Libro de Relatos

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Este Libro fue realizado por la administración de

@filolcabreados en su primera y segunda edición de


concursos de creación literaria. Su uso es meramente para
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lucro y por tanto queda prohibida su venta.

Todos los derechos quedan reservados a la administración de filólogos cabreados. Cualquier tipo de
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@Filolcabreados y, por supuesto, a ti lector. Te
invitamos a participar en esta iniciativa tan
bonita de promover la literatura, la cultura y la
pasión por las letras y por ello te rogamos que
una vez finalizada la lectura permitas que otros
puedan disfrutar de ella colocando el libro en
otro lugar para que este “viaje libre” o
entregándoselo a algún amigo para que pueda
leerlo y después dejarlo en otro lugar y que así
viaje de mano en mano. Agradecemos tu
participación de antemano y nos encantará que
nos cuentes tu experiencia mediante twitter,
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Muchas gracias por tu atención, recibe un cálido


saludo de toda la administración de filólogos
cabreados.

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Correo: filologoscabreados@gmail.com

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Primera edición:

El amor a las
letras.
Paula Guijarro Gordillo, Madrid @PaulaOzzzy

RELATO GANADOR DE LA PRIMERA EDICIÓN.

A mí me dieron vida empapándome de muerte. Recuerdo mi


origen, mucho antes de que llegase a existir. Tal vez nací torcida.
Caprichosa. Nací sin forma y fuerte. Recuerdo cuando me
cantaron. Me recitaron. Me crearon a partir de música y de
emociones; y llegué a reflejar creencias, a abrir ojos, ambiciones.
Recuerdo cuando me escondieron, bien para protegerme, bien
para evitar mi escándalo. Y cuando me quemaron, me
repudiaron. Lo recuerdo todo muy bien; tanto que he quedado
grabada en mentes prodigiosas. A algunas les he regalado ese
prodigio. A otras aún les causo rencor por no haberme podido
callar. Qué infancia tan catastrófica tuve. Cuántas letras habrán
podido sobrevivir a una guerra, a tantas mudanzas y cambios. A
reescribirse tras borrarse. Y a las constantes respuestas distintas
de una misma pregunta. Conduciéndome de mano en mano,
cabalgando entre versos, parada y bloqueada, para después ser
plasmada sin rima. Al rechazo primero, el orden después. Me
recuerdo graciosa y ofensiva, complicada, aclamada como
nunca. Cuando fui joven y brillé. Logrando besar a la muerte sin
destruirme; tal vez besé la aflicción, y eso me revolucionó, como
pasó en 1789. Por aquel entonces no hacía más que crecer.
Tanto, que la hostilidad se asustó. Dejé de ser enemiga de la
enseñanza para convertirme en luz. En la propia razón.
Comenzaba a valerme por mí misma y a resultar un peligro. Así
que me rompieron. Pero evolucioné, y grité con un tono de voz
distinto. Me dieron vida otra vez. Me obligaron a hablar. Y
ennegrecí. Podía terminar bailando en pleno siglo XIX,
hablando de lo sublime de la noche, del amor en la calle, o bien
de esas ganas inmensas de volar. De sobrepasar los límites y
alcanzar una infranqueable fuga. Aunque en ocasiones la lógica
se ordenaba de nuevo, permitiéndome trazar líneas partiendo de
las manchas de esos manuscritos. Aquella fue una época
peculiar. La de pasar noches y noches fumando sentada en el
alféizar de una ventana. A veces callaba; otras sólo vomitaba
tinta en esos cuadernos desgastados y gordos. Y pensaba en que
me gustaba escribir sin pensar. Pero nunca emití sonido. Apenas
suspiraba, colándome entre los espacios en blanco
disimuladamente. Tímida. Se convirtió en mi azar, aquella
época. Una desesperación aleatoria en forma de palabras. En
ocasiones me han considerado surrealista, por eso de destrozar
los números. Extraña, por amar la vida y dejarla ir. Fue, en
efecto, cuando aniquilé a mordiscos la poesía de Verlaine,
convirtiéndome en la madre del decadentismo; fue cuando
difuminé los colores y me volví hermética. Y así lograba que mis
oscuras vanguardias se convirtieran en letras. Más mías, y más
evasivas. He hablado a través de voces viejas, rasgadas y graves;
voces orientales, mitológicas. Voces femeninas. Apagadas,
asustadas. Románticas. Y me han escuchado en Francia
bramando por la libertad y su belleza; me han transportado a
América y me han cautivado su sensualidad y sus ansias por
explicar el amor. Y acaricié mis límites, desbordándome;
superando las palabras, los años. Mis hijos morían y yo no
lograba envejecer. He sido causa de lágrimas en un tren. De
carcajadas a las dos de la mañana con una leve luz de linterna
que me iluminaba. Me han dejado salir de entre las páginas de
un libro para introducirme en las almas. Para llegar a ellas y
describirlas. Me han cambiado los tamaños para llevarme
siempre a acompañarlas. Y me han amado. Me han amado
profundamente.
Mireya Palomino Ojeda, Málaga @miireya_96

Debo presentarme como la hoja de papel que siempre tienes a mano


para estudiar, para leer o para escribir. Me tiras a la basura, me
guardas en un cajón o me pones junto a más como yo en tu
estantería, cubriéndome con una portada bonita. Me ves cada día y
según de qué manera me manifieste, me odias o me amas. Pero no es
eso lo que realmente te importa, porque en absoluto miras el
exterior, es decir, la sustancia que soy. Porque no soy más que ese
folio que dejas apartado con un número de teléfono, una frase que
debes recordar o un pequeño esquema que tienes que tener en mente
para el día de tu examen. No, tú no te paras a pensar si estoy
arrugado, liso o si soy de otro color distinto al blanco convencional.
Para que te resulte más simple, soy la ventana que esconde tras los
cristales el mundo, soy el transporte de lo hermoso y el protector del
conocimiento. Guardo, aíslo o colecciono las millones de ideas.
Puedo ser quién tú quieres que sea. Pero no soy yo a quién llevas
contigo, ni siquiera el libro de tu estantería que coge polvo en época
de exámenes, no es en mí en quién te interesas. Bueno, sí que lo
haces, porque no te conviene olvidarme para los exámenes, te doy la
confianza que necesitas. Pero no estamos hablando de mí, ¿verdad?
Querido lector, tú y yo sabemos que no es a mí a quién quieres, sino
las letras que hay impresas en mí. Yo solo te sirvo como puente para
llegar a ellas. Soy la puerta que te puede llegar a los Siete Reinos, a
Hogwarts o la Tierra Media. Y por otro lado te puedo llevar hasta
Newton, hasta Beethoveen o hasta el mismísimo Cervantes. Amas lo
que te muestro porque las letras te dejan ver aquello que con los ojos
no puedes, te hacen volar la imaginación, envidiar al personaje que
aparece en mí, en la hoja de papel que soy. Quieres introducirte en el
libro, como hace Harry con el diario de Tom Riddle o mejor dicho,
con el que no debe ser nombrado. Pero como yo soy valiente, lo
nombro y digo que es Lord Voldemort. Puedo ser el mundo que el
escritor ha querido crear para ti. O por otro lado, me puedes asquear
por contener tanta información para tu examen. Aunque me quemes
en San Juan, yo te quiero y tú me quieres. Amas las letras que tengo
para ti recién salidas de la imprenta. O a lo mejor no soy tan reciente.
Quizás lo que te traigo es el primer manuscrito de Lazarillo de
Tormes. Las letras te permiten andar por sitios que tus padres no te
permitirían. Soy quien te lleva hasta Don Álvaro y su destino.
Realmente, es un intercambio de interés entre las letras y yo, a ver si
me explico, ellas me necesitan para existir, porque no se puede
escribir en el aire o en el suelo, no estamos tan locos. Incluso me
necesitan para llegar hasta ti y así mostrarte las cosas maravillosas
que te tienen preparadas. Las letras me caen bien, bueno, a ratos, de
igual manera que a ti. Cuando me multiplico para formar un libro tan
grande como Danza de Dragones me canso incluso de existir. De la
importancia y el valor que hay dentro, me canso, pero merece la
pena. Y por ello mismo, necesito yo también de las letras, porque sin
ellas yo no sería nada. Y yo, en cambio, consigo prestigio. Pero es
como ocurría en el Barroco; prestamos atención al contenido y no a
la técnica o la forma. Ya puedo ser un trozo pequeño, arrugado y
desgastado de papel, que un escritor bohemio como lo era Valle-
Inclán (aunque no fuera su caso), me usaría. Pero bueno, yo en
cambio te regalo el mundo y la criatura que quieras ser. Pero no nos
volvamos locos como nuestro Alonso Quijano, eso no. Y te digo,
lector que me tienes siempre en tus manos, que aunque me quemes,
lo que llevo dentro se quedará contigo para siempre, en un baúl
cerrado en lo más profundo de tu memoria, sí, pero siempre contigo.
Porque sin las letras, realmente, no seríamos nadie.
Maialen Blazquez , Zumarraga (Gipuzkoa) @BlaBla_Maia

“Quiero que sepas, cariño, que lo que estás a punto de ver es un


tesoro ¿de acuerdo?”

Fueron las palabras que me dijo mi abuelo cuando me abrió las


puertas de su biblioteca privada la primera vez que la vi.

Debo admitir que no me sorprendió lo que vi. No veía ningún tesoro.

La biblioteca no era lo suficientemente espaciosa ni colorida a mi


parecer, ni estaba bien iluminada, ni tenía nada que pudiese llamar la
atención de una niña. Tenía siete años y todavía no sabía nada sobre
libros.

Estuve dando vueltas por la estancia hasta que me aburrí. Estaba a


punto de marcharme a jugar con mis muñecas cuando mi abuelo me
cogió de la mano y me llevó a una butaca de terciopelo raído que
estaba junto a una de las estanterías, al lado de una lámpara de pie.

~ Mira, cariño. Puede que no lo comprendas hoy, ni mañana


tampoco. Pero lo que hay en esta habitación es lo único que dura
eternamente en el paso del tiempo. Y yo he amado cada una de las
palabras que hoy, y aquí, has visto. Porque estamos vivos, cariño,
estamos vivos. Y esas palabras no me han enseñado sólo que todo lo
que hay no dura, sino que me han hecho amar de cada uno de los
momentos de mi vida. ¿No lo comprendes, verdad?

Mi abuelo tenía razón. No lo comprendí entonces. Lo comprendí


diez años más tarde.

Mis padres estaban bañando a mi hermano pequeño en la bañera, y


yo estaba escuchando música y chateando con una amiga, móvil en
mano.
Un teléfono que suena. El chapoteo de unas manos que salen del
agua y pisadas en el pasillo. Una interrogación. Un grito. Y llantos.
Muchos llantos.

Al día siguiente, en el hospital, todavía no podía creérmelo. No


podía apartar la mirada del suelo. No podía aceptarlo. O
simplemente, no quería. Enterré la cara en mis manos y rompí a
llorar de nuevo.

Más tarde, pensando en mi abuelo, y en lo mucho que había dejado


atrás junto con él, recordé sus palabras del día en el que me enseñó
la biblioteca por primera vez. Que nada era eterno, y que todo lo que
amaba estaba ahí, en esa habitación.

Ahogada por la tristeza de la pérdida y la aceptación que conlleva


esa enorme oquedad puse rumbo a la biblioteca. El santuario de mi
abuelo. Seguía igual que siempre, pero sin él, sentado en esa butaca
vieja con la luz encendida y una sonrisa en los labios.

Con los ojos rojos de angustia, alargué la mano y cogí el libro de la


mesilla. Tenía un marca páginas y estaba manoseado de todas las
veces que se había leído.

Le di la vuelta y observé el título. Diez minutos más tarde, estaba


sentada en la butaca con los ojos fijos en las páginas que volaban
ante mis ojos.

Ya no lloraba. Se me habían secado las lágrimas.

Hoy, escribo este relato desde la misma butaca de terciopelo, la cual


ya tiene sus años, aunque dudo que tenga el valor de tirarla algún
día. Es una parte de mi abuelo, del legado que me dejó, de su
inmenso tesoro en donde no tienen cabida las joyas y el dinero.

No diré el título del libro que me llevó a hacerme miembro de la


RAE y a cursar un máster en Literatura Hispánica. Lo que a uno le
sirve, a otro lo deja frío. A cambio, prefiero dedicarle unas palabras
a mi abuelo. Gracias abuelo, por dejarme en herencia el mayor
tesoro que siempre me acompaña, unos grandes amigos inmortales y
fieles que me enseñaron a seguir delante cuando más lo necesitaba.
Gracias por los libros, abuelo. Por las palabras. Te estaré
eternamente agradecida por ellas.
Valeria Iglesias Plester, Madrid @Cristalizados

Carta a mi amor de pocas palabras

Querido Eme:

Me permito una tregua en mi silencio devastador. Mientras


a mí me destroza por dentro, es la melodía de tu paz. Sé que cada
una de mis letras te pesa una barbaridad. Cada oración es una
tonelada que te cae como un ladrillo en el pecho y con mis párrafos
finalmente te asfixié. Llevo escribiendo desde que tengo memoria,
pero contigo se hilvanaban solas las ideas, como si estuvieran
cosidas con un hilo dorado y brillante que las entrelazaba delicada y
elegantemente. Contigo siempre fluyó todo. Te dije que estaba toda
hecha de palabras y que era lo que te ofrecía, de lo poco que podía
darte, mis palabras, torpemente dispuestas ante ti. Te lo dije en una
de mis cartas. Mis confesiones te desbordaban, mis declaraciones,
cómo juntaba las letras y te sofocaba con la materialización de mis
sentimientos. No supe parar a tiempo. No supe siquiera empezar. Y
ese fue el comienzo del fin, la historia de cómo se construyó todo
para desmoronarse entre mis manos.

Desde el primer momento te alimenté de palabras. Una a


una, te las fui dando mientras te daba trocitos de mí. Era lo mismo
amontonar esas letras que arrancarme pedacitos de corazón y
acunarlos en tus manos. Inhalaba cada una de tus palabras y por cada
una que me regalabas te ofrecía otras cien. Mis ofrendas, cuantiosas,
se me antojaban inevitables. Aquello que había evitado que
confluyeran mis ideas hasta ese momento se desvaneció y poco a
poco fui capaz de hilar mejor unas con otras y mi introspección fue
atroz. Gracias a ti me encontré y me perdí al mismo tiempo, pero
siempre quedó plasmado en párrafos y párrafos como estos. Nunca
fui capaz de dejar de escribirte. Me detengo a cada instante que estoy
a punto de hacerlo, pero siguen flotando en mi mente cada una de las
sílabas, fonemas sin pronunciar que se me clavan por dentro y me
matan de ansiedad. La agonía de este silencio me está devorando
músculo a músculo. Una bestia terrible se relame con cada una de
mis restricciones y se traga mis letras gustosa, las saborea sabiendo
que jamás tendrán destinatario.

Me quemo por dentro porque te elijo a ti. Elijo tu calma


antes que la mía, elijo adiestrar a mis palabras antes que atormentarte
con el ruido que producen mis declaraciones en tus oídos. Lo mismo
que una mosca que te zumba en la oreja una tarde calurosa de agosto
en el campo. Construí una presa para contener el río de mis letras,
para detener el desbordamiento sentimental que me produces.
Aunque hoy, en este instante, he tenido que elegir desbordarme. Me
he elegido a mí. He dejado a cada letra correr salvaje, he permitido
que unas y otras se juntasen para deletrear mi desesperación. Nunca
me abandonaron, nunca me dejaron aquí estancada, siguieron
conmigo a pesar de mis prohibiciones y no dejan de flotar. Entiendo
por fin que no puedo elegirte a ti porque mis palabras te sobran, por
tanto yo no soy más que un incordio y mis declaraciones un castigo.
Me elijo a mí y elijo a mis letras. Por eso se acabó, porque nunca
dejaste que volasen libres hasta ti mientras se deslizaban formando
espirales doradas y brillantes y preciosas a tu alrededor,
acariciándote. Se acabó, para siempre. Esa es la eternidad que
compartiremos juntos, la única. La auténtica historia de amor es la
de los párrafos y párrafos que te escribí, interminables, de mi puño y
letra, que sangré en montones de hojas blancas. La auténtica historia
de amor es la de la catarsis que me produce hilvanar mis ideas y
plasmarlas. Por eso se acabó, porque las elijo a ellas, porque me elijo
a mí mientras tú te desvaneces. Para siempre.

Con todo mi corazón,

Uve
Nuria Ortega, Almería @polvo_y_aire

Comas

Nos pusieron una coma entre sujeto y predicado.

Detuvieron nuestra historia a la mitad.

Olvidaron la interrogación a principio de frase

y no tuvieron pudor para preguntar

si nos amamos conjugando el verbo en primera persona

o solo en una oración impersonal.


Carolina M. Escribano, Córdoba @luxsescribano

Mamá quiso que fuera médico, pero yo estudié filología. Quería ser
cuentista.

Una de las pasiones que habían colapsado mi vida fue la literatura,


así que no iba a negarme a ser feliz: pagué mis estudios con trabajos
nocturnos en gasolineras y viví en la biblioteca los fines de semana
que tenía libres. El olor a libros y lo que escondían dentro (con sus
páginas dobladas, sus notas escritas por manos desconocidas en los
márgenes de los textos, sus frases subrayadas) me devolvía las
fuerzas que necesitaba para seguir adelante. Conseguí sacarme la
carrera en seis años.

Una vez concluido el grado, decidí cumplir los sueños de mi madre –


pues entonces estaba dispuesta a pagarme los estudios-, ya que el
mío ya había sido cumplido. O eso creía. Me pasé las noches
leyendo a Quiroga, Rulfo, Cortázar, Monterroso, Poe y Borges.
Nunca leí a Chéjov ni a Conan Doyle, y admiré a Keats por luchar
por su pasión literaria. Me recordaba a mí.

Me gradué en medicina tres años después y, como no encontré


ningún trabajo relacionado con las letras, terminé dedicando mi vida
a la medicina. Lo detestaba, y más aún por darme todos los
beneficios que suele dar un buen trabajo en la vida: comencé a ganar
fama en la profesión y las ofertas de trabajo me llovían. Comenzaron
a llamarme Doctor House en broma, al parecer por mi facilidad de
resolver los casos graves. Pero yo no quería ser médico, ni doctor, ni
cirujano. Quería tratar a los hombres desde su historia, sus palabras y
su literatura, no desde su corporeidad. Quería trabajar con mis manos
creando nuevas personas, no reparándolas. Quería sentir la tinta y no
la sangre.

Trabajé durante años con el cuerpo de las personas mientras seguía


acariciando los libros cuando me libraba de los guantes blancos.
Pues la literatura siempre fue mi verdadera pureza, mi esposa legal.
En cambio, la medicina era simplemente una amante indeseada.
Por fin, aunque algo tarde, decidí renunciar: me contagié de
tuberculosis y, con la excusa, me aparté de la medicina para guardar
reposo y al fin alcanzar mi momento cúlmine: dedicarme
exclusivamente a la literatura y escribir. Y escribí. Me pasé noches y
días escribiendo, sin parar, intentando alcanzar una fama mínima en
el mundo literario o, al menos, unos céntimos ganados por mi
pasión, mi vida misma.

Pero el destino es caprichoso: jamás publiqué una línea.


Diego Prieto Barco, Madrid @DiegoPrieto26

Sentado en una cafetería de Madrid me enamoré de la letra "L". Ni


siquiera recuerdo el nombre de aquel lugar. Sólo sé que los churros
estaban deliciosos y que sonaba de fondo el grupo "Oasis" cantando
"Wonderwall". Sin embargo, lo que ocurrió desde que pedí mi
desayuno en la mañana del 11 de Marzo no lo olvidaré jamás.

 Un desayuno calentito, por favor -le pedí amargamente a la


camarera de la barra. Tendría unos veinticinco años, y
llevaba uno de esos uniformes negros de hostelería.

 ¡Eso está hecho! Hace un frío de mil demonios, ¿eh? -me


contestó con una gran sonrisa mientras se daba la vuelta
para preparar una taza de chocolate caliente. Su cabello era
dorado como el oro y sus preciosos ojos azules miraban al
mundo con dulzura-. Puede sentarse en aquellas mesas de
allí. Enseguida le llevo su desayuno.

Ni siquiera un recibimiento tan cordial pudo animarme. Era una


fecha que odiaba desde que mi padre murió yendo al trabajo, y
siempre me ponía de mal humor. Así que no dije nada y caminé sin
energías hacia una mesa junto al ventanal más empañado. Estaba
ansioso por comerme el desayuno e ignorar lo que pasara durante el
resto del día; sólo quería que terminase.

 ¡Aquí tiene! -me dijo con alegría la chica a los pocos


minutos. Además de una gigantesca ración de churros con
chocolate caliente, colocó en la mesa una pequeña rosa de
pétalos rojos.

 ¿Y esto? -le respondí sorprendido por la rosa, y mi cara se


puso igual de colorada.
 Hay que hacer que el día sea especial, ¿no? Y en un
aniversario como éste la felicidad puede ser difícil de
encontrar.

En aquel momento no supe si fue por su sonrisa, sus ojos, su


amabilidad o por la música, pero un cosquilleo me recorrió el cuerpo
de arriba abajo. Entonces me fijé en el bordado con la letra "L" que
la chica llevaba en el uniforme y, haciendo caso al consejo que acaba
de darme, quise hacer especial el día.

 ¿Quieres desayunar conmigo? -le dije para comenzar una


larga relación.
Álvaro, Jaén @_poulainn

El amor está en la forma de coger un libro.

Siempre supe uno de los rumbos

de mi vida:

la magia de las letras bailando

en mi piel.

Siempre imaginé el mundo

al revés,

donde estas tenían el mando

y gritaban

fuerte.

Nunca fui capaz de abandonar

el camino pedregoso,

y siempre supe

que el amor está en la forma

de coger un libro.
María Amorós Morales, Algeciras (Cádiz) @mariaamors21

Vicio insaciable

Amarte nunca fue fácil. Y aunque nunca tenemos demasiado tiempo


para estar juntos, no te dejaría por nada del mundo. Porque contigo
no soy otra persona, contigo soy yo, la auténtica.

Amarte nunca fue fácil, porque me mataste con el éxtasis más


profundo, llorando el llanto más lastimoso, con la felicidad más
estúpida. Hastío soñador que me trajiste los versos más novecentistas
que jamás creí poder amar. Y con delicadeza, me llevaste a las
mañanas de café, cigarrillos Rubio y páginas desgastadas, a las
noches en vela, a los días desterrados, y a los consejos más
humildes. Al sol naciente de historias tan falsas y a los
acompañamientos musicales de novelas de inframundo, recitadas
bandas sonoras de mi vida.

Y seguiste a mi lado cuando te dejé, por alguien real, por alguien que
no me daba lo que tú me habías dado, porque fuiste mi salvación en
la soledad más involuntaria. ¡Quién hubiera dicho que ibas a ser el
trozo de madera en el más silencioso naufragio! Me ahogaba.
Leyendo, salía a flote. Con cada verso, con cada oración, con cada
palabra, con cada sílaba, con cada letra, con cada punto y final, y con
cada lágrima de alegría insaciable.

Hay algo en ti que me hace quererte, amarte, soñarte, y todos los


verbos bucólicos habidos y por haber. Y no solo me hiciste feliz a
mí. Tuviste la oportunidad de invadir con tu felicidad a tanta gente,
que al son de unas letras cavilabas cabezas y corazones extraños.

Amarte nunca fue fácil. Mi pequeña librería, con aquellos libros de


dibujos, que pasaron a tener historias de Romeos y Julietas
adolescentes, y que ahora, personajes históricos y policías, hadas y
biografías del 27 bailan al unísono y se cuelan en mi cama cada
noche.
Dulce pasión tan poco comprendida. Si te ama todo el mundo, ¿por
qué te rechazan a la vez? "Si no sirve para nada" - decían. No te
asustes, no lo temas, aún hay gente que te ama, yo lo hago. Yo lo
haré. Siempre. Porque evadirme con tu luz, me convence. Luna,
lunita, lunera. Desorden de mis pensamientos cuerdos, y dionisíaca
atracción de mi locura.

Amarte nunca fue fácil. Ni barato. Porque hice colas para firmarte,
sueldos para completarme, y vicios que mis padres nunca
comprendieron. Pero yo seguiré comprándote. En ese papel,
amarillento, cortante, olorosamente antiguo, silencioso y tan
hablador a su vez. Libros, libros, letras, letras, tan vacías y tan llenas.
Triste de no dedicaros lo que os merecéis, aquello que los que os dan
vida se merecen.

Si hay palabras en mi vida, es porque cuando todos los niños


jugaban en la calle, sus gritos invadían mis mundos, mis lecturas, mi
realidad.

Y con los años, te irás convirtiendo, día a día, en el vicio más


grande, un vicio limpio y sano, pero siempre con ganas de una y otra
calada. Caladas que nunca se esfumarán.

A vosotras, las letras.


Eduardo San Martín, Laredo (Cantabria) @edu2097

HUMANIDADES POR VOCACIÓN

Hace pocos años comenzó un conflicto que ha ilegitimado las


humanidades por completo; no se trata de otro sino del conflicto
ciencias-letras, en el cual nosotros, propiamente autoproclamados
“humanistas”, hemos salido perdiendo. Es poco posible llegar a
conocer el casus belli de ésto, pero si que podemos saber que será de
la raza humana sin esta disciplina, que incluye a las letras, la música
y el arte; aquellas sin las que no podemos vivir. Aún me pregunto
cómo es posible ignorar estas artes que hacen de nosotros seres
materiales, con esencia. Hace dos años, aproximadamente me dí
cuenta de lo que realmente eran las humanidades, y sí, os equivocáis
si pensáis que es simplemente un bachillerato o una simple carrera.
Para algunos de nosotros, éstas son nuestra pasión. Por ellas dejamos
la piel, ya sea gastando hora y media en traducir un texto clásico o
aprendiéndonos cuarenta obras de arte en una hora. Muchos piensan
que las humanidades son para aquellos que no triunfarán en la vida,
que serán simples profesores mileuristas de instituto. Para nosotros,
ser estudiante de humanidades es dedicarnos a lo que de verdad nos
gusta, lo que nos hace feliz verdaderamente, lo útil para nosotros e
inútil para otros. Como ya dijo Ovidio en aquella época: “ Por más
que te esmeres en encontrar qué pudo hacer, no habrá nada más útil
que estas artes, que no tienen ninguna utilidad” (Cum bene
quaesieris quid agam, magis utile nil est; artibus his, quae nil
utilitatis habent). Nuccio Ordine advierte en su obra “La utilidad de
lo inútil” (2013) que por consecuencia de este conflicto científico-
humanístico se acabará con los filólogos y estudiantes de la
Antigüedad, lo que llevará a cerrar bibliotecas con sus libros y
documentos, clases de lenguas del pasado...; lo que llevará a una
amnesia total que hará desconocer a las generaciones venideras cuál
fue su pasado para poder conocer el presente e imaginar el futuro. Y
en verdad Nuccio Ordine está en lo correcto, una vez los estudiantes
científicos persuadan a las próximas generaciones, las enseñanzas
humanísticas quedarán relegadas no a un segundo, sino a un quinto
plano, donde los estudiantes no serán conscientes de que existe dicha
educación y por lo tanto desconocerán la historia de su lengua
materna, la historia del pensamiento actual, incluso de su propia
historia, la historia de la humanidad. Una vez olvidado todo esto, el
ser humano estará sometido a un período infinito de analfabetismo
cultural, y con ello se verá desde la Tierra que el fin del universo al
fin ha llegado. Nuestro querido Sr. ministro de Educación, Ignacio
Wert está convencido de que estas enseñanzas duermen la mente de
los estudiantes. Ahora bien y ya para acabar; aunque nos quiten
enseñanzas humanísticas como la filosofía, nos recorten en
educación pública o nos intenten introducir falsos valores en nuestra
cabeza: nunca, nunca, nunca perdamos la ilusión por lo que
realmente nos apasiona, aquello que nos hace feliz y nos servirá para
ser grandes personas en el avenir. Luchemos por las letras y las artes,
por lo que es nuestro, luchemos por nuestro futuro y el de las
próximas generaciones, simplemente, luchemos.
Miriam Torrecillas Ramos @timetoleyenda

De repente deja de llover. Acostumbrados al frío del invierno,


guardas la chaqueta de la ignorancia en un armario que
probablemente nunca más vuelvas a abrir. Cierras los ojos y te
quedas callado.

El silencio es la parte que más nos gusta de la música.

Silencio.

Palabras silenciosas que al plasmarlas en un papel sonoro crean


magia.

Magia es leer a Poe una oscura noche de luna llena.

Magia es escribir al ritmo de la marea en un amanecer.

Quizás en Venecia, o en Australia.

Quizás en mi cama.

Sale el sol y con él la ilusión del poeta que fue asesinado escuchando
el ruido de unos cañones fratricidas.

Con la huida del Invierno les llega la oportunidad de poder


establecer una relación con las palabras: imaginarlas, crearlas,
escribirlas, desnudarlas...

Fue entonces cuando llegó ella y seguidamente le rompió todos los


esquemas.

Él no quería abrazarla.

Ella se convirtió en cenizas.

Él se dio cuenta de que la amaba.

Ella fue el mejor cigarro de su vida.


Así sucedió, tal como en la Primavera
del Amor.

Ella
era Poesía.
Segunda edición:
Continúa la
historia…
María Amorós Morales @mariaamors21
Algeciras, Cádiz

GANADORA DE LA SEGUNDA EDICIÓN.

En el Café Doré

“Sé que tarde o temprano se me va a olvidar respirar,


¿por qué no disfrutar de algo que no podremos volver a
sentir?’’ Esas fueron las últimas palabras que me dijo el
señor Hudson antes de…

La noche que nos conocimos él respiraba aires de


triunfador. El señor Hudson era un hombre que rondaba
los cincuenta, de pelo ceniza, manos grandes, trajeado y
que desprendía un olor inconfundible a fuerte colonia
cara, no esas que se suelen comprar en los grandes
almacenes. El Café Doré es aquel lugar donde se cruzan
miradas bañadas en purpurina, donde los hombres
fuman puros habanos mientras beben whisky carísimo
de importación y las chicas que usan filtros largos y
finos para colocar los cigarrillos, fuman con elegancia y
sueltan el humo con la intención de que cada hombre
desesperado y rico, se las llevase a la cama. Era la
primera vez que iba a un sitio así, y no salía de mi
asombro con cada cosa que veía. El señor Hudson me
cogió del brazo para pasearse hasta un camerino. Era
espléndido. Una habitación pequeña con un diván de
terciopelo rosa, unas cortinas de cristales que parecían
collares colgantes, un exótico biombo japonés y un
espejo de luces digno de una nueva estrella de
Hollywood eran testigos del primer regalo del gran
conquistador, Martin Hudson, quien esa noche se había
fijado en mí, no de tanta casualidad. Caminaba
torpemente mientras intentaba encenderme un cigarrillo
y andar a paso ligero. No me gustaba deambular por
aquellas calles de noche, ya que eran de lo más oscuro y
peligroso de Nueva Orleans. Todas mis amigas del
instituto hablaban con entusiasmo, y casi a diario, de un
tal señor Hudson como un auténtico mito de la
seducción, pero nunca había tenido la ocasión de verle.
Tampoco me llamaba demasiado la atención. Menos
aún esperaba toparme con él esa noche.

─ Disculpa, preciosa, permíteme. ─ dijo un


caballero alto e imponente, de traje grisáceo,
ofreciéndome un encendedor de plata.

─ Gracias. ─ dije mientras me temblaba la voz y


todo el cuerpo.

Estaba tan asustada, que di un par de caladas y tiré el


cigarro al suelo, apagándolo con un pisotón. Unos
cuantos hombres de mal aspecto paraban a fumar en las
puertas de unos ruidosos y sucios antros que hacían
esquina. A pesar de eso, justo enfrente quedaba el
aclamado Café Doré.

─ No deberías andar sola a estas horas por aquí,


jovencita. No es buen lugar. Ven, te invito a una
copa. Si a tu edad fumas, no creo que le hagas
asco a una buena ginebra.
─ Lo siento, tengo que irme a casa, es tarde.
Disculpe por favor. ─ Yo trataba de esquivarlo.

Aquel señor me puso la mano en el vientre intentando


que no avanzara un solo paso más. A la vez sonreía
dulcemente. Quería que aceptara su invitación.

─ No tengas miedo, no, no soy como esos cuatro


borrachos de la esquina. ─ Mientras hablaba
hacía alusión a los cuatro hombres señalándolos
con la mano en la que sujetaba un cigarrillo
recién encendido. ─ Me llamo Martin, Martin
Hudson, vamos te invito a una copa en el Doré,
no volveré a repetir mi oferta… No sabe ese
café la belleza que se está perdiendo.

Acepté la invitación, pero estaba muy tensa. ¿Era ese el


señor Hudson del que todas hablaban? Él me tendió el
brazo y con la otra mano empujó la puerta del café
mientras hacía un gesto de afirmación a un chico que
guardaba la entrada.

De repente, me dio en la cara una bofetada de humo de


cigarrillos, el sonido de un saxofón y una voz ronca y
encantadora. Estaba atemorizada a la vez que
sorprendida y maravillada al mismo tiempo. Temblaba.
El señor Hudson lo notó y me susurró que tenía un
regalo para mí. Se acercó a la barra, le oí pedir un par de
Martini y algo que insinuó al camarero sin que yo me
diera cuenta.
Me llevó a aquel camerino. Sobre el diván había un
precioso vestido con detalles dorados y una caja de
zapatos a los pies. Con sorpresa el señor Hudson se
situó tras de mí y soltó con detalle el pasador que
sujetaba varios mechones de mi pelo. “Cámbiate’’ ─ me
dijo con voz seductora. Volvía en unos segundos. Por
un momento pensé en salir corriendo y olvidarme de
todo aquello, pero cuando me quité la desastrosa ropa
que llevaba, me enfundé el vestido tan elegante y sutil, y
me pinté los labios de un precioso rosa intenso, supe
que aquella noche estaba tan solo ideada para mí.

El señor Hudson entró en la habitación y se paró en la


puerta de espaldas hablando con unos chicos que le
saludaron con auténtica devoción. Al girarse, con un par
de copas en sus manos, se quedó realmente alucinado.

─ ¡Vaya! Veo que he acertado con el regalo.


Estás… ¡Estás impresionante!

Me sonrojé, y atrevida le quité uno de los Martini y le di


un pequeño trago.

─ Eres una chica decidida, ¿no? Me gusta. Por


cierto, ¿cómo te llamas? ─ comentó a la vez que
agitaba los hielos haciéndolos sonar lo que
había en su vaso y se acercaba más y más a mí.

Me acerqué más a él.

─ ¿Cómo quieres que me llame? ─ dije de manera


pícara y juvenil.
Solté una pequeña risa, que pareció volverle loco.

─ Me llamo Elienne, Elie.

─ ¿Te gusta bailar, Elie? Bueno, ¿sabes? ─ dijo el


señor Hudson mientras me cogía de la muñeca y
me dirigía a la puerta.

─ Claro que sé. ¿Vamos? ─ dije mientras le


ofrecía salir a la pista.

─ Aquí la música es buenísima, siempre en


directo. ¡Ay Elie, Elie, Elie! ─ Martin lo
anunciaba, inclinando la cabeza hacia arriba,
como si implorase al cielo y diera las gracias
por mandarle a un ángel.

La pista era muy estrecha, apenas medio cuadrado, pero


lo suficiente para que unas cuantas parejas bailasen
juntas un pegadizo swing, mientras alrededor, mesas de
cuidado diseño y decoración debatían sobre la Ley Seca,
fumaban y seducían a chicas solteras. Brillos, collares,
tabaco, whisky, swing y jazz del bueno. Aquella era la
verdadera esencia de Louisiana. El señor Hudson me
miraba cada vez que yo cerraba los ojos para sentir con
más intensidad la música que movía mi cuerpo y
traducían mis pies al son de una deliciosa trompeta. Me
tomaba del brazo y me hacía girar para que la falda del
vestido que él me había regalado se levantara durante
apenas segundos. Un par de canciones hasta que no
pude más y le reclamé otra copa.
─ Te presentaré a unos amigos, venga. ─ dijo
mientras me agarraba de la cintura y me guiaba
a la barra.

Un grupo de dos hombres y dos mujeres de su misma


edad reían y bebían al mismo ritmo de la música en una
de las mesas de la esquina.

─ Chicos, chicos, os presento a Elie. Es mía… ─


insinuó haciendo como si yo no me hubiera
enterado de lo que acababa de decir.

En ese momento, le golpeé el hombro a la vez que decía


un irónico “Cállate’’ con doble sentido y me reía como
una de esas chicas que parecen que se pasan noche tras
noche en ese antro tan maravilloso. Una de las dos
mujeres me acercó una pequeña funda de metal. La abrí
con curiosidad y contenía varios cigarrillos colocados
de forma ordenada. Ella cogió uno y se lo colocó entre
sus dedos. Del mismo modo, me ofreció otro a mí. Dudé
un poco. Solo fumaba cuando estaba nerviosa como
cuando caminaba sola de noche antes de entrar en el
café. En situaciones tranquilas y cuando estaba a gusto
no solía hacerlo. Pero era tabaco del bueno y del caro, y
no me pude controlar aceptando la oferta.

La noche seguía su genial curso y el swing acabó en un


precioso blues relajado y sensual. Los amigos del señor
Hudson se marcharon, ellas más borrachas que ellos.
Eran personas refinadas, fuera de mi ambiente habitual,
pero como toda aquello que sucedía esa noche. Y
cuando nos quedamos solos me bloqueé un poco ante lo
que podía pasar. Martin se aproximaba despacio al lado
mío y me cogió la mano con fragilidad, como si se
tratara de algo muy valioso. Al mismo tiempo, me dio
un beso en la mejilla y comenzó a rozarme la pierna
ligeramente. Podía sentir el pavor que tenía. Estaba
rígida. Mucho. Pero, ¿volvería a tener la oportunidad de
estar con alguien como el señor Hudson?

Seguía el temblor en mis manos. Recién había cumplido


los dieciocho años y no sabía lo que era exactamente el
amor. Ni por asomo. Aunque, ¿cómo iba a ser amor eso
de conocer a alguien con tal porte y sentir una atracción
tan fuerte? Eso no era amor. Era deseo y pura atracción
a lo genialmente desconocido. Como no sabía a lo que
me enfrentaba, simplemente me dejé llevar. El señor
Hudson me trataba como lo que era, una joven
totalmente inexperta. Lo hacía todo con delicadeza, los
besos y caricias, el llevarme el pelo por detrás de la
oreja. Estuvimos así un buen rato, con un dulce saxo
como banda sonora, hasta que decidió que aquel no era
el mejor lugar para continuar la fiesta. Salimos del café
a la calle, donde nos esperaba un coche negro sencillo,
pero elegante. Las copas me habían sentado demasiado
bien, tanto que ni sabía, ni me importaba a dónde nos
dirigíamos. El conductor paró en un portal del que no
me quise fijar mucho. Nos bajábamos a la vez que el
hombre nos daba las buenas noches, y tras esas
palabras, cuando me fui a dar cuenta, estábamos
sentados en un cómodo sofá de una salita oscura, solo
iluminada por las tenues luces que provenían de la calle.
El señor Hudson era mayor, rondaba casi los cincuenta,
pero en ese aspecto parecía un joven de mi edad. Era
cariñoso y tímido, a la vez que apasionado.

De repente, Martin vio que se me había deslizado el


tirante del vestido y decidió retírame el otro mientras
besaba mi hombro. Yo era una chica delgada y me
resalían las clavículas de manera notable, cosa que, al
oído me susurró que le encantaba. Yo tomé parte de la
iniciativa y empecé a besarle con tranquilidad el cuello.
Pereció ser un punto de inflexión porque ligeramente
me fue quitando el vestido. Ni siquiera me había besado
con un chico en mi vida, y lo había tenido todo
completo en una noche. Tenía miedo, sí, pero también
estaba fascinada. De pronto, Martin paró en seco y se
levantó. Se dirigió hacia un pequeño mueble bar justo al
lado de un tocadiscos que encendió y de donde comenzó
a escucharse una música suave y armoniosa. Tomó un
trago y volvió hacia donde estaba yo. Se tumbó a mi
lado y comenzó a admirarme mientras deslizaba sus
dedos por mi piel.

Sé que tarde o temprano se me va a olvidar respirar,


¿por qué no disfrutar de algo que no podremos volver a
sentir? ─ afirmó Martin Hudson en voz baja.

Era todo tan maravilloso que me había olvidado de


pensar. Hicimos el amor poco a poco, muy lento, con
pasión y con una hermosa banda sonora. Parecía que ni
siquiera se había dado cuenta de que yo era una total
inexperta. Casi se me olvida lo que era respirar, y
necesitaba otra copa. Me levanté y cambié el vinilo por
uno de jazz que tenía sobre una mesita. Serví un par de
copas y fuimos a su habitación. Una habitación de
hombre rico, que traía a más de una mujer por semana a
su cama de suaves sábanas blancas. Sabía ese hecho de
sobra, él mismo fue quien había recalcado que no
volveríamos a sentir eso. Pero ya empezada la historia,
me daba igual. Volvimos a hacerlo un par de veces más
hasta que, extasiada, me quedé dormida mientras me
acariciaba el pelo.

Alguien que aporreaba la puerta con violencia nos


despertó sobresaltados. Martin se giró y me miró
extrañado. No esperaba a nadie. En ese momento se me
pasó por la cabeza que podía ser su mujer, o bueno, una
de ellas. Volvieron a llamar de nuevo más fuerte. Al
otro lado de la puerta alguien daba unas voces como un
auténtico desquiciado. Me esperé sentada en la cama,
expectante, con la ligera sábana que todavía tapaba mi
cuerpo desnudo. Solo me dio tiempo a reaccionar
cuando vi que un par de policías intentaban sacarme de
la cama para interrogarme. El señor Hudson estaba en el
quicio de la puerta, con un agente perfectamente
uniformado que le sujetaba las manos. Pedí por favor
que me dejaran unos segundos para vestirme. Ni
siquiera encontraba el vestido que me había regalado
aquel hombre por el que ahora quería salir corriendo.
Debajo de la cama estaba. Era demasiado vistoso como
para salir de allí, en manos de la policía y que todos los
paseantes me vieran. No podía estar más avergonzada.
Así que abrí un armarito que había en una esquina y
cogí una chaqueta, tres tallas más grandes que yo.
─ Señor Hudson, tiene que acompañarnos a
comisaria. Usted y su acompañante, que bien se
puede apreciar que es una menor. Allí le vamos
a tomar declaración, aunque yo que usted ya me
preparaba para pasar una noche en los
calabozos.

Aquellas palabras me sentaron como un jarro de agua


helada. Mentían en el hecho de que era menor. Grité sin
piedad. Yo era inocente, pero ¿Quién era ese señor
Hudson que me llevó al éxtasis, y horas más tarde me
había metido en el lío más grande del mundo?

Justo en la puerta de una vil comisaría, nos separaron.


Me llevaron, sin esposarme a un cuartucho gris.
Comenzaba un interrogatorio sin sentido.

─ Yo no recuerdo a penas nada, no tengo


documentación, este vestido ni siquiera es mío.
Creo que mi cartera la olvidé en un café,
déjenme pensar… Sí, café Doré. Soy mayor de
edad, no tengo ni idea de lo que está pasando, el
señor Hudson me invitó a una copa y… Llamen
a mis padres, por favor. Señores Myers, calle
Bourbon nº 46 ─ ni siquiera tenía fuerzas para
continuar.

En ese momento, los dos agentes abandonaron la sala y


entró una joven comisaria, entregándome un vaso de
agua. Me temblaba la mano, pero la chica supo
relajarme. Dijo que mis padres estaban de camino. Y me
contó lo que realmente había pasado.

Oí unos gritos en la entrada, rápidamente supe que era


la voz de mi padre. La comisaria le hizo entrar y
obligarle calmarse si quería hablar conmigo.

─ Elienne, ¿qué está pasando aquí? Se suponía


que te ibas a quedar a dormir en casa de tu
amiga, que nos llama preocupada de madrugada
porque no aparecías. Ahora nos llama la policía
diciéndonos esto. ¿Te has visto cómo vas
vestida? ¡Te has dado cuenta de la gravedad del
asunto? Sé que tienes miedo, pero, te lo
tenemos que decir. ¿en qué te fijaste, Elienne?
Mírame ─ Gritó con desesperación. Ese tal
señor Hudson te ha tratado como lo que eres,
una auténtica víctima más. Ese Martin Hudson
no se llama ni siquiera así. Es un estafador, un
maldito estafador. Se codeaba con las altas
élites y les robaba, les hacía creer que
pertenecía a su misma clase, y se acostaba con
chicas jóvenes por puro placer. Le llevan
buscando más de un año. Está enfermo y… No
sé en qué pensabas Elie. ─ El rostro de mi padre
lo decía todo.

No podía dar crédito de aquello. Rompí a llorar. Ni


siquiera recordaba que había pasado. Un señor Hudson
estafador, el placer más inhumano, la histeria de mis
padres. Y el cruel recuerdo de una noche mágica
transformada en un trauma de por vida. Era todo
inaudito. No lamenté ni un solo momento andar sola con
miedo por esas calles, lamenté el que todas esas chicas
pensarán que ese señor Hudson, que prometía la luna,
no era más que una simple ilusión adolescente
consumida como un triste cigarrillo. El hombre que hizo
que mi padre sintiera vergüenza por su hija. Una hija,
que engañada, no podrá quitar de su memoria la cara
oculta de la auténtica esencia de las noches fundidas por
el jazz.
Paula Ordaz Pérez
@paulatynamente
Madrid

Almacén de juguetes rotos

Nunca llegué a tiempo de evitar que me mirara con esos


ojos tan dañados por la vida, tan entrenados para
hacerme creer que estaba viva. La verdad es que me
convertí en un títere en manos expertas. Cuando me
hacía cosquillas me reía, sintiera o no ese hormigueo
que te recorre la piel. Y qué decir de esos besos a los
que correspondía cuando ni siquiera me movían el
estómago; ni el corazón. Estaba viva y mi corazón era
incapaz de responder a sus besos, a sus caricias, a
aquellas palabras que me prometían el sol, la luna y la
galaxia entera. Supongo que en el fondo sabía algo de lo
que se traía entre manos.

Y es que al principio le miraba como si fuera una niña


en una tienda de dulces. Hasta yo misma veía aquel
brillo que irradiaba de mis ojos. Y lo peor es que él me
miraba de la misma forma; me sonreía y me decía esas
tres palabras que hacía que me temblaran las piernas y
me acurrucara en su pecho durante horas. Ese era el
lugar más seguro del mundo.

Entre sus brazos intentaba averiguar quién era. Definir a


esa persona que me había devuelto las ganas de vivir.
Mientras él dormía, cuando su pecho apenas se movía,
ahí aprovechaba para observarle, para adivinar sus
sueños, sus pensamientos más profundos. Los de
verdad. Y una noche, en un susurro, lo entendí todo. Sé
que tarde o temprano se me va a olvidar respirar. Era
alguien sin esperanza, que vivía porque no le quedaba
otro remedio o, quizá, porque no tenía el valor para
terminar con todo aquello. ¿Por qué? Ni siquiera podía
imaginarlo.

Aquella mañana me dio los buenos días y los sentí como


un disparo. Me dolió, porque podía ser la última vez.
Porque todo lo que habíamos vivido, todas sus palabras,
sus besos podían ser parte de un plan para seguir con
vida. Esa frase había hecho que todos sus trucos
quedaran al descubierto. Las cuerdas que sostenían a la
muñeca estaban rotas, al fin. Entonces decidí
preguntarle qué era para él. Él me sonrió, con esa
sonrisa vacía, casi convertida en mueca. Era lo mejor
que tenía en la vida, y me estaba estropeando. Se fue a
preparar el desayuno. Yo me quedé llorando en la cama,
pensando en sus palabras, sin saber qué era lo que iba a
pasar. Él también era lo mejor de mi vida.

Cuando llegué de trabajar, no había nadie en casa. Fui


directa a la habitación y vi una nota sobre la cama.
Supuse que esa noche llegaría tarde, que ese era el
mensaje. Pero no. Las ventanas del balcón estaban
abiertas y la lluvia entraba sin cesar; las cortinas estaban
completamente húmedas y un escalofrío me recorrió de
los pies a la cabeza. No me hizo falta leer aquella nota.
Sabía lo que había pasado. Él se había ido para siempre.
El motivo era algo de lo que él no tenía la culpa. Ni él,
ni yo, ni nadie. Su madre también se había suicidado.
Una profunda depresión acompañada de decenas de
medicamentos. Él tenía siete años. Toda la nota era una
detallada explicación de sus sentimientos, de aquellas
ganas de vivir que se habían esfumado, de ese intenso
deseo de encontrar a alguien como su madre y poder
salvarla. Yo era un juguete roto y no había podido
arreglarme.

- No digas eso.

La señora que está sentada frente a mí me saca de mi


historia. Ni siquiera sé el motivo que me ha llevado a
contarla todo esto. El tren se mete en un túnel, cierro los
ojos y tomo aire.

- He intentado cambiar, pero después de todo,


sigo siendo el mismo de ayer.

- ¿Cómo dices?

Esas fueron las últimas palabras que escribió. Siempre


lo he imaginado escribiendo en el escritorio del
despacho. Él, frío como el hielo, con una copa de
bourbon y aquella mueca en su rostro. Se levanta
lentamente y deja todo en su sitio, colocado al
milímetro. Recorre el salón y después el pasillo; tuerce a
la derecha y deja la nota sin rozar la cama. Entonces, se
dirige al balcón e inspira el aire fresco empapado de
agua. Y, sonriendo como cuando nada dolía, se lanza al
vacío.

Siempre me han gustado los acantilados. El sonido del


mar, el color del agua al atardecer, la brisa. Los juguetes
rotos no tienen arreglo. Qué bonito es todo desde aquí
arriba. El sol se va escondiendo poco a poco, no le
quedan fuerzas para seguir brillando. Sonrío. Es
demasiado poético. Doy un paso hacia delante.
¡Atrévete, valiente! No, vuelve atrás. Siento mi corazón
latiendo como nunca. Estoy viva. Grítalo. ¡Estoy viva!
Sé que tarde o temprano se me va a olvidar respirar. Me
apago al ritmo del sol. Abajo, más abajo. Aquí hace frío.
Sé que tarde o temprano se me va a olvidar respirar. Me
olvido. Anochecer.
Arantxa Miracles Pons

Catarroja, Valencia.

Nunca conseguí llegar a tiempo.

Esa frase no paraba de sonar en mi cabeza y sé que


tardaría en irse, si es que se conseguía ir algún día. Me
sentía culpable, sabía que no había hecho lo correcto,
pero ya no podía hacer nada para remediarlo. Otra vez
había vuelto a fallar.

Era martes y como todos los martes del mes, me tocaba


ver a la chica más preciosa del universo, estar con ella
me hacía sentir el hombre más feliz y afortunado del
mundo, no podría expresarlo con palabras, es algo
inefable, solo sé que me paso toda la semana contando
los días, las horas y los minutos para que llegue ese
ansiado martes y poder volver a ver a la pequeña que
con esa sonrisa inocente y dulce, me hace perder la
cabeza y olvidarme de todos los problemas que tengo y
que me ahogan día tras día.

Sin embargo, últimamente, las cosas no estaban bien


entre nosotros, y lo admito, era por mi culpa. La estaba
fallando, no estaba cuando ella me necesitaba. Me lo
había comentado muchas veces y yo siempre le decía
que tenía razón, que no iba a volver a pasar pero, no era
cierto pues, aunque he intentado cambiar, sigo siendo el
mismo de ayer: un irresponsable, quizá inmaduro a
pesar de todo, que no valora lo mejor que tiene en su
vida que sabe que va a acabar perdiendo todo, pues todo
estaba en su contra y, admito que no estoy haciendo
nada para evitarlo.

Pero qué puedo hacer cuando todo me supera, cuando


tengo crisis en las que pienso que sería mejor acabar con
todo. Pero no lo hago. Y todo por ella.

Nos conocimos hace casi doce años, todo fue una


casualidad del destino, reconozco que al principio no lo
buscaba y no me hacía gracia atarme a nadie y tener
responsabilidades, pero todo cambió en cuanto vi su
cara; en cuanto deslumbré sus preciosos ojos negros,
supe que iba a ser el amor de mi vida. Éramos jóvenes y
alocados, pero hoy en día sigo pensando lo mismo, a
pesar de los baches por los que pasamos.

Unos cuatro o cinco años después, la cosa se complicó,


desperté del sueño en el que estaba y me encontré con la
vida, esa vieja amiga borde que parece que has perdido
pero que aparece de repente y te recuerda que la vida no
es tan bonita: un golpe duro, pero necesario. Ahí pensé
que la perdía, otras personas se la querían llevar de mis
brazos y estuvimos mucho tiempo sin vernos, pero
gracias a Dios, la recuperé y todo fue bien.

Hasta ahora. Todo se torció un poco porque se ha


apuntado a clarinete los martes por la tarde, ella sabe
que yo la apoyo en todo, pero me duele que se haya
apuntado justo ese día y a esa hora, en el único
momento de la semana en el que podemos vernos y
disfrutar de nuestra compañía haciendo lo que sea,
porque solo con estar con ella me conformo. Pero no le
puedo decir nada, si se cree que estoy enfadado o si le
echo la bronca, podría perderla para siempre y es algo
que no quiero por nada del mundo. Al principio le
mostré mi desconforme y parece que le molestó:

“¿No te gusta que me desarrolle?”- me inquirió.

-“Claro que me gusta, pero me duele que no nos


podamos ver tanto como antes” respondí como pude.

Al final acabamos abrazados y en paz, pero yo seguía


angustiado.

Hace dos martes fue su primera audición de clarinete,


estaba muy nerviosa y emocionada, su carita era lo más
bonito del mundo y yo le prometí que iría verla:

“-¿Seguro que vendrás?

-Claro, no me lo perdería por nada del mundo”

Se lo prometí unas veinte veces, y al final, llegué tarde.


Tuve que acompañar a mi madre al médico y cuando me
presenté en el salón de actos donde se llevaba a cabo el
recital, ella ya había actuado. Cuando me vio, empezó a
llorar, y creo que no me he sentido peor en mi vida. Me
sentí muy miserable, fue como si mi mundo se
derrumbase, no sabía qué podía hacer.

Estuvimos una semana sin hablar, desde pequeño no


conseguía llegar a tiempo a ningún sitio, era algo común
en mí, pero no iba a permitir que volviese a ocurrir
después de haber arreglado mi despiste anterior.

Dos semanas después, ella vuelve a tener otro recital.


Esta vez sí que no me lo pierdo.

Aquí estoy, viendo cómo mi hija me hace sentir el padre


más orgulloso al tocar ese instrumento de viento.
Sara Cartas Sanz

@tennspirit_

Madrid.

Nunca conseguí llegar a tiempo. Quizá esa era mi


pequeña tara. Nací semanas después de lo previsto,
siempre llegaba tarde a clase y, unos años después, al
trabajo. En mis relaciones nunca fue diferente. Llegaba
con retraso a cualquier evento familiar, pero ellos ya
estaban acostumbrados, ya me conocían, ya sabían que
tenía treinta años y ninguna ambición en la vida. Nada
me llenaba. Mi vida sentimental no iba mucho más allá,
jamás conseguía durar con mi pareja más de seis meses.
Seis meses era mi tope, y ni siquiera había sido feliz en
ese tiempo, aunque era lógico que aquellas relaciones
acabaran tan pronto. ¿Cómo iban a aguantar la
impuntualidad de un hombre sin nada que ofrecer
durante más de seis meses?

Acabé estando solo, con un par de cervezas como


compañeras nocturnas. Quería algo. Ese algo que me
haría la persona más feliz del mundo pero ni yo sabía de
qué se trataba. Hasta que descubrí una pequeña cafetería
al final de la calle que, extrañamente, abría las
veinticuatro horas. De noche me costaba mucho dormir,
y tiempo atrás había decidido rendirme en mi batalla
contra el insomnio y dejar que ganara él. En esa
cafetería, cada noche, a las dos, aparecía ella: más o
menos de mi edad, pelo recogido y oscuro, ojos negros
en los que no se podía distinguir la pupila del iris,
estatura media... Transmitía algo especial, algo de lo
que cualquiera se daría cuenta. Era la primera persona
que me llamaba la atención de verdad desde hacía
mucho y, tras varias noches viéndola entrar a la misma
hora y sentarse en el mismo sitio en la pequeña cafetería
del final de la calle, me decidí a hablarle. Parecía más
viva según te ibas acercando a ella, se convertía en algo
más real. Descubrí que acudía allí por la misma razón
que yo, insomnio, y que simplemente se dedicaba a
adelantar trabajo para el día siguiente en su pequeño
portátil. Excepto aquella noche. Aquella noche, sigo sin
saber de dónde saqué el valor, le pregunté si querría
pasear conmigo. Aceptó. Nos levantamos. Salimos.
Pleno junio, la temperatura perfecta. Las calles de
Madrid seguían con vida un miércoles a las cuatro de la
madrugada. Tras un largo camino, llegamos a Gran Vía.
Todo parecía tan banal. De repente, empezó a sonar una
canción. La canción. No recordaba el nombre, ni
siquiera me importaba. No sabía de dónde procedía la
música, pero en ese momento daba igual. Los sonidos
de la ciudad se apagaron, desparecieron, y esa canción
especial ocupó el lugar del ruido del tráfico. Empezaba
a ver las cosas con otros ojos, como si, sin más, todo
cobrara un significado más único, más profundo, como
si todas aquellas banalidades se hubieran convertido en
una perla. Caminábamos de la mano, sin rumbo fijo, y
por primera vez sabía que no había llegado tarde, que
había ido a la cafetería a la hora correcta para poder
conocer a la maravillosa chica que ahora tarareaba junto
a mí y que parecía estar enamorada de la vida, justo de
lo que yo carecía. Llegamos a un semáforo en rojo.
Me miró.

Sonrió.

Y se desvaneció.

De pronto todo era negro.

Y abrí los ojos.

Había estado soñando con las repetidas veces que la


había visto en aquella cafetería y había estado soñando
con sus manos agarradas a las mías, como si no quisiera
que me fuera. Había soñado con sus ojos, su pelo, su
risa, su forma de bailar en plena calle, su amor por la
vida y quién sabe si quizá con su amor por mí. Había
soñado que por una vez no llegaba tarde y que estaba a
la hora perfecta para poder hablar con la chica perfecta.

Había conseguido vencer al insomnio sin necesidad de


medicamentos por primera vez en meses.

A partir de esa noche, jamás he vuelto a llegar tarde, no


sea que llegue tarde a ser feliz.
Nombre: Antonio López López

Twitter: @Nvmantinvs

Ciudad: L’Alcudia de Crespins, Valencia.

He intentado cambiar, pero después de todo, sigo siendo


el mismo de ayer, es imposible que deje este estilo de
vida, la paz ya no es para mí, no sin ellos.

Recuerdo un día que paseaba con mi amigo por el


monte después de un duro día de trabajo, un día en el
que recorrimos decenas de kilómetros en busca de
pastos para nuestras hambrientas reses, una búsqueda
infructuosa.

Yo era un chico fornido, de unos seis pies y medio de


altura, llevaba entonces el pelo muy largo y me
empezaba a dejar crecer la barba, mi amigo era algo
más bajo pero tenía una mirada que infundía respeto,
mucho respeto.

-Así no podemos seguir Viriato. –Dije yo

-Lo sé Vismaro –Respondió este de forma taciturna.

Ambos éramos jóvenes pastores lusitanos. Teníamos un


pequeño rebaño de ovejas y dedicábamos la mayor parte
del día a buscar pastos en nuestra región, la cual era
especialmente baldía y donde era más fácil encontrar
piedras de todos los tamaños y tipos que suficiente
vegetación para alimentar al ganado. La tierra era poco
fértil, sobre todo porque no eran muy frecuentes las
precipitaciones y así era muy difícil dedicarse a la
agricultura. Todos estos factores propiciaron que los
lusitanos nos tuviéramos que ganar la vida de otra
forma; saqueando.

La vecina región de Vettonia era objetivo constante de


razzias y saqueos de pequeña escala, todo ello llevado a
cabo por reducidos grupos de jóvenes, y no tan jóvenes,
lusitanos, que trataban de subsistir a base de robar ya
que en su región natal el oficio de pastor o el de
agricultor no era suficiente para mantenerse uno mismo
en pie y mucho menos para mantener a una familia.
Pero no todo el pueblo lusitano se dedicaba a la guerra,
tenían una cultura muy rica, con un panteón de dioses
muy destacable, y no eran tan incivilizados como los
romanos los tacharon, incluso se daban baños calientes
y posteriormente fríos, al más puro estilo del caldarium
y del frigidarium romanos.

Nos encontramos en el año 150 a.C. el pretor Servio


Sulpicio Galba congregó a treinta mil lusitanos que
deseábamos pactar con él un tratado que nos permitiera
dejar las hostilidades y conseguir tierras en las que tratar
de cultivar. Los lusitanos nos habíamos visto obligados
a violar un pacto que hicimos con el anterior pretor,
Marco Atilio Serrano, debido a la imperiosa necesidad
de conseguir alimento, yo mismo dejé de ser pastor
porque la mitad de mi rebaño murió por falta de comida
y me uní a los saqueadores.

-La esterilidad del suelo y la pobreza os fuerzan a


cometer estos actos; pero yo como aliado vuestro os
daré tierras fértiles y os estableceré en campos
abundantes, para ello quiero os dividáis en tres grupos.
–Esto dijo ese Galba.

Los lusitanos nos dispusimos a obedecer con celeridad.


De esta forma treinta mil fuimos divididos en tres
grupos de diez mil, todos ellos formados por familias
enteras, mujeres, ancianos y niños, casi la totalidad de la
población estaba allí.

-¿Crees que nos darán tierras, Viriato? –Le pregunté.

-No lo sé, Púnico y Césaro ya intentaron conseguir


tierras y ya ves el resultado.

-No me fío de los romanos, mienten más que hablan. –


Le confesé.

-Yo tampoco. Que Endovellicus nos proteja. –Sentenció


Viriato, que normalmente no era muy religioso.

El primer grupo de lusitanos recibió la visita de Galba y


de varios soldados, demasiados para tener buenas
intenciones.

-Dadnos las armas, ya no os van a servir. –Ordenó


Galba.
-Pero señor, ¿y cómo vamos a defendernos sin armas? –
Preguntó un joven lusitano.

-No os preocupéis por eso, nosotros nos encargaremos


de vuestra seguridad.

Galba se retiró orgulloso al ver como los lusitanos


entregaban las armas y acto seguido se acercó a uno de
sus oficiales y le susurró:

-Que tus hombres rodeen a esta chusma con un foso, y


que sea rápido.

-Así se hará señor. –Respondió el oficial.

Los soldados romanos eran famosos por su versatilidad


y se pusieron manos a la obra con el foso que debería
rodear completamente a este grupo de diez mil
lusitanos.

Cuando el foso estuvo terminado el oficial se presentó


en la tienda de Galba y se lo comunicó:

-Está hecho señor, ¿alguna orden más?

-Asesinadlos, a todos. –Ordenó cruelmente Galba.

-Pero señor, están desarmados, incluso hay niños y


mujeres.

-No cuestiones mis órdenes tribuno, y ahora fuera de mi


vista.
El tribuno acató las órdenes y en poco tiempo
centenares de lusitanos fueron asesinados, algunos de
ellos mientras dormían. Sucedió lo mismo en los otros
grupos.

Nueve mil lusitanos murieron salvajemente asesinados;


veinte mil fueron apresados y posteriormente llevados a
la Galia para servir como esclavos.

Los lusitanos estaban sistemáticamente separados y por


ello no se dieron cuenta de lo que había sucedido en los
otros grupos. Cuando los legionarios empezaron a
asesinar a los primeros lusitanos del tercer grupo, en el
que nos encontrábamos nosotros, Viriato se despertó
sobresaltado.

-Ha pasado algo Vismaro, vamos fuera.

-¡Por Caricocecus, se oyen sonidos de lucha! –Dije muy


asustado.

Nos percatamos de lo que pasaba y empezamos a reunir


a todos los lusitanos que pudimos, para posteriormente
escapar con mucha dificultad.

Éramos en total unos mil supervivientes, entre ellos


estaba Viriato, y ambos íbamos a dar un paso al frente
para tranquilizar a los sobresaltados lusitanos.

Aquella noche muchas familias habían sido rotas por la


crueldad romana, entre ellas la mía, había perdido a mi
mujer Amia, a mis dos hijos, Stena, mi pequeña de
cuatro años, y Caelo, mi chico, tenía diez años y ya
había empezado a acompañarme en mis largos viajes
con mi rebaño, junto a Viriato.

Aquel dolor era insoportable, nada lo podía mitigar,


decidí luchar junto a mi amigo de la infancia, decidí
vengarme y no volver a confiar en los romanos, y nunca
más lo hice.

Al año siguiente los lusitanos rebeldes ya sumábamos


un total de diez mil, y estábamos acaudillados por
Viriato, quien aún no había sido proclamado general
pero a quien todos solían obedecer, incluido yo pese a
ser su amigo.

Saqueamos la Turdetania pero fuimos hostigados por un


ejército comandado por un pretor romano, un tal Cayo
Vetilio, quien mató a los que enviamos a por leña y al
resto nos acorraló.

Una embajada lusitana acudió a parlamentar con Vetilio


y le suplicaron que nos dejara salir con vida y que nos
diera tierras a cambio de que cesaran las hostilidades
por parte de ambos bandos, Vetilio aceptó.

-No podemos fiarnos de los romanos. –Dijo Viriato.

-¡¿Es que acaso habéis olvidado lo que nos hizo Galba?!


–Pregunté encolerizado.

-Estoy dispuesto a luchar, os prometo que si me seguís


saldremos de aquí con vida y podremos vivir un día más
para vengar a nuestras familias. –Sentenció Viriato.
De esta forma los lusitanos decidimos no aceptar el
tratado y nos preparamos para luchar. Viriato fue
elegido general y a partir de entonces nadie cuestionaría
sus decisiones.

Los lusitanos huyeron en todas direcciones siguiendo


las órdenes de Viriato y sólo mil jinetes permanecimos
junto a nuestro líder.

-Espero que nuestros caballos no se agoten. –Murmuré,


pensando en la batalla.

-Que Runesocesius guíe nuestras jabalinas hacia el


cuello de nuestros enemigos. –Respondió Viriato.

Los romanos atacaron pero no nos dejamos engañar y


seguimos las órdenes de Viriato de no atacar, sólo
lanzar falsas cargas y replegarnos.

Finalmente nos retiramos cuando ya casi había


transcurrido un día. El resto de los lusitanos se habían
refugiado en la ciudad de Tribola y allí llegamos
sacando varias horas de ventaja a Vetilio y sus hombres.

Cuando los romanos llegaron a Tribola fueron atacados


desde todas partes sin saber ni siquiera donde nos
encontrábamos. El propio Vetilio fue muerto por un
lusitano que creyó que al ser un anciano obeso y débil
no valía la pena que mereciera vivir, ellos hubieran
hecho lo mismo. Cuatro mil romanos murieron, y los
seis mil restantes se retiraron a Carteia.
Tras Tribola nuestra suerte cambió, y logramos una
serie de victorias: Monte de Venus, Segóbriga…

Pero un nuevo cónsul llegó dispuesto a acabar con


nosotros y nos hizo retroceder, su nombre era Quinto
Fabio Máximo Emiliano.

En el 143 a.C. fuimos de nuevo acorralados, pero


Viriato nos ordenó dar la vuelta en el Monte de Venus y
de nuevo logramos la victoria, más tarde destruimos el
campamento romano de Tucci.

Al año siguiente llegó el cónsul Quinto Fabio Máximo


Serviliano y de nuevo nos hizo retroceder, pero
volvimos a seguir las órdenes de Viriato y matamos a
cuatro mil romanos.

Tras esto nos pusimos en camino hacia nuestra tierra


natal.

Serviliano nos alcanzó, y nos acorraló en una ciudad


llamada Erisana.

-De nuevo acorralados, estos malditos romanos nunca se


rinden. –Le dije a Viriato.

-Mañana al alba atacaremos, comunícalo a los hombres.


–Me ordenó Viriato.

Al día siguiente salimos de la ciudad y matamos a tantos


romanos que cuando terminamos apenas podía levantar
el brazo de la espada.

A los supervivientes los acorralamos en un precipicio.


-No tenéis más salida que la rendición, romanos. –Dijo
Viriato con respeto.

-Pactaremos si nos dejáis salir con vida. –Respondió


Serviliano.

Los romanos se rindieron y nosotros hicimos gala de


una piedad innata.

El Senado romano, harto ya de tantos dolores de cabeza,


declaró a Viriato “jefe de los lusitanos” y “amigo del
pueblo romano” y nos concedió tierras.

De esta forma se daba por zanjada la guerra, pero


Serviliano fue sustituido por su hermano, Quinto
Servilio Cepión, quien hostigó con mensajes frecuentes
al Senado para que declararan a Viriato de nuevo
enemigo. Y el Senado finalmente lo volvió a declarar
hostil.

Y de esta forma tuvimos que retirarnos a Carpetania.


Más tarde otro romano, un tal Marco Popilio nos
hostigó en el norte.

Cepión nos dio alcance y volvimos a seguir la estrategia


de Viriato de distracción con la caballería, ganando
tiempo para que los hombres que iban a pie pudieran
huir. Los romanos marcharon con decisión y se nos iban
acercando cada vez más, pero cuando se encontraban a
pocos pasos de nosotros huimos a galope tendido. Los
volvimos a dejar en ridículo, oh como disfrutaba con
aquello…
Cepión entonces decidió aplacar su ira atacando a los
vetones y a los galaicos.

Nosotros permanecimos en nuestro campamento en una


situación crítica.

-Han pasado ocho años desde que escapamos de la


encerrona de Galba. –Dijo Viriato.

-Parece que hayan sido treinta. –Dije, y ahora aún me


parecen más.

-Esta guerra parece no tener final, pero no seré yo quien


la termine. –Musitó él.

-Viriato, ¿estás diciéndome que pretendes seguir


luchando? –Le pregunté sorprendido.

-Sabes perfectamente que no me rendiré hasta que nos


dejen tranquilos, mientras tenga fuerzas me opondré a
los romanos. –Dijo él con aplomo.

-¿Entonces no pactarías con los romanos? –Inquirí yo.

-En el pasado hemos sido traicionados en repetidas


ocasiones, se han violado los acuerdos de paz. –Se puso
de pie y levantó la voz– Los romanos no tienen palabra,
hacen y deshacen a su antojo, no respetan nuestras
costumbres ni les importa nuestro bienestar, son
nuestros enemigos y sólo aceptaré la paz si tengo
garantías de que se nos va a tratar bien y tendremos
tierras para cultivar. –Dijo Viriato con una voz que
resonó en el campamento.
-Sea pues, estaré contigo pase lo que pase. –Sentencié.

Viriato tomó la decisión de pactar con los romanos


meses más tarde de esta conversación, cuando se dio
cuenta de lo penosa que era nuestra situación. Apenas
quedábamos ya dos mil guerreros de los que antaño
fueron diez mil, dos mil agotados guerreros, algunos de
ellos ya no tenían edad para seguir luchando.

Por si esto fuera poco, Cepión había recibido refuerzos


del otro cónsul.

-Pasa Vismaro, siéntate por favor. –Me dijo Viriato–Te


he mandado llamar porque tengo que contarte algo que
he estado meditando las últimas semanas y me gustaría
saber tu opinión, no sólo como guerrero sino como
amigo.

-Me estás asustando, ¿no estarás pensando en rendirte?


–Dije yo, era raro que me pidiera consejo.

-No exactamente, lo que quiero es llegar a un acuerdo


con Cepión.

-Tú me dijiste hace tiempo que no confiabas en los


romanos, que sólo pactarías si te daban garantías. –Le
recordé.

-Lo sé, pero ya apenas somos unos pocos, muchos de


ellos ancianos y todos están cansados, la guerra ya ha
durado demasiado, pactemos ahora que aún podemos.
-Veo que estás decidido, no seré yo quien te lleve la
contraria. –Dije muy a mi pesar.

-Mandaré a Audax, Ditalcón y Minuro. Saben mucho de


tratos y no es la primera vez que hablan con romanos,
además son los que mejor manejan el latín.

-No confío en ellos, son muy reservados y les he visto


codiciar lo poco de valor que hay en el campamento,
incluso las pocas mujeres que nos acompañan. –Dije
mirándolo a los ojos. Y ahora sé que no me equivocaba.

-Lo sé, estoy al corriente de eso, pero de todas formas


creo que es lo más indicado, ahora si me disculpas
quiero estar solo, los tres ya deberían haber llegado al
campamento de Cepión y espero que me informen esta
misma noche.

-¿Me estás diciendo que ya habías tomado la decisión?


–Dije. Estaba muy irritado.

-En efecto, la tomé hace unas horas, pero quería saber tu


opinión al respecto, seguimos siendo amigos y me
importa tu opinión.

-Pues no lo parece, ya sé que tú eres el líder y que yo


sólo soy un simple oficial, y también sé que no soy tu
lugarteniente porque yo mismo lo he rechazado, pero
aun así esperaba que me consultaras para tomar una
decisión tan importante. –Mi voz cada vez sonaba más
alta en la tienda–Te recuerdo que yo podía haberme
marchado por mi camino cuando escapamos de Galba,
te seguí porque creía en tus ideales y en que esta guerra
daría resultado, pero empiezo a arrepentirme, no confío
en esos tres, no conseguirán un acuerdo favorable.

-Cálmate Vismaro, siéntate y hablemos. –Dijo Viriato


en tono tranquilizador.

-¡No me pidas que me calme!

Salí de la tienda de Viriato y hablé con Veroblo, por


aquel entonces estaba al cargo de la partida de
forrajeadores y aprovisionamiento y me uní a ellos para
la salida prevista de aquella noche. Necesitaba
distraerme tras la conversación que había tenido con
Viriato, le había gritado y estaba arrepentido pero no
estaba dispuesto a pedirle disculpas porque no estaba de
acuerdo con él.

Al amanecer llegué al campamento y me dirigí a la


tienda de Viriato con la intención de pedirle disculpas,
ya con la mente más serena, y sobre todo para
preguntarle si había novedades respecto al acuerdo con
Cepión. Al entrar en la tienda me encontré a Viriato
tumbado en la cama, con la armadura puesta, pálido y
frío, con el aspecto de estar dormido todavía, me
extrañó mucho dadas las horas que eran.

Me acerqué a él y vi unas heridas en el cuello, había


sido asesinado y sabía quién lo había hecho, esos
malditos ursaonenses que envió para hablar con Cepión.

Asistí al funeral, fue el más espectacular y con más


solera que jamás había tenido un lusitano, pero ya no
importaba nada, Viriato estaba muerto y no confié en el
nuevo líder que fue elegido, un tal Táutalo.

Tras el funeral me marché del campamento y me dirigí


al monte donde había pasado mi juventud, donde había
hecho el amor con mi esposa por primera vez, donde
había recibido la noticia de que iba a ser padre, donde
había enseñado a mis hijos todo lo que sabía, donde
había pastoreado junto a Viriato, donde más recuerdos
tenía.

Allí estuve varios meses alimentándome de lo poco que


podía encontrar.

Pero un día arrojé mi caetra a un antiguo pozo que


hacía años que estaba seco, ya no iba a parar ninguna
flecha, enterré mi espada, ya no tenía enemigos,
tampoco amigos, y el casco simplemente lo dejé caer.

Ocho años de lucha continua, de pérdidas irreparables,


de sangre, de muerte, de nostalgia. Echo de menos a mi
esposa, a mis hijos, y ahora también a Viriato, y lo peor
de todo, se ha ido de este mundo sin recibir mis
disculpas y eso pesa como una losa en mi conciencia, no
puedo seguir con este sufrimiento.

Vismaro levantó los brazos hacia el cielo y sacando su


pequeño puñal de la vaina gritó:

¡Estoy cansado de luchar, estoy cansado de vivir!

Y se lo hundió en el vientre, pero no murió rápido, tuvo


tiempo de escuchar unas voces cercanas.
-Táutalo ha sido derrotado en Sagunto y Cepión lo ha
capturado en el río Betis. –Dijo una voz que parecía de
anciano.

-Pero no todo son malas noticias, ese Popilio Lena o


como se llame ha concedido a los lusitanos las tierras
que provocaron esa interminable guerra. –Respondió
una voz que parecía algo más joven.

Vismaro siguió oyendo voces pero ya no distinguía


palabra alguna, sus párpados se cerraban, notaba el
cálido tacto de la sangre de su vientre y el frío abrazo de
la muerte.

Iba a volver a ver a su amada Amia, a sus hijos Stena y


Caelo, a su inseparable amigo Viriato…podría pedirle
perdón, podrían por fin descansar en paz, tal vez visitar
prados más verdes con sus antiguos rebaños.

Cuando los dos caminantes llegaron donde estaba


Vismaro lo encontraron sentado, con el puñal todavía
aferrado a la mano derecha y con una sonrisa que no
parecía de este mundo.

Y no lo era.

Recíbelo en tu seno Trebaruna, diosa del hogar, las


batallas y la muerte.
LA CORBATA NUEVA

Por Frank Sinarte

Sé que tarde o temprano se me va a olvidar


respirar. Y eso es algo extraordinario, ya que, hasta
ahora, jamás había podido olvidar nada de nada. Hasta
ahora. La corbata nueva me aprieta y se me están
empezando a olvidar las cosas. Sé que tarde o temprano
me olvidaré de mi nombre; sé que tarde o temprano me
olvidaré del tuyo. Quizá más tarde que temprano pero,
¿Cuánto importa ya? La decisión ya está tomada, ya no
hay vuelta atrás. Tanto tiempo buscando la luz en las
palabras... y ahora son las palabras las que se me
escurren de los labios, como gotas de sangre desde mi
nariz al suelo. Tic, tic, tic... Sé que tarde o temprano se
me va a olvidar el principio, pero no el motivo. ¿Y cuál
era el principio...?

Todo empezó con una botella de whisky. Una


de tantas en uno de tantos días de mi vida. El señor
Daniels y el señor Walkers llevaban horas aporreando la
puerta de mi cabeza. Todo empezó con unos labios.
Unos de tantos en uno de tantos días de mi vida. Sé que
tarde o temprano se me va a olvidar tu nombre... pero
aún no. Eran unos labios rojos, brillantes, de esos que
hacen que olvides tus principios. Y con mi corbata
nueva aún recuerdo aquel beso... Sé que tarde o
temprano se me va a olvidar aquel beso... pero aún no.
Nunca había estado tan sucio para estar de estreno.
Nunca había sonreído tanto para estar tan triste. Sé que
tarde o temprano se me va a olvidar sonreír, porque
llorar lo olvidé hace tanto tiempo... Pero aún con mi
corbata nueva seguía siendo el mismo de siempre, el
mismo que sabe que tarde o temprano olvidará su última
lágrima. ¿Y cuándo fue mi última lágrima?

Cuando los hombres no lloran es cuando


aprenden el valor de una lágrima. Sé que tarde o
temprano se me va a olvidar beber, aunque casi no
recuerdo otra cosa. El señor Daniels y el señor Walkers
se llevaron mis lágrimas y no preguntaron si me iban a
hacer falta. Y tal vez ahora me hacían falta, pero mis
ojos están secos como el desierto de mi alma. Ahora
podría estar llorando, pero estoy sonriendo, estrenando
corbata nueva. Sé que tarde o temprano se me va a
olvidar mentir. Pero antes de que se me olvide trataré de
convencerme de que estoy haciendo lo correcto. Y en lo
correcto no hay lugar para las lágrimas, a las que
desterró el desprecio. Sé que tarde o temprano se me va
a olvidar despreciar pero, ¿Cuándo aprendí a hacerlo?

Cuando la lluvia se seca, las calles se enfadan


porque el cielo sigue gris. Cuando las lágrimas se secan,
los hombres se enfadan porque el whisky sigue en el
vaso. El señor Daniels y el señor Walkers no dejan de
susurrarme al oído. Palabras gastadas y sucias, cubiertas
de mugre y de odio. Y mientras me ajusto la corbata
nueva no me doy cuenta de que escupo hacia arriba. O
me doy cuenta y ya no me importa. Sé que tarde o
temprano se me va a olvidar escupir. Porque aprendí a
despreciar cuando aprendí a escupir. Porque el
desprecio, como un cristal roto, solo es un reflejo
deformado.

Todo empezó cuando empecé a escupirle al


espejo. El señor Daniels y el señor Walkers se habían
ido y me habían dejado solo. Y solo cuando aprendes a
estar solo aprendes a escupirle al espejo. Solo cuando
aprendes a vagar solo, a beber solo, a morir solo. Sé
que tarde o temprano se me va a olvidar aprender.
Porque aprender duele y sé que tarde o temprano se me
va a olvidar el dolor. El señor Daniels y el señor
Walkers dicen que el dolor es sentir que algo se te
escapa de las manos. No importa el qué: el amor, tu
juventud o sencillamente las palabras. El señor Daniels
y el señor Walkers dicen que las únicas decepciones que
duelen son las que se cometen contra uno mismo. Pero
el señor Daniels y el señor Walkers suelen mentir. Y la
mentira solo es hija del oído y la desesperanza. Porque
no hay mentira si no hay quién la escuche. Porque a
veces escuchar te puede volver mudo, y el silencio es la
muerte del grito. Y la muerte del grito es la muerte de la
esperanza.
Todo empezó cuando perdí la esperanza. El
señor Daniels y el señor Walkers siempre dicen que la
esperanza es el refugio de los cobardes. Y con mi
corbata nueva sonrío, ignorando deliberadamente la
mentira. Porque los perdedores tenemos el privilegio de
sonreír mientras las vemos venir. Y que se jodan los
hombres felices que nunca llegarán a entenderlo. Sé que
tarde o temprano se me va a olvidar perder, porque de
ganar ya no me acuerdo. El señor Daniels y el señor
Walkers me piden un beso, me prometen que la victoria
está detrás. Y los perdedores aceptamos la mentira
porque en el fondo nos gusta perder. Porque ese lujo
solo nos lo podemos quitar nosotros mismos. Sé que
tarde o temprano se me va a olvidar la miseria, porque
el lujo nunca me gustó. La miseria espiritual que
empobrece aún más que la física. La miseria en la que
vivimos todos, no solo yo, a pesar de que solo yo
estrene corbata. La gente dice que me aleje del señor
Daniels y el señor Walkers. Dicen que ellos trajeron la
miseria, pero yo sé que todos mienten.

Todo empezó cuando conocí al señor Daniels y


el señor Walkers. Y ellos me susurran que todo estaba
ya así cuando llegaron, y por una vez, dicen la verdad.
Todo empezó cuando el señor Daniels y el señor
Walkers me enseñaron el silencio. Todo empezó cuando
me enseñaron a gritar en silencio. Y todo empezó
cuando me cansé de gritar en silencio. Todo empezó una
mañana como cualquier otra en la que el gesto se me
torció para siempre. Todo empezó el día en que mi
rostro se volvió máscara, en que mi máscara se volvió
personaje y mi personaje se volvió persona. El señor
Daniels y el señor Walkers me susurran que lo deje
correr, pero tengo que tomar el control. Todo empezó el
día en que perdí la cabeza, y no acabará hasta que no la
recupere. No habrá recuerdos sanos mientras no exista
el Olvido. Y yo estoy sonriendo. Sonrío con lágrimas en
los ojos y sangre en la boca. Sonrío con mi corbata
nueva de esparto, con los ojos en blanco y la polla dura.
Sonrío porque, un instante después de olvidar mi
nombre, he conseguido olvidar el suyo.

Sé que tarde o temprano se me va a olvidar


respirar.
MIREYA PALOMINO OJEDA

@miireya_96

CIUDAD DE MÁLAGA – ANDALUCÍA – ESPAÑA

“He intentado cambiar, pero después de todo, sigo


siendo el mismo de ayer. El mismo que cayó rendido a
los pies de un ángel lleno de soberbia y timidez.”

La chica que frunce el ceño, arruga la frente y entorna


los ojos en desacuerdo ante esta acción poética, dime,
¿no te gusta? Has levantado el mentón repentinamente,
como si lo que hubieras leído te hubiera perforado el
corazón. ¿Algo que decir al respecto?

No bajes la mirada avergonzada. Aunque tus mejillas se


vuelvan rosas o tu pelo cubra parte de tus contrariados
ojos, sigo viendo lo mismo, chica del ceño fruncido.
Hablas muy bajo, mis oídos no te escuchan ni tampoco
lo hago yo, solo quiero escuchar tu voz con más
claridad.

¿Escucho la melodía que transmites? Acabas de


mencionar algo interesante, pero no comprendo así que,
si puede ser, explícalo mejor. Mencionas que el autor es
su propio sino, su propio destino y yo recibo eso como
si fuera él mismo el causante de su propia desgracia,
¿eso es? Afirmas con la cabeza, cobarde, con miedo de
acusar a alguien muerto de ser su propia arma. El ser
humano es su propia destrucción, cierto es. Pero no te
veo segura, no lo veo en tus ojos.

La poesía te acongoja, te aprieta y te retuerce. Aprietas


las manos, te sudan y las tienes que bajar hasta tus
rodillas, avergonzada de nuevo, joven compungida.

¿Puedes entonar otra vez esa melodía tan agridulce que


derrite el hielo? Sé que tu temblor se debe a muchas
razones, las cuales refleja tu ceño aún fruncido. Pero
vuelves a contradecirte, pues lees lo mismo, con la
única diferencia de que no es la voz de tu cerebro la que
da vida al texto, sino que es la tuya propia la que asusta
hasta a tu propia alma.

Aprietas, con tus delgados y largos dedos, el papel que


sujetas. ¿Qué pasa? ¿No te gusta lo que has oído leer de
ti misma? No eres el autor, así es, pero sé que leerlo ha
hecho que puedas sentir lo mismo que él. ¿Qué piensas?
¿Tiene algún significado lo que lees que puedas
mencionar? Me interesa saberlo. Arroja algo de luz a la
oscuridad. Sé que puedes.

Los labios son mordidos por tus dientes, sin mucha


actitud por tu parte, ¿no te gusta? Estás rígida y miras el
folio, acongojada. No quieres decir, aunque tu mente lo
grite y yo lo desee oír, lo que realmente piensas. Lo que
debería oírse no llega a nadie, ni siquiera a ti misma. Ni
siquiera tu melodía alcanza al corazón. Dices que no te
gusta y que no te corresponde a ti leer lo que pone ahí.
Tu mente te golpea, llamándote la atención, luchando
por que esos espíritus con voz puedan ejercer su
función.

Devuelves el folio a su sitio, de donde lo has cogido,


con la mirada perdida. Las lágrimas hacen que tu vista
se vuelva borrosa y desenfocada. Guardas un calor
inexistente bajo ese tímido abrazo que te das a ti misma.
Te observo y te pregunto, ¿te consuela estar así de
verdad?

La chica que frunce el ceño, arruga la frente y entorna


los ojos en desacuerdo, solo pido que alces la cara.

Purgatorio

Se abre el telón para un gran público.

Señora, vengo en nombre de su marido.

¿Ocurre algo? ¿Dónde está?

Escuche…

¿Por qué no viene con usted?

Me tengo que ir ya.


Vale, vuelve pronto, por favor. Te estaremos las
dos esperando.

Lo que precise. Ti amo, donna.

Se cierra el telón para un gran público.

Se abre el telón para una pareja.

Interesante.

Se huele su sarcasmo desde Palermo.

No creo.

Cierto, se huele incluso desde España.

Ahí huele de todo, es decir, a mierda,


hipocresía, corrupción…

Perturbador.

¿El qué? Esto no es nada nuevo. Italia sabe


perfectamente qué clase de país es España, como el
resto de Europa.

Porque una donna como usted, me tiene


compungido.

¿Donna?
Se cierra el telón para una pareja.

Se abre el telón para una persona.

(No hay nadie. Vacío. Un escenario oscuro, sin


luz)

Se cierra el telón para una persona.

“Y sé que tarde o temprano, se me va a olvidar


respirar, pero no porque no respire se me va a olvidar,
sino porque cada aliento, cada bocanada de aire de mis
pulmones, te los dedico a ti.”

A Donna angelicata Beatrice:

He intentado cambiar, pero después de todo,


sigo siendo el mismo de ayer. El mismo que cayó
rendido a los pies de un ángel lleno de soberbia y
timidez. Pero sobre todo, de sarcasmo. Arrojas luz a la
oscuridad. Son muchos los años que llevamos casados,
y ahora que estoy tan lejos de tu merced, siento un gran
vacío en mi interior, pues veo tu imagen en mi mente y
son los espíritus de mi interior, los cuales introdujiste
con tu mirada, los que lloran porque te ven en sueños y
en mi mente, pero no están contigo.

No sé cómo irán las cosas en Nápoles, pero


aquí hace frío y encima, he perdido los guantes que me
hiciste hace dos años. Antes de que me regañes, que
sepas que ha sido un accidente. Te imagino ahora
mismo con cara de enfadada que tanto me gusta y echo
de menos. Te miro siempre que puedo, te preguntarás
cómo, mi bella donna, y es porque tengo esa foto tuya
embarazada que te hice días antes de partir que tan
poco te gusta.

Algo que he descubierto aquí también, es que


me he vuelto un sentimental, un sensible con las
emociones a flor de piel. Y hablando de flores, he
recogido hace un par de horas, regresando al
campamento, unos lirios que tengo encima de la
cómoda. ¿Te acuerdas? Son las primeras flores que te
regalé y que tú despreciaste. Tres años han pasado
desde entonces, como si fuera ayer. Y ahora,
embarazada de nuestra primera y seguramente no
última hija…
Un silencio lleno de angustia impregnó toda la estancia.
Con lágrimas en los ojos y la voz ronca, desapareciendo
de esta forma cualquier atisbo de seguridad, prosiguió.
No quería acabar igual que el otro día, se derrumbaría
llena de contradicción delante de demasiada gente.

Hasta ese horrible día de la semana pasada, ella no


conocía la existencia de una primera y segunda carta, y
el hecho de que su madre, antes de morir, le pidiera que
las leyera el día de su funeral, más la carga emocional
que supondría ya de por sí el contenido, ocasionó que
una gran angustia la ahogara.

… porque quiero tener muchos hijos contigo. Quiero


formar una familia contigo para que puedan ver la
hermosa madre que tienen. Serán los hijos más felices
que conozca el mundo, te lo aseguro.

No te miento si te digo, donna, que aún no creo


que vaya a ser padre. Recuerdo cuando al principio no
querías saber nada de mí. Eras desdeñosa, soberbia,
como la gran venganza merci, y con un carácter que
alumbraría las mejores ciudades del mundo. No haría
falta electricidad ninguna cuando estás tú, con esa
tímida sonrisa.

Oh, Dios, cuán te echo de menos. Solo Dios sabe que


recorrería los infiernos por ti, para así estar contigo.
No hay pena mayor que la mía en este momento. Un
querer y no poder.
Y sé que tarde o temprano, se me va a olvidar
respirar, pero no porque no respire se me va a olvidar,
sino porque cada aliento, cada bocanada de aire de mis
pulmones, te los dedico a ti, Beatriz.

Donna mía, pronto estaré contigo y con nuestra


preciosa hija, que por cierto, ¿cómo se llamará?
Seguramente habrás pensado en muchos nombres para
ella, lo sé. De todas formas, aquí en París he escuchado
uno que me ha gustado mucho y que me ha recordado a
ti, bella. Sé que te gusta la poesía de Garcilaso de la
Vega y, asombrado por la coincidencia, cosa del
destino y del sino, escuché el nombre de Elisa. Piénsalo,
a mí me parece precioso, no te voy a mentir.

El teniente se está comportando, más o menos, ya sabes


cómo es, nos mandan de un lado a otro y el tiempo
realmente no acompaña, pero no me puedo quejar si
quiero volver a casa. Solo de pensar en estar arropado
bajo tus brazos, se me llenan los ojos de lágrimas.

Mientras tanto, como ya te he dicho, espero a


que me den permiso para volver pronto a Nápoles. Que
según me han dicho será ya mismo, no más de una
semana. Una larga semana de espera para estar juntos.

Espero llegar a tiempo para ver dar a luz a la pequeña.

Bueno, Beatriz, voy a tener que dejar de


escribir por ahora. La próxima carta no llegará porque
te la daré yo mismo cuando nuestra hija haya nacido.
En consecuencia, me he aprendido un soneto del propio
Garcilaso, sí, también te he robado un libro de tu
estantería, espero que no te enfades, pero quería
aferrarme a algo que nos unieras de alguna manera.

Escrito’stá en mi alma vuestro gesto


y cuanto yo escribir de vos deseo:
vos sola lo escribistes; yo lo leo
tan solo que aun de vos me guardo en esto.

En esto estoy y estaré siempre puesto,


que aunque no cabe en mí cuanto en vos veo,
de tanto bien lo que no entiendo creo,
tomando ya la fe por presupuesto.

Yo no nací sino para quereros;


mi alma os ha cortado a su medida;
por hábito del alma misma os quiero;

cuanto tengo confieso yo deberos;


por vos nací, por vos tengo la vida,
por vos he de morir, y por vos muero.

Ti amo, Beatriz.

-Mi padre nunca supo cómo me llamó mi madre, pues


murió cuando venía hacia Nápoles de vuelta de París.
Yo tampoco conocí a mi padre, pero sé quién soy: Elisa,
hija de Michael y Beatriz, nacida en Nápoles – solemne
pero rota por dentro, se preguntaba cómo había
conseguido terminar de leer aquella carta de su padre –
Lo conozco por las cartas escritas a mi madre, a su
donna, y también por la única carta que me escribió
antes de yo nacer.

A mi hija:

Hola, hija mía. Ahora estoy en París, una ciudad


alejada de donde vas a nacer tú. Es preciosa, te lo
aseguro. Pero echo de menos estar bajo los cuidados de
tu preciosa madre.

Tu padre, es decir, yo, ha deseado con toda su alma,


desde que conoció a mamá tener una hija, preciosa y
virtuosa, llena de amor y felicidad. Estoy deseando
tenerte entre mis brazos y sentir cómo un cuerpo tan
pequeño como el tuyo, notando como algo nacido del
amor, ha podido convertirse en una hermosa criatura
como lo serás tú, mi querida hija.

Aún no nos conocemos, pues en este instante, me


encuentro lejos de mi hogar, que es tu madre,
embarazada de ti además. Te escribo para decirte, que
incluso antes de nacer, eres la niña de mis ojos, otro
amor de mi vida además de tu madre.

Te quiero enseñar tantas cosas, mi pequeña donna, que


no me cabría en una sola carta. Esta es la primera que
te escribo, y espero que la última, ya que todo lo que te
quiero mostrar, deberá ser cogidos de la mano.

Aún no sé qué nombre te pondremos, al día de hoy no sé


nada, pero en secreto sin que mamá se entere, te
llamaré Elisa.

Nos vemos pronto, mi bella Elisa. Ti amo.


Nombre: Pablo Feo Rasines

Twitter: @MendasAcidia

El Puerto de Santa María, Cádiz (Andalucía)

“Sé que tarde o temprano se me va a olvidar respirar.”


Le dijo a su mujer mientras estaban tumbados en la
cama junto a su hijo.

- No digas eso, Franz, por favor, sabes que no


puedes bromear así con esas cosas, y menos
delante del crío. – le dijo su mujer con tono
asustado.

- Sabes que no volverá a pasar, últimamente


aguanto más que de costumbre en la maroma –
le comentó Franz mientras movía el dedo índice
por la tripa de su mujer.

Se podía atisbar en su cara una sonrisa de absoluta


satisfacción.

- Para, Franz, me haces cosquillas, sabes que las


detesto – le dijo entre risitas mientras se tapaba
con la camisa la tripa para evitar que le hiciera
más cosquillas.

- Bueno, creo que va siendo hora de acostarse,


¿no? – le dijo Franz al pequeñín.
Lentamente se puso de pie, cogió al niño de las axilas y
lo posó en el suelo. Acercó sus labios a la frente de este
para darle un beso y le acompañó de la mano a su
cuarto.

- Buenas noches, cariño – le dijo mientras


apagaba la vela de al lado de su cama.

Se recostó en la cama con su mujer, le dio un beso y


apagó la lámpara de aceite que tenía a su lado.

Al día siguiente Franz salió de casa, se dirigió al circo a


practicar su performance.

Entró en la carpa con la amplia sonrisa de siempre,


saludó uno por uno a cada miembro de la compañía, el
Maestro de Ceremonias se abalanzó sobre él y
acompañado con unos golpecitos en el hombro le dijo:

- Bueno, ¿listo para un nuevo día de duro


trabajo?

- Por supuesto – le contestó devolviéndole una


palmada en el hombro.

Franz se acercó a la escalera para subir a la cuerda.


Mientras escalaba los peldaños cientos de pensamientos
le venían a la cabeza, sentía de todo menos miedo.

Nunca tuvo vértigo. Franz nunca se había caído. Era un


funambulista excepcional. Tenía coraje, tenacidad y la
cualidad más grande, y que todo funámbulo debería
poseer, amaba su trabajo. Lo era todo para él. Lo amaba
tanto como a su familia. Para él era un orgullo poder
ejercer su oficio. Era el paradigma de volatinero
perfecto salvo por una cosa: Franz amaba tanto pasar
por aquella cuerda que se olvidaba de respirar cuando lo
hacía.

Subió a la tarima y sin bastón alguno con el que


equilibrarse puso su pie derecho en la cuerda, sus pies
era mucho más ancho que el cordel y eso lo hacía
todavía más admirable.

Posó el pie izquierdo en la cuerda y dio un despacio


paso con el derecho. Se tambaleaba, pero nada inusual,
se mantenía firme, como si sus pies estuvieran
completamente pegados a la cuerda.

En ese justo momento lo sintió, sintió lo mismo que


tantas veces había sentido, le oprimía el pecho y su
respiración se cortó, en seco. Nunca notaba cuándo esto
sucedía pero la gente que le observaba sabía
perfectamente qué ocurría cuando le veía.

Franz paso a paso empezó a desplazarse por la cuerda,


no iba con lentitud, se notaba que pisaba con entereza y
como quien camina por la calle así se movía él por la
cuerda. Aquel minuto se les hizo eterno a los
compañeros que le miraban mientras lo hacía. Para él no
fue nada más que un par de segundos, cuando consiguió
llegar al otro lado de la cuerda y puso sus pies sobre el
tablón de madera del final. Sus pupilas aumentaron de
tamaño y tomó una bocanada de aire que luego soltó
lentamente. Le costó soltarlo, como si de un tesoro se
tratase. Los demás consiguieron como premio un alivio
vital. Soltaban el aire al mismo tiempo que él, era como
si Franz los hechizara y consiguiera que ellos también
cayeran bajo la magia de tener que contener el aire. Se
podía palpar la empatía. Cuanto más grande era el
resoplido final mejor se sabía quién era el que más
preocupado estaba.

Franz repetía esta actuación varias veces al día. Él no se


daba cuenta de lo mucho que peligraba su vida, y no por
la caída precisamente. Pero los demás sí que se
encontraban bajo una histeria disfrazada de entusiasmo
cuando le veían danzar y pasar por aquella cuerda.
Hasta que sus pies tocaban madera.

Al principio, cuando Franz acababa de llegar al circo y


era todavía un novato, pero un novato con talento innato
para el equilibrio, el presentador de la compañía se
desentendía de lo que pudiera pasar, sólo le veía como
una buena fuente de dinero, hasta que el pobre chico
tuvo su primer accidente. La primera vez que Franz se
quedó allí quieto y erecto en la cuerda sin oxígeno los
cirqueros subieron para bajarlo y ayudarle a respirar
mejor. Cuando se quedaba sin aire no se desplomaba
contra el suelo, pues sus pies se agarraban de tal forma
que le era imposible caerse aún sin tener energía alguna.
Cuando le bajaron el presentador del circo estaba tan
agitado que no sabía si tenía miedo por perder a un
mozo de su troupe o si tenía miedo por perder la venta
de entradas tras perder a uno de sus más suntuosos
trapecistas. No sabía distinguir la codicia del amor.
Nunca lo había hecho hasta que, pasados los meses se
acordó del suceso revolviéndosele el estómago. Ahí fue
cuando realmente se percató de que de verdad amaba al
chico, a aquel efebo que hacía unos meses se encontraba
tirado en el suelo sin apenas oxígeno.

Con el paso de los años el anfitrión empezó a


preocuparse más por el chico, siempre que se cruzaba
con Franz le daba un abrazo, le preguntaba sobre la vida
o el trabajo. Le demostraba su amistad, la que tanto
tiempo le costó encontrar.

Estas parálisis ocurrían no muy a menudo pero sí que


había acacido varias veces después de la primera.

Su mujer aunque desde casa no podía ver cómo todos


los días Franz arriesgaba su vida en aquel trabajo sí que
sentía mucho temor. Temblaba desde que él se iba al
circo hasta que volvía hasta casa. Cuando él se asomaba
por la puerta ella saltaba sobre su exhausto cuerpo, le
abrazaba y le comía a besos. Y así todos los días. Para
ella era como convivir con la muerte, no sabía cuándo
podría la parca alzar su guadaña acabando con la vida
de Franz.

Él era tan inocente, tan puro, que nunca se daba cuenta


de por qué siempre estaba su mujer tan preocupada
cuando volvía a casa. Ella tampoco le contaba lo mucho
que temía que ocurriera algo, pues sabía que el
funambulismo era para Franz una de sus cosas más
preciadas. No quería competir contra su otro gran
amante, no quería hacerle elegir, ella le quería y si él era
feliz de esa forma ella no sería un obstáculo.

Cuando Franz terminó su día de trabajo volvió a casa


con su mujer e hijo. Siempre estaba feliz, no podía dejar
de estarlo, pues cuando dejaba a la cuerda, su gran
amor, al llegar a casa encontraría a sus otros dos
grandes amores.

- Franz, nos vamos ahora al mercado, ¿te apetece


acompañarnos?

Franz asintió y cogió de la mano a su mujer y a su hijo


acompañándoles a dar un paseo por la ciudad.

Charlaron y rieron durante todo el camino. Su mujer se


encontraba mucho mejor, había olvidado su aciaga
mañana, había sido el preámbulo perfecto para una tarde
maravillosa.

Su hijo comenzaba a señalar a todo lo que veía por la


calle.

- Mami, mira ese caballo, ¡es enorme! – le decía


con tanta ilusión como inocencia.

- ¿Quieres que te compre uno cuando seas más


grande? – le dijo Franz poniéndose de cuclillas
para ponerse a la altura del chiquillo.

- ¡Claro! – le respondió con euforia mientras le


abrazaba.
- Pues para eso te tienes que portar bien – le dijo
su madre mientras cerraba los ojos con cuidado
y en su rostro se podía dibujaba una sonrisilla.

Franz le revolvió el cabello al pequeño y se puso en pie


de nuevo. Le agarro la mano y prosiguieron su paseo.

Entraron en multitud de tiendas, compraron comida y


algún que otro capricho para cada uno de ellos. El
pequeño fue el que más beneficiado salió del paseo.

Después entraron a una taberna ya cuando se estaba


haciendo tarde y ordenaron una copiosa cena. Estaban
hambrientos.

A la vuelta las calles hedían a pescado, se taparon la


nariz y en sus rostros se podían percibir unos mohines
de asco, no obstante, eso no les impidió proseguir con
su tan satisfactorio día.

- Mami, ¿me compras el caballo ya? – le dijo el


niño.

- No te vas a salir con la tuya. – le dijo su madre


– ¿no crees que vas demasiado cargado de
juguetes ya?

- El caballo me ayudaría a cargar mejor con los


juguetes… ¡y me podríais comprar más! – dijo
con énfasis el infante.
- Anda, anda, no intentes engatusarme. Aunque
por poco lo consigues. – le dijo su madre.

- ¿Y podemos entrar en esa tienda al menos? – le


dijo el niño.

- Mañana si quieres, que hoy ya es tarde.

- Pero… es que mañana papá trabaja… - le


contestó.

En ese preciso momento Franz se dio cuenta de por qué


su hijo decía aquello. El pequeño no era feliz viviendo
con aquel miedo, sabía que algún día podría ocurrir una
desgracia.

Franz no sabía qué hacer. Ni qué decir.

Hicieron el camino de regreso a casa en un silencio


sepulcral. No cruzaron palabras, ni si quiera miradas.

Se dieron las buenas noches y se acostaron.

Al día siguiente Franz se levantó y se fue al circo a


trabajar.

Todo el mundo estaba ocupado reparando unas cuantas


carretas, tenían espectáculo en un par de días y todo el
mundo estaba nervioso, iban a actuar para gente de clase
alta, querían que todo estuviera impoluto y saliera lo
mejor posible.

Franz no tenía la misma sonrisa de siempre pero nadie


se dio cuenta, ese día iba sin ganas de subirse a la
cuerda pero ya lo hacía por inercia. Porque le gustaba.
O, al menos, eso pensaba él. Ahora que sabía que su
familia no era feliz con él arriesgando su vida de esa
forma no le gustaba tanto. Se acercó a la escalera. Y
cavilo y cavilo. Y subió peldaño y peldaño. Llegó hasta
el final de la escalera y se puso de pie en el tablero de
madera. Se acercó al borde y miró hacia abajo. Por
primera vez en su vida sentía vértigo. Pero, ¿por qué?
No sería la altura lo que le matase en todo caso, sino él
mismo.

Empezaron a brotar lágrimas de sus ojos, nunca antes lo


había hecho. Nunca se había preocupado por si algún
día moría, y tampoco lo hacía ahora. Lo que de verdad
le preocupaba era su familia y cómo reaccionaría al
saber de su muerte.

“¿Por qué me siguen dejando hacer esto?”

Dio un agrito ahogado de dolor. Un dolor infernal


invadía su cuerpo. Esta ve Franz era consciente de que
dejaría de respirar y quizá a su familia también.

“Quiero bajar. Quiero dejarlo.”

Su vista se iba nublando. Las manos no le respondían.


No podía articular ningún sonido. Su mente era un
cúmulo de pensamientos caóticos que ennegrecían su
alma. Sus articulaciones se movían solas del miedo.

“No puedo más. Por favor.”


Puso, inconscientemente, el pie derecho sobre la cuerda.
Sus lágrimas recorrían sus mejillas. Tomó aire. Puso su
pie izquierdo sobre la cuerda y adelantó, como de
costumbre, el pie derecho. Espiró. En ese momento su
respiración se detuvo. Y pensó si ese sería el postrero
aliento que saldría por su boca.
Javier Yuste Moure, @javieryuste8, Pinto, Madrid.

Nunca conseguí llegar a tiempo.

Empezando por los estudios.

Siguiendo por la puntualidad.

No conseguí llegar a tiempo ni a mi funeral.

No. Ni siquiera a mi funeral. Triste. Terriblemente


triste. Siniestramente triste. Como la vida misma.

Llegó la muerte. A tiempo. Ella no falla. Creo. No sé.


Desde entonces todo va lento. Todo constante. Todo
desierto. ¿Eterno? Nada avanza. Todo negro.

Nunca conseguí llegar a tiempo.

Siempre empezaba a estudiar tarde, el examen llegaba


antes de lo previsto y yo, como siempre, con cara de
atontado. Perdiendo, así, las esperanzas de una Navidad
libre. Ganando, así, la infelicidad de un alumno
frustrado.

Y aún no he madurado.

Siempre llegaba tarde. O me llegaban las cosas tarde.


Caprichos del destino. Como aquel “ha vuelto con él,
¿no te habías enterado?”. No, no me había enterado.
Pero no se me olvidará jamás. Eso, seguro. No podré
olvidarlo. Fue como morir en un instante para siempre.
Sí, así fue. Créeme, sé de lo que hablo. De nuevo, cara
de atontado. Alma atormentada. El destino aciago nunca
me dejó llegar a tiempo. Pero el pozo sí. El pozo
siempre llegaba justo para que yo cayera dentro.

Nunca conseguí llegar a tiempo.

Ni siquiera a la familia. No recuerdo nada más triste que


escuchar el “es que él es el primogénito” de mi abuela,
excusándose de su reparto “equitativo” de amor. Mala
suerte. Llegué tarde. Se me adelantó un hermano. No
fue culpa mía. ¿Qué culpa tengo yo? Otra vez, tarde.
Otra vez, duele. Duele. No es justo.

Nunca conseguí llegar a tiempo.

Si hay algo más triste que no conseguir llegar a tiempo,


que me lo cuenten. Si hay algo más triste que perderte la
Navidad, que me lo cuenten. Si hay algo más triste que
sentir cómo se resquebraja todo tu mundo en menos de
un segundo, que me lo cuenten. Si hay algo peor que las
palabras de mi abuela, que me lo cuenten. Que me lo
cuenten.

Aunque, claro, ya será tarde. Ya es tarde. Mi funeral


pasó. Ya no es vida cuando no quedan esperanzas.

Nunca conseguí llegar a tiempo.

En fin. Fin del cuento. Perdona que lo acabe así. Voy


con prisa.
Claudia González

@CulodeCoco

Oviedo, Asturias

La muerte del profesor

Sé que en algún momento se me va a olvidar respirar;


son los nervios, no me hagáis caso. Es porque el asesino
está en esta habitación. Concretamente, el asesino está
sentado a esta mesa.

No somos demasiados, todos cara a cara, dispuestos a


desenmascarar al culpable, con el tic-tac del reloj de
cuco como única compañía. Algunos nos observamos
desafiantes, otros rehúyen la mirada, la mujer del pelo
corto hace un estudio detallado de sus propias manos
mientras tamborilea los dedos con nerviosismo.

Observo a los aquí presentes cargado de recelo, como he


hecho durante toda la noche. Invitados a una cena de
esquivo anfitrión, la conversación ha sido tensa, y los
licores, abundantes. Más después del grito. Y es que
nadie sabe qué le ha pasado al pobre profesor. Bueno,
hay sospechas: el candelabro en el suelo, junto al
cadáver del hombre, y el reguero de sangre procedente
de su cabeza que empapa la alfombra persa resuelven el
caso en gran parte… pero no del todo.

La casa ha permanecido cerrada a cal y canto desde el


momento en que el último de nosotros ha llegado. No
hay servicio, la mesa estaba dispuesta y el bar, abierto.
Hemos estado solos aquí desde el principio, ¿qué más
opciones puede haber? Tiene que ser uno de nosotros: la
mujer del vestido rojo, la señora de cabellos blancos o el
padre confesor de los secretos del profesor son algunas
de las posibilidades. Todos los rostros en torno a la
mesa están serios, y el reloj continúa con su monótono
compás hasta que anuncia la medianoche.

Finalmente, dejo mis cartas sobre la mesa y deposito el


papel y el lápiz sobre el tablero. Más relajado, sonrío
con superioridad.

- El coronel, con el candelabro, en la biblioteca.

Y la partida termina.
Epílogo.
Esperamos que disfrutases de una lectura grata. Este
libro ha sido preparado con mucho cariño tanto por
los concursantes como por los jueces y los
administradores de filólogos cabreados que granito a
granito han conseguido construir este pedacito de
cultura que lucha contra este nuevo mundo
dominado por las ciencias en muchos ámbitos y cuyo
prestigio de las letras ha caído injustamente.

Para seguir en contacto con la difusión de la cultura


y ayudarnos a contribuir con la defensa de las letras
puedes seguirnos en twitter: @filolcabreados

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