Recreación de Un Retrato de Leonardo
Recreación de Un Retrato de Leonardo
Recreación de Un Retrato de Leonardo
En el plano artístico, Leonardo conforma, junto con Miguel Ángel y Rafael, la tríada de los grandes
maestros del Cinquecento, y, pese a la parquedad de su obra, la historia de la pintura lo cuenta
entre sus mayores genios. Por los demás, es posible que de la poderosa fascinación que suscitan
sus obras maestras (con La Gioconda a la cabeza) proceda aquella otra fascinación en torno a su
figura que no ha cesado de crecer con los siglos, alimentada por los múltiples enigmas que
envuelven su biografía, algunos de ellos triviales, como la escritura de derecha a izquierda, y otros
ciertamente inquietantes, como aquellas visionarias invenciones cinco siglos adelantadas a su
tiempo.
Leonardo nació en 1452 en la villa toscana de Vinci, hijo natural de una campesina, Caterina (que
se casó poco después con un artesano de la región), y de Ser Piero, un rico notario florentino.
Italia era entonces un mosaico de ciudades-estado como Florencia, pequeñas repúblicas como
Venecia y feudos bajo el poder de los príncipes o el papa. El Imperio romano de Oriente cayó en
1453 ante los turcos y apenas sobrevivía aún, muy reducido, el Sacro Imperio Romano
Germánico; era una época violenta en la que, sin embargo, el esplendor de las cortes no tenía
límites.
A pesar de que su padre se casaría cuatro veces, sólo tuvo hijos (once en total, con los que
Leonardo entablaría pleitos por la herencia paterna) en sus dos últimos matrimonios, por lo que el
pequeño Leonardo se crió como hijo único. Su enorme curiosidad se manifestó tempranamente:
ya en la infancia dibujaba animales mitológicos de su propia invención, inspirados en una profunda
observación del entorno natural en el que creció. Giorgio Vasari, su primer biógrafo, relata cómo el
genio de Leonardo, siendo aún un niño, creó un escudo de Medusa con dragones que aterrorizó a
su padre cuando se topó con él por sorpresa.
Consciente del talento de su hijo, su padre le permitió ingresar como aprendiz en el taller de
Andrea del Verrocchio. A lo largo de los seis años que el gremio de pintores prescribía como
instrucción antes de ser reconocido como artista libre, Leonardo aprendió pintura, escultura y
técnicas y mecánicas de la creación artística. El primer trabajo suyo del que se tiene certera
noticia fue la construcción de la esfera de cobre proyectada por Brunelleschi para coronar la
iglesia de Santa Maria dei Fiori. Junto al taller de Verrocchio, además, se encontraba el de Antonio
Pollaiuolo, en donde Leonardo hizo sus primeros estudios de anatomía y, quizá, se inició también
en el conocimiento del latín y el griego.
Joven agraciado y vigoroso, Leonardo había heredado la fuerza física de la estirpe de su padre;
es muy probable que fuera el modelo para la cabeza de San Miguel en el cuadro de Verrocchio
Tobías y el ángel, de finos y bellos rasgos. Por lo demás, su gran imaginación creativa y la
temprana pericia de su pincel no tardaron en superar a las de su maestro. En el Bautismo de
Cristo, por ejemplo, los inspirados ángeles pintados por Leonardo contrastan con la brusquedad
del Bautista hecho por Verrocchio.
Ángeles atribuidos a Leonardo en el Bautismo de Cristo (c. 1475), de Andrea del Verrocchio
El joven discípulo utilizaba allí por vez primera una novedosa técnica recién llegada de los Países
Bajos: la pintura al óleo, que permitía una mayor blandura en el trazo y una más profunda
penetración en la tela. Además de los extraordinarios dibujos y de la participación virtuosa en otros
cuadros de su maestro, sus grandes obras de este período son un San Jerónimo y el gran panel
La adoración de los Magos (ambos inconclusos), notables por el innovador dinamismo otorgado
por la destreza en los contrastes de rasgos, en la composición geométrica de la escena y en el
extraordinario manejo de la técnica del claroscuro.
Florencia era entonces una de las ciudades más ricas de Europa; las numerosas tejedurías y los
talleres de manufacturas de sedas y brocados de oriente y de lanas de occidente la convertían en
el gran centro comercial de la península itálica; allí los Medici habían establecido una corte cuyo
esplendor debía no poco a los artistas con que contaba. Pero cuando el joven Leonardo comprobó
que no conseguía de Lorenzo el Magnífico más que alabanzas a sus virtudes de buen cortesano,
a sus treinta años decidió buscar un horizonte más prospero.
En 1482 se presentó ante el poderoso Ludovico Sforza, el hombre fuerte de Milán, en cuya corte
se quedaría diecisiete años como «pictor et ingenierius ducalis». Aunque su ocupación principal
era la de ingeniero militar, sus proyectos (casi todos irrealizados) abarcaron la hidráulica, la
mecánica (con innovadores sistemas de palancas para multiplicar la fuerza humana) y la
arquitectura, además de la pintura y la escultura. Fue su período de pleno desarrollo; siguiendo las
bases matemáticas fijadas por Leon Battista Alberti y Piero della Francesca, Leonardo comenzó
sus apuntes para la formulación de una ciencia de la pintura, al tiempo que se ejercitaba en la
ejecución y fabricación de laúdes.
Estimulado por la dramática peste que asoló Milán y cuya causa veía Leonardo en el
hacinamiento y suciedad de la ciudad, proyectó espaciosas villas, hizo planos para canalizaciones
de ríos e ingeniosos sistemas de defensa ante la artillería enemiga. Habiendo recibido de
Ludovico el encargo de crear una monumental estatua ecuestre en honor de Francesco, el
fundador de la dinastía Sforza, Leonardo trabajó durante dieciséis años en el proyecto del «gran
caballo», que no se concretaría más que en un modelo en barro, destruido poco después durante
una batalla.
Resultó sobre todo fecunda su amistad con el matemático Luca Pacioli, fraile franciscano que
hacia 1496 concluyó su tratado De la divina proporción, ilustrado por Leonardo. Ponderando la
vista como el instrumento de conocimiento más certero con que cuenta el ser humano, Leonardo
sostuvo que a través de una atenta observación debían reconocerse los objetos en su forma y
estructura para describirlos en la pintura de la manera más exacta. De este modo el dibujo se
convertía en el instrumento fundamental de su método didáctico, al punto que podía decirse que
en sus apuntes el texto estaba para explicar el dibujo, y no al revés, razón por la que Leonardo da
Vinci ha sido reconocido como el creador de la moderna ilustración científica.
El ideal del saper vedere guió todos sus estudios, que en la década de 1490 comenzaron a
perfilarse como una serie de tratados inconclusos que serían luego recopilados en el Codex
Atlanticus, así llamado por su gran tamaño. Incluye trabajos sobre pintura, arquitectura, mecánica,
anatomía, geografía, botánica, hidráulica y aerodinámica, fundiendo arte y ciencia en una
cosmología individual que da, además, una vía de salida para un debate estético que se
encontraba anclado en un más bien estéril neoplatonismo.
Aunque no parece que Leonardo se preocupara demasiado por formar su propia escuela, en su
taller milanés se creó poco a poco un grupo de fieles aprendices y alumnos: Giovanni Boltraffio,
Ambrogio de Predis, Andrea Solari y su inseparable Salai, entre otros; los estudiosos no se han
puesto de acuerdo aún acerca de la exacta atribución de algunas obras de este período, tales
como la Madona Litta o el retrato de Lucrezia Crivelli.
Contratado en 1483 por la hermandad de la Inmaculada Concepción para realizar una pintura para
la iglesia de San Francisco, Leonardo emprendió la realización de lo que sería la celebérrima
Virgen de las Rocas, cuyo resultado final, en dos versiones, no estaría listo a los ocho meses que
marcaba el contrato, sino veinte años más tarde. En ambas versiones la estructura triangular de la
composición, la gracia de las figuras y el brillante uso del famoso sfumato para realzar el sentido
visionario de la escena supusieron una revolución estética para sus contemporáneos.
A este mismo período pertenecen el retrato de Ginevra de Benci (1475-1478), con su innovadora
relación de proximidad y distancia, y la belleza expresiva de La belle Ferronnière. Pero hacia 1498
Leonardo finalizaba una pintura mural, en principio un encargo modesto para el refectorio del
convento dominico de Santa Maria dalle Grazie, que se convertiría en su definitiva consagración
pictórica: La Última Cena. Necesitamos hoy un esfuerzo para comprender su esplendor original,
ya que se deterioró rápidamente y fue mal restaurada muchas veces. La genial captación plástica
del dramático momento en que Jesucristo dice a los apóstoles «uno de vosotros me traicionará»
otorga a la escena una unidad psicológica y una dinámica aprehensión del momento fugaz de
sorpresa de los comensales (del que sólo Judas queda excluido). El mural se convirtió no sólo en
un celebrado icono cristiano, sino también en un objeto de peregrinación para artistas de todo el
continente.
El regreso a Florencia
A finales de 1499 los franceses entraron en Milán; Ludovico el Moro perdió el poder. Leonardo
abandonó la ciudad acompañado de Pacioli y, tras una breve estancia en Mantua, en casa de su
admiradora la marquesa Isabel de Este, llegó a Venecia. Acosada por los turcos, que ya
dominaban la costa dálmata y amenazaban con tomar el Friuli, la Signoria de Venecia contrató a
Leonardo como ingeniero militar.
En pocas semanas proyectó una cantidad de artefactos cuya realización concreta no se haría
sino, en muchos casos, hasta los siglos XIX o XX: desde una suerte de submarino individual, con
un tubo de cuero para tomar aire destinado a unos soldados que, armados con taladro, atacarían
a las embarcaciones por debajo, hasta grandes piezas de artillería con proyectiles de acción
retardada y barcos con doble pared para resistir las embestidas. Los costes desorbitados, la falta
de tiempo y, quizá, las pretensiones de Leonardo en el reparto del botín, excesivas para los
venecianos, hicieron que las geniales ideas no pasaran de bocetos. En abril de 1500, tras casi
veinte años de ausencia, Leonardo da Vinci regresó a Florencia.
Dominaba entonces la ciudad César Borgia, hijo del papa Alejandro VI. Descrito por el propio
Maquiavelo como «modelo insuperable» de intrigador político y déspota, este hombre ambicioso y
temido se estaba preparando para lanzarse a la conquista de nuevos territorios. Leonardo,
nuevamente como ingeniero militar, recorrió los territorios del norte, trazando mapas, calculando
distancias precisas y proyectando puentes y nuevas armas de artillería. Pero poco después el
condottiero cayó en desgracia: sus capitanes se sublevaron, su padre fue envenenado y él mismo
cayó gravemente enfermo. En 1503 Leonardo volvió a Florencia, que por entonces se encontraba
en guerra con Pisa, y concibió allí su genial proyecto de desviar el río Arno por detrás de la ciudad
enemiga para cercarla, contemplando además la construcción de un canal como vía navegable
que comunicase Florencia con el mar. El proyecto sólo se concretó en los extraordinarios mapas
de su autor.
Pero Leonardo ya era reconocido como uno de los mayores maestros de Italia. En 1501 había
trazado un boceto de su Santa Ana, la Virgen y el Niño, que trasladaría al lienzo a finales de la
década. En 1503 recibió el encargo de pintar un gran mural (el doble del tamaño de La Última
Cena) en el palacio Viejo: la nobleza florentina quería inmortalizar algunas escenas históricas de
su gloria. Leonardo trabajó tres años en La batalla de Anghiari, que quedaría inconclusa y sería
luego desprendida por su deterioro. Pese a la pérdida, circularon bocetos y copias que admirarían
a Rafael e inspirarían, un siglo más tarde, una célebre reproducción de Peter Paul Rubens.
También sólo en copias sobrevivió otra gran obra de este periodo: Leda y el cisne. Sin embargo, la
cumbre de esta etapa florentina (y una de las pocas obras acabadas por Leonardo) fue el retrato
de Mona (abreviatura de Madonna) Lisa Gherardini, esposa de Francesco del Giocondo, razón por
la que el cuadro es conocido como La Mona Lisa o La Gioconda. Obra famosa desde el momento
de su creación, se convirtió en modelo de retrato y casi nadie escaparía a su influjo en el mundo
de la pintura. Como cuadro y como personaje, la mítica Gioconda ha inspirado infinidad de libros y
leyendas, y hasta una ópera; pero es poco lo que se conoce a ciencia cierta. Ni siquiera se sabe
quién encargó el cuadro, que Leonardo llevaría consigo en su continua peregrinación vital hasta
sus últimos años en Francia, donde lo vendió al rey Francisco I por cuatro mil piezas de oro.
Perfeccionando su propio hallazgo del sfumato, llevándolo a una concreción casi milagrosa,
Leonardo logró plasmar un gesto entre lo fugaz y lo perenne: la «enigmática sonrisa» de la
Gioconda es uno de los capítulos más admirados, comentados e imitados de la historia del arte, y
su misterio sigue aún hoy fascinando. Existe la leyenda de que Leonardo promovía ese gesto en
su modelo haciendo sonar laúdes mientras ella posaba; el cuadro, que ha atravesado no pocas
vicisitudes, ha sido considerado como cumbre y resumen del talento y de la «ciencia pictórica» de
su autor.
El interés de Leonardo por los estudios científicos era cada vez más intenso. Asistía a disecciones
de cadáveres, sobre los que confeccionaba dibujos para describir la estructura y funcionamiento
del cuerpo humano; al mismo tiempo hacía sistemáticas observaciones del vuelo de los pájaros
(sobre los que planeaba escribir un tratado), con la convicción de que también el hombre podría
volar si llegaba a conocer las leyes de la resistencia del aire (algunos apuntes de este período se
han visto como claros precursores del moderno helicóptero).
Absorto por estas cavilaciones e inquietudes, Leonardo no dudó en abandonar Florencia cuando
en 1506 Charles d'Amboise, gobernador francés de Milán, le ofreció el cargo de arquitecto y pintor
de la corte; honrado y admirado por su nuevo patrón, Leonardo da Vinci proyectó para él un
castillo y ejecutó bocetos para el oratorio de Santa Maria dalla Fontana, fundado por el mecenas.
Su estadía milanesa sólo se interrumpió en el invierno de 1507, cuando colaboró en Florencia con
el escultor Giovanni Francesco Rustici en la ejecución de los bronces del baptisterio de la ciudad.
Quizás excesivamente avejentado para los cincuenta años que contaba entonces, su rostro fue
tomado por Rafael como modelo del sublime Platón para su obra La escuela de Atenas. Leonardo,
en cambio, pintaba poco, dedicándose a recopilar sus escritos y a profundizar en sus estudios:
con la idea de tener finalizado para 1510 su tratado de anatomía, trabajaba junto a Marcantonio
della Torre, el más célebre anatomista de su tiempo, en la descripción de órganos y el estudio de
la fisiología humana.
En el Vaticano vivió una etapa de tranquilidad, con un sueldo digno y sin grandes obligaciones:
dibujó mapas, estudió antiguos monumentos romanos, proyectó una gran residencia para los
Médicis en Florencia y, además, reanudó su estrecha amistad con el gran arquitecto Donato
Bramante, hasta el fallecimiento de éste en 1514. Pero en 1516, muerto su protector Giuliano de
Médicis, Leonardo dejó Italia definitivamente para pasar los tres últimos años de su vida en el
palacio de Cloux como «primer pintor, arquitecto y mecánico del rey».
El gran respeto que le dispensó Francisco I de Francia hizo que Leonardo pasase esta última
etapa de su vida más bien como un miembro de la nobleza que como un empleado de la casa
real. Fatigado y concentrado en la redacción de sus últimas páginas para el nunca concluido
Tratado de la pintura, cultivó más la teoría que la práctica, aunque todavía ejecutó extraordinarios
dibujos sobre temas bíblicos y apocalípticos. Alcanzó a completar el ambiguo San Juan Bautista,
un andrógino duende que desborda gracia, sensualidad y misterio; de hecho, sus discípulos lo
imitarían poco después convirtiéndolo en un pagano Baco, que hoy puede verse en el Louvre de
París.
El 2 de mayo de 1519 murió en Cloux; su testamento legaba a Melzi todos sus libros, manuscritos
y dibujos, que el discípulo se encargó de retornar a Italia. Como suele suceder con los grandes
genios, se han tejido en torno a su muerte algunas leyendas; una de ellas, inspirada por Vasari,
pretende que Leonardo, arrepentido de no haber llevado una existencia regida por las leyes de la
Iglesia, se confesó largamente y, con sus últimas fuerzas, se incorporó del lecho mortuorio para
recibir, antes de expirar, los sacramentos.