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Sobrenatural

de la
Iglesia

JOSEMARl A ESCR1VA DE BA
JOSEMARIA ESCRIVA DE BALAGUER

EL FIN
SOBRENATURAL
DE LA
IGLESIA

SANTIAGO DE CHILE, 1973


p A R A comenzar, quiero recordaros
las palabras que nos propone San
Cipriano: se ROS presenta la Iglesia uni-
versal como un pueblo que obtiene su
unidad a partir d e l a unidad del Padre,
del Hijo y del Espíritu Santo (O- No os
extrañe, por eso, que en esta fiesta de
la Santísima Trinidad la homilía pueda
tratar de la Iglesia; porque la Iglesia se
enraiza en el misterio fundamental de
nuestra fe católica: el de Dios uno en
esencia y trino en personas.
La Iglesia centrada en la Trinidad:
así la han visto siempre los Padres. Mi-
rad qué claras las palabras de San
Agustín: Dios, pues, habita en su lem-

(1) DA cr¿íkns dominica 23; PL 4, 553.


5
pío; no sólo el Espíritu Santo, sino tam-
bién el Padre y el Hijo... Por tanto,
la santa Iglesia es el templo de Dios,
esto es, de la Trinidad entera ( ). 2

Cuando el próximo domingo nos


reunamos de nuevo, nos detendremos
sobre otro de los aspectos maravillosos
de la Santa Iglesia: esas notas que den-
tro de poco recitaremos en el Credo, des-
pués de cantar nuestra fe en el Padre,
en el Hijo y en el Espíritu Santo. Et in
Spiritum Sanctum, decimos. Y, a conti-
nuación, et unam, sanctam, catholicam
et aposlolicam Ecclesiam ( ), confesa-
3

mos que hay Una sola Iglesia, Santa,


Católica y Apostólica.
Todos los que han amado de verdad
a la Iglesia han sabido poner en rela-
ción esas cuatro notas con el más inefa-
ble misterio de nuestra santa religión:
la Trinidad Beatísima. Nosotros cree-
mos en la Iglesia de Dios, Una, Santa,
(2) S. Agustín, Enchiridion 56, 15; PL 40, 259.
(3) Credo de la Santa Misa.
6
Católica y Apostólica, en la que recibi-
mos la doctrina; conocemos al Padre, al
Hijo y al Espíritu Sanio y somos bauti-
zados en el nombre del Padre, del 'Hijo
y del Espíritu Santo ( ). 4

(4) S. Juan Damasceno, advcrsum Icón. 12; PG 96,


1358, D.
7
MOMENTOS DIFICILES

J-J ACE falta que meditemos con fre-


cuencia, para que no se vaya de la
cabeza, que la Iglesia es un misterio
grande, profundo. No puede ser nunca
abarcado en esta tierra. Si la razón in-
tentara explicarlo por sí sola, vería úni-
camente la reunión de gentes que cum-
plen ciertos preceptos, que piensan de
forma parecida. Pero eso no sería la
Santa Iglesia.
En la Santa Iglesia los católicos en-
contramos nuestra fe, nuestras normas
de conducta, nuestra oración, el sentido
de la fraternidad, la comunión con to-
dos los hermanos que ya desaparecie-
ron y que se purifican en el Purgatorio
—Iglesia purgante—, o con los que go-
zan ya —Iglesia triunfante— de la vi-
8
sión beatífica, amando eternamente al
Dios tres veces Santo. Es la Iglesia que
permanece aquí y, al mismo tiempo,
trasciende la historia. La Iglesia, que
nació bajo el manto de Santa María, y
continúa —en la tierra y en el cielo—
alabándola como Madre.

Afirmémonos en el carácter sobre-


natural de la Iglesia; confesémosle a
gritos, si es preciso, porque en estos
momentos son muchos los que —dentro
físicamente de la Iglesia, y aún arriba—
se han olvidado de estas verdades capi-
tales y pretenden proponer una imagen
de la Iglesia que no es Santa, que no es
Una, que no puede ser Apostólica por-
que no se apoya en la roca de Pedro,
que no es Católica porque está surcada
de particularismos ilegítimos, de capri-
chos de hombres.

No es algo nuevo. Desde que Jesu-


cristo Nuestro Señor fundó la Santa
Iglesia, esta Madre nuestra ha sufrido
una persecución constante. Quizá en
9
otras épocas las agresiones se organiza-
ban abiertamente; ahora, en muchos ca-
sos, se trata de una persecución solapa-
da. Hoy como ayer, se sigue combatien-
do a la Iglesia.
Os repetiré una vez más que, ni por
temperamento ni por hábito, soy pesi-
mista. ¿Cómo se puede ser pesimista, si
Nuestro Señor ha prometido que estará
con nosotros hasta el fin de los siglos?
( ). La efusión del Espíritu Santo plas-
5

mó, en la reunión de los discípulos en


el Cenáculo, la primera manifestación
pública de la Iglesia ( ). 6

Nuestro Padre Dios —ese Padre


amoroso, que nos cuida como a la niña
de sus ojos ( ), según recoge la Escritu-
7

(5) cfr. Mt XXVIII, 20.


(6) Ecclcsia, quae iam concepta, ex lat:re ipso secun-
di Adami velut ¡n cruce dormuntis crta eral, s:se
in Iuccm hominum insigni moda primitus dedit die
celebérrima Pentecostés. Iisaqie die Tj:n.ficia sua
Spiritus Sanctus in mystico Christi Crrpore pra de-
re cocpit. León XIII encíclica Divinum illud mu-
ñís, ASS 29, p. 648.
(7) Deut XXXII, 10.
10
ra con expresión gráfica para que lo en-
tendamos— no cesa de santificar, por
el Espíritu Santo, a la Iglesia fundada
por su Hijo amadísimo. Pero la Iglesia
vive actualmente días difíciles: son años
de gran desconcierto para las almas. El
clamor de la confusión se levanta por
todas partes, y con estruendo renacen
todos los errores que ha habido a lo
largo de los siglos.
Fe. Necesitamos fe. Si se mira con
ojos de fe, se descubre que la Iglesia
lleva en sí misma y difunde a su alre-
dedor su propia apología. Quien la con-
templa, quien la estudia con ojos de
amor a la verdad, debe reconocer que
Ella, independientemente de los hom-
bres que la componen y de las modali-
dades prácticas con que se presenta, lle-
va en sí un mensaje de luz universal y
único, liberador y necesario, divino ( ).8

Cuando oímos voces de herejía


—porque eso son, no me han gustado
(8) Paulo VI, alocución el 23-VI-1966.
11
nunca los eufemismos—, cuando obser-
vamos que se ataca impunemente la
santidad del matrimonio, y la del sacer-
docio; la concepción inmaculada de
Nuestra Madre Santa María y su virgi-
nidad perpetua, con todos los demás pri-
vilegios y excelencias con que Dios la
adornó; el milagro perenne de la pre-
sencia real de Jesucristo en la Sagrada
Eucaristía, el primado de Pedro, la mis-
ma Resurrección de Nuestro Señor,
¿cómo 110 sentir toda el alma llena de
tristeza? Pero tened confianza: la San-
ta Iglesia es incorruptible. La Iglesia
vacilará si su fundamento vacila, pero
¿podrá vacilar Cristo? Mientras Cristo
no vacile, la Iglesia no ílaqueará jamás
hasta el fin de los tiempos ( ). 9

(9) S. Agustín, Enarraticnes in Psalmos, 103, 2, 5;


PL 37, 1353.
12
LO HUMANO Y LO DIVINO
EN LA IGLESIA

£ O M O en Cristo hay dos naturalezas


—la humana y la divina—, así, ana-
lógicamente, podemos referirnos a la
existencia en la Iglesia de un elemento
humano y un elemento divino. A nadie
se le oculta la evidencia de esa parte
humana. La Iglesia, en este mundo, es-
tá compuesta de hombres y para hom-
bres, y decir hombre es hablar de la li-
bertad, de la posibilidad de grandezas
y de mezquindades, de heroísmos y de
claudicaciones.
Si admitiésemos sólo esa parte hu-
mana de la Iglesia, no la entenderíamos
nunca, porque no habríamos llegado a
la puerta del misterio. La Sagrada Es-
critura utiliza muchos términos —saca-
dos de la experiencia terrena— para
aplicarlos al Reino de Dios y a su pre-
13
sencia entre nosotros, en la Iglesia. La
compara al redil, al rebaño, a la casa,
a la semilla, a la viña, al campo en el
que Dios planta o edifica. Pero resulta
una expresión que compendia todo: la
Iglesia es el Cuerpo de Cristo.
Y así el mismo Crislo a unos ha
constituido apóstoles, a otros profetas,
y a otros evangelistas, y a otros pasto-
res y doctores, a fin de que trabajen en
la edificación de los santos, en las fun-
ciones de su ministerio, en la edifica-
ción del Cuerpo de Jesucristo ( ). San
10

Pablo escribe también que iodos noso-


tros, aunque seamos muchos, formamos
en Cristo un solo cuerpo, siendo todos
recíprocamente miembros los unos de
los otros ( ). ¡Qué luminosa es nuestra
n

fe! Todos somos en Cristo, porque El es


la cabeza del cuerpo de la Iglesia ( ).
12

Es la fe que han confesado siempre


los cristianos. Escuchad conmigo estas
(10) Eph IV, 11-12.
(11) Rom XII, 5.
(12) Col I, 18.
14
palabras de San Agustín: y desde en-
tonces Cristo entero está formado por
la cabeza y el cuerpo, verdad que no
dudo que conocéis bien. La cabeza es
nuestro mismo Salvador, que padeció
bajo Poncio Pilato y ahora, después que
resucitó de entre los muertos, está sen-
tado a la diestra del Padre. Y su cuer-
po es la Iglesia. No esta o aquella igle-
sia, sino lo que se halla extendida por
lodo el mundo. Ni es tampoco solamen-
te la que existe entre los hombres ac-
tuales, ya que también pertenecen a
ella los que vivieron antes de nosotros
y los que han de existir después, hasta
el fin del mundo. Pues toda la Iglesia,
formada por la reunión de los fieles
—porque todos los fieles son miembros
de Cristo—, posee a Cristo por Cabeza,
que gobierna su cuerpo desde el Cielo.
Y, aunque esta Cabeza se halle fuera de
la vista del cuerpo, sin embargo, está
unida por el amor ( ). 13

(13) S. Agustín, Enarraiiones in Psahnos, 56, 1; PL


36, 662.
15
Comprendéis ahora por qué no se
puede separar la Iglesia visible de la
Iglesia invisible. La Iglesia es, a la vez,
cuerpo místico y cuerpo jurídico. P o r
el hecho mismo de que es cuerpo, la
Iglesia se discierne con los ojos (14), en-
señó León XIII. En el cuerpo visible de
la Iglesia —en el comportamiento d e los
hombres que la componemos aquí en la
tierra— aparecen miserias, vacilaciones,
traiciones. Pero no se agota ahí la Igle-
sia, ni se confunde con esas conductas
equivocadas: en cambio, no faltan, aquí
y ahora, generosidades, afirmaciones
heroicas, vidas de santidad que no pro-
ducen ruido, que se consumen con ale-
gría en el servicio de los hermanos e n
la fe y de todas las almas.
Considerad además que, si las clau-
dicaciones superasen numéricamente las
valentías, quedaría aún esa realidad
mística —clara, innegable, aunque no l a
percibamos con los sentidos— que es el

(14) León XIII, encíclica Satis cognitum, ASS 28, p.


710.
16
Cuerpo de Cristo, el mismo Señor Nues-
tro, la acción del Espíritu Santo, la pre-
sencia amorosa del Padre.
La Iglesia es, por tanto, inseparable-
mente humana y divina. Es sociedad di-
vina por su origen, sobrenatural por su
fin y por los medios que próximamente
se ordenan a ese fin; pero, en cuanto se
compone de hombres, es una comuni-
dad humana ( ). Vive y actúa en el
15

mundo, pero su fin y su fuerza no están


en la tierra, sino en el Cielo.
Se equivocarían gravemente los que
intentaran separar una Iglesia carismá-
tica —que sería la verdaderamente fun-
dada por Cristo—, de otra jurídica o
institucional, que sería obra de los hom-
bres y simple efecto de contingencias
históricas. Sólo hay una Iglesia. Cristo
fundó una sola Iglesia: visible e invisi-
ble, con un cuerpo jerárquico y organi-
zado, con una estructura fundamental
(15) León XIII, encíclica Satis cognitum, ASS 28, p.
724.
17
de derecho divino, y una íntima vida
sobrenatural que la anima, sostiene y
vivifica.
Y no es posible dejar de recordar
que, cuando el Señor instituyó su Igle-
sia, no la concibió ni formó de modo que
comprendiera una pluralidad de comu-
nidades semejantes en su género, pero
distintas, y no ligadas por aquellos
vínculos que hacen a la Iglesia indivisi-
ble y única... Y así, cuando Jesucristo
habló de este místico edificio, recuerda
sólo a una Iglesia a la que llama suya:
edificaré mi Iglesia (Mat. XVI, 18).
Cualquier otra que fuera de ésta se ima-
gine, al no haber sido fundada por El,
no puede ser su verdadera Iglesia ( ). l6

Fe, repito; aumentemos nuestra fe,


pidiéndola a la Trinidad Beatísima, cu-
ya fiesta celebramos hoy. Podrá ocurrir
todo, menos que el Dios tres veces San-
to abandone a su Esposa.
(16) León XIII, encíclica Satis cogn'tum, ASS 28, pp.
712 y 713.
18
EL FIN DE LA IGLESIA

S AN Pablo, en el primer capítulo de


la epístola a los Efesios, afirma que el
misterio de Dios, anunciado por Cristo,
se realiza en la Iglesia. Dios Padre ha
puesto todas las cosas bajo los pies de
Cristo y le ha constituido cabeza de to-
da la Iglesia, que es su cuerpo, y en la
cual aquel que lo completa todo en to-
dos halla el complemento ( ). El miste-
17

rio de Dios es restaurar en Cristo, cum-


plidos los tiempos prescritos, todas las
cosas de los cielos y las de la tierra ( ).
18

Un misterio insondable, de pura gra-


tuidad de amor: porque nos escogió an-
tes de la creación del mundo, para ser
santos y sin mancha en su presencia,
(17) Eph I, 22.
(18) Eph I, 10.
19
por la caridad ( ). No tiene límites el
19

Amor de Dios: el mismo San Pablo


anuncia que el Salvador Nuestro quiere
que iodos los hombres se salven y ven-
gan en conocimiento de la verdad ( ). 20

Este, y no otro, es el fin de la Igle-


sia: la salvación de las almas, una a una.
Para eso el Padre envió al Hijo, y yo
os envío también a vosotros ( ). De ahí
21

el mandato de dar a conocer la doctri-


na y de bautizar, para que en el alma
habite, por la gracia, la Trinidad Beatí-
sima: a mí se me ha otorgado toda po-
testad en el cielo y en la tierra. Id, pues,
e instruid a todas las gentes, bautizán-
dolas en el nombre del Padre y del Hijo
y del Espíritu Sanio, enseñando a ob-
servar todas las cosas que yo os he man-
dado. Y estad ciertos de que yo perma-
neceré continuamente con vosotros has-
ta la consumación de los siglos ( ). 22

(19) Eph I, 4.
(20) I Tim II, 4-6.
(21) loan XX, 21.
(22) Mt XXVIII, 18-20.
20
Son las palabras sencillas y subli-
mes del final del Evangelio de San Ma-
teo: ahí está señalada la obligación de
predicar las verdades de fe, la urgen-
cia de la vida sacramental, la promesa
de la continua asistencia de Cristo a su
Iglesia. No se es fiel al Señor si se des-
atienden esas realidades sobrenatura-
les: la instrucción en la fe y en la moral
cristianas, la práctica de los Sacramen-
tos. Con este mandato Cristo funda su
Iglesia. Todo lo demás es secundario.

21
EN LA IGLESIA ESTA
NUESTRA SALVACION

fS^j O podemos olvidar que la Iglesia es


mucho más que un camino de sal-
vación: es el único camino. Y esto no lo
han inventado los hombres, lo ha dis-
puesto Cristo: el que creyere y se bau-
zare, se salvará; pero el que no creyere,
será condenado ( ). Por eso se afirma
23

que la Iglesia es necesaria, con necesi-


dad de medio, para salvarse. Ya en el
siglo III escribía Orígenes: si alguno
quiere salvarse, venga a esta casa, para
que pueda conseguirlo... Ninguno se
engañe a sí mismo; fuera de esta casa,
esto es, fuera de la Iglesia, nadie se 'sal-
va ( ). Y San Cipriano: si alguno hu-
24

biera escapado (del diluvio) fuera del


arca de Noé, entonces admitiríamos que
(23) Me XVI, 16.
(24) Orígenes, In Iesu nave hom. 5, 3; PG 12, 841.
22
quien abandona la Iglesia puede esca-
par de la condena ( ). 25

Extra Ecclesiam, nulla salus. Es el


aviso continuo de los Padres: fuera de
la Iglesia católica se puede encontrar
todo —admite San Agustín— menos la
salvación. Se puede tener honor, se pue-
den tener sacramentos, se puede cantar
"aleluya", se puede responder "amén",
se puede sostener el evangelio, se puede
tener fe en el Padre, en el Hijo y en el
Espíritu Santo, y predicarla; pero nun-
ca, si no es en la Iglesia católica, se pue-
de encontrar la salvación ( ). 26

Sin embargo, como se lamentaba ha-


ce poco más de veinte años Pío XII,
algunos reducen a una fórmula vana la
necesidad de pertenecer a la Iglesia ver-
dadera para alcanzar la salvación eter-
na ( ). Este dogma de fe integra la ba-
27

(25) S. Cipriano, Di catholicae Ecclcdae unltate, 6;


PL 4, 503.
(26) S. Agust'n, Sírm-> ad Ca:s^rien:is ccclcsiae pl=-
bcm, 6; PL 43, 456.
(27) Pío XII, encíclica Humani g:n:ris, AAS 42, p.
570.
23
se de la actividad corredentora de la
Iglesia, es el fundamento de la grave
responsabilidad apostólica de los cris-
tianos. Entre los mandatos expresos de
Cristo se determina categóricamente el
de incorporarnos a su Cuerpo Místico
por el bautismo. Y nuestro Salvador no
sólo dio el mandamiento de que iodos
entraran en la Iglesia, sino que estable-
ció también que la Iglesia fuese medio
de Salvación, sin ol cual nadie puede
llegar al reino de la gloria celestial ( ). 28

Es de fe que quien no pertenece a la


Iglesia, no se salva; y que quien no se
bautiza, no ingresa en la Iglesia. La jus-
tificación, después de la promulgación
del Evangelio, no puede verificarse sin
el lavatorio de la regeneración o su
deseo, establece el Concilio de Trento
( ). Es ésta una continua exigencia de
29

la Iglesia, que si —por una parte— po-


(28) Pío XII, Carta del S. O. al Arzobispo de Boston,
Denzingcr-Schon. 3868.
(29) Decreto de iustificatione, cap. 4, Denzinger-Schon.
1524.
24
ne en nuestra alma el aguijón del celo
apostólico, por otra, manifiesta también
claramente la misericordia infinita de
Dios con las criaturas.
Ved cómo lo explica Santo Tomás:
el sacramento del bautismo puede fal-
tar de dos modos. De una manera, cuan-
do no se recibió ni de hecho ni con el de-
seo; es el caso de quien ni se bautizó ni
quiere bautizarse. Esta actitud, en los
que tienen uso de razón, implica despre-
cio del sacramento. Y en consecuencia,
aquellos a quienes de esta forma les fal-
ta el bautismo, no pueden entrar en el
reino de los cielos: ya que ni sacramen-
tal ni espiriiualmente se incorporan a
Cristo, y únicamente de El procede la
salvación. De otra manera, le puede fal-
tar a una persona el sacramento del
bautismo, pero no su deseo: como es el
caso de aquel que, deseando bautizarse,
le sorprende la muerte antes de recibir
el sacramento. A quien esto sucede,
puede salvarse, aun sin el bautismo ac-
tual, por el solo deseo del sacramento.
25
deseo que procede de la fe que obra por
la caridad, por la que Dios, que no ligó
su poder a los sacramentos visibles, san-
tifica interiormente al hombre ( ). 30

Aún siendo completamente gratuita,


a nadie debida por ningún título —y
menos aún, después del pecado—, Dios
Nuestro Señor no rehusa a nadie la feli-
cidad eterna y sobrenatural: su genero-
sidad es infinita. Es cosa notoria que
aquellos que sufren ignorancia invenci-
ble acerca de nuestra santísima reli-
gión, que cuidadosamente guardan la
ley natural y sus preceptos, esculpidos
por Dios en los corazones de iodos, y es-
tán dispuestos a obedecer a Dios y lle-
van una vida honesta y recta, pueden
conseguir la eterna, por la acción ope-
rante de la luz divina y de la gracia ( ). 31

Sólo Dios sabe lo que sucede en el cora-


zón de cada hombre, y El no trata a las
almas en masa, sino una a una. A nadie
(30) S. Th. III, q.68, a.2.
(31) Pío IX, encíclica Quanto conficiamur moerore
10-VIII-1863; Denzinger-Schon. 1677 (2866).
26
corresponde juzgar en esta tierra sobre
la salvación o condenación eternas en
un caso concreto.
Pero no olvidemos que la conciencia
puede culpablemente deformarse, endu-
recerse en el pecado y resistir a la ac-
ción salvadora de Dios. De ahí la nece-
sidad de predicar la doctrina de Cristo,
las verdades de fe y las normas mora-
les; y de ahí también la necesidad de
los Sacramentos, instituidos todos por
Jesucristo como causas instrumentales
de su gracia ( ) y remedios para las mi-
32

serias consiguientes a nuestro estado de


naturaleza caída ( ). De ahí se deduce
33

además que conviene acudir frecuente-


mente a la Penitencia y a la Comunión
Eucarística.
Queda, por tanto, bien concretada la
tremenda responsabilidad de todos en
la Iglesia y especialmente de los pasto-
res, con los consejos de San Pablo: ie
(32) cfr. Santo Tomás, S. Th. III, q.62, a.l.
(33) cfr. Santo Tomás, S. Th. III, q.61, a.2.
27
conjuro, pues, delante de Dios y de Je-
sucristo que ha de juzgar a los vivos y
a los muerte j. al tiempo de su venida
y de su reino: predica la palabra de
Dios, insiste, con ocasión y sin ella, re-
prende, ruega, exhorta con toda pacien-
cia y doctrina. Porque vendrá tiempo
en el que los hombres no podrán sufrir
la sana doctrina, sino 'que, teniendo una
comezón extremada de o ir doctrinas
acomodadas a sus pasiones, recurrirán
a una caterva de doctores propios para
satisfacer sus deseos, y cerrarán los
oídos a la verdad y los aplicarán a las
fábulas ( ).
34

(34) II Tim IV, 1-4.


28
TIEMPO DE PRUEBA

y o no sabría decir cuántas veces se


han cumplido estas palabras profé-
ticas del Apóstol. Pero sólo un ciego de-
jaría de ver cómo actualmente se están
verificando casi a la letra. Se rechaza la
doctrina de los mandamientos de la Ley
de Dios y de la Iglesia, se tergiversa el
contenido de las bienaventuranzas po-
niéndolo en clave político-social: y el
que se esfuerza por ser humilde, manso,
limpio de corazón, es tratado como un
ignorante o un atávico sostenedor de co-
sas pasadas. No se soporta el yugo de la
castidad, y se inventan mil maneras de
burlar los preceptos divinos de Cristo.
Hay un síntoma que los engloba a
todos: el intento de cambiar los fines
sobrenaturales de la Iglesia. Por jusii-
29
cia, algunos no entienden ya la vida de
santidad, sino una lucha política deter-
minada, más o menos teñida de marxis-
mo, que es inconciliable con la fe cris-
tiana. Por liberación, no admiten la ba-
talla personal por huir del pecado, sino
una tarea humana, que puede ser noble
y justa en sí misma, pero que carece de
sentido para el cristiano, si implica una
desvirtuación de lo único necesario ( ),
35

la salvación eterna de las almas, una a


una.
Con una ceguera que proviene de
apartarse de Dios —este pueblo me
honra con los labios, pero su corazón se
encuentra lejos de mí ( )—, se fabrica
36

una imagen de la Iglesia, que no guar-


da relación alguna con la que fundó
Cristo. Hasta el Santo Sacramento del
Altar —la renovación del Sacrificio del
Calvario— es profanado, o reducido a
un mero símbolo de la que llaman co-
(35) cfr. Luc X, 42.
(36) Mt XV, 8.
30
munión de los hombres entre sí. ¡Qué
sería de las almas, si Nuestro Señor no
hubiese entregado por nosotros hasta la
última gota de su Sangre preciosa! ¿Có-
mo es posible que se desprecie ese mi-
lagro perpetuo de la presencia real de
Cristo en el Sagrario? Se ha quedado
para que lo tratemos, para que lo ado-
remos, para que, prenda de la gloria fu-
tura, nos decidamos a seguir sus hue-
llas.
Estos tiempos son tiempos de prue-
ba y hemos de pedir al Señor, con un
clamor que no cese ( ), que los acorte,
37

que mire con misericordia a su Iglesia y


conceda nuevamente la luz sobrenatu-
ral a las almas de los pastores y a las
de todos los fieles. La Iglesia no tiene
porqué empeñarse en agradar a los
hombres, ya que los hombres —ni solos,
ni en comunidad— darán nunca la sal-
vación eterna: el que salva es Dios.

(37) cfr. Is LVIII, 1.


31
AMOR FILIAL A LA IGLESIA

|-j ACE falta hoy repetir, en voz muy


alta, aquellas palabras de San Pe-
dro ante los personajes importantes de
Jerusalén: esie Jesús es aquella piedra
que vosotros desechasteis al edificar,
que ha venido a ser la principal piedra
del ángulo; fuera de El no hay que bus-
car la salvación en ningún otro: pues no
se ha dado a los hombres otro nombre
debajo del cielo, por el cual podamos
salvarnos ( ).38

Así hablaba el primer Papa, la roca


sobre la que Cristo edificó su Iglesia,
llevado de su filial devoción al Señor y
de su solicitud hacia el pequeño rebaño
que le había sido confiado. De él y de
los demás apóstoles, aprendieron los
primeros cristianos a amar entrañable-
(38) Act IV, 11-12.
32
mente a la Iglesia.
¿Habéis visto, en cambio, con qué
poca piedad se habla a diario de nuestra
Santa Madre la Iglesia? ¡Cómo consue-
la leer, en los Padres antiguos, esos pi-
ropos de amor encendido a la Iglesia de
Cristo! Amemos al Señor, Nuestro Dios;
amemos a su Iglesia, escribe San Agus-
tín. A El como a un padre; a Ella, como
a una madre. Que nadie diga: "sí, voy
todavía a los ídolos, consulto a los po-
seídos y a los hechiceros, pero no dejo
la Iglesia de Dios, soy católico". Perma-
necéis adheridos a la Madre, pero ofen-
déis al Padre. Otro dice, poco más o me-
nos: "Dios no lo permita; yo no consulto
a los hechiceros, no interrogo a los po-
seídos, no practico adivinaciones sacri-
legas, no voy a adorar a los demonios,
no sirvo a los dioses de piedra, pero soy
del partido de Donato". ¿De qué sirve
no ofender al Padre si El vengará a la
Madre, a quien ofendéis? (39). Y San Ci-
(39) S. Agustín, Enarrationes in Psalmos, 88, 2, 14;
PL 37, 1140.
33
priano había declarado brevemente: no
puede tener a Dios como Padre, quien
no tiene a la Iglesia como Madre ( ). 40

En estos momentos muchos se nie-


gan a oir la verdadera doctrina sobre la
Santa Madre Iglesia. Algunos desean
reinventar la institución, con la locura
de implantar en el Cuerpo Místico de
Cristo una democracia al estilo de la
que se concibe en la sociedad civil o,
mejor dicho, al estilo de la que se pre-
tende que se promueva: todos iguales
en todo. Y no se convencen de que, por
institución divina, la Iglesia está cons-
tituida por el Papa, con los obispos, los
presbíteros, los diáconos y los laicos, los
seglares. Eso lo ha querido Jesús.
La Iglesia, por voluntad divina, es
una institución jerárquica. Sociedad je-
rárquicamente organizada la llama el
Concilio Vaticano II ( ), donde los mi-
41

(40) S. Ciprir.no, De catholicae Eccksiae unitate, 6;


PL 4, 502.
(41) Const. Lumen Gcntium n. 8.
34.
nisiros tienen un poder sagrado ( ). La 42

jerarquía no sólo es compatible con la


libertad, sino que está al servicio de la
libertad de los hijos de Dios ( ). 43

El término democracia carece de


sentido en la Iglesia, que —insisto— es
jerárquica por voluntad divina. Pero
jerarquía significa gobierno santo y or-
den sagrado, y de ningún modo arbitra-
riedad humana o despotismo infrahu-
mano. En la Iglesia el Señor dispuso un
orden jerárquico, que no ha de trans-
formarse en tiranía: porque la autori-
dad misma es un servicio, como lo es la
obediencia.
En la Iglesia hay igualdad: una vez
bautizados, todos somos iguales, porque
somos hijos del mismo Dios, Nuestro
Padre. En cuanto cristianos, no media
diferencia alguna entre el Papa y el úl-
timo que se incorpora a la Iglesia. Pero
esa igualdad radical no entraña la po-
(42) Const. Lumen Gcntium n. 18.
(43) cfr. Rom VIII, 21.
35
sibilidad de cambiar la constitución de
la Iglesia, en aquello que ha sido esta-
blecido por Cristo. Por expresa volun-
tad divina tenemos una diversidad de
funciones, que comporta también una
capacitación diversa, un carácter inde-
leble conferido por el Sacramento del
Orden para los ministros sagrados. En
el vértice de esa ordenación está el su-
cesor de Pedro y, con él y bajo él, todos
los obispos: con su triple misión de san-
tificar, de gobernar y de enseñar.
Permitidme esta insistencia macha-
cona, las verdades de fe y de moral no
se determinan por mayoría de votos:
componen el depósito —depositum fi-
dei— entregado por Cristo a todos los
fieles y confiado, en su exposición y en-
señanza autorizada, al Magisterio de la
Iglesia.
Sería un error pensar que, como los
hombres han adquirido quizá más con-
ciencia de los lazos de solidaridad que
los unen mutuamente, se deba modifi-
36
car la constitución de la Iglesia, para
ponerla de acuerdo con los tiempos. Los
tiempos no son de los hombrea, sean o
no eclesiásticos; los tiempos son de
Dios, que es el Señor de la historia. Y
la Iglesia puede dar la salvación a las
almas, sólo si permanece fiel a Cristo
en su constitución, en sus dogmas, en
su moral.
Rechacemos, por tanto, el pensa-
miento de que la Iglesia —olvidando el
sermón de la montaña— busca la felici-
dad humana en la tierra, porque sabe-
mos que su única tarea consiste en lle-
var las almas a la gloria eterna del pa-
raíso; rechacemos cualquier solución
naturalista, que no aprecie el papel pri-
mordial de la gracia divina; rechacemos
las opiniones materialistas, que tratan
de hacer perder su importancia a los va-
lores espirituales en la vida del hombre;
rechacemos de igual modo las teorías
secularizantes, que pretenden identifi-
car los fines de la Iglesia de Dios con
los de los estados terrenos: confundien-
37
do la esencia, las instituciones, la acti-
vidad, con características similares a
las de la sociedad temporal.

38
EL ABISMO DE LA SABIDURIA
DE DIOS

P ECORDAD las consideraciones de


San Pablo que hemos leído en la
Epístola: ¡oh profundidad de los tesoros
de la sabiduría y de la ciencia de Dios!
¡Cuán incomprensibles son sus juicios y
cuán inapelables sus caminos! Porque,
¿quién ha conocido los designios del Se-
ñor? o ¿quién fue su consejero? ¿Quién
es el que le dió primero a El alguna co-
sa, para que pretenda ser por esto re-
compensado? Todas las cosas son de El,
y todas son por El y todas existen en
El: a El sea la gloria por siempre ja-
más. Así sea. ( ). A la luz de las pala-
44

bras de Dios, ¡qué pequeños resultan los


designios humanos cuando intentan al-
terar lo que Nuestro Señor ha estable-
cido!
(44) Rom XI, 33-36.
39
Pero no os debo ocultar que ahora
se comprueba, por todas partes, una ex-
traña capacidad del hombre: no logran-
do nada contra Dios, se ensaña contra
los demás, siendo instrumento tremen-
do del mal, ocasión e inductor de peca-
do, sembrador de esa confusión que lle-
va a que se cometan acciones intrínse-
camente malas, presentándolas como
buenas.
Siempre ha habido ignorancia: pero
en estos momentos la ignorancia más
brutal en materias de fe y de moral se
disfraza, a veces, con altisonantes nom-
bres aparentemente teológicos. Por eso
el mandato de Cristo a sus Apóstoles
—lo acabamos de escuchar en el Evan-
gelio— cobra, si cabe, una apremiante
actualidad: id y enseñad a todas las
gentes ( ). No podemos desentender-
45

nos, no podemos cruzarnos de brazos,


no podemos encerrarnos en nosotros
mismos. Acudamos a combatir, por
(45) Mt XXVIII, 19.
40
Dios, una gran batalla de paz, de sere-
nidad, de doctrina.
Hemos de ser comprensivos, cubrir
todo con el manto entrañable de la ca-
ridad. Una caridad que nos afiance en
la fe, aumente nuestra esperanza y nos
haga fuertes, para decir bien alto que
la Iglesia no es esa imagen que algunos
proponen. La Iglesia es de Dios, y pre-
tende un solo fin: la salvación de las
almas. Acerquémonos al Señor, hable-
mos con El en la oración cara a cara, pi-
dámosle perdón por nuestras miserias
personales y reparemos por nuestros
pecados y por los de los demás hombres,
que quizá —en este clima de confu-
sión— no aciertan a advertir con cuán-
ta gravedad están ofendiendo a Dios.
En la Santa Misa, este domingo, en
la renovación incruenta del sacrificio
cruento del Calvario, Jesús se inmola-
rá —Sacerdote y Víctima— por los pe-
cados de los hombres. Que no lo deje-
mos solo. Que surja en nuestro pecho
41
un deseo ardiente de estar con El, jun-
to a la Cruz; que crezca nuestro clamor
al Padre, Dios misericordioso, para que
devuelva la paz al mundo, la paz a la
Iglesia, la paz a las conciencias.
Si nos comportamos así, encontrare-
mos —junto a la Cruz— a María Santí-
sima, Madre de Dios y Madre nuéstra.
De su mano bendita llegaremos a Jesús
y, por El, al Padre, en el Espíritu Santo.

Homilía pronunciada
el 28-V-72, fiesta de
la Santísima "trinidad.
42
INDICE

Momentos difíciles 8
Lo humano y lo divino en la Iglesia 13
El fin de la Iglesia 19
En la Iglesia está nuestra Salvación 22
Tiempo de prueba 29
Amor filial a la Iglesia 32
El abismo de la Sabiduría de Dios 39
NIHIL OBSTAT:
EL CENSOR LUIS GLEISNER, PBRO.
IMPRIMATUR: MONS. SERGIO VALECH
SECRETARIO GENERAL DEL ARZOBISPADO
SANTIAGO DE CHILE
20 DE JULIO DE 1973.

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