Hielo Anna Kavan
Hielo Anna Kavan
Hielo Anna Kavan
ISBN: 9788432245916
SEIX BARRAL
Título original:Ice
ISBN: 84-322-4591-7
—Jamás había hecho tanto frío durante este mes. Según el pronóstico, vamos
a quedar todos congelados —yo había pasado la mayor parte de mi vida en el
extranjero, sirviendo como soldado o explorando zonas remotas, pero aunque
acababa de llegar del trópico y los congelamientos significaban muy poco
para mí, quedé impresionado por el tono siniestro de sus palabras. Ansioso
por marcharme, le pregunté cómo llegar al pueblo al que me dirigía—. Con
esta oscuridad jamás lo encontrará, está muy apartado. Y los caminos de la
colina son peligrosos cuando están helados —pareció dar por sentado que
sólo un estúpido conduciría en tales condiciones, cosa que me fastidió
bastante. De modo que cortando en seco sus enrevesadas instrucciones, le
pagué y me fui, haciendo caso omiso de su último grito de advertencia—:
¡Tenga cuidado con el hielo!
Desde el principio había tenido mis dudas con respecto al viaje. Había llegado
el día anterior, y tendría que haberme ocupado de algunos asuntos en la
ciudad, en lugar de visitar a los amigos del campo. Yo mismo no entendía mi
impulso por ver a esa chica, que había ocupado mis pensamientos
constantemente durante mi ausencia, si bien no era ella la razón de mi
regreso. Había vuelto para investigar los rumores de una misteriosa e
inminente emergencia en esta zona del mundo. Pero en cuanto llegué, ella se
convirtió en una obsesión, sólo podía pensar en ella, sentía que debía verla
inmediatamente, ninguna otra cosa importaba. Por supuesto, sabía que esto
era absolutamente irracional. Lo mismo que mi actual inquietud: parecía poco
probable que algo malo me ocurriera en mi propio país y sin embargo, a
medida que avanzaba, me sentía cada vez más angustiado.
La realidad siempre había sido una incógnita para mí. Y a veces esto podía
resultar molesto. Ahora, por ejemplo. Había visitado antes a la muchacha y a
su marido y guardaba un recuerdo vivido del aire pacífico y bonancible que
rodeaba su hogar. Pero al no cruzarme con nadie por el camino, ni ver
aparecer ningún pueblo, ni luces, el recuerdo se desvanecía rápidamente,
perdía su realidad y se convertía en algo cada vez menos convincente y más
confuso. El cielo era negro y contra él se destacaban unos setos informes, más
negros aún; ocasionalmente, cuando los faros alumbraban algunos edificios
del borde del camino, se veía que éstos también estaban a oscuras,
aparentemente deshabitados y más o menos en ruinas. Era exactamente como
si durante mi ausencia todo el distrito hubiera quedado devastado.
Me quedé con ellos algunos días. Ella me evitaba. Nunca la veía a menos que
él estuviera presente. Continuaba el tiempo bueno y caluroso. Ella llevaba
vestidos cortos, ligeros y muy sencillos que dejaban desnudos sus brazos y sus
hombros, e iba calzada con sandalias de niña y sin calcetines. Su pelo
resplandecía bajo el sol. Yo sabía que no sería capaz de olvidar su aspecto.
Noté en ella un marcado cambio, una actitud más confiada. Sonreía más a
menudo y en una ocasión, estando en el jardín, la oí cantar. Cuando él la
llamó, se acercó corriendo. Era la primera vez que la veía feliz. Sólo al hablar
conmigo seguía mostrando cierta turbación. Hacia el final de mi visita, él me
preguntó si había hablado con ella a solas. Le respondí que no, y me dijo:
Aquélla fue la tarde más calurosa. La tormenta flotaba en el aire. A la hora del
desayuno, el calor ya resultaba opresivo. Para sorpresa mía, me propusieron
una excursión. No podía irme sin haber visto uno de los lugares más bonitos
de la zona. Mencionaron una colina desde la cual se veía un panorama
excepcional: ya la había oído nombrar. Cuando hablé de mi partida, me
dijeron que sólo se trataba de un paseo corto, que estaríamos de vuelta con
tiempo de sobra para que yo preparara mi equipaje. Comprendí que estaban
decididos a hacer la excursión, y acepté.
Llevamos una bolsa con la merienda para comerla cerca de las ruinas de un
viejo fuerte que databa de un período remoto, cuando había existido el temor
de una invasión. El camino se internaba en la profundidad del bosque.
Aparcamos el coche y continuamos a pie. Bajo el calor que aumentaba
incesantemente, me negué a ir de prisa, me quedé atrás, y cuando vi que
llegábamos al final del bosque, me senté a la sombra. Él retrocedió y me hizo
levantar.
—Esta torre ha servido de mojón durante siglos. Desde aquí se pueden ver
todas las colinas. El mar está allí. Y aquélla es la aguja de la catedral. La línea
azul que hay más allá es el estuario.
—Ahora me iré y lo dejaré en paz. ¿Pero antes podría darme algo para comer?
No he probado bocado desde el mediodía.
No podía pasar por alto el deterioro de la relación de ambos. Cuando ella era
feliz, yo me separaba, me mantenía al margen de la situación. Ahora me
sentía implicado, comprometido con ella una vez más.
II
Éste era un punto de vista muy conveniente para ellos, los eximía de tomar
medidas. Pero yo no lo acepté. Ella estaba acostumbrada a obedecer desde la
más tierna infancia y su independencia había sido destruida por una represión
sistemática. No la creía capaz de tomar una decisión tan drástica por su
cuenta: sospechaba que existía alguna presión externa. Deseaba hablar con
alguien que la conociera bien, pero no parecía tener amigos íntimos.
Tenía que encontrarla, fuera como fuese y a pesar de todo. Sentí el mismo
impulso que me había llevado hacia ella el día de mi llegada. No existía una
explicación racional, ni tenía justificación. Era como un deseo ardiente que
satisfacer.
Un día de invierno ella estaba en el estudio, posando desnuda para él, con los
brazos levantados en una graciosa postura. Permanecer así durante un rato
debía de requerir un gran esfuerzo, y me pregunté cómo se las arreglaba para
estar tan quieta. Entonces vi las cuerdas atadas a sus muñecas y a sus
tobillos. La habitación estaba fría. Los cristales de la ventana estaban
cubiertos por una gruesa capa de escarcha y la nieve se amontonaba en el
alféizar. Él llevaba puesto el abrigo largo del uniforme. Ella temblaba.
—¡No! ¡No quiero oírla otra vez! —se lanzó contra el aparato y lo paró tan
bruscamente que las voces se apagaron en un extraño lamento. Él la miró con
expresión furiosa.
—Sabes que no soporto esa horrible música —parecía haber perdido los
estribos—. Sólo la pones porque sabes que la detesto… —las lágrimas salían
de sus ojos a raudales y se las secaba descuidadamente con la mano.
—¿Por qué tengo que quedarme en silencio durante horas, sólo porque a ti no
te da la gana de abrir la boca? —su tono iracundo estaba impregnado de
resentimiento e indignación—. Además, ¿qué cuernos te pasa últimamente?
¿No puedes comportarte como una persona normal? —ella no respondió y
ocultó la cara entre las manos. Las lágrimas le mojaban los dedos. Él la
observó con expresión disgustada—. Más me valdría estar incomunicado que
estar aquí a solas contigo. Pero te advierto que no soportaré esto mucho
tiempo más. Estoy harto. Cansado y hasta las narices de tu manera de actuar.
Será mejor que te tranquilices, porque de lo contrario… —salió con expresión
amenazadora, dando un portazo. Se hizo el silencio, y ella se quedó con la
expresión de una criatura perdida, las mejillas humedecidas por las lágrimas.
Empezó a pasearse por la habitación, se detuvo junto a la ventana, apartó la
cortina y entonces lanzó un grito de asombro.
Sin duda, la gente se habría ocupado más y habría hecho mayores esfuerzos
por descubrir lo que ocurría en el resto de los países, de no haberse visto
obligada a luchar contra la escasez de combustible, los cortes de electricidad,
la interrupción del transporte y la rápida desviación de las provisiones hacia
el mercado negro.
En ese momento pasó volando una enorme gaviota de dorso negro y casi me
rozó la mejilla con la punta del ala, como si intentara atraer mi atención y mi
mirada hacia la cubierta del barco. Miré a cierta distancia y de repente la vi
allí, donde antes no había nadie; todo lo que había estado pensando quedó
borrado de mi mente por una ola de excitación, y volví a experimentar un
ardiente deseo por ella. Estaba convencido de que era ella, incluso sin haberle
visto la cara; ninguna otra chica en el mundo tenía una cabellera tan
deslumbrante, ni era tan delgada que su fragilidad podía percibirse a través
de un grueso abrigo gris. Simplemente tenía que alcanzarla, era lo único que
podía pensar. Sintiendo envidia de la facilidad de la gaviota para volar, me
zambullí entre la sólida masa de gente que se interponía entre nosotros y me
abrí paso. Apenas me quedaba tiempo, el buque partiría en unos instantes.
Los visitantes ya se marchaban, formando una densa contracorriente contra
la que tuve que luchar. Mi única intención era llegar a la cubierta del barco
antes de que fuera demasiado tarde.
Arrastrado por mi ansiedad, debí de empujar a algunas personas. Oí algunos
comentarios hostiles, y alguien me amenazó con el puño. Intenté explicar mi
urgencia a los que me impedían pasar, pero no me escucharon. Tres jóvenes
de aspecto rudo se cogieron del brazo y me interceptaron el paso en actitud
agresiva y con expresión provocadora. Yo no tenía la intención de ofender a
nadie, apenas sí sabía lo que hacía. Sólo pensaba en ella. Súbitamente, un
oficial anunció por un altavoz:
De pie junto al agua, vi que ella estaba muy arriba y considerablemente lejos.
El barco ya se había apartado de la costa y ganaba velocidad segundo a
segundo; ya estaba separado de mí por una franja de agua demasiado ancha
para saltar. Desesperado, grité y agité los brazos, intentando llamar la
atención de ella. Fue inútil. Un mar de brazos se agitaba a mi alrededor e
infinidad de voces gritaban frases ininteligibles. Vi que se giraba para hablar
con alguien que acababa de acercarse a ella, y que al mismo tiempo se ponía
una capucha, ocultando así su cabellera.
El barco empezaba a dar la vuelta para quedar de cara a la boca del puerto,
dibujando tras de sí una estela de agua, como la ringlera que deja una
guadaña. Me quedé contemplando el barco, a pesar de que, a causa del frío,
los pasajeros habían abandonado la cubierta y ya no tenía la posibilidad de
reconocer a la muchacha. Recordé vagamente lo que había estado pensando
poco antes de divisarla, pero de la misma manera que uno podría recordar un
incidente de un sueño. Una vez más me asaltó la urgencia de la búsqueda;
estaba totalmente absorbido por esa necesidad obsesiva con respecto a una
parte perdida y esencial de mi propio ser. Absolutamente todo lo demás me
parecía inmaterial.
Huelga decir que se negaron a creer que no lo había visto. Con los cascos
parecían altísimos; se colocaron a mi lado, tan cerca que me tocaban con las
armas, y me pidieron los documentos. Estaban en regla. No tenían nada
contra mí. De todos modos, mi conducta había sido sospechosa e insistieron
en apuntar mi nombre y mi domicilio. Había vuelto a comportarme como un
estúpido, esta vez llamando la atención sobre mi persona. Ahora que habían
tomado nota de mi nombre, éste aparecería en los archivos; sería conocido
por la policía de todo el país y todos mis movimientos serían observados, lo
cual constituía un serio obstáculo para mi investigación.
—¿Qué haces ahí parada? ¿Te has quedado dormida? —ella dio media vuelta,
terriblemente asustada—. ¡Date prisa! El coche espera —se acercó y la tocó.
Sonreía, pero en su voz y en su manera de actuar había un tono de amenaza.
Ella vaciló, parecía reacia a irse con él. Él la copió del brazo, aparentemente
en actitud amistosa, pero en realidad forzándola a moverse contra su voluntad
y arrastrándola consigo entre la gente que se apiñaba y los miraba fijamente.
Ella seguía sin levantar la mirada y no pude ver su expresión, pero imaginé el
fuerte apretón del hombre sobre su delgada muñeca. Abandonaron el barco
antes que los demás y seguidamente se alejaron en un enorme coche negro.
—Como le parezca.
Caminé hasta el andén. Debían de haber dinamitado parte de las ruinas para
tender las vías. Pude ver la única vía que partía de la ciudad cruzando una
franja de terreno abierto antes de internarse en el bosque de abetos. Este
frágil vínculo con el mundo no inspiraba confianza. Tuve la sensación de que
se acababa exactamente detrás de los primeros árboles. A poca distancia de
allí se alzaban las montañas. Grité:
Le expliqué que acababa de bajar del barco y que quería encontrar una
habitación. Me miró fijamente con expresión hostil, suspicaz y tosca, y no
respondió. Le pregunté cómo llegar a la calle principal. En un tono
malhumorado que apenas pude comprender murmuró unas pocas palabras sin
dejar de mirarme fijamente, como si yo acabara de caer de Marte.
Seguí caminando con mi maleta y llegué a una plaza en la que la gente iba y
venía. Las túnicas negras de los hombres eran variaciones de las que yo ya
había visto y la mayoría de los que las vestían llevaban cuchillos o pistolas.
Las mujeres también iban de negro, lo cual daba una impresión deprimente.
Todos tenían el rostro inexpresivo y serio. Por primera vez tuve indicios de
que había edificios ocupados, algunos incluso tenían cristales en las ventanas.
Había puestos de mercado y pequeñas tiendas: sobre algunas ruinas
reparadas se alzaban chozas de madera y cobertizos. En el otro extremo de la
plaza había un café abierto y un cine cerrado que mostraba un anuncio hecho
jirones de un programa del año anterior. Evidentemente, éste era el núcleo
vital de la ciudad; el resto no era más que los vestigios de un pasado muerto.
Bebimos el brandy del lugar, hecho con ciruelas, fuerte y abrasador, una
bebida ideal para un clima frío. Él era un hombre grande y robusto, más que
un campesino. Al principio apenas pude sacarle una palabra, pero con la
segunda copa se relajó lo suficiente para preguntarme cuál era el motivo de
mi visita.
—Nunca viene nadie por aquí; no tenemos nada que atraiga a los forasteros…
sólo ruinas.
Le respondí:
—Las ruinas de esta ciudad son famosas. Por esa razón he venido. Estoy
haciendo un estudio sobre ellas para una asociación cultural —había decidido
de antemano dar esta excusa.
—Por supuesto, sé que debo conseguir los permisos: todo debe hacerse
correctamente. Por desgracia, no sé a quién debo dirigirme.
—¿Y cómo puedo ponerme en contacto con él? —conservaba la imagen de una
mano férrea apretando la delgada muñeca de la muchacha, triturando sus
huesos quebradizos y prominentes.
Fue a telefonearla; luego de un buen rato regresó y me dijo que estaba todo
arreglado. Él me serviría las dos comidas principales en el café y me llevarían
el desayuno a la habitación.
Lo miré, pensando que bromeaba, pero tanto su rostro como su voz eran
absolutamente serios. Nunca había conocido a alguien que tuviera teléfono y
creyera en los dragones. Me divirtió y contribuyó a mi sentido de lo irreal.
Concerté una cita para ver al magistrado en la Gran Casa, que dominaba la
ciudad con su estructura semejante a una fortaleza construida en la zona más
alta. A la hora convenida subí por una calle empinada, la única que conducía a
la casa. Desde afuera ésta parecía un fuerte armado, enorme e imponente, de
paredes gruesas, sin ventanas y con estrechas aberturas en la parte más alta
que debían de estar destinadas a las ametralladoras. La entrada se
encontraba flanqueada por baterías que apuntaban a la calle. Supuse que
eran restos de alguna antigua campaña, aunque no parecían especialmente
anticuadas. Yo había hablado por teléfono con un secretario; pero fui recibido
por cuatro guardias armados, vestidos con túnicas negras, que se colocaron
por parejas delante y detrás de mí y me escoltaron por un largo corredor.
Estaba oscuro. A través de las aberturas del muro exterior, por encima de
nuestras cabezas, se filtraban unos delgados haces de luz que dejaban
entrever vagamente otros pasillos, galerías, escaleras y descansillos en forma
de puente a diferentes niveles, que partían en distintas direcciones. El
cielorraso, que no se veía, debía de ser terriblemente alto, tanto como todo el
edificio, porque las confusas ramificaciones se encontraban a gran altura.
Algo se movió en el extremo de una de las perspectivas: la figura de una
muchacha. Me precipité tras ella, que empezaba a subir unas escaleras; su
pelo plateado ondeaba y brillaba en la oscuridad.
—¿Qué puedo hacer por usted? —me saludó con formal amabilidad,
mirándome a la cara. Le expliqué la historia que tenía preparada. En seguida
accedió a tener redactados y firmados los permisos necesarios, podría contar
con ellos al día siguiente. Por iniciativa propia sugirió agregar una nota con el
fin de que me prestaran ayuda en mis investigaciones. Me pareció superfluo.
Él comentó—: No conoce a esta gente. Son anárquicos por naturaleza y
sienten una aversión innata hacia los desconocidos; su manera de ser es
arcaica y violenta. He intentado introducir actitudes más modernas. Pero es
inútil, han quedado estancados en el pasado como la esposa de Lot en su
estatua de sal; es imposible cambiarlos.
Comentó que había elegido una época extraña para hacer la visita. Le
pregunté por qué.
Le respondí:
—Veo que hablamos el mismo lenguaje. Bien. Me alegro de que haya venido.
Necesitamos un contacto más estrecho con las naciones desarrolladas. Esto
es un comienzo.
Aún algo confundido por nuestra charla, me levanté para marcharme y volví a
darle las gracias. Me estrechó la mano.
—Tiene que venir una noche a cenar. Mientras tanto, hágame saber si puedo
hacer algo más por usted.
—Como usted sabe, éstos siempre han sido los edificios de la administración,
de modo que es más probable que aparezca algo interesante aquí y no en otro
sitio.
No respondió pero emitió el sonido de un jugador cuyo contrincante reclama
un punto dudoso en la partida. No supe si mi respuesta le había resultado
satisfactoria o no.
Trajeron el café y, para sorpresa mía, todos se retiraron del comedor. Sentí
cierta aprensión, no lograba imaginar qué era lo que tenía que decirme en
privado. Su humor parecía haber empeorado; parecía terrible, frío y distante.
Me resultaba difícil creer que alguna vez se hubiera mostrado amable; en ese
momento comentó en tono inquietante:
Su tono de voz era controlado y sereno, pero la amenaza que había percibido
en él en alguna ocasión anterior, se hizo evidente. Le dije que no comprendía
lo que quería decir; la obvia implicación no se aplicaba a mí. Me sometió a
una prolongada mirada y yo se la devolví con más frialdad de la que sentía.
Percibí en él un aura de peligro y duplicidad, y me puse en guardia.
Uno o dos días más tarde, su enorme coche se detuvo junto a mí; él se asomó
por la ventanilla luciendo un suntuoso abrigo forrado con piel. Quería hablar
un momento conmigo. ¿Podía ir a la Gran Casa? Subí al vehículo, que se lanzó
a toda velocidad hasta la entrada.
Entramos en una sala llena de personas que esperaban para hablar con él, y
los guardias las apartaron para que él pudiera pasar hasta la habitación que
estaba al otro lado. Oí que antes de despedir a sus hombres, murmuraba:
—Dentro de cinco minutos libradme de este tipo —se volvió hacia mí y me dijo
—: Supongo que habrá escrito a alguien sobre nuestro trato —yo murmuré
una evasiva. En un tono muy distinto, me espetó—: La oficina de correos me
informa que usted no se ha comunicado con la persona adecuada. Creí que
era un hombre de palabra, pero veo que estaba equivocado.
Para evitar una disputa, hice caso omiso del insulto y respondí en tono
sereno:
—Aún no me he enterado de qué conseguiré con este trato —en tono seco me
dijo que fijara mis condiciones. Decidí responderle llana y francamente, con la
esperanza de que se mostrara menos hostil—. Después de tantos
preparativos, mi petición casi parece demasiado trivial —le dediqué una
sonrisa con la que pretendía desarmarlo—. Se trata sencillamente de lo
siguiente: creo que su invitada podría ser una antigua conocida mía, y me
gustaría verla con el fin de aclarar la duda —me cuidé de no mostrar
demasiado interés.
De pronto pensé en la hora y miré el reloj. Habían pasado casi cinco minutos.
No tenía intención de esperar a que entraran los guardias y me echaran,
según la orden que habían recibido, y empecé a moverme para salir. Él me
acompañó hasta la puerta y puso la mano en el picaporte para impedir que
saliera.
—Si quiere, podemos ir a verla ahora. Pero primero tendré que prepararla.
Me condujo a lo largo de sinuosos pasillos por los que pasamos junto a varios
guardias, él dando largas zancadas delante de mí, subiendo y bajando a toda
prisa varios tramos de escaleras. Era poco lo que yo podía hacer para seguir
su ritmo. Él estaba en mejor forma física que yo y parecía disfrutar
demostrándolo, dándose vuelta para mirarme, riéndose y jactándose de su
fantástico físico. No me fie de este repentino cambio de humor. Pero sentí
admiración por su duro cuerpo de atleta, sus hombros anchos y la elegante y
estrecha cintura. Los pasillos parecían no tener fin. Yo ya estaba sin aliento y
finalmente él tuvo que esperarme en lo alto de otra corta escalera. El rellano
estaba totalmente a oscuras, sólo pude distinguir el rectángulo de una única
puerta y comprendí que la escalera conducía solamente a esta habitación.
Bajo los árboles, la oscuridad era cada vez mayor y seguí perdiendo de vista
el sendero. Finalmente lo perdí por completo y salí en un lugar diferente.
Estaba cerca del muro. Éste era imponente, estaba intacto, sin grietas; vi las
negras siluetas de los centinelas apostados a lo largo de la parte superior. Dos
de ellos se acercaban entre sí y se cruzarían cerca de mí. Me quedé quieto
bajo la sombra de los árboles negros, donde nadie me vería. Los hombres
avanzaban con paso ruidoso y la dura escarcha amplificaba el sonido. Se
encontraron, golpearon el suelo con el pie, intercambiaron las contraseñas y
volvieron a separarse. Cuando el sonido de los pasos se desvaneció, seguí
avanzando. Tenía la extraña sensación de estar viviendo en varios planos al
mismo tiempo; la superposición de los planos era desconcertante. Inmensos
cantos rodados del tamaño de una casa, semejantes a las cabezas de gigantes
decapitados, se hallaban en el suelo, donde habían caído desde la ladera de la
montaña, tiempo atrás. De pronto oí voces; miré a todas partes pero no vi a
nadie. El sonido parecía salir de entre los cantos rodados, y fui a investigar.
Una luz amarilla surgió en la oscuridad azul: estaba ante una choza, no ante
una masa rocosa. En el interior de ésta, alguien hablaba.
La encontré de casualidad, no muy lejos de allí, tendida boca abajo sobre las
piedras. De su boca chorreaba un hilillo de sangre. Tenía el cuello torcido de
un modo anormal; nadie que estuviera con vida podría haber girado la cabeza
de ese modo: tenía el cuello roto. La habían arrastrado cogiéndola por el pelo,
y las manos que se lo habían retorcido formando una especie de cuerda
habían apagado sus brillos plateados. En algunos puntos de su espalda, la
sangre aún estaba fresca, húmeda y brillante; en otras partes se había vuelto
seca y dura sobre la carne blanca. Me llamó la atención un brazo, sobre el
cual se veían claramente las marcas de unos dientes. Tenía rotos los huesos
del antebrazo y los extremos puntiagudos del hueso sobresalían a la altura de
la muñeca, atravesando el tejido desgarrado. Me sentí defraudado: yo sólo lo
habría hecho con tierno amor; yo era el único que tenía derecho a causar
heridas. Me incliné hacia delante y toqué su piel fría.
Fui a mirar por la ventana de la choza, con cuidado de no acercarme
demasiado para que no me vieran desde el interior. Un montón de gente se
apiñaba en una pequeña sala llena de humo y la lumbre parpadeaba sobre sus
rostros, recordándome una escena medieval. Al principio no pude comprender
lo que decían, hablaban todos al mismo tiempo. Reconocí a una mujer
excepcionalmente alta, elegante e imponente; la había visto en la Gran Casa.
Ahora estaba con un hombre al que llamaba padre, que se encontraba
sentado justo al lado de la ventana. Estaba tan cerca de mí que la suya fue la
primera voz que entendí. Estaba relatando la leyenda del fiordo, y cómo cada
año durante el solsticio de invierno una bella muchacha debía ser ofrecida
como sacrificio al dragón que vivía en las profundidades. Las otras voces
fueron apagándose poco a poco cuando él empezó a describir el rito.
—No nos sobran las chicas bonitas. ¿Por qué tenemos que entregarle una al
dragón? ¿Por qué no sacrificamos a una extranjera, alguna forastera que no
signifique nada para ninguno de nosotros?
—Pálidas niñas que parecen tan puras como si fueran de cristal… destrozarlas
hasta hacerlas pedazos… Y yo la destrozaré… —el final fue pronunciado a
gritos—. ¡Yo misma la derribaré de la roca si ninguno de vosotros tiene
agallas para hacerlo!
Me alejé, disgustado. Esta gente era peor que los salvajes. Tenía la cara y las
manos dormidas y me sentí casi congelado; no supe por qué me había
quedado tanto tiempo escuchando ese absurdo galimatías. Tuve la vaga
sensación de que me pasaba algo, aunque no pude definirlo. Por un momento
me resultó perturbador, pero luego lo olvidé. En el cielo brillaba una luna
pequeña, fría y resplandeciente que mostraba claramente el paisaje. Reconocí
el fiordo, pero no la escena. Altas rocas se elevaban en línea perpendicular al
agua, sujetando una roca plana y horizontal como una plataforma de salto de
palanca. Aparecieron algunas personas arrastrando a la chica, que llevaba las
manos atadas. Cuando pasó junto a mí, alcancé a ver su lastimero rostro
blanco de niña- víctima, aterrorizada y traicionada. Di un salto hacia delante,
intentando llegar a ella y cortar sus ataduras. Alguien se lanzó sobre mí. Lo
aparté, e intenté una vez más llegar a ella, que se alejaba. Me abalancé sobre
el grupo, gritando:
Me incliné hacia delante y toqué su fría piel, el pequeño hueco de sus muslos.
La nieve había caído entre sus pechos.
Tenía prisa por volver a mi habitación. Los pies y los dedos se me habían
dormido, sentía la cara rígida, y empezaba a dolerme la cabeza a causa del
frío. En cuanto me descongelé un poco en mi habitación caliente, empecé a
escribir. Por supuesto, mi tema principal eran los Indris, aunque seguía
fingiendo, como desde un primer momento, que tomaba notas sobre todo lo
que resultaba interesante de la ciudad. Creía que el servicio de seguridad no
se molestaría en leer mis notas, aunque podían hacerlo fácilmente mientras
yo estaba fuera de la habitación. La forma infantil y simple que utilizaba,
mezclando frases sobre los lémures con otras sobre cuestiones locales, al
menos desalentaría a la dueña de casa, que metía las narices en todo.
Una vez fuera, quedé asombrado por la cantidad de nieve que había caído. La
ciudad de siempre había sido reemplazada por una muy distinta, blanca y
espectral. Las pocas y tenues luces mostraban cómo las formas de las ruinas
estaban alteradas por el espeso manto blanco, los detalles de la destrucción
ocultos y los contornos tapados y borrosos. Como resultado de la densa
nevada, todas las estructuras quedaban privadas de solidez y de localización
precisas; volví a experimentar la sensación de que la escena era de nilón y
que detrás de éste no había nada. Al principio, en el aire sólo había algunos
copos de nieve; luego se produjo una fuerte nevada que, a causa del fuerte
viento, caía en línea paralela al suelo. Bajé la cabeza para protegerme de ese
viento helado y vi los pequeños copos de nieve, secos y congelados, que se
arremolinaban a la altura de mis piernas. La nevada se volvió más espesa e
incesante y cubría el aire: me resultaba imposible ver dónde me encontraba.
Sólo captaba visiones intermitentes de lo que me rodeaba, que parecía ser
vagamente familiar y al mismo tiempo distorsionado e irreal. Mis ideas se
volvieron confusas. De un modo peculiar, la irrealidad del mundo exterior
parecía una prolongación de mi perturbado estado mental.
Hice un esfuerzo por ordenar mis ideas y recordé que la muchacha estaba en
peligro y debía advertirla de ello. Renuncié al intento de encontrar el café y
decidí acudir directamente al magistrado local. Apenas logré distinguir su
casa, que se cernía sobre la ciudad como una fortaleza.
Salvo la plaza principal, después del anochecer las calles quedaban desiertas,
razón por la cual me sorprendió ver unas cuantas siluetas que trepaban por la
empinada colina. Recuerdo que un momento después oí, aunque no presté
demasiada atención, algunos comentarios sobre una cena o una celebración
pública en la Gran Casa que, evidentemente, tendría lugar esa misma noche.
Llegué a la entrada poco después que un grupo de gente al que me alegré de
encontrar: sin ellos no habría tenido la seguridad de que ése era el lugar
correcto, ya que la nieve hacía que todo pareciera diferente. Dos montecillos,
uno a cada lado, podrían haber sido las baterías; pero había otros montículos
blancos que no logré reconocer. Un racimo de carámbanos largos y
puntiagudos, afilados como espadas, colgaban de un farol de encima de la
enorme puerta principal, brillando ferozmente bajo la débil luz. Cuando
dejaron entrar a los que iban delante de mí, yo avancé y entré con ellos. Lo
más probable era que, aun yendo solo, los guardias me hubieran dejado
pasar, pero éste parecía el sistema más fácil.
Nadie notó mi presencia en absoluto. Debería de haber sido reconocido, pero
no recibí señales de que alguien lo hiciera y me sentí cada vez más
confundido al comprobar que algunos conocidos se me acercaban y pasaban
de largo sin mirarme siquiera. Aquel lugar tenebroso ya estaba atestado de
gente, el grupo con el que yo había entrado debía de ser uno de los últimos. Si
se trataba de una celebración, era muy deprimente. Todos mostraban una
expresión severa, como de costumbre; nadie reía y apenas hablaban. Y los que
conversaban lo hacían en un tono de voz tan bajo que prácticamente no se oía
lo que decían.
Su espléndido sillón de oro estaba tallado con los rostros y las hazañas de
héroes antepasados suyos. Su magnífica capa, forrada con piel de marta
cebellina y bordada en oro, le cubría las rodillas formando rígidos pliegues
escultóricos. Las chispas caían de las antorchas dando vida al blanco glacial
de sus manos largas, delgadas e inquietas. Sus ojos emitían un destello azul:
un destello azul que hacía juego con la grandiosa joya que llevaba en la mano.
No supe cómo se llamaba esa piedra. Sus manos y sus ojos jamás estaban en
reposo, produciendo un constante bombardeo azul. No me dejó moverme de
allí, me hizo permanecer de pie a su lado. Dado que yo había ostentado el
mando de un ejército glorioso, me concedió una brillante condecoración que
yo no quería: ya tenía demasiadas. Le dije que sólo quería a la muchacha. Se
oyó un grito de asombro. La gente que lo rodeaba esperaba verme fulminado.
Yo permanecí indiferente. Había vivido la mitad de mi vida, había visto cuanto
quería. Estaba harto de guerras, harto de servir a este difícil y peligroso jefe
que amaba la guerra y la muerte, y nada más. Había algo de demencia en su
manera de hacer la guerra. La conquista no era suficiente. Quería una guerra
de exterminio en la que quedaran brutalmente muertos todos sus enemigos
sin excepción, en la que nadie quedara con vida. Quería matarme a mí. Pero,
aunque no podía vivir sin la guerra, era incapaz de planificar una campaña, de
tomar una ciudad; era yo quien tenía que hacerlo. Por eso no podía matarme.
Quería mis técnicas bélicas y quería verme muerto. Me dedicó una terrible
mirada y me obligó a permanecer a su lado; al mismo tiempo, hizo señas a los
que estaban a su alrededor para que se acercaran. Ellos formaron un cerrado
círculo adulatorio, cuyo único hueco era el punto en el que yo me encontraba.
Un hombre menudo se deslizó en el interior, se arrastró por debajo de mis
brazos y levantó su cara nariguda de perro feroz preparado para morder,
humillándose ante su amo y gruñéndome a mí. El círculo quedó cerrado. Pero
aún podía observar el anillo que despedía destellos azules, las gesticulaciones
de sus inquietas manos, sus dedos alargados, delgados y blancos, y sus largas
y puntiagudas uñas. Los dedos se curvaban hacia dentro de un modo extraño,
como los de un estrangulador, la piedra azul quedaba sujeta por el hueso
curvado. Se impartieron órdenes, en voz demasiado baja para que yo pudiera
oírlas. Un rato antes había elogiado exageradamente mi habilidad y mi coraje,
me había prometido grandes recompensas, yo era su invitado de honor. Lo
conocía bien y me resultaba fácil imaginar qué tipo de recompensa había
ideado para mí. Yo ya tenía la cara preparada.
Había decidido acercarme a uno de los sirvientes que seguía ocupado con las
largas mesas. Observé a una joven campesina de expresión asustada, una de
las más jóvenes, lenta, torpe y obviamente nueva en ese trabajo. Parecía
espantada, oprimida, los demás la atormentaban, la abofeteaban, se mofaban
de ella, la llamaban imbécil. Ella lloriqueaba, cometía errores
constantemente, vi que varias veces se le caían las cosas de las manos. Cabía
la posibilidad de que tuviera un defecto en la vista. Avancé hasta la puerta por
la que ella tenía que pasar, la cogí y la arrastré, tapándole la boca con la
mano. Afortunadamente, no había nadie. Mientras le decía que no le haría
daño, que sólo quería ayudarla, me miró horrorizada, con los ojos enrojecidos
por las lágrimas; pestañeaba y temblaba, parecía demasiado estúpida para
comprender. Quedaba poco tiempo, en unos minutos vendrían a buscarla,
pero no dijo ni una palabra. Le hablé suavemente, razoné con ella, la sacudí,
le mostré un manojo de billetes. Ni la más mínima respuesta, ninguna
reacción. Aumenté la suma de dinero, le pasé los billetes por la nariz y le
expliqué:
—¿Quién es? —su voz expresaba temor. Me moví y dejé que la tenue luz
iluminara mi rostro; me conoció de inmediato y dijo—: ¿Qué haces aquí?
Le respondí:
—¿Y por qué iba a irme contigo ? —parecía asombrada—. No hay ninguna
diferencia…
En ese momento, ambos oímos un ruido; las pisadas empezaban a subir las
escaleras. Di un paso atrás y me quedé inmóvil, conteniendo la respiración. La
débil luz de la entrada estaba apagada. Permanecí oculto en las sombras, allí
estaba seguro; a menos que ella me delatara.
—Vístete de prisa para salir. Nos vamos en seguida —le dijo en voz baja y
autoritaria.
—¿Nos vamos? —ella le clavó la mirada y lo vio como una sombra negra
contra la oscuridad de la habitación. Sus fríos labios murmuraron—: ¿Por
qué?
—¿Cómo voy a encontrar algo en esta oscuridad? ¿No podemos encender una
luz?
—No. Alguien podría vernos —encendió brevemente la linterna y vio que ella
cogía un cepillo y empezaba a pasárselo por el pelo; se lo arrebató
violentamente—: ¡Deja eso! Ponte el abrigo… ¡rápido! —la impaciencia y la
irritabilidad de él hacían que ella se moviera con mayor lentitud y torpeza.
Buscando a tientas en la habitación a oscuras, encontró el abrigo pero no
logró ponérselo porque lo había cogido al revés. Furioso, él lo cogió, le dio
vuelta y le metió los brazos violentamente dentro de las mangas—. ¡Y ahora
vámonos! No hagas el más mínimo ruido. Nadie debe saber que nos vamos.
—¿A dónde vamos? ¿Por qué tenemos que marcharnos a estas horas de la
noche?
—Es la única oportunidad —y agregó algo acerca del hielo que se acercaba.
Entonces la cogió del brazo y la empujó por el rellano hasta la escalera. El haz
de luz de la linterna cortaba intermitentemente la oscuridad mostrando la
sombra de él, amenazadora y represiva, a la que ella seguía como una
sonámbula a través de todas las ramificaciones del inmenso edificio y hasta la
gélida noche cubierta de nieve.
—¿Y qué pasa con toda esa gente que te está esperando? ¿No vas a ir a
verlos?
Afuera, reinaba un silencio amortiguado por la nieve; dentro del coche, todo
era silencio. Él conducía sin luces, sus ojos gatunos eran capaces de ver en la
nevada oscuridad. Un coche fantasma, invisible, silencioso, que huía de la
ciudad en ruinas. Las antiguas fortificaciones cubiertas de nieve quedaban
atrás, fundiéndose en la nieve, y más atrás el muro derrumbado. Delante se
perfilaba el negro muro viviente del bosque, una blancura espectral cuyas
copas echaban humo, como el rocío salpicado desde la cresta de una ola. Ella
esperó a que la negra masa se estrellara contra ellos, pero no hubo ninguna
caída, afuera sólo el silencio de la nieve y el bosque, en el coche el silencio de
él, la aprensión de ella. Él no hablaba, ni la miraba, conducía el poderoso
coche temerariamente por el camino helado y desigual, lanzándolo a toda
velocidad sobre cualquier obstáculo,
Corrí por la escalera y por los pasillos. Al ver la puerta principal me oculté en
las sombras y observé a los hombres que la custodiaban. Los ruidos de la
fiesta, cada vez más animada, llegaban desde el comedor, donde
evidentemente la bebida corría a raudales.
Alguien les gritó a los guardias que estaban en el frío pasillo. Los hombres a
los que yo observaba juntaron las cabezas, y abandonaron su puesto pasando
cerca de mí mientras iban a unirse a los demás. Sin ser visto por nadie, me
deslicé por la puerta que supuestamente ellos custodiaban.
En cuanto llegué al muro, el coche empezó otra vez a patinar, y esta vez no
pude dominarlo. De pronto vi que las ruedas delanteras estaban deshaciendo
el borde de un hoyo producido por una bomba; un segundo más y habría sido
hombre muerto: el desnivel tenía varios metros. Seguí apretando el freno y el
coche patinó, describió un círculo completo antes de que yo bajara de un
salto, y el morro se hundió, desapareciendo bajo la nieve.
Estaba congelado, muy cansado y temblaba tanto que apenas podía caminar.
Afortunadamente, mi alojamiento no se encontraba lejos. Me arrastré y me
tambaleé hasta allí y me acurruqué delante de la estufa tal como estaba,
cubierto de nieve congelada; me castañeteaban los dientes. Temblaba tan
violentamente que no podía desabrocharme el abrigo, la única forma fue
sacármelo lentamente y por etapas. Con la misma dificultad y mediante un
prolongado y doloroso esfuerzo, finalmente me libré del resto de mi ropa
congelada y logré penosamente ponerme la bata. Fue entonces cuando vi el
telegrama: rompí el sobre y lo abrí.
Más tarde, cuando la fiebre desapareció, mis sentimientos seguían siendo los
mismos. Agradecido al hecho de haber escapado del pasado, decidí ir a las
Indris, hacer de esa isla tropical mi hogar, y de los lémures el trabajo de mi
vida. Dedicaría el resto del tiempo a estudiarlos, a escribir su historia y a
grabar sus extrañas canciones. Por lo que sabía, nadie más lo había hecho.
Parecía un proyecto satisfactorio, un objetivo que valía la pena.
Los pocos transeúntes que se veían no nos prestaron atención. Pero una
muchacha que se encontraba en la esquina, a pocos metros de distancia,
mostró cierto interés, a juzgar por las repetidas miradas que me dedicó. Vi
que vendía flores: junquillos, lirios, tulipanes silvestres y, entre ellas, un
ramillete de claveles rojos, iguales al que yo llevaba. Las figuras armadas
formaron filas a mi alrededor y me llevaron dentro del edificio y luego por un
largo pasillo.
—Dese prisa —una poderosa mano me cogió del codo y me hizo subir algunos
escalones. Arriba había unas puertas dobles que daban a una sala en la que se
encontraban varias personas sentadas en fila, como en un teatro, y un juez
sentado frente a ellas—. ¡Entre! —varias manos bruscas me empujaron y me
metieron en una especie de banco de iglesia—. ¡Alto! —a izquierda y derecha,
los pies golpearon el suelo violentamente y yo miré a mi alrededor,
desconcertado por la situación. Un cielorraso alto, ventanas cerradas, ni sol ni
pájaros cantores, a mi izquierda y a mi derecha hombres armados, por todas
partes rostros de mirada fija. La gente susurraba o se aclaraba la garganta. El
jurado parecía cansado o aburrido. Alguien leyó mi nombre y mis datos
personales, todo perfectamente correcto. Los confirmé y presté juramento.
—¿Y espera que creamos que cambió sus planes repentinamente y dejó todo
lo que estaba haciendo para seguir a una amiga hasta el extranjero? —
parecían saberlo todo acerca de mí.
Repuse:
—Es la verdad.
—¡No! ¡Déjame en paz! ¡Te odio! Eres cruel y falso… traicionas a la gente,
rompes tus promesas…
Me preguntaron:
Alguien se opuso:
—Repito, con todo el énfasis posible, que es sabido que este hombre es un
psicópata y una persona totalmente inestable. Estamos investigando un
crimen atroz cometido contra una joven pura e inocente; les ruego que
observen su anormal insensibilidad, su expresión indiferente. ¡Qué cinismo
presentarse aquí con esa flor en el ojal! ¡Qué arrogantemente exhibe su
absoluto desprecio por la santidad de la vida familiar, por todos los
sentimientos decentes! Su actitud no solamente es anormal sino depravada,
infame, una profanación de todo lo que consideramos sagrado…
Pasó una muchacha con un cesto con flores, lo cual me recordó que,
finalmente, no me había deshecho del clavel. Intenté quitármelo del ojal, pero
el camarero había sujetado el tallo muy firmemente. Me di vuelta la solapa,
bajé la mirada y busqué el alfiler. Alguien dijo:
Eché un vistazo a mi alrededor. Las otras mesas seguían vacías y la gente que
estaba en la calle se encontraba fuera del alcance del oído. Ella había dejado
su cesto sobre una silla; fingí examinar las flores, cogiendo un ramillete tras
otro. Para cualquiera que mirara, incluso con unos gemelos, daríamos la
sensación de estar realizando una transacción normal. Le dije:
—Ya lo creo —aunque me pregunté si ella… Pero tenía que averiguar sin
demora lo que había estado ocurriendo en el mundo—. He estado en el mar,
aislado. Hay un montón de cosas que puedes contarme.
—Tendrá que hablar de estas cuestiones con alguien de más alto nivel.
¿Quiere que yo me ocupe?
Accedí de inmediato, aunque era más bien escéptico con respecto a su poder
para hacerlo. Me dijo que esperara, cogió su cesto y se precipitó calle abajo,
casi corriendo. Pensé que probablemente no volvería a verla, pero pedí más
café y esperé: no tenía otra cosa que hacer. Hasta cierto punto, las noticias
que me había dado sobre la huida del magistrado me habían aliviado; parecía
probable, aunque en absoluto seguro, que se hubiera llevado a la chica
consigo. Los minutos pasaban. Ahora se veían montones de personas.
Contemplé la calle esperando el regreso de mi informante. En el mismo
momento en que había decidido que no volvería, la vi correr hacia mí entre
los transeúntes. Cuando se acercó a mi mesa, dijo en voz alta:
—Aquí están las violetas que quería. Tuve que ir hasta el mercado de flores
para conseguirlas. Me parece que son bastante caras.
Se había quedado sin aliento, pero hizo que su voz sonara clara y vivaz de
cara a la gente que nos rodeaba. Comprendí que no tendría sentido intentar
convencerla de que se quedara, y le pregunté:
—¿Cuánto?
Mencionó una suma y le entregué el dinero. Me dio las gracias con una
encantadora sonrisa, salió como una flecha y desapareció entre la multitud.
Sacudió la cabeza.
Le di las gracias. Nos pusimos de pie y nos dimos la mano. Prometió avisarme
en cuanto tuviera alguna novedad.
—No, ahora debo irme, tengo que trabajar —me sonrió amistosamente y
prometió ir a bailar conmigo esa noche. Nunca más volví a verla.
—He logrado arreglar ese asunto suyo. Resultará fácil —sonrió abiertamente,
contento consigo mismo, encantado de mostrarme cómo podía transformar los
acontecimientos. Yo estaba sorprendido y excitado.
—¿Qué te dije?
Dentro del camión éramos cuatro. Estaba oscuro, era ruidoso e incómodo,
como si estuviéramos en una especie de tienda de campaña, con tablones que
servían de asiento, pero no había suficiente altura para mantenerse erguido.
Nos colocamos dos en cada tablón y nos acurrucamos frente a frente en la
congestionada oscuridad, entre montones de cajas de diferentes formas y
tamaños. Apenas noté el doloroso traqueteo, tan aliviado me sentía por estar
allí, realmente en camino, encerrado dentro de esa apretada, incómoda y
movediza tienda de campaña en la que nadie podía verme. La tormenta
amainaba poco a poco, pero la lluvia seguía cayendo y de vez en cuando se
filtraba por las paredes de lona, aunque eso no me desanimaba. Habría sido
imposible quedar más mojado de lo que estaba.
VIII
—Lo han enviado para que nos espíe —decía uno de ellos—. Para averiguar si
pueden confiar en nosotros. No debemos decirle nada, ni contestar a sus
preguntas —sus voces se apagaban, hablaban casi en un susurro—. Oí que el
profesor decía… Ellos no explican… ¿Por qué nos envían a la zona de peligro
cuando otros…? —estaban insatisfechos e intranquilos y no podían
proporcionarme ninguna información. No valía la pena que perdiera el tiempo
con ellos.
Las solapas quedaron levantadas y pudimos mirar hacia fuera. Nos dirigíamos
hacia un bosque lejano detrás del cual había una cadena de montañas. A
pocos kilómetros de la ciudad, la carretera de grava se interrumpió. Ahora
sólo había dos estrechas franjas alquitranadas, separadas entre sí por una
distancia equivalente a la anchura del chasis. A medida que avanzábamos, el
frío se hacía más intenso; el clima cambiaba, igual que el paisaje. El borde del
bosque seguía a la vista, y se acercaba poco a poco: cada vez había menos
tierra cultivada, menos gente y menos pueblos. Empecé a comprender que
almacenar combustible tenía una explicación. La carretera se ponía cada vez
peor, llena de baches y agujeros. El avance era dificultoso, lento, y el
conductor no hacía más que soltar palabrotas. Cuando las franjas
alquitranadas se terminaron, me incliné hacia delante, le toqué el hombro y le
ofrecí turnarme con él en el volante. Con gran asombro mío, aceptó.
Sentado a su lado iba más cómodo, pero conducir el camión fue para mí un
verdadero esfuerzo. Nunca había conducido uno y, hasta que me acostumbré,
tuve que concentrarme en la tarea. De vez en cuando era necesario detenerse
para quitar las rocas caídas o los troncos que bloqueaban el camino. La
primera vez que ocurrió, me dispuse a bajar para ayudar a los demás, que ya
habían saltado de la parte de atrás y se esforzaban en quitar los obstáculos.
Sentí un ligero golpecito y me giré. Con un movimiento apenas perceptible de
la cabeza, el conductor me indicó que no lo hiciera. Al parecer, mi habilidad
en la conducción del camión me colocaba, según él, por encima de tales
tareas.
Guardé la foto y le pregunté si alguna vez había visto una cabellera como ésa.
—¿Por ejemplo?
—Aquí es donde empieza el peligro —los árboles altos tenían largas barbas
grises de musgo que colgaban de sus ramas, formando cortinas opacas.
Parecía un lugar ideal para ocultarse. La luz empezaba a desvanecerse y lo
que quedaba de ella caía sobre la carretera, de modo que resultaba fácil
imaginar que unos ojos invisibles nos observaban. Yo estaba al acecho de
hombres armados, pero tenía otras cosas en la mente.
—¿Llegar allí? —me observó con una mirada vacía—. Claro que no. Es un país
enemigo. Y han destruido la carretera y bloqueado el paso. De todos modos,
no debe de quedar mucho de la ciudad. Por la noche se oyen los bombardeos
—estaba más interesado en llegar a destino con luz del día—. Tenemos que
salir del bosque antes de que anochezca. Con suerte tendremos el tiempo
justo —conducía frenéticamente y el camión se sacudía y hacía saltar las
piedras sueltas.
Algo raro pasaba con el tiempo. Tendría que haber sido caluroso, seco y
soleado; en cambio, llovía todo el tiempo y el ambiente era húmedo y
malsano. Una espesa niebla blanca se enredaba en la copas de los árboles; el
cielo era una caldera constantemente humeante de nubes. Las criaturas del
bosque estaban agitadas y apartadas de sus hábitos normales. Los felinos
perdieron el miedo al hombre, se acercaban a las construcciones y se
paseaban cerca del transmisor; unos pájaros extraños y enormes aleteaban
por encima de nuestras cabezas. Tuve la impresión de que los pájaros y los
animales nos buscaban para protegerse del peligro desconocido que nosotros
habíamos desatado. La anormalidad de su conducta resultaba inquietante.
Para pasar el tiempo, y a falta de algo mejor que hacer, organicé el trabajo en
el transmisor. No faltaba mucho para terminarlo, pero los trabajadores se
mostraban desanimados y apáticos. Los reuní y les hablé del futuro. Los
beligerantes escucharían y quedarían impresionados por la precisión e
imparcialidad de nuestros informes. La sensatez de nuestros argumentos los
convencería. Se restauraría la paz. Se alejaría el peligro de un conflicto
universal. Ésta sería la recompensa final a sus esfuerzos. Entretanto los dividí
en equipos, organicé competiciones, otorgué premios a los que habían
trabajado mejor. Pronto estuvimos preparados para empezar a transmitir.
Grabé los acontecimientos de ambas partes con igual respeto por la verdad,
difundí programas sobre la paz en el mundo, propugné un cese inmediato del
El ministro me escribió felicitándome por mi
Pero empezaba a aburrirme del trabajo, ahora que todo iba sobre ruedas.
Estaba cansado de intentar mantenerme seco bajo la lluvia constante,
cansado de esperar que el hielo me alcanzara. Día tras día, el hielo se
deslizaba por la curva de la tierra sin que lo detuvieran los mares ni las
montañas. Sin prisa pero sin pausa, se acercaba cada vez más, a ritmo
constante, invadiendo y aplastando ciudades, llenando cráteres de los que la
lava hirviente había salido a borbotones. No había modo de detener los
batallones de gigantes helados que marchaban por el mundo en despiadado
orden aplastando, arrasando y destruyendo todo lo que encontraban a su
paso.
Decidí irme. Sin decirle nada a nadie, me encaminé hacia el paso bloqueado, y
desde allí logré llegar a las montañas cubiertas de árboles. Para guiarme sólo
tenía una brújula de bolsillo. Llegar al puesto fronterizo me llevó varias horas
de trepar y esforzarme entre la húmeda vegetación; una vez allí, fui detenido
por el guardia.
IX
—He sido entrenado para matar con las manos. Puedo matar al más fuerte de
los hombres con tres dedos. He aprendido cuáles son los puntos del cuerpo a
través de los cuales se puede matar sin problemas. Puedo partir un bloque de
madera con el canto de la mano.
Poco después entró un guardia para conducirme hasta el cubículo del oficial.
El magistrado estaba sentado ante la cabecera de la mesa principal. Había
otras mesas largas, llenas de gente. Me senté a su mesa, pero no junto a él
sino en el otro extremo. Estábamos demasiado alejados uno del otro para
hablar cómodamente. Antes de tomar asiento, me acerqué a él para saludarlo.
Pareció sorprendido, pero no me devolvió el saludo. Noté que todos los
hombres que estaban sentados allí se reunían en seguida y empezaban a
hablar en voz baja mientras me lanzaban miradas furtivas. Parecía haberles
causado una impresión desfavorable. Yo había imaginado que él me
recordaría, pero tuve la sensación de que no me conocía. Recordarle nuestro
primer contacto podría haber empeorado las cosas, así que me senté en mi
sitio.
Logré oír que hablaba amistosamente con los oficiales que estaban cerca de
él. La conversación trataba sobre arrestos y fugas. No me interesó hasta que
contó la historia de su propia huida y mencionó un coche grande, una
tormenta de nieve, los destrozos en las barreras de una frontera, las balas y
una chica. En ningún momento miró hacia donde yo estaba ni me prestó
atención.
—Me gustaban tus programas. Tienes un don para ese tipo de cosas —me
asombró que conociera el trabajo que había estado haciendo. Su voz era
amable, me hablaba como a un igual y, por un instante, me sentí identificado
con él en una especie de extraña intimidad. Prosiguió, diciendo que había
llegado en el momento oportuno—. Nuestro transmisor pronto empezará a
funcionar, y el vuestro quedará fuera de circulación —yo ya les había
notificado a las autoridades que necesitábamos una instalación más potente;
el hecho de que el aparato existente fuera interferido por uno más poderoso
sólo era una cuestión de tiempo. Él suponía que yo me había enterado de que
estaba a punto de suceder y que, en consecuencia, había renunciado. Quería
que transmitiera propaganda para él; estuve de acuerdo, si él hacía algo por
mí—. ¿Aún sigues con lo mismo?
—Sí —repuse.
Me miró con regocijo, pero en sus ojos brillaba la suspicacia. Sin embargo,
comentó en tono desenfadado:
—La habitación de ella está en el piso de arriba; más vale que le hagamos una
visita —y me enseñó el camino.
—¡Otra vez tú! —se quedó rígida, sosteniendo la silla frente a ella como para
protegerse, aferrándose con tanta fuerza al respaldo que los nudillos le
quedaron blancos—. ¿Qué quieres?
—Os habéis aliado —lo negué; aunque, extrañamente, parecía existir algo de
verdad en la acusación—. Por supuesto que sí. De lo contrario, él no te habría
traído hasta aquí.
El magistrado comentó:
—No pareces muy contenta aquí. ¿Por qué no te vas a un hotel, a algún lugar
alejado de los disturbios?
—Sólo quiero ayudarte —moví mi mano hacia las de ella, pero las tenía a la
espalda.
—No me fío de ti. No creo ni una palabra de lo que dices —su mirada era
desorbitada y desafiante. Supe que jamás lograría entrar en contacto con ella
mientras él estuviera en la habitación. No ganaba nada quedándome allí. Me
marché.
Una vez fuera, oí la risa de él, sus pasos sobre las tablas del suelo, su voz:
Entonces oí la voz de ella, esta vez dominada por las lágrimas, aguda,
histérica.
—Es un mentiroso. Sé que trabaja contigo. Sois los dos iguales, egoístas,
traidores, crueles. Ojalá no os hubiera conocido a ninguno de los dos. ¡Os
odio! ¡Algún día me iré… y no volveréis a verme… nunca más!
—No puede —hizo girar la llave, la dejó caer en su bolsillo y tiró una pistola
encima de la mesa—. Está muerta —fue como si me apuñalaran. Todas las
otras muertes del mundo ocurrían fuera de mí; ésta la sentí en mi cuerpo,
como una bayoneta, como mi propia muerte.
—¿Quién la mató? —sólo yo podía hacerlo.
Respondió:
—Yo lo hice.
—Tú te la llevaste de aquí para que yo no pudiera verla. Nos has separado
deliberadamente —me lancé contra él, furioso. Pero entonces nuestras
miradas volvieron a entrelazarse y la confusión volvió a apoderarse de mí;
pero era una confusión más intensa, no sólo de identidad sino también de
tiempo y de espacio. El destello de sus fríos ojos azules, el destello azul de un
anillo, los dedos curvados y fríos de un estrangulados Él había luchado contra
osos y los había estrangulado con sus propias manos. Físicamente yo no podía
competir con él… Mientras me marchaba, oí que decía en tono burlón:
Ya se había ido de mi lado. Había huido. Corría por una calle de una ciudad
desconocida. Parecía distinta, menos angustiada, más confiada. Sabía
exactamente a dónde iba, no dudó ni una sola vez. Entró en un enorme
edificio oficial y se encaminó directamente a una habitación tan atestada que
apenas pudo abrir la puerta. Gracias a su delgadez extrema fue capaz de
deslizarse entre las diferentes figuras altas y silenciosas, extrañamente
silenciosas, fantásticamente altas, cuyos rostros se apartaban de ella. Su
ansiedad empezó a renacer cuando vio que se cernían sobre ella, rodeándola
como árboles negros. Se sintió pequeña y perdida, y tuvo miedo. Su seguridad
en sí misma se había desvanecido, nunca había sido real. Ahora sólo quería
escapar de ese lugar; su mirada saltaba de un lado a otro sin ver ninguna
puerta, ninguna salida. Estaba atrapada. Las negras figuras arbóreas sin
rostro la acosaban y extendían sus brazos de ramas, aprisionándola. Ella bajó
la mirada, pero siguió prisionera. A su alrededor se alzaban piernas de
pantalones rellenas, sólidos troncos de árboles. El suelo había pasado a ser de
tierra, lleno de raíces y troncos. Levantó la vista rápidamente hasta la
ventana y sólo vio ondulantes redes blancas de nieve que anulaban el mundo.
Una vez excluido el mundo conocido, la realidad quedaba suprimida y ella
estaba a solas con las siluetas de árboles o fantasmas de pesadilla,
amenazantes, altos como abetos que crecían en la nieve.
—Entonces, por Dios, póngase en marcha. No nos haga perder el tiempo —su
actitud era airada y hostil. Nos despedimos sin más palabras.
Salí a la cubierta con el primer piloto. El aire parecía picante, como si fuera
ácido. Era el aire gélido de las regiones polares, casi irrespirable.
Escarificaba la piel, abrasaba los pulmones; pero el cuerpo se adaptaba
rápidamente a estos rigores. La densidad de la nieve formaba en las capas
superiores de la atmósfera una curiosa penumbra brumosa. Todo quedaba
oscurecido por los pequeños copos que caían incesantemente del cielo
encapotado. El frío me escaldó las manos cuando tropecé con las partes
heladas de la superestructura del barco, que sólo alcancé a ver cuando ya era
demasiado tarde para evitarlas. En el silencio reinante noté una vibración
rítmica, y le dije a mi escolta:
—Los motores; no se han detenido —por alguna razón, parecía sorprendente.
—Por supuesto que no. El capitán no puede esperar para girar el barco. Le ha
estado maldiciendo a usted durante días por obligarnos a hacer escala aquí —
el hombre mostró una actitud tan hostil como la del capitán, además de una
desagradable curiosidad—. De todos modos, ¿por qué demonios ha venido?
—Dirección única —al ver que yo no comprendía, añadió—: Hay muchos que
van en la otra dirección —y señaló hacia delante.
El puerto congelado era una extensión gris blancuzca, salpicada por los
negros cascos de los botes abandonados, inflexiblemente clavados en el hielo.
Los bancos de hielo sólido bordeaban el estrecho canal de agua negruzca,
orlado con las sonrisas burlonas de los carámbanos. Desembarqué de un
salto; la nieve caía formando un abanico; la lancha desapareció de la vista. No
hubo despedidas.
X
Desde una de las calles en las que se estaba produciendo un saqueo llegaba el
alboroto, los gritos y el ruido de madera astillada y vidrios rotos. La multitud
había irrumpido en las tiendas. No tenían cabecilla ni objetivo fijo.
Simplemente eran una turbamulta desaforada, asustada, furiosa, histérica y
violenta en busca de excitación y de un botín. Luchaban entre ellos,
valiéndose de cualquier cosa que pudiera usarse como arma, se arrebataban
el botín unos a otros, apoderándose de todo lo que tenían al alcance de la
mano, incluso de los objetos más inservibles, y luego los arrojaban y se
lanzaban sobre algún otro botín. Rompían todo lo que no podían llevarse.
Tenían una insensata manía destructiva, la manía de romperlo todo, de
hacerlo añicos, de aplastarlo bajo sus pies.
con su vara, les gritó que se largaran, los insultó. Al principio ellos no
hicieron caso; luego formaron un círculo y se lanzaron contra él desde
diversos puntos al mismo tiempo, en grupos de tres o cuatro. El sacó el
revólver y disparó al aire. Fue un error: tendría que haberles disparado a
ellos. Se arremolinaron a su alrededor, intentando arrebatarle el arma. La
policía tardaría en llegar. Se produjo una riña. En el curso de ésta, ya fuera
por accidente o por la acción de uno de los saqueadores, el arma cayó por una
reja. Su propietario era un hombre cercano a la sesentena, alto y vigoroso.
Pero lo oí jadear. Ellos eran jóvenes rudos de rostros siniestramente
inexpresivos. Lo atacaron de manera taimada, con trozos de metal y cristales
rotos, trozos de muebles destrozados, lo que tenían a mano. Él los rechazó
con su vara, pegando la espalda contra la pared. Eran muchos, y la
persistencia con que actuaban lo agotaba cada vez más; sus movimientos
empezaron a ser más lentos. Alguien lanzó una piedra, que fue seguida por
una lluvia de piedras. Una de ellas le abrió la cabeza. La visión de su cráneo
sin pelo levantó gritos obscenos y por un instante él pareció desconcertado.
Ellos se aprovecharon y lo rodearon, atacándolo como una manada de lobos.
Con el rostro ensangrentado y la espalda contra la pared, aún se las arreglaba
para repelerlos. Entonces vi un destello: alguien había sacado un cuchillo. Los
otros siguieron el ejemplo. Él se apretó el pecho y se tambaleó ciegamente
hacia adelante. En el momento en que se separó de la pared, fue hombre
muerto: se abalanzaron sobre él de un lado y otro. Lo derribaron, le saltaron
encima, le arrancaron el abrigo, le golpearon la cabeza sobre el suelo helado,
lo pisotearon, lo patearon y le cortaron la cara con cadenas. Finalmente, él se
quedó inmóvil sobre la nieve. No había tenido la más mínima posibilidad. Esto
se llamaba asesinato.
—¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? ¿Por qué ha tocado el cadáver? No está
permitido.
Antes de que pudiera responder, se oyó un chirrido y de repente se abrió una
ventana de la planta baja arrojando montones de nieve del alféizar; una mujer
asomó la cabeza exactamente junto a mí.
Los policías se mostraron más amables, pero insistieron en que tenía que ir a
la comisaría para declarar. Uno de ellos me cogió del brazo.
—Es en la próxima esquina. Parece que tendrá bastante con los primeros
auxilios.
Le pregunté:
—¿Y eso no les crea dificultades? ¿Cómo se las arreglan para alojarlos a
todos?
Fui a buscar a la chica. Volvía a nevar, y el viento era más frío y más fuerte.
Las calles estaban desiertas, no encontré a nadie para que me orientara. Me
pareció que había encontrado la casa, pero no vi ningún letrero. Quizás había
llegado demasiado tarde: a causa de mis inexplicables fracasos, había perdido
demasiado tiempo… Probé todas las puertas de la calle: estaban cerradas con
llave.
Encontré una puerta abierta y entré sin vacilar. El interior de la casa estaba
vacío y en un estado lamentable; tenía el aspecto de un hospicio. Las
habitaciones no tenían calefacción. Ella estaba sentada con el abrigo gris
puesto y las piernas envueltas en algo que parecía una cortina. En cuanto me
vio, la apartó y se levantó de un salto.
Le respondí que no lo había recibido, pero que aunque así fuera no tendría
ninguna importancia porque igualmente la habría seguido.
—No quiero tener nada que ver con ninguno de los dos.
—¿Por qué no? Aquí me las arreglo muy bien —le pregunté qué hacía—.
Trabajo.
—¿Cuánto te pagan?
—¿Y por qué iba a decírtelo? —entonces supe que no tenía ningún plan.
—El hielo… —quise continuar, pero esas dos palabras bastaron. Su expresión
revelaba el pánico que sentía; empezó a temblar.
Esperé algunos días, pero la espera fue difícil. Era hora de irse. Sólo faltaban
unas horas para que se desencadenara un desastre de gran magnitud. A pesar
del secreto con que se rodeaba el tema, tenía que haberse filtrado alguna
noticia. En la ciudad se desplegó repentinamente una agitada actividad.
Desde mi ventana vi que un joven corría de casa en casa comunicando un
mensaje de terror. En un tiempo increíblemente breve, sólo en cuestión de
segundos, la calle se llenó de gente que arrastraba bolsas y bultos. De manera
desorganizada y mostrando síntomas de pánico agudo, salían a toda prisa,
algunos en una dirección y otros en otra. No parecían tener un destino ni un
plan fijo, sólo la abrumadora urgencia de huir de la ciudad. Me sorprendió
que las autoridades no tomaran medidas. Tal vez habían fracasado en el
desarrollo de un proyecto viable para una evacuación, y simplemente habían
decidido dejar que las cosas siguieran su curso. Resultaba perturbador
observar el caótico éxodo. Todo el mundo parecía estar al borde del pánico. Al
verme sentado en un bar, en lugar de estar preparando mi huida, la gente
pensaba que yo estaba loco. El miedo de ellos era contagioso; el clima de una
catástrofe inminente me perturbaba, y me alegré al recibir el mensaje que
estaba esperando. Un barco estaba a punto de anclar fuera del puerto, en
algún lugar alejado del hielo. Era el último que pasaba, y estaría anclado sólo
durante una hora.
Fui a ver a la muchacha y le dije que era nuestra última oportunidad, que
tenía que irse conmigo. Se negó a ponerse de pie.
—¿Libre para qué? ¿Para morirte de hambre? ¿Para morir congelada? —la
saqué de la silla y la hice ponerse de pie.
Nevaba tan intensamente que apenas lograba ver el otro lado de la calle; la
escena era desolada, blanca, mortal, prepolar. El viento ártico arrastraba
torrentes de nieve que pasaban junto a nosotros como si fueran plumas.
Resultaba difícil caminar, el viento hacía que la nieve nos golpeara la cara y la
lanzaba sobre nosotros desde diferentes ángulos, arremolinándola a nuestro
alrededor en locas espirales. Todo estaba cubierto, borroso, confuso, y no se
veía ni una sola persona. Súbitamente, seis policías montados surgieron entre
la ventisca; los cascos de sus caballos avanzando mudamente, las bridas
tintineando. Al verlos, la muchacha gritó:
—No puedes hacerme esto… —la empujé para que subiera, subí de un salto
tras ella, cogí los remos, desatraqué el bote y empecé a remar con todas mis
fuerzas.
Varias voces nos gritaron, pero las ignoré; ella era mi única preocupación. El
canal abierto se había estrechado considerablemente, sus bordes se habían
congelado; pronto estarían cubiertos por hielo sólido. Del hielo cada vez más
espeso del puerto surgían unos chasquidos extraordinariamente ruidosos y
prolongados, como disparos, como truenos. Sentía la cara en carne viva, tenía
las manos azules y abrasadas de frío, pero seguí remando hacia el barco, a
través de la blanca ventisca, de las ráfagas de agua, del hielo que avanzaba,
de los gritos, los chasquidos, la sangre. Un pequeño bote se hundió junto a
nosotros, y varios brazos agitaron el agua frenéticamente. Unos dedos
desesperados arañaron la borda, pero los rechacé. Pasó flotando una pareja
de amantes unidos en un abrazo congelado, balanceándose y rodando
delirantemente entre las olas. De repente el bote se sacudió violentamente; di
media vuelta y saqué el revólver. Sabía lo que había ocurrido. Detrás de mí,
un hombre había trepado por la borda. Disparé y lo arrojé otra vez al agua,
que quedó teñida de rojo. El costado del barco emergió como un acantilado
por encima de nosotros; la escala de toldilla apenas me llegaba al hombro.
Como pude, mediante un esfuerzo colosal, logré subir a la chica hasta los
escalones de madera, trepé tras ella y la empujé encima de la cubierta. Nos
permitieron quedarnos. No había nadie más a bordo. El barco empezó a
moverse en seguida. Era todo un éxito.
Nos depositaron en un lugar que había sido una granja. A nuestro alrededor
se extendía un increíble caos. Trozos de carros rotos, tractores, coches,
herramientas, trozos de neumáticos viejos, trozos de utensilios irreconocibles,
todo mezclado con los restos de armas destrozadas y material bélico. Nuestro
escolta caminaba cautelosamente y nos dijo que tuviéramos cuidado con las
minas y las bombas que aún no habían explotado. En el interior, las
habitaciones estaban cubiertas de fragmentos de escombros de todo tipo,
demasiado despedazados como para identificarlos. Nos llevaron a una
habitación con suelo de tierra y desprovista de muebles, con agujeros en las
paredes y el techo toscamente cubierto de tablas, en la que había tres
personas sentadas en el suelo, apoyadas contra la pared. Estaban calladas,
inmóviles, apenas parecían vivas, y cuando les hablé no prestaron atención.
Más tarde me enteré de que se habían quedado sordos: se les habían
reventado los tímpanos. Había muchos en la misma situación en todo el país,
con la cara desgarrada y los labios partidos por el mismo viento devastador.
Un hombre gravemente enfermo estaba tendido en el suelo, tapado con una
delgada manta. Se le habían caído varios mechones de pelo, de sus manos y
de su rostro colgaban tiras de piel, su boca desdentada se sacudía y cada vez
que tosía lanzaba negras mucosidades sanguinolentas; no paraba de toser y
gemir y escupir sangre. Unos gatos flacos se paseaban de un lado a otro,
chupando la sangre con sus delicadas y puntiagudas lenguas rosadas.
Teníamos que quedamos allí hasta que llegara el barco. Yo ansiaba encontrar
un punto en el cual fijar mi mirada, pero no había nada, ni dentro ni fuera; ni
campos, ni casas, ni carreteras; sólo grandes cantidades de piedras,
escombros y huesos de animales muertos. Piedras de todas las formas y
tamaños cubrían el suelo formando una capa de medio metro o un metro de
espesor, muchas veces apiladas en enormes montículos, que sustituían a las
colinas de un paisaje normal. Me las arreglé para conseguir un caballo y
cabalgué quince kilómetros tierra adentro; pero el horrible y monótono
paisaje no cambiaba, el mismo yermo abandonado y pedregoso se extendía
hasta el horizonte y en todas las direcciones, sin señales de vida ni de agua.
Todo el país parecía inerte, gris, sin colinas salvo las colinas de piedras,
incluso sus contornos naturales habían quedado destruidos por la guerra.
Ella me tenía miedo, pero su actitud hostil no cambió. Su rostro blanco, terco,
asustado e infantil me crispaba los nervios. Aunque los días se volvían poco a
poco más cálidos, ella siempre estaba aterida de frío. Rechazaba mi abrigo.
Estaba obligado a verla temblar incesantemente.
Empezó a adelgazar, parecía que la carne se le fundía con los huesos. Su pelo
perdió brillo, se había vuelto demasiado pesado y el peso la obligaba a bajar
la cabeza. Ella la dejaba inclinada, intentando no mirarme. Indiferente, se
ocultaba en los rincones o me evitaba paseándose por el barco,
tambaleándose porque sus débiles piernas no le permitían mantener el
equilibrio. Yo ya no sentía ningún deseo, había renunciado a hablarle, había
hecho míos los silencios del magistrado. Era totalmente consciente de lo
siniestras que debían de ser mis mudas entradas y salidas, y obtenía de ello
cierta satisfacción.
No podía quedar aislado del resto del mundo. El destino del planeta me
afectaba, y tenía que tomar parte activa en lo que ocurría, fuera lo que fuese.
Las interminables celebraciones me parecían aburridas y siniestras,
reminiscencias de las orgías de la época de la plaga. Ahora, como entonces, la
gente se engañaba; alcanzaban una falsa sensación de seguridad mediante la
autoindulgencia y la ilusión. Ni por un momento creí que se habían librado
realmente.
Protesté:
—¡No me toques! No sé cómo tienes el coraje de… —su voz, que parecía
quebrada y al borde de las lágrimas, volvió a elevarse débilmente—: ¿Y bien?
¿Qué esperas? ¿Por qué no te vas? Y esta vez no vuelvas. No quiero volver a
verte más, ni acordarme de ti.
Se arrancó el reloj y un anillo que yo le había regalado y los arrojó con gesto
furioso hacia donde yo estaba. Empezó a desabrocharse el collar; con las
manos en la nuca y los brazos levantados, su delgado cuerpo adoptó un aire
voluptuoso que en realidad no poseía. Tuve que hacer un esfuerzo para no
volver a abrazarla, y en cambio le supliqué:
—No te pongas tan furiosa. No nos despidamos así. Deberías saber lo que he
sentido por ti durante todo este tiempo. Sabes cómo te seguí, y que te obligué
a venir conmigo. Pero dijiste tan insistentemente que me odiabas, que no
querías tener nada que ver conmigo, que finalmente tuve que creerte —era
honesto sólo a medias, y lo sabía. Con gesto indeciso, le cogí la mano; parecía
rígida, insensible, pero no la apartó, me dejó que se la sostuviera mientras me
miraba fijamente. Llenos de duda, crítica y acusación, sus ojos se posaron…
sus serios, inocentes y ensombrecidos ojos; aún tenía la otra mano en el
cuello, ocupada con el collar; su pelo resplandeciente, la fragancia de las
violentas tan cerca de mi mano… y luego su voz severa:
Me pareció que en ese momento era importante decir toda la verdad; pero no
estaba seguro de cuál era y, en fin de cuentas, las únicas palabras verdaderas
parecían ser:
—No lo sé.
Se puso furiosa y apartó su mano de la mía; con la otra mano dio un tirón a la
cadena que rodeaba su cuello y la rompió: las cuentas se desparramaron por
toda la habitación.
—De acuerdo; ahora me voy —en cierto modo, esperaba ser detenido en el
último momento. Pero ella no hizo ningún movimiento ni dijo nada, no emitió
ninguna señal. Sólo que, cuando abrí la puerta, de su garganta salió un
extraño y leve sonido: un sollozo, un ahogo, tos, no pude descifrarlo. Salí al
pasillo y pasé rápidamente junto a todas las puertas cerradas, rumbo a mi
habitación.
Para bajar tenía que volver a pasar junto a su puerta. Vacilé un momento
junto a la puerta y finalmente subí a toda prisa al ascensor. Me estaba
marchando, naturalmente. Sólo un demente habría desperdiciado esta
posibilidad casi milagrosa de alejarse. No podía abrigar la esperanza de que
se presentara otra.
XII
LAS noticias que oí durante el vuelo confirmaron mis temores más graves. La
situación mundial parecía entrar en su última fase fatal. La eliminación de
muchos países, incluido el mío, no dejaba dudas acerca del militarismo de las
restantes grandes potencias, que se enfrentaban entre sí, mientras las
naciones más pequeñas dividían sus lealtades entre ellas. Las dos potencias
más importantes tenían una reserva de armas nucleares muchas veces
superior a la capacidad de destrucción del enemigo, de modo que el equilibrio
del terror parecía perfectamente regulado. Pero algunos de los países más
pequeños —aunque no se sabía cuáles— también poseían ingenios
termonucleares; esta incertidumbre, y la tensión resultante, producían el
agravamiento de las crisis, cada una de las cuales acercaba cada vez más la
crisis final. Una enfermiza impaciencia con respecto a la muerte estaba
conduciendo a la humanidad a un segundo suicidio, incluso antes de que se
hubieran sentido todos los efectos del primero. Yo me encontraba
profundamente deprimido, vivía esperando que ocurriera algo espantoso, una
especie de ejecución en masa.
De pronto sentí que los lémures estaban cerca de mí. ¿O era su proximidad lo
que anulaba la desesperación y el pavor? Era como si recibiera un mensaje de
esperanza de otro mundo, un mundo sin violencia ni crueldad, en el que la
desesperación no se conocía. Había soñado muchas veces con ese lugar, en el
que la vida era mil veces más excitante y espléndida que la vida en la tierra.
Ahora uno de sus habitantes parecía estar de pie junto a mí. Me sonrió, me
tocó la mano y pronunció mi nombre. Su rostro era sereno e imparcial,
intemporalmente inteligente, rebosante de buena voluntad, era imposible
asociarlo con alguna forma de simulación.
Me habló de la alucinación del espacio-tiempo y de la unión de pasado y el
futuro, de modo que cualquiera de los dos podía ser el presente, y todas las
edades accesibles. Me dijo que si yo quería, me llevaría a su mundo. Él y sus
semejantes habían visto el fin de nuestro planeta, el fin de la raza humana. La
raza se estaba extinguiendo, igual que el deseo-muerte colectivo, el fatal
impulso hacia la autodestrucción, aunque tal vez la vida humana podría
sobrevivir. La vida aquí había terminado. Pero la vida continuaba y se
expandía en un lugar distinto. Si queríamos, podíamos ser incorporados a esta
vida más amplia.
Intenté comprender. Él era un hombre, pero parecía algo más; no era lo que
yo era. Tenía acceso al conocimiento superior, a alguna verdad fundamental.
Me estaba ofreciendo la libertad de su mundo privilegiado, un mundo que en
lo más profundo de mi ser ansiaba conocer. Sentí la excitación de una
experiencia inimaginable. Desde el mundo condenado y en extinción que el
hombre había destrozado, me pareció vislumbrar este otro, nuevo,
infinitamente vivo y poseedor de un potencial sin límites. Por un instante me
creí capaz de existir en ese mundo maravilloso en un nivel más elevado; pero
cuando pensé en la muchacha, en el magistrado, en el hielo que se expandía,
en las luchas y en los asesinatos, comprendí qué lejos estaba de mis
posibilidades. Yo era parte de todo eso, estaba definitivamente comprometido
con los acontecimientos y las personas de este planeta. Resultaba
desgarrador rechazar lo que una parte de mi ser más deseaba. Pero sabía que
mi lugar estaba aquí, en nuestro mundo sentenciado a muerte, y que tendría
que quedarme y presenciarlo hasta el final.
Yo aún tenía la sensación de estar esperando que ocurriera algo terrible, pero
en una extraña especie de estado de suspensión. Existía un bloqueo
emocional. Lo observé en mí mismo y también en los demás. En la represión
de los disturbios producidos a causa de los alimentos, nuestras metralletas
derribaban indiscriminadamente a los alborotadores y a los peatones
inocentes. Yo no experimentaba ningún sentimiento con respecto a ello y noté
la misma indiferencia en todos los demás. La gente se quedaba mirando como
si se tratara de una representación, y ni siquiera atendían a los heridos.
Durante algún tiempo tuve que compartir una tienda de campaña con otros
cinco. Tenían un valor increíble, pero ni la más mínima idea del peligro, de la
vida, de la muerte, de nada; mientras tuvieran una comida caliente todos los
días con carne y patatas, estaban satisfechos. Yo no podía establecer ninguna
relación con ellos; colgaba mi abrigo como si fuera un biombo y me acostaba
tras él, pero no dormía. Pronto empecé a oír que mencionaban al magistrado.
Había sido destinado al cuartel general occidental, en el que desempeñaba un
puesto importante. Recordé su deseo de cooperar con las grandes potencias y
me admiró el modo en que lo había conseguido. Al pensar en él me sentí
intranquilo. Parecía una idiotez pasar mis últimos días en una unidad de
combatientes mercenarios, y decidí pedirle que me encontrara un trabajo en
el cual pudiera tener más competencia. El problema era cómo llegar a él.
Nuestro jefe era la única persona que de vez en cuando tenía trato directo
con el comando supremo, pero no le interesaba nada más que su propio
ascenso, y se negó a ayudarme. Habíamos pasado varios días atacando un
edificio fuertemente defendido en el que, según se decía, había documentos
secretos. Decidido a atribuirse el mérito de tomar el lugar sin ayuda, no quiso
pedir refuerzos. Mediante una simple artimaña, le facilité las cosas para que
asaltara el edificio y enviara los documentos al cuartel general, por lo que fue
enormemente elogiado.
Una secretaria vestida con uniforme me dijo que el magistrado no podía ver a
nadie. Tenía que partir
Le expliqué:
—¡Al diablo con eso! ¡Le digo que tengo que verlo! Es un asunto personal.
¿No lo comprende? —sentí deseos de zamarrearla para ver si lograba que su
rostro mostrara una expresión humana. En cambio, proseguí con tono sereno
—: Al menos avísele que estoy aquí y pregúntele si va a recibirme —me metí
las manos en los bolsillos buscando algo que me identificara, y escribí mi
nombre en un papel. Mientras lo hacía, entró un coronel. La secretaria se le
acercó y le habló. Cuando terminaron la confabulación, el hombre dijo que él
mismo entregaría el mensaje; cogió el papel donde estaba escrito mi nombre
y salió de la habitación por la misma puerta por la que acababa de entrar.
Supe que él no tenía intención de hablarle de mí al magistrado. Sólo mediante
una acción decidida lograría una entrevista. Un minuto después sería
demasiado tarde—. ¿A dónde conduce esa puerta? —le pregunté a la
secretaria señalando una puerta que había en el otro extremo de la
habitación.
—¿Qué pasa ahí? —entré—. Oh, ¿eres tú? —por alguna extraña razón, no se
sorprendió. La secretaria estaba en la entrada; hablaba a toda velocidad,
disculpándose. Él le hizo una señal para que se retirara.
—Es inútil que entres, aunque sea por la fuerza. Me marcho ahora mismo.
—No puedo interrumpir toda la guerra sólo para hablar contigo. Si hay algo
que debes decirme, tendrás que venir conmigo.
—¿De veras? ¡Es fantástico! —le agradecí con gran entusiasmo. Él se echó a
reír.
—No puedes pretender lujos si insistes en ser un héroe —sus palabras tenían
tono de mofa, pero su sonrisa revelaba cierto encanto. Incluso parecía
mostrar un interés amistoso—. ¿Puedo preguntarte por qué repentinamente
te has convertido en uno de nuestros heroicos guerreros? —supe que tendría
que haberle hablado de un trabajo. En cambio, por alguna razón, le respondí
que había tenido que hacer algo drástico para curarme la depresión—. Qué
remedio tan extraño. Habría sido más fácil que te mataras.
—No, no eres de los que se suicidan. Además, ¿para qué molestarse, si todos
estaremos muertos la semana que viene?
—¿Tan pronto?
Nos sirvieron una comida pantagruélica. Parecía tan abundante que no pude
comer ni la mitad. Había perdido la costumbre de comer tan copiosamente.
Más tarde traté nuevamente de decir lo que había venido a decir, pero las
frases no lograban formarse en mi mente. Me sorprendí pensando en él, e
hice un comentario sobre lo poco asombrado que se había mostrado ante mi
llegada.
—Eso parece.
Cuando bajamos del avión, estábamos en un país lejano, en una ciudad que yo
no conocía. El magistrado había venido para asistir a una importante
conferencia, la gente lo estaba esperando por varios asuntos urgentes. Me
sentí halagado, porque él no parecía tener prisa por abandonarme. Me dijo:
—En otros tiempos, al pueblo se le permitía venir. Pero tuvimos que prohibirlo
a causa del vandalismo. Los gamberros hacían que los ejércitos dañados se
abstuvieran de actuar. Hay gente a la que no se le puede enseñar a apreciar
la belleza. No parecen humanos.
—¿Dónde está ella? —su voz tenía un tono feroz, seco y glacial. Era como si de
repente hubiera sacado una pistola y me estuviera apuntando. Yo estaba
aterrorizado; confundido por el cambio súbito de una emoción a otra
totalmente diferente, sólo pude tartamudear estúpidamente:
—Tú no sabes tratarla —afirmó en tono frío—. Yo la habría modelado. Hay que
enseñarle lo que es la brutalidad, en la vida y en la cama —yo no podía hablar,
no lograba recuperar el dominio de mí mismo: estaba conmocionado. Me
preguntó—: ¿Qué te propones hacer con ella? —pero no encontré respuesta.
Él seguía mirándome con frío desdén y con expresión tan distante que
resultaba demasiado doloroso, demasiado humillante. El resplandor azul de
sus ojos parecía anular mis pensamientos—. Entonces volveré a buscarla —en
menos de media docena de palabras, había dispuesto del futuro de la
muchacha; la opinión de ella no contaba.
—¿Por qué estás tan furioso? —me acerqué a él, intenté tocarle la manga,
pero se apartó—. ¿Es sólo a causa de ella? —yo no podía creerlo, el vínculo
entre él y yo era demasiado fuerte. En comparación, en ese momento ella no
significaba nada para mí, ni siquiera era real. Podríamos haberla compartido.
Pude haber dicho algo por el estilo. Su rostro parecía tallado en piedra, su
fría voz era tan dura que podía cortar el acero, él estaba a miles de kilómetros
de distancia.
El agua fría me reanimó. Me las arreglé para llegar a la entrada del parque,
incluso empecé a caminar por una calle, pero unos metros más adelante me
caí. Un grupo de jóvenes ruidosos que volvían de una fiesta me vieron tendido
en el suelo y se detuvieron para averiguar qué me ocurría. Creían que era uno
de su grupo, que se había caído a causa de la borrachera. Los convencí de
que me llevaran al hospital, donde me atendió un médico. Me inventé alguna
historia para explicar mis heridas y me asignaron una cama en la sala de
accidentados. Dormí durante dos o tres horas. Me despertó el sonido de la
sirena de una ambulancia; entraron unos camilleros. Me resultaba
horriblemente difícil moverme, lo único que quería era quedarme quieto y
seguir durmiendo. Pero sabía que era muy peligroso, no me atrevía a
quedarme más tiempo.
Tenía que llegar a ella antes que él. Pero las dificultades eran abrumadoras.
La ausencia total de transportes suponía recurrir al soborno, peor aún, a todo
tipo de engaño. En mi imaginación, yo seguía viendo el avance del hielo por el
océano, en dirección a las islas, a esa isla en particular que no había
identificado en el mapa. Pensaba que ella estaba en el centro, sin saber que
quedaba cercada, mientras avanzábamos hacia ella desde distintos puntos, yo
por un lado, él por el otro, y luego el hielo… Mis posibilidades de llegar
primero parecían casi inexistentes. Para mí, cada kilómetro sería difícil y
penoso. Él podría llegar hasta ella en avión, sólo en unas horas y cuando
quisiera. Yo sólo podía abrigar la esperanza de que la importante conferencia
a la que asistía y otros asuntos militares lo retuvieran el mayor tiempo
posible. Pero no era optimista.
Al atardecer empezó a llover y a medida que anochecía llovía cada vez más
fuerte. Había entrado en vigor el toque de queda: en las casas no se veía ni
una luz, y las calles estaban desiertas. Corría un gran riesgo quedándome
afuera, pero estaba tan desalentado que no me importaba. Se oyó el ulular de
una sirena y varios estrépitos que se acercaban poco a poco, seguidos de vez
en cuando y alternándose con ráfagas de armas de fuego. Llovía a cántaros, la
calle se había convertido en un río. Me cobijé bajo una arcada; tiritaba y no
podía pensar en lo que debía hacer; mi cerebro parecía paralizado por el
malestar. Estaba desesperado.
Ya estaba en la última etapa del viaje. A pesar de las dificultades, que habían
parecido insuperables, mi objetivo estaba casi a la vista. Me sentía contento
con mis logros, y conmigo mismo. No pensaba en las muertes que esto había
supuesto. Si hubiera actuado de otro modo, jamás habría llegado al punto en
el que me encontraba. En cualquier caso, la hora de la muerte sólo se había
anticipado ligeramente ya que muy pronto perecería todo ser viviente. El
mundo entero iba camino de la muerte. El hielo ya había enterrado a
millones; los supervivientes se distraían luchando y corriendo de un lado a
otro, pero en todo momento sabían que el invencible enemigo avanzaba y que,
fueran donde fuesen, encontrarían el hielo, en última instancia el
conquistador. Lo único que tenía sentido era obtener la mayor satisfacción
posible de cada momento. Yo disfrutaba corriendo en la noche con un coche
de gran potencia, estimulado por la velocidad y por mi propia habilidad ante
el volante, por la sensación de excitación y de peligro. Cuando me cansé, me
detuve a un costado de la carretera y dormí aproximadamente durante una
hora.
Cerca de allí pasó una gaviota gritando: me estaba acercando al mar. Percibí
el olor de la sal; miré el horizonte por encima de las oscuras olas, y no vi
ningún muro de hielo. Pero el aire estaba impregnado de la mortal frialdad
del hielo, éste no podía encontrarse muy lejos. Atravesé a toda prisa los
ochenta kilómetros de campo desierto que me separaban de la ciudad. Sobre
ésta, las nubes se veían más bajas, más negras, más siniestras, aguardando
mi llegada. El frío me hizo estremecer: tal vez él ya había estado allí. Cuando
aminoré la marcha y entré en las calles donde la gente había bailado toda la
noche, apenas pude creer que éste fuera el mismo lugar alegre. Todas las
calles estaban desiertas y silenciosas; no había transeúntes, ni tránsito, ni
flores, ni música ni luces. En el puerto vi algunos barcos hundidos; edificios
destruidos, tiendas y hoteles cerrados; una fría luz gris que correspondía a
otro clima, a otra región del mundo; por todas partes la amenaza inminente
de una nueva era glacial.
La entrada al hotel en el que nos habíamos alojado estaba bloqueada por los
restos de una barricada. Tuve que aparcar el coche y subir el camino a pie.
Un viento fuerte y cruelmente helado soplaba directamente desde el hielo,
cortándome la respiración. Seguí mirando el mar del color de la antracita
para asegurarme de que el hielo aún no estaba a la vista. La planta baja del
hotel no había cambiado, pero en las plantas superiores, las paredes se veían
llenas de enormes agujeros, y el techo, hundido. Entré. Estaba frío y oscuro,
sin calefacción, sin luz, y había varias sillas y mesas desvencijadas, dispuestas
como en un café. A pesar de los fragmentos de decoración recargada que
sobrevivían en medio de la destrucción, no reconocí la destrozada sala.
—Pero debería haberme dado cuenta de que lo más probable era que se
hubiera ido.
Supuse que diría algo acerca del magistrado. Sin embargo, pareció incómodo
y vaciló antes de responder.
—En realidad, ella es uno de los poquísimos que no se marcharon —me sentí
perturbado durante algunos segundos; para disimularlo y al mismo tiempo
para asegurarme de que mi actual alivio estaba justificado, le pregunté si
alguien había hecho preguntas sobre la chica—. No —no pareció inmutarse;
daba la impresión de estar diciendo la verdad.
Le miré fijamente.
—Comprendo.
Ahora todo estaba claro. Recordaba muy bien la casa, era la suya, la casa
donde había vivido con sus padres.
Continuó, inquieto:
Respondí:
—Evidentemente, aquí tenía amigos con los que prefería quedarse —le
observé atentamente, pero su rostro estaba en las sombras, de espaldas a la
luz tenue, y no pude distinguir su expresión.
—Diría que está en su habitación. No tiene que venir aquí hasta más tarde.
La nieve empezó a caer con regularidad; el aire helado hacía que me golpeara
la cara. El frío me quemaba la piel y me congelaba el aliento. Para evitar que
la nieve me entrara en los ojos, me puse el pesado casco. Cuando logré ver la
playa, en el borde de éste se había formado una gruesa capa de hielo que lo
hacía más pesado aún. A través de la movediza cortina blanca, la casa se veía
borrosa; pero no pude distinguir si más allá se extendían las olas o un enorme
e irregular bloque de hielo. Resultaba difícil avanzar contra el viento. La nieve
era cada vez más espesa, caía inagotablemente, incesantemente, como si
pasara a través de un tamiz, esparciendo una lámina de estéril blancura sobre
la faz del mundo agonizante, enterrando la violencia y a sus víctimas en una
tumba colectiva, borrando el último rastro del hombre y sus obras.
Se había alejado tan sólo unos pocos pasos cuando la alcancé y la hice
regresar al abrigo de la galería. Mientras se limpiaba la nieve de la cara,
exclamó:
—¿Quién creías que era? —entonces recordé que llevaba puesto el uniforme
—. A propósito, estas ropas no son mías. Las tomé prestadas.
La miré fijamente. Había venido desde muy lejos a buscarla, había atravesado
muchos peligros y dificultades, me había enfrentado a la muerte, y por fin
había llegado a su lado; y ella me hablaba como a un extraño. Era demasiado.
Me sentí herido y resentido. Exasperado por su pose improvisada y por su
propósito de restar importancia a mi llegada, le dije en tono indignado:
—¿Por qué estás montando esta escena? No he venido hasta aquí sólo para
que me trates como a un visitante casual.
—He estado con alguien que conoces —y al mismo tiempo le dediqué una
mirada prolongada, severa y significativa.
—Al principio, cuando te vi… creí que tú… que él… Tuve miedo de que él
hubiera venido.
Me interrumpió.
—¿Y dejar esto? —era una crueldad. Miró con expresión desesperada el hogar
que se había construido. Las conchas marinas resultaban reconfortantes, la
pequeña habitación era tan tranquilizadora, tan segura, el único lugar del
mundo que podía decir que era suyo—. ¿Pero por qué? Nunca me
encontrará…
—Sí, pero tú sabías… —me miró con suspicacia, no podía confiar en mí—. Tú
no se lo dijiste, ¿no?
—¿Contigo? ¡Oh, no! ¡No pretenderás que pasemos por todo eso otra vez!
En un intento por ser sarcástica, puso los ojos en blanco y miró el techo. Me
sentí deliberadamente insultado. Me había agraviado. Su tono despreciativo
minimizaba mis desesperados esfuerzos por alcanzarla, ridiculizaba todo lo
que yo había soportado. En un súbito arranque de cólera, la cogí bruscamente
y la sacudí con violencia.
—Termina de una vez, ¿quieres? ¡No lo soporto más! ¡Deja de ser tan
endemoniadamente insultante! He atravesado un infierno por ti, he viajado
cientos de kilómetros en condiciones espantosas, he corrido riesgos
increíbles, estuve a punto de ser asesinado. Y no obtengo de ti ni la más leve
muestra de aprecio… ni una palabra de agradecimiento… ni siquiera me
tratas con cortesía formal… Sólo recibo burlas baratas… ¡Vaya gratitud! ¡Una
hermosa manera de comportarse! —ella me miraba fijamente, en silencio, con
las negras pupilas desorbitadas. Mi ira no disminuyó—. ¡Y ahora ni siquiera
tienes la decencia de disculparte! —aún furioso, seguí insultándola, la
califiqué de insufrible, impertinente, insolente, vulgar—. ¡En el futuro al
menos deberías ser lo suficientemente civilizada para dar las gracias a las
personas que hacen algo por ti, en lugar de mostrar tu estúpida y vanidosa
rudeza riéndote de ellas!
Pareció perturbada y se quedó sin habla; estaba de pie frente a mí, muda, con
la cabeza inclinada, había perdido toda su seguridad. En los últimos minutos
se había convertido en una criatura introvertida, asustada, desgraciada,
herida por las perversiones de los adultos.
—Qué estúpido fui al preocuparme por ti. Supongo que te instalaste con tu
amigo en cuanto yo me fui.
Afuera estaba bastante oscuro. Me detuve en la galería para que mis ojos se
acostumbraran a la negrura de la noche. Poco a poco, a medida que caía, la
nieve se iba haciendo visible, una especie de débil brillo, como una
fosforescencia. El rugido hueco del viento llegaba en ráfagas irregulares, los
copos de nieve se arremolinaban enloquecidamente en todas direcciones,
llenando la noche con su caos espectral. Me pareció sentir ese mismo
desorden febril en mi interior, en todas mis inútiles carreras de un lado a
otro. Los copos de nieve danzando locamente representaban la totalidad de la
vida. La imagen de ella pasó volando, el torrente de pelo plateado, y quedó
instantáneamente borrada en la salvaje confusión. En el delirio de la danza,
resultaba imposible distinguir entre los agresores y las víctimas. De cualquier
manera, no importaban las distinciones en esta danza mortal en la que los
bailarines daban vueltas en el borde de la nada.
—Quería… vengarme…
Protesté:
—Sabía… —tuve que inclinarme sobre ella para captar su voz acusadora
mezclada con las lágrimas—. Cada vez que te veo, sé que me atormentarás…
me martirizarás… me tratarás como a una especie de esclava… si no en
seguida, una o dos horas después…
—¡Te digo que es verdad, lo creas o no! No sé por qué… siempre eres tan
malvado conmigo… Yo sólo sé que siempre he esperado… preguntándome si
volverías. Nunca enviaste ningún mensaje… pero yo siempre te esperé… me
quedé aquí cuando los otros se fueron, para que pudieras encontrarme… —
parecía una criatura desesperada, que dice la verdad entre sollozos.
Con el rostro convulsionado, añadió con voz entrecortada y ahogada por las
lágrimas:
—Lo siento… —sentí el deseo de poder borrar de algún modo las palabras y
los actos del pasado. Ella había vuelto a tirarse sobre la cama, boca abajo. Yo
me quedé mirándola, sin saber qué decir. La situación parecía haber excedido
las palabras. Finalmente, no pude pensar nada mejor y afirmé—: No he vuelto
sólo para hacerte esas preguntas —no obtuve ninguna respuesta. Ni siquiera
estaba seguro de que me oyera. Esperé, mientras sus sollozos se apagaban
lentamente. En medio del silencio, observé el latido de su cuello, aún
acelerado; estiré la mano, le toqué suavemente el cuello con la punta de un
dedo y la dejé caer. Su piel como el raso blanco, su pelo del color de la luz de
la luna…
Lentamente, sin pronunciar una palabra, ella volvió la cabeza hacia mí; su
boca surgió entre su pelo reluciente, luego sus ojos húmedos y brillantes,
enmarcados por las largas pestañas. Había dejado de llorar; pero de vez en
cuando un estremecimiento, un jadeo mudo, le cortaban la respiración como
si fuera un sollozo interior. No dijo nada. Esperé. Los segundos pasaban. No
pude seguir aguardando y le pregunté en tono suave:
se detuvo y se giró para mirar la habitación. Vi su rostro afligido por los daños
psicológicos, su absoluta vulnerabilidad, sus temores no expresados. Esta
pequeña habitación era el único lugar familiar y acogedor. Fuera de él, todo
era aterradoramente extraño. La noche inmensa y desconocida, la nieve, el
frío destructor, el futuro incierto y amenazador. Sus ojos buscaron mi rostro:
su mirada era intensa, dubitativa, llena de reproches, acusadora e inquisitiva
al mismo tiempo. Yo era otro factor muy perturbador; no tenía absolutamente
ningún motivo para creerme. Le sonreí y le toqué la mano. Sus labios se
curvaron levemente en lo que, en otras circunstancias, habría sido una
sonrisa.
Sin ninguna clase de luz, salvo el débil brillo fosforescente de la nieve, era
difícil seguir el camino. Incluso con el viento a nuestro favor, caminar era una
tarea penosa. La distancia que nos separaba del coche pareció mucho mayor
de lo que había pensado. La cogí del brazo para guiarla y ayudarla a avanzar.
En un momento trastabilló y la rodeé con un brazo, ayudándola a recuperar el
equilibrio y a levantarse. A pesar del grueso abrigo de loden, estaba fría como
el hielo, sentí sus manos congeladas a través de mis guantes. Intenté
friccionarla para hacerla entrar en calor; durante un instante se apoyó en mí,
su rostro parecía una piedra lunar, luminoso en medio de la oscuridad, y tenía
las pestañas salpicadas de nieve. Estaba cansada, percibí el esfuerzo que hizo
para reemprender la marcha. Yo la alenté, la elogié, dejé mi mano alrededor
de su cintura, la levanté y la llevé así el último tramo del camino.
La visibilidad era cada vez peor. En cuanto quitaba las flores de escarcha que
se dibujaban en el parabrisas, éstas volvían a formarse en dibujos más
opacos, hasta que no pude ver nada más que la nieve que caía: una infinidad
de copos de nieve semejantes a pájaros fantasmales abatiéndose
incesantemente de ninguna parte a ninguna parte.