Ojeda Monica Las Voladoras 5 7

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LAS VOLADORAS

De villa en villa, sin Dios ni Santa María


«Las voladoras», relato oral de Mira, Ecuador

¿Bajar la voz? ¿Por qué tendría que hacerlo? Si uno murmura es


porque teme o porque se avergüenza, pero yo no temo. Yo no me
avergüenzo. Son otros los que sienten que tengo que bajar la voz, achicarla,
convertirla en un topo que desciende, que avanza hacia abajo cuando lo que
quiero es ir hacia arriba, ¿sabe?, como una nube. O un globo. O las
voladoras. ¿A usted le gustan los globos? A mí me encantan, sobre todo los
que mamá ata a los árboles para espantar a los animales del bosque. A las
voladoras no les gustan los globos y siempre los revientan. Hacen ¡bam!, y
con eso yo ya sé que son ellas. Mamá les grita mucho: les lanza zapatos, les
lanza tenedores. Pero las voladoras son rápidas y lo esquivan todo.
Esquivan los cascos de los caballos de papá. Esquivan los balidos de las
cabras. Yo he llorado mucho por esto, y si ya no lo hago es porque me dan
miedo las abejas que se prenden de mis pestañas. Si quiere que se lo
explique bien, míreme. En mi cara está toda la verdad, la que no tiene
palabras sino gestos. La que es materia, la que se escucha y se toca. Verá, es
cierto que las voladoras no son mujeres normales. Para empezar tienen un
solo ojo. No es que les falte uno, sino que solo tienen un ojo, como los
cíclopes. Yo soñé con una de ellas antes de que entrara a nuestra casa por la
ventana de mi habitación. La vi sentada, rígida, dándole de beber sus
lágrimas a las abejas. Pocos saben que las voladoras pueden llorar, y los que
saben dicen que las brujas no lloran de emoción, sino de enfermedad. La
voladora entró llorando con su único ojo y trajo los zumbidos a la familia.
Trajo la montaña donde jadean las que aprendieron a elevarse de una forma
horrible, con los brazos abiertos y las axilas chorreando miel. A papá le
disgusta su olor a vulva y a sándalo, pero cuando mamá no está le acaricia
el lomo y le pregunta cosas muy difíciles de entender y de repetir. En
cambio, si mamá está presente, él intenta patearla para que salga de la casa,
le escupe, se saca el cinturón y golpea las puertas y las paredes como si
fueran a gemir. En secreto, yo dejo las ventanas abiertas por la noche para
escuchar el rezo de los árboles. Los oigo y me arrullo con ellos aunque a
veces también me da escalofríos el negro fondo de sus oraciones. La
voladora tiene el pelo negro, ¿sabe?, como el mío y como el canto de los
pájaros del monte. La siento acurrucarse entre mis piernas en las
madrugadas y me abrazo a ella porque, como dice papá cuando mamá no lo
ve, un cuerpo necesita a otro cuerpo, sobre todo en la oscuridad. He
aprendido a amar sus lágrimas. Usted no sabe lo que es amar un pelaje
como si fuera un cabello, pero verá: en mis sueños, la voladora tiene un
paisaje y una tumba. Tiene montañas y un muerto al que llorar. Yo nunca he
sabido por qué llora ni por qué sus lágrimas sirven de alimento para el
zumbido divino. ¿Sabe usted que el sonido que hacen las abejas es la
vibración de Dios? Mamá le teme a los panales por eso. Y odia a la
voladora porque es una mujer que inquieta a los caballos y le da de beber su
tristeza a las abejas. «No es nuestra», dice sudando y tocándose el cuello.
«No queremos su silencio». Y es que ella mira a mamá con su único ojo sin
hablar. Es esa falta de palabra lo que más molesta a los caballos. Las cabras,
en cambio, se tranquilizan si la voladora llega seguida por un enjambre y
moja la tierra con su llanto. Yo no entiendo por qué mamá la odia y a la vez
la observa con las mejillas rojas y calientes. No entiendo por qué a papá se
le tensa el pantalón. La montaña es el verdadero hogar de las voladoras, una
casa que siempre nos ha dicho cosas importantes, pero en la mía está
prohibido acercarse. Según mis padres es un templo de sonidos terribles, de
ruidos de pieles, uñas, picos, colas, cuernos, lenguas, aguijones… Allí se
van volando las abuelas, madres e hijas que se extravían, pero lo que más
me da miedo es el sonido de las plantas. Esos crujidos verdes que llaman a
la voladora y la alejan de mis caderas. Fue mi padre el primero en
enseñarme que Dios es tan peligroso y profundo como un bosque. Por eso
nuestros animales están domesticados y jamás traspasan las vallas, salvo
uno que otro caballo enloquecido por la divinidad. Cuando un caballo
enloquece, papá dice que es porque el-Dios-que-está-en-todo despierta en el
corazón del animal. «Si algo tan grande como Dios abre los ojos tras tus
huesos, tú te disuelves como polvo en el agua y dejas de existir», me dijo.
Pero la voladora es el bosque entrando a nuestra casa y eso no había pasado
nunca. Nunca habíamos sentido el delirio divino tan cerca, ni tampoco su
deseo. Porque en el fondo, créame, yo le estoy hablando del deseo de Dios:
el misterio más absoluto de la naturaleza. Imagine ese misterio entrando a
su casa y ensanchándole las caderas. Imagine a las plantas sudando.
Imagine las venas brotadas de los caballos. La voladora hace que papá se
manche los pantalones y que mamá cierre muy fuerte las piernas. Hace que
yo me unte las axilas con miel y suba al tejado a probar el aire. A pesar de
eso la amamos y el amor tiene su propia forma de conocer, ¿entiende? Yo
amo su pelaje como si fuera un cabello. Amo su naturaleza. El día en que
sangré por primera vez ella desapareció durante una semana. Mamá fingió
ponerse contenta, pero en las madrugadas regaba leche en el suelo de la
cocina que luego lamía con toda su sed. Se subía al tejado con las axilas
como un panal. Volaba unos metros. Caía desnuda sobre la hierba. Papá y
yo la veíamos sufrir a escondidas y, a la mañana siguiente, la escuchábamos
decir: «Creo que se ha ido para siempre». Pero la voladora regresó y lloró
sobre mis pezones con su único ojo y mis pezones, grandes y oscuros como
los rezos de los árboles, despertaron. Espero que lo entienda: un ser así trae
el futuro. Y después de unos meses yo empecé a hincharme y todos los
caballos enloquecieron. Todas las cabras durmieron. Usted tiene que
explicarle a la congregación que esto fue lo que sucedió: que a papá le
turbaba que yo durmiera con el zumbido de las abejas. Sudaba. Se tocaba
debajo de los pantalones. Mamá, en cambio, se cortó el pelo y lo enterró al
pie del manzano más viejo del bosque. Tiene que contarles que la voladora
llora y revienta los globos y vacía los panales, pero que yo amo su pelaje
como a un cabello. ¿Qué se hace cuando una familia siente cosas tan
distintas y tan similares a la vez? Yo rezo hacia arriba y el ojo de la bruja se
tuerce. Suben las abejas. ¿Sabe usted lo que hace en la sangre el zumbido de
los panales? Las lágrimas mojan mi cuerpo por las noches. Todavía duermo
con la voladora y, a veces, papá mira igual que un caballo en delirio la línea
irregular de la valla que separa nuestra casa del promontorio.
Yo no me avergüenzo del tamaño de mis caderas. No bajo la voz. No
le tengo miedo al pelaje. Subo al tejado con las axilas húmedas y abro los
brazos al viento.
El misterio es un rezo que se impone.

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