Illuminati
Illuminati
Illuminati
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Paul H. Koch
Illuminati
Los secretos de la secta más temida
por la Iglesia católica al descubierto
ePub r1.0
Titivillus 25.07.16
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Título original: Illuminati
Paul H. Koch, 2005
Traducción: Isabel Fuentes García
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«¿Cuántos adeptos habría, viviendo disfrazados entre la normal
humanidad, ocultando cuidadosamente su avanzado estado tras una mascarada
de urbanidad vulgar, estupidez o conformidad? […] Un verdadero adepto
podría interpretar cualquier papel o padecer cualquier humillación para
cumplir su especial obra».
ROBERT ANTON WILSON
Escritor norteamericano, Las máscaras de los Illuminati
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ÍNDICE
Prólogo a la edición española
Introduccion
PRIMERA PARTE
El origen de los Illuminati
SEGUNDA PARTE
La expansión de los Illuminati
TERCERA PARTE
Los Illuminati en la actualidad
Conclusión
Bibliografía
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Prólogo a la edición española
El historiador Richard Hofstadter, en su ensayo El Estilo Paranoico en la Política
Americana, argumenta que muchos de sus colegas «imaginan muy a menudo la
existencia de una vasta o gigantesca conspiración como la fuerza motivadora de
fondo en los acontecimientos históricos. ¡La realidad es que la historia misma es una
conspiración!».
Durante muchos años, la teoría de la conspiración ha sido sistemáticamente
despreciada por gran parte de los historiadores norteamericanos de cierta relevancia
y, desde luego, por la práctica totalidad de los europeos. Para estas mentes analíticas
y eruditas, la existencia de uno o varios grupos de seres humanos empeñados en
trabajar en la sombra, durante largos períodos de tiempo y siguiendo planes
cuidadosamente trazados, para hacerse con el poder es poco menos que un argumento
de una novela fantástica o de una serie televisiva de entretenimiento. Por supuesto, la
primera labor de cualquier conspiración es convencer al resto de la sociedad de que
no existe conspiración alguna.
El caso es que, con su actitud, contagiaron a la mayoría de la sociedad
persuadiéndola de que los villanos de película que pretenden convertirse en una
especie de reyes del planeta (sin explicar nunca para qué) eran simple fruto de la
imaginación de guionistas y escritores. Además, siempre quedaría en alguna parte el
agente 007 o el Indiana Jones de turno para desbaratar sus planes. Conspiración no es
una palabra políticamente correcta, sobre todo en España, donde hasta hace poco se
asociaba a la coletilla judeomasónica, tan utilizada durante el franquismo.
Sin embargo, los brutales atentados del 11 de septiembre de 2001 y del 11 de
marzo de 2004 han conmocionado muchas conciencias, porque, pese a las
investigaciones políticas, judiciales y periodísticas, quedan demasiados puntos
oscuros. Los ciudadanos de todo el mundo han podido comprobar que las redes
conspiratorias son mucho más sucias, complejas e inquietantes de lo que creían. Y
que al frente de las mismas no hay un Señor del Mal, tirando de todos los hilos, sino
que las responsabilidades se difuminan, se pierden, se deshacen en una maraña de
datos y apuntes contradictorios que parece sugerir la existencia de grupos más o
menos amplios de conjurados.
Internet, el único medio de comunicación del planeta donde todavía cualquier
persona puede publicar lo que desee, se ha convertido en los últimos tiempos en un
hervidero de opiniones, informaciones y desinformaciones que demuestra la cada vez
mayor desconfianza del ciudadano común en las instituciones oficiales, así como su
creciente interés por conocer qué hay de cierto detrás de las teorías conspiratorias. En
un reciente artículo, el historiador británico Timothy Garton Ash narraba su
experiencia en California durante la última convención demócrata, que dio el
espaldarazo a la candidatura de John F. Kerry como aspirante a la presidencia en las
elecciones de 2004 en Estados Unidos. Garton Ash confirmaba que la cultura de la
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sospecha ha echado raíces en ese país, cada día más militarizado: «El ejército es con
mucho la institución en la que más confían los estadounidenses; cuatro de cada cinco
ciudadanos dicen confiar en los militares frente a sólo uno de cada cinco que confía
en el Congreso. En la campaña presidencial predominan las imágenes de guerra. Es
como si Bush y Kerry se presentaran, sobre todo, para el cargo de comandante en
jefe». El mismo se dejó llevar por cierta alarma «al ver lo fáciles de manipular que
eran mis propias emociones, porque la convención demócrata estaba dirigida como
una película de Hollywood». Lo cierto es que el conocido director de cine Steven
Spielberg contribuyó al rodaje del documental de presentación de Kerry. Quizá,
precisamente, esa sensación de verse manipulado esté en la raíz de la desconfianza de
los norteamericanos hacia sus instituciones y de su propensión a la búsqueda de
conspiraciones.
Y si es verdad que existe un grupo de personas confabuladas para dominar el
mundo, ¿quiénes son, exactamente? Según a quién se la hagamos, obtendremos
respuestas diferentes a esta pregunta. Algunas de ellas de lo más pintoresco, como las
que achacan la conjura a distintos grupos, desde los judíos hasta los neonazis pasando
por la CIA, el Vaticano, la Mafia, la ONU, la masonería, las multinacionales y hasta
los extraterrestres. Sin embargo, muchas de las investigaciones más serias llevadas a
cabo en Estados Unidos durante los últimos años han hecho tomar cuerpo a una teoría
específica que acaba señalando siempre en la misma dirección: los Illuminati.
Los Illuminati o Iluminados de Baviera, dirigidos por Adam Weishaupt, nacieron
como sociedad secreta a finales del siglo XVIII en Ingolstadt, al sur de Alemania y,
oficialmente, no sobrevivieron a ese siglo como grupo organizado. Como veremos,
un grupo cada vez mayor de estudiosos disiente y recuerda que los principales líderes
de los Illuminati nunca fueron detenidos. Creen que desde entonces siguieron
maquinando en la sombra y cedieron el testigo a sus sucesores, que operaron a través
de organizaciones similares con nuevos nombres. El canadiense William Guy Carr,
autor del clásico La niebla roja sobre América, resume así los planes de los
Illuminati: la destrucción del mundo tal y como hoy lo entendemos, aniquilando la
cultura occidental y el cristianismo, así como las naciones clásicas. A cambio,
apoyarían la fundación de un gobierno planetario que instauraría un culto mundial a
Lucifer y reinaría sobre una masa homogénea de seres humanos desprovistos de
cualquier diferencia de raza, cultura, nacionalidad o religión, y cuya única función
sería trabajar esclavizados al servicio de sus amos. Para forzar el éxito definitivo, los
Illuminati se habrían infiltrado en sociedades internacionales, partidos políticos,
logias masónicas, bancos y grandes empresas, religiones organizadas… impulsando
desde estas instancias todo tipo de movimientos subversivos, crisis financieras y
políticas, guerras y conflictos hasta crear una inestabilidad mundial insoportable. En
ese momento, «cuando las masas, desesperadas por el caos que las rodea, busquen a
alguien que las saque del estupor, los Illuminati presentarán a su rey, que será
aclamado por todos en todas partes y se hará así con el poder».
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El propio Carr reconoce que cualquiera que oiga semejante argumento por
primera vez puede pensar que su fantasía no tiene límites. En una sociedad cada vez
más materialista y escéptica como la occidental, donde para muchas personas
palabras como ángeles, demonios, Dios o Lucifer suenan a ajadas supersticiones
propias de la Edad Media, es un error habitual pensar que lo que no concebimos o
que nos parece irracional será también inconcebible e irracional para otros.
Si una conspiración como la de los Illuminati fuera cierta, suele argumentarse, se
sabría de alguna forma y alguien habría tomado medidas al respecto. Lo más notable
del caso es que se sabe, y desde hace mucho, pero el ser humano tiene muy mala
memoria. Sus planes se hicieron públicos en el siglo XVIII (por ello se les persiguió ya
entonces) y la mayor parte de los datos que aparecen en este libro ya han sido
publicados antes. Pero no se ha tratado de relacionarlos entre sí, de encajar las piezas
unas con otras, debido, según algunos, a los múltiples entretenimientos que
distribuyen los agentes Illuminati en forma de fútbol, programas de telebasura,
revistas del corazón, juegos informáticos, etcétera, que absorben el tiempo y la mente
de los ciudadanos. ¡Si hasta se permiten el lujo de parodiarse a sí mismos apareciendo
como los villanos en películas como Tomb Raider, la primera adaptación al cine del
personaje de video juegos Lara Croft!
En las páginas siguientes trataré de organizar y exponer toda esa información,
describiendo los últimos e intensos trescientos años de la historia de la humanidad
como posiblemente nadie la contó nunca. Veremos cómo se repiten las
«casualidades», cómo el mes de mayo aparece una y otra vez en distintos hechos
históricos, cómo ciertos grupos de poder de distintas partes del mundo comparten los
mismos e inesperados socios, cómo lo que formalmente no tiene ninguna explicación
la adquiere en cuanto se cambia de lugar el foco que ilumina los hechos. Veremos
entrar y salir constantemente de escena a los Illuminati y a sus asociados.
Y hablando de casualidades, recientemente la revista española Época publicaba
su número 1015, ilustrado en portada con una fotografía de un envejecido Henry
Kissinger bajo un sorprendente titular: «El club Bilderberg. Los amos del mundo».
En el interior se incluía un reportaje sobre la última conferencia anual de este
exclusivo club, uno de los más influyentes y poderosos del planeta, del cual
hablaremos también en este libro. Es uno de los escasísimos reportajes de este tipo
que han aparecido en un medio de comunicación, una circunstancia curiosa teniendo
en cuenta que los bilderbergers incluyen entre sus filas a los más importantes
ejecutivos y directores de prensa y medios audiovisuales de todo el mundo. Por
cierto, esa conferencia se organizó el mes de junio de 2004 en Stresa, Italia. Pocas
semanas después se producía una grave crisis del petróleo que afectaba a toda la
economía mundial y que, según los propios expertos de la OPEP, «no tiene ningún
sentido ni base racional». Se han buscado explicaciones en la guerra de Irak o en el
aumento de consumo de potencias emergentes como China y la India, pero ninguna
de ellas ha resultado satisfactoria.
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¿Casualidad?
PAUL H. KOCH
Finales de agosto de 2004, Oberhausen, Viena
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INTRODUCCIÓN
En el principio
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En el principio
Dice la leyenda que grande fue la sabiduría del rey Salomón, pero más grande la de
ciertos maestros cuyos nombres ignoran los mortales. Uno de ellos fue Hiram Abiff,
el arquitecto del templo sagrado que mandó construir el propio Salomón en Jerusalén.
Gérard de Nerval, el autor francés y francmasón del siglo XIX relató su historia con
singular belleza. Comoquiera que la obra requería un auténtico enjambre de obreros,
Hiram los organizó como un ejército, instituyendo una jerarquía de tres grados:
aprendiz, compañero y maestro. Cada uno de ellos tenía sus propias funciones y su
recompensa económica, y disponía de una serie de palabras, signos y toques para
reconocer a los de su mismo grado. La única forma de subir de categoría era
mediante la demostración del mérito personal.
Tres compañeros, irritados por no haber sido todavía promovidos a maestros,
decidieron confabularse para conseguir la palabra exacta que permitía acceder al
salario del grado superior. Se escondieron dentro de las obras y esperaron a que
terminara la jornada y todos los obreros se retiraran. De acuerdo con su costumbre,
Hiram recorría cada noche la obra para comprobar si se cumplían sus previsiones.
Cuando iba a salir por la puerta del Mediodía se encontró con uno de los conjurados,
que le amenazó con golpearlo si no le revelaba de inmediato la palabra secreta. El
arquitecto se negó y le reprochó su actitud, por lo que el frustrado compañero le dio
un golpe en la cabeza. Herido, Hiram corrió hacia la puerta de Septentrión, donde se
encontró con el segundo conspirador, que repitió la exigencia.
Obtuvo la misma respuesta y también atacó a Hiram que, casi arrastrándose, aún
tuvo fuerzas para intentar huir por la puerta de Oriente. Pero allí se agazapaba el
tercero de los compañeros, que, al cosechar idéntico resultado que los anteriores,
propinó el golpe mortal a Hiram. Al darse cuenta de lo que habían hecho, los tres
asesinos recogieron el cadáver, lo trasladaron a las montañas cercanas y allí lo
enterraron. Para reconocer el lugar, cortaron una rama de acacia y la plantaron sobre
la tumba improvisada.
Cuando Salomón descubrió que Hiram había desaparecido y nadie sabía de él,
mandó a nueve maestros en su busca. Tras diversas peripecias, tres de ellos llegaron
junto a la rama de acacia, donde se pararon a descansar. Uno se apoyó en ella
pensando que era lo bastante sólida para sujetarle; sin embargo, la rama cedió bajo su
peso, y se fijaron en que el terreno había sido removido recientemente. Los tres
maestros escarbaron y desenterraron el cuerpo de Hiram. Tras llorar su pérdida,
decidieron llevar el cadáver ante Salomón, pero al intentar levantarlo comprobaron
cómo la carne se desprendía de los huesos. En el idioma que utilizaban, la expresión
«la carne deja el hueso» se decía con una sola palabra, así que los tres maestros
decidieron que, a partir de entonces, ésa sería la palabra de paso a su grado.
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Tradición y Antitradición
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beneficio de los miembros de sus propias sociedades secretas. Éstos tienen como
objetivo principal la acumulación de riquezas y bienes, el reconocimiento social y la
práctica del poder personal sobre los demás. Para ello no dudan en manipular,
explotar, traicionar e incluso sacrificar a los demás seres humanos en su afán por
alcanzar y mantenerse en la cúspide de la hegemonía mundial. Uno de sus símbolos
más característicos es el círculo, considerado como el símbolo geométrico perfecto
porque no tiene en apariencia ni principio ni fin. Significa que lo que ahora está
arriba pasará con el tiempo a estar abajo y viceversa, aunque el círculo permanezca
siempre en el mismo lugar. Equivale al principio de la revolución.
El fin de la Tradición, en suma, va más allá de la simple existencia física y
presupone la certeza de un espíritu inmortal como verdadero Yo. El de la
Antitradición busca la satisfacción inmediata de un yo con minúscula o, mejor, de
una serie de yoes de carácter personalista y cuyos intereses se circunscriben
únicamente al plano material. Por lógica, ambas fuerzas están abocadas a un pulso en
el que cada una de ellas utilizará sus propias armas.
En el caso de la Antitradición, uno de sus instrumentos favoritos es la mentira. No
sólo el engaño defendido con vehemencia, sino, sobre todo, la inducción al error a
partir de todo tipo de especulaciones y la mezcla de medias verdades con falsedades.
El hecho de que ambos bandos utilicen algunos símbolos similares (como la pirámide
o el triángulo, su representación en dos dimensiones) tampoco ayuda a la hora de
diferenciarlos. De hecho, en cierto momento histórico, la Antitradición descubrió
que, en lugar de enfrentarse abiertamente a la Tradición, le resultaba más rentable
crear sociedades secretas y escuelas de pensamiento y filosofía, que, bajo la
apariencia formal de pertenecer a la segunda, fueran en realidad tributarios de la
primera. De esta manera, desviaban de su camino a genuinos buscadores del
conocimiento que ingresaban en sus filas y trabajaban sin saberlo para sus fines
ocultos. Otra de sus tácticas consistió en infiltrarse en las sociedades defensoras de la
Tradición para ir escalando puestos en ellas hasta el punto de tomar el mando y
apartarlas de sus objetivos originales.
La Rosa y la Cruz
Las primeras referencias históricas de las que disponemos acerca de este combate
entre Tradición y Antitradición se remontan al antiguo Egipto. Entre la pléyade de
grandes reyes y guerreros protagonistas de formidables hazañas de esta impresionante
cultura hay un pequeño espacio reservado para un faraón. Tan pequeño, que hasta
hace pocos años ni siquiera le conocíamos. Sin embargo hoy sabemos que fue el
artífice de la primera gran revolución religiosa de la Antigüedad. Su personalidad, y
buena parte de su biografía, sigue siendo un auténtico enigma para los egiptólogos.
Se trata del faraón Aknatón o Ajnatón, cuyo nombre significa «El que place a Atón».
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Este era la representación del espíritu solar, un dios único y por encima de la miríada
de divinidades que hasta entonces habían sido adoradas por la mayoría de los
egipcios.
A este espíritu dedicó Ajnatón su famoso Himno a Atón, una de las más hermosas
alabanzas sagradas jamás compuesta, que el propio faraón cantaba cada mañana
cuando aparecía el disco solar. El himno comienza con las siguientes palabras: «Bello
es tu amanecer en el horizonte del cielo, ¡oh, Atón vivo, principio de la vida! Cuando
tú te alzas por el oriente lejano, llenas todo los países con tu belleza. Grande y
brillante te ven todos en las alturas. Tus rayos abarcan toda tu creación».
Cérés Wissa Wasef, una experta de la Escuela de Altos Estudios de París,
describió con acierto a este faraón como «un rey ebrio de Dios», el primer conductor
de pueblos que intentó «introducir en los sucesos políticos un soplo de espiritualidad
y veracidad religiosa destinada a transformar la humanidad».
Según la concepción de Ajnatón, que incluso había cambiado su nombre original
de Amenofis IV (traducido como «Amón está satisfecho») en honor de la divinidad
única, consideraba que todos los hombres eran iguales en deberes y derechos y que en
consecuencia serían recompensados por su justicia según se hubieran comportado en
la tierra. Para dejar claro el cambio de orientación religiosa que deseaba imponer,
Ajnatón cambió la capital desde Tebas, donde se levantaban los principales templos a
los viejos dioses, a la nueva ciudad de Aketatón, hoy Tell El Amarna, que hizo
construir en medio de la nada en un tiempo récord. Los templos tebanos celebraban
sus rituales en lo más profundo y oscuro de su interior, mientras que los templos a
Atón estaban a cielo abierto para que el Sol pudiera bañar y bendecir con sus rayos
todas y cada una de las ceremonias sagradas.
El reinado de Ajnatón y su esposa, la deslumbrante Nefertiti, se caracterizó por un
pacifismo insólito en comparación con etapas precedentes, aunque su herencia
pública se esfumó a su muerte. Las oligarquías religiosa y militar nunca le
perdonaron su revolución religiosa y, cuando falleció, trataron de hacerlo desaparecer
también de la historia, destruyendo los templos a Atón y restaurando los antiguos
cultos. Incluso borraron los cartuchos jeroglíficos con su nombre en todos los
edificios levantados con su aquiescencia. Precisamente por eso conocemos tan poco
acerca de la vida de este curioso faraón, en comparación con otros más populares en
Occidente como Ramsés II, Seti I, la reina Hatsepsut, o incluso su propio hijo, el
joven Tutankamón.
Varios especialistas señalan, sin embargo, que su herencia es más profunda de lo
que parece y que su trayectoria pública no es más que la lógica proyección de la
privada, ya que Ajnatón fue, según ellos, uno de los más importantes dirigentes de la
más arcana sociedad secreta de la Tradición. Una sociedad que según recoge Ángel
Luis Encinas en sus Cartas Rosacruces habría sido regulada por el faraón
Tutmosis III, cuyo nombre iniciático habría sido Mene, y de la que se sabe muy poco,
aparte de que empezó a reunirse en una sala del templo de Karnak, puesto que nunca
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salió a la luz públicamente ni se explicaron sus objetivos. Sólo tenían acceso a ella y
a sus enseñanzas «las personas cuyos valores humanos y espirituales atraían el interés
de los miembros de la fraternidad». Según este autor, cuando Ajnatón fue nombrado
maestro del grupo secreto, éste contaba ya con algo más de trescientos miembros. A
su muerte, el puesto de maestro pasó a manos de su sucesor, el misterioso Hermes.
Según algunas fuentes, se trata del mismo Hermes conocido como Trismegisto (Tres
veces grande) por los griegos y, según otras, sería una persona diferente que habría
heredado el mismo apelativo. En todo caso, los libros de Hermes, que sí recogió por
escrito parte del conocimiento de la fraternidad, se difundieron más tarde por el
Mediterráneo oriental e impregnaron de sabiduría y misticismo todo el pensamiento y
la filosofía del mundo antiguo, por lo menos hasta el advenimiento del cristianismo.
Sus leyes e ideales, conocidos con el calificativo global de hermetismo (de Hermes) u
ocultismo (porque su enseñanza era lo bastante críptica para permanecer a salvo de
malos usos), permitieron fundar un linaje de escuelas secretas en las que, según las
fuentes, han bebido personajes tan conocidos como Solón, Pitágoras, Manetón,
Sócrates, Platón, Jesús, Dante, Bacon, Newton y otros integrantes de la «aristocracia»
del espíritu.
En el siglo XVII, este linaje afloró de nuevo a la luz con el nombre de Orden
Rosacruz. El nombre hacía referencia a dos de los principales símbolos utilizados
desde siempre por diversas organizaciones discretas. Por un lado, la rosa roja,
considerada como la «reina entre las flores», de la misma forma que el iniciado era
un «rey entre los hombres» al disponer de unos conocimientos y capacidades (y por
tanto unas responsabilidades) por encima de lo común. Por otro lado, la cruz, signo
solar repleto de simbolismos y utilizado por todas las culturas de la Antigüedad,
desde el Ankh o cruz ansada egipcia hasta la Tau o cruz en forma de T griega,
pasando por la esvástica indoaria o la misma cruz en la que fue clavado Jesús.
En Los brujos hablan, uno de los principales expertos en la materia, John Baines,
mantiene que esta fraternidad existía «desde hace miles de años» con el propósito de
salvaguardar «en toda su pureza original» una ciencia «cuyas verdaderas enseñanzas
se mantienen secretas y de las que han trascendido al vulgo solamente
interpretaciones personales de individuos que han llegado a vislumbrar una pequeña
parte del secreto». La necesidad de ocultar esta enseñanza se debe a que sólo se
puede confiar en «aquellos seres humanos que presenten cierto grado de evolución»,
de la misma forma que los derechos legales y políticos se reservan a los mayores de
edad y no pueden ser aplicados por los niños. Un viejo refrán hermetista resume esta
idea aseverando que «la carne es para los hombres y la leche para los niños». Baines
también señala que los rosacruces aparecen y desaparecen públicamente en épocas
históricas diferentes de acuerdo con ciertos ciclos prefijados y reconoce que «se
hicieron especialmente conocidos entre los siglos XV y XVII ganando fama de magos,
sabios y alquimistas». Luego se desvanecieron de nuevo para seguir trabajando en
secreto por el bien de la humanidad, aunque dejaron a algunos de sus representantes
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para explicar su ciencia «a los que su estado de conciencia los hace acreedores de ser
instruidos». Las obras más conocidas, pero no por ello más inteligibles, de la Orden
Rosacruz son las que integran la trilogía que se publicó de forma anónima en Europa
central entre 1614 y 1616. El primero de los libros, Fama Fraternitatis, estaba
dirigido a la atención «de los reyes, órdenes y hombres de ciencia» de toda Europa.
Se narraba en él la vida del enigmático fundador de la fraternidad, un tal C. R., que
entre otras cosas defendía principios cristianos más fieles al Jesucristo original que
los que por aquel entonces ponían en práctica los papas de Roma. En su discurso,
abundan las referencias herméticas y simbólicas y además se acusa a los poderes
establecidos poco menos que de prostituir la alquimia. Este arte, inicialmente
destinado a la evolución interior que convierte el plomo de las pasiones en oro
espiritual a través de un largo y esforzado trabajo personal, había sido convertido en
una mera búsqueda materialista destinada a conseguir la transformación del plomo en
oro.
El segundo libro, Confessio Fraternitatis, contiene ya el nombre real del presunto
jefe de la orden, así como algunos detalles sobre sus supuestas andanzas. Según éste,
Christian Rosenkreutz (Cristiano RosaCruz, traducido textualmente del alemán; un
nombre a todas luces simbólico o alegórico de toda la organización) nació en 1378 a
orillas del Rin y fue internado a los cuatro años de edad en un extraño monasterio
donde «aprendió diversas lenguas y artes mágicas». Con 16 años, marchó a Tierra
Santa en compañía de un monje que murió en Chipre, lo que le obligó a continuar en
solitario un auténtico viaje iniciático que le llevó por tierras de Arabia, Líbano, Siria
y finalmente Marruecos, donde recibió el más alto grado del conocimiento, así como
la misión de fundar una sociedad secreta para transmitirlo. En el mismo libro se
refuerza la oposición a la autoridad del Papa, a quien se califica de «engañador,
víbora y anticristo», y se afirma que los poderes de la orden permiten a sus miembros
conocer «la naturaleza de todas las cosas». El tercer y último libro se titula Las bodas
químicas de Christian Rosenkreutz y es otro texto saturado de símbolos
especialmente alquímicos. Siete años después, en agosto de 1623, diversos rincones
de París aparecieron empapelados con unos carteles en los que la Orden Rosacruz se
presentaba al mundo exponiendo sus principios, verdaderamente revolucionarios para
la época y contrarios a la autoridad papal.
La mayoría de las hipótesis que se han barajado para explicar quién escribió los
libros y pegó los carteles apuntan a Alemania. Se sabía que desde finales del siglo XVI
existía allí una anónima fraternidad denominada precisamente Hermanos de la Rosa
Cruz de Oro. También se conocen las investigaciones, en la misma época, del
hermetista luterano Johann Valentin Andreae y de un grupo de estudiosos de la
Universidad de Tubinga, dedicados a actividades bastante heterodoxas. Incluso se ha
llegado a invocar la autoría del extraordinario Theophrastus Phillippus Aureolus
Bombastus von Hohenheim, popularmente conocido como Paracelso.
No obstante, nadie fue capaz de averiguar la identidad de los enigmáticos
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rosacruces, salvo, naturalmente, aquellos que lograron entrar en contacto personal
con ellos y que, tras ser aceptados, se colocaron desde entonces bajo su dirección.
Pero éstos tampoco revelaron más detalles. Lo único que trascendió durante los siglos
siguientes es que, de alguna forma, la orden seguía trabajando en silencio de acuerdo
con las directrices de un denominado Colegio Invisible, también llamado en
ocasiones Los Superiores Desconocidos, compuesto por seres elevados
espiritualmente, cuyo único interés radicaba en el crecimiento interior de cada uno de
los miembros de la fraternidad, despreciando las pompas y laureles sociales y sin
aspiraciones de fama o poder, a no ser con carácter impersonal y temporal, con el
único objetivo de ayudar al ser humano.
Con el paso del tiempo, diversas organizaciones modernas como la Golden Dawn
Order (La Orden de la Aurora Dorada) británica o la AMORC (Antigua y Mística
Orden Rosa Cruz) norteamericana han proclamado a gritos ser los «auténticos
herederos» de la antigua Orden Rosacruz, pero sus méritos para reclamar semejante
privilegio parecen, cuando menos, escuetos. Los verdaderos rosacruces parecen
continuar detrás del telón, por el momento.
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virtud de nuevo era necesario crear instituciones que regularan las prácticas
comerciales desleales, la esclavitud y el caos social, impidiendo que los más
poderosos pudieran imponer sus condiciones a los demás. De esta forma aparece
también la filosofía de la arkhé o armonía, según la cual, los ciudadanos (los
habitantes de la polis) sólo podían disfrutar de equidad (eumonía) si los acuerdos
tomados entre ellos libremente son respetados por todos. Según los filósofos, ésta era
la situación de los hombres al principio de los tiempos, cuando su armonía en la tierra
reflejaba la del universo entero.
La influencia de los mesoi fue inmensa en una sociedad en la que los plutócratas
eran apenas un puñado pero concentraban en sus manos el poder real. Su propuesta
de una sociedad synarkhé (es decir, con armonía o también con orden) pasó a
convertirse en un ideal al que podía aspirarse con esperanzas de materializarlo. Arkhé
representaba la correcta evolución de todo cuanto existe, un avance paulatino hacia la
divinidad, que idealmente debía extenderse en todos los ámbitos, no sólo en el de las
relaciones políticas y sociales, sino en la vida personal. Para vigilar su correcta
aplicación, se nombrarían los arkhontes o magistrados, encargados de mantener el
orden y la armonía: los verdaderos guardianes del demos o pueblo.
Clisteneo aplicó estas ideas creando su gobierno de sabios aconsejado por los
filósofos, que además tenían la misión de instruir al pueblo a través de las academias
o centros de aprendizaje. Así se pusieron las bases de la Grecia clásica, en la que su
nieto Pericles instauraría la democracia o gobierno del pueblo (aunque una
democracia limitada, puesto que no podían participar en ella ni las mujeres, ni los
esclavos, ni los extranjeros).
Algunos autores señalan que el actual momento de nuestra civilización se parece
mucho al descrito unos párrafos atrás: el deseo desmedido de posesión de una
minoría ha destruido la convivencia social, la armonía entre el hombre y la mujer, el
equilibrio entre la naturaleza y el ser humano. ¿Estamos en puertas de que aparezcan
los modernos mesoi, así como un nuevo Clisteneo?, se preguntan éstos.
No está claro de dónde surgieron los filósofos conciliadores, los auténticos
impulsores de aquel cambio, pero resulta muy fuerte la tentación de relacionarlos
directamente con las sociedades secretas instruidas en el antiguo Egipto y
descendientes de cultos solares como los de Ajnatón. En cuanto a los plutócratas, el
número de ciudadanos que apoyaron la sinarquía los forzó a retirarse a un segundo
plano, pero su frustración no hizo más que alimentar sus ansias de poder militar,
económico y religioso y los llevó a reflexionar que si un número de ciudadanos, aun
siendo mayoritario, podía agruparse y organizarse para defender sus intereses
comunes, ellos también podían superar sus diferencias internas y construir su propia
sinarquía. Conocemos la existencia de los mesoi, pero también podemos sospechar la
de otro grupo de filósofos rivales y consejeros de los plutócratas. Unos filósofos,
digamos, influidos por los descendientes de los cultos al terrible dios Seth, enemigos
por antonomasia de los primeros.
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Seth.
Tal vez en aquel momento nacieron la sinarquía blanca y la sinarquía negra. La
primera, decidida a ayudar al ser humano a caminar hacia un reino de paz y felicidad.
La segunda, dispuesta a apoderarse del reino, de la paz y de la felicidad pero sólo
para sus socios, condenando a los demás hombres a la esclavitud.
La masonería
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Cuando llegó a las obras vio, en efecto, a tres obreros ocupados todos en la misma
labor aunque cada uno instalado en un sitio distinto. Se acercó a ellos y, uno por uno,
les hizo la misma pregunta: «¿Qué estás haciendo?» El primero respondió: «Estoy
trabajando la piedra». El segundo dijo: «Estoy ganándome el jornal». El tercero
replicó: «Estoy construyendo una catedral».
Entonces el joven supo a ciencia cierta que el tercero era el masón.
La Camaradería francesa
Una de las catedrales más famosas del mundo es la de Chartres, en Francia. Entre los
muchos atractivos de esta maravilla de la arquitectura religiosa figura un truco de
iluminación muy querido por los constructores del mundo antiguo: justo al mediodía
de cada solsticio, tanto en verano como en invierno, un rayo de Sol atraviesa un
pequeño agujero en el vitral de san Apolinar (un santo de resonancias obvias, puesto
que Apolo era el principal dios solar de la mitología grecorromana) y señala una
muesca en el suelo con forma de pluma. Un mensaje secreto que todavía hoy se
desconoce qué quiere decir.
Muchas sociedades secretas nacieron alrededor de la construcción. En la misma
Francia, la Compagnonnage o Camaradería surgió en un primer momento para hacer
frente al poder de los patronos, que controlaban el aprendizaje de los oficios, los
empleos y sus ascensos. La Seguridad Social es un invento muy moderno en términos
históricos: hay que esperar al canciller alemán Otto von Bismarck, que fue el primero
en poner en marcha durante el siglo XIX una institución similar posteriormente
imitada por otras naciones occidentales. Antes de eso, el que no era rico o pertenecía
al clero debía ganarse el sustento cada día y no podía permitirse el lujo de estar
enfermo o perder un trabajo. De ahí el éxito de la Camaradería francesa, porque llegó
a funcionar como una especie de sindicato que, además de trabajo, garantizaba la
recepción de ayuda de todo tipo a sus afiliados: alojamiento, comida e incluso ropa.
Ingresar en la organización se convirtió en sinónimo de una vida más segura y digna,
por lo que sus miembros adoptaron una serie de gestos y signos secretos para
reconocerse entre ellos y evitar que los desconocidos pudieran aprovecharse de las
ventajas de su fraternidad y la desvirtuaran.
Se cree que la Camaradería funcionaba al menos ya desde el siglo XI y, aunque
hoy se la considera como una organización exclusivamente orientada a atender a los
constructores, desde el principio demostró atesorar otro tipo de conocimientos
sorprendentes. Fueron camaradas los que levantaron, entre los siglos XII y XIII, las
catedrales de Chartres, Bayeaux, Reims, Amiens y Évreux, un conjunto de templos
que imitan, sobre el suelo de Francia, la disposición de la constelación de Virgo en el
cielo. Para las sociedades ocultistas, Virgo equivale a la gran diosa madre de los
cultos antiguos, la Isis egipcia. Otro ejemplo, los camaradas erigieron a principios del
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siglo XII la basílica de la Magdalena de Vézelay, punto de partida del Camino de
Santiago francés y considerada como cuna del arte gótico. En el tímpano de la puerta
principal una imagen de Jesucristo en majestad separa a los hombres «buenos»
elegidos para ir al Cielo de los hombres «malos» condenados al Infierno. Estos
últimos tienen que someterse al pesaje de su alma en una balanza sujeta por un ángel
que confirma la magnitud de sus pecados y luego los encamina hacia la horrible boca
de un monstruo gigantesco que los devora. Exactamente, la misma imagen que los
iniciados egipcios describieron, dibujada y por escrito, en el Libro de los Muertos,
donde el dios Anubis sustituye al ángel en el pesaje de la balanza y la diosa
devoradora Ammit se encarga de tragar a los malvados.
Los obreros de la Camaradería francesa pertenecían a cuatro oficios concretos:
talladores de piedra, carpinteros, ebanistas y cerrajeros. Cada uno de ellos se dividía
en grados de experiencia, casi siempre tres: aprendices, compañeros (los compañeros
recibidos eran los que comenzaban la obra, que a veces duraba siglos, y los
compañeros fraguados eran los que la daban por terminada) y maestros o iluminados.
Un adjetivo místico este último puesto que los maestros llegaban a serlo por una
doble condición: la de expertos profesionales y la de inspirados por la luz de Dios.
Parece evidente que la Masonería no es otra cosa que la rama de la Camaradería
específicamente destinada a la construcción, ya que la palabra francesa maçon
significa albañil. Francmaçon significa «albañil libre» y suele utilizarse como
sinónimo, aunque en realidad es una expresión más exacta porque masones eran
todos los albañiles medievales pero sólo los pertenecientes a la organización o
iniciados en ella eran francmasones.
Durante la Edad Media, la Camaradería entró en crisis, probablemente porque
entraron en ella muchos obreros deseosos de aplicar el viejo principio de beneficiarse
de las ventajas del sistema sin asumir las equivalentes responsabilidades. Sólo los
cama radas encargados de trabajar la piedra lograron compactarse sin fisuras, y a
partir de entonces reforzaron su secreto y la firmeza de sus responsabilidades. Así
consiguieron mantener algún tiempo más su organización, aunque tampoco pudieron
eludir su declive: a medida que la época de las catedrales se iba apagando, con ella
desaparecían los maestros constructores. Para evitar caer en el declive por completo,
la masonería se vio forzada entonces a abrir las puertas a nuevos miembros que nada
tenían que ver con la labor constructora. El hecho de que muchos profanos en el
trabajo de la piedra no sólo pudieran sino que desearan ingresar en la organización
hasta el punto de salvarla de su definitiva extinción sugiere con bastante claridad que
lo que se aprendía en ella no se limitaba al trabajo físico de los obreros. Un indicio de
ello es el nombre de sus salas de reunión, las logias.
Aunque se han planteado varios orígenes para la palabra logia, resulta curioso que
en griego signifique precisamente «ciencia».
La masonería del siglo XXI afirma que su interés no es otro que el de «conseguir
la perfección del hombre y su felicidad, despojándole de vicios sociales como el
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fanatismo, la ignorancia y la superstición, perfeccionando sus costumbres,
glorificando la justicia, la verdad y la igualdad, combatiendo la tiranía y los
prejuicios», así como estableciendo «la ayuda mutua entre sus miembros». Sin
embargo, presenta fuertes contradicciones, como los enfrentamientos entre diversos
tipos de masonería para ver cuál de ellas es «la verdadera», o el hecho incuestionable
de que la mayoría de sus logias prohíba expresamente la iniciación de las mujeres.
La masonería moderna
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La nueva Masonería Libre y Aceptada sustituyó pronto a lo que quedaba de la
Masonería Constructora original, por lo que la Gran Logia Unida se convirtió en la
referencia masónica por excelencia, tanto en Europa como en las colonias
americanas. Desde Inglaterra saltó a Bélgica en 1721, a Irlanda en 1731, Italia y el
norte de América en 1733. Después a Suecia, Portugal, Suiza, Francia, Alemania,
Escocia, Austria, Dinamarca y Noruega y, finalmente, a mediados del XVIII, al resto
de países europeos y americanos.
Sus dos variantes más importantes fueron el Rito Escocés Antiguo y Aceptado —
diseñado por Andrew Michael Ramsay, el preceptor del hijo de Jacobo II Estuardo de
Escocia, donde encontraron cobijo algunos de los caballeros templarios que huían de
la persecución a que fue sometida su orden tras ser desmantelada por el rey francés
Felipe el Hermoso y el Papa Clemente V— y el Gran Oriente de Francia, que se
declaró «obediencia atea» y se volcó en intereses sociales y políticos, más que
espirituales; desde entonces se la conoce como Masonería Irregular. Uno de los
miembros del Rito Escocés acabaría influyendo en la creación de la llamada Estricta
Observancia Templaria, rama que controlaría la masonería alemana, en torno a la cual
se forjaría la Orden de los Iluminados de Baviera.
En 1738, el Papa Clemente XII condenó a la masonería a través de una bula
llamada In emminenti, que prohibía expresamente a los católicos iniciarse como
masones bajo pena de excomunión, puesto que «si no hiciesen nada malo no odiarían
tanto la luz». El motivo oficial de la condena era el carácter protestante de la Gran
Logia Unida de Inglaterra, pero el decreto terminaba con una frase enigmática: «[…]
y (también les condenamos) por otros motivos que sólo Nos conocemos». Varios de
sus sucesores, como Benedicto XIV, León XIII y Pío XII entre otros, también
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publicaron severas condenas contra una sociedad que según las denuncias del
Vaticano «se ha mostrado anticatólica y antimonárquica de manera reiterada». Ya en
el siglo XX, el Concilio Vaticano II levantó un poco la mano al respecto, pero en 1983
el Papa Juan Pablo II todavía recordaba públicamente «la incompatibilidad de ser
masón y católico».
Lo cierto es que el llamado Siglo de la Razón marcó un punto de inflexión en la
masonería, que ya no volvería a ser la misma sociedad hermética orientada en
exclusiva hacia sus miembros. A partir de entonces, la mayor parte de sus intereses
quedó fijada en el mundo material. Especialmente, en lo referente a la posibilidad de
crear un imperio mundial al que se someterían todas las administraciones nacionales.
Un imperio dirigido por una minoría «iluminada» que, basándose en el progreso de la
ciencia, la técnica y la producción, impulsara un mundo más lógico, racional y acorde
con los designios divinos del GAU. Quizá eso explique la proliferación de la
masonería en los salones del poder mundano de hoy. Todos los reyes ingleses desde
el siglo XVIII así como la mayoría de sus primeros ministros, la mayor parte de
presidentes del gobierno y de la República francesa, innumerables políticos en
Alemania (excepto en la época del nacionalsocialismo), Italia (excepto durante el
fascismo) y en todos los demás países europeos, así como muchos de los miembros
de las actuales instituciones de la Unión Europea, la gran mayoría de los presidentes
de Estados Unidos y muchos de los dirigentes de otros países americanos han sido o
son masones. En algunos casos, los símbolos masones incluso han ondeado en
banderas oficiales como la de la extinta República Democrática Alemana, que lucía
sobre las franjas negra, roja y amarilla un martillo y un compás orgullosamente
laureados, y no una hoz como cabría suponer tratándose de un régimen comunista.
En España, donde la masonería estuvo prohibida y perseguida por el franquismo,
casi todos los prohombres de las dos repúblicas pisaron las logias, desde Pi i Margall
hasta Alcalá Zamora, pasando por Castelar, Negrín, Lerroux o Azaña. En 1979
consiguieron legalizarse de nuevo las dos obediencias más importantes de la época,
enfrentadas entre sí: el Grande Oriente Español y el Grande Oriente Español Unido.
Contra el escaso poder real que en ocasiones se dice que tuvo la masonería en
España, consta no sólo la larga lista de políticos republicanos que pertenecieron a sus
filas, sino una extensa nómina de artistas y científicos como el investigador Santiago
Ramón y Cajal, el educador Francisco Ferrer y Guardia, el músico Tomás Bretón, el
ingeniero Arturo Soria o el novelista Vicente Blasco Ibáñez. Por otra parte, varios
estudios de especialistas en masonería, como el de Pedro Álvarez Lázaro, La
Masonería, escuela de formación del ciudadano, demuestra la influencia que tuvo,
entre otros asuntos, en el desarrollo de una sociedad laica. Se cree que la época de
mayor expansión fue la comprendida entre 1868 y 1898, cuando llegó a contar con
70.000 miembros. Curiosamente, la época en la que España perdió sus últimas
colonias.
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El Iluminismo científico
Los Illuminati son los reales protagonistas de este libro, sin embargo, antes de llegar
a ellos, aún nos queda por conocer otra clase de «iluminados», a los que algunos
autores han llegado a considerar como sus precursores, aunque no tuvieran nada que
ver, los científicos. Rosacruces, masones, templarios y el resto de innumerables
organizaciones secretas nacidas durante la interminable lucha entre la Tradición y la
Antitradición basan el origen último de su conocimiento y su poder, el origen de su
iluminación, en una revelación mística y por tanto ajena al común de los humanos, ya
que viene de la divinidad. Pero durante el siglo XVII asistimos al advenimiento de una
generación de hombres que, conectados o no con la religión u otro tipo de
misticismo, tuvieron la osadía de buscar esa misma iluminación desde un punto de
vista estrictamente científico. Para ellos, la palabra razón ya no significaba pensar de
acuerdo con la lógica aristotélica, sino con datos matemáticos, precisos, concretos y
demostrables.
Ellos redefinieron la razón como una «ley natural», que por supuesto podía llegar
a expresarse de forma exacta y que permitiría al hombre comprender la vida y lo que
le rodea gracias a su propio esfuerzo, sin necesidad de esperar a que Dios se tomara la
molestia de señalarle con el dedo. El progreso científico empezó a ser entendido
como «una progresiva iluminación de toda la humanidad gracias a las luces de la
razón que despejan las tinieblas de la superstición, la ignorancia y las viejas
costumbres». Semejante espíritu fue la herencia más Importante que los científicos
renacentistas dejarían a los «ilustrados» del siglo XVIII.
Uno de ellos fue el británico Francis Bacon, político, científico y filósofo que
llegó a ser lord del Sello Privado de la reina Isabel I y cuyas extraordinarias
capacidades le convirtieron en uno de los hombres más cultos e influyentes de su
tiempo. E incluso del nuestro, porque una de las más polémicas teorías acerca del
origen real de las obras firmadas por William Shakespeare apuntan hacia su ilustre
persona como el verdadero autor de las mismas, aunque ésta es, como dice el clásico,
otra historia. Bacon escribió y firmó varios libros de interés, si bien uno de ellos le
conecta con la Tradición de manera directa. Se titula La Nueva Atlántida y en él
desarrolla la utopía de una ciudad de sabios que se organiza siguiendo una ideología
próxima a la Rosacruz.
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Francis Bacon.
De su aportación puramente científica, merece destacar su método de lógica
inductiva, hoy considerada como precedente del empirismo. Bacon aboga por no
limitarse a ordenar los hechos de la naturaleza, como hacían hasta entonces la
mayoría de los científicos, sino más bien por aprender a dominarla. Como «para
gobernar a la naturaleza es preciso obedecerla», se hacía necesario estudiarla a fondo,
conocerla, para poder aprovechar sus recursos sin forzarla. Eso requiere superar los
obstáculos para alcanzar el verdadero saber que, en su opinión, son ido la o ídolos,
prejuicios, de cuatro clases: los idola tribus, propios de la comunidad humana y
basados en la fantasía y la suposición; los idola specus, pertenecientes a cada hombre
y fijados por la educación, las costumbres y los casos fortuitos; los idola fori,
procedentes del exterior y cuyo responsable es el carácter abstracto del lenguaje y la
falta de comunicación, y los idola theatri, generados por las doctrinas filosóficas
dogmáticas y las demostraciones erróneas. Todo el trabajo científico de Bacon se
desarrolló sobre estas bases y, de hecho, murió ya retirado de la política cuando
intentaba comprobar los efectos del frío en la conservación de los alimentos.
Contemporáneos de Bacon son Federico Cesi, Francesco Stelluti, Johannes van
Heeck y Anastacio de Fillis. Los cuatro fueron grandes amantes de la ciencia, a la que
convirtieron en la razón de su vida. En agosto de 1603, reunidos en Roma en el
palacio de la familia Cesi, decidieron fundar un grupo dedicado al estudio y la
investigación utilizando para ello la espléndida biblioteca del palacio, así como
diversos equipos preparados al efecto. Se llamaron a sí mismos la Accademia dei
Lincei o Academia de los Linces, simbolizando en la agudeza y agilidad de este
felino las virtudes que deseaban emular en sus trabajos.
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Cesi, presidente de la academia, orientó sus inquietudes preferentemente hacia la
astronomía, lo que le permitiría diseñar y construir el primer astrolabio. De Fillis
asumió la secretaría de la nueva institución y trabajó en diversas materias, mientras
que Stelluti, aparte de asumir las tareas de administración de la recién nacida
sociedad, tomó el seudónimo de Tardígrado y también realizó un trabajo
multidisciplinar como geógrafo, literato, jurista y científico. Van Heeck, el único de
ellos nacido en los Países Bajos, era sin duda el más preparado, pues había realizado
las carreras de medicina y filosofía además de tener estudios de teología, y dominaba
el latín y el griego, la astronomía y la astrología. En Praga, había conocido a
Johannes Kepler y se hacía llamar a sí mismo el Iluminado.
En aquella época, ninguna academia de este tipo podía ponerse en marcha sin el
visto bueno papal. Al principio, Clemente VIII recibió los esfuerzos de los linces con
benevolencia y les instó a que trabajaran por el progreso de la humanidad, pero sólo
siete años después Federico Cesi tuvo que marcharse a Nápoles debido a las
continuas acusaciones de ejercer la magia negra, actuar contra la doctrina de la
Iglesia y mantener un estilo de vida escandaloso. En 1611, Cesi contactó con el
astrónomo y físico Galileo Galilei, al que invitó a incorporarse a la academia,
convencido de que el nivel de sus trabajos elevaría el de sus colegas. Galileo fue muy
bien recibido entre los linces y siempre recibió su apoyo, incluso durante la
mitificada disputa que mantuvo con las autoridades eclesiásticas en defensa de la
teoría heliocéntrica frente a la geocéntrica, formulada por Ptolomeo, que entonces era
la comúnmente aceptada.
Según una reciente encuesta del Consejo de Europa elaborada entre los
estudiantes de ciencias de la UE, casi el 30 % cree que Galileo fue quemado vivo en
la hoguera por la Iglesia por defender sus teorías, mientras que el 97 % piensa que fue
sometido a torturas. El 100 % conoce la frase «Eppur si muove!» (¡Y sin embargo se
mueve!) que había susurrado con rabia después de la lectura de la sentencia
condenatoria. Y, sin embargo, todo lo anterior es rotundamente falso.
Galileo fue un gran hombre de ciencia, pero no infalible. Según relata Vittorio
Messori en Leyendas negras de la Iglesia, cuando el 22 de junio de 1633 escuchó la
sentencia contra su tesis, se limitó a dar las gracias a los diez cardenales autores de la
misma, de los cuales tres habían votado por su absolución, ante la moderada pena que
se le impuso. El científico tenía razón en su tesis heliocéntrica pero había intentado
«tomar el pelo a estos jueces, entre los cuales había hombres de ciencia de su misma
envergadura», asegurando que sus teorías «publicadas en un libro impreso con una
aprobación eclesiástica arrebatada con engaño, sostenían lo contrario de lo que se
podía leer». Es más, en los cuatro días de discusión previos a la sentencia, «sólo fue
capaz de presentar un argumento experimentable y comprobable a favor de que la
Tierra giraba en torno al Sol. Y era erróneo: decía que las mareas eran causadas por la
sacudida de las aguas a causa del movimiento de la Tierra». Sus jueces y colegas
defendían que las mareas se debían a la atracción de la Luna, lo que, siendo correcto,
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sólo mereció un comentario por parte de Galileo: que esa tesis «era de imbéciles».
Llovía sobre mojado porque, años antes, ya había cometido otro grave error al
asegurar que unos meteoritos observados en 1618 por astrónomos jesuitas e
identificados por éstos como «objetos celestes reales» no eran según él más que
«ilusiones ópticas».
Respecto a la condena, Galileo no sufrió violencia física ni pasó un solo día en los
«sórdidos calabozos de la Inquisición»: en Roma, se alojó en una residencia de cinco
habitaciones con vistas a los jardines del Vaticano y un servidor personal, todo a
cuenta de la Santa Sede. Y, tras la sentencia, fue alojado en la Villa Médici primero y
luego en el palacio del arzobispo de Siena, antes de regresar a su propia villa de
Arcetri, que tenía el elocuente nombre de La Joya. No perdió la estima ni la amistad
de obispos y científicos amigos suyos ni se le impidió continuar con sus trabajos. Lo
que por cierto le permitiría publicar poco después sus Discursos y demostraciones
matemáticas sobre dos nuevas ciencias, considerada como su obra maestra. Las penas
impuestas (prohibición de desplazarse libremente alejándose a su antojo de su hogar
y rezar una vez por semana los siete salmos penitenciales) le fueron levantadas a los
tres años.
Galileo tuvo suerte: si hubiera sido juzgado por las autoridades de la Iglesia
protestante sí hubiera podido acabar en la hoguera como otros científicos que
tuvieron la desgracia de caer en manos de los líderes religiosos defensores de la
Reforma. El propio Lutero consideraba a Copérnico como «un astrónomo
improvisado que intenta demostrar de cualquier modo que no gira el Cielo sino la
Tierra», lo cual «es una locura»; fue Lutero también quien advirtió de que «se
colocará fuera del cristianismo quien ose afirmar que la Tierra tiene más de seis mil
años» y otras amenazas semejantes. Finalmente, «Eppur si mouve!» resulta en este
contexto una frase valiente y rebelde pero no la pronunció Galileo. Se la inventó el
periodista Giuseppe Baretti en 1757 en una descripción de la obra del astrónomo.
La Academia de los Linces como tal sobrevivió hasta 1651. Desde entonces hasta
1847, desapareció y fue refundada en varias ocasiones, hasta que en esta última fecha
se renombró como Academia Pontificia de los Nuevos Linces, ya sin el carácter
privado que había mostrado al principio, puesto que quedaba bajo el patronato del
Papa Pío IV. Desde 1944 hasta nuestros días recibe el nombre oficial de Academia
Pontificia de las Ciencias y, hoy, está formada por ochenta científicos de todo el
mundo, respaldada por el Vaticano.
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PRIMERA PARTE
El origen de los Illuminati
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Adam Weishaupt
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años en Egipto en calidad de comerciante y, a su regreso a Europa, había intentado
poner en marcha una sociedad secreta de orden maniqueo. Durante sus viajes,
Kolmer se había entrevistado, entre otros, con el enigmático conde de Cagliostro en
la isla de Malta. El joven Weishaupt, fascinado por su personalidad y sus
conocimientos, le pidió que le iniciara en los llamados Misterios de los Sabios de
Memfis, sin descuidar sus estudios «normales». Con 25 años se convirtió en profesor
titulado y dos años después ya era catedrático en Ingolstadt.
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aceptaban la adhesión de personas bien situadas social y/o económicamente. Nadie
podía acceder a la orden por deseo propio, sino por consentimiento de sus miembros.
«Pocos, pero bien situados», solía repetir Weishaupt, que no deseaba presidir una
organización numerosa sino poderosa. Por ello buscó y encontró desde el primer
momento el apoyo económico de un banquero que ha pasado a la historia como uno
de los hombres más ricos del planeta: Mayer Amschel Rothschild. La historia de su
clan estará muy presente en los sucesivos acontecimientos de este libro.
La estrategia de crecimiento selectivo surtió efecto y pronto apareció el primer
adepto de rango social elevado, un barón protestante de Hannover llamado Adolph
Franz Friedrich Ludwig von Knigge, que ya había sido iniciado en la masonería
regular y que introdujo a Weishatipt en la logia de Munich, Teodoro del Buen
Consejo. La ambición personal y la capacidad de movilización de Von Knigge
orientaron al grupo hacia un rápido crecimiento, multiplicando por diez el número de
miembros con la incorporación sucesiva de nobles del rango del príncipe Ferdinand
de Brunswick, el duque de Saxe Weimar, el de Saxe Gotha, el conde de Stolberg, el
barón de Dalberg y el príncipe Karl de Hesse, entre otros. En poco tiempo, los
Illuminati abrieron diversas logias en Alemania, Austria, Suiza, Hungría, Francia e
Italia. Al cabo de dos años entre sus miembros apenas había una veintena de
estudiantes universitarios, todos los demás pertenecían a la nobleza y la política o
ejercían profesiones liberales como la medicina, la abogacía o la justicia. Incluso el
muy famoso escritor Wolfgang Goethe se dejó seducir por los postulados de esa
orden.
¿Cuáles eran estos? Según se revelaba a los nuevos miembros se trataba de la
sustitución del viejo orden reinante en el mundo por otro nuevo en el que los
Illuminati actuarían como mando supremo para conducir a la humanidad hacia una
era nunca antes vista de paz y prosperidad racional. Eso equivalía a un gobierno
mundial en el que cada hombre contara lo mismo que los demás, sin distinción de
nacionalidad, oficio, credo o raza. Todos, excepto los propios Iluminados, encargados
de regirlo. El propio Weishaupt escribió: «¿Cuál es en resumen nuestra finalidad? ¡La
felicidad de la raza humana! Cuando vemos cómo los mezquinos, que son poderosos,
luchan contra los buenos, que son débiles… cuando pensamos lo inútil que resulta
combatir en solitario contra la fuerte corriente del vicio… acude a nosotros la más
elemental de las ideas: debemos trabajar y luchar todos juntos, estrechamente unidos,
para que de este modo la fuerza esté del lado de los buenos.
Pues, una vez unidos, ya nunca volverán a ser débiles».
Dicho así, sus intenciones resultaban incluso loables. Sin embargo, los objetivos
finales sólo eran conocidos por Weishaupt y sus más inmediatos lugartenientes.
Nesta Webster, autora de Revolución Mundial. El complot contra la civilización y
profunda conocedora del tema, describe así las seis metas a largo plazo de los
Illuminati:
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1. 1. Aniquilación de la monarquía y de todo gobierno organizado según el
Antiguo Régimen.
2. Abolición de la propiedad privada para individuos y sociedades.
3. Supresión de los derechos de herencia en todos los casos.
4. Destrucción del concepto de patriotismo y sustitución por un gobierno mundial.
5. Desprestigio y eliminación del concepto de familia clásica.
6. Prohibición de cualquier tipo de religión tradicional.
La infiltración en la masonería
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deviniera realidad. Él prometía materializarla en pocos años, quizá en el curso de una
generación, aunque para ello hubiera que aplicar la violencia, ya que el viejo orden
no se dejaría descabalgar con facilidad. A cambio, exigía obediencia ciega a su
dirección, aunque sus órdenes no se comprendieran en un primer momento. Su
propuesta se hizo tan popular que, según algunos autores, en 1789 controlaba por
mano interpuesta la mayor parte de las logias masónicas, desde el norte de África
hasta Suecia, desde España e Irlanda hasta Rusia, y también en los nuevos Estados
Unidos de América.
Lo más probable es que la gran mayoría de Illuminati, sobre todo los de filiación
masónica, desconocieran los métodos «mágicos» que pensaba aplicar Weishaupt para
«traer el Cielo a la Tierra» en tan poco tiempo y que si hubieran imaginado los
horrores que conllevaría la aplicación de sus ideas, tal vez no le hubiesen apoyado
como lo hicieron. Como todas las organizaciones secretas de este tipo, aquí también
se organizó el grupo de acuerdo con la técnica de círculos concéntricos o capas de
cebolla, donde un iniciado adquiría más información a medida que probaba su
utilidad y su fidelidad y en consecuencia ascendía en la jerarquía, pero sólo los
máximos dirigentes de la orden estaban al corriente de todo el plan.
Con estos mimbres y con su propia experiencia adquirida en las ceremonias
masónicas, Weishaupt elaboró en compañía de Von Knigge el llamado Rito de los
Iluminados de Baviera, que constaba de trece grados de iniciación agrupados en una
jerarquía de tres series sucesivas. Algunos de ellos jamás fueron practicados y sólo
llegaron a existir sobre el papel. De menor a mayor, estos grados eran los siguientes:
1.º preparatorio, 2.º novicio, 3.º minerval, 4.º iluminado menor, 5.º aprendiz, 6.º
compañero, 7.º maestro, 8.º iluminado mayor, 9.º iluminado dirigente, 10.º sacerdote,
11.º regente, 12.º mago y 13.º rey. El grado de iluminado menor marcaba la división
entre los llamados Pequeños Misterios o Edificio Inferior, basado en el dominio de
las capacidades del hombre, y los Grandes Misterios o Edificio Superior, el dominio
de las capacidades del mundo, que implicaba poder político real. Según el reglamento
de la orden, si un miembro alcanzaba el grado de sacerdote, no sólo estaba capacitado
para asumir los poderes del Estado de manera efectiva, sino que debía actuar en
consecuencia.
Además, Weishaupt dotó de un nombre simbólico a cada uno de los miembros.
Von Knigge, por ejemplo, era Philon. Xavier von Zwack, uno de sus principales
hombres de confianza, fue rebautizado como Catón; el escritor Wolfgang Goethe
recibió el apelativo de Abaris. El filósofo Johann Gottfried von Herder se transformó
en Damasus, etcétera. Él se reservó para sí mismo el apelativo de Espartaco, en
homenaje al gladiador de origen tracio que en el 73 a. C. lideró la mayor revuelta de
esclavos jamás organizada en la antigua Roma. Se veía a sí mismo como un nuevo
héroe rebelde en contra del orden establecido tanto a nivel material como espiritual,
una especie de Lucifer humanizado. «Cada hombre es su rey, cada hombre es
soberano de sí mismo», decía el juramento del grado 13.º, el último, de los Illuminati.
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De igual forma, las logias adoptaron nombres en clave. La de Munich pasó a llamarse
Atenas; la de Ingolstadt era conocida como Éfeso; la de Frankfurt, Tebas; la de
Heidelberg, Útica; y la de Baviera, Achaia.
En julio de 1782, diversas obediencias masónicas se reunieron en el convento de
Wilhelmsbad. Aprovechando el conocimiento y el prestigio adquiridos durante los
últimos años, Adam Weishaupt intentó dar el definitivo golpe de mano que le
permitiera unificar y controlar todas las ramas europeas de la organización. Sólo
consiguió parte de sus objetivos: un acuerdo para refundir los tres primeros grados de
todas las obediencias, dejando el resto al libre arbitrio de cada una, así como un
importante trasvase de miembros: muchos francmasones de otros grupos decidieron
ingresar en la logia iluminista mientras que un número importante de miembros de
ésta hacían lo propio en otras logias, duplicando así su filiación. En aquella época ya
defendía abiertamente una iniciación muy lejana de las influencias judeo cristianas y
unos planteamientos políticos que implicaban la revolución como elemento
irrenunciable en el camino hacia el éxito. Ni la Gran Logia de Inglaterra, que a partir
de entonces quedó enfrentada formalmente a los Illuminati, ni el Gran Oriente de
Francia, ni los iluminados teósofos del místico sueco Swedenborg le apoyaron, pero
sí los demás grupos.
Frustrado por los resultados del convento de Wilhelmsbad y pensando que no
merecía la pena seguir luchando, Von Knigge dimitió y terminó sus días retirado en
Bremen, donde falleció en 1796 tras publicar sus obras completas a las que añadió
algunos sermones para varios templos protestantes. Weishaupt se encontró en una
situación delicada, recibiendo los ataques de los masones ingleses a los que se
unieron los de algunos martinistas (discípulos de Martínez de Pasqually, Louis
Claude de Saint Martin y Jean Baptiste Willermoz, impulsores del martinismo, otra
obediencia de índole masónica), aunque el peor golpe fue la traición de Joseph
Utzschneider, quien, tras abandonar la orden, envió un documento de advertencia a la
gran duquesa María Anna de Baviera en el que advertía de que «se da el nombre de
Iluminados a estos hombres culpables que, en nuestros días, han osado concebir e
incluso organizar, mediante la más criminal asociación, el horroroso proyecto de
extinguir de Europa el cristianismo y la monarquía».
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logias masónicas. Poco después, Weishaupt fue destituido de su cátedra y desterrado,
aunque encontró refugio en la corte de uno de sus adeptos, el duque de Saxe, que le
nombró consejero oficial y le encargó la educación de su hijo. El resto de dirigentes
de la orden se puso a salvo, refugiándose en la actividad de las logias masónicas
europeas y americanas, antes de que en mayo de 1785 comenzaran las persecuciones,
detenciones y torturas de los miembros inferiores de la organización.
Pero aún faltaba lo peor: en la noche del 10 de julio del mismo año, un enviado de
Weishaupt, el abad Lanz, fue alcanzado por un rayo cuando galopaba en medio de
una tormenta. Su cadáver no fue recuperado por miembros de la orden sino por
gentes del lugar que, al ver sus hábitos, lo recogieron con cuidado y lo trasladaron a
la capilla de san Emmeran. Allí, entre sus ropas, encontraron importantes y
comprometedores documentos que revelaban los planes secretos de la conquista
mundial. Eso selló definitivamente el destino oficial de los Illuminati, que a partir de
ese momento se convirtieron en una organización maldita. La policía bávara
descubrió todos los detalles de la conspiración y el emperador Francisco de Austria
conoció así, de primera mano, lo que se estaba tramando contra todas las monarquías
y en especial contra la francesa, encabezada por su yerno Luis XVI y su hija María
Antonieta. Ambos fueron informados también e incluso tuvieron oportunidad de
examinar Los Protocolos o Escritos originales de la orden y secta de los Illuminati,
que acabó por publicar el gobierno de Baviera para alertar a la nobleza y el clero de
toda Europa. No obstante, la desaparición formal de los Illuminati, junto con el
destierro de Weishaupt y la detención de muchos de sus adeptos, los convenció de
que la trama había sido abortada por completo.
Sin embargo, la llamada Revolución francesa estaba ya en puertas y nada volvería
a ser igual en el viejo continente a partir de 1789, empezando por el hecho de que los
reyes de Francia no sobrevivirían a la gran sublevación del republicanismo. Adam
Weishaupt murió mucho después, en noviembre de 1830, a la edad de 82 años.
Durante su largo exilio tuvo tiempo de sobra para regodearse con los resultados de
sus maquinaciones. Sabía que él no sería el encargado de culminar el gran proyecto
de los Illuminati, pero ya no le importaba, otros lo terminarían por él y, cuando lo
hicieran, no tendrían más remedio que rendir homenaje a su memoria. En realidad,
¿no había estado predestinado a eso desde el mismo instante de su nacimiento por su
propio nombre? ¿Acaso Adam no significaba «Adán» o «El primer hombre»? ¿Acaso
weis no era un tiempo verbal del alemán wissen, «saber», y haupt se podía traducir
como «líder» o «capitán»? ¿Acaso Adam Weishaupt no se podía interpretar como «el
primer hombre que lidera a aquellos que poseen la verdadera sabiduría?».
Además, los Illuminati no habían desaparecido definitivamente.
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MEYER AMSCHEL ROTHSCHILD, banquero alemán
Los Rothschild
«No hay como ser rico para que todo el mundo se crea con derecho a criticarlo a
uno». Eso debieron pensar los miembros de la familia Rothschild cuando leyeron en
enero de 1991 la entrevista a John Todd publicada por la revista norteamericana
Progreso para todos. Miembro del Consejo Masónico de los Trece, John Todd
afirmaba que el famoso icono de la pirámide y el ojo resplandeciente con el que se
representa por lo general a Dios significa en realidad algo muy distinto: la mirada
vigilante de Lucifer. Según sus palabras, la imagen fue creada por los Rothschild y
llevada después a Estados Unidos por dos significados masones y padres fundadores
de la nación, Benjamín Franklin y Alexander Hamilton, antes de que comenzaran la
revolución y la guerra de independencia de Inglaterra. «La familia Rothschild es la
cabeza de la organización en la que yo entré en Colorado, y todas las hermandades
ocultas forman parte de ella», aseguraba, «porque en realidad todas pertenecen al
mismo grupo dirigido por Lucifer para instaurar su gobierno a nivel mundial».
Añadía aún más: «Dicen que los Rothschild tienen trato personal con el demonio. Yo
estuve en su villa y lo he vivido. Sé que es cierto».
Poderoso caballero…
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La historia de los Rothschild, como la de todos los millonarios hechos a sí
mismos, resulta apasionante por la ambición, el riesgo, la falta de escrúpulos y la
inteligencia que a nivel personal demuestran todos los que están convencidos de que
desean morir en una cama de oro, aunque hayan nacido en una de barro. Y también
porque, como diría el refrán francés, enseña la forma en que uno puede «pringar en
todas las salsas sin que se salpique la camisa».
Conviene aclarar un concepto erróneo en relación con el poder y el dinero:
estamos acostumbrados a pensar que la mayoría de los grandes dirigentes históricos
eran, sobre todo, personajes ricos. Tanto, que podían permitirse todo tipo de lujos y
aventuras gracias a sus presuntas inmensas fortunas atesoradas en castillos protegidos
por multitud de soldados. Su divertimento favorito, pensamos, era hacerse la guerra
unos a otros de vez en cuando para ver quién se convertía en emperador.
En realidad, esos reyes, desde los antiguos mesopotámicos hasta los monarcas
ilustrados, disponían de guardias armados permanentes más o menos numerosos, pero
no de ejércitos formales que sólo se podían reunir para ocasiones especiales porque la
guerra ha sido siempre un vicio caro —éste es uno de los motivos que obligó con el
paso del tiempo a constituir los ejércitos nacionales, es decir el servicio militar
obligatorio—. Con la mayor parte de la población dedicada a la producción agrícola,
ganadera y pesquera, sólo unos pocos se podían permitir el lujo de dedicarse a la
carrera de las armas desde temprana edad y éstos solían ser los que ya tenían la vida
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solucionada pues pertenecían a la clase dirigente. Aparte de ellos, el rey podía contar
con tantos guardias personales en función del dinero que tuviese para pagarlos de su
propio bolsillo. Si se aspiraba a conquistar un territorio vecino o simplemente
destronar al monarca rival para instalar a otro más amistoso hacía falta un mayor
número de combatientes. Durante mucho tiempo, el método más común para formar
un ejército fue el de reclutarlo por la ley o a la fuerza entre los campesinos. Mal
armados y entrenados, los integrantes de esta soldadesca carecían de grandes tácticas
y su forma de hacer la guerra consistía más en invadir y devastar el territorio enemigo
que en afrontar choques directos contra otra chusma, armada de la misma manera.
Además, las guerras sólo se podían llevar a cabo en determinadas épocas del año:
cuando las labores de producción agrícola no requerían la presencia constante de los
hombres en el campo.
A medida que los reinos fueron creciendo de tamaño, y con ellos las ambiciones
de sus dirigentes, se hizo necesario replantear el concepto de ejército para contar con
una fuerza verdaderamente eficaz, bien equipada y mejor entrenada, que pudiera
actuar en cualquier época del año. El problema seguía siendo el mismo: cómo
pagarla. La solución fue el saqueo de las ciudades, que para entonces ya eran núcleos
de población importante provistos de insospechados recursos. Los generales
prometían a sus hombres todo el botín que pudieran tomar durante el asalto a las
ciudades rivales después de ganar cada batalla: esclavos, ganado, joyas, telas o
cualquier otra cosa que no quedara fijada de antemano como objetivo reservado para
el mando. De esta manera, además, los mercenarios se entregaban con mayor
entusiasmo a la lucha pues sabían que si no vencían, tal vez pudieran conservar la
vida y el empleo, pero se quedarían sin cobrar. Durante la época de la antigua Roma,
ésta consiguió desarrollar una magnífica maquinaria militar gracias a las riquezas que
los legionarios robaban en los sucesivos países conquistados (y que tan rápidamente
perdían en el juego o el despilfarro), pero también por otros alicientes: la promesa de
la ciudadanía romana y de concesión de tierras al final de su servicio, y la propia y
creciente disciplina impuesta por los veteranos.
Con todo, el número de hombres en armas nunca fue tan grande como las
engañosas imágenes del cine intentan hacernos creer hoy en día. En general, no hubo
ejércitos de miles, decenas o cientos de miles de guerreros provistos de brillantes
armaduras y luchando entre sí en las batallas de las antiguas civilizaciones. En la
Edad Media, por ejemplo, la guarnición de un castillo importante podía contar con
una docena de infantes y tres o cuatro hombres a caballo, o poco más. Si eso parece
poca defensa, hay que tener en cuenta que tampoco solía haber muchos más
atacantes. La posesión, el mantenimiento y el entrenamiento de un solo caballo
costaba mucho en aquella época. En la llamada Edad Oscura, si un monarca pretendía
iniciar una guerra en serio contra otro debía consultarlo antes con sus señores
feudales. La mayor parte de los reyes medievales eran poco más que primus inter
pares sostenidos por la fuerza y el respeto de sus señores. Si perdía su liderazgo ante
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ellos o pretendía retirarles algún privilegio, los mismos leales vasallos podían
organizar una rebelión con relativa rapidez y despojarle del trono y de la vida.
Por lo demás, el rey era tan rico como lo fuese su reino. Los señores feudales
recaudaban de sus siervos una cantidad concreta —se ha calculado que en torno a un
tercio de la producción total final de cada siervo—, de la cual deducían una parte para
su soberano y se quedaban con el resto. A menudo, el soberano tenía más problemas
económicos que ellos, por culpa de lo que hoy llamaríamos sus gastos de
representación y, sobre todo, por el afán de incrementar su reino para lo cual
necesitaba armar un ejército de vez en cuando y enviarlo a una campaña de conquista.
Pero si ésta no terminaba con victoria o, aun siendo un triunfo, no arrojaba el botín
esperado, el problema empeoraba.
La única solución era el banquero. La antigua y relativamente misteriosa
institución de la banca está documentada desde tiempos inmemoriales, pues se ha
encontrado una forma primitiva de ella en los templos de las antiguas civilizaciones
entre el Tigris y el Éufrates. El prestamista adquirió pronto un papel primordial en el
desarrollo de la economía de los pueblos, pues sus recursos permitían afrontar
aventuras para las que de otra manera no se podía reunir la financiación necesaria con
relativa rapidez. No obstante, su prestigio económico aumentó en paralelo a su
desprestigio social, tanto por la envidia y el rencor del resto de la población como por
la usura, que se convirtió casi desde el primer momento en la perversión favorita del
sector. Además, el banquero siempre salía ganando en su negocio con independencia
de la suerte que el particular corriera con la suma adelantada, porque reclamaba
garantías iguales o superiores a la misma. Si en el momento del vencimiento de la
deuda el particular podía subsanarla, él ganaba el interés. Y si aquél no podía hacer
frente a la devolución económica, el banquero se quedaba con la garantía: casa, tierra,
ganado, derechos mineros…
Ahora bien, el problema que afrontaron los banqueros cuando los primeros reyes
acudieron a ellos en busca de dinero para pagar a sus ejércitos no era desdeñable. A
un particular se le puede embargar aplicándole la ley, pero ¿a un monarca? Lo más
probable era que si un prestamista pretendía presionar a un rey moroso se encontrase
con que su deudor diera la orden de que le cortaran la cabeza, como de hecho debió
de suceder al principio. Así que hubo que aguzar el ingenio para compensar sus
riesgos, y así nació una doble estrategia.
En primer lugar, el banquero exigía cierta cuota de poder real inmediato a cambio
del préstamo, método por el cual accedía a títulos nobiliarios o recibía el control de
tierras o negocios públicos cuando el soberano no podía compensarle
económicamente. En poco tiempo, todos los tronos europeos contemplaron así el
nacimiento de una nueva e influyente categoría de cortesanos y consejeros que no
provenía de la aristocracia ni del clero, sino de la banca. En segundo lugar, se
diversificaron las apuestas. Es decir, se apoyaba públicamente al rey, pero también de
forma más discreta a uno de sus más directos enemigos, un aspirante al mismo trono,
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un monarca rival o incluso al mismo enemigo al que se enfrentaba en la lucha y para
la que había pedido previamente el dinero. De esta manera, en caso de que el primero
no devolviera la cantidad adelantada y en el tiempo pactado, se podía cortar su
financiación a la vez que se incrementaba la línea de crédito al segundo, dándole a
entender que dispondría de todo lo que necesitara para destruir a su rival. De paso, se
fidelizaba también al enemigo del rey. En ocasiones, era preciso financiar a terceros y
hasta cuartos elementos factibles de entrar en el juego para asegurarse de que éste
terminara con el deseado beneficio.
Esta doble estrategia se perfeccionó hasta constituir la marca distintiva de
determinadas familias de banqueros. Durante el siglo XIX, éstas adoptaron además
una pose cosmopolita, una proyección social y un interés exagerado en asumir las
deudas de los distintos gobiernos, por lo que se les acabó conociendo como
«banqueros internacionales».
El color de la revolución
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incrementó reinvirtiendo en todos aquellos negocios en los que pudiera ganar más,
desde el comercio de vinos hasta la venta de antigüedades, sin olvidarse del original
oficio bancario que consolidó de regreso a su Frankfurt natal.
El dinero no es un fin en sí mismo, sino un simple medio de pago para lograr
otros objetivos verdaderamente importantes en la vida. Muchas personas no
comprenden lo que significa exactamente eso hasta que cumplen una edad avanzada
o hasta que, en casos contados, amasan una gran fortuna como la que consiguió
reunir Mayer en un tiempo récord. ¿Cuáles eran los sueños personales del primero de
los Rothschild? ¿En qué deseaba utilizar sus elevados ingresos, en realidad? Muy
probablemente, en ganar poder. Al fin y al cabo ésta es la gran tentación de todos los
hombres que consiguen sobresalir en la jerarquía social. Es posible que Mayer
fantaseara con la posibilidad de utilizar su riqueza para forzar su coronación en
alguna parte del mundo, aunque, en la época de las monarquías absolutas ligadas a
largas dinastías, el mero hecho de expresar algo así en voz alta podría haberle costado
la vida. Un puñado de espadas y mosquetes de un rey pobre podían acabar con
facilidad con los sueños de un banquero rico. Y, sin embargo, ¿por qué la monarquía
tenía que ser hereditaria, aunque los sucesores de un hipotético buen rey fueran unos
ineptos? O aunque no lo fueran. ¿Por qué no se podía catapultar a los verdaderos
animadores de la economía y la sociedad, como él mismo se consideraba, a primera
fila? ¿Es que no había ninguna posibilidad de cambiar el orden de las cosas?
En este escenario aparecieron los Illuminati de Weishaupt, y, de pronto, Mayer
entendió que existía otro medio de acceder al poder. Si no de frente, actuaría entre
bambalinas.
Desde el primer momento, la familia Rothschild amparó y financió la trama de
los Iluminados de Baviera, hasta el punto de que Mayer los congregó en su propia
casa de Frankfurt en 1786. Según diversos expertos, en aquella reunión el objetivo
principal fue el estudio detallado de los preparativos de la Revolución francesa, que
sucedió pocos años después. Allí se acordó, entre otras cosas, todo el proceso de
agitación prerrevolucionaria, el juicio y ejecución públicos del rey francés Luis XVI
y la creación de la Guardia Nacional Republicana para proteger el nuevo régimen.
Algunos años más tarde, el diputado y miembro del Comité de Salud Pública de la
Asamblea Nacional, Joseph Cambrón, llegó a denunciar veladamente estos hechos,
recordando que a partir de 1789 «la gran Revolución golpeó a todo el mundo, excepto
a los financieros». Siguiendo el proyecto original de los Illuminati, también se diseñó
el plan para extender el proceso revolucionario al resto del continente europeo y
provocar un cataclismo social que beneficiara a los intereses de la sociedad secreta.
Dos años antes de morir en 1812, el primero de los Rothschild ya había planeado
el futuro de su negocio asociando a sus cinco hijos varones (y, según su testamento,
excluyendo de manera explícita a sus hijas de cualquier participación accionarial) en
la empresa que a partir de entonces pasaría a denominarse Mayer Amschel
Rothschild e Hijos. Así constituyó la primera red financiera europea de gran alcance,
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porque cada hermano se instaló en una ciudad diferente y abrió su propio
establecimiento, que representaba una quinta parte de la propiedad general. Amschel
hijo se quedó en Frankfurt, Karl se marchó a Nápoles, Natham a Londres y Salomón
a París, donde al poco tiempo fue sustituido por James mientras él abría una nueva
sucursal, esta vez en Viena. Eran las ciudades más importantes de la época, de modo
que los cinco hermanos podían reunirse periódicamente para intercambiar
información y obtener una visión de conjunto bastante veraz acerca del desarrollo
político y económico de Europa, así como para coordinar sus estrategias. Los
hermanos se habían juramentado para proseguir la labor de su padre, con la ventaja
de que cada uno de ellos podía contar con el apoyo incondicional de los demás, y
decidían así qué dirigentes de una u otra nación servían mejor a su causa y, en
consecuencia, les prestaban o no el dinero solicitado.
Su enriquecimiento económico aumentó junto a su influencia en los distintos
gobiernos europeos. Buen ejemplo es la rama francesa presidida inicialmente por
Salomón, que, en poco tiempo, pasó de figurar en los archivos policiales por su
actividad de contrabandista a ser una gran figura de la corte y de la alta sociedad. Fue
a partir de 1823 cuando el rey Luis XVIII obtuvo de él un empréstito de 400 millones
de francos, el primero de una interesante serie. Meses después, el banquero era
condecorado con la Legión de Honor por «sus valiosos servicios a la causa de la
Restauración». Más tarde, Salomón partió a Viena donde muy pronto se hizo con la
amistad personal del canciller Metternich y con las simpatías de la corte imperial. Sus
relaciones con la curia romana también fueron viento en popa, hasta el punto de
negociar un importante préstamo al mismo Estado Vaticano.
El resultado de todas esas maniobras fue que a partir de entonces la casa
Rothschild se convirtió en sinónimo de riqueza y poder sin fronteras.
Un ejercicio de estilo
Una de las armas principales de la familia para lograr el éxito constante en sus
negocios ha sido el manejo de información privilegiada para adelantarse a sus
competidores. Una cualidad muy útil en lugares como la Bolsa, donde se puede
perder o ganar una enorme cantidad de dinero en unos minutos. En teoría, el mercado
bursátil es un sistema útil a la hora de facilitar dinero a las empresas en desarrollo. En
la práctica, funciona a menudo como una especie de casino especializado en el que
los especuladores llevan todas las de ganar y, de hecho, gustan de adornarse a sí
mismos con el título de «tiburones financieros».
Durante las guerras napoleónicas, los Rothschild apoyaron por igual a Bonaparte
y a Wellington (siguiendo la vieja regla de apostar por el rey y por el monarca rival al
mismo tiempo), pero la jugada maestra se produjo a raíz de la batalla de Waterloo.
Para entonces, el Pequeño Corso ya había perdido el placer de los poderes ocultos
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que le habían impulsado a lo más alto de su carrera, entre ellos algunas poderosas
logias masónicas, pero todavía le quedaban fuerzas y ambición para un último intento
de recuperar su vieja gloria. Así lo hizo durante el período de los Cien Días, tras
escapar de su primer exilio insular en Elba. Ingleses, prusianos, austríacos y rusos
organizaron en seguida un importante ejército para aplastarle definitivamente y se
enfrentaron con los franceses en la planicie belga de Waterloo a mediados de junio de
1815. Uno de los Rothschild fue testigo privilegiado de la batalla y, cuando se
aseguró de que Marte, dios de la guerra, sonreía a los aliados comandados por el
británico duque de Wellington y el general prusiano Blücher, salió del lugar al galope.
Llegó a la costa francesa reventando a sucesivas monturas, donde pagó un dineral
para cruzar con urgencia el canal de la Mancha y, una vez al otro lado, volvió a
galopar hasta llegar a Londres. Una vez allí irrumpió en el English Stock Market
(Bolsa de Valores Inglesa) y, con aire agitado, empezó a vender acciones a cualquier
precio hasta que se deshizo de todas ellas. El resto de agentes bursátiles conocían el
potencial informativo que manejaba la red bancaria de los Rothschild, por lo que
dedujeron que semejante actitud sólo podía significar una cosa: los aliados habían
sido derrotados en Waterloo, Napoleón y Francia volvían a brillar en todo su
esplendor, y lo más probable es que sólo fuera cuestión de tiempo que intentaran
vengarse de Inglaterra, cruzando el canal de la Mancha e invadiéndola. El pánico se
apoderó del mercado, que cayó a mínimos nunca vistos. En medio del caos, sólo un
pequeño grupo de agentes anónimos se dedicaba a comprar acciones, que quemaban
en las manos de los vendedores, a un precio miserable.
Poco después llegaron al fin noticias fidedignas de la victoria de Wellington y
Blücher. La Bolsa se recuperó con rapidez. La gran diferencia era que las acciones
más importantes estaban ahora en manos del banquero que las había comprado a
través de los agentes anónimos y que no era otro que el mismo Rothschild. Nunca
una cabalgada resultó más rentable.
Instalados en la respetabilidad que conceden las grandes fortunas, a partir de ese
momento los Rothschild no hicieron más que incrementar su poder hasta que se
quedaron sin rivales en Europa. Entonces se planteó un nuevo reto: la conquista
financiera de América. Un grupo de Illuminati había escapado allí tras la persecución
desatada en 1785 y se estaba reorganizando con rapidez, a salvo del largo brazo de las
fuerzas monárquicas y católicas. En consecuencia, parte de la familia hizo las maletas
y cambió los elegantes y elitistas salones de té europeos por los más rudimentarios
establecimientos de los financieros del este de Estados Unidos.
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La Revolución francesa
Entre las postales que hay a la venta en el Museo Carnavalet de París figura una
reproducción de uno de los cuadros más famosos que se pueden admirar en su
interior. Se trata de una alegoría de finales del siglo XVIII que representa los derechos
del hombre y el ciudadano, rubricados en 1789. Como en otras obras del mismo
estilo, el texto aparece impreso sobre una especie de Tablas de la Ley rodeado de
símbolos de la época. Un par de ángeles pintados en la parte superior certifican la
bondad del contenido y, en lo más alto del cuadro, presidiéndolo todo, hay un
triángulo con un ojo abierto en su interior irradiando luz. El emblema que desde
entonces se ha utilizado en todo el mundo para representar a Dios… y también el
signo máximo de los Illuminati.
Curtis B. Dalí, ex yerno del presidente norteamericano Franklin D. Roosevelt y
declarado masón, es uno de los muchos especialistas que aseguran que los Iluminados
de Baviera no sólo no desaparecieron tras la persecución y desmoronamiento de su
organización en Alemania, sino que se reconstituyeron en la clandestinidad y
siguieron adelante con sus planes. En su opinión, participaron, y muy activamente, en
el desarrollo de la Revolución francesa.
Preparando la revolución
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acontecimientos. Prácticamente todos los pueblos europeos han atravesado en algún
momento de su historia circunstancias críticas parecidas o peores y nunca hasta
finales del siglo XVIII se había producido una rebelión organizada como la que
padeció Francia en aquella época, ni una convulsión politicosocial como la que llevó
implícita. Tampoco el crecimiento de la burguesía, ni la cacareada «crisis del
absolutismo» o razones similares que se han aducido para justificar los
acontecimientos parecen suficientes. Ni siquiera la combinación de todas ellas.
¿Entonces? ¿Acaso los franceses son una raza aparte respecto al resto de los
europeos?, ¿los únicos capaces de cambiar de arriba abajo en tan poco tiempo un
orden social consolidado durante siglos?
La única gran diferencia entre 1789 y otros momentos parecidos de épocas
anteriores radica en la preparación consciente del proceso revolucionario, que fue
calculado al detalle durante varios años antes de su estallido. Nada quedó al azar.
Cuando saltó la primera chispa fue porque la cadena de acontecimientos que seguiría
estaba perfectamente trabajada en ese sentido, aunque, al final, la violencia y la
brutalidad de su desarrollo hizo que sus creadores perdieran las riendas de éste.
Los expertos en la materia saben que para que se produzca un proceso
revolucionario con éxito «es imprescindible disponer de una situación previa de grave
alteración generalizada que fuerce a la población no ya a pedir, sino a exigir un
cambio». Si éste no se produce, se multiplicarán los motines y las revueltas, pero es
casi imposible que se llegue a la revolución en sí «a no ser que existan dos factores
muy concretos» que canalicen la misma: «un clima cultural e intelectual» que
alimente y reconduzca las fuerzas en efervescencia, y «un grupo constituido» que se
encargue de «organizar y movilizar a las masas» dirigiéndolas hacia los diversos
objetivos, aunque ellas o, mejor dicho, y sobre todo ellas «no se den cuenta de que
alguien las está manipulando».
El clima cultural que se necesitaba para la Revolución francesa se larvó en los
años previos de la Ilustración y el enciclopedismo, y sus principales inspiradores
fueron el filósofo Charles Luis de Secondât, barón de Montesquieu, el teórico de la
división de poderes, que fue iniciado en la masonería durante una estancia en Londres
v por ello, según cierta tradición masónica, puede ser considerado como el primer
masón real de Francia, y François de Salignac de la Mothe, más conocido como
Fenelón, arzobispo de Cambrai, cuyo secretario y ejecutor testamentario fue
Andrew M. Ramsay, uno de los artífices de la masonería moderna.
En cuanto al grupo constituido, es evidente que los masones llevaron desde el
principio la voz cantante, aunque da la impresión de que había al menos dos clases de
masonería actuando: la «normal» y la infiltrada por los Illuminati. Diversas fuentes,
empezando por algunos protagonistas de la época como Marat o Rabaut Saint Étienne
denunciaron en su momento la presencia de «agitadores extranjeros», sobre todo
ingleses y prusianos, que dirigieron al populacho en los principales episodios, como
la toma de La Bastilla o el asalto al palacio de las Tullerías. En las confesiones
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obtenidas durante el posterior proceso a la fracción extremista aparecen, entre otros
agentes, los de un banquero prusiano llamado Koch, los austríacos Junius y
Emmanuel Frey, y un español apellidado Guzmán. Sin olvidar que una de las figuras
de mayor interés al inicio de los acontecimientos, Felipe de Orleans, posteriormente
rebautizado como Felipe Igualdad, que llegaría a ocupar el cargo de maestre del Gran
Oriente de Francia, había sido iniciado en la Gran Logia Unida de Inglaterra y, por
tanto, podría haber actuado aconsejado por estos rivales de los Illuminati.
Recordemos la reunión organizada por los Rothschild pocos años antes en
Frankfurt, en la que se había estudiado el desencadenamiento del proceso
revolucionario. Según el especialista Alan Stang, uno de los delegados franceses que
asistieron a ese encuentro fue el introductor de los Iluminados en Francia, el político,
orador y escritor francés Honoré Gabriel de Riqueti, más conocido como conde de
Mirabeau, presidente de la Asamblea Nacional Francesa en fecha tan crítica como la
de 1789, y cuyo nombre simbólico era el de Leónidas.
Mirabeau había sido captado años atrás durante su visita a la corte prusiana de
Berlín como enviado del propio Luis XVI. Gracias a su influencia, los Illuminati
penetraron en la logia parisina Los Amigos Reunidos, rebautizada como Philalethes
(Buscadores de la Verdad). Entre los prohombres conducidos a la «iluminación» por
su labor proselitista figuran Desmoulins, Saint Just, Marat, Chenier… y el obispo
Charles Maurice de Talleyrand Périgord, de trayectoria tortuosa pero larga, puesto
que siguiendo los planes de Weishaupt reorganizó en noviembre de 1793 las iglesias
en Francia, motivo por el cual fue formalmente excomulgado por el Papa; más tarde
fue el encargado de dar el visto bueno a la coronación de Napoleón como emperador
y, aún después, llegó a ser ministro de Negocios Extranjeros con Luis XVIII durante
la segunda Restauración. Una de las obras más célebres de Mirabeau, en la que ya se
esbozan algunos de los ideales revolucionarios, es su Ensayo sobre el despotismo,
que había redactado durante uno de los encierros a los que le sometió su padre en su
juventud para intentar frenar sus costumbres libertinas. En público, siempre defendió
la monarquía constitucional, aunque su propia ideología no podía estar más de
acuerdo con los principios revolucionarios.
Además de los Illuminati, se ha hablado de la influencia de la orden de los
Templarios o, más bien, de sus herederos. La leyenda afirma que, cuando la cabeza
de Luis XVI caía guillotinada ante la turba, una voz más alta que las otras gritó:
«¡Jacques de Molay, estás vengado!» Recordemos que De Molay fue el último de los
maestres templarios, ejecutado por orden del rey francés Felipe el Hermoso. Cierta
tradición masónica liga a las logias con el linaje templario, cuando un puñado de
caballeros perseguidos logró embarcar en el norte de Francia en un buque con destino
a Escocia. Allí encontraron refugio en las hermandades de constructores, con las que
se fundieron y constituyeron el llamado Rito Escocés Antiguo y Aceptado. En aquel
momento nació la idea de «la venganza templaria», según la cual, los templarios
«masonizados» asumirían como objetivo político no sólo el derrocamiento de los
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herederos de Felipe el Hermoso, sino de toda la dinastía Capeta. En el ritual del grado
30 del rito escocés se puede leer: «La venganza templaria se abatió sobre Clemente V
no el día en que sus huesos fueron entregados al fuego por los calvinistas de
Provenza, sino el día en que Lutero levantó a media Europa contra el papado en
nombre de los derechos de conciencia. Y la venganza se abatió sobre Felipe el
Hermoso no el día en que sus restos fueron arrojados entre los desechos de Saint
Denis por una plebe delirante ni tampoco el día en que su último descendiente
revestido del poder absoluto salió del Temple, convertido en prisión del Estado para
subir al patíbulo [en referencia a Luis XVI], sino el día en que la Asamblea
Constituyente francesa proclamó frente a los tronos, los derechos del hornee y del
ciudadano».
La Gloriosa
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de las que sólo París contaba con 63. Se calcula que el número de francmasones
franceses no bajaba de los 75.000. Y otro dato elocuente: el período revolucionario
comenzó con la convocatoria de los Estados Generales, representantes del clero, la
nobleza y el pueblo llano; de los 578 miembros del Tercer Estado, al menos 477
habían sido iniciados en diferentes logias masónicas, a los que hay que sumar los 90
masones de la aristocracia y un número todavía indeterminado en el clero.
No se conoce, si es que existe, un documento escrito en el que la masonería
definiera alguna directiva concreta para iniciar, dirigir, sostener o canalizar
directamente el proceso revolucionario, pero los números son elocuentes. Todos los
ideólogos del nuevo régimen, así como la totalidad de sus dirigentes políticos sin
ninguna excepción de interés, fueron masones. Desde los teóricos y propagandistas,
como Montesquieu, Rousseau, D’Alambert, Voltaire y Condorcet, hasta los activistas
más destacados de la Revolución, el Terror, el Directorio e incluso el bonapartismo,
como los ya citados Mirabeau, Desmoulins, Marat y también Robespierre, Danton,
Fouché, Siéyés… hasta el propio Napoleón. El misterio reside en averiguar cuáles de
ellos militaban también en las filas de los Illuminati y cuáles eran dirigidos por sus
propios compañeros sin darse cuenta, aunque podríamos encontrar alguna pista en los
boletines de los clubes jacobinos que utilizaban masivamente el icono del Ojo que
Todo lo Ve.
No sólo eso. Los ciudadanos ignorantes asumieron como originales y propios de
la Revolución una serie de símbolos que en realidad siempre habían pertenecido a la
masonería, como el gorro frigio, los colores de la bandera republicana (azul, blanco y
rojo eran los distintivos de los tres tipos de logia vigentes en la época) y la escarapela
tricolor (inventada por Lafayette, francmasón y carbonario), la divisa «Libertad,
Igualdad, Fraternidad» e incluso La Marsellesa (himno compuesto por el masón
Rouget de L’Isle e interpretado por vez primera en la logia de los Caballeros Francos
de Estrasburgo, el actual himno nacional de Francia).
El mismo Felipe Igualdad (Felipe de Orleans), en 1793 y tras haber votado a
favor de guillotinar a su primo el monarca y a su mujer María Antonieta, quiso
terminar con la práctica del secreto en la masonería porque según sus palabras «la
república es ya un hecho» y «en una república no debe haber ningún secreto ni
misterio». Quizá porque temía que, al igual que él había conspirado contra Luis XVI,
alguien podía conspirar contra él. Lo cierto es que la masonería como tal desapareció
del escenario poco después. Y que Felipe Igualdad fue guillotinado ese mismo año,
después de que su espada ceremonial fue rota en la asamblea del Gran Oriente de
Francia.
La revista Humanisme, editada por la Gran Logia de Francia, sentenciaba en 1975
con gran claridad que «es conveniente recordar que la francmasonería está en el
origen de la Revolución francesa», ya que «durante los años que precedieron a la
caída de la monarquía, las declaraciones de los Derechos del Hombre y la
Constitución Rieron larga y minuciosamente elaboradas en las logias. Y,
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naturalmente, desde que fue proclamada la República francesa se adopta la divisa
prestigiosa que los francmasones habían inscrito siempre en el oriente de su templo:
“Libertad, Igualdad, Fraternidad”».
En la actualidad, los masones siguen refiriéndose a la Revolución francesa como
La Gloriosa.
La toma de La Bastilla
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Y todo para liberar a los «muchos y torturados presos políticos que agonizaban»
en La Bastilla. Según algunos historiadores, en el momento de la destrucción de la
cárcel esos reos eran exactamente siete: dos locos llamados Tabernier y Whyte, que
fueron recluidos por el régimen republicano poco después en el manicomio de
Charenton; el conde de Solages, un libertino juzgado y condenado por diversos
crímenes, y cuatro defraudadores llamados Laroche, Béchade, Pujade y La Corrége,
todos ellos encarcelados por falsificar letras de cambio en perjuicio de los banqueros
parisinos. Según otros historiadores, había un octavo preso, otro libertino llamado
Donatien Alphonse François, más conocido como el marqués de Sade, quien
precisamente en La Bastilla escribió algunas de sus más famosas obras como Aline y
Valcour, Las 120 jornadas de Sodoma o Justine.
Poco después, un constructor probablemente masón e Illuminati llamado Pierre
Francois Palloy propuso desmantelar la prisión para construir con los mismos bloques
una pirámide, «a imitación de las construidas por los egipcios». Nunca sabremos si
este monumento habría incluido un ojo abierto en su fachada, porque el proyecto fue
desechado ante sus dificultades técnicas. En los meses siguientes, el gobierno
revolucionario encarceló y ejecuto a muchas más personas que en el Antiguo
Régimen. Eso sí, su propaganda consagró la toma de La Bastilla como un heroico
suceso popular.
Uno de los sectores que había apoyado todo el proceso revolucionario desde el
principio había sido el financiero. Obviando a los Rothschild, el historiador Albert
Matiez señala a Jacques Necker, director general de Finanzas y primer ministro con
Luis XVI, Étienne Delessert, fundador y propietario de la Compañía Aseguradora
Francesa, Nicolás Cindre, agente de cambio y Bolsa, y Boscary, presidente de la
Caisse D’Escompte y titular de varios cargos políticos, como algunos de los más
relevantes banqueros implicados. Agotado el periodo de la Convención, los hombres
de negocios ocuparon la práctica totalidad de los puestos de importancia en la
Administración republicana.
La Revolución francesa degeneró finalmente en uno de los momentos más
dramáticos de la historia de ese país: la dictadura impuesta por el Terror jacobino,
consagrada en el decreto del 14 Primario o diciembre de 1793, que suspendía la
Constitución, la división de poderes y los derechos individuales. Todo ello, sumado a
la creación de un tribunal revolucionario sumarísimo, llevó al primer ensayo de
régimen totalitario en la Europa moderna. Pese a presumir de su carácter anticlerical
y antimonárquico, lo que incluía la persecución de la nobleza, una categoría contraria
por naturaleza al ideal de igualdad, se calcula que el número de víctimas mortales
durante este período no bajó de las 40.000 y, de ellas, un 70 % fueron trabajadores y
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otro 14 %, gentes de clase media. Sólo el 8 % de las víctimas fueron de origen noble
y otro 6 % pertenecía al clero. Buen ejemplo del tratamiento que los líderes
revolucionarios dieron a las mismas masas que los encumbraron fueron las matanzas
de La Vendée donde la Convención se propuso «exterminar a los bandoleros para
purgar completamente el suelo de la libertad de esa raza maldita». La palabra
bandoleros era un eufemismo para referirse a toda la población.
En un primer momento, los habitantes de La Vendée habían apoyado el
levantamiento siguiendo la inercia general y creyendo las promesas de prosperidad y
felicidad que traería la caída de la monarquía. Sin embargo, la sucesión de
calamidades, miseria y arbitrariedades políticas que se sucedieron a partir del triunfo
del régimen republicano acabó por desencadenar una insurrección de los
independientes y orgullosos pobladores de la región. La Convención no se podía
permitir ningún tipo de reacción que pusiera en peligro el futuro del inestable
régimen, así que envió al ejército a la zona, señalando en uno de sus
pronunciamientos públicos que «se trata de despoblar La Vendée» hasta el punto de
que «durante un año ninguna persona, ningún animal, encuentre subsistencia en ese
suelo».
La brutal represión y las consiguientes matanzas de hombres, mujeres y niños se
extendieron bastante tiempo después de que la rebelión fuera formalmente aplastada,
como demuestra la masacre de Nantes, en la que centenares de personas fueron
ahogadas después de ser amarradas a embarcaciones que posteriormente hundieron.
Al fin, y como suele suceder en estos casos, la Revolución francesa acabó
devorando a sus propios hijos y el ideal de fraternidad estalló definitivamente en mil
pedazos cuando empezaron a sucederse las traiciones entre dirigentes. Herbert, por
ejemplo, fue guillotinado con el visto bueno de Danton, pero éste subió al patíbulo
poco más tarde empujado por Saint Just y Robespierre, quien, según algunas
investigaciones, había sido designado en persona por Adam Weishaupt para conducir
la revolución, al menos hasta entonces. Las cabezas de éstos también rodarían en la
denominada Reacción de Termidor, que desembocó en el Directorio, constituido por
masones como Joseph Fouché o el vizconde de Barrás. Este último también aparece,
según varias fuentes, como miembro de los Illuminati. Fue el encargado de elegir a
Bonaparte para dirigir el ejército francés, pese a su juventud.
Después llegó el golpe de Estado del 18 y 19 Brumario, 9 y 10 de noviembre, de
1799, en el que la figura más visible y gran protagonista fue Napoleón, en aquellos
momentos un héroe popular tras sus victorias en las campañas militares contra los
enemigos europeos de la Revolución francesa. Napoleón había ingresado durante su
campaña de Italia en la logia Hermes de rito egipcio, aunque según otros autores ya
había sido iniciado en una logia marsellesa de rito escocés cuando era un oscuro
teniente del ejército. Durante su mandato, siempre se rodeó de masones, algunos de
ellos en contacto directo con los Illuminati. Su propio hermano José, al que impuso
como rey de España, donde recibió el apelativo popular de Pepe Botella, llegó a ser
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gran maestre. En fecha tan simbólica como la Nochebuena del mismo 1799, impulsó
la nueva Constitución, que estableció el Consulado y permitió que una paz relativa se
fuera instalando en el interior del país. A cambio, utilizó las energías bélicas aún
latentes para su propio beneficio, construyendo el ejército más poderoso de su época
y lanzándolo a la conquista de Europa.
Al principio, el emperador sumó una victoria tras otra, y no todas ellas fueron de
índole militar. En 1810, por ejemplo, confiscó uno de los tesoros documentales más
preciados para una organización como la de los Illuminati, los Archivos Vaticanos,
que fueron trasladados a París. Se habla de varios miles de valijas con documentación
de todo tipo. La mayor parte fue devuelta tiempo después, pero no toda. Finalmente y
tras haber derrotado a casi todos sus enemigos, las tropas napoleónicas fracasaron en
los extremos de Europa: en España, donde la guerrilla y la resistencia popular
propiciaron las primeras derrotas de los hasta entonces invencibles granaderos y,
sobre todo, en Rusia, cuya campaña concluyó en un desastre absoluto cuando los
rusos incendiaron el Moscú recién conquistado y, con la ayuda del «General
Invierno», forzaron a la expedición francesa, carente de pertrechos, a iniciar una
agónica retirada. Se dice que algunos dirigentes Illuminati juraron odio y venganza
contra el pueblo ruso y su zar por haber dado al traste con sus planes.
Las guerras napoleónicas reportaron grandes beneficios al entonces denominado
Sindicato Financiero Internacional, en el que figuraban prohombres como Rothschild,
Boyd, Hope o Betham, para empezar, sólo dos meses después de la llegada de
Bonaparte al poder nació el Banco de Francia. Esta institución privada cuyo
presidente y administradores no eran nombrados por la Asamblea Nacional, sino por
los accionistas mayoritarios, recibió desde el principio un trato notable de la nueva
Administración: ejerció el privilegio de recibir en axenta corriente los fondos de la
Hacienda Pública y, tres años más tarde, también solicitó y obtuvo la facultad
exclusiva de la emisión de papel moneda. Este sistema de control financiero y por
tanto económico y a la larga político de las naciones fue exportado en años sucesivos
a otros países europeos.
El historiador británico McNair Wilson asegura que la verdadera razón de la caída
de Napoleón fueron las medidas que éste tomó contra los intereses comerciales de los
banqueros al organizar un bloqueo total contra Inglaterra, a la que siempre consideró
la principal potencia enemiga. En esto coincide con el análisis de otros
investigadores, según los cuales, Bonaparte no fue más que un instrumento en manos
de los Illuminati. Su misión consistía en edificar una Europa unida bajo su autoridad,
basada a su vez en los principios inspiradores de la Revolución francesa, pero fue
retirado del juego cuando no sólo fracasó en la campaña de Rusia, sino que empezó a
tomar sus propias decisiones en lugar de acatar las órdenes que recibía en secreto. Es
un hecho que los hermanos Nathan y James Rothschild financiaron los ejércitos del
duque de Wellington, a la postre el gran vencedor de Napoleón en el campo de
batalla.
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De cualquier manera, durante el imperio napoleónico comenzó un nuevo ciclo
que permitió la expansión de los principios revolucionarios, y también los de los
Illuminati, hasta el último rincón del viejo continente. Aunque su aventura finalizara
de forma diferente a como había sido diseñada en la sombra, lo cierto es que, cuando
el Pequeño Corso cayó definitivamente, el antiguo orden europeo había quedado
destruido por completo.
Los Illuminati se dieron por contentos con la experiencia adquirida y permitieron
una reordenación temporal del asolado continente europeo, en el que se
redistribuyeron los territorios conquistados a fin de conseguir un mínimo equilibrio
de poder entre las potencias triunfantes. El Congreso de Viena sólo fue la cara visible
de las negociaciones bajo cuerda que sirvieron entre otras cosas para consolidar la
restauración de la monarquía en Francia con un débil Luis XVIII al frente de la
institución y para señalar a Suiza como el país neutral por excelencia a fin de servir
mejor a los intereses financieros.
Entretanto, los tres monarcas más importantes del momento, el zar Alejandro I de
Rusia, Francisco II de Austria y Hungría y Federico Guillermo III de Prusia, firmaron
en septiembre de 1815 la Santa Alianza, un pacto por el cual se comprometían a
ayudar a cualquier rey que se comprometiera a defender los principios cristianos en
todos los asuntos de Estado, haciendo de ellos «una hermandad real e indisoluble».
Todos recordaban muy bien lo que le había ocurrido a Luis XVI y a su esposa María
Antonieta y ninguno deseaba que volviera a desatarse, ni en sus respectivas naciones
ni en el resto de Europa, otro proceso revolucionario similar.
Ninguno sospechaba, tampoco, que el ministro austríaco de Exteriores, el príncipe
Klemens Furst von Metternich, el llamado árbitro de la paz en el Congreso de Viena,
fuera un agente más de los Rothschild.
Los intentos posteriores de recomposición política sólo sirvieron para causar
sucesivas convulsiones y nuevas revoluciones que salpicaron además al continente
americano y acabaron conduciendo a la tremenda hecatombe que comenzó aquel
caluroso verano de 1914.
La herencia de Weishaupt
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resultaron ilesos y la mayoría de ellos permanecieron activos hasta el final de sus
vidas, bien a través de su labor en las logias masónicas en Europa o América,
influyendo en los sucesivos acontecimientos revolucionarios, bien organizando
nuevas sociedades de las que apenas nos han llegado algunos rumores sordos. Lo que
parece claro es que si alguno de ellos todavía no había comprendido la importancia
del secreto, a partir de entonces éste se transformó en condición sine qua non para
todas y cada una de sus actividades. Eso implicaba ocultar la propia pertenencia a la
orden a todos los que no estuvieran iniciados en la misma o a los que se quisiera
reclutar, incluso a los propios familiares. De esta forma, los Illuminati lamieron sus
heridas en la oscuridad mientras reflexionaban sobre los errores cometidos en su
primer asalto al poder y perfeccionaban el plan para el segundo.
La fórmula de Hegel
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toda su vida celebró el día de la toma de La Bastilla como si se tratara de su propio
cumpleaños. El joven Hegel había hecho de la polis, el concepto griego de ciudad, su
ideal personal. En su opinión, el hombre no necesitaba pensar en el más allá o en
otros mundos para ser feliz, porque los ideales de belleza, libertad y felicidad podían
materializarse en esa misma polis. Las primeras noticias procedentes de París le
hicieron pensar que lo que intentaban los impulsores de la revolución era construir
conscientemente en Francia lo que los antiguos griegos habían disfrutado
simplemente por vivir en ese momento histórico. El hombre pasaba a ser el centro
definitivo del universo, sin necesidad de utilizar la muleta de ninguna divinidad.
Sin embargo, a medida que pasaba el tiempo y quedaba claro que los bellos
ideales del principio se transformaban en una orgía de sangre y horror hasta
desembocar en una auténtica dictadura, los ánimos de Hegel se enfriaron. Al final de
su vida seguía recordando con nostalgia el espíritu de la revolución y, con horror, su
materialización. Intentó explicar lo ocurrido afirmando la contradicción de intentar
imponer la libertad. Los revolucionarios, en nombre del ideal universal de libertad,
«han negado las particularidades de los franceses comunes y en especial su fe
cristiana. Al negar lo particular, por lógica lo universal termina particularizándose
también.
Para mantener la totalidad no se puede negar algo, sino incluirlo. Lo universal
debe incluir todas las particularidades».
Hegel acabó elaborando un nuevo tipo de lógica, la dialéctica, que reúne a los
opuestos en una nueva síntesis que los abarca y los supera a ambos. En su opinión,
esta lógica regía tanto al pensamiento humano como a la propia naturaleza.
¿Cómo se podía aplicar semejante razonamiento en el caso de los Illuminati?
Según Hegel, la existencia de un tipo concreto de gobierno o sociedad, llamada tesis,
acabaría por fuerza provocando la aparición del opuesto; es decir, una sociedad
contraria llamada antítesis. Tesis y antítesis comenzarían a luchar entre sí en cuanto
tuvieran el menor contacto, puesto que la existencia de una amenazaba la existencia
de la otra. Si ambas luchaban durante un largo período sin que ninguna de ellas
consiguiera aniquilar definitivamente a la otra, la batalla evolucionaría hacia un tercer
tipo de sociedad diferente constituida por una mezcla de las dos, un sistema híbrido
llamado síntesis, que acabaría por absorberlo todo, por universalizar la sociedad.
Aplicando esta lógica a la historia de Europa, los Illuminati comprendieron que,
en efecto, en los conflictos entre sus pueblos y naciones siempre se había producido
el triunfo de una tesis sobre otra hasta desembocar en la sociedad de su época: una
síntesis que abarcaba las sucesivas herencias paganas, grecorromanas y cristianas
acumuladas durante tantos siglos y que, dominada por el cristianismo, la monarquía y
la libre empresa, se agrupaba genéricamente bajo el nombre de sociedad occidental.
Ahora sí, el camino a seguir estaba meridianamente claro. Era imprescindible
arrebatar a la sociedad occidental su carácter de síntesis y convertirla en una nueva
tesis. Eso sólo se podía hacer mediante la creación y oposición de una nueva antítesis,
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es decir, una nueva sociedad contraria a la occidental, lo suficientemente poderosa
como para amenazar su lugar en el mundo, aunque no tanto como para destruirla.
Después, bastaba con mantener la guerra entre ambas durante varias generaciones
para que, al fin, las masas humanas de uno y otro bando, agotadas, reclamaran a
gritos la paz y el entendimiento entre ambos mundos. Eso desembocaría en la
formación de una nueva síntesis, una sociedad occidental y contraria a la occidental
al mismo tiempo, que globalizaría a la humanidad, y cuyo advenimiento sólo sería
posible gracias a los manejos en la sombra de los Iluminados.
El proceso sería obviamente más largo y complejo de lo que en un principio había
imaginado Weishaupt, ya que a principios del siglo XIX no existía en el mundo nada
parecido a la nueva antítesis que necesitaba la orden y tampoco interesaba sentarse a
esperar a que surgiera por evolución natural. Así que la clave definitiva a partir de ese
momento fue doble: primero, construir esa nueva sociedad que sirviera de antítesis y,
segundo, enfrentarla a la sociedad occidental de acuerdo con el concepto de guerra
permanente. Como decía Hegel: «El conflicto provoca el cambio y el conflicto
planificado provocará el cambio planificado».
En realidad, todo el razonamiento era muy similar a la vieja técnica bancaria de
financiar a los dos bandos a la vez, con la diferencia de que ninguno de los
contendientes originales triunfaría en el combate final, sino que lo haría un tercero
por encima de ellos.
A esas alturas, resulta fácil imaginar cómo se sentaron a deliberar los Illuminati
sobre la mejor manera de crear una buena antítesis de la sociedad occidental. Para
ello bastaba con tomar las ideas sobre las cuales se asentaba ésta e invertirlos. Si la
tesis estaba basada en gobiernos monárquicos, cristianos y económicamente
favorables a la libre empresa y a la individualidad personal, la antítesis por fuerza
debía construirse a partir de gobiernos populares (sólo en apariencia, porque si no
degenerarían en anarquía), ateos y económicamente dirigidos por el Estado, en los
que los ciudadanos carecerían de autonomía personal.
Quizá, sólo quizá, sea una coincidencia que Karl Marx, filósofo alemán, que
estuvo viviendo en París en 1843, fundara poco después la Asociación Internacional
de Trabajadores, también llamada la Primera Internacional, y algunos años más tarde
publicara una de las obras políticas más importantes del mundo, en la que se recogían
punto por punto los ideales de los Illuminati, El Capital.
La guerra permanente
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agosto de 1871, Pike le comunica a Mazzini el plan a seguir por los Illuminati:
«Fomentaremos tres guerras que implicarán al mundo entero». La primera de ellas
permitiría derrocar el poder de los zares en Rusia y transformar ese país en la
fortaleza del «comunismo ateo» necesaria como antítesis de la sociedad occidental.
Los agentes de la orden «provocarán divergencias entre los imperios británico y
alemán, a la vez que la lucha entre el pangermanismo y el paneslavismo». Un mundo
agotado tras el conflicto no interferiría en el proceso constituyente de la «nueva
Rusia», que, una vez consolidada, sería utilizada para «destruir otros gobiernos y
debilitar las religiones».
El segundo conflicto se desataría aprovechando las diferencias entre los fascistas
y los sionistas políticos. En primer lugar, se apoyaría a los regímenes europeos para
que derivaran hacia dictaduras férreas que se opusieran a las democracias y
provocaran una nueva convulsión mundial, cuyo fruto más importante sería «el
establecimiento de un Estado soberano de Israel en Palestina», que venía siendo
reclamado desde tiempos inmemoriales por las comunidades judías, cuyos rezos en
las sinagogas incluían siempre la famosa muletilla, «el año que viene, en Jerusalén»,
expresando así el anhelo de reconstituir el antiguo reino de David. Además, esta
nueva guerra permitiría consolidar una Internacional Comunista «lo suficientemente
robusta para equipararse al conjunto cristiano». Los Illuminati preveían que en ese
momento podrían disponer así, por fin, de la ansiada antítesis.
La tercera y definitiva guerra se desataría a partir de los enfrentamientos entre
sionistas políticos y dirigentes musulmanes. Este conflicto debía orientarse «de forma
tal que el Islam y el sionismo político se destruyan mutuamente» y además obligara
«a otras naciones a entrar en la lucha, hasta el punto de agotarse física, mental,
espiritual y económicamente».
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Albert S. Pike.
Al final de la tercera guerra mundial, pronosticaba Pike, los Illuminati
desencadenarían «el mayor cataclismo social jamás conocido en el mundo», lanzando
una oleada revolucionaria que, por comparación, reduciría la época del Terror en
Francia a un simpático juego de niños. «Los ciudadanos serán forzados a defenderse
contra una minoría de nihilistas ateos», que organizarán «las mayores bestialidades y
los alborotos más sangrientos». Las masas, decepcionadas ante la nula respuesta de
las autoridades políticas y religiosas, serían llevadas a tal nivel de desesperación que
«destruirán al mismo tiempo el cristianismo y los ateísmos» y «vagarán sin dirección
en busca de un ideal». Sólo entonces, según Pike, se revelaría «la luz verdadera con
la manifestación universal de la doctrina pura de Lucifer, que finalmente saldrá a la
luz». Los Illuminati presentarían al mundo a un nuevo líder capaz de devolver la paz
y la normalidad al planeta (y que sería identificado como la nueva encarnación de
Jesucristo para los cristianos, pero al mismo tiempo como el mesías esperado por los
judíos y el mahdi que aguardan los musulmanes) y todo el proceso desembocaría
finalmente en la anhelada síntesis. La horrorosa profecía coincidía con las ideas de
Hegel y, sorprendentemente, se ajusta hasta ahora de una manera bastante fiel a la
evolución histórica que conocemos. ¿Quién era este Albert S. Pike, que hablaba con
fría indiferencia de los mayores desastres de la humanidad?, ¿y Mazzini, que asentía
silenciosamente ante esos planes?
Como ya se ha explicado anteriormente, en Francia los Illuminati sobrevivieron a
través de la infiltración de sus miembros en la masonería; en otros países europeos y
americanos sucedió algo similar. La orden encontraba refugio donde podía y cada vez
se extendía más en su seno la creencia de que los nuevos pasos a dar se tendrían que
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enmarcar en un escenario diferente, fuera de Francia y de Alemania, donde habían
actuado preferentemente. Así que, según diversos autores, el italiano Giuseppe
Mazzini fue designado nuevo jefe de la orden en 1834. Mazzini había alcanzado el
grado 33 de la masonería italiana en la Universidad de Génova y, al igual que habían
hecho los Illuminati franceses, promovió a los italianos para que mantuvieran una
doble militancia integrándose en la organización de Los Carbonarios. Esta última
sociedad, cuya meta declarada en 1818 era «idéntica a la de Voltaire y la Revolución
francesa: la aniquilación del catolicismo en primer lugar y, en último término, de todo
el cristianismo», gozó de una gran popularidad en el mundo rural francés e italiano
durante los años siguientes.
El origen del Carbonarismo o Masonería Forestal se encuentra en los bosques del
Jura. Al igual que la masonería clásica nació entre los gremios de constructores
medievales, las sectas carbonarias fueron en un principio grupos de trabajadores y
artesanos que se llamaban a sí mismos la Hermandad de los Buenos Primos y que se
dedicaban en su mayoría a elaborar carbón vegetal a partir de la tala de árboles. Su
precedente más conocido fue la Orden de los Cortadores, cuyos ritos esotéricos,
practicados por los leñadores del Borbonesado, fueron trasladados a París como un
exotismo rural por un caballero francés llamado Beauchaine. Durante el siglo XIX la
infiltración en los carbonarios de diversos refugiados políticos, entre ellos masones e
Iluminados, acabó poniendo también esta organización en la órbita de las sociedades
controladas por los herederos de Adam Weishaupt.
Muchas de las ceremonias de los carbonarios, cuyas logias compuestas por diez
miembros se llamaron en principio Bosques Jurásicos y posteriormente pasaron a ser
Ventas, se desarrollaban en el interior de los bosques, donde los asistentes se sentaban
sobre troncos, y los instrumentos del trabajo del leñador sustituían a los del
constructor. En lugar de escuadra y compás, los carbonarios utilizaban el hacha y la
sierra, pero, por lo demás, las preguntas y respuestas rituales de sus ceremonias se
asemejaban mucho a las de la masonería. Si un neófito superaba la prueba de
iniciación, le sentaban en un tronco cortado sobre el que debía sostener un hacha con
la mano izquierda. Con un puñal apoyado contra el pecho debía jurar guardar el
secreto sobre la X, es decir, sobre la Hermandad Carbonaria, cuyo nombre no se
pronunciaba jamás. Los juramentos se realizaban con el puño cerrado y alzado, una
expresión de la unión fraternal de los iniciados. Si un renegado rompía su promesa de
silencio era asesinado sin misericordia. La obsesión por el secreto, heredada de la
experiencia de los Illuminati, desarrolló una serie de gestos para reconocerse entre sí,
ya que en la jerarquía carbonaria, sólo el fundador de cada venta, conocido como
diputado, tenía potestad para relacionarse con el nivel superior. Entre estos gestos
figuraba una serie de golpes con el dedo (uno aislado, dos rápidos y tres lentos,
sucesivamente) sobre el brazo izquierdo de otro miembro o bien un ademán con las
manos, como si alguien subiera una escalera.
En principio, la organización se había fundado para ayudar y dar soporte entre sí a
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sus miembros, pero, tras caer en las manos de los Illuminati, éstos reorientaron sus
fines y empezaron a trabajar en favor de un gran proyecto, la unificación de Italia,
para la que se barajó en un principio el nombre de Ausonia. El plan pasaba por crear
una república moderna y federada, que constara de 21 provincias y con una bandera
triangular, como el sello de los Iluminados.
Para conseguir el mayor apoyo posible, Mazzini constituyó la Joven Italia, un
grupo político que pronto fue imitado en todos los países donde los carbonarios
habían conseguido presencia, como Alemania (a la Joven Alemania se afilió el poeta
Heinrich Heine), Inglaterra (Benjamín Disraeli comenzó en la Joven Inglaterra la
carrera que le condujo hasta el puesto de primer ministro británico) o España, entre
otros. El carbonarismo, por otra parte, había desembarcado en España en 1823, junto
con un grupo de exiliados napolitanos que huían de la derrotada revolución liberal en
Italia. Uno de ellos, llamado Pecchio, fundó en Madrid la versión ibérica de la
organización, que fue destruida con la llegada de los Cien Mil Hijos de San Luis. El
resultado natural de la idea dio lugar a una Joven Europa, una federación que se
constituyó en Berna sobre la base de los demás grupos y que ya no escondía su deseo
de impulsar a los países europeos hacia una unificación política real. Sin embargo, las
rivalidades, desconfianzas y planes particulares de las diferentes sociedades truncaron
la unidad en muy poco tiempo.
Los carbonarios estuvieron detrás de diversas insurrecciones de corte liberal en
varios puntos de Europa, como en la revolución de 1830 en Francia, cuya chispa fue
la actuación de uno de los miembros de la dirección suprema de la organización
llamado Barthe, que instigó a un grupo de patronos para que despidieran a sus
obreros sin una buena justificación y así aprovechar el descontento creado para lanzar
las masas a la calle. El caos social y político resultante acabó por llevar al poder a
Felipe de Orleans, o Felipe Igualdad, quien en agradecimiento nombró a tres
ministros carbonarios, entre ellos al propio Barthe. Otro de los carbonarios más
conocidos fue Philippo Michele Buonarrotti, llamado «el primer revolucionario
profesional», organizador de diversas sociedades secretas y, según diversos
estudiosos, probable modelo para el personaje del conde de Montecristo en la novela
homónima de Dumas. A pesar de la brutalidad de sus métodos y su carácter
revolucionario, el carbonarismo dejó hondas secuelas en la historia del nacionalismo
italiano, así como en los acontecimientos políticos de otros países, como Portugal,
donde se le achaca ser uno de los probables responsables de la caída de la monarquía.
Pero los carbonarios no fueron los únicos revolucionarios utilizados por los
Illuminati. En una época minada de sociedades conspirativas y de revoluciones de
todo tipo, también es digna de contar la historia de Louis Auguste Blanqui, un
hombre violento e implacable pero de gran capacidad organizativa, que fundó en
Francia la organización conocida como Las Familias, en cuya constitución y
desarrollo participaron líderes carbonarios. Diversos expertos afirman que Blanqui
fue el primero en plantear el concepto de lucha de clases, que más tarde Karl Marx
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desarrollaría con mayor detalle, así como el de librepensador, que es como él mismo
se autodefinía.
Cada Familia la componían doce miembros que actuaban como un
compartimento estanco trabajando por los mismos fines que la Revolución francesa.
En 1836 su conspiración fue descubierta y desarticulada, pero menos de un año
después Blanqui había inventado una nueva. En realidad era la misma pero con otro
nombre, Las Estaciones, y había sido organizada con más precauciones. La unidad
básica de la sociedad era la Semana, compuesta por seis miembros dirigidos por un
séptimo.
Cuatro Semanas, o, mejor, los séptimos de cuatro Semanas, se reunían y
formaban un Mes. Tres Meses tenían una Estación como jefe y organizador. Cuatro
Estaciones estaban a las órdenes de un agente revolucionario designado muy
probablemente por los Illuminati. En mayo de 1839, las Estaciones se sublevaron,
aunque casi todos los obreros que se levantaron en armas tras la bandera roja
enarbolada por Blanqui ignoraban en realidad quiénes eran sus superiores últimos.
Esta revolución también fracasó y Blanqui acabó en la cárcel. Sin embargo, aunque
había sido condenado inicialmente a muerte, logró permutar el castigo y acabó
saliendo de prisión. Aún tuvo fuerzas para fundar una nueva organización secreta
llamada Los Cocodrilos que, como todas las anteriores, acabó en el cubo de la
historia. Murió en 1881.
Volviendo a Mazzini, durante el proceso de la unificación italiana apoyó sin dudar
a otros líderes revolucionarios como el mítico Giuseppe Garibaldi, cuyos partidarios
fueron conocidos como «los camisas rojas», y a diversos intelectuales, entre los que
destacó el famoso compositor Giuseppe Verdi, cuyo apellido fue utilizado con doble
sentido en numerosas pintadas patrióticas en las que «¡Viva Verdi!» significaba en
realidad «¡Viva Vittorio Emmanuelle, Rege D’Italia!».
Tras largos años de guerras con sus respectivas derrotas y victorias, exilios y
regresos, en 1861 los revolucionarios lograron construir una Italia nueva y unida,
aunque no como república, como deseaba Mazzini, sino como una monarquía
dirigida por Víctor Manuel II, como proponía el aristócrata y político Camilio Benso
Cavour, artífice de la unificación de Italia.
El modo de comportarse de Mazzini generó críticas dentro de su propia
organización. En abril de 1836, bajo el apelativo de Nubius, uno de los dirigentes de
la Logia Alta Venta Romana, la principal de los carbonarios en aquel momento,
escribió a otro llamado Beppo, quejándose de la pose de «conspirador de melodrama»
que le gustaba adoptar a su jefe de filas, así como de su incontinencia verbal: «Le
gusta hablar de muchas cosas [que no debería] y, por encima de todas, de él mismo.
Nunca deja de proclamar que él está por encima de todos los tronos y los altares, que
él fertiliza [la mente de] las gentes, que es el profeta del humanitarismo».
Semejante actitud, sumada a las oportunidades de expansión de la orden que
entonces empezaban a presentarse en Estados Unidos, llevó probablemente a la
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destitución de Mazzini como cabeza más o menos visible de los Illuminati.
En 1860, todavía fundó otra organización llamada la Oblonica, cuyo agresivo
significado, «Cuento con un puñal», ya indicaba el tipo de actividades que podía
llevar a cabo. El círculo de poder interno de la Oblonica fue bautizado como Mafia,
que, según todos los especialistas, no es más que un acrónimo como el nombre de
Verdi. Hay diversas propuestas para explicarlo, aunque la más curiosa es la de
«Mazzini Autorizza Furti, Incendi e Awelegementi» o, lo que es lo mismo, Mazzini
autoriza a cometer robos, incendios y asesinatos. Los encargados de llevar a la
práctica la autorización fueron conocidos como los mafiosi o mafiosos. Mazzini
murió en Pisa en 1872.
Socios de Lucifer
En los últimos años de su vida, como antes comentábamos, Mazzini se carteó con
Albert S. Pike, abogado y general sudista durante la guerra de Secesión. Pero
sabemos que además fue uno de los máximos dirigentes de la masonería del rito
escocés en el nuevo continente y un activo miembro, con el cargo de jefe de justicia,
del Ku Klux Klan o Clan del Círculo. El KKK había sido fundado por otro masón,
Nathan Bedford Forrest, en principio con el objetivo declarado de defender a los
blancos del sur de las posibles revanchas de la hasta entonces esclavizada población
negra, así como de los abusos que pudieran cometer las victoriosas tropas del norte.
De la importancia de Pike entre las sociedades secretas del siglo XIX en Estados
Unidos dan buena cuenta algunos de sus títulos, como el de Soberano Pontífice de la
Masonería Universal o Profeta de la Francmasonería, así como el manual
constitucional Moral y Dogma. Especialmente fascinado por la posibilidad de ver en
vida un gobierno mundial, su intensa actividad y su eficacia lo llevaron a alcanzar el
cargo de responsable máximo de los Illuminati en 1859.
En otra de las cartas que Mazzini y Pike se escribieron, el europeo proponía al
norteamericano la creación de otro círculo dentro de los círculos, en el que se
desarrollase «un rito que sea desconocido y practicado sólo por masones de altos
grados», que «deben ser sometidos al más terminante de los secretos». Gracias a este
nuevo grupo «cuya presidencia será desconocida» para los grados inferiores,
«gobernaremos la francmasonería entera». El control absoluto de todos los masones
del planeta era el mismo objetivo que Adam Weishaupt había intentado sin éxito en el
convento de Wilhelmsbad, pero en este caso parece que Pike triunfó donde el bávaro
había fracasado. Fundó el Nuevo y Reformado Rito del Paladín, creando tres
consejos, uno en Charleston, Carolina del Sur; otro en Roma, y el tercero en Berlín.
Un documento de junio de 1889 y titulado Asociación del Demonio y los Iluminados,
en el que Pike dirigía unas instrucciones secretas a los veintitrés consejos supremos
de la masonería mundial, aporta algunos detalles de ese nuevo rito, partiendo de la
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advertencia primera a sus miembros: «A vosotros, Instructores Soberanos del
Grado 33, os decimos: Tenéis que repetir a los hermanos de grados inferiores que
veneramos a un solo Dios, al que oramos sin superstición. Sólo nosotros, los
iniciados del Grado Supremo, debemos conservar la verdadera religión masónica,
preservando pura la doctrina de Lucifer».
En el mismo documento, Pike hablaba como un sacerdote: «Él, sí, Lucifer, es
Dios. Desgraciadamente, Adonai [en referencia al dios judeocristiano] también es
Dios, porque, según la ley eterna, no hay luz sin oscuridad, belleza sin fealdad,
blanco sin negro. El Absoluto sólo puede existir en la forma de dos divinidades
diferentes, ya que la oscuridad sirve a la luz como fondo, la estatua requiere una base
y la locomotora necesita el freno». Y añadía: «La religión filosófica verdadera y pura
es la fe en Lucifer, que está en pie de igualdad con Adonai. Pero Lucifer es el Dios de
la luz, es bueno, él lucha a favor de la humanidad contra Adonai, el oscuro y el
perverso».
Las prometeicas reflexiones de Pike serían puestas a prueba a lo largo del siglo
siguiente, el XX, bautizado como el siglo de la violencia.
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vez Franklin, Carroll y Dickinson.
Cincuenta de los cincuenta y cinco integrantes de la Asamblea Nacional
Constituyente que ratificó los acuerdos, igual que casi todos los mandos del ejército
republicano que derrotó a las tropas británicas también formaban parte de la misma
organización. ¿Cuántos de ellos eran, además, miembros de los Illuminati?
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Poco después se produjo la famosa cabalgada de Paul Revere, uno de los héroes
de la Revolución americana, que a las diez de la noche salió al galope para avisar a
las tropas independentistas agrupadas en Lexington de que el ejército realista
británico estaba a punto de atacarlos. Recibido el aviso, los milicianos de
Massachusetts se adelantaron y empujaron a los británicos hacia la localidad de
Concord, donde, enfrentados por una fuerza rebelde aún mayor, se vieron obligados a
retirarse hacia Boston. Cerca de 300 soldados británicos murieron en esa batalla, la
primera y simbólica victoria de las tropas revolucionarias. Paul Revere era uno de los
masones de la logia Saint Andrews.
A partir de ese momento, la influencia de la masonería, no sólo en la génesis y
fundación, sino en toda la historia de Estados Unidos, es bastante obvia y reconocida
en general. La mejor prueba de ello es que al menos quince de sus presidentes han
sido francmasones, desde George Washington (que se inició en la logia
Fredericksburg 4 de Virginia) hasta George Bush padre (grado 33 del Supremo
Consejo), pasando por Theodore Roosevelt (maestre en la logia Matinecock 806 de
Oyster Bay en Nueva York), William Howard Taft (gran maestre de la Masonería de
Ohio), Franklin Delano Roosevelt (grado 32 del Rito Escocés) o Gerald Ford
(inspector general honorario del Grado 33 y miembro de la logia Columbia 3).
La misma Casa Blanca, residencia oficial del presidente en Washington, fue
diseñada por el masón James Hoban. También pertenecía a la orden Frederick A.
Bartholdi, el autor de la tan neoyorquina como simbólica Estatua de la Libertad. Y
por si faltaba algo, el monumento más grande erigido en honor a la masonería se
encuentra en la localidad de Alexandria, en Virginia, junto al río Potomac, el George
Washington Masonic National Memorial (Monumento nacional masónico en
memoria de George Washington), que fue inaugurado en mayo de 1932 y sufragado
por las aportaciones de las logias norteamericanas. En su interior se puede visitar,
entre otros, una biblioteca con más de veinte mil libros sobre la masonería, un museo
dedicado a Washington y la réplica de una logia.
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Monumento nacional masónico en memoria de George Washington.
El movimiento de masones, e Illuminati, entre ambos lados del Atlántico se
concretó en casos como los del antiguo impresor norteamericano e inventor del
pararrayos Benjamín Franklin, que contactó con las sociedades secretas de Londres y
París, o el francés Marie Joseph Paul Yves Roch Gilbert du Motier, bastante más
conocido por su título nobiliario de marqués de Lafayette, que encabezó una
expedición militar de voluntarios en ayuda de los colonos. Este es el mismo Lafayette
masón que tomó parte en los sucesos de la Revolución francesa y que ordenó la
demolición de La Bastilla, una vez tomada, para después enviar sus llaves como
regalo a George Washington. Es de suponer que éste agradeció la ayuda militar
prestada en su momento, pero, una vez conseguida la independencia, se mostró más
reacio a relacionarse con los masones franceses. Temía la infiltración de los
Illuminati, como refleja la carta que el propio primer presidente estadounidense
escribió en 1798 a un pastor protestante llamado G. W. Snyder y en la que decía: «No
tengo la menor intención de poner en duda que la doctrina de los Iluminados y los
principios del jacobinismo se han extendido en Estados Unidos. Al contrario, nadie
está más convencido que yo. Lo que pretendo exponeros es que no creo que las logias
de nuestro país hayan buscado, en tanto que asociaciones, propagar las diabólicas
doctrinas de los primeros y los perniciosos principios de los segundos, si es que es
posible separarlos», pero luego reconocía que «lo que hayan hecho las
individualidades [miembros de las mismas logias, al margen de ellas] es demasiado
evidente para permitir la duda».
Y si faltaba algo que lo demostrara, ahí están los principales símbolos de Estados
Unidos: la bandera y el gran sello. En junio de 1777, el Congreso aprobó la primera
ley que establecía una enseña oficial que representara a la nueva nación. Los colores
que se utilizaron fueron los mismos que los de la Revolución francesa, rojo, blanco y
azul, y los signos insistían en el número trece, trece barras y trece estrellas
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«representando a una nueva constelación». Con el paso del tiempo, el campo de
estrellas fue ampliándose a razón de una por cada nuevo estado que se fue integrando
en la unión.
En cuanto al gran sello y escudo de Estados Unidos, el Congreso, reunido en
Filadelfia, encargó a John Adams, Benjamín Franklin y Thomas Jefferson que
elaboraran ese símbolo oficial, y cada uno de ellos sugirió su propio diseño. Según
las actas del comité correspondiente, Adams presentó un tema de la mitología griega
que representaba a Heracles, mientras que Jefferson y Franklin echaron mano del
Antiguo Testamento: el primero sugirió una imagen de los israelitas marchando hacia
la Tierra Prometida y el segundo planteó una alegoría con Moisés conduciendo al
«pueblo elegido» a través de las aguas del mar Rojo. A estos proyectos iniciales se
añadieron otras versiones y propuestas hasta que se aprobó oficialmente el diseño
presentado por el entonces secretario del Congreso, Charles Thomson, maestre de una
logia masónica de Filadelfia dirigida por el propio Franklin. En otra parte del libro ya
hemos recogido la denuncia de un masón de alto grado acerca de la autoría real de
ese diseño.
En el anverso del sello aparece un águila calva americana con las alas
desplegadas que lleva sobre el pecho un escudo con el campo superior de color azul y
el inferior repartido en trece barras blancas y rojas. En una de sus garras porta una
rama de olivo y en la otra, trece flechas. Sobre ella hay un dibujo circular en cuyo
interior trece estrellas componen la «nueva constelación», insinuada en la bandera,
que de nueva no tiene nada, porque se puede reconocer con claridad una estrella de
David. Finalmente, el ave lleva en el pico una cinta en la que se inscribe la primera
leyenda oficial de Estados Unidos: «E pluribus unum» («De muchos [se formó]
uno»), el mismo eslogan de Weishaupt. En cuanto al reverso de este sello es muy
popular en todo el mundo, puesto que se puede ver en los billetes de un dólar. Fue el
presidente Franklin D. Roosevelt quien ordenó imprimirlo en 1945.
Lo que más nos interesa, sin embargo, es que en el reverso aparece un icono
familiar: un triángulo con un ojo en su interior. Y que incluye la leyenda «Novus
Ordo Seclorum» o «Nuevo orden de los siglos». La inclusión de esta frase, en
principio tomada de Virgilio, se interpreta como la intención de los padres de la
nación norteamericana de equiparar a Estados Unidos nada menos que con la Roma
clásica. En realidad, la comparación se puede establecer hoy —y de hecho aparece a
menudo en prensa y en ensayos políticos, donde se habla del imperio «fáctico» que
controla Washington, se compara a los norteamericanos con los romanos y a los
europeos con los griegos, se caracteriza a veces al presidente George W. Bush como
Un césar del Imperio y se describe a los marines como analfabetos pero militarmente
eficaces legionarios romanos—, pero en 1776, ¿quién podía pensar que una
insignificante colonia de un rincón del mundo llegaría a convertirse en lo que es hoy?
A no ser que alguien lo hubiera previsto así, naturalmente.
Martín Lozano asegura en El nuevo orden mundial que el verdadero sentido de la
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leyenda está relacionado con un concepto astrológico propio de la simbología
iluminista: la nueva era de Acuario, que debe suceder a la era de Piscis o era
cristiana, abocada a desaparecer en el siglo XXI En su opinión, 1776 marcaba el inicio
de un periodo de 250 años durante el que debía consumarse la transición entre una y
otra era, y Estados Unidos sería la nación encargada de desempeñar «un papel
determinante» en ello.
Los temores expresados por George Washington en la carta antes mencionada
arrancan probablemente de 1785, cuando los Illuminati abrieron su primera logia
formal e independiente en territorio estadounidense, la Columbia de Nueva York.
Muchos prohombres de la época se afiliaron entonces, como el gobernador De Witt,
Clinton Roosevelt, antepasado de Franklin Delano; Horace Greeley, e incluso el
propio Thomas Jefferson, según algunas fuentes. En el siglo XX, el nombre de la
organización cambió por el de Gran Logia Rockefeller.
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incluso la compra de algunos parlamentarios corruptos), unida a la complejidad legal
y jurídica con la que había construido su compañía, y que hacían prácticamente
inútiles las leyes antimonopolio en su caso, le convirtieron en un negociante temible,
hasta el punto de que muchos de sus competidores decidieron unirse a él en lugar de
competir.
La producción de la Standard Oil, que en el año de su fundación, en 1870, era de
aproximadamente el 4 % del mercado petrolífero americano, se multiplicó hasta
alcanzar, sólo seis años más tarde, el 95 %. Y por si necesitaba ayuda, Rockefeller
empezó a trabajar codo con codo con los Rothschild a partir de 1880, cuando buscaba
la manera de abaratar el transporte de cada barril de petróleo que embarcaba en los
ferrocarriles de Pennsylvania, Baltimore y Ohio, controlados por la banca Kuhn,
Loeb & Company. A partir de ese momento, su compañía quedó definitivamente
consolidada, aunque, hacia 1882, había crecido tanto que se vio obligada a adaptarse
y transformarse en la Standard Oil Trust, el primer trust de la historia de la economía:
el sueño de Weishaupt, hecho realidad en el terreno industrial.
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Aún hubo otra tentativa de desmontar su monopolio cuando el juzgado federal de
Missouri emprendió un proceso contra él bajo la acusación de complot contra el libre
comercio. Después de sucesivos recursos y contrarrecursos, la causa llegó al Tribunal
Supremo, que en 1911 decretó la desmembración de la Standard en 39 compañías
diferentes, cada una de las cuales debía operar de forma independiente y en
competencia unas con otras. Legalmente así sucedió, pues el trust dejó de actuar con
el mismo nombre. Sin embargo, teniendo en cuenta que las acciones de las nuevas
empresas seguían estando en manos de los mismos accionistas que controlaban la
vieja empresa, empezando por el propio Rockefeller, que era el accionista
mayoritario, la situación tampoco cambió demasiado.
Con ánimo de eludir futuros problemas con la ley, Rockefeller se dedicó a crear
varias fundaciones filantrópicas, que, aparte de mejorar su imagen social, sirvieron
para poner a salvo buena parte de su patrimonio, previa transferencia. Las leyes
norteamericanas eximen a las fundaciones de pagar impuestos, pero no les impide
poseer, comprar o vender todo tipo de bienes o valores bursátiles; además, los fondos
transferidos a una fundación se pueden deducir de la declaración de la renta, y todos
los bienes que les son entregados están exentos también de derechos sucesorios. Buen
ejemplo de la utilidad de las fundaciones es el artículo aparecido en la prensa
norteamericana en agosto de 1967 donde se denunciaba la cantidad «irrisoria» que
pagaban los Rockefeller en concepto de impuesto sobre la renta, a pesar de sus
innumerables riquezas. Según este artículo, uno de los miembros del clan llegó a
pagar la cifra de 685 dólares en impuestos, cuando su fortuna personal incluía
propiedades, mansiones, yates, aviones privados… que oficialmente estaban a
nombre de sus fundaciones familiares «sin ánimo de lucro» aunque nadie más
utilizara estos bienes.
Las fundaciones de los Rockefeller permitieron a los miembros del clan entablar
un contacto directo y fluido con los personajes más importantes de la economía y la
política mundiales, y también de la religión. John Davidson Rockefeller junior, su
hijo, siguió la estela marcada por el fundador e introdujo mejoras en el sistema de la
empresa familiar, creando una nueva categoría de colaboradores, llamados asociados,
cuyo principal objetivo era doble: por un lado, actuar como consultores del trust y,
por otro, tejer una red de influencias cada vez más amplia (preferiblemente entre
personas bien situadas), que apoyara el trabajo de las fundaciones.
Rockefeller hijo también se convirtió en el principal promotor de un cierto
ecumenismo protestantista, que promovía la incorporación de los principios
religiosos a las tesis del capitalismo expansivo y progresista. Para ello dedicó parte de
su tiempo y de su dinero, en aportaciones considerables, a instituciones como el
Movimiento Mundial Interiglesias, el Consejo Federal de Iglesias y el Instituto de
Investigaciones Sociales y Religiosas. Tal vez siguiera el viejo esquema Illuminati de
unificar no sólo los gobiernos y las economías sino también las almas de todos los
seres humanos. En el siglo XX, la actividad de los Rockefeller se centró en dos líneas
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básicas: la económica y la política, representada por los hermanos Nelson y David, y
entremezcladas ambas en más de una ocasión. Otro importante paso adelante para el
clan fue la introducción en el ámbito bancario. En 1930, el clan Rockefeller ya
controlaba el Chase National Bank, convertido en la primera institución financiera
del país. El proceso de consolidación financiera culminaría en 1955 con la fusión con
el Bank of the Manhattan Company, ligado al grupo Warburg, de donde salió el
Chase Manhattan Bank, que durante muchos años estuvo presidido por David
Rockefeller.
En la actualidad es difícil encontrar un sector económico mundial en el que no
aparezca representado algún agente del clan.
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SEGUNDA PARTE
La expansión de los Illuminati
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La siembra…
En el siglo XIX dos esoteristas franceses recuperaron y revitaliza ron para el mundo
moderno los ideales de la sinarquía desarrollados en la época de la antigua Grecia. El
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primero de ellos fue el erudito Fabre d’Olivet, cuya agitada vida estuvo repleta de
contactos y aventuras con distintos grupos de masones, teósofos y otras sociedades
secretas. Algún autor asegura que llegó a contactar con los Illuminati aunque no a
militar en su organización. En su afán por llegar hasta el significado original de las
ceremonias de las viejas religiones aprendió latín, hebreo y sánscrito para traducir
directamente todos los textos que llegaran a sus manos. D’Olivet fundó una curiosa
variante de la masonería, lejanamente emparentada con las primitivas y bucólicas
asociaciones de carbonarios, y que se basaba en la jardinería y la agricultura.
Los tres grados de su organización eran aspirante, labrador y cultivador, que
sustituían a los clásicos aprendiz, compañero y maestro. Sus ideas y reflexiones sobre
el bienestar de la humanidad influyeron mucho en algunos socialistas utópicos, como
Charles Fourier o Claude Henry Rouvroy, conde de Saint Simon, así como en
literatos de la talla de Victor Hugo, André Bretón y Rainer Maria Rilke.
El segundo esoterista de importancia fue un conocido de D’Olivet, su principal
discípulo y amigo Saint Yves d’Alveydre, que, al trabajo de su maestro, añadió su
propia aportación derivada de las influencias religiosas y mitológicas hindúes, así
como de su conocimiento de la lengua árabe. Además, contó con una ventaja inusual,
la solvencia económica de por vida que le dio el hecho de casarse con la rica condesa
de Keller, con lo que pudo dedicarse con tranquilidad a sus investigaciones.
Fue él quien introdujo en Occidente el arquetipo oriental del Rey del Mundo: un
monarca tan enigmático como poderoso, verdadero dueño de la Tierra, y que dirigiría
los destinos de todos los seres humanos desde un centro de poder oculto en Agartha,
una ciudad mágica ubicada en un lugar indeterminado, próximo a los Himalaya o
quizá en el interior de las mismas montañas. Por otra parte, la auténtica tradición
oriental nunca ha hablado de Agartha sino de Shambala, por lo que no está claro si
Saint Yves utilizó el primer nombre como sinónimo del segundo, si creía en la
existencia de ambos lugares o si simplemente mezcló las dos versiones de manera
arbitraria. En cualquier caso, Saint Yves elaboró su propia teoría sobre la
reorganización ideal de la sociedad, utilizando el concepto de Agartha de la misma
forma que había hecho Platón con la Atlántida en varios de sus diálogos.
Para Saint Yves, el ideal de la felicidad social pasaba por una teocracia en la que
se modificaran las relaciones del hombre con lo sagrado, de manera que éste fuera lo
más importante de la civilización. Este sistema precisaba de una clase sacerdotal
diferente de la establecida por el Vaticano o por otras confesiones cristianas, de las
que no se fiaba. Así llegó a la conclusión de que los nuevos hierofantes debían ser
«los miembros de la aristocracia económica». Debido a sus contactos diarios con los
ricos prohombres europeos con los que trataba gracias a su esposa, Saint Yves dedujo
que sólo esta clase social estaba dotada de los medios suficientes para modificar y
mejorar la situación socioeconómica de la población una vez asumido el poder
político real. Creía que elevando ese nivel económico se elevaría también el nivel
cultural y, de esa forma, las masas podrían comprender mejor a la divinidad y ser más
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felices.
Es obvio que si hubiera dispuesto del don de la videncia para ver cómo funciona
el mundo actual, habría desechado sus ideales, puesto que, si algo hemos aprendido
en Occidente especialmente en los últimos cien años, es que el incremento de las
comodidades materiales y del tiempo de ocio no parece generar precisamente una
mayor inquietud espiritual, sino más bien todo lo contrario. Pero el caso es que sus
ideas impactaron en una serie de pensadores posteriores, como John Ruskin, que
pertenecían a una corriente conocida como los socialistas utópicos.
El socialismo utópico había nacido del magma de influencias relacionadas con la
Industrialización, el enciclopedismo y ciertas enseñanzas de la masonería, el
martinismo e incluso de los Iluminados de Baviera. Estos primitivos socialistas,
considerados precursores de las teorías de Karl Marx, pretendían aplicar el espíritu de
la Revolución francesa, pero librándolo en lo posible de la sangría y la destrucción
que había causado a finales del siglo anterior.
Uno de sus principales ideólogos, el conde de Saint Simon, fundó una secta a
medio camino entre la política y el misticismo anticatólico. Se jactaba de ser
descendiente de Carlomagno, que, según él, se le había aparecido en sueños durante
la época del Terror jacobino mientras aguardaba en un calabozo su turno para ser
guillotinado. El rey de los francos le habría vaticinado que viviría para dedicarse a la
filosofía y la política y, en efecto, como fue indultado a última hora, achacó lo
ocurrido a influencias sobrenaturales y se puso manos a la obra. En su concepción del
mundo, la Iglesia debía desaparecer y el científico sustituir al sacerdote en la cúspide
de la pirámide social, mientras que el resto de la población (excepto los literatos y
artistas, que ocuparían el papel de la nobleza y el clero en el Antiguo Régimen) se
dedicaría al trabajo puro y duro. Gran admirador de la Edad Media, recomendaba
caminar hacia la unidad del continente europeo basándola en un vago ecumenismo
medieval, que, paradójicamente, fue posible precisamente gracias al cristianismo que
tanto le irritaba.
Sus teorías fueron ampliadas y completadas por Charles Fourier y Pierre Leroux,
que explicaban el origen de las desigualdades sociales como premios o castigos a
existencias anteriores, en una chocante amalgama entre política y reencarnación.
Fourier, además, tuvo contactos con los Illuminati: había vivido en Lyon, una de las
capitales del ocultismo de su época y allí había colaborado con ellos en la edición del
sugerente folletín de Lyon. Allí también conoció a varios francmasones, y todo
apunta a que se inició con ellos en el Gran Oriente de Francia y posiblemente en la
orden martinista. Entre sus ideas más conocidas figura el planteamiento de «una
estructura social perfecta» (¿o tal vez quiso decir perfectibilista?) basada en los
falansterios o comunidades autónomas en cuanto a producción y consumo de los
productos que necesitaran y donde se practicaría la poligamia. Una idea que no pudo
llevar a la práctica en su tiempo, aunque más tarde el movimiento hippy intentara
materializarlo, más o menos con éxito, durante los años sesenta y setenta del siglo XX.
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Entre las aportaciones más bizarras de Fourier figura su cosmogonía, en la que
Dios era el punto de partida de una cadena de seres que incluía la existencia en el
universo de hasta 23 millones de sistemas solares como el nuestro. Cada uno de los
planetas de estos sistemas poseería vida propia, con sus instintos, sus pasiones, sus
intereses… e incluso su propio aroma, que impregnaría a todos los seres que en él
habitaran. Además, y según sus cálculos, el alma estaba obligada a migrar un total de
810 veces de uno a otro mundo: sólo 45 de esas encarnaciones serían desgraciadas,
mientras que las otras 756 serían felices. Este dato le hizo especialmente popular
entre sus seguidores, sobre todo entre los que no estaban muy satisfechos con su vida
actual.
El anticapitalismo místico y globalizador de la humanidad que desprendían los
escritos de los socialistas utópicos fue transformado por Karl Marx en otro de
carácter materialista y científico, pero igualmente destinado a promocionar la idea de
unión de todos los seres humanos sin que importara su lugar de nacimiento ni su clase
social.
Pero antes de la irrupción en escena del creador de El Capital aún hubo tiempo
para los manejos de personajes como Graco Babeuf, fundador de la llamada Sociedad
de los Iguales y agitador de diversas conspiraciones orquestadas por las sociedades
secretas del primer tercio del siglo XIX en Francia, y considerado por los marxistas
como el primer líder del movimiento revolucionario de la clase obrera; Esteban
Cabet, uno de los doce miembros de la dirección suprema de los carbonarios y
fundador de varias comunas, y el inventor español del submarino, Narciso Monturiol,
que perteneció a la órbita filosófica de Cabet. Finalmente, el último de los grandes
socialistas utópicos sería el profesor de Oxford, John Ruskin, que formó un círculo de
pensamiento con los más notables de entre sus alumnos, como el historiador Arnold
Toynbee, el economista William Morris o el masón lord Alfred Milner, e influyó
decisivamente en el nacimiento de la Sociedad Fabiana en 1883.
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Los fabianos son el eslabón entre el socialismo utópico y el laborismo británico,
precursor a su vez de la socialdemocracia, tal y como la entendemos en la actualidad.
Tomaron su nombre de Quintus Fabius Maximus, el general romano que durante las
guerras púnicas rehuyó con gran habilidad un choque directo entre sus legiones y las
tropas cartaginesas, ante la superioridad de éstas. En lugar de acudir a luchar en
campo abierto de acuerdo con las leyes del honor militar, organizaba escaramuzas por
sorpresa, atacando pequeños objetivos y retirándose en seguida o escondiéndose a
medida que avanzaban los cartagineses. Mantuvo la táctica hasta que sus guerreros
estuvieron preparados como él deseaba; además se conjugaron una serie de
circunstancias que le daban todas las ventajas en la batalla. Entonces atacó y
consiguió una importante victoria que le dio la fama. La táctica de los socialistas
fabianos respecto al asalto al poder imitaba al general romano: la idea era ir
introduciendo un proceso gradual de reformas sociales que evitara enfrentamientos
directos entre la clase obrera y los capitalistas, a la vez que se extendía la ideología de
igualdad y fraternidad entre los trabajadores de todos los sectores.
Además de Toynbee, el alumno de Ruskin, este movimiento contó con muchas
caras famosas de la intelectualidad anglosajona, entre ellos los escritores Virginia
Woolf, H. G. Wells, George Bernard Shaw y el filósofo Bertrand Russell, y también
mantuvo intensos contactos con la Sociedad Teosófica. La Sociedad Fabiana fue la
creadora de la London Economic School, donde en la actualidad continúan
formándose las élites capitalistas e internacionalistas. Según diversos autores, los
fabianos apoyaron durante un tiempo el marxismo, pero en la segunda mitad del siglo
XX, sobre todo tras el congreso del Partido Socialdemócrata alemán de Bad
Godesberg en 1959, se volcaron en apoyo de una ideología más suave basada en la
Realpolitik, o política realista, en la que la transformación hacia el nuevo orden
mundial — resucita el concepto públicamente— se llevaría a cabo mediante la
aceptación del liberalismo y la economía de mercado, convenientemente manejada y
reconducida. Y así con el paso de los años cualquier analista político ha podido
comprobar, en efecto, que la política económica de los partidos socialdemócratas se
ha ido aproximando cada vez más a la de las formaciones de carácter conservador
hasta el punto de llegar a ser, en muchas ocasiones, casi idéntica.
El profeta
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publicó una llamativa caricatura del dibujante Robert Minor, que militaba en el
Partido Socialista de América. En ella se ve al propio Marx en medio de Wall Street,
la calle neoyorquina de las finanzas por excelencia, flanqueado por los rascacielos y
rodeado por una muchedumbre entusiasta. Lleva sus obras en la mano izquierda
mientras con la derecha le da la mano a un sonriente George Perkins, socio del
banquero J. P. Morgan, quien figura al lado de ambos junto con Andrew Carnegie y
John D. Rockefeller, todos esperando su turno para estrechar la mano del autor de El
Manifiesto Comunista. Al fondo, entre Marx y Perkins, está el presidente de Estados
Unidos Theodore Roosevelt.
¿El principal promotor de las ideas socialistas, agasajado y respaldado por lo más
granado del capital, al que tan severamente atacaba en sus obras?
La teoría oficial que encontramos en todos los libros de historia de cualquier país
occidental es que el capitalismo y el comunismo fueron desde el principio sistemas
contradictorios que se combatieron a muerte, especialmente a raíz de la constitución
de la Unión Soviética como encarnación de las ideas marxistas. Sin embargo…
Las metas planteadas por los Illuminati en su camino hacia la conquista del
mundo que ya adelantamos anteriormente se parecen mucho a las fijadas por Marx, si
es que no son las mismas. Donde la sociedad secreta pedía la abolición de la
monarquía y de cualquier tipo de gobierno organizado según el Antiguo Régimen, el
filósofo hablaba del poder para las masas, representadas en un Estado carente de
reyes o líderes unipersonales y en el que no existieran las clases sociales. Donde la
primera especulaba con la abolición de la propiedad privada y los derechos de
herencia, el segundo exigía lo mismo. Donde se había planteado la destrucción del
concepto del patriotismo de las naciones, ahora se impulsaba exactamente eso
sustituyéndolo por un difuso sentimiento de internacionalismo, posteriormente
mutado en la idea de globalización. Donde los Illuminati querían la eliminación del
concepto de familia tradicional y la prohibición de cualquier religión, se postulaba el
amor libre y el ateísmo puro y duro para terminar con «el opio del pueblo».
¿Escribió Marx El Capital y El Manifiesto Comunista bajo el influjo de los
Illuminati?
Nacido en la ciudad alemana de Tréveris, en mayo de 1818, Karl Marx había sido
partidario en su juventud de la llamada izquierda hegeliana y por tanto conocía
perfectamente la ecuación Tesis frente a antítesis produce síntesis. Todos los
investigadores que han estudiado el caso coinciden en afirmar que cuando publicó sus
libros sabía perfectamente lo que se traía entre manos.
Aquélla era la anhelada antítesis por la que habían estado suspirando los
sucesores de Adam Weishaupt para enfrentarla con la tesis de la sociedad tradicional
y mantener el pulso durante el tiempo suficiente para transformar la mentalidad de las
gentes en la dirección deseada y alcanzar así la nueva síntesis bajo el control de los
Illuminati.
Persona inteligente, astuta y polemista, periodista con facilidad de palabra y de
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expresión, auto declarado apátrida y revolucionario, a raíz de sus problemas con la
justicia en Prusia y Francia, y provisto de un aspecto físico rotundo, Marx, que a los
17 años había culminado sus estudios graduándose con gran brillantez en todas las
asignaturas excepto una, religión, era un Moisés redivivo dispuesto a predicar su
buena nueva a las masas de los nuevos «israelitas»: los obreros oprimidos por los
faraones del capitalismo, a los que prometía conducir a una nueva Tierra Prometida.
El objetivo final de sus prédicas literarias, periodísticas u oratorias (como las que
ofreció en la fundación de la Primera Internacional, que se vino abajo porque los
anarquistas, que participaron en ella, querían anarquía y la querían ya, sin esperar a
más) siempre fue el mismo, que el impacto de sus ideas provocara un maremoto lo
suficientemente potente para desatar una revolución equivalente a la francesa, como
acabó sucediendo en Rusia, aunque él no llegara a verlo.
Todas las definiciones al uso señalan que las fuentes del pensamiento marxista
hay que buscarlas en tres circunstancias concretas: la filosofía de Hegel, el socialismo
francés y la escuela clásica de economistas británicos. Las tres, como hemos visto
antes, relacionadas de una u otra forma con los manejos de los Illuminati.
El dato que no suelen recoger las enciclopedias, aunque los originales se guarden
en las colecciones de documentos del British Museum, es que fue Nathan Rothschild
quien firmó los cheques de la llamada Liga de los Hombres Justos, con los que Marx
fue gratificado por la elaboración de sus famosas obras.
Y es que el negocio es el negocio, y los representantes del capitalismo
internacional infiltrado por los Illuminati no iban a desaprovechar la oportunidad de
seguir enriqueciéndose mientras maduraba la lucha entre tesis y antítesis. El próximo
objetivo era la Revolución rusa, que se convertiría en breve en el más ambicioso
campo de inversiones para los millonarios del mundo. Ya en El Manifiesto
Comunista, Marx declaraba la necesidad de «centralizar el crédito en manos del
Estado por medio de un banco nacional con capital estatal y monopolio exclusivo».
Esto es, un banco central controlado, como los demás, por la banca privada. Rusia era
uno de los pocos países europeos que todavía no contaba con uno. Algunos años más
tarde, Lenin explicaría también por qué había que asumir el poder financiero igual
que el militar. Según sus propias palabras, el establecimiento de una institución de
este tipo suponía «el 90 por ciento de la comunicación de un país». La obsesión de
los dirigentes comunistas por controlar los flujos de dinero llegó a originar un famoso
y sarcástico comentario de Mijail Bakunin, el alma del anarquismo: «Los marxistas
tienen un pie en el movimiento socialista y otro en el banco».
Bakunin todavía no sabía que un movimiento radical en el interior de un país
concreto sólo puede alcanzar el éxito definitivo si cuenta, entre otras cosas, con
mucho dinero y un sólido apoyo del exterior. Como en el caso de la Revolución
francesa, es imposible explicar la rusa desde el punto de vista de una revuelta de
ciudadanos hambrientos contra el gobierno. Sobre todo en un país como Rusia, cuyos
habitantes tradicionalmente habían soportado grandes penurias de todo tipo sin
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levantar la voz. El escenario estaba dispuesto. Un nuevo acto de la tragedia iba a
comenzar.
Y la cosecha
El Testamento de Satanás
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Protocolos en el mundo occidental fuera del circuito de las librerías de viejo o de
Internet. Y eso que en su época fue todo un best seller, que llegó a ser calificado por
el ocultista René Guenon como la más clara demostración de «la táctica destinada a
la destrucción del mundo tradicional».
Los escritos en sí son de lectura complicada porque parecen hablar de muchas
cosas diferentes al mismo tiempo, sin orden aparente, aunque todas ellas especulan
sobre un monopolio del poder. En esencia, parecen las notas de un secretario tomadas
a toda prisa durante las deliberaciones mantenidas por un grupo de personas, cuyo
tema de fondo sea precisamente la mejor manera de conquistar el mundo.
Aunque no se cita a su autor en ningún momento, ni tampoco se describe quién
está deliberando, a lo largo de sus páginas se utilizan algunos términos de origen
judío, como la palabra goím para referirse a los cristianos, y se nombra a los reunidos
con el vago apelativo de los Sabios de Sión. Por ello, desde un primer momento los
analistas del texto llegaron a la conclusión de que lo que tenían entre manos no era
otra cosa que una filtración, o la pérdida de las notas originales que habían servido
para elaborar las actas, de las reuniones secretas del Congreso Judío de Basilea que se
celebró en 1898. Durante este encuentro, el más conocido del sionismo político,
Theodoro Herzl, padre del sionismo político y fundador de la Organización Sionista
Mundial, profetizó la constitución «de aquí a cincuenta años más» de un nuevo
Estado de Israel «libre e independiente» en la antigua Palestina, como así sucedió
más tarde.
Sin embargo, la transcripción de las sesiones a puerta cerrada nunca se hizo del
dominio público, como por otra parte sucede en muchas reuniones similares de
organizaciones políticas, sindicales, religiosas o filatélicas. Pero eso contribuyó a que
se acusara al propio Herzl de ser el autor, aunque también se barajó el nombre de
Asher Ginzberg, uno de los asesores de lord Balfour, al que en noviembre de 1917 el
mismo Ginzberg consiguió arrancar la promesa definitiva de «un hogar nacional»
para el pueblo judío en Oriente Medio.
Actualmente, está comúnmente aceptado que Los Protocolos no son otra cosa que
una hábil falsificación de la Okrana, la policía secreta del zar, destinada a alimentar el
tradicional odio del pueblo ruso hacia los judíos, e incluso se señala a Piotr
Ivanovitch Ratchkovscky, quien dirigió la policía secreta, como el autor material del
texto. Por otra parte, hasta el advenimiento del nacionalsocialismo en Alemania, la
inmensa mayoría de los judíos no sólo estaban integrados en la sociedad alemana,
igual que en la francesa o en la inglesa, sino que además ocupaban un alto porcentaje
de puestos relevantes en ésta, lo que no ocurría en los países eslavos y especialmente
en Rusia y Polonia, donde los pogromos o persecuciones de judíos siempre habían
disfrutado de gran aceptación popular. Según la tesis oficial, el texto serviría además
para atacar a las sociedades de corte masónico, en cuyos rituales y simbolismos existe
una clara influencia de la tradición cabalística judaica.
Pero, en aquellos tiempos, nadie dudó de su aparente significado. Como en otros
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países europeos, Rusia era un hervidero de conspiraciones, y las autoridades del país
estaban dispuestas a movilizar todos sus recursos, incluso los temores y odios
tradicionales de la población, para refrenar cualquier intentona revolucionaria, viniera
de donde viniera.
La redacción del texto, alambicada y llena de sugerencias sobre «los únicos que
saben y pueden» porque poseen «una enseñanza acumulada durante siglos»,
alimentaba todas las sospechas. El propio Nilus poseía el manuscrito original,
encuadernado «en unas hojas amarillentas con un borrón de tinta en la cubierta»,
según el testimonio publicado por Alexandre du Chayla, un oficial cosaco de origen
francés que se entrevistó con él cuando coincidió en 1909 en un retiro en el
monasterio de Optina Poustyne. Du Chayla, por su parte, llegó a formar parte del
Estado Mayor del Ejército de los Cosacos del Don hasta 1921.
El prior del monasterio, el archimandrita Xenophon, le había presentado
personalmente a Nilus, cuya familia era de origen escandinavo y se había instalado en
Rusia en tiempos de Pedro I. El erudito había estudiado la carrera de leyes en Moscú
y conocía a fondo la literatura y la filosofía europeas porque hablaba correctamente
varios idiomas, entre ellos el francés, el inglés y el alemán. En 1900 había ingresado
como monje para entregarse a una vida de contemplación mística y, según sabemos,
llegó a ser confesor del zar. Tras la revolución, se sumó a los innumerables rusos que
huyeron de su país para escapar del yugo bolchevique y se instaló en Polonia, donde
murió en 1929. Du Chayla siempre consideró el original como un documento real, no
una falsificación.
En cualquier caso, el libro saltó a la fama en toda Europa a raíz de la elogiosa
crítica que le hizo el periodista británico Wicham Steed en el periódico londinense
The Times con motivo de su primera edición en inglés, en mayo de 1920. En su
artículo, Steed afirmaba la existencia «desde hace muchos siglos de organizaciones
secretas y políticas de los judíos» encargadas de proyectar «un odio tradicional y
eterno a la Cristiandad», así como «una ambición tiránica de dominar el mundo». En
ese marco, Los Protocolos encajaban perfectamente, ya que en ellos se detallaba
cómo «inocular ideas disolventes de una potencia de destrucción cuidadosamente
dosificada y progresiva, que va desde el liberalismo al radicalismo, del socialismo al
comunismo, llegando hasta la anarquía» en el tejido social y político a través de «la
prensa, el teatro, la Bolsa, la ciencia, las leyes mismas, […] medios para producir una
confusión, un caos en la opinión pública, la desmoralización de las juventudes, el
estímulo del vicio en los adultos […], la codicia del dinero, el escepticismo
materialista y el cínico apetito del placer».
Es fácil entender el pánico intelectual que semejante crítica causó no sólo en el
Reino Unido, sino en otros países occidentales, donde llegó primero la referencia
periodística y poco después la correspondiente traducción. El mismo año de 1920 se
publicó la primera edición en Estados Unidos, al año siguiente en Francia y, a
continuación, en Alemania. Más tarde llegó a Italia y España. La lectura del libro
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multiplicó las alarmas en una Europa donde todavía no habían cicatrizado las heridas
de la sucesión de conspiraciones y revoluciones que la habían azotado a lo largo del
siglo XIX y elevó a la enésima potencia la suspicacia hacia todo lo que estuviera
relacionado con el judaísmo. Además, contribuyó a enrarecer el ambiente en el
territorio alemán, facilitando la posterior distribución de los mensajes de ideología
nazi en los que se defendía la imperiosa necesidad de «expulsar al judío» (como
arquetipo tanto o más que como grupo de personas de una extracción racial
determinada) para permitir el «libre desarrollo de Alemania y Europa».
Tras la segunda guerra mundial, Los Protocolos fueron acusados de pertenecer a
la nueva categoría de «literatura antisemita» y pasaron a un segundo plano,
arrinconados por la censura de los países vencedores en el conflicto. Sin embargo, a
raíz de las guerras entre israelíes y palestinos, el texto empezó a circular otra vez con
mucho éxito, en los países musulmanes y especialmente en los árabes. Muchos jefes
de gobierno e incluso de Estado, como el saudí Faisal, el egipcio Nasser o el libio
Gadaffi, tenían la costumbre de ofrecer a sus visitantes ilustres un ejemplar del libro
como regalo personal.
Desde nuestra óptica, poco importa si el manuscrito fue redactado por un grupo
de judíos maliciosos, de pérfidos agentes de la Okrana, de bolcheviques
conspiradores, de cosacos resentidos o de críticos literarios. Lo que parece bastante
claro leyendo sus páginas es que, fueran quienes fuesen sus autores y aunque se
tratara de una falsificación, conocían los planes de los Illuminati o pertenecían a su
organización.
Entre otras cosas porque muchas de las circunstancias que se anuncian en sus
páginas, algunas de las cuales eran absolutamente impensables en su época, se han
ido cumpliendo paso a paso con sorprendente precisión durante los últimos cien años.
Una teoría en boga en los últimos tiempos atribuye precisamente la redacción de Los
Protocolos a la dirección de los Illuminati, que se habrían limitado a hacer públicos
sus planes con total impunidad, garantizando así que éstos llegaran a todos sus
agentes en el mundo occidental gracias al escándalo generado por su difusión literaria
y camuflando su identidad al introducir referencias de carácter judaico. De esta
forma, además, harían recaer las sospechas sobre el sionismo político e irían
preparando el terreno para los próximos conflictos mundiales pronosticados en las
cartas intercambiadas por Pike y Mazzini.
Resumiendo mucho el texto, Los Protocolos describen, entre otras, las siguientes
tácticas para conseguir el éxito final de su estrategia:
Respecto a la religión se trataría de atacar sistemáticamente al cristianismo en
todas sus formas, alimentando de paso «todo tipo de cismas e iglesias diferentes» y el
desprecio popular hacia la doctrina y las jerarquías eclesiásticas; infiltrarse en el
Vaticano para «minar desde dentro» el poder papal y, por extensión, el carácter
cristiano de los estados occidentales; parodiar y ridiculizar «los hábitos del clero», así
como sus costumbres y ceremonias, y apoyar y difundir masivamente cualquier idea
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que prime el laicismo y el materialismo.
En el orden politicoeconómico, se tendría que utilizar el dinero para «comprar y
corromper a la clase política» y a la prensa para manejar y «reorientar a la opinión
pública»; establecer un sistema económico mundial basado en el oro y controlado por
la organización; distraer a las masas con «una oratoria insensata de apariencia
liberal»; traspasar gradualmente todo el poder desde las monarquías a los gobiernos
democráticos hasta que las primeras se conviertan «en meros adornos» sociales;
fundar e impulsar instituciones políticas o sociales en apoyo del plan, y emplear la
hipocresía y la fuerza directamente «cuando sea necesario para vencer una resistencia
concreta».
En cuanto a la moral, habría que primar siempre las condiciones ventajosas para
la organización sobre «cualquier consideración de índole moral»; argumentar con el
engaño, la corrupción o la traición «siempre que se muestren de utilidad» para apoyar
la causa; usar el asesinato en caso necesario, ya que, siendo la muerte en sí «un hecho
natural», está «justificada y es preferible anticipar» la de los que se puedan oponer a
los planes en curso y llevar a efecto la reflexión de Maquiavelo según la cual «el fin
justifica los medios», ya que los seres humanos son considerados en general como
«pequeñas bestias» cuya existencia está justificada para servir a los Sabios de Sión.
A estas consideraciones hay que añadir una larga serie de profecías que contienen
Los Protocolos y que se han hecho realidad durante el último siglo. Entre ellas: las
guerras mundiales de 1914-1918 y 1939-1945, la implantación del comunismo como
experiencia política real, la creciente tendencia hacia la constitución de un gobierno
mundial, que debilita al mismo tiempo a los estados tradicionales con la creación
paralela de regionalismos separatistas, la carrera de armamentos, el avasallador poder
de los medios de comunicación, la supresión progresiva de la pena de muerte, el auge
del deporte profesional o el establecimiento del terrorismo en la vida diaria de los
pueblos.
Así que la pregunta pertinente no es tanto quién redactó el libro o si se trata de
una falsificación o un libelo, sino ¿por qué se parece tanto a los planes de los
Illuminati?; Y por qué los hechos previstos hace cien años se han ido materializando
en la vida real?
Catorce años después de la primera publicación de Los Protocolos en un diario de
San Petersburgo estalló la Revolución rusa en la misma ciudad.
La advertencia de Rasputín
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antes del próximo uno de enero», aunque ignoraba quién se encargaría de matarle. Y
precisaba: «Si soy asesinado por plebeyos y especialmente por mis hermanos los
campesinos, tú, zar de Rusia, nada tendrás que temer… Tu trono se asentará por
cientos de años. Tu hijo será zar. Pero si soy asesinado por nobles, mi sangre
permanecerá en sus manos. La nobleza tendrá que abandonar Rusia, los hermanos se
enfrentarán con los hermanos, el odio dividirá a las familias, el país se quedará sin
imperio… Tú, tu esposa y tus hijos moriréis a manos del pueblo».
Rasputín fue asesinado violentamente horas después a manos de un grupo de
nobles encabezado por el príncipe Yusupoff, quien paradójicamente había sido el
primer miembro de la nobleza en beneficiarse de sus poderes magnéticos para curarse
de una depresión y cuyo testimonio motivó el interés del resto de la corte rusa por los
extraños poderes del llamado Monje Loco. Año y medio antes, Rasputín ya había
sido víctima de un extraño atentado cuando, durante una visita a su pueblo natal, una
mujer le asestó una cuchillada en los intestinos al grito de «¡He matado al
Anticristo!». A pesar de la gravedad de la herida y de la abundante pérdida de sangre,
Rasputín reaccionó dando un golpe a la mujer y, tras recibir una primera cura de
urgencia, terminó sus compromisos previstos para la jornada. A los pocos días estaba
completamente restablecido. Semejante recuperación le valió cierta fama de
«inmortal» entre el supersticioso populacho.
Así pues, invitado al palacio de Yusupoff con la excusa de una fiesta para celebrar
que el año estaba a punto de terminar, Rasputín fue conducido a un salón donde se le
dijo que tuviera la amabilidad de aguardar un poco porque había sido el primero en
llegar. Para entretener la espera, le ofrecieron un pastel de chocolate y una botella de
vino de Madeira en la que un médico amigo de los conjurados había inyectado
cianuro de potasio suficiente para matar a una docena de hombres. Sin embargo, el
veneno no sólo no hizo mella en su cuerpo, sino que, cansado de hacer tiempo, a la
media hora exigió más vino y pidió a Yusupoff que tocara la guitarra para pasar mejor
el rato.
El príncipe se hizo con un revólver y disparó a Rasputín tres veces por la espalda
y prácticamente a quemarropa. Los nobles creyeron que estaba muerto y lo
celebraron brindando alegremente, pero, ante el terror de los presentes, el monje se
incorporó y atacó, ensangrentado como estaba, a su verdugo. Los otros cogieron unas
barras de plomo y le golpearon con fuerza para que soltara su presa. Como pudo,
Rasputín salió de la habitación, cruzó el patio y se lanzó hacia la puerta de la calle.
Recuperados de su asombro ante la increíble resistencia de su víctima, los conjurados
fueron tras él y le derribaron, según algunas versiones, con otra andanada de balas;
según otras, golpeándole otra vez con las barras. Temiendo que pudiera levantarse de
nuevo, envolvieron el cuerpo con una sábana y, tras practicar un agujero en el hielo,
lo lanzaron a las gélidas aguas del río Neva. Dos días después, el cadáver apareció
flotando, pero, cuando se le practicó la autopsia, el forense dictaminó que la causa
definitiva de su muerte no había sido el veneno, ni las balas, ni la paliza. Rasputín
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había fallecido… ahogado.
Enterrado en secreto en el parque del palacio Imperial, su tumba fue profanada al
año siguiente por un grupo de revolucionarios, que desenterraron sus restos y los
quemaron. El 16 de julio de 1918, el zar Nicolás II y su familia fueron brutalmente
asesinados en Yekaterimburgo.
La extraordinaria personalidad de Rasputín, sus raros poderes y su intervención
en la política durante la etapa previa a la Revolución rusa han llevado a plantear la
posibilidad de que estuviera implicado de alguna forma en el proceso impulsado por
los Illuminati para hacerse con el poder en Rusia. No parece haber pruebas de ello,
aunque estudiando sus escritos crece la sospecha de que él sabía o intuía lo que se
estaba preparando. Se puede citar un par de sus profecías en este sentido. La primera
de ellas nos recuerda al plan diseñado para provocar una serie de tres guerras
mundiales, ya que, según sus palabras, «cuando los dos fuegos sean apagados, un
tercer fuego quemará las cenizas. Pocos hombres y pocas cosas quedarán, pero lo que
quede deberá ser sometido a una nueva purificación antes de entrar en el nuevo
paraíso terrestre». En cuanto a la segunda, parece sugerir también el enfrentamiento
provocado entre el sionismo político y el Islam, puesto que «Mahoma dejará su casa
y recorrerá el camino de los padres. Las guerras estallarán como temporales de
verano, abatiendo plantas y devastando campos, hasta el día en el que se descubrirá
que la palabra de Dios es una, aunque sea pronunciada en lenguas distintas. Entonces,
la mesa será única, como único será el pan».
De origen mujik o campesino, Rasputín había nacido en una aldea siberiana en la
segunda mitad del siglo XIX y nunca llegó a recibir una mínima formación intelectual.
A pesar de que su imagen ha sido caricaturizada y ensuciada hasta la saciedad (hasta
el punto de convertirle en un auténtico satanista que pacta con el diablo para provocar
la Revolución rusa en una reciente y absurda película de dibujos animados), lo cierto
es que fue uno de los hombres más populares de su época. Desde pequeño dio
muestras de poseer un acusado misticismo, así como extrañas dotes que pronto le
hicieron famoso: presagiaba hechos que se materializaban poco después, curaba
enfermedades y hacía milagros de todo tipo como si fuera un moderno Jesucristo,
hipnotizaba sin esfuerzo a todo aquel que se atrevía a mirar fijamente sus profundos
ojos y repartía entre los pobres el dinero y los regalos que le hacían sus agradecidos
pacientes. Pero, al mismo tiempo, su personalidad poseía un lado salvaje que le
permitía entregarse con regularidad a auténticas orgías de sexo, alcohol y violencia,
en ocasiones durante días enteros, de ahí que lo calificaran de libertino.
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Rasputín.
Pese a estar casado y con cuatro hijos, no había mujer que deseara que no cayese
rendida a sus pies. Y eso que su aspecto físico no era especialmente atractivo y
además desprendía un fuerte olor corporal producido por la suciedad, ya que se
jactaba de no bañarse nunca. Como los antiguos santos medievales, pensaba que el
cuerpo debía mantener el «olor de santidad» si quería permanecer en «estado de
gracia». Él mismo explicaba su extravagante comportamiento, a medio camino entre
el chamanismo, el magnetismo animal y el sexo tántrico, afirmando que «el ser
humano está obligado a descender hasta los más abyectos extremos de la bajeza y del
pecado para purificarse nuevamente mediante la oración y llegar así a Dios». En
efecto, culminado cualquier episodio licencioso, solía caer de rodillas para orar y
podía permanecer así durante mucho tiempo.
Cuando llegó a San Petersburgo a finales de 1907, el palacio imperial de Tsarkoie
Selo le esperaba con los brazos abiertos. La fama de Rasputín había llegado a oídos
de la familia imperial, que había decidido llamarle como última solución a un
problema dramático: su único hijo, el zarévich heredero Alexis, estaba a punto de
morir. Como tantos nobles de la época, procedentes todos del mismo puñado de
familias europeas que se habían casado entre sí durante generaciones, Alexis padecía
hemofilia, la enfermedad de la sangre que impide su coagulación normal y que, en
aquella época, solía implicar la muerte del afectado con la más mínima herida. El
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pequeño la había heredado de su madre, la zarina Alejandra, y en ese momento sufría
una hemorragia que ningún médico había logrado detener. Algún especialista
pronosticaba incluso el inminente fallecimiento. Entonces llegó Rasputín, se sentó al
lado de Alexis y empezó a rezar. Cayó en uno de sus trances místicos y al poco
tiempo la hemorragia se detuvo ante el asombro de todos los presentes. El zarévich
estaba a salvo.
A partir de ese momento, la zarina Alejandra le tomó como asesor personal y
espiritual, y su endeble y dubitativo marido, Nicolás II, no hizo nada para oponerse,
pues también había quedado impresionado ante semejante demostración de poder.
Durante muchos años, la crédula emperatriz, natural de Hesse, había admitido en
palacio a todo tipo de hipnotizadores y charlatanes, y también a algunos ocultistas
notables, como el médico hispano francés Papus, que llegó a organizar para la familia
imperial una pequeña sesión de espiritismo en la que se había invocado a
Alejandro III, padre del zar. Según las crónicas, el fantasma apareció realmente y lo
hizo para advertir a su hijo de que no debía oponerse a «las corrientes liberales que
afluyen a la nación» porque «cuanto más dura sea la represión, más violenta será la
respuesta del pueblo». Curioso mensaje para un desencarnado, aunque cobra mucho
sentido si recordamos que Paptis era en aquel momento gran maestre de la orden
martinista, vieja enemiga de los Illuminati en sus orígenes, y que, no bien finalizó la
sesión, el propio Papus se encargó de tranquilizar a la familia imperial ase guiando
que nada grave sucedería mientras él estuviera vivo y pudiera brindarles su
protección personal. El problema es que Papus falleció poco después.
Ansiosos de un guía místico que les señalara el camino a seguir, el zar y su esposa
se arrojaron en brazos de Rasputín, que a partir de entonces empezó a intervenir
directamente en la administración del Estado, lo que despertó numerosas envidias y
un profundo malestar entre la nobleza y los popes o sacerdotes ortodoxos, que
empezaron a intrigar contra él hasta que se puso en marcha la conspiración que
terminó con su vida.
Años más tarde, María (una de las hijas de Rasputín, a la que había bautizado así
en recuerdo de una visión en la que se le había aparecido la Virgen) publicó un
opúsculo defendiendo a su padre, en el que insistía en que la imagen pública de su
persona era «irreal» y había sido «deliberadamente falseada». En estas memorias,
María confirmó que el Monje Loco solía dictar sus profecías después de permanecer
durante mucho tiempo sin comer ni dormir, rezando enfebrecidamente delante de sus
iconos hasta que entraba en trance. En una de estas ocasiones reveló a su hija una
«visión atroz» en la que se veía a sí mismo «transformado en un espíritu que
contemplaba desde lejos a los zares colocados frente a un pelotón de ejecución», y no
podía hacer nada para salvarles.
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El asesinato del archiduque de Austria-Hungría Francisco Fernando y su esposa en
Sarajevo, a manos de un serbio llamado Gavrilo Princip que pertenecía a una
sociedad secreta conocida como La Mano Negra, desató la cadena de
acontecimientos que condujo a la primera guerra mundial. En la correspondencia
Illuminati se pronosticaba que ese conflicto sería atizado lanzando los intereses
alemanes contra los británicos, por un lado, y contra los eslavos, por otro. Poco
importaba dónde cayera el triunfo final, siempre y cuando se alcanzaran los dos
propósitos más importantes: el agotamiento de Europa y el derrocamiento del
régimen zarista, para construir en su lugar la nueva Rusia regida por el comunismo.
Eso fue lo que sucedió.
Después de tres años de guerra total como nunca antes habían padecido los
europeos, pese a su larga experiencia previa en todo tipo de conflictos armados, la
Revolución rusa estalló en octubre de 1917. Una vez tomado el control, las
autoridades bolcheviques solicitaron y obtuvieron de Alemania una negociación para
poner fin a las hostilidades y, el 3 de marzo de 1918, Moscú firmaba el documento en
el que reconocía su derrota ante Alemania y le cedía el control sobre Ucrania,
Finlandia, Estonia, Letonia, Lituania, el Cáucaso, Polonia y las áreas rusas
controladas por rusos «blancos» o anti bolcheviques.
Pocos meses después, el 11 de noviembre del mismo año, los aliados occidentales
también firmaron un armisticio con las potencias centrales. Técnicamente hablando y
sin contar ya con el destino de Rusia, la guerra terminaba así con una especie de
empate, un pulso nulo entre ambos bandos. No podemos olvidar que si bien es cierto
que en el momento de la firma de la paz las tropas germanas habían perdido la
iniciativa, siempre combatieron fuera de Alemania (lo que no ocurrió durante la
segunda guerra mundial, cuando en la última fase de la guerra el territorio alemán fue
invadido, ocupado y arrasado, tanto por el este como por el oeste). El mismo día del
armisticio, las tropas alemanas se hallaban fuertemente atrincheradas en suelo francés
y belga.
Sin embargo, los delegados de Berlín que firmaron el Tratado de Versalles, entre
los que figuraban algunos de los que habían colaborado en el complejo plan que
condujo a la previa abdicación del káiser Wilhelm y su marcha al exilio holandés,
asumieron unas condiciones humillantes, propias de un Estado derrotado y, según
reconocen hoy todos los historiadores, absolutamente imposibles de cumplir en lo
económico. Lord Curzon llegó a decir que «esto no es un tratado de paz, sino una
simple ruptura de hostilidades».
Tal vez podríamos empezar a sospechar por qué se firmó semejante documento si
nos fijamos en quiénes lo rubricaron. Allí nos encontramos entre otros nombres con
el del masón y representante directo de la casa Rothschild, lord Alfred Milner, y con
dos hermanos de la familia Warburg, representantes indirectos de la misma banca. De
origen alemán, los Warburg habían sido tempranos colaboradores de los Rothschild.
Los hermanos Paul y Félix habían emigrado a América mientras Max se quedaba al
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frente del negocio en Frankfurt. Ya en Estados Unidos, Paul se casó con Nina Loeb
(hija de Salomón Loeb, uno de los directores de la poderosa firma Kuhn, Loeb &
Company) mientras Félix lo hacía con Frieda Schiff (hija de Jacob Schiff, el
verdadero «cerebro gris» detrás de la misma firma). En Versalles y, con el mayor de
los descaros, Paul firmó como representante de Francia mientras que Max lo hacía en
el nombre de Alemania. Los Illuminati ya tenían lo que deseaban y, en consecuencia,
habían movido sus piezas para tranquilizar las cosas.
Si leemos los testimonios de los propios alemanes al final de la Gran Guerra
(como se la conoció en un principio por ser la única que había alcanzado cifras tan
devastadoras de víctimas) nos daremos cuenta de que en su país todo el mundo
aplaudía el final de la carnicería, pero no existía conciencia de ser los perdedores. Es
más, a medida que fueron transcurriendo los años y la penuria económica y social
general causada por las imposiciones del Tratado de Versalles repercutía en el país,
comenzó a extenderse con cierto éxito la teoría de la puñalada por la espalda, que
posteriormente utilizó Adolf Hitler para enardecer a las masas mientras recuperaba el
control de antiguos territorios alemanes que habían sido arrebatados a Berlín, como la
cuenca del Ruhr o los Sudetes, en una reconstrucción del país que finalizó como tal
con el famoso Anschluss o unión con Austria.
Según esta teoría, si la guerra hubiera durado un tiempo más, Alemania habría
acabado ganando a los aliados igual que a Rusia, como demostraría el hecho de que
el frente del oeste sólo pudiera mantenerse tras la entrada en el conflicto de Estados
Unidos. La puñalada la habrían propinado un grupo de conjurados que se infiltró en
el gobierno del káiser para minarlo por dentro, al mismo tiempo que impulsaba bajo
cuerda todo tipo de revueltas sociales internas apoyándose en dirigentes
revolucionarios como Karl Liebknecht, Clara Zetkin o Rosa Luxemburgo, todos ellos
simpatizantes de la república, el socialismo y, en general, las teorías de Carlos Marx,
así como impulsores de lo que sería la Segunda Internacional. Todos ellos, además,
militaban en un grupo revolucionario conocido como Spartakus o Espartaco.
Exactamente el mismo sobrenombre simbólico asumido por Adam Weishaupt, el
fundador de los Iluminados de Baviera.
La teoría de la puñalada por la espalda implicaba en esos oscuros manejos a la
oligarquía politicobancaria norteamericana. Hasta la primera guerra mundial, los
ciudadanos de Estados Unidos habían vivido en un relativo «espléndido aislamiento»
respecto a los acontecimientos europeos. Descendientes de ingleses, franceses,
alemanes, holandeses, españoles, etcétera, la inmensa mayoría de los norteamericanos
habían encontrado al otro lado del Atlántico una nueva patria común en apariencia
más pacífica que las de sus países de origen y no sentían el más mínimo deseo de
involucrarse en ninguna guerra por un pedazo de tierra en el viejo continente, cuando
en el nuevo había toda la que un hombre podía desear y más.
Tras el asesinato del archiduque Francisco Fernando, se activaron las complejas
alianzas europeas y casi todos los países se vieron implicados de inmediato en el
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enfrentamiento armado, pero Estados Unidos no podía invocar ningún tratado de
ayuda mutua que le permitiera intervenir. ¿Cómo sumarse, entonces, a la matanza
bélica? Cuando Woodrow Wilson fue reelegido presidente de Estados Unidos en las
elecciones de 1916, su campaña se basó entre otras cosas en la promesa de no enviar
soldados norteamericanos a luchar en la Gran Guerra, lo que subrayaba su eslogan:
«¡Él nos mantuvo fuera de la guerra!» Pero diversos textos de la época sugieren que
su intención real desde el primer momento fue apoyar a los aliados con tropas y
material, y no sólo con dinero. Los Illuminati temían que, si las potencias centrales
ganaban el conflicto bélico demasiado pronto, no sólo no se conseguiría el ansiado
efecto de agotamiento general, sino que el káiser podría apoyar a la familia imperial
rusa cuando se desatara la revolución, pues no en vano la zarina Alejandra era de
origen alemán. Además, los banqueros recordaron una de las viejas reglas de su
negocio: cuanta más guerra, más beneficios.
Así que, seis meses después, en abril de 1917, Estados Unidos se sumaba al
conflicto con la ayuda de otro afortunado eslogan, «Ésta será la guerra que acabe con
todas las guerras», y una propaganda masiva que retrataba a las potencias centrales y
especialmente a la Alemania del káiser como una especie de monstruo infernal, cuyo
único propósito era dominar el mundo. La misma publicidad olvidaba mencionar que
Inglaterra tenía más soldados repartidos por ese mundo, en su todavía vigente
Imperio británico, que el resto de las naciones implicadas juntas. Y, por supuesto, no
decía nada acerca de que los alemanes habían demostrado ser serios competidores en
los mercados internacionales hasta el punto de que uno de los planes estrella del
vanidoso y ambicioso káiser Wilhelm era la construcción de un ferrocarril Berlín-
Bagdad. A través de esta vía se impulsaría la importación y exportación de Europa a
Oriente de muchos productos, entre ellos, los que los británicos monopolizaban hasta
entonces gracias a su poderosa flota.
Uno de los puntos más trabajados de la propaganda fue el hundimiento del
Lusitania, que la indignada prensa norteamericana describía como «un inocente barco
de pasajeros y mercancías hundido vilmente en el Atlántico por los traicioneros
submarinos del káiser cuando viajaba hacia Inglaterra».
La realidad es que este buque estaba registrado como crucero auxiliar de la
Marina británica y el diario New York Tribune ya había publicado en 1913 que
acababa de ser equipado con «armamento de alto poder». Cuando partió de Nueva
York rumbo a su último viaje llevaba a bordo, además de a «los inocentes pasajeros»,
una carga registrada de «seis millones de libras de municiones», lo cual era ilegal, ya
que existía un acuerdo internacional para no transportar al mismo tiempo material
civil y militar, precisamente para evitar un incidente de este tipo. Aún más, días antes
de zarpar, el gobierno alemán había publicado varios avisos en todos los diarios
neoyorquinos recordando que Berlín y Londres estaban en guerra y eso incluía la
guerra en el mar. Por eso advertía «muy seriamente» a los ciudadanos de otras
nacionalidades que evitaran viajar en barcos como el Lusitania, al que citaba
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específicamente, so pena de convertirse en objetivo de los torpedos de sus
submarinos.
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El sueño hecho realidad
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colocados en puestos clave. Firmada la paz con Alemania, los bolcheviques pasaron
los años siguientes entregados a dos batallas: la primera, física: una guerra civil con
los rusos blancos o partidarios del régimen anterior, a los que terminaron aniquilando
o exiliando tras un encarnizado combate. Y la segunda, política, para que la nueva
Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas resultante de su golpe de Estado fuera
reconocida internacionalmente.
Inversiones exóticas
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creación de la deseada antítesis, no era cuestión de escatimar recursos. Sobre todo
porque, igual que sucedió durante la Revolución francesa con los campesinos de La
Vendée, muchos rusos que en principio apoyaron la caída del zarismo se lo pensaron
dos veces cuando comprobaron la arbitrariedad, el fanatismo e incluso el salvajismo
con el que llegaron a comportarse los bolcheviques una vez instalados en el poder.
A finales de febrero de 1921, la tripulación del acorazado Petropavlosk emitió una
resolución en la que incluía las reivindicaciones de los marineros, que se hacían
extensivas a otros colectivos. Los principales puntos del programa eran: reelección de
los soviets, libertad de palabra y de prensa para los obreros, libertad de reunión,
derecho a fundar sindicatos y derecho de los campesinos a trabajar la tierra como lo
deseasen. Las peticiones no se podían considerar más de acuerdo con el programa
teórico en nombre del cual se había hecho la revolución. Por eso a nadie le extrañó la
unanimidad de la guarnición de Cronstadt para aprobar la propuesta, junto con la
siguiente queja: «La clase obrera esperaba obtener su libertad [durante la revolución
bolchevique de octubre de 1917, hacía ya casi tres años y medio] pero el resultado ha
sido un mayor avasallamiento de la persona» por lo que «hoy es una evidencia que el
Partido Comunista ruso no es el defensor de los trabajadores que dice ser, que los
intereses de éstos le son ajenos y que una vez llegados al poder no piensan más que
en conservarlo».
La reacción de los dirigentes encabezados por Lenin fue fulminante. Tras acusar a
la guarnición de participar en una «conspiración de rusos blancos» enviaron a 50.000
soldados del nuevo Ejército Rojo creado por Trotski para aplastar la revuelta. Los
escasos supervivientes de Cronstadt fueron fusilados o trasladados a los campos de
concentración de Arkangelsk y Kholmogory. A partir de entonces, la palabra gulag o
campo de concentración soviético se convirtió en una de las más temidas de Rusia.
Periódicamente se aportan nuevos datos sobre las víctimas causadas por el nazismo,
pero, como denuncia la obra de Martin Amis Koba el Terrible (Koba era uno de los
alias de Josef Stalin), la complicidad intelectual de los partidos políticos occidentales
próximos a las ideas marxistas ha ocultado durante muchos años las cifras de
víctimas causadas por el comunismo, bastante más elevadas, especialmente durante la
época estalinista. Ya en 1925, el dato oficial de fusilados en la URSS se aproximaba a
los dos millones de personas, de las cuales el 75 % eran campesinos, obreros y
soldados. Cuando Stalin falleció, el balance total de víctimas, incluidas las
ocasionadas por las hambrunas deliberada y artificialmente planeadas por el gobierno
de Moscú, superaba los 35 millones de muertos y, según algunas fuentes, llegaba
incluso a los 55 millones: un verdadero genocidio del pueblo ruso.
Con semejante política, cuyas noticias de todas formas llegaban sólo de manera
parcial hasta las sociedades occidentales, no es de extrañar que los escandalizados
ciudadanos de éstas se negaran a apoyar al nuevo Estado surgido de la revolución e
incluso presionaran para que sus gobiernos no lo reconocieran diplomáticamente.
Este ambiente ayudó a impulsar la fuerte corriente conservadora que empezó a
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recorrer toda Europa y que contribuyó al ascenso del fascismo y el nazismo a
principios de los años treinta. Un ambiente que justificaba plenamente obras como el
primer cómic de un personaje que hizo famoso a su dibujante, el belga Georges
Remi, más conocido como Hergé. En Tintín en la URSS describía parte de las
atrocidades cometidas por los bolcheviques en un lenguaje tan asequible como el
tebeo, el denominado «cine de los pobres».
En cualquier caso, la nueva Unión Soviética necesitaba de todo, y para comprar
de todo es menester el dinero, que, en efecto, empezó a fluir de las manos del nuevo
gobierno. Primero, para financiar un ejército potente con el que asegurar el control de
la situación y, después, para todo lo demás. Pero ¿de dónde salía ese dinero? A pesar
de las inmensas riquezas naturales de un país tan grande, el caos social y económico
creado en Rusia tras el esfuerzo de la primera guerra mundial y el desmoronamiento
del régimen zarista era de tal calibre que nada presagiaba que el nuevo gobierno
pudiera consolidarse y prosperar.
Viejos conocidos
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eran precisamente turistas.
En 1920, Lenin había fijado su Nueva Política Económica (curiosamente, el
mismo nombre con el que el presidente norteamericano Richard Nixon definió la
suya, basada en un mayor control de los precios y los salarios), y la Reserva Federal
de Estados Unidos empezó a presionar al gobierno para que reconociera
internacionalmente a la nueva URSS y se abriera al comercio con ella. Pero la
sociedad norteamericana estaba igual de aterrorizada que la europea ante las noticias
de la brutalidad con que actuaban los bolcheviques con su propia población y por
tanto se mostró en contra de ese reconocimiento. En consecuencia, Washington se
abstuvo de ayudar… oficialmente.
Las ayudas llegarían gracias a los esfuerzos de personas como Herbert Hoover,
miembro del recientemente creado Council of Foreign Relations o CFR, que en un
primer momento organizó la recolecta de fondos para comprar alimentos, que fueron
enviados a Rusia en concepto de donaciones. En cuanto a la financiación monetaria
pura y dura, ésta no tardó en realizarse a través de importantes banqueros como Frank
Vanderlip, agente de Rockefeller y presidente del First National City Bank, que solía
comparar a Lenin con George Washington. Otro de los agentes de Rockefeller, el
publicista Ivy Lee, fue encargado de desarrollar una campaña publicitaria, explicando
que los bolcheviques en realidad no eran más que «un puñado de incomprendidos
idealistas», que debían ser ayudados «por el bien de toda la humanidad».
La «humanitaria» ayuda del clan Rockefeller le fue compensada con contratos
como los que le permitieron adquirir para la Standard Oil de Nueva Jersey el 50 de
los campos petrolíferos rusos en el Cáucaso, que habían sido teóricamente
nacionalizados. O ayudar a construir una refinería en 1927, que fue publicitada como
«la primera inversión de Estados Unidos desde la revolución», para a continuación
llegar a un acuerdo de distribución de petróleo soviético en los mercados europeos
con un préstamo de 75 millones de dólares por medio. Éste lo concedió el Chase
National Bank de los Rockefeller, que más tarde se fusionaría con el Manhattan Bank
de los Warburg. Fue la misma entidad que promovería el establecimiento de la
Cámara Rusoamericana, cuyo presidente fue Reeve Schley, también vicepresidente
del Chase. Detrás fueron muchas otras empresas: la General Electric, la Sinclair Gulf,
la Guggenheim Exploradon… Un informe del Departamento de Estado
estadounidense indicaba que la banca Kuhn, Loeb & Company también actuó como
financiero del primer plan quinquenal y, de hecho, según un informe firmado por el
banquero y embajador estadounidense en Rusia, Averell Harriman, en junio de 1944,
el mismo Stalin había reconocido que «cerca de dos tercios de la gran organización
industrial de la URSS habían sido construidos con la ayuda o asistencia técnica de
Estados Unidos».
La ayuda fue también bélica. El New York Times del 15 de febrero de 1920
reseña «la espectacular despedida» que la ciudad soviética de Vladivostok rindió a un
contingente norteamericano que, entre 1917 y 1921, proporcionó la ayuda militar
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necesaria para que el régimen soviético pudiera «expandirse por Siberia». Los
magnates del petróleo estadounidense estaban especialmente interesados por esa
enorme y en general inhóspita extensión de terreno, debido a las grandes cantidades
de crudo detectadas en las prospecciones. Más tarde, durante la segunda guerra
mundial, la propaganda de Moscú glosó la «heroica producción de los trabajadores de
sus fábricas» para construir sin descanso las armas que derrotarían al ejército alemán
en el frente del este. Sin embargo, todos los informes facilitados por las distintas
unidades militares alemanas, y en especial los de los observadores de la Luftwaffe o
fuerzas aéreas, señalaban la «avasalladora presencia» de modelos norteamericanos
con insignias soviéticas en la mayor parte del equipamiento de la URSS:
bombarderos, cazas, camiones de transporte…
El flujo de ayudas impulsadas por la oligarquía estadounidense infiltrada por los
Illuminati nunca se detuvo. Para evitar los problemas generados por la inexistencia de
relaciones diplomáticas, éstas recorrían un circuito bien tortuoso, a través de las
empresas controladas por Schiff y Warburg y con cuentas abiertas por intermediarios
en distintas capitales europeas, como Copenhague o Estocolmo. En 1933,
Washington reconoció por fin a la URSS como un Estado más.
Pese a los miedos generalizados al enfrentamiento nuclear o simplemente
convencional, que fueron atizados sin descanso por los medios de comunicación
occidentales en la segunda mitad del siglo XX y que alimentaron la leyenda de la
guerra fría, lo cierto es que las señales de entendimiento entre Washington y Moscú
fueron in crescendo tras la segunda guerra mundial. ¿Tiene sentido que si Estados
Unidos aspiraban a derribar realmente el régimen comunista, se dedicaran a vender al
gobierno soviético a un precio excepcionalmente bajo el grano que necesitaba para
alimentar a su hambrienta población en los años en los que las cosechas de cereales
fueron muy malas? ¿O que la publicitada «carrera espacial» fuera en realidad, y
durante muchos decenios, una estrecha colaboración entre la astronáutica
norteamericana y la rusa, con multitud de misiones conjuntas incluso a bordo de la
MIR, y ello teniendo en cuenta que los astronautas de ambos países, hasta muy
recientemente, eran todos militares?
Recurrimos de nuevo al New York Times para ilustrar un ejemplo del constante
apoyo de la industria y la economía de las grandes empresas estadounidenses. En
1967, el diario publicó una noticia en la que se confirmaban las intenciones de la
International Basic Economy Corporation (IBEC) y la Tower International Inc. De
impulsar diversos planes para promover el comercio entre Estados Unidos y «los
países del otro lado del llamado Telón de Acero, incluyendo a la URSS». Richard
Aldrich, uno de los miembros del clan Rockefeller, era el hombre fuerte de la IBEC,
mientras que la Tower estaba controlada por Cyrus Eaton junior, hijo del banquero
del mismo nombre, que inició su carrera precisamente como secretario de John D.
Rockefeller. En 1969, los londinenses N. M. Rothschild e Hijos entraron en la misma
sociedad. El mismo diario neoyorquino publicó después que una de las consecuencias
La Unión Germana
Pertenecer a una sociedad secreta era casi un imperativo social en la mayor parte de
Europa entre los siglos XIX y XX. Sectas, organizaciones y grupúsculos de todo tipo
proliferaban por doquier y calaban en todas las clases sociales e incluso en el interior
de la Iglesia católica. Muchos de estos grupos estaban animados por ideas políticas y
revolucionarias y se organizaban de acuerdo con los modelos masónicos heredados
de los siglos anteriores. Otros iban a la búsqueda de un misticismo libertario, a
menudo de carácter orientalista o teosófico, o bien se dejaban influir por las doctrinas
espiritistas. Incluso los más racionalistas se interesaban por este tipo de actividades,
cautivados por la novedad y también por la posibilidad de explorar «de una manera
científica» los misterios del más allá.
En aquella época resultaba muy difícil encontrar a una persona desinteresada en
esas materias. Se puede decir que los Illuminati nunca habían estado más a sus
anchas, protegidos por el entorno social. Tal vez por ello decidieron volver a
presentarse en sociedad, aunque esta vez con un nuevo nombre. Esto es lo que
afirman todos los especialistas al señalar a la OTO, Ordo Templi Orientis, la Orden
del Templo del Oriente, como la heredera de los de Baviera. En el fondo, el apelativo
no era tan distinto, porque la logia masónica donde había actuado Adam Weishaupt se
llamaba Estricta Observancia Templaria.
El fundador oficial de la OTO fue el químico austríaco Karl Kellner, quien,
siguiendo la costumbre Illuminati, tomó un nombre simbólico latino, Frater Renatus.
No obstante, el alma verdadera del grupo y su dirigente máximo a partir del
fallecimiento de Kellner en 1905 fue Theodor Reuss, Frater Peregrinus, bajo cuya
dirección se redactó la constitución de la orden. Ambos contaron desde el principio
con el apoyo directo del doctor Franz Hartmann.
La nueva organización había surgido a partir de los llamados Ritos de Memfis
Misraim, del británico John Yarker, que tenía diversos contactos con la Societas
Rosicruciana in Anglia o Sociedad Rosacruz de Anglia (Inglaterra), uno de los
muchos grupos de supuesta herencia rosacruz que proliferaron en la época, pero que
nada tenían que ver en realidad con los verdaderos miembros de esa antigua sociedad.
Yarker fue quien dio el visto bueno definitivo a la fundación de una nueva logia
alemana practicante del ceremonial, tras recibir la solicitud de Kellner, Reuss y
Hartmann.
H de Hitler
Diversos libros explican las misteriosas anécdotas que salpican la trayectoria vital de
Hitler. Sería laborioso resumir todas ellas ahora, así que nos limitaremos a mencionar
algunas por encima:
La Orden Negra
Uno de los principales símbolos del régimen nazi fueron sus temidas SS o Schultz
Staffeln, una organización elitista también conocida como la Orden Negra, porque
además de utilizar uniformes de ese color había sido cuidadosamente planificada
siguiendo modelos como el de las antiguas órdenes medievales. Tal y como explican
Louis Pawels y Jacques Bergier en El retorno de los brujos, su existencia «no
responde a ninguna necesidad política o militar, sino a una necesidad mágica»: la de
crear una orden de guerreros escogidos, una suerte de «semidioses», encargados entre
otras cosas de la protección del «dios» encarnado como Führer. Pero no sólo de eso.
Las SS constituyeron un auténtico Estado dentro del Estado, siguiendo la teoría
de los círculos concéntricos de las sociedades secretas, puesto que estaban destinadas
a perdurar una vez finalizara la segunda guerra mundial con la «previsible» victoria
de las tropas alemanas. Los soldados de la Wehrmacht o ejército de Tierra podrían
desmovilizarse, pero no así las unidades SS. Para asegurarse la correcta instrucción y
entrenamiento de sus mandos, los jerarcas nazis adquirieron y remodelaron el castillo
de Wewelsburg, en Westfalia. Su peculiar forma triangular debía constituir en el
futuro la punta de una gigantesca lanza edificada de acuerdo con un colosal diseño
arquitectónico en el que estaba previsto instalar oficinas, escuelas de oficiales,
Ignacio de Loyola.
Ignacio, o Iñigo, de Loyola había nacido en 1491 en el seno de una de las familias
más antiguas y nobles de la región. Fue el más joven de once hermanos, sirvió en la
Corte y se incorporó al ejército para repeler una invasión francesa en el norte de
Castilla. Su carrera militar no duró demasiado, terminó cuando una bala de cañón le
destrozó la pierna durante la defensa del castillo de Pamplona. Rendida la fortaleza,
La cruz torcida
La tarde del 28 de septiembre de 1978, Juan Pablo I mantuvo una ácida discusión
durante más de dos horas con el cardenal Villot, secretario de Estado de la Santa
Sede. Desde que fue elegido Papa hacía poco más de un mes, Albino Luciani, el
nuevo Pontífice de la Iglesia católica, no había hecho otra cosa que estudiar las
acusaciones sobre tráfico de influencias, estafas y desfalcos varios en los que
aparecían implicados muchos e importantes nombres de la curia vaticana. Entre ellos,
el director del Banco Vaticano Paul Marzinkus, que había sido relacionado con la
Mafia y también con el escándalo del Banco Ambrosiano, por sus relaciones con dos
de los turbios personajes de la trama, Michelle Sin dona y Roberto Calvi. También
estaba en entredicho el cardenal John Cody de Chicago, acusado de malversación de
fondos y otros escándalos. Y el trabajo del propio Villot tampoco satisfacía al nuevo
Papa porque el secretario de Estado nombrado por su predecesor Pablo VI parecía
estar al tanto de todos los problemas sin haber hecho gran cosa para resolverlos.
Así que Juan Pablo I le anunció su decisión de destituirlos a los tres, Marzinkus,
Cody y Villot, como parte de un plan de renovación más amplio que tenía intención
de llevar a cabo en las próximas semanas, para dar nuevos aires a los enmohecidos
Trece días antes de la muerte de Juan Pablo I, la revista italiana Op publicó una lista
que incluía nada menos que 121 nombres de prelados vaticanos afiliados, según la
investigación periodística, a la masonería. Aunque la reacción oficial de la Iglesia
católica pasaba por ignorar el dato, atribuyéndolo a una «turbia maniobra» de algún
enemigo de la institución, lo cierto es que el Pontífice conocía la información antes
de que fuera publicada, porque Roberto Calvi en persona se había encargado de
facilitársela. En esa lista figuraban, entre otros, Villot, Baggio y Marzinkus, y
posiblemente constituyera una de las razones inmediatas por las que quería «poner
orden» en la jerarquía vaticana. Y deseaba hacerlo, además, cuanto antes.
Es imposible demostrar que Juan Pablo I fuera asesinado por este motivo, al
menos a través del examen del cadáver, porque la secuencia de acontecimientos fue
tan rápida que no dejó ninguna prueba a la vista. Precisamente por ello, su
fallecimiento ha estado rodeado de demasiadas sospechas para aceptar que falleció de
muerte natural.
Cuando Vincenza y Lorenzi le encontraron muerto avisaron a John Magce, su
otro secretario personal, quien a su vez llamó al cardenal Villot. Poco después, éste
llegaba acompañado por un médico que confirmó el fallecimiento. Asumiendo las
funciones de camarlengo, Villot tomó el control del interregno papal y lo primero que
hizo fue prohibir a la monja que hablara con nadie de lo ocurrido y llamar a los
embalsamadores, los hermanos Signoracci del Instituto Forense, que a las seis de la
mañana, en un tiempo realmente récord, ya se encontraban allí. El propio jefe del
servicio médico vaticano, profesor Fontana, y uno de sus médicos, el doctor
Buzzonetti, no llegaron hasta las siete y ya no pudieron hacer nada. Durante esa hora,
El obispo Paul Marzinkus nació en Illinois, Estados Unidos, en 1922. Tras estudiar en
la Universidad Gregoriana de Roma y doctorarse en derecho canónico fue
recomendado en 1963 por el cardenal de Nueva York, el intrigante Francis Spellman,
ante el propio Pablo VI, que lo tomó como intérprete y guardaespaldas, y fue
apodado el Gorila. Sin embargo, Marzinkus consiguió ganarse la plena confianza de
Pablo VT, hasta el punto de ser nombrado años más tarde director del IOR, el
Instituto para las Obras de Religión o, más sencillamente, la Banca Vaticana.
El principal objetivo que se le encomendó fue redistribuir las inversiones que
hasta entonces habían seguido la estrategia diseñada desde los años cuarenta por un
seglar llamado Bernardino Nogara, fideicomisario de la casa Rothschild de París.
Este ya había cambiado entonces la política anti usura que la Iglesia católica había
mantenido durante los siglos anteriores. Para ello dispuso de los beneficios fiscales,
aduaneros y diplomáticos concedidos durante el régimen fascista de Benito Mussolini
gracias al Tratado de Letrán de 1929. Gracias a esos beneficios se dedicó a invertir
en el mercado del oro y a especular en todo tipo de transacciones bursátiles. Muchas
de las inversiones se dedicaron a la compra de acciones de empresas de alta
rentabilidad, como las que entonces fabricaban armamento y métodos
anticonceptivos (como las píldoras Luteolas, fabricadas por el Instituto
Farmacológico Sereno). Más adelante optó por comprar varios bancos, así como
acciones en diversos sectores, como los seguros, el acero o la propiedad inmobiliaria,
donde llegó a poseer el 15 % de la empresa La Società Generale Inmobiliare.
Cuando Marzinkus se hizo cargo del Banco del Vaticano se redujeron las
El porqué de un santo
La rendición
¿Cuál es, en todo caso, esa línea? Si examinamos de cerca los cambios sucedidos en
—Un nuevo instrumento. —El golpe de Estado que nunca existió. —Tapando
huecos. —La conjura de la isla de Jekyll. —Hasta el infinito y más allá… —Skull
and Bones. —Insignias de piratas. —Una tradición familiar. —Señales nocturnas. —
Círculos dentro de más círculos. —Traspaso de poderes. —El hotel holandés. —Los
tres lados del triángulo. —El futuro es hoy. —Los secretos del billete verde. —Caiga
quien caiga. —El misterio del 11. —Los sucesores de Mengele. —El arma definitiva
Ser presidente de Estados Unidos encarna uno de los grandes sueños de cualquier
político con aspiraciones de la mayor potencia mundial de nuestros días. Sin
embargo, no es un puesto fácil de alcanzar debido a la cantidad de influencias y
dinero necesarios. Tampoco se puede decir que se trate de un cargo especialmente
cómodo; ni siquiera seguro, pese a la parafernalia de escoltas que lleva aparejado en
cada desplazamiento. Llama la atención comprobar que prácticamente todos los que
han logrado ocupar la Casa Blanca tras ganar unas elecciones en un año cuya cifra
termina en cero y un decenio par han muerto en el ejercicio del cargo.
Para la astrología moderna, la explicación hay que buscarla en una desafortunada
conjunción que forman Júpiter y Saturno exactamente cada dos decenios. Para
algunos estudiosos de la historia y la cultura de los indios americanos, los nativos
autóctonos que fueron progresivamente despojados de sus tierras y luego
prácticamente exterminados, la culpa es de una maldición lanzada por importantes
chamanes contra el «padre blanco de Washington que nos engañó». Algunos autores
piensan que se trata de un tipo de impuesto siniestro y espectacular de los Illuminati,
o alguna organización paralela, en forma de sacrificio humano.
Así pues, William Henry Harrison (1840), Abraham Lincoln (1860), James A.
Garfield (1880), Warren Harding (1920), Franklin D. Roosevelt (1940) y John R
Kennedy (1960) fallecieron víctimas de atentados o «enfermedades». Entre paréntesis
figura el año de su elección. George W. Bush fue elegido en el 2000 y de momento
parece que goza de buena salud a pesar de algunos pequeños tropiezos domésticos. Y
Ronald Reagan, que fue elegido en 1980, resultó gravemente herido en un atentado
del que consiguió recuperarse, aunque durante un tiempo corrió el rumor de que tuvo
que ser sustituido por un doble. Nada raro, teniendo en cuenta que los ciudadanos
estadounidenses son los más aficionados del mundo occidental a la teoría de las
conspiraciones y que además, en la actualidad, un presidente de Estados Unidos no es
más que el vértice visible en el poder y no toma decisiones unipersonales.
Por lo demás, los ciudadanos norteamericanos tampoco son ángeles ni seres
especiales, sino simples seres humanos como los demás, con sus defectos y sus
virtudes. Por ello, y aunque se empeñen en ver como un héroe arrojado, digno y
fuerte a todo el que se envuelva con la bandera de las barras y estrellas, lo cierto es
que están expuestos a ser engañados, traicionados y desorientados por sus propios
dirigentes, igual que el resto de pueblos de la tierra. Sobre todo si están infiltrados los
Illuminati.
El asalto violento del poder, los golpes de Estado a la vieja usanza no son exclusivos
Tapando huecos
Asesinato de Oswald.
Sin embargo, esa investigación oficial puesta en marcha para aclarar el
magnicidio ofreció resultados muy poco creíbles y dejó sin aclarar puntos muy
Insignias de piratas
Skull and Bones fue registrada oficialmente en 1856 con el nombre de Asociación
Russell y durante algunos decenios estuvo domiciliada en la sede neoyorquina de la
Banca Brown Brothers Harriman. En aquella época tenía el sobrenombre de La
Hermandad de la Muerte, porque las familias de sus fundadores estaban involucradas
en el tráfico de opio en Turquía y China, gracias a la British East India Company, la
legendaria Compañía de las Indias. Precisamente en China trabajaba como delegado
de esa primera multinacional Warren Delano, el abuelo del futuro presidente Franklin
Delano Roosevelt.
Otro de los nombres de Skull and Bones es Capítulo 322, aunque nadie sabe
exactamente qué significa. En Estados Unidos, la palabra capítulo suele utilizarse
para referirse a las organizaciones locales dependientes de otra de mayor
envergadura, pero en ciertos ambientes es sinónimo de logia masónica. Algunas
versiones apuntan a que ese número encierra parte del misterio sobre su origen real,
referido a una organización secreta alemana, cuyo nombre se ignora, aunque está
confirmado que data de 1832. En consecuencia, la cifra se descompondría en (18)
322.°, porque los skulls no serían otra cosa que el segundo capítulo de esta
organización germana bávara en realidad?). La explicación más banal, defendida en
público por algunos miembros del grupo de Yale, es que alude al año de la muerte del
Señales nocturnas
En el momento de redactar estas líneas nadie sabe si Bush hijo conseguirá revalidar
su mandato en las elecciones presidenciales de noviembre de 2004, como candidato
del Partido Republicano. Después de lo ocurrido en los últimos años, muchos
estadounidenses quieren que sea derrotado y sustituido por el candidato del Partido
Demócrata, John F. Kerry. Creen que así el país recuperará su liderazgo mundial, se
combatirá mejor el terrorismo internacional y se recuperará la economía tanto a nivel
nacional como internacional. Desde luego, la propaganda de los demócratas ha
insistido hasta el hastío en la comparación entre el llorado JFK (John Fitzgerald
Kennedy) y el nuevo JFK, aunque probablemente muchos de esos norteamericanos
ignoran que esa F del apellido de Kerry es la inicial de Forbes.
La misma familia Forbes que, al igual que otras pocas familias estadounidenses,
como los Cabot, los Perkins, los Lowell, los Coolidge o los Russell, se hizo
millonada con el tráfico de opio en el siglo XIX gracias a la Compañía de Indias
británica. Y la misma familia Forbes, entre cuyos protegidos y hombres de confianza
figuran desde hace muchos años los Bush.
Claro que Kerry es el mismo político que durante los años noventa del siglo XX se
encargó de la investigación que el Senado llevó a cabo en torno a los Bush y el
escándalo del Bank of Credit and Commerce International, una entidad creada en
Traspaso de poderes
Infiltrado por los Illuminati, el Imperio británico fue el primero de la larga serie
histórica que se planteó su expansión sin necesidad de ocupar y administrar grandes
espacios geográficos contiguos como habían hecho sus predecesores, el español, sin
ir más lejos. Mantener el sistema clásico resultaba muy caro en dinero, hombres y
esfuerzos por parte de la metrópoli, que, al cabo de poco tiempo, no tenía más
remedio que empezar a reclutar extranjeros o criollos para los puestos de cierta
responsabilidad y, a largo plazo, terminaba por agotarse y perder las posesiones.
Siguiendo el viejo lema de Weishaupt «Pocos pero bien situados», los británicos
prefirieron hacerse con pequeños y determinados puntos estratégicos a lo largo y
ancho del planeta, salvo en casos excepcionales como la India, conocida como «la
joya del Imperio», a fin de establecer y consolidar una red comercial y de influencias
global, muy bien comunicados unos con otros gracias a su poderosa flota.
La sociedad secreta utilizada por los Illuminati para conseguir una exitosa
expansión colonial, según diversos autores, fue la Round Table o Mesa Redonda,
registrada en febrero de 1891, aunque en realidad llevaba varios decenios operando
en diversos escenarios. Por ejemplo, comprando las acciones de la compañía del
El hotel holandés
De las numerosas organizaciones que aún podríamos examinar sólo incluiremos una
más por razones de espacio, la Comisión Trilateral. En su libro Sin disculpas, el
senador norteamericano Barry Goldwater acusaba directamente a este grupo de
«La sociedad será dominada por una élite de personas libres de valores
tradicionales, que no dudarán en realizar sus objetivos mediante técnicas
depuradas con las que influirán en el comportamiento del pueblo y
controlarán y vigilarán con todo detalle a la sociedad».
ZBIGNIEW BRZEZINSKI, asesor estadounidense.
El futuro es hoy
Carrascal calificaba estos apuntes como una guía «bastante práctica» para
moverse en las arenas «movedizas y no siempre limpias de la política».
Desgraciadamente, tenía razón. Si hay algo que falta en política en la actualidad,
en cualquier parte del mundo, es honradez. Hemos dado la vuelta a la máxima que
Julio César recomendó a su mujer Calpurnia: «No vale con que seas honesta, además
debes parecerlo». Hoy la interpretación más corriente es esta otra: «No importa ser
honesto sino parecerlo».
Esta máxima puede aplicarse a los numerosos grupos que, con más o menos
La frase más conocida del billete es «In God we trust» (En Dios confiamos). ¿En
qué Dios, en realidad? La sociedad norteamericana se caracteriza por su alto grado de
puritanismo, que nació en el Reino Unido siglos atrás a partir del protestantismo e
introdujo una versión más materialista de la evolución espiritual. En contraposición al
dogma católico de que los pobres eran los preferidos de Dios y, por tanto, de que es
más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de
los cielos, los protestantes en general y los puritanos en particular replicaron que una
vida próspera en la tierra no tenía por qué significar la condenación futura, sino todo
lo contrario. Negando la posibilidad de que el hombre pudiera escapar a la
predestinación (y de que por tanto, hiciera lo que hiciese, al final de su vida se
salvaría o no según lo hubiera decidido Dios de antemano), muchos apoyaron la idea
de que el enriquecimiento era equivalente a la aprobación de la divinidad, que se
complacía así en tratar bien a sus preferidos, como una especie de prólogo a la
felicidad eterna que les esperaba tras la muerte.
Esta idea, sumada a las oportunidades que se abrieron en el nuevo continente a
todo el que mostrara la suficiente ambición, ideas y fortaleza para salir adelante,
degeneró con rapidez y acabó convertida en un auténtico culto al dinero que aparece
Para mantener el control del dólar y, por medio de él, el de la economía mundial, los
Illuminati están dispuestos a lo que sea. Recordemos el magnicidio de Kennedy. O el
de tantos otros líderes políticos que durante el último siglo murieron víctimas siempre
de «tiradores solitarios». Eran todos de muy diverso pelaje político, pero tenían algo
en común: su deseo de tomar decisiones autónomas, sin seguir los dictados de ningún
grupo de poder específico. Es el caso de Martin Luther King, el Premio Nobel de la
Paz de 1964 y defensor de los derechos civiles de los negros norteamericanos en un
momento en el que los disturbios raciales amenazaban con sumir Estados Unidos en
una auténtica guerra urbana sin precedentes. Imitando el estilo del Mahatma Gandhi,
Luther King defendía la necesidad de resolver los problemas «a través del amor y la
buena voluntad, luchando contra la injusticia, con un corazón y una mente abiertos».
Un mensaje que no resultaba muy del agrado de los Illuminati.
A finales de marzo de 1968, en la ciudad de Memphis, Tennessee, Martin Luther
King organizó una concentración pacífica que degeneró en un violento motín, según
los testigos por culpa de un grupo de agitadores negros llamados Los Invasores que
no estaban de acuerdo con su estrategia y querían «la guerra abierta contra los
blancos». Luther King escapó por muy poco a la agresión gracias a sus
guardaespaldas y, molesto por lo ocurrido, programó una nueva visita a la misma
localidad a primeros de abril. Los periodistas negros le criticaron duramente, primero
por su «huida vergonzosa» del primer acto y luego porque a su vuelta había decidido
hospedarse en «el Holliday Inn, propiedad de blancos, y no en el motel Lorraine,
propiedad de negros». Conciliador como de costumbre, King anuló la reserva en el
primer establecimiento para alojarse en el segundo.
Tres días antes de la visita, alguien que se identificó como miembro de su cuerpo
de seguridad se presentó en la recepción del Lorraine y cambió la habitación prevista
en la planta baja del establecimiento por otra en la segunda. El único acceso a esa
habitación era a través de una terraza exterior. Más tarde, se descubriría que ninguno
de los encargados de su seguridad había hecho esa solicitud. La mañana del día 4,
Luther King comentó en público que «todos debemos pensar en la muerte siempre.
Yo ahora pienso en mi propio funeral». Seis horas después de pronunciar estas
palabras, Martin Luther King fue alcanzado por un francotirador, justo cuando se
encontraba en la terraza del segundo piso del motel: un blanco perfecto para un
experto. Uno de sus colaboradores, Marrel McCullough, señaló la ventana del cuarto
No cabe ninguna duda de que los salvajes atentados del 11 de septiembre de 2001, y
esa especie de «segunda parte» en Madrid el 11 de marzo de 2004, han marcado un
antes y un después en las relaciones internacionales y los equilibrios de poder el
mundo, aproximándonos a ese tercer enfrentamiento mundial del que hablaran los
Illuminati en sus cartas del siglo XIX. No tenemos mucho espacio para tratar estos
atentados, pero lo que está claro es que la versión oficial de lo ocurrido en el 2001 se
desmorona a poco que se examine de cerca. Como recuerda José María Lesta en
Golpe de Estado mundial: existen «literalmente decenas de datos que aportan serias
dudas sobre los acontecimientos sucedidos» y el menos chocante de ellos no es la
publicación, bastante antes de que se produjeran los acontecimientos, de una novela
llamada Operación Hebrón firmada por un ex agente del Mossad, el servicio secreto
exterior de Israel, que dijo haberse inspirado en informes preventivos de la CIA para
redactarla. En esa novela ya se describía una serie de ataques aéreos terroristas a las
Torres Gemelas, el Pentágono, el Capitolio y la Casa Blanca. A continuación
reseñamos sólo unos pocos hechos extraños, escogidos al azar de entre muchos otros
que no terminan de encajar.
1. Ariel Sharon, que se disponía a realizar su primera visita a Estados Unidos tras
alcanzar el cargo de primer ministro israelí, suspendió el viaje dos días antes de
los atentados por imperativa recomendación del Shabak. Las agencias de
seguridad de medio mundo, incluyendo la israelí, la francesa y la vaticana,
alertaron a Washington de que algo muy extraño pero peligroso se estaba
preparando.
2. Todos los pilotos comerciales consultados tras los ataques concluyeron que era
imposible que unos secuestradores con unas pocas horas de vuelo en pequeñas
avionetas pudieran haber impactado como lo hicieron con grandes aviones de
pasajeros. Eso requiere, dijeron, «muchos años de experiencia» o una
radiobaliza que teledirija la ruta.
3. Se calcula que el World Trade Center daba trabajo cada día a más de 53.000
personas, sin contar los empleados de nivel inferior, muchos de ellos
inmigrantes no censados que trabajaban temporalmente. A la hora en que se
produjeron los ataques se calcula que debía haber como mínimo unas 20.000
personas en el interior de las Torres Gemelas. Sin embargo, la cifra oficial de
víctimas mortales, contando bomberos, policías y ciudadanos en general
afectados por el derrumbe posterior, no supera las 2.800. Si ése es
verdaderamente el número de muertos, ¿dónde están todos los demás
trabajadores habituales?, ¿faltaron justo ese día?
4. El ataque al Pentágono no pudo realizarlo uno de los aviones secuestrados, que,
El arma definitiva
Como hemos visto, la ciencia ha proporcionado a los Illuminati armas nunca vistas
que, sumadas al poder generado por la política y sobre todo por la economía y las
finanzas, pueden permitirles llevar planes de dominación final hasta el último
«La vida es muy peligrosa; no por las personas que hacen el mal, sino por
las que se sientan a ver lo que pasa».
ALBERT EINSTEIN, físico y matemático estadounidense de origen alemán.
Si el lector nos ha acompañado hasta aquí es porque considera que al menos parte de
los hechos que hemos venido relatando en este libro tiene cierta base real y no se trata
de simples elucubraciones. En realidad, existe mucha más documentación disponible,
pero el espacio para plasmarla es finito y, además, quien desee ampliar su
conocimiento al respecto merece la oportunidad de encontrar nuevos datos por su
propio esfuerzo.
Entonces ¿no hay salida? ¿Estamos abocados a la tercera guerra mundial
provocada por el enfrentamiento entre el sionismo político y el Islam, que
pronosticaban Pike y Mazzini y que conducirá al posterior cataclismo final? Leyendo
algunos comentarios generales, ésa parece ser la pesimista impresión. En un reciente
artículo aparecido en prensa, el filósofo y escritor español Gabriel Albiac recordaba
que uno de los considerados cabecillas de Al Qaeda, Ayman Al Zawahiri, declaró en
2004 «una guerra global contra la conspiración cristiano judía para destruir la umma
o comunidad de los creyentes» en los siguientes términos: «la prohibición del velo se
inscribe en el mismo marco que el incendio de las aldeas en Afganistán, la
destrucción de casas sobre las cabezas de sus habitantes en Palestina, la matanza de
niños y el robo de petróleo en Irak». Albiac concluía: «No hay acciones locales…
Nueva York, Madrid, Afganistán, Irak, Israel, Bali, París, Chechenia son módulos de
una guerra mundial, la del Islam más puro contra el mundo moderno».
A estas alturas, hay dos opciones. La primera es, en efecto, bajar los brazos. Total,
nuestro destino está predestinado, así que limitémonos a vivir alegre y
despreocupadamente.
La segunda me parece más honorable: mientras hay vida, hay esperanza.
Luchemos, pues, por cambiar el estado de cosas, cada cual a su manera. Como
adelantábamos en el prólogo, a cada uno le corresponde reflexionar sobre la mejor
manera de hacerlo, pero los Illuminati no tienen por qué ganar definitivamente el
juego. Ya fallaron antes y pueden volver a hacerlo: se les puede combatir, ya que si
fueran realmente todopoderosos, habrían aplicado con éxito su plan hace mucho
tiempo.
Asumamos nuestra responsabilidad personal sobre la base de que las
conspiraciones sólo pueden operar en la oscuridad, cuando la mayoría de las personas
las ignora. El mero hecho de sacarlas a la luz las debilita y puede reducirlas a cenizas,
como en el alegórico relato de Drácula.
Susan George, vicepresidenta de ATTAC (un movimiento internacional para el