La Busqueda de Iranon-H. P. Lovecraft

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LA BÚSQUEDA DE IRANON

H. P. LOVECRAFT

PUBLICADO: 1935
FUENTE: EN.WIKISOURCE.ORG

TRADUCCIÓN PROPIA DE ELEJANDRÍA


LA BÚSQUEDA DE IRANON

En la ciudad de granito de Teloth vagaba el joven, con corona de vid, el


pelo amarillo reluciente de mirra y la túnica púrpura rasgada por las zarzas
de la montaña Sidrak que se extiende al otro lado del antiguo puente de pie-
dra. Los hombres de Teloth son oscuros y severos, y habitan en casas cua-
dradas, y con el ceño fruncido preguntaron al forastero de dónde había veni-
do y cuáles eran su nombre y su fortuna. El joven respondió:
"Soy Iranon, y vengo de Aira, una ciudad lejana que sólo recuerdo vaga-
mente pero que busco volver a encontrar. Canto canciones que aprendí en la
ciudad lejana, y mi vocación es embellecer los recuerdos de la infancia. Mi
riqueza está en los pequeños recuerdos y sueños, y en las esperanzas que
canto en los jardines cuando la luna es tierna y el viento del oeste agita los
capullos de loto."
Cuando los hombres de Teloth oyeron estas cosas murmuraron entre sí;
pues aunque en la ciudad de granito no hay risas ni canciones, los hombres
severos miran a veces hacia las colinas de Carta en primavera y piensan en
los laúdes de la lejana Oonai de los que han hablado los viajeros. Y pensan-
do así, ordenaron al forastero que se quedara a cantar en la plaza ante la To-
rre de Mlin, aunque no les gustaba el color de su andrajosa túnica, ni la mi-
rra de sus cabellos, ni su coronilla de hojas de vid, ni la juventud de su voz
dorada. Al anochecer Iranon cantaba, y mientras cantaba un anciano rezaba
y un ciego decía haber visto un nimbo sobre la cabeza del cantor. Pero la
mayoría de los hombres de Teloth bostezaron, y algunos rieron y otros se
durmieron; porque Iranon no contaba nada útil, cantando sólo sus recuer-
dos, sus sueños y sus esperanzas.
"Recuerdo el crepúsculo, la luna y canciones suaves, y la ventana donde
me mecían para dormirme. Y a través de la ventana estaba la calle donde
llegaban las luces doradas, y donde las sombras bailaban sobre las casas de
mármol. Recuerdo el cuadrado de luz de luna en el suelo, que no era como
ninguna otra luz, y las visiones que bailaban sobre los rayos de luna cuando
mi madre me cantaba. Y también recuerdo el sol de la mañana, brillante so-
bre las colinas multicolores en verano, y la dulzura de las flores llevadas por
el viento del sur que hacía cantar a los árboles.
"¡Oh Aira, ciudad de mármol y berilo, cuántas son tus bellezas! ¡Cuánto
amé las cálidas y fragantes arboledas al otro lado del hialino Nithra, y las
caídas del diminuto Kra que fluía por el verde valle! En aquellas arboledas
y en el valle los niños tejían coronas de flores unos para otros, y al anoche-
cer yo soñaba extraños sueños bajo los árboles de yath de la montaña mien-
tras veía debajo de mí las luces de la ciudad, y el curvado Nithra reflejando
una cinta de estrellas.
"Y en la ciudad estaban los palacios de mármol veteado y tintado, con
cúpulas doradas y paredes pintadas, y verdes jardines con estanques cerú-
leos y fuentes de cristal. A menudo jugaba en los jardines y vadeaba los es-
tanques, y me tumbaba a soñar entre las pálidas flores bajo los árboles. Y a
veces, al atardecer, subía por la larga calle de colinas hasta la ciudadela y la
plaza abierta, y contemplaba Aira, la mágica ciudad de mármol y berilo, es-
pléndida en un manto de llamas doradas.
"Mucho tiempo te he echado de menos, Aira, pues era muy joven cuando
nos exiliamos; pero mi padre era tu Rey y volveré a ti, pues así lo ha decre-
tado el Destino. A lo largo de siete tierras te he buscado, y algún día reinaré
sobre tus arboledas y jardines, tus calles y palacios, y cantaré a los hombres
que sabrán de qué canto, y no reirán ni se apartarán. Porque yo soy Iranón,
que fui príncipe en Aira".
Aquella noche los hombres de Teloth alojaron al forastero en un establo,
y por la mañana se le acercó un arconte y le dijo que fuera a la tienda de At-
hok el zapatero, y que fuera aprendiz suyo.
"Pero yo soy Iranon, un cantor de canciones", dijo, "y no tengo corazón
para el oficio de zapatero".
"Todos en Teloth deben trabajar", replicó el arconte, "pues ésa es la ley".
Entonces dijo Iranon:
"¿Por qué trabajáis? ¿No es para que viváis y seáis felices? Y si os afa-
náis sólo para afanaros más, ¿cuándo os hallará la felicidad? Trabajáis para
vivir, pero ¿no está hecha la vida de belleza y canto? Y si no sufrís cantores
entre vosotros, ¿dónde estarán los frutos de vuestro trabajo? El trabajo sin
canción es como un viaje cansado sin fin. ¿No sería más placentera la muer-
te?" Pero el arconte se mostró hosco y no comprendió, e increpó al
forastero.
"Eres un joven extraño, y no me gustan ni tu rostro ni tu voz. Las pala-
bras que dices son una blasfemia, pues los dioses de Teloth han dicho que el
trabajo es bueno. Nuestros dioses nos han prometido un paraíso de luz más
allá de la muerte, donde habrá descanso sin fin, y una frialdad cristalina en
medio de la cual nadie irritará su mente con el pensamiento ni sus ojos con
la belleza. Ve, pues, con Athok el zapatero o sal de la ciudad al atardecer.
Aquí todo debe servir, y cantar es una locura".
Así que Iranon salió del establo y caminó por las estrechas calles de pie-
dra entre las sombrías casas cuadradas de granito, buscando algo verde,
pues todo era de piedra. En los rostros de los hombres había ceños frunci-
dos, pero junto al terraplén de piedra que bordeaba el lento río Zuro estaba
sentado un muchacho de ojos tristes que miraba las aguas para espiar las
verdes ramas que brotaban arrastradas desde las colinas por las corrientes
de agua. Y el niño le dijo:
"¿No eres tú aquel de quien hablan los arcontes, que busca una ciudad
lejana en una tierra hermosa? Soy Romnod, nacido de la sangre de Teloth,
pero no soy viejo en los caminos de la ciudad de granito, y añoro cada día
las cálidas arboledas y las lejanas tierras de belleza y canción. Más allá de
las colinas de Karthian se encuentra Oonai, la ciudad de los laúdes y la dan-
za, de la que los hombres susurran y dicen que es a la vez hermosa y terri-
ble. Allí iría yo si tuviera edad para encontrar el camino, y allí deberías ir tú
si quisieras cantar y que los hombres te escucharan. Dejemos la ciudad de
Teloth y vayamos juntos entre las colinas de la primavera. Tú me mostrarás
los caminos del viaje y yo asistiré a tus canciones al anochecer, cuando las
estrellas, una a una, traigan sueños a las mentes de los soñadores. Y tal vez
Oonai, la ciudad de los laúdes y la danza, sea la bella Aira que buscas, pues
se dice que no has conocido a Aira desde los viejos tiempos, y los nombres
cambian a menudo. Vayamos a Oonai, oh Iranon de la cabeza de oro, donde
los hombres conocerán nuestros anhelos y nos acogerán como hermanos, ni
siquiera se reirán o fruncirán el ceño ante lo que digamos." Y Iranon
respondió:
"Así sea, pequeño; si alguien en este lugar de piedra anhela la belleza
debe buscar las montañas y más allá, y yo no te dejaría languidecer junto al
perezoso Zuro. Pero no pienses que el deleite y la comprensión moran al
otro lado de las colinas de Karthia, o en cualquier lugar que puedas encon-
trar en un día, o un año, o un lustro de viaje. He aquí que, cuando yo era pe-
queño como tú, vivía en el valle de Narthos, junto al gélido Xari, donde na-
die escuchaba mis sueños; y me decía a mí mismo que, cuando fuera mayor,
iría a Sinara, en la vertiente meridional, y cantaría a los sonrientes hombres
dromedario en el mercado. Pero cuando fui a Sinara encontré a los drome-
darios borrachos y malhumorados, y vi que sus canciones no eran como las
mías, así que viajé en una barcaza por el Xari hasta Jaren, la ciudad amura-
llada de ónice. Y los soldados de Jaren se rieron de mí y me echaron, así
que deambulé por muchas ciudades. He visto Stethelos, que está bajo la
gran catarata, y he contemplado el pantano donde una vez estuvo Sarnath.
He estado en Thraa, Ilarnek y Kadatheron, en el sinuoso río Ai, y he mora-
do largo tiempo en Olathoe, en la tierra de Lomar. Pero aunque a veces he
tenido oyentes, siempre han sido pocos, y sé que la bienvenida sólo me es-
perará en Aira, la ciudad de mármol y berilo donde mi padre gobernó una
vez como Rey. Así que buscaremos Aira, aunque sería mejor visitar la leja-
na y bendita Oonai, al otro lado de las colinas de Karthian, que podría ser
Aira, aunque no lo creo. La belleza de Aira es inimaginable, y nadie puede
hablar de ella sin embelesarse, mientras que los camelleros susurran lasci-
vamente sobre Oonai".
Al atardecer, Iranon y el pequeño Romnod partieron de Teloth y vagaron
durante mucho tiempo entre las verdes colinas y los frescos bosques. El ca-
mino era áspero y oscuro, y nunca les pareció que estuvieran más cerca de
Oonai, la ciudad de los laúdes y la danza; pero al anochecer, cuando salían
las estrellas, Iranon cantaba sobre Aira y sus bellezas y Romnod escuchaba,
de modo que ambos eran felices en cierto modo. Comían abundante fruta y
bayas rojas, y no notaban el paso del tiempo, sino que debían de haber
transcurrido muchos años. El pequeño Romnod ya no era tan pequeño, y
hablaba profundo en vez de chillar, aunque Iranon era siempre el mismo, y
adornaba su dorada cabellera con enredaderas y fragantes resinas encontra-
das en los bosques. Así sucedió que Romnod parecía más viejo que Iranon,
aunque había sido muy pequeño cuando Iranon lo encontró observando las
ramas verdes que brotaban en Teloth, junto al perezoso Zuro de piedra.
Entonces, una noche de luna llena, los viajeros llegaron a la cresta de una
montaña y contemplaron la miríada de luces de Oonai. Los campesinos les
habían dicho que estaban cerca, e Iranon supo que no se trataba de su ciu-
dad natal de Aira. Las luces de Oonai no eran como las de Aira, porque eran
duras y deslumbrantes, mientras que las luces de Aira brillaban tan suave y
mágicamente como brillaba la luz de la luna en el suelo junto a la ventana
donde la madre de Iranon una vez lo meció para que se durmiera cantando.
Pero Oonai era una ciudad de laúdes y danzas, de modo que Iranon y Rom-
nod descendieron por la empinada ladera para encontrar hombres a quienes
los cantos y los sueños proporcionaran placer. Y cuando entraron en la ciu-
dad, se encontraron con juerguistas ataviados con coronas de rosas que iban
de casa en casa y se asomaban a ventanas y balcones, que escuchaban las
canciones de Iranon y le arrojaban flores y aplaudían cuando terminaba. En-
tonces, por un momento, Iranon creyó que había encontrado a quienes pen-
saban y sentían como él, aunque la ciudad no era ni una centésima parte tan
bella como Aira.
Cuando amaneció, Iranon miró a su alrededor con consternación, pues las
cúpulas de Oonai no eran doradas al sol, sino grises y lúgubres. Y los hom-
bres de Oonai estaban pálidos por la juerga y apagados por el vino, y no se
parecían a los radiantes hombres de Aira. Pero como el pueblo le había
arrojado flores y aclamado sus cantos, Iranon se quedó, y con él Romnod, a
quien le gustaba la juerga del pueblo y llevaba en sus oscuros cabellos rosas
y mirto. A menudo, por la noche, Iranon cantaba a los juerguistas, pero
siempre estaba como antes, coronado sólo con la vid de las montañas y re-
cordando las calles de mármol de Aira y la hialina Nithra. En los frescos
salones del Monarca cantaba, sobre una tarima de cristal elevada sobre un
suelo que era un espejo, y mientras cantaba, traía imágenes a sus oyentes
hasta que el suelo parecía reflejar cosas viejas, bellas y medio recordadas en
lugar de los comensales enrojecidos por el vino que lo acribillaban a rosas.
Y el Rey le ordenó que se quitara su andrajosa púrpura, y lo vistió de raso y
oro, con anillos de jade verde y brazaletes de marfil teñido, y lo alojó en una
cámara dorada y tapizada sobre un lecho de dulce madera tallada con dose-
les y coberturas de seda bordada con flores. Así vivió Iranon en Oonai, la
ciudad de los laúdes y la danza.
No se sabe cuánto tiempo permaneció Iranon en Oonai, pero un día el rey
trajo al palacio a unas bailarinas salvajes del desierto de Liria y a unos tene-
brosos flautistas de Drinen, en el este, y después los juerguistas arrojaron
sus rosas no tanto a Iranon como a las bailarinas y a los flautistas. Y día tras
día, aquel Romnod que había sido un niño pequeño en la granítica Teloth se
volvió más tosco y más rojo por el vino, hasta que soñó cada vez menos y
escuchó con menos deleite las canciones de Iranon. Pero aunque Iranon es-
taba triste, no dejaba de cantar, y al anochecer volvía a contar sus sueños de
Aira, la ciudad de mármol y berilo. Entonces, una noche, el enrojecido y
engordado Romnod resopló pesadamente en medio de las sedas raídas de su
banquete y murió retorciéndose, mientras Iranon, pálido y esbelto, cantaba
para sí mismo en un rincón lejano. Y cuando Iranon hubo llorado sobre la
tumba de Romnod y la había cubierto de ramas verdes, como solía gustar a
Romnod, dejó a un lado sus sedas y sus galas y salió olvidado de Oonai, la
ciudad de los laúdes y la danza, vestido sólo con la andrajosa púrpura con la
que había llegado, y adornado con vides frescas de las montañas.
Hacia el atardecer vagó Iranon, buscando aún su tierra natal y hombres
que comprendieran sus canciones y sus sueños. En todas las ciudades de
Cydathria y en las tierras más allá del desierto de Bnazie, niños de rostro
alegre se reían de sus viejas canciones y de su andrajosa túnica de púrpura;
pero Iranon permanecía siempre joven, y llevaba coronas sobre su dorada
cabeza mientras cantaba a Aira, deleite del pasado y esperanza del futuro.
Así llegó una noche al escuálido catre de un antiguo pastor, encorvado y
sucio, que guardaba los rebaños en una ladera pedregosa sobre un pantano
de arenas movedizas. A este hombre le habló Iranón, como a tantos otros:
"¿Puedes decirme dónde puedo encontrar Aira, la ciudad de mármol y
berilo, donde fluye el hialino Nithra y donde las cataratas del pequeño Kra
cantan a los verdes valles y colinas cubiertas de árboles de yath?" Y el pas-
tor, al oír, miró larga y extrañamente a Iranon, como si recordara algo muy
lejano en el tiempo, y observó cada línea del rostro del extraño, y su cabello
dorado, y su corona de hojas de vid. Pero era viejo, y sacudió la cabeza y se
quedó dormido. Pero era anciano, y sacudió la cabeza al responder:
"Oh extranjero, he oído el nombre de Aira, y los otros nombres que has
dicho, pero vienen a mí desde lejos a través de largos años. Los oí en mi ju-
ventud de labios de un compañero de juegos, un niño mendigo dado a sue-
ños extraños, que tejía largas historias sobre la luna y las flores y el viento
del oeste. Solíamos reírnos de él, pues lo conocíamos de nacimiento, aun-
que se creía hijo de rey. Era apuesto, como tú, pero lleno de locura y extra-
ñeza; y huía de pequeño en busca de quienes escucharan con gusto sus can-
ciones y sus sueños. ¡Cuántas veces me cantó de tierras que nunca fueron y
de cosas que nunca podrán ser! De Aira hablaba mucho; de Aira y del río
Nithra, y de las cataratas del pequeño Kra. Allí jamás diría que vivió una
vez como príncipe, aunque aquí lo conocimos desde su nacimiento. Tampo-
co hubo nunca una ciudad de mármol de Aira, ni quienes pudieran deleitar-
se con extrañas canciones, salvo en los sueños de mi viejo compañero de
juegos Iranon, que se ha ido."
Y en el crepúsculo, mientras las estrellas salían una a una y la luna pro-
yectaba sobre el pantano un resplandor como el que un niño ve estremecer-
se en el suelo cuando lo mecen para que se duerma al anochecer, se adentró
en las arenas movedizas letales un hombre muy anciano vestido de andrajo-
sa púrpura, coronado con blanqueadas hojas de vid y mirando al frente
como si contemplara las cúpulas doradas de una bella ciudad donde se com-
prenden los sueños. Aquella noche algo de juventud y belleza murió en el
mundo de los ancianos.
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