Aventuras de Rufo y Trufo - Carmen Garcia Iglesias

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Rufo

y Trufo son unos gatos excepcionales. Primero se hacen amigos, aunque


les cuesta un poquito; luego sabrán enfrentarse con un gato grande que se
siente el rey de los tejados. Porque el ingenio vence a la fuerza, y un par de
buenos amigos puede con todo.
Carmen García Iglesias ha ilustrado libros antes de comenzar a escribirlos.
Rufo y Trufo viven en su casa tranquilos y felices desde el día que dieron su
merecido a un gato grande que no les dejaba en paz.

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Carmen García Iglesias

Aventuras de Rufo y Trufo


Ala Delta: Serie Amarilla - 60

ePub r1.0
Titivillus 17.09.2020

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Carmen García Iglesias, 1988
Ilustraciones: Carmen García Iglesias
Diseño de cubierta: José Antonio Velasco

Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1

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A Laura y Javier.
A mi padre en la memoria.

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rufo es un gato rayado
que un domingo por la noche
encontró una casa donde vivir.
Lo primero en que se fijó al llegar
fueron unos sillones
grandes y mullidos,
y una cama muy calentita
donde acostarse.
Olfateó todos los rincones
y dio varias carreras por el pasillo.
—Está bien —dijo—;
me quedaré en esta casa.

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Y como estaba cansado por el viaje
se lavó con cuidado,
se tumbó sobre la manta
y durmió toda la noche.
Al día siguiente oyó ruido
de platos en la cocina.
—¡A comer, a comer!
—gritaba entusiasmado
mientras pegaba saltos de alegría.
Estaba contento:
podía salir por las ventanas y
tomar el sol encima de los tejados,
podía acostarse sobre los sillones,
arañar las patas de las sillas,
y lavarse y peinarse sin prisa.

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Una mañana,
cuando ya había pasado un mes,
alguien trajo dentro de una bolsa
una cosa que se movía y gritaba.
Se acercó a curiosear
y vio que otro gato le miraba
muy asustado.
—¡Hola, me llamo Rufo!
Me han traído a esta casa
para que viva contigo.
Trufo se enfadó mucho
porque lo quería todo para él:
el pasillo, el tejado, la manta…
y ese nuevo gato no le gustaba.

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Rufo era más pequeño, blanco,
con unas manchas negras
y las orejas muy puntiagudas.

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A Rufo le dejaron
en una habitación
para que no se perdiera
por la casa.
Allí tenía su cesto, su comida,
y una cama muy grande donde dormir.
Trufo, mientras tanto,
le espiaba y esperaba el momento
de poder atacarle.
Pero en cuanto lo intentaba,
Rufo gritaba con todas sus fuerzas.
Gritaba y gritaba en cuanto veía
que Trufo se le acercaba,
porque sabía que así
no se atrevería a hacerle daño.

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Un día Trufo se aburrió
de estar solo por la casa
y pensó que quizá
aquel otro gato blanco
podría ser su amigo.

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Cuando Rufo salió de su habitación,
Trufo le dijo:
—¿Quieres que seamos amigos?
Te puedo dejar mi silla,
podrás correr por el pasillo
y asomarte a la ventana.
No te morderé
y tú no tendrás que gritar.

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—¡Síiii! —dijo Rufo entusiasmado—,
juntos lo pasaremos mucho mejor.
Trufo se comportaba con Rufo
como si fuera su hermano:
le dejaba comer de su plato,
incluso le dejaba
dormir la siesta
en su silla preferida.
Tenían un juego favorito:
cuando Trufo dormía la siesta,
Rufo se colocaba debajo de la silla
y le mordía la cola.
Trufo se enfadaba
y le perseguía corriendo,
pero en cuanto volvía a su silla,
Rufo se escondía de nuevo
y volvía a morderle.

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A veces,
Rufo se escondía dentro de un cajón
y ya no salía durante mucho tiempo.

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Cuando llegó el buen tiempo,
decidieron hacer
una larga excursión por el tejado.
Comieron mucho por la mañana,
bebieron agua
y dieron algunas carreras
de entrenamiento.
Saltaron al primer tejado
con un poco de miedo,
pero enseguida
se pusieron a correr tan contentos.

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Llegaron a una terraza
y se pusieron a tomar el sol.
De pronto vieron algo
que se movía detrás de una antena,
en lo alto del tejado.
Por si acaso,
volvieron a su casa
y se quedaron toda la tarde
durmiendo la siesta.
Al día siguiente,
mientras tomaban el sol
en un tejado,
vieron a lo lejos un gato enorme
que se acercaba a ellos.
Era un gato grandísimo,
con los ojos muy azules
y cara de pocos amigos.
Sin duda les había estado vigilando
el día anterior.

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—¡Este territorio es mío
y no os dejaré pasar por aquí!
—les gritó.
Y para demostrarles
lo fiero que era
gruñó, bufó,
les enseñó los dientes,
erizó el pelo y asomó las uñas.
En fin, todas las cosas que
hace un gato cuando está furioso.
Rufo y Trufo estaban muy asustados.

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Entonces Trufo,
como era el mayor,
se adelantó y le enseñó
al gato grande que él también
podía enfadarse mucho.
A partir de aquel momento
comprendieron que los tejados
de aquella zona estaban vigilados
por el gato grande,
y que debían tener mucho cuidado.

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Durante unos días
los dos gatos sólo se atrevían
a mirar por la ventana,
pero hacía tanto calor
y tenían tantas ganas
de volver a ir de excursión
que un día se decidieron,
saltaron por el tejado
y marcharon despacio.
Cuando empezaban a estar confiados,
apareció el gato grande
y les gritó:
—¡Eh, vosotros!,
¡fuera de aquí!
Todos estos tejados son míos.
Sólo yo puedo pasear por ellos.

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El pobre Rufo temblaba de miedo.
Entonces Trufo le dijo:
—¡Vete a casa corriendo!
Yo pelearé
con ese gato antipático
y le diré cuatro cosas.
Pero el gato grande era muy fuerte,
y al final Trufo tuvo que salir huyendo.
Desde entonces
se podían ver los ojos azules
del gato grande
brillando en la noche,
vigilando a los dos pobres gatos,
tristes tras la ventana.

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Una mañana muy temprano,
cuando todos dormían en la casa
se oyó un ruido en el desván:
el gato grande había roto
el cristal de la ventana
y se había colado en la casa.
Todos corrían como locos;
el gato grande perseguía
a los dos pequeños.
Atravesaban habitaciones
gritando y bufando,
rompiéndolo todo:
cacharros, jarrones, macetas…
Volcaban las sillas,
saltaban por encima de las camas,
se subían encima de los muebles.

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Al final, una de las personas
que vivían en la casa
agarró una escoba
y echó al gato grande,
que salió corriendo por una ventana.
—¡Esto no puede ser!
—dijo Trufo—.
Este gato grande
nos está tomando el pelo.
—Sí, se burla de nosotros
y corre por nuestros pasillos,
y en cambio no nos deja
pasear por los tejados
—le contestó Rufo.

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Los dos gatos
se peinaron y se lavaron,
porque después del susto y las carreras
tenían todo el pelo alborotado.
La cola también estaba erizada,
como les sucede siempre a los gatos
cuando se asustan.

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Desde entonces
se dedicaron a planear
cómo podrían echar al gato grande,
para que no les volviera a molestar.
—¡Ya lo tengo!…
Tengo una idea estupenda
—gritó Trufo entusiasmado.

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—¡Venga, cuéntamelo,
cuéntamelo, Trufo!
—Pues mira: por la noche
tú te pondrás en la ventana
con una manguera
enchufada en el grifo del agua fría,
y esperarás escondido.
Mientras tanto yo saldré
a pasear por los tejados.
Iré maullando bien fuerte
para que me siga el gato grande,
y cuando salga a perseguirme
yo correré muy deprisa
hacia donde tú estás,
y en cuanto le veas,
le lanzarás un buen chorro de agua
contra la cara.
Seguro que del susto ya no vuelve.

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Rufo se moría de risa
pensando en cómo quedaría
el gato grande todo lleno de agua,
y en el susto que se llevaría.
Ese mismo día
se pusieron a buscar una manguera,
e hicieron todos los preparativos.
—Estoy muy nervioso.
Me tiemblan las patas
—dijo Rufo.
—No te preocupes,
tú sólo tienes que
estar pendiente de
cuando aparezca
el gato grande,
para enchufarle
un buen chorro de agua
en la cara.

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Cuando llegó la noche,
Rufo se puso junto a la ventana.
Llevaba la manguera bien sujeta,
y sus ojos brillaban
en la oscuridad.
Trufo saltó a los tejados,
hizo unas flexiones
para correr mejor,
y se fue maullando
hacia donde suponía
que el gato grande le vería bien.

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Efectivamente,
en seguida vio aparecer
los ojos del gato grande,
que le gritaba:
—¡Cómo tengo que decirte
que estos tejados son míos,
y que no quiero
que ningún gato tonto
venga a pisotearlos!

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Pero Trufo siguió maullando,
y le hacía burla con las orejas.
Entonces el gato grande
empezó a correr detrás de él.
Trufo corría como loco
hacia la ventana de su casa,
donde le esperaba su amigo.
Rufo, en cuanto vio
asomar a los dos gatos,
abrió el grifo del agua fría
y le lanzó un chorro enorme
al gato grande,
que por un momento no supo
de dónde le venía aquel remojón.
Todos los pelos
se le pegaban al cuerpo
mientras le caía agua y más agua.

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Cuando al fin reaccionó,
totalmente empapado,
salió corriendo,
asustadísimo,
maullando como loco.

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Rufo y Trufo se reían
mientras veían por la ventana
cómo desaparecía
entre los tejados el gato grande,
que nunca más les volvería a molestar.

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Bailaron de contento,
comieron sus comidas favoritas,
se lavaron y peinaron,
afilaron bien sus uñas,
y más contentos que nunca
pasearon tranquilos
por tejados y terrazas.

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