Conspiracion Octopus - Daniel Estulin
Conspiracion Octopus - Daniel Estulin
Conspiracion Octopus - Daniel Estulin
mayor parte de lo que están a punto de leer existe y es real en un universo paralelo
de humo y espejos. Este mundo, desconocido para la mayoría, es un lugar donde los
gobiernos, los servicios de inteligencia y las sociedades secretas luchan por hacerse
con el control. En este libro leerán sobre operaciones trascendentales e inconcebibles.
A la mayoría de la gente le gustaría atribuirlas a la mente imaginativa de un escritor
de ficción. Nada más lejos de la verdad. PROMIS es real. Y no menos real e igual de
aterrador es el mundo de Lila Dorada. Las descripciones que aparecen en esta novela
sobre operaciones secretas extraoficiales son precisas y están bien documentadas,
gracias al acceso a decenas de miles de fuentes originales y documentos nunca vistos
hasta ahora, guardados bajo llave y enterrados en archivos, tanto gubernamentales
como particulares.
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Daniel Estulin
Conspiración Octopus
ePub r1.1
Titivillus 17.04.2020
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Daniel Estulin, 2010
Traducción: Joan Soler
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CONSPIRACIÓN OCTOPUS
DANIEL ESTULIN
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PREFACIO
Izvestia Russian Daily
Domingo, 24 de enero de 2010
PORTADA
Moscú, 24 de enero
Por uno de esos caprichos del destino, están saliendo a la luz atrocidades
incalificables cometidas durante la Segunda Guerra Mundial por una unidad médica
secreta de experimentación, conocida como Unidad 731, del Ejército Imperial
japonés en el tristemente famoso campo de exterminio de Pingfan, Manchuria. Desde
1936 hasta 1943, en la Unidad 731 fueron asesinados entre 300 000 y 500 000
hombres, mujeres y niños. Las atrocidades allí cometidas fueron peores que las de los
campos nazis. El sufrimiento duró mucho más…, y no sobrevivió ni un solo
prisionero.
Durante más de sesenta y cinco años, las macabras actividades de guerra
biológica de la Unidad 731 de Japón fueron el secreto más horrible y duradero de la
Segunda Guerra Mundial. Durante más de sesenta y cinco años los gobiernos
estadounidense, británico y japonés negaron una y otra vez que esos hechos se
hubieran producido. Hasta que, de pronto, intervino el destino y la historia empezó a
reescribirse a sí misma palabra por palabra. Y un ser humano sufriente tras otro
fueron abriéndole paso a la verdad.
El distrito de Kanda, en la periferia de Tokio, es la meca de las librerías de
segunda mano. Comparables con las de Charing Cross Road en Londres, son
frecuentadas por universitarios en busca de ocasiones. En 1984, un estudiante que
miraba en una caja de viejos documentos desechados pertenecientes a un antiguo
oficial del ejército, descubrió el asombroso secreto de la Unidad 731. Los
documentos revelaban detallados informes médicos sobre individuos que padecían
tétanos, desde el inicio de la enfermedad hasta el espantoso final. Sólo había una
explicación, pensó el estudiante: experimentos con seres humanos. Por casualidad se
había descubierto el secreto mejor guardado de la Segunda Guerra Mundial.
Pasarían otros doce años hasta que los primeros implicados, hombres de cabello
blanco y modales suaves, empezaran a ponerse en fila para contar sus historias antes
de morir. No obstante, el destino hizo acto de presencia en su forma más cruel. Uno a
uno, los testigos vivos de los experimentos de la Unidad 731 fueron muriendo,
llevándose sus secretos a la tumba. Al parecer, unos fallecieron por causas naturales y
otros debido a accidentes inexplicados. A principios de 2008 todos habían muerto
menos uno, Akira Shimada, un anciano frágil y viudo que vivía cerca de Osaka, y que
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desde 1939 hasta 1943 estuvo destinado en el Grupo Minato (investigaciones sobre
disentería) de la Unidad 731.
Los oficiales estadounidenses encargados de interrogar a Akira Shimada después
de la guerra le preguntaron por qué lo hizo. «Era una orden del emperador, y el
emperador era Dios. No tuve elección. Si hubiese desobedecido, me habrían matado».
Tras tomar debida nota de la respuesta, los interrogadores militares bajo el mando
directo de la Junta de Jefes del Estado Mayor clasificaron el informe como Doble
Secreto. Los fiscales de los juicios por crímenes de guerra en Tokio fueron
advertidos. A partir de entonces empezó el mayor encubrimiento de la guerra; se hizo
correr una cortina de secretos no muy distinta del Telón de Acero, y sin duda más
duradera. Pasarían sesenta y tres años antes de que la historia de Akira Shimada viera
la luz.
Pekín, 10 de febrero
La guerra en el Pacífico está plagada de historias sobre la crueldad de los
japoneses contra ciudadanos chinos, así como contra soldados británicos y
estadounidenses, entre otros. Las fuerzas imperiales japonesas no sólo utilizaron
prisioneros de guerra como esclavos para construir su ferrocarril en Birmania, sino
que realizaron con ellos terribles experimentos médicos en el cuartel general de la
hermética Unidad 731, centro para armas de guerra biológicas y químicas de Japón.
No obstante, mientras eso se producía, otra fuerza japonesa aún más furtiva se
dedicaba a una labor tan secreta que pasaría a los anales de la historia como uno de
los relatos más explosivos de la Segunda Guerra Mundial.
El proyecto llevaba el nombre de Lila Dorada y su cometido era saquear
metódicamente el sudeste asiático. ¿De cuántos tesoros estamos hablando? Nadie lo
sabe con exactitud, pero al parecer de China y el sudeste de Asia se rapiñaron
cantidades tan enormes que, una vez terminada la guerra, Occidente decidió mantener
dichas actividades en secreto.
Ahora, en su último libro, Lila Dorada, seguro que las revelaciones de la señora
Lie D’an Luniset causarán un gran revuelo en Londres, Washington y Tokio, y con
toda probabilidad contribuirán a que se interpongan demandas colectivas contra los
gobiernos japonés y estadounidense. Según el editor de la señora Luniset, el
fantasmagórico tesoro está escondido en depósitos situados en la espesa jungla de
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Irian Joya, en Indonesia, y alrededor de Rizal, en las laderas de Sierra Madre, la
cadena montañosa más larga de Filipinas. Debido al intenso acoso de los medios, el
paradero de la señora Luniset será un secreto celosamente guardado hasta la
publicación de su obra, a principios de esta primavera.
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INTRODUCCIÓN
—Hoy el Banco Mundial ha dejado caer una bomba en los mercados de inversiones
de todo el mundo, al avisar de que, pese al bombo publicitario de la recuperación en
la que Washington y Wall Street intentan hacernos creer, esta gran crisis económica
sólo está agravándose.
»Las palabras del Banco Mundial son sencillas y claras: “La recesión global se
ha agravado hasta alcanzar niveles inimaginables sólo seis meses atrás”. Según el
Banco Mundial, este año el Producto Interior Bruto de los países desarrollados con
mayores ingresos disminuirá un 14,2 %, y el comercio global sufrirá un apabullante
descenso del 39,7 %.
»En palabras del propio Banco Mundial, “el desempleo se halla en su peor nivel
de la historia, y el número total de personas que viven por debajo del umbral de la
pobreza se incrementará hasta alcanzar la cifra de casi tres mil millones”.
»Entretanto, destacadas voces del Congreso están pidiendo con insistencia al
recientemente elegido presidente de Estados Unidos que suspenda temporalmente la
Constitución por la creciente inquietud que reina en el país debido a la gravedad de
la situación económica.
»Están escuchando WIBT 99.6 en su dial de FM.
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La noche se resistía a ceder terreno. Desde las doce, como si llegaran puntualmente a
una cita, los copos de nieve tapaban el campo circundante. El lento amanecer del
invierno se abría camino por un cielo cobrizo, mientras, en el asfalto, la primera luz
del día acariciaba una cinta azul que alguien había perdido. Las sombras de los
árboles escarchados caían sobre la blancura como penachos azules.
Shawnsee, Oklahoma, era la típica ciudad del Medio Oeste, un lugar abstracto
que quizá no habría existido a no ser por una tímida mención, unos cincuenta años
antes, en una de las revistas de viajes más populares de Estados Unidos.
Lo que entonces llevó a Shawnsee a algunos papamoscas fue su arteria comercial
de moteles recién construidos, con su neón y su imaginería figurativa, y los drive-in
de moda de la zona sur, a lo largo de la vieja Carretera 90, denominada la Vieja Ruta
Española. Era cariñosamente atractiva, con un estilo un tanto kitsch.
Pasó el tiempo, y la ciudad se fue haciendo más y más insustancial. La arteria
comercial carecía ahora de vida, pues las modernas autopistas habían crecido en
detrimento de las viejas carreteras. Con el tiempo, Shawnsee se había convertido en
una especie en vías de extinción rápida: una destartalada gasolinera a la que sólo se
accedía por el extremo occidental; un puesto de refrescos cuyo propietario se sentaba
en una silla de plástico plegable, esperando a algún cliente y dando caladas a un
cigarrillo. Y por fin el motel Merry Kone, un mamotreto de dos plantas y veintiocho
habitaciones, con sus columnas de neón de los años cincuenta sobresaliendo de un
edificio central, un vestíbulo con paneles de madera y un anticuado letrero de
helados. Eso era todo lo que quedaba de la otrora orgullosa pero poco conocida
Shawnsee.
La transformación antropomórfica de un cucurucho de helado recubierto de neón
es lo único que se recuerda del artículo de la revista, de una época pasada y olvidada.
Los «buenos tiempos» sin el «buenos». Las habitaciones eran más o menos iguales
que las de cualquier otro motel del Medio Oeste americano. Hacía varias décadas que
la pintura negra se había desconchado siguiendo patrones simétricos. Los raídos
visillos tapaban las ventanas empañadas; la inadvertida puerta principal nunca
cerraba. Las habitaciones eran de un marrón apagado, desgastado. De las alfombras
emanaba un ligero olor a moho. Ni siquiera los productos de limpieza industriales
podían borrar el tufo a deterioro.
Esa noche, un vigilante paticorto y regordete estaba sentado en un taburete,
apoyado en la pared. Tenía las manos ásperas, y los dedos gruesos y sudorosos. A raíz
de un forúnculo extirpado unos años antes, presentaba una cicatriz en la mejilla
izquierda. La cicatriz, así como su recortado bigote color miel, provocaba una especie
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de incomodidad moral a quien lo mirara. La otra persona despierta era una asistenta
que unos minutos antes de las seis había fichado debidamente.
Para ella, eso significaba levantarse cada mañana a las cinco. Una peineta se
erguía como un ala en su ondulada cabellera gris. Había envejecido con poca salud y
ojeras. Tenía una frente ancha y despejada, los ojos de color aguamarina y una boca
grande y roja con una pelusa negra sobre el labio.
Aquella noche nevosa y fatídica del 7 de febrero, en el motel Merry Kone de
Shawnsee, Oklahoma, había seis huéspedes. Una pareja de edad avanzada camino de
un entierro, un ruso nacionalizado estadounidense que decía continuamente «nein» en
vez de «no», un camionero de piernas largas y flacas, y un hombre grandote y
huesudo con papada y mucha grasa en el centro. Y en la habitación 206 un periodista
desempleado de treinta y tantos años: metro ochenta, el cuello esbelto, el pelo
recortado, los ojos de un azul translúcido, las orejas algo prominentes. Lo que la
mayoría de la gente recordaba de ese hombre era su mirada turbadora y penetrante. El
resto de sus datos biográficos se hallarían en el bolsillo interior con cremallera de su
elegante pero gastado abrigo.
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—Bien —susurró el hombre de la CIA. Se hallaba en el centro de la estancia,
donde la única fuente de luz eran los fríos rayos que proyectaba la luna desde el cielo
nocturno.
—¿Tiene…?
—Lo tengo. —El asesino apretó el asa de una gastada maleta, que colocó delante
de él.
—Llamaré al jefe enseguida. El resto del dinero le será transferido por la mañana.
—Merci.
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El Jefe buscó en el bolsillo y sacó un móvil.
—¿Sí? —Su voz sonaba brusca y áspera.
—Ya está —contestó, todavía oculto, el hombre de la CIA. Se llamaba Henry
Stilton, director adjunto de la Agencia Central de Inteligencia. Era alto, desgarbado, e
iba impecablemente vestido. En su rostro anodino destacaban una barbilla hendida y
unas cejas pobladas.
—Bien —dijo el Jefe, mirando de soslayo a su izquierda. Entornó los ojos
mientras rememoraba recuerdos invisibles.
—Esto significa, literalmente, que se ha llevado los códigos a la tumba. —Echó
whisky en un vaso.
El hombre al que llamaban Jefe se volvió.
—Sin ese dinero el gobierno no tendrá más remedio que devaluar el dólar para
evitar el desastre inmediato. —Entornó los ojos, irritados por el humo del tubo de
escape—. Un colapso del valor del dólar causaría, en el planeta entero, una implosión
simultánea de las economías nacionales.
—Estamos un paso más cerca. Un nuevo sistema monetario mundial. —El
hombre de la CIA eructó ligeramente mientras sacudía la cabeza—. Los que dirigen
los mercados monetarios controlan el mundo.
—Un nuevo orden mundial. Nos hallamos al borde de una nueva edad de las
tinieblas global, que durará generaciones. Al final, sólo sobrevivirá una minoría
relativamente pequeña de la población del planeta.
—Quizá lo estemos celebrando demasiado pronto. ¿No es posible que el gobierno
tenga otras opciones? —preguntó el director adjunto de la CIA, que hacía girar el vaso
en la mano como si fuese algo que él mismo había fabricado y de lo que se estuviera
despidiendo.
—Lo que se ha propuesto casi equivale a tomar cianuro como remedio para el
mal aliento —contestó el Jefe—. El género humano es la influencia más poderosa
para las formas deliberadas de cambio progresista a estados superiores. Por eso se
debe asfixiar a los primates superiores.
—Hundiendo los mercados mundiales —señaló el hombre de la CIA, que sonrió
tranquilamente aunque estaba inquieto.
—El dinero no tiene valor económico intrínseco. Es un medio para alcanzar un
fin deseado.
—Ya sabe lo que dicen, ignorancia no es lo mismo que inocencia —comentó
Stilton, y soltó un suspiro.
—Hummm, llame a Lovett y manténgame informado. —El Jefe colgó el teléfono
—. Vamos.
—Sí, Jefe.
Se abrió la portezuela del conductor; el hombre subió y encendió las luces. Menos
de diez segundos después, los vehículos habían desaparecido.
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Reed introdujo en su boca el último y suculento bocado de pan negro con una
montaña de salsa de arándanos, tomó una última copita de champán y ocupó su sitio
tras una mesa ovalada de caoba hecha a mano. Era el guardián de la cripta. Un
número de cuenta. No, el número de cuenta. Era responsabilidad suya. Más que el
dinero en sí, lo que lo excitaba era el impropio número de ceros que había detrás de la
primera cifra. Concentraba la atención en ellos. Ah, la emoción del descubrimiento,
la exaltación de la riqueza, el conocimiento del poder…
Reed sentía que el dolor le abrasaba los ojos y las sienes y se desbocaba hacia
abajo, hasta clavársele en el pecho. Tenía la mirada fija en la pantalla. El estruendo
procedía de su interior, pero al principio había sonado más bien apagado. Cerró los
párpados con fuerza, contó hasta cinco, hasta diez, y luego los abrió, plenamente
consciente del súbito temblor que lo inmovilizaba por momentos. 0.000000000. Cero.
Cero dividido por cero, más cero, multiplicado por cero. De repente, Reed fue presa
de convulsiones borborígmicas. Un segundo destello confirmó que algo desafinaba.
Y ahora, mientras miraba boquiabierto la enorme pantalla de su ordenador y
trataba de comprender, intentó procesar el hecho de que una suma de dinero muy
elevada… no, muy muy elevada… no, fantasmagórica, había desaparecido de su
ordenador. Clavó de nuevo la mirada en la pantalla, empotró la silla contra la mesa de
caoba, se frotó los ojos, sacudió la cabeza, pulsó varias veces la tecla de retorno, hizo
una pausa, la pulsó unas cuantas veces más. Por fin, decidió apagar el ordenador y
volver a encenderlo. «No puede ser», murmuraba a través de los dientes apretados. El
vértigo que sentía junto a aquel abismo lo empujó hacia delante. Como en estado de
trance, tecleó la jota mayúscula, luego la i griega minúscula y los números 5, 7 y 2,
asterisco, 4, el símbolo del dólar y finalmente el signo de interrogación. Contraseña
aceptada. Su cuenta bancaria estaba a cero. Tiene usted cero dólares en su cuenta.
Reed se limpió el sudor de la frente, se secó las manos en los pantalones, cogió el
teclado con ambas manos. Tenía que recuperar la cordura concentrándose en cosas
pequeñas. Verificar la cuenta. «Quizás el número de cuenta esté equivocado. Eres
presidente de Citibank. Conoces miles de números de cuentas».
Reed buscó en el cajón superior y sacó una gruesa libreta con tapas de cuero
negras. La abrió por la página 47, dolorosamente consciente de las gotas de sudor que
corrían… no, que manaban por la parte posterior de su cuello. «Empieza otra vez.
Cero. Tienes cero dólares en tu cuenta corriente».
Era una noche fría y lluviosa de febrero y el viento se colaba por la ventana
entreabierta. «Tranquilízate. Esto tiene una explicación lógica. Tranquilízate, he
dicho. Sí, sí, me tranquilizo. Debo tranquilizarme». Se lavó la cara, se cambió de
ropa, se sirvió otra copa y volvió a empezar.
«Cero. Tienes cero dólares en tu cuenta corriente». Temblando de arriba abajo, se
apartó de la mesa, se puso de pie y echó a andar por el pasillo hasta la puerta
principal. Cero. Cero. Cero. Cero. Cero. Cero. Cero. Cada cero proyectaba una
sombra fatal sobre sus sentidos.
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«Cero», murmuró Reed cuando llegó al final del pasillo. «Cero», repitió mientras
salía al exterior. Era consciente de que le temblaban las manos. Se detuvo un
momento y respiró hondo, sujetándose la manga derecha con la mano izquierda.
«Ordenador averiado. Vete a la cama. Mira, es imposible. Se trata de un sistema
blindado. Quién iba a atreverse… Soy John Reed… en caso de que ya no sea lo
bastante lúcido para recordar quién es John Reed, era… no, es y será. Vaya
estupidez».
Con un gesto muy suyo, Reed sacudió la cabeza con vehemencia. De pronto, una
leve sonrisa brilló en su boca.
«Ordenador averiado. Ordenador averiado. Ordenador averiado…», mientras
llegaba al pie de las escaleras.
Entonces sonó el teléfono. Reed levantó el auricular con desgana.
—¿Sí? —Su voz sonaba como si flotase en medio de un sueño angustioso.
Tras un breve silencio, alguien dijo:
—Perdone, señor. Ciertos caballeros desean que acuda en persona, y cuanto antes,
al lugar habitual.
Se oyó un clic y se cortó la comunicación.
Teresa, un valle rodeado por montañas ricas en mármol, es una de las zonas
menos interesantes de Rizal, en las laderas de Sierra Madre, la cordillera más larga de
Filipinas. De hecho, podría no haber existido si no fuera por el arroz que se cultiva en
terrazas desde hace siglos, en medio de los llanos del oeste y las onduladas colinas y
escarpadas crestas del este.
John Reed, presidente de Citibank, conocía bien el terreno. Estuvo ahí, sesenta
años atrás, a las órdenes del general MacArthur. Lo vio de primera mano. Área de
operaciones: el Pacífico. Poco después de la guerra formó parte de una expedición
secreta encargada de encontrar el tesoro y traerlo a casa. Los condujeron con los ojos
vendados hasta una zona próxima al lago Caliraya, en Lumban, Filipinas. Les
ordenaron cavar sin preguntar por qué ni para qué. Trabajaban de noche. Se avanzaba
a duras penas. Todos los túneles estaban llenos de trampas y callejones sin salida que
dificultaban y retrasaban la excavación. Su equipo de búsqueda había tardado ocho
meses en encontrar la primera cámara del tesoro, situada a sesenta metros bajo tierra.
Los japoneses lo habían enterrado y habían dejado señales extrañas en las rocas, a fin
de ocultar la verdadera ubicación del botín.
«Sesenta años atrás».
Abrió la puerta, salió a la galería y se quedó mirando el colorido collage que veía
desde el magnífico ático que daba al río Hudson, en pleno centro de Nueva York. Y lo
que contempló ese día le pareció una estampa de colores exquisitos, una benévola
definición de realismo enjaulado, como metáfora de la forma artística y, al mismo
tiempo, del destino humano. Su destino.
«Ojalá supieran…».
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Sólo unos cuantos privilegiados sabían que Teresa formaba parte de la mayor
conspiración de la historia de la humanidad, una leyenda susurrada entre quienes
conocían el alucinante tesoro que fue robado y escondido por el Ejército Imperial
japonés en retirada durante los días más duros de la Segunda Guerra Mundial.
«Un millón trescientas mil toneladas métricas de oro».
Se sirvió una copa.
«El equivalente a seis coma cuatro trillones de dólares. ¿Hay alguien capaz de
concebir una cifra tan extravagante?».
La cantidad de oro era diez veces superior a las cifras de las reservas oficiales de
todo el mundo proporcionadas por el Banco Mundial. El hecho de que existiese tal
cantidad de oro fuera de los circuitos oficiales resultaba increíble, pensó John Reed.
Que un puñado de gobiernos lo bastante afortunados para saber la verdad hubiera
guardado el secreto, era algo extraordinario.
«Seis coma cuatro trillones de dólares escondidos en los agujeros más profundos
de las junglas de Sierra Madre», murmuró para sí, convirtiendo en palabras sus
pensamientos.
Reflexionó sobre el hecho de que el oro, al igual que ocurre con los diamantes, es
mucho más común en la naturaleza de lo que la gente cree. Si alguna vez llegaba a
conocerse la verdad, ésta destruiría la economía mundial, porque la mayoría de los
países todavía utilizaban el patrón oro como respaldo de su moneda.
Se le ocurrió pensar que la naturaleza es bella pero no tiene nada de coherente.
Ojalá pudiera hacer retroceder el tiempo. ¿Por qué es tan escurridizo? El futuro no
viene después del presente en línea recta desde el pasado, ni tampoco el presente es
una línea recta. El futuro es imaginario y siempre puede ser anulado.
«Sobre todo si deciden matarme».
Una parte del oro de Filipinas, el equivalente a unos cuantos billones de dólares,
fue embarcado a Génova a bordo del portaaviones President Eisenhower, y después
trasladado a diversos bancos de Suiza en un convoy fuertemente protegido.
El resto… un secreto envuelto en misterio, guardado tras mil cerraduras de
criptonita desde principios de la década de 1960, custodiado por cincuenta y cuatro
fideicomisarios, en depósitos de Teresa y en las montañas selváticas de Irian Joya,
Indonesia. Los fideicomisarios trabajaban de manera independiente, sin conocerse
unos a otros. Pero estaban coordinados por una serie de directores del complejo
industrial-militar, quienes a su vez eran controlados por su superior jerárquico. Y por
encima de ellos, en el vértice de la pirámide, Octopus: menos de una docena de
miembros, estrechamente unidos y financieramente entrelazados. Los controladores
de la riqueza del planeta, hombres cuyo poder hacía girar el mundo.
Reed tragó saliva y puso mala cara. Durante varios segundos siguió mirando al
frente. El gobierno utilizaba el oro oculto en Suiza como garantía monetaria de un
programa comercial extraoficial con derecho ilimitado de giro sobre los depósitos. El
dinero, poco más de doscientos veinte billones de dólares, estaba depositado en
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treinta cuentas de Citibank. Su banco. Otra pausa. Se le crispó el rostro. De todos
modos, el gobierno no era la única entidad con acceso a ese dinero.
Mediante cuentas espejo al margen de los libros, Octopus también sabía sacar
provecho del dinero del gobierno, utilizándolo para acaparar los mercados mundiales
mediante fusiones y adquisiciones, con tapaderas y manipulando precios. Los
pensamientos de Reed eran como piedras que caían en agua estancada. El gobierno…
y… Octopus. Intereses entrelazados, objetivos diametralmente opuestos. Bien,
alguien había robado el dinero, y el mundo podía sufrir una desintegración financiera.
Reed estaba citado a declarar, y Octopus quería respuestas… que él no tenía. El
mensajero había sido muy correcto, pero en su voz había algo inexplicablemente
violento. Algo que hizo a Reed desear que fuese otro quien tuviera que enfrentarse a
ellos.
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Con cincuenta y tres años, era el más joven del grupo, vicepresidente de Goldman
Sachs y presidente honorario del poderoso Grupo Bilderberger. No era sobrino de
nadie. Tampoco había estudiado en Yale. De hecho, no había completado los estudios
universitarios, pero tenía un gran talento para las finanzas. Su nombre era James
F. Taylor. La «F» correspondía a Francis, el apellido de soltera de su madre. Sabía de
qué hablaba. Nadie en la mesa podía dudarlo.
Reed arrugó la nariz y parpadeó unas cuantas veces.
—El sistema es hermético —insistió.
—¿Ah, sí? —intervino un hombre calvo y fornido de Tejas—. Entonces, ¿dónde
está el dinero?
Oficialmente, era un analista de alto rango del Departamento de Estado.
Extraoficialmente, ocupaba un puesto de responsabilidad en la Unidad de
Estabilización Política, una rama de los servicios de inteligencia de Estados Unidos
conocida como Operaciones Consulares. Su nombre era Robert Lovett. Lo describían
como «arquitecto de la Guerra Fría» y había sido ejecutivo de un viejo banco de Wall
Street llamado Brown Brothers Harriman.
—Es hermético, ¡creedme! —Dio un puñetazo sobre la mesa.
—Puedes repetirlo ad nauseam, Bud. Sólo falta que te quites la ropa como en el
sesenta y ocho para demostrar tu sinceridad…
—Dadme un tiempo y lo recuperaré. Lo juro.
—Mejor que así sea —replicó Taylor—. De lo contrario, la desaparición del
dinero provocará el hundimiento de la economía mundial.
—Yo haré…
—Bud, ese dinero es el mecanismo de control de los intereses financieros de
Octopus —lo interrumpió Stilton—. Es decir, nuestros intereses privados, en caso de
que no lo hayas entendido.
—O sea, un instrumento de peso y una salvaguarda contra las políticas
económicas de los gobiernos soberanos —apuntó Taylor.
—Bud, ¿cómo demonios se supone que vamos a construir un imperio si no
tenemos ni un centavo a nuestro nombre? —dijo Lovett. Hizo una pausa y añadió—:
En este momento somos un imperio de víctimas. Señor, vaya mierda… —Se dio una
palmada en la rodilla—. A mí, por lo pronto, no me gusta ser víctima, Bud. Así que
sé bueno con nosotros y encuentra ese dinero.
—¿De cuánto estaríamos hablando? —inquirió Stilton, para a continuación
levantar una reluciente bota sobre el brazo del sillón y apretar la boca.
—¿Una cifra aproximada? En torno a doscientos billones —contestó Taylor.
Stilton se rascó las axilas, pensativo.
—No se preocupen, caballeros —dijo Reed—. En cuanto averigüemos cómo
lograron los autores anular los múltiples sistemas de seguridad y apoderarse de
nuestros fondos, tendremos una idea clara de dónde se encuentran. —Tragó saliva—.
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Apostaron fuerte y les dio resultado. En cualquier caso, el dinero no es el factor
determinante de la riqueza. Pero sí nuestro poder.
—Bud, tu argumentación hueca es propia del positivismo lógico, con una huella
característica no de un pensador original sino de un sicofante bizantino. —Taylor le
apretó el brazo contra su cuerpo—. Tienes una semana para encontrar el dinero.
Reed se liberó impulsivamente.
—Una semana.
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En el motel Merry Kone, había que abandonar la habitación a las once. La mayoría de
los huéspedes eran camioneros y viajantes que se iban al despuntar el día. El ingreso
se hacía al mediodía, pero pocas personas se registraban en el Merry Kone antes de
ponerse el sol. Shawnsee, Oklahoma, no era exactamente una atracción turística.
«Qué extraño…», pensó la mujer de la limpieza. Miró su reloj de plástico. Las
doce treinta y cuatro. Hinchó con sorna los orificios nasales. Dudó un instante, acercó
la oreja a la puerta y escuchó durante unos segundos. De pronto, llamó al
contrachapado.
Nada.
Volvió a llamar, esta vez con insistencia e irritación. El sonido era hueco, como si
lo causara el bulto robusto de un puño cerrado. Entonces, la mujer abrió con una
tarjeta.
—¿Hola?
Se detuvo un momento antes de entrar con decisión. Los pesados visillos
permanecían corridos. La cama estaba sin hacer, pero la habitación no parecía
ocupada. La mujer entró en el cuarto de baño.
Se quedó boquiabierta. Al salir, estaba pálida. Era como si dentro del pecho
tuviera un globo que le impidiera respirar. De repente, llenó el aire un grito
desgarrador:
—¡Dios santo…! Por favor, que alguien me ayude. ¡Hay un hombre muerto en la
bañera!
Entró enseguida otra mujer de la limpieza, seguida del recepcionista. Se quedaron
los tres clavados en el suelo.
—Lucía… —le dijo el recepcionista a la asistenta, empujándola fuera—. Por
favor, cierra la puerta y espera abajo. Yo llamaré a la policía.
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La parte más profunda de la naturaleza humana cubre el planeta con una nauseabunda
capa viscosa de rechazo.
Un hombre con gafas oscuras de diseño y manos como hojas de hacha paseaba
tranquilamente por la Piazza del Popolo, frente a un viejo y calvo vendedor de
salchichas de rostro arrugado y unos niños gritones que iban de excursión. En el otro
lado de la Piazza, en un hueco entre los edificios, se levantaba Santa Maria del
Popolo, una de las primeras iglesias renacentistas de Roma, famosa por albergar el
Martirio de san Pedro y la Conversión de san Pablo de Caravaggio, y la Capilla
Chigi de Rafael.
Se llamaba Curtis Fitzgerald, tenía cuarenta y un años y era ranger del ejército y
miembro del Décimo Grupo de Fuerzas Especiales de Estados Unidos. Lo apodaban
el Guerrero Celta, y era evidente que para ese alto filadelfiano su imponente tamaño
suponía una gran ventaja. Era un hombre de muchos proyectos, y a todas luces su
cuerpo era uno de ellos. Curtis había sido durante años especialista de «gama alta».
En la jerga de los servicios de inteligencia, la expresión «gama alta» se refería a
alguien acreditado para acceder a niveles de alto secreto. Y tras casi dos décadas de
servicio, a Curtis aún le gustaba su trabajo.
Tal vez para concentrarse mientras dudaba entre varias direcciones, o quizá
porque observaba ahí cierta oculta relación con su apuro actual, Curtis volvió a
pensar en su última misión.
El último trabajo lo había llevado a Bagram, una antigua base aérea soviética
situada a unos quinientos kilómetros al norte de Kabul, capital de Afganistán. Una
causa «de cinco estrellas», concebida para mejorar el estilo de vida de esos
«nauseabundos pastores de cabras», como los habían definido sus superiores. Durante
la invasión soviética de los años ochenta, fue siempre el reducto más seguro del país,
nunca en peligro real de ser atacado. Ahora era el principal centro de detención de los
más duros y aguerridos prisioneros y simpatizantes de Al Qaeda. Bagram está situada
en una llanura rodeada de cumbres nevadas, un escenario espectacular, la clase de
propiedad inmobiliaria que en Estados Unidos estaría bien regada y llena de campos
de golf.
Curtis era «senior E», contraseña de investigador principal en un equipo especial
de tres hombres. Los aliados habían capturado un HVT, un objetivo de alto valor,
alguien que al parecer tenía contactos directos con Osama bin Laden. Cuando llegó
Curtis, el Prisionero n.º 178 ya estaba esperando en una tienda militar junto con
personal de alto rango, analistas del ejército y agentes de contraespionaje. La zona
que albergaba los prisioneros era un enorme campo con límites de adobe que, en otro
tiempo, antes de la sequía, había sido un exuberante huerto de manzanos. Dentro
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había ocho tiendas de gran tamaño, cada una con sus faldones permanentemente
subidos y rodeadas por tres rollos de alambre. El cometido de Curtis consistía en
evaluar la importancia de cierto prisionero para los servicios de inteligencia, un arte
impreciso para cuya ejecución se apoyaba, en buena medida, en su perseverancia y
sus instintos.
—¿Por dónde entraste en Pakistán? —preguntó con su voz retumbante.
—Por Lahore —contestó el prisionero. Era mayor, quizá cincuenta y tantos,
estaba ligeramente herido en el costado y en una mano, y temblaba de frío.
—¿Por qué entraste en Pakistán por Lahore?
—Allí me llevó el billete.
—¿Quién le dijo al representante de la compañía aérea que tu ciudad de destino
sería Lahore?
—Yo.
—¿Por qué querías ir allí?
—Seguía instrucciones.
Curtis frunció el ceño. El interrogatorio estaba siguiendo una pauta
desalentadoramente improductiva. Siguió adelante.
—¿Quién te pidió que fueras a Lahore?
—El imán de mi mezquita.
—¿Y él por qué te dijo que entraras en Pakistán por Lahore?
—Allí hay un hotel para inmigrantes.
—¿Cómo se llama?
—No me acuerdo.
—Describe el aspecto del hotel.
—Era grande.
—¿Cómo de grande exactamente?
—Muy muy grande.
—Cuando digo exactamente, quiero que lo describas con detalle.
—De acuerdo.
—¿Cómo de grande era exactamente el hotel en el que te alojaste siguiendo
instrucciones del imán?
Esperó a que el prisionero hablara. Y siguió esperando, pues Curtis, como
interrogador, disponía de todo el tiempo del mundo.
—Muy muy muy grande —fue la respuesta.
Este absurdo prosiguió durante horas. El Prisionero n.º 178 decía no recordar el
nombre del hotel, los nombres de sus amigos en su Argelia natal, el nombre de su
patrona, ni siquiera el nombre del imán de la mezquita. Para Curtis, aquello era
increíble. En los recovecos de la mente donde regía la lógica, Curtis sabía que era
imposible que tantos presos hubieran olvidado tantas cosas. Lo que desconcertaba a
otros interrogadores era la mecánica refutación de lo evidente. Y al estar prohibido
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castigar a nadie por no cooperar, no podían hacer nada al respecto. Curtis siguió
adelante.
—¿Con quién tenías que reunirte en el hotel?
—Con un hombre.
—¿Quién te dijo que te reunieras con él en el hotel?
—El imán.
—¿Cómo se llamaba el hombre?
—No me acuerdo.
—¿Cómo ibas a reconocerlo?
—No lo sé.
—Descríbelo.
—Era un hombre con barba.
Curtis había pasado más de seis horas con el Prisionero n.º 178. Ambos estaban
fatigados y muertos de frío. La noche había sido una pérdida de tiempo. Curtis dio
por terminada la sesión, le dijo al guardia que devolviera el preso a las jaulas y se
levantó para irse. Mientras recogía sus cosas, advirtió en la mesa un papel con la
palabra «dueño» garabateada. La había escrito para sí mismo mientras el Prisionero
n.º 178 farfullaba algo. Era un recordatorio para preguntarle quién era el propietario
de la casa en que se había alojado en Jalalabad.
El prisionero se había levantado de la silla metálica, y el policía militar ya le
había puesto el saco de arpillera sobre los ojos y lo acompañaba a la salida. Curtis,
todavía con el papel en la mano, rodeó la mesa, alzó el borde de la capucha y, mucho
más alto que él, preguntó:
—¿De quién es la casa de Jalalabad?
—De Al-Jezari —respondió el Prisionero n.º 178 sin vacilar.
Entonces irguió la cabeza con una sacudida que podría haber sido provocada por
una descarga eléctrica. Había pronunciado un nombre. Se le había escapado. Había
sido un pequeño error, pero para Curtis aquello probaba que en Afganistán era
posible romper el código de silencio.
Al otro lado de la calle, las tiendas de souvenirs exhibían grandes pósteres de esa
famosa escena de la Capilla Sixtina, aquélla en la que Dios se inclina y casi toca el
dedo de Adán. «A lo mejor Adán y Dios están señalándose mutuamente —pensó
Curtis por un instante—, desafiándose uno a otro a asumir la responsabilidad de lo
que sólo puede ser una Creación bastante caótica». Curtis sentía respeto hacia Dios
igual que lo sentía hacia un arma cargada, o hacia la mano que la sostenía. «Dios es la
única cosa segura que hay», pensaba el ranger del ejército.
De pronto notó una ligera vibración en el bolsillo interior de la chaqueta. Una
BlackBerry en versión militar. El sistema de mensajes de texto era un algoritmo
flotante conectado al teclado. Imposible para los hackers. Pulsó la tecla de mensajes
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entrantes y luego un código de paso. «Por favor, teclea protocolo de e-mail», se leía
en la pantalla. Curtis escribió SERIAL ECO99. Al cabo de unos instantes, apareció
un mensaje: «Akira Shimada, alto comisionado de la ONU, Roma, via Giustiniani, 11h
15m, mañana».
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Simone Casalaro entró en el aula con ímpetu, tapada hasta las orejas. Se sacudió la
nieve de las botas y se quitó el abrigo, que al instante dejó doblado sobre el respaldo
de una silla. Abrió el maletín con un fuerte clic, sacó sus notas y lo cerró con otro
clic. Noventa y cinco pares de ojos observaban todos sus movimientos. La clase de
literatura del Renacimiento de la señora Casalaro en la Universidad Cornell de Ithaca,
Nueva York, era la preferida del campus, sólo eclipsada por la clase de música folk
que daba un intérprete de Nashville, famoso en otro tiempo pero ya retirado. El
primer día de clase de la señora Casalaro, los alumnos eran recibidos con una
brusquedad fingidamente imperiosa:
—Hoy compraréis el libro de Dante y empezaréis a leerlo enseguida. Leed cada
palabra. No os saltéis párrafos. En Dante no hay fragmentos aburridos. Apagad la
televisión, guardad el iPod, quitaos de encima el reproductor de CD y cualquier otro
artefacto estúpido. A Dante hay que paladearlo, saborearlo, masticarlo, diseccionarlo
y olerlo. Quiero que lo acariciéis y que sea temporalmente vuestro compañero de
juegos.
La sala estalló en aplausos y algunas risitas. Simone era una actriz excepcional,
con un estilo extravagante, único, que ninguno de los profesores del campus era
capaz de imitar. Sentía pasión por su materia y tenía una habilidad especial para la
provocación. Pero, más importante, lograba animar la imaginación de sus estudiantes,
un regalo que ellos conservarían durante el resto de su vida.
—Hace cien años —empezó—, Flaubert, en una carta a su amante, hizo la
siguiente observación: «¿Qué erudito lo sería si sólo conociera media docena de
libros?». —Hizo una pausa y recorrió la sala con la mirada—. Este trimestre
estudiaremos la Divina Comedia, que podemos describir simplemente como una
alegoría.
»La alegoría de Dante, sin embargo, es más compleja, y analizaremos otros
niveles de significado, como el histórico, el moral, el literal y el analógico. De todos
modos, no buscaremos el alma de la Italia de la época en la obra de Dante, sino que
indagaremos el genio individual. El desarrollo del arte de la descripción a lo largo de
los siglos debe ser abordado en función del prodigioso ojo de un genio.
»Dante es este genio, y su ojo, como veremos en la Divina Comedia —ralentizó
el ritmo—, es un órgano complejo que produce gradualmente las combinaciones de
colores para nuestro disfrute, pues al leer, pensar y soñar debéis advertir y acariciar
los detalles. Dejemos para otros los trillados clichés, las tendencias populares y los
comentarios sociales. —Cruzó la sala a toda prisa hacia la pizarra, donde dibujó
frenéticamente el perfil del rostro de Dante—. Cualquier obra de arte es una creación
del mundo nuevo. Un gran escritor es siempre un gran hechicero, un creador de
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fantasías y mundos mágicos. Y, en nuestro caso, Dante es un creador supremo de
ficción.
Una chica alta y flacucha de la primera fila levantó la mano.
—Profesora Casalaro, el año pasado me dijeron que se aprende mucho sobre la
gente y su cultura leyendo novelas históricas. Si leemos a Dante, ¿conoceremos la
Italia de su tiempo?
Simone sintió vergüenza ajena. El profesor Botkin, que había impartido los
clásicos del siglo XIX durante los últimos cinco años en la misma aula, tenía fama de
dedicar bastante más tiempo a la vida sexual de los autores que a su obra. Los
alumnos llamaban a su asignatura «SexLit».
Simone miró a la estudiante y sonrió.
—¿Alguien cree de veras que se puede aprender algo del pasado a partir de
bestsellers encuadrados en la categoría de novelas históricas? —Desechó la idea con
un ademán—. ¿Podemos confiar realmente en el retrato que hace Jane Austen de la
Inglaterra de los terratenientes cuando ella sólo conocía el recibidor de un clérigo?
Los que busquen hechos sobre la Rusia provinciana no los encontrarán en Gogol,
quien, por cierto, pasó la mayor parte de su vida en el extranjero. La verdad es que las
grandes obras de arte son grandes cuentos de hadas, y este trimestre nos centraremos
en uno de los más extraordinarios de todos los tiempos.
—¿Señora Casalaro? —un hombre llamó a Simone, dejando la puerta del aula
ligeramente entreabierta—. Lamento molestarla. ¿Podríamos hablar un momento, por
favor?
Había algo embarazoso en su conducta. Simone le echó un vistazo rápido, miró el
reloj del extremo opuesto del aula y levantó el índice.
—Estaré con usted en dos minutos.
El hombre hizo un breve gesto de asentimiento.
—Esperaré fuera.
—De acuerdo. —Simone sonrió y se estremeció por un instante; sintió que la
envolvía un escalofrío. Miró el reloj. Faltaban dos minutos para las dos.
»Aunque los dos grandes acontecimientos por los que el siglo XV supuso un viraje
decisivo en la historia, la invención de la imprenta y el descubrimiento del Nuevo
Mundo, aún quedaban lejos, aquélla fue una época de grandes hombres, de libertad
de pensamiento y de expresión, de acciones brillantes y osadas. —Advirtió un
movimiento general en el aula—. Antes de iros… —dijo Simone, alzando la voz
mientras se acercaba al dibujo de Dante—, recordad que en el estudio de Dante lo
que más nos interesa no es el activista político sino el gran artista del Renacimiento,
su poderosa imaginación y peculiar visión del mundo.
La chica de la primera fila pareció vacilar mientras volvía a leer el folleto del
curso que Simone le había dado al principio de la clase. Un chico pecoso preguntó
desde la última fila:
—Profesora Casalaro, ¿cómo puede ser a la vez poema y comedia?
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—Me alegra que lo preguntes —dijo Simone—. Dante llamó al poema Comedia
porque los poemas del mundo antiguo se clasificaban como Altos (Tragedia) y Bajos
(Comedia). Los poemas bajos tenían finales felices y trataban sobre temas cotidianos
o vulgares, mientras que los altos se dedicaban a cuestiones más serias. De hecho, el
adjetivo «Divina» se añadió mucho después, en 1555, en la edición de Ludovico.
Sonó el timbre y el aire se impregnó del familiar murmullo. Mientras los alumnos
iban saliendo en fila, Simone sintió una calidez conocida. «¿Por qué enseñas
literatura?», le preguntó una vez su hermano Danny. «Porque me encantan las
historias, cariño».
—Señora Casalaro —la voz del hombre era firme y nasal, pero tranquila—, soy el
detective Lyndon Torekull.
Simone tragó saliva. Le entró el pánico. Se estrecharon la mano. La de ella estaba
pegajosa y flácida.
—¿Qué ocurre, detective? —preguntó—. ¿Ha pasado algo?
Las manos se le agarrotaron instintivamente mientras miraba al hombre a los ojos,
y acto seguido apartó los suyos. El rostro que tenía delante era delgado y arrugado. Se
trataba de un hombre recio, que lucía tejanos y un abrigo sobre un grueso jersey rojo
de cuello vuelto, y mostraba una sonrisa autoprotectora de disculpa.
Él dudó un instante, se aclaró la garganta y dijo, con voz sombría:
—Señora Casalaro… —Torekull buscaba las palabras adecuadas.
Algo se removió dentro de Simone.
—¿Qué ocurre? —dijo con voz apenas audible.
—Señora Casalaro…, Danny…, quiero decir, hemos encontrado…
Simone se quedó helada. Sin abrir la boca, se sentó en el borde de la mesa.
—Señora Casalaro —continuó el hombre—, esta mañana hemos encontrado el
cadáver de su hermano en un motel de Shawnsee, Oklahoma. Parece haberse
suicidado.
Simone notó una asfixiante tensión en la garganta. Le pareció que iba a ser
aplastada por el peso del mundo. Apartó la mirada de Torekull. Durante unos
instantes, sus ojos quedaron fijos en un resplandor extraño que se deslizaba por la
mejilla de Dante, pintada en la pizarra.
—Señora Casalaro, nos consta que usted es el único pariente vivo de Danny. —El
detective Torekull metió la mano en el bolsillo y le dio a Simone varias fotos
escaneadas de un hombre muerto. Simone se obligó a mirar. Se le vino el mundo
encima. El hombre de las fotos era su hermano Danny.
Unos días antes, Danny le había dicho que iría a Shawnsee a traer en bandeja la
cabeza de Octopus.
Las últimas palabras de ella fueron:
—Ten cuidado, por favor, Danny. Todo esto me da mala espina.
Él sonrió.
—Estaré de vuelta en un par de días y comeremos helado, hermanita.
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Ella fingió no haberle oído. «Ten cuidado, por favor». Esas palabras se dicen a
menudo, pero en boca de Simone no eran mecánicas. Reflejaban sus sentimientos, su
admiración por lo que él hacía, por su resolución: hacer el bien en nombre de
aquellos que habían padecido la codicia y la avaricia.
Danny era periodista de investigación, diez años más joven que ella,
políticamente incorrecto, idealista e incorruptible. En el transcurso de más de cinco
años de investigación sobre lo que Danny llamaba «un conciliábulo de algo más de
veinte personas que controlan la mayor parte de la riqueza del mundo», se había
granjeado enemigos para más de una vida. Había sido amenazado, obligado a salirse
de la carretera y tiroteado varias veces. El año anterior, su coche fue registrado por
oficiales del Departamento del Sheriff de Tennessee, supuestamente en busca de
drogas. Ese mismo verano pasó tres semanas en el hospital tras ser golpeado con una
palanca por un presunto ladrón. Nunca encontraron al agresor. Sólo quedaron las
secuelas de su trabajo: una cicatriz de diez centímetros en la parte posterior del
cuello. Pero Danny seguía imperturbable.
Simone sostenía con ambas manos una fotografía, por miedo a que se le cayera,
como si fuera algo frágil y muy valioso. Hizo un esfuerzo por concentrarse y mirar.
¿Era posible que se tratase de un error cruel? Ese hombre desnudo ¿podía parecerse a
Danny? Por un momento creyó que iba a vomitar. Tragó saliva con dificultad. Luego
miró fijamente la foto. Danny tenía las venas cortadas, se veía una botella de alcohol
sobre una gastada alfombrilla de baño. Miró al detective, suplicándole respuestas con
los ojos.
—Esta fotografía ha sido tomada hace menos de dos horas —dijo él—. En la
habitación del motel.
Mientras Simone miraba el cuerpo sin vida, su conmoción y repugnancia iniciales
dieron paso a un súbito ataque de ira.
—¿Quién le ha hecho esto?
—Señora Casalaro —dijo el detective Torekull—, nuestros informes preliminares
sugieren que él mismo se infligió las heridas. Lo siento mucho.
Ella devolvió las fotografías al detective, que permaneció de pie.
—Dios mío… —murmuró Simone—. ¿Por qué?
«Ten cuidado», gritó Simone a su espalda. Aquélla fue la última imagen que tuvo
de Danny: con zapatillas y sin calcetines, saliendo por la puerta a toda prisa. Su
«estaré de vuelta en un par de días» se perdió en el fuerte silbido del viento. Se cerró
la puerta. Simone oía a Danny bajar las escaleras saltando los peldaños de tres en tres.
«Nos vemos en un par de días». Simone lo observó cruzar la calle, por el asfalto
negro, sobre los neumáticos de camión apoyados en la baranda junto a la tienda de
accesorios para bicicletas, el color verde de un pub irlandés…, todo aquello desfiló
ante ella por centésima vez.
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«No te preocupes, todo le irá bien, como siempre», intentó decirse a sí misma.
Pero esta vez no fue así. Había algo que fallaba. Acaso fuera intuición femenina. Se
volvió y corrió a la puerta. «No, Simone, te estás volviendo paranoica». Fue al cuarto
de baño y se echó agua en la cara. De repente notó que se le doblaban las rodillas. Se
agarró al lavabo. Luego se miró al espejo. El vértigo se apoderó de ella. Lo que veía
en esa mujer que la miraba eran las mismas emociones que llenaban su
subconsciente: el miedo. No, esta vez era algo que iba más allá del miedo. Era terror.
Dio una bocanada y respiró unos momentos de forma entrecortada. «Danny, ten
cuidado, por favor», susurró entonces.
Torekull seguía de pie, y al estar erguido parecía más bajo. Los asustados ojos de
Simone lo veían suspendido entre el mundo de ella y el de Danny. La voz de Torekull
continuaba llenándole la cabeza y embotándole los sentidos.
Había dicho: «Señora Casalaro, esta mañana hemos encontrado el cadáver de su
hermano en un motel de Shawnsee, Oklahoma… En un motel de Shawnsee,
Oklahoma… Shawnsee, Oklahoma». Simone intentó cambiar de posición, sin saber si
quedarse de pie o sentarse. La voz de Torekull estaba en todas partes. Se llevó las
manos a la espalda, y las mantuvo apretadas.
—Él es todo lo que tengo… He estado esperando que viniera a casa con un
helado —dijo con un hilo de voz.
Torekull se aclaró la garganta con escasa elegancia.
—Señora Casalaro, ¿le dijo Danny por qué iba a Shawnsee?
—No sé. Vamos, no me acuerdo. —Se le crispó la cara. Torekull frunció el ceño.
Ella intentó contener las lágrimas—. No es verdad. Era un caso de corrupción a alto
nivel. —Se apartó las manos de la cara y las deslizó hasta las rodillas, que agarró con
firmeza.
Rebobinó la mente hasta tres semanas antes. Nunca había visto a Danny tan serio:
«Simone, la mitad del Departamento de Policía de Nueva York está podrida. Aceptan
sobornos. Si me pasa algo, no confíes en ellos, a menos que estés totalmente segura,
claro».
La asustó el temblor en la voz de Danny, que advirtió la expresión de miedo en la
cara de su hermana. Una arruga alrededor de la boca.
Él comprendió. «No te preocupes. Sólo son unos corruptos. Cuento allí con un
par de contactos, pero no tienen modo de desenmascarar la corrupción sin
comprometer docenas de bazas en operaciones paralelas».
Torekull esperó y luego consultó la hora.
—En la habitación de su hermano encontramos una nota manuscrita. —Introdujo
de nuevo la mano en el bolsillo del abrigo y sacó un duplicado de lo que la policía
había hallado en Shawnsee. Simone fijó la mirada en las tres líneas impresas.
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SIMONE, LO SIENTO, PERO YA NO PUEDO SEGUIR. SIEMPRE
HE INTENTADO HACER LO CORRECTO. POR FAVOR,
INTENTA PERDONARME. DANNY.
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un enigma durante tanto tiempo. Ahora hemos encontrado el eslabón histórico que
faltaba. —Los ojos de Michael brillaban de excitación.
—No sé de qué estás hablando —dijo el corpulento jordano.
—Del Árbol de la Vida —señaló Michael Asbury, claramente entusiasmado—, la
espina dorsal de la misteriosa práctica judía conocida como Cábala. En beneficio de
la ciencia, creo que deberíamos informar a algunos especialistas. Temo que, sin un
comprador, estos documentos desaparezcan en los recovecos más ocultos del banco,
uniéndose a otros muchos documentos históricos valiosísimos, guardados bajo llave
en cámaras acorazadas y cajas de seguridad.
El jordano no respondió. Absorto en sus pensamientos, se acarició el grueso
bigote, gesto común a todos los hombres árabes.
—Haré una llamada en tu nombre, Michael. —El jordano sacó un pesado móvil,
modelo antiguo, y pulsó varios botones. El hombre a quien el jordano llamaba
Michael pegó los ojos a la pantallita: «+962 4».
«Está llamando a Jerash», pensó Michael. Jerash, una antigua ciudad situada a
menos de una hora al norte de Amman, capital de Jordania, era una de las ciudades
romanas mejor conservadas del mundo. De la breve conversación en árabe que siguió
a continuación, Michael dedujo que Hassan estaba transmitiendo la petición al otro
extremo de la línea. De repente, éste pasó al inglés.
—Michael Asbury es uno de los historiadores de la religión más importantes de la
actualidad, y un destacado experto en códices y textos coptos. —Hassan escuchó
atentamente las instrucciones del hombre—. Entiendo —dijo finalmente en inglés
antes de colgar—. Michael, mi jefe, que representa a un cliente influyente, quiere que
tomes una buena selección de fotografías que pueda enseñar a posibles compradores.
—¡No faltaba más! —dijo Michael, salivando ante la idea de que uno de los
mayores enigmas de la historia estuviera a su disposición—. ¿Qué tal si…?
El jordano sacudió la cabeza y miró a Michael.
—Pero con una condición. No puedes hablar de esta colección con nadie más, ¿de
acuerdo?
Se oyó otro ruido, seguido de dos pitidos cortos. Michael arrugó la frente.
—Lo siento, está claro que alguien quiere hablar conmigo. —Llevó la mano al
bolsillo superior y encendió el móvil.
«Tienes dos mensajes», decía el texto. Michael abrió la bandeja de entrada y
pulsó el botón. En la pantalla apareció un nombre conocido. «¿Simone?, qué raro…».
Abrió el mensaje y leyó.
La perplejidad y la tristeza en la cara de Michael avisaron al jordano de que algo
andaba mal.
—¿Michael? Pareces trastornado.
Movió la cabeza mansamente.
—Disculpadme, por favor —balbuceó—. Debo hacer una llamada. Tendré que ir
a Nueva York a primera hora de la mañana. —Miró al jordano—. Volveré enseguida.
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—Consultó el reloj. Las nueve veintitrés. El jordano pulsó un botón de la pared para
llamar al director.
Al cabo de unos minutos, Michael marcó el número de la operadora, que le pasó
con British Airways. Cinco minutos más tarde, tenía una reserva para el vuelo de las
siete y media de la mañana con destino Nueva York.
Michael Asbury miró a lo lejos. Frente a él se alzaba la silueta de Londres,
respirando en la oscuridad. Caía la noche. Dentro de poco cubriría la ciudad con una
negrura limpiadora. Simone Casalaro… Algo se tensó en su interior, y notó una
emoción fundida y peligrosa, que se desbordaba, borboteaba, engatusaba, intentaba
salir. Ahora la vio tan nítidamente como la última vez que habían estado juntos. Su
cuello blanco, brillante, a través del largo pelo oscuro. Temeroso de que las imágenes
se disolvieran en la nada, la evocó embelesado una y otra vez, hasta dibujarse en su
rostro la mueca de un espasmo prematuro. Ladeó la cabeza. ¿Se trataba de amor,
lealtad, admiración o devoción? Simone era única en su círculo de amigos. Mujer de
muchas vocaciones poco definidas, había escogido una de ellas al azar, cuando pudo
haber sido pintora, una maravillosa actriz de teatro o malabarista. Él siempre la
consideró una belleza natural, con esos ojos muy separados y esa singular línea de los
labios en que parecía estar ya inscrita la geometría de la sonrisa.
Ahora había muerto su hermano y necesitaba ayuda. Aunque yendo en su ayuda
no cambiaría nada, sí podía reducir las posibilidades en su contra. «Y entonces…»,
pensó. Tuvo otro recuerdo fugaz e inoportuno. La idea rondó por su cabeza como la
niebla matutina. Ahora no podía considerarla. Debería esperar. Notó el asfixiante
vacío que siempre acompañó a su separación. De todos modos, era imposible negarlo.
En ese vacío algo estaba creciendo.
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Ya era tarde cuando Simone salió de la comisaría y se dirigió a pie hacia la estación
de tren más cercana. A su derecha oyó el estruendo de un tren que surgía de un túnel,
aproximándose. En el andén, el viento obligó a los pasajeros a juntarse.
«¿Te imaginas que el infierno fuera un invento de la teología católica?».
El recuerdo sobresaltó a Simone. Miró a la derecha. A unos cinco metros había
una atractiva pareja, con idénticas levitas retorciéndose en el viento. El tren había
reducido la marcha, frenando al tiempo que serpenteaba por una empinada pendiente
antes de detenerse y soltar un belicoso suspiro de alivio. Simone subió como si
estuviera en trance.
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idea de por qué Danny quería ir a Shawnsee? ¿Sabe qué estaba investigando?». La
voz uniforme de Torekull sonaba hueca, desvaneciéndose como una bocanada de
humo, su almidonada pechera hinchándose como una joroba blancuzca. Simone
volvió su pálido rostro a la ventana. Ahora podía oír las voces. No, no se hablaba
mucho. Fragmentos de frases rompían el silencio en breves estallidos, como si
vinieran de lejos y luego estuvieran cerca.
—Simone, si alguna vez me ocurre algo, quiero que hagas algo por mí.
La voz de Danny la sobresaltó.
—¿De qué hablas?
—¿Lo harás por mí?
—¿Hacer qué? ¿Por qué te pones tan misterioso? Me estás asustando.
—He guardado algunos documentos privados. —Hizo una pausa—. Ya sabes,
para que estén en lugar seguro. Por si… —Volvió a interrumpirse, mordiéndose el
labio inferior.
—¿Por si qué?
—Por si me sucede algo. —Le dirigió una sonrisa amable pero cautelosa.
—¿Qué estás diciendo?
—Escucha, Simone, es sólo una medida preventiva, nada más.
—Bueno, pues dime de qué se trata.
—Lo sabrás cuando llegue el momento.
Nunca había visto a Danny asustado, pero aquel día lo estaba. Simone le había
suplicado que se lo contara para así poder ayudarlo, o al menos convencerlo de que se
alejara del peligro.
Ahora se inclinó hacia delante. Los vagones rechinaban contra la vía con más
fuerza, como si empujaran plomo. El tren se detuvo. Simone no sabía cuánto rato
llevaban parados cuando sonó su móvil. Se habría quedado adormilada. Lo sacó del
bolso y lo pegó a la oreja. Era un mensaje de Michael. Se hallaba en el área de
embarque de Heathrow y aterrizaría en el JFK al mediodía. ¿Podía pasar a recogerlo?
Era ya última hora de la tarde de un largo día en Nueva York, pero en Londres
iban cinco horas adelantados. Simone miró el reloj. Pasaban treinta y cuatro minutos
de la medianoche. Mientras subía la escalera de su bloque, un hombre enclenque con
un caniche, de piel aceitunada y canas en las sienes, sentado en un banco cercano, se
levantó y, con discreción y sorprendente soltura, metió la mano en el bolsillo y llevó
el dedo al botón de una cámara oculta. Se alejó tranquilamente y ocupó un puesto de
observación al otro lado de la calle. Llevaba auriculares y movía la cabeza como si
siguiera el ritmo de la música. Pocas personas se habrían dado cuenta de que la
emisión que estaba escuchando era todo menos música.
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Tras pulsar el botón del transmisor, dijo:
—Eureka Uno. —El tono de su voz era pausado.
—¿Cuál es tu informe? —La voz metálica chisporroteó a través de los
auriculares.
—Sujeto a la vista y a solas —dijo el hombre.
Mientras forcejeaba para contener las lágrimas, Simone buscó las llaves y abrió la
puerta del edificio. El apartamento de Danny tenía el acceso prohibido, al menos
hasta que la policía concluyera las pesquisas. Y ella tenía demasiadas cosas en la
cabeza para advertir que otras tres personas estaban observando sus movimientos.
Una era un joven con grandes patillas, vaqueros y el pelo largo. Las otras dos
parecían una pareja de viejos vagabundos. Tampoco se fijó en una mujer anodina de
mediana edad, con una gran melena rubia y sucia debajo de un sombrero de borde
ancho y un impermeable, que salía del ascensor cuando ella subía. La mujer abrió el
bolso, sacó la polvera y revisó su maquillaje, inclinando el espejito primero a la
izquierda y luego a la derecha. Satisfecha, guardó la polvera, cerró el bolso y salió del
edificio; giró a la izquierda en la primera esquina, cruzó la calle y subió a una
limusina que la esperaba.
—Sí. —El hombre sentado en el asiento de atrás respondió a su sonrisa.
—Merci, Mylene.
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—«Testigo trasladado a Roma». —«La Interpol se encarga de la protección del
testigo».
Era como mínimo preocupante que dieciséis de diecisiete testigos japoneses
dispuestos a declarar, ante el alto comisionado, sobre los experimentos atroces con
prisioneros en campos de concentración japoneses durante la Segunda Guerra
Mundial, hubieran muerto recientemente uno tras otro (aunque, como es lógico, eran
de edad avanzada). Volvió a leer el informe. El último párrafo le crispó los nervios.
«XD Prioridad Máxima Etiqueta Roja», pensó. Importantísimo. La Interpol tenía
archivos especiales con etiquetas de diferentes colores. Las rojas tenían prioridad
absoluta. Significaban que se estaban llevando a cabo investigaciones sobre
«Objetivos de alto valor», individuos que la Interpol quería detener de inmediato. En
este informe, sin embargo, no se nombraba el Objetivo, el HVT.
La alta comisionada reflexionó, no por primera vez, sobre la naturaleza de la
Interpol, la mayor organización policial del mundo, cuya misión, al menos en teoría,
es combatir el crimen internacional. Poca gente sabe que la Interpol, creada por la
Casa de Rothschild en Viena en 1923, surgió pensando en la Primera Guerra
Mundial. Esa familia creyó necesaria una organización especial de inteligencia que
velara por los intereses de los banqueros, que habían financiado a ambos bandos. Para
no levantar sospechas, pidieron al príncipe Alberto de Mónaco que invitara a
abogados, jueces y oficiales de policía de varios países para que analizaran la
cooperación internacional contra la delincuencia.
En la actualidad, se recordaba Louise a sí misma, la Interpol está provista de
agentes del MI6, el MI5, la CIA, el Mossad, el FSB ruso y la Agencia de Policía
Nacional de Japón, por nombrar sólo algunas de las organizaciones más conocidas.
En teoría, todas trabajan juntas con un objetivo común: garantizar la paz y luchar
contra el crimen internacional. En la práctica, cada país tiene sus propios intereses y,
a veces, tienen prioridad sobre los demás.
Louise Arbour leyó el último párrafo por tercera vez.
—Frej, a este hombre no debe pasarle nada. ¿Entendido? —Se reclinó en la silla,
pensando—. ¿Quién más sabe que el testigo ha sido trasladado a Roma?
—Sólo nosotros, el gobierno de Estados Unidos y la Interpol. —Frej Fenniche era
un hombre alto y delgado, con rasgos aquilinos, y un pelo rubio meticulosamente
arreglado y cortado a la moda. Su inglés, con entonación suiza, era refinado.
Como antigua magistrada del Tribunal Supremo y fiscal principal en los juicios
por el genocidio de Ruanda y los abusos contra los derechos humanos en Yugoslavia,
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Arbour estaba muy familiarizada con el establishment internacional de los servicios
de inteligencia. En sus investigaciones era muy minuciosa, y la a menudo
incomprensible sopa de letras de relaciones entrelazadas en los organismos
estadounidenses, canadienses e internacionales, siempre la frustraba. Le recordaba
hasta qué punto las organizaciones de inteligencia carecían de supervisión. Era un
problema eterno. Cada división militar (el ejército, la marina, la fuerza aérea y el
cuerpo de marines) tenía sus propias unidades internas de inteligencia, «los caciques
secretos del poder norteamericano», como dijo un periodista. Esto iba desde lo
inocuamente disparatado hasta lo insufriblemente absurdo, desde lo insensatamente
peligroso hasta lo ridículamente inútil. El Ministerio de Justicia de Estados Unidos no
escatimaba recursos para la Oficina Central Nacional de Interpol-Estados Unidos, que
a su vez competía por fondos con el FBI, también bajo la atenta mirada de la DEA, la
Organización de lucha contra el contrabando y consumo de drogas. El Ministerio de
Hacienda poseía su propia e inmensa infraestructura con la Oficina de Alcohol,
Tabaco y Armas de Fuego, mientras que el Ministerio de Defensa gastaba sus
recursos en la Agencia de Inteligencia Militar. El Consejo de Seguridad Nacional de
la Casa Blanca conservaba un conjunto aparte de analistas clave. Ubicada en Fort
Meady, era la mayor organización de inteligencia de Estados Unidos, dedicada sobre
todo a la información sobre señales. Además, la Oficina de Inteligencia Naval
trabajaba estrechamente con el FBI y el CSIC de Canadá, integrado por casi trescientos
ochenta organismos repartidos entre Canadá y Estados Unidos, cuyo objetivo
principal era facilitar la producción y el intercambio de información sobre asuntos
criminales. Las discrepancias y la no rendición de cuentas lo dejaban a uno atónito:
cualquier desacuerdo podía suponer un peligro para la seguridad y un fallo
catastrófico. Una cosa era saber quién le estaba haciendo qué a quién en los rincones
más oscuros de Iraq o África. Otra muy distinta, el peligro para la seguridad que
amenazaba con socavar la operación más importante de la Comisión en el área de los
Crímenes contra la Humanidad.
—Frej, el hecho de que dieciséis de diecisiete testigos dispuestos a presentarse
tras más de sesenta años de silencio hayan muerto recientemente es una
improbabilidad estadística. —Le brillaban los ojos de cólera. Tras unos instantes,
extendió la mano y pulsó un botón del teléfono—. Jocelyn, por favor, consígueme un
billete para el próximo vuelo a Roma.
Su expresión se endureció. Esto no formaba parte del mundo ordenado y
razonable de Louise Arbour; su mente precisa y analítica estaba siendo provocada. Su
razonamiento se volvió implacable.
—Cada uno de los testigos clave venía con un código de seguridad de doce
dígitos. Sus identidades nunca fueron reveladas, ¿es así? —Frej asintió con ademán
grave y en silencio—. Por precaución, la información sobre los testigos está
compartimentada y separada de los archivos de seguridad, ¿verdad? —No estaba
tanto preguntando como afirmando. Frej inclinó la cabeza—. O los chicos de la
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Interpol son incompetentes o tenemos un topo, aquí o en el nivel superior del
gobierno de Estados Unidos, en cuyo caso está en peligro la operación en curso.
—Louise, si nuestra organización está en peligro, le aseguro que debe de ser a un
nivel muy alto.
La alta comisionada miró con expectación a su funcionario superior de Derechos
Humanos. No conocía a nadie tan familiarizado con la lenta y pesada burocracia de
Naciones Unidas.
—En la Interpol, los sistemas principales no están bien coordinados debido a
incompatibilidades de plataforma con los sistemas colaboradores. —Frej repasó dos
docenas de categorías de seguridad y sus sistemas afines como un camarero que
recita los platos del día—. La CIA y el CSIC utilizan software Management Information
del fiscal, que viene con el código OCLC numerado 5882076.
»Los ministerios de Justicia y Hacienda usan tecnología Omtool. —Frej vio que
el rostro de Louise se partía en una sonrisa burlona.
A ella le encantaba la eficiencia, y, de las personas que había conocido, Frej
Fenniche era quien estaba más cerca de la perfección burocrática. Frej siguió
hablando.
—Los sistemas heterogéneos basados en la ejecución sufren diversas
limitaciones: están sometidos a un espacio de estado insolublemente grande para
escenarios más complejos, y no pueden tener en cuenta algunos parámetros, como el
aumento de fiabilidad de componentes individuales, las dependencias entre
componentes, etcétera.
—Y eso significa…
—Significa que, por alguna razón, el propio sistema se ve en peligro a causa de
un sistema inhabilitante que anula todos los aspectos de su seguridad.
—Entonces, Frej, ¿qué le dice su instinto?
—La Interpol está captando señales no específicas, aunque persistentes, sobre
algún tipo de actividad extraoficial en la que está implicada una entidad desconocida.
Louise Arbour asintió fríamente.
—¿Cuándo anunció el Comité Contra la Tortura los avances en sus
investigaciones sobre crímenes contra la humanidad, en los campos de concentración
japoneses durante la Segunda Guerra Mundial?
—Hace menos de cuatro meses.
Ella encendió un cigarrillo.
—¿Me está diciendo que las dieciséis personas citadas y dispuestas a testificar
sobre abusos, torturas y crímenes contra la humanidad, que implicarían a gobiernos
occidentales en connivencia con el Ejército Imperial japonés, han muerto por causas
naturales?
Frej sabía que su jefa no quería una respuesta. Louise Arbour detestaba las
anomalías, y esto, aparte de ser una anomalía exasperante, era algo peor: una traición.
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El sol había ascendido hasta el punto medio de los árboles circundantes y entraba
a chorros por las ventanas. Louise Arbour no necesitaba ningún estímulo para hacer
su trabajo. Se puso en pie. El humo del cigarrillo subió y describió una espiral por
encima de la mesa. La alta comisionada de la ONU parecía haberle echado el anzuelo a
algo.
—Ahí fuera alguien está acelerando todo esto hacia su premeditada e insondable
conclusión. Este alguien puede ser uno de los nuestros. —Le dio un escalofrío—. Me
voy a Roma, Frej.
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—¿Es usted norteamericana?
—Sí. Y usted, ¿es británico?
—No, de hecho soy australiano, pero vivo en Londres. —Hizo una pausa—.
Bueno, en realidad no es que viva en Londres, a menos que se considere vivir en un
sitio estar allí tres días al mes. —Ella volvió a reprimir una risita. Y sonrió de nuevo.
Él dijo—: Tengo una idea. ¿Por qué no volvemos a empezar?
—Vaya, qué divertido… —dijo Simone—. Dos adultos, ambos cohibidos, de pie
frente a la tumba de la exesposa de Stalin. ¿Puede haber algo más divertido? Mire. —
Señaló un busto de mármol blanco italiano que tenía delante—. Éste es uno de los
monumentos más evocadores del cementerio. Nadezhda Alliluyeva fue la segunda
esposa de Stalin. —Se quedó en silencio uno o dos segundos, contemplando algo—.
En ruso Nadezhda significa «esperanza».
Michael acarició la base del monumento finamente labrado.
—Me sorprende lo bien conservada que está.
—Es una copia —dijo Simone.
—¿Qué?
—El original está en la galería Tretyakov.
—Claro —dijo él—. El mármol resiste mal los efectos de la intemperie. De lo
contrario, no habría durado tanto.
—La muerte de Nadezhda Alliluyeva sigue siendo un misterio. Unos dicen que se
suicidó. Otros, que fue asesinada por orden de su marido. Según la leyenda, Stalin
venía de noche y se sentaba aquí a llorar por su amada Nadezhda. —Sonrió otra vez
—. Supongo que nuestra vida está determinada tanto por los que nos dejan como por
los que se quedan. Mi exnovio solía decir que la esperanza y la desesperanza
persisten pese a los hechos. —Pensó en ello por un instante—. De acuerdo, en aquel
momento estaba colocado. —Se le acercó y se situó frente a él—. Soy Simone
Casalaro. Doy clases de literatura italiana del Renacimiento.
—Es un placer conocerla, Simone. Me llamo Michael Asbury y soy historiador de
la religión.
Ella le tendió su pequeña mano. Él la tomó. La notó cálida y suave.
Durante las tres horas siguientes vagaron por los senderos y rincones de
Novodevichy, subiendo y bajando por el césped empapado, los caminos adoquinados,
el asfalto perfectamente pavimentado, las veredas. Ella le habló de su amor por la
literatura italiana y la cultura rusa, de su hermano Danny, sus padres, sus viajes más
exóticos. Él le habló de su búsqueda del Evangelio de Judas Iscariote, perdido hacía
mucho tiempo, de los descubrimientos que había hecho acerca de Jesucristo y María
Magdalena.
En algunos silencios hubo intentos vacilantes de afecto, pero también algo más.
Para Michael era impensable, pues se acababan de conocer. Y, sin embargo, ahí
estaba, acariciando y suplicando que lo soltaran. Siguieron charlando y paseando, las
miradas cada vez más largas. Era impensable, pero ahí estaba.
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Llegaron a una arcada semicerrada, una cúpula redonda sobre un enorme pórtico.
Era un columbario en miniatura, erigido para albergar urnas cinerarias. Simone
consultó el mapa.
—Aquí está enterrada Anna Pavlova, sin duda una de las grandes bailarinas del
siglo XX. Sus cenizas llegaron casi setenta años después de su muerte. —Miró a
Michael—. En 1931 contrajo pleuresía. Los médicos podrían haberle salvado la vida
con una intervención que le habría dañado las costillas y dejado incapaz de actuar.
Pavlova prefirió morir a dejar la danza.
»Antes de morir, se dice que abrió los ojos, alzó la mano y pronunció estas
últimas palabras: “Tened a punto mi vestido de cisne”. Unos días más tarde, en el
teatro donde habría bailado El cisne, se atenuaron las luces, se levantó el telón, y
mientras la orquesta tocaba la conocida partitura de Saint-Saëns, un foco se desplazó
por el escenario vacío como si buscara a Pavlova.
Se quedaron inmóviles, saboreando el momento. Anochecía. Simone tembló de
frío. Estaba al lado de él, mirando hacia abajo, y de pronto alzó ambas manos y le
acarició el rostro. Michael se quedó paralizado. Ella se inclinó hacia delante y rozó
los labios de él con los suyos. La mirada de Simone era serena, sin miedo, fija en
Michael. Éste la agarró por la cintura y la atrajo hacia sí, los labios de ella en los
suyos, sus pechos contra su cuerpo. El aire se llenó de su calidez, de la emoción del
descubrimiento. Se besaron y se abrazaron con la intensidad de dos personas que, de
algún modo, sabían que todo aquello era temporal.
«Damas y caballeros, estamos llegando al aeropuerto internacional John F.
Kennedy…». Una voz metálica sacudió a Michael, trasladándolo al presente. Los
flecos de su memoria se dispersaron. Estaba a miles de kilómetros. Recogió
cuidadosamente los fragmentos de sus recuerdos. Novodevichy…, y tres años se
desmenuzaron entre sus dedos.
Miró por la ventanilla. Allí estaba la Gran Manzana. Nunca pensaba en Nueva
York como una ciudad, sino más bien como una entidad aparte, un país por sí mismo,
un organismo vivo que respiraba, diferente de cualquier otro. Volvió a pensar en
Simone. ¿Cuánto tiempo había pasado? Su mente corrió a la última noche que habían
estado juntos. Junio pasado. En Londres. Ella iba camino de un simposio en
Florencia. Él tenía que estar en El Cairo al día siguiente. «Dios mío, hace ocho
meses». Sintió una punzada. ¿Cómo podía haber pasado tanto tiempo? Michael
parpadeó con fuerza.
Cuando estaban juntos, hablaban y hacían el amor. Eran dos desconocidos a los
que el cruel transcurso del tiempo y el deterioro habían juntado temporalmente. Para
ellos, eso también era una forma de conocimiento, el nacimiento de una consciencia
que se sabía provisional. Intentaron poner normalidad donde no la había, recrear una
vida real donde no existía.
Pasaron otros tres días y otras tres noches, llenos de estímulos físicos e
intelectuales. El Cairo se volvió un recuerdo lejano; Florencia, un sueño irrealizable.
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«¿Simone?», lo recordó como una pregunta y a la vez un intento inútil de
posponer lo inevitable. «¿Y si nosotros…». Pero calló sin saber cómo seguir.
Ella yacía en la cama.
—Michael… —dijo, mirándolo con ojos suplicantes. En esos ojos había dolor y
algo parecido al amor. Se incorporó y apoyó suavemente la cabeza en el hombro de él
—. Si creamos una relación normal, destruiremos el más bello de los romances. —Lo
miró fijamente—. No somos personas normales. Lo que tenemos es un sueño hecho
realidad.
—Simone… —repitió él con voz pastosa.
—Michael —ella dudó durante una fracción de segundo—, no puede ser mejor
que esto.
—Puede ser distinto.
—Distinto no es necesariamente mejor, es sólo eso, distinto.
—Simone, te estás desviando del tema.
—Desviarse de un tema es un oxímoron, cariño.
—Sólo estoy intentando entender dónde estamos.
—Michael, en nuestras circunstancias, es más fácil ser solteros. Tú eres un
historiador de arcanos que no ha ido a su casa desde hace más de cinco meses. Yo soy
una experta en el Renacimiento que pasa más tiempo en la Biblioteca Nacional de
Florencia que en su carísimo loft de Nueva York. Somos mundos aparte.
—Simone…
—Escúchame bien, por favor. Los fines de semana que pasamos juntos logramos
ser lo que realmente somos. Dos personas enamoradas, con un amor imposible. No
tenemos ni idea de cómo hacer nuestro trabajo y conservar la relación sin destruirla.
—Hizo una pausa—. Además, tengo miedo de cómo este intento serio podría afectar
a lo que somos cuando estamos juntos. Y si fracasara, las repercusiones que esto
podría tener, cómo sentiríamos dolor en sitios que ni siquiera sabíamos que existían.
—Exacto. —Michael se levantó y se acercó a la chimenea—. Entonces soy sólo
alguien con quien tienes sexo trimestral.
—Michael, creía que eras tú quien tenías sexo trimestral conmigo.
—Esto se ha complicado demasiado.
Todo se fue al traste en una décima de segundo. Michael sonrió y se esforzó por
contener las lágrimas. Había voces encima, a lo lejos, y también recuerdos. La vida
real… Ella tenía razón, desde luego. Eso nunca podría ser tan real como la vida. Los
dos necesitaban espacio. Él se soltaría. La vida real… ¿Qué era ese concepto
escurridizo? Quizás una vida real no era una existencia, por sólida e innegable que
fuera, sino sus mejores momentos, cuando el yo es más sí mismo: la vida real más
que una simple existencia.
El avión aterrizó en la pista y se acercó a la terminal.
Simone… El pensamiento le engatusó para que regresara al aquí y ahora. La vería
pronto. Su nombre salió de su subconsciente. Mientras se apresuraba hacia la salida,
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Simone fue apareciendo ante sus ojos. Notaba la boca seca. La mirada de ella era para
Michael un grito que resonaba en los recovecos más oscuros de su mente. Un instante
después, la estaba abrazando, la cara de ella tocándole el hombro, los labios
temblorosos, el miedo y el desconcierto inscritos en sus ojos. La mejilla que él
pretendía besar fue sustituida por la pasión de la boca. Lo invadieron la culpa y la
ternura mezcladas con un deseo doloroso. Luego llegaron las lágrimas de ambos. Se
sentían el uno al otro mientras permanecían abrazados. «Estamos juntos». Entonces
Michael recordó, y por un momento el mundo se detuvo. «Michael, te necesito. Han
matado a mi hermano».
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En Roma, las oficinas regionales del alto comisionado de la ONU para los Derechos
Humanos están en la Via Giustiniani, justo frente a la Piazza Navona y el Palazzo
Madama, sede del Senado italiano. El edificio fue construido a finales del siglo XIV
sobre las ruinas de los antiguos baños por los monjes de la abadía de Farfa, quienes
en 1505 lo cedieron a la familia de los Médicis. En cierta época albergó a dos
Médicis, cardenales a la par que primos, Giovanni y Giuliano, que más adelante
fueron los papas León X y Clemente VII, respectivamente. Aunque la Comisión se
dedica a proteger los derechos humanos, en ese frío y lluvioso día de invierno, el 11
de febrero, fue un campamento fuertemente vigilado, rodeado por una docena de
policías militares con perros guardianes.
Curtis estaba sentado a una mesa, estudiando el mapa de Roma. El camino más
rápido para llegar a la sede del alto comisionado de la ONU para los Derechos
Humanos sería tomar la via delle Quattro Fontane, girar a la izquierda en la via di
Tritone, dejar atrás la via del Corso, sortear la Piazza Colonna y zigzaguear por la via
dei Coronari. Frunció el ceño. Aunque era sábado y el tráfico sería esporádico,
Coronari era una calle estrecha, de sentido único y con muchos edificios, ideal para
una emboscada. No, ese trazado no serviría. Una ruta más larga, pero también más
segura, pasaría por la Via del Corso, de cuatro carriles, y luego lo obligaría a girar a
la derecha en la via Plebiscito para tomar el Corso del Rinascimento. Miró el reloj.
Las once menos cuarto. Dentro de otros veinte minutos estaría listo.
Se abrió la puerta corredera y entró un hombre musculoso con dos cafés en
sendos vasos de plástico. Era casi tan alto como Curtis y tenía las mejillas convexas,
la barbilla hendida y la cabeza afeitada.
—Eh, Josh… —Curtis asintió al ver el café.
—¿Alguna novedad? —preguntó Josh con un acento inconfundible del sur de
Estados Unidos.
—Todavía no, pero ya falta poco.
Josh lanzó una mirada recelosa al hombre mustio de rasgos orientales sentado en
el rincón.
—En todo caso, ¿cuál es la historia de este viejo? —preguntó a Curtis.
—XD Prioridad Máxima Etiqueta Roja —respondió—. Algo relativo a
experimentos con prisioneros en la Segunda Guerra Mundial. Unos cuantos
decidieron contar su historia antes de morir.
—Un poco tarde, ¿no? —dijo Josh, ajustándose su Heckler &Koch G36 en el
costado.
—Más vale tarde que nunca —replicó Curtis.
—Entonces, ¿por qué Etiqueta Roja?
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—Al parecer, alguien no quiere que esta historia se conozca. De diecisiete
testigos, han muerto dieciséis.
—Por causas naturales, sin duda. —Josh esbozó una sonrisita de complicidad.
Luego, con su voz más bien desdeñosa, añadió—: Japón y su jodida gilipollez último
modelo. No saben nada sobre la seguridad de hoy en día, maldita sea. Una panda de
mezquinos.
—No —dijo Curtis—. Por eso les gusta seguir nuestro ejemplo.
—Un poco tarde, ¿no? —repitió Josh.
—Más vale tarde que nunca.
—¿Qué me estás diciendo? ¿Qué esperaron a que murieran dieciséis de diecisiete
testigos para pedir ayuda? —preguntó Josh, incrédulo.
—Lo que oyes.
—Vaya lío de mierda —resopló. Josh notaba que la cólera crecía en su interior—.
Y nosotros, ¿qué pintamos en esto?
—El «graznido» salió hace varios días —le informó Curtis con toda naturalidad.
En la jerga de los servicios de inteligencia, «graznido» significa estado de
máxima alerta. Por norma general, es transmitido a todas las organizaciones de
seguridad enchufadas al sistema. El canal se utiliza cuando la urgencia supera al
secreto.
—La Interpol fue informada de un peligro para la seguridad. La alta comisionada
de la ONU para los Derechos Humanos quería que este hombre estuviera escondido
antes de que salpicara la mierda. Por lo visto, no se fía de las fuerzas de seguridad
italianas. Así que, por eliminación, nos ha tocado a nosotros.
—¿Sabes qué decía Napoleón de los italianos? —intervino Josh.
—No, ¿qué?
—Si al final de la guerra resulta que luchan a tu lado, es sólo porque durante el
conflicto se cambiaron de bando dos veces. —Rió con ganas. Curtis sonrió—. ¿Desde
cuándo lo sabía el gobierno? —preguntó Josh, señalando con la cabeza en dirección
al viejo.
El siguiente silencio lo rompió la retumbante voz de Curtis.
—Probablemente, desde el final de la guerra.
—¿Cuál?
—La Segunda Guerra Mundial —aclaró Curtis.
Josh enarcó las cejas.
—Mira, Josh, tienes razón. Esto huele a mierda. Es evidente que alguien está
entrometiéndose desde dentro.
Un sedán negro camuflado pasó a toda velocidad por una calle resbaladiza, justo
cuando la llovizna se convertía en chaparrón. Rodeó el bloque, salió por la via dei
Giardini, luego giró a la izquierda y poco a poco se metió dando marcha atrás en una
plaza de aparcamiento reservada para los guardias de seguridad. Enfrente había un
teatro restaurado de dos plantas que, desde hacía más de una década, estaba ocupado
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por la división administrativa del Ministerio del Interior. Por las matrículas de
seguridad (STP 8903), quienes estuvieran en el ajo sabrían que el sedán era utilizado
por ramas clandestinas del gobierno federal en operaciones delicadas y extraoficiales.
STP, Servicios Especiales. Código 89, subcódigo 03, operaciones de emergencia. Esta
clase de operaciones jamás se realizaban para ninguna delegación del sistema judicial
oficial.
Se apearon tres hombres vestidos de civiles. Dos de ellos llevaban impermeable
negro, las solapas subidas, los amplios bolsillos deformados por las poderosas armas
que contenían. El tercero, más bajo y fornido, lucía un traje a rayas de tres piezas,
bien cortado. En su atractivo rostro destacaban unas patillas largas y finas, con forma
de ele.
Los tres hombres cruzaron las puertas giratorias y entraron en el vestíbulo, con su
oscura y sólida madera encerada y los ventanales que daban a un patio interior. Era
un sábado por la mañana, y el edificio estaba vacío salvo por un par de aburridos
guardias jurados apostados en la entrada.
—Díganme. —Uno de los guardias se levantó de su silla. El hombre trajeado sacó
del bolsillo una placa azul con una estrella de cinco puntas: SISDE, servicios de
inteligencia nacionales italianos, dependientes del Ministerio del Interior. El vigilante
se aclaró la garganta—. Buenos días, señor. ¿En qué puedo ayudarlo?
—Venimos a recoger al testigo —dijo el hombre—. Hemos llegado lo antes
posible. —Los dos guardias jurados se miraron uno a otro.
—Por supuesto —terció el primero tras una pausa—. ¿Puedo ver otra vez su
placa, señor? Tengo que anotar el número.
—¿Hay algún problema?
—En absoluto. Seguro que es un malentendido. —El guardia lo miró fijamente, y
luego a sus dos compañeros—. Desde luego que no. —Vaciló un momento—. Sólo
que hace un rato han venido dos estadounidenses y nos han dicho lo mismo.
—¿Se han llevado al testigo? —preguntó con voz tranquila el más alto de los
hombres con impermeable.
—Todavía no, señor. Están esperando la luz verde del cuartel general.
Los tres hombres se miraron con complicidad.
—Somos una unidad de apoyo. El Ministerio del Interior recibió la noticia de que
la vida del testigo podía correr peligro. Ha habido un cambio de órdenes. ¿No se lo
han dicho? Ya saben cómo funciona esto. No quieren riesgos. —El hombre fornido
sonrió. Los dos guardias jurados volvieron a mirarse.
—Señor, nos han ordenado que verifiquemos dos veces con el Ministerio del
Interior la identidad de todo aquel que se acerque a esta mesa a preguntar. La única
excepción la constituyen los dos estadounidenses.
—Claro, entiendo —dijo el hombre bajo y robusto, encogiéndose de hombros. El
guardia jurado cogió el teléfono y empezó a marcar—. Pero no hará falta.
—¿Perdón? —se sorprendió el guardia.
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El más alto de los hombres de impermeable sacó una 45 táctica, con doce balas en
la recámara, y apuntó a la cabeza del vigilante. Éste soltó el auricular, a punto de
dejarse llevar por el pánico. El otro guardia permaneció sentado, inmóvil, con los
ojos clavados en el arma.
—Supongo que no han recibido el cambio de órdenes —dijo el hombre de corta
estatura, sonriendo al guardia—. Es matar, no transferir.
El hombre alto apretó el gatillo. Cuatro ruidos sordos. La cabeza de uno de los
guardias, y luego la del otro, dieron una brusca sacudida hacia atrás, y de las
gargantas manó la sangre.
El asesino examinó las estrías del enorme silenciador. Tiró de él haciéndolo girar,
apretó el disparador de la recámara y comprobó el cargador.
—Dos estorbos menos. Ahora falta uno —dijo el hombre fornido a sus dos
compañeros. Miró el reloj—. Nos quedan doce minutos.
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Curtis y Josh se miraron sin decir nada. No había tiempo para pensar. La puerta
corredera del otro extremo del pasillo se abrió y se cerró con un sonido apenas
perceptible. Los pasos eran apagados pero nítidos, pausados y cautos. Ya no había
duda. Tenían visita. El vestíbulo torcía ligeramente a la izquierda a lo largo de unos
treinta metros, antes de llegar a un arco transversal que daba a un espacioso interior y
a un largo pasillo lleno de despachos.
—¿Muy lejos?
—A diez del arco, y luego la longitud del pasillo. Treinta y pico metros —
contestó Josh.
—No podemos quedarnos aquí —apremió Curtis, y miró a Josh.
—Yo te cubro —dijo con gravedad el sureño.
En cuestión de segundos apareció el primer hombre en el extremo del pasillo.
Con las solapas hacia arriba, dobló la esquina y se detuvo. En la mano izquierda
sujetaba un arma de cañón largo rematada con un silenciador.
—El japonés y yo intentaremos llegar a la columna del otro extremo. Así,
podemos retenerlos en el rincón hasta que lleguen refuerzos. —Josh asintió.
—Hijos de puta…
Curtis no estaba seguro de a quién se refería Josh, pero era capaz de confeccionar
una lista de los que encajarían en la definición. Cogió al anciano con su musculoso
brazo izquierdo y lo levantó ligeramente del suelo. Con la mano derecha empuñaba el
arma. El cuerpo del testigo se volvió flácido.
—¿Preparado? —dijo Josh—. A la de tres. —Hizo una pausa. Se le hincharon las
venas del cuello.
»Uno, dos, tres.
La puerta se abrió de par en par y un cegador escupitajo de luz acompañó a la
explosión de disparos. Josh apretó el gatillo, apuntando al asesino alto en el otro
extremo del corredor. Tras él, Curtis, manteniendo la cabeza baja, cruzó el vestíbulo
como una flecha protegiendo al viejo con su cuerpo y disparando a la carrera.
¡Objetivo cumplido! Curtis sintió que algo se agitaba en su interior, y se dio
cuenta de que había esperanza. Era la más peligrosa de todas las emociones, y sin
duda la más necesaria.
Josh miró. ¡Objetivo cumplido! De pronto, un dolor abrasador se extendió por su
costado derecho, la sangre apelmazaba lo que quedaba de su camisa. Volvió a
disparar, incapaz de ver adónde. Otra bala le perforó el cuello. Brotó más sangre. Josh
sabía que no podía quedarse donde estaba. «Muévete, muévete», se repetía a sí
mismo.
—¡Túmbate! —gritaba una voz lejana.
Una parte de su mente se tambaleó. «Me estoy muriendo».
—¿Curtis? ¿Eres tú?
A Josh se le doblaron las rodillas; el cuerpo pareció vaciarse de energía y fluidos
vitales. Miró al otro lado del pasillo y vio a Curtis. Josh cerró los ojos un instante y
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volvió a abrirlos, y esta acción le supuso más esfuerzo que cualquier ejercicio físico.
Se desplomó al suelo. Le salía un hilillo de sangre por la boca, agotado su sentido de
la supervivencia. «Me estoy muriendo». Ya no quedaba nada… Simplemente, ya no
le importaba nada.
Curtis se arrastró tras la columna, estirando el cuello para ver alrededor. La
supervivencia no vendría de mantener el miedo a raya, sino de abrazarlo. «Piensa en
el trazado. ¿Dónde está la salida?». El edificio era de estilo dórico, con columnas
acanaladas sin base y un triglifo en lo alto. El suelo era un mosaico florentino, con
finas piedras de colores incrustadas en una superficie de mármol blanco. Oyó de
nuevo un silbido apagado, el ruido de un proyectil atravesando el aire. Por suerte, dio
en el pedestal. El testigo soltó un prolongado gemido y trató de incorporarse.
—¡No se levante! —gritó Curtis.
El japonés cayó de rodillas. Curtis notó unas manos viejas que se le agarraban,
apretándole la carne con los decrépitos dedos. Sentía correr la adrenalina por sus
venas. Se le secó la boca, su corazón se puso a latir desaforado, se le hizo un nudo en
el estómago. «Alguien quiere a este testigo muerto», pensó. Lo cual significaba que
alguien sabía que hoy iba a ser trasladado a un lugar seguro. Esto sólo quería decir
una cosa: todo el sistema estaba en una situación comprometida. Se evaporó la
conciencia de la propia identidad, cediendo paso al instinto. El desafío estaba en
llegar a tientas hasta la salida, improvisando cuando fuera necesario.
Otra ráfaga de tres disparos secos dio en la caña de mármol, a menos de un metro.
Las balas venían de la misma dirección, pero el sonido era más fuerte. Estallidos de
un arma ensordecida…, armas; otro pistolero. ¿Muy lejos? ¿Cuántos? Curtis sabía
que el tiempo corría a su favor. Los asesinos tenían que trabajar deprisa. Aun así, se
movían metódicamente, tomándose su tiempo y cortándole las salidas. Comprobó la
recámara. Le quedaban seis balas.
La única huida posible consistía en correr al descubierto a través de una galería
que daba a la entrada lateral. Era una invitación y una trampa. Tentador y suicida. El
testigo era un hombre frágil, de noventa años. Lo matarían al instante. Oyó unos
pasos débiles, gatunos. Alguien bajaba las escaleras, así que alguien lo estaba
apuntando desde un punto elevado. Configuración estándar en Operaciones
Especiales. Cada agente tenía conexión visual con al menos otros dos. «Así que
deben de ser tres», concluyó. Curtis reparó en que el hombre que bajaba la escalera
era un señuelo. Si intentaba sacarlo de ahí, lo matarían en el fuego cruzado. ¡Fuego
cruzado! Eso es. La bala decisiva provendría del ala. Cualquier profesional se
aprovecharía de ello.
Curtis trató de visualizar todos los detalles de la planta superior. La escalera
principal se fundía con unas escaleras de doble vuelta, que tenían un tramo ancho que
iba desde la planta baja a un descansillo intermedio, y dos tramos laterales que iban
desde este descansillo hasta la planta superior, ambos sostenidos por una sólida
balaustrada de mármol. En la planta de arriba, el pasillo, largo y ancho, conducía a
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una galería. Curtis estaba seguro de que el tercer tirador estaba allí. ¿Cuánto tiempo
llevaba esperando a que él saliera? Otra serie de disparos rebotó en la base de la
columna. Las balas no pretendían darle, sino obligarlo a salir. «Instrucción de
Operaciones Especiales, clarísimo». El testigo estaba paralizado y gemía en japonés.
El sonido de pasos era cada vez más fuerte, como si le hicieran señas para que se
dejara ver. Un señuelo.
«Piensa rápido. ¿Quién demonios es esa gente?». Las incertidumbres comenzaban
a cansarlo.
A juzgar por el sonido de los pasos que se acercaban, el primer pistolero estaba a
menos de quince metros del hueco de la escalera. Para tenerlo bien a tiro, Curtis debía
salir de detrás de la columna, quedando al descubierto. Descartado… Lo mataría el
tercer hombre que cubría al señuelo. «No pienses, actúa». De pronto, siguiendo su
instinto, se levantó, manteniendo su posición tras la columna, y apuntó a un espacio
vacío de la galería. Se movió alguien. El tirador reaccionó y apuntó al lugar donde
debería haber estado Curtis, sólo que él hizo lo único que ningún profesional haría.
La ráfaga de fuego golpeó el aire y los mosaicos florentinos, de donde saltaron
esquirlas. Curtis apuntó y disparó. Al instante, oyó un breve grito gutural. Del cuerpo
de un asesino manaba sangre a borbotones…, la velocidad y la presión indicaban que
una bala había destrozado una arteria carótida. Un tiro, un muerto. Cinco balas, dos
pistoleros. Curtis avanzó lentamente hacia el espacio abierto y se inclinó sobre el
tambor de la columna. Ahora el segundo pistolero tendría que cambiar de posición si
quería tener ángulo de tiro sobre Curtis. Eso significaba que el señuelo debería
pararse. Un nuevo chasquido cuando el señuelo se aprestaba a disparar otra bala
confirmó su sospecha. «Están ganando tiempo». ¿Qué tipo de arma tenía el segundo
asesino? A primera vista, parecía de pequeño calibre, quizás una AMT Lightning
modificada, uno de esos modelos de culata plegable diseñados para tirar desde una
posición emboscada. A su derecha, Curtis oyó unos gemidos.
La coordinación lo era todo. Pasarían varios minutos antes de que llegara ayuda.
¿Podía Curtis acercarse a la entrada lateral? Y si lo conseguía, ¿cómo podía saber que
no era una trampa? De todos modos, no había tiempo para planificar. Tenía que vivir
en el momento, o él y el viejo morirían. No tenía elección. Puso su enorme mano en
el hombro del viejo y lo empujó al suelo.
—No se mueva. —Curtis no tenía ni idea de si el japonés lo había entendido,
pero, con la boca estirada y los ojos cerrados de terror, el anciano no iría a ninguna
parte.
De pronto, oyó que alguien se le aproximaba con rapidez. ¡Ahora! Curtis se lanzó
hacia delante, rodó sobre sí mismo al descubierto y disparó bajo, dándole al señuelo
en la rodilla. Se oyó un grito. El asesino cayó de bruces y resbaló unos pasos hacia su
verdugo. Sin perder el ritmo, Curtis rodó de nuevo sobre sí mismo y apuntó a la
cabeza del señuelo. Apretó el gatillo y se la reventó: una masa horrible de sangre y
tejido blanco, el resto del cerebro en fragmentos, la mitad del cráneo destrozada. Le
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rozaron una serie rápida de disparos desde la planta superior. Las balas se empotraron
en la pared de la derecha. «¡Dos armas! Entonces no es una AMT Lightning», pensó
mientras se arrastraba de nuevo hasta debajo de la galería de la segunda planta.
Curtis sabía que quedaban suficientes proyectiles para matarlos a él y al anciano.
Con todo, al menos la situación no era tan desalentadora como antes. Tres tiros, y
quedaba un pistolero. Curtis permaneció inmóvil, conteniendo la respiración. Al
escuchar, le invadió una especie de parálisis. Sentía en su mano el peso del arma
(Ruger 44, una Redhawk), más poderosa de lo que el cometido exigía, pero ideal de
cerca. Por fin, el tiempo estaba de su parte. Podía esperar indefinidamente. Los
refuerzos llegarían de un momento a otro, siempre y cuando el viejo no se moviera.
Entonces, con su visión periférica, ¡lo vio! El anciano, con la boca estirada por el
miedo, avanzaba lentamente. Susurraba algo ininteligible, mirando alrededor con ojos
desorbitados. «¡Dios mío, no!». Aquello era lo único que no podía permitir, lo único
que lo ponía en desventaja. Para cubrir al japonés, Curtis debería retroceder hacia el
espacio abierto de la galería, y exponerse así al pistolero de la planta superior.
Algo se agitó en su interior. Había estado así antes. Fue en 2001, en las afueras de
Jalalabad. Su patrulla fue sorprendida en un fuego cruzado del enemigo, con los
talibanes teniendo la ventaja de la altura. Dos de sus compañeros murieron, y él
mismo resultó herido. Sintió náuseas. Era una sensación estremecedora. «¡No
pienses, actúa!» Curtis debía alcanzar al anciano y cubrirlo. De lo contrario, acabaría
muerto. Le quedaban tres balas… Tendría que usarlas con precisión.
De pronto, oyó un leve arañazo. Un metal que rozaba la balaustrada de mármol.
Otro segundo, y el tirador apretaría el gatillo. Estaba apuntando a la cabeza del
anciano, sin duda. Un tiro limpio. Procedimiento estándar. Instrucción de las Fuerzas
Especiales.
Curtis osciló a su derecha, se agachó y cubrió el espacio despejado entre él y el
viejo en lo que pareció un milisegundo. Después se abalanzó sobre el japonés, su
hombro se estrelló contra el pecho del otro, y lo mandó de vuelta a la columna dando
tumbos. Llegaron las amortiguadas detonaciones. ¡El asesino había fallado! ¿Cómo
era posible? ¡Qué suerte más increíble! A su alrededor estallaron todos los mosaicos
florentinos.
Se lanzó otra vez a la derecha, lejos de la columna y el anciano. Actuaba por
instinto, confiando en sus circuitos de la instrucción de Operaciones Especiales,
instalados en lo más hondo. Por fuerza, el asesino tenía que estar delante de él.
Apuntar y disparar. «Hagas lo que hagas, no dejes que dispare él primero». Curtis se
puso en pie de golpe, la mano izquierda sujetando la muñeca derecha, el arma
centrada, apuntando adonde creía que estaba el pistolero. Disparó tres veces. Se
quedó sin munición.
¿Y si había fallado?
Luego lo supo. Un alarido, un grito y un jadeo procedentes de la galería de arriba.
Después nada. Curtis se quedó inmóvil, esperando. Silencio. Cubrir al testigo. Sin
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dejar de mirar hacia la galería, dio un paso atrás. De repente, sintió que se le
propagaba un dolor por el pecho. Los latidos llegaron a ser tan violentos que se
agachó y cayó de rodillas. Se le soltó el arma de la mano. Una parte de su mente se
tambaleó, confundida. «Me han dado. ¿Será grave? El testigo… Proteger al testigo».
Curtis intentó levantarse. Le explotó en el estómago un dolor punzante, se le doblaron
las rodillas y cayó de cabeza al suelo.
Le manaba sangre a chorros. Sosteniéndose con ambas manos, Curtis trató de
enfocar los ojos, rechazando el dolor. Oía los gritos y los pasos que se acercaban, las
voces cada vez más fuertes, corriendo hacia él. «El testigo… Proteger al testigo».
Curtis alzó la cabeza haciendo muecas de dolor y miró a su derecha, al anciano
japonés. Se puso de pie poco a poco, apoyándose en la columna. Para Curtis, la
habitación oscilaba en círculos. Había desaparecido el equilibrio y volvió a caerse,
aunque logró detener torpemente la caída con los antebrazos. Los pasos enseguida
llegarían a ellos. En lo más hondo de su conciencia notó una extraña sensación de
alivio. «El testigo está seguro. Los asesinos están muertos. ¿Quiénes diablos eran?
Oh, Dios mío… Estoy herido». Y ya no sintió nada.
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La cuenca del Pinto está en el Parque Nacional Joshua Tree de California, rodeada
por las cordilleras de Hexie, Pinto, Eagle y Cottonwood. Extendida de noroeste a
sudeste por el centro del parque, los límites septentrional y occidental de la cuenca
comprenden los desiertos de Mojave y Sonora. Esta región árida del sudeste de
California ocupa más de cuarenta mil kilómetros cuadrados y es famosa en todo el
mundo por sus notorios afloramientos cortados a pico, conocidos con el nombre de
monzogranito y que, según los geólogos, tienen más de cien millones de años.
Old Dale Road comienza en el Parque Nacional Joshua Tree, cruza la cuenca del
Pinto y sale del parque para llegar a las montañas de Pinto, donde se convierte en
Gold Crown Road. Se puede acceder a ella desde Pinto Basin Road, a once
kilómetros al norte de Cottonwood Springs (en el mismo lugar donde empieza Black
Eagle Mine Road), y desde Pinkham Canyon Road, a veintiocho kilómetros al
noroeste de Lost Palms Oasis. Esta área se conoce como «zona de transición» y
forma parte de una reserva federal de indios chemehuevi, del condado de San
Bernardino. La superficie total es de doscientos noventa mil kilómetros cuadrados. La
población asciende a trescientas cuarenta y cinco personas.
Todas estas carreteras aparecen marcadas en el mapa del Parque Nacional Joshua
Tree, que se distribuye gratis en todas las áreas de servicio. Bueno, en todas menos
una.
Un visitante no se detendría a pensar en esta carretera sin nombre y sin marcar,
enclavada en lo más profundo del parque, y aunque lo hiciera, se sentiría disuadido
por un sombrío letrero del Ministerio de Defensa de Estados Unidos que advierte a
los curiosos que se alejen. Si alguien, a través de los canales oficiales, quisiera
preguntar sobre el carácter exacto de las operaciones, se le diría educadamente que la
zona forma parte del RDTAE, el programa del gobierno sobre Caracterización del
Desierto, encargado de hacer pruebas militares en condiciones operativas ambientales
desérticas.
La carretera pertenece oficialmente a la reserva federal de los indios chemehuevi.
Extraoficialmente, el gobierno estadounidense se la alquila a los indios y la utiliza
para experimentos clandestinos. La carretera no marcada que conduce a las puertas
del complejo, fuertemente protegidas, que se adentra unos doce kilómetros en la
«zona de transición», se denomina Chiriaco Summit. Pero esto sólo se sabe si se tiene
acceso a las imágenes del satélite Landsat de detección a distancia.
Todo el personal que trabaja en el complejo del gobierno, con acreditaciones de
máximo nivel, son examinados de arriba abajo, y diversos sistemas de vigilancia
visuales y de audio ofrecen, durante las veinticuatro horas, protección contra peligros
para la seguridad. Para entrar o salir de las instalaciones de tres alas en forma de U, el
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empleado pasa su tarjeta por un lector electrónico y aprieta el pulgar contra un
escáner biométrico del teclado, que comprueba los sesenta índices de parecido. Una
vez que el sistema confirma que es, en efecto, la misma persona, le da acceso al
siguiente nivel de control.
En el segundo control no hay ojos de cerradura ni lectores de tarjetas, sino algo
mucho más sofisticado y prácticamente infalible: un escáner retiniano. Es muy difícil
engañarlo, pues no hay tecnología que permita falsificar una retina humana, y la
retina de una persona fallecida se deteriora demasiado rápido para eludir
fraudulentamente el escáner. Requiere el uso de una máquina especial del tamaño de
una caja de zapatos, que consta de una fuente de luz infrarroja de baja intensidad en
una especie de rectángulo horizontal de vidrio y un botón. Cuando una persona mira
por el ocular, un rayo invisible de infrarrojos recorre un camino circular en la retina.
Los capilares llenos de sangre absorben luz infrarroja en una medida superior al
tejido circundante. El escáner mide este reflejo en trescientos veinte puntos. A
continuación, asigna un grado de intensidad entre cero y 4,095. Los números
resultantes se comprimen en un código informático de ochenta bytes. De resultas, los
escáneres retinianos presentan un índice de error prácticamente igual a cero.
Tan pronto está en el edificio, el empleado sólo puede acceder a su oficina
tecleando una serie de contraseñas criptográficas de alta calidad, hechas a medida y
generadas por servidor, consistentes en una combinación de sesenta y cuatro números
y letras que, por seguridad adicional, cambian cada semana.
Cada una de las contraseñas garantiza que no volverá a producirse ninguna serie
similar. Asimismo, dado que el número sólo puede ser visualizado en una conexión
SSL de alta seguridad, a prueba de curiosos y sustitutos, está protegido contra los
hackers.
Los protocolos de seguridad establecen incluso que, como salvaguarda adicional,
los empleados nunca han de ser identificados por el nombre, sino por un número de
seis dígitos.
Uno de estos empleados, el n.º 178917, ocupó durante once años un rincón de la
segunda planta, exterior y muy iluminado. Contaba cuarenta y siete años, medía 1,76
de estatura, pesaba 98 kilos, cara pálida, barrigudo, cargado de espaldas, el rizado
cabello castaño cada vez más escaso y con la raya en medio. Tenía un tic nervioso, se
mordía las uñas y llevaba un anodino traje gris, fabricado y vendido en Estados
Unidos, sobre una camisa blanca y almidonada y una corbata de poliéster con el nudo
mal hecho. Durante más de once años, acudió a trabajar entre las ocho treinta y ocho
y las ocho cuarenta y tres de la mañana. Durante más de once años, dedicó los
primeros cinco minutos a organizar su mesa: instrumentos de escritura a la derecha,
papel a la izquierda, papelera oculta bajo la mesa, la grapadora en una bandeja de
plata sobre un tapete de piel color vino junto a unas tijeras de oficina y un abridor de
cartas. Guardaba sus efectos personales en una taquilla situada bajo la ventana que
daba al patio principal. Durante más de once años, entre las ocho cuarenta y nueve y
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las ocho cincuenta y siete estuvo enfrascado en el crucigrama del New York Times,
que siempre resolvía, rara vez haciendo pausas de más de uno o dos segundos.
Durante más de once años, enrolló el New York Times formando un tubo, que dejó en
la papelera de debajo de la mesa exactamente a las ocho cincuenta y ocho. A esa
hora, durante más de once años, el empleado n.º 178917 se levantaba, iba al cuarto de
baño y se lavaba las manos.
Durante más de once años, a las nueve en punto encendió el ordenador, se puso
las gafas de lectura y activó su segura lista de mensajes de correo electrónico.
Un día, hace siete meses, el empleado n.º 178917 no se presentó a trabajar a su
hora habitual, entre las ocho treinta y ocho y las ocho cuarenta y tres. Tampoco estaba
allí a las nueve. A las once y veintidós, entraron en su despacho tres guardias jurados,
retiraron la bandeja de plata, metieron los lápices y bolígrafos, el papel y la papelera
en una caja, vaciaron los cajones y la taquilla, cerraron la oficina y se fueron.
Su ausencia no afectó a los demás empleados, pero sí conmocionó a los máximos
responsables. En la cuenca del Pinto sonó una señal.
Era una señal de aviso.
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Sintió una punzada de dolor. Oía voces encima de él, lejanas y a la izquierda.
«¿Dónde estoy?». Unos pasos. Zapatos con suela de goma. Una figura blanca cruzó
ante sus ojos como un espíritu. Algo de plástico cayó al suelo. Luego, una
conversación apagada. Una voz masculina y otra femenina.
—Está moviéndose. —Alguien se acercó a su cama con cautela. Una pausa.
Respiración regular. Ese alguien se inclinó hacia él.
—¿Puede oírme? —preguntó un hombre en voz baja, casi susurrando.
Curtis asintió.
—Está herido, pero se recuperará.
—¿Dónde estoy?
Un silencio.
—Está seguro y fuera de peligro.
Una voz gravitaba en el aire. Curtis obligó a sus párpados a abrirse. Poco a poco
se fue perfilando una silueta, una forma borrosa con una bata blanca iluminada por la
luz natural que atravesaba las persianas venecianas.
—¿Quién es usted? —preguntó Curtis con tono tenso.
—Un amigo —contestó una voz suave.
—¿Amigo? ¿Quién? —insistió Curtis, hablando en un tono apenas audible,
consciente de que cada sonido que emitía le provocaba malestar físico.
Otro silencio.
—Soy su médico. —El hombre de la bata blanca hizo especial hincapié en el
«su».
Se abrió la puerta, y luego se cerró silenciosamente. Pasos nuevos. Alguien había
entrado en la habitación.
—Está despierto, madame.
—Gracias a Dios…
«Dos voces femeninas y una masculina».
—¿Cómo está? —La voz era dulce y resuelta a la vez—. ¿Qué puede decirme
sobre su estado?
—Cuatro disparos, uno en el estómago, otro en el cuello y dos en el muslo. La
herida del estómago era profunda y habría sido mortal, si la bala no se hubiera
quedado allí. Lo del cuello ha sido un milagro. La bala pasó a dos centímetros de la
arteria carótida. El estómago ha requerido dos operaciones, pero está cicatrizando
muy bien.
¡La herida no hacía peligrar su vida!
Curtis trató de incorporarse, pero no tenía fuerza. El hombre de la bata blanca le
tocó el hombro.
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—Creo que debe descansar. —Era más una orden que una sugerencia.
Alguien tomó la mano de Curtis entre las suyas.
Él obligó a sus párpados a abrirse. Dios mío…, le dolía. Se encontraba en una
habitación grande, blanca, con dos grandes ventanas de corredera. Curtis entornó los
ojos y, con gran esfuerzo, logró mover la cabeza ligeramente a la derecha. Una mujer
le sostenía la mano y le decía algo, despacio, de forma metódica. Tenía el cabello
liso, castaño rojizo y con la raya en medio, y las cejas arqueadas. Era de mediana
edad pero aún bonita, con un aire sensual y maternal, pómulos altos, ojos color
avellana. La nariz era grande, redondeada y levemente carnosa en la punta. Curtis
sentía sus manos cálidas.
—¿Dónde estoy? —volvió a preguntar.
—Está seguro y entre amigos. Es todo lo que importa. —Observó a Curtis y
sonrió. Vestía una blusa blanca y unos pantalones negros.
Curtis miró al frente, intentando recordar algo. La mujer calló sin soltar la mano.
—¿Qué ocurre? —dijo ella con voz suave.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —Curtis parpadeó, orientándose. La irregularidad
del sonido de su voz le causó una sensación desagradable. Miró a la mujer y al
médico. El hombre de la bata blanca, consultó el reloj, dudó por un instante y luego le
sonrió.
—Diez días, una hora y veintiséis minutos. ¿Cómo se llama?
—¿Qué?
—Le pregunto cuál es su nombre.
Curtis cerró los ojos un instante.
—Curtis Fitzgerald.
El médico y la mujer se miraron uno a otro. Acto seguido, el hombre de la bata
blanca se dirigió a alguien que estaba en el otro extremo de la habitación.
—Enfermera, déjenos un momento solos, por favor.
—Sí, doctor. —La enfermera salió y cerró la puerta tras ella.
—Curtis, ¿recuerda qué pasó? —La voz sonaba firme pero impasible. El médico
sabía que esos instantes serían tan delicados como la intervención quirúrgica sufrida
por su paciente.
—Japonés… —El médico y la mujer intercambiaron miradas.
—Sí, el hombre japonés —dijo aliviado el médico, permitiéndose una sonrisa
vacilante—. ¿Qué nos puede decir sobre él?
—Protege al testigo. —La mujer sostuvo la mano de Curtis en las suyas y la
acarició dulcemente. Estaba sentada a su lado y le miraba.
—Usted participaba en una operación del gobierno muy delicada. El hombre cuya
protección le estaba encomendada está a salvo. Esto es lo primordial —dijo ella.
—¿Quién es usted?
—Me llamo Louise Arbour. Soy la alta comisionada de la ONU para los Derechos
Humanos.
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Durante los siguientes diez minutos, Louise Arbour repasó los acontecimientos en
la via dei Giardini. La respiración de Curtis era regular, aunque tenía los ojos
cerrados. Escuchaba todas las palabras que decía la mujer, pero en su monólogo
faltaba algo. ¿Qué era?
Intentó recordar. Se caía… y luego resbalaba. Dolor agudo. Gritos. «¡Levántate!
¡Muévete! ¡Quítate de en medio!». La orden había sido dada a gritos. ¿Quién había
gritado? ¿Él? ¿Estaba gritándole al japonés? ¿A alguien más? «¿Por qué no soy capaz
de recordar?». Se oían voces lejanas. «El japonés es un farol». Intentó concentrarse
en el presente. La voz de la mujer se volvió más nítida. Curtis abrió los ojos y la miró
fijamente.
—El mundo está en deuda con usted, Curtis. Estuvo dispuesto a sacrificar su vida
por la de otro hombre. Si alguna vez necesita algo, quiero que me llame. —Le sonrió
y siguió acariciándole la mano.
Curtis cerró los ojos de nuevo. Ahora oía pasos. ¿Dónde? ¿Cuándo? El pánico se
apoderó de él por momentos. Tensó el cuerpo.
—¡Doctor! —Alarmada, Louise Arbour indicó al médico que se acercara.
—Curtis, está usted a salvo. Intente relajarse. —La voz tranquila del médico
produjo el efecto deseado. El cuerpo de Curtis perdió su rigidez. Hizo una pausa y
añadió—: Ha estado sometido a un estrés físico extremo. Debe descansar.
—Por supuesto, doctor —dijo la mujer.
—Curtis —siguió el médico—, se halla usted entre amigos. Aquí no corre ningún
peligro. Está seguro. Louise se quedará con usted y yo volveré enseguida. Si me oye,
haga una señal con la cabeza, por favor.
Curtis asintió. Oyó los pasos. La puerta se abrió y se cerró en silencio.
La Via dei Giardini, el tiroteo, los gritos, los asesinos. Él estaba cayendo. De
pronto, todo se detuvo.
Curtis se quedó en blanco por un momento. Alguien entró y cruzó la habitación
discretamente. Oyó deslizarse algo. El choque del plástico contra un armazón
metálico. Se inmiscuía un ruido grosero e inoportuno, perturbador y agitado. El ruido
se entrometía en sus intentos de recordar. Perdió la concentración por un instante…
¿Recordar qué? ¿Qué era?
«¿Puedes levantarte?». Una explosión de fuego en el otro extremo del pasillo.
Curtis concentró toda su energía en ese pasillo. «Allí hay una sombra. Mantenlo en la
oscuridad». En la menguante luz de la luna, la voz subió de tono. Frases cortas,
apretadas. «Es un montaje. Hay algo más, pero él no debe averiguarlo nunca».
Un hombre fuera de combate. «¿Uno de los nuestros? Cuarenta y cinco segundos,
soldado».
«Alguien sabe la verdad. Él no debe averiguarla». ¡Una sombra se movía! Curtis,
con el corazón latiendo a un millón de pulsaciones por segundo, intentó
desesperadamente abrir las puertas de acero de su inconsciente, tratando de hallar una
apariencia de lógica en la locura. Sondeó y se esforzó por comprender.
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Otro ruido saboteó sus pensamientos. «¡Maldita sea! Alfa Uno, Galgo. Hombre
fuera de combate». Curtis se puso rígido, enojado por su incapacidad para encontrar
las respuestas. «¡Sigue buscando!».
Era consciente del dolor agudo en el pecho. No tenía nada que ver con las heridas.
Era el miedo. Pero ¿a qué?
«Hay una puerta, a la verdad, y ésta te hará libre», dijo una voz benévola,
mientras él daba un sorbo de whisky y comía un trozo de pizza.
«¿Qué verdad?». —La mente de Curtis estalló—. ¿Quién eres?.
«Está usted entre amigos. Aquí no corre ningún peligro. Está seguro».
Peligro para la seguridad. Ellos lo sabían. «¿Quiénes son ellos? ¿Qué sabían?
¿Por qué querían matar al viejo?».
El graznido salió hace varios días. La Interpol estaba informada. Peligro para la
seguridad. Proteger al testigo a toda costa. «¿Quiénes son ellos? ¿Por qué matar al
viejo?».
«Suena a traición, viejo. Alfa Uno, Galgo. Hombre fuera de combate. Oh, Dios
mío. ¡Basta ya! Es una trampa, no un laberinto. ¡No puedo salir! ¡Basta ya, soldado,
es una orden! Treinta segundos.
»No soporto que nuestro gobierno haga el papel de Dios en nombre de la libertad,
pues durante demasiado tiempo otros muchos lo han hecho sobre cuestiones de
importancia para la humanidad, y con resultados desastrosos».
—Muy bien, chicos, ahora está ahí al descubierto. Llamamos a la caballería y nos
olvidamos de todo.
—¡Ahí, lo veo! ¡Eh, tú, el que ha dicho eso! Vuélvete. ¿Quién eres?
—¿Listos? —Llegó la voz a la de tres. Las venas del cuello de Curtis se
hincharon de antemano, los músculos de la mandíbula palpitaron—. ¡Uno, dos, tres!
—¡Lo conseguí!
—Josh, ¿estás ahí? ¿Te encuentras bien?
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—Lo conseguí, Curtis, lo conseguí. ¡Hemos ganado!
—¡No, Josh, quítate de en medio! ¡Agáchate!
Veinte segundos.
Sopló una fortísima ráfaga de viento. Luego hubo una explosión enorme. ¡Josh!
—¡Eh, Curtis! ¿Qué estás haciendo aquí?
Curtis llegó como pudo a la seguridad de la columna.
—Alfa Uno, Galgo. ¡Hombre fuera de combate!
—Curtis, ¿está muy lejos la seguridad?
—Diez hasta el arco, diez la longitud del pasillo. Treinta y pico metros.
—No, dijiste esto. ¡Maldita sea, lo dijiste! ¡Sube!
—Ya está, amigo, hemos ganado. —Josh lo miró. Una sonrisa triste. De repente,
un temblor le recorrió la cara—. Me estoy muriendo, Curtis. Lleva a este hombre a
lugar seguro. Es una orden. Diez segundos.
Curtis sentía que se desplomaba en el abismo. El dolor del pecho lo martirizaba.
Estaba temblando.
—Josh, no, iré por ti. No te levantes. ¡No te muevas! ¡Estás herido! ¡Ya voy!
—Lleva a este hombre a lugar seguro. ¡Es una orden directa!
—¡Yo soy tu superior, maldita sea, Josh! Ahora voy. ¡Te repondrás!
Curtis intentó cruzar el pasillo, pero una potente arma disparó sobre su hombro,
tirándolo al suelo, inmovilizándolo contra la columna. Una nueva ráfaga desde el otro
extremo.
—¿Dónde está el testigo?
Curtis se tambaleó hacia delante, intentando soltarse del asimiento mortal.
«¿Quién me está sujetando? Se ha acabado el tiempo».
Demasiado tarde. Otra tanda de disparos. De su izquierda llegó una intensa luz
que le quemaba los ojos, cegándolo. Buscó su arma. No estaba. «¿Dónde está mi
pistola? El graznido salió hace varios días, Curtis. La Interpol estaba informada.
Peligro para la seguridad. Proteger al testigo a toda costa. ¿Quiénes son ellos? ¿Por
qué matar al viejo? ¿Dónde está mi pistola? Suena a traición. Es una trampa, no un
laberinto. Alfa Uno, Galgo. ¡Basta ya! Oh, Dios mío… Un hombre fuera de combate.
¡No puedo salir! ¡Se ha acabado!».
Pasó menos de un minuto. El dolor y la angustia seguían su curso, y los contornos
de la realidad volvieron a hacerse visibles. Al darse cuenta de eso, se quedó
paralizado. Cerró los ojos. «Todo ha terminado». Alguien estaba inyectándole algo en
el brazo. Antes de perder el conocimiento, vio a Josh y pensó que oía su acento
sureño. «Eh, amigo, ahora todo irá bien». Luego, otra vez la oscuridad y el sonido del
viento.
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detectives registraron minuciosamente el apartamento del hombre muerto, pero no
hallaron nada importante. Me gustaría que usted echara otro vistazo. —Le dio a Jean-
Pierre una dirección—. No se imagina lo esencial que es esta información para
nuestros planes.
—Para que caiga la fruta, a veces hay que agitar el árbol —dijo el francés.
El cielo estaba encapotado. El denso gris de primera hora de la tarde brillaba en la
brisa cuando la pálida luz se filtraba por las ventanas. El hombre mayor dijo:
—De todos modos, tengo que reconocerle a este joven su perseverancia. Conectó
los puntos de tal modo, que habría resultado de lo más incómodo para nuestra gente.
—Miró al francés—. No obstante, la iluminación es en efecto una cuestión de vida o
muerte. Viene a pasitos y tiene un precio. Pensándolo bien, no sé si es una suerte o
una maldición.
—O un poco de todo —terció el francés, que encendió un cigarrillo Gitanes.
—Sí, sí, tiene razón —afirmó el hombre mayor, ladeando la cabeza y mirando
fijamente a Jean-Pierre—. En la vida hay cosas peores, desde luego. —Hizo una
pausa muy expresiva, y a continuación se inclinó hacia delante y le dio unas
palmaditas en el brazo—. Como digo, la explicación viene a pasitos. La condición
pertinente de saber demasiado y el precio que uno debe pagar por ese conocimiento.
—Bien —dijo el francés, mirando expectante a su anfitrión. El otro asintió.
Al abrir la puerta de la limusina, los chirridos y los cláxones irrumpieron en el
suntuoso interior. La puerta se cerró, y el vehículo arrancó suavemente para perderse
en el tráfico de la hora punta. El francés bajó el bordillo, cruzó la calle y entró en
Tudor City Park, un retirado refugio de exuberante vegetación, acurrucado entre los
rascacielos de Nueva York.
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Siete kilómetros al noroeste, en otro parque, esta vez en el Bronx, una pareja
atractiva, aunque algo extraña, cruzaba la verja de otro bello jardín, raramente
visitado pero magnífico. El Pearly Gates, situado entre Tratman Street y St. Peter’s
Avenue, es uno de los más pequeños y menos conocidos de Nueva York. Con una
superficie de menos de una manzana y rodeado de robles palustres, el Pearly Gates
fue diseñado para subrayar la integración de espacios verdes en áreas urbanas
habitadas. El nombre de Pearly Gates (Puertas del Paraíso) deriva de la tradición
cristiana que habla del camino de entrada por el que han de pasar las almas para
llegar a su dios después de la muerte.
—Simone… —La voz de Michael era dulce, y la mirada, lánguida. Llevaba una
chaqueta a cuadros verdes y grises a la que le faltaba el segundo botón contando
desde abajo. Sostenía las manos de ella en las suyas. Era curioso sentir tan cerca a
alguien que le importaba tanto—. En las semanas anteriores a su muerte, ¿recuerdas
que Danny te dijera algo que nos dé una pista sobre quién pudo…? —Hizo una
pausa. No era capaz de decirlo. Caminaron en silencio durante unos minutos.
—Estaba investigando la corrupción al máximo nivel en el gobierno de Estados
Unidos —dijo ella con voz débil pero firme.
—Muy bien, o sea que no era un rollo de poca monta. Implicaba a gente
importante. Personas de alto nivel cuya existencia se vería amenazada si el tema
saliera a la luz. —Hizo una pausa para resolver algo mentalmente—. Cuando registró
la casa, la policía no halló ninguna prueba. Ni cuadernos, ni cintas, ni documentos.
No tiene sentido, porque evidentemente lo que Danny descubrió hizo que alguien se
sintiera muy incómodo.
Michael imaginó la imagen de Danny desplomado en la bañera y con las venas
cortadas. Sintió un escalofrío. Miró a Simone con el rabillo del ojo. Tuvo la
impresión de que ella había pensado lo mismo. Durante un instante, ella le apretó la
mano y luego recobró el equilibrio apoyándose en el brazo de Michael.
—A menos, naturalmente, que quienquiera que matara a Danny ya estuviera allí,
robara las pruebas y se fuera antes de que llegara la policía —añadió él.
—No lo creo, Michael. Danny estaba muy obsesionado con esta investigación.
Siempre llevaba encima documentos y transcripciones telefónicas.
—Decías que las numerosas pruebas que tu hermano había reunido en estos cinco
años no cabrían en una maleta. ¿Se llevó algo de esto a Shawnsee?
Ella sacudió la cabeza.
—No lo sé.
—Entonces, ¿dónde están? —soltó Michael alzando la voz—. Aunque él no
quisiera implicarte, tendría una póliza de seguros para que alguien recogiera los
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restos y se los llevara. —Simone se apretó la frente con la mano izquierda y cerró los
ojos—. Cariño, ¿hay alguna posibilidad de que Danny…? —Michael hizo una pausa,
sin saber cómo proseguir.
—¿Se hubiera suicidado? —A Simone se le llenaron los ojos de lágrimas.
Michael se acercó y la abrazó.
—¿Es posible? ¿Alguna vez…?
—No. Estaba en la recta final, Michael. Fueron cinco años de duro trabajo. La
última pieza del rompecabezas estaba en Shawnsee. El suicidio habría sido lo último
que se le hubiera pasado por la cabeza.
No hacía falta decir nada, pues nada trascendente quitaría el dolor. Él la abrazó y
ella le puso las manos en el pecho, con el rostro manchado de lágrimas.
—¿Por qué, Michael? ¿Por qué?
—No lo sé, Simone. Pero me quedaré contigo hasta que lo averigüemos. —Y
después… Se indignó consigo mismo. «Cómo te atreves. Ella está sufriendo. Te
necesita. Pero yo la necesito a ella…».
—¿Por qué lo hicieron, Michael? —Pidió un pañuelo, y él sacó del bolsillo uno
azul arrugado, pero las lágrimas ya habían empezado a correr por las mejillas. Ella se
tapó los ojos mientras él permanecía delante con las manos extendidas.
—La respuesta es sencilla: porque quienes mataron a Danny pensaron que debían
hacerlo. Sólo tenemos que descubrir por qué.
»Alguien sabía que Danny iba a reunirse con su informador en Shawnsee. Lo que
no sabemos es qué pruebas descubiertas por tu hermano encendieron las alarmas
entre esos hombres poderosos. —Michael posó la mano en el antebrazo de Simone—.
Aparte de ti, ¿a quién más confiaría Danny su investigación?
—No tenía muchos amigos. Por mucho que yo le presionara, no me decía nada.
—¿Usaba códigos para ponerse en contacto con la gente? ¿Otros los utilizaban
cuando necesitaban localizarlo a él?
—¿Qué clase de códigos?
—No lo sé. Por ejemplo, «éste es un mensaje para Zorro Rojo de Perro de Caza».
—¿Zorro Rojo? ¿Perro de Caza? —Simone rió—. ¿Has aprendido esta jerga en
una de tus excavaciones en Judea? —Los dos se rieron. Ambos agradecían poder
relajarse un momento. El instante pasó en silencio mientras se miraban.
—Volvamos sobre ello, ¿de acuerdo? —dijo él—. Danny recibe una llamada de
alguien a quien conoce, alguien que promete entregarle pruebas de la existencia de
una gigantesca conspiración en la que están involucradas algunas de las personas más
poderosas del mundo, así como revelarle la fuente de su riqueza. Luego, muere en
algún momento de la noche. —Calló un instante—. Simone, ¿y si el asesino era… el
propio contacto? ¿Te dijo con quién iba a reunirse en Shawnsee?
Simone sacudió la cabeza como si la hubiera alcanzado un rayo.
—¡Espera! Se me había olvidado algo. Hace unos tres meses, un sedán camuflado
echó a Danny de la carretera. Mi hermano tuvo la sensación de que era un aviso para
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que abandonara las investigaciones. —Se inclinó hacia delante y cruzó los delgados
brazos—. Unas noches después dijo cosas en sueños. No tenían ningún sentido. Aún
no lo tienen.
—¿Cómo qué?
—Repetía una y otra vez la palabra promise, promesa. Al día siguiente, le
pregunté qué quería decir. Se quedó lívido. «Oh, no es nada, hermanita. Nada»,
repitió muy deprisa. «Háblame de este “nada”, Danny», dije. Me miró con recelo, de
una manera rara. «Sólo…, oh, en realidad no es nada, Simone», repitió. Pero era algo,
Michael. Estaba pálido. Sentí que me invadía el frío. Le dije que necesitaba saber
algo, cualquier cosa, porque de lo contrario no podría aguantarlo.
Simone se sentó en silencio en un banco, ordenando sus ideas.
—Danny intentó actuar con aire desenfadado, como si aquello no tuviera ninguna
importancia. Le dije que estaba equivocado. «¿Sobre qué?», fue su respuesta. «Lo
que estás pensando». «No sabes qué estoy pensando», dijo. «Sí lo sé, Danny. Soy tu
hermana. He visto antes esta mirada en tus ojos». «No sé a qué te refieres», insistió.
«Danny», le dije finalmente, perdiendo ya la calma, «vi esta expresión en tu cara
cuando te pregunté por promise. No se me olvida tu cara y no pararé hasta que me lo
digas. Hablo en serio».
Simone se levantó del banco.
Una pareja de ancianos, andando despacio, con torpeza, pasó por su lado y se
sentó en el banco. El encorvado viejo, con un traje raído y un bastón de madera
remendado con cinta adhesiva, colocó una silla de ruedas de modo que le diera el sol
de la tarde. «¿Estás cómoda, cariño?», dijo, apartando de los ojos de la mujer un
mechón de cabello.
—Al final me explicó que había una especie de programa informático que
relacionaba a las personas más poderosas del mundo desde la Segunda Guerra
Mundial. Lo llamaba «Octopus». También dijo que con Octopus controlando
promise, no se podía confiar en ningún dato, por seguro que fuera, en su formato
electrónico.
—Magnífico —gruñó Michael entre dientes—. Esto simplifica las cosas. Es como
buscar una aguja en un pajar. —Se quedó en silencio unos instantes, sin querer hablar
hasta haberlo considerado todo a fondo.
»Dime exactamente qué contó sobre este sistema informático. Todo lo que dijo él,
lo que dijiste tú, todo lo dicho por él o por cualquier otro en cualquier momento a
partir de entonces.
Ahora le tocaba a Simone mostrarse sorprendida. No habló inmediatamente, sino
al cabo de un rato. Le brillaba la mirada.
—¿Qué insinúas? —se sobresaltó ella. Michael se rascó la cabeza—. Lo siento,
Michael, pero yo no… —La voz se fue apagando—. Le he dado muchas vueltas. Pero
no hay nada más. Es todo lo que dijo. Intenté buscar el término en el ordenador, pero
no salió nada. Como la pronunciación afecta a la ortografía y la ortografía afecta a la
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pronunciación, incluso traté de deletrearlo fonéticamente, cambiando la raíz de la
palabra y sustituyéndola por equivalentes fonéticos.
—¿Y?
—Y nada. No existe. Se me olvidaría por eso.
—Pero sí que existe, Simone. Por eso Danny estaba tan asustado cuando le
preguntaste. No temía por su vida, sino por la tuya. Él sabía qué era lo que estaba
investigando, pero al dar tú con ello pusiste tu vida en grave peligro.
Simone posó la mano sobre la de Michael; la calidez del contacto parecía
desplazarse por su brazo. Michael le dirigió una mirada larga y penetrante. Era como
si mirase a través de ella, a alguna bondad o sensatez esenciales que estuvieran más
allá. Dios mío…, qué daría él por saber si en ése más allá estaba incluida Simone.
—Simone, supongamos que Octopus es una organización muy poderosa y no un
grupo desorganizado de criminales que trabajan juntos. Llamemos «planificadores» a
esta gente del gobierno de alto nivel. No podrían hacer las cosas ellos solos.
Necesitan a otros, menos poderosos, que ejecuten sus órdenes, investiguen, entreguen
mercancías, intimiden…, maten. Los llamaremos los «verdugos».
—¿Cómo lo sabes? —Ella lo miró.
—Es el prototipo de poder absoluto. Así lo llamaba un amigo mío —dijo
Michael, pensativo.
—¿Qué? ¿Dónde? —Simone saltó del banco.
—Hace unos años, en Abu Simbel, Egipto. Lugar adecuado, momento
inoportuno. Una combinación de mala suerte y parecido físico. Me confundieron con
un agente corrupto en posesión de secretos que podían haberle costado caro a esta
organización de múltiples niveles.
—¿Era Octopus? —Simone estaba paralizada. Abrió los ojos como platos.
—Mi amigo la llamaba «debilidad humana».
—¿Qué más decía tu amigo? —susurró ella.
—Que era imposible matarla con un arma.
Simone bajó la cabeza.
—¿Cómo es…?
—La organización a la que nos enfrentamos debe de ser grande, muy profesional
y bien definida.
—O sea una especie de criminales que trabajan para el gobierno de Estados
Unidos —dijo Simone.
—O que colaboran con personas poderosas en busca de un beneficio personal.
Gente que puede dar órdenes y que cuenta con otros para que las ejecuten a la
perfección.
—Y si Danny había descubierto su modus operandi, entonces él suponía un grave
peligro para el conjunto de la operación —añadió ella, airada.
—O aún peor —apuntó el historiador de arcanos.
—¿Qué puede ser peor, Michael?
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—Ahora que Danny está muerto, ellos vendrán por ti porque no están seguros de
cuánto sabes. Mientras estés viva, eres una amenaza para su supervivencia.
—Pero yo no sé nada…
—Eso ellos no lo saben. Y si creen que sabes algo, estamos en peligro.
Simone miraba en silencio a su amante y amigo. Estaba procesando algo ajeno a
su gama de experiencias.
—Tenemos que hablar con Torekull, Simone. Quizá tu vida corra peligro.
—¡No! —La resolución de su respuesta les sorprendió a ambos.
—¿Por qué, Simone?
«Simone, la mitad del Departamento de Policía de Nueva York está podrida.
Aceptan sobornos. Si me pasa algo, no confíes en ellos, a menos que estés totalmente
segura, claro».
—Danny me dijo que los miembros de la policía están infectados. No todos, pero
sí muchos. Yo creía que era una obsesión suya, pero ahora sé que es verdad. —Pasó
un buen rato sin que se dijeran una palabra—. Michael, me alegra mucho que hayas
venido —susurró al fin, moviendo con insistencia las separadas y negras pestañas.
—Yo también me alegro. Pero no pienses que he olvidado nuestra última
conversación; cuando te dije que estaba locamente enamorado de ti. —La miró,
incapaz de apartar sus ojos de ella. Simone salió de un trance. Con los índices y los
pulgares se abrió los párpados—. Tienes los ojos grandes como los de Kant, famoso
por su iris verde. Pero sólo se podía ver con una lámpara de luz de estrellas.
Un silencio.
—Cuando todo haya terminado, ¿vendrás unos días? —Él le acarició el brazo.
—¿Y si voy para siempre? —dijo ella. Luego añadió—: No te vayas nunca,
Michael. ¿Lo prometes? —Sonrió, extendió los brazos y se puso en pie, estirándose
de puntillas como para vislumbrar algo que pasara delante de ella—. Mírame. Voy
hacia ti como esa efusiva dama de Chéjov. —Se sentó a su lado—. Estoy agotada. Me
preguntaba si me ayudarías a dormir. No he descansado desde… —Se masajeó
enérgicamente las sienes y, de pronto, alrededor todo comenzó a temblar.
Michael la sostuvo, en silencio.
—Pues claro —dijo cuando las emociones decayeron y la mente volvió a tomar el
control.
—Gracias. No puedo concentrarme. Esta mañana me he limpiado los dientes con
relajante muscular.
—¡Qué bien!
—Pues sí. —Tras una pausa, añadió—: Gracias por venir. No estaba segura de si,
ya sabes… Al fin y al cabo, eres…
—Alguien que está perdidamente enamorado de ti.
Simone sonrió, se entretuvo arreglándose la manga y habló sin mirarlo.
—Me encanta el modo en que se te estrechan los ojos cuando sientes algo
profundo.
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Michael murmuró algo.
—Cuéntame cosas sobre Danny.
—¿De veras quieres saber? —Ella dio un paso hacia él—. La bebida favorita de
Danny era la leche con cacao. Y su pasta dentífrica, Osito Gominola Flinstone.
—¿Y su personaje cinematográfico?
—R2D2.
—¿Qué? ¿En serio? ¿El robot con acento pijo de Kent? Nunca soporté esa cosa
estirada.
—Tras la muerte de mis padres, vivimos un tiempo en Egipto. Yo lo crié.
—Lo sé, cariño.
—Un día hubo un incendio, y lo perdimos todo. Los álbumes de fotos, las cosas
de papá, el anillo de boda de mamá…
—¿Él quedó afectado?
—En realidad, no. ¿Y sabes qué dijo? «Son sólo cosas. Nos tenemos el uno al
otro». Y yo dije: «Además del loft de Nueva York». «Tu loft», dijo él. «Papá te lo
dejó a ti».
La débil sonrisa de Simone se convirtió de pronto en un extraño temblor. Lo miró
de reojo, como si Michael fuera un reflejo en la superficie de un estanque.
—Se ha muerto, Michael.
Él permaneció inmóvil un rato largo, pensando algo. Las marcadas arrugas de su
rostro eran muy elocuentes. Él y Simone estaban entregados a lo que hacían. En sus
campos, eran personas de un talento excepcional que se habían visto metidas en un
juego mortal de humo y espejos. La verdad estaba ahí, pero Michael tenía la
seguridad de que no contaban con capacidad suficiente para descubrirla por ellos
mismos. Cuanto más hurgaran en ese laberinto, y cuanto más estuvieran al corriente
de Octopus, mayores serían las posibilidades de acabar muertos. Michael pensaba que
Simone jamás abandonaría la búsqueda de los asesinos de su hermano, aunque al
final también le costara a ella la vida.
—Escucha —dijo Michael por fin, consciente de la decisión que había tomado—.
Es sólo cuestión de tiempo que ellos entiendan la situación, que se den cuenta de que
existes, de que existimos —corrigió—. Mataron a tu hermano en cuanto éste supuso
una amenaza, y no dudarán en matarnos a nosotros.
—¿Me estás proponiendo que abandone? —La cara de Simone estaba crispada de
furia.
—No, estoy sugiriendo buscar ayuda. La única posibilidad que tenemos de
desentrañar esto es con otro profesional, uno como ellos que nos eche una mano.
—¿Y dónde piensas encontrar una persona así?
Michael hizo una pausa y luego sonrió.
—Da la casualidad de que soy amigo de uno de los mejores del ramo. —Se rió.
Era una risa sincera.
—¿De qué conoces a ese hombre?
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Michael se puso serio en el acto.
—Te he hablado de Egipto, pero hay mucho más. Hace cinco años formé parte de
una expedición científica de la UNESCO a la región de Ghazni. Era el último intento de
la organización por salvar las dos estatuas de Buda del siglo II a. C. que quedaban en
Afganistán. Se trataba de monumentos valiosísimos, de la época preislámica, cuando
el país era un tramo clave de la antigua Ruta de la Seda. Esas estatuas eran lo único
que quedaba de la rica historia de Afganistán. —Le apretó la mano—. La guerra
había destruido todo lo demás.
»Nos encontrábamos a menos de veinte kilómetros, pero estaba oscuro como
boca de lobo y tuvimos que pararnos a pasar la noche. En un radio de sesenta
kilómetros, todos los edificios estaban destruidos. Unos cuantos decidimos
instalarnos en un almacén de tres plantas abandonado, situado en las afueras de
Khushali Torikhel, que en otro tiempo había sido la oficina regional de una de las
agencias alimentarias locales de la ONU. Lo que no sabíamos era que los talibanes
habían desalojado el lugar en su avance al norte, hacia Pakistán.
»Al parecer, las tropas estadounidenses tenían a este grupo concreto de talibanes
en el punto de mira por haber matado a dos soldados de Estados Unidos en un control
de carreteras rutinario. Para reducir al mínimo las bajas, se dejaron de tácticas sutiles
y lanzaron un ataque de artillería. Se produjo sobre las dos de la mañana. Un avión
teledirigido arrasó una manzana. Un arqueólogo italiano acabó con las dos piernas
rotas. Yo quedé atrapado bajo una gran losa de cemento. Otros no tuvieron tanta
suerte.
—¿Cuántos erais? —preguntó ella, conteniendo la respiración.
—Once. Tres científicos, cinco arqueólogos, yo y dos expertos en culturas
antiguas.
—¿Y ese hombre?
—Curtis Fitzgerald. Tan pronto vieron su error, los norteamericanos enviaron a
unos cuantos comandos para sacarnos de allí.
—Menos mal.
—No exactamente. Éramos supervivientes, y por tanto testigos presenciales de un
incidente potencialmente embarazoso. Era preferible que estuviéramos muertos y
fuéramos enterrados con todos los honores a que nos hicieran desfilar frente a una
audiencia internacional. El grupo de búsqueda cerró la zona, examinó los escombros
y nos abandonaron a nuestra suerte.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque oía sus voces a lo lejos. Estaban a quinientos metros.
—Puede que no encontraran el montón de escombros correcto.
—Si hubieran buscado bien, lo habrían encontrado.
—¿Y ese hombre, Curtis?
—Se quedó atrás, arriesgando su vida. La orden era evacuar —dijo Michael,
irritado—. Si no llega a ser por él, yo estaría muerto. —Sacó su viejo móvil, marcó
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un número, pulsó un dial extragrande y esperó.
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—¡Michael! Oh, lo siento. ¿Dónde demonios estás?
—Lo habría sentido mucho más si no hubieras cogido el teléfono. Estoy en
Nueva York.
—Qué, ¿los nubios aún te persiguen? No me digas que quieren recuperar ese traje
horroroso que compraste al descendiente directo de Moisés. —Rió a carcajadas.
—¡Vamos, Curtis, esto no tiene ninguna gracia! —replicó Michael con sorna.
—¿Que no tiene gracia? —protestó Curtis—. Llegamos a una gasolinera en
medio de un oasis en este lado de la frontera egipcia, cerca de Abu Simbel, ¡y va y
me entero de que tres hombres vestidos con sábanas te están sacando a rastras del
armatoste en forma de cuarto de baño!
—¿Dónde estás?
—En Roma.
—¿Roma? La última vez que supe de ti estabas en Afganistán. ¿Qué haces en
Roma?
—¿La verdad? Trabajo de niñera. Pero ya está bien de hablar de mí. ¿Qué haces
tú en Nueva York? ¿Han encontrado restos del Antiguo Testamento bajo un edificio
de la ONU?
Michael se quedó callado un momento. Luego le contó a Curtis todo lo sucedido
en las últimas semanas, sobre Danny y Shawnsee, sobre alguien llamado Octopus y
sobre promise.
En Roma, un hombre escuchaba con semblante adusto el relato de su amigo.
Luego habló con seguridad y energía.
—Michael, quiero que vuelvas a llamarme desde un teléfono público. Ya te lo
explicaré. —Y colgó al instante.
No habían pasado cinco minutos cuando, en algún lugar de Roma, un número
recibió una llamada.
Se oyó un tono antes de que respondiera una voz inquisitiva.
—¿Sí?
—Curtis, ¿de qué va todo esto? —A través de la línea, alcanzaba a oír la
respiración de Roma, así como los fuertes latidos en su pecho.
—Michael, ojalá me equivoque, pero creo que los dos corréis grave peligro. —En
Nueva York hubo un silencio momentáneo—. Piensa bien antes de responder.
¿Alguno de vosotros ha buscado en Google los términos Octopus y promise?
—Simone. Como Danny no estaba muy dispuesto a hablar de su trabajo, ella
buscó en Internet.
—¿Desde dónde? —La voz de Roma sonaba gélida, casi amenazadora.
Curtis oyó una voz haciendo preguntas, y una mujer respondiendo.
—Desde su casa —contestó Nueva York.
—Sus búsquedas pueden haber desencadenado algo. Van por vosotros —soltó
Curtis.
Michael se puso en pie, agitado; en su frente palpitaba una vena.
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—Mejor que te expliques.
—Varios organismos gubernamentales tienen programas de localización y
seguimiento en Internet. El más conocido es Carnivore, del FBI. Estos sistemas
utilizan técnicas de captura de tramas para controlar nodos específicos y ubicaciones
de datos en la red. Cada ordenador tiene una dirección digital única. Si Simone tecleó
promise, lo más probable es que tropezara con algún dispositivo de las agencias del
gobierno.
—No te sigo, Curtis.
—Eso significa que la propia investigación de Simone habría activado una
contrainvestigación por parte del asesino de Danny. Lo cual significa que… ellos…
saben quién es ella y dónde está.
—El vaporoso uso de la tercera persona del plural: ellos.
Planificadores. Verdugos.
Simone seguía la conversación en silencio. Michael la miraba fijamente, mientras
su cuerpo se tensaba.
—¿Cuándo hizo la búsqueda?
—Una semana antes de la muerte de Danny. —Silencio en Roma.
Un hombre alto y barbudo, sentado frente a ellos con los codos en las rodillas y
las manos juntas, se levantó despacio, cruzó pausadamente el pequeño parque y se
sentó al lado del viejo con el traje raído y el bastón de madera remendado. Los dos
miraban al frente, sin que nada diera a entender que se conocían.
Pero hablaban.
—¿Hay alguien más de quien debamos preocuparnos? —En la voz del hombre se
apreciaba un tono agrio. La pregunta revoloteó en el aire antes de ser arrastrada por el
viento.
—Otro hombre, en otro sitio, parece saber mucho.
—¿Los matamos? —dijo el de la barba.
—No, esperemos. Dejemos que vengan a nosotros. Para matar siempre hay
tiempo. —Una sonrisa rizó los bordes de la cara del hombre barbudo, que se puso en
pie y siguió lentamente a la extraña pareja fuera del parque.
La conversación telefónica proseguía.
—Michael, escucha con atención. Tomaré el próximo vuelo a Nueva York. Pero,
hasta que llegue, necesito que hagas algo por mí. Tenéis que marcharos ahora mismo.
»Lleva el coche de Simone a un taller de reparaciones para una puesta a punto, y
salid con cualquier coche de alquiler que tengan allí disponible. Si os están siguiendo,
es un modo fácil y barato de desaparecer por un tiempo sin dejar rastro. Buscad una
pensión aislada en un radio de cincuenta kilómetros de Nueva York y esperad noticias
mías. En cuanto aterrice, os llamo. No digáis a nadie dónde estáis.
—¿Dónde nos hemos metido, Curtis?
—Estáis entre la espada y la pared, amigo mío. Si no salís cagando leches, tenéis
los días contados. Venga, en marcha. Te veo mañana.
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—¿Qué es promise? ¿Qué significa? —gritó Michael en el auricular.
—Es un acrónimo de Sistema de Información sobre Gestión de los Fiscales. Se
deletrea P-R-O-M-I-S. Salid de ahí. ¡Ahora! —Era una orden.
Se cortó la comunicación.
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sirven al bando equivocado. Agentes independientes que trabajan por su cuenta y no
se conocen unos a otros, si bien están coordinados mediante una serie de
controladores, quienes a su vez son controlados desde arriba —contestó Curtis
hundiéndose en un sillón situado frente a la chimenea.
—¿Están en una operación norteamericana? —preguntó Simone.
—No estoy seguro. Tienden a meterse en asuntos internacionales, una especie de
organización de múltiples capas con un círculo interno de intereses privados.
—¿Hablas de una especie de conciliábulo? —terció Michael.
—¿Con qué fin? —inquirió Simone—. ¡Debe de haber un móvil!
—¿Dinero?
—Lo dudo, Michael. Ya tienen casi todo el dinero del mundo.
—Entonces, ¿qué? ¿Riqueza, reconocimiento, notoriedad?
—Si es el mismo tipo de operación, te aseguro que no mataron a Danny por lo
que son, sino más bien por lo que habría significado para ellos la revelación de su
identidad.
—Quizá no querían ser descuartizados por cosas que hicieron en el pasado.
Después de todo, Danny decía que esto se remontaba a la Segunda Guerra Mundial
—señaló Simone.
—Si son personas situadas en altos niveles del gobierno, la investigación de
Danny quizá puso al descubierto sus transgresiones de cincuenta años atrás —dijo
Michael.
—Es posible borrar los viejos crímenes. Fíjate en lo de Roma —dijo Curtis
pensativo—. Esto es distinto. Simone, ¿qué decías sobre la reacción de Danny cuando
le preguntaste por PROMIS? Que se puso pálido. Pero ésa no es una reacción normal si
estamos hablando de viejas infracciones. No, esto no tiene que ver con el pasado. Es
sobre el presente. Lo que pasara en la Segunda Guerra Mundial está relacionado con
el presente, y muy probablemente con el futuro. —Curtis dejó que su mente vagara
libremente—. Danny tropezó con algo grande. Una conspiración de algunas de las
personas más poderosas del mundo, que persiguen un objetivo común.
—¿Por qué lo dices? —Simone lo miró fijamente.
—En realidad, no lo sé. Por lo general es así como funciona.
—Una conspiración de algunas de las personas más poderosas del mundo
persiguiendo un objetivo común —repitió Michael—. Pero ¿con qué objetivo?
—Sólo lo sabremos cuando recuperemos los documentos de Danny —dijo Curtis.
—Lo que significa que volvemos a empezar desde cero —soltó Simone,
desesperada—. Porque quienes los tengan no se atreverán a asomar la cabeza.
—Eso si aún están vivos —precisó Michael.
Curtis sacudió la cabeza, cerrando los ojos, y la oscuridad alivió por momentos el
punzante dolor en el estómago.
—¿Y si el supuesto es erróneo? ¿Y si no vamos tras «él» sino tras «ello»?
—¿Qué quieres decir? —inquirió Michael.
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—Los dos estáis desconcertados porque alguien tiene acceso a los documentos de
Danny, y habéis dado por sentado que fue Danny quién se los pasó. ¿Y si la
suposición es equivocada? ¿Y si estamos buscando a «alguien» en vez de «algo»?
Simone y Michael escuchaban en silencio.
—Nos falta una pieza concluyente del rompecabezas. He estado dándole vueltas
desde que subí al avión anoche. Pensemos. ¿Cuál es la explicación más sencilla? Si
esta organización, Octopus, persigue a alguien, los grados de lealtad a tu hermano son
totalmente irrelevantes; esta persona no tiene ninguna posibilidad. Primero le
inyectarán Amital, y su vida será un libro abierto. Después lo matarán, obtendrán la
información necesaria e irán por vosotros. Pero no lo han hecho. —Curtis hizo una
pausa—. ¿Por qué?
—Porque no tienen lo que necesitan —señaló Simone.
—Exacto. Y eso significa que no debemos buscar «quién» sino el «qué» y el
«dónde».
—¿Puedo beber algo?
—Claro. —Curtis se levantó y fue al mueble bar. Dos medidas de whisky para él;
una para Simone y Michael—. ¿Hielo?
—No, gracias. —Simone se puso en pie y se acercó a la ventana—. ¡Voy a
volverme loca! Encima de no saber dónde está el probable «quién»… ¡ahora nos cae
encima el improbable «qué»!
Curtis les llevó los vasos.
—Simone —terció Michael—, tú lo dijiste. Danny no tenía muchos amigos,
desde luego ninguno a quien pudiera confiar lo que estaba investigando. Pero
tampoco iba a dejar que se desperdiciara su extraordinaria labor. Le había dedicado
demasiado. Eso hace que quedes sólo tú, su hermana, como único pariente vivo, la
persona a la que más quería y en la que más confiaba. Mientras estuviera vivo, Danny
guardaría las distancias contigo. Sabía el peligro que corría. Por eso se puso lívido
cuando le preguntaste por PROMIS.
—Pero tomaría precauciones por si le sucedía algo.
—Tú misma lo dijiste. Hizo copias de todos sus documentos. Éstos son ahora tu
póliza de seguros. —Michael hizo una pausa—. Entonces, ¿por qué no han venido
por nosotros?
—Porque saben que Simone no los tiene. Recuerda la contrainvestigación. Lo que
no saben es quién los tiene. Así que están observando y esperando —explicó Curtis.
—… Porque están actuando en función del supuesto de que es «él» quien los
tiene, y no el «qué» —añadió Michael.
—Exacto.
Simone dejó el vaso de whisky y cogió una bolsa de cacahuetes de la cesta de
bienvenida.
—Pues si es el «qué», ¿dónde está?
—En el único lugar del mundo donde nadie lo buscaría —dijo Curtis.
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—¿Y dónde está eso? —Michael se inclinó hacia delante.
—En el apartamento de Danny.
—Curtis —ahora le tocaba a Michael poner objeciones—, los detectives lo
registraron de arriba abajo. Por si lo has olvidado, no encontraron nada.
—Michael, no encontraron nada porque no buscaron lo que debían.
Michael se quedó pensando, con su mente dando tumbos. Recorrió la habitación
con los ojos.
—Lo que tenemos no es ninguna prueba, desde luego, pero tampoco hay que
desecharlo —dijo al fin.
—Simone —intervino Curtis—, en esta ecuación hay dos elementos entrelazados:
tú y Danny por un lado, y Octopus y PROMIS por otro. Y estos elementos tienen un
denominador común.
—Teorías, suposiciones, ecuaciones. Estoy cansada de eso. —Dejó el vaso de un
golpe en la mesa.
Por el rabillo del ojo, Michael dirigió a Simone una mirada larga y tierna. Ella
estaba conteniendo las lágrimas; sus dedos dibujaban algo en la mesa; su mente
intentaba recordar un detalle.
—Simone, ¿recuerdas qué te dijo Danny sobre PROMIS? —Como interrogador
experto que era, Curtis la iba guiando en la dirección adecuada.
—Dijo que, con Octopus controlando PROMIS, no se podía confiar en ningún dato
en su formato electrónico, por seguro que fuera.
—PROMIS puede hacer lo que ningún otro programa ha podido hacer nunca: leer e
integrar cualquier cantidad de programas informáticos o bases de datos diferentes de
manera simultánea, con independencia del lenguaje en el que estén escritos, del
sistema operativo o de las plataformas en las que las bases de datos estén instaladas.
—Asintió para sí mismo—. Hace poco, el Departamento de Seguridad Interior y la
Agencia de Seguridad Nacional han dedicado más fondos a la ciberseguridad que a
ningún otro proyecto, concretamente al programa Managed Trusted Internet Protocol
Services, que utiliza PROMIS —aclaró Curtis mientras hacía un cálculo mental—. Por
eso Danny te advirtió de que, con PROMIS, no se podía confiar en ningún dato, por
seguro que fuera, en su formato electrónico. —Curtis se puso en pie. Nadie dijo nada.
Era como si no lo hubieran oído, aunque él sabía que lo habían oído perfectamente.
»Si PROMIS puede ver y oír, también puede registrar patrones y perturbaciones
estadísticas, pero sólo si lo que buscamos está escondido en un sistema
correlacionado —añadió Curtis—. Ahora bien, ¿y si lo que estamos buscando no está
realmente oculto en ningún sistema que PROMIS pueda reconocer? En el cielo y la
tierra hay muchas cosas que no se revelarían en PROMIS.
—Un momento. —Michael Asbury ladeó la cabeza—. Danny sabía que esta
información debía de estar tan bien escondida que, por mucho que los asesinos la
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buscaran, no la encontrarían. O al menos…, nunca sospecharían que debían mirar en
cierto sitio.
Simone alzó la cabeza.
—Estás sugiriendo…
—¡Sí, claro! No sólo debe de estar bien oculta —dijo Michael—, sino que tú,
Simone, tendrías que poder reconocerlo.
—Disculpa —dijo ella dirigiéndose a Curtis—, ¿has dicho Voltemand Hall, o te
referías a un cortesano de Hamlet? ¿Y qué tiene que ver esto con Danny?
—¿Perdón? —Curtis creyó haber entendido mal y le dirigió una mirada perpleja.
—Has dicho que si PROMIS puede ver y oír, también puede registrar patrones y
perturbaciones estadísticas, pero sólo si Voltemand Hall…
—No he dicho nada sobre Voltemand Hall. Ni siquiera sé qué es, Simone.
—Entonces, ¿por qué lo has dicho?
—¿El qué?
—Lo que has dicho. Quizás es simple curiosidad. Voy al baño, con permiso. Tal
vez cuando vuelva ya lo tenemos resuelto.
—¿De qué habla? —susurró Curtis con una sonrisa asimétrica en la boca.
—Se me olvidó decírtelo. Siempre que come cacahuetes de mala calidad sufre
una reacción alérgica que posteriormente le afecta al oído. No le hagas caso. Se le
pasa rápido.
Unos momentos después, Simone entró en el salón y colocó, desafiante, la rodilla
derecha en el brazo del sofá.
—¿Qué decías, Michael?
—Que sí, claro. No sólo debe de estar bien oculto, sino que tú tienes que poder
acceder a ello. Entonces, ¿qué podría ser? Algo que él supiera que reconocerías y
serías capaz de descifrar. Piensa, Simone —dijo Michael espoleándola con tacto.
—Es sobre el «qué» —agregó Curtis—. ¿Cómo lo disimularía Danny? ¿Qué
intereses teníais en común? ¿Qué sería ese algo que te llamaría la atención al
instante?
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—¿Perdón? —Curtis creyó que había vuelto a perderse algo.
—Dante —dijo ella—. La Divina Comedia.
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Esa noche llovía en Roma. Furiosas cortinas de agua bramaban sobre transeúntes y
conductores, como una bestia rabiosa que intentara escapar de una jaula. La luna
irrumpió con sus fríos rayos.
Un hombre bajo y fornido, vestido con una cazadora arrugada y mal entallada, se
resguardó bajo un pasadizo abovedado y miró el reloj. Se hallaba entre dos farolas,
frente a las macizas puertas ornamentales de un edificio de apartamentos de piedra
rojiza. Eran las cuatro y media de la mañana. La llamada llegaría de un momento a
otro. Casi sumergido en la oscuridad, estiró el cuello, a la izquierda, a la derecha y
otra vez a la izquierda. El hombre oyó el lento fragor de un vehículo que se acercaba.
El haz de luz recorrió la negrura y lo atrapó por un instante en su guarida. Paralizado,
se inclinó hacia atrás y cerró los ojos, sintiendo en las sienes un extraño calor
húmedo. ¿Llegaría la llamada? El hombre se ajustó la cazadora con dedos torpes, se
subió las mangas, se las bajó. Volvió a mirar la hora. Las cuatro treinta y tres, las
cuatro cuarenta, las cuatro cuarenta y siete…
Llegó por fin cuando pasaba un minuto de la hora. Las cinco y un minuto de la
mañana. En Roma, la silueta baja y robusta respondió al primer timbrazo.
—¿Sí, sí? —repitió, pegándose el auricular a la oreja. El susurro era discordante.
—¿Qué pasó en la Via dei Giardini? ¿Quién fue el responsable? ¿Tienes los
detalles?
—El jefe está muerto, igual que los otros dos y los guardias. El testigo ha
desaparecido. Creemos que se encuentra en Roma.
—Un extraño giro de los acontecimientos. Es posible que él nunca pensara
testificar, y sin embargo, ha usado como cebo una trampa.
—Esa mujer, Arbour, averiguó algo. Reforzó la seguridad.
—Sólo como precaución. No tenían nada. ¿Está en peligro alguna de nuestras
fuentes?
—¡Dios mío, no, no sospechan nada!
—En la via dei Giardini sobrevivió uno de los dos hombres. ¿Qué sabemos de él?
—Está herido. Ayer salió para Nueva York.
—¿Nombre? ¿Aspecto?
—Nombre desconocido. Tenía una acreditación Cuatro Cero. Aspecto:
incompleto.
—Pero ¿está en Nueva York?
—No conocemos su estado físico. Lo que sí sabemos es que recibió una llamada
de alguien y poco después salió del hospital.
—¿Dirección?
—Al aeropuerto. Vuelo Roma-Nueva York.
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—Una decisión de última hora, está claro. Comprobad las últimas
incorporaciones en la lista de pasajeros. Mirad también si todo el mundo pasó por la
aduana. Necesitamos una descripción física para mañana por la mañana.
—¿Los matamos?
—No hasta que averigüemos quiénes son. Los quiero vivos, sobre todo a la mujer
—susurró una voz lejana. Hubo una breve pausa.
—Se me ocurre una explicación —dijo el hombre fornido de la cazadora mal
entallada, imponiéndose poco a poco—. Póngase en su lugar. Su hermano ha muerto.
Ella cree que lo han asesinado. Está consumida por el dolor, que es inmenso, como
también lo es su ira. Busca a la única persona en quien puede confiar aparte de su
hermano. Un hombre que conoció en otro tiempo, en quien confía…, quizás un
amante o un viejo conocido. ¿Qué hace? —Silencio del otro—. Ella no puede acudir
a la policía porque su hermano cree que la policía está en el ajo. Nos aseguramos de
esto. Representa la traición.
—Déjame pensarlo. —Se produjo un largo silencio—. Esta reacción es racional.
—La voz sonaba como un eco lejano con acento del Medio Oeste—. Lo cual
significa que ella es previsible —añadió el eco.
—Sugiero eliminar al soldado. —El hombre de Roma aguantó la respiración y
escuchó.
—No hasta que yo lo diga. Necesitamos sus sinergias. La mujer no sabe dónde se
ha metido. El profesor tampoco. El soldado sí, pero necesita la ayuda de los otros dos
para descubrir la verdad. Entre los tres lo resolverán.
—¿Por qué está tan seguro?
—Hemos interceptado una llamada desde Nueva York. Entretanto, nos ponemos
cómodos, observamos y escuchamos.
—No podemos engañarlos con estratagemas.
—No tendremos por qué hacerlo. Recuerda, van a ciegas. No tienen pistas de los
elementos involucrados ni de cómo pueden estar conectados. Si es preciso, se
insinuarán promesas, intervendrán actores… Pero ya están sentenciados.
—De acuerdo. La información saldrá inmediatamente.
Justo cuando el hombre guardaba el móvil, se oyó un zumbido aéreo. Miró el
reloj. En Nueva York aún faltaba un rato para la medianoche. Se produjo una llamada
con instrucciones precisas a un especialista de la Gran Manzana, el tan cacareado
hombre punta de la avanzadilla. Él sabría qué hacer, pues lo había hecho antes. Por
eso le conocían como «el especialista». Su verdadero nombre no venía al caso. Había
utilizado tantos que había perdido la cuenta. Simplemente, era un hombre de fiar que
sabía entrar y salir de los recintos más fortificados e inexpugnables. El hombre
invisible. Instrucciones enviadas y los equipos en sus puestos. El hombre de Roma
salió de detrás del árbol y bajó el bordillo despacio. Aparecían las primeras luces en
las ventanas, dos en el lado más próximo, una enfrente, derramando su contenido en
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la calle. Mejor no quedarse más tiempo de la cuenta. Podrían hacer preguntas. Lo
suyo era el anonimato y la coordinación. Había demasiado en juego.
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—Danny y yo compartíamos nuestro amor por la poesía clásica italiana. Bueno,
en realidad era mi amor, y cuando murió nuestra madre, le compré a Danny un
ejemplar de la Divina Comedia para consolarlo… Él entonces tenía dieciséis años.
Los recuerdos volvieron en un instante.
Fue en 1991. La última vez que la vieron viva, su cara pálida, tocada con un
sombrero de tres picos, andando pesadamente hacia la cámara, miraba desde la
pantalla, cruzaba la mirada con ellos, pero era incapaz de reconocerlos, de ayudarlos
y consolarlos, pues era sólo una figura en una foto. Está viva porque se mueve y
habla, porque estaba viva cuando se grabó la película; pero también muerta (la gente
fotografiada siempre lo está, ya es un recuerdo).
—¿Está de veras ahí, Simone? —preguntó Danny, radiante a través de las
lágrimas, hojeando el libro y mirando expectante a su hermana. Al principio, ella no
contestó, y pasó la palma de su mano izquierda por los nudillos de la derecha de
Danny.
—Mira, cariño, la muerte revela que no hay vida, sólo un sueño de vida —dijo
despacio, haciendo pausas, escuchando el sonido de las palabras y su significado
íntimo.
Él la observaba, ansioso.
—En Dante —a Simone se le llenaron los ojos de lágrimas—, ella nos ayudará a
los dos a salvar el abismo entre expresión y pensamiento. Las palabras correctas te
esperan en la orilla opuesta del río neblinoso. Ella nos guiará hasta esos pensamientos
aún desnudos. —Los ojos de Danny estaban empañados por las lágrimas—. Nada la
hará volver, cariño. —La débil voz de Simone vaciló—. Más allá de cualquier
espiritualismo facilón, los muertos hablan. Nos aconsejan a través del recuerdo,
mediante nuestro conocimiento tardío, aunque a menudo luminoso, de lo que nos
habrían dicho.
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—Dijo que cuando llegara el momento, yo lo sabría. Simone parpadeó, absorta en
sus pensamientos.
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que llegaría ese momento. La invadió un abrasador calor helado, seguido de una
oleada de vértigo y desorientación. Sintió como si la tierra desapareciera bajo sus
pies; tenía la boca seca y un nudo en el estómago. Con aire distraído, se pasó un dedo
tembloroso por el ondulado pelo oscuro, descubriendo en el antebrazo una mancha de
nacimiento. ¿Qué estaba sintiendo? Era difícil contarlo.
De pronto, en algún lugar abajo, oyeron un cerrojo, un pestillo hizo un ruido
resonante y una puerta se abrió de golpe. Un instante después, salió al pasillo un
hombre maduro en zapatillas de pana. Tras él se derramaron sonidos de algún
espectáculo deportivo, levitando una décima de segundo antes de disolverse en el aire
enrarecido. Un chasquido, y el pasador volvió a su sitio. Se cerró la puerta. El hombre
sacó la pipa y la llenó con cuidado. Con paso firme y tranquilo, bajó las escaleras
hasta la calle.
Simone abrió el bolso y sacó una llave de un estuche metálico. La giró a la
derecha, dudó un momento y volvió a girarla. Los fuertes latidos de su corazón
neutralizaban los demás sonidos. El cerrojo de seguridad cedió, y los pasadores se
deslizaron con suavidad. Empujó la puerta con la palma de la mano derecha. Curtis
miró a Simone en la chillona luz de la entrada; ella tenía una mueca de dolor. No, no
era una mueca, estaba mirando algo, conmocionada e incrédula.
De repente soltó un grito ahogado. «Dios mío…», el horror se apoderó de ella.
Mientras tragaba aire, todo su cuerpo tembló por la angustia. Curtis la agarró y la
apartó de la posible línea de fuego. Simone jadeaba. Él se volvió, intentando entender
la causa de su histeria. Entonces lo vio.
El desbarajuste que se ofrecía a sus ojos era indescriptible.
—Dios santo…
Curtis sacó el arma, una Heckler & Koch P7, durante mucho tiempo la preferida
de los rangers del ejército. La brusquedad del movimiento le provocó un flujo de
dolor en el cuerpo. Puso mala cara y forzó la cabeza hacia el hombro derecho; el
dolor punzante le subió hacia el pecho y le bajó por el brazo hasta la boca del
estómago, donde se alojó con un ruido sordo. Michael se le acercó instintivamente.
—No, gracias. Tengo que hacerlo yo solito. —Curtis avanzó; los inhibidores
vendajes en la caja torácica y el pecho le resultaban cada vez más incómodos. Era
muy consciente de las limitaciones físicas de su estado actual. Las heridas estaban
cicatrizando, pero aún les faltaba bastante. Su mente tenía que funcionar mejor y más
deprisa que su cuerpo, lo cual aceptaba a regañadientes dadas las circunstancias.
Apretó la semiautomática—. Quedaos junto a la puerta —susurró mientras echaba a
andar lentamente por el pasillo—. Y si oís tiros, salid cagando leches.
Volvió al cabo de un momento.
—Se han ido —dijo mientras guardaba la H&K P7 en la funda. Se dirigió a la
puerta, pasó los dedos por el borde del marco y examinó la cerradura—. Simone —
dijo tras un silencio—, quien sea sabía qué estaba haciendo. Danny tomó grandes
precauciones para protegerse contra posibles visitas no deseadas.
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»Éste es el sistema más sofisticado del mundo. Se llama Threat Con Delta y
funciona con una combinación de llave biométrica y cilindro. —Hizo una pausa y
miró a ambos—. Esto significa que el rastro auditivo puede darnos el día y la hora en
que fue utilizada la llave electrónica. —Señaló el código de barras lateral—. Salvo en
el caso de que registre cero, quiere decir que alguien fue capaz de anular el sistema
sin dejar señales.
—¿Cómo es que Simone ha podido entrar sin tener acceso a los códigos? —
preguntó Michael.
—Porque su llave anula el sistema mediante un microchip que lleva insertado.
—¿Quién hizo esto? ¡No puedo respirar! —Simone se quitó el impermeable y lo
dejó caer al suelo—. Matan a Danny, ¡y ahora ellos registran el apartamento de arriba
abajo! —«Ellos» era una amenaza que lo decía todo y no decía nada.
—¿Dónde tienes tu impermeable? —le preguntó Curtis.
Ella estaba pálida y asustada.
—¿Qué?
—Cógelo —le dijo en voz baja.
—Sí, claro. —Simone estaba aturdida—. ¿Por qué han entrado a la fuerza? Ya ha
venido la policía.
—No podemos quedarnos aquí. No es seguro —repitió Curtis con tono más
enérgico, haciendo que ella se volviese. Simone lo miró con aire distraído—.
Debemos irnos enseguida. ¿Me has oído, Simone? ¡Ahora!
—Tenemos que encontrar el libro —replicó maquinalmente.
—Si es una obra tan conocida, comprémosla en una librería.
—No. Necesitamos el ejemplar de Danny.
—Si nos quedamos aquí mucho rato, tendremos problemas. Los que estuvieron
aquí podrían regresar.
—¿Quién eres tú para darme órdenes? ¡No me voy sin el libro de Dante! —gritó,
apartando la mano de Curtis.
—¡Simone, si nos quedamos, nos buscaremos problemas! —Aguardó la
respuesta; ésta llegó con un vigor que lo cogió por sorpresa.
—No volverán, ¿no te das cuenta? Por Dios, ¿en qué mundo vives?
—Uno en el que lamento que hayas entrado tú.
—¡Escúchate a ti mismo, Curtis! Repartes palabras como si fuera dinero que no
tienes.
—¿Qué insinúas, Simone?
—¿Es que soy histérica, incompetente? ¿No soy lo bastante lista para investigar la
muerte de mi hermano?
—Simone, escúchame. Sólo quería decir…
—Curtis… —Michael se le acercó y le puso la mano en el hombro—, danos unos
minutos para encontrarlo. Por favor… —El ranger clavó la mirada en su amigo
mientras le palpitaba la mandíbula cuadrada.
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—Cinco minutos, Michael. Yo vigilaré el rellano. No hay otra entrada.
El historiador de arcanos se bajó la cremallera de la cazadora. «¿Hace calor o soy
yo?», se preguntó, pero decidió no decirlo en voz alta. Serían sus sensaciones.
—¿Simone?
Era una pregunta y una invitación, todo a la vez. Ella se quedó en su sitio, y acto
seguido dio unos pasos al frente, como si hubiera cruzado un espejo. Todo y nada le
resultaba familiar.
El vestíbulo se estrechaba formando un corredor exiguo y sin muebles. En cada
lado había dos puertas, dos habitaciones tirando a pequeñas, un retrete y un cuarto de
baño que daba a un patio interior. Al final del primer trecho, el comedor había sido
transformado en estudio por falta de espacio, y de la pared, clavado con chinchetas,
colgaba el amarillento cartel de un circo de Volgorod de gira. Estaba amueblado con
bastante mal gusto, mal iluminado, con una sombra perenne en un rincón y un jarrón
de cristal en un estante inalcanzable. El jarrón, en otro tiempo el objeto más hortera
del apartamento, era ahora el único superviviente, con su cáscara vítrea envuelta en
una capa de polvo vaporoso.
Tras llegar al comedor, el pasillo daba un giro brusco a la izquierda. Allí se
escondía la cocina. El estudio-comedor estaba lleno de estanterías, pero también
había libros en la mesa y en el suelo. Había una foto de Danny apoyada en varios
volúmenes de clásicos rusos milagrosamente intactos. En la foto, se lo veía sentado
en la misma pose que a veces adoptaba Chéjov, la cabeza ligeramente gacha, las
piernas cruzadas, los brazos agarrados uno a otro, inscrita en su rostro una expresión
extraña y distante incubada en los últimos meses de su vida.
Danny siempre había dormido mal. El padre sostenía con ambas manos la hucha
con forma de cerdito y la agitaba suavemente.
—¿Qué le gustaría a Danny si pudiera elegir algo en el mundo? —La
aterciopelada voz de su padre siempre fue muy musical.
—Estoy ahorrando todo el dinero, papá. —Una pausa, una mirada. El padre
pasaba el dedo índice por la columna vertebral de un cochinillo de alabastro con una
ranura en medio.
—¿Para qué?
—Quiero comprar un río.
Al día siguiente, el padre le dio a Danny una cinta azul. El padre: ojos castaños,
mirada inteligente, cabello oscuro, facciones marcadas, cabezota de sabio. Tenía algo
muy difícil de expresar con palabras, una bruma, un misterio, la enigmática cautela
de un hombre poseído por el genio. Para Simone, su padre fue siempre aquel
desconocido que examinaba su pasado de forma mucho más espontánea de lo que
haría con su futuro.
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—Es una cinta mágica —dijo al fin tras observar un buen rato la expresión
confusa de Danny—. Si la extiendes, será larga como un río. ¿Qué harás con ella,
Danny?
Que un río pueda medirse con cintas… Danny tenía miedo de abrir la cinta y
desenrollarla.
—Es un regalo importante, y hay que tratarlo con mucha responsabilidad —dijo
el padre.
Danny se acercó y abrazó a su padre, mientras éste contemplaba, divertido, el
maravilloso impacto y la transformación del niño: el hechizo y el júbilo al
experimentar el placer de un descubrimiento.
Desde aquel día, Danny durmió con la cinta bajo la almohada. Y soñaba toda la
noche.
—Simone… —Michael se le acercó.
Ella se volvió y entró en el estudio de Danny.
—Ayúdame a encontrar a Dante —pidió en tono urgente.
Simone tiró del cajón izquierdo del escritorio y hurgó frenéticamente entre los
papeles.
—¡No está aquí! —exclamó—. Siempre lo guardaba en este cajón. —Lo cerró de
golpe—. Ese montón de libros del rincón… El Dante de Danny tenía el lomo de
cuero negro… ¿Por qué lo trajiste? —En su voz había una tensión que él tardó en
descifrar.
—¿A Curtis? —Michael se puso de rodillas, demoliendo el montón mientras sus
ojos y sus dedos se movían como locos.
—Es un analfabeto. Pura mierda.
—Simone, estoy pasmado. Nunca pensé que la descendiente de una princesa
italiana pudiera ser tan barriobajera —soltó Michael, buscando con afán en la pila de
libros.
—Podemos resolverlo sin él, cariño. Por favor, dile que se vaya.
—No, no podemos, Simone. Esto es real. Por ahí andan tipos con armas de
verdad que disparan balas de verdad y matan a personas de verdad.
—Es vulgar, cariño. No usa nuestro lenguaje.
—No seas tan dura con Curtis. ¿Lo has escuchado?
—Le he oído hablar con monosílabos. Con eso me basta.
—Simone…
—Michael, si yo estuviera escribiendo un libro, repintaría la escena, para que su
obstinación pudiera ser desviada hacia su doble. Espectral o fantasmal, a menos que
los fantasmas sean dobles…, uno andando, el otro intentando atraparlo.
—Vosotros dos tenéis mucho en común —dijo él.
—¡Lo he encontrado! —exclamó ella con agitación triunfal.
—Lo único que tenemos en común, aunque por razones distintas, es un gran
interés por muchas plantas desérticas de aspecto militar, en especial varias especies
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de pita, que él probablemente llamará cactus sin más.
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«Un fusil de asalto G36 con silenciador y visión infrarroja», pensó. Un arma
propia de un grupo de Operaciones Especiales.
Se volvió y corrió hacia el salón, abriendo y cerrando de golpe las dos puertas de
los dormitorios para causar efecto. Al fondo oía a Michael intentando abrir la ventana
de la cocina haciendo palanca. Identificar y luego matar: ése era el estilo de las
Operaciones Especiales extraoficiales. Uno de los asesinos se puso en cuclillas y
movió lentamente la cabeza hacia el rincón del arco de entrada. Curtis apuntó y
disparó. Falló por un pelo. Tres escupitajos, uno tras otro, dieron en la pared de su
izquierda. El humo se mezclaba con el yeso pulverizado.
Entonces Curtis comprendió que las armas de Operaciones Especiales sólo podían
significar una cosa. Esos tipos eran un equipo «de limpieza». Una respuesta rápida.
Entrar y salir. De cuatro a seis hombres.
—De cuatro a seis —repitió en voz alta.
De pronto, recordó algo y se le heló la sangre. Al otro lado de la puerta del pasillo
había dos hombres. ¿Y los otros? ¡Michael! ¡Simone! ¡Dios mío! Estarían
esperándoles abajo. Al decirles que tomaran la salida de incendios había firmado su
sentencia de muerte. Y ahora, ¿qué?
«No pierdas tiempo. No pienses, actúa». Pasos al final del pasillo. Dedos, talón,
uno, dos. Cruzaron una puerta. Fuego de armas automáticas. Primer dormitorio. La
madera hecha pedazos alrededor de la cerradura. La puerta cedió. Un asesino se
precipitó dentro, el otro cubrió el corredor. Campo libre. Curtis se agazapó. Otra
tanda de disparos. Una explosión hizo temblar la pared. ¡Ahora! Curtis embistió hasta
chocar con la pared más alejada del pasillo. Tiroteo. Notaba el calor abrasador de las
balas rozando su sien. Giró a la derecha y disparó, y luego a la izquierda y volvió a
disparar, con la pared como punto de referencia. Del asesino que cubría el pasillo
llegó un aullido desgarrador. El arma abajo. Manchas de sangre. La bala le había
dado en la muñeca. Los dedos retorciéndose espasmódicamente tras el impacto.
«¡Michael, Simone! ¡Dios mío, lo lamento!» Curtis se alejó del dormitorio. «¡La
cocina! Vete a la cocina. Páralos». Parar, ¿a quiénes?
La figura del segundo sicario cruzó el marco de la puerta, salió al pasillo y apuntó
a la cabeza del ranger con un H&K G36. El hombre apretó el gatillo. «Se acabó»,
pensó fugazmente Curtis… pero oyó la dulce irrevocabilidad de un agudo chasquido
metálico. La recámara estaba vacía. Curtis giró sobre sí mismo, levantó el arma y
disparó… pero oyó un escalofriante chasquido metálico. Su recámara también estaba
vacía. El asesino y su colega herido retrocedieron por el pasillo y salieron corriendo
por la puerta. Habían escapado. Cuando una operación acababa mal, había que
evacuar.
«¿Dónde están?». Un escuadrón de Operaciones Especiales con un objetivo civil
era un trabajo de dos minutos como máximo. Cuatro hombres contra unos
desprevenidos Michael y Simone tardarían mucho menos. ¡Chirrido de neumáticos!
¿Cómo era posible? ¿Por qué no gritaban? Curtis se apresuró a la cocina. «¡La
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ventana! Está cerrada. ¿Qué demo…?». Crujió una puerta a su espalda. Se volvió al
instante.
Desde un armario de limpieza asomó la cara de Michael, y su brazo alrededor de
Simone Casalaro. Ella estaba temblando y tenía la cabeza pegada al hombro de
Michael. Sollozaba en silencio, sin dar crédito.
—Danny la había cerrado con candado —susurró Michael.
Durante unos momentos, los tres se quedaron inmóviles en un círculo, sintiendo
el cansancio y la esperanza que se daban mutuamente.
Al final no había liberación ni clímax, sólo conclusión.
Curtis dejó pasar unos minutos, hasta que disminuyeron los temblores y
empezaron los sollozos y gimoteos.
—Aquí tenéis la respuesta —dijo—. No podemos quedarnos en el apartamento.
No es un lugar seguro. —Y luego añadió—: Volvamos al hotel.
Simone no podía alejar de su mente la mirada ni la voz de Curtis. Había en ellas
demasiada verdad para rechazarlas insensatamente.
La ciudad se hallaba envuelta en una noche negra como la brea. A lo lejos, un
reloj dio las doce. El inmenso cielo, bañado en un rosa apagado, se iba oscureciendo.
Una luna escurridiza y lustrada apareció sin apenas rozar el firmamento. Fuera, el
viento soplaba con un bramido furioso, pero dentro todo estaba quieto. La sequedad
del aire producía un asombroso contraste entre la luz y las sombras. Fulgor y detalles
por un lado, una oscuridad absorbente por el otro.
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—Se llama Paulo Ignatius Scaroni —dijo un hombre de Tejas, fornido y con entradas.
Oficialmente, era un analista de alto rango del Departamento de Estado.
Extraoficialmente, ocupaba un puesto de responsabilidad en la Unidad de
Estabilización Política, una rama de los servicios de inteligencia de Estados Unidos
conocida como Operaciones Consulares. Su nombre era Robert Lovett. Lo describían
como el «arquitecto de la Guerra Fría» y había sido ejecutivo del viejo banco Brown
Brothers Harriman, de Wall Street. Seis personas estaban sentadas a una mesa de
reuniones, de caoba y en forma de U, en un espacio especialmente insonorizado,
intimidad garantizada por blindaje de Faraday e interceptores de radiofrecuencia de
banda ancha. En cada sitio, un bloc y un lápiz.
—Éste es el hombre que tiene el futuro del sistema financiero mundial pendiente
de un hilo —siguió el hombre.
—Toda una declaración —dijo Edward McCloy, representante del cártel bancario
más importante del mundo, un hombre de cincuenta y pocos años, complexión e
inteligencia normales. Vestía camisa blanca de manga larga y pantalones negros de
algodón.
Debía el puesto a su tío, John J. McCloy, ya fallecido, antiguo presidente del
Chase Manhattan Bank y de la Fundación Ford, controlada por Rockefeller, y antiguo
miembro de la Comisión Warren. Edward McCloy se graduó en un pequeño college
de Yale y estuvo a punto de ser nombrado miembro de la prestigiosa sociedad secreta
Skull & Bones.
—A mí, personalmente, me parece muy extraño —resopló un tercer individuo—
que algo así pueda pasar estando JR de guardia. —Henry L. Stilton era director
adjunto de la CIA. El hombre al que se refería como JR era John Reed, presidente de
Citibank—. A estas alturas, no podemos siquiera empezar a entender las
consecuencias de todo esto.
Stilton, alto y desgarbado, iba impecablemente vestido. En su anodino rostro se
distinguía el mentón hendido y unas cejas pobladas. Con apenas sesenta años, había
sobrevivido a tres administraciones. Sacudió la ceniza de su puro habano y paseó por
la mesa una mirada desafiante, como si esperase que lo contradijera al menos uno de
los presentes en la sala.
—Henry, espero que no insinúes que en nuestras medidas de seguridad hay
deficiencias o falta de supervisión. —John Reed tenía una voz de barítono profunda y
melosa, acentuada por años de tabaco y bebida.
—Bueno…, no sé, Bud. Pero ¿cómo lo llamarías tú? Tienes más agujeros que un
colador. No lo tomes como algo personal. Me ciño estrictamente a los hechos.
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En la sala había otro hombre, pero de momento su opinión no importaba. Estaba
sentado discretamente, escuchándolo todo. Oficialmente, era un exsecretario del
Tesoro. Extraoficialmente, consejero de un grupo de influyentes inversores, cuya
identidad era un secreto celosamente guardado y cuyo dinero hacía girar el mundo.
Reed arrugó la nariz y parpadeó unas cuantas veces.
—El sistema es hermético. Nadie pudo preverlo. Fue chiripa. No podría volver a
hacerlo —remachó.
—Lo repites hasta la saciedad, Bud. Pero aquí está el quid de la cuestión, ¿no? —
replicó Lovett, cruzando y descruzando las piernas—. No tiene por qué volver a
hacerlo porque ya lo ha hecho una vez… Los consultores con honorarios de
escándalo y jerga estrambótica que te montaron el sistema están navegando en un río
de mierda. Puedes llevar esto al banco, eso sí, a condición de que Scaroni esté bien
lejos.
—Creo que con las drogas, las sustancias químicas y los sueros de la verdad de
que dispone la Agencia podríamos despachar la cuestión. —Con su opinión, McCloy
estaba siendo impreciso adrede. Pecaba de cauteloso.
—No, no podemos, Ed. Recuerda que es uno de los nuestros. Si fuera listo o
trabajase para alguien, invertiría el funcionamiento de la secuencia. Lo cual significa
que no sabemos si lo que hay programado en esa cabeza es una ganancia inesperada o
una gilipollez.
—Gracias por venir, señor secretario. —Taylor se volvió y se dirigió al hombre
sentado a su derecha—. El problema que tenemos entre manos es muy urgente. Si no
fuera así, no lo habríamos molestado.
—Gracias por su deferencia.
—No hay de qué. Señor, ¿quiere formular alguna pregunta antes de que
prosigamos?
Taylor se dirigía al antiguo secretario del Tesoro, David Alexander Harriman III,
abogado, banquero de inversiones y filántropo. Varias arrugas en torno a los ojos y la
boca delataban un rostro demacrado, que parecía una máscara, tras varias operaciones
de cirugía plástica. Algunos creían que rondaba los ochenta años. Otros, que no
pasaba de cincuenta y tantos. Pero su edad nunca estaba en el orden del día. Harriman
era la avanzadilla de algunos individuos de identidad secreta que se contaban entre
los más poderosos del mundo. Ésa era su tarjeta de presentación. La única que
necesitaba.
—Bueno, sí, caballeros, creo que sí —dijo Harriman. Aunque su acento era
indudablemente del Medio Oeste, hablaba con la elocuencia y el tono de quien se ha
educado en los mejores internados del mundo—. Quizá sería buena idea empezar por
el principio.
—Muy bien, señor. —Taylor asintió a todos los presentes.
—Señor secretario… —entonó el vicepresidente.
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En las comisuras de la boca de Harriman se formaron unas arrugas
condescendientes. Fue sólo un instante.
—Robert. —Hizo una seña a Taylor, invitándolo a hablar.
—Gracias, Jim.
—Hace diez días, un antiguo empleado del gobierno llamado Paulo Scaroni anuló
los múltiples y sofisticados sistemas de seguridad y se hizo con los fondos de los
programas comerciales extraoficiales dirigidos por el gobierno.
—Secretario, ¿está familiarizado con eso?
—Vagamente. Los nombres no tienen importancia para mis clientes. Sólo los
hechos y el resultado final. Quizá, con el fin de ser más concretos, caballeros, podrían
ponerme al corriente…, en términos muy generales, pues me he quedado al margen a
propósito. Ya saben, toda precaución es poca.
—Es un nombre anodino de algo dificilísimo de definir y que es máximo secreto
—dijo Lovett—. Consistía sobre todo en traer dinero procedente de toda clase de
actividades. —Harriman torció el gesto.
—Rob, ¿cómo ha dicho?
—Señor secretario, el objetivo de este programa de instrucción era de carácter
macroeconómico.
—Muy bien. ¿Y qué más?
—Significa que se estaban localizando dólares acumulados en las décadas de los
cuarenta y los cincuenta. —Lovett estaba a todas luces buscando una salida. También
él pecaba de cauteloso.
—Lo cual es una bonita forma de decir que todo tenía que ver con repatriar unos
activos antes robados por alguien —terció Taylor.
—Gracias, Jim. Ahora lo entiendo…, igual que la bendita Virgen. Sólo que
cuando los países roban bienes valiosos en tiempo de guerra se dice que saquean,
pero cuando los vencedores cogen estos mismos bienes, lo llaman «recuperación».
—Muy agudo, señor secretario.
—¿Cómo fueron repatriados exactamente estos fondos?
—Mediante cuentas paralelas o cuentas espejo al margen de los libros de
contabilidad.
—¡Vaya operación, caballeros! Han estado ustedes especulando con el dinero del
gobierno. Los felicito —añadió Harriman en tono de burla—. Dos cuentas. Una para
el examen público y otra sólo para ser vista en privado.
—Esto equivale a decir que tú y JR estabais llevando dos series de libros —añadió
Stilton.
—Algo así.
—Dime, Bud. ¿Qué serie de libros nos estás enseñando?
—No recuerdo que te hayas quejado nunca, especialmente en vista de los
espectaculares beneficios que estaba generando la Agencia con un riesgo minúsculo.
—El comercio paralelo consiste en eso —dijo Stilton.
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—Por Dios, Henry. Pareces un párvulo. Nadie presta dinero, ni siquiera para un
coche, sin el aval o la garantía subsidiaria, ya se trate de comprar y vender un
vehículo o un país.
—Todo el mundo quiso estar en el ajo. Nadie estaba dispuesto a quedarse fuera
—dijo Reed con tono categórico.
—Bud, cuando dices todo el mundo, ¿incluyes a la CIA? —preguntó McCloy.
—Tú lo has dicho.
—¿Al FBI?
—También.
—¿Al Tesoro de Estados Unidos?
—Por el amor de Dios, todo el mundo significa todo el mundo. Se apuntaron
todas las entidades gubernamentales, entre ellas la Reserva Federal, instituciones
financieras internacionales e inversores acaudalados —dijo el irritado presidente de
Citibank.
—¿De cuánto dinero estaríamos hablando? —preguntó el secretario.
—¿Una cifra aproximada? Unos doscientos billones de dólares.
—¿De dólares? —intervino McCloy.
—Sí, de dólares estadounidenses. 223 104 000 008 003 es la cantidad exacta.
—Entiendo. Y éste es el dinero que ha sido robado por un antiguo empleado del
gobierno de Estados Unidos.
—En esencia, sí —respondió Reed, con un gesto de desagrado.
—¿Por qué no decir «sí» sin más? —replicó Harriman.
—¿Y has tardado diez días en contárnoslo? —Stilton, atónito, miró alrededor en
busca de apoyo moral.
—Henry, salvo en los beneficios, nunca antes habías mostrado verdadero interés
en ello.
—Porque tú antes no la habías fastidiado. —Hubo una larga pausa—. Y éste es el
dinero que has perdido tú, Bud.
—No lo hemos perdido. Está expropiado temporalmente. Descifraremos su clave
y lo recuperaremos.
—¿Y cómo piensas hacerlo? —Stilton exhaló el humo por la nariz mientras
clavaba la mirada en su compañero.
—Estamos trabajando las veinticuatro horas del día, volviendo sobre sus pasos y
rastreando los códigos binarios a través de las copias de seguridad del sistema. En
toda la operación tardó siete minutos. Evidentemente, tenía prisa. Quizá cometió
algún error, en cuyo caso volveríamos a tener el dinero.
—Tu gente debe de creer que ese tipo es idiota, Bud. Pero si fue capaz de saltarse
parte del sistema y anular cada uno de vuestros indicadores de seguridad de mierda,
de un sistema supuestamente inexpugnable, ¿qué te hace pensar que te dejó una
rendija para que puedas meterte a hurtadillas y morderle el culo? —Stilton descruzó
las piernas para mayor comodidad de la bragadura.
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—Mira, Stilton, si eres tan listo, ¿por qué no reservas una cámara de tortura?
Quizás a base de hablarle consigas que se rinda.
—Ya basta, caballeros. Creía que aquí todos éramos adultos. Se supone que
mantenemos conversaciones inteligentes y, en épocas de crisis, buscamos soluciones
comunes. —El silencio duró una décima de segundo. Se aclararon gargantas, se
intercambiaron miradas alrededor de la mesa. Quien tomara a David Alexander
Harriman III a la ligera lo haría por su cuenta y riesgo.
—Caballeros —intervino Reed—, hay varios problemas que debemos abordar.
Un porcentaje de los ingresos derivados de esta actividad secreta…
—O sea, fondos de reptiles —interrumpió Harriman.
—Sí, señor secretario…, fondos de reptiles utilizados para financiar un amplio
abanico de actividades clandestinas.
—Y ahora este dinero no está, pero las obligaciones del gobierno siguen
pendientes de pago —añadió Harriman.
—Al igual que la participación del Tío Sam en los beneficios comerciales que se
abonan automáticamente en el Fondo de Estabilización Cambiaria —añadió Taylor
con gravedad.
El secretario del Tesoro se incorporó.
—¿Cuánto tiempo creen que necesitará el gobierno de Estados Unidos para
averiguar qué hay detrás de esto? —Miró a Taylor—. A ver si puedo rellenar los
espacios en blanco, Jim. —Golpeteaba, impaciente, en la mesa con el extremo del
lápiz—. Éste es el dinero que habría usado el gobierno para reforzar la economía
americana mediante, entre otras maniobras, la manipulación del precio del oro…
Cabría añadir que la economía estadounidense está a punto de incumplir todos los
compromisos con sus acreedores internacionales, lo que hará que nuestro dólar no
tenga ningún valor y condenará a nuestro país a una situación tercermundista.
El silencio en torno a la mesa era sepulcral.
—He estado sentado, escuchando a los cinco describir una operación que llevaba
en marcha más de una década y en la que han estado implicados organismos del
gobierno, redes de inteligencia, dinero público y privado y quién sabe cuánta gente
más. ¿Estoy en lo cierto? —dijo el secretario.
—Adelante. ¿Cuál es su pregunta? —Bud Reed estaba pálido.
—Mi pregunta es elemental. ¿Qué han utilizado como garantía para dar un
sablazo al gobierno y financiar toda esta operación valorada en billones de dólares?
—Silencio, no habló nadie—. Bud, ¿por qué tengo la desagradable sensación de que
están ustedes a punto de soltarme una trola enorme?
—Señor secretario —el hombre de Citi rompió por fin el silencio—, usted
comprende que el nombre y la operación que voy a revelarle siguen siendo materia
reservada, por recomendación de los jefes del Estado Mayor y de una orden ejecutiva
ininterrumpida de cinco presidentes consecutivos.
—Todo un árbol genealógico, ¿verdad?
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—Señor, creo que estará de acuerdo una vez que sepa lo que hay implicado, y que
se entendió que las proporciones de la propia operación y su objetivo global
respondían al interés nacional de Estados Unidos —explicó el hombre de la CIA.
—Esos activos son grandes cantidades de oro robadas por los japoneses durante
la Segunda Guerra Mundial. La posición oficial del gobierno ha sido negar
categóricamente todo vínculo con esta base del activo —dijo Lovett.
—Lila Dorada —susurró teatralmente Reed.
—Dios mío… A ver si lo he entendido. —Harriman se puso en pie y dio unos
pasos—. Han utilizado inmensas cantidades de lingotes de oro con el sello de una
triple A como garantía en una operación extraoficial que tiene, como acreedores, a
todos los organismos gubernamentales del país, por no mencionar a diversos
inversores extranjeros. Y ahora que el dinero ha desaparecido, han perdido la
garantía, pero todavía están obligados a pagar el capital y los intereses de doscientos
veintitrés billones de dólares… —Su voz se fue apagando.
Todos asintieron en silencio.
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21
Simone abrió con cuidado el libro. En la primera página, Danny había escrito algo.
Leyó la frase.
«¿El infierno tiene geometría?».
En el margen había un garabato que representaba un infierno en forma de cono
con un Satán diminuto en el centro. Tras él, crecía un árbol con la forma de sus alas.
Por un instante Simone pensó que veía el fantasma de Danny de pie frente a ella,
con sus vaqueros de pata de elefante, haciendo girar el lápiz cada vez más deprisa.
—¿Qué estamos buscando? —preguntó Curtis.
Simone volvió en sí.
—La Divina Comedia sigue siendo uno de los pilares sobre los que se alza la
tradición europea —dijo con voz trémula—. Es un poema narrativo perfectamente
planificado, rigurosamente simétrico. Habla del descenso del poeta al Infierno y de
cómo atraviesa el centro del mundo y asciende al monte Purgatorio. Desde el monte
Purgatorio sigue hacia el Cielo hasta llegar ante Dios.
—Sin duda buscando los códigos de Danny —masculló Curtis para sí.
—Por favor, ¿podemos continuar? —pidió Simone, sentada en un brazo del sofá y
con el libro en el regazo.
—Desde luego.
—El significado del poema se representa de manera simbólica y numérica,
describiendo la unión final de la voluntad humana individual con la voluntad
universal, que, según Dante, presidía toda la creación.
—Y aquí es donde aparece Octopus, ¿no? —dijo Curtis con obvia
condescendencia.
Simone prosiguió con voz tranquila, pero mostrando su creciente irritación.
—El poeta cuenta en primera persona su viaje por los tres reinos de los muertos,
que tiene lugar durante el Triduo de Semana Santa, desde el Viernes Santo hasta el
Domingo de Resurrección, en la primavera de 1300. El poeta se pierde en un bosque.
Trata de huir, pero cada vez que lo intenta se lo impide una fiera. Primero un
leopardo, después un león y finalmente un lobo. Todo esto, como el resto del poema,
es muy simbólico. Por fin, Dante es rescatado después de que su amada Beatriz
interceda en su favor.
—No podía decir simplemente lo que le pasaba por la cabeza. Habría sido pedir
demasiado —señaló Curtis con aspereza.
—¡Esto es literatura, Curtis, no un periódico que uno lee camino del trabajo y
luego tira como un par de zapatos viejos!
—Muy bien, Simone —masculló Curtis, sacudiendo la cabeza.
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—Su guía por el Infierno y el Purgatorio es el poeta latino Virgilio, y en el
Paraíso es Beatriz, el ideal de mujer de Dante. Virgilio conduce a Dante por los nueve
círculos del Infierno. Los círculos son concéntricos, y cada uno representa los
distintos niveles de maldad. El final del Infierno de Dante es el centro de la Tierra,
donde se mantiene atado a Satán.
—Como he señalado antes —dijo Curtis entre dientes—, Dios es lo único seguro.
Ella no lo oyó. Durante un buen rato observó el garabato como si estuviera en
trance, intentando recordar algo.
—¿Qué te parece esto, Michael? —Simone le señaló el dibujo de Danny.
El silencio duró exactamente diez segundos.
—¡Dios mío! ¡Lo increíble está siempre enraizado en lo creíble! ¿No lo ves? Un
Árbol de la Vida —exclamó Michael señalando el dibujo de las alas de Satán—. Los
textos de Dante concuerdan con lo que podría denominarse Cábala cristiana. —Se
quitó la chaqueta y la dejó distraídamente en el respaldo de la silla. Simone se
desprendió de la cadena que llevaba al cuello y mostró un espléndido colgante.
—Fue un regalo de Danny. Se lo vendió un hombre que conoció en Palestina.
—Entonces, Danny sabría algo de misticismo y de la Cábala, ¿no, Simone? —
preguntó Michael.
—¿Qué es esto? —inquirió Curtis.
—El Árbol de la Vida es un concepto místico de la Cábala judía que se utiliza
para entender la naturaleza de Dios y el modo en que de la nada creó el mundo —
explicó Simone.
»Las estructuras numéricas reunidas en la Divina Comedia son demasiadas para
ser una simple coincidencia. Esto concuerda completamente con el esquema
cabalístico de la Salvación en términos cristianos —añadió.
—Por favor… —soltó Curtis, visiblemente irritado. Michael entornó los ojos.
—Durante siglos, los números representaron tanto ideas matemáticas como
símbolos metafísicos —prosiguió Simone—, y estaban íntimamente entrelazados.
Para los egipcios, los romanos y los griegos, simbolizaban los principios del mundo
natural y los misterios del reino divino. —Le brillaban los ojos.
—Sí, gracias. Ya basta. Ahora pensemos. Si eres Danny y sabes que corres
peligro, ¿cómo pasas información codificada? No pudo ser codificada de manera
tradicional, pues él sabía lo que estaba en juego. Así que la ocultó en la Divina
Comedia de Dante, sabiendo que nosotros desentrañaríamos el misterio.
—Entonces, realmente crees… —terció Simone.
Curtis soltó un gruñido profundo.
—Digamos, sencillamente, que estoy en medio de una intensa experiencia
religiosa. —Metió una mano en el bolsillo y extrajo un bolígrafo y una hoja de papel.
La dobló por la mitad y dibujó algo—. Los bancos y las cámaras acorazadas
funcionan con un sistema de claves. Estas claves pueden valerse de números, letras o
una combinación de ambos. Descartando el hecho de que tu hermano quizás
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escondiera físicamente, entre las páginas de un libro, un trozo de papel con un código
que hemos pasado por alto.
—Un libro no —le corrigió Michael—, este libro. —Tocó con el pulgar la gastada
cubierta—. Aunque los expertos hayan intentado ocultar las pruebas, te garantizo que
Dante era un filósofo cabalista.
—¿Y eso qué importa? —preguntó Curtis, impaciente.
—Para los cabalistas, el estudio de los números era un ejercicio religioso —
contestó Michael.
—De hecho, Dante les rinde homenaje diseminando por el poema una verdadera
plétora de delicias numéricas —señaló Simone—. Sin embargo, la Cábala no se
menciona en la Divina Comedia —añadió con voz adormilada.
—Esto es porque Dante estaba obligado por un voto de silencio en la hermandad
secreta de los cabalistas en Italia —replicó el historiador de arcanos—. Hacia el 195
después de Cristo, Clemente, obispo de Alejandría, escribió a Teodoro, uno de sus
canónigos, sobre un asunto muy delicado. Tenía que ver con una hermandad secreta
no identificada que, según explicaba Clemente, era un grupo herético que se había
encontrado con los escritos secretos de los cabalistas. Además, el obispo confirmaba
que el secreto de los cabalistas era leído y revelado sólo a aquellos que estaban siendo
iniciados en los grandes misterios.
—¿Los grandes misterios?
—Clemente no era tonto. Sabía muy bien que los egipcios y los griegos ocultaban
conocimiento secreto en sus escritos e imágenes. Conocía los textos herméticos, los
significados místicos contenidos en los números y las proporciones.
—En los cómics o en las teorías cósmicas siempre llega ese momento en que de
repente empiezan a aparecer fórmulas matemáticas, que enseguida lo dejan a uno
ciego —soltó tranquilamente Curtis, poniendo los ojos en blanco mientras, fuera, caía
la nieve con una elegancia monótona y estéril.
—La Divina Comedia se compone de tres Cantos: Infierno, Purgatorio y Paraíso,
que constan a su vez de treinta y cuatro, treinta y tres y treinta y tres cantos,
respectivamente —explicó Simone—. El primer canto sirve como introducción a la
Divina Comedia, de modo que cada cantiche tiene una longitud de treinta y tres canti.
»Treinta y tres cantiche, número 33, Árbol Cabalístico de la Vida. Hay treinta y
dos caminos internos en el Árbol, y el camino exterior número treinta y tres es el que
conduce a Dios. En el Infierno, Dante está espiritualmente dormido y perdido en un
bosque oscuro. Se encuentra con Virgilio, el más grande de los poetas latinos. —
Curtis se inclinó hacia delante, escuchando con atención—. Virgilio está
interpretando la función que en las escuelas de la Cábala se conoce como “conductor
de almas”.
—Virgilio conduce a Dante a través del Infierno —aclaró Michael, que anotó
rápidamente los diversos niveles del Infierno de Dante—: Hay nueve Círculos, más el
Pozo de los Gigantes; 9 + 1 = 10. —Hizo una pausa—. Fíjate ahora en esta simetría.
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En el Árbol de la Vida existen diez sefirot o atributos. —Lo dibujó—. El Árbol
también tiene una estructura de 9 + 1 = 10: Corona + Sabiduría + Conocimiento;
Amor + Discernimiento + Compasión; Entereza Duradera + Majestad + Fundamento.
El Reino está solo.
—Si Dante está haciendo una referencia críptica al Árbol de la Vida, entonces los
treinta y dos caminos internos conducen inevitablemente al treinta y tres externo y a
Lucifer, el Portador de Luz. Los treinta y tres cantos describen la experiencia de
Dante en el lugar metafísico de la Tierra. —Simone Hizo una pausa—. Por no
mencionar el elemento alquímico de la Tierra de Aristóteles.
—Ahora Virgilio guía a Dante por el Agua alquímica y hasta los alrededores del
Purgatorio —siguió Michael—. Al final, tras encontrarse con cuatro clases de
Penitentes Tardíos, llegan a la Puerta de San Pedro. Los penitentes y la puerta están
ubicados en el elemento alquímico del Aire. Dante se queda dormido y sueña por
primera vez. Se encuentran con el guardián, un ángel que golpea a Dante tres veces
en el pecho y le pinta siete letras P en la frente. Esto es a todas luces un ritual de
iniciación. En términos de misterio religioso, ha entrado en el Pronaos del Templo. Se
ha trasladado al elemento alquímico del Fuego.
—Como Conductor de Almas, la tarea de Virgilio consiste en llevar a Dante al
punto en que su Iniciador asuma el control —dijo Simone—. Se trata de Beatriz. Es
muy significativo que el Iniciador de Dante sea una mujer. Aquí hay algo más que el
masculino exterior compensado por el femenino interior, que un poeta entrando en
contacto con sus sentimientos. Beatriz está ejerciendo el papel de Isis, la Reina del
Cielo y la Sabiduría en los misterios helenísticos.
Michael se volvió hacia Curtis.
—Esto es lo que Clemente descubrió e intentó evitar desesperadamente: que el
secreto cabalístico sólo fuera leído y revelado a quienes estuvieran siendo iniciados
en los grandes misterios de los poderes mágicos y los símbolos metafísicos.
—¿No lo ves? —exclamó Simone—. Lo increíble está siempre enraizado en lo
creíble. La estructura de la Divina Comedia concuerda perfectamente con la Cábala.
—Si Dante tenía en mente la Cábala, también conocería el número místico
cabalístico 142857, que deriva de un antiguo dibujo de nueve líneas llamado
eneagrama. En sentido figurado, el eneagrama es un mandala new age, una puerta
mística de entrada a la tipificación de la personalidad. El dibujo se basa en la creencia
en las propiedades místicas de los números siete y tres. Consta de un círculo con
nueve puntos equidistantes en la circunferencia. Los puntos están conectados
mediante dos figuras: una conecta el uno con el cuatro, con el dos, con el ocho, con el
cinco, con el siete, y otra vez con el uno. La otra conecta el tres, el seis y el nueve. La
secuencia 142857 se basa en el hecho de que dividir siete entre uno produce una
repetición infinita de dicha secuencia.
—Danny mencionó que la cuenta secreta sólo podía abrirse mediante una
combinación de cifra y palabras —explicó Simone—. La cifra podría ser 142857.
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Seguro que ya sabéis cuáles son las palabras.
—Árbol de la Vida —dijeron los tres al unísono.
Los primeros rayos de luz comenzaban a filtrarse, trazando curvas sinuosas. Unos
pasos apresurados en la calle, el impermeable con hombreras de gotas. Una Nueva
York siempre viva, incluso a esa hora temprana o tardía, llena de sonidos confusos,
de cantos y silbidos, que se elevaban por encima de la luna. Se acercaba el alba, y
todos los árboles se inclinaban hasta el suelo, doblando las rodillas en silenciosa
adoración.
Michael dejó la ventana entreabierta y oyó la música de una banda tocando en
algún sitio, no muy lejos.
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22
—Fuera de estas cuatro paredes, ¿alguien sabe algo de esto? —preguntó Harriman, el
antiguo secretario del Tesoro.
—Un antiguo periodista desempleado —repuso el hombre de la CIA.
—Esto es un oxímoron, Henry. ¿Estaba haciendo algo útil antes o después de
desvelar los hechos?
—He dicho «un antiguo desempleado» porque está muerto —aclaró con gravedad
el de la CIA—. Encontraron su cadáver en la habitación del hotel donde se hospedaba.
El informe final está pendiente.
—¿Pendiente? —preguntó el secretario—. ¿Cuándo murió?
—Hace nueve días. Según la policía, fue un suicidio.
—¿Estuvimos implicados en la operación?
—¿Es una pregunta?
—Eso parece.
—Antes nunca querías saber nada.
—¿Hay eco o estoy oyendo voces? Quiero saber por qué antes no la habías
cagado tanto como ahora.
—Se supone que era una operación «en mojado» llevada a cabo por la Sección
Consular —replicó Lovett.
—Sólo que…
—Sólo que alguien se nos adelantó.
No hubo ninguna reacción. El hombre del Departamento de Estado sacó un sobre
de papel manila del bolsillo superior de su chaqueta hecha a medida. Lo abrió y
entregó el contenido al secretario del Tesoro. Harriman lo examinó entre suspiros.
«Dios santo…». Era la fotografía de un cadáver desplomado en una bañera y con las
muñecas ensangrentadas. Había una botella medio vacía de una bebida no
identificada derramada por el suelo. Se la devolvió a Lovett sin decir palabra.
—¿Alguien nos la ha jugado? —La idea de una posibilidad tan burda persistió en
el ambiente.
—Es muy poco probable. Las personas al corriente están en esta habitación —
dijo Lovett acto seguido—. Y todos los presentes tendríamos mucho que perder si
esto estallara.
—¿Qué hay de nuestros agentes sobre el terreno? —preguntó Harriman.
—Negativo —repuso Lovett—. Era una operación secuencial. Lo cual significa
que estaban trabajando siguiendo órdenes ciegas. Compartimentación total de los
datos.
—Con todo, el periodista está muerto.
—Y el contacto se ha perdido —añadió Lovett.
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—¿Cuánto sabía?
—Bastante, o al menos eso pensaba alguien —señaló el banquero—.
Supongamos que se asustaron. —Intentó sonreír, pero no pudo.
—Exactamente, Ed. Se asustaron. Así que van y matan a un hombre por si acaso
sabía algo. —Empujó la foto en dirección a Edward McCloy.
—¿Es tu valoración profesional, Ed? —Se mordió el labio y asintió en dirección a
McCloy.
—Me aventuraré y les diré lo que imagino que pasó —terció el antiguo secretario
del Tesoro, que hizo una breve pausa—. Seguro que nadie vio ni oyó nada. Y también
que la puerta estaba cerrada por dentro, y que quien lo hizo no dejó huellas ni se
encontraron trazas de veneno en el cadáver. ¿Qué tal voy, Henry?
—Rozando la perfección.
—Eso mismo creo yo —dijo el antiguo secretario. Su reputación era tan turbia
como diáfana su mirada.
—Si presuponemos que ninguno de nosotros es responsable, dejemos un rato a
quien lo hizo. —Lovett se levantó y caminó hasta la pared más alejada—. ¿Cuánto
sabíamos sobre las actividades del periodista?
—Le hicimos advertencias serias hace unos tres meses —dijo Stilton.
—¿Cómo?
—¿Debo explicarlo con detalle, JR?
—No, me lo imagino… —contestó Reed.
—Ha dicho que estaba investigando. ¿Toda la operación o ciertas partes de la
misma? —inquirió el antiguo secretario.
—Empezó con los aspectos económicos de PROMIS y luego lo amplió a programas
comerciales derivados, bancos y operaciones en el extranjero. Entonces es cuando
tomamos medidas drásticas.
El secretario soltó un silbido suave, in crescendo, del tipo que emite un hombre al
que han cogido por sorpresa.
—Operaciones en el extranjero es un concepto muy amplio. Conlleva demasiadas
operaciones en demasiados países.
—¿Significa esto que habría necesitado dinero?
—Exacto.
—Pero ha dicho que estaba sin empleo. —Miró directamente a Stilton—. ¿De
dónde venían sus fondos?
—No lo sabemos. Pero sí parece que llevaba una vida modesta. Tenemos todos
sus extractos de cuentas, facturas de teléfono, impuestos, alquiler, todo.
—Un periodista que vive al día no hace operaciones en el extranjero. Es
demasiado para su bolsillo. ¿Cuántas veces ha estado fuera del país en los dos últimos
años?
—Cero. Ninguna. Nada de valor. Nada de nada. Por eso creemos que actuaba
solo. Hace unos seis meses intentó pedir prestados veinte mil dólares al First National
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Bank.
—¿Y?
—Su solicitud fue rechazada. —Stilton cogió una carpeta amarilla y sacó de ella
un folio—. Ningún empleo remunerado.
—No obstante, alguien consideró prudente quitarlo de en medio y hacer que
pareciera un suicidio.
—¿Hay alguien de quien debamos preocuparnos? ¿Alguien que esté metiéndose
en nuestro territorio? —preguntó Henry Stilton.
—Es una teoría interesante. —Lovett miró a Harriman y a Taylor.
—En el transcurso de su investigación, ¿con cuántas personas habría establecido
contacto el periodista? —preguntó Harriman.
El hombre de la CIA cogió otra carpeta, ésta de un amarillo brillante, y extrajo de
ella otro folio.
—Ciento ocho —contestó. Harriman asintió en silencio.
—Supongamos que una de estas personas se enteró de algo, o sospechó algo —
dijo Taylor—. Algo valioso, que pudiera proporcionarle…, proporcionarles, una
riqueza incalculable… ¿Estamos de acuerdo?
—Se sabe que el chico siempre llevaba consigo una maleta llena de documentos,
enfrentando a una parte interesada con otra —dijo Lovett.
—Un sistema ideal para que te maten —apuntó Reed.
—¡Hay que admitir que el muchacho tenía huevos! —exclamó Stilton—. Un
gilipollas, pero con huevos.
—Veo que la virilidad es una cuestión importante para ti, Henry —dijo McCloy
con una sonrisita de complicidad.
—Sin embargo, según el informe de la policía, la habitación de Shawnsee estaba
vacía —lo interrumpió Lovett—. Ni maleta ni documentos —añadió con tono
categórico—. Lo que sí sabemos es que realizó más de sesenta llamadas telefónicas a
dos personas en sus últimas treinta y seis horas de vida. —Hizo una pausa
significativa—. A alguien de Arlington.
—¿La CIA? —gritó McCloy.
—Ésta es la primicia que buscábamos —dijo Reed con tono burlón.
—Ya probamos por ahí, pero no hubo suerte. La pista se pierde en la puerta. Una
ruta localizable sólo hasta un único complejo telefónico en Arlington, la autorización
verificada mediante código, y una llamada realizada sobre la base de la seguridad
interna. Ni diario, ni cinta, ni referencia de la transmisión —agregó Stilton con tono
sombrío. Lovett se dejó caer en la silla.
—La autorización siempre puede localizarse a través del código. En este caso, el
destinatario o director de Operaciones Consulares —dijo Harriman.
—Salvo que alguien se tomara la molestia de evitar las Operaciones Consulares
desviando la llamada a otra entidad situada fuera de la Agencia. —Hizo una pausa y
observó el bloc que tenía delante.
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—¿Fuera de la Agencia? ¿Y dónde estaría esta entidad? —preguntó Lovett.
—En la cuenca del Pinto —respondió Stilton, reclinándose en la silla.
—¡La cuenca del Pinto! —exclamó Reed—. Qué demonios… —Se detuvo a
media frase. Miró a Lovett—. Scaroni. Ese hijo de puta…
—Hay un detalle que aún no hemos examinado —terció Taylor, interrumpiendo
el último arrebato—. Supongamos que le pagamos. Él devuelve el dinero a cambio de
una recompensa económica ingresada en cuentas ciegas de Zurich, Berna, Bahamas o
las islas del Canal, donde le resultarían accesibles. Le procuramos todos los códigos y
contracódigos necesarios para que pueda verificar los depósitos cada vez que lo
desee. Recuperamos el dinero. Él sale de la cárcel y al instante pasa a ser el hombre
más rico del mundo. Sin resentimientos. Podríamos incluso ponerlo por escrito.
—Con una condición —señaló Reed—. Que lo mantenga en secreto.
—Scaroni no aceptará. La riqueza se mide con el tiempo que uno tiene para
disfrutarla. Sabe que no dispondrá ni de cinco minutos —dijo Harriman—. ¿Confiaría
Scaroni lo bastante en el periodista para dejarle tener la cuenta bancaria como
respaldo? Por si le pasaba algo…
—Negativo —replicó el hombre del Departamento de Estado.
—Estoy de acuerdo —afirmó Stilton—. Es un juego de alto riesgo. Uno no
comparte información con gorrones al acecho.
—Y desde luego mantiene el círculo de confianza en el mínimo común
denominador. Es decir, en uno mismo. —Taylor se puso en pie.
—De modo que volvemos a estar en el punto de partida —terció Reed.
—La verdad, Bud, sin ese dinero estamos en un río de mierda —lo corrigió
Harriman.
—Alguien más está intentando encontrar el dinero. La diferencia es que ellos
llevan más tiempo buscando, y probablemente saben bastante más que nosotros —
indicó Taylor.
—Como apunte final, caballeros, sólo decir que, a menos que encontremos el
dinero perdido, el sistema financiero mundial se irá a pique. Esto provocará la mayor
quiebra económica de la historia, superando en mucho a la desintegración de la
Banca Lombard en 1345, que acabó con buena parte de la civilización europea —
susurró Harriman con su acento del Medio Oeste.
La reunión había terminado, y los asistentes empezaron a despedirse. David
Alexander Harriman III se acercó tranquilamente a James F. Taylor mientras los
demás se estrechaban las manos con gravedad.
—He dado a mi chofer el día libre. ¿Le importaría llevarme a la oficina? —dijo
en voz baja.
—Será un placer —contestó el vicepresidente de Goldman Sachs.
El sedán circuló por Way Street, una zona residencial de las afueras de
Washington, aminoró la marcha en un cruce, dobló a la izquierda y enseguida se
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fundió en el tráfico de la autopista. Los dos hombres hablaron breve y
superficialmente, echándose frecuentes miradas. De pronto se quedaron callados.
—Mantengamos informado a nuestro hombre en Roma. Nos vendrá bien.
—Es un idiota —replicó Taylor, mirando a Harriman.
—Y un fanático. En algún momento quizá necesitemos que nos cante El himno de
la batalla de la República mientras se pone por nosotros en el punto de mira. —
Volvieron a quedarse callados.
—¿Y qué hay de la hermana y los otros dos?
—Esperamos y miramos con paciencia y discreción. Podemos aprender mucho.
Siempre hay tiempo para actuar.
—Estoy de acuerdo. Hasta ahora no han conseguido nada —susurró Taylor.
Harriman sacudió la cabeza.
—Creo que sí han conseguido algo. Lo que pasa es que aún no lo saben —precisó
mirando al frente.
—¿Por qué tengo la sensación de que sabe usted más de lo que cuenta?
—Por ahora es sólo esto…, una sensación —fue la respuesta del anciano. Taylor
entornó los ojos, examinando el semblante del otro en busca de pistas.
—¿Puede aclarármelo?
—El hombre invisible.
—¿Está aquí?
—Llegó hace unos días de París.
—¿Aquí?
—Allí.
—Pero ¿cómo hizo usted…?
—Informantes en Roma. ¿Cómo si no?
—Uno no interroga a los informantes tan a fondo.
—Ya lo creo que sí.
—Entiendo —dijo Taylor haciendo una mueca—. Pero ¿y Scaroni?
—Me sorprendería. Es un peón. Quien sea, vino de algún sitio…, y se esfumó.
Taylor le contestó con un silencio. Su rostro expresó preocupación y desdén.
—¿Para quién? —Taylor volvió a guardar silencio. Se recostó en el asiento, estiró
las piernas y miró por la ventanilla.
Una ligera llovizna acariciaba suavemente el techo del sedán, salpicando el
parabrisas. Echó un vistazo al hombre sentado a su lado. Harriman estaba absorto en
sus pensamientos.
—Oigo a un hombre del pasado, un hombre que nunca fue. —Se puso a recitar
una vieja nana—: «Mientras subía la escalera, me encontré con un hombre que no
estaba allí. Hoy otra vez no estaba…».
—«Ojalá, ojalá él hubiera venido a jugar». —Taylor sonrió, burlón, tras citar
incorrectamente el último verso.
—Jim…
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—¿Señor secretario?
—Por ahora no mencionemos Roma. Hasta que las cosas estén más claras.
James F. Taylor esbozó una leve sonrisa. Su madre, la de la «F» de la inicial, lo
hubiera aprobado.
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Henry Kissinger dijo una vez que cada presidente debería tener un Larry
Summers en su administración. Dijo lo mismo de Nussle, Rommer y Volcker. Al
formar su equipo económico, el presidente electo había tenido en cuenta ese consejo.
Se apreciaba un marcado contraste con la anterior administración, en la que los
economistas nunca tuvieron mucho peso, en la que los puestos clave estaban
ocupados por confidentes familiares y mercenarios políticos. Uno era un ejecutivo de
la industria farmacéutica, otro se encargaba de las relaciones de un banco de
inversiones con el gobierno, y otros dos eran congresistas. Los cuatro habían
estudiado Derecho.
Los miembros del equipo entraron discretamente en la sala y tomaron asiento en
la mesa. Larry Summers se sentó a la izquierda del presidente. Jim Nussle, a la
izquierda de Summers. Kirsten Rommer, en la segunda silla vacía a la derecha del
presidente, en diagonal a Summers. Volcker se colocó en el lado opuesto de la mesa.
Sufría fobia social aguda a causa de una misteriosa aflicción debido a la cual, con los
años, sus pies habían crecido hasta alcanzar un tamaño desproporcionado. Por
razones obvias, tomaba a mal su apodo de Aletas. Era una jerarquía arraigada en la
lógica. De pronto se abrió una puerta y se unió a ellos un hombre alto y delgado que
parecía salido de un anuncio del Wall Street Journal.
—Damas y caballeros, debido a la urgencia del asunto he pedido al secretario de
Estado que nos acompañe en la reunión. —El secretario de Estado, Brad Sorenson,
ocupó una silla vacía a la derecha del presidente. Saludó a todos los presentes con
una inclinación de cabeza.
—Parece cansado, señor presidente —dijo Jim Nussle, una vez que todo el
mundo estuvo sentado y se hubieron regulado las luces.
—Lo estoy —admitió el presidente—. Lamento haberles convocado con tan poca
antelación. Estarán todos de acuerdo en que se trata de una emergencia nacional.
—Gracias por incluirnos, señor —dijo Kirsten Rommer.
El presidente asintió en silencio. Pulsó un botón incrustado en la mesa, frente a él.
—La primera diapositiva, por favor.
Se apagaron las luces, y en una pantalla de plasma extragrande apareció una
imagen sobrecogedora. Las calles adoquinadas de Budapest…, una zona de guerra.
Manifestantes provistos de bloques de hielo destrozando el Ministerio de Finanzas
húngaro. Centenares de personas abriéndose paso a la fuerza hasta la asamblea
legislativa.
—Damas y caballeros, esto es real. De momento, el colapso económico está
afectando con más dureza a otros países industrializados. En todo el mundo, las
bolsas emergentes están implosionando a un ritmo más rápido que el nuestro. Europa
ha accionado el turbo debido a la falta de gas natural ruso de las últimas tres semanas.
Al hundimiento económico se ha sumado el sufrimiento humano a causa del frío, con
temperaturas en torno a los cero grados. Se han producido disturbios desde Letonia,
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en el norte, hasta Sofía, en el sur. En todo el mundo, desde China e India hasta
Europa, los países industrializados se están preparando para el malestar social.
»No es una novela. No es La rebelión de Atlas. Tiene que ver con el momento
actual. Nos afecta a todos. —Señaló las imágenes de la pantalla—. Ciudadanos
enfurecidos por las estrecheces y la severa reducción de los salarios, luchando por su
supervivencia. Ahora el descontento social pasa de estar en suspenso a arder en
primera línea. Los líderes políticos y grupos de la oposición de lugares tan lejanos
como Corea del Sur y Turquía, Hungría, Alemania, Austria, Francia, México y
Canadá están pidiendo la disolución de los parlamentos nacionales.
—Esto es una locura —susurró alguien. Le siguió un silencio sepulcral.
—Comencemos por Europa. —El presidente hizo una pausa—. Kirsten, puede
usted retomarlo desde aquí…
—Desde luego. —Kirsten Rommer se puso en pie—. Caballeros, la Unión
Monetaria Europea ha dejado a la mitad de Europa atrapada en la depresión. Los
últimos informes son catastróficos para los intereses estadounidenses y para la
economía mundial en general. —Miró los ensombrecidos semblantes a su alrededor
—. En Europa los acontecimientos se suceden con rapidez. En la región
mediterránea, los mercados de bonos se hallan en alerta roja. Standard and Poor’s ha
reducido la deuda griega hasta dejarla casi en nada, y el tejido social del país está
deshilachándose antes de que empiece el dolor, lo cual es mala señal. Los gobiernos
español, portugués e irlandés se muestran reacios a pagar su deuda a corto plazo,
poniendo en peligro la solvencia del sistema financiero. —Se aclaró la garganta—.
Siguiente diapositiva, por favor. —Se oyó un clic, y apareció un gráfico de barras
tridimensional—. Un gran anillo de países de la UE que se extiende desde Europa
oriental al Mare Nostrum y las tierras celtas está en una depresión como la de la
década de 1930, o lo estará pronto.
»Cada uno es víctima de las políticas económicas poco sensatas que le fueron
endilgadas por élites esclavas del proyecto monetario europeo, en la UME o a punto de
incorporarse a la misma. —Kirsten Rommer se desplazó por la estancia—. Los países
bálticos y el sur de los Balcanes han sufrido los peores disturbios desde la caída del
comunismo. El actual déficit por cuenta corriente de Letonia llega al veintiséis por
ciento del PIB. En Lituania, los antidisturbios dispararon balas de goma contra una
manifestación sindical. Los perros persiguieron a los rezagados hasta el río Vilnius.
El miércoles, una concentración frente al parlamento de Estonia, en Tallin, terminó de
forma violenta. Murieron varios manifestantes. El inevitable descalabro está
resultando épico.
La presidenta del Consejo de Asesores Económicos miró al fondo de la sala.
—Siguiente diapositiva, por favor. —En la pantalla apareció un documento con el
membrete Confidencial en rojo—. Pese al vendaval de mentiras de los funcionarios
letones y de la Unión Europea, ciertos documentos filtrados revelan que el Fondo
Monetario Internacional pidió a Letonia la devaluación como parte de un rescate
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conjunto de setecientos cincuenta mil millones de euros. Para compensar, se están
transfiriendo responsabilidades a los contribuyentes de Alemania, la economía
europea más fuerte.
—¿Y qué pasará cuando los abnegados ciudadanos alemanes se enteren? —Era la
primera vez que hablaba Sorenson. Rommer y el presidente miraron al secretario de
Estado, pero no dijeron nada.
—De todos modos, esto sólo es la vertiente económica. Hay otras consecuencias
—terció el presidente de Estados Unidos—. Damas y caballeros, aquí hay tanto de
política como de geografía. Se está creando un nuevo orden basado en la geografía y
el dinero, pues la geografía determina la toma de decisiones económicas.
Apareció otra diapositiva en la pantalla. Alguien se aclaró la garganta. Otro se
removió, nervioso, en el asiento.
—Señor secretario, prosiga. —Un hombre alto y delgado se levantó, se arregló la
corbata y se acercó a la pantalla.
—Buenos días a todos. No hay tiempo para cortesías, así que, si no les importa,
iré al grano. —Miró un papel que tenía delante—. Los países árabes han perdido
cinco billones de dólares, el sesenta y cinco por ciento de sus inversiones, y han
cancelado o aplazado el ochenta por ciento de sus nuevos proyectos de desarrollo. Ya
saben, esos hoteles en los que se puede esquiar dentro cuando fuera el termómetro
marca cuarenta grados. Esta paralización hará que en los países árabes productores de
petróleo se genere malestar social y que de inmediato lleguen la pobreza, el hambre y
las enfermedades. Los lujos de los príncipes se verán ahora en marcado contraste con
la vida de sus súbditos. Así pues, la geografía nos proporciona nuestra primera falla
tectónica política. —En la pantalla se dibujó un mapa del mundo—. Desde el sur del
Báltico, pasando por Grecia y Turquía, y luego abriéndose en abanico por Oriente
Próximo, hay una nueva frontera de inminente agitación.
—Esto es sumamente preocupante, señor presidente —terció Paul Volcker,
incrédulo—. Supongo que es inevitable preguntar cuándo nos afectará a nosotros.
—Brad… —dijo el presidente en voz baja.
—Sí, señor presidente. Aquí habrá malestar, que se producirá de una manera
convulsa en el plazo de seis meses como máximo. Los dos estados con más
probabilidades de padecer descontento social son Michigan y Ohio, que han sido
duramente golpeados por la destrucción de empleo. Ohio es el que más debería
preocupamos. Ya asolado por despidos masivos en el sector automovilístico y otras
quiebras empresariales importantes, sus zonas industriales están muy cerca de
Kentucky, Virginia Occidental, Indiana y Pensilvania, donde hay mucha leña que
puede arder. Si esto se extiende, lo hará como un reguero de pólvora.
—La serpiente que se come su propia cola para alimentarse. Así funciona el
dinero…, de momento —señaló Larry Summers con tono sarcástico.
—Pero hay más. La agitación social de Ohio podría contagiarse fácilmente a
estados limítrofes y cruzar otra falla que corre de este a oeste, separando el norte y el
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sur: la línea Mason-Dixon. Podrían desencadenarse otros terremotos. Al este de Ohio
están Pensilvania y Nueva Jersey.
La reunión estaba en su ecuador. El equipo económico exploraba las cuestiones
más destacadas mientras el presidente tomaba notas bajo el resplandor de la lámpara
Tensor.
—¿Cuánto dinero necesita el gobierno de Estados Unidos para mantener la
economía a flote y una fe moderada en el dólar? —El presidente miró a su consejero
económico de más rango—. ¿Larry?
—Un mínimo de dos mil ochocientos millones de dólares diarios en inversión
extranjera directa, en buena parte mediante la compra de pagarés del Tesoro para
atender a la economía y abonar intereses, aunque una cifra más realista se acercaría a
los cuatro mil millones.
El presidente guardó silencio durante lo que pareció una eternidad.
—En estas circunstancias, ¿es posible que algún gobierno extranjero…? Quiero
decir…
—No hay la menor posibilidad, señor presidente —lo interrumpió el hombre.
El presidente de Estados Unidos cruzó los brazos y se reclinó en la silla, absorto
en sus pensamientos.
—Entiendo. —Hizo una pausa—. ¿Qué opciones tenemos?
—Hace un mes disponíamos de dos opciones: el Programa de Rescate de Activos
con problemas y el Fondo de Estabilización —dijo Larry Summers con tono sombrío.
—¿Hace un mes? ¿Significa eso que estas opciones ya no están sobre la mesa?
Summers tragó saliva.
—Sí, señor. El Programa de Rescate ha sacado de apuros a las empresas. —Pasó
la hoja del bloc—. El Fondo de Estabilización garantiza la inversión directa en la
economía por parte del gobierno de Estados Unidos, en caso de que fallen las otras
alternativas para asegurar los fondos necesarios. Garantiza que el gobierno no
incumplirá sus obligaciones con sus ciudadanos.
—Eso era hace un mes, ¿no?
Summers asintió en silencio.
—¿Y ahora?
Al director del Consejo Económico Nacional se le endureció la expresión. Miró a
todos los presentes en la sala. Por fin habló:
—Ahora, señor, el dinero ha desaparecido.
—¿Qué insinúa? —preguntó el presidente con tono tétrico.
—Que ha desaparecido.
—¿Por qué no he sido informado?
—Porque nos enteramos hace poco.
—¿Cuándo?
—Ayer. Señor presidente, por eso insistí en celebrar esta reunión de urgencia.
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—BS Bank Schaffhausen. Cajas de seguridad anónimas. —Simone lo sabía. Les había
dado el nombre del banco sin pararse a pensarlo. Se acercó al sofá y sacó del bolso
una arrugada tarjeta comercial con dos rectángulos plateados sobre un nombre. El
banco ofrecía servicios en depósito con código fuente informático y copia de
seguridad digitalizada sin rostro—. Cualquiera puede entrar y, mediante la
combinación correcta, sacar el contenido —explicó—. Fue idea de Danny. Siempre
pensé que era una tontería, hasta que le vi la cara cuando le pregunté sobre PROMIS.
—Suponiendo que la combinación de número y palabra sea correcta, lo que es
mucho suponer, debo entrar, abrir la caja, sacar lo que haya dentro y largarme sin ser
visto —dijo Curtis.
—Querrás decir que entramos, abrimos la caja y sacamos lo que haya dentro —
soltó ella.
—No, lo haré yo solo.
—¿Cómo? —En las palabras de Simone se apreciaban rastros de tirantez. Se
dirigió deprisa a la ventana, que abrió de golpe. Notó el viento frío en la cara.
—Es demasiado arriesgado. No puedo hacerlo si además tengo que cubriros.
—Yo voy contigo, Curtis. —Simone lo miró con resolución y miedo.
—No puedo dejar que vengas conmigo. Ignoro qué peligros puede haber, y no
quiero que te expongas…, por mi propio bien.
—Suponemos que tendrán el banco vigilado. Pero en esta ciudad hay muchos
bancos. ¿Cómo sabrán cuál es? —señaló Michael.
—Lo sabrán.
—¿Cómo?
—Es fácil. Sólo tienen que seguirnos.
—¿Crees que nos están siguiendo? —intervino Simone.
—Desde mucho antes de que supierais lo que estaba pasando.
—¿Por qué no dijiste nada? —preguntó ella.
—Estuvo clarísimo desde que registraron el apartamento de tu hermano.
—¿Crees que lo hicieron para inducirnos a actuar?
—Es lo que habría hecho yo —respondió Curtis.
—¿Cuánta gente habrá trabajando para ellos? —dijo Michael. Curtis sacudió la
cabeza.
—Si se trata de una organización de múltiples niveles, suficientes para vigilar
todas las esquinas del país.
—Exageras… No podían saber adónde iríamos. Piensa que hay muchas variables
implicadas. Y si nos encuentran, ¿qué harán? ¿Nos matarán ante cientos de testigos?
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—¿Matarte a ti? Ya veo que no lo entiendes, Simone. —Curtis buscó la forma de
hacerle comprender—. Te matarán, sí, pero después. Cuando acaben contigo, habrás
deseado estar muerta hace mucho tiempo. Primero os secuestrarán, a menos que tú y
aquí el señor Indiana Jones dominéis habilidades de autodefensa que yo mismo
desconozco. Después os ofrecerán algo a cambio de información, y entonces yo
estaré contra un ejército entero de tipos malos intentando sacaros de ahí mientras me
mantengo sano y salvo. Si me niego a hacerlo, te torturarán mientras Indiana mira. A
continuación torturarán a Indiana Jones mientras miras tú. Al final, tras no sacar nada
de vosotros y darse cuenta de que realmente no sabíais nada de importancia, os
matarán.
—¿Mala planificación?
—Podrías llamarlo así.
Simone habló con firmeza.
—Es mi hermano, Curtis.
El ranger se acercó despacio y posó sus manos en los delicados hombros de
Simone.
—Todo irá bien, te lo prometo. Hay un elemento sorpresa del que no hemos
hablado. Recuerda, no tienen ninguna descripción física mía, es decir, que puedo
entrar y salir sin ser reconocido…, y esto sólo es posible si lo hago solo.
Michael se desanudó la corbata antes de intervenir.
—Supongamos que obtienes la información. Necesitamos un lugar donde
desaparecer.
—Un hotel —añadió Simone.
—No, no podemos correr riesgos. Todos los lugares públicos estarán vigilados.
Hay demasiado en juego. Necesitamos un sitio donde estemos seguros.
—¿Y cómo vamos a encontrarlo?
—Tengo un viejo amigo —dijo Curtis secamente.
—¿De confianza?
—Respondería de él con mi vida.
—¿Incluso en estas circunstancias?
—Era mi oficial al mando cuando me alisté en el ejército. Acabé en las Fuerzas
Especiales por recomendación suya.
—O sea que es militar —dijo Simone.
—Lo que significa gobierno —añadió Michael.
—Está fuera del gobierno. Fuera, pero en cierto modo dentro. En la esfera
internacional.
—¿La OTAN?
—No.
—¿Carlyle? ¿Blackwater?
—¿Trabaja para Blackwater? —soltó, airada, Simone.
—¡Ya basta! No trabaja para Blackwater y no está en la OTAN.
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—¿Quién es, entonces?
—No habéis oído hablar de él. Es banquero.
—¿Y tiene influencia?
—Mucha. Tiene un cargo de gran responsabilidad en el Banco Mundial.
Simone alargó la mano y le tocó el brazo.
—¿Qué le contaremos?
Curtis frunció el ceño y le cubrió la mano con la suya.
—Lo imprescindible. Debemos cubrir los flancos.
—¿Crees que…? —Simone preguntaba con los ojos como platos.
—Desde luego que no. Pero si algo falla, no quisiera perjudicarlo. Recuerda que
el otro bando está jugando en serio.
—Con sus contactos también podría ayudarnos a llegar al fondo de todo esto —
señaló Simone.
—Simone, la causa subyacente a todo mal es el dinero. El Banco Mundial y el
Fondo Monetario Internacional son la encarnación del dinero. Hasta que averigüemos
a qué nos enfrentamos, dejemos a mi amigo fuera de esto, por su propio bien.
Curtis sacó su BlackBerry militar, con seguridad VASP invulnerable a los hackers.
Marcó un número no incluido en la agenda y esperó. Por fin, contestó una voz
masculina.
—¿Hola?
—Hola, Cristian —dijo Curtis tras una pausa—. Incluso para contestar el teléfono
tienes la virtud de la paciencia. —Otra pausa.
—Esto cierra el paso a los invitados no deseados. Me preguntaba si tendría
noticias tuyas. Roma está en todos los noticiarios.
—¿Cómo supiste que era yo?
—No fue difícil. Pocos hombres que yo conozca lo habrían conseguido.
—¿Y qué hay de los que no conoces?
—A la larga habría acabado enterándome. Suele pasar cuando administras el
dinero. Vaya, es estupendo saber de ti. Pero…, intuyo que es algo más que una
llamada de cortesía.
—Siempre has sido muy perspicaz.
—Va con el cargo.
—Supongo que sí. El caso es que estoy con un par de amigos y tenemos un
problema. Necesitamos un sitio donde escondernos.
—Problema resuelto. ¿Está relacionado con Roma?
—Tal vez.
—¿Cuándo te veré?
—Hoy mismo, después de que anochezca —dijo Curtis.
—Mandaré a mi chofer.
—No. Cuanta menos gente implicada, mejor.
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—Tan prudente como siempre. Lo haremos a tu manera. —Cristian se rió—. Me
fascina tu estilo.
—Por supuesto. De lo contrario, el sistema no funcionaría.
Los dos hombres se despidieron. Salvo por la agitación en su mente, Curtis estaba
sereno. «Cubrir los flancos. Tener un lugar donde quedarse, ser invisible, pensar y
planear. ¿Quién es esa gente?». No dejaba de repetirse a sí mismo que lo hacía por su
amigo, y por Simone y su hermano, pero en el fondo Curtis Fitzgerald sabía que
aquello se había convertido en algo personal. Pero ¿cómo? ¿Y por qué? ¿Era Josh?
¿La guerra? ¿La falsedad de todo? Siempre era difícil asumir que algunas cosas no
podían ser explicadas. La lógica debería esperar.
—Un directivo del Banco Mundial llamado Cristian —dijo Michael sonriendo y
levantando una ceja—. ¿Se trata de Cristian Belucci, vicepresidente ejecutivo del
Banco? ¿El hombre que ha convertido la portada de Time en su territorio predilecto?
—Estaba anonadado—. Impresionantes credenciales, oficial. ¡Nunca me hablaste de
amigos de tan alto copete!
—Nunca preguntaste.
—¿Cómo es ese hombre? Ya sabemos algunas cosas, claro. Un fin de semana está
jugando a polo en Sudáfrica, otro corriendo en los encierros de Pamplona y otro en
Londres asistiendo a un baile con la reina.
—Me lo imagino más bien andando detrás de los toros. Jamás le he visto correr.
—¿Hablas en serio? —dijo Simone.
—Me temo que sí. Lo atestigua una cicatriz de veintidós centímetros que tiene en
la parte interior del muslo derecho.
—Un chico travieso —soltó Simone sacudiendo la cabeza.
—¿Cómo dio el salto del ejército a la banca? —inquirió Michael.
—Pertenece a un linaje de banqueros. Su abuelo fundó un banco a mediados del
siglo XIX, el único de la época en Georgia, y me parece que también fue presidente de
una importante entidad financiera en Nueva York.
—Su padre subvencionó una de nuestras excavaciones —dijo Michael—. Creo
que era presidente del Bank of America.
Curtis se metió las manos en los bolsillos y se acercó a la ventana con aire
desenfadado.
—Cristian Belucci será amigo tuyo —siguió Michael—, pero para el resto del
mundo es una celebridad.
—Curtis, ¿estás seguro de que no atarán cabos? —preguntó Simone.
—Imposible. Las conexiones son demasiado profundas. Y recuerda, ellos no
saben quién soy.
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conocimientos técnicos obviamente extraordinarios, había cerrado el sistema de tal
modo que no pudimos abrirlo hasta anoche.
—Entonces ¿por qué no se informó de ello, tres días? —preguntó Hewitt.
—Si la prensa llega a saber algo, nos estalla la guerra civil en las manos. ¿Es esto
lo que quiere? ¿Es esto lo que quiere la FEMA? De hecho, ustedes llevan más de tres
décadas preparándose para esta eventualidad.
—¡Ya basta! —interrumpió el presidente de Estados Unidos.
Se hizo el silencio en la sala, una admisión de lo inimaginable. Lo rompió el
general Joseph T. Jones II.
—Evidentemente, nadie cree que la crisis fuera imprevista. Pero ¿cómo hemos
llegado a esta situación? —Cogió sus notas y miró al director del Consejo Económico
Nacional.
—Protegiendo los préstamos predatorios y dejando que la crisis creciera.
Podemos agradecérselo a la administración anterior y sus ocho años de ineptitud —
contestó Summers.
—¿Cómo lograron esta proeza sin la supervisión del Congreso?
—Mediante una desconocida Agencia Federal del Tesoro llamada Agencia de
Control de Divisas, OCC —respondió Rommer.
—Jamás había oído hablar de ella —terció Nussle con tono glacial.
—La OCC existe desde la Guerra Civil —explicó Rommer—. Su misión es
garantizar la solidez fiscal de los bancos nacionales. Durante ciento cuarenta años,
examinó los libros de los bancos para asegurarse de que las cuentas cuadraban, una
tarea importante pero no polémica. Sin embargo, en 2003, por primera vez en la
historia, en el punto álgido de la crisis de los préstamos predatorios, la OCC se acogió
a una cláusula de la ley del Banco Nacional de 1863 para emitir dictámenes formales
que reemplazaron las leyes sobre préstamos predatorios, con lo que las volvieron
inoperantes.
—De modo que se utilizó una agencia federal como instrumento contra los
consumidores —dijo Nussle.
—Con la connivencia del anterior presidente —añadió Rommer.
—¿Y dónde está la autoridad del Estado en estos casos? ¿Miran a otro lado? —
preguntó el hombre de Estado.
—Al contrario. Los cincuenta fiscales generales presentaron una moción en el
Tribunal Supremo para que la decisión de la OCC fuera anulada. Al frente estaba el
fiscal general del estado de Nueva York, quien emprendió una cruzada personal
contra la administración.
—Eliot Spitzer —aclaró Sorenson.
—Así es. Spitzer mandó al Washington Post una opinión opuesta al editorial
avisando de las prácticas del gobierno sobre los préstamos predatorios.
—¿Y tuvo algún impacto?
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—Si lo tuvo, no fue el que esperaba Spitzer. A las tres semanas de haberse
publicado el artículo, el New York Times aireó un encuentro de Spitzer con una
prostituta. El día que apareció el artículo en la página web del Washington Post, su
hotel estaba vigilado por agentes federales.
—¿Coincidencia?
—Sólo si uno cree en el ratoncito Pérez, la alfombra mágica, la lámpara de
Aladino o Santa Claus.
—De todos modos, la insistente obstrucción del Tesoro a partir de entonces, pese
a la oposición unánime de los cincuenta estados, da a entender que estaba en juego
una intención política de más amplio alcance —dijo Nussle.
—En la misma línea —señaló Summers—, la interminable burbuja inmobiliaria
permitió a la anterior administración compensar el coste añadido de un billón de
dólares de su desgraciada aventura en Iraq al crear títulos espurios que se vendieron
por cientos de miles de millones, no sólo en Estados Unidos sino en todo el mundo.
—Y entonces el sistema de crédito internacional se colapsó debido al exceso de
préstamos hipotecarios contaminados —terminó Volcker.
—A largo plazo, era una decisión política incorrecta. Sin embargo, estás
sugiriendo que el anterior presidente lo hizo todo a propósito.
—Porque a corto plazo la crisis financiera y el rescate les permitieron iniciar una
guerra costosa sin sufrir la debilitante inflación que provocó en Estados Unidos la
Guerra de Vietnam.
Hubo una pausa.
—Ahora quiero estudiar la posibilidad de una guerra, en casa o en el extranjero.
—El presidente asintió hacia el secretario de Estado.
—Gracias otra vez, señor presidente. Norteamérica superó la depresión de la
década de 1890 con la Guerra de Cuba. Sólo se salvó de la Gran Depresión de la
década de 1930 con la Segunda Guerra Mundial. Y salió de la recesión de finales de
la década de 1940 gracias a la Guerra de Corea. Ahora, dada la crisis actual, que nos
afecta tanto a nosotros como al resto del mundo, debemos afrontar el peligro de otra
guerra. —Hizo una pausa—. Tras los episodios de Letonia, Hungría, Lituania,
Islandia, Alemania y Reino Unido, nos quedan pocas opciones.
El presidente miró el reloj.
—Es bastante tarde, damas y caballeros. Cancelen su agenda para mañana. Ésta
es una prioridad A-1. Les veré aquí a las cuatro de la tarde. Buenas noches a todos.
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—Bueno, vaya sorpresa… —Cristian miró a Curtis—. No sabía que tenías
amigos tan exquisitos.
—Él tampoco mencionó su nombre —señaló Michael.
—No me gusta alardear. —Curtis se encogió de hombros.
Todavía en el rellano, charlaron animadamente. Curtis miró, ansioso, hacia el
interior iluminado.
—Oh, claro. Perdonad, por favor. Qué descortés por mi parte… —dijo el
banquero—. Bienvenidos a mi humilde morada.
Simone fue la primera en cruzar la puerta y quedarse boquiabierta. El estudio de
Cristian no se parecía a ningún otro espacio que hubiera visto antes. En todo caso, no
era precisamente lo que uno llamaría humilde morada. Tenía más de opulencia
exagerada: dos alas, conectadas por una tercera que corría paralela al río, altísimas
ventanas con vidrieras de colores, suelo de mármol, frescos dedicados a las glorias de
Venecia del siglo XVI y piedra de color gris cremoso. El espacioso salón rectangular,
contenido en las tres alas, estaba flanqueado por hornacinas que albergaban estatuas
de artistas ilustres del Renacimiento. Un imponente patio cuadrangular daba paso a
otra terraza con vistas magníficas sobre la ciudad.
Simone miró alrededor mientras se dirigía al centro de la estancia.
—Iban a tirar el edificio abajo —dijo Cristian como disculpándose—. Así que
compré los cuatro pisos y construí esto en el ático. Voy a encender la luz. Es mejor si
está iluminado. —De pronto, centenares de bombillas resaltaron el esplendor del
lugar. Simone soltó un breve grito.
—¡Es exactamente igual que la sala Tribuna de la Galería de los Uffizi en
Florencia! —exclamó, incrédula.
—Es más bien una buena copia —indicó Cristian—. Encargué a un arquitecto de
la familia, Francesco Buontalenti, que me hiciera una réplica de los Uffizi. Claro,
viviendo en Nueva York la echo mucho de menos.
Construida sobre un plano octogonal, la Tribuna se inspiraba en la Torre de los
Vientos de Atenas, descrita por Vitrubio en su primer libro de Arquitectura. La
estructura contenida en ella era un tema cósmico que aludía a los cuatro elementos
del universo.
Largos manuscritos extraídos de libros, notas indescifrables escritas con mano
firme en innumerables hojas de papel, hileras y más hileras de estantes con libros…
Simone estaba asombrada por la magnificencia que la rodeaba.
—¿Vive usted aquí?
—Aquí es donde existo, Simone. Éste es mi mundo, provisto de todas las
comodidades necesarias. La verdad es que no me prodigo mucho en sociedad. De
hecho, Curtis puede confirmártelo, nunca me he sentido cómodo entre la multitud.
Aquí puedo estar solo —dijo en voz baja, mirando a lo lejos.
—¿Y de dónde saca el tiempo? Siempre está asistiendo a fiestas, actos benéficos,
o hablando en reuniones internacionales —comentó Simone.
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—Es parte de una actuación cara, Simone. Pero va con el cargo.
Llovía ligeramente. El cielo anaranjado daba paso a un gris sombrío. A lo lejos se
oyó un estruendo, y las sobresaltadas palomas alzaron el vuelo.
Cristian se acercó a un armario de pared y tiró de una palanca. Tras él apareció un
bar bien surtido. Abrió una botella de Single Malt Scotch Whisky y se sirvió un trago.
—¿Alguien quiere beber algo? Tengo una excelente selección de cosechas.
Simone miró a Curtis.
—Me apetece una taza de té, gracias.
—¿Y tú, Michael?
—Tomaré un scotch, si no le importa.
—Curtis, querido —dijo Cristian, andando con el garbo de un bailarín—, ya
conoces las normas de la casa. Dejémonos de ceremonias. Sírvete tú mismo lo que
quieras. Y a partir de ahora —se volvió y miró a los otros dos—, esta regla es
aplicable también a vosotros. —Meneó el dedo en broma ante Michael y Simone—.
Y bien…
Cristian se sentó en una butaca de su biblioteca repleta de libros y cruzó las
piernas. Observó a su amigo en silencio, absorbiendo todos los detalles como un
banquero de inversiones que asimilara un balance. Curtis se sirvió una copa y se
volvió para mirarlo.
—Sé que te mueres de ganas por preguntar. Pues venga, adelante.
—De acuerdo —dijo el banquero, bajando el vaso—. ¿Qué pasó en Roma?
—Mi compañero y yo debíamos custodiar a un viejo testigo japonés. Tenía que
ver con los crímenes contra la humanidad. De hecho, no conozco toda la historia. El
conjunto de la operación estaba muy compartimentado. Era una acreditación Cuatro
Cero, un asunto de prevención máxima, del presidente de Estados Unidos a través de
Naciones Unidas. Aquella misma mañana iban a ponerlo bajo custodia de la ONU.
Alguien se enteró e introdujo a su propio equipo en la ecuación. Su plan era llevarse
al viejo, matarlo y borrar la pizarra. Al parecer, se trataba del último testigo vivo.
Eran criminales de guerra, de la peor calaña, pero él quería contar una historia que
alguien deseaba oír.
—¿Una historia de hace sesenta años? —señaló Cristian—. Interesante. Ya sabes,
el desconcierto es el arma más poderosa. No, es la segunda, detrás del miedo. El
secreto será de gran importancia si han llegado al extremo de intentar eliminar todo
rastro del mismo. Pero ¿por qué ahora?
—Eso quisiera saber yo…
—Una invitación a una decapitación —añadió despacio Cristian—. Pero ¿de
quién? ¿Qué le pasó a tu amigo?
—Murió en el fuego cruzado.
—Daño colateral, como habrías podido caer tú. Evidentemente, alguien pensó que
eras prescindible.
—Pues se equivocó.
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—En efecto. ¿Quién se chivó? ¿Alguien del gobierno?
—No lo creo. Cuatro Cero es algo estrictamente reservado. El círculo es
reducidísimo.
—¿Y la Interpol?
—Tal vez. Era una XD Prioridad Máxima Etiqueta Roja.
—¿Naciones Unidas? —preguntó Cristian sin dar crédito, alzando la voz.
—No lo sé. Era HCM, material muy confidencial.
—Cierto. Muy compartimentado. ¿Quién lo sabía en la ONU?
—La comisionada para los Derechos Humanos y sus dos colaboradores de más
confianza.
—Eso será territorio de Arbour. —Cristian hizo una pausa y descruzó los brazos
—. Hemos coincidido algunas veces en actos internacionales. Es tranquila, rigurosa,
brusca y sobre todo exigente. Para algunos una arpía, pero yo no sería tan duro. Al fin
y al cabo, es una mujer inteligente que destaca en un mundo de hombres. Una buena
chica francocanadiense de Shefferville que, por instinto, supo cómo abrirse paso a
empujones. Si quisieran sobornarla, no tendrían ninguna posibilidad.
—Parece una contradicción.
—¿Cuál?
—Tranquila, rigurosa, brusca…
—Sólo los ideólogos se permiten el lujo de gritar. En general, las personas
inteligentes tienen otras cosas en la cabeza.
—No me pareció una ideóloga.
—O sea que la conoces.
—Fue a verme al hospital en Roma.
Cristian asintió.
—Ajá. Propio de Louise. Es muy leal a la gente como tú, tranquila y eficiente. —
Se incorporó—. Las historias que tú y ella podéis contar son distintas, pero están
atravesadas por temas comunes. Violencia, muerte, dolor, pérdida o apariencia de
pérdida, y finalmente memoria. En las guerras las personas cambian. —Alzó la mano,
como previendo la siguiente pregunta de Curtis.
—¿Y tú? No salgo de mi asombro. Fama, gloria, aventuras… —comentó Curtis.
Cristian torció el gesto.
—Te has olvidado de la fortuna. Un idiota de Money Magazine me ha incluido en
la lista de las doscientas personas más ricas del mundo.
—¿Y?
—Chismorreos aburridísimos. Ya conoces la historia. Vietnam, servicio civil,
Harvard, negocio familiar, matrimonio feliz…, cáncer, luego la muerte de ella,
alcohol para ahogar las penas, y después nada.
—¿Cómo lo llevas?
—Me temo que mal. No negaré que intento desesperadamente llenar el vacío
cruzando el globo en busca de causas justas en las que colgar mi sombrero
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filantrópico y distraerme. —Hizo una pausa—. Al menos de forma temporal.
Allí estaban las imágenes, los indescriptibles momentos recordados, expulsados
provisionalmente de su vida sólo para levantarse y atacarlo cada vez que se negaban a
permanecer enterrados. Cuánto deseaba el olvido, un indulto temporal, aunque lo
bastante largo para ahogar su tristeza y hacer que se desvaneciera la pesadilla, sólo
una vez más. Tenía la mirada perdida, nublada. Cristian tomó un sorbo de su copa
antes de continuar:
—Ah, me olvidaba… —Metió la mano en el bolsillo y sacó una tarjeta—. Si hay
alguna urgencia, por favor, llama a este número. Aquí está tu equipo telefónico,
Curtis. Es un teléfono especial. Utiliza tecnología digital de espectro difuso.
—¿Digital qué? —preguntó Simone.
—El espectro difuso se usó por primera vez en la Segunda Guerra Mundial como
método para evitar que los torpedos fueran interceptados en su trayecto hacia el
objetivo. Estas señales son difíciles de detectar y desmodular, además de resistentes a
los bloqueos o interferencias, porque se difunden en diversas frecuencias —explicó
Curtis.
—¿Cómo?
—Simone, imagínalo como un Dante tecnológico. —El ranger sonrió—. Lo
importante es que los tipos malos no puedan escucharnos.
—Exacto —dijo Cristian, que se volvió hacia Simone—. ¿Puedo hacerte una
pregunta, señorita?
—Desde luego.
—¿Cómo has acabado liada con Curtis? Por lo que veo, él y tú no sois del mismo
barrio.
—Soy experta en el Renacimiento.
—¿Ah, sí? Interesante… —Cristian arqueó las cejas y miró burlonamente a
Curtis. Simone advirtió en el rostro del banquero una sonrisa pícara.
—No, no es eso. Lo conocí a través de Michael.
—Claro, mil perdones. Qué impertinente he sido. —Calló un momento—. ¿Y qué
tienen en común un cualificado experto en Operaciones Especiales, una especialista
en el Renacimiento y un historiador de arcanos?
Simone dejó de sonreír mientras miraba al banquero y a sus amigos.
—Mi hermano fue asesinado, y yo no podía resolverlo sola.
Cristian pareció consternado.
—Lo siento. ¿Cuándo ocurrió?
—Hace poco, en Shawnsee, Oklahoma.
Con la ayuda de Michael, Simone repasó la historia, omitiendo, tal como había
remarcado Curtis, la parte relativa a PROMIS y pasando por alto Octopus. Aquello la
estaba desgarrando, pero también actuó como un antídoto, curando su angustia. El
tiempo es un verdadero narcótico. O bien el dolor va desapareciendo al seguir su
curso, o bien se aprende a convivir con él. En su caso, el dolor no había desaparecido,
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pero Simone se dio cuenta de que su insistencia en la búsqueda de la verdad aligeraba
su peso.
—Pero… ¿por qué él? —inquirió el banquero.
—Ojalá lo supiera —contestó Simone.
—Sin embargo, ahí está la clave, ¿verdad, Curtis? Algo que Danny sabía. Y
algunos llegaron al extremo de asegurarse de que ese algo jamás llegaría a saberse. —
Descruzó las piernas y se puso en pie—. De modo que estamos en un callejón sin
salida.
—Tenemos los papeles de mi hermano.
Curtis la miró, contrariado.
—No —la corrigió—. Lo que tenemos es un par de palabras y un número que
pertenecen a una caja de seguridad anónima. Si tenemos suerte y damos con la
combinación, quizá podamos ver qué hay dentro. Simone cree que Danny escondió
pruebas de lo que estaba investigando.
—¿Y tú no?
—No estoy autorizado a hacer conjeturas.
—Entiendo que lo haréis mañana —dijo el banquero—. Así que buenas noches,
amigos. —Los acompañó a las habitaciones—. Descansa, Curtis, es la mejor arma.
Que duermas bien.
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—¿El del Banco Mundial? Caramba, vaya notición. Esto se pone interesante. Un
hombre famoso que guarda secretos. ¿Cuál es la conexión? —Se aclaró la garganta.
—No lo sé. Nuestra gente está en ello.
—Lo necesito para ayer. ¿Está claro?
—Como el agua.
—Seguimos el enlace. ¿A cuántos tenemos sobre el terreno?
—¿Listos? Seis. Tres equipos.
—Pon dos sobre él.
—Entonces nos quedan cuatro para cubrir a los tres.
—Sospecho que esto tiene una explicación.
Hubo una pausa.
—El que sobrevivió en Roma está en el apartamento de Belucci con el Enterrador
y el Hada, como usted los llama.
—Bien. Hoy puede ser nuestro día de suerte.
—Ojalá pudiera compartir su entusiasmo, señor. El soldado Joe nos da mucho
trabajo. Es una complicación innecesaria.
—Lo imprevisto funciona. Él nos guiará hasta nuestro objetivo. Dedica todo lo
que puedas a Belucci. Tengo la impresión de que va a entrar en escena.
—¿Cuál es su papel?
—No lo sé. A mí lo que me interesa es la secuencia de los hechos.
—¿Y eso qué significa, señor secretario?
—Significa que deberemos aplicar las matemáticas. Un niño puede mirar un
dibujo y no verlo, pero está ahí. Tenemos que averiguar cómo están conectados los
hechos. Las secuencias verdaderas no cambian. Los patrones del pensamiento
humano tampoco. Saca todo lo que puedas del muerto y haz un gráfico con todos sus
contactos. Que los equipos estén en sus puestos a partir de las seis.
—Buenas noches, señor secretario. Quizás hayamos descubierto al benefactor
financiero del periodista muerto.
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Los observó a todos en busca de anomalías, aislando a cada uno, mirando sus
ojos, captando el lenguaje corporal. Una reacción inoportuna; una mirada brusca; un
movimiento involuntario. El desafío consistía en ver a través de la rutina. Era posible
prever y ensayar cualquier cosa rutinizada para no desentonar, y se podía identificar y
contrarrestar algo demasiado ensayado. Alguien que pareciera demasiado aburrido,
demasiado ansioso, demasiado atento a algo, que apartara la mirada como siguiendo
una señal convenida. Después venían los cuerpos y las caras, la ropa, los zapatos y
los complementos. Si algo destacaba o se salía de lo común, ¿no debería estar allí en
circunstancias normales? Una postura corporal que denotase cierta tensión o alguna
destreza oculta. Un bolígrafo muy grueso y muy largo, o una cartera que abultaba
demasiado.
Cada persona podía cumplir un papel concreto. Un padre de familia apoyado
contra la pared, un joven empresario esperando su primer préstamo, una mujer
regordeta…, todos llenaban el espacio con su presencia, y, una vez ubicados, podían
ser reemplazados por otros parecidos. Nada. Curtis estaba satisfecho porque no se le
había adelantado ningún equipo de vigilancia. ¿Estaba siendo demasiado cauteloso
cuando nada lo justificaba? «Alcanza el objetivo», se dijo.
El ranger sabía que se accedía a las cajas de seguridad a través de unas puertas
correderas de cristal, que dentro se transformaban en una pantalla metálica de malla
fina. Parecía decorativo, pero en realidad era algo funcional. Pulsó un botón que
sobresalía de un octógono, a su izquierda. Los paneles se abrieron en silencio con una
especie de soplido. La sala era un espacio rectangular rodeado por una malla
ferromagnética conectada a tierra. El escudo protector bloqueaba la transmisión de
cualquier señal de radiofrecuencia.
—Por aquí, señor —dijo el empleado de mediana edad y cabello muy corto que
evidentemente estaba esperándolo. Curtis se sobresaltó un poco.
—¿Cómo sabía que venía?
Una expresión burlona apareció en los ojos del hombre.
—Sí, claro —masculló Curtis—. El cuadrado de cristal.
El empleado del banco sacó un impreso de Schaffhausen con dos líneas en
blanco. Curtis escribió «142857» en la línea superior y «Árbol de la Vida» en la de
abajo. Entregó el papel al empleado, que lo observó un instante.
—Espéreme en la habitación verde de la derecha. Vendré enseguida con su caja,
señor. —Al ver que Curtis titubeaba, añadió—: Señor, si quiere privacidad tendrá que
entrar. —Sonrió amablemente.
Curtis estudió las inflexiones de su voz. ¿Era anormalmente agradable? ¿Sonaba
extrañamente suave y dura? De todos modos, estaba en un banco, un sitio donde la
gente guarda el dinero. Cuanto más dinero, más agradable el comportamiento.
Entró en la habitación verde. Era pequeña, de unos tres metros por cinco,
revestida con paneles y amueblada con dos sillones de cuero colocados el uno junto
al otro y una mesa de caoba arrimada a la pared. Oyó unos pasos que se acercaban,
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resueltos, y se volvió al instante. Al abrirse la puerta, apareció el mismo empleado del
banco con una caja metálica. El hombre sacó un manojo de llaves y lo sostuvo frente
a Curtis.
—Cuando haya terminado, pulse el botón de encima de la mesa. Vendrá alguien a
buscarlo.
—Gracias.
—¿Puedo ayudarlo en algo más?
—No, gracias —dijo, y repitió—: Gracias.
Tras una levísima inclinación de la cabeza, el empleado se marchó. Curtis
aguardó a que se cerrara la puerta y se sentó en silencio frente a la caja con forma de
cúpula, atento a posibles pasos. Nada. Miró el reloj. Las diez y cuarto. Cogió una
llave, la introdujo en la cerradura y la giró a la derecha. Oyó un chasquido. ¡Increíble!
Simone tenía razón. Danny había escondido los códigos en un poema del siglo XIV.
Abrió la dura tapa de la caja y examinó el contenido.
Sacó un fajo de notas. Debajo había un montón de resúmenes contables sujetos
con un clip enorme. Lo colocó todo con cuidado sobre la mesa arrimada a la pared.
Los siguientes documentos estaban unidos mediante una goma elástica, como las que
antes usaban las niñas para sujetarse la coleta. Quitó la goma y desenrolló el
contenido. Le bastó echar un vistazo para comprobar que eran copias de certificados
de oro. Los hojeó y sacó una al azar. Sus ojos fueron instintivamente al centro del
papel. De pronto, le llamó la atención un número. «750 toneladas métricas». Se
inclinó hacia delante y leyó toda la línea: «Fue emitido como garantía de una parte
del depósito de Metal Oro…, de hasta 750 toneladas métricas». Se le estiró el labio
inferior mientras su cara adquiría una expresión de incredulidad. «¿Cuánto será esto
en dólares? Cristian lo sabrá». Sacó al azar otros certificados sólo para comprobar
que, de hecho, en el primero se consignaba la cantidad de oro más pequeña de todas.
Entre otros objetos, Curtis encontró tres DVD, fotografías de personas que no
conocía, cablegramas y diarios de llamadas guardados en carpetas, numerosos
diagramas, así como notas y cuadernos llenos de letra pequeña, descuidada y
apresurada. Aquello lo vería más tarde. Así que colocó el contenido de la caja en dos
bolsas de cuero que se ciñó al cuerpo con correas, una a la espalda y otra al pecho,
echando el jersey por encima y ajustándose bien la cazadora. Palpó el frío acero de su
arma. Estaba en el bolsillo interior, fácil de coger si era preciso. «Ojalá no lo sea, por
Dios». Cerró la caja. Lo revisó todo y pulsó el botón.
Al cabo de un minuto oyó un chasquido y se abrió la puerta.
—¿Está todo a gusto del señor? —dijo el empleado con una sonrisa que quería ser
tranquilizadora.
—Sí, gracias. —Curtis se hizo a un lado para que pasara.
—Después de usted, por favor —dijo el empleado inclinando la cabeza.
—No, insisto, por favor. Además, sin su ayuda no encontraré la salida. —Curtis
esbozó la típica sonrisa ingenua de alumno torpe.
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—Siga recto por el pasillo, señor, a la derecha, por la puerta corredera, y
enseguida estará de nuevo en el vestíbulo. —Miró con expectación a Curtis.
—Gracias otra vez. No habrá problema. —Curtis se despidió con otra sonrisa.
En cuestión de segundos estuvo en el vestíbulo. Curtis echó un vistazo a su
alrededor. Las mismas expresiones aburridas, el mismo malhumor, las mismas
posturas. Nadie parecía alterar el orden natural de las cosas. Otros diez metros y
estaría fuera del edificio. Asió un picaporte grande y pesado y tiró de él. Por fin era
libre. Se volvió hacia la derecha.
Entonces lo vio. Un hombre con un impermeable oscuro y con la mano derecha
en el enorme bolsillo, sin duda empuñando un arma, dobló la esquina en el preciso
instante en que él salía del banco. Curtis lo estudió. Caminaba de manera muy
despreocupada, pero con la mirada atenta. Sus actos eran reflejos. Tenía el cuello
corto y muy musculoso. «Ningún rasgo físico identificatorio —pensó fugazmente
Curtis—. Órdenes demasiado precipitadas». El equipo no había tenido tiempo de
tenderle la trampa. El hombre que tenía delante no sabía cómo era su aspecto. El
control lo asumieron los circuitos de instrucción instalados en lo más profundo. Sin
mover la cabeza, Curtis miró a izquierda y derecha. El movimiento fue apenas
perceptible. No había nadie más, por ahora. ¿El ejecutor lo había sorprendido
mirando? Imposible, demasiado lejos. ¿O no?
Ahora el hombre caminaba más deprisa, pero la aceleración casi no se notó. Se
trataba de un profesional magníficamente preparado que conocía la importancia del
autocontrol. Curtis aminoró el paso, mirando al frente al pasar por su lado. De
repente, el hombre le agarró la muñeca con su mano grande y fuerte. Curtis intentó
coger el arma, pero el hombre era muy hábil y reaccionó a la velocidad del rayo.
Aplastó el pulpejo de la mano contra la pistola, con lo que ésta salió volando.
«¡Actúa! ¡No pienses!». El otro le retorció la muñeca, haciéndolo caer de rodillas
mientras le propinaba un puñetazo que no le alcanzó la cabeza por centímetros.
Curtis, con la mano derecha alzada, dio un fuerte golpe al hombre en la caja torácica,
justo por debajo de la axila. El tipo lanzó un grito, echó bruscamente la cabeza hacia
atrás, con sorpresa en la cara, pero no lo soltó, sino que le hincó a Curtis la rodilla en
la garganta y lo golpeó en la mejilla izquierda. El ranger no vio venir el golpe. Sólo
supo que el lado izquierdo de su cráneo pareció partirse. La fuerza del impacto
impulsó a Curtis hacia atrás, pero el hombre seguía sacudiéndolo. De repente lanzó el
dorso de la mano contra la boca de Curtis, que sintió algo caliente bajando hacia el
mentón. No había tiempo para pensar. De un momento a otro llegarían otros, y todo
estaría perdido. Tenía que liberarse. Con el rabillo del ojo vislumbró una sombra, una
mancha negra. ¡Un arma! Ladeó el cuerpo a la derecha, logró levantarse y luego,
súbitamente, sin avisar, arrastró el pie del suelo de modo que el talón dio en el brazo
del hombre haciéndole saltar el arma de las manos, una pistola del calibre 38 con un
cilindro perforado en el cañón. El asesino se apartó tambaleándose. Entonces Curtis
le hundió la mano derecha en el pecho, y con la izquierda le arponeó la laringe con un
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golpe cuidadosamente dirigido. El hombre reprimió un gemido ronco, tosió con
espasmos y, tras alejarse cojeando, cayó a tierra arañándose el cuello con ambas
manos. Forcejeaba por respirar, rodando por el suelo, mientras el destruido cartílago
impedía la circulación de aire.
Curtis logró tenerse en pie. Su rostro era un revoltijo sangriento, y un dolor sordo
le subía por el cuello hasta la cabeza, que sentía hinchada y entumecida. Estaba lleno
de cardenales, pero no tenía nada roto. Aún había esperanza.
Podría moverse, pero antes de nada debía salir de allí. La pelea había durado
quince segundos, tiempo suficiente para congregar a una pequeña multitud de
mirones. Sin embargo, los sicarios eran más. Pero ¿quiénes? ¿Dónde estaban? Sin
duda, se trataba de profesionales. Un bloqueo de tres puntos habría sido un
procedimiento corriente: en uno y otro extremo de la manzana se habría colocado una
unidad antes de que los agentes bajaran al banco. No tendrían identificación física,
pero el dispositivo era hermético. Sólo podía pasar cruzando por la fuerza. Se puso en
pie tambaleándose, caminó inseguro, deteniéndose para afirmar las piernas cuando
perdía el equilibrio.
«No te pares. Dios mío, estoy herido».
Al verlos, se le heló la sangre. Dos vehículos, un sedán azul oscuro y una
camioneta blanca, convergían en Curtis desde direcciones opuestas. Los flancos
estaban cubiertos; la trampa, tendida. Lo habían pillado, pero nadie hizo nada. El
copiloto del sedán hablaba sin parar por un radioteléfono. Los hombres tenían
conexión visual, auditiva y electrónica con otros dos… Pero ¿dónde estaba el otro?
«¡Operaciones Especiales!», cruzó fugazmente por su cabeza. «¿Cómo es posible?
¿Quién es esa gente?». Estaba herido, y ellos lo sabían. ¡La multitud! No podían
matarlo con tanta gente alrededor. Demasiados testigos. Alguien anotaría la matrícula
y llamaría a la policía. La policía, seguridad. Ulular de sirenas y chirrido de
neumáticos. Vaya suerte, la suya… Sano y salvo. El sonido se acercaba, inyectándose
desafiante en el aire del final de la mañana.
¿Llegarían a tiempo? La pregunta nunca obtuvo respuesta. Curtis oyó un ruido
ensordecedor, metal contra metal, explotando en miles de pedazos. El lado del
conductor del coche patrulla se levantó del suelo, tras el impacto de un camión de dos
toneladas, que lanzó a los ocupantes contra el parabrisas. Por la postura de los
cuerpos, Curtis supo que ambos policías estaban muertos. Dos hombres se apearon
lenta y metódicamente.
Las voces y los gritos de la gente asustada saturaban el ambiente. No habría
indulto. El sedán azul puso la primera, cruzó la línea central y se paró a menos de
treinta metros. «¡Dios mío! ¿Y ahora qué?». Curtis no podía dejar que se le
aproximaran. Con la gente atendiendo a los cuerpos despedazados, nada impedía a
los asesinos acercársele y meterle un balazo. La muchedumbre y el ruido eran su
amparo. Nunca lo verían muerto. ¿Qué les hacía pensar que no podía huir? Porque
sabían que estaba herido. Porque había al menos otros dos, y él se encontraba solo.
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Sin necesidad de mirar, Curtis supo que otro equipo se dirigía hacia él desde el lado
opuesto, abriéndose paso entre la gente, con las manos en el mortífero acero oculto en
los abrigos. Él no podía perder tiempo. Se concentró en los hombres que tenía
delante. Los dos se aproximaban, uno desde el lado izquierdo de la calle, la segunda
arma directamente desde delante, como los dos flancos en un ataque de pinza. En
silencio. Izquierda, derecha. Uno, dos. Mucha potencia de fuego para capturar a un
hombre. Eso si la orden era capturar. No, la orden era matar, lo veía en sus ojos. La
sonrisa mortal de los asesinos profesionales. No habría conmutación de pena. Curtis
lo entendió entonces. La trampa había sido tendida con una precisión extraordinaria.
Los dos equipos estaban en su sitio, cubriendo los flancos desde el lado derecho, y los
edificios oficiando como protección natural en la izquierda. Dos asesinos expertos se
ocupaban de las interferencias: habían matado a los agentes de policía sin dudarlo un
momento. A menos que hiciera algo, él sería el siguiente. Y todo habría sido inútil.
Lo matarían y luego irían por Simone y Michael…, de manera silenciosa e infalible.
El asesino de enfrente alzó la cabeza un par de centímetros y miró más allá de
Curtis. ¿Qué buscaba? «¡Observa sus ojos!». El asesino atendía a alguien que había
detrás, fuera de su alcance. El equipo de refuerzo estaba en su posición.
«Alfa Uno, Galgo. Hombre fuera de combate. Muy bien, chicos, ahora está ahí al
descubierto. Llamamos a la caballería y nos olvidamos de todo. ¡Alejaos de mí! No
moriré, ¡no dejaré que me maten! ¡Invierte el sentido de la trampa, maldita sea!
Tienes sólo diez segundos antes de que lleguen por detrás». Curtis tenía la muerte
delante. Se hallaban a menos de veinte metros. Quedarse ahí significaba fenecer.
Palpó la culata de su arma. La multitud se hallaba en mitad de la calle, presa de un
ataque de histeria. Bien, el flanco izquierdo estaba cubierto. Pero debía actuar.
«Cárgate al asesino de la derecha. ¿Por qué? No lo sé. Hazlo y ya está». ¡Ahora!
Curtis se tiró a la izquierda con la automática extendida, y le dio al hombre en el
pecho, que por el impacto se elevó del suelo impulsado hacia arriba, para
desplomarse a continuación con un ruido sordo, como si le hubieran sacado la
alfombra de debajo. Uno menos. Curtis notó junto al hombro derecho dos disparos,
que se incrustaron en un panel de adorno de una fachada. Rodó sobre sí mismo con el
cuerpo dolorido. Otras dos balas rebotaron en una piedra, mandando al aire humo y
partículas diminutas. El asesino se agachó como un profesional acorralando a su
presa. Pero Curtis también era un experto. Eliminaría al asesino. «Alfa Uno, Galgo.
Hombre fuera de combate. No es uno de los nuestros», se oyó decir mientras rodaba,
y de pronto se levantó, la mano izquierda sujetando la muñeca derecha, y disparó dos
tiros certeros.
Dos menos, pero faltan muchos. «¿Dónde están? El sedán. A por él». Curtis se
puso en pie y corrió hacia el vehículo, ahora a escasos metros. Los otros dos asesinos
se habrían dado cuenta de lo que estaba haciendo. Uno de ellos se apoyó en una
rodilla, sostuvo firmemente el arma, apuntó con mano segura y disparó
repetidamente. Las balas destrozaron uno de los faros y rebotaron en el parachoques.
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Milagrosamente, el parabrisas y los neumáticos no recibieron impactos. Pero no
estaban apuntando al coche. Disparaban a matar. Las órdenes eran ésas. Tras rodar de
nuevo y dar una voltereta, Curtis quedó a unos centímetros del sedán. Sin volverse,
disparó a su espalda, esperando que, contra todo pronóstico, las balas alcanzaran su
objetivo. No fue así. De todos modos, pudo ganar unos segundos mientras los dos
asesinos corrían para protegerse. Se levantó y dio un paso lateral, tiró de la puerta y,
en un solo movimiento, se lanzó al interior del vehículo. Las llaves estaban puestas.
Los asesinos tenían el control, sin dudar nunca del resultado. Control significaba
tener los medios para huir, y deprisa. Sus dedos actuaron frenéticamente. Puso el
motor en marcha, dio marcha atrás y aceleró. El coche saltó hacia atrás y giró a lo
loco. Pudo oír los gritos de confusión de la segunda unidad. Pagarían un precio. Lo
sabía. Seguro que quien hubiera contratado a esos hombres no se tomaba los fracasos
a la ligera.
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Edward McCloy puso sus pies sobre la mesa, cogió el Herald Tribune, pasó las
páginas hasta la sección de Deportes y lo abrió de golpe. La llovizna de primera hora
de la mañana dejó paso a una tormenta. Él pensó que la lluvia siempre lo ponía
melancólico. La humedad y la monotonía del exterior reflejaban su alma. Como la
mayoría de las personas con aptitudes corrientes y de inteligencia inferior a la media,
McCloy movía los labios al leer. Sus ojos saltaron a la placa de latón que, apoyada de
lado en la mesa, anunciaba sus impresionantes credenciales: representante principal.
Sí, él, Edward McCloy, era el representante principal del cártel bancario más
poderoso del mundo. Sobre el papel era el máximo responsable de las decisiones que
afectaban a la élite del dinero. En la práctica, era un simple chapero de gente
poderosa que lo utilizaba como tapadera para encubrir sus delitos financieros.
—Si no hubiera sido por mi hermano, tú, maldito idiota, estarías limpiando las
calles de estiércol —bramó su padre, resentido.
—Nunca se me dieron bien las finanzas, papá.
—¿Qué diablos estudiaste en el colegio de mariquitas al que te mandó tu madre?
—Historia del arte y radiodifusión.
—¿Y qué piensas hacer con eso?
—Me encanta el baloncesto, papá.
—Eres un enano de metro sesenta y ocho. ¿En qué posición piensas jugar?
—Quiero ser locutor.
—¿En una ciudad sin equipo de baloncesto? ¿Y cómo vas a ganarte la vida?
—Brian Gumble lo hizo.
—¿Quién coño es ése? —se agitó el padre.
—El chico de mi dormitorio. Es locutor de la NBA.
—¿El negro? Ése tiene la cabeza en su sitio, hijo. Tú tienes demasiada mierda.
—Jack, no seas tan duro con él —intervino la madre—. Lo estás presionando
demasiado.
—Tiene pájaros en la cabeza, Mary, y no es bueno en nada. Radiodifusión y
arte… ¡Manda cojones!
—Papá, hay personas muy respetables que son mecenas artísticos.
—Todos tienen currículum empresarial, idiota. Son mecenas de las artes para
poder envolver su dinero sucio en un manto de respetabilidad.
—¿Y el tío John?
—¿Qué pasa con él? —rugió el padre.
—Es presidente de la Fundación Ford. Están muy implicados en el mundo de las
artes. Esto es respetable.
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—Antes de que tu tío dirigiera Ford, se había graduado en Yale, imbécil, y había
sido miembro de Skull & Bones. Por no hablar de su papel en la Comisión Warren.
—Estudió arte como asignatura complementaria.
—Fue el encargado de la limpieza en el asesinato de Kennedy. ¿Recuerdas los
tres vagabundos en el Grassy Knoll?
—Sí —contestó el hijo, indeciso.
—Un día después de la muerte de Kennedy, los tres vagabundos estaban muertos
y enterrados. Tu tío aún conserva la pala. Ése es su certificado de respetabilidad. El
guardián de los secretos. —El padre hizo una pausa para recobrar el aliento—. Ahora
que lo hemos aclarado, comenzarás a trabajar como ayudante de tu tío en el Chase
Manhattan Bank. No la cagues. Mantén la boca cerrada, haz lo que te digan, lame el
culo adecuado y llegarás lejos. ¿Me oyes, muchacho?
—Sí, papá.
De eso hacía más de veinte años. Y por eso Edward McCloy, principal
representante del cártel bancario más importante del mundo, estaba tan deprimido esa
mañana. Se había pasado los últimos veinte años con la boca cerrada y lamiendo los
culos adecuados, casi siempre contra su criterio. Miró la hora. Las doce menos diez.
Aunque el sueño de ser locutor se había esfumado, nunca se perdía el programa de su
compañero de dormitorio, sobre todo ahora que se había convertido en el locutor de
televisión más popular de Norteamérica. McCloy puso el canal en que daban deportes
todo el día.
De pronto, sonó el teléfono.
—¿Sí?
—Mejor que enciendas el televisor, Ed.
—Está encendido. ¿Quién habla?
—No me refiero al canal de deportes. ¿Quién crees que soy? ¿Tu hada madrina?
—¿Henry?
—Doy por sentado que no nos pueden oír.
—¡Un momento, por Dios! ¿Qué canal?
—Da igual. Cualquiera menos el deportivo. Está en todos los noticiarios.
—¿De qué se trata? —interrumpió McCloy, echándose hacia delante en la silla.
Era una pregunta retórica, pues ya lo sabía. Moviendo frenéticamente los dedos, logró
poner la CNN. Se le heló la sangre al leer las noticias sobreimpresas en la parte
inferior de la pantalla.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó McCloy, presa del pánico.
—Es lo que estamos intentando averiguar.
—¿Son nuestros?
—Lo curioso es que no.
—Entonces, ¿quiénes son?
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—¿Quién? —corrigió el hombre de la CIA.
—¿Qué? —dijo McCloy—. ¿Qué dices?
—Alguien invirtió el sentido de la trampa e introdujo su propio equipo.
—Todo es tan desconcertante… —soltó McCloy—. ¿Qué quieres que haga?
—Quiero que hables con tu gente del Schaffhausen y obtengas una descripción
detallada de todo aquel que estaba dentro. Luego quedamos en el sitio de siempre.
Este tipo, sea quien sea, al final del día estará más muerto que el pomo de una puerta.
Ah, Ed…
—¿Sí?
—Rapidito, ¿eh? —Y se cortó la comunicación.
A las tres, los guardianes de secretos de Octopus estaban sentados a una mesa de
reuniones, de caoba y en forma de U, en un espacio especialmente insonorizado
(intimidad garantizada por blindaje de Faraday e interceptores de radiofrecuencia de
banda ancha). Los saludos fueron superficiales y distraídos; los apretones de manos,
fríos y flácidos; las recriminaciones, breves. No tenía sentido volver sobre errores
pasados.
—Una descripción, por favor —pidió el exsecretario del Tesoro.
—Es alto, entre metro noventa y metro noventa y cinco. Cuarenta y pocos años
—contestó el hombre del Departamento de Estado.
—El pelo. ¿Color, longitud?
—Muy corto, estilo militar. Castaño claro.
—Ajá, todo cuadra. Se llama Curtis Fitzgerald. Fuerzas Especiales. Al menos éste
es el nombre que utilizó para hacer la reserva de su vuelo a Nueva York —dijo el
hombre de la CIA—. Viajó en primera clase.
—Eso cuesta siete mil dólares. ¿De dónde sacó el dinero? —terció en voz baja el
hombre de Goldman Sachs.
—Buena pregunta. Quizá trabajó como un condenado para su país, pero dudo que
éste lo haya correspondido —soltó el hombre del Departamento de Estado.
—¿Estamos seguros del nombre? —insistió Harriman, el tan cacareado
exsecretario del Tesoro.
—Enseguida lo comprobaremos. Cualquier empleado federal, incluso los que
trabajan para el gobierno sin atribución, tendrá al menos un listado en su base de
datos —señaló Stilton.
—Bien. Hagamos una referencia cruzada con otros organismos por si en
Inteligencia hay algo.
—Eso está hecho.
—¿Cómo lo vas a hacer sin levantar sospechas?
—Mediante una lista de vigilancia, una base de datos colectiva coordinada por el
Departamento de Justicia para su uso por múltiples agencias federales.
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—Lovett, mire en el Departamento de Estado por si tuviera algún empleo civil
como tapadera —añadió Harriman con tono concluyente.
—Ed, ¿tienes la contraseña que usó para abrir la cuenta?
—Sí, al empleado del banco le pareció graciosa.
—¿Qué te dijo?
—Nombre: «Árbol de la Vida». Número: 142857.
—No me jodas. ¿Qué significa esto?
El antiguo secretario del Tesoro le tocó el brazo, con la pipa en una mano y el
encendedor en la otra.
—Rob, ponga a nuestros informáticos a trabajar en eso. A ver si pueden descifrar
la contraseña en cristiano.
—Según el empleado del banco, la combinación tenía al menos seis meses de
existencia —señaló McCloy.
—Lo cual significa que vino a Nueva York porque alguien lo necesitaba —terció
Reed.
—De ahí la llamada telefónica y la salida del hospital de Roma —añadió Stilton
—. Ahora tiene sentido.
—¿Sabes lo que me gusta de ti, Henry? —dijo el exsecretario del Tesoro.
—¿Que soy alto y guapo y que las mujeres no pueden quitar las manos de mis
enormes huevos de acero?
—Que tu olfato no está del todo ajustado. Has desarrollado una especie de
sensibilidad por lo podrido.
—El que esta mañana ha organizado la inversión de la trampa, nos llevaba la
delantera, sabía qué piezas del rompecabezas estarían en su sitio y cuándo. Ahí fuera
hay alguien que nos vigila y se entera de todo lo que hacemos y decimos —apuntó
Taylor, pensativo.
—O sea, que tenemos más agujeros que un colador —afirmó Stilton con
gravedad.
—Te gusta esta frase, ¿verdad, Henry? —inquirió Lovett.
—¿Quién habrá sido? —terció Taylor.
—Un enigma personificado con muchos secretos que contar —señaló Harriman.
—No importa. La casa del país del sol naciente se desmoronó —dijo McCloy de
modo categórico.
—Todos menos uno —observó Lovett.
—Un viejo decrépito aferrándose a los últimos restos de cordura —dijo McCloy.
—Y los documentos —les recordó Stilton.
—Y el dinero, no lo olvidemos —añadió el antiguo secretario del Tesoro con tono
cortante.
—Varios billones de dólares que ya no controlamos.
—Al menos hasta que consigamos el número de cuenta bancaria de Scaroni —
puntualizó Lovett.
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—Al margen de quiénes sean, busquen en Pingfan y Tokio. Quiero saber dónde
encontraron lo que estaban buscando —dijo Harriman.
—Y también en los archivos secretos de Langley, enterrados en las mazmorras.
—Negativo. Cada visita a los archivos secretos queda automáticamente registrada
con la hora y la fecha —precisó Stilton—. Hasta esta mañana, estos archivos llevaban
en el agujero negro algo más de sesenta años.
David Alexander Harriman III rompió el silencio que siguió.
—Sea quien sea, tiene línea directa con nuestro campamento y está esperando
nuestra reacción. Quiere obligarnos a actuar. Es una secuencia de hechos que nos
incumbe. Un patrón. El periodista muerto fue su presa.
—Y Roma es nuestra cagada —añadió JR.
—De repente, alguien entra en nuestra secuencia y el patrón no se altera. Se
produce un tiroteo, pero la presa se convierte en depredador. Los acontecimientos de
esta mañana son la prueba definitiva —apostilló el antiguo secretario del Tesoro.
—¿Y Scaroni?
—Eso tenemos que averiguarlo.
—Una falta de patrón no excluye el patrón propiamente dicho, aunque todavía no
lo vemos. Es más, es alguien con quien probablemente estamos familiarizados,
alguien que podría andar por ahí con un letrero en el pecho y no lo veríamos.
—¿Es Fitzgerald parte de esto?
—¿Y qué hay de los demás?
—Olvidemos a los otros dos. Según nuestros informes, se trata de un asunto
afectivo.
—Si Shimada habla, perderemos la ventaja que aún tenemos. Hay que encontrarlo
y matarlo. —Hizo una pausa—. Pero volvemos a estar con el periodista muerto…
Muchas preguntas y poco tiempo para responderlas.
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—Pero bueno, vaya aspecto tienes. Pensábamos que habías muerto. En las noticias no
se habla de otra cosa. —Michael lo miró con impotencia—. Estás herido, Curtis.
A Curtis le dolía la cabeza y el antebrazo, y tenía la mejilla izquierda magullada.
—Pues deberías ver al otro tío —replicó, aún en trance.
—Llamaré a un médico. Es amigo mío.
Curtis alzó la cabeza.
—No, no te molestes. —Y luego añadió—: ¿Qué haces aquí, Cristian?
—Por televisión he visto lo que has hecho y he decidido venir y pedirte un
autógrafo.
—Estate quieto, por favor —dijo Curtis, a punto de reírse, llevando
instintivamente la mano al estómago mientras respiraba despacio.
—Curtis, ¿has conseguido…? —Simone lo miraba con ojos suplicantes.
—Sí.
Cogió la automática del cinturón y la dejó sobre la mesita. Luego se bajó la
cremallera de la cazadora y se quitó el jersey, descubriendo dos bolsas negras de
cuero atadas al pecho y la espalda. Curtis se las dio a Simone, a quien se le aceleró el
corazón. En sus ojos había dolor, pero también algo más, algo que ella no sabía muy
bien cómo describir. Por unos instantes, notó la presencia de Danny mientras
abrazaba las bolsas contra el pecho.
Las abrió y colocó su contenido sobre la mesa. Entre esas hojas habría un nombre
que vinculaba a alguien con el asesinato de Danny. Esos documentos trazaban todas
las líneas de sus cinco años de investigación. Sin duda, lo mató lo que había
averiguado. Cristian cogió los DVD.
—Los imprimiré en un momento. —Y desapareció en su estudio.
—Tiene que estar aquí —dijo Simone, con miedo en la cara y la voz.
Curtis hojeó las páginas de la libreta encuadernada en cuero, que entregó a
Simone. Ésta se sentó en la silla junto a la ventana e inhaló su olor antes de pasar las
hojas lenta y amorosamente. Cristian tardó casi dos horas en imprimir el contenido de
los tres DVD. Tuvo que mandar a alguien por más papel y cartuchos de tinta. Hacia las
cuatro estaban todos en el estudio examinando los documentos y las fotografías.
Dividieron el material en tres montones. Cada uno perfilaba una línea de
investigación distinta: Octopus, PROMIS y el oro. Luego se acomodaron en el salón y
empezaron a leer. Utilizaron el método habitual tanto en el mundo académico como
en los análisis de información secreta. Lo leyeron todo deprisa, intentando captar la
idea y el razonamiento generales. Ya habría tiempo para diseccionar lo concreto, para
estudiar cada dato al mínimo detalle. Al llegar ese momento, colocaron los detalles en
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un montón más pequeño y también los clasificaron. De vez en cuando, un comentario
rompía el silencio.
—Hay una copia de un certificado de oro de setecientas cincuenta toneladas
métricas a nombre de… —Simone les dio el nombre.
—¿Cuánto dinero sería eso? —preguntó Curtis.
Cristian encendió un cigarrillo.
—En una tonelada métrica hay treinta y dos mil ciento cincuenta onzas, unos
novecientos once kilos —dijo Cristian, que sacó una calculadora de juguete de gran
tamaño con enormes botones de colores. Todos miraban al banquero—. A mil dólares
la onza… —Hizo una pausa mientras repasaba el cálculo—. Esto da unos
veinticuatro mil millones de dólares.
Simone se quedó helada. Michael y Curtis se miraron.
—¿Cómo podría alguien apoderarse de tanto dinero? —inquirió Michael.
—No se trata de una persona real. Cada certificado va acompañado de diversos
documentos adicionales, los cuales deben ser verificados jurídicamente en el
momento de la venta. Sólo con que faltara un papel, los demás documentos quedarían
invalidados. —Calló un momento—. Este procedimiento está diseñado para proteger
la identidad del verdadero titular. El nombre que figura en el certificado es una
cortina de humo. No lo olvidéis, es oro negro. —Sacudió la ceniza.
—¿Petróleo? —preguntó Simone, molesta.
—No, quiero decir ilegal, oro robado. —El banquero meneó la cabeza,
adelantándose a la siguiente pregunta de Simone—. Según una leyenda, el oro
pertenecía a los faraones egipcios. Otros dicen que tiene su origen en la Cuarta
Cruzada. Existe también una versión moderna que lo sitúa en torno a la Segunda
Guerra Mundial. —Hizo una pausa y añadió—: No sé qué versión creerme.
—Entonces, si alguien quisiera canjear este certificado por efectivo…
—Tendría que ser oro, Michael —interrumpió Cristian—. Ésas son las reglas.
—¿Dónde se podrían encontrar setecientas cincuenta toneladas métricas de oro?
—preguntó Curtis.
Simone hojeaba la libreta de Danny, buscando algo que había visto.
—Aquí. —Señaló algo—. En un círculo y muy subrayado, «750 toneladas
métricas», y a continuación la palabra «fuente» con un enorme signo de
interrogación.
—¿Sería eso lo que Danny iba a averiguar a Shawnsee? —sugirió el banquero
con aire pensativo.
No habían pasado cinco minutos cuando Simone volvió a hablar.
—Estas iniciales… Las he visto…, pero ¿dónde?
—Un momento…
Había algo en el cuaderno de Danny sobre Citibank. ¿Qué era? Simone lo leyó
rápidamente, y al ver la descuidada letra de su hermano asomaron lágrimas en sus
ojos. «Danny, te quiero. Cuánto te echo de menos…». Entonces lo vio: «Citi-
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CTP/gov.», y a continuación un enorme signo de interrogación. La combinación de
palabras tenía varios círculos alrededor y ponía un énfasis particular en las
misteriosas iniciales «CTP».
—Cristian, ¿tiene alguna idea de a qué podría referirse Danny…? —Miró a
Cristian, y le recorrió un espasmo de temor.
Él tenía los ojos clavados en Simone, reflejando a partes iguales el miedo y la
incredulidad. Era evidente que Cristian sabía de qué se trataba. Se llevó los dedos a la
cara, se limpió el sudor de la frente y acto seguido observó a sus tres compañeros.
Hizo una pausa y se agarró al borde de la mesa, pensativo. Luego dijo:
—No estoy preparado para hablar, es decir, no debería, lo cual, dadas las
circunstancias, desde luego estaría totalmente justificado. —Cristian hizo una pausa,
y cuando volvió a hablar, su voz infundía miedo. Curtis observaba a su amigo. Algo
de lo que acababa de decir Simone lo había perturbado en lo más hondo. ¿Era eso
posible? Con el vaso en la mano, Cristian se sentó en una silla y se quedó mirando al
frente—. Será mejor que hablemos.
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Se abrieron las enormes puertas dobles de cristal, y un hombre alto se dirigió
apresuradamente hasta el coche. Tenía unos setenta años, era ancho de espaldas y con
el porte erguido, el cabello ceniciento peinado con la raya a un lado, y las facciones
marcadas. El hombre asintió distraídamente cuando el chofer le abrió la puerta de
atrás. En ese momento sólo se pronunció una frase.
—Llévame a casa. —Tenía una voz profunda y melosa de barítono acentuada por
años de bebida y tabaco.
—Sí, señor Reed. —El chofer puso el vehículo en marcha y se fundió en el tráfico
de la hora punta.
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—Accedí a trabajar con ustedes sólo si se me permitía establecer los términos del
compromiso cuando lo juzgara conveniente. Ahora no es un buen momento.
—Escúcheme… —La voz del hombre del pelo ceniciento era dura y desesperada
—. Le he pagado un montón de dinero durante años. Lo he convertido en un hombre
rico. Así que está en deuda conmigo. Me lo debe.
—No le debo nada. Los dos nos hicimos ricos porque yo soy muy bueno en lo
mío. Bueno y discreto. Adiós y buena suerte. —Y se cortó la comunicación.
El hombre del pelo ceniciento golpeó repetidamente el sistema intercomunicador,
provocando que la radio invadiera la aislada área trasera de la limusina.
—¡Apaga esto! —gritó el hombre del pelo ceniciento, clavando los ojos en el
chofer a través del retrovisor. Apagó el intercomunicador y volvió a marcar el
número. El hombre oyó un chasquido, pero esta vez fue recibido por un silencio.
—Jean-Pierre, quiero que me escuche con atención. —Su voz era áspera y
amenazadora—. Tal como están las cosas, tengo poco que perder. Le recuerdo que
obra en mi poder el expediente completo. La Agencia colaboró muchísimo más que
usted ahora. Si me hundo, usted se hunde conmigo. —Respiraba con dificultad—.
Recoja los apuntes y las cartas y nos libramos del problema. Mate a Scaroni y limpie
la pizarra. Nadie puede seguir el rastro hasta nosotros. ¿Comprende?
—De acuerdo —dijo una voz al otro lado de la línea—. ¿Dónde?
Recibió la dirección.
—Sé que podemos…
—Ésta será nuestra última reunión —interrumpió la voz. Se produjo un chasquido
súbito y se cortó la comunicación.
—Tiene que ver con dinero a punta pala. Tanto, que pondría en tela de juicio el
mundo de los bancos, las finanzas y la economía —explicó Cristian sin rodeos,
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levantándose, como si previera que los presentes lo refutaran. Expulsó el humo por la
nariz y clavó en Simone sus ojos duros y brillantes—. Se dice que este mundo en
realidad no existe. Pero vaya si existe… El mundo en sombras donde el CTP vive y
fabrica dinero del aire es el pequeño y sucio secreto de la economía occidental. —Se
sentó de nuevo, frente a ellos.
—¿Qué es el CTP? —preguntó Simone con voz tensa.
—Es el Programa Comercial Paralelo, una operación extraoficial muy
especulativa controlada por el gobierno.
—¿Quién está detrás? —preguntó Curtis.
—Diversos organismos del gobierno de Estados Unidos.
—¡Dios! —gruñó el ranger—. ¿Por qué no me sorprende?
—¿Se refiere a la CIA y el FBI? —inquirió Simone, perpleja.
—Ellos son la punta del iceberg. Toda esta sopa de letras de agencias participa en
la actividad de generar beneficios espectaculares corriendo muy poco riesgo, y los
que son invitados de manera exclusiva a participar como aportadores de fondos
acumulan capital a un ritmo escandalosamente alto. Es un método de creación de
dinero que ningún sistema de supervisión o rendición de cuentas es capaz de poner en
evidencia.
—¿Es legal? Quiero decir, ellos… —preguntó Simone.
Cristian negó con la cabeza.
—¿El comercio interior realizado por personas que controlan los mercados? No:
es absoluta y decididamente ilegal. —Dirigió una mirada furtiva a Simone y luego a
Michael.
—¿Está diciendo que los bancos actúan en connivencia con nuestro gobierno en
la dirección de estos programas?
—Y también muchos inversores ricos. Los bancos y los bancos centrales que
participan en el CTP llevan dos libros, uno para el examen público y otro para verlo en
privado.
—¿Desde cuándo? —inquirió Simone con inocencia.
—Desde tiempo inmemorial.
Ella suspiró, indignada.
—¿Sabe quién creó el programa? —preguntó Michael.
—No. Y la verdad es que no quiero saberlo. Así duermo mejor, ¿entiendes? De
todos modos, quien lo puso en marcha tenía que estar situado en un nivel alto.
—¿Se refiere al presidente de Estados Unidos? —preguntó Simone, cuya
ingenuidad hizo sonreír a Michael.
—No, no me refiero al gobierno. Hay entidades mucho más poderosas que los
gobiernos. Puedo deciros que el Banco Mundial está involucrado en la parte
extraoficial de todo esto. Este programa comercial extraoficial paralelo dirigido por el
gobierno tiene que ver con dinero, Simone, igual que el Banco Mundial. No es mi
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área de competencia, pero si lo fuera dudo mucho que hubiera podido hacer algo para
impedirlo —contestó Cristian con un tono de gravedad ofendida.
Ella lo miró burlona, pero no dijo nada.
—Al final —dijo Cristian con tristeza—, la codicia sólo es bonita en Navidad.
—¿Qué hacen con el dinero? —preguntó un Michael desconcertado.
—Una parte del dinero ilegal se está usando para rescatar los principales bancos
del mundo que se enfrentan a crisis de insolvencia, como consecuencia de unas
insensatas políticas de préstamo y de la debacle de las infames hipotecas subprime.
Os revelaré un pequeño secreto. Bancos como Citi, HSBC, Chase Manhattan, Bank of
New York, Lehman Brothers, Wachovia o Goldman Sachs están en quiebra y se
hallan al borde de la desintegración financiera.
—¿Y la otra parte? —insistió Michael.
—La otra justificación de estos programas es la creación de inmensas reservas de
dinero en efectivo destinado a ser utilizado en operaciones sancionadas.
—¿Son operaciones ilegales? —dijo Michael.
—Sería una forma de llamarlas.
—¿De cuánto dinero estamos hablando?
Cristian sacudió la cabeza.
—La reserva de fondos que ahora se mantiene en cuentas aletargadas y huérfanas
asciende a billones de dólares, suficiente para cancelar la deuda nacional de Estados
Unidos y todas las demás deudas del planeta.
Simone creyó no haberlo entendido.
—¿Cuánto?
—Nadie conoce la cantidad exacta. Pero podemos decir sin temor a equivocarnos
que se trata de billones, entre las decenas y las centenas.
—¿Existe tal cantidad de dinero?
—Sobre todo en el ciberespacio, Simone. No sería posible transferirla físicamente
a ninguna parte. Pero en todo caso no hay por qué hacerlo, pues se puede mover
cualquier cantidad de fondos en una millonésima de segundo tan sólo pulsando una
tecla.
—Si el dinero apareció por arte de magia como consecuencia de cierto
malabarismo exótico de humo y espejos financieros, la pregunta es adónde fue a
parar —señaló Curtis.
—A treinta cuentas sueltas del CitiGroup —susurró Cristian.
—¿Quién controla esas cuentas? —preguntó Curtis.
—No lo sé. Es un sistema muy opaco, que funciona de arriba abajo en distintos
países y con diferentes participantes, quienes responden ante el Consejo de
Directores. La cabeza visible de este Consejo es John Reed, presidente de Citibank,
aunque dudo que sea él quien mande realmente. Lo más probable es que sea un
testaferro.
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—Evidentemente, Danny estableció una conexión CTP-Citi —afirmó Simone—.
¿Tiene alguna idea de adónde llegó con eso? —Miró los diversos montones
cuidadosamente colocados en un lado de la mesa.
—Sabía que lo preguntarías —replicó el banquero, cabeceando—. Ojalá pudiera
ser de más ayuda.
—¿Y cómo encaja en esto Citibank? —terció Michael.
—Citi es el principal vehículo de esta operación en Estados Unidos. Lo hace a
través de John Reed, que está muy bien conectado con el gobierno. Este hombre es
responsable de infinitas intrigas e ilegalidades. —Cristian tomó un sorbo, invadido
por el miedo.
—Así es que Danny descubrió un vínculo entre Citibank y las operaciones
extraoficiales gubernamentales de creación de dinero —dijo Curtis levantándose
despacio de la silla.
—Lo que no sabemos es lo lejos que llegó en su investigación antes de ser
asesinado —precisó Cristian.
Michael anotó algo en el reverso de un sobre que había sacado de uno de los
bolsillos de su anticuada chaqueta a cuadros.
—¿No crees que deberíamos acudir a la policía? A ver, Curtis, ¿a cuánta gente
piensas cargarte antes de que todo haya acabado?
—¡No! —gritó Simone—. No podemos implicar a la policía. Danny me advirtió
de que la mitad del Departamento de Policía de Nueva York es corrupto. Me dijo
explícitamente que no confiara en nadie, en el caso… —respiró hondo—, en el caso
de que le sucediera algo.
—¿Y el FBI?
—No, hasta que sepamos a qué nos enfrentamos —señaló Curtis—. Shawnsee
fue algo organizado. Lo que no sabemos es quién lo hizo y por qué.
—Pero empezamos a tener una idea —puntualizó Michael.
—Y eso me pone los pelos de punta —indicó el banquero—. En todo caso,
sabemos mucho más que hace veinticuatro horas. También sabemos que Citi se halla
en una situación desesperada debido a los infames préstamos de la última década. Sin
una rápida inyección de capital, el banco podría implosionar y arrastrar con ello al
resto de la economía norteamericana y mundial.
—¿Cuál es el común denominador de todo esto? —inquirió Curtis.
—El hombre que estaba allí…, el presidente de Citi, John Reed. Da la casualidad
de que está ligado al aparato gubernamental —explicó Cristian, con la mirada fija en
su viejo amigo, en otro tiempo subordinado a su oficial al mando—. ¿Por eso
prefieres no implicar al FBI?
—Antes de hacerlo público, debemos estar seguros —contestó Curtis.
—¿Crees que Reed está involucrado? —preguntó Simone.
Curtis soltó un suspiro.
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—No lo sé. Puede que Reed ejerza cierto control o que responda ante otro, quien
a su vez tenga un superior. Puede que todo esté conectado con un hilo invisible…, y
tapado con una cortina negra. —Se quedó ensimismado—. Eso los hace muy
peligrosos.
—¿El qué? —preguntó Simone.
—El hecho de no responder ante nadie. —Curtis hizo un gesto en dirección al
banquero.
—La creación de dinero no sujeta a ninguna forma de supervisión —aclaró el
banquero.
—Si investigamos bien, podemos llegar a ellos —dijo Curtis, con la mirada
clavada en Cristian.
—Deberíamos contar con un interrogador experto. —Cristian miró a su amigo
con complicidad—. ¿Tal vez Reed?
—Para empezar —matizó Curtis—. Pero habrá otros, pues él forma parte de una
red. En cuanto sepamos quiénes son, presionaremos, iremos tras ellos de distintas
maneras, pero lanzando básicamente el mismo mensaje: un periodista ya fallecido
reunió pruebas condenatorias que pueden hacer volar la cabeza de Octopus con
nombres, crímenes, certificados de oro, diarios telefónicos, cuentas bancarias
secretas… el arsenal completo. Él lo tenía. Ahora lo tenemos nosotros.
—Nos vieron cogerlo.
—Correrá la voz de que alguien más poderoso que Octopus quiere comprar este
material. Nosotros necesitamos dinero y estamos dispuestos a venderlo al mejor
postor.
—Paso a paso —señaló Cristian.
Un timbrazo rompió la concentración de todos. Simone dio un brinco, buscó el
móvil en el bolso y contestó.
—¿Hola?
En el otro extremo de la línea, la voz era una seductora mezcla de lija frotando
granito con una pizca de miel.
—¿Simone?
—¿Sí? —Ella no reconoció la voz.
—¿Simone Casalaro?
—Sí.
—¿Simone Casalaro Walker?
—¿Quién me llama? —grito al auricular, claramente turbada—. ¿Cómo sabe mi
nombre completo?
Curtis se acercó en silencio y pulsó un botón. Puso el teléfono en manos libres.
—Soy un amigo.
—Mis amigos no susurran al teléfono. Hablan alto —dijo con la voz algo más
controlada que el tembleque de su cuerpo.
El hombre respondió con un silencio gélido. Luego habló.
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—Permítame decirle que está usted luchando contra un mal laberíntico tan
incomprensible que ni siquiera sabe de qué ni de quién se trata.
Ahora le tocaba a Simone guardar silencio. Por fin le salió la voz.
—¿Quién es usted? ¿Por qué me llama? —preguntó, alarmada. Miró a Curtis y
añadió—: Llamaré a la policía.
—Oh, vamos… —fue la seca y lenta respuesta.
Curtis estaba inmóvil frente a Simone, observando todos sus movimientos. Le
tocó el codo ligeramente. Ella alzó la vista.
—Aguanta todo lo posible —le susurró. Ella asintió en silencio y tragó saliva.
—¿Cómo sé que usted es un amigo?
—Buena chica —dijo Curtis en voz baja, apretándole suavemente el codo y
guiñándole el ojo.
La voz de lija contra granito se calló un momento, como poniendo los
pensamientos en orden.
—Empecemos con el gobierno y un grupo de personas muy poderosas
denominado Octopus. —En un segundo plano, Cristian permanecía quieto, oyendo
horrorizado aquella voz invisible—. Tienen ustedes algo que ellos quieren.
—¿Nosotros qué? —La voz de ella sonó irritada y acusadora.
—Si se lo dan, están todos muertos. Si no…, están muertos igualmente.
—No lo entiendo. ¿Qué es lo que tenemos? —leyó Simone en el bloc de Curtis.
—Tienen ustedes la clave.
—¿De qué habla?
—El número de la cuenta bancaria.
—¿Qué cuenta bancaria? —inquirió ella con una latente hostilidad.
La lija no le hizo caso.
—Mire, no pasa nada, por horrible o ilegal que sea, sin la aprobación del
gobierno. ¿Sabe qué es lo peor de todo esto? Los que están en el poder, que deben
admitir que sabían y estaban en el ajo.
Curtis garabateó algo en el bloc. Ella lo leyó.
—¿Trabaja usted para el gobierno?
—Sí. Pero esto fue antes.
—¿Antes de qué? —preguntó Simone, indecisa.
—Antes —contestó la lija frotando granito.
—¿Y qué hay de la gente que dirige Octopus?
—¿El Consejo de Directores? Perros alfa, antiguos jefes de los organismos
gubernamentales: FBI, CIA, NSA, ONI, DIA, el Pentágono. El típico ejemplo de complejo
industrial-militar, que, cuando le has quitado todas las plumas, se queda en
connivencia industrial-militar.
—¿Y cómo sabe usted todo esto?
—Lo sé, y punto. —La voz adquirió un temblor lírico.
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—Ajá… —Simone aguardaba mientras Curtis escribía frenéticamente—. Dice
que es el ejemplo clásico de complejo industrial-militar. ¿Quién hay concretamente
en este complejo?
—Bancos, compañías aseguradoras, conglomerados del petróleo… Lea la lista de
las quinientas empresas de Fortune. Están ahí.
—Entonces, ¿qué son? ¿Empresas privadas que trabajan para el gobierno? —
Simone iba leyendo el bloc.
—Son una fachada.
—¿Del gobierno?
—No exactamente.
—¿De quién?
—De algunas personas muy poderosas.
—¿Puede darme un nombre?
—Ni hablar, no por teléfono.
—¿Qué pinta usted en todo esto?
—Yo fui director de las instalaciones secretas del gobierno de la cuenca del Pinto,
California. Estrictamente confidencial. Compartimentación absoluta.
Simone miró a Curtis desconcertada, aunque se recuperó casi al instante.
—Ha dicho que esto es un mal laberíntico tan incomprensible…
—Debo irme. —Él la cortó, pero permaneció al aparato, como si esperase que
pasara algo.
—No, espere —gritó ella—. ¡No puede irse! Usted me ha llamado a mí. Si está
intentando avisarme, aún no sé quién es. Y quién es esa gente malvada. ¿Cómo sé que
lo que me ha dicho es verdad?
»¿Está usted en peligro? ¿Por eso me llama? —Curtis asintió. Sabía que en los
siguientes sesenta segundos estaría la clave.
—Eso dependerá de usted —dijo la voz.
—¿De mí? —Un silencio—. ¿Por qué no dice nada?
—Su hermano Danny —soltó la voz, sin más.
El sonido del nombre resonó como un trueno en su interior. Simone miró
incrédula el auricular; luego a Curtis, horrorizada. De repente, se puso a soltar
chillidos.
—¡Usted lo mató! ¡Fue usted! —Los ojos de Simone se volvieron inexpresivos.
El instinto impulsó a Michael a levantarse. «Ve con ella, te necesita. Pero yo
también la necesito…». La atrajo hacia sí y la abrazó.
—Yo no maté a su hermano.
—¡Usted lo mató! ¡Fue usted! —gritó de nuevo.
La voz hizo una pausa, esperando que a Simone se le pasara el ataque.
—Intente escucharme. Yo no habría podido matarlo.
Cristian tendió su copa a Simone. Ella bebió y apoyó la frente en el pecho de
Michael.
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—¿Cómo voy a creerle? —dijo con el rostro bañado de lágrimas, suplicando
respuestas.
—Porque estoy en la cárcel.
—¿Qué?
—Digo que estoy en la cárcel —repitió la voz—. Debo irme.
Y colgó el teléfono.
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—Está en la cárcel —dijo el jefe supremo de Citibank en el opulento salón que daba
al río Hudson—. Localice a Scaroni y acabe con él. Consiga los códigos y zanjemos
el asunto.
—Lo zanjará usted —lo corrigió un hombre alto y elegantemente vestido, que
lucía bronceado y un par de botas de piel de caimán.
—Así es. ¿Tiene idea de la cantidad de dinero de la que estamos hablando? Lo
recompensaré. Será más rico de lo que jamás ha soñado.
—Yo ya era rico al nacer, Bud. —El hombre de las botas de piel de caimán miró
su reloj de oro Patek Philippe edición especial Calatrava. Acto seguido añadió—:
Esto tendrá una explicación.
Bud contrajo el rostro.
—¡Váyase a la puta mierda! ¡A mí no me hable como si fuera su súbdito!
—Incumplió un acuerdo y faltó a su palabra.
—¡Esto es cuestión de vida o muerte, Jean-Pierre! ¿No está de acuerdo?
El hombre que respondía al nombre de Jean-Pierre tuvo el gesto de guardar
silencio.
—¿Por qué cree que he acudido a usted? —insistió Bud.
—Eso mismo me pregunto yo.
—Usted ha sido adiestrado para el control de la mente. Conoce esta mierda a
fondo. Abrirle la mente a Scaroni será una cuestión de sincronización. Por el amor de
Dios, ¿tan difícil le parece? Nuestros médicos le han inyectado de todo, lo hemos
abrumado con nombres, números y claves de acceso, toda clase de información…, lo
suficiente para conseguir un croquis de dónde lo ha escondido. Además, nuestros
informáticos…
—No lo entiende, ¿verdad, Bud? —terció el hombre de las botas de piel de
caimán, reloj de oro Calatrava de cinco mil dólares y acento francés—. Es que no
funciona así. Si le he entendido bien, está usted hablando de la capacidad para
manipular la memoria y acceder a la mente humana, con o sin la cooperación
voluntaria de la persona en cuestión.
—No con tantas palabras, pero sí.
—Sólo que en este caso no puede hacerse porque él es uno de los nuestros. Creía
que esto se había entendido.
—¡Y qué diferencia hay, maldita sea!
—El gobierno nunca deja rastros, Bud. Cuando programaron a Scaroni,
seguramente establecieron en esa retorcida mente suya tantos callejones sin salida
que tardaríamos mil años en analizar todas las opciones.
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—¡A la mierda! Veo que no me ha entendido. Tal vez es un problema cultural —
bramó Reed—. Si no consigo el número de la cuenta corriente y recupero el dinero,
seré hombre muerto. Ya podría serlo, pero créame, ni en broma me hundiré yo solo.
Si me caigo de culo, voy a salpicar todo lo que pueda. ¿Está claro? —Señaló al
francés con su dedo grande y grueso.
El francés se encogió de hombros.
—Esto no es asunto mío.
—Pero lo otro sí.
—No se puede hacer. Con Scaroni, no. No podemos asegurar que no lo han
programado para decirnos lo que queremos oír y mandarnos, cómo dice usted, a cazar
pájaros.
—A cazar un ganso salvaje —corrigió el jefe supremo de Citibank, Bud para los
amigos, con la voz rotunda y llena de odio.
—Ah, bueno… —replicó el francés suspirando—. El inglés no es una válvula de
escape precisamente apta para mis emociones. Siempre acabo valorando mi querida
lengua francesa cuando la tragedia ha terminado.
—Qué romántico… —JR torció el gesto—. Ahora escúcheme, Jean-Pierre. Quizá
me toma por idiota. Pero he visto muchas cosas en mi vida. En Corea disparé a los
amarillos mucho antes de que a su papá se le pusiera dura con su madre.
—No soy una oficina de empleo, Bud. No necesito su currículum. Soy un asesino
a sueldo con un doctorado en economía por la Sorbona y estudios de filosofía en la
Universidad de Lausana. Creo en el genio del mercado y en la importancia de la
seguridad. Mato a gente, sí, pero no tengo ninguna pulsión de muerte ni soy un
lunático.
—Entonces juntémoslos, Jean-Pierre. Metamos el mercado y la seguridad en una
operación. Ellos al descubierto, y nosotros encubiertos. Usted y yo. Los dos y nada
más.
—¿Un acuerdo aparte, como si dijéramos? ¿Sin nadie más implicado?
—Dejémonos de gilipolleces. Nada de «como si dijéramos», sino «tal como
decimos» —terció el jefe supremo acercándose al asesino. Éste alzó las cejas.
—Eso es inviable. Está tocando los circuitos equivocados, la mente limpia la
pizarra. Y punto. No obtendrá nada porque al sujeto del test le habrán dado con un
martillo neumático. De viaje al espacio para siempre. Un hombre sin pasado. Y usted,
sin el dinero.
—Entonces, hagámoslo por fases, recuperémoslo poco a poco. Menos riesgo,
tardaremos más, pero jugaremos con sus reglas. Debemos hacerlo. Si no recuperamos
los códigos y el dinero, implosionará la economía del mundo entero.
—Parece usted preocupado.
—Pues claro que lo estoy, joder…
—Bud, su ternura es conmovedora. De todos modos, a los monstruos oscuros les
tiene sin cuidado la ternura. No son lo bastante sutiles o humanos para identificar lo
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que valoramos.
—¡Estoy hablando de vida humana!
—En primer lugar, rechacemos la moralización deliberada que mata todo vestigio
de humanidad. Segundo, no se envuelva con la bandera de la urbanidad, Bud. ¿Desde
cuándo le importa a usted la gente une merde? ¿Cómo la llama su amigo Rockefeller?
La plebe, ¿no? En todo caso, cientos de millones de personas pasan hambre. ¿Y quién
dice que eso es malo? Los fantasmas no siempre pueden escoger a sus acompañantes.
—Hizo una pausa—. Traer a Scaroni por pasos puede funcionar. Deme un par de días
para pensarlo.
—Veinticuatro horas, Jean-Pierre. Es todo lo que puedo darle.
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Había vivido en Shefferville con sus progenitores hasta que el padre fue enviado a
la guerra. Era piloto de la Royal Canadian Air Force. De golpe, el mundo de Louise
se vino abajo. Después de la guerra, su madre se trasladó a la ciudad de Québec y
conoció a un exmarine que se había hecho soldado tras haber perdido su granja, y
regresó en tan malas condiciones que le diagnosticaron síndrome de estrés
postraumático. Empezó a beber, primero con moderación. Cuando los empleos se
desplazaron al sur, perdió la ayuda del ejército. Los tres vivían de la pensión de
viudedad de la madre y una pequeña dádiva de desempleo a cargo del gobierno. Lo
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de la bebida empeoró. Comenzó a pegarles, primero un poco, luego más… Tenía días
buenos y malos. Louise acabó siendo una experta en distinguirlos, aprendió las
sutilezas. Fue duro para una niña.
Era el Día de la Madre. Louise dejó de soltar risitas y saltó de pie a un banco de
arena. La madre miró a su pequeña y con el dedo le hizo señas para que se acercara.
—Aquí —dijo señalando el gran bolsillo del bolso.
La niña contuvo la respiración, e inmediatamente metió las manos en el bolso. De
pronto, un chillido.
—¡Mamá! —Desenvolvió ruidosamente con dedos temblorosos. Era una piruleta
enorme con forma de corazón. Sopló otra ráfaga de viento.
—¿Por qué lo has comprado? —Una mano que golpea. Un ruido sordo. Alguien
que se cae. Otro golpe.
—¡Es el Día de la Madre! —Oía los sollozos ahogados de su madre.
Pese a su propio miedo, Louise intentó, titubeante, consolarla y protegerla. La
madre, tumbada boca arriba en el salón, se estremeció al notar el cuerpo de la niña.
De pronto se acabó el escalofrío y surgió una mirada perdida.
Y de nuevo volvió la calma. La voz de la madre resonaba en los recovecos más
profundos de la memoria.
Al cabo de ocho meses pasando de un pariente a otro, fue enviada a un orfanato
católico de Montreal, después a un orfanato protestante y luego a otro del gobierno.
El calor, la fetidez, los insultos, la depravación, los gritos, todo reverberaba en los
asquerosos corredores y los cuartos traseros más alejados. Siempre durmiendo en el
peor catre. Siempre con lo poco que le había robado a ella. Era una adulta en un
cuerpo de niña. La mandíbula apretada, los ojos hundidos. Sola en un continente
inmenso, en un mundo desconocido. Su resolución la empujaba a seguir adelante. La
resolución de un adulto en un cuerpo de niña.
—¿Cuántos años tienes? —El hombre rondaba la cincuentena, era bajo, gordo y
calvo, y tenía una mirada afable e inquisitiva.
—Diecisiete —contestó ella, frotándose los nudillos de la mano derecha.
Él la miró de arriba abajo.
—¿Qué sabes hacer?
—Cocinar y limpiar.
El hombre suspiró.
—En fin, no tiene nada de malo.
Louise consiguió un trabajo en un château ruinoso situado en uno de los barrios
más pobres de Montreal. Primero limpiar y luego cocinar. El cocinero oficial era un
bebedor empedernido, y pronto Louise estuvo cocinando por los dos. Una mañana, el
cincuentón, calvo y de mirada inquisitiva, le dijo que nunca había comido tan bien
desde la muerte de su mujer. Louise se quedó allí un año y ahorró cada centavo que
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ganaba. Quiso la suerte que hubiera una biblioteca pública delante del château.
Durante las pocas horas de tiempo libre, leía y leía. Un día cumplió realmente los
diecisiete y fue a la Universidad McGill. En aquella época, los huérfanos del ejército
canadiense eran admitidos sin examen de ingreso y tenían la matrícula gratuita.
La mayoría de «esa gente», como les llamaban, abandonaban los estudios
enseguida. «Demasiado para su coco», decían.
Esa adulta en un cuerpo de niña se convirtió en una adulta hecha y derecha,
«demasiado sensata para su edad», según algunos. Otros decían simplemente: «No
queremos a la gente como tú». Siempre se contuvo, menos aquella vez.
—¿Conocéis su verdadera historia? —Era una reina de la moda, alta, delgada,
rubia, hija de un poli local—. Su madre huyó con un marinero borracho.
Risas.
—Vaya, ¿te hemos roto el corazón?
Un cebo. Louise no representaba ni una mota en la felicidad de ellas. La desgracia
de una vida de exclusión. Para saberlo hay que ser desgraciado. La felicidad no está
para identidades. Todas las familias desdichadas son iguales, pues cuentan con ser
siempre desdichadas.
Louise se contuvo otro rato. Notó que su corazón aminoraba el ritmo. Vio
formarse la bruma roja frente a sus ojos. Y se volvió invulnerable. Vio a su madre
sonriendo.
—Me temo que esta vez habéis ido demasiado lejos —dijo Louise con tranquila
determinación.
La damita cometió el error de dar un paso en dirección a Louise. Antes de saber
qué había pasado, tenía el pelo rubio en la cara, la cabeza entre las piernas, los brazos
caídos a los lados del cuerpo, y a Louise de pie, limpiándose de los puños la sangre
de la rubia.
A partir de entonces, dejaron de llamarla «esa gente» y pasó a ser Louise.
A Louise Arbour se le apareció un mundo nuevo. En Montreal amplió su círculo
de amigos, y la vida universitaria llegó a ser su vida. Enseguida se sintió atraída por
el Derecho, y comprendió que la mayoría de las leyes están determinadas por las
fuerzas económicas y las cuestiones internacionales.
Un día, un hombre le ofreció un trabajo en un famoso bufete de Ottawa con el
patrocinio del gobierno canadiense. Seis meses al año era estudiante. Los otros seis,
una profesional remunerada en una prestigiosa firma de abogados. Los seis meses se
convirtieron en un contrato de tres años. Ahora tenía veinticinco y era licenciada en
Derecho.
En el anuario de su graduación, en el margen a la derecha de su nombre, escribió:
«Quiero representar a los que no tienen voz».
El lenguaje, incluso el más brillante, es una especie de déficit de razón en nuestro
mundo de empobrecimiento y autocomplacencia.
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Louise encendió un cigarrillo y notó la soledad en la negra noche. Shimada. «S-h-
i-m-a-d-a. A…, no, K de kilo, Sylvia, no Q de queso, I-R-A.».
—Señora Arbour, en este edificio no se puede fumar. —Su pasante sonrió,
incómoda.
—¿Por qué no?
—No lo sé —tartamudeó.
—Sylvia, ¿siempre obedeces estas normas absurdas?
—Yo no fumo, señora.
—Pues quizá deberías empezar. Es bueno para el cutis y para el sentido común.
La aristocracia de la percepción.
«S-h-i-m-a-d-a. No puedes negar tu pérdida sin nombrarla y volver a sufrir. El
autor es el destino, el que establece la trama. Ella persigue una percepción, un sentido
de lo que ha ido mal, una marca profunda de la ley moral. Todas las familias felices
son felices, cada una a su manera. La felicidad y el paraíso…, seguramente no es que
no vaya a durar, sino que no puede durar. El paraíso y la pérdida son recíprocamente
esenciales porque, si no puedes perderlo, no es paraíso».
La invadió un frío viento de angustia.
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En la débil luz de la lámpara, Louise Arbour sostenía la última nota de su padre,
preservada para la eternidad con una funda de plástico. La pretensión de olvidar
distorsiona todo lo que decidimos recordar de manera consciente. Tiempo y espacio,
y una paz curiosa, como si se acabara el mundo, como si se detuviera el tiempo…
De pronto, empezó a llorar.
Al fin exhaló un suspiro, se enjugó las lágrimas y sacudió la cabeza, reprimiendo
otra avalancha de gimoteos. Cogió el teléfono de su estudio privado y marcó una
extensión.
—Oui, madame?
—Quel est le rapport de situation sur notre homme?
El guardia miró la pantalla de plasma que tenía delante.
—Está sentado en la cama.
—Son las cinco y diez de la madrugada. ¿Qué está haciendo?
—Parece que está meditando.
—¿Cuántas personas lo protegen?
—Una docena, señora Arbour.
—Mañana quiero hablar con Shimada. Bonne nuit, monsieur.
—Oui, madame.
—Ya sabéis quién es el siguiente al que llamaremos, ¿no? —dijo Curtis sin
apasionamiento.
—Ya es la hora. El hombre merece la que va a caerle —señaló Cristian sin mirar
a nadie en concreto. Curtis cogió su teléfono especial y marcó un número.
Con deslumbrante claridad, el destino, o acaso era Dios, estaba instando a John
Reed a que captara el momento en el momento, el latido en el latido, la conciencia en
la conciencia, una toma de conciencia no del yo solo sino del mundo, y el yo en el
momento de la percepción… En resumen, que entrara en razón.
—¿Sí?
—Buenos días, señor Reed.
—¿Qué?
—Sólo he dicho «buenos días». Hay una crisis que requiere su atención
inmediata.
—¿Taylor?
—No, y espero que no vuelva a mencionar ese nombre.
—¿Quién demonios es usted? —bramó Reed al auricular.
—Alguien que tiene algo que quizá le interese.
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—¿De qué está hablando? ¿Es un bromista?
—Octopus, señor presidente.
—¡Dios santo! —respondió la voz repentinamente baja de Reed. Aunque se
controló al instante, ya era demasiado tarde.
«Roger uno», pensó Curtis. Haz un croquis a partir de insinuaciones, sin pensar.
¿Cómo lo hacía? ¿La voz? ¿El tono? ¿Pausas o silencios? De momento tenía un
nombre nuevo, alguien llamado Taylor, alguien lo bastante importante para estar
incluido en las compañías de Reed. «No te pares. Que siga desconcertado y a la
defensiva».
—No tengo ni idea de qué está diciendo. ¿Y cómo diablos conoce mi número
privado? ¿Qué intenta venderme?
—Usted lo ha dicho, estamos vendiendo mercancías, no aparatos. Mercancías que
le llevan a una carretera de ladrillo amarillo. Mercancías que pueden traer a Dorothy
de vuelta a Kansas.
—Ahora, escúcheme, gilipollas. Su melodrama no me asusta en lo más mínimo.
He visto coños que le encresparían el pelo del culo hasta volverlo una bola rizada.
Hable claro. No tengo paciencia para estupideces.
—Bien, señor presidente, vayamos al grano. Periodista muerto. Shawnsee,
Oklahoma. Fechas, buzones muertos virtuales, CTP, abuso de información
privilegiada, cuentas bancarias secretas, nombres de destinatarios para los agentes del
gobierno… Y mucho más.
En el otro extremo de la línea se produjo una larga pausa.
—Déjeme adivinar… —dijo el banquero— cuál de los tres patanes puede ser
usted. No es ninguna chica, así que quedan otros dos. Su voz es demasiado controlada
y profesional para ser el desenterrador, de modo que, por eliminación, debe de ser el
señor Fitzgerald, a menos que me llame el propio Cristian Belucci. No, conozco su
voz, y usted no es él.
Curtis se reclinó en el sillón, con el pulso acelerado, los pensamientos
entrechocando, ningún juicio, sólo caos.
—Como he dicho, un periodista ya fallecido reunió pruebas condenatorias que
podrían volar la cabeza de Octopus. Él lo tenía. Ahora lo tenemos nosotros.
—Así que lo mataron ustedes.
—Eso sería inhumano. Hicimos la parte difícil.
—¿Cuál?
—Descubrimos el modo de abrir la cuenta y extraer la información de una caja de
seguridad anónima. Fue el fruto de cinco años de investigación.
—¿De ustedes?
—De él. Pero claro, usted esto ya lo sabía, ¿no?
—¿Cuánto tiempo calcula que podrá conservarla antes de que la recuperemos?
—¿Recuperarla? ¿Está insinuando que es suya, señor Reed?
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—Un raciocinio endeble, señor Fitzgerald. Ahora escuche con atención. Tenga lo
que tenga, nosotros lo queremos.
—¡Nosotros! Oh, no, señor presidente. Nosotros no, ¡ellos! Ellos lo quieren y
están dispuestos a pagar una recompensa considerable por el privilegio de
chantajearlo a usted.
—¿«Ellos»? —dijo Reed.
—Ellos, señor Reed.
—¿Quiénes son «ellos»?
—Ellos son ellos.
—¡Deje de tocarme las pelotas y hable claro, muchacho!
—Ellos. Un poderoso conglomerado financiero. Una corporación con recursos
ilimitados. El dinero no importa, sólo la información.
¿Por qué había dicho «ellos»? ¿A qué venía? La tercera persona del plural
siempre sonaba misteriosa. Los trucos de un interrogador experto. Reed picó el
anzuelo.
—¿Quiénes son «ellos»? —insistió.
—Ya se lo he dicho, un conglomerado…, interesado en un acuerdo económico.
Mucho dinero. —Curtis tenía de nuevo el control, y Reed estaba preparado para
escuchar—. Gente a sueldo del gobierno que entra y sale, agentes, antiguos agentes y
mafiosos, personas con habilidades muy valoradas y muy bien remuneradas cuando
trabajan para el bando equivocado. Agentes independientes que trabajan por su
cuenta y no se conocen unos a otros, si bien están coordinados mediante una serie de
controladores, quienes a su vez son controlados desde arriba. —«Para describir tu
operación utiliza su propia medicina»—. Fueron tratados injustamente una vez, hace
tiempo, y ahora quieren ser compensados con creces.
—¿Es esto lo que Scaroni le ha contado?
«¿Scaroni? ¿Es éste el nombre de una seductora mezcla de lija frotando granito
con una pizca de miel?».
—Tenemos fuentes de gran alcance.
—Entonces sabrá que Scaroni es un exagente de la CIA. Ex porque estaba sucio
incluso para los pervertidos patrones de la Agencia.
Curtis intentaba apoyarse en algo concreto.
—Scaroni no preocupa a nuestra gente. Al fin y al cabo, está en la cárcel…, y
bajo control.
Reed dominó su asombro.
—¿Qué tiene que ver esto conmigo?
—Muy poco, salvo que usted resulta ser parte de la organización culpable, y uno
de sus eslabones más débiles.
—¿Tiene idea de a quién se está enfrentando?
—Creo que sí.
—Está usted loco. Es hombre muerto.
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—Las amenazas no nos asustan. Y sí, estoy lo bastante loco para sacar a la luz a
Octopus y los billones de dólares en fondos ilegales con ganancias blanqueadas en
cuentas del Citi. Imagine cómo quedaría su reputación. Después de eso, ¿cuánto
tiempo sería capaz Octopus de mantenerlo ahí?
—Esto es una locura. De pronto, usted aparece e intenta intimidar al presidente de
la segunda institución financiera más importante del mundo.
—Que en su tiempo libre trabaja además para un poderoso conciliábulo de
criminales. —Hizo una pausa, y luego volvió sobre ello, esta vez mostrándose más
comprensivo y con ganas de llegar a un arreglo—. Por favor, señor Reed. Sólo somos
unos intermediarios que intentan ganarse la vida.
—¿Está sugiriendo un arreglo?
—Basado en la comprensión mutua.
Hubo una larga pausa.
—¿Durante cuánto tiempo han estado ustedes planeando esto? —La voz era puro
hielo, un muelle listo para saltar a la primera oportunidad. Curtis sabía que debía ir
con cuidado.
—El tiempo no tiene importancia.
Reed no le hizo caso y siguió insistiendo.
—¿Un mes? ¿Dos? ¿Un año? ¿Dos años? ¿Tres? ¿Cuatro? —Se detuvo en cuatro
—. ¿Hasta dónde han llegado? ¿Creen que nosotros no podemos averiguarlo?
La pregunta era un arma de doble filo, lo bastante vaga para suscitar una
suposición que conduciría a indirectas y errores mayúsculos, y lo bastante concreta
para quienes conocieran la respuesta correcta.
—Lo bastante lejos para saber que podemos negociar desde una posición de
fuerza, señor Reed.
—Bueno, entonces escuche esto. Alguien más está echando brotes en su
territorio.
—¿Quién?
—El Bank Schaffhausen. No era nuestra operación. Si está sugiriendo que tiene
otro comprador, entonces alguien nuevo se ha incorporado a la subasta. Tres es
multitud, y usted está jugando una partida que no puede ganar —señaló el banquero
con tono sombrío.
Curtis se quedó helado. ¿Qué había querido decir? ¿Estaba mintiendo?
Probablemente no. La voz de Reed era firme. Hablaba en serio. De hecho,
Schaffhausen no era la operación de Octopus. Entonces, ¿de quién? Aquél era un
momento clave. Curtis notaba que la verdad estaba engatusándolo desde algún sitio
inalcanzable. Quedaban muchos cabos sueltos.
El presidente de Citibank se apoyó en la pared. Había algo en esa llamada que le
hacía arrugar la nariz. Al principio le entró el pánico, pero después fue frío y
analítico. Tenía una bien ganada reputación. Era más fácil ver al presidente de
Estados Unidos que a John Bud Reed. Menos de cinco minutos después de haberse
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marchado el asesino francés, recibía una llamada, aparentemente de alguien que
quería venderle la misma información que él intentaba sacarle a Scaroni mediante
Jean-Pierre. ¿Estarían trabajando juntos Jean-Pierre y ese gilipollas? ¿Para quién?
¿Para el Consejo? Le dio un escalofrío. ¡Imposible!
—¡Ridículo! —exclamó en voz alta.
—¿Perdón? —dijo Curtis representando su papel a la perfección.
—No he dicho nada.
Tenía la vaga sensación de que de pronto todo se había vuelto del revés y que,
para comprender, debía mirar las cosas en orden inverso. Era algo oscuro y
amenazador, y sin embargo suave y silencioso. Y ahí estaba él, en una especie de
estupor, de desamparo, intentando juntar las piezas para evitar el espantoso impacto.
«Si creen que me utilizarán como chivo expiatorio…». Volvió a estremecerse.
«¡Basta!». ¿Había algo de lo que debiera preocuparse? No. Él era John Reed. Sí,
había algo que le preocupaba. Una forma, todavía no definida, se había deslizado en
su existencia. Había un problema, una crisis, que no se resolvería por sí sola. «Hay
una crisis que requiere su atención inmediata. Desde luego que sí».
—¿Perdón?
—¡No he dicho nada! Deje de parlotear. Estoy pensando. —«Si realmente van a
por mí, tengo que protegerme, al menos hasta que pueda mandar el asunto a paseo».
Aquello apestaba. Reed estaba resuelto a averiguar qué se cocía. «Que siga al
teléfono»—. ¿Cuál es su juego?
—Nada que no pueda resolverse de forma amistosa.
—¿Qué insinúa?
—Podemos relacionar esta valiosa información con diversas soluciones
mutuamente beneficiosas a las que se ha llegado de manera creativa.
—¿Cómo?
—Un intercambio. Al fin y al cabo, todos buscamos lo mismo.
—No sé por qué, pero lo dudo.
—Sus palabras me duelen, señor Reed. Mire, nosotros buscamos lo que algunos
llamarían ventajas económicas injustificadas basadas en información privilegiada,
igual que ustedes. Secretos, si lo prefiere.
—Escúcheme bien. CitiGroup es una entidad financiera. Su información está a
disposición del público a través de la Comisión de Seguridad. No estamos ocultando
nada.
—¿En serio? Entonces quizá pueda explicarme el significado de las siguientes
cuatro palabras: treinta cuentas, CTP, CitiGroup. ¿Cuántos dólares hay ahí, señor
Reed? —Éste se recostó en el sillón desde donde disfrutaba de una impresionante
vista del río Hudson.
—Hay poco que usted no sepa.
—Tenemos nuestras fuentes. —Desde luego, aquel hombre esperaba que Curtis
supiera mucho más de lo que sabía.
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—Un muerto de hambre convertido en cadáver —soltó Reed, burlándose por lo
bajo—. No sabe nada y me está chantajeando. —Estaba recuperando la confianza en
sí mismo.
Curtis hizo una pausa para explorar y descartar opciones, como un adicto al
ajedrez que juega dos partidas simultáneas. «No puedo perderlo ahora. El hilo de
Ariadna… ¿adónde lleva? ¿A la no rendición de cuentas? ¡Eso es! Puede que Reed
ejerza cierto control o que sea uno de los muchos del escalafón, que responda ante
otro que a su vez tenga su propio escalafón. Conectado todo con un hilo invisible…,
y tapado con una cortina negra… No rendir cuentas. Creación de dinero sin ningún
sistema de supervisión que lo ponga en evidencia».
—¿Qué quiere? —Reed rompió el silencio.
—Una cooperación mutuamente beneficiosa. Ustedes van tras ciertas cosas, y
nosotros quizá podamos ayudarles, siempre y cuando podamos confiar en ustedes.
Recuerde, señor Reed: se trata de ventajas económicas basadas en información
privilegiada. Y usted se halla en una posición privilegiada para acceder a esta
información.
—Siga.
—Si la parte agraviada llega a apoderarse de lo que hemos reunido, ya sabe a qué
información me refiero…, cuentas bancarias secretas, CTP, nombres de
destinatarios…, a saber qué podría hacer con ello. Naturalmente, ciertos datos
perjudiciales, documentos vitales, si prefiere, relativos a usted, podrían simplemente
desaparecer. —Su voz se fue apagando.
—¿Un dossier incompleto?
—En lo que concierne a nuestro cliente, para empezar esta información podría no
estar aquí. ¿Quién va a decir nada?
Hubo una pausa muy larga. De pronto, Reed, con tono pausado y grave, dijo:
—Su oferta podría interesarme.
«Un hombre asustado dispuesto a cambiar de bando. Cuidado. Elimina el
entusiasmo de tu voz. Sonido indiferente. Se supone que eres un emisario».
—Aplaudo su decisión. Estoy en condiciones de transmitirla a mis superiores, que
a su vez la harán llegar a otros que llegarán a las conclusiones apropiadas. —Curtis
volvió a callarse, esperando que Reed diera el primer paso.
—¿Sigue ahí?
—Sí, claro. Quizá como signo de buena voluntad, esté usted dispuesto a darnos
alguna información útil.
Reed estaba siendo arrinconado y lo sabía, pero, dadas las circunstancias, poco
podía hacer al respecto. Era una partida de ajedrez, e iba perdiendo.
—Scaroni fue un montaje. Está en la cárcel porque acabó en posesión de algo que
de entrada no era suyo. Hasta que no lo recuperemos, no saldrá.
«¿Scaroni? ¿Un montaje? ¿De quién? ¿Dónde estaba el beneficio? ¿Cuánto se
supone que sé?». Curtis intuyó que de momento debía eludir esa clase de preguntas.
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—Hasta ahora no me ha dicho nada que no supiera —dijo Curtis—. Tal vez pueda
echarle una mano. —Ése era el momento crucial—. Octopus… ¿a cuántos conoce
personalmente?
Reed no dijo nada.
Curtis contuvo la respiración.
—¿Y qué hay de Taylor?
—Un nuevo rico. Una joven promesa.
—¿Qué más puede contarme?
—Pensaba que ya lo conocía.
—Lo que nosotros sepamos o pensemos da igual, señor Reed. Quiero oír lo que
usted sabe. Veamos cuán a fondo hemos penetrado en la organización.
—Es presidente de Bilderberg y vicepresidente de Goldman Sachs.
Curtis quiso gritarle: «¿Qué? Bilderberg, Goldman Sachs, CitiGroup, Octopus, el
complejo industrial-militar, la CIA, el ejército, los servicios de inteligencia, el FBI,
bancos, gobiernos… ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué buscan?». Pero se dijo:
«Contrólate. No dejes que se escape ahora».
—¿Y los demás?
—Son todos hombres de carrera: militares, Inteligencia, negocios.
—FBI, CIA, NSA, ONI, DIA, Pentágono, complejo industrial-militar, lo que realmente
significa connivencia industrial-militar. Sí, ya lo sabemos.
—Está claro que han hecho ustedes los deberes —replicó Reed con aspereza.
—¿Quién en concreto?
—¿No lo saben?
—Vamos, señor Reed, su interrogatorio empieza a aburrirme. Simplemente quiero
comprobar hasta qué punto es usted sincero. —El ritmo estaba claramente de su lado.
«Sigue…».
—Hay varios niveles. Los peldaños inferiores son burócratas gubernamentales de
grado intermedio. Subiendo por el escalafón encontramos a planificadores militares
de alto rango y sus controladores, luego el Consejo Asesor de Inteligencia…
—¿El Consejo? —dijo Curtis.
Reed prosiguió:
—La mayoría tiene una gran influencia local. Es así como lo queríamos.
—¿Por qué?
—Porque nos conviene. —Hizo una pausa—. Y porque casi nadie conoce la
historia real.
«¿Qué historia? ¿Qué secreto es digno de tal conspiración?».
—Nosotros lo sabemos y ustedes lo saben —dijo Curtis con rotundidad,
disimulando su asombro ante lo que estaba oyendo—, pero otros tal vez no lo vean
igual. Sobre todo si llegan a saber la verdad.
—Esto no habría sido un problema si Scaroni no hubiera dado con las cuentas
bancarias.
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Curtis hizo todo lo posible para ser coherente.
—¿Están ustedes cerca de averiguar dónde él…? —Hizo la típica pausa de quien
no quiere que una información valiosa como aquélla se divulgue por la línea
telefónica—. Ya sabe… —El resto quedó sin decir. Espacios en blanco llenados por
quienes contaban con que Curtis sabía.
—Más cerca, no cerca. A menos que recuperemos lo que cogió… —repitió
mecánicamente.
«¡Sí! ¿Qué cogió? ¿Y qué pasó? ¿Por qué no me lo cuenta sin más? ¿Por qué no
sé leer el pensamiento? ¡Dígamelo, maldita sea!». Pero todo lo que Curtis dijo fue:
—Entiendo. Volveré a llamarle.
Curtis Fitzgerald, ranger del ejército y miembro de las Fuerzas Especiales de
Estados Unidos, colgó el teléfono y apoyó en la pared su asustado cuerpo. La
conversación con Reed había sido una misión peligrosa. Lo que había descubierto le
ponía los pelos de punta. En la vida hay cosas que deberían permanecer en sus
agujeros negros, cerradas con candado y sin salir a la luz. Lo que acababa de
averiguar encajaba en esa categoría.
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—Peldaños inferiores, el escalafón, sus controladores, y luego el Consejo de
Directores. El clásico tinglado de toda sociedad secreta —añadió Cristian.
—¿A qué se refiere? —inquirió Simone.
Cristian suspiró ruidosamente y apagó el cigarrillo en el cenicero.
—La organización se estructura en círculos concéntricos, con la capa exterior
siempre protegiendo al miembro interior más dominante que coordina las
operaciones. Todo esto, desde luego, es un eufemismo para la creación de una red
global de cárteles gigantescos más poderosos que los propios países, a cuyo servicio
están, en teoría, una araña virtual de intereses industriales, económicos, políticos y
financieros.
Curtis pensó que fuera cual fuera la historia real que Reed y los del Consejo
estuvieran ocultando, el mundo de la codicia y la corrupción era la norma, y no una
anomalía. Tenía un diseño de múltiples capas, en círculos concéntricos, repleto de
personajes cuya brújula moral estaba tan jodida que Curtis se preguntaba cómo
llegaban a distinguir el mal del mal entre ellos.
—Esto es gordo y feo. ¿Alguien recuerda la película La masa devoradora? ¿O soy
el único lo bastante viejo para recordar el estreno? —dijo Cristian.
—Yo la vi en reposiciones un cuarto de siglo después —señaló Curtis sonriendo
de oreja a oreja.
—Compórtate con las personas mayores.
—Lo siento. Esto da más miedo que la película. Reed ha admitido una cosa
curiosa, casi como una ocurrencia tardía. Ha dicho que Scaroni está en la cárcel
porque era un montaje, y que no habría pasado nada si no hubiera dado con las
cuentas bancarias… Por lo visto, se apoderó de dinero que para empezar no era suyo.
«Hasta que nosotros no lo recuperemos, no saldrá». Éstas han sido sus palabras.
—¿Qué dinero hay que recuperar?
—No lo sé. En ese momento deseé ser capaz de leerle el pensamiento, pero no
funcionó.
—Siempre buscando lo difícil… —soltó Michael con sorna.
—El omnipresente nosotros —añadió Cristian en voz baja—. Debemos buscar
ayuda. Conozco a gente del gobierno, senadores y congresistas importantes, gente de
la nueva administración que me debe favores. Pueden ayudarnos. Dejadme hablar con
ellos.
—No, no podemos acudir al gobierno hasta que sepamos a qué nos enfrentamos.
El FBI, la CIA, la Oficina de Inteligencia Naval, todos están metidos. Mucho dinero y
ninguna rendición de cuentas. El gobierno de Estados Unidos y Octopus.
Connivencia industrial-militar y robo a lo grande. Ni hablar. No hasta que sepamos
exactamente con quiénes estamos lidiando y en quiénes podemos confiar. Cada vez
nos falta menos para averiguar de qué va todo esto. Otro paso clave, y sabremos qué
historia real hay detrás de esta gente, por qué los más importantes y poderosos hacen
causa común. —Curtis no alzó la voz. No tenía por qué. Bastó con su tono sepulcral.
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Cristian lo entendió—. Tengo la sospecha de que Reed no es el guardián de la cripta,
sino que rinde cuentas ante alguien.
»La única forma de resolverlo es tirando de ellos hacia fuera —señaló Curtis—.
Tú lo has dicho, círculos concéntricos con la capa exterior protegiendo siempre a los
miembros interiores más dominantes.
—¿Qué estás proponiendo?
Curtis miró primero por la ventana y luego a Cristian.
—Cuanto mayor sea el cebo, mayor será el pez —dijo tras una breve pausa—.
Estamos columpiándonos sin saberlo ante algo que, sea lo que sea, se muestra activo.
Reed está preocupado, y supongo que los demás también. En cuanto tengamos los
nombres, podremos tirar de ellos individualmente. Puedo hacerlo. Lo he notado
cuando lo tenía arrinconado. Él ha reaccionado como si fuera un espectador, alguien
lo bastante involucrado para tomar decisiones…, pero no el que las toma.
—¡Bienvenido al verdadero club de los elegidos! —exclamó Cristian—. ¿Te
gustaría saber por qué? Porque la mayoría de esas personas ha necesitado más de un
tercio de siglo de duro trabajo, contactos e incontables millones, para estar donde
ahora están. Con independencia de lo que les asuste, simplemente no tienen tiempo
suficiente para empezar de nuevo, razón por la cual permanecerán unidos, excretando
los restos de las partes en descomposición, los proverbiales eslabones débiles, pero
siempre trabajando juntos hacia el objetivo común que tengan en el punto de mira.
—¿Y qué hacemos con Scaroni? ¿Intentamos contactarlo? —preguntó Simone.
—No, no descubramos nuestro juego. Dejemos que venga él. Lo ha hecho una
vez y volverá a hacerlo.
—¿Por qué estás tan seguro?
—Tiene una historia que contar. Hoy ha sido el primer capítulo.
Cristian miró el reloj.
—El resto deberá esperar a mañana. Tengo una reunión a primera hora y ya hace
rato que debería estar acostado. Buenas noches a todos.
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—Por aquí —fue la respuesta procedente de algún lugar invisible.
Siguiendo el sonido, Frej Fenniche dio unos golpecitos en la puerta, volvió a
ajustarse la corbata y entró.
—Hola, jefe. Tiene un aspecto estupendo —dijo con aire desenfadado. Intentó
sonreír, pero no surtió efecto.
El hombre se volvió. Lucía un traje de raya diplomática, bien entallado.
Rezumaba confianza en sí mismo. Era importante y poderoso, quizás importante por
ser poderoso, pero, claro, para muchos de sus seguidores era el poder lo que lo hacía
importante.
—¿Trae la información? —preguntó el jefe con voz monótona.
—Sí. —Frej abrió el maletín, que contenía dos folios con las letras HCM, material
muy confidencial, impresas en la parte superior. Estaban firmados y fechados por la
alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, la honorable Louise Arbour.
El hombre esbozó una sonrisa.
—Buen trabajo, Frej.
—Encantado de estar a su servicio —fue la aliviada respuesta del segundo de la
alta comisionada.
—Ajá. —El jefe alcanzó una bolsa de tela gruesa, que entregó lentamente a Frej
Fenniche—. Aquí tiene una parte de su recompensa.
Frej abrió la cremallera de la bolsa. Estaba llena de billetes de cien dólares
pulcramente ordenados en paquetes de cien, hasta completar diez mil por paquete.
—Doscientos cincuenta mil dólares, tal como quedamos.
—Sí, jefe. Gracias.
—¿Qué va a hacer con el dinero?
—Tal vez me retire. O a lo mejor me compro un restaurante o un pequeño hotel
en la Riviera. Bueno, adiós y buena cacería. —Su voz había adquirido un temblor
lírico. Frej se dio la vuelta y echó a andar hacia la puerta—. ¿Ha dicho que era una
parte de la recompensa? —preguntó ladeando inquisidoramente la cabeza hacia el
jefe—. ¿Es que hay otra parte? ¿Quizás un plus por el trabajo bien hecho? —Rió
calladamente.
—Sí, un plus. Has elegido bien la palabra —replicó el jefe, volviéndose, pistola
en mano.
Frej, horrorizado, dio un grito ahogado.
—¿Qué…, qué está haciendo? —fueron sus palabras.
—Debo decir, Frej, que lo que le falta de visión lo compensa con ambición.
—Pero yo le he dado lo que quería. ¡Lo he hecho bien!
—Así es. Pero, por desgracia para usted, vendió al mejor postor.
—¡Yo soy su fiel servidor! ¡Estoy de su parte! —replicó Frej, retirándose
despacio de la mesa.
—¿Quién me asegura que mañana no ofrecerá esta valiosa información a Octopus
por una cantidad superior? —El jefe hizo una pausa para tomar un sorbo de agua.
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—¿Qué?
El jefe disparó un solo tiro a la parte superior de la garganta de Frej.
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golondrinas dáuricas yendo a recibir a los recién llegados. Al cabo de unos minutos,
ella siguió el mismo camino, con las cortas piernas colgando en el aire, demasiado
débil para andar. Dos guardias se la llevaron a toda prisa, agarrándola por los
escuálidos codos.
Bajó su mirada, cansada. Después, inclinándose, sollozó en silencio. La cama
emitió un crujido apagado. En algún lugar, un reloj de torre con su equilibrio
habitualmente embelesado dio cinco veces su mensaje. Shimada levantó la mano
derecha, abrió los dedos y la dejó caer despacio en el aire. El tiempo, cruel transcurso
y deterioro, es también una forma de conocimiento, el nacimiento de una conciencia
que se sabe temporal. La vergüenza, la desaparición de una forma sin vida, es una
disolución del yo. Son las ruinas del yo, una acción que sólo deja restos
desperdigados. Dolor y paranoia. Reconoció el paisaje, aunque no la condición física.
La referencia se convirtió en manía: una definición de realismo poco sentimental.
Shimada se puso de pie y sacudió la cabeza, reprimiendo las lágrimas. El reloj
hacía tictac. En el cristal azul de la ventana se solapaban unos primorosos dibujos de
escarcha. Todo estaba en calma. Cerró los ojos con fuerza, ahuyentando las lágrimas.
Volvió a abrirlos y cerrarlos, y tuvo la fugaz sensación de que la vida primitiva yacía
desnuda frente a él, horrenda en su tristeza, humillantemente vana, estéril, desprovista
de los milagros del amor.
El sedán azul oscuro tomó la última curva de la carretera que se extendía cuesta
abajo por el campo y adelantó, como una bala, un Mini atrapado en el barro de un
camino vedado aún sin terminar. Los quejidos espasmódicos del pequeño vehículo se
desvanecieron en la fría noche de Washington junto con sus ocupantes: dos jovencitas
estudiantes de secundaria de linaje intachable y con unos sombreros que parecían
coliflores. El impreciso resplandor de luna se abrió paso en el agobiante fondo negro.
Stilton se relajó, estiró el cuello y apoyó la cabeza en el asiento de piel, con los
ojos entornados y fumando. Contempló las volutas de humo confundirse con las
sombras reflejadas en el cristal, con una rodilla alzada y rascándose distraídamente la
ingle con una mano, mientras abría y cerraba la otra en torno a un objeto plateado con
esferas azules.
Comprobó la hora en su reloj de pulsera. Cogió el teléfono y tecleó cuatro
números. No habían transcurrido ni tres segundos cuando preguntó con voz firme:
—¿Algún mensaje?
—No, señor —respondió, alarmada, la secretaria.
—De acuerdo —dijo el director adjunto de la CIA. Apagó el teléfono antes de
terminar la frase, presa de un repentino ataque de ira y confusión.
Menos de cuatro minutos después sonó su teléfono.
—Estoy preocupado por Arbour. Podría hacernos mucho daño —dijo Stilton. Las
arrugas de su rostro parecían más profundas a la luz de la luna.
—No hay de qué preocuparse. Shimada es nuestro.
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—¿Cómo está tan seguro? Las medidas de seguridad de la Interpol serán
extraordinarias.
—Los privilegiados disfrutan de aplazamientos, Henry. Sencillamente,
cambiamos las condiciones del acuerdo.
—¿Cómo? —preguntó Stilton, enderezando la espalda y los hombros.
—Tenemos línea directa con su campamento.
Stilton se miró en el espejo y comprobó que su piel tenía un saludable tono rojizo.
—Pero…
—A propósito, Henry… Confío en que Octopus no sospeche nada de su traición,
¿eh?
El director adjunto de la CIA sintió que un escalofrío recorría su espalda.
—Eso delo por hecho, jefe. —Stilton tragó saliva.
—No. Mejor delo usted por hecho. Buenas noches, Henry. Felices sueños.
Tras un clic, se cortó la comunicación.
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El guardia descorrió el cerrojo pero dejó la puerta cerrada, sin saber muy bien cómo
proseguir. Louise Arbour dio un empujoncito, y la puerta se abrió. Pasó adentro, y sus
medias color melocotón se materializaron en la estancia, seguidas de una joven
intérprete que lucía un sombrero blanco y tenía un rostro agradable. Frufrú de
vestidos.
Con los hombros encorvados, Shimada pareció emerger de un trance y no dirigió
ninguna mirada extraviada a nadie en concreto. Louise entró con cautela en la
minúscula habitación y la recorrió rápidamente con los ojos. El aire estaba
impregnado de un extraño olor a piel de manzana oxidada. Shimada se puso en pie e
hizo una torpe reverencia.
Louise se acercó y le tocó el antebrazo en un gesto expresivo. Al estar las cortinas
corridas, la única provenía de era una lámpara de mesa que Shimada había dejado en
el suelo. Louise se sentó en el borde de la cama y, con un movimiento de la mano,
invitó al hombre a hacer lo mismo. El antiguo carcelero japonés permaneció de pie,
inmóvil.
—Me alegra mucho conocerlo.
El tono de Louise era cálido y seductor. Miró vacilante a su compañera, que
tradujo. Shimada escuchó con la cabeza ladeada. Después se sentó agarrándose las
rodillas con las palmas de las manos.
Louise lo acarició con los ojos.
—¿Está usted cómodo? —le preguntó rozándole el brazo.
El contacto fue una descarga eléctrica. Al principio, Shimada no respondió. Se
quedó mirando el suelo. Una bombilla carmesí ardía sobre una puerta negra. Después
se levantó muy lentamente, con la espalda en forma de signo de interrogación, y dio
unos vacilantes pasos al frente. Luego se lo pensó mejor, se volvió y regresó. Por fin
se detuvo.
—Por favor… —dijo Louise con voz suave—. He venido como amiga. No quiero
hacerle daño, sólo protegerlo y ayudarlo.
Shimada la escrutó con la mirada. Entonces se sentó y cerró los ojos,
consolándose un instante en la oscuridad, quizá persiguiendo algún pensamiento.
Louise se sentó a su lado, casi pegada a él, pero con suficiente espacio entre ellos
para la intimidad del momento.
—No he venido a interrogarlo, señor Shimada. —Aguardó a que la intérprete
hiciera su labor—. He venido a verlo porque quiero compartir con usted algo muy
personal. En la vida, a veces hay vínculos que no se pueden romper nunca, como el
amor y la bondad. A veces, uno encuentra a esa persona que permanecerá a su lado
para siempre. —Hizo una pausa.
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»Me gustaría compartir algo muy íntimo sobre mi infancia. Usted es la única
persona que puede ayudarme en esta búsqueda. —Shimada alzó despacio la cabeza y
la miró, con la sorpresa inscrita en su cara marchita. Apartó la mirada un momento.
Louise le habló de su padre, de su última carta, y de un guardia gracias al cual el
encarcelamiento fue un poco más llevadero.
—No he perdido la fe en la humanidad, señor Shimada. En el fondo, creo que la
gente quiere ayudar a los demás, no hacerles daño.
Shimada escuchaba con atención. Aquello era todo lo que ella sabía. Con el
corazón latiéndole violentamente, Louise describió a su padre, le enseñó al japonés
una fotografía suya y luego le hizo una pregunta.
—¿Conoció a este hombre? Era blanco, con ojos afables y bondadosos. Estuvo en
el campo en la misma época.
Shimada permanecía quieto, analizándole el rostro, interrogándola con sus
propios ojos. Los dos unidos en ese instante por la vergüenza de la muerte.
—Quiero contarle un secreto que he guardado toda mi vida en mi baúl de tesoros.
Después de todos estos años, oigo la risa de mi padre en sueños…, cuando no sus
gritos imaginarios.
Louise perdió la mirada en algo ajeno a las palabras, a los sonidos, a la realidad…
Parpadeó y observó una sombra alargada que se partía en el borde de una grieta y se
deslizaba sin temor hasta la pared más alejada. Por un momento tuvo miedo de mirar
al hombre, que estaba viejo, enfermo y solo. Por un momento se permitió un silencio
descaradamente sincero y largo, en una especie de expectativa acongojada, mientras
los recuerdos y las emociones seguían su curso.
Shimada se inclinó hacia delante, los huesudos codos en las rodillas, las manos
ahuecadas bajo el mentón, la mirada perdida. Respiró hondo bajo el impulso de la
hermosa mujer que tenía delante. Algo empezó de pronto a tomar forma en los
recovecos más profundos de su memoria. Louise sonrió entre las sombras.
Él dijo algo en voz baja. Sonó como una palabra o dos sílabas de otra, como si
terminase una frase larga. La intérprete se quedó tan sorprendida que le pidió que lo
repitiera. Así lo hizo Shimada. La mujer tradujo. Él sacudió la cabeza, y por la mejilla
le rodó una lágrima. El japonés sacó un pañuelo y se secó los ojos y las mejillas. Se
oía el tictac del reloj. Cerró los ojos con fuerza, pero sus pensamientos se escurrían
hacia ese rincón de la memoria donde los soldados regresaban de entre los muertos.
Louise habló de repente.
—Pídale que lo repita, por favor. —Creía no haberlo entendido.
Él estaba sentado con las manos en el regazo y unos ojos tristes.
—Poco antes de que las tropas británicas invadieran Pingfan, algunos de nosotros
fuimos trasladados a otra unidad secreta, cargados con tesoros robados que habían
estado escondidos en unos depósitos. Algunos de mis amigos fueron enviados a Irian
Joya, en Indonesia. A mí me mandaron a Rizal, en Filipinas.
—¿Qué tesoros? —preguntó Louise con tono suplicante.
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—Principalmente oro. Mi memoria ya no es la que era, pero aún recuerdo el mapa
del lugar donde lo ocultamos todo.
—¿Qué tesoros? —insistió Louise, retorciendo las manos en las bordadas
costuras de su larga falda.
—Se llamaba Lila Dorada. —Shimada soltó un suspiro de alivio, dolorosamente
consciente de que, en ese momento, lo invadía una alegría desconocida.
—Interrúmpele —exigió una voz áspera al teléfono.
—Sí, señor. Enseguida.
—¿Jefe? —Era el tono de un hombre ansioso por complacer.
—¿Qué ha pasado?
—Creíamos que estaba atado y no lo estaba.
—¿A qué se refiere, coronel?
—Fitzgerald está vivo.
—¡Ya lo sé! ¿Cree que soy idiota?
El coronel tragó saliva, tomando la crítica como un viejo boxeador que encaja un
golpe: se encogió y cerró los ojos un instante.
—Aún podemos…
—Olvídese de Fitzgerald. Quiero a Shimada.
—Pero no…
—Está en Roma, Villa Stanley —dijo el hombre al que llamaban jefe—. Quiero
que utilice a los mismos hombres que en Colombia. —Colgó el teléfono.
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hilera de almacenes, a oscuras por orden municipal. La garita del guardia, de madera
oscura con postigos verdes, parecía una estructura modificada en forma de A. Era la
hora perfecta para una reunión alejada de miradas curiosas o de cualquier trasiego de
mercancías. En diagonal, apenas a cien metros del Mercedes aparcado, estaba la
oficina, cerrada con candado y con todas las luces interiores apagadas.
El hombre al volante apagó el motor, pero no hizo ningún movimiento para
apearse. En cambio, ajustó los retrovisores para ver mejor, confiando en que la
persona que estaba esperando aparecería de un momento a otro. No había pasado un
minuto cuando se oyeron unos golpecitos en la ventanilla del pasajero. El conductor
abrió la puerta y dejó entrar al otro.
—Esto parece una nevera —dijo el hombre, limpiándose la humedad de las gafas.
El conductor le tendió la mano.
—Me alegra tenerlo en mi equipo.
El hombre se la estrechó en silencio.
—Dígame, ¿qué le ha hecho cambiar de opinión?
—Su perseverancia. —El francés respiró hondo.
—No había otro modo, Jean-Pierre —dijo el banquero, convencido de sus
palabras.
—Dígame, Bud, ¿se lo ha dicho a alguien más? —Dobló las gafas y las guardó.
—¿A quién demonios se lo voy a decir? Llámelo obsesión por las referencias. Ya
no sé de quién fiarme.
—¿Qué hay del Consejo?
—No, allí hay algo que falla. —Se quedó en silencio unos instantes.
—¿Lo sabe el Consejo?
Reed negó rotundamente con la cabeza y dijo:
—Quería preguntarle algo. Poco después de que usted se marchara, recibí una
llamada de un hombre que afirmaba tener acceso a los papeles y documentos del
hombre muerto. Dijo que alguien estaba dispuesto a pagar un montón de dinero para
chantajearnos. ¿Por qué diría eso? —Miró con patetismo al francés.
—Supongo que cuando dice «chantajearnos» se refiere al Consejo.
—Hijo de puta…
—Está muy claro. Scaroni tiene el dinero y ese otro los documentos. Ya lo ve,
Bud, su estupenda estrategia se viene abajo.
—¡La estrategia es sensata! —Reed golpeó el reposabrazos.
—¿Ah, sí? Quizá sea ingeniosa, pero no sensata.
—No es lo que se imagina —dijo Reed, respirando con dificultad—. Octopus está
formado por un selecto grupo de personas y corporaciones muy poderosas. Pocos son
los invitados. —Hizo una pausa para recobrar el aliento—. Esto es sólo una parte.
Hay otras dos condiciones.
—Lo sé muy bien, Bud. Gracias —lo interrumpió Jean Pierre.
—Imposible. Usted no forma parte de…
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—¿Del Consejo? ¿De Octopus?
—Entonces, ¿cómo…? —Se detuvo en mitad de la frase y clavó la mirada en el
francés.
—¿Quién mejor para telegrafiar todos sus movimientos que un exagente
psicópata de la Agencia que se metió en su impenetrable sistema y se llevó billones
de dólares? PROMIS está vivito y coleando, Bud, y sólo Scaroni pudo provocarlo. Él es
nuestro infiltrado.
Reed se quedó boquiabierto, pero se recuperó enseguida y lanzó la mano derecha
al cuello del francés. Con unos reflejos rapidísimos, Jean-Pierre desvió el golpe con
la mano izquierda mientras propinaba un fuerte uppercut a la barbilla de Bud con la
derecha. Reed dio un grito y se desplomó en el asiento. El hombre con un doctorado
en la Sorbona sacó un arma, una Heckler & Koch P7 con silenciador incorporado.
Esperó a que Reed volviera en sí.
—¿Qué promesas le hizo al hombre del teléfono? —Para Jean-Pierre, la realidad
consistía en dos pares de ojos y dos pares de manos. Él era el especialista, el asesino.
El mundo había desaparecido. Sólo quedaban él y su víctima.
Reed se fijó en la pistola.
—¿Qué está haciendo? —chilló—. ¿Qué dice?
—¿Cree que no lo sabemos? Bud, su cooperación mutuamente beneficiosa basada
en información privilegiada nos coloca en una situación muy incómoda. Si uno
traiciona los principios de la acumulación de dinero y poder, los otros le traicionan a
él. Resumiendo, se ha convertido usted en alguien de poco fiar.
—Era una táctica para sonsacarle. Yo nunca traicionaría al Consejo.
—A mí me da igual el Consejo —replicó lentamente el francés.
—¿Quién es usted? —gritó Reed con odio en la voz, apretando sus grandes
puños.
—Las armas vencen a los puños —contestó el francés, apuntando la pistola en su
cabeza. Miró su caro reloj. Pasaban siete minutos de la medianoche—. Pongamos al
día las noticias económicas. Encienda la radio, por favor.
Reed lo miraba con incredulidad.
—¡Venga! —ordenó con frialdad.
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—Bien, veamos. Es la primera vez que buques de guerra chinos se han
aventurado más allá de los océanos Pacífico e Indico. Estados Unidos, Rusia y
China están tomando medidas para controlar los mares alrededor del Cuerno de
África y el estrecho de Ormuz. Está bastante claro que ciertas partes del obsoleto
mapa son vigiladas conjuntamente por las tres grandes potencias. Están moviéndose
para controlar el petróleo de Oriente Próximo, el sesenta por ciento de todo el
petróleo conocido del planeta. Sospecho que hay un acuerdo triple y muy secreto en
virtud del cual muchas decisiones sobre quién vive y quién muere se tomarán así.
»No obstante, lo que da más miedo es que la OPEP acaba de recortar la
producción diaria en más de dos millones de barriles y el precio del petróleo sigue
bajando. Quienquiera que esté dirigiendo la operación no puede controlar la
implosión económica…
»El Período de Estancamiento Desigual, descrito durante tanto tiempo y con
tanta precisión, se parece a un crac inicial abrupto, seguido de un aplanamiento y
quizá de una tenue señal de recuperación antes de caernos por el precipicio. La
reacción ante las medidas de la OPEP me dice que tenemos poco tiempo.
—Gracias, Mark, volveremos después de la publicidad.
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Clic. Del salón llegaba el sonido de la música, unos bongos, un xilófono, luego
una flauta. Clic. Un perro que ladraba, unas risas enlatadas. Otro clic. Una voz ronca
que anunciaba la llegada de un circo ruso. Clic. Alguien que jadeaba y emitía
resoplidos asmáticos. Clic. «Oh… ¿entonces no lo has oído?», decía la sorprendida
voz. Risas. ¡Plaf! Sonó una especie de bofetada. Más risas enlatadas. «¿Por qué se le
dice al público cuándo debe reír?», pensaba Simone. «¡Es un éxito! Un nuevo
bestseller de Justin Underhand. Una novela de espías, una obra maestra llena de
acción. ¡Imágenes amenazadoras para llevarte, lleno de energía visual, por el viaje de
tu vida!». Sintió vergüenza ajena. Creía que el arte, en cuanto entraba en contacto con
la política, se hundía inevitablemente hasta el nivel de cualquier basura ideológica.
«Basura bajo mano —pensó a propósito del apellido de aquel autor, y rió para sus
adentros—. Nabokov habría dado su aprobación».
Clic. «De los creadores de Spasm IV llega Raw Hide. ¡Con más acción, más
peligrosa, más deliciosamente fantástica!». Clic. «¿A quién amamos? ¡A Jesús! ¿A
quién? ¡A Jesús! Jesús es el Señor, alabado sea el Señor, alabado sea Jesús». Clic. «…
Nos trae las últimas noticias del tiroteo aún sin esclarecer».
Ambos se incorporaron, atónitos, con la vista fija en el televisor, mientras la
cámara avanzaba hacia un Mercedes 600 y en la parte superior de la pantalla aparecía
el nombre de la ya identificada víctima del tiroteo de la noche anterior.
—¡Curtis!
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—… John Reed, respetado y poderoso presidente de una de las principales
entidades financieras de Norteamérica, CitiGroup, fue asesinado anoche en lo que
seguramente será una investigación que saltará a los titulares. El Departamento de
Policía de Nueva York ha declinado hacer comentarios sobre esta muerte. Ciertas
fuentes han afirmado, a condición de preservar su anonimato, que Citi estaba
implicado en negociaciones con una entidad financiera aún desconocida para
afrontar las elevadas pérdidas en el conjunto de sus principales divisiones de
inversión. Un portavoz ha dicho que no había relación alguna entre la muerte de
Reed y las actuales actividades del grupo, pero no ha querido dar más detalles al
haber una investigación en curso.
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Están cerrando filas. Además, corremos el peligro de que se enteren otros. Dios, no
me hagas hablar. Ya te telefonearé.
Cristian colgó el auricular de golpe.
Curtis sacudió la cabeza, como si estuviera recordando una vieja melodía. Luego
se dirigió a Michael y Simone.
—Danny estaba a punto de sacar Octopus a la luz, un conciliábulo de unas veinte
personas que controlan la mayor parte de la riqueza del mundo. Tenemos sus
documentos de Schaffhausen. Ahora está muerto. Reed estaba dispuesto a cooperar.
Con su ayuda, habríamos puesto a Octopus en evidencia. Ahora Reed también está
muerto. Quienes los han matado no lo han hecho por lo que sabían, sino por la
trascendencia pública de lo descubierto. ¿Os acordáis de lo que decía Reed?
—Que casi nadie conoce la historia real —contestó Michael.
—Esto viene de muy atrás. Por eso la historia permanece oculta.
—Y si se trata de una historia de hace sesenta años, los hechos de Roma son
relevantes —añadió el historiador de arcanos.
Curtis consultó la hora.
—Son casi las diez. En Langley tengo un viejo colega, un analista de alto nivel
con acreditación Cuatro Cero. Sabe dónde están enterrados los cadáveres. Le diré que
haga girar discretamente los discos y anote cualquier anomalía que vea sobre esto.
Una vieja historia. Old Boys’s Club. Corea, Japón —dijo Curtis, golpeándose la
rodilla.
—¿Quién es?
—Está en la CIA, trabaja en una de las subestaciones de la ciudad. En octubre de
2001, formó parte de una misión ultrasecreta en el interior de Afganistán. Fueron los
primeros en entrar. —Miró a los otros dos—. Cristian tiene razón. La cosa va de
asociaciones. Para sacarlos debemos atar un cebo a un árbol; y para tener el cebo
adecuado, necesito más datos de la CIA.
—¿Qué quieres que hagamos? —preguntó Simone.
—Que vayáis a la Biblioteca de Referencia del New York Times y miréis los
archivos sobre Reed. Nombres, fechas, fotos, viejas secuencias microfilmadas, todo
lo que podáis pillar —dijo con voz tranquila, glacial.
Michael miró a Curtis.
—¿Qué pasa con el cebo?
—Esto es parte del juego, Michael. No lo sabremos hasta que se disipe la niebla.
—Éste miró a Curtis con aire burlón.
—¿Quién es el cebo?
—Yo.
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Cualquier grupo étnico puede hacer de una gran urbe su propio Edén territorial.
Brighton Beach Avenue, en Brooklyn, es el centro del sector ruso del viejo y
étnicamente denso barrio de Nueva York, donde los ruinosos edificios son
neoyorquinos, pero los sonidos y los olores son rusos, los letreros de las tiendas están
en dos alfabetos, y los escaparates no han perdido ese anticuado aspecto soviético,
con luces rodeadas por matrioskas y samovares. Allí las mujeres tienen un semblante
apagado, el pelo amarillo, grandes pechos, un temperamento tenso, delantales de
colores y hablan con sus paisanos en una peculiar mezcla de inglés rusificado. Con
todo, es el Edén en la medida en que el hombre es capaz de reproducirlo. Aquí los
rusos, que además están por todas partes, no son sólo rusos, sino que hablan en ruso y
recrean lo que solían hacer en la desaparecida Unión Soviética.
Tres horas después, Curtis paseaba por Brighton Beach. Dejó atrás Tío Vania, un
pequeño restaurante lleno de humo que ofrecía, con un toque inconfundiblemente
ruso, toda clase de vodkas, blinis y caviar. Pasó luego junto a Rego Park, cruzó el
paseo de tablas y accedió a la amplia playa frente al mar.
No tuvo que esperar mucho. Su contacto se le acercaba, luciendo un abrigo
impermeable con cinturón y bolsillos, camisa blanca, pantalones blancos, y una
cámara colgada al hombro. Estaba comiendo caramelos de una bolsa, y llevaba el
pelo engominado con el característico estilo de Elvis.
—Me alegro de verte, Curtis.
—Gracias por venir, Barry. ¿Me has traído algo?
—Digamos que estás en deuda conmigo y pienso cobrármelo. Tengo dos entradas
para la subasta de objetos de Elvis Presley de la semana que viene y espero que me
acompañes. Para darme apoyo moral.
—¿Por qué necesitas apoyo moral para ir a un espectáculo así? A ver, el fanático
de Elvis eres tú.
—Porque acabo de pedir prestados treinta mil dólares para pujar por el mono de
pavo real que desde mayo de 1974 llevó durante cinco meses de conciertos.
—¿Vas a gastarte treinta mil dólares en un mono de pavo real?
—Es un conjunto de una pieza con cremallera, delante un diamante falso y detrás
plumas que bajan en espiral por las perneras hasta los extremos acampanados.
—Muy bien. Pongamos que ya lo tienes. Estás yendo a casa con un mono de pavo
real de Elvis de treinta mil dólares en una bolsa de plástico. ¿Cómo te sientes?
—Los de la generación del baby boom aún se acuerdan de cómo les hizo sentir el
Rey cuando eran jóvenes, y quieren cosas de Elvis que les ayuden a recordar los
viejos tiempos.
—¡Deberías ir al médico, Barry!
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—Me he despedido de uno hace menos de una hora —replicó Barry Kumnick
antes de meterse otro caramelo en la boca—. EA.
—¿EA?
—EA. Elvis Anónimo. —Sonrió de oreja a oreja.
—Corta el rollo. ¿Qué me traes?
—Una contradicción un tanto increíble.
—Explícate.
—Lo de Roma fue un montaje.
—¿Un… qué? —Curtis se temió lo peor.
—Caminemos un poco. Y baja la voz, amigo. Digo que fue un montaje. Una
partida amañada desde el principio, con el resultado determinado de antemano. —
Curtis estaba demasiado atónito para hablar—. Pasé las fotos de archivo de los dos
asesinos por el software de identificación de caras NGI, tecnología de nueva
generación. Rollo futurista. Se basa en un algoritmo de emparejamiento… y es
infalible. Una cicatriz distintiva o una mandíbula asimétrica podrían suponer la
diferencia entre un caso frío y otro cerrado. ¿A que no lo adivinas?
—Creía que aún estaba en fase de planificación.
—Vamos veinte años por delante de toda esta historia. Imagina cualquier cosa y
luego llévala a la enésima potencia. Ahí estamos.
—¿Por qué es tan secreto?
—Para los organismos de defensa de la privacidad, es una amenaza doble: como
paso hacia un estado policial y como mina de oro de datos personales para que los
delincuentes cibernéticos la desvalijen.
—Pensaba que el gobierno todavía estaba entreteniéndose con los microondas y
los escáneres del iris.
—Así es, si crees a Popular Mechanic. En todo caso, pasé las dos fotos de los
asesinos, y ¿a que no lo adivinas?
—¿Tengo que hacerlo? —replicó Curtis con tono grave.
—Aparecen en la lista de NADDIS del FBI. Seguridad etiqueta negra. Sólo para tus
ojos.
—Sistema de Información Sobre Narcóticos y Drogas Peligrosas. Se facilitan
números de NADDIS a sospechosos de tráfico de drogas y asesinos a sueldo cuando la
DEA o el FBI han iniciado investigaciones oficiales. —Curtis hizo una pausa—.
¿Quién puso la etiqueta negra?
—El Departamento de Defensa.
—¿Cuándo?
—Aquí viene lo absurdo. Una hora después de caer muertos.
—Esto da miedo, joder…
—¿Los dos tipos? Son asesinos profesionales de un cártel de narcotraficantes. La
Camorra —explicó Kumnick—. He mirado a fondo en los archivos. Bosnia, Kosovo,
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Chechenia, Ruanda, Birmania, Pakistán, Laos, Vietnam, Indonesia, Irán, Libia,
México. ¿Qué tienen en común esos respetables sitios?
—Son regiones alejadas, peligrosas y productoras de drogas.
—Exacto. Ahora una pregunta extra y la posibilidad de ganar una bala entre los
ojos. ¿Sabes para quién trabajaban?
—Para el Departamento de Defensa.
—Ha aprobado el curso, soldado.
—¿Y en qué clase de operación? —preguntó Curtis.
—Proporcionando apoyo logístico a los militares norteamericanos y sus clientes.
—Un momento, Barry, que me falta el aire.
—Ahora las cosas ya no son lo que parecen, ¿eh, muchacho? Justo cuando crees
que ya lo entiendes todo —se señaló la sien—, te follan con ganas. A lo bruto y a
fondo. Si no te quieren con ternura, sin duda te querrán con crueldad.
Curtis se reclinó y dijo:
—Si el Departamento de Defensa puso negro sobre negro, seguridad «sólo para
tus ojos», significa que formaba parte de la conspiración de Roma.
—Es decir, que toda la operación estaba controlada por el gobierno, ¿no? —
añadió Kumnick con total naturalidad.
—Es improbable. El individuo era un testigo japonés. Se trataba de una
acreditación Cuatro Cero, un asunto de prevención máxima. Conocían la operación
desde el presidente de Estados Unidos hasta la Interpol y la alta comisionada de la
ONU.
—Lo cual significa que, aunque el mismo presidente hubiera querido a ese
hombre muerto, no habría podido hacer nada al respecto —señaló Kumnick.
—O sea, que el negro sobre negro no era una operación autorizada por el
Departamento de Defensa.
—Sino más bien por alguno de sus alter ego maléficos.
Curtis asintió en silencio y exclamó:
—¡Impresionante! Pero he guardado lo mejor para el final.
—Roma.
—Sí, Roma. Me querían muerto.
—A ti y al japo.
—Y al japo. Un momento… Has dicho dos asesinos, pero eran tres.
—Ya lo sé. El tercer hombre era el de la galería. Desde luego, tenía otras
instrucciones.
Curtis sacudió la cabeza.
—Él creía que éramos del mismo equipo. Por eso falló. Tenía que hacerlo.
—Compartimentación. ¡Tú y el prisionero teníais que escapar! —dijo Kumnick.
—Con su ayuda.
—Sólo que tú no lo sabías. Pero quien le dio las órdenes, sí.
—Así, cuando le disparé, él también abrió fuego.
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—Exacto. Eres un elemento de primera, y ni siquiera lo sabías, soldadito. —
Kumnick se rió.
—Él era la póliza de seguros del japo, en el caso de que uno de los asesinos de la
Camorra llegase hasta nosotros antes de que yo los eliminara.
—Y entonces te cargaste a tu observador involuntario. ¡Bum! De primera, joder…
Y ahora el tío está muerto. —Kumnick soltó un silbido.
—¿Cómo lo has deducido? —A Curtis le temblaba la mandíbula.
—Ese hombre formaba parte de una unidad de francotiradores de élite adscrita al
Ministerio del Interior italiano. No tenía ningún vínculo con la Camorra. —Miró
fijamente a Curtis y luego hizo una aclaración—. Cuando nuestro gobierno indaga
vínculos en algún sitio, busca en todas las bases de datos disponibles. Vienen a mí.
Esto es lo que yo hago.
Curtis volvió a sacudir la cabeza y dijo:
—Era una misión delicada. Quien lo envió no quería dejar cabos sueltos. Así
funcionan las conspiraciones. Estando el tercer hombre muerto, el vínculo con su
escalafón también quedaba cortado.
—Y así sólo quedáis tú y el viejo. ¡Vaya mierda pinchada en un palo! —exclamó
Kumnick.
—Volvamos sobre eso. Octopus quiere muerto al viejo. Por tanto, planean una
secuencia que debe eliminarlo sin dejar rastro. Mandan a su equipo A. Pero alguien
que está al corriente introduce, discretamente y sin cometer errores, a su propio
francotirador en la operación y lo vuelve todo del revés. Alguien que sabía lo que se
proponía el Consejo y por qué. Alguien con sus propios motivos para mantener al
anciano con vida.
—Bienvenido al mundo real.
—Gracias. Debo irme… Cuídate, Barry.
—Entonces, ¿qué pasa con Elvis? —le gritó Kumnick a su espalda.
—Lo dejaré para otro momento, si no te importa.
—¡Mono de pavo real, aquí estoy! Las damas me amarán por él y dentro de él.
—Ojalá estuviera en tus pantalones. —Curtis sonrió. Kumnick rió.
—Mantenme informado. —Kumnick se acercó y abrazó a Curtis—. Me debes un
favor, pero no pareces en condiciones de devolvérmelo.
—Estaremos en contacto, Barry.
—Hasta luego, colega.
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Sucedió por la noche, como siempre. Un avión de carga aterrizó en la oscuridad, con
las luces apagadas para no ser detectado, y avanzó pesadamente por una pista llena de
baches y surcos hasta un hangar situado en el otro extremo. El horizonte era plano
como el lecho marino, salvo unos enormes montones de grava gris a lo lejos. La
escalerilla bajó y dejó ver a una docena de agentes en uniforme, surgiendo como
alienígenas en la luz rojiza de la bodega. Trece hombres. Una docena de fraile.
Colocación reticular, configuración habitual en Operaciones Especiales. Cada agente
tenía contacto (visual, auditivo o electrónico) con al menos otros dos. Respuesta y
protección coordinadas en caso de que alguno fuera eliminado por fuego enemigo.
Cada uno iba provisto de un fusil militar de asalto, seguramente un Heckler &
Koch G36. Treinta balas OTAN de 5,56 × 45 mm, gran potencia, polímero negro
ligero, normalmente reservado a los miembros de las Fuerzas Especiales: las miras
ópticas utilizaban un retículo de punto rojo. Azotadas por los fríos vientos del norte,
sus cabezas estaban cubiertas con pañuelos, y era visible el aliento en el gélido aire
del invierno romano. Aquella pista de aterrizaje no pertenecía a ningún aeropuerto, ya
fuera civil o militar. De hecho, no estaba en ningún mapa oficial.
Un Jeep rematado con una lona se detuvo junto al avión de carga, y un hombre se
apeó. La gordura y la impasibilidad le daban un aspecto imponente.
—Coronel —dijo alguien vestido con una camiseta que ponía 3.er Batallón de
Señales: Perros de Señales—. El TOC está listo. La Serie 93 viene de camino.
TOC significaba Centro de Operaciones Tácticas, y era la oficina central de una
unidad militar. La Serie 93 se refería al grupo de refuerzos. El hombre a quien se
dirigía como coronel sacó una versión militar de una BlackBerry para mensajes de
texto y tecleó algo. Seguridad VASP de extremo a extremo. Era el equipo estándar para
operaciones clandestinas.
Varios vehículos se detuvieron junto al avión. Se cargaron fusiles de asalto y otro
material militar. Todo el proceso duró menos de diez minutos.
El avión se tambaleó haciendo temblar el fuselaje, mientras se iniciaba la carrera
por la pista. En cuestión de segundos despegó. Las dos últimas sombras en tierra
observaron la trayectoria durante unos instantes, y a continuación cruzaron un puente
sólido y macizo cuya anchura apenas permitía el paso de un vehículo. Los dos
hombres iban vestidos como los demás, con uniforme y pañuelo en la cabeza. Ambos
apartaron el rostro para evitar las ráfagas de viento que los zarandeaban. Anduvieron
deprisa, entre los árboles, hasta llegar a un pequeño claro donde había un vehículo
parecido a un Jeep, sólo que mucho más grande y pesado, con neumáticos de baja
presión y goma muy gruesa.
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El más alto de los dos hombres sacó un comunicador electrónico, un pequeño
modelo en un armazón gris de plástico duro pero con una señal de gran potencia.
—Aquí Alfa Beta Lambda. Es secreto.
La respuesta fue inaudible. Menos de diez segundos después, las luces traseras
del Jeep desaparecieron en la noche.
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Buena parte de las acciones se llevaban a cabo sin la difusión en titulares; los
dictados de la seguridad nacional requerían que en el Pacífico la guerra se librase de
forma secreta. Reed resultó herido de gravedad. Recibió la Medalla de Honor del
Congreso por «hacer algo insensato, como salvar la vida de otro soldado», según un
Navy News de 1956. Si estuvo en la guerra, encontrarían el rastro. En vez de crónicas
minuciosas, la investigación ofrecía ejemplos característicos. Centenares de hilos
inconexos que llegaban a formar algo coherente. No era la historia de una sola
batalla. La Guerra de Corea de Reed había sido sobre todo una guerra en la selva, con
el objetivo de transportar tropas y suministros. Había que preservar el secreto a toda
costa. Eso fue entonces. ¿Y ahora?
Simone se detuvo un momento, apartó uno de los tomos y miró a Michael,
indecisa.
—Minucias de nada —soltó frotándose los ojos—. Una mezcla cegadora de
sutilezas astutas e imágenes baratas. Viejos baúles, cárceles militares y bufones
modernos.
Se reclinó en la silla, se quitó los zapatos y dejó los pies colgando. Michael
notaba los movimientos más simples de Simone, cómo respiraba, se retorcía, vivía,
mientras él no mostraba ninguna señal de vida.
—¿Estos dedos preciosos te vienen de familia?
—¿De dónde crees que procede nuestro segundo apellido?
—¿Casalaro?
—Walker.
—¿De los dedos de los pies?
—Nada menos.
—Los dedos y la carretera que se pierde de vista. *
—¿Las carreteras se mueven, Michael?
—En efecto.
Simone balanceó los pies un poco más.
—¿Recuerdas la primera vez que nos alojamos en aquella extraña pensión de
Giovanni del Brina? —preguntó Simone.
—Hicimos el amor entre los aromas de la noche y los gritos de los animales
nocturnos —contestó él.
—Hacía un calor insoportable y estábamos desnudos, salvo la hoja de parra que te
pusiste en tus partes.
—Y tú eras un sueño, y lo sigues siendo.
—Estábamos entrelazados como serpientes. Y así fue cada noche durante toda la
estancia.
—Con la luz de la vela coqueteando con tus pezones. Y al final se te caía la baba
por todo mi cuerpo.
—Señal de buen sexo. Aquella noche tuve once orgasmos. ¿Qué otra cosa querías
que hiciera?
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—Baja la voz, boba…
De pronto, Simone se avergonzó y cambió de actitud.
Cerca, pasó alguien con un carrito metálico lleno de libros. El carrito tenía una
rueda torcida y silbaba sobre el suelo de linóleo.
—Mejor volvamos a lo nuestro —dijo Simone con un tono apagado. Michael alzó
la vista, pero no logró cruzar su mirada con la de ella.
Siguieron excavando. A finales de la primavera de 1956, Reed formaba parte de
un grupo secreto de soldados adiestrados en Australia que fueron enviados en misión
secreta a Filipinas. ¿Qué había dicho Curtis? Old Boy’s Club. Una vieja historia de
sesenta años. Japón, Corea.
Reed, MacArthur, Australia, Filipinas… ¿Cómo encajaban en el cuadro? Iban
amparados por el cortafuegos del gobierno, pero el sistema era hermético. Se habían
pasado el día buscando pistas sobre John Bud Reed y su peculiar universo de humo y
espejos, dominio exclusivo de quienes se han pasado la vida sorteando peligros y
desapareciendo a la primera señal de amenaza. Los dos veían a través de algo que no
era para ellos.
A las cuatro llamarían a Curtis, que había estado recorriendo las calles de Nueva
York, resolviendo mentalmente el rompecabezas. También había retrocedido en el
tiempo, recordando todas las conversaciones, los nombres, las fechas y los lugares
desde que se metiera en esa locura. Lo había anotado todo, nombres clave en el lado
izquierdo de la página, y a la derecha datos sin importancia aparente. Todo estaba
conectado por un hilo invisible. De eso hacía treinta minutos. Desde entonces, había
intentado aclararse las ideas y ahora estaba a dos manzanas de la biblioteca. Consultó
la hora. Las cuatro y veinte. ¿Por qué demonios tardaban tanto? «Estamos
persiguiendo una manada de lobos». Sacudió la cabeza.
Cogió el teléfono al primer timbrazo. Era Michael.
—Reed sirvió dos veces en el escenario del Pacífico. Una a las órdenes de
MacArthur en Corea, transportando tropas y suministros; y la segunda como
integrante de un grupo militar secreto adiestrado en Australia y enviado luego en
misión clandestina a la jungla de Filipinas.
—¿Qué clase de misión?
—No lo sé. El sistema era hermético.
—¿Cuándo fue eso? —insistió Curtis.
—En 1952 y 1956.
—¿Recuerdas lo que dijo Cristian sobre el CTP?
—Que era una operación extraoficial del gobierno muy especulativa y generadora
de cuantiosos beneficios sin demasiado riesgo. Ahí está toda la sopa de letras de los
organismos.
—Esto incluiría al Departamento de Defensa, ¿no?
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—¿Por qué lo preguntas?
—Reed, MacArthur, Corea, Filipinas, todos los organismos habidos y por haber.
¡Bingo! —Curtis soltó un suspiro.
—Pensaba que te haría ilusión.
—Es que la idea de una subasta de objetos de Elvis Presley me da escalofríos.
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líneas en el obituario de un periódico local. Ahora está muerto porque descubrió
cosas que esa gente no quería que él supiera. Ese hombre es importante porque lo que
descubrió podría cambiar el mundo.
—¿Cómo?
—Un pequeño grupo de individuos muy poderosos está a punto de apoderarse de
los mercados financieros mundiales. Si lo logra en el actual clima de colapso
económico, estaremos a un paso de la tercera guerra mundial.
El rostro de Kumnick palideció en la débil luz de aquella fría tarde de finales de
invierno. En el otro extremo de la línea, la voz esperó a que el hombre de la CIA por
fin hablara.
—Tienes que ver a un hombre encubierto. Es profesor de estudios orientales en la
Universidad de Cornell.
—¿Qué le digo?
—Se llama Stephen Armitage. Tú sólo dile: «Lila Dorada».
—¿Qué significa?
—Para algunos, es el viejo relato de una esposa. Para otros, una leyenda sobre un
tesoro perdido o robado.
—Un momento. Hace poco leí algo de esto. El proyecto Lila Dorada y el botín de
la Segunda Guerra Mundial.
—Yo me ocuparé de las presentaciones. —Y se cortó la comunicación.
Curtis se abotonó la chaqueta y se subió las solapas. El crepúsculo iba borrándolo
todo. Un brillo pálido surcaba el cielo como un reflejo de radios colosales. Echó a
andar despacio calle abajo. Dejó atrás la oficina de correos, el supermercado y a
varios mendigos calvos, de barbas rojizas, con los hombros caídos y las manos
extendidas. Cruzó un parque en miniatura, un terreno de arena salpicado de bancos
pintados con spray por un tal Joey, que proclamaba su amor eterno hacia Sarah con
letras grandes y vigorosas.
«Lila Dorada». Esas dos palabras seguían siendo una bruma, un misterio, pero sus
sombras ya le perseguían. Curtis quería pisar esa sombra para impedir que volviera a
desaparecer en un nebuloso olvido de almas muertas.
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dedos, disfrutando de los juegos de luces y sombras que iban y venían a través de
ellos. Ahí quedaba su ubicua calidez, su activa ociosidad, sombra anaranjada en los
reflejos de las ventanas del restaurante.
Él la miró en la penumbra. Simone tenía los ojos cansados. Para Michael, seguía
siendo tan encantadora e invulnerable como siempre.
—¿Qué? —dijo ella sonriendo; esa tierna sonrisa de Simone que Michael conocía
tan bien.
Londres. Florencia. Moscú. Felicidad. Amor. Michael se encogió de hombros. Se
seguía maravillando ante la curiosa fuerza que lo había arrastrado con descaro al
extraño y maravilloso mundo de Simone.
—¿Qué? —Ella alzó un poco la voz, apoyándose en el antebrazo de Michael. Una
promesa de afecto y algo más.
—Eres increíble —dijo él, sin poder apartar la mirada de su rostro—. Te adoro.
Nunca en mi vida amaré a nadie como a ti.
Ella se le había acercado, con el rostro crispado por el dolor de la felicidad, se le
aferraba, susurrándole algo al oído, algo que él no alcanzaba a entender entre el
murmullo ambiental. Le besaba el cuello, la oreja, la mano, otra vez el cuello, tiraba
de su manga, sonriendo y susurrando otra vez, ajena a los demás. Michael volvió a
reconocer en ella todo lo que había amado: el suave contorno de su expresivo rostro,
estrechándose hacia la barbilla, las negrísimas pestañas, su bufanda al cuello, la
postura desenfadada, la avidez con que vivía, sentía y se expresaba. Simone lo
devoraba todo.
—Eso es exactamente lo que siento por ti, ya me entiendes —dijo ella volviendo
hacia él su cabeza gacha. Le metió las manos en el bolsillo de su chaqueta a cuadros
—. Te vibra el brazo.
—¡Dios! —Michael buscó a tientas el móvil—. ¡Hola!
—No me esperéis levantados. Tuvimos una oportunidad. Ahora no me hagas
preguntas; es algo que viene del espacio sideral, pero no importa, de verdad.
—¿Adónde vas?
—A ver a un hombre que sabe cosas.
—¿Quién es? ¿Le conoces?
—Personalmente no, pero es la pieza que falta en el rompecabezas.
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una filosofía educativa propia de las escuelas más antiguas del país. Según el censo
de 2005, en el Upper East Side residían 234 856 personas, veintidós mil de las cuales
asistían a la Universidad de Cornell, eso sin contar unos doscientos profesores y el
resto de personal. Uno de ellos se llamaba Stephen Armitage, y era profesor de
estudios orientales y agente especial encubierto de la CIA.
—Pare ahí —dijo Curtis, abriendo la portezuela del taxi a la carrera. Era última
hora de la tarde, es decir, Armitage podía estar en cualquier sitio del extenso campus
urbano. Cruzó el parque, abrió el portillo y cortó por el camino que conducía al
Colegio Mayor Carl Sagan.
—Por favor… —Se acercó a un par de jóvenes que bajaban a zancadas los
peldaños empedrados, lisos por décadas de uso—. Estoy buscando el Departamento
de Estudios Orientales.
—Está usted delante —dijo un chico con el pelo crespo, señalando a su espalda
—. A la derecha, al final del pasillo.
Curtis subió las escaleras, tomó el pasillo y cruzó un arco que daba a un laberinto
de despachos ocupados por las más destacadas eminencias de la disciplina. La
plantilla de profesores de Cornell contaba con seis becarios Rhodes y cuarenta
candidatos al Premio Nobel. La puerta de Armitage era la última a la izquierda,
oculta tras una columna.
Se acercó, permaneció unos instantes escuchando y por fin llamó con suavidad.
Al otro lado, oyó el sonido apagado de una silla que se deslizaba por el suelo seguido
de unos pasos. Se abrió la puerta.
—Usted debe de ser el señor Stephen Armitage. —El hombre tenía un aspecto
mustio y una mata de pelo como la de Beethoven. Emitió un murmullo ronco, frunció
la frente y se sonó la nariz.
—Doctor Stephen Armitage. —Las manos le temblaban—. ¿En qué puedo
ayudarle?
Curtis miró a la izquierda, hacia el pasillo.
—«Lila Dorada» —susurró.
El silencio fue breve. Después brotaron las palabras denotando sorpresa y miedo.
—Lo siento, debe de haber un malentendido. Esto es el Departamento de Estudios
Orientales. Seguramente busca usted al profesor Lilem, del Weill Medical College.
—No, creo que he venido al lugar correcto. «Lila Dorada» —repitió Curtis
despacio, la mirada fija en el hombre que tenía delante. Ahora el otro le escudriñaba,
intentando leerle el pensamiento y averiguar sus intenciones. Era demasiado
peligroso que los secretos que guardaba fueran descubiertos por alguien vivo…,
porque los muertos no hablan.
—¿Quién es usted?
—Un amigo común me dio esta dirección junto con las palabras
correspondientes. —Siguió otra larga pausa.
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Armitage le indicó a Curtis que entrara en el despacho. El ranger echó un vistazo
a la estancia y advirtió el inconfundible olor del mundo académico. La mesa del
profesor estaba llena de carpetas de colores y sobres apilados; encima, periódicos
viejos, algunos de los cuales habían caído al suelo y habían acabado bajo la mesa.
Junto al escritorio, algo parecido a un vaso cuadrado contenía tres bolígrafos, medio
lápiz mordido, un marcador y una goma enorme que recordaba a una tortuga tomando
el sol. También había una silla atiborrada de exámenes, una vieja máquina de escribir
Urania en el estante a su espalda, varias fotografías, diplomas, títulos…, nada
espartano. Es más, resultaba auténtico, no un espacio montado a toda prisa sólo para
salvar las apariencias, como pasaba en las operaciones de los servicios secretos, sino
real, extraordinariamente expresivo, receptivo a todas las demandas de inspiración de
su actual ocupante.
—¿Un amigo común? —preguntó Armitage con un tono ligeramente jocoso y
distraído, pronunciando «común» con una «n» suave, como solía hacer cuando estaba
perplejo.
—Barry Kumnick.
—¿Y usted quién es?
—Curtis Fitzgerald.
Armitage sonrió.
—Por favor, perdóneme. Me estoy haciendo viejo, y mi memoria ya no es la que
era. —El profesor de estudios orientales observó con picardía y asintió—. Sí, parece
que tenemos un amigo común. Y él me ha hablado de usted.
Se dirigió a la parte posterior de la mesa, acercó la silla y se sentó.
—Así que quiere usted saber sobre Lila Dorada. —Miró fijamente a Curtis—.
¿Por qué?
—No tiene por qué conocer los detalles. De hecho, es mejor así. —Curtis tomó
asiento, y su enorme cuerpo redujo al mínimo el tamaño de la silla.
—¿Cómo puedo estar seguro de que la información que usted busca será utilizada
con sensatez?
—Yo no explico mis métodos, pero utilizo la confianza de un amigo común como
tarjeta de visita.
Armitage se quedó callado unos segundos, estudiando a Curtis. De pronto, se
reclinó en la silla y puso las manos en los reposabrazos.
—A lo largo de los años, han sido muchos los que han intentado tener acceso al
secreto. Pocos han sobrevivido para contarlo, y los que lo han conseguido, mejor
sería que se metieran en un agujero negro y profundo antes de que los encuentren y
los interroguen sobre los detalles.
La mente de Curtis daba vueltas, corría acelerada, procesando información.
Armitage no era ni un mentiroso ni un idiota. Kumnick era un amigo. El viejo sabía
que Curtis iría a verlo; conocía su aspecto, lo esperaba. Seguramente por eso estaba
en el despacho, aguardándolo, en vez de exponerse a miradas indiscretas en el
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campus. Así que… ¿por qué esa pantomima? ¿Por qué el numerito? Porque el
hombre de la CIA estaba protegiendo dos territorios, el de la Agencia y el suyo. A
Curtis sólo le quedaba una opción: contar parte de la verdad, cuanto menos mejor,
con tono verosímil. Los hechos innegables y los acontecimientos fácilmente
verificables.
—Un periodista de investigación fallecido, hermano de una amiga, descubrió una
conspiración relacionada con algunas de las personas más poderosas del mundo. Esas
personas tenían varias cosas en común: la Segunda Guerra Mundial, finales de la
década de 1940, principios y mediados de la de 1950, Japón, Corea, Filipinas, la
actual crisis financiera y el oro.
Armitage extendió las manos.
—Un grupo de hombres poderosos. —Hizo una pausa—. ¿Son estadounidenses?
—Son de todas partes.
—¿Cuál es el nombre de la conspiración?
—Tiene distintos nombres. Si se supiera el nombre verdadero, podría ser
peligroso. —Curtis esperó. Armitage hizo lo propio—. Se llaman a sí mismos
Octopus. El nombre lo descubrió el hermano de mi amiga.
—¿Octopus? Como la Agencia. —El erudito sacudió la cabeza—. Use todas las
palabras «mágicas» que se le ocurran.
—¿Cómo?
—Está en el manual de la CIA —dijo Armitage—. Alguien de la Agencia pensó
que si se utilizaban clichés para contraseñas, la propia operación sonaría más
legítima.
Calló un momento. El silencio se vio realzado por el zumbido de un gran
ventilador cercano. Curtis observó al erudito; el viejo miraba por la ventana, con aire
pensativo.
—¿Qué es «Lila Dorada»? —insistió Curtis.
—El nombre de un poema escrito por el emperador japonés Hiro-Hito. Y un
secreto.
—¿Un poema? ¿Qué tiene que ver un poema con un secreto tan peligroso que los
hombres prefieren llevárselo a la tumba antes de revelar su contenido?
—Entre 1936 y 1942, y actuando a las órdenes de un príncipe de la casa imperial,
una unidad secreta dirigida por el hermano pequeño del emperador recibió el encargo
de saquear metódicamente el sudeste asiático. Era Lila Dorada. El valor del botín
arramblado por Lila Dorada es increíble. Toda la parte de Asia controlada por los
japoneses había sido rastreada en busca de tesoros. De hecho, la cantidad de oro
robado entre 1937 y 1942 supera la suma de las reservas de oro de todos los bancos
centrales del mundo. Es, sin duda, la mayor conspiración conocida en la historia de la
humanidad. No por las dimensiones, sino por lo que escondía. Porque si esas
cantidades reales de oro y dinero salen algún día a la luz, pondrán al descubierto un
secreto mucho más confidencial. —Levantó el dedo índice y lanzó a Curtis una
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mirada elocuente—: La cantidad de oro enterrado en Filipinas durante la Segunda
Guerra Mundial es diez veces superior a la cifra oficial de ciento cuarenta mil
toneladas métricas supuestamente extraídas en más de seis mil años de historia. Es
insólito que existan semejantes cantidades de oro al margen del circuito oficial. Y es
aún más espeluznante que dicho secreto esté protegido.
—¿Ha dicho entre 1937 y 1942?
—A principios de 1943, la mayor parte fue enviado por barco al cuartel general
del príncipe Chichibu, en Filipinas.
—¿Qué pasó en 1943?
—Stalingrado. El principio del fin. Los más astutos comandantes alemanes y
japoneses lo entendieron enseguida. Era cuestión de tiempo. Trasladar el tesoro a
Japón no era viable. Había que cambiar de planes, aunque sólo fuera como medida
provisional. El ejército japonés despachó el oro a las islas y se vio obligado a dejarlo
allí, con la vana esperanza de regresar después de la guerra y recuperar el botín en
secreto.
»Un grupo de oficiales japoneses, con la ayuda de una brigada especial del cuerpo
de ingenieros, comenzó a enterrar el tesoro. Tardaron meses en excavar y construir
complejos sistemas de túneles lo bastante grandes para almacenar los camiones y lo
bastante profundos para discurrir por debajo de la superficie del agua. —Se acercó a
un mueble de cerezo—. Necesito una copa para ayudar a mantener este horroroso
hábito mío. ¿Quiere una? —Armitage agarró el tirador y abrió una portezuela que
ocultaba un minibar muy bien aprovisionado.
—Tal vez luego.
Armitage se encogió de hombros.
—Esto no hará que la historia fluya más rápido, ya sabe. —Armitage tomó un
trago de brandy—. He bebido la cicuta demasiadas veces, Curtis. —Apuró el resto de
bebida y se secó la boca con el dorso de la mano—. Para entender esta historia, para
calibrar de veras su intensidad y su horror, hay que visualizarla, saborear el sudor y
oler la podredumbre. Hay que imaginarse lo que debieron de pasar los presos que
cavaron aquellos túneles bajo el ojo atento de los sargentos mayores japoneses y el
bramido del viento, hasta arriba de barro, pasando hambre y medio desnudos,
atormentados por insectos del tamaño de un puño, dándose cuenta de que no tenían la
menor posibilidad de salir de allí con vida. Este sórdido episodio pierde parte de su
encanto estereográfico y no se puede entender en toda su dimensión: la maldad
elevada a la enésima potencia. —Asintió con la cabeza y frunció el ceño.
»Antes de ser enterrada, aquella gran cantidad de oro y otros tesoros estuvieron
repartidos en baúles de varios tamaños. La mayor parte, correspondiente a un total de
ciento setenta y dos baúles, acabó en las islas Filipinas antes de terminar la Segunda
Guerra Mundial. Oro y plata en lingotes, diamantes, platino y valiosos objetos
religiosos, incluida una estatua de Buda de oro que pesaba una tonelada, valorados en
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ciento noventa mil millones de dólares de los de 1943, fueron enterrados ahí junto
con prisioneros de guerra aliados que habían sido forzados a cavar los túneles.
—Y entonces ¿qué ocurrió?
—Se está adelantando. Y aunque sé que la distancia más corta entre dos puntos es
la línea recta, déjeme disfrutar de las curvas. No sé cuántas historias más de Lila
Dorada tengo dentro. Ya ve que no estoy muy bien de salud. —Tosió y se limpió la
boca con la servilleta roja—. Los cartógrafos japoneses confeccionaron mapas de
todos los escondites, y los contables del emperador marcaron cada baúl con un
número de tres dígitos que representaba el valor de la carga de cada uno en yenes
japoneses. Uno de los ciento setenta y dos vehículos tenía el «777», el equivalente a
más de noventa mil toneladas métricas de oro, el setenta y cinco por ciento de las
reservas oficiales de oro del mundo. Un valor de ciento dos billones de dólares
estadounidenses del año 1945, cuando el tipo de cambio era de tres yenes y medio
por dólar, una cantidad que empequeñece la deuda global actual y lo deja a uno
aturdido. —Armitage hizo otra pausa.
Curtis parecía anonadado.
—Está hablando de billones de dólares según el tipo de cambio actual.
—En realidad son trillones, una cantidad tan extravagante que desafía cualquier
realidad del universo conocido.
—Es imposible ocultar una conspiración de ese tipo. Alguien debía de saberlo.
—En efecto. Era un secreto demasiado tentador para mantenerlo oculto en un
calabozo oscuro. A finales de 1944, Estados Unidos descifró las comunicaciones
codificadas del Japón imperial y elaboró sus propios planes para hacerse con el botín.
¿Recuerda el famoso discurso de Roosevelt sobre la rendición incondicional de las
potencias del Eje?
—Conferencia de Casablanca, enero de 1943 —dijo Curtis maquinalmente—.
¡Joder!
El viejo se rió.
—Roosevelt, el gran humanitario, no tenía en mente ninguna víctima cuando
sorprendió a Churchill con sus precipitadas palabras.
—O sea que el gobierno lo sabía.
—Lo sabía Roosevelt. Lo sabía el presidente de Estados Unidos. Supongo que
entiende la gravedad de la acusación.
—¿Y Churchill?
Armitage negó con la cabeza.
—Los estadounidenses descifraron los códigos y preservaron el secreto. Entre
1948 y 1956, agentes de la CIA iniciaron en Filipinas una recuperación clandestina.
Tardaron cuatro meses en encontrar la primera cueva, situada a más de setenta metros
de profundidad. Lila Dorada había sepultado el tesoro mediante una sofisticada
técnica creada por ingenieros japoneses. Dejaron señales sobre cómo hallarla por
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medio de formaciones rocosas inhabituales y otros signos topográficos que
disimulaban fácilmente su ubicación.
—¿Qué hicieron entonces con el oro?
—Una parte se convirtió en la base de los fondos para operaciones extraoficiales
de la CIA durante los primeros años de la posguerra, cuyo fin era crear una red
anticomunista mundial. Para garantizar lealtad a la causa, la CIA distribuyó
certificados de lingotes de oro entre gente influyente de todo el planeta.
—¿Y el resto?
—Lo dejaron en la selva, a buen recaudo. Y allí sigue.
—Filipinas… ¿Lo sabía Ferdinand Marcos?
—Desde luego que sí. Lo descubrió en 1953. Naturalmente, en esa época él no
era más que un modesto matón y un buscavidas. Sin embargo, tenía una ambición sin
límites, algo que el gobierno estadounidense subestimó. Entre 1953 y 1970, con la
ayuda de los prisioneros de guerra japoneses, Marcos desenterró seiscientas toneladas
de oro…, hasta que a finales de 1971 encontró el mapa y se puso a trabajar en serio.
Cuando hubo terminado, Marcos había sacado treinta y dos mil toneladas del tesoro
oculto.
—¿Cómo?
—Uno de los prisioneros había formado parte del original Lila Dorada. A cambio
de su libertad, dibujó a Marcos una pequeña sección del mapa, la parte que había
memorizado en 1943.
—Han pasado veintiocho años. ¿Qué fue de él?
—Lo encontraron en una choza de la jungla con la garganta perforada
quirúrgicamente.
—Su billete a la libertad, imagino.
—Imaginemos.
—¿Qué pasó con el oro de Marcos?
—Nuestro gobierno lo confiscó cuando Marcos fue derrocado.
—¿Alguien más conocía el mapa del tesoro?
—Nuestro gobierno segurísimo que no. Al menos no entonces.
—¿Y qué hay de los prisioneros?
—Está hablando de la mayor conspiración de la historia de la humanidad. La
mayoría de quienes tuvieron la mala suerte de formar parte de Lila Dorada fueron
enterrados con el tesoro. Son los supremos guardianes de la cripta.
—¿Incluso los soldados japoneses?
—Sobre todo ellos. ¿Quién más iba a saber dónde encontrarlo? ¿Los prisioneros
de guerra? Todos estaban trabajando sobre el terreno. Nadie sobrevivió a la dura
prueba. En 1982 leí un informe de una subcomisión del Congreso sobre el tema. —
Armitage se recostó en la silla—. De todos modos, es una cuestión interesante. En el
caos de los últimos días de la guerra, supongo que algunos de ellos podrían haber
escapado de las garras de sus verdugos japoneses. ¿Sabe usted algo que yo no sepa?
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—Es sólo un presentimiento, pero, como usted ha dicho, las posibilidades son
escasas.
—Si alguien sobrevivió, ahora tendrá noventa años.
»Dieciséis testigos… dispuestos a testificar… tortura… crímenes contra la
humanidad… Ejército Imperial japonés… todos muertos en accidente o por causas
naturales. Menos uno. Akira Shimada. Roma. Mapa. Lila Dorada.
»El tercer hombre era el hombre de la galería. Tenía otras instrucciones. Creía que
eras del mismo equipo. Por eso falló el tiro. Compartimentación. ¡Tú y el prisionero
teníais que escapar! Con su ayuda. Pero tú no lo sabías. Quien lo envió no quería
dejar cabos sueltos. Con el tercer hombre muerto, el vínculo con su escalafón también
quedaba cortado. Y así sólo quedáis tú y el viejo».
—¿Por qué sólo Filipinas?
—En ningún momento he dicho sólo Filipinas. En la jungla de Indonesia también
se enterraron cofres de oro, platino, piedras preciosas y objetos religiosos de valor
incalculable. En la historia contemporánea hay un episodio prácticamente
desconocido: en 1955, el presidente indonesio Ahmed Sukarno, junto con otros
dirigentes del Tercer Mundo, planeaba crear un banco secreto de países no alineados
utilizando como garantía billones de dólares en reservas de oro de la Segunda Guerra
Mundial que habían sido recuperadas.
—¿Por qué razón?
—La creación de una entidad tan poderosa cuyas reservas de oro dejaran
pequeñas a las disponibles en Occidente habría hecho temblar de miedo tanto a los
gobiernos occidentales como a la fraternidad bancaria euro-norteamericana.
—¿Cuál fue la reacción de Occidente?
—Enviar a Indonesia una delegación de alto nivel que, bajo los auspicios de la
reconstrucción de la posguerra, discutió el asunto con Sukarno. A cambio, prometían
más cooperación occidental, reconocimiento del régimen, protección contra sus
enemigos, aranceles bajos para las mercancías indonesias, etcétera. Fue la primera
misión exterior de Kissinger y su primer fracaso no oficial.
—¿Qué respondió Sukarno?
—Tras escuchar educadamente a los «rostros pálidos», les enseñó uno de los
depósitos secretos en los que estaban ocultos objetos valiosísimos, gemas, joyas y
una cantidad extraordinaria de metales preciosos. Había tal tecnología punta, incluso
para los criterios actuales, que a su lado Fort Knox parecía un campamento de boy
scouts. Los «rostros pálidos» no habían visto en su vida nada parecido. Había filas y
filas de cajas de metales preciosos de la UBS, la Unión de Bancos de Suiza, cada una
con barras de oro o platino J. M. Hallmarked de un kilo, cada barra con un certificado
y un número únicos con el distintivo Johnson Mathey; certificados bancarios de
depósito de oro y rubíes. En total, miles de toneladas. Tarjetas Vault Keys y Depositor
ID de oro. Era como las mil y una noches. Tras recuperarse los visitantes del impacto,
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Sukarno les dijo que se fueran a freír espárragos. Kissinger explotó y amenazó
personalmente con asesinarlo.
«Filipinas e Indonesia. Ferdinand Marcos y Sukarno».
—¿Por qué ninguna de las partes afectadas entabló acciones judiciales para
recuperar las propiedades robadas? Hay un período de cuarenta años en el que un país
puede reclamar.
—¿Los gobiernos? ¿Y sacar a la luz toda la conspiración? Habría que tener nueve
vidas para intentarlo. Métaselo en la cabeza, joven: las personas involucradas no
tenían intención alguna de devolver el botín a sus legítimos dueños, se tratara de
Marcos, Sukarno, Roosevelt, la CIA o cualquiera de los bancos que guardaron el
tesoro en sus cámaras acorazadas.
Curtis arqueó las cejas.
—Sí. A veces la verdad supera a la ficción. ¿Quién controla las cuentas?
—Puedo decirle que una pequeña parte está controlada por el Vaticano.
—¡El Vaticano!
—¿Quién cree que ayudó a huir a los criminales de guerra nazis y japoneses hacia
Latinoamérica y Estados Unidos?
—¿La Santa Sede?
—Se hizo a través de monseñor Giovanni Montini, subsecretario de Estado
durante la guerra.
Curtis exclamó:
—¿Conoce la famosa escena de la Capilla Sixtina, en la que Dios se inclina y casi
toca el dedo de Adán? A menudo me pregunto si Adán y Dios no estarían
señalándose realmente el uno al otro, desafiándose mutuamente a asumir la
responsabilidad de lo que sólo puede verse como una Creación bastante caótica.
Ahora ya estoy convencido.
Armitage rió con amargura, aunque no captó la ironía.
—Ha dicho que una pequeña parte está controlada por el Vaticano. Si estamos
hablando de trillones de dólares ¿cuán de pequeño es «pequeño»?
—Cuarenta y siete mil toneladas métricas de oro, cuyo valor sería de unos dos
billones de dólares.
—¡Qué hijos de puta!
—Cuidado, esto es una blasfemia.
—Pues demándeme. ¿Qué hay del resto del dinero?
Armitage se encogió de hombros.
—Prefiero no saberlo. Créame, he procurado con todas mis fuerzas no enterarme
de la identidad de esa gente, y al cabo de todos estos años sigo prefiriendo la
comodidad húmeda de una cueva a un ataúd dos metros bajo tierra.
Curtis se tapó los ojos con la mano. Frente a él pasaron imágenes brillantes e
impregnadas de detalles. Ahora los rasgos estaban vívidamente claros.
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—Le estoy muy agradecido, Stephen —dijo, con la cabeza en otra parte—. A
veces, en el engaño, lo mejor es la simplicidad avalada por la autoridad.
—Ya me temía que se quedaría un rato a oscuras. —Armitage observó a Curtis—.
Así que, sea lo que sea, lo ha resuelto. Bravo… Lo suponía. Le he seguido el rastro.
Ya sabe; las viejas costumbres no se pierden fácilmente. Lo que he visto me ha
impresionado. En la vida hay mucho de intrascendente, y mucho de excepcional. Es
usted un verdadero patriota. Dios, bandera, país.
—Todos cometemos errores. La juventud impresionable y todo ese rollo.
—El tiempo es algo valiosísimo, Curtis. Y los años enseñan muchas cosas. Quizá
la vida tenía en mente algo distinto, algo más profundo y sutil. El problema es que
soy demasiado viejo, y nunca entenderé por qué el mal es, en última instancia, más
atractivo que el bien. —Apoyó la oreja en su mano blanca y temblorosa, y con el
peso de la cabeza hizo crujir las articulaciones de los dedos—. Hay personas que
cuando se desmorona su sistema de creencias no saben qué hacer.
Curtis asintió.
—Está usted frente a una de estas víctimas. No estoy orgulloso de ello, pero
tampoco me avergüenza. —Se acercó y le tendió la mano—. Gracias de parte de los
dos.
Armitage enarcó las cejas.
—¿«Los dos»?
—De mí y del hombre que no pudo terminar lo que empezó.
—De nada. Ahora lárguese de mi despacho. ¡Tengo cosas que hacer! Curtis abrió
la puerta. Según su reloj, habían pasado cinco horas.
—Stephen… —El erudito levantó la mirada—. Estoy en deuda con usted.
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—Exacto.
—Louise, no quieren matarlo. Quieren sacarlo de ahí.
En Roma hubo una pausa. En la cabeza de Louise sonaron las alarmas.
—Muy bien, Curtis, si lo ha dicho para causar efecto, soy toda oídos.
Con el menor número de palabras posible, Curtis explicó a Arbour lo que había
averiguado gracias a Armitage.
—Si los otros están muertos, ¿por qué quieren a Shimada vivo?
—¿Ha oído hablar alguna vez de Lila Dorada?
—Shimada me contó que había pertenecido a una unidad secreta encargada de
esconder tesoros robados. Pero en nuestros archivos no consta absolutamente nada
sobre Lila Dorada. No ha oído hablar de ella ni el embajador norteamericano en la
ONU ni la gente con quien hemos hablado a través de los conductos oficiales. Supuse
que sería por lo avanzado de su edad.
—Louise, todos los gobiernos están dirigidos por mentirosos y no hay que creer
nada de lo que dicen. Lila Dorada es real. Estamos hablando del mayor atraco de la
historia de la humanidad. Durante la Segunda Guerra Mundial, una unidad secreta del
Ejército Imperial japonés tuvo el cometido de saquear el sudeste asiático. La
operación recibió el nombre de Lila Dorada. La cantidad y el valor de lo robado son
alucinantes. Todo parece indicar que Shimada estuvo ahí.
—Aunque eso fuera cierto, ¿qué le hace pensar que quieren llevárselo?
—Porque él sabe dónde está enterrada parte del tesoro.
—Entiendo. ¿De cuánto dinero se trata, Curtis?
—No estoy exagerando, y sé que es difícil de creer, pero me han hablado de
trillones de dólares.
—Si me lo hubiera dicho otro, no le habría creído. ¿Quién querría llevarse al
prisionero?
—No lo sé. Pero sea quien sea, estaba al corriente de la operación secreta de
Roma y fue capaz de introducir a su propio hombre sin despertar nuestras sospechas
ni las de los asesinos.
—¿Tiene usted alguna idea de a quién benefició el atraco?
—Mi fuente me habló de un conglomerado, una especie de trust, pero desconocía
los detalles.
—Por tanto, no sabemos qué esperar ni dónde buscar… Un segundo. No cuelgue.
Louise saltó de la cama y se dirigió al tocador. Sacó una radio de una funda, pulsó
un botón y dio las siguientes órdenes.
—Quiero que un coche pase a recogerme en veinte minutos. Luego llamen a Villa
Stanley y díganles que estén en alerta máxima. Que estén de servicio todos los
hombres disponibles. Y avisen al capitán que estaré ahí en una hora. ¡Deprisa! —
Volvió al teléfono—. ¿Curtis?
—Sigo aquí.
—Estaremos en contacto.
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El capitán estaba inmóvil, con las manos en la repisa de la ventana y la cara en el
borde del cristal. Miraba el jardín. El paso de la oscuridad al amanecer enmarcaba el
paisaje circundante en todo su esplendor, con la luz sesgada de todo el hemisferio
occidental extendiendo una película de azul lechoso por el terreno arenoso.
—¿Hasta qué punto exactamente debemos estar listos, capitán? —preguntó uno
de los guardias.
—Todo lo que podamos —respondió el hombre con tono grave.
Más allá, en el otro extremo de la finca, la parte que daba a un barranco, se
formaba otro grupo.
—Recordad, el gas lacrimógeno está en mi mando a distancia, y en el de Billy las
bombas de tubo, que tienen un radio de acción de cinco metros.
—¿Preparados para la acción, chicos?
—Ir despacio es ir suave; ir suave es ir rápido.
—Vamos —dijo el coronel vestido con traje de campaña.
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El primer comando exploró el terreno con sus prismáticos infrarrojos térmicos
T1G7. La gran extensión de césped, que iba desde la verja principal hasta el camino
circular de entrada, a unos ochenta metros, estaba salpicada de cipreses plantados en
hileras largas y ordenadas, lo que procuraba un importante rasgo escultórico a ese
paisaje primigenio. El camino que conducía a la entrada delantera tenía a ambos
lados dos pesadas cadenas suspendidas sobre unos gruesos pilotes de hierro. A
cincuenta metros, a ambos lados del edificio principal, el terreno se suavizaba, y a la
larga se nivelaba y se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Al final se disolvía en
un ancho horizonte verde y ondulante, salpicado de olmos y pinares. A través de las
ramas de los altos pinos, se apreciaban unas luces en la casa.
—Dos hombres en la entrada. Tres guardias con las manecillas marcando las dos,
uno a las doce y otro a las nueve.
—¿Y en la casa?
—Cuatro en la primera planta, seis en la segunda.
—Shimada podría estar en cualquier parte.
—Lo encontraremos.
—Recibido.
Un sonido amortiguado sobre gravilla se acercaba. El pie de alguien tocaba y
presionaba con cuidado la superficie, manteniendo el peso repartido equitativamente.
—Peligro cerca, a las dos, cuarenta metros —restalló la voz en el auricular.
—Activad el señuelo —ordenó el coronel.
El hombre se puso en cuclillas, cogió un par de piedras y se abrió paso hacia lo
que, como sabía por los planos, era un sendero de grava que llevaba al camino de
entrada circular. Los ángulos del recorrido a través de los árboles lo ocultaban a los
hombres apostados en la casa.
—Veinte metros, dieciocho, diecisiete…
Lanzó la piedra en la dirección del viento. El guardia se volvió con el dedo en el
gatillo, agachado, mostrando el pánico de la indecisión, y se acercó despacio hacia el
origen del sonido.
—Doce metros con las manecillas marcando la una —murmuró la voz.
Tiró la piedra más pequeña, casi a los pies del guardia. Éste se dio la vuelta con
creciente ansiedad. En ese preciso instante, el segundo comando se levantó. Agarró al
otro por el cuello, ahogando todo sonido, y hundió su cuchillo Junglee de las Fuerzas
Especiales en el pecho del guardia, que soltó un gañido mientras su cuerpo sin vida se
desplomaba en el suelo. El segundo comando tiró de él para esconderlo.
—Equipo dos, adelante —dijo una voz metálica.
En el lado oeste de la finca, dos hombres salieron en el acto de la densa maleza
que los amparaba, y empezaron a recorrer un amplio arco hacia el norte, que los
condujo más allá de la entrada lateral y luego de nuevo hacia ésta, en una estrecha
elevación. Uno de los dos comandos miró el reloj. Habían tardado cuarenta y ocho
segundos en llegar a su sitio. Al cabo de dos minutos aparecieron los dos guardias, a
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unos setenta metros, caminando por el camino desde la verja. Arriba, los del equipo
tres estaban uno al lado del otro, agachados bajo el muro, esperando la señal,
concentrados en un punto acordado de antemano. Sus cuerpos habían sido adiestrados
para moverse al instante. Habían elegido con cuidado su línea de observación, una
costumbre del asesino de refuerzo. Los guardias estaban destinados a morir en el
fuego cruzado.
—Diez segundos —dijo la voz—. Nueve, ocho, siete…
Los dos guardias se encontraban a menos de treinta metros, hablando
tranquilamente, apenas a unos segundos de caer en una trampa mortal.
Los equipos dos y tres estaban listos.
—Seis, cinco, cuatro…
Un reflector barría el terreno a unos treinta metros a la derecha del equipo dos,
entrecruzando las imágenes.
—Tres, dos… —siguió la voz en el auricular.
Los del equipo dos, colocados en la posición más elevada, levantaron las armas.
El sonido despertó el instinto. Uno de los guardias irguió la cabeza.
—¡Uno, fuego!
La orden se oyó a la vez que las balas salían de unas armas de asalto de gran
potencia con mira infrarroja, provistas de un cilindro perforado, es decir, un
silenciador permanentemente asegurado. Tras haber apuntado con precisión,
destrozaron el pecho, el cuello y el cráneo de las víctimas. El equipo dos bajó de la
elevación al tiempo que el equipo tres surgía desde abajo.
—Bombas de tubo y gas lacrimógeno listos. Corto.
—Recibido, tres. Equipo cuatro, adelante.
Un escupitajo, y luego otro. Uno de los guardias del perímetro sur se desplomó
como si le hubieran sacado la alfombra de debajo. Sombras. Uno, dos, tres. Una luz,
un arma; no, un cuchillo. Hoja de acero, borde irregular. La mano que lo blandía era
la de un experto. Los comandos opuestos chocaron en la cabeza del guardia: «Usa el
arma… no, no. No hay tiempo. Coge el cuchillo».
«¿Es demasiado tarde? Gira en el sentido de las agujas del reloj. ¡Lejos de los
árboles, hacia un claro!».
Un ruido sordo, otro más. La sombra se esfumó. ¿Dónde? ¿Cómo? ¡Una locura!
El guardia corrió hacia delante y a la izquierda, y tropezó con algo sólido.
Dos cuerpos. Ahora lo entendía. Uno de los francotiradores lo estaba cubriendo.
Que Dios lo amparara… Se dejó caer al suelo, escudriñando la maleza. Una sombra.
Una mano. ¡Demasiado tarde!
El guardia echó la cabeza atrás de una sacudida cuando el filo de la hoja le cortó
la carne de la mejilla. El comando manejaba la hoja siguiendo un movimiento
conciso, habilidoso, semicircular, protegiendo su cuerpo con la mano izquierda
mientras la derecha se abalanzaba sobre la víctima empuñando el cuchillo. Justo
cuando la hoja volvía a intentarlo en su cabeza, el guardia la emprendió a patadas con
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el pie derecho y alcanzó a su atacante en la rótula. Luego, instintivamente, cruzó las
muñecas y cerró el paso al filo de acero. El comando se fue a la izquierda, liberando
el cuchillo y cogiéndolo con la otra mano. Los dos hombres se miraron uno a otro por
un instante. Acto seguido, el atacante, con los ojos encendidos, flexionó su enorme
brazo derecho, y la hoja dentada salió disparada y dio en el mentón del guardia,
aunque la erupción de sangre fue engañosa. El guardia hizo una mueca, respirando
entre los dientes apretados, y se alejó del agresor unos metros, tambaleándose. La luz
se reflejaba en el acero. ¡Un arma! El guardia se tiró al suelo y rodó mientras el
atacante pateaba el arma en vano para alejarla, intentando pisarle la cabeza. El
comando se lanzó hacia delante y dio un tajo al guardia en el antebrazo. Aún sobre
una rodilla, el guardia bajó el brazo torciéndole la muñeca, estrellando su hombro en
el cuerpo del asesino, haciendo que se girase de lado. Después le arrebató el cuchillo
al tiempo que lanzaba el brazo con toda la fuerza de la que fue capaz. La larga y
dentada hoja recorrió la corta distancia y perforó el cuello del comando. En el acto, la
sangre le apelmazó el cabello rubio. El comando dio un grito ahogado, espiró de
forma audible, se quedó flácido y cayó hacia atrás en la hierba.
El guardia, jadeando, buscó el botón de transmisión en su radio. Hizo un gesto de
dolor y se limpió la sangre de la cara, obligándose a mantener la concentración.
—Ascolta! C’é un’emergenza…!
—¿Qué? —gritó su capitán.
—Tenemos compañía.
—Estamos listos. —Una sombra. ¿O era una premonición?
—Esperando su señal, coronel. —Una señal significaba la muerte.
El capitán se tiró al suelo una décima de segundo antes de que una explosión
cuádruple hiciera añicos el cristal de la ventana de su oficina provisional.
—Activad las bombas de tubo en los sectores oeste y norte —fue la brusca
respuesta.
El sonido se transformó en otro mientras bajaba la temperatura. La explosión fue
ensordecedora. Hubo una erupción de llamas hacia el cielo de primera hora de la
mañana. Un inmenso muro de fuego destruyó un depósito de combustible y mandó
los restos al cosmos llameante.
—Equipo Alfa, mantened el fuego y la posición —gritó el capitán a las fuerzas de
élite situadas en la segunda planta de Villa Stanley.
»¡Equipo dos! Si podemos empujarlos al sector oeste, los dispersaremos.
—¡Entrarán por la puerta principal! —respondió uno de sus agentes.
—¡Exacto! —replicó el capitán—. Equipo dos, ¿preparado?
—Voy con usted, capitán —chilló uno de los hombres de la unidad de élite que
protegía a Shimada—. Dispone de pocos efectivos.
Segundos después, empezaron las explosiones desde atrás, primero en el sector
norte de la Villa y luego en el oeste.
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—La comunicación con el centro de refuerzos se ha cortado, señor —dijo uno de
los hombres.
Otra explosión hizo estallar la piedra y la madera.
—Capitán, están utilizando…
Una nueva explosión, ahora mucho más cerca del edificio principal. El hombre
dio con la cabeza en el hormigón y soltó un gemido.
—¡Pronto! —gritó el capitán a la radio—. Están utilizando misiles
termodirigidos. Vosotros dos…
—¿Señor?
—Cubridme. Hay que sacarlos de ahí.
—Demasiado peligroso, capitán.
—¡Ellos son los que morirán! Cubridme, he dicho. Es una orden. Tres, dos, uno,
¡vamos! —gritó el capitán con su Uzi en bandolera mientras bajaba los peldaños de la
escalera seguido de dos hombres fornidos con el pelo corto.
Una vez abajo, la gravilla estalló a su alrededor. Acto seguido, él zigzagueó como
un loco hacia la protección de un Jeep. ¡Dolor! La onda expansiva lo atravesó como
un rayo.
—¡El capitán está herido! ¡Yo lo cubro!
Éste se llevó la mano al hombro y bordeó la furgoneta con el arma disparando a
los uniformes militares que tenía delante. Uno abatido, luego otro. Los accesos de
dolor le contraían los músculos. Apretó el fuego automático. Uno, dos, tres, cuatro,
cinco, seis, los proyectiles cortaban el aire…, y de repente nada. Las explosiones
fueron reemplazadas por el escalofriante sonido de algo que se atascaba cuando la
bala de la recámara no salía. ¡Se había quedado sin munición!
El capitán echó mano de su pistola Beretta, con el brazo izquierdo flácido y
sangrando, el derecho agarrando el arma, los dos centinelas a cada lado. Disparó
sobre una figura que se movía deprisa a unos treinta metros. El estallido ensordecedor
fue inútil.
Otro estallido, y otro, el tercero y por fin el cuarto, mucho más fuerte y cercano
que los otros tres.
—¡Están atacando el sector oeste, capitán! Debemos retirarnos.
—¡No! —chilló el capitán sobre el caos general—. ¡Éstos son nuestros! Están
atrapados. Ahora tienen que pasar por la entrada principal. Es su única vía para entrar
o salir.
Sucedió en ese momento. Se oyeron cuatro explosiones más, una tras otra,
procedentes del lado norte del perímetro. El enorme muro de cuatro metros explotó
con tal fuerza que tembló la tierra.
—Estamos atrapados, coronel. Debemos evacuar —dijo el comando bajito con un
rugido áspero.
Un silencio.
—¿Coronel?
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—Evacúa, Eco Lambda Uno. Se ha acabado.
Una descarga de arma automática surgió de las sombras justo detrás del sendero
de grava y mató a uno de los francotiradores del tejado. Su cuerpo acribillado rodó y
se desplomó más allá del campo visual. La herida en la cabeza era el certificado de
defunción.
De pronto, otra gran explosión destrozó la verja metálica principal, y acto seguido
un Hammer atravesó los escombros y el humo negro en dirección al este de la finca.
Había hombres corriendo hacia los vehículos. En cuestión de segundos, escaparían.
—¡Cortadles el paso! —gritó el capitán—. ¡Están huyendo!
Otra explosión destruyó un gran sector del muro, y el Hammer avanzó dando
bandazos por el boquete abierto. Al cabo de un segundo ya no estaban.
El capitán atravesó el agujero del muro y persiguió al vehículo en un vano intento
de atraparlo. Tiró de la palanca selectiva y luego del gatillo para el fuego automático,
vaciando el cargador con rabia.
—¡Capitán, capitán! —bramó uno de los guardias supervivientes.
—¿Qué?
—Ha venido a verle la alta comisionada de la ONU.
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—Te refieres al Nuevo Orden Mundial, ¿no?
—Caballeros, ya he oído bastante. Estamos aquí para encontrar soluciones, no
para defender ideologías individuales. Sin duda, Estados Unidos se halla en la crisis
más grave de su historia. Bill, ¿cuál sería la implicación de los militares en una
situación de emergencia de Alerta Roja? —El presidente se dirigía a William Staggs,
el hombre que estaba al frente de la Oficina de Estado de Preparación Nacional.
—Esto sería COG, señor presidente, Continuidad del Gobierno, instalado el 11 de
septiembre de 2001. Se formaría de inmediato un gobierno paralelo clasificado como
Continuidad del Plan de Operaciones y coordinado por la FEMA, lo que originaría la
reubicación de personal clave en emplazamientos secretos.
—¿Qué conlleva la Continuidad del Plan de Operaciones?
—Prepararse ante amenazas y agresiones al territorio de Estados Unidos,
prevenirlas, desactivarlas, adelantarse, defenderse y responder a ellas. Y también a
los peligros para la soberanía, la población y las infraestructuras del país, así como
gestionar la crisis y sus consecuencias. En el caso del Código Alerta Roja, se
declararía una emergencia nacional. Diversas funciones del gobierno civil serían
transferidas al cuartel general de la FEMA, que ya cuenta con varias estructuras que le
permiten supervisar las instituciones civiles.
—En otras palabras, en el caso de un Código Alerta Roja por amenaza
terrorista…, la FEMA estaría al cargo del país —aclaró el presidente.
—Sin la previa aprobación del comandante en jefe —añadió Staggs.
—Es decir, usted, señor presidente —puntualizó el general Jones.
—Sólo que, para intervenir en los asuntos civiles del país, la FEMA no necesita una
alerta máxima, un atentado terrorista o una situación de guerra —aclaró Sorenson—.
Requiere un desencadenante, desde el desplome económico y la agitación social hasta
cierres bancarios que se tradujeran en violencia contra instituciones financieras.
¿Larry?
—Señor presidente —dijo Larry Summers—, los últimos datos recibidos hace
menos de media hora pronostican un empeoramiento económico que ocasionará la
pérdida de hasta ochenta y un millón de puestos de trabajo a finales de año.
—¿Dónde? —preguntó el presidente, desconcertado.
—En Estados Unidos y Europa occidental.
El presidente se dejó caer en la silla.
—Según un inquietante documento confidencial que circula entre los congresistas
de más rango, la NSA advierte de un futuro desastroso para Estados Unidos si el país
no pone orden en su casa financiera. El informe recibe el nombre de C&R porque, al
parecer, dice que si América no paga la deuda y los préstamos suscritos con China,
Japón y Rusia, que están apuntalando financieramente al gobierno norteamericano, y
los cancela de forma unilateral, puede encontrarse con una guerra de consecuencias
catastróficas a nivel mundial. «Conflicto» es la palabra correspondiente a la «C». —
Hizo una pausa y se sirvió una copa—. El otro escenario es que el gobierno federal se
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vea obligado a subir drásticamente los impuestos para saldar la deuda con los países
extranjeros hasta el punto de que el pueblo norteamericano reaccione con una
revolución popular contra el gobierno. La palabra correspondiente a la «R» es
«Revolución».
—Para que esto no pase, señor presidente —terció el vicealmirante Hewitt—,
estamos animando a gentes de todo el país para que construyan cuerpos de
ciudadanos mediante la incorporación de programas nacionales ya existentes como
los de la vigilancia de barrios, los equipos de respuesta comunitaria de emergencia,
los voluntarios del servicio policial o el cuerpo de reserva médica.
—¡Santo Dios, Al! Estás creando un Estado de Seguridad Nacional y preparando
el terreno para la militarización de instituciones civiles.
—¡Estamos creando las condiciones necesarias para mantener el país a salvo!
—Siempre que a la guerra se la llama paz, se alude a la persecución como
seguridad, y el asesinato es liberación. La corrupción del lenguaje precede la
corrupción de la vida y la dignidad. Al final, el estado, el régimen, la clase o las ideas
permanecen intactos mientras la vida humana se hace añicos.
—Brad, creo que te has equivocado de profesión. Como predicador habrías
ganado una fortuna.
—¡Vete a la mierda, Hewitt! Recuerda con quién estás hablando.
—El poder político es ante todo una ilusión, Brad. No te des tanto bombo.
—Salvo cuando uno es presidente de Estados Unidos. Una de las cosas más
maravillosas de ser quien soy, es que no tengo por qué andarme con sutilezas. ¡Ya
estoy harto de los dos!
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suelo seguía mojado. Al notar que Simone lo miraba, se volvió con rapidez. Sólo vio
algo alzada la sombreada comisura derecha de sus labios.
Ella se acercó por detrás y deslizó la mano bajo la camisa de Michael, quien
sintió un escalofrío, y después le recorrió todo el cuerpo una oleada instantánea de
embeleso. Michael se inclinó y acarició con los labios la belleza oscura del cuello de
Simone; la mordió con delicadeza y alzó la vista. Sus ojos miraban los de Michael, la
ropa subía y bajaba al compás de sus jadeos, acentuando los firmes pechos, los
pezones. Michael la inmovilizó contra el cristal y se acercó lentamente. Sujetándola
por la cintura con la mano izquierda, deslizó la derecha bajo el top y, en cuanto notó
la firmeza y la calidez seca de su desnudez, hirvió en su interior una increíble dicha.
Simone soltó un grito, agarrando con sus manos el cuerpo de Michael. La euforia le
tensaba las venas, y exhaló un suspiro de alivio al aferrarse con desespero.
Michael se recostó en el sofá y cerró los ojos como en estado de trance. La
desesperación del deseo… Con los sentimientos mezclados y una lujuria inexcusable,
absorbió el contacto, tan ligero, tan mudo. El cabello rubio de Simone, liso como el
de una bruja, colgaba largo y desmadejado sobre su blanco cuello con elegancia
triangular. Tenía los labios rosados, de perfil perfecto, ligeramente separados; el sano
y caliente rubor, la blancura sin brillo de su piel suave, la línea larga y nítida de la
garganta, una caricia en acción, dilatadas las coralinas ventanas de la nariz, los ojos
graves y apagados, los húmedos párpados convexos. Con el corazón palpitante, la
atrajo hacia sí e inhaló el ardor de todo su cuerpo.
Michael, con los latidos lamiéndole el pecho y una mano acariciando el cálido
vello púbico, se inclinó hacia Simone, mientras ella se echaba hacia atrás con
urgencia delirante.
Le desabrochó el vestido de seda negra y tiró de ella, llevando las manos a sus
pequeños pechos y sintiendo la sensación más dulce de su vida. ¡Dios todopoderoso!
En los últimos tres años la había acariciado y poseído muchas veces. La sentó encima
de él; el movimiento rítmico de los pequeños pechos cambiaba o se paraba del todo,
el compacto trasero se hundía más y más en las arenas movedizas del mágico
momento. Le bailaba el pelo rubio en la cara. El fino vestido de seda atado al cuello
estaba tan abierto por la espalda que, cada vez que la ahuecaba (mientras se
balanceaba mecánicamente), el pequeño cuerpo rodaba y se tensaba bajo su lazo de
encaje.
Él se pegó a su oreja caliente a través de los tupidos mechones de pelo. En sus
brazos, la mujer se agitaba, zafándose por momentos. La aturdida mirada de Simone
se fundió con el discreto regocijo de Michael. Él se estremeció de placer. Ella alcanzó
sus calzoncillos. Michael cerró los ojos y evocó la imagen de Simone, una imagen de
dicha tan segura y llena de vida como una llama tapada con la mano.
El largo haz de luz que entraba, sesgado, por la cristalera resplandecía en la
vivienda de dos plantas, y mientras él se incorporaba en una concentración extasiada,
se le enroscó la punta de la lengua en la comisura de la boca.
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Llegó una música lejana…, un saxo. Rapsodia rusa. La-do-mi-do-re-do-si-mi-re-
la. Estaba a punto de echarse a llorar… todo era bello, la vida, el amor, la promesa, el
consuelo. ¡Qué sencillo! ¡Qué hermoso! ¡Qué maravilloso! La vida. La-do-mi-do-re-
do-si-mi-re-la contra los inconsolables jadeos de dos personas enamoradas.
Y entonces sucedió lo impensable. Sonó el móvil de Simone. El aparato emitía un
ruido absurdo, palpitante; la cáscara redonda y oscura vibraba y se movía en la mesa
como un escarabajo agitando torpemente sus patitas en el aire. Michael tuvo la
tentación de aplastarlo con el tacón de su zapato y luego torturar con diligencia a la
despachurrada víctima que aún se retorcía.
—No —susurró él, que tiró del lóbulo de Simone con sus dientes, y luego
pronunció unas cuantas palabras inconexas.
Simone dijo:
—Pasa de la medianoche. Debe de ser importante.
—Ya volverán a llamar.
—¿Y si no lo hacen?
—¿Por qué no lo harían?
—¿Y por qué sí?
—Porque evidentemente quieren hablar contigo.
—Exacto. —Se apartó de él, despeinada y con la blusa desabrochada.
—¿Hola?
—¿Simone?
Se quedó paralizada. Era él, la seductora mezcla de lija frotando granito.
—¿Sí?
—Deberíamos conocernos. —Como una bocanada de humo, la voz levitó en el
aire.
Simone miró a Michael.
—Es él —musitó.
Ella leyó sus labios.
—¿Cómo se pone el manos libres?
Simone se encogió de hombros consternada, mordiéndose el labio inferior.
—No lo sé.
Michael sacó enseguida su anticuado móvil. No servía. Lo arrojó, furioso, al sofá.
—¿Por qué me llama a estas horas tan intempestivas?
Hubo una pausa.
Michael posó la mano en el hombro de Simone, asiéndolo con firmeza. ¿Qué
quería preguntar ella? ¡No se acordaba!
«¿Por qué no lo recuerdo? Dios mío, Curtis, ¡dime qué debo decir! ¡Sóplamelo!».
Poco a poco se fueron perfilando las imágenes.
—¿Cómo conoció a mi hermano Danny? —Los ojos de Simone suplicaban, pero
su voz sonaba controlada.
—Él vino a verme.
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Aquello era una contradicción.
—Si está usted donde dice que está, ¿cómo puede llamarme?
—No soy del todo inútil, ya sabe. Este número es imposible de localizar.
—¿Por qué está en la cárcel?
—Participé en el desarrollo y la modificación de software para PROMIS.
—Danny estaba investigando a PROMIS, pero cuando le pregunté sobre eso pareció
aturdido, y me dijo que no era nada. —Brotaron imágenes ante sus ojos. Unos
sonidos discordantes le agredían los oídos.
«Danny, en sueños repetías una y otra vez la palabra “promesa”. ¿Qué quiere
decir?».
«Oh, no es nada, hermanita. Nada».
«Háblame de este “nada”».
«Sólo…, oh, en realidad no es nada, Simone».
—¿Qué es PROMIS?
—Es un software informático. Debería entender lo que hay detrás. Yo llevé a cabo
la modificación en la reserva Cabezón de la cuenca del Pinto.
—¿En una reserva india? —repitió ella de forma maquinal.
—Es muy complicado —dijo una voz monótona en el otro extremo de la línea.
—¿Por qué hay unas instalaciones del gobierno en una reserva india?
—Son naciones soberanas que no dependen de la jurisdicción federal.
—No le sigo.
—Valiéndose de los tratados entre el gobierno de Estados Unidos y los pueblos
indios norteamericanos, que reconocen las reservas como naciones soberanas, la CIA
ha eludido desde hace tiempo las prohibiciones legales de actuar dentro del país. Los
nativos han recibido considerables recompensas económicas, y la seguridad adicional
ofrecida por la policía tribal en áreas remotas ha sido una bendición del cielo para los
agentes encubiertos.
—¿Podemos volver sobre PROMIS?
—No tenía que haber dicho nada. Es demasiado peligroso. —Chasqueó la lengua.
—Mi hermano está muerto, y yo no pararé hasta encontrar a los responsables.
La lija frotando granito soltó un suspiro.
—PROMIS es un programa especial. Uno de sus puntos fuertes es la banca y la
gestión de dinero. Yo estaba verificando la funcionalidad del sistema cuando encontré
cuentas bancarias secretas que contenían un montón de pasta. —Calló un momento
—. PROMIS puede hacer esto, ya lo ve.
—¿Era dinero del gobierno?
—No exactamente. Digamos que eran cuentas conjuntas del gobierno y un grupo
internacional.
—¿Y?
—Las cuentas estaban marcadas con bandera.
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—¿Bandera? No comprendo… —El otro volvió a suspirar.
—Es como una advertencia. Cada vez que el ordenador recibe una visita, el
organismo emisor es notificado sobre quién hizo la petición y de dónde procede. Hay
diferentes sistemas capaces de hacer esto. Uno es FOIMS (Gestión de Información de
Sucursales); también NCIC y NADDIS. Pueden localizar cualquier cosa.
—¿Por qué estaban marcadas?
—Se trataba de cuentas secretas. Quien las abrió no quería que ese dinero fuera
descubierto.
—¿Es lo que ustedes llaman cuentas inactivas? —preguntó Simone, recordando la
conversación con Cristian.
—No estaban inactivas, pues el dinero se estaba utilizando para alterar mercados
financieros, lograr el control de empresas o derrocar gobiernos.
—¿Qué hizo con él?
—Lo escondí.
—¿Por qué?
—Para protegerme. Lo escondí todo. Por eso me tendieron una trampa con el fin
de incriminarme.
—¡Le tendieron una trampa! —Simone asintió como hacen las personas cuando
repiten palabras que las han dejado atónitas—. ¿Por qué lo hicieron?
—Porque lo que descubrí desafiaba la imaginación.
—¿De cuánto dinero estamos hablando?
—De muchísimo. Más del que usted pueda llegar a figurarse.
—En las notas de Danny encontré una referencia a algo llamado CTP. ¿Le suena?
Hubo una pausa.
—No lo había oído nunca.
—Esta operación CTP suponía la creación de dinero para fines dudosos por parte
de un gran número de organismos de Estados Unidos. Creo que la CIA estaba
implicada. —Simone esperó.
—Es lo más probable.
—¿Es usted de la CIA? ¿Lo repudiaron porque era demasiado, incluso para ellos?
—¿Es esto lo que le han dicho? ¿Qué me repudiaron? —La respuesta del hombre
contenía una buena dosis de ira.
—No con estas palabras, pero es más o menos lo que oí. —Simone se esforzó por
recordar la expresión exacta.
—¿Y usted les cree? —la interrumpió la voz.
—No tengo ni idea de quiénes son ninguno de ustedes.
La voz guardó silencio. En la quietud, Simone alcanzaba a oír la respiración lenta
y pausada del hombre en el otro extremo de la línea.
—No sé nada al respecto. Tan sólo soy un especialista informático. No todos los
que trabajan para la CIA llevan un arma y matan gente.
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Ahora le tocaba a Simone guardar silencio. En las palabras de él había mucha
verdad.
—Lo siento, no era mi intención.
—No pasa nada. En todo caso, usted debe hacer preguntas. ¿Cómo, si no, va a
averiguar cosas?
—Dice que le tendieron una trampa. ¿Cómo?
—Con drogas. Asaltaron mi casa con una orden judicial falsa y al parecer
hallaron metanfetaminas. Sólo que esas metanfetaminas son las mismas que la
Agencia ha estado distribuyendo en Latinoamérica. Fue una maquinación. Una
cabeza de turco declaró contra mí en el juicio.
—¿Quién?
—Un camello de medio pelo en libertad condicional. Si no testificaba, le
quitarían la condicional y lo mandarían de nuevo a la cárcel.
—¿Su abogado no le interrogó en el estrado?
—Ése era el plan.
—¿Y?
—Encontraron al testigo flotando en el río, con una bala en el ojo izquierdo. La
policía acusó a una banda rival. Caso cerrado.
—¿Cuándo tiene que comparecer otra vez ante el tribunal?
—Pronto, pero da igual. Quieren tenerme encerrado hasta que les devuelva el
dinero. Entretanto, en la prensa están llevando a cabo una campaña difamatoria en
toda regla. Hace poco, en un reportaje de la CNN aparecieron en la reserva de Cabezón
unos exteriores que consistían en una extensión de tierra desnuda, cielo azul, arena y
artemisa. De pronto el comentarista dijo: «Aquí, en la reserva india, es donde Paulo
Ignatius Scaroni afirma haber modificado el software de PROMIS». No enseñaron el
complejo de la oficina tribal, ni la zona industrial, ni los laboratorios farmacéuticos.
Sólo un terreno pelado, ¡como si yo tuviera mi ordenador en un tipi en mitad del
desierto!
—O sea que éste es su nombre. Paulo Ignatius Scaroni. —A Simone le brillaron
los ojos. Se inclinó hacia Michael.
—Sí —dijo la seductora mezcla de lija frotando granito con una pizca de miel. Se
quedó callado un momento—. Por eso la llamé la otra noche.
A Simone el corazón le dio un brinco. Por un instante sintió una fuerte sacudida
de miedo.
—¿Sí?
—Sé que está buscando a los asesinos de su hermano. Puedo ayudarla a
encontrarlos si usted me ayuda a salir de la cárcel.
—¡Usted sabe quiénes mataron a mi hermano! —Simone cerró los ojos un
instante.
—No exactamente. Pero sí sé dónde buscarlos y cómo hacerlos salir a la luz.
¿Trato hecho?
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Simone tenía la cara paralizada de asombro, el dolor del recuerdo en los ojos.
—¿Cómo puedo ayudarlo a salir de prisión?
—Tengo que demostrar que trabajaba para el gobierno. Si lo consigo, podré
probar que la acusación de tenencia de drogas fue un montaje.
—¿Puede probarlo?
—Con su ayuda, sí.
—¿Cómo?
—Fuera tengo mucho material comprometedor. Lo guardé para cuando la
situación se complicara. Bueno, ahora está cayendo una buena, un chaparrón, diría
yo. Está bien escondido. Pero no puedo llegar a él. Necesito que alguien de fuera sea
mis ojos y mis oídos.
—Tengo que pensarlo —subrayó Simone, que buscó el brazo de Michael y tiró de
él.
—Si no puede ayudarme, perderemos los dos, y para ellos serán todas las bazas.
—Durante unos instantes, Simone se quedó en silencio, los ojos empañados por el
velo de las lágrimas, las manos temblando, el temblor extendiéndose a la cabeza.
—¿Está usted en peligro? —preguntó ella con calma. Michael la ayudaba a
mantenerse firme, con la mano derecha en el hombro y la izquierda sosteniéndole la
mano.
—No pueden tocarme hasta que recuperen el dinero. También tengo discos,
material realmente delicado que revela toda la operación de la A a la Z.
—¿Pueden sonsacárselo de algún modo?
—No lo harán. Y lo saben. Es una larga historia.
—¿Cómo pueden incriminarlo así, sin más?
—Se hace continuamente.
—Habrá en el gobierno alguien en quien pueda confiar.
—Ni en broma.
—Paulo, si usted tiene todas las pruebas… ¿por qué no da toda esta información
al gobierno?
—Mire los papeles y la gente implicada y verá que todos los caminos conducen al
gobierno. ¿La copia de PROMIS con la que trabajé yo? Era del Departamento de
Justicia. Me llegó ilegalmente por medio de un infiltrado.
—¿Lo robó? —exclamó ella con voz entrecortada.
—Como le he dicho, se hace continuamente.
—¿Cuál es la relación entre el Departamento de Justicia y PROMIS?
—Son las mismas personas. La mayoría de los organismos gubernamentales del
país están involucrados. El común denominador es el dinero desaparecido. Sin él,
están todos jodidos. Compruebe las notas de Danny. Sé que él se hacía preguntas al
respecto. Tiene que estar ahí.
—¿Se hacía preguntas sobre quién?
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—No lo sé. Se me ha acabado el tiempo. Debo irme. Recuerde, yo la ayudaré a
usted si usted me ayuda a mí. Volveré a llamarla.
—¿Cuándo?
Se cortó la comunicación.
Michael se dirigió al sofá donde había dejado caer su anticuado teléfono con
grandes botones verdes y marcó el número de Curtis. No hubo respuesta. Sacó un
papelito de la cartera, verificó el número y mandó un mensaje de texto.
—Si Cristian está despierto, nos devolverá la llamada.
El teléfono sonó al instante. Al cabo de cinco minutos, Michael y Simone
cruzaban el vestíbulo en dirección a la salida, no sin antes saludar al portero, que
seguía sentado en su taburete leyendo el periódico y relamiéndose con desgana.
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Era pasada la medianoche cuando el agotado vicepresidente del Banco Mundial salió
de su oficina del 1818 de la Calle H, en Washington, paró un taxi para el corto
trayecto al aeropuerto, subió a bordo de un jet privado a disposición de todos los altos
ejecutivos del Banco, y menos de una hora después aterrizaba en el aeropuerto de La
Guardia de Nueva York. Diez minutos más tarde, Cristian abandonaba un
aparcamiento para ejecutivos en el extremo este de la terminal nacional uno,
reservado para funcionarios gubernamentales y élites empresariales, metió la quinta
en su Bentley y pasó el cruce a toda velocidad justo cuando se ponía el semáforo en
rojo. Calificar ese día de brutal sería quedarse corto. Alguien del Banco Mundial
había filtrado un borrador de documento preliminar conjunto del Banco y CitiGroup,
auspiciado por la Casa Blanca a través de un columnista financiero del New York
Times. El gobierno presionó al director del periódico para que entendiera que, en ese
caso, renunciar a la confidencialidad de la fuente periodística interesaba a todos. El
columnista financiero, bajo amenaza de despido fulminante, les había dado el nombre
de Mike O’Donnell, irlandés afable y miembro destacado de la plantilla de Cristian.
Esto colocaba a Cristian inmediatamente bajo sospecha como el hombre que estaba
tras la filtración, razón por la cual el presidente de Estados Unidos no le había hecho
la llamada telefónica prevista. Además, no había forma de encontrar a O’Donnell.
Tenía un almuerzo de trabajo con un ejecutivo de Goldman Sachs, pero se lo había
saltado sin dar explicaciones, y una entrevista a las seis y media de la tarde que había
cancelado enviando un breve mensaje de texto en el que decía que se había
demorado. No dejó un número de teléfono, ni siquiera uno de emergencia, en el que
pudieran localizarle. Por lo que Cristian sabía de O’Donnell, esa omisión era insólita,
sobre todo en un momento de desintegración de los mercados financieros y de
apremiantes problemas económicos para el recién elegido presidente. Había
demasiadas personas que pudieran precisar su consejo, su aprobación, su firma o
información de alguna clase.
Como principal ayudante de Belucci, pocos conocían el funcionamiento interno
del Banco Mundial mejor que O’Donnell. No era lógico que cortara este vínculo a
menos que se viera presionado a hacerlo por alguien a espaldas de Cristian o por
voluntad propia. Lo que también resultaba extraño era que la noche anterior había
limpiado su mesa, llevándose todos los efectos personales, como si previera la crisis y
la traición. ¿Le habían pasado información? ¿Quién? ¿Por qué? Las sospechas
recaían de nuevo sobre Cristian. Si O’Donnell era la fuente de la filtración, el
vicepresidente ejecutivo del Banco Mundial querría, por razones obvias, que el
culpable estuviera a salvo y lo más lejos posible.
Cristian pulsó el botón y llevó el dial a 107.0 KFPQ, cadena de noticias.
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—A finales del año pasado, los consumidores cerraron de golpe sus billeteros, y
los fabricantes norteamericanos estaban tan poco preparados, que no pudieron
detener sus cadenas de montaje lo bastante deprisa. Por eso estamos viendo tantos
despidos. ¡Sólo la semana pasada se anunciaron otros quinientos mil! Apuntemos
esta cifra. La semana pasada medio millón de personas se quedaron sin empleo.
—Mike, antes de hablar de acontecimientos venideros, creo que debemos echar
un vistazo al asombroso drama que se está representando en el escenario. La
actuación improvisada, no ensayada, sin precedentes, de los protagonistas de
primera línea en Washington. La economía está hundiéndose deprisa, se les escapa
de las manos.
—Así es, Martin. Y todo el mundo está furioso ante los setecientos mil millones de
dólares de despilfarro del TARP (el Programa de Rescate de Activos con Problemas).
El exsecretario del Tesoro dijo al Congreso: «Si no actuamos de forma rápida y
radical, nos estallará un desastre en las manos, el peor colapso de Wall Street que
nadie haya experimentado jamás». Ahora, la nueva administración reclama al
Congreso: «Si no actuamos de forma rápida y radical, nos estallará un desastre en
las manos, el peor colapso de Wall Street que nadie haya experimentado jamás».
»¡Así habla el nuevo presidente, Martin!
—El dinero del TARP, Mike, ha sido succionado en un agujero negro financiero.
En los próximos sesenta días, se quedarán horrorizados por lo rápido que golpea…,
y más adelante van a horrorizarse de nuevo al ver lo prolongada que puede ser la
crisis del empleo.
Con ademán sombrío, Cristian cambió de emisora. Pero las noticias no eran
mejores.
—Muy bien, Larry, allá vamos con nuestro segundo parte. Una interminable
reacción en cadena de quiebras.
—Hasta hace poco, Katie, parecía que el impacto era mayor en la propiedad
inmobiliaria y las actividades financieras afines. Ahora está propagándose… a
minoristas, grupos mediáticos e incluso de telecomunicaciones. Ésta es la primera
lista. La segunda es la de las empresas no financieras que, a nuestro juicio, están
condenadas a la quiebra a finales de año. Sea como fuere, sufrirán unas pérdidas
increíbles de puestos de trabajo cuando no desaparezcan directamente.
—¿Tienes alguna otra previsión financiera, Larry?
—Uf… Una fuerte, Katie. Bien, una previsión final y global: éste será el año de la
Gran Dustbowl[1] Financiera. Cuando los futuros historiadores escriban el capítulo
correspondiente a este año, pondrán que fue el año en que Norteamérica padeció una
hambruna de dinero de proporciones épicas. Si vamos sumando, todo se reduce a una
disminución de los ingresos…, millones de cheques llevados por el viento, rentas por
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intereses reducidas prácticamente a cero, dividendos retrasados, rebajados o
cancelados, minusvalías de las acciones, el patrimonio nacional esfumado. Para
muchos norteamericanos, el panorama es alarmante: las facturas se amontonan; se
pierden las casas, los coches…, todo aquello logrado tras una vida de trabajo: una
ola gigantesca de bancarrotas personales.
—No nos queda mucho tiempo, Larry. Así que déjame traer esta historia al
presente…
Cristian movió el dial en sentido contrario a las agujas del reloj, hasta 97.5
Marketwatch.
Cristian frunció el ceño y cambió a una emisora de AM. Por desgracia, las noticias
sólo empeoraron.
Cristian apagó la radio y se quedó absorto en sus pensamientos. El CTP era real,
desde luego. Una parte del dinero del fondo común, billones de dólares, creado
mediante programas comerciales paralelos, estaba siendo utilizado activamente para
salvar muchos de los principales bancos del mundo que afrontaban una crisis de
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insolvencia. Por eso se puso en marcha el CTP. No obstante, la crisis se agravaba por
momentos, con el gobierno balbuceando en el mejor de los casos, y paralizado en el
peor, incapaz de enderezar la situación. ¿Por qué pidió el gobierno al Banco Mundial
cien mil millones de dólares si tenía acceso a billones a través de los programas? A
menos, claro está, que no tuviera realmente acceso a ese dinero. Así pues, ¿qué pasó?
Cristian reparó en que, si el dinero no estaba, toda la economía mundial se hallaba
conectada a la máquina de respiración asistida, con meses, como mucho, de vida.
Lo recorrió un escalofrío. Tenía tal confusión mental que tuvo que cerrar los ojos
un momento para encontrarle un sentido a todo. «¿Dónde está el dinero?».
El Bentley de Cristian giró a la izquierda y subió sin esfuerzo por una rampa
empinada mientras se abrían en silencio las puertas del garaje. En menos de treinta
segundos había aparcado el coche y cerrado la portezuela. Miró la hora.
—Las dos menos cinco —dijo alguien a Cristian en un susurro.
Cristian se volvió de golpe. Salió una sombra de detrás de la columna. Sostenía
en las manos un objeto alargado. Alarmado, Cristian miró la sombra y luego el
objeto. Comprendió al instante de qué se trataba.
—No lo haga, por favor. Si quiere dinero, se lo daré. Puedo pagar. —Dio un paso
vacilante, y otro. El fervor unido a la desesperación en sus ojos muy abiertos,
ansiosos.
—Ya estoy bien pagado, pero gracias por su amable oferta.
Fueron dos tiros seguidos. Cristian notó un calor abrasador al caer de espaldas. La
mano izquierda aún sujetaba el maletín, la derecha, el estómago. Oyó pasos, lentos y
pausados. Ahora tenía la sombra encima.
—Por lo visto, he fallado. —La sombra se detuvo, examinando desde arriba a su
víctima caída—. No estoy acostumbrado a disparar sobre personas que están de mala
racha. —Soltó una risotada. Pésimo intento de ser gracioso—. En todo caso, los
ácidos del estómago se filtrarán hasta la cavidad torácica y lo envenenarán por dentro
antes de que llegue la ambulancia. —Se secó la frente con el dorso de la mano
enguantada y se agachó junto a Cristian, apoyado en los codos. Una luz se deslizaba
en sus gemelos de plata. La sombra estaba tan cerca de la cara de Cristian, que éste
podía olerle el peppermint.
—¿Le gusta la poesía, señor Belucci? —La sombra se quitó una pelusa de la
manga—. La vida es un gozo trémulo, un regalo que nos es concedido.
Desgraciadamente, cuando le damos el valor que tiene suele ser demasiado tarde. —
Abrió la puerta del conductor, se inclinó y se miró en el retrovisor—. Éste es mi
regalo de despedida para usted:
La otra forma,
si es forma lo que forma no tenía
de miembros y junturas distinguibles,
o sustancia ha de llamarse lo que forma parecía;
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pues parecía una y otra.
»Milton. El paraíso perdido. La muerte nos guía con delicadeza, señor Belucci.
El asesino examinó el cilindro, la fea prolongación perforada de un cañón que
garantizaba la reducción del nivel de decibelios de un disparo al de un escupitajo.
Sopló una ráfaga de viento. Pero Cristian ya no oía. Veía las cosas a través de una
bruma, y al hallarse en un estado próximo a la muerte, sin darse aún plenamente
cuenta del final, ahora se veía a sí mismo envuelto en llamas, fundiéndose con la
nube paradisíaca hasta desaparecer en un maravilloso desfiladero del cielo.
—D’accord, mon ami. Au revoir, monsieur.
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—No —respondió secamente el historiador de arcanos—. Han disparado a
Cristian.
—¿Qué?
—Lo que has oído.
—¿Cómo?
—En el garaje. La policía está intentando atar cabos. Nosotros vamos camino del
hospital.
—¿De ahí la sirena?
—Sí.
—¿Cómo ha sido?
—Está claro que alguien conocía su horario y lo estaba esperando.
«El Bank Schaffhausen. No era nuestra operación. Si está sugiriendo que tiene
otro comprador, entonces alguien nuevo se ha incorporado a la subasta. Tres es
multitud, y usted está jugando una partida que no puede ganar», recordó Curtis.
—Michael, esto es cada vez más peligroso. Si alguno de vosotros aún tenía dudas,
Reed estaba en lo cierto. Hay alguien más, otro jugador, más importante y temible
que Octopus, porque se ha infiltrado en nuestras líneas y en las de ellos.
—¿Lo puedes repetir?
—Le ha disparado la misma gente que invirtió el sentido de la trampa en Roma.
—No te sigo, Curtis. ¿Qué me estás diciendo?
—El éxito de una trampa reside básicamente en la sencillez y la rapidez. Cristian
ha sido tiroteado por los mismos que introdujeron a su propio hombre en Roma. Te
dije que eran tres asesinos, ¿recuerdas? Dos eran de la Camorra. El otro era mi apoyo.
—¡Tu apoyo!
—Pero yo entonces no lo sabía. Era por si los dos mafiosos me mataban. El
asesino de la galería había sido infiltrado por la misma gente que ha disparado a
Cristian. Si yo hubiera muerto, su cometido era eliminar a los de la Camorra.
—Pero tú lo eliminaste.
—Cortando así su conexión con quien estuviera detrás.
—¿Por qué la pantomima?
—El japo. Era su póliza de seguros. El tipo no estaba allí para matarlo, sino para
ayudarlo a escapar.
—Muy bien. Soy corto de entendederas —dijo Michael con voz apagada.
—Es una vieja historia. Michael. Old Boy’s Club. Segunda Guerra Mundial,
Corea, Japón, Lila Dorada.
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—Señor, sin duda nos encontraremos con una oposición tan tremenda por parte
de personas muy atrincheradas en el propio sistema, que quizá la presidencia no baste
para que cedan, no digamos ya para que cambien de opinión. La gente que controla el
dinero no permitirá que se desvanezca ese control al tiempo que desaparece todo a su
alrededor. —Hizo una pausa, reflexionando sobre la gravedad de lo que estaba
diciendo—. El dinero establece sus propias reglas, señor. Ésta es la regla número uno
del poder absoluto.
—No sea ridículo, Paul —dijo el presidente, inclinándose hacia delante y mirando
fijamente a Volcker—. El poder absoluto, el Nuevo Orden Mundial, las sociedades
secretas e incluso Blancanieves y los siete enanitos no son cosas monolíticas. No hay
un grupo de tipos ricos que se reúnan en una habitación para discutir sobre el futuro
del planeta.
—¡Los americanos están hartos de oír que todos les han mentido y engañado! —
replicó el nuevo jefe de la Junta de Asesores para la Recuperación Económica—. Se
muestran indignados y desafiantes. Y ahora queremos desenterrar miles de cadáveres
y secretos vergonzosos para dar titulares. ¿Es que queremos propiciar una
revolución?
—Señor presidente, creo que Paul tiene razón —terció Summers con tono
sombrío—. El Partido Demócrata y el Partido Republicano prefieren paralizar el
gobierno para salvar su matrimonio de conveniencia con el fin de proteger a su padre:
el sistema monetario global, antes que ponerse en evidencia como lo que son.
—La cosa no puede empeorar más —replicó el presidente—. Y ahora está claro
para el resto de los países que, para sobrevivir, hay que acabar con este sistema, es
decir, nosotros, sobre todo el dólar como divisa mundial de reserva.
—¿Quién se atreverá? —dijo Hewitt.
—Al, somos el país más poderoso del mundo, pero no somos más poderosos que
el mundo. —Se levantó—. Nuestra prioridad inmediata debe ser el dinero perdido.
Encuéntrenlo. Me da igual con quién diablos cierran un trato, pero encuentren ese
dinero. Larry, ¿cuánto tiempo tenemos?
—Un mes, a lo sumo dos, señor presidente —contestó el director del Consejo
Económico Nacional—. Veremos qué viene después. El sistema está roto por razones
que van más allá de la corrupción. Y no podrá ser arreglado cuando una guerra
mundial y un desmoronamiento económico sin precedentes estén derribando todos
los muros entre la humanidad y lo inimaginable.
—Dios mío… —El presidente se tapó la cara con las manos y se quedó inmóvil
unos segundos—. Y entonces ¿qué?
Kirsten Rommer, destacada historiadora económica y presidenta del Consejo de
Asesores Económicos, se puso en pie.
—¿La primera fase? El fracaso sistémico que paralizará nuestra economía. El país
se para en seco con un chirrido. Nada de prestaciones sociales, impuestos estatales o
subsidios de desempleo. Se acabaron la seguridad social, la asistencia sanitaria, el
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apoyo a la infancia, los vales de alimentos para los pobres o el dinero para pagar a los
tres millones y medio de funcionarios. —Hizo una pausa—. El panorama que preveo
es que, en cuestión de días, el pánico disparará los precios de forma considerable. Y
como la oferta ya no podrá satisfacer la demanda, el mercado se paralizará a unos
precios demasiado elevados para los engranajes del comercio e incluso para la vida
cotidiana. Ya no llegarán camiones a los supermercados. El acaparamiento y la
incertidumbre provocarán cortes de luz, violencia y caos. La policía y el ejército
serán capaces de mantener el orden sólo en la primera fase.
»El daño derivado de varios días de escasez y cortes de luz pronto causará
perjuicios permanentes, que se iniciarán cuando las empresas y los consumidores no
paguen sus facturas y dejen de trabajar. Ésta será la segunda fase. —La respiración
débil y sostenida del presidente era para Rommer la confirmación de que el
comandante en jefe había captado la gravedad de la situación—. Después de que
nuestro país se vea afectado por una depresión casi instantánea, y de que naciones de
todo el mundo se vengan abajo, y de que la gente haya hecho intentos desesperados
por alimentarse, calentarse y conseguir agua potable, no habrá salvación. Comienza
la extinción. Los pobres serán los primeros en sufrir las consecuencias, que en su
caso serán máximas. También serán los primeros en morir. Ésta es la fase final —dijo
Rommer a punto de quebrársele la voz.
»Es muy duro y doloroso admitir esta realidad. Sin embargo, señor presidente, la
madre naturaleza no concede tiempos muertos.
El presidente asintió, aceptando la conclusión final de Rommer.
—La política no es un fin sino un medio. Como otros valores, tiene sus
falsificaciones. Se ha puesto tanto énfasis en lo falso que ha quedado oscurecida la
importancia de lo verdadero, y la política ha acabado transmitiendo un mensaje de
egoísmo artero y astuto, y no de servicio franco y sincero. —El presidente calló un
instante y luego prosiguió—: Quiero soluciones claras. —Le dolía la espalda y la
cabeza.
—Señor, creo que en este momento es un imperativo incuestionable identificar
sistemas de misión crítica —intervino William Staggs, coordinador de la Oficina de
Estado de Preparación Nacional—. Los cuchillos están altos y se acercan
rápidamente puntos de no retorno. Si esto va mucho más lejos, sabremos enseguida si
Estados Unidos y el resto del mundo viven o mueren. Es más, sabremos si la sociedad
civilizada es una opción o un sueño irrealizable. Si no es una opción válida, los
bárbaros que están a las puertas entrarán llevando consigo un hambre de lobo.
—¿Qué está sugiriendo?
—Quizá tengamos que quemar algunos puentes y dejar que se produzcan algunas
muertes…, para salvar benévolamente al resto del país.
—Santo cielo… —susurró el presidente—. ¿Se da cuenta de lo que está diciendo?
—Señor, a veces se consigue la mejor luz de un puente en llamas.
—¡Está proponiendo que sacrifiquemos a millones de personas inocentes!
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—El problema, señor, es que no tenemos un plan B, y ahora es demasiado tarde
para idear un plan C o un plan D. Nuestra única esperanza es encontrar los billones
perdidos.
El vicealmirante Hewitt se aclaró la garganta.
—Señor presidente, creo que en nombre de la seguridad nacional hemos de iniciar
preparativos en tiempo real para la ley marcial. El progreso es lo que saca luz de la
oscuridad, civilización del desorden, prosperidad de la pobreza. Todos estos
elementos esenciales están siendo puestos en entredicho y amenazados.
En la sala todos guardaban silencio. Se miraron unos a otros y luego observaron
al presidente de Estados Unidos. Sorenson, el secretario de Estado, arrugó la frente
mientras sus ojos lanzaban una mirada inquisidora. El presidente asintió lentamente,
masajeándose las sienes con las palmas de las manos.
—Dicen que una vez a Voltaire un discípulo suyo le dijo: «Me gustaría fundar
una religión nueva, ¿cómo lo hago?». A lo que el maestro respondió: «Es muy
sencillo. Haz que te crucifiquen y luego resucita de entre los muertos». —Hizo una
pausa, pero ahora el silencio era diferente. Y cuando volvió a hablar también el tono
era otro—. Me están pidiendo que funde una religión nueva para que el mundo
resucite de entre los muertos.
—Voltaire también dijo que el cañón, en sus diversas formas, saldría a escena
antes de que todo hubiera terminado —señaló el general Joseph T. Jones II,
coordinador principal del Departamento de Seguridad Interior, que sacó un sobre de
papel manila con las palabras «Secreto, Información Especial Compartimentada»
inscritas en letra negrita y mayúscula, la máxima clasificación del gobierno de
Estados Unidos—. Señor presidente, la Agencia hace muchas cosas en muchos
ámbitos, desde recogida de datos de Inteligencia en bruto hasta guerra económica,
reconocimiento de satélites, operaciones paramilitares que requieren cobertura y
desmentido, o tráfico de drogas. Pero desde sus inicios se ha centrado, en mayor o
menor medida, en la recogida de datos a largo plazo y operaciones encubiertas que
han requerido el gasto y la paciencia de colocar a NOC (agentes encubiertos no
oficiales), o bazas en misiones que pueden llegar a tardar cinco, diez o quince años en
dar frutos. Estos programas se han centrado siempre en eventualidades «¿y si…?»,
las cuales daban a entender que eran posibles múltiples resultados, que había
alternativas futuras en las que se debía actuar e influir.
—¿Y? —preguntó Sorenson.
—Ya no quedan eventualidades «¿y si…?», Brad.
—Insinúas que todos los países del mundo están apostando lo que tienen sabiendo
que después de este año habrá terminado la partida. ¿No es eso?
El coordinador principal del Departamento de Seguridad Interior contestó sin la
menor vacilación.
—Sí. No hay más mañanas para arreglar nada. Ya está montado el escenario para
el verdadero Armagedón.
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—Así que no tenemos elección.
—Me temo que no, señor presidente —dijo el director de la FEMA—. Están en
peligro nuestra Constitución, nuestros recursos, nuestro crédito, nuestra credibilidad,
nuestra confianza, nuestra industria manufacturera, nuestros empleos, nuestros
ahorros, casas, cuentas bancarias y, en última instancia, nuestra esperanza. ¿Estamos
dispuestos a considerar un fait accompli la liquidación de este gran país? Tenemos
que prepararnos para lo inevitable, pues, como ha dicho Kirsten, no hay plan B.
—Muy bien, Al. Me gustaría oír tu opinión.
—Señor presidente… Lo lamento, Brad. No tienes ni idea de cuánto lamento
tener que hacer esto. Que algún día Dios se apiade de mi alma. —Hewitt sacó una
carpeta de papel manila—. Los servicios de inteligencia en el campo de batalla es un
bicho diferente, señor. Presupone que no hay nada más importante que la batalla que
acaba de comenzar. Si no se gana, no hay opciones futuras. Por eso nada importa más
que la guerra que está librándose actualmente. Debido a la confidencialidad y a la
necesidad de limitar la información a lo estrictamente imprescindible, el nombre de la
operación es Preparación para Emergencia del Comando Norte.
La reunión terminó unos minutos antes de las cuatro de la mañana, y todos
abandonaron la Sala de Situación de la Casa Blanca. El secretario de Estado y el
presidente fueron los últimos en salir.
—Brad, he de hacer una mención especial por lo que has dicho ahí dentro —dijo
el presidente con la mano en el hombro de Sorenson—. Eres una de las pocas
reliquias que ha leído la Constitución y entiende qué significa realmente la autoridad
civil. —Caminaron en silencio unos instantes, absorto cada uno en sus pensamientos,
luchando cada cual contra sus demonios—. ¿Desde cuándo nos conocemos, Brad?
—Cuarenta años, mes arriba mes abajo.
—Desde el instituto. Dios mío, me dejabas copiar tus exámenes de mates, ¿te
acuerdas?
—¡Siempre se lo echaré en cara, señor! —Sorenson sonrió.
—No, no lo harás. Eres demasiado ético. —Siguieron andando unos cuantos
metros más, inmersos en el silencio—. ¿Qué pasa si tienen razón? ¿Si sólo nos queda
una alternativa? ¿Entonces qué? Las repercusiones me aterran. Escucha, Brad, Hewitt
es un hijo de puta, pero en lo suyo es competente. Le necesitamos. También discrepo
de sus métodos y sus principios, pero esto no va de simpatías y antipatías personales,
sino de hacer lo correcto en el momento más decisivo de la historia del mundo. Y lo
que hace falta ahora mismo es garantizar que disponemos de los medios para ello.
Necesitamos tiempo y a Hewitt. Quizá podamos ganar tiempo y ganárnoslo a él.
—No es esto precisamente lo que yo tenía pensado, señor.
—Lo sé, Brad, lo sé. Mantendré a Hewitt lo más lejos posible del Departamento
de Estado para que no se inmiscuya en nada tuyo, pero hemos de hacerle sitio,
echarle un cable si quieres, algo tangible a lo que pueda agarrarse conociendo su
valor.
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—Señor presidente, no entiendo una palabra.
—Lo sé. Estoy siendo críptico adrede. —Silencio. Luego prosiguió—: Dejemos
que juegue a soldaditos. Es lo que hace mejor. Pero al final los soldados no pueden
arreglárselas solos…
—Porque no tienen ni idea de política —interrumpió el secretario de Estado.
—Exacto. Recuerda, hasta el último momento las decisiones se tomarán aquí, en
la Casa Blanca. —El presidente miró a Sorenson y le dirigió una sonrisa tímida y
tranquila—. Lo tendré amarrado mientras tú buscas el dinero. Por cierto —añadió
mientras ambos iban hacia la salida—… ¿Cómo lo hicieron?
Sorenson miró de reojo al presidente.
—Te conozco, Brad. Cachearías a Jesucristo si tuvieras ocasión.
—Mediante un sistema informático muy sofisticado.
El presidente alzó las cejas.
—¿Un programa informático?
—«El» programa informático, señor: PROMIS.
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Curtis miraba al vacío.
—Fíjate en nosotros —dijo Simone intentando levantar el ánimo general—. …
Tenemos un aspecto horrible.
Curtis miró la pantalla de plasma situada en el rincón de la habitación.
—¿Ha salido el tiroteo en las noticias? —preguntó.
—En un boletín especial de la CNN. Pocos detalles; hablaba de un atraco —
contestó Michael.
—Curtis —dijo Simone en voz baja—, en la televisión hemos oído cosas
tremendas… —No sabía cómo preguntarle—. ¿Estaban hablando de ley marcial? —
El resto quedó sin decir. Simone se alejó de la mesa y se apoyó en la pared más
alejada. Curtis cerró los ojos como si estuviera en trance. Michael miró a Simone;
ambos miraron a Curtis y luego uno a otro de nuevo.
—No, no puede ser. —El ranger negó con la cabeza—. Cuentan
aproximadamente con el diez por ciento de la fuerza militar.
—Entonces, ¿de qué están hablando? —inquirió Simone con el cuerpo doblado y
tenso.
—En realidad, todas estas leyes de referencia que el gobierno está intentando
promulgar pretenden una cosa: el control de los ciudadanos mediante tecnología que
puede privarles del acceso a dinero en efectivo y crédito, o, lo que es lo mismo,
alimentos y movilidad. Eso unido a una vigilancia electrónica casi omnipresente y a
algunas armas muy efectivas, aunque no letales, de negación de área.
—¿A qué viene la urgencia?
—Llámalo variante del principio antrópico.
—¿Qué?
—Matriz de probabilidades. Cuando estáis en la autopista, ¿habéis notado con
qué frecuencia os encontráis en el carril lento?
—Sí. ¿Por qué pasa eso?
—Porque es el carril con más coches.
—¿Es un chiste malo o qué?
—No. Según las leyes de probabilidad, lo más viable es que un conductor esté en
ese carril. Tú, por ejemplo. No es tu imaginación lo que te hace pensar que los otros
carriles van más rápido. Es un hecho: van más rápido.
—¿Qué te enseñaron exactamente en la escuela de los rangers? —preguntó
Michael.
—Venga, cállate. ¿Recuerdas mi conversación con Reed?
—Creo que tuviste mucha suerte.
—Ni hablar. Pongamos que te dije que un tal señor Reed, del que no sabías nada,
pertenecía a una empresa criminal cuya área de operaciones era el mundo, y tú tenías
que adivinar, basándote sólo en este dato, si tenía algo que ver con Roma o no.
—Aún es una conjetura.
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—No lo es. El interrogador juega con las probabilidades, intenta que el otro
descubra su juego basándose en lo que cree que sabes tú. Se denomina inferencia.
—¿Qué tiene que ver todo esto con la ley marcial?
—Es como si de una persona de la que no sabes nada, salvo que vive en este
planeta, te pidieran que dedujeses su estatus social, y tú dijeras que esa persona es
pobre. Te equivocarás con menos frecuencia que si dijeras que es rica, simplemente
porque la mitad del planeta subsiste con menos de dos dólares diarios.
—¿Qué tiene que ver con la ley marcial? —volvió a preguntar Michael.
—Creo que ahora tienen más miedo de que, entre los que están a punto de morir,
surja un Espartaco, o varios. Esto es una matriz de probabilidades. Por eso hablan de
ley marcial.
Simone se sentó en el borde de la silla, luchando por mantener los ojos abiertos.
Curtis se apoyó en la pared y guardó silencio. Continuamente le venía a la cabeza un
pensamiento aterrador. Al implicar a Cristian, había puesto su vida en peligro.
Tiempo presente. Aún corría peligro, aún no estaba a salvo. Le recorrió un escalofrío.
Identificó el síntoma. Miedo. No, tenía miedo por él mismo. Curtis miró a su viejo
amigo. Michael se puso en pie, agitado; le palpitaba una vena en la frente. Era como
si le estuviera leyendo el pensamiento. Primero Curtis, luego Cristian. ¿Cuál sería la
siguiente víctima de esa locura?
—Llamó Scaroni —dijo Simone.
Curtis sacudió la cabeza, incrédulo.
—¿Cuándo?
—Anoche.
—¿Lo grabaste?
—No. No supimos cómo poner el maldito manos libres.
Curtis sacudió la cabeza, incrédulo.
—¿Y qué dijo?
—Si yo lo ayudo a salir de la cárcel, él me ayudará a encontrar al asesino de
Danny.
—¿Eso dijo? ¿Y cómo piensa ayudar si está en la cárcel?
—¿Crees que no está ahí?
—No lo sé, y hasta que no lo pueda averiguar, es una lija frotando granito. Si
pertenece a Inteligencia en la cuerda floja, entonces las reglas están claras.
—¿Inteligencia en la cuerda floja?
—Oficial de Operaciones Negras —aclaró Curtis.
—Scaroni es un apellido italiano. No creo que sea negro.
—No me refiero a un oficial negro, sino a una persona que participa en una
operación secreta extraoficial. Esto es un especialista en la cuerda floja. Dices
cualquier cosa, haces cualquier cosa, manipulas, urdes situaciones, mientes y engañas
sin parar, en especial si puedes conseguir alguna ventaja y gracias a ello tender una
trampa —explicó Curtis con la voz tensa, al borde del rencor—. Porque esta ventaja
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sólo se puede lograr engañando a fuentes que se saben poseedoras de secretos
peligrosos para su vida.
—Es programador informático.
—¿Eso te dijo?
—Sí —replicó ella con dignidad.
—Y le creíste. Puede que lo sea o que te engañara para tener ventaja.
—¿Por qué?
—Esto es lo que debemos averiguar. ¿No te parece extraño recibir la llamada de
un hombre que posee la pieza crucial del rompecabezas que por lo visto te falta a ti?
—Podría ser una coincidencia —dijo ella.
—He estudiado coincidencias extrañas e información desconectada, sobre todo en
lo que concierne a Octopus. Investigaré a Scaroni. ¿Qué más te dijo?
—Que mientras estaba verificando la funcionalidad de PROMIS se encontró con
cuentas secretas en las que había un montón de dinero. Dijo que lo pillaron porque las
cuentas estaban marcadas con banderas, pero aun así tuvo tiempo de esconder la
pasta.
Curtis se había sentado en la repisa de la ventana y ahora miraba fijamente a la
profesora del Renacimiento, plenamente consciente de cuál sería su siguiente paso.
—¿Cuál era el común denominador de la investigación de Danny? —preguntó
con tono retórico.
—El CTP —dijo Michael.
—¿Resultado final? Dinero —añadió Curtis—. ¿Oro? Dinero. Acaparando los
mercados mundiales mediante el control de la provisión de fondos. ¿El gobierno de
Estados Unidos? Una entidad que utiliza el dinero para promover sus objetivos. ¿
PROMIS?
—Un programa informático que permite seguirlo todo de cerca —terció Michael.
—¡Bingo!
Al cabo de una hora, se abrió la puerta, dejando ver primero la almohada, luego la
cama, un paciente de cara pálida, la enfermera y por fin el médico, que se llevó el
índice a los labios para indicar silencio. Saludó con la cabeza a Simone e hizo una
señal para que los tres se acercaran.
—Se ha salvado por los pelos, pero vivirá. Está muy sedado y muy débil. Se
despertará de un momento a otro. Cuando lo haga, les permito estar con él cinco
minutos, ni un segundo más.
Se sentaron los tres en absoluto silencio. Era importante no hacer ruidos ni
movimientos físicos súbitos que pudieran sobresaltar al paciente.
Menos de veinte minutos después, Cristian abrió los ojos. ¡Cómo le dolía, por
Dios! Vio una cara, pero estaba borrosa y desenfocada. La bruma de su mente no se
había disipado del todo. Primero llegó el sonido. Hizo un ruido para reconocer la
presencia de los otros.
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—¿Cómo te las arreglas para tener tan buen aspecto después de que te hayan
pegado dos tiros? —preguntó Curtis con delicadeza.
Cristian hizo una mueca de dolor y apartó la vista. Luego llegaron las palabras.
—No me hagas reír. Casi no puedo respirar —susurró por la comisura de la boca.
El médico levantó la mano. Cinco minutos. Él y la enfermera salieron en silencio.
Curtis esperó unos segundos, escuchando los ruidos de fuera. Murmullos de dos,
no, tres personas. Después unos pasos. Se acercó a la cama despacio, con cautela.
—Cristian —su voz era a un tiempo tranquilizadora y socarrona—, si puedes
oírme, parpadea.
Cristian parpadeó.
—Estás herido de gravedad, pero te recuperarás. —Hablaba de manera lenta y
pausada. El paciente volvió a parpadear—. ¿Viste quién te disparó?
Cristian trató de mover el cuerpo, pero no tenía fuerza.
—No.
Curtis estaba inmóvil frente a él.
—¿Viste algo? —preguntó con tono contenido.
—Una sombra —respondió el hombre herido tras una larga pausa—. Hablaba
francés. —Hizo un gesto de dolor—. Curtis…
Éste se puso en cuclillas junto a la cama.
—Estoy aquí —fue la respuesta.
—El dinero ha desaparecido —susurró Cristian en un tono apagado, esperando
que Curtis pudiera oírlo. Éste contuvo la respiración.
—¿Qué dinero? —El paciente lo oía a través de una densa niebla de dolor.
—El CTP.
Curtis miró la hora. Casi habían pasado los cinco minutos y sabía que no tendría
sentido discutir con el médico.
—¿Cuánto dinero?
—Todo…, creo —fue la respuesta.
«La reserva amalgamada de fondos que ahora se mantiene en cuentas aletargadas
y huérfanas asciende a billones de dólares. Estaba verificando la funcionalidad del
sistema y se encontró con unas cuentas que contenían un montón de dinero».
—Creo que sé quién lo tiene.
Cristian reunió la fuerza necesaria para abrir los ojos.
—Debes… encontrar… ese dinero… Encontrarlo…, si no… —Y ya no pudo
hablar más, todo se detuvo, se hizo el silencio.
Se abrió la puerta, oyó los pasos de alguien a lo lejos…, susurros…, y el sonido
de una puerta al cerrarse. Luego nada.
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—De momento no irá a ninguna parte. A ver si el destino nos echa una mano. De
lo contrario… —Se aclaró la garganta—. Entretanto tenemos asuntos que atender. —
Harriman cogió un vaso, echó en él un par de cubitos de hielo y lo llenó de bourbon.
Su tono era reposado y despreocupado—. ¿Robert?
Los cuatro hombres contuvieron la respiración cuando Robert Lovett,
oficialmente analista de alto rango del Departamento de Estado, aunque más
conocido como agente encubierto en la Unidad de Estabilización Política (una rama
de los servicios de inteligencia conocida como Operaciones Consulares), explicó sus
conclusiones sobre el diagrama de conexiones de Danny Casalaro, incluidas las
ciento ocho fuentes con las que el fallecido periodista había contactado durante su
investigación.
—Se han analizado y descartado ciento cuatro por diversas razones. Tres habían
muerto por causas naturales, y lo que sabían o sospechaban las demás, todas
legítimas, tenía relativamente poca importancia. Hemos examinado a conciencia
diarios telefónicos, cargos de tarjetas de crédito, extractos bancarios, relaciones
personales y profesionales, cualquier cosa que pudiera revelar algún conocimiento
previo de la situación real. Nada.
—¿Y los cuatro restantes? —preguntó el antiguo secretario del Tesoro con ojos
perspicaces.
—Uno es Scaroni. El otro, Mike O’Donnell.
—La mano derecha de Belucci —añadió James F. Taylor, que lucía un jersey
blanco de cuello vuelto bajo una chaqueta de tweed.
—¿Alguna novedad al respecto? —inquirió Harriman vagando la mirada de un
lado a otro.
—Mientras hablamos está siendo interrogado —dijo un hombre de la Unidad de
Estabilización Política.
—Estupendo. Ténganos al corriente.
—El tercer hombre es un fiscal honrado. El pasado año encabezó la acusación del
gobierno contra los narcotraficantes colombianos…
—Algunos de los cuales tuvieron la mala pata de ser grabados por el FBI mientras
pasaban su mercancía a agentes camuflados —señaló Stilton—. Conozco a ese
hombre. Unos tipos de la mafia intentaron comprar su silencio, y los metió en la
cárcel.
—Hay algo que debes saber, Henry. Está previsto que este fiscal testifique a favor
de Scaroni en el juicio.
Harriman se puso en pie y esbozó una sonrisita.
—Siempre hay un alma cándida que cree que un hombre puede cambiar el rumbo
de las cosas. Y entonces hay que matarlo para sacarlo de su error. —Miró a Stilton—.
Es el fastidio de la democracia.
—Creo que deberíamos hacer una visita a ese fiscal —dijo Taylor.
—Espero que el siguiente sea nuestro topo de la CIA. —Harriman no iba a aflojar.
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—He dejado lo mejor para el final —dijo Lovett, lleno de sombría satisfacción.
—¿Quién? —insistió Harriman.
—Hagamos memoria. No lo encontrábamos porque había una ruta que sorteaba
Operaciones Consulares, una autorización verificada por código y una llamada
realizada sobre la base de la seguridad interna. —Lovett se desabrochó la americana
marrón de lana y poliéster.
—No había diario, cinta ni referencias de la transmisión. Sí, me acuerdo —señaló
McCloy.
—Pero encontramos el punto débil. —Miró alrededor con aire satisfecho—. Las
líneas con autorizaciones por código tienen un nivel 28A-40J de acreditación. Ésta es
su denominación técnica. Es el caso sólo de las personas con Tres Cero y Cuatro
Cero.
—Salvo por razones de seguridad, no se identifican con nombres sino con
números —dijo Stilton—. ¿Cómo lo conseguiste?
—Aislamos a todos los candidatos potenciales Tres Cero y Cuatro Cero y
comprobamos su paradero en el momento de la llamada. Esto nos proporcionó una
contraseña de conocimiento cero a efectos de verificación. Como es sabido,
caballeros, para los casos de emergencia nacional existe en intranet un sistema de
verificación de acceso limitado creado para operaciones conjuntas con otras agencias.
Gracias a este sistema, obtuvimos un listado abreviado de personal que nos brindó
una confirmación de máximo nivel. Tras una simple solicitud a los Servicios de
Inteligencia Conjuntos, conseguimos una fotografía digital de las dos únicas personas
que pudieron haber hecho la llamada. Una estaba siendo sometida a una operación de
apendicectomía, hecho confirmado por el personal médico de Bethesda y cámaras de
circuito cerrado, tanto en Langley, donde el hombre sufrió el ataque mientras andaba
por el pasillo, como en Bethesda.
—¿Y el otro?
—El otro es una acreditación Cuatro Cero de nuestra subestación de Nueva York.
—¿Sabes, Robert? Casi he entendido todo lo que acabas de decir. —Harriman
ladeó la cabeza—. El nombre, por favor.
—Brandon Barry Kumnick. —Lovett sacó una fotografía del sobre de papel
manila.
El exsecretario de Estado alcanzó el teléfono.
—¿Jean-Pierre?
—Oui?
—Soy David Harriman. Tengo una misión que requiere su atención inmediata.
—Estoy a su servicio, señor secretario.
—Será recompensado con generosidad.
—Como de costumbre, tratándose de usted.
—Recibirá la foto de un hombre. Averigüe qué sabe. Luego elimínelo. Lo antes
posible.
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Harriman se acercó a la unidad de entretenimiento que había de pared a pared y
encendió el televisor.
De repente, todo se difuminó en un orden silencioso, pero allí estaban los cinco,
en la intensa negrura de una noche de invierno a altas horas, sentados en el estudio y
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paralizados por lo que acababan de oír en la tele.
—Si no encontramos el dinero, nada de eso tendrá la mínima importancia —soltó
Harriman con las manos a la espalda y cara de asco.
—Estamos haciendo lo que podemos —dijo Edward McCloy, encogiéndose de
hombros.
—Ed, llevamos una década comprando empresas de todo el mundo mediante
fusiones y adquisiciones, utilizando testaferros, acaparando los mercados mundiales y
manipulando precios con cuentas espejo al margen de los libros de contabilidad. Y
todo mediante un programa de creación de dinero llamado CTP. Con la economía
mundial viniéndose abajo, nuestra inversión inicial ha perdido su valor, y nuestra
garantía subsidiaria ha sido requisada porque un antiguo empleado del gobierno que
verificaba un programa informático se encontró con cuentas secretas que contenían
billones de dólares en fondos de reptiles slush funds. Así que ya lo ves, Ed, tenéis que
hacerlo mejor.
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Pasadas las siete de la mañana siguiente, Curtis volvió a telefonear a Barry Kumnick.
—No puedo seguir con esto, Curtis. Tarde o temprano lo descubrirán. Y no soy
un servicio de información telefónico. Sabiendo lo que sabes, me sorprende que
todavía respires.
—En cuanto a si llego o no a la semana que viene, en Londres las apuestas están
tres contra cinco.
—Corta el rollo… Vaya día más asqueroso, y aún no ha empezado. Un perro
callejero se me ha meado encima y una paloma se me ha cagado en la manga de la
camisa.
—Dicen que trae buena suerte.
—¿Qué demonios es esto de llamarme a las siete de la mañana?
—Ya conoces el refrán, a quien madruga Dios le ayuda. Barry, tú siempre has
estado al pie del cañón desde que te conozco…
—Hace diecisiete años, lo sé. Siempre me dices lo mismo cuando necesitas un
favor. A este ritmo, aunque aparezcas ante mi puerta con el mono de pavo real de
Elvis, seguirás estando en deuda conmigo.
—Calla un momento, mira el panorama y encuéntrame un hilo. Casalaro,
Octopus; dieciséis testigos japoneses de la Segunda Guerra Mundial, el Vaticano, oro,
Lila Dorada; CTP, Reed; y ahora Cristian Belucci con el regalito de un asesino
psicópata francés que recita poesía. Sin embargo, no hay ninguna lógica que vincule
alguno de estos elementos a una causa común. Reed es parte del cártel…
—Era.
—Reed formaba parte del cártel con algunos capullos poderosos, pero alguien
creyó oportuno quitarlo de en medio. Nada tiene sentido. ¡Es un galimatías!
—Curtis, chico, tómate un calmante. Yo lo hago, y obran milagros. ¿Cómo crees
que he conseguido estar enterrado aquí tanto tiempo?
—Tómate tú el calmante, Barry. Y luego Belucci, vicepresidente del Banco
Mundial y uno de los hombres más ricos del mundo, es tiroteado en su garaje en
mitad de la noche. Su Bentley está intacto, así que descartemos el atraco.
—No obstante, la prensa está dando la lata con el rollo del caco que quiere robar a
un banquero y la pifia.
—Exacto. Lo que me preocupa es la secuencia de los hechos, Barry. Aunque
Reed y Belucci están en polos opuestos, los dos atentados son demasiado seguidos.
—Dos banqueros. Ambos ricos, ambos en puestos destacados, aunque, como es
obvio, si hablamos de Cristian Belucci la riqueza es un término relativo. Fue cuestión
de horas, ¿no?
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—Menos de un día. Están igualmente en las antípodas. Sin embargo, la matriz de
probabilidad me dice que quien mató a Reed también disparó a Belucci. ¿Por qué?
—¿Un asesino en serie de banqueros? ¿Un propietario contrariado?
—¡Barry!
—Vale. Me pides un hilo. No creo que a las siete de la mañana pueda darte
ninguno, pero sí algo parecido. —Kumnick se reclinó en la silla giratoria y luego se
olió la manga de la camisa—. Asqueroso.
—¿El qué?
—La mierda de pájaro. Huele a vomitona de bebé de tres días, pero, claro, como
no tienes hijos, tú de eso qué sabrás. —Puso los pies sobre la mesa—. La primera vez
que me hablaste de Danny Casalaro dijiste que estaba a punto de vincular a algunas
de las personas más ricas del mundo con una red de actividades criminales llevadas a
cabo a lo largo de los últimos sesenta años. ¿Cuál es la premisa? Que unos cuantos de
estos tíos ricos lo querían muerto, ¿no?
—Ésta es la premisa, de acuerdo —admitió Curtis—. Al principio no me lo creí.
Pero tras analizar las notas de Danny, descubrimos una red de engaños que no
estábamos buscando.
—¿Por eso llamaste a Reed?
—Sí, para hacer salir a la luz a los demás, sin esperar encontrarme un cártel
global de gente del gobierno, servicios de inteligencia, mafia y criminales que no se
conocen entre sí pero que están coordinados por una serie de controladores, que, a su
vez, están coordinados desde arriba en su escalafón. Y encima de todos, Octopus. Así
los llamaba Danny.
—Ocho pies, ocho corazones. No puedes ser asesinado y morir de inanición. Me
gusta el simbolismo.
—Y entonces le dije a Reed que la información interesaba a otro grupo capaz de
volarle la cabeza a Octopus.
—Éste es el escenario de fondo, ¿no? La lógica está ahí. Danny lo tenía. Ahora lo
tienes tú. Eres el intermediario, y lo que quieres es dinero. Descubres algo
importante. No es nada personal —dijo Kumnick con total naturalidad.
—Reed estaba dispuesto a ceder. Y entonces van y lo matan.
—Como si alguien estuviera mirando y escuchando —añadió Kumnick.
—Si estaban vigilándolo, entonces sabrían que estaba dispuesto a ceder —dijo
Curtis pensativo, con una voz que denotaba algo más que incertidumbre.
—Alguien en alguna parte estaría alerta. Reed era un peso pesado. No podían
permitirlo, está claro, Curtis. Alguien del Consejo entendió enseguida quiénes eran
sus miembros vulnerables.
—Y entonces disparan a Cristian. No había pasado un día.
—Tuvo que haber una polinización cruzada en algún sitio.
—¿Una qué? —soltó Curtis.
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—Te robaron el escenario, muchacho. Estaban mirando y escuchando. Si Reed
forma parte del Consejo, y el Consejo forma parte de Octopus, entonces otro grupo
está utilizándote para que te hagas con el control de los asuntos de Octopus. Ojo por
ojo, diente por diente. Reed, y luego Cristian. El ataque a Belucci lo demuestra, a
menos que le disparases en el garaje para no dejar rastros mientras alguien como tú y
con tu acento estaba en el despacho de Armitage hablando de Lila Dorada.
—Barry, en mi vida he conocido a nadie con un humor tan enfermizo.
—¿Cómo crees que aguanto el día?
—¿Con drogas?
—Y mi pervertido sentido del humor. Te tienen exactamente donde quieren, sólo
que tú no sabes nada de ellos, y todos sus actores principales y secundarios están
desplegados.
—Encaja. Algo simplón, pero encaja.
—Hay más, al menos desde mi posición estratégica. Es de veras interesante.
—Soy todo oídos —dijo Curtis.
—Octopus y los de arriba.
—¿Quién demonios es más poderoso que esa gente?
—Escúchame, Curtis. De momento, sólo es una teoría, llena de adjetivos viriles y
bravatas. A ver si podemos separar lo que es importante de lo que es simplemente
cierto. Tú eres de las Fuerzas Especiales, ¿no? Quiero decir, ésta es tu formación.
—Décimo Grupo de las Fuerzas Especiales.
—¿Cuál es el emblema de la unidad?
—Un Caballo de Troya rodeado por tres flechas que giran en círculo.
—¿A qué te dedicabas?
—A interrogar a los presos y simpatizantes más duros de Al Qaeda. HVS, es decir,
sujetos de alto valor. —Hizo una pausa, como si le hubiera alcanzado un rayo—.
Operación Caballo de Troya.
—Exacto. Tu anterior destino estaba en Fort Devens, Maryland…
—Sede del Centro de la FEMA, conocido como Centro Troyano —precisó Curtis,
cuyos pensamientos iban tras las palabras de Kumnick.
—¿Ves el patrón? Simbolismo: mientras Troya dormía, los griegos entraron
metidos en el caballo. Una vez dentro de la ciudad, salieron y masacraron a la gente.
¿Me has seguido hasta aquí?
Curtis asintió despacio con una sombría resolución en el rostro.
—Hasta aquí.
—Ahora rellenemos los espacios en blanco. Mientras andabas por ahí intentando
desenmarañar todo esto, alguien muy poderoso se ha cruzado en tu camino.
»Tenías a un observador de primera y ni siquiera lo sabías, artillero… Era la
póliza de seguros del japo… Sólo que alguien introduce de forma discreta y
silenciosa a su propia gente en la operación y lo vuelve todo del revés. Alguien que
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sabía lo que se proponía el Consejo y por qué. Alguien con sus propias razones para
mantener al anciano con vida.
—Mientras Norteamérica duerme, se está construyendo el Caballo de Troya
conocido como FEMA.
—Ley marcial y toda esa gilipollez del fin del mundo —añadió Kumnick.
—Cuidado con el reformador moralista —señaló Curtis haciendo crujir los
nudillos de su mano derecha.
—Aún no he terminado. Recuerda el simbolismo —dijo Kumnick—. Un Caballo
de Troya rodeado por tres flechas girando en un círculo. Ahora proyecta su imagen
simbólica en un significado verbal.
—Un Caballo de Troya que surge de las tres flechas girando en un círculo…
¡Dios santo! El logotipo de la Comisión Trilateral. El gobierno mundial.
—Exacto. Tres flechas girando que representan tres mercados dirigidos por los
cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas —dijo
Kumnick.
—Las Américas.
—Es decir, Estados Unidos.
—Asia.
—Esto sería China.
—Europa, representada en la ONU por Rusia, Reino Unido, Francia.
—Mientras la economía mundial se viene abajo y queda para el arrastre, controlas
a la población en tres frentes: las Américas, Asia y Europa. Y mediante tres
mercados: Hong Kong, Wall Street y el ámbito económico europeo. Éste sería el
primer nivel de control.
—Los presidentes y primeros ministros dirigen países individuales bajo tres
mercados de la Comisión Trilateral, controlados realmente por las quinientas
empresas de Fortune —agregó Curtis pensando en voz alta.
—Ésta sería tu Sociedad Anónima Mundial. Segundo nivel de control.
—Cuanto más fuertes sean las quinientas empresas de Fortune, más fuerte será su
mercado.
—El mercado es Octopus —terció Kumnick—. Tres flechas, tres mercados, tres
áreas. Tres. El número sagrado de la trinidad.
—¿También tú? —protestó Curtis, pensativo—. Encaja. Una teoría simplona de la
conspiración, pero encaja.
—Esto es diferente porque estamos enfrentándonos a personas reales y crímenes
reales. Por no hablar del lamentable hecho de que los medios de comunicación
utilizan la expresión «teórico de la conspiración» para estigmatizar a todo aquel que
hable de ella. Bien, ¿qué tal si de la conspiración extraemos una teoría? Después de
todo lo que dijiste de Octopus, hice algunas comprobaciones.
—Adelante, hijo de Elvis.
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—¡Imagínate! —Suspiró—. Los tres mercados en uno bajo el control de la
Comisión Trilateral. ¿Qué te sugiere esto?
—La teoría del gobierno sobre el Nuevo Orden Mundial.
—Correcto. Para poner en marcha cada mercado habría que controlar, poseer o
influir en cuatro cosas: servicios de inteligencia, fuerzas armadas, bancos e
inteligencia artificial. Adquirir legalmente los cuatro sería difícil…
—¡A menos que se formara un Octopus de hombres que trabajaran con vistas a
ese objetivo! ¡Santo Dios…! —interrumpió Curtis en estado de shock.
«Toda esta sopa de letras de agencias participa en la actividad de generar
beneficios espectaculares corriendo muy poco riesgo… Es un método de creación de
dinero que ningún sistema de supervisión o rendición de cuentas es capaz de poner en
evidencia… De todos modos, quien lo pusiera en marcha tenía que estar en un nivel
alto», pensó Curtis, y prosiguió:
—Pero no se puede hacer sólo por la fuerza.
—Tampoco haría falta —replicó el analista de la CIA con una acreditación de
máxima seguridad—, si tienes en las yemas de los dedos la más sofisticada
inteligencia artificial del mundo.
—PROMIS.
—Exacto.
—Al final es esto, ¿no? —dijo Curtis, cerrando los ojos y masajeándose la parte
posterior del cuello con la palma de la mano derecha. Por su cabeza cruzaron
imágenes reales e inventadas—. Barry, ¿puedes concederme alguna otra prebenda?
—Eres un caradura, Curtis —soltó el analista, con los ojos prácticamente girando
en las órbitas—. Ésta es la última vez. Y no quiero volver a oír que me llevaste a
cuestas dieciséis kilómetros con mi pierna rota por las montañas de Waziristan para
ponerme a salvo. Punto final, ranger. Se te ha acabado el crédito.
—Gracias, amigo. Estoy en deuda contigo.
—Curtis, cada vez que dices esto me meto en un lío.
—PROMIS era un proyecto supersecreto salido de la NSA.
—En Vint Hill Farm, Manassas, Virginia. —Hizo una pausa, meditando sobre
algo obviamente importante y delicado—. Con cierto solapamiento por parte de la
Agencia. Pero ¿por qué preguntas? Yo ni siquiera quiero saberlo.
—Barry, será el último favor que te pida. Tienes la palabra del Décimo Grupo de
las Fuerzas Especiales. Necesito…
—Oh, no —le interrumpió Kumnick—. Curtis, el sudor frío y la urticaria me
tienen frito. Figúrate lo que sería este favor de despedida.
Curtis se quedó callado, tenía la cara y el cuello perlados de sudor. Podía tocar la
verdad con la punta de los dedos, pero necesitaba desesperadamente…
—… el nombre del capitoste de Langley que lo hizo.
—¿Qué? ¡Ni hablar! Es una acreditación Delta. ¿Sabes cuál es el castigo por
buscar sin autorización en los archivos Delta? Treinta años de cadena perpetua. Me
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resultaría más fácil sacar de este edificio al Yeti, a E. T. o al maldito monstruo del
lago Ness que conseguirte esta información.
—¿Has acabado? —Curtis echaba chispas por los ojos.
—Me temo que el que ha acabado eres tú. Lo llaman el hombre invisible. ¿Sabes
por qué?
—¿Porque bebe pociones mágicas y anda por ahí con una bolsa sobre la cabeza?
—Porque en el mundo apenas un puñado de personas le han visto la cara, y tú
quieres que te lo sirva en bandeja y extienda una velluda alfombra roja de bienvenida
para que puedas interrogarle sobre PROMIS. ¡Eres aún más temerario de lo que creía!
—¿Puedes hacerlo o no?
—¡Corres hacia un potencial desastre sin tener un plan! No piensas en el futuro;
qué coño, no piensas y punto. Para abrir la cerradura de criptonita que guarda este
nombre, yo debería vérmelas con datos codificados y no con personas de carne y
hueso, Curtis. No hay ningún factor humano implicado en esta búsqueda, ni
porosidad de la razón humana, ni mirillas para ver en el cerebro. Las personas se
pueden equivocar y tienen sentimientos; las máquinas trabajan exclusivamente con
datos codificados.
El ranger se sentía como si de repente la gravedad hubiera triplicado su fuerza.
—¿Qué me dices, pues?
—Que no puedes llegar a esta información a lo bruto, si esto es lo que pensabas
que yo haría. Mis posibilidades de sacar su nombre a la luz oscilarían entre escasas y
nulas. Bueno, las escasas acaban de abandonar el edificio.
Curtis oyó las palabras de su amigo como si hubieran sido pronunciadas desde
muy lejos.
Durante unos instantes no hablaron. A Curtis le quedaba una bala. Sería una
partida de todo o nada.
—Barry, ¿te imaginas volver al pasado con el conocimiento del presente?
—¿Qué quieres decir?
—En Afganistán te salvé la vida arriesgando la mía. En teoría era algo insensato.
Dieciséis kilómetros sobre el terreno más accidentado de la Tierra, sin comida ni
agua, con un M-16 medio descargado en bandolera y tú a la espalda con una pierna
rota, huyendo de caudillos locales, combatientes talibanes y terroristas de Al Qaeda,
todos armados hasta los dientes. Si no puedes darme lo que necesito, lo entenderé —
dijo con calma, en su tono de resignación ante lo inevitable—. Pero si tuviera que
volver a hacer lo que hice por los dos, sabiendo lo que sé ahora, lo haría igualmente,
porque los compañeros de armas se ayudan unos a otros.
En el otro extremo de la línea, la pausa fue atrozmente larga. Kumnick estaba ahí.
Curtis alcanzaba a oír su respiración profunda. De pronto exhaló ruidosamente, y el
ranger soltó un suspiro de alivio.
—¿Aún tienes tu BlackBerry?
—Sí.
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—Dame un par de horas.
—Gracias. Lamento haber sacado…
—No —lo interrumpió el analista—. Yo sí lo lamento. Si no hubiera sido por ti,
hoy no estaría aquí. Te lo agradezco. Es lo menos que puedo hacer por ti.
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Curtis dobló la esquina a toda prisa y tomó Blight Avenue, una calle pequeña y sin
salida, paralela a la calle Ciento Treinta y cinco, en el corazón de Harlem. De repente,
supo que se había complicado la vida. Un Cadillac azul descapotable se paró frente a
él de manera inquietante, con un chirrido de frenos, y tres negros de veintipocos años
con abrigos hasta los tobillos se apearon en tropel y se dirigieron a él con aire
pendenciero, cortándole el camino, mientras los altavoces del coche tuneado emitían
un rap atronador.
—Qué pasa, colgado cara de vainilla, hijoputa tocapelotas —soltó el conductor,
que lucía una evidente cicatriz en la mejilla derecha. Los efectos de la droga se
reflejaban en sus pupilas dilatadas.
Los tres matones tenían un modo especial de estar de pie, las rodillas algo
dobladas, los miembros superiores sueltos y oscilando ligeramente. Sus cuerpos
parecían armas contundentes.
—No te importará que yo y mis colegas aparquemos aquí la mesa de autopsias,
¿verdad? —Se echaron a reír—. Es que hoy es uno de esos días en que mi culo negro
sólo quiere estar tranquilo.
—¿Lo pillas? —dijo el más bajo de los tres, enjuto y nervudo, claramente tenso,
con una mirada impetuosa en su rostro desafiante.
—Y todos los hijoputas están dando la vara, mierda… ¿Entiendes lo que te digo?
—El tercer negro, rechoncho, con dos incisivos de oro y macizas cadenas doradas al
cuello, extendió las piernas, cruzó los brazos y miró a Curtis de arriba abajo.
—No quiero problemas con vosotros, tíos —dijo Curtis con actitud
despreocupada y la mente en alerta máxima.
—Eh, no me vengas con tu jodida mierda. Estás en nuestro territorio. Para entrar
aquí hay que pagar peaje, ya me entiendes.
—Yo yo yo yo. Bang, bang, derrapa, derrapa, negrata, danos el bling bling,
porquería.
—Creo que no habla inglés. ¿Por qué no le enseñas un poco? —dijo el conductor
de la cicatriz a su amigo musculoso.
Los tres se rieron escandalosamente, entrechocando las palmas y haciendo gestos
con el cuello para decirle a Curtis sus intenciones de cortarle el suyo.
—No quiero problemas con vosotros, tíos —repitió. La voz de Curtis era acero en
hormigón, su mente iba acelerada, captando todos los detalles de sus agresores.
—Es sólo un chulo sin putas. Golpea. —Los sonidos de fondo del rap se sumaban
a la morbosidad del momento.
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¿Cuántos hijos de puta pueden decir que son psicóticos?
¿Cuántos hijos de puta pueden decir que su cerebro tiene la raíz podrida en el
tiesto?
¿Lo veis como yo, o no?
Si es que sí, sabréis de qué estoy hablando.
Cuando se te está pudriendo la lengua en tu boca de algodón,
Cuando acabas siendo tan dependiente de la hierba,
Llegas a gastarte mil dólares en la máquina…
Haz lo que quieras… Yo me quedaré aquí sentado y sólo liaré, Dios mío, canutos.
Fuma mi hierba… Y si me mandas a la mierda, que te jodan.
Te daré una patada en el culo… No digas gilipolleces y estaremos de puta
madre…
El más bajito de los tres negros avanzó hacia Curtis, con las manos en los
bolsillos del abrigo. De pronto sacó una navaja automática y arremetió contra él. Con
la mano izquierda, el ranger agarró el brazo del chico cuando se acercaba con un
movimiento circular, lo retorció en el sentido de las agujas del reloj y luego le asestó
un golpe duro y seco en la parte interna de la muñeca. El matón soltó la navaja en el
preciso instante en que Curtis daba un paso adelante y estrellaba su cabeza contra la
nariz del agresor, que dio un gañido mientras se caía y empezaba a manarle sangre de
las fosas nasales.
El segundo negro se le acercó en silencio y sin avisar. Curtis lo cogió de la solapa
aprovechando su impulso y tiró de él hacia delante. Levantó su mano libre y agarró la
garganta del hombre, acero en la carne, clavando los dedos, cortándole el aire con una
llave al cuello. Al matón se le doblaron las rodillas al tiempo que Curtis estrellaba el
codo derecho en su cara. Estuvo por un momento de espaldas al jefe, un negro
fornido. «Una sombra». Curtis se dio la vuelta, y siguió girando por instinto. El negro
lo embistió, las enormes manos pasaron a un milímetro de la cabeza de Curtis,
rozándole la oreja. Y entonces el ranger, con rapidez felina, lanzó el pie izquierdo e
impactó en el riñón del adversario, incrustando en la carne su bota con puntera de
acero y estampándole el puño en la garganta. El negro se desplomó al suelo.
Curtis miró alrededor. Aparte del Cadillac con sus altavoces incorporados, la calle
estaba desierta. «Me muero por salir de aquí», farfulló. Comprobó el número que le
había dado Kumnick. Era una manzana más arriba. El edificio era viejo, aunque, bien
mirado, mostraba un aspecto sorprendentemente decoroso. Curtis puso la mano en la
baranda y subió a toda prisa los siete escalones hasta el descansillo.
El nombre, Sandorf, A., estaba bajo una ranura de correo de la quinta, una
campana debajo de las letras. Se requería discreción. Nada de polis. Entonces se
acordó. Estaba en Harlem. Nadie en su sano juicio se atrevería a patrullar ese
olvidado lugar. Buscó en el bolsillo y sacó una llave fina, plana salvo las cinco
diminutas elevaciones entre los resaltes. Era una llave maestra, diseñada para usarla
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en cerraduras de resorte, con la suficiente fuerza para que la clavija superior saltara
un instante y ello permitiera pasar la línea de corte. En ese mismo instante, antes de
que el muelle empujara la clavija otra vez hacia abajo, la llave giraría.
Curtis situó la llave maestra frente al ojo de la cerradura, la introdujo hasta mitad
de recorrido, la golpeó con la palma de la mano derecha obligándola a penetrar y la
giró al mismo tiempo. La cerradura hizo un ruidito seco, y la puerta se abrió. Entró
sin hacer ruido y cerró a su espalda. No podía coger el ascensor, pues el ruido podía
alertar a Alan Sandorf.
«Lo llaman el hombre invisible».
Curtis no quería arriesgarse a que el hombre invisible se le escapara. PROMIS. El
hombre tenía que saber algo. Dio el primer paso, con cautela. La vieja escalera crujió.
Subió los escalones rápido y en silencio, de dos en dos o de tres en tres; la idea de un
hombre invisible lo impulsaba hacia delante y hacia arriba. No habían pasado treinta
segundos y ya estaba en la última planta. El apartamento de Sandorf se hallaba al
final del pasillo. «Otro callejón sin salida». Curtis frunció el ceño. Se quedó quieto
unos segundos, recobrando el aliento. Estaba a punto de llamar al timbre que había a
la derecha de la puerta, pero se lo pensó dos veces. Si por algún motivo Sandorf no
quería dejarle entrar, el tono atraería una atención no deseada. Volvía a ser un hombre
blanco en pleno Harlem. Él era la atención no deseada. Curtis se acercó a la puerta y
llamó con delicadeza.
Al principio oyó un sonido extraño, que luego fue adquiriendo intensidad.
Alguien se aproximaba. De pronto, el sonido se desvaneció. Dentro del apartamento
había alguien escuchando. Curtis oyó un chasquido, y se abrió la puerta.
El silencio fue breve.
—¿Sí? —dijo un negro más bien bajito haciendo un mohín. Tenía una voz grave
que podía muy bien ser la de un barítono. Rondaba la cincuentena y era delgado y
con barriga cervecera; parecía ligeramente arrugado por el sueño, y llevaba zapatillas
de felpa y una bata de seda con ovejas verdes.
—¿Alan Sandorf?
—Eso depende de lo que esté buscando.
—Sabiduría.
—¿Perdone? —Empujó la puerta para abrirla del todo—. Mire. Como ve, se ha
equivocado de sitio. —Curtis se paró en el umbral del salón. Era una buhardilla
grande y llena de trastos. Parecía más un rastro que el habitáculo de alguien.
—Tiene personalidad. Parece el cuartel general del New York Times —dijo
Curtis.
—¿Es eso lo que lee usted?
—A veces.
Sandorf soltó un bufido.
—Leer el Times es como asistir a las exequias de un gramático famoso —replicó
el negro.
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—¿Ésta es la valoración que hace de mí, Alan?
—Las valoraciones contienen a menudo hechos afines. —Se volvió sobre su talón
derecho y miró de frente a Curtis—. Seguro que me entiende.
—Yo…
Sandorf levantó la mano.
—Tome asiento, hijo.
Curtis miró al hombre con curiosidad imperiosa.
—PROMIS. ¿Cuánto de ello es real y cuánto un mito?
Sandorf apoyó la espalda en la pared y examinó al visitante.
—¿Qué quiere? —preguntó en un susurro socarrón, levantando la ceja derecha.
—Lo llaman el hombre invisible, Alan. El genio que hay detrás de PROMIS. —
Hizo una pausa—. Por favor, tengo que saber qué puede hacer PROMIS. Qué ha hecho.
—Sepa que se ha metido en una operación del gobierno delicadísima. Esto es lo
esencial.
—Mis cicatrices dan fe de ello.
—Muy bien. —Se encogió de hombros—. Es su funeral —dijo el negro con aire
despreocupado mientras se dirigía al centro de la estancia.
—Por definición, los mitos no pueden resolverse, pero es posible comprender e
integrar los hechos. —Se sentó en el sofá con pausado deleite—. Imagínese que
posee un software capaz de pensar y de comprender todas las lenguas del mundo, que
proporciona mirillas para las cámaras más secretas y recónditas de los ordenadores de
los demás, que puede introducir en ellos datos a escondidas, entrar por la puerta de
atrás en cuentas bancarias ocultas y luego retirar el dinero sin dejar rastro. Esto podría
rellenar espacios en blanco situados más allá del razonamiento humano, y también
prever las acciones de la gente…, mucho antes de ser llevadas a cabo. Y todo con un
margen de error del uno por ciento. ¿Qué haría usted? Seguramente lo utilizaría, ¿no?
—¿Y ellos?
—Mire, muy pocos entienden qué es PROMIS. Es muchas cosas para mucha gente.
Piense en la pintura. Para el científico, un copo de nieve es un copo de nieve. Pero,
para un artista, puede ser un dibujo complicado o un conjunto de superficies curvas.
PROMIS es un producto. Por debajo es algo más importante y más personal, o sea, la
actitud del artista ante el mundo invisible en general: una cuestión de actitud mental.
La ceguera, la proverbial prerrogativa del amante, contribuye al resultado final igual
que la visión. Sólo mediante una combinación de amor y ceguera cabe apreciar
plenamente el efecto completo de PROMIS, estética pura.
—¿Para qué se usaba al principio?
—Lo concebí para seguir la pista de casos judiciales a través de los poderes
legislativo, ejecutivo y judicial, integrando ordenadores de montones de fiscalías en
todo el país. Cuantos más datos se cargaban, con más precisión podía el sistema
analizar y predecir el resultado final.
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Curtis advirtió que en la voz de Sandorf había un tono de queja, pero ningún
rastro de ocultación o engaño. Estaba diciendo la verdad. Los que en una
conversación normal dicen la verdad dan por sentado que se les va a creer. Sandorf lo
daba por sentado.
—¿Cómo funciona? —inquirió Curtis.
—En realidad, es muy sencillo. Se introduce en el software toda la información
sobre alguien, antecedentes educativos, militares, criminales, profesionales, historial
crediticio, básicamente todo aquello a lo que se pueda llegar, y luego el software se
encarga de hacer una evaluación y de procurar unas conclusiones basadas en la
información disponible. Cuanta más información tengamos, mejores predicciones
efectuará el software. —Sandorf rió bajito. Se levantó y fue cojeando hasta la cocina
—. ¿Le apetece un café?
—Claro, por qué no. Solo, por favor.
—PROMIS puede predecir literalmente lo que hará un ser humano basándose en la
información que tiene de la persona —gritó desde la cocina—. El gobierno y los
espías enseguida identificaron las aplicaciones financieras y militares de PROMIS, en
especial la NSA, que cada día recibía millones de bits de inteligencia en sus centros,
con un anticuado Cray Supercomputer Network para registrarlos, ordenarlos y
analizarlos. —Llevó una taza de café a Curtis. Éste tomó un sorbo y casi sintió
náuseas—. ¿Está bueno?
—Ajá —contestó Curtis sin saber cómo deshacerse del asqueroso terrón que tenía
en la boca.
—No se corte, en la cocina hay más. —Sandorf se sonó la nariz con un pañuelo,
que luego examinó con cuidado—. En resumidas cuentas, quien contara con PROMIS,
una vez que éste estuviera acoplado con inteligencia artificial, podría predecir los
futuros sobre activos físicos, la evolución de la propiedad inmobiliaria, incluso los
futuros movimientos de ejércitos enteros en el campo de batalla, por no hablar de
hábitos de compra de los países, costumbres ligadas a las drogas, estereotipos,
tendencias psicológicas. Todo en tiempo real y basándose en la información
introducida.
—Interesante, pero esto no es lo que tenía usted en mente cuando lo creó,
¿verdad?
—Mi programa cruzaba un umbral en la evolución de la programación
informática. Un salto cuántico, si lo prefiere. ¿Está familiarizado con la teoría de las
investigaciones sociales de modelado de bloques?
—¿Debería estarlo?
—Describe la misma posición ventajosa desde una perspectiva hipotética y en la
vida real —explicó Sandorf—. Por ejemplo, coja un punto físico real del espacio.
Ahora aléjelo mentalmente todo lo que pueda. La progenie de PROMIS posibilitó la
colocación de satélites en el espacio, tan lejos que son intocables.
—El gran cuadro primordial.
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—¡Lo va entendiendo! —Sandorf se rió. Más que una risa, era un sonido gutural
—. Hay otra ventaja, y es impresionante. —Empezó a beber. Curtis no había visto
jamás a una persona beber con tanto deleite—. ¡Me encanta una buena taza de café!
»Pues eso, geomática. El término se aplica a un grupo afín de ciencias, todas ellas
relacionadas con imágenes por satélite y utilizadas para desarrollar sistemas de
información geográfica, de posicionamiento global y detección remota desde el
espacio. Lo bueno es que pueden determinar las ubicaciones de recursos naturales
tales como petróleo, metales preciosos y otras materias primas.
—Suena a timo perfecto.
—Lo es, sobre todo si has mejorado el software de PROMIS con tecnología secreta.
—Se puso en pie y se dirigió a la ventana—. Al procurar al país cliente un software
basado en PROMIS, sería posible reunir una base de datos global de todos los recursos
naturales comercializables. Y no haría falta ni siquiera tocar los recursos, pues los
mercados de futuros y materias primas existen para todos. Así, un programa basado
en PROMIS, y mejorado con inteligencia artificial, sería el tinglado perfecto para
conseguir beneficios de miles de millones de dólares mediante la vigilancia y la
manipulación del clima político mundial.
—¿Está usted seguro? —preguntó Curtis, claramente perplejo.
—Ciertas investigaciones posteriores han demostrado que una remota posición
hipotética similar eliminaría el azar de todas las actividades humanas. Todo sería
visible en términos de patrones mensurables y predecibles. Como ha dicho usted, el
gran cuadro primordial.
»La otra cosa a recordar es que si las matemáticas han demostrado que todos los
seres humanos de la Tierra están conectados entre sí por seis grados de separación, en
las operaciones encubiertas este número se reduce hasta aproximadamente tres. En la
historia de PROMIS, a menudo baja a dos.
—Un mundo muy pequeño…
—Pero PROMIS no es un virus. Debe estar instalado como programa en los
sistemas informáticos en los que se quiere penetrar. —Se acercó cojeando a la
estantería—. Mire aquí, a su derecha. El estante de arriba, lomo de cuero rojo, un
cuaderno escrito por un tipo llamado Massimo Grimaldi, la mente informática más
preclara de la historia. Lo dejé aquí hace más de cinco años y creo que no lo he
tocado desde entonces. —Curtis bajó un libro pesado y mohoso cubierto por una
gruesa capa de polvo. Sandorf encontró la página y se la enseñó—. ¿Ve esto?
—¿Qué es?
—Un chip de memoria Elbit Flash.
—¿Y qué tiene de particular?
—PROMIS está provisto de un chip de memoria Elbit Flash que activa el ordenador
cuando está apagado.
—¿Cómo lo hace?
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—Los chips Elbit funcionan con la electricidad ambiental. Si se combinan con
otro chip recién creado, el Petrie, capaz de almacenar hasta seis meses de
pulsaciones, ahora, con la creación de Grimaldi, es posible transmitir de golpe toda la
actividad de un ordenador en mitad de la noche a un receptor cercano, pongamos, en
un camión en marcha o incluso en un satélite de inteligencia de señales que vuele
bajo.
—Interesante.
—¿Sólo? En PROMIS hay algo más que debe usted conocer: la trampilla. Ésta da
acceso a la información almacenada en la base de datos que tendrá todo aquel que
conozca el código de acceso correcto. Los archivos de Inteligencia y de los bancos a
los que se llega por la trampilla de Troya permiten el libre acceso a los gobiernos…
—Lo que garantiza la supervivencia del dólar estadounidense dentro del país y en
el extranjero —añadió Curtis.
—¡Sí! Después de todo, no es usted ningún tarugo. Tómelo como un cumplido,
en serio. —Curtis hizo un notable esfuerzo por permanecer callado. Sandorf dejó el
libro de Grimaldi sobre una destartalada mesa que tenía delante—. Una vez vendido a
países extranjeros, nuestro gobierno podría acceder al software inteligencia artificial-
PROMIS sin que lo supiera el otro gobierno. Recuerde, no es gente buena, se trata de
matones financieros de la peor especie.
—Lo que está usted describiendo va más allá de los tejemanejes económicos.
¿Cuál es el objetivo?
—Mire a su alrededor. El mundo está yéndose al infierno en un plisplás, antes de
tener tiempo de decir «Dios, ten piedad». El objetivo es penetrar en todos los
sistemas bancarios del mundo. Entonces esa gente podría valerse de PROMIS tanto
para predecir como para influir en el movimiento de los mercados financieros
mundiales.
Curtis recordó lo siguiente: «Mientras la economía mundial se viene abajo…
controlas a la población en tres frentes: las Américas, Asia y Europa. Y mediante tres
mercados: Hong Kong, Wall Street y el ámbito económico europeo… Los presidentes
y primeros ministros dirigen países individuales bajo tres mercados de la Comisión
Trilateral, controlados realmente por las quinientas empresas de Fortune… Ésta sería
tu Sociedad Anónima Mundial… Cuanto más fuertes sean las quinientas empresas de
Fortune, más fuerte será su mercado… El mercado es Octopus». Luego dijo:
—Tengo entendido que para poner en marcha cada mercado hay que controlar,
poseer o influir en los servicios de inteligencia, las fuerzas armadas y los bancos, así
como la inteligencia artificial.
—Esto es lo que dicen. Pero… ¿por qué haría falta ahora meterse a controlar
todas las operaciones militares y de inteligencia de un país extranjero? Hay un modo
más fácil de conseguir lo que quieres. Adapta a PROMIS una versión de la trampilla de
Troya en todos los ordenadores que vendas a Canadá, Europa y Asia, tanto privados
como gubernamentales, para controlar sus acciones militares, bancarias y de
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inteligencia. Accedes a sus bancos y sabes qué hace quién y quién se está preparando
para hacer qué.
—Esto coloca todos los datos en un riesgo permanente de exposición.
—Exacto —soltó Sandorf.
—¿Son conscientes de ello los gobiernos?
—Lo dudo, pero, aunque lo fueran, poco es lo que pueden hacer a estas alturas de
la partida. Son sistemas de misión crítica que requieren años de perfeccionamiento,
no algo que se hace en un santiamén en un chiringuito de perritos calientes. Una vez
que el software de PROMIS estuviera en funcionamiento, quien poseyera el sistema
podría fácilmente obligar a todos los países a cooperar.
—Porque el software controlaría los bancos nacionales, los servicios de
inteligencia y los ejércitos —dijo Curtis.
—Exacto. Al arrinconar, mediante el libre acceso, a los bancos, los militares y las
agencias de inteligencia, sólo se precisa la amenaza del uso de la fuerza. Un arma es
eficaz sólo si alguien conoce su capacidad. Antes de utilizar la bomba atómica, ésta
era irrelevante.
—El síndrome Nagasaki. Pero ¿cómo es que el mundo entero ha permitido que
esto pasara?
—No lo ha permitido. ¿Ha visto el cuaderno? Se lo robaron a Grimaldi. Lo
asesinaron e hicieron que pareciera un accidente.
—¿Cómo ha llegado a sus manos? —inquirió Curtis, incrédulo.
—Fue un regalo de la gente que lo mató —contestó Sandorf con toda naturalidad.
—¿Qué pasó?
—Según la versión oficial, se golpeó la cabeza en la bañera y se ahogó en seis
centímetros de agua. Dios Santo…, Grimaldi era un judío italiano. Tenía una napia
más larga que la de Pinocho. ¿Cómo diablos te vas a ahogar, boca abajo, en seis
centímetros de agua?
—O sea que nadie lo sabía.
—Es un secreto envuelto en un halo de misterio. A los gobiernos se les suministró
software PROMIS modificado que ellos modificaron a su vez, o creyeron haber
modificado, para eliminar la trampilla. Sin embargo, algo que ninguno sabía es que
los chips Elbit de los sistemas evitaban las trampillas y permitían la transmisión de
datos cuando todos pensaban que los ordenadores estaban apagados y a salvo. Así es
como puedes inutilizar lo que hacen Canadá, Europa y Asia, sobre todo China y
Japón, si no te gusta.
—¿Puede usted pararlos?
—¿Yo? Me toma el pelo, ¿verdad, hijo? Míreme… —Sandorf se subió la manga
de su bata de seda para dejar a la vista las profundas cicatrices de la mano izquierda
—. Soy yonqui. Si quiero mear, ni siquiera me puedo bajar los pantalones a tiempo.
Me lo hago encima. —Hizo una pausa—. Y aunque no fuera así, sería demasiado
tarde.
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—¿Qué quiere decir?
—¿De veras no lo entiende? Tiene una pista, agente. Es cuarto y gol en la yarda
dos, y quedan diez segundos para acabar el partido.
—Tengo otra pregunta. —Las palabras de Curtis sonaban apocopadas.
—Ya me lo imaginaba. No podía ser que se hubiera tomado usted tantas molestias
para conseguir sólo un poco de ruido de fondo.
—Supongamos que alguien quiere utilizar PROMIS para entrar en un sistema
blindado. ¿Se puede hacer?
Sandorf se reclinó, absorto en sus pensamientos. Cruzó los brazos en su
prominente estómago.
—Debería ser alguien muy bueno. ¿Está pensando en alguien en concreto?
—Pues sí. ¿Le dice algo el nombre de Paulo Scaroni?
—Sí, un asqueroso hijo de puta. Un demonio residente en el laberinto. —
Descruzó los brazos, se incorporó con torpeza y se acercó a unos centímetros del
poderoso cuerpo de Curtis, agarrándole el antebrazo con las largas y huesudas manos.
Curtis alcanzó a oler el aliento fétido—. Le daré un consejo, hijo. Mejor que se
cuente los dedos cada vez que estreche la mano de ese tipo. —Sandorf lo soltó, pero
permaneció flotando el olor nauseabundo.
»De todos modos, es realmente bueno. Hay muy pocos que puedan compararse
con él, quizás un centenar en todo el mundo. —Miró a Curtis—. Supongo que está al
corriente de los miles de millones perdidos.
—Querrá decir billones.
El hombre sonrió. Le faltaban dos incisivos. Los otros dientes eran marrones con
un matiz amarillento o estaban picados.
—Lo que quiero decir es lo siguiente. La penetración y el robo del dinero era el
banco de pruebas, las Arenas Blancas de la bomba atómica económica PROMIS.
—¿Cómo acabó él implicado en el asunto?
—El gobierno lo mandó ahí para que ayudara a crear un mejor sistema de
inteligencia artificial a partir de PROMIS. Scaroni tenía su propio sistema, así que el
matrimonio entre mi niño y el suyo dio como resultado un híbrido. Este híbrido fue
utilizado por el gobierno de Estados Unidos para obtener datos de inteligencia
financiera y controlar transacciones bancarias.
—¿Para quién? —inquirió Curtis.
—En un principio para la CIA, entre otras organizaciones. Se trataba de una
conspiración del complejo industrial-militar con todas las de la ley. Llegaba hasta
arriba. Su territorio favorito.
«¿Y los demás?», se dijo Curtis.
«Todos hombres de carrera; militares, inteligencia, negocios».
«FBI, CIA, NSA, ONI, DIA, Pentágono, complejo industrial-militar».
El pensamiento del ranger regresó a las palabras de Sandorf.
—¿Quién estaba en lo más alto?
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—¿Le suena el nombre de Henry Stilton?
Los ojos de Curtis se abrieron como platos.
—El segundo al mando en la Agencia.
—Éste. Montaron una conspiración para robarme el software, modificarlo e
incluir una trampilla que permitiría a quienes lo supieran acceder al programa en
otros ordenadores y luego venderlo a agencias de inteligencia extranjeras. Empecé a
olerme algo cuando las agencias de otros países, como Canadá, comenzaron a
pedirme servicios de apoyo en francés, cuando yo nunca les había vendido nada.
—¿Qué puede decirme de Scaroni?
—Cuando sólo contaba diez años, cableó el barrio de sus padres con un sistema
de teléfonos privados que funcionaba perfectamente y salía más barato que el de Ma
Bell. En octavo ganó un concurso científico por un sistema de sonar tridimensional.
Digámoslo así, hijo: uno nunca olvida a un joven de dieciséis años que se presenta en
clase con su propio láser de argón.
Sandorf se dirigió al balcón cojeando, abrió la puerta y salió a la terraza. Para
gran sorpresa de Curtis, era…, bueno, un jardín Zen. Un trozo de tierra de cuatro
metros de largo por cinco de ancho, con una sencilla disposición de catorce rocas y
piedras, arena, grava y guijarros.
—En japonés se llaman karesansui. Significa agua seca y montaña. La impresión
del agua la da el modo de rastrillar la arena sobre la tierra, lo que crea un dibujo de
ondas mientras las piedras y las rocas desperdigadas representan montañas e islas.
—Digno de verse —dijo Curtis—. Esto no ha sucedido por casualidad.
Sandorf sonrió. Por un instante, su desfigurado rostro pareció humano.
—Aquí hay catorce rocas y piedras. Según la leyenda, cuando una persona
alcanza la forma más elevada de iluminación Zen, la decimoquinta roca se le hace
visible.
—Fascinante. ¿Por qué alguien como usted vive aquí?
—Por seguridad —contestó el hombre negro.
—¿Aquí, en pleno Harlem? ¿Cuándo al lado de este lugar la Dresde bombardeada
parecería Versalles? —soltó Curtis creyendo que se le escapaba algo. En todo caso,
pensó que, en vista del intelecto de Sandorf, era un comentario sugestivo.
—¿Se imagina a un esbirro blanco intentando robarme en este agujero?
—Podría usted desaparecer. Ir a vivir a algún otro sitio.
Sandorf negó con la cabeza.
—No, no puedo. Lo sabrían en menos que canta un gallo. —Prosiguió sin esperar
a la réplica de Curtis—. En el tríceps derecho llevo un microchip. Me tienen atado
corto. —Hizo una pausa y bajó la voz—. Y porque soy yonqui. —Sandorf se apoyó
en la pared, con los ojos entornados y los labios temblando. Se aclaró la garganta—.
Poco después de producirse el híbrido entre PROMIS y el modelo de Scaroni, me
secuestraron. Cada pocas horas me inyectaban drogas. Eso era su póliza de seguros.
Cuando por fin me dejaron ir, habían pasado más de tres meses. A juzgar por el clima
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y la vegetación, diría que era una clínica estatal situada en algún lugar del oeste, pero
no puedo probar nada. —Perdió la mirada en el vacío—. Tiempo atrás, en
Washington causaba sensación. Míreme ahora —dijo Sandorf con su voz de barítono,
frotándose la coronilla.
—Pero sigue vivo, ¿no? —dijo Curtis.
—Por si el sistema se estropea y no queda nadie para arreglarlo —dijo Sandorf
con amargura.
—Puedo ayudarlo a luchar contra esto.
—Usted ya sabe que, para las fuerzas oscuras, la solución ideal es la posibilidad
gratuita de que si el objetivo del descrédito, es decir yo, es sometido a las acusaciones
socialmente más censurables, se autodestruya, con lo cual se reforzaría la fraguada
aura de sospecha y se anularía la necesidad de llevar a cabo más difamaciones.
—Cabrones… Ésta es la munición habitual de las operaciones de contraespionaje
de la Agencia para neutralizar las amenazas más preocupantes —soltó Curtis,
indignado.
—¡Así es si tienes alguna clase de vulnerabilidad o esqueletos en el armario! —
añadió Sandorf—. Muchos se han suicidado o han intentado evadirse con el alcohol y
las drogas. Vidas destruidas en la búsqueda de la verdad…, y mediante acusaciones
falsas. —Se tumbó en el sofá.
—Estoy en deuda con usted, señor Sandorf. Si un día quiere abandonar esta
cloaca…
Sandorf levantó la mano derecha.
—Por Dios…, vaya a sentirse culpable a otro sitio. —Enderezó los hombros y la
espalda—. No me malinterprete. Esto es sólo un hombre muerto que habla con otro.
Curtis bajó la mirada y suspiró.
Sandorf lo miró por última vez y volvió la cabeza.
—Cuídese, agente.
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—¡Sabía que estabas herido! ¿Es grave? Dios mío, estamos en el hospital…
Quizá Simone puede quedarse…
—Encontré al hombre invisible.
—Muy bien. Estás estresado. Desvarías. Pero no te preocupes; iremos a buscarte.
Aquí hay gente maja que puede ayudarte. Cristian puede pagar. Pero dime…
—¿Por qué no te callas un momento? Encontré al hombre que creó PROMIS.
—¿Ah, sí? ¿Dónde vive?
—En Harlem.
—¿Harlem, Nueva Inglaterra? Una ciudad preciosa. Unas casas magníficas. Yo
tenía allí una tía, bueno, en realidad era la tía de mi madre por su segundo
matrimonio. Katherine Jane Kanter.
—¿La agente de Grace Kelly?
—Era bastante mayor cuando…
—¡Michael!
—Sí, perdona… Ha sido un día largo. Cristian está mejor. Lo peor ya ha pasado.
Me callo, de acuerdo.
—Ahora tenemos la mayor parte de las piezas.
—El tipo del trullo ha vuelto a llamar.
—¿Scaroni?
—Ése. La verdad es que yo no me fío. ¿Has conseguido alguna información sobre
él?
—Me han dicho que estrecharle la mano puede ser peligroso para la salud.
—¿Tiene alguna enfermedad?
—Más de las que te imaginas, Michael.
—Mañana comparecerá ante el tribunal.
—¿Dónde?
—Manassas, Virginia.
—Territorio CIA. No me lo perdería por nada del mundo.
—¿Tú? ¿Y nosotros?
—Es preciso que os quedéis con Cristian, al menos hasta el final de la sesión.
Luego os llamo.
En las afueras de Washington, un cadáver ensangrentado, con el brazo derecho
roto, los ojos salidos de las órbitas y la cara deformada por la muerte, fue arrojado
desde una furgoneta blanca al río Potomac. Un hombre con el imponente tatuaje de
un puñal en el antebrazo derecho cogió el teléfono del coche y marcó un número.
—Trabajo hecho.
—¿Qué ha averiguado? —fue la respuesta.
—Nada. Para ser un hombre que no sabía demasiado, tardó un rato en decirlo.
—Coja el coche y permanezca frente al hospital. Otro equipo lo relevará a
medianoche. Informe inmediatamente de cualquier movimiento. No se mueva de ahí
hasta que le avisemos. No me falle.
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—Comprendido, señor secretario.
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Curtis torció a la izquierda y tomó un ancho pasillo con mamparas de vidrio. Luego
giró bruscamente a la derecha y enfiló un pasillo estrecho, éste con mucha menos
gente y muchos más abogados. Después otra vez a la derecha para llegar, tras cruzar
unas puertas acristaladas, a un corredor aún más estrecho y atestado de agentes de
policía. El juicio de Scaroni se celebraba en la sala C. Las medidas de seguridad eran
de lo más estrictas. No sólo se registraba a todo el mundo con un detector de metales
manual, sino que se inspeccionaban individualmente todos los bolsillos y maletines.
Los alguaciles estaban en máxima alerta.
Entró en una sala casi vacía y vio a Paulo Scaroni con grilletes, sentado a la mesa
de los abogados y vestido con el mono carcelario. Su abogado era un hombre de
sesenta y tantos años con mejillas sonrosadas y vestido de negro: pantalones negros,
corbata negra, zapatos negros, una elegante perilla y un largo mechón de pelo negro
teñido que llevaba peinado de izquierda a derecha. Estaba sentado a una mesa
rectangular con un vaso de agua en una mano y en la otra un fajo de documentos
convenientemente doblados.
Scaroni presentaba un aspecto gris, fatigado. Su cara ovalada parecía cubierta de
rasgos superpuestos, y sus ojos azules, de sabueso triste, miraban por encima de unas
grandes bolsas y una nariz ganchuda. Se volvió para ver quién entraba. Su mirada se
detuvo en Curtis con una codicia extraña, nada sutil. Scaroni se inclinó hacia su
abogado, que se volvió, miró, entornó los ojos y susurró algo al oído de su cliente.
Aunque estaba previsto que la sesión empezara poco antes del mediodía, por
razones de seguridad se trasladó a otra sala y se cambió la hora: sería a las once. La
vista había comenzado hacía un rato, cuando entró Curtis, quien lo primero que oyó
fue al juez haciendo referencia a la supresión de ciertos documentos.
—Estos fragmentos serán eliminados con tijeras, y una vez eliminados han de ser
destruidos. —Entonces el juez miró alrededor y se dirigió al fiscal, que estaba en
pleno interrogatorio de uno de los testigos.
—¿Podría extenderse sobre el contenido de la carta? —preguntó el acusador
público.
—En esencia, la carta expresaba el entusiasmo por la potencial aplicación de
tecnologías y pedía una lista de todos los participantes activos en la empresa conjunta
—respondió el testigo.
—¿Conocía los nombres de algunos de los participantes?
—Conocía a todos los participantes, porque yo era jefe de proyectos en las
instalaciones del gobierno en la cuenca del Pinto.
—¿Puede decirle al tribunal si alguien de la sala participó con usted en la empresa
conjunta?
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Scaroni se incorporó en la silla con la cara crispada y un tic nervioso en el ojo
izquierdo. Parecía una enorme lata de gusanos retorciéndose.
Tras negar el testigo con la cabeza, Scaroni hizo una mueca y susurró algo al oído
de su abogado.
—¿Cuál era el esquema básico de la propuesta?
—Vehículos blindados Bradley para transporte de tropas. Llevamos a cabo una
demostración de prueba de un dispositivo mejorado para aeródromos que la empresa
desarrolló.
—¡Que yo desarrollé! —gritó Scaroni, saltando de su asiento.
—¡Silencio! —El mazo del juez bajó de golpe.
—Continúe, por favor —dijo el fiscal tras una pausa, mirando con desdén a
Scaroni.
—También realizamos una prueba con un artefacto explosivo de implosión
hidrodinámica. Nuestro laboratorio construyó un prototipo, pero lo hicimos más
grande porque los jefes de la empresa querían una demostración por todo lo alto.
Provocó un incidente diplomático, ya que la prueba fue detectada por satélites de
observación rusos y chinos.
Ahora le tocaba interrogar al equipo de Scaroni. Su abogado se puso en pie,
sacudió la cabeza, sacó un pañuelo, se sonó la nariz, tragó saliva y dijo:
—¿Conoce a este hombre, Paulo Scaroni? —Señaló a su cliente con el pequeño y
grueso dedo índice.
—Personalmente, no —fue la respuesta.
—¿Sabía que él era vicepresidente de las instalaciones que acaba usted de
mencionar?
—Lo desconocía. Por encima de mi escalafón hay varios niveles. Podría hacer
conjeturas, pero no.
—Dice que el vehículo blindado Bradley se desarrolló en la cuenca del Pinto.
—Sí, señor.
—De hecho, en los folletos promocionales se dice que Bradley fue desarrollado
por un equipo dirigido por el propio vicepresidente de la corporación.
—No tengo buena memoria. Pero me gustaría ver esos folletos.
—¿Cuál era su cargo antes de llegar a supuesto jefe de proyectos?
—¡Protesto! —fue la réplica del fiscal.
—Se admite la protesta —dijo el juez sin inmutarse.
—¿Cuál era su cargo antes de llegar a jefe de proyectos? —El abogado de
Scaroni corrigió su frase.
—Me ocupaba de supervisar personalmente todos los contratos y patentes de la
empresa.
El abogado de Scaroni desenrolló los documentos que tenía en la mano.
—¿Sabía usted que tres de las patentes más lucrativas y vanguardistas, como las
Aplicaciones de la Teoría de la Perturbación para aumentar la transferencia de
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energía, la Aplicación de Métodos Estacionarios a polvos y aerosoles para aumentar
la transferencia de energía, y la Aplicación de la Teoría de la Perturbación a sistemas
de flujo hidrodinámico, eran en realidad inventos de Paulo Scaroni?
—Defina «invento», por favor.
—¿No es cierto que fue Scaroni, y no usted ni Santa Claus, quien tuvo la
inteligencia para inventar las patentes antedichas? —gritó el abogado de Scaroni,
actuando con la pericia de un letrado consumado que atrapa al testigo estrella de la
acusación con un interrogatorio censurable.
—¡Protesto! ¡Protesto! —El fiscal estaba fuera de sí.
—Que yo sepa, no. Por desgracia, algunos de los documentos a los que usted se
refiere fueron destruidos durante el reciente incendio que arrasó el ala oeste del
complejo. Aún estamos intentando reponer el material perdido. —El testigo observó
al fiscal.
Curtis advirtió que el testigo mentía porque, por instinto, los mentirosos suelen
mirarte atentamente después de hablar para ver si te lo has tragado o deben hacer algo
más para convencerte.
El abogado de Scaroni no hizo más preguntas, y el testigo fue invitado a retirarse.
Pasó con gesto huraño frente a la mesa del acusado.
El juicio de Scaroni no iba bien. Su equipo esperaba que la influencia y la
credibilidad del siguiente testigo cambiarían la situación.
—¿Puede usted decir su nombre para que conste en acta, por favor? —pidió el
abogado de Scaroni.
Curtis advirtió que, aunque el hombre de las mejillas sonrosadas tenía un aspecto
cómico, no era tonto. Le daba igual revelar sus emociones ante el tribunal.
—Me llamo Brian Leyton. Soy ayudante del fiscal general de Estados Unidos en
Washington, D. C.
—¿Conoce al acusado, Paulo Scaroni?
—No.
El abogado de Scaroni tardó varios segundos en asimilar la respuesta. Como si
estuviera en trance, contempló la superficie de la mesa y sujetó distraídamente los
documentos enrollados. Luego alzó los ojos y observó primero a su cliente, que se
encontraba en estado de shock, y después a Leyton.
Curtis también se dio cuenta de lo sucedido. También él volvió a representar la
fracción de segundo en la que un ayudante del fiscal de Estados Unidos decía al
tribunal, mintiendo, que no conocía al acusado. En esa fracción de segundo, la
expresión de Leyton fue de inequívoca resignación y cristalino desdén. ¿Hacia el
sistema? ¿Hacia sí mismo? ¿Hacia Scaroni? Una locura.
—¿Conoce usted personalmente al señor Scaroni? —preguntó, muy despacio, el
hombre de las mejillas sonrosadas.
—No recuerdo haber conocido personalmente al señor Scaroni —contestó con
calma el ayudante del fiscal.
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—¿Ha estado alguna vez en su despacho con el señor Scaroni y en presencia de
tres agentes federales?
—He hablado con miles de personas encargadas del cumplimiento de la ley, y no
puedo estar seguro de haber hablado o no con el señor Scaroni en presencia de
agentes federales, por teléfono o en persona. —El abogado de Scaroni frunció el ceño
con inquietud.
—¿Encabezó usted la acusación del gobierno contra la mafia rusa por intentar
robar sondas de inspección profunda de paquetes, un elemento clave del sistema
estadounidense de defensa nacional?
—Así es.
—¿Cuándo?
—El año pasado.
—¿No fue Paulo Scaroni quien filtró el dato al gobierno de Estados Unidos? —
preguntó al instante, pues quería que el jurado oyera la versión de su cliente.
—¡Protesto! —gritó el fiscal.
—¿Quién pasó la información al gobierno de Estados Unidos? —insistió,
reformulando la pregunta.
—Mi oficina fue informada por un agente especial de alto rango que está al frente
del FBI, en Washington. No estoy en condiciones de especular sobre quién le informó
a él.
El juez miró la hora. Habría un breve receso de quince minutos. El mazo bajó en
el preciso instante en que el juez sacaba un pañuelo limpio de una ordenada pila del
cajón superior.
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El banquero alzó la palma de la mano derecha.
—Sobran las explicaciones. ¿Dónde está Curtis?
—En el juicio de Scaroni.
—¿Dónde? —preguntó con tono de perplejidad.
—Eso no importa. Cree que puede matar dos pájaros de un tiro.
Un destello atravesó las persianas seguido, seis segundos después, de un fuerte
trueno. En Nueva York, el tiempo era frío y desapacible; un cielo nacarado pasaba en
vuelo rasante, mientras Manassas disfrutaba de los últimos rayos de sol.
La sesión del día iniciaba su tramo final. Agotada por las prolongadas tensiones, e
indignada por haberse visto obligada a revolcarse en porquería inventada, la defensa
llamó a Paulo Scaroni al estrado. Se acababa el tiempo, y no estaba más cerca de
demostrar que, en otra época, el acusado había trabajado para el gobierno de Estados
Unidos. Era fatal que todos los testigos del gobierno estuvieran claramente
coaccionados e intimidados para dar a su testimonio un giro perjudicial y ensayado.
Era inconcebible que un testigo clave de la defensa cometiera perjurio en el estrado.
La pregunta era por qué.
En cierta época, Scaroni trabajó en un proyecto secreto de empresa conjunta en
Nicosia, Chipre, junto a otros empleados gubernamentales que habían efectuado
declaraciones selladas sobre el caso. Ése era su único rayo de esperanza, una
posibilidad de demostrar a qué se había dedicado. Después de que las objeciones de
los abogados del gobierno fueran consideradas totalmente irrelevantes, se pidió al
acusado que describiera con el mayor detalle posible las instalaciones de Nicosia.
Luego se comparó su testimonio con las declaraciones selladas de los otros miembros
del equipo. Encajaban. La defensa preguntó cómo podía ser que un supuesto civil, sin
vínculos con una corporación militar como el complejo de la cuenca del Pinto,
tuviera acceso a información confidencial sobre sus instalaciones en el extranjero.
Era una pregunta retórica, dada la insistencia del gobierno en que Scaroni nunca
había trabajado para él en ninguno de sus proyectos, ni dentro del país ni en el
extranjero.
Curtis no sabía cómo rebatiría el gobierno ese testimonio potencialmente
perjudicial para sus intereses. Diez minutos después, vio al fiscal cruzar y pasar al
universo paralelo de humo y espejos. Para refutar la afirmación de Scaroni, el
abogado de la acusación sugirió que el acusado, que había sido encarcelado sin
fianza, desde su celda había conseguido piratear el sistema informático de la CIA y
había averiguado lo de Nicosia y los detalles del caso. La vista acabó sin
conclusiones y se fijó fecha y hora para la semana siguiente.
Michael pulsó la tecla del altavoz de su anticuado teléfono.
—¿Qué ha ocurrido?
Pidió a Curtis que contara el desarrollo del juicio.
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—Creía que el abogado debía testificar a favor de Scaroni. ¿No es eso lo que
dijo?
—Me parece que sus posibilidades de salir de la cárcel son entre escasas y nulas
—comentó Simone.
—Sólo que esas escasas posibilidades aún están en el edificio —replicó Curtis.
—¿Qué quieres decir?
—Scaroni esperaba que el tribunal lo exculparía. Hoy el gobierno ha aprovechado
para demostrarle que no va a ser así.
—Increíble, toda esa gente testificando contra él… —Michael se debatía entre las
dobleces del gobierno y su propia ingenuidad.
—El gobierno está poniendo sus patos en fila y preparándose para disparar. Pero
aún le está dejando cierto margen de acción.
—¿Por qué, Curtis? —preguntó Michael.
—Todavía tienen esperanzas de que Scaroni regrese del frío y les dé lo que
quieren.
—Entonces, ¿le crees?
—Sólo que está en prisión y que robó el dinero. Lo que no sabemos es para quién
trabaja. —Hizo una pausa, sentía como si su mente diera bandazos—: Y no olvides
nunca que siempre es más eficaz ser sincero en privado. De lo contrario, tu móvil
puede ser un tanto sospechoso.
—Scaroni trabajó al servicio del gobierno de Estados Unidos en el desarrollo y la
modificación de software para PROMIS —añadió Simone—. ¿Por qué su abogado no
lo ha mencionado?
—Lo ha hecho, pero el juez se ha asegurado de que esos puntos se suprimieran
con tijeras y, una vez suprimidos, que fueran destruidos.
Indignada, Simone no llegó a iniciar la frase.
—Pero…
—Tiene que ver con PROMIS, Simone. Nunca dejarán que esto aflore. Por eso
deben destruirlo a él y a todo aquel que lo haga parecer creíble. La reserva
amalgamada de varios billones de dólares, creada y mantenida en cuentas aletargadas
y huérfanas, fue robada mediante PROMIS con ayuda de Scaroni. Sandorf me contó
hasta aquí. Cristian también debió de darse cuenta. Quizá por eso atentaron contra él.
Esto es plutonio. El que se acerca acaba muerto.
—A ver si te pillo —dijo Michael sacudiendo la cabeza.
—El CTP era una operación gubernamental para evitar que el sistema financiero
mundial implosionara. Lo que pasa es que una gente poderosa llamada Octopus
estaba utilizando este dinero para generar beneficios espectaculares corriendo muy
poco riesgo. ¿Lo recuerdas?
«Los bancos y los bancos centrales que participan en el CTP llevan dos libros, uno
para el examen público y otro para verlo en privado».
—¿Cómo encaja en esto Scaroni? —inquirió Michael.
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—El gobierno le encargó que ayudara a crear un sistema mejorado de inteligencia
artificial a partir de PROMIS. Él ya tenía su propio sistema, por lo que la unión entre el
de Sandorf y el suyo originó un híbrido. En cuanto Octopus tuvo el híbrido, se libró
de Sandorf.
—¿Por qué?
—Porque Scaroni era uno de los suyos, al menos al principio, y Alan Sandorf no.
Sandorf me dijo que la penetración y el robo del dinero fue el banco de pruebas de la
bomba atómica económica llamada PROMIS.
—¿Recuerdas lo que decía Cristian? —dijo Michael.
—Que en el ciberespacio pueden existir esas cantidades de dinero porque nunca
se pueden transferir a ninguna parte —respondió Simone.
—También decía que no era necesario, pues es posible mover cualquier cantidad
de dinero en una millonésima de segundo con sólo pulsar una tecla.
—Y aquí es donde aparece PROMIS —terció Curtis.
—Sobre todo sabiendo que una buena parte estaba depositada en treinta cuentas
en un grupo sin fisuras de CitiGroup.
—Cuyo presidente, John Reed, está ahora criando malvas.
Curtis repasó su visita al extraño mundo de Alan Sandorf: su teoría de por qué los
conspiradores obligarían a todos los países de la Tierra a cooperar con quien poseyera
el sistema, y lo fácil que sería eso con PROMIS, pues la combinación PROMIS-
inteligencia artificial controlaría bancos nacionales, ejércitos y agencias de
inteligencia.
—La pregunta es por qué lo están haciendo.
—Por fanatismo —repuso fríamente Curtis—. Sin el dinero del CTP inyectado en
el sistema, la economía mundial se iría a pique, dejando centenares de millones de
muertos y miles de millones de hambrientos e indigentes. Pero eso tiene un precio.
Quizás el propio titiritero, quienquiera que sea, sabe cuál es el precio, pero no los
otros, que obedecen órdenes a ciegas. Este fanatismo ha impedido que los
conspiradores vieran las verdaderas consecuencias de sus chanchullos. En cuanto
aumente el clamor, empiece a morirse la gente y se extienda la indignación, el mundo
se verá abocado a la guerra. Están jugando con fuego, que al final los devorará
cuando los disturbios se propaguen por todos los países, poniendo fin al viejo orden y
estableciendo uno nuevo, un Nuevo Orden Mundial con la ayuda de la inteligencia
artificial más poderosa del mundo, PROMIS.
Simone estaba estupefacta. Michael tenía la mirada perdida. Sus rostros se
ensombrecieron. Curtis miró el reloj.
—Cambio de planes. Debo ver a alguien. Es importante. Quedamos luego en el
hospital.
—¿Necesitas ayuda?
—No, qué va.
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Curtis se acomodó en el asiento delantero del Lincoln Continental naranja El
estruendo del motor no pretendía saludarle. El taxi aceleró calle abajo.
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Superstición infantil. No tenía ni pies ni cabeza que por la mañana, camino del
trabajo, pasara por una acera y por la tarde, de regreso a casa, pasara por la otra.
Brandon Barry Kumnick frunció el ceño. Elvis era supersticioso, igual que Sharon
Tate, Roman Polanski y Howard Hughes. «No, Hughes era lisa y llanamente raro».
Volvió sobre Elvis. Si era bueno para el Rey, era bueno para Barry. Concluyó que la
manipulación de la superstición era un asunto delicado. Meterse con creencias muy
profundas suponía jugar a ser Dios, y sólo debía intentarse si uno podía salirse con la
suya y el juego merecía la pena. «¿Merece la pena una acera?». También resolvió que
el fracaso puede desembocar en el ridículo, algo que ni él ni el Rey digerían
demasiado bien, y en acusaciones de torpeza (¡jamás!) e insensibilidad capaces de
manchar la reputación de un individuo. Kumnick lo analizó desde ángulos distintos.
Llegó felizmente a la conclusión de que había supersticiones buenas y supersticiones
malas. Las suyas (y como es lógico las de Elvis) eran indudablemente buenas. El
resto… No, no había excusa para el fracaso.
Caía la tarde sobre la concentración de gruñidos apagados de la Gran Manzana.
Los sonidos y olores de Nueva York, agitándose, vibrando a esa hora temprana de la
tarde, bañaban la ciudad con una luz color mandarina. Kumnick respiró hondo. En la
acera se veían restos blancos de nieve húmeda. Lentamente, una tras otra, caían gotas
de agua haciendo plaf. De un balcón, aún colgaban las cintas de alguna festividad
religiosa. (Si hubiera caminado por el otro lado no las habría visto). Una pareja
paseaba un perro. El chucho rodó sobre la gravilla, corrió unos metros y cayó de lado.
«¿Por qué tiene la gente como mascotas a criaturas de aspecto sarnoso?». Pisó un
excremento de perro por segunda vez. Superstición… Por lo visto, también a Elvis le
había pasado.
Un sedán negro se acercó en silencio junto a Kumnick y, sin que mediara cambio
de ritmo, se abrió la puerta del pasajero, y una mano poderosa agarró a Kumnick por
el pescuezo y tiró de él hacia dentro. La puerta se cerró y el sedán aceleró.
—Menos mal que me he puesto una muda limpia —dijo Kumnick en voz alta—.
¿Quiénes sois, tíos? Oh, a propósito…, voy colocado.
El hombre del tatuaje se volvió hacia Kumnick.
—Eres una pieza valiosa.
—No alimentes la vanidad de un hombre —replicó el analista, intentando
incorporarse.
No iba a poder. Un par de fuertes manos lo agarraron del cuello mientras alguien
le ponía en la cara un trapo suave y húmedo y el conductor encendía la radio.
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—Primero fue la clasificación crediticia en Europa oriental, que hace menos de
dos semanas se redujo a «basura», y ahora son las tribulaciones financieras de
Europa occidental las que ocupan el centro del escenario.
—Así es, Larry.
—En Italia, el aumento de permutas financieras ligadas a créditos impagados ha
alcanzado niveles de récord después de que los Servicios de Clasificación de
Standard & Poor situaran la clasificación crediticia de este país en el estatus de
«basura». Hoy, a primera hora, en un informe aparte, S&P había advertido de que
en Europa occidental «están presentes todos los ingredientes de una crisis
importante». Por si fuera poco, el Servicio de Inversores de Moody colocó a Francia
y Austria en situación de revisión para un posible descenso que se produciría a
principios de la semana próxima, mencionando la incertidumbre política y las
preocupaciones relativas al sector bancario. Ayer, el hundimiento del gobierno de
coalición italiano propagó por todo el mundo la inquietud sobre el posible efecto
dominó en el resto de las economías de Europa occidental.
—Gracias, Marian.
—Dentro del país, los bancos más grandes están tan cerca de venirse abajo, y la
economía mundial está desintegrándose con tal rapidez, que es inminente una
debacle en Wall Street. En concreto, es cada vez más probable que las previsiones de
los últimos meses se cumplan en un breve período de tiempo, incluyendo la quiebra
de los mercados bursátiles. Una rápida disminución en las acciones de
aproximadamente tres mil en el índice Dow y de trescientos en el S&P…, o incluso
más.
—David, esto está empezando a parecerse cada vez más al Armagedón y al día
del Juicio Final. Dinos tus predicciones a corto plazo.
—Gracias, Larry. Son de veras a corto plazo. A semanas vista, me refiero, no
meses. Antes de nada, quiebras de empresas: una reacción en cadena de expedientes
acogidos al Capítulo 11 o adquisiciones federales, incluyendo no sólo General
Motors y Chrysler sino también Jet Blue, Macy’s, Saks Fifth Avenue, Sears, Toys «R»
Us, U. S. Airways e incluso gigantes como Ford o General Electric. A continuación,
quiebras de los superbancos: bancarrotas o nacionalizaciones no sólo de CitiGroup
y Bank of America, sino también de JP Morgan Chase y HSBC. Tercero, una epidemia
a escala nacional de quiebras de bancos medianos y pequeños. Cuarto, hundimiento
de los seguros: esta mañana, Washington ha anunciado que AIG, la compañía
aseguradora más importante del país, perdió en los tres últimos meses del año
pasado la pasmosa cifra de 61 700 millones de dólares. Se trata de la mayor pérdida
sufrida por una empresa de Estados Unidos. ¡Más grande que las pérdidas récord de
Bank of America y CitiGroup sumadas! Peor aún: para evitar que AIG desaparezca,
Washington ha prometido otros trescientos mil millones de dólares, de modo que el
rescate total para esta empresa asciende a la mareante cifra de cuatrocientos
cincuenta mil millones de dólares.
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»¡Esto equivale al ciento treinta por ciento de todo el déficit presupuestario del
gobierno de Estados Unidos de todo el año pasado! Es más, las acciones de la
empresa, que en mayo pasado se vendían a casi cincuenta dólares cada una, ahora
están a sólo cuarenta y nueve centavos. A un inversor que ocho meses atrás
comprara diez mil dólares de acciones de AIG le quedan ahora noventa y ocho
dólares. El resto, la friolera de 9902 dólares, se lo ha llevado el viento. De todos
modos, lo que queda por ver es cómo piensa el nuevo presidente cumplir las
promesas que ha hecho su gobierno en los dos últimos meses.
—¿Cuánto dinero ha prometido? ¿Alguien lleva la cuenta?
—Marian, si contamos los trescientos mil millones de dólares a AIG, ¡estamos
ante un total de ocho billones de dólares! Como lo oyes. Y la pregunta es: ¿disponen
de ese dinero? Supongo que lo sabremos dentro de poco.
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La fría lluvia persistía sobre la capital, aunque cada vez con menos fuerza. Los ojos
del presidente se perdían más allá de la biblioteca a prueba de balas, junto a la
ventana que daba sobre el bien cuidado césped de la Casa Blanca. Parecía más gris a
esa hora, bajo la evanescente luz de una tormenta vespertina, en esa tarde invernal
anormalmente cálida para la época. Iba vestido con una camisa de tres botones y
cuello abierto, gemelos de oro y elegantes pantalones negros, y tenía las largas
piernas separadas y la mano izquierda flácida en la hebilla del cinturón. El hombre
tenía muchas cosas en la cabeza. Una nación en guerra consigo misma, gente en
guerra con el gobierno, países en guerra entre sí. Una guerra por la supervivencia. Le
recorrió un escalofrío. Cómo añoraba los inviernos nevados de su infancia… Cerró
los ojos y se trasladó a la Navidad de su infancia, y de repente recordó el salón de su
casa familiar envuelto en un paraíso multicolor de hojas muertas, una gran cantidad
de libros con páginas de bordes dorados, el árbol de Navidad… La imagen se demoró
en su mente, llenándolo de calidez. Sonó un zumbido procedente de su consola
telefónica, una especie de grito ronco. El recuerdo se retiró en silencio, esfumándose
en las profundidades de la tierra. «¿Qué estoy haciendo?». Miró la hora. Eran las
cinco y cuarto.
—¿Sí?
—Señor presidente, el secretario de Estado, Brad Sorenson, quiere verlo.
—Hazlo pasar —fue la escueta respuesta. Se aclaró la garganta.
La puerta se abrió un par de centímetros. Con delicadeza, sin asomar la cabeza,
Brad Sorenson dijo:
—¿Tiene un momento? Podría ser importante. Quizá tengamos una pista sobre el
asunto PROMIS. Un hombre fue a ver a alguien que al parecer trabajó en el desarrollo
del software.
—¿Cuándo y quiénes? —El presidente miró fijamente a su secretario de Estado,
se volvió y se sentó en su suntuosa silla de cuero.
—Ayer. Según la descripción física, los datos circunstanciales y los informes de
Inteligencia, este hombre se llama Curtis Fitzgerald. Es ranger del ejército, miembro
del Décimo Grupo de las Fuerzas Especiales. —Dejó un sobre de papel manila sobre
la mesa del presidente.
—Un trabajo rápido. ¿La descripción física?
—Es un informe de uno de nuestros agentes secretos que resultó herido de
gravedad en un altercado con ese individuo.
—¿Señor secretario?
—Verá, señor presidente. El hombre que desarrolló el software vive en Harlem.
Se llama Alan Sandorf. Tenemos entendido que Fitzgerald fue a verlo.
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—Ese Fitzgerald —el presidente abrió la carpeta y examinó el envidiable historial
de Fitzgerald—, ¿es uno de los nuestros?
—Quizás. En este momento sólo podemos hacer conjeturas. En todo caso, ¿qué
motivos tendría para ir a ver a Sandorf? ¿Cómo averiguó su paradero? ¿Qué papel
está jugando?
El presidente no dijo nada. Tras él había una mesa de pino maciza, en la que se
veía una bandeja de plata con vasos, hielo y botellas de agua.
—¿Quiere beber algo? —Hizo un gesto distraído en dirección a la mesa,
levantándose despacio.
—Señor, ahora mismo no hay modo de saber cuánto sabe Fitzgerald —dijo
Sorenson.
El presidente clavó la mirada en el secretario de Estado. Por fin el enojo y la
frustración afloraban lentamente.
—Brad, ya tenemos bastantes problemas. Prescindamos de esta complicación. —
Abrió una botella de agua y dio un trago más largo de lo que pretendía—. ¿Cree que
él o ellos están relacionados de algún modo con el robo del dinero?
—Alan Sandorf está siendo interrogado por nuestra gente en este preciso instante.
—¿Y Fitzgerald?
—No, señor. Nuestros hombres están esperando instrucciones. Según su historial,
quien le toma a la ligera lo hace por su cuenta y riesgo.
El presidente guardó silencio un momento. Luego habló con firmeza y mirada
penetrante.
—¡Empowerment, señor secretario! Por el amor de Dios, tráiganlo para
interrogarlo. Estamos a escasas semanas de una debacle total… ¡y usted jugueteando
con los pulgares mientras espera instrucciones! ¡Traiga a ese hombre para
interrogarlo lo más pronto posible!
—Sí, señor. Enseguida.
Sonó el teléfono. O tal vez no. Ella sólo sabía que él estaba en el otro extremo de
la línea.
—¿Qué pasó en el juicio? —El silencio de Scaroni acentuaba la tensión.
—¡Me trataron como si estuviera loco y me llamaron mentiroso!
—Paulo, ¿no dijo que Leyton estaba de su parte?
Ahora el silencio fue más intenso que antes.
—Tuve con él un encuentro de tres horas cara a cara, en su oficina y en presencia
de tres agentes del FBI, donde les di valiosos datos de Inteligencia.
—¿Por qué no cita a esos agentes para que comparezcan ante el tribunal y
testifiquen en su favor?
—Ya lo hicimos hace dos semanas.
—¡Fantástico! O sea que aún tiene una posibilidad. —Simone se sintió aliviada.
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—No lo creo.
—¿Va usted a desistir, Paulo?
—Murieron la semana pasada, cuando su todoterreno saltó la valla de protección
y cayeron por un barranco a treinta kilómetros por hora. Al parecer, el conductor se
quedó dormido al volante.
Otro silencio. Las palabras de Scaroni resonaban con fuerza en la cabeza de
Simone, que hizo una mueca de dolor y cerró brevemente los ojos antes de responder.
—Las cosas malas les pasan a las buenas personas.
—No tan deprisa. Esto huele a operación sucia y sin cuartel, tan nauseabunda que
puedo olerlo. Leyton estaba al tanto de la situación. Era ayudante del fiscal de distrito
de Estados Unidos. Está metido en esto hasta el cuello.
—Y entonces, ¿por qué mintió en el juicio?
—Me dijeron que yo era mi peor enemigo. Supongo que lo decían en serio.
—¿Y ahora qué?
—Se me acaban las opciones. Debo hablar con alguien de FinCen.
—¿De dónde?
—Es la Red de Agentes contra Delitos Financieros. Algunos de los polis clave
están trabajando en mi defensa. —Simone oyó a Scaroni aporrear con el puño algo
metálico—. No se imagina lo furioso que estoy. Me siento traicionado. —El hombre
torció el gesto—. Esto es lo que pasa. Más allá del atrezo me espera un partido
despiadado.
—¡Paulo! —Simone tenía la cara colorada, la mirada intensa y alerta—. ¡No
tengo ni idea de lo que está diciendo!
—Escuche, confío en usted. —Él prosiguió como si Simone no hubiera hablado
—. Dios mío, aparte de mi abogado quizá sea la única persona de quien me fío. Estoy
en un aprieto. Me la han jugado. —Hizo una pausa. Fue un momento tenso—. Hay
un hombre. Debe decirle que necesito ayuda de un experto.
—¿Por qué no lo llama usted? No es del todo inútil, ¿recuerda?
—Con esta gente, no —dijo con calma—. No tengo el equipo para anular su
seguridad. En la liga que estamos jugando, los únicos tíos que disponen de los medios
y a los que yo puedo llegar están en FinCen. Este tipo es un técnico de máximo nivel
que habla mí mismo lenguaje.
—Paulo, ¿por qué confía en mí? —El corazón le latía con fuerza.
—Porque ellos mataron a su hermano —contestó Scaroni con impaciencia—. Su
causa es justa. No está aquí por el dinero.
—Muy bien —replicó ella al instante, aunque sólo fuera para eliminar el dolor.
—El gobierno tiene todos mis documentos y archivos. Tiene todos mis discos
ópticos de almacenamiento, cada uno de los cuales, y son ciento treinta, alberga más
de veinte mil páginas. Me han fastidiado de mala manera…
—Paulo, si no dispone del equipo para anular su seguridad…
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—Hay que conseguir un experto que hable mi lenguaje. Le contaré todo lo que sé,
y él podrá hacer tanto daño que ya no les va a hacer falta el testimonio de nadie más.
—Paulo, ¿todo lo que sabe sobre qué? ¿Cómo se hizo con ese material?
—Yo manejaba el dinero para ellos, ¿vale?
—¿Para quiénes?
—Para la gente del gobierno. Yo creé sus buzones muertos virtuales.
—¿Qué es esto?
—Es un modo de evitar reconciliaciones A. C. H. a diario. Lo haré con un
experto, ya me entiende, no puedo hablar de esto con un ser humano normal.
—Paulo, ¿tiene pruebas?
—Esto pasó cuando yo estaba verificando el sistema. Pero temía por mi vida…
Ya se lo dije. Así que el gobierno decidió ponerme la zancadilla. Y desde entonces
estoy en la cárcel.
—Escuche, Paulo, ¿qué necesita del técnico de FinCen?
—Si obtengo ayuda de la gente de FinCen, puedo reconstruir mis archivos.
Necesito dos tipos de ordenadores. Un VAX 11730 con dos discos RLO II, un RA80 y
un accionador de cinta TU80. Esto es un paquete. Luego necesito un ordenador VAX
3900. La explicación de que me haga falta el VAX más viejo y más lento es que sé de
dónde sacar todo el material, sin problemas. Tengo el VAX en un lugar seguro, pero
necesito un sitio para montarlos y a alguien para manejarlos y seguir sin más mis
instrucciones.
—¿Qué quiere decir con que lo tiene en un lugar seguro?
—Digamos que preví la futura necesidad de un escondite para mis archivos, por
si las cosas se descontrolaban. Los archivos y el equipo informático guardados allí
son mi última baza. Bien, la máquina VAX Series 3900…, es demasiado complicado
hablar ahora de los dispositivos de almacenamiento masivo, pero el caso es que éstos
son los dos niveles de aparatos que necesito.
—¿Quiere que lleve estos ordenadores a su abogado?
—¡No, no! Déjelos en el sitio donde están.
—¡Ni siquiera sé dónde!
—Encuentre al hombre de FinCen. Si los obligamos a moverse, los
destrozaremos. No quiero desmerecerla, pero esto no está a su alcance. Lo que yo
hago es modificar algunas rutinas del VAX BMS para activar una clave de cifrado de
libreta de un solo uso. Por eso me hacen falta dos accionadores RLO II en el VAX
11730, porque un RLO II Platter es un planificador de sistemas y el otro es la libreta
de un solo uso. Los datos están en una cinta de pistas múltiples 1625 BPI 9, en el
accionador de cinta TU80. Ésta es la configuración del sistema.
—¡No entiendo una palabra de lo que está diciendo! ¿Cómo se llama él?
—¡Por el amor de Dios! ¡Ya se lo decía! No puedo hablar con una persona
normal. Encuéntreme a alguien que conozca mi lenguaje. Tiene que ponerme en
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contacto con el hombre de FinCen.
—¿Qué es la clave de cifrado?
—Bueno, son diez dígitos…, una libreta de un solo uso, pero tiene un sistema de
expansión de números primos pseudoaleatorios.
—Paulo, ¿puede usted acceder a material del gobierno?
—Sí, por medio de PROMIS. Tanto el FBI como el Departamento de Justicia tienen
ordenadores centrales Amdahl. Éste es mi prototipo. Mire, quiero este RLO II Platter
en manos de alguien que haga con él lo que yo le diga. Que nadie lo toque sin oír
primero mis instrucciones.
—¿Ha de ser éste en concreto?
—Sí, de lo contrario tardaré seis meses en reescribir el subconjunto. Ellos quieren
que les dé los códigos para desentrañarlo todo. Si lo hiciera, tampoco sabrían qué
hacer con ellos de todos modos. Se armarían un lío.
—Paulo, ¿qué va a proporcionar a FinCen?
—Voy a mostrarles cómo estos chicos manejaban a diario la parte vital del flujo
de caja. Desenmascararé toda la operación.
—¿Se refiere al CTP?
—Abuso de información privilegiada, bancos, el gobierno… Si encuentra a mi
hombre en FinCen, él aceptará encantado, ¿de acuerdo? Pero tenemos que empezar
ya. Necesitamos tiempo para que las cosas estén en marcha y nosotros nos sintamos
seguros, flexibles y funcionales en su sistema en el ámbito internacional. Serán
capaces de observar las transacciones diarias.
—Paulo… —Simone habló con toda la calma de la que pudo hacer acopio, pero
respiraba con dificultad—. Me dijo que si yo lo ayudaba… —Se le quebró la voz. La
envolvió el miedo mezclado con el anhelo doloroso y el amor por su hermano.
—Lo sé —interrumpió Scaroni, ahora más tranquilo. En la quietud, Simone
alcanzaba a oír la respiración lenta y pausada de su interlocutor—. Dos días antes de
que fuera descubierto su cadáver, Danny me telefoneó por la tarde por una línea
terrestre, pero le dio señal de ocupado. Antes de que yo pudiera devolverle la
llamada, él ya había salido para Shawnsee.
—¿Por qué no lo llamó al móvil? —inquirió Simone.
—Lo hice. Pero lo tenía desconectado.
—¿Sabe con quién iba a verse?
—Creo que con agentes del FBI. Me dijo que el Bureau estaba interesado en los
bancos y las operaciones financieras en el extranjero que él estaba investigando. El
hecho de que Danny estuviera metido hasta las cejas en blanqueo de dinero y
programas comerciales derivados, y que se hubiera tropezado con PROMIS, me
indicaba que, sin saberlo, había puesto el pie en la mayor operación de Inteligencia
encubierta del mundo.
—Y dirigida por el gobierno —matizó ella.
—En realidad, gente de dentro y fuera del gobierno.
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—Lo sé. De todos modos, ¿por qué el FBI quería encontrarse con Danny?
¿Para matarlo?
—Esto habría sido contraproducente. El Bureau se juega mucho en este asunto,
¿se da cuenta? Creían que la operación y la gente que había detrás suponían una
pesadilla de seguridad nacional para el país y para el planeta. —Hizo una pausa. Ella
suspiró con impaciencia—. Fueron a buscar sus papeles.
—¿Por qué?
—Porque cada vez estaba más claro que el FBI había dado, sin querer, con una
operación CIA-gobierno de Estados Unidos que incluía a miembros de alto nivel del
gobierno. Usted debería saberlo. La mayoría está en las notas de Danny.
—Un momento. —Simone sacudió la cabeza con brusquedad—. Usted dijo que la
CIA y el FBI estaban en el ajo. Ahora dice que el Bureau estaba investigando el vínculo
CIA-gobierno. No lo entiendo.
—Entre la gente de dentro y fuera del gobierno hay algunas manzanas podridas.
La agencia propiamente dicha no está implicada —explicó Scaroni—. Creo que me
he alargado más de la cuenta. Volveré a llamarla.
—¡Espere! ¿Y el nombre del tío de…?
«Sí —pensó ella—. ¿De dónde demonios…?».
Una motocicleta pasó con la celeridad de un rayo. A través de su pelo sopló una
ráfaga de aire limpio y fuerte.
«¡Maldita sea!».
Simone bajó del bordillo y al instante chocó con una anciana de pelo anaranjado
que arrastraba los pies como un prisionero con grilletes, mientras comía un bocadillo
de pan sin corteza.
Simone había dado tres pasos fuera del ascensor junto a la habitación de hospital
de Cristian, que seguía acompañado de Michael, cuando sonó su móvil.
—Simone, soy yo, Michael.
—¿Qué ha pasado?
—Han encontrado el cadáver de O’Donnell.
—¿Qué? —Cortó cuando el guardia armado abrió la puerta—. ¿Dónde? Hola —
los saludó ahora en persona.
—En las afueras de Washington, cerca del río Potomac. Antes de matarlo lo
torturaron.
—¡Dios mío! —exclamó Simone.
—La policía está intentando atar cabos. Todo apunta a que la muerte de
O’Donnell y el atentado contra Cristian están relacionados.
—Pero ¿por qué?
—¿Recuerdas una historia de hace unos días sobre una entidad financiera no
identificada que estaba negociando un paquete de medidas de urgencia con
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CitiGroup? Bueno, pues éramos nosotros —explicó Cristian, a todas luces agitado—.
El gobierno ya no daba más de sí y quería que prestáramos dinero a Citi con su aval.
—¿Y?
—Bueno, alguien filtró un documento preliminar al Times. Parece que este
alguien fue Mike O’Donnell, aunque no podían demostrarlo y él desapareció esa
misma tarde. La filtración provocó un gran bochorno en el gobierno.
—¿Insinúa que el gobierno de Estados Unidos está detrás del asesinato de
O’Donnell y su atentado? ¡Vaya disparate!
—El gobierno, no. Mi nivel es demasiado alto. De todas formas, la muerte de
Mike me ha turbado, por no decir otra cosa. —Su voz sonaba apagada.
—Pues claro, Cristian. De lo contrario, no sería humano. —Simone hizo lo que
pudo para distraer su preocupación transformándola en exclamación emocional.
Luego le ofreció una bebida—. Tome, parece que tiene sed.
Él sonrió.
—Gracias por colmarme de mil pequeñas atenciones.
El teléfono de Michael soltó un pitido. Un mensaje.
—Curtis quiere que usted contacte con él —le dijo a Cristian.
—¿Qué?
—Que Curtis quiere que le llame. Ha pasado algo.
—¿Dónde está mi teléfono?
—Tome, use el mío.
Cristian miró a Michael.
—Estás de broma, ¿no? No sabría qué hacer con esto —soltó hinchando las
mejillas y buscando a tientas bajo la almohada—. Aquí está. —Se tumbó jadeando,
triunfante como un gladiador herido, con ambos omóplatos apretados contra la cama
y un diminuto artefacto plateado en la mano derecha—. Muy amable de tu parte, de
todas formas. Incorpórame.
Cristian sonrió, entornó los ojos, se inclinó hacia delante con las manos
extendidas y volvió a sonreír. Marcó un número. Contestaron al primer tono.
—¿Estás bien?
—No —contestó Cristian con aspereza—. Mike O’Donnell está muerto. En
realidad, primero lo torturaron y luego lo mataron. Estoy muy preocupado…
—Yo también —lo interrumpió Curtis, sin molestarse en quitar importancia a las
palabras de Cristian—. Barry Kumnick ha desaparecido.
—¿Qué?
—Me has oído perfectamente. Kumnick se ha esfumado sin dejar rastro.
—¿Estás seguro? ¡Es de la CIA!
—Hablas como si la CIA fuera sinónimo de teoría cósmica irrefutable. Es un
hombre previsible y meticuloso con sus rutinas, eso sí. Ha estado llegando a casa
cada día a las tres y cuarto durante los últimos diecisiete años.
—Menos hoy.
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—Exacto.
—Quizá se entretuvo en el trabajo.
—Descartado. Se fue a las dos y cuarenta y tres. A las tres y cinco suele pasar por
una grasienta pizzería a comerse un trozo de BigEasy.
—Menos hoy. ¿BigEasy?
—Una cosa asquerosa que lleva de todo. El caso es que no apareció por primera
vez desde que abrieron el local hace cinco años.
—¿De lunes a viernes una pizza BigEasy que lleva de todo? ¿Con qué clase de
personas andas, Curtis?
—Con las que corren con los toros en Pamplona.
—Ya está bien, gracias. Capto la idea.
—La dependienta de una tienda de ropa fue la última persona en verlo, mientras
él observaba embobado un caniche.
—¿Cómo está tan segura de que era Barry Kumnick?
—No se me ocurre nadie más capaz de tener una discusión acalorada consigo
mismo en medio de la calle.
—Esto es de locos. ¿Podría ser la Agencia? Por lo que dijiste, penetró en los
archivos Delta sin la pertinente autorización.
—La Agencia no tenía por qué secuestrarlo en plena calle cuando podía detenerle
in situ.
—Octopus —dijo el banquero, conmocionado—. ¡Dios mío, son ellos! —
exclamó con voz débil y tono abatido.
—O los que están siguiendo de cerca a Octopus. Acuérdate de Roma.
—Y nosotros en medio. ¿Quién prefieres que te coma, Godzilla o King Kong?
—En realidad, es aún peor.
—¿Peor? ¿Me estás diciendo que nos persigue otra espantosa criatura manga con
la que no estoy familiarizado?
—Cuando atiborren a Barry de drogas, le obligarán a cantar. PROMIS, Sandorf,
Armitage, Lila Dorada, por no hablar de los códigos que él utilizó para obtener esa
información secreta. Lo contará todo.
—Las buenas personas caen derrotadas.
—Esto es lo que menos me preocupa —replicó Curtis con aire sombrío—. En
cuanto hayan acabado con Barry, me temo que ya no lo necesitarán.
—No estarás insinuando que lo van a matar, ¿verdad?
—Me limito a constatar el hecho. Lo matarán, a menos que yo lo encuentre
primero.
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Una hora y media después de haber hablado con Cristian, Curtis no estaba más cerca
de descubrir qué le había pasado a Barry Kumnick. Apoyado en la baranda, mientras
miraba a unos hombres que descargaban cajas de verduras, seguía dándole vueltas en
la cabeza la misma pregunta: ¿Por qué? ¿Qué sabía Barry que lo convertía en un
objetivo? Mientras se dirigía a pie a un edificio de apartamentos al otro lado de la
calle, desde donde Kumnick fue visto por última vez, Curtis notó que lo seguían.
Dobló bruscamente la esquina, pasó frente a un toldo rojo y subió por una calle
contigua, plenamente consciente de su entorno mientras adoptaba el gesto de un
paseante sin rumbo. En los siguientes quince minutos subió y bajó por varias calles al
azar, sólo para comprobar que lo seguía el mismo hombre bajo y fornido con cara
mustia y una bolsa de plástico.
A Curtis le molestaba algo de su perseguidor. Eran los pasos. En Delta Con tenían
un nombre para eso: vigilancia ambiental. Era algo más que ver a alguien, sentirlo,
olerlo, ser consciente de su presencia en todo momento. Si el hombre estaba
siguiéndolo, resultaba muy fácil descubrirlo. ¿Qué haría? Aunque el tipo de cara
mustia se pusiera a la altura de Curtis, las posibilidades de detener al ranger, más alto
y más fuerte, eran, en el mejor de los casos, escasas. El perseguidor tenía que saberlo,
lo cual significaba que era un cebo. Y si el hombre bajo y fornido era un cebo…
¿dónde estaba el verdadero perseguidor? Al final de la manzana, Curtis dobló a la
izquierda y tomó un pasaje peatonal mucho más estrecho. La civilización se detuvo
de repente. La calle y el pasaje terminaban, y al frente sólo había un callejón oscuro.
Curtis se metió por ahí, escuchando los pasos que se acercaban. En cuanto el hombre
de la cara mustia llegó a su altura, Curtis lo hizo girar y lo inmovilizó contra la pared.
—¡Levante las manos! —dijo el hombre bajito, respirando con dificultad.
—Está de broma, ¿eh? —replicó Curtis, incrédulo.
—Me temo que no —dijo una voz desde el extremo oscuro del callejón. Curtis
giró bruscamente la cabeza a la derecha al tiempo que apartaba al hombre y cogía su
arma.
—¡Baje el arma! ¡Si se mueve, es hombre muerto! —Aquella voz acostumbrada a
gritar órdenes claras y escuetas. Oyó unos pasos lentos y pausados—. He dicho que
baje el arma. —Estaba en estado de shock. «¡Octopus! ¡No puede ser!». Alguien lo
empujó hacia la pared—. ¡Vuélvase, la cara contra la pared y las piernas abiertas!
—¡Muévase!… ¡Ya!
El hombre de cara mustia se arregló la corbata.
—En la jerga de Inteligencia me llaman señuelo. —Sonrió—. La ha pifiado,
señor.
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Kumnick estaba lánguidamente sentado en una silla. Por la ventana medio abierta
alcanzaba a ver pastos, una granja. En su nariz persistía el olor acre. Tenía las manos
y los pies atados con correas de cuero. Tras recobrar el conocimiento, fue plenamente
consciente de la imagen de un sedán y una mano que lo arrastraba hacia dentro. La
imagen permaneció en su interior como una ola luminosa y glacial, lista para
tragárselo, una y otra vez. Se abrió la puerta y alguien entró sin prisas. Kumnick
entornó los ojos. Quedó enfocada la forma del hombre. Era alto, corpulento, iba
vestido con elegancia, y lucía un saludable bronceado y unas botas de piel de caimán.
—Me perdonará por utilizar un método tan indecoroso para evitar que se marche.
—El hombre comprobó las cintas y luego sacó de su maletín un botiquín metálico,
que colocó en una mesa contigua.
—¿Va a pincharme?
—Naturalmente, señor.
—No hace falta, se lo aseguro. Prometo contarlo todo. Sólo tiene que preguntar
—dijo Kumnick con calma.
—Gracias por su amable ofrecimiento, señor. No obstante, en nuestra profesión,
una palabra equivocada o fuera de lugar puede ser fatal. —El tipo sonrió—. Le
suplico un poco de comprensión. Al fin y al cabo, estoy haciendo esto por su bien.
—Está planeando mandarme al otro barrio. —Kumnick se encogió—. Peor aún,
está poniendo mi honor en entredicho. Lo tomo como una afrenta.
El hombre se dio la vuelta. Su rostro siguió inexpresivo durante unos instantes,
pero sus ojos ambarinos, elocuentes, examinaron el semblante de Kumnick en busca
de pistas.
—Nomeolvides en el otro mundo —añadió el analista de la CIA.
—En efecto. El olvido es una actuación de una noche. —Reflexionó sobre ello un
poco más—. Muy bien. Por qué no. Después de todo, los dos somos personas
civilizadas.
—¡Exacto!
El hombre acercó una silla y se colocó frente al analista.
—Empecemos por las preguntas fáciles.
—¡Genial!
—¿Cómo se llama?
—Me llamo Brandon Barry Kumnick, aunque normalmente quito el Brandon,
pues era el nombre del padre de mi padrastro. No quiero aburrirle con la historia de
mi familia, ya que estoy seguro de que tiene cosas más importantes que hacer y gente
a quien matar.
—Muy bien. Gracias. ¿A qué se dedica, señor Kumnick?
—Soy analista de la CIA en la subestación de Nueva York.
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—¡Es verdad! —El asesino batió palmas—. ¡Le pido perdón por haber dudado de
su sinceridad!
—No es preciso, señor. Imagino que en su profesión se encuentra con individuos
de lo más desagradables. —Torció el gesto.
—Así es, sin duda. No puede ni imaginárselo. —Chasqueó la lengua con cierto
disgusto—. Una última pregunta fácil, señor Kumnick. ¿De dónde es?
—Soy de un lugar llamado Estados Unidos de América, aunque nací en una base
norteamericana de Tuchil. Si está usted en Norteamérica, desplace un dedo de la
mano derecha hasta el otro lado del océano Atlántico. Lo primero que alcanza el
dedo, suponiendo que no resulte devorado por un pez a medio camino, es un trozo de
tierra llamado Europa. De ahí viene el queso y el buen vino, el críquet, los dardos, la
costumbre de beber cerveza, las familias reales y un amplio surtido de asesinos
profesionales. No debería perdérselo. Pero si va directamente al sur desde Europa,
hacia el ombligo, al final advertirá una gran masa de tierra que algunos llaman África
porque aquí tuvo su origen el peinado afro. En la tierra afro…
—¡Basta! —El asesino alzó la mano con un gesto que no resultaba desconocido.
Luego esbozó una leve sonrisa, sacudió la cabeza y se volvió—. Es usted un hombre
gracioso, señor analista.
—Lo sé. Y usted, señor Darkman, es un idiota si cree que voy a contarle algo —
replicó Kumnick con descaro.
—Lo que más mueve a compasión en el mundo, señor Kumnick, es la
incapacidad de la mente humana para correlacionar todo su contenido —dijo el
asesino cruzando la estancia hacia el botiquín metálico.
—Quizá tenga que ver con Internet: la digitalización de datos ha incrementado
nuestra memoria RAM. Esto no significa forzosamente que establezcamos
correlaciones de manera correcta; aunque todo esté conectado, vemos puntos más que
nada.
—Sólo que lo que hacemos con ellos, señor Kumnick, cómo somos capaces de
conectarlos, está convirtiéndose en el problema de nuestra época. Y en el metanivel
del mito sabemos que es posible efectuar algunas de las conexiones más
significativas. —Calló un momento—. Nuestro exquisito objetivo, señor, está al
doblar la esquina.
—Las esquinas nunca se doblan —rió Kumnick. El francés no. Kumnick hizo una
pausa—. ¿Y qué hace usted?
—Hago muchas cosas, pero una de ellas, antes de salir a hacer esas cosas que
hago, es fabricarme una leyenda, una tapadera. Una mentira, si lo prefiere, que se
sostiene el tiempo suficiente para que yo pueda hacer mi trabajo. Éste es el plan, en
todo caso.
—Así que es usted espía. Decir que los espías se fabrican leyendas es sólo una
manera educada de decir que mienten.
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—De forma habitual, regular, reflexiva y para vivir —matizó el francés con
regocijo.
—¿Es un arte? —preguntó Kumnick.
—Es un mito —respondió el hombre.
—Esto es lo que pasa con los mitos, señor Darkman. Incluso el creado por un
escritorzuelo de novelas baratas como usted: no necesita siquiera saber que existe
para llegar a formar parte de él. ¡Es usted un agente de Inteligencia, señor Darkman!
—Y usted un fanático religioso, señor Kumnick.
—Los agentes de Inteligencia y los fanáticos religiosos tienen mucho en común,
señor Darkman.
—Unos y otros afirman ser capaces de influir en los hechos gracias a sus
capacidades y poderes especiales, señor Kumnick.
—Por no hablar de la manipulación de la realidad.
—Y cuando persiguen sus objetivos, unos y otros son despiadados y a menudo
inmorales, valiéndose del sexo ilícito, el consumo de drogas ilegales e incluso el
asesinato para alcanzar sus enigmáticos fines.
—Aparte del consumo de drogas, incluso de las variedades más suaves, lo dirá
por usted.
—Y cuando uno puede manipular tan fácilmente la percepción de la realidad, a la
larga llega a darse cuenta de que la Verdad es en sí misma una cosa maleable. Por
tanto, señor Kumnick, es perfectamente lógico que el fanático y el espía se sientan
mutuamente atraídos e intenten aprender uno del otro. El arte de la asimetría. —Jean-
Pierre se volvió hacia Kumnick—. Me temo que debemos empezar. —Abrió la caja
metálica, levantó la tapa y sacó dos viales incoloros y un estuche con dos jeringuillas.
—No creo que funcione. Aún estoy grogui por los efectos secundarios del éter
etílico puro. Es lo que utilizó para anestesiarme, ¿no?
—Gracias por preocuparse. Es de lo más atento, señor Kumnick. Por suerte para
usted, esto no es incompatible con las otras sustancias químicas.
Con la rapidez de un practicante avezado, el francés rompió la minúscula ampolla
de vidrio, introdujo en ella la jeringuilla, la sacó y la hundió en el muslo del analista.
Kumnick tiró violentamente de las correas de cuero, balanceándose de un lado a otro,
con la esperanza de que una caída rompería la silla, aflojaría los lazos y le ayudaría a
salir del lío en que estaba metido.
—Cuanto más se mueva, más rápido hará efecto —dijo con calma el francés, que
acto seguido miró el reloj—. En cualquier momento a partir de ahora. —Examinó las
dilatadas pupilas del prisionero y el pulso cardíaco—. ¡Ahora! —El francés se colocó
frente al analista—. Va usted a volver atrás, pero no mucho, sólo unas semanas. Se
vio con un hombre curioso. Un hombre que hacía preguntas. Que necesitaba saber
cosas secretas. Secretos. Un hombre. ¡Secretos!
—¡No! —exclamó Kumnick con la mirada nublada.
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—Secretos de Estado. Un hombre malo. Peligroso para su país. Proteger el país
contra los hombres malos con secretos. ¿Cuál es su nombre? El nombre del hombre
malo con secretos.
Kumnick se desplomó en la silla. El francés lo agarró del pelo y lo levantó con
violencia.
—Proteger el país. Es una emergencia —prosiguió Jean-Pierre—. Todo el mundo
lo sabe. Hombre malo. Secretos. Emergencia…
»Nombre…, hombre…, hombre malo…, emergencia. —El susurro era de tanteo,
la mirada, vacía y cadavérica—. Tenemos que saber el nombre… del hombre malo…
con secretos —continuaba el francés—. Hay que detenerlo…, hombre malo.
—Arm… atg… ge…
—¿El nombre del hombre malo es Armagge? Armagge nombre del hombre
malo…, emergencia…, secretos…, proteger el país del hombre malo Armagge.
—¡No! —Los ojos de Kumnick se abrieron como platos—. ¡No! —chilló,
retorciéndose desesperado en la silla.
—Nombre…, hombre malo…, Armagge.
—Armit… age. Nombre de hombre malo es Armitage.
—¿Hermitage? Nombre de hombre malo…, ¿Hermitage? ¿Hermitage, el museo
Hermitage? ¿Hermitage es el nombre clave del hombre malo?
—¡No! —Kumnick daba sacudidas con la cabeza, echando espuma por la boca—.
¡No! Armitage, nombre del hombre malo es Armitage. Stephen Armitage.
—Pues claro que sí. Pero ahora necesito otro nombre. Un hombre entrometido.
Un hombre más joven. Un hombre que hacía preguntas. Que necesitaba saber. Saber
cosas secretas. Secretos. Un hombre más joven. ¡Secretos, secretos, secretos! —El
francés entornó los ojos.
—¡Aaaah! —Kumnick tiraba de las correas con los ojos totalmente abiertos,
mortificado por el dolor.
—Nombre del hombre más joven…, hombre joven con secretos. Proteger el país.
—¡No! ¡No!
—Nombre del hombre malo con secretos —gritó ahora. El asesino francés pasó a
utilizar un alfabeto militar alternativo de la época actual—. Alfa, Bravo, Charlie,
Delta, Eco, Foxtrot, Golf, Hotel, India, Juliet, Kilo, Lima. Alfa corresponde a A, y A
a Armitage.
—Aaah… —Kumnick sacaba espuma por la boca.
El francés se colocó detrás de él, lo cogió por el cuello y empezó a apretar
despacio. El sadismo vengativo se canalizó hasta su cara, que se retorció en un ceño
sombrío.
—Alfa, Bravo, Charlie, Delta, Eco, Foxtrot. Alfa corresponde a A, y A a
Armitage. Hombre malo. Hombre más joven…, secretos…, emergencia…, proteger
el país contra un hombre malo más joven.
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—Alfa corresponde a A, y A a Armitage. —Kumnick parpadeaba; los ojos
parecían a punto de salírsele de las órbitas.
—Hombre más joven…, secretos…, emergencia…, proteger el país contra un
hombre malo más joven. Pero ¿cómo podemos estar seguros? Cuál es su nombre… el
nombre del hombre más joven…, emergencia…, emergencia…, emergencia…,
proteger su país…, secretos.
»Alfa, Bravo, Charlie, Delta, Eco, Foxtrot, Golf, Hotel, India, Juliet, Kilo, Lima,
Mike, Noviembre, Oscar, Papa.
—¡No! —Fue un grito desgarrador. Debajo de la silla se formó un charco
amarillo. Pero el asesino francés adiestrado en el Instituto Tavistock no iba a aflojar.
—Hombre más joven…, secretos…, emergencia…, ¡proteger el país contra un
hombre malo más joven!
—Hombre más joven…, hombre más joven…, hombre más joven…, Hombre
más joven… —musitó Kumnick. Su cabeza recorría un laberinto terrorífico.
—¡Ahora, mátelo! Mate al hombre…, hombre malo…, hombre más joven.
¡Mátelo! ¡Mátelo!
»Quebec, Romeo, Sierra, Tango, Uniforme, Victor, Whisky, Xenón, Yanqui, Zulú.
Alfa corresponde a A, y A a Armitage.
»Mate a Armitage. Mátelo. Alfa corresponde a A, y A a Armitage. Mate a
Armitage. ¡Mátelo ahora! Mate al hombre joven o mate a Armitage. —El francés se
inclinó hacia delante, frente contra frente, pupila contra pupila—. Alfa, Bravo,
Charlie, Delta, Eco. Alfa corresponde a A, y A a Armitage; Bravo corresponde a B, y
B a…
—Casalaro. Charlie corresponde a C, y C a Casalaro. Danny Casalaro. Hombre
más joven…, hombre más joven malo…, emergencia…, secretos…, códigos…,
mátelo —replicó Kumnick con una voz apenas audible.
—Códigos —comenzó el francés, que, de pie detrás de Kumnick, acercó la silla
con violencia, los labios ahora pegados a la oreja del analista, la voz baja, firme y
metálica—. ¡Códigos, códigos, códigos! ¡Sin los códigos no podemos hacer nada!
Tenemos que saber. Tenemos que saber ahora. ¡Ahora! Tenemos que saber los
códigos ahora. ¿Quién tiene los códigos, quién los tiene ahora?
El ensordecedor grito de desafío llenó la pequeña habitación:
—¡No, no! ¡No se lo diré!
Con su enorme fuerza, el francés empujó la silla hacia la pared. Kumnick dio un
alarido y se desplomó al suelo. El asesino lo agarró por el cabello y estrelló su cara
contra el piso, repitiendo:
—¡Códigos, códigos, códigos! ¡Sin los códigos no podemos hacer nada! Tenemos
que saber. Tenemos que saber ahora. ¡Ahora! ¡Ahora! Ahora…, tenemos que saber
los códigos ahora. ¿Quién tiene los códigos, quién tiene los códigos ahora? Necesito
los códigos.
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»Los códigos. Códigos…, ahora…, códigos. —El francés miró la hora. Kumnick
estaba viniéndose abajo, pero la dosis aún surtiría efecto otros tres minutos.
Comprobó el pulso del analista, y acto seguido se acercó a la mesa y sacó otros dos
viales y dos jeringuillas—. Voy a lanzarle al espacio, señor Kumnick, y me dirá lo
que yo necesito saber. —Le hundió la primera aguja hipodérmica en el brazo, y luego
la otra.
—¡Aaah…! —El grito fue prolongado. La reacción, casi instantánea. El
organismo, en guerra consigo mismo. Droga sobre droga, droga acelerando droga.
Kumnick estaba listo para empezar.
—Bien. ¿El hombre tiene los códigos? ¿El hombre malo tiene los códigos? Alfa,
Bravo, Charlie, Delta, Eco. Alfa corresponde a A, y A a Armitage. Charlie
corresponde a C, y C a Casalaro. ¿El hombre más joven tiene los códigos? ¡Démelos!
¡O morirá! ¿Cuál es el código? El código que le dio el hombre malo… Su país…,
proteger su país…, los códigos pueden proteger su país…, cuál es el código para
proteger su país. ¡Deme los códigos! ¡Démelos a mí! ¡Démelos a mí ahora!
»¡Por favor! Códigos en el espacio. El espacio es nuestro sentido de la visión y el
tacto. Vea los códigos. Toque los códigos.
—Códigos…, proteger el país…, los códigos protegen país…, país…, pas…,
pa… —Kumnick sufrió un espasmo; empezaba a perder el conocimiento.
El francés corrió a tomarle el pulso. Era un martillo neumático. Le quedaba
menos de un minuto.
—Vea-códigos-toque-códigos-espacio. Códigos en el espacio. El espacio. Este
espacio. Mi espacio. Deme los códigos para proteger el espacio. Su espacio contra el
hombre malo.
—Es una serie de números…, pseudoaleatorios…, de fuerza criptográfica…, una
combinación de treinta cifras.
—¿Necesito duplicar este código? Duplicar el código para proteger su país.
—No se puede. No volverá…, a producirse jamás… ninguna serie similar.
—Necesito el código. Deme los códigos. ¿Tiene los códigos Casalaro?
—Sí…, Casalaro…, códigos.
—Casalaro está muerto. ¿Quién más tiene los códigos?
—¿Muerto? Casalaro muerto… ¿Muerto?
Treinta segundos.
—Cuando tiene los códigos para proteger su país, ¿cómo se pone en contacto con
el hombre que tiene los códigos?
—Ella…, lo sabe…
Quince segundos.
—¿Lo sabe? ¡Códigos! ¿Quién más sabe los códigos?
Diez segundos.
—¿Quién más sabe los códigos?
—Su hermana. Contacto con…, hermana…, hermana conoce los códigos.
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—¿La hermana de Casalaro?
—Hermana…, cuaderno.
Kumnick dio una última sacudida y se desplomó inconsciente.
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—Hay formas más fáciles de hacerme venir a la Casa Blanca, señor presidente.
—¿Ah, sí?
—Podía habérmelo pedido sin más.
—¿Y habría venido?
—Seguramente.
—¿Sin averiguar antes el motivo?
Curtis examinó el rostro cansado y arrugado del presidente.
—Seguramente, no.
—Lo que me figuraba…
Tras una larga pausa, el presidente dijo:
—¿Cuál era su relación con Alan Sandorf?
Curtis se puso rígido.
—¿Señor? —Intentó mover el brazo, pero llevaba las esposas muy apretadas. El
movimiento no le pasó inadvertido al presidente, que aguardó.
»Un periodista de investigación ya fallecido descubrió una tremenda conspiración
que conducía hasta algunas de las personas más poderosas del mundo. La denominó
Octopus. —Curtis calló por un instante—. Señor, hemos descubierto que el elemento
clave de la conspiración es la combinación PROMIS-inteligencia artificial.
—O sea, que usted sabe acerca de PROMIS.
—Sí, señor.
—Ésta es una de las razones por las que quería verlo, señor Fitzgerald. —El
presidente hizo una pausa—. ¿Qué le contó Alan Sandorf?
—Que PROMIS cruzó un umbral en la evolución de la programación informática,
un salto cuántico en áreas como la teoría de las investigaciones sociales de bloques o
la tecnología de la geomática, que, según Sandorf, eliminarían el azar de toda
actividad humana.
—Todo sería visible en función de patrones previsibles. El gran cuadro primordial
—dijo el presidente—. Sí, lo sabemos. ¿Le explicó también cómo PROMIS
pronosticaría e influiría en el movimiento de los mercados financieros mundiales
mediante el control de bancos nacionales, ejércitos y agencias de inteligencia?
—Sí, señor.
—¿Le dijo algo más? Por favor, señor Fitzgerald, piénselo bien antes de
responder.
Curtis se quedó un rato callado, observando el rostro del presidente.
—Señor —dijo al fin—, yo no soy la única persona que tiene acceso a esta
información. Si usted…
El presidente levantó la mano derecha.
—Señor Fitzgerald…, ¿puedo llamarlo Curtis?
—Sí, señor.
—Curtis, el gobierno no tiene intención de hacerle ningún daño a usted ni a sus
amigos. De lo contrario, no estaría ahora mismo hablando con usted. —Cogió el
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teléfono—. Sargento, entre, por favor.
Se abrió la puerta y el sargento de marines entró y se cuadró.
—¡Señor!
—Quítele las esposas, por favor. —El presidente esperó—. Curtis, tengo la
impresión de que usted y el gobierno de Estados Unidos persiguen a la misma gente.
Creemos que obra en su poder cierta información, en realidad cuentas bancarias, que
pueden evitar la implosión del mundo. Sin esta información, y la idea debería asustar
a cualquiera, Estados Unidos y el mundo están condenados a la extinción.
Curtis se inclinó hacia delante.
—¿Debo entender esto en sentido literal, señor?
—Dadas las circunstancias, sabiendo lo que usted sabe y lo que ha pasado,
seguramente yo no lo haría. El único modo de convencerlo es dándole la palabra del
presidente de los Estados Unidos de América. —Se acercó a la consola que había en
el extremo opuesto de la sala y se sentó.
»Quiero que vea esto. Después, usted decide si la palabra del presidente vale algo.
—Pulsó un botón, se apagaron las luces, y aparecieron al instante imágenes
sorprendentes en media docena de pantallas de plasma de gran tamaño colocadas una
al lado de otra en la pared de enfrente.
ȃsta fue grabada la semana pasada. Por razones de seguridad, todas las
reuniones internas se registran automáticamente.
En honor de Curtis, el presidente volvió a ver una escena familiar. Las
adoquinadas calles de Budapest…, una zona de guerra. Manifestantes provistos de
bloques de hielo grabados destrozaban el Ministerio de Finanzas húngaro. En seis
pantallas a la vez, se proyectaban imágenes de cientos de personas enfurecidas
intentando abrirse paso a la fuerza hasta la asamblea legislativa.
—Quizá lo ha visto en el noticiario vespertino, Curtis. —Hizo una pausa
incómoda—. Lo que no ha salido es lo que sigue.
En la oscuridad, Curtis oía la voz de un hombre que ahora parecía estar a su lado.
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—Ciudadanos enfurecidos por las estrecheces y la severa reducción de los
salarios, luchando por su supervivencia. Ahora el descontento social pasa de estar
en suspenso a arder en primera línea. Líderes políticos y grupos de la oposición de
lugares tan lejanos como Corea del Sur y Turquía, Hungría, Alemania, Austria,
Francia, México y Canadá están pidiendo la disolución de los parlamentos
nacionales.
—Desde el sur del Báltico, pasando por Grecia y Turquía, y luego abriéndose en
abanico por Oriente Próximo, hay una nueva frontera de inminente agitación.
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El presidente pulsó el botón de pausa y se volvió hacia Curtis.
—No tenga en cuenta lo de los seis meses. Es una vieja historia. —Volvió a
pulsar play en la consola.
—Los dos estados con más probabilidades de padecer descontento social son
Michigan y Ohio, que han sido duramente golpeados por la destrucción de empleo…
Pero hay más. La agitación social de Ohio podría contagiarse fácilmente a estados
limítrofes y cruzar otra falla que corre de este a oeste, separando el norte y el sur: la
línea Mason-Dixon. Podrían desencadenarse otros terremotos. Al este de Ohio están
Pensilvania y Nueva Jersey.
—En estas circunstancias, ¿es posible que algún gobierno extranjero…? Quiero
decir…
—No hay la menor posibilidad, señor presidente —lo interrumpió alguien.
—Entiendo —dijo. Y al cabo de un momento añadió—: ¿Qué opciones tenemos?
—Hace un mes disponíamos de dos opciones: el Programa de Rescate de Activos
con Problemas y el Fondo de Estabilización.
—¿Hace un mes? ¿Significa eso que estas opciones ya no están sobre la mesa?
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—Eso era hace un mes, ¿no? ¿Y ahora?
—Que ha desaparecido.
—¿Por qué no he sido informado?
—Porque nos hemos enterado hace poco.
—¿Cuándo?
—Ayer. Señor presidente, por eso insistí en celebrar esta reunión de urgencia.
—¡Santo cielo! —exclamó Curtis—. ¿Es esto cierto? —Luego vio que Summers
cogía algo de debajo de la mesa.
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—Alexander Hewitt —dijo Curtis sin apartar la mirada de la pantalla.
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—No es posible. Tardaríamos veinte años en emitir doscientos billones de
dólares. Disponemos, como mucho, de un día.
—¡Un día! ¿Doscientos billones de dólares? ¿Estoy alucinando, señor?
—No, ha oído bien. Son doscientos billones de dólares. El mundo está al borde
del colapso. El sistema financiero mundial es insolvente.
—¡Qué locura! —explotó el ranger—. ¡Preside usted el gobierno de Estados
Unidos, no el de una república bananera! Además, con el CTP no hace falta disponer
físicamente del efectivo. Son sólo números en el ciberespacio.
—El Programa Comercial Paralelo…, ese pequeño y sucio secreto de la economía
occidental —dijo el presidente—. Olvídelo. Funcionaba cuando el sistema financiero
mundial tenía una base sólida. En la actualidad, es papel mojado, como el papel
higiénico o las servilletas, y no tiene más respaldo que las ilusiones de cada uno.
Curtis comprendió al instante.
—En estas circunstancias, ¿es posible que algún gobierno extranjero…? Quiero
decir…
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—¿Y la gente que hay detrás de Octopus? ¿El Consejo de Directores? —preguntó
Curtis.
—Los perpetradores.
—Entonces, ustedes saben lo de Stilton.
—Pues claro. Y también lo de Reed, Harriman, McCloy, Lovett y Taylor.
—¿Harriman? —Curtis se quedó boquiabierto—. ¿El exsecretario del Tesoro
David Alexander Harriman III?
—El único e inimitable.
—¿El de la superacaudalada familia del establishment del Este? ¿El Harriman
temeroso de Dios y asiduo de la iglesia?
—Ir a la iglesia no significa que seas cristiano, igual que ir a un tren de lavado no
significa que tengas coche.
—¡Dios santo! Vaya hijo de puta…
—En condiciones normales, le habría recordado que en presencia del presidente
de Estados Unidos debe moderar su lenguaje. Pero difícilmente podemos considerar
normal esta época, así que coincido con usted. Vaya hijo de puta. Los sociólogos
denominan a esta situación «desviación de la elite», algo que se produce cuando los
miembros de una elite empiezan a creer que las reglas ya no les son aplicables.
Curtis sintió que volvían la frustración y la ira.
—¿Por qué no ordena su detención, señor?
—¿Y desinfectar toda la operación?
Curtis alzó la vista.
—¡Roma!
—Roma —repitió el presidente—. No una operación, sino dos. Como decía,
tenemos motivos para creer que usted y el gobierno de Estados Unidos persiguen a la
misma gente.
—¿Por qué ese testigo japonés es…?
—Shimada…
—¿… Tan importante? Era una acreditación Cuatro Cero, un asunto de
prevención máxima, del presidente de Estados Unidos a través de Naciones Unidas.
Shimada es un criminal de guerra.
—Era un criminal de guerra. Un punto de referencia.
—Y lo sigue siendo. Los crímenes de guerra no prescriben, señor. ¡Por una vez un
presidente podría no jugar a ser Dios!
—Para mí, Curtis, Dios llega a ser una figura de cualquier orden que haya en el
mundo…, el destino es el destino.
—Usted dicta órdenes. Esto es real.
—El denominado realismo representa normalidad donde sólo hay hechos
insólitos, y la normalidad propiamente dicha es un sueño lejano disfrazado de
«situación». Mire a su alrededor, por el amor de Dios.
Curtis no podía controlarse. Se inclinó sobre la mesa y gritó:
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—¡Usted tenía que saberlo! ¡Mi compañero murió protegiendo a ese hombre!
¡Fuimos utilizados!
—¡Quizá no me ha oído! Busque otra expresión.
—No me confunda —soltó Curtis al instante, sacudiendo la cabeza enérgicamente
—. ¿Por qué, señor? ¿Cuál es el coste de la muerte? Es decir, ¿cuánto cuesta en la
moneda del alma humana?
El presidente se colocó detrás de la mesa con expresión avergonzada y asintió con
gravedad.
—Lamento lo de su compañero. —Hizo una pausa. Curtis hacía gestos de
impotencia, buscando con la mirada algo, cualquier cosa—. Por Dios, Curtis, usted
debe de saberlo. No es un niño ingenuo. A ver, usted conoce su mundo, el mundo de
las eventualidades que nunca entran en juego, de trampas que no se accionan, de
asesinatos y caos y tejemanejes. ¡Escoja! ¡Lo convirtió en su vida! ¡Lo sacrificó todo
por ello! ¿Está casado? ¿Tiene novia? ¿Hijos? ¿Familia? Yo no lo escogí por usted,
igual que no le pedí que me votara.
—No lo hice.
—Bien —dijo el presidente de Estados Unidos, ahora bajando la voz—. Dejé una
vida razonablemente relajada por otra en la que me despierto en mitad de la noche
bañado en sudor frío. Hace dos meses que no duermo. Y el caso es que, a veces, su
mundo y el mío se cruzan porque ambos tenemos un trabajo que hacer: cuidar del
mundo normal y corriente de gente normal y corriente que trabaja de nueve a cinco y
hace barbacoas y pícnics, y el domingo lleva a sus hijos a partidos de fútbol y a
fiestas de cumpleaños.
»La seguridad del mundo normal depende de garantizar que los tipos malos no se
salgan con la suya. En ocasiones, esto significa hacer la vista gorda o cooperar con el
enemigo de tu enemigo, o incluso con el mejor amigo de tu enemigo. Son medidas
extraordinarias, Curtis, que me hacen poner en duda mi cordura más a menudo de lo
que se imagina.
Curtis permaneció inmóvil, asimilando la información en silencio, observando al
presidente mientras éste iba de un lado a otro con ritmo pausado pero urgente.
—Bueno —dijo el presidente con aspereza—, lo que voy a decirle va más allá de
cualquier autorización con la que esté familiarizado. Se trata de un programa de
acceso especial de nivel Omega. Esta información no existe oficialmente. Debe
darme su palabra de que jamás la revelará. Si se lo cuenta a alguien fuera de estas
paredes, será desahuciado y posteriormente eliminado por orden directa del
presidente de Estados Unidos, ¿entendido, soldado? —Sus gestos eran vehementes.
Curtis notaba la violencia en sus ojos.
—Sí, señor. Tiene la palabra de un ranger del ejército, 10.º Grupo de las Fuerzas
Especiales.
—Un sensacional grupo de luchadores. Todos héroes, del primero al último.
—Sí, señor. Gracias, señor.
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—Muy bien. ¿Le suena algo llamado T linfocitos citotóxicos?
—No, señor presidente.
—No me pida que le explique los términos médicos en latín, no los conozco. De
hecho, la terminología suele enturbiar la imagen. Sólo sé que habría sido el sueño
húmedo de Hitler. Es algo selectivo hasta un punto que asusta. Con el material
genético adecuado, es posible acabar con segmentos enteros de humanidad. Resulta
imparable.
—¡Dios mío! ¿Y eso qué tiene que ver con Shimada?
—Durante la guerra, fue investigador en una unidad secreta, la 731, del Ejército
Imperial japonés en el tristemente famoso campo de exterminio de Pingfan. En los
anales de la historia, nada se le puede comparar. No sobrevivió ningún prisionero. En
comparación, Auschwitz fue un campamento de boy scouts. Se llevaron a cabo
experimentos indescriptibles con seres humanos.
—¿Puede ser más concreto?
—No, no puedo. Son de esas cosas que la mente borra.
—Pero ¿por qué él?
—Shimada era investigador. Tomó notas de todos los experimentos, incluidos
datos y fórmulas secretas sobre la guerra biológica y la tecnología para la guerra
microbiológica que desarrollaron en Pingfan. Por géneros.
—¿Los chinos?
—Al principio sí, los chinos. Después de la guerra, fue liberado y las actividades
de la unidad fueron clasificadas como secretas y enterradas bajo chorradas
burocráticas. Caso cerrado. Hasta que él decidió contar la historia antes de que fuera
demasiado tarde.
—Entonces, ¿Shimada no tuvo nada que ver con Lila Dorada?
El presidente asintió con la cabeza.
—Sí tuvo que ver —dijo el presidente, y Curtis lo miró con atención—. Poco
antes de que el campo se cerrara, los capos japoneses tenían claro que la guerra
estaba perdida. Su prioridad pasó a ser la protección del oro robado.
—Decía usted que Shimada era investigador. No lo entiendo.
—Se les estaba acabando la mano de obra. Sus ejércitos se veían obligados a
retroceder en todo el Pacífico. Nuestros submarinos cortaban sus rutas marítimas.
Dedicaron todos los hombres disponibles a la descomunal tarea de enterrar los
tesoros. Es el único superviviente.
El presidente posó su mano en el fornido antebrazo de Curtis.
—Quiero que vea el resto —dijo con calma. Se acercó a la consola, pulsó play, y
una imagen congelada se fundió con algo aterrador y cercano.
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—Sólo que, para intervenir en los asuntos civiles de un país, la FEMA no necesita
una alerta máxima, un atentado terrorista o una situación de guerra. Requiere un
desencadenante, desde el desplome económico y la agitación social hasta cierres
bancarios que se tradujeran en violencia contra instituciones financieras. ¿Larry?
—Señor presidente, los últimos datos recibidos hace menos de media hora
pronostican un empeoramiento económico que ocasionará la pérdida de hasta
ochenta y un millón de puestos de trabajo a finales de este año.
—¿Dónde?
—En Estados Unidos y Europa occidental.
—La crisis financiera tiene prioridad máxima y conlleva un riesgo mayor que las
guerras de Iraq y Afganistán. El alcance de la crisis, tal como estamos viendo, nos
resulta incomprensible. El ritmo al que están deteriorándose los escenarios global y
nacional es equiparable al ritmo al que los partidos políticos están adoptando
posturas insostenibles y moralmente dudosas que acarrean la necesidad de
garantizar el fracaso del otro bando. —El presidente frunció el entrecejo y miró al
director de la FEMA y a su secretario de Estado—. Al, Brad, también está clarísimo
que toda propuesta de abordar los problemas económicos no sólo va a ser algo
desesperado y precipitado, sino que va a parecerlo. Esta mierda es contagiosa.
Hemos pasado el puerto Caída en Barrena, el puerto Mentiras, el puerto
Gilipolleces, y estamos subiendo el puerto Final. Nuestra impotencia para afrontar
un conjunto totalmente nuevo de problemas gravísimos corre el riesgo de ser vista
como lo que es: una barra de labios para un cadáver.
—Estamos en el Titanic, con una premonición clara como el agua sobre lo que
está a punto de pasar. No tiene nada que ver con cambiar de sitio las tumbonas o
pedir más o pintarlas de otro color, llamarlas con otro nombre o enseñarlas al
público. La gente no lo aceptaría. Para superar esto, necesitamos que nuestra
nación, nuestra gente, esté unida.
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Kirsten Rommer se puso en pie.
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—Señor presidente, creo que en nombre de la seguridad nacional hemos de
iniciar preparativos en tiempo real para la ley marcial.
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—Esto excede sus competencias, caballero. O’Donnell se volvió curioso o
codicioso, o ambas cosas, e hizo algo que no debía. Llamó a Casalaro y le transmitió
lo que Scaroni le había dicho.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque O’Donnell llamó luego a Scaroni y se encaró con él acerca de Casalaro.
Lo tenemos grabado. Como es lógico, esto no estaba previsto. Obviamente, Scaroni
no esperaba que O’Donnell se encarase con él. Alguien había menospreciado la
determinación del asesor de Belucci por llegar al fondo del asunto. Su plan había
fallado.
—Así que lo mataron.
—Lo habrían hecho igualmente, desde luego antes de haber tenido la oportunidad
de gastar parte del dinero, en el caso de haber entregado a Scaroni la combinación de
treinta números.
—¿Sabía él la combinación? —Curtis contuvo el aliento.
—No, Danny Casalaro se negó a revelarle nada.
—¿Y por eso cree que la tenemos nosotros?
—Bank Schaffhausen, Curtis. No somos exactamente una república bananera…,
todavía.
—Señor, revisamos todos los documentos y no encontramos nada que se
pareciera remotamente a ese número.
—Miren otra vez —interrumpió el presidente—. Compruébenlo de nuevo.
Repasen sus registros, diarios, archivos… No busquen algo que falta. Busquen algo
que está ahí. —Dio un puñetazo sobre la mesa—. Entre esos papeles hay una bomba
de relojería a punto de explotar. Hay que descubrirla y desactivarla. Tenemos un día,
Curtis, hasta esta noche para ser exactos. ¡Maldita sea!
Curtis observó al presidente.
—Señor, creo que el jurado acaba de regresar a la sala. Se ha ganado usted el voto
de este norteamericano para las próximas elecciones.
—El problema no soy yo —dijo el presidente—. En todo caso, lleguemos primero
a mañana, y luego a pasado mañana, y luego al otro día, y al otro. Si después hay
algo, se lo haré saber, no lo dude. —Soltó un suspiro—. Últimamente, los días se
funden unos con otros. La semana pasada, anteayer, ayer, hoy, mañana. Es una
pesadilla sin fin.
—Sí —dijo Curtis, sin sentir la necesidad de añadir nada.
Se abrió la puerta de golpe.
—Disculpe, señor presidente.
—¿Brad? —El presidente miró a su secretario de Estado con ademán
interrogativo.
—Debe ver esto.
Al instante, desaparecieron las imágenes congeladas de la gran pantalla de
plasma, que fue ocupada por el conocido rostro televisivo de un entendido.
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—Creo que casi todo el mundo ha empezado a aceptarlo. Hoy se ha alcanzado el
índice 1800 en los primeros cuarenta y cinco minutos, y puede que sea el mejor día
de la semana antes de que Wall Street cierre. AIG y Citi están a escasas horas de
quedarse oficialmente sin efectivo y declararse en quiebra. Sus respectivos Consejos
de Directores tienen previsto reunirse hacia la medianoche. Los antaño iconos de
Wall Street se han convertido en especies en vías de extinción.
—¿Qué más tienes para nosotros, Jimbo?
—Larry, ha llegado el momento de hacer las cosas sencillas. En primer lugar,
una epidemia en los pagos por parte de miles de ciudades, estados y otros emisores
de bonos municipales exentos de impuestos en las últimas veinticuatro horas; cierre
de mercados de valores en la mayor parte de Asia. Recuerden, en Oriente es primera
hora de la mañana. El mercado del crédito está congelado: una paralización virtual
de todo el mercado de la deuda a excepción del Tesoro de Estados Unidos, que,
según se rumorea, tiene suficiente efectivo para aplazar su propio cierre otros dos
días. Un alud de ventas (y prácticamente ausencia de compradores) de bonos
corporativos, efectos negociables, títulos respaldados por activos, bonos municipales
y toda clase de préstamos bancarios; colapso de los bonos del Estado: un descenso
del noventa por ciento en el precio de los bonos del Estado a medio y largo plazo,
mientras el Tesoro de Estados Unidos pugna agresivamente por los escasos fondos
para financiar el creciente déficit del presupuesto.
»¿Sorprendente? Quizás. ¿Evitable? No.
»El viernes pasado George Soros dijo que el sistema financiero se ha
desintegrado produciendo una turbulencia más grave que durante la Gran Depresión
y con un declive comparable al de la caída de la Unión Soviética, mientras que Paul
Volcker decía que no recordaba ninguna época, ni siquiera en la Gran Depresión, en
que las cosas empeorasen tan deprisa y de manera tan uniforme en todo el mundo.
Por cierto, corre el rumor de que Soros ha perdido más del ochenta y siete por ciento
de su patrimonio en los últimos seis meses.
—¿Y ahora qué?
—Estamos asistiendo al final de una reacción en cadena de impagados, una
caída libre de los mercados financieros. Ya no valen los «sí, pero», «quizás» o «tal
vez». Esto es lo que hay, amigos. Ha empezado la cuenta atrás financiera del
desmoronamiento del mundo.
—¿Cuánto tiempo tenemos, Jimbo?
—A juzgar por la velocidad de la desintegración, dos días como máximo, aunque
algunos analistas creen que sólo quedan unas horas para el Armagedón financiero.
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—Si tiene que ver con salvar el mundo, concedido.
—Cuando sus hombres me detuvieron, yo estaba buscando a alguien. Tengo
motivos para pensar que fue secuestrado.
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El segundo guardia apoyado contra la pared se frotó los ojos y miró el reloj.
«Diez minutos». Se llamaba Dougie, aunque todos le llamaban Gordon debido a su
asombroso parecido con Flash Gordon. Era un veinteañero con el cabello rubio y los
ojos azules. El uniforme le quedaba grande. Él y su compañero habían estado en su
puesto durante casi seis horas. El hombre cuya protección tenían encomendada era a
todas luces alguien importante, pues la política de la empresa era la de un guardia por
operación. El tipo que dirigía la empresa en nombre de su familia era un marrullero,
pero necesitaban el trabajo, sobre todo en este ciclo a la baja. Un guardia por
operación. Mantener los precios y aumentar los beneficios. El hombre de la
habitación estaba ahora bajo su responsabilidad: custodia continua, no reveladas las
razones subyacentes, lo cual no era lo más acertado, pues la naturaleza humana tiene
la costumbre de despertar la curiosidad de las personas. Tras unas deliberaciones un
tanto prolongadas, concluyeron que el fornido individuo no era un deportista famoso
ni una estrella de cine conocida. Así que su interés en él menguó de forma
considerable.
—Diez minutos y nos vamos.
—Qué aburrimiento, tío… —Bostezó. Su compañero hizo lo propio—. ¿Quieres
una Coca-Cola? Te debo una de la semana pasada.
—Light. Me muero de sed. —J. J. se dio unas palmaditas en la tripa.
—Muero, muermo, la sed me da muermo. ¿Te gusta?
—Me encanta. Eres un diccionario con patas.
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Unas nubes grises, enormes y enojadas, se arremolinaban en el aire enrarecido,
transformando la ciudad en una versión macabra de sí misma. Los dos asesinos
subieron la escalera de mármol, dejaron atrás la recepción y tomaron el largo y
estrecho pasillo de la derecha que conducía a otra puerta situada a unos metros.
Llevaban los livianos chalecos antibalas Monocrys ocultos tras sendos trajes grises de
raya diplomática hechos a medida. Justo a su izquierda había un guardarropa
debidamente atendido. Luego estaban las oficinas de la gerencia y el personal, y a
continuación una puerta de vidrio y el patio interior. El más fornido de los dos
hombres se detuvo y estudió a la gente de alrededor. Miró a su compañero, en cuya
expresión apreció un gesto evaluador. El segundo hombre le devolvió la mirada.
—Vamos.
Rodearon el descansillo de la segunda planta y subieron por la escalera hasta la
tercera. ¡Ahí estaba! El hombre más corpulento abrió la puerta con cuidado y miró en
ambas direcciones del pasillo. A su derecha, alguien de uniforme sacaba algo de una
máquina de bebidas.
—Disculpe.
—¿Sí? —El hombre alzó la vista.
—Usted y yo tenemos que hablar. —Y le apartó con el arma. Hablaba en voz
baja, con la mirada más allá del hombro del guardia.
—Sería estúpido ocultar algo —añadió el otro asesino, que sacó el arma y la
apretó contra la sien del hombre, sintiendo la excitación del triunfo sobre la vida y la
muerte, pues tenía una vida en sus manos.
El guardia respiraba con dificultad y parpadeaba con rapidez. Notó que le bajaba
un hilillo por la pierna.
—Responda sí o no, ¿entendido? —dijo el asesino, y al ver que el guardia estaba
mudo de terror, insistió—: ¿Entendido?
El hombre emitió una tos metálica, con el miedo reflejado en los ojos. Estaba al
borde de la histeria. El asesino levantó a J. J. del suelo, lo empujó al hueco que
albergaba la máquina de bebidas, lo agarró del codo y le presionó con el pulgar las
terminaciones nerviosas. El insoportable dolor hizo dar al guardia un grito ahogado.
—¿Dónde está Cristian Belucci?
—Por el pasillo, tercera puerta pasado el ascensor, a la izquierda —respondió el
guardia, despacio. El asesino pegó el arma a la sien del hombre, dejando que el frío
del pesado metal hiciera sentir su presencia.
—¿Cuántos guardias?
—Por favor, yo no sé nada. No se lo diré a nadie. ¡No sé quiénes son ustedes!
Quiero vivir, por favor.
—¿Cuántos? —El asesino tiró del guardia hacia arriba, empujándolo al hueco, y
le estampó la espalda contra la pared.
—Dos. Yo y el compañero —susurró, aterrado.
—¿Para quién trabajan?
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—Para el gobierno.
El asesino sacudió la cabeza.
—La instrucción ya no es lo que era, colega —señaló el asesino, que levantó el
arma, ajustó el silenciador y disparó dos tiros a la garganta del hombre.
—A la escalera —dijo el más fornido de los asesinos.
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momento, su cuerpo se vio sacudido por ondas expansivas mientras intentaba
concentrarse, borrando los demás sonidos, dividiendo su mente en fragmentos. Había
alguien al otro lado de la puerta, lo sabía; alguien que no debía estar allí. Un sonido
de tacones. Le recordaba otro sonido de otra época. «¿Dónde? ¿Cuándo?». Con
torpeza, Cristian se inclinó en dirección a la puerta, agarrado a la barra metálica con
la mano derecha, escuchando. El cuerpo entero le temblaba de fatiga. Se oyó un
chasquido metálico cuando alguien hizo girar el pesado pomo de metal, pero la puerta
no cedió. ¡Estaba cerrada! Cristian cogió su teléfono y empezó a marcar. Notó un
dolor punzante en el estómago, jadeaba por momentos, respiraba con dificultad,
intentando llenar sus pulmones de aire. Otro sonido, y otro. ¿Dónde estaban los
guardias?
Una explosión reventó la cerradura. El tiempo se detuvo. Al instante siguiente,
Cristian vio explotar el monitor en una nube de cristales, antes incluso de oír el
estruendo que la acompañaba. Fue tal el estallido de luz que le dolían los ojos.
Irrumpió en la habitación una figura vestida con traje de raya diplomática, con la
pistola automática lista para hacer fuego. Detrás, su compañero arrastraba el cuerpo
sin vida del guardia jurado.
El más fornido de los dos hombres sonrió. Era una sonrisa tan desprovista de
calidez que sólo podía traducirse en amenaza. En sus ojos azules no cabía la duda.
—Usted debe de ser el señor Belucci. —Hizo un leve mohín—. Así que todo se
ha desarrollado según el plan previsto.
—¿Qué pretenden? —preguntó Cristian con voz neutra.
—Enmendar un error —contestó el asesino.
Cristian tardó poco en comprender la insinuación.
—Sea cual sea su maniobra, no se saldrán con la suya. —De repente cayó en la
cuenta de que aún sostenía un minúsculo objeto plateado en la mano derecha. «Pulsa
el botón y se efectuará la llamada». Se incorporó—. Como pasa en muchas
operaciones oscuras… —apretó discretamente el botón verde— lo que no sobrevive
es la exposición a la luz.
Algo se movió con reflejos rápidos como el rayo. Cristian sabía que el golpe
llegaría: frente a sus ojos giraron círculos de luz blanca y brillante mientras sentía
estallar el dolor en la sien, antes incluso de registrar el movimiento de la mano del
hombre.
—Súbelo por la cintura —ordenó el primer asesino.
A su derecha se movió algo. Los ojos se le fueron instintivamente hacia el
movimiento mientras su mente divagaba. La sombra se desplazó. De pronto oyó dos
escupitajos amortiguados y un grito espantoso. Su compañero cayó de bruces. Le
salía un hilo de sangre por la comisura de la boca; tenía las balas incrustadas en la
espalda. El primer hombre se lanzó contra la cama de Cristian, arma en ristre.
Demasiado tarde. Sonaron otras tres detonaciones en el fondo de la habitación. El
hombre se desplomó en el suelo con la garganta destrozada.
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Cristian soltó un gruñido. Se incorporó sobre el codo y miró a sus agresores.
—¿Por qué demonios has tardado tanto?
—Lo siento, jefe. Problemas imprevistos. Todo resuelto.
—¿Estás listo? —preguntó a su colega.
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Simone tenía la impresión de que era ya noche cerrada, aunque en realidad sólo
eran las ocho y media. Una nube enorme, negro azulada, con un agujero en medio
como de dónut, se deslizaba con lentitud por el cielo cargado. Aún lloviznaba
ligeramente; unas flechas rectas golpeaban la ventana y caían a la calle. Los sonidos
ascendían más y más hasta empapar los listones de caoba de la ventana. Simone abrió
las grandes puertas de doble hoja que daban al patio cuadrangular de Cristian y
caminó despacio hasta un extremo, a una terraza con una de las vistas más
espectaculares de la ciudad. Abajo, oía el ruido sordo de ruedas recorriendo la
calzada desigual.
El teléfono no sonó, sino que pareció entrar en erupción. Sobresaltada, Simone lo
cogió más por instinto que por necesidad. El timbre hacía vibrar su mano; el sonido la
turbaba.
—¡Simone!
—¿Curtis? ¡Eh! ¿Dónde estás?
—En Washington.
—¿Qué haces allí?
—Me secuestraron.
—¡Oh, Dios mío! ¿Quién?
—El presidente de Estados Unidos.
—Curtis, cariño, ¿estás mal? —dijo con calma, y luego volvió a gritar al auricular
—: ¡Tenía que ocurrir! ¡Últimamente has estado sometido a mucha tensión!
—¿Qué os pasa a los dos?
—¿Nosotros dos? ¿De quién estás hablando?
—Estoy hablando de ti y del donjuán ése.
—No está… Bueno, quiero decir, si estás hablando metafísicamente, entonces…
—¡Ya basta, Simone!
—Tampoco es para ponerse así.
Curtis se colocó el teléfono bajo la barbilla y puso la mano izquierda sobre el
auricular.
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—Escucha con atención. Busca a Michael. Revisad los papeles de Danny, diarios,
documentos, lo que sea. El presidente está convencido de que tenemos los códigos y
el número de cuenta bancaria.
—¿Hablas en serio?
—Su consejo es no buscar algo que falta sino algo que está ahí, algo que en
principio no hemos visto.
—¿Por qué el presidente de Estados Unidos está interesado en los papeles de
Danny?
—Porque tu hermano robó los códigos y el dinero de Scaroni, y muy
probablemente lo escondió en la Divina Comedia de Dante, como hizo con la
combinación clave de letras y números de la caja de seguridad de Schaffhausen.
—¿Qué? Vaya estupidez. Miramos minuciosamente todos los papeles, Curtis.
Examinamos todos los documentos de pies a cabeza, todos los certificados de oro,
todos los discos y los recortes de periódico. ¡Ahí no hay nada! ¿A qué viene esto?
—Escucha, Simone. En algún sitio de esa caja hay algo que se nos ha pasado por
alto, por alguna razón, no sé, algo que nos conducirá a la cuenta de Scaroni y a los
billones de dólares que el gobierno necesita para salvar al mundo de la quiebra. Busca
a Michael, encargad unas pizzas y una cafetera, y manos a la obra. Me voy ahora, así
que en dos horas os veré en casa de Cristian.
—De acuerdo.
—A propósito, ¿cómo está?
—He llamado al hospital en cuanto he llegado, hace menos de veinte minutos,
pero no he podido hablar con él. ¿Quieres que…?
—¡No! Michael y los papeles de Danny, por este orden. Simone, si hemos de
creer al presidente —dijo mirando el reloj—, disponemos de unas cuatro horas. —Y
se cortó la comunicación.
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al superar la segunda, redujo la marcha en la tercera, traqueteó al pasar la cuarta y
aceleró prometedoramente en la quinta antes de pararse a regañadientes en el ático.
—¡Menos mal! —Michael suspiró del aliviado y lo agarró de la mano.
—¿Qué ocurre?
—¡Se han llevado a Cristian!
—¡Oh, Dios! ¿Cuándo? ¿Cómo? —Lo invadió un dolor anestésico.
—No lo sé. Dos hombres de traje se cargaron a los dos guardias, entraron en la
habitación y lo secuestraron.
Curtis cogió el teléfono que le tendía Michael. Marcó un número privado con
mano temblorosa.
—Sí, espero. ¿Alguna novedad en el asunto Schaffhausen? —preguntó Curtis
mientras esperaba que la Casa Blanca contestara. Michael negó con la cabeza.
—Nada. Hemos revisado los artículos de periódico y los certificados de oro, y…
—¿Señor presidente? Soy Curtis Fitzgerald… Sí, señor, gracias, señor… Estoy de
vuelta y estamos trabajando… Lo sé, señor. Somos conscientes de ello. Señor
presidente, ahora mismo para usted esto quizá sea un fastidio, pero Cristian Belucci
ha sido secuestrado a punta de pistola en el hospital Mount Sinai. Primero fue el
ayudante del señor Belucci, Mike O’Donnell; después, mi amigo Barry Kumnick, y
ahora Cristian Belucci. Está todo relacionado. El común denominador es el
conocimiento… Gracias, señor, descuide.
—¿Y bien? —preguntó Michael.
—El gobierno dictará una orden de busca y captura. La policía y el FBI peinarán
las calles; las agencias federales pondrán a trabajar a sus agentes encubiertos en las
alcantarillas. Si aún está vivo, lo encontrarán. —Hizo una pausa y luego se acercó al
televisor y pulsó un botón—. En todo caso, cabe esperar que lo encuentren en mejor
estado que a O’Donnell. ¡Dios! —La pantalla fue ocupada por el rostro de un hombre
rechoncho con un tic nervioso.
—GM está en su lecho de muerte: hace dos años les advertí de que General
Motors iba camino de la quiebra. Esta mañana, los propios auditores de GM han
avisado de que hay serias dudas de que el fabricante de coches llegue vivo a la
próxima semana.
»Bank of America, CitiGroup y AIG están a menos de dos horas de declararse en
quiebra. En cuanto el presidente admita que no hay dinero en la hucha, estas
instituciones cancelarán sus operaciones. ¿Caroline?
—¡Michael! ¡Curtis!
El grito fue paralizador, una invitación a una decapitación o algún problema
anónimo que amenazaba su misma cordura. Las reverberaciones se extendían en
círculos cada vez mayores.
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—James, en Los Angeles, Washington, Chicago, Nueva York y Miami, los bancos
y edificios gubernamentales están rodeados por miles de mercenarios, o contratistas,
que han levantado barricadas y controles… y delante de ellos centenares de miles de
americanos furiosos se mantienen firmes y exigen su bien ganado dinero.
El reloj de pulsera que colgaba del gancho de la lámpara de mesa marcaba las
diez y ocho minutos.
—¡Me parece que lo tengo! —Simone recuperó poco a poco la calma—. ¡Mirad
esto! —Mostró el gastado diario de Danny e indicó un texto escrito en el margen de
la página diecisiete.
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—¿Qué? —dijo Curtis. Se quitó la chaqueta y la dejó caer en el sofá que tenía
delante.
—El texto está equivocado.
—¿Qué quieres decir?
—Infierno. Canto I. Debería decir:
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—Exacto, aparece mucho más adelante. —Señaló el último verso de Danny. «Yo
eché a andar, y tú detrás seguías».
—Muy bien. Estamos buscando una serie de números pseudoaleatorios de fuerza
criptográfica consistente en una combinación de treinta cifras —dijo Curtis mirando,
nervioso, el reloj.
—¿Estás de acuerdo en que el texto es un método estándar para codificar
información confidencial?
—Totalmente —contestó Michael.
—Entonces necesitamos una clave para descodificarlo.
—Pero es que hay literalmente miles de claves… —comentó el historiador de
arcanos.
—¿Miles? ¿Cómo puede ser? —exclamó Simone.
—Tenemos un problema —señaló Curtis—. Qué tipo de clave usar.
—¿Cuáles son las opciones? —inquirió Simone.
—Antes de nada, ¿moderna o antigua? —preguntó Curtis.
—Teniendo en cuenta la habilidad de Danny con la Cábala y los eneagramas, yo
diría antigua. —Michael los miró a los dos.
—De acuerdo.
—Bien.
—Hay claves de reflexión, como un misterioso símbolo gnóstico conocido como
«abraxas», del que se sabe que aparece en sustituciones. No, no servirá —corrigió al
instante.
—¿Por qué no?
—Todos los conjuntos de números resultantes de la traducción de nombres a sus
equivalentes numéricos se basan en uno de los diez primeros. Los dígitos se agregan,
lo que nos da un número, o «el» número, pero no la serie de números
pseudoaleatorios de fuerza criptográfica consistente en una combinación de treinta.
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Curtis dirigió a la televisión una mirada mustia.
—Fuera. ¡El siguiente! Algo más cerca de casa. ¡Vamos!
—Una vez transcrito, el código bancario de Schaffhausen de Danny era sencillo.
Un número de seis dígitos y una palabra. Aquí no servirá. Demasiado voluminoso.
Siguiente. Nos queda una hora y treinta y cinco minutos.
—Están las famosas tablillas de Peterborough, en Ontario, Canadá. La escritura
ha sido identificada como una forma de runas escandinavas o, para ser exactos,
caracteres prerrúnicos denominados Tifinagh, utilizados por los «tuareg» y que se
remontan a 800 a. C.
—¿Qué tiene que ver eso con Dante?
—Las tablillas se basaban en la representación de un leopardo, un león y un lobo
en diferentes fases de su existencia.
—Los mismos animales que impidieron a Dante escapar cuando se vio perdido en
el bosque —añadió Simone.
—Exacto.
—No servirá. Los datos de input deben relacionar treinta caracteres
hexadecimales codificados mediante cuatro bits de datos binarios utilizando un
algoritmo de clave simétrica o asimétrica. Con imágenes no funciona. Michael,
necesitamos claves de texto.
El tiempo se acababa, y en la página los garabatos crecían. Estaban sondeando las
matemáticas, obligando a sus mentes a funcionar, plenamente conscientes de su
precario estado de cautividad en el zoo de los números: el caos estilístico y la
presencia de numerales que habían enloquecido, habían asumido una identidad propia
y habían sido liberados en el bosque de un reino bucólico y numérico.
—Las palabras se cuentan entre nuestras mejores rutas hasta lo que hay más allá
de las palabras, y se sabe que la naturaleza imita al arte. Sólo que en este caso hemos
de alejar las palabras de la paradoja y dirigirlas hacia algo parecido a un milagro. Un
milagro numérico —susurró Simone, mirando al techo.
—¡Espera!
—¿Qué pasa? —preguntó Curtis con ansiedad.
—Do, la, mi, re, fa, sol, si… la, re, fa, mi, sol, si, do —tararea Simone—. Esto es
lo que quería decir Danny con «Él echó a andar y yo detrás seguía».
—¿Qué? —dijo Curtis con la tensión reflejada en el rostro.
—Está invitándome a seguirle al Canto I. Era una especie de competición
amistosa entre nosotros para ver quién sabía más de Dante. Los dos destacábamos en
los habituales juegos de trivial sobre Dante, así que Danny y yo nos inventábamos
juegos y nos retábamos mutuamente. Danny inventó éste para ver quién era capaz de
recitar los versos del Canto I en orden alfabético. Para recordar mejor, él cantaba ABC
a medida que recorría el texto. Por ejemplo, el primer verso con la primera letra «A»
aparece en el verso 9, el de la «B» en el verso 13, y así sucesivamente.
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—Hoy, en una histórica Revuelta de los Contribuyentes, millones de
norteamericanos de un lado a otro del país han tomado las calles y se han hecho oír.
Casi en todas partes donde uno mira, ve rostros de airados contribuyentes exigiendo
que Washington deje de llevar a la quiebra a Norteamérica…, deje de regalar
nuestro dinero a los ejecutivos que hundieron sus propias empresas. Para decenas de
millones la fiesta ha terminado, ha destrozado sus viejos sueños de vivir en la tierra
de la libertad. Sus familias se han arruinado. Hoy están tomando las calles. Sus
acciones aún pueden suponer, para millones de estadounidenses, un rayo de
esperanza de un futuro mejor.
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—Lo siento. Ha muerto.
Se produjo otra pausa, más breve pero igual de intensa.
—¿Cómo lo mataron?
—Con los brazos amarrados a la espalda. Estaba atado con un cable de teléfono
desde las piernas flexionadas hasta el cuello. Nuestra gente cree que al final las
piernas cedieron, y el cable se tensó como la cuerda de un arco, de modo que se fue
apretando el lazo del cuello hasta que murió poco a poco estrangulado.
Curtis miraba fijamente las persianas venecianas. Sus ojos se posaron en la luna.
—¿Curtis?
—Necesitamos más tiempo, señor presidente. —Y colgó el teléfono.
—¿Qué letras? —preguntó Michael.
—Todas excepto J, K, L, P, Q, V, X y Z.
Los tres se pusieron a trabajar. Al cabo de unos momentos tenían el resultado:
913115488422310112324071159868.
Curtis barrió con la mirada la hilera de números. ¿Y si estaban equivocados? ¿Y
si Danny sencillamente había cometido un error y los había enviado sin querer a la
madriguera? Reflexionó y cerró esta línea de pensamiento. En ese momento, el
enemigo era no sólo el tiempo sino también el hecho de pensar tangencialmente.
El teléfono volvió a sonar.
—¿Curtis?
—Creo que casi lo tenemos, señor presidente.
—Mandaré de inmediato un equipo a la casa.
—No queremos distracciones. Le llamaré en los próximos diez minutos.
—Serán los diez minutos más largos de mi vida, Curtis.
—¿Señor?
—Cristian Belucci sigue sin aparecer. Estamos haciendo más de lo humanamente
posible para encontrarlo, créame.
—Le creo.
Colgó otra vez el teléfono.
—Malditas sean las fuerzas que aniquilan el orden y la felicidad del mundo. —
Simone se acercó sigilosamente y lo abrazó un instante.
—Debe de ser difícil librarse de las viejas pesadillas.
Él sacudió la cabeza.
—Esto deberá esperar, Simone. Sólo hay tiempo para una cosa.
Era asombroso lo deprisa que se les acababa el tiempo…, y el presidente de
Estados Unidos iba a comparecer ante el mundo entero en poco más de media hora.
Sus palabras cambiarían la historia o destruirían el mundo. Los ojos de Curtis
hicieron converger de nuevo la luz.
—¡Veinte minutos, Curtis!
—913115488422310112324071159868.
—¡Cuéntalos! ¿Cuántos hay? —preguntó Michael, conteniendo la respiración.
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—¡Treinta! —exclamó Simone.
—¡El número! ¡Una serie de números pseudoaleatorios de fuerza criptográfica
consistente en una combinación de treinta!
—Llama al presidente.
Fue como el impacto de una bala llena de mercurio. Una figura vestida de negro
irrumpió de golpe a través de las puertas dobles abiertas. Un hombre alto y
corpulento y con un saludable bronceado empujó con el hombro derecho a Michael,
mandándolo al otro lado de la habitación.
—¡Los tres han hecho un trabajo realmente admirable! —Apuntó al ranger con
su arma, una Heckler &Koch P7 provista de silenciador—. No se mueva, yo que
usted no lo haría. —El asesino francés extendió la mano, agarró a Simone del
antebrazo y la atrajo hacia sí con violencia, pasándole el brazo izquierdo alrededor
del cuello con la automática apretada contra la sien—. En los thrillers malos de
escritorzuelos de tercera fila, ahora el asesino diría que contará hasta cinco al tiempo
que la desventurada víctima le entrega dócilmente el arma, todo con la esperanza de
aplazar lo inevitable. Sólo que el asesino no sabe que el héroe tiene algunos trucos
escondidos en, cómo diríamos, ¿la manga? —Miró al adversario que tenía delante—.
Usted debe de ser Curtis. Me han contado cosas fantásticas sobre sus grandes
aptitudes. Un verdadero placer conocerlo. —Con el arma apuntando a la sien de
Simone, el hombre se desabrochó el abrigo negro con la mano izquierda—. Me llamo
Jean-Pierre. Siéntense, por favor.
—No sé quién es usted ni qué quiere —soltó Curtis, recuperándose poco a poco
del sobresalto.
—Si pretende robar a Cristian… —empezó a decir Michael.
—¿Robarle? ¡Entonces no lo saben! Es el viejo juego de los bobos y los genios.
No hay postura intermedia. Ustedes tres son los bobos y nosotros los genios.
—Si no está aquí para robar… entonces, ¿qué quiere? —inquirió Curtis.
—El número, naturalmente —dijo con una sonrisa.
—¿Con el fin de destruir el mundo?
El francés volvió a sonreír.
—Para llegar a una verdad simple, no hay que creerse la historia oficial.
Curtis negó con la cabeza.
—Por desgracia, no lo sabemos. Como un estúpido, pensé que podríamos
resolverlo. Lo que tenemos es exacto sólo en parte. El acertijo de Danny es
demasiado difícil.
El asesino examinó el rostro del ranger, luego soltó un suspiró y sacudió la
cabeza.
—¿En serio? Le he sobrestimado. Me habían dicho que era usted un hombre de
muchos recursos, quizás incluso de mi nivel, pero resulta que es uno de estos
plumíferos de tercera. —Retiró la mano izquierda del cuello de Simone, a quien soltó
y empujó hacia Curtis con fuerza considerable—. «Como un estúpido», hipócrita
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expresión, es más una autofelicitación que una autoacusación. Cede usted como un
estúpido ante lo que, a su juicio, es un riesgo calculado de forma nada estúpida.
Sonó el teléfono, y Curtis se lanzó hacia él en el preciso instante en que una bala
pasaba a escasos centímetros de su mano. Se quedó paralizado.
—Dígale al presidente que necesita otro par de minutos. —Sonó el segundo tono,
y el tercero—. ¡Dos minutos! ¡Venga! ¡Conteste!
Curtis alcanzó, indeciso, el auricular.
—¿Sí?
—Corre el rumor de que no tenemos el número. Dígame que me equivoco —dijo
el presidente con aspereza.
—Necesitamos otro par de minutos, señor presidente.
—Creí que había dicho…
—Otros dos minutos.
—Curtis…
Lo sabía, y tanto que lo sabía…
—No sé si quiero oír esto, señor presidente.
—Hemos encontrado el cadáver de Belucci. Que Dios se apiade de su alma, «lo
considere hermano o loco». —Curtis se apartó de la mesa, alejándose del hedor que
de repente le llenaba la nariz y los pulmones.
—Yo no rezo —susurró. Luego lo repitió, más tranquilo—. No creo. Dios es lo
único seguro que se puede ser. —Cerró los ojos casi involuntariamente,
reconfortándose en la oscuridad—. ¿Cuál fue la causa de su muerte?
—Envenenamiento. Toxicidad química de etiología desconocida.
—¿Está usted seguro de que es él?
—En este momento, no. —Fue la respuesta de un hombre que acarreaba el peso
del mundo sobre los hombros—. Estamos comparando muestras de ADN del fallecido
con datos de Belucci. Ayúdenos a encontrar el número y a poner fin a esta locura.
—Necesitamos otro par de minutos, señor.
Colgó el teléfono.
—¿Cristian? —dijo Simone con voz entrecortada y los recuerdos agitados.
Michael parpadeó; tenía el rostro bañado en lágrimas.
—El número, señor Fitzgerald. Le recuerdo que el arma está en mi mano, no en la
suya.
Se oyó un chasquido: el percutor en posición de disparo.
—¿Y si me niego?
Una expresión fugaz cruzó sus ojos.
—Entonces los mataré, a usted y a sus amigos.
—Morirá pobre…
El francés volvió a sonreír y se encogió de hombros.
—Yo nunca he sido pobre.
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Curtis se estiró para intentar captar la histeria en dicha afirmación. No había nada.
Era cierto que el hombre no necesitaba el dinero. Entonces, ¿por qué quería el
número?
—¿Para quién trabaja?
—Para mí. —De pie en el vano de las puertas dobles había alguien con quien los
tres estaban íntimamente familiarizados.
Curtis se inclinó hacia delante en la silla, atónito.
—Cristian… —dijo con voz apenas audible.
Por un momento Simone creyó estar soñando.
—¿Y lo del hospital? ¿Y el atentado? —dijo Michael tartamudeando, en su
semblante reflejados el sobresalto y la traición.
—Un riesgo necesario, aunque aceptable, cuando el destino y la fortuna del
mundo penden de un hilo —contestó Cristian mirando por encima del francés—.
Jean-Pierre es un tirador experto. Sabe cómo hacer que parezca grave sin que haya
riesgo de muerte. Creedme, por favor, no tenía intención alguna de implicaros a los
tres. En este momento somos enemigos, y nadie pretende lo contrario. Pero esto no
habría pasado si tu hermano, Simone, no hubiera robado las tarjetas con la serie de
números pseudoaleatorios de fuerza criptográfica, consistente en una combinación de
treinta cifras. —Tenía una mirada impasible—. La muerte de tu hermano fue una
muerte innecesaria. Pero él no revelaba el número. ¿Qué iba a hacer yo?
—¡Usted! ¡Usted… mató a mi hermano! —soltó Simone con voz gutural,
temblorosa a causa de la emoción que la embargaba, taladrándolo con la mirada,
incapaz de apartar de sí la imagen del hombre al que había admirado profundamente
y cuya pérdida había lamentado hacía sólo unos instantes.
—¿Qué te hizo pensar que matando a Danny descubrirías el número? —preguntó
Curtis con los ojos fijos en el arma del asesino francés.
—Teníamos tu perfil psicológico, Simone. Eneagrama, tipo de personalidad. Era
inevitable —dijo el banquero. Y añadió con sorna—: Pero sabíamos que no atarías
todos los cabos tú sola. —Su mirada era dura, la sonrisa desdeñosa—. Sabíamos que
llamarías a tu viejo amor, Michael, y que él acudiría enseguida. —Se le borró la
sonrisa—. También sabíamos que los dos no erais lo bastante listos para resolver los
peligros asociados. —Hizo una pausa.
—Si no me hubiera llevado los documentos de Schaffhausen…
—Por favor, no subestimes el nivel de cálculo y planificación que ha habido en
esta operación —interrumpió Cristian Belucci—. Habíamos recuperado los
documentos del señor Casalaro mucho antes de que tú aparecieras en escena. —Calló
un momento—. Por desgracia para ti, Simone, el acertijo de Danny era demasiado
difícil para nosotros. No sabíamos descifrarlo. —Cristian palideció.
—Y entonces me metiste a mí —dijo Curtis sin emoción alguna en la voz.
—¿Yo, meterte? —soltó Cristian, incrédulo—. Me siento honrado, pero me
atribuyes más mérito del que merezco. ¿Cómo iba yo a saber que Michael te pediría
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ayuda? Te metió el azar, Curtis. De vez en cuando hay que admitir que el estúpido
azar desempeña un papel importante, por no decir preponderante, en los asuntos
humanos.
—¿Y qué hay de Roma? Creíste oportuno proporcionarme mi propio observador.
—Roma no tuvo nada que ver con Danny Casalaro. —El banquero se encogió de
hombros—. Yo necesitaba a Shimada vivo, necesitaba el mapa —añadió sin rodeos
—. Roma fue un detalle por mi parte. No es que no te creyera capaz… pero hasta que
no lo intenta, uno no lo sabe. —Suspiró con añoranza—. Alguien tenía que ser. Has
hecho trabajos fabulosos. Tu fama realmente te precede. Era un asunto difícil, lleno
de obstáculos y peligros. Pocos habrían sabido desenvolverse ahí.
—Sin embargo, creíste oportuno mandar a Roma a mi propio observador.
El banquero se encogió de hombros.
—Ya te he dicho que fue un detalle por mi parte.
—Aun así, para que el plan funcionara, tuvimos que acudir a… ti… en busca de
ayuda —señaló Michael.
—¡Pues claro! —exclamó Belucci—. Cuando llamaste a Curtis desde Nueva
York, intervino la providencia con su torpe ineficacia subhumana. En cuanto Curtis se
hubo implicado en el caso Casalaro, caí en la cuenta de que podía matar dos pájaros
de un tiro.
A Simone le pareció que la temperatura de la habitación había caído en picado.
—¡Es usted un ser repugnante! —gritó.
—Y tú, querida, un ejemplo especialmente encantador de cliché. Tu cantarina
edificación es enternecedora en un sentido lacrimógeno, Simone, pero en nuestro
caso está totalmente fuera de lugar. Éste es el triunfo de la autoparodia, suficiente casi
para alejarnos de la virtud para siempre.
—Siempre puede uno contar con un asesino para una prosa elegante —dijo
Michael.
A Cristian se le esfumó la sonrisa de la cara.
—¿Por qué necesita el número, Cristian? —preguntó Michael—. Ya es uno de los
hombres más ricos del mundo.
—¡Yo no quiero el dinero, aún no lo entendéis! —exclamó Cristian, irritado—.
Necesito…
—Mantenerlo alejado del presidente para precipitar la destrucción del mundo —
lo interrumpió Michael, haciendo encajar por fin todas las piezas del rompecabezas.
—Exacto —dijo el banquero.
Simone fulminó a Belucci con la mirada.
—La persona no amada se inventa para sí misma un mundo de poder.
—¿Crees que destruyendo el mundo vas a vencer? ¿Crees que puedes asignar un
contador de probabilidades a una catástrofe como ésta? —dijo el ranger.
—Curtis, en el mundo de los bancos y las finanzas de alto riesgo hacemos esto
continuamente. Lo importante no es lo que pasa sino lo que podría pasar.
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—¡Cómo se atreve! ¡Está embelleciendo sus crímenes!
—Simone… —Cristian sacudió la cabeza—, la melancólica, la inteligente, la
caprichosa Simone, con el don de convertir todo sentimiento en algo elegante. —
Exhaló un suspiro—. El populacho, que vive en un yermo urbano y sentimental de
glamour brumoso y tristeza tranquila, extrañamente resignado a su pasado vacío, su
presente vano y su futuro corrompido… —Por un momento desapareció su aire de
equilibrio—. Hace dos mil quinientos años quizá se dijera que el hombre se conocía a
sí mismo igual que conocía cualquier otra parte de su mundo. Hoy él mismo es lo
más incomprensible. Ni la evolución biológica ni la cultural son garantía alguna de
que estemos avanzando ineludiblemente hacia un mundo mejor.
—¿Nos está ofreciendo un mundo mejor movido por la benevolencia? ¡No puedo
creerlo! —chilló Simone—. ¡Una densa maraña de falsas ilusiones y estupideces
interaccionando de manera lógica!
—Podemos derrotar a la democracia únicamente mediante un conflicto armado
porque los privilegiados conocen el funcionamiento de la mente humana, las
interioridades mentales ocultas tras la persona.
—Ha preparado el mundo para la destrucción —dijo Michael.
—¡Y nosotros para la redención!
Curtis se levantó despacio.
—El presidente llamará de un momento a otro. ¿Qué harás cuando el gobierno
descubra la verdad sobre tu doble? —Observó con atención a sus dos adversarios.
Belucci negó con la cabeza.
—No creo que esto suceda.
—Vaya, pues entonces es que no sabes mucho sobre forenses.
—¿Ah, no?
—Huellas dactilares, registros dentales…
—Los eliminamos: arrancamos los dientes, quemamos las huellas.
—Tu ADN…
—¿Para compararlo con el del sosias que matamos? —terminó la frase el
banquero—. Resulta que destruimos todas las muestras externas de ADN, por lo que
no habrá nada con qué comparar. La sociedad moderna nos enseña a dudar con
remordimiento, pero a veces tenemos que dudar de nuestras dudas. —Se quedó con la
mirada perdida, como un niño mirando al vacío y sonriendo al comprender que la
pesadilla ha terminado, o que la puerta ha quedado abierta—. Ganaré mediante un
doble farol aparentemente perverso.
Sonó el teléfono en el preciso instante en que Curtis daba un paso en dirección al
asesino francés.
—No lo hagas, Curtis. —El tono del banquero era aviesamente seco y carente de
toda emoción—. Ni siquiera tú tendrías alguna posibilidad contra este hombre. Coge
el teléfono. Dile al presidente que el último número es un siete en vez de un ocho.
¡Venga! —El banquero parpadeó—. ¡Coge el teléfono!
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—¿Sí? —En el reloj de pie dieron las doce de la noche.
—Tenemos el número, señor presidente.
—¡Gracias a Dios! —El presidente guardó silencio un instante, y luego tomó aire,
preparándose para desahogarse antes de que fuera demasiado tarde. En el jardín, un
gato salió de debajo de un arbusto, miró con sorpresa la ventana iluminada y se
esfumó sin más—. Aún habrá un mañana.
—Buena suerte, señor presidente.
Sin el menor aviso, Simone arremetió contra Belucci, lanzando su pequeño
cuerpo hacia el enorme banquero, con sus garras de gata haciendo sangrar la cara del
hombre a quien ahora odiaba más que al mismo pecado. Sonaron disparos del arma
del asesino, una…, dos balas dieron en el tórax de Simone. Se le doblaron las
rodillas, pero ella no cedió. «Danny, mi queridísimo Danny, ya no falta mucho.
Espérame». En el violento forcejeo con el hombre que había planeado la muerte de su
hermano, le arañó los ojos, derramando sangre en su rostro. El grito áspero, el sonido
de la angustia y de los rápidos pasos de la muerte acercándose, codiciando su
próxima víctima, ahogaban el resto de los ruidos.
«¡Ahora!» Curtis desplegó su cuerpo como una pantera negra y zigzagueó en
diagonal, cruzando la habitación hacia el francés, por manos dos arietes extendidos
buscando su objetivo. Sonó un disparo en el preciso instante en que su inmenso
antebrazo derecho tocaba la cabeza del francés, quien se tambaleó. Curtis notó una
punzante sacudida de dolor en el omóplato izquierdo al tiempo que el tiro lo echaba
atrás, y luego la sangre le empapó la camisa. El francés recobró el equilibrio. «Dios
santo… ¿ya está?». Entonces, de la muerte segura surgió una súbita posibilidad de
salvación. Curtis oyó el estrépito de algo metálico en el suelo, a su izquierda. El
francés miró en la dirección del sonido justo cuando Michael le estrellaba en la
cabeza un pesado jarrón. El asesino trastabilló hacia atrás sin soltar el arma.
Olvidándose del agudo dolor, Curtis lo embistió, bajó vertiginosamente el brazo,
agarró la muñeca del hombre, y estrelló contra él su hombro bueno, dando un nuevo
tirón mientras Jean-Pierre se tambaleaba de lado. Le abrió la mano hacia atrás y le
rompió la muñeca. Ahora era él quien tenía el arma en sus manos. Disparó una vez.
La cabeza del asesino estalló. El hombre estaba muerto. Michael le arrebató el arma a
Curtis.
Simone se desplomó en el suelo en el preciso instante en que el disparo de una
Heckler &Koch P7 alcanzaba el estómago del banquero.
—¡Michael!
Fue más bien un susurro. La oscuridad se alejó y volvió la esperanza. Simone
sentía que invadía su cuerpo una creciente ligereza. Dormir, al fin dormir
profundamente. En el crepúsculo, una hermosa luz color mandarina llenaba las
esferas de vidrio de un enorme reloj de arena. Apareció una fachada naranja
aterciopelada con una pequeña puerta y un letrero blanco; la puerta se abrió,
invitándola a entrar. Ella atravesó un pasadizo oscuro, y tras salir hacia una hermosa
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puesta de sol, vio a su hermano. «¡Danny! Te quiero. Cuánto te he echado de menos,
cariño».
—¡Simone! —Fue un alarido. Michael sintió que su alma se rompía en mil
pedazos. Empezó a gritar sonidos inconexos.
Sonó el teléfono.
—¡El número está equivocado! ¿Me oye? ¡Es un número equivocado! ¿Qué ha
pasado? —preguntó el presidente de Estados Unidos con voz temblorosa, a punto de
explotar.
—Lo sé. Le he dado otro número. Tenía que hacerlo.
En la línea hubo un silencio.
—¿Que usted qué?
—Olvídese del cadáver de Belucci. No es él.
—¿Cómo?
—Belucci estaba aquí. Él y un asesino francés llamado Jean-Pierre. Fue él quien
manejó los hilos desde detrás de la cortina.
—¡Cristian Belucci! —El presidente hizo una pausa—. Mando a Delta Force por
usted…, pero dígame el número correcto.
—No hace falta, señor presidente. El número está bien. Sólo hay que cambiar el
último dígito por el ocho.
Curtis miró a un Michael emocionalmente destrozado que sostenía el cuerpo
herido de su amante, acariciándole la cara, besándole los labios.
—Señor, todo ha terminado para todos.
—¿Qué puede hacer un mundo agradecido por ustedes tres?
—Simone Casalaro está malherida, señor presidente.
—La ambulancia estará ahí en menos de cuatro minutos. El helicóptero del
Servicio Médico de Urgencias esperará en un claro a menos de quinientos metros de
la casa.
A Curtis se le saltaron las lágrimas de alegría y de tristeza. De pronto vio a Dios
como un nombre para el silencio que sobrevive a nuestra propia conciencia.
—No creo que sea el momento de caer en sentimentalismos, Curtis, pero la
historia del hombre es la historia del dolor. El mundo nunca podrá pagarles a ustedes
tres lo que han hecho.
—Le queda algo por hacer, señor presidente —le interrumpió el ranger—. El
mundo entero está esperando su liderazgo. —Curtis hizo una pausa—. Le deseo
buena suerte.
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—Bueno, Jimbo, vaya historia. Una historia con un final hollywoodiense.
—Así es, JC, ¿quién decía que los finales felices eran cosa del pasado? Anoche,
ante la mayor audiencia de la historia, el presidente de Estados Unidos reclamó su
derecho a la inmortalidad al salvar al mundo de caer al precipicio. «Al parecer,
costará doscientos billones de dólares», dijo, pero el mundo puede suspirar aliviado.
—Tú lo has dicho, Jimbo. En Boston, Filadelfia, Nueva York, Chicago, Seattle,
Houston, San Francisco, Miami y muchísimas más ciudades y poblaciones de este
gran país, la gente saltó de alegría cuando el presidente dio a las fuerzas armadas de
Estados Unidos la orden de desacuartelarse. «A pesar de las nubes oscuras que se
forman alrededor de nosotros —dijo el presidente—, miro hacia el futuro y veo
motivos para la esperanza. La proximidad de una montaña majestuosa es una
bendición contradictoria: por un lado nos vemos honrados por la magnanimidad de
sus pastos y la munificencia de sus laderas, pero por otro quizá no veamos nunca
dónde estamos, sentados bajo la sombra de tal grandeza y aceptando el consuelo de
esta seguridad».
»El presidente acabó su discurso diciendo: “Ante esto, ante mis hijos y los
vuestros, comprometo mi fortuna, mi honor, mi vida”.
—Vaya día, JC. ¿Crees que se presentará a las próximas elecciones
presidenciales?
—Si yo fuera el Congreso, lo nombraría presidente de por vida. De hecho, la
Reina de Inglaterra lo ha llamado «mi caballero de la brillante armadura».
—Bueno, tiene mi voto.
—Otras noticias. David Harriman III, antiguo secretario del Tesoro, fue detenido
anoche por agentes federales acusado de asesinato, intento de asesinato, connivencia
y limitación al libre comercio, junto con Henry Stilton, director adjunto de la CIA,
James F. Taylor, vicepresidente de Goldman Sachs, y Robert Lovett, alto cargo del
Departamento de Estado. Los detalles son muy esquemáticos, pero esto promete
convertirse en un circo mediático no visto desde el juicio a OJ Simpson por
asesinato.
»Por último, hoy a primera hora ha muerto Akira Shimada (sé que he destrozado
su nombre), que en otro tiempo perteneció a una despiadada unidad del Ejército
Imperial japonés. Adquirió cierta notoriedad hace sólo unos días, cuando su
testimonio frente a un mundo atónico reveló algunos de los abusos de poder y de los
secretos mejor guardados de la Segunda Guerra Mundial.
»Y un ultimísimo apunte, Jimbo. Esta señora tiene, desde luego, un impecable
sentido de la oportunidad. ¿Sabes de quién estoy hablando? De la Reina de
Inglaterra.
»Quizá sea pequeña de estatura, pero sin duda es grande en prestigio. La Lila
Dorada de la señora Lie D’an Luniset ha vendido un millón de ejemplares en su
primer día en las librerías. Es como si Shimada y su…
—Cállate, JC. Con todo, ¿te imaginas? Un millón de libros. ¡Qué exitazo!
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»Están viendo el noticiario nocturno en FTNBC-TV. Buenas noches a todos.
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Notas
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[1] Región seca, árida e improductiva. Aparece descrita en Las uvas de la ira de John
Steinbeck. <<
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