LONGANIMIDAD
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LONGANIMIDAD
La longanimidad es un maravilloso fruto tuyo, oh Espíritu Santo, que madura en aquellas almas
que te escuchan y no se desaniman en el largo trayecto. Se asemeja a la paciencia, pero la
longanimidad se relaciona más con los bienes del espíritu. Abarca la perseverancia y la
constancia, y así hace que el alma sea fuerte y capaz de sufrir. Así, la longanimidad crece como
fruto de una íntima relación contigo. Es de origen divino, como atestigua el Apóstol Pablo:
“Por eso he alcanzado misericordia, para que yo fuera el primero en quien Cristo
Jesús mostrase toda su longanimidad, y sirviera de ejemplo a quienes van a creer
en él para llegar a la vida eterna”. (1Tim 1,16)
El amor es paciente…
Y este maravilloso fruto del Espíritu nos llama a que también nosotros practiquemos la paciencia
y longanimidad: “Como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de entrañas de
misericordia (…) y de paciencia” (Col 3,12)
Así Tú, Amado Espíritu Santo, quieres que también nosotros lleguemos a ser longánimos y
pacientes, que aprendamos a tratar a las otras personas al modo en que Tú lo haces, que
estemos dispuestos a perdonar una y otra vez, que mantengamos el corazón abierto, que
sepamos soportar a los otros y a veces también a nosotros mismos; que seamos capaces de
esperar con perseverancia y nos esforcemos con constancia en practicar el bien…
Amado Espíritu Santo, queda mucho trabajo por hacer: habrá que remover toda soberbia, toda
jactancia, toda vanidad y obstinación en querer tener la razón; en fin, todo obstáculo… de
manera que tu fruto pueda crecer en nosotros. ¡Gracias a Dios, Tú eres tan longánimo y paciente
conmigo!
El amor es paciente…
Te pido que juntos, oh Espíritu Santo, nos pongamos en camino: concédeme un largo aliento y
perseverancia. Ayúdame a refrenar mi impaciencia y a no dejarme llevar por mi impulsividad ni
por la marea de sentimientos que quiere dominarme inmediatamente. ¡Que te invoque a ti
cuando se agote mi paciencia y esté en peligro de volverme injusto! Recuérdame cómo eres Tú
conmigo: tan paciente y longánimo.
¡Que tu amor se haga eficaz en mí, para que me convierta en un auténtico testigo de mi Señor!
Tú no te contentas con llegar a mí, sino que has sido enviado por el Padre y el Hijo para llevar a
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plenitud su obra. Tú quieres devolver al camino al hombre que, en tu paciencia, viste extraviarse.
Y si Tú eres longánimo, también yo quiero llegar a serlo, para trabajar con perseverancia en la
viña del Señor. Fortaléceme cuando yo me canse, adviérteme cuando me descuide, hazme
dispuesto a seguirte en todo…
Romanos 2:4
2 Corintios 6:6
Colosenses 1:11
Colosenses 3:12
2 Timoteo 3:10
"Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe,
mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley." Gálatas 5:22-23.
Muchos cristianos, al convertirse y leer sobre el fruto del Espíritu al que están llamados intentan
mejorar sus vidas para que surja más del fruto mencionado anteriormente. Trabajan y luchan en
su propia fuerza para recibirlo, pero eso no los lleva muy lejos. Tal vez logran conseguir un poco
más de amor, bondad o un poco más de paciencia, pero llega un momento en el que ya no
pueden más, o donde simplemente "no pueden soportarlo."
El fruto del Espíritu es el fruto de la obra de Dios en nuestras vidas cuando somos obedientes
al Espíritu Santo, y este produce "gozo y paz" (Romanos 15:13), "con toda humildad y
mansedumbre." (Efesios 4:2) "Porque el fruto del Espíritu es en toda bondad, justicia y
verdad." Efesios 5:9 "… fortalecidos con todo poder, conforme a la potencia de su gloria,
para toda paciencia y longanimidad…" Colosenses 1:11. Tal abundancia de fruto solo podemos
alcanzarlo cuando somos fortalecidos con toda la fuerza por el poder del Espíritu Santo, no con
nuestra propia fuerza, por eso se le conoce como el fruto del Espíritu.
Lectura adicional: ¿Qué es el fruto del Espíritu?
Tenemos que nacer de nuevo, nacer del Espíritu, si queremos ver el reino de Dios, un reino que
consiste en poder, justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo. Todo lo que podamos lograr con
nuestra propia fuerza y determinación es muy poco comparado con lo que el Espíritu puede
hacer. Las personas que nacen del Espíritu tienen Su poder trabajando en ellos para ser
transformados. Ya no tienen que vivir de acuerdo a su naturaleza humana (su impaciencia, su
orgullo, su falta de bondad y amabilidad, etc.) sino que tienen el poder del cielo disponible para
ayudarles a vivir una vida agradable a Dios.
El fruto del Espíritu es lo contrario a las obras manifiestas de la carne. "Y manifiestas son las
obras de la carne, que son: adulterio, fornicación, inmundicia, lascivia, idolatría, hechicerías,
enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios,
borracheras, orgías, y cosas semejantes a estas; acerca de las cuales os amonesto, como ya os lo
he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios". Gálatas 5:19-21.
El fruto del Espíritu, al contrario de las obras de la carne mencionadas anteriormente, se
manifiesta en aquellos que andan conforme al Espíritu: "Digo, pues: Andad en el Espíritu, y no
satisfagáis los deseos de la carne." Gálatas 5:16. "Pero los que son de Cristo han crucificado la
carne con sus pasiones y deseos. Si vivimos por el Espíritu, andemos también por el
Espíritu." Gálatas 5:24-25. "Andar en el Espíritu" puede sonar un poco místico. ¿Cómo podemos
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andar en el Espíritu para que las obras de la carne ya no sean manifiestas en nuestras vidas y el
fruto del Espíritu sea manifestado?
Lectura adicional: ¿Por qué necesito el fruto del Espíritu?
Jesús dice en Juan 6:63 "Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida." Andar en el
Espíritu es obedecer las palabras de Jesús, las cuales Él mismo las llama "espíritu" por el poder
del Espíritu Santo. de tal forma que no sigamos satisfaciendo los deseos de la carne con sus
pasiones y concupiscencias. ¡Tal vida es posible para cada cristiano por el poder del Espíritu
Santo!
Está escrito en Romanos 8:13, "porque si vivís conforme a la carne, moriréis; mas si por el
Espíritu hacéis morir las obras de la carne, viviréis". A través de este verso entendemos que por
el Espíritu hacemos morir las obras de la carne y no por nuestra propia fuerza. También leemos
que no podemos seguir viviendo de acuerdo con la carne o moriremos. Tal compresión produce
un temor divino entre nosotros, de modo que nos acercamos confiadamente al trono de la
gracia, hallamos gracia y misericordia para socorrernos en el oportuno socorro, el momento de
la tentación.
También, podemos leer que nosotros somos los que debemos matar las obras de la carne por
medio del Espíritu. Esta no es una obra que Dios ha ordenado que tenga lugar en nuestras vidas
independientemente de nuestra voluntad y obediencia. Es una obra que debemos elegir y vivir
conscientemente. Entonces el fruto del Espíritu surgirá en nuestras vidas, y experimentaremos
una abundancia de vida cada vez mayor – la vida del Espíritu.
La palabra longanimidad no es de uso común en nuestros días, pero es una virtud que se hace
necesaria ahora más que nunca, cuando la impaciencia, intolerancia, hipersensibilidad e ira
impulsiva son tan prevalecientes.
La ira y el rencor pueden ser el producto de muchas influencias negativas. La mala influencia
que nos afecta a todos es nuestra propia naturaleza egoísta. Y nuestras capacidades humanas
para lograr cambios significativos son lastimosamente débiles. ¡Necesitamos la ayuda de Dios!
En Gálatas 5:19-21 el apóstol Pablo se refiere a nuestra naturaleza humana como a “la carne” y a
nuestras tendencias egoístas como a “las obras de la carne”. Entre éstas están “celos, ira,
contiendas, disensiones, herejías, envidias, homicidios”. Sin ninguna duda, necesitamos el
antídoto para estas fallas, es decir, ¡el Espíritu de Dios!
Pablo prosiguió diciendo: “Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad,
bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Gálatas 5:22-23). ¡Qué contraste tan asombroso!
Todas estas hermosas virtudes funcionan juntas y se apoyan entre sí. Pensemos en cómo la
longanimidad o paciencia se relaciona con los demás atributos.
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Estas dos palabras castellanas están estrechamente relacionadas, y ambas se asocian con la
resistencia. Más importante y fascinante aún es aprender el significado de las dos palabras
griegas correspondientes que aparecen en el Nuevo Testamento.
Una de estas palabras griegas —hupomonee— es traducida como “paciencia” en casi todas las
versiones bíblicas y significa resistencia paciente.
La otra palabra griega es aún más interesante. Es makrothumía, traducida como “paciencia” en
algunas versiones bíblicas, pero más acertadamente como “longanimidad” en otras.
La palabra griega makro (que da origen al prefijo castellano macro) significa “grande” o “largo”.
La raíz de la palabra, thumos, significa “temperamento”. Por lo tanto, makrothumía literalmente
significa “de temperamento largo”, lo opuesto de “temperamento corto” o tener la mecha muy
corta.
Sin makrothumía los seres humanos tendemos a ser temperamentales; es decir, tenemos un
temperamento irritable y mal genio. Somos propensos a ser “impacientes” y “perder los
estribos” y hasta a “reventar”.
Cuando un semáforo pasa a verde, algunos conductores tocan sus bocinas impacientemente si
a los dos segundos el auto enfrente de ellos no empieza a moverse. ¡Nada de longanimidad!
Aún peor es la epidemia de ira en las carreteras, acompañada de groserías y hasta de violencia.
La gente tiende a justificar su cólera, pero la mayor parte de la ira humana es egocéntrica y
pecadora, “porque la ira del hombre no obra la justicia de Dios” (Santiago 1:20).
Muy pocas personas dirían que realmente odian a otros. Pero la Biblia define el amor y el odio
con base principalmente en las acciones de las personas. El amor se expresa mediante la ayuda
a los demás, mientras que el odio se manifiesta por el daño que se hace al prójimo (ver
Romanos 13:10).
Pablo describe la conducta propia del amor: “El amor es paciente, es bondadoso . . . No se
comporta con rudeza, no es egoísta, no se enoja fácilmente, no guarda rencor” (1 Corintios
13:4-5, Nueva Versión Internacional).
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Nuestros pensamientos y actitudes son igualmente importantes, ya que dan origen a nuestras
acciones y palabras: “El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno; y el
hombre malo, del mal tesoro de su corazón saca lo malo; porque de la abundancia del corazón
habla la boca” (Lucas 6:45).
Por lo tanto, debemos examinar honestamente nuestras actitudes. Cada uno de nosotros debe
preguntarse: ¿Qué es lo que me motiva: amor, respeto, paciencia y compasión? ¿O me motiva el
resentimiento, el desprecio, la intolerancia y la dureza de corazón?
Meditemos detenidamente en estas sabias palabras que describen un “temperamento largo”: “El
que tarda en airarse es grande en entendimiento; mas el que es impaciente de espíritu enaltece
la necedad” (Proverbios 14:29). “El hombre iracundo promueve contiendas; mas el que tarda en
airarse apacigua la rencilla” (Proverbios 15:18). “La cordura del hombre detiene su furor, y su
honra es pasar por alto la ofensa” (Proverbios 19:11).
Santiago escribió: “Por esto, mis amados hermanos, todo hombre sea pronto para oír, tardo
para hablar, tardo para airarse” (Santiago 1:19). Esto quiere decir que si se debe expresar una ira
justificada, debe hacerse con una actitud controlada.
Casi todos hemos oído el sabio consejo de “contar hasta 10” y “respirar hondo” en lugar de
atacar con palabras de las que más tarde podemos arrepentirnos, palabras que intensificarán el
conflicto en lugar de apaciguarlo.
Enseguida debemos tomar todo el tiempo que necesitemos para orar y planificar la forma más
sabia y constructiva de dirigirnos a la otra persona. La meta debe ser la de actuar con amor, en
lugar de reaccionar con odio.
Cuando uno se empeña demasiado en ganar una discusión, puede terminar perdiendo a un
amigo. No debemos preocuparnos excesivamente acerca de quién tiene la razón o de hacer
valer nuestros derechos. Aprendamos a ser armoniosos aun cuando no estemos de acuerdo con
algo. Siempre debemos orar a Dios y pedirle que nos ayude en esto.
Solución a la impaciencia
Aun sin la ayuda de Dios, las personas pueden aprender a tener calma y paciencia la mayor
parte del tiempo, porque ven las ventajas de comportarse así. Pero estas buenas intenciones y
buenos hábitos son insignificantes comparados con el poderoso y sobrenatural don de Dios que
es la longanimidad. Las buenas relaciones interpersonales dependen de que hagamos lo mejor
que podamos, además de confiar en Dios para lo demás. Los seres humanos somos
lastimosamente incompletos sin el Espíritu de Dios.
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¿Cómo puede uno obtener el Espíritu Santo? El apóstol Pedro lo explicó brevemente en Hechos
2:38: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de
los pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo”.
Para ser verdaderos “hijos de Dios” debemos ser “guiados por el Espíritu de Dios” (Romanos
8:14).
En Colosenses 3:12-13 Pablo describe la naturaleza de alguien que es guiado por el Espíritu de
Dios: “Vestíos, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de
benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia; soportándoos unos a otros, y
perdonándoos unos a otros si alguno tuviere queja contra otro. De la manera que Cristo os
perdonó, así también hacedlo vosotros”. (Él afirma algo muy parecido en Efesios 4:13.)
Notemos cómo estas cualidades se entrelazan y nos dan una perspectiva más amplia de lo que
es la longanimidad. ¡Necesitamos “soportarnos unos a otros” con toda paciencia, en vez de
dejarnos enfurecer!
Esperar a los demás es una prueba de nuestra paciencia y también una oportunidad de
desarrollarla. Y la Biblia tiene mucho que decir acerca de nuestra necesidad de esperar a Dios.
Queremos que Dios resuelva todos nuestros problemas ahora mismo, pero él sabe cuál es el
momento oportuno; con frecuencia prueba nuestra paciencia y perseverancia antes de contestar
nuestras oraciones.
Esta espera paciente está enfocada principalmente en el retorno de Jesucristo, quien “aparecerá
por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan” (Hebreos 9:28).
Solamente aquellos que permanezcan fieles hasta la muerte o hasta la venida de Jesucristo
serán recompensados en su reino. Después de sus advertencias sobre la persecución a los
cristianos en los tiempos del fin, Jesús dijo: “. . . mas el que persevere hasta el fin, éste será
salvo” (Mateo 10:22).
“Perseverar” significa continuar siendo guiado por el Espíritu de Dios y dando el fruto de su
Espíritu hasta el fin de nuestra vida o hasta la segunda venida de Cristo, cualquiera que sea lo
que ocurra primero.
Como se nos exhorta en Santiago 5:7-8: “Por tanto, hermanos, tened paciencia hasta la venida
del Señor. Mirad cómo el labrador espera el precioso fruto de la tierra, aguardando con
paciencia hasta que reciba la lluvia temprana y la tardía. Tened también vosotros paciencia, y
afirmad vuestros corazones; porque la venida del Señor se acerca”.
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El «fruto» o los «frutos» es otra denominación usada por la Sagrada Escritura para referirse a la
presencia y actuación del Espíritu divino(1). Los frutos, en el reino vegetal, vienen a ser el último
esfuerzo del árbol; es decir, lo más perfecto que es capaz de producir y, sobre todo, lo que
asegura la conservación de la especie(2). De modo análogo, se puede aplicar a los actos
virtuosos que el hombre es capaz de producir. Si provienen de las virtudes naturales, serán
frutos buenos aunque meramente humanos. Sin embargo, con sus solas fuerzas naturales, el
hombre es absolutamente incapaz de producir frutos de alcance eterno. Más aún: sin la ayuda
de la gracia divina fácilmente se producen en él frutos de muerte, y decimos con san Pablo que
son la triste herencia del pecado original(3).
Ahora bien, si son el resultado de la acción de Dios en el alma, se tratará de frutos divinos. Todo
lo que es sobrenaturalmente bueno en nosotros es y puede llamarse fruto del Espíritu Santo, si
bien suele reservarse este nombre para designar los actos humanos sobrenaturales que
proceden de las virtudes infusas perfeccionadas por los dones del Paráclito, cuando son
perfectos en su orden y, en consecuencia, otorgan una consolación espiritual(4). Toda criatura
humana, una vez que ha sido injertada por el Bautismo en el Cuerpo Místico de Cristo, y nutrido
con la savia vivificante de su Espíritu, es capaz de actos sobrenaturales(5). Cuando se deja
cultivar por el Agricultor divino(6), el alma cristiana produce estos frutos sobrenaturales «que el
Espíritu Santo, incluso en esta vida perecedera, engendra y manifiesta en los hombres justos;
frutos llenos de toda dulzura y gozo --asegura el Papa León XIII--, y así deben serlo,
procediendo del Espíritu "que, en la Trinidad, es la Suavidad del Padre y del Hijo, y se difunde
con ingente liberalidad y fecundidad en todas las criaturas"(7)»(8). Esta dulzura es totalmente
espiritual. No consiste en consuelos sensibles --que el Señor, por otra parte, puede conceder
cuando y a quien quiera--, sino en el testimonio de la conciencia y en el gozo íntimo que lleva
consigo el cumplimiento fiel de la Voluntad de Dios(9).
Sin pretender hacer una enumeración exhaustiva de los frutos del Paráclito, San
Pablo(10) enumera doce: caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad,
mansedumbre, fe, modestia, continencia y castidad(11). Y para que maduren estos frutos
sobrenaturales, hay que trabajar constantemente(12); es decir, la lucha ascética humilde y
confiada, sostenida por la gracia, va quitando obstáculos para que el Paráclito los haga surgir.
En el orden natural, la poda de los árboles, hecha en el tiempo oportuno, es uno de los mejores
medios para obtener buenos y abundantes frutos. Igual sucede en el orden sobrenatural, como
anunciaba Jesucristo: «Yo soy la Vid verdadera, y mi Padre es el labrador. Todo sarmiento que
en Mí no lleva fruto, lo cortará, y a todo aquel que diere fruto, le podará para que dé más
fruto»(13). Esa poda divina es el sufrimiento, la Cruz que une a Cristo e identifica con Él, de
modo que se realicen en el alma fiel las palabras del Maestro: «quien permanece en Mí, y Yo en
él, ése da mucho fruto»(14). Se nos pide, pues, ser almas de oración y de penitencia, comenzar y
recomenzar nuestra pelea espiritual siempre que haga falta, y una docilidad rendida a la
actividad del Espíritu divino(15). Son frutos diversos, como variadas son las manifestaciones del
Paráclito en las almas, para que «la sabiduría multiforme de Dios»(16) resplandezca en todos los
pensamientos, palabras y acciones. «Que nuestros pensamientos --escribió el Beato Josemaría--
sean sinceros: de paz, de entrega, de servicio. Que nuestras palabras sean verdaderas, claras,
oportunas; que sepan consolar y ayudar, que sepan, sobre todo, llevar a otros la luz de Dios.
Que nuestras acciones sean coherentes, eficaces, acertadas: que tengan ese bonus odor
Christi(17), el buen olor de Cristo, porque recuerden su modo de comportarse y de vivir»(18).
El primero de los frutos del Espíritu Santo es la caridad, el amor y es el coronamiento de la vida
sobrenatural. «¡Ved qué exactitud en las palabras del Apóstol, qué conveniencia en su doctrina!
--exclama San Juan Crisóstomo--. Ante todo pone la caridad, y enseguida los actos que de ella
provienen; fija la raíz, y después muestra los frutos; establece el fundamento y sobre él
construye; parte desde el manantial y llega hasta el río»(19). Es lógico que así sea, porque el
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mismo Paráclito es, en el seno de la Trinidad, el Amor inmenso e infinito con que el Padre y el
Hijo se aman desde toda la eternidad(20). Este fruto del Espíritu Santo se manifiesta, ante todo,
por un amor fuerte y sin medida a Dios Uno y Trino, a quien el alma considera vívidamente, sin
sombra de duda, como el centro en el que ha de converger toda su vida. Sólo amando a Dios
encuentran los hombres la felicidad verdadera, porque --como escribió San Agustín, en frase
universalmente conocida-- «nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta
que descanse en Ti»(21). Este fruto incomparable lleva consigo, necesariamente, otro que en
realidad es el mismo: el amor a todos los hombres sin excepción(22).
A este primer y principal fruto del Espíritu Santo «sigue necesariamente el gozo, pues el que
ama se goza en la unión con el amado»(23). La alegría es el descanso de la voluntad en la
persona o en la cosa amada. Si se ama a Dios, el gozo que brota de este amor es inenarrable,
«un tesoro que nadie nos debe arrebatar. No es simplemente una alegría fisiológica. Es mucho
más. Es la alegría de los hijos de Dios: un don sobrenatural que procede de la gracia, y que
consiste fundamentalmente en la paz del alma, esa paz que el mundo no puede dar(24) y que
sólo se halla junto a Cristo, Autor de la gracia y Príncipe de !a paz.
Ahora bien, estos tres primeros frutos del Paráclito --caridad, gozo, paz-- hacen saborear al
cristiano, ya en la tierra, una bienaventuranza que no puede compararse con nada de este
mundo. Pero aquí abajo no es posible disfrutar de una felicidad perfecta. La vida presente es
tiempo de prueba, y nuestra alma ha de ser pasada --como el oro por el fuego-- por el crisol de
la tribulación. También entonces el Espíritu de Dios acude en nuestra ayuda, haciendo producir
al alma cristiana otros frutos que son, en definitiva, nuevas manifestaciones del amor. Entre
ellos, San Pablo enumera en primer lugar la paciencia y la longanimidad, que ponen de relieve la
perfección del alma ante las dificultades que se oponen a la felicidad. Por un lado, la paciencia
lleva a soportar con igualdad de ánimo, por amor de Dios, sin quejas ni lamentos, los
sufrimientos físicos y morales de la vida(25); es decir, no se inquieta ante la adversidad porque
ve en todo la mano amorosa de su Padre Dios, que se sirve de los sufrimientos y dolores para
purificar a sus elegidos y hacerlos santos. Por otro lado la longanimidad, que da un ánimo
constante capaz de sobrellevar sin desánimo ni desesperanza las dilaciones queridas o
permitidas por la Providencia divina, antes de alcanzar las metas que nos proponemos, y que
son claramente Voluntad de Dios; y --como dice el Apóstol--, «la caridad a todo se acomoda,
cree todo, todo lo espera y lo soporta todo»(26). Este fruto del Espíritu Santo otorga al alma la
certeza absoluta de que --si pone los medios, si hay lucha ascética-- en ella y a alrededor se
realizarán los misericordiosos designios divinos, a pesar de los obstáculos objetivos que pueda
encontrar, a pesar de sus flaquezas y aun de sus mismos errores y pecados. La longanimidad y la
paciencia aparecen así como frutos maduros de la fe y de la esperanza, sostenidas y potenciadas
por el Espíritu Santo.
Después de los frutos que ordenan el alma a Dios y la perfeccionan en sí misma, San Pablo
menciona otros que se refieren más directamente a las relaciones con el prójimo(27). Son
la bondad, benignidad y mansedumbre. El primero consiste en una disposición sobrenatural de la
voluntad por la que se desea el bien a toda clase de personas, sin distinción de amigos o de
enemigos, de parientes o desconocidos, de vecinos o lejanos; inmersa en el amor a Dios, la
persona en quien el Espíritu Santo produce este fruto respira bondad en todos sus
pensamientos, palabras y obras(28). Pero no basta querer el bien para otros. El verdadero amor
es operativo, y siempre que tiene ocasión se traduce en hechos concretos: la caridad es
bienhechora(29). Esa disposición del corazón, que inclina a hacer efectivamente el bien a
nuestro prójimo, es el fruto que San Pablo llama benignidad, y produce la fragancia espiritual
que impregna un ambiente cuando allí se viven todas las exigencias de la fe. Brilla este fruto en
la multitud de obras de misericordia, corporales y espirituales, que los cristianos llevan a cabo
por el mundo entero desde hace veinte siglos. Además, inseparablemente unido a la bondad y
benignidad está la mansedumbre que les da como su acabamiento y perfección. La caridad no
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se aíra(30), sino que en todo muestra suavidad y delicadeza. Así se comporta el alma en la que
el Espíritu Santo desarrolla su acción sin tropiezos. Ante las dificultades que proceden de otras
personas, ante las injusticias y ofensas, no se irrita ni alberga sentimientos de cólera o
impaciencia, aunque sienta --y a veces muy vivamente, por la mayor finura que se adquiere
mediante el trato con Dios-- la aspereza de los demás, los desdenes, las humillaciones: cosas
todas de las que se sirve Dios para acrisolar a las almas(31). Y a la mansedumbre, San Pablo
añade la fe, entendida en el sentido de «fidelidad»(32).El fraude, la mentira, la doblez, la traición,
causan horror a un alma en la que el Paráclito produce este fruto. El cristiano, cuando empeña
su palabra, no se echa atrás: es leal a sus compromisos y promesas. Y como esta franqueza
arraiga profundamente en el fondo de su carácter, el alma fiel se halla fácilmente inclinada a
creer lo que le dicen los demás(33). Santo Tomás ve en la fidelidad el cumplimiento acabado de
cuanto hay obligación de dar a los demás; por eso constituye la perfección de la justicia(34). Por
esto, la fidelidad constituye como la suma de todos los frutos del Espíritu Santo que miran a
nuestras relaciones con el prójimo.
Los tres últimos frutos del Paráclito mencionados por San Pablo, hacen directa referencia al
perfecto control de las pasiones. Esta es la principal misión de la templanza, con todo su cortejo
de virtudes subordinadas, que bajo el influjo de los dones del Espíritu Santo produce frutos
de modestia, continencia y castidad. Una persona modesta es aquélla que sabe comportarse, en
da circunstancia de su vida, de modo equilibrado, justo, sin excesos. La modestia ha de brillar,
primero, dentro de nosotros mismos(35). Además, la modestia pone orden dentro de nosotros
mismos: modera los deseos de conocer --hay una curiosidad buena, pero otra que es inútil o
incluso perjudicial--, tamiza los juicios por el filtro de la caridad, encauza los afectos pasándolos
por el Corazón de Jesucristo... El fruto de la modestia se refleja también en el porte exterior de la
persona: en su modo de hablar y de vestir, de reír y de moverse, de tratar a la gente y de
comportarse socialmente. Y, finalmente, la continencia y la castidad, son frutos dignos de los
hijos de Dios que saben que su cuerpo es templo del Espíritu Santo(36). Pero hay que poner los
medios para conservarla y acrecentarla, cuidando con delicadeza el pudor y la modestia,
mortificando los sentidos y la imaginación, evitando hasta la más pequeña ocasión de pecado.
La Santísima Humanidad de Cristo es el fruto incomparable que el Espíritu Santo --en unión con
el Padre y el Hijo-- ha producido jamás en nuestra tierra, sirviéndose de la cooperación de la
Virgen Santísima, a quien alabamos por el fruto bendito de su vientre(37). Ella nos invita a que
nazca espiritualmente en nosotros. Acercarse a la Virgen es un modo seguro de producir frutos
copiosos, porque Dios se sirve de Santa María para renovar, de modo invisible, la misión de las
divinas Personas en el alma por la gracia(38). «Yo, como la vid, eché hermosos sarmientos, y mis
flores dieron sabrosos y ricos frutos. Yo soy la Madre del amor hermoso, del temor, de la ciencia
y de la santa esperanza. Venid a mi cuantos me deseáis, y saciaos de mis frutos. Porque
recordarme es más dulce que la miel, y poseerme, más rico que el panal de miel. Los que me
coman quedarán con hambre de mi, y los que me beben quedarán de mí sedientos. El que me
escucha jamás será confundido, y los que me sirven no pecarán»(39).
Notas
1. En efecto, en muchos lugares, la Biblia compara al hombre justo, que se deja conducir por el
Espíritu Santo, con «un árbol plantado junto a la corriente de las aguas, que da su fruto a su
tiempo» (Ps 1,2-3). Y Jesucristo mismo decía a los Apóstoles: «no me habéis elegido vosotros a
Mí, sino que Yo os he elegido a vosotros; y os he puesto para que vayáis, y deis fruto, y vuestro
fruto permanezca» (Ioh 15,16)..
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2. S. Th. I-II, q. 70, a. 1. Y aun así, en el lenguaje corriente son frutos por antonomasia sólo
aquéllos que resultan gratos al paladar: cuando esto no sucede, se añade algún calificativo que
denota su imperfección; y se habla, por ejemplo, de frutos verdes o amargos. Reflejando el
sentir común, Santo Tomás de Aquino escribe que «se llama fruto al producto de la planta
cuando llega a la perfección y tiene cierta dulzura».
3. «Las obras de la carne --escribe San Pablo-- son manifiestas, las cuales son adulterio,
fornicación, deshonestidad, lujuria, idolatría, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, enojos,
riñas, disensiones, herejías, envidias, homicidios, embriagueces, glotonerías y cosas semejantes.
Sobre las cuales os prevengo, como ya tengo dicho, que los que tales hacen no alcanzarán el
reino de Dios» (Gal 5,19-21).
4. En este sentido, no son verdaderos frutos del Espíritu Santo los actos de virtud practicados de
modo remiso --es decir, sin correspondencia plena a las mociones divinas--, o hechos sin
rectitud de intención, de mala gana o a medias.
5. «Han descendido del Cielo torrentes, no para remover la tierra de manera que produzca sus
frutos, sino para inducir a la naturaleza humana a que devuelva al Agricultor divino el fruto de la
virtud de los hombres». (San Juan Crisóstomo, Homilía I de Sancta Pentecostés, 2).
9. Esta dulzura, hecha habitual en el alma, es el festín delicioso al que invita la Sabiduría divina:
«venid a mi cuantos me deseáis y saciaos de mis frutos, porque recordarme es más dulce que la
miel, y poseerme es más rico que el panal de miel» (Qoh 24,26).
10. Al hablar de los frutos del Espíritu Santo, San Pablo no hace una enumeración exhaustiva,
sino que señala las principales variedades de ese fruto primero y principalísimo que es la
caridad. Ya San Agustín comentaba que «siendo Dios el Sumo Bien del hombre --y esto no se
puede negar--, se sigue que la vida santa, que es una dirección del afecto al Sumo Bien,
consistirá en amarle con todo el corazón, con toda el alma y con todo el espíritu. Así se preserva
el amor de la corrupción y de la impureza, que es lo propio de la templanza; le hace invencible
frente a todas las adversidades, que es lo propio de la fortaleza; le lleva a renunciar a todo otro
vasallaje, que es lo propio de la justicia; y, finalmente, le hace estar siempre en guardia, para
discernir las cosas y no dejarse engañar por la mentira y el dolo, que es lo propio de la
prudencia» (San Agustín, De moribus Ecclesiae catholicae et de moribus manicheorum, I,25).
11. Cfr Gal 5,22-23. Los textos y versiones más antiguos sólo mencionan nueve de estos frutos, y
así se ha recogido en la Neovulgata. En la Vulgata aparecen además la paciencia, la modestia y
la castidad. Es decir, todas las obras buenas del alma movida por el Espíritu Santo, que
constituyen la cosecha abundante del sarmiento unido a la Vid verdadera, Jesucristo.
12. «Lo que el hombre sembrare, eso cosechará --advierte San Pablo--. Quien sembrare en su
carne la corrupción, de la carne cosechará la corrupción; pero quien siembre en el Espíritu, del
Espíritu cosechará la vida eterna. No nos cansemos, pues, de hacer el bien, que a su tiempo
cosecharemos, si no desfallecemos» (Gal 6,8-9).
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16. Eph 3,10.
20. En la primera epístola a los Corintios, San Pablo escribe un sublime himno a la caridad:
«aunque yo hablara todas las lenguas de los hombres y el lenguaje de los ángeles, si no tuviere
caridad, vengo a ser como metal que suena o campana que retiñe. Y aunque tuviera el don de
profecía y penetrase todos los misterios y poseyese todas las ciencias, aunque tuviera toda la fe,
de manera que trasladase de una parte a otra los montes, no teniendo caridad, soy nada. Y
aunque distribuyese todos mis bienes para sustento de los pobres y entregara mi cuerpo a las
llamas, si la caridad me falta, todo lo dicho no me sirve de nada» (1 Cor 13,1-3).
22. «Si alguno dice: si, yo amo a Dios, pero aborrece a su hermano, es un mentiroso (...).
Tenemos este mandamiento de Dios: que quien ama a Dios, ame también a su hermano» (1 Ioh
4,20-21). Es el mandamiento nuevo que Cristo dio como señal distintiva de sus seguidores: «en
esto conocerán todos que sois mis discípulos» (Ioh 13,35); el signo más cierto de la actuación
del Espíritu Santo en el alma, que la lleva a alegrarse de todo verdadero bien que ve en el
prójimo, a entristecerse ante el mal que le impide dar a Dios la gloria debida, y a ayudar a los
demás en sus necesidades espirituales y materiales: «no hay señal ni marca que así distinga al
cristiano y al amador de Cristo, como el cuidado de nuestros hermanos y el celo por la salvación
de las almas» (San Juan Crisóstomo, De incomprehensible homiliae, 6,3).
25. «Caritas patiens est» (1 Cor 13,4), la caridad está llena de paciencia. Y, al mismo tiempo, la
paciencia es un gran baluarte del amor. «La caridad --escribía San Cipriano-- es el lazo que une
a los hermanos, el cimiento de la paz, la trabazón que da firmeza a la unidad; la que es superior
a la esperanza y a la fe, la que sobrepuja a la limosna y al martirio; la que quedará con nosotros
para siempre en el Cielo. Quítale, sin embargo, la paciencia, y quedará devastada; quítale el jugo
del sufrimiento y de la resignación, y perderá las raíces y el vigor» (San Cipriano, De bono
patientiae, 15).
27. A los que alude también Carta a los Colosenses: «revestíos de entrañas de misericordia,
bondad, humildad, mansedumbre (...), soportándoos y perdonándoos mutuamente, siempre que
alguno diere a otro motivo de queja. Como el Señor os perdonó, así también perdonaos
vosotros» (Col 3,12-13).
28. «Caritas non aemulatur» (1 Cor 13,4), la caridad no tiene envidia ni busca sus propios
intereses. Es el fruto que el Apóstol llama bondad, y que se contrapone a los frutos amargos de
la envidia y de los celos no tienen cabida en un alma en la que reina el Espíritu Santo.
31. Incluso puede decirse que una persona así se va haciendo más dulce y delicada, más amable
y cariñosa, y experimenta el impulso de rezar más por las personas que le hacen sufrir, y de
tener con ellas más detalles de cariño: ha aprendido a querer incluso sus defectos, siempre que
éstos no sean ofensa a Dios. Este fruto es tan importante, que Jesucristo nos enseñó que
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constituye una auténtica bienaventuranza: «bienaventurados los mansos porque ellos poseerán
la tierra» (Mt 5,4), al mismo tiempo que se nos ofreció como modelo: «aprended de Mi, que soy
manso y humilde de corazón» (Mt 11,29).
32. Según la Sagrada Escritura, fiel es el hombre que cumple sus deberes --aun los más
pequeños-- con sentido de profunda justicia, en quien los demás hombres pueden confiar.
«Nada hay comparable a un amigo fiel --asegura el Eclesiástico--; su precio es incalculable» (Sir
6,15).
33. Es decir, la sola idea del engaño o la mentira le repugna, porque «la caridad no se goza de la
injusticia, sino que se complace en la verdad» (1 Cor 13,6).
34. Entendido así, este fruto del Paráclito es también una gustosa variedad del amor, porque «el
que ama a su prójimo cumple plenamente la ley» (Rom 13,8). Le ama como Cristo nos ha
amado: con un amor misericordioso y compasivo, que se duele ante el de los otros,
especialmente del pecado que destroza las almas; con un amor benevolente y gratuito, que se
entrega sin esperar nada a cambio; con un amor operoso y efectivo, que sabe buscar las
mejores soluciones para ayudar de verdad a los necesitados.
35. Un alma modesta aprecia como conviene los talentos naturales y sobrenaturales que Dios le
ha dado, sin minimizarlos ni exagerarlos, y reconoce sencillamente que son un regalo del Señor,
para que use en servicio de los demás. No se los apropia, como si fueran mérito suyo, ni
tampoco desea más de lo que Dios le ha dado. Es la expresión viva de una caridad que --como
escribe también San Pablo--, no se ensoberbece ni es ambiciosa (1 Cor 13,4). Esta modestia
interior tiene la fragancia de la verdadera humildad.
36. «La fornicación y cualquier género de impureza (...) ni se nombre entre vosotros, como
conviene a los santos; ni tampoco palabras torpes, ni groserías, ni truhanerías, que no son
convenientes» (Eph 5,3-4), exhorta San Pablo. Esta pureza interior y exterior es muy grata a Dios
y a la Virgen Santísima, y el Señor la otorga a quienes la piden con humildad.
38. Para una amplia exposición de los frutos del Espíritu Santo en la Virgen, cfr A. Royo Marín, La
Virgen María. Teología y espiritualidad marianas, BAC, 2ª ed., Madrid 1997, pp. 328-352.
La longanimidad es una cualidad de las personas longánimes, es decir de aquellas que sin
quejarse aceptan las adversidades de la vida. Longanimidad deriva del latín longus que
significa largo, y ánima o alma (por lo que longus ánima significa largo sufrimiento) en
referencia a la cualidad de la paciencia y perseverancia que se tiene para aceptar las dificultades.
Paciencia y perseverancia que unidos a la esperanza podrán ser los únicos faros que alumbren el
camino angosto que a todos nos tocará recorrer en el futuro mediato.
La longanimidad permite esperar el bien que se desea sin desesperar y tolerar la lentitud o
duración del mal que se recibe o se sufre. Es un estado anímico que se refleja en la mirada y en
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el rostro.La longanimidad es una virtud, una disposición del ánimo que nos permite esperar
sin amarguras ni quejas sino con ecuanimidad las dilaciones del logro de nuestras metas.
Hoy por hoy esta disposición de ánimo se ve socavada día tras día por lo extenso de las
medidas de cuarentena a que nos vemos sometidos, las penosas estadísticas de afectados y
fallecidos, donde se están poniendo a prueba una serie de valores y virtudes que podrían haber
formado parte o no de nuestras personalidades y con las cuales nos ha tocado enfrentar la
actualidad.
Desde el niño que no comprende a cabalidad el porqué del encierro obligado; el adolescente
que se ha visto frenado e interrumpido bruscamente en la plenitud de su energía y en el diario
experimentar de nuevas experiencias y formación; hasta el anciano (palabra discutible en su
verdadera acepción) que de pronto se ha visto aislado del diario vivir, donde unos por
protección y otros por miedo han decidido quitarle todos sus privilegios y derechos y tratarlo
como la reliquia antigua que se puede ver, pero desde lejos y jamás tocarla.
Decíamos que muchos valores se están poniendo a prueba en esta época, entre ellos los de la
paciencia, para saber aguardar y comprender las medidas políticas y médicas que se asumen a
diario en todo el planeta, aun a sabiendas que ni los supuestos líderes mundiales de las grandes
potencias económicas, que parece a tontas y ciegas están jugando un doble rol, el de mantener
sus índices de popularidad para ser reelectos o para ganar mayor confianza de su electorado y
por otra parte para incrementar su poderío económico y preservar sus futuras ganancias,
mediante oscuros tratos y negocios, antes de llegar a las crisis económicas que todos vaticinan
cada día.
Por otra parte están los científicos más renombrados que no han podido, hasta la fecha,
ponerse de acuerdo en el origen de esta extraña enfermedad (intereses políticos, económicos,
de poder o simple incapacidad?); su verdadero y eficaz tratamiento médico; los cuidados y
precauciones necesarios a tomar por cada ser humano: antes de enfermarse, durante su
tratamiento, y post internación; porque a cada instante surgen nuevas investigaciones y
declaraciones, a veces sin pruebas suficientes de veracidad y perennidad, que sugieren y hasta
pretenden imponer determinados protocolos de posibles causas, tratamientos y medidas de
prevención y cuidado.
Javier Gómez O.
Si a todo esto le sumamos las noticias y denuncias que nuevamente vuelven a empañar las
gestiones administrativas y económicas de los mandatarios, la paciencia definitivamente se
agota y puede ocasionar un peligroso rebalse que cual agua contenida en una represa que se
resquebraja, puede convertirse en daños ya no solamente de salubridad, sino sociales donde las
pasiones se desbordan y destruyen lo poco construido hasta la fecha.
Ante ello la templanza, es otra virtud que debe permitir que aplaquemos nuestros ímpetus y sin
que ignoremos todo lo mal hecho a niveles económicos y políticos y que merecen las
investigaciones necesarias así como los castigos que correspondan a los verdaderos culpables,
pongamos de nuestra parte para influir en nuestros círculos para obtener en ellos su templanza,
que no es otra cosa que la paciencia adornada y acompañada de sabiduría para hacer
realidad este recordado término de longanimidad.
La experiencia acumulada de las personas mayores que a través de los años y cientos de caídas
y levantadas que han debido experimentar, se puede dar y expresar a través de su generosidad,
brindando siempre el consejo sabio y oportuno, fruto de lo aprendido en la escuela de la vida, y
dirigido sobre todo a la juventud que de por si es buena en esencia y sana en mente, pero
impetuosa al extremo de poner en riesgo su propia seguridad y a la que además no le gusta oir.
La perseverancia que forma también parte de la longanimidad es un atributo que nos permitirá
llegar a cumplir y realizar nuestros sueños y metas anheladas, pero tomando en cuenta que las
condiciones de vida habrán de cambiar drásticamente y que posiblemente los objetivos
previstos de alcanzar o lograr en la realidad, el “sueño americano”, son ya simples quimeras del
pasado y que debemos fijar objetivos de paz y felicidad basados en la solidaridad, la justicia y la
equidad para construir una sociedad mejor, más ecuánime con los desposeídos y con el alcance
de oportunidades a todos los que realmente se esfuercen por lograr determinadas metas, sin
necesidad de pisar a nadie en el camino.
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Por otra parte en el campo religioso y sobre todo para el cristianismo, la longanimidad es un
fruto del Espíritu Santo que opera en la persona que tiene fe, para que pueda esperar con
tolerancia y paciencia la consecución de su objetivo de vida de acuerdo al propósito de Dios,
por extraordinario que sea el sufrimiento o la prueba. Esta virtud es movida por el amor, la
generosidad, la clemencia y benignidad, que permiten soportar todas las adversidades y
obstáculos con la certeza de que siempre, pase lo que pase, se realizarán esos propósitos según
el plan del Creador.
Si se demoran los tiempos y los esfuerzos parecen estériles, la longanimidad aparece como
una expresión de la virtud de la esperanza. Pero para ello es necesario no sólo el dominio
propio sino la fe y la confianza en Dios. En el libro de Gálatas 5:19 el apóstol Pablo habla de la
«carne» en referencia a nuestra naturaleza humana, y de las «obras de la carne» en relación a
nuestro egoísmo, celos, envidia, ira, homicidios, fallas para las cuales el único antídoto es el
Espíritu Santo con sus frutos, entre los que se menciona la longanimidad. El aceptar los
actuales desafíos sin apelar a la condición de victimas impotentes, sino seres dotados de
inteligencia y capacidad, nos permitirá salir triunfantes una vez más de las pruebas a las que la
vida nos somete, e imitando a nuestros mayores y en base al estudio de la historia de la
humanidad. Por ello aceptemos la veracidad de la siguiente frase que señala: “nadie nos dijo
que la vida era fácil, pero es la única que tenemos y debemos disfrutarla con felicidad y
armonía”.
Javier Gómez O.