Jean Pierre Luminet - El Incendio de Alejandría
Jean Pierre Luminet - El Incendio de Alejandría
Jean Pierre Luminet - El Incendio de Alejandría
EL INCENDIO DE
ALEJANDRÍA
Traducción de
Manuel Serrar
Título original: Le baten d'Euclide
Traducción: Manuel Serrar
1° edición: febrero 2003
© Éditions Jean-Claude Lattés, 2002
© Ediciones B, S. A.
Bailén, 84 - 0800v Barcelona (España)
www.edicionesb.com
Printed in Spain
ISBN: 84-666-1069-3.
Depósito legal: m.259-2003
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TABLA DE CONTENIDOS
El incendio de Alejandria
Mapa
ALEJANDRÍA, AÑO 642
I
II
III
IV
MILENIO
El Universo en rollos (Primer curso de Filopon)
Donde Amr se ejercita en la filosofía
La Biblia de los Setenta (Primer panfleto de Rhazes)
Donde Amr se reconoce traductor
Las insolencias de Euclides (Primer canto de Hipatia)
Donde Amr hace la corte
Las estrellas y la arena (Segundo canto de Hipatia)
Donde Amr se ejercita en la ironía
Los atletas del saber (Segundo panfleto de Rhazes)
Donde Amr se reconoce poeta
La guerra de las bibliotecas (Segundo curso de Filopon)
Donde Amr se hace romano
La cabellera de Berenice (Intermedio nocturno)
El soldado y la diosa (Tercer curso de Filopon)
Donde Amr pide ayuda
El judío y el emperador (Tercer panfleto de Rhazes)
Donde Amr se pregunta sobre el destino
El astrólogo y el estoico (Cuarto panfleto de Rhazes)
Donde Amr cambia de bando
La mujer y el obispo (Ultimo canto de Hipatia)
Donde Amr se hace escriba
SABIDURÍA HUMANA
El mensaje
Omar
Silogismos
Las termas de Alejandría
EPILOGO
El bastón de Nicolás
POSTFACIO
ANEXOS
Personajes
Cuadro sinóptico de los reyes y los sabios
Notas eruditas
Agradecimientos
Notas
A la memoria de André Balland
ALEJANDRÍA, AÑO 642
I
Bajo el delgado creciente lunar, se recortaba la silueta de dos altas
torres gemelas, que enmarcaban el portal de la ciudad amurallada.
El emir Amr ibn al-As observó con aire pensativo las pesadas
puertas claveteadas del barrio de los palacios, que brillaban
débilmente a la luz de las hogueras de los vivaques y al resplandor
intermitente del Faro. Allá en Medina, el califa Omar, príncipe de
los creyentes, le había ordenado hacer desaparecer todo rastro de
paganismo en la orgullosa Alejandría. Destruiría, pues, esas torres.
Mil años de civilización tenían que perecer mediante el fuego y la
espada.
A Amr eso no le gustaba. Por muy guerrero que fuera, prefería
convencer con la palabra que vencer por la fuerza. E imaginar que
su nombre pasaría a la posteridad como el de un destructor no le
complacía en absoluto. Alzó entonces los ojos al cielo nocturno,
como si pretendiera descifrar un mensaje en los clavos de oro que
brillaban en lo alto. Era un cielo menos puro que el del gran
desierto, pues lo enturbiaba la cercanía del mar. Al día siguiente,
Amr entraría en Alejandría. No como antaño, en calidad de un
comerciante que conducía sus camellos cargados de seda y
especias, sino como un guerrero, como el conquistador de Egipto a
la cabeza de sus beduinos.
En la toma de los arrabales se había mostrado magnánimo. Ni
un templo pagano saqueado, ni una casa de cristiano o de judío
desvalijada, ni una mujer violada. Sus beduinos se habían
comportado como liberadores, así se lo había ordenado. Pero
mañana sería otra cosa. El barrio de los palacios era rico y sus
soldados no comprenderían que se les prohibiera aprovecharse de
ello. Y, además, sería preciso derribar esas estatuas de divinidades
paganas que los griegos conservaban con la excusa de que eran
arte, y esos idólatras retratos de la faz de Dios y de sus profetas.
Por otro lado, habría que quemar todos aquellos libros de los
tiempos antiguos, que propalaban supersticiones y mentiras.
Como sentía curiosidad por las cosas foráneas, Amr no iba a
disfrutar destrozando todo aquello. La poesía sobre todo le parecía,
pagana o no, respetable y vinculada siempre a lo sagrado. Cuando
todavía era un simple comerciante, Amr había viajado mucho. Sus
caravanas le habían llevado hasta Antioquía, al norte, a Isfahán
hacia levante y, naturalmente, a Alejandría, a poniente. Poco
seguro aún de su fe en la palabra del Profeta, una vez que había ya
colocado sus mercancías en esas ciudades extranjeras, se reunía
con magos, sacerdotes, rabinos, y les hacía mil y una preguntas
sobre sus cultos, sus leyendas, la concepción que tenían de la
Tierra y del Universo. Había aprendido así a conocer al otro, a
comprender al extranjero. Se interesaba por todo, incluso por su
comida, de modo que había adquirido un halagador bagaje de
conocimientos que le había convertido, en Medina y en La Meca,
en un letrado escuchado por los ancianos y los poetas. Pero ya no
había lugar para los intercambios ni las preguntas. La guerra santa
no se prestaba a ello. Como la ola vuelve a la arena, Amr había
regresado, junto con sus hordas de guerreros del desierto, para
sumergir Alejandría.
II
Filopon se dijo, con una amarga sonrisa, que el jinete del
Apocalipsis era muy impaciente: si hubiera aguardado aún
veintitrés años, Alejandría habría festejado su milenario entre
llamas y sangre, proclamando el reino del Anticristo.
Por otra parte, ¿no había llegado ya el fin de los tiempos?
¿Acaso el Museo rodeado de peristilos no estaba sufriendo una
muerte lenta, con sus losas de mármol agrietadas por las saxífragas,
sus pilares mancillados por inscripciones obscenas, mientras en las
salas de la Biblioteca de rotas ventanas y dentro de los armarios
corroídos por los insectos, el calor y la humedad hinchaban,
amarilleaban y agrietaban los rollos de papiro y los pergaminos
encuadernados, a los que ni siquiera protegía ya su irrisoria
cubierta de polvo?
Y él, Juan Filopon, ¿no estaba cubierto también por el polvo de
los años? Toda una vida —un siglo casi— intentando salvar mil
años de labor y de sapiencia humanas en busca de la verdad del
Universo se vería, mañana, reducida a la nada. Esos mil años se
amontonaban ahí, en un desorden que no dejaba de crecer. No
había ya pacientes copistas que transcribieran los manuscritos
llegados desde los cuatro puntos cardinales, ni eruditos traductores
que trasladaran al griego las leyendas, los mitos y la ciencia de los
imperios de levante. Ni tampoco sabios para clasificar, examinar,
redescubrir y glosar las obras de los antiguos. Sólo quedaba él,
Juan Filopon, filósofo cristiano, venerable gramático y, sobre todo,
el último bibliotecario al que la muerte iba a llevarse muy pronto.
Él, pero también Rhazes, sabio médico, su abnegado ayudante, que
velaba por la Biblioteca como si fuera el más frágil de sus
pacientes. Lamentablemente, aquel hombre, joven aún, era judío y
mostraba un escepticismo irónico ante las polémicas que
desgarraban la Iglesia cristiana. Un judío, bibliotecario del Museo
de Alejandría, ¿cómo pensarlo siquiera? ¿Cómo pensar, también,
en poner al frente de la mayor biblioteca del mundo a la bella
Hipatia, la sobrina nieta del viejo gramático, a quien el estudio de
Euclides y Tolomeo hacía olvidar en exceso la lectura de Pablo y
de Agustín? Además, era sólo una mujer.
Desde hacía mucho tiempo, del mar ya no llegaban barcos
cargados de lana, de vino, de aceite, de especias, de metales
preciosos y de libros. Roma estaba en manos de los bárbaros,
Atenas era un lejano arrabal de Constantinopla, Pérgamo un nido
de águilas ya vacío y Jerusalén una aldea miserable cuya propiedad
los camelleros disputaban a los perros.
Sin embargo, a veces, atracaba en el puerto un mercader
famélico que venía a vender a Filopon algunos volúmenes
desportillados que el anciano hojeaba con hastío para encontrar en
ellos, con sus ojos fatigados, la misma glosa remachada, la misma
coja exégesis de truncadas citas de Orígenes, Basilio o Agustín.
Algunos años antes, Filopon había tenido ocasión de hablar con
uno de esos mercaderes árabes que habían intentado venderle su
libro sagrado. Era obra de uno de esos innumerables y falsos
profetas que proliferaban entre Jerusalén y la Arabia Feliz, medio
locos y charlatanes pues, para ser convincentes, esos energúmenos
tenían que creer, ellos mismos, en sus fábulas.
Como Filopon no descifraba esa escritura ideográfica de
caracteres bastante hermosos pese a estar grabados en omoplatos
de dromedarios o en piel de cabra, rústica prima del pergamino, le
pidió al mercader en cuestión que le leyera el texto.
Era una ingenua visión del Antiguo y del Nuevo Testamento,
en la que un profeta nómada, el tal Mahoma, contaba la historia de
Moisés, María y Jesús a los paganos como se hace con los niños.
Todo aquello era ignominiosamente blasfemo; Mahoma llegaba
incluso a decir que los cristianos eran politeístas y el Salvador un
profeta como muchos otros. Pero ese simple modo de hablar podía
seducir a campesinos y pastores. Prueba fehaciente de ello era ese
ejército de beduinos contra el que la humilde gente egipcia, pagana
sin embargo, no había resistido ni en Heliópolis ni en los arrabales
de Alejandría. Y, ahora, el invasor aguardaba la aurora para romper
las puertas de la ciudadela griega, última muralla de la civilización,
y destruir lo que quedaba por destruir, quemar lo que quedaba por
quemar.
Filopon habría podido guardar el libro en cuestión e intentar
aprender la lengua árabe, pero debía ser prudente, incluso en
Alejandría. A los doctores en teología de Bizancio, sus enemigos,
les habría sido fácil acusarle de simpatizar con la secta de esos
bárbaros. Había dejado, pues, que el mercader se fuera, pero se
quedó amargado al no poder proseguir la obra de sus ilustres
predecesores, cuya ambición era recolectar todos los libros del
mundo. El mercader le había asegurado que las palabras de
Mahoma que se recitaban en público sólo estaban anotadas en este
libro de modo muy parcial. El supuesto profeta, que era analfabeto,
no las había consignado por escrito, pero sus compañeros conocían
de memoria los seis mil doscientos treinta y seis versículos
directamente inspirados, según creían, por Dios.
Rhazes, el ayudante del viejo gramático, había tenido menos
escrúpulos: había aceptado guardar en su casa ese Corán para
estudiarlo. De hecho, lo hacía para enriquecer su colección de
objetos curiosos y divertidos que le gustaba enseñar a sus amigos:
piedras o maderos de formas extrañas arrastrados por el mar,
fragmentos o copias de estatuillas del antiguo Egipto de los
faraones, ingenuas figuras garabateadas sobre nácar por pescadores
o mendigos. De todos modos, como buen médico, a Rhazes sólo le
interesaban los misterios del cuerpo; siendo judío, se negaba a
tomar parte en los debates teológicos que, sin embargo, conmovían
la tierra entera. A la sazón, Filopon lamentaba no haber adquirido
los escritos en cuestión. Tal vez habría podido volverlos, como un
arma, contra los bárbaros. Unos bárbaros que, mañana, tomarían la
ciudad. ¿Qué destino reservaban a los millones de retazos de
pensamiento humano amontonados allí? Era ya un milagro que
Filopon hubiese logrado salvarlos durante los sombríos decenios
que acababan de transcurrir. Ni los persas, ni los obispos de
Bizancio se habían atrevido a destruir la Biblioteca o a saquearla.
Pero, esta vez, estaba en efecto en peligro de muerte. De modo que
Juan Filopon aguardaba la liberación, en las largas salas silenciosas
del Museo abandonado.
III
—¡Esta es la obra de Dhu al-Qarnain, el que tenía dos cuernos!
Amr dijo esas extrañas palabras en un griego casi perfecto en el
que sólo afloraba un leve acento gutural. Filopon levantó la cabeza
y le contempló con aire asombrado. Cuando, de madrugada, había
oído el ruido de los pasos y el tintinear de las armas de los soldados
que penetraban en el Museo, el viejo filósofo había decidido morir
imitando a Arquímedes. Había abierto en la mesa de mármol una
antigua copia del Hippias Mayor y anotado, al margen de la
fórmula de Sócrates: «Digo que, a nuestro entender, lo bello es lo
útil», el inicio de un comentario: «Sin duda, pero…», dejando
voluntariamente su frase en suspenso. Al cabo de un instante, la
espada le atravesaría y, durante siglos, la posteridad repetiría que,
una vez más, el pensamiento había perecido, inconcluso y ahogado
en sangre. Era una impostura irrisoria, pero una sublime
advertencia para las generaciones futuras.
—¿El que tenía dos cuernos? —preguntó—. Ignoro de quién
hablas, general. ¿Es acaso uno de vuestros sanguinarios ídolos,
Baal o Moloch, para quienes degolláis mujeres y niños en vuestras
regiones salvajes?
Filopon esperaba que el conquistador árabe, enfurecido por esa
insolente réplica, acabaría deprisa con él. Pero, por el contrario,
Amr soltó una enorme y franca carcajada:
—Si hubieras aceptado el libro que antaño te ofrecí sabrías,
noble anciano, que hablo de aquel a quien vosotros llamáis
«Alejandro», y a quien el Profeta denominaba Dhu al-Qarnain, o
Iskandar.
¡De modo que era él! El mercader vivaracho que había
intentado venderle aquellos omoplatos grabados había regresado,
revestido con la arrogante coraza del guerrero. Y no tendía a
Filopon unos torpes versículos, sino una espada. El viejo filósofo,
desconcertado por un instante, se dijo que a fin de cuentas el
general quizá fuera menos temible de lo que parecía. No pudo
evitar una sonrisa. ¡De modo que las fábulas referentes a Alejandro
Magno habían llegado a los confines del mundo! El propio
Alejandro, en su afán por ser divinizado en vida, pretendió que le
había entronizado el dios egipcio Amón, al que representaban con
cabeza de carnero, en el oasis de Siwa. Luego, había ordenado que
a partir de entonces todas las efigies suyas que se fabricaran en
Alejandría llevasen en la frente los cuernos del ídolo.
Sin embargo, Amr había percibido la escéptica sonrisa del
anciano. Con gesto autoritario, despidió a su escolta, tomó un
taburete y se sentó familiarmente al otro lado de la mesa.
—El ignorante beduino que soy, oh sabio Filopon, ha
comprendido muy bien que ésa era una parábola que el
Omnipotente dictó a su Profeta para indicar que, al igual que
Alejandro edificó esas murallas de bronce, Alá había construido el
infierno como morada para los infieles.
Filopon se sintió incómodo. El, que se había preparado toda la
noche para una muerte gloriosa a manos de un bruto, se encontraba
charlando con un hombre de unos cuarenta años, afable y
encantador, de gestos suaves y sensuales, ojos de un negro
profundo y brillante, elegante en su larga túnica de seda blanca con
adornos de oro.
Recuperó la esperanza. No todo estaba perdido. ¿Acaso el sabio
Casiodoro no había, en su tiempo, salvado Roma al convertirse en
consejero del godo Teodorico? Amr nada tenía de bruto. Además,
acababa de revelar una de sus debilidades: como todo militar,
soñaba con alcanzar la gloria de Alejandro. No había que
alarmarle. Filopon decidió cambiar de actitud trocando el tono
sarcástico que había adoptado hasta entonces por el del viejo sabio,
paternal y resignado.
—Tienes razón, general. De la voluntad de Alejandro nació
esta ciudad. El mayor soldado del universo descansa en ella, pues
su cuerpo fue enviado aquí desde Babilonia en un ataúd de oro.
Lamentablemente, su mausoleo fue pillado por no sabemos qué
invasores.
Era una flagrante mentira histórica, pero el árabe comprendería
la alusión y desvelaría sus intenciones.
—Ignoraba el hecho —replicó Amr con un poco de ironía—.
Cuando, como mercader llegado de mi desierto, preguntaba yo a
mis clientes por la tumba de Alejandro, me contaban que un
antiguo rey de tu gran ciudad había cometido el sacrilegio de
apoderarse de los tesoros que albergaba el mausoleo, para pagar su
ejército y lanzarse a la guerra contra su propio hermano, que le
disputaba el trono. Sin duda era una de esas fábulas que corren de
feria en feria y que el crédulo beduino que soy se tragó
ingenuamente…
Filopon se mordió los labios. De nuevo había infravalorado los
conocimientos de su interlocutor. Amr fingió no ver esa turbación
y prosiguió:
—Nuestras tumbas, las de los discípulos del Profeta, no corren
el riesgo de ser profanadas. Ponemos a nuestros muertos en la
tierra para que lleguen desnudos a los jardines de Alá, donde todo
les será proporcionado, Y desnudos seguirán hasta el día de la
Resurrección y del Juicio.
—No estaremos desnudos el día del Juicio, sino que
cargaremos con nuestros pecados y nuestros crímenes. Y los que
roban, desvalijan, matan, destruyen la obra del Creador que ha
dado al hombre, al revés que al animal, el poder de comprender el
mundo para mejor adorarle, arderán en el infierno por toda la
eternidad. ¿Lo sabes, general Amr?
—Lo sé, y sé también por qué el Creador aniquiló Sodoma y
Gomorra.
—No eres el ángel de la muerte —replicó con dulzura
Filopon—. Y Alejandría no es la nueva Babilonia.
Se miraron con fijeza, en silencio, unos instantes. Un viento
frío procedente del mar silbaba bajo el peristilo y hacía temblar el
pergamino de Platón puesto sobre la mesa. Amr inspiró
profundamente y dijo por fin:
—Cierto es que soy sólo un mercader que se hizo soldado de
Dios. Cierto es también que eres un hombre virtuoso y sabio,
Filopon, pero es cierto asimismo que los sumos sacerdotes de tu
religión son ricos, a pesar de la ejemplar pobreza de ese profeta al
que llamáis dios, Jesús. Ya te lo he dicho: soy soldado. Obedezco
las órdenes de mi califa, el comendador de los creyentes, Omar
Abú Hafsa ibn al-Jattab. Si decide que tu ciudad debe ser castigada,
castigaré. Si hace un acto de clemencia, obedeceré con alegría.
Filopon había imaginado a Amr y su ejército como una de esas
hordas que desde las llanuras del norte se precipitaban sobre la
Cristiandad, comandadas por jefes de guerra que se atribuían, cada
uno de ellos, el título de rey y tenían como único dios, como único
ideal, el oro y la riqueza que pensaban hallar tras los muros de
Roma o de Constantinopla. Pero esta vez tenía frente a él a un
verdadero general, que obedecía las órdenes de ese Omar, rey o
papa de Arabia, y que conocía el Antiguo y el Nuevo Testamento,
aunque esos heréticos hubieran creído conveniente añadir un
tercero, el Corán, que no resistiría el más bobo de los debates
teológicos. Pero, al menos, Filopon se había tranquilizado: éstas
eran gentes del Libro. Así pues, tal vez respetaran los demás libros,
los que contenía la Biblioteca. Además, por el tono que había
empleado Amr para hablar de su «califa», como él decía, el viejo
filósofo había notado que el general no sentía por su monarca toda
la veneración que le debía. Éste era un asunto que también valía la
pena investigar.
—Ignoro —dijo por fin— por qué crimen quiere tu señor
castigar a esta ciudad, que fue la mayor del mundo y a la que
llamaron la nueva Atenas. ¿Es acaso un crimen resistirse a un
invasor? ¿Y quién se os resistió en este último asalto? Los navíos y
los soldados de Bizancio. Pero han huido. La ciudad es tuya y sólo
tienes ante ti, como vencido, a un viejo cuya sola esperanza es ya
únicamente la de consagrar sus últimos días a la preservación de
todo el saber que le rodea y que es el único ejército que puede
presentarte resistencia.
El semblante de Amr se encendió. Al minimizar así su victoria,
Filopon ofendía al estratega.
—¿Qué fuerza tienen esos libros, qué poder tienen contra los
soldados de Dios, contra la palabra de los profetas, contra el último
de ellos, el postrero, el más grande? ¿Cuentan acaso algo distinto a
lo que dijeron Moisés, Jesús y Mahoma, y que les dictó el
Altísimo? Pues todo está ya dicho, anciano, en la Biblia y el Corán.
Quienes escribieran de un modo distinto irían contra la verdad
emitida por la propia voz de Dios. Y eso sería la voz del demonio.
Amr profirió esta afirmación con una tranquila certeza. Ni la
menor sombra de duda había rozado su ancha frente marcada por la
arena y el sol. Y Filopon pensó que, a su modo, el guerrero del
desierto reproducía las mismas ideas que los doctores de la Iglesia,
a quienes durante tanto tiempo se había enfrentado. Pero, esta vez,
no se trataría de navegar hábilmente por las caprichosas aguas de la
dialéctica. El viejo filósofo tenía frente a él una roca de
certidumbre, una fe sencilla y sin florituras, tal vez algo tosca. Pero
para agrietar esa roca necesitaría más fuerza que las finas agujas de
la erudición con las que Filopon tan bien sabía, por lo común,
pinchar al adversario. Si Amr hubiera sido el más estúpido de sus
alumnos, el filósofo habría podido al menos verter en ese vacío
algo de saber. Pero Amr no estaba vacío y no era su alumno.
—El demonio está en todos nosotros, general, y tal vez se haya
introducido también en estos anaqueles. Pero Dios distribuyó entre
nosotros el amor a lo hermoso, el amor a lo útil, ¿y qué es más
hermoso, más útil que el Universo que Él creó para nosotros? Esta
belleza, esta utilidad es lo que intentan celebrar, desde la noche de
los tiempos, los escritos que nos rodean.
—¿Y dicen algo más que el Corán?
—No lo sé, pues no he leído tu Corán. Y créeme que hoy lo
lamento.
—Si no valen para nada, ¿de qué sirve amontonarlos así en el
polvo?
—Antes de condenar, antes de quemar, Amr, aprende a
conocer, por lo menos, lo que contienen.
—Que así sea, habla. E intenta convencerme.
—Soy viejo, hijo mío, y conozco demasiadas cosas. No sabría
por dónde empezar. ¿Me autorizas a pedir ayuda? Allí donde la
vejez, en exceso llena de saber, no sabría que decirte, la juventud
podrá hacerlo.
—¿Y quiénes son esos jóvenes?
—Un judío y una mujer.
IV
Con paso presuroso, Hipatia y Rhazes atravesaron los dos peristilos
y el peripato antes de penetrar en la Biblioteca. Al ver aparecer a la
joven, Amr se levantó, pero Hipatia no le dio tiempo para hablar.
Le tendió una rama de olivo cargada de frutos y dijo, acompañando
su gesto con una graciosa genuflexión:
—Si quieres convertirte, Amr, en dueño de nuestros parajes,
aprende primero a acariciar el rugoso tronco del olivo bienhechor,
rogándole que te ofrezca sus frutos henchidos de un aceite dorado.
Aprende también a besar el racimo de uva como a una mujer, para
que te inunde algún día con su vinosa voluptuosidad. Aprende
además a hablarles a los trigales como les hablas a tus soldados. De
sus espigas llegará el pan como la más hermosa de tus conquistas.
Del trigo, de la viña y del olivo nace la paz, nace el Libro.
Subyugado, Amr unió las manos y se inclinó diciendo:
—¿Cómo pueden ocultarse tanta gracia y poesía entre tanta
sombra y polvo? Una joven dama como tú está hecha para tener un
buen marido y hermosos hijos. Perdida así entre libros, acabarás
desecándote como un viejo papiro.
Hipatia hizo un coqueto gesto de enfado:
—Si estás presentándome una demanda de matrimonio,
general, me parece muy brutal. Mi tío me había hablado de ti como
un hombre cortés y pausado.
—Perdóname. Soy sólo un soldado del desierto y nunca he
conocido, en mi árida vida, una mujer que aliara tanta belleza con
tanta ciencia.
—Desconfía de las griegas, Amr —bromeó Filopon—.
Queman como el hielo, pero no se funden.
—¿Todos sois griegos en este palacio, pues? Creía hallarme en
tierra de Egipto.
—Hace ahora mil años —intervino Rhazes— que el macedonio
Alejandro fundó esta ciudad. Y podemos decir que todo
alejandrino depende, a la vez, del Faraón y de él.
—¿Y tú, judío, de quién dependes?
—De Abraham, general, como tú. Los hijos de Israel son
hermanos de los de Ismael. Tú y yo somos hijos del Libro.
Amr señaló con un gesto amplio los anaqueles que le rodeaban.
—¿Y esos libros, qué añaden a las palabras que el Omnipotente
dictó a sus profetas?
Filopon lanzó una mirada desesperada a su sobrina y al médico.
Para abrir el espíritu de ese hombre, para salvar la Biblioteca, sería
necesario todo el ardor y el entusiasmo de su juventud. Él ya no
podía hacerlo. Pero ¿qué estaba diciendo Rhazes?
—Todos los libros son de inspiración divina, pues todos loan la
belleza de la Creación.
¡Infeliz! Repetía lo mismo que había dicho Filopon unas horas
antes, lo que había provocado una ociosa discusión en la que Amr,
aferrado a su Corán, negaba en nombre de su dios cualquier valor a
los escritos de los Antiguos.
Por fortuna, Hipatia comprendió que la conversación iba a
empantanarse en un terreno que le era por completo ajeno. Conocía
la reputación de esos hombres del desierto inclinados a la
ensoñación, a la poesía, a lo maravilloso. Por ahí era preciso
arrastrar a Amr. El halago tampoco sería inútil. Ni la seducción, lo
que en cierto modo era lo mismo.
—Se dice que eres el más valeroso pero también el más
clemente de los guerreros. Tu reputación ha cruzado los desiertos y
los mares. Hasta en Bizancio te temen y te respetan. Al propio
Alejandro, sin duda, le hubiera gustado tenerte a su lado. Me
parece legítimo que te conviertas en dueño de la ciudad que él
fundó.
Amr hizo una pequeña mueca, indicando que el cumplido no le
engañaba. Hipatia prosiguió:
—Una de mis siervas, que mantiene una relación demasiado
estrecha, para mi gusto y en detrimento de su trabajo, con uno de
tus lugartenientes, me ha dicho que tu valor te pertenece sólo a ti,
pero que recibiste la sabiduría de tu abuelo, jefe de tu tribu, un
hombre santo muy erudito y que vivió sus últimos años retirado,
dedicado tan sólo a la contemplación de los astros y la meditación.
¿Es cierto que pasaste tu infancia a su lado?
—Mi lugarteniente no mintió a tu esclava, bella señora.
Lamentablemente, mi venerable abuelo murió antes de haber
conocido la palabra del Profeta.
—Tampoco Aristóteles la conoció. Sin embargo, por su
sapiencia merece, al igual que tu abuelo, el paraíso.
—Si está escrito… Pero no me fastidies cantando las alabanzas
del tal Aristóteles, como hace tu tío. Diríase que este lugar sólo
contiene las obras de ese pesado.
Filopon, tras su larga barba, farfulló unas palabras de
descontento, mientras su sobrina y Rhazes se miraban casi riendo.
Al verlos, Amr se relajó.
—Vamos, radiante juventud —les reprendió—, un poco de
respeto por los ancianos… Y por sus manías. Por lo que a mí se
refiere, estoy entre vuestras dos edades.
Hipatia percibió en esta última frase una pizca de celos hacia el
joven médico. Cierto es que Rhazes, no sin fatuidad, se mantenía
muy cerca de la muchacha, como si hubiera entre ambos algo más
que amistad. Ella se apartó ligeramente.
—Ignoro si tu abuelo se hubiera enorgullecido de tu conquista
guerrera —dijo—, pero estoy segura de que si te hubiera visto en
posesión de estas setecientas mil obras, te habría pedido que lo
pensaras dos veces antes de destruirlas.
La expresión del general se ensombreció. ¿Cómo hacer
comprender a esa gente que la decisión no dependía de él sino del
califa Omar? Sólo pudo repetir el argumento al que se agarraba y
que le parecía cada vez más especioso.
—¿Qué hay en estos libros que el Profeta no nos haya
enseñado?
Hipatia puso una cara de niña irritada. Eso la hacía más
encantadora aún.
—Dejémoslo, te lo ruego —sugirió—. Y dime, más bien, si a
tu abuelo le hubiera gustado responder a estas cinco preguntas.
¿Dónde está el centro del Universo? ¿Cuántos movimientos pueden
describir los planetas? ¿Cuál es la forma y la dimensión de la
Tierra en la que tú y yo vivimos? ¿De dónde recibe su luz la Luna?
¿Cuántas estrellas hay en el cielo?
—¡Qué extraño es eso, Hipatia! Cuando mi abuelo y yo,
tendidos de espaldas, en la noche del desierto, contemplábamos la
bóveda celestial, él se hacía en voz alta estas mismas preguntas. Y
me arrastraba en su vértigo. ¿Están las respuestas entre estos
muros?
—Tal vez sí. Tal vez no. Sólo sé que puedo curar tu vértigo.
Pero, antes, ¿te gustaría saber, al menos, cómo, desde hace mil
años, los hombres han ido amontonando aquí todos esos libros, por
qué prodigio? Cuando sepas «cómo», tal vez entonces puedas
responder a la pregunta «por qué».
—Eso sí es prudente, hermosa y joven dama, aunque creo
adivinar que vas a contarme la historia de una nueva torre de
Babel.
—Eres en efecto como todos los hombres, Amr, si juzgas y
condenas antes de saber. Por eso hacéis la guerra. Ahora bien, lo
que voy a contarte es una historia de paz y no de guerra, una
historia de saber y no de poder.
—Una historia de mujer, en suma.
—¿Por qué no? La Biblioteca es sin duda una mujer cuyos
secretos nadie puede agotar.
Lo había dicho casi en un susurro, con una voz cálida y
levemente velada. Amr quedó profundamente conmovido.
Tosiendo para ocultar su turbación, dijo en un tono en exceso
marcial:
—Cuenta pues, comenzando por el principio. Si me convences,
intentaré a mi vez persuadir al califa Omar de que no destruya nada
de esto. —«Convencerme o hechizarme, hermosísima bruja»,
pensó el soldado que se creía ya bajo el influjo de un maléfico
hechizo. Luego prosiguió—: Cuéntame primero quiénes fueron los
locos que quisieron, tan tonta como orgullosamente, reconstruir en
mil años, sobre cueros de becerros u hojas de plantas, lo que Dios
había tardado siete días en crear.
—Para contarte la invención de la Biblioteca —replicó
Hipatia—, tendrás que escuchar a mi tío. Él conoce su historia
mucho mejor que nadie en el mundo. Podría creerse, incluso, que
conoció a sus fundadores —añadió riendo.
Amr no pudo ocultar su despecho. La voz de Hipatia era como
una música encantadora. Pero el árabe se resignó a escuchar la del
anciano, algo vacilante. A fin de cuentas, ¿no se parecía esa voz a
la de su abuelo, el eremita que antaño intentaba desvelar con él el
misterio de las estrellas?
MILENIO
EL UNIVERSO EN ROLLOS
(PRIMER CURSO DE FILOPON)
Se saben pocas cosas sobre la vida de Euclides. Sin duda fue breve
y escasos son aquéllos que presumieron de haberle conocido. Sin
embargo, su obra fue prodigiosa y tan considerable que tres
armarios no bastan para contenerla. Así, fue un joven como los
demás el que se presentó ante el adjunto directo de Demetrio, el
gramático Zenodoto de Efeso, primer bibliotecario que llevó
oficialmente ese título. En efecto, Demetrio tenía a su cargo todo el
Museo, que no sólo contenía la Biblioteca. Alrededor del ágora
central, había hecho disponer para los pensionistas un paseo, unos
asientos a la sombra de los árboles y un gran comedor circular. Los
médicos, bajo la dirección del gran Herófilo, disfrutaban de salas
especiales para las disecciones. Había también un zoológico y un
jardín botánico, donde se pretendía reunir todos los animales y
todas las plantas del mundo, al igual que se quería hacer con los
libros.
Por todo equipaje, Euclides transportaba en una bolsa los tres
primeros libros de su obra titulada Elementos, que trataba de
geometría. Como recomendación ante el bibliotecario mencionó a
su abuelo Euclides de Megara, que perteneció a la Academia de
Platón. Dicha mención era superflua, pues su mera calidad de
geómetra habría bastado para abrirle las puertas del Museo. Con el
fin de empezar a constituir los fondos de la Biblioteca, Demetrio,
naturalmente, había requerido la ayuda de los hombres a quienes
conocía, gramáticos, filósofos, poetas, que acababan de salir del
Liceo o de la Academia de Atenas. Por su parte, Tolomeo estaba
preocupado sobre todo por asentar su dinastía y legitimarla. De
modo que instaba a los sabios que empleaba a orientar sus
investigaciones hacia la historia, las epopeyas y los mitos
fundacionales de los pueblos, las religiones del mundo, Homero,
Zoroastro, Gilgamesh o… la Biblia, como te ha dicho Rhazes.
¿Acaso el propio rey no escribía una Historia de Alejandro,
mientras Demetrio emprendía, con la ayuda de Zenodoto, la
redacción de Sobre la Ilíada? Por lo que se refiere a Calímaco, el
poeta cirenaico, iniciaba una Adivinación de la reina Arsinoe de
Egipto. Y el discípulo de ese gran poeta, Apolonio de Rodas,
acometía una epopeya: Las Argonáuticas.
Todos sentían que el Museo no alcanzaría sus fines universales
si se limitaba a la poesía, la religión, la filosofía, las lenguas y la
literatura. De buena gana habrían escrito en el frontón de la
Biblioteca la misma divisa que la de la Academia de Platón:
«Nadie entrará aquí si no es geómetra».
Y como primer geómetra, aquel día Zenodoto sólo tenía ante él
a un joven larguirucho y desmañado que le solicitaba nada menos
que trabajar allí con el mismo salario, el mismo alojamiento y las
mismas ventajas que los doctos pensadores de barba blanca que
deambulaban durante horas en torno al peripato. Naturalmente, el
bibliotecario explicó a Euclides la necesidad de reunir un comité de
los sabios, que primero leerían su obra titulada Elementos, después
la debatirían y por fin le someterían a él a un examen. No sin
desenvoltura, Euclides respondió que aprovecharía ese tiempo para
ir a estudiar la estructura de las pirámides.
Los lectores y jueces de la obra que les había entregado antes
de remontar el curso del Nilo quedaron estupefactos ante el rigor y
la ascesis de trabajo del joven. Esperaban elucubraciones místicas,
proféticas y esotéricas sobre las formas y los números, al modo de
los pitagóricos que hacían estragos por aquel entonces. En cambio,
Euclides lo iba demostrando y desarrollando todo de una manera
metódica hasta convertirlo en límpido, hermoso, armonioso como
una música divina. Convocaron pues al joven, que volvía curtido
por el sol de Gizeh.
—Puesto que regresas de contemplar esas maravillas del
mundo, esas geometrías perfectas que son las pirámides —dijo
Tolomeo—, ¿puedes confirmar las palabras de quienes dicen que
Pitágoras fue su arquitecto?
—Lo ignoro por completo, rey, y para decirte la verdad, esa
cuestión no me preocupa. Allí, sobre el terreno, sólo he podido
advertir una cosa: los antiguos faraones recurrieron a admirables
geómetras para levantar esos monumentos. ¡Ojalá puedas tú hacer
lo mismo para alcanzar su gloria!
Ante esa insolente respuesta se alzaron algunos murmullos de
reprobación en la asamblea.
—Sabes muy bien, sin embargo, joven —dijo Demetrio—, que
Pitágoras escribía que el triángulo es el principio de cualquier
generación y de la forma de todas las cosas engendradas. Ahora
bien, ¿qué son esas pirámides sino un ensamblaje de triángulos?
—Lo he oído decir, pero ignoraba (a mi edad se ignoran aún
muchas cosas) que existiese constancia escrita de su pensamiento.
Sé, en cambio, que los triángulos pitagóricos nada tienen que ver
con los que componen las cuatro caras de la pirámide. La figura
sagrada de los egipcios era un triángulo rectángulo que ellos
consideraban perfecto, y por consiguiente sagrado. Era perfecto
porque era único. Sus agrimensores habían encontrado un medio
muy hábil para obtener el ángulo recto. En un largo cordel, hacían
nudos a distancia regular. Con las longitudes Tres, Cuatro y Cinco,
formaban el único triángulo rectángulo cuyos lados son una serie
aritmética. Los sacerdotes se apoderaron de él y declararon que la
línea vertical, la de Tres, era el principio genésico Osiris; la línea
de la base, el Cuatro, el principio concebidor Isis; y la hipotenusa,
el Cinco, el nacimiento, o sea, Horas. Es posible que Pitágoras, al
visitar Egipto, descubriese, gracias a esta figura considerada
sagrada, su famoso teorema. No voy a enunciároslo, ya que lo
conocéis tanto como yo[1].
La demostración de Euclides había dejado atónitos a sus jueces,
tanto más cuanto que algunos de ellos no lo habían comprendido
todo. Demetrio preguntó:
—¿Afirmas pues que no has encontrado en parte alguna de las
pirámides ese triángulo sagrado?
—Yo no afirmo nada en absoluto, porque no lo busqué. Soy
sólo un mediocre arquitecto, pero me parece que esos monumentos
no habrían resistido mucho tiempo la arena del desierto si hubieran
sido erigidos de acuerdo con esta figura. Un teólogo o un filósofo
podría consagrar a ello sus ratos de ocio. Sin duda hallaría el
famoso triángulo a costa de algunas contorsiones…
Y el geómetra puntuó sus palabras con una sonrisa maliciosa
que molestó a más de uno; luego prosiguió:
—Por mi parte, no me preocupa el simbolismo de los números
o las figuras. Que el Cuatro sea el principio femenino o el círculo
la representación de la faz de Apolo me parecen vanas
proposiciones, puesto que no son demostrables. La belleza y la
utilidad de las matemáticas están en otra parte. Que los sacerdotes
y los filósofos se diviertan con ellas es, desde luego, cosa suya. Por
mi parte, quiero encontrar la mejor herramienta para los
arquitectos, los agrimensores, los mecánicos y los astrónomos.
Algunos miembros del jurado, notorios pitagóricos,
comenzaron a gruñir. Euclides advirtió que había ido demasiado
lejos y que de ese modo no obtendría su puesto en el Museo.
Adoptó un tono más humilde:
—Perdonad el ardor de mi juventud. Este esbozo de los
Elementos que os he presentado se lo debe todo a los filósofos,
sobre todo al mayor de ellos, Aristóteles. Sin su método del
silogismo, yo no sería nada, no sabría nada, nada habría
descubierto.
—Cuidado, joven —le avisó Demetrio—, te aventuras por un
terreno sobre el que tengo ciertos conocimientos. Tendrás que ser
convincente. Tomemos el más sencillo y célebre de los silogismos:
«Todo hombre es mortal, Sócrates es hombre, por lo tanto Sócrates
es mortal». ¿Qué tiene que ver con eso tu geometría?
—Tiene que ver con la premisa: «Todo hombre es mortal»,
afirmación indemostrable, salvo que se haga un inventario de todas
las generaciones desde la aparición del ser humano, algo que es
imposible. Pero aun el más tonto puede ver la evidencia y la
realidad. Os propongo a mi vez una premisa, un postulado: «Por un
punto situado fuera de una recta se puede trazar sólo una paralela a
esta recta». ¿Estáis de acuerdo?[2]
Euclides lo repitió y los miembros del jurado se sumieron en
una intensa reflexión. Algunos se cubrieron el rostro con las
manos, otros se golpearon el mentón con el índice, otros trazaron
con el dedo invisibles figuras en la mesa. El rey, por su parte,
levantó los ojos al cielo y movió los labios sin emitir un solo
sonido. Por fin, dijo:
—Tienes razón. Es evidente. Y sin embargo resulta para mí un
descubrimiento, una revelación.
—Revelación no, rey, pues has leído ya esta frase al comienzo
de mis Elementos. Y si no le has prestado atención es porque te
parecía muy evidente. Es un poco como si hubieras leído «todo
hombre es mortal» en medio de un libro de filosofía. Esa frase se
habría deslizado ante tus ojos sin suscitar tu interés, como una frase
sin importancia. Lo importante es que Sócrates fue un hombre, y
sólo un hombre. Eso es lo esencial.
Y Euclides se lanzó a exponer su teoría. Partiendo de un punto
y desplegando las dimensiones, construyó todo un universo de
formas perfectas. Se convirtió en constructor de monumentos
magníficos, agrimensor de las estrellas. De los números que
entonaba se elevó la más armoniosa de las músicas. Ningún dios
interfería en su canto. Su himno geométrico estaba dedicado a los
hombres, y no al Olimpo.
Tolomeo, hechizado, permaneció largo rato silencioso cuando
Euclides hubo acabado su exposición. Por fin, dijo sencillamente:
—¡Sé bienvenido al Museo!
Cierto día, cuando Hipatia sólo tenía catorce años, las cosas
cambiaron en Alejandría. Fue nombrado un nuevo obispo: Teófilo.
Hasta entonces, todas las creencias coexistían sin demasiadas
fricciones. Pero aquel eclesiástico brutal decidió extirpar por la
fuerza el paganismo. Por orden suya, todos los templos fueron
incendiados, comenzando por el Serapión, construido seiscientos
años antes por Tolomeo Soter. Los fanáticos se encarnizan siempre
con los más hermosos edificios, las más bellas estatuas, porque
estas memorias de piedra son testimonio de una grandeza pasada
que ellos anhelan borrar. Los alejandrinos, de índole mordaz,
llamaron en secreto a su nuevo obispo «el Faraón», al ver que se
consideraba dueño absoluto de la ciudad. Teófilo habría causado
también perjuicios a la Biblioteca, de no haber sido porque
Bizancio puso freno a su ardor. El nuevo obispo se limitó a romper
las estatuas, expulsar a los sabios de ideas poco tranquilizadoras y
meter en la cárcel a su director, Teón, para nombrar en su lugar a
un sacerdote que era su adjunto.
Era la primera vez que un hombre de Iglesia accedía a ese
puesto. Este recibió el encargo de destruir todos los libros que no
se adecuaran al dogma. ¡Y Dios sabe que los había! O tal vez no lo
sepa.
Por fortuna, los alejandrinos, desde los tiempos de Cleopatra,
tenían la vieja costumbre de embaucar poco a poco a sus amos
extranjeros, que embriagados por la gloria de suceder a tantos
personajes de prestigio se abandonaban a la agradable indolencia
de estas tierras acunadas por el rumor del mar, a su recogimiento, a
su lujo también. ¿Tuvo algo que ver en ello la graciosa silueta de
Hipatia, que paseaba bajo los peristilos del Museo transformado en
basílica? En cualquier caso, el abate bibliotecario jamás cumplió su
misión destructora. Por lo demás, tenía poco que temer de Teófilo:
éste estaba más a menudo en Constantinopla que en su obispado.
Creía, en efecto, haber erradicado definitivamente el paganismo de
la ciudad a costa de sangre y destrucción, y la emprendió a
continuación con quienes consideraba sus verdaderos enemigos,
cristianos como él, pero heréticos que no tenían la suerte de pensar
por completo según sus normas.
Por entonces, en el desierto egipcio vivía en la mayor
austeridad una comunidad de monjes que seguía los principios del
sacerdote Juan Boca de Oro. Teófilo sentía por ese verdadero santo
un odio feroz. A la cabeza de sus soldados, se dirigió al apacible
retiro de los eremitas y los obligó a huir, no sin haber matado a
alguno.
Pasaron diez años. Teón murió de vejez y pesadumbre.
Entonces estalló, como estalla un escándalo, el genio de Hipatia.
Tenía veinticinco años y estaba en lo más lucido de su edad. Alta y
esbelta, parecía sin embargo incómoda con su cuerpo. Sus andares,
como dificultados por su alta talla, tenían la gracia torpe y enérgica
de un niño que ha crecido demasiado. De su rostro, fino y pálido,
brotaba una luz extraña que deslumbraba a los hombres, les
fascinaba y atemorizaba.
Hipatia lo tenía todo para atraer las iras de la Iglesia cristiana:
mujer, hermosa, sabia y libre. Si hubiera sido reina o cortesana,
aquello habría sido perdonable. Pero no, para colmo era virtuosa.
De modo que los hombres, desconcertados, la decretaron virgen.
Eso les tranquilizaba. Ella, para protegerse de sus ataques, se había
casado con el oscuro filósofo Isidoro, que la seguía a todas partes.
Pero esta unión no engañaba a nadie, pues Isidoro no ocultaba que
llevaba su veneración por Sócrates hasta el extremo de imitar su
inclinación por los muchachos jóvenes.
Al principio, la hermosa Hipatia se había limitado a
permanecer a la sombra de su padre, ayudándole en sus trabajos de
astronomía y de música. Sin embargo, se comenzó a murmurar que
había superado al león desde hacía mucho tiempo y que era la
verdadera autora de las obras paternas. Pronto no cupo duda alguna
de su talento personal para las matemáticas, cuando publicó, uno
tras otro, el Canon astronómico, un Comentario sobre la
aritmética de Diofanto y otro sobre el Tratado de los cónicos de
Apolonio de Pérgamo. Eso acabó de convencer a sus colegas de
que Hipatia no era ya una mujer, sino un puro espíritu consagrado
por entero a la especulación abstracta. Pero ella les demostró que
estaban equivocados al fabricar con sus propias manos astrolabios
e hidroscopios de una perfección nunca igualada. Luego aún hizo
más. Para confirmar de una vez por todas que era hija de sus
propias obras, escribió una respuesta muy polémica a una edición
póstuma de un comentario de su padre sobre la Composición
matemática de Tolomeo. Para hacerlo, se atrevió a apoyarse en el
Tratado de las distancias del Sol y de la Luna de Aristarco de
Samos, que ella había encontrado en los polvorientos fondos de la
Biblioteca. Naturalmente, sus colegas lanzaron gritos de
indignación y obligaron al sacerdote encargado del Museo a
exhumar un viejo decreto olvidado del fundador Demetrio de
Palero que prohibía entrar en el Museo a las mujeres, a excepción
de las cortesanas destinadas al solaz de sus sapientes pensionistas.
Desde entonces, Hipatia impartió en la calle sus lecciones, al
modo de Sócrates, dirigiéndose a los viandantes, viviendo en la
más completa indigencia y, a veces, en una casi desnudez, como el
filósofo cínico Diógenes. Se desplazaba en un carro tirado por sus
dos mejores discípulos e iba así, de plaza en plaza, a impartir sus
enseñanzas. Sabía encontrar palabras sencillas para llegar al
corazón del pueblo. La muchedumbre la escuchaba y la admiraba.
Los egipcios creían ver en ella a la reencarnación de la gran
Cleopatra o de la antigua diosa Isis. Por lo que a los griegos se
refiere, descubrían la antigua grandeza de la filosofía ateniense, si
bien depurada por las recientes exégesis de Plotino y de Porfirio,
que habían sabido extraer su sustancia esencial, al modo de Filón
con el Pentateuco. Hipatia añadía a su docencia la de la libertad:
libertad para creer, libertad para buscar la propia verdad, libertad
para elegir el propio gobierno. Y recomendaba a su auditorio de la
Ciudad que actuara sin desdeñar nunca la propia vida interior.
Naturalmente, despertó entre sus discípulos pasiones que no
todas eran de orden espiritual. Pero, flanqueada siempre por su
«marido» Isidoro, permanecía inaccesible.
Uno de esos adoradores se enamoró mucho más que los otros.
Sinesio era un estudiante nacido en una rica familia de Cirene a
quien nunca se le había negado nada, ni fortuna, ni inteligencia, ni
conquistas femeninas. No satisfecho con ser el más asiduo en las
clases de Hipatia, le escribía insensatos poemas que nunca recibían
respuesta. En las tabernas e incluso en el recogimiento de la
Biblioteca, sólo pensaba en ella, sólo hablaba de ella.
Cierto día, plantado ante la puerta de la pequeña casa de la
erudita, aguardaba su salida para escuchar la lección; o si no para
escuchar, para contemplar a aquella que la impartía.
Hipatia apareció, pero en vez de subir, como de costumbre, en
el carro que la había de transportar, se dirigió hacia Sinesio y
blandió ante sus narices un paquetito de paños mancillados con su
sangre menstrual.
—Esto es lo que amas, Sinesio, y no es algo hermoso.
Rojo de confusión, Sinesio huyó corriendo. No se le volvió a
ver en mucho tiempo. Había regresado a Cirenaica. Ella le escribió
para decirle que la vergüenza que le había impulsado a huir era tan
excesiva como el indiscreto amor que sentía por ella. Ella le había
rechazado de aquel modo sólo para aparecer irreprochable ante sus
numerosos enemigos, que le habrían acusado de pervertir a la
juventud. «Sólo puedo amar en secreto —confesó—, ¿y hay
secreto más hermoso que el encerrado en una carta?».
Desde entonces, ambos iniciaron una correspondencia que duró
años. Pero no tocaron el tema del amor. Les unían el movimiento
de los astros y la trigonometría, la exégesis de Platón y los
números musicales. Y resultó evidente que Sinesio no sólo había
contemplado a Hipatia, sino que también la había escuchado y
recordaba sus lecciones. Siguiendo los consejos de su amada, él
empezó a comprometerse en la vida de su ciudad. Partió así hacia
Constantinopla como embajador de Cirenaica. Allí, ante el joven
emperador Arcadio, pronunció su discurso Sobre la realeza, en el
que exponía las concepciones filosóficas de Hipatia sobre el
príncipe ideal y denunciaba las costumbres decadentes de la corte.
Hubiérase dicho que la hermosa sabia hablaba por su boca. Una
vez terminada su embajada, Sinesio volvió a pasar por Alejandría.
Nadie sabe si Hipatia se le entregó por fin, pero le obligó a casarse
con una muchacha de la aristocracia cristiana del barrio de los
palacios, único medio, según ella, de escalar los peldaños del
poder. Sinesio regresó a su país, donde alcanzó la gloria venciendo
a los bandidos del desierto.
Mientras proseguía su correspondencia con Hipatia, Sinesio
llevó en Cirenaica una vida de gran señor dividida entre la caza y
los placeres. Publicaba también poemas, himnos y homilías,
tratados sobre los sueños y sobre la Providencia. He estudiado
estas obras con mucha atención y creo poder afirmar que su autora
fue Hipatia, que no quería figurar como poetisa, pues sus enemigos
también la habrían censurado por dedicarse a esta actividad.
Cierto día, Sinesio recibió una carta de Hipatia que parecía una
petición de socorro. Habían encontrado el cuerpo de Juan Boca de
Oro al borde de un camino, asesinado por los matones de Teófilo.
Éste, liberado de su peor enemigo, amenazaba con regresar a
Alejandría. Sinesio comprendió lo que tenía que hacer. Se dirigió a
Constantinopla y, ante el emperador, se hizo bautizar. Esta
conversión era una ganga para la Iglesia, pues siguiendo el ejemplo
del hombre más influyente de su país toda Cirenaica podría
convertirse al cristianismo. Ante esta perspectiva, el patriarca le
propuso elevarlo enseguida al episcopado. Sinesio puso
condiciones: no renunciaría al estado matrimonial, ni a la doctrina
platónica de la preexistencia del alma y la eternidad del mundo.
Contra lo esperado, el patriarca aceptó: la adhesión de Cirenaica
bien valía tales concesiones. Por su lado, Teófilo le pidió que
acudiera de inmediato a Alejandría para resolver el contencioso
que él mantenía con el prefecto de Egipto, Orestes, considerado
demasiado tibio en la represión de las herejías.
Durante el obispado interino de Sinesio y la prefectura de
Orestes, Alejandría conoció de nuevo una gran efervescencia
intelectual. Cristianos, heréticos o no, judíos y platónicos
confrontaban sus ideas, no ya por medio de la violencia sino por el
verbo. Y, en el terreno de las palabras, Hipatia no tenía rival.
Aunque se le permitió de nuevo acceder al Museo, sólo acudía para
consultar algunas obras en la Biblioteca. Su enseñanza la daba sólo
en la calle. Un auditorio entusiasta y nutrido la seguía. Entre la
multitud de oyentes solía verse a Sinesio acompañado por su amigo
el prefecto.
La Ciudad conoció un día la muerte del terrible Teófilo «el
Faraón», que sin embargo no había regresado a su diócesis. La
gente esperó por un momento que Sinesio le sucediera, pero su
esperanza se vio defraudada. Si a la sede episcopal de Cirenaica se
le sumaba la de Egipto, el enamorado de Hipatia se habría
convertido en el hombre más importante del Imperio, después del
emperador y el patriarca.
Otro personaje salió entonces de las sombras, flaco y
enfebrecido: Cirilo, el sobrino de Teófilo. Algunos murmuraban
que era su bastardo, pues el difunto obispo no se aplicaba a sí
mismo el precepto de castidad que exigía a sus ovejas.
Cirilo empezó por apartar suavemente del obispado al buen
Sinesio, prometiéndole que permitiría a Hipatia proseguir su
enseñanza. A fin de cuentas tenía que tratar con miramientos a un
personaje tan poderoso como el obispo de Cirenaica. Y además,
meterse con la hermosa sabia podía provocar motines entre sus
adoradores, ya fueran éstos griegos o egipcios, platónicos o
cristianos.
Sin embargo, el clima de tolerancia que reinaba en la Ciudad
enojaba a aquel hombre, lleno de odio hacia todos los que no
pensaban como él. La emprendió primero con los judíos. Sabía que
nadie se opondría a ello, ni entre los cristianos ni entre los
platónicos. Y tendría consigo al populacho, que veía en los hijos de
Israel la causa de todos sus males. Sin embargo, los judíos
alejandrinos no formaban ya aquella comunidad que había sido tan
floreciente en tiempos de Filón. Los cristianos se habían mostrado
con ellos mucho más duros que los paganos y mucho más ávidos,
haciéndoles pagar impuestos y tasas enormes antes de autorizarles
a practicar su culto. Por esa circunstancia el «faraón» Teófilo les
había dejado más o menos en paz, ya que gracias a ellos el
obispado de Alejandría era el más próspero de todo el imperio.
Pero a su sobrino Cirilo no le preocupaban esas vulgares
contingencias. Sin consultárselo a nadie, lanzó contra ellos un
decreto de expulsión. El ejército invadió el barrio judío y empujó a
sus habitantes, como si fueran un rebaño, fuera de los muros de
Alejandría. El éxodo recomenzaba. Pero ¿adonde irían? No había
ya tierra prometida, el Templo estaba destruido, Canaán ya no
existía. Y no tenían ningún Moisés que les guiara.
Hipatia no podía permanecer al margen. Con redoblada
elocuencia, denunció que la propia alma de Alejandría, encrucijada
de todas las razas, todas las religiones y todos los saberes, estaba
amenazada. Más de siete siglos y medio de cosmopolitismo
tolerante iban a desaparecer por culpa de un fanático.
Mientras, Sinesio estaba en Constantinopla para asistir a un
nuevo concilio. Un mensajero fue a avisarle de que en Alejandría
el obispo Cirilo fomentaba una conjura para asesinar a Hipatia.
Sinesio partió de inmediato.
El antiguo palacio de los Tolomeos estaba vacío. En los
aposentos del prefecto le dijeron que Orestes estaría de cacería
durante toda la semana. En cuanto a Cirilo, había abandonado el
obispado para un piadoso retiro en el desierto.
Sin tomarse el tiempo de cambiar sus ropas de viajero por un
atavío algo más digno de su estado eclesiástico, Sinesio fue a
recorrer la ciudad donde transcurrió su juventud de estudiante
enamorado. Casi a su pesar, se encaminó, por unas calles
extrañamente vacías, hacia la casa de Hipatia. Al acercarse, oyó
unos gritos que resonaban en las rectilíneas vías de la ciudad
cuadriculada.
«¡Muerte a la bruja! ¡Revienta, puta del ágora! ¡Sobornadora
del obispo! ¡Buscona de todos los judíos!».
Sinesio desenvainó su endeble puñal de gala y echó a correr.
Sobre el carro detenido a la puerta de su casa, Hipatia se erguía,
pálida y sonriente con su larga túnica blanca y desprovista de
adornos, lo que la hacía más hermosa aún que antaño.
Con ánimo de defenderla, Sinesio intentó abrirse paso entre la
muchedumbre que en nada se parecía al habitual auditorio de la
filósofa. Unos parecían salidos directamente de los barrios bajos
del pequeño puerto del este; pero muchos llevaban capuchones de
monje y eran los primeros en lanzar invectivas. Sinesio no pudo
dar un paso, porque le apresaron unos brazos vigorosos. De pronto,
una piedra golpeó a Hipatia en la frente. Ella no se movió,
semejante a una estatua de mármol. Luego le alcanzó un diluvio de
guijarros, pedazos de madera, basura recogida de la calzada… Se
derrumbó por fin, como un gran lirio aplastado por el paso de una
fiera. Unos monjes subieron al carro. En aquel momento, Sinesio
recibió un golpe en la cabeza y cayó sin sentido.
Cuando volvió en sí, la calle estaba desierta. Sinesio estuvo
largo rato errando tambaleante por las calles cuyos adoquines
estaban manchados de sangre. Sin darse cuenta, volvió sobre sus
pasos y se encontró junto al carro que durante tres decenios había
servido de humilde cátedra a la filósofa. Un borracho que pasaba le
detuvo, y echando su hediondo aliento al rostro de Sinesio le dijo
con un eructo:
—¡Eh, obispo! Han troceado el cuerpo de tu puta, con conchas
de ostra, cuando estaba todavía con vida…
—¿Qué estás diciendo? —balbuceó Sinesio, incrédulo.
—Pues sí, y han quemado sus restos, incluso los han arrojado a
los perros.
Y el hombre se marchó gesticulando, sin que se supiese si era
la alegría o el miedo lo que le hacía agitarse así. Sinesio se
derrumbó en el suelo, apoyó la frente contra una rueda del carro y
se echó a llorar. Sólo mucho más tarde vio el objeto, que sin duda
durante el asalto había caído bajo el carro y había rodado hasta una
grieta del suelo, donde había pasado desapercibido. Era el pesado y
viejo bastón incrustado de oro que Hipatia había recibido de su
padre y que solía servirle para subrayar su discurso con ágiles
movimientos, hendiendo el aire como si dirigiese el curso y la
música de los astros.
DONDE AMR SE HACE
ESCRIBA
—¿Era esta Hipatia la antecesora de tu tribu? —preguntó Amr
bastante conmovido.
—¿Quién sabe? —respondió la joven, sonriente ante las
palabras «antecesora» y «tribu», leves sombras de paganismo—.
En tal caso, de ser cierta la leyenda, yo habría nacido de una
virgen. Conozco, al menos, un muy ilustre precedente.
—No bromees. En el Corán se dice que María tuvo a su hijo, el
profeta Jesús, sin que un solo hombre la hubiera tocado nunca,
como le había anunciado un ángel.
—¿Ah? ¿Conocéis el dogma de la Concepción Virginal? —
exclamó Filopon muy interesado—. ¿Pensáis que la naturaleza de
Cristo es doble, mitad hombre mitad Dios, o que es exclusivamente
de esencia divina?
—No hay más Dios que Alá. Dios es eterno, no puede nacer del
vientre de una mujer, por muy virgen que sea.
—¿Pretendes entonces que tu Mahoma fue concebido del
mismo modo?
—Nada en el Corán lo dice. Su padre, el rico Abd Allah, de la
tribu de los Quraych, murió antes de su nacimiento, y su madre
Amina entró en los Jardines de Alá cuando él era aún muy niño.
—Interesante dialéctica —murmuró Filopon pensativo—:
Mahoma era rico, huérfano, casado y propagaba su doctrina por
medio de la guerra. Jesús era pobre, Dios le había dado unos
padres, era casto y sólo hablaba de paz. Stricto sensu, tu profeta es
el Anticristo.
—Filopon, Amr, os lo suplico —intervino Rhazes—. Dejad
esos estériles debates para las autoridades conciliares. No tenemos
tiempo. Si el emir quiere que su mensajero parta mañana al
amanecer, será hora de extraer la moraleja de la historia de Hipatia.
¿Creéis que la figura de semejante mujer podrá hacer reflexionar al
califa, Amr?
—Habría que presentársela de un modo distinto —respondió el
emir—. Voy a ataviar a la filósofa con algunos rasgos de la primera
mujer del Profeta, Jadija, a la que Mahoma repitió en primer lugar
las palabras de Dios, y con otros de su hija Fátima, la esposa de
Alí, la más santa de las mujeres. La historia de los paños
mancillados por la sangre menstrual tiene posibilidades de gustarle.
Omar trata a sus esposas como trata a los animales domésticos. Por
mi parte, si os interesa mi opinión, el tonto de Sinesio me parece
un enamorado muy tibio. Si yo sintiese semejante pasión por otra
Hipatia, sus períodos no me repugnarían. Muy al contrario,
fortalecerían mi amor.
—Me gustas más como mercader erudito y curioso que como
soldado de dudosas bromas —comentó Hipatia.
—Ejem —farfulló Amr, algo cohibido por haberse
extralimitado un tanto—, tendríais que explicarme algo mejor las
obras de Galeno, y también las de ese mecánico llamado Herón.
Una medicina que sea concluyente tranquilizará a Omar y las
máquinas hidráulicas le interesarán para sus proyectos de
irrigación. Pienso también hablarle del sistema de conversión
cristiano, que empieza por lo más alto. Los reinos que esperamos
someter ya no son aquéllos que hemos conocido en el pasado,
dirigidos por jefes paganos e incultos, dispuestos a dejarse
convencer si ello favorecía sus intereses. Por lo que se refiere a
vosotros, judíos y cristianos, si queréis seguir practicando vuestra
religión, a fe mía, tendréis que pagar.
—¡Encantadora perspectiva! —ironizó Rhazes—. Nosotros
estamos acostumbrados a hacerlo desde hace ya mucho tiempo.
Pero me complace imaginar que nuestros perseguidores de ayer
tendrán que echar, a su vez, mano a la bolsa. En lo tocante a
Galeno, te haré luego un resumen por escrito. En cuanto a Herón,
Hipatia podrá encargarse de hacer lo mismo.
—Por mi parte, voy a escribir todas estas historias que me
habéis contado. Mandaré también copias a otras personas
importantes de Medina. Tal vez ellas consigan doblegar a Omar. Y
repito: «Tal vez». Pero al califa le añadiré algo: «Lee, en nombre
de tu Señor que ha creado. ¡Lee!». Son las primeras palabras que
dijo al Profeta el arcángel Gabriel, el mensajero de Alá, en la
caverna del monte Hira donde Mahoma conoció la Revelación.
—Espléndida orden —aprobó Filopon—. Creo que voy a
estudiar tu Corán con algo más de atención.
—No está mal, en efecto —aceptó Rhazes—. Percibo en ello
algunos ecos del libro de Baruch.
Leer, sin duda, pensó Hipatia. Pero ¿qué leer y cómo? ¿Leer
sólo el Corán o tener la curiosidad de inclinarse sobre otras
obras? Leer sin comprender no es grave. Leer sin dudar es
temible. Leer sin placer, no es leer. Pero es inútil señalárselo a ese
viril beduino: él disfruta por encima de todo con un único placer, y
tal vez me vea forzada a proporcionárselo.
SABIDURÍA HUMANA
EL MENSAJE
El emir desenrolló voluptuosamente el rollo que había hecho traer
de una tienda de los arrabales y lo puso con mimo sobre la tablilla
de madera preciosa. Papiro egipcio, del mejor, pensó. Lo mantuvo
plano gracias a dos varillas que se deslizaban en sus ranuras, lo
alisó luego con un gesto sensual. Por fin, abrió su escritorio de fina
marquetería de marfil y ébano, disfrutando de su aroma a sándalo e
incienso. Colocó en el soporte de porcelana los pinceles de pelo de
cabra y fijó junto a ellos la piedra rectangular para mezclar la tinta.
Cuando la adquirió, la piedra tenía grabados unos dragones y otros
ídolos paganos. En su lugar, él mismo había grabado este versículo
del Libro: «¡Sé paciente! Tu paciencia procede de Dios». Amr
había comprado el magnífico escritorio a un marinero persa
cuando, siendo joven, su padre le había enviado a Sohar, el puerto
del mar del sur, para comprar un cargamento de seda que procedía
del gran imperio de levante.
Vertió un poco de agua de su calabaza en el hueco de la piedra,
frotó allí el bastoncillo de tinta hasta que la mezcla estuvo lo
bastante espesa y mojó en ella la punta de un pincel.
Del emir Amr ibn al-As al califa de los verdaderos creyentes
Omar ibn al-Jattab, salud y que la paz de Alá sea contigo.
Pérgamo». <<
[5]
40 d. C. <<
[6]
Hoy Menchiyeh, en el Alto Egipto. <<
El Profeta abandonó La Meca el 16 de julio de 622. Esta
[7]