Ciudad Eterna llevase en adelante su propio nombre…
DONDE AMR CAMBIA DE
BANDO
—No podría afirmar que tu relato me ha convencido —dijo Amr,
frotándose la barbilla algo desorientado—. Tal vez Tolomeo
hablase como un oráculo, pero debía de ser bastante aburrido. Y,
además, no había previsto el execrable destino de ese emperador, el
tal Cómodo.
De hecho, durante todo el final de la exposición de Rhazes,
Hipatia había comenzado a agitarse con impaciencia, lanzando
incendiarias miradas al joven médico. Éste, al mostrarse demasiado
cínico, había terminado por echar a perder toda su argumentación.
La muchacha estimó que era preciso enmendar a toda costa aquella
metedura de pata y cambiar el rumbo de los pensamientos de Amr.
—Supongo, general, que en vez de oír hablar de los galos
habrías preferido saber lo que el tal Tolomeo decía de los hombres
de tu país.
—Ah, también tú entras en liza para convencerme de la verdad
de vuestra vana astrología…
—Juzga por ti mismo si es vana —dijo Hipatia, enfadada—.
Tolomeo habría dicho que los hombres de la Arabia Feliz están en
afinidad con Sagitario y el astro de Júpiter, porque la región es
fértil, en ella abundan las plantas aromáticas y sus habitantes tienen
buen carácter, son comunicativos en su vida, en los intercambios
con los demás y en los negocios…
—La predicción se adapta bien al caso —se mofó el general
árabe para mostrar que no le engañaban—. ¿Llegarás a hacerme mi
propio horóscopo?
—Te burlas, Amr, y sin embargo lo que dicen los astros va a
sorprenderte. Escucha… —Hipatia cerró los ojos, pareció meditar
unos instantes y comenzó a hablar como un oráculo—: Eres del
signo de Acuario y tienes como ascendente el mismo signo. El Sol
y la Luna están en Acuario, signo masculino que se halla en
ascendente. La Luna tiene como escolta el Sol, el astro de Júpiter,
el de Marte y el de Venus. El astro de Júpiter está en ascendente y
los de Marte y Venus se hallan en configuración de trígono con el
Medio del cielo. Tu tema natal presenta pues todas las condiciones
requeridas para ser «cosmocrátor». En efecto, cuando las dos
Luminarias están en signos masculinos, y especialmente si la
Luminaria que dirige la familia diurna o nocturna tiene también
cinco planetas como escolta, los sujetos que nacen serán durante
toda su vida importantes, poderosos y dueños del mundo.
Tras un momento de estupefacción, Amr soltó una risa forzada,
indicando que no quería conceder la menor importancia a un
horóscopo tan oportuno.
—Encantadora Hipatia, hablando como el docto Tolomeo te
vuelves tan aburrida como él. No, decididamente no creo en estas
previsiones astrales.
—En cuanto a Omar —intervino por fin Filopon, que veía
hasta qué punto los dos jóvenes se habían equivocado en sus
sucesivas intervenciones—, si debes hablarle de Claudio Tolomeo,
será más prudente que recuerdes sólo su sistema astronómico. Se
tranquilizará si le describes una gran Tierra, inmóvil en el centro de
un universo estable y previsible.
—Tienes razón, prudente Filopon, es hora ya de volver a la
realidad. El destino del hombre es, en suma, un destino de papel:
nace arrugado, muere arrugado, y en eso el médico no va a
contradecirme. Por lo que se refiere al destino de la Biblioteca,
depende sólo de la voluntad de Omar… así como del modo como
le cuente yo esta entrevista. De modo que, repito, ayudadme a
demostrar que vuestros libros no van contra el Corán.
—Gracias por tu comprensión, digno Amr. Y puesto que ahora
estás dispuesto a pedir a tu califa que no arremeta contra la
Biblioteca, háblanos del tal Omar. Si le conocemos mejor,
podremos ayudarte mejor a torcer su voluntad.
—Omar no es sólo un barbudo con manto, aunque adopte esa
apariencia. Cuando era un miembro poco importante de una tribu
de segundo orden, se opuso, al principio, a la predicación del
Profeta, para aliarse con las poderosas tribus de La Meca. Luego,
advirtiendo que el viento cambiaba, se convirtió en uno de sus más
fervientes adeptos. Él mismo cuenta, sin embargo, una historia
muy distinta, como si quisiera forjar su propia leyenda. Afirma
que, en su juventud, robaba por necesidad en los puestos de los
mercaderes dátiles y fruta para alimentar a su pobre familia. Hasta
el día en que, llamando por azar a la puerta de una casa donde se
hallaban algunos devotos, había oído recitar una sura. Y se había
convertido de inmediato en el más piadoso de los musulmanes…
—Recuerdo nuestro primer encuentro, Amr —dijo Filopon—,
cuando tú ibas vestido como un mercader y no con la armadura de
un guerrero. Me dijiste que el Corán, como una columna sonora
que se eleva desde el día en que Mahoma recibió su revelación, no
estaba hecho para ser leído sino para ser recitado en voz alta…
—Siendo así —dijo Rhazes en tono acerbo—, no veo cómo
Omar podría ser disuadido de quemar los libros, puesto que sólo
concede importancia a lo oral en detrimento de lo escrito.
—Se dice incluso —prosiguió Amr— que destruyó el
testamento del Profeta que designaba como sucesor a su yerno Alí,
favoreciendo así la elección de Abú Bakr a la muerte de Mahoma.
Y naturalmente, cuando Abú murió a su vez, él ocupó su lugar.
Desde entonces, Omar ha salido de la sombra y ha querido que
todas sus acciones fueran espectaculares. Nos ha lanzado a la
conquista de naciones extranjeras, ha hecho construir ciudades en
Arabia. Él escogió la hégira, el año de la emigración del Profeta a
Medina, como inicio del calendario musulmán[7]. También se
proclamó primer comendador de los creyentes. Pero, aunque él ha
mantenido una apariencia humilde y modesta, ha visto con espanto
cómo a su alrededor se establecía un lujo inaudito. Las primeras
conquistas del islam hicieron que las riquezas del mundo afluyeran
a Medina. Toda una aristocracia se divierte hoy en un ambiente de
boato y placer. Sabed que Suqayna, la propia nieta del Profeta,
tiene abierto un salón en el que se reúnen más poetas y cantores
que imanes especializados en teología musulmana…
—¡Tu islam no es tan severo, pues! —Hipatia sonrió.
—Claro, pero lamentablemente Omar no representa el
verdadero espíritu del islam. Frío, calculador, austero en su vida,
exigiendo a los demás tanta virtud como él, lleno de temor ante el
Muy Benevolente, y también ante el peligro y la muerte, no puede
admitir que aquí abajo se sienta placer. Elimina con ferocidad todas
las oposiciones. Nadie puede discutir sus órdenes, ni siquiera los
más antiguos compañeros del Profeta que deberían prevalecer
sobre él…
—Ya me has dicho bastante —concluyó Filopon—. Este
hombre ha sufrido tantas humillaciones durante la primera parte de
su vida que quiere ahora tomarse la revancha. Quiere dejar su
impronta en la Historia y superar incluso a tu Profeta. Ah, si no
temiera tanto por la suerte de nuestros libros, me alegraría de que
tu secta tenga semejante guía.
—¿Y por qué?
—Porque a causa de su intransigencia, de su estrechez de
miras, de su imposibilidad de escuchar una opinión contraria a sus
deseos, muy pronto los hombres de su país y de su culto se
levantarán contra él. Y antes de mucho tiempo no habrá ya sólo un
islam, sino dos, diez, veinte. Es decir, ninguno. Eso mismo estuvo
a punto de ocurrirle a la Iglesia cristiana hace dos siglos. Y sin
embargo el obispo de Alejandría, Cirilo, al revés que tu califa, no
era en absoluto de extracción modesta. Pero dejaré que sea Hipatia
la que te cuente mañana esta historia. Le concierne un poco.

Convénceme, hermosa Hipatia, pensó Amr, convénceme


definitivamente y yo mismo iré a hincar el hierro en las entrañas
de ese perro de Omar.
LA MUJER Y EL OBISPO
(ULTIMO CANTO DE HIPATIA)

Cuatro siglos habían transcurrido desde que Filón partiera hacia


Roma para defender su causa. El Templo de Jerusalén había sido
destruido, el pueblo judío dispersado, los bárbaros del norte habían
invadido el extremo de Occidente, y Bizancio, convertida en
Constantinopla, prevalecía sobre Roma. El emperador Constantino
se había declarado cristiano y con él todos sus notables, que fueron
imitados por sus familias, clanes y servidores hasta el último de sus
esclavos. Siempre es más fácil bajar que subir.
No obstante, en ningún lado aparecía la sencillez de las
palabras de Cristo, si es que fueron tan sencillas a fin de cuentas.
En Alejandría, en Atenas, en Pérgamo nacieron escuelas
filosóficas, o más bien teológicas. Decididamente, la historia no
hace más que repetirse, es de suponer que en algunos lugares sopla
siempre el espíritu, ya esté limpio el cielo o esté cubierto de negras
nubes. El tema religioso suscitaba acerbos debates. El individuo
que emitiera una idea nueva o no conforme con el canon se
arriesgaba, en el mejor de los casos, al exilio; en el peor, a la
muerte. Olvidando su pasado de mártires, los cristianos hacían
sufrir a otros, que sin embargo nunca habían sido sus verdugos, lo
que ellos habían sufrido. Ahora los mártires eran los judíos y los
espíritus libres, sabios y filósofos. Así ocurre con todas las
religiones y me temo que los hijos de Israel, perseguidos durante
tanto tiempo, vayan a actuar del mismo modo cuando en el futuro
hayan recuperado su poder. Perseguirán a su vez a sus antiguos
verdugos, su afán de venganza se extenderá a pueblos apacibles
que sólo piden vivir en sus tierras y compartir sus beneficios.
Pero volvamos a la historia, pues ya veo que Rhazes está a
punto de enfadarse. Durante la expansión cristiana, Alejandría
seguía siendo un remanso de tolerancia, al menos en el barrio de
los palacios. No se destruyen así como así siglos de mezcla, de
intercambio, de saber cosmopolita. Y además el mar protegía
Egipto de las invasiones bárbaras que habían ocupado Occidente y
rompían como olas a los pies de Constantinopla. En el Museo, la
filosofía era la materia más importante. Es cierto que las ciencias
habían gozado de un renovado esplendor cuando el cristianismo no
dominaba aún la ciudad. Tolomeo y Galeno habían sabido
satisfacer a los poderosos, a los filósofos y sacerdotes de todas las
confesiones. Como al primero no le preocupaba en absoluto la
religión y el segundo creía en una muy vaga divinidad universal, la
Iglesia cristiana adoptó la considerable obra de ambos sabios
desaparecidos; lo mismo había hecho con Filón en materia de
filosofía. En realidad, a la Iglesia cristiana no le interesaba estudiar
la naturaleza ni su funcionamiento, ni tampoco intentaba desvelar
sus misterios a fin de poder mitigar el sufrimiento humano. ¿Para
qué? El fin de los tiempos está cerca, decía la Iglesia. Las teorías
de Galeno y Tolomeo le convenían. A su entender, habían descrito
el mundo y la naturaleza humana de un modo definitivo, como los
Evangelios habían hecho con Dios.
Por consiguiente no se investigaba, no se inventaba ya; se
recopilaba. He ahí el signo del final de un mundo.
Los estudiosos procedían a resumir los descubrimientos del
pasado universalmente admitidos, mejorándolos un poco,
adornándolos a menudo, sin nunca intentar discutirlos ni ponerlos
en duda y mucho menos superarlos. Eso es lo que hicieron Herón,
Diofanto y Papo con la mecánica, las matemáticas y la astronomía.
Eso hizo Teón, nombrado director del Museo por el emperador
Teodosio, pues ya había periclitado el título de sumo sacerdote.
Bajo su férula, la gran escuela alejandrina de Euclides, Aristarco y
Apolonio recobró algo de su lustre. Pero Teón pasará a la
posteridad por haber sido el padre de la mujer más sabia de la
historia: Hipatia de Alejandría. Hablo, en efecto, de mi homónima,
pues nació hace ahora doscientos cincuenta años [8].Por lo demás,
vio la luz bajo armoniosos auspicios, puesto que su padre, ferviente
adepto de los sistemas que mezclan astronomía y música, le dio el
nombre del sonido más grave que, a su entender, emite la Tierra en
el centro del Universo, en el melodioso coro de la música de las
esferas[14].

Cierto día, cuando Hipatia sólo tenía catorce años, las cosas
cambiaron en Alejandría. Fue nombrado un nuevo obispo: Teófilo.
Hasta entonces, todas las creencias coexistían sin demasiadas
fricciones. Pero aquel eclesiástico brutal decidió extirpar por la
fuerza el paganismo. Por orden suya, todos los templos fueron
incendiados, comenzando por el Serapión, construido seiscientos
años antes por Tolomeo Soter. Los fanáticos se encarnizan siempre
con los más hermosos edificios, las más bellas estatuas, porque
estas memorias de piedra son testimonio de una grandeza pasada
que ellos anhelan borrar. Los alejandrinos, de índole mordaz,
llamaron en secreto a su nuevo obispo «el Faraón», al ver que se
consideraba dueño absoluto de la ciudad. Teófilo habría causado
también perjuicios a la Biblioteca, de no haber sido porque
Bizancio puso freno a su ardor. El nuevo obispo se limitó a romper
las estatuas, expulsar a los sabios de ideas poco tranquilizadoras y
meter en la cárcel a su director, Teón, para nombrar en su lugar a
un sacerdote que era su adjunto.
Era la primera vez que un hombre de Iglesia accedía a ese
puesto. Este recibió el encargo de destruir todos los libros que no
se adecuaran al dogma. ¡Y Dios sabe que los había! O tal vez no lo
sepa.
Por fortuna, los alejandrinos, desde los tiempos de Cleopatra,
tenían la vieja costumbre de embaucar poco a poco a sus amos
extranjeros, que embriagados por la gloria de suceder a tantos
personajes de prestigio se abandonaban a la agradable indolencia
de estas tierras acunadas por el rumor del mar, a su recogimiento, a
su lujo también. ¿Tuvo algo que ver en ello la graciosa silueta de
Hipatia, que paseaba bajo los peristilos del Museo transformado en
basílica? En cualquier caso, el abate bibliotecario jamás cumplió su
misión destructora. Por lo demás, tenía poco que temer de Teófilo:
éste estaba más a menudo en Constantinopla que en su obispado.
Creía, en efecto, haber erradicado definitivamente el paganismo de
la ciudad a costa de sangre y destrucción, y la emprendió a
continuación con quienes consideraba sus verdaderos enemigos,
cristianos como él, pero heréticos que no tenían la suerte de pensar
por completo según sus normas.
Por entonces, en el desierto egipcio vivía en la mayor
austeridad una comunidad de monjes que seguía los principios del
sacerdote Juan Boca de Oro. Teófilo sentía por ese verdadero santo
un odio feroz. A la cabeza de sus soldados, se dirigió al apacible
retiro de los eremitas y los obligó a huir, no sin haber matado a
alguno.
Pasaron diez años. Teón murió de vejez y pesadumbre.
Entonces estalló, como estalla un escándalo, el genio de Hipatia.
Tenía veinticinco años y estaba en lo más lucido de su edad. Alta y
esbelta, parecía sin embargo incómoda con su cuerpo. Sus andares,
como dificultados por su alta talla, tenían la gracia torpe y enérgica
de un niño que ha crecido demasiado. De su rostro, fino y pálido,
brotaba una luz extraña que deslumbraba a los hombres, les
fascinaba y atemorizaba.
Hipatia lo tenía todo para atraer las iras de la Iglesia cristiana:
mujer, hermosa, sabia y libre. Si hubiera sido reina o cortesana,
aquello habría sido perdonable. Pero no, para colmo era virtuosa.
De modo que los hombres, desconcertados, la decretaron virgen.
Eso les tranquilizaba. Ella, para protegerse de sus ataques, se había
casado con el oscuro filósofo Isidoro, que la seguía a todas partes.
Pero esta unión no engañaba a nadie, pues Isidoro no ocultaba que
llevaba su veneración por Sócrates hasta el extremo de imitar su
inclinación por los muchachos jóvenes.
Al principio, la hermosa Hipatia se había limitado a
permanecer a la sombra de su padre, ayudándole en sus trabajos de
astronomía y de música. Sin embargo, se comenzó a murmurar que
había superado al león desde hacía mucho tiempo y que era la
verdadera autora de las obras paternas. Pronto no cupo duda alguna
de su talento personal para las matemáticas, cuando publicó, uno
tras otro, el Canon astronómico, un Comentario sobre la
aritmética de Diofanto y otro sobre el Tratado de los cónicos de
Apolonio de Pérgamo. Eso acabó de convencer a sus colegas de
que Hipatia no era ya una mujer, sino un puro espíritu consagrado
por entero a la especulación abstracta. Pero ella les demostró que
estaban equivocados al fabricar con sus propias manos astrolabios
e hidroscopios de una perfección nunca igualada. Luego aún hizo
más. Para confirmar de una vez por todas que era hija de sus
propias obras, escribió una respuesta muy polémica a una edición
póstuma de un comentario de su padre sobre la Composición
matemática de Tolomeo. Para hacerlo, se atrevió a apoyarse en el
Tratado de las distancias del Sol y de la Luna de Aristarco de
Samos, que ella había encontrado en los polvorientos fondos de la
Biblioteca. Naturalmente, sus colegas lanzaron gritos de
indignación y obligaron al sacerdote encargado del Museo a
exhumar un viejo decreto olvidado del fundador Demetrio de
Palero que prohibía entrar en el Museo a las mujeres, a excepción
de las cortesanas destinadas al solaz de sus sapientes pensionistas.
Desde entonces, Hipatia impartió en la calle sus lecciones, al
modo de Sócrates, dirigiéndose a los viandantes, viviendo en la
más completa indigencia y, a veces, en una casi desnudez, como el
filósofo cínico Diógenes. Se desplazaba en un carro tirado por sus
dos mejores discípulos e iba así, de plaza en plaza, a impartir sus
enseñanzas. Sabía encontrar palabras sencillas para llegar al
corazón del pueblo. La muchedumbre la escuchaba y la admiraba.
Los egipcios creían ver en ella a la reencarnación de la gran
Cleopatra o de la antigua diosa Isis. Por lo que a los griegos se
refiere, descubrían la antigua grandeza de la filosofía ateniense, si
bien depurada por las recientes exégesis de Plotino y de Porfirio,
que habían sabido extraer su sustancia esencial, al modo de Filón
con el Pentateuco. Hipatia añadía a su docencia la de la libertad:
libertad para creer, libertad para buscar la propia verdad, libertad
para elegir el propio gobierno. Y recomendaba a su auditorio de la
Ciudad que actuara sin desdeñar nunca la propia vida interior.
Naturalmente, despertó entre sus discípulos pasiones que no
todas eran de orden espiritual. Pero, flanqueada siempre por su
«marido» Isidoro, permanecía inaccesible.
Uno de esos adoradores se enamoró mucho más que los otros.
Sinesio era un estudiante nacido en una rica familia de Cirene a
quien nunca se le había negado nada, ni fortuna, ni inteligencia, ni
conquistas femeninas. No satisfecho con ser el más asiduo en las
clases de Hipatia, le escribía insensatos poemas que nunca recibían
respuesta. En las tabernas e incluso en el recogimiento de la
Biblioteca, sólo pensaba en ella, sólo hablaba de ella.
Cierto día, plantado ante la puerta de la pequeña casa de la
erudita, aguardaba su salida para escuchar la lección; o si no para
escuchar, para contemplar a aquella que la impartía.
Hipatia apareció, pero en vez de subir, como de costumbre, en
el carro que la había de transportar, se dirigió hacia Sinesio y
blandió ante sus narices un paquetito de paños mancillados con su
sangre menstrual.
—Esto es lo que amas, Sinesio, y no es algo hermoso.
Rojo de confusión, Sinesio huyó corriendo. No se le volvió a
ver en mucho tiempo. Había regresado a Cirenaica. Ella le escribió
para decirle que la vergüenza que le había impulsado a huir era tan
excesiva como el indiscreto amor que sentía por ella. Ella le había
rechazado de aquel modo sólo para aparecer irreprochable ante sus
numerosos enemigos, que le habrían acusado de pervertir a la
juventud. «Sólo puedo amar en secreto —confesó—, ¿y hay
secreto más hermoso que el encerrado en una carta?».
Desde entonces, ambos iniciaron una correspondencia que duró
años. Pero no tocaron el tema del amor. Les unían el movimiento
de los astros y la trigonometría, la exégesis de Platón y los
números musicales. Y resultó evidente que Sinesio no sólo había
contemplado a Hipatia, sino que también la había escuchado y
recordaba sus lecciones. Siguiendo los consejos de su amada, él
empezó a comprometerse en la vida de su ciudad. Partió así hacia
Constantinopla como embajador de Cirenaica. Allí, ante el joven
emperador Arcadio, pronunció su discurso Sobre la realeza, en el
que exponía las concepciones filosóficas de Hipatia sobre el
príncipe ideal y denunciaba las costumbres decadentes de la corte.
Hubiérase dicho que la hermosa sabia hablaba por su boca. Una
vez terminada su embajada, Sinesio volvió a pasar por Alejandría.
Nadie sabe si Hipatia se le entregó por fin, pero le obligó a casarse
con una muchacha de la aristocracia cristiana del barrio de los
palacios, único medio, según ella, de escalar los peldaños del
poder. Sinesio regresó a su país, donde alcanzó la gloria venciendo
a los bandidos del desierto.
Mientras proseguía su correspondencia con Hipatia, Sinesio
llevó en Cirenaica una vida de gran señor dividida entre la caza y
los placeres. Publicaba también poemas, himnos y homilías,
tratados sobre los sueños y sobre la Providencia. He estudiado
estas obras con mucha atención y creo poder afirmar que su autora
fue Hipatia, que no quería figurar como poetisa, pues sus enemigos
también la habrían censurado por dedicarse a esta actividad.
Cierto día, Sinesio recibió una carta de Hipatia que parecía una
petición de socorro. Habían encontrado el cuerpo de Juan Boca de
Oro al borde de un camino, asesinado por los matones de Teófilo.
Éste, liberado de su peor enemigo, amenazaba con regresar a
Alejandría. Sinesio comprendió lo que tenía que hacer. Se dirigió a
Constantinopla y, ante el emperador, se hizo bautizar. Esta
conversión era una ganga para la Iglesia, pues siguiendo el ejemplo
del hombre más influyente de su país toda Cirenaica podría
convertirse al cristianismo. Ante esta perspectiva, el patriarca le
propuso elevarlo enseguida al episcopado. Sinesio puso
condiciones: no renunciaría al estado matrimonial, ni a la doctrina
platónica de la preexistencia del alma y la eternidad del mundo.
Contra lo esperado, el patriarca aceptó: la adhesión de Cirenaica
bien valía tales concesiones. Por su lado, Teófilo le pidió que
acudiera de inmediato a Alejandría para resolver el contencioso
que él mantenía con el prefecto de Egipto, Orestes, considerado
demasiado tibio en la represión de las herejías.
Durante el obispado interino de Sinesio y la prefectura de
Orestes, Alejandría conoció de nuevo una gran efervescencia
intelectual. Cristianos, heréticos o no, judíos y platónicos
confrontaban sus ideas, no ya por medio de la violencia sino por el
verbo. Y, en el terreno de las palabras, Hipatia no tenía rival.
Aunque se le permitió de nuevo acceder al Museo, sólo acudía para
consultar algunas obras en la Biblioteca. Su enseñanza la daba sólo
en la calle. Un auditorio entusiasta y nutrido la seguía. Entre la
multitud de oyentes solía verse a Sinesio acompañado por su amigo
el prefecto.
La Ciudad conoció un día la muerte del terrible Teófilo «el
Faraón», que sin embargo no había regresado a su diócesis. La
gente esperó por un momento que Sinesio le sucediera, pero su
esperanza se vio defraudada. Si a la sede episcopal de Cirenaica se
le sumaba la de Egipto, el enamorado de Hipatia se habría
convertido en el hombre más importante del Imperio, después del
emperador y el patriarca.
Otro personaje salió entonces de las sombras, flaco y
enfebrecido: Cirilo, el sobrino de Teófilo. Algunos murmuraban
que era su bastardo, pues el difunto obispo no se aplicaba a sí
mismo el precepto de castidad que exigía a sus ovejas.
Cirilo empezó por apartar suavemente del obispado al buen
Sinesio, prometiéndole que permitiría a Hipatia proseguir su
enseñanza. A fin de cuentas tenía que tratar con miramientos a un
personaje tan poderoso como el obispo de Cirenaica. Y además,
meterse con la hermosa sabia podía provocar motines entre sus
adoradores, ya fueran éstos griegos o egipcios, platónicos o
cristianos.
Sin embargo, el clima de tolerancia que reinaba en la Ciudad
enojaba a aquel hombre, lleno de odio hacia todos los que no
pensaban como él. La emprendió primero con los judíos. Sabía que
nadie se opondría a ello, ni entre los cristianos ni entre los
platónicos. Y tendría consigo al populacho, que veía en los hijos de
Israel la causa de todos sus males. Sin embargo, los judíos
alejandrinos no formaban ya aquella comunidad que había sido tan
floreciente en tiempos de Filón. Los cristianos se habían mostrado
con ellos mucho más duros que los paganos y mucho más ávidos,
haciéndoles pagar impuestos y tasas enormes antes de autorizarles
a practicar su culto. Por esa circunstancia el «faraón» Teófilo les
había dejado más o menos en paz, ya que gracias a ellos el
obispado de Alejandría era el más próspero de todo el imperio.
Pero a su sobrino Cirilo no le preocupaban esas vulgares
contingencias. Sin consultárselo a nadie, lanzó contra ellos un
decreto de expulsión. El ejército invadió el barrio judío y empujó a
sus habitantes, como si fueran un rebaño, fuera de los muros de
Alejandría. El éxodo recomenzaba. Pero ¿adonde irían? No había
ya tierra prometida, el Templo estaba destruido, Canaán ya no
existía. Y no tenían ningún Moisés que les guiara.
Hipatia no podía permanecer al margen. Con redoblada
elocuencia, denunció que la propia alma de Alejandría, encrucijada
de todas las razas, todas las religiones y todos los saberes, estaba
amenazada. Más de siete siglos y medio de cosmopolitismo
tolerante iban a desaparecer por culpa de un fanático.
Mientras, Sinesio estaba en Constantinopla para asistir a un
nuevo concilio. Un mensajero fue a avisarle de que en Alejandría
el obispo Cirilo fomentaba una conjura para asesinar a Hipatia.
Sinesio partió de inmediato.
El antiguo palacio de los Tolomeos estaba vacío. En los
aposentos del prefecto le dijeron que Orestes estaría de cacería
durante toda la semana. En cuanto a Cirilo, había abandonado el
obispado para un piadoso retiro en el desierto.
Sin tomarse el tiempo de cambiar sus ropas de viajero por un
atavío algo más digno de su estado eclesiástico, Sinesio fue a
recorrer la ciudad donde transcurrió su juventud de estudiante
enamorado. Casi a su pesar, se encaminó, por unas calles
extrañamente vacías, hacia la casa de Hipatia. Al acercarse, oyó
unos gritos que resonaban en las rectilíneas vías de la ciudad
cuadriculada.
«¡Muerte a la bruja! ¡Revienta, puta del ágora! ¡Sobornadora
del obispo! ¡Buscona de todos los judíos!».
Sinesio desenvainó su endeble puñal de gala y echó a correr.
Sobre el carro detenido a la puerta de su casa, Hipatia se erguía,
pálida y sonriente con su larga túnica blanca y desprovista de
adornos, lo que la hacía más hermosa aún que antaño.
Con ánimo de defenderla, Sinesio intentó abrirse paso entre la
muchedumbre que en nada se parecía al habitual auditorio de la
filósofa. Unos parecían salidos directamente de los barrios bajos
del pequeño puerto del este; pero muchos llevaban capuchones de
monje y eran los primeros en lanzar invectivas. Sinesio no pudo
dar un paso, porque le apresaron unos brazos vigorosos. De pronto,
una piedra golpeó a Hipatia en la frente. Ella no se movió,
semejante a una estatua de mármol. Luego le alcanzó un diluvio de
guijarros, pedazos de madera, basura recogida de la calzada… Se
derrumbó por fin, como un gran lirio aplastado por el paso de una
fiera. Unos monjes subieron al carro. En aquel momento, Sinesio
recibió un golpe en la cabeza y cayó sin sentido.
Cuando volvió en sí, la calle estaba desierta. Sinesio estuvo
largo rato errando tambaleante por las calles cuyos adoquines
estaban manchados de sangre. Sin darse cuenta, volvió sobre sus
pasos y se encontró junto al carro que durante tres decenios había
servido de humilde cátedra a la filósofa. Un borracho que pasaba le
detuvo, y echando su hediondo aliento al rostro de Sinesio le dijo
con un eructo:
—¡Eh, obispo! Han troceado el cuerpo de tu puta, con conchas
de ostra, cuando estaba todavía con vida…
—¿Qué estás diciendo? —balbuceó Sinesio, incrédulo.
—Pues sí, y han quemado sus restos, incluso los han arrojado a
los perros.
Y el hombre se marchó gesticulando, sin que se supiese si era
la alegría o el miedo lo que le hacía agitarse así. Sinesio se
derrumbó en el suelo, apoyó la frente contra una rueda del carro y
se echó a llorar. Sólo mucho más tarde vio el objeto, que sin duda
durante el asalto había caído bajo el carro y había rodado hasta una
grieta del suelo, donde había pasado desapercibido. Era el pesado y
viejo bastón incrustado de oro que Hipatia había recibido de su
padre y que solía servirle para subrayar su discurso con ágiles
movimientos, hendiendo el aire como si dirigiese el curso y la
música de los astros.
DONDE AMR SE HACE
ESCRIBA
—¿Era esta Hipatia la antecesora de tu tribu? —preguntó Amr
bastante conmovido.
—¿Quién sabe? —respondió la joven, sonriente ante las
palabras «antecesora» y «tribu», leves sombras de paganismo—.
En tal caso, de ser cierta la leyenda, yo habría nacido de una
virgen. Conozco, al menos, un muy ilustre precedente.
—No bromees. En el Corán se dice que María tuvo a su hijo, el
profeta Jesús, sin que un solo hombre la hubiera tocado nunca,
como le había anunciado un ángel.
—¿Ah? ¿Conocéis el dogma de la Concepción Virginal? —
exclamó Filopon muy interesado—. ¿Pensáis que la naturaleza de
Cristo es doble, mitad hombre mitad Dios, o que es exclusivamente
de esencia divina?
—No hay más Dios que Alá. Dios es eterno, no puede nacer del
vientre de una mujer, por muy virgen que sea.
—¿Pretendes entonces que tu Mahoma fue concebido del
mismo modo?
—Nada en el Corán lo dice. Su padre, el rico Abd Allah, de la
tribu de los Quraych, murió antes de su nacimiento, y su madre
Amina entró en los Jardines de Alá cuando él era aún muy niño.
—Interesante dialéctica —murmuró Filopon pensativo—:
Mahoma era rico, huérfano, casado y propagaba su doctrina por
medio de la guerra. Jesús era pobre, Dios le había dado unos
padres, era casto y sólo hablaba de paz. Stricto sensu, tu profeta es
el Anticristo.
—Filopon, Amr, os lo suplico —intervino Rhazes—. Dejad
esos estériles debates para las autoridades conciliares. No tenemos
tiempo. Si el emir quiere que su mensajero parta mañana al
amanecer, será hora de extraer la moraleja de la historia de Hipatia.
¿Creéis que la figura de semejante mujer podrá hacer reflexionar al
califa, Amr?
—Habría que presentársela de un modo distinto —respondió el
emir—. Voy a ataviar a la filósofa con algunos rasgos de la primera
mujer del Profeta, Jadija, a la que Mahoma repitió en primer lugar
las palabras de Dios, y con otros de su hija Fátima, la esposa de
Alí, la más santa de las mujeres. La historia de los paños
mancillados por la sangre menstrual tiene posibilidades de gustarle.
Omar trata a sus esposas como trata a los animales domésticos. Por
mi parte, si os interesa mi opinión, el tonto de Sinesio me parece
un enamorado muy tibio. Si yo sintiese semejante pasión por otra
Hipatia, sus períodos no me repugnarían. Muy al contrario,
fortalecerían mi amor.
—Me gustas más como mercader erudito y curioso que como
soldado de dudosas bromas —comentó Hipatia.
—Ejem —farfulló Amr, algo cohibido por haberse
extralimitado un tanto—, tendríais que explicarme algo mejor las
obras de Galeno, y también las de ese mecánico llamado Herón.
Una medicina que sea concluyente tranquilizará a Omar y las
máquinas hidráulicas le interesarán para sus proyectos de
irrigación. Pienso también hablarle del sistema de conversión
cristiano, que empieza por lo más alto. Los reinos que esperamos
someter ya no son aquéllos que hemos conocido en el pasado,
dirigidos por jefes paganos e incultos, dispuestos a dejarse
convencer si ello favorecía sus intereses. Por lo que se refiere a
vosotros, judíos y cristianos, si queréis seguir practicando vuestra
religión, a fe mía, tendréis que pagar.
—¡Encantadora perspectiva! —ironizó Rhazes—. Nosotros
estamos acostumbrados a hacerlo desde hace ya mucho tiempo.
Pero me complace imaginar que nuestros perseguidores de ayer
tendrán que echar, a su vez, mano a la bolsa. En lo tocante a
Galeno, te haré luego un resumen por escrito. En cuanto a Herón,
Hipatia podrá encargarse de hacer lo mismo.
—Por mi parte, voy a escribir todas estas historias que me
habéis contado. Mandaré también copias a otras personas
importantes de Medina. Tal vez ellas consigan doblegar a Omar. Y
repito: «Tal vez». Pero al califa le añadiré algo: «Lee, en nombre
de tu Señor que ha creado. ¡Lee!». Son las primeras palabras que
dijo al Profeta el arcángel Gabriel, el mensajero de Alá, en la
caverna del monte Hira donde Mahoma conoció la Revelación.
—Espléndida orden —aprobó Filopon—. Creo que voy a
estudiar tu Corán con algo más de atención.
—No está mal, en efecto —aceptó Rhazes—. Percibo en ello
algunos ecos del libro de Baruch.

Leer, sin duda, pensó Hipatia. Pero ¿qué leer y cómo? ¿Leer
sólo el Corán o tener la curiosidad de inclinarse sobre otras
obras? Leer sin comprender no es grave. Leer sin dudar es
temible. Leer sin placer, no es leer. Pero es inútil señalárselo a ese
viril beduino: él disfruta por encima de todo con un único placer, y
tal vez me vea forzada a proporcionárselo.
SABIDURÍA HUMANA
EL MENSAJE
El emir desenrolló voluptuosamente el rollo que había hecho traer
de una tienda de los arrabales y lo puso con mimo sobre la tablilla
de madera preciosa. Papiro egipcio, del mejor, pensó. Lo mantuvo
plano gracias a dos varillas que se deslizaban en sus ranuras, lo
alisó luego con un gesto sensual. Por fin, abrió su escritorio de fina
marquetería de marfil y ébano, disfrutando de su aroma a sándalo e
incienso. Colocó en el soporte de porcelana los pinceles de pelo de
cabra y fijó junto a ellos la piedra rectangular para mezclar la tinta.
Cuando la adquirió, la piedra tenía grabados unos dragones y otros
ídolos paganos. En su lugar, él mismo había grabado este versículo
del Libro: «¡Sé paciente! Tu paciencia procede de Dios». Amr
había comprado el magnífico escritorio a un marinero persa
cuando, siendo joven, su padre le había enviado a Sohar, el puerto
del mar del sur, para comprar un cargamento de seda que procedía
del gran imperio de levante.
Vertió un poco de agua de su calabaza en el hueco de la piedra,
frotó allí el bastoncillo de tinta hasta que la mezcla estuvo lo
bastante espesa y mojó en ella la punta de un pincel.
Del emir Amr ibn al-As al califa de los verdaderos creyentes
Omar ibn al-Jattab, salud y que la paz de Alá sea contigo.

En este día de la luna nueva de Moharem, en el vigésimo año


de la hégira[9], he conquistado la gran ciudad de poniente.
La ciudad ha sido tomada por las armas y sin ningún tratado.
Los verdaderos creyentes están impacientes por recoger el fruto de
su victoria.
Luego enumeró los tesoros de Alejandría, sus innumerables
palacios, baños públicos, teatros, perfumerías, orfebrerías, forjas,
hilaturas… Omar era muy poco instruido; apenas sabía leer y
escribir y presumía de ello, pues de este modo pretendía imitar al
Profeta. Pensaba demostrar, haciendo correr el rumor de que
Mahoma era también inculto, que todo le había sido dictado de
viva voz por el mensajero del Misericordioso. El califa Omar era
un hombre sombrío para quien la vida era un eterno castigo del
Señor, pues estaba convencido de que la humanidad entera
maquinaba contra él. El poder se le había subido a la cabeza y toda
incertidumbre le era ajena. Omar era tan odiado como temido.
Lamentablemente, todo el pueblo árabe, salvo algunas élites, creía
que el arcángel Gabriel hablaba por su boca, incluso cuando emitía
el más cruel o más absurdo de sus decretos. Al ofrecerle así la
ciudad de Alejandría, el emir esperaba amansarle. Tenía que
convertir el desmesurado orgullo del califa en su principal
debilidad. Tenía también que especular con el tiempo, porque
Omar no era eterno. Durante los diez años de conjuras e intrigas y
los ocho de reinado, se había creado muchos enemigos y eran
innumerables los intentos de asesinarle. Llegaría sin duda el día en
que un cuchillo pusiese fin a su tiranía. ¡Sé paciente, Amr! Tu
paciencia procede de Dios…

En el-Iskandariyya —el emir tuvo buen cuidado de


transcribir en árabe el nombre de Alejandría— viven
trescientas mil almas, de ellas doscientos mil griegos
cristianos y cuarenta mil judíos que no se convertirán y por
lo tanto pagarán tributo…

Amr exageraba un poco, pero éste era sin duda el mejor


argumento para justificar que la Ciudad no hubiera sido saqueada
ni demasiado destruida. Desde los inicios de la conquista, Omar
había instituido ese impuesto que los pueblos de los Libros de
Moisés y de Jesús debían tributar a Medina si querían seguir
practicando sus religiones. Con su rapacidad, que hacía pasar por
tolerancia, el segundo califa impedía que sus correligionarios
pudieran atraer a cristianos y judíos, mediante la simple arma de la
palabra, a la ruta de la Verdad trazada por el Profeta. Y es que, a su
entender, el hecho de acrecentar la fortuna de Medina, y la suya,
era preferible al triunfo universal del islam. De modo que Amr no
pudo evitar escribir:

Por lo que se refiere al pueblo egipcio, que sigue


haciendo sacrificios a los ídolos con cabeza de animales,
nos será fácil llevarlo a la verdadera Palabra, para
abrirles los Jardines de Alá…

El conquistador de Alejandría pasó luego muchas horas


contando las historias que Filopon, Rhazes e Hipatia le habían
relatado sobre la Biblioteca. Pero las contó a su manera, a la
manera de su pueblo, que tanto amaba los cuentos y la poesía.
Salvo, tal vez, por desgracia, Omar…
Poco antes del alba, Amr despertó a su ordenanza, que dormía
ante la tienda, en el santo suelo. ¿Podrán esos beduinos dormir
algún día en los palacios de las ciudades que hayan conquistado?
El hombre no necesitó largas explicaciones. Tomó el mensaje,
montó de un salto en su caballo y desapareció en la noche.
Necesitaría más de catorce días para llegar a Medina, y otros
catorce para traer la respuesta del califa. En una luna, muchas cosas
habrían cambiado en Alejandría, de la que Amr era el dueño. Un
dueño que, a pesar de todo, tendría que obedecer a su califa, pues
el poder de éste procedía del Altísimo y de su Profeta.
OMAR
El mensajero esperaba la respuesta. Su rostro estaba gris de polvo y
su túnica estriada con los regueros blanquecinos de la sal del mar
Rojo. El califa no le había dirigido ni una mirada, pero el joven
guerrero, exhausto después de tanto cabalgar, estaba seguro de que,
en el fondo de su corazón, el comendador de los creyentes le
agradecía su celeridad; algún día tendría su recompensa.
Omar descifraba penosamente la misiva. Su índice se deslizaba
lentamente de derecha a izquierda, vacilando en casi cada letra. Las
hermosas volutas de las quince suras del Corán, especialmente
transcritas para él en una piel de camello lujosamente adornada
habían acabado resultándole familiares. Pero esa escritura cursiva,
descuidada, como desdeñosa, de la carta del general Amr era una
tortura para sus ojos y su mente. De buena gana habría pedido a su
secretario que se la leyera, como solía hacer de ordinario, y le
habría dictado la respuesta, pero esta vez la decisión que debía
tomar exigía que no hubiera testigo alguno. Era un asunto que
debían resolver Amr y él mismo.
—No te quedes ahí, muchacho —le dijo al mensajero—. Tras
tan larga carrera te mereces un poco de descanso. Además, debes
de tener algún familiar en Medina, ¿no es así?
—Lamentablemente, comendador, no podré ir a saludar a mi
padre. El general me ha pedido que entregara otras cartas antes de
regresar con vuestra respuesta.
—Otras cartas, ¿de verdad?
El mensajero se mordió los labios. Para demostrar su lealtad al
califa acababa de traicionar a su jefe, al que veneraba más que a
nadie en el mundo. Omar le despidió con un gesto de la mano. Y le
pidió que regresara al día siguiente. No tardaría en averiguar a
quién estaban destinadas esas cartas.
Con la toma de Alejandría, las cosas habían cambiado en
Medina. Antaño, todos creían que las conquistas de Palestina y
Egipto se debían a la voluntad del Todopoderoso que inspiraba a su
califa, y que los verdaderos creyentes que combatían eran sólo sus
instrumentos. Pero ahora, en todas las tierras del islam, se
celebraba la gloria de Amr, triunfador de la rica y poderosa ciudad
de poniente. Y el propio Amr, en esa larga carta, no dejaba de
ensalzar a Dhu al-Qarnain, o sea a Alejandro, el conquistador
cornudo del que habla el Corán, que había llegado al país donde
nace el sol. Alababa también a aquel general César de Egipto, que
se convirtió en emperador desposándose con una reina.
¿Ambicionaba Amr alcanzar el prestigio de esos dos héroes?
¿Hasta ese punto le había corrompido el país del faraón? ¡No!
Siempre había sido así. El emir Amr ibn al-As era digno hijo de su
clan, aquellos ricos mercaderes quraychitas que se creían
superiores a todo el mundo. Al enviarle tan lejos a hacer la guerra
santa, Omar había creído apaciguar su ambición. Pero ahora esa
táctica corría el riesgo de volverse contra el comendador de los
creyentes: Amr era amado por el pueblo; Omar, en cambio, era
temido. Era preciso hacerle comprender a Amr que el islam sólo
tenía un jefe, cuyo nombre clamaba el almuédano al llamar a los
fieles a la oración: y aquel jefe era él, Omar Abú Hafsa ibn al-
Jattab, el califa, servidor de Alá y único emir de los soldados del
Profeta.
Por lo que se refería a esas pamplinas que los pensadores
paganos garabateaban sobre el nombre de las estrellas o el alma
humana, a esas obscenidades sobre la sangre de las mujeres, a esos
miles de libros más poderosos, al parecer, que las más temibles
armas, a esos cristianos y esos judíos que le habrían dado lecciones
al propio Profeta, todo aquello eran sólo barricadas detrás de las
que el general blandía su fuerza y su fortuna ante el califato. ¿Hasta
dónde pensaba llegar? Sin duda tenía en Medina cómplices y
partidarios que conspiraban para perder a Omar. Y allí, en
Alejandría, además de sus beduinos, que darían la vida por él, Amr
estaba rodeado, según decían los espías, de una especie de consejo
privado compuesto por un viejo cristiano, un judío y una mujer,
una sacerdotisa pagana que le había hechizado. ¡Sacrilegio y
conspiración!
Omar, por su parte, no necesitaba consejo. Sólo recibía órdenes
del propio Todopoderoso, que iba a visitarle en sus sueños. Por
otra parte, ¿a quién se habría confiado? En Medina bullían las
sórdidas ambiciones de aquellos intrigantes que esperaban que un
cuchillo acabara con él, Omar, el artesano de humilde extracción
que había conseguido, mediante su sola voluntad y su astucia por
entero consagrada a su fe, llegar a la cima de la tierra del islam.
Sus enemigos, los impíos, habían encontrado en Amr al hombre
que necesitaban: un señor encantador, generoso, amante de los
placeres de la mesa y el lecho; poeta cultivado, pero que sabía
también ser valeroso en el combate y hábil estratega.
Omar no era nada de eso. Su único placer terrestre era el poder.
Y lo aprovechaba, sabiendo que Allá Arriba no lo tendría. A fin de
cuentas, ¿no ponía todo ese poder al servicio del Creador
universal?
El califa volvió a leer con gran atención, y con mayor facilidad
que la primera vez, la larga carta del general. En su primera parte,
que era un mensaje de victoria, Amr sólo encomiaba las riquezas
materiales de Alejandría, sus templos, su oro, sus valiosas
mercancías, sus pueblos de la Torá que pagaban tributo, sin olvidar
las almas paganas que habría que convertir. Pero a continuación ya
sólo hablaba de libros, de sabios, de astrólogos, de filósofos, de
poetas, de reyes y reinas del tiempo pasado, y otra vez de libros.
Por lo general, Omar no se preocupaba en absoluto de estas
cosas. Se limitaba a despreciar los espíritus refinados que perdían
su tiempo y su alma nombrando las estrellas o vaticinando sobre
una rosa. Pero esta vez, el ardor con que el general defendía aquel
Museo le pareció sospechoso. ¿Qué ocultaba tras aquel alegato en
favor de un montón de viejos rollos y de volúmenes enmohecidos?
Se dijo que Amr sin duda habría estado jactándose por todo Egipto
—y pavoneándose en sus cartas a sus amigos de Medina y de La
Meca— de ser el protector de las artes y las ciencias paganas, ya
fueran judías o cristianas. ¿Acaso pretendía establecer vínculos con
los imperios enemigos de Persia y de Bizancio?
Omar sólo había llegado tan arriba en el islam por medio de la
intriga y la conspiración, de modo que veía por todas partes
intrigas y conspiraciones. Tomó una decisión. Hasta ahora, Amr le
había obedecido siempre, más por cálculo que por fidelidad o
deber, pensó el califa. Era preciso darle una buena ocasión para
rebelarse. Si se doblegaba, el general quedaría desprestigiado para
siempre ante sus amigos, y quizás ante sus aliados alejandrinos y
bizantinos. Si se sublevaba, conocería las mazmorras de Medina, el
hacha del verdugo incluso. Además, en su traición arrastraría
consigo al resto de la pandilla que había apoyado la candidatura de
Alí al califato, y seguía apoyándola. Una pálida sonrisa se dibujó
bajo la enmarañada barba de Omar: acababa de encontrar un
pretexto para destruir aquel montón de papeles sin interés. Tomó el
estilete, lo mojó en una tinta parda y escribió, con dificultad, en el
pergamino:
Del Esclavo de Dios y comendador de los creyentes, Omar, al
general Amr, salud.

Toda la tierra del islam ha saludado tu hermosa victoria con el


regocijo que merece: debes ahora fortalecerla contra los ataques
que podrían llegar por mar y ahogar todas las oposiciones que
puedan nacer en el seno de las poblaciones judías, cristianas y
paganas que has censado. Para ayudarte en la tarea, te mandaré
un gobernador que no he nombrado todavía. La guerra santa debe
proseguir. Cuando te dé la orden, partirás a la cabeza de tu
ejército hacia los países de poniente.
Por lo que se refiere a los libros de los que me hablas en tu
última carta, éstas son mis órdenes: si su contenido está de
acuerdo con el libro de Alá, podemos prescindir de ellos puesto
que, en ese caso, el Corán es más que suficiente. Si, por el
contrario, contienen algo distinto de lo que el Misericordioso dijo
al Profeta, no hay necesidad alguna de conservarlos. Actúa, y
destrúyelos todos.
Omar releyó la carta que acababa de sellar. La voz del
almuédano se alzó por encima de la ciudad. Omar se prosternó y
olvidó las razones políticas de aquella respuesta: estaba convencido
de que el propio arcángel Gabriel se la había dictado.
SILOGISMOS
Desde la terraza del Museo donde Amr, Filopon y Rhazes se
habían instalado, se veía el mar. El sol resplandecía pero no
conseguía atravesar el emparrado bajo el que bebían un delicioso
vino de Chipre y del que colgaban unos racimos verdes que
aguardaban el verano. Allí, a media mañana en la isla de Faros, la
luz de la torre palidecía, como apagada por los intensos azules del
agua y del cielo. Alrededor del gigantesco edificio, los olivos
retorcidos por el dolor de los siglos parecían otros tantos viejos
marinos que esperaban embarcarse para el último viaje.
Abrumado, Amr se derrumbó en su sillón de mimbre y tendió
la carta a Filopon:
—Todo está perdido, leedla.
—Lamentablemente, amigo mío, pese a mi saber de gramático,
no comprendo vuestra escritura.
El general se encogió de hombros y tradujo en voz alta la
misiva del califa:
—«… no hay necesidad alguna de conservarlos. Actúa, y
destrúyelos todos». Nada más. Ni la menor fórmula de cortesía. He
caído en desgracia.
—Aun a riesgo de contradecir a Aristóteles —suspiró
Filopon—, el silogismo es el arma más temible de los fanáticos y
los imbéciles. El califa afirma que como vuestro libro sagrado lo
dice todo, los demás no dicen nada. ¿Qué puedes responder a eso?
Es inútil discutir con semejante peñasco de certidumbre.
—Bueno, él blasfema. En ninguna parte está escrito que el
Corán lo diga todo. El arcángel sólo habla al Profeta de lo esencial
para guiar hacia Dios al verdadero creyente. En cuanto a lo demás,
el hombre puede muy bien ir caminando desde Alejandría a
Medina para medir la distancia en pasos, componer versos en
honor de la dueña de su corazón, cantar la belleza del sol que se
levanta o explicar en un libro cómo curar el dolor. ¡Qué le
aproveche! Es su libertad de hombre, es su grandeza. Y, por
consiguiente, es la grandeza del Todopoderoso. Escribí todo eso en
mi carta.
—Hablando de silogismos —intervino Rhazes—, ¿puedes
responder a eso, Amr? No, no es sólo un juego… Un cretense dice:
«Todos los cretenses son mentirosos». ¿Está diciendo la verdad?
—Si miente, no todos los cretenses son… Si no miente, los
cretenses son… ¡Es absurdo! Un mentiroso no miente cada vez que
abre la boca, sólo cuando tiene necesidad de hacerlo.
—Una respuesta del todo acertada —asintió Filopon—. Muy a
menudo, los silogismos pueden invalidarse rebatiendo una de sus
partes. Basta con romperlos como cortó Alejandro el nudo
gordiano.
—Así pues, con mucha frecuencia, lo que puede destruirse es
un silogismo —soltó Rhazes riéndose con sarcasmo—, al menos en
una de sus partes. Una roca puede destruirse, por lo tanto es un
silogismo. Tu califa es una roca…
Filopon blandió su pesado bastón pulido por el paso de los
siglos, como un profesor que amenazara con su férula a un
holgazán.
—¡Rhazes, deja ya tus ingeniosos malabarismos! Con ese
humor tan ligero, acabarás algún día por evaporarte en las nubes.
Desconcertado, Amr miró a los dos sabios, al maestro y al
discípulo, que charlaban rivalizando en ingenio sin ocultar su
diversión. ¿Cómo? Durante semanas, ambos habían luchado al
unísono para convencerle de que preservara los tesoros de la
Biblioteca, y ahora, cuando acababan de saber que lo que más
querían en el mundo iba a desaparecer, jugaban como dos
estudiantes a la salida de una clase aburrida. De pronto, como en
una revelación, el general comprendió: debatir, confrontar ideas,
buscar la verdad no era sólo un árido y soso trabajo de austeros
sabios, sino también un juego, un juego del espíritu, al igual que el
amor es un juego de los cuerpos.
—Si los dos seguís así, llamo inmediatamente a Hipatia. Ella,
al menos, sabrá meteros en cintura. Por cierto, ¿dónde está?
—En las termas de las mujeres —respondió Rhazes con
forzada causticidad—. Cuando no lee ni escribe, está en los baños.
Me hace añorar el feliz tiempo de Atenas, cuando las damas no
tenían acceso a esos establecimientos.
—¡A fe mía! —rió Amr—, no intentaré reunirme allí con ella.
Tras la toma de Heliópolis (pero no digáis ni una palabra de esta
historia a mis esposas, si por desgracia las conocéis un día), decidí
entrar en los baños para mujeres, creyendo que era una de esas
acogedoras casas donde el guerrero vencedor encuentra descanso y
solaz. Dos enormes matronas me agarraron por los hombros y de
un empujón me echaron escaleras abajo. Por poco no me despiden
con una patada en el culo. ¡En serio! ¡A mí, que dos días antes
había derribado las puertas de su ciudad, entrando con el sable
desenvainado sobre mi caballo chorreante de sudor y sangre! Me
resigné entonces a ir a remojarme en una de las innumerables
termas de la ciudad ocupada. Era muy aburrido: sólo había
hombres. Y por lo que se refiere al sudor, transpiré tanto como mi
fiel Batalla; es mi caballo, no muy rápido pero fuerte y valeroso.
Seguro que lo habéis visto: su pelaje es negro y tiene una estrella
blanca en la frente.
—¡Bravo, Amr, bravo hijo mío! —exclamó Filopon secándose
una lágrima que la hilaridad había hecho brotar de sus ojos pálidos
y rodeados de arrugas—. Reír es una coraza mucho más segura que
los más sólidos petos de bronce. Vuelve a servirte bebida.
—Una sola copa entonces, pues el Profeta dijo que todo el vino
que bebamos aquí nos será deducido en sus eternos jardines. Pero
aún no he terminado de contaros lo de las termas de Heliópolis.
Mientras un esclavo nubio me desollaba la espalda con un cepillo
muy duro, se me ocurrió una idea. Imaginé, para olvidar el dolor,
que instalaba unos establecimientos semejantes en los oasis, en
Medina o en La Meca, en los puertos del mar de Omán… Les
añadiría unas alcobas para que cada cual pudiese dormir, mesas
para recobrar fuerzas comiendo, mi mercado para intercambiar los
productos llegados de las cuatro esquinas del mundo. Todo ello
sería bastante rentable. ¿Qué te parece, Rhazes?
—Me parece que está claro, los hijos de Ismael son hermanos
de los de Israel. Un detalle: ¿cómo se calentaría el agua en tus
termas? ¿Con libros quemados?
Se hizo un abrumador silencio. Los tres hombres, entretenidos
en intercambiar bromas, casi habían olvidado la amenaza que
pesaba sobre la Biblioteca. O, al menos, la habían dejado a un lado
por unos instantes. Amr mostró de nuevo su aire grave y autoritario
de jefe guerrero:
—Concluiré tu último silogismo, Rhazes: «Tu califa es una
roca, por lo tanto tu califa puede ser destruido». Temo que, por
desgracia, habrá un tiempo para destruirlo, y que ese tiempo no ha
llegado aún. Me apena reconocerlo ante vosotros, mis vencidos
amigos, pero sería prematuro. Después de la muerte de Mahoma,
Arabia conoció terribles horas de guerra civil, en las que el
hermano combatía contra el hermano, el hijo arrojaba a su padre en
las mazmorras, y en las que por todas partes aparecían falsos
profetas que intentaban arrastrar al pueblo a sangrientos
enfrentamientos… Omar supo unirnos y éste es su mérito. Supo
lanzarnos a la guerra santa. Si yo intentara eliminarle ahora, todos
esos horrores recomenzarían y la Historia me consideraría el
responsable. No lo deseo. No quiero que mi nombre, el de mis
antepasados, quede mancillado por esas indelebles manchas que
son las palabras: «Traicionó a Dios», «renegó de su pueblo».
—Alejandría no es enemiga de los árabes, Amr —dijo
Filopon—. Todo el mundo espera aquí que tu llegada nos libre del
yugo de Bizancio y de la amenaza persa. Te estamos agradecidos,
magnánimo vencedor, por haber prohibido a tus soldados dedicarse
al pillaje y las represalias. Pero si atacáis la Biblioteca, atacaréis la
propia alma de Alejandría. Y entonces, el pueblo entero se
levantará contra vosotros, como tantas veces hizo en el pasado
contra otros tiranos, otros invasores. Tu religión sólo podrá
extender su influencia si preserva lo mejor de la herencia griega,
romana, cristiana y judía. Cuando os abráis al mundo es cuando
estaréis en la cima del mundo; entonces podréis comerciar con los
pueblos de todo el orbe y llevaréis a cabo, a vuestra vez, nuevos
avances en matemáticas, ciencias y filosofía. Por el contrario, si
tratáis a todos los no creyentes como si fueran vuestros enemigos,
si combatís con odio a quienes no piensan como vosotros, entonces
también trataréis a vuestras mujeres como si fueran ganado, y
llegará la edad oscura de tu islam.
—También le escribí eso a Omar. Pero… acabas de hacerme
comprender algo, Filopon. ¿Es éste el método del «parto de las
almas» que practicaba el tal Sócrates y del que tanto me has
hablado? Sí, acabo de comprender… Lo que el califa quiere
destruir no son los libros sino a mí. Mis sucesivas victorias me han
dado gloria y popularidad, de Mascate a Jerusalén pasando por
Medina.
Y Omar teme que la utilice para derribarlo. ¡Qué equivocado
está acerca de mí! Por muy general que yo sea, no me atrae el
poder. Además, aunque lo tuviera no podría ambicionar ser califa.
El Profeta nos dio el ejemplo: ese cargo debe corresponder a un
hombre de Dios y no a un hombre de guerra. Entre nosotros, los
soldados son sólo el brazo armado de un cuerpo cuya cabeza es el
califa, y el alma, Dios. Sí, soy sincero. Pero también soy un asno.
Para distinguirme ante mis amigos cultos de Medina y La Meca,
les he contado todas las bonitas historias que me habéis relatado.
¡Les gustan tanto a mi pueblo! ¡Pero Omar ha debido creer que
conspiraba! Soy un estúpido. También ha sido una estupidez
haberle hablado de esos libros. Si no le hubiera dicho nada, no se
habría preocupado por ello. Al pedirme que los destruya, quiere
poner a prueba mi obediencia. Si me niego, hará que acaben
conmigo como con un traidor. Si le obedezco, seré culpable de la
desaparición de un milenio del pensamiento humano y la deshonra
caerá sobre mí, sólo sobre mí. Estoy perdido…
—¡No seas cobarde, general! Nos hablas de virtud, de honor,
de fidelidad y, cuando llega el momento de elegir entre tu destino y
tu reputación, eliges la fuga. ¿Así piensas gustarme? —le reprochó
Hipatia, que se irguió ante ellos, hermosa y terrible.
Con su larga túnica blanca, su abundante melena negra sujeta
por una diadema cuajada de perlas, parecía la diosa Atenea. La
fulgurante mirada que lanzó a Filopon y a Rhazes les hizo
comprender que había llegado el momento de que ellos dos se
retiraran. El viejo filósofo y el fogoso médico no podían hacer nada
ya para contrarrestar las órdenes del califa. De modo que,
encogiéndose por última vez de hombros, ambos salieron
lentamente, dignos y rígidos como estatuas.
La segunda mirada que Hipatia dirigió entonces a Amr fue
inequívoca.
LAS TERMAS DE
ALEJANDRÍA
Había transcurrido sólo una semana entre el momento en que Amr
ibn al-As recibió la orden de destruir la Biblioteca y la llegada del
gobernador, un familiar de Omar. El plazo era demasiado breve
para que el general fuese acusado de sedición. El califa, temiendo
que un acto de desobediencia del prestigioso jefe del ejército de
Egipto provocara una reacción en cadena por parte de las tropas de
ocupación acantonadas en Siria y en Palestina, había encontrado
otro pretexto para neutralizar por algún tiempo a aquel emir
demasiado popular: decretó que, al enviar sus famosas cartas a sus
amigos de Medina y La Meca, Amr había cometido una grave
indiscreción y revelado secretos de Estado. De este modo, nadie
podría objetar nada ante el cese del general, ni siquiera el principal
interesado.
De hecho, tal como Omar había previsto, Amr fue puesto en
arresto domiciliario en sus aposentos de palacio. Dorada prisión, es
cierto, pero en la que lamentó amargamente su imprudencia
política. Lo que no lamentó fue haber cedido a las dulces
exigencias de Hipatia. Cuando uno de sus soldados fue a
anunciarle que el gobernador nombrado por Omar estaba a las
puertas de la ciudad seguido por una nutrida tropa, el conquistador
de Alejandría les dijo a sus amigos alejandrinos:
—Esta vez todo ha terminado. Podré retener a ese hombre unas
pocas horas. Aprovechadlas para avisar a vuestra gente y salvar los
libros que deban ser salvados.
—Todos los libros deben serlo —exclamó Hipatia.
—Lamentablemente, sobrina —suspiró Filopon—, no queda ya
tiempo. Cuando la casa arde, hay que escoger lo que te llevas.
Filopon y Rhazes se apresuraron a actuar. Pero ¿qué libros
salvar? La elección era desgarradora, ya que no podrían llevarse
más que una parte de las obras. Amr se había propuesto
almacenarlas en sus aposentos, contiguos al museo. Hipatia le
había mostrado una puerta secreta que, antaño, permitía a los
bibliotecarios deslizarse en sus habitaciones a cualquier hora del
día o de la noche. Nadie habría sospechado que el general ocultara
allí lo que tenía orden de destruir. Nadie, además, se habría
atrevido a registrar su casa, ni siquiera el enviado del califa.
¿Qué decidir? Ante todo había que abandonar los libros de los
que existía por lo menos una copia en otra biblioteca imperial, ya
fuera de Oriente o de Occidente. Ahora bien, se sabía el contenido
de la de Constantinopla, pero el de las demás bibliotecas era muy
aleatorio. Roma había sido saqueada tantas veces por los bárbaros
que era imposible determinar qué seguía existiendo allí; desde
hacía dos siglos, las bibliotecas de la ciudad estaban cerradas como
tumbas. Toledo había caído en manos de un rey visigodo que,
según decían, era aficionado a las artes y las letras. Pero ¿sería
fiable ese rumor? En cuanto al resto, la Galia estaba ocupada por
las hordas francas, a Pérgamo se la disputaban Bizancio y Persia,
de modo que esos lugares debían ser un montón de ruinas.
Filopon y Rhazes decidieron entonces salvaguardar únicamente
lo esencial de las grandes obras anteriores al cristianismo. En
efecto, ¿quién sabía si también el patriarca de Bizancio no decidiría
destruir las obras impías o paganas? Filopon se encargó pues de
ocultar las obras de Platón, Aristóteles y Calímaco, la Biblia de los
Setenta, prohibida ahora por Constantinopla, las de Filón y algunos
más. Rhazes, por su parte, se encargó de Euclides, Arquímedes,
Eratóstenes, Hiparco, Herón y otros más. Estuvieron dudando unos
momentos sobre el destino de los trabajos de Tolomeo el Geógrafo
y Galeno el Médico. ¿Acaso esos dos no eran tolerados por el
dogma cristiano? Pero los salvaron de todos modos, pues ¡la
cristiandad era tan cambiante al albur de sus concilios…!
Hipatia, en su juvenil intransigencia, se negó a participar en sus
debates y en ese salvamento.
—El crimen es el mismo —declaró— por un libro quemado
que por un millón. Salvando sólo algunos, nos hacemos cómplices
de los asesinos. —Luego les abandonó sin permitir que intentaran
hacerle cambiar de opinión.
—¡Señor, señor, ya están aquí!
Un aterrorizado esclavo había aparecido en la galería. De
inmediato los dos amigos, con los brazos cargados de rollos, se
dirigieron a la puerta oculta que llevaba a los aposentos de Amr.
—¿Hipatia? ¿Dónde está Hipatia? —se preocupó Rhazes.
—He dejado a la señora en la escalinata del Museo —
respondió el esclavo—. Ha debido de refugiarse en su casa.
—¡Mi bastón! ¿Dónde está mi bastón? —preguntó a su vez
Filopon.
—Vuestra sobrina lo llevaba, señor.
La puerta de los aposentos de Amr se cerró tras ellos cuando el
paso de los soldados resonaba ya en el primer peristilo.
Hipatia se hallaba en lo alto de las escaleras, ante el porche de
la Biblioteca. Blandía el pesado bastón labrado de su tío, como un
centinela sujeta su arma. Ante esa visión, la tropa se detuvo al pie
de la escalinata. Era como si vieran una estatua de mármol que de
pronto hubiese cobrado vida.
—Nadie tiene derecho a entrar armado en el templo de la
ciencia y el arte —anunció la joven con voz grave y fuerte.
—¡La reconozco! —gritó uno—. Es la bruja que ha hechizado
a nuestro general. ¡Maldita seas!
Una piedra golpeó a Hipatia en pleno pecho. Ella lanzó un grito
de dolor y se tambaleó. Entonces, más y más piedras llovieron
sobre ella y acabaron derribándola y cubriéndola. Los soldados
saltaron sobre su cuerpo y penetraron en la Biblioteca.
Durante toda la tarde y hasta que cayó la noche, en un incesante
ir y venir, los secuaces del gobernador fueron sacando los libros y
cargándolos en los carros que los llevaban hacia los cuatro mil
baños y termas de la ciudad. Cuando por fin el Museo estuvo
desierto, unas sombras que eran Amr y Rhazes fueron a buscar el
cuerpo de la muchacha y lo tendieron en un lecho de los aposentos
del general. El médico judío lloraba, el antiguo mercader árabe
rezaba. Filopon, por su parte, contemplaba su bastón. En cierto
momento, accionó un pequeño mecanismo oculto bajo el pomo,
que se desprendió. El bastón de Euclides estaba hueco. El viejo
gramático sacó de aquel tubo cuatro amarillentos rollos y los
desplegó. Pese a su negativa a colaborar en el salvamento, Hipatia
había ocultado en aquel escondrijo, cuya existencia le había
revelado su tío, unos extractos de las Distancias de la Luna y del
Sol, de Aristarco de Samos, y otros muchos de su Hipótesis,
aquella obra herética en la que el astrónomo se atrevía a afirmar
que la Tierra no era el centro del Universo, sino un pequeño
planeta que giraba alrededor del Sol. Juan Filopon, el cristiano,
nunca hubiera elegido poner a salvo aquella tesis errónea, y por lo
tanto inútil. Pero, puesto que Hipatia lo había querido… Volvió a
colocar los rollos en su escondrijo, cerró cuidadosamente la
abertura y se fue, abrumado, aferrando el bastón para poder
sostenerse en él algún tiempo más.

Los libros de la Biblioteca de Alejandría alimentaron, durante


seis meses, las calderas de las termas de la ciudad. Los beduinos se
habían aficionado a esos baños tan emolientes como vigorizadores.
Filopon sobrevivió poco tiempo a la muerte de su sobrina y a la
destrucción de la Biblioteca. Se dice que falleció el día que
cumplió cien años, legando a Rhazes el bastón de Euclides. Este se
convirtió en el médico personal del general Amr, en su preceptor y
su confidente. Unos meses después de estos acontecimientos,
partieron ambos hacia Arabia, pues acababan de saber que el califa
Omar había sido asesinado en la mezquita de Medina por un
esclavo mesopotámico. Durante su viaje, la flota bizantina atacó
Alejandría y la recuperó. El nuevo califa restableció a Amr en sus
funciones de general en jefe de Egipto. Las tropas de Bizancio
fueron expulsadas de nuevo y el primer acto de paz del glorioso
soldado de Alá fue nombrar a su médico bibliotecario del Museo,
al menos de lo que quedaba.
Cierto día, Amr, acompañado siempre por su inseparable amigo
judío, partió a la cabeza de sus tropas para llevar a cabo nuevas
conquistas, en nombre del Misericordioso, en los países de
poniente. Recordando la imperecedera luz del Faro, decretó que los
arquitectos debían inspirarse en ese extraordinario monumento para
construir las torres de las mezquitas. En adelante, el almuédano
guiaría desde allí arriba las almas extraviadas hacia la luz de la
verdadera fe e invitaría a los fieles a la oración. Pues, según la sura
XXIV, «Dios es la luz de los cielos y de la tierra. Esta luz es como
una hornacina con su lámpara, una lámpara colocada en un cristal,
un cristal parecido a un astro resplandeciente». Así, el islam edificó
sus minaretes, que se elevaban como un millar de faros por encima
de los edificios[10].
EPILOGO
EL BASTÓN DE NICOLÁS
Seis caballos tirando de un pesado vehículo negro que luce las
armas del obispo de Warmie escalan penosamente los montes que
llevan a Núremberg. Los sigue un carro cargado con baúles y
fardos. Salieron de Roma hace dos meses, en los primeros días de
la primavera del año de gracia de 1504. Pero Nicolás no tiene
mucha prisa por reintegrarse al capítulo de la catedral de
Frauenburg. De modo que, como los escolares, ha dado un rodeo.
El canónigo polaco, apasionado por las matemáticas y la
astronomía, recupera, durante ese lento viaje, la despreocupación y
la alegría de un colegial. Cuando se detuvo en Ferrara, encontró a
uno de sus compañeros de antaño junto al que había estudiado en la
Universidad Jagellon de Cracovia, su amigo el doctor Juan Fausto,
y le invitó a viajar con él hasta Polonia. Pero aquel encuentro nada
debía al azar. Fausto, que diez años atrás había tomado parte en la
navegación de Vasco de Gama, había proseguido solo, desde las
Indias, un periplo que le había llevado hasta China. Luego regresó
a Venecia, donde tenía que resolver ciertos asuntos sucesorios, y
allí se enteró de que su amigo de la juventud estaba también en
Italia por otros asuntos que, en su caso, eran de orden estrictamente
eclesiástico, al menos en su mayoría. De ese modo, los dos alegres
compañeros se habían encontrado en Ferrara.
Naturalmente, durante el monótono trayecto, Juan, que ha visto
muchas más cosas que Nicolás, tiene también muchas más cosas de
qué hablar. Acaba así contando la historia del incendio de la
Biblioteca de Alejandría, lugar donde permaneció algún tiempo. La
antigua ciudad de los Tolomeos, le dice, no es hoy más que una
ciudad de feria, medio abandonada. El Faro desapareció en el
terremoto de 1303 bajo las aguas encrespadas; el Museo, en
cambio, se derrumbó por la estupidez de los hombres, ya fueran
cruzados de Cristo o soldados de Mahoma.
Fausto ha leído esa historia en La crónica de los sabios, una
obra en árabe de un tal Ibn al-Kifti. Encontró el texto al regreso de
su periplo alrededor del mundo, en la biblioteca de Constantinopla,
ciudad a la que medio siglo antes los invasores otomanos dieron el
nombre de Estambul. Le resume ese texto en pocas palabras.
Ambos amigos tienen muchas dudas sobre la veracidad del
relato, redactado mucho tiempo después de la toma de Alejandría
por los árabes. Así, el tal Ibn al-Kifti afirma que el califa Omar
reinaba desde Bagdad, algo imposible porque esta ciudad no existía
en el año 640 después de Cristo, fecha de los acontecimientos
relatados. Otro motivo de suspicacia es que el autor de La crónica
de los sabios pertenecía a la secta musulmana llamada «chiíta»,
secta que consideraba a los tres califas que sucedieron a Mahoma
como usurpadores; comenzando por el propio Omar, del que
afirmaban que había destruido, tras la muerte del Profeta, el
manuscrito de las últimas suras.
Al acusar a aquel hombre de haber hecho quemar la gran
Biblioteca, Ibn al-Kifti deslucía más aún la memoria del primer
comendador de los creyentes, del que sus partidarios, los
«sunnitas» decían, por el contrario, que había sido el mayor
conquistador del islam triunfante, un piadoso soberano y un hábil
diplomático.
—Pobre Omar —dijo Nicolás con un cómico suspiro—. Su
reputación está mancillada por los siglos de los siglos. Pues, si lo
que me has dicho es cierto, la Iglesia cristiana de Oriente, al
conocer esta historia, no tardó en reprobar al probo Omar…
¡Reprobar al probo Omar! ¿Qué te parece eso, Juan?
—Creo, mi buen canónigo, que eres un caso desesperado —
responde Fausto—. Quince años de estudio y sacerdocio no te han
curado en absoluto de tu manía de hacer juegos de palabras. Pero lo
peor es que te crees obligado a repetir siempre tres veces tus
abominables retruécanos, por temor a que tu interlocutor no los
entienda.
Sí, los disidentes chiítas de aquella lejana época, al acusar a
Omar, habían ofrecido sin querer a la Iglesia ortodoxa una
excelente ocasión. Mientras en occidente se cantaban las hazañas
de Carlomagno y de Rolando, vencedor de los «infieles
sarracenos», cuya piel, según decían, era negra como la pez, que
eran seres crueles y pérfidos de nariz aguileña e inteligencia
obtusa, en la Constantinopla sitiada se repetía que las hordas
sectarias de Mahoma habían destruido más de un milenio de saber.
Omar tenía anchas las espaldas para cargarle con aquel inexpiable
crimen.
—Y además —suelta Nicolás olvidando el piadoso hábito que
lleva—, esta acusación permite disimular las matanzas de judíos y
la destrucción de los ídolos que llevó a cabo el bruto de san
Teófilo, obispo de Alejandría, al que sucedió su bastardo Cirilo,
tan aureolado y canonizado como él. ¿Por ventura crees, Fausto,
que aquellos fanáticos se limitaron a destruir el templo de Serapis?
El tío y el supuesto sobrino habrían resultado unos inquisidores
muy correctos, de modo que resulta lógico que san Cirilo hubiera
sentido antes que los musulmanes la tentación de arrojar la
antorcha a los anaqueles de la Biblioteca, ¿no te parece?
—Creo, Nicolás, que vosotros, los cristianos, tenéis la vieja
costumbre de encender piras. Extraña costumbre de la que tal vez
Cirilo y Teófilo fueron los gloriosos inventores. La destrucción de
la Biblioteca ha sido contada numerosas veces y atribuida a otras
tantas facciones y gobiernos distintos, no para hacer la crónica
verídica del edificio sino para servir de panfleto político. Creo,
pues, que no es necesario intentar dar un nombre al incendiario del
Museo: César, Teófilo, Cirilo u Omar, ¡qué importa! Si los libros
desaparecieron en la toma de Alejandría por los árabes, pues bien,
la única culpable es la guerra. Fue un homicidio involuntario, en
cierto modo. Diré por fin que Averroes, Avicena y otros muchos
extraordinarios sabios musulmanes que tradujeron a su lengua a
Euclides y Aristóteles, a Platón y Tolomeo, a Eratóstenes y
Galeno, no descubrieron sus obras en un montón de cenizas. Como
tú sabes muy bien, Nicolás, lo adivinas como yo lo supe en Ispahan
y en Bagdad, entre aquellos beduinos, aquellos hombres del
desierto, entre sus descendientes y los pueblos que habían sometido
surgieron muy pronto astrónomos, matemáticos, filósofos,
geógrafos que se convirtieron en traductores y depositarios del
saber de los Antiguos. Mientras la cristiandad se entregaba con
oscura voluptuosidad a esperar la llegada del final de los tiempos,
ellos, «los infieles», como vosotros decís, reedificaban
pacientemente las ruinas del pensamiento, un pensamiento que
vuestros reyes, vuestros sacerdotes y vuestras pestes se habían
empecinado en derribar. Y nosotros, los iniciados, los custodios del
verdadero saber, prudentes intermediarios entre vuestras dos sectas
que nos lo deben todo, os entregábamos modestamente sus
trabajos, que vosotros os apresurabais a arrojar a las hogueras.
Nuestra única ambición era proporcionaros algo de luz. Nos lo
agradecisteis con el fuego y la sangre. Permíteme que llore por el
destino de los justos que, entre vosotros, se atrevieron a estudiar
los conocimientos que les aportábamos: Abelardo fue castrado,
Beckett apuñalado y Pico della Mirándola envenenado.
—Nosotros, vosotros, ellos… ¡Qué cosas dices, Juan! —
masculló Nicolás—. Mi padre era un sencillo negociante de Torún,
y en toda su vida no quemó más que los pobres pagarés de sus más
humildes deudores, para perdonárselos. ¿Cómo va a ser cómplice
de los crímenes de Teófilo, de Cirilo, de Domingo, de Torquemada
o de Isabel de España, llamada la Católica? ¿Y tengo yo que pagar,
también, por ellos? ¿Obligarías a mis hijos, si los tuviera, a
arrepentirse a su vez, a mortificarse por ello hasta la enésima
generación?
Ambos amigos guardan silencio sin atreverse a mirarse,
mientras el vehículo desciende traqueteando por las colinas. Oyen
el resoplar de los caballos y las groseras invectivas con que el
cochero los arrea. Fausto se pasa la larga y morena mano por la
cascada de ébano de sus cabellos. Dice por fin:
—Sólo he aprendido una cosa en todos mis viajes: hay que
escuchar al otro, al extranjero; hay que leer al otro, al extranjero.
Hay que comprenderle. Ésta debe ser nuestra regla ordinaria,
Nicolás, nuestra regla absoluta. Como dice el viejo proverbio
griego: «Da buena acogida a los extranjeros…».
—«Da buena acogida a los extranjeros, pues también tú algún
día serás extranjero» —completa la frase Nicolás.
El pequeño convoy llega ahora al valle en cuyas profundidades
se levanta Núremberg, encaramada sobre un espigón. Se detienen
no lejos de una hermosa mansión flanqueada en un lado por la casa
del impresor Froben, y en el otro por la del pintor Durero.
—Bueno, aquí nos separamos, Nicolás —dice Fausto—. Mi
hermano mayor, Martin Béhaïm, me espera. Estoy impaciente por
ver su alegría cuando le regale ese mapa de China que ha dibujado
para mí mi amigo Chu Su Pen, ciudadano de la ciudad más grande
del mundo, Hangzhu. ¡Ah, lo olvidaba, viejo compañero! He aquí
mi regalo: este bastón de madera esculpida y labrada. No, no es el
tirso de Baco sino una obra de arte de gran valor. Me la dio un
amigo gramático de Bagdad que presume de ser descendiente del
astrónomo Al Battani. Utilízalo bien.
—No vas a hacerme creer, Juan, que tu regalo es el bastón de
Euclides, aquél del que tanto me has hablado. No soy tan ingenuo.
—¿Te he dicho algo parecido?
—¡Claro que no! ¡Pero siempre se puede soñar! —exclama
riendo Copérnico—. Caramba, el bastón suena a hueco. ¿Habrá
algún tesoro desconocido oculto en el interior?
—Ya lo verás, amigo mío, ya lo verás.
—Oye, una cosa más antes de que desaparezcas, querido
Fausto: dime con franqueza, a tu entender, ¿quién quemó la
Biblioteca de Alejandría?
—El fuego, Nicolás, sencillamente el fuego. ¿Por qué no el
fuego del Faro cuando se derrumbó, cierto día que la tierra
temblaba algo más que de costumbre? El fuego y el tiempo que
pasa, más devorador que todos los fuegos. Eso es al menos lo que
contó antaño el viajero andaluz Ibn Battuta. Un musulmán que
viajó hasta China.
Fausto, rechazando el pequeño escabel que pone a sus pies un
mozo de establo, salta de un brinco a la calzada entablada y cierra a
sus espaldas la portezuela del carruaje que ostenta las armas del
obispo de Warmie. Da varios pasos hacia la morada de su hermano,
luego su colosal silueta, algo encorvada, se detiene. Sin volverse,
levanta un brazo que parece inmenso, agita la mano en señal de
despedida, muy en alto hacia el cielo, como si quisiera arrancar el
Sol, y suelta con voz fuerte:
—¡La paz sea contigo, Nicolás Copérnico!
POSTFACIO
Acabáis de leer una novela y no un ensayo histórico. Esta es la
razón por la que no citaré las (numerosas) fuentes que he
consultado ni daré bibliografía. Rindo homenaje, sin embargo, al
libro de Luciano Canfora, La Véritable Histoire de la bibliothèque
d’Alexandrie (Desjonquères, 1986), que me inspiró mucho.
Algunos lectores curiosos se preguntarán, a pesar de todo, qué
parte pertenece a la realidad y cuál a la ficción novelesca. Los
siguientes apéndices les están destinados. Las biografías de los
sabios y los eruditos resumen aquéllas que pueden encontrarse en
todas las buenas enciclopedias. El cuadro sinóptico de los reyes y
los sabios permite situar el paralelismo cronológico entre los
acontecimientos políticos y los personajes. Por lo que se refiere a
las «notas eruditas», destinadas a los aficionados a la geometría y a
la astronomía, explicitan algunos de los grandes descubrimientos
llevados a cabo por los sabios alejandrinos. (Véanse Anexos).
Aparte de esos pocos jalones reconocidos por (casi) todos los
historiadores, hay que recordar que ninguna «verdad» histórica
sobre esos antiguos tiempos ha sido firmemente establecida. Los
relatos referentes a la Biblioteca de Alejandría y a los personajes
que con ella tuvieron que ver son numerosísimos, aunque en su
mayoría son testimonios tardíos. Además, los historiadores del
pasado estaban muy influidos por las ideologías, hasta el punto de
que su modo de contar la historia no tenía la objetividad que en el
presente se exige a los historiadores: ciertos enemigos de Roma
acusaron a César de haber incendiado la Biblioteca, mientras que
otros atribuyeron el espantoso crimen a los árabes, a los bizantinos
o a los cristianos.
Tan dudosa realidad histórica deja cierta libertad al novelista…
¡Libertad que he aprovechado ampliamente! ¿Existieron realmente
los personajes de la novela? La respuesta es sí, salvo esa Hipatia
del siglo VII que, en mi relato, tiene mucho que ver en la decisión
final del emir Amr. Pero no es seguro que el filósofo cristiano Juan
Filopon, infatigable comentarista de Aristóteles muy conocido por
historiadores y filólogos, viviese todavía durante la conquista de
Alejandría y pudiera dialogar con Amr, como afirma Ibn al-Kifti
(1172-1248) en su Historia de los sabios. Según otras fuentes, Amr
habría mantenido algunas entrevistas con un tal Juan, patriarca
jacobita de Siria, entrevistas en las que habría participado también
un médico judío, Filareto. Teniendo en cuenta las imprecisiones
históricas, decidí basarme en la versión «romántica» de al-Kifti,
poniendo en escena al muy venerable y auténtico Filopon. Por lo
que se refiere al judío Filareto, le he dado el nombre de Rhazes, en
homenaje a un gran médico persa que vivió un siglo antes de estos
acontecimientos.
Por lo que se refiere a los sabios, eruditos y filósofos, no me he
privado de inventar, de cabo a rabo, algunos episodios de su vida.
Por si me sirve de disculpa, debo decir que se ignora prácticamente
todo sobre la biografía de Euclides, Hiparco y Claudio Tolomeo.
Sólo sus magníficas obras permanecen, al menos en parte, y eso
basta para hacerlos inmortales.
Finalmente, me he recreado vinculando entre sí a algunos
personajes, basándome en simples concordancias de fechas y
lugares. Por ejemplo, aunque parece cierto que Aristarco de Samos
fue acusado de herejía por haber afirmado que la Tierra gira
alrededor del Sol, el hecho de que fuera defendido por Arquímedes
en persona es pura ficción. Del mismo modo, el encuentro entre el
futuro emperador Marco Aurelio y el astrólogo Claudio Tolomeo
es imaginario aunque, si nos fijamos en las fechas, habría podido
producirse durante la visita que hizo a Egipto el cónsul romano.
En resumen, establecer la lista precisa de lo que es «verdadero»
y lo que es «inventado» sería tan enojoso como prosaico. Diré
simplemente que, teniendo en cuenta los elementos históricos de
los que disponía, he procurado siempre ser plausible en la
invención novelesca.
ANEXOS
PERSONAJES
Personajes principales
• Amr ibn al-As (muerto en 663).
Compañero de Mahoma y conquistador de Egipto. En 640
derrotó a las tropas bizantinas en Heliópolis y en 642 tomó
Alejandría.
• Juan Filopon (siglo VI).
Gramático y filósofo cristiano. Exégeta de la Biblia, profesó el
«concordismo» afirmando que la ciencia no contradice las
enseñanzas de los textos sagrados, siempre que éstos sean
correctamente interpretados.
• Rhazes o Al-Razi (siglos IX-X).
Médico de origen persa de finales del siglo IX, renombrado
clínico, fue el primero que describió la viruela.
• Hipatia (sobrina nieta de Filopon). Personaje ficticio.
• Omar Abú Hafsa ibn al-Jattab (581-644).
Nacido en La Meca, se opuso primero a Mahoma antes de ser
un activísimo converso. Al morir el Profeta, favoreció en 632 la
elección de Abú Bakr al califato, algo que le fue reprochado por los
chiíes, para quienes el califato correspondía al yerno de Mahoma,
Alí. Abú le designó luego como sucesor. Durante sus diez años de
califato, entre 634 y 644, el islam obtuvo una definitiva victoria
sobre los imperios vecinos. Omar murió asesinado por un esclavo
liberto.
Sabios y eruditos
• Eudoxo de Cnido (hacia 406-355 a. C.).
Alumno de Platón, astrónomo y matemático, fue el primero en
aplicarse al problema cosmológico planteado por su maestro:
encontrar un sistema de movimientos circulares que explicase el
aparente movimiento de los planetas. Aprovechó sus observaciones
astronómicas para determinar las latitudes de Cnido (en Caria) y
Heliópolis (en Egipto). Le debemos también una evaluación
precisa del año: 365 días y cuarto. Es autor de un tratado de
geografía, acompañado sin duda de un mapa, y de un tratado sobre
las estrellas.
• Aristóteles (384-322 a. C.).
Alumno de Platón, perpetuó el modelo de la Academia
fundando en Atenas una escuela filosófica y científica, el Liceo. Su
obra, que abarca todos los saberes, tuvo un considerable impacto
no sólo entre los intelectuales sino también entre los actores de la
historia: Aristóteles fue el preceptor de Alejandro Magno a partir
de 343. Sus tratados técnicos marcan el nacimiento de la ciencia
griega.
• Demetrio de Palero (hacia 350-283 a. C.).
Alumno del Liceo de Aristóteles. Gobernó Atenas entre 317 y
307, favoreciendo el desarrollo del Liceo. Expulsado, se refugió
junto a Tolomeo I Soter en Alejandría, donde fue el impulsor del
Museo y de la Biblioteca. Tolomeo II Filadelfo le hizo caer en
desgracia.
• Zenodoto de Efeso (hacia 320-240 a. C).
Primer director de la Biblioteca de Alejandría. Elaboró la
primera edición crítica de los poemas de Homero.
• Arato de Solos (hacia 315-240 a. C.).
Poeta griego nacido en Solos (Cilicia), muerto en Macedonia.
Vivió mucho tiempo en Atenas, donde siguió estudios de
matemáticas, astronomía, filosofía y literatura. Es autor del célebre
Fenómenos, un poema sobre las constelaciones extraído de un
tratado de Eudoxo, que influyó durante muchos siglos en la
literatura astronómica.
• Euclides (siglo III a. C.).
Uno de los más grandes matemáticos de la historia. Su vida es
desconocida. Al parecer enseñó en Alejandría bajo Tolomeo I
Soter, entre 323 y 285. La culminación de su obra la constituyen
los Elementos, una amplia síntesis de las matemáticas de la época
clásica en forma de manual, que presenta un conjunto de
postulados y definiciones metódicas. Contiene en especial el
famoso «quinto postulado», según el cual, por un punto del plano
sólo se puede trazar una única paralela a una recta dada.
• Herófilo de Calcedonia (hacia 330-250 a. C.).
Uno de los grandes médicos de la Antigüedad. Tras haber
estudiado en Atenas, desarrolló su carrera médica en el seno del
Museo de Alejandría, durante el reinado de Tolomeo I Soter. Fue el
primero que practicó disecciones animales y humanas, incluso
vivisecciones con condenados a muerte. Descubrió la circulación
de la sangre y el papel del corazón, formuló la primera descripción
anatómica del cerebro y los ovarios, enseñó obstetricia y la
extracción de los dientes.
• Aristilo y Timocaris (siglo III a. C.).
Astrónomos contemporáneos de Euclides, que midieron en
Alejandría las longitudes de algunas estrellas brillantes. Sus datos,
analizados por Hiparco 150 años más tarde, permitieron a éste
descubrir la precesión de los equinoccios.
• Aristarco de Samos (hacia 310-230 a. C.).
Originario de la isla de Samos, ejerció en Alejandría durante un
período que se sitúa entre Euclides y Arquímedes. Inventó un
método que permitía calcular las distancias relativas de la Tierra al
Sol y a la Luna. Precursor de Copérnico, fue el primero en entrever
la rotación de la Tierra sobre su eje y su revolución en torno al Sol,
y fue acusado de herejía.
• Cleantes de Aso (hacia 331-232 a. C.).
Filósofo griego de tendencia estoica, alumno de Zenón de Elea,
autor de un Himno a Zeus. Ejerció de acusador de Aristarco de
Samos durante el proceso de éste por herejía.
• Calímaco de Cirene (hacia 310-240 a. C.).
Poeta y gramático en la Biblioteca de Alejandría durante el
reinado de Tolomeo II Filadelfo. Uno de los mejores representantes
de la poesía alejandrina, es autor de La cabellera de Berenice.
• Arquímedes (287-212 a. C.).
Nacido y muerto en Siracusa, hijo del astrónomo Fidias,
Arquímedes fue uno de los primeros sabios de la Antigüedad que
aplicó las teorías del movimiento, inventadas por los geómetras y
los astrónomos, a la construcción de aparatos mecánicos. Entre sus
descubrimientos figuran la palanca y el tornillo de Arquímedes,
que permite hacer subir el agua con una manivela. Atraído por el
fulgor de Alejandría, hizo al menos un viaje a Egipto y mantuvo
correspondencia con sabios como Conón de Samos, Dositeo y
Eratóstenes, a quien dirigió su testamento. Arquímedes puso su
talento al servicio de la ciudad de Siracusa, para la que construyó
temibles máquinas de guerra. Fue muerto por un soldado durante el
asedio de la ciudad por los romanos.
• Conón de Samos (hacia 280-220 a. C.).
Nacido en Samos, astrónomo de la corte de Tolomeo III
Evergetes. Fue amigo de Arquímedes, con quien intercambió ideas
matemáticas. Autor de siete libros de astronomía, informes de
eclipses, de un tratado de los cónicos, al parecer inventó la espiral
de Arquímedes y dio su nombre a una constelación.
• Apolonio de Rodas (hacia 295-230 a. C.).
Poeta y gramático alejandrino, alumno de Calímaco, es autor de
la epopeya Las Argonáuticas.
• Eratóstenes de Cirene (hacia 284-192 a. C.).
Sabio universal. Nacido en Cirene (Libia), estudió en
Alejandría y Atenas y se convirtió luego en director de la
Biblioteca de Alejandría. Polivalente, se dedicó a la geometría y a
los números primos, midió la inclinación del eje de rotación
terrestre y recopiló un catálogo de estrellas. Realizó mapas
geográficos y una medición sorprendentemente precisa de la
circunferencia terrestre.
• Apolonio de Pérgamo (hacia 262-200 a. C.).
Matemático y astrónomo vinculado a la escuela de Euclides,
autor de una obra fundamental sobre las secciones cónicas.
• Aristófanes de Bizancio (hacia 257-180 a. C.).
Gramático y crítico, sucesor de Zenodoto, dirigió el Museo y la
Biblioteca de Alejandría hacia 195.
• Aristarco de Samotracia (hacia 220-143 a. C.).
Alumno y sucesor de Aristófanes de Bizancio. Autor del Canon
alejandrino, una clasificación por orden de mérito de las obras
literarias griegas, y de trabajos críticos sobre Hornero.
• Hiparco de Nicea (hacia 180-125 a. C.).
Astrónomo nacido en Nicea (hoy Iznik, Turquía), muerto en
Rodas. Sus trabajos se conocen gracias a Tolomeo. Fundador de la
astronomía de posición, estableció tablas precisas de los
movimientos de la Luna y el Sol, descubrió la precesión de los
equinoccios y realizó el primer catálogo de estrellas,
clasificándolas por magnitudes según su brillo. Puso también las
bases de la trigonometría esférica e inventó la proyección
estereográfica para la cartografía.
• Hipsiclés de Alejandría (hacia 180-120 a. C.).
Matemático, autor de un complemento a los Elementos de
Euclides donde trata del modo de inscribir los sólidos regulares en
una esfera. Astrónomo, fue el primero que dividió el Zodíaco en
360 grados.
• Posidonio de Rodas (hacia 135-51 a. C.).
Escritor griego, fundó una escuela de filosofía en Rodas, donde
tuvo entre sus alumnos a Cicerón y Pompeyo.
• Estrabón (hacia 58 a. C. - 25 d. C.).
Geógrafo. Visitó una parte del Imperio romano y dio una
descripción de Alejandría y de su Museo. Su Geografía contiene
elementos tomados de las obras de Eratóstenes, Hiparco y
Posidonio.
• Filón de Alejandría (entre 13 y 29 a. C. - 50 d. C.).
Filósofo judío de la diáspora griega, nacido y muerto en
Alejandría. Comenzó a demostrar la complementariedad del
pensamiento bíblico y las doctrinas filosóficas helenísticas,
especialmente la de Platón. Ejerció una fuerte influencia sobre los
Padres de la Iglesia, en especial sobre los de la escuela de
Alejandría.
• Séneca (hacia 4 a. C. - 65 d. C.).
Filósofo latino. Formado en la escuela estoica, hizo una
apología del ascetismo y de la renuncia a los bienes terrenales.
Autor de las Consolaciones, de tratados morales, de las Cuestiones
naturales. Preceptor de Nerón, éste le ordenó que se cortara las
venas.
• Epicteto (hacia 50-130).
Esclavo manumitido por Nerón, se convirtió a la filosofía
estoica y dio entonces lecciones públicas. Expulsado con los demás
filósofos estoicos de Roma por Domiciano, en el año 94.
• Herón de Alejandría (siglo I).
Matemático y mecánico al que se atribuye el invento de varias
máquinas, entre ellas una fuente de chorros de agua propulsados
por aire comprimido. Sus Pneumáticos detallan numerosas
máquinas y «robots» que remedan las acciones humanas y
funcionan de acuerdo con los principios de la hidráulica.
• Menelao de Alejandría (hacia 70-130).
Matemático, autor de un tratado sobre los triángulos esféricos y
sus aplicaciones en astronomía.
• Marino de Tiro (fines del siglo I).
Matemático y geógrafo, su obra sólo es conocida a través de la
de Tolomeo, que utilizó sus trabajos para elaborar su propia
Geografía.
• Claudio Tolomeo (hacia 85-165).
Sabio universal, nacido en Tolemaida (Tebaida), muerto en
Canope. Nada se conoce de su vida, salvo que hizo observaciones
astronómicas en Alejandría durante los años 127-141, pero su
abundante obra marca la cima de la ciencia de la Antigüedad. Es
autor de la Composición matemática o Gran sintaxis, más conocida
con el nombre de Almagesto, que siguió siendo la obra de
referencia de la astronomía hasta Copérnico y Kepler, en el siglo
XVI. Expuso en ella su sistema del mundo, un modelo matemático
que se ajustaba a las observaciones astronómicas. En su Geografía
describió los métodos de proyección y trazó los primeros mapas
precisos. Del resto de sus obras destacan un tratado fundamental de
astrología, conocido con el nombre de Tetrabiblon, y los
Harmónicos, sobre la teoría matemática de los sonidos.
• Claudio Galeno (131-201).
Médico nacido en Pérgamo, muerto en Roma. Hijo de
arquitecto, prosiguió sus estudios en Alejandría y luego conquistó
por su saber la capital del Imperio romano, donde fue médico de
Marco Aurelio. Sus disecciones de animales le permitieron hacer
importantes descubrimientos anatómicos sobre el sistema nervioso
y el corazón. Redactó gran número de tratados, buena parte de los
cuales ardió en el incendio de su biblioteca, en 192, y luego se
encargó de reescribirlos. Punto culminante de la medicina griega,
su obra fue imprescindible para dicha materia hasta mediados del
siglo XVII.
• Diofante (mediados del siglo II - mediados del siglo III
aprox.).
Matemático de la escuela de Alejandría cuya vida es muy poco
conocida. Su obra, Las aritméticas, constituye el apogeo del
álgebra griega y ejerció considerable influencia sobre el desarrollo
de las matemáticas árabes.
• Papo de Alejandría (hacia 290-350).
El último de los grandes geómetras griegos. Su obra más
importante es una Colección matemática en ocho libros.
• Teón de Alejandría (hacia 335-395).
Profesor de matemáticas y de astronomía, director general del
Museo de Alejandría. Hizo comentarios sobre el Almagesto de
Tolomeo, sobre las obras de Euclides y sobre las teorías que
mezclaban astronomía y música. Padre de Hipatia.
• Hipatia de Alejandría (hacia 370-415).
Matemática, astrónoma y filósofa de la escuela platónica,
nacida y muerta en Alejandría. Primera mártir de la intolerancia
religiosa contra la ciencia. Sus obras (perdidas todas ellas) incluían
un Canon astronómico, un comentario a la Aritmética de Diofante,
un comentario al Tratado de los cónicos de Apolonio de Pérgamo,
y editó el tercer libro de los Comentarios sobre el Almagesto de
Tolomeo de su padre Teón. Sólo subsisten algunas cartas que
Sinesio dirigió a Hipatia, pidiéndole consejo para la construcción
de un astrolabio y un hidroscopio.
• Sinesio (hacia 370-415).
Filósofo griego natural de Cirene. Discípulo de Hipatia, se
convirtió al cristianismo y fue nombrado obispo de Tolemaida.
Intentó conciliar el platonismo con el cristianismo. Dejó escritos
sobre los sueños, sobre las funciones de un astrolabio, cartas a
Hipatia.
• Simplicio (hacia 500).
Historiador y filósofo neoplatónico que trabajó en Alejandría.
Comentarista de Aristóteles y Epicteto, intentó conciliar los
pensamientos de Platón y de Aristóteles al tiempo que se oponía al
cristianismo.
• Juan Fausto (hacia 1480-1540).
Médico y astrólogo alemán. Numerosas obras literarias y
musicales, tomaron como protagonista a este personaje, hasta el
punto de hacerlo legendario.
• Nicolás Copérnico (1473-1543).
Astrónomo polaco nacido en Torún, muerto en Frauenburg.
Tras estudiar matemáticas, astronomía, medicina y derecho en
Cracovia y en Bolonia, fue nombrado canónigo de Frauenburg.
Consagró su tiempo libre a la astronomía y se interesó, a partir de
1507, por la cuestión de los movimientos planetarios.
Señaló el hecho de que el sistema geocéntrico no permitía
predecir correctamente los movimientos. Abandonando la teoría de
Tolomeo, Copérnico recuperó las ideas de Aristarco de Samos
según las cuales la Tierra no ocupa el centro del Universo sino que
gira alrededor del Sol, como los demás planetas. Copérnico explicó
también el movimiento diurno de las estrellas por la rotación
terrestre. Publicó sus teorías en Núremberg, justo antes de su
muerte, en mayo de 1543, en su De Revolutionibus orbium
caelestis. Esta nueva concepción, corroborada el siguiente siglo por
los trabajos de Kepler y Galileo, contribuyó a que la cosmología se
independizara de la teología.
CUADRO SINÓPTICO DE LOS
REYES Y LOS SABIOS
NOTAS ERUDITAS
[1]
Según el teorema de Pitágoras, en un triángulo rectángulo el
cuadrado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de
los catetos. El triángulo cuyos lados tienen longitudes enteras 3, 4

y 5 es rectángulo, pues 32 + 42 = 52 (9+16 = 25).

El teorema de Pitágoras y el caso particular del triángulo mágico.


<<
La formulación original del postulado llamado «de las paralelas»,
[2]

tal como lo presenta Euclides en el libro I de los Elementos, es


distinta de esta versión, más conocida, que se debe al matemático
escocés John Playfair (siglo XVIII). <<
[3]
En realidad, el Sol está 400 veces más lejos que la Luna (véase
nota 5). La distancia Tierra-Sol es en efecto de 150 000 000 km y
la distancia Tierra-Luna es de 384 000 km. <<
En realidad, el diámetro del Sol (1 400 000 km) es 109 veces
[4]

superior al de la Tierra (12 800 km), y su volumen un millón de


veces mayor. <<
[5]
Aristarco de Samos determinó la relación de las distancias
Tierra-Sol TS y Tierra-Luna TL midiendo el ángulo formado por
las rectas TS y TL en el momento en que la Luna está en su cuarto.
Pero, por una parte, es difícil determinar el momento en que el
disco lunar está exactamente dividido en dos partes iguales, y por
otra, la línea de sombra no es estrictamente rectilínea. Aristarco
cometió pues un error: midió a = 87°, en vez de a = 89,86°. Dedujo
de ello que TS/TL = 1/cos 87° ~ 20, en lugar de TS/TL = 1/cos
89,86° ~ 400. El valor de Aristarco, aunque muy inferior al valor
real, demostraba sin embargo que el Sol estaba mucho más alejado

de lo que antaño se había creído.

Método de Aristarco para determinar las distancias relativas del


Sol y de la Luna. <<
[6]
El rompecabezas planteado por Arquímedes a su amigo
Eratóstenes y a los matemáticos de Alejandría consistía en
encontrar el número total de cabezas de ganado de un rebaño
teórico —el de los «bueyes del Sol»— a partir de las proporciones
existentes entre las distintas poblaciones que lo componen: toros
negros, blancos, pardos, manchados y vacas negras, blancas, pardas
y manchadas, sabiendo que el total de los toros blancos y negros
debe estar contenido en un cuadrado y el de los toros pardos y
manchados en la superficie de un triángulo. El problema es un
verdadero «infierno» en el que Arquímedes no entró: no dio la
respuesta. Hoy sabemos que la solución formaría un número de
120 000 cifras. <<
[7]
Hasta el siglo XIX los matemáticos no descubrieron que el
postulado de las paralelas es el que caracteriza de modo único la
geografía euclidiana. Si se infringe, la geometría cambia
fundamentalmente de naturaleza: se convierte en no euclidiana y
permite presentar el modelo de un espacio dotado de una curvatura.
En el siglo XX, con la teoría de la relatividad general de Einstein, se
advirtió que el espacio cósmico se representa justamente por una
geometría no euclidiana. <<
[8]
Los números primos eran objeto de fascinación desde el tiempo
de los pitagóricos. Un número es primo si sólo es divisible por sí
mismo y por uno. La criba de Eratóstenes consiste en establecer la
lista de todos los números enteros y proceder por eliminación.
Partamos de 2, el menor de los primos. Tachemos todos sus
múltiplos: 4, 6, 8, etc. El primer número no tachado es 3, y es
primo. A continuación hay que tachar todos sus múltiplos: 6, 9, 12,
15, etc. El primer número no tachado es 5. Se prosigue así el
proceso, hasta el infinito… La criba de Eratóstenes permite, por
ejemplo, encontrar fácilmente los veinticuatro números primos
hasta 100: 2,3,5,7,11, 13,17, […], 97. <<
[9]
Cuando los rayos solares caen verticalmente sobre Siene, forman
cierto ángulo a en Alejandría (este ángulo se calcula a partir de la
longitud d de la sombra que proyecta un bastón vertical de altura
h). Ahora bien, este ángulo a es igual al arco que separa Siene de
Alejandría (teorema de la igualdad de los ángulos
alternos/internos). Eratóstenes encontró un ángulo de 7,2°, es decir
de 1/50 de círculo (50 x 7,2° = 360°). La circunferencia de la

Tierra es pues 50 veces la distancia entre Siene y Alejandría.

Método de Eratóstenes para determinar la circunferencia de la


Tierra. <<
En la Antigüedad, existían varias unidades llamadas estadio; la
[10]

más utilizada era el «estadio de Olimpia», que equivalía a 157,50


metros. Los 250 000 estadios calculados por Eratóstenes
corresponden pues a 39 375 km, un margen de error inferior al 1%
con respecto al valor moderno. Para que la medida sea correcta,
Siene y Alejandría deben estar situadas en el mismo meridiano.
Eratóstenes sabía que existen grandes círculos fácilmente
reconocibles en el globo esférico de la Tierra: los meridianos,
orientados de norte a sur. Para realizar su operación, eligió el
meridiano más conocido, el de Rodas, que pasa por Alejandría,
Siene y sigue, más o menos, el curso del Nilo. Ahora bien, aunque
el Nilo corra, aproximadamente, a lo largo de una línea norte-sur,
Eratóstenes sabía muy bien, como muestra su mapa de Egipto, que
se desvía ligeramente hacia el este. Pero el error es desdeñable, lo
que explica la extraordinaria precisión del resultado de Eratóstenes.
<<
[11]
Estas «tablas de cuerdas» calculadas por Hiparco son
precursoras de nuestras tablas trigonométricas que dan los senos y
los cosenos de los ángulos. <<
[12]
El fenómeno de precesión de los equinoccios sólo encontró
explicación dos milenios después de Hiparco, con el concepto de la
atracción universal de Newton. A causa de las perturbaciones
debidas a la atracción conjunta de la Luna y el Sol sobre el globo
terrestre, el eje de rotación de la Tierra no mantiene la misma
dirección en el espacio: describe muy lentamente un cono, con un
período cercano a 26 000 años, lo que corresponde a un valor de
50,3 segundos de arco por año (un período completo corresponde a
360 grados, estando cada grado dividido en 60 minutos y cada
minuto en 60 segundos). El valor medido por Hiparco, 46
segundos, estaba pues muy cercano al valor moderno. <<
La Composición matemática de Tolomeo sería traducida al
[13]

árabe en el siglo IX por Tabit ibn Qurra y se llamaría en adelante


Almagesto, que significa «el muy grande». <<
El más célebre tratado de música de la Antigüedad, debido a
[14]

Nicómaco de Gerase, designa los grados de la escala de siete tonos


con los nombres de Hipate, Mete, Mese, Quarte, etc. Esos grados
definían la armonía que, supuestamente, regía el mundo de los
astros. El Hipate, primer grado de la escala de los sonidos,
corresponde a lo que los músicos de hoy denominan la nota
fundamental o tónica. <<
AGRADECIMIENTOS
En la elaboración de esta obra, André Balland fue mi Demetrio de
Palero, y Olivier Ikor, mi bastón de Euclides. Por lo que se refiere
a la Fondation des Treilles, fue mi Museo de Alejandría: como los
Tolomeos de antaño, sus príncipes permiten a sabios y poetas
sondear los secretos del Universo con toda tranquilidad, alojados y
—muy bien— alimentados. ¿Cómo agradecérselo a los príncipes?
NOTAS
[1]
20 de enero de 331 a. C. <<
[2]
Hacia 270 a. C. <<
[3]
Actual Asuán. <<
La palabra pergamino procede del griego pergamênê, «piel de
[4]

Pérgamo». <<
[5]
40 d. C. <<
[6]
Hoy Menchiyeh, en el Alto Egipto. <<
El Profeta abandonó La Meca el 16 de julio de 622. Esta
[7]

migración, en árabe hijra (hégira), se toma como origen de la era


musulmana. <<
[8]
Hacia 370 d. C. <<
[9]
22 de diciembre de 642. <<
[10]
El término minarete procede del árabe manara, «faro». <<

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