El Lanzador de Cuchillos - Steven Millhauser

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 13

EL LANZADOR DE CUCHILLOS

Y OTROS CUENTOS
Steven Millhauser

EL LANZADOR DE CUCHILLOS
Y OTROS CUENTOS
línea C

Millhauser, Steven
El lanzador de cuchillos / Steven Millhauser - 1a ed.
Buenos Aires: interZona editora, 2021.
200 pp.; 22 x 13 cm. (Línea C)
Traducción de: Carlos Gardini
ISBN 978-987-790-039-2
1. Narrativa . 2. Ciencia Ficción. I. Gardini, Carlos,
trad. II. Título.
CDD A869.3

© Steven Millhauser, 1998

© interZona editora, 2021


Pasaje Rivarola 115
(1015) Buenos Aires, Argentina
www.interzonaeditora.com
info@interzonaeditora.com

Título original: The Knife Thrower


Traducción: Carlos Gardini
Coordinación editorial: Luciano Páez
Corrección: Laura Junowicz
Composición de interior: Brenda Wainer
Composición de tapa: Luciano Páez
Foto de tapa: Shutterstock

isbn 978-987-790-039-2

Libro de edición argentina.


Impreso en Argentina. Printed in Argentina

No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el


alquiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier
forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fo-
tocopias, digitalización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito
del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.
A Steve Stern
El lanzador de cuchillos

Cuando supimos que Hensch, el lanzador de cuchillos, pasaría por


nuestra ciudad para hacer una única presentación el sábado a las
ocho de la noche, titubeamos, nos preguntamos qué sentíamos.
¡Hensch, el lanzador de cuchillos! ¿Queríamos batir las palmas de
alegría, brincando y sonriendo con anticipado deleite? ¿O queríamos
apretar los labios y apartar los ojos con severa reprobación? Así era
Hensch. Pues si Hensch era un reconocido maestro de su arte, ese
arte difícil y vagamente desagradable sobre el que sabíamos muy
poco, también era cierto que lo precedían rumores perturbadores, y
nos reprochábamos no haberles prestado suficiente atención cuando
se publicaban en la sección de artes del periódico dominical.
¡Hensch, el lanzador de cuchillos! Conocíamos su nombre, por
cierto. Todos conocían su nombre, como se conoce el nombre de un
famoso mago o ajedrecista. Pero no estábamos seguros de lo que
hacía. Recordábamos vagamente que desde joven había llamado la
atención con su destreza, aunque solo lo tomaron en serio cuando
alteró las reglas por completo. Había atravesado osadamente –teme-
rario decían algunos– una frontera nunca cruzada por los lanzadores
de cuchillos, y había obtenido una buena reputación con una acti-
vidad de reputación cuestionable. Algunos creíamos recordar que en
sus días de feria había herido de gravedad a una asistente; al cabo
de seis meses de retiro había regresado con su nuevo número. Había
introducido en la casta disciplina de los cuchillos la idea de la herida
artística, la marca de sangre que era la marca del maestro. Incluso
habíamos oído decir que muchos simpatizantes ansiaban ser heridos
por el maestro y lucir con orgullo la cicatriz, sobre todo las mujeres

11
jóvenes. Si estos rumores nos inquietaban, si nos impedían celebrar a tolerar la menor demora. Se dirigió rápidamente hacia una mesa
la llegada de Hensch con delectación inocente, también recono- donde descansaba una caja de caoba. No llevaba guantes. En el
cíamos que sin esos dudosos estímulos quizá ni siquiera hubiéramos rincón opuesto del escenario, en el fondo, un tabique de madera
asistido al espectáculo, pues el arte de arrojar cuchillos, a pesar de negra bisecaba las paredes. Hensch se instaló detrás de la caja y la
su aparente peligro, es un arte domesticado, un arte pasado de moda, abrió, mostrando el destello de los cuchillos. En ese momento una
apenas una diversión anticuada y pintoresca en estos tiempos. Los mujer de vestido blanco y suelto se puso delante del tabique negro.
únicos lanzadores de cuchillos que alguno de nosotros había visto Tenía el cabello claro estirado hacia atrás y sostenía un cuenco de
alguna vez fue en las atracciones secundarias de los circos o en las plata.
diez-en-uno1 de las ferias, junto con la mujer gorda y el esqueleto Mientras los rezagados se abrían paso entre rodillas y abrigos,
humano. Hensch, imaginábamos, debía estar harto de sentirse como y se sentaban con aire culpable, la mujer nos miró y metió la mano
un fenómeno entre fenómenos; debía necesitar una salida. ¿Acaso en el cuenco. Sacó un aro blanco del tamaño de una fuente. Lo alzó
no era un artista, a su manera? Así que admirábamos su osadía, y lo movió de un lado al otro, como invitándonos a inspeccionarlo,
aunque deplorábamos su método y despreciábamos la vulgaridad de mientras Hensch sacaba media docena de cuchillos de su caja. Luego
su espectáculo; cuestionábamos los rumores, intentábamos recordar se puso a un lado de la mesa. Sostuvo los seis cuchillos en abanico
qué sabíamos de él, nos interrogábamos implacablemente. Algunos en la mano izquierda, con las puntas hacia arriba. Los cuchillos
soñábamos con él: un hombre simiesco con pantalones ajedrezados tenían unos treinta centímetros de largo, y las hojas tenían forma de
y sombrero rojo, un oficial severo con botas relucientes. Los mensajes diamante alargado, y mientras Hensch aguardaba en el costado del
promocionales solo mostraban un cuchillo en una mano enguantada. escenario, un hombre de rostro inexpresivo, un hombre sin nada
¿Es sorprendente que no supiéramos qué sentir? que hacer, tenía el aire ausente y aburrido de un niño grande que
Hensch entró en el escenario exactamente a las ocho: un hombre sostiene en la mano un presente embarazoso, esperando paciente-
vivaz y sonriente con faldones negros. Su entrada nos sorprendió. mente a que alguien abra una puerta.
Aunque la mayoría estábamos sentados desde las siete y media, otros Con un movimiento suave, la mujer del vestido blanco arrojó
todavía estaban llegando, atravesando los pasillos, rozando rodillas el aro al aire, frente al tabique de madera negra. Súbitamente un
para sentarse en butacas chillonas. Estábamos tan acostumbrados a cuchillo se clavó en la blanda madera, atrapando el aro, que quedó
las demoras causadas por los impuntuales que se entendía que un colgado del mango. Antes que supiéramos si aplaudir o no, la mujer
espectáculo de las 20:00 empezara a las 20:10, incluso 20:15. Cuando arrojó otro aro blanco. Hensch alzó el cuchillo y lo arrojó con un
Hensch atravesó el escenario, un hombre grave y concentrado, de movimiento elegante y veloz, y el segundo aro quedó colgado del
cabello negro y coronilla calva, no supimos si admirarlo por su indi- segundo cuchillo. Cuando el tercer aro subió en el aire y quedó
ferencia suprema a nuestros ruidos, o si detestarlo por su negativa colgado del mango de un cuchillo, la mujer metió la mano en el
cuenco y nos permitió inspeccionar un aro más pequeño, del tamaño
1. El autor usa la expresión tent-in-one –forma coloquial de las ferias para
de un platillo. Hensch alzó un cuchillo y clavó el aro volante contra la
referirse a las carpas con diez atracciones que contenían a peculiares indi- madera. Luego la mujer arrojó dos aros pequeños, uno tras otro, que
viduos como la mujer barbuda o el hombre elefante– haciendo un juego de Hensch atrapó en dos rápidos movimientos: el primero, en la cima de
palabras con la expresión ten-in-one o “diez en uno”. (N. del E.). su trayectoria, el segundo, cerca del centro del tabique.

12 13
Observamos a Hensch mientras recogía tres cuchillos más y los Abandonó el escenario y regresó empujando una segunda mesa,
extendía en abanico con la mano izquierda. Miró a su asistente con que puso del otro lado. Se alejó hacia la penumbra mientras las
ceñuda atención, la espalda erguida, la gruesa mano al costado. luces caían sobre Hensch y sus mesas. Vimos que apoyaba la
Cuando ella arrojó tres aros pequeños, uno tras otro, vimos que el palma izquierda sobre la mesa vacía. Con la mano derecha extrajo
cuerpo de Hensch se tensaba y esperamos el tableteo de los cuchi- un cuchillo de la caja de la primera mesa. Súbitamente, sin mirar,
llos en la madera, pero él se quedó inmóvil, mirando con severidad. arrojó el cuchillo al aire. Lo vimos ascender, detenerse, bajar. Alguien
Los aros cayeron al piso, rebotaron, rodaron en el escenario como gritó cuando cayó en la palma de Hensch, pero Hensch alzó la mano
grandes monedas. ¿No le había gustado el modo de arrojarlos? y nos lo mostró, haciéndolo girar a un lado y a otro: el cuchillo había
Quisimos desviar los ojos, fingir que no habíamos visto. La asistente caído entre sus dedos. Hensch bajó la mano sobre el cuchillo, para
se apresuró a recoger los aros rodantes y recobró su posición junto que la hoja sobresaliera entre el índice y el anular. Arrojó tres cuchi-
a la pared negra. Pareció inhalar profundamente antes de arrojar de llos más al aire, uno tras otro: golpearon la mesa con un tableteo. La
nuevo. Esta vez Hensch lanzó sus tres cuchillos a velocidad extraor- mujer de blanco salió de las sombras e inclinó la mesa hacia noso-
dinaria, y de pronto vimos los tres aros meciéndose sobre el tabique, tros, para que viéramos los cuatro cuchillos que sobresalían entre los
el último a pocas pulgadas del piso. Ella señaló ampulosamente a dedos de Hensch.
Hensch, quien no se inclinó; festejamos con un vigoroso aplauso. Oh, admirábamos a Hensch, estábamos cautivados por su delicada
De nuevo la mujer del vestido blanco metió la mano en el cuenco, audacia; y sin embargo, mientras aplaudíamos estruendosamente,
y esta vez sostenía entre el pulgar y el índice algo que ni siquiera sentíamos cierta inquietud, cierta insatisfacción, como si se hubiera
los que estábamos en las primeras filas pudimos distinguir de inme- roto una promesa tácita. ¿Pues no nos habíamos sentido un poco
diato. Avanzó un paso, y muchos reconocimos, entre sus dedos, una avergonzados por asistir al espectáculo, no habíamos lamentado de
mariposa anaranjada y negra. Regresó hacia el tabique y miró a antemano sus piruetas de mal gusto, su cuestionable extralimitación?
Hensch, quien ya había escogido un cuchillo. Con un gesto grácil Como en respuesta a nuestra secreta impaciencia, Hensch caminó
la mujer soltó la mariposa. Aplaudimos mientras el cuchillo clavaba la decisivamente hacia su rincón del escenario. La asistente de pelo
mariposa en la madera, y los que estábamos en las primeras filas claro lo siguió deprisa, empujando la mesa. Luego llevó la segunda
pudimos ver las alas que se batían con impotencia. mesa detrás del escenario y regresó al tabique negro. Se apoyó de
Eso era algo que nunca habíamos visto, que ni siquiera imagi- espaldas, mirando a Hensch; su vestido blanco y suelto colgaba
nábamos que veríamos, algo digno de recordarse; y al aplaudir de delgados tirantes que se le deslizaron hasta los brazos. En ese
evocábamos a los lanzadores de cuchillos de nuestra infancia, el momento sentimos en los brazos y la nuca un tenue hormigueo de
olor del aserrín y el algodón de azúcar, la mujer con lentejuelas en emoción, pues ahí estaban ante nosotros, el oscuro maestro y la
la rueda giratoria. pálida doncella, como figuras de un sueño del que tratábamos de
La mujer de blanco extrajo los cuchillos del tabique negro y se los despertar.
llevó a Hensch, quien los examinó y los limpió con un paño antes de Hensch escogió un cuchillo y lo alzó sobre su cabeza con lentitud;
regresarlos a la caja. comprendimos que antes había trabajado muy velozmente. Con un
De pronto Hensch caminó al centro del escenario y nos enfrentó. brusco descenso del antebrazo, como si hachara un leño, soltó el
Su asistente empujó al costado la mesa con su caja de cuchillos. cuchillo. Al principio creímos que le había dado en el brazo, pero

14 15
vimos que la hoja se había hundido en la madera y rozaba la piel. Un cuchillos, uno tras otro, y mientras se clavaban en la punta de los
segundo cuchillo se clavó junto al otro brazo. Ella meció los hombros, dedos, uno tras otro, de abajo arriba, de derecha a izquierda y de
como para liberarse del roce de los cuchillos, y solo cuando cayó el izquierda a derecha, nos movimos incómodamente en el asiento. En
ondeante vestido, comprendimos que los cuchillos habían cortado el súbito silencio ella se quedó con los brazos extendidos y los dedos
los tirantes. Hensch nos tenía totalmente atrapados. Con sus piernas llenos de cuchillos; las lentejuelas plateadas titilaban, los guantes
largas y su sonrisa, ella se deshizo del vestido caído y se irguió ante el blancos eran más blancos que sus pálidos brazos. Parecía que en
tabique negro con una malla plateada con lentejuelas. Pensamos en cualquier momento bajaría la cabeza, como un mártir en la cruz.
acróbatas, jinetes, calurosas tiendas de circo en azules días de verano. Luego, despacio, suavemente, sacó cada mano de su guante y dejó los
El cabello claro y amarillo, las lentejuelas, la piel pálida tocada por guantes colgados de la pared.
las sombras, todo esto le daba el aire remoto y cerrado de una obra Hensch agitó bruscamente los dedos, como para desechar todo
de arte, al tiempo que le confería una distante voluptuosidad, pues lo anterior, y para nuestra sorpresa la mujer se acercó al borde del
el destello metálico del traje parecía destacar la desnudez de la piel, escenario y nos interpeló por primera vez.
turbadoramente expuesta, peligrosamente blanca, fresca y suave. –Ahora debo pedirles –dijo en voz baja– que guarden silencio,
Pronto la asistente con lentejuelas caminó hacia la segunda mesa porque el próximo número es muy peligroso. El maestro me
del fondo del escenario y sacó algo del cajón. Regresó al centro del marcará. Por favor, no hagan ruido. Gracias.
tabique de madera y se apoyó una manzana roja en la cabeza. La Regresó al tabique negro y se paró allí, los hombros hacia atrás,
manzana era tan roja y lustrosa que parecía pintada con esmalte los brazos hacia abajo pero apretados contra la madera. Miraba con
para uñas. Miramos a Hensch, quien le clavó los ojos y se quedó firmeza a Hensch, quien parecía estudiarla; algunos diríamos después
muy quieto. En un solo movimiento Hensch alzó y arrojó. Ella se que en ese momento ella semejaba una niña a quien están por golpear
adelantó, dejando la manzana roja clavada en la madera. en la cara, aunque otros pensaban que lucía calma, muy calma.
Sacó una segunda manzana de la mesa y apretó el tallo entre los Hensch eligió un cuchillo de la caja, lo sostuvo un instante, alzó el
dientes. Junto al tabique negro se inclinó despacio hacia atrás hasta brazo y arrojó. El cuchillo se clavó junto al cuello de la mujer. Había
que la brillante manzana roja estuvo encima de sus labios levantados. errado… ¿Era posible? Sentimos un cosquilleo de decepción, que de
La columna de la tráquea tensaba la piel de la garganta y las perillas inmediato se convirtió en vergüenza, profunda vergüenza, pues no
de las caderas empujaban las lentejuelas plateadas. Hensch apuntó habíamos ido en busca de sangre, solo de… otra cosa. Y mientras
cuidadosamente y clavó el cuchillo en el centro de la manzana. nos preguntábamos qué habíamos ido a buscar, nos sorprendió ver
Luego ella sacó de la mesa un par de guantes blancos y largos y que ella alzaba una mano y extraía el cuchillo. Vimos, en el cuello,
se los puso lentamente, estirándolos, haciendo girar las muñecas. el hilito rojo que llegaba hasta el hombro; y comprendimos que su
Alzó las manos enguantadas una por vez, movió los dedos. Se blancura estaba destinada a este momento. Aplaudimos con fervor
apoyó en el tabique con los brazos extendidos y los dedos abiertos. mientras ella se inclinaba y alzaba el cuchillo reluciente, asegurán-
Hensch la miró, alzó un cuchillo, arrojó; se clavó en la yema del donos así que estaba herida pero bien, o bien herida; y no sabíamos
anular de la mano derecha, sujetándola al tabique negro. La mujer si festejábamos su bienestar o su herida, o el toque del maestro, que
miraba hacia adelante. Hensch recogió un grupo de cuchillos y los había cruzado la frontera, que nos había llevado a salvo hasta el
sostuvo en abanico en la mano izquierda. Rápidamente arrojó nueve reino de las cosas prohibidas.

16 17
Aún mientras aplaudíamos, ella giró y abandonó el escenario, La mujer de negro condujo a Susan Parker hasta el tabique de
regresando momentos después con un largo vestido negro de mangas madera y la acomodó: la espalda contra la madera, los hombros
largas y cuello alto, que ocultaba la herida. Imaginamos la venda erguidos. Vimos que acariciaba suavemente, casi tiernamente, el pelo
blanca bajo el cuello negro; imaginamos otras vendas, otras heridas, corto de la muchacha, alzándolo y dejándolo caer. Luego tomó la
en sus caderas, su cintura, sus senos. Negro contra negro se erguían mano derecha de Susan Parker y se puso a la derecha de la muchacha,
ahí, ella y él, unidos por lo que parecía un oscuro pacto, como si ella de modo que todo el brazo quedó extendido contra el tabique negro.
fuera su hermana melliza, o como si ambos estuvieran en el mismo Sostuvo la mano de Susan Parker, mirando el rostro de la muchacha
lado de un juego en el que participábamos todos, un juego que ya no como si la consolara; y notamos que el brazo de Susan Parker lucía
comprendíamos; y en verdad ella se veía mayor con el vestido negro, muy blanco entre el suéter negro y el vestido negro, contra la madera
más severa, una vieja maestra o una tía solterona. No nos sorpren- negra del tabique. Mientras las mujeres se miraban, Hensch alzó un
dimos cuando se adelantó para hablarnos de nuevo. cuchillo y arrojó. Oímos el chasquido ahogado de la hoja, oímos el
–Si algún integrante del público desea ser marcado por el maestro, jadeo de Susan Parker, vimos que cerraba la otra mano. Rápidamente
recibir la marca del maestro, ahora es el momento. ¿Hay alguien? la mujer de negro se puso frente a ella, extrajo el cuchillo, se volvió
Todos miramos en torno. Se alzó una sola mano vacilante, pero hacia nosotros, alzó el brazo de Susan Parker y nos mostró la estría
bajó de inmediato. Se alzó otra mano; pronto hubo otras manos, roja en el antebrazo claro. Metió la mano en un bolsillo del vestido
cuerpos jóvenes que se estiraban con avidez; y la mujer de negro bajó negro y sacó una caja de hojalata. De la caja sacó un bollo de
del escenario, caminó despacio por un pasillo, mirando atentamente, algodón, una gasa y un rollo de cinta quirúrgica blanca, cubriendo
reflexionando, hasta que se detuvo y señaló: rápidamente la herida.
–Tú. –Ya está, querida –le oímos decir–. Fuiste muy valiente.
Reconocimos a Susan Parker, una estudiante de la secundaria que Susan Parker atravesó el escenario con la mirada gacha, alejando
podía haber sido nuestra hija. Miró inquisitivamente a la mujer, las cejas del cuerpo el brazo vendado; y mientras comenzábamos a aplaudir,
enarcadas, señalándose a sí misma, ruborizándose al comprender; y porque aún estaba allí, porque había salido indemne, la vimos
mientras subía la escalinata del escenario la observamos atentamente, alzar los ojos y sonreír tímidamente, antes de bajar las pestañas y
preguntándonos qué había visto en ella la mujer de negro para que descender la escalinata.
fuera la escogida, preguntándonos qué pensaba Susan Parker mientras Se alzaron más brazos, las butacas crujían, había susurros y
seguía a la mujer de negro hacia el tabique de madera. Tenía jeans murmullos, pues otros ansiaban ser elegidos, ser marcados por el
holgados, un suéter ceñido y negro, cabello corto, rojizo y lustroso. maestro, y una vez más la mujer de negro se adelantó para hablar.
¿La habían escogido por su tez blanca? ¿Por su aplomo? Queríamos –Gracias, querida. Fuiste muy valiente, y ahora llevarás la marca
gritarle que se sentara, que no tenía que hacerlo, pero guardamos del maestro. La atesorarás toda tu vida. Esta es una marca muy leve,
respetuoso silencio. Hensch la miraba inexpresivamente desde su muy leve. El maestro puede marcar más profundamente, mucho más.
mesa. Comprendimos que en ese momento confiábamos en él; nos Aunque es preciso ser digno de ello. Quizás algunos de ustedes ya
aferrábamos a él; era todo lo que teníamos; pues si no estábamos sean dignos de ello, pero ahora les rogaré que bajen las manos, pues
absolutamente seguros de él, ¿quiénes éramos nosotros, qué éramos tengo conmigo a alguien que está preparado para recibir la marca.
nosotros, si permitíamos que las cosas llegaran a semejante extremo? Por favor, les pido silencio a todos.

18 19
Desde la derecha del escenario avanzó un joven que debía tener del joven brilló con una alegría intensa, casi dolorosa. Súbitamente
quince o dieciséis años. Llevaba pantalones negros y camisa negra, la luz blanca iluminó a la mujer de negro, quien alzó triunfalmente el
y usaba gafas sin montura que reflejaban la luz. Andaba con soltura, y brazo libre; luego extrajo la hoja, envolvió la palma en tiras de gasa,
vimos que tenía una suerte de belleza esmirriada y desmañada, enjugó el rostro transpirado del joven con un paño y lo condujo
la belleza, pensamos, de un ave acuática, una garza. La mujer lo fuera del escenario rodeándole la cintura con el brazo. Nadie emitió
condujo al tabique de madera y le indicó que apoyara la espalda. un sonido. Mirábamos a Hensch, quien seguía a su asistente con
Caminó hacia la mesa del fondo del escenario y extrajo un objeto los ojos.
que llevó hasta el tabique. Alzando el brazo izquierdo del joven, para Cuando ella regresó, sola, se adelantó para hablarnos mientras las
extenderlo contra la pared al nivel del hombro, le acercó el objeto a luces del escenario volvían a la normalidad.
la muñeca y comenzó a sujetarlo a la madera. Parecía ser una grapa –Eres un joven valiente, Thomas. No olvidarás pronto este día. Y
que sostenía el brazo a la altura de la muñeca. Luego le acomodó ahora debo decir que en esta velada solo tenemos tiempo para un
la mano: la palma hacia nosotros, los dedos juntos. Alejándose, lo número más. Sé que muchos de ustedes desean recibir la marca en
miró reflexivamente. Luego caminó hacia el lado libre, le tomó la otra la palma, como Thomas. Pero ahora pediré algo distinto. ¿Hay esta
mano y la sostuvo suavemente. noche en el público alguien que desee…? –Hizo una pausa, no una
Las luces del escenario se apagaron y un foco rojo alumbró a vacilación, sino un énfasis–. ¿Hay alguien que desee hacer el sacri-
Hensch y su caja de cuchillos. Una segunda luz, blanca como el claro ficio supremo? Se trata de la marca final, la marca que solo se puede
de luna, alumbró al joven y su brazo extendido. El otro lado del joven recibir una vez. Por favor, piensen bien antes de alzar la mano.
permanecía en la oscuridad. Queríamos que dijera más, que explicara claramente qué signifi-
Aunque el espectáculo parecía acicatearnos con una promesa de caban esas palabras enigmáticas, que nos llegaban como un susurro
peligro, un giro perturbador e inadmisible, incluso inconcebible, en la oscuridad, palabras elusivas que parecían burlarse de noso-
recordamos que hasta ahora el maestro solo había rasguñado un tros, y miramos tensa y ávidamente alrededor, como si con el mero
poco de piel, que su número era público y no era nuevo, que el esfuerzo de mirar afirmáramos nuestra vigilancia. No vimos manos,
joven parecía calmo; y aunque reprobábamos el exagerado efecto y quizás en el centro de nuestro alivio hubiera un toque de decepción,
de la iluminación, el tosco melodrama, admirábamos secretamente pero aun así era alivio; y si bien todo el espectáculo había conducido
la destreza con que ese espectáculo jugaba con nuestros miedos. No hacia un momento abrumador que ya no llegaría, nuestro lanzador
sabíamos bien qué temíamos. Pero allí estaba el lanzador de cuchi- de cuchillos nos había entretenido, nos había llevado lejos, y aunque
llos, bañado en una luz sanguinolenta; allí estaba la pálida víctima, cuestionáramos su arte cruel estábamos dispuestos a ofrecer nuestro
engrillada a una pared; en las sombras, la mujer de negro; y en la aplauso.
luz resplandeciente, en el silencio, en el ritmo mismo de la velada, la –Si nadie alza la mano… –dijo, escrutándonos como para indagar
promesa de entrar en un sueño oscuro. nuestros pensamientos secretos, mientras nosotros, como eludiendo
Y Hensch tomó un cuchillo y arrojó; algunos oyeron el brusco sus ojos, mirábamos en derredor–. ¿Sí?
jadeo del muchacho, otros, un grito agudo. En la blancura de la luz Nosotros también vimos esa mano a medio alzar, que quizá
vimos el mango del cuchillo en el centro de su palma ensangrentada. siempre había estado ahí, invisible en la penumbra, y vimos que la
Algunos dijeron que, al clavarse el cuchillo, la cara conmocionada desconocida se ponía de pie y se abría paso entre rodillas, abrigos

20 21
y espectadores que se levantaban a medias. La vimos subir la esca- que era incuestionable; sin siquiera tratar de congraciarse con noso-
linata, una muchacha alta de aire triste, con jeans y blusa oscura, de tros, había capturado continuamente nuestra más profunda aten-
cabello largo y lacio, y hombros desgarbados. ción. Pero, a pesar de eso, no podíamos evitar la sensación de que
–¿Cómo te llamas? –murmuró la mujer de negro, y no pudimos tendría que haberlo logrado de otra manera. Desde luego, quizás el
oír la respuesta–. Bien, Laura. ¿Así que estás preparada para recibir número final hubiera sido una estafa. Quizá la muchacha se levantó
la marca final? Entonces debes ser muy valiente. –Volviéndose hacia de un salto en cuanto cayó el telón, aunque algunos evocábamos
nosotros, dijo–: Debo pedirles, por favor, que guarden absoluto rumores desagradables, encontronazos con la policía, acusaciones y
silencio. desmentidas, un asunto turbio. En todo caso, nos recordamos, nadie
Condujo a la muchacha hacia el tabique negro y la acomodó: la había obligado, no habían obligado a ninguno de ellos. Y sin duda
barbilla erguida, manos a los costados. era cierto que un hombre en la posición de Hensch tenía derecho a
La mujer de negro retrocedió, como evaluando su labor, y se refinar su arte, a elaborar nuevos números para provocar curiosidad.
dirigió al fondo del escenario. En este punto algunos quisimos gritar, Más aún, esos avances eran absolutamente necesarios, pues sin ellos
exigir una explicación, pero no sabíamos exactamente a qué nos un lanzador de cuchillos no podía sostener la atención del público.
oponíamos, y la idea de distraer a Hensch, de provocar una herida, Como todos nosotros, tenía que ganarse el sustento, lo cual no era
nos contuvo, pues vimos que él ya había escogido un cuchillo. Era fácil en aquellos tiempos. Pero en definitiva, una vez que se pesaban
una nueva clase de cuchillo, o así nos pareció, un cuchillo más largo y los pros y los contras, y se evaluaba cada aspecto, no podíamos evitar
delgado. Y nos pareció que las cosas sucedían muy deprisa en el esce- la sensación de que el lanzador de cuchillos había ido demasiado
nario, pues no hubo iluminación, ni el dramatismo de un súbito oscu- lejos. Si se alentaban esos espectáculos, si se toleraban siquiera,
recimiento, sino que Hensch, en medio de nuestra incertidumbre, ¿qué podíamos esperar en el futuro? ¿Alguno de nosotros estaría a
hizo lo que hacía siempre: lanzó el cuchillo. Algunos oímos el grito salvo? Cuanto más lo pensábamos, más inquietud sentíamos, y en
de la muchacha, otros se sorprendieron de su silencio, pero lo que las noches que siguieron, cuando despertábamos de sueños pertur-
recordamos todos fue la ausencia del ruido del cuchillo mordiendo badores, recordábamos al lanzador de cuchillos con desasosiego y
la madera. En cambio, hubo un ruido más blando, más perturbador, consternación.
semejante al silencio, y algunos dijeron que la muchacha miró hacia
abajo, como sorprendida. Otros creyeron ver en su cara, en sus ojos,
una expresión de embeleso. Mientras ella caía al piso, la mujer de
negro se adelantó y extendió el brazo hacia el lanzador de cuchillos,
quien por primera vez reconoció nuestra presencia. Se inclinó: una
reverencia profunda, lenta, grácil, la reverencia de un maestro, hasta
las rodillas. El telón rojo oscuro cayó despacio. Arriba se encen-
dieron las luces.
Al salir del teatro, convinimos en que había sido un espectáculo
habilidoso, aunque teníamos la impresión de que el lanzador de
cuchillos había ido demasiado lejos. Había justificado su reputación,

22 23
¿Disfrutaste el libro que comenzaste a leer?
Podés adquirirlo en www.interzonaeditora.com y en cientos de
librerías.

Gracias por apoyar con tu lectura y recomendaciones este proyecto


editorial.

interZona es una editorial literaria independiente fundada en


Buenos Aires en 2002 que se ha convertido en uno de los espacios de
publicación más innovadores y reconocidos de Latinoamérica por la
diversidad de autores y de títulos que publica.

En interZona verán reunidos a escritores noveles con otros ya


consagrados; a los de habla hispana con los de otras lenguas; a
los poetas con los ensayistas, los dramaturgos y los novelistas; en
suma, a todos aquellos que hacen posible una conversación de voces
múltiples, desprejuiciada, vivaz, arriesgada, pero siempre orientada
por el estilo y la marca de calidad con la que intentamos perfilar
nuestra línea editorial.

También podría gustarte