Jean-Marie Guyau - Moral Sin Sancion Ni Obligacion
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ÍNDICE DE CONTENIDO
Presentación
Prefacio del autor
Introducción: Ensayos para justificar la obligación
Moral del dogmatismo metafísico
Moral de la certidumbre práctica
Libro primero:
El móvil moral desde el punto de vista científico
I. La intensidad de la vida es el móvil de la acción
II. La más alta intensidad de la vida
III. Poder y deber
IV. El sentimiento de la obligación
Libro segundo:
Últimos equivalentes del deber
V. Cuarto equivalente del deber
VI. Quinto equivalente del deber
Libro tercero:
La idea de sanción
VII. Crítica de la sanción natural y de la sanción moral
VIII. Principios de la justicia penal
IX. Crítica de la sanción interior y del remordimiento
X. Crítica de la sanción religiosa y metafísica
Conclusión
Acerca del autor
PRESENTACIÓN
1 Alexandre Vinet.
pretendió reemplazarlos por completo, ni proporcionar
inmediatamente un objeto preciso, un alimento definido para la
necesidad religiosa; su situación respecto a la moral, es la misma
que ante la religión. Nada indica que una moral puramente
científica, es decir, fundada únicamente en lo que se sabe, deba
coincidir con la moral ordinaria, compuesta en gran parte por
cosas que se sienten o que se prejuzgan. Para hacer coincidir
esas dos morales, los Bentham y sus continuadores, han
violentado los hechos muy a menudo; se han equivocado. Se
puede comprender muy bien, por otra parte, que la esfera de la
demostración intelectual no iguala en extensión a la esfera de la
acción moral y que hay casos en que una regla racional
determinada puede llegar a faltar. Hasta ahora en los casos de
esa naturaleza, la costumbre y el instinto han conducido al
hombre; todavía se los puede seguir en lo sucesivo, pero con tal
de saber bien lo que se hace, y que al seguirlos no se crea
obedecer a alguna obligación mística, sino a los más generosos
impulsos de la naturaleza humana, al mismo tiempo que a las
más justas necesidades de la vida social.
No se altera la verdad de una ciencia, de la ciencia moral por
ejemplo, demostrando que su objeto es limitado. Por el
contrario, limitar una ciencia es, a menudo, darle un grado
mayor de certidumbre: la química no es más que una alquimia
restringida a los hechos comprobados. Del mismo modo
creemos que la moral verdaderamente científica, no debe
pretender abarcarlo todo, y que, lejos de querer aumentar la
extensión de su dominio, debe trabajar para limitarlo. Es preciso
que consienta en decirse francamente: En este caso, yo nada
puedo prescribiros imperativamente en nombre del deber;
entonces, no más obligación ni sanción; consultad vuestros más
profundos instintos, vuestras más vivaces simpatías, vuestras
más normales y humanas repugnancias; construid de inmediato
hipótesis metafísicas sobre el fondo de las cosas, sobre el
destino de los seres y el vuestro; estáis abandonados, a partir de
este momento preciso a vuestro self−government. Esta es la
libertad en moral, que no consiste en la ausencia de toda regla,
sino en la abstención de la regla siempre que ésta no pueda ser
justificada con el suficiente rigor. Entonces, comienza en la
moral la parte de la especulación filosófica, que la ciencia
positiva no puede suprimir ni suplir enteramente. Cuando se
asciende una montaña, llega cierto momento en que se está
envuelto en las nubes que ocultan la cúspide, en que se está
perdido en la obscuridad. Así ocurre también en las alturas del
pensamiento: una parte de la moral, la que se confunde con la
metafísica, puede estar, para siempre, oculta entre las nubes;
pero es preciso que tenga por lo menos una base sólida y que se
sepa con precisión el punto en que el hombre debe resignarse a
penetrar en la nube.
Entre los recientes trabajos sobre la moral, los tres que, con
diversos títulos, nos han parecido más importantes son: en
Inglaterra los Data of Ethics, de Herbert Spencer; en Alemania,
la Fenomenología de la conciencia moral, de E. de Hartmann y
en Francia, la Crítica de los sistemas de moral contemporáneos,
de Alfredo Fouillée. Dos cuestiones sobresalientes hemos
hallado al leer estas obras de inspiración tan diferente: por una
parte, que la moral naturalista y positivista no proporciona
principios invariables con respecto a la obligación ni a la sanción
y, por otra parte, que si la moral idealista puede proporcionarlos
es a título puramente hipotético. En otros términos, lo que
pertenece al orden de los hechos no es, en absoluto, universal y
lo que es universal es una hipótesis especulativa. De ello resulta
que el imperativo absoluto, desaparece de ambas partes.
Aceptamos por nuestra propia cuenta esta desaparición, y, en
lugar de lamentar la variabilidad moral que por tal motivo se
produce, la consideramos, por el contrario, como la
característica de la moral futura; ésta, en gran cantidad de
puntos, no será solamente autónoma, sino anónima.
Contrariamente a las especulaciones de Hartmann sobre la
locura del querer vivir, y sobre el nirvana impuesto por la razón
como deber lógico, admitimos con Spencer que la conducta
tiene por móvil a la vida más intensa, más larga y más variada.
Por otra parte, reconocemos con el autor de la Crítica de los
sistemas de moral contemporáneos, que la escuela inglesa y la
escuela positivista, que admiten un incognoscible, se han
equivocado al proscribir por esta razón toda hipótesis individual;
pero no creemos que lo incognoscible pueda proporcionarnos
un principio prácticamente limitativo y restrictivo de la
conducta, principio de justicia que sería como un intermediario
entre el imperativo categórico de Kant y la libre hipótesis
metafísica.
Los únicos equivalentes o substitutos admisibles del deber,
para emplear el mismo lenguaje que el autor de La libertad y el
determinismo, nos parecen ser:
1) La conciencia de nuestro poder interior, a la que el deber,
como veremos, se reduce prácticamente.
2) La influencia mecánica ejercida por las ideas sobre las
acciones.
3) La fusión creciente de las sensibilidades y el carácter cada
vez más social de nuestros placeres o dolores.
4) El amor al riesgo en la acción cuya importancia, hasta ahora
ignorada, pondremos en evidencia.
5) El amor a las hipótesis metafísicas que es una especie de
riesgo del pensamiento.
La unión de estos diversos móviles, constituye para nosotros,
todo lo que una moral reducida exclusivamente a los hechos y a
las hipótesis que los completan, podría poner en lugar del
antiguo imperativo categórico. En cuanto a la sanción moral
propiamente dicha, distinta de las sanciones sociales, se verá
que la suprimimos pura y simplemente, porque, como
expiación, es, en el fondo, inmoral. Nuestro libro, pues, puede
ser considerado como un ensayo para determinar el alcance, la
extensión y también los límites de una moral exclusivamente
científica. Su valor, por consiguiente, puede subsistir con
independencia de las opiniones que se tengan sobre el fondo
absoluto y metafísico de la moralidad.
Jean−Marie Guyau
INTRODUCCIÓN
I
La hipótesis optimista. Providencia e inmortalidad.
I.− Los Platón, los Aristóteles, los Zenón, los Spinoza, los
Leibnitz, han sostenido el optimismo y tratado de fundar una
moral objetiva, de acuerdo con esta concepción del mundo.
7 Prefacio, IX.
LIBRO PRIMERO
11 Es preciso distinguir, sin embargo, aquí, entre el placer del artista, que es
siempre fecundo y consecuentemente generoso y aquel del amateur del arte que
puede ser estrecho y egoísta porque es completamente estéril. Ver nuestros
Problemas de la estética contemporánea.
vestigios aún vivientes del hombre primitivo −los criminales−
tienen, en general, como rasgo distintivo, horror al trabajo. No
se aburren con la inactividad. Se puede decir que el
aburrimiento es en el hombre un signo de superioridad, de
fecundidad del querer. El pueblo que ha conocido el spleen es el
más activo de los pueblos.
Con el tiempo, el trabajo llegará a ser cada vez más necesario
para el hombre. Ahora bien, el trabajo es el fenómeno a la vez
económico y moral, donde mejor se concilian el egoísmo y el
altruismo. Trabajar es producir, y producir es ser, al mismo
tiempo, útil para sí y para los otros.
El trabajo no puede llegar a ser peligroso más que por su
acumulación en forma de Capital; entonces puede tomar un
carácter francamente egoísta y, en virtud de una contradicción
íntima conducir a su propia supresión por la ociosidad misma
que permite. Pero, en su forma viva, el trabajo es siempre
bueno. Corresponde a las leyes sociales impedir los malos
resultados de la acumulación del trabajo −exceso de ociosidad
para sí y exceso de poder sobre los otros− como se vigila para
aislar a las pilas eléctricas demasiado poderosas.
Existe la necesidad de querer y trabajar no solamente para sí,
sino también para los otros. Se siente la necesidad de ayudar al
prójimo, de ayudar con el propio esfuerzo a empujar el carruaje
que penosamente arrastra la humanidad, en todo caso de
moverse alrededor.
Una de las formas inferiores de esta necesidad es la ambición,
en la que no hay que ver solamente un deseo de honores y de
fama, porque es también, y ante todo, una necesidad de acción
o de palabra, abundancia de vida en su forma un poco grosera
de potencia motriz, de actividad material, de tensión nerviosa.
Algunos caracteres poseen sobre todo la fecundidad de la
voluntad, por ejemplo Napoleón I; éstos transforman la faz del
mundo a fin de imprimir en él su efigie; quieren substituir la
voluntad de los otros por la suya, pero tienen una sensibilidad
pobre, una inteligencia incapaz de crear en el gran sentido de la
palabra, una inteligencia que no vale por sí misma, que no
piensa por pensar y a la que convierten en un instrumento
pasivo de su ambición. Otros, han representado un papel muy
grande en la evolución humana y en el establecimiento de la
moral, pero, muy a menudo, carecen de inteligencia y de
voluntad. En suma, la vida tiene dos fases: por una es nutrición
y asimilación, por la otra producción y fecundidad. Cuanto más
adquiere, más necesita gastar, ésa es su ley. El gasto no es
fisiológicamente un mal, es uno de los términos de la vida. Es la
expiración que sigue a la inspiración.
Por lo tanto, hechos todos los cálculos, el gasto para los otros
que exige la sociedad no es una pérdida para el individuo, es un
engrandecimiento deseable y hasta una necesidad.
El hombre quiere convertirse en un ser social y moral, está
siempre atormentado por esta idea. Las células delicadas de su
cerebro y de su corazón aspiran a vivir y a desarrollarse de la
misma forma que esos homúnculos de que habla Renán en
alguna parte: cada uno de nosotros siente en sí una especie de
empuje de la vida moral, como el de la savia física. Vida es
fecundidad, y recíprocamente, fecundidad es vida desbordante,
esto es la verdadera existencia. Existe una cierta generosidad
inseparable de la existencia, y sin la cual se muere, se deseca
uno interiormente. Hay que florecer; la moralidad, el desinterés,
son las flores de la vida humana.
Siempre se ha representado a la Caridad como una madre que
tiende a los niños su seno rebosante de leche; es que, en efecto,
la caridad se confunde con la fecundidad desbordante; es como
una maternidad demasiado plena para limitarse a la familia. El
seno de la madre tiene necesidad de bocas ávidas que lo agoten;
el corazón del ser verdaderamente humano tiene también
necesidad de hacerse dulce y caritativo para todos; hay en el
bienhechor mismo un llamado interior hacia los que sufren.
Hemos comprobado hasta en la vida de la célula ciega, un
principio de expansión que hace que el individuo no pueda
bastarse a sí mismo; la vida más rica resulta ser también la más
inclinada a prodigarse, a sacrificarse en una cierta medida, a
compartirse con los otros. De donde se desprende que el
organismo más perfecto será también el más sociable, y que, el
ideal de la vida individual es la vida en común. Por lo que,
nuevamente, se halla colocada en el fondo del ser la corriente
de todos los instintos de simpatía y de sociabilidad que la
escuela inglesa nos ha mostrado a menudo como adquiridos,
más o menos artificialmente, en el curso de la evolución y en
consecuencia como aproximadamente adventicios.
y para todos los seres. Puesto que la idea consciente, en efecto, extrae la mayoría de
sus fuerzas de su misma generalidad, la idea-fuerza por excelencia sería la de lo
universal si fuese concebida de una manera concreta, como la representación de una
sociedad de seres reales y vivientes. Esta idea es lo que llamamos el bien y que, en
último término, constituye el más elevado objeto de la moralidad; se nos presenta,
pues, como obligatoria. (Educación y Herencia, pág. 54 y siguientes).
placeres intelectuales se distinguen por ser a la vez los más
interiores del ser y los más comunicativos, los más individuales
y los más sociales. Reunid a pensadores o estetas (siempre que
no existan rivalidades personales entre ellos) se estimaran con
mucha mayor rapidez y siempre más profundamente que otros
hombres; reconocerán de inmediato que viven en el mismo
mundo, el del pensamiento, se sentirán de una misma patria.
Ese lazo, que se establecerá entre ellos ligará también su
conducta y les impondrá en sus relaciones recíprocas una
especie de obligación particular, es un lazo emocional, una
comunidad producida por la armonía completa o parcial de
sensibilidades y pensamientos.
Los placeres humanos, a medida que avanzamos, parecen
tomar un carácter cada vez más social y sociable. La idea llega a
ser una de las fuentes esenciales del placer. Ahora bien, la idea
es una especie de contingente común a todas las cabezas
humanas, es una conciencia universal donde están más o menos
reconciliadas las conciencias individuales. Al aumentar la parte
de la idea en la vida de cada uno, resulta que la parte de lo
universal aumenta y tiende a predominar sobre lo individual. Las
conciencias se hacen, pues, más penetrables. El que hoy llega al
mundo está destinado a una vida intelectual mucho más intensa
que hace cien mil años, y, sin embargo, a pesar de esta
intensidad de su vida individual, su inteligencia se encontrará,
por decirlo así, mucho más socializada; poseerá mucho menos
propio, precisamente porque es mucho más rica. Lo mismo en
lo que se refiere a su sensibilidad.
En definitiva, hemos dicho en otra parte al comentar a
Epicuro: ¿cuál sería un placer puramente personal y egoísta?
¿Existe un placer de esta clase, y qué parte tiene en la vida? A
esta cuestión, siempre actual, responderemos como ya hemos
respondido: Cuando se desciende en la escala de los seres, se ve
que la esfera donde cada uno de ellos se mueve, es estrecha y
casi cerrada, cuando, por el contrario, se sube hacia los seres
superiores, se ve a su esfera de acción abrirse, extenderse,
confundirse con la esfera de acción de los otros seres. El yo se
distingue cada vez menos de los otros yo, o, mejor aun, tiene
cada vez mayor necesidad de ellos para constituirse y para
subsistir. Ahora bien, esta especie de escala, que recorre el
pensamiento, ha sido en parte recorrida por la especie humana
en su evolución. Su punto de partida fue ciertamente el
egoísmo, pero el egoísmo, en virtud de la fecundidad misma de
toda vida ha sido llevado a extenderse, a crear afuera suyo
centros nuevos para su propia acción. Al mismo tiempo, han
nacido poco a poco, sentimientos correlativos a esta tendencia
centrífuga y han ido como recubriendo los sentimientos egoístas
que les servían de principio. Marchamos hacia una época en que
el egoísmo primitivo será progresivamente apartado y
rechazado de nosotros, cada vez más desconocido. En esta
época ideal, el ser no podrá más, por decirlo así, gozar
solitariamente; su placer será como un concierto en el que el
placer de los otros entrará a título de elemento necesario ¿y no
es ya así, en la generalidad de los casos, ahora? Cuando, en la
vida común, se compara la parte dejada al egoísmo puro y
aquella que toma el altruismo, se verá hasta qué punto la
primera es relativamente pequeña; hasta los placeres más
egoístas por ser completamente físicos, como el placer de beber
o de comer, no adquieren todo su encanto hasta que no los
compartimos con los demás. Esta parte predominante de los
sentimientos sociables debe encontrarse en todos nuestros
placeres y en todas nuestras penas. Por otra parte, el egoísmo
puro no sería solamente, como lo hemos demostrado, una
especie de mutilación de sí mismo, sino un imposible. Ni mis
dolores, ni mis placeres son absolutamente míos. Las hojas
espinosas de la pita, antes de desarrollarse y extenderse en
bandas enormes, permanecen largo tiempo colocadas una
sobre otra, formando como un solo corazón, entonces las
espinas de cada hoja se imprimen sobre su vecina. Más tarde,
todas esas hojas han crecido mucho y se han apartado, esa
marca queda y crece al mismo tiempo que ellas; es un sello de
dolor marcado para toda la vida. Lo mismo ocurre en nuestro
corazón, donde vienen a imprimirse desde el seno maternal
todas las alegrías y todos los dolores del género humano sobre
cada uno de nosotros, haga lo que hiciera, ese sello debe
persistir. De la misma forma que el yo, en resumen, es para la
psicología contemporánea una ilusión, que no hay una
personalidad irreductible, que estamos compuestos por una
infinidad de seres y de pequeñas conciencias o estados de
conciencia, así, podría decirse que el placer egoísta es una
ilusión: mi propio placer no existe sin el placer de los otros,
siento que toda la sociedad debe colaborar más o menos para
él, desde mi familia, la pequeña sociedad que me rodea, hasta
la gran sociedad en la que vivo.16
En resumen, una ciencia verdaderamente positiva de la moral
puede, en cierta medida, hablar de obligación, y esto, por una
parte, sin hacer intervenir ninguna idea mística y por otra, sin
invocar con Bain la coacción exterior y social o el temor interior.
No, es suficiente considerar las direcciones normales de la vida
psíquica. Se hallará siempre una especie de presión interna
al loco que se cree objeto de odio, se prohibiría la plegaria de aquel que cree entrar
en comunicación directa con Dios. etc.
En otros términos, se intentaría contrabalancear una manía natural, mediante otra
artificial creada durante el sueño. Se tendría así, en el sonambulismo, un campo de
observaciones psicológicas y morales mucho más rico que el de la locura. Uno y
otra son desarreglos del mecanismo mental, pero en el sonámbulo provocado ese
desarreglo puede ser calculado y regulado por el magnetizador. Después de la
primera edición de este libro han sido intentadas con éxito, muchas experiencias de
este género.
movimiento y a la acción) son mucho más difíciles de ser
agotados, porque la variedad del gasto constituye una especie
de reposo.
El instinto social y moral, como fuerza mental, es de ese
género; está, pues, entre aquellos que fácilmente llegan a ser
insaciables, y continuos.
¿Qué ocurre cuando un instinto cualquiera ha llegado a ser
insaciable? Siempre que no se trate de un instinto poco variado
en sus manifestaciones, se produce un agotamiento del
organismo, que no puede bastar entonces para cubrir el gasto.
La ninfómana no tiene hijos. Un gasto cerebral demasiado
grande detiene también la fecundidad, mata antes de la edad. El
amor exagerado al peligro y a la guerra multiplica los riesgos y
disminuye las probabilidades de vida. Pero son raras las
inclinaciones que pueden llegar a ser insaciables y favorecer a la
especie, sin oponerse a su multiplicación. En primera línea está,
naturalmente, la inclinación altruista; era la que mejor podía
producir un sentimiento fuerte y persistente después de una
satisfacción pasajera. Hasta desde el punto de vista fisiológico,
es posible demostrar así la necesaria formación del instinto
social y moral.
El instinto estético, que lleva al artista a buscar las formas
bellas, a obrar de acuerdo a un orden y una medida, a
perfeccionar todo lo que hace, está muy próximo a las
inclinaciones morales, y puede, como ellas, originar un cierto
sentimiento de obligación rudimentario; el artista se siente
interiormente obligado a producir, a crear, y a crear obras
armoniosas; una falta de gusto le ofende tan vivamente como
una falta de conducta a muchas conciencias populares;
experimenta, sin cesar, respecto a las formas, a los colores y a
los sonidos, ese doble sentimiento de indignación y admiración
que parecería estar reservado para los juicios morales. El mismo
artesano, el buen obrero, realiza con complacencia su labor,
ama a su trabajo, no puede consentir dejarlo inacabado, no pulir
su obra. Este instinto, que debe hallarse hasta en el pájaro que
construye su nido, y que se manifiesta con una fuerza
extraordinaria en ciertos temperamentos artísticos, en un
pueblo como los griegos, sin duda, hubiera podido dar lugar, al
desarrollarse, a una obligación estética, análoga a la obligación
moral; pero, el instinto estético sólo estaba ligado
indirectamente a la propagación de la especie; por esa razón no
se ha generalizado bastante, y no ha adquirido una importancia
suficiente. Sólo ha tomado real importancia en lo que se refería
a la selección sexual; en las relaciones de los sexos, el gusto
estético tiene algo de semejante a un lazo moral; si se quiere
violentar al disgusto, acaba por producir una serie de
remordimientos. El disgusto que experimenta un individuo por
ciertos individuos del otro sexo, se observa hasta en los
animales; se sabe que un garañón desdeñará a las yeguas
demasiado bastas, a las que se le quiere unir para la generación.
En el hombre, ese sentimiento −ligado, por otra parte, a gran
cantidad de otros, sociales o morales−, producirá efectos mucho
más marcados: las negras cuyos amos querían juntarlas como
animales y casarlas por la fuerza con varones por ellos elegidos,
han llegado hasta estrangular a los hijos de esta unión forzada
(y sin embargo la promiscuidad es frecuente entre los negros).
Un hombre que trata de saciar su deseo brutal con una mujer
física y estéticamente inferior a él, experimenta de inmediato
una vergüenza interior: experimenta el sentimiento de una
degradación de la raza. La joven que, no por obedecer a sus
padres, se casa con un hombre que le disgusta, puede sentir en
seguida un disgusto lo bastante fuerte, lo bastante vecino al
remordimiento moral, como para arrojarse por la ventana de la
cámara nupcial. En todos estos ejemplos, el sentimiento estético
produce los mismos efectos que el sentimiento moral; talento y
belleza obligan; como todo poder que descubrimos en nosotros,
nos confieren a nuestros propios ojos una dignidad y nos
imponen un deber. Si el talento hubiese sido absolutamente
necesario a cada individuo para vencer en la lucha de la vida,
indudablemente se hubiera generalizado; el arte sería hoy día,
un fondo común a los hombres, como la virtud.
Fuera del instinto moral y estético, uno de los que han podido
desarrollarse lo suficiente en ciertos individuos, como para que
la escuela inglesa haya visto en él una analogía con el
sentimiento de obligación, es la inclinación tan a menudo
invocada como ejemplo por esa escuela: la avaricia. Pero, aún
desde el punto de vista estrecho, y hasta grosero, en que nos
colocamos aquí, hagamos notar la inferioridad de esa inclinación
con relación al instinto moral.
La avaricia, al disminuir las comodidades de la vida, produce el
mismo efecto que la miseria; no favorece la fecundidad, porque
el avaro tiene miedo de tener niños; además, en el niño cuyo
desarrollo ha sido molestado por la avaricia paternal, se
produce, muy a menudo, una reacción que lo impulsa a la
prodigalidad. Finalmente, una razón decisiva, como la avaricia
no tiene utilidad social, no ha sido alentada por la opinión
pública. Imagínese una sociedad de avaros, cada uno no tendrá
mas que un fin, transformar a su vecino en pródigo para
apoderarse de su oro; si, no obstante, por un milagro, los avaros
se entendiesen perfectamente entre ellos, y se excitasen
mutuamente a la avaricia, no se tardaría en ver nacer un deber
de parsimonia, sentimiento tan fuerte como muchos otros
deberes. Entre nuestros campesinos, y, sobre todo, entre los
israelitas, se puede hallar esta obligación poco moral, elevada
casi al nivel de los deberes morales. Un miembro de una
sociedad avara, se sentiría, indudablemente, más obligado a la
parsimonia que, por ejemplo, a la templanza o al valor;
experimentaría más remordimientos por haber faltado a la
primera obligación, que a las otras.
De lo que precede, se podría deducir, independientemente de
muchas otras consideraciones, que los diferentes deberes
morales, formas diversas del instinto social o altruista, no
podrían dejar de nacer, y que, casi no podrían nacer otros. Una
nueva razón que debía asegurar el triunfo del instinto moral, es
la imposibilidad de calmar el remordimiento, de hacerlo cesar
mediante una buena acción, como se hace desaparecer el
hambre. Una vez satisfecha el hambre, la pena, que se ha
experimentado, no es más que un vago recuerdo que se
desvanece; no ocurre lo mismo con el remordimiento, el pasado
aparece como imborrable y siempre doloroso. Por lo demás,
todas las necesidades que no son puramente animales, no
admiten esa especie de compensaciones que permiten el
hambre y la sed.
Así ocurre con el amor. Se puede lamentar indefinidamente la
hora de amor que ofrecía la mujer amada y que se ha dejado
escapar sin haber podido volver a encontrarla jamás: el amante
no puede, como en una comedia de Shakespeare, reemplazar
una mujer por otra.
Sólo vi que era bella
al salir de los grandes bosques silenciosos...
−Sea, no pensemos más en eso −dijo ella−,
y yo, yo pienso siempre en eso...
Finalmente, la ventaja más considerable de los instintos
morales, como instintos, es que tienen para sí la última palabra.
Si me he sacrificado, o bien he muerto, o bien he sobrevivido
con la satisfacción del deber cumplido. Los instintos egoístas, se
ven siempre contrariados en su triunfo. Gozar de la satisfacción
del deber cumplido, es olvidar la pena que se sufrió para
realizarlo. Por el contrario, el pensamiento de que se ha faltado
al deber, ocasiona alguna amargura, hasta en el placer. En
general, el recuerdo del trabajo, de la tensión, del esfuerzo
realizado para satisfacer un instinto cualquiera, se borra
rápidamente; pero el recuerdo del instinto no satisfecho,
persiste tanto tiempo como el instinto mismo. Leandro olvidaba
pronto con Hero el esfuerzo realizado para atravesar el
Helesponto; no hubiera podido olvidar a Hero en los brazos de
otro amante.
¿En qué orden ha dado origen el instinto moral, una vez
establecido en su generalidad, con su fuerza en tensión
constante, a los diferentes instintos morales particulares, cuya
fórmula reflexiva constituirá los diferentes deberes? En un
orden a menudo inverso al orden lógico adoptado por los
moralistas. La mayoría de los moralistas, ponen en primer lugar
los deberes hacia sí mismo, la conservación de la dignidad
interior; colocan en seguida los deberes de justicia antes que los
de caridad. Este orden no tiene nada de absoluto, y, con
frecuencia, se ha producido un orden completamente contrario
en la evolución de las inclinaciones morales; el salvaje
desconoce casi siempre la justicia y el derecho propiamente
dichos, pero es capaz de un rasgo piadoso; desconoce la
templanza, el pudor, etc., y en caso de necesidad arriesgará la
vida por su tribu. La templanza, el valor, son en gran parte
virtudes sociales y derivadas. La templanza, por ejemplo, es
todavía en las masas una virtud social; si un hombre del pueblo,
en el almuerzo a que se le ha invitado, no come ni bebe, como
en el restaurante, es más bien por temor a cometer una
inconveniencia, o por miedo a una indigestión, que por un
sentimiento de delicadeza moral. El valor casi no existe sin un
cierto deseo de gloria, de honor; se ha desarrollado mucho,
como lo ha demostrado Darwin, a causa de la selección sexual.
En fin, los deberes hacia sí mismo, tal como los entiende un
moderno, se relacionan en gran parte con los deberes hacia el
prójimo.
Los moralistas distinguen los deberes negativos y los deberes
positivos, la abstención y la acción. La abstención, que
presupone que uno es dueño de sí, suí compos, es anterior
desde el punto de vista moral: es la justicia; pero es mucho
menos primitiva desde el punto de vista de la evolución. Una de
las cosas más difíciles de obtener de los seres primitivos, es,
precisamente, la abstención. También lo que se llama derecho y
deber estrictos, es casi siempre posterior al deber amplio; ofrece
a los pueblos primitivos un carácter con frecuencia menos
obligatorio. Arrojarse en medio del combate para socorrer a un
compañero, parecerá a un salvaje (y a muchos hombres
civilizados) mucho más obligatorio y honorable, que abstenerse
de robarle su mujer. Los australianos, dice Cunningham,
aprecian tanto la vida de un hombre como la de una mariposa;
llegada la ocasión, no son menos capaces de caridad y hasta de
egoísmo. Los polinesios practican el infanticidio sin la menor
sombra de remordimiento; pero pueden amar muy tiernamente
a los niños que han juzgado conveniente conservar. En el
esfuerzo que exige la abstención hay, a veces, un despliegue de
voluntad mayor que en la acción, pero, menos visible; de ahí
viene que los moralistas se hayan sentido inclinados a atribuirle
una importancia secundaria; no se siente el esfuerzo de
Hércules, al sostener un fardo con el brazo tendido,
precisamente porque el brazo está inmóvil y no tiembla; pero
esta inmovilidad cuesta mucha más energía interna que muchos
movimientos.
Hasta ahora, sólo hemos considerado al sentimiento moral,
−como un sentimiento consciente de su relación con los otros
sentimientos del espíritu humano, pero no razonado en lo
referente a su principio y a sus causas ocultas, en una palabra:
no filosófico. ¿Qué ocurrirá cuando ese sentimiento se convierta
en reflexivo, razonado, cuando el hombre moral quiera explicar
las causas de su acción y legitimarla? De creer a Spencer, la
obligación moral, que implica resistencia y esfuerzo, debería
desaparecer un día para dejar lugar a una especie de
espontaneidad moral. El instinto altruista será tan
incomparablemente fuerte, que nos arrastrará sin lucha. Ni
siquiera mediremos su poder, porque no sentiremos la
tentación de resistirle. Entonces se podría decir que la fuerza de
tensión que posee la idea del deber, se transformará en fuerza
viva a partir del momento en que la ocasión se produzca, y, por
decirlo así, sólo tendremos conciencia de ella como de una
fuerza viva. Llegará un día, dice aún Spencer, en que el instinto
altruista será tan potente, que los hombres se disputarán la
ocasión de ejercerlo, las ocasiones de sacrificio y de muerte.
Spencer va demasiado lejos. Olvida que, si la civilización tiende
a desarrollar indefinidamente el instinto altruista, si transforma
progresivamente las reglas más altas de la moral en simples
reglas de conveniencia social, casi de urbanidad, por otra parte,
desarrollada indefinidamente la inteligencia reflexiva, el hábito
de la observación interior y exterior, el espíritu científico en una
palabra. Ahora bien, el espíritu científico es el gran enemigo de
todo instinto: es la fuerza disolvente por excelencia de todo lo
que la naturaleza sola ha ligado. Es el espíritu revolucionario;
lucha sin cesar contra el espíritu de autoridad en el seno de las
sociedades; luchará también contra la autoridad en el seno de la
conciencia. Si el impulso del deber, cualquiera que sea el origen
que se le atribuye, no se halla justificado por la razón, podrá ser
gravemente modificado por el desarrollo continuo de la razón
en el hombre. La naturaleza humana −decía un escéptico a
Mencio, fiel discípulo de Confucio− es tan maleable y tan flexible
que se parece a la rama del sauce; la equidad y la justicia son
como un canastillo tejido con ese sauce. Pero el ser moral
necesita creerse una encina de firme corazón, no sentirse, como
el sauce, ceder al azar de la mano que lo toca; si su conciencia
no es más que un canastillo tejido por el instinto con algunas
ramas flexibles, la reflexión podrá deshacer perfectamente lo
que el instinto había hecho. El sentido moral perderá entonces
toda resistencia y toda solidez. Creemos que es posible
demostrar científicamente la ley siguiente: todo instinto tiende
a destruirse al transformarse en consciente.18
18 Ver nuestra Moral Inglesa Contemporánea, (parte II, libro II). Es lo que nos
concede Ribot, (La herencia psicológica. 2a. edición, pág. 342) pero agrega: El
instinto sólo desaparece ante una forma de actividad mental que lo reemplaza con
ventaja ... La inteligencia no podría matar al sentimiento moral, más que hallando
algo mejor. Seguramente, a condición de que se tome la palabra mejor, en un sentido
completamente físico y mecánico; por ejemplo es mejor, es preferible para el cuco
Sobre este punto se nos ha hecho, tanto en Francia como en
Inglaterra, un cierto número de objeciones que tienden a
establecer que las teorías morales no tienen influencia en la
práctica. Habíamos demostrado que si, por hipótesis, se despoja
al sentido moral de toda autoridad verdaderamente racional, se
ve reducido al papel de obsesión constante o de alucinación,
porque de ningún modo es un juicio ni una opinión. La
conciencia no afirma, ordena, y una orden puede ser prudente
o loca, no verdadera o falsa.19
Pero, diremos a nuestra vez, lo que no ha sido tenido en
cuenta y que constituye el carácter de la orden, es que no se
explica por razones plausibles, es decir, que corresponde a una
falsa visión de la realidad. Toda orden encierra así una
afirmación, e implica no solamente locura o sabiduría, sino
también error o verdad. De la misma forma, toda afirmación
presupone una regla de conducta: un loco no solamente es
engañado por las ideas que lo obsesionan, es dirigido por ellas;
nuestras ilusiones nos ordenan y nos gobiernan. El sentimiento
moral que me impide matar, obra sobre mí como sentimiento,
mediante los mismos resortes que la tendencia inmoral que
impulsa a un maníaco a matar; ambos somos movidos de igual
manera, pero de acuerdo a móviles o motivos contrarios. Es,
pues, necesario siempre examinar si mi motivo tiene más valor
racional que el del asesino. Todo consiste en eso. Si ahora, para
apreciar el valor racional de los motivos, se hace referencia a un
poner sus huevos en el nido de otros pájaros, pero esto no parece ser mejor, hablando
en absoluto, y sobre todo, para los demás pájaros. Un mejoramiento desde el punto
de vista del individuo y hasta de la especie podría, pues, no ser siempre idéntico a
lo que llamamos mejoramiento moral. Hay ahí, en todo caso, una cuestión que
merece ser examinada: es precisamente la que examinamos en este volumen.
19 Ver Pollock, en Mind, (tomo IV, pág. 446).
criterio puramente positivo y científico, se producirá un
determinado número de conflictos entre la utilidad pública y la
utilidad personal, que es bueno prever. En cuanto a esperar que
el instinto pueda, por sí solo, decidir esos conflictos, no lo
creemos; por el contrario, el instinto se hallará en el hombre
cada vez más alterado por los progresos de la reflexión.
No podríamos, pues, ponernos de acuerdo con nuestros
críticos de Inglaterra, sobre este punto esencial: ¿no puede la
ética, que es una sistematización de la evolución moral en la
humanidad, ejercer influencia sobre esta evolución misma y
modificar su sentido de una manera importante? En términos
más generales, ¿todo fenómeno que toma conciencia de sí no
se transforma bajo la influencia de esta misma conciencia?
Hemos hecho notar en otra parte que el instinto de la lactancia,
tan importante en los mamíferos, tiende actualmente a
desaparecer en muchas mujeres. Hay un fenómeno mucho más
esencial todavía −el más esencial de todos− el de la generación,
que tiende a modificarse de acuerdo a la misma ley. En Francia
(donde la mayoría de la gente no está contenida por
consideraciones religiosas) la voluntad personal, substituye
parcialmente, en el acto sexual, al instinto de reproducción. Por
ello el lento crecimiento de la población en nuestro país que
produce a la vez nuestra inferioridad numérica respecto a las
otras naciones continentales y nuestra superioridad económica
(por otra parte muy provisoria y ya comprometida). He aquí un
impresionante ejemplo de la intervención de la voluntad en la
esfera de los instintos. El instinto, al no ser protegido por una
creencia religiosa o moral, resulta impotente para proporcionar
una regla de conducta, la regla es sacada de consideraciones
completamente racionales y, generalmente, de consideraciones
de pura utilidad personal, en ninguna forma de utilidad social. El
deber más importante del individuo es, sin embargo, la
generación, que asegura la duración de la raza. Así, en muchas
especies animales, el individuo sólo vive para engendrar, y la
muerte sigue inmediatamente a la fecundidad. Ese deber,
primitivo en toda la escala animal, en nuestros días, se
encuentra relegado al último término en la raza francesa, que
parece perseguir deliberadamente el máximo de infecundidad.
No se trata aquí de censurar, sino de hacer constar. La
desaparición gradual y necesaria de la religión y la moral
absoluta nos reserva muchas sorpresas de ese género; si no hay
motivo para asustarse, por lo menos, en un interés científico, es
preciso tratar de preverlas.
Otra observación: el simple exceso de escrúpulos puede llegar
a hacer desaparecer el instinto moral; por ejemplo, entre los
confesores y sus penitentes. Bagehot hace asimismo observar,
que al razonar excesivamente sobre pudor, se lo puede debilitar
y perder gradualmente. Siempre que la reflexión se ocupa
constantemente de un instante, de una inclinación espontánea,
tiende a alterarlo. Ese hecho se explicaría tal vez
fisiológicamente, debido a la acción moderadora de la
substancia gris sobre los centros nerviosos secundarios y sobre
toda acción refleja. Siempre ocurre, por ejemplo, que si un
pianista toca de memoria un trozo de música aprendido
mecánicamente, es preciso que toque con confianza y
naturalidad, sin observarse demasiado, sin querer darse cuenta
del movimiento instintivo de sus dedos: razonar un sistema de
actos reflejos o de hábitos, es siempre trastornarlo.20
El problema
1
Recordemos el problema capital que se plantea a toda moral
exclusivamente científica: ¿Hasta qué punto puede sentirse
ligada la conciencia reflexiva por un impulso, por una presión
interna que, por hipótesis, no tiene más que un carácter natural,
no místico, ni aún metafísico, y que, además, no se halla
completada mediante la perspectiva de alguna sanción
extra−social? ¿En qué medida la conciencia reflexiva debe
obedecer racionalmente a una obligación de ese género?
Hemos dicho que, una moral positiva y científica, sólo puede
dar al individuo esta orden: Desarrolla tu vida en todas
direcciones, sé un individuo todo lo rico posible en energía
intensiva y extensiva; para esto, sé el ser más social y más
sociable. En nombre de esta regla general, que constituye el
equivalente científico del imperativo, una moral positiva puede
prescribir al individuo ciertos sacrificios parciales y mesurados,
puede formular toda la serie de deberes medios, entre los cuales
se halla encerrada la vida ordinaria. Bien entendido que en todo
esto nada hay de categórico, de absoluto, sino excelentes
consejos hipotéticos: si tú persigues ese objeto, la más alta
intensidad de la vida, haz esto; en suma, es una buena moral
media.
¿Cómo se arreglará esta moral para obtener del individuo, en
ciertos casos, un sacrificio definitivo, no sólo parcial y
provisorio? La caridad nos obliga a olvidar lo que ha dado
nuestra mano derecha, nada mejor; pero la razón nos aconseja
que vigilemos lo que da. Los instintos altruistas, invocados por
la escuela inglesa, están sujetos a toda clase de alteraciones y
restricciones; apoyarse sólo en ellos para exigir el desinterés, es
provocar una especie de lucha entre ellos y las inclinaciones
egoístas; ahora bien, las últimas están seguras de vencer el
mayor número de veces, porque tienen una raíz visible y
tangible, mientras los otros aparecen a la razón individual como
el resultado de influencias hereditarias mediante las que la raza
pretende engañar al individuo. El razonamiento egoísta está
siempre pronto a intervenir para paralizar los primeros
movimientos espontáneos del instinto social.
El papel de los centros nerviosos superiores consiste, en
efecto, en moderar la acción de los centros inferiores, en regular
los movimientos instintivos. Si yo marcho por un sendero de
montaña, con un abismo a mi lado, y un ruido o un temor
repentino me hace estremecer, la simple acción refleja me
llevará a echarme a un lado; pero entonces, la razón moderará
mi movimiento al advertirme que hay un precipicio al lado mío.
El hedonista se halla en una situación casi análoga cuando se
trata de realizar ciegamente un sacrificio: el papel de la razón,
consiste en mostrarle el abismo, en impedir que se arroje a él a
la ligera, movido por el impulso del primer movimiento
instintivo; y la acción inhibitoria de la razón será, en ese caso,
tan lógica, tan potente respecto a las inclinaciones altruistas,
como puede serlo respecto a la simple acción refleja. Esto es lo
que hemos objetado en otra parte a la escuela inglesa.
El yo y el no yo están, pues, uno en presencia de otro, parecen,
en efecto, dos valores sin medida común; hay en el yo algo sui
generis, irreductible. Si el mundo es, para el hedonista,
cuantitativamente superior a su yo, éste debe parecerle siempre
cualitativamente superior al mundo, consistiendo la cualidad
para él en el goce. Yo existo, dice, y vosotros no existís más que
en tanto yo existo y mantenga mi existencia: tal es el principio
que, a la vez, domina a la razón y a los sentidos. Mientras se
entregue al hedonismo, no puede pues, lógicamente ser
obligado a desinteresarse de sí. Ahora bien, el hedonismo, desde
el punto de vista de los hechos, es irrefutable en su principio,
fundamental, que es la conservación obstinada del yo.
Únicamente la hipótesis metafísica, puede tratar de hacer
franquear a la voluntad el paso del yo al no yo. Desde el punto
de vista positivo, y, haciendo abstracción de toda hipótesis, el
problema que ahora planteamos parece, de primera intención,
teóricamente insoluble.
Y, sin embargo, ese problema puede ser resuelto, al menos
aproximadamente, en la práctica.
2
Cuarto equivalente del deber obtenido del placer del riesgo
y de la lucha
1
El riesgo metafísico en la especulación
Hemos comprobado la considerable influencia práctica que
tenía el placer del peligro y del riesgo; nos queda por ver la
influencia no menos grande de lo que Platón llamaba el (ψαμδς)
del gran riesgo metafísico que el pensamiento goza en correr.
Para que pueda razonar hasta el fin ciertos actos morales
sobrepasando la moral media y científica, para que pueda
deducirles rigurosamente de principios filosóficos o religiosos,
es preciso que esos mismos principios sean planteados y
determinados. Pero no pueden serlo más que por hipótesis; es
preciso, pues, que yo mismo establezca, en definitiva, las
razones metafísicas de mis actos. Estando dada la incógnita, la x
del fondo de las cosas, es preciso que me la represente de cierta
manera, que la conciba bajo la imagen del acto que desee
realizar. Si, por ejemplo, quiero realizar un acto de caridad pura
y definitiva y deseo justificarlo racionalmente, es preciso que
imagine una caridad eterna presente en el fondo de las cosas y
de mí mismo, es preciso que objetive el sentimiento que me
hace obrar. El agente moral desempeña aquí el mismo papel que
el artista: debe proyectar al exterior las tendencias que siente
en él, y hacer un poema metafísico con su amor. La x inconocible
y neutra, corresponde al mármol que labra el escultor, a las
palabras inertes que se alinean y toman vida en la estrofa del
poeta. El artista sólo labra la forma de las cosas; el ser moral,
que es siempre un metafísico espontáneo o reflexivo, moldea el
fondo mismo de las cosas, dispone la eternidad de acuerdo al
modelo del acto de un día, que él concibe, y da así a este acto,
que sin eso parecería suspendido en el aire, una raíz en el mundo
del pensamiento.
El nóumeno, en el sentido moral y no puramente negativo, es
hecho por nosotros; sólo adquiere valor moral en virtud del tipo
de acuerdo al cual nos lo representamos: es una construcción de
nuestro espíritu, de nuestra imaginación metafísica.
¿Se dirá que hay algo de pueril en ese esfuerzo para asignar
un tipo y una forma a lo que por esencia no tiene forma ni
asidero? Desde un punto de vista estrechamente científico, es
posible. Hay siempre en el egoísmo, alguna candidez simple y
grandiosa. En toda acción humana hay una parte de error, de
ilusión; quizás esta parte va aumentando a medida que la acción
sale de la medianía. Los corazones más amantes son los que
están más engañados, los más grandes genios son aquellos en
que se observa el mayor número de incoherencias; los mártires
han sido, la mayoría de las veces, niños sublimes. ¡Qué de
puerilidades en las ideas de los alquimistas, que, sin embargo,
han acabado por crear una ciencia! En parte, fue a causa de un
error que Cristóbal Colón descubrió América. No se puede juzgar
a las teorías metafísicas por su verdad absoluta que es siempre
inverificable; pero uno de los medios de juzgarlas consiste en
apreciar su fertilidad. No les exijáis entonces ser verdaderas,
independientemente de nosotros y de nuestras acciones, sino
que lleguen a serlo. Desde el punto de vista de la evolución
universal, un error fecundo puede ser en ese sentido, más
verdadero que una verdad demasiado estrecha y estéril. Es
triste, dice en alguna parte Renán, pensar que es Homais26 quien
tiene razón, y que ha visto la verdad como esto, de primera
intención, sin esfuerzo ni mérito, al mirar hacia sus pies. Y bien,
no, Homais no tiene razón, encerrado como está en su pequeño
círculo de verdades positivas. Ha podido muy bien cultivar su
jardín, pero ha tomado su jardín por el mundo, y se ha
engañado. Quizás, le hubiera valido más enamorarse de una
estrella, en fin ser encantado por una quimera bien quimérica,
que, al menos le hubiera hecho realizar algo grande. Vicente de
Paul tenía el cerebro, indudablemente, más lleno de sueños
falsos que Homais; pero resultó, que la pequeña porción de
verdad contenida en sus sueños, ha sido más fecunda que la
masa de verdades de sentido común obtenida por Homais.
La metafísica es, en el dominio del pensamiento, lo que el lujo
y los gastos por el arte en el económico; es una cosa tanto más
útil, cuanto menos necesaria parece a primera vista; se podría
pasar sin ella y se sufriría mucho; no se sabe exactamente dónde
comienza, y menos aún dónde termina y, sin embargo, la
27 Entiéndase bien, que jamás hemos pensado considerar, como nos lo han
reprochado Boirac, Lauret y otros críticos, iguales para el pensamiento humano a
todas las hipótesis metafísicas. Hay una lógica abstracta de las hipótesis, desde cuyo
punto de vista se las puede clasificar, ordenar según la escala de las probabilidades.
Sin embargo, su fuerza práctica no será, de aquí a mucho tiempo, exactamente
correspondiente a su valor teórico. (Ver en nuestro volumen acerca de La irreligión
del porvenir, el capítulo relativo al progreso de las hipótesis metafísicas).
dadles las mismas creencias, la misma religión, la misma
metafísica, igualad exactamente el pensamiento humano; iréis,
precisamente, contra la tendencia esencial del progreso. Nada
más monótono e insípido que una ciudad con las calles bien
alineadas y todas iguales; los que se imaginan la ciudad
intelectual de acuerdo a ese modelo, se imaginan un
contrasentido. Se dice: la verdad es una; el ideal del
pensamiento es esa misma unidad, esa uniformidad. Vuestra
verdad absoluta es una abstracción, como el triángulo o el
círculo perfectos de los matemáticos; en la realidad todo es
infinitamente múltiple. De esta forma, cuanta más gente haya
que piense diferente, mayor será la suma de verdad que
terminarán por abarcar y en la que finalmente se reconciliarán.
No hay que temer, pues, a la diversidad de las opiniones, por el
contrario, es preciso provocarla: dos hombres tienen opiniones
contrarias, quizás sea mucho mejor; están mucho más en lo
cierto que si ambos pensasen lo mismo. Cuando varias personas
quieren ver todo un paisaje, no tienen más que un medio:
volverse las espaldas unas a las otras. Si se envían soldados
como exploradores, y marchan todos juntos observando el
mismo punto del horizonte, muy probablemente volverán sin
haber descubierto nada. La verdad es como la luz, no llega a
nosotros desde un solo punto, nos la reflejan todos los objetos
a la vez, nos hiere en todos los sentidos y de mil maneras: sería
preciso tener cien ojos para recoger todos los rayos. La
humanidad en conjunto tiene millones de ojos y orejas; no le
aconsejéis cerrarlos o dirigirlos hacía un solo lado; debe abrirlos
todos a la vez y volverlos hacia todas las direcciones; es preciso
que la infinidad de sus puntos de vista corresponda a la infinidad
de las cosas. La variedad de las doctrinas prueba la riqueza y la
potencia del pensamiento; también esta variedad, lejos de
disminuir con el tiempo, debe aumentar los detalles, aun
cuando llevase a un común acuerdo. La división en el
pensamiento y la diversidad en los trabajos intelectuales es tan
necesaria como la división y la diversidad en los trabajos
musculares; esta división del trabajo es la condición de toda
riqueza. En otro tiempo, el pensamiento se hallaba
infinitamente menos dividido que en nuestra época; todos
estaban imbuidos por las mismas supersticiones, por los mismos
dogmas, por las mismas falsedades; cuando se encontraba a un
individuo podía decirse de antemano y sin conocerlo: he aquí lo
que cree; se podían contar los absurdos que su cabeza
encerraba, hacer el balance de su cerebro. Aun en nuestros días,
muchas personas de las clases inferiores o superiores se hallan
en ese estado: su inteligencia está modelada de acuerdo a un
tipo convenido. Felizmente, el número de esos espíritus inertes
y sin elasticidad disminuye cada día; cada uno tiende a dictarse
su ley y su creencia. ¡Ojalá podamos llegar a un día en que en
ninguna parte haya ortodoxia, quiero decir, fe general que
engloba los espíritus; en que la creencia sea absolutamente
individual, en que la heterodoxia sea la religión verdadera y
universal! La sociedad religiosa (y toda moral absoluta parece la
última forma de la religión) esa sociedad enteramente unida por
una comunidad de supersticiones, es una forma social de las
antiguas épocas, que tiende a desaparecer y que sería extraño
tomar por ideal. Los reyes se van; los sacerdotes se irán también.
Es inútil que la teocracia se esfuerce contrayendo compromisos
con el orden nuevo, concordatos de otro género: la teocracia
constitucional, como la monarquía constitucional, no puede
satisfacer ya definitivamente a la razón. El espíritu francés, sobre
todo, no se presta a transacciones, a medidas que no sean
radicales, a todo lo que es justo y verdadero sólo parcialmente;
en todo caso, no es ahí donde depositará su ideal. En materia de
religión o de metafísica, el verdadero ideal es la independencia
absoluta de los espíritus, y la libre diversidad de las doctrinas.
Querer gobernar los espíritus es peor aún que querer
gobernar los cuerpos; es preciso evitar toda clase de dirección
de conciencia o de dirección de pensamiento como a una
verdadera plaga. Las metafísicas autoritarias y las religiones son
andadores buenos para los pueblos que están en la niñez; es
tiempo de que andemos solos, que miremos con horror a los
pretendidos apóstoles, a los misioneros, a los predicadores de
toda clase, que seamos nuestros propios guías y que busquemos
en nosotros mismos la revelación. No hay más Cristo; que cada
uno sea Cristo para sí mismo, que se relacione con Dios como
quiera y como pueda, o también que reniegue de Dios, que cada
uno conciba el universo de acuerdo al modelo que le parezca
más probable, monarquía, oligarquía, república o caos; todas
esas hipótesis pueden sostenerse, deben, pues, ser sostenidas.
No es absolutamente imposible que una de ellas reúna un día
las más grandes posibilidades de su parte y triunfe en los
espíritus humanos más cultivados; no es imposible que esta
doctrina privilegiada sea una doctrina de negación; pero de
ninguna forma hay que avanzar en un porvenir tan problemático
y creer que al destruir la religión revelada o el deber categórico,
se precipitará bruscamente a la humanidad en el ateísmo y en el
escepticismo moral. En el orden intelectual, no puede haber
revoluciones violentas y súbitas, sino solamente una evolución
que se acentúe con los años; es también esta lentitud de los
espíritus para recorrer de un extremo a otro la cadena de los
razonamientos la que, en el orden social hace abortar las
revoluciones demasiado bruscas. De esta forma −cuando se
trata de especulación pura− los hombres menos temibles y más
útiles son los más revolucionarios, aquellos cuyo pensamiento
es el más audaz; se los debe admirar sin temerles mucho:
¡pueden tan poco! La tempestad que levantan en un pequeño
rincón del océano apenas producirá sobre la inmensa masa una
imperceptible ondulación. Por otra parte −en la práctica− los
revolucionarios se engañan siempre, porque siempre creen a la
verdad demasiado simple, tienen demasiada confianza en sí
mismos e imaginan haber hallado y determinado el término del
progreso humano; mientras que, lo propio del progreso es no
tener término, no alcanzar lo que le proponen más que
transformándolo, no resolver los problemas más que
cambiando los datos.
Felices, pues, hoy día aquellos a quienes un Cristo pudiera
decir: ¡Hombres de poca fe...!, si esto significase: hombres
sinceros que no queréis engañar vuestra razón y rebajar vuestra
dignidad de seres inteligentes, hombres de un espíritu
verdaderamente científico y filosófico que desconfiáis de las
apariencias, que desconfiáis de vuestros ojos y de vuestros
espíritus, que sin cesar volvéis nuevamente a escudriñar
vuestras sensaciones y a probar vuestros razonamientos;
hombres que solamente podéis poseer una parte de la verdad,
eterna, precisamente porque no creeríais jamás poseerla por
entero; hombres que tenéis bastante fe verdadera para buscar
siempre, en lugar de descansar gritando ¡he hallado!; hombres
decididos que vais allí donde los demás se detienen y se
adormecen; el porvenir es vuestro, sois vosotros quienes
modelaréis la humanidad de los tiempos futuros.
La moral, en nuestros días, ha comprendido su impotencia
parcial para regular de antemano y absolutamente toda la vida
humana; deja una esfera más amplia a la libertad individual; sólo
amenaza en un número de casos bastante restringido y en los
que se hallan comprendidas las condiciones absolutamente
necesarias de toda vida social. Los filósofos no están ya con la
moral rigorista de Kant que reglamentaba todo en el fuero
interno y prohibía toda transgresión, toda libre interpretación
de las órdenes morales. Era todavía una moral análoga a las
religiones ritualistas, para las que la falta de tal o cual ceremonia
constituye un sacrilegio, y que olvidan el fondo por la forma; era
una especie de despotismo moral que se insinuaba por todas
partes, que quería gobernarlo todo. En muchos espíritus, ahora,
la ley rigorista del kantismo reina todavía, pero no gobierna ya
el detalle; se la reconoce en teoría y, en la práctica, se está
obligado a dejarla de lado. Ya no es el Júpiter uno de cuyos
fruncimientos de cejas bastaba para conmover el mundo; es un
príncipe liberal a quien se desobedece sin gran riesgo. ¿No hay
algo mejor que esta benévola realeza, y el hombre, cuando
llegue a los confines de la moral y de la metafísica, no debe
rechazar toda soberanía absoluta para entregarse francamente
a la especulación individual?
Un mecanismo, cuanto más grosero es, mayor necesidad
tiene, para ser puesto en marcha, de un motor violento y
grosero también; con un mecanismo más delicado basta la
presión de un dedo para producir efectos considerables; así
ocurre en la humanidad. Para poner en movimiento a los
pueblos antiguos, ha sido necesario, en principio, que la religión
les hiciese enormes promesas, cuya veracidad se les
garantizaba: se les hablaba de montañas de oro, de arroyos de
leche y miel. ¿Habría conquistado México Hernán Cortés, si no
hubiese creído ver brillar en lontananza las pretendidas cúpulas
de oro mexicanas? Para excitarlos, se presentaban a los ojos de
los hombres imágenes vistosas, colores vivos, como se muestra
el rojo a los toros. Entonces se necesitaba una fe robusta para
triunfar sobre la inercia. Se quería lo cierto, se tocaba con el
dedo al dios, se lo comía, se lo bebía; entonces se podía
tranquilamente morir por él, con él. Más tarde, el deber pareció,
y parece todavía a muchos, una cosa divina, una voz de las
alturas que se hace oír en nosotros, que nos pronuncia
discursos, nos da órdenes. Los escoceses hablaban hasta de
sentido moral, de tacto moral. Era necesaria esta concepción
grosera para triunfar sobre instintos más groseros aún. Hoy día,
una simple hipótesis, una simple posibilidad basta para
atraernos, fascinarnos. El mártir no necesita ya saber si allá
arriba lo esperan palmas o, si una ley categórica le ordena su
sacrificio. Se muere por conquistar, no la verdad completa, sino
el más pequeño de sus elementos; un sabio se sacrifica por una
cifra. El ardor de la investigación suple a la certidumbre misma
del objeto buscado; el entusiasmo reemplaza a la fe religiosa y a
la ley moral. La altura del ideal a realizar reemplaza a la energía
de la creencia en su realidad inmediata.
2
El riesgo metafísico en la acción
Al principio era la acción, dice Fausto. Nosotros la volvemos a
hallar también al final. Si nuestras acciones están de acuerdo con
nuestros pensamientos, se puede decir también que nuestros
pensamientos corresponden exactamente a la expansión de
nuestra actividad. Los sistemas metafísicos más abstractos no
son en sí mismos, más que fórmulas de sentimientos y el
sentimiento corresponde a la mayor o menor tensión interior.
Hay un término medio entre la duda y la fe, entre la
incertidumbre y la afirmación categórica, es la acción;
únicamente mediante ella, lo incierto puede realizarse y
convertirse en realidad. No os pido que creáis ciegamente en un
ideal, os pido que trabajéis para realizarlo. ¿Sin creer en él? Con
el objeto de creer en él. Lo creeréis cuando hayáis trabajado por
producirlo.
Todas las antiguas religiones han querido hacernos creer por
los ojos y los oídos. Nos han mostrado a Dios en carne y hueso,
y los Santo Tomás lo han tocado con el dedo y se convencieron.
En el presente, ya no podemos ser convencidos de esa forma.
Veríamos, oiríamos y tocaríamos con el dedo y todavía
negaríamos obstinadamente. Uno no se persuade de una cosa
imposible porque crea verla o tocarla; nuestra razón es ahora
suficientemente fuerte, como para burlarse de la necesidad de
nuestros ojos, y los milagros no podrían ya convencer a nadie.
Es necesario, pues, un nuevo medio de persuasión; que las
mismas religiones habían empleado ya en beneficio suyo; ese
medio es la acción: creeréis en proporción a lo que hagáis.
Únicamente que la acción no debe consistir en prácticas
exteriores y en ritos groseros; debe ser completamente interior
en su origen; nuestra fe entonces procederá verdaderamente
del interior, no del exterior; tendrá por símbolo, no la rutina de
un rito, sino la variedad infinita de la invención, de la obra
individual y espontánea.
La humanidad ha esperado largo tiempo que Dios se le
apareciese, y se le apareció, y no era Dios. El momento de la
espera ha pasado; ahora es el del trabajo. Si el ideal no se halla
como una casa completamente terminada, de nosotros
depende trabajar unidos para hacerlo.
Las religiones dicen: Espero porque creo y creo en una
revelación exterior. Es preciso decir: Creo porque espero y
espero porque siento en mí una energía completamente interior
que debe tenerse en cuenta en el problema. ¿Por qué no mirar
más que un solo lado de la cuestión? Si existe el mundo
desconocido, existe el yo conocido. Ignoro lo que puedo en el
exterior, no tengo ninguna revelación, no oigo ninguna palabra
resonando en el silencio de las cosas, pero sé lo que quiero
interiormente. y es mi voluntad la que hará mi fuerza. Sólo la
acción da la confianza en sí mismo, en los otros, en el mundo. La
meditación pura, el pensamiento solitario, acaba por quitaros
las fuerzas vivas. Cuando se permanece demasiado tiempo en
las altas cumbres, una especie de fiebre, de laxitud infinita se
apodera de vosotros; se quisiera no volver a descender más,
detenerse, descansar; los ojos se cierran, pero, si uno cede al
sueño, no se levanta más; el frío penetrante de las alturas os
hiela hasta la médula de los huesos; el éxtasis indolente y
doloroso por el que os sentíais invadir era el comienzo de la
muerte.
La acción es el verdadero remedio para el pesimismo que, por
otra parte, puede tener algo de verdad y de utilidad cuando se
lo toma en el más alto sentido. El pesimismo, en efecto, consiste
en quejarse, no de lo que hay en la vida, sino de lo que falta. Lo
que hay en la vida no constituye casi el objeto principal de las
lamentaciones humanas, y la vida, en sí misma, no es un mal. En
cuanto a la muerte, es, simplemente, la negación de la vida. Se
querría no morir, uno y los suyos, pero es por aspiración a una
existencia superior, como se quisiera conocer la verdad, ver a
Dios, etc. El niño que quiere alcanzar la luna, llora durante un
cuarto de hora y se consuela; el hombre que quisiera poseer a la
eternidad llora también, por lo menos interiormente; escribe un
grueso libro si es filósofo, un poema si es poeta, nada si es
incapaz; después se consuela y vuelve a comenzar la vida
indiferente de todo el mundo −indiferente no, porque tiene
apego a ella: en el fondo, la vida es agradable. El verdadero
pesimismo se reduce substancialmente al deseo de lo infinito; la
gran desesperación a la esperanza infinita; precisamente porque
es infinita e inextinguible se transforma en desesperación. ¿A
qué se reduce, en gran parte, la conciencia misma del
sufrimiento? Al pensamiento de que sería posible escapar a él,
a la concepción de un estado mejor, es decir, de una especie de
ideal. El mal es el sentimiento de una impotencia; probaría la
impotencia de Dios, si se supusiera un Dios, pero, cuando, se
trata del hombre, prueba, por el contrario, su relativa potencia.
Sufrir se convierte en la señal de una superioridad. El único ser
que habla y piensa, es también el único capaz de llorar. Un poeta
ha dicho: El ideal germina entre los que sufren. ¿No será el
mismo ideal quién hace germinar el sufrimiento moral, quién da
al hombre la plena conciencia de sus dolores?
Ciertos dolores son, de hecho, una señal de superioridad: no
todo el mundo puede sufrir de esa forma. Las grandes almas
cuyo corazón está desgarrado, se semejan al pájaro herido por
una flecha en lo más alto de su vuelo; lanza un grito que llena el
cielo, va a morir y, sin embargo, vuela todavía. Leopardi, Heine
o Lenau no hubiesen cambiado probablemente por goces muy
vivos esos momentos de angustia durante los que han
compuesto sus más bellos cantos. El sufrimiento de Dante era
capaz de inspirar piedad cuando escribió su poema sobre
Francisca de Rímini: ¿quién de nosotros no querría
experimentar un sufrimiento semejante? Hay opresiones del
corazón infinitamente dulces. Hay también puntos en el dolor y
el placer agudos que parecen confundirse; los espasmos de la
agonía y del amor, no dejan de tener ciertas analogías; el
corazón se funde en la alegría como en el dolor. Los sufrimientos
fecundos están acompañados por un goce inefable; se parecen
a esos sollozos que, transportados a la música por un maestro,
se convierten en armonía. Sufrir y producir, es sentir en sí una
fuerza nueva despertada por el dolor; se es como la Aurora
esculpida por Miguel Ángel, que, al abrir sus ojos llorosos,
parece no ver la luz más que a través de sus lágrimas; sí, pero si
esta luz de los días tristes es luz todavía, vale la pena de ser
mirada.
La acción, en su fecundidad, es también un remedio para el
escepticismo; ella se da a sí misma, como hemos visto, su
certidumbre interior. ¿Qué se yo si viviré mañana, si viviré
dentro de una hora, si mi mano podrá acabar esta línea que
comienzo? La vida está, en todas partes, rodeada por lo
desconocido. Sin embargo obro, trabajo, acometo empresas; y
en todos mis actos, en todos mis pensamientos, presupongo ese
porvenir con el que nada me autoriza a contar. Mi actividad
sobrepasa cada minuto al instante presente, se desborda en el
porvenir. Gasto mi energía, sin temer que ese gasto sea una
pérdida absoluta, me impongo privaciones suponiendo que el
porvenir las compensará, sigo mi camino. Esta incertidumbre
que, al oprimirme igualmente por todas partes, equivale para mí
a una certidumbre y hace posible mi libertad, es, con todos sus
riesgos, uno de los fundamentos de la moral especulativa. Mi
pensamiento va delante de ella, como mi actividad; arregla el
mundo, dispone del porvenir. Me parece que soy dueño del
infinito, porque mi poder no es equivalente a ninguna cantidad
determinada; cuanto más hago, más espero.
La acción, para tener las ventajas que acabamos de atribuirle,
debe dirigirse a alguna obra precisa y, hasta cierto punto,
próxima. Querer hacer bien, no al mundo, ni a la humanidad
entera, sino a determinados hombres; remediar una miseria
actual; aligerar a alguien de un peso, de un sufrimiento, he aquí
lo que no puede engañar; se sabe lo que se hace, se sabe que el
fin merecerá vuestros esfuerzos, no en el sentido de que el
resultado obtenido tendrá una importancia considerable para,
la masa de las cosas, sino en el de que tendrá seguramente un
resultado; que vuestra acción no se perderá en el infinito, como
un ligero vapor en el opaco azul del éter. Hacer desaparecer un
sufrimiento, es ya un fin satisfactorio para un ser humano. Por
ello, se cambia en un infinitésimo la suma total del dolor del
universo. La piedad subsiste −inherente al corazón del hombre
y vibrando en sus instintos más profundos− hasta cuando la
justicia puramente racional y la caridad universalizada parecen,
a veces, perder sus fundamentos. Se puede amar hasta en la
duda; hasta en la noche intelectual que nos impide perseguir
algún fin lejano, se puede tender la mano al que llora a vuestros
pies.
LIBRO TERCERO
LA IDEA DE SANCIÓN
CAPÍTULO SÉPTIMO
CRÍTICA DE LA SANCIÓN NATURAL Y DE LA SANCIÓN MORAL
2
Sanción natural
35 Se nos hará, sin duda, la vieja objeción: Si los castigos no fuesen, por parte
de la sociedad, más que medios de defensa, serían golpes y no castigos (Janet, Curso
de filosofía, Pág. 30). Por el contrario, cuando los castigos no se hallan justificados
por la defensa, son precisamente verdaderos golpes, cualquiera sea el eufemismo
con que se los designe: fuera de las razones de defensa social, el acto de administrar,
por ejemplo, cien palos en la planta de los pies a un ladrón, para castigarlo, jamás
se transformará en un acto moral.
hasta aquí nos hemos colocado, es preciso que descendamos a
la esfera más obscura de los sentimientos y de las asociaciones
de ideas, en donde nuestros adversarios podrían sacarnos
ventaja. La mayoría de la especie humana no comparte en
absoluto las ideas de los hindúes y de todo verdadero filósofo
acerca de la justicia absoluta idéntica a la caridad universal:
tiene fuertes prevenciones contra el tigre hambriento por el que
Buda se sacrificó, experimenta naturales preferencias por los
corderos. No le resulta satisfactorio que la falta quede impune y
que la virtud sea completamente gratuita. El hombre es como
esos niños a quienes no les agradan las historias en que los
muchachos buenos son devorados por los lobos y que, por el
contrario, quisieran ver devorados a los lobos. Hasta en el
teatro, se exige generalmente que la virtud sea recompensada,
el vicio castigado, y, si no lo son, el espectador se marcha
descontento, con el sentimiento de una esperanza burlada. ¿Por
qué ese sentimiento tenaz, ese deseo persistente de una
sanción en el ser sociable, esa imposibilidad psicológica de
descansar en la idea del mal impune?
En primer lugar, porque el hombre es un ser esencialmente
práctico y activo, que tiende a sacar una regla de acción de todo
cuanto ve y para quien la vida ajena es una perpetua moral en
ejemplos; con el maravilloso instinto social que posee siente de
inmediato que un crimen impune es un elemento de destrucción
social, tiene el presentimiento de un peligro para él y para la
sociedad; es como un ciudadano encerrado en una ciudad
sitiada que descubre una brecha abierta.
En segundo lugar, ese mal ejemplo es como una especie de
exhortación personal al mal, murmurada a su oído, contra la que
sus más altos instintos se revelan. Con esto se relaciona el que
el buen sentido popular haga entrar siempre la sanción en la
fórmula misma de la ley y mire la recompensa o el castigo como
móviles. La ley humana tiene el doble carácter de utilitaria y
necesaria; lo que constituye exactamente lo contrario a una ley
moral que ordena sin móvil a una voluntad libre.
Existe una tercera razón más profunda todavía para justificar
la indignación contra la impunidad: la inteligencia humana sufre
al detenerse en la idea del mal moral; se subleva contra ella
mucho más que contra una falta de simetría material o por una
inexactitud matemática. El hombre, al ser esencialmente un
animal sociable, no puede resignarse ante el triunfo definitivo
de los actos antisociales; allí donde le parece que tales actos han
triunfado humanamente, la naturaleza misma de su espíritu lo
lleva a volverse hacia lo sobrehumano para exigir una reparación
y una compensación. Si las abejas, encadenadas de improviso,
viesen como se destruye el orden de sus células ante sus propios
ojos, sin tener esperanza de poder remediarlo jamás, todo su ser
se trastornaría y esperarían instintivamente una intervención
cualquiera que restableciese un orden tan inmutable y sagrado
para ellas, como puede serlo el de los astros para una
inteligencia más amplia. El espíritu mismo del hombre se halla
imbuido por la idea de sociabilidad; pensamos, por así decirlo,
con la categoría a priori de sociedad, como con los a priori
tiempo y espacio.
El hombre, por su naturaleza moral (tal como se la ha
proporcionado la herencia) se siente, de esta forma, impulsado
a creer que el malo no debe pronunciar la última palabra en el
universo; se indigna siempre contra el triunfo del mal y de la
injusticia. Esta indignación se comprueba hasta en los niños, aun
antes de que sepan hablar bien, y se hallarían numerosas
señales en los animales mismos. El resultado lógico de esta
protesta contra el mal, es la negativa a creer en el carácter
definitivo de su triunfo. Completamente dominada por la idea
de progreso, no puede soportar que un ser permanezca largo
tiempo detenido en su marcha adelante.
Finalmente, hay que hacer valer también consideraciones
estéticas inseparables de las razones sociales y morales. Un ser
inmoral encierra una fealdad mucho más repugnante que la
fealdad física, sobre la que la vista no gusta detenerse. Se
quisiera, pues, corregirlo o separarlo, mejorarlo o suprimirlo.
Recordemos la precaria posición de los leprosos y de los impuros
en la sociedad antigua: eran tratados como hoy día tratamos a
los culpables. Si los novelistas o los autores dramáticos no dejan,
en general, sin castigo al crimen, demasiado abiertamente,
hagamos notar también, que no acostumbran a representar a
sus principales personajes, a sus heroínas sobre todo, como
francamente feos (con bocio, jorobados, tuertos, etc.); si a veces
los presentan así, como Víctor Hugo con Quasimodo, su
propósito consiste entonces en hacernos olvidar esa deformidad
durante el resto de la obra o usarla como antítesis; más a
menudo, la novela termina con una transformación del héroe o
de la heroína (como en la Petite Fadette, o en Jane Eyre). La
fealdad produce, pues, en menor grado, exactamente el mismo
efecto que la inmoralidad, y experimentamos el deseo de
corregir tanto la una como la otra; pero, ¿cómo corregir la
inmoralidad desde afuera? La idea de la pena infligida como
reactivo, se presenta de inmediato al espíritu; el castigo es uno
de esos viejos remedios populares como el aceite hirviendo en
que, antes de Ambrosio Paré, se sumergían los miembros de los
heridos. En el fondo, el deseo de ver castigado al culpable parte
de un natural bueno. Se explica, sobre todo, por la imposibilidad
del hombre para permanecer inactivo, indiferente ante un mal
cualquiera; desea intentar algo, tocar la llaga, ya sea para
cerrarla o para aplicarle un revulsivo, y su inteligencia es
seducida por esa simetría aparente que nos ofrece la
proporcionalidad del mal moral y del mal físico. No sabe que es
una de esas cosas que vale más no tocar. Los primeros que
hicieron excavaciones en Italia, y que hallaron varias Venus con
un brazo o una pierna de menos, experimentaron esa
indignación que nosotros sentimos aún hoy ante una voluntad
mal equilibrada: quisieron reparar el mal, colocar un brazo
tomado de otra parte, añadir una pierna; hoy, más resignados y
más tímidos, dejamos las obras maestras, tal cual están,
soberbiamente mutiladas; nuestra admiración hacia las más
bellas obras se produce también con algún sufrimiento; pero
preferimos más sufrir que profanar. Este sufrimiento ante un
mal, ese sentimiento de lo irreparable, debemos experimentarlo
con mayor fuerza todavía ante el mal moral. Únicamente la
voluntad interior puede corregirse eficazmente a sí misma,
como sólo los lejanos creadores de las Venus de mármol podrían
devolverles esos miembros pulidos y blancos que han sido rotos;
nosotros estamos constreñidos a la cosa más dura para el
hombre: a aguardar el porvenir. El progreso definitivo casi no
puede provenir más que del interior de los seres. Los únicos
medios que podemos emplear son todos indirectos (la
educación, por ejemplo). En cuanto a la voluntad misma,
precisamente debería ser sagrada para aquellos que la
consideran libre o, por lo menos, espontánea; no pueden
intentar intervenir en ella, sin contradicción y sin injusticia.
De esta forma, el sentimiento que nos obliga a desear una
sanción, es, en parte, inmoral. Como muchos otros
sentimientos, tiene un principio muy legítimo y malas
aplicaciones. Entre el instinto humano y la teoría científica de la
moral existe, pues, una cierta contradicción. Vamos a demostrar
que esta oposición es provisoria y que el instinto acabará por
amoldarse a la verdad científica. Para ello, trataremos de
analizar más profundamente cosa que aún no hemos hecho, la
necesidad psicológica de una sanción del hombre en sociedad,
esbozaremos su génesis y veremos cómo, producida en principio
por un producto natural y legítimo, tiende a restringirse, a
limitarse cada vez más con la marcha de la evolución humana.
Si en la vida hay una ley general, es la siguiente: Todo animal
(podríamos extender la ley hasta a los vegetales) responde a un
ataque mediante una defensa que, muy a menudo, es un ataque
en respuesta, una especie de choque de vuelta; es éste un
instinto primitivo que tiene su origen en el movimiento reflejo,
en la irritabilidad de los tejidos vivos, sin la que la vida sería
imposible: ¿no tratan aún de morder a quien los pellizca los
animales privados de su cerebro? Los seres en que este instinto
se hallaba más desarrollado y más seguro han sobrevivido más
fácilmente, como los rosales armados de espinas. En los
animales superiores, como el hombre, este instinto se
diversifica, pero existe siempre; hay en nosotros un instinto listo
a distenderse contra quien lo toque, semejante a esas plantas
que hacen disparos. Originariamente es un fenómeno mecánico
inconsciente; pero este instinto, al volverse consciente, no se
debilita como tantos otros36; es, en efecto, necesario para la vida
del individuo. Para vivir en toda sociedad primitiva, es preciso
poder morder a quien os ha mordido, golpear a quien os ha
36 Acerca de esto ver: La Moral Inglesa Contemporánea, parte II, t. III.
golpeado. En nuestros días todavía, cuando un niño, aunque sea
jugando, ha recibido un golpe que no ha podido devolver, está
descontento; tiene el sentimiento de una inferioridad; por el
contrario, una vez que ha devuelto el golpe, acentuándolo aún
con más energía, está satisfecho, ya no se siente inferior,
desigual en la lucha por la vida.
El mismo sentimiento en los animales: cuando se juega con un
perro, es preciso dejarse agarrar la mano por él de tiempo en
tiempo, si no se quiere encolerizarlo. En los juegos del hombre
adulto, se halla la misma necesidad de un determinado
equilibrio entre las probabilidades; los jugadores desean
siempre, de acuerdo a la expresión popular, estar, por lo menos,
mano a mano. Sin duda, en el hombre intervienen nuevos
sentimientos que se añaden al instinto primitivo: son el amor
propio, la vanidad, la preocupación por la opinión ajena; no
interesa, bajo todo eso se puede descubrir algo más profundo:
el sentimiento de las necesidades de la vida.
En las sociedades salvajes, un ser que no es capaz de devolver,
y aun superándolo, un mal que se le ha hecho, es un ser mal
dotado para la existencia, destinado, tarde o temprano, a
desaparecer. La vida misma, esencialmente, es un desquite, un
desquite permanente contra los obstáculos que la dificultan. Por
eso el desquite es psicológicamente necesario para todos los
seres vivientes, está de tal forma arraigada en ellos, que el
instinto brutal subsiste hasta en el momento de la muerte.
Conocida es la historia de ese suizo mortalmente herido que, al
ver pasar cerca de él a un jefe austríaco, halló fuerzas para
agarrar una piedra y romperle con ella la cabeza, agotándose
definitivamente por este esfuerzo. Podrían citarse muchos otros
hechos de ese género, en que el desquite no se halla ya
justificado por la defensa personal, y se prolonga, por decirlo así,
hasta más allá de la vida, por una de esas contradicciones
numerosas y a veces fecundas que producen en el ser social, ya
los malos sentimientos, como la avaricia, ya los sentimientos
útiles, como el amor a la gloria.
Hagamos notar que la noción moral de justicia o de mérito, es
aún extraña a todo ese mecanismo. Si un animal sin cerebro
muerde a quien lo hiere, la idea de sanción no tiene nada que
ver allí; si se pregunta a un niño, o, a un hombre de la calle, por
qué golpea a alguien, pensará justificarse plenamente, al decir
que él mismo ha sido golpeado con anterioridad. No hay que
preguntarle más, en el fondo, para quien no mira más que las
leyes generales de la vida, es una razón suficiente.
Estamos aquí en el origen mismo y como en el punto de
emergencia físico de esa pretendida necesidad moral de
sanción, que no nos ofrece hasta el presente nada de moral,
pero que pronto va a modificarse. Supongamos que un hombre,
en lugar de ser objeto de un ataque, es simplemente un
espectador, y que ve al agresor vigorosamente rechazado; no
podrá dejar de aplaudir porque, mentalmente, se colocará en el
lugar del que se defiende y, como lo ha demostrado la escuela
inglesa, simpatizará con él. Cada golpe dado al agresor le
parecerá algo así como una justa compensación, un desquite
legítimo, una sanción37. Stuart Mill tenía, pues, razón al pensar
37 ¿Por qué se colocará en lugar del que se defiende y no en el del otro? Por
muchas razones que no implican todavía el sentimiento de justicia que se trata de
explicar: 1) porque el hombre atacado y sorprendido se halla siempre en una
situación inferior, más capaz para excitar el interés y la piedad; acaso, cuando somos
testigos de una lucha, ¿no tomamos siempre parte por el más débil, aún sin saber si
es él quien tiene razón? 2) la situación del agresor, es antisocial, contraria a la
seguridad mutua que presupone toda asociación; y, como siempre formamos parte
que la necesidad de ver castigado todo ataque contra el
individuo se relaciona con el simple instinto de defensa
personal; sólo que ha confundido demasiado la defensa con la
venganza, y no ha demostrado que este mismo instinto se
reduce a una acción refleja excitada directa o simpáticamente.
Cuando esta acción refleja es excitada por simpatía, parece
revestir un carácter moral, al tomar un carácter desinteresado;
lo que llamamos sanción penal no es, pues, en el fondo, más que
una defensa ejercida por los individuos en cuyo lugar podemos
colocarnos espiritualmente, contra otros en cuyo lugar no
queremos ponemos.
La necesidad física y social de sanción tiene un doble aspecto,
puesto que la sanción es ya castigo, ya recompensa. Si la
recompensa nos parece tan natural como la pena, es porque
de una sociedad cualquiera, simpatizamos más con aquel de los dos adversarios que
se halla en la situación más parecida a la nuestra, la más social. Pero supongamos
que la sociedad de la que un hombre forma parte, no sea la gran sociedad humana,
y, resulte ser, por ejemplo, una sociedad de ladrones; entonces se producirán en su
conciencia hechos bastante extraños: aprobará a un ladrón que se defiende contra
otro ladrón y lo castiga, pero no aprobará a un policía que se defienda contra un
ladrón en nombre de la gran sociedad; experimentará una repugnancia invencible a
colocarse en el lugar del policía y a simpatizar con él, lo que falseará sus juicios
morales. Así las gentes del pueblo toman parte en todo motín contra la policía, sin
informarse siquiera de lo que se trata, así, en el extranjero, nos inclinaríamos a tomar
partido por los franceses, etc. La conciencia está llena de fenómenos de ese género,
complejos hasta el punto de que parecen contradecirse, y que, sin embargo, caen
bajo una ley única. La sanción es esencialmente la conclusión de una lucha a la que
asistimos como espectadores y en la que tomamos parte por uno u otro de los
adversarios: si es un policía o un ciudadano correcto, aprobará las esposas, la prisión
y, en caso de necesidad, la horca; sí es ladrón, lazzarone, o, a veces, simplemente,
un hombre del pueblo, aprobará el tiro disparado desde una emboscada, el puñal
hundido misteriosamente en la espalda de los carabinieri. Bajo todos estos juicios
morales o inmorales, no quedará de idéntico más que la comprobación de este hecho
de la experiencia: el que golpea, debe esperar, natural y socialmente, ser golpeado
a su vez.
también ella tiene su origen en una acción refleja, en un instinto
primitivo de la vida. Toda caricia requiere y espera otra caricia
en respuesta; todo testimonio de benevolencia, provoca en el
otro un testimonio análogo: esto es verdad, desde lo más alto
hasta lo más bajo de la escala animal; un perro que, moviendo
la cola, se acerca dulcemente a un camarada suyo para lamerlo,
se indigna si se ve acogido a dentelladas, como puede indignarse
un hombre de bien al recibir el mal como pago a su bondad.
Extiéndase con la simpatía y generalícese esta impresión, desde
luego completamente personal, y se llegará a formular este
juicio: es natural que todo ser que trabaja por la felicidad de sus
semejantes reciba a su vez, en cambio, los medios para ser feliz.
Al considerarnos solidarios nos sentimos obligados por una
especie de deuda con todo bienhechor para la sociedad. Al
determinismo natural que liga el beneficio al beneficio se agrega
así un sentimiento de simpatía y hasta de reconocimiento para
el bienhechor; ahora bien, en virtud de una inevitable ilusión, la
felicidad nos parece siempre más merecida por quienes nos
inspiran más simpatía.38
Después de esta rápida génesis de los sentimientos que
38 ¿Nos negará algún pesimista este instinto natural de gratitud, y nos objetará
que, por el contrario, el hombre es naturalmente ingrato? Nada más inexacto: es
olvidadizo, he ahí todo. Los niños y los animales lo son todavía más. Hay una gran
diferencia entre esas dos cosas. El instinto de gratitud existe en todos los seres y
subsiste mientras el recuerdo del beneficio dura vivo e intacto; pero ese recuerdo se
altera con mucha rapidez. Instintos más fuertes, como el interés personal, el orgullo,
etc., lo combaten. Es por esto que cuando nos colocamos en lugar de otro, nos
sorprende tanto no ver una buena acción recompensada, mientras que nosotros
mismos, con frecuencia, experimentamos tan pocos remordimientos al olvidar de
corresponder a una buena acción. El sentimiento de gratitud es uno de esos
sentimientos altruistas naturales que, estando en contradicción con el egoísmo,
igualmente natural, son más fuertes cuando se trata de apreciar la conducta ajena,
que cuando se trata de reglamentar la propia.
excitan en el hombre el castigo de los malos o la recompensa de
los buenos, se comprenderá cómo se ha formado la noción de
una justicia distributiva inflexible, que acuerda el bien al bien, el
mal al mal: eso no es más que el símbolo metafísico de un
instinto físico vivaz que, en el fondo, se halla comprendido en el
de conservación de la vida39. Nos queda por ver cómo, en la
sociedad humana, medio en parte artificial, este instinto se
modifica poco a poco, de tal suerte que un día la noción de
justicia distributiva perderá hasta el apoyo práctico que le
presta, aún hoy, el sentimiento popular.
Sigamos, en efecto, la marcha de la sanción penal a través de
la evolución de las sociedades. En su origen, el castigo era
39 Este instinto, después de haber creado el complejo sistema de las penas y las
recompensas sociales, se vio fortificado por la existencia misma de ese sistema
protector. No hemos tardado en reconocer que, cuando lesionábamos a alguien de
esta u otra manera, debíamos esperar una represión proporcionalmente viva: así se
ha establecido una asociación natural y racional (señalada ya por la escuela inglesa)
entre tal conducta y cierto castigo. En la Revue philosophique, hallamos un ejemplo
curioso de una asociación naciente de ese género en un animal: Hasta ahora, dice
Delboeuf, no he visto nunca el relato de ningún hecho con alcance tan significativo.
El hecho es un pequeño perrito, cruza de sabueso y perro lobo. Estaba en la edad en
que, para su especie, comienza la serie de los deberes de la vida social. Autorizado
para elegir domicilio en mi gabinete de trabajo, se portaba con frecuencia,
indignamente. Como tutor inflexible, yo siempre le hacía ver lo horrible de su
conducta, lo llevaba rápidamente al patio y lo hacia parar sobre las patas de atrás
mirando a un rincón. Después de una espera que variaba de acuerdo a la importancia
del delito, lo hacia volver. Esta educación le hizo comprender bastante rápidamente
ciertos artículos del código de la civilización... canina, hasta el punto de que pude
creer que se había corregido de su costumbre a olvidarse de las conveniencias. ¡Oh
decepción! Un día, al entrar en una habitación, me hallo frente a un nuevo
desaguisado. Busco a mi perro para hacerle sentir toda la indignidad de su
reincidencia: no está allí. Lo llamo, no viene. Bajo al patio..., estaba allí, parado, en
el rincón, con las manos tristemente caídas sobre su pecho, con aire contrito,
avergonzado, arrepentido. Me desarmó. J. Delboeuf, Revue philosophique, abril de
1881. Ver también en Romanes, hechos más o menos análogos.
mucho más fuerte que la falta, la defensa superaba al ataque.
Irritad una fiera, os destrozará; atacad a un hombre de mundo;
os responderá con un rasgo de ingenio, injuriad a un filósofo, no
os responderá nada. Es la ley de economía de la fuerza la que
produce ese suavizamiento creciente de la sanción penal. El
animal es un resorte groseramente regulado cuya distensión no
es siempre proporcional a la fuerza que la provoca; igual ocurre
con el hombre primitivo y también con la penalidad de los
primeros pueblos. Para defenderse contra un agresor se lo
aplastaba. Más tarde se aperciben de que no hay necesidad de
castigar tan duramente; tratan de que la reacción refleja sea
exactamente proporcional al ataque; es el período resumido en
el precepto: ojo por ojo, diente por diente −precepto que
expresa un ideal todavía infinitamente elevado para los
primeros hombres, un ideal al que, nosotros mismos, hoy día,
estamos muy lejos de haber llegado completamente, aunque lo
superemos desde otros puntos de vista. Ojo por ojo, es la ley
física de la igualdad entre la acción y la reacción que debe regir
un organismo perfectamente equilibrado y que funcione de una
manera muy regular. Sólo con el tiempo se apercibe el hombre
de que no es útil, ni siquiera para su conservación personal, que
la pena infligida sea absolutamente proporcional al sufrimiento
recibido. Tiende, pues, y lo hará cada vez más en el porvenir, a
disminuir la pena; economizará los castigos, las prisiones, las
sanciones de toda clase; son gastos de fuerza social
perfectamente inútiles por cuanto sobrepasan el único fin que
los justifica científicamente: defensa del individuo y del cuerpo
social atacado. Hoy día, se reconoce cada vez más que hay dos
maneras de herir al inocente: 1) herir al que es absolutamente
inocente; 2) herir demasiado al culpable. El rencor mismo, el
odio, el espíritu de venganza, ese empleo tan vano de las
facultades humanas, tienden a desaparecer para dejar lugar a la
comprobación del hecho y la búsqueda de los medios más
racionales para impedir que se repita. ¿Qué es el odio? Una
simple forma del instinto de conservación físico, el sentimiento
de un peligro siempre presente en la persona de otro individuo.
Si un perro piensa en algún niño que le ha tirado una piedra, un
mecanismo natural de imágenes asocia actualmente para él a la
idea del niño, la acción de arrojar la piedra: de ahí la cólera y el
rechinar de los dientes. El odio ha tenido pues, su utilidad y se
justifica racionalmente en un estado social poco avanzado: era
un precioso excitante del sistema nervioso y, por intermedio de
éste, del muscular. En el estado social superior, en que el
individuo no tiene ya necesidad de defenderse por sí mismo, el
odio no tiene ya sentido. Si uno es robado, se queja a la policía;
si es lastimado, pide indemnización por daños y perjuicios. En
nuestra época ya no hay más quien pueda experimentar odio,
fuera de los ambiciosos, los ignorantes o los tontos. El duelo, esa
cosa absurda, desaparecerá; por lo demás actualmente se halla
reglamentado en sus detalles como una visita oficial, y, muy a
menudo, la gente se bate por fórmula. La pena de muerte o
desaparecerá o será conservada sólo como medio preventivo,
con el objeto de espantar mecánicamente a los criminales de
raza, a los criminales mecánicos. Las cárceles y los presidios
serán, probablemente, demolidas, para ser reemplazados por la
deportación, que es la más simple forma de eliminación; la
prisión misma se ha suavizado ya40; se deja penetrar más en ella
40 Para todos aquellos delitos que no justifican la deportación, Le Bon ha
propuesto razonablemente la multa o un trabajo obligatorio (industrial o agrícola)
o, en fin, un servicio militar obligatorio con una severa disciplina. (Revue
philosophique, mayo de 1881). Se sabe que nuestras prisiones son lugares de
perversión más que de conversión. Son lugares de reunión y de asociación para los
malhechores, clubs antisociales. Cada año, escribía un presidente del tribunal de
el aire y la luz: los barrotes de hierro que detienen al culpable
sin obstruir demasiado el paso de los rayos del sol, representan
simbólicamente el ideal de la justicia penal, que se puede
expresar con esta fórmula científica: el máximo de defensa
social, con el mínimo de sufrimiento individual.
Así, cuanto más avanzamos, más se impone la verdad teórica,
hasta entre las masas, y modifica la necesidad popular de
castigo. Cuando la sociedad castiga hoy, no es nunca por el acto
que ha sido cometido en el pasado, sino por los que el culpable,
u otros siguiendo su ejemplo, podrían cometer en el porvenir.
La sanción no vale más que como promesa o como una amenaza
que precede al acto e influye mecánicamente en su realización;
una vez llevado a cabo éste, pierde todo su valor; es un simple
escudo o un simple resorte determinista y nada más. Es por eso
que no se castiga a los locos, por ejemplo: se ha renunciado a
ello después de haber reconocido que el temor al castigo no
ejercía una acción eficaz sobre ellos. Hace apenas un siglo, antes
de Pinel, el instinto popular quería que se los castigase como a
todos los demás culpables, lo que prueba cuán vagas son las
ideas de responsabilidad o de irresponsabilidad en el concepto
vulgar y utilitario de la sanción social. El pueblo, cuando
reclamaba en otros tiempos castigos crueles, en armonía con
sus costumbres, no hablaba en nombre de esas ideas
metafísicas, sino más bien en nombre del interés social; los
legistas, al trabajar actualmente para reducir la pena a lo
estrictamente necesario, no deben seguir preconizando esas
ideas. El libre arbitrio y la responsabilidad absoluta por si solos,
casación, cien mil individuos van a hundirse más profundamente en el crimen, o sea
un millón en diez años. De allí el aumento considerable de las reincidencia. (Este
aumento es, término medio, de más de dos mil por año).
no legitiman más un castigo social que la irresponsabilidad y el
determinismo metafísicos; lo único que justifica la pena, es su
eficacia desde el punto de vista de la defensa social.41
43 Crítica de la Razón Práctica, trad. Barni. pág. 121. Janet, inspirándose sin
duda en Kant, y quizás en los teólogos, renuncia también a deducir el sentimiento
del remordimiento, de la inmoralidad; parece ver en él la prueba de una especie de
misteriosa armonía preestablecida entre la naturaleza y la ley moral. El
remordimiento, dice, es el dolor agudo. la mordedura que tortura el corazón después
de una acción culpable. Este sufrimiento no tiene ningún carácter moral y debe ser
considerado como una especie de castigo infligido al crimen por la naturaleza
misma. (Tratado de filosofía, pág. 673).
intención, encuentra además en nuestra naturaleza patológica
ayudas u obstáculos; si gozamos o sufrimos, no es, en realidad,
porque nuestra intención concuerda con una ley racional fija,
con una ley de libertad supranatural, o esté en contra suyo, sino
porque, al mismo tiempo, concuerda con nuestra naturaleza
sensible, siempre más o menos variable, o se opone a ella.
En otros términos, la satisfacción moral o el remordimiento,
no proceden de nuestra relación con una ley moral
completamente a priori, sino de nuestra relación con las leyes
naturales y empíricas.
Ni siquiera el simple placer racional que podemos
experimentar al universalizar una máxima de conducta, tiene
otra explicación que no sea la tendencia natural del espíritu a
sobrepasar todo limite natural y, de una manera general, la
tendencia de toda actividad a continuar incesantemente el
movimiento comenzado. Si no hacen intervenir consideraciones
empíricas, todo goce moral, y aún racional, o hasta puramente
lógico, resultará, no solamente inexplicable, sino imposible a
priori. Se podrá admitir perfectamente todavía una superioridad
del orden de la razón sobre el de la sensibilidad y la naturaleza,
pero no una posible repercusión recíproca de esos dos órdenes,
repercusión que es completamente a posteriori. Para que la
sanción interior fuese verdaderamente moral, sería necesario
que no tuviese nada de sensible o patológico, es decir,
precisamente, nada pasionalmente agradable o penoso; sería
preciso que fuese la apatía de los estoicos, es decir, una
serenidad perfecta, una ataraxia, una satisfacción suprasensible
y suprapasional; sería preciso que fuese, con relación a este
mundo, el nirvana de los budistas, el completo desprendimiento
de todo (επνρ)44; sería menester, pues, que perdiese todo
carácter de sanción sensible. Una ley suprasensible, solo puede
tener una sanción suprasensible, extraña, por consecuencia, a lo
que Se Ilama placer y dolor naturales, y esta sanción es tan
indeterminada para nosotros como el orden suprasensible
mismo.
En el fondo, la sanción Ilamada moral y realmente sensible, es
un caso particular de esa ley natural, según la cual todo
despliegue de actividad está acompañado por placer. Ese placer
disminuye, desaparece y deja lugar al sufrimiento de acuerdo a
las resistencias interiores o exteriores que haIla la actividad. En
el interior del ser, la actividad puede encontrar esas resistencias
ya en la naturaleza de espíritu y el temperamento intelectual, ya
en el carácter y el temperamento moral. Las aptitudes
espirituales difieren evidentemente de acuerdo a los individuos;
un poeta difícilmente será un buen notario, y se comprenden los
sufrimientos de Alfredo de Musset cuando era escribiente en un
estudio de abogado; un poeta de imaginación será difícilmente
también un matemático, y se entienden las protestas de Víctor
Hugo contra el potro de torturas de la X y la Y. Toda inteligencia
parece tener un determinado número de direcciones a las que
la impulsan habitualmente costumbres hereditarias; cuando se
separa de esas direcciones, sufre. Este sufrimiento puede ser en
determinados casos un verdadero desgarramiento y parecerse
mucho al remordimiento moral. Supongamos, por ejemplo, a un
artista que siente en sí el genio y que se ha visto condenado toda
su vida a un trabajo manual; ese sentimiento de una existencia
perdida, de una tarea no cumplida, de un ideal no realizado, lo
perseguirá, obsesionará a su sensibilidad casi de la misma
44 Palabra griega que nos es imposible traducir.
manera que la conciencia de una falta moral. He aquí, pues, un
ejemplo de los placeres o dolores que aguardan a todo
despliegue de actividad en un medio cualquiera. Pasemos ahora
del temperamento intelectual al temperamento moral; también
aquí nos encontramos en presencia de una gran cantidad de
tendencias instintivas que producirán la alegría o el dolor
cuando la voluntad les obedezca o les ofrezca resistencia:
tendencias a la avaricia, a la caridad, al robo, a la sociabilidad, a
la ferocidad, a la piedad, etc. Estas tendencias tan diversas
pueden existir en un mismo carácter y zamarrearlo en todo
sentido; la alegría que experimenta un hombre de bien al ceder
a sus instintos sociales, tendrá, pues, su correspondencia en la
que el culpable experimenta al seguir a sus instintos antisociales.
Se conocen las palabras de aquel joven malhechor citado por
Maudsley: ¡Dios! ¡Qué bueno es robar! ¡Aun cuando tuviese
millones quisiera seguir siendo ladrón! Cuando esta alegría por
hacer mal no se halla compensada por ningún arrepentimiento
ni remordimiento posterior (que es lo que ocurriría, según los
criminalistas, en el noventa por ciento de los criminales natos)
se produce como consecuencia una inversión completa en la
dirección de la conciencia, parecida a la que se produce en la
aguja imantada; puede decirse que la única sanción patológica
se produce cuando los malos instintos ahogan a todos los otros.
Si el joven ladrón de que habla Maudsley, hubiese dejado pasar
una ocasión para robar, habría sufrido, sin duda, interiormente,
hubiese tenido algo semejante al esbozo de un remordimiento.
El fenómeno patológico designado con el nombre de sanción
interior puede ser considerado como indiferente en sí a la
cualidad moral de los actos. La sensibilidad, en la que ocurren
los fenómenos de ese género, no tiene en absoluto la fijeza de
la razón; pertenece al número de las cosas ambiguas y de doble
uso de las que habla Platón, puede favorecer tanto al mal como
al bien. Nuestros instintos, nuestras tendencias, nuestras
pasiones, no saben lo que quieren; necesitan ser dirigidos por la
razón y la alegría o el sufrimiento que pueden ocasionarnos, casi
no puede decirse que provengan de su adecuación al fin que les
propone la razón, sino de su conformidad con el fin hacia el cual
se inclinarían naturalmente por sí mismos. En otros términos, la
alegría por obrar bien y el remordimiento por obrar mal, no se
hallan en nosotros nunca en proporción con el triunfo del bien
o del mal moral, sino a la lucha que han tenido que sostener
contra las inclinaciones de nuestro temperamento físico o
psíquico.
Si los elementos del remordimiento o de la alegría interior,
que provienen de esta forma de la sensibilidad, son
generalmente variables, hay uno, sin embargo que presenta una
cierta fijeza y que puede existir en todos los espíritus elevados:
queremos hablar de esa satisfacción que experimenta siempre
un individuo al sentirse colocado entre los seres superiores, en
conformidad con el tipo normal de su especie, adaptado, por así
decirlo, a su propio ideal; esta satisfacción corresponde al
sufrimiento intelectual de sentirse fuera de su rango y de su
especie, caído al nivel de los seres inferiores. Por desgracia una
satisfacción tal, un remordimiento intelectual de este género,
sólo se manifiesta claramente en los filósofos; además, esta
sanción, limitada a un pequeño número de seres morales,
comporta una cierta antinomia provisoria. En efecto, el
sufrimiento producido por el contraste entre nuestro ideal y
nuestro estado real, debe ser mayor, cuanto más plena sea en
nosotros la conciencia del ideal, porque entonces adquirimos
una visión más clara de la distancia que nos separa de él. La
excitabilidad de la conciencia va aumentando, pues, a medida
que ésta se desarrolla, y la vivacidad del remordimiento da el
grado de esfuerzo mismo que hemos hecho hacia la moralidad.
Así como los organismos superiores son siempre más sensibles
a toda clase de dolor que provenga del exterior y un blanco, por
ejemplo, sufre más, término medio, en toda su vida que un
negro, los seres mejor organizados moralmente están más
expuestos que otros a ese sufrimiento que viene del interior y
cuya causa se halla siempre presente: el sufrimiento por el ideal
no realizado. El verdadero remordimiento, con sus
refinamientos, sus escrúpulos dolorosos, sus torturas interiores,
puede herir a los seres, no en razón inversa, sino en razón
directa a su perfeccionamiento.
En definitiva, la moral vulgar y aun la moral kantiana, tienden
a hacer del remordimiento una expiación, una relación
misteriosa e inexplicable entre la voluntad moral y la naturaleza:
igualmente tienden a hacer de la moral una recompensa. En
cuanto a nosotros, hemos ensayado reducir el remordimiento
sensible a una simple resistencia natural de las inclinaciones más
profundas de nuestro ser, y la satisfacción sensible a un
sentimiento natural de facilidad, de comodidad, de libertad, que
experimentamos al abandonarnos a esas tendencias. Si hay una
sanción suprasensible, debe ser, digámoslo una vez más,
extraña al sentido propiamente dicho, a la pasión, al (ψμλδ) 45.
Estamos lejos de negar por ello la utilidad práctica de lo que se
llama placeres morales y sufrimientos morales. El sufrimiento,
por ejemplo, si bien no se justifica como penalidad, se justifica
muy a menudo como utilidad. El remordimiento adquiere un
45 Palabra griega que nos es imposible traducir.
valor cuando puede servirnos para algo, cuando existe
conciencia de una imperfección aun presente, ya sea en las
causas o en los efectos, respecto a la cual, el acto pasado era
simplemente una señal; entonces no lleva a ese mismo acto,
sino a la imperfección revelada por el acto o a las consecuencias
que se producen; es un aguijón que sirve para lanzarnos hacia
adelante. Desde ese punto de vista, que no es exactamente el
de la sanción, el sufrimiento del remordimiento, y hasta todo
sufrimiento en general, adquiere un valor moral que es preciso
no descuidar y que muy a menudo descuidan los utilitarios
puros. Es conocido el horror de Bentham hacia todo lo que le
recordaba el principio ascético, hacia todo lo que se le aparecía
como el menor sacrificio de un placer; y estaba equivocado. El
sufrimiento puede ser a veces en la moral, como las cosas
amargas en la medicina, un tónico poderoso. El mismo enfermo
siente necesidad de él; el que ha abusado del placer, es el
primero en desear el dolor, en saborearlo; por una razón
análoga, después de haber abusado de los dulces, se acaba por
saborear una infusión de quinina. El vicioso, no sólo llega a odiar
su vicio, sino a los goces mismos que éste le procuraba; los
desprecia hasta tal punto que, para probarse a sí mismo, desea
sentirse sufrir. Toda mancha necesita una especie mordiente
para ser borrada; el dolor puede ser ese mordiente. Si jamás
puede constituir una sanción moral, por ser heterogéneos el mal
patológico y el mal moral, puede llegar a ser a veces un útil
cauterizador. En este nuevo aspecto, tiene un valor terapéutico
incontestable; pero en principio, para que sea verdaderamente
moral, debe ser consentido, exigido por el individuo mismo.
Además, es preciso recordar que una medicina no debe durar
demasiado tiempo, ni ser eterna sobre todo. Las religiones y la
moral clásica han comprendido lo que vale el dolor, pero han
abusado de él; han hecho como esos cirujanos tan encantados
por el resultado de sus operaciones, que no piden más que
cortar brazos y piernas. Cortar no debe ser nunca un objeto, y el
último fin debe ser remendar. El remordimiento sólo sirve para
conducir con mayor seguridad a una resolución definitivamente
buena.
Hemos demostrado que se puede considerar al
remordimiento bajo un doble aspecto, ya como la
comprobación dolorosa y relativamente pasiva de un hecho
(desobediencia a una inclinación más o menos profunda del ser,
decadencia del individuo con relación a la especie o a su propio
ideal) ya como un esfuerzo más o menos penoso aun, pero
activo y enérgico para salir de ese estado de decadencia. En su
primer aspecto el remordimiento puede ser lógica y físicamente
necesario; pero únicamente llega a ser moralmente bueno,
cuando toma su segundo carácter. El remordimiento es, pues,
tanto más moral, cuanto menos se parece a una sanción
verdadera. Hay temperamentos en que esos dos caracteres del
remordimiento están bastante netamente separados; hay
algunos que pueden experimentar un sufrimiento muy agudo y
perfectamente vano, otros (en los que predominan la razón y la
voluntad) que no necesitan sufrir mucho para reconocer que
han procedido mal, e imponerse una reparación; estos últimos
son superiores desde el punto de vista moral, lo que prueba que
la pretendida sanción interior, así como todas las otras, sólo se
justifica como un medio de acción.
CAPÍTULO DÉCIMO
CRÍTICA DE LA SANCIÓN RELIGIOSA Y METAFÍSICA
1. Sanción religiosa
es más una consecuencia del deber, sino una condición; entonces esta idea cambia
completamente de aspecto; el castigo y la recompensa no son ya considerados como
ligados a la conducta moral por un juicio sintético a priori, sino que son exigidos
de antemano por los agentes para justificar desde el punto de vista sensible el
mandato de la ley. El acto moral no constituye ya por sí mismo, y él sólo un derecho
a la felicidad; pero se considera que todo ser sensible puede naturalmente esperar la
felicidad y que no quiere renunciar a ella al ejecutar el acto moral. Renouvier y
Sidgwick, dejan de sostener que el deber merece una recompensa y dicen
simplemente que el agente moral que esperase una recompensa sería burlado si un
día no la recibiese; para hablar así, invocan, como único argumento, la veracidad
del deseo, de la misma forma que Descartes invocaba la veracidad de Dios; pero
ambas pueden ser, con justicia, consideradas sospechosas por toda moral
verdaderamente científica.
elevadas, pero su realización completa, verdaderamente, no es
de este mundo: la virtud no es en absoluto para sí misma una
perfecta recompensa sensible, una compensación plena
(proemium ipsa virtus). Hay pocas probabilidades de que un
soldado que cae herido por una bala en los puestos de
vanguardia, experimente, en el sentimiento del deber cumplido,
una suma de placer equivalente a la felicidad de una vida entera.
Reconozcamos, pues, que la virtud no es la felicidad sensible.
Además, no hay una razón natural, y menos aún una razón
puramente moral, para que la proporcione más tarde. Así,
cuando se presentan ciertas alternativas, el ser moral tiene la
sensación de estar apretado en un engranaje: está atado,
cautivo del deber; no puede desprenderse y no le queda más
que esperar que el movimiento del gran movimiento social o
natural que debe triturarlo. Se abandona, lamentando, quizás,
haber sido la víctima elegida. La necesidad del sacrificio, en
muchos casos, es un número malo; sin embargo, se le saca, se le
coloca sobre la frente, no sin alguna arrogancia, y se parte. El
deber, en el estado agudo forma parte de los acontecimientos
trágicos que acaban con la vida; hay existencias que casi han
escapado a él; generalmente se las considera como dichosas.
Si el deber puede hacer así reales víctimas, ¿adquieren esas
víctimas derechos excepcionales a una compensación sensible,
derechos a la felicidad sensible superiores a los de los otros
desdichados, de los otros mártires de la vida? No lo parece.
Siempre nos parece que todo sufrimiento, voluntario o
involuntario, requiere una compensación ideal, y eso ocurre
únicamente porque es un sufrimiento. Compensación es decir,
equilíbrio, es una palabra que indica una relación
completamente lógica y sensible, de ninguna forma moral. Lo
mismo ocurre con las palabras recompensa y pena que tienen el
mismo sentido. Son términos de la vida afectiva transportados
inadecuadamente a la lengua moral. La compensación ideal de
los bienes y los males sensibles es todo lo que se puede recoger
de las ideas vulgares respecto al castigo y la recompensa.