Yukio Mishima. La Casa de Kyoko PDF

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Yukio Mishima

La casa de Kyoko
Traducido del japonés
por Emilio Masiá López
Primera parte
Capítulo 1

Todos bostezaban.
—¿A dónde vamos? —dijo Shunkichi.
—¿Dónde vamos a ir a estas horas del mediodía?
—Nosotras bajamos aquí, iremos a la peluquería —dijeron
Mitsuko y Tamiko, por lo visto aún de bastante buen ánimo.
Shunkichi y Osamu no objetaron nada. La única mujer que
se quedó en el coche era Kyoko. A Mitsuko y Tamiko les
pareció bien. Shunkichi y Osamu, cada uno a su manera, se
despidieron de ellas como si nada. Ellas, en cambio, esperaban
una despedida más atenta por parte de Natsuo, debido a su
buen carácter y a que su relación nunca había ido más allá de
la amistad. Natsuo, tal como se esperaba, cumplió las
expectativas.
Eran cerca de las tres de una tarde a principios de abril de
1954. El coche de Natsuo, conducido por Shunkichi, giró por
una calle de sentido único. ¿Dónde podríamos ir? Algún lugar
poco concurrido sería ideal… Demasiada gente los dos días
que pasaron junto al lago de Ashinoko. Y hoy, a su vuelta por
el céntrico barrio de Ginza, otro tanto de lo mismo.
En momentos así convenía tener en cuenta la opinión de
Natsuo:
—Hace tiempo fui a Tsukishima a pintar unos bocetos,
¿qué os parecen los terrenos ganados al mar de la bahía de
Tokio?
Aceptada por todos la sugerencia, el coche se puso en
marcha hacia aquella dirección.
Aunque aún lejos, en torno al puente de Kachidoki se
divisaban muchos coches en un atasco de tráfico.
«¿Qué habrá pasado?, ¿un accidente?», dijo Osamu. Al
fijarse mejor, se daba uno cuenta de que era el momento en
que el puente levadizo se alzaba. Shunkichi chasqueó la
lengua. «Es desesperante, olvidémonos de ir a la bahía», dijo.
Sin embargo, Natsuo y Kyoko no querían perderse la
impresionante apertura del puente, que jamás habían
presenciado; aparcaron el coche y, uno a uno, fueron cruzando
por la pasarela metálica del puente. Shunkichi y Osamu
parecían no tener el mínimo interés.
La parte central del puente era de acero. Ésa era la parte
móvil del puente que se levantaba para dar paso al tráfico
marítimo y se bajaba para reanudar la circulación terrestre. En
ambos extremos los operarios ondeaban unas banderas rojas
de señalización ante la fila de coches parados. En la pasarela
lateral para peatones una cadena impedía el paso. Había
mucha gente curiosa ante el espectáculo. Otros, como los
repartidores de mercancía, se alegraban de la interrupción del
tráfico que les proporcionaba un descanso en medio de su
labor apresurada.
Las placas metálicas para las vías del tren en el carril
central despedían un negro resplandor. En ambos extremos del
puente, atasco de vehículos y aglomeración de mirones en
silencio.
Chirriaron las láminas metálicas y la estructura alzó sus
extremidades, la armadura al levantarse fue dejando una
brecha de espacio abierto. Al mismo tiempo se levantó la
barandilla lateral de hierro con la arcada protectora, apuntando
hacia lo alto con sus bombillas levemente iluminadas. La
gigantesca estructura articuló al unísono sus piezas. A Natsuo
le emocionaba la belleza del tinglado mecánico en
movimiento.
Cuando las partes metálicas del puente estaban a punto de
alcanzar la verticalidad, desde los flancos del puente y la
cavidad de las vías del tren un remolino de polvo se levantó
formando una fina nube que luego iba lloviendo polvareda
sobre el canal. La figura diminuta que dibujaban los
numerosos remaches laterales a lo largo del puente iba, poco a
poco, reduciéndose, a la vez que disminuía y desplazaba su
ángulo la sombra proyectada por las barandas laterales.
Finalmente, al alcanzar la posición casi vertical las placas de
metal, la sombra se detuvo de nuevo. Natsuo alzó la vista
extasiado ante el arco del puente, cuyos pilares ya se plegaron
horizontalmente; en ese momento cruzó por encima una
gaviota en vuelo rasante.
Así fue como un gran muro metálico bloqueó
inesperadamente el camino ante los cuatro jóvenes.
Daba la impresión de que habían tenido que esperar mucho.
Cuando el puente volvió a su posición original, era como si se
hubiera disipado el interés por cruzar hasta los alrededores de
la zona reclamada al mar de Tsukishima. Una vez bajado el
puente levadizo, sólo quedaba una sensación de
obligatoriedad, de tener que cruzarlo sin más. En cualquier
caso, cansados por el viaje, la falta de sueño y el calor húmedo
del verano, no estaban de ánimo para pensar demasiado o
hacer un cambio de planes. Como su destino era el mar,
bastaba con ir hasta donde pudieran. Parcos en palabras y
soltando algún que otro bostezo, volvieron lentamente hacia el
coche.
El coche cruzó por el puente de Kachidoki en la localidad de
Tsukishima, para después atravesar otro puente más, el puente
de Reimei. Una llanura de campos verdes se extendía
recortada en el horizonte por carreteras de asfalto trazadas
rectilíneamente como sobre un tablero de go. Brisa marina y
salitre en las mejillas. Shunkichi detuvo el coche ante el cartel
de «prohibido el paso» colocado en un camino del perímetro
de una pista de aterrizaje en unas instalaciones militares del
ejército estadounidense. Junto al edificio del acuartelamiento,
una alameda brillaba bajo los rayos del sol.
Natsuo se sintió feliz al bajar del coche y sentir la brisa
marina. «Las ruinas y las tierras reclamadas al mar son lugares
que me gustan», pensó. Sin embargo, debido a su carácter
serio y reservado, no expresaba sus sentimientos, ni tampoco
es que tuviese un carácter sombrío dominado por
consideraciones estéticas; además esos temas de conversación
no tenían cabida en este grupo, y eso era precisamente lo que
le gustaba. Con todo, seguía empapándose del paisaje
observando sin descanso sus matices.
Tras las llanuras de los terrenos artificiales ganados al mar
se divisaba un buque blanco, un carguero de carbón que acaba
de zarpar de los muelles del puerto de Toyosu. En la chimenea
se leía «pozo» inscrito en caracteres en blanco. Toda aquella
ordenada configuración le parecía realmente bella. A ese
paisaje se sumaban las llanuras de disposición geométrica de
los terrenos artificiales rebosantes de espléndidos campos
primaverales.
De repente, Shunkichi echó a correr. Corría sin parar. Su
silueta se empequeñecía a medida que se adentraba en la
distante llanura.
—A partir de mañana empieza a entrenar, qué fastidioso es
verle tan entusiasmado. La verdad es que envidio a quienes
tienen esa fortaleza y agilidad —dijo Osamu, que, aunque era
actor, todavía no había recibido ningún papel de importancia.
—Cuando estuvimos en Hakone, todas las mañanas salía a
correr, ¿te acuerdas? Pone mucho empeño en su entrenamiento
—añadió Kyoko.
Shunkichi se había parado, a sus ojos la silueta de sus tres
amigos en la distancia también parecía pequeña. Salir a correr
se había convertido en una práctica indispensable para él; y los
días de lluvia jamás se olvidaba de saltar a la cuerda durante
veinte minutos seguidos en el pabellón deportivo.
Shunkichi era el más joven del grupo de amigos de Kyoko.
Era capitán de un equipo de boxeo. El próximo año terminaría
la carrera. Todos los demás del grupo de Kyoko, como poco,
ya habían terminado la carrera. Osamu ya se había graduado
hace tiempo. Natsuo también.
Shunkichi era despreocupado por naturaleza; Yanagimoto
Seiichiro, aficionado al boxeo, y mayor que él, fue quien lo
invitó por primera vez a casa de Kyoko. Desde aquel día, con
su característico desapego, entró a formar parte del grupo.
Aunque no tenía coche, conducía muy bien, motivo por el que
también era muy apreciado. Además, que fuera boxeador le
hacía ganarse la admiración entre aquel grupo de compañeros
con los que no compartía ni edad, ni profesión ni procedencia.
Suscitaba curiosidad por su profesión y atractivo por su
persona. Todos lo trataban cariñosamente, como si fuese
menor. Aunque muy joven, era de fuertes convicciones, que
nunca quebrantaba. Una de ellas era no dar vueltas a las cosas
pensando. Al menos ésa era la forma en que él hacía gala de
cultivarse a sí mismo.
Mucho antes, por la mañana de ese día, mientras corría solo
por la carretera que bordea el lago Ashinoko, ya había
olvidado lo sucedido la noche antes entre Tamiko y él. Era
importante convertirse en un hombre sin recuerdos ni
memoria.
El pasado… Él sólo conservaba en su memoria una parte
mínima y necesaria de sus recuerdos, aquellos que suscitaban
apego y habían dejado impronta en su memoria. Sólo
recuerdos que suponían una motivación y apoyo en su vida
presente. Por ejemplo, mantenía intacto en su memoria el
recuerdo del día de su primer entrenamiento en el club de
boxeo universitario tres años atrás; también cuando por
primera vez hizo de contrincante en un entrenamiento con un
compañero con más veteranía.
Al recordar cómo peleaba en sus inicios, se daba cuenta de
lo mucho que había avanzado. Aquello fue al primer mes de
entrar en los entrenamientos de boxeo. Todavía hoy percibía
nítidamente la sensación del vendaje en sus manos ese día,
aunque desde entonces ya se las hubiera lavado en infinidad de
ocasiones. El tacto del grueso vendaje de algodón sobre el
dorso de la mano y en la base de los nudillos, enrollado una y
otra vez ceremonialmente sobre la mano al colocárselo. Él, ya
de por sí, apreciaba sus manos recias. Unas manos imponentes
y fuertes, que nunca traicionarían los sentimientos o nervios de
su portador, como si fuesen un martillo de madera. Las líneas
arrugadas sobre la palma de la mano formaban un diseño
sencillo, sin complicadas líneas dignas de alegrar a un
quiromántico. Las sencillas y definidas líneas marcadas sobre
la piel con sólo apretar o relajar los puños resaltaban como
cinceladas sobre la carne. Shunkichi se dejaba llevar por esos
recuerdos. Rememora la imagen: tiene los brazos extendidos y
sus dos compañeros veteranos le dan unos guantes raídos de
340 gramos para entrenar. Eran unos guantes de boxeo de
cuero curtido realmente viejos, resquebrajados, y entre el color
morado de las grietas parecía relucir a hilachos el cuero; más
que guantes, parecían reliquias vivientes. Sin embargo, el
interior de aquellos desastrosos y grandes guantes resultaba
cálido y de una textura suave. Le apretaron los cordones
firmemente a sus muñecas.
—¿Aprieta?
—La mano derecha un poco.
Había soñado durante todo un mes con escuchar este tipo
de frases al borde del cuadrilátero. Sus dos compañeros
veteranos lo colmaban de atenciones, como cuando se
alimenta y cría a un animal para luchar. El momento en que le
ajustaban cuidadosamente los guantes a las muñecas
constituía, en una palabra, una emoción inenarrable. Siempre
había anhelado aquellos momentos de la rutina de la vida del
boxeador, como cuando el ayudante durante el descanso del
round le alcanzaba una lata de cerveza llena de agua para que
se enjuagase.
¡Pelear, ése era el objetivo! Y cuidar con la máxima
consideración a los hombres que viven peleando, una
necesidad.
Después, su ayudante le colocó, por primera vez, el casco
protector. Muy a menudo recordaba la impresión del tacto del
viejo cuero del casco de entrenamiento como si se tratase de
una ceremonia de coronación. La presión del cuero en los
lóbulos enrojecidos y calientes de las orejas, la impresión de
percibir el aire por los agujeros abiertos en el cuero a la altura
de las orejas.
Lo primero que hizo fue probar los guantes dándose un
golpecito flojo en la mandíbula, el tabique nasal y el entrecejo.
Al principio se golpeaba suavemente, después con todas sus
fuerzas. Una sombra ardiente y pesada parecía aplastarse
contra su cara.
—Eso lo hacen todos la primera vez que juegan de sparring
—le dijo su compañero veterano desde un lado.
… Shunkichi se ruborizó un poco con todos esos recuerdos.
Era el momento de subir al cuadrilátero. ¡Fue sonar la
campana de comienzo de ronda y no tardó en probar la dureza
de la lucha! Una experiencia mucho más dolorosa que
cualquier pelea anterior. Ninguno de sus puñetazos acertaba en
el rival. En cambio, los golpes del rival llegaban por doquier,
golpes directos y sin compasión contra la cara, el estómago y
el hígado. Parecía pelear con el legendario bodisatva Kannon
de infinidad de ojos y brazos. En la segunda ronda, sintió
debilitada y dolorida su mano izquierda, los puñetazos sin
fuerza, suaves como algodón. Sin embargo, por un momento,
le pareció escuchar el elogio del adversario, que exclamaba
jadeante:
—¡Buen golpe de izquierda!
Shunkichi, al detectar aquella mínima debilidad del rival,
sintió que recuperaba brío y alegría ante la pelea. Aquella
alegría lo hizo fuerte de nuevo.
Shunkichi contempló el mar grisáceo y turbio de
primavera. En alta mar había un carguero inmóvil de cinco mil
toneladas habitual en la zona de Mishima. Una capa de nubes
sin forma cubría el mar en calma. Bajo los brillantes reflejos
del sol, las gaviotas se veían de un blanco nítido.
Shunkichi se puso en posición de pelea con los puños en
alto ante el mar. Era como si su espíritu travieso lo estuviese
observando en ese instante. De hecho, la primera vez que
pensó en convertirse en boxeador profesional fue debido a la
insistencia de aquel espíritu o diablillo travieso.
No se trataba de practicar una especie de movimientos de
shadow boxing ante un rival imaginado. Su oponente era el
mar inmenso y turbio de primavera; una sucesión de olas
rompiendo suaves allá abajo contra la costa, un movimiento de
olas de lejana marejada de alta mar descargando contra las
rocas. Sin duda, aquél no era un enemigo contra el que luchar.
Todo cuanto podía esperar era que se lo tragase en su
inmensidad, era un enemigo que doblegaba con un arma de
apaciguamiento horrorosa. Ahí se alzaba el mar, un enemigo
libre con una leve y persistente sonrisa.
Los tres se habían sentado sobre unos bloques de piedra,
restos de las obras de construcción cercanas, y fumaban
mientras esperaban el regreso de Shunkichi. En momentos
como ése, la figura que sobresalía entre todos era la de Osamu.
En el perfil de su cuerpo se dibujaba nítidamente su postura de
descanso; de hecho, parecía como si ni siquiera estuviese
presente. Tanto Kyoko como Natsuo se habían percatado hace
ya tiempo de ese rasgo peculiar del carácter de Osamu.
Aunque sólo se quedase callado un momento, era como si a su
alrededor se levantase una pared invisible; allí brotaba su
mundo exclusivo, un lugar cuyo acceso estaba vedado al resto
de personas en este mundo. Por eso a veces la gente tildaba a
Osamu de aburrido o de soñador ensimismado. Sin embargo,
si uno se fijaba bien, comprendía que no tenía un ápice de
soñador. Osamu no era ni soñador ni realista; quien había allí
no era más que él mismo, Osamu. Kyoko, que ya se había
acostumbrado a su carácter, no se preguntaba qué pensaría ni
se hacía conjeturas de ese estilo.
Tampoco podía decirse que fuese solitario. Cuando estaba
solo, apenas se encontraría un hombre como él que diese tan
poco la impresión de no estar solo. Sin embargo, este joven
estaba degustando continuamente, como quien mastica chicle,
una inquietud placentera de su propia cosecha. Él vive aquí y
ahora en cada momento. Ciertamente existe. Pero vive con una
inquietud: la duda acerca de su propia existencia.
Ésta es una inquietud habitual entre los jóvenes, pero la
peculiaridad de Osamu estriba en lo placentero de la inquietud
no exenta de relación con la toma de conciencia de sus bellas
facciones.
Shunkichi regresó corriendo. Su figura se agrandaba en el
horizonte. La sombra de sus rodillas se proyectaba bajo los
rayos oblicuos del sol. Al fin, su cara roja y bañada en sudor,
aunque con la respiración pausada, se acercó a las de sus
amigos.
—Di, ¿cómo olía el mar? —le preguntó Kyoko. Shunkichi
contestó sin rodeos:
—Olía a amoniaco.
Natsuo contempló el horizonte. La línea de flotación del
buque de carga estaba pintada en dos colores, la parte superior
a la línea de flotación, en una franja negra, y la franja inferior,
de un límpido tono rojo; la precisión y fuerza de sus líneas le
daban que pensar. Además, parecía como si se entrecruzaran
las infinitas líneas trazadas con exactitud matemática en el
amplio horizonte. Sin embargo, en la calima marina parte de
las líneas trazadas por el barco en el mar se difuminaban como
algas elásticas flotantes.
Osamu, abstraído, empezó a recordar la noche de la
primera representación del grupo de estudiantes de teatro.
Como al empezar la función él estaba de pie sobre el escenario
con atuendo de botones de hotel, sintió que la oscuridad del
hemiciclo en sombra se alzaba ante las tablas emergiendo poco
a poco desde la planta de sus pies. A la luz de los focos su
figura se hacía visible ante los espectadores, y sin embargo el
público era invisible para él. La incógnita de esta penumbra le
inquietaba. Se estremecía al sentir que toda su existencia era
absorbida por la mirada de un público desconocido y se
trasponía en clave de existencias ajenas.
A Kyoko le gustaba dejar a sus anchas a aquellos jóvenes,
incluso verlos distraídos o ausentes como ahora. Se notaba
claramente que ya ninguno pensaba en la mujer con la que
había pasado la noche anterior. Kyoko era consciente de que el
viaje llegaba a su fin, el cansancio iba haciendo mella y, a la
vez, despertándole nuevas emociones. Tan sólo le preocupaba
que la brisa, ahora más fuerte, la despeinara. Se llevó las
manos al pelo y al mirar hacia el coche vio a un grupo de
cuatro o cinco hombres junto a él. Los miraban sonriendo.
Todos llevaban chaquetillas de trabajo manchadas de tierra,
polainas y los típicos botines de obrero jika-tabi. Debían de ser
trabajadores de alguna fábrica cercana. Alguno llevaba una
cinta ceñida a la frente. Hasta hace un instante no se les oía,
pero ahora sus carcajadas al ver a Kyoko darse la vuelta
denotaban su estado de embriaguez. Uno de ellos cogió una
piedra blanca y la lanzó contra el techo del coche. Impactó
estrepitosamente y se echaron a reír.
Shunkichi se levantó. Kyoko hizo lo mismo tratando de
controlarlo.
Osamu empezó a despertar, poco a poco, de su ensoñación,
o mejor dicho de la vaga realidad en la que vivía. Con todo, ya
antes de tener que actuar rápidamente parecía resignado.
Jamás se había peleado. En cualquier caso, le costaba creer
que estuviese sucediendo realmente algo tan imprevisto.
Natsuo, aunque consciente de su debilidad, sin pensárselo
dos veces se dispuso a proteger a Kyoko. El coche, comprado
por su padre hacía un mes escaso, y que por su inseguridad al
volante prefería que condujese Shunkichi, había sido rayado
en un abrir y cerrar de ojos. A Natsuo se le vino a la cabeza la
imagen del coche destrozado. Sin embargo, alguien como él,
desde niño indiferente a las posesiones, contemplaba, casi
ensimismado, el coche a punto de ser destrozado ante sus ojos.
Shunkichi ya se había colocado ante el coche y estaba
rodeado por los cuatro hombres. «¿Qué estáis haciendo?», dijo
en voz alta.
Osamu pensó, molesto: «Mira, encima protesta. No hay
duda, se está quejando. Por qué lo hará, ni siquiera es su
coche». Osamu, sin embargo, malinterpretaba las verdaderas
intenciones de Shunkichi, que no tenían nada que ver con el
deber de la justicia.
Los obreros con mala cara murmuraron algo entre sí. No
había ápice de originalidad en ninguno de sus insultos.
Shunkichi escuchó inmóvil. Distinguió algunas palabras
groseras dirigidas hacia Kyoko. Que unos mozalbetes fueran
paseándose por ahí a pleno mediodía por un sitio como ése
tonteando con una mujer, al parecer, no les hizo gracia. El que
había levantado la piedra, uno de los de más edad, debió de
pensar, equivocadamente, que Shunkichi era el dueño del
coche, y por eso lo llamó «señorito burgués»; a Shunkichi ese
insulto, erróneamente dirigido contra él, lo envalentonó aún
más. En ocasiones, este tipo de malentendidos son necesarios
para pelear. La siguiente pedrada dio contra el cristal de la
ventanilla. El cristal no se rompió, pero se resquebrajó
formando una telaraña de rayaduras.
Shunkichi había sujetado por la muñeca al hombre que
lanzaba la piedra y el impacto perdió la fuerza necesaria para
romper en añicos el cristal. Al mismo tiempo, otro obrero
intentó zancadillear con sus jika-tabi a Shunkichi, pero no
logró darle de lleno. Shunkichi se dio la vuelta y le propinó un
cabezazo. El tipo quedó tumbado bocarriba sobre el suelo.
Kyoko gritó al ver al mayor de los obreros a punto de
arrojarle una piedra por la espalda a Shunkichi. Éste, que
seguía inclinado tras haber pegado el cabezazo, esquivó al
obrero fintando hacia un lado y provocando su caída.
Shunkichi lo agarró de las solapas de su chaquetilla de trabajo
happi y le pegó un puñetazo en la mandíbula.
El grito de Kyoko llamó la atención de los dos hombres que
quedaban en pie. Ellos se fijaron en el tipo enclenque que la
protegía y el joven con aire despistado y ropa llamativa tras la
pareja. Una manaza sucia aferró a Kyoko por el hombro
cogiéndola del vestido.
Shunkichi se acercó por el lado, e inmediatamente apartó la
mano de encima a Kyoko. Sin embargo, el hombre que había
agarrado a Kyoko por el hombro le dio un golpe en el pecho a
Shunkichi. Éste salió despedido dos o tres pasos, pero no llegó
a caerse. Se fijó en la camisa del tipo a la altura de la barriga y
la hebilla chapada en oro desgastado de su cinturón. La camisa
blanca se hinchaba a la altura de la prominente barriga, y el
latón de la base de su cinturón saltaba a la vista. Era
verdaderamente un cinturón vulgar. Una gran flor de peonía
plateada resaltaba en la hebilla. Shunkichi se dio cuenta de que
la hebilla podría dañar fácilmente sus dedos. Sería
imperdonable dañar sus valiosas manos con semejante
ordinariez.
El tipo no dejaba de proferir palabras soeces que no hacían
más que confirmar a Shunkichi que la victoria era suya.
Golpeó con sucesivos ganchos el estómago del contrario, sus
golpes no encontraban oposición ninguna, disfrutaba al
percibir cómo la amplia superficie de carne recibía sus
puñetazos. El espacio que confrontaba estaba completamente
lleno, no era nada más que carne humana. El hombre estaba
tan lastimado que se acuclilló en el suelo.
El otro salió corriendo.
En ese momento, Natsuo se metió de un salto en el coche y
lo puso en marcha. Kyoko, Osamu y Shunkichi se subieron; el
coche se puso en marcha, enseguida cruzaban ya el puente de
Reimei adentrándose en las aglomeradas calles de Tsukishima.
Natsuo mismo se sorprendió de su inesperada habilidad al
volante aquel día.
Shunkichi luchó durante un rato con el mal sabor de boca que
queda tras las peleas y la sensación de que el cuerpo se
empequeñeciese. Finalmente, él, que bajo ningún concepto
reflexionaba más que lo indispensable, recobró su
acostumbrado estoicismo.
Shunkichi se había prohibido el alcohol y el tabaco. No
obstante, tanto las peleas como las mujeres eran ineludibles,
no las elige uno sino que vienen a por ti sin remedio.
Shunkichi no era el único estoico. El grupo de hombres que
solía reunirse en la casa de Kyoko, aunque de profesiones y
caracteres completamente diferentes, tenía algo en común:
cada uno a su estilo vivía estoicamente. Osamu era así. Y
Natsuo también. Qué decir de Yanagimoto Seiichiro, el más
estoico de todos. Les daban vergüenza el sufrimiento y la
impaciencia de la juventud actual. Ellos se habían
acostumbrado a ocultar sus sentimientos, y vivían un
estoicismo extremo mordiéndose la lengua. Mostraban un
rostro alegre. Se sentían obligados a aparentar que no creían en
la existencia del sufrimiento en este mundo. Debían negarse a
sí mismos.
El coche se dirigió hacia la casa de Kyoko en Shinanomachi,
al este de Yotsuya.
En aquella casa se reunía a pasar el rato un grupo de
hombres. El ambiente era tan liberal que podía confundirse
con una casa de citas. Allí se permitían todo tipo de bromas y
hablar de cualquier disparate. Además, se podía beber gratis
sin necesidad de pagar nada. Había botellas de alcohol a
disposición, no pertenecían a nadie, eran botellas dejadas por
los visitantes tras su marcha. También había un televisor y se
podía jugar al mahjong. Venía uno cuando le apetecía y se
marchaba cuando quería. Todo cuanto había en la casa era de
todos y para todos; por ejemplo, si alguien venía en coche,
todos los demás podían utilizarlo libremente sin problema.
Si el padre de Kyoko volviese un día como aparición
fantasmal a esta casa, no hay duda de que se quedaría
espantado al ojear la lista de nombres en el registro de
invitados a la casa. Para Kyoko no existía el concepto de
clases sociales, sólo juzgaba a las personas por su gracia, por
su capacidad de seducción; a los visitantes de su casa los veía
como si les hubiera despegado de la solapa la etiqueta de
marca de la clase social correspondiente de manera que todos
los invitados quedaban fuera del marco de cualquier clase
social. Fuese cual fuese la procedencia de esa persona, nadie
igualaba a Kyoko a la hora de no ser fiel a su cuna y romper
los esquemas de las normas sociales de la época. Aunque no
leyese la prensa, su casa se había terminado por convertir en
un recipiente de todas las corrientes de su tiempo. En el
corazón de Kyoko no brotaba ningún prejuicio discriminador,
por más que aguardase a ver si aparecían con el paso del
tiempo. Pero ella lo interpretaba como una especie de
enfermedad y desistía de considerarlo un problema. Igual que
las personas que se han criado en el ambiente sano y límpido
del campo son más proclives a los virus, ella había vivido
expuesta sin defensas al ataque de todas las ideologías
venenosas para las que la posguerra ha sido un buen caldo de
cultivo, y aunque ya otras personas se hubiesen ido curando de
la infección, ella seguía sin haberlo superado. Ella creía que lo
habitual era que la anarquía durase indefinidamente. Cuando
oía decir que la gente criticaba su inmoralidad, ella se reía de
lo anticuado de esas calumnias, pero no se había dado cuenta
de que en estos tiempos esas críticas maledicentes estarían en
boca de personas que hoy presumirían de estar a la vanguardia.
Había heredado la flaqueza de su padre. Tenía un rostro de
característica belleza oriental, y aunque a veces la finura de
sus labios parecía expresar disgusto, en su parte interna se
percibía una suave calidez que contrastaba con la imagen de
frialdad expresada de puertas para afuera. Le quedaban bien
los vestidos formales de estilo occidental, y con la llegada del
verano se ponía vestidos ligeros dejando hombros y brazos al
descubierto con estampados de llamativos diseños que le
favorecían. No olvidaba vestir lo apropiado para cada estación
del año, y sólo en cuanto a perfumes podía decirse que se
saltaba lo establecido y probaba unos y otros.
Kyoko consentía al máximo la libertad de las demás
personas, por eso amaba más que nadie el desorden, y pocas
personas igualarían su estoicismo innato. Como un médico que
sabe del propio poder de autoanálisis y que precisamente por
eso rehúsa usarlo, conocedora de su propio encanto, había
perdido el interés por saborear los frutos de su atractivo
femenino. Le gustaba presumir, pero no pasaba de ahí. Cuando
la tildaban sin razón de inmoral, secretamente se alegraba, y
gozaba más cuando los escuchaba equivocarse de plano y en
lugar de considerarla una mujer con carácter propio pensaban
que era una chica de alterne o bailarina. De todas esas cosas
falsas, que no tenían que ver con la verdadera realidad, ella se
enorgullecía. Podía pasarse el día entero hablando de temas
sensuales al tiempo que se reía de sus propios sentimientos. La
mayoría de los jóvenes invitados a la casa solían quedar
fascinados por Kyoko, pero al final acababan por desistir y se
quedaban con la primera chica resultona que encontraban.
Contemplar este desarrollo habitual de las cosas era motivo de
regocijo para Kyoko, que saboreaba en ello una especie de
intensa felicidad.
Esta caprichosa heredera no amaba a los pájaros, tampoco a
los perros ni los gatos; a cambio, había desarrollado un interés
constante por las personas; sin embargo, tenía un marido
amante de los perros. Los perros fueron el primer motivo de
las peleas matrimoniales y, finalmente, la causa del divorcio;
su hija Masako se quedó con ella, Kyoko echó de casa al
marido y, con él, a los siete perros de raza, varios pastores
alemanes y un gran danés, y la casa se liberó del olor canino
que la inundaba hasta entonces.
Kyoko tenía una convicción clara; la experimentaba cuando
se cruzaba por la calle a un matrimonio o pareja. El hombre,
sin excepción, le daba un buen repaso. En esos momentos,
Kyoko percibía de un modo tan claro, que casi le dolía, que
ellos, aunque se reprimieran, en realidad la deseaban más a
ella que a sus propias parejas. A Kyoko le gustaba la mirada
de todos aquellos hombres tratando de reprimir sus
sentimientos verdaderos. Su marido, en cambio, no la miraba
de esa manera; aunque él también sintiese atracción por ella,
su mirada era más contenida, tal vez de ahí su gran amor por
los perros. ¡Pero sólo pensar en dichas conexiones mentales
era para echarse a temblar! ¡Daba espanto tan sólo imaginarlo!
La casa de Kyoko fue construida sobre una ladera alta;
nada más cruzar el portón de entrada, se divisaba el amplio
panorama del jardín. Bajo la ladera se veía el trasiego de los
trenes pasando por la estación de Shinanomachi, y en la
lejanía, el bosque alto de Meiji Kinenkan y los bosques del
Palacio Imperial se superponían recortando su perfil arbolado
en el horizonte. Aunque era época de floración, había pocos
cerezos. En el bosque de intensos tonos verdes oscuros de
Meiji Kinenkan sólo un gran cerezo había florecido
espléndidamente. Al lado también sobresalían algunos árboles
oscuros elevándose a lo alto, su ramaje denso y complicado se
desplegaba como un abanico dejando traslucir la caída del sol
entre sus intersticios.
Sobre el cielo del bosque a veces sobrevolaban bandadas de
cuervos esparciendo un reguero de semillas negras de goma
por el horizonte. Kyoko, desde niña, creció observando
aquellas bandadas de cuervos volando en la lejanía. Cuervos
en los jardines del templo sintoísta de Jingu Gaien en el Meiji
Kinenkan, en el Palacio Imperial… Aquí abundaban los nidos
de cuervos. También se dejaban ver en la terraza del salón. En
un punto lejano aparecía una bandada de cuervos; de repente
la bandada se disgregaba en pequeñas motas negras por el
cielo, y aquel panorama dejaba un difuso y vago sentimiento
de melancolía en el corazón de la pequeña Kyoko. En
ocasiones, pasaba mucho tiempo observándolos. Cuando tenía
la impresión de que ya se habían ido, volvían a aparecer. De
repente, allí estaban graznando en los bosques bajo la casa, y
la agudeza de sus graznidos resonaba por el cielo… A estas
alturas, Kyoko ya se había olvidado de aquello; sin embargo,
Masako, la hija de ocho años, que a menudo se quedaba sola,
también observaba los cuervos asiduamente desde la terraza.
Como se dijo antes, frente a la entrada principal se extendía
un jardín de estilo europeo en armonía con el paisaje. A la
izquierda quedaba la mansión de estilo occidental, y siguiendo
más a la izquierda, una pequeña casa de estilo japonés en la
que vivió la familia durante el periodo en que fue requisada la
mansión principal. Como el camino ante la puerta frontal era
muy estrecho y los coches no podían detenerse allí, solían
aparcar en el recinto interior ante la mansión.
Natsuo, nada más cruzar el umbral del portón de entrada, se
quedó impresionado por el bello crepúsculo poniéndose en el
horizonte más allá de las arboledas en los parques de allá
abajo; una vez que todos se bajaron ante la entrada, él se
volvió para contemplar aquel atardecer.
Como todos sabían del carácter reservado pero agradable
de Natsuo, la mayoría de las veces se libraba de intromisiones
ajenas. Si se tratase de otra persona, sería necesario decir algo
y excusarse de algún modo al no franquear la entrada de la
casa y volverse al portón de entrada. De no hacerlo, no habría
podido evitar un «oye, ¿pero adónde vas?», aunque no había
nadie que pensase dirigirse en tales términos a Natsuo.
Era sorprendente que Natsuo no sintiese siquiera la leve
desazón que se supondría en cualquier persona de gran
sensibilidad. Entre su mundo interior y el mundo exterior, ya
fuera con otras personas o la sociedad en general, jamás había
experimentado ningún choque. Su sensibilidad era como la
técnica habilidosa de un ladrón de guante blanco o
prestidigitador capaz de captar la única imagen del mundo
exterior que le interesaba sin que los demás se apercibiesen. Ni
una sola vez había sufrido a causa de su riqueza de
sentimientos, experimentaba en todo momento una escasez y
vacío de luminosa lucidez.
Se hacía querer por su tranquilidad y carácter maduro y
bondadoso. ¿Sería ésa tal vez la causa de su delicadeza y
receptividad? ¿O sería más bien que para proteger su innata
sensibilidad, que le hacía especialmente vulnerable, se había
configurado ese carácter? Incluso a él le costaría responder a
esta cuestión. Aunque no pretendía encontrar el equilibrio,
lograba mantenerlo en sí mismo, y como no buscaba un
significado especial en el mundo exterior, la naturaleza en su
entorno transmitía serenamente belleza. Desde que se graduó
en bellas artes, aunque llevaba dos años siendo galardonado
por sus cuadros, este joven pintor japonés, bondadoso y
despreocupado, jamás se molestaba en plantearse si era un
genio o no.
Captaba visualmente una escena y la recreaba recortándola
del mundo externo. Siempre miraba el mundo exterior
inconscientemente.
Las nubes, como borrones de tinta china de oscuro rojizo,
se alargaban al caer el sol, destellando en reflejos verdosos
sobre la parte alta de los bosques. Los cuervos sobrevolaban
lentamente. El intenso azul oscuro del cielo preludiaba la
amenazadora oscuridad en ciernes.
«Ya me olvidé por completo de la pelea. No fue más que un
espectáculo, una mera distracción», pensó Natsuo.
Lo cierto es que fue un espectáculo peligroso, pero, al fin y
al cabo, no dejaba de ser un espectáculo sin más. El incidente,
más que a sí mismo, concernía a su coche. Natsuo lo percibía
como algo ajeno. Lo característico de su vida era la ausencia
de percances.
Precisamente hace un mes todo el mundo hablaba del
suceso de las radiaciones atómicas del atolón Bikini. Unos
pescadores japoneses, faenando cerca del atolón de las islas
Bikini, fueron víctimas de una lluvia radiactiva provocada por
un experimento con una bomba de hidrógeno. Los pescadores
se vieron expuestos a la radiación. Toda la población de Tokio
temía comer atún por la posible contaminación radioactiva. El
precio del atún se desplomó en los mercados. En todo caso,
para Natsuo, aunque él tampoco comió atún, no fue más que
un accidente de repercusión social extraordinaria. Pero no se
podría decir que le hubiese afectado personalmente. Como
persona compasiva, por supuesto, lamentaba lo sucedido a las
víctimas y simpatizaba con ellas, pero eso no significaba que
el suceso le hubiese provocado una fuerte impresión que
afectase a su propia vida.
Parecía como si a Natsuo le acompañase cierto fatalismo
algo infantil que, por otra parte, coexistía inconscientemente
con una fe igualmente infantil. Como si fuera la fe o confianza
ingenua de quien se siente protegido de algún modo por una
divinidad o un ángel de la guarda que lo saca del apuro. Por
eso para Natsuo era lo más natural permanecer indiferente a
cualquier modo de actuación.
Solamente lo miraba todo con ojos de pintor. Él era un
espectador. No vivía el acontecimiento, sólo lo observaba.
Siempre andaba buscando un pretexto que proporcionara un
buen alimento a la vista para sus ojos de artista que contempla.
Así es como él andaba siempre en busca de una ocasión para
captar en un instante la imagen de algo atrayente, y así lo veía,
sin más. Lo así contemplado era indudablemente bello. Sin
embargo, había ocasiones en que le brotaba desde lo hondo un
velo de ansiedad. Era como si en ese momento se estuviese
preguntando a sí mismo por su «otro yo», como si se dijera a
sí mismo: «¿Cuando mis ojos ven algo como objeto amable o
deseable, estará bien que yo me deje llevar por completo por
ese objeto de deseo?».
En ese momento, alguien lo agarró del pantalón. Masako reía a
carcajadas. Entre todos los visitantes a la casa, Natsuo era el
preferido de Masako. La niña acababa de cumplir ocho años.
Tenía una carita verdaderamente adorable, y, cosa rara en una
niña de su edad, le gustaba mucho vestirse como una niña;
como si no se relacionara con el mundo de los adultos, nunca
trataba de imitar el comportamiento de los mayores. Soñaba,
en cambio, con parecerse a una muñequita «tan adorable que
uno se la comería». Desde otro punto de vista, podría decirse
que tenía una capacidad de juicio crítico excepcional a su
edad.
La niña permanecía pegada a Natsuo todo el tiempo que
éste estaba en la casa. Lo agarraba por la manga, el pantalón o
la corbata. Kyoko, de tanto en tanto, la reñía, y en esos
momentos ella se apartaba, pero al poco volvía a las andadas.
También a Kyoko se le olvidaba enseguida que la había
reñido. Natsuo pensaba para sus adentros: «Si anoche hubiera
hecho yo algo inapropiado, ahora no tendría coraje para mirar
a la cara a la pequeña Masako». «Efectivamente, anoche mi
comportamiento fue correcto», se dice a sí mismo. Esto es lo
que pensaba este joven cándido mientras acariciaba los
cabellos infantiles de Masako.
En el hotel de Hakone Shunkichi y Osamu compartieron
habitación con sus acompañantes femeninas; sin embargo,
Kyoko y Natsuo durmieron en habitaciones separadas. Fue por
iniciativa de Kyoko, que, desde el principio, quiso dar muestra
de su corrección. No obstante, fue ella la que a medianoche
llamó a la puerta de Natsuo. «¿Tienes algo para leer? Es que
no puedo dormir…», le dijo al entrar. Natsuo, que todavía
estaba despierto leyendo, se limitó a prestarle una revista
esbozando una sonrisa. Aunque no la invitó a que se quedara,
ella se sentó a su lado. En semejante situación, Natsuo habría
tenido que titubear sin saber qué decir, pero no tuvo de qué
preocuparse porque aquella noche Kyoko hablaba sin parar
como poseída de la coquetería que durante el día tanto
despreciaba.
Hasta ahora Natsuo siempre había sentido gratitud por la
amistad de Kyoko. Tampoco en este viaje había ningún motivo
para dudar de esa amistad. Pero aquella vez, aunque temeroso,
trató de contemplarla por primera vez con otros ojos. El
esfuerzo del intento lo ponía en un aprieto dificultoso.
A través del ancho cuello de la bata de noche se insinuaba
su combinación interior a la luz demasiado brillante de la
lámpara de noche; aquella blancura trazaba una suave línea
descendente desde el cuello de Kyoko hacia su pecho con
majestuosa belleza. Aunque hablaba incesantemente con
aquellos labios finos tan suyos, sus ojos estaban fijos con
firmeza y denotaban una cálida languidez. A ratos nerviosa,
con sus uñas pintadas de rojo se tocaba el lóbulo de la oreja
como si le picara. Como excusándose, dijo: «Cuando no llevo
pendientes, a veces me siento como desnuda».
Esas palabras de Kyoko en ese contexto parecerían estar
pidiendo como la cosa más normal una respuesta con cierto
desenfado atrevido. Pero no ocurrió nada de eso. Natsuo
conocía bien a Kyoko. Le parecería molesto apostar por
entregarse a esa actuación desinhibida y tan poco natural. Le
parecía mejor continuar como hasta ahora con la misma
sensación de felicidad en su amistad. Además, Natsuo sabía
que Kyoko era una mujer fuerte. Habría hecho falta mucho
coraje para tener el atrevimiento de malinterpretar a Kyoko.
Natsuo, ante la palabra «coraje», carecía por completo del
ansia de aparentar propia de un joven.
El sentimiento, si se lo deja estar, no soporta mucho tiempo
la ambigüedad de una situación. Los sentimientos se definen
por sí mismos, resuelven la situación y se desvanecen. No es
que Natsuo supiera esto por experiencia de dejar que se
resolviesen las cosas así tan espontáneamente, no era algo que
hubiera aprendido de alguien o pudiera imitar de los demás;
simplemente lo tenía asimilado así, o tal vez no tenía tanta
experiencia como para ello, pero destacaba sin embargo por su
original talento para confiarlo todo en manos de la naturaleza.
Al fin, Kyoko comprendió que las dudas de Natsuo se
debían al respeto que sentía hacia ella. Creyó que
efectivamente era así. Por eso de repente su expresión adquirió
brillo y con voz clara y luminosa impropia de la media noche
dijo:
—Buenas noches. —Y salió de la habitación.
Masako le dijo:
—¿Por qué se ha roto la ventana del coche? ¿Fue un golpe?
—Sí, fue un golpe.
Masako esbozó una ligera sonrisa:
—¿Cómo?
—Con una piedra.
—Ya.
Masako, a diferencia de otras niñas de su edad, no agotaba
la paciencia de los mayores preguntando interminablemente
«¿por qué?, ¿por qué?». Masako, en aquel punto de la
conversación, dejó de hacer preguntas. Eso no significaba que
lo hubiese entendido todo. Todavía quedaban enigmas que
dilucidar. Pero esta niña, ya de ocho años, solía dejar de hacer
preguntas llegado cierto momento.
Reunidos en torno a Kyoko, el grupo de jóvenes bebía una
botella de fino sherry que alguien había traído. Shunkichi era
el único que, testarudo, bebía zumo de naranja. Todos estaban
acostumbrados a sus hábitos saludables y no se extrañaban.
Kyoko le pidió a Shunkichi y Osamu que le contaran
detalladamente lo que pasó la noche anterior. Ambos
admitieron como si tal cosa que dejaron que pagasen la
estancia en el hotel sus acompañantes femeninas. En cuanto a
Osamu, podía haber sido más atento, pero Shunkichi apenas
tenía dinero y en cierto modo era normal. Puestos a recordar
detalladamente cómo les había ido en la cama, la verdad es
que Shunkichi apenas recordaba nada: Osamu, por el
contrario, se acordaba bien y, aunque con cierta desgana, lo
contó todo. Kyoko quería escuchar hasta el menor detalle.
Mientras seguían enfrascados en ese tema de conversación,
Masako los escuchaba con aire inocente dando vueltas
alrededor. Natsuo, como de costumbre, la observaba con
preocupación.
—Increíble, es realmente increíble que Mitsuko haga eso.
—Pues no te miento —dijo Osamu. Nada más decirlo, tuvo
la impresión de que todo cuanto decía era mentira, de que
absolutamente nada era cierto.
Natsuo empezó a hablar con Shunkichi, que se había
mantenido callado hasta ese momento:
—Tengo que darte las gracias. De no haber sido por ti, no
sé lo que le habría pasado al coche.
Shunkichi estaba sentado cómodamente y con pose incluso
algo altiva, tanto que se diría que él también estaba bebiendo
alcohol, aunque sólo bebiese zumo de naranja; al escuchar sus
palabras, sonrió con un poco de timidez y sin decir nada hizo
un gesto con la mano como para quitarle importancia.
De todos modos, cabría preguntarse por qué siempre
ocurrían accidentes en torno a Shunkichi, cuando seguro que
no ocurriría nada en la misma situación si allí estuviese solo
Natsuo. Shunkichi sólo recordaba anécdotas, que diesen para
una conversación, relativas al boxeo o peleas imprevistas; en
cambio, en cuanto a las mujeres, todo lo olvidaba enseguida.
Natsuo, como pintor que era, hacía tiempo que tenía interés
en el rostro de Shunkichi. Tenía un rostro sencillo y viril; era
indudable que su cara había sido moldeada a base de golpes,
sin embargo, algunos de estos puñetazos habían imprimido
más belleza a sus facciones. Entre los boxeadores hay dos
tipos de rostros: espectacularmente bellos o todo lo contrario.
Había un tipo de cara cuya belleza era realzada por los golpes;
también se daba el caso contrario. La resistencia de la piel
golpeada le daba un lustre peculiar. La cara de Shunkichi tenía
una sencillez que además confería a sus facciones una
impresión de fortaleza; su piel curtida por los golpes
aumentaba esa impresión de sencillez, marcaba más sus
facciones, y sus grandes y angulosos ojos, enmarcados por
unas cejas rectas, sin señal de cortes ni golpes, todavía
resultaban más vivaces. Resaltaban especialmente la
profundidad y la frescura de su mirada. A diferencia de la cara
de cualquier hombre, en su rostro terso como un balón de
fútbol de cuero sólo el brillo de sus grandes y angulosos ojos
era lo que le daba una expresión total y característica.
—Entonces, después, ¿después qué pasó? —preguntó
Kyoko bajando la voz, no por temor a que escuchasen
Shunkichi y Natsuo, sino para suscitar en Osamu las ganas de
contarlo.
—Después… —Osamu, de nuevo, volvió a dar detalles
innecesarios sobre lo ocurrido con su pareja. A medida que
contaba lo sucedido, aumentaba su impresión de irrealidad, de
inexistencia propia aquella noche. La aspereza de las sábanas
de almidón arrugadas, el sudor transpirando levemente, la
sensación como de un barco flotando sobre una cama de
muelles demasiado blandos… Todo aquello ciertamente
existía en cuanto tal. También perduraba una sensación
constante de alivio al percibir cómo el placer se alejaba de sí.
Lo único que no podía afirmar con certeza era su propia
existencia.
Ya había atardecido. Masako, sentada sobre las rodillas de
Natsuo, hojeaba tranquilamente un manga.
Por un momento la idea de «felicidad» cruzó la mente de
Natsuo y le asustó. «Si este lugar en el que me encuentro ahora
fuese mi hogar y el de mi familia —pensó—, sería horrible.»
Como el ventanal de la terraza estaba abierto, se oía
claramente el silbido de salida de los trenes. Una hilera de luz
se iluminaba allá en la estación de Shinanomachi.
Eran las diez de la noche cuando sonó el timbre de la puerta de
entrada. Era Yanagimoto Seiichiro. Kyoko, que tras el cansado
viaje ya estaba a punto de irse a dormir, se arregló de nuevo
ante el espejo; enseguida se le quitó el sueño. Masako ya
estaba durmiendo. En la casa de Kyoko los invitados eran bien
recibidos a cualquier hora que viniesen.
Seiichiro esperaba en el salón. Al ver a Kyoko, dijo algo
descontento:
—Vaya, ¿ya se han marchado todos?
—Mitsuko y Tamiko se fueron solas al llegar a Ginza.
Luego vine con los tres a casa, y Shunkichi y Natsuo se
marcharon al poco. El que aguantó más fue Osamu, pero hace
una media hora se fue. Ya estaba a punto de irme a dormir.
A Kyoko ni se le ocurrió decir: «Podías haber llamado
antes de venir». Bien sabía que Seiichiro solía venir sin avisar.
Tampoco osaba mencionarle su estado de embriaguez diciendo
frases del estilo: «¿Has bebido, ¿verdad?». Cuando Seiichiro
venía tarde por la noche, solía ser después de haber estado de
copas con alguien. Entre los hombres que iban a su casa, era
con Seiichiro con quien mantenía amistad desde hacía más
tiempo, desde que ella tenía diez años; él era como su hermano
pequeño.
—¿Cómo fue el viaje? —preguntó Seiichiro. Como al
preguntarle dejó entrever su falta de interés, Kyoko abrevió:
—Bien, sin novedad —dijo.
Seiichiro, cuando estaba en esta casa, tenía un semblante
que traslucía descontento y calma extremos a un mismo
tiempo, curiosa amalgama de matices de ánimo diferentes. Era
una expresión similar a la de los asalariados que van a tomar
unas copas a la vuelta del trabajo, pero esa expresión era
traicionada por sus facciones; con aquella mandíbula fuerte y
recia y ojos de mirada penetrante, de su rostro emanaba una
fuerte voluntad. Con esa cara o, mejor dicho, protegido por ese
semblante, él creía firmemente en el fin del mundo.
Kyoko, después de servirle una copa de sake, igual que se
hace al traer a colación el golf en la conversación al hablar con
aficionados a este deporte, aludió al tema de conversación del
gusto de Seiichiro: el desmoronamiento del mundo.
—Hoy día nadie va a comprendernos o tomarnos en serio si
hablamos del fin del mundo. Si fuese en tiempos de guerra,
Seiichiro, durante los bombardeos, seguro que te darían la
razón. O durante la posguerra, cuando los comunistas decían
que en cualquier momento se podía producir una revolución,
tendría pase. Tres o cuatro años atrás, cuando estalló la guerra
con Corea, tal vez te habrían creído. Pero ¿ahora qué? Ahora,
a diferencia de antes, vivimos rodeados de comodidades.
¿Quién va a creernos si decimos ahora que éste es el fin del
mundo? Nosotros no íbamos en el pesquero Fukuryumaru, del
que no sobrevivió ningún miembro de la tripulación.
—¿Qué tiene que ver lo que yo digo con la bomba
atómica? —preguntó Seiichiro. Después, con un tono
poéticamente exaltado por la embriaguez, le dio su opinión a
Kyoko.
Según él, actualmente nada presagiaba decadencia, y ése
era el signo más claro de la indudable destrucción del mundo.
Cuando hay disturbios sociales, se solucionan alcanzando
acuerdos razonables, todo el mundo cree en la victoria de la
paz y la razón, se restablece la autoridad, ya no se lucha ni se
pelea, y en su lugar predomina siempre una mentalidad que
tiende a perdonar al adversario… En la mayoría de hogares,
hoy día, se permiten el lujo de criar un perro, y en vez de
arriesgar los propios ahorros en operaciones especulativas,
ahora el tema de conversación de los jóvenes es a cuánto
ascenderá su pensión de jubilación ahorrada durante años… Y
así florecen, tranquilos y rebosantes, los árboles de cerezo en
la radiante primavera… Todo aquello era un signo manifiesto
de la venidera destrucción del mundo.
A Seiichiro no le gustaba discutir sobre sus propias
opiniones con los demás, y tampoco solía conversar de estos
temas con mujeres. De hecho, los hombres evitaban el debate.
Sin embargo, cuando estaba con Kyoko, sentía un vínculo con
ella. Ella rechazaba obligaciones o normas morales, se dejaba
llevar sin más abandonándose a la indolencia, y pese a que
jamás vendería su cuerpo, tenía el detalle de maquillarse para
recibir a una visita nocturna.
—No pega el collar con el vestido de estilo occidental —le
dijo sin ninguna reserva mientras degustaba su copa de licor.
—Ah, ¿sí? —Kyoko enseguida fue a cambiarse el collar.
Ella se fiaba de sus opiniones dada su larga amistad desde que
eran niños.
«Últimamente, cuando está cansada, se le marcan unas
leves arrugas en torno al ojo —pensó Seiichiro—. Tiene tres
años más que yo, ya ha cumplido treinta. Es injusto que
nosotros dos también debamos envejecer como los demás;
además, nunca nos interesó esta época en la que vivimos.»
Kyoko volvió con otro collar. A decir verdad, combinaba
mejor con el vestido que llevaba. Con ese mínimo cambio, el
contorno de su piel blanca entre su cuello y su pecho en un
espacio tan reducido parecía mitigar las asperezas con el
mundo externo realzando levemente la armonía. Tal vez los
efectos del alcohol exageraban la sensación producida a
Seiichiro. En cualquier caso, él le dijo que ahora sí que le
quedaba bien. Ella se alegró por el comentario e
intercambiaron una sonrisa. Eran conscientes de su
entendimiento mutuo, y aquella alegría medio teatral entre los
dos se transmitía al corazón.
Poco después de morir su padre, Kyoko echó a su marido
de casa, y desde entonces Seiichiro se sentía más libre. El
padre de Seiichiro en vida había sido un fiel colaborador del
padre de Kyoko. Los domingos y días de fiesta solía venir a
visitarlos con su esposa e hijo. Como el padre de Kyoko era lo
que se dice «todo un demócrata», pudo ser compañero de
juegos de Kyoko mientras aún eran niños, y bromear
libremente con ella, además, se ganaba unos dulces como
regalo al despedirse. Sin embargo, al llegar a la edad de
casarse, Kyoko y Seiichiro se abstuvieron de verse, y su padre
terminó por no traerlo durante sus visitas a la casa. Después,
una vez que Kyoko se hubo casado, todavía en vida de su
padre, Seiichiro, un muchacho ya joven universitario, recobró
la costumbre de pasar en visita de cortesía un par de veces al
año, y era recibido cordialmente tanto por el cabeza de familia,
el padre de Kyoko, como por la joven pareja de recién
casados… Pero ahora, cuando Seiichiro venía a esta casa, se
diría que se comportaba como el cabeza de familia.
Pensándolo bien, dicho comportamiento resultaba algo
sarcástico. Sin embargo, Seiichiro conocía bien a Kyoko y
compartía su empeño por acabar con el clasismo, y además le
parecía un ejemplo muy apropiado a seguir. Sus visitas
intempestivas, su arrogancia sin reservas, su forma de
presentarle a Kyoko a todos sus amigos sin hacer ninguna
discriminación, esa forma de añadir admiradores a su lista…
Todo aquello era cuanto habría podido desear Kyoko. Tal vez
sería exagerado decir que Kyoko amaba a Seiichiro, pero en el
preciso momento en que ella se quedaba sola, se daba cuenta
de que no había mejor amigo que él. Kyoko no había cosa que
aborreciese más en este mundo que el servilismo. En cambio,
la altivez arrogante le parecía hasta bella. Tal vez por eso
desde pequeños eran más parecidos el uno al otro de lo que
habrían pensado.
Kyoko acogía con natural alegría el comportamiento
caprichoso de Seiichiro en esta casa. Él a veces afectaba una
moderación sutil. Como responsable administrador de su
propiedad, la asesoraba diligentemente. Por un lado, era
conocedor de las finanzas y sabía cómo gestionar el
patrimonio, pero su continuo nihilismo expresaba algo oscuro;
entre todos los visitantes a la casa, él era el más detestado por
Masako.
Como Seiichiro no dejaba de prever la destrucción del mundo,
Kyoko le dijo:
—A mí se me hace insoportable pensar en todo ese
derrumbamiento después de tantos esfuerzos de reconstrucción
durante la posguerra. La semana pasada subí a la azotea del
edificio M. Hacía mucho que no observaba el centro de Tokio
desde las alturas. Al ver, con mis propios ojos, lo mucho que
se ha avanzado en las tareas de reconstrucción, no dejo de
asombrarme. No queda ya rastro de las ruinas de los edificios
quemados. Todas las irregularidades del terreno quedaron
aplanadas, igual que moldes de impresión de las hojas de un
periódico. Apenas había espacios verdes, sólo gentío en la
distancia como tallos de hierba azotados por la brisa.
Seiichiro le preguntó a Kyoko si aquel panorama la hacía
feliz. Ella le dijo que no.
—Kyoko, en el fondo tú piensas como yo, el fin del mundo
es una idea que te atrae. No puedes olvidar la claridad de los
terrenos abrasados por las llamas. Hoy observas esta ciudad a
la luz de un tiempo pasado. No me cabe duda. Cuando
camines por esas frías aceras de hormigón completamente
renovadas, sentirás añoranza del suelo quemado bajo tus pies y
la sensación de andar sobre ascuas, te faltará algo, te
entristecerá contemplar desde los acristalados edificios
modernos un paisaje nuevo sin las flores de diente de león que
germinaban tras los incendios.
»La destrucción que amabas es ya parte del pasado.
Aquella destrucción contenía el orgullo que cultivaste y puliste
de forma sublime, te enorgulleces de haber hecho todo eso
idealizando la destrucción. Creo que es por tu inevitable
aversión a todo cuanto evoca alzarse de las cenizas como el
ave fénix, resurgir, volver a la senda correcta, ensalzar las
construcciones, mejorar, aspirar siempre a cosas mejores,
querer a toda costa reconstruirlo todo, dar un paso más como
ser humano… No, seguro que especialmente aborreces todo
eso. Se te debe de hacer muy difícil vivir en esta época… no
puedes negarlo.
—¿Y qué me dices de ti? Ni siquiera puede decirse que vivas
realmente en esta época —le contestó Kyoko devolviéndole el
golpe—. Siempre estás hablando de la inminente destrucción
del mundo.
—Ciertamente —admitió el propio Seiichiro; poco a poco
hablaba con la espontaneidad y entusiasmo lírico de un joven
que está fuera de sí. Sin embargo, él sólo se permitía hablar de
este modo en su casa; fuera de allí guardaba las apariencias y
evitaba decir lo que se consideraba inapropiado.
»¿Cómo podría vivir si no tuviese la certeza de que se
acerca el fin del mundo? Si pensara que el buzón rojo
colocado en el camino a mi oficina por las obras de
reconstrucción fuese a estar allí eternamente, ¿cómo iba a
poder pasar por ese camino sin sentir náusea y horror? De
estar allí para siempre el dichoso buzón rojo de grotesca
abertura, ¿podría permitirle que siguiese ni un segundo más
con esas fauces abiertas? ¿No crees que me liaría a patadas
con el buzón rojo? ¿No crees que lucharía contra él hasta
derribarlo y reventarlo a pedazos? Si puedo armarme de
paciencia ante semejante buzón, si acepto y consiento su
existencia, si cada mañana en la estación de tren trago con la
cara de foca del jefe de estación y acepto su existencia, si trago
con las paredes color de huevo en el interior del ascensor de la
oficina, si cuando subo en el descanso del mediodía a la azotea
trago con el globo inflable con promociones comerciales…
Pues todo eso es gracias a que tengo la completa certeza del
fin del mundo.
—Entonces, no haces más que tragar con todo. Todo lo
toleras, todo te da lo mismo…
—Como al gato del cuento la única forma de luchar que le
quedaba era tragárselo todo, esa era la única forma de vivir
que tenía. El gato se tragaba todo cuanto encontraba por el
camino: un carruaje de caballo, un perro, un edificio escolar.
Si tenía sed, se tragaba un depósito de agua, incluso desfiles de
reyes, hasta una abuelita, o un carrito de la leche… Sí, me
gustaría saber cómo vivió ese gato.
»Tú sueñas con la destrucción del pasado. Yo preveo la
destrucción del futuro. Y mientras, entre esos dos mundos de
destrucción, resistimos viviendo, bebiendo a pequeños sorbitos
el vivir el día a día. Esa manera de sobrevivir es
desconsiderada e insensible hasta un punto horroroso, vivimos
sin cesar abrazando ese fantasma que sólo aspira a alargar su
vida eternamente. Ese espectro va ganando terreno, sumiendo
en la parálisis a millares de personas; ahora la frontera entre
sueño y realidad ha desaparecido, o tal vez todos han acabado
por creer real esta ilusión.
—Entonces debes de ser el único que sabe que se trata de
una ilusión, por eso puedes tragar con todo como si nada.
—Pues sí, y eso es porque sé que la realidad auténtica es
«la realidad de un mundo a punto de ser destruido».
—¿Por qué lo sabes?
—Lo veo sin más. Cualquiera puede captar el fundamento
de sus acciones si se fija bien. Lo que pasa es que nadie quiere
verlo. Yo tengo valor para mirar de frente esa realidad, no
puedo evitar ver claramente lo que va a pasar. Percibo
claramente el rápido avance de las agujas en la esfera de un
reloj.
Seiichiro estaba cada vez más ebrio. La cara roja y la
flojedad en sus extremidades relajadas denotaban lo poco
consciente que era ya del hilo de sus pensamientos. Con su
formal traje azul a juego con una corbata y calcetines sobrios,
ese joven siempre preparado para perderse en el anonimato de
la gente hacía desprenderse de sí un olor de vida colectiva,
incluso hasta en la mancha de su camisa descuidada. No era
una suciedad o una mancha natural; daba más la impresión de
ser una mancha producto de su esfuerzo por resultar natural.
Como una medusa lanzada y despedazada sobre la arenosa
playa, cuando él estaba en casa de Kyoko, era la viva imagen
de la contradicción, tanto sus ideas como sus sentimientos no
eran más que una amalgama absurda que él no podía controlar.
De repente, Seiichiro cambió de tema de conversación.
—¿Qué tal estaba Shun antes del entrenamiento?
—Parece que estaba muy bien, volvió con mucha
confianza.
Kyoko le contó parte de lo sucedido aquella tarde en la
pelea.
Seiichiro se echó a reír. Aunque era muy improbable que él
se viese envuelto en una, le gustaba mucho oír hablar de
peleas ajenas. Elogió mucho a Kyoko por su serenidad durante
la trifulca.
Seiichiro inspiró profundamente el aire de la noche y,
sentado, estiró las extremidades. La pronunciada nuez de su
garganta se movía teñida de rojo a la luz de la lámpara. De
repente se levantó y estrechó las manos a Kyoko.
—Me voy. Estarás cansada por el viaje, ¿verdad? Buenas
noches.
—Pero, ¿a qué has venido entonces?
Kyoko se lo preguntó sin levantarse de la silla, ni alzar la
mirada hacia él; tan sólo observaba la punta de sus uñas rojas
con un brillo más intenso a la luz de la noche.
—Eso me pregunto yo, ¿para qué he venido? —dijo
mientras se tambaleaba un poco sujetando la cartera del
trabajo.
Ante la entrada dio un par de pasos, después se volvió,
observó complacido el movimiento de su sombra proyectada
sobre la vetusta puerta de roble y al fin dijo:
—Me duele un poco la cabeza. Ah, sí… Hay algo sobre lo
que quería pedirte opinión.
—¿De qué se trata?
—Creo que ha llegado el momento de casarme.
Kyoko, que había salido a despedirlo a la puerta, se quedó
callada. Ya estaba cerrada la noche, y unas rachas de viento
arreciaron de repente arremolinándose por el muro que
circundaba el jardín y el puente de piedra. En un rincón
iluminado en la oscuridad se observaban las bayas de una
aucuba de brillantes tonos rojos. Las hojas nuevas de tonos
verdosos vibraban agitadas por el viento. Los innumerables
frutos rojos temblaban como coagulados en sus racimos.
—Vaya viento tan terrible —dijo Kyoko en el preciso
momento de despedirse.
Seiichiro se dio la vuelta con una leve expresión de
disgusto: intuía el sentido insinuante de sus palabras. Él era
consciente de que a Kyoko no le pegaba hacer ese tipo de
comentario insulso aludiendo al tiempo. Kyoko interpretó el
momentáneo gesto de disgusto de Seiichiro como señal de su
desinhibición. Al fin y al cabo, Kyoko no tenía nada contra él.
Masako, que dormía en su habitación de estilo occidental, se
despertó al oír que se marchaba el invitado. Mientras
observaba el reloj en la mesilla de noche, pensó que este
último invitado del día se había ido bastante pronto. Después,
se levantó sigilosamente y abrió el cajón de los juguetes. Era
realmente hábil para abrir este cajón sin hacer el más mínimo
ruido.
En el cajón había muchos vestidos de muñeca, y emanaba
olor de alcanfor. A Masako le encantaba aquel aroma del
alcanfor envuelto en celofán de colores y había llenado el
cajón por completo de aquellas bolsitas. Además, cuando
estaba sola, le encantaba asomar la nariz en aquel cajón y
aspirar el intenso y místico aroma.
La débil luz que se filtraba por el cristal de la ventana
coloreaba el vestuario de las muñecas con tonalidades de azul
y rosa difuminados. Encajes baratos adornaban ondeantes las
mangas. Estos vestidos que jamás se manchaban de sudor a
Masako a veces le parecían aburridos.
Miró alrededor e hizo una mueca apretando la punta de la
lengua, manteniéndola apretada contra los dientes;
seguidamente, sacó una fotografía oculta bajo los vestidos. Se
acercó a la ventana y bajo la luz que se filtraba del exterior
observó la fotografía de su padre, el hombre al que Kyoko
había echado de casa.
A juzgar por su apariencia, parecía un hombre débil de
complexión delgada, aunque de rostro apuesto y joven; llevaba
puestas unas gafas sin montura, el cabello corto peinado con
raya al lado y una corbata anudada puntillosamente.
Masako observaba la fotografía del padre sin
sentimentalismo reseñable, simplemente miraba
continuamente como buscando algo. A continuación, como
siempre hacía cuando se despertaba por la noche, susurraba
ritualmente las siguientes palabras:
«Padre, espera. Ya verás como Masako hará que vuelvas
pronto a casa.»
La fotografía desprendía un aroma a alcanfor. Aquel aroma
era para Masako el aroma de la noche, de los secretos y,
también, el aroma que le recordaba a su padre; aspirándolo,
Masako volvía a quedarse dormida. No era el olor canino que
tanto disgustaba a Kyoko.
Capítulo 2

—¡Vaya un imprudente Inukai! —dijo Saeki, su compañero de


trabajo, a Seiichiro, durante el paseo del descanso a mediodía.
Los dos se dirigieron al puente de Nijubashi para pasear por
los jardines del recinto del Palacio Imperial.
»Más que Inukai, que significa “criador de perros”, habría
que llamarle “kai-inu”, en el sentido de “perrito de compañía”
—continuó diciendo Saeki.
Seiichiro asentía:
—Cierto, ha dejado pasar la oportunidad de ganarse una
buena reputación, algo que no te ponen en bandeja más de una
vez en la vida.
El primer ministro Yoshida era el vivo retrato del
mantenimiento del orden y el desprecio por el cambio. Pero no
era el único: había muchos, como él, con un espíritu de
contradicción chapado a la antigua pero capaz de divertir a las
personas. Sin embargo, Inukai era un comediante de la nueva
ola. Sin entrar en temas de ideas o gusto personal, él de cara al
público fue el primero de aquellos tipos a la última capaz de
actuar con sorprendente torpeza para rendir servicios al orden
establecido. Era tan torpe su actuación que parecía hecha
adrede. Igual que un sombrero de copa sobre la cabeza de un
bufón pierde prestancia, sin proponérselo desprestigiaba la
dignidad de ese orden establecido. Como eso molestaba a
gente, el enfado de la opinión pública se generalizaba.
El boletín matutino de ayer informaba de que el ministro de
Justicia, apoyado por Inukai, había ejercido su derecho de
movilizar al ejército, pero ese mismo día el boletín de la tarde
daba la noticia de la dimisión de dicho ministro. Eso era una
incongruencia patente para todo el mundo. Si realmente quería
presentar su renuncia, no tenía sentido tomar dichas medidas.
Una de dos: si tenía intención de renunciar, no debería haber
asumido el poder; pero, una vez que había aceptado ejercer el
cargo, más le valdría no renunciar después. En clara
contradicción, él quería quedar bien con los políticos y los
ciudadanos al mismo tiempo. Era una caricatura cómica que
enfadaba a la gente.
Se palpaba un malestar general en la opinión pública. La
indignación, que al principio era compartida por diversas
tendencias de la oposición, se fue generalizando después en
toda la sociedad. Ya no era arriesgado sumarse a esa reacción
de oposición. Obviamente, Seiichiro asintió. Tenían derecho a
indignarse.
—Lo que ese tipo ha hecho es como los lamentos de las
mujeres cuando quieren hacerse notar. ¿No te parece? —dijo
de nuevo Saeki.
—Sí, es para cabrearse —asintió Seiichiro, que no perdía
nunca la calma en público, y para no revelar sus verdaderas
ideas se limitaba a expresar un monótono revisionismo como
el publicitado por los periódicos conservadores.
Ambiente templado y nubes finas en el cielo de media
tarde. Regueros de hombres y mujeres trabajadores paseaban
durante el breve descanso de mediodía para hacer la digestión.
Los dos se detuvieron junto al foso que rodeaba el perímetro
del Palacio Imperial.
Los sauces verdeaban, y en el estrecho espacio de hierba a
lo largo del foso brotaban dientes de león aquí y allí entre
arbustos de hojas de mielga. El agua del foso tenía un tono
verde y negro espeso como una sopa, y la suciedad se
acumulaba en un recodo del canal como una alfombra
manchada vuelta del revés.
Saeki y Seiichiro reanudaron la marcha, cruzando por una
calle muy transitada. Cada árbol y cada tallo de hierba les
resultaban tan familiares y conocidos como en el interior de su
despacho. Apenas se diferenciaban los pinares de paseo tan
trillado con el perchero de la oficina: ambos podría decirse que
apenas existían.
Saeki, de repente, pareció acordarse de su derecho a hacer
lo que le viniese en gana y propuso ir a algún sitio en el que
todavía no hubieran estado. Seiichiro miró su reloj sugiriendo
que no tenía mucho tiempo. Saeki ya echaba a andar
decididamente; al ver que se detenía un autobús turístico del
que bajaban ordenadamente los turistas, se acordó de un lugar
cercano por el que, sorprendentemente, solían pasar de largo.
Había como una especie de sutil frontera entre los grupos de
oficinistas y los turistas que se cruzaban sin mezclarse en
aquella explanada.
El paseo de mediodía con el que oficinistas y secretarias
agilizaban la digestión del almuerzo se asemejaba a un desfile
en el que sus personajes, sacando pecho casi como en una
ceremonia, parecían conscientes de hallarse en el marco de un
cuadro costumbrista: la típica estampa del paisaje urbano por
las aceras del centro financiero. Aspiraban a ejercitarse un
poco bajo el suave y traslúcido sol, caminaban convencidos
del efecto gimnástico para eliminar grasas. Tomar el aire
fresco y el sol no entrañaba nada malo, y encima pasear veinte
o treinta minutos era gratuito.
«Abrigar esas pequeñas consideraciones por la salud es
hasta comprensible y natural… —pensaba Seiichiro—. Pero
resulta grotesca la escena de la masa ejercitándose al unísono.
Qué molesto es ver a toda esa gente aspirando gregariamente a
la longevidad. Parece un verdadero sanatorio de enfermos
mentales encerrados en un campo de concentración.»
Se acordó del corte que se había hecho en el labio esa
mañana con la cuchilla de afeitar. Al pasar la punta de la
lengua por el corte, percibió un sabor salado. Se acordó del
placer que sintió ante aquel pequeño e insignificante corte
cuando vio reflejarse en el espejo el hilillo de sangre en torno
a sus labios. Puede que a veces no sea malo bajar la guardia,
dejar de ser tan cuidadoso. Tal vez la cuchilla de afeitar había
percibido su fugaz pensamiento al deslizarse cortante sobre su
piel.
—Aquí seguro que no hemos estado aún —dijo jactándose
Saeki al entrar sin hacer caso de un letrero que advertía de la
prohibición de acceder.
—A decir verdad, estoy seguro de haber venido por aquí de
pequeño…
—Eso no cuenta, cuando eras un niño era diferente.
Al adentrarse, pisaron unos trozos de papel desperdigados
bajo la sombra de un pino bajo y observaron la estatua de
bronce ante ellos. Era la conocida estatua de Kusunoki
Mashashige a caballo. Llevaba encasquetado el yelmo de
dagas, con la mano derecha sujetaba con firmeza las riendas de
un poderoso y musculoso corcel, el cuello erguido, la pata
izquierda delantera alzada echando a galopar en el aire; la crin
y la cola del caballo desafiaban el aire en contra y resaltaban
vivamente en la escultura. Era verdaderamente enigmático que
aquella estatua en bronce de una personalidad patriótica
hubiera conseguido sobrevivir al periodo de la ocupación. Tal
vez debido a que el caballo estaba mucho más logrado que el
propio Mashashige, dejaba a éste en un segundo plano. Bajo la
fina capa de bronce del caballo se percibía una enérgica y
compacta musculatura como la de un joven jinete, se
traslucían hasta sus venas; en suma, la estatua evocaba tal
realismo y el brío del caballo parecía tan natural como si
tuviera al enemigo ante él. Sin embargo, el contrincante ya
había muerto; en un tiempo también habría sido visible,
portentoso y con semejante armadura, pero ahora había
desaparecido del horizonte, galopa invisible en la eternidad y
encarna un enemigo astuto que ríe desde el confín de un cielo
primaveral de nubes finas sobre las cabezas de los
provincianos que, boquiabiertos, alzan la vista para contemplar
la estatua del caballo guerrero.
La chica del autobús daba la siguiente explicación ante
cinco o seis personas:
—Fíjense en la cola del caballo de bronce, los gorrioncillos
hicieron de ella su nido y parece como si siguieran trinando
hoy día con este patriota amante de su nación.
La voz juvenil de la mujer, transportada por el cortante
viento vespertino, resultaba monocorde debido a la humedad
al ensalivar cuando se resecaba su garganta en el ambiente
primaveral polvoriento. Algunos de los turistas escuchaban su
explicación impertérritos, sin dejar escapar ni una palabra,
llevándose a las orejas las manos llenas de arrugas color de
tierra.
Numerosos trozos de papel y palomas; éstas se detenían
sobre el yelmo con forma de azada… El horroroso sonido de
las pisadas de los cansados visitantes al aplastar los guijarros.
En una palabra, un paisaje de recesión económica y hastío
cubría todo como polvo primaveral.
Escena de recesión… No es que hubiera cambiado nada de
cuanto había allí. El año previo, tras la guerra de Corea, las
inversiones se recuperaron regularmente, pero poco después la
situación volvió a empeorar. La palabra «recesión» aparecía en
la primera plana de los periódicos, se elevaba como una
humareda de ceniza, después se expandía, enturbiaba la
atmósfera, se adhería formando un poso sobre toda la realidad;
eso es lo que cambió realmente el significado de todo.
Enseguida los árboles se convierten en «árboles de la
recesión»; la lluvia en «lluvia de la recesión», las estatuas de
bronce, en «estatuas de bronce de la recesión», hasta las
corbatas se convierten en «corbatas de la recesión». Igual que
antes de la recesión las novelas sobre oficinistas de Sasaki
Kuni eran muy bien acogidas, hoy en día la gente leía con
gusto a Genji Keita. En estas novelas, aunque tenían su origen
en tiempos oscuros, dicha palabra no aparecía citada jamás
entre sus páginas.
Saeki y Seiichiro se sentaron sobre la cadena metálica que
rodeaba la estatua de bronce. Resultaba agradable echar un
pitillo con aire indiferente ante el monumento de un personaje
ilustre rodeado de visitantes.
—Envidio a Kusunoki Masashige. Seguro que él jamás
tuvo que pensar en la crisis económica.
—Nosotros somos como Masashige. Basta con estar
imbuidos de patriotismo, lo demás sobra —sentenció Saeki
superando en cinismo a Seiichiro.
—Y el caballo tan robusto sobre el que monta es capaz de
lidiar con todo. Hoy día el nombre de nuestro caballo sería
«consorcio financiero».
—Un caballo realmente poderoso.
—Un caballo que no muere jamás. Un ave fénix. Aunque
cortes sus miembros y lo quemes, enseguida resucita, ahí lo
tienes.
Saeki era cínico, pero no llegaba al punto de creer en la
completa destrucción del mundo. Él era un creyente en la
inmortal eternidad de lo cotidiano, rendía culto a la irrompible
estatua de bronce. Pero a veces hablaba con un ardor tal que se
percibía por debajo de sus gafas el brillo de alegría de sus ojos.
—Por cierto, se me olvidó decírtelo —dijo
improvisadamente Saeki con un tono de voz distante.
»En el periódico de esta mañana salió la noticia del suicidio
de la dueña de una empresa de cosméticos en quiebra por la
depresión económica. Pero como todo el mundo sabe, una
mujer no se suicidaría por algo semejante. Está clarísimo: la
causa fue un desengaño amoroso. Lo prueba su firme
determinación, forjada años atrás cuando fue abandonada por
un hombre en su juventud. Después, cuando triunfó en los
negocios, aparentaba despreciar a los hombres, pero era todo
lo contrario, devoraba uno tras otro. Finalmente, durante la
quiebra económica, la dejaron y eso desencadenó su suicidio.
¿Quién crees que era ese primer amante que la desairó por su
falta de atención y la convirtió en una impulsiva Kan’ichi
femenina al romperle el corazón? No podía ser otro. Nada
menos que nuestro jefe de departamento, el señor Sakada.
Seiichiro estaba muy al tanto de este rumor. Sin embargo,
aparentó una ingenua sorpresa, sin olvidar añadir la siguiente
estereotipada impresión:
—Ya ves, hasta nuestro jefe tuvo su época de amoríos
románticos.
—Ya veo que tú también eres bien simple —dijo Saeki.
A Seiichiro, al oír lo de «simple», se le escapaba una
inconsciente sonrisa de satisfacción, reprimida
convenientemente para que el otro no se diese cuenta. Replicó
Saeki:
—Eres bien simple. Qué tendrán que ver aquí los amoríos
románticos. La realidad es que él se relacionaba con ella por
interés porque le estaba pagando los estudios universitarios.
Todo un ejemplo de utilitarismo. El jefe, antes de entrar en la
compañía Yamagawa, ya tenía maneras de especulador.
—Nosotros también debemos aprender de él.
—Lo que está claro es que tú no sirves para eso. Un
hombre bueno y sencillo como tú, al enamorarse, sería natural
que lo viviera con toda pasión.
Seiichiro, además de sentirse satisfecho por esta valoración
errónea de su personalidad, en cierta manera confiaba en
Saeki, que no tenía nada de simple. Era, sin duda, un tipo
brillante, de piel clara y con gafas, alguien que disfrutaba de su
propia complejidad. Con un gesto serio, en ocasiones se
sinceraba con Seiichiro respecto a su descontento:
—Te envidio. Eres tal cual, has nacido con el don de saber
estar. Eres una persona sin sufrimientos excesivos, ni te
desequilibras por defender con demasiada seriedad tus
opiniones.
Los dos siguieron paseando por el camino de vuelta que
recorría el cruce de Hibiya; iban criticando los planes para la
deflación tomados por los gobernantes. La reducción del flujo
de capitales no contribuía más que a una organización
irregular de los balances. Por tanto, volvería a repetirse la
historia, igual que un excesivo entusiasmo amoroso acaba sin
falta en desilusión; al aumentar la producción, las existencias
de difícil salida se amontonaban empeorando el balance
comercial y pulverizando las inyecciones de crédito del
gobierno; de ahí el riesgo de inflación y una economía
contraída tradicional que termina en medidas de deflación…
Por cierto, para los trabajadores de las empresas comerciales,
criticar a los políticos era una de las materias de conversación
más seguras. El gobierno, desde tiempos de Meiji, no era para
ellos más que un grupo de déspotas gorilas, y cada una de sus
acciones vulgares desde siempre fue motivo de burla para los
trabajadores.
Seiichiro se fijó en el cartel en la ventanilla de entradas del
Teatro Imperial al otro lado de la calle. Era el cartel de la
actuación de Josephine Baker. Kyoko le llamó por teléfono
para invitarlo a la actuación, pero declinó. No le gustaba ir con
Kyoko a sitios tan suntuosos. Prefería encontrarse con ella en
su casa. Ella, que prefería la sencillez sin complicaciones, al
escuchar aquella curiosa negativa, le dijo que no se
preocupase, que iría con Osamu. Ciertamente, el apuesto y
abstraído Osamu parecía el acompañante más adecuado para la
ocasión. Un joven de cejas viriles y labios juveniles con un
toque femenino, con una mirada cargada de romanticismo y
una expresión misteriosa y hermética. Observados
exteriormente, Seiichiro y Osamu no tenían ningún rasgo en
común, aunque Seiichiro a veces tenía la impresión de intuir
los pensamientos de Osamu. En aquellos instantes era como si
se superpusiesen las dos caras, la coraza de la vida
inconsciente e ingenua de Osamu y el estilo vital más
consciente de Seiichiro…
En una esquina del barrio de oficinas empezó a distinguirse el
edificio sombrío de la empresa Yamakawa. Era la una menos
cinco de la tarde. Kotani, un empleado nuevo del mismo
departamento, que acababa de entrar ese año, pasó por delante
de Seiichiro y Saeki, no se detuvo a saludarlos y, con
respiración entrecortada y sus mofletes colorados, aunque no
se echó a correr, se dirigió directamente a la entrada de
personal con pasos mecánicos en el andar.
—Oye, no vayas tan deprisa.
Seiichiro lo dijo en voz baja pensando que no le oiría, y
ciertamente no oyó lo que dijo.
—Por lo visto alguien le explicó que debe llegar a su mesa
antes de que regresen a la oficina los más veteranos.
—Además, fíjate lo larguiruchos que son los nuevos
empleados. Se les nota bien alimentados. Está claro que es una
generación que no se crio desnutrida como nosotros a base de
sucedáneos como el mame kazu.
Los empleados recién contratados tienen un brillo excesivo
en la mirada, siempre queriendo parecer agradables, con una
media sonrisa contenida, disimulando su adulación; cuando
cometen un error en el trabajo, se rascan la cabeza y actúan
estereotipadamente; se percibe tensión en toda su musculatura
al esforzarse en actuar con decisión y claridad, toda esa
energía y entrega para aprender… Sin duda, todo eso resultaba
divertido, pero Seiichiro disfrutaba más al ver cómo sus
rostros adquirían apariencia de aburrimiento e inquietud por la
previsible desilusión que les carcomía al cabo de un par de
meses. Seiichiro, por su parte, después de tres años en la
empresa, se mostraba decidido y seguro, con gesto impasible,
haciendo gala de una jovialidad atractiva y un oportuno saber
callar cuando era necesario. Además, no daba muestras de
mínimo cansancio respecto al trabajo.
Las oficinas ocupaban una parte del edificio gris de ocho
plantas; sobre una placa de bronce se leía: «Sociedad
Yamakawa». En la empresa preferían edificios sobrios de este
tipo. A primera vista, no había ningún elemento moderno, era
una construcción de sencillos bloques de cemento que no
llamaría la atención de nadie. El edificio de estilo moderno
situado enfrente, al ser acristalado, reflejaba perfectamente el
bloque de Yamakawa. Gracias a su apariencia austera, el
contraste mitigaba el efecto de su modernidad aportándole la
prestancia del otro edificio.
A principios de primavera, tras lograr la recuperación de la
empresa de Yamakawa mediante la unión de tres sociedades,
Seiichiro dejó las oficinas del edificio N, donde había
trabajado tres años, y con todo el equipo de la empresa se
trasladó al mítico edificio de Yamakawa. Allí se había
restaurado todo cuanto evocaba los tiempos antiguos. Se
acordó de que cuando se trasladó aquí por primera vez, al
llegar a la puerta de entrada, repasó mentalmente de sus
criterios de actuación como si se tratase de sentencias
emblemáticas. Todavía hoy seguía respetando aquellos
criterios escrupulosamente:
—Graba en tu mente que la desesperanza es el valor que
debe cultivar el hombre práctico.
—Aparta el heroísmo de tu vida, que no tenga nada que ver
contigo.
—Jura obedecer cuanto menosprecias, si menosprecias las
costumbres, cúmplelas a rajatabla, si menosprecias la opinión
pública, sigue la corriente.
—Precisamente en lo trivial se halla la máxima virtud.
Seiichiro dominaba muy bien los tópicos del haiku. Era el
camino más corto para ganarse la confianza de la gente sin
tener especialmente genio poético. Asistía a las reuniones de
poesía a las que tan aficionado era el jefe de sección, y lograba
doce puntos componiendo algún lamentable haiku con el
mayor de los intereses. Sabía atenerse bien a la métrica de
diecisiete caracteres, ni uno más, ni uno menos, todo un
maestro de la prescripción de lo común y corriente.
—Anoche fuiste con Kyoko al espectáculo de Josephine
Baker, ¿verdad? —le preguntó Mitsuko mientras Osamu la
escuchaba con gesto abstraído.
—Sí.
Nada más contestarle, ella tomó sus brazos desnudos y los
colocó en cruz junto a su torso, después dejó caer el peso de su
cuerpo sobre su pecho y empezó a hacerle cosquillas con los
labios en las axilas. Osamu se retorcía de cosquillas sin poder
liberarse del cuerpo cálido y pesado de Mitsuko.
—Qué débil eres. Estás muy flacucho.
La chica dejó escapar de sus labios estas palabras que tanto
irritaban a Osamu. Éste entornó los párpados resignado. El
peso de la chica sobre su estómago y la humedad de la saliva
en las axilas le produjo un turbio malestar; como si un lejano
olor de hierba húmeda le diese náuseas. Presentía una continua
sensación de cosquilleo por todo el cuerpo como cuando
amaina la brisa y de repente se renueva vibrando entre las
hojas. «Mitsuko dice que estoy flacucho. No sé qué haré si me
toca un desnudo sobre el escenario. Hasta ahora pensaba
mucho en mi cara y me fijaba menos en mi cuerpo… ¿Más
peso corporal daría más peso a mi propia existencia? El cuerpo
como tal tiene existencia y pesa, ¿tal vez aumentando de peso
y volumen corporal tendría más conciencia de mí mismo, más
solidez? ¿Me libraré por fin de mi existencia de indolente que
se diluye en inercia? ¿La prueba única de mi existencia es
pasarme todo el tiempo ante el espejo?»
Por fin, tras liberarse de las manos de Mistuko, lo primero
que hizo fue buscar a tientas el espejo de mano bajo la
almohada.
—¿Estás buscando el espejo?
Mitsuko conocía bien su manía. La luz de la lámpara,
cubierta con una toalla de baño para tamizar su intensidad,
brillaba débilmente formando sobre el brazo de Mitsuko unos
sublimes círculos de luz humeante que contorneaban su figura.
Alargó el brazo sobre la cara de Osamu. De sus axilas emanó
un aroma a jazmines. Mitsuko no movió el brazo con intención
de darle el espejo de bolsillo sobre el tatami a Osamu, sino
para apartarlo de un rápido golpe.
—No hay espejo. Yo puedo mirarte en su lugar.
Mientras decía esto, Mitsuko sujetó fuertemente de ambas
mejillas a Osamu. Como prácticamente no tenía vello en ellas,
las manos de Mitsuko sujetaban una piel lisa y fina. En primer
lugar, Mitsuko rozó con sus labios el flequillo lustroso de
Osamu: «Éste es tu cabello»; después, su frente blanca: «Ésta
es tu frente», después los posó sobre sus pobladas cejas y dijo:
«Éstas son tus cejas»… El tacto de sus labios sobre la piel fina
de los párpados le recordaba a una mosca aleteando sin cesar
en círculos. Con los párpados cerrados movía los ojos tratando
de escapar de aquella mosca. En la fría desnudez de sus ojos
percibió un halo caliente a través de la piel de los párpados.
—Aquí están tus ojos…
»¿Lo has visto, verdad?
Osamu seguía con los ojos cerrados y Mitsuko le dijo:
—Seguro que has visto mucho mejor que con el espejo, ¿a
que sí?
ȃsta es tu nariz.
Mitsuko reemprendió su reconocimiento. En la punta de su
bella nariz un poco fría en la noche, Osamu notó el vaho
cálido y húmedo de su respiración recordándole el aroma de
una ribera en un día de verano.
Osamu era como un enfermo grave sin fuerza siquiera para
apartar de un manotazo una mosca revoloteando sobre su
cabeza. Como un puerco revolcándose en el lodo a pleno día,
sentía una repugnancia extrema en el cuerpo a la que, sin
embargo, en cierto modo se resignó, en el momento en que se
percató de lo apropiada que era para él dicha sensación. En
cualquier caso, seguía siendo necesaria la claridad del espejo.
Sin embargo, bajo la tenue luz, aun palpando con las manos
sobre el tatami, no había rastro del él.
Mitsuko, separada de su marido, vivía en un apartamento, pero
en sus encuentros secretos con Osamu no se citaba en él, sino
que reservaba una habitación de hotel por el barrio de Shibuya.
La primera vez que fue allí a Osamu le llamó la atención la
frialdad de Mistuko con las chicas del servicio o la encargada,
y su manera de comportarse sin ningún miramiento. Las
habitaciones del alojamiento estaban construidas unas junto a
otras separadas por una pequeña distancia por la que corría un
arroyo formando un complicado entramado alrededor de un
estanque, de modo que en plena noche se podía oír el sonido
de las carpas chapoteando en el agua. Desde la ventana se
veían las inmediaciones de la estación de Shibuya y las luces
de neón de los edificios altos y los centros comerciales del
barrio, pero reinaba una tranquilidad profunda e insólita en el
lugar.
Osamu se incorporó de golpe y se puso una camiseta de
cuello redondo. Quería distanciarse un poco de Mitsuko y se
fue al lavabo. Tras cerrar la puerta, por fin se sintió bien al
mirarse en el espejo grande e iluminado del lavabo. Tenía el
pelo revuelto; cogió un peine y empezó a peinarse
cuidadosamente. Se puso tal cantidad de loción de aceite que
su pelo enseguida recuperó un lustre brillante como de lacado.
«No me gusta. Querría que fuese más atractiva, menos
insistente, con esa apariencia concreta de mi gusto…», pensó
Osamu. Ya había conseguido que el espejo reflejase su rostro,
capaz de gustar a cualquier mujer. Después, fantaseó con una
relación con una chica joven; al quedarse embarazada, él la
dejaría. Tendría numerosas y complicadas aventuras amorosas
que la gente, sin embargo, vería con buenos ojos.
Mitsuko estaba algo rellenita, cabello de color negro, un
poco claro, y, aunque no muy proporcionada, era una mujer
bella; tenía unos ojos grandes, una nariz suavemente perfilada,
el labio inferior un poco más grueso que el superior y orejas
bien formadas. Si ahora volvía a la cama, estaba claro lo que le
diría Mitsuko: «Perdona, he sido demasiado insistente,
¿verdad?». Mitsuko, cuando pasaban la noche juntos, en
ocasiones se ponía celosa de un modo trivial; aunque a veces
hacía cosas fuera de lo ordinario, el respeto por sí misma y la
pasión armonizaban en su forma de ser. Si Osamu la dejase, no
tenía ninguna intención de ir tras él. Sus encuentros secretos
siempre eran de arrebato: podían verse durante diez días
consecutivos y luego no verse durante dos meses seguidos. La
primera vez que conoció a Mitsuko fue en casa de Kyoko.
Osamu, como era habitual, dejó, indolentemente, que fuese
ella la que lo eligiera y sedujera.
De noche, las bellas facciones de Osamu se reflejaban
nítidamente en el espejo. «Aquí sí estoy seguro de existir»,
pensó. Sus ojos grandes bajo las recias cejas, las profundas
pupilas negras… No sería fácil encontrar un joven de belleza
parecida. Comprobaba satisfecho que no quedaba ni el más
leve indicio de lo sucedido hace escasos momentos que
ensombreciese su luminoso rostro, había sido borrado como el
rocío mañanero.
«Tendría que probar el levantamiento de pesas que me
recomendó un amigo. Si me entrenase, mis músculos serían
como una coraza, y todo mi cuerpo expresaría tanto como la
cara», se decía. A diferencia del rostro, un cuerpo musculado
no requiere espejos para ser observado. Podría cerciorarse de
la existencia de los brazos, el pecho, el abdomen, los muslos;
contemplar cómo surge continuamente de su cuerpo entero la
voz del ser y la poesía de la existencia.
Osamu echó una ojeada al papel, colgado en la pared, de los
ensayos del teatro de Gekisakuza con los repartos de la
próxima representación. El antepenúltimo personaje, el joven
D, iba a ser su papel. Era un papel con un poco de movimiento
y sin diálogo en la parte de cabaret del último acto. Observaba
el asesinato de la protagonista principal y, acto seguido,
sorprendido, saldría de escena.
Sobre el escenario ya ensayaban el guion y la escenografía.
La protagonista, encarnada por Toda Oriko, declamaba sobre
el escenario:
—El cabaret que represento yo es diferente y único. En mi
cabaret cada noche hay peleas a navajazos, tragedias, auténtica
pasión y rivalidad amorosa, sí, hasta las pasiones más bajas e
innobles, pero, en definitiva, hechos más elevados que
vuestras caras de eruditos. Dicha pasión y odio son auténticos,
lágrimas y sangre no fingidas, desangrándose de veras. En dos
o tres días ya estará la invitación al pase nocturno. Les ruego
su asistencia. Basta con que me hagan el favor de asistir sin
rechistar hasta el final. Porque, a fin de cuentas, vosotros como
público formáis parte de la representación.
Sobre la tarima polvorienta del escenario, Oriko, sin el
menor maquillaje, llevaba una redecilla en el pelo, vestía una
blusa y pantalones de colores que desentonaban y estaba de
pie ante un sucio panel que iba ajustándose a las dimensiones
del decorado. Miura, el director, dijo «un momento»,
interrumpiendo su representación. «Cuando dices
“desangrándose de veras” baja y acércate dos o tres pasos al
doctor Asami. Con aire un poco amenazador… Después, como
ya te dije, en la parte de “Les ruego su asistencia” conviene
expresar más altivez.»
Oriko, desde del escenario, asintió con la cabeza en
silencio. Kusaka, el director de escena, en voz baja le pidió a
Miura su opinión: «¿Repetimos la escena?». Éste, muy
enfadado, dijo: «Empezamos de nuevo. Toda la parte del
médico Asami antes de “el cabaret que represento yo”».
«Qué obra más aburrida», pensó Osamu, apoyado contra
una pared de la sala de ensayos; era una crítica objetiva propia
de un actor resentido y hambriento por que le diesen un papel.
A decir verdad, realmente era una obra intrascendente.
Aquella ingenua atracción por el papel de «genio turbulento»
del personaje de Jean Giraudoux parecía empapar la cabeza
del autor cual esponja mojada. Era la obra de un pobre
diablillo incapaz de comprender el profundo sentido irónico de
la imaginación. Asama Taro, el autor, había vivido en carne
propia las amarguras de la vida, pero, como todo cuanto veía
eran sueños tautológicos, no le servía de nada dicha
experiencia. Lo más preocupante era que sus sueños carecían
de fuerza necesaria para dominar la vida; todo quedaba
reducido al rincón de un desván en el que se refugiaba un niño
débil acosado por sus compañeros. Por más que acumulara
sufrimientos, quien no puede contemplar más que sueños
superficiales tiene que llevar una existencia volátil. Sin
embargo, para disimular aquel punto débil de su arte recurría a
hablar mucho de su experiencia vital, y debido al orgullo
trivial que cultivaba, nunca se comportaba vulgarmente. Así
conseguía sugerir una inocencia gracias a la cual se protegía
ante los demás y que lo convertía en un ídolo para los jóvenes.
Este tipo de farsantes constituía una tendencia cada vez más
dominante en el mundo del arte.
Asama Taro, no obstante, era del gusto de Osamu por la
sencilla razón de que en alguna ocasión había elogiado su
interpretación en el grupo de estudiantes de teatro de Osamu;
ocasión que aprovechó para pedirle algún breve papel de
reparto en sus próximas obras; por estúpidas que fuesen las
obras que escribía, si alguien escribía obras con papeles
románticos en la escena actual, ése era Asama Taro.
¿Cómo podía un actor apreciar en serio obras en las que no
hubiera lugar para su papel, por mucho que las dirigiese un
reputado director? Antiguamente el grupo de Tsukijiza se
emocionó mucho al ver la representación de Bajos fondos, de
Gor’kij, veían a sus actores como modelos de inspiración;
obras de ese tipo se habían quedado grabadas en el corazón de
Osamu. Él nunca fue un espectador ideal de los que se
emocionan fácilmente. Él, que no se entusiasmaba con la
representación de otros, soñaba con ser el único dotado de
talento para dejar extasiados a los espectadores.
El escenario acababa por hacer de su vida algo irreal y
etéreo. Se sentía siempre encerrado en un lugar en que sus
visiones iban a caballo entre la lucidez y el sueño, y dentro,
todo lo impregnaba un dulce descontento vital en el que
quedaba atrapado. Haberse hecho actor era como confiar su
vida a la gente, a los espectadores. No había ya elección
posible, su vida estaba en una situación que los demás elegían.
Recibía el papel que era elegido, hablaba según lo imponía el
autor de la obra, vivía en el interior de las emociones del
espectador; simplemente levantarse de una silla y dar dos
pasos hacia un rincón debía cumplirse según la voluntad de
otros. Además, en su vida diaria, donde era libre, no sentía la
menor fascinación; siempre estaba decidido a apostar por una
vida elegida por los demás, aunque fuera a costa de negar su
propia libertad. En último término, confiaba en apoderarse de
todo, como le ocurre a una mujer guapa que se deja elegir por
los demás.
Sin embargo, por más tiempo que pasase cultivando ávida y
alegremente su desprecio hacia la libertad, no lograba
extinguir el fuego de anhelo apasionado por la indolencia.
Osamu, en una mañana de esas en las que la sequedad del
clima reseca la garganta, leyó un artículo en el periódico sobre
el suicidio múltiple en una familia. La madre mezcló ácido
cianhídrico con zumo y envenenó a sus hijos de seis y dos
años. Cuando Osamu leyó «Un zumo envenenado» escrito en
el título, aquellos grandes caracteres le sugirieron una bebida
indescriptiblemente apetecible. Aquel líquido soberbio
refrescaría, ciertamente, sin igual. Con aquel potente veneno
diluido en ella, era ideal para beberse involuntariamente,
recibida de unas manos acogedoras en una mañana seca. Beber
aquella bebida y trocarse el mundo en algo completamente
diferente sería todo uno. Osamu, sin duda, ansiaba, tal vez,
ingerir una bebida tan letalmente deliciosa.
No había certidumbres, sólo era un dejarse llevar,
abandonarse a la tormenta de pasiones y sentimientos de las
otras personas girando alrededor de uno. Pasada la tormenta,
no quedaría nada, pero el mundo a su alrededor se
transformaría por completo.
«Si representase el papel de Romeo… —pensaba Osamu
con la respiración acelerada—. El mundo antes de representar
a Romeo y el mundo después de representarlo sería
completamente diferente. Al bajar del escenario, regresaría a
un mundo en el que jamás habría vivido.»
Le preocupaba ponerse mallas por la excesiva delgadez de
sus largas y flacas piernas, pero seguramente le quedarían bien
las frías medias de seda ajustadas sobre las piernas sin vello.
Una vez que se quitase las medias, no serían más que las
piernas de un joven que representó a Romeo. Sus labios,
también, no serían nada más que los labios de un joven que
hizo el papel de Romeo. Cuando volviese al camerino entre los
trastos de bastidores, todo aquello adquiriría un oscuro tinte
mágico. Ahora, al subir al escenario, reluciría en las suelas de
sus zapatos cada mota de polvo acumulada en las aceras,
esparciendo fragmentos de fulgurante elogio… Todo
cambiaría. Después, el recuerdo de aquella extraña
transfiguración perduraría hasta que su rostro fuese
completamente cubierto por las arrugas de la vejez.
Osamu, finalmente, pensó en el encanto y embelesamiento que
debía provocar en el público; podía pensar en ello el tiempo
que hiciese falta sin cansarse. En estos tiempos, el noble
entusiasmo vivía en un rincón del olvido. Osamu creía que él
era el único capaz de crear eso desde el escenario. Pero no
dejaba de ser precisamente eso, «una impresión».
Es embriagador sentirse convertido en brisa cálida de
llovizna impregnada de aroma forestal, arreciar con ella el
rostro de los espectadores mojando sus ojos y sus mejillas.
Qué soberbia sería la transformación de la existencia
convertida en semejante brisa. Qué admirable ser como la
densa brisa marina de salitre que besa la piel hiriéndola. Quién
pudiera soplar así en el corazón del público. Para provocar tal
encanto extático, tendría el actor que transformarse en puro
viento, convertir en escenario el propio cuerpo, carne y sangre
bellamente revestidas, alzarse como un santuario viviente ante
la audiencia. Esta figura maravillosa, invisible a los ojos del
protagonista, tampoco se refleja en la retina del espectador
más emocionado, que solo percibe la vibración de esa brisa
refulgente, más allá de la imagen del actor y la forma de su
existencia. La solidez de la existencia corporal se hace
paradójica… Quien ahí está habla y se mueve, como la
instigación de las suaves alas de avispas, y se transmuta en una
partitura de música de un arcoíris difuso, que algunos ojos ven
y otros tal vez no… Osamu soñaba con la llegada de una
situación como esa. Soñaba sin más, sin hacer nada.
Contemplaba en sueños el instante de la transfiguración
última, del anonadamiento brillante de su existencia. Sentía
siempre en esos momentos horror ante la ambigüedad de su
propia existencia, y le atenazaba el miedo a diluirse en aquella
existencia en la nada. En tales ocasiones pasaba la noche con
una mujer para dejar efímera muestra de su existencia. Ante
todo eran ellas las que se sentían atraídas por su físico. Sin
embargo, había algo más que lo acogía y le correspondía. Con
una fidelidad mayor que la de las mujeres… el espejo.
La oficina del departamento de maquinaria del primer piso en
la que trabajaba Seiichiro era de las menos vistosas de la
empresa. Viejas mesas, viejas estanterías y viejas taquillas. Lo
único nuevo era la capa de pintura aplicada a las paredes
cuando la compañía recuperó el edificio.
La forma de las ventanas también iba a juego con la
antigüedad del edificio. El paisaje que se contemplaba desde
ellas se reducía a la pared de enfrente, con unas ventanas de
forma idéntica dando a un sombrío patio. A media tarde los
rayos de sol se reflejaban sobre parte de los ventanales y la
pared de enfrente y declinaban formando un haz inmóvil
durante horas. Pero más que rayos de sol, diríase que eran
simples manchas blancas como las que quedan en la pared al
descolgar un cuadro. Así y todo, tenían cierta frescura tan
diferente y poco natural como para atraer a la gente a las
ventanas. Si uno se asomaba a mirar, se veía el cielo a lo lejos
como la capa de agua de un pozo.
Parecía imposible hallar un paisaje más prosaico. Era un
terreno sin el más mínimo verde. El tejado gris de la sala de
calderas del sótano, las escaleras que bajaban hasta ahí, los
tejados con ventiladores y gravilla, nada más. Los días
lluviosos, en este patio desierto durante todo el día, el tono
negro brillante de la humedecida gravilla creaba un contraste
peculiar en el entorno de febril actividad de las oficinas
colindantes. Aquella gravilla era consuelo para la vista. El jefe
de departamento había recurrido a citar en más de una ocasión
la gravilla en algunos de sus poco logrados haikus.
Los cables para encender los fluorescentes de la oficina que
pendían del techo regularmente suspendidos sobre los
escritorios permanecían inmóviles en medio de la actividad
febril. Los cinco departamentos de maquinaria estaban
configurados en el orden característico de las empresas
comerciales, en hileras de mesas sin separaciones ni paredes
entre medias que pudieran dificultar la comunicación entre
departamentos. Cuando Seiichiro se trasladó a este edificio,
había tantos compañeros de mayor veteranía que tuvo que
ocupar una mesa de la última fila. No obstante, ya a primeros
de abril, con ocasión del aumento de salario en su primera
paga tras la fusión o reconstrucción de la compañía, logró
excepcionalmente una subida de tres mil yenes. El salario por
convenio de veintitrés mil doscientos yenes había pasado a
veintiséis mil doscientos yenes.
Los empleados del departamento de Seiichiro sólo se veían
a las nueve de la mañana al acudir a la oficina y en torno a las
cinco de la tarde. La mayoría de los empleados cogían los
catálogos o listas de presupuestos y salían apresurados a
realizar visitas comerciales. Antiguamente era costumbre en
todas las empresas escribir en una pizarra el nombre y la
dirección antes de cada salida; finalmente se dejó de hacer por
la inconveniencia que suponía, ya que al recibir visitas de
clientes en la oficina, estos podían ver el nombre de otros en la
pizarra. Una vez que se habían marchado los empleados, a
menos que la cara de alguno fuese descubierta ocupando un
asiento durante un partido de béisbol retransmitido por
televisión, no había manera de saber su destino.
El jefe era delgado y de pobre constitución física, un
hombre talentoso perteneciente a la clase media burguesa; era
todo un ejemplo de persona envejecida prematuramente por la
vida urbana. Toda su enérgica vitalidad le daba un aire vulgar,
y hablaba en un tono apenas audible. Como Seiichiro no
quería que éste se enterase de su afición por el boxeo, no se lo
comentó a nadie de la empresa. El jefe era completamente
opuesto al subdirector Seki, un hombre despreocupado y
vociferante. Seki, debido a una larga baja por enfermedad, no
consiguió ascender, y tal vez a causa de esa fatalidad del
destino se mostraba si cabe más enérgico. De carácter abierto
y franco sabía que era querido por todos, sabía bien que eso
era algo inusual entre los empleados, y enfatizaba dicho
carácter aunque conllevase problemas para la vida laboral.
Pero al mismo tiempo estaba orgulloso de su inadecuación
social, haciendo de ella el secreto de su éxito. A Seiichiro le
costaba dar con la clave para ser respetado o relacionarse de la
misma manera con sus dos jefes de caracteres tan opuestos.
Sin embargo, no tenía sentido querer agradar a los dos de la
misma manera. Por lo que había visto, las opiniones
expresadas por el subdirector influían bastante en su jefe.
Además, había entendido que Seki, con el fin de salvaguardar
su originalidad, estaba visiblemente orgulloso de sus propias
carencias y por eso sabía que no convendría en ese caso adular
a personas como él. Por ese motivo Seiichiro se esforzó por
dar una imagen de persona flexible socialmente. No es que
fuera tan aficionado a los deportes, pero trató de expresar esa
sencillez que desprenden los deportistas y tranquiliza a la
gente, de manera que incluso todavía hoy muchos pensaban
que fue un deportista dotado durante sus años universitarios.
En la silla a espaldas de Seiichiro se sentaba Saeki. La
hilera de mesas en la que está Saeki se ocupaba de asuntos
diferentes. Como éste les resultaba bastante desagradable a sus
compañeros, Seiichiro creía que convendría ser su amigo. Si se
mostraba tranquilo al relacionarse con una persona
desagradable a sus compañeros, lograría que los demás
estuviesen menos pendientes de él. Además, Saeki no era visto
como un tipo peligroso, simplemente les resultaba detestable;
por eso a Seiichiro le parecía que su función era apropiada.
Curiosamente, aunque ya era tema de conversación la
buena relación de Seiichiro con Saeki, éste, que nunca fue
especialmente consciente de su aislamiento, no sentía un
especial agradecimiento hacia Seiichiro. Como se consideraba
un hombre de personalidad complicada y con encanto o
capacidad para cautivar, no le parecía nada extraño resultar
atrayente a una persona tan sencilla como Seiichiro. Del
mismo modo en que los locos en cierto grado son conscientes
de ello, él era la típica persona consciente de no agradar a los
demás. Y como los locos, que no se molestan por ello, él
tampoco se molestaba; he ahí una característica de las
personas que no agradan a los demás.
Seiichiro, nada más volver del paseo del mediodía y
sentarse a su escritorio, como de costumbre, lo primero que
hizo fue encenderse un cigarrillo. Por lo pronto, no había nada
que hacer. Tampoco ningún cliente.
Al lado del escritorio tenía colgada una toalla para secarse,
y también un registro con los turnos de servicio de ese día, a
los que echó un vistazo. Siempre colgaba una toalla limpia
junto a su mesa. Aunque nadie comentaba nada sobre la
impoluta toalla, naturalmente no pasaba desapercibido el
detalle y daba una pista del carácter de Seiichiro. Aquella
toalla… sugería sudor, un hombre joven deportista, sencillo,
un ambiente claro, limpio, correr y saltar a toda velocidad, el
verde de un campo deportivo, la línea blanca de una pista de
atletismo… La toalla sugería todo eso: un joven desapegado
de ideales, ciegamente fiel, con espíritu combativo inmaculado
o inofensivo, sumisión juvenil, con un vigor floreciente; en
una palabra, en ese símbolo se condensaban todos los valores
de los que se espera esté dotado un joven fácilmente
manejable por la sociedad que así lo aprecia.
Seiichiro, aburrido, tomó el registro de turnos para echarle
una ojeada. Mientras fumaba un cigarrillo, se puso a leer esa
mañana lo que había escrito sobre sus salidas del día previo:
Fecha: 21 de abril de 1954, miércoles.
Visita a la fábrica Sumida de maquinaria Kiyota.
Entrevista con… director Seida y el jefe de departamento
Yamaguchi.
Compañero… Ingeniero Matsunami.
Asunto… Solicitud de productos eléctricos Oozawa en
relación con sinking machine, visita para escuchar la
explicación del ingeniero. En este momento, teniendo en
cuenta la situación tecnológica actual, es muy factible que no
vayan a la zaga respecto a los productos importados. Se prevé
en adelante que no habrá pérdidas para nuestra empresa
debido al aumento de las ventas y de las ganancias de
nuestras filiales.
Al otro lado del escritorio resonaba la voz altisonante de
Seki.
—Yanagimoto, ¿a las dos vienes conmigo a Tōsan? Creo
que hoy firmamos contrato.
—Sí —contestó con escueta claridad Seiichiro. Después
volvió a ponerse la americana azul marino que acababa de
quitarse hacía un instante.
Seki, como de costumbre, con los ojos enrojecidos, parecía
resacoso. A pesar de su carácter despreocupado, era proclive a
medicarse, y últimamente estaba probando una medicina
nueva para la resaca y el dolor de cabeza. Sin preocuparse de
leer el aburrido prospecto de indicaciones, se tomaba la
medicina sin más.
Los dos franquearon la puerta de salida para empleados y
alcanzaron el brillante exterior de la oficina. Seki, al salir y
recibir los resplandecientes rayos solares en la cara, estornudó.
Gracias al inesperado y alegre estornudo, sus ojos se
humedecieron y su rostro ya entrado en años pareció
contraerse. Seiichiro tenía constancia de los problemas
familiares del subdirector.
Mientras Seiichiro acomodaba su paso al de Seki andando
hacia la estación, iba pensando en un tema adecuado de
conversación entre ellos. Finalmente, fue el subdirector quien
rompió el silencio:
—Perdona que te pregunte de improviso, pero, dime,
¿tienes pensado casarte?
Seiichiro contestó tranquilamente como si lo hubiese
meditado a conciencia. De hecho, era una pregunta que llevaba
tiempo anticipando, y por eso tenía preparada la respuesta:
—La verdad es que creo que ya va siendo hora de pensar en
el matrimonio.
—¿Tienes novia?
—No, qué va.
—¿Alguna prometida que te haya buscado tu padre?
—No, mi padre ya murió.
—De acuerdo, está bien. Sólo te lo preguntaba para saber si
tienes intenciones de casarte.
—¿Conoce a alguna mujer que sea buen partido?
—Esto que quede entre nosotros. La verdad es que me han
pedido que le encuentre alguna propuesta de matrimonio a la
hija del vicepresidente Kurasaki —dijo Seki.
Hacía tiempo que algún empleado del departamento que ya
estaba al corriente había propagado ese rumor: como el
vicepresidente quería casar a su hija con alguno de sus
empleados más prometedores, se decía que había pedido al
director de departamento que buscase al más idóneo. Sakada,
el director del departamento de maquinaria, había estado bajo
las órdenes del vicepresidente cuando éste era presidente de la
corporación metalúrgica, y al parecer por eso el vicepresidente
se había fijado en este departamento elegido entre varios para
dicho objetivo.
Seiichiro evitó hacer el más mínimo gesto de disgusto al
observar la reacción vulgar de parte de los empleados solteros
de la empresa ante dicho rumor. En la sección vecina había un
empleado de unos treinta años que al recibir la propuesta de
matrimonio con la hija de un alto cargo respondió de malas
maneras que no iba a someterse a ninguna mujer por
fascinante que fuese. Esta manera de buscar el romance tan
propia de la capital por otra parte no estaba tan lejos de la de
esos otros chicos de pueblo con talento y que se enamoraban,
cayendo en la trampa de casarse con la hija de los dueños de
una pensión, una mecanógrafa, una secretaria.
Seiichiro, en cuanto se enteró de estos rumores, enseguida
intuyó que era el candidato apropiado. Sin tener especialmente
en cuenta la situación presente, pocos había tan idóneos como
él, una persona que creía en la destrucción del mundo, sin
inconvenientes para casarse con el fin de asegurar su futuro,
talento y posibilidades en el porvenir. Seguramente sería un
yerno fatídicamente ideal. Como tenía que proteger a aquella
mujer, la mejor manera de que ella no acabase con un hombre
como aquellos otros candidatos ambiciosos con ganas de
medrar era casarse con ella. Él iba a demostrarle la sencilla
felicidad que se puede obtener en un matrimonio con un tipo
tan nihilista como él… No había nada de malo en convertirse
durante un tiempo en objeto de la envidia de los demás.
Simplemente hurtar las ambiciones ajenas casi sin conciencia
de ello ¡era de por sí algo bueno!
«Me casaré. No tardaré mucho en lograrlo»: de repente, él,
que no amaba a nadie, empezó a pensar así. Y casi sin darse
cuenta, estas palabras resonaron en su interior como un
desbordante grito de deseo. Seiichiro mismo se sorprendía de
que su personalidad de ideales nihilistas pudiera congeniar con
esa ambición tan socialmente instaurada de llevar una vida de
costumbres tan rigurosamente establecidas como las del
matrimonio.
No bastaba con etiquetarse exactamente como los demás,
ahora aspiraba a lograr una etiqueta adicional: la de «hombre
casado». Aquello a lo que aspiraba no se trataba sólo de un
«sello» singular: él quería obtener todos los sellos de mayor
tirada; de hecho, se consideraba un filatélico singular. Al
pensar que algún día se miraría en el espejo como un
satisfecho hombre casado, se animaba al evocar ese bosquejo
de su futura imagen.
Osamu durmió hasta bien entrada la mañana. No le aburría lo
más mínimo la inactividad. Ya había dejado de llover. Se dio
cuenta por la claridad reflejada en el cristal esmerilado de la
ventana. Aunque abriese la ventana, no veía más que el tejado
de la casa de al lado y la parte trasera de un letrero de
anuncios.
En noches de verano la luz de los focos de los partidos
nocturnos de Korakuen centelleaba reflejada contra el cielo a
través de los paneles publicitarios. Se oye el vocerío a lo lejos.
Multitudinarios conciertos musicales que, regulados por la
brisa, lanzan por los altavoces unos acordes, tal vez de
Beethoven, llegando hasta sus oídos.
Justo el año pasado, al empezar la época de los partidos
nocturnos, había decidido trasladarse expresamente a esta
pensión en Masago a pesar de tener casa en Tokio. Osamu
procuraba mantener en secreto la dirección de esta pensión.
No era un lugar del que enorgullecerse ante la gente; aquí
podía tenerlo todo completamente desordenado a sus anchas,
aquí pensaba edificar su indolente espacio vital de inactividad.
Aunque solía pernoctar fuera de casa, a esta pensión jamás
llevó a una mujer. A pesar de su vida de rutina descontrolada,
era bien visto por la dueña de la pensión.
Ya no llovía. Osamu, todavía acostado, alargó un brazo
para encender la máquina de café. El aparato se lo regaló una
mujer, pero en esta habitación de pensión en la que pasaba los
días sin compañía femenina no era más que un utensilio
empleado para abrir los ojos al despertarse. Enseguida el
aroma de café llenó el ambiente de la habitación a primera
hora de la tarde de un día de mayo.
En el espejo de mano junto a la almohada se reflejaba el
rostro de Osamu. Pese a lo mucho que había dormido, no tenía
la cara hinchada, y el espejo reflejaba un rostro definido, claro
y joven. En una palabra, un rostro bello.
Su madre lo estaba pasando mal a cargo de los cuidados del
vago de su marido, el padre de Osamu. Además, debido a la
crisis económica, su tienda de ropa de señoras de Shinjuku
atravesaba momentos de aprieto. Planeaba cambiar de negocio
y abrir una cafetería, idea que pensaba consultar con su hijo.
Osamu contemplaba vagamente los retazos del día
menguante, que para él estaba empezando. El día ante sus ojos
no parecía sugerir el menor cambio, tan sólo el paso
progresivo del tiempo sumergiéndose en el pasado; apenas
vislumbraba eso, nada más. Además, el porvenir, lo que estaba
por llegar, eran brumas en su campo de visión, ni siquiera
hacía el intento de ver más allá. ¿Qué necesidad habría? La
oscuridad se cernía en torno al futuro, una oscuridad difusa
como una bestia negra errante ocultando su campo de visión.
Mientras esperaba a un compañero más veterano de la
universidad frente al pabellón deportivo N, Osamu observó el
cielo repentinamente encapotado y percibió en la brisa un
aroma como de granos de café chamuscados parecido a la taza
que acababa de tomar un rato antes y todavía debía tener en el
estómago. De repente, cuando iba a llevarse la mano a la
cabeza al percibir un incipiente dolor, precedido de un ruido
alrededor, se dio cuenta de que comenzaba a granizar.
Osamu se apresuró a resguardarse bajo el alero de la
entrada. Una capa de granizo cubría la acera. La granizada
descargaba desordenadamente, parecía que su única finalidad
fuese inundar todo bajo una capa de granizo. El pavimento
caliente por los rayos de sol de la tarde derretía en el acto el
granizo. La infinidad de bolitas negras de granizo como
pupilas se había convertido en simples gotas de lluvia.
Escuchó cómo pronunciaban su nombre por encima del
hombro: «Funaki». Osamu se giró y vio a un joven algo más
bajo que él. Era Takei, su compañero veterano. Hacía años que
no se veían y lo encontró muy cambiado. De las mangas de la
camisa remangada asomaban dos brazos fornidos de piel
brillante y tensa. Los hombros se marcaban musculosos a
través de su camisa. El pecho, tan amplio y robusto, que los
botones de la camisa parecían a punto de salir disparados.
—Cuánto tiempo sin verte, qué fuerte te has puesto.
Takei contestó saludando como si tal cosa: «Sí, ya ves», y,
sin más, empezó a tensar la musculatura de sus brazos y
pectorales. Era una forma de responderle mediante su
musculatura. El pecho bajo la camisa se movía como si la
musculatura hubiera sido activada por una descarga…
—Así es, cualquiera que se lo proponga puede ponerse así
de fuerte, pero requiere esfuerzo.
Takei, en ciertas cosas, se parecía a uno de esos maestros
de nuevas ramas religiosas. Cuando oyó lo que comentaban de
él, Osamu se decidió a llamarle. Durante su conversación
telefónica tuvo la impresión de que su amigo le contestaba
como quien ensaliva al saborear una nueva presa. Terminada
la carrera, Takei se puso a trabajar, aunque sin mucho empeño,
en la fábrica de su padre a la vez que empezaba a interesarse
por el levantamiento de pesas; y aunque no podría llegar a ser
profesional, se centró en otras cuestiones de la halterofilia,
empezó a leer numerosas revistas importadas de América para
informarse bien y finalmente logró crear un método de
entrenamiento muscular novedoso en Japón; comenzó a dar
clases en la universidad donde había estudiado y logró
implantar esta nueva modalidad en el departamento de
halterofilia. Ahora no había nada que le interesase más allá de
la musculación. Con el tiempo se había transformado
radicalmente gracias a su devoción por el culturismo.
Ya había dejado de granizar, y mientras cruzaban la calle, la
masa de nubes retrocedía en lo alto del cielo azul. Antes de
mostrarle el gimnasio de halterofilia, Takei llevó a Osamu a
una cafetería cercana, donde en primer lugar podría
mentalizarse y escuchar sus explicaciones.
—Los desnudos de los actores de cine japonés dejan mucho
que desear. Los actores están o demasiado delgados o
demasiado gordos, y ofrecen un espectáculo lamentable. En
cambio, mira las películas de cine americano, en particular las
películas sobre la Biblia o de género antiguo. ¿No te parece
que empezando hasta por los extras, todos tienen cuerpos
definidos? —comenzó diciendo Takei.
Él veía todas las películas desde la perspectiva de la
musculatura. Era como un zapatero que viese todas las
películas desde el punto de vista del arte de la zapatería.
En palabras de Takei, por excelente que fuera un actor, no
valía nada si no tenía un cuerpo convenientemente modelado.
La técnica interpretativa de un actor semejante podía ser
adecuada en una cultura cuya forma de expresividad es, de por
sí, trivial, pero nunca podría expresar sobre el escenario el
auténtico modelo y valor del ser humano. «¡Sobre un
escenario sólo la musculatura puede mostrar con intensidad y
realismo el valor total de la humanidad!»… La decadencia del
mundo, la fragmentación y la tendencia intelectiva del mundo
tenían su origen en la admisión, en haber admitido en la
cumbre de la jerarquía social dos ejemplares de seres humanos
grotescos: los poseedores de musculaturas tristes, débiles,
repugnantes, decaídos, degenerados, pálidos, finos, planos,
desapasionados —Takei encadenaba interminables listas de
adjetivos, como envejecidos, sin brillo, como un simple folio
en blanco—, y tipos con musculatura de puerco, de flácidas
barrigas temblorosas al andar, como gusanos grasientos, y sólo
se reconocían estas dos clases de grotescos especímenes
humanos, el delgaducho y el de mórbida gordura, convertidos
en los modelos más elevados. A pesar de que el criterio
evidente para juzgar al ser humano debía ser su musculatura,
en el mundo actual se olvida y desprecia dicho criterio, y
mediante una valoración más imprecisa acaba por
emborronarse el valor moral, estético y social del hombre.
He ahí la decadencia de la musculatura, del cuerpo, todo
cuanto corroía la musculatura era negativo para él. La mítica
excelente de la cualidad de la musculatura y la virilidad hoy
día no es más que ausencia de vigor y fuerza. Es el vivo retrato
de un Prometeo encadenado y un Laocoonte aferrado por una
serpiente, el espíritu trágico del hombre que se hacía
admirablemente visible a los ojos a través de la musculatura
hoy desprecia el cuerpo, y termina arrinconado de nuestra vida
el valor corporal, haciendo de la tragedia del hombre algo
completamente abstracto; el hombre visible a los ojos es hoy
día una caricatura de existencia que invita a la risa. A pesar de
que sólo la excelencia del cuerpo fuerte y musculoso debería
ser el marco de su existencia trágica y marco de su verdadera
dignidad en cuanto hombre, hoy en día lo único que parece
contar son banalidades tales como la clase social, la riqueza, la
inteligencia y la confección de trajes de calidad occidentales,
corbatas con incrustaciones de diamante, coches de lujo o
puros, todo eso es lo que hoy día se considera fundamento de
la dignidad.
Por eso el desprestigio del cuerpo musculoso en nuestra
sociedad repercute, a su vez, en la disminución de su utilidad
social. Dicha disminución (aunque triste y lamentable) es una
realidad palmaria; de hecho, ya no tiene remedio el derrotero
de una cultura que hace de la fuerza de la musculatura algo
casi innecesario.
Takei, como buen adepto que era a las propiedades del
limón, mientras tomaba zumo de limón para recuperarse del
cansancio, se puso a recitar en voz alta unos versos de
Whitman: «[…] Si existe aquí algún dios, ése es un cuerpo
humano de carne y hueso. El refulgir de un joven que logra
frescura y pureza vitales es el vivo retrato de la pureza viril.
Porque tanto hombre como mujer son fuerza clara y cristalina,
de fibra sólida sus cuerpos son más bellos que la más bella de
las facciones».
Como la mayoría de los deportes ayudan a cultivar la
eficiencia primigenia de la musculatura, se acentuó la
importancia de esa función de cada músculo y se aprovechó su
aplicación en determinados movimientos. Tan sólo en el
mundo del deporte perduraba aún el recuerdo de los combates
cuerpo a cuerpo de tiempos pasados. Toda la fuerza de la
flexibilidad muscular necesaria en la práctica del judo, la
admirable fuerza que despliegan en la musculatura de espalda,
omoplatos, hombros, cuello y muslos los remeros en una
carrera deslizándose a ras de agua, la fuerza del tronco y
extremidades inferiores en jugadores de rugby o fútbol, la
fuerza de los hombros necesaria para el lanzamiento de disco,
la fuerza de los pectorales necesaria para nadar… Toda esa
fuerza es como un resplandeciente rayo cruzando el cielo; pero
al pensar en la alegría acorde con dichas prácticas deportivas y
el placer de contemplarlas, se echa en falta el halo brillante y
el honor que emanaban en la antigüedad. Por supuesto,
proponerse superar un récord conlleva proyectar las
expectativas en el tiempo futuro. Sin embargo, desde que los
deportes, generalmente, no son más que un residuo de la caída
en desgracia de la musculatura, quedan ya lejos los tiempos en
los que naturalmente desprendían brillantez; los deportes, en
general, se han convertido en una copia del honor, ya perdido,
de los tiempos pasados, una reescritura del antiguo mundo
mítico.
Lo que planteaba Takei no consistía en recuperar
efímeramente la función de la ejercitación de la musculatura.
Tampoco un refinamiento de los deportes para restaurar su
primitivo espíritu de lucha. A la vez que aspiraba a recuperar
completamente la función de la musculatura del cuerpo en su
máxima expresión, también quería extraer la utilidad residual
que se daba socialmente a la musculatura, y eso debía llevarse
a cabo mediante una «purificación de la musculatura»; a Takei
le gustaban estos neologismos, a los que solía recurrir; como
mediante ese método se expresaría lo auténtico de la
musculatura, aspiraba a recuperar la importancia de una crítica
estética de calidad sobre la musculatura.
Takei afirmó lo siguiente:
—En general, el deporte ya no tiene nada que ofrecer a la
sociedad venidera. No aspira más que a la fuerza y la rapidez,
y como no se considera ya el valor incondicional del cuerpo
musculado en sí, perdió su sentido como cultura dinámica y
creadora.
Los músculos del brazo son un buen ejemplo para ilustrar
la naturaleza de la musculatura; utilizamos dichos músculos
para levantar, lanzar, arrastrar y empujar objetos, y puestos a
decir qué función del movimiento corporal es más eficaz y
posee una forma más ideal, hay que admitir que la belleza
humana en cuanto forma supera dicha función de la movilidad
corporal de los deportes en general, y ese ámbito queda
englobado en el de una estética con un valor propio
independiente; en caso contrario, el concepto de escultura
griega no habría podido darse a la luz. En ese caso, la
consecución de su estatus independiente conlleva la necesidad
de un entrenamiento sin una utilidad resaltable. Un
entrenamiento cuya meta no sea mejorar la técnica del
lanzamiento o el ataque. El fin de la musculatura no debe
consistir en nada más que fortalecerse a sí misma.
Por supuesto, la belleza física del pueblo griego era fruto de
su vida en una tierra soleada, las brisas del mar, el
entrenamiento militar y alimentos como la miel, pero hoy en
día dicha naturaleza está muerta. Para alcanzar la poética
belleza metafísica del cuerpo de los griegos, convendría seguir
un método opuesto al de la naturaleza, es decir, la única
manera posible sería concentrarse únicamente en la
ejercitación artificial de la musculatura.
—Fíjate en la cara —dijo Takei, señalando su pequeña
cara, de rasgos poco definidos y ojos prominentes sobre los
pómulos—. Para los pueblos salvajes las facciones de un
rostro solo determinaban su belleza o fealdad, no se paraban a
considerar el problema funcional. Los orificios nasales sirven
como conductos respiratorios, la boca sirve para comer, los
ojos para ver, en fin, las orejas para oír; pues, bien, todas esas
funciones o acciones por supuesto que son importantes, pero a
la vista parecían secundarias. Sin embargo, existen diferencias
sutiles en la colocación de los ojos, la nariz y la boca en la
cara, diferencias que explican que un rostro sea más o menos
bello y, por tanto, determinan la profundidad de su valor
espiritual. También ha llegado, ahora, una época en que la
musculatura es vista de esa manera.
»Es evidente que los rasgos que conforman el espíritu de un
rostro, la función de los ojos, orejas, boca, nariz, etc., son
simplemente pasivos. La única función de los órganos de la
cara es la de expresar las emociones, razón por la cual los
seres humanos han desarrollado a lo largo de la historia una
capacidad y un hábito para descifrar las intuiciones y
sentimientos en el rostro de los demás. Por otro lado, cuando
se considera la corporalidad desde el punto de vista físico de la
musculatura, se tiende a enfatizar su papel activo, dinámico y
volcado al exterior, y acaba por considerarse la ejercitación
física sin ningún vínculo con la expresión de los sentimientos.
»¡Pero no es sólo eso! ¡La musculatura jamás fue tan sólo
eso! —Takei otra vez volvió a exhibir la fuerza de sus
pectorales bajo la camisa—. No vendrá mal pensar más en
dicha cuestión. ¿Por qué sólo deberían contar nuestro
sentimiento y ánimo? ¿Por qué los sentimientos y el ánimo
deben ser tan sutiles? ¡Es un poco extraño! ¡Nada tan sutil y
difícil de captar en el ser humano que su corporalidad!
Nuestros sentimientos y ánimo son tan sólo como una llama
atravesando la musculatura, acentúan sólo cierto matiz de la
musculatura; el enfado, las lágrimas, el amor o la risa, ninguna
de estas pasiones podría contener una riqueza de matices como
la del cuerpo. Todo en la musculatura se expresa en formas
diferentes y variadas, desde la tensión nerviosa al
relajamiento, la alegría o los sutiles cambios de brillo en la
piel y el sudor; como las gradaciones de luz en la mañana y al
oscurecer crean matices de claros y sombras de fatiga; como
las rocas de la montaña, se hallan desde angulosas rocas
negras de minerales hasta rocas teñidas de tonos purpúreos de
admirables arboledas de alta montaña. La musculatura,
igualmente, cambia en sintonía con la variación de los rayos
solares en incesante transformación durante el transcurso del
día.
»Merece la pena contemplar la tristeza de una musculatura
cansada. He ahí una tristeza más heroica o patética que el
mero sentimiento de la tristeza. Conviene mirar de cerca el
lamento de una musculatura que se revuelve en sí misma,
mucho más real que el lamento del propio corazón. Así es, ya
no importan los sentimientos. Tampoco los pensamientos, las
ideas. ¡Qué importan los pensamientos que no podemos
corroborar con la mirada!
»El pensamiento debería ser cristalino y claro como la
musculatura. En lugar de la forma vaga que toma el
pensamiento al quedar sepultado en la oscuridad del cuerpo,
mejor sería que la musculatura ocupase su lugar y fuese su
portavoz porque pertenece propiamente al individuo y tiene
mayor universalidad que el sentimiento, y aunque en este
punto la musculatura es comparable a las palabras, es mucho
más clara que las meras palabras, conforma, de hecho, un
“transmisor de pensamiento” mucho más excelente que las
palabras…
Takei habló así de un tirón; después, se levantó y apremió a
Osamu:
—Vamos. Te enseñaré el gimnasio.
Cruzaron la calle medio cubierta por las sombras del
anochecer proyectadas en el contraluz de los edificios. El
edificio del gimnasio, de un oscuro tono de hollín. Ya dentro,
en la sala de halterofilia, reinaba un ambiente frío. La sala,
polvorienta y cubierta de paredes de cemento carcelario; tras
una puerta desvencijada y medio abierta se oían pequeños
gemidos y respiraciones entrecortadas, jadeantes y sufrientes.
Al abrir la puerta, un olor de bestias encerradas inundó la nariz
de Osamu. Una mezcla de sudor y hierro oxidado emanaba del
ambiente, muy parecido al de una sala de torturas.
Como las antiguas canteras de la antigüedad, un lugar de
sufrimiento y tortura para jóvenes esclavos… El lugar le
evocaba cosas del mundo románico de un modo tan peculiar
que le parecía estar en un gimnasio diferente a los habituales.
Las espaldas fornidas de los jóvenes se retorcían con dolor,
apretaban los dientes al levantar las pesas, vibrantes sus
musculados muslos. En pleno silencio, no se oían gritos ni
voces, no se percibía más que la carne joven bañada en sudor,
sufrimiento y concentración.
Había acabado ya el entrenamiento de halterofilia. Sólo
quedaba un grupo de estudiantes veteranos del grupo de
adeptos a Takei. Uno de esos jóvenes se había atado las
piernas a la parte superior de una plancha inclinada hacia
arriba y con el cuerpo vuelto hacia arriba levantaba hasta los
pectorales una barra con pesas a derecha e izquierda. Otro
estaba tendido en una banqueta levantando una pesada pesa
arriba y abajo a la altura de los pectorales. Otro se había
colocado la pesa sobre los hombros y hacía sentadillas. Otro
llevaba una gran pesa en cada mano mientras observaba la
tensión al límite de sus dos brazos, que iba levantando
alternativamente a la altura de los hombros. Otro, con unas
pesadas pesas a derecha e izquierda e inclinado hacia abajo,
abría las piernas agachándose hasta rozar el suelo y, forzando
mucho los codos, volvía a levantar la pesa hasta que tocaba su
pecho. A Osamu toda aquella escena le provocaba una extraña
amalgama de extrañeza lúgubre, siniestra y casi cómica al
mismo tiempo. Le parecía estar contemplando a un grupo de
jóvenes sometiéndose a una variedad de castigos y torturas sin
decir palabra.
Sin embargo, aquel ambiente de campo de concentración
parecía fascinar a más de uno de esos jóvenes. En la
musculatura de los jóvenes «esclavos» con el torso desnudo
parecía habitar una resolución en el oscuro, mudo y
desentrañable misterio de sus músculos. El techo con las luces
apagadas al atardecer, el suelo polvoriento, las viejas pesas de
metal, todo cernido de oscuridad, sólo brillaba la musculatura
en la sala. Al fijarse, destacaba nítido el perfil de sus
músculos. Osamu jamás vio músculos tan vivaces. Uno de los
jóvenes hacía estiramientos. En sus costados se marcaban sus
músculos como un cordaje tenso. Incluso en el cuerpo de uno
que estaba descansando del entrenamiento se podía observar,
en sus músculos más relajados, la impresión de que estaban en
guardia. Era como si los músculos de los brazos estuviesen
pletóricos de una fuerza a punto de desbordarse. En aquel
momento a Osamu le pareció todavía más cierto todo aquello
de lo que le había hablado Takei.
—Primero quítate la camiseta, y te daré mi opinión sobre tu
cuerpo —le dijo altivo Takei pese a su menor estatura. A
Osamu, consciente de su delgadez, le dio cierto reparo. Takei,
ajeno a ello, levantó los brazos de Osamu ya con el torso al
aire y, sin muchos miramientos, lo puso ante el espejo. El
espejo reflejaba, a su pesar, su propio cuerpo. No llegaba al
extremo de resaltar sus costillas, pero éstas se intuían.
—Mira —dijo Takei—, tienes unos huesos gruesos, es un
punto favorable de tu complexión, pero en conjunto, para
decírtelo sin rodeos, te doy un cero. Se nota que prácticamente
no has usado tus músculos en tu vida hasta ahora, salta a la
vista; el lustre que debería tener tu piel joven brilla por su
ausencia, y también la fuerza y vigor que corresponden a tu
edad; sólo veo falta de vigor y consistencia, como un trozo
blando de tofu.
Al oír a Takei valorando su cuerpo, dos o tres compañeros
veteranos se acercaron a Osamu entre risas. Comparado con
sus cuerpos muy musculados, el cuerpo de Osamu destacaba
por su debilidad y su blanca delgadez.
—Más que tofu, yo diría delgadez patética o lastimosa de
polluelo despellejado —prosiguió Taeki criticando ya sin
ningún miramiento—. Los músculos, igual que los demás
órganos, se atrofian si no los utilizas. Fíjate en tus deltoides, sí,
la parte abultada en torno a los hombros. Compáralos con los
de éstos. Como hasta ahora apenas has ejercitado los
músculos, tienes los hombros huesudos, y tus débiles deltoides
apenas se marcan.
Osamu anhelaba que le descubriese todas las carencias de
su cuerpo para saber qué hacía falta para lograr una elegancia
a la altura de la belleza de su rostro. Su débil musculatura era
lo más opuesto a la elegancia, una señal evidente de que
carecía de la fortaleza necesaria para expresar elegancia
masculina. Sus brazos delgados colgaban sin fuerza de sus
hombros, parecía que la fuerza se le escapase por la punta de
los dedos. «Quisiera tener cara de poeta y cuerpo de torero»,
se dijo muy convencido. Se dio cuenta de que en ese momento
le era completamente imposible encontrar apoyo en la
sencillez, la rudeza o lo salvaje. La auténtica belleza lírica tal
vez no podía nacer más que de la peculiar identificación del
poeta con su rostro y del torero con su cuerpo.
—Como hoy es tu primer entrenamiento, bastará con una
barra de pesas ligera y que hagas dos series. Primero series de
elevaciones ligeras verticales, upright rowing motion.
Después, dos curl. Luego dos pesas de prensa para la nuca,
neck behind press. Luego dos de prensa en banqueta, dos
bench press, dos de bent low, y después flexiones profundas de
rodillas, deep knee bend. Y para terminar, unas cuantas
abdominales siempre van bien.
Takei le dijo a Osamu que se pusiese la camiseta y
pantalones de entrenamiento. Éste se cambió de ropa. Con
vergüenza y en un ambiente al que no estaba acostumbrado y
en el que se sentía como aguijoneado todo el rato. Le parecía
increíble que su cuerpo, tras una larga inactividad, pudiera ser
capaz de esfuerzo proponiéndose un objetivo. Se movía con
pasos vacilantes, como un temeroso animal de granja. Un
pequeño animal de granja temeroso que se aleja de su lecho de
paja, se despide de su propio olor y, vagando medio dormido y
confuso, se pone en marcha… Osamu sentía como si a duras
penas pudiese corroborar su propia existencia. La luz del
atardecer bañaba el suelo de cemento, y la pequeña barra gris
de pesas de principiante era como una carretilla que ha perdido
una rueda sobre el suelo de guijarros a la sombra de los tallos
de hierba del verano…
La cogió con ambos manos y la levantó a la altura del
pecho. Era una barra realmente ligera.
Su madre se maquillaba de forma verdaderamente llamativa.
Sin embargo, no regentaba más que una pequeña tienda de
ropa. Al verla maquillada así, a Osamu le gustaba fantasear
con que su madre se dedicaba a algún negocio de dudosa
reputación.
También le gustaba escuchar a su madre hablar
exageradamente sobre las desgracias de su vida. Le gustaba
escuchar cómo, con voz gastada, relataba las peripecias de su
vida, como si se tratase de aquellas carteleras de películas de
cine de Asakusa de chillones tintes dramático-trágicos.
—Hoy he ido a entrenar un poco —dijo Osamu.
Su madre, mientras observaba las volutas de humo de su
cigarrillo, contestó con aspecto de estar interesada a partes
iguales en el humo y en la conversación:
—¿Sí? Qué raro, eso de que te dé por los deportes…
—Quiero estar más fuerte.
—¿Más fuerte? Claro, eso le gusta a las chicas de hoy en
día, ¿verdad? —dijo ella.
Osamu se sentía fresco tras haber sudado en el
entrenamiento después de tanto tiempo inactivo. Todavía
percibía en todo el cuerpo la fuerte tensión de los ejercicios
realizados; era una amalgama singular de fuerza, cansancio y
excitación física, y tal vez por eso ahora miraba a su madre
con más soberbia de la acostumbrada. Hoy veía a su madre
más empequeñecida que de costumbre. Vestía una ropa que no
desentonaba, y una capa de intenso carmín parecía querer
ocultar las arrugas, como si quisiera encorsetar la tensión y el
cansancio en el reducto de su mente.
—Parece que tu padre se ha vuelto a enamorar de una de
esas tontitas que tanto le atraen.
—¿Cómo sabes que es una mujer tonta?
—Es evidente, a tu padre le gustan esa clase de mujeres.
—Es verdad —dijo Osamu sonriendo divertido. Su padre,
mísero y compasivo, atraía siempre a esta clase de mujeres,
que se pegaban a él como la sarna.
Las calles empezaron a llenarse de gente al oscurecer. En
los alrededores de la tienda de su madre había muchas
tabernas y cafeterías, de modo que desentonaba algo en aquel
entorno. Más que una tienda, diríase que era un sitio para dejar
pasar el tiempo sin hacer nada más que ver a la gente pasar
frente al escaparate. En el escaparate se mostraban, algo
desordenadamente, collares, broches, pulseras, pendientes,
pañuelos y guantes. La cafetería de enfrente estaba iluminada
con grandes luces de neón, que se reflejaban en el escaparate
de la tienda de la madre alterando el color de sus productos,
motivo por el que se quejaba. La culpa de la poca actividad
comercial se atribuía a la crisis. La tienda misma proyectaba
dichas sombras, pero por mucho que iluminase su oscuro
ambiente lo único que conseguía era alejar aún más a los
clientes.
Sorprendentemente, dos jóvenes oficinistas se pararon a
mirar ante el escaparate. La madre, desde el fondo de la tienda,
dijo: «Seguro que al final no comprarán nada». Tal vez
confiaba tanto en su juicio porque en algún momento ya se
había rendido y había perdido el interés por captar la atención
de la clientela. En cuanto a la mala imagen que podía dar una
señora sentada tras el mostrador con aspecto de adivina
escrutando las intenciones de la clientela, era algo que le
agradaba incluso en caso de acertar pronósticos desfavorables.
Las jovencitas, menudas de cuerpo, y que no tenían aspecto de
ser muy pudientes, observaban un collar en particular. Era
bastante caro. «Estas dos no van a poder comprarse eso», dijo
la madre en voz baja.
En la mirada de las chicas se notaba que iba aumentando el
número o cantidad de objetos deseados. Eso que se reflejaba
no era solo un collar.
Era el sueño de todas sus vidas, el conjunto de cosas
necesarias para que fuese conjuntada su figura ideal, y, a su
vez, contrastaba en oposición romántica con sus poco boyantes
monederos… Pero no era eso solo, era como si se aunasen las
fuerzas que las empujaban a algo parecido a lo que le pasa al
que tiene un deseo de suicidarse.
Sin embargo, de repente la atención de las chicas parecía
desviarse a otro punto. El deseo parecía esfumarse de sus
miradas como si condescendieran a suprimirlo sin más.
Parecían haberse reconciliado con el collar que hasta hace
unos instantes veían como un rival. En una palabra, ahora
miraban el collar ya decididas a renunciar comprarlo. Las
llamativas luces de neón de enfrente trazaban reflejos y
dibujaban formas sobre sus caras cansadas tras una larga
jornada laboral y sus labios pintados de rojo.
Osamu, sin pensarlo dos veces, se fue hacia la entrada. Las
dos chicas, a punto de irse, al verlo se giraron mirándolo de
refilón. El parpadeo y la tensión en el rabillo de los ojos
revelaban atención. «Es como cuando miraban el collar. Ahora
me miran a mí como si fuese el collar», pensó Osamu. Las
chicas miraron de soslayo y entraron en la tienda fingiendo
que miraban un poco, mientras que de vez en cuando echaban
un vistazo a Osamu, irremediablemente atraídas.
—Adelante, pasen, por favor —dijo Osamu, y las dos
chicas sonrieron al acto.
—Se han gastado el sueldo. ¿Has visto? —dijo satisfecho
Osamu introduciendo el importe del collar vendido en la
máquina registradora.
—Mientras lo envolvía, te dijeron algo, ¿verdad?
—Sin más preámbulos, me dijeron que me esperaban en la
cafetería de enfrente. Las mujeres son así. Enseguida lo
quieren todo.
—Si trabajases aquí, la tienda se pondría de moda, hasta
podría abandonar la idea de abrir una cafetería.
—Hum, no sé quién vendría a esta tienda.
—Vender algo seduciendo con engaños no tendría que dejar
de ser interesante para los hombres. —A la madre le gustaba
hablarle a su hijo en tono licencioso. Para ella, el libertinaje de
su hijo era una especie de venganza para resarcirse de la
disipación del padre. En cualquier caso, era como una muestra
de piedad filial hacia su hijo. Pasó después al tema de las
quejas, y luego le enseñó a Osamu el presupuesto para abrir la
nueva cafetería. Él le preguntó cómo pensaba obtener el dinero
y la madre dijo que podía pedir un préstamo.
Los dos se quedaron un rato callados y ensimismados,
como con la cabeza en otro lugar, pensando en el tema del
dinero. En esos momentos, cuando la madre y el hijo pensaban
abstraídamente en lo del préstamo, ya presentían vagamente la
amenaza de una crisis. Ambos sentían ese momento crítico,
que se cernía constantemente amenazador y que, por otro lado,
era como si flotase como un globo de evasión sobre sus
cabezas; y, pensativos, tanto la madre como el hijo sentían que
ese globo les curaba de esa ansiedad habitual en la que vivían
a diario al verse abandonada la madre por sus clientes, y el
hijo, al no lograr que le diesen un papel. Por muy oscuro que
fuese, ellos sentían que habían sido elegidos por las tinieblas
de ese futuro oscuro y lo afrontaban apáticos, indolentes y
tomándoselo un poco a broma.
—Vete ya, no hagas esperar más a esas chicas —dijo la
madre, como solía hacer habitualmente para que el chico se
pusiese en marcha. Quería mucho a su hijo, pero cuando
estaba demasiado tiempo con él, temía proyectarle su
ansiedad, y eso le desagradaba.
—Así me hago de rogar un poco.
Mirándose al espejo de un estante, se peinó. A la luz del
fluorescente reflejada desde abajo, su perfilada nariz se recortó
pálidamente sugiriendo una forma alada.
La madre metió todo el dinero del collar recién vendido en
el bolsillo de su hijo.
—Te lo has ganado.
El hijo, vuelto hacia el espejo, siguió en silencio sin darle
las gracias. Ambos tendían a dejarse llevar por la imaginación;
lo trágico de sus vidas también tenía ese punto abstraído y
fantasioso. Además, Osamu era un actor; con su pose habitual
de hijo rebelde y vividor, se alejó del estante y salió de la
tienda con un rápido y algo teatral gesto.
Seiichiro no es que fuese un gran bebedor. Además, se
emborrachaba fácilmente. En ocasiones como ésas, trataba de
evadirse de la extraña inseguridad provocada por el alcohol.
La casa de Kyoko era el lugar ideal, en el que no le importaba
mostrarse tal como era.
Aunque no había bebido ese día, la noche le parecía
imponente, dispuesta a tragárselo en sus fauces. En momentos
así, solía ir, sin más preámbulos, a buscar la compañía de
alguna prostituta, no sin antes dar un paseo a solas por las
calles de la ciudad.
Era una noche nublada y cálida de mayo. La luz de las
farolas se reflejaba, difuminada, en sus ojos cansados. La
sombra de los viandantes y los coches, todo se difuminaba por
igual. La ciudad parecía conformada por elementos proclives a
fundirse y desaparecer.
En horario de trabajo, cuando Seiichiro estaba en el interior
de la sólida y uniforme realidad de la oficina, y se adentraba
solo con esa impresión en las calles, le parecía que corría el
riesgo de entrar en un mundo construido con una capa fina y
brillante que al más leve roce pudiera desaparecer como una
delicadísima obra de frágil cristal. Precisamente por eso, el
paisaje le resultaba familiar. Alrededor, carteleras de anuncios
y llamativas luces de neón competían por mantenerse fieles al
dictado de una belleza artificial. Una de aquellas luces de neón
destellaba con tres caracteres rojos escritos en estilo antiguo,
Fuyajo (ciudad sin noche), pero la realidad es que había
anochecido ya, y la oscuridad se filtraba por cada pequeño
intersticio de los caracteres escritos en el neón. Seiichiro pensó
que le gustaría convertirse en una de esas luces de neón
luminosas. Así culminaría al máximo el engaño de su propia
existencia. Si fuese una de esas luces de neón, viviendo un
estoicismo libre de apegos y libre de objetivos, dejando de
lado las propias reglas, la realidad cotidiana no sería nada más
que una sucesión de acontecimientos que surgen sin más, tal
cual, por la fuerza de la costumbre.
También soñaba con convertirse en el poso de una cerveza
que tiembla imperceptiblemente en el fondo de un montón de
botellas vacías apiladas en la puerta trasera de alguna taberna;
un poso ya casi sin espuma ni cerveza al borde de una acera
por donde transitan los coches ruidosos. Mañana no existe.
Porque el escaso poso de cerveza permanece, ciertamente, en
la botella, pero a la vez no es más que una «cerveza que ya fue
inequívocamente apurada de un trago».
¡Quiero ser capitán! ¡Dignatario! ¡Gran inventor!
¡Benefactor de la humanidad! ¡Un gran empresario
emprendedor!… ¡Sí! Por más que bucease en los pliegues de
su memoria infantil, nunca encontraría aspiraciones como
ésas. A diferencia de otros niños, nunca le atrajeron los
pilotos, los soldados ni los bomberos. A simple vista, parecía
un hombre corriente con una placentera vida cotidiana libre de
sobresaltos, pero en su interior había una cueva, un espacio
vacío, un mundo en el que no había el más leve trazo que
indicase su deseo por el ser o la existencia en determinada
forma.
En la esquina de una calle trasera con mucha afluencia de
personas se distinguía a lo lejos un gran pachinko con el
bullicioso sonido metálico de sus máquinas de juego. El
sonido de las campanillas y de las bolitas de metal no procedía
solo de las máquinas de juego; parecía un desagüe de las
pasiones humanas, un salón recreativo que terminaba por
concentrar cada mínima decepción, satisfacción o alegría al
caer ruidosamente las bolitas por el cajón de las máquinas de
juego, un sonido que se mezclaba con la algarabía urbana e
irrumpía ruidosamente en el aire, como piedras pisoteadas por
los hombres.
Seiichiro se paró ante la entrada del local de pachinko sólo
para echar un vistazo. Tras la entrada, una hilera de gestos
serios y luces de brillos futuristas.
Una escalera subía al segundo piso. Al principio de las
escaleras brillaba un panel de neón oscilando: «Sala
recreativa», y de arriba llegaba una ruidosa orquesta de
disparos y sirenas.
Seiichiro, atraído por el sonido, subió al segundo piso.
Había máquinas diversas que el ejército de ocupación había
vendido y de las que se había deshecho; también los antiguos y
tradicionales juegos de kingyo tsukui para pescar pececitos en
pequeñas cajas de madera con agua. En su interior nadaban
tranquilamente los pececillos de colores entre la algarabía del
salón de juego. Ametralladoras, monos, submarinos, cañones
antiaéreos, máquinas de carreras, competiciones de motos,
hockey, a veinte yenes la partida. Este desahogo de partidas a
veinte yenes era una forma clara de despreciar todas las
energías latentes en la sociedad, un desprecio más dulce que
los propios dulces, un producto de consumo que satisfacía
adulando a las personas más débiles de la sociedad y que podía
ser ingerido hasta el hartazgo sin problemas.
Seiichiro buscó una máquina de juego libre. No importaba
cual, con sólo sentarse a una de estas máquinas lograría
recobrar un mínimo de su identidad.
La máquina de carreras estaba libre. Detrás del artilugio la
encargada tomó los veintes yenes que le dio; después se sentó
ante un receptáculo con forma de caja de cristal y puso las
manos sobre el gran volante.
Había una luz encendida dentro del receptáculo. Unos
rayos de sol veraniegos se reflejaban sobre la calzada de una
carretera. La carretera ascendía por una colina dibujada en el
cilindro; a los lados, minuciosos dibujos de flores, y tras las
vallas de una granja, el ganado pastaba tranquilamente. Un
paisaje así no podía desagradar a nadie. En este cuadro poético
de trivial estampa bucólica los seres humanos brillaban por su
ausencia. Dentro del receptáculo de cristal decía que era
domingo.
Por la carretera un descapotable rojo avanzaba en zigzag
sobre un cilindro giratorio. Si sólo consistiese en eso, el coche
podría mantenerse normalmente en su carril sin perder la
trazada. Sin embargo, el cilindro se movía y giraba
irregularmente hacia los lados y el coche acababa por salirse
de la calzada. Seiichiro se emplea a fondo con el volante para
mantener el coche sobre la calzada; a veces, se sale de pista y
el coche da trompicones y bandazos por el borde de un
precipicio o un pequeño arroyo dibujados en el escenario. A
veces se sube al bordillo y entonces, en brillantes caracteres
rojos, se ilumina la frase de alerta On the road dentro del
cilindro. Sobre el fondo de un cielo azul se proyecta en colores
llamativos la puntuación obtenida: 500, 1.000, 2.000.
Las cifras resaltaban nítidas en rojo, amarillo y morado
sobre el cielo azul haciendo destacar aún más el color azul del
cielo con un efecto visual incluso más poético. Preludia el
final de la carrera el brillo en trazos más gruesos de las cifras
2.000, 3.000.
La partida ha terminado, y el movimiento del cilindro
empieza a aminorar hasta detenerse finalmente. Igual que al
principio, se detiene en la colina, el horizonte del paisaje y la
carretera lo compone una simple lámina de hojalata. La mujer
asoma la cabeza y sin decir palabra deja ante Seiichiro dos
paquetes de caramelos envueltos en un papel de cera
polvoriento.
Se apaga la luz dentro del receptáculo. En la pantalla de
cristal se refleja el rostro de dos o tres personas que han estado
mirando cómo conducía Seiichiro. Entre esas personas está
Osamu sonriendo.
—¡Hola! —dijo Seiichiro levantándose y dándole una
palmadita en el hombro.
—No parece que se te dé muy bien; no pasar de 5.000 es
poca cosa —dijo Osamu.
Como otro cliente ya se había sentado al volante, los dos se
retiraron un poco para seguir hablando. Su conversación
quedaba interrumpida por el ruido de los disparos de las
ametralladoras. Se trataba de cuatro máquinas de
ametralladoras colocadas en cada uno de los ángulos de un
receptáculo de cristal de un juego de disparos antiaéreos, junto
a la máquina de carreras; disparaban a dos aviones que se
desplazaban por un rodillo, sobre un soporte en el centro, y
cuyas alas, al recibir disparos, se encendían con luces rojas.
—¿Y ahora adónde vas? —preguntó Seiichiro.
—No sé, me aburría mucho con dos chicas con las que
ligué. Aunque por fin me las quité de encima. Creo que iré a
casa de Kyoko, puede que sea la compañía ideal para un día
como hoy —contestó Osamu.
Aunque poco a poco algo iba cambiando en los jóvenes que
frecuentaban su casa, Kyoko, como siempre, seguía a lo suyo,
ajena a todo eso, viviendo al mismo ritmo y de la misma
manera que siempre. Si los jóvenes eran como una función,
ella era la constante. Tal como veía ella la vida, ella misma era
la representación de una existencia sin cambios.
Independientemente de la hora a la que uno fuese a la casa de
Kyoko, ésta siempre era a todas horas su casa, la casa de
Kyoko. Donde quiera que estuvieran ahora los jóvenes, podían
imaginarse perfectamente lo que estaría sucediendo en la casa.
Si había anochecido, las luces estarían ya encendidas, y ella,
con vestido de noche, hablaría sobre dónde ir a tomar una
copa, o tal vez habría vuelto ya de algún bar y se estaría
sirviendo otra copa de algún licor extranjero.
Aunque estuvieran en alguna lejana esquina de la ciudad,
cuando pensaban que la casa de Kyoko seguiría allí en
Shinanomachi, donde siempre, se sentían tranquilos y seguros;
hasta sentían un vínculo más estrecho con la propia ciudad. En
la casa de Kyoko, ya fuera de día o de noche, como si se
tratase de un molino de agua movido por la curiosidad hacia lo
inmoral, se hablaba largo y tendido de mal de amores,
traiciones, fidelidad, temores, quejas, sentimientos de
confianza, promesa o vergüenza, sentimientos que estremecían
el corazón, y a la vez se respetaban igualmente y se admitían
venganzas, mentiras, infamias, engaños, desde seducciones
descaradas hasta consultas sobre aborto, todo se aceptaba con
respeto. Sólo pensar que existía un lugar así en el mundo
alegraba. Allí no había temas de conversación prohibidos, uno
podía consolarse hablando de un fracaso amoroso, o buscar
consuelo tras haber abusado de alguna inocente jovencita.
Kyoko, que era mujer hasta la médula de sus huesos, entendía
bien la humillación y el sufrimiento de la víctima y podía
compartir sus sentimientos poniéndose en su lugar.
Kyoko, que pretendía vivir a gusto con sus caprichos, sin
casi saber cómo ni cuándo, empezó a darse cuenta de lo
mucho que la necesitaban los visitantes de su casa. Entonces,
llegaba a imitarse a sí misma o, mejor dicho, a responder a la
imagen que tenían de ella los que la requerían. A veces llegaba
al extremo de encarnar por sí misma dicho malentendido. En
cierto momento llegó a sumergirse en dicha ilusión
disparatada: «Seguro que influyó mucho el afecto
maternal…».
Kyoko no temía la monotonía de la vida. Cuando se propone
transgredir la moral, la gente se siente presionada por la
necesidad de reinventarse continuamente, y se ve apremiada
por la exigencia de creativa singularidad; esa crisis de
originalidad es autodestructiva, pero Kyoko no la vivía en
carne propia. Kyoko vivía tranquila, sin atisbos de ese apremio
de excepcionalidad, que no necesitaba. La razón es que la
mayoría de hombres que acudían a su casa iban con sus
propios pecados y transgresiones, así que no tenía ninguna
necesidad de inventarlos por sí misma.
¡Kyoko jamás padeció de insomnio! Y tras marcharse de
casa el último invitado, después de tantas conversaciones
sobre temas eróticos, no había mejor somnífero para ella, que
se sentía libre respecto a cualquier complicación y conservaba
una impresión agradable al haberlo vivido todo desde un punto
de vista distante, como el de un espectador; cuando apagaba la
luz junto a la mesilla y confiaba su sueño a la almohada, se
quedaba profundamente dormida en el acto.
Aquella noche Mitsuko y Tamiko habían ido a casa de Kyoko.
Cuando se juntaban, la conversación fluía sin cesar. En ese
momento, Osamu llamó por teléfono avisando de que pasaría a
visitarlas con Seiichiro. Aunque no se trataba de desconocidos,
el anuncio de su inminente visita las animó de golpe.
Tamiko era hija de un rico terrateniente del barrio de
Omorisan’o, y, según decía, trabajaba por gusto en un bar,
aunque se tomaba días libres con entera independencia. Era
innegable que Tamiko no tenía muchas luces. Era crédula
hasta un punto casi enfermizo: todo cuanto la gente decía lo
interpretaba bienintencionadamente; sin embargo,
insólitamente, gracias a una inexplicable virtud, nunca se la
vio llorar ni sufrir por desengaño alguno. Realmente nadie
podía engañarla. Ante tanta inocente credulidad hasta el más
embaucador se desmotivaría. Su ingenuidad la protegía del
engaño masculino y de mujeres de sospechosas intenciones;
además, tenía la ventaja de no sentirse incómoda con los
hombres.
Tamiko, ya fuera un ministro o el repartidor de la
verdulería, enseguida hacía buenas amistades con todo el
mundo, extranjeros incluidos, por poner otro ejemplo. En fin,
hasta pensaba que por qué no podrían todas las personas del
mundo cogerse de las manos y bailar juntas, prueba evidente
de que era una partidaria sin igual del pacifismo. Aunque
generosa, también le gustaba recibir por parte de los demás. Y
en cuanto a las cosas recibidas, parecía no tener demasiado
clara la diferencia entre regalos y dinero en efectivo.
Tamiko no tenía ningún tipo de hombre preferido. Ya fuera
un hombre de sesenta años o un chico de dieciséis, valoraba lo
positivo en cada uno, y solía decir que «no hay personas
malas». He ahí la razón de muchos desencuentros entre ella y
Mitsuko. A Mistuko sólo le atraían los jóvenes, y sobre el
encanto de la juventud tenía una teoría propia muy elaborada
concerniente al tipo de pelo de los jóvenes, sus ojos, sus
camisas, su pecho a la vista, su vocabulario, sus calcetines, el
ángulo que forman los hombros al bajar la mirada… A
Tamiko, en cambio, nada de eso le importaba.
En comparación con estas disputas, las cuestiones que
interesaban a Kyoko eran muy diferentes. A ella, más que
dejarse atraer por el encanto de una persona, como si fuese una
coleccionista lo que le seducía era acumular información veraz
sobre relaciones amorosas, y en lo referente a los encantos de
otras personas, le bastaba con los de su propia cosecha.
Aunque sólo fuera con la imaginación, le gustaba fantasear
con los pensamientos libidinosos infernales que su atractivo
cuerpo suscitaría en hombres desconocidos. Si podía
desplazarse en coche, no tenía inconvenientes, y aunque le
horrorizaba un tren lleno de gente, prefería este medio de
transporte, y por eso lo utilizaba en horas de poca afluencia.
Sonó el timbre de la entrada. Ya están aquí, dijeron en voz
alta Mitsuko y Tamiko. Acto seguido se pusieron de acuerdo
en disimular el cansancio por la espera.
Los dos jóvenes entraron como si tal cosa, como si
estuviesen en su propia casa. Las chicas llevaban cada una su
perfume preferido. Seiichiro, al detectar la mezcla de perfumes
en el aire, soltó con tono sombrío:
—Qué olor a humanidad —dijo, y se sentó en una silla que
estaba libre ante la chimenea. Osamu se sentó en el sofá al
lado de Mitsuko.
A Kyoko le llamó la atención el saludo grosero, casi
caníbal, de Seiichiro y, con un inocente deseo de rivalizar, le
dijo:
—De las tres, ¿cuál piensas comerte en primer lugar?
Pero Seiichiro no tenía hambre en esos momentos.
—¿De verdad vas a casarte? —dijo Mitsuko en un tono algo
fuera de lugar. Pronunció la palabra «casarte» con una
entonación que sugería la inmoralidad o indecencia asociada al
término.
—Le he caído bien a su padre. Ya sabes, joven, alegre y
con un futuro prometedor.
Las chicas se explayaron criticando la pobre perspicacia del
suegro en ciernes. Aunque todas sentían curiosidad por saber
cómo era la prometida, Seiichiro no dijo nada. Además, como
no tenía nada que ver con el amor ni la pasión, no era un tema
de conversación apropiado para este lugar.
Lo cierto es que el vicepresidente ya le había invitado a
comer. Lo llevó al restaurante Tokyo Kaikan Grill Rossini, de
interiores poco iluminados; tras las conversaciones típicas de
empresarios del barrio de Marunouchi durante la comida, el
vicepresidente le interrogó casualmente acerca de varias
cuestiones y, al parecer, le cayó en gracia. Entre los atractivos
de Seiichiro destacaba su capacidad para dar una imagen de
hombre reservado, juicioso y de trato cordial. Era un joven
consciente de la imagen que ofrecía a los demás, y al mismo
tiempo tenía una buena dosis de intuición para saber que el
medio más eficaz y rápido para conocer la esencia de la
sociedad no estribaba en la adquisición de conocimientos
prestados, sino en conocerse a sí mismo; y ése era un método
esencialmente femenino. Además, lo que la sociedad exigía en
estos momentos de los jóvenes no consistía más que en la
masculinidad.
Osamu, poco después de llegar, empezó a sentir que tenía
los músculos hinchados. Tras una larga inactividad física, el
cuerpo acusaba el cansancio casi hasta el punto de hacerle
soltar un quejido de dolor. La mañana del día siguiente seguro
que le dolería todo el cuerpo. Ese temor, curiosamente, le
produjo una agradable y refrescante alegría. Le parecía que en
su cuerpo germinaba algo, igual que las semillas bajo tierra.
La conciencia de sus propios músculos, en los que apenas
había reparado ni pensado hasta hoy, empezaba a despertar,
incluso con cierto engreimiento, tras el largo letargo. La
semilla en su interior constaba de espíritu y cuerpo; era,
claramente, una semilla de dos capas interpuestas. Al pensar
así, sentía que empezaba a desprender de sí lo espiritual para
transformarlo en corpórea musculatura. La idea era deshacerse
del espíritu y transformarse en un cuerpo de pura musculatura.
Aspiraba a construir completamente su exterioridad, quería ser
una persona completamente encarnada en su corporalidad
externa. Quería convertirse en un ser humano sin espíritu ni
pensamiento, sólo musculatura. Osamu tomó asiento con su
habitual semblante abstraído; en ese momento imaginaba que
algún día llegaría a ser un torero o un hombre muy fuerte.
«Cuando cumpla mi sueño, existiré plenamente. La
existencia vaga que siento ahora dejará de circunscribirse a
sombras o forma.»
—¿En qué piensas? —le dijo Mitsuko apoyando una mano
sobre su rodilla.
A Mitsuko nunca le gustó dejarlo que se abstrajese.
Además, confiaba en lo acertado de su capacidad de análisis
para proporcionarle un modo de solucionar sus problemas.
—Sé lo que te pasa. Seguro que piensas en lo cautivada que
ha quedado por tu atractivo rostro alguna chica desconocida
con la que te has cruzado hace como una hora por alguna
esquina de la ciudad. Por eso ahora estarás pensando en el
posible romance futuro. Al poco, te aburrirás de tus propias
ensoñaciones, y volverás a sumirte en un pensamiento trivial
como todos. A juzgar por tu mirada, no parece que busques
algo desconocido —le dijo, dándole un golpecito en la rodilla.
Osamu se limitó a fruncir levemente el ceño. No había
acertado absolutamente nada, pero le gustaba que tratasen de
conocerlo analizando su personalidad con tanto interés; era
como si le dieran un masaje. Le gustaba incluso cuando se
equivocaban. Lo malinterpretado por los demás, aunque no
concordase con él, en cualquier caso corroboraba su
existencia.
A Kyoko no le gustaba dedicarse a adivinar sentimientos
ajenos. Esta casa era un lugar para que todo el mundo pudiese
comportarse sincera y abiertamente; lo importante era liberarse
del lastre de los celos o la vergüenza. A través de la ventana
abierta resonó en mitad de la noche el silbido de un tren
saliendo de andenes, lo que le hizo pensar en viajar.
—¿Por qué no nos vamos de viaje? ¿Qué os parece si
volvemos a viajar a algún lado?
Por toda respuesta, todos se limitaron a una ambigua
murmuración entre dientes sin quedar claro qué pensaban; en
definitiva, no hubo respuesta. Sólo reverberó la voz cálida y
húmeda de Kyoko en la nocturna atmósfera.
En ese momento, Tamiko comentó que había oído pasos en el
jardín. Como ella siempre decía todo con buena intención,
aunque nadie dudaba de la veracidad de su afirmación, no se
tomaron en serio sus palabras.
Al cabo de un rato fue Mitsuko, esta vez, la que advirtió del
ruido en el jardín. Como lo dijo algo teatralmente, tampoco le
dieron mayor importancia.
Al fin, Kyoko se levantó:
—Es verdad, yo también acabo de oír los pasos. Seguro que
hay alguien merodeando bajo el balcón… Creo que se ha
parado, parece que se esconde.
Se miraron los unos a los otros. Con todo, Osamu parecía
completamente desinteresado y Seiichiro, por su parte, no
daba la impresión de estar por la labor de ayudar. Las tres
mujeres, en cambio, no dejaban de observar por la ventana
temerosas al intuir la presencia cercana de alguien que
sigilosamente invadía su fortaleza. Había, sin embargo, un
elemento peculiar que no casaba bien con la preocupación de
las mujeres como un sombrero y un vestido de combinación
poco acertada.
Desde el balcón no se veía nada. La luna nueva brillaba
algo apartada del bosque de Meiji Kinenkan. En la casa de un
terreno bajo ondeaba como olvidada una banderola de brillo
sombrío de koiboniri con la tradicional carpa roja inscrita; en
la brisa escasa, su torso se giraba levemente en el aire, tan sólo
la cola se separaba de la pértiga.
Tamiko, sentada junto a las puertas del balcón abierto, de
repente soltó un grito. Inmediatamente se oyó el sonido de la
falleba al cerrarse de golpe. Una figura negra entró de repente
por la terraza y un grito recorrió la habitación. ¿Quién podía
ser? Pues nada menos que Shunkichi. Sonreía bajo la lámpara
de araña vestido completamente de negro. En ese momento,
parecía más alto de lo habitual.
Shunkichi sonreía con aire de satisfacción. A Seiichiro esa
sonrisa le pareció una patente falta de educación. Esa noche
parecía no haber nadie tan contento entre los presentes como
el mismo Shunkichi.
Las mujeres, cuando terminaban de criticar la broma pesada,
vieron emerger a Natsuo de la misma terraza. Él también se
había sumado a la broma de Shunkichi, y aunque no
protagonizó una entrada en escena tan llamativa como la de
este, su gesto apocado al sacudirse el polvo de la chaqueta
tuvo un similar efecto aterrador en los demás.
Cuando fue cediendo el sobresalto, Shunkichi les contó que
se había encontrado casualmente con Natsuo y lo había
invitado a acompañarlo; por eso le sorprendía que Seiichiro y
Osamu también se hubieran encontrado casualmente y
hubiesen decidido ir hasta allí.
En ese momento se abrió la puerta del salón y apareció
Masako en pijama. Llevaba cogida de una mano con mucha
coquetería una inmensa muñeca… A continuación, en tono
muy formal, dijo:
—Me habéis despertado con tanto ruido.
Dicho esto, Kyoko no tuvo más remedio que llevársela de
nuevo a la cama. Masako, imitando al conejito de su cuento
infantil, echó una carrerita para ir a esconderse entre las
rodillas de Natsuo.
Estaban contentos, hacía un mes que no se veían. Shunkichi,
preguntado por Seiichiro, habló sobre las próximas peleas del
campeonato y el duro entrenamiento que realizaba. Después,
dirigiéndose a Tamiko, hizo pronósticos sobre la pelea del
veinticuatro de ese mes entre Shiroi y Espinoza. Shiroi podría
defender el título como fuese; pero había pocas esperanzas de
que fuese una buena pelea por el título. Tamiko, que desde
entonces no lo había visto, se daba cuenta de que Shunkichi no
parecía recordar nada de la noche que pasaron juntos en
Hakone, de modo que haciendo frente a su desinterés le dijo
con un sarcasmo lleno de buenas intenciones:
—Por qué será que el mundo del boxeo está vedado a las
mujeres…
Propusieron tomar unas copas. Shunkichi era el único que
no bebía. Enseguida dejaron de lado a las mujeres y los cuatro
jóvenes se pusieron a hablar animadamente entre sí. Sin
embargo, Natsuo mantuvo una discreta distancia sin decir
palabra.
—A todo esto, me pregunto qué tendremos en común todos
nosotros. —Le espetó Seiichiro a Kyoko invitándola a unirse a
la conversación.
—Tal vez que ninguno de nosotros busca la felicidad —
contestó brevemente Kyoko desde lejos.
—No buscar la felicidad… no sé qué decirte, la idea me
suena a sentimentalismo antiguo —dijo Seiichiro llevando la
contraria—. Creo que no nos importaría nada ser felices;
además la felicidad se adhiere al cuerpo como un musgo
pegajoso y no entraña peligro. A veces, sin darnos cuenta,
logramos ser felices por razones intranscendentes; el heroísmo
patológico empeñado en huir de la felicidad como si fuese
lepra es una costumbre anticuada de nobles indolentes y
débiles de espíritu. Nosotros estamos inmunizados contra todo,
daos cuenta, somos inmunes incluso a la felicidad.
Kyoko, algo intimidada por el tono tajante de Seiichiro, no
dijo nada y retomó la conversación con sus amigas. En
cambio, ninguno de los hombres sentía que tuviera nada más
de lo que hablar. Les parecía estar sin más ante un muro.
No sabían si aquel muro era el muro del presente o el muro
de la sociedad en la que les había tocado vivir. Sea como
fuere, aquel muro se desmoronó en su adolescencia, ¿cuántos
rayos de sol lograrían colarse entre las rendijas del derrumbe?
El sol asciende por el horizonte en ruinas y después se hunde
en el ocaso. Cada día, al alborear, el sol creaba bellos haces
prístinos refulgiendo entre infinitos fragmentos de botellas de
cristal hechas añicos. Desaparecieron ya la alegría y la libertad
infinitas de la juventud que les impulsaban a creer en la
belleza de aquel mundo compuesto de fragmentos de ruinas.
Ahora sólo quedaba la certidumbre de un muro descomunal.
Los cuatro pegan sus narices al muro; ahí es donde están, ante
ese muro.
«Yo romperé el muro», pensó Shunkichi apretando los
nudillos.
«Yo transformaré el muro en un espejo», imaginó con
desidia Osamu.
«En todo caso, pintaré un cuadro. Transformaré el muro en
un cuadro de paisaje natural y flores», pensó emocionado
Natsuo.
Shunkichi, por último, se decía:
«Yo me convertiré en ese muro. Yo mismo seré el muro».
… Durante esos instantes de silencio todos sentían que dicho
ánimo crecía en su interior; momentáneamente se convertían
en jóvenes animados por un sentimiento que desbordaba. A
Seiichiro, de los más jóvenes del grupo, le gustaba, sin
embargo, ser el agitador:
—Ahora que estamos juntos me he dado cuenta —dijo
Shunkichi como si se le ocurriese de repente—. En los
próximos años, cada vez que nos juntemos, tenemos que poder
hablar de cualquier cosa sin ninguna reserva. Lo importante es
no dejar de vivir a nuestra manera. Por eso, bajo ningún
concepto, debemos prestarnos ayuda. Ayudarnos mutuamente,
aunque sólo fuera un poco, significaría una falta de respeto
para el destino del otro. Si os parece, crearemos una alianza en
la que nos comprometamos a no ayudarnos jamás por muy
dolorosa que sea nuestra situación. Puede que jamás se haya
creado en la historia una alianza semejante. Será la alianza
más excelsa y estable de todos los tiempos. Hasta ahora la
mayoría de alianzas terminó reducida a un estéril montón de
papel usado, y para prueba, la historia.
—¿Es que no vais a sellar esa alianza con las mujeres? —
dijo Mitsuko, que enseguida se aburría de la conversación con
sus amigas.
—Ya está sellada, ¿no te parece?
—Tienes razón. Sellada sí que está. La condición ineludible
para la alianza es no pasar la noche con ninguna de las mujeres
del grupo. Aquí el único que cumple el requisito parece que
eres tú, ¿verdad?
—Es que a mí sólo me gustan las prostitutas. De todos
modos, yo no soy el único que no ha pasado la noche con
ninguna de vosotras. Natsuo tampoco.
—Es que Natsuo todavía debe de ser virgen.
Natsuo se puso colorado como un tomate ante la precedente
afirmación directa y sin rodeos, pero no se sintió herido en
absoluto. No sentía ninguna vanidad respecto a dicha cuestión.
Kyoko se levantó.
—Vamos a tomar unas copas. ¿Qué os parece Manuela?
Aunque, por supuesto, hay que ir con chaqueta y corbata.
Seiichiro y Shunkichi declinaron la oferta. A Seiichiro no le
gustaban esa clase de locales tan pomposos y Shunkichi
mañana tenía que correr y entrenar. En cuanto a Natsuo,
llevaba traje, pero Osamu iba con una camiseta deportiva.
—Trae una chaqueta y una corbata de tu padre, se la
prestaremos a Osamu —le dijo Kyoko a su hija. La ropa vieja
que se había dejado su exmarido resultaba útil en estas
ocasiones.
En cuanto a Kyoko, saltaba a la vista que estaba
absolutamente preparada para salir. Llevaba un vestido de
noche, pendientes y un collar de perlas y se había puesto su
perfume. Estaba acicalada convenientemente para aparentar
diez años menos en el ambiente oscuro de un club nocturno,
pero bajo la iluminación brillante de las lámparas del salón,
ese excesivo arreglo sugería más bien soledad.
Ella en lo que pensaba todo el rato era en el matrimonio de
Seiichiro. Y la razón nada tenía que ver con celos o tristeza
por el enlace. En ningún momento hubo nada entre los dos;
sucedió así, sin más, y nada tuvieron que ver en ello el amor
propio o la obstinación.
Su inquietud no tenía nada que ver con el ambiente en la
casa esa noche, cargado de affaires y asuntos amorosos; era
simplemente el dolor que se experimenta al sentir que
perdemos el vínculo de amistad con un amigo. Puede que
también le entristeciera perder a aquella alma gemela que,
como ella, creía en el desorden y renegaba de las virtudes de la
moral. Sin embargo, Seiichiro había dado la espalda a la idea
del desorden anárquico, pero no es que la traicionase. Aunque
pareciese la mayor de las paradojas, seguía creyendo en la
destrucción, y precisamente porque no creía en el futuro
decidía tranquilamente estrechar la mano de lo mundanal y
someterse a las costumbres sociales como el que más. Pero, no
obstante… pensaba Kyoko… Él también era de carne y hueso.
Nunca hasta ahora lo había pensado: ¡él también era de carne y
hueso! Aunque despreciaba las emociones y sentimientos,
Kyoko no podía negar algo que estuviese moviéndose, de
hecho, ante sus ojos. En alguna ocasión él le había dicho que
ella era «incapaz de vivir en esta época», y ahora le daba la
impresión de estar ante dos realidades horrorosas, la
existencia, el presente, y el remordimiento, y que debía elegir
una de las dos.
«Pero yo no tengo por qué elegir», y por mucho que
intentase mentalizarse y levantar la cabeza, pensaba: «Mi
principio siempre fue no limitarme a elegir a una sola persona;
tampoco tengo necesidad ninguna de elegir un momento,
elegir supone ser elegido. Eso es inaceptable».
… Mitsuko dijo:
—Te iría bien un poco más de maquillaje bajo los ojos.
Kyoko aceptaba que se tomase esa confianza, pero que le
hablasen de maquillaje no le hacía ninguna gracia.
—¿Insinúas que tengo ojeras? Imagino que tú no las
tendrás, ¿cierto? —contestó Kyoko.
Masako regresó de su habitación; sus zapatillas emitían un
sonido alegre al andar. Llevaba la chaqueta del padre, que le
llegaba hasta las pantorrillas, y la corbata alrededor del cuello;
todos se echaron a reír.
Sin embargo, ella no esbozó la más leve sonrisa cuando se
acercó a Osamu con gesto muy digno. A continuación dijo:
—Osamu, te presto mi chaqueta y mi corbata, pero trátalas
con cuidado.
En voz alta, Tamiko elogió el color de la chaqueta y la
corbata.
Osamu se ajustó la corbata y se puso la chaqueta; en ese
momento Masako se sentó sobre la alfombra con las piernas
echadas hacia un lado y lo observó detenidamente. Como niña,
veía todo aquello como si fuera una acción que o no está al
alcance de los niños o no se les permite. Era realmente bella la
inocencia de su mirada, no se percibía el más leve indicio de
reproche. Masako estaba tan contenta que se quedó
completamente embelesada.
Capítulo 3

Hace un año Natsuo recibió la mención de honor por su obra;


por eso en la exposición de otoño podría presentar un cuadro
sin necesidad de pasar una prueba de selección. Sin embargo,
no acababa de decidirse a elegir la obra con la que concurrir.
Desde primavera no dejó de pensar en ello sin llegar a ninguna
conclusión. Atesoraba un amplio repertorio de «trofeos de
caza», posibles presas para sus lienzos. Las numerosas presas
atravesadas por las flechas de su sensibilidad yacían en su
mente apiladas como las osamentas de faisanes y palomas
torcaces en los bodegones holandeses de naturalezas muertas,
amontonados junto a frutas maduras bajo los rayos del
atardecer. Era tan grande el acervo a su disposición que le
costaba centrar su atención en una obra concreta.
Un día de julio Natsuo, apremiado por la inminencia del
plazo, aunque con impresión melancólica, optó al fin por
llevarse el cuaderno de bocetos y salió en coche hacia el
templo de Jindaiji en Tama.
El sol ya declinaba y las arboledas proyectaban sombras
alargadas. Al pasar por un camino junto a un viejo molino de
agua, el río relució en la oscuridad bajo la densa umbría de los
árboles. En lo profundo de una arboleda divisó el pórtico
rojizo de la entrada y las escaleras de piedra del templo de
Jindai, que se estimaba perteneciente al periodo de
Momoyama. Natsuo detuvo allí el coche.
Un grupo de estudiantes de secundaria de pícnic charlaban
animadamente sentados en unas piedras junto a un manantial
cristalino. Había un conocido restaurante de soba y tiendas de
cerámica en las que vendían ocarinas con forma de paloma y
caballitos de estera de paja. Natsuo compró una ocarina y
probó a soplarla. Al unísono, y para su sorpresa, el grupo de
estudiantes también empezó a soplar sus ocarinas. La quietud
en penumbra del pórtico del templo parecía emborronada por
una mezcla de colores discordantes que estropeaban su
armonía.
Natsuo inclinó levemente la cabeza antes de cruzar el
pórtico y se encaminó por un sendero de montaña. El camino
bordeaba el estanque de Benten, cubierto de flores de loto y
hierbas flotantes; cerca de un viejo puesto de té en el que
vendían objetos labrados en madera, giró hacia la derecha por
una empinada cuesta. Empezaba a cobrar conciencia de ser un
pintor adentrándose en la naturaleza, cuaderno de pintura en
mano. La cuesta, flanqueada por hileras de oscuros cedros
hotosugi, se volvió abruptamente pronunciada, y a su
alrededor no había más sombra que la suya. Mientras ascendía
por el sendero de montaña, iba soplando la ocarina. El sonido
se perdía en la espesura de cedros, y él se sentía como un
pajarillo solitario en medio de la montaña.
En lo alto, la pendiente del sendero empezaba a suavizarse;
entre un claro de pinos rojos reverberaban los rayos rojizos del
sol poniente. De pronto, escuchó una ruidosa carcajada. Dos o
tres jóvenes colegiales bajaban en bicicleta a toda velocidad
por la cuesta haciendo arriesgadas maniobras entre los pinos.
El grito y el resplandor plateado de las ruedas reflejando el sol
vespertino se parecían. Natsuo pensó en sacar el cuaderno de
bocetos, pero al fin desistió. Al poco, los jóvenes en bicicleta
desaparecieron cuesta abajo por la pendiente.
A medida que Natsuo iba adentrándose en aquel paisaje
visto por primera vez, percibió la misma extraña impresión
que cuando pasaba las noches en vela saboreando una rápida
sucesión de imágenes grabándose refrescantes en su corazón.
Sin embargo, las imágenes no llegaban al punto de
materializarse lo suficiente como para completar un lienzo.
Fragmentos inconexos y carentes de sentido terminaban por
desaparecer. De repente, un lienzo bien logrado reverberaba
ante sus ojos, pero como estaba algo inclinado, antes de poder
representarse los detalles, el lienzo se esfumaba de su vista. La
mayoría de paisajes acababan por desintegrarse ante sus ojos
en cadenas fragmentarias.
En cierto momento, el paisaje empezó a ampliarse como se
desenvuelve un rollo de pintura desplegable emaki; ya tenía el
punto de comienzo y también el desenlace del cuadro. La
disponibilidad interior para dejarse impresionar por el paisaje
tropezaba con la misma dificultad que al preparar el ánimo
antes de dormir. En su mente lúcida bullía caprichosamente un
hervidero de imágenes que le desvelaban. Pero de pronto, en
un instante inesperado, caía en brazos del sueño y se zambullía
en el mar del paisaje. Anegado en el paisaje, asistía
inesperadamente al nacimiento fugaz del cuadro presentido.
«Ya lo tengo», se decía. Cuanto más pausadamente lo
contemplaba, más se definía su claridad. Sin embargo, la
claridad de esta visión alcanza el límite de su esplendor
cuando nos vence de repente el sueño y, al cruzar el umbral del
cese de la vigilia, nuestra vivencia del paisaje se difumina en
ensoñación.
Natsuo avanzó por un calvero del pinar, consciente de que
todavía no había llegado el momento.
Al salir del calvero, le encandiló la luminosidad de un
amplio prado. Mientras ascendía adentrándose en la oscuridad
a través de la profunda espesura, no habría imaginado dar con
aquel paisaje amplio y plano en lo alto de la montaña. En pie
sobre la pequeña pradera, entre el bosque oscuro que dejaba a
su espalda y la serie de arboledas que ceñían el lejano
horizonte, se divisaba el amplio panorama de los arrozales;
solamente se interponía a la vista el tendido de cables de alta
tensión. La luz del sol, que tan débilmente reverberaba en el
bosque, todavía derramaba por los campos la claridad del
atardecer. Los rayos del sol poniente caían oblicuos, reflejos
de luz en matas y bancales parecían surgir de su interior. A
excepción de dos o tres campesinos en un campo lejano,
extrañaba no divisar figura humana alguna en todo el
horizonte.
A pesar del emplazamiento, no muy alejado de la ciudad,
parecía increíble disfrutar de la soledad del oscurecer
veraniego entre forestas y arrozales bajo un cielo otoñal.
Natsuo se siente absorto en la plenitud de aquella panorámica
que se pierde en el horizonte a la vez que se deja poseer por
ella en el más puro abrazo. El atardecer vertía tonalidades
iridiscentes sobre los campos derramando pureza por doquier,
con claros destellos de sol poniente en cada tallo de hierba:
lustre purificador por baño de luz.
Ahora Natsuo se liberaba de la mezcla excesiva de
imágenes en su mente, se adentraba en el secreto del paisaje.
Tomando un pequeño sendero de montaña a la izquierda de un
campo de hierba, fue a parar a unos trigales y cultivos de
mazorcas lindantes con el bosque recién atravesado. En el
bosque a la izquierda del pequeño camino un pino centenario
se elevaba profuso. Ya era prácticamente noche cerrada. A la
derecha, en una verdura de trigales, el contorno de las hojas
resaltaba nítido, pero la noche se cernía ya sobre el campo
oscureciendo todo.
Natsuo oyó el ruido de una motocicleta en un extremo del
camino. En un primer momento, le pareció que el ruido se iba
acercando, pero finalmente su eco se perdió en la lejanía. La
moto debía de haber cruzado por algún desvío el camino para
después alejarse. Una luz trasera brillaba a lo lejos, al fondo
del camino de montaña; ya había anochecido.
Al volver la vista atrás, el sol poniente se hundía en el
horizonte al final del camino.
Los campos envueltos en las oscuras nubes del ocaso, la
frontera entre tierra y cielo diluida en oscuridad. Era tal la
densidad de las nubes que parecían extenderse
horizontalmente en siluetas sucesivas perfectamente
recortadas. Entre la nubosidad, como un ventanal abierto entre
sus repliegues, aún se veía el cielo azul. Era una ventana con
la forma de esas pequeñas tiras de papel para escribir poemas.
Más allá de esas nubes el sol empezaba a hundirse en el ocaso.
Natsuo quedó preso en ese instante de una sensación
profunda muy especial. Sintió que se había zambullido de
repente en el núcleo central del paisaje. Al mismo tiempo que
había llegado al culmen de la serenidad, le invadía una alegría
desbordante, cegadora y vertiginosa; sin embargo, seguía
viendo distintamente el paisaje.
El sol se pone. Cuando los últimos haces de luz anaranjada
se ciernen sobre las nubes planas más altas, prende un
resplandor solemne en las nubes dispersas. Oscurece y el
resplandor palidece tiñendo de fulmíneo rojo el sol.
Aunque sobre el sol, a través de las nubes aún resplandecía
un intenso anaranjado, impregnándose de carmesí.
En un instante el sol se ocultó proyectando infinitos haces
en la fina nebulosidad. Después se dibujó una misteriosa
ventana abierta en el centro de las densas y oscuras nubes que
se infiltró en aquella otra con forma de tira de papel para
escribir poemas. Arriba y abajo todo queda inmerso en las
nubes negras, y sólo esa pequeña ventana atesora en su interior
los rayos naranjas del crepúsculo. Natsuo acababa de
contemplar un misterioso ocaso rectangular. Aquel rectángulo
rojizo del ocaso siguió vislumbrándose unos instantes. La
oscuridad inundaba el campo. Una brisa singular se levantó
entre los trigales umbríos. Al fin, los haces de sol se estrechan,
y Natsuo permanece inmóvil hasta que arde una última ascua
de luz en el ocaso. Ni siquiera hizo falta abrir el cuaderno de
pintura. En lo alto del cielo aún se percibía el reverbero
después del ocaso.
«Ése es el cuadro que voy a pintar», pensó decidido
Natsuo.
Había pasado ya una semana desde la celebración del
campeonato de boxeo. El equipo universitario de Shunkichi
logró la victoria y éste, como capitán, vio aumentada su
reputación. Sin saber bien como dar rienda suelta a su alegría,
se llevó a sus compañeros veteranos a una atracción de
fantasmas que se celebraba entonces en un parque de
atracciones inaugurado recientemente. Por lo visto, rompieron
el brazo de un muñeco con forma de fantasma al tirar
demasiado fuerte de él, y el rifirrafe con los trabajadores del
espectáculo terminó en una pelea de grandes proporciones.
Con la confusión de la trifulca, destrozaron también el
escenario.
Seiichiro se enteró de lo sucedido. El hecho avivó su
interés por la forma en que canalizaba su alegría. El desenlace
fue absurdo; lo cierto es que lo que empezó como algo alegre
terminó en destrucción. Shunkichi llevó sus impulsos
destructivos precisamente a un espectáculo de fantasmas. El
boxeador iba en busca de espíritus fantasmagóricos. Tenían
por fuerza que existir para ser erradicados por él.
Aunque la universidad ya estaba de vacaciones, tras el fin
del campeonato de boxeo durante dos semanas continuaron los
entrenamientos en Suginami. Los entrenamientos matinales en
el exterior, suspendidos durante el campeonato, también se
habían reanudado. Un grupo de jóvenes con pantalones
deportivos grises había elegido un camino sin asfaltar para
practicar movimientos de boxeo y saltar corriendo con los pies
juntos por las cercanías a esas horas en que la ciudad seguía
dormida.
Un sábado de principios de julio, como a partir de las tres
estaba libre, Seiichiro se acercó al pabellón para verlos
entrenar.
El lugar de entrenamiento se había construido en una vieja
fábrica del pueblo. Los barracones de los obreros ahora
servían de alojamiento para el grupo de universitarios del
equipo de boxeo, y en la parte de la antigua fábrica instalaron
su gimnasio particular. El gimnasio y el local quedaban unidos
por un comedor y una cocina muy sencillos, las duchas, el
baño y unos urinarios. El jardín frontal, sin árboles, servía para
los ejercicios de calentamiento. Estos barracones, aunque
destartalados, eran ideales para entrenar: no había mejor
«recipiente» del esfuerzo de estos jóvenes llenos de vitalidad.
Seiichiro franqueó la puerta lateral que daba paso al patio
delantero, donde los veraniegos rayos de poniente incidían
sobre el suelo yermo y unas matas de musgo frente al baño. Se
asomó a echar un vistazo al interior de la cocina. Había dos
jóvenes a los que les tocaba pelar patatas. Entre los toscos
dedos, las peladuras blancas de las patatas resaltaban
apetitosas.
Al ver a Seiichiro, los dos jóvenes, con el pelo rapado al
cero, le saludaron, con la deferencia debida a un veterano,
inclinando la cabeza. Seiichiro tiró un paquete de ternera sobre
la mesa.
—Que aproveche.
Los dos jóvenes se giraron al oír el peculiar golpe
producido por el paquete de ternera al caer sobre la mesa y
esbozaron una sonrisa.
Aquellos dos jóvenes desconocidos, de apariencia sencilla
y provinciana, tal vez jamás echarían a perder su sencillez por
haber entrado en el equipo de boxeo, pensó Seiichiro. Salió
por la cocina al patio delantero y tras subir al primer piso dio
unos golpecitos en la única ventana.
—¿Shun, estás ahí?
—¡Oh!…
Mientras respondía con voz ronca y aún adormilado por la
siesta, la figura desnuda de cintura para arriba de Shunkichi
asomó por la ventana. Al darse cuenta de que el visitante no
era otro que Seiichiro, lo saludó con aquel breve monosílabo
mientras se rascaba el cogote.
—Todavía falta un poco para el entrenamiento, ¿por qué no
entras?
Seiichiro subió —los peldaños de la escalera crujían
ruidosamente—, llegó hasta la puerta de la habitación de
Shunkichi y la abrió. Sobre el suelo de tatami dormían
tendidos tres jóvenes en calzones. Por lo visto, a pesar del
saludo en voz alta de Shunkichi, el sueño de los jóvenes seguía
imperturbable. Aquellos tres torsos desnudos de los jóvenes
durmiendo eran como los de unos escabeches amontonados;
sobre sus cuerpos el sudor brillaba con un tono amarillo como
de fruta.
Shunkichi aún llevaba unas tiritas en torno a los ojos a
consecuencia de los golpes del reciente campeonato. Sin
embargo, en aquel cuerpo, sin el más leve rasguño de hombros
para abajo, tan solo se apreciaba la marca dejada por la estera
de tatami en la que hasta ahora había dormido. Incluso en sus
pómulos redondeados se apreciaban las marcas del tatami.
Por el suelo había dos o tres aburridas revistas de relatos
ilustrados kōdan.
—Ya veo que tu lema sigue siendo no pensar en nada,
¡buena victoria!
—Sí, la verdad es que gané, y si me hubiera puesto a
pensar, jamás habría podido dar un puñetazo tan certero.
Shunkichi era realmente un tipo sin dobleces, y, aunque
libre de las ataduras del odio o el desprecio, había una sola
cosa que despreciaba: concentrarse para pensar. Como
boxeador, el pensamiento era su enemigo.
La acción o un puñetazo eficaz eran el centro de su mundo.
El pensamiento tan sólo era un simple artificio ornamental
secundario, como la pringosa crema que decora una tarta; en
una palabra, algo superfluo. El pensamiento era lo contrario de
la sencillez, la simplicidad y la velocidad. Si con esas
cualidades se conjuga la fuerza con la belleza, la conclusión
será que el pensamiento representa toda la fealdad del mundo.
Él no podía imaginar que hubiese pensamientos rápidos como
flechas. ¿Cómo podía una idea ser más veloz que la explosión
instantánea de un puñetazo directo?
A ojos de Shunkichi, aludir al crecimiento lento de los
árboles comparándolo con el ritmo de las personas pensantes
reflejaba un punto de vista vegetativo sobre la realidad digno
de compasión. La perdurabilidad de lo que se pone por escrito
era mucho más efímera que la acción. Porque no eran los
valores en sí mismos los que aseguraban la perdurabilidad o
inmortalidad, sino que era ésta la que garantizaba que
surgieran los valores. Ahí no quedaba la cosa. Los pensadores
no avanzarían un paso si no usasen la acción como metáfora.
¿Cómo podría encontrar el intelectual placer en su victoria
dialéctica si no fuera porque recurría a la metáfora de
imaginarse al adversario derrotado a sus pies en un charco de
sangre?
¡Qué cosa más ambigua el pensamiento! Cuanto más
transparente, más degeneraba en una sarta de banales
disparates pronunciados por un inútil espectador de la realidad.
Sólo un pensamiento opaco, por su misma falta de
transparencia, resultaba útil para la acción. En la reciente pelea
de boxeo por el campeonato, su decisivo y afortunado
puñetazo surgió en realidad de un fondo oscuro lleno de fuerza
como el resplandor luminoso del relámpago centelleante. Ese
potente puñetazo fue un fogonazo surgido de la oscuridad de
su alma.
Seiichiro, siempre que se encontraba con Shunkichi, caía más
en la cuenta de lo inútil de las palabras. Alimentaba dicha
impresión la peculiar relación de amistad entre ambos, en la
que apenas podía decirse que entablaran conversaciones en el
sentido propio de la palabra.
—¿Estás libre después del entrenamiento?
—Hum.
—¿Vamos a comer?
—Comeré aquí con los demás. ¿Por qué no comes con
nosotros?
Seiichiro se alegró de no haberle mencionado nada del
paquete de ternera a Shunkichi.
—Perfecto. Entonces, podemos ir a tomar algo después,
¿verdad?
Seiichiro le hizo un gesto con el dedo meñique para
sugerirle que quería presentarle a una chica.
—Vaya, ¿una de esas mujeres con las que te puedes acostar
enseguida?
—Otra vez con lo mismo. Shun, ya veo que las putas nunca
fueron de tu gusto.
—En el caso de que se trate de prostitutas o mujeres
pesadas, renuncio. Las primeras, por su suciedad, y las
segundas, pues por pesadas…
A Shunkichi, como si pensara en dilemas engorrosos, le
horrorizaba imaginar la negociación de los sentimientos en
tales relaciones. Acababa hecho un lío por la mezcla confusa
de sentimientos y pensamiento. Ambas cosas eran sus
enemigos: pensamiento y sentimiento representaban para él lo
negativo de la condición femenina.
«Pensar es cosa de mujeres», decía.
Shunkichi guiñó un ojo y esbozó media sonrisa.
—Además, he conocido a una chica prometedora. Luego te
la presento, Yanagimoto.
—¿En qué sentido promete?
—En una palabra, es tranquila y natural, con un buen
cuerpo… Y no es que destaque por su intelecto, pero todos
dicen que es una belleza, y creo que no se equivocan.
—Tipo Tamiko, ¿verdad?
Sin embargo, Shunkichi apenas recordaba ya la cara de
Tamiko.
Llegó Kawamata, el director del equipo. Siempre llegaba
puntualmente quince minutos antes del entrenamiento y
esperaba allí en el patio frontal. El entrenamiento empezaba a
las cinco de la tarde. Como Seiichiro conocía bien a
Kawamata, se acercó a saludarle.
Éste le contestó con un escueto «Ah, tú por aquí». Como
siempre solía tener cara de mala leche, era difícil aventurarse a
decir si estaba o no realmente enfadado. Hacía veinte años que
se había retirado, y nada en este mundo atraía su interés salvo
el boxeo. A las órdenes de este reputado entrenador se habían
forjado muchos famosos boxeadores.
Kawamata tenía los párpados caídos, el tabique nasal un
poco hundido y las orejas con la característica deformación de
los luchadores; un solo vistazo bastaba para darse cuenta por
su cara, un monumento esculpido a base de golpes, de que era
un boxeador. Tenía del rostro plagado de marcas con la
solemnidad antigua de la proa de un barco llena de algas,
moho y funemushi. Era un rostro carcomido por largos años
dedicados al boxeo. Al observar su cara, la gente no debía de
ver reflejada en ella más que lucha. Probablemente le ocurriría
lo mismo a la mayoría de los que observasen el rostro curtido
de un veterano pescador: todo en él les recordaría la mar.
Era tan callado que llegaba al punto de imponer su silencio;
con su típica voz cascada de boxeador, las pocas palabras que
se decidían a salir de su boca lo hacían como un salero que se
derrama. Antes, después y durante el entrenamiento mostraba
una verborrea insólita. Sin embargo, todo lo que decía parecía
decirlo enfadado, y solía ser una retahíla de rápidas frases
cortas lanzadas sin orden como troncos de leña. En lugar de
palabras, sería más apropiado definirlas como el
acompañamiento gestual a lo que expresaba tan rápidamente
con sus manos.
—Voy a ver su entrenamiento —dijo Seiichiro.
—Muy bien.
Jóvenes en silencio y con el torso desnudo empezaron a
reunirse en torno a ellos. Uno a uno fueron saludando en
silencio y respetuosamente al entrenador Kawamata. Se
enrollaban el vendaje blanco en los puños, moviéndose
continuamente como calentando y yendo de un lado a otro. La
musculatura de los hombros se movía tanto que de los
omoplatos parecían desplegarse alas ocultas.
Se notaba que se preparaban para el intenso entrenamiento
que les esperaba. Alguno se movía como si estuviera sobre una
carretera helada en invierno, otros daban fuertes y rápidos
pasos como sobre el asfalto caliente de un atardecer veraniego.
Otros mutuamente exhibían sus puños, ya con el vendaje
anudado, frente a frente. Aunque iban sin nada de cintura para
arriba, llevaban mallas bajo los calzones de boxeo algo
desteñidos.
Shunkichi bajó al patio. Después le dijo al entrenador:
—Empezamos —inclinó la cabeza en reverencia y dio la
orden de empezar el calentamiento.
Seiichiro, apoyado contra unos tablones de madera,
observaba al grupo de entre quince y dieciséis jóvenes sin
camiseta saltar descalzos. Después se llevaban las manos a la
cintura y hacían estiramientos; muchos flexionaban las
rodillas, y tras decirles que estirasen los tendones del talón de
Aquiles, Shunkichi les indicaba el siguiente ejercicio a la
orden de «patada». La voz aguda del joven gritando
«¡patadaaa!» fue nítida y clara.
Al fin, empezó el entrenamiento en el barracón. Uno de los
encargados hace sonar el gong.
En ese instante todos los jóvenes salen disparados como si
corriesen hacia otro mundo dejando solo a Seiichiro.
Seiichiro aunque sólo estaba mirando, se sentía cada vez
más lejos de aquellas frases hechas de oficina: «Ése es el
problema…», «Convendrá reconsiderarlo», «Desde el punto
de vista de nuestra empresa». Ahora se encuentra en un lugar
alejado de esas frases estereotipadas y es como si hubieran
desaparecido en un fondo negro de muerte. Ante sus ojos vibra
un mundo diferente. Él, que pertenece a ese mundo de frases
hechas, al menos por este momento se evade, y es cuando más
cerca se encuentra de ese otro mundo con un ritmo y vibración
diferentes al cotidiano. El movimiento que vibraba por los
paneles de madera se transmitía a su propio cuerpo, un ímpetu
que sentía directamente como rozando su cara, como si
estuviese a orillas de la acción pura percibiendo su
movimiento agradable.
«Este mundo se viene abajo, no hay duda, se desploma,
pero antes de hacerlo, unos movimientos como éstos
restallarán fugaces antes de morir.»
Ese pensamiento le llevó al siguiente: sólo una acción
como aquélla podía asegurar la inmortalidad. Sólo en el seno
de la acción se puede encontrar algo que permanezca
inmutable. Sin embargo, él mismo no hace por arrojarse en
brazos de esos ejercicios deportivos. Se contenta con ser un
espectador de la vida. Jamás practicará ningún deporte en
especial… Si se decidiera a meterse en un papel, uno en el que
brillase la eternidad e inmortalidad, sentiría desagrado. Más
que convertirse en una persona bella y atractiva, anhelaba
convertirse en lo que aborrecía.
Al mirar al grupo de jóvenes, la «acción» vibraba ante sus
ojos. Incluidos los movimientos del entrenador abriéndose
paso entre ellos, una potente ola parecía rodar entre todos.
Sonó la campanilla. Había terminado el primer asalto y todos
se detuvieron. El suelo, plagado de oscuras gotas de sudor.
Durante los treinta segundos del asalto, Shunkichi en
ningún momento miró sonriendo a Seiichiro, pero a éste le
agradaba mirar a su amigo, ahora con gesto serio vuelto hacia
la ventana, mientras recuperaba el aliento. Él era un tipo que
tenía que ser así.
Sonó de nuevo el agudo tintineo del gong. Todos otra vez
en movimiento. Practicaban poses de boxeo, saltaban a la
cuerda, golpeaban el saco de puñetazos, punching bag, el saco
redondo de pera, o se empleaban a fondo con unos sacos
colgados de gruesas gomas atadas en los extremos del techo y
el suelo.
Una nueva ola de vibrante movimiento descargó como
elevándose ante sus ojos. Sobre el suelo de la sala de
entrenamientos vibraba una amalgama cada vez más rítmica.
Olor a cuero y sudor en ese espacio de menos de veinte metros
cuadrados; se oía el rápido sonido de las suelas de las
zapatillas resbalando sobre el suelo, el sonido de brazos
fuertes cortando el aire y el sonido sibilante de la respiración
jadeante, como el siseo entre los dientes de la serpiente, al
soltar un puñetazo directo.
Sin embargo, todos aquellos sonidos, el sonido de la
respiración agitada o del aire cortado por puñetazos,
cambiaban sin cesar de dirección, y como iban girando hacia
la izquierda, al final se solapaban desde todos los ángulos
posibles. Se veía el cruce de las piernas con ágil rapidez, y
brillaban los cordones blancos de las zapatillas.
Una cuerda golpeaba el suelo a latigazos rodeando el
cuerpo de los que saltaban a la comba, y el saco de boxeo
retumbaba con sonido de pesada carne golpeada; otro
golpeaba el saco de puños con rítmico compás.
—¡Un minuto! —gritó el director.
Shunkichi estaba dándole al saco. Aquel objeto de materia
pesada, como esos grandes bloques de carne de las carnicerías
ensartados en ganchos, pendía colgando ante él. El saco estaba
sucio, era un mero saco de cuero gris lleno de rajaduras, pero,
visto por aquellos ojos que ardían golpe a golpe, era como un
sanguinolento pedazo de carne. Reaccionaba fuertemente a los
golpes, sus potentes puñetazos con toda el alma parecían
impactar, desafiantes, con una intensidad de difícil control.
Ciertamente, su propia fuerza surgía de la férrea resistencia del
saco de cuero. Arqueaba el torso y soltaba un certero gancho.
El saco se le echaba encima contratacando, y sin apenas
cambiar de posición, de nuevo seguía colgando del aire.
¡El saco estaba vivo! Por más que lo golpease, parecía vivo.
Shunkichi se giró a la izquierda y soltó un duro puñetazo
doble. Sus guantes de boxeo parecían penetrar en el saco de
cuero, aunque sólo era una visión. La fuerza del puñetazo
estallaba sobre la superficie del saco y transmitía la potencia al
brazo; finalmente el saco devolvía la ardiente fuerza del golpe
a su origen, al boxeador ante él. Las gotas de sudor de su
cuerpo saltaban rociadas alrededor.
Acabó la segunda tanda. En la tercera, dieron comienzo los
combates de entrenamiento. Kawamata, al borde del
cuadrilátero, profería monosilábicos mensajes, con una voz
apenas audible por la reverberación junto al ring.
»Más pequeño. Más grande.
»¡No saques la barbilla!
»¡Adelante, adelante! No te compliques.
»¡Piernas, piernas, piernas!
»¡Entra!
»No tan pequeño.
»No golpees con la punta de los dedos. Fácil, entra fácil.
No te eches hacia delante.
»¡No gires el cuerpo, no te gires!
»Levanta sin complicaciones la derecha, derechazo.
»Otro paso más y puñetazo.
»Bien, bien, así, así.
»Queda un minuto —gritó el entrenador.
Las luces del sol de poniente se filtraban por todo el
barracón. En ese momento, Seiichiro se fijó en un círculo de
luz que coronaba sus cabezas moviéndose. A uno de los
jóvenes le chorreaban brillantes gotas sudor de la barbilla, el
cabello corto mojado de sudor; cada una de las gotas de sudor
sobre el cuero cabelludo relucía al atardecer.
Después de la cena, tras el entrenamiento, Seiichiro y
Shunkichi salieron del pabellón de entrenamiento y se
adentraron por las animadas calles con las profusas luces de
neón habituales del verano. Era sábado por la noche y muchas
familias paseaban en kimono de verano por los puestos de
helados y polos.
—¿Qué te ha parecido el tipo con el que he entrenado hoy?
—Parecía bastante bueno, ¿verdad?
—¿A que sí? —dijo Shunkichi orgulloso—. Ese tipo ha
sido un buen descubrimiento. Sus puñetazos no son demasiado
fuertes, pero tiene ritmo, sabe cuándo soltarlos. Seguro que
llegará lejos.
—Además, parece valiente.
—Como debe ser un hombre.
Por más que Seiichiro tratase de evitar el exceso de frases
estereotipadas, seguía soltando alguna que otra. Sin embargo,
a diferencia de Seiichiro, él no temía recurrir a este tipo de
frases hechas.
«Tengo ganas de tomar un granizado», dijo Shunkichi.
«Pues hay mucha gente en todos lados», contestó Seiichiro.
Shunkichi, como conocía un local que no estaría lleno, se lo
propuso a Seiichiro. Era una pequeña heladería. Nada más
entrar, el boxeador pidió un granizado de fresa.
La chica, de rostro bello y rollizo, tomó nota. Enseguida
Seiichiro se dio cuenta de que ella no podía ser otra que la
chica —«en una palabra, es tranquila y natural, con buen
cuerpo»— de la que habló antes.
—Se nota que sabes adaptarte siempre a cada estación del
año.
—¿Yo?
—Bueno, en verano la camarera de una heladería…
El boxeador se limitó a esbozar una sonrisa. La chica,
mientras sacaba un recipiente de cristal para colocar debajo del
rallador de hielo, puso en pompa su prominente trasero.
El granizado de fresa era una bebida de gran belleza. El rojo
intenso del líquido mostraba un poso de fuerte colorido en la
base del platillo de cristal. Poco a poco iba formándose una
montañita de hielo rallado que se apilaba sobre el platillo con
trazos de rojo y rosa en su interior helado. Ese color parecía un
tinte emborronado diluyéndose en el hielo. Finalmente, el
calor del verano le daba un toque especial al conjunto. No
había bebida tan sensual como ésta, ni tan evocadora de un
potencial peligro de envenenamiento a juzgar por sus vetas de
puro rojo infiltradas en el hielo.
En una palabra, un placer para los sentidos.
Shunkichi tomaba el granizado tranquilamente mientras
observaba el hielo sin quitarle los ojos de encima a la
camarera. Antes de que se acabarse el granizado, llamó a la
chica.
—Ponme otro granizado —después en voz baja añadió—.
¿Estás libre ahora?
—Ahora imposible. Cerramos a las diez. Hasta esa hora
puedes ir a ver una película o algo así para hacer tiempo. A
eso de las diez, podemos encontrarnos en el sitio que ya sabes.
La chica ya se esperaba la pregunta y contestó de carrerilla.
Como a Seiichiro le pareció que Shunkichi se desanimaba,
para que no dejase escapar la oportunidad le dijo:
—No pasa nada; si quieres, te acompaño y vamos a ver una
película.
—No, no puedo esperar —dijo Shunkichi mordiéndose el
labio.
Shunkichi quería calmar el fuerte deseo y ansia que suelen
sentir los boxeadores después de una concentración. Era
sensato tratar de relajar la tensión acumulada, pero su plan
para conseguirlo no tenía nada de sensato. Había logrado la
victoria en el campeonato y se consideraba con pleno derecho
a poseer libremente cualquier objeto de deseo que se pudiese
ante sus ojos.
Este boxeador carecía de la cualidad para esperar
pacientemente una vez alcanzado el punto culminante de
deseo, Seiichiro lo sabía bien. Él, al igual que Seiichiro, no
creía en absoluto en los beneficios del tiempo y el futuro. Si
había algo que compartieran íntimamente los dos, era su poca
fe en la virtud de la paciencia como imagen de lo provechoso
en este mundo.
Seiichiro observó los ojos brillantes de vitalidad de su
amigo boxeador, su rostro de contornos y piel definidos y su
gesto duro. ¿Ahora la presa codiciada sería el deseo? Él, como
hombre que era también, lo dudaba. ¿Sería, tal vez, una
ansiedad impaciente y nerviosa? Shunkichi era lo más alejado
de un tipo de carácter nervioso. Tal vez, debido a que no solía
pararse a pensar demasiado, este momento presente suponía
para él un arrebato o pulsión obstinada, terca, igual que la
sensación y el deseo que le despertaba la imagen del
refrescante granizado ante sus ojos sobre la mesa en ese
mismo momento. Ahora la existencia de aquella muchacha, su
chica, era igual que la del granizado de fresa sobre la mesa.
Dentro de aquel sencillo esquema o representación de la
situación, el boxeador quería beberse de un trago el granizado
y, acto seguido, poseer a la mujer allí mismo. Si era posible,
¡quería poseerla ya! ¡Aquí y ahora! ¡Tumbados sobre la barra
de la heladería! De no consumar su deseo inmediatamente, su
existencia tal vez desembocaría en la nada.
Una tranquila familia tomaba su granizado de azuki
mientras observaba discreta y temerosamente a Shunkichi. Las
tiritas en torno a los ojos de Shunkichi parecían asustar a las
niñas.
Es un humilde matrimonio de trabajadores con dos niñas,
algo tristes, como concentradas en tomarse el granizado
colocando las manos cuidadosamente en los bordes del plato
para que no se caiga. El delgado padre de familia trata de
aparentar que está preparado para defender a su familia de
cualquier acto violento mientras mira de reojo los tradicionales
geta de madera de Shunkichi, sentado con las piernas abiertas
al lado de la silla. Las niñas, en cambio, obedientes y
quietecitas, concentradas en su granizado, no dejan de
observar el brillo de la cucharilla metálica que se llevan a la
boca, cuidadosas de que no se rompa.
Un nuevo cliente entra de malos modos. Es alto y
corpulento; lleva una camisa que desentona con el cuello
abierto y el pecho al aire, la cara de un enrojecido tono oscuro,
sudorosa en los reflejos de la luz, y el pelo rapado. Aparenta
unos cuarenta y cinco años. De sopetón y sin más miramiento,
le preguntó en voz alta a la chica:
—¿Está el viejo?
—No, estoy sola.
—No mientas.
El hombre avanzó hacia el interior del local. La chica, sin
perderle de vista, se abrió paso entre dos sillas empujándolas
con el trasero y se acercó describiendo un zigzag a Shunkichi
para decirle al oído:
—Es un usurero. Al dueño le dio por las apuestas de
caballos y mira lo que pasa.
Enseguida se oyó una trifulca procedente del fondo. «No
tengo nada, de verdad.» «¡Te reventaré el local!». Al escuchar
con detalle toda la riña, Seiichiro y Shunkichi se miraron. La
familia, tras pagar, se había marchado a toda prisa, y dentro
sólo quedaban ellos.
La discusión y los insultos iban subiendo de tono, y como
la habitación del fondo era estrecha, el viejo gordo, con su
fajín de lana ciñendo la barriga y calzones largos, salió al
mostrador con la idea de echar fuera al cobrador, y allí
siguieron discutiendo acaloradamente. Al viejo se le habían
subido los colores del enfado; cayeron los platos sin recoger
de una mesa, y entonces la pagó con la chica. «O pagas o estás
muerto», insistía el hombretón con su monserga de cobrador.
Una vez más, lanzó una mirada de desprecio alrededor, y para
vengarse del viejo arrancó un almanaque de bellezas colgado
en la pared, lo hizo trizas y se marchó. El viejo resopló
encogiéndose de hombros.
—Por hoy ya está bien, vamos a cerrar, que me han dado el
día. Señores, disculpen, pero cerramos ya.
La chica, tras recoger, salió rápidamente para guardar el
cartel del exterior del establecimiento. Después, con un gesto,
le indicó a Shunkichi que la esperara. Éste, a su vez, asintió
con la cabeza. En cuanto los dos amigos salieron de la
heladería, se dieron una palmada en los hombros entre
carcajadas. Había sido realmente providencial. En no más de
media hora Shunkichi estaría en la cama con ella.
Seiichiro, todavía riendo, se despidió frente a la estación.
—¿Y Natsuo?
El que preguntaba así era su padre a su regreso de la
oficina.
—Otra vez se ha pasado el día encerrado en su estudio —
contestó la madre.
En momentos como éste, el marido y la esposa, ya de cierta
edad, intercambiaban una mirada entre emocionada y perpleja.
Todavía hoy seguían sorprendidos y sin saber cómo encajar
tener un hijo como él. Del resto de hermanos de Natsuo, uno
era banquero y el otro ingeniero. Y en cuanto a su única
hermana, se había casado con el hijo del presidente de un
banco. En una familia tan convencional y burguesa como la de
los Yamakawa, de repente, y sin aviso previo, hizo acto de
presencia nada menos que un artista.
Natsuo no tenía por naturaleza una constitución fuerte, pero
tampoco dio muestras nunca de la debilidad y propensión
enfermiza de la familia. Para sus padres, Natsuo era lo más
opuesto a la definición de artista indolente o la de aquellos
otros artistas desafortunados que, en caso de no padecer de
algún trastorno metal, intoxicación o invalidez hereditaria,
quedaban marginados del resto sin derecho a entrar en el grupo
de los bohemios, aquellos poetas vieneses de finales de siglo.
Visto con ojos mundanos, él pertenecía más bien a la clase de
«príncipes de la felicidad». Había crecido libre y sin
preocupaciones, y respecto a su carácter, ningún médico
especialista en psicología encontraría nada fuera de lo común
en él.
Sin embargo, había algo que lo diferenciaba de sus
hermanos. Sus padres, como no acababan de entender en qué
consistía la diferencia sutil de su carácter, se mantenían
atentos, temiéndose lo peor desde hacía mucho tiempo. Con
todo, Natsuo era un hijo verdaderamente bondadoso, querido
por sus padres y hermanos; además, lo educaron de manera
que ni él mismo se diese cuenta de lo diferente que era. Como
no podía ser de otra manera, he ahí el caldo de cultivo de un
pintor sin ápice de conciencia de sí mismo. Era un trastorno
que exigía precavida vigilancia, un problema como el de los
afectados por enfermedades sin síntomas manifiestos.
Cabría preguntarse por qué de repente surgió un artista
como él en una familia acomodada como la de los Yamakawa.
Ciertamente, era misterioso. Era paradójico que entre tantas
personas que se limitan a vivir en sociedad sin plantearse nada,
¡surgiera un tipo que se limita a observar, percibir y pintar! Era
tan incomprensible que en la familia finalmente optaron por la
cómoda salida de catalogarlo como genio para así encontrar
una explicación racional.
La fabricación de artefactos mecánicos, la construcción de
casas o la producción de alimentos de primera necesidad son
hechos comprensibles, pero en una familia tan realista costaba
entender la necesidad de recrear mediante la pintura objetos
tales como una manzana, las flores, la luz del atardecer, un
pajarillo o una chica, en fin, objetos, animales o personas que
ya existían de por sí. No sólo suponía volver a reproducir sin
sentido la existencia, sino que encima dichas creaciones
reclamaban su valor como nuevas existencias, usurpando el de
lo que ya existía de antemano. Si Natsuo fuese un enfermo,
habría que perdonarle su afición a la pintura como mero
pasatiempo. Sin embargo, Natsuo estaba en plena posesión de
sus cinco sentidos. Ni estaba loco ni era un tísico.
Cuando se trata de detectar cierta oscura melancolía
incurable, propia de los típicos artistas geniales, no es necio el
olfato de profanos en la materia. El talento de los genios va
acompañado por una especie de destino que tarde o temprano
se convierte en enemigo de la vida burguesa. Además, no
pueden gestionar la vida aprovechándose de su talento innato,
eso sólo está al alcance del género femenino o de la nobleza,
algo, sin embargo, inalcanzable para una persona corriente.
Observar, sentir, pintar. Cuando el mundo viviente y
moviente se transforma sólo en color y forma, se convierte
simplemente en la representación pictórica de una imagen en
pausa, y sin movimiento. Aquello, en cierta manera, resultaba
estremecedor, pero Natsuo no percibía dicho horror; los
padres, al principio, percibían por doquier ese horror, pero al
final empezaron a usar palabras tranquilizadoras para referirse
a la vida del hijo; interpretaban que era la carga que lleva el
genio al soportar el peso de valoraciones mundanas. No
obstante, aún les embargaba el miedo. Él observaba el mundo
a su alrededor, ¿pero qué es lo que realmente veía?
Los demás lo veían como una persona muy diferente; en
cambio, Natsuo, desde que era un niño, no percibía nada
extraño respecto al mundo a su alrededor. Ni siquiera podía
imaginar que el mundo pudiese verse distinto según los ojos
del espectador. Lo cierto es que, debido a su carácter, se hacía
querer, y suscitaba en las personas que lo rodeaban el anhelo
de protegerlo. Cuando una adivina fisonomista lo vio en torno
a los doce o trece años, dijo lo siguiente:
—Creo que posee un carácter peculiar, único entre miles de
personas. Tratadlo bien, su fragilidad es como la del cristal.
Qué bella es la mirada de sus ojos. Sería un pecado no tratarlo
con la delicadeza debida al tomar un cristal con las manos. La
belleza de su mirada lo salvará de su fragilidad. En caso
contrario, a los cuatro o cinco años podría desaparecer de
improviso como rocío mañanero. Podría decirse que es un ser
celestial o un ángel, un ser que no parece de este mundo. En
este mundo en el que vivimos él es una joya, protegedlo de su
entorno, él mismo deberá aprender a cuidarse.
Sus predicciones, por un lado, puede que fueran excelentes,
pero al mismo tiempo conllevaban algo de mal agüero. ¿El
cristal, las gotas de rocío, ángeles y joyas eran acaso metáforas
que tuvieran que ver con lo humano? Cuando era pequeño, una
vez su padre lo llevó al mar con sus hermanos. Era un día de
mar agitado con olas altas y rugientes. Sus hermanos
disfrutaron del baño en el mar. Natsuo, en cambio, sintió tal
pánico que jamás quiso volver a bañarse en el mar. Puede que
su firme creencia de que en su vida no habría sucesos ni
accidentes reseñables viniese de entonces.
Natsuo instaló en su estudio de pintura un aparato de aire
acondicionado de importación adquirido por su padre y podía
trabajar a sus anchas de pie o sentado. Como ya había
terminado el boceto, lo reprodujo en un gran lienzo que fue
ampliando según las dimensiones de un tablero de go, de cerca
de un metro y cincuenta de alto y un metro ochenta de largo.
Había dedicado bastante tiempo y esfuerzo a la
composición y coloreado del boceto, pero cuando creía que lo
tenía ya perfilado, al ponerse manos a la obra, le daba la
impresión de que faltaba algo. Volvió a sentarse a la mesa,
observando una y otra vez el boceto minucioso del tamaño de
un cuaderno de apuntes de la universidad.
El boceto distaba de ser realista. El sol del crepúsculo
cuadrangular brillaba en reflejos ardientes en el centro de un
lienzo completamente oscuro produciendo un efecto muy
particular.
Desde que había presenciado aquella puesta de sol y hasta
que había ido tomando forma sobre el pequeño boceto a lápiz,
el dibujo había cambiado mucho, y el paisaje recorrió su
mente originando diversas escenas. El fragmento de naturaleza
desgajado de la vida mostraba la armonía propia de las
imitaciones. La razón estribaba en que el equilibrio pictórico
parecía dejado en manos de una totalidad invisible. Al pintar,
arrebató las proporciones del conjunto natural, y al tratar de
ampliar la escena captada sobre el lienzo, en algún punto
indeterminable del dibujo, aquel conjunto natural reaparecía
influyendo en su entera composición. La tarea del pintor ante
todo consiste en lo siguiente: fijarse bien en una porción del
paisaje, y recortar esa escena del paisaje que ha sido
arrebatada a la totalidad para buscar y desentrañar la
proyección de la totalidad en ella; finalmente, a partir de esa
parte que momentáneamente parecía muerta, gracias a la
totalidad redescubierta, volver a crear la armonía del nuevo y
pequeño cuadro. Ésa era la misión de la pintura; por acabada
que sea una imagen fotográfica, jamás logrará escapar de la
proyección que brota de la naturaleza.
En aquel primer boceto del peculiar ocaso de rayos
oblongos, el bosque al anochecer y los campos de labranza
cercanos, todo aquel paisaje había quedado grabado con gran
realismo en su corazón. Guardaba en su interior la escena tal
como la había visto, y hasta escuchaba el ruido de la
motocicleta alejándose y el sonido de las cigarras en el bosque.
Sin embargo, ahora era necesario olvidarse de todo aquel
marco para que brotase un recuerdo mucho más enérgico en su
memoria que el inicial. Ese paisaje realista empezaba a actuar
en la mente de Natsuo y a desmontarse rápidamente. Era una
bella descomposición. Toda forma perdía definición, los
perfiles se difuminaban. El contorno del bosque, perfilado por
los rayos vespertinos, por ejemplo, perdía claridad, y los
excesivos detalles del paisaje se difuminaban. Al empezar a
pintar los trazos del arrebol reverberante, como un tenue oleaje
arenoso, bosque y cielo acababan formando una sustancia
única, como dos líquidos espesos fundiéndose. No sólo se
descomponía el bosque. Los caminos, los huertos, los
verdinegros trigales perdían volumen y color; incluso palabras
como trigo, campo y huerto perdían, poco a poco, su
significado. Tan sólo quedaba un espectacular y grandioso
cielo al caer el sol. La silueta de las nubes, sus rayos de luz e
intensos trazos de rojo y la oscuridad se desvanecen, el
reverbero rojizo, al converger con el gradual ocaso, se pierde,
y todos los tonos de color y todas las formas acababan
igualándose.
Cuando Natsuo captó por primera vez en un instante con su
mirada aquel sol poniente, plasmó con sus trazos en el
cuaderno de bosquejos un conjunto de rasgos llamados a
desaparecer con el tiempo. Luego, en el transcurso del proceso
de descomposición, el factor tiempo depuró los detalles
concretos y puso de manifiesto la impronta del paisaje en el
corazón del pintor. Natsuo, en su manera de trabajar la obra,
había imitado los efectos del paso del tiempo. Se requiere el
esfuerzo de un largo proceso de recortar y añadir para lograr
reducir a lo permanente e invariable todas las cosas. Se le
imponía efectuar cambios velocísimos, tenía que perseguir
cada centelleante elemento temporal libre para descomponerlo
y dejar al desnudo la vida del color y el secreto de las formas.
Para alcanzar la manifestación del conjunto original, había que
pasar por un proceso de descomposición y reconstrucción.
Manejando así el pincel, en aquel paisaje misterioso de
puesta de sol, se interrumpiría por completo toda significación
de las palabras, quedaría roto hasta el vínculo con la música, la
imaginación o la escultura; tan sólo acumularía en sí un
elemento puro e ideal. A partir de ese planteamiento ejecutó el
primer boceto de la obra.
En el instante en que con el paso del tiempo se
desmoronaba por completo el gran monumento o templo de la
naturaleza hecho añicos en el cielo del ocaso, siempre sentía
una profunda alegría. En ese momento el mundo quedaba
destruido por completo, y sólo quedaba una hoja en blanco en
el horizonte en la que tenía que esbozar el cuadro.
Había desaparecido el joven maduro y bondadoso que fue
en su día. Ahora era un pintor consagrado, y para consumar su
obra debía sumergirse en el nihilismo. Natsuo, al terminar
aquella obra aterradora en la soledad de su estudio, tenía la
cara de un niño entusiasmado por el duende de las travesuras
infantiles.
¡Realmente era un espíritu burlón! Aceptaba que hubiese
elementos carentes de sentido, y ante ese duendecillo que no
temía en absoluto la falta de significado, empezaba a
configurar su obra con total libertad, y daba rienda suelta al
libertinaje creador de impresiones sensoriales y espirituales. El
pintor mezclaba colores e imágenes y se movía de un lado a
otro, se daba la vuelta, se ponía de lado… Observaba un orden
de composición que ni él mismo conocía a ciencia cierta, ya
que durante mucho tiempo había hecho del desorden su
entretenimiento.
En esta labor artística, al saborear la alegría amarga de la
creatividad, la embriaguez sensorial desenfrenada se
conjugaba con el cuidado técnico exacto, y la fascinación
emotiva se fusionaba con la inteligencia calculadora.
Volvió a observar una vez más el boceto dibujado. Se fijó
en el color bermejo de los rayos del sol cuadrangular. Tras
hacer el boceto al carboncillo, bastarían unas pocas
modificaciones; pero al percatarse de que no quedaba como
quería, no podía dejar el boceto así sin más.
Sacó los óleos bermejos de un pequeño cajón de pinturas y
los dejó sobre el suelo de tatami. Dentro del cajón había
veinticuatro tonalidades diferentes en frascos de cristal con su
nombre correspondiente. Como su padre no le escatimaba
gastos en material de pintura, Natsuo, a pesar de su juventud,
se había convertido ya en un coleccionista de óleos que casi
igualaba a artistas renombrados.
Natsuo utilizó primero un bermejo luminoso para pintar los
trazos de la luz aparecidos en la misteriosa ventana en la nube
oscura de la puesta de sol. Al considerar las diferentes
tonalidades de bermejo, el rojo con vetas amarillas, el rojo
brillante, el rojo anaranjado, el rojo antiguo Corea, el rojo de
«lengua de fénix», el bermellón intenso, el rojo «cabeza de
grulla», las iba deshaciendo entre sus dedos; tras compararlos
sobre el lienzo, finalmente empezó a seducirle el bermejo
hōzetsu, «lengua de fénix». Puso un poco de este óleo en un
platillo blanco y probó a mezclar el color con un pincel de cola
de ciervo. El color rojizo se esparció por el platillo
hundiéndose con el color de los siniestros haces del ocaso.
«Los rayos del atardecer se sedimentaron sobre el platillo»,
pensó Natsuo. Observó un buen rato el color comparándolo
con el del boceto y le invadió una agradable sensación
placentera cercana al éxtasis. El color parecía contener una
sustancia peligrosa. Despertaba sus órganos sensoriales, como
un efecto venenoso de hipnótico letargo. Cuanto más
comparaba las diferentes tonalidades, más iban adquiriendo
una belleza efímera y atrayente que, de repente, se desvanecía.
«¿Cuál de los dos será el auténtico color de aquella puesta de
sol? ¿No serán falsos los reflejos reales del sol poniente en el
horizonte? ¿Este tono de color flotando sobre el plato no
refulge como el ocaso real?»
Un día Shunkichi llamó por teléfono a Natsuo para pedirle que
le hiciera el favor de prestarle su coche para llevar a su madre
a visitar la tumba de su hijo, el hermano mayor de Shunkichi.
Esto solía ser habitual entre ellos. Natsuo, de hecho, ni
siquiera tenía conciencia del coche como un objeto de su
propiedad.
De lo que estaba seguro es de que Shunkichi jamás
mentiría. Si el objetivo fuese salir con una chica, se lo diría,
gracias a ello Shunkichi podía utilizar el coche de Natsuo.
Como se debía a una buena causa sacar el coche con esa
finalidad, a Natsuo, que llevaba tiempo sin salir, le apeteció
acompañarlos él mismo conduciendo. Así se lo dijo a
Shunkichi, que dijo estar plenamente de acuerdo.
Llegado el día, Shunkichi y su madre subieron al coche de
Natsuo frente a la estación de Shibuya.
La madre trabajaba como encargada en el comedor de unos
modestos grandes almacenes. Como no era frecuente obtener
días de permiso, quiso aprovechar para ir al cementerio en el
que estaba enterrado su hijo mayor, fallecido en la guerra. De
joven había trabajado al servicio de una familia acomodada, y
aunque ahora ya había ganado peso, tenía muy buenas
maneras, y formaba una pareja bastante singular con su hijo
boxeador.
Llevaba un vestido sencillo y portaba en sus manos un
pequeño ramo de flores e incienso para la plegaria. El
veinticuatro del próximo mes sería el aniversario de la muerte
de su hijo pero como ese día coincidía con la celebración de
los ritos en memoria de los difuntos, le pidió con insistencia a
Shunkichi que la acompañase durante las vacaciones del obon.
Al cabo de unos cuarenta y cinco minutos el coche llegaba
a la estación del cementerio de Tama, y a partir de ahí doblaría
descendiendo hacia el río. Como habían salido al caer el sol y
no hacía demasiado calor, la mujer, ya antes de llegar, no
dejaba de repetir lo agradecida que estaba por venir con la
fresca al cementerio. Shunkichi, en esas ocasiones, se
comportaba con clara timidez y, extrañamente, apenas decía
palabra. Natsuo disfrutaba, sin más, de la conducción.
El misterioso y majestuoso pórtico de entrada sanmon se
destacó al fondo del sendero. Coronaba una amplia escalera de
piedras, y como estaba orientado al este, recibía de lleno a su
espalda la luz de poniente, derramando una espesa sombra en
sus pilares. Al levantar la vista, apenas se divisaba el reverbero
entre los pilares del sanmon al caer el sol. El vetusto pórtico
era como una antiquísima reliquia del santuario, de evocación
solemne y dramática. A Natsuo le impresionó hallar un pórtico
semejante en un lugar que parecía ya olvidado por todos.
Hileras de pinos flanqueaban la escalera de piedra en un
entorno solitario.
Bajaron del coche y subieron poco a poco por la escalera de
piedra. El paisaje más allá del pórtico, lentamente, fue
tomando forma. Al fondo, en lugar del habitual pabellón, se
divisaba en lo alto un llano en el que un bosque distante
filtraba la espléndida puesta de sol. El recinto del templo
estaba sobre una amplia colina. En lo alto de la escalera había
un gran promontorio lleno de innumerables lápidas. Las
lápidas eran todas iguales y nuevas. Sobre ellas el sol de
poniente trazaba claros reflejos en la soledad imponente del
recinto.
Eran escasos los árboles del cementerio y el canto de las
cigarras se perdía en la lejanía.
—Por fin también tiene una estupenda lápida la tumba de tu
hermano —dijo la madre. Natsuo andaba entre las hileras de
tumbas tras la madre y el hijo. Todas las tumbas pertenecían a
jóvenes fallecidos en la guerra; no había nadie enterrado aquí
que llegara a los treinta años, eran todos de veintitantos.
Natsuo jamás había estado antes en un cementerio como
éste. Aquí no yacían para la eternidad enfermos o ancianos;
era un cementerio de tumbas de jóvenes pletóricos de fuerza
precozmente muertos en la guerra; era, podría decirse, un
cementerio de la juventud. Por eso este cementerio,
especialmente, parecía erigirse en monumento a la memoria
del gran poder inefable de la muerte.
A pesar de las numerosas e idénticas tumbas, la madre
enseguida localizó la lápida de su hijo. La inscripción decía
así: «Muerto en combate a los veintidós años de edad en las
Islas Salomón, 24 de agosto del año 17 de Showa (1942)».
La madre se arrodilló frente a la lápida depositando el ramo
de flores y prendiendo una varilla de incienso en ofrenda, con
el rosario budista sujeto entre sus rollizos dedos. Natsuo
también juntó las manos en gesto de plegaria. Shunkichi
permaneció de pie tras su madre, mirando fijamente con un
gesto adusto la lápida de su hermano difunto. Si estuviese
vivo, ahora tendría treinta y cuatro años. Shunkichi se alegraba
pensando que en lugar de tener un hermano convertido en un
hombre discreto y juicioso, sumido en la mediocridad y digno
de compasión, podía enorgullecerse de tener un hermano
eternamente joven y luchador, que ahora volaba glorioso por
los aires celestiales. Su hermano había sido un modelo de
hombre de acción. Como hombre de acción, no le faltaba lo
más indispensable para quien se precie de serlo: la motivación,
obligaciones, imperativos y conciencia del honor, todo cuanto
lo empujaba a actuar… Tenía el convencimiento varonil de la
idea del deber, inseparable del destino; además, fue capaz de
sacrificarse eficazmente por los demás, vivió la alegría de la
lucha y logró una muerte concisa. Su hermano, entonces fuerte
y joven, tenía un cuerpo muy parecido al de Shunkichi, capaz
de reaccionar con agilidad física y mental, y su percepción
tenía mucho en común con el Shunkichi actual… No le faltaba
nada, ¿qué más podía pedir? Después de eso, ¿qué puede
significar tener una vida larga, acostarse con mujeres o cobrar
un sueldo a fin de mes?
Shunkichi, que no era de los que van por la vida envidiando
a los demás, tan sólo envidiaba a su hermano.
«Qué listo fue. No temió aburrirse en esta vida; tampoco
tuvo que preocuparse de largas cavilaciones pensativas, pasó
por la vida siempre hacia delante impetuosamente», se decía
Shunkichi. A diferencia de su hermano, Shunkichi ya conocía
las brumas de lo cotidiano, las sombrías y triviales
complicaciones de la vida. No actuaba por deber o una
motivación particular; para derribar a su oponente, tan sólo
tenía que percatarse de lo esencial para tumbarlo, estar con los
ojos bien abiertos para actuar sin fijaciones. Su acción debía
ser pura y sencilla para defenderse de aquellas complicaciones.
Todo ello requería cada vez más simplicidad. Bastaba
distanciarse por un instante de la conciencia de su propia
corporalidad para que no quedase de sí mismo ni sombra ni
figura.
La madre se incorporó y observó los arrozales abajo, en las
riberas del río Tama. Le reconfortaba pensar que aquel bello
horizonte alegraría a su hijo en su sueño eterno. Después,
como si Natsuo fuera el artífice del lugar para erigir la tumba
de su hijo, volvió a darle las gracias.
Natsuo alzó la voz y señaló unos campos de arroz para
llamarles la atención. Había visto algo.
Shunkichi y la madre observaron en esa dirección. Una
garza volaba a ras de los arrozales bañados en la luz del sol
declinante. Sus alas bajo la luz brillaron en tonos dorados. Los
tres, impresionados por la escena, contemplaron cómo la
figura de la garza en vuelo bajo se desvanecía sobre el distante
y brumoso cauce del Tama.
Durante el regreso en coche, Natsuo buscó un buen lugar
para tomar el fresco de la tarde. Decidió parar en
Futakotamagawa, cerca del parque del río Tama. Como estaba
lejos de la estación, había muchas flores blancas de mielga.
Ya había caído la tarde, pero al salir a la ribera todavía se
veía la orilla opuesta. Por el malecón, dos madres empujaban
sendos carricoches. El trinar de un pájaro a lo lejos se
entremezclaba, como acompañamiento, con el soplido de la
brisa. La red de un campo de béisbol se alzaba sobre el
horizonte del malecón.
Los tres caminaron en fila por un sendero de cañas y
gramíneas. La madre, que iba detrás, no dejaba de susurrarle a
Natsuo:
—¿Cómo podría convencer a mi hijo de que deje la lucha?
Por más que le diga, no hay manera de que me haga caso. ¿No
habrá manera de conseguir que deje esa afición tan peligrosa?
Natsuo, entre el hijo y la madre, se sentía azorado por la
situación. La madre, tras él, hablaba continuamente como si
nada. Shunkichi enseguida se dio cuenta. Sin embargo, seguía
andando dándoles la espalda sin decir nada. La madre empezó
a levantar la voz. De pronto, al volverse Shunkichi con gesto
de disgusto, la madre se calló de golpe, intimidada al percibir
la mirada del hijo clavándose en ella y pasando junto al rostro
de Natsuo.
Los tres cruzaron el río pasando sobre un par de tablones
que alguien había puesto a modo de puente, hasta llegar a una
isleta rodeada de altos cañaverales y gramíneas. La isleta
estaba desierta. Al salir a la orilla del río, había un manto de
vegetación suave, y en una pequeña ensenada flotaba una
solitaria zapatilla roja de fieltro. La brisa refrescaba, y al
sentarse junto a la orilla el frescor no decepcionó sus
expectativas. Natsuo y Shunkichi empezaron a hablar sobre el
ausente Seiichiro.
—Le fascina el boxeo —dijo Shunkichi—. No entiendo por
qué de repente se apasiona así y, en cambio, cuando está en
casa de Kyoko, habla de manera tan escéptica y nihilista.
Natsuo era poco dado a hacer comentarios superficiales
sobre otras personas. Se dispuso a echarle un cable a Seiichiro.
—Es un trabajador muy competente y capacitado. Con
todo, reconociéndole el mérito, me parece que le hacemos un
flaco favor al calificarlo de capaz o eficiente. Resulta
chocante. De ti sí podemos decir que eres un boxeador
competente y no suena raro. Es natural. Eres un boxeador de
primera. Por eso él admira a los boxeadores como tú.
Aquel respeto por la dignidad del boxeo le alegró. Le
dieron ganas de arrancar las hojas de las cañas a su lado, pero
temió cortarse los dedos con los bordes afilados, con lo
importantes que eran para él.
—Él me estima de verdad. Su aprecio por mí va mucho
más allá del habitual entre veteranos y nuevos. Pero lo que yo
realmente admiro de él es su pasión por el boxeo, mucho
mayor de la que yo tengo.
—¡Qué cosas! ¡Mira que gustarle el boxeo!… Pero qué
fresco hace, y qué brisa más agradable. No tengo palabras para
agradecer por este inesperado paseo a la fresca —dijo la
madre, dando de nuevo las gracias a Natsuo.
—De todos modos, sigo sin entender por qué se empeña en
hablar con ese escepticismo nihilista.
Shunkichi, sin prestar demasiada atención a su madre,
insistió de nuevo. Natsuo podía hacerse una idea de por qué
Shunkichi siempre relacionaba ese comportamiento con el
nihilismo. Shunkichi, en cambio, era una persona que no creía
necesario analizarse a sí mismo; no tenía necesidad de
percatarse o tomar conciencia del nihilismo que bullía a su
alrededor. Ni siquiera necesitaba preguntarse quién era. La
respuesta estaba dada de antemano en su vida y en sus hechos.
Solo había una respuesta. Él era un boxeador. Era algo ya
determinado y decidido. Él era un «boxeador».
Natsuo intuía que tampoco el nihilismo era ajeno a él, con
el que Seiichiro estaba tan familiarizado.
—Es un hombre de negocios —empezó a decir, poco a
poco, Natsuo, con palabras algo vagas tratando de explicarse
—. De nosotros cuatro, él es el que vive en un mundo más
convencional y rutinario. Por eso tiene que esforzarse por
mantener el equilibrio. Nunca ha estado la sociedad tan
homogeneizada como ahora. Hubo un tiempo en que ese
equilibrio se mantenía yendo de copas con los compañeros de
oficina a las cervecerías. Eso servía de válvula de escape para
desahogar el individualismo reprimido durante la rutina
laboral. Cantar levantando la copa y el individualismo se
aunaban y bastaban para hacer frente a la homogeneización de
la sociedad. Equilibrio y contraste se mantenían a duras penas.
Pero ahora las cosas ya no funcionan así. La sociedad se ha
vuelto cada vez más prosaica, mecánica, artificial y uniforme,
convirtiéndose en una gigantesca fábrica inhumana. Ahí ya no
cabe resistirse echando mano del individualismo, ya es
demasiado tarde. Por eso Seiichiro es tan nihilista. Él es como
un inmenso rodillo, su nihilismo es exagerado y artificial, un
nihilismo uniforme es un rodillo de oscuridad que percibe la
destrucción del mundo, reduciéndolo todo, personas y objetos
a una sombría igualdad… Tal vez es su forma de alcanzar un
acuerdo para mantener un equilibrio con la sociedad, su último
recurso de resistencia ante el mundo. Él solo ha creado esa
conciencia, de la que es único representante, y en ese aspecto
Yanagimoto merece recibir el apelativo de «trabajador
excepcional».
Natsuo salía así en su defensa sin la más mínima ironía en
sus palabras. La madre, que les escuchaba mientras se abría el
cuello de la camisa para aprovechar la brisa, dijo de nuevo:
—Qué fresco tan agradable… Pero qué cosas, ¿cómo podrá
amarse el escepticismo? Qué desagradable…
Shunkichi perdió el interés por las explicaciones de Natsuo
y, como queriendo callar de una vez por todas a su madre, se
levantó descubriéndose el pecho ante al río. Empezaba a
reflejarse la luz del anochecer sobre la superficie quieta del
río. Brillaban algunas luces entre las sombras del bosque, al
otro lado del río, y los insectos pululaban en grandes masas.
Querría saltar. Le enervaba la distancia con la orilla opuesta
creada por el cauce del río. Al dar una pisada fuerte con el pie
izquierdo, los zapatos se hundieron un poco en el agua
enlodada.
Se posicionó ante un rival invisible. Concentrado en su
estómago, alargó el puño izquierdo en dirección a éste y se
movió un poco. Era sólo un puñetazo para engañar al rival, un
movimiento de finta. En el momento en que el rival trataba de
esquivarle, soltaba un derechazo veloz a su cara. El rival
practica una defensa alta. Deja al descubierto su cintura.
Entonces, al instante, le descarga un descomunal puñetazo con
la izquierda en el estómago. Era un tipo de puñetazo doble de
los marines muy popular en boxeo, a lo Spike Webb.
Un movimiento así bastaría para tumbar al contrincante,
pensó. Había cargado todo el peso del cuerpo en el
izquierdazo. El fuerte puñetazo pegado con todo el cuerpo
vibró a orillas del río, retumbando durante unos instantes,
como sedimentándose en el aire de la ribera.
Shunkichi, orgulloso, se dio la vuelta hacia Natsuo.
—¿Sabes lo que se siente en un momento así? Nada como
un buen gancho de izquierda…
Natsuo comprendía, con ciertas reservas, su alegría. Era un
sentimiento muy ajeno a su mundo, y, aunque distante, lo
percibía como el color y la forma definidos de una llama de
fuego. Natsuo estuvo tentado de decir que sabía lo que era una
alegría semejante; de hecho, cuando hacía progresos en un
cuadro, se sentía tan agradecido como si recibiera un don. Era
algo a lo que no cabía ofrecer resistencia, algo que te pillaba
desprevenido y aparecía como a posteriori, agarrándote de la
solapa. Momentos en los que se sentía rodeado por el vacío
más dichoso de este mundo…
Sin embargo, Natsuo, siempre reservado, esbozó una ligera
sonrisa y ladeó el cuello.
Desde hacía un rato se había empezado a divisar una figura
humana en una de las orillas. Shunkichi y Natsuo se volvieron
para mirar. Era una chica joven.
En una orilla, sobre una zona de cañaverales, se distinguía
la figura atractiva de una muchacha, su melena agitada por la
brisa. Llevaba una blusa de rayas azul con las mangas
remangadas y una ceñida falda azul marino. Su figura de
espaldas, al contraluz vespertino, resaltaba bellamente. Bajo
un brazo llevaba un voluminoso libro blanco.
De piel pálida, tan pálida que creaba reflejos de luna en el
cielo del véspero. Tan sólo los labios rojos, la nariz y los
pómulos se fusionaban con los tonos naranjas del entorno. Iba
como ensimismada, tal vez dándole vueltas a algún verso en su
cabeza, porque no se fijó en las tres personas que tomaban el
fresco en la orilla. La brisa del río acariciaba su garganta
blanca mientras gozaba de aquel placer entre lo espiritual y lo
físico. ¿Sería una poeta tal vez? En tal caso, tampoco era
cuestión de temerla, pues su lirismo femenino parecía apuntar
a la sensualidad.
Rondaría los veinticuatro o veinticinco años. En todo caso,
Shunkichi no solía prestar especial atención a la edad de las
mujeres.
De repente, el boxeador dijo en voz baja:
—Perdona, ¿pero me harás el favor de acompañar a mi
madre a casa?
—¿Qué vas a hacer?
—Me quedo aquí.
La madre los escuchaba disgustada; enseguida se disculpó
con Natsuo por tener que acompañarla de vuelta. Natsuo se
despidió de Shunkichi. Regresó con la madre cruzando el
puentecillo de maderas. La ribera quedó atrás, inmersa en el
oscurecer con un tono de calizas blancas.
—Señora, ¿se comporta así muy a menudo su hijo? —le
preguntó el pintor como hijo atento mientras subían al coche.
—Sí, un mal rato tras otro, siempre así. Pero la verdad es
que me comprende bien; por eso yo también hago por
entenderle —dijo la madre de nuevo dándole las gracias nada
más arrancar el coche.
Kyoko había heredado de su padre una casa en Karuizawa. Sin
embargo, desde que se separó, no iba por allí. Uno de los
motivos se debía a que, en caso de ir durante el verano, podía
encontrarse con su exmarido. Además, aprovechaba los
altísimos precios de los alquileres en esa estación para
aumentar sus ingresos y cubrir también los gastos de
mantenimiento e impuestos, gracias al asesoramiento
financiero de Seiichiro.
Como en verano Tamiko solía descansar de su trabajo en el
bar de noche, aprovechaba para ir a casa de su padre en Atami
Izusan. Allí, durante los inviernos, se refugiaba del frío su
padre, y durante el verano la casa quedaba libre para su díscola
hija, y no se le ocurría asomar por allí. De manera que, llegado
el verano, Tamiko invitaba frecuentemente a sus amistades a
aquella casa, que, sin embargo, estaba en un lugar más
caluroso que Tokio.
Ya había terminado la estación veraniega. Aquel día
vendrían Kyoko, Osamu y Shunkichi. Seiichiro estaba
ocupado, y Natsuo, concentrado en uno de sus cuadros.
La casa del padre de Tamiko era de estilo japonés, de
sobrios colores y una sola planta, pero como había sido
construida en lo alto de una colina con vistas al mar
aprovechando otra cimentación anterior, tenía una peculiar
estructura que podría definirse tanto como de planta baja que
como de tres plantas. Esta casa fue durante la infancia de
Tamiko un lugar ideal para jugar al escondite, y ahora,
también, seguía siendo terreno para sus diversiones de adulta.
Osamu llegó procedente de la casa de un amigo en Zushi
donde se había refugiado de los rigores del verano. Más tarde
llegaría Kyoko en el coche de Natsuo conducido por
Shunkichi.
Tamiko sabía que Osamu, que había venido solo, nada más
llegar se pondría el bañador y saldría al jardín. Fue al salón a
por una bebida fría para él y salió al jardín a llamarlo. Más que
un salón, era como una amplia sala entarimada entre el jardín
y la entrada, con alguna tumbona colocada desordenadamente;
por más que se esforzaran en limpiar, enseguida todos los
rincones se llenaban de arena transportada por los pies de los
visitantes. Cuando bailaban aquí los invitados, bautizaron el
baile como «zara-zara», tal era el sonido de la arena crujiendo
sobre las tablas del suelo.
Osamu tenía una mano apoyada sobre un pino en un
extremo del jardín y observaba el mar y las nubes de verano.
Se volvió al escuchar a Tamiko llamarlo. Hasta entonces, en
realidad no había estado mirando el mar ni las nubes. Lo que
miraba era su pecho bronceado por el sol y sus pectorales
recientemente musculados en los que se reflejaban mar y
nubes.
Sus músculos recibían los rayos del sol. A pesar de lo
pasivo que había sido hasta ahora, durante los últimos tres
meses y medio había entrenado tres días por semana en el
gimnasio. Seguía sin conseguir que le diesen un papel, pero
durante este periodo había logrado un sutil cambio. Su
musculatura corporal, poco a poco, había ido suprimiendo la
delgadez de su físico. Por un tiempo había dejado de admirar
tan sólo su rostro; ahora le apasionaba el culturismo, que tenía
mucho que ver con la poda y el cultivo de los bonsáis.
Osamu, descalzo, entró en la sala del recibidor. Unos pocos
granitos dorados de arena cayeron de la planta de sus pies
esparciéndose sobre la tarima. Tamiko y Osamu se sentaron en
unas tumbonas frente al mar. Tomaban un refresco y hablaban
sobre Kyoko y Shunkichi, todavía ausentes. Osamu, no
obstante, no tenía demasiado interés en dicha conversación. Le
habría gustado que Tamiko hubiera comentado algo sobre el
nuevo musculado, y casi irreconocible, de su cuerpo.
Sin embargo, ella no decía nada al respecto. Él seguía
cabizbajo o mirando sus pronunciados pectorales. De su pecho
bronceado de un tono ámbar de líneas definidas y firme
elasticidad, emanaba su olor corporal. ¿Quién podría pensar
que éste era el pecho que siempre tuvo Osamu?
No obstante, Tamiko seguía ajena a ello. Tal vez
inconscientemente, o como un modo de atraer la atención,
Osamu derramó el refresco de color de uva sobre su pecho. Un
hilillo de líquido, como sangre misteriosa, fluía de la garganta
al pecho. Tamiko seguía sin darse cuenta. Osamu, ya
exasperado, de un manotazo se limpió el pecho manchado de
refresco.
«¿Tal vez no estoy lo bastante musculado?» Seguro que ésa
era la razón. En sólo tres meses y medio un cambio tan claro a
simple vista no resultaba tan evidente para los demás. Al
pensar así, le parecía que sus pectorales se deshincharan
perdiendo vigor; esa musculatura, que reflejaba tan
portentosamente la luz del mar y las nubes sobre su piel,
¿dónde se había marchitado ahora? Su musculatura incapaz de
llamar la atención quedaba neutralizada por una difusa
ambigüedad.
Queriendo asir de algún modo, la arena que se escapa de
entre los dedos, con mucha vergüenza, precitadamente, se
decidió a hablar como si las palabras fueran una especie de
brebaje mágico.
—Puede que no te hayas dado cuenta, pero desde mayo he
aumentado mi volumen corporal y mis pectorales miden hasta
diez centímetros más.
De nuevo la frase no pareció impresionarle demasiado.
Tamiko, precisamente, se tenía que haber dado cuenta antes,
ya que el verano pasado los dos se acostaron por primera vez
en esta casa. Desde el verano pasado, de hecho, ella no había
visto el cuerpo desnudo de Osamu…
Ella miró a Osamu, sorprendida por el tono de reproche de
sus palabras. Sin embargo, le costaba percibir la diferencia en
su cuerpo. Desde entonces, en el intervalo de un año, había
visto a muchos hombres desnudos, y solo conservaba un vago
recuerdo de su cuerpo. Además, inconstante hasta la
perfección, ella no estaba acostumbrada a ese tipo de ideas de
que cada hombre tiene un cuerpo diferente. ¿Decía algo de la
individualidad personal que el cuerpo desnudo de un hombre
fuese corpulento, delgado o grueso?
Durante unos instantes se quedó pensativa; con buena
intención, trató de mostrarse sorprendida:
—Ahora que lo dices, es verdad. ¡Si casi no te reconozco
de lo fuerte que te has puesto! ¡Qué musculatura! ¡Vaya
cuerpazo!
Su respuesta educada hirió profundamente a Osamu.
Kyoko y Shunkichi llegaron juntos. ¡Ya ha llegado su
excelencia! ¡Ya está aquí la señora Kyoko! Ella siempre
llegaba así, elegante y distinguida, haciendo una entrada
triunfal. Acorde con su estilo, Kyoko lucía una gran pamela.
Era la primera vez que Kyoko estaba aquí. Enseguida,
mencionando el calor que hacía, salió al jardín para ver el mar.
—El otro día hubo un tifón. ¿Cómo fue? Con lo cerca que
está el mar…
—El tifón número cinco, ¿verdad? Bueno, en la prefectura
de Kagoshima hubo daños provocados por inundaciones —
Tamiko sólo recordaba lo más reseñable comentado en las
noticias aquellos días.
—No te preguntaba por Kagoshima precisamente.
—¿Te refieres a aquí? Hizo muy mal tiempo, una tormenta
horrible. Durante todo el día rugía el mar y las grandes olas
rompían contra la costa.
Por eso, el día siguiente al tifón hizo buen tiempo. Cúmulos de
libélulas rojas pululaban por el aire y en el cielo se divisaban
algunas nubes. Fue tan sólo un día que presagiaba el otoño, y
después regresó el bochorno.
Kyoko observaba en alta mar la isla de Hatsushima, visible
entre las ramas de pinos. Esta isla, que se erguía como un
tejado perfecto, se divisaba desde cualquier ángulo de la
península de Atami, haciendo honor a su nombre, y su figura
evocaba, elegante, una impresionante y distante belleza. Sin
embargo, Kyoko no se fijaba especialmente en eso. Lo que le
impactaba eran las reminiscencias provocadas por el
descubrimiento inicial de aquella isla al llegar por primera vez
a esta casa y salir al jardín.
Kyoko, excitada por el cansancio del viaje en coche y el
calor, enseguida quedó cautivada por las impresiones que le
evocaba el paisaje isleño. Unos cúmulos de nubes de color
damasco se cernían por un flanco de la isla, y sobraban las
palabras para definir la impresionante belleza de su contorno
en la inmensidad del océano.
—Me gustaría visitar la isla —dijo Kyoko.
—Pues se puede ir a nado, no hay mucha distancia, apenas
cuatro kilómetros —dijo el boxeador como si nada, apoyado
en una cerca mientras observaba el mar.
Kyoko, ajena al deslumbramiento del sol, miró fijamente la
isla. De repente se acordó de las palabras de Seiichiro:
«Trabajo te cuesta, Kyoko, vivir en el presente».
La brisa marina acarició sus mejillas y, enredándose en sus
cabellos, un mechón quedó suelto al aire. Aunque
desordenados y casuales sus sentimientos de entonces, y
difíciles de asimilar las impresiones que ahora estaba
sintiendo, tenía la sensación de que aquellas palabras de
Seiichiro se transformaban y conectaban de algún modo con el
paisaje de la isla ante sus ojos.
La isla mostraba una falsa impresión de cercanía seductora,
casi invitando a cogerla con las manos al destacar en medio de
un mar radiante de luz, pero la brisa marina era el único lazo
que la acercaba a Kyoko, dando una sensación de cercanía,
acortando la distancia. Sin embargo, no era cierto que la
distancia se acortase; en realidad Kyoko no podía coger con
sus manos la copa de los árboles ni arrancar un tallo de hierba
de la isla. La realidad de la isla no era una realidad presente.
Su vínculo era con el pasado, o con el futuro.
La isla, envuelta en vagos matices grisáceos, parecía un
enclave de la memoria o la esperanza. Era como si de ella a la
vez emanasen pensamientos agradables por un lado e
incertidumbres brumosas del futuro por otro. La fuerza que
conectaba la isla con el lugar donde estaban Kyoko y los
demás era muy parecida a la fuerza de la música, era el lugar
donde el intervalo de la existencia se vuelve profundo como
las rachas de viento huracanado de un tifón; había una
sucesión de sentimientos que vibraban refulgentes trastocando
esa distancia vital en el interior de cada uno. Subida en esas
alas luminosas de la música, Kyoko sentía que al instante
podía viajar a esa isla que le traía recuerdos del pasado y
sueños de futuro. ¿Cómo será ir a esa isla?
Kyoko intuía que, cuando estaba en su casa de Tokio, veía
todo objetivamente en medio de aquel ambiente de vidas
embriagándose libremente del amor. A diferencia del firme
caos adherido a su ser, allí palpaba una armonía de
sentimientos de textura suave como la seda.
Cuando Shunkichi dijo «Pues se puede ir a nado, no hay
mucha distancia, apenas cuatro kilómetros», Tamiko,
ensimismada, siguió mirando para otro lado. Kyoko estaba
enfrascada en un sueño bajo el reflectante sol. Tamiko, en
cambio, se acordó de repente de lo que llevaba planeando
desde la noche anterior y todavía no había comentado a los
demás. Como si lo que dijese no tuviera nada que ver con la
conversación que se había entablado, dijo:
—Podéis descansar un poco y después podríamos ir a
Hatsushima. En casa tenemos una barca, y ya cuento con unos
marineros para que nos acompañen.
Todos la miraron, resignados a su habitual entusiasmo, pero
ella no entendía bien por qué la estaban observando tan
fijamente.
—Bienvenida. —Osamu le dio por primera vez la
bienvenida a Kyoko, lo que resultaba chocante porque
normalmente era al revés, era ella la que lo recibía a él.
—¿Tú por aquí? Qué cambiado estás. Así, sin ropa, pareces
una estatua cincelada en bronce —dijo Kyoko como si tal
cosa. Kyoko enseguida captaba la belleza y armonía físicas, y
además siempre mostraba interés por el grupo de jóvenes
amigos.
Los músculos de Osamu eran una gruesa coraza que, al
trasluz de los rayos veraniegos, realzaba su atractivo como
afilando sus rasgos, aunque en realidad no hacía más que
perfilar nítidamente su aumento de volumen corporal.
Su percepción adquiere intensidad en contacto con la brisa
marina, como activada por un resorte desconocido, y Kyoko
escucha el continuo susurrar de su música al oído. Incluso ya
dentro de la casa, mantenía apropiadamente la conversación
con los demás, pero en realidad a lo que estaba atento su oído
era a aquel rumor lejano colmando el soleado jardín frente a la
isla. El rugido de las olas, el sonido de las cigarras, el zumbido
de las abejas, el rumor de las arboledas mecidas por el viento,
el ruido del autobús que enlaza las localidades de Izusan y
Atami, la densa y continua diferencia de matices entre la
atmósfera del mar y la montaña… Todo componía un conjunto
armonioso, una melodía repetitiva resonando en plena tarde de
verano. Si no prestaba uno atención, pasaría desapercibido al
oído, pero escuchando atentamente, se descubría su existencia
cierta. Sin embargo, era una música interior; en ese momento,
una música como aquélla llenaba por completo con su sonido
el interior de Kyoko.
—Venga, vamos —añadió Tamiko.
Shunkichi, muy decidido, se coloca lanzando la toalla sobre
el hombro. Llevaba en la mano unas gafas de buceo
americanas que había en casa de Tamiko y un arpón con forma
de fusil.
—Vamos.
Los cuatro descendieron en fila por un sinuoso camino
particular que bordeaba el acantilado hasta el mar. Allí les
esperaba con el motor encendido una embarcación de estilo
japonés con capacidad para diez personas en una pequeña
ensenada rodeada de rocas. Los dos marineros esperaban
fumando un cigarrillo. Al ver cómo los marineros, empleados
contratados por ella, trataban con poca cortesía a Tamiko, la
hija del dueño de la casa, el grupo se sorprendió. Uno de los
jóvenes marineros ayudó a Tamiko a subir al barco y
aprovechó para poner la mano bajo su trasero. Tamiko soltó un
pequeño gemido de satisfacción.
Kyoko, sorprendida por su actitud, no dejaba de mirar a
Tamiko. El barquero, aprovechándose de su estilo de vida
disoluto, mostraba un trato demasiado familiar con Tamiko, la
hija del jefe, tras tantos años de servicio, pero a ella no parecía
importarle lo más mínimo. A ojos del barquero, también debía
Kyoko de parecer del gremio de mujeres disolutas
profesionales de la noche, y aunque a ella solía alegrarle que la
confundiesen con una bailarina o camarera, en esta ocasión le
lanzó una fría sonrisa de desdén. Precisamente porque
apreciaba la igualdad sin discriminación, no aguantaba ser
discriminada de esa manera.
Cuando el fuerte oleaje retrocedía al romper contra las
rocas, y éstas producían un estruendo arrastradas en el fondo
del mar, las chicas se asustaban por el ruido, y los dos
marineros apoyaban las pértigas firmemente contra las rocas
manteniendo el control del barco y calculando el momento
oportuno para partir mar adentro aprovechando el retroceso
del oleaje. Cuando una ola especialmente fuerte rompió contra
las rocas, el barco aprovechó el retroceso ondulante de la ola
para encaramarse a ella y navegar mar adentro. La proa se
levantaba y comenzaba a surcar las olas, ya liberadas de su
resistencia abrupta, y el barco avanzaba agradablemente sobre
el oleaje atravesando la amplia extensión del mar.
Shunkichi se agarró a la barandilla, percibiendo la fuerza
del barco al vencer la oposición de las olas, un movimiento
muy parecido al que sentía al subirse al cuadrilátero. Por
supuesto, en instantes como ése, la impresión de libertad era
mayor, ya que se notaba liberado de la conciencia de su propia
fuerza.
Apretó los nudillos y los observó. Ahí se ocultaba un
puñetazo invencible. Sin embargo, aquel puño no era como el
de los niños cuando atrapan y encierran en sus manos a los
ágiles saltamontes verdes para no dejarlos escapar; dentro de
aquel puño no se escondía nada. El puñetazo, ciertamente,
contenía la presión de la fuerza que surge del exterior de los
puños, y en el momento del golpe decisivo cristalizaba como
una flor de escarcha del color de la sangre. Cuando más
preciso era un puñetazo, más le daba la impresión de que aquel
golpe no tenía nada que ver con su propia fuerza, era otra clase
de fuerza.
—¿Has conocido alguna chica interesante últimamente? —
le preguntó Kyoko.
Shunkichi trató de recordar. No rememoraba nada en
especial. Se parecía a un mago capaz de desaparecer
atravesando paredes, pero, en su caso, atravesando mujeres. Ya
fuera papel de estuco o enlucido, en él no quedaban apenas
huellas o recuerdos.
—Bueno, sí, hace unos cinco días lo dejamos. Una mujer
bien pesada, una poeta. La conocí paseando por el río Tama.
Estuvimos juntos algún tiempo. Llegó incluso a dedicarme una
de sus raras poesías; «A un boxeador», puso en la dedicatoria.
Tamiko y Osamu parecieron muy interesados. Tamiko
enseguida dijo:
—¿Cómo era el poema? Recítalo, por favor.
—¿Y quién iba a acordarse de semejante cosa?
Tamiko se acordó de la poesía que le regaló un amor
juvenil, y al recitarla a todos les llamó la atención la inusual
buena memoria de Tamiko y la delicadeza de los versos.
Kyoko le preguntó con todo detalle a Shunkichi sobre la
relación, pero, como de costumbre, sus respuestas rudas no
dejaban nada en claro. Sin embargo, se podía deducir entre
dichas vaguedades que se cansó de ella, no tanto porque fuera
poeta sino por los aires que se daba y su nervioso ímpetu
sexual.
—Los poetas son todos así —dijo Tamiko con manifiesto
desdén.
Tamiko, al exhibir ese desprecio, daba muestras del buen
ojo que tenía en estas cuestiones. A ella su propia indiferencia
y su falta de principios le resultaban similares a la actitud de
Shunkichi, y todo eso, en resumidas cuentas, le parecía muy
propio del estilo de los poetas. Y, de hecho, aquella relación de
poetas no duró más que una efímera noche de primavera en un
hotel Hakone.
El barco navegaba apaciblemente rumbo a la isla. Cúmulos de
nubes se superponen y extienden sobre el mar, y por los
recovecos se filtra una tenue refulgencia rosada. Aunque
incidían con fuerza algunos rayos de sol, la brisa era
refrescante. Kyoko, la única que temía que le diese demasiado
el sol, se protegía la piel con una bata sobre el traje de baño.
También llevaba gafas de sol y una gran pamela. La amplia ala
de la pamela dejaba en sombra su boca, aumentando el
encantador atractivo de sus labios. Así protegía su delgadísimo
y blanco cuerpo, e incluso bajo los abrasadores rayos de sol no
parecía incómoda ni sudaba, sino que parecía disfrutar,
indiferente, de la travesía. A Kyoko le gustaba, además, el
movimiento irregular del barco.
Osamu, que estaba apoyado en la barandilla del barco,
metió una mano en el agua; la mano, cediendo rápidamente a
la corriente de agua fría, poco a poco se le entumeció, y así
quedó, ensimismado y con los sentidos entumecidos. Le
parecía como si llevase guantes en las muñecas y la línea del
mar marcada sobre ellas dibujara el corte de sus manos bajo el
agua.
A Osamu, maestro en matar el tiempo, no le importaba que
el barco aumentase o disminuyese su velocidad. Miraba el sol.
De repente una nube lo cubrió y al instante los rayos de sol
horadaron la nube atravesándola con un brillante haz de luz.
«Ése es mi papel sobre el escenario —pensó—. Llegará un día
en que me caerá un papel de actor de la misma manera. No
habrá un papel más idóneo que éste. Será un gran acierto;
desde que se alce el telón hasta el final de la obra, será un
papel resplandeciente.»
Sin embargo, por el momento no le había caído en suerte
papel de ningún tipo. Entonces se acordó de una mujer.
Osamu, herido por las palabras de Tamiko, se acordó de
Mitsuko, de la que llevaba tiempo distanciado; tenía la
impresión de que ella, con sus caricias, enseguida se daría
cuenta de la musculatura que había ganado. Ella, que era como
un espejo en sí misma… Pero, de repente, escuchó las
despiadadas palabras que ella solía soltar de vez en cuando:
«Debilucho y flacucho».
«No, es inútil. Ahora sólo conviene concentrarse en la
mujer que encontraré a partir de ahora, a partir de mi nuevo
cambio físico.»
En aquella isla tal vez esa mujer estaría esperando a
Osamu. Discurriendo así, volvió a fijarse en el minucioso
cambio de tonalidades de color de la isla en el horizonte.
Aquella mujer podía estar esperándole en cualquier lugar.
Osamu tenía un físico muy atractivo, sin lugar a dudas.
Sin embargo, a Osamu no solía fallarle la intuición; la
mayoría de las mujeres no se esforzaban por adivinar cuál era
su verdadera aspiración, sabía que se limitaban a dejarse
embriagar en sus abrazos y, en perfecto acuerdo, todo aquel
encanto desaparecería como un puñado de arena escurriéndose
entre los dedos.
—Las islas sin duda son un buen recurso —dijo Shunkichi.
Se había puesto de pie en la proa y observaba a lo lejos
como el capitán de un barco.
—Seguro que Otsu, el mafioso de la carabina, pudo
ocultarse en alguna isla.
Nadie hizo caso a estas palabras infantiles dichas para sí, y
a Shunkichi tampoco le importó. De pie con los brazos
cruzados la brisa le daba directamente en el pecho; sumado al
vaivén del barco, sus piernas parecían a punto de perder el
equilibrio, pero permanecía inalterable al balanceo; era una
oportunidad ideal para probarse a sí mismo, estaba seguro de
no perder el equilibrio.
Él se había propuesto no pensar y sabía que ese
entrenamiento le impondría vivir sin ninguna capacidad para
imaginar; no era más que un método para liberarse del miedo.
En el horizonte empezaba a perfilarse la isla. Sin embargo, aún
no se veía con claridad, y aunque el confuso colorido del
paisaje y las casas comenzaba a definirse, todavía pertenecía al
terreno de la imaginación. Por eso, todavía no sentía la isla
como propia. Las aventuras, las peleas o los romances fugaces
que pudiera vivir allí, nada de todo aquello le pertenecía aún.
En este momento presente lo único que realmente existía en su
vida era la brisa marina plena de sol rozando su rostro
valeroso.
Kyoko contemplaba a través de las gafas de sol la isla
acercándose cada vez más en el horizonte. Las gruesas lentes
de color verde filtraban mitigada la belleza del panorama.
Se veía a hombres pescando, disfrutando silenciosamente
en sus lanchas; uno de esos pescadores tal vez había llegado
hasta aquí siguiendo los pasos de Kyoko, y ella misma
embarcaría como su cliente en su barco para regresar de vuelta
de la isla. Kyoko se dejó llevar un momento por estas fantasías
de su imaginación. Y, al final, el perfil de Seiichiro tomó
forma en su corazón. Toda aquella conversación tan elegante
de esos señores pescando, los utensilios de pesca de
importación, sus pantalones de pata de gallo o de tweed de
confección inglesa, su pipa Matroos… Se dio cuenta de que
jamás podría amar todos esos símbolos o iconos de una falsa
«vida apacible», de una falsa estabilidad que representaban
esos hombres. Todos esos artilugios, como los dibujos
cómicos que tanto apreciaban sus padres.
Al contrario de lo que había pensado hace un rato, ahora le
parecía que en la isla debían de reinar la destrucción y el
desorden. Allí debía de reinar la calma de crueles matanzas y
ocupaciones invasoras. Debía de haber allí una capacidad de
amar que apenas sobrevivía sobre la tierra quemada. De ser
así, ella no rechazaría ciertas insinuaciones. Aunque fuera al
lado de los cardos de verano que florecen entre cascotes
abrasados… Encima de las redes deshilachadas sobre la acera
del pueblo muerto de pescadores… precisamente en el
contexto de un paisaje así, aquí, tal vez, Kyoko, se sentiría
tranquila y se comportaría como las demás personas.
Ya estaban cada vez más cerca de la isla. Lo primero que
llamaba la atención eran los puestos de té o bares y casas de
veraneo con techos de vivos tonos rojos junto al atracadero.
Aquellas manchas cuadriculadas de vívido rojo destacaban a
lo largo de la línea de acantilados y, poco a poco, iban
definiendo su silueta hasta que por fin se percata uno de que
son tejados, igual que cuando abrimos los ojos y miramos
alrededor en una habitación de tenue oscuridad: objetos
inundados de un color, brillo y forma misteriosos van tomando
cuerpo gradualmente. Se parecía al momento en que de
repente los objetos a los que estamos acostumbrados como
jarras de cristal, cristalería o cuadros colgantes adquieren un
perfil definido y vuelven a caer en la mediocridad de lo
cotidiano.
Empieza a divisarse una bandera, con el dibujo de una ola y
un gran kanji con el carácter en rojo de «Hielo». Una torre
pintada con colores llamativos da la bienvenida a los turistas.
También hay letreros con indicativos que señalan el camino
hacia la zona de las casas de veraneo. Cerca del muelle se ven
hombres con ostentosas camisas hawaianas, y una mujer con
bañador amarillo cruzando con paso temeroso por el malecón
frente al mar. Finalmente, hasta sus rostros empiezan a
discernirse, hasta el interior de sus cavidades bucales al reírse
es visible.
En fin, así fue como quedaron destruidas por completo las
ilusiones agradables que se hacían todos durante el trayecto en
barco al ver por primera vez el paisaje de la isla.
Capítulo 4

A principios de otoño empezó a difundirse por la empresa la


noticia del compromiso matrimonial de Seiichiro, por supuesto
antes de comunicarse públicamente; entre los jóvenes
empleados su reputación quedaría parcialmente dañada.
Además, hasta ahora, él nunca les había dado la impresión de
ser un hombre de los que aspiran a un «matrimonio burgués de
conveniencia».
Si se tratase de una empresa corriente, el grupo responsable
de dichas críticas progresistas podría pertenecer al sindicato de
izquierda radical, pero en la Sociedad Yamakawa no había
tales sindicatos. La razón de que no los hubiera era que una
huelga de un solo día bastaría para acabar con la empresa, de
modo que aquí temían los movimientos sindicales como al
mismo cianuro potásico. Con todo, como en cualquier lugar
del mundo, a veces puede que surja alguien que lleve la
contraria, y de vez en cuando, incluso en la Sociedad
Yamagawa, aparecía algún empleado con dicho cianuro
potásico en la mano. En tal caso, al día siguiente recibía una
comunicación de traslado a nuevo destino, preferiblemente
bien lejos, a la región de Hokkaido, donde las nevadas cubren
en invierno hasta el alero de las casas.
Saeki calculó mal el efecto que produciría su defensa
apasionada de Seiichiro y la llevó a cabo basándose en la
presuposición de lo que habría hecho él mismo en lugar de
Seiichiro, pero con ello lo único que logró fue convertirse en
el hazmerreír de todos.
El vicepresidente Kurasaki era un hombre eficiente. Un
empresario de la oleada de nuevos ricos que detestaba la idea
de imponer un matrimonio a sus herederos por razones de
estrategia; por eso prefirió elegir a una persona de valía para
su querida hija. Él no solía equivocarse al juzgar la naturaleza
de las personas. Con esa intuición suya, se fijó en Seiichiro.
El fraccionamiento de la corporación y los disturbios en
Corea parecían no haber contribuido más que a aumentar la
riqueza de Kurasaki. Sin cualquiera de dichos factores, no
gozaría a día de hoy de su riqueza actual. Un hombre que
había hecho fortuna así gustaba de considerarse un aventurero
y respetaba, ante todo, el poderío físico y moral y la fuerza del
destino.
Cuando se disolvió el consorcio, la Sociedad Yamakawa,
que comerciaba a gran escala antes de la guerra, se disgregó en
más de doscientas pequeñas empresas. Kurasaki, que hasta
entonces había sido director de la sección comercial, se
convirtió en presidente de una empresa de ventas del sector
metalúrgico. La materia prima de los mercados se reducía a la
chatarra y el hierro procedentes de bienes enajenados por el
Estado, y la gente, medio en broma, como él mismo hacía, lo
llamaba «el viejo chatarrero».
En esta situación tan desesperada tuvieron lugar las
revueltas de Corea y se produjo una agitación generalizada en
los mercados en la que todos tiraban la casa por la ventana. La
empresa de Kurasaki creció rápidamente; con un capital de
salida de 195.000 yenes de la sociedad central no dejó de
acumular ganancias, y de la treintena de empleados iniciales
pasó a convertirse en una empresa de varias decenas de
trabajadores. Del resto de las doscientas empresas, la mayoría
quedó rezagada o empequeñecida. Sin embargo, la empresa de
Kurasaki, protegida bajo el paraguas de aquella circunstancia
favorable, siguió acercándose a los primeros puestos en
índices de competitividad.
Kurasaki, siempre cauto, evitó cometer acciones de
prevaricación o fraudulentas; su enriquecimiento provenía de
la acumulación de grandes ganancias y de la revalorización de
sus acciones bursátiles.
Kurasaki, durante este periodo tan exitoso
profesionalmente, no olvidaba su gran sueño de hacerse con
un grupo industrial que expandiera mundialmente sus
negocios. Sería como levantar un imperio, equivaldría a tener
una marca insigne, un escudo emblema, de parentesco con la
nobleza imperial.
De joven, durante su destino en una oficina en Calcuta, en
la India, recibió la visita del matrimonio Yamakawa,
propietarios de la sociedad, y tuvo el privilegio de
acompañarlos durante unas compras en las que adquirieron
una gran cantidad de rubíes.
En aquellos tiempos, al lado de este matrimonio a cargo de
la gran multinacional, hasta las mismísimas majestades
imperiales habrían quedado en evidencia. El matrimonio
Yamakawa encarnaba el buen gusto, la riqueza, el prestigio de
la nobleza, la autoridad y la distinción. Tenían el poder de no
temer parecer tacaños, y se mostraban tacaños sin reservas;
tampoco temían ser tildados de vulgares, y utilizaban palabras
soeces como si tal cosa. Al joven Kurasaki le impresionó su
refinamiento; sin embargo, a día de hoy él seguía sin
permitirse la menor muestra de esnobismo. No obstante, el
esnobismo era una aspiración secreta para él que constituía la
esencia del ideal abstracto de la empresa. El coraje y el
destino, tan admirados por él, inspiraban sus esfuerzos en
dicha dirección.
Aunque estuviesen cambiando los tiempos, la economía
japonesa, por norma, no cambiaba, era una tendencia
admirablemente curiosa. Cuando las cosas marchaban bien, el
país se dejaba llevar por las buenas sensaciones; en cambio, si
las cosas se ponían feas, el histerismo se propagaba en forma
de reclamaciones de ayudas para el comercio. Pero la empresa
de Kurasaki no era de las que se aprovechasen simplemente de
la demanda coyuntural y el golpe de suerte. En todo caso, al
reconstruirse la sociedad de Yamakawa, convendría lograr un
posición ventajosa para afrontar en mejores condiciones la
fusión. A su vez, debía esperar a las circunstancias
convenientes para ella, y continuar insistiendo en la fusión.
La antigua legislación para evitar la concentración de
bienes o descentralización ya hacía tiempo que resultaba
insustancial, y pronto otro tanto iba a ocurrir con las leyes
antimonopolio. Kurasaki estaba seguro de que la siguiente
gran crisis sería el momento propicio para aumentar las
exportaciones con el capital del monopolio empresarial. En
una situación especial de demanda como en la que estaban
inmersos, mientras aumentaba directamente sus ganancias, no
había razón para apegarse al nombre de esa empresa
convencional. Él esperaba la oportunidad que podía
presentarse en los momentos de crisis.
¡Recesión! ¡Recesión! Por fin terminaban las revueltas, y
en las yermas montañas de la Corea asolada por los balazos ya
resonaban los disparos finales; entonces se agrietarían los
muros de contención anegándolo todo. Aunque los gobiernos
elaboraban superficialmente previsiones con demasiado
optimismo, «los hombres del sector productivo», igual que
hormigas previsoras de la inundación, no se dejaban confundir
y ya estaban con las antenas atentas al suceso en ciernes.
Llegada la depresión económica, convendría realizar la fusión
sin desperdiciar la ocasión propicia y reactivar el flujo del
capital del monopolio empresarial. La razón era que en
tiempos de crisis y recesión cobraba importancia disponer de
un tejido empresarial unido para reactivar los mercados. El
capital financiero basaba su principio en la seguridad absoluta
con grandes cantidades de crédito, lo que entrañaba un riesgo
para la pequeña y mediana empresa… Entonces daría
comienzo lo que consideraban «su época y momento».
Ya había concluido la primera fusión empresarial. Como
resultado, la Sociedad Metalúrgica ya había fusionado tres
empresas. De entre las pocas que quedaban, con excepción de
Oshio y Taiheiyo, no había ningún competidor temible. Él fue
a visitar al anterior presidente de la Sociedad Yamakawa, que
llevaba mucho tiempo descansando en Karuizawa
convaleciente de tuberculosis. Yamakawa Kizaemon había
envejecido y estaba muy deteriorado. Pero a su esposa le
sobraba energía para sustituirle. Apoyándose en su hermano,
que vivía en un barrio residencial en Nueva York, regresaba de
un viaje de placer por Estados Unidos. La foto de recuerdo
durante una fiesta en el jardín de su casa se la había enviado al
anciano enfermo. La esposa de Yamakawa no había perdido ni
un ápice de su habitual y deslumbrante encanto. De nariz
afilada y mirada conspicua, destacaba por su aire noble entre
los asistentes a la fiesta.
El matrimonio Yamakawa, tras la muerte de su hijo único,
en tiempos de deshacerse de algunos grupos empresariales en
la posguerra, optó por pasar al anonimato y suprimir la línea
genealógica; no adoptaron ningún heredero. Kizaemon era el
segundo varón en una familia en la que durante generaciones
los primogénitos habían muerto prematuramente en
circunstancias misteriosas. El mayor de los Yamakawa,
heredero del matrimonio Yamakawa, también pereció durante
la guerra. En previsión de un posible desembarco extranjero,
se encontraba en el refugio antiaéreo a medio construir en el
jardín de su residencia en Hayama, cerca de Kamakura.
Alguien lo empujó por detrás; cayó desde lo alto y se abrió la
cabeza contra el suelo. Sin embargo, la noticia no salió en los
periódicos. Aunque se buscó al responsable, no lo encontraron.
Kizaemon, a pesar de tanto viaje por el extranjero, no creía en
la medicina moderna, y para su tratamiento se fio de un
peculiar maestro de shiatsu. Sobre este punto, Kurasaki no dijo
palabra, sabía que su consejo sería inútil. Pero pensó que el
deterioro del antiguo director no se debía solo a la
tuberculosis, de lento avance en el caso de los mayores.
Kizaemon podía permitirse vivir en una casa lujosa de
estilo clásico gracias a su colección de joyas y sus acciones
bursátiles, así como a la liquidez que obtenía de las empresas
bajo su control, todo esto cuidadosamente ahorrado a
escondidas.
La pendiente de césped descendía desde la mansión estilo
Tudor hacia un estanque orlado de iris en las orillas.
Le contó que el primer ministro Yoshida había ido a
visitarle y habían rememorado sus tiempos de estancia en
Londres.
Kizaemon, durante la conversación, mencionó a Kurasaki
con familiaridad por su nombre propio. Todos estos detalles de
estilo tradicional conmovieron a Kurasaki. Lo que son las
cosas, no se había imaginado que iban a estar hablando de esta
manera sobre la propia empresa.
De todos modos, Kurasaki mantuvo la corrección de quien
venía en visita de cortesía y no tocó ningún tema de negocios.
También Kizaemon pareció evitarlo. Su rostro elegante,
evocador de tiempos pasados, se había oscurecido. Con cara
de circunstancias, interrumpida a veces por la tos, apoyado en
el respaldo del sillón con una manta escocesa en el regazo,
daba la impresión de haber perdido mucha energía, como un
edificio viejo que se desmorona reflejándose sobre el estanque.
Apenas conservaba reminiscencias de la antigua abundancia.
«Qué pena dan los ricos de nacimiento», pensaba Kurasaki en
el tren de vuelta, sumido en pensamientos juiciosos. «Este
hombre no puede estar bien. Recibió una rica herencia de sus
antepasados, y transmitirá a sus sucesores un regalo
envenenado.» Mientras pensaba así, a Kurasaki le asaltaba una
tranquilidad no experimentada antes; la existencia del antiguo
presidente se había tornado, poco a poco, en una pequeña
figura digna de compasión. Sin embargo, erraba en su
observación de Kurasaki, como después se verá, y él mismo
tuvo que arrepentirse.
La entrevista con Yamakawa Kizaemon sirvió para
confirmar su proyecto de fusión. En junio de 1953 se produjo
el alto el fuego en la guerra de Corea. Se pudieron mantener
las buenas perspectivas de inversión gracias a los presupuestos
positivos del gobierno. En agosto se llevó a cabo la segunda
reforma de la ley que prohibía los monopolios. Se
reconocieron las asociaciones de empresas por motivos de
quiebra o de racionalización. Ahora era un momento propicio
para las fusiones. La Sociedad Oshio era aún una fuerte
competidora. Pero Taiheiyo había empeorado. Kurasaki
pensaba que no había que preocuparse mucho de ella. Fue
entonces cuando Yamakawa convocó en Karuizawa al director
del banco Yamakawa, Muromachi Juzo, y le encargó que
ofreciesen a Nagao Mitsuru el cargo de presidente para reflotar
Taiheiyo.
Nagao era una de las primeras figuras entre los empresarios
rehabilitados. Además, tenía vínculos con el antiguo grupo
Yamakawa y se le daban bien los planes de reconstrucción
empresarial. Se convirtió en director. A Kurasaki le disgustó
tanto la noticia que estuvo un día entero sin hablar. Toda vez
que alguien tan poderoso como Nagao lograba el cargo de
director de Taiheiyo, estaba cantado que sería el presidente de
la nueva empresa desde el día siguiente a la fusión.
Finalmente, en febrero de 1954, se constituyó la fusión y
renació la Sociedad Yamakawa con el nombre de la sociedad
liquidadora. Nagao fue designado presidente, y como
vicepresidentes, Kurasaki y Minami, presidente de la Sociedad
Oshio. De todos modos, Kurasaki, aun renunciando al nombre
de la sociedad, ganó patrimonio. La proporción de las acciones
en el momento de la fusión era más ventajosa para la Sociedad
Metalúrgica en una relación de 1 a 1,5 con Oshio y de 1 a 2
con Taiheiyo, además de 1 a 5 con la grave crisis de los
movimientos especuladores del siglo XX. Gracias a ello, las
acciones de Kurasaki subieron un 3,4 por ciento, y además
todos sus empleados mantuvieron su trabajo; él se limitó a
permanecer sentado en su inmaculado sillón de su despacho de
vicepresidente mientras contemplaba por la ventana el ajetreo
del barrio financiero de Marunouchi, esperando a que se
produjera un cambio de presidencia o la hemorragia cerebral
de Yamakawa.
Fujiko Kurasaki era una muchacha esbelta y de una belleza
elegante con cierto toque de cinismo; aun teniendo muchas
amistades masculinas, se conservaba puramente casadera. Su
índole no hacía dudar que ella correspondería al padre siendo
digna de ofrecerse íntegramente para un futuro pretendiente.
A primera vista, desde el encuentro de propuesta
matrimonial, a ella Seiichiro no le dio mala impresión, pero
pensó: «Este hombre me huele que tiene, no sé por qué, algún
resabio escondido, y eso me gusta». Era muy propio de la hija
de Kurasaki Genzo sentirse muy emocionada ante la
posibilidad de ser utilizada más que de ser amada. A Fujiko le
gustó mucho que Seiichiro no hiciese gala de presumir lo más
mínimo de amor romántico. Ése fue un primer cálculo
equivocado. Confundió a Seiichiro con un ambicioso que
aspiraba a hacer carrera.
Considerar a Seiichiro tan calculador encajaba en el
romanticismo muy propio de la época; por eso Fujiko imaginó
por sí sola cómo sería la vida con Seiichiro, sintiendo el
encanto de una seducción peligrosa. No se encontraba apenas,
entre sus amigos varones de familias ricas, esa clase de
atractivo, y si se daba en alguna ocasión, resultaba algo
exagerado y artificioso. Fujiko, además, despreciaba el
enamoramiento romántico. Teniendo en cuenta todas estas
características de Fujiko como una chica de hoy, no había nada
que le impidiera casarse con un pretendiente del gusto de su
padre.
Por lo que respecta a Seiichiro, él ponía en juego toda su
típica manera de aparentar ser un chico actual. Él representaba
habitualmente este papel, no sin cierta dosis de tensión, para
mantener la apariencia, pero, puliendo aún más su
entrenamiento para el ejercicio de esa representación, hizo en
presencia de su futura esposa un despliegue de esa apariencia
de ligereza y desenfado indiscreto que no se permitía
manifestar en público en la oficina.
En esta ocasión tenía que demostrar que no era víctima del
estilo encorsetado de los jóvenes actuales, que parecían
envejecidos prematuramente en sus formas. La primera vez
que vio a Fujiko, Seiichiro juzgó que no era una chica que se
pudiera valorar con una única vara de medir. Intuyó que ella
ocultaba sus espinitas bajo la apariencia obvia de una rosa
intacta…
Kyoko, en varios sentidos, fue para Seiichiro el criterio
para decidir respecto a Fujiko. Kyoko seguía fiel a su
desapego por las muestras de destreza social o sofisticación,
que había olvidado por completo, y aunque Fujiko seguía
dando importancia a dichas buenas maneras en sociedad,
seguía siendo como su versión inmadura. Seiichiro, ante una
Fujiko así, actuaba como un joven sencillo y cordial que
careciese por completo de habilidades sociales y respeto por la
sociedad; por otro lado, a Fujiko lo que le atrajo de él fue la
oscuridad que, de tanto en tanto, se insinuaba bajo su mirada
de hombre misterioso.
En este sentido, a ella como mujer le había bastado una
mirada para descubrir admirablemente el verdadero carácter de
un hombre que se fingía muy convencional; sin embargo, en
algo erraba al captar su verdadero objetivo, como ya se dijo
anteriormente: se equivocaba al tildarlo de ambicioso.
¡Un hombre con ambiciones! Seiichiro nunca pudo
imaginar un papel menos apropiado para él y que jamás le
hubiera gustado menos ejercer.
A Fujiko, a diferencia de la impresión que tenía su padre, lo
que le atraía de él era su «calculada» indiferencia. «Este
hombre parece aspirar a satisfacer su afán por el dinero y el
sexo conmigo; es como si me viese como un coche que
contiene esos dos objetos de deseo al que aspiran los hombres.
En una palabra, lo que me gusta de él es su mirada
interesada», pensaba Fujiko con cierto romanticismo. Como le
aburrían los jóvenes convencionalmente falsos que
deambulaban a su alrededor, le parecía mucho más atractivo
este joven, con una falsedad más chapada a la antigua.
Fujiko era bella en diversos sentidos: rostro ovalado, ojos
grandes, nariz bonita, boca generosa y atractiva, además de
bellos dientes. Como el carácter de la mujer suele reflejarse en
su cuerpo, ella, consciente de su atractivo, tenía un carácter
parejo a la refrescante y natural hermosura de su rostro.
Sakada, el jefe del departamento de maquinaria, y su
esposa serían los intermediarios en el casamiento, y por eso se
mostraban solícitos con Seiichiro; en un día con muy buen
tiempo, propicio para el intercambio de regalos de esponsales,
el matrimonio Sakada se presentó en casa de Seiichiro.
Aunque no era demasiado pequeña, la visita a su casa, ya algo
vieja, a Seiichiro le hizo sentirse como encerrado.
La madre y la hermana menor de Seiichiro recibieron al
matrimonio en la entrada. La madre, aunque no procedía de
una familia de clase demasiado elevada, mostró la debida
cortesía y, cumpliendo la formalidad, se excusó por no tener
más que el dinero para los esponsales preparado. Dicho esto,
entregó el dinero que había ahorrado, poco a poco, gracias a
los ingresos obtenidos por el alquiler de una casa, única
herencia recibida de su marido. Aunque Seiichiro le insistió en
que había necesidad de aparentar tener tanto dinero como la
familia Kurasaki, no hubo manera de convencerla.
El matrimonio Sakada, en primer lugar, debía visitar la casa
familiar de los Yanagimoto para recibir la suma de dinero para
los esponsales y el catálogo de obsequios para el matrimonio;
después lo envolverían con el sobre de seda fukusa rojo y
blanco usado en estas ocasiones y lo llevarían a la casa de la
familia Kurasaki. A continuación regresarían de nuevo a la
casa de la familia Yanagimoto trayendo obsequios de oro
como señal de agradecimiento, y finalmente se encargarían de
acompañar al propio Seiichiro a la casa de los Kurasaki para
cumplir con la formalidad de un banquete de celebración del
enlace matrimonial. Durante estas complicadas tres idas y
venidas entre la casa de los prometidos, el jefe de
departamento y su esposa representaron su papel eficazmente
y sin dificultad alguna.
En cuanto a Seiichiro, estaba claro que le gustaban estas
formalidades convencionales. Dichas convenciones,
cómicamente insensatas, eran ideales para representar la
parodia absurda de toda la sociedad. Ahí se revelaba bien la
insistente estupidez del comportamiento cotidiano. Resulta
inaudito que haya quienes no piensen que una máquina de
fichar sea una estupidez ni sean capaces de tildar de necias
estas tres idas y venidas que preceden a la celebración
matrimonial.
Finalmente, el matrimonio Sakada acompañó a Seiichiro a
la residencia de los Kurasaki. Al cruzar la puerta de la
mansión en un anochecer de principios de otoño, le llamó la
atención que todas las luces estuviesen encendidas; ya fuera en
la verja de la entrada, en la propia entrada o en las ventanas de
la casa, todas las luces estaban encendidas. La mansión, tan
exageradamente iluminada en la tranquilidad nocturna, le
causó extrañeza a Seiichiro, como si hubiera sucedido algo.
Era como si desde dentro le estuvieran gritando «Te vas a
casar»; aquellas palabras vacuas parecían destellar luminosas
inundando los ventanales. A lo lejos, en mitad de la noche,
resonaba invocadora aquella palabra tan de su gusto:
«destrucción». En ese momento se oyó el canto de un gallo.
Según le explicaría más tarde Fujiko, su vecino, el hijo mayor
de un antiguo noble, se dedicaba a la cría de gallos desde que
perdió la vista por no tratarse a tiempo de glaucoma.
Fujiko salió a recibirlo con un kimono de mangas largas.
Sonrió con cierta calculada indiferencia pero con total
corrección hacia los huéspedes, observando atentamente el
momento en que su prometido fingiese perder la calma. Se
suponía que lo convencional era que en ese momento el novio
fingiese que estaba nervioso para que ella también lo ayudase.
Cuando éste tropezó un poco nervioso al quitarse los zapatos,
ella lo sujetó. Hasta ahora todo se había desarrollado
armoniosamente según el guion, y Seiichiro tenía la impresión
de que todo esto no era más que un artificio para dar más visos
de realidad a todo.
Mientras recorrían la larga galería, se acordó de los
comentarios de sus compañeros de empresa. «Eso de casarse
con la heredera del vicepresidente queda muy bien, pero a fin
de cuentas será adoptado por esa familia. Cualquier hombre
con algo de orgullo lo rechazaría, semejante propuesta de
matrimonio sería una afrenta. Así es como será valorado entre
sus compañeros de empresa. ¿Por qué no se dará cuenta?» «Al
menos lo entenderá, digo yo, con lo sencillo que es.» Al
recordarlo, Seiichiro no pudo evitar esbozar una sonrisa. Que
los demás lo considerasen un hombre simplón no hería su
amor propio. Al acordarse del comentario, le parecía que sus
propias ideas habitaban siempre en una alta y oscura torre de
hierro. Al observar desde esa torre, se veían claramente las
innumerables luces de la ciudad desmoronándose. Desde la
lejanía era evidente la destrucción; entonces ¿qué sentido tenía
casarse con la hija del vicepresidente? «A partir de ahora
empieza para mí una vida cotidiana que jamás he
experimentado, una vida que no pareces vivir de verdad, una
vida insulsa.»
Junto a su prometida, alzó el platillo de sake para brindar.
Los platos y vasos de cristal resplandecían. Los hilos plateados
y dorados de la manga del kimono de Fujiko brillaban.
Después, recibieron las felicitaciones de rigor.
—Dime, ¿alguna vez te has considerado un fracasado? —
dijo de repente Kurasaki Genzo.
Le gustaba hacer esa clase de preguntas típicas de personas
de una alta jerarquía social. La esposa de Kurasaki trató,
infructuosamente, de que su marido, en una ocasión como
ésta, fuese más correcto y humilde:
—Dime, ¿de verdad que no has pensado nunca que no
vales para nada?
Seiichiro, al lado de Fujiko, se dio cuenta de que ella
aguardaba con interés su contestación. Éste percibía vivamente
que en el pecho de Fujiko, realzado por el colorido cordón de
seda del obi del kimono, no había más que curiosidad
intelectual por conocer su respuesta. Ahora, gracias a su padre,
podría poner a prueba la agudeza intelectual de su futuro
marido.
Sin embargo, Seiichiro contestó vulgarmente, con su
habitual franqueza. Era una de esas respuestas hábiles que se
dan en las entrevistas de trabajo.
—No, no lo he pensado nunca.
—¿De verdad?
—Sí.
—Entonces debes de ser más fuerte que yo.
A las personas de posición destacada a veces les gusta
fingir que son heridos en su orgullo para llevar al contrario a
su terreno acosándolo de manera indirecta.
—Dejando aparte que sea una persona más o menos fuerte,
no creo que piense así —dijo el director de departamento
Sakada intercediendo a su favor—; eso es muy propio de
Yanagimoto. Yo tengo la misma impresión que usted de él.
¿No será que los jóvenes de hoy en día, y en especial los más
capacitados, se comportan así? En ese aspecto, creo que se
diferencian de los jóvenes con valía de nuestros tiempos.
Con estas palabras, parecía echar por tierra toda su
intención de que se sincerase con él. En los ojos de Kurasaki
parecía reflejarse un impulso de confesarle una lección
espiritual a su futuro yerno, que no le respondía.
Fujiko no dijo nada. Era lo propio. Sin embargo, no estaba
segura de que Seiichiro hubiera fingido así adrede para
ahorrarse muestras de ingenio. Por eso le pareció una
respuesta vulgar.
Kurasaki, de repente con orgullo y en un tono jovial, dijo:
—Así es. La clave de la vida consiste en que, pase lo que
pase, no caigamos en el desánimo de pensar que no valemos
nada. En la contrariedad, yo mismo fui proclive a pensar así,
pero no pasó de ser más que un pensamiento interior, jamás
exteriorizado ante los demás.
—Yanagimoto tampoco lo admitirá ante los demás,
¿verdad? —dijo Sakada, tratando de asegurarse de la actitud
de su empleado. Y todos se echaron a reír sin saber muy bien
por qué.
Fujiko esperaba que Seiichiro diese muestras de su ambición
precisamente durante la celebración de esponsales, pero él no
respondió a sus expectativas. Al concluir la comida, la señora
Kurasaki, atenta con el invitado, dijo:
—Creo que el señor Seiichiro todavía no ha podido ver
tranquilamente el jardín de casa. Fujiko, aunque ya sea de
noche, ¿por qué no se lo enseñas?
Sakada enseguida se mostró de acuerdo con la propuesta.
«Buena idea», dijo, y la señora Kurasaki se ruborizó
ligeramente, como una adolescente, ya que tal vez se
tergiversaba el sentido insinuante de sus palabras.
—En cuanto bebo una copa de más, se me suben los
colores, disculpen.
La esposa trató de obtener conformidad por parte de su
hija. A Fujiko le desagradaba lo temerosas que eran las
personas chapadas a la antigua en cuanto a temas relacionados
con el sexo, y por eso no le gustaba que simulasen abordar el
tema erótico como algo eludible y lo tratasen como si solo
fuera un adorno añadido.
—No, madre. Su cara no se ha ruborizado lo más mínimo.
Finalmente, la pareja de prometidos salió al jardín a pasear
bajo el cielo estrellado de otoño. Recorrieron el césped,
moteado aquí y allí de luz, y subieron hasta un cenador en una
colina artificial. Aunque era un cenador tradicional japonés,
llamaban la atención una radio y una instalación de cocina
para calentar comida disimulada entre la decoración. Fujiko
enseguida encendió la radio y empezaron a sonar a gran
volumen unos acordes de Dixieland jazz.
Desde allí se divisaba el recinto de la mansión de la familia
Kurasaki. El salón donde se celebraba el banquete de
esponsales no se veía, pero sí podía distinguirse con
asombrosa claridad a las criadas de aquí para allí con los
platos. Las farolas dibujaban círculos de luz sobre la hierba,
alzándose como una neblinosa cortina en el horizonte.
—Mi padre pudo comprar esta casa gracias a la guerra de
Corea. Yo puse la radio y el calentador en ese cenador, y
también la tarima para bailar —dijo Fujiko, orgullosa de tales
excesos decorativos.
—A mí también me vino bien, fue una guerra muy
oportuna —dijo Seiichiro. Con esas palabras parecía estar
insinuando su creencia de que el mundo, su mundo, ya estaba
a punto de derrumbarse hacia su definitivo final.
Fujiko, sin embargo, interpretó sus palabras como reflejo
de su ambición. «Este hombre está convencido de su futuro»,
se dijo alegre. Ella nunca había conocido en su entorno a
ningún joven tan decidido acerca de su futuro. La actitud
vacilante que mostró durante el banquete ahora le parecía
perdonable. Fujiko se puso de buen humor.
Seiichiro sabía que era el momento oportuno para besarla, y
lo hizo. Enseguida los dos se dieron cuenta de que no era el
primer beso para ninguno de ellos, y por supuesto no conllevó
desengaño alguno. Fujiko le besó tranquilamente,
abandonándose a la madurez del beso.
Mientras se besaban, se oyó el canto del gallo como una
roja resquebrajadura en la noche; después otras gallinas se
despertaron y durante unos instantes aquel cacarear arrogante
y patético se hizo oír en el jardín.
Fue precisamente aquella noche cuando Fujiko le relató a
Seiichiro la historia del dueño de los gallos.
La compañía teatral a la que pertenecía Osamu tenía previsto
estrenar nueva obra hacia finales de noviembre. Habían
encargado el guion al dramaturgo Mizushima Moriichi en
primavera. Su trabajo avanzaba sin problemas; en septiembre
terminó de escribir la obra y, siguiendo una práctica habitual
en el teatro japonés algo curiosa, a principios de octubre se
publicaría el guion en la revista Bungei. Por lo general, solían
ser obras de cinco actos. Mizushima, como creyente acérrimo
que era de los clásicos, siguió al dedillo las normas de la
escuela francesa, y a una escena sencilla le podía dedicar más
de veinticuatro horas, y si había ocho actores, no había más
espacio disponible que para estos ocho actores.
Osamu sabía que Mizushima solía escribir obras con muy
pocos personajes y por eso no le gustaban sus libretos. Asama
Tarō, en cambio, escribía guiones que exigían treinta, incluso
cincuenta actores, y se enorgullecía de conocer a sus actores y
de exprimir su talento; incluso le ponía nombre a cada actor
secundario. Mizushima era diferente. Todos los personajes que
describía eran inventados, nunca recurría a personajes reales.
Los actores más jóvenes enseguida compraban la revista
para leer el guion, y pronto corrían rumores sobre el posible
reparto de papeles. Se dijo que el nombre de la obra teatral
sería Otoño. Como no era un nombre muy sugerente para el
público, la sección de la compañía teatral se quejó, pero
Mizushima rechazó modificarlo. Con cuarenta y dos años, este
veterano de las obras de amor al estilo germanizado Porto-
Riche se consideraba un genio en todo momento. Carecía de la
menor jovialidad, pero siempre iba muy peripuesto al ser
poseedor de una colección de cientos de corbatas diferentes.
Los diálogos de sus guiones eran largos. Si un actor recibía
uno de los ocho papeles disponibles, dada la extensión del
guion aquello era comparable a lograr un papel de protagonista
en cualquier otra obra. En el mundo teatral tildaban dicho
estilo de guiones «estilo Mizushima». Los actores poco
experimentados se quedaban sin respiración cuando tenían que
expresar enfado con un diálogo larguísimo, y al final,
apremiados por la falta de oxigenación, alguno de los nuevos
actores caía desplomado sobre las tablas por una bajada de
tensión.
Otoño era una obra que narraba los conflictos de una
familia residente en un vetusto balneario de estilo occidental
construido en lo alto de un acantilado frente al mar. Los
personajes eran verdaderamente complicados. El padre
convivía con su tercera esposa, con la que no tenía hijos, y con
dos hijos, cada uno de sus respectivas primera y segunda
esposas. Los hijos, a pesar de tener diferentes madres, se
llevaban insólitamente bien. En la casa también se hospedaba
otra familia, y corría el rumor de que el padre de la bella hija
de esa familia era, en realidad, el padre de la otra familia.
Entonces surgía una historia de amor conflictiva entre la bella
muchacha y el hermano mayor de la otra familia. Celos de la
hermana menor y estratagemas. Finalmente, durante una
tormenta de otoño, los dos amantes decidían suicidarse por
amor.
El papel de hermano mayor era bueno, tenía que
representarlo un joven atractivo y esbelto de entre veintidós y
veintitrés años. Hasta el final no se abordaba la espiral trágica
del suicidio y la obra se centraba más en cómo actuaba la
esposa del cabeza de familia en el trasfondo de toda esta
tragedia. No había duda, el papel sería para Oda Noriko. El
papel de cabeza de familia, y también el del otro matrimonio
que convivía en la misma casa, por supuesto debían ser
representados por actores con veteranía.
De los tres restantes papeles a interpretar por jóvenes, todos
se preguntaban sobre quién recaería el de hermano mayor,
pero ninguna de las diversas opiniones parecía dar en el clavo.
El favorito era el galán Sudō que llevaba siete años en la
compañía teatral y durante dos obras seguidas había
representado el papel de joven amante; por eso todos pensaban
que el papel también sería para él esta vez. En las tabernas de
Shinjuku los jóvenes actores de teatro hablaban sin cesar del
tema. Uno de ellos dijo que Osamu encajaría bien en el papel,
otro incluso afirmó que Osamu había nacido para ese papel.
Osamu no pudo pegar ojo en toda la noche.
Osamu dejó toda la noche encendida la luz junto a la cama
en la segunda planta de su habitación en Hongo Masago-cho, y
con el libreto abierto de la pieza se pasó la noche leyendo y
recitando el papel del hermano mayor.
Kyuichi:
«Qué mundo más aburrido. Estiro las piernas. Las piernas
tropiezan contra la pared. Alargo los brazos. Los brazos tocan
la ventana. El cielo estrellado tras la ventana, la oscuridad
nocturna como el estuco de la pared. Todo se vuelve densa
oscuridad. Presiona implacable mi existencia. No soy más que
un destello de transparencia insólita en la oscuridad. Ah…
Yoriko, pronto en este mundo ya no quedará lugar para que las
personas se encuentren».
Osamu, ante el espejo de mano que guardaba junto a la
almohada, declamaba con rapidez este papel, que tal vez le
encargase Mizushima. Sus bellos labios y su lengua se movían
con presteza pronunciando cada línea. Con el objetivo de
transmitir serenidad, le parecía importante tratar de contener la
emoción al hablar y, en cambio, poner todo el énfasis en la
palabra para realzar el sentimiento con la máxima intensidad.
A través de la ventana de la pensión se oía, de tanto en
tanto, el sonido de los taxis al pasar por la calle. Había muchas
vías de tranvía que daban un rodeo por una pendiente hacia
abajo, y por eso en ese tramo los coches hacían más ruido al
pasar; se oyó el ruido de una vieja furgoneta cargada con
herramientas. Todo aquel traqueteo hacía vibrar débilmente la
ventana.
Claridad lunar. Un borracho cantaba por la calle, sus zuecos
de madera resonaban sobre la acera, reflejos de luna incidían
por las viejas y solitarias calles. Resonaba en la distancia el
silbato de un tren de mercancías atravesando la estación de
Suidobashi. Todos los sonidos de la ciudad se escuchaban con
claridad desde su habitación. Osamu, inquieto ante una
expectativa incierta; el tiempo fluía como un caudal de agua,
consumido por una espera entusiasmada y aterrorizada al
mismo tiempo. Estaba completamente solo. Aunque llegase a
hacerse realidad, todo cuanto sucedía sobre un escenario no
era más que ficción, un sueño sin más. En estos momentos de
completa soledad percibía la realidad como una plancha de
acero candente sobre la piel. El flujo continuo del tiempo
sobre el escenario, como un caudal de agua, fluía aquí
también, en esta habitación, de la misma manera. Existía
ciertamente la luna, invisible desde el interior de la habitación,
resplandeciendo sobre el viejo tejado. La luna y un joven
desvelado. No faltaba nada. «Soy un actor», pensaba Osamu.
Al día siguiente, al llegar al ensayo, la lista del reparto de
Otoño estaba colgada en la pared. Su nombre no estaba en la
lista. En su lugar, aparecía el de un joven actor que entró en la
compañía el mismo año que él. Habían elegido a un actor
novel y con menos atractivo físico.
Dolido en su amor propio, Osamu sintió una taquicardia
como la que palpita en momentos de exultante alegría. Le
invadía una ira indescriptible. Puesto a compararse con el otro
actor para entender por qué la balanza se había inclinado hacia
su lado, las diferencias le parecían innumerables. Consideraba
el reparto una injusticia absoluta, pero, como en una derrota en
el campo de batalla, ya no había marcha atrás. El papel de
hermano mayor debía ser interpretado por un actor joven,
atractivo, con buena voz, y también con buenas dotes
interpretativas. Era un papel que exigía un actor excelente y
atractivo por la elegancia del gesto. Por supuesto, no es que
Osamu reuniera cada una de esas condiciones. Sin embargo,
estaba claro que el actor primerizo que le había quitado el
papel carecía, «objetivamente», de los requisitos para ser
elegido. Osamu nunca se había dado cuenta, como hasta hoy,
de que el mundo del teatro desprecia la verdad objetiva. Por
triste que parezca, mientras Osamu encarnara un modelo de
objetividad, su actuación sobre el escenario tendría algo de
imposible.
Debía mostrar cuanto antes su oposición. Subsanar un error
manifiesto para cualquiera, reconducir todo a la senda
correcta… Sin embargo, tras la decisión, ya no había marcha
atrás, al final tendría que resignarse al oprobio. El honor, la
reputación, la exaltación, la humillación, el desprecio… Al fin,
resignarse a todo, bebérselo sin rechistar como un bebé
tomando su dosis diaria de leche materna. En eso consistía ser
actor.
Osamu permaneció inmóvil ante el anuncio del reparto de
papeles, una fuerza oscura subterránea lo mantenía clavado al
suelo. Como un abanico que se abre y cierra de golpe, toda la
gloria saboreada la noche previa se transformó en oscuridad.
Frente al tablero de anuncios se proyectó la sombra de una
larga cabellera de mujer. Osamu miró de refilón: era Toyama
Chizuko. Hacía tiempo que habían sido pareja. Su nombre
tampoco estaba en el reparto. Se había rumoreado que
protagonizaría el papel de hermana menor, pero todo quedó en
un mero rumor.
Chizuko llevaba un jersey de cuello cisne negro,
combinado con unos pantalones de vívidos tonos amarillos, y
el color tenue de su nariz y su boca confería a su rostro un
aspecto anémico. Miró a Osamu con cierta frialdad. Sus ojos
se encontraron. En los ojos de ella se traslució una mezcla de
coqueteo seductor y burla. Habían entablado una rápida batalla
por dirimir quién de los dos compadecía antes al otro,
compitiendo en lanzar una mirada extraña y rigurosamente
formal; sin embargo, ninguno de los dos lograba expresar una
mirada compasiva.
—¿Te apetece tomar un té? —propuso Chizuko.
Osamu, desanimado, aborrecía esas muestra de camaradería
y era lo que menos le apetecía ahora.
—No puedo ahora, tengo que irme.
—Ya veo que sigues muy ocupado aunque no te hayan
dado el papel —dijo ella, esta vez más intencionadamente.
Osamu se fue a toda prisa al gimnasio. Se subió al tranvía e
hizo un transbordo. Tras las ventanillas del tranvía se
proyectaba el claro cielo otoñal del atardecer. Un ama de casa
contaba que aquella mañana de helada escarcha pudo ver el
monte Fuji desde el tendedero de su apartamento.
Sentía un enfado mayúsculo y no sabía contra quién
descargar su ira. Le incomodaba reconocer que su enfado era
solamente personal y completamente injustificado. Los
pasajeros del tranvía viajaban cada uno con sus
preocupaciones, y aunque atormentados por el enfado o la
insatisfacción, cargaban sobre los hombros el peso de una ira
comprensible por cualquiera. Osamu sabía que al fin y al cabo
su enfado no tenía sentido, y eso le disgustaba aún más si
cabe.
¿Por qué aquel resplandeciente fulgor del cielo otoñal no
recaía sobre él? A través de la ventanilla del tranvía, ante una
droguería, se veía el anuncio de un nuevo dentífrico. La luz del
sol de media tarde incidía en el tubo de pasta de dientes
dorado; al retorcerlo, salía una pasta inmaculadamente blanca,
el sabor a menta, la mañana, el brillo del agua al enjuagarse la
boca, la vida de cada día, el monte Fuji visto desde el
tendedero de la azotea… Osamu se sentía lejos de ese mundo,
sentía hostilidad por la vida en su totalidad, ¿qué realidad era
aquella que se obcecaba en no elegirlo, excluirlo y marginarlo
siempre?
Osamu se mordía las uñas para contener la rabia al borde
del grito. Al sacarse el dedo de la boca, la punta de su uña
estaba un poco humedecida, y en un instante la parte blanca
mordida se tiñó de rojo. Un rojo imperecedero, un rojo
diferente a la sangre.
Pensó en sentarse, pero desistió de ocupar uno de los
asientos libres y se apoyó contra la ventanilla, a salvo de las
miradas de la gente. A través de la sucia ventanilla del tranvía
apenas se reflejaban unas pocas caras en la zona iluminada del
exterior. Se puso a hacer muecas ante las caras reflejadas en la
ventana interpretando el enfado y odio de variadas formas;
aquellas extrañas caras corrían sobreimpresas sobre los
puestos de fruta a rebosar con productos de temporada,
sucursales bancarias y tiendas de golosinas. Era un pasatiempo
agradable, pero, con todo, no mitigaba su dolor. Sólo la pasión
artificial del escenario era efectiva y podía salvar al hombre.
Cuando el tranvía se paraba, temblaba ruidosamente con
fuertes sacudidas. Al tropezar con un hombre de mediana edad
a su lado, éste se reincorporó volviéndose hacia otro lado sin
disculparse. Osamu no se molestó, simplemente miraba con la
mente en blanco la espalda del hombre. Aquel traje sucio del
hombre existía… Osamu, en cambio, no existía.
A primeras horas de la tarde el gimnasio estaba prácticamente
vacío. Entró al vestuario y saludó a un estudiante con el que
solía coincidir. Los dos se cambiaron de ropa frente a frente en
el estrecho y polvoriento espacio entre las taquillas.
—Funaki, qué envidia, estás progresando mucho. Ya
quisiera tener en tan poco tiempo unos brazos así —dijo el
joven mientras se mostraban mutuamente los músculos en
tensión.
—Por fin he logrado treinta y cinco centímetros —dijo
Osamu.
—Yo, treinta y dos. Esos tres centímetros de más cuestan
mucho realmente. Hace poco, como tuve exámenes, volví a
perder peso.
—No creo. Lo que pasa es que siempre tenemos esa
impresión en cuando descansamos de entrenar. —Osamu se
sorprendió de la seguridad de sus palabras. En este gimnasio
no había nadie que imaginase su desesperación.
Osamu, ya en pantalón corto, se dirigió a la sala de
entrenamiento y se puso frente a un gran espejo colgado en la
pared. En el acto se sintió alegre. Allí era él y, al mismo
tiempo, alguien diferente, estaba apegado a su existencia y a la
vez se reflejaba algo cuya existencia sólo podía corroborarse
por la vista: su cuerpo musculado y fuerte.
Durante los últimos seis meses tuvo bastante tiempo libre y
lo había dedicado al gimnasio; progresó más que otros
estudiantes o trabajadores que venían a entrenarse, y se había
convertido en una celebridad en el gimnasio. Además, la
exigente ejercitación de resistencia de su entrenamiento había
tenido un resultado muy valioso. Como sus huesos eran de por
sí gruesos, al reforzarlos con la musculatura había logrado que
ésta tuviera formas definidas. Osamu, ante el espejo, tensaba
los pectorales. Su pecho musculoso parecía una auténtica
coraza.
En ese momento le vino a la memoria lo que dijo una vez
uno de los estudiantes del gimnasio. Al discutir sobre qué
cuerpo era más bello, el masculino o el femenino, decía lo
siguiente:
—Muchos no se dan cuenta, pero el desnudo femenino
tiene algo de obsceno. No hay duda de que el cuerpo
masculino es mucho más bello.
El cuerpo de Osamu era, sin duda, inferior en volumen al
de sus compañeros veteranos del gimnasio, pero en cuanto a lo
bien proporcionado de sus formas y la belleza de su piel, no
había comparación. Su piel no es que fuese blanca, destacaba
por el bronceado voluptuoso liso y vigoroso de su
musculatura, y carecía de la más mínima mancha o herida; sus
músculos se tensaban vigorosamente, y como no tenía vello
corporal, relucía con un tono de dorado ópalo definiendo el
contorno de su cuerpo. Su abundante y negro cabello como un
lacado reflejaba la desnudez de su piel; ese lustroso cabello,
junto al brillo de la piel con gotas de sudor provocadas por el
movimiento, creaba un contorno de luz definido entre la
negrura del lacado y los tonos dorados.
¡Ahora! ¡Frente al espejo existía! Ya no quedaba rastro de
la desesperación y el abandono previos. Sólo un cuerpo
musculado y hermoso, testimonio palpable de su existencia.
Ante el espejo existe verdaderamente, imagen y realidad
configuradas por su propia mirada más aún, es él mismo…
Osamu, al fin, tuvo frío en aquella habitación de paredes de
cemento en la mañana de un día de octubre sin sol. Se alejó
del espejo y junto la ventana comenzó a hacer ejercicios de
calentamiento. Al mirar por la ventana, no se veían más que
edificios altos de cemento. Hacia un rato había visto reflejado
en el espejo, detrás de él, a un nuevo socio del gimnasio que
no dejaba de mirarlo; ahora, siguiendo las indicaciones de
Takei, estaba de pie junto a la ventana. Durante una pausa de
los ejercicios, Osamu miró a Takei y le saludó con una leve
inclinación de la cabeza.
—Enséñale un poco tu cuerpo —dijo Takei.
En el gimnasio era habitual presentarse a alguien
mostrando el cuerpo antes que con el nombre propio.
Osamu se puso ante aquel primerizo chico delgado, tensó
sus pectorales y después apretó con las manos sus costados.
Surgieron unos imponentes pectorales y se marcaron sus
dorsales como alas desplegadas.
Takei, sin ningún reparo, palpaba sus pectorales y
músculos.
—Él empezó más tarde que yo, pero en apenas medio año
mira qué cuerpo ha conseguido. Cuando vino por primera vez,
su cuerpo era un desastre. Funaki se esfuerza de verdad. Nadie
le iguala en pasión por mejorar y en tesón. Con un esfuerzo
ordinario no se podría conseguir todo esto en apenas medio
año. Ya sabes, la cuestión es esforzarse día a día.
El joven lo miraba directamente; en su mirada se traslucía
cierto remordimiento, pero se resistía a seguir mirándolo de
arriba abajo. Sus ojos bullían admirados por la fuerza y solidez
del cuerpo de Osamu. Por una parte, era como la mirada de un
niño al ver a un jugador de béisbol y, por otra, tenía un punto
de travesura infantil. Osamu, al percibir esa mirada, se sintió
como si fuese la «chica de reclamo» en el anuncio del
gimnasio. Entonces, apretando de nuevo su ágil musculatura,
levantó el brazo derecho y sus bíceps se perfilaron como
brillantes limones.
La sensación de ser prometidos era extraña. Seiichiro había
tenido hasta ahora diversas relaciones amorosas sin
importancia, y en esas ocasiones había experimentado
incertidumbre ante las expectativas creadas. Pero ahora estaba
prometido y sabía lo que tenía, como si le hubiesen dado un
regalo y estuviese contemplándolo, pesándolo a ver qué
contenía. Disponía de tanto tiempo que a veces hasta tenía la
impresión de palparlo, de moldearlo en las manos hasta
olvidarlo, y de no haber disfrutado nunca de ese tiempo tan
especial, porque ahora estaba seguro de poseerla, sólo
necesitaba esperar.
Sin embargo, todo esto encajaba muy bien con el carácter
de Seiichiro, porque él detestaba preocuparse. Aquella
inquietud tan propia de la posguerra dejó grabada en él una
impresión desagradable de su adolescencia. La inquietud es
hermana de la esperanza, y ambas tienen decididamente un
rostro desagradable. Así pensaba el adolescente Seiichiro. En
aquellos días decidió evitar todo sentimiento de preocupación
angustiosa; le gustaba imaginar que así debía de sentirse un
condenado a muerte en la mañana de su ejecución. Al subir los
peldaños de la horca, sin duda al otro lado aguardaba la
muerte, en la ventana de ese patíbulo seguro que ardían los
arreboles del sol de la mañana.
A Seiichiro, cada vez que se encontraba con Fujiko, no le
molestaba ver su rostro alegre, con aquel futuro ya decidido
para los dos sin incertidumbre ni preocupaciones. El futuro
ciertamente también se desmoronaría en algún momento, pero
si antes contraía matrimonio, habría cumplido con su deber. En
lugar de sentir inquietud o seducción, palpaba vagamente el
choque contra el muro de la realidad, que le incitaba a la
ensoñación, sobre todo cuando estaba con ella. Era todo como
un descanso temporal antes del desenlace. Esta ficción
conllevaba el placer de caminar durante un tiempo por el
sendero decidido. Si Seiichiro fuera un artista, habría conocido
desde mucho antes el sabor de este placer.
Como estaba ocupado con su trabajo en la empresa
Yamakawa, los prometidos se encontraban a solas una vez por
semana únicamente los sábados. Entre el gentío, en un
atardecer en Ginza, se percató de algo. Todo el mundo andaba
hablando de terceras personas. Hablaban sobre la muerte de
Henri Matisse. Sobre la formación del partido político de
Shinto fundado por Hatoyama Ichiro. Los otros eran siempre
los que habían muerto, los que se habían corrompido,
cometido adulterio, matado, habían bebido demasiado shiruko
o trabajaban para el partido político Shinto. «Y yo por aquí de
paseo con mi prometida»… Estaba claramente viviendo en ese
momento en un mundo completamente ajeno, y saboreaba una
imprevista alegría, como si se hubiese transformado en una
pieza de ajedrez. En su época de universitario, siempre había
aborrecido el ambiente de las calles de la ciudad los sábados.
Al andar entre multitudes de personas «felices» tenía la
impresión de estar mezclándose entre ellas como un criminal o
malhechor no invitado a la fiesta.
Fantasea con impulsos criminales y la ilusión de que el
mundo se viene abajo. Era ésa una misión para la que se sentía
cada vez más llamado. Ese heroísmo… Todo ese mundo ha de
padecer una muerte prematura, al criminal le tocaba
materializarla. Imaginar el derrumbamiento de los ideales
resultaba desagradable. En este momento, aborrecía toda clase
de revoluciones que hubiera en este mundo. Si fuese necesario
echar una mano para que se produjese el derrumbamiento de
este mundo, entonces sería dudoso el logro de dicha
destrucción, sería lo peor que podría pasar, porque fomentaría
más y más la angustia.
Fujiko consideraba el amor una cuestión psicológica; igual
que el moho brota en cualquier lugar, no era extraño que
pudiese surgir amor entre una pareja de prometidos. Ella
observaba discretamente la cara su prometido con cierta
emoción, en el corazón de aquel joven ambicioso imaginaba
mucho moho. En una palabra, quería leer algún signo de
preocupación en la mirada de Seiichiro.
Al pasear por las calles de la ciudad, solían detenerse frente
a tiendas de telas y muebles. Frente a las tiendas de telas,
intercambiaban opiniones sobre qué cortina sería más
apropiada. En las tiendas de muebles criticaban el chapucero
diseño de la confección de sillas y mesas. Estaba previsto que
el padre de Fujiko se encargase de construirle una casa a la
pareja.
Dicen que el color amarillo hace feliz a la gente, comentó
Fujiko. Al parecer, ya estaba pensando en construirse su nido
de amor con cortinas amarillas y las paredes empapeladas del
mismo color. Seiichiro se ríe de ella preguntándole si tiene la
intención de llegar a la felicidad mediante cortinas y
empapelados amarillos. Si hay algún sitio donde hallar la
felicidad, tratándose del ser humano, ese lugar es el féretro. Y
como ahí es cierta la felicidad, bastaría con que decores, le
dice, las paredes con esas cortinillas de los funerales en blanco
y negro. Estas palabras de amor tan vulgares la pusieron
contenta.
La casa, sumamente moderna, pronto estaría construida.
Las cortinillas funerarias probablemente encajarían a la
perfección con la decoración de la casa. Fujiko tenía
predilección por decorados de diseño. Le sorprendía que nadie
hubiera inventado aún una cama doble circular.
Mientras tomaban un té o un aperitivo, no dejaban de
hablar del futuro, sin saltarse nada de lo que es costumbre
entre los prometidos. Seiichiro se acordó de las ocasiones en
las que hablaba del futuro con Kyoko. Aunque, por supuesto,
el contenido de la conversación era completamente diferente.
Seiichiro le hizo una pregunta poco original:
—Quería saber cómo te sientes ante un futuro marido
elegido por tu padre. Yo no me lo imagino.
—Es como cuando a alguien le regalan un boleto premiado
de lotería. Además, tampoco tienes responsabilidad de que te
guste o no —respondió Fujiko muy apropiadamente diciendo
lo que se esperaba. La respuesta no es que expresase su
verdadero sentimiento.
»Es decir, no me gusta ni una cosa ni la otra —matizó ella.
A Seiichiro le aburría ponerse a divagar sobre el
enamoramiento, así que no dijo nada.
En cualquier caso, quedaba claro que estos
convencionalismos sobre el noviazgo tan hipócritas a ella le
producían una cierta emoción físicamente seductora. Seiichiro,
hablando con ella, se dio cuenta en distintas ocasiones. Fujiko
despreciaba a las muchachitas románticas de ahora, ya desde
mucho antes ella abrigaba esta convicción, según había dicho
en distintas ocasiones. Estaba segura, decía, de que no hay
nada más obsceno que lo que es muy sagrado; por eso, más
que el amor, el matrimonio era especialmente obsceno.
La situación económica de los dos era, evidentemente, muy
diferente. Hacía falta mucha delicadeza en lo referente al tema
de los pagos. En ese sentido, el padre de Fujiko ya había
ideado una estratagema. Cuando fuesen a comer a un
restaurante donde la familia Kurasaki tuviese cuenta abierta,
Seiichiro firmaría la cuenta como «Yanagimoto» pero el padre
se encargaría del pago. De esa manera, Seiichiro no se sentiría
herido en su dignidad.
La pareja, ya cansada de andar, fue a comer a uno de esos
restaurantes. La encargada del local, que ya estaba al corriente
del tema de los pagos, hizo que les atendiese una camarera
madura más experimentada. A Fujiko le parecía una obra de
beneficencia gastar así el dinero de su padre.
De vez en cuando, a Seiichiro le venían a la memoria
imágenes de la casa de Kyoko, lo veía todo como muy lejano y
pequeño, aunque no había pasado tanto tiempo como para
convertirse en recuerdo. Los ventanales del balcón,
iluminados. Cinco o seis pequeñas siluetas sentadas o de pie.
Kyoko con vestido de noche sentada en una butaca. A su
alrededor, voces y risas. Ve la cara de cada uno de ellos. Están
Shunkichu. Osamu. Natsuo. Alguien riendo comentaba:
—Dice que se va a casar.
—Vaya una idea tonta que le ha poseído; al parecer,
afortunadamente, esto no sólo les pasa a las mujeres.
En ese momento se convertía en chiste hablar de boda. En
la casa de Kyoko no se tomaban en serio los matrimonios, las
clases sociales, los prejuicios ni el orden. Mitsuko contaba una
anécdota subida de tono de dos hermanas gemelas que en el
baño competían por el número de pelos caídos. Todos los
presentes vivían como aislados en una isla desierta en medio
de la sociedad, pero a la vez, casi sin darse cuenta, empezaban,
poco a poco, a buscar un pensamiento que no fuera a
derrumbarse, un asidero, tal vez, de sus propias vidas. En el
caso de Seiichiro, no se sabía claramente cuál sería su
pensamiento, si tendría esa misma idea.
—Antes de casarse, son muchas las cosas en las que hay
que pensar —soltó de repente, Fujiko.
A Fujiko no le pegaba preguntar «¿Qué piensas?».
Seiichiro contestó descuidadamente:
—Sí, es verdad que hay que mentalizarse.
Fujiko, en ese momento, pensó que ya hablaban como esas
parejas que llevaban mucho tiempo juntas, y se sintió
orgullosa.
Decidieron celebrar la boda un martes siete de diciembre.
Nadie del grupo de amigos que se reunía en casa de Kyoko fue
invitado. El motivo no era la indiferencia de Seiichiro por sus
amigos; la única razón es que él quería a toda costa proteger al
grupo de la casa de Kyoko manteniéndolo en un mundo aparte.
Como invitados por parte de Seiichiro, sólo acudieron antiguos
compañeros de estudios y profesores a los que actualmente
apenas veía y con los que no tenía un vínculo destacable. Todo
esto no era más que una forma deliberada de sugerir a todos
que en el fondo este matrimonio no tenía nada que ver con él.
Sin embargo, la madre de Seiichiro no paraba de quejarse,
decía que era exagerada la exhibición, por parte de la familia
de Kurasaki, con la que preparaban el banquete de bodas, y
que de ese modo iba a dar más la impresión de que él era
adoptado por la otra familia; se lamentaba diciendo que en la
familia Yanagimoto, ahora venida a menos, hubo parientes
suyos que habrían podido rivalizar en estatus social con el
abuelo de Fujiko. Seiichiro no se esforzaba especialmente por
convencer a la madre de que más bien debía sentirse satisfecha
de que se encargasen de organizar el banquete de ese
matrimonio acordado. ¡Hasta el chaqué que vestiría en la boda
lo había pagado con una factura a nombre de los Kurasaki en
una tienda de moda occidental! Él no ponía ninguna pega a
nada, y al suegro le alegraba sobremanera que Seiichiro no
diese ninguna importancia a estas cuestiones.
La ceremonia se celebraría en el Meiji Kinenkan, y el
banquete, en la sala Pavo Real, Kujaku, del Hotel Imperial.
Siguiendo las indicaciones de Fujiko, sería un banquete estilo
bufé con cóctel y la asistencia de quinientos invitados. De
entre el total, unos cuatrocientos cincuenta eran invitados de la
familia Kurasaki; con unas cifras así, no iba a ser una
ceremonia sencilla. Como testigo asistiría Ogakiya Yashichi,
un compañero mayor de estudios de Kurasaki, ex primer
ministro y miembro de la comisión para la formación del
partido político Shindo, junto con su esposa.
Hubo preocupación debido a la persistencia de la lluvia la
mañana del día previo, pero el día siete amaneció despejado y
las señoras no tuvieron que preocuparse de que la lluvia
estropease sus vestidos de gala. La madre de Seiichiro se
mostraba muy sobria y tranquila. El busto, que lucía más
realzado que de costumbre, subrayaba su viudez.
Cuando el coche con chófer de la familia Yanagimoto cruzó
la entrada de Meiji Kinenkan, Seiichiro, que nunca había
estado allí antes, se acordó de haber observado distraídamente
este bosque desde la terraza de la casa de Kyoko. El bosque
plagado de cuervos como motas negras de semilla de goma
esparciéndose por el cielo al oscurecer. Aquel bosque inmerso
en la quietud de la noche, bañado por los reflejos lunares,
aquel bosque en cuyo extremo bullía siempre la animación de
bodas con numerosos invitados, lo habría divisado sin
emoción especial desde la terraza de casa de Kyoko en alguna
de sus visitas nocturnas. Más allá del verde del Meiji
Kinenkan que separaba los barrios del valle, era notable el
contraste. Allí estaba él solo, en la terraza de aquella casa,
contemplando el fondo de este bosque, al que había saltado
desde aquel entonces hasta estar aquí hoy.
En esos mismos momentos, como el día era soleado, Kyoko
desayunaba sola junto a los ventanales del balcón. Masako
estaba en el colegio y la criada andaba lejos sin hacer ruido, y
el sonido del teléfono tampoco la molestaba. La alfombra bajo
el alféizar parecía ya algo descolorida bajo los rayos del sol.
A propósito de teléfonos, una semana atrás recibió una
llamada de Seiichiro, que llevaba bastante tiempo sin visitarla,
para disculparse por no haberla invitado. Le dijo que asistirían
muchas personas de la alta sociedad que ni él mismo conocía.
Kyoko le preguntó el horario y el lugar donde tendrían lugar la
ceremonia matrimonial y el banquete. Cuando le dijo que sería
en el Meiji Kinenkan, ella estuvo a punto de decirle «Vaya, si
es justo aquí al lado», pero como Seiichiro, con la cabeza en
las nubes, no parecía darse cuenta, desistió de decir nada.
Kyoko sabía bien por qué Seiichiro había decidido no
invitarla. Era lo más apropiado teniendo en cuenta el
distanciamiento de Kyoko con la sociedad más prosaica. Ella
se había alejado de la mundanal vida de sociedad por elección
propia, no porque hubiese sido rechazada.
Kyoko tomaba una tostada con mermelada —era alrededor
de la una de la tarde—, mientras echaba alguna ojeada que
otra hacia el bosque. Aquí estaba el aroma humeante que
desprende una taza de café, aquí estaba la soledad; allí, los
chaqués y los peinados a lo takashimada y las flautas de
hichiriki. Desde aquí no se veía nada de aquello. No se veía y,
sin embargo, el bosque adquiría, con tintes algo irrisorios,
cierta atmósfera de obscenidad.
Seiichiro, a partir de ese momento, cumpliría con algo
decidido de antemano. Kyoko, en cambio, no había decidido
absolutamente nada de lo que haría a partir de ese momento.
Tal vez iría a la peluquería. Aunque, con el frío que hacía,
quizá lo pospondría. También tenía que ir a probarse un
vestido occidental que se había hecho confeccionar a medida.
No, no, porque tendrían que ajustarle el talle. También
pospondría esta visita. Ya sin compromisos pendientes,
probablemente recibiría alguna llamada. Quizá una invitación
al cine o a un concierto. Tal vez alguien llegase de repente y
sentándose sobre sus rodillas rompiese a llorar por algún mal
de amores. Quizás la visitase algún joven de esos que cada
semana intentan seducir a mujeres casadas y cuyo único sueño
parecía ser perder la vida a manos de un marido muy celoso y
no dejar tras de sí más que su fama de seductor. Tal vez la
llamaría el ginecólogo, al que ella le había llegado a presentar
hasta a cinco nuevas clientas. «¿No tiene a ninguna nueva
clienta a la que presentarme? Ya sabe que estoy disponible.
Ninguna se tuvo que lamentar de nada jamás. No hay doctor
más eficientemente seguro que servidor.»
Ah… Para los invitados de la boda, al otro lado del bosque,
no había más que una vida. En cambio, alrededor de Kyoko
circulaban muchas vidas diferentes, todas, sin embargo,
susceptibles de purificarse.
Cuando estaba sola, no solía ver la televisión ni escuchar la
radio. En el silencio de la ociosa tarde en casa, sentada junto al
alféizar, al calor del sol filtrándose por la ventana, se dejaba
llevar por fantasías sensuales.
Kyoko también sabía por experiencia cómo era una noche
de bodas. El recuerdo que tenía de aquella noche era más bien
ridículo. Sin embargo, esos recuerdos le servían para imaginar
mejor la vida matrimonial ajena. En su imaginación, era más
importante la vivencia de los otros que la suya propia.
Para ser un día de invierno, el sol brillaba radiante.
Además, en un rincón de la habitación había una estufa de gas
encendida. Aunque llevaba un camisón morado de estilo
griego, combinado con una bata violeta oscuro de raso, su
pecho transpiraba de sudor. Kyoko percibía el olor del sudor
tal vez mezclado en el ambiente con el del perfume, con la
impresión de que el café iba diluyendo poco a poco su pereza
de recién levantada.
Volvió a echar un vistazo al bosque más allá del mirador.
Los altos árboles de hoja caduca en la parte superior del
parque formaban un delicado entramado de ramas secas. «Allí
estará teniendo lugar todo, y aquí, estas gotas de sudor por mi
escote…» No sería extraño que aquella mezcla de sudor y
perfume evaporándose llegase hasta la nariz de Seiichiro al
escuchar la oración sintoísta del rito matrimonial. Al imaginar
esa situación, saboreó plácidamente en secreto aquella
profanación.
Al fijarse en la muñeca que Masako se había dejado
olvidada sobre una silla en un rincón antes de ir al colegio,
Kyoko, inusualmente, se encargó ella misma de llevarla a la
habitación de su hija. Llevaba mucho tiempo sin entrar en ella.
En aquella pequeña estancia llena de decoraciones
infantiles, destacaba la cubierta del edredón rosa con bordados
de ositos. Kyoko pensó que iba siendo hora de darle a la
habitación otra decoración, acorde con la edad de la niña, ya
más crecida.
Cuando estaba dejando la muñeca en el estante con
diferentes objetos decorativos y juguetes, Kyoko, de repente,
se fijó en la casa de muñecas. Era de fabricación alemana, de
diseño elaborado con luces que se encendían en las ventanitas,
y reproducía admirablemente la atmósfera de una velada
nocturna. La puerta de la entrada estaba ligeramente
entreabierta. Kyoko, sin ninguna intención particular, empujó
un poco con la uña roja de su dedo índice la puerta: el interior
estaba lleno de papeles.
«Está usando esto como papelera. ¿Qué habrá hecho con la
papelera?», pensaba Kyoko. Sacó uno de los papelillos
cuidadosamente hecho una bolita y lo alisó; en trazos
infantiles, había escrito a lápiz: «Papá, papá, papá».
Kyoko se molestó mucho, no sabía contra quién dirigir su
indignación. No había duda de que se había dedicado a meter
en la casa de muñecas trocitos de papeles escritos como los
papelitos de conjuro de los templos. A Kyoko,
impetuosamente, se le pasó por la cabeza sacar todos los
papelitos y prenderles fuego; finalmente lo reconsideró y,
desistiendo, volvió a meterlos dentro y cerrar la puerta.
—¿Es que no has invitado a la esposa de Tominaga?
Mientras recorrían una oscura galería, con suelo de tarimas
que crujían, hacia la sala de espera, la madre, acompañada por
la hermana, le preguntó así de repente. Seiichiro no se
esperaba esa pregunta.
—¿Te refieres a Kyoko? Hace mucho que no la veo. —
Seiichiro le ocultó a la madre sus recientes encuentros.
—Hace mucho tiempo se portó muy bien contigo, mucho;
imagino que lo habrá pasado mal al perder el apellido de su
marido.
—No, fue Kyoko la que se divorció del marido que adoptó
en su familia, y después lo echó de casa.
La madre se mostró decepcionada:
—Vaya, lo había olvidado.
La sala de espera estaba dividida por una cortina; en aquel
lugar se podrían reunir las familias de los contrayentes antes
de la ceremonia. Se parecía un poco a la sala de espera de un
dentista. Tras las ventanas cerradas, unos arbustos en un sobrio
jardín interior cubiertos de polvareda, y más allá del jardín,
una galería que conducía a otra sala de ceremonia donde se
celebraba la boda anterior.
Aunque los parientes de la familia Yanagimoto ya estaban
en la sala, el matrimonio que iba a hacer de testigo y la familia
Kurasaki no habían aparecido aún. La madre se impacientaba
cada vez más. Al fin, abrieron la cortina que separaba el
espacio entre las dos familias. Así, cuando llegase la familia
Kurasaki, vería lo cansada de esperar que estaba la otra
familia.
Finalmente, la familia Kurasaki al completo entró
silenciosa en la sala. Fujiko llevaba un vestido y un velo
blancos, estaba realmente bella, y dirigió una mirada directa
sonriendo a Seiichiro.
Kurasaki Genzo apartó a la prometida pasando por delante
de ella; su aspecto era diferente al acostumbrado. Sin hacer
ningún saludo, con un gesto con el guante gris que llevaba en
la mano indicó a Seiichiro que lo siguiera al pasillo de fuera.
—¿Ocurre algo? —A Seiichiro, al ver en el pasillo a Genzo
con una actitud tan airada, le parecía estar viendo más a su jefe
el vicepresidente de la compañía que a su futuro suegro, y eso
le preocupó.
—Ha sucedido algo realmente molesto. El gabinete de
Yoshida ha dimitido en bloque.
—Ah.
—Veo que no te das cuenta de nada. No entiendes que él
hoy no está con el ánimo para ceremonias.
—Ya entiendo lo complicado de la situación.
—Sí, un verdadero apuro. Sin embargo, dicen que hará un
hueco para venir corriendo al banquete. A mí me preocupa si
él va a tener un hueco para venir justo en el momento de la
ceremonia. Si por cualquier circunstancia, en el peor de los
casos, se retrasara, el maestro de ceremonias puede adelantar o
retrasar el ritmo de la ceremonia para ajustarse a su llegada.
—¿Y su esposa, la señora Ogaki?
—Se supone que está a punto de llegar. En todo caso, hoy
puede que le toque hacer el papel de los dos… Ahora te tienes
que encargar de explicárselo a tu familia y rogarles
comprensión.
La familia de Seiichiro se preguntó qué estaría pasando al
ver que este regresaba junto a ellos. Cuando les contó lo
sucedido, todos pusieron una expresión que daba a entender
que no les parecía para tanto. La madre, en cambio, se volvió
hacia la ventana y con una voz tal vez inaudible para Seiichiro
dijo: «Ya decía yo que picabas demasiado alto tú». Le
disgustaba que Kurasaki le hubiera encargado a su hijo
resolver el problema pidiendo la comprensión de su familia.
Genzo, al comprobar que todos habían asumido la situación,
recuperó su actitud cordial, se acercó a ellos y dijo
solemnemente:
—En cualquier caso, es innegable que es un contratiempo,
pero hoy estamos de enhorabuena. Que el enemigo político del
testigo se haya derrumbado en un día así es algo que trae
buena suerte.
En el sitio de la ceremonia el celebrante entonaba larguísimos
rezos sintoístas para bendecir el enlace. Seiichiro se imaginó,
en esos momentos, que la comidilla de los invitados a la boda
esa noche serían los rumores sobre el gabinete de Yoshida, que
había estado siete años manejando la política y había llegado a
su ocaso, y quiénes le iban a suceder; eso daría para mucho.
Un banquete en el que el tema de conversación de todos los
invitados gire en torno a un fracaso político es admirable.
Realmente nada más apropiado para una ceremonia como ésta
que las maledicencias políticas… Y en medio de todo este
alboroto, aparecerá el testigo, que se suponía que no iba a
venir; de repente, en pleno remolino político, aparece un
personaje como él, con su aura de solemnidad resplandeciente
reflejada en su cara y con sus propias palabras al decir: «He
hecho un esfuerzo para venir aquí». En el momento en que ese
saludo resuene entre todos, seguro que provocará una sorpresa
fresca de admiración natural entre la concurrencia.
Se oyen los acordes largos, en un tono sombrío y suave, de
un koto anunciando el principio de la ceremonia. Seiichiro
observó a la sacerdotisa miko con hakama roja deslizándose
con pasos cortos y portando un jarro dorado de sake. En la
oscuridad del mediodía destacaban la blancura cruda de su
maquillaje y el tono de sus labios gruesos. Le sorprendió ver
por primera vez una sacerdotisa con ese maquillaje en una
ceremonia de boda. Era exactamente como el de una chica de
compañía.
«No recuerdo qué local era, sería en Shinjuku nichome, y
tampoco me acuerdo del nombre de la chica que trabajaba allí,
pero se parecía mucho a ésta», pensó Seiichiro. En ese
momento él tuvo la impresión de atisbar un círculo difuminado
que hilvana a lo lejos a todos los mundos, desde el mundo de
la casa de citas hasta el mundo trillado de una familia
corriente.
La madre parecía animada. Las luces violetas de neón
iluminaban su cara hablando en voz alta delante de la tienda.
—Qué tranquilidad conseguir finalmente el préstamo.
—Sí, qué bien.
Osamu no le hizo demasiadas preguntas. En cualquier
sentido, no le pegaba tener tanta seguridad; por eso extrañaba
verla exhibiendo esa seguridad con un extraño placer o
complacencia.
—¿Hoy también vas a hacer ejercicio? Admirable, con lo
perezoso que eras.
Ciertamente lo era porque le encontraba gusto hasta al
esfuerzo físico, era algo que necesitaba hacer cada día. Más
que pasar tiempo en el teatro o en bares, lo pasaba en el
gimnasio. Si descansaba del gimnasio dos días, su única
preocupación era su musculatura, tenía la impresión de que
cuarenta y ocho horas sin ejercitarla la echarían a perder.
Especialmente, al día siguiente de un gran esfuerzo, sentía
el dolor de las agujetas y a la vez una oculta alegría. Aquel
dolor muscular le ayudaba a tomar conciencia de lo reales que
eran sus músculos.
Independientemente de que ya hubiese terminado el verano,
aquel esfuerzo y aquel sudor se habían hecho indispensables
para él. Se acordaba de la sensación extraña del primer día que
visitó el gimnasio, cuando conoció el significado de aquella
respiración entrecortada, dolor y esfuerzo escapando sin
pretender de los labios de los jóvenes. Le parecía placentero.
A veces se imponía a sí mismo ese esfuerzo, y al sentir un
calambre gritaba de dolor al percibir la frialdad de las pesas
negruzcas y enmohecidas; sin todo eso, la vida perdía sentido.
—Apenas en medio año tu cuerpo ha cambiado tanto que
ya no te puedes poner la chaqueta. No importa, enseguida
conocerás a una mujer rica que te haga los trajes.
—Sí, de hecho, ya la he conocido.
Osamu estaba pensando en Honma, la señora de la alta
sociedad a la que conoció en los camerinos durante la
representación de Otoño.
—Qué bien. Aprovecha y cásate, ¿no? Así también podrás
mantener a tu madre.
—Sí, qué fácil. Lamentablemente, está casada.
—Vaya, vaya.
—Pues si es verdad que has encontrado a alguien que te
preste dinero, podrías empezar pronto la conversión de la
tienda en cafetería.
—Dentro de cuatro o cinco días empezaremos. Ya he dado
un anticipo. Se tarda un mes en las obras, así que no nos va a
dar tiempo para celebrar navidades. Dicen que el próximo año
se prevé recuperación económica para los negocios de esta
zona, así que pueden ser unas navidades provechosas para
todos.
Por acá y por allá, realmente ya habían empezado las
baratas decoraciones de navidad. El gabinete del primer
ministro Hatoyama, con voz dulzona de acariciar un gato,
anunciaba la interrupción de las medidas para la deflación; la
gente, al oír estas noticias, experimentará cierta compasión
hacia este primer ministro medio enfermo. Cuando llegase la
navidad, como si fuera un anciano de una residencia de
mayores, el primer ministro anunciaría a los nietecitos
entonando cantos navideños.
En la tienda de su madre sólo estaba un poco decorado el
escaparate, porque en pocos días empezaban la reforma, o,
mejor dicho, por la dejadez de su madre, razón por la que ni
siquiera había árbol de navidad. Había algunos accesorios
polvorientos, y como había despedido a la señora de la
limpieza, ya ni siquiera había una persona encargada de eso.
Así y todo, durante el medio año transcurrido desde que la
madre empezó a decir que iba a reformar la tienda, los planos
estaban tristemente tirados en un rincón cubiertos de polvo.
¿De dónde iba a recibir el dinero?
Se escapaba «Jingle bells, jingle bells» desde múltiples
gramófonos. Un Santa Claus repartía octavillas en la calle. En
un escaparate había un cojín viejo roto y habían sacado la
borra para hacer unas bolitas de algodón como si fuera nieve,
unas bolitas que habían perdido el color original, y había
también, esparcidas, unas bolitas de cristal pintadas con
colores de oro y plata. Papel de envolver con diseños de acebo,
cintas, lazos dorados y plateados, y varias artesanías de papel
plateadas imitaban una campana cubierta de nieve. Todo esto
resplandecía sin ningún sentido estético.
Se le coló por la nuca una racha de frío; encogiendo el
cuello, la madre le dijo al hijo que entrasen.
—Pasa adentro y te calientas, que hace mucho frío.
En la trastienda había una pequeña habitación con un
brasero eléctrico. Pasaron un rato sin hacer nada ante el
brasero tomando la comida que habían pedido en un
restaurante. Últimamente ella ya estaba acostumbrada a lo
mucho que comía ahora su hijo.
Las conversaciones entre los dos eran de todo menos
normales. Osamu, muy concentrado y sin esbozar ni media
sonrisa, leía tumbado la historieta por entregas de una vieja
revista de manga.
La mayoría eran historias para público infantil de héroes de
dudosa intrepidez.
—¡Ah, issa chipappa! —decía el personaje, con la espada
al hombro, escapando.
Estos momentos no eran ni de tranquilidad ni de
aburrimiento. En el fondo de un cuenco vacío quedaban restos
de condimentos de las sobras de una sopa, y un continuo
rumor de villancicos navideños «jingle bells, jingle bells»,
sonaba sin descanso colándose por el intersticio de la puerta de
cristal. La madre también leía el número semanal de una
revista, haciendo comentarios, de vez en cuando, como los
siguientes: «Oh, en la región de Shikoku un perro crio a un
bebé», etc., pero sin ninguna intención de llamar la atención de
Osamu. Al cabo de un rato el humo de los cigarrillos que
fumaban madre e hijo formó una humareda en la pequeña
habitación que apenas dejaba ver con claridad el almanaque
colgado en la pared.
¡Hasta ese punto era trágica la decadencia de ambos!
Madre e hijo la sentían en carne viva, a su manera, y este
sentimiento les empapaba el cuerpo; por eso enseguida les
entró sueño. Sin embargo, como Osamu se había dormido
primero, la madre evitó dormirse.
Durante la breve siesta, soñó con una actriz de renombre en
el cine occidental; ya era la tercera actriz con la que soñaba.
Como de por sí no le gustaban las actrices de cine, ese
desprecio se reflejaba incluso en los sueños, era de lo más
normal, y apenas se diferenciaba de las dos estrellas del cine
con las que había soñado antes.
Al despertarse, se le habían dormido las mejillas, y cuando
se puso de pie ante el espejo se dio cuenta de que se le habían
quedado las marcas del suelo de tatami en la cara. Osamu miró
el reloj. Quedaban menos de cinco minutos para su cita. Se
apresuró a peinarse y masajearse la cara, pero no había manera
de quitarse las marcas.
—No estás en nada, ya me podías haber dado una
almohada al menos.
—Es que se te veía tan a gusto durmiendo que no quise
despertarte. Vaya genio, mira que enfadarte por eso. Con el
cuidado con el que cerré las puertas de la tienda para no
despertarte, no es justo que me hables así.
A decir verdad, una vez cerrada la tienda, había
permanecido a oscuras. Pensaba que se quedaría a pasar la
noche, pero al ver a Osamu empezar a arreglarse, supo que esa
noche debía de tener una cita con aquella mujer con la que
acababa de empezar a salir. Madre e hijo eran capaces de
comentar idealmente entre ellos sus asuntos amorosos, y hasta
les gustaba hacerlo, pero sienten un pudor extraño que les
hacía ponerse tensos y les impedía revelar en concreto los
detalles de su situación personal.
La madre, que era puro instinto y detestaba apegos y
normas, no puso pegas al ver marcharse a su hijo Osamu.
Osamu salió vistiendo un único jersey de cuello alto, que le
daba un aspecto de actor de arte y ensayo. El jersey le quedaba
bien sobre los hombros más anchos que antes, perfilaba
perfectamente su proporcionado torso en forma de V. El joven
no podía evitar dar una imagen algo cómica de acróbata de
circo.
—Voy al night-club —dijo directamente Osamu, de una
manera que no solía ser frecuente en él a menos que le
preguntasen antes.
—¿Así vas a ir?
—Voy a Shinjuku. Así seguro que me dejan entrar —dijo
Osamu, una vez más preocupado por las marcas de la siesta
sobre la cara. Cuando se marchó, no dio la menor muestra de
simpatía, sino más bien de mal humor.
Andaba aceleradamente. Se preguntaba de dónde habría
sacado su madre el dinero. Aquella pregunta no dejaba de
acosarle en el interior de su mente.
«Si llevaba desde el verano hasta el otoño refunfuñando
porque nadie le prestaba dinero…»
Ya casi era navidad, y en torno a las diez de la noche las
tiendas de las calles comerciales iban echando el cierre, a la
vez que cafés y bares encendían sus tenues luces nocturnas.
Osamu, embutido en su jersey de cuello cisne sobre el cuerpo
musculado, acudía con cierto retraso a su cita en el club de
baile. No estaba nada mal… a falta de quitarse las marcas de la
estera de tatami impresas en sus mejillas durante la siesta.
«Al bailar con la mujer, cuando en la distancia corta se dé
cuenta, se reirá de mí. La clave es no salir a bailar hasta que
me hayan desaparecido de la cara las marcas.»
Las calles estaban llenas de maleantes y aprendices de
maleantes. Aunque hacía mucho frío, alguno que otro se
remangaba las mangas de la ostentosa camisa hawaiana bajo la
chaqueta. Al cruzarse con una mujer de la calle, ella le soltó
un piropo. Osamu pensó que las prostitutas son las más
honestas entre las mujeres. Jamás se había acostado con una.
Era un pequeño night-club en Sanko, en el barrio de
Shinjuku, y más que a clientes locales, atraía a personas que
venían de Shibuya buscando un local abierto hasta las doce.
La señora Honma estaba sentada en una silla, en cuyo
respaldo había dejado un chal de visón plateado, y un collar de
perlas relucía sobre su vestido negro. Estaba sentada en un
oscuro rincón de la sala.
Había un árbol navideño enorme y la luz de sus adornos
brillaba lánguidamente proyectándose sobre ella y filtrándose,
tamizada y densa, por el collar de perlas.
Era una de esas mujeres acaudaladas que pululan en torno
al mundillo de los actores de teatro y que gustaban de vivir el
mismo ambiente en el que vivían estos cuando se bajaban del
escenario.
Que la compañía del teatro Gekisakuza no tuviera nada que
ver con el movimiento político contribuía a que, sobre todo en
los años recientes, cada vez fuesen más las mujeres de esta
clase entre su público. Les gustaba presumir de ser amantes de
la literatura; algo diletantes y dándoselas de intelectuales,
resultaban bastante insoportables, y entre ellas, sólo Mariko
Honma se diferenciaba un poco.
Mariko, de acuerdo con la tradición gloriosa del mundo
teatral japonés, pensaba que lo más importante para un
intérprete era su belleza exterior. Mariko, por un lado,
disfrutaba porque su marido le permitiese todas las libertades
imaginables siempre que no se tratase de actos públicos, pero,
por otro, se sentía hastiada de esta libertad convencional y
maldecía aquella elegante permisividad que estropeaba hasta
la alegría de sentirse desgraciada.
Mariko había estado interesado en el actor Suto, que solía
hacer de galán, y había ido a bailar con él dos o tres veces,
pero éste estaba casado y, lo que es peor, como estaba
enamorado de ella, se dio por vencida y salió a bailar unas
pocas veces con otros actores. Por ese motivo no gustaba,
como si fuese un peligroso escorpión o serpiente, entre las
jóvenes actrices del teatro. Una noche visitó, con intenciones
de envolver a algún joven actor en sus redes, los camerinos de
Otoño. Mariko se fijó en un joven que casi nunca había visto
al pasar éste por el pasillo.
—¿Ése quién es? —le preguntó a un hombre que estaba a
su lado.
—Funaki Osamu, un vago que se las da de galán.
—¿Es que no es guapo de verdad?
—Es un estudiante de teatro de los vagos de verdad.
Apenas se le ve por los camerinos.
Aquella misma noche logró que se lo presentasen por todos
los medios y lo invitó a salir. En mitad del baile, acordaron
una cita para esa noche.
Tras intercambiar apenas unas pocas palabras, a Osamu le
pareció la mujer más bella entre las mujeres que había tratado
hasta ese momento, y además le sorprendió de Mariko su
forma de hablar, no muy propia de una mujer de su clase. En
cuanto hablaban a solas, ella cambiaba por completo y le
piropeaba sin reservas.
—Los jóvenes guapos y con un cuerpo rudo son los que
más me gustan. Se dice que las caras bellas se avergüenzan de
la rudeza de su cuerpo, o a la inversa, que los cuerpos toscos
se avergüenzan de la belleza de su rostro, ¿no te parece
gracioso? Tú eres exactamente así —dijo Mariko.
Ella tenía el hábito de observar muy de frente a la gente.
Sus ojos eran de un negro intenso. Osamu pensó que por
primera vez había encontrado a su tipo de mujer.
Mariko olvidaba su propia belleza, no le daba importancia,
y era la primera vez que Osamu encontraba a una mujer así. A
pesar de eso, su belleza era innegable. Él había estado
buscando siempre a una mujer así.
Mariko llevaba un peinado estilo retro que suavizaba su
rostro; tenía una esbelta nariz, labios sensuales, una mirada
profunda y una mezcla de belleza y poder, un estilo inusual en
estos tiempos. Dientes grandes y perfilados, con un toque de
ferocidad animal. Las luces de los adornos del árbol de
navidad creaban sobre las perlas de su collar reflejos
cambiantes que se tornaban en tenues rojizos, azulados y
amarillos.
Mientras bailaban, ella no dejaba de decirle:
—Qué hombros más fuertes.
»Qué pectorales tienes.
»Vaya brazos tienes.
Cada una de estas palabras embriagaba a Osamu al
escuchar las alabanzas que hacía ella de su cuerpo. En la
oscuridad, sus palabras eran como un espejo que sacaba a
relucir los rasgos de su musculatura bajo la penumbra. Lo que
era totalmente indispensable para suscitar el amor de Osamu
eran esas palabras. Al escuchar hablar así, en su corazón
brotaban sintonía y atracción por ella. Cada una de esas
palabras daba en el centro de la diana. Era realmente una
mujer inusual. Aquellas palabras no estaban dichas adrede, o
porque dominase la técnica seductora, sino que le salían de
dentro. Para Osamu era fundamental que ella dijese esas
palabras alabándolo a propósito, él lo necesitaba. Cada una de
esas palabras elevaba la caricia al nivel de idea, llevaba la
vivencia a la expresión, realzaba el valor propio de los
músculos de Osamu, y a través de esas palabras como
mediación, se configuraba ante los ojos del propio Osamu la
imagen real de su cuerpo, atestiguando su propia existencia.
Lamentablemente, en esas palabras, en las que la señora
Honma no escatimaba alabanzas, se echaba de menos el vuelo
de la imaginación. A través de ellas le habría gustado
imaginarse un Romeo, un torero o un joven marinero, es decir,
alguien diferente a él. Pero no aludían más que a su yo actual,
un joven pletórico de músculos.
Cualquiera se habría echado a reír si hubieran dicho de
Osamu que era inteligente. Con todo, destacaba por su
capacidad ilimitada para distanciarse de lo intelectual gracias a
su acentuada autoconciencia.
Bailaban sin cesar y después volvían a sentarse deshaciéndose
en felices ademanes de pareja. Él apoyaba su mano sobre los
hombros de ella, y ella apoyaba la cabeza contra su pecho;
como esos gestos eran mucho más indolentes que sobre el
escenario, mucho más cotidianos, tal vez no podían tildarse de
nada más que simple felicidad. No había armonía en la pareja:
ella, bella, con un vestido de fiesta, y él, joven con su jersey
blanco de cuello alto; pero por eso sugería mucho deseo
sensual. Unas copas bastaron para reemplazar conversaciones
elegantes. Mariko se volvió hacia él y le decía cosas del estilo
«Me gustan tus muslos». Eso era lo que decía Mariko cuando
quería invitar a su compañero, como las mujeres de su
entorno, a que le acariciase las piernas. Sin embargo, como
Osamu no se enorgullecía de sentirse un hombre inteligente,
no tenía motivos para sentirse humillado.
Cuando ella se sintió ya más tranquila, poco antes de las
diez, empezó a sugerir ir a otro sitio. En aquel local no había
más que señores mayores, y más de la mitad, extranjeros.
Había hablado hacía un rato con un americano ya entrado en
años y una cara algo rechoncha e inexpresiva al conversar; a
veces se le dislocaba la mandíbula, y de repente sonreía
dejando ver su blanca dentadura. Hacía ese gesto para
enfatizar la broma que acababa de soltar. También había un
alemán mayor al que, cómo hablaba en inglés y pronunciaba
«war» como «waa», no le entendía nada de lo que decía. Su
marido, que jamás le había pellizcado el culo en la cama, en
mitad de aquella aburrida fiesta se haría el despistado
aprovechando a pellizcar el trasero de Mariko para distraerla.
Según Mariko, su marido era un adefesio de carnes fofas.
—Al parecer, a vosotras poco os importa que un hombre
esté fofo o no tenga más que piel y huesos —dijo Osamu.
—Sí, puede que haya personas así, pero a mí no me gustan
nada los hombres de hombros estrechos o con mucha tripa —
dijo Mariko.
Si ella tuviera que formar un consejo de ministros, todos
los miembros tendrían menos de treinta años y serían apuestos
y fornidos. Mariko, siendo de esa manera, no era como las
demás mujeres corrientes, propensas a decir «Ámame». Por
suerte, a Osamu le bastaba con estar sentado y ensimismado en
su propio mundo, o en otras palabras, de brazos cruzados.
Naturalmente esa noche fueron a un hotel. Una gran cama con
cabecera dorada sobre una alfombra escarlata decoraba la
habitación. Al otro lado de la alfombra, un pequeño jardín
interior imitaba el jardín de piedras del templo de Ryoanji,
sobre un lecho de arena, guijarros blancos y rocas. En aquella
espeluznante habitación de hotel la señora Honma enseguida
propuso a Osamu que se quitase la ropa. Él se desvistió
rodeado de la vulgar decoración. Honma no dejaba de mirarlo
complacida, y le dijo que su cuerpo era realmente escultural.
Después se acercó y, como si estuviese en una tienda de
visones, acarició su pecho, examinándolo; a continuación
pellizcó suavemente sus pezones, de un leve tono bronceado.
Mariko todavía estaba vestida.
Sin embargo, no es que Mariko se las diese de escultora.
Observaba y acariciaba su cuerpo con un sentido puramente
estético; para ella aquello no tenía nada de vergonzoso o
pecaminoso.
El hecho de que todavía no se hubiese desnudado se debía
al simple exceso de luz en la habitación; además a ella, y en
esto no era una excepción respecto al resto de mujeres, no le
gustaba desnudarse más que en la oscuridad. Finalmente se
metieron en la cama y Mariko apagó todas las luces. Ella era la
personificación de la timidez. A decir verdad, era una mujer
muy normal, leal y sincera; no tenía nada de frívola o
interesada, ni era de las de buscar diversión sin más. El hecho
es que Mariko, simplemente, tenía un carácter más directo que
las demás personas.
Por otro lado, Osamu estaba algo desencantado. Que sólo
percibiese atenuadamente dicho desencanto se debía a que era
algo que más bien tenía que ver consigo mismo. Tenía ahora la
impresión de que aquélla no era la mujer que siempre había
deseado encontrar. Sin embargo, se quedaba sin palabras
cuando trataba de definir con palabras a esa mujer ideal.
En pleno acto sexual, su existencia se difuminaba. Se
fundía. Dejaba de atestiguarla. Entonces le brotaba un
sentimiento de soledad, y tenía la impresión de quedar
relegado a un segundo plano borroso en el trasfondo del acto
sexual.
Aquella misma mujer que hasta hacía bien poco había
alabado su cuerpo atlético y que había logrado sacar a relucir
distintamente su existencia, como flotando ante sus ojos, ahora
los cerraba y se sumía extasiada en su propio placer; era como
si ya no hubiese el más mínimo vínculo con la existencia de
Osamu, y así, con los ojos cerrados y sin oídos para nada más,
se alejaba profundamente, cada vez más lejos.
A Osamu le parecía que algo así no debería suceder, pero
en la vida siempre acababa sucediendo «algo así». Qué se
podía hacer cuando las cosas no salían como uno esperaba; por
más que prestases atención o te preparases, o por más que
intentases arreglar las cosas, no había manera; para aquel
joven actor no había cosa más desagradable que estar en la
cama así, como viendo a otras personas actuar sobre el
escenario. Si tenía que presenciar esa escena, era preferible
morir.
El bello cuerpo de Mariko se correspondía con su rostro en
cuanto a digna majestuosidad. Sus pechos voluminosos y
erguidos realzaban un tenue tono bronceado, y también la
fragilidad que se insinuaba en otras partes no producía una
impresión de dureza, sino más bien de una intensa elegancia.
Su piel era de una tersura suave, firme y cálida.
Al acabar, Osamu encendió la luz de la cabecera de la cama
y Mariko le preguntó si la amaba con esa complacencia que se
posee cuando uno cree haber proporcionado satisfacción a la
pareja, como si fuese un regalo darle placer; a pesar de que era
una pregunta natural en ese momento, a Osamu le molestó,
pues lo traía de nuevo a la realidad presente. «¿De verdad
crees que puedo amarte ahora?», pensó, callando lo poco
acertada que le parecía ella al considerar su satisfacción. Por
supuesto, antes de sumirse en el silencio, dio una respuesta
trivial cumpliendo con lo que se esperaba en esas situaciones.
El silencio de la habitación, con aquella decoración vulgar
y fuera de lugar, era horrible. El color dorado de las paredes, la
alfombra roja, los guijarros blancos del jardín: todo brillaba
con excesivo colorido en la noche. De repente se oyó el
estruendo de las cañerías del baño de la habitación contigua y
de la caldera con un quejido ensordecedor. Luego, de nuevo,
silencio. Era para Osamu una noche sin más trascendencia que
las demás.
Osamu era un maestro de la indolencia. Un especialista en
matar el tiempo. Le daba lo mismo estar solo que
acompañado, y aunque no estuviese especialmente interesado
por ella, en cierto modo, se podía decir que lo estaba. Que
alguien como él, pese a su desidia, manifestase interés
impresionaba a las mujeres, y suscitaba atracción, lo que
explica que la relación con Honma continuase por más de un
año.
Estaba sorprendido de los cuantiosos regalos que le hacía
Mariko. Tal como predijo su madre, en un solo invierno
recibió hasta cinco trajes y abrigos. De John Cooper o Domille
Flayer, de las mejores marcas.
Un día muy frío de enero, mientras paseaba con uno de
esos trajes y abrigos a medida, se cruzó con Kyoko, su nariz
algo rosada por el frío le daba el aire de una estudiante
universitaria.
—No hay manera de vernos —le dijo, y se quedó
observando detenidamente su ropa—. Ya veo que te van bien
las cosas.
Ésta era una ironía algo vulgar que no le pegaba mucho
decir a Kyoko, pero a Osamu la broma no le pareció fuera de
lugar. Entraron a tomar un té a una pequeña cafetería. Había
muchos clientes.
—Mi madre ha abierto una cafetería en Shinjuku.
—¿Y qué tal le va?
—Aunque apenas ha empezado el negocio, curiosamente
vienen bastantes clientes. Por primera vez, algo le sale bien. —
Osamu se rio de su propia broma.
Después hablaron de Seiichiro. Al parecer, vivía en una
casa nueva modernísima y llevaba una vida de casado al más
puro estilo americano. No dejaba de ser curioso que un
carácter tan complicado como el suyo ahora estuviese lavando
los platos en casa.
El pasado fin de semana Kyoko había ido con un grupo de
aficionados al golf a un hotel Kawana; al parecer, ella, en
lugar de jugar al golf, se pasó todo el tiempo jugando al póker.
El dueño del hotel (el señor X) estaba muy interesado en ella.
Cuando Kyoko se aburría y pasaba sola por el lobby, haciendo
un gesto con la mano como si empuñase un palo de golf le
decía: «¿Hoy no vas a jugar?», y cuando se sentaba en una
butaca de cuero, le comentaba: «Ahí sentada se te enfriarán las
piernas». A Kyoko le hacían mucha gracia estas expresiones
chapadas a la antigua de hombre de antes de la guerra como
este señor, dirigiéndose a ella como si fuera una mujer
tradicional de las de antes a las que no les habría extrañado
nada esta forma de hablar. Sin embargo, Osamu no acababa de
entender muy bien la alusión a la incoherencia anacrónica de
esa época. En la época en la que él había crecido, no existía ya
dicha galantería.
Decidieron ir al cine a ver El egipcio. La película era tan
aburrida que los dos se dejaron vagar por la amplia pantalla de
cinemascopio absortos en sus pensamientos. Osamu pensaba
en su relación con esta bella mujer tan ociosa y con la que «no
tenía nada». Kyoko también pensaba en su relación con este
atractivo joven con el que «no tenía nada».
La palabra «amistad» conlleva hipocresía. El vínculo entre
los dos era más bien el de su desinterés sexual. Dicho más
exactamente, los dos eran muy parecidos en lo que respectaba
a su necesidad de suscitar continuamente el interés sexual del
otro. El vínculo entre los dos era disfrutar de una tregua en
esos momentos. A Kyoko le atraía la pasión ajena; en cambio
Osamu estaba hambriento de la propia.
Al terminar la película, pasearon cogidos del brazo por las
calles heladas. «Qué felicidad no estar enamorados, qué
felicidad tener una relación que sea como la de la amistad
familiar —pensó Osamu—. Delante de esta mujer no tengo
necesidad de hacer poses adrede poniendo cara de español»;
estaba tan feliz que le dijo:
—Oye, qué te parece si nos casamos cuando lleguemos a
los ochenta.
Sintiendo el frío en la cara, Kyoko también adoptó un
semblante que podría confundirse con el de la felicidad.
—Sí, a los ochenta, cuando los cumpla, me casaré contigo.
Era un invierno sin nieve, aunque mientras paseaban parecía,
aunque sin decidirse, a punto de nevar. Kyoko invitó a Osamu
a cenar porque éste le dijo que le explicaría detalladamente su
relación con Mariko Honma. Al entrar en el restaurante, a
Kyoko le picaron las orejas debido a la calefacción del local.
Era como la señal del dolor que produce el frío en la piel, y
también del entusiasmo al escuchar hablar de los asuntos
amorosos de otras personas.
Antes de los entrantes, Kyoko pidió a Osamu que le
contase lo prometido:
—Entonces, ¿cómo fue? ¿Dónde os conocisteis?
—Nos conocimos en el camerino del teatro.
Por supuesto a Osamu no le desagradaba hablar de sí mismo.
Sin embargo, revivir lo sucedido al contarlo sólo incrementaba
la sensación de vaguedad. Era como uno de esos tejidos
baratos teñidos de varios colores que al meterlo en el agua
enseguida se diluyen en una vaga turbiedad. Pero para muchas
personas es al revés: la memoria les sirve para cerciorarse de
la vivencia al revivir la experiencia pasada y así profundizan
en el sentido de esa existencia; para Osamu era justamente lo
contrario. Él carecía de ese mecanismo de la memoria; sin
darse cuenta, iba acumulando suciedad en su interior,
produciéndole desagrado y envolviéndolo en un mal olor. Le
dio miedo ver la cara de satisfacción de Kyoko al escuchar un
relato que a él le daba náuseas. Entre todos los semblantes de
Kyoko, que era tan rica en expresiones, aquél era para él un
enigma.
Sin embargo, no era un enigma indescifrable, Kyoko tenía
una capacidad de escucha sorprendente.
Mientras estaba escuchando hasta el más mínimo detalle,
era capaz de compartir cómodamente la memoria del narrador
como si lo viviese; al final, le arrebataba su memoria, hasta el
punto casi de apropiársela. Actuando así, Kyoko se apropiaba
de su memoria pero la despojaba de la sensación de pérdida,
desilusión o mal sabor de boca, configurando otra experiencia
distinta. Además, esas fantasías constituían el material de su
propia existencia.
Cuando lo escuchaba atentamente, pendiente con todo su
ser de las palabras de este chico apuesto hacia el que
normalmente no sentía nada, empezaba a sentir algo, incluso
como si se enamorase de él. Sólo en ese momento la flor
artificial parecía natural. La idea que se representaba era como
la de estar acostada con él al ponerse en su lugar.
Como resultado de todo eso, Kyoko comprendía algo sobre
sí misma, captaba lo que era para ella vivir. La vida, la
experiencia, todas esas complicaciones no tenían relación con
ella, pero no era por falta de valor; gracias a eso, Kyoko tenía
un carácter que no la llevaba a retirarse de la vida, dando
marcha atrás; en su caso no se había cumplido la regla de que
«en la vida hay cosas que sólo se saborean una vez, no vas a
poder vivir lo mismo en otro lugar o con otra persona, esto no
se repite, pues no hay más que una vida». La memoria que ella
había cosechado de numerosas personas conservaba un perfil
más definido y con más erotismo que las vivencias que ella
misma había experimentado en carne propia. Aquella noche
dormiría plena de satisfacción. Mientras que para Osamu el
relato del recuerdo no era más que una mera reminiscencia, en
el interior de la memoria de Kyoko todo se sedimentaba y
permanecía asentado en el fondo. ¿Qué diferencia habría entre
la experiencia de ambos? ¿No cargaban ambos con un carácter
muy parecido en lo que respectaba a la experiencia de la vida
de Osamu? Entonces, ¿qué sentido tenía decir que Osamu
«había vivido algo»?
Al acabar los postres, Kyoko, después de escuchar la
detallada explicación de Osamu, se fijó en la cara abstraída de
éste.
Tras compartir sus recuerdos, los dos se sentían más unidos.
Como tenían ganas de permanecer juntos, después de la cena
siguieron paseando cogidos del brazo por las calles desiertas.
La gente, tras gastar dinero en compras, ya había vuelto a casa,
y las calles estaban desiertas. Los escaparates de ropa y las
tiendas de productos occidentales, vacíos, sin clientes.
Brillaban pendientes y collares en un escaparate que sería
empañado por el rocío durante la noche.
—¿Es que no eres actor? ¿No puedes fingir mejor que eres
mi amante? —le dijo vivamente Kyoko.
—Yo sólo represento ese papel sobre un escenario.
Osamu tuvo ganas de que Kyoko se metiese con él en
broma por no conseguir el papel que no le habían dado. Sin
embargo, ella, muy educada, no quería herir a nadie.
—De acuerdo, pues cuando tengamos más de ochenta años,
muéstrame esa cara —le dijo modestamente Kyoko.
Entre los edificios chisporroteaban las vías al paso de un
tren.
«Llegará un día en que envejeceremos, sí —pensó Osamu
tal vez por primera vez en su vida—. Me convertiré en un
viejo de esos que presumen de la fuerza y agilidad que tenían
de jóvenes.»
Se acercó insistente una colegiala que vendía flores; llevaba
un ramo mojado de flores envuelto en celofán e insistía en
vendérselos. Osamu se paró y se lo compró. La chiquita le dio
el ramo, y el color rojizo de sus pulgares destacó de los
guantes.
—¿Son para mí? —dijo ella.
—No —contestó secamente él.
Con sus guantes Hermès, regalo de Mariko, Osamu,
mientras andaba, desmenuzaba sobre la acera el burdo
ramillete de crisantemos, narcisos y rosas de invierno. Kyoko
también le ayudaba. Andaban arrojando los pétalos sobre la
acera.
—Parece que hayamos bebido, ¿verdad? —dijo Kyoko.
Los dos, ya sin ningún rubor, se alegraron; se presentía que
iban a perder la vergüenza, pero de repente todo acabó con el
ramillete desmenuzado sobre la acera.
Capítulo 5

Según una ley no escrita de la universidad, Fukai Shunkichi


dejó de ejercer de capitán desde el año pasado. Con el
comienzo del año, los exámenes de carrera se acercaban, pero
él no faltaba ningún día a los entrenamientos. Estudiaba lo
mínimo. En realidad, más como si fuera un amuleto, se llevaba
los libros de economía al lugar del entrenamiento. Sin
embargo, de los ciento veintiséis créditos, todavía le quedaban
noventa por estudiar.
Como los exámenes ya estaban cerca, en el pabellón de
Suginami los entrenamientos eran libres, y era menor el
número de participantes.
Los más jóvenes, por supuesto, y también el nuevo capitán
Tsuchida, seguían tratando a Shunkichi con el debido respeto
hacia un capitán. Al entrenar, él era, de hecho, el responsable a
nivel técnico. Tsuchida, en cambio, les daba las órdenes
durante el calentamiento.
A pesar de estar a finales de enero, hacía buen tiempo y
calor. Ese día el director de equipo Kawamata no estaba
porque le habían pedido ejercer de árbitro en una pelea en
Yokohama. Los miembros del equipo de boxeo, como
siempre, eran poco expresivos, pero momentos antes de
empezar el entrenamiento se les veía ya más cómodos con el
atuendo de boxeo mientras se colocaban los guantes.
Shunkichi llevaba unas mallas viejas de color azul a juego
con unos pantalones cortos con la insignia de la universidad, y
observaba a los miembros más noveles del equipo. Entre ellos
había alguno con la cabeza completamente rapada y aspecto de
pasar frío. Era una regla del equipo que los más veteranos
cortasen el pelo al cero a los novatos al entrar al equipo.
Los jóvenes de este grupo de novatos apenas sonreían. El
origen de la juventud, la fortaleza y la velocidad brotaban
desde dentro de aquellas cabezas peladas como tocones y
estaban grabadas en la ruda frescura y la decidida llaneza de
sus rostros. Su sistema nervioso reaccionaba ante el menor
contacto, como un resorte que saltase para devolver el golpe, y
alertaba a sus cuerpos para salir de su sopor, inmovilidad y
oscuridad. Shunkichi siempre había sido así también…
Pero ahora él era un veterano, a punto de graduarse; al fin
había logrado dar un paso adelante. Mientras ejercía de
capitán, había engrandecido su palmarés universitario con
nuevos triunfos. Ya había conseguido ganar en la final de la
liga universitaria Este-Oeste. Los diplomas de honor de
aquellas recientes victorias ondeaban colgados en las paredes
llenas de hollín del pabellón.
Los jóvenes querían seguir los pasos de Shunkichi,
pensaban que podrían superarlo, como el empuje de aquellas
nuevas oleadas… No se trataba de emoción o sensiblería, era
una mezcla de brutalidad envuelta en cierta timidez, como la
que se trasluce en la manera de saludar de aquellos jóvenes
universitarios frente a aquellos ribetes dorados de las medallas,
trofeos y diplomas de honor.
Se sentía satisfecho de todo eso. Tiró de dos largos
cordones dorados, como si fuesen unas riendas, alargándolos
hacia el pecho y se calzó las zapatillas de boxeo. En ese
momento, a través de la ventana, vio la figura de dos personas
entrando por la puerta hacia el patio.
Uno de ellos era Matsukata, boxeador del equipo de boxeo
Hachidai, compañero veterano de la misma universidad de
Shunkichi y que el año pasado había perdido el título de peso
pluma. El otro era Hanaoka, presidente de una empresa de
termos y apasionado del boxeo.
Nada más verlos aparecer, Shunkichi supo el porqué de su
visita. El presidente era un apasionado del boxeo, y su
empresa de termos Toyo Seibin era una de las dos compañías
que le habían ofrecido un contrato a Shunkichi. Hanaoka tenía
buena relación con Hachidai Mitsugi, el director del equipo de
Hachidai, y a través de Matsukata trataba de perfilar los
detalles de la entrada en el boxeo profesional de Shunkichi.
Entraría en el equipo profesional de Hachidai y a la vez sería
contratado por Toyo Seibin, pero como la relación entre el
director del equipo y el presidente era cercana, tendría un trato
preferencial como empleado y podría eludir el trabajo todo lo
que quisiese en caso de tener entrenamiento o una pelea. Los
clubes profesionales preparaban unos contratos con dichas
condiciones con el objetivo de contratar a los deportistas.
No obstante, se sorprendió al ver que el presidente en
persona había venido al entrenamiento. Aquel hombre de talla
diminuta y mediana edad, con aspecto de comercial nervioso,
no tenía nada que ver con el mundo del boxeo, pero a partir de
este año, ya en la segunda mitad de su vida, quiso disipar su
imagen modesta tratando de suscitar una admiración a su
alrededor que resultase más masculina. Para ejercer de patrón
de luchadores de sumo no bastaba con sus propios recursos
para la inversión. Aconsejado por otros, en primavera del año
pasado vio por primera vez un combate de boxeo y desde
entonces le excitó la idea de hacerse patrón de uno de aquellos
jóvenes y brutos boxeadores; además, no era tan costoso como
el sumo. Así con esa tranquilidad, soltó una frase estereotipada
que se apresuraba a decirle a todo aquel que se encontraba:
—¡En comparación con las mujeres, enamorarse de un
hombre sale mucho más caro!
Hanaoka, de vez en cuando, se dejaba ver por una esquina
del cuadrilátero en los combates patrocinados de Hachidai,
pero todavía entendía poco de boxeo, hasta el punto de apostar
como favorito por un boxeador que estaba a punto de
desplomarse sobre la lona y no tenía ninguna pinta de
recuperarse. «Ése va a ganar», decía. Hanaoka ansiaba que
llegase el día de ir al gimnasio a ver a un boxeador
patrocinado por él y darle toda clase de instrucciones. No sería
un boxeador ya hecho; aunque fuese profesional, debía ser
alguien nuevo en los cuadriláteros y aspirante al título. Como
Hachidai Mitsugi estaba muy interesado en Shunkichi,
enseguida le hizo esta propuesta difícil de rechazar.
—Eh.
Matsukata se puso de puntillas asomándose por la ventana.
¡Hola!, dijo con un tono muy suyo. Con ese modo de sonreír,
magnánimo y a la vez descuidado, mostraba un aire autoritario
y acogedor, muy típico del veterano del club deportivo que no
prodiga esta actitud con todo el mundo, sino solo con
inferiores como Shunkichi. A éste le resultó algo sombrío,
pero lo cierto es que no le dio importancia ni le dio más
vueltas. Shunkichi, por lo general, no era una persona que
necesitara de especiales mimos.
Hanaoka, que por mediación de Matsukata ya se había visto
con Shunkichi en dos o tres ocasiones, trató de mostrarse más
decidido, menos modesto:
—He venido a ver cómo te entrenas.
—Con lo ocupado que está el señor presidente, algún
motivo tendrá, ¿no crees? —añadió Matsukata con su típica
voz cascada y ronca de boxeador.
Shunkichi se apresuró a atarse los cordones; después se
dirigió al patio y saludó a Hanaoka con una inclinación de
cabeza. Afortunadamente, Shunkichi no abrió la boca. Es
decir, tal vez era más efectivo simplemente mostrar su lustroso
cuerpo, la complexión flexible de los hombros, su movimiento
de piernas y la fuerza de su puño al golpear el saco. No
obstante, bastó su natural parquedad en palabras para
impresionarle.
Tsuchida se puso al lado de Shunkichi y le dijo:
—Ya empezáis a calentar, ¿no?
—Sí.
En el patio ya había algunos jóvenes del equipo calentando,
ensayando posturas suaves, girando a los lados el cuello,
moviendo los hombros o haciendo estiramientos. Todo
indicaba lo duro que iba a ser el entrenamiento.
Hanaoka dio un traspié tropezando con el borde del
desagüe de desperdicios de verduras de invierno de la cocina.
Matsukata lo sostuvo justo a tiempo.
Tras el entrenamiento, Matsukata y el presidente le dijeron que
lo esperarían en una cafetería frente a la estación y se fueron
antes. Shunkichi se duchó.
Después de cambiarse en el pabellón de entrenamiento y
ver que el fusuma de la habitación para los miembros nuevos
del equipo estaba abierto, en el futón parecía que había alguien
durmiendo. Pensó que sería alguno de los nuevos
escaqueándose del entrenamiento y Shunkichi dijo en voz alta:
—¿Hay alguien?
El futón se movió levemente dejando asomar un brazo
desnudo. El sujeto que estaba durmiendo lo miró fijamente.
—Pero si eres tú, Haraguchi.
Haraguchi era compañero de Shunkichi, miembro del
mismo equipo de boxeo. Shunkichi, de pie, le preguntó:
—¿Cómo va tu úlcera? ¿Te recuperaste ya?
—¿La úlcera? Ya estoy bien.
—Vaya, no sabía que eso se curase tan pronto.
—Venga, siéntate.
Haraguchi se levantó todavía con el sucio futón de algodón
cubriéndole, sacó un kimono de algodón grueso que tenía bajo
la almohada y fue a sentarse con él, y en esa posición metió
los brazos en las mangas del kimono. Debajo no llevaba más
que los calzoncillos.
Shunkichi se puso un jersey sobre la camiseta de
entrenamiento y se sentó.
Uno de los chicos nuevos, cuando al volver a la habitación
vio a los dos veteranos conversando, cogió la ropa que tenía
colgada en una percha y salió inmediatamente.
Shunkichi durante todo el año no había visto a Haraguchi
más que de dos maneras: con unos simples calzones de boxeo
o con una sencilla chaquetilla gruesa de kimono sobre los
calzones. Cuando le enviaban dinero desde su pueblo,
Haraguchi no podía evitar gastárselo todo en una sola noche,
aunque usaba una parte para desempeñar su traje y su reloj, de
manera que cuando salía apenas era reconocible; al volver otra
vez se enfundaba en sus calzones de siempre por toda
vestimenta.
Haraguchi al principio comenzó con mucho empuje y afán
heroico, como en un sueño, al entrar en el equipo de boxeo;
gracias a dicho heroísmo no dejaba de lesionarse.
—Otra vez han venido de Hachidaiken para hacerte una
oferta, ¿verdad?
Sin esbozar la más mínima sonrisa, le habló así mirándole
fijamente; aunque su palmarés era bastante inferior al de
Shunkichi, tenía la cara mucho más estropeada por los golpes.
—Sí, ¿cómo lo sabes si estabas durmiendo?
—Hace un rato los vi por la ventana.
Shunkichi cambió de tema de conversación:
—De vez en cuando te iría bien entrenar. Seguro que le va
bien a tu estómago.
—¿Para qué? ¿Quién va a venir a verme entrenar?
Shunkichi se quedó callado. Él no había nacido para ayudar
a consolar a los demás.
Haraguchi tenía unas marcas negras en los ojos debido a los
golpes, y su nariz pequeña carecía de perfil definido. La cara
solía ser un reflejo de la forma de pensar. Los pensamientos de
Haraguchi giraban en torno a la idea del «fracaso heroico», y
su cara era un fiel reflejo de ellos.
Por así decirlo, él era como el parásito del pabellón de
entrenamiento de los boxeadores. Lo único que realmente
temía era la mirada del director de equipo Kawamata, del que
siempre se escondía. Llevaba medio año sin participar en
ninguna pelea. Como había sufrido tres derrotas consecutivas,
había dejado de competir y no hacía más que faltar al
entrenamiento; por las noches bebía, y de ahí sus problemas de
úlcera, y durante un tiempo había regresado a su pueblo natal.
Asistía a la universidad con mucha menos frecuencia que
Shunkichi y le quedaban pendientes ciento tres créditos.
Ocurría en muchos ámbitos sociales: personas
aparentemente incompetentes no cesaban en su cargo,
condenadas por el destino a eternizarse en el puesto. En
potencia y rapidez, Haraguchi no superaba el nivel corriente.
Pero carecía del tesón y la paciencia requeridos para ser un
buen atleta. Sin duda comenzó a boxear para compensar su
incurable carencia de energía y su debilidad. Pero a medida
que pasaba el tiempo, cada día se daba más cuenta de cuánto le
faltaba para crecer. No lograba salvar la honda brecha abierta
entre lo agresivo de este deporte y su ánimo deprimido, sin
señales de mejora. Atascado entre la presión que imponía este
deporte tan intenso y la dificultad de corregir los síntomas
enfermizos de su ánimo depresivo, sentía la dificultad de
entregarse de lleno a la faena. Aunque procurase mostrarse
indiferente ante la victoria o la derrota, no lo conseguía.
Cuando era derrotado, la brecha se percibía más claramente.
Bajo la superficie de su cuerpo empeñado en el ejercicio y su
voluntad de ganar, se notaba lo arraigada que estaba su
pusilanimidad.
Un tipo cuya existencia se definía por el dinero que se le
esfumaba de las manos en un santiamén y que por toda
vestimenta lucía una chaquetilla de kimono de estar por casa y
calzoncillos… Era una caricatura del boxeador. Por más que se
esforzase, de repente sobre el cuadrilátero la capacidad de
actuar se desvanecía; desnudo ante el peligro, el solo calzón de
deporte que lo cubría, en vez de protegerlo, parecía destinado
a atraparlo como dentro de una red de pesca sanguinolenta. En
realidad, Haraguchi dejó de ser capaz de distinguir las dos
caras de su carácter contradictorio: el empuje y el desánimo.
En el fondo de la acción, veía el reflejo de dicha incapacidad,
y en cada una de aquellas debilidades y fracasos veía la fuerza
de la acción. Fuera una cosa u otra, todo se convertía en
material para su propia autojustificación; eso le proporcionaba
valor, si es que podemos darle ese nombre.
Todo cuanto desmejoraba la condición física, el alcohol y
las mujeres, el tabú de los boxeadores, el blanco borroso que
reflejaban las farolas de las calles con un color que
impresionaba en días de resaca… Todo eso, si él no fuese
boxeador, no le causaría dolor ni sentimientos encontrados,
simplemente disfrutaría de ese placer trivial. Con el único fin
de saborear el trágico colorido de su trivial desorden,
Haraguchi necesitaba ser boxeador.
Haraguchi dejaba sus deudas sin pagar, resultaba
desagradable para todos y se fastidiaba el estómago. Antes del
examen de graduación, como de todos modos estaba seguro de
que suspendería, empezó a ver claramente que debía tomar
una decisión capaz de consumar con un resultado soberbio la
carrera hacia una meta heroica a la que se había apuntado casi
sin pretenderlo.
Sería una mezcla de brillo y oscuridad, la gloria al revés.
En ese momento, el fracaso y su debilidad para él tan cercanos
tal vez serían coronados con el resplandor de una brillante luz.
Haraguchi se equivocaba cuando envidiaba a Shunkichi.
Era extraño, si lo envidiaba, al menos debería ver
correctamente los defectos de Shunkichi. Haraguchi no veía a
este amigo, hombre de acción, sencillo y honesto, del mismo
modo que al resto de las personas, como por ejemplo a
Hanaoka o Matsukata.
A decir verdad, delante de Haraguchi, Shunkichi sentía
cierto remordimiento complacido, ya que veía en la soledad de
Haraguchi el reflejo y el símbolo de su propia soledad. Ante
este amigo al que no había manera de salvar, se sentía libre. Le
bastaba brillar con su propia vida.
—Es un buen gimnasio, como el mío no hay otro, te lo puedo
garantizar —dijo Matsukata.
Shunkichi también conocía bien el gimnasio de Hachida.
Era el club en el que estaba su compañero veterano Matsukata,
y había ido ahí a hacer de sparring. El director de Hachidai ya
entonces se fijó en Shunkichi.
Por la ventana de la cafetería nueva se veía la calle animada
frente a la estación a primeras horas del atardecer. Hanaoka
bebía cerveza, Matsukata y Shunkichi, zumo de naranja.
—Seguro que enseguida podrás pelear en combates de seis
rondas. Como amateur, ya estás acostumbrado a los de tres
asaltos; tal vez te preocupa tu condición, todo el mundo suele
decirlo, pero a seis rondas los amateurs pueden ser fuertes. De
todos modos, si te preocupa, puedes hacer entrenamientos
especiales de seis rondas. En tu caso, basta con que pelees un
par de veces o tres en combates de seis rondas y ya estarás
listo para los de ocho rondas. Pero bueno, no se convierte uno
en estrella así como así.
Matsukata hablaba solo. Hanaoka observaba en silencio
con gesto complacido.
—Además, aunque aquí está el presidente —Matsukata, en
tono gracioso, lo dijo con una voz para que lo oyera él—. Yo
no debería decirte esto delante de él. La empresa te pagará una
nómina fija, además del dinero de las peleas, de manera que
puedes ya hacer cuentas con optimismo.
Shunkichi se enrolló en el dedo la pajita de papel al
terminarse la bebida. Unas gotas blancas se deslizaron,
transparentes, por su dedo. Estaba siendo objeto de atención,
lo seducían con proposiciones para que entrara en su club,
sentía que rebosaba de juventud y fuerza, no era malo del todo
sentirse como un tomate maduro sobre la mesa. Después del
entrenamiento, su circulación sanguínea se aceleraba, y todo
cuanto veía o escuchaba se intensificaba. El ruido de los
platos, el ir y venir de la gente, la música del tocadiscos: lo
percibía todo lejano, brillando en la oscuridad difícil de captar.
Era como la impresión del recuerdo vago que queda del
instante de lograr el honor y gloria. La voz del público, los
aplausos. No había nada de malo en ello. «Voy a darme un
baño de gloria hasta el cuello.»
Pero, al fin, sería la hora de salir del baño. Tal vez
Matsukata, que estaba ante él, vería su cuerpo salir del baño de
gloria, chorreando en ella, secándose y saliendo desnudo del
baño.
Shunkichi de repente abrió los ojos como despertándose. Él
era de poco pensar. Sólo veía el espacio ante sus ojos y puños
ante sus ojos, sólo una masa de carne humana que aguardaba
recibir el golpe. Un ángulo y distancia cambiantes que se
extendían y replegaban como una fina lámina de papel, el
cuerpo del enemigo como un grueso biombo de carne necia.
Las gotas frescas de sangre dispersándose como polvo de
polen ante sus guantes y la guardia baja de su oponente como
un fino papel en blanco ante sus ojos. Lo importante en
aquellos movimientos era aquella realidad golpeable, algo
obvio. El resto no importaba.
—Acepto —dijo Shunkichi de repente. El diente de oro de
Hanaoka brilló en su boca, mirando a Matsukata con una risa
silenciosa. Matsukata, un poco nervioso:
—¿Tu madre no pondrá problemas? ¿No decías que estaba
en contra?
—No hay problema —dijo categórico Shunkichi sin pensar
en nada.
—Estupendo, estupendo, en Hachidai se alegrarán. Desde
hoy Shunkichi Fukai es nuestro empleado. Esto hay que
celebrarlo. Matsukata, llama enseguida a tu jefe, nos
reuniremos para el banquete en el «Torigen» de Shinjuku.
Hanaoka se levantó mientras hablaba y cogió
delicadamente con la punta del dedo la cuenta de la mesa algo
pringosa de grasa.
Al día siguiente a Shunkichi se le olvidó comentárselo al
entrenador Kawamata. De todos modos, no era infrecuente
este comportamiento entre jóvenes que se hacían profesionales
y obtenían más tarde el consentimiento de sus entrenadores.
Kawamata entrenaba como siempre sin esbozar ni media
sonrisa, simplemente daba órdenes; aquella cara malhumorada
era en realidad señal de su buen humor en el entrenamiento,
terminado el cual se fue sin decir nada.
Empezaron los exámenes de graduación. El libro de la
universidad que Shunkichi siempre llevaba consigo como si se
tratase de un amuleto apenas lo había leído.
Hay que decir que Shunkichi carecía de creatividad
individual. Ésa era la razón de que tampoco tuviese maldad.
Tenía que aprobar asignaturas que sumasen noventa
créditos de una vez. Para ello debería administrar muy bien su
tiempo. En una sola hora tendría que haber hecho la difícil
proeza de contestar a toda prisa las respuestas de tres
asignaturas de doce créditos en total. Por ejemplo, debería
pasar los exámenes de historia de la economía, contabilidad y
estadística, que coincidían en el turno de primera hora.
Nada más entrar al examen de estadística, Shunkichi se
puso a buscar a Haraguchi. Entre los ciento tres créditos que
no había hecho aún Haraguchi estaba seguro de que en esta
asignatura tenía cuatro créditos; por eso lo más probable es
que se presentase a este examen. Sin embargo, Haraguchi no
aparecía. Los ventanales de la clase estaban empañados a
causa de la calefacción; tras los cristales, el plomizo cielo
invernal, y dentro, el sonido de los folios al distribuirse entre
los alumnos y alguna esporádica tos.
Shunkichi, con la punta afilada del lápiz en el mentón,
observaba distraído cómo iban escribiendo las preguntas del
examen sobre la pizarra negra. La penca del lápiz le producía
un ligero dolor en la barbilla. ¿No era extraño que aquel
mentón fuerte y recio como una piedra fuese tan sensible? Se
acordó de que su entrenador dijo en una ocasión que entre
todas las técnicas de entrenamiento del boxeo todavía no se
había descubierto la manera de fortalecer la barbilla.
«Compare y analice los datos estadísticos sobre grupos
sociales naturales cotejándolos con los grupos configurados
artificialmente.»
Aquel problema no tenía nada que ver con él.
Absolutamente nada. Se colocaban en una balanza toda clase
de conceptos generales surgidos de cálculos abstractos y se
pesaban solemnemente, medidos por una mano blanca
intelectual que levantaba de la nada un mosaico semejante a
un vetusto y decadente monasterio. Era un procedimiento de
maneras siempre predeterminadas, el crimen de compendiar la
realidad y confinarla en un cajón; después, había que quedarse
todo el día sentado ante dicho cajón amenazando al hombre
que debe darnos la clave para abrir su cerradura.
Shunkichi no se sentía obligado en lo más mínimo a
resolver aquellas preguntas. Entre él y las preguntas del
examen, si no había puntos en común, era como si no hubiera
necesidad de lucha. No tenía relación con el cuerpo, tampoco
tenía nada que ver con un movimiento ágil ni con una cara
ensangrentada. Tan sólo la difuminada presencia de un
espectro intelectual le había lanzado los problemas del examen
retándolo; llevaba un extraño sombrero calado, y los rayos de
sol en la claridad de la mañana invernal, sentado ahí con un
letrero colgado al cuello que decía: «Sé comprensivo».
Shunkichi escribió en el folio del examen:
«Me llamo Shunkichi Fukai y soy del equipo de boxeo
universitario. Llevo cuatro años en el club dando lo mejor de
mí; también me esfuerzo en mis estudios, y ya he sido
contratado por una empresa. Una vez que me gradúe en esta
universidad, me comprometo a no manchar su reputación. Les
ruego comprensión».
Escribió rápidamente esas líneas y entregó el examen;
después dio media vuelta y salió de la sala dando la espalda al
examinador, que se quedó mirándolo dubitativo. Salió
corriendo a toda prisa por el pasillo para no llegar tarde
tratando de hacer el menor ruido posible y se dirigió a la sala
en la que se celebraba el examen de historia de la economía.
En el siguiente examen, de historia de la economía, como
antes había escrito con excesiva brevedad, se puso a escribir
de memoria lo que se leía en el reverso del carnet de
estudiante sobre el ideario de la universidad: «El espíritu de
esta universidad privada es desplegar los valores democráticos
de la individualidad, la autonomía de los alumnos, buscadores
de la verdad, con una educación práctica, pulir su personalidad
y su capacidad de discernir; a ese tipo de personas queremos
enviar a la sociedad»; después, como no recordaba nada más,
volvió a repetir el saludo escrito del examen anterior.
En el siguiente examen, como no tenía nada más que
escribir, se limitó a poner unas palabras cordiales de saludo
como en el anterior examen de estadística.
Entregados los tres exámenes, salió fuera. Allí, en un lugar
soleado tras unos árboles sin hojas por los rigores del invierno,
unos estudiantes fumaban apoyados contra la pared. Como no
fumaba, el descanso se le hacía muy largo. El humo de los
cigarrillos se mezclaba nítido en la atmósfera fría de la
mañana, y en el jardín estrecho y urbano se veían marcadas
sobre la tierra las huellas de haber pasado el rastrillo.
Se sentía bien, liberado del peso de los exámenes, pero
como apenas se había esforzado, le quedaba el regusto de
haber hecho algo inapropiado. Sin embargo, no cabía duda de
que resultaba agradable dar por concluido el esfuerzo que
suponían los exámenes. ¡Noventa créditos en un abrir y cerrar
de ojos!
Un día, tras los exámenes de graduación, Shunkichi fue
llamado al despacho del jefe de estudios. Preocupado por lo
que pudiera pasar, decidió contar con el apoyo de su
entrenador Kawamata, y se fue a buscarlo. No lo encontró por
ningún lado. Al abrir la pesada puerta de la sala de
investigación se sorprendió al encontrarse al otro lado de la
mesa al jefe de estudios y al entrenador Kawamata sentados
uno junto a otro. Ambos eran de la misma promoción
universitaria. Le daba la impresión de que Kawamata estaba
allí sentado con el fin de apaciguar los ánimos. Sin embargo,
el primero en manifestar su enfado fue Kawamata, que a voz
en cuello, sujetando en la mano el folio con el saludo de
presentación que Shunkichi había escrito en el examen, le dijo:
—¿Qué es eso de que ya has encontrado trabajo? ¿Por qué
no me lo has dicho? ¿Dónde vas a trabajar?
—En Toyo Seibin.
—Pedazo de idiota. Entonces, piensas irte a Hachidai,
¿verdad? ¿Cómo no me dijiste que vas a hacerte profesional?
¿Por qué no me pediste consejo? Los jóvenes de hoy en día no
sabéis lo que es el respeto ni el deber, es preocupante.
—Me olvidé —dijo Shunkichi, mintiendo con cierta
malicia.
—¿Olvidado? ¡Vaya aires que te das ahora, Shun! Aún no
tienes derecho a excusarte por desmemoriado. Cuando hayas
ganado un premio unas diez veces, entonces podrás permitirte
el lujo de fingirte olvidadizo. No vengas a decirme ahora que
una pequeña magulladura te dejó amnésico. El susto que le vas
a dar a tu madre va a ser todo un golpe, y con lo propenso que
eres a la amnesia, mejor no hacerte profesional.
El jefe de estudios, serio, daba vueltas por la sala; tras la
enérgica reprimenda del entrenador, la suya carecería de
autoridad. Tras unos veinte minutos quejándose y
adoctrinándole sobre la poca seriedad de escribir así en un
examen, arrancó a Shunkichi el compromiso de que se
sometería a un nuevo examen de reválida.
El examen tuvo lugar a mediados de febrero. Shunkichi
volvió a escribir en las hojas de examen exactamente el mismo
saludo de presentación que la vez pasada.
Por la mañana, al día siguiente del examen, Shunkichi recibió
una llamada de teléfono inesperada. Corriendo, con sólo una
chaquetilla de kimono encima, bajó hasta el teléfono de una
verdulería cercana. Haraguchi había muerto.
Se cambió de ropa y salió a toda prisa hacia el pabellón de
entrenamientos de Suginami. El camino todavía estaba helado
de escarcha. Corrió sin parar hasta la estación. Después siguió
corriendo hasta el pabellón de entrenamiento. Cuando corría
en los entrenamientos, siempre lo hacía tomando un desvío por
un camino de tierra; hoy era la primera vez que corría desde la
estación hasta el pabellón.
Mientras corría a toda velocidad, se sentía francamente a
gusto. Simplemente correr, correr sin más, incluso por esas
calles trilladas, proporcionaba un placer que desplazaba otros
sentimientos. Era un mecanismo parecido al conocimiento
intelectual, que tanto despreciaba. La mañana invernal
emanaba olor de alcanfor, le llegaba el sonido nítido de una
radio a mucho volumen, le acariciaba un sol puro y limpio…
En el culmen del grato placer provocado por el sudor del
ejercicio físico, en todo este conjunto de sensaciones iba a
colocar la muerte del amigo antes de ver la cara del finado. Se
acordó de la visita en verano a la tumba de su hermano mayor.
Entonces le impresionó que la muerte acogiese a su hermano
como consecuencia de una acción firmemente decidida.
Shunkichi estaba preparándose para asumir la incomprensible
muerte de Haraguchi.
Abrió la vieja puertecilla lateral del pabellón. Dentro, el
suelo del jardín del patio frontal estaba helado, y de la
escarcha pulverizada bajo las suelas de sus zapatos surgió un
sutil reflejo cristalino. Nadie lo esperaba. Subió por una
escalera oscura. En ese mismo instante, Tsuchida bajaba por la
escalera.
—Lo siento. Fue mi culpa, no me di cuenta hasta esta
misma mañana.
—No diga eso, por favor. ¿Se lo han dicho ya a Kawamata?
—No contesta al teléfono. Le envié un telegrama.
—Hasta que no llegue él, conviene no apresurarse. ¿Ha
venido algún periodista?
—No, sólo el repartidor de prensa.
—Idiota…
Al ver lo conmocionado que estaba, Shunkichi sintió
lástima por Tsuchida. Shunkichi sentía una pesada y, en cierto
sentido, agradable responsabilidad.
Subió al primer piso y abrió la puerta corredera del fusuma.
Haraguchi yacía sobre el futón con un pañuelo cubriendo su
cara. Había un grupo de cinco o seis estudiantes con gesto
serio sentados en torno al cadáver, algunos llorando
entrecortadamente. A la altura de los hombros, sobre el futón,
se apreciaba la ropa de Haraguchi, vestido con su mejor traje.
Uno de los jóvenes retiró el pañuelo de la cara de
Haraguchi para que Shunkichi pudiese verlo. Tenía la cara
hinchada y amoratada. La lengua asomaba un poco entre los
labios gruesos. A la altura de la garganta se veía una marca
blanquecina, profunda señal del ahorcamiento. Seguro que su
muerte fue como la de un habilidoso boxeador negro. La
muerte reina en el alma felina de los negros, y suena como el
estridente siseo de la cobra venenosa. No cabía duda: la
muerte le había sorprendido con un fulminante y definitivo
izquierdazo…. Por toda su cara hinchada se marcaban las
huellas violentas de los guantes de la muerte. A Shunkichi, a
diferencia del común de los mortales, no le impactaba ver el
rostro de un muerto. Sabía de sobra que los perdedores
siempre acaban con la cara destrozada.
—En el pabellón sólo se quedan los estudiantes de las
afueras. Por eso ayer Haraguchi se quedó solo en una
habitación; parece que se fue pronto a dormir. Esta mañana, al
despertarse, un miembro del equipo entró en la habitación de
Haraguchi para recoger una camisa que se dejó olvidada.
Había una soga colgada del dintel de la puerta y a un lado,
sobre el suelo, yacía muerto Haraguchi. Junto al cadáver había
una jarrita de sake derramada por el suelo. No dejó ninguna
carta de despedida —le contó Tsuchida. Después, añadió—:
¿Por qué tuvo que morir? Sé que no se iba a licenciar, que lo
estaba pasando mal, pero no logro entenderlo.
—Quería morir como un boxeador, estoy seguro. Como no
pudo morir sobre el ring, al menos lo hizo aquí —dijo
Shunkichi.
Shunkichi percibía un profundo e indescriptible malestar
cuando sin darse cuenta comparaba su historial de peleas con
el de Haraguchi, plagado de derrotas. Estuvo a punto de dejar
escapar unas lágrimas, pero por su sencillez le parecía una
descortesía imperdonable llorar ante un perdedor. Lo
apropiado era limitarse a tocar sus guantes de boxeo y
despedirse brevemente. El pesado reproche que se haría
eternamente por sus victorias envolvía la muerte de Haraguchi
y lo empujaba a reprimir el llanto.
En la ventana colgaba una sencilla cortina, pero como era
demasiado pequeña para el marco, filtraba despiadadamente
los rayos del sol de la mañana invernal sobre la cara sin vida
de Haraguchi. Un diente de plata brillaba en su boca. Como si
fugazmente empezasen a tocar campanas fúnebres, Shunkichi
dio un suave puñetazo directo a la mandíbula del amigo
muerto.
El grupo de jóvenes, estupefactos, miró al compañero
veterano. De repente, su rostro estaba bañado en lágrimas.
En el certamen de pintura de otoño el cuadro Sol poniente de
Natsuo cosechó críticas excelentes. Cuando se enteró el suegro
de su hermana, presidente de un gran banco, decidió adquirir
la obra para decorar la sala de visitas de la entidad. Era el
primer cuadro que vendía Natsuo. Enseguida numerosos
marchantes se apresuraron a comprar otras primeras pinturas.
Acordaban un precio y después revendían las obras a otras
empresas y bancos interesados en adquirirlas con el fin de
regalarlas para fin de año o donarlas. El precio del cuadro fue
de treinta mil yenes.
Nada más empezar el año, el cuadro Sol poniente había
recibido el premio del periódico N, y eso no hizo más que
confirmar la fama adquirida por Natsuo. Ahora eran cada vez
más numerosas las ocasiones de frecuentar y hablar con gente,
cosa de la que enseguida comenzó a sentirse hastiado.
No es que le resultase duro llevar ese tipo de vida, ni tampoco
es que se llevase mal o no congeniase con otras personas o la
sociedad en general. Tampoco es que fuera un hombre de
campo; comprendía, y aceptaba, que diez personas produjesen
mucho más bullicio a su alrededor que una sola. Cuando ya no
podía más, a aquella gran persona, de maneras elegantes, a la
que no le gustaba dañar a los demás, y que caía bien a todos, le
bastaba con esbozar un media sonrisa bondadosa y
melancólica, con cierto aire infantil, para que lo dejasen irse.
Natsuo vivía ajeno por completo a su fama. Aunque evitaba
las relaciones sociales, siempre sonreía con distanciamiento
sin un ápice de frialdad, sin sentir necesidad de amoldarse.
Apenas sentía que tuviese nada que ver con él cuanto ocurría a
su alrededor. Por así decirlo, en su vida parecía imposible que
«ocurriese algo». Natsuo no tenía ojos más que para aquello
que le atraía o considerase bello. Todo lo demás se esfumaba
de su vista.
Sin tener especialmente seguridad en sí ni ambición,
simplemente pintaba con la espontaneidad con que trinan los
pájaros, lo cual le sorprendía si se paraba a reflexionar. Nada
más terminar un cuadro, enseguida se esfumaba la pasión
creativa. No quedaba ningún rescoldo en el fondo de su
corazón. Al verse como flotando sin haber recibido ninguna
herida en la vida, no le disgustaba que no le surgiese ese típico
romanticismo de joven. Se daba cuenta de que se estaba
haciendo famoso, pero no estaba sediento de gloria; al
contrario, se distanciaba de ella. El origen de la gloria habitaba
en su infancia, y mientras crecía, la fue dejando de lado. Le
gustaba pensar y verse así.
También, cuando le asaltaba una extraña emoción ante
aquel paisaje de la puesta de sol cuadrangular, sentía que con
el ocaso se derretía su infancia en ese crisol para caer en la
sima del pasado. Su infancia no había sido distinta de las de
los demás, ni especialmente lujosa ni agradable, pero evocaba
el aura de una felicidad indescriptible, una música
interminable, una ópera en la que no bajaba el telón. Era la
certidumbre de una felicidad apenas soñada, que brotaba del
reconocimiento que el mundo visto por los demás era distinto
del mundo visto por uno mismo. A veces le rezumaba desde
un rincón de su corazón como una nube que lo envuelve, una
vivencia arraigada en el pasado de su infancia, eco de aquellos
días en que sentía que apretaba la felicidad entre sus manos.
La felicidad que vivía en este momento era un reflejo lejano de
aquélla, recuerdo de lo que fue y añoranza de lo que ya no era.
Natsuo, en aquella felicidad absoluta de su niñez, de todos
los paisajes bellos que luego habría de ver a lo largo de su
vida, pájaros, animales o rostros de personas, tenía la
impresión de haberles pasado ya revista, como un catálogo ya
desplegado ante sus ojos. El resto de descubrimientos
refrescantes en su vida no eran más que reflejos de aquel
álbum de vivencias de belleza durante su infancia. Los
paisajes de su niñez relumbraban dentro de aquel ocaso eterno:
el lago resplandecía brillante, el bosque de las riberas se
sumergía en meditación, las montañas se revestían variopintas
de tonos azules y violados, el horizonte se expandían sin fin,
se veían brotar nítidamente hierbas y florecillas, hasta las
piedras en el borde del camino se percibían nítidamente.
Únicamente no había la menor señal de presencia humana.
«¿Por qué no hay personas?», se preguntaría extrañado sin
duda cuando era niño.
«¿Cómo puede ser tan perfecto este mundo deshabitado?»
Ya desde mucho antes de que surgiera el mínimo interés
por las relaciones humanas, el afán por la belleza se apoderó
de este niño. Mucho antes de aprender las palabras y las reglas
sociales, había algo que arrebataba por completo su corazón y
transfiguraba el mundo contemplado en un escenario desierto
de humanidad donde sólo moraban las formas y los colores.
Tal vez sucedió antes de empezar la educación primaria,
pensaba; él recordaba vivamente lo que contó un tío suyo a su
regreso de un viaje a Europa. Aunque apenas recordaba nada
de aquella época, aquella conversación sí había quedado
grabada en su memoria.
Su por aquel entonces joven tío tomó un coche para viajar
desde Madrid, la capital de España, hasta Toledo en un viaje
de ida y vuelta en un solo día, y lo que se le quedó grabado
fueron sus comentarios acerca de los colores del paisaje vistos
durante el trayecto. El coche avanzaba por la carretera al
atardecer, una hora más tarde deberían llegar a Madrid, ya en
plena noche. El trayecto, de unas cuarenta millas entre Toledo
y Madrid, atravesaba tierras desiertas y rocosas. Apenas se
veían coches por el camino.
Su tío observaba las llanuras en las primeras horas de la
puesta de sol. Estrellas relucientes en el cielo. En el horizonte,
a poniente, bajo unas nubes anaranjadas, le pareció distinguir
unos tonos de gris azulado. No obstante, un color muy intenso
brillaba en un punto del horizonte. Sobre unas bajas breñas
más allá de la llanura refulgía con intensos rojos llameantes el
cielo.
Pensó que sería un incendio, y se asomó a la ventanilla del
coche. A medida que avanzaba el coche, se dio cuenta de que
no se trataba de un incendio: la luz procedía del resplandor de
la chimenea de una fábrica en las faldas de una montaña. Las
llamas del horno resplandecían vivaces en la distante llanura, y
sobre los tejados de la fábrica se veían los reflejos llameantes
del cielo. A su tío aquel paisaje le pareció idéntico al cuadro
del Infierno visto el día anterior en el Museo del Prado.
Ciertamente, aquel paisaje reproducía fielmente el infierno de
El Bosco con la escena de una ciudad ardiendo en el horizonte.
Aquella anécdota contada por su tío se le quedó grabada.
Desde entonces tuvo la ilusión de ver aquel paisaje algún día
con sus propios ojos. En su cuaderno de notas intentó
reproducir dicho paisaje por medio de la imaginación. A través
de los ojos de la imaginación podía verlo todo. Y él ya había
visto el infierno con esos ojos.
Cuando estaba molesto por algún motivo, Natsuo se iba de
viaje en coche. Su destino no eran aldeas remotas ni lugares
solitarios. Por una razón meramente práctica, detestaba las
carreteras poco acondicionadas para conducir.
Un día lluvioso de marzo salió en coche. Al poco,
empezaron a clarear las nubes del cielo. Como llevaba tiempo
sin ir, pensó viajar a Hakone a principios de primavera. Su
último viaje fue, precisamente, la pasada primavera, cuando
visitó Hakone con el grupo de amigos de Kyoko. Si hacía buen
tiempo, pasaría la noche en Hakone, o tal vez en Atami. En un
día entre semana, seguro que habría habitaciones libres.
A su paso por Yokohama el cielo ya estaba completamente
despejado. A esas horas de la tarde en un día laborable no
había demasiado tráfico y Natsuo conducía tranquilamente.
El cielo de la tarde corría sobre el cristal frontal del coche;
atrás quedaba la ciudad. Se recreaba percibiendo la gama de
tonos claros en el paisaje. No es que le inspirase propiamente,
pero la albura del horizonte facilitaba que le llegase dicha
inspiración. No era ni alegre ni triste. Puestos a definirlo, era
simplemente felicidad.
Aquella visionaria quiromántica le dijo de pequeño que
parecía un ángel, pero le auguró un futuro vulnerable. Lo
adivinó así, sin duda porque presentía la expresión que ahora
mostraba Natsuo en medio de un vacío de emoción.
Efectivamente, el Natsuo de hoy, ya joven adulto, carecía de
aquellos rasgos típicos de los chicos enamorados, con su
escasa habilidad para conjugar razón y sentimientos y su
indescriptible falta de transparencia y torpeza de expresión.
Natsuo tenía un carácter acogedor, pero esa amabilidad distaba
mucho del enamoramiento.
Con un sencillo traje nuevo de entretiempo, al volante de su
coche nuevo, se adentraba en el paisaje proyectándose tras los
cristales del coche. Sentía despejado su ánimo, pero aquello
tampoco tenía nada que ver con el amor. Si le atormentara la
soledad, tal vez el amor habría brotado en su vida. Pero para
Natsuo la soledad era su íntima amiga. Todas las personas en
su vida, junto con la naturaleza, no eran más que queridas
amistades.
A pesar de su juventud, Natsuo a veces se sentía con total
libertad de espíritu. Ahora era una de esas ocasiones. Era
como si hubiera desaparecido la parte orgánica de su cuerpo,
como si consistiese en un mineral de cristalización
transparente.
El coche se introdujo por una carretera que cruzaba los
montes por el puerto de Jikkokutoge. En las alturas todavía era
lento el florecimiento de la primavera. A lo lejos, en la cresta,
alzaban sus astas los postes eléctricos construidos
recientemente, que al atardecer hincaban su negra cornamenta
sobre la espalda color caqui de la montaña.
Como en los alrededores del mirador de Jikkokutoge habría
demasiada gente, aparcó con antelación y, cuaderno de bocetos
en mano, se bajó del coche. Apenas había nadie a excepción
de los coches que pasaban por la carretera.
A Natsuo le impresionaba ver cómo desde cualquier ángulo
del amplio paisaje emanaba intensa la primavera en todo su
vigor. Al borde del camino florecían brotes de fuki con sus
pétalos verdiblancos.
Los rasgos del paisaje de principios de primavera, más que
colores diferenciados, reflejaban tonalidades saturadas de
turbiedad, presagio de la próxima floración. El sabor abstracto
de este aire puro de montaña, el sabor de la atmósfera a
comienzos de primavera. Esta amalgama naciente de colores
estropeaba el sabor de la atmósfera primaveral, como si el
aroma abstracto del límpido ambiente alpino se transformase
en un aire respirado con dificultad por el paseante montañero.
Como si el caminante avanzara inmerso en una composición
invisible y transparente aunque con minuciosos destellos
inquietantes…
En una de las colinas que formaban la cadena destacaba un
tono verdoso de brotes incipientes. Cerca había una colina de
color rojizo pardo de azuki, y más allá, otra de las colinas
estaba cubierta desde la falda hasta la cima de hojas rojizas de
ajedrea.
Resaltaba más bien la belleza de las lomas cercanas, cuya
hierba parecía empezar a marchitarse; sin embargo, por todas
partes sobresalían los matices verdes de la primavera.
En la base de las cañas de bambú, aunque de tonos ocres
amarillentos, también se apreciaba el verde suave, solapándose
ambos tonos en la base del tronco. En los rectilíneos bosques
de cedro el verde oscuro perenne se combinaba virtuosamente
con el verde azulado de los nuevos brotes, contrastando con
matices glaucos y amarillos acá y allá en la foresta.
Natsuo saboreó un cierto desencanto al contemplar el
panorama, aunque no se debía a un nublado de la visión que
difuminara el paisaje. Persistía la transparencia con que su
mirada captó el paisaje al alcanzar por primera vez la altura
del desfiladero. Pero ahora sus ojos comenzaban a crear, tras la
maravilla aparente, otra clase de belleza en gestación que
empezaba a desvelarse. Como palparía un escultor el material
en bruto de la futura estatua, Natsuo tocaba con la creatividad
de su vista los trazos y matices del cuadro que daría a luz.
Sentía como si hubiera visto lo que no se debe ver y una voz
invisible avisara: «prohibido tocar». Quién era él para
contemplar así lo bello de la naturaleza al desnudo. Sublimarla
forzadamente sería como violarla, lo cual contradecía la
manera de ser y pensar de Natsuo.
Cerró el cuaderno de bocetos y volvió al coche. Por una
carretera llana y poco transitada iba pensando:
«Yo nunca me vengo abajo; en caso de no lograr el dibujo
apropiado, será culpa de la naturaleza». Al pensar así, no había
en Natsuo el menor rastro de estar molesto con la naturaleza.
Como era evidente que él no se venía abajo por no lograr la
obra, era obvio también que la responsabilidad del fallo
recayese en la naturaleza.
En ese momento, se cruzó con un coche que circulaba
despacio, en su interior, un hombre delgado sentado entre dos
geishas. El hombre, de semblante triste, tenía las manos
metidas bajo el kimono de una de ellas. Las dos jóvenes
miraban en derredor embelesadas irguiendo el cuello como
flotando en una cumbre.
Natsuo observó alejarse a aquel coche tan evocador del
deseo sexual sin ninguna emoción, mas no por eso se
enorgullecía en absoluto de estar por encima de todo con su
excelsa capacidad creativa.
«Yo apenas me desanimo. Porque tengo algo de ángel»,
pensaba volviendo en sí. Aquella idea recurrente era como un
susurro en sus oídos. La vidente no falló en absoluto al tildarlo
de ángel durante su infancia. Cuando en la clase de primaria el
profesor lo amonestaba por alguna travesura, pensaba: «Cómo
puede regañarme, si soy un ángel…». «Si el maestro me
pegase, enseguida desplegaría dos alas a mis espaldas y se
quedaría pasmado al verme salir volando por la ventana.»
Natsuo conducía esbozando una sonrisa ante estos
recuerdos azarosos. Le parecía que llevaba pegada a los labios
aquella sonrisa infantil.
No pensaba así por vanidad o presunción, lo sentía así
desde que tuvo uso de razón. Estaba convencido de que nada
podría destruir su pureza. Aunque existiera, como dice la
gente, una realidad verdaderamente aborrecible, desde un
principio carecería de cualquier poder contra él. En efecto, por
mucho que se propusiese descubrir la fealdad del mundo, no
hallaba allí más que algo irreal.
Ese día primaveral Natsuo conducía sonriendo al mundo
sin pretensiones vanidosas; simplemente pensaba que jamás
habría de recibir una sonrisa en respuesta por parte de ese
mundo. En este sentido, sensibilidad y voluntad conectaban.
Aquella sonrisa acogiendo el paisaje montañoso ante el
horizonte de nubes distantes evocaba su permanente
sentimiento de oposición al mundo.
Sin embargo, se contentaba con interrumpir ahí sus
pensamientos sin profundizar mucho más.
En la región de Mishima y Numazu, a la luz clara del
atardecer, se perfilaban imponentes promontorios rocosos, y
tras verdes campos de trigo e hileras de gramíneas amarillas se
dibujaba el horizonte del mar. En las llanuras ya era
primavera. Salió de la autopista y durante un rato condujo por
una carretera mal asfaltada. A lo lejos se divisaban los cerezos
en flor de Uomizaki en Atami, que como copos de nieve aún
sin derretir se esparcían por los acantilados.
Natsuo decidió pernoctar en Atami. En ese lugar detuvo el
coche para tomar unos bocetos de los cerezos.
Un grupo de cuatro o cinco chicos subían por el mismo
sendero. Llevaban cuadernos de pintura en la mano o colgados
del hombro. Natsuo enseguida se dio cuenta de que
probablemente serían estudiantes de bellas artes.
Pisando ruidosamente la gravilla adrede, pasaron junto a
Natsuo. Sobre la página de su cuaderno se dibujó la sombra de
sus perfiles. Saltaba a la vista que tenían pretensiones
artísticas; por otro lado, se les notaba orgullosos y conscientes
de la fortaleza de su juventud. Sin decir nada, de forma poco
natural, uno de los jóvenes se puso a silbar. Cuando Natsuo
pensaba que el ruido de pasos se alejaba, de repente, tal vez
debido a la repercusión diáfana del ambiente de montaña,
escuchó a sus espaldas una desagradable voz femenina.
—Vaya, pero si tenemos aquí a Yamakawa Natsuo.
Menudos aires se da ahora que es tan popular.
Natsuo no daba crédito. Era la primera vez que le hablaban
así. Más que sentirse ofendido, lo que le impresionó de dichas
palabras fue darse cuenta de que su trivial fama, aunque de por
sí no constituía ningún mal, fuese motivo para herir los
sentimientos de unos jóvenes cualesquiera.
Por decirlo exageradamente, pensar que no gustaba a
aquellos jóvenes le parecía una auténtica desgracia.
«¡Hay personas a las que no gusto!»… Era casi impensable.
Pero, a decir verdad, le sorprendía otra cosa. Eso lo tenía
asumido ya desde hacía tiempo. Lo que le causaba
estupefacción era que, pese a haber experimentado desprecios
semejantes en el pasado, ahora le impresionara tanto o más
que antes. Aquellas palabras pronunciadas tibiamente por la
chica en la atmósfera de montaña echaban por tierra la
armonía de su relación con el mundo exterior.
Desde el hostal de Atami, más allá de un pequeño jardín
rodeado de bambú, se divisaba un invernadero de tejados altos
bajo la claridad lunar. En kimono, tras darse un baño,
contemplaba el invernadero y la luna a través de una ventana
circular.
La luz lunar empañaba de niebla los cristales del
invernadero con un tenue blanco lechoso, y la alta
construcción deshabitada todavía presentaba un aspecto más
desolado. Seguro que dentro dormitarían apretados y atestados
pavos, raras palmas tropicales y árboles de hoja ancha de
Atami. Aglomeradas, las plantas bañadas en la oscuridad por
los reflejos lunares exhalarían el denso calor acumulado
durante el día. Vista desde el exterior, la construcción de
ventanas acristaladas semejaba configurar un mundo interior
de otra dimensión.
«De pequeño vi una central eléctrica con una forma tan
extraña como ésta —pensó Osamu—. Una armazón misteriosa
en cuyo interior hay un pasillo subterráneo que desciende
hacia otro mundo.»
En ese momento se oyó un golpe, como si hiciese añicos
uno de los cristales, y en el extremo de una de las ventanas de
cristal en lo alto del tejado vio un agujero con forma de
estrella negra en su superficie.
Después silencio. Nadie parece despertarse. No hay nadie.
Tal vez algún gamberro lanzó una piedra desde lejos.
Natsuo se quedó unos instantes en silencio. Pasó el tiempo.
Nadie más parecía percatarse del extraño suceso. Empezaba a
refrescar. Finalmente, no sin antes volver a echar una ojeada a
la ventana rota del tejado, cerró la ventana de forma esférica
dispuesto a dormir. A decir verdad, lo que veía no tenía nada
de particular. La ordenada realidad del cristal antes de
quebrarse pronto volvería a recobrar su estado previo. Todo
habría sido obra de una invisible y ubicua mano más rápida
que una mano al borrar el carboncillo de una línea equivocada
sobre el papel… Natsuo, pensando así, se sintió por fin más
tranquilo.
Al volver a Tokio, había llegado una carta escrita con trazos
femeninos y de remitente desconocido. Leyó la carta. Decía
que le gustaban sus cuadros. Desde la pasada exposición de
otoño solía recibir este tipo de cartas de personas
desconocidas.
Dos o tres días más tarde volvió a recibir una carta parecida
de la misma persona. La mujer se llamaba Nakahashi Fusae.
Natsuo le escribió una cortés carta de agradecimiento. Sin
embargo, no obtuvo respuesta.
Osamu empezó a pasar su tiempo libre en la cafetería
«Acacia» de su madre. Solía llevar a amigos de la compañía
de teatro, y también a su grupo de amigos culturistas del
gimnasio. Allí, por supuesto, les invitaba a té y podían estar
todo el tiempo que quisiesen.
Las cafeterías estaban de moda por entonces. Aunque los
ingresos eran en efectivo, tampoco es que se ganase tanto. La
economía se estaba recuperando. En general, reinaba una
visión pesimista; a comienzos del año la situación no variaba
mucho, pero hacia finales de año las cosas empeoraban. Los
clientes de Acacia, sin embargo, parecían disfrutar de una
mejor situación económica que el año pasado.
El día antes un cliente, que también trabajaba en una
cafetería, le contó cómo iban las cosas en el establecimiento
«Música de cámara», recientemente abierto en Ginza.
En dicho local cada día tenían unas ganancias medias de
más de 120.000 yenes, y aunque al mes acumulaban beneficios
por un valor de 3.600.000, gastaban en pagos de personal unos
40.000, y como el coste de un café de 100 yenes era de 23
yenes, y el coste del té de 80 yenes era 20 yenes, y además
todo era dinero en efectivo, sólo con esas ventas ya podrían
amortizar pronto los gastos de la construcción del local.
La cafetería Acacia, en comparación, era mucho más
pequeña, pero con un trasiego de clientes constante. La madre
de Osamu, siempre alegre y dadivosa, le daba dinero al hijo
como si fuera un querido mantenido. Osamu, a la vuelta del
gimnasio, se pasaba por la cafetería acompañado de Takei y
otros compañeros más jóvenes. Mientras el resto de la gente
todavía no renunciaba a bufandas y abrigos de invierno, sus
amigos vestían polos con el cuello bien abierto con una simple
chaqueta por encima de los hombros o con un suéter ajustado
de malla para marcar mejor la forma triangular de sus
pectorales. Cuando entraban tres o cuatro chicos de este grupo,
enseguida aumentaba la clientela femenina. En el grupo
sonreían contentos.
Takei, como de costumbre, elogiaba a su ídolo Leo Robert,
proclamado Míster Universo en 1954. Takei, mostrando una
foto de cuerpo entero de la que nunca se separaba, les dijo:
—En cualquier caso, Leo es una obra maestra en la historia
de la humanidad; cualquier político eminente, emperador,
importante filósofo, millonario o genial compositor, al
contemplar el cuerpo de este joven, se vería obligado a
venerarle.
Como siempre, tomaba una gaseosa de limón que, por
consideración de Osamu, llevaba tres veces más limón del
habitual.
—Cuando uno llega hasta este nivel, el esfuerzo es
importante, por supuesto, pero también hay que tener un don
especial. La forma definida de sus músculos está determinada
por su innata estructura ósea.
»Cada uno de los huesos de Leo Robert tiene una
constitución perfecta, son bellos y grandes, rebosantes de
armonía. A su vez, su musculatura posee una forma bella
natural, sin la menor imitación. ¡Mirad! —decía señalando con
el dedo los vigorosos pectorales de aquel brillante cuerpo
desnudo como una estatua de bronce—. Fijaos cómo se
extienden los músculos del pecho. Son de una hermosura
indescriptible, ¿verdad? El tórax se divide en esternón, pecho
y abdomen. Normalmente, el abdomen visto desde fuera
sobresale hacia abajo. Por desgracia, eso es lo que me pasa. A
ti también… —dijo alargando la mano sobre la mesa y
colocando el dedo sin ningún miramiento sobre el polo de uno
de los jóvenes a la altura del abdomen.
—Pero Leo Robert es diferente. Esa parte queda bien
realzada, la estructura del pecho está proporcionada y luce. Es
vigoroso, elegante y romántico, con un cuerpo poético; es un
tipo ideal, como un caballero de las cruzadas.
Después siguieron hablando con mucho interés sobre temas
especializados tales como los efectos de los ejercicios de pesas
con máquinas, añadir peso en la banqueta de levantamiento o
los supuestos resultados más rápidos de sostener el peso sobre
el pecho menos veces o mantener un ritmo constante con
menor peso. Ya podían pasar varias horas que no se cansaban
de hablar sobre musculación.
Osamu, con sus compañeros del gimnasio, se sentía
realmente bien. Tampoco sentía necesidad de compadecerse de
que no le diesen papeles en el teatro. Los músculos
reemplazaban cualquier ambición.
Distraídamente, se puso a pensar en Mariko. Todavía
estaban juntos. Osamu no era de lo que se aburren de estar con
una sola mujer. Él, hasta que la mujer se cansaba de su
indolencia habitual, aunque con cierto disgusto en el
semblante, continuaba con la relación.
—Malenkov dimitió, puede que tenga que ver con su
fracaso en la ofensiva de paz —de repente uno de ellos cambió
de tema de conversación. Se refería a una antigua noticia
sucedida hacía más de un mes y medio.
—¿A qué viene eso ahora?
Sin embargo, pronto entendieron por qué sacaba ese tema
ahora. Frente al joven que lo había dicho, en una mesa
contigua, un estudiante universitario había dejado
descuidadamente un libro forrado con el papel de un periódico
donde aparecía el artículo con la noticia.
—¡Esa noticia ya es antigua! No me extraña tu fama de
tener pocas luces. —El que hablaba así parecía no estar
enterado de la noticia, y enseguida cambió de tema de
conversación preguntándose si existiría un Míster Unión
Soviética. Takei dijo que en ese país serían capaces de colocar
una máquina industrial en una barra de pesas y, gracias al
trabajo en cadena de cien personas, fabricar un tractor en una
hora como si tal cosa.
—¿Por qué no vamos a algún sitio? ¿Qué os parece si
vamos al centro comercial M? —dijo un joven robusto de cara
aniñada. A él, más que comprar, lo que le gustaban eran las
pequeñas pajarerías—. Venga, vamos a ver los pajarillos del
centro comercial M, ¡me encantan!
—Si voy yo, los pájaros se van a escapar. Y no podremos
asarlos.
Todos se echaron a reír con el aire inocente de un grupo de
niños.
A través de la ventana se filtraban haces polvorientos de luz
del atardecer. Los jóvenes, rebosantes de energía, fumando sin
parar, en cierto momento se quedaron callados observando el
gentío en la calle.
Su corpulenta musculatura no tenía nada que ver con ese
paisaje urbano, y eso les hacía felices; su vitalidad se volcaba
exclusivamente en el estado de su musculatura. Sin ninguna
finalidad más, sin pedir nada, se bastaban a sí mismos. La
vitalidad, por más que se cultivase, acababa por desgastarse,
igual que se reduce o aumenta la musculatura del cuerpo.
Con los músculos se lograba una apariencia amenazante
ante los demás. Ese aspecto imponente era interesante. Sin
embargo, solamente ellos, los propios interesados, entendían la
naturaleza de la musculatura, suave y carente de objetivos
como un tejido de seda o flores.
Un joven con polo de verano y el brazo apoyado en la
ventana, al darse cuenta de la marca morada y redonda de unos
treinta centímetros que se le había hecho en el brazo, como la
de un muerto por asfixia, cambió de posición. Las luces de
neón azules de la tienda de enfrente brillaban iluminándolo
todo en derredor.
—Tu brazo está muerto —dijo otro del grupo.
Osamu se sintió aludido, y se palpó por encima de las
mangas los dos brazos. Aquellos brazos no habían muerto aún.
Estaban calientes, duros, con el espesor de la agradable
existencia de su cuerpo. Sí… ciertamente existía, estaba vivo.
En ese momento Natsuo entró en la cafetería. Tratando de
pasar desapercibido, fue hacia el fondo, pero Osamu, al verlo,
le dio un tirón a su gabardina de entretiempo para avisarle de
su presencia.
—Hola —saludó con un poco de vergüenza Natsuo. Un
poco cohibido, observó a los jóvenes orgullosos de sus
músculos alrededor de Osamu.
Osamu dijo:
—Recibiste mi invitación, ¿verdad?, gracias por venir.
—Sí.
Osamu había enviado a sus amigos una carta de invitación
con una consumición gratis a la cafetería, en la que adjuntaba
un mapa del emplazamiento del local.
Natsuo sabía que le convenía encontrarse de vez en cuando
con amigos que no tuviesen nada que ver con el mundo de la
pintura. Si se trataba de algún amigo de la casa de Kyoko,
cualquiera bastaba para ese propósito. Osamu presentó a
Natsuo a los demás. Ellos, al ver lo cohibido que estaba,
sintieron reafirmarse en lo imponente de sus músculos.
Natsuo, por su parte, enseguida se tranquilizó al entender que
no había razón para sentirse fuera de lugar. No obstante,
comenzó con un comentario algo insulso:
—Ya veo que te está yendo bien.
—Sí.
Osamu observó con aire magnánimo el local. Osamu no
parecía consciente de los aires de propietario que se daba, y a
juicio de Natsuo, precisamente eso revelaba su bondad innata.
—Shun terminó la carrera —dijo Osamu—. Increíble,
¿verdad?
—¿Realmente hizo los exámenes?
—Sí, se presentó a los exámenes y, encima, aprobó.
—Qué bien, entonces por fin va a ser boxeador profesional,
¿no?
—Enseguida tendrá su primer combate como profesional.
Dice que nos invitará a todos los del grupo de Kyoko. A ti
también te dará una entrada, seguro.
En cierto momento, Takei empezó a soltarle a Natsuo un
discurso de argumentos desordenados sobre su perspectiva de
la musculatura; mencionaba a Laocoonte y otros escultores
griegos, Miguel Ángel o El pensador de Rodin.
—Que sepas que estás hablando con un pintor japonés…
—le advirtió Osamu.
Sin embargo, Takei hizo oídos sordos y siguió afirmando
que la fuente de la belleza que debían descubrir y expresar los
pintores se encontraba realmente en la escultura. Basaba su
argumento en que tanto la belleza natural como la muerta eran,
en realidad, una alegoría de la belleza del cuerpo musculado
del ser humano. Su discurso era todo un disparate dialéctico
sin el mínimo rigor lógico.
No era la primera vez que Natsuo se encontraba con tipos
así, aficionados a hablar despreocupadamente sobre
especialidades ajenas que no eran de su dominio, capaces de
sermonear a un experto sobre el campo de su especialización
haciendo gala de sus propias opiniones. Muchos mecenas de
pintores pertenecían a este tipo. Lo sorprendente era que las
personas que carecían del mínimo sentido artístico eran
propensas a pensar que su vida tenía muchos puntos en común
con los fundamentos del arte. Ciertos banqueros, por ejemplo,
tendían a creer que su intuición a la hora de conceder
préstamos era similar a la intuición artística y la comparaban
absurdamente con la intuición del pintor al elegir los colores
de su obra; y como colofón, aquellas palabras complacientes
que casi todos soltaban como si tal cosa:
«Sí, al fin y al cabo, nuestro camino es parecido. Nuestro
trabajo prosaico tiene mucho en común con la dedicación de
los artistas».
Natsuo había escuchado a menudo las palabras aduladoras
que usaban cierto tipo de pintores para contentar a los
empresarios a punto de decidirse a comprar alguna de sus
obras. Consistía en apropiarse del mismo discurso. Había que
decirlo de una manera muy objetiva, como un espectador
imparcial, y con tono halagador.
«Cuando le escucho hablar sobre su trabajo, caigo en la
cuenta de que en el fondo tiene mucho que ver con la creación
artística.»
«¿Sí? ¿En qué sentido?»
Como en ese caso el interesado se sentiría rebosante de
felicidad y mostraría su interés, no hacía falta más que exponer
de manera apropiada dichos puntos en común, pero, a decir
verdad, ¡¿qué semejanza podía haber entre las máquinas
industriales y los pavos, la luna y los coches, la industria naval
y los mondadientes, las mandarinas y los teléfonos?! Por tanto,
bastaba con esas referencias para ganarse el interés de la otra
persona. Por ejemplo, se podía aludir a una de esas
generalizaciones vagas que solían usarse a menudo del estilo:
«Compartimos la alegría de crear».
«Pues yo la verdad es que no tengo nada de sensibilidad
artística.»
«No diga eso. Créame, la tiene.»
Sin embargo, no se trataba más que de vana adulación. En
realidad, habría que decir:
«Pues la verdad es que lleva razón. No cualquiera puede
tener sensibilidad artística; en manos de una persona que no
sea un artista, aunque tuviese dicha sensibilidad, la obra de
arte se echaría a perder. El verdadero punto en común entre un
artista y una persona que carece por completo de sentido
artístico se produce cuando ésta se concentra en su propio
trabajo y de esa dedicación y esfuerzo surge algo valioso, lo
que realmente le iguala al artista. En ese sentido, usted ha
comprendido la esencia del arte mejor que cualquier diletante
superficial».
Cualquier hombre de negocios se tragaría dicho discurso.
En el fondo, querrían convertirse en artistas y, además,
parecerse a ellos todo lo posible. Por eso, con una
argumentación desabrida, trataban de satisfacer ambas
aspiraciones.
Lo que no convenía olvidar nunca es que, cuando estos
solventes y reputados hombres se mostraban deliberadamente
modestos rebajándose ante un artista aludiendo a su falta de
sensibilidad artística, en realidad no son sinceros, pues
ocultaban en su interior una gran satisfacción. Dicha modestia
era, por regla general, una falsedad pura que, de ninguna
manera, debían darse por veraz.
Pocos se negarían a renunciar a la alegría de ser el primer
ganador del concurso de haiku o tankan de la oficina a cambio
de sentarse en la silla con el cargo de jefe; por otro lado, según
los especialistas en estética, el placer que encontraba un viejo
poderoso y acaudalado en el arte era una forma de evadirse de
la fuerza de voluntad indispensable en el mundo. Además, las
personas que habían triunfado y se sentían satisfechas consigo
mismas se alegraban más si su éxito práctico era reconocido
por la perspectiva ideal del arte antes que por la ley realista de
la sociedad.
Natsuo no era dado a adular a los demás, pero era algo que
incluso él sobreentendía.
Sin embargo, la forma de entrometerse de Takei le
resultaba peculiar. Respecto a la belleza, él consideraba que el
cuerpo musculado constituía el material para plasmar la obra
de arte sin necesidad de la mediación del artista; «en la belleza
originalmente no es necesaria la mano del artista». Los artistas
no eran para él más que agentes de bolsa, y en caso de querer
plasmar en una obra de arte el espíritu del ser humano, Leo
Robert sería un ejemplo muy pertinente, y la razón de ser del
arte se debilitaría.
Sin embargo, Natsuo se veía obligado a reconocer que la
idea de la belleza de Takei estaba claramente influenciada por
la estética de determinado periodo histórico. Su «inspiración»
no surgía simplemente de la situación anatómica de los
músculos del cuerpo, no había duda de que la idea provenía
del estilo barroco que exageraba la cultura griega. Él no tenía
interés por el clasicismo. En el cuerpo de Apolo se apreciaba
falta de entrenamiento, era demasiado humano y natural. Takei
creía que la musculatura, al igual que la inteligencia, mediante
la voluntad podía fortalecerse hasta niveles sobrehumanos.
Natsuo percibió en la polémica un peligro infantil. En
primer lugar, en la obra de arte, a diferencia de la belleza que
se veía con los ojos, se sugería lo bello en un trasfondo; por
eso realmente no se veía la belleza misma, se limitaba tan sólo
a asegurar su capacidad de resistencia en el tiempo. La esencia
de la obra de arte residía exclusivamente en su atemporalidad.
Aunque quisiéramos convertir el cuerpo humano en obra de
arte, no podríamos impedir su deterioro consumido por el paso
del tiempo. Si, a pesar de todo, manteníamos esta hipótesis y
queríamos hacer de ese cuerpo una obra artística, la salvación
de su deterioro sería la consumación del suicidio en el
momento de su mayor esplendor. También las obras de arte
estaban expuestas a sufrir el destino de su desaparición, por
ejemplo, a causa de un incendio. Por eso, aunque un joven de
bella musculatura, sin recurrir a la mediación de ningún
escultor, quisiera convertirse a sí mismo en obra de arte, no
tendría más remedio que planear su propia destrucción. Así es
como conseguiría asegurar la trascendencia de la temporalidad
en su propio cuerpo al surgir desde su interior el artista que
esculpiendo su obra la destruyese. Ejercitar y cultivar el
cuerpo requería el empleo de la musculatura, pero al mismo
tiempo la ley del tiempo y la ley de la decadencia encerradas
tercamente dentro del cuerpo dejaban claro que no había ahí
obra de arte que valiese. A menos que se recurriese al suicidio,
ese cuerpo bello no reunía las condiciones necesarias para
llegar a ser una obra de arte.
Natsuo, a punto de perder la paciencia, dijo:
—Si tanto aprecias tus músculos, te recomiendo que te
suicides cuando aún conserves tu esplendor físico.
Natsuo, casi sin darse cuenta, había perdido la compostura
sacando a relucir su enfado. Todos se quedaron callados y
estupefactos, sobre todo Osamu, que nunca antes lo había visto
así.
—Todos vosotros también envejeceréis. Vuestro cuerpo no
es más que una ilusión —dijo Natsuo dejándose llevar por el
ímpetu del momento. Takei no se dio por vencido:
—Sí, eso nos pasará a todos, incluido alguien digno de
lástima como tú, que ya desde joven parece un vejestorio. Al
ser un pobre y débil pintor sin fuerza en los brazos, te da lo
mismo que desaparezca del mundo la fuerza de los músculos,
¿verdad?
Natsuo se fue molesto y algo decaído. Como no había ido
en coche, tendría que andar hasta la estación. Osamu salió tras
él. Se disculpó. Lamentaba que hubiese pasado un mal rato
encima de que había tenido el detalle de ir a la cafetería. A
Natsuo le impresionó su bondad. En ese momento Osamu le
pareció un animal tan grande, imponentemente fuerte y bello,
que llegó a envidiar parecerse un poco a él. De repente, Osamu
dijo:
—No le des importancia. Takei siempre trata de ocultarlo,
pero ten en cuenta que es coreano.
Aquélla era una revelación sorprendente. Natsuo se acordó
de un corredor de maratones coreano oriundo de Haijima que
hacía años había participado en una competición internacional
corriendo con el equipo japonés. Ése era el apego exacerbado
al cuerpo musculado que tienen los pueblos oprimidos, y
derivaba en un ímpetu digno de admiración.
—Vaya, no lo sabía.
Nastuo recobró su apacible sonrisa y se quedó más
tranquilo. En tal caso, las ideas de Takei verdaderamente no
tenían nada que ver con él. Takei era un coreano, y él, un
ángel.
Por cierto, Osamu entendía de otra manera el hecho de que
Takei fuera coreano. Pensaba que ésa era la razón de su escasa
capacidad para expresarse. ¡Pero Takei de lo que no estaba
desprovisto era precisamente de lengua!
—¿Te vas a casa ya?
—Sí, tengo trabajo.
—Pues yo no tengo nada que hacer —dijo Osamu
orgullosamente y sin afectación.
—Seguro que alguna mujer te espera.
—Tal vez. Si te soy sincero, no tengo tanto interés en las
mujeres. —Las palabras de Osamu sonaron apasionadas, como
influenciadas por algo inevitable—. Creo que hay que sentirse
un poco vacío para que a uno le gusten realmente las mujeres,
pero a mí me da miedo.
—A mí, en cambio, me gusta. —Natsuo se acordó de
cuando pintaba. Después le preguntó:
—Entonces, ¿qué buscas en la vida?
La belleza de la mirada de Osamu se intensificó:
—Antes soñaba con ser actor. Cómo decirlo, quería afirmar
mi humanidad. Haciéndolo apropiadamente, podría confirmar
mi existencia. Una vez logrado, no me importaría dejar de ser
actor. De hecho, ya he conseguido algo. Incluso puedo decir
que he triunfado. Mira estos músculos.
Levantó el brazo para mostrar a través del suéter de lana
sus musculosos bíceps. Natsuo, atento con su amigo, mostró
una calculada sorpresa.
Los dos llegaron a la altura de un puesto que vendía
periódicos vespertinos frente a la estación. Hoy también habría
habido algún nuevo crimen o caso de desfalco. Osamu compró
varios ejemplares y se despidió de Natsuo para regresar a la
cafetería Acacia.
Días después, Natsuo volvió a recibir una carta de Nakahashi
Fusae.
Decía lo siguiente: «Sé que quieres verme cuanto antes. Te
espero el martes cinco de abril a las tres delante de la
Residencia Imperial de Akasaka. Me reconocerás enseguida
por el kimono y los guantes de primavera con lazo negro».
Natsuo enseguida pensó en romper la carta, pero, sin
decidirse, la guardó durante todo el día, hasta que por fin la
rompió y la tiró a la papelera antes de irse a dormir. El día
cinco ya se había olvidado de la carta.
El día siete recibió una carta urgente. Venía a decir lo
mismo, pero le reprochaba no haber acudido a la cita previa;
de nuevo le proponía un encuentro el día ocho a las tres de la
tarde, le esperaría en el parque de Chidorigafuchi, ante la
Embajada inglesa. Natsuo no fue a la cita; no obstante, como
esta vez no acudió intencionadamente no dejó de pensar en la
carta durante todo el día.
La tercera carta llegó al cabo de veinte días. Le indicaba
como lugar de encuentro el parque de Onshi, en el recinto
imperial de Shiba, junto a la estación de Hamamatsucho, el
próximo día veinticuatro. Por casualidad ese día tenía previsto
ir a ver el combate de Shunkichi. Natsuo pensó en ir al parque
para buscar material para sus cuadros y después acudir al
combate de boxeo.
En esos momentos no sentía necesidad de ver a nadie. Al
amparo de sus padres y sus hermanos, disfrutaba del afecto en
un entorno familiar agradable. Además, así podía vivir libre,
sin ataduras, y su familia no se interponía.
Natsuo, simplemente con el ánimo de salir para quitarse de
encima el malhumor, tomó su cuaderno de bocetos y se
dispuso a coger el coche. Las ramas rebosantes de cerezos en
flor oscilaban sobre los muros de la casa de Natsuo. Como
faltaba poco para las elecciones del distrito, ante el muro solía
parar a menudo un triciclo motorizado que soltaba su
estridente publicidad electoral por los altavoces. Al salir del
garaje, oyó los gritos de una persona en el triciclo con una
bandera con los caracteres del candidato inscritos en gran
tamaño:
—¡Atrás! ¡Atrás! ¡Un poco más! ¡Ahí justo, debajo de ese
cerezo!
Natsuo pensó en el reparo que le daría exponer ante los
demás el gesto de su cara concentrada cuando trabajaba, y le
costaba entender el ánimo de las personas que dejaban ver su
rostro tan ensimismada trabajando en público como aquel
hombre de la camioneta. En determinados momentos, además
de la falta de sentido de la sociedad, que oprimía pesadamente
el ánimo del joven, también se transparentaba claramente, y de
semejante manera, el absurdo en el interior de su propia vida.
No se trataba de ningún enigma de difícil resolución.
Se alejó del triciclo de propaganda electoral tomando una
amplia curva para enfilar una amplia avenida.
Aunque pensaba que comprendía perfectamente el mundo y
a las personas de la misma manera que el funcionamiento del
motor de su coche, no podía dejar de sentirse herido tras las
palabras de los jóvenes estudiantes de pintura en Hakone o el
ataque del coreano fanático de los músculos. Cada vez que
pensaba que estaba mejor y olvidaba lo acontecido, volvía a
reaparecer el dolor. La claridad con la que percibía todo a su
alrededor no se veía alterada, pero no lograba librarse del
escepticismo respecto al mundo. Hasta hacía bien poco había
pensado que su sensibilidad constituía un punto fuerte del que
enorgullecerse ante los demás.
Condujo hasta el parque del recinto imperial de Shiba. En
la destartalada y sucia entrada había un cartel clavado que
advertía de la prohibición de entrar en automóvil. Tras echar
una ojeada alrededor, le pareció un parque tranquilo y
solitario.
En la entrada había un vigilante uniformado, ya entrado en
años, fumando con aire distraído. Natsuo, al verlo, como no
veía muy justificada su visita, algo avergonzado preguntó por
preguntar:
—Perdone, ¿el otro lado del parque sale al mar?
—No —respondió escuetamente el vigilante; después,
fijándose en su cuaderno de pintura, añadió—: ¿Es usted
pintor?
—Sí.
—Pues lo siento, pero ni siquiera los pintores pueden ir
hasta el mar, hay un muro —dijo en tono un poco bromista.
Natsuo inclinó levemente la cabeza y siguió su camino.
Ahora entendía por qué había preguntado eso
inconscientemente. Al cruzar la destartalada y sucia entrada,
había percibido el olor a salitre. Ya entrada la primavera, era
un aroma penetrante. En la carta le decía que estaría
esperándole sentada en un banco bajo la pérgola de lilas junto
al estanque. Efectivamente, tal como decía la carta, había un
estanque en el centro del parque, y también la pérgola de lilas.
Las ramas estaban a rebosar de lilas en flor.
En el parque tan sólo había algunos niños y vagabundos,
apenas se veían parejas, y no destacaban por su vestimenta.
Natsuo se sentó en un banco y abrió el cuaderno
apoyándolo en sus rodillas. Al lado estaba sentado un señor
mayor con un cuadernillo de notas que, con aire abstraído,
parecía escribir haikus.
El mar quedaba al otro lado de un promontorio de tierra
artificial; hacia la derecha sobresalía el extremo de una grúa
negra, y el humo oscuro de la chimenea de un barco; a la
izquierda se divisaban los tejados de un almacén frigorífico del
muelle de Takebashi.
Nastuo se quedó esperando inmóvil. De repente cesó la voz
de los niños que jugaban sobre un terreno con muchos
desniveles, y se discernía claramente el zumbido de las abejas
revoloteando en torno a las lilas.
Los relucientes pinos de la isleta del estanque quedaron
sombreados por las nubes.
La atmósfera del mar en la lejanía inundaba el parque. Una
sirena estridente en la cercanía quebró la tranquilidad del
entorno. Después, el brillante vacío volvió a tomar posesión
del terreno, de la tranquila isleta, del embarcadero del estanque
y de las inmensas linternas de piedra. Natsuo sabía que no eran
jardines tranquilos los de este parque por su cercanía al mar,
en cada uno de sus rincones se percibía una mezcla de
intranquilidad y expectativa. Los claroscuros de la luz
cambiaban precipitadamente sobre las nubes y el viento
soplaba con fuerza provocando un rumor molesto y artificial
entre las lilas.
En lugar de hundirse en el paisaje, le parecía estar siendo
rechazado continuamente por él. De un estado semejante no
podía brotar un cuadro. En lugar de la agradable sensación de
estar sumergiéndose y ahogándose en aquel entorno, notaba
sus cinco sentidos aprisionados en el tiempo, congelado tanto
física como mentalmente. Al final, pensó que su estado se
debía al hecho de estar esperando a alguien. Estando
dominado por la existencia de otra persona, no podría dar con
el color ni las formas apropiadas. El mundo a su alrededor
flotaba como una grotesca medusa. Se acordó, entonces, de los
caóticos e indefinibles matices de color que había visto a
principios de primavera en Hakone.
Se esfumaba la visión dichosa que el mundo exterior le
había ofrecido como un don o regalo. Aquel ambiente puro e
inmaculado que lo atraía sin herirle en lo más mínimo, aquel
mundo prístino había sido destruido por completo. Ahora lo
que quedaba de ese mundo no era más que un cuerpo extraño
metido entre los dientes.
Nakahasi Fusae no apareció. Ya habían pasado treinta
minutos del tiempo fijado para el encuentro. Entre las personas
recién llegadas al parque, ninguna podía ser ella. A su
alrededor soplaba la brisa templada y húmeda de salitre.
Un haz de sol refulgía entre nubes negras. «He ahí mi
enemigo», se dijo Natsuo sintiéndose así por primera vez ante
el ocaso. Sin embargo, no es que estuviese renunciando al
mundo y aislándose, tenía más bien la impresión de ser
marginado por el mundo, y eso era una nuevo para él, como
una dolorosa medicina inyectada con placer punzante en su
corazón. «Puede que sea por mi fealdad —pensó de repente—.
Tengo la cara lustrosa de un pastor o un sacerdote, la apacible
fealdad de un hombre viejo de nacimiento.»
Natsuo se levantó y regresó a la entrada del parque. Un
fuerte viento le empujaba por la espalda, levantando en una
polvareda los papeles esparcidos por el suelo. El cielo se
oscureció súbitamente amenazando lluvia. Andando hacia el
coche, se sentía agotado, con las rodillas dobladas, casi sin
poder mantenerse en pie.
Antes de las diez de la mañana debería haberse pesado; la hora
de salir de casa ese día coincidiría con el momento en que su
madre iba a trabajar en unos grandes almacenes, y eso no le
hacía ninguna gracia. La madre, sin embargo, había decidido
salir un poco más tarde para encender una vela y orar por su
hijo en el altarcillo familiar.
Nada más levantarse, Shunkichi fue al baño público del
barrio, donde era muy conocido, y allí pudo pesarse: 55 kilos y
medio. Para la categoría de peso pluma debía pesar entre 55 y
57 kilos. No necesitaría perder peso y se quedó más tranquilo.
Era una mañana luminosa y despejada. Shunkichi tomó el
baño que le había preparado el viejo del furoya. Después, se
puso los geta, haciendo resonar por las calles, de vuelta a casa,
los tradicionales zuecos de madera. La oronda madre estaba
rezando ante el altarcillo sintoísta familiar.
Seguía sin agradarle que su hijo se dedicase al boxeo.
Shunkichi sabía bien que, más que por su victoria en el
combate, ella oraba para que todo saliese bien y no lo
lesionaran. Llevaba el pelo recogido en un moño, y de la nuca
sobresalían unos mechones de oscuro pelo rojizo
horriblemente arremolinados. Su contorno arrodillado ante el
altar tenía algo de animalidad robusta y poco limpia que le
desagradaba.
La madre, como optimista que era, expresaba su
preocupación sin reservas. Aunque Shunkichi probase a darle
explicaciones y aclararle todo, ella estaba segura de su
incapacidad para comprenderle, y eso, por un lado, era una
cualidad, ya que así no sentía el disgusto de una madre culta al
no verse comprendida por su hijo.
Cuando, al fin, Shunkichi iba a salir de casa, la madre, de
espaldas, frotó la piedra ígnea por encima del hombro;
entonces, al ver una chispa brillar momentáneamente y
apagarse, pensó: «Me iré sin darme la vuelta. Saldré así, no
dándole más que la espalda sin volver la vista atrás». No había
alegría comparable a la de salir a la despejada y luminosa
mañana, y dirigirse despreocupadamente a un lugar distante,
lejos de todo cuanto representaba su madre. Con todo, como
hijo único, no es que sintiese una irremediable complicación
en su entorno familiar.
Los rayos de sol de la despejada mañana incidían sobre su
cara, y se sentía pletórico. Las tiendas de los soportales
comerciales ya estaban abiertas; una tienda de reparación de
bicicletas, la oficina de correos, saludos de «buenos días» al
cruzarse con conocidos, pescados brillantes y verdura fresca
en los estantes recién llegados del mercado… Sin embargo, él
tenía en su mano algo diferente y lejano de aquella realidad
cotidiana a su alrededor. Le parecía elevarse entre la
muchedumbre que andaba apiñada hacia la estación camino
del trabajo.
«Estoy seguro de que un criminal político siente una alegría
parecida al salir de casa por la mañana.»
Tras tres semanas de abstinencia sexual, hoy, por fin, estaba
tranquilo. La segunda semana fue la más dura, y achacó a la
abstinencia su nerviosismo e inquietud. La noche antes de
empezar su periodo de abstinencia Matsukata, que le había
hecho de sparring, con una toalla le dio unos golpecitos en el
hombro y le dijo:
—¡Venga, pega fuerte ese jab! Que a partir de mañana te
esperan tres semanas a pan y agua.
Shunkichi obedeció inmediatamente a su sparring.
Mientras esperaba al tren en la estación, le sorprendió un
poco ver que nadie lo reconocía pese a que había salido en
varias ocasiones en portada de la prensa deportiva: con
ocasión de la conferencia celebrada durante la firma de su
contrato, al dar a los periodistas su pronóstico de la pelea
sobre el cuadrilátero, o durante alguna presentación pomposa
ante el público…
«¿AGUANTARÁ SU FÍSICO?»
Durante las últimas dos o tres semanas había peleado unas
cuarenta rondas con sparring. Como amateur estaba
acostumbrado a peleas de sólo tres rondas, y con el fin de ir
adquiriendo confianza en combates a seis rondas, había
entrenado, especialmente con Matsukata, peleas de este
formato profesional, pero como sólo le aguantaba una ronda,
estaba preocupado y dudaba si realmente resistiría en un
combate a seis.
«Esas dudas las tiene cualquiera al pasar a la categoría
profesional. Es algo que nos pasa a todos, después se olvida.
Además, mi virtud es no pensar en cosas innecesarias.»
El tren iba atestado. Cuando un empleado de mediana edad
bajó dificultosamente su cartera del portaequipajes, estuvo a
punto de darle con el borde a la altura de los ojos. Rápido de
reflejos, Shunkichi lo esquivó, y con un fuerte codazo apartó
al empleado. El hombre, a punto de caerse, sostenido por los
viajeros que bajaban, consiguió salir del tren.
Al boxeador le molestó la falta de respeto de aquel viejo
bolso hacia la importancia de su cuerpo a la espera de saltar al
cuadrilátero. El cuero de la cartera se veía estropeado por una
esquina; deformado como estaba, probablemente contendría
montones de documentos de evaluaciones, pero allí
depositado, constituía un objeto raído e inservible de la
sociedad abandonado a la deriva…
«Ahora estoy aquí solo», pensó de repente. El pesaje había ido
bien, observaba las hojas polvorientas de fatsia a través de la
ventana del tren. Se sentía rebosante de fuerza.
Nada más llegar por la tarde al edificio donde tendría lugar la
pelea, advirtió la presencia de Kawamata, con la cara de malas
pulgas que solía tener cuando estaba de muy buen humor, y
eso le proporcionó todavía más determinación. Aquélla era sin
duda una buena señal. Kawamata, sin decir nada, le dio unas
palmaditas en la espalda y lo siguió hasta los vestuarios.
Kyoko y sus amigos llegaron hacia las seis y media. Se
habían citado a las cinco, y habían llegado con tiempo. Tanto
los hombres como Mitsuko y Tamiko ya habían presenciado
alguna de sus peleas en la categoría amateur, pero para Kyoko
hoy sería la primera vez que veía un combate de boxeo. Kyoko
temía desmayarse al ver sangre durante la pelea. Seiichiro le
dijo que si hubiera asistido desde el principio a los combates
de cuatro rondas, ya se habría acostumbrado. Después, sentado
todo el rato a su lado, se encargó de explicarle los pormenores
de la pelea.
La verdad es que hacía bastante tiempo que no estaban
juntos los dos. Sin embargo, en cuanto se veían e
intercambiaban unas pocas palabras, parecía como si fuesen un
par de amigos que llevan poco tiempo sin verse, a lo sumo dos
o tres días.
—El día de tu boda estuve todo el rato mirando desde casa
el bosque tras el cual se celebraba la ceremonia, ¿no te diste
cuenta? —le dijo Kyoko mirándole a la cara.
—Sí, lo intuí —respondió, confirmando su entendimiento
mutuo.
Vinieron Osamu, y también Natsuo. Con un poco de retraso
llegaron Tamiko y Mitsuko. Seiichiro le dijo a Kyoko que
habría sido mejor para ella primero ver con calma una pelea de
cuatro rondas y entender la dinámica y después presenciar una
pelea completa de Shunkichi; una vez todos reunidos, se
apresuraron hacia el edificio donde tendría lugar la pelea y ya
no tuvieron tiempo de hablar pausadamente. En cualquier
caso, tendrían tiempo para hablar tranquilamente en torno a
Shunkichi, acompañándole, una vez terminada la pelea.
Kyoko, como siempre, destacaba por su elegancia; sin
importarle el tiempo lluvioso, llevaba un sombrero grande,
aunque Seiichiro la advirtió de que podría estorbar la visión de
algún espectador y que, además, alguno con malas pulgas
podría hasta sacárselo de un manotazo. Kyoko, preocupada, se
lamentó de no poder plegar el sombrero como si fuese un
paraguas.
Durante el trayecto en coche, todos preguntaron a Seiichiro
sobre el rival de Shunkichi esa noche. Al parecer, se trataba de
un boxeador que había sido bastante famoso, pero aun así, su
nombre no les decía nada.
Se llamaba Minami Takeo. En sus inicios representó al
Club Jiyu, y había sido ganador del título nacional de peso
pluma, aunque actualmente había caído a la novena posición
del ranking, y corrían rumores sobre su retirada. Era práctica
habitual en el boxeo profesional programar este tipo de peleas
entre un primerizo en la categoría y un antiguo campeón para
presentarlo al público.
—Entonces, seguro que ganará Shun —dijo Kyoko.
—Es probable, pero Minami sigue siendo fuerte. No es que
sea muy rápido, pero si aguanta el ritmo, suelta unos
puñetazos muy duros. El único pero es su técnica poco
variada; si logras esquivar sus golpes, es un boxeador que
puede ser fácil de manejar incluso por un boxeador amateur.
Tampoco puede decirse que sea muy fuerte, además de los
ocho años de diferencia de edad.
El combate de boxeo se iba a celebrar en un viejo y lúgubre
edificio municipal para actos y reuniones del distrito S.
Pasaron en coche por delante de un gentío que se resguardaba
de la lluvia tras la oscura puerta de entrada. Al bajar del coche,
un grupo de hombres con mala pinta se les acercó. «Todavía
hay entradas», «¡Si les sobran, se las compro!», «¡Asientos de
primera categoría, princesa!».
Seiichiro iba cerca de Kyoko, intimidada por los
vendedores de reventa, para protegerla al cruzar la entrada.
Eran jóvenes que trabajaban para los promotores de la velada,
todos con sus mejores trajes vigilando que no se colase nadie
sin pagar.
Kyoko se sentía atemorizada y contenta al mismo tiempo.
No estaba familiarizada con la desfachatez de la gente
maleducada, y creía que lo temible de sus miradas penetrantes
delataba paradójicamente su carencia de altivez.
—Qué mala pinta tienen —le dijo en voz baja Kyoko a
Seiichiro.
—Calla, ahora no conviene que hables así.
El aliento caliente de los jóvenes maleantes le parecía a
Kyoko provenir de una época de desorden y caos.
Simbolizaban a la perfección la fuerza de tiempos pasados y
una oscura energía que los empujaba hacia un futuro
tenebroso. La atmósfera al entrar era bien distinta de la que se
crearía en una sala de teatro. Al entrar en aquel lugar inundado
por una espesa niebla de tabaco y luces, a pesar de ser la
primera vez, ella se sentía como en casa.
Al otro lado del pasillo Shunkichi salió a recibirlos con los
brazos abiertos. Ya iba vestido para la pelea, y acompañó a los
seis amigos hasta la segunda fila al lado del ring.
—¿Por qué no os pasáis luego por el vestuario? Podéis
venir durante la pelea de cuatro rondas, dos peleas antes de la
mía, si os parece…
Él quería presumir de fans femeninas tan atractivas delante
de sus compañeros de club.
—Después de la pelea resérvate la noche para estar con
nosotros —dijo Kyoko.
Shunkichi, tras bromear un poco con ellos, se fue; su
manera cordial de tratarlos reflejaba lo tranquilo que estaba
momentos antes de la pelea.
«No siento ningún temor», pensó Shunkichi entre la algarabía.
Sin embargo, habría que matizar su tranquilidad.
Antes de su pelea, se celebrarían cuatro combates a cuatro
rondas, es decir, faltaba aún una hora para saltar al ring. Al
volver al vestuario, la espera se le hacía interminable mientras
escuchaba la voz del speaker narrando el desenlace de las
peleas. Desde el pesaje de esta mañana hasta ahora, las horas
de espera se le hacían interminables. Sin embargo, a medida
que se acercaba la hora de la pelea, el tiempo comenzaba a
adquirir una espesura y densidad especiales, como si fuera un
extracto negro y amargo de difícil digestión.
Tal vez lo mejor sería pensar en algo para pasar el tiempo
en una situación semejante, pero él se había disciplinado para
no pensar en nada, y el resultado de ese cultivarse a sí mismo
había forjado su personalidad casi de un modo innato.
La fidelidad a sus propios valores no era algo que hubiese
moldeado su carácter. «Si me diese por pensar, no sería yo
mismo, equivaldría a cortar todos los hilos que me
sustentan»… La tensión que sentía ante el peligro de anularse
a sí mismo era realmente la prueba de lo que podía
denominarse «su carácter». Sí, podía decirse que Shunkichi
tenía, con todo, una personalidad.
En una esquina del vestuario, que normalmente se utilizaba
como sala de ponencias, habían colocado una plataforma de
tatami que quedaba en alto. Su rival estaba en otra habitación.
En el suelo había sillas plegables colocadas
desordenadamente, y sobre una de ellas estaba sentado un
boxeador amateur que acababa de perder su combate y al que
le estaban curando una herida en los párpados.
Shunkichi no pensaba en absoluto en su inminente rival,
Minami Takeo. Por supuesto, había analizado sus puntos
débiles y su táctica, pero desde sus combates amateur sabía,
por experiencia, lo peligroso que era concentrarse demasiado
en los puntos débiles del rival.
Shunsuke subió a la tarima de tatami, se quitó todo lo que
llevaba puesto y se sentó apoyando la espalda contra la pared.
Matsukata, su segundo ayudante, apareció en el vestuario;
llevaba una camiseta deportiva con los caracteres Boxing club
8dai impresos en la espalda.
—Antes de que te pongas los vendajes, tengo que ponerte
esparadrapo —le dijo. Esto era algo que no se hacía en las
peleas amateur.
Hanaoka y Kawamata, mientras hablaban con el director
del Hachidai, entraron también en el vestuario. Shunkichi se
levantó para recibirles y escuchar sus palabras de ánimo.
Hanaoka bromeó largo y tendido. Kawamata, en cambio, fue
muy conciso y, simulando un gancho de izquierda, le dijo:
—Métele un buen gancho, así.
Inmediatamente, al ver que Shunkichi apoyaba su mano en
el dintel de la puerta, le advirtió con su habitual falta de
claridad:
—¿Qué haces? Ya sabes que eso no está bien.
Shunkichi, ya acostumbrado a su forma de hablar, retiró
inmediatamente el brazo. Kawamata tenía prohibido a sus
boxeadores que hiciesen el mínimo esfuerzo antes de saltar al
ring.
Hanaoka, un poco animado, de buen humor y a la vez algo
preocupado, no apartaba los ojos de Shunkichi. Observando
sus hombros bajo la luz, decía como para sí mismo:
—Hum, está bien fuerte. —Después continuaba
incomodando con sus palabras al jefe del equipo Hachidai—.
Está claro que ganará Fukai, no hay duda del vencedor.
El director, con su pose soberbia y la sombría impresión
que causaba en la gente, no dejaba de esbozar una ligera e
irónica sonrisa por toda respuesta y siempre repetía lo mismo:
—Sí, eso creo. Es muy fuerte, pero prohibido bajar la
guardia. El rival no es una simple rata.
Ya listo para subir al ring, Shunkichi bajó del tatami. Varios
hombres en traje observaban su torso desnudo y joven
pensando cuál sería el derrotero del combate. Matsukata
expuso la palma abierta de su mano ante el boxeador, que soltó
un directo de izquierdas.
La gruesa palma de la mano recibió el puñetazo y el golpe
retumbó, claro y vibrante, en el aire.
—¿De izquierda bajé el golpe?
—No, está bien así. Venga, otro más.
Hanaoka agregó un comentario en voz alta:
—Ya no tiene el vicio de bajar el brazo después de golpear.
Kawamata, herido en su orgullo, se quedó callado.
Shunkichi tampoco tuvo ese defecto en el pasado. De hecho,
aquel defecto empezó a tenerlo al entrenar en Hachidai, hasta
que finalmente se lo corrigieron.
En ese momento entró el grupo de Kyoko. Los miembros de la
organización se quedaron estupefactos al verlos entrar en el
vestuario; un ayudante joven silbó, y el jefe de equipo le lanzó
una mirada reprobatoria.
A Kyoko no le importaba encontrarse fuera de lugar; se
acercó a Shunkichi pasando entre unas sillas manchadas con
los restos de gasas para cortar hemorragias nasales. Con sus
guantes con lazo, le estrechó la mano ya con el vendaje
anudado. Después le dijo las siguientes palabras como si su
amigo estuviese a punto de entrar a quirófano:
—¡Ánimo! ¡No dejes de luchar en ningún momento, por
favor!
Ante aquel heroísmo del boxeador, que ella observaba con
mirada sinceramente maternal, los ojos de Kyoko se tiñeron de
un velo de tristeza. Como los hombres que había alrededor le
parecían realmente brutos, se le olvidó tratar de animarlo
infundiéndole valor sin más. Shunkichi, sin embargo, sintió
que sus palabras le llegaban y mientras olía el vendaje de su
mano, le dijo:
—Esta noche dirán que mis puñetazos huelen a perfume.
—¿Es que ya te has lesionado? —fue decir eso Kyoko en
voz alta al darse cuenta por primera vez del vendaje, y todos
los hombres en el vestuario se echaron a reír.
Kyoko no temía llamar la atención con su vestuario o
debido a su carácter. En este vestuario prosaico de vulgar
iluminación, ella, en cambio, creía respirar una atmósfera
poética. Era la de la oscuridad del alba cuando de repente
quienes parten son despertados del sueño y con una
precipitada desnudez por toda vestimenta inician el viaje. Los
que partían, igual que quienes se dispusieran a viajar a un
lugar remoto, debían despedirse claramente de quienes
dejaban atrás. En cualquier caso, en breves instantes Shunkichi
se hallaría bajo el foco deslumbrante del ring, exactamente
igual que el viajero que se dispusiera a tomar el sol en el
ecuador, pero mientras estuviera ahí arriba, él no sería un
habitante de este mundo.
Seiichiro, en voz baja, le hizo una pregunta de entendido:
—Empezarás con una serie de puñetazos y un buen gancho
de izquierda, ¿verdad?
Shunkichi, complacido, esbozó una ligera sonrisa.
Mitsuko y Tamiko le saludaron breve y jovialmente.
Osamu y Natsuo fueron concisos, a su vez, en sus palabras de
ánimo. Tras la marcha de este alegre grupo de amigos, sólo
quedó la tétrica, brillante y desnuda iluminación del vestuario.
—No te me arrincones, ¡eh! —le dijo el director intentando
bromear; tal vez por ser una persona con poco tacto, no era
muy dado a expresiones motivadoras.
Matsukata, que se había hecho la idea de que ella era una
actriz de cine o una camarera, no creía a Shunkichi cuando
este le decía que era una respetable mujer casada.
—No me vengas con tonterías. No es la primera vez que
veo a una mujer así.
Hanaoka era el único que tenía un semblante sombrío.
Aquellos visitantes superficiales y tan ostentosos le habían
dado impresión de mal augurio. Sin embargo, tras esa extraña
e indefinible mala impresión se ocultaba cierta envidia, aunque
no se apercibiese de ello.
—Quinta pelea al mejor de seis rondas.
Mientras el presentador anunciaba el comienzo de la pelea,
Shunkichi, con una bata nueva de impecable blanco,
restregaba la suela de sus botas sobre una caja con polvo
blanco de trementina colocada bajo el ring a la altura de sus
ojos. El cuadrilátero emergía envuelto en una majestuosa
neblina brillante.
El polvo blanco de la resina crujía bajo las suelas de sus
botas. El público congregado era muy diferente del que solía
asistir a los encuentros amateur. Era realmente una
congregación de devotos al boxeo que venían con el único fin
de olvidarse de sus vidas, sedientos de presenciar un
espectáculo brutal y trágico. No obstante, por la cabeza de
Shunkichi, cuando golpeaba o lo golpeaban, o cuando
derramaba sangre del rival, o este derramaba la suya, no
pasaban palabras tales como «brutalidad» o «tragedia». Ante
los espectadores de un incendio, él sería como el fuego, un
fuego sereno y preciso. Esa forma de actuar siempre le hacía
superar sus límites. En el momento en que se convertía en esa
llama de fuego, su vida se convertía en un acontecimiento. El
público aguardaba ese instante.
—En la esquina roja… —dijo el presentador.
En ese momento Matsukata, el ayudante jefe, le dio unas
palmaditas en el hombro y subió al ring.
—En la esquina roja, ¡Fukai Shunkichi! 55 kilos, Club
Hachidai.
Siguiendo las indicaciones, se situó en el centro del ring e
inclinó la cabeza con una leve reverencia. Tuvo la impresión
de no estar muy acostumbrado, por su inexperiencia, a estos
gestos ceremoniosos. Aplausos y gritos entusiastas entre el
público. Tras volver a la esquina roja del ring, le pareció que
la luz de los focos envolvía su cuerpo. Era una luz que parecía
fundirse con su cuerpo.
Minami Takeo, con bata azul, procedente de la esquina azul
del ring a oscuras, avanzó hasta el centro bajo la luz de los
focos. Los ojos pequeños, como si hubiesen sido cosidos en el
rostro, brillaban con ingenuidad, pero su frente, pómulos y
barbilla achatados por los golpes expresaban una fuerza
latente. Tenía la piel morena y con mucho vello.
—En la esquina azul… ¡Minami Takeo! 56 kilos, Club
Jiyu…Arbitrará el señor Yamaguchi Junzaburo.
El árbitro, con una corbata con estampado de mariposas,
llamó a los boxeadores. Ambos se quitaron la bata, exhibiendo
sus brillantes calzones de seda artificial ante el público, rojo el
de Shunkichi y negro el de Minami.
«Mientras presentan a Minami y él saluda al público, puedo
fijarme en sus caras. Estoy tranquilo»… Este tipo de
pensamientos cruzaban como estrellas fugaces por su cabeza.
El árbitro les indicó volver cada uno a su lado. Sonó la
campana. El mundo claro y ordenado desapareció en un
segundo; en su lugar, un fondo de nubloso rojo sobre el ring.
Ahora Shunkichi estaba en un mundo desierto y mudo. En ese
mundo no había nadie más. Sin embargo, su rival podía verlo.
De altura similar, le miraba a los ojos. No obstante, estaba
muy lejos y no podría responder a su llamada; tan sólo su
cuerpo y sus relucientes puños parecían cercanos. Al
acercársele, asomaba de la boca, de vez en cuando, su lengua
brillante.
El rival soltó unos cortos golpes moviéndose de un lado a
otro, y él hizo lo mismo. «¿Por qué imito sus movimientos?
No debo hacer eso», pensó. Sin embargo, sus piernas no
dejaban de moverse rápidamente. Daba un paso veloz hacia la
izquierda con el pie izquierdo y el pie derecho acompañaba el
movimiento con ligereza.
Tan sepulcral era la calma alrededor, que parecía haberse
detenido el mundo. Minami soltó una combinación de golpes,
su respiración sonaba como seda resquebrajada.
Shunkichi encaró a su rival. Atravesó con la mirada su
cuerpo como si observara una estrella distante en el cielo.
Quería acortar la distancia infinita entre los dos. Lanzó un
directo de izquierdas certero al entrecejo del rival. Cuando
pensaba que había golpeado con todo el cuerpo, encajó un
golpe del adversario en la sien derecha. Fintó rápidamente a la
izquierda. Sin pensarlo, soltó un gancho de izquierda, que
tenía reservado, doblando la cintura del oponente. Aprovechó,
entonces, para propinar un golpe directo en la boca del
estómago.
Minami trató de reaccionar al golpe con un gancho de
izquierda, pero falló. En ese momento, como si se le
descubriese un importante punto secreto, vio la figura de su
rival golpeando el aire como tambaleándose en el vacío.
Parecía un muñeco contra el fondo de una cartulina negra.
Errado su golpe, se había desequilibrado y sus extremidades
habían perdido momentáneamente la fuerza, como las alas de
un pájaro al ser alcanzado por una bala. Con los ojos
ingenuamente abiertos, miraba al vacío.
Todo sucedió en un intervalo de tiempo muy corto. Minami
recuperó de nuevo su postura y Shunkichi, a su vez,
recuperaba la función de sus ojos y oídos. Aquel mundo
desmoronado contra un turbio fondo rojo del inicio recobraba
su nítida estructura cristalizada. Por primera vez se dio cuenta
de que no estaba solo.
El público rodeaba el ring, era como si a su alrededor
estuviera presente la sociedad entera. La oscuridad se
derramaba sobre las graderías, y tras las innumerables caras
difuminadas en una neblina brillante bajo los focos sólo
destacaba Shunkichi. Aquí, sin lugar a dudas, él era el centro.
Lo que estaba pasando aquí constituía la fuente de un poder y
fortaleza que moraban en la noche. Precisamente por eso,
sobre el cuadrilátero las innumerables gotas de sudor y la piel
enrojecida por los golpes de sus cuerpos desnudos de
boxeadores se reflejaban aún con más intensidad bajo los
focos.
El público se desgañitaba gritando:
—¡Minami! ¡Jab, jab!
—¡Fukai, no pares de pegar! ¡Suave, así, así!
—¡Muy bien, Fukai!
—¡Eso es! ¡Vamos, vamos!
—¡Avanza, éntrale!
—¡No esquives! ¡A por él!
—¡No pares!
—¡Así, así, jab, jab!
Shunkichi sabía cuál era su posición y mantenía abiertos
los ojos. En esa posición de su cuerpo de sencilla composición
y estructura había, sin embargo, vitalidad, agitación y
vibración.
Golpeaba, avanzaba, golpeaba o era golpeado. Sonó el
gong justo cuando se lanzaban mutuos y directos golpes de
izquierda a la cara.
Los tres asistentes de Shunkichi subieron a la esquina del
ring con una pequeña silla, un cubo y una lata de cerveza llena
de agua para los enjuagues. Matsukata le aflojó el cordón del
calzón para que respirase mejor y acercándose a su oreja le
dijo:
—Sigue así, el golpe al estómago anterior le dio de pleno.
Sigue entrando hasta el fondo, golpea directo a su cuerpo. No
te adornes demasiado.
Estos consejos le motivaron bastante. Sus ojos se fijaron en
la cuerda blanca del ring delimitando nítidamente la oscuridad
alrededor. La cuerda aún vibraba tras los compases de la
primera ronda, comunicando a su vez más vibración aún al
pulso de su corazón. La cuerda formaba un perímetro de
vibrante y continuo movimiento blanco inconsciente. De sus
peleas amateur Shunkichi sabía bien que si a mitad de
combate la cuerda se veía en diagonal, como si cayera torcida
sobre el suelo del ring, eso significaba que su fuerza
disminuía. Hasta ahora jamás había percibido esa inclinación
de las cuerdas del ring.
Por los altavoces anunciaron el aumento de premios de
recompensa por la victoria:
—Nuevas recompensas ofrecidas a Fukai por su combate
por parte de Kizu de Asakusa, Hayashi Kenjiro de Nagano y
Tomonaga Kyoko de Shinanomachi.
Shunkichi escuchó el nombre de Kyoko por los altavoces a
la vez que sonaba la campana del ring:
—Segunda ronda, comienza la segunda ronda.
Segunda ronda:
«Entra con fuerza»: las palabras de arenga de Matsukata
resonaban en su cabeza animándolo. Ante sus ojos, el pecho
oscuro y ralo de Minami. Tenía que golpear de lleno aquel
pecho, pero Minami se protegía con los puños fintando sin
parar.
Se fijó en los músculos de sus pectorales: sobre la piel
caliente, en un instante cubierta de gotas de sudor, le parecía
distinguir lejana y vibrante la existencia del boxeador rival
brillante como una estrella. La estrella era su objetivo. Era la
meta que alcanzar. Debía atravesar y romper aquella masa de
carne que ante sus ojos respondía a sus golpes con un sonido
sordo saliéndole al paso. El cuerpo del adversario frágilmente
protegido soltaba centelleantes puñetazos cubierto de sudor y
sangre. El brillo de la musculatura angulosa y sudorosa
deslumbraba como el mundo del más allá, en la otra vida.
Algarabía de la noche en torno al ring. Bullicio ensordecedor.
El rival ahí lejos como una estrella distante y lejana
centelleando en la noche… Ése era el universo del boxeo.
Shunkichi enlazó un gancho de izquierda, un derechazo
directo y de nuevo un gancho de izquierda a la cara. El rival se
tambaleó, y él se dispuso a seguir golpeando su cuerpo. En ese
momento una polvareda roja pareció dispersarse ante sus ojos.
Minami tenía una herida en los párpados.
El chorro de sangre se vertía continuo y con ritmo pausado,
y acompasado con los movimientos velocísimos del boxeador,
producía un efecto trágico. El flujo de sangre y los
movimientos rapidísimos de la pelea eran la viva imagen de la
decadencia inevitable del cuerpo humano.
La sangre de los párpados de Minami se derramaba por los
pómulos en un caudal silencioso. Con el siguiente puñetazo de
Shunkichi, la sangre le salpicó manchando toda su cara, pero
después volvió a manar en un fluido reguero de savia roja.
En cierto momento, Shunkichi no logró esquivar un
puñetazo directo de Minami que le dio duro en el tabique
nasal. Notó que los cartílagos de la nariz se le hundían en la
cara, y un temblor que parecía socavar profundamente su
rostro. Se agarró rápidamente a su rival para bloquearlo. Sintió
el resoplar agitado de la respiración de Minami pegado a sus
orejas. Con ese breve descanso, Shunkichi logró recuperarse
del golpe. El árbitro dio una palmada para indicar que debían
separarse. Sus pantalones grises brillaron un instante en su
campo visual.
Acercarse y agarrar al rival era una táctica sorprendente.
Después de haberla llevado a cabo, Shunkichi no sentía
enemistad u odio hacia el rival, le parecía recobrar una
temeridad y valentía alegres. Su cuerpo ardía. Como un
pequeño cachorro liberado por fin de su cadena tras mucho
tiempo, sentía una sensación agradable agitándole por dentro.
Minami erró un poco el alcance del golpe con un gancho
algo alejado, dejando por un momento un flanco descubierto
entre sus codos.
Shunkichi no se fijó en ese flanco al descubierto. Aquel
punto era como una carta lanzada de repente al aire. El que
aspiraba a acertar en el blanco no debía mirar aquella carta.
El puñetazo directo de Shunkichi penetró en el intersticio
sin cubrir del rival, golpeando directamente su barbilla.
Seguidamente, le descargó un gancho de izquierda en el
estómago. Minami se tambaleó sobre la lona. Shunkichi había
enlazado varios ganchos de izquierda y derecha, y bajo sus
puñetazos el estómago pareció de repente abrirse como una
pesada puerta. Su cuerpo cedió. Sin embargo, no lo suficiente
como para derribarlo. Las cuerdas del ring blancas vibrando se
acercaban a la espalda del rival. Al oír redoblarse la algarabía
y el rumor del público, a Shunkichi le pareció como si
hubieran soltado de improviso una bandada de pájaros piando
intensamente en dirección a ellos. Shunkichi se abalanzó sobre
Minami, ya contra las cuerdas. Entonces se dio cuenta del
fallo. Durante ese momento en que estaban quietos
agarrándose mutuamente, el rumor del griterío se
intensificaba. El árbitro separó a la fuerza aquellos hombros
relucientes de sangre y sudor como cuando se separa
violentamente un fruto de la rama.
Minami, ya separado de su rival y con el borde del ojo
sangrando, trató de ganar tiempo limitándose a defenderse,
pero continuó encajando precisos y sucesivos ganchos. No
había duda: ya sólo estaba esperando oír la campana.
Shunkichi golpeó de nuevo su pecho. No fueron más que unos
pocos golpes no demasiado fuertes, al menos tuvo esa
impresión. Sin embargo, el cuerpo del oponente se derrumbó
sin el más leve ruido.
«¡No se levanta!» Shunkichi, apoyado contra las cuerdas
observaba con la respiración dificultosa el torso desnudo con
calzones negros de su rival derrumbado sobre la lona.
—¡Uno, dos, tres, cuatro…! —El árbitro empezó a contar
agitando el brazo.
«Espero que no se levante», se decía a sí mismo Shunkichi.
Él conocía bien el desaliento y el cansancio que producía ver
levantarse de la lona a un rival una vez derribado ya en la
cuenta atrás. Notó un sabor salado en la punta de sus labios.
Le sangraba la nariz.
—¡Seis, siete, ocho…!
Los pequeños ojos de mirada ingenua de Minami se
abrieron. Parecían dos pequeñas piedras brillantes tiradas por
el suelo.
«Ya está, ya está», pensó Shunkichi en ese momento.
Minami se irguió un poco y después dejó caer su cabeza sobre
el pecho.
«¡Gané!»; en esos momentos siempre le inundaba una
refrescante, nueva y excitante alegría.
—¡¡Diez!! —gritó el árbitro, y se acercó a Shunkichi para
levantar su brazo. Su corbata con estampado de mariposas
estaba un poco torcida.
Si Shunkichi ganaba, celebrarían un banquete, y si perdía, una
celebración de consolación, de manera que en casa de Kyoko
ya estaba todo preparado. A Masako ya la habían acostado
hacía un rato. Como había una previsión de fuertes rachas de
viento de quince metros por segundo, la chica de servicio se
quedó en casa constantemente pendiente por lo que pudiera
ocurrir. Soplaba el viento contras los ventanales del balcón del
salón y entre las bisagras se reflejaba la sombra de las gotas
oscuras de lluvia como impresas sobre una columna.
Kyoko les dijo que había dejado preparadas unas
habitaciones por si acaso en la casa de estilo japonés contigua.
Habría que decir que no era frecuente esta hospitalidad. Al
parecer, era en previsión de que la lluvia y el viento arreciasen
demasiado.
Pasadas las nueve, llegaron a la casa al este de
Shinanomachi en el coche de Natsuo y el alquilado por Kyoko
con los siete del grupo repartidos entre los vehículos. A la
excitación por la victoria se sumaba la fuerza del viento y la
lluvia; todos tenían las mejillas coloreadas y los ojos llorosos,
y no acababan de tranquilizarse. Rodeando al boxeador,
arropado por ellos, pasaron adentro como una avalancha.
Querían brindar cuanto antes. Sin embargo, Shunkichi no
cedió en su costumbre de tomar sólo zumo de naranja. Como
solía ocurrir siempre que ganaba, Shunkichi no sentía el menor
cansancio. En la cabeza golpeada sentía buena circulación
sanguínea, como encendida, además de un ligero pero
agradable dolor.
Le pidieron a Shunkichi que hiciese el saludo del brindis.
Le dio las gracias a Kyoko por el obsequio por su victoria.
Todo el grupo se sorprendió de que hubiera tenido suficiente
calma como para escuchar el anuncio cuando estaba en el ring.
Seiichiro, desvergonzadamente, le preguntó a Shunkichi
cuánto le había pagado por la victoria. Seiichiro dijo que le
parecía suficiente la cifra de 10.000 yenes, pero tal vez no
estarían de acuerdo las mujeres más dadas a los lujos, de más
clase. Las chicas, aun sin decirlo, pensaban qué cifra pedirían
ellas en dicha situación. Seiichiro enseguida se dio cuenta y
dijo con ironía:
—Veo que tenéis prejuicios económicos. ¿Por qué no ha de
bastar con diez mil yenes? Antiguamente bastaba con una
barata tarjeta postal de reclutamiento para la guerra para
comprar la sangre de un hombre; tradicionalmente siempre fue
más barata la sangre de un hombre que el coste de pasar la
noche con una mujer. Incluso una mujer noble, al oír el precio
que le ponían a un hombre, lo comparaba con el valor de venta
que imaginaba que tendría su cuerpo. Esto pasa porque os
ponéis a vomitar opiniones como éstas, comparando si esto es
caro o aquello es barato. Más aún, no es que exista un precio
propio por ser mujer.
—Tú siempre imaginándote cosas extrañas —dijo Mitsuko,
enfadada, como sintiéndose señalada o aludida.
—Pues yo no recuerdo haberlo dicho con esa intención.
—Sin embargo, no hay más remedio que aceptarlo, pues no
hay otro estándar de precio. Los hombres siempre ganaron
dinero derramando su sangre, y las mujeres se ganan la vida
vendiendo su cuerpo. Ambos son dos trabajos admirables y
respetables. Shun, ¿qué opinas? ¿Te molesta la comparación?
Shunkichi esbozó una ligera sonrisa y ladeó el cuello. El
boxeo para él era el principio de la acción directa, carecía de
valoraciones; por eso, pusiesen la comparación que pusiesen,
le daba lo mismo.
La lluvia y el viento golpeaban el cristal de los ventanales
del balcón cubiertos con cortinas; una de las ventanas chirriaba
estridentemente mezclándose con el disco de música
extranjera de Dixieland jazz de Eddy Condon que había puesto
Tamiko.
—Venga, vamos a bailar. Bailemos —propuso Tamiko,
poco amiga de las discusiones.
Como nadie le hizo caso, Natsuo, atento con ella, la sacó a
bailar. Cumplió durante dos o tres canciones pero luego,
viendo que nadie se animaba, volvió a sentarse. Todos bebían
abundantemente. Shunkichi, que siempre tenía buen apetito,
apenas había probado algún canapé acompañado de zumo de
naranja; tal vez no le importaba quedarse con hambre, o
simplemente no le entraba nada por la excitación de su
primera pelea profesional.
Seiichiro insistió en reavivar el fuego de la discusión
anterior:
—¿Sabéis de dónde viene el dinero que gana un boxeador?
De su representante, que se embolsa el dinero que le saca a los
espectadores pobres del público, que viven a duras penas,
codiciosos de fortaleza de ahí hace el reparto su jefe con la
parte correspondiente, lo mismo que hace el chulo con sus
chicas. Tanto el boxeador como la prostituta se ganan la vida
con un espíritu sin doblez, pero ambos dependen de un jefe, y
no te puedes citar con ellos a menos que sea a través de la red
que les ha puesto su jefe. Hombres puros que viven como
hombres de verdad y mujeres puras que viven siendo muy
mujeres. Y no los podemos encontrar más que en esa red, ¿no
es la mayor de las sinrazones? Por cierto, aquí, en casa de
Kyoko, no hay dicha red ni mallas. Lo que hay aquí es un
joven y admirable boxeador; por tanto, necesitamos también
una prostituta muy pura que sea una auténtica mujer.
Las mujeres se miraron entre sí al escucharle. Sin embargo,
Seiichiro no se inmutó. Vestía sobriamente de traje y corbata,
como cualquiera de esos trabajadores que se podría encontrar
en cualquier rincón del barrio financiero de Marunouchi;
cuando el alcohol corría por sus venas, en casa de Kyoko él se
comportaba con una desinhibición diferente a la acostumbrada
con compañeros de trabajo.
Sobre la mesa, en un jarrón ribeteado con una cenefa
violeta oscuro de cloisonné, habían insertado precipitadamente
unas ramas de cerezo con abundante floración. El disco se
había terminado y en el silencio volvió a escucharse el sonido
de la lluvia y el viento. Natsuo se daba cuenta de que aquellas
flores de cerezo en el jarrón serían las únicas que conservasen
sus pétalos esta noche; las flores de cerezo que habían
florecido tardíamente en Shinanomachi o los cerezos en la
hilera del muro en torno a su casa se habrían caído ya,
marchitadas a estas alturas. En cambio, las ramas de cerezo en
el jarrón oscilarían orgullosas de su belleza inalterada bajo el
reflejo de la luz con un siniestro fulgor.
—Entonces, ¿en qué emplearías esos diez mil yenes? —
Seiichiro, cada vez más animado por el alcohol, le habló a
Shunkichi con tono altivo pero a la vez cariñoso—. Pues,
como no bebes, en mujeres, ¿no? ¿O se lo darías a tu madre?
Shunkichi se acordó de su madre prendiendo un incienso
para orar ante el altar familiar. Pero aquél era un mundo muy
pequeño que dejó muy atrás, a sus espaldas, hace mucho.
—Tal vez, la verdad es que no tengo otra mujer a la que
llevárselo ahora —dijo un poco descuidadamente.
Natsuo, al escuchar esta conversación, no pensaba que
fuese desagradable en absoluto. Aquella conversación no
estaba influida por la embriaguez; le daba la impresión de que
influían la tormenta, el viento y la lluvia arreciando contra las
ramas de los árboles y las hojas arrancadas por la tormenta y la
lluvia transmitiendo ese ánimo, más encendido de lo habitual,
a todos los que estaban dentro de la casa. «Una conversación
que ha nacido en esa atmósfera», era la impresión que le daba
al pintor. Las flores rosadas de cerezo en el interior de la casa
eran en cambio diferentes, en ellas se ocultaba el alma sombría
de las plantas.
—Entonces lo único que nos falta aquí es una prostituta que
sea pura. ¿A cuál de las tres comprarías? —dijo en voz alta
Seiichiro.
Tamiko puso una excusa de mal gusto:
—Yo, como ya lo he hecho, no cuento.
Shunkichi, tras los combates, siempre sentía que se avivaba
su deseo. Debido al cansancio, lo sentía encenderse aún más
impulsivamente. En su cabeza golpeada ardía el deseo, y la
respuesta sin ningún reparo de Tamiko le provocó una ilusión
ante los ojos. Necesitaba liberarse inmediatamente de esa
pulsión física. Normalmente este joven no se sentía apegado al
deseo sexual, pero después de una larga abstinencia y la
victoria en el combate, se sentía completamente subyugado
por el deseo.
Comparó a Kyoko y Mitsuko. «¿Podría realmente comprar
a Kyoko…?» Al pensarlo, le surgían dudas y temor al mismo
tiempo. Él entendía bien el significado de las palabras de
Seiichiro. A Shunkichi, por su lado, con tal de que fuera una
mujer, no le preocupaba nada más, y podía, si quería, comprar
sus servicios. Sin embargo, tuvo la impresión de que Kyoko se
resistiría. Ella era muy bella, pero en aquella belleza se
percibía frialdad, y cierto disgusto, hacia los hombres.
¿Y Mitsuko? A estas alturas la miraba incluso con cierta
nostalgia. Llevaba un vestido gris y un fular con estampado de
flores y fuego que le trajeron de regalo de Sudamérica, con un
gran broche de ópalo anudado a la altura del pecho. Iba
maquillada a la moda, con un matiz de carmín negro en los
labios. Si Shunkichi todavía no se había acostado con ella, era
simplemente porque hasta ahora no se había presentado la
ocasión.
Kyoko miró de reojo a Mitsuko. Ella había pensado que la
broma de Seiichiro no iba a llegar a tales extremos.
En esta casa, toda clase de bromas era permitida,
prácticamente cualquier cosa imaginable por el hombre en esta
casa no estaba prohibida. No obstante, no le gustaba
convertirse en el objeto de la idea de otra persona o en una
víctima de dicho planteamiento. Ella tenía una tolerancia
ilimitada incluso para la idea más deleznable posible, pero
aspiraba a una equidad desinteresada, y como resultado de
haberse apartado de cualquier forma de discriminación o
prejuicio, se enorgullecía mucho de no discriminar nada en
absoluto.
«Todo es tal como ha dicho Sei. Hay que dejar a un lado los
prejuicios, sean de la clase que sean. Uno que es todo un
hombre ha de acostarse con la que es toda una mujer; el
símbolo del hombre es el boxeador, y el de la mujer, la
prostituta, estoy totalmente de acuerdo con el planteamiento.
Sin embargo, cuando Shun me ha echado una rápida mirada,
me ha dado la impresión de que se resignaba. Eso es porque
sabe cómo soy. Soy una prostituta que no está en venta, porque
ése es el camino que he elegido. Ése es el placer que yo tengo
en la vida. Todas las cosas, todos los hombres, todas las
miradas nutren ese ideal en mí, me acicalo con joyas que no
dejan ver mi verdadero yo, ¡me he transformado para vivir en
el desorden!»
Mitsuko se rindió ante el silencio sereno de Kyoko. Y
precisamente perdió al decir las siguientes palabras:
—A mí me gusta Shun, además tiene un encanto especial;
yo misma, al verle ganar hoy, pensé que merecía una
recompensa, pero me desagrada sentirme comprada. Si es
gratis, yo me ofrezco a complacerle como quiera.
Seiichiro, incrementando su maliciosa ironía:
—Shun, saca los billetes, ya has visto que ella dice que no
le importa.
Shunkichi se puso serio y palideció un poco. Sacó del
bolsillo superior de su chaqueta el sobre con los billetes, contó
diez billetes de mil yenes y los dejó sin decir nada sobre la
mesa.
Mitsuko hacía ya rato que estaba ebria. No parecía que
nadie fuera a parar este juego, así que de repente, al darse
cuenta de que la dejaban sola, sintió que descubría la
excitación de deslizarse por la abrupta pendiente del cariz que
estaban tomando las cosas. Mitsuko se echó a reír. Después,
con una consideración maternal, tomó sólo un billete de mil
yenes, se lo guardó en el bolso y trató por todos los medios de
que Shunkichi aceptase quedarse con los nueve mil yenes
restantes.
—Sólo tienes que pagarme mil yenes, no hace falta más.
Mitsuko, ebria, le dio un beso en la mejilla a Osamu, gesto
que le molestó. Natsuo, en cambio, se libró del peligro que
conllevaba tal beso.
—Yo sólo valgo mil yenes.
Mientras repetía esas palabras en voz alta, a todos los
presentes les sonaban como si fuesen una estratagema para
crear un hechizo que le permitiese desobedecer
determinadamente los valores de la sociedad. Como si todo
cuanto estuviese sucediendo aquí fuese el comportamiento
aislado de una sola persona. Mitsuko se tumbó en un sofá y
delante de todos se quitó las medias. Seiichiro se acercó y, con
gesto de prestidigitador, tomando las medias entre sus dedos
índice y anular, las mostró ante todos, las hizo un ovillo, las
metió en un vaso de cristal y vertió whisky y soda para
después ofrecer la bebida a los hombres del grupo.
Tamiko rompió a reír a carcajadas:
—¡Qué desagradable! ¡Qué falta de gusto!
Tamiko, al utilizar la expresión tan femenina de
«desagradable», aumentó sin embargo la carga erótica del
juego.
Kyoko observaba a Natsuo, Osamu y Shunkichi para ver
cuál de ellos aceptaba beber la copa de aquella salvaje
ceremonia de iniciación.
Shunkichi, que no bebía alcohol, agarró el vaso que le
ofrecía Seiichiro. Aunque se echó a reír, el evidente enfado en
su mirada alegró a Seiichiro. «Éste no se enfadó ni un pelo
durante la pelea. Ahora se ha enfadado por primera vez. Con
una cólera así, podría ganar a cualquiera.»
Todos se sorprendieron al ver a Shunkichi bebiendo el
whisky con soda. En el vaso asido en puño brillaban las
medias mojadas como oscuras algas.
Kyoko, con un aire calmado de anfitriona, se acercó a él:
—Venga, ahora tienes que ocuparte de Mitsuko, la
habitación está allí.
Kyoko abrió la puerta y le indicó una habitación de estilo
japonés, al fondo del oscuro pasillo, por cuyo shoji se filtraba
la luz. Shunkichi esbozó una espontánea sonrisa. Tomó entre
sus brazos a Mitsuko, sin medias, y se dirigió hacia el pasillo
no sin antes dedicar un saludo marinero a todos los presentes.
Todos en la sala de estar se quedaron algo incómodos por lo
sucedido. Sólo Seiichiro aparentaba estar tranquilo. Había
organizado un juego depravado y ahora se refugiaba
ensimismado en un lugar donde no ser herido ni juzgado, con
la copa entre sus manos, una expresión dura y el aire
desencantado que solía mostrar durante el día.
—¿Ésta es tu manera de distraerte de la monotonía de la
vida matrimonial? —le dijo Kyoko.
—En serio, no bromeo. Me siento satisfecho. Soy un
perfecto marido ideal —dijo Seiichiro sin la más leve ironía.
—Me pregunto qué necesidad tenías de plantear este juego
miserable el día en que Shun gana su primer combate —dijo
Osamu.
—Ha sido una muestra de amabilidad.
Natsuo, hasta ese momento callado, de repente, abriendo
mucho sus ojos de mirada acuosa, expresó su sintonía con
Seiichiro:
—Sí, yo también creo que lo ha hecho por amabilidad.
Para cubrir un hueco vacío no había nada como provocar
otro vacío. ¿Quién debería hacerlo? En caso de hacerlo, estaba
claro que debía ser por una cuestión de amabilidad. Natsuo,
por primera vez, veía ante sí la dignidad que entrañaba ayudar
a los otros. Si estuviera solo, no tendría más que buscar su
satisfacción en el vacío existencial que lo rodeaba.
—Venga, bailemos. Lo mejor que podemos hacer es bailar
—dijo Tamiko, que acabó bostezando de aburrimiento al ver
que nadie respondía a su propuesta.
Poco después, insistió una vez más:
—Se me ha ocurrido una buena idea. ¿Por qué no vamos
los cinco a un night-club?
A todos les llamó la atención la total falta de originalidad
de su propuesta.
La conversación se desató entre los hombres, que se
pusieron a hablar sobre lo que habían hecho desde que no se
veían. En cuanto en dicha conversación salió el nombre de una
mujer de la que antes no había oído hablar, enseguida Kyoko,
como solía hacer, quiso saber hasta el mínimo detalle. En
conclusión, Kyoko dijo lo siguiente:
—Ya veo que todos estáis teniendo éxito y os están
saliendo las cosas bien. Shun ha ganado su combate de boxeo,
Natsuo ya es un pintor afamado, Sei se ha casado con un muy
buen partido y Osamu ha logrado un cuerpo musculoso. Es
como si os nutrieseis del aire como si tal cosa. Sois
admirables. Es como si lograseis plasmar algo de donde no
hay nada. Mientras, ¡nosotras estábamos sin hacer nada!
Espero que sigáis dando importancia a esos logros
alimentándolos…
A los hombres su planteamiento con resabios de sermón no
les sentó bien. Seiichiro, frunciendo los labios, dijo:
—Mientras hacemos todo eso, más cerca estamos del fin
del mundo.
—Y el sonido de dicha destrucción será apoteósico —
apostilló Kyoko, añadiendo—: Vosotros no sólo estáis
triunfando, sino que además tenéis aspiraciones.
Tamiko, finalmente, logró llevar a los hombres a donde quería.
Osamu y Natsuo decidieron acompañarla al night-club. Kyoko
y Seiichiro no se unieron al grupo. Seiichiro dijo que llegaría
tarde a casa si los acompañaba al night-club, y sobre todo,
todavía quería hablar un poco más con Kyoko antes de volver.
Como eso era muy comprensible, Tamiko, sin más, se marchó
acompañada del pintor y el robusto joven. Kyoko y Seiichiro,
se quedaron solos en el salón rodeados de la bebida y los
aperitivos sobrantes de la celebración. Los dos sonrieron al
mirarse mutuamente. Durante unos instantes disfrutaron en
silencio la agradable tranquilidad que afloraba de la
complicidad y la atracción física. No había nada que temer. Ni
tampoco nada de lo que avergonzarse.
—¿Encendemos la chimenea? —propuso Kyoko.
—Yo detesto eso de la atmósfera del fuego al crepitar y
esas cosas… —contestó secamente él. A continuación, se
levantó para servirse una copa y añadió—: Probablemente, en
breve tendré que irme al extranjero.
Kyoko alzó la cabeza con un gesto de obediencia canina:
—¿Adónde?
—Nueva York.
—Un nuevo destino, ¿verdad?
—Sí.
Seguidamente, Seiichiro le devolvió la pregunta:
—Nunca me preguntas nada sobre mi vida matrimonial,
¿verdad? ¿Tan detestable te parece?
Kyoko no supo cómo responderle. Seguidamente, echó un
rápido vistazo a la puerta que daba a la habitación contigua de
estilo tradicional.
—Estoy seguro de que lo que haga no ensuciará su
reputación, pero eso es algo que sólo él puede permitirse —
dijo Seiichiro haciendo un comentario que dejaba entrever sus
velados celos.
Su pronosticado fin del mundo era el principio más puro de
Seiichiro.
—Ayer fui al barbero —dijo de repente—. El empleado se
olvidó de ponerse mascarilla de celuloide. Además, mientras
percibía su mal aliento todo el rato sobre mi nariz mientras me
afeitaba… Encima, ayer sentí una desagradable felicidad
durante todo el día. ¿A qué se deberá? Creo que la razón
estriba en que pude comprobar claramente cómo huele el mal
aliento ajeno. En cambio, en el trabajo mis compañeros están
en guardia ante mí y no dejan que los huela. El gran secreto
que guardo ante la sociedad es que yo solo no tengo ni olor ni
sabor.
Cuando empezaba a soltar una de sus típicas digresiones
marca de la casa, su piel, que tras haberse recobrado de los
efectos del alcohol parecía ajada por el cansancio, de repente
recobraba de nuevo todo su lustre vital. No amainaba el ruido
de la tormenta en el exterior. Se escuchaba nítidamente el
sonido de las pequeñas ramas desgajadas al caer sobre el suelo
de piedra de la terraza.
—Tú dices que no haces nada y estás como viviendo
fragmentada, a pedazos. A mí lo que me parece es que estoy
viendo los restos mortales desmembrados de una mujer que en
otro tiempo fue muy bella. Hoy sólo veo sus piernas. Mañana,
sólo sus manos: lleva guantes y se precipita en la oscuridad.
—Tú también eres alguien fragmentado —dijo Kyoko.
—Eso lo sabes de sobra.
—Cada vez que nos vemos, parece que siempre estamos
repitiéndonos, aunque, poco a poco, vamos
compenetrándonos.
—Es verdad, al menos un poco, pero no te confundas, tan
sólo un poco. Y mañana por la mañana los dos volveremos a
nuestras vidas fragmentadas en pedazos.
Kyoko le hizo un gesto insinuante; a Seiichiro le resultaba
difícil tomarlo en serio. Como una persona que hubiese estado
mirando un detallado mapa y al fin encontrase el punto que
buscaba, Seiichiro ladeó la cabeza, con semejante insinuación,
todavía entre la ebriedad y la lucidez; finalmente iba
convenciéndose.
Seiichiro abrazó por los hombros a Kyoko. Juntos se
encaminaron hacia la entrada empujando la vieja puerta de
madera de roble de la entrada, andando despacio hacia el
dormitorio de Kyoko en el fondo del pasillo. Andaban
despacio los dos como queriendo saborear el momento.
Kyoko encendió desde fuera la luz de la habitación y abrió
la puerta. A la débil luz destacaba la colcha pulcramente
colocada sobre la cama. Oculta tras la cama, percibieron la
sombra de una silueta, conteniendo la respiración en silencio,
que de repente les dejó paralizados a los dos.
Kyoko apenas levantó la voz. Ahí estaba Masako, con su
pijama de niña puesto, mirándolos a la cara con gesto algo
fingido ladeando el cuello.
—¿Pero qué haces aquí? —le preguntó Kyoko con voz
entrecortada y sin poder contener las palpitaciones. Mientras
escuchaba a Kyoko regañar insistentemente a la niña, Seiichiro
salió de la habitación, tomó su sobria chaqueta de entretiempo
del perchero del zaguán y se marchó.
Segunda parte
Capítulo 6

El negocio de la cafetería Acacia marchaba bien. Osamu,


como de costumbre, seguía trayendo clientes, y la madre se lo
agradecía con una asignación mensual.
—No hace falta que me des tanto —le dijo él en una
ocasión—. Ya sabes que tengo un buen partido.
—Entonces alguna vez podrías invitarme a una buena cena.
Osamu, sin rechistar, la invitó a un restaurante de comida
occidental en el barrio céntrico de Ginza. Aunque la madre
ahora vestía mejor, su forma de maquillarse seguía siendo
espantosa. Con todo, no le disgustaba tener que ir con ella a
primeras horas de una noche de mayo a un lujoso restaurante
de Ginza a cenar. Él nunca había estado en el extranjero, pero
imaginaba que la dueña de un restaurante francés se parecería
mucho a un tipo de mujer como su madre. La mujer,
complacida, observó los reflejos de sus uñas rojas sobre el
cuchillo y después aguzó todavía más la vista en la hoja como
si fuera un espejo con el que arreglarse el flequillo.
Como era habitual, los dos solían hablar sobre temas de
amoríos. Primero él, después la madre. La madre no dejaba de
hablar de cómo había huido siempre del engaño de los
hombres. Probablemente le daba vergüenza, como madre,
seguir contando algunas cosas de lo sucedido ante su hijo.
Osamu pensaba así cuando la madre, desde el otro lado de
la mesa, se inclinó para susurrarle al oído:
—Seguro que no parecemos madre e hijo. Ese grupo de
señoras sentadas ahí creo que está hablando mal de mí, pero lo
que pasa, en realidad, es que me tienen envidia.
—Si la gente quiere pensar mal, dejémosles que piensen lo
que quieran.
La madre miraba embelesada el bello rostro de su hijo. Su
marido, aunque sólo lo fuese de nombre, en su tiempo también
fue atractivo, pero no tenía la fortaleza y lozanía del hijo.
Aquellos ojos negros bajo las pobladas cejas, una nariz
proporcionada, labios sensuales y estilizados, su buena planta
de hombros recios y fuertes pectorales para lucir trajes de
primavera… Sin embargo, al igual que su padre, todo aquel
porte no expresaba habitualmente la mínima energía y
agilidad, sugería más bien un carácter recluido en sí mismo,
como si estuviese permanentemente tras una ventana cerrada.
La madre apoyaba la nariz por el lado externo de esa ventana,
queriendo vislumbrar mejor su interior en penumbra. Sin
embargo, dentro todo estaba desierto, desamueblado y
deshabitado.
—Últimamente no te quejas tanto de que no te den papeles.
¿Sigues yendo a la compañía Gekisakuza?
—Sí.
La madre fumaba compulsivamente mientras esperaban la
llegada de los entrantes. Se distraía apretando entre sus uñas
rojas las flores de alverjilla envueltas en humo de tabaco que
decoraban la mesa.
—Incluso en un restaurante de tanto postín, recurren a
florecillas tan baratas como éstas —comentó.
Sin ningún motivo en particular, madre e hijo estaban
felices. Ella fantaseaba con ser una madre de buena familia
cenando con su hijo vestido con un traje a medida; él, por su
lado, fantaseaba con ser un hijo de poco fiar que ganaba
mucho dinero a costa de las mujeres, incluida la madre,
dedicada a turbios negocios. Fantaseaba con tener vínculos
con el mundo del crimen y disfrutar a todo lujo de sus
ganancias.
—Últimamente mi prestamista está muy generoso.
—¿Sí?
—Es que ya no viene a exigirme los intereses. Es más
generoso que los de Hacienda.
—¿No será más bien que tienes que ir a pagar tú?
—No digas tonterías, ¿cómo iba yo a tener que ir a pagar
los intereses? Yo soy la clienta, ellos son los que tienen que
venir a cobrar. Además, el próximo mes se acaba el plazo del
préstamo, y he pensado pedir que me lo alarguen dos o tres
meses más.
—¿Cuántos intereses pagas al mes?
—El 9%, o sea, 90.000 yenes. De todos modos, ya me
descontaron los intereses de los dos primeros meses. Tomando
prestado un millón de yenes, he pagado 180.000 yenes,
además de 50.000 para pagar la inspección que me han hecho,
así que al final apenas he recibido 770.000; vamos, que la
toman a una por tonta, qué manera de aprovecharse…
—Noventa mil al mes… Imagino que no tendrás problema
para pagar eso, ¿verdad?
—Por supuesto que no. Lo que pasa es que en estos dos
meses anteriores no vino el cobrador y he ido gastándome el
dinero pendiente de devolver.
—¿No será con eso con lo que me estás pagando?
—No, no, qué va —respondió la madre, molesta.
Osamu presentía un futuro negro. Con una madre que desde
antiguo solía hacer un ovillo con la ropa sucia acumulándola
en el fondo del armario porque no le gustaba lavarla, resultaba
difícil calificar de vida real el estilo de vida de madre e hijo.
Incluso en los momentos de mayores apuros económicos, no
dejaban de albergar sueños de grandeza en medio de su
pobreza, y bien lejos estaban de lo que se suele llamar una
vida mísera, llevada con honradez y dignidad. El futuro negro
quedaba enterrado en un montón de trapos sucios con poso
blanquecino, y en la negritud que se derramaba por el
horizonte, brillando como constelaciones, se entreveían
profusas heridas sentimentales.
En el postre, Osamu, dejando el sorbete a medias, le dijo:
—¿Seguro que todo va bien?
—¿Qué quieres decir?
—Me refiero a lo del préstamo.
—No hay ningún problema. De eso me encargo yo…
Además, deja de pensar en esas cosas. ¿Qué te parece si vamos
al cine? Hace mucho que no voy a ver una película, siempre
me da mucho trabajo la cafetería.
Tras la cena, Osamu debería acompañar a su madre a ver
una de esas películas japonesas de espadachines que tanto le
gustaban y en la que actuaba un actor joven de labios
protuberantes. A Osamu le molestó la insistencia de la madre,
que no dejaba de aludir a las bellas facciones del actor.
La tarde del día siguiente, Osamu volvió a pasarse por la
cafetería Acacia. Su cita con Mariko sería bastante más tarde.
Todavía tenía mucho tiempo libre. Sus fornidos amigos se
habían marchado, cada uno con sus quehaceres, y lo habían
dejado solo.
En la cafetería había una revista extranjera antigua que le
había regalado una clienta apasionada del teatro moderno. No
podía leer ni una sola palabra de escandinavo, pero había
muchas fotografías tomadas en los escenarios. Osamu
observaba la fotografía de un joven rubio de puntillas con el
cuerpo arqueándose hacia dentro: llevaba tejanos y una camisa
de rayas de manga corta. Quizás le acabasen de disparar. A la
vez que se doblaba sobre las tablas, alzaba una mano asiendo
un halo luminoso.
Osamu se quedó un buen rato fascinado por aquella pose
tan bella. Quedaban ya lejos semejantes momentos trágicos
vividos sobre el escenario. En el clímax de una representación
teatral, tanto la muerte como su perpetrador aparecían
envueltos en un halo mistérico que transformaba la escena en
un rito sagrado. El cabello rubio del joven herido se fundía con
el resplandor del haz dorado que lo abrazaba iluminando su
entorno. Además, llamaba la atención la completa ausencia de
sufrimiento en la figura del joven moribundo. La figura de un
espíritu humano implicado en un cierto incidente, que la
cámara captó en su más exacta expresión, y plasmado en esta
instantánea, daba la impresión de estar dejando reposar su
cuerpo al caer suavemente relajado. ¿Cuál sería ese «cierto
incidente»? ¿La muerte tal vez? ¿O quizá el vacío? ¿O un
momento crítico? Fuera lo que fuera, Osamu no concebía en
absoluto que la mente fuese algo que se cultivaba en nuestra
interioridad. La mente siempre se dejaba arrastrar flotando
como un globo por el mundo externo, se apoderaba del actor
sobre el escenario como si fuera algo que se le había adherido
y en un momento dado tomaba prestada su figura humana para
proferir el discurso.
No se sabe exactamente qué sentido podía tener la figura
instantánea tenuemente iluminada del joven rubio herido por
el disparo… Aunque sus ojos estuviesen vivos hasta el punto
de encandilar, en ese instante en que la mente dejaba descansar
al cuerpo dentro de la existencia, la persona solo daba de sí
para existir, se le iba toda la energía solamente en vivir. Sobre
las tablas del escenario se daban esta clase de milagros. Osamu
observaba así la imagen con cierta tristeza, tal vez por no
haber experimentado en carne propia dicha experiencia.
Justo en ese momento entró un joven con mala pinta en la
cafetería. Llevaba el pelo tan engominado que parecía portar
un casco sobre la cabeza, y tenía los pulgares metidos en los
bolsillos de su cazadora de nailon verde. Se acercó a la chica
de la caja y le preguntó algo. La chica lanzó una rápida mirada
a Osamu.
Hizo sonar la campanilla que comunicaba con el interior de
la cafetería y la madre salió para atender al joven, al que
indicó que la acompañase al fondo de la cafetería, al almacén.
El joven, que llevaba gruesos anillos de oro, se quitó de la
boca el cigarrillo a medio fumar y, tras una rápida ojeada a su
alrededor, se dispuso a acompañarla.
—¿Quieres que me encargue yo? —dijo Osamu de repente
detrás de su madre.
—No te preocupes, tú quédate ahí, no pasa nada —dijo ella
sin apenas volverse. Vista así, desde atrás, con su vestido de
cuadros negros, parecía una pequeña cajita de cerillas.
A Osamu se le hizo larga la espera. En más de una ocasión
estuvo tentado de entrar en el almacén. Durante esos instantes,
tuvo la impresión de que se hacía añicos su, hasta entonces,
tranquila existencia. Todo el sustento de su vida indolente de
repente se volvía incertidumbre. El mundo a su alrededor,
personas y cosas existían al amparo de dicha indolencia
apoyándolo como súbditos a un soberano, y ahora, de repente,
ya no había más razón que justificase dicho entramado.
Se abrió la puerta del almacén, el joven salió y, volviéndose
hacia la madre, le dijo en voz alta:
—Mañana a las cinco. Más vale que no lo olvides.
Su tono insistente y arrogante llamó la atención de toda la
clientela, que se giró para ver qué pasaba. La madre, mientras
lo acompañaba a la salida, le decía:
—Por favor, no levante demasiado la voz.
El hombre se marchó sin decir nada.
Antes de que a Osamu le diera tiempo a levantarse, la
madre se acercó y le dijo al oído:
—Ha venido a cobrar. Le tengo que pagar tres meses de
intereses. Le he dicho que mañana le pagaré lo que pueda, por
eso se ha ido.
—¿No crees que no tienes por qué hacer cuanto diga? —
dijo Osamu—. ¿Es de verdad el cobrador del préstamo? ¿No
deberías comprobarlo antes?
—Tienes razón, ahí se nota la perspicacia masculina.
La madre aparentaba aplomo, pero estaba realmente
asustada. Osamu se acercó a la caja registradora a la vista de
toda la clientela, tomó el teléfono supletorio que servía para
pasarle las llamadas al almacén, y desde el almacén llamó, tras
preguntarle a la madre el nombre del jefe de la empresa
prestamista y del cobrador.
—¿Hablo con la empresa Koshu? ¿Está el jefe?
No obstante, la voz al otro lado del teléfono era la de una
mujer:
—Perdone, quisiera hablar con su jefe.
—La jefa soy yo.
—¿Es usted la señora Akita?
—Sí, soy Akita Kiyomi. ¿Quién es usted?
—Funaki, querría confirmar si un tal señor Kokura trabaja
para usted, ya que ha venido hoy aquí para requerir un pago.
—¿Kokura? Sí, es uno de nuestros jóvenes empleados. Sí,
le confirmo que yo le he encargado que fuese a su
establecimiento. Por cierto, ¿usted quién es? Es usted el hijo
de la señora Funaki, el actor de teatro, ¿verdad?
Osamu balbuceó sin saber qué decir.
—Si nuestro joven empleado se ha comportado mal, le
ruego lo disculpe ante su madre. Salúdela de mi parte.
Tras esas palabras, colgó. Todavía resonaba en su oído la
voz grave e insistente de la mujer.
—¿La dueña de la empresa es una mujer?
—Así es. Debe de tener entre treinta y siete o treinta y ocho
años. Es un poco fea, pero es una persona agradable. Gracias a
la persona que me la presentó, me hizo el préstamo sin
intermediarios, directamente. Además, a un plazo largo de seis
meses.
A Osamu la mención de la fealdad hizo que se le disparase
la imaginación. Él incluía en la categoría de fealdad todo un
conjunto de atributos que definían el estilo de vida de esa
mujer. Rechazada por el mundo, con su fealdad se ganaba la
vida, despreciaba todo infortunio excepto el de la fealdad,
porque gracias a su fealdad disfrutaba de un estado espiritual
que la satisfacía.
—Algún día me gustaría tener una casa bonita —dijo
inesperadamente la madre—. Una casa entre bosques de
abedules plateados, con una terraza hecha de madera de
abedul, con un amplio salón en el que reunir a los amigos para
tomar una copa; tú tendrías tu propia habitación para pasar la
noche con la acompañante femenina que trajeras ese día.
A Osamu, por un momento, le vino a la memoria la casa de
Kyoko y le entraron ganas de reírse al imaginar a su madre en
semejante casa: era indudable que la transformaría en un mero
burdel en un abrir de ojos.
—Podrías alquilar una casa para pasar los veranos.
—No, tiene que ser mi propia casa… Así podría tener loros
y monos. A los monos basta con darles cacahuetes, aunque no
estoy segura de qué comen los loros.
Al día siguiente, con intención de proteger a su madre, a partir
de las cinco Osamu ya estaba en la cafetería, pero el mismo
cobrador del día anterior llegó a las cinco muy comedido, la
madre se disculpó, y cuando le entregó los 90.000 yenes de
intereses correspondientes a un mes se fue sin mediar palabra.
Después Osamu estuvo dos o tres días sin pasarse por
Acacia. Dedicó el tiempo sin más a holgazanear en su
apartamento o, como habitualmente solía hacer, a pasar la
noche en un hotel con Mariko. La realidad quedaba lejos, y no
tenerla ante los ojos equivalía a que no existiera. Un día de
mayo empezaron a resplandecer rayos de sol veraniegos.
Osamu, ante el espejo del gimnasio, observó su cuerpo
brillando bajo la luz dorada. Se sentía satisfecho consigo
mismo, feliz.
Cuatro días después, una tarde, tras pasar la noche fuera,
Osamu volvió a su apartamento y se encontró con un mensaje
de su madre pidiéndole que llamase cuanto antes. Cuando la
llamó, su madre al otro lado del teléfono lloraba.
Como ella no quería hablar desde la cafetería, Osamu le
dijo que fuese a su apartamento y allí escuchó los detalles de
lo que le ocurría. El día antes la jefa Akita Kiyomi la había
visitado en persona y se había mostrado cordial, pero cuando
le habló de los intereses pagados el día previo, la mujer
enseguida le dijo:
—¿Intereses? Yo no he recibido ningún pago de intereses.
Según le dijo, Kokura sólo le había entregado una pequeña
cantidad por los desplazamientos en coche, pero nada del pago
de los intereses; por eso venía ella a cobrarlos.
Esto le sentó muy mal a su madre, que protestó, pero la
mujer insistió:
—Si es así, enséñeme el recibo del pago.
La madre reconoció que no tenía recibo.
Akita la hizo sacar un folio y, ábaco en mano, se puso a
calcular y le mostró la cifra de dinero que le debía. La cifra era
apabullante.
La deuda contraída de intereses prorrogados del tercer al
quinto mes se había acumulado, y lo que no había pagado en el
tercer mes se añadía al montante del préstamo inicial; por eso
los meses siguientes había que añadir 98.100 yenes de
intereses a la suma inicial de 1.090.000 yenes. A partir de
ahora, cada mes los intereses calculados de un total de
1.188.100 yenes ascendían a 106.929 yenes. De manera que lo
que debería pagar al término del préstamo era más de
1.500.000 yenes, el doble de los 770.000 yenes recibidos al
principio.
—¡Pero si no me habían solicitado ningún pago de
intereses hasta ahora! —Naturalmente la madre trató de
objetar, pero la empresaria Akita le advirtió de que todo estaba
claramente indicado en el contrato y que por tanto, aunque no
le hubieran dicho nada hasta entonces, era evidente que su
obligación era pagar la deuda contraída y los intereses. En ese
momento la madre se vio en un verdadero aprieto.
Cuando acabó la conversación, la madre dejó escapar
inopinadamente un comentario como quitando importancia al
asunto.
—Bueno, Osamu, creo que a nosotros nos hace falta un
poco de distracción.
Osamu se sorprendió mucho cuando la madre,
inesperadamente, puso punto y aparte. Por lo visto, no parecía
muy preocupada por buscar una solución. Parecía que le
bastaba con saber que ambos, madre e hijo, tenían un
problema y con eso zanjaba el tema de conversación.
A Osamu, a su vez, mientras la escuchaba hablar, no se le
ocurrió nada que aconsejarle, y por otro lado se tranquilizó al
escuchar aquellas palabras finales por parte de su madre.
El cielo del atardecer veraniego se tornó parcialmente
luminoso de repente. Brillaban los focos de un encuentro
nocturno de béisbol en Korakuen. Transportado por el viento,
llegaba a la ventana el fragor rumoroso del público en las
gradas.
—Qué suerte tiene esa gente de vivir sin preocupaciones.
—No seas tonto. ¿Te crees que toda esa gente no tiene
problemas en su vida?
Osamu soñaba con un teatro, un teatro soberbio al caer el
sol de una tarde de principios de verano. Un bullicio atronador
de vítores de aclamación ante una tragedia que estaba teniendo
lugar de verdad; el actor hacía ondear su vestimenta ante un
público de miles de espectadores bajo la apacible brisa de la
noche. Entonaba versos de íncubo demoniaco, rasgaban la
oscuridad trazos de luz y manaba sobre el escenario el reguero
de sangre de un crimen real. Si se contemplara desde el punto
más alto del anfiteatro, la sangre se extendería junto a la
persona yaciente por la alfombra como si no fuera más que un
borrón de tinta negra que se hubiera derramado sobre ella.
—Cada día habría una pelea a navajazos, tragedia, rivalidad
amorosa, pasión real. Sí, cualquiera de estas pasiones vulgares
sería más trascendental que vuestras caras de entendidos.
Pasión, odio, lágrimas y sangre auténtica y real; tiene que
haber pasión de verdad, odio de verdad, lágrimas y sangre de
verdad, sin trampa ni cartón.
Éste era el papel que había recitado Ota Noriko en un
drama el año pasado y ahora le venía a la memoria. Según
soplaba el viento, el griterío se acercaba o alejaba, como
cuando de pronto emergía de un rincón del cielo extrañamente
grande una luna nueva despidiendo un reguero de luz; tuvo la
impresión de que allí en medio estaba su otro yo, protegido
por millares de testigos; se imaginó que estaban contemplando
el momento en que iba a ejecutar una acción muy decisiva. Era
una acción que daba testimonio de su existencia, atestiguaba
que él vive, y a la vez era certificada por los espectadores…
Una acción de ultimidades, en el límite… Obligando a ese
numeroso público a negar su existencia, ésta era una acción
que por primera vez abría la entrada a la afirmación de su
existencia… Es decir, una acción tan infantil y absurda como
cuando de repente un espontáneo se lanzaba al ruedo y el toro
lo mataba… ¿Cuándo llegaría el momento de que Osamu
tuviera un papel semejante? Alcanzando una acción tal, ya no
tendría necesidad de luchar por ese papel tan deseado. Osamu,
con esa acción, iría mucho más allá del «papel».
Ésta era la «distracción» de Osamu, y era un
entretenimiento sin sentido; con el único fin de disfrutar de un
pasatiempo, el pasatiempo mismo engendraba una ficción, le
hacía soñar. En ese momento, brevemente, se olvidaba de las
desgracias de su madre.
—Ya veo, ésta es la habitación que decías necesitar para
memorizar y ensayar tus papeles. Bueno, hasta ahora no es que
hayas tenido un papel de tal calibre como para tener que
memorizarlo —dijo la madre, que había empezado a alargar el
brazo para coger uno de los guiones tirados por la desordenada
estancia sin intención de ayudar a ordenarla.
—Entonces lo que quieres decir es que ya no podrás
pagarme esta habitación.
—Bueno, una cantidad como ésa no creo que haya
problemas.
—Me lo pagará Mariko.
—Pues si es así, búscate a una mujer que al mismo tiempo
me mantenga a mí —dijo ella.
Al día siguiente empezaron a asomar por Acacia jóvenes cada
vez más agresivos pidiendo dinero de malas maneras; cuando
le insistían mucho, les daba una pequeña cantidad exigiéndoles
un recibo. Debido a la crisis en los pachinko, estos chicos
ganaban menos, y por eso cada vez exigían más al detalle y un
tanto por ciento de ese dinero se lo quedaban como gastos, y la
cantidad del recibo incluía un diez por ciento menos. En vista
de la situación, decidió ir ella directamente a pagar a la
prestamista. Le pidió que no le enviase a los cobradores. Sin
embargo, ésta, riéndose, rechazó la propuesta.
Poco a poco, con la llegada de esa ralea de gente que
hablaba a gritos, los clientes del Acacia empezaron a irse.
Osamu, dado a presumir, ya no traía a sus compañeros del
gimnasio. La madre estaba cada día más demacrada.
Un día, entrada ya la noche, de repente Mariko le dijo que
quería separarse y Osamu no supo qué decir. Pese a todo, se
esforzó por aparentar una tranquilidad propia de su vanidad,
pero se le hacía muy difícil, dadas las circunstancias. Mariko,
con gesto serio, no le daba ninguna explicación, y por eso
Osamu se vio obligado a preguntarle. Mariko respondió como
si nada. Le habló sobre una propuesta que ya venía de tiempo
atrás; al parecer, ahora se veía con Sudo, el actor de
Gekisakuza de papeles de galán, y no daba abasto para
mantener dos relaciones al mismo tiempo.
Como era de esperar, nada más decir esto, Mariko rompió a
llorar con sentimiento, pero Osamu en lo único en que se
sentía herido era en su amor propio. Sin embargo, era un amor
propio del que ya estaba empezando a cansarse; la sensación
de sentirse querido, embriagado, hacía mucho tiempo que se le
había pasado. Dicho orgullo y satisfacción, en su caso, dicho
con exactitud, se reducían sólo a sus músculos y cara, aunque
conllevaban cierta debilidad. Osamu se distinguía por no
necesitar tomar la decisión de decir «ya me he cansado de ti»,
se limitaba a observar simplemente a la mujer complacida, sin
estar siempre disfrutando, sin hacer nada, como si tomase el
sol.
Osamu, ya sea porque no perdía nada o porque apenas lo
lamentaba, observaba llorar a Mariko como si fuera un
estridente papel arrugado que se le hubiera caído al suelo.
Se podía interpretar esta realidad libremente de la manera
que quisiera. En cualquier caso, había dos hipótesis posibles.
En el primer caso, se supondría que Osamu no existía
realmente durante el tiempo que mantuvo esta relación tan
convencional, que no la había vivido realmente; en ese caso
Mariko no desearía separarse más que de la sombra de una
sombra. En el segundo caso, habría que suponer que Osamu
existiera verdaderamente, que lo había vivido muy de veras.
Entonces, aunque pareciese que ella dejaba al hombre, en
realidad sería lo contrario, es decir, que él la abandonaba. No
sería más que desgajar una rama de su sólida existencia. Sin
embargo, a Osamu lo que le preocupaba era la vaguedad de
ambas suposiciones.
Tanto para una completa renuncia de sí mismo como para
una completa posesión del otro, el acto de unión carnal era
insuficiente; era un vínculo demasiado débil y superficial. Era
algo que no pasaba de ser una imitación infantil de una
posesión terrible y estrictamente cierta. El cuerpo de la mujer
era muy ligero y suave. Eso equivaldría a una burda copia, una
imitación. Aunque Mariko había alabado, de palabra, su
cuerpo robusto como una armadura, su cuerpo femenino no
había logrado cosechar el mismo éxito e idénticas alabanzas
por parte de él. ¡Era una mujer mediocre! ¡Absolutamente
mediocre! Al igual que la genialidad masculina no era
comprensible para las mujeres, éstas tampoco eran capaces de
captar la genialidad del cuerpo masculino, pensaba Osamu.
De repente, a Osamu se le ocurrió una idea. Le lanzó una
mirada llena de desprecio y, haciendo acopio de aplomo, le
dijo:
—De acuerdo, nos separamos, pero tendrás que
recompensarme económicamente.
Mariko, al principio, pensó que bromeaba. Levantó su
rostro, hasta hace poco bañado en lágrimas, y miró incrédula a
Osamu. Era un chantaje, pero no tenía miedo. Los hombros y
pectorales pletóricos de fuerza juvenil de Osamu carecían de
una fuerza propia capaz de resistencia. Su cuerpo, como si se
tratara de una mariposa, un bordado o un gatito, no parecía
tener más fin que el de ser adorado.
—Es horrible. Se nota que dices lo primero que se te
ocurre. No te pega nada decir tales cosas —dijo amargamente
Mariko con una sonrisa forzada. Después, al acordarse de que
Osamu era un actor secundario, añadió—. Además,
interpretaste penosamente tu papel.
Osamu era capaz de soportar grandes humillaciones, pero
esta vez se sorprendió bastante. Sin embargo, no tenía nada
que ver con la humillación que sentía cuando no le daban un
papel y no veía su nombre en el reparto de una obra. Por eso se
sentía ya inmunizado frente a cualquier forma de desprecio.
Todavía no alboreaba la mañana, pero su presencia se
presentía en la lejanía. Chirriaban los primeros trenes del día
saliendo de cocheras. Sobre la cama se hacía irrespirable el
ambiente saturado de humo del tabaco. Por fin se colaron los
primeros rayos matinales en la neblinosa nube de tabaco de la
estancia, puntos luminosos en un crematorio más que en una
habitación.
Finalmente, cuando Mariko le preguntó cuánto dinero
quería, él, sin más explicaciones, le pidió «un millón y medio
de yenes». La suma era tan irreal que Mariko, a pesar de las
recientes lágrimas, se echó a reír.
—¿Necesitas toda esa cantidad para vivir? ¿Tanto vales?
¿O tal vez piensas gastarte un millón y medio de yenes en
huevos, leche, carne de vacuno y queso con los que engrosar
aún más tus inútiles musculitos?
A continuación, ella se puso a calcular a cuánto ascendía el
cuantioso valor de lo que le había regalado hasta ahora en
trajes a la moda occidental, etcétera. Le dijo que no tenía
ninguna intención de pedirle que la recompensara.
Simplemente, era una mujer incapaz de dejar de decir lo que
pensaba.
—Me bastaban tus fuertes abrazos y tu fornido pecho. Así
que no pienso decirte, a estas alturas, que me parecieses
insulso. Así es: tal como tú mismo piensas, y puesto que vives
como una estatua viviente, no hay ningún defecto que
achacarte. Así que puedes estar tranquilo y seguro. Hasta
ahora me he acostado con una estatua; ahora me alejo
dejándote en tu pedestal, y cuando me entren ganas de
abrazarte, contemplaré tu cuerpo desde la distancia. ¿Pero es
que vale tanto separarse de una estatua de bronce? Jamás
hiciste el menor esfuerzo por hacerme entender qué es lo que
piensas, eres realmente aburrido, pero se nota que tú mismo no
te aburres en absoluto siendo así. A decir verdad, de sólo
pensar en la razón de que sea así me produce malestar.
La perspicacia de Mariko le bajó los ánimos, pero no se sentía
amenazado. En efecto, él no tenía ningún secreto que temiese
que quedara al descubierto.
—En cualquier caso, vuelve a la realidad. Deja ya de
pensar infantilmente —dijo Mariko mientras aplastaba una
colilla de cigarrillo en el cenicero con aire de retomar un tono
más conciliador. Como el cenicero estaba algo alejado, los
rayos de sol filtrados por la ventana cubrieron sus brazos de
una tonalidad blanca. Aquella blancura destilaba tranquila
frialdad.
—Imagino que algún día lograrás querer a alguien de
verdad.
Esa mañana no se veía con ganas de ir al gimnasio por la falta
de sueño, y al llegar a una esquina se despidió como si nada de
Mariko y se fue a la cafetería de su madre.
La cafetería Acacia estaba desierta. Percibió un aroma de
café inútilmente preparado. La madre, sentada en una de las
mesas para la clientela, tomaba a media mañana un desayuno
tardío de café y tostada.
—Buenos días —la saludó como de costumbre Osamu
sentándose ante ella.
La madre, en voz apenas audible, le devolvió el saludo. Se
tomaba la tostada con desgana, sin comerse el borde del pan, y
jugueteaba haciendo bolitas con el pan sobrante. No dejaba de
contemplar el cielo nublado tras la puerta, pero lo que
realmente circulaba por las finillas venas de sus ojos
enrojecidos era una suciedad pardusca parecida a la nicotina
del tabaco. Las arrugas bajo los ojos y la piel endurecida le
daban un aspecto de amianto.
—Tampoco he podido dormir esta noche. Y el desayuno,
ya ves, casi no lo he tocado —dijo la madre dejando de tomar
café.
A espaldas de Osamu, se abrió la puerta y entró un cliente
saludando en voz alta:
—Buenos días, señora, ¿cómo está?
Osamu se iba a dar la vuelta, pero antes de hacerlo la madre
le guiñó el ojo. Era uno de los jóvenes cobradores que solía
venir, esta vez acompañado de una chica. Se sentaron a
espaldas de Osamu. No podía verlos, pero por la voz podía
hacerse una idea de la ralea del personaje.
—Señora, sírvanos algo de desayuno —dijo el hombre.
—Pues no tengo nada especial que ofrecerles.
—¿Y qué es lo que comes tú entonces? Tráenos lo que
haya.
La madre se levantó de mala gana. Osamu alcanzó un
periódico y se puso a hojearlo como si nada. Sin embargo, no
podía leer palabra. Hasta las viñetas del sencillo cómic que
solía leer le resultaban incomprensibles. Además, se estaba
empezando a sentir presa de un ligero e incipiente temblor de
manos.
El joven daba detalles de la situación a la chica con
intención de que Osamu lo oyera. Solía venir a la cafetería
porque le habían encargado el cobro de un préstamo, pero
como la vieja tozuda se empeñaba en no pagarle y el local
acabaría siendo traspasado, hasta que eso sucediese él tenía
derecho a beber y comer gratis. Por eso, aunque se trataba de
una cafetería con una oferta más bien exigua, le dijo a la chica
que pidiese lo más caro del menú que quisiese… La chica
asentía sonriendo continuamente mientras le daba la razón
repitiendo, una y otra vez, la misma coletilla:
—Es verdad, qué razón tienes.
Al fin, acompañada de la camarera, llegó la madre para
servirles café, tostadas y algunos dulces y fruta sobrantes del
día anterior. Una vez servido el desayuno, la camarera
enseguida se escondió. Después, el joven llamó a la madre e,
indicándole en voz alta que se pusiese a su lado, le contó
detalladamente cómo había pasado la noche con su
acompañante femenina.
Osamu, a sus espaldas, oyó a la madre comentar con
desgana:
—Ya veo que lo pasaron bien.
—Y aquí donde la ve, después empezó a morderme el
cuello y a decirme «Eisan, no se te ocurra dejarme nunca».
—No te rías de mí. Yo no recuerdo nada de eso —dijo la
chica.
—Cállate. No te des ahora tantos aires de señorita.
De repente la chica, tan risueña hasta ahora, se echó a
llorar. La madre no pudo evitar interceder. El joven se volvió
hacia ella y a voz en cuello soltó una retahíla de improperios.
Cuando la madre estaba a punto de decir algo, él le tiró el café
por la cara. Osamu se giró al oír el grito y vio a su madre con
un espeso reguero de café chorreando por su boca y nariz y un
gesto de atónita sorpresa.
Osamu se abalanzó sobre el joven. El hombre cogió un
vaso y trató de rompérselo en la cabeza, pero Osamu logró
esquivarlo por los pelos y el vaso se hizo añicos contra la
pared. El cobrador era más pequeño y delgado que Osamu,
pero sabía moverse y poseía una agilidad felina. Cuando
Osamu lo sujetó por los hombros, éste le pegó un puñetazo en
la mandíbula, luego le dio una patada en las espinillas y,
cuando Osamu bajó la cabeza, le soltó dos guantazos.
Su robusto pero lento cuerpo no le sirvió para nada: Osamu
se retorcía acuclillado sobre el suelo. Notó que el hombre le
ponía los zapatos llenos de barro contra la espalda para pegarle
una patada y tirarlo hacia delante. Cuando se recompuso de los
golpes, tanto el chico como la chica se habían esfumado.
Arrodillada sobre el suelo con la cara llena de café, la
madre lloraba aferrándose a las piernas de su hijo.
Tras el incidente, lo primero que le pidió Osamu a su madre
fue un espejo.
Osamu, llevándose las manos a las mejillas inflamadas, se
fue al médico. En la sala de espera del consultorio había una
reproducción extraída de algún libro de arte de un famoso
cuadro occidental. Se trataba de la obra Venus y Adonis. Venus
no aparecía en la imagen, y en cuanto al jabalí, ciertamente
atacaba a Adonis, pero sin intención de matarlo. Entre el
intenso olor a desinfectante, la reproducción, enmarcada en un
marco barato, despedía tonos verdes y dorados. Al parecer era
un anuncio de un producto de tratamientos hormonales: «Si no
cree que sea cierto, pruebe este producto. Al instante, las
mujeres se convertirán en auténticas Venus, y los hombres, en
todos un Adonis».
Osamu, al recordar amargamente los veloces movimientos
del hombre que le golpeó, se acordó de los combates de
Shunkichi. Tras la cura en el ambulatorio, llamó por teléfono
al club de boxeo Hachidai.
Shunkichi sintió rabia y enfado al escuchar a Osamu
contarle los detalles de lo sucedido.
—¿El tipo ese va todos los días?
—Sí, como si tal cosa. Al día siguiente de la pelea, cuando
me vio con los vendajes me dijo con descaro y desprecio «Lo
siento, chico».
—¿A qué hora suele ir?
—Que viniese esta mañana fue una excepción.
Normalmente suele venir a eso de las ocho de la tarde.
—Bien, esta noche tengo que asistir a la pelea de un
compañero veterano para hacer de segundo y no podré ir, pero
mañana después de entrenar me presentaré allí sin falta, deja
que me encargue yo.
Ya quedaban sólo diez días para su próxima pelea.
Shunkichi se preocupó un poco al pensar en la posibilidad de
dañarse las manos. Sin embargo, sentía muy de cerca la
humillación sufrida por su amigo y eso le alentaba a seguir
adelante; con sólo pensar en mañana por la noche se sentía con
el cuerpo en forma y el espíritu en tensión: «No se lo
perdonaré, se va a enterar», se decía a sí mismo, hasta llegar a
repetírselo en voz baja: «No se lo perdonaré, se va a enterar».
Empezó a imaginar como agarraba por los hombros y
empujaba a aquel hombre desconocido. Preveía controlar
totalmente sus movimientos mediante la fuerza.
«No se lo perdonaré, se va a enterar», su fuerza física le
servía para controlar e imponer orden. La fuerza era necesaria
para que todo estuviese en su lugar, y para ver claramente el
mundo exterior y el contorno preciso de la realidad. Todo
cuanto es ambiguo, caótico o incomprensible es para el
boxeador una afrenta a su propia fuerza.
«No se lo perdonaré, se va a enterar.»
Cada vez que Shunkichi se repetía la frase para sus
adentros, sentía que brotaba dentro de sí un enorme orgullo.
Al día siguiente, tras el entrenamiento, Shunkichi fue a
Acacia. Tomó un cuenco de arroz con unagi que le trajo
Osamu. Esa noche había cuatro o cinco clientes. Como las
visitas de los cobradores eran cada vez más problemáticas, la
madre subía mucho el volumen de la música del tocadiscos, y
los clientes, incluso compartiendo mesa, tenían que hablar en
voz alta.
Shunkichi, con el fin de animar a su amigo, le hablaba a
gritos sobre temas superficiales con su característica voz
cascada. Osamu, para sus adentros, se preguntaba desde
cuándo su amigo tenía una voz así de ronca. Al elevar el tono,
se le resquebrajaba la voz y costaba todavía más entender qué
estaba diciendo.
—¿Viste el eclipse solar de anteayer?
—No tenía yo el día para eso —respondió Osamu tras
hacerle repetir la pregunta varias veces.
—Fue muy pequeño —dijo Shunkichi describiendo
torpemente la forma con sus manos, parecidas a mazas de
madera—. Realmente pequeñísimo, era como un sembei con
un pequeño mordisco.
Después comentaron la noticia que venía ese día en el
periódico sobre la sentencia de muerte para Takeuchi, acusado
de estar involucrado en el caso de Mikata. Los dos, como
jóvenes que eran, simplemente se sentían interesados por el
tema de la pena de muerte, pero su interés no iba más allá.
—Ya ha pasado mucho tiempo desde aquello. Además, ya
quedó atrás la época de los casos enigmáticos sin resolver —
dijo Shunkichi categóricamente y con tono serio.
Sin embargo, sus ojos, que destacaban en dulce contraste
con el cutis, liso como cuero, dejaban perderse la mirada más
allá del umbral, como si a través del fragor de la tarde
rechazaran con decisión lo enigmático de la realidad exterior.
Osamu apreció la belleza en la mirada de su amigo.
A pesar del ventilador, en la cafetería hacía un calor
insoportable. Era uno de esos días tan calurosos de junio, a
principios de la estación de lluvias, en que el bochorno parecía
incendiar las paredes, y no se aliviaba ni siquiera con una brisa
fresca por la noche.
Osamu empezó a sentirse contento y tranquilo. No se
trataba sólo de que Shunkichi hubiera ido a estar con él. Ya se
había olvidado de las heridas del otro día, y los dos disfrutaban
como amigos del colegio esperando ocultos tras la maleza la
llegada del enemigo para atacarlo, comiendo silenciosamente
los caramelos que habían traído para entretenerse y matar el
tiempo libre. Una sensación de cercanía compartida ante la
aventura por vivir. Una noche juvenil… A Osamu le parecía
que hacía mucho tiempo que no disfrutaba de una
incertidumbre expectante como la de esos momentos.
—Ya son más de las ocho —dijo Shunkichi.
—Seguro que llega hacia las ocho y media —contestó
Osamu.
Dieron las ocho y veinte. Se abrió la puerta y entró una mujer.
Llevaba gafas y vestía una blusa blanca de oficinista y una
falda de estampado floreado, y colgada de un brazo portaba
una cartera de nailon. Llamaba la atención su pelo. No había
duda de que se había hecho una permanente, pero no lograba
domar sus rizos, que salían disparados en derredor, y la
profusa cabellera negra como la noche contorneaba la palidez
de su cara.
Aunque no desmerecía su boca, su pequeña nariz le daba
una apariencia de enfado al rostro que estropeaba el conjunto.
Era de estatura media y cuerpo proporcionado, pero sus
piernas eran gruesas y sus zapatos planos sin tacón resaltaban
si cabe más dicha característica. En cuanto a sus movimientos,
había en ellos algo que transmitía rigidez.
Osamu le echó una ojeada: le pareció fea, con algo de
pájaro de mal agüero. Se le hacía difícil imaginarse cómo
podía disfrutar de la vida una mujer así.
Cuando vio a la muchacha de la caja registradora dirigirse
al almacén para avisar de su llegada, Osamu se dio cuenta de
que la mujer en cuestión era la prestamista Akita Kiyomi.
Salió la madre y, tras hacerle un gesto al hijo, acompañó a
Kiyomi a una mesa del fondo para hablar. Por fin, ante el
evidente malestar de Kiyomi, la madre bajó el volumen del
tocadiscos. A partir de ese momento, aunque
entrecortadamente, se podían escuchar fragmentos de la
conversación entre ambas. En el tono insistente y grave de su
voz reconoció a la mujer con la que había hablado días antes
por teléfono.
Shunkichi, tras la explicación de Osamu, dijo:
—Vaya, con una mujer no podré liarme a guantazos.
De todos modos, por lo que estaba escuchando de la
conversación entre ambas, a Osamu no le daba la impresión de
que ésta estuviera siendo tensa.
Al poco, la madre se acercó a su hijo con un sobre blanco
en la mano.
—¿Qué piensas que es? Pues mira, hoy no ha venido a
cobrar, sino a disculparse. Hoy, cuando se ha enterado de las
lesiones que te provocó su cobrador, vino sin dilación a
disculparse. Ha despedido inmediatamente al tipo y quiere
pagarte los gastos por la atención médica recibida para tus
heridas.
Osamu le dijo que no tenía intención de aceptar ese dinero,
pero la madre no sólo le instó a reconsiderar su posición sino
que le suplicó que se acercara a saludarla.
Shunkichi bostezó. Cuando tenía ante los ojos asuntos
cotidianos de este tipo, se le fruncía el entrecejo dibujando una
expresión de disgusto. Aquello era para él como un molesto
sarpullido. Una vez contraído, no había manera de quitárselo.
—Bueno, creo que por esta noche es suficiente. Me voy.
—Oye, de verdad lo siento. Parece que hoy las cosas han
tomado otro cariz… ¿Vas a ver a Mitsuko ahora?
—No, no la he vuelto a ver.
Shunkichi se sorprendió al escuchar el nombre de una
mujer que ya había olvidado. Se puso en pie y volvió a
bostezar. Sentía su cuerpo liberado, era como si su fuerte y
flexible musculatura estuviera revestida de plumas. Shunkichi,
de repente, se acordó del consejo de su entrenador y al salir de
la cafetería empezó a caminar cargando el peso sobre la punta
de sus pies. Al pisar el ardiente asfalto tras un día muy
caluroso, daba la impresión de estar pisando carne blanda más
que asfalto. Percibió de dónde procedía aquel sentimiento de
liberación. Aunque durante la primera parte de su vida jamás
había experimentado ese estado, recientemente se sentía más
tranquilo si evitaba las peleas para resolver algo.
Osamu se acercó con su madre hasta la mesa en la que
estaba Kiyomi. Charlar con aquella mujer poco agraciada le
resultó agradable. A través de su camiseta celeste relucían con
un matiz ámbar sus definidos pectorales.
—Tiene unos músculos fabulosos —dijo de repente Kiyomi
—. Es evidente que Eiko se comportó vilmente.
Eran cumplidos que alegraban el corazón y bastaban para
que Osamu aguardase sus siguientes palabras.
—Muchas gracias por haber comprendido mis
sentimientos. Siento verdaderamente lo que sucedió…
Aunque, sinceramente, debo decirle que el fuerte carácter de
su madre me está poniendo en apuros. No quiero seguir
presionando a su madre, pero en dos o tres días el local tendrá
que ser transferido para liquidar las deudas.
—¿Tan rápido? —dijo la madre con espontánea y nerviosa
sinceridad.
—Con el estupendo hijo que tiene, es usted la que debería
hacer algo por remediarlo. Se llama Osamu, ¿verdad? Creo
que le convendría hacerse con una apuesta ganadora en el
velódromo y así ayudar a su madre… Sin embargo, la cifra de
un millón y medio de yenes tal vez sea demasiado alta,
¿verdad?
Osamu percibía, de vez en cuando, cómo Kiyomi fijaba sus
ojos en su rostro mirando a hurtadillas a través de sus gafas.
Osamu desviaba la mirada adrede para que ella pudiese
observarlo cómodamente. De repente le pareció que la mirada
de la mujer, como las alas de una mariposa, se posaba
silenciosa en sus mejillas. Osamu pensó: «Su mirada es muy
modesta, pobre, completamente carente de orgullo». «Si fuera
una mujer bella, no miraría de esa manera. Parezco uno de
esos panes dulces observados a través del cristal del escaparate
por una joven vendedora ambulante de cerillas.»
Osamu, instalado en su indolencia, tenía un cierto
presentimiento de estar asistiendo pasivamente a un cambio de
la realidad. En esos momentos, él era observado claramente y
en cambio no podía percibir lo que ella tenía ante sí al mirarlo.
La realidad se oculta transfigurándose tras un velo
transparente. Ésa era la única realidad capaz de ofrecerle algún
favor.
Por otro lado, el teatro que debería haberle aportado
mayores beneficios seguía rechazándolo fríamente, mostrando
nada más que silencio de su parte. Aquello era un teatro
invisible. Brillaba en la lejanía de la noche, aislado del
público; era un teatro invisible como una constelación anclada
en el firmamento. Por eso era una realidad completamente
imprevisible.
En cuanto a todo lo demás, no había para él nada que
pudiera considerarse una realidad impredecible. La sentencia
de muerte del acusado del caso de Mitaka, la recuperación del
mercado de Wall Street… Todo quedaba detenido, congelado
o fosilizado. Lo que la gente llama «realidad vivida» no era
para él más que una momia.
Tras la afluencia de gente en las noches de verano, tras sus
caras sudorosas, tras los parados desocupados y tras el rostro
de su madre a punto de arruinarse por un préstamo abusivo, no
había más que una realidad resuelta, decidida por contrato e
inamovible por decreto oficial.
Tan sólo una realidad oscura a la que parecía que hubiesen
lanzado un esparavel desde una profunda y secreta oscuridad
pero que apenas calmaba su ansiedad, promesa de una efímera
transfiguración. Él nunca tuvo un ánimo combativo; si era
aceptablemente soportable, veía más deseable sentir asco. El
asco, antes que el espíritu de lucha, le ayudaba a atestiguar su
existencia. O tal vez no. El asco no destruía la realidad
detenida y fija en torno a sí, sino que más bien la transformaba
en repugnante, fangosa e indeterminada. En cambio, a
diferencia de los jóvenes de su generación, jamás había
sentido repugnancia por sí mismo.
Al fin, Kiyomi, sonriendo, miró a Osamu y le dijo:
—Le ruego que me disculpe, pero con su madre no hay
manera de arreglarlo; creo que sería mejor si usted y yo
pudiéramos hablarlo tranquilamente una noche. Así podríamos
llegar a un acuerdo en el que ninguno saliese perjudicado.
¿Qué le parece encontrarnos mañana para ir a cenar?
Kiyomi, tras concertar su cita con Osamu a las seis de la
tarde del día siguiente en un pequeño restaurante cercano, se
marchó.
La madre recobró un buen humor poco habitual en ella
estos últimos días.
—Por fin empiezo a ver la luz —dijo con tono de agente
comercial—. Esta noche creo que dormiré tranquila, creo. Te
pidió muy claramente ir a cenar mañana, ¿verdad?
Seguidamente pellizcó los fornidos brazos de moreno
ámbar del hijo.
—Qué duros. No hay manera de darles un pellizco.
El día siguiente estaba despejado y hacía mucho calor.
Osamu se puso un polo amarillo que dejaba entrever su pecho
y unos pantalones color crema ceñidos. «Sé que a ellas les
atrae mi trasero. Es calcado al de los marineros extranjeros.
Recuerdo que una vez dos estudiantes universitarias vinieron
detrás de mí por eso piropeándome».
Osamu no usaba colonia de mujer ni desodorantes
masculinos. No quería echar a perder el aroma dulce y viril de
su cuerpo. Prefería desprender un olor de animal joven y
astuto.
Antes de las seis, todavía había luz. La gente ya vestía ropa
ligera con el comienzo del verano impregnando las calles de
una atmósfera sensual. Una sensibilidad nerviosa empapaba el
ambiente. Pronto un lírico ocaso tintaría las ventanas de cristal
de los edificios. Los sufrimientos lejanos se consumían como
un fuego en la distancia y, sin embargo, cosa extraña, el
bochorno que se sedimentaba aquí no se parecía en nada a
aquellos sufrimientos o lejanas preocupaciones. Nada hacía
pensar en dicho sufrimiento al ver el cabello con motas de
polvo de la gente andando por la calle, ni sus miradas de
soslayo, sus manos tendidas, los pies desnudos calzados con
geta o sus vívidos brazos con marcas de vacunas.
Osamu, al prender su cigarrillo con una cerilla, miró en el
hueco de su mano el resplandor naranja que se fundía con la
luz del atardecer; aquellas manos, al igual que las de los demás
viandantes, vivían completamente ajenas al sufrimiento. No
eran manos encallecidas por pesares. Solamente se reflejaba en
ellas un no sé qué pegajoso del sol en el ocaso, pero no
transmitían la impresión de la pesantez del mundo o el
cansancio de la vida, como mucho una cierta imagen erótica
insinuada en la puesta de sol. Simplemente la sensación de ser
aplastado. No obstante, no era una situación del todo
desagradable.
En una esquina de la calle, flanqueado por una valla negra,
se veía el restaurante propuesto para la cita por Akita Kiyomi,
y habían regado la entrada para refrescar. Osamu, al entrar, dio
el nombre de Akita y subió a un reservado del primer piso.
Kiyomi esperaba sentada en el alféizar de una ventana que
daba a un jardín para que circulase la corriente; al igual que el
día previo, vestía con poco gusto. A través de sus gafas,
observó a Osamu al entrar. Después sacó un voluminoso
paquete de cigarrillos extranjeros de una bolsa de plástico y lo
tiró sobre la mesa.
—Fumas, ¿verdad? Adelante —le dijo.
Realmente no parecía acostumbrada a tratar con hombres,
pensó Osamu.
Akita Fuyomi, ni siquiera con los primeros signos de
embriaguez por la cerveza, mencionó nada sobre la deuda de
su madre. Su tono parecía pausado, pero por debajo su voz
sugería una constancia impetuosa y cálida; además, hablaba
solo ella. No hablaba sobre sí, sino de un modo meramente
abstracto.
Osamu no comprendía bien qué extraño sentimiento de
desesperanza la atenazaba. No tenía nada que ver con su
profesión; al contrario, se enorgullecía de su trabajo, bien
distinto del ejercido por una matrona. De hecho, había
provocado el suicidio de una familia entera y el de siete
personas. Se sentía especialmente orgullosa de haber
contribuido al suicidio de una familia entera.
—El padre murió abrazado a su hijo de dos años —dijo
Kiyomi—. El bebé no querría morir, daba patadas muy fuertes
contra el delgado pecho de su padre. Estaba en la postura
habitual de los niños al excitarse mucho jugando.
Aunque ella no había intervenido directamente, pensaba
que haber contribuido, en cierta manera, a este suicidio
reportaba un bien a la sociedad. Ella no había hecho nada más
que intervenir en un proceso que también ocurriría en la
naturaleza con idéntico resultado. A su modesto entender, ella
lo único que podía hacer era sustituir a la naturaleza o ayudar
un poco para que ésta completara su proceso natural.
—La gente suele decirme que si hubiera sido más sensible,
más conciliadora en el cobro de intereses, o si hubiera
cancelado en lo posible la deuda, aquella familia tal vez no se
habría suicidado. ¡Qué estupidez!
Kiyomi no podía admitir la idea de que el hombre debe
ayudar a su prójimo. La recompensa por los sentimientos, los
pequeños acuerdos, arreglar las cosas con unas lágrimas,
transgredir la ley… Todo eso equivalía a transgredir el orden
natural.
—¿Quién ha determinado que sea un bien vivir en este
mundo? ¿Que sea un bien ayudar a los otros y evitar el
suicidio? Lo que yo hice no es más que una eutanasia un poco
bruta. De haber ayudado a esa familia en aquel difícil
momento, igualmente en el futuro no habrían tenido ninguna
esperanza, ha sido mejor así para el niño asesinado por su
padre.
»Es un pensamiento miserable llevar una vida horrenda y
pensar que vivir meramente es razón suficiente para ser
felices.
»Además, pensar que se es feliz al vivir ordinariamente y
sin sobresaltos nos equipara con los animales. Es la ceguera de
no querer sentir ni pensar realmente como un ser humano.
»La gente vaga ante una pared de completa oscuridad, y los
sueños se reducen a comprar una lavadora eléctrica o un
televisor. Aunque no haya nada que puedan esperar del
mañana, se regocijan pensando en el día siguiente. Es ahí
donde yo aparezco, y con sólo hacerles ver la realidad desnuda
ante ellos, se quedan atónitos y crean un gran revuelo
cometiendo suicidio o doble suicidio. Al igual que los pagos
por mensualidades o los seguros, yo no hago más que
mostrarles exactamente la realidad del tiempo.
Verdaderamente soy yo la que me comporto bien con ellos. El
tiempo, que se va rodando, la pendiente y la aceleración del
tiempo… Y a pesar de que el tiempo es real, lo que les
muestran los vendedores de pagos por mensualidades es un
tiempo falso, uniforme y edulcorado.
Kiyomi aspiraba a mostrar la auténtica realidad a las
personas. Ésa era la verdadera realidad del mundo para ella.
Así era como comenzaba a hablar de su propia
desesperación. Kiyomi conocía la auténtica realidad de este
mundo. Y como garante de esa verdad, la desesperación era
para ella la realidad ordinaria. Osamu al menos comprendía
que, a diferencia del desorden en el que creía Kyoko, Kiyomi
creía en una existencia ordenada y de un vacío completamente
transparente, como un hogar helado en el que el ser humano
no podía vivir aislado.
«Sin embargo, la vida desesperanzada de Kiyomi tiene algo
de inocente, como el sueño de una mujer virgen y joven que
no conoce el mundo.» Puede que estas ideas la hubieran
acompañado desde su época de adolescente poco agraciada. A
Osamu le sorprendía que la idea de no ser amada pudiera
preservarse con tal pureza. Ella supo del caso de una chica
poco agraciada físicamente y rica heredera de su vecindario
que, al parecer, fue engañada por un hombre ávido de su
dinero, de manera que desde pequeña supo que una mujer fea,
por rica que fuera, no podía comprar con dinero la fidelidad de
un hombre, y decidió hacerse rica para no ser nunca amada.
Por regla general, las personas que no eran amadas tenían
razones para perseverar en seguir sin ser amadas. La razón era
escapar lo más lejos posible del motivo por el cual no eran
amadas.
En el caso de Kiyomi, era diferente. Ella no tenía la menor
intención de distanciarse de la causa principal, es decir, la
fealdad de su rostro. Aunque su fealdad era resultado de la
naturaleza, Kiyomi seguía siendo devota de ella. Después, a
partir de cierto momento, empezó a pensar que lo poco
agraciado de su rostro era una prueba de la autenticidad de la
naturaleza mostrándose en su rostro. Un rostro como las rocas
negras y moradas que exponen al desnudo una figura arisca en
medio de las montañas, o en primavera la proliferación de los
microbios sobre el mar esbozando un dibujo, y provocando un
color nauseabundo, de una cara gigantesca sobre el agua, o
una cara oscura conformada por cortezas del material que se
acumula en cavidades de hongos. Era una cara idéntica a todo
aquello. La fealdad era el papel y la máscara de Kiyomi. Como
los bailarines con máscaras danzando de un lugar a otro en los
festivales populares, a Kiyomi le bastaba mostrar su feo rostro.
Entonces ya quedaba asegurada ciertamente la muerte de los
deudores.
—Demuestro a la gente que no tiene valor vivir en este
mundo —continuó diciendo Kiyomi—. Sin embargo, aunque
yo misma soy quien mejor lo sabe, te preguntarás por qué me
empeño en algo tan absurdo como aspirar a la riqueza. Puede
que la razón de que siga viviendo así actualmente sea el fuerte
sentido de cumplir una misión o deber, pues ya con lo logrado
a estas alturas, no habría problema en morir en cualquier
momento; pero no quiero que sea la muerte la que me alcance
a mí, y aunque no necesito planear cuándo poner fin a mi vida,
no tengo intención de vivir ya mucho más.
—Con dinero podemos comprar lo que deseemos, ¿no
crees? Quienes piensan que no todo se puede comprar con
dinero son sólo ricos sentimentales.
—Sí, con dinero podemos comprar cuanto deseemos —dijo
Kiyomi con una mueca de sonrisa que todavía la hacía parecer
más fea—. Los placeres más excelsos de este mundo, sí.
Kiyomi volvió a retomar el tema de la muerte. Aquel
tiempo real, en pendiente, precipitándose acelerado, lo tenía
dominado en su mano, empuñando las riendas para controlar
su carrera, transformado en un tiempo uniforme y diferente del
que ya estaba hastiada; a partir de ahora, ella también sentía el
deseo de deslizarse por esa pendiente resbaladiza de descenso.
Ya no le bastaba con asegurar la autenticidad de la caída,
¡quería ella misma ser su personificación encarnada!
—Seguro que sería muy placentero poder deslizarse por la
pendiente más larga y abrupta de este mundo. Debe de ser
maravilloso.
—Sí, ciertamente —dijo Osamu, acordándose de la cara
demacrada de su madre.
Ya había pasado un buen rato y empezaban a oírse en el
pasillo las voces de clientes ebrios abandonando el restaurante.
Osamu, tras escuchar aquel discurso algo insustancial, dijo:
—¿Puede decirme por qué quería hablar conmigo esta
noche?
—Quería hablar contigo tranquilamente.
—No creo que eso tenga nada de interesante.
—Lo pensé nada más verte. Quiero hablar con él, me dije.
Kiyomi hablaba como para sí misma, como si estuviese
sola.
Osamu, hábilmente, trató de abordar el meollo de la
cuestión.
—Al parecer yo provoco eso en algunas mujeres.
Kiyomi lo interrumpió bruscamente.
—No sigas por ahí. No pretendas hacer ver que te atraigo.
Hombres así hay muchos.
Osamu no reculaba y apoyó sobre la pared su brazo
sobresaliendo del polo amarillo.
—Dime, entonces, ¿por qué?
—Porque eres un hombre atractivo. Tienes buen cuerpo,
eres joven, aunque parece que te falta seguridad y sueles hacer
lo que la gente te dice, estás sumido tú mismo en la
ambigüedad. Has intentado ser más directo pero te cuesta,
traicionas tus aspiraciones, y sin saber muy bien lo que
quieres, te cansas de vivir. Pero te lo diré una vez más: la única
razón es que me gusta tu cara.
Osamu seguía callado, con aire molesto, cuando Kiyomi
sacó del bolso el contrato del préstamo contraído por su madre
y lo dejó sobre la mesa.
—Mira, he venido aquí porque quiero comprarte, como
consta en esta declaración. Si haces esta declaración y la
firmas con el dedo, romperé el documento de la deuda de tu
madre. También podré entregarte un documento sobre la
cancelación de la hipoteca y si quieres mañana mismo
podemos ir al registro para tramitar su anulación. En cuanto a
ti, lo único que tienes que hacer es escribir esta declaración —
dijo Kiyomi sacando un grueso bloque de papel de cartas.
—Quitando los 120.000 yenes que ya me pagó tu madre,
deberías escribir algo así como: «A partir de ahora, la señora
Kiyomi tendrá potestad sobre mí a cambio de 1.420.000 yenes.
Estoy plenamente de acuerdo en que mi vida y cuerpo
pertenezcan de ahora en adelante a la señora Kiyomi». Basta
con que escribas tu nombre y firmes. Si no lo ves claro, déjalo.
Te doy cinco minutos; mientras, puedes tomarte una cerveza y
pensar si quieres redactar el escrito… No pongas esa cara.
Desde siempre me gustaron estas cosas tan propias de los
niños.
Natsuo llevaba tiempo queriendo pintar las extensas arboledas
al pie del monte Fuji, pero no había tenido ocasión. El diez de
julio la temperatura había rebasado los 32 grados, y estaba
claro que ya había terminado la estación lluviosa. Sin más
dilación, se dispuso a reservar un hotel. Por suerte, quedaba
una habitación libre. Enseguida comenzó los preparativos para
el viaje en coche.
De cara a la próxima exposición otoñal de este año, había
decidido pintar aquel bosque que jamás había visto.
No tenía grandes conocimientos sobre aquel paisaje.
Tampoco había escuchado a otras personas hablar sobre el
lugar. No obstante, una vez que se decidía por un momento a
hacer algo, ya sentía irremediablemente que su sino era
pintarlo. Le satisfizo aquel paisaje que contemplaba por
primera vez, tenía la impresión de haber estado allí antes.
Cuando observó desde el mirador la extensa arboleda,
encontró apropiada para su cuadro aquella composición
apaisada, tan de su gusto. Hileras muy juntas se superponían
horizontalmente, y aunque de por sí no deberían mostrarse
cambiantes, tenían algo de incierto y oculto que le agradaba.
Por qué le gustaba, era difícil saberlo. Los tejados planos, la
línea de profundidad de los barcos, las nubes alargadas del
atardecer, las colinas planas… Aquel extraño gusto por dichos
paisajes tal vez brotaba de su carácter, ajeno a temores
respecto al amplio mundo exterior. Las líneas planas
simbolizaban el horizonte de la tierra y el mar, y eran una clara
imagen del mundo divido en cuadros visibles. Tranquilizaba la
ausencia de picos elevados, arboledas o pináculos que
recordaran cuanto pudiese simbolizar la voluntad.
Como ya había anochecido al llegar al hotel a orillas del
lago Kawaguchi, cenó en un gran comedor abarrotado de
ruidosos huéspedes de vacaciones estivales. Natsuo estaba
habituado al aburrimiento de comer solo un menú completo de
hotel en sus viajes. Mataba el tiempo de espera resistiendo la
tentación de ponerse a pintar con lápices de color sobre los
manteles blancos. Normalmente solía esbozar una media
sonrisa al oír a los huéspedes en sus viajes familiares, o las
conversaciones en voz alta de provincianos americanos, pero
aquella noche no le resultaba agradable la algarabía de turno.
«Ojalá se quedasen mudos todos —pensaba para sus
adentros—. Uno tras otro hablando de banalidades. Me
alegraría que les pusiesen una mordaza en la boca.»
El sentimiento de intimidad, edulcorado como miel, que lo
unía con las demás personas se había esfumado. Mientras,
comía un plato de pollo asado con la expresión de un ángel
malhumorado. Era una situación que oscilaba entre lo
absolutamente cómico y lo absolutamente trágico. En el
transcurso de la copiosa cena, Natsuo reflexionaba sobre las
razones de que la existencia, la vida, se le hiciese tan dura.
Huelga decir que masticaba concienzudamente.
Natsuo tenía un presentimiento. Del mismo modo que
durante la primera mitad de su vida hasta ese momento no
había tenido razones para sentir lo difícil que era vivir, de
ahora en adelante, por más que se empeñase en buscar las
razones por las que se le hacía penoso vivir a diario, no las
encontraría.
Aquella noche, tumbado en la cama, le dio por pensar en
«la angustia existencial de los artistas», cuestión en la que, por
cierto, jamás había reparado hasta ahora. Aquella expresión
tenía algo de máscara secreta ligada al gremio de los artistas,
como una oscura felicidad, aunque muy parecida a un
sufrimiento muy claro. Cuando el objeto se desvanecía
reduciéndose a la nada, se rendía sorprendentemente ante los
matices de color y forma. Hasta ahora él sólo había visto en
ello un gozo, pero este gozo no era nada corriente, y si lo
hubiera saboreado una persona normal, le habría parecido más
bien sufrimiento que otra cosa. Según Natsuo, la genialidad
consistía en percibir la belleza, apropiarse de dicha
sensibilidad, el genio era quien reproducía tal belleza.
Precisamente en este recurso residía el verdadero goce
artístico; la pérdida del mundo no conllevaba dolor desde el
punto de vista de la belleza, no había nada doliente en aquello
que nos faltaba en la vida, en el mundo, era más bien un himno
a su nacimiento. Era ahí donde lo bello, con mano dócil y
suave, hacía apartarse a un lado a una existencia determinada y
no tenía el menor reparo en ocupar el asiento que había
quedado vacío. Dicho con otras palabras, la sensibilidad del
genio, por sencilla que pudiera parecer a la mirada de la gente,
cargaba con el peso de una cualidad que de ningún modo
alcanzaba lo trágico.
¡La vida trágica de los artistas no era más que un vulgar
lugar común! Nadie se daba cuenta en realidad de que los
artistas tenían la capacidad de disfrutar ilimitadamente de una
sucesión de placeres melancólicos y oscuros. Si se tratase de
una vida estoica, pobre y sin altibajos, una vida de desgraciada
locura, y el que llevase esa vida fuera un genio, ahí también
estarían latentes muchos placeres a los que no alcanzaría
cualquier vida libertina.
Al pensar así, Natsuo fue acumulando coraje y decidió
despojarse de aquel manto de inquietudes que tampoco iba con
su forma de ser. En cuanto a la soledad, era un vulgar lugar
común. Tal vez se había visto influido por el hecho de haber
estado cenando solo esa noche.
Al fin se durmió. Su sueño se colmó de infinitas capas de
colores. Sin embargo, según la naturaleza del sueño, así era el
color; si se trataba de un morado o un gris, un tono verde sobre
rocas, o diferentes tonalidades de blanco, un verde granate, un
verde de crisantemos celeste, color de mica, oro, un blanco
tamizado, cuarzo, rojo carmín: todas esas tonalidades de
materiales para pintar sobre piedra y la infinita variedad de
tonos de cosméticos ciertamente no era que los estuviese
viendo con sus propios ojos, sino que era la imagen del color
en cuanto tal la que se le metía por los ojos acosándolo.
Durante el sueño él podía distinguir un color del otro, pero
apenas si afloraba a sus labios el nombre del color, éste se
situaba en otro plano distinto de su discernir y nombrar: el
color, con su propia fuerza, se extendía y coloreaba el mundo.
Sin duda el color se movía a su aire dentro del sueño como si
fuese un animal vivo. Volaban con sus alas y galopaban con
sus patas.
Por la mañana Natsuo abrió la ventana que daba a una loma
iluminada por los rayos del sol. El monte Fuji aparecía
majestuoso justo delante de la habitación. Mientras tomaba el
desayuno al lado de la ventana, a Natsuo le parecía mentira
estar viendo una copia así como si nada de aquella mítica
montaña mostrándose en el paisaje tras la ventana. Huelga
decir que si el monte Fuji había llegado a parecer una copia
hoy en día, era debido al enorme poder del arte que lo había
reproducido, mientras que nos parecía real el pequeño monte
Fuji visto en la lejanía del horizonte desde el cielo de Tokio
precisamente porque dejaba espacio a la imaginación. Natsuo
nunca había subido al Fuji, pero sin duda el Fuji que pisase
bajo las suelas de sus zapatos al ascender a su cumbre sería
una montaña muy diferente a la contemplada. Así era como el
arte había acabado por robarnos y apropiarse de todas las
imágenes del monte Fuji que se contemplaban desde
determinados ángulos y distancias convenientes. En una
palabra, el monte Fuji escalado de cerca y el monte Fuji
contemplado desde lejos eran distintos, pero se había perdido
para siempre la distancia del intervalo que enlazaba esas dos
perspectivas. Y la gente se quedaba satisfecha salvando esa
distancia con la ayuda del arte establecido. Para la gente
corriente la diferencia entre lo real en cuanto tal y lo
imaginado no tenía importancia.
En cualquier caso, Natsuo tampoco tenía particular interés en
esta montaña. La ventana del hotel proporcionaba el marco
para componer el cuadro con el monte Fuji irguiéndose al
fondo, y hasta a juego con los pinos del jardín en primer plano,
justo como en algunas de las estampas típicamente divulgadas.
El zumo de tomate con cubitos de hielo le refrescaba la
garganta, seca por el calor. Se afeitó la escasa barba y se puso
una camiseta deportiva no sin antes cerciorarse de que llevaba
las llaves del coche en el llavero.
Como era una mañana de un día entre semana, apenas
había coches en la carretera. Los rayos de sol en la colina
saturaban suavemente la brisa. Apenas se levantaba polvareda,
como si tan solo pasase un pequeño a lomos de un becerrillo.
Un perro jugaba en el patio desierto de la escuela elemental de
Narusawa durante las vacaciones de verano… Aquellas
imágenes se adherían a las montañas agostadas. Una brisa
cálida acariciaba bosques y alrededores, mientras el panorama
corría como escenas superpuestas en dirección contraria vistas
desde la ventanilla del vehículo, y al doblar cada curva, por
ambos lados del camino, el mismo Fuji te vigilaba.
Natsuo, a quien hasta el día de hoy el paisaje nunca le había
provocado una emoción poética, hoy percibía ese matiz lírico
en todo, en los sonidos, en los colores, como escuchándolos, y
hasta en el aroma percibido por la nariz. La mayoría de los
poemas eran malos. Eran como el hollín que ensucia el color,
que quiebra las líneas haciendo humear las formas. Como esa
leve tristeza que tiñe de gris trastocando el cielo radiante. La
tristeza del poeta no daba derecho a reemplazar un cielo
radiante por nubarrones. En comparación con la tristeza, el
gozo era más universal y se adaptaba a todas las épocas y
paisajes. Pero aquella mañana Natsuo no podía sumergirse del
todo en la felicidad como se empapaba el pescado adobado en
aceites aromáticos.
Durante un rato siguió un camino cubierto de pinares bajos
que se alzaban sobre terrenos de lava hasta que la parada de
autobús llamada «loma de los arces otoñales» se hizo visible.
Allí estaba a unos mil metros sobre el nivel del mar. Detuvo el
coche poco después de rebasar la loma de los arces otoñales.
Sabía que el entorno recibía el nombre de Colina de las
Alondras, pero lo que se escuchaba en los alrededores era el
trinar de gorriones.
Natsuo siguió la indicación de un letrero ascendiendo por
un sendero abrupto de arcilla roja entre un claro de pinos y
arbustos, pero no daba la impresión de ser propiamente un
camino por el que estuviese andando. Empezó a sudar bastante
y a respirar entrecortadamente. De repente percibió en la cara
bañada en sudor como un latigazo y un gran revoloteo de alas,
todo oscuro, ante sus ojos. Oculto entre la arboleda se alzaba
un faisán.
En ese momento sintió la brisa del sur del monte Fuji
soplando fuerte contra su espalda. Si él fuese una vela, aquel
viento tan intenso sin duda la habría henchido. Acuclillado,
ante sus ojos el suelo de arcilla rojiza. Una vez que el faisán
echó a volar, él no había seguido demasiado con la mirada al
ave alejándose, pero en su corazón permanecía la fuerte
impresión dejada por aquellas grandes alas al abrirse de
repente y el fuerte impulso de sus patas al apoyarse en las
ramas al lanzarse a volar.
«Es como si hubiese salido volando de mi interior —pensó
mientras se encaminaba jadeando por la abrupta pendiente—.
¿De dónde habrá salido ese pájaro? Es como si hubiera salido
de mi cuerpo y, rompiendo la timidez, se hubiera lanzado
audaz a cielo abierto. ¿No habrá sido mi alma la que ha echado
a volar?»
Natsuo, al llegar a la loma de los arces otoñales, se sentó en
un taburete de un puesto de té del mirador a secarse el sudor y
recuperar el aliento. Como estaba en la vertiente norte, soplaba
el viento del sur descendiendo del monte Fuji. No se
escuchaba más que el estridente e hiriente canto de las
cigarras, y no había nadie más, ningún cliente en los
alrededores. Tomó el cuaderno de bocetos que llevaba a la
espalda y lo apoyó sobre la barandilla del mirador. Se
encontraba a 1.162 metros sobre el nivel del mar.
El paisaje ante él lo conformaba el vasto Senoumi, que
antiguamente se extendía por la parte norte del Fuji y que se
había ido transformando por el fraccionamiento causado por la
erosión de las erupciones volcánicas. Mirando hacia el norte se
divisaba el lago Saiko, que antiguamente estaba conectado con
el Mototsuko, hacia el lejano oeste, y con el Shojiko, oculto
por las montañas pero las erupciones volcánicas habían ido
creando un enorme espacio intermedio y configurando una
vasta llanura de rocas gigantescas, y los bosques surgidos
sobre dicha llanura formaban el gran parque natural de
Aokigahara, con decenas de acres de bosques vírgenes
extendiéndose en todas direcciones.
Por el norte se perfilaban nítidamente las siluetas de una
cadena de colinas. Empezando por Junigaoka, seguidamente,
aparecerían las curvas de las cumbres de Settogaoka y
Ogaoka; más lejos, hacia el lejano cielo del oeste, brillaban
enhiestos los picos de la vertiente sur alpina.
En la extremidad meridional del lago Saiko se divisaba una
ensenada de gran calado, pero sin el más mínimo indicio de
embarcaciones, los reflejos verdes azulados del agua
reverberaban sobre el bosque como si lo inundaran. Al fondo
de la bahía se distinguía el pueblo de Nenba, con unas treinta o
cuarenta casas apiñadas una contra otra. Las hileras de tejados
rojos daban idea de la espesura de la vida humana que evocaba
el entorno.
Además del panorama de las montañas y el lago, alrededor
no se divisaba más que la monotonía de un mar de bosques y
arboledas. De entre la fronda surgía el penetrante canto de las
cigarras. Aunque los rayos del sol al sureste resplandecían en
la espesura, iban siendo absorbidos sobre cada ramaje verde, y
sobre ellos se posó una neblina de capas superpuestas de
niebla blanca como puliendo su contorno. Tal difuminación se
extendía por todo el contorno, y, más que una zona de
bosques, parecía una enorme forma irregular de claros verdes
de profusos tonos.
Por supuesto, en su interior se divisaban gamas de verdes
luminosos. También diferentes colores. Verdes que despedían
haces luminosos y verdes de tono apagado. Verdes húmedos y
otros de tono pardo del año pasado. Verdes sobrios y verdes de
sutiles matices. Aunque la forma y el color de los troncos eran
diversos, en el lago Saiko, justo ante sus ojos, aquellos troncos
de abedul profusamente apiñados destacaban sus ramajes
blancos como calaveras. El verde común de los cipreses, el
ciprés japonés, los arces y los pinos… la variedad era muy
grande: desde la lejanía mirando allá abajo todo se difuminaba
en un solo fondo. Los lejanos contornos de la montaña apenas
si daban la impresión de un ondulante y terso manto de musgo.
Aquella vasta extensión de bosques, más que un mar,
diríase que se parecía al tenue verde de una masa densa
formando un pantano de posos químicos. Aquel ilimitado
espacio de sustancia venenosa había atacado las faldas
montañosas erosionando todo el lugar. Un estacionamiento
eterno. Sedimentación. Los rayos de sol se reflejaban en el
verde, que los absorbía en destellos de variados reflejos
densos, y finalmente eran engullidos y quedaban difuminados
en una masa tenue de luz polvorosa. El ciclo vital se renovaba
continuamente, las hojas yermas rebrotaban, y los árboles
secos renacían, surgían con infinidad de colores y formas más
allá del tiempo en matices poco pronunciados y sutiles
creciendo por toda la tierra.
Una falsa ondulación, una falsa marea y oleaje creados por
los continuos e inmóviles rayos del sol. Ciertamente se
distinguía un colorido; el verde era mitad real y mitad falso,
como un verde carcomido, era un verde irregular y como a
medio hacer.
Natsuo no dejaba de contemplar aquel paisaje abajo a lo
lejos.
En un momento dado se acordó del templo Kokedera,
templo del musgo, de Kioto; aquel jardín de musgo
reproducido a gran escala no sería como este paisaje, pensaba
para sus adentros. Y, al contrario, cuanto más miraba aquella
arboleda, más le parecía poder aferrarla en la palma de su
mano. Luego se extendía y volvía a reducirse una vez más. Era
como si una extraña brisa soplase siendo capaz de extenderlo
gigantescamente o reducirlo a dimensiones fuera de lo normal.
Había allí frente a él una interrelación minuciosa de cada
parte de aquel conjunto natural, y tenía aquí el pintor ante sí un
lienzo blanco en el que aún no se puede pintar nada; había ahí
un inmenso espacio en blanco vacío, era una invitación al
vacío nihilista. La estructura peculiar del mundo del pintor
había desaparecido del corazón de Natsuo. Que los colores, las
líneas y las formas perdieran hasta tal punto su sentido, se
contemplaran como algo sin sentido era algo que hasta ahora
no había ocurrido. Además, a él le daba miedo ese sinsentido.
Natsuo tembló estremecido.
Aquellos vastos bosques comenzaban a desparecer del
entorno como la bolita de pan que borra los dibujos hechos a
carboncillo; el contorno de las inmensas frondas se
desvanecía, sólo quedaba un manto verde y plano, sin brillo, y
todo el entorno perdía el color… Natsuo, que pensaba que
aquello no podía estar sucediendo, no dejaba de mirar, pero
cuanto más miraba, más parecía desvanecerse aquel entramado
de bosques, convirtiendo en certeza aquella imposibilidad
difícil de creer.
No es que hubiera niebla en el aire, ni tampoco que las
nubes fueran ahora más densas. No obstante, era impensable
que todo fuese una invención de su mente. Tenía completa
lucidez, y ante sus ojos estaba sucediendo algo fuera de lo
normal. Era como el repliegue de las mareas: lo que hasta
ahora se veía claramente de improviso se hundía en un
territorio más allá del campo de visión. Al tiempo que la
espesura perdía su último matiz de verde difuminado, se
desvanecieron por completo las arboledas. En ese momento, al
menos tendría que haber sido visible el suelo… pero no
quedaba nada, absolutamente nada.
Natsuo, aterrorizado, echó a correr por la abrupta pendiente
de arcilla rojiza. Cuando parecía que finalmente unos arbustos
iban a impedir su descenso, saltaba y seguía corriendo cuesta
abajo sin parar. La pendiente suave de la Colina del Faisán no
había cambiado nada desde que pasó por ahí en el camino de
subida. Los tallos de hierba estival crecían sobre las rocas de
lava y los pájaros trinaban. En una esquina estaba su coche
estacionado bajo la luz como si tal cosa.
«Si ya no soy capaz de ver con los ojos, ¿cómo puedo estar
viendo mi coche?»
Tomó asiento y con mano temblorosa encendió el motor del
coche. Se asomó por la ventanilla, girando la cabeza hacia
atrás para dar la vuelta, y en ese momento vio el monte Fuji en
la distancia.
«Ahí está el monte Fuji. ¿Cómo puede seguir estando ahí?»
Le parecía que todo había perdido la prueba de su
existencia. Veía claramente el monte Fuji, pero había
desaparecido todo cuanto pudiera calificarse de base de esa
existencia. Se había producido una misteriosa transfiguración
encarnada en aquel monte Fuji, ahora diferente.
Natsuo condujo a toda velocidad de vuelta al hotel. Todo
permanecía igual y, sin embargo, era totalmente distinto. La
silueta de los pinos que parecían inclinarse al borde de la
carretera ahora estaba envuelta en los rayos del sol
acrecentados con el discurrir de la mañana y que dejaban al
descubierto de su radiante luz su alma.
No quedaba más que belleza muerta sobre la colina seca e
inundada de una anaranjada atmósfera bochornosa.
Natsuo, sin comer nada, se encerró en la habitación del hotel
sin refrigeración. Una vez dentro, al ver el esbelto y a la vez
insensible monte Fuji tras la ventana, se sintió obligado a
cerrarla. Bajó la cortina de varillas de bambú y sin encender el
ventilador, echado sobre la cama, se quedó un largo rato
tumbado completamente bañado en sudor como si estuviese
cubierto de su propia sangre.
Cuánta razón llevaba Seiichiro en lo que dijo. El mundo
había comenzado a desmoronarse. Él lo acababa de ver con
sus propios ojos.
Sin embargo, Natsuo no había visto todo eso, los pájaros,
las flores, las nubes del atardecer o los barcos, del mismo
modo en que las había visto hasta entonces. Por así decirlo,
había captado todo eso con unos ojos que lo veían de otro
modo: desaparecía el objeto o la forma y se manifestaba el
vacío. Se sorprendió al descubrir que estaba dotado de esa
capacidad de ver así el mundo. Los ojos que desde pequeño
intentaban verlo todo fijándose solo en la belleza en realidad
estaban sustentados por otros ojos; quizás se podría decir que
estaban siendo manipulados por esa otra mirada. Aquella otra
mirada que había hecho desaparecer el mar de arboledas ante
sus ojos probablemente desde pequeño era lo que lo había
familiarizado con aquel quedarse boquiabierto ante la
vacuidad del mundo.
Natsuo de repente pensó en el cuadro. También en la
exposición de otoño. Había venido aquí para buscar material
para su obra. Tenía en mente pintar ese cuadro. Le
impresionaba, le aterrorizaba percibir la completa falta de
significado de todo aquello ahora. La composición de un
pequeño universo sobre el lienzo no era más que un castillo de
cerillas construido por un preso. Si aquella belleza no fuera
más que un espejismo creado por su sensibilidad, habría que
reconocer que su sensibilidad se había arrogado hacer algo que
no le estaba permitido. Porque la belleza se presentaba ante los
ojos del pintor obligada a desplegarse según el dictado de la
sensibilidad del artista y de ese modo la sensibilidad, que era
originalmente una humildemente receptiva actividad para
percibir lo bello, se convertía en creatividad.
Natsuo se encontraba en una encrucijada. Tras ver
esfumarse ante su mirada las arboledas, cabía la posibilidad o
bien de creer haber padecido ceguera o bien de creer que había
comenzado a desmoronarse el mundo, y se sentía empujado a
elegir entre una y otra… A decir verdad, no tenía duda, eligió
la segunda hipótesis. De esa manera, se sentía mucho mejor.
Eso creía. Tras la destrucción del bosque, se avecinaba la
completa destrucción del mundo. La voluntad dejaba de tener
sentido; incluso un análisis profundo no habría bastado para
elegir entre aquello o el placer de los sentidos. Del mismo
modo la acción perdía todo significado, nuestras manos podían
asir lo sublime o lo impuro, el valor de la especie humana ya
no era nada, la muerte había aniquilado la belleza… Y aquella
belleza radiante de esos días acabaría siendo algo muy
humano, no más que recuerdos banales. Ahora la belleza no
sería más que el arcoíris que brillaba momentáneamente en las
lágrimas de un niño. La cara de un niño llorando en su
memoria no tenía nada de angelical, sino que más bien
producía una impresión fea, desagradable y vulgar.
Al caer el sol, Natsuo se puso en pie de repente, se vistió y
bajó a la recepción para avisar de que dejaba la habitación.
Mientras pagaba la factura, le pareció que el recepcionista lo
miraba con actitud sospechosa, y como estaba acostumbrado a
que lo considerasen una persona de bien, tuvo la impresión de
que la oscuridad se había cernido sobre él.
Mientras conducía apresuradamente de vuelta a Tokio, ni él
mismo podía explicar a qué obedecían esas prisas. Intuía que
había algo esperándolo a la vuelta. En la oscuridad cerrada de
una noche de verano las luciérnagas brillaban iluminando un
sendero junto a un estanque como invitándolo a seguirlas.
Volvió a casa. Se encerró en su habitación y repasó el
correo llegado esa mañana durante su ausencia. Había una
carta de Nakahashi Fusae:
«… Aunque en la sombra, siempre quise ayudarte y, sin
embargo aún no he tenido ocasión de hacerlo. Cuando leas
esta carta, es probable que estés entre los límites de la vida y la
muerte. Siento ganas de llorar cuando pienso que una persona
pura e inocente como tú esté viviendo todo eso. Cuando
recibas esta carta, por causa de tus existencias pasadas, ya
habrás visto las tierras del infierno. Debes venir a verme
cuanto antes. Esta vez por fin te ayudaré. Te detallo el lugar
para encontrarnos. Por si acaso, adjunto un mapa».
Era una calurosa noche de verano. Kyoko, de pie, se apoyaba
con el brazo desnudo, como le gustaba hacer, sobre la repisa
de mármol negro. Shunkichi repetía el gesto al otro lado de la
repisa.
—Así parecemos como dos de esas estatuas de leones
guardianes en los pórticos de los santuarios sintoístas que
estuvieran hablando entre sí —dijo Kyoko.
—Ya, pero es refrescante —dijo el joven invitado, vestido
como un administrativo tras beberse la limonada de un trago.
Esa noche la casa de Kyoko estaba en profundo silencio.
—Además de los de nuestro grupo, ¿vienen a visitarte otras
personas? —le preguntó Shunkichi.
—Sí, claro. Actores de cine, compositores; el otro día vino
el hijo díscolo del dueño de una clínica ortopédica, y como
atropelló a una persona, tiene que pagar un millón de yenes;
también un cubano, un modelo, también un estudioso de la
quiromancia… También toda clase de mujeres, todas con
bastante tiempo libre, esos grupos vienen a menudo. Pero el
auténtico «grupo de la casa de Kyoko» sois vosotros, ya lo
sabes. Con los demás no tengo tanta confianza.
—¿Por qué?
Kyoko no sabía cómo responder. Ellos eran jóvenes con un
espejo roto en pequeños fragmentos de cristal en su interior. A
Kyoko le gustaba el reflejo del periodo de la posguerra, y en
cambio los invitados que venían últimamente sólo vivían el día
a día sin ningún especial interés. ¡Y ella compartía aquellas
«conversaciones de buen gusto»! A Kyoko en esos momentos
de conversación se le hacía muy difícil disimular que fruncía
el ceño. Aquellas conversaciones elegantes no eran más que
una penosa réplica de las que ya escuchó en la época anterior a
la guerra. La inteligencia, la sofisticación, el humor con
matices eróticos: en todo ello se detectaba una insulsa
cotidianidad.
—No sé por qué, pero cuando estoy con vosotros, es
cuando mejor me siento. Tal vez se deba a que tanto vosotros
como yo no nos necesitamos mutuamente.
A Shunkichi le quedaban algo lejos aquellas digresiones. El
boxeador ladeaba ligeramente la cabeza tratando de eludir la
conversación.
—Mira, sé que no me estás escuchando. Detesto que me
escuches sólo por cortesía.
—Cuánto me pides —dijo Shunkichi de pronto.
Kyoko le preguntó a Shunkichi cómo le iba últimamente a
Osamu y éste le explicó todo tal cual. No sabía demasiado,
según dijo, pero al parecer ahora estaba con una prestamista,
por lo visto bastante fea, y se echó a reír:
—Creo que al fin encontró a su pareja ideal. A él no le
basta, no le ofrece nada nuevo una mujer bella sin más. Ahora
sí ha encontrado al tipo de mujer que le atrae.
Shunkichi le dijo que él no podría acostarse con una mujer
así, y que en caso de que fuese necesario, dudaba de que
pudiese hacerlo. Kyoko se sorprendió de la claridad con la que
Shunkichi utilizó el vocablo «necesario». Lo había
pronunciado con firmeza de rey en el tono.
Era una noche bochornosa. No entraba ni una pizca de brisa
por la ventana abierta de par en par. Los dos salieron a la
terraza llevando las sillas de rejilla y una lámpara de pie.
Como el suelo de la terraza estaba fresco, Kyoko salió
descalza.
—¿No te quitas los calcetines? —preguntó ella.
—¿Seguro que no habrá fragmentos de cristal de las
ventanas?
Shunkichi, por precaución, no se quitó las zapatillas.
—Los boxeadores cuidáis vuestro cuerpo como las
jovencitas antes del matrimonio, ¿verdad? Pues muy al
contrario, si te digo la verdad, a mí me preocupa poco
cortarme con algún pequeño cristal los pies.
—Lo que pasa es que tú tienes tiempo tanto para ir al
médico como para pasar unos días ingresada en una clínica.
Con estas palabras Shunkichi quería dar por zanjado el
tema, pero no convenció a Kyoko. Le encantaba disfrutar de la
frescura de la noche en sus pies blancos descalzos, de manera
que pidió a Shunkichi que trajese un quemador antimosquitos.
En la estación de Shinamomachi un tren que venía de las
afueras pasó por la vía desierta, las luces de las ventanillas y la
algarabía de los pasajeros trajeron un halo de cotidiana
vitalidad. Tras las ventanillas y bajo la luz se apreciarían las
camisas blancas de los pasajeros apretujados. Tras pasar el
tren, el andén quedó de nuevo inmerso en la oscuridad. Las
luces de los barrios del valle que quedaban entre la estación y
la terraza de la casa de Kyoko en la que estaban ahora se
reflejaban en las hojas de su jardín como un árbol de Navidad
fuera de temporada.
Shunkichi regresó habiendo prendido el repelente de
insectos en espiral y le preguntó de repente:
—¿Dónde está la carta?
Kyoko, sentada sobre la silla de rejilla, se dio la vuelta y le
indicó una mesilla en una esquina de la habitación.
Shunkichi tomó el voluminoso paquete de correo aéreo y se
sentó junto a la lámpara de pie.
—Viniste volando en cuanto te dije que había carta de Sei;
en cambio, cuando te invito a venir a casa, nunca vienes —le
dijo Kyoko.
—Es que estoy ocupado —contestó Shunkichi.
—Por el día trabajas en la empresa de termos y por la
noche entrenas; me pregunto cuándo tienes tiempo para
disfrutar sin más.
Shunkichi, ya concentrado leyendo la carta a la luz de
lámpara mientras apartaba los mosquitos, no contestó.
—¿Puedo leer la carta entera?
—Sí, incluso la parte dirigida a mí, si quieres.
Kyoko intuía que a su amigo boxeador le iba a llevar un
buen rato la carta. Daba comienzo una pausa para volar
libremente con su imaginación. A su lado se encontraba un
joven, del que no había nada que temer, absorto en leer
carácter a carácter la carta, así que ella podía escapar de la
soledad y, dejándose llevar, abandonarse al goce de los
sentidos.
Se echó unas gotas de agua de colonia en el lóbulo de la
oreja, como acostumbraba a hacer en verano. Todavía no
llegaba la esperada brisa fresca de la noche, y en ese momento
el silbato del tren de mercancías de rigor sonó estridente
rasgando el aire y su corazón se vació de sentimientos de
tristeza.
Kyoko permaneció inmóvil. El tibio aire nocturno parecía
definir el contorno sinuoso de su cuerpo delgado imprimiendo
una capa suave de gelatina sobre él.
«Es importante que una mujer que vive sola no se deje
llevar por los sentimientos», se dijo Kyoko alabándose a sí
misma. Ella se había liberado de toda clase de ataduras, cargas
emocionales y apegos por amor… Por efecto del calor
fantaseaba que amaba a toda la humanidad, ¡qué erotismo más
iluso y obsceno!
Shunkichi empezó a leer la parte dirigida a él. Se trataba de
unas breves palabras de ánimo en las que le daba algunos
consejos técnicos que se le ocurrieron al verlo, antes de su
viaje, en su primer combate profesional. Tenía que usar con
más decisión su movimiento de rodillas al golpear, había
errado algunos ganchos que se habían quedado un poco
alejados, y como técnica de combate, no debía olvidar nunca
mantener una posición ventajosa al recurrir al abrazo de
bloqueo con el rival.
Éstos no eran consejos que el boxeador hubiera escuchado
por primera vez. Sin embargo, le alegraba que, pese a estar en
el lejano Nueva York, Seiichiro se acordase así de él, ya sólo
por eso merecía la pena haber venido aquí esta noche. A
diferencia de su época de universitario, Seiichiro era la única
persona con la que podía hablar con franqueza, y mira por
dónde, ahora se había marchado a América.
La carta dirigida a Kyoko estaba escrita en un papel fino de
correo aéreo con profusión de minuciosos caracteres en los
que le contaba su vida detalladamente.
«Hasta ahora no he tenido tiempo de contarte los detalles
de mi decisión de venir a Nueva York. En una palabra, no es
más que porque valgo y soy obediente, no es que yo haya
recurrido a un procedimiento sucio para venir aquí. Como tú
también sabes, yo soy sencillo y de pocas palabras, de los
pocos que hay. Además, no se me da mal hablar inglés. Poder
hablar una lengua extranjera suele considerarse un talento
superficial, hay que ser capaz de cierta ligereza y frivolidad, y
yo soy una excepción. En una ocasión leí en unas “Máximas”
algo que me hizo daño: “Aquel que aparenta sencillez urde
elaborados engaños”.
»Hay dos clases de personas poderosas: las que aprecian a
los jóvenes y las que los detestan. Mi suegro pertenece al
grupo de los que aprecian a los jóvenes, por eso me ha querido
como yerno; otro tanto de lo mismo respecto al administrador
delegado que me llevó al Hotel Imperial para hablar de temas
de negocios con un cliente americano. Había elogiado mucho
mi dominio del inglés con otros directivos, y al parecer un
colaborador de la oficina del cliente de reparto de maquinaria
le había dicho: “Si envías a alguien al extranjero, debe ser él”.
Mi suegro, el vicepresidente, permaneció en silencio adrede.
Por eso desde arriba decidieron rápidamente mi traslado a
Nueva York.
»Al poco empezó a haber operaciones a mi alrededor para
dañarme. Alguno de mi propio departamento hablaba mal de
mí diciendo a los de otra sección de al lado que me gustaba
aparentar. Incluso habían llegado a advertir al grupo de
Reparto de Maquinaria al que iría yo diciendo cosas del estilo:
“Tened mucho cuidado con él. Es un hombre realmente frío. Si
hay algún error en vuestros presupuestos, él se hará el
desentendido; ya se trate de 50.000 o 100.000 yenes, no querrá
echaros una mano, será vuestra responsabilidad”. Finalmente
hubo una persona que llegó a mandar un escrito al jefe de
personal acusándome de aceptar sobornos regularmente. Por
supuesto, la carta era anónima. El director estaba resabiado
porque, aunque había empezado en el mismo periodo que el
director gerente, siempre había tenido que ocupar posiciones
bajas en el escalafón como simple gestor, y para llevar la
contraria al director gerente, que tenía la última palabra sobre
mi traslado repentino al extranjero, se opuso a dar credibilidad
a esas cartas y acusaciones anónimas… En situaciones
semejantes por supuesto sale alguno que de manera muy
artificial trata de hacerse amigo mío poniéndose de mi lado.
Como en cualquier empresa, estos tipos son los más
peligrosos. A mi alrededor no había más que enemigos,
ocultos a la sombra o a plena luz, pero lo asumo como algo
normal y no me sorprendo por ello.
»Como podrás imaginarte bien, yo he seguido paseándome
de aquí para allá como si nada. La empresa había eliminado
todo aroma desodorante y esparcía el auténtico tufo de sus
pensamientos. Kyoko, al igual que a ti te gusta el perfume,
dicho olor, el olor del odio, los celos, la hostilidad, es el olor
que a mí me gusta. Además, como sabes, a mí, que soy objeto
de todo ese odio y envidia, poco me importa todo eso. Yo me
limito a representar el papel ajeno de “joven triunfador” objeto
de los celos de los demás.
»Esa manía de pensar en la catástrofe de la destrucción del
mundo ya me rondaba en la cabeza cuando te comentaba hace
tiempo el cambio experimentado al habituarme al trabajo de la
empresa. Me estaba transformando en una persona
transparente. Dichas ideas liberan de cargas de responsabilidad
al que las piensa, son las que me hacen convertirme a la par en
alguien transparente. Para mí supone un placer aspirar a llegar
a lo más alto en la sociedad, lo cual va acompañado de un
robustecimiento extraño de la autoestima. El orgullo de sentir
que yo soy el único en un mundo tan vasto que aspira a
triunfar en un entorno como el mío. Esa satisfacción de amor
propio…; gracias a ello puedo apretar en mi puño la semilla
del deseo de los hombres y conocer mejor que nadie lo
absurdo y falto de valor que es forjar esperanzas en el deseo.
»A ti puedo decírtelo, pero si yo confesase esto a mis
compañeros de trabajo, pensarían sin duda que estoy siendo un
hipócrita y que lo hago para ocultar a mis propios ojos mi
ambición y vulgar deseo materialista por triunfar. Pero yo no
creo en el psicoanálisis, no tiene sentido para mí. Los “deseos
de la gente” sin valor que yo siempre tengo entre los puños
son un hecho tan claro como que este mundo existe ante mis
ojos. Esta verdad objetiva no tiene nada que ver con mi
interior o inconsciente. No soy una persona sentimental. Hasta
el día de hoy, y al menos desde que tenía cinco años, nunca he
tenido enamoramientos ni ambiciones inconscientes.
»A ti te interesan “las pasiones ajenas”, y a mí, “las
esperanzas de otros”. En ambos casos, los dos nos
sacrificamos. Cabría preguntarse por qué tenemos tanto interés
en los otros y les damos tanta importancia. Así como los
salvajes devoraban la carne de sus enemigos más valerosos en
la creencia de que se apropiaban de su coraje, yo devoro el
deseo ajeno. Al hacerlo así, acabo por convencerme de
transformarlo en mi deseo propio. Sí, es cierto que supone un
sacrificio, porque los otros son existencias únicas, cada uno
posee un valor intransferible. Al lograr un destino
internacional de esos a los que los demás aspiran con tanto
anhelo, al sentir, desear lo que ellos sienten, pude
experimentar la alegría que sienten en mí mismo. He ahí todas
las motivaciones de mi comportamiento. Soy un sutil
impostor… Como tú sabes, yo aspiro a simular que estoy
revestido del mismo interés mundano y albergo los mismos
deseos que todo el mundo. El resultado de hacer ver que hay
algo donde no lo hay realmente no ha sido nada especialmente
valioso, es sin más lo que he simulado “poseer” hasta el día de
hoy, y dudo de haber logrado apoderarme de ello realmente.
Entonces ambiciono con más fuerza materializar deseos
ajenos, y como tú ya sabes, soy “sencillo y sobresaliente” a
partes iguales, y por eso aspiro sin duda a triunfar.
»A mí me hace falta practicar actividades que se repiten
mecánicamente. Creo que a ti también. Siempre observamos
desde nuestro interior mirando hacia abajo la destrucción,
hemos limpiado nuestro interior ahora vacío, y por eso
tenemos que activar cadenas de ambición y deseos absurdos
sin cesar; ¿lo mediocre y vulgar no será una inspiración
continua? Nuestro ideario de “avanzar de prestado” debe
basarse en tomar algo prestado de manera uniforme. No
asumimos préstamos congelados o artísticos. Son nocivos. Soy
socialmente sobresaliente solo porque llevo a cabo un proceso
de higiene biológico gracias al cual no queda ni un milígramo
de residuos tóxicos en mi interior, y en realidad no puede
existir una persona libre por completo de dicha toxicidad, pero
el secreto es vivir creyendo en la destrucción del mundo.
»A ti te toman equivocadamente por una mujer ambiciosa y
a mí por un hombre ambicioso. La verdad es que puede que
sea una muy acertada mala interpretación. Tenemos un punto
de vista determinista de la realidad, y nuestro interior,
limpiamente vacío, pero nuestras mentes no pueden dejar de
moverse como amebas libres de intereses. Si me permites
decirlo, somos la personificación de la mente como simple
movilidad. Aunque nuestro corazón permanece inmóvil,
psicológicamente seguimos activos, movientes como células
comestibles.
»Al final, mientras todo esto iba sucediendo, recibí la orden
de traslado a nuestra filial en Nueva York.
»Fujiko estaba contenta de ir al extranjero. Según el
reglamento de la compañía, en primer lugar iría yo solo, y
hasta pasado al menos medio año no podría pedirle a mi
esposa que viniese, pero su majestad, mi suegro, ha dispuesto
todo para que ella viniese conmigo, con sus propios gastos
pagados en viaje privado, con el pretexto de unos estudios de
interiorismo que realizaría en América. Pasados los seis meses
estipulados, ya podría ser contratada por la compañía. Más
adelante te escribiré con calma y detalladamente sobre mi vida
con Fujiko aquí en América.
»Acabamos de llegar a San Francisco en pleno verano. Tras
dos noches aquí, viajaremos a Nueva York. San Francisco es
una bella ciudad de tonos blancos, y como sabrás tiene un
relieve muy acusado. Con los tranvías nos desplazamos por
esas pendientes, y los provincianos cuando el tranvía pasa por
una cuesta muy pronunciada gritan.
»Al atardecer salí a pasear un poco. No puedes imaginar lo
feliz que me he sentido al pasear por un lugar sin los
habituales buzones e indicaciones que siempre veía de camino
a la oficina, ya extinguidos por los siglos de los siglos. El
color característico de la ciudad de San Francisco en el
atardecer se filtra por todas las esquinas; pasado el crepúsculo,
todas esas luces parecen reposar como mariposas que plegasen
sus alas al sueño en la lejanía dando paso a brillantes luces de
neón.
»Aunque el viaje en avión fue cansado, al día siguiente me
levanté muy pronto. Al abrir la ventana de la habitación del
hotel oigo los ruidos típicos del despertar de la gran ciudad por
la mañana, pero sobre todo se oía el trinar de los gorriones en
Square Garden. Después nos han pasado a recoger y hemos
ido a desayunar tortitas danesas al restaurante Shares.
»Te escribo esta larga carta mientras vuelo a Nueva York.
Tengo sueño, volveré a escribirte en otra ocasión.»
—Al fin la leíste —dijo Kyoko.
—Te has dormido, ¿verdad?
—Yo no soy de las que se duermen nada más cerrar los
ojos como tú.
Shunkichi estiró los brazos y dio un gran bostezo. La carta
había sido muy larga, últimamente apenas leía tanto.
—Este hombre sabe manejarse bien allá donde va.
—Sí, podría caer en el infierno y le saldría todo bien —dijo
Shunkichi esbozando una vaga sonrisa.
—Espero que en Nueva York pueda ver buenos combates y
después me los cuente en una larga carta.
De repente Kyoko miró hacia arriba fijándose en una
ventana abierta en el primer piso.
—¿Pasa algo?
—No, es que… Me pareció que algo se movía tras la
cortina de la habitación de Masako. A lo mejor está despierta
aún y nos está escuchando… Esta niña, como todos los niños,
tiene facilidad para despertarse a medianoche. —Kyoko
hablaba en voz muy baja.
—Si estás hablando de tu propia hija, ¿por qué pareces
tener tanto miedo hablando así en susurros? —dijo Shunkichi
espontáneamente entre risas.
—Es terrorífica, de verdad. Últimamente después del
colegio me dice que va a casa de sus amigas a jugar, pero en
realidad va a ver mi exmarido, su padre. Seguro que él la
espera delante del colegio o de cualquier parte para llevársela
a algún sitio y ganársela. El otro día me di cuenta de que de
repente tiene muchas muñecas nuevas. Muñecas alemanas
muy caras. Estoy segura de que se las compra su padre y las
trae en secreto dentro de su mochila. No me las enseña nunca.
Shunkichi enseguida se desentendió de estos complicados
sentimientos, yendo a buscar un buen disco al gramófono.
—No lo pongas muy alto. Si se levanta Masako, resulta
molesto —volvió a decir Kyoko. Shunkichi, al oírla, perdió
definitivamente el interés por el disco, cerró la tapa del
gramófono de malas maneras y apoyó la espalda contra la
pared, cabizbajo; la mitad de su cara quedaba en sombra y la
luz sólo incidía sobre los ojos:
—Pero, bueno, ¿qué es lo que temes tanto?
Al preguntarle directamente, Kyoko se quedó sin saber qué
responder. Temía, por supuesto, a Masako, pero también
parecía que hubiese alguna otra persona a la que temer. Tal vez
se quedaba así a la espera porque tenía miedo. Finalmente
logró dar una explicación sencilla:
—Mi hija sólo tiene nueve años, pero últimamente me da
una impresión femenina, como de mujer adulta, y eso me
produce miedo.
—Y esta noche de nuevo estás comportándote como una
madre tonta.
—Perdona que te esté aburriendo esta noche… Es que de
repente me pareció ver como en una alucinación que un
hombre había entrado en su habitación para pasar la noche con
ella.
El boxeador frunció las cejas con cierta ambigüedad.
—¿Me estás sugiriendo que vaya a la habitación de tu hija
de nueve años?
Kyoko de repente soltó una carcajada algo basta. Con la
risotada, tembló la piel blanca alrededor de su pecho
normalmente austero.
—Ahora entiendo por qué morirse de risa debe de ser una
de las muertes más dolorosas —dijo seriamente Kyoko una
vez recuperada del ataque de risa.
Después abrió una vez más el frasco de perfume para
acercárselo a la nariz y olvidarse así del melancólico aroma de
los mosquitos.
—Pues es muy raro que tú no mueras de aburrimiento. —
dijo Shunkichi como tratando de reprimir sus sentimientos.
—Morir de aburrimiento, ésa sería la peor muerte para ti,
¿verdad? Claro… Cada uno tenemos una idea diferente de la
muerte más terrible o temida para nosotros —dijo Kyoko.
Desde el primer momento que lo vio pelear, a ella le intrigó
la capacidad del boxeador para aguantar los golpes. Si un
cuerpo golpeado y ensangrentado permanecía impasible ante
el dolor, cabía imaginar cómo sería el espíritu del combatiente.
—Buenas noches. Mañana madrugas, ¿verdad? Es mejor
que vuelvas pronto —dijo de repente Kyoko poniéndose en
pie, sonriendo y tendiendo la mano.
Con un poco de paciencia Kyoko había comprendido
bastante. Pasase lo que pasase, era totalmente absurdo tratar de
provocar dolor a este joven o hacer que lo experimentase.
—Adiós —dijo al despedirse, como si tal cosa, el amigo
boxeador—. Por cierto, ¿qué harás cuando me vaya?
—Me quedaré un rato tomando el fresco. Seguro que en ese
rato tengo ocasión de ver un par de estrellas fugaces sobre el
bosque de Meiji Kinenkan. Es conmovedor. Así poco a poco
me irá entrando sueño —dijo Kyoko con voz débil y seca.
Capítulo 7

Un día, en pleno bochorno veraniego, Kiyomi llamó


urgentemente a Osamu. Al llegar, no tenía nada particular que
decirle. Según le dijo, tan sólo sintió unas repentinas ganas de
verle.
En días como ése, Kiyomi daba instrucciones a sus
empleados para que informasen de que no estaría disponible
para atender clientes ni llamadas telefónicas. Después, sin
importarle qué dirían, subía con Osamu al segundo piso.
Allí había dos habitaciones de ocho y seis tatamis
respectivamente, un baño y una cocina con una pequeña
nevera eléctrica. Kiyomi sacó una toalla humedecida de las
que se usan para refrescarse y quitó cuidadosamente el sudor
del cuerpo de Osamu. Se filtraba por la cortina de la ventana el
sol de verano dibujando nítidas tiras rectilíneas sobre el tatami.
A Kiyomi no le gustaban las atmósferas emotivas y por eso no
colocaba en las ventanas persianas de bambú o campanillas
para hacer sonar la brisa.
—Sólo con haber caminado un poco para venir aquí has
sudado mucho. Tiéndete bocarriba, te quitaré el sudor.
Osamu, obediente, se acostó desnudo sobre el tatami como
si fuese a recibir un masaje. Los rayos de sol que penetraban
por el alero de la ventana rozaban sólo por el exterior su brazo
izquierdo. Tenía la impresión de que su brazo caliente y
dorado por la luz hubiera sido cercenado y yaciese junto a él
rozándolo.
Osamu lanzó una rápida mirada al rostro poco agraciado de
Kiyomi con su pequeña nariz que la hacía parecer enfadada;
después volvió a entornar los ojos. Kiyomi contemplaba su
cuerpo con mucha calma, como si estuviese ante el cuerpo,
aún caliente, de un joven muerto. La mujer no habría
contemplado de la misma manera un cuerpo vivo. Aquella
serenidad en sus ojos contenía al mismo tiempo una fiereza
salvaje en su interior.
El tacto rugoso de la toalla mojada y fría sobre la piel
caliente despertaba sus sentidos excitando la piel aletargada.
En comparación con las caricias de Mitsuko, como brillantes
cenagales, a Osamu le complacían más estas caricias limpias
de la mujer fea. En ese momento, sintió un temblor de acero
brillante junto a su cuerpo. Percibió una súbita frialdad, como
si un cubito de hielo rozase su cuerpo, y casi no le dio tiempo
a sentir dolor. Osamu se irguió un poco y miró su costado. Un
hilo de sangre se derramaba por el costado sinuoso de su
cuerpo juvenil, de piel clara y tersa. El hilo de sangre brillaba
reflejando los rayos de sol.
—Es solo un pequeño corte —le dijo Kiyomi con toda
calma adelantándose a su pregunta.
—¿Por qué lo has hecho?
Osamu, sin tener que buscar demasiado, enseguida se
percató de la brillante hoja de la cuchilla a su lado sobre el
tatami. Pero lo que sus ojos veían sobre el quieto, pequeño e
insignificante objeto era apenas como el reflejo de un trozo de
un cristal tirado en la calzada en un día de verano. Aquella
cuchilla no tenía nada que ver con ellos. Era un objeto que
brillaba solitario en un lugar completamente diferente.
—Tienes una piel tan bella que… Al contemplarla
fijamente, me entraron ganas de cortarla.
El rostro serio e inexpresivo de Kiyomi exponía aún más
cómo había cercenado sus propios sentimientos. Osamu se
fijaba en el tabique de su naricilla de mujer enfadada y en el
brillo acusado de su maquillaje corrido.
De repente Kiyomi abrazó a Osamu por su costado
rodeando con sus brazos el pecho y chupó la sangre de la
pequeña herida. Una sensación placentera invadía a Osamu
nublándole la vista. Después, olvidó hasta el paso del tiempo.
Tras dormir un rato, Osamu y Kiyomi se despertaron al
oscurecer. La brisa empezaba a refrescar, pero la piel retenía
un calor sofocante de sudor seco. Luces de neón se filtraban
intermitentes en la habitación. Osamu, medio dormido, no
dejaba de pensar: «Ésta es la mujer que tanto tiempo llevaba
buscando, al fin la encontré».
A Osamu no le satisfacían los intereses triviales de la vida,
lo que buscaba era una muestra violenta y ardiente de interés
por él. No le bastaba con ser acariciado, anhelaba convertirse
en objeto de un interés corrosivo. Hasta ahora tan sólo le
habían rozado la piel, no había sido como ese instante
doloroso gracias al cual había corroborado plenamente su
existencia. Necesitaba sentir dolor.
Cuando vio el hilillo de sangre corriendo por su costado,
pudo corroborar su existencia, una existencia que nunca había
sentido como propia. Pero ahora la existencia de su cuerpo
joven era real y se percibía realmente el interés de otra persona
con una pasión incontrolable por herir su piel; alguien lo
amaba desesperadamente, y al fin una punzada de dolor
momentáneo y refrescante y la sangre manando certeramente
de su cuerpo: todo ello era real… Era el drama de la vida
puesto en escena por primera vez, la sangre y el dolor como
prueba total de su existencia; eran el mirador desde el que
contemplar unas vistas perfectas de su vida. «La manera más
cierta de corroborar mi existencia en el mundo —pensó
Osamu—. Acabo de alcanzar la meta a la que tanto aspiraba,
la frontera última de mi existencia», un reguero suave e
incitante de sangre. La sangre, al verterse fuera del cuerpo, es
la suprema señal de la unión del interior y el exterior. No
bastaba la coraza de su musculatura en torno a su bello cuerpo
para confirmar su existencia. Faltaba la sangre… No obstante,
el dolor y la sangre que habían atestiguado su existencia ¿no
serían a fin de cuentas los causantes de su propia destrucción?
Kiyomi ya se había puesto un yukata y, a la luz de la
cocina, él vio cómo cortaba un melón que había en la nevera.
La soledad arrogante de mujer soltera se percibía en sus
prominentes hombros bajo el yukata.
Kiyomi trajo dos rodajas de melón y encendió la luz de la
habitación. Osamu se levantó para evitar la luz directa.
Atravesando la oscuridad de la habitación de seis tatamis, se
reflejaba en las gafas de Kiyomi al traer el plato el brillo de
largas cucharas. Era una escena de vida cotidiana. Osamu, algo
molesto, se quejó:
—Al menos podrías poner un ventilador.
—No me gusta, me resulta desagradable esa brisa artificial.
Además, en la casa del hielo no hacen falta esos inventos de
refrigeración.
Mientras Osamu comía melón, Kiyomi dijo, como medio
en broma, que le gustaría morir junto a él. Ella, tras verlo
morir bañado en sangre, ingeriría un veneno mortal.
Desde aquel día Osamu no podía quitarse de la cabeza la idea
del suicidio en pareja. De día y de noche no dejaba de rondarle
por los circuitos de su cerebro este pensamiento ni un instante.
Sin embargo, aunque él suspirase por el dolor físico, aquel
ligero roce del filo de la cuchilla cortando la piel era lo único
que afloraba a su imaginación como sensación placentera en
medio del dolor. La muerte, a su vez, se concebía como una
muerte en escena. La índole irrepetible de la muerte
estimulaba la fantasía de Osamu. En la fantasía, por muy
ligera que fuera, no importaba que las sensaciones imaginadas
se distanciasen mucho de la realidad. Si la conclusión del
cúmulo de imaginaciones era por fin lograr la muerte, la
acción avanzaría inexorable: la muerte se manifestaba ante los
ojos y era algo irrepetible, no se daba más que una vez.
La sangre en la que pensaba Osamu le bastaba que fuese de
una ficción teatral, el dolor de la muerte que soñaba era como
el dolor de la obra teatral. No obstante, la imaginación
terminaba por atrofiarse. Lo mismo que ocurría cuando soñaba
con ese papel que jamás lograría, el sentido de su existencia
acababa así por volverse vago, y de nuevo pensaba que no
había otra posibilidad que provocar un derramamiento de
sangre real. De esa manera la idea de una muerte sentimental
escindida entre realidad y ficción regresaba una y otra vez
como un reloj de péndulo marcando un compás regular.
Él aún no había probado ninguna de las dos, la muerte real
o escenificada. Ambas ocupaban el mismo lugar en la
clasificación. A veces, en sus ensoñaciones, imaginaba una
muerte sangrienta pero placentera, y se preguntaba si lo que
estaba soñando era una muerte real o una muerte escenificada.
En caso de morir de verdad, sinceramente, por vanidad,
querría morir al lado de una mujer bella. Pero en la realidad,
una mujer bella no querría acompañarle en la muerte. No
debería pensar en el rostro de Kiyomi. Tan sólo en su espíritu.
Un alma melancólica que había forjado su desencanto y la
desgracia ajena, una mujer que inundaba de fuerza el interior
de Osamu soñando con su cuerpo joven ensangrentado.
Aquellos ojos lo contemplarían desde el mundo exterior,
abrazando firmemente su temblorosa y vacilante existencia
transfigurada en un oscuro enlucido, serían su testigo vital…
Además, ella deseaba su cuerpo y sangre.
Esos ideales se convirtieron en un instante en su visión del
mundo. Los grandes edificios se convertían en papel cartón, en
simples instrumentos los trenes o los coches, la política y la
economía en palabras, en crucigramas para pasar el tiempo.
Nunca tuvo interés por todo eso, eran y terminaban siendo una
realidad ajena.
El partido comunista japonés había decidido una nueva
directriz para lograr un «partido comunista amado por el
pueblo japonés». Al mismo tiempo, se anunció la muerte de
Tokuda Kyūichi. La conferencia de los cuatro grandes países
se celebraba en Ginebra, y se había establecido la nueva
organización y disposición de las Fuerzas de Autodefensa con
150.000 soldados. Dos hermanos pequeños se habían
suicidado arrojándose a las vías del tren de la línea Jōban…
Sucesos así eran innumerables. Sin embargo, todo eso le
parecía producto de la fantasía. El mundo entero era un
escenario repleto día y noche de grandes artefactos de cartón
piedra, un mundo muy iluminado y revestido de realidad sólo
por fuera.
«Me requieren. Me han dado un papel.»
A Osamu le gustaba pensar así como si se tratara de una
metáfora. Entonces ese mundo ilusorio a su alrededor
empezaba a girar como una peonza. Era deseado con una
pasión brutal. Deseado como zumo exprimido al colocar el
limón sobre la exprimidora. Deseado hasta el punto de ser
reducido a polvo.
Osamu no dejaba de imaginar un gran charco de sangre
derramada sobre el escenario. Un día estaría él yaciendo sobre
las tablas. La sangre todavía templada empaparía el perfil de
su bello rostro… Aquella imaginación de la realidad estaba
sostenida desde el principio al fin por la persistencia de la
sensación de morir en escena. «Tal vez estaré ya inmóvil.
Moriré. Sin poder abrir más los ojos. Tratando de respirar lo
menos posible. De respirar aunque sea un poco, el público se
apercibiría. Hasta que baje el telón bastará con abandonar mi
pensamiento a cualquier trivialidad. Al fin bajará el telón. Ya
podré levantarme.»
Sin embargo, en su caso, no bajaría el telón, los aplausos
quedarían para la eternidad, esa idea atrapaba el corazón de
Osamu abocándole a una alegría al borde de la locura.
«Si el telón no bajase jamás, la obra no tendría fin.»
Aquélla era tal vez la obra de teatro ideal para cualquier actor
que se preciase.
No obstante, Osamu apenas iba por el teatro de
Gekisakuza. Por el gimnasio tampoco iba apenas. Cada vez
que se encontraba con Kiyomi, tras sus horribles juegos
sádicos en pareja, le quedaban durante dos o tres días
moratones en el pecho y marcas en los brazos dejadas por
cuerdas atadas fuertemente y ligeras cicatrices por todo el
cuerpo.
Su madre no habría imaginado ni en sueños que su bello
hijo se entregaba a juegos tan infernales. Después de que
Kiyomi hubiera roto el documento del préstamo y cancelado la
deuda, la madre instaló un aparato de aire acondicionado en la
cafetería con el dinero que había conservado en secreto. En la
puerta del establecimiento se anunciaba ya que el local era
refrigerado. En unos pocos días llegaron nuevos clientes y se
recuperó la afluencia habitual de público.
Un bochornoso día de verano Osamu compró unas entradas
para invitar a su madre a una obra de shinpa, algo que no solía
hacer a menudo. La ópera programada era La villa del dios del
mar, de Izumi Kyoka, ¿Quién es el heredero?, de Nakano
Minoru, y Madame Butterfly, de Velasco, interpretada por la
actriz Mizutani Yaeko. La temporada de verano de kabuki
llegaba a su fin. La madre aceptó contenta la invitación, le
pareció que era la manera que su hijo tenía de celebrar que por
fin todo se calmaba y volvía a la normalidad.
No obstante, se quedó algo sorprendida al verlo vestido con
una camisa hawaiana con estampado de flores blancas sobre
un fondo rojo escarlata:
—¿No te parece un poco chillona la camisa?, el color es
como de sangre.
Osamu se quedó callado, su expresión oculta tras las
gruesas lentes verdes de sus gafas de sol.
Los rayos de sol que entraban por la ventana del taxi
incidían sobre un extremo del asiento ya áspero y poco
mullido. La madre subió la ventanilla para evitar que el viento
la despeinase, y se refrescaba con un abanico de estampado
chillón.
Últimamente, el hijo apenas hablaba, y ella aludió a
Kiyomi tratando de romper el silencio:
—A ti por supuesto, pero también le estoy muy agradecida
a ella. Cierto que, como suele decirse, el amor es el amor, pero
el negocio es el negocio. De todos modos, si os va bien a los
dos el enamoramiento, ¿qué más queremos?
Osamu siguió callado de brazos cruzados con su camisa
hawaiana. Al ver así a su hijo, ella temió que él hubiera
empezado a cansarse de Kiyomi y el tema de conversación no
le alegrase particularmente. Con aquella inquietud, empezó a
prever con pesimismo posibles complicaciones: el rencor de
Kiyomi al verse abandonada, las represalias económicas,
tormentos más crueles incluso que antes en su trato con ella…
Y en cuanto al certificado del préstamo y la hipoteca,
empezaba a dudar si todavía seguiría existiendo, y todo eran
nubes de preocupaciones que se cernían sobre su cabeza. La
madre, que no se veía con valor para expresar todas estas
preocupaciones, dijo esforzándose en asumir un tono
moralizante:
—No seas demasiado puntilloso y hazme el favor de
tratarla bien. Aunque no sea muy bella, piensa que ella es
diferente a otras mujeres.
Osamu, por fin, secándose unas gotas de sudor de la nariz,
dijo:
—Eso ya lo sé. No te preocupes, con ella voy hasta el final.
Al oír esas palabras, la madre estuvo a punto de llorar de
felicidad. Después de haberse sentido tan amenazada, poder
llevar una vida tranquila era como una joya para ella.
—¿Te vas a quitar las gafas de sol? No estarás pensando
entrar así al teatro, ¿verdad? —dijo de repente ella con un tono
de voz alegre, satisfecha de retomar comentarios banales
propios de madres.
La villa del dios del mar era una obra complicada y
aburrida, por otro lado, ¿Quién es el heredero?, con una gran
escenografía que cambiaba a toda velocidad, resultaba
divertida sin tanta argumentación lógica; finalmente, Madame
Butterfly, con Yaeko, en la que la protagonista se obstinaba en
esperar en vano a un indiferente marido o amante, por lo
conmovedor hizo llorar un poco a la madre. No obstante,
aquella fidelidad le parecía vulgar y sin sentido.
Pasadas las seis terminó la representación, y a propuesta de
la madre, fueron a cenar a un restaurante lujoso donde habían
ido tiempo atrás en momentos más alegres. Aquel restaurante
les había traído suerte, a la vista de la feliz situación actual,
mucho mejor que la de antes.
Sin embargo, la cena lujosa no hizo tan feliz como esperaba
a la madre.
«Está claro que últimamente está raro», pensaba ella
mientras observaba a su hijo al otro lado del mantel blanco
utilizando torpemente los cubiertos. De repente le pareció
intuir que algo siniestro se cernía sobre él. «¿Hasta cuándo
seguirá viendo negro nuestro futuro este chico? ¿De dónde le
brota ese sentimiento?»
Sin embargo, para Osamu, su madre ya pertenecía a otra
realidad igual que el vacío de su existencia, una realidad
ficticia como su propia existencia. Era como una antigua
estatua de arcilla modelada para hacer el papel de madre, sus
palabras y rígidos movimientos mecánicos como los de un
robot. Los intereses, las intenciones de la sociedad, sus lugares
comunes, el banal amor materno: todo aquello había tomado
prestado el cuerpo de su madre para esparcir nada más que
palabras al viento. Osamu se había prohibido a sí mismo
mostrarse afectuoso con su madre, estaba seguro de que ella
no podría comprender el camino por el que se adentraba. Si
aquella madre tan vulgar pudiese comprender el mundo en el
que habitaban ahora Osamu y Kiyomi, dicho mundo se
volvería de golpe repugnante.
«Nosotros tan sólo queremos suicidarnos juntos de un
modo diferente. No necesito que nadie comprenda cuál es mi
forma de placer. Y, al fin, ya acabará el verano —pensaba
Osamu mientras contemplaba las calles iluminadas del
atardecer veraniego—. Cuando muera, ya no veré más estas
luces de neón mezcladas en el atardecer de verano.»
En cualquier caso, lo importante era que no acabase todavía
el verano. El ambiente bochornoso que se pegaba como niebla
a la nuca y el viento fresco de la tarde rozando su piel eran un
acompañamiento ideal a la muerte que imaginaba; al término
de esa estación esos pensamientos que lo atormentaban
quedarían extinguidos. Caminando bajo el sol abrasador con
aquella camisa hawaiana, el sudor se le pegó a las heridas más
recientes de su cuerpo. ¡Era una sensación de dolor nueva y
fresca! Era un lazo que conectaba el mundo con su interior y
que, además, los transfiguraría a los dos en drama viviente de
la imaginación.
Las miradas de las chicas que se cruzaba por la calle no
podían alcanzar hasta sus heridas abiertas. Aquellas heridas
invisibles a los demás lo habían expulsado de la sociedad
como una estrella fugaz. «Pero ya no soy una sombra. Jamás
lo volveré a ser. Soy un cuerpo herido, un cuerpo dolorido, un
cuerpo en descomposición.» Al fin su cuerpo sería enterrado
en heridas. Antes de morir junto a Kiyomi, le gustaría llevarse
a una de esas chicas y dejarla pasmada al exponer desnudo
ante ella su cuerpo plagado de heridas.
Osamu se acordó de una ocasión en la que debatió en una
taberna con unos jóvenes melenudos sobre sus traumas
psicológicos. Osamu los despreciaba. Si hubieran visto su
cuerpo lleno de llagas y heridas, se habrían quedado mudos
esos jóvenes que tanto alardeaban de tormentos psicológicos.
En realidad, ellos no existían, sus mentes no eran más que la
sombra de una sombra, y ni siquiera se daban cuenta.
Todo tenía que terminar este verano. El brillo de la sangre
al sol y el zumbido de las moscas orquestan la sinfonía en
torno a la muerte. Melodías flotantes alrededor de un cadáver
arrojado como un ramo de flores mustias en mitad de una calle
solitaria en pleno mediodía estival. ¿Quién querría escuchar
dicha sintonía en un atardecer de otoño?
El mundo ya estaba dispuesto a sus intenciones. Un mantel
de puro blanco… Él agarró con fuerza ese mantel blanco sobre
la mesa. Le parecía ilógico que aquel mantel no recibiese el
chorro de su sangre roja.
—¿En qué piensas? Últimamente apenas dices nada.
Tampoco comes como antes —le dijo al fin la madre
empezándose a preocupar.
—No te preocupes —le dijo afectuosamente él—. Nos pasa
a todos durante el verano.
Sin embargo, Osamu no resistía la tentación de compartir
con alguien su placer secreto.
Esa noche, después de despedirse de su madre, fue a casa
de Kyoko.
La casa de Kyoko estaba muy iluminada esa noche y había
muchos desconocidos entre los numerosos invitados. Ella lo
recibió alegremente, pero como no dejaba de atender a los
invitados, no hallaba la oportunidad de hablar con ella. Y, por
lo visto, tendría que esperar un buen rato a esa ocasión
propicia.
Osamu aprovechó esos momentos para deleitarse, como
siempre, pensando en la muerte. Alejado de las animadas
conversaciones, se apoyó contra un escritorio en un rincón de
la habitación, alzó ligeramente el hombro izquierdo y se subió
un poco la manga de la camisa hawaiana roja. Ahí estaba la
cicatriz de intenso violeta de una herida hecha hace bastante
tiempo. Remojó con un poco de alcohol la cicatriz y después
la acercó a sus labios para besarla.
En la terraza también había muchos invitados. Kyoko, con
su vestido en tonos glicina, iba de aquí para allí entre el salón
y la terraza, y cuando se cruzaba con Osamu, esbozaba una
ligera sonrisa y continuaba su ir y venir. En aquella ligera
sonrisa se dibujaba claramente su aburrimiento, y a Osamu le
sorprendió que ella buscase complacida dicho tedio. La Kyoko
que él conocía jamás se habría comportado así.
Por medio de las presentaciones de Kyoko, algunas señoras
elegantes y maduras se acercaron a hablar con Osamu, que con
su camisa hawaiana llamaba la atención. Como Osamu no les
contestaba siquiera, lo tomaban por un imbécil y se iban.
Kyoko estaba aguantado una conversación como de rigor.
Aquella noche no estaban allí Shunkichi, Natsuo, tampoco
Mitsuko ni Tamiko. En su lugar, conversaciones intelectuales
y elegantes de aquellas que antiguamente detestaba Kyoko de
personas que pululaban como Pedro por su casa. Había hasta
cuatro o cinco extranjeros. Cerca de Osamu un grupo de ellos
hablaban vanidosos de su predilección por Béla Bartók o
César Franck. Una mujer que había regresado recientemente
de París explicaba que en la Francia de posguerra se empezaba
a redescubrir el pensamiento místico oriental. Un vividor de
tez estropeada presumía altivamente de haber descubierto una
posición que no se hallaba ni en los textos más antiguos,
modernos ni más raros ejemplares. Como en ese momento
todos mostraban interés por ese tema de conversación, éste lo
retomó diciendo que dicha postura era realizable pero poco
práctica y tal vez sólo merecía la pena realizarla sin más.
Bajo las espirales del humo del tabaco, las plumas que
decoraban los peinados de las señoras y las narices de los
hombres en las que brillaban gotas de sudor, Osamu advirtió
unos candelabros antiguos con relieves de ramas muy
conocidas por él. Las velas de falso y grueso cristal grisáceo
por el polvo y el humo del tabaco desprendían una luz
difuminada en los techos. A Osamu le parecía como si más
arriba de esos techos los ojos de Kiyomi le observaran
fijamente desde un lugar fuera del mundo, vigilándole.
Aquellos ojos de mirada húmeda y cálida, siempre un poco
rojos y con un toque de locura. La mirada oscura y penetrante
descendía como las flechas envenenadas de salvajes
disparando escondidos tras el follaje, transformando en
cadáver cuanto rozaban. Las conversaciones banales, los
hombros de las mujeres con el polvo de maquillaje cubierto de
sudor, las risas estridentes: todo le recordaba al olor de la
muerte. De repente Osamu se acordó claramente, como si se
tratase de un deber, de algo que había olvidado.
Encerrado en su interior, no se abandonó a la brisa
refrescante que soplaba en la terraza, se quedó bajo las
abrasadoras luces, disfrutando de la sensación placentera del
sudor vibrando sobre sus heridas más recientes, retomando de
nuevo sus elucubraciones sobre la muerte. Una mujer de
mediana edad con la que había hablado antes y cuyo nombre
no recordaba se acercó con las pinzas de servir hielo y le puso
un cubito en el vaso. Osamu, absorto, se olvidó de darle las
gracias. El líquido templado de repente se enfrió, el vaso frío
de cristal se parecía a un cuchillo. Pensaba de nuevo en la
muerte. La muerte no tenía milenarias alas para lanzarse al
vuelo, era más bien como unos suaves y delicados dedos que
se colaban entre las mangas de su camisa hawaiana
acariciando por completo las heridas de su cuerpo joven.
«Ayer acompañé a Shigemitsu al aeropuerto, pero siempre
viaja con el ánimo melancólico, viajaba a América y en
cambio parecía que estuviese yendo de vuelta a Sugamo»,
decía alguien a su lado. «El señor R lo acompaña. El tipo
conoce bien a R. Ese tipo ya desde el momento de partir de
viaje tiene cara de estar cansado y a un paso de sufrir un
debilitamiento por crisis nerviosa.»
«Voy a morir. ¿Hasta dónde subirán los chorros de sangre?
¿Podré ver claramente el manantial de mi sangre fluyendo?»
«En la base americana de Sunagawa hubo un gran
altercado. Fue como ver una reproducción de la guerra civil
tras mucho tiempo. Ciertamente, realizar mediciones es un
trabajo técnico bastante duro, pero al fin a todo el mundo le
llega su momento de gloria y, de repente, ese día la cinta
métrica del topógrafo se convirtió en valiosa aliada de los
políticos. Y, luego, todo quedará de nuevo olvidado. No dudo
de que el bigote que me afeito cada mañana acabe siendo un
comportamiento político algún día. Siempre pienso así al
afeitarme. A mí no me gustan las máquinas de afeitar
eléctricas. Carecen de las características adecuadas para
realizar un trabajo preciso. Les falta la cualidad esencial
propia de la política.»
«Se derramará la sangre de mi boca, y cuando expire mi
último aliento, Kiyomi, fuera de sí, me abrazará y besará. Sin
embargo, no quiero que me bese mientras me quede el más
mínimo aliento. Una vez que exhale por completo, sí podrá
besar mi boca entreabierta. Sé que a ella le parecerá
divinamente bello mi rostro sin vida. Ella estará impaciente
por besar mis labios ya fríos e inertes.»
«Que hayan encontrado arsénico en la leche en polvo es un
descubrimiento excelente. Seguro que los bebés que hayan
bebido y criado esa leche en unos diez años se convertirán en
el tipo de hombre que me gusta a mí. Me pregunto qué encanto
puede tener un hombre que no tenga algo de arsénico en su
cuerpo.»
«Espero que la muerte acepte acogerme en la cúspide del
placer. Como un bebé por fin rendido al sueño y llevado de la
cuna a la cama. Pero si en plena agonía de la muerte algo me
despertase, ¿no acabaría por mostrarme todos los detalles de
un prosaico suceso?»
Kyoko, a su lado, tocó ligeramente su brazo:
—¿En qué piensas? Disculpa que no pudiese hacerte caso.
Osamu, temiendo que descubriese los cortes del brazo, lo
retiró rápidamente.
—Vamos a la terraza, aquí hace mucho calor.
Kyoko acompañó al joven de camisa hawaiana de intenso
rojo a una esquina de la terraza alejada de las luces. De
espaldas a la gente que hablaba y reía animadamente, se
apoyaron en la barandilla que daba al jardín; al atardecer, entre
la arboleda, se divisaban las hileras de luces de la estación de
Shinanomachi. De repente Osamu percibió el aroma del
vestido de Kyoko color de glicina, un aroma de vacío y
melancolía, mezclado con el denso olor de la hierba cuyos
tallos aún retenían el calor del día.
—Son todas caras desconocidas para mí.
—Así es. Les cobro una entrada por venir.
El comentario trivial de Kyoko afectó a Osamu:
—Entonces debería haber pagado yo también.
—No, no. Tú eres diferente. Al contrario, eres un invitado
especial para mí. Con invitados como los de hoy, si no es
pagando, no podría aguantar su presencia aquí.
Kyoko hablaba en voz baja, ella que nunca había tenido
que hablar así en su propia casa, y eso daba idea de su difícil
situación actual. A Osamu le impresionó darse cuenta de que
Kyoko ya no era la mujer rica que conoció antaño.
—Entonces, disculpa que haya venido hoy.
—No digas eso. Las señoras esas que te presenté antes
estaban muy interesadas en ti. Tal vez se habrán pensado que
hay algo entre nosotros. ¿Acaso no lo parece?
Kyoko, con su brazo descubierto, tomó del brazo, también
descubierto, a Osamu. El brazo de Kyoko estaba tan frío como
la piel de un animal muerto.
—Qué estupenda almohada debe de ser un brazo tan frío
como el tuyo.
—Por eso lo hago —dijo Kyoko sin retirar el brazo, su
rostro cabizbajo vuelto hacia la oscura espesura tras la
barandilla. Debían mostrarse así para poder hablar sin que la
gente los molestase.
—¿De qué querías hablarme? —dijo Kyoko sin poder
reprimir más su innata curiosidad, tomando ella la iniciativa.
El bello rostro de Osamu resaltaba en la oscuridad con un
brillo blanco recibiendo un halo lejano de luz. Las largas cejas
sobre sus ojos trazaban una sombra en el aire. Sufría, pero a la
vez su cuerpo parecía deleitarse en un recuerdo placentero que
Kyoko todavía no había conocido. Kyoko intuía claramente
que había una mujer tras aquel joven, una mujer que lo amaba
y sin embargo lo hacía sufrir vanamente a diario.
—Entonces, ¿de qué es lo querías hablar conmigo con tanta
urgencia?
—No es nada —contestó Osamu, reluctante y dubitativo—.
Es que muy probablemente dentro de poco me suicide con mi
amante.
Kyoko pensó preguntarle sobre aquella mujer poco
agraciada físicamente y prestamista de profesión, pero
desistió. Se limitó a asentir dando a entender que se disponía a
escucharle.
—Vaya, por lo que parece, estáis muy enamorados.
—¿Enamorados? ¿Eso te parece? —dijo Osamu secamente,
frunciendo la boca, y prosiguió—: Lo explique como lo
explique, no me vas a entender. Si te digo la verdad, no se trata
de un suicidio, ni de un crimen, ni de un suicidio pasional de
pareja, y en cierto modo es una forma de morir que tiene algo
en común con todo eso.
Kyoko no titubeó. No era ni mucho menos la primera vez
que escuchaba a un joven hablar del suicidio, y nunca se lo
tomaba en serio. De hecho, jamás hubo ninguno de esos
jóvenes que llevara a la práctica dicha idea.
—Sé que no me crees —dijo Osamu esbozando una ligera
sonrisa sin ninguna intención de convencerla—. Estarás
pensando sin duda en lo que se requiere para un suicidio
amoroso al unísono, por ejemplo, una resolución firme, un
remordimiento, una situación extrema, un atolladero, un
sentimentalismo o cualquier cosa semejante. Tú sabes de sobra
que ninguno de esos rasgos es propio de mí. Yo no he nacido
para tomar decisiones con firme determinación… Pero mi
muerte será diferente. Será como precipitarse fácilmente por
una pendiente… No, no exactamente así. Para tirarse por una
pendiente, primero hay que subir. Yo no tendré que tomarme la
molestia. Me bastará con mover un poco la mano casi entre
sueños y correrá sangre de verdad allí donde flirteaban la
fantasía y el drama… ¿Lo entiendes? Será como estar
actuando sobre un escenario, se desvanecerá el límite entre
ficción y realidad, y mientras sigo representando mi papel, me
sumergiré en la muerte sin darme ni cuenta. No habrá más
separación entre esos dos mundos. Cuando vaya a darme
cuenta, ya estaré muerto.
—¿Quién hará todo eso? —preguntó Kyoko, diciendo lo
primero que se le vino a la cabeza, sorprendida de la
locuacidad de Osamu.
—¿Quién?… Ella y yo. Tal vez sea ella o tal vez sea yo; en
fin, bastará con golpear levemente mi hombro para lanzarme
de cabeza a la muerte. El límite o frontera se hará más
estrecho, como una oblea muy fina; en el fondo no creo que
haya mucha diferencia entre la ficción y la realidad, entre la
vida y la muerte. Afortunadamente, ya he logrado un cuerpo
escultural de los que todo el mundo alaba, soy joven, no me
entretengo en pensar o actuar, pero he logrado percatarme de
que existo realmente, aquí y ahora, en este preciso momento y
lugar.
Pronunciaba sus palabras en voz baja como dirigidas a sí
mismo, consciente de su incomprensión para los demás.
Osamu se veía a sí mismo tal como siempre había soñado en el
pasado, en un ángulo de la terraza en un atardecer veraniego,
lejos de la luz, en la oscuridad, contemplando las luces de la
estación impregnadas del aroma del musgo. Aquel joven con
el cuerpo plagado de heridas y un rostro entre poeta y torero
¡vivía, existía ciertamente! Mañana lo visitaría una muerte
heroica y sangrienta y sin lucha alguna. Como unas bellas
flores cultivadas con un mal fertilizante, obligada mescolanza
de productos grotescos y modernos, lograría tal vez crear su
propio mito cristalino y resplandeciente. Al fin, todo lo
grotesco de este mundo no podría rozar ni siquiera con un
dedo su existencia, su vida.
Kyoko estaba bastante alejada del profundo apasionamiento
de Osamu. Había algo en todo lo dicho por Osamu que le daba
una impresión poco seria. Sin embargo, ella no estaba en una
posición que le permitiese criticar esa falta de seriedad.
No podía compartir la pasión por el suicidio de Osamu y,
no obstante, se sentía mucho más cerca de él, vivían en la
misma ribera de la desidia, lejos de todos aquellos invitados
elegantes e inteligentes. Ella, por un instante, vio reflejarse
fugazmente en la cara de Osamu aquella época de ciudades
devoradas por las llamas volviendo a emerger, el sol del
verano iluminando los recovecos de aquella época sin futuro ni
mañana, haciendo brillar los escombros del derrumbe. Ella
tenía la impresión de que los jóvenes de su entorno se movían
a una velocidad siniestra hacia cualquier conclusión. Se acordó
de Seiichiro, ahora en Nueva York, de Shunkichi, de Natsuo;
veía sus caras.
—Para hablar de estas cosas, ¿no crees que lo ideal sería
hacerlo con alguien tan amable, adulto y serio como Natsuo?
Natsuo podría ser la persona ideal para escucharte. ¿Lo has
visto últimamente?
—No, no nos vemos —dijo Osamu irguiéndose sobre la
barandilla—. Hace mucho que no lo veo… Sí, creo que fue
aquel día que fuimos todos a ver el combate de Shunkichi.
Antes de eso, un día se pasó por la cafetería de mi madre.
Como todos mis amigos no hablaban más que de culturismo,
acabó perdiendo un poco los nervios y dijo lo siguiente. Me
acuerdo bien. Fruncía las cejas, y con ojos llenos de rabia y el
tono de voz sofocado de tanta tensión en su interior, dijo esto:
—Si son tan importantes vuestros cuerpos musculosos, no
sería mala idea suicidaros en pleno apogeo de la belleza antes
de que vuestros cuerpos empiecen a envejecer.
Justo cuando Kyoko estaba a punto de echarse a reír, se oyó
el estridente silbato del tren de mercancías al pasar por la
estación de Shinanomachi. La sombra negra del tren pasando a
trepidante velocidad oscureció la luz de los andenes;
estremecía tanto aquel sonido en el fondo del corazón de quien
lo escuchaba que quedaba vibrante por un rato alterando la
atmósfera nocturna. El titubeante y lánguido traqueteo del
convoy se repetía en un eco monótono dejándoles sin palabras.
De repente, a Osamu le brotaron de dentro unas palabras
que nunca había pronunciado antes:
—Ver tu propia sangre derramada debe de ser realmente
placentero. —Después, para tranquilizar a Kyoko, añadió—:
Aunque tú no tengas necesidad de comprenderlo.
Kyoko no cayó en la cuenta de que aquellas palabras tenían
mucho que ver con el «placer ajeno» del que ella disfrutaba
tanto. Kyoko lo interpretó como una divagación filosófica más
de Osamu.
Carta de Kyoko enviada a Seiichiro en su estancia en Nueva
York:
«Me imagino tu cara de sorpresa al leer el recorte de
periódico que te envío con esta carta. El titular alude al raro
suicidio pasional de una pareja. Osamu resulta ser un actor
desconocido e inconstante de shingeki, y ese pobre actor de
segunda se enamora de una fea mujer usurera y se ve
arrastrado por ella a un suicidio doble sin sentido, viene a
decir la nota. El artículo de prensa, en sí, no es que falte a la
verdad. Algún periódico sensacionalista describe la escena
muy macabramente. Me ahorré la molestia de enviártelo.
»Días antes de que ocurriese esto, él vino a casa a pasar un
rato. Ciertamente anhelaba morir. Sin embargo, no vinieron a
preguntarme de ningún periódico, y yo tampoco es que tenga
especial interés en conocer la causa real del suicidio. Ya sea un
crimen o un doble suicidio, lo cierto es que él ha muerto.
»A pesar del interés que siempre despiertan en mí las
pasiones ajenas, y aunque diga que no me interesa saber la
verdad en torno a su muerte, no tengo dudas de que seguro que
estarás esbozando tu irónica sonrisa de rigor pensando que lo
que digo es mentira. Lo cierto es que desde ese momento se
produjo un extraño cambio en mí: he perdido la certeza pasada
con la que podía vivir asimilando pasiones ajenas y llevando
mi propia vida. Tengo miedo. No sé hasta cuándo podré tener
seguridad o calma en mi hogar y en mi propia vida. No sé
cuándo llegará el momento en que una ola se trague y destruya
nuestro ideal de desorden, el puerto de nuestra fuerza de la
imaginación. Y si pensase en pedirte ayuda, debo asumir que
estás muy lejos, en Nueva York…
»En primer lugar, desde el punto de vista económico, dudo
que pueda seguir viviendo como hasta ahora. Lamento no
haber aprovechado la ocasión a principios de verano para
vender la villa de Karuizawa, pero este año ya he perdido la
oportunidad de hacerlo. Tendré que esperar al año que viene.
Lo que se me ocurrió es hacer fiestas en la terraza de casa:
abro las puertas de casa a mis invitados; por supuesto yo me
encargo de todo, cobro una cuota, y mis antiguos conocidos se
han hechos socios. Como sabes, es gente bastante aburrida,
pero como la casa está lejos del centro, les gusta venir aquí. En
fin, que mi casa, en lugar de hogar del desorden, se ha
convertido en morada de un falso desorden, una anarquía
creada con fines turísticos, un pequeño desorden comercial. A
pesar de todo, parece que la idea tiene buena acogida, estoy
mejorando mis ingresos, y dispongo de una mejor situación
ahora. Seguro que te reirás al oírme hablar de esta manera de
la “situación económica”.
»… Pero nuestro amigo Osamu ha muerto y su vida ha
quedado reducida a varios artículos de periódico. Al leerlos, se
viene abajo la seguridad que yo tenía de conocerlo bien. ¿Será
quizá, irás a decir tú, porque no podemos conocernos
mutuamente como presumen los lectores irresponsables de
dichos periódicos? Pues incluso entre tú y yo puede que ocurra
lo mismo. Aunque nuestro pequeño y oculto vínculo en este
mundo sea como un lugar de confrontación ciega y sorda.
Ciertamente, creo que llevas razón, como tú dices: nunca
seremos personas caritativas.
»Como decías, yo amo las “pasiones ajenas” y tú las
“ambiciones ajenas”. Sueles decir que yo no puedo vivir en el
presente, sólo en el pasado, y los demás de cara al futuro.
Escucho hablar sobre los encuentros pasionales de los demás,
filtro esa experiencia a través de mis oídos como si yo la
hubiera experimentado en carne propia, y todos esos futuros
inciertos quedan transferidos así al almacén seguro de mi
propio pasado, como tú dices.
»Pero eso es peligroso. ¡Muy peligroso! Ya sea por la
pasión o por las esperanzas, resulta peligroso interesarse
demasiado por los demás. Nosotros, sin pensar, hasta un punto
que no nos imaginamos, vamos arrastrando algo, y al final, en
lugar de las esperanzas de los otros, no tenemos más
alternativa que cargar con el destino de los demás. Más vale
aguantar con el poder de la imaginación y la fantasía, ¿verdad?
Lo que venga después pertenecerá al dominio del destino. El
porvenir está dominado por la fatalidad del destino…
Permíteme que con todo cariño te ponga en guardia solamente
sobre este punto.
»Dejando a un lado a los extraños, estoy teniendo también
problemas con mi hija Masako. Creo que ella está tramando un
plan para que su padre vuelva a casa. Tal vez son
imaginaciones mías, pero cuando salgo de compras, tengo la
impresión de que alguien me vigila, probablemente un
detective privado.»
Respuesta de Seiichiro:
«¡Quién lo habría dicho! ¿Es que te has vuelto miedosa de
repente? ¡Y luego te da por hablar de la “fatalidad del
destino”! Eso son invenciones del todo inexistentes, ¿acaso no
era desde el principio el punto en común más fuerte entre
nosotros el no creer en esas cosas? Si existiese algo semejante
al destino o la fatalidad, ya hace mucho que tú y yo nos
habríamos acostado.
»Aunque sea un artículo de prensa poco afortunado, he
podido hacerme una idea: la muerte de Osamu no tiene nada
que ver con una predestinación fatal. Aquel joven falto de
voluntad que era Osamu albergaba, sin embargo, ese único
deseo, al que aspiraba decididamente. Él tomó una decisión y
la siguió, y dibujando una línea recta como quien salta desde
un trampolín para lanzarse a una piscina, él se precipitó en el
seno de la muerte. Abstengámonos de discusiones que no
conducen a nada sobre si fue una resolución inconsciente y si
se puede decir que estuviese predestinado a ello. A posteriori,
incluso nosotros tenemos que admitir que él no aspiraba a
nada más, una línea recta en su horizonte a la muerte. La
muerte tiene diferentes máscaras, y con una de ellas se plantó
ante él. Osamu fue quitando esas máscaras sucesivas hasta
colocar una definitiva sobre su cabeza. En aquella última
máscara que quitó a la muerte vislumbró su horripilante faz tal
como es, pero es dudoso hasta qué punto para él resultaba
horrorosa. Hasta aquel momento había deseado tanto la muerte
que debió de tomar aquella máscara entre sus manos con
verdadera pasión. Con la máscara puesta, se abandonaría a su
propia belleza. Tú deberías saberlo bien: la voluntad del
hombre que aspira a la belleza, a diferencia de la voluntad
femenina, conlleva, sin falta, “anhelo por la muerte”. Este
ideal atrae a los jóvenes, pero la mayoría lo guarda en su
interior sin atreverse a revelarlo. Sólo desvelarían esa verdad
durante la guerra.
»Siento no poder asesorarte mejor sobre la gestión de tu
patrimonio en estos momentos. Pero, por favor, mantenme
informado por carta cada vez que pienses embarcarte en algún
nuevo proyecto. Lo de celebrar fiestas en tu casa me parece un
negocio vulgar muy poco acorde con alguien como tú. Ahora
estoy muy ocupado, seguiré escribiéndote con más detalle más
adelante».
Desde el verano la familia de Natsuo estaba preocupada por él;
además, les inquietaba no saber cómo tratarlo. Natsuo había
dejado de pintar, últimamente tenía insomnio y apenas comía.
La familia acomodada lo atribuía a una «crisis artística»
aunque no sabía muy bien en qué consistía semejante crisis.
Era sorprendente la creencia común de la burguesía, que
siempre relacionaba al artista con el sufrimiento. Puediera ser
que tal pensamiento se debiese a una mezcla confusa de
antiguas creencias sobre el dolor o mitos asociados al arte. Un
hombre burgués, al perder a un hijo o a su esposa, aunque
sufriera, tendía a no considerar esas experiencias vitales como
sufrimiento. Prefería dejar en manos de otros el verdadero
sufrimiento, no quería guardar para sí perpetuamente hechos
tan ingratos. Que fuera, en tal caso, un banco del sufrimiento,
o un director general del sufrimiento o algún especialista del
ramo quien lo hiciera. Antiguamente eran los santos los que se
encargaban de asumir los hechos terribles de la vida, y en
cierto momento esa función pareció recaer en los artistas.
Desde antiguo los artistas se distinguían por su notable
capacidad para sufrir inútilmente por menudencias sin
importancia; por eso ejercían con sus obras una función
pacificadora en el fondo de las almas de la gente. La falta de
valor social del sufrimiento, la idea abstracta de tal
sufrimiento, aliviaba el horror al sufrimiento que la gente
sentía en la vida. Los artistas tomaban uno de esos destinos
dolorosos y lo ponían en escena, y era como observar la rara
enfermedad, jamás contagiosa, de una persona; así evitaban
los burgueses experimentar lo que más temían de dicho
sufrimiento, es decir, aquella mala suerte revestida de
universalidad.
Los burgueses adoraban el sufrimiento de los artistas que se
salía de las reglas convencionales, el que no tenía ninguna
relación con la vida de la gente corriente. Reemplazaron
«sufrimiento» por «genialidad», lo que nos incitó a desviar la
mirada de los principios generales de la existencia. El arte de
esa manera nos reconfortaba frecuentemente con sus obras,
que eran como un premio al valor o esfuerzo de la sociedad.
Este mecanismo del arte era entonces capaz de consolar; y
procurar serenidad mediante sus obras.
Cuando dio comienzo la extraña tristeza de Natsuo, toda la
familia pensó lo mismo: «Esto ya se veía venir». De hecho, al
fin, la crisis llegó. Una crisis temida y, a la vez, esperada
secretamente, en cierto modo era como recibir una atribución
de poder, sobre todo para su madre, que ahora tenía la ocasión
de mostrarse orgullosa del sufrimiento de su propio hijo ante
la sociedad. Ella anhelaba inconscientemente la exigencia de
«piedad» que conllevaba dicha crisis.
«La gente enseguida mima a las personas con talento, pero
yo no creo que la genialidad tenga nada amable, como suele
pensarse. Entiendo de sobra a Natsuo, él ahora choca contra un
muro. En estos momentos debemos estar unidos en casa para
protegerlo de este viento cambiante de la sociedad y animarlo
para que pueda superar con sus propias fuerzas el muro ante el
que se encuentra. Todos debemos cuidarlo, y evitar decir la
menor estupidez que malogre su talento. Lo más importante
para mi hijo es que sienta que estamos con él más que nunca
apoyándolo a su lado.»
La madre advertía así a sus hermanos y hermanas cuando
regresaban a pasar unos días a casa, pero era un
comportamiento parecido al que se tendría con un hijo
enfermo, y por eso le dolía más, como una flecha en pleno
centro de la diana. Blanco. Sin embargo, si realmente el
sufrimiento de Natsuo lo era por razón del arte, esta farsa
burguesa de protección familiar era la más desacertada que
cupiera imaginar.
El simbólico objeto de dicho afán protector se encontraba
siempre colocado en una esquina de su estudio de pintor. Se
trataba de un aparato de refrigeración importado. Durante el
verano, le había sido de mucha ayuda para poder mantener
cerradas las ventanas y preservar la intimidad del estudio. Y
ahí estaba Natsuo, solo, sentado en la habitación esperando la
llegada de un poder sobrenatural que lo redimiese.
Durante aquel estado meditativo le vino a la memoria el día
siguiente a su regreso del lago de Kawaguchi. Todo lo
sucedido anteriormente había desaparecido de su memoria,
sólo ese recuerdo permanecía nítido en su mente.
Fue una tarde deslumbrante de verano. Como persona
educada, había elegido una hora adecuada de la tarde para la
cita, y llevaba unos dulces de obsequio. Vestía una sencilla
camisa blanca, y adrede, no había utilizado el coche, sino que
había seguido las indicaciones del plano hecho por Nakahashi
Fusae. No conocía bien la zona de Wakabayashi, en el barrio
de Setagaya. El camino estaba enrevesado de curvas y
solitario. Mientras andaba junto a una desvencijada cerca y un
muro de cemento negro y sucio, iba imaginando la apariencia
de Nakahashi Fusae, a la que todavía no había visto nunca.
El rostro de Kyoko siempre acababa por sobreponerse al de
todas las mujeres que evocaba. Hasta ahora nunca había tenido
confianza con ninguna otra mujer más que con Kyoko, y su
rostro no le desagradaba en absoluto.
Un rostro frío de belleza oriental china, de labios finos y
sugerentes al mismo tiempo. No había la más leve ambigüedad
en sus facciones, y en el interior de esa claridad parecía ocultar
cierto misticismo. De carácter alegre, reía frecuentemente,
mantenía siempre una pose digna sin caer nunca en el ridículo;
un rostro que, tal vez, había olvidado reír o llorar desde el
fondo del alma… Tal vez todo cuanto imaginaba Natsuo de
Fusae no era más que su retrato ideal.
Mientras seguía caminando bajo el cielo de verano, recordó
las sugerentes cartas de Fusae, y la cita fallida de la Residencia
Imperial de Shiba. Fusae, aquella mujer, siempre estuvo a su
espalda, pero al parecer él no se daba cuenta. Desde que el día
antes, durante el viaje, viese la oscuridad bañando la espesura
de los bosques a pleno día, era como si hubiese perdido su
capacidad de observación y en su lugar ahora le parecía
recobrar una capacidad para percibir cosas que antes se le
escapaban.
De repente desde un ángulo de un pequeño camino, se oyó
una estridente campana. Junto a una vieja cerca tras la que se
divisaba una arboleda, en lo alto apareció una bandera roja. En
el cielo azul de verano cúmulos de nubes ocultaban el sol, y en
derredor, nadie a la vista.
En un instante, Natsuo podía comprender lo que captaba en
ese momento. Antes sólo se hubiera percatado de las bellas
formas ante su vista; ahora, en cambio, el vívido rojo de la
bandera, el verde de la arboleda y el azul del cielo y las nubes
blancas conformaban un cuadro de armonía desagradable; su
pincel y su corazón de pintor negaban el cuadro, ya que tenía
la impresión de hallarse ante un cuadro terminado.
«¿Qué es todo esto?», se preguntaba perplejo.
Ciertamente, no tenía nada que ver con el color. Para él lo
bello siempre se expresaba en las tonalidades del color, era
como si su mundo ya no tuviese significado, y, como
resultado, ya ninguna banalidad podría amenazar su
sensibilidad. Sin embargo, el rojo, el verde, el azul y el blanco
que ahora veía no eran colores propiamente. No eran como los
colores que él antes contemplaba. En esa confusión, cada uno
de ellos adquiría un sentido preciso y el cuadro que brotaba
ante sí se dotaba de un simbolismo con un llamativo carácter
alegórico.
No dejaba de decirse: «¿Qué es todo esto?».
Le acosó de repente un horror misterioso. El rojo evocaba
rabia; el verde, el rumor de las enormes espesuras de bosque
expandiéndose en el pasado; el azul, una promesa pura y
misteriosa, y el blanco, un fondo de color que captaba los
rayos de la luz sobre una escalera de piedra en la biblioteca.
Aquello podía indicar que había comprendido algo o bien
era un indicio de que había dado un paso más en esa dirección.
Pensó con total concentración en dicho significado. El sonido
estridente de la campana pasó de largo a su lado.
La rabia, la vida pasada, el bosque, la promesa y la escalera
de piedra de la biblioteca eran elementos desordenados y sin
ninguna conexión entre sí; él, con su mente de pintor, estaba
acostumbrado a la falta de significado, pero al pensar que la
realidad exterior recuperase su significado de golpe, dudaba de
que se mezclase con la apariencia de un lirismo simbólico
como aquél. Él nunca había tenido una sensibilidad especial
por lo literario. Cabía la posibilidad de que tuviera que ver con
sus recuerdos infantiles de un mundo inhabitado carente de
significado y desbordado de colores.
En todo caso, había desaparecido el amplio vacío nihilista
que le envolvía cuando se disponía a pintar un cuadro; le
parecía que todos los sentidos del mundo se ponían de relieve,
y todas las cosas adquirían plenitud por el sentido. Sin
embargo, cosa horrible, el orden tan sobrio y simple de la
totalidad del mundo sin sentido desaparecía, y el mundo en el
que por un momento había surgido el sentido se sumía en un
caos incontrolable.
«Tal vez he empezado a ver la realidad misma», pensaba
Natsuo persiguiendo aquel persistente simbolismo ante sus
ojos. Por más que eso fuese la realidad, era una realidad en la
que no había reparto de periódicos, trenes parados y asambleas
parlamentarias que no se celebraban. Un simple pulular de
extraños y horribles significados como insectos desplegaban
sus alas en el atardecer del verano.
De nuevo, bajo los fuertes rayos de luz de la tarde, volvió a
escuchar una confusa mezcla de sonidos, vocerío de niños, el
golpe de una piedra lanzada de una patada contra un muro.
Cuando estaba a punto de doblar una esquina, se volvió hacia
atrás. De repente advirtió un puesto de helados callejero y en
torno a él un grupo de niños comprando animadamente. En el
puesto de helados ondeaba una banderilla roja. En caracteres
blancos ponía «Helados». La bandera roja que antes había
visto era ésta…
Dobló la esquina. Un portón sencillo de madera con sus
batientes cerrados, sobre el portón, una tablilla de madera en la
que se leía en caracteres claros el nombre de Nakahasi Fusae.
«Entonces, abrí la puerta. A muy poca distancia estaba la
puerta de cristal de la entrada. He buscado luego el llamador
de campanilla.»
Natsuo conservaba grabado en la memoria cada instante de
lo sucedido.
«Antes de mi viaje al lago de Kawaguchi, nunca temí el
absurdo de la vida. Era un presupuesto obvio. Pero de repente
desde aquel día tengo miedo, es el origen del terror que me
invade ahora. He llegado a desear que el mundo estuviese
pletórico de sentido como un cesto rebosante de pequeños
guijarros… Entonces, conocí a esa persona.
»Primero apareció una anciana, vestía un vestido veraniego
de estar por casa, le comuniqué el motivo de mi visita.
Después le pregunté si se encontraba en casa Nakahashi Fusae.
Esbozando una media sonrisa, la anciana me confirmó que
estaba en casa y me esperaba con impaciencia. Después me
acompañó hasta una habitación de sobrio estilo occidental
junto a la entrada. Un aroma de incienso emanaba en la
habitación vacía…»
Natsuo, mientras se secaba el sudor, miró alrededor; en una
esquina de la habitación, un altarcillo doméstico en cuyo
interior se reproducía un pequeño santuario de madera que no
destacaba por su originalidad. En la pared opuesta de la
habitación había un óleo con un paisaje de mar. Natsuo frunció
el entrecejo ante la vulgaridad del cuadro. Bajo el marco, una
barata mesita para tomar el té, y al lado, un quemador de
bronce que emitía un hilillo de incienso; a pesar del incienso
encendido, las ventanas estaban abiertas de par en par.
La habitación daba a un jardín desangelado, peonías de
varios colores y bambúes resecos por el sol de color de tierra.
Giró suavemente el pomo de la puerta. Apareció un hombre
delgado de unos cuarenta años. Vestía yukata blanco con
estampado negro. Saludó educadamente a Natsuo y le dio una
tarjeta de visita que llevaba guardada en la manga. En la
tarjeta se leía «Nakahashi Fusae». Al leer la tarjeta, Natsuo,
estupefacto, no dejaba de mirar a su anfitrión:
—¿Usted es Fusae?
—Así es. A menudo confunden mi nombre con el de una
mujer. Sin embargo, también es un nombre masculino.
Las facciones de su cara eran muy corrientes; los labios, un
poco hinchados. El contorno de sus ojos, como los de las
estatuas budistas, inmóviles bajo los pesados y melancólicos
párpados. Aunque había esbozado una ligera sonrisa al
saludarle, sus ojos permanecían inmutables, como la bola de
un nivelador de aire; parecían inmersos en otro lugar.
Fusae se sentó en una silla y siguió hablando de un tirón sin
dejar espacio a que lo interrumpiesen.
—Debo disculparme cuanto antes por el malentendido
ocasionado con mi nombre y haberle hecho pensar que yo era
una mujer, y también por haberle escrito cartas como lo habría
hecho una mujer, pero pensé que, dada su juventud, usted no
habría venido a no ser que se tratase de una mujer. No tengo
segundas intenciones, así que espero que me crea… ¿Cuándo
debí enviarle la primera carta? Ahora me acuerdo, fue después
de ver su cuadro Ocaso en la exposición de otoño. Sabe,
realmente me gustó mucho aquel cuadro. Mire, yo no soy un
entendido en estos temas. Simplemente me regalaron una
entrada para la exposición y de repente me vi delante de su
cuadro; tuve la impresión de quedarme clavado en ese lugar,
de pie ante el lienzo. No sé cómo explicarlo, pero el cuadro me
cautivó singularmente. Tuve la impresión de que no había sido
pintado simplemente por un ser humano. Su cuadro, en
comparación con los demás allí expuestos, carecía de
atmósfera u olor humanos. Tomé nota de su nombre y después
volví a casa y estuve reflexionando largamente. De repente,
visualicé ante mí su rostro pese a no haberle visto nunca.
»¿Tiene calor? Por favor, utilice este abanico.
Natsuo dudaba si utilizarlo o no cuando se abrió la puerta y
apareció la anciana portando dos vasos de zumo de fresa con
un desagradable color rojizo; asomó las manos y sin entrar en
la habitación dejó la bebida sobre la mesita del té. Por lo visto,
la señora debía de tener prohibida la entrada a esta habitación.
Ciertamente, poco antes, cuando ella lo guio hasta aquí, no
llegó a entrar en la habitación.
Nakahashi se levantó para tomar las bebidas y las dejó
sobre una mesa ante Natsuo. En el interior de los vasos los
cubitos de hielo apenas colisionaban entre sí, y el denso
líquido del zumo recién preparado se diluía como un reguero
de tinta roja.
—Adelante. Ah, ya veo que no se decide a probarlo. El
color como de sangre le parecerá siniestro.
Natsuo, sorprendido, fijó la vista. Realmente parecía como
si una brumosa capa de sangre se hubiese diluido en el agua
dentro del vaso.
—Usted ya ha visto la sangre —prosiguió Fusae—. Pienso
que tal vez haya visto la sangre que pronto derramará un
amigo suyo… Pero no se inquiete demasiado. Usted no tiene
nada que ver en ello.
Natsuo, para disminuir el ánimo tétrico y angustioso del
momento, trató de pensar que se trataría de la sangre del fuerte
Shunkichi e intentó persuadirse a sí mismo. No sería nada
extraño que un boxeador derramara un poco de sangre… Sin
embargo, no se decidió a probar el zumo.
Natsuo de repente sintió ganas de preguntarle. Le preguntó
a su anfitrión sobre el significado que podrían tener los colores
que había visto en su camino hacia aquí. Nakahashi enseguida
respondió. No tenían ningún significado, era como un sueño
en pleno mediodía, algo que todavía carece de sentido.
«Finalmente, algún día verás algo con un significado claro; yo,
en una ocasión, llegué a ver un dragón emergiendo del fondo
de un lago», le dijo Fusae.
«Para ser exactos, el lago donde tuve la visión en realidad
no era un lago. Fue hace cinco años, a principios de una
primavera que no olvidaría. De repente me entraron muchas
ganas de viajar; estaba paseando por el campo en la prefectura
de Ibaraki, en Shimotsuma en Makabe, cerca del estanque de
Taiho. Estaba de pie junto al pantano cuando de repente vibró
la superficie turbia del agua y del fondo de las aguas empezó a
vislumbrarse la cabeza de un dragón en postura amenazante.
»Tenía una larga cola, pero contrariamente a las leyendas
que atribuían su forma a la de una gran serpiente, era más
parecido a un gran toro de torpes y lentos movimientos. Era
pequeño, de metro y medio, pero hay otros ejemplares grandes
de entre tres y hasta treinta metros. Tan sólo la cabeza era
idéntica a la de las ilustraciones, de los cuernos le brotaba
musgo, ojos brillantes y verdosos, la parte superior de los
dientes cubierta de bigotes. En una palabra, un aspecto
imponente… Aunque hasta entonces, sólo había visto
ejemplares de los pequeños, algún día me gustaría tener la
satisfacción de ver uno bien grande», dijo en tono calmado
Fusae.
En ese momento, Natsuo se decidió a contarle lo sucedido
el día anterior en las grandes arboledas. Le contó
detalladamente que su campo de visión quedó oscurecido. Esta
vez Fusae fue quien le escuchó atentamente sin interrumpirle.
Mientras explicaba lo ocurrido, Natsuo revivía el horror
experimentado y sentía calor en todo el cuerpo. Ni siquiera la
mosca de tonos plateados que revoloteaba entre ellos
molestaba a Natsuo. La mosca se posaba en el borde del vaso
de zumo rojo y después, ahuyentada, reemprendía el vuelo con
su molesto zumbido. Finalmente, Fusae la aplastó contra el
reposabrazos de la silla con su abanico, el zumbido se silenció
de golpe y, sin prestar mucha atención, dejó el abanico con una
pequeña mota de un tono marrón rojizo sobre la mesa. El
jardín en pleno silencio sin apenas una brisa de aire.
—Era un dragón. No me cabe la menor duda —dijo Fusae
al escuchar el relato. Después prosiguió—. Es usted muy
afortunado, tuvo la suerte de ver al rey dragón la primera vez
que contemplaba uno de estos ejemplares. Tengo constancia de
rumores que hablan sobre un dragón que vive en Saiko; al
parecer, el propio sentido etimológico de Saiko alude a
«morada de los dragones».
»Los dragones emergen del lago para descansar en el
bosque. Ciertamente, eso es lo que presenció ayer.
»Con todo, es una lástima que usted aún no sea un médium.
Por esa razón no puede captar el significado del dragón ni de
la forma de sus espirales, pero pudo ver el bosque desaparecer
de su campo de visión. Sin embargo, comparado con las
personas corrientes que jamás verán algo así, usted ya ha visto
mucho. Me estoy haciendo una idea. Por eso tuve el
presentimiento de que un hecho grave se cernía sobre usted, tal
como le advertí por carta… Ciertamente, es usted una persona
en la que merecía la pena fijarse. Por favor, muéstreme la
palma de su mano.
Natsuo extendió las dos palmas de sus manos. Los nudillos
de la mano brillaban como una capa neblinosa de sudor. Los
delgados dedos de Fusae fueron recorriendo los dedos de
Natsuo a la luz de la ventana.
—Ciertamente, las personas con una predestinación
especial tienen unas líneas de la palma muy particulares —dijo
Fusae.
Aunque la ventana de la habitación estaba abierta, la voz de
Fusae retumbaba por la estancia como si estuvieran en una
cueva.
Aquella tarde Natsuo, invitado a cenar por Fusae, se quedó
escuchando su conversación hasta pasadas las nueve. Desde
aquel día el esoterismo captó vivamente su interés. Aquel
mundo desconocido se manifestaba inabarcable ante él
dominando toda la realidad. Comenzó a leer a Hirata Atsutane
y le interesó una obra suya en la que narraba la historia de
Torakichi, un niño que se hizo ayudante de un sabio eremita.
De pequeño, cuando jugaba a las orillas del santuario Gojo
ante el monte Eizan, vio a un curandero vendedor de
medicinas; éste, cuando al atardecer ya se disponía a cerrar su
tienda, empezó a disolver en un frasco de unos diez
centímetros de diámetro diversas sustancias que le habían
sobrado, además de un pequeño cesto y esterilla. Finalmente él
mismo se metió en el frasco y echó a volar. Al día siguiente
Torakichi fue invitado por el viejo a entrar en el frasco y en el
acto salió, volando hacia la cumbre de Sandaijo, la montaña de
los inmortales en la provincia de Hitachi. Este libro de Hirata
revelaba los secretos de la montaña de los eremitas a través de
las respuestas que Torakichi, capaz de trasladarse entre este
mundo y el de Sandaijo, había dado al autor.
Natsuo leía de un tirón cuantos libros le prestaba Fusae.
Relatos muy esotéricos, como las leyendas del maestro
Kawazura Bonji o las crónicas de los eremitas japoneses de
Miyachi Izuo. Este último mencionaba a Kono Shido, un
eremita del siglo XIX. Kono, tras concluir el viaje de su
práctica ascética bañándose en una cascada, en agosto de
1875, gracias a la guía de un ciervo, encontró en la cumbre del
monte Katsuragi, en la provincia de Yamato, a un eremita que
lo condujo hasta una montaña sagrada en los profundos y altos
valles de Yoshino, donde le reveló misterios ocultos al común
de los mortales. A su regreso a Osaka, Kono no descuidó su
ejercitación espiritual, pero murió en el verano de 1887. Según
los sabios eremitas, existían tres formas de morir: la primera
consistía en volar elevándose a las alturas; en el sentido literal
de la palabra, equivalía a la ascensión, a elevarse,
abandonándose, al cielo. En segundo lugar, morir retirándose a
montañas míticas. Finalmente, en tercer lugar, se moría al
lograr la inmortalidad del alma; el cuerpo permanecía intacto,
era una muerte como la del común de los mortales, coronada
por la inmortalidad. El destino final de Kono parecía
pertenecer a esta categoría. Atestiguaba lo dicho una persona
que en mayo de 1901 visitó Miyachi. En la provincia de Bizen,
sobre el monte Kuma, en la localidad de Wake, decían que se
hallaba el lago de los sabios inmortales, pero el hombre que
habló con Miyachi había salido de la cumbre con un médium
ciego y decía haber escuchado en la espesura de altos cedros
una música que brotaba de un mundo de magia mística. La
música era, extrañamente, pésima. Ante el ciego médium y el
eremita la divinidad de la montaña respondió así:
«Esta música desmañada es la de un eremita que partió del
mundo recientemente y todavía no domina el arte. Su nombre
es Kono Shido y llegó hace catorce o quince años a nuestro
mundo espectral».
A su vez, la leyenda del maestro Karuzawa constituía la
relación del encuentro en 1925 entre Kawazura y el famoso
profeta australiano Frank Hyette. El maestro decía haber
nacido en una estrella roja perteneciente a la Pléyade, mientras
que el australiano había nacido en una estrella verde; de tanto
en tanto se habían encontrado siendo adolescentes, y ahora por
primera vez se veían sobre la tierra y su compromiso con las
estrellas seguía manando ahora en su pecho. Hyette lloró con
esas palabras.
Natsuo, que nunca fue muy proclive a interesarse por
divagaciones filosóficas teóricas, leía en cambio estos libros
más bien sin dificultad. Ni siquiera dudaba de lo allí escrito.
Ya que «esos hechos» podían existir, aunque no hubiera
pruebas definitivas de ello, y tales «hechos» o
«acontecimientos» ocurrían a menudo, se podía decir que
cualquier acontecimiento, por incomprensible que pareciera,
era posible. Lo más misterioso de esos fenómenos espirituales,
y del espiritismo en sí, era que, aunque nunca tuvieron la
fuerza decisiva para demostrarse a sí mismos, hasta el punto
de lograr dar la vuelta al sentido común de la realidad de la
sociedad, Natsuo no dudaba en absoluto de la presencia
misteriosa que había contemplado en las faldas del monte Fuji,
pero al mismo tiempo renunciaba a ejercer la misma fuerza
persuasiva ante los demás. La idea de una existencia sin
capacidad para convencer le impresionaba por su honesta
llanura, como una amistad que surgiese en cautividad.
Sin embargo, en el fondo de sí, de un modo natural,
Natsuo, de tanto en tanto, no dejaba de pensar en los peligros
que conllevaba para él recorrer los caminos del esoterismo.
Aunque la experiencia artística al principio tenía muchos
puntos de incomprensión, poseía la capacidad de convencer
antes o después a muchas personas, capacidad de la que
carecía por completo el esoterismo. No obstante, si el artista
renunciaba por un momento a expresar su arte, ahí brotaba
como en el esoterismo una oscuridad eterna sin resolución. No
se diferenciaba del ámbito metafísico y permanecía siempre en
el vacío del misticismo. En ese sentido, ¿la esencia del arte no
era como la de la representación? ¿No se hallaría la verdadera
existencia en el esoterismo?
Al cabo de unos días Natsuo, aprovechando que iba a casa
de Fusae para devolverle los libros, pudo expresarle sus
opiniones y a su vez escucharle de nuevo. Cuando estaba con
él, Natsuo notaba que se mitigaba la sensación de alienación y
volvía a recobrar su carácter sincero y cordial tan apreciado
por todos. Se daba cuenta de lo atento que Fusae se mostraba
con él. Prueba de ello era que le había enseñado un truco de
magia oculta. Natsuo se despidió de Fusae para salir en coche
a las orillas del río Tamagawa, donde pensaba recoger la
piedra necesaria para realizar el truco.
Se acordó de cuando vino a esta ribera con Shunkichi y su
madre el año pasado, también en verano.
No había casi nadie en la ribera bajo el cálido sol aún
distante del atardecer. Las piedras a sus pies despedían calor, y
los rayos declinantes del sol trazaban distintos reflejos sobre
ellas, pero como no cambiaba la intensidad de los reflejos,
todo parecía plano pese a estar a la sombra, la ribera recordaba
a una lámina pintada de blanco y negro de manera irregular
despidiendo reflejos iridiscentes.
La atención de Natsuo no se dirigía ni al río ni a los
cañaverales, todo su mundo se reducía a los guijarros
amontonados sobre el suelo. Bajando la mirada, tocó uno de
los guijarros. El calor de la piedra era abrasador al tacto. En
ese momento, tras la sombra de una piedra grande en la
distancia, una pequeña lagartija, por su apariencia nacida
recientemente, se distinguía fugazmente sobre la grieta de una
piedra negra para desaparecer al instante.
«¿Qué significará?»
Sin embargo, esta vez no se dedicó a buscar el significado y
no le dio más vueltas. Sentía pesados los rayos del sol
poniente sobre la frente, y la brisa del río había cesado por
completo. Lo único que quería encontrar era la piedra
adecuada.
«Debe encontrar la piedra del alma —le había dicho Fusae
—. Tiene que tener un diámetro de un centímetro y medio
aproximadamente, una piedra natural, y lo ideal es que sea
redonda, pero si resulta difícil encontrarla, basta con que tenga
esa forma aproximada. Es importante que sea una piedra
antigua, pesada y dura. Originalmente se utilizaban piedras
prodigiosas del mundo divino, pero como piedra para tu
ejercitación espiritual, bastará que sea un guijarro tomado de
un claro arroyo de montaña o del recinto de un santuario. En la
ciudad le resultará difícil, pero creo que en lugares como el río
de Tama podrá encontrar una piedra apropiada para usted.»
Fusae había enseñado a Natsuo el «método de la piedra del
alma», usando la palabra escrita por Ban Nobutomo en Ensayo
sobre el despertar y la activación del alma: «El alma despierta
debe ser venerada en el cuerpo interior, pero si cualquier
divinidad, en un momento dado, estimulara el alma para que
se separase del cuerpo, la capacidad espiritual del cuerpo y tu
mente serían proclives a debilitarse; en tal caso, evita
distracciones, y contén tu alma en el cuerpo con serenidad
venerándola sin descanso, el “control del alma” es la práctica
para afrontar esa situación».
Después de estar buscando durante una hora, Nastuo al fin
encontró una piedra: aunque algo irregular, era redonda y de
una tonalidad blanca casi transparente. En cuanto al diámetro,
rebasaba un poco el centímetro y medio. La lavó en el río y la
envolvió en un pañuelo limpio. Después, regresó al coche.
Estaba sudando abundantemente y sediento. Recorrió la
carretera junto al río hasta llegar a una pradera junto a este,
poblada de sombrillas; era un lugar de descanso y refrigerio
para la gente que venía a bañarse al río. Decidió parar allí.
Pidió una soda y bajó por la pendiente del prado para
resguardarse a la sombra de alguna sombrilla. El sol del
atardecer ya bajo dispersaba la sombra bajo las sombrillas.
Grupos de jóvenes en trajes de baño tomaban bebidas frías a la
sombra de las sombrillas. Sin embargo, aquí tampoco llegaba
ni un soplo de la brisa del río.
Mientras esperaba la soda, tocó el bolsillo de la camisa a la
altura del pecho donde guardaba la piedra envuelta en un
pañuelo. Sentía vivamente el peso de la piedra sobre su pecho.
Imaginó que era un ser especial que andaba portando así su
corazón como hacía con la piedra.
En la sombrilla contigua había una pareja joven charlando;
a juzgar por su vestimenta, debían de haber venido en
bicicleta. Tanto ella como él llevaban pantalón corto, camisas
y mallas americanas chillonas con mangas remangadas.
Hablaban sobre música de moda, cine y de que justo en una
semana todo el mundo se iría de vacaciones de verano… Eran
jóvenes que disfrutaban refrescándose los pies en el cauce
poco profundo del río, disfrutando satisfechos del simple
placer de refrescarse los pies. A la vez, era casi insolente y
arrogante la manera en que se profesaban tanta atracción
sensual recíproca.
Natsuo se dio cuenta de que de nuevo podía ver todas esas
cosas con cierta simpatía y naturalidad. La cordialidad y la
generosidad eran dos cualidades que no armonizaban
demasiado en la juventud, y ahora, en el corazón de Natsuo,
recobraban la armonía. Se percibía a sí mismo como alguien
transparente, y en los momentos agradables, cuando amaba a
todo el mundo, desde su alta atalaya pensaba sin pretensiones:
«soy un ángel».
Sin embargo, cayó en la cuenta de repente, no se debía a
ninguna cura que él recobrara su estado habitual, sino al
mérito misterioso de aquella pequeña piedra envuelta en un
pañuelo sobre el pecho, la piedra le había devuelto a la
normalidad.
Llevando oculta en su pecho aquella perla, era como si
anduviera portando su propio corazón, recobrando la armonía
con el mundo, ya liberado del miedo y alienación que
experimentó en su último viaje. No obstante, él nunca volvería
a ser como antes. El esoterismo se había convertido en su
medicina para mantener la salud en la vida diaria.
En la sombrilla de al lado se escucharon unas carcajadas
espumeantes. Las sombras del oscurecer se acrecentaban. No
acababa de llegar la soda. Se escuchaba en la cercanía el
traqueteo de los trenes de la periferia atravesando un gran
puente de hierro bajo las nubes. La alegría de disfrutar de
aquel cuadro prosaico de verano al caer el sol le liberó de la
obligación de pintar. «Allí, refrescantes nubes de ocaso, y
aquí, un amuleto mágico en mi pecho. ¿Por qué iba a necesitar
de puentes?»
Tras regresar a casa, Natsuo lavó abundantemente la «piedra
del alma» en el lavabo de su taller. Quitó las impurezas con sal
y después la colocó en un altarcillo budista de madera blanca
que compró en el camino de vuelta.
Llamaron a la puerta para avisarle de que la cena ya estaba
preparada. Natsuo, sin abrir la puerta, pidió que la dejaran en
su estudio. Cuanto entró la chica a la habitación, Natsuo
escondió el altarcillo sambo debajo del escritorio.
En cuanto se quedada solo de nuevo, contemplaba la piedra
de prístina blancura a la luz de una lámpara de doscientos
vatios. Aquel objeto no se parecía nada a los materiales de
pintura con los que estaba tan familiarizado, el sugerente color
de la madera blanca y el veteado del sambo budista parecían
de otro mundo.
Natsuo se sentaba sobre los talones ante el altarcillo, tal
como le enseñó Fusae. Era como la postura de seiza común,
pero con los pies uno sobre el otro ejerciendo una ligera
presión sobre el dedo gordo del pie derecho. Había que
mantener el cuerpo relajado, según le adoctrinó Fusae; la clave
era sentarse de manera natural sin preocuparse por el físico. A
continuación, elevaba las manos a la altura del pecho. Aquí
también había un procedimiento conciso: dedos corazón,
anular y meñique recogidos en la palma de la mano izquierda,
y el índice, extendido y un poco elevado. El pulgar izquierdo
sobre la uña del pulgar derecho. Según Fusae, aunque ésta era
una posición de manos muy empleada, también usada en caso
de posesiones, era un símbolo parecido al de la divinidad del
cielo y del mar del budismo esotérico.
Después, en esta posición, había que concentrarse en la
piedra del alma durante veinte minutos, repitiendo la práctica
varias veces al día.
A fin de comprobar si la práctica había surtido algo de
efecto, se podía pesar la piedra después de la ejercitación. Una
piedra de unos siete gramos y medio aumentaba entre tres o
cuatro gramos o disminuía un par de gramos. Si se lograban
resultados así, podía uno darse por satisfecho, dijo Fusae.
Natsuo, sentado en postura seiza, sobre las piernas
plegadas, y con las manos unidas contemplaba la piedra del
alma en concentración meditativa.
Apenas si se oía el débil sonido del aire acondicionado.
Una sucesión de recuerdos fluía por su mente. Una tarde de
primavera, aburrido en clase de secundaria, mientras miraba
por la ventana, captó el resplandor de una hoja de camelia
mecida por el viento, la luz parecía haberse concentrado en ese
punto para alumbrar un sortilegio mágico. Cuando era niño, le
parecía oír el sonido de alas batiendo en el techo de su
habitación y no podía conciliar el sueño. Una noche estaba tan
aterrorizado que gritó, y entonces oyó como si revoloteasen
centenares de pájaros echando a volar. Desde entonces, no
volvió a oír más el revoloteo de alas. También durante su
adolescencia soñaba recurrentemente con una niña vestida de
blanco, cuya falda se abría al viento al precipitarse del
columpio. Durante un tiempo se interesó mucho por el estudio
de las constelaciones, hasta ahora le había aburrido la visión
convencional, pero ahora se dedicaba a unir sus líneas a su
gusto creando constelaciones tales como la constelación del
coche, del boxeador, de la pipa, de la rosa, hasta la
constelación del tren suburbano y el esquí había creado. Era el
joven revolucionario del cielo cósmico…
Recuerdos fraccionados fluían y se desvanecían. Ante sus
ojos, la «piedra del alma» en la penumbra iba empezando a
revelar su aspecto único. Este momento era parecido y a la vez
completamente diferente al estado de concentración en el que
se sumía al pintar un cuadro. Desde el mismo principio, la
piedra no guardaba ningún vínculo con la naturaleza, era
simplemente un objeto totalmente aislado, un objeto colocado
sin más finalidad que su ser, una piedra casi esférica y pulida,
colocada ahí desde su origen fuera del mundo. La actividad del
pintor que invitaba a la nada extrayendo al objeto mismo de su
naturaleza habría sido inútil y larga en este caso. Esta pequeña
piedra esférica de un centímetro y medio de diámetro no podía
llegar a ser el tema de un cuadro, y no guardaba ninguna
relación con la vida, la belleza o las pasiones del mundo, era
una cosa que rehusaba ser objeto de representación.
Y con todo, esa prerrogativa constituía el umbral de una
puerta que comunicaba con el otro mundo. Se hallaba en el
límite del más allá y la realidad mundana, y precisamente por
haber sido expulsada de la naturaleza terrestre, tenía que haber
contenido en sí todas las sombras del otro mundo.
Mientras contemplaba la piedra, la visión se quedaba
desenfocada. Como si de una pequeña llama blanca saliese
humo. Cuando inspiraba hondo, daba la impresión de que la
piedra aumentase de tamaño. En esos momentos la piedra
parecía viva.
Natsuo no estaba acostumbrado a fijar la mirada, así sin
ninguna pretensión, sobre la realidad aparente, y se sorprendió
de que al contemplar así, el objeto pareciese cobrar vida.
Aquella pequeña piedra recogida en el banco del río
multiplicaba sus apariencias por dos, por tres y por cinco, a
veces parecía aumentar de tamaño y otras empequeñecerse,
giraba vertiginosamente, era como si quisiera embaucar la
mirada de Natsuo, pero de repente, en un instante
extraordinario, se esfumaba, y su estado de quietismo se
identificaba con el de la piedra y ésta aparecía nítidamente
tallada. En esos momentos, parecía como si una preciada joya
hubiera sido arrancada de las tinieblas por una mano que ahora
la colocaba ante sus ojos.
«Desde entonces han pasado cerca de dos meses. Ya es otoño
—pensaba Natsuo comenzando a recordar—. Por más días que
pasara concentrado en la contemplación, no lograba la
experiencia anhelada. Fui a hablar con Nakahashi, que me
recomendó ayuno y reducir las horas de sueño. Como bastaba
con reducir cierta cantidad de comida y sueño solamente, no se
trataba de un ayuno total y penoso, de manera que seguí sus
indicaciones. Enseguida empecé a perder peso, me parecía
como si sólo mis ojos creciesen de un modo extraño; continué
durmiendo poco a diario, y cuando tuve la impresión de que
las paredes de repente se derrumbaban y la habitación quedaba
en penumbra, el mundo resplandeció súbitamente como si
estuviera en la otra vida. Sin embargo, tenía la impresión de
seguir sin lograr el efecto anhelado y me torturaba a mí
mismo.
»Un día hacia finales de verano mi madre, muy atenta
conmigo por entonces, me trajo un recorte de periódico y sin
decir nada se marchó. Era el recorte de la noticia que
mencionaba la muerte de Osamu. Aparecía la foto de un joven
muy atractivo junto a la fea usurera. Enseguida me acordé de
las enigmáticas palabras de Nakahashi durante nuestro primer
encuentro: “Creo que lo que has visto es la sangre que va a
derramar un amigo tuyo dentro de poco”.
»Sentí una extraña alegría que mitigó la tristeza. Me
sorprendió que mi corazón estuviese alejado de emociones de
alegría y rabia de este mundo, ajeno a la melancolía por la
pérdida de un amigo; experimentaba, en cambio, un lúcido y
claro éxtasis que no podía menos que definir como felicidad.
El alivio por la previsión acertada se asemejaba a la
satisfacción de ganar una apuesta. Era como si el mundo al
que pertenecía Osamu se disolviese del brillo de su propia vida
individual liberándose, quedando legado a una cadena de
anillos como el mundo en el que habitaba yo en ese momento.
»Sin embargo, pasado cierto tiempo, no sabía cómo
interpretar la frialdad de mi corazón, ajeno a la tristeza que no
acababa de llegar. Había entre mis recuerdos de Osamu varias
situaciones que conmovían al rememorar, por ejemplo cuando
después de discutir ambos en la cafetería de su madre, me
acompañó hasta la estación de Shinjuku; con aquel jersey que
llevaba tenía un porte bello, mezcla de juventud y animalidad
gigantesca. Aquella imagen de ese joven insoportablemente
vanidoso era la que prefería de él. Esa tarde, mientras sus
músculos destacaban de su jersey, recuerdo sus palabras:
“Cómo decirlo con palabras, me gustaría lanzarme por una
pendiente a la humanidad. Si lo lograse, no importaría ya dejar
de actuar”.
»Entre las palabras que escuché a Osamu en vida, éstas
fueron las que dejaron una impresión más fuerte en mi
corazón.
»Sin embargo, no acababa de sentirme triste. Y en tal
intervalo, no era que mi fría emotividad fuese la recompensa
por una particular felicidad espiritual que hubiese alcanzado,
era un sentimiento que surgía de un equívoco: aunque siempre
fui apreciado por los demás, fue un error considerarme una
persona amable. Probablemente, entre los jóvenes del grupo de
la casa de Kyoko yo fuera el más frío de todos. En mi vida, o,
mejor dicho, en este momento en que me hallaba con la cabeza
medio vuelta hacia el otro mundo, yo, que no tenía motivos
para hacer brotar en mí sentimientos humanos, ¿acaso no
estaba tan vacío como la pared de piedra de un sepulcro?
»Deseaba al menos que el espectro de Osamu se
materializase, que apareciese mientras medito ante la piedra
sagrada, con la voz o con un olor indefinible. Esperé días y
noches enteras. Con la llegada de septiembre, el sol y el
tiempo comenzaron a ser inestables, días con treinta grados de
calor y días lluviosos y nublados.
»El espíritu de Osamu jamás se me apareció. La senda al
mundo de las tinieblas permanecía cerrada. Desde el principio
el acierto en la predicción del derramamiento de sangre de
Osamu se debía a la capacidad como médium de Nakahashi,
no tenía nada que ver con mis facultades espirituales».
… Una tarde Natsuo apagó el aire acondicionado y abrió la
ventana de su estudio con la idea de dejar pasar la brisa
mezclada con lluvia que sopla como cuando se acerca un tifón.
Telas y cartas japonesas estaban a merced del viento, y un
valioso rollo de seda para pintar salió volando hacia un rincón.
Un pincel de pluma de oca empleado para borrar el carboncillo
en un vaso de bambú agitaba frenéticamente sus hilillos.
Pasado el desorden de semejante vendaval, al aguzar el
oído, se escuchaba el canto de los grillos.
Al ver al mismo tiempo los objetos tan familiares que le
circundaban zarandeados y desplazados por la fuerza de la
naturaleza, se sintió reconfortado del cansancio de
concentrarse en vano en la piedra inmóvil ante él. Natsuo se
levantó, cerró la ventana, sacó un chubasquero y, mientras se
lo ponía, miró su rostro en un espejo.
Aquélla ya no era la cara de un joven. «Un pobre hombre
que ha empezado a envejecer», delgado y débil, sin lustre en la
piel, sólo destacaba el rojo sanguinolento de su mirada, ya no
relucía su nariz de juventud, sus antaño rollizos pómulos ahora
afilados, el color blanco de sus orejas destacaba
decadentemente. Ciertamente, hace años, en clase, un amigo
talentoso había tallado yeso con un pequeño cuchillo
perfilando unas orejas y una nariz que se parecían mucho a las
suyas.
La muchacha se sorprendió al ver salir de repente a Natsuo.
Hacía mucho tiempo que no salía a pasear fuera, y tampoco
lavaba el coche que antes tanto le gustaba. Antes de que su
madre se diera cuenta, Natsuo, remangándose el chubasquero,
echó a correr bajo la brisa lloviznosa.
Sin ningún motivo en particular, quiso adentrarse en el
mundo de los hombres.
Las calles comerciales ante la estación se dispersaban
luminosas abajo, a lo largo del barrio residencial inmerso en la
oscuridad. A lo lejos se divisaban las numerosas cabinas de
teléfono públicas de fuerte color rojo bajo la lluvia, artefactos
que simbolizaban el intercambio de comunicación del mundo.
El corazón de Natsuo, en cambio, carecía de conexión
telefónica. Ya fuese para este mundo o para el mundo del más
allá.
Había mucha gente esperando a la salida de la estación en
la hora punta. Mujeres con las botas blancas de goma que se
estilaban por entonces. Hombres con gorra charlando y
cerrando los paraguas fuertemente con las dos manos, y sus
acompañantes femeninas hablando con profusión de
movimientos y contoneo. Los accesorios coloreados para la
lluvia de las mujeres… Natsuo compró un billete. Voz
balbuceante en la ventanilla de billetes. En vez de la estación
de destino «Yurakucho», estuvo tentado por decir destino al
«Más allá». Rozando con la yema el borde del papel duro del
billete recién cortado, pasó por el torno de acceso de modo
totalmente inconsciente, y empezó a cortarse el dedo con la
parte afilada del billete, recién cortada con tijera, sintiendo un
dolor duradero que lo despertaba.
Aquel débil y continuo dolor en la punta del dedo era una
forma de percibir este mundo ante él, pensaba Natsuo mientras
iba en el tren directo hacia la ciudad. El tren no iba muy lleno.
Las caras de los pasajeros eran variadas: un hombre de
mediana edad tratando de convencerse de algo, una mujer con
gafas de montura roja y nariz mórbida como cera, rostros que
Natsuo hacía mucho que no veía y le sugerían una impresión
difícil de explicar. Un hombre ya entrado en años y apariencia
cansada, la cara de una joven asistenta de hogar pulcra y
agradablemente maquillada… Por muy pulcras y aseadas que
estuviesen esas caras, había en ellas algo de corrupta
humanidad, era como si hubieran olvidado su alma sobre el
vacío portaequipajes al bajarse del tren. Natsuo tenía la
impresión de que con cada estación que recorría el tren
aumentaba la montaña de almas olvidadas sobre la rejilla del
portaequipajes. Objetos olvidados que seguro que no llegarían
jamás a la oficina de objetos perdidos… A través de la
ventana, vio un fugaz y bello reflejo. Pero no era nada bello
realmente. Era la luz roja de los faros de un coche reflejados
sobre el asfalto mojado.
Se abrió paso entre el gentío en el andén de Yurakucho.
Soplaba una brisa cálida. Un chico caminaba a paso ligero;
otro hombre portaba un gran furoshiki, una chica, que llevaba
un gran bolso rojo, andaba cogida del brazo de un chico con
boina, un señor con cazadora de cuero: todas estas personas
que se agolpaban en el andén producían un extraño sonido del
contacto que surge al rozarse y chocar las carteras de mano de
cuero, los paquetes postales o el tejido de sus chubasqueros.
Aquel débil sonido se escuchaba incluso mezclado con la
lluvia y, como un murmullo, aumentaba gradualmente
formando un bullicio de onda continua del mundo de los
hombres mucho más molesto a los oídos de Natsuo que el
ruido de la gente vociferando.
Las luces de neón rojas anunciaban en grandes kanjis
locales de bares de copas; otro neón servía de publicidad a un
anuncio de suplementos vitamínicos y ocupaba la pared trasera
del teatro; luces de neón moradas intermitentes en torno a
paneles grandes de publicidad de películas no dejaban apreciar
las vistas de la ciudad, y entre medias, más neones rojos
anunciando máquinas de coser… El cielo lluvioso estaba
plagado de luces de neón. Almas numerosas atravesando el
cielo, almas brillando, con tantos matices de color que
fulguran temblorosas… Almas de pura publicidad.
Bajó por las escaleras y salió de la estación. En una esquina
de la calle mojada y concurrida una vieja vendía lotería y él
tuvo ganas de comprar un boleto. La vieja alzó la vista entre
sus arrugas mirando a Natsuo con gesto casi atemorizado.
«Esta anciana es la única que realmente intuye quién soy»,
pensó Natsuo, que al fin se sentía consolado en ese momento,
allí, tras la insatisfacción que había sentido cuando nadie había
prestado atención a su rostro envejecido y delgado, un rostro
sombrío que no era fácil discernir si se trataba del de un joven
o de un anciano. «El primer premio es de dos millones de
yenes, luego hay dos premios de consolación de cincuenta mil
yenes, luego un único segundo premio de cincuenta mil
yenes… Y el octavo, noveno y décimo; en total, 133.677
premios.» El boleto comprado por Natsuo sería sin duda el del
primer premio.
Al levantar la mirada, vio el anuncio de un termo eléctrico
en el periódico. Almas en movimiento. Almas de la política:
«Crisis por el descubrimiento de que tropas americanas en una
base militar de la prefectura de Miyagi habrían estado
haciendo prácticas para oficiales del gobierno de Taiwán
(Agencia AP). La Unión Soviética ha inaugurado la
Conferencia de (Moscú) con el primer ministro de Alemania
Occidental, Adenauer». En el mundo se hablaba vociferando
con palabras que imposibilitaban la comunicación entre
personas. Mientras, los espíritus seguían corriendo y riendo a
carcajadas en la cúspide del cielo.
Capítulo 8

«Soy fuerte», pensó Shunkichi. Era una realidad tan indudable


que a estas alturas ya ni hacía falta pensar en ella.
Por supuesto, en caso de plantearse metas superiores, aún
quedaba mucho por mejorar. Para lograr el título mundial,
tendría que ascender por los escalafones del mundo del boxeo
hasta una altura distante en el cielo. Sin embargo, el peldaño
en el que se encontraba Shunkichi era claramente más sólido
que el de otros jóvenes más ociosos, un progreso notable, y
más que el de la mayoría de hombres débiles de vida urbana
sólo fuertes de boquilla. Su fortaleza era reconocida por todos.
Era valorado tanto por los boxeadores del ranking como por la
afición. En el nivel en que se encontraba ahora, Shunkichi
sabía que la sencilla alegría y frescura de pelear se desvanecía
pronto, lo único que permanecía eran los fastidiosos aplausos
del público y el engorroso problema de mantener su propia
dignidad ante todos.
Ahora era un boxeador de verdad, un experto en «ser
fuerte». No se trataba de una fuerza ordinaria de aplicación
práctica, era más bien como un tipo de fortaleza abstracta. No
era la fuerza del que carga sacos de paja de arroz o transporta
troncos de leña, era una fuerza no perceptible a simple vista,
como la del matemático que resuelve un problema o el físico
que dilucida la estructura del átomo. Una fuerza equiparable a
la fuerza intelectual.
Shunkichi no había seguido este recorrido de manera
consciente, y él mismo se sorprendía al darse cuenta de que
ahora no disfrutaba tanto de pelear como antes.
Los jóvenes de las pandillas callejeras también se
interesaban por aprender las técnicas del boxeo. Sin embargo,
ninguno era capaz de aguantar la dureza de un mes de
entrenamientos. De haber tenido dicha capacidad y aguante,
más les valdría salir del mundo de las mafias yakuza. Ellos
necesitaban una fortaleza útil para prolongar su diversión y su
vagancia. De ninguna manera debía parecerse a aquella fuerza
abstracta e inútil. Sin embargo, para esos jóvenes de vida
disoluta, controlar un combate de boxeo y disfrutar de verlo no
sólo era una forma de ganar dinero sino que constituía su
único «placer intelectual». Este tipo de pelea pura era distinto
a su manera de luchar; era, al menos, un ideal para ellos, una
ceremonia que se basaba en este principio, además de ser una
buena ocasión de ponerse sus mejores galas y pavonearse.
Cuando Shunkichi leyó la noticia referente a la muerte de
Osamu, no entendió nada. Aquel lirismo que sugería un doble
suicidio pasional quedaba muy lejos de su comprensión. Era
un joven que no necesitaba el afecto o lo poético para entender
una relación entre hombre y mujer. En cambio, recordaba tras
los combates la emoción de haber atinado con un puñetazo y
ver cómo la sangre de su rival salpicaba su cara y se esparcía
por sus guantes; no se borraba de su memoria la impresión
ante aquel rostro ensangrentado, que abría los ojos impactado.
Saboreaba tras el combate la emoción incomparable de haber
dado en el blanco, con una impresión que era distinta de la
felicidad satisfecha o la tristeza frustrada. Por eso, no podía
comprender que Osamu hubiera podido morir ahogado en
emociones parecidas a ésas. Los jóvenes son proclives a
pensar que las emociones de los demás son vulgares en
comparación con las suyas.
Shunkichi no sabía si atenerse a la indiferencia al
confrontar la mediocridad de Osamu o al sentimiento profundo
y natural de amistad, y como siempre en estos casos, no era
capaz de llegar a una conclusión clara.
«Se echó una novia y murió con ella». Aunque lo obligaran
a cometer un doble suicidio pasional, Shunkichi consideraba
prosaico suicidarse con una mujer. La muerte, siempre en el
punto de mira del boxeador, era para él una muerte solitaria
como la de su hermano, hundiéndose solo en un océano
tropical. Aquélla era la única muerte verdadera de un hombre.
¡Nunca morir con una mujer al lado! Esa teoría de que el
placer, al igual que las mujeres, debía abandonarse en
cualquier momento era producto de la ignorancia en temas
sexuales de un joven que se las daba de conocedor del género
femenino.
Suicidio en pareja. La frase misma conllevaba una mezcla
de dulzura y tristeza decadentes de cara a una muerte elegida,
cuya corrupción anticipaba. El vínculo entre la opción de
morir y el contexto sentimental amenazaba con contaminar la
limpieza abstracta de la idea misma de muerte. Aquello a lo
que se aferraba la mano del hombre en la agonía última no era
el firmamento plagado de estrellas o un majestuoso océano de
mar salada, sino un obi, la larga prenda interior juban del
kimono, cabellos enredados y delicadas medias femeninas,
elementos que estropeaban los recuerdos de la lucha de la vida
de un hombre en soledad. Shunkichi iba por otro lado,
detestaba el revestimiento edulcorado de la muerte de Osamu.
Por eso ni se le pasaba por la cabeza dudar de la versión dada
por la prensa.
Ya cada vez estaba más cerca el combate por el título que
se celebraría en octubre. Apenas había pasado medio año
desde su entrada en la competición profesional y ya parecía
con posibilidades de disputar el título nacional de peso pluma.
El Club Hachidai tenía pocos boxeadores que sobresaliesen
y por eso hicieron debutar rápidamente a Shunkichi. Hasta este
verano, él ya había ganado dos peleas al mejor de ocho asaltos
y por eso podía desafiar al campeón. Desde su primera pelea
como boxeador profesional, había disputado cada mes dos
combates a seis asaltos ganando siempre y obteniendo diez mil
yenes de bolsa por victoria; al pasar a combates de ocho
rondas, aumentó sus ingresos a quince mil yenes por victoria.
Además, desde su primera paga, ganaba quince mil yenes en la
empresa de Toyo Seibin, por eso sus ganancias mensuales no
habían bajado nunca de los 40.000 yenes. Sus compañeros de
universidad, que eran simples comerciales, comentaban con
envidia:
«En medio año desde que se graduó en la universidad ya
está ganando el doble que nosotros. Eso sí, para lograrlo tiene
que dejarse partir la nariz echando sangre por ella y acabar
bien dolorido, y puede que incluso acabe lesionado algún día».
Era natural que unas ganancias semejantes hicieran que
Shunkichi se sintiera fuerte y superior. Él, que nunca
titubeaba, no se sentía nada halagado por ser considerado más
digno o respetable a nivel social, lo que sentía sobre todo era
que estaba siendo adecuadamente recompensado. Hasta ahora,
siempre había desdeñado la sociedad y la desidia de manada
gregaria representada por la urbe, despreciaba aquel susurrar
de descontento como en oleadas; los espectadores del boxeo
eran iguales.
La economía estaba mejorando, y gracias a los días
soleados del verano, según decían, habría una cosecha mejor
de la prevista; también, según otros, se estimaba que esta vez
la situación favorable sería más duradera. Sin embargo, las
personas que ya habían experimentado una vez la fuerza de la
inercia habían optado por pensar que estos momentos
propicios darían ganancias a algunos, pero para ellos nada
cambiaría.
¡Nada cambiaría! Cada día se alzaría un sol tiznado de
hollín, cada día el tren repleto de personas y olor corporal. La
gente adoraba tanto esta cotidianidad que no podía evitar
entonar como en un sutra sus lamentos e insatisfacciones de
nacimiento, el sueño de una vida bella como el rencor de una
mujer, el convencimiento de que en la sociedad algo fallaba…
Desde hacía tiempo Shunkichi interpretaba con ese sentido
el clamor del público en sus combates. La masa observaba
desde la oscuridad el cuadrilátero, sobre el cual tan sólo
brillaban él y su rival; bajo el contorno nítido de la
iluminación, él era el elegido. Ésa era la única verdad.
Algunos periodistas deportivos jóvenes tenían predilección
por Shunkichi y lo trataban muy bien. Le hablaban en tono
informal: «Eh, Shun», como su mánager Hanaoka. A veces,
delante de la gente, le llamaban adrede por su apellido: «Eh,
Fukai».
A veces ese grupo de periodistas lo invitaba a algún lugar
de copas y él se tomaba una gaseosa mientras los observaba
emborracharse. Ellos no practicaban deporte, pero como si
estuvieran poseídos por la grandeza del deporte, presumían
exageradamente de imitar los gestos del atleta y trataban de
remedar la figura de Shunkichi para toda clase de personas.
Sin embargo, conforme aumentaba su grado de embriaguez, se
volvían pesados repitiendo el tema del bajo salario.
A pesar de todo, eran buenos jóvenes llenos de fuerza. Lo
que ocurría es que, a diferencia de los demás trabajadores
corrientes de empresa, su infortunio era estar obsesionados con
sus idealizados héroes, ya fueran visibles o no. La deprimente
combinación de heroísmo y salario bajo hacía que de vez en
cuando les diera por apelar inútilmente al romanticismo de su
pobre salario. Por eso bebían y derrochaban tanto quejándose
y saboreando sus penurias. Cuando se encontraba con ellos,
Shunkichi pensaba que, de no haberse suicidado, su amigo
Haraguchi habría hecho buenas migas con este grupo.
Hanaoka, en cambio, era muy diferente a ellos. Hanaoka
ahora estaba en plena ascensión. La empresa Toyo Seibin
estaba aumentado mucho su capital.
La condición económica favorable parecía hecha a su
medida. Ponía mucho empeño en las exportaciones al sudeste
asiático y a menudo tenía que visitar por trabajo la Sociedad
Yamakawa. Fue uno de los motivos de orgullo más grandes en
su vida que una empresa de tal calibre utilizase sus productos.
—Nunca hemos recibido ninguna reclamación sobre
nuestros productos. Antes que las ganancias, lo importante es
ganarse una buena reputación. Antes que pura técnica, la clave
es tener un gancho certero.
Solía emplear símiles pugilísticos cuando daba una charla
de formación a sus empleados, aunque a veces entremezclaba
palabras poco comprensibles para su explicación, y Shunkichi
se veía en un aprieto cuando sus compañeros le pedían una
aclaración.
Shunkichi sentía cierta vergüenza cada vez que se
encontraba con Hanaoka porque éste parecía su propia
caricatura. Aunque Hanaoka no tenía fuerza, se comportaba
ante los demás como si él fuese el fundamento de la fuerza de
Shunkichi. Si así fuese, la carne de ternera, los huevos y las
vitaminas también podrían tener el derecho de atribuirse parte
del mérito de su fuerza.
Si por una parte Hanaoka mostraba esta afectación como su
jefe, cuando iba a las dependencias del gobierno, a los bancos
o al Comercial Yamakawa le satisfacía comportarse de un
modo respetuoso muy natural en él. Sólo cuando se inclinaba
hacia delante y bajaba apenas la cabeza en reverencia con el
gesto típico de elegancia castiza, el mundo se reflejaba con
realismo en su mirada. Al contemplar así el mundo daba gusto
verlo. No sólo tonificaba la vista, le parecía vislumbrarlo todo
como fruto maduro y al alcance de la mano.
El tacaño mánager Hanaoka no solía dar ninguna paga
extra a Shunkichi, pero le otorgaba el derecho a descuidar su
trabajo en la oficina siempre que fuese para dedicarlo a
entrenar, y eso le bastaba como la mejor de las pagas.
Shunkichi a veces tenía la impresión de que carecía de sentido
ir a trabajar porque en la oficina no hacía nada que pudiera
llamarse trabajo. A pesar de ello se mantenía bastante
ocupado, porque su jefe inmediato le tenía de recaredo.
Ahora que ya era fuerte y había logrado situarse, no tenía
motivos para rehuir a su madre. Los días de paga, para
contentarla, iba sin dilación a visitarla y cenar con ella, y la
mujer le servía comidas que, como responsable del restaurante
de los grandes almacenes, estaba autorizada a llevarse a casa.
Nada más recibirle, la madre colocaba el sobre de la paga en el
altarcillo familiar en memoria de su marido e hijo fallecidos.
Como solía hacer, Shunkichi observaba la nuca de su
madre de cabello rojizo y algo rizado, ondulado, mientras ella
prendía una varita de incienso. En presencia de la divinidad
del altarcillo, percibía esa atmósfera revistiendo aquella escena
de vida privada.
Pese a la insistencia de la madre, él no juntaba las manos en
plegaria, tan sólo observaba la tablilla mortuoria budista sobre
la que brillaban reflejos dorados. En lugar de devoción,
experimentaba cierto resentimiento. «Aquí estoy vivo, de vez
en cuando me acuesto con mujeres, y traigo a casa la paga»…
Si se comparaba con su hermano, que parecía todavía seguir
volando en su avión, le parecía casi increíble, como un sueño
irreal, el lugar donde se encontraba. Sin percatarse, se había
transformado en un pequeño animal pequeño y maloliente de
los que tanto detestaba.
Se tranquilizó al pensar «Sin embargo, yo soy fuerte». Con
todo, su fuerza estaba unida sutilmente al mecanismo del
mundo, no era una energía que lo hiciera ascender veloz contra
el cielo como su hermano. Era solamente la clase de fortaleza
que bastaba para vivir duraderamente, poder abrazar a mujeres
o llevar una paga a casa… Con el fin de evadirse de la sombra
viscosa de la realidad cotidiana, y de la complicación de
elementos heterogéneos de la vida, se refugiaba en su propia
fuerza, y si hacía así, su fuerza, en cambio, lo constreñía cada
vez más en los límites de una vida ordinaria.
Por supuesto, en el corazón de Shunkichi dicha percepción
no tenía propiamente un significado profundo. Su
entrenamiento habitual para no dejarse arrastrar por
pensamientos ociosos ni por un momento hacía ya tiempo que
le había robado la capacidad de pensar que se opusiera a este
entrenamiento. Ahora, por ejemplo, incluso aunque pensara,
ello no suponía un obstáculo para su capacidad de actuar. De
ahí surgió una nueva costumbre para él. De vez en cuando, por
divertimento, se dedicaba a pensar en cosas como si estuviese
jugando al go. En esta partida estaba decidido de antemano el
pensamiento ganador, ganaba sin falta el pensamiento que
fuera ventajoso para la acción; el pensamiento que
obstaculizase la acción o no le fuera ventajoso, perdía siempre
la partida. Es decir, el pensamiento «yo soy fuerte» resultaba
siempre ganador.
—El cocinero jefe sabía que hoy es el día de tu paga y que
cenaríamos los dos solos en casa, y por eso tuvo el detalle de
meter en mi caja de bento estos filetes rebozados, verdura y
ensalada. Es una muy buena persona, todo el mundo lo aprecia
mucho; además, es un gran aficionado al boxeo, así que suele
preguntarme mucho por ti. Y sobre todo al día siguiente de la
retransmisión de una pelea tuya por televisión no deja de
hablarme de eso —decía la madre mientras sacaba los filetes
rebozados de la cajita de bento.
Desde que todo el mundo hablaba tanto de él, su cara salía
tan a menudo en televisión y prensa deportiva y especialmente
el mánager Hanaoka le había explicado lo referente a la
profesión de su hijo, la madre había acabado por aceptar que
éste fuese boxeador sin atenerse a razones de interés práctico.
Shunkichi se sorprendía de un cambio radical tan sencillo,
pero había mucho más en común entre la madre y el hijo de lo
que él mismo imaginaba. La madre solía tener en cuenta el qué
dirán, y él, como copia de su madre, tampoco se quejaba del
trato recibido.
Como si se tragara una medicina amarga de golpe, la madre
había pensado que finalmente debería aceptar ver la nariz rota
de su hijo, los párpados hinchados de moratones. La cara de su
hijo inclinada sobre la mesa mientras comía se recortaba a la
luz sombreada delineando un perfil profundo, extraño e
irregular; era un rostro cada vez más diferente del que siempre
había tenido su hijo.
—Come, puedes comerte mi parte, yo no quiero. —Ésas
eran las habituales y banales palabras de la madre. Como si
aquellos estupendos filetes y la ensalada fueran un nutriente
que saliera del cuerpo de la madre para ir a alimentar al hijo.
Ya casi había terminado la cena. La madre estaba
calentando un cuenco de setas para servirlo junto al ochazuke
al final de la cena, como en los restaurantes. Cuando lo estaba
disponiendo todo en un cuenco para llevarlo a la mesa, soltó
un inesperado grito:
—Ah, me olvidé. Había pensado echarle unas hojas de
pimienta sansho. Y eso que las planto en el jardín de casa.
—Iré a cogerlas —dijo Shunkichi poniéndose de pie
enseguida. La madre no tuvo valor para rechazar aquel inusual
gesto atento del hijo. De repente tuvo ganas de saborear
tranquilamente aquellas hojas de pimienta cogidas
directamente por él.
—¿Sabes cuáles son? Llévate la linterna. Están plantadas
justo debajo de las hortensias.
Desde el amanecer de ese día, el tifón n.º 22, tras su paso
por la costa de Kyushu, había recorrido la costa de
Genkainada. A mediodía sopló una brisa de aire templado y
húmedo, descargando ocasionales lloviznas. La alerta por
fuertes vientos para esta noche había vuelto a ser activada. Sin
embargo, cuando Shunkichi, linterna en mano, salió al
pequeño jardín de apenas dieciséis metros cuadrados, había
dejado de llover y no soplaba viento, tan sólo se oía el intenso
sonido de los insectos en el jardín.
Además de que justo hubiera cesado la lluvia, como el
jardín siempre estaba húmedo por la falta de sol debido a su
orientación, en la estación lluviosa se convertía en morada
predilecta de grandes caracoles. Los árboles poco crecidos
olían mal por la cercanía del retrete de la casa vecina, y hasta
las hojas más jóvenes habían sido impregnadas de ese hedor.
Shunkichi levantó un poco la linterna y tras su haz se
vislumbró la ventana de la casa contigua. El fino haz de luz
circular se movía de un lado a otro como una gran e inquieta
mariposa nocturna describiendo trazados inverosímiles bajo la
luz. Las hojas de las hortensias, inundadas y goteando agua, se
le aparecieron como si fueran seres vivientes. De repente
Shunkichi se fijó en el suelo que pisaba bajo sus geta, enfocó
hacia sus pies la linterna y se acuclilló. Tras el olor a humedad
de la hierba y el silencio repentino de los insectos, halló ante sí
las hojas de ajedrea y pimienta que emanaban sombríamente
su aroma.
Él no se solía impresionar por cosas tan pequeñas, pero esta
vez percibió algo que le emocionó. Él siempre, con ánimo
brioso, iba ligero contemplando la realidad a vista de pájaro y,
abarcándola con esa perspectiva, captaba el aroma sombrío de
las ajedreas y pimienta esperando a ser recogidas mientras las
calaba la lluvia. Este ambiente nocturno del diminuto
jardincillo casero evocaba para Shunkichi un no sé qué de
pequeños secretos y reminiscencias de infancia.
«¿Qué hago yo ahora aquí, qué ha sido esta regresión a otro
tiempo?», se preguntó de repente como si estuviera soñando.
Al pensar: «he venido a coger unas hojas de pimienta para la
sopa de miso», le dio tanta vergüenza que se le pusieron rojas
hasta las orejas. Shunkichi no es que se avergonzase de la
pobreza. Presentía, más bien, que le acechaba un error
importante: se había olvidado completamente de lo que
debería estar haciendo en este momento, y tenía la impresión
de que se estaba alejando adrede; de ahí su repentino rubor.
Las luces del extrarradio resplandecían más allá del alero
de la casa contigua, pero la ciudad estaba inmersa en el
silencio. No había el más leve signo de la fuerza inigualable a
la que aspiraba y daba tanta importancia.
Sin embargo, en otro lugar estaría prendiendo el fuego
desencadenado por alguna situación crítica y sin duda
peligrosa. El cuadrilátero bajo la luz deslumbrante era como
una estructura simbólica de aquel importante suceso. La
impresión al golpear el cuerpo de un rival, o un pequeño
reguero de sangre, transmitían al boxeador profesional una
sensación de realidad; en cambio, cuando se «golpeaba de
bruces» contra el mundo no percibía nada de eso.
Lejos, muy lejos de este jardincillo húmedo y plagado de
insectos, mucho más allá de esta plácida noche otoñal, debía
de haber una zona de impacto con el mundo que afrontaría con
el mayor de los empujes. Allí su fuerza derivaría en algo,
habría evitado definitivamente un peligro y contribuido con
algo «importante» al mundo.
«Allí debe de estar mi enemigo real. Si salgo sin dilación
para allí, lo encontraré. Puedo derribarlo. ¡Voy!»
En su cabeza no había ni un ápice de fantasía en ese
momento y su cuerpo no estaba inquieto por ninguna idea; se
sentía cargado de energía, impelido hacia una acción que
jamás retrocedería como corriente de reflujo a la vida
monótona, un incesante fulgurar como el de los altos hornos
sobre el telón de fondo de la noche en la llanura. En alguna
parte tenía que existir el lugar destinado para tal acción. Él
tenía que correr de frente y sin dudar hacia esa meta: un lugar
donde dicha acción iluminase el mundo. ¡Corre! ¡Como una
jauría de perros salvaje!, pensaba Shunkichi.
Con los geta puestos, abrió la puertecilla de madera
húmeda por la lluvia y salió a un callejón. La madre en la
habitación oyó el ruido de la puerta corrediza al cerrarse. Por
fin llegaría su hijo con un manojo de hojas de pimientas,
pensó. Qué buen aroma le dará a la sopa de miso, se decía.
Ella seguía escuchando atentamente, en espera de su hijo, pero
Shunkichi no regresó.
Shunkichi echó a correr hacia la estación del barrio. En la calle
casi desierta resonaba el sonido de sus zuecos de madera.
Varias personas le llamaron por su nombre propio. Los jóvenes
tenderos se enorgullecían de llamar al boxeador por su
apellido sin más. Shunkichi hizo oídos sordos y siguió
corriendo hasta la estación.
Comenzaron a vislumbrarse las luces del andén de la
estación y a grupos de personas que se apresuraban por la calle
paralela a las vías. A su espalda, la insignificante vida
cotidiana de madre e hijo parecía cerrarse como se pliega un
abanico.
Shunkichi compró un periódico deportivo que quedaba sin
vender y, al abrir sus páginas bajo la farola de la entrada a la
estación, como ya imaginaba, no había ninguna noticia
reseñable sobre boxeo. En la sección dedicada a la farsa
política aparecía una foto del primer ministro Hatoyama en
estado de aparente modorra.
En la cara de este hombre enfermizo, digno de compasión y
llorón, con el labio inferior medio caído, se percibía sólo una
buena voluntad malgastada y polvorienta. Una cara como de
sopa de judías tibia que encubría por completo el severo
engranaje mecánico de la política desplegando una neblina de
sensiblería por toda la sociedad.
«Si Hatoyama fuera un legítimo y directo rival mío —
fantaseaba Shunkichi—, bastaría un leve puñetazo para
derribarlo, y, llorando sobre la lona, no tardaría más de cinco
minutos en morir.»
Pero aquella figura de autoridad enclenque no le suscitaba
interés como contrincante. El poder que Shunkichi debería
derribar de forma brutal tenía que ser carnalmente perceptible,
con un tufo más característicamente humano, a la vez que
llamado a la inmortalidad. Los poderes que hasta ahora habían
derribado los revolucionarios no eran más que imitaciones del
poder en forma de lazos sutiles y delicados.
Shunkichi subió al tren con ganas de apearse en alguna
estación en la que nunca hubiera bajado. Echó una mirada a
los pasajeros a su alrededor. Todos de una altura uniforme, con
la misma mirada amable en los ojos y manifiesta debilidad.
Parecían estar esperando a que les golpeasen en las mejillas o
les hiciesen volar las gafas de un guantazo.
«¡Intelectuales idiotas —se decía Shunkichi—. Ninguno de
estos tipos tiene ideas realmente sombrías.» ¿Para Shunkichi la
«fortaleza» consistiría precisamente en esas ideas oscuras?
Los intelectuales que amaban el boxeo, cosa extraña,
pasaban por alto su debilidad física y además presumían ante
las mujeres de dicha afición. Uno de esos tipos, al ver a
Shunkichi junto al asidero, susurró al oído de su compañera
femenina el nombre del boxeador.
Shunkichi, al cabo de una parada, se bajó del tren casi sin
darse cuenta de lo que hacía y al ver que la parada era la de
Shinanomachi, se sorprendió. ¿Tan fuerte era la fuerza de la
costumbre? ¿Tal vez realmente donde quería ir esta noche era
a casa de Kyoko? No sabría qué contestar. Al salir de la
estación se encaminó hacia el parque de Meiji Jingu Gaien,
justo en dirección opuesta a la casa de Kyoko. El viento había
agitado las copas de los árboles. En contraposición a la
tranquilidad de las aceras y el discurrir del tráfico, se percibía
una ansiedad maquinal en el amplio espacio nocturno del
parque. Aunque a primera vista parecía que no había casi
nadie en las inmediaciones, aquí y allá se ocultaban parejas de
amantes al resguardo de los árboles, y también muchas otras
acurrucadas en el interior de coches que circulaban con las
luces apagadas.
Entre el día y la noche se alternaban las personas y las
plantas. Durante el día alborotadores, de noche se convertían
en un silencioso caudal de agua que se iba sedimentando. Las
arboledas, tranquilas durante el día, ahora vibraban de
vitalidad.
En el rumor del bosque se percibía la nostalgia por el cálido
verano, y la templada brisa soplaba agitando las ramas
inmensas de los árboles. Era como una fiebre pasada,
ocasionada meramente por la memoria. Todo aquello había
dejado de ser posible. No quedaba ya rastro de verano en
ninguna parte.
Los árboles, al agitar sus ramas violentamente, y el rumor
de las hojas hacían pensar en un hombre víctima de
alucinaciones.
De repente cesaron de circular los coches. La amplia área
de tono gris claro del asfalto surgió de la oscuridad
circundante. Era como si algo que hasta entonces no se había
manifestado se mostrase de repente.
Shunkichi cruzó la avenida. En ese momento, un gran
coche pasó a su lado a gran velocidad; con un movimiento
rápido, lo esquivó. Aquello le desagradó:
«Estoy a la defensiva incluso en un momento como éste».
Al darse cuenta de que su rápida reacción surgía de un
pensamiento al que no estaba acostumbrado, se sintió mal
como boxeador que era.
«Si luchara contra un coche, tal vez perdería el combate.»
Shunkichi caminaba cruzándose, de vez en cuando, con
alguna pareja, y los zuecos de madera que llevaba hacían
resonar sus pasos en el suelo. «Yo aspiro a mantenerme
seguro», pensó de nuevo. Las estrellas de la noche se reirían
de él entonces. Una de esas estrellas tal vez pertenecía a algún
boxeador famoso que hubiera enloquecido tras su retirada y
que en plena noche, sobre un puente de hierro, se hubiera
dejado atropellar por una locomotora a toda velocidad saltando
a la vía.
Shunkichi se adentró bajo unas ramas por un pequeño
sendero donde se encontraban las parejas. Al avanzar por el
bosque de noche, había en derredor un rumor mudo de quietud
insólita, y la baja y húmeda maleza apenas agitada por una
tenue brisa. De repente, el sonido de los insectos.
Shunkichi se imaginó que era como un arma, pequeña y
afilada, incrustada en la vasta noche de la gran ciudad, un
arma fulgurante incluso en plena oscuridad. La superioridad
perfecta de aquella hoja cortante y su perfecta inutilidad
pertenecían acopladas al joven andando con sus tradicionales
geta. Con todo, por más que caminase, su enemigo permanecía
oculto, no se mostraba claramente. Al fin rompería el alba. Su
enemigo regresaría a mezclarse en la vulgar masa, con un
gesto de inocente indiferencia.
Tras la hierba aparecía aquí y allí el rostro de los amantes;
una vez que veían a Shunkichi andando con sus zuecos se
quedaban tranquilos, chasqueando la lengua; de nuevo volvía
la tranquilidad. Luces de cigarrillos brillando aquí y allí en la
oscuridad. Continuamente los faros de los coches destellaban
en el horizonte del parque, extinguiéndose en la distancia, y el
rumor de los cláxones producía un eco contra el muro de
piedra de una galería de arte.
Shunkichi se fijó en una extraña pareja tendida sobre unas
matas al inicio de una vereda de grava. Las luces de los coches
de vez en cuando se reflejaban a la altura del pecho del
hombre, que vestía una camisa blanca, al que no le importaba
recibir la luz. La mujer a su lado llevaba un vestido en tonos
azul claro y ocultaba su cara bajo el brazo del hombre. Los dos
estaban tendidos sobre un chubasquero para guarecerse de la
hierba mojada. Aquella noche, cuando Shunkichi pasó al lado
de varios amantes o hizo crujir la gravilla bajo sus zuecos, ésta
fue la única pareja que no mostró la más mínima reacción.
Shunkichi, por supuesto, no se dio la vuelta, pero al
dejarlos atrás, tal vez debido al continuo reflejo de la luz que
incidía distante sobre el pecho de la camisa blanca del hombre,
seguía con los ojos abiertos al recibir el haz, pensó:
«¿Habrá pestañeado?». Estaba claro que no le había visto ni
parpadear. De repente tuvo la impresión de que tal vez no
estuvieran vivos. Le parecía estar viendo claramente la escena
del suicidio pasional de Osamu y su pareja. Siguió andando
acechado por el sonido de la grava bajo sus propios pies. Sin
embargo, la escena del suicidio que acababa de presenciar no
le turbaba en absoluto; al contrario: lo que le causaba malestar
era haber observado en la brisa cargada de humedad tras la
lluvia una especie de atrayente presencia espiritual.
El boxeador, nada más salir del recinto del bosque, echó a
correr en dirección al viento. El exagerado ruido de los zuecos
de madera sonaba por todo el bosque.
Una vez fuera, se encaminó hacia la casa de Kyoko. El
barrio residencial sepultado bajo el silencio. Le abrió la puerta
una criada a la que nunca había visto. Kyoko no estaba en
casa.
Aquella noche Kyoko había ido al bar donde trabajaba
Tamiko.
Una hora antes, un desconocido se había presentado en el
bar y le estuvo haciendo preguntas sobre Kyoko. Como
Tamiko no se dejaba sonsacar, finalmente él le mostró su
tarjeta de detective privado. En cuanto el hombre se marchó,
ella telefoneó a Kyoko, que, preocupada, enseguida se
presentó en el bar.
El lugar estaba muy lleno. Como Tamiko trabajaba cuando
le apetecía y no solía venir mucho por el local, era muy
popular entre la clientela. Cuando espontáneamente decía que
si fuera todos los días los clientes enseguida se aburrirían de
ella, a los clientes les parecía que insinuaba con ello algo
oculto, quizás debido a una relación con algún cliente. A los
clientes más necios les fascinaba su falta de esnobismo. Ella
nunca presumía de haber estado de vacaciones de verano en
Karuizawa, y su forma de hablar incluso algo vulgar les hacía
pensar en posibles vínculos con la aristocracia.
Kyoko disfrutaba viendo a Tamiko atareada en el bar,
inmersa en la música y el humo de los cigarrillos. Tamiko
siempre actuaba, no se mostraba tal como era. Aunque no
lograra realmente convencer, simplemente seguía la corriente
y contestaba sin ton ni son sin adular a nadie, y como parecía
estar en otro lugar, realmente no se aburría.
Kyoko siempre se sentaba en la barra. Le gustaba jugar a
hacer el papel de mujer cínica que viene a tomar unas copas.
No solían gustarle los hombres que frecuentaban el lugar, en
cambio ella sí generaba mucha atracción entre ellos. Algún
cliente, por mediación de una camarera, le proponía tomar una
copa. Ella enseguida lo rechazaba fríamente, disfrutando más
por herir el orgullo ajeno que por amor propio. En todo caso,
indudablemente cuando salía por la noche a un local de copas,
se vestía muy elegantemente, y en invierno siempre llevaba
visón.
Si aquella noche había tanta clientela, sin duda se debía a
que era día de paga. Por fin, Tamiko, liberada de sus
ocupaciones, pudo acercarse a ella. Pero tras intercambiar unas
breves palabras, volvía a irse. Después regresaba y de nuevo
se iba al poco. Kyoko empezó a perder la calma y el buen
humor.
Kyoko se bebió dos frappé de crema de menta. El joven
barman, cortésmente, entabló un poco de conversación, pero
ella rehusó contestarle. La enervaba pensar que el barman
creyese que era la típica mujer que sufría mal de amores.
—¿Qué cara tenía?
—Hum… —dijo Tamiko pensándose la respuesta.
Su memoria solía ser confusa, y como no tenía una gran
capacidad de discernimiento o para quedarse con los detalles,
dar una descripción del hombre que acababa de ver suponía
bastante tiempo.
—Bueno… Era delgado. Y hablaba educadamente, tanto
que resultaba algo ridículo.
En ese momento la llamaron y tuvo que irse. Kyoko estaba
completamente sobria. Comenzó a observar las botellas de
alcohol alineadas en el mueble bar. Había una botella de licor
morado claro con forma de Torre Eiffel y otra de ron en cuya
etiqueta se apreciaba la estampa de una mujer negra bailando a
la sombra de unos árboles tropicales. Kyoko buscó alguna
botella que fuese de Nueva York; en una noche como aquélla,
pensó, Seiichiro tendría que estar ahí con ella.
Sabía bien quién había contratado al detective privado.
Estaba claro, no podía ser otro más que su exmarido. No tenía
la menor intención de volver a llamarlo a casa y retomar la
relación, pero por otro lado tenía el presentimiento de que no
podría continuar llevando su actual estilo de vida. En
ocasiones, con cierta exageración, le daba por pensar que
había llegado el fin de una época. Una época que no debía
haber finalizado. En sus tiempos de estudiante, cuando
acababan las vacaciones, solía sentirse así. No deberían
concluir nunca de aquel modo satisfactorio. Las vacaciones,
sin duda, terminaban siempre en fracaso y desilusión.
Retornaba una época de seriedad. Un periodo triste de
absoluta compostura, estudiantes ejemplares que sólo
aspiraban a sacar la mejor nota en todo. De nuevo una época
de completo acuerdo con las opiniones de la gente en el
mundo. El restablecimiento de valores diversos y anticuados,
el ser humano, el amor, la esperanza, los ideales… Una
completa conversión. Y lo más duro: tener que negar las ruinas
y la decadencia que tanto había deseado. ¡Las ruinas tanto
visibles como invisibles!
… Kyoko observó el vaso de licor verde entre los
abundantes cubitos de hielo. Al introducir la pajita corta en el
líquido verde, lo derramaba como si usase una jeringuilla,
haciéndolo gotear varias veces. Sin embargo, el verde del licor
se diluía sobre el negro de la barra del bar.
Kyoko pensó: «Estoy haciendo las mismas tonterías o
travesuras que hacen los hombres cuando se aburren. Bromas
abstractas. Cosas que no debería hacer una mujer. Sin
embargo, desde que me separé de mi marido, tengo la
impresión de estar siempre comportándome así. Y, sin
embargo, nunca me he sentido insatisfecha por ello».
Finalmente, dos o tres grupos de clientes se marcharon del
local y por fin, ya libre, regresó Tamiko.
—Rápido, déjame el espejo —le dijo Tamiko.
Kyoko sacó el espejo de su bolsito de maquillaje, lo abrió y
se lo dio. Tamiko lo acercó a sus ojos y, con sus uñas rojas, se
pellizcó suavemente el párpado derecho.
—Ah, bien, es que me parecía que se me había bajado el
párpado. Como si estuviera pegado con cola. Pero parece que
no es nada. Seguro que es por falta de sueño.
Entonces Tamiko empezó a contarle con mucho interés una
historia sobre fantasmas que salen por las noches de otoño tal
como se la acababa de oír narrar a un cliente. Sucedió en torno
a las tres de la madrugada por las vacías calles de Ginza. No
había ni un rumor, ni siquiera la sombra de un gato. En ese
momento pasó un tranvía de otros tiempos iluminado y con
una vieja de pelo blanco como única pasajera.
Kyoko quería retomar el tema del detective privado, pero
primero le dijo que le devolviera el espejito de mano. Ella
sabía muy bien lo vago que era el concepto de propiedad para
Tamiko.
—Entonces, ¿qué es lo que te estuvo preguntando?
—Tu relación con los hombres.
—No contestarías nada raro, ¿verdad?
—Sólo le dije la verdad. Le dije que la señora Kyoko tiene
muchos amigos, pero que detesta profundamente a los
hombres.
—Bueno, como es la verdad, ¿qué más podías haberle
dicho, verdad? —repuso Kyoko con una media sonrisa. El leve
brillo de su pintalabios resplandeció a lo largo de sus labios
finos.
—Y después, ¿qué más te preguntó?
—Me preguntó mucho sobre tu forma de vida. Yo le dije
que no conocía tantos detalles sobre ti, sólo que estabas
celebrando fiestas en tu casa previo pago.
Kyoko se quedó callada.
—¿Hice mal en decirlo? Ahora que lo pienso, en una
ocasión dijiste que no convendría que se enterasen de esos
ingresos en la agencia tributaria, ¿verdad?
—No pasa nada. No creo que el detective tenga ningún
interés particular en informar a la agencia tributaria. Por ese
lado, no te preocupes —dijo Kyoko mientras reflexionaba.
Había oído rumores de que su exmarido había abandonado su
vida apática y se había enriquecido mucho con el boom
posterior a la guerra de Corea. Por tal motivo, no habrían sido
malas noticias que se hubiese enterado de las dificultades
financieras de Kyoko. Así, gracias a su poderío económico,
tendría posibilidad de mostrarse magnánimo ante la hija
heredera en apuros. De repente a Kyoko le vino a la memoria
aquel olor de sus perros llenando todos los rincones de la casa.
—¿Sabes que Shun peleará por el título de campeón? —le
preguntó Tamiko.
Kyoko le contestó que no lo sabía. Si les regalaba una
entrada, las dos quedaron en ir juntas a ver la pelea. Sin
embargo, en caso de no recibir una entrada, era probable que
Kyoko no fuese. Aquel mundo de fuerza incandescente estaba
ahora muy distante del ánimo de Kyoko. Además, lo que a ella
más le gustaba no era la pelea de boxeo en sí, sino las marcas
que la pelea dejaba en la cara de Shunkichi. Era una impresión
como la de cuando contemplaba el color de la tierra negra y
fresca tras una hoguera que siempre apreciaba en el rostro de
Shunkichi. Aquellos restos ruinosos frescos tras recibir la
lluvia… Pensándolo bien, a ella le gustaba más el joven
cuando no luchaba. Es decir, le gustaba más la ruina posterior
al combate.
—Me voy ya —dijo de repente Kyoko.
—Por favor, quédate un poco más. No tienes que quedarte
hasta que cierre, ya sólo tengo que hablar con un cliente, deja
que me deshaga de él. Después, ¿qué te parece si vamos a
tomar una copa tranquilamente? O, si no, invitar a dos o tres
jóvenes para ir a un night-club. En Manuela ayer comenzó un
espectáculo de prestidigitación de un indio que dicen que es
muy interesante.
Kyoko declinó la propuesta sin ni siquiera esperarse a
escuchar el final de la proposición.
Cuando Tamiko salió con Kyoko para acompañarla fuera
del local, de repente se oyó un fuerte ruido. El cartel del
cabaret contiguo había sido derribado por una racha de viento.
En el suelo entre sus pies revoloteaban al viento trozos de
papel blancos y envoltorios de caramelos. Tamiko propuso
acompañar durante un trecho a Kyoko en su camino de vuelta,
pero ella se negó rotundamente:
—Pero ¿y si no consigues ningún taxi?
Kyoko, por toda respuesta, se limitó a esbozar media
sonrisa desde la distancia. Se sentía alegre de caminar de
noche bajo aquellas fuertes rachas de viento.
… Con el cinturón de campeón todavía puesto, Shunkichi se
dirigió al vestuario.
Mientras anunciaban su proclamamiento como campeón
nacional, el público ya comenzaba a dar la espalda al
cuadrilátero y dispersarse hacia la salida. No es que no
tuviesen simpatía por Shunkichi, simplemente querían volver
cuanto antes a la quietud de sus hogares una vez que el
ganador de la pelea y campeón estaba confirmado. Eran
frívolos clientes asiduos al espectáculo de un burdel de fuerza
bruta que tras la función se iban sin volverse atrás ni para decir
adiós.
Shunkichi todavía no había podido contemplar
tranquilamente el cinturón de campeón. Brillaba intensamente,
y apenas percibía más que la impresión del peso ligero en
torno a su cintura. Cuando destelleaban las fuertes luces de los
flashes al retratarlo con él en su cintura, él no dejaba de pensar
en el cinturón de campeón. Aquel cinturón era la idea más
cercana a su cuerpo. Mientras se dirigía al vestuario, sentía la
mirada de los más incondicionales. «Mira, lleva el cinturón de
campeón», decían a su paso, y no tenía valor para esconder el
cinturón con la bata que llevaba al hombro o de quitárselo para
mirarlo. Sólo lo llevaba puesto, incorporado a él sintiéndose en
un éxtasis que aunaba dolor, resplandor y ensimismamiento.
La parte superior de la hebilla le transmitía una sensación de
frescura al estómago. Era la sensación metálica de la palabra
«gloria»… Además, aunque adherido a su cuerpo, no parecía
formar parte de él sino ser, en su lugar, una idea dura y
extraña.
«Cuando vuelva al vestuario, me quitaré el cinturón y lo
veré despacio», pensaba Shunkichi.
Hanaoka esperaba impaciente su llegada al vestuario, y en
cuanto Shunkichi apareció, llevó las manos a su cintura para
arrancarle el cinturón. La excitación de Hanaoka había llegado
a la cúspide y no podía controlarse.
—¡Lo lograste! ¡Lo lograste! ¡Al fin! —gritaba Hanaoka.
Sin importarle nadie, insistía así para resaltar su propio
acierto y buen ojo para descubrir a quién convenía patrocinar.
Delante de todos se probó el cinturón y se puso al lado de
Shunkichi diciendo que quería una foto con él; de su pequeño
y enclenque cuerpo sólo sobresalía la barriga, y como el
cinturón de Shunkichi no era de su talla, Matsukata le ayudó a
alargarlo. En sus manos la gloria del cinturón quedaba
zarandeada de mano en mano, y a Shunkichi le pareció como
si la gran hebilla dorada del cinturón se moviese reluciendo
traviesa en aquellas manos.
Al fin, Hanaoka pareció calmarse tras la confusión
provocada por él, se quitó el cinturón y se lo dio a Matsukata.
Éste no dejaba de contemplarlo.
—Hacía un año que no veía esto —dijo Matsukata—.
Shun, un año entero sin él, ¿verdad?; finalmente ha vuelto a
nuestras manos.
Sus palabras viriles, al decir «Ha vuelto a nuestras manos»
emocionaron a Shunkichi. Mastukata había perdido ese mismo
título el año pasado, y lo decía con la emoción de un
compañero que observaba a Shunkichi, quien había
recuperado el título, como no queriendo ya jamás alejarse de
él.
El cinturón de campeón era un pájaro de oro caprichoso.
Volaba a brazos del vencedor olvidando enseguida a su
precedente poseedor. No obstante, al igual que cierto tipo de
mujeres que nos parecen más bellas cuanto más ingratas, la
belleza de ese pájaro dorado era totalmente desconocedora de
méritos de agradecimiento.
Shunkichi no tenía manera de evitar las oleadas de gente en
el vestuario. Los periodistas deportivos, los patrocinadores de
club, los aficionados más acérrimos, los jóvenes amigos del
presidente del Hachidai con su traje a la moda… Sobre todo
los periodistas más jóvenes y con más confianza no paraban de
estrecharle pesadamente la mano sin darse cuenta de que otro
periodista más reservado fruncía el ceño. Para él, ellos
deberían mostrar agradecimiento al esfuerzo del boxeador con
superioridad, imparcialidad, dignidad y desprendimiento.
Kawamata merodeaba con aire de inspector entre la
algarabía que festejaba, oliendo aquel desorden que tanto
detestaba. Él era realmente el único representante de las reglas
severas del deporte, y tenía asumido que su función era la de
controlar el exceso de pasiones que tan típicamente se
desataban en este deporte. En ese momento, se acercó a
Shunkichi y le habló en voz baja tratando de que los demás
integrantes del club no lo tomasen como una interferencia:
—¿Qué haces? Cámbiate rápido o te vas a enfriar.
Shunkichi, feliz de zafarse del esfuerzo de estar dando
cabezadas de agradecimiento a las continuas felicitaciones de
los periodistas, patrocinadores y aficionados, enseguida se fue
al vestuario para cambiarse de ropa.
Sin embargo, el presidente del Hachidai se lo impidió. Era
un hombre atractivo de tez oscura, con porte recio en su
elegante traje a medida y con una larga boquilla de tabaco
entre sus dedos, en uno de los cuales lucía un anillo de
esmeralda.
—Eh, yo te guardaré el cinturón de campeón hasta que
vuelvas a casa. Y que sepas que esta noche vendrás a tomar
algo conmigo y Hanaoka. Mañana tendrás que participar en
diferentes actos protocolarios, y por la noche habrá también un
banquete de celebración.
A continuación, él mismo enrolló el cinturón. Después
mientras daba unas palmaditas en el hombro de Shunkichi
cubierto con la bata, se dirigió a todos los allí reunidos:
—El banquete de celebración será mañana por la noche.
Esta noche yo me ocuparé de Shun.
Los jóvenes del grupo del presidente hicieron un pasillo en
señal de respeto a Shunkichi, ahora ya vestido con traje. Éste
fue pasando entre ellos haciendo numerosas reverencias.
—Ha sido increíble lo que has hecho.
—Muchas gracias.
—Ánimo. Lo siguiente tiene que ser algo grande de verdad,
puede traernos el título mundial, ¿de acuerdo?
—Muchas gracias.
Afuera le esperaban el presidente y Hanaoka en un coche;
normalmente Shunkichi solía sentarse junto al conductor, pero
esta vez le cedieron el asiento trasero. Lo trataban adrede con
mucha deferencia para impresionarlo. La bolsa de Shunkichi
era incluso llevada por uno de los jóvenes del club, que lo
seguía por orden del presidente. Cuando el coche se puso en
marcha, el presidente metió cuidadosamente la bolsa con el
cinturón de campeón en la bolsa de Shunkichi, que guardó él
mismo sobre su regazo.
—Esta noche yo te llevaré el equipaje. —Aunque no le
hacía mucha gracia, Shunkichi se vio obligado a agradecer el
gesto.
Hanaoka y el presidente llevaron a Shunkichi a beber a un
local de copas y cabaret y lo presentaron a las mujeres del
local como el vigente campeón nacional de boxeo. Entre la
clientela había algún que otro aficionado que acababa de
asistir a la velada de boxeo de esa tarde y quería estrechar su
mano y sentarse a su lado. Hanaoka se alegraba mucho de la
presencia de aficionados, pero el presidente parecía molesto y
guardaba silencio. Cuando alguno de ellos, por bebido que
estuviera, se daba cuenta de su gesto frío y contenido, se
levantaba de golpe de su asiento como atacado por un
repentino escalofrío.
—Para mí los aficionados son importantes —dijo el
presidente a Shunkichi—, pero no soporto a los tipos ruidosos,
aunque no te recomiendo seguir mi ejemplo.
En ese momento, al hablar así, en sus ojos se traslució una
mezcla de fiereza y cordialidad. Por supuesto, no había
ninguna expresión de afecto, pero a Shunkichi no le
desagradaba su comportamiento. En comparación, la
permisividad de Hanaoka con la expresión de las emociones le
parecía detestable, como si desprendiese un rancio olor a
mantequilla. La simpatía de las mujeres hacia Shunkichi se
podía atribuir a la extendida adoración por la figura del héroe,
porque la primera impresión que él transmitía era de virilidad.
Además, en la admiración femenina por su ídolo había
también rasgos de camaradería, como la confianza que se
produce entre colegas. Quizás adivinaban con sutil intuición
una mutua complicidad al dejarse seducir.
El presidente a menudo le decía con un tono entre jocoso y
serio:
—¿Qué te parecen esa mujer? ¿Y aquella otra?… ¿Qué me
dices? Si te gusta alguna, ve a por ella. O si lo prefieres, voy
yo primero a hablarle. Pero que sepas que los juegos bonitos
sólo se admitirán esta noche.
Shunkichi le escuchó y aunque normalmente solía
experimentar deseo tras los combates, esta noche era diferente.
Esta vez prefería hablar de boxeo.
—En cualquier caso, has progresado mucho con ese
movimiento rápido de cambio de posición —dijo Hanaoka
repitiendo el comentario de un periodista.
—No imaginaba que el rival iba a ser tan lento de piernas.
—Era cuestión de buscar el momento del declive. Como la
gente sabía que estaba en declive, buscaron un rival lento. Eso
lo intuyó el promotor. Y los periodistas pensaban que era
prematuro para ti pelear por el título, y criticaron mucho tu
elección, pero ahora que ha salido bien y has ganado, todos te
apoyan.
Las chicas no dejaban de pedirle a Shunkichi que las sacase
a bailar. Él no estaba para muchos bailes esa noche. En su
cabeza no dejaba de reflejarse la imagen nítida de la forma del
cinturón de campeón. Ahí estaba, a su lado, dentro de la bolsa
de viaje y respirando en silencio el cinturón, como un
meteorito aún candente tras atravesar el firmamento.
Poco a poco le iba venciendo la tentación de quedarse solo
contemplando tranquilamente el cinturón.
—Disculpen, debo marcharme ya, mañana por la mañana
tengo que participar en los saludos protocolarios.
—De acuerdo, date un buen baño y descansa. Y vete
directo a casa sin dar ningún rodeo por el camino, eh. Toma tu
preciado cinturón —dijo el presidente mientras le entregaba la
bolsa de viaje con el cinturón.
Shunkichi salió del cabaret y caminó solo por las calles de
Shinjuku. En cuanto volviese a casa y le mostrase el cinturón
de campeón a su madre, estaba seguro de que ella lo ofrecería
en reverencia ante el altarcillo familiar. Miró su reloj. Ya era
más de la una de la madrugada. Las tabernas ya estaban a
media luz. Apenas unas pocas luces de neón encendidas. El
cielo estaba cuajado de estrellas, y aunque no había viento, el
frío de la noche de octubre se notaba en la nuca. Shunkichi se
sentía ebrio pese a las pocas copas que había bebido.
Llevaba en sus manos el verdadero honor, una estrella real,
una forma cristalina que a duras penas se conservarían tras una
acción que se desvaneciese fugaz. Preocupado por perder su
trofeo, metió la mano en el bolso para cerciorarse de que
seguía ahí. Ahí estaba, ciertamente. Quería contemplarlo sin
descanso cuanto antes… Ahora era el poseedor de un poder
reconocido, admitido, él transportaba una luz fulgurante, el
título de campeón. Mientras caminaba, Shunkichi tenía la
extraña impresión de que de la bolsa de viaje sujeta por su
mano surgía un rumor estridente, como si contuviese algo
capaz de explotar saltando por los aires. Resultaba extraño que
aquel emblema de fuerza y peligro permaneciese tranquilo y
silencioso dentro de la sencilla bolsa de viaje.
Como Shunkichi no tenía costumbre de beber solo, no
conocía ningún bar en particular. Simplemente siguió
deambulando. De repente, como en un sueño, se acordó de un
lugar bien conocido, y todo cuanto había a su alrededor
adquirió un aspecto familiar. Tenía la impresión de ser
arrastrado hacia un lugar con los ojos vendados. Estaba al lado
de la cafetería Acacia, el local de la madre de Osamu.
Dobló por una esquina para dirigirse hacia Acacia. Sin
embargo, no encontraba la cafetería. Desanduvo el camino
varias veces buscándola. Solo al final se dio cuenta de que la
cafetería que él conocía ahora se llamaba Liebe, el exterior
había sido reformado por completo y ahora era un oscuro bar
de copas.
Shunkichi abrió la puerta y entró. Había algunos clientes en
la barra; tras la barra, una camarera le saludó. Bajo la débil luz
destacaba blanca y brillante como una vela la piel del escote
de la camarera, que vestía un kimono de manera informal. No
podía distinguir bien su cara. La madre de Osamu no estaba.
Shunkichi se sentó en la barra, pidió un highball y solicitó
que le acercaran una lámpara de luz violeta que había cerca.
En ese momento oyó que alguien, inmerso en la oscuridad,
chasqueaba la lengua, pero enseguida dejó de escucharse el
más mínimo ruido. Shunkichi colocó bajo la luz el objeto que
había sacado de un papel de estraza. Junto al cinturón a rayas
rojas y amarillas, se hallaba la hebilla gruesa dorada de quince
centímetros de altura y diez de longitud.
En realidad aquel cinturón debería estar brillando alrededor
de su cintura. El hecho de que el cinturón de campeón se
hallase ahí, ante el campeón, confrontándolo, resultaba
extraño. Al fijarse en el cinturón, el águila daba la impresión
de mostrar sin reservas una innata deslealtad.
La placa dorada de la hebilla estaba desconchada en
algunas partes, con un color cobrizo en el fondo y el relieve
del molde ennegrecido. Sobre las grandes alas desplegadas de
una gran águila estaba impresa en caracteres germánicos la
palabra BOXING. El águila se aferraba con las garras a lo alto
de una corona con diversas incrustaciones de piedras preciosas
y diseños de tréboles. A la izquierda de la corona, una rama de
laurel. A la derecha, una rama de roble. Sobre la corona se
inscribía a cincel el nombre del primer campeón con la fecha
de la victoria. La extremidad de las alas del águila se
desplegaba ampliamente resaltando la forma del escudo.
Shunkichi se quedó completamente abstraído
contemplando el cinturón. No había probado todavía siquiera
el highball que le acaban de servir.
El tono dorado se difuminaba, luego recuperaba nitidez y
de nuevo se desenfocaba. El águila, por momentos, parecía
echarse a volar para después recobrar su aspecto disecado en
oro. Aquel sereno cinturón tallado a cincel atesoraba violentas
acciones en numerosas peleas de boxeo, salpicaduras de
sangre, vertiginoso mareo, la vacía sensación de la victoria y
el dolor de la derrota.
Shunkichi no pensaba en nada. Por eso no sabría decir si se
sentía contento o vacío. En todo caso, en los sentimientos no
había lugar para el dinamismo de la acción; al disciplinarse en
la acción, sus sentimientos habían muerto.
—¿Qué estás mirando? Qué joya más bonita —dijo la
mujer tras la barra inclinando la cabeza. En su época de
universitario Shunkichi le habría enseñado el cinturón de
campeón, pero ahora, ya fuera por pudor o por recelo
profesional, no quería que la camarera le estropease su
momento de éxtasis individual, sabía bien por experiencia que
a veces un sentimiento de gloria como aquélla no podía
comprenderlo fácilmente una mujer.
—No es nada, no tiene valor —contestó mientras guardaba
el cinturón en el bolso; el sencillo papel de estraza hizo ruido
al realizar la acción. Le costó mucho meterlo bien en el bolso.
—Eres boxeador, ¿verdad? Estoy segura. Venga,
enséñamelo —dijo la mujer.
Su cara no era de las que le gustaban a Shunkichi. Guardó
la bolsa de viaje con aire molesto.
Alguien a su lado dijo:
—Oye, no seas tan tacaño. ¿Por qué no se lo enseñas?
A su lado había un grupo de jóvenes bebiendo en la barra.
Uno de ellos es el que había dicho tales palabras.
Shunkichi echó un rápido vistazo. Era un grupo de jóvenes
corrientes de barrio. Llevaban tejanos y cazadoras de nailon
rojas y azules. El pelo largo hasta la nuca y el flequillo
engominado alto y rígido como una torre.
Los jóvenes de este barrio que no bajaban la cabeza en
señal de respeto eran simples maleantes que no podían ser
tildados más que de delincuentes de poca monta. Jóvenes que
habían fracasado en los estudios, no eran más que aficionados
a maleantes. Jóvenes que vivían ese periodo difícil entre los
diecinueve y veinte años con un notable malestar, y cuyo
único placer consistía en violar en grupo a una sola mujer o
conducir motos a toda velocidad. Uno de los jóvenes tenía los
mofletes gorditos como una jovencita, y otro de ellos siempre
fruncía la boca con un labio caído en señal de disgusto.
Shunkichi comprendía que se comportaran así. Sin
embargo, les separaba una gran distancia.
Hacía años, tipos como éstos simplemente le habrían
parecido sacos de boxeo vivientes. Pero su manera irracional
de estar en contra de todo los convertía en objetos sin más. Así
era, su sarcasmo, la agresividad en su mirada, su típica jerga
de yakuza, la manera de moverse, sus poses, la musculatura…
Nada de todo aquello poseía características humanas,
participaba más de una cualidad material, como sacos de
boxeo sin ojos ni nariz, un movimiento siempre ondulante y
burlón. La carne de sus cuerpos era falsa, una imitación de la
real. Un saco de cáñamo lleno de papeles rotos. Parecía que su
marca característica era ser sacos de arena.
… No obstante, ahora lo único que estaban haciendo era
una demostración de su «debilidad». Una debilidad bajo sus
cazadoras de nailon que se transparentaba claramente como a
través de una radiografía. Cada uno de ellos era portador de un
diferente tipo de debilidad, dentro de ellos había una de esas
frágiles cajitas para atrapar insectos. Una poética cajita
delicada, poco resistente, miserable, llena de malestar. Aquella
debilidad era como el reverso del reflejo de la fortaleza de
Shunkichi, sólida como una estrella proyectándose sobre un
lejano pantano terrestre. Jamás se había oído que una estrella
pudiese ser golpeada por su propio reflejo.
Shunkichi, a diferencia de antes, no experimentaba ningún
enfado ni indignación. Simplemente confiaba en su fortaleza.
No iba a perder la calma ni dejarse provocar, su fortaleza era
clara como un astro en el firmamento.
Sin embargo, los tipos no dejaban de buscar pelea, como
niños que patalean al no poder rascarse la espalda cuando les
pica.
—Vaya un tipo más tacaño.
—Al parecer, la chica no es del agrado del señor.
—Eiko, aléjate, parece que no le atrae tu delantera.
—Este mundo se ha llenado de pedantes amanerados.
Shunkichi no les prestaba atención. La mujer le guiñó un
ojo amistosamente, pero uno de ellos, al darse cuenta, le lanzó
una furibunda mirada que la dejó petrificada.
En esos momentos el tiempo se aceleraba trágicamente,
parecía adquirir una textura pegajosa, y después se
congestionaba, pero en realidad era un tiempo rápido y
apresurado. Abandonado a su velocidad, pareciera que el
tiempo se detuviese. Shunkichi conocía bien esa sensación
especial que adquiría el tiempo antes de que fuese a ocurrir
algo. Él siempre tuvo un reloj preciso y sin igual para percibir
ese tempo.
Finalmente uno de los jóvenes se levantó y se acercó a
Shunkichi. Era muy alto y olía como un retoño de aucuba. Con
gesto avieso, torcía la boca todavía más frívolamente al sonreír
falsamente. Se agachó un poco adrede para ponerse a la altura
de Shunkichi y, acercándose a su cara, dijo:
—Tío, ¿me dejas ver ese objeto brillante que guardas como
si fuese un tesoro?
Shunkichi movió ligeramente la mano derecha. Fue un
movimiento espontáneo. El joven fue a dar de espaldas contra
la pared y cayó derribado, quedando con la barbilla bocarriba
y las piernas abiertas.
El resto del grupo enseguida se puso en posición de pelea,
pero uno de ellos que estaba al fondo los contuvo. Lanzaron
varias invectivas y después de insultarle sin parar se
escabulleron todos por la puerta.
Shunkichi se quedó solo en el bar.
—Qué fuerte eres —le dijo ella.
Shunkichi no dijo nada. Él no sabía por qué se quedó
callado, pero la cuestión es que no dijo nada.
Shunkichi se acabó el highball y, tras pagar la cuenta, salió del
bar llevando en la mano izquierda la bolsa de viaje. Nada más
salir, lo zancadillearon. No fue sólo una zancadilla: acto y
seguido se dio cuenta de que le golpearon con un objeto
parecido a un bate en las piernas. Al caer de bruces, protegió
la bolsa contra su pecho, y al caer sobre ella, tuvo que apoyar,
naturalmente, la mano derecha contra el suelo. Una sombra
negra se acercó rápidamente, notó que le lanzaban algo blanco
y pesado contra la mano derecha, apoyada en el suelo. Se oyó
nítidamente el sonido que se producía al romperse algo. La
sensación era como la de ser golpeado por un gran martillo,
pero no se trataba más que de una piedra.
El bolso y el cinturón de campeón quedaron intactos. Sin
embargo, le habían destrozado las articulaciones de la mano
derecha. Al ingresar en el hospital, primero le curaron las
heridas y al cabo de un par de días, al reducirse la inflamación,
le operaron los huesos de la mano. Consiguieron recomponerle
los huesos, prácticamente machacados, devolviéndole la
forma, y le enyesaron la mano. Pasadas tres semanas, le
quitaron el yeso y comenzaron los masajes de rehabilitación.
Como no bastaba con un solo rehabilitador, Kawamata venía
cada día a ayudar con los masajes con pertinaz dedicación.
Tenía una expresión difícil y sombría; no decía nada, tan sólo
se concentraba en los masajes, con gotas de sudor bañándole la
cara. Finalmente, la mano derecha dejó de dolerle, pero
Shunkichi ya no podía mantener cerrados los dedos en puño.
El cirujano comunicó al Club Hachidai que su boxeador ya
nunca más podría pelear. El Club Hachidai esperó a que él
presentase su renuncia. No hizo falta más de un día. Como a
Shunkichi le disgustaba que se compadeciesen de él, también
envió una carta de renuncia a la empresa de Hanaoka. Éste, al
principio, la rechazó y trató de hacerle desistir, pero
finalmente terminó aceptándola. Tras las palabras
compungidas de Hanaoka, Shunkichi percibía cierto odio y
resentimiento. Como si de repente se hubiera convertido en
una persona capaz de interpretar el lenguaje de los pájaros, de
repente Shunkichi podía captar claramente los sentimientos de
las personas ajenas. Y aunque constituía una visión o paisaje
horrible, gracias a ello también había llegado a admitir el valor
de la gente corriente.
—Ya no hace falta que siga viniendo. Usted se ha podido
recuperar mucho más rápido que la gente normal —le dijo el
cirujano.
Como Shunkichi permanecía en silencio, el doctor hizo
gala de su profesionalidad y, dándole unas palmaditas en el
hombro, le dijo:
—No se preocupe demasiado. Esto es una oportunidad para
dar un cambio a su vida, tal vez le espera un próspero futuro
que jamás habría imaginado en su vida como boxeador. Todo
está a la espera de su decisión… Por el momento, le iría bien
encontrar una buena mujer. Tal vez no necesite mis consejos,
pero que esto le lleve a hacer alguna estupidez no sería propio
de un hombre.
Tras las ventanas del hospital se extendía en el horizonte el
cielo de otoño. Un cielo límpido, como pulido por
desinfectante. Un olor fresco, inorgánico y patético. Sobre el
instrumental plateado y brillantemente pulido de la habitación
de hospital se reflejaba la ventana, el cielo otoñal y alguna que
otra nube.
«¿Mi vida? —pensó Shunkichi—. Habla de mi vida como
si fuese una pitillera de tabaco en su mano.»
La cordialidad del cirujano le había dolido. Era el mismo
médico que le curaba las heridas después de los combates
como si tal cosa, como si reparase una simple radio, sin
ofrecerle jamás palabras de ánimo.
Estaba ingresado en el hospital de su universidad, por eso,
nada más salir por la rotonda de estacionamiento de los
automóviles, vio frente a sí al otro lado de la calle el edificio
donde estudiaba. A estas horas, en un lugar del sombrío
edificio, Kawamata debería de estar en el gimnasio. A la salida
del hospital, él solía ir frecuentemente por allí, pero hoy no
tuvo ánimos.
Kawamata era la única persona que no cambió su
comportamiento a raíz de su percance en el bar. No se
compadeció de él ni hizo por consolarle —aquello no encajaba
con su escasa capacidad retórica—, y tampoco le recriminó
nada. Como de costumbre, permanecía en silencio si no había
nada de lo que hablar, y aunque llegase Shunkichi, ni se
alegraba ni ponía cara de fastidio. Habían aceptado su
dimisión en la empresa de Hanaoka, pero Kawamata le
prometió ayudarle a buscar un nuevo empleo cuando se viese
con ganas. Sin embargo, le advirtió de que en el mundo actual,
incluso para ser peón albañil, había que estar preparado.
Shunkichi se había enterado de que fue Kawamata quien hizo
pagar al Club Hachidai los gastos sanitarios y varias
contribuciones para manutención.
Shunkichi caminaba solo. Ningún destino concreto.
Aquella situación, andando solo bajo el límpido cielo de otoño
sin nada que hacer, la habían experimentado todos los jóvenes.
Shunkichi, a diferencia del resto, nunca había estado en una
situación semejante. Deambulando, percibió una tensión
mínima en la musculatura que le recordó las peleas de boxeo;
sentía que sus pies se movían como siempre, decididos, hacia
un objetivo invisible.
Ahora, en cambio, sentía simplemente que le llegaba hasta
el cuello el agua de un mar de indolencia y que con un mínimo
aumento del nivel del agua se ahogaría. La línea del horizonte
estaba justo a la altura de sus ojos. La masa de agua de la
indolencia que se expandía ante él y le obstaculizaba inundaba
todas las calles del barrio, el buzón, la oficina de correos, los
cafés, un pequeño jardín, el tranvía, una librería, una
verdulería y una tienda de ropa y accesorios. Antes él siempre
había navegado por ese mar sin remojarse.
Durante estas últimas semanas, Shunkichi se había dado
cuenta de la naturaleza cínica del pensamiento, que hasta
ahora había sido algo desconocido y que no temía. Él siempre
había creído que no pensar en nada era sólo una estratagema
para evitar el miedo, no era fruto de su esfuerzo, tenía
simplemente la suerte de haberlo corroborado por sí mismo.
¡Ahora en cambio el no pensar en nada le costaba un esfuerzo
increíble! Y dicho esfuerzo era en este momento la prueba
única de su coraje.
«¿Ahora voy a ser un hombre reflexivo? La finalidad de no
pensar eran los combates de boxeo, pero ya que el boxeo ha
desaparecido de mi vida, ¡tendría que dejar de ser así!»
Por otro lado, Shunkichi detestaba esas soluciones sabias
consistentes en cambiar de opinión según lo desafortunado o
desgraciado de la situación, es decir, enfocar la energía en un
lugar diferente al que se había fallado. Era necesario
convertirse en un hombre que no se lamentase. Si se
comprometiese a albergar pequeñas esperanzas y forjar su
visión del mundo de esa manera, aquello sería su fin.
Con la impresión de impotencia llegándole hasta el mismo
cuello, su forma de ver este mundo siempre seguiría siendo la
misma, no cambiaría. Jamás se daría a descubrir nuevos
significados donde nunca los encontró… Sin embargo, el eje
de su mundo se había venido abajo. Lo que él intentaba era
negar todo sueño. En una palabra, admitir con claridad que el
eje de su vida se había roto. Y, por eso mismo, no reconocer
una realidad que había cambiado.
Como resultado de su actitud, el mundo que se extendía
ante sus ojos era enteramente permeado de una sensación de
irrealidad. Todo era como antes. El eco del repique de
campanas sumergidas resonaba desde el fondo de un gran
templo budista, como si se infiltrase por las grietas de los
muros, constante y sin significado. Que lo reconociese a él o
no daba igual, nada tenía la misma carencia de significado de
antes… En este momento, la desesperación era una gran
ayuda. Pero Shunkichi detestaba tanto la esperanza como la
desesperanza.
Desde que supo que no podría apretar los nudillos para
cerrar los puños nunca más, empezó a fumar. Poco a poco, el
sabor del tabaco empezó a agradarle.
… Una vez rebasado el edificio de la universidad, rebuscó
en su bolsillo y sacó un cigarrillo del paquete de tabaco. Se lo
puso en la comisura de los labios y con una mano encendió la
cerilla… En ese intervalo se le quitaron las ganas de fumar.
Andar deambulando sin rumbo y encenderse un cigarrillo le
pareció absurdo. La ausencia de significado era como el fulgor
del puñetazo transparente y lejano de un boxeador invisible.
Con la mano con la que se había llevado el cigarrillo a la boca
lo tiró sobre la acera. Últimamente le pasaban cosas de este
estilo. A partir de ahora, todavía mucho más. En el cielo azul
matinal de otoño se arremolinaban boxeadores transparentes
que lo tenían todo el rato bajo su punto de mira, púgiles cuyo
nombre era «falta de significado».
Un grupo de cuatro o cinco estudiantes con el uniforme de
la universidad venía por la calle del tranvía; había alguno que
formaba parte del equipo de boxeo y al reconocer a Shunkichi
le saludó quitándose el sombrero. Era un estudiante nuevo, de
aspecto inteligente, al que había visto anteriormente en dos o
tres ocasiones. Shunkichi le devolvió el saludo. En la solapa
de su uniforme resaltaba la insignia roja del equipo de boxeo.
A Shunkichi le agradó la expresión huraña de los estudiantes
más veteranos que no le devolvieron el saludo. Durante un
momento experimentó la idea del deshonor. Un deshonor que
no tenía nada que ver con el boxeo. Se esforzó en no pensar
demasiado en dicha humillación.
«Tengo autoridad para caminar orgullosamente»… En otros
tiempos, habría abrigado esa autoridad en momentos como
ése. Ahora, en cambio, tenía la impresión de tener que
compartir dicha autoridad con miles de personas. Las
expresiones típicas de la sociedad tales como «Cualquier
hombre», «Porque ha nacido en cuanto ser humano», «Incluso
un insecto», «En tanto pueda llamarse hombre», se
arremolinaban en el reverso de su «identidad». Aquellos
débiles que tanto había despreciado eran todos indistintamente
aliados suyos, lo sostenían, alababan la debilidad humana y
andaban el mismo camino que él.
Cuando llegó a la calle del tranvía bajo la intensa luz de
mediodía, empezó a andar con confianza al cruzarse con la
gente, pero tenía la impresión de que todos hacían lo mismo y
se dio cuenta de lo absurdo de dicho intento. La clave de su
fortaleza y originalidad había desaparecido por completo.
De una librería de libros antiguos vio salir a un profesor de
literatura inglesa entrado en años; había asistido a sus clases
durante un par de lecciones, e iba acompañado de dos
estudiantes enclenques. Era un viejo profesor ya desmejorado,
estudioso de poca fama, que quince años antes había sido
transferido desde una universidad estatal a la de Shunkichi. En
sus lecciones hablaba con tono mendicante. Tenía la cara llena
de marcas, la boca no se le cerraba bien y temblaba
continuamente haciendo oscilar los puentes de sus dientes
postizos.
Aquel anciano había vivido hasta hoy en un mundo de
certidumbres firmes y seguras. Desde siempre fue un anciano,
su especialidad era un destino reservado a quienes no temen la
vejez. Un destino como el de aquellos que se vestían a la moda
inglesa hace treinta años… El anciano observó brevemente a
través de sus lentes de vista cansada a Shunkichi. Por
supuesto, no sabía quién era. Los pálidos estudiantes le
susurraron algo al oído. Shunkichi sabía lo que le dirían. Le
habría gustado patear a esos estudiantes. Por eso se dio la
vuelta para mirarlos cuando pasó de largo. En el rostro lleno
de arrugas del viejo profesor se destacaron dos ojos cobrizos
observándolo fijamente con curiosidad.
«Viejo chocho», pensó Shunkichi. Al pensar así, se
horrorizó ante la figura de aquel viejo. Observando al anciano
por primera vez, experimentó un profundo disgusto.
«Cierra los ojos, conviene apresurarse y mantener la mente
en blanco, hay que vivir. Aunque mi destino en breve sea el
mismo.»
En su mente empezaba a surgir la fuerza de la imaginación.
Las calles plenas de sol otoñal se llenaron de trabajadores y
estudiantes para el descanso del mediodía. Irían a comer a
cualquier restaurante barato. Sin embargo, todo aquello era
absurdo. Seguro que los palillos se le caerían de las manos.
La gente paseaba tranquilamente disfrutando del descanso
del mediodía. A Shunkichi aquel descanso se le hacía eterno,
un tiempo libre sin fin. Tal vez procedentes de algún evento
deportivo, en el cielo claro sonaban fuegos artificiales, que
retumbaban sin parar aunque no podía verlos. La gente parecía
festejar alegremente con tracas de pólvora que ya nunca más
saltaría a un cuadrilátero.
«Como no podré volver a pelear nunca, tendría que haber
un gran accidente. ¡Esos fuegos artificiales tendrían que ser
disparos!»
Para la gente que caminaba pensando en la comida del
mediodía no había razones para pensar que se tratase de
disparos. Los alfileres de las corbatas en las solapas de los
oficinistas, los botones dorados de los uniformes de los
estudiantes y los broches de las secretarias de oficina brillaban
bajo los rayos el sol.
Frente a las librerías de antiguo había muchas series de
novelas policiacas americanas en versión paper-back de
colores chillones reflejando la luz. Senos sobresaliendo de
lencería rosa, camisas llenas de sangre, manos peludas
aferrándose al vacío, pistolas, sombreros, espaldas de hombres
dobladas por golpes.
El mundo irreal ante sus ojos le parecía como un globo
demasiado inflado, una superficie tan fina y tensa que
sorprendía que no explotase.
Bajo el cielo despejado, las vías del tranvía se alargaban en
la distancia hasta el centro de la ciudad, la sombra del
guardarraíl se proyectaba aún más lejana, parcialmente
brillante. Le sorprendía que el mundo fuera tan transparente.
Un mundo y una sociedad tan transparentes que reflejaban a
través de una lente su falta de objetivos y sentido con tanta
segura futilidad. Probó a tocarse la nariz y los pómulos. Como
la mano derecha le recordaba su incapacidad, utilizó la mano
sana, la izquierda… Tocó la nariz blanda y un poco húmeda
que surgía sobre la piel dura de tantos golpes. Bajo la luz del
sol destellaba un poco grasienta.
Una mano se posó sobre el hombro de Shunkichi.
—Oiga, Fukai Shunkichi, no debería andar con ese aire
melancólico. —La voz pausada y firme al mismo tiempo.
El joven apartó la mano de su hombro y al darse la vuelta
vio a un hombre con traje azul.
Se trataba de Masaki, compañero suyo, líder del grupo de
animadores.
Masaki, por cierto, era lo más alejado de la imagen que
suele asociarse a los líderes de un grupo de animación
universitaria. No tenía barba, no vestía el hakama tradicional
ni calzaba geta. Tampoco tenía un gran cuerpo robusto, ni era
obeso. No era exageradamente eufórico ni optimista. Al
contrario, cabría más bien decir que daba el aire de un enfermo
tuberculoso, no tenía buen color de cara ni se distinguía por un
buen físico. Sin embargo, poseía una voz baja, poderosa,
nunca se quedaba ronco o afónico. Gracias a lo atrayente de su
voz, lograba mantener unido al grupo de animadores y
motivaba a todo el mundo con el entusiasmo que desbordaba
de su cuerpo delgado. Normalmente, a pesar de su aspecto
taciturno, era locuaz. Masaki, en cuanto líder del grupo, tal
como decían, era como una bola de fuego. Daba órdenes con
más eficacia que un militar de rango a sus soldados, de manera
que la gente le obedecía casi sin reflexionar con entusiasmo
masoquista. Masaki, ajeno a su apariencia física, parecía
ostentar un poder sobrenatural de autoconocimiento.
Shunkichi temía en su fuero interno a Masaki y por eso nunca
había hablado con él con demasiada confianza.
—¿Todavía no has comido? Yo iba a comer ahora, ¿qué te
parece si vamos juntos? —Sin atender a la respuesta de
Shunkichi, como hablando para sí mientras caminaba, añadió:
—Sé todo lo que te sucedió desde aquel percance.
Masaki evitó los restaurantes baratos de la calle principal, a
rebosar de empleados y estudiantes, y, adentrándose por un
callejón, se dirigió a un local de comida china con una
cortinilla, que más parecía un sucio delantal, en la entrada. Sin
preguntarle nada a Shunkichi, pidió dos ramen. Se sentaron en
una esquina en dos taburetes parecidos a los del cuadrilátero
de boxeo. Sobre la mesa había un contenedor lleno de palillos
desechables, restos de sopa de algún cliente previo y las
marcas dejadas por el agua derramada de un vaso.
Se encendió un cigarrillo y, ofreciéndole uno, le dijo:
—Tú ahora también fumas, ¿verdad?
Shunkichi se quedó sorprendido.
—Hacía mucho que no nos veíamos —dijo Masaki
esbozando por primera vez una sonrisa tras su cigarrillo.
—Sí, tal vez medio año. O incluso más.
—Es mentira eso de que el tiempo vuela. Mira esto —dijo
Masaki mientras sacaba de su bolsillo un viejo y tosco
cronómetro.
—Se lo compré el otro día a uno más joven que yo, por dos
mil yenes; podrás decir que está medio roto, pero hay muy
pocos como éste. Además, funciona muy bien.
Pulsó la ruedecilla. La aguja empezó a hacer tictac bajo los
detallados números del cuadrante.
—¿Cronometramos cuántos minutos tarda en llegar el
ramen? Dirás que es una estupidez, pero hasta ahora todos
calcularon de esta manera tus victorias sobre el ring. Una
ronda, tres minutos. Sería aburrido si no se hiciese así.
—¿Me has traído a comer para hablar de eso?
—No te pongas así. Tengo una cosa más importante de la
que hablarte. ¿De acuerdo? El ramen al fin llegará. De eso no
hay duda. Nosotros daremos cuenta de él. De eso, tal vez
tampoco quepa duda. ¿Después qué queda?
—Pues nos despediremos y cada uno por su lado —dijo
Shunkichi con la voz cálida y vivaz que ponía cuando no temía
hablar sinceramente—. Te lo diré sin rodeos: ahora no tengo
ganas de ver a nadie.
—Tienes razón. Nos despediremos y después te quedarás
solo de nuevo. ¿Y luego qué harás?
—No insistas. ¿Quién te dice que no tengo por ahí alguna
mujer esperándome?
—Acostarse con una mujer es aburrido. Ellas también
llevan cronómetro incorporado. Con ellas se puede aguantar el
aburrimiento durante una ronda de tres minutos. Sólo eso.
—No sé qué tratas de decirme.
Trajeron el ramen. Al percibir el vapor caliente de la sopa
en la cara, sintió sus mejillas heladas y la piel irritada y
cárdena. Masaki separó los palillos de madera y se produjo un
chasquido agradable. Después colocó el contador entre los dos
cuencos de sopa.
—Mira. Éste es un tiempo que tampoco regresa. ¿Te parece
que compitamos a ver quién se come antes el ramen?
—Deja ya de comportarte como un niño.
—Y tú de decir tonterías. Lo que estoy diciendo es por ti.
Deberías comerte el ramen así, si lo piensas, para que puedas
volver a llenar tu tiempo de la misma manera que antes de tu
lesión en la mano. El que se comporta como un niño eres tú.
Shunkichi se quedó callado. Después empezó a sorber los
fideos. Estaban malísimos. Ante la aguja del contador le
parecía estar observando a una extraña criatura animal. Se dio
cuenta, para su disgusto, de que el tiempo de aquel cronómetro
era de la misma naturaleza que el de la horrible voz del árbitro
que pronunciaba la cuenta atrás cuando había derribado a un
rival… De repente, Shunkichi dejó los palillos.
—Ya puedes parar.
Masaki pulsó el cronómetro con una sonrisa taciturna. La
aguja retornó a su posición con un movimiento nervioso.
—Estarás cansado, ¿verdad? Piénsalo bien. Tu tiempo de
ahora en adelante será así. Se ceñirá en torno a ti como una
ondulación constante. Y, además, ya no puedes boxear. Ahora
tal vez todavía estés a tiempo. Todavía quedan rescoldos de
obstinación y combates en los que participaste y que te hacen
seguir buscando. Podrás incluso olvidarte de tomar la decisión
de terminar tu carrera en el momento adecuado… Por el
momento, así marcha todo… Sin embargo, todavía te queda
mucho tiempo por delante. ¿Han pensado en ello? Con el
físico que tienes, podrías vivir hasta los ochenta o noventa
años. ¿Cómo piensas vivir todo ese tiempo? ¿Tienes intención
de pasarte el resto de tu vida mirando los trofeos y álbumes de
fotos de tus peleas sobre el estante? Sin embargo, no podrás
volver a boxear. Y eso supone un trecho considerable.
Shunkichi estaba a punto de perder los nervios, pero ya
había olvidado lo que era enfadarse realmente. Observó
aquella montaña de tiempo muerto ante sus ojos, tal como
había dicho Masaki, un tiempo como un montón de escombros
entre las ruinas de un incendio. Un paisaje inmóvil bajo los
fuertes rayos de sol de finales de otoño.
Shunkichi se sintió atenazado por el terror. Ya no estaba
seguro de poder vivir en aquel vacío tanto tiempo. Vivir
muriendo lentamente. Se necesitaría mucho valor, y aun en el
caso de lograrlo, sería ésta una victoria realmente triste.
Shunkichi tenía miedo. Nunca antes se había planteado
realmente aquella situación.
Masaki observaba atentamente a Shunkichi. Tras
asegurarse de que habían surtido efecto sus palabras, prosiguió
con el mismo tono dramático, oscuro y emotivo.
—Si te soy sincero, he pensado en un método perfecto para
el tiempo que te queda, por eso he salido en tu busca. Hazme
caso y escucha bien lo que te voy a decir.
A continuación, prosiguió como si tal cosa, como
entonando un salmo:
—Nosotros, el pueblo japonés, encarnamos el espíritu
verdadero del Gran Japón Imperial, y honramos la paz del
soberano y sus súbditos. Debemos transformarnos en una
nación moderna, un país que lucha por la libertad, la paz, la
felicidad, la serenidad y la espiritualidad anheladas por las
naciones y razas del mundo. Dicha voluntad acaso proceda de
nuestro parentesco con la diosa del Sol Amaterasu o bien
porque poseemos el valor y el coraje superior de dedicar
nuestra vida a seguir al emperador, y por eso nos
comprometemos a servirle y seguirle eternamente, aquí en el
cielo y la tierra.
Masaki interrumpió sus palabras un momento y Shunkichi
exclamó sorprendido:
—Pero ¿qué es lo que estás diciendo?
—Es nuestro ideal. ¿Crees en él?
—Sinceramente, no entiendo de qué estás hablando.
—De acuerdo, entonces te lo explicaré de otra manera. —
Masaki, recuperando su anterior tono, dijo—: Se trata de los
ideales que nosotros declaramos para la construcción de la
nación, planeamos ensalzar la espiritualidad japonesa.
Queremos acabar con el comunismo y revisar los postulados
del capitalismo, y esperamos que se reescriba la Constitución
de este país humillado tras la derrota en la guerra. Queremos
demostrar la ilegalidad de los traidores comunistas y promover
el rearme para restablecer la paz, la independencia y las
fuerzas armadas. Queremos también acabar, con la misma
fuerza dirigida contra los traidores comunistas, con la clase
dirigente actual, que ha permitido el aumento de la
delincuencia y ha llevado a nuestro país a la ruina. Nuestra
aspiración es instaurar un nuevo orden nacional que dé
prosperidad al pueblo japonés…
—¿Y qué es todo eso?
—Pues eso, un ideal —contestó con calma Masaki.
Shunkichi sintió ganas de empezar a hacer preguntas con
un aire de curiosidad infantil.
—¿Crees en todo eso realmente?
—¿Si creo? Bueno, tal vez estaría exagerando si te digo
que creo. Pero esa forma de decirlo me provoca cierto «buen
talante». No sabría decirte por qué, pero tengo la impresión de
que mi cuerpo se funde con cada una de esas palabras. Puede
que sean palabras parecidas y cercanas al sentido de la palabra
«muerte»… Cuando era líder del grupo de animadores, en más
de una ocasión percibí de repente el impacto que me producía
la misma palabra «muerte» y experimentaba un placer especial
cuando cantábamos impetuosamente himnos de apoyo. La
sensación de la muerte era similar a los escalofríos que se
sienten al orinar después de haber estado mucho rato sin poder
aliviarse; así soltamos lastre en la experiencia de la muerte.
»Para jóvenes sanos, puede que la muerte sea el ideal más
urgente. No es una muerte con condiciones, sino una muerte
sin sentido, un asumir por completo la muerte, aceptar su
imperativo sin más. Luego se le pueden añadir todos esos
simbolismos mistéricos y solemnes tradicionales que adornan
la muerte con palabras de obituario como guirnaldas plateadas
para los funerales. Todo eso lo necesitan. Ésas eran sus
necesidades. Equivale a los «escuadrones de la muerte» de
antes de la guerra. Si estuviésemos en esa época, yo me uniría
a ellos con mucha alegría.
—Ya veo que eres todo un extremista de derechas.
—La verdad es que sí. Sin embargo, a nadie le hablo como
te estoy hablando a ti. Creo que en ese sentido tú y yo nos
parecemos bastante. Es muy posible que tú experimentaras
algo similar en el boxeo.
—No lo creo —contestó Shunkichi tratando de resistirse a
la extraña y agradable sensación que empezaba a sentir.
—Eso lo dices ahora. Además, tú no eres un tipo al que le
guste reflexionar en exceso. ¿Acaso puedes demostrarme que
no fuiste así siempre?
Tras aquella conversación, siguieron hablando un buen
rato. Al final, lo que le gustó a Shunkichi fue que Masaki no
tratase de imponer nada de la ideología de su grupo político.
—¿Por qué no importa que yo crea en esa ideología?
—Porque quienes no creen son precisamente los tipos
inteligentes. Y yo el que más. Mírame. Soy perfectamente
consciente de no tener fe. Sin embargo, observo nítidamente la
ideología distanciándome de mí mismo, y cuando la veo usada
como instrumento por algunos, obtengo un éxtasis sin igual, y
siento más cerca mi muerte y la de los demás. Ésa es la marca
de un auténtico activista. Pero eso no es todo, también se
necesita dinero. Una vez que se va reconociendo este hecho, al
fin consigues dar con la manera de generar esos recursos
económicos.
»Para los jóvenes rebelarse es vivir y, en cambio,
mantenerse fieles es morir. Eso ciertamente era un antiguo
dicho. Tanto la rebelión como la lealtad son necesarias como
un fruto sabroso y dulce. Por ejemplo, los deportistas. Usan
toda su energía de oposición en el deporte que practican, y en
cuanto a la lealtad, todos la manifiestan hacia sus compañeros
veteranos. Es un esquema sencillo, pero los jóvenes se atienen
a las reglas… ¿Qué te parece? Uno jura lealtad a unos
principios en los que no cree realmente y eso es lo que
significa oponerse completamente al «futuro» o la «nueva
sociedad».
—Yo creía en el boxeo —dijo Shunkichi con intensidad en
la voz.
—Eso lo sé.
—Era mi meta.
—¿Y ahora?
Shunkichi se quedó callado mientras manoseaba los palillos
mojados sobre el cuenco de sopa vacío.
La punta de los palillos de cedro tocaba el líquido, y bajo la
fina capa de grasa que flotaba en el fondo se adivinaba,
sumergido, un diseño en rojo y verde con forma de dragón.
—¿Y ahora? Como poco, el boxeo ha dejado ya de ser tu
objetivo, y aun así te empeñas en seguir creyendo en el boxeo.
Al menos tienes esa intención… Pero ya te lo he dicho antes,
te queda mucho tiempo por delante. O, más bien, te espera por
delante el «futuro», eso que tanto detestas… Si la razón de tu
vida tiene que ver con algo que ya no es tu objetivo, de
acuerdo, pero trata de calcular con exactitud la unidad de
medida de un deseo tan ambiguo. Debes estar en una
condición ideal para lograr hacer algo que no consideras tu
meta.
—Así es —murmuró Shunkichi—. Tal como dices, pero
para cualquier cosa que haga, necesito tener un enemigo
adecuado.
—Eso enseguida lo encuentras. Hasta ahora, dicho enemigo
aparecía ante tus ojos. Ahora tu enemigo ya no está
esperándote de inicio ante ti. Ahora tus acciones serán tu rival.
Por eso, cuando actúes, el enemigo enseguida aparecerá ante
ti.
—¿Y cuáles fueron tus acciones?
—Pues han sido diversas. ¿Recuerdas cuando el uno de
octubre regresó a Japón el delegado plenipotenciario
Mastumoto, encargado de negociar con la Unión Soviética? Yo
dirigí la manifestación en el aeropuerto de Haneda con el
eslogan «No al tratado entre Japón y la Unión Soviética»,
«Basta de hacerle el juego a los rojos». Uno de los hombres a
mi cargo dejó hecho un trapo a un policía, y le hizo morder el
polvo a base de bien. Antes de formar parte de nuestro grupo,
era un desgraciado yakuza, y ahora es un acérrimo nacionalista
defensor de la patria.
—Si yo tuviese que dirigir una de esas acciones, ¿contra
qué enemigo debería dirigirla ahora?
—Singman Rhee. A continuación, el pusilánime gobierno
de Japón, que no sabe hacer una declaración de guerra, y el
cobarde ministerio de Exteriores.
Shunkichi, al final, tuvo la impresión de que estaba a un
paso de ceder y venderse a sí mismo. «Igual que si se vendiera
una parcela llena de susuki, estoy a punto de entregarle mi
futuro. Me convertiré en alguien que posee la fuerza de no
pararse jamás a reflexionar, alguien que jamás abre los ojos ni
despierta, alguien que duerme para siempre»: ésa era su vaga
impresión.
Masaki supo que su poder de persuasión había calado, suya
era la victoria. Le explicó que el jefe de la organización
también estaba de acuerdo en pedirle a Shunkichi que se
uniese a ellos, y que por él haría una excepción para que desde
su mismo ingreso formase parte de los dirigentes y que al día
siguiente se reunirían para admitir a nuevos miembros. Masaki
se sacó del bolsillo un pergamino escrito en caracteres
antiguos en tinta negra, a continuación limpió cuidadosamente
la suciedad de la mesa y lo colocó ante Shunkichi.
JURAMENTO:
Al presidente de la Asociación de Lealtad a la grandeza de
Japón:
El declarante, habiendo recibido en esta sede el permiso
para entrar a formar parte de la Asociación, tras la
presentación de un miembro de dicha asociación, jura ante los
presentes que respetará hasta la muerte las siguientes
directrices:
• Luchar por restaurar el poder imperial de Su Majestad el
emperador.
• Rendir obediencia al presidente y colaborar en el orden y
la unidad de la Asociación.
• Pertenecer siempre con orgullo a la Asociación sin
transgredir jamás su reglamento.
Juro ante nuestra divinidad mantener mi voto. En el remoto
caso de traicionar mi juramento, aceptaré cualquier decisión
que la Asociación considere adecuada.
Fecha:
Firma:
Firma del miembro garante:
—Tienes que firmar aquí. Puedes usar pluma estilográfica, si
quieres —dijo Masaki.
A continuación, sacó una pequeña navaja del bolsillo y le
pidió a Shunkichi que sellara el juramento también con sangre.
—¿Qué dedo me corto?
—Qué poco sabes: pues el meñique.
Shunkichi, sin vacilar, rasgó suavemente la yema de su
meñique con la reluciente hoja de la navaja. No cortó bien.
Volvió a cortar con más fuerza. Del corte blanco en la piel
brotó un vívido hilo de sangre y, tal como le había dicho
Masaki, un escalofrío de placer le recorrió la médula.
—Cómo se nota que eres boxeador. No te da miedo la
sangre.
Capítulo 9

Fujiko suponía que a esta hora ya habría llegado Seiichiro a la


oficina.
La noche anterior, el avión con llegada a las once y media
al aeropuerto de Idlewild se retrasó dos horas. Fujiko había
acompañado a su marido para ir a recoger al presidente de la
Sociedad Metalúrgica Meiji, al que también conocía
personalmente. Incluida la tardanza en el control de aduanas,
aguardaron hasta tres horas. Nada más salir abriéndose paso
entre los demás viajeros, lo metieron apresuradamente en el
coche de Seiichiro y consiguieron dejarlo en el hotel ya cerca
de las tres de la madrugada. Regresaron a su casa y se
acostaron a las cuatro. Pero Seiichiro se levantó a las ocho
para ir a la oficina.
La pareja había realquilado el apartamento de un amigo
americano, un ingeniero que debería pasar una temporada en
Venezuela. Como no quería perder su residencia en un
emplazamiento tan conveniente, les propuso mudarse, gracias
a lo cual el matrimonio pudo terminar con los más de dos
meses de estancia en un hotel. De todos modos, seguía siendo
un hogar provisional. Tenían reservada una casa en el
agradable barrio de Riverdale, en las afueras, pero tenían que
esperar a que la familia de un empleado de una sociedad
comercial que en ese momento ocupaba el apartamento
regresase a Japón.
… Cuando Fujiko miró el reloj junto a la cabecera, ya era
casi mediodía. En la habitación se filtraba una claridad débil
como luz de alba, porque la lluvia no cesaba desde el día
anterior.
A su lado, en la almohada de Seiichiro, destacaban unas
manchas de gomina, aún más oscuras a media luz. Se
respiraba el aire cargado de la habitación sin ventilar. Fujiko
suspiró y besó la almohada. Luego se levantó y fue a descorrer
las cortinas.
Bajo la lluvia se divisaba la parte trasera de edificios de
diversas alturas en la avenida 56 de West Side.
En la avenida principal se alineaban, apiñados, edificios de
una altura similar, pero mirando hacia el patio interior de un
bloque, se divisaban techos bajos, jardines en los terrados,
amplias azoteas en diversos planos de altura, balcones terraza
en los áticos y las ventanas traseras de casas antiguas de tejas
rojas. Justo bajo la ventana de la tercera planta había una larga
y estrecha jardinera, extrañamente el único acceso era por la
ventana. Allí el matrimonio había dejado un hatillo de leña
para quemar en la chimenea.
En la terraza había dos o tres macetas cuyas flores ya
marchitas no dejaban adivinar la especie. En el rincón, una
silleta vieja de asiento de anea, desvencijada y volcada en el
suelo por la ventolera lluviosa.
Aunque desde arriba no se veía suelo de tierra, tras los
edificios asomaban las copas de altos plátanos cuyas anchas
hojas amarilleaban ya a comienzos de noviembre y,
desprendiéndose, volaban a pegarse húmedamente como
papelillos publicitarios sobre el suelo de la terraza y la silleta.
Por las calles no pasaba un alma. Tampoco llegaba hasta
aquí el ruido del tráfico. Las ventanas traseras de la casa de
tejas rojas estaban cerradas, y sus cortinas blancas echadas
sugerían una vivienda desierta.
Fujiko pensó encender la chimenea, así que abrió el postigo
de la ventana y alargó la mano por el pretil hasta el manojo de
leña hacinado en la balconada, pero se le quitaron las ganas de
encender el fuego al tocar las astillas empapadas y frías.
Tiritando en camisón, no convenía dejar la ventana abierta.
Más valía contemplar tras los cristales la monotonía lluviosa.
Así era Nueva York cuando empezaba el invierno.
Hasta ayer apenas se había dado cuenta: sobre el respaldo
de la silleta de anea, calada por la lluvia, el mimbre
desenlazado colgaba como una enredadera que se balancease
bajo el chaparrón, asida al poste de un templete.
«Yo no tendría que estar aquí contemplando aburrida todo
esto —pensaba Fujiko aún adormilada—. No he venido hasta
este barrio neoyorquino para estar mirando con desgana esta
vista insulsa.»
Luego su pensamiento discurrió a la deriva rememorando la
buena estima de que gozaba su marido, tanto en América
como en Japón. Seiichiro era perspicaz, y muy trabajador;
además, era sociable y no despreciaba a la gente, dominaba el
inglés y era el joven empleado más talentoso de la Sociedad
Yamakawa. Fujiko no tenía motivo para ponerlo en duda.
Según estas ponderaciones, Seiichiro parecería un joven que
ostentase anillos de pedida en cada uno de sus dedos.
«De ser así, toda la ristra de anillos de buen gusto se habría
desperdiciado. Además, es un hombre que cae demasiado bien
a los mayores. Tiene un arte especial para cautivar el corazón
marchito de los más entrados en años. A su regreso a Japón,
esos ancianos cargados de dinero y poder hablarán de él
idolatrándolo: “Ese joven es todo un hombre. No hay otro que
le iguale. Que lástima no haber casado a mi hija con un
hombre así”.»
Después Fujiko se puso a pensar cómo era valorada ella.
Nada más llegar a Nueva York, ya algunos la tildaban de mala
esposa; algún conocido le había advertido de semejantes
comentarios, y pronto ya era habladuría general en la colonia.
Ella no tenía la impresión de haberse comportado nunca mal,
aunque adivinaba la causa de esa valoración negativa; los
empleados de otras empresas no podían reunirse con sus
familiares durante el primer año de estancia en el extranjero y
tenían que llevar una vida de soledad poco natural, pero ella sí
podía estar con su marido. Otros maridos podían vivir un
segundo periodo de libertad en sus vidas, pero Seiichiro tenía
que habérselas con una mala esposa controladora.
Cuando se vive en el extranjero, si se pretende ignorar tales
habladurías, no sólo no se puede apagar el fuego de las
maledicencias una vez que han prendido sino que éstas se
extienden aún más y cuesta mucho trabajo ir extinguiéndolas
de una en una. Pero Fujiko, desde el principio de su estancia,
se sintió incapaz de someterse a este sentido común de la
colonia japonesa en el extranjero. Ella prefería ignorar esos
rumores, sin sentirse culpable ni empeñarse en refutarlos.
… La lluvia caía ininterrumpidamente con igual intensidad,
pero como durante el día la calefacción estaba apagada, las
ventanas no se empañaban y la lluvia, con su ritmo monótono,
aparecía claramente ante los ojos de Fujiko como siguiendo
una orden.
Fujiko no dejaba de sorprenderse. Le parecía increíble
sentir tal grado de soledad en pleno Nueva York. Si se lo
explicara a sus amigos en Japón, nadie la creería. Ella siempre
fue una mujer cínica y despreocupada, no le pegaba nada la
palabra «soledad».
Una vez a la semana o cada diez días el marido volvía a
casa y comían juntos. Él solía avisarla de antemano con una
llamada.
Hoy Seiichiro tenía que ir a comer a un restaurante con el
presidente de la Sociedad Siderúrgica Meiji. Seiichiro habría
advertido educadamente a su invitado: «Permítame advertirle,
no conviene dejar demasiada propina. Los japoneses tendemos
a pasarnos de generosos y eso, en lugar de quedar bien, está
mal visto».
… Fujiko, de repente, soltó una carcajada. Al reírse, se
sintió un poco mejor. Fue a la cocina y abrió la nevera. La luz
interior de la nevera, parca en provisiones, brilló en la
oscuridad de la habitación de un día lluvioso. Esa lucecilla
agradable parecía la única indicadora de vida cotidiana en
medio de un entorno anónimo.
Con lo que había en la nevera, bastaba para hacerse la
comida. Sin embargo, Fujiko pensó que sería mejor ir a comer
a deshoras a un pequeño y discreto café, no a un lugar elegante
como Rumpelmayer.
Al llegar a la Sexta Avenida, al fondo se veían los árboles de
copas amarillentas de Central Park, difusos bajo la lluvia.
Haciendo como la gente de la zona, Fujiko vestía,
anticipándose un poco al invierno, un abrigo de cuello de
astracán y llevaba un paraguas, transparente, de claro color
otoñal. Gracias al paraguas, tenía la impresión de que la lluvia
cayese ligeramente sólo sobre ella.
En esa zona, a diferencia de la Quinta Avenida, no había
tiendas famosas ni bellos escaparates. En una tienda antigua de
paraguas con rótulos dorados inscritos en semicírculos sobre el
cristal del escaparate habían desplegado el toldo de la
marquesina. En el extremo, una especie de embudo recogía la
lluvia de la canaleta del alero.
Fujiko entró en un café dos esquinas más adelante. Era un
local limpio y moderno, con una barra y apenas cuatro o cinco
mesas, en el que se podía tomar el desayuno o la comida a
cualquier hora.
Por suerte, los asientos de la barra estaban libres. Fujiko
pidió a la camarera, algo regordeta y con aspecto de italiana,
un Half grapefruit, chocolate caliente y un muffin. Con la
cucharilla sacó la cereza confitada, que nunca le gustó, del
pomelo y la dejó sobre el plato.
Frente a la barra había un aparador con dulces. Los días
soleados era divertido observar a los viandantes pararse a
mirar los dulces, pero hoy las ventanas estaban empañadas
debido a la calefacción, y sólo cuando pasaba alguien con una
gabardina roja o un taxi amarillo eran sugerentes los reflejos
en la ventana.
En cierto momento, una señora mayor y menuda de cuerpo
con la espalda encorvada se sentó a la derecha de Fujiko:
—Qué tiempo más frío. Nos espera a partir de ahora un
largo invierno que no ha hecho más que empezar —dijo
dirigiéndose a la camarera, que permaneció inalterable y se
limitó a preguntarle qué quería tomar.
La anciana, en tono mendicante, le dijo:
—¿Podría tomar un café?
Enseguida le trajeron el café. El vapor caliente del café
parecía calentar el bigotillo de la anciana. Apretó los labios,
pintados de carmín, luego entresacó un poco la punta rígida y
seca de su lengua, tiesa como la de un papagayo, y apuró el
café de un trago. Llevaba un vestido negro y el pelo castaño
adornado con unas horribles plumas.
Acto seguido, se volvió hacia Fujiko. Comenzó a hablarle
soltando una retahíla de palabras ininteligibles, como una
corriente oscura lamiendo las bases de un puente.
—Disculpe, ¿es usted japonesa? Sí, no me cabe la menor
duda. Sé reconocer enseguida a un japonés. Rashomon es una
película excelente, ¿verdad? Desde que vi la película, soy una
apasionada de Japón. Tengo una gran colección de sellos
japoneses, y guardo con mucho aprecio una estatuilla de Buda
obsequio de mis amigos. Las estatuas de Buda de Japón son
muy graciosas, parecen niños traviesos que regresan a casa
llenos de barro…
Fujiko estaba ya cansada de amantes de Japón de este
estilo, pero en el caso de esta señora mayor, más que interés,
se trataba sólo de una manera de entablar conversación. Su
cuerpo estaría lleno de palabras y deseoso de soltarlas. Si
Fujiko respondiera educadamente, seguro que afluirían de
golpe como una cañería rota. Cuántas personas habría así en
Nueva York, desesperadas por encontrar a alguien con quien
charlar. Con tal de que la otra parte tuviera a bien charlar al
menos durante cinco minutos, no importaba si se trataba de un
extranjero, un perro o un leproso.
En ese momento, Fujiko notó la presencia de un joven alto
que se sentó a su izquierda. Estaba leyendo el periódico por la
sección de espectáculos, y la página derecha rozó el platillo de
muffin de Fujiko. Ella, expresando con un gesto su malestar,
tuvo así ocasión de dar un poco la espalda a la vieja y volverse
hacia el otro lado.
—Buenos días, señora Yanagimoto. Yo también voy a
desayunar —dijo el hombre.
Era Frank, el vecino del primer piso de su bloque de
apartamentos.
Fujiko había hablado en una ocasión con él en el piso donde
vivía ahora. Había ido con Seiichiro a hablar sobre el alquiler
con el anterior inquilino, el dueño del piso, un ingeniero que
tenía previsto viajar a Venezuela. Frank, que era amigo suyo,
vino en esa ocasión y estuvo charlando con todos. Era un
joven que rondaría los veintisiete o veintiocho años y trabajaba
como productor de la serie televisiva de los jueves por la
noche de United Television.
Tras la mudanza, se habían saludado al cruzarse por el
pasillo o la escalera. A veces una sonrisa como saludo. Sin
embargo, desde su primer encuentro, nunca habían hablado
tranquilamente. Tampoco se habían intercambiado ninguna
invitación para salir.
Frank era un joven de rostro amplio y luminoso, con un
poco de entradas. El pelo castaño y los ojos de color oscuro,
de rasgos familiares a los japoneses. Su vestimenta, algo
descuidada, diferente al aspecto de los americanos que
trabajaban en la oficina de Seiichiro. Cuando sonreía, se le
dibujaba un hoyuelo en la cara como estirado por un hilo que
le daba un aire de juvenil inocencia muy atractivo.
Frank echó un vistazo a lo que tomaba Fujiko. Pidió lo
mismo a excepción del chocolate, en cuyo lugar tomó café.
Después, continuó fumando su cigarrillo.
—Tomar el desayuno a la una del mediodía no es que sea
especialmente decadente. Sin embargo, no hay nada tan
sabroso como el primer cigarrillo antes del desayuno. Esto sí
que es saborear la decadencia. —Al decir eso Frank, la
anciana sentada a la derecha se levantó y se marchó como si
hubiera escuchado alguna obscenidad.
—¿Suele desayunar aquí? —le preguntó él.
—No. Además no suelo desayunar tan tarde —dijo Fujiko
pronunciando despacio en inglés.
—Yo suelo trabajar por la noche… De todas maneras,
aunque vengo bastante por aquí, es la primera vez que la veo.
En ese momento Fujiko cayó en la cuenta de que no había
sido un encuentro fortuito: en realidad, él la había seguido al
salir del apartamento. Fujiko sintió calor en la nuca.
Fugazmente pensó en la soledad de la vieja de antes, y de ese
pensamiento saltó a su cabeza la palabra «prostituta». Le dio
por fantasear sobre cómo sería vivir en una ciudad extranjera
dedicándose secretamente a la prostitución, aunque poco
después se desvanecieron esas ideas de su cabeza. Fujiko
cruzó las piernas. Los zapatos mojados por la lluvia le
transmitieron una fría sensación de escalofrío bajo las medias.
—Cuando paso por delante de su apartamento, en el que
vivía Jimmy antes, a veces, por costumbre, estoy tentado de
llamar a la puerta. Cuando estoy a punto de llamar y me doy
cuenta de que ya no vive allí, desisto, pero creo que al menos
en una ocasión no caí en la cuenta hasta después de dar un
toque. En esa ocasión tal vez, escapé escaleras abajo
sintiéndome como esas personas que disfrutan llamando a
puertas ajenas como travesura… Es como una especie de
sonambulismo. A veces no me puedo controlar. Creo que será
mejor que consulte con un psicoanalista antes de seguir
molestando llamando a pisos ajenos… No sé, es como si
sintiese nostalgia al pasar frente a su puerta.
En realidad, se trataba de una clara forma de excusarse
quejándose y seduciendo al mismo tiempo. Fujiko, con la
frialdad típica de las mujeres japonesas en el extranjero, dijo:
—En cuanto nos mudemos a nuestro nuevo domicilio y
regrese Jimmy, podrá visitar con toda libertad el apartamento
de nuevo… ¿Qué periódico es ése? No lo he leído nunca.
—Es un periódico sobre el mundo del espectáculo —
contestó Frank con entusiasmo apagado, y extendió la página
que leía para mostrársela—. Mire, puede que la jerga del
mundo del espectáculo le resulte difícil de leer a un extranjero.
¿Sabe a qué se refiere Gotham? Significa Nueva York.
Fujiko, reconfortada de la anterior soledad, se puso
contenta. Como si estuviese leyendo la graduación de un
termómetro, cada vez se sentía mejor. Empezaron a hablar
sobre las obras de teatro y los musicales que se estaban
representando en ese momento en Broadway. En el teatro
Imperial se seguía representando Medias de seda, un musical
basado en la antigua película Ninotchka. Fue el primer
espectáculo al que asistió Fujiko en Nueva York, el único al
que había ido con Seiichiro los dos juntos.
Después había llegado a ver unas veinte obras, pero a
Seiichiro no le gustaba demasiado el teatro. Gracias al
abundante dinero que le enviaba su padre, ella solía ir al teatro
con invitados que estaban de viaje por el país, y después los
llevaba de visita a clubes nocturnos donde les esperaba
Seiichiro.
A Frank le sorprendió las numerosas obras que había visto
Fujiko, y que obtuviese entradas realmente difíciles de
adquirir. Le insinuó que gracias a su trabajo él también podía
ayudarle a conseguir entradas, y después le estuvo hablando
sobre el ambiente de los camerinos de Broadway.
Al hablar de estos temas Frank se expresaba con ímpetu,
frases rápidas y gesticulando mucho.
En los teatros de Broadway los sindicatos tenían mucha
fuerza y habían exigido, aunque no fuese necesario, contratar a
muchos trabajadores como personal de escenario o
tramoyistas; según decía, en las obras con mucho mobiliario y
decoración había cinco o seis hombres impuestos por los
sindicatos que no tenían más trabajo que mover un poco las
mesas y sillas y el resto del tiempo lo pasaban en los
camerinos jugando al póquer; eran conocidos como la royal
family… En Boston, la tarde de la prueba de una comedia
recién estrenada hacía unos días, habían aumentado los
problemas entre el director y el autor de la obra y, tras el jovial
saludo ante el público vitoreando, el telón cayó roto sobre el
palco provocando un tumulto con varios heridos.
… El resto de la conversación se desenvolvió cada vez más
rápido, con profusión de expresiones dialectales en los
diálogos difíciles de captar para Fujiko. Ella, de vez en
cuando, como si se acordase de tener que hacerlo, asentía,
aunque en realidad no es que entendiese. Lo hacía porque
durante estos meses de vida en el extranjero había aprendido a
asentir así para que los demás no se percatasen de que no les
entendía.
Sus palabras cada vez eran más rápidas. Hacía años habían
publicado en la portada de Leader una imagen grotesca de
unos labios y lengua pronunciando el alfabeto. De entre los
finos labios de un joven entraba y salía la lengua como si fuese
un reloj de cuco. Un ojo abierto. El otro cerrado. Largas cejas
artificiales de color castaño claro… Como gotas de lluvia, las
palabras caían ruidosas sobre la cara de Fujiko. Como
desprovistas por completo de significado, con fulgor brillante,
una rápida sucesión de palabras que, cuando parecían a punto
de interrumpirse, salían de nuevo disparadas de sus pupilas
hacia el universo como un prestidigitador que extrae cartas del
vacío. De nuevo sartas de palabras sonando como cadenillas
agitadas en el aire. Apenas sin sentido… En aquella
conversación entre humanos, no había fundamentalmente
ningún significado, daba lo mismo escuchar que no escuchar,
hablar o no hablar. Durante un intervalo, la afluencia de
palabras se desbocaba o no, pero al fin todo era un flujo
continuo de palabras.
«Es evidente que es extranjero.» Fujiko estaba cansada ya
de ese silencio lleno de ruidosas palabras. A partir de ahora
preferiría caminar sola bajo la lluvia.
Fujiko le dijo que tenía que hacer algunas compras en la
Quinta Avenida. Frank, a su vez, dijo que tenía una cita
después de comer en Madison Street. Sin embargo ninguno de
los dos había terminado todavía de comer. Los dos
franquearon la puerta hacia el ambiente gélido y durante un
rato caminaron entre el gentío y los paraguas extendidos por la
Quinta Avenida, tras lo cual se despidieron.
Seiichiro terminó de leer la larga carta de Kyoko. En ella le
hablaba del percance de Shunkichi y las lesiones que habían
terminado con su carrera como boxeador, y de Natsuo,
contaminado por los lodos del misticismo, incapaz de
presentar cuadros en exposiciones.
«Vaya cómo están estos dos, cada uno con lo suyo… —
pensó para sus adentros Seiichiro chasqueando la lengua—.
¿Por qué se afanan tanto por acabar con sus vidas? Osamu
acabó con su vida de verdad, ¡y ahora también pretende lo
mismo Natsuo, e incluso Shunkichi!».
Le afectaba especialmente el fracaso de Shunkichi. Aunque
Kyoko le había contado los pormenores de aquel percance
rápido e inevitable, Seiichiro no podía quitarse de la cabeza la
idea de que Shunkichi, en el fondo, había elegido seguir ese
camino.
Seiichiro estaba convencido de que las personas buscan su
propio sino. Tras la apariencia fortuita de alguna desgracia, se
reconoce a veces que los humanos eligen su destino; igual que
escogen la ropa que les quede bien, optan por la tragedia más
acorde con su estilo de vida. No obstante, esa convicción
provenía de alguien que vivía como un espectador al margen
de la acción.
La muerte es un fenómeno ordinario; la destrucción, algo
inevitable. Como la luz anaranjada del alba, las señales de la
destrucción del mundo se reflejaban claramente desde
cualquier ventana. A Seiichiro le desagradaba que tanto
Osamu como Shunkichi o Natsuo se hubieran precipitado en
su destrucción personal ante aquel panorama. Por supuesto le
parecía indispensable una destrucción «personal» del mundo.
Cada muerte, tanto a nivel físico como mental, era como
pulverizar un ventanal del mundo haciéndolo añicos. Ellos
eligieron la vestimenta que mejor les iba… De todos modos, a
Seiichiro le disgustaba esa convicción propia. Él era el único
que vivía en desacuerdo con su convicción personal. Él sería el
único que jamás se apresuraría ni cedería a las prisas, él
pensaba vivir desobedeciendo aquella profética y general
destrucción del mundo, una vestimenta que parecía uniformar
a todo el mundo. Con ese fin, había ideado un criterio
emblemático de propia invención. Consistía simplemente en
vivir una vida ajena a él mismo.
Pero Seiichiro tenía además otro motivo. Él temía incluso
la tonalidad individualmente trágica de las situaciones que
Osamu, Shunkichi y Natsuo afrontaron. Repasándolas ahora,
comprendió Seiichiro que sus compañeros tuvieran que pagar
caras las consecuencias. Precisamente esa afirmación de la
individualidad era para Seiichiro algo anticuado como artículo
de lujo. Él era el único que vestía un traje austero, obligado a
vivir según vidas ajenas. No importaba que fuese totalmente
sin sentido, debía hacerlo de esa manera. Se comportaba como
el protagonista de una antigua leyenda persa que, para evitar la
mirada hiriente del dios de la Muerte, se ocultaba en el caos
del mercado.
Seiichiro escondió la carta que acababa de leer y acto
seguido dirigió su atención a un ejemplar del Herald Tribune
que tenía a mano. En grandes caracteres destacaba un titular
completamente opuesto al del fin del mundo:
«¡La economía americana en su momento de mayor
esplendor!».
América ya había superado la recesión económica de los
años 1953-1954; había sido una recuperación más bien
moderada, ya que había terminado sin dejar atrás los niveles
de catástrofe mundial tras la primera posguerra, pero con una
velocidad inesperada había renovado y ampliado los índices
económicos y el crédito nacional había podido superar en
veinte mil millones de dólares la previsión de trescientos mil
millones de dólares, logrando un récord histórico para la
economía.
La repercusión del auge económico de América se extendía
a Europa y Asia. En todo el mundo el bienestar alcanzaba sus
mayores niveles de segunda posguerra, lo que desmentía las
expectativas optimistas de la economía marxista y demostraba
la capacidad de los valores del capitalismo de resurgir como
un ave fénix.
Los datos estadísticos con sus explicaciones de las páginas
económicas del Herald Tribune se parecían más bien al boletín
universitario sobre los resultados del equipo de fútbol.
El propio Seiichiro conocía bien aquellos datos y sabía que
no se basaban en mentiras ni incurrían en exageración. Se
encontraba en un país en pleno auge económico, y cuando iba
a las oficinas en Wall Street tenía ante los ojos la prueba de
que los augurios de los economistas a principios de siglo
habían sido traicionados. La amenaza de la inevitabilidad de la
historia ya no se cernía sobre las personas como en el pasado,
al igual que aquellas antiguas profecías astronómicas.
Sin embargo, todo aquello era precisamente un presagio
claro del fin del mundo previsto por Seiichiro. La propia
ciudad de Nueva York era al mismo tiempo un lugar de
bonanza económica mundial y la capital mundial de la
destrucción. Seiichiro la definía como la «tierra original que
encarna la realidad única y definitiva». Nueva York moría y
renacía sin descanso, todo lo viejo era demolido y en todo
momento había obras de construcción en marcha: junto a un
grupo de rascacielos acristalados levantaban un edificio
moderno de diez plantas que parecía revestido apenas de una
capa fina de cristal. La amplia superficie de vidrio verde de
otro edificio parecía en su lugar una cartulina inmensa que
reflejaba los viejos y numerosos rascacielos de la ciudad con
una tonalidad de color profunda y oscura.
Los ecos lejanos del monstruoso apogeo americano
llegaban hasta nuestro país nipónico, el llamado shimaguni, o
país isleño y cerrado. Su impacto afectaba a un grupo de
jóvenes con los que Seiichiro había convivido durante algún
tiempo: el actor había muerto, el boxeador estaba lesionado y
el pintor rondaba la locura. Aunque fuese una locura lúcida, no
cabía duda de que estaban ciertamente fuera de sí. En efecto,
aquel grupo de jóvenes había vivido tragedias individuales
típicas de su idiosincrasia. Ellos habían muerto
individualmente, pero para Seiichiro no acababa ahí el
problema. Ellos no estaban más que dejando su vida como un
eslabón en la cadena del renacer. ¡Seguro que les aguardaba,
más allá de la muerte carnal y más allá de la muerte espiritual,
una especie de «resurrección» grotescamente desagradable!
Evocaba todo aquello la mitología antigua del renacer en
las primitivas religiones de tipo agrícola sedentario. Era una
visión de la vida difundida por todo el mundo y que había
adoptado diversas expresiones, no sólo en Nueva York, sino
también en Europa, en la China de Mao Tse-Tung o en los
jóvenes estados independientes de Asia y África; era ya la
única fe de la modernidad, caracterizada por el hecho de que la
historia y el pensamiento habían caído presos de un
relativismo incontrolable. Un cierto modo de pensar parecía
morir, pero resucitaba. Una cierta ideología superaba la muerte
y resurgía de un modo nuevo. Unas y otras ideologías sólo
pensaban en matarse mutuamente.
Seiichiro lo percibía de esa manera. Aquellos mitos del
renacer eran ya, por sí mismos, síntoma del fin del mundo.
Como él vivía precisamente con la convicción del
definitivo e inevitable derrumbe del mundo, tenía claro que
nunca tendría lugar dicho renacimiento y resurrección.
… Con todo, era innegable que le gustaba la atmósfera
patética que impregnaba la ciudad de Nueva York. Una ciudad
sobria y gris, siempre ajena al mañana y al porvenir.
Seiichiro suspiró con satisfacción.
«Osamu murió, Shunkichi lesionado de por vida, de Natsuo
qué decir… Exacto, no tengo nada que reprocharles.
Criticarlos habría sido una forma de ayudarles. Al menos,
gracias a nuestro orgullo, hemos estado hasta el final sin
ayudarnos mutuamente. Por eso nuestra alianza pervive intacta
hoy día.»
—¿Salimos a dar un paseo? —dijo Fujiko repitiendo la
propuesta por enésima vez.
Era un inusual día de domingo en el que no tenían que ir a
recoger a ningún invitado ni ocuparse de atenderlo. Fujiko ya
se había cambiado de ropa para salir.
Seiichiro plegó el Herald Tribune de mala gana. Realmente
no se encontraba de humor. Era la viva imagen del típico
marido en un día de domingo.
Pero en ese momento, la perspicaz reacción de Fujiko le
puso en un compromiso.
—Mira, a ti no te pega mucho hacer el papel de marido
leyendo el periódico. —Después prosiguió—: Tú eres el típico
hombre que ya conoce de qué va un titular tres días antes de
que se publique.
Seiichiro se tranquilizó al escucharla. Fujiko, como
siempre, se limitaba a verlo de la forma que a ella le gustaba
imaginar a su marido. Dicha conversación para ella tenía un
punto de sofisticación.
Seiichiro se mantenía en guardia ante la inclinación de
Fujiko por ese exceso de sofisticación en el ámbito familiar.
Una de las principales causas de ello era la soledad de Fujiko.
Todos los japoneses expatriados de la ciudad eran sus
enemigos; además, con los americanos, a causa de su inglés,
no podía expresar su inteligencia, por eso no tenía más salida
que hablar de esa manera con su marido. Encima, durante el
último mes, él no sabía bien cómo lidiar con esas salidas de su
mujer. Era como tener que comer en casa las típicas comidas
de restaurante.
Seiichiro se levantó para ponerse la corbata. Igual que
cuando era soltero, detestaba la ropa típica de los «fines de
semana».
—¿No te parece que podrías ponerte algo más informal
para un paseo por el parque?
—No, prefiero que me tomen por un noble de alguna
familia ilustre del cercano Oriente —respondió Seiichiro.
En una ocasión, antes de que el propietario de la casa,
Jimmy, se fuese a Venezuela, el matrimonio había tomado
parte en una broma bien realizada por éste. Jimmy los llevó a
uno de sus restaurantes favoritos y presentó a la pareja como
miembros de la realeza de Oriente. El jefe de camareros se lo
creyó y con mucho respeto trataba a Fujiko de «Alteza». En
aquella época, recién llegados a América, todo le resultaba
novedoso y divertido a la pareja.
Al enfilar por la Sexta Avenida, caminaban cogidos del brazo,
como era habitual en el extranjero. Así le gustaba hacerlo a
Fujiko, y en lo que respecta a Seiichiro, siempre era de su
agrado seguir costumbres que le eran ajenas. Andando así, más
que un matrimonio japonés, la mandíbula prominente de
Seiichiro y su mirada penetrante, junto con el óvalo redondo
de la cara de Fujiko y sus grandes ojos, les daban el aspecto de
una pareja oriental occidentalizada.
Era un día muy frío. Cada día que pasaba se intensificaba
más el invierno. A Seiichiro le gustaba el calor artificial de la
calefacción en casa, pero Fujiko prefería a toda costa disfrutar
respirando el ambiente al aire libre. En Tokio, en cambio, era
una mujer que lo que más amaba era la iluminación tenue de
los night-clubs, pero ahora en Nueva York, tal vez por la
soledad en la que vivía, se había convertido en una amante de
la naturaleza.
El «amor a la naturaleza» era un síntoma inequívoco de
peligro. Seiichiro nunca había dudado de que su mujer lo
amaba y sentía atracción física por él, pero le parecía
totalmente contrario a su sensibilidad que su mujer, con
delirios de soledad, se sintiese así atraída por la naturaleza. Por
diversos motivos ajenos a su voluntad, a menudo no estaba a
su lado, pero a la vez le disgustaba verla sintiéndose sola.
Contrariamente a lo esperado, él siempre aspiraba al
conformismo, mientras que ella tendía al individualismo.
Antes de casarse, cuando la veía a ella hacer gala de su
inteligencia, Seiichiro pensaba que estaba ante una mujer que
se convertiría en una «esposa convencional amante de su
marido».
Pero en el lecho conyugal ella realmente era sincera. Desde
su llegada a Nueva York, en ocasiones había llegado a quitarle
protagonismo a su marido. Sin embargo, Seiichiro lo atribuía a
la soledad de Fujiko. Aunque a veces pensaba que no era más
que una intromisión impúdica de las costumbres americanas
en el lecho de un matrimonio japonés.
Como era domingo, a excepción de los restaurantes, la
mayoría de los establecimientos estaban cerrados. También era
escasa la gente por la calle. Si se eliminase el perfil nítido de
los edificios de piedra de las vistas del cielo nublado de tonos
nevados, las calles habrían mostrado un cuadro cobrizo bajo
las nubes.
La pareja, cogida del brazo, prosiguió su paseo hacia las
arboledas con escarcha de Central Park.
«Pasear es un mal hábito, fomenta la soledad.»
¿No habría nadie dispuesto a colgar un cartel de
advertencia semejante a la entrada del parque?
Afortunadamente, hacía tanto frío y estaba tan nublado que no
se veía a personas solitarias ocupar los bancos de Central Park
disfrutando del sol. Hojas caducas alfombraban los árboles de
todo el parque.
Entre el ramaje de la copa de los árboles se filtraba el cielo
plúmbeo y gélido de Nueva York.
—¿Tal vez te gustaría componer un haiku? —dijo Fujiko
en tono irónico.
Seiichiro se sorprendió, ya que por un hábito de la
costumbre estaba buscando la manera de dar con la expresión
para describir la copa de los árboles otoñales.
—Hay una poeta que con motivo de su viaje a Brasil
escribe cada día cincuenta haikus. Debe de ser fantástico poder
escribir así.
—Aunque la poesía también puede fomentar la ambición,
¿no crees? —Como siempre, Fujiko amaba la palabra
«ambición».
—En el caso de la mujer, no sé si es la palabra adecuada —
dijo Seiichiro tratando de mostrar algo de superioridad
masculina.
En pleno camino había un grupo de palomas, que parecían
haber adquirido el mismo tono invernal del cielo por su
colorido. También había algunas personas mayores paseando
con sus perros. Dos señoras mayores llevaban dos perros
imponentes, y de porte incluso más bello que el de sus dueñas.
Las mujeres hablaban ajenas a sus perros, que retozaban y se
peleaban. Las dos siguieron como si nada hablando un buen
rato. Los perros de vez en cuando dejaban de jugar a pelearse
y se abalanzaban sobre las palomas, que salían volando. El
campo de visión de Seiichiro y Fujiko se llenó al instante de
palomas. Las plumas, al batir de alas, se esparcieron por el
cielo helado como un golpe de cristal fragmentado sobre sus
mejillas.
Lo que más les gustaba a los dos de Central Park eran las
ardillas. Cuando venían a pasear, compraban bolsas de
avellanas sin pelar en los puestos ambulantes. Algunas ardillas
se quedaban mirando fijamente a la pareja con una garra
apoyada contra el pecho y ladeando el cuello. Otras aferraban
una avellana y volvían corriendo con las demás. Sin embargo,
las ardillas más listas, desde lejos, a veces rompían la cáscara
rápidamente a un metro de distancia y se quedaban un buen
rato comiendo ahí mismo aferrando la avellana entre las
garras. La vivacidad del movimiento minucioso de los dientes
blancos de las ardillas contrastaba con la desidia sugerida por
las hojas enrojecidas, el cielo gris y el bosque de tintes
melancólicos.
Más allá de las arboledas, se veían las hileras de edificios
de Central Park bajo una luz apagada de ciudad lejana y
desconocida.
Fujiko no se cansaba de darles avellanas a las ardillas.
Seiichiro, en cambio, enseguida se aburría. Recordaba una
ocasión en que paseaban en una clara tarde otoñal y de
repente, a la sombra del follaje rojo, salió una prostituta negra
muy joven que le guiñó un ojo. La mujer negra, a pleno día,
llevaba un sombrero rojo, un vestido negro y un bolsito
también rojo, y el pelo teñido de rubio chillón; mientras le
hacía una mueca con los labios de intenso rojo, se apoyaba con
una mano en el tronco de un árbol con las hojas de pardo color
rojizo…
—Está nevando —dijo Fujiko levantándose mientras miraba la
copa blanquecina de los árboles.
Seiichiro lo puso en duda. Alargó la palma de su mano al
aire y no había nieve. Sin embargo, al cabo de un rato vio,
unos finos copos de nieve como ceniza que se posaban sobre
las mangas de su abrigo para al poco desaparecer.
—Sí, está nevando —volvió a repetir Fujiko. Empezó a
moverse con entusiasmo infantil. Seiichiro observaba a su
mujer como si contemplara una danza.
Por mucho que se hubiera mentalizado para vivir una vida
irreal, aquello superaba con creces sus imaginaciones. Fujiko,
al parecer, estaba deseosa de comenzar una batalla de bolas de
nieve a pesar de que apenas había empezado a nevar.
«Nosotros somos jóvenes», parecía decir Fujiko con sus
gestos corporales. Ciertamente, Seiichiro apenas rondaba los
veintitantos. Sin embargo, la juventud en la que pensaba
Fujiko era un concepto universal hueco que había traído de
Japón y que desde siempre, en algún lugar de su corazón, tenía
algo de cierto anhelo por lo dramático de la vida cotidiana.
Con el paso de los años, Seiichiro también se habría sentido
atraído por la frivolidad de la juventud. Sin embargo, ahora era
demasiado joven para eso.
La pareja, que en apariencia parecía alegre y feliz, pasó
junto a una pista de patinaje y se encaminó hacia lo alto de una
colina donde se ubicaba un pabellón hexagonal parecido a los
templos japoneses antiguos. El lugar transmitía calidez, con
las luces encendidas tras las ventanas a pleno día bajo la
nevada.
Observaron el edificio desde fuera. Los cristales de las
ventanas estaban empañados y apenas se veía a numerosas
personas en el interior; por otra parte, así no se oían las risas ni
rumor de voces, sólo el crujir del ramaje de los árboles
rozándose. En la pesada puerta de la entrada se leía:
ADMISSION FREE.
Seiichiro abrió la puerta y entró primero. El interior estaba
muy caliente debido a la calefacción y era tan denso el humo
de los cigarrillos que apenas se veía la cara de la gente. No era
un interior muy amplio, pero estaba a rebosar. Había muchas
mesas en las que se jugaba al ajedrez o las damas. Al parecer,
era un lugar de acceso gratuito para jugar a estos juegos.
Alrededor de cada mesa había numerosos grupos de
espectadores que observaban el desarrollo del juego fumando
cigarrillos o pipas. A lo largo del perímetro hexagonal de la
sala, había banquetas para sentarse, aunque quedaban asientos
libres. A pesar de todo, apenas se escuchaban voces altas o
risas, y nadie parecía prestar especial atención a la pareja de
japoneses recién llegada.
Cuando sus ojos se fueron acostumbrando al ambiente,
tanto Seiichiro como Fujiko se dieron cuenta de que en el
lugar no había más que viejos. Todos con ropas modestas, pelo
canoso o calvos. En particular, un viejo absorto en el juego de
las damas tenía la frente surcada de profundas y horrorosas
arrugas. En toda la sala emanaba un olor peculiar, el olor de la
tercera edad. Las arrugas pendían como estalactitas de la
mandíbula de un viejo. Entre las arrugas, la piel estaba plagada
de manchas propias de la vejez. Los hombres sentados en las
banquetas parecían estar ahí sin más objetivo que el de recibir
el calor de la calefacción, apenas hablaban, como pajarillos
posados sobre un árbol, y los párpados, como de metal medio
entornados, y un ligero temblor en el mentón… En aquel
ambiente cargado negro y gris, sólo el color rojo y blanco de
las piezas de ajedrez y las damas daban colorido al conjunto.
Fujiko siguió a su marido hasta la salida. Nada más
franquear la puerta, percibieron de nuevo el frío tiritando.
Cuando salió, la pareja tampoco llamó especialmente la
atención de nadie. Los viejos sentados en las banquetas los
observaron por un momento sin apenas mostrar movimiento
en sus pupilas.
—Deben de ser vagabundos, qué lástima —dijo Fujiko
acordándose de su acaudalado padre.
—No, son pensionistas. No tienen problemas de
subsistencia. Lo que pasa es que están acostumbrados a
pasatiempos que no cuesten dinero —le explicó Seiichiro.
Fujiko, tras haber presenciado esa escena, parecía curada de
su patológica alegría. Seiichiro también continuó andando en
silencio unos instantes. Los dos siguieron caminando sobre la
nieve, que caía cada vez con más intensidad; atravesaron un
camino hacia la parte este del parque hasta que llegaron a una
explanada en la que destacaba bajo la nieve una gran estatua
en bronce de un hombre a caballo.
Seiichiro se quedó quieto unos instantes con la boca
entreabierta observando la postura trágica del héroe esculpido
en bronce.
—¿De qué te extrañas? —dijo Fujiko llena de curiosidad
por la media sonrisa esbozada por Seiichiro.
—No es nada, me he acordado de la estatua de Kusunoki
Masashige ante el Palacio Imperial de Tokio. Es un
monumento que siempre veía durante mis descansos al
mediodía.
Fujiko se sorprendió ahora todavía más al ver la sencilla
nostalgia de su marido por su patria.
Seiichiro aparcaba su Packard negro y blanco de 1951 en un
garaje del centro por veinticinco dólares al mes. Cuando iba a
trabajar, utilizaba el metro; el coche sólo lo usaba para
acompañar o recoger a alguien en el aeropuerto o para dar una
vuelta por las afueras de la ciudad.
El próximo sábado los habían invitado a cenar a casa de
Tastuno en Purchase, en el estado de Nueva York, y Seiichiro
y su mujer fueron a por el coche al garaje de West Thirtyfifth
Street.
Tatsuno Nobihide era el presidente de la Asociación de
Japoneses, pero la protagonista de la velada sería su hermana,
la esposa de Yamakawa Kizaemon. A la señora le disgustaba
permanecer al lado de su marido enfermo, y hacía unos años
había venido de viaje a América. Se hospedó con el hermano
viudo y desde entonces se quedó a vivir con él. De vez en
cuando llegaban noticias sobre el inminente final de
Kizaemon. En dicha situación, debería regresar a Japón, pero
el marido, pese a su débil condición física, seguía vivo gracias
a un maestro de shiatsu un tanto sospechoso. La señora
hablaba de su marido en Japón como «ese fantasma», y en
público solía decir: «Gracias a mí, el fantasma sigue vivo. Si
por compasión yo volviese a casa, él se moriría de la
sorpresa».
Con todo, la esposa amaba la Sociedad Yamakawa como si
de un hijo se tratara. Por ese motivo, de vez en cuando,
invitaba a cenar a empleados de la empresa a la residencia de
su hermano. Al director de la filial lo invitaba regularmente,
mientras que a los demás empleados los invitaba por turnos
equitativamente. Esta vez le tocaba a Seiichiro, que se tomó la
invitación como si tal cosa.
El trayecto desde el centro de la ciudad a Purchase duraba
una hora y media, por lo que no podían retrasarse demasiado.
La pareja paró un taxi ante el apartamento y se apresuraron
hacia el garaje. El joven y obeso empleado del aparcamiento
les atendió con aire adormilado y un acento cerrado de
Brooklyn apenas comprensible. Al rato, por fin trajo el
Packard. El coche, sin señal de que le hubiesen limpiado los
cristales, estaba tan sucio como cuando lo dejó aquí días atrás
en un día de lluvia, y encima se había quedado sin batería.
Seiichiro, enfadado, le dijo que inmediatamente arreglase la
batería. La pareja, mientras, esperó pasando frío a la
intemperie fuera del garaje. El viento del norte soplaba
racheado como un torrente a través de los bloques de altos
edificios. Fujiko, que bajo el abrigo llevaba el vestido para la
cena, se levantó las solapas para protegerse la cara del frío.
—¿Todavía no está? ¿Qué es lo que hace?
—No creo que tarde.
No dejaban de repetir este diálogo mientras esperaban, y
entretanto la voz de Fujiko denotaba su creciente enfado.
—¿No sería mejor esperar en algún lugar caliente tomando
algo?
—Espera un poco. En cuanto lo arregle, saldremos. No
tenemos demasiado tiempo.
—Pues entonces, ¿por qué no le metes prisa?
—Se lo he dicho ya dos veces… pero esto no es Japón.
—Claro, como somos japoneses, nos toma por tontos.
—Eso son victimismos típicos del japonés en el extranjero.
En Nueva York casi todo el mundo es extranjero; si se
pusiesen a considerar de qué nacionalidad es cada uno, no
podrían ni hacer ningún negocio.
—Pues entonces deberías dejar de comportarte con la
cortesía característica de los japoneses.
—Basta con comportarse normalmente. Eso es lo que yo
estoy haciendo.
—Si mi padre estuviese aquí… Él habría llamado por
teléfono a algún empresario americano conocido haciendo ver
que despediría inmediatamente a ese gordo gandul.
Seiichiro pensó decirle: «¿Y quién le hará de intérprete?,
¿yo?», pero desistió. Kurasaki Genzo no sabía hablar bien
inglés.
Fujiko era consciente de que mencionar a su padre era una
afrenta al amor propio de Seiichiro, y él sabía que no se trataba
de un inconsciente afecto de la hija por el padre, sino de algo
dicho muy adrede, por lo cual evitó enfadarse. Seiichiro no
había aceptado el matrimonio teniendo que reprimir el orgullo,
como era habitual en los que tomaban el apellido de su esposa
al casarse. Pero sí le sorprendía la maldad de las mujeres con
padres poderosos que las empujaba a ofender tanto. Eran otras
cosas las que podían herir su amor propio, ya que, tanto mental
como sentimentalmente, se sentía lejos de luchas ambiciosas
por el prestigio social, y le gustaba creer que al fin todo
quedaría reducido a ruinas.
Mientras viviese fiel a un estilo de vida ajeno, no debería
establecer ningún vínculo con la forma de ser de los demás.
Por extraño e inquietante que fuese, ¡en su corazón podían
arraigar «pasiones ajenas» y verse empujado a reaccionar
como los demás!
Sin embargo, Seiichiro, admirablemente, logró contener su
enfado. Su entrenamiento estoico le era muy útil en
situaciones como ésta. Lograba contener decididamente la
invasión de emociones ajenas para evitar derrumbarse, y
mantener una actitud serena. La filosofía de vida que más útil
le resultaba era el estoicismo de representar un papel ajeno
tomado de prestado. Exteriormente parecía estar aguantándose
con paciencia. Pero la realidad era diferente. Se esforzaba por
destruir los estados mentales opuestos a su teoría.
La reparación del coche llevó cerca de una hora. Fujiko, de
mal humor, estaba callada, pero en cuanto el coche se puso en
marcha, dijo, poniendo su mano helada, a pesar de los guantes,
sobre la cara de Seiichiro:
—Enciende enseguida la calefacción. Mira cómo tengo las
manos.
Seiichiro apartó la cara y eso exacerbó más el mal humor
de Fujiko, que se puso a llorar. El coche salió desde East
Fortyfirst Street para después enfilar Roosevelt Drive a lo
largo de East River. Cuando la carretera silenciosa avanzaba
hacia la parte norte de la isla de Manhattan, Fujiko aún lloraba.
Litigar antes de una fiesta era algo muy americano.
Seiichiro, mientras conducía, esperaba que su mujer se fuera
calmando. Una vez que cruzasen el puente para entrar al
Bronx, ya habría dejado de llorar, se decía. Después, hasta la
llegada a Purchase, tendría tiempo de arreglarse el maquillaje.
Sus previsiones se cumplieron con precisa exactitud y el joven
marido se sintió reafirmado en su correcta intuición de la vida.
Mientras se arreglaba el maquillaje, al mirarse en el espejo
a Fujiko le pareció descubrir su característico rostro de mujer
japonesa. Inconscientemente, trataba de recobrar un ánimo
acorde con esas facciones y dijo:
—Perdona. No es que me enfadase contigo. Pero es que
hacía tanto frío, y me sentía abatida… Es como si de repente
hubiera explotado toda la soledad que llevo acumulada dentro.
Después recuperó su habitual cinismo:
—Si me lo propongo, en cualquier momento puedo hacer
de esposa que se queja. Además, me gusta mucho tu cara
cuando, callado, tratas de no perder la calma. De vez en
cuando, mientras lloraba, te miraba por el rabillo del ojo, pero
tú ni pestañeabas.
Seiichiro rompió el silencio acordándose de su suegro:
—La señora Yamakawa ha sido siempre la mujer ideal para
tu padre, debes causarle una buena impresión.
Purchase era una espléndida población situada en medio de
una foresta, con casas ajardinadas en diversos estilos. Aquí
vivían personas acaudaladas con unos gustos particulares. El
Country Club de la localidad databa de finales del siglo XIX.
Tasuno Nobuhide era el primogénito de un vizconde, había
llegado a América hacía ya muchos años y nunca había vuelto
a Japón. Cuando el actor Hayakawa Sessue trataba de ganar
popularidad en Hollywood, él se hizo popular en la sociedad
de Boston, se casó con una mujer de una familia de renombre
y enseguida se trasladó a Nueva York. No había trabajado en
toda su vida. Había sido nombrado presidente de la Asociación
de Japoneses, y durante la guerra tuvo que estar en campos de
internamiento; sin embargo, con muchos esfuerzos, aumentó
su capital desde que llegó a América hasta el día de hoy. En
Japón eran inusuales personas de ese estilo, que viviesen sin
trabajar. La clave del éxito de Nobuhide había sido lograr vivir
según las formas de la antigua nobleza de Japón sin ceder
nunca en sus principios.
La señora Yamakawa apreciaba más a su hermano que a su
marido. Haberse convertido en la esposa del barón Kizaemon
derivaba de una estrategia ideada por Nobuhide antes de su
marcha de Japón, de manera que en los inicios de la guerra del
Pacífico éste consideraba la Sociedad Yamakawa su propia
caja de caudales. Cuando había una solicitud de préstamos
extranjeros para las empresas asociadas al zaibatsu
Yamakawa, Nobuhide no utilizaba su propia influencia, y del
resto jamás le interesó poseer ni una acción.
En la mansión de Purchase había diecisiete dormitorios, y
la señora Yamakawa había destinado a los huéspedes las
estancias en la zona con mejores vistas. La mujer no se
preocupaba en absoluto por los años que había vivido
manteniéndose gracias a su hermano. Esta clase de gente
pensaba en cuestiones económicas teniendo en cuenta periodos
de cincuenta años. En el pasado Nobuhide había recibido
muchos favores de la Sociedad Yamakawa; por eso ella ahora
podía recibir todas las atenciones por el hecho de que el
primogénito de Nobuhide, nacido en un matrimonio mixto, era
profesor en la Universidad de Harvard, y en un futuro
ciertamente la empresa de la familia recibiría beneficios por
ello. Además, el hermano era viudo, y para recibir a los
huéspedes era necesaria la señora Yamakawa, que hacía las
veces de anfitriona. Ella además parecía haber nacido para
cumplir dicha función, aunque en Japón apenas habría tenido
esa oportunidad.
—Conviene que usemos nuestra pertenencia a la nobleza
—fue lo primero que le dijo la mujer al hermano enviudado—.
La Sociedad Yamakawa ya no es vendible.
—Eso lo sé de sobra. Ya llevo cuarenta años moviéndome
en esa dirección.
—En Japón los títulos nobiliarios son ya como medallas de
anticuario, pero aquí debes presentarme ante todos como la
baronesa.
—Una mujer tan vital como tú no parecerá una de esas
nobles decadentes.
—En cualquier caso, en Japón, por delgadas y ajadas que
estén, las mujeres nobles aún gozan de cierto prestigio, no
como las duquesas y condesas italianas, que viven la mayor
parte de sus vidas sumidas en la pobreza.
El coche de Seiichiro entró en la plazoleta de acceso a la
fabulosa villa de arquitectura antigua. Estaba rodeada de
bosques de coníferas, y daba la impresión de que una parte del
antiguo Tokio de antes de la guerra renaciese en las afueras de
Nueva York en un ambiente de solemne tranquilidad. Salió un
mayordomo entrado en años a recibirlos.
Fujiko estaba algo nerviosa. Seiichiro, al darse cuenta, se
rio un poco, como era de esperar. En la hija del hombre de
negocios de la posguerra el padre había inculcado, mucho más
que en Seiichiro, el sentido de autoridad de la antigua familia
Yamakawa, razón por la cual Fujiko se veía incapaz de
presumir del prestigio de su padre ante su marido porque en
esa ocasión todas las atenciones se centrarían en aquella
señora anfitriona envuelta en un halo de esplendor legendario
que había dominado la vida de su padre.
—¿Se me nota que he llorado? Los ojos enseguida se me
enrojecen.
No se fiaba del espejo, y desde que habían llegado a
Purchase le preguntaba lo mismo a Seiichiro.
—Llegamos una hora tarde. ¿Qué vamos a hacer? Creo que
lo mejor será explicar honestamente lo que ha pasado, ¿no? —
le dijo inquieta a Seiichiro. Normalmente Fujiko no se
comportaba así, pero en esos momentos estaba asustada y
nerviosa como una chica de provincias y se sentía cada vez
más admirada de la sencillez de su marido y de su semblante
tranquilo y seguro. Cuando el coche cruzaba el umbral de la
mansión, dijo con incredulidad infantil:
—¿Es que no estás nervioso?
—¿Por qué tendría que estarlo? A mí, ya de antemano, me
consideran un hombre de principios —dijo Seiichiro con
naturalidad mientras detenía el coche.
La señora Yamakawa les presentó a los invitados. Entre ellos
había una pareja que perteneció a la familia real japonesa,
ahora en Nueva York por vacaciones, el director de la Cámara
de Comercio japonesa en Nueva York, el cónsul general de
Nueva York, el embajador de Portugal con su esposa, que
habían parado en Nueva York en su viaje de regreso a
Portugal. Había, además, otros invitados japoneses y otras
siete parejas de matrimonios de mediana edad americanos.
Seiichiro observaba con interés a la señora Yamakawa.
Debía de estar más cerca de los sesenta que de los cincuenta
años, y mostraba sin vergüenza sus canas sin incurrir en
vestimentas ridículamente juveniles para su edad. Con todo, en
medio de las demás mujeres americanas con labios de profuso
maquillaje carmín, ella parecía más juvenil y vital. La altivez
del cuello, su bella nariz y su mirada penetrante, aunque no
particularmente sonriente, el vestido de noche perfecto sobre
sus hombros: en conjunto, parecía imponerse a las personas a
su alrededor con un aire de nobleza y autoridad. La piel de su
cara ciertamente estaba algo estropeada, hecho que no trataba
de disimular, pero la piel de sus hombros descubiertos brillaba
espléndida a la luz de los candelabros, con un porte encantador
y voluminoso, como los de una mujer de apenas treinta años.
A pesar de tener un rostro diferente y de que pudiesen ser
madre e hija, a Seiichiro le daba la impresión de que la
baronesa se parecía mucho a Kyoko. En cuanto a condición
social, la señora Yamakawa gozaba de mucha más posición
que su amiga, era como una Kyoko de dimensión mundial. No
sólo en aquella ocasión Seiichiro había tenido esa impresión.
Cuando le encargaron para el puesto en la empresa, fue a
saludarla acompañado por el director de la filial —Fujiko se
abstuvo de acompañarlo porque aún no era oficial su llegada a
América—, y ya entonces, a pesar de la brevedad del
encuentro, tuvo dicha impresión.
Sin embargo, su carácter decidido y su cordialidad
fríamente desinteresada contrastaban mucho con el carácter de
Kyoko. Ella vivía retirada a pesar de ser un personaje público.
No obstante, a pesar de esas diferencias, desde la primera vez
que cruzó el umbral de la mansión Seiichiro tuvo la impresión
de que allí se respiraba una atmósfera similar a la de la casa de
Kyoko, aunque en la villa americana esa atmósfera estaba
ligeramente alterada, resultaba más amplia, más profunda, y
dificultaba comprender a las demás personas.
En el rostro de Yamakawa, apenas sonriente, y en sus ojos,
que no transmitían excesiva cordialidad, se adivinaba
terquedad de carácter. De ahí que fuese bastante imaginable su
escaso aprecio por su marido. Ella jamás había olvidado el lujo
del pasado.
Seiichiro, mientras hablaba con otros invitados, observaba
desde lejos los ojos de la baronesa. En sus ojos brillaba
continuamente la capacidad de juicio; juzgaba sin miramientos
a las personas, no le importaba la condición social ni riquezas,
ella despreciaba claramente a la gente banal.
Entre los invitados había uno que entraba en dicha
categoría. Era un intelectual famoso en Japón, regordete y
achaparrado, rondaba los cuarenta y estaba de viaje en el
extranjero por primera vez; no hablaba ni una palabra de
inglés y en cada ciudad a la que iba se pasaba por la
Asociación de Japoneses. La señora Yamakawa lo observaba
como si estuviera observando un escarabajo gracioso y feo,
una especie de escarabajo pelotero.
—Tal como había oído, impone respeto la señora —susurró
asustada Fujiko al oído de su marido. La baronesa la miraba
como si no fuese más que una chiquilla.
La decoración del salón mezclaba acertadamente el estilo
victoriano con elementos orientales, evocando a los invitados
japoneses una atmósfera muy familiar desde antiguo. Las
repisas de caoba negra casaban bien con los objetos lacados,
los diseños de laca con nácar o de cloisonné combinaban
perfectamente con la porcelana china. Los muebles de pata
cabriola estaban colocados ante biombos del periodo
Momoyama, y sobre la chimenea, en la que ardía un fuego
vivaz, repisas en mármol italiano decoradas con vasijas de
cerámica Kutani.
Los invitados aún estaban tomando la copa del aperitivo
cuando el cocinero, que el dueño de la casa había hecho venir
de Japón antes de la guerra, hizo que los camareros sirvieran
bandejas de entrantes, en cada una de las cuales la comida
estaba dispuesta de forma que semejase el monte Fuji:
santuarios con pórtico, templos, estanques, puentes, grullas,
etcétera; todos los platos recibieron el elogio de los presentes.
El director de la filial, tras solicitar permiso a la señora
Yamakawa, se acercó con su cámara fotográfica japonesa a
Seiichiro y su esposa.
—Dado que hoy es una ocasión especial, propuse a la
señora Yamakawa tomarse una fotografía juntos de recuerdo
para la señora Yanagimoto…
La anfitriona de la velada se colocó resueltamente junto a
los cónyuges y, sin siquiera saludar, se dedicó a posar ante el
objetivo. A Seiichiro le pareció que los hombros de la señora
Yamakawa estuviesen calientes por los efectos del alcohol. Se
tardaba bastante en ajustar el objetivo de la cámara. Además,
un invitado americano mostraba insistente interés en la cámara
japonesa importunando al ya de por sí nervioso fotógrafo.
—Qué envidia le dará a mi padre cuando vea esta
fotografía.
—El señor Kurasaki, ¿verdad? Yo también era bastante
joven por entonces —dijo la señora Yamakawa; como era de
esperar, mostró una sonrisa radiante y, con una agradable voz,
dijo—: Fue en 1927 durante mi primer viaje a India, me
acuerdo bien de que él nos acompañaba en nuestro
desplazamiento.
—Desde entonces mi padre sueña con usted.
—Serán pesadillas, pobrecillo.
Incluso Seiichiro percibió por encima de los hombros de la
señora el apuro de su mujer al otro lado, casi sin atreverse a
respirar.
—Créame, sigue fascinado a día de hoy.
—¿Tan profundo le pareció nuestro encuentro?
A continuación la señora Yamakawa, esta vez volviéndose
hacia Seiichiro, lo miró con gesto de sorpresa, al estilo de las
mujeres latinas. El obturador de la cámara estaba listo y el
director reclamó su atención en voz alta, despertando, a su vez,
el interés de otros invitados.
—Nos estaremos quietos —dijo ella mirando al objetivo.
Uno de sus dedos con sortija de diamantes tocó la palma de
la mano de Seiichiro. No pudo evitar otro comentario más:
—Qué fotógrafo más incompetente.
Con la misma mirada que ponía al observar un insecto
indiferente, fijó la vista ante el director y el objetivo de la
cámara fotográfica.
Fujiko, nerviosa, todavía no conseguía tranquilizarse. Era la
primera vez que veía a su marido en semejante situación; él
estaba sereno, con un tono de voz seguro al hablar con la
señora Yamakawa, como si la hubiera conocido en un bar.
Seiichiro, por su parte, tenía motivos para sorprenderse.
Cuando dirigía la palabra a la baronesa, le parecía estar
hablando con Kyoko y, casi sin darse cuenta, contravenía su
regla de no mostrar aspectos de su verdadero carácter más que
en casa de su amiga. No era una cuestión de saber estar, le
salía de forma natural su predilecto tono despectivo. Se sentía
alegre. También le infundía seguridad que su breve pero fluida
conversación conectase con la misma frecuencia de
comportamiento despectivo de la señora Yamakawa.
«A partir de ahora podré comportarme así con ella —pensó
—. Y lo más agradable de todo es que los dos nos reímos de
Kurasaki Genzo».
Una vez que la pareja, ya en otra esquina del salón, se había
alejado de la señora Yamakawa, Fujiko no tenía la impresión
de que se habían reído de su padre. Al principio se sorprendió
un poco, pero después recuperó su peculiar alegre cinismo y
con tono halagador dijo a su marido:
—La verdad es que tienes valor. Me has sorprendido de
verdad.
Sentada ante la chimenea, una señora americana se entretenía
con un juguete japonés en forma de bola. Era un juguete
producido en Hakone con una difícil estructura de piezas
diversas de madera pequeñas y grandes, pero una vez
desmontado, no era nada fácil recomponer sus piezas de forma
exacta. El objeto llamó la curiosidad de muchos huéspedes
interesados en la difícil operación.
Por más que lo intentase, la señora se desesperaba porque
había una pieza que no acababa de encajar y otra que
sobresalía; al final, con una exclamación, dándose por vencida,
lo dejó. Seguidamente, el invitado japonés que había
pertenecido a la nobleza con un dedo regordete presionó el
huevo y con mucho cuidado lo desmontó por completo y
comenzó a reconstruirlo.
Seiichiro se percató de que su esposa estaba en un rincón
alejado del salón y había sido atrapada en una conversación
con una señora americana de mediana edad. A su lado también
estaba el cónsul general. Desde lejos, Fujiko tenía un aire
infantil, y precisamente por ello resultaba bella.
Seiichiro sintió de nuevo en la palma de su mano el tacto
frío de un anillo punzante como una espina. Esta vez tuvo la
impresión de que el dedo ejercía cierta presión.
—Gracias al huevo, la anfitriona puede tomarse un
descanso —le dijo la señora Yamakawa—. Quien ejerce de
anfitriona es una persona ideal como ese huevo, complicado,
incomprensible, un auténtico misterio y, no obstante,
construido con una sola pieza de madera.
—Esos juegos no están hechos para usted, ¿verdad?
—Así es. No me gusta parecer misteriosa.
Mientras tomaba un cóctel, la señora Yamakawa invitó a
Seiichiro a acompañarla a un ángulo del salón donde pudiesen
hablar los dos solos. Las ramas de arce de hojas enrojecidas
colocadas en un vaso de cloisonné japonés sobre fondo negro
los protegerían de las miradas ajenas.
—¿Practica algún deporte? —le preguntó la señora
Yamakawa.
«Ya llegó, el primer malentendido de rigor. Los hombres
deportistas generan cierta fascinación, pero en el fondo son
considerados simples.»
—Hago deporte de vez en cuando, pero no practico
ninguno en particular —contestó Seiichiro cortésmente.
El tono de la baronesa se volvió de repente autoritario,
imperativo, insistente pero claro:
—En la ciudad a veces se celebran fiestas secretas mucho
más interesantes y no tan aburridas como ésta. Si le apetece
venir a una de esas fiestas, podría ser su acompañante.
—Sería un placer.
—Me fío de usted, pero debe mantenerlo en secreto. Le
llamaré por teléfono a la empresa para hacerle saber el día.
Usaré el nombre falso de Kimura, le aconsejo que mantenga la
discreción también en la oficina.
Seiichiro asintió con una sonrisa ingenua y simple.
Después, la señora le acarició ligeramente un dedo y se
marchó apresuradamente.
Se abrió la puerta corredera del comedor y el mayordomo
anunció a los invitados que la cena estaba servida.
El antiguo miembro de la nobleza japonesa permanecía tan
absorto en componer las piezas del huevo que no estaba muy
por la labor de cenar. El huevo era como el pequeño dominio
de un rey del pasado en el que sus dedos regordetes se viesen
en dificultades.
—Déjalo ya y vamos a por unos huevos fritos —le dijo la
mujer americana de antes posando sus manos con uñas
pintadas de rojo sobre sus hombros.
La foto de la velada enseguida estuvo lista y Fujiko se la envió
a su padre. Éste le contestó rápidamente. En una carta escrita a
pluma, bien diferente a las breves cartas de trabajo que
escribía, él comentaba sus impresiones y sueños del pasado,
que aún percibía en el presente. Estaba muy alegre de ver a su
hija, ya crecida, al lado de la que en un tiempo fue considerada
la emperatriz del capitalismo japonés, y en este sentido se
sentía obligado a darle las gracias a su marido Seiichiro por
haber accedido a trabajar en la Sociedad Yamakawa. Esta
demostración de sentimientos anticuados provocó en Fujiko un
intenso desprecio por su padre. Le pareció la declaración
escrita del dependiente de un comercio. De repente sintió rabia
al recordar el miedo que experimentó al conocer por primera
vez a la señora Yamakawa a causa de la influencia tan grande
que había ejercido sobre su padre.
La frialdad de la mirada de la baronesa fue increíble. De
hecho, no le dirigió realmente la palabra en ningún momento.
Aquella noche no se preocupó demasiado, pero pasados unos
días, cuando llegó la respuesta de su padre, sintió una
punzante humillación y mortificación. Tenía la impresión de
que la baronesa representaba la desconfianza que todos los
japoneses residentes en Nueva York experimentaban hacia
ella. Además, la situación desoladora en la que se encontraba
se debía a que su padre, con un pretexto especial, la había
hecho partir a América junto a su marido. Al darse cuenta de
este detalle de amor paterno, Fujiko sentía cierto rencor por la
ingenuidad de los sentimientos de su padre, olvidando que ella
expresamente quiso venir con su marido. Sus sentimientos no
reconocían a la hija caprichosa que no consideraba el amor
paterno y la mentalidad de negocio sino como símbolo barato
inseparable del padre.
Tras un año de matrimonio, su estado de ánimo no parecía
el más indicado para ejercer el rol de esposa entregada a su
marido. Durante el tiempo que Seiichiro viajaba por negocios
a Chicago, ella se quedaba completamente sola.
De los siete departamentos de la filial de Nueva York, el de
maquinaria, al que pertenecía Seiichiro, era el más activo y el
que tenía más clientes. El noventa por ciento de los clientes
venidos de Japón eran recibidos por la sección de maquinaria,
y en cada ocasión los trabajadores debían repartirse la tarea de
ir a recoger a los visitantes a los tres aeropuertos de Nueva
York.
En el edificio de estilo antiguo en Wall Street trabajaban un
centenar de empleados, entre los cuales cuarenta que
pertenecían al grupo del director habían sido enviados desde
Japón. El resto había sido contratado en América. Entre ese
grupo, algunos eran blancos, y otros americanos de segunda
generación. Había también mecanógrafos y taquígrafos.
Seiichiro llegaba a la oficina cada mañana a las nueve y
media y trabajaba hasta pasadas las seis. Nada más llegar al
despacho, se encontraba con una gran cantidad de telegramas
procedentes de Japón acumulados durante la noche. Los leía y
se ponía en contacto con los fabricantes. Luego traducía
mentalmente al inglés los textos en japonés, se los dictaba al
taquígrafo y después enviaba el documento de oferta a la
empresa interesada. En estos intercambios había de todo un
poco, desde asuntos importantes hasta consultas
insignificantes que no había necesidad de preguntar
expresamente desde el otro extremo del Pacífico. Ése era su
trabajo cotidiano en la oficina.
Los empleados destinados a Nueva York estaban muy
ocupados. También Seiichiro, aunque joven, cargaba sobre sus
hombros tres veces más trabajo que el realizado en la empresa
matriz de Tokio. Como había poco personal, estaban muy
ocupados, las tareas y el área en la que debía interesarse eran
muy amplias. Estando en la matriz de Tokio, era raro que se
aprobaran documentos según su dictamen, pero desde Nueva
York podían aprobarse mandatos con la sola firma de
Seiichiro, aunque habrían requerido la firma del jefe del
departamento de haber estado en Tokio. Para responder un
telegrama recibido de Tokio tampoco debía ir a preguntar el
parecer de los varios responsables del departamento.
Le resultaba placentera la impresión de que la mesa de su
despacho de repente fuese más amplia. Esto no se traducía en
un mayor poder ni en una mayor libertad. Era sólo la
sensación tangible de todo cuanto un joven sueña y desea,
reconocimiento social, un deseo hecho realidad. A Seiichiro le
gustaban las sensaciones que los jóvenes anhelaban a toda
costa tocar con sus propias manos y marcar con su impronta.
Los jóvenes perciben tales sensaciones cuando realizan dichas
ambiciones y creen haber dominado el mundo. Los jóvenes
aman la exageración. Morirían a gusto apretando entre sus
manos un puñado de tierra como si tuviesen agarrado al
mundo entero.
El departamento de maquinaria en aquel momento se
encargaba principalmente de maquinaria para la explotación
de recursos hidroeléctricos, así como de la importación de
nuevas láminas para promover el proyecto de racionalización
de la sociedad siderúrgica. De hecho en aquel departamento
tomaban forma las tendencias más vanguardistas de la
economía japonesa. Por fin dio fruto el proyecto de
modernización de la energía eléctrica, que Matsunaga
Yasuzaemon abrigaba desde tiempo atrás. Se puso en marcha
el plan de un sexenio de desarrollo de los recursos
hidroeléctricos a partir de 1995, al unísono con el plan
económico de seis años adoptado por el gobierno. Como
consecuencia, en un breve plazo de tiempo se habían recibido
tantos pedidos de turbinas que éstos habían superado la
capacidad de satisfacer las necesidades de la industria
mecánica japonesa.
Por otra parte, la marcha del mercado del hierro y el acero
europeo en esos últimos años había hecho renacer la industria
siderúrgica japonesa, hasta entonces en una profunda crisis. La
producción y la explotación mineras habían aumentado,
determinando la posibilidad de invertir en equipo industrial.
En el departamento de maquinaria, Seiichiro se ocupaba de la
importación de maquinaria de laminado.
Un gran laminado era como una enorme construcción de
hierro, y cuando fue a ver un famoso producto de la empresa
Meister en la fábrica de Pittsburgh, Seiichiro, en su rol de
intermediario, se sintió un ser diminuto. Le parecía ser uno de
aquellos mercaderes indios que en los circos se ocupaba de
cuidar a los elefantes.
La noticia de que la Empresa Siderúrgica Toa había
decidido finalmente comprar maquinaria de laminado había
sido comunicada por la filial de Kyushu a la Sociedad
Yamakawa matriz de Tokio una semana antes de la fiesta de la
señora Yamakawa. El director del departamento de tecnología,
también director ejecutivo, junto a dos ingenieros expertos,
había comenzado los preparativos para reunir todo lo
necesario en América. En casos como ése, en los que era
necesario ocuparse de clientes muy importantes, las empresas
más competentes con sede en Nueva York colaboraban y se
reunían conjuntamente. Sobre la base de un protocolo
confeccionado en Japón, cada empresa debía asumir, repartido
equitativamente, el encargo de recibir y acompañar a los
clientes de visita.
Por eso Seiichiro estaba tan ocupado en su trabajo y en
torno a su mesa de despacho reinaba una febril actividad. El
director del departamento de tecnología de Toa visitaría las
plantas siderúrgicas en cada ciudad, estudiaría las condiciones
de funcionamiento del laminado utilizado en cada sede y
preguntaría el parecer de los técnicos locales para decidir
finalmente si era mejor la marca Meister o la competidora
Strasburg. En caso de comprar maquinaria de laminado de
Meister, correspondía a Yamakawa ocuparse del contrato; en
caso de una adquisición a Strasburg, el contrato sería para la
Comercial Nihon.
El planteamiento japonés no siempre era compatible con las
costumbres comerciales americanas, y en ocasiones era
ineludible hacer viajes de negociación. Seiichiro,
continuamente en contacto con la Comercial Nihon, debía
llamar a la empresa siderúrgica de varios estados americanos,
acordar una cita, reservar alojamiento y planear un programa
claro en base a las condiciones de la empresa interesada.
Después, acompañar a los clientes a la ciudad acordada
poniendo mucha atención en enseñarles el lugar y el
alojamiento en el que hospedarse, ya que influía
indirectamente en la valoración del cliente visitante hacia la
propia empresa y en lograr un contrato de millones de dólares.
La empresa A.A Steel que utilizaba laminado de Strasburg
estaba en Baltimore, y era la Comercial Nihon la que debía
encargarse de acompañar al cliente y preocuparse de su
estancia. L. Steel, que utilizaba maquinaria de Meister, estaba
en Chicago, Seiichiro se había desplazado allí, donde debería
trabajar tres días con tres importantes clientes visitantes y el
director del departamento de maquinaria.
Acababan de llamar a la puerta.
—¿Quién es?
A continuación, silencio. Ante la puerta no había nadie. Si
Fujiko se hubiera levantado a tiempo de abrir, habría oído un
rumor de pasos apresurados por la escalera con moqueta.
Estaba claro que no era alguien ajeno al edificio. Si fuese
un visitante con una hora fijada para la visita, habría usado el
interfono con el nombre de Yanagimoto colocado en la
estrecha entrada del edificio. Desde el apartamento Fujiko
habría contestado pulsando el botón del interfono, y en el
momento en que se hubiese oído un timbre la pesada puerta se
habría abierto automáticamente. Sólo mediante este
dispositivo instalado en todos los edificios de nivel medio
americanos el visitante podría subir por la escalera y llamar
directamente a la puerta.
Una llamada tan repentina a la puerta no podía ser más que
de otro inquilino del edificio. Además, hoy no era la primera
vez. Desde el día en que comieron a deshora, Frank era quien
solía llamar a su puerta.
Desde el día siguiente Fujiko supo que era Frank. Por eso
no contestaba y se quedaba en silencio cuando llamaba. Al
otro lado de la puerta daba la impresión de que alguien
vigilase a escondidas. De repente se escuchaba un rumor de
pasos alejándose por la escalera.
Tras repetirse el suceso, un día Fujiko, sin decir nada, abrió
de repente la puerta. Volvió a escuchar pasos apresurados
bajando por la escalera, nada más.
Volvió a repetirse la situación un día en que ella había
vuelto a casa e iba a cambiarse de ropa después de haber
acompañado al aeropuerto a su marido, que partía hacia
Chicago.
Era el mes de diciembre. Hacía mucho frío en Nueva York,
de ese que en Tokio apenas se producía en contadas ocasiones
durante el invierno. Las calles estaban cubiertas de hojas
marchitas. Una brisa del norte helaba cortante el aire. El cielo
tenía un color acuoso. No obstante, pasaba el camión que
regaba las calles.
La gran capital del mundo con menos relación con la
palabra «felicidad» entraba así en la estación que mejor
encajaba con su estilo. Diciembre, de hecho, era el periodo en
el que la vida mundana alcanzaba su apogeo, al igual que la
soledad. De ambas realidades tan distantes una de otra, Fujiko
se encontraba en la segunda y, a su pesar, debía reconocerlo.
Era un tipo de mujer que en Tokio sin ningún problema estaba
contenta estando sola. En cambio, inexplicablemente, en
Nueva York sufría al verse aislada; y en comparación con
alguien inmerso en una total soledad, ella era mucho más
infeliz porque la soledad no iba con su forma de ser, y le
parecía que era víctima de un destino injusto. Fujiko no
debería sufrir de soledad. Sin embargo, estaba sola.
Con todo, tampoco en la alta sociedad se era, así como así,
feliz sin más. Hasta los ricos capaces de fletar un vuelo
transatlántico para encargar una cena traída directamente de un
restaurante parisino y disfrutar de una velada de auténtica
gastronomía francesa no eran necesariamente felices. En todas
las antiguas ciudades europeas, por supuesto, y también en las
ciudades de provincias o en pequeñas ciudades americanas, se
había erigido en el punto más alto una veleta en forma de gallo
como símbolo de la alegría ciudadana. Nueva York, en
cambio, no exhibía dicho símbolo. Aquí tanto los ricos como
los pobres vivían aceleradamente con gesto despectivo, como
escupiendo ante el rostro de la felicidad. En ese sentido,
Nueva York era una ciudad singular y de naturaleza masculina.
Siendo mujer, como era Fujiko, sin duda ahí radicaba su
soledad.
Fujiko trató de imaginarse que era una joven mujer
esperando a su marido en una pequeña casa de algún rincón de
Tokio o en la habitación de un apartamento, pero, por más que
lo intentase, no se figuraba bien la escena. La casa en la que se
encontraba estaba aislada como un barco varado. En derredor,
nada más que un mar «foráneo». Por mucha gente que
hubiese, se encontraba en una frontera deshabitada. «La
claridad de una luz de gas en una tierra de bárbaros».
Los golpes en la puerta ese día fueron repetidos hasta en dos
ocasiones. Fujiko permanecía en silencio tras la puerta. La
tercera vez llamaron más insistentemente. Fujiko desistió de
cambiarse de ropa, se acercó a la puerta y dijo por la rendija:
—¿Quién es?
—Soy Frank. Te paso un papel por debajo de la puerta.
Le dio la impresión de que se arrodillaba torpemente para
deslizar el papel bajo la puerta. Decía lo siguiente:
«¿Quieres cenar conmigo esta noche? Si te parece bien, te
espero a las seis en la pastelería donde comimos la otra vez».
Fujiko, aunque con cierta desgana, contestó enseguida. Dio
una vuelta por la habitación buscando la pluma sin pensar en
otra cosa más que en la pluma. Después escribió «ok» y le
pasó la nota bajo la puerta.
Al otro lado, Frank emitió un sonido parecido a una
exclamación, después lo escuchó silbar, cosa que no había
hecho nunca hasta ahora, y finalmente se oyeron unos pasos
cortos bajando por las escaleras. Después, silencio.
Fujiko se miró en el espejo. Como de costumbre, en él se
reflejaba la silueta de Fujiko sola. En la habitación se percibía
la atmósfera de los domicilios provisionales. Sobre la
chimenea, la máscara esculpida en madera de un aborigen. Un
cubrecama de algodón. Los azulejos blancos en un rincón de la
cocina. Nada había cambiado en el apartamento.
«¿Qué es lo que he hecho? Nada. Estaré sola aquí para
siempre. No pasará nada.»
Fujiko sentía frío y calor al mismo tiempo. Abstraída,
pensaba así. «Debería cortarme un poco el flequillo», pensó
mientras se peinaba.
Fujiko nunca le comentó nada a su marido de los repetidos
golpes en la puerta de Frank. Tampoco pensaba que fuera nada
desleal. No percibía ningún peligro en esos golpes en su
puerta, eran como algo inexistente, y de haberle confesado a
Seiichiro tal nimiedad, éste la habría considerado una
fantasiosa, hecho que le molestaba.
Era sorprendente la tendencia que tenía Seiichiro a
considerar que cada pequeño incidente no era más que un
desvarío suyo. Era una característica que ella detectó
enseguida en él, pero le pareció algo natural en una persona
realista y ambiciosa; en realidad, no era más que su forma de
pensar.
Cuando ella le confesaba sus preocupaciones más prácticas,
él resolvía la cuestión con ligereza tachando sus dudas de
simples «desvaríos o imaginaciones». Se negaba a aceptar, tal
cual, la realidad que se reflejaba ante los ojos de ella y en la
que creía firmemente. Fujiko decía: «Eso es una carroza», pero
él detestaba aquellas definiciones categóricas de la realidad.
Para él todo cuanto veía podía tener dos dimensiones: en la
primera evidentemente se trataba claramente de una carroza,
pero desde el segundo punto de vista podía no tratarse de una
carroza como tal.
Seiichiro estaba excesivamente acostumbrado a la
apariencia tergiversada de las cosas que surgía de la opresión
asfixiante de un ambiente y una realidad hechos de ligereza y
superficialidad. Cuando veía a japoneses viajando por el
extranjero, confusos por la ausencia de elementos familiares y
que se sentían desconcertados, le sorprendía mucho que ellos
no hubieran dudado o sentido extrañeza jamás ante la realidad
cuando estaban en su propio país. Para alguien como él, que
consideraba que el buzón rojo en la calle de su camino al
trabajo no era más que una existencia impalpable, y que veía
como un vago espejismo el conjunto de enormes edificios de
Nueva York, vivir en el extranjero era sencillo.
—Mira, una carroza.
Fujiko dijo eso una noche, hacia la una de la madrugada, a
finales de otoño, mientras paseaban por la Quinta Avenida al
salir del teatro. Habían decidido bajarse una estación de metro
antes de la de su casa.
De repente, sobre la calzada oscura de la noche, surgió una
carroza tirada por un caballo gris; no sólo una, se trataba de
una hilera de tres carrozas, que finalmente desaparecieron en
la fina neblina dejando tras de sí tan sólo el eco de sus
pezuñas.
Tras andar una manzana, cuando estaban a punto de doblar
la esquina hacia casa, Seiichiro se paró y dijo:
—Pasan cosas o vehículos extraños por la noche.
—Eran carrozas.
Fujiko precisó la respuesta, pero para Seiichiro aquella
respuesta no casaba bien con su impresión. En aquella
expresión, Seiichiro detectaba el método típicamente femenino
de ordenar categóricamente la realidad con el fin de hacerla
más comprensible. Seiichiro sentía rechazo por esa manera de
ver las cosas. Aunque él también había visto las tres carrozas
tiradas por caballos grises, dijo:
—No son más que fantasías tuyas.
… Con la frase «no son más que fantasías tuyas», Seiichiro,
ahora volando hacia Chicago, habría observado a su mujer y
probablemente habría zanjado de igual manera el tema del
papel bajo la puerta. Ésa era la impresión que le daba a Fujiko.
¿Qué podría hacer hasta las seis de la tarde? La elección
ideal sería dormir hasta llegada la hora de la cita. Tal vez lo
mejor sería que Frank, de repente, la invitase a salir en ese
instante.
Por el momento, Fujiko decidió ponerse el camisón, si bien
era algo absurdo cambiarse de ropa así, ya que era casi
mediodía y nadie le había dicho que lo hiciese. Era una
absurda ceremonia para ella misma verse así con ropa de
cama. Entre tanto, se le quitaron las ganas de dormir.
Echada sobre la cama, observaba el sucio y viejo techo de
estuco. Después miró a un lado: tras la ventana el frío cielo
gris. Se acordó de un libro japonés de introducción al sexo que
valoraba los aspectos positivos y negativos de hombres
japoneses y extranjeros. Comparaba la habitual prepotencia
sexual de los hombres japoneses, causada por la ignorancia en
la materia, con la cortesía gentil y madura de los occidentales.
Seiichiro, hasta ahora, nunca había sido violento. Vagamente
se puso a pensar qué tendría de adicional el tacto suave de la
piel blanca y vellosa del hombre occidental o el intenso olor
corporal en comparación con las caricias calculadas,
equilibradas, atentas o rápidas de su marido.
No se le venían a la cabeza ejemplos de hombres
americanos que hubiesen envejecido rápidamente, sabía que
solían tender a quedarse más o menos calvos, pero una sonrisa
con ese hoyuelo juvenil como la de Frank no le desagradaba
en absoluto. Le atraía en concreto la graciosa combinación
entre el descaro y la gran timidez, la forma de aproximarse
tímida y su tenacidad, pero por encima de todo su visión
fantasiosa de la «mujer japonesa». A ella, que gracias a su
considerable perspicacia le gustaba sentirse aburrida de su
propia individualidad, le habría gustado convertirse en el
objeto de una fantasía abstracta, la mujer de los sueños
imperceptibles, la personificación de una poesía oriental.
Fujiko, como suelen hacer las mujeres, se hizo esperar
llegando con veinte minutos de retraso. Frank esperaba
leyendo un ejemplar de la prensa vespertina. Tras intercambiar
unas palabras, le dijo que el parte meteorológico preveía nieve
por la noche.
La pastelería era sólo un lugar para encontrarse, y Frank le
preguntó dónde le gustaría ir a tomar una copa antes de la
cena. Él le propuso ir a Oak Room, del Plaza Hotel, que estaba
cerca, para después cenar en Le Chante Clair, en la Avenida
49, donde tenía reservada una mesa.
Mientras tomaban la copa antes de cenar, Fujiko se
incomodó porque Frank, normalmente muy jovial, no dejaba
de hablar de su amigo Jimmy, que estaba en Venezuela. En su
primer encuentro en la cafetería, sus sonrisas la rescataron de
la soledad, pero la emoción de aquel instante poco a poco se
difuminaba.
¡Jimmy! ¡Jimmy! Frank no dejaba de mencionar a su
amigo. Jimmy era un tipo excelente, con gesto taciturno, que
sabía contar buenos chistes; le gustaban tipos de música y
obras de teatro que normalmente no atraían a los ingenieros;
desdeñaba a la alta sociedad y, también, a los bohemios; en el
trabajo sabía dar el máximo de sí mismo; podía hablar con
dulzura de su fallecida madre en Virginia, su tierra natal; era
un gran amante de Japón, no un apasionado frívolo, sentía
verdadero respeto por Japón; tenía un gran gusto con las
corbatas; siempre le regalaba cigarrillos egipcios o turcos, que
se repartía con él; cuando bebía con los amigos, imitaba la
Estatua de la Libertad; además, parodiaba los discursos del
presidente con acento cerrado de Brooklyn, era muy bueno
jugando al póker y se le daban muy bien los trucos de magia
con las cartas… Oyéndolo hablar, Jimmy parecía un portento,
un titán, un ser ideal, una persona de cualidades
extraordinarias. Sin embargo, según recordaba Fujiko, aunque
ciertamente era gentil, reservado y afectuoso, no destacaba por
su talento excepcional, y ni mucho menos tuvo la impresión de
que fuese tan extraordinario.
Una de las paredes del restaurante francés Le Chante Clair
estaba decorada con un paisaje de la Plaza de la Concordia.
Los camareros eran franceses, y la mayoría de clientes hacían
sus pedidos en francés. Una vez sentados, Frank ya había
puesto punto final a la conversación en torno a Jimmy y
empezó a hablar sobre su trabajo. Fujiko fue cayendo en la
cuenta de lo fastidioso de su carácter. Si la conversación fuese
en japonés, sería insoportable.
Fujiko observó el traje gris oscuro enfundado en el cuerpo
y la corbata de tono gris plateado, que podría decirse que era la
habitual indumentaria de noche de los hombres neoyorquinos.
El cuello juvenil que asomaba por las solapas, la cara joven, el
colorido y la expresividad a causa del modesto traje parecían
dar más vigor al cabello sobre su cabeza. Comparado con los
jóvenes japoneses de su edad, en la piel del americano ya se
veían algunas señales de envejecimiento y, bajo los ojos y
alrededor de la nariz, líneas sutiles de arrugas.
Fujiko dejó de escuchar el inglés de Frank como si se
quitase los auriculares de la radio. Le molestaba su énfasis al
hablar, como si tratara de convencerla de algo… Si lo
ignoraba, las palabras ya no hacían blanco en ella, y la
expresión jovial del hombre, o el movimiento de su boca, le
permitían adoptar una posición contemplativa. «Es un joven
americano simple, cortés con las mujeres, alegre —pensó—.
En tal caso, puede que tenga algo que va bien con mi carácter.
Los jóvenes de su edad japoneses en el lugar de veraneo se
comportan todos igual. En ocasiones, las copias son bastante
atractivas, pero el original no está nada mal… ¿Cuándo le dará
por susurrarme palabras seductoras al oído? ¿Tal vez cuando
del entusiasmo pase a la melancolía?… Qué importa. Lo
importante es que ya me he librado de la soledad.»
En un momento dado, la soledad venció la altivez de su
cuello, ya perdida la dignidad. Con tal de no estar sola, estaba
dispuesta a poner su mejor sonrisa a cualquier situación.
Fantaseaba con dedicarse en secreto a la prostitución. Y se
dejaba llevar por esa fantasía. Sería, tal vez, una prostituta, no
como la mayoría, por interés económico, sino para huir de la
soledad.
Frank, por fin, empezó a hablar sobre lo que pensaba de
ella. Esta vez se esforzó en escucharle y entender muy bien sus
palabras en inglés.
—Los americanos siempre elogiamos mucho a las chicas
japonesas. Sin embargo, desde que te vi, me di cuenta de que
las mujeres japonesas más maduras son muchísimo más
atractivas que las más jóvenes. Déjame que te pregunte algo:
¿eres tan prudente porque eres bella o simplemente las mujeres
japonesas, dejando a un lado la belleza, de por sí consideráis
que hay que comportarse así?
—Nos comportamos así con los extranjeros —dijo Fujiko.
En ese momento, cayó en la cuenta del sinsentido de usar el
plural en esta conversación. Ella, de hecho, era poco dada al
uso de ese plural identitario de la propia nacionalidad.
Fuera hacía mucho frío, pero, mitigado por el calor del
alcohol, pasearon por las calles cercanas para ver las
decoraciones navideñas. El árbol de Navidad, un abeto blanco
de unos veinticinco metros en la Plaza Rockefeller, ya estaba
adornado con cien farolillos y tres mil bolas luminosas. Los
dos caminaron hasta la base del árbol entre el gentío de
provincias y sus exclamaciones de admiración; más abajo se
veía a gente patinando en la pista de hielo.
Fujiko, tras mucho tiempo, volvió a sentirse como una
turista de viaje. Con ese humor típico de un viaje de placer,
todo resplandecía novedoso y divertido a sus ojos. Le
complacía imaginarse que era una exiliada abandonándose a la
contemplación del cambio del mundo.
El amarillo brillante de una bufanda alrededor de un
patinador, el rojo de un fular: los colores de repente le parecían
especialmente vivos. Al ver a un señor de cierta edad
patinando con gran dominio, Fujiko soltó una carcajada cuyo
eco no sólo se propagó por el recinto de la pista sino que
contagió la risa a las demás personas, que se miraban
mutuamente; ciertamente era una risa contagiosa.
¡Era bello ver cómo se transformaba cambiando el mundo a
su alrededor! Fujiko se volvió con mirada llena de gratitud
hacia Frank, pero éste ya no estaba a su lado. Las mangas de
su abrigo la abrazaban por la espalda mientras acercando su
nariz a su cabello aspiraba su aroma atrevidamente.
Frank llevó a Fujiko a varios night-clubs de Greenwich Village
que ella casi no conocía. En el Speak Easy, famoso por el
ambiente que recordaba la época del prohibicionismo, vieron
un music-hall algo mediocre, y en el Bon soir asistieron a un
espectáculo de comedia.
Sin embargo, en ninguno de los locales a los que la llevaba
se podía bailar. Fujiko sabía que en Tokio los chicos llevaban a
sus parejas a locales de baile con el fin de poder establecer
contacto físico. Frank se limitaba simplemente a tomarla
suavemente de la mano por debajo de la mesa.
A Fujiko le atraía el contraste entre la timidez del joven y
su cuerpo vigoroso y grande. ¡En cambio los jóvenes
japoneses solían ser delgados y demasiado impetuosos! Su
mano vellosa y suave le transmitía una impresión de alma
dócil, madura, y cierto aire de inocencia infantil. Su sobriedad
recatada tenía algo del encanto humilde de un preso.
«¿Este hombre tal vez está dedicando sus pensamientos
piadosos a Dios ahora?».
«Mira que a tu edad ocuparte de estas cosas…», pensó para
sí Fujiko, que se sintió en ese momento mayor que aquel
joven.
«En lo que va de noche, ha dejado escapar la oportunidad
de besarme al menos cinco veces.»
Ella miró el reloj. Ya era la una de la madrugada. Con todo,
en Nueva York ésa no era una hora muy tardía.
El diálogo de los comediantes entretenía mucho a Frank,
pero a Fujiko las bromas en inglés le resultaban difíciles de
captar. Él le explicaba el sentido con palabras fáciles de
entender, pero le desagradaba verse obligada a reírse. No había
nada menos gracioso que un chiste totalmente incomprensible.
Se acordó de cuánto despreciaba a una señora americana,
con la que hizo amistad en Japón, cuando escuchaba por la
radio las comedias de las tropas de ocupación y reía a
carcajadas; no le gustaría parecerse a ella, y frunció el ceño
con disgusto.
En ese momento, Frank comenzó a preguntarle
insistentemente en voz alta «¿Estás aburrida?, en ese caso, nos
vamos enseguida» o «¿Te encuentras mal?».
Fujiko ladeó el cuello en gesto de negación. Encerrada en sí
misma para dar un aire misterioso, siguió con ademán de
disgusto y trató de pensar en otras cosas. Encontró un recurso
en el espejito que sacó del bolso de mano. Lo que vio reflejado
en él era una mujer japonesa cansada por el alcohol y las
salidas hasta altas horas de la madrugada. Eran señales de las
que los demás no se llegarían a dar cuenta pero que ella
detectaba claramente. Se traslucía en sus ojos humedecidos, en
las ojeras y en la sombra tenue, pero evidente, de sus mejillas.
«Soy una mujer casada. Llevo un año casada y además
quiero a mi marido.»
Fujiko trató de pensar en Seiichiro, ahora en Chicago,
llamándolo por su nombre para sus adentros. No sintió ningún
remordimiento ni sentido de culpa. Finalmente, se tranquilizó.
Estaba segura de que no era amor lo que sentía por el joven
americano sentado ante ella.
En ese momento, Fujiko, queriendo volver ya a casa, le dijo
con adolescente espontaneidad:
—Me voy.
Fujiko necesitó de muchas y complicadas estrategias mentales
antes de encontrarse sola de nuevo en casa. Cuando salieron de
Bon soir, había mucha nieve y no resultó fácil encontrar un
taxi; después, mientras caminaban sobre la nieve por una zona
poco iluminada junto a un edificio de ladrillos rojos, Frank de
improviso la besó.
Durante el largo beso, Frank cerraba los ojos y ella los
matenía abiertos. Su estado de alerta la hacía mantenerlos
abiertos. Frank estaba apoyado en el muro y ella veía la pared
del edificio de ladrillos rojos reverberando trazos de luz por la
calle a su espalda. Mientras, seguía nevando. Fujiko se fijó en
los copos de nieve cayendo sobre las largas y onduladas cejas
de Frank. El joven inclinaba la cabeza hacia abajo y su cara
quedaba en penumbra. El cabello de Fujiko quedaba oculto en
el amplio cuello del abrigo de él, que éste, con un brazo, había
levantado. Percibía el roce de la nieve sobre la boca y la nariz.
Tenía la impresión de que, más que el beso, era la nieve lo que
le cortaba el aliento. Cualquier cosa era preferible a la soledad.
En el primer piso del edificio de ladrillos rojos, en la vacía
oscuridad de una ventana abierta, era posible que a pesar del
frío hubiese alguien incapaz de conciliar el sueño sin dejarla
abierta. Fujiko contempló absorta la abertura, en la que se
acumulaba la nieve. «Seguro —pensó— que en esa oscuridad
hay un hombre que duerme solo, un huraño señor de mediana
edad de costumbres saludables…»
… Finalmente, Fujiko cerró los ojos. Fue como si hasta ese
instante no se hubiera dado cuenta aún de que Frank la estaba
besando.
Antes de casarse, ya había experimentado besarse por
simple placer de hacerlo. No obstante, le producía cierto
desagrado el beso apasionado y sincero del joven americano.
Sus besos eran diferentes al Frank que había conocido hasta
este momento. Fujiko empujó el pecho de Frank para
apartarlo. Los tacones de sus zapatos volvieron a posarse
suavemente sobre el suelo.
Hasta volver a su apartamento, Fujiko se mostró
malhumorada puesto que se sentía obligada a defender su
propia dignidad, y, sobre todo, porque esa actitud hosca le
parecía más femenina. Frank parecía apurado. Fujiko abrió un
poco la puerta de su apartamento y entró; después sólo se
asomó un poco por la puerta entreabierta, le dio las buenas
noches y enseguida cerró y echó la llave. Durante breves
instantes se oyeron pasos silenciosos ante la puerta. Fujiko se
quedó escuchando tras la puerta, pero Frank no llamó.
Después entró en el baño y abrió el grifo de la bañera. Desde
pequeña siempre había preferido darse un baño antes que
ponerse a reflexionar sobre la realidad.
El periódico de la mañana llevaba el siguiente titular:
«8 or 9 inches of snow due – Roads will be icy tonight».
Fujiko esperaba con ansia el periódico de la mañana, tanto
que bajó hasta el portal a recogerlo. La noche anterior,
cansada, se durmió enseguida después del baño y por la
mañana se había levantado inesperadamente pronto.
Las cortinas dejaban pasar mucha luz debido a la nevada.
Sobre la superficie de la nieve amontonada no paraba de
moverse una polvareda que de vez en cuando levantaba una
espiral de polvo blanco.
La silla vieja y destartalada continuamente expuesta al
viento que barría la nieve tenía sólo el respaldo cubierto de
nieve, mientras que en el asiento se veía claramente la rejilla
de mimbre. Cada vez que arreciaba la nieve, el color amarillo
de la silla parecía vivificarse, y a veces la nieve chocaba como
contra un terrón de tierra contra la silla, maltrecha tras la
noche y la tormenta.
Fujiko, sin ningún motivo en especial, pensó ir aquella
mañana a tomar algo a alguna cafetería pastelería, a algún
local donde no se encontrara con Frank, por ejemplo alguno de
la cadena Shuleft que había por cada esquina de la ciudad y
que solía tener clientela sobre todo femenina, en particular
grupos de señoras jubiladas con no mucho dinero, mujeres de
mediana edad solteras y taciturnas o ancianas.
También en días de nieve habría alguna mujer mayor que
en la entrada se habría afanado en quitarse la nieve del abrigo,
habría tomado asiento y en tono mendicante habría dicho:
«May I have a cup of coffee?».
Un camarero apuesto, joven y altivo, parco en palabras e
indolente, habría dejado la taza bruscamente sobre el platito.
Una señora de mediana edad sentada al lado con aire seco y
huraño, tras tomar sus dulces, habría tratado por fin de
entablar conversación con el guapo camarero:
—Hoy he venido a las once de la mañana, a las dos de la
tarde y ahora, se diría que soy la dueña del local.
El atareado camarero no contestaría. La frase de
aproximamiento que la mujer había pensado durante todo el
día se habría transformado en un soliloquio sin respuesta…
Numerosos paraguas negros agitados por el viento plegados
a la entrada. Copos de nieve volando. Los azulejos ligeramente
manchados de barro. Botas de lluvia de mujer sucias… «Si no
quiero ser como una de esas clientas, sería preferible morirme
de hambre aquí sola», pensó Fujiko. Seguramente fuesen
exageraciones, pues ella era joven, estaba casada y, además,
era japonesa.
Pasó la mañana sin hacer nada más que contemplar la
nevada a través de los cristales de la ventana. Tomó una
pésima comida compuesta de fruta en almíbar, galletas y café,
y después pasó un buen rato maquillándose frente al espejo. Su
cara al despertar vista en el espejo le pareció más fea que
nunca. Se maquilló concienzudamente, pero no tenía ganas de
cambiarse. Decidió quedarse en camisón y bata y permaneció
todo el día encerrada en casa de esta guisa. En ese momento le
alegró su aspecto de mujer disoluta.
Fujiko se tumbó en el sofá y se puso a hojear revistas, el
Vogue o Harper’s Bazaar, que ya tenía muy vistas. Estaba sola
en casa y no se movía apenas, tan sólo transmitía movimiento
la nieve tras el amplio ventanal. Parecía una vieja película de
cine mudo proyectada en una pantalla amarillenta. El ritmo de
la tempestad de nieve era monótono pero mecánico y sin
armonía; parecía que el sonido de aquella película jamás se
escucharía.
Fujiko, aburrida de las revistas de moda, se puso a leer los
números de teléfono de una pequeña agenda. Ahí se alineaban
los números de sus conocidos en Nueva York. Todos los
teléfonos eran de señoras japonesas a las que les gustaba
quedar para comer, tomar el té o ir al cine. Si Fujiko llamase a
alguna de estas señoras, ésta le respondería con un tono
agradable y nostálgico y enseguida la invitaría a su casa, a ver
una película o a cenar juntas, y se despedirían tan contentas…
Después, la señora en cuestión habría comentado a las demás
del grupo:
—Llevé a la señora Yanagimoto a dar una vuelta, por fin
parece que ha bajado la cabeza.
Fujiko se sentía cada vez más sola, en aquella habitación de
su apartamento viendo la nieve caer como encerrada en una
prisión. Sin embargo, su soledad se parecía más bien a una
llama dentro de la habitación, despidiendo un gran calor. Puso
sus manos heladas sobre sus mejillas, se levantó y empezó a
dar vueltas por la habitación. Al fin se arrodilló junto a la
ventana, y aunque no tenía fe en ningún dios, oró repitiendo
con toda el alma una y otra vez:
«¡Te lo suplico, ayúdame! Sálvame, haré lo que sea si me
salvas de esta situación».
En ese momento se le ocurrió una idea.
«Podría suicidarme tirándome por la ventana». Sin
embargo, resultaría en un intento de suicidio porque, aunque
se lanzase al vacío en la tempestad de nieve, primero caería
rodando sobre la pila de leña enterrada bajo una capa espesa
de nieve y después se hundiría en la blanda nieve acumulada
sobre la terraza. Con todo, saltar desde la ventana provocaría
al menos algo. Tal vez alguien la vería desde la ventana de la
fachada posterior del edificio de ladrillos rojos de enfrente. Tal
vez sería preferible que todos pudiesen ver su muerte. Las
ventanas de la fachada trasera al otro lado del vendaval de
nieve tenían las cortinas blancas echadas y la casa parecía
desierta. Fujiko tenía la impresión de que tras aquellas cortinas
un ojo negro observaba continuamente con gran interés la
escena. Una participación altruista en la locura ajena… Fujiko
de lo que no se daba cuenta era de que se trataba del ojo de su
marido, el más apropiado para compartir tales momentos.
Fujiko levantó decididamente la ventana. De golpe el
vendaval de viento la golpeó, cegándola. Respiró hondo. La
nieve le había entrado hasta el fondo de la garganta. Tenía la
impresión de que la nieve se derretía al contacto con el fuego
que tenía dentro de sí. Dijo en alta voz:
«¡Qué sensación más placentera!».
En ese momento alguien llamó a la puerta. Fujiko apenas
prestó atención. De nuevo sonó un golpe dubitativo en la
puerta. La tercera llamada fue más insistente. Aunque
Seiichiro nunca había golpeado así la puerta de su casa, la
insistencia de la llamada le hizo pensar que era su marido, que
volvía a casa de improviso. Dejó la ventana abierta, corrió a la
entrada y abrió de par en par la puerta.
De pie ante la puerta, Frank, que vestía un jersey rojo.
Entró cerrando la puerta tras de sí como si nada. Vio el
desorden provocado por la tormenta de nieve colándose por la
ventana abierta. La nieve se acumulaba sobre la cama
deshecha. En la penumbra de la habitación se distinguía el
color puro blanco y ondeante de las sábanas; la nieve había
arrasado por completo la habitación, posándose incluso sobre
la máscara roja y negra colgada sobre la repisa de la chimenea.
—¡¿Qué haces?!
Frank, como si hubieran desordenado su propia casa, corrió
a cerrar rápidamente la ventana y se acercó a Fujiko. Apoyó
sus manos sobre los hombros de Fujiko.
—¿Qué ha pasado?
Tomando entre sus grandes manos el rostro de Fujiko, dijo:
—Dime, ¿qué ha pasado? Tienes las mejillas heladas.
Como siempre, Fujiko fue a recoger a Seiichiro de su viaje de
trabajo. Seiichiro, algo chapado a la antigua, no le había
comentado enseguida a su mujer cómo había ido el negocio,
pero pensaba que ella debía de suponer que todo había ido
bien, ya fuera por su expresión cansada pero vivaz, ya fuera
por las palabras de elogio del director del departamento de
maquinaria al despedirse en el aeropuerto: «Hoy no hace falta
que pases por la oficina, descansa bien, ya puedes quedarte
tranquilo».
El matrimonio no volvió directamente a casa sino que
fueron a comer al King of Sea, un restaurante especializado en
pescado en la Tercera Avenida al que solían ir. Allí las
camareras hervían gambas enormes que traían cogidas de los
bigotes; ellos brindaron con una copa de vino blanco. Seiichiro
le preguntó por la gran nevada durante su ausencia. Ella no
dijo mucho al respecto. Desde que vivían en Nueva York,
Seiichiro estaba acostumbrado a esta forma de hablar de su
mujer. En cierto modo, le reconfortaba ver que alguna singular
bacteria contra la que no había nada que hacer iba atacando
poco a poco a su esposa. «Antes o después, se volverá como
yo, y entonces sabrá que contra cualquier virus lo único que
cabe es crearse una inmunidad mental; en ese momento, en
lugar de una mujer, tendré una amiga.»
Era una expectativa a largo plazo. Seiichiro aborrecía las
convicciones burguesas sobre la distancia entre los cónyuges.
Para él no era necesario estar codo a codo. Bastaba ser como la
rueda de un molino que gira siempre sobre el mismo eje,
bastaba que la mujer se acercase y alejase como un transeúnte.
En el intervalo tendría lugar el fin del mundo, que se llevaría
todo por delante.
—¿Qué has decidido sobre el mantón de visón plateado? —
le preguntó Seiichiro con la cara algo enrojecida por el efecto
del vino. Fujiko apenas lo miró brevemente y él pensó: «Tiene
la mirada de una mujer espía que viene a por mí». Fujiko
respondió inesperadamente:
—¿El mantón de visón plateado? Ya no lo quiero.
Sobre el visón había influido algo la cuestión económica.
Todo comenzó por el deseo de Fujiko de tener esa prenda.
Habría podido hacer como en otras ocasiones y preguntarle al
padre, que le habría mandado el dinero para comprarlo a través
de algún conocido americano. Ella, sin embargo, deseaba que
fuese un regalo de Navidad de Seiichiro, pero debido a su
elevado precio, Seiichiro no podría comprarlo con su sueldo.
Queriendo satisfacer a toda costa su deseo, se lo confesó todo
a su marido: en una palabra, quería que fuese a recoger el
dinero enviado por su padre a un amigo y que le comprase el
visón como regalo de Navidad.
Cuando Seiichiro la escuchó decir que ya no quería el
visón, se dio cuenta de que su esposa se encontraba en una
situación muy diferente a la habitual. No era cuestión de
preguntarle superficialmente: «Pero, bueno, ¿qué es lo que te
pasa?», como haría cualquier hombre. Simplemente pensó que
ya estaría de nuevo fantaseando.
Terminada la comida, la pareja volvió al apartamento.
Seiichiro abrió la ventana y trajo leña. El viento frío que sopló
en ese momento, la ventana abierta y la vista de su marido de
espaldas con la cabeza inclinada le produjeron un escalofrío.
Seiichiro encendió la chimenea. Se le daba bien. Como el
conducto de la chimenea debía de estar lleno de nieve, produjo
un chasquido apagado. Finalmente, la llama, como liberada, se
alargó hacia arriba ondeante. La pareja se sentó ante la
chimenea para contemplar el fuego. La alfombra sobre la que
apoyaban los pies emanaba un olor familiar.
Cuando observaba el fuego de la chimenea, se sentía
transportado a casa de Kyoko. Normalmente, durante su vida
neoyorquina, no solía pensar demasiado en Kyoko, pero en
cuanto iba de viaje se acordaba de ella. Aquella atracción por
el desorden extravagante, aquel libertinaje, aquel desinterés y,
al mismo tiempo, la cálida atmósfera de amistad… Un
fragmento de todo ese mundo lo veía crepitar Seiichiro en el
interior de las llamas de la chimenea. Entonces tenía casi la
impresión de que Kyoko le susurraba al oído:
«Has elegido una vida de recluso. Que te hayas metido por
tu propia voluntad en la jaula es una prueba de tu animalidad.
Sólo a ti se te podía ocurrir una solución así. Eres la única
persona en el mundo que sabe de sí mismo que es un animal
salvaje».
… De repente, Fujiko empezó a llorar. Ciertamente, las
mujeres caprichosas suelen acoger con lágrimas los éxitos
cosechados en el trabajo por sus maridos; sin embargo, eso
complacía a Seiichiro. A él le gustaba más su mujer cuando
lloraba que cuando exhibía su carácter. Le acarició la cabeza,
que tenía echada hacia delante, con gesto cínico, como si
tocase las teclas de un piano, pero ella lo rechazó bruscamente.
Fujiko no había podido dormir en toda la noche, había
esperado el momento de confesárselo todo a su marido,
pensando en todos los pretextos posibles para sumergirse en el
trágico momento, pero la única idea que le vino a la cabeza
fueron las lágrimas… Lo ocurrido entre ella y Frank no había
sido en absoluto agradable. Cuando pensaba en los
remordimientos, en la preocupación de la dura confesión,
Fujiko tenía la sensación de haber cometido adrede un error
para disponer de una horrenda, propicia y extraña ocasión de
confesarse.
Seiichiro, sin perder la compostura, se mantuvo en silencio.
Si dijera cualquier cosa del tipo «¿Qué te pasa?», transgrediría
las reglas impuestas a su propio carácter. Sin embargo, al ver
el cabello en la nuca de su desesperada mujer que formaba una
sombra temblorosa sobre la espalda expuesta al fuego, tuvo la
premonición de que ante sus ojos iba a experimentar algo que
cambiaría su vida. No tuvo miedo, pero se preparó para lo que
estaba por venir. «No creo en fantasmas ni cosas por el estilo.»
Fujiko empezó a lamentarse tímidamente de la tristeza y la
soledad que había sufrido durante su ausencia. A Seiichiro le
sorprendió su modestia, poco habitual. Sin saber qué hacer,
avivó el fuego de la chimenea. Detestaba cuando la vida se
alejaba del ritmo cotidiano para adquirir tintes dramáticos.
Para él, en ese caso, se podría hablar de acción «ilegal», y se
sentía tentado de reprobar a su mujer por dicha falta de pudor.
Como si lo hubiese intuido, Fujiko le dijo balbuceando:
—¿Quieres que me calle? ¿Quieres que deje de hablar?
Al fin llegó la respuesta por parte de él que ella tanto
esperaba: «¿Qué es lo que te pasa?». No obstante, la
mandíbula robusta y la mirada penetrante de su marido,
iluminado por las llamas de la chimenea y en silencio, eran
como el gesto tétrico y sin emociones de una estatua. En el
mentón tenía un corte producido al afeitarse. De repente tuvo
miedo de que Seiichiro lo redujese todo a su propensión por
fantasear, de modo que le dijo de golpe:
—Mientras no estabas, hice algo con otro hombre que no
debí hacer.
Seiichiro no se sorprendió ante sus palabras. La expresión
«otro hombre» le pareció indescriptiblemente cómica.
«¡Siempre suelen sucederme incidentes tan banales como
éste!»… Era un hecho tan prosaico y que encajaba tanto con él
que le parecía haberlo provocado él mismo. Seiichiro, para
salvaguardar su honor, no osó preguntar quién era ese hombre.
Molesta por que no le preguntase como quería, fue más audaz
de lo que había previsto:
—¿Imaginas con quién? Dime, ¿con quién piensas que he
estado? Pues con Frank —dijo con aire triunfante. La cara que
puso Seiichiro al escucharla le pareció remarcablemente
estúpida.
Seiichiro, impávido, siguió poniendo cara de tonto. «¡El
otro era Frank! ¡Frank interesado en mi mujer…! Ella no sabe
nada de él. Absolutamente nada. Frank y Jimmy son pareja
desde hace mucho tiempo.»
En ese momento, Seiichiro, ya fuese por compasión o
secreta malicia, decidió no decirle jamás nada a su mujer sobre
la relación entre Frank y Jimmy. La solución se le ocurrió de
repente, y le había ido como anillo al dedo para completar la
imagen de la estúpida sociedad en la que creía cotidianamente.
Todo cuanto conducía apresuradamente hacia el fin del
mundo, la representación estúpida y la farsa de la sociedad, era
lo que más le gustaba. Aferraba en su puño la llave de la
indiferencia por las personas, es decir, era como un dios en
aquel mundo pequeño.
Una persona corriente quizá habría confundido un cómico
surco de desavenencia con un profundo abismo. En un instante
se acordó de Shunkichi, Osamu y Natsuo. Él no creía lo más
mínimo en abismos. Eso era lo único que los diferenciaba. El
abismo, el infierno, la tragedia, la catástrofe no eran más que
visiones románticas típicas de la juventud; la completa
destrucción del mundo que estaba por llegar no tenía nada que
ver con todo aquello. Todo representaba una situación cómica
repetida en un proceso…
Seiichiro permaneció en silencio mucho tiempo con un rostro
indescifrable. Fujiko estaba inquieta por el enfado silencioso
de su marido. Tenía la esperanza de que él exprimiese su
acostumbrada frialdad para estallar en una ira horrorosa. Sin
embargo, por más que esperase, no acababa de dar muestra de
dicha ira.
—No veré ya más a Frank. ¿Sería posible mudarnos pronto
al nuevo domicilio aunque sólo fuera un día antes? No quiero
empezar con excusas, pero no fue algo que yo buscase.
Realmente no dejó de ir detrás de mí. Me sentía tan triste y
sola que había decidido suicidarme, y en ese momento llegó
Frank para salvarme.
A Seiichiro las palabras de su mujer le sonaban mucho a
novela romántica y le resultaban demasiado explícitas. En su
confesión de lo sucedido, no pudo evitar caer en la afectación.
Encima, la persona que se confiesa se sorprende mucho al
comprobar que su afectación no es creíble para su oyente.
Fujiko acercó su cara a la de él, y casi sacudiendo a su
marido, dijo:
—¿Por qué pones esa cara? He cometido un crimen o
pecado durante tu ausencia.
—¿Un pecado? No deberías usar expresiones tan
exageradas.
Seiichiro la observaba mientras confesaba una falta
claramente falsa, como si observase a un pez dentro de un
acuario. Sabía muy bien que su falta no tenía nada que ver con
un gran pecado y le parecía todo una mentira sin más.
—¿Todavía no me crees? ¡Te ríes de mí y piensas que lo
que digo no es verdad!
Fujiko se levantó enfadada y, como si fuera un
prestidigitador, trajo un cenicero lleno de colillas.
—No es tu tabaco, ¿verdad? ¡Es Benson and Hedges, el
tabaco que fuma Frank!
—Qué hombre más descuidado.
Seiichiro, como si le hubieran ofrecido unos bombones,
cogió dos o tres colillas y las tiró a la chimenea. Enseguida
brotó una llamarada dorada y ondulante.
Viendo cómo manejaba ostentosamente objetos
constitutivos de delito, Fujiko no dudó de la honestidad de su
propia confesión y se confirmó en su idea del carácter
superficial y siempre escéptico de su marido. El montón de
colillas constituía un preparativo casero de una mujer que
conocía bien el carácter de su marido. Seiichiro seguro que
daba importancia a la infidelidad de su mujer y era una
persona que dudaba, como pocos, del mundo… Seiichiro veía
cada vez más claramente el contorno de la situación cómica.
Era como si viese las llamas de la chimenea parecidas a los
números con fuego de los artistas circenses. Fujiko era la
domadora de una bestia feroz, con una mano indicaba el
círculo y con la otra daba golpes al látigo contra el suelo.
¡Rápido, salta por el fuego! Seiichiro rugía furioso, le bastaba
con saltar el círculo.
Era como un animal perezoso y cobarde que contemplara el
círculo envuelto en llamas. Cualquiera, debido a un impulso
repentino o la rabia, vencería momentáneamente la
pusilanimidad y afrontaría la prueba del aro de fuego.
Seiichiro mismo pronto había saltado el aro de fuego, aunque
solo fuera para no mostrar a los demás sus sentimientos. Pero
él, que sonreía, en su corazón en el fondo carecía de ese valor.
Daba vueltas alrededor del aro, husmeaba y luego
cobardemente, con el rabo entre las piernas, se volvía. De ese
modo, con un tono muy austero, le dijo:
—No voy a enfadarme. Lo sucedido ya no tiene remedio.
Ahora lo mejor es que no vuelvas a ver más a Frank.
El rostro de Fujiko era pura desesperación.
—¿Por qué no te enfadas? ¿Por qué no me atacas y me
perdonas?
Estaba sentada sobre sus piernas plegadas sobre la alfombra
a la manera tradicional japonesa, sólo sobre la mitad de su cara
se proyectaban las llamas de la chimenea, pero diríase que
ardía de cuerpo entero.
—Este tipo de sucesos suelen ocurrir al estar en el
extranjero. Lo importante es que ese error no vuelva a
repetirse, y que no olvides cuanto antes.
—Pero he sido infiel, ¿por qué no me regañas? ¿Por qué no
me pegas?
Resultaba graciosa la mujer haciéndose la víctima
dramáticamente, parecía una simple chiquilla.
Fujiko creía que si su marido se hubiera enfadado,
censurando o castigando su infidelidad, su reacción habría
mitigado, al menos, su soledad. Ni ella misma sabía de dónde
surgía esa convicción, pero ciertamente, habiendo sido
mimada de pequeña, había puesto tal vez demasiadas
expectativas en este momento de su vida. Como una niña que
se enfrentase a la previsión del tiempo sin ningún criterio,
había decidido que si el marido la hubiera castigado
severamente, no podría volver a sentirse sola, pero, en caso
contrario, quedaría en un aislamiento más penoso que el que
ya sufría.
En aquel momento su desesperación se transformó en
horror. Para superarlo, decidió tender una mano a las tinieblas,
y se puso a pensar en cosas prosaicas, en ideas tranquilizantes,
simples, resolutivas y cristalinas.
«Me había olvidado. Incluso en momentos así no es más
que un ambicioso. Más que de mí, le da horror separarse de mi
padre. Cree que no merece la pena recriminarme un desliz así
y estropearlo todo. No me cabe duda. Ya lo he entendido todo
de principio a fin, es un listillo taimado, ni en un momento
como éste se le olvida el papel que le toca interpretar.»
Pensando así, Fujiko proyectaba sobre su marido la peor
vulgaridad, sin analizar lo que había dentro de sí y sobre todo
sin caer en la cuenta de que el origen de su valerosa confesión
era muy probablemente la certeza de que Seiichiro jamás se
alejaría de ella, ya fuera por razones económicas o sociales.
Poco a poco, Fujiko se fue calmando. Se secó las lágrimas,
sonrió un poco y recuperó el gesto algo cínico de su cara.
—Eres de verdad bueno. Realmente me he dado cuenta de
ello.
Fujiko trató a toda costa de mostrarle a su marido un rostro
inequívocamente insincero; era la sonrisa de prostituta que
había aprendido a mostrar cada vez que salía con Frank.
Seiichiro sabía por qué decidió tan rápidamente no decirle
nada a ella sobre la escandalosa relación de pareja entre Frank
y Jimmy: había decidido respetar la aventura imaginaria de
Fujiko, su culpa inexistente y la confesión de su farsa. Era algo
que ella había preparado cuidadosamente y pensándolo muy
bien, y a la vista de que Seiichiro no era uno de esos maridos
que protestaran por un plato mal cocinado, no tenía ninguna
intención de hablar mal de una relación de pareja creada por la
mujer. Herirla, romper sus sueños, inducirla a deslizarse hacia
una nueva desesperación oscura equivaldría al comienzo de la
ruptura de la realidad de vidrio que había construido día a día
hasta hoy. En cualquier caso, debía avanzar hacia delante,
hacia la destrucción del mundo.
Respetar los sueños ajenos era un principio importante en
su visión de la vida, y para cumplir con esa regla lo esencial
era vivir con absoluta insinceridad y falta de seriedad.
Seiichiro retomó un talante suficientemente bueno, simple,
franco, de voz clara y de una sinceridad insensible de
deportista… revestido de todas estas características, comenzó
a interpretar un «papel ajeno» al que estaba tan acostumbrado.
—Lo más importante es nuestra imagen ante los demás —
dijo Seiichiro—. Tenemos que mantener en secreto entre tú y
yo; esto es para siempre, sin compartirlo con amigos ni
íntimos nuestros. Los amigos, cuando lo saben, son los que
hacen que ese recuerdo vuelva a formar parte de nuestra vida;
por eso, si logramos que sea solo nuestro secreto, llegará a
borrarse algún día. Yo hablaré con Frank y le haré reflexionar
sobre lo ocurrido. Después, enseguida buscaremos un nuevo
apartamento, aunque siempre podemos volver a vivir en un
hotel, en la zona residencial debe de haber bastantes,
tranquilos y económicos. Aprovecha también la ocasión para
dejar a un lado la timidez y reunirte más con el grupo de
japonesas de manera positiva, aunque te sean antipáticas.
Verás que antes que estar sola preferirás estar en la tempestad
de los chismes, que antes o después te parecerán un simple
trinar de pajarillos. Todos los hombres vivimos haciendo lo
mismo.
—Haré lo que dices —dijo Fujiko.
Seiichiro trató de aparentar cierta tristeza.
—Esta noche estoy muy cansado, pero después de lo que
me has contado, no sé si conciliaré el sueño.
Ante un marido tan ejemplar, casi de manual, con el gesto
de quien mira desde las alturas hacia abajo, dijo
compadeciéndolo y sufriendo por él:
—Soy una esposa lamentable. De entre todas las mujeres
casadas japonesas que viven en Nueva York, sin duda yo soy
la peor. Pero a partir de mañana pienso cambiar por completo.
A partir de ahora haré lo que sea para ser una buena mujer.
¿Quieres que te prepare una sopa de egg nogg? Con el
estómago caliente, seguro que dormirás mejor.
—Sí, gracias —dijo Seiichiro tendiéndose sobre la
alfombra.
Aunque su actitud había sido excepcional, Seiichiro fue
tomando conciencia de la propia herida, y a la mañana
siguiente no tardó en escribirle una carta a Kyoko en la que le
contaba todo lo sucedido:
«Soy un cornudo, pero no un ejemplo clásico, sino algo
particular»…
Sin un motivo en especial, se acordó de la noche a
principios de verano, cuando aún estaba soltero, y al salir del
trabajo se fue de prostitutas y después se puso a jugar como un
niño con las máquinas vendidas por las tropas de ocupación.
Era como un intento de recobrar libertad para sí mismo. En
todo caso, era hábil para calmar, con expresiones excesivas,
las propias emociones.
«En cualquier caso, he cumplido con mi deber ante el
engaño.»
Todo se debía al hecho de que guardaba un precioso as bajo
la manga. Gracias a ese as, había ganado. De otro modo, no
estaría seguro de haber mantenido la calma. Seiichiro deseaba
lo que otros ambicionaban, con la única excepción de ser un
cornudo.
La casualidad de dicha victoria, de haber acertado en plena
diana, le dejaba la sensación de haber cruzado un peligroso
puente.
En la oficina recibió la llamada de la señora Yamakawa
bajo el falso nombre de Kimura; su voz resonaba con su
acostumbrada intensidad.
Le dijo que la fiesta sería el viernes por la noche en un
hotel poco conocido al oeste del barrio residencial. Un
empresario cubano del azúcar, un tal Romero, había reservado
la novena planta del hotel y había invitado a cincuenta
personas a la orgía.
Romero estaba prácticamente emparentado con el gobierno
de Batista, administraba plantaciones legadas al capitalismo
americano, dirigía todos los casinos de La Habana y se
encargaba del contrabando de armas para varios grupos
revolucionarios antigubernamentales. Eso es lo que la señora
Yamakawa le contó cuando se citó con ella en un bar aquella
noche.
La señora Yamakawa, a diferencia de su pose
acostumbrada, estaba alegre como una chiquilla, Seiichiro, en
cambio, algo inclinado a un sentimentalismo que no iba
mucho con él, le confesó la «infidelidad» de su mujer con el
mismo tono que usó con Kyoko.
—En Nueva York hay muchas mujeres a las que les gusta
seducir a homosexuales; debes dar gracias al cielo por que tu
mujer no entre en dicha categoría. La tristeza es lo único que
la ha llevado a comportarse así, una especie de suicidio
ridículo para llamar la atención. Si tu mujer ha hecho eso,
harás bien en divertirte esta noche… Después de eso, no
querrás que te explique nada de antemano, ¿verdad? En la
fiesta de esta noche habrá muchas mujeres de La Habana de
identidad desconocida, tenlo presente, que vienen a América
sólo para ganar dinero.
Después la señora Yamakawa, como si se acordase de
repente, le preguntó:
—¿Cómo decías que se llamaba el amigo americano de su
mujer?
—¿Se refiere a Frank?
—Sí, me refería a Frank. ¿Ya has hablado con él como es
debido?
—Sí, a la mañana siguiente fui directamente a su casa y
dejé las cosas claras. Me daba las gracias, llorando de alegría,
por no haberle contado a mi mujer su secreto, un misterio de
hombre. Después le advertí de que si volvía a ponerle una
mano encima a mi mujer, se lo diría a ella, y él ha aceptado no
volver a verla.
—Una pregunta más: ¿por qué conocías el secreto de
Frank?
—Al poco de llegar a América, Jimmy venía por temas
profesionales a nuestra oficina y empezó a mostrarse muy
cortés conmigo. Una noche fuimos a beber y tras contarme
todo sobre su relación con Frank, trató de seducirme. Rechacé,
por supuesto, su propuesta, pero me pidió que al menos
fuésemos amigos y me quedase en su casa pagando un
alquiler.
—Vaya, vaya, entonces le fascinó tu imagen de hombre
oriental. Los homosexuales tienen mucho mejor ojo que las
mujeres para captar el sex appeal masculino. Las mujeres
deberían aprender más de los hombres en ese sentido. El
narcicismo interesado y frío las ciega ante el atractivo
masculino. Como resultado de dicha ceguera, no logran nada.
A las nueve de la noche llegaron en taxi al hotel. En torno
al edificio reinaba una calma absoluta. A lo lejos se
vislumbraban las arboledas heladas por la escarcha helada de
River Side Park al borde del Hudson. En un pequeño recibidor
se escuchaban las risas de una mujer, que parecían proceder
del bar.
Mientras esperaban al ascensor, continuaban las risas. No
se oía nada más. Un señor entrado en carnes de mediana edad
y aspecto de italiano se alejó de la recepción y fue a consultar
atentamente un registro sobre una mesa en una esquina. Los
indicadores luminosos del ascensor marcaron rápidamente de
la planta doce a la séptima. Cuando el ascensor parecía a punto
de llegar, subió de nuevo a la planta nueve y se paró.
Llegó un botones con guantes blancos y, mientras pulsaba
de nuevo el botón del ascensor, les guiñó un ojo.
—Esta noche hasta el ascensor está borracho —comentó.
La señora Yamakawa llevaba un visón plateado que dejaba
un poco descubiertos los hombros y un vestido de satén violeta
claro con un sombrero de la misma costura que le daban un
aire soberbio bajo las cercanas luces del techo del ascensor.
Sus cabellos canosos encajaban con su forma de vestir y no
daba la imagen de una persona que se dirigiese a una fiesta de
dudosa reputación debido a su porte solemne; más bien parecía
que fuese a participar en la ceremonia de botadura de un
barco.
Bajaron del ascensor en la novena planta y recorrieron un
pasillo. Tras llamar al timbre de una puerta, les recibió con
mucha ceremonia un camarero negro entrado en años con
esmoquin y corbata blancos. Enseguida oyeron los compases
de música latina y percibieron un calor oprimente.
Las luces eran tenues, pero no se apreciaba un ambiente
extraño en particular. El señor Romero se acercó a presentarse
y saludar a Seiichiro. Era el típico cubano, con bigote, algo
gordo, grandes ojos, sociable y alegre, clásico rostro latino, de
excesiva gestualidad; al hablar, su mirada parecía elevarse
hasta el techo, nunca miraba directamente. Entre sus dedos
vellosos asomaba un anillo de diamante. Vestía una chaqueta
cruzada muy ceñida a los hombros, a la moda de su país.
Tal como le sugirió la señora Yamakawa, Romero les
presentó a otros invitados con el nombre ficticio de Hanako y
Taro, pero el nombre era lo de menos.
—Es una fiesta de personas muy distinguidas, ¿verdad?
—Por el momento aciertas, pero ya verás dentro de un rato.
Aquel hombre, con tal de que lo miren todos, está dispuesto a
hacer lo que sea. A aquella señora delgada, en cambio, le
encanta desnudarse en cuanto puede, y a la otra señora no la
conozco. A aquel joven le interesan sobre todo las mujeres
mayores de cincuenta años, por no hablar de aquel viejo y
gordito banquero brasileño. Pronto verás que los distinguidos
invitados son en realidad bestias.
—¿Usted también?
—Quién sabe. A mí sobre todo me encanta presenciar
ciertas escenas hilarantes, por eso vengo.
Seiichiro, enseguida, hizo buenas migas con una cubana
mestiza. Era de piel morena, hablaba un inglés poco fluido y
decía que era bailarina de cha, un espectáculo televisivo de La
Habana. El color de su piel tenía una luminosidad seca y
tenue, que le daba el aire de un espléndido y raro árbol
tropical, iluminada la superficie lisa de su piel como con
pigmentos dorados. Su cutis era más denso que el de una piel
blanca, sin manchas ni vello, y aunque era pequeña de cuerpo,
daba la impresión de que en su interior naciese la elasticidad
del sol; tenía el pelo largo con rizos oscuros y el rostro exhibía
facciones de mujer española, y aunque estaban en la oscuridad,
el color blanco de sus ojos lucía luminoso. Bebía una ingente
cantidad de alcohol.
La señora Yamakawa hablaba mucho con un joven apuesto
de aire excéntrico al que sólo le atraían las mujeres de más de
cincuenta años. Seiichiro no era consciente de hasta qué punto
era toda una representación, pero el joven, como asustado,
mostraba una actitud exageradamente modesta y sonreía a
todo cuanto decía ella. El joven juntaba sus rodillas y,
bromeando, de vez en cuando daba en el pecho de la señora
con su pesada y tupida cabellera rubia peinada a la moda.
Cuando Seiichiro y la señora Yamakawa intercambiaban una
mirada, en el rostro de ella se dibujaba una sonrisa de amistad
que no daba lugar a dudas, y se sentía tranquilizado como si
estuviese en casa de Kyoko.
Una invitada francesa con aire de mujer acaudalada hablaba
de una colección de libros eróticos que había adquirido
recientemente. Entre los títulos figuraban Fleurs de chair, de la
vizcondesa de Saint-Luc, o Le Boudoir d’amaranthe ou les
nouveaux plaisirs de l’île de Cythère, impreso en 1890, y otro
clásico de la pornografía francesa, La vertu de la soeur Agnès,
de Hercule Fourqueuse. La mujer, con unas ojeras que le
daban un aire de académica, además hablaba como una
intelectual al tratar de la cuestión. Poco después, Seiichiro
supo, según le dijo la señora Yamakawa, que era lesbiana.
El ambiente de la fiesta empezaba a cambiar. Las mujeres,
sin reparo alguno, empezaron a desnudarse. El ir y venir a una
habitación con camas se volvió continuo. También Seiichiro se
fue con la cubana a una habitación con dos o tres camas.
Estaba a oscuras y flotaba en el ambiente un fuerte aroma a
perfume y olor corporal. Seiichiro, llevando de la mano a su
acompañante, dio una vuelta buscando una cama vacía, y
mientras andaba de vez en cuando entreveía en la oscuridad
culos blancos, algunos moviéndose y, otros inmóviles, como
inertes.
—¡Rápido, que empieza! ¡Rápido, vengan! ¡Que ya va a
empezar!
La frase pronunciada en japonés lo despertó del sopor. Ante
la entrada de una habitación se agolpaba un gran número de
personas, algunas completamente desnudas y otras vestidas
según su propio gusto y abotonadas hasta el cuello, todas
concentradas mirando hacia el centro de la habitación.
También Seiichiro, a la espalda de la señora Yamakawa,
miraba.
Dos velas sin candelabro iluminaban los ojos con una luz
intensa, las sostenía en la mano el viejo banquero brasileño,
que estaba de pie en medio de la habitación. En torno a la
cama había cuatro o cinco mujeres, unas sobre otras, que de
vez en cuando levantaban la cabeza, emergiendo de puntos
impensables y apoyando la cara contra sus manos para
observar al viejo banquero. El banquero estaba completamente
desnudo. La grasa bajo su piel era muy compacta y formaba
una flacidez en sus costados y la cintura, y la barriga le
sobresalía horrorosamente. La piel blanca, cubierta de una
vellosidad rojiza, flotaba sobre su cuerpo. La cabeza calva era
iluminada por las velas, pero por debajo de su enorme barriga
no destacaba más que la oscuridad.
Los ojos brillantes del brasileño miraban hacia el frente,
donde la gente se arremolinaba ante el dintel de la puerta, pero
él no miraba a la gente, sino una presencia en un punto sólo
visible para él.
En ese momento, el cuerpo gordo y poco agraciado del
brasileño empezó a temblar ligeramente mientras estaba de
pie. Su carne ondeaba como flácida gelatina. Entonces empezó
a mover poco a poco las manos que sujetaban las velas hacia
delante. La cera le caía sobre los dedos y las dos llamas a
ambos lados fueron desplazándose siempre hacia delante. Las
convulsiones del banquero aumentaron, la frente bañada en
sudor, las pupilas moviéndose rápidamente mirando las dos
llamas a ambos lados. Al fin las dos llamas quedaron ante sus
ojos, aunque sus manos inestables las hacían temblar.
… Por fin, el brasileño logró unir las dos llamas ante sus
ojos. En ese instante, alcanzó el orgasmo. Los espectadores, al
unísono, lanzaron una ridícula exclamación de sorpresa:
«¡Oh!»
Seiichiro, por suerte, ya se había vestido y pudo volver con
la señora Yamakawa al salón para tomar una copa.
—¿Qué te parece? No había visto cosa más cómica en mi
vida.
—Yo tampoco había presenciado nada tan ridículo.
—Puede que éste sea el infierno; pero el infierno tiene su
gracia. Tanto que cuesta hasta reírse.
—A usted no le gustan las cosas serias, ¿verdad?
—Piense en ese banquero, seguro que en su oficina está
siempre muy serio y formal; pero, cosas del destino, las
personas no resisten siempre poniendo la misma cara. Por eso
creo que, con tal de ser ridículos, no les importa destruirse.
Eso les hace felices.
—Para el banquero brasileño ese momento era la ocasión
propicia para ser él mismo, y con ese objetivo estaba dispuesto
a descender al infierno del ridículo.
—Todos somos así —dijo con convencimiento la señora
Yamakawa—. No hay excepciones.
Después, como de costumbre, la señora Yamakawa pareció
acordarse de golpe de algo.
—Ese banquero me ha recordado una noticia que
probablemente ya conoce. Ayer el presidente de Comercial
Yamakawa tuvo una hemorragia cerebral y murió. Por
supuesto, como es natural, enseguida se ha nombrado a su
sucesor: su suegro.
Capítulo 10

A principios de abril de 1956, de repente se presentó una visita


inesperada en casa de Kyoko pasadas las ocho de la tarde, hora
en que ya no se invitaba a nadie últimamente. Kyoko estaba
ayudando a su hija Masako, ya de diez años, con los deberes.
Pero nada más escuchar el nombre del invitado, se puso tan
contenta que dejó los deberes a medio hacer y se fue a la
entrada. Natsuo acababa de llegar.
El pintor vestía un impecable traje gris de primavera y una
corbata juvenil con rayas diagonales de rojo oscuro. Iba bien
peinado, y aunque estaba delgado, su cara había recobrado el
lustre vivaz juvenil de siempre.
—¡Cuánto tiempo! Y qué cambiado estás. Das la impresión
de un joven corriente y maduro de buena familia.
Fue lo que le dijo nada más verlo en el umbral. Sin
embargo, la impresión que le produjo a Kyoko distaba de sus
escasas expectativas.
Las visitas inesperadas a esa hora de la noche habían sido
siempre las de Seiichiro. Por eso cuando escuchó el timbre de
la puerta, aunque era casi imposible, Kyoko pensó que tal vez
Seiichiro había vuelto de Nueva York sin avisarla.
Masako no paraba de dar vueltas alrededor de Natsuo sin
separarse de su lado. Sin embargo, desde hacía dos veranos
Masako, que antes le tiraba de los pantalones, lo cogía ya de
las mangas.
—Desde la última vez que te vi has crecido mucho —la
halagó Natsuo con cariño. Masako le respondió con coquetería
infantil.
Aunque ya empezaba a mostrar un cuerpo esbelto de
chiquilla, saltaba y brincaba como una niña.
Natsuo, al entrar en el salón, miró a su alrededor y
exclamó:
—¡Ha quedado precioso! Parece recién construido.
Las vidrieras por las que se filtraba el agua durante las
tormentas habían sido reforzadas por nuevos y recios marcos
de caoba y mostraban un aspecto mucho más sólido que antes.
La antigua sillería había sido tapizada de nuevo. El
empapelado seguía teniendo el mismo diseño, pero, recién
renovado, producía extrañamente una apariencia luminosa y
ligera. La marca dejada por los cuadros cambiados de lugar o
las manchas que recordaba con nostalgia habían desaparecido
por completo, pero sobre todo aquella noche la sala le pareció
mucho más resplandeciente, y los cristales de las lámparas, en
el pasado polvorientos o sucios de la nicotina del tabaco, ahora
relucían nítidos.
Por educación Natsuo no preguntó por el motivo de dicho
cambio y Kyoko, por su parte, tampoco se atrevió de momento
a dar explicaciones. Natsuo se sentó en el sofá en el que en el
pasado se había reclinado tantas veces, aunque ahora no le
resultaba familiar.
—Estabas estudiando, ¿verdad? —le dijo Natsuo mientras
cogía el cuaderno de matemáticas que había sobre la mesa.
Masako, con grandes aspavientos, le apartó la mano del
cuaderno; Natsuo apenas había tenido tiempo de ojear
rápidamente una hilera de operaciones de álgebra sencillas.
—Sí, estaba haciendo sus deberes —respondió Kyoko en
lugar de su hija. La forma de vestir de Kyoko era de un gusto
más sobrio que antes; ahora ya no sería fácil que la
confundieran con la camarera de un club de noche o una
bailarina. Su maquillaje también denotaba una suavidad difícil
de definir… Sin embargo, precisamente por ello tenía un
aspecto más juvenil.
—¿Cómo están los cerezos del bosque del Kinenkan en
esta época?
Kyoko se levantó y descorrió los visillos. Al otro lado de la
ventana, gracias al destello lunar, se veía, a lo lejos, el
contorno del bosque. Para evitar que su cara se reflejase en el
cristal, Natsuo inclinó la cara y contempló las florecientes
flores blancas de los imponentes cerezos que elevaban sus
copas entre la arboleda lejana. Eran como una pálida neblina
difuminada a lo largo del elegante paseo, bajo el nítido cielo
nocturno que amparaba el paisaje negro azabache del bosque.
La camarera trajo té y dulces. Masako, por propia
iniciativa, cogió una botella de coñac de un mueble bar y dos
vasos.
—Sírvete lo que prefieras —dijo Masako.
—Mira qué atenta hospitalidad muestra contigo. Con otros
invitados, jamás hace eso —dijo Kyoko riendo. Natsuo pensó
que el enfoque educativo de la casa seguía siendo el de
siempre.
Después, moviendo la copa de coñac entre sus dos manos,
dijo:
—He venido a despedirme, en unos días me marcho de
Japón.
—Sei también vino a despedirse del mismo modo hace un
tiempo. Esta casa parece una estación terminal o un puerto de
partida. Dime, ¿adónde vas?
—Voy a México. Pero no voy con dinero que haya ganado
yo —precisó Natsuo con modestia—. Mi padre me envía a
estudiar pintura. Incluso a pintores de la escuela japonesa les
viene bien trasladarse a un país de fuerte colorido y con mucha
luz; me parece que la naturaleza es mejor maestra que
cualquier museo. Ha sido idea mía este viaje.
—Entonces has venido a despedirte en un momento idóneo.
Si hubieras tardado dos o tres días más, no podríamos
despedirnos melancólicamente como hoy tomando una copa.
Natsuo, por primera vez, le preguntó «por qué». Kyoko se
lo explicó en breves palabras. Pasado mañana, por fin, su
marido volvería a casa a vivir con ellas. Ya estaban hechos
todos los preparativos, todos los trámites terminados, y tanto
ella como su hija estaban listas para retomar su antigua vida.
Los obreros contratados por el marido habían venido a diario y
habían terminado las obras de renovación ayer mismo.
—No lo sabía —dijo Natsuo con la voz un poco
entrecortada—. Entonces, ya se acabó aquella casa de Kyoko
que todos conocimos, ¿verdad?
—Pasado mañana esta ya no volverá a ser la casa de
Kyoko. Será la casa de una familia sólida, firme, de tres
integrantes, como cualquier otra familia, y ya nadie podrá
venir a la hora que quiera. Por la mañana acompañaré a mi
marido al trabajo y después llevaré a la niña al colegio, y
también comenzaré a asistir a la Asociación de Progenitores y
Docentes, ¿puedes creerlo? Es asombroso que yo me una a esa
asociación, ¿no crees?
—Eso es porque tendrás confianza en poder hacerlo.
—¿Confianza? —dijo Kyoko con cierta indiferencia—. No
tengo particularmente demasiada confianza. Quizá durante un
tiempo, con esas señoras tan aburridas, no lo pase muy bien;
pero al final me acostumbraré. He vivido como un velero
impulsado por el viento de amores y sueños ajenos, pero ahora
hay calma chicha y mi barco con el motor en marcha navega
por sí mismo, no tendré necesidad de hacer nada. Además, ya
ves, estoy curada del todo.
—Pero tú nunca estuviste enferma, como dices.
—No, te aseguro que mi convalecencia era de otra clase de
enfermedad que me aquejaba. Me recuperé de la patología que
te hace ver el mundo como algo flácido y sin consistencia, que
puede convertirse en cualquier cosa, que es real cuando
piensas que existe y desaparece cuando piensas que se
extingue. Este mundo tal como es ya está firmemente
acoplado. Está bien montado y ajustado, como encajan los
cajones de una cómoda construida por un artesano ebanista. Ya
puedes empujar o golpearla, que es irrompible. No hay gusano
que carcoma ese mueble ni sueño capaz de deshacer este
mundo. Por cierto, déjame que te muestre el rostro de la
divinidad en la que voy a creer a partir de ahora. En uno de sus
ojos, rojos y brillantes, tiene escrita la palabra «obediencia», y
en el otro, «paciencia», de su gruesa nariz se eleva un humo
que traza los caracteres de «esperanza» en el cielo, sobre la
lengua colgante al rojo vivo como tintada de colorante se ve
escrita la palabra «felicidad», y del fondo de la garganta sale el
letrero de «futuro».
—Bien grotesco es ese dios.
—A partir de ahora, los trescientos sesenta y cinco días del
año le presentaré ofrendas orando con devoción. Por grotesco
que sea este dios, no me parece mal que tenga un rostro
humano. Así, si uno quiere, podría besar ese rostro.
»La vida es una herejía, una herejía soberbia. Yo he optado
por creer en ella. Opté por creer en ella. Vivir sin hacer por
vivir, cabalgar en un caballo descabezado llamado presente…
Sólo es posible si te sostiene la fe en esa herejía. Pero si
pruebas a creer en la herejía, no hay nada que temer. El miedo
a la monotonía o al aburrimiento era una enfermedad.
Monotonía y aburrimiento, repito. Son como un vino que te
embriaga a sorbos lentos, con mucho más vigor que cualquier
aventura. No es necesario despertar del sueño. Lo principal es
dejarse embriagar lentamente. Si surte ese efecto, no te
compliques la vida preguntando por la marca del oloroso.
Natsuo permaneció callado, apabullado ante el largo
discurso de Kyoko. Durante un rato se quedó tranquilamente
tomando la copa de coñac. Masako fingía estar haciendo los
deberes de matemáticas mientras escuchaba atentamente la
conversación de los adultos. Le parecía extraña aquella
atmósfera casera, en la que ya no se oían las risotadas de
tiempo atrás, como si Natsuo se hubiera convertido en un
aburrido marido.
Aquella noche no soplaba rumorosa la brisa primaveral.
Cada vez que el coñac temblaba en el interior de la copa, el
líquido dejaba redondas marcas transparentes similares a
nubes. La lengua de Natsuo estaba caliente debido al fuerte
licor, y tuvo la sensación de que una palabra fuerte, que nunca
más podría ser pronunciada en la casa de Kyoko, fuera a
permanecer en su boca. Todas las veces que estuvo aquí en el
pasado lo único que hacía era sonreír en silencio.
Contempló a Kyoko: sus labios finos y sus bellas facciones
como de mujer china permanecían como siempre, y se le hacía
difícil entender que hubiese cambiado tanto. Su cuello erguido
y el pecho voluptuoso parecían perfilar su cuerpo con frías
líneas académicas bajo una luz tan concentrada. Hasta
entonces, Natsuo nunca había percibido el cuerpo de Kyoko
con un sentido de realidad tangible como ahora.
Natsuo, para alejar esos pensamientos de su cabeza,
comenzó a hablar:
—Finalmente, ni Shun, ni Osamu ni Sei creyeron en la
herejía de la que hablas. Sei, en todo caso, sigue ahí, él sigue
luchando.
—Sí, se está esforzando. A veces me escribe cartas. Sin
embargo, creo que a su mujer le resultará muy difícil vivir con
alguien como él, que desprecia la felicidad.
—Shun se ha afiliado a un partido de derechas. Realmente
es muy viril, pero no deja de ser un hombre del montón, sin
más, carente de creatividad.
—Y tú, por lo que veo, ya empiezas a hablar como suele
hacerlo Sei —dijo Kyoko, sorprendida.
—Es que yo también he recibido diversas influencias hasta
hoy.
—Pues yo pensaba que tú eras el menos influenciable de
todos.
—No, el menos influenciable sería Osamu. Él descubrió
todo a partir de su corporalidad, todo lo resolvió en la
destrucción de su propio cuerpo. Él, sin fijarse en las
apariencias ni escuchar la voz de nadie, sin testigos, acabó por
solucionarlo todo con la destrucción de su propio cuerpo…
Todo fue una bala perdida, ¿por qué? Todo fue una bala
perdida.
—No deberías ponerte sentimental con eso —dijo Kyoko
con un tono bastante severo. Cuando trataba de contener
alguna emoción, su rostro afable se contraía, repentinamente
tenso, sintiendo miedo.
»Y en cualquier caso, ¿qué me dices de ti? Te has
restablecido del todo, eres más hablador y de repente vienes a
decirme que te marchas a México. De ahora en adelante tendré
que llevar más cuidado porque ya no podré ser tan curiosa
como antes, pero como ésta es la última noche, creo que podré
permitirme hacerte preguntas. Escuché que últimamente
estuviste muy interesado en temas esotéricos. Deja que te
pregunte cómo fue tu paso por lo místico….
—¿Quieres que te hable francamente de mí? —dijo Natsuo,
esbozando una sonrisa totalmente desinhibida—.
Precisamente, desde un principio, había venido hoy con esa
intención.
Se incorporó un momento en el sillón, después se echó
hacia adelante y, sujetando la copa de coñac entre sus manos,
empezó a hablar.
—He superado ya mi crisis en torno al misticismo, pero, si te
soy sincero, no sé si me curé de veras o si más bien fueron los
fenómenos esotéricos los que se alejaron de mí. La cuestión es
que desde el principio no hubo conexión entre mí y dichos
misterios.
»Ya fuese mediante la práctica meditativa con una piedra o
el ayuno, no pudieron ejercer una influencia para lograr el
control de mi espíritu. Simplemente, de mi corazón se apoderó
una sensación de muerte y tinieblas y llegué a no poder ver
con claridad la forma del mundo real.
»La atracción por lo esotérico es difícil de explicar. Creo
que es muchísimo más fácil explicarle a un abstemio los
encantos del alcohol. Lo que fascina en primer lugar del
misticismo es que te hace abrigar el sentimiento de vivir en los
confines de este mundo cruzando el umbral del más allá. Sería
comparable con la sensación que experimenta quien se
aventura en una expedición polar o quien conquista por
primera vez una cumbre inexplorada, es decir, caminar hasta
alejarse lo más posible del mundo habitado y cruzar a la otra
orilla del más allá con el mismo cuerpo que sigue existiendo
en el más acá. Una vez que tu corazón se deja abrazar por el
misterio, con el empuje de un único aliento se puede avanzar
hasta los confines del mundo y el espíritu humanos. El
panorama que se contempla desde ese mirador es muy
especial. Deja uno atrás todo cuanto constituye la realidad
humana, que ahora se percibe desde la lejanía como si
estuviera contenida en miniatura dentro de una burbuja de
cristal resplandeciente. Por otra parte, cuando expandes la
mirada hacia delante, surgen ante tus ojos el Vacío y la Nada
ilimitados hasta nublársete la vista.
»Yo, como pintor, creía conocer bien esos paisajes de los
confines del espíritu. Pero cuando un artista se alza ante ese
panorama y consuma su obra de arte plástica, pliega el atril,
termina su obra, pone un lienzo nuevo y retorna al mundanal
ruido. Pero el místico no se contenta con eso. La tarea más
importante de los místicos consiste en establecer
comunicación entre este mundo y el más allá, es decir, entre la
realidad sustancial y la vacuidad.
»Una vez que una persona ha alcanzado estos confines del
mundo y del espíritu, ocurre algo semejante a lo que
experimentan los exploradores y escaladores cuando ponen el
pie en ciertos límites de la tierra: se percibe uno naturalmente
a sí mismo como representación de todo el género humano.
También la convicción del místico es parecida, porque la
imagen de lo que es el ser humano, que se revela ante sus ojos
cuando se vive en ese lugar, no puede ser otra más que la de
uno mismo.
»Soy pintor y por eso no calificaba ese lugar de perspectiva
con la palabra “espíritu”, sino que me refería a los confines
fronterizos de la humanidad. Si existiera lo que llamamos alma
o espíritu, no surgiría de la profundidad interior de la persona
sino que brotaría como prolongación ilimitada de sus
extremidades superiores; los brazos humanos estirados
señalarían la parte más externa de su cuerpo confundiéndose
con el lejano horizonte en los confines del mundo: ¡alma a la
vista! Pero si se perfila su silueta y se yergue ante nosotros su
figura, habremos traspasado apenas el umbral más allá de lo
humano.
»Yo sólo tenía ojos para la vida fuera de mí, sólo
experimentaba la fascinación de la belleza, del bosque, del
cielo al atardecer, las flores o los bodegones, jamás me fijaba
en lo que había en mi interior. Sin embargo, me sumergí en el
misticismo esotérico. Preguntarás por qué; te lo explico. Yo
avanzaba orientado hacia todo lo visible en el mundo exterior.
Seguía caminando sin desviarme. Era natural que me
encontrase cara a cara con lo místico. De tanto caminar
alejándome siempre cada vez más y más, descubrí que había
alcanzado los confines de lo humano. Al fin en los confines
del mundo.
»Aquí místicos e intelectuales se encuentran espalda contra
espalda. Los intelectuales llegan hasta aquí y después regresan
apresurados al mundo de la gente, a la que observan como si
fuesen pequeños modelos de ser humano o algoritmos de fácil
solución. Para ellos, la orientación política, los resultados
económicos, el descontento, la insatisfacción juvenil, la crisis
del arte: todo tiene que ver con la psique humana y puede
resolverse expresado con algoritmos; en sus palabras la
claridad patente no deja lugar para lo mistérico… Los
místicos, por su parte, se mantienen con determinación de
espaldas al mundo humano, renuncian a dilucidarlo; sus
palabras, henchidas de enigmas, simplemente lo sugieren.
»Pero ahora, pensándolo bien, yo no soy ni un intelectual ni
un místico, soy pintor. Lo mío no es ni el análisis clarificador
ni el misterio irresoluble. Una vez llegado al confín de la
tierra, no pude darle la espalda al mundo ni fui capaz de
regresar con una sonrisa cínica, fría, de intimidad aislada,
sintiéndome superior, sólo me ha quedado una impresión
continua de pérdida del mundo.
»No pude concentrarme en la contemplación de la piedra
esotérica, y a mi alrededor no veía más que terrorífica
oscuridad. En el seno de la misma oscuridad y muerte se
presentó ante mi vista el rostro de muchos jóvenes arrastrados
por una corriente de muerte y tinieblas, destrozados por el
sentimiento de la pérdida de este mundo. No era yo el único
que se había dejado arrastrar hasta aquí. Había en esa corriente
diversas caras. Allí contemplé rostros sangrientos bellísimos,
caras heridas y ojos abiertos a la muerte.
»Queriendo a menudo resignarme, sin embargo, pasé todo el
invierno aferrado al misticismo esotérico. Visité en numerosas
ocasiones al maestro Nakahashi Fusae. Mi cuerpo estaba
consumido, pero no era una enfermedad grave, y una
sorprendente fuerza vital me mantenía con vida. Aunque tal
vez, simplemente, se deba a que soy joven.
»Tras convertirme en adepto al misticismo, prohibí que
trajeran flores a mi estudio porque temía que su color y
perfume sensual obstaculizasen mi camino.
»Aunque durante el invierno me habitué a dormir muy
poco, a principios de primavera, una mañana, me quedé
dormido hasta tarde. Tal vez mi relajamiento se debiera al
calor inesperado. Me incorporé del sofá cama con sábanas
blancas en un rincón del estudio. En ese momento me di
cuenta de que al lado de la almohada blanca había un narciso
en el suelo.
»Sentí enfado, pero lo reprimí. La flor de narciso junto a la
almohada estaba tirada de una forma tan natural que parecía
estar esperando sin más mi despertar.
»Ahora, escuchando lo que te cuento, no entenderás mi
estado psicológico y seguro que te dan ganas de reírte.
Pensándolo ahora, como te pasará a ti, es probable que quien
metiese el narciso en mi estudio lo hiciese como una broma o
que fuese un gesto afectuoso de algún familiar, pero entonces
yo veía de otra manera lo sucedido.
»Mientras la luz de la mañana se filtraba por la ventana,
permanecí en medio, levantado sobre la cama, observando
inmóvil el narciso junto a la almohada. En el estudio, aislado
acústicamente, no se oía nada; por eso podíamos seguir en
silencio total en la claridad de la mañana la flor y yo, los dos
solos, como mirándonos mutuamente.
»Me dio la impresión de que era un regalo enviado desde el
mundo del espíritu, una mañana a principios de primavera, al
final de una devoción mística que se prolongaba ya desde el
verano anterior; el don recibido consistía en este narciso
fresco; ¡era como si la energía invisible de las flores estuviese
cristalizada allí y se hubiese materializado en esta flor blanca y
pura!
»Durante algún tiempo me había olvidado de lo que es una
felicidad desbordante, pero mi largo compromiso no fue en
vano. Recogí el tallo protegido por las hojas rígidas y me lo
acerqué a los ojos para contemplar la flor abierta.
»La corola tenía una forma regular sin ninguna mancha,
algunos pétalos olían como si acabasen de florecer y tenía un
contorno nítido, apenas ondulado, señal de que los pétalos
habían estado hacía poco plegados estrechamente en el capullo
hasta abrirse a la luz del sol; era una estructura perfecta. La
flor enseguida trajo a mi mente las pinturas muy realistas de la
dinastía Sung, como Flores y pájaro, en concreto El narciso y
la codorniz del emperador Huizong.
»Seguí contemplando el narciso sin cansarme ni un
instante. La flor parecía atravesar mi corazón; aquella forma
esencial y el contorno claro hacían vibrar mi interior como si
fuese un instrumento de cuerda.
Pero poco a poco, no sé por qué, empecé a tener la
impresión de que podría haber estado traicionándome a mí
mismo. Todo esto que está ocurriéndome ¿se deberá a un
regalo por parte del mundo espiritual? ¿Sería posible que las
cosas del mundo espiritual se presenten a nuestra vista con una
forma y figura tan perfecta que no deje lugar a dudas? En todo
cuanto tienen que ver con la vacuidad, el mundo se tambalea
por lo poco fiable de esas imágenes, interpretables de una u
otra manera, ¿sería posible que se manifiesten en medio de
dicha ambigüedad? Era cierto sin duda que veía un narciso,
tanto yo que la observaba como la flor que era observada
formábamos parte del mundo tangible. ¿Era eso un aspecto de
la realidad? Aun más, aquella flor de narciso ¿era una flor de
verdad?
»Mientras pensaba así, de repente experimenté una
sensación horrible y tuve la tentación de lanzar la flor de la
cama. Me pareció que la flor estaba viva.
»… Me pareció que la flor estaba viva. No era un mero objeto
ni una simple forma. El maestro Nakahashi Fusae seguro que
habría interpretado lo sucedido diciendo que en aquel
momento, a través del blanco puro, habría visto en el centro de
la flor, al hacerse traslúcida, su alma. Como él, tras largas
pruebas, había tenido la visión de un dragón, a mí se me había
aparecido el espíritu de un narciso, habría dicho él.
»Sin embargo, en aquel momento mi corazón todavía
estaba muy lejos de ese tipo de reflexiones. Si aquella flor no
hubiese sido real, yo, que vivía y existía respirando, tampoco
lo habría sido.
»Con el narciso en la mano me levanté de la cama y abrí la
ventana, cerrada desde hacía mucho tiempo. Transportada por
los primeros rayos de sol de la primavera, llegó una brisa de
aromas y sonidos penetrando en mis oídos.
»Como mi casa está sobre una colina, podía ver a lo lejos el
globo aerostático publicitario que sobrevolaba unos grandes
almacenes y edificios del barrio. Hasta un tren
resplandeciendo al pasar por una vía. La fuerza de la brisa
mezclaba distintos rumores, y aquella mañana todo me daba la
impresión de estar recién lavado.
»No estoy filosofando ni te estoy contando una anécdota
sin más. Para la gente del mundo, la realidad consiste en
teléfonos sobre mesas, noticias transmitidas por cables de luz
y sobres con la paga, movimientos nacionales que tienen lugar
en países lejanos y no vemos ante nuestros ojos, rivalidades
políticas… La tendencia es creer que la sociedad está
constituida por dichos elementos. Sin embargo, aquella
mañana, en cuanto pintor, se creó para mí una realidad nueva,
es decir, se recompuso la realidad. Aquello que sostiene la
verdad del mundo que habitamos, desde el origen de todo, no
es otro sino el narciso.
»Esa flor blanca, delicada, desnuda espiritualmente como el
alma, de tallo firme a principios de primavera y protegida por
hojas verdes, duras y sólidas, aquel narciso era el centro y
núcleo de toda realidad. La tierra gira en torno a esta flor, las
aglomeraciones humanas, las ciudades, todo está dispuesto con
regularidad alrededor de la flor, cualquier fenómeno que se
manifiesta, incluso en la zona más remota, brota del ligero
temblor de sus pétalos, que se propaga, y luego regresa y de
nuevo se enclaustra silencioso en sus pistilos.
»Miré hacia un puente lejano por el que pasaba un coche
que reflejó los rayos de sol matinales. De repente me pareció
que desaparecía la distancia con el coche, que parecía ligado a
mi existencia por un hilo muy corto, y todo era mérito del
narciso.
»Respiré el aire limpio del jardín. Todavía no había
reverdecido, pero los árboles helados mostraban ya en sus
extremidades tonos rojizos, señal de que habían perdido su
rígido contorno invernal; también esto era mérito del narciso.
»¡Es una flor misteriosa! Desde que cogí la flor
distraídamente en mis manos, tuve la impresión de que
aparecían todas las cosas del mundo, y como propagación de
eso, casi en conexión directa, a mí me trajo el saludo matinal.
A mi alrededor saludaba todo cuanto compartía conmigo y las
flores. Aquella audiencia que tanto tiempo había descuidado,
pero de la cual ahora me parecía difícil separarme, comparecía
uno tras otro tras el narciso. Los transeúntes, las amas de casa
con la bolsa de la compra, los estudiantes, las motocicletas
ruidosas, las bicicletas, un camión, los gatos hábiles cruzando
la calle, el puente, el globo aerostático publicitario, el perfil
irregular de las casas, la calle elevada, la actividad de los
hombres, la ciudad… así, con intensa frescura, aparecía todo
ante mis ojos.
»Días después de recuperar mi existencia, en unos dos
meses pude ponerme en forma, tal como me ves ahora. Ya no
es necesario que me extienda más en explicaciones detalladas.
Me he liberado de la vida apartada que llevé hasta entonces, y
ya podrás imaginar la alegría de mi familia. He vuelto, incluso,
a pintar un poco, y como cualquier joven, me entraron ganas
de ver mundo, viajar a países desconocidos. Mi padre me ha
apoyado en mis deseos y he decidido trasladarme a México.
—¡Pones cara de incrédula! Sólo he querido contarte mi
experiencia real del modo más sencillo.
—Lo de menos es si lo he entendido todo bien —dijo
Kyoko con voz alegre—. Lo que es evidente es que te
encuentras ahora muy bien.
Lo cierto es que Kyoko había experimentado cierta
emoción al escucharle. En su relato había descubierto como
una confirmación o garantía para su propia vida de ahora en
adelante; también había sentido empatía como nunca antes
hacia ese joven de mejillas rojizas que por primera vez
hablaba tan elocuentemente, él, que antes apenas decía nada, y
sonreía como un adulto.
Kyoko nunca había abandonado su punto de vista
femenino, había captado todo con lógica femenina, ésa era su
cualidad principal:
—¿Por qué no le ofreces algo más a nuestro invitado? —le
dijo a su hija como si tal cosa. Masako, contenta, dejó de lado
el cuaderno de matemáticas y fue a servirle un coñac más a
Natsuo, que pensó: «¿Hasta cuándo pensará Kyoko dejar aquí
a la niña sin mandarla a dormir?».
Natsuo pensó que le gustaría estar ahí para siempre. Le
parecía que aquélla era la última noche de libertad, antes de
viajar al extranjero y antes de que el marido de Kyoko
volviese a casa, y lo percibía con desagrado. Con los ojos algo
cegados por el alcohol, miró a su alrededor y le pareció ver a
sus amigos de antaño sentados en las cómodas sillas nuevas,
que ya no le eran familiares. Allí, quien quería hablar hablaba
a sus anchas, quien quería beber bebía y quien quería irse se
iba, y todos se sentían en su propia casa.
Osamu habría llevado una camisa llamativa, sintiéndose
prisionero de su belleza, con el aire indolente de alguien que
piensa en algo inescrutable y con la cabeza apoyada en la
mano sobre el reposabrazos. Shunkichi habría permanecido de
pie apoyado en la repisa de la chimenea, siempre en guardia y
en una posición perfecta, como si esperase que en cualquier
momento apareciese un contrincante, y en su cara marcada de
golpes, sus ojos brillantes y alertas. Seiichiro iría con traje y
corbata modestos, la corbata desaliñada, y con una borrachera
de órdago diría: «El mundo pronto se derrumbará, ¡ese será
nuestro punto de partida!».
La emoción que sintió Natsuo enseguida la captó Kyoko.
—Estabas pensando en tus viejos amigos, ¿verdad? —le
dijo ella.
—Sí —le respondió él.
Su respuesta lacónica impresionó a Kyoko, de por sí muy
sensible para captar sentimientos.
«Tiene la apariencia de un príncipe feliz, un príncipe
contento, delgado, con coraje, que ha vivido situaciones tristes
y ha logrado contarlo con resolución, pero en realidad no es un
príncipe feliz. En una ocasión, no recuerdo cuándo, dijo que
nunca fue tan feliz como de niño. ¿Qué pasó con el narciso?
¿Realmente una flor le ha procurado una felicidad superior a la
de su infancia? Todavía me queda algo por enseñarle», pensó
ella, y tal cual se lo expresó de palabra:
—Haces bien en viajar. En México hay muchas bellas
mujeres morenas. Por cierto, ¿has tenido ya tu primera
experiencia?
Natsuo, sonrojado, se quedó en silencio. Más que las
palabras de Kyoko, le incomodaba el comportamiento de
Masako. Aquella niña de diez años de pelo corto, al escuchar a
su madre, dejó de repente de mirar el libro de matemáticas,
que hasta entonces leía concentrada, y se puso a mirar al
joven. Sus ojos brillantes, llenos de curiosidad y cordialidad,
derrochaban, como siempre, afecto por Natsuo; parecía
ansiosa por conocer su respuesta mientras Kyoko, más
madura, observaba su reacción.
Se había levantado una brisa y tras la ventana se
arremolinaban hojas amarillentas. A diferencia de antes, ahora
los marcos de los ventanales no crujían y en la habitación no
se colaba la corriente de aire. Además, como los ventanales
estaba bien cerrados, la fuerte iluminación interior daba la
impresión de aislar por completo la habitación del exterior.
—Todavía no, ¿verdad? —le dijo Kyoko con voz afectuosa
gentil.
—No —respondió Natsuo, sonrojado todavía como antes.
Masako, inesperadamente, se levantó y fue hasta la esquina
del salón donde estaba el gramófono. Buscó un disco en el
mueble y de puntillas lo colocó sobre la pletina. Natsuo,
sorprendido, se puso a contar el número de botones alineados
sobre la espalda infantil de la chiquilla.
Se escucharon los compases pausados de una música de
baile. La niña, con aire triunfal, como si hubiera realizado
alguna gesta, regresó al regazo de su madre. Con un
movimiento alegre y vivaz de niña, recogió el libro, el
cuaderno y el lápiz y los guardó bajo el brazo.
—¿Ya te vas a la cama? Qué buena niña, dulces sueños —
le dijo su madre.
Masako se acercó a Natsuo y, apoyándose sobre los
antebrazos de su silla, le dio las buenas noches.
—Ahora tienes que darle un beso en la frente. Lo vio en
una película extranjera y desde entonces le gusta que le den las
buenas noches así sus invitados preferidos.
Natsuo posó sus labios sobre la frente, ya con un incipiente
vello infantil. Su cabello olía a leche. Masako alejó con
agilidad su cabeza de sus labios, caminó hacia la puerta,
después se giró y lo saludó con la mano.
—Adiós, escríbeme cartas desde México, y pon muchos
sellos bonitos, por favor.
Entonces, haciendo girar su espesa melena corta,
desapareció tras la puerta.
—¿Por qué has puesto esa cara? —le dijo Kyoko riendo.
—Me dio miedo —Lo dijo en voz muy baja, como
oponiéndose a la música de baile, que estaba a alto volumen.
—¿Qué es lo que temes? Le gustas mucho.
—¿Qué quieres decir?
—Eso. Que de todas las personas que vienen a casa, esa
niña a quien más quiere es a ti. Seiichiro, probablemente, es el
que le cae peor. Por supuesto, la persona a la que más quiere
en este mundo es a mi marido, mejor dicho, a su padre; al
final, tal como ella quería, él volverá a casa a vivir con
nosotras. Desde que lo decidimos así, Masako es generosa y
hasta siente lástima por mí.
»Hasta hoy no entendía nada de lo que pasaba por su
mente; ahora, en cambio, me parece que la conozco muy bien.
Su manera de servirte el coñac, de poner el disco… En una
palabra, de hecho te ha dado su consentimiento. Si no fuera
así, al oír nuestra conversación habría hecho todo lo posible
por interrumpirla, ella es así…
—Pero si Masako tiene apenas diez años.
—¿Qué pasa por tener diez años? Es mi hija —dijo Kyoko
indiferente, sus palabras entrañaban una declaración
inquietante.
Durante un rato se quedaron en silencio. Después Natsuo
retomó la palabra.
—Hace un año, por estas fechas, estábamos todos en
Hakone, ¿lo recuerdas?
—En el lago Ashino. Después en el hotel…
—El hotel… Ahora que lo pienso, fue una noche extraña.
—Creo que exageraste al tenerme tanto respeto.
Como si de repente hubiera adquirido ese derecho, con la
copa de coñac en la mano se sentó al lado de Natsuo.
—Me dijiste que te sentías desnuda al no llevar pendientes.
Esa noche Kyoko tampoco llevaba pendientes. Natsuo
observó la bella forma de sus orejas, la piel de los delicados
lóbulos de tonos rosados de los que emanaba el aroma del
perfume que Kyoko siempre usaba.
Kyoko acarició el cabello de Natsuo.
—Ahora ya no me tienes tanto respeto, ¿verdad? Está bien.
Tú te marchas al extranjero y ya apenas nos veremos, ¿no
crees? —dijo Kyoko.
—¡Increíble, chica, nunca me lo habría imaginado, que Kyoko
se sincerase conmigo contándome su desliz! Por primera vez
oí de sus labios el relato de lo que había hecho. Pero si es que
no me lo puedo creer, mira que liarse con Natsuo… Y encima
resulta que Kyoko era la primera mujer con la que lo hacía…
Quién sabe si Kyoko quizás no se habría reservado el engaño
hasta última hora. ¡Qué historia más absurda! Con qué
intención tuvo la idea de aprovecharse de nosotras dos para
contar el asuntillo sin que se lo preguntásemos —dijo
Mitsuko, exaltada, hablaba como para sí misma. Y para dar la
puntilla, concluyó:
»¡Y para más inri, eso pasó anteanoche! Dice que a nuestro
Natsuo, emocionado, se le saltaban las lágrimas. Bueno, ya
está bien, todo tiene un límite hasta para burlarse de las
personas. Se debe de estar riendo de nosotras.
—Estoy segura de que no es mentira —dijo Tamiko con su
habitual bondad—. Kyoko nunca miente. Si te lo ha dicho, es
porque confía en nosotras. A dos días de que vuelva el marido,
lo ha traicionado por primera vez, y si se enterase, sería un
problema. El marido es una persona muy rígida, para
cerciorarse de que Kyoko no le era infiel llegó a contratar a un
detective privado; si esto llegase a oídos de la gente, no le
vendría bien, ni mucho menos… Si el marido regresa, es
después de averiguar por detectives que ella se ha mantenido
fiel de verdad y no solo de cara a la galería.
Mitsuko y Tamiko, al salir de casa de Kyoko, caminaban
por una calle estrecha hacia la estación y, agitadas por la
conversación, de vez en cuando hacían un alto en el camino
para hablar. Mitsuko no conseguía contener un cierto tono de
rabia, mientras que Tamiko hablaba con su acostumbrada
calma, sosegada y falsa, que enervaba aún más a su amiga.
Iban por una calle sin peatones, y desde detrás de las vallas
de mansiones señoriales cerezos florecidos las contemplaban.
Aunque apenas soplase brisa, algún que otro pétalo se
desprendía, llovía sobre la pareja y se enredaba en sus
cabellos. Desde no se sabía bien dónde, llegaron las notas de
una sonata, alguien ensaya al piano. Al paso que caminaban,
sus dos cuerpos transpiraban. Tamiko últimamente estaba
ganando peso y perdiendo forma. Sentía que la naturaleza se
portaba peor con ella, pero comía cuanto le apetecía y dormía
lo que le venía en gana, no se atrevía a quejarse directamente
contra la naturaleza. Mitsuko, en cambio, había adelgazado.
Ya de siempre tendía a una morena delgadez. Ahora se le
empezaban a hundir un poco los ojos y mostraba cierta
palidez. Pero ella se alegraba de que le sentasen bien los
vestidos ajustados.
A fin de cuentas, las dos estaban contentas consigo mismas.
Mitsuko prefería vestidos claros poco llamativos. Tamiko se
adelantaba un mes a la temporada con el vestido estampado de
una pieza.
Y así iban caminando las dos mientras criticaban el pastelito
de Kyoko. Lo cierto era que se sentían heridas en su amor
propio por otra razón. Hoy, impulsadas como de costumbre
por un capricho repentino, las dos se habían presentado de
pronto regalito en mano en casa de Kyoko. Esperaban que
Kyoko les presentase a dos o tres amiguitos. Pero no sólo no
ocurrió eso sino que Kyoko les espetó de repente lo
inoportuno del momento. No disponía de mucho tiempo para
estar con ellas porque aguardaba el regreso de su marido. De
todos modos, las hizo pasar a su casa un rato. Una hora
después, antes de que se marcharan, las dejó sorprendidas al
contarles, sin que ellas se lo preguntasen, su ligue con Natsuo.
No era de extrañar que el camino de vuelta fuera desagradable
para las dos. Al despedirlas en el zaguán, Kyoko les agradeció
la relación que habían mantenido hasta ese momento, pero
dándoles a entender indirectamente que, dada la nueva
situación, por el regreso de su marido, la casa de Kyoko ya no
sería como antes. Es decir, que no iban a ser igualmente bien
recibidas.
A medida que se acercan a la estación, crecía también en el
ánimo de Tamiko, normalmente de buen carácter, la
indignación contra Kyoko.
—Esta Kyoko se queda tan tranquila, sin inmutarse, al
traicionar a sus amistades. Ya decía yo desde antes que ella era
una persona fría como el hielo.
—No, mentira, es que tú no tienes ojos para verla como es,
estabas encantada con ella enredada en sus maneras… —Así
hablaba duramente Mitsuko. Tamiko, aun sin airarse, asentía.
Como solían hacer en esos casos, las dos se pusieron de
acuerdo para ir a Ginza a la peluquería, que así se ahogaban
fácilmente las penas. Llegaron a la plaza de la estación pero
inesperadamente no había taxis. Al otro lado del puente
verdeaban los jardines de Meiji Jingugaien. En lo alto del
puente que cruzaba las vías del tren se veía a un grupo
apelotonado de jóvenes con uniforme caqui. Aglomerados en
torno al estandarte, hablaban animados. Bajo la casaca caqui,
la camisa y la corbata negras. El ambiente jovial corría parejo
con señales de mal agüero.
—¿Será que está pasando la familia imperial y por eso se
acumulan los vigilantes? —dijo Tamiko.
A Mitsuko le pareció una sandez esta observación y no hizo
caso. Su vista recorrió ese grupo de jóvenes uniformados que
semejaba una banda de cuervos. Cuerpos fortachones y rostros
bellos. Mitsuko se lamentó de no haberse ido todavía a la
cama con ningún chico de uniforme. A todo esto, el grupo
empezó a dispersarse. Algunos se dirigieron a la estación. Sólo
uno se separó, dirigiéndose a ellas. Tamiko lo reconoció y
gritó:
—¡Shunkichi! ¡Shunkichi!
Mitsuko, al darse cuenta de que era Shunkichi, se
desilusionó.
Enseguida se hacía ilusiones. Pero en el rostro del
Shunkichi uniformado se advertía una dureza pueblerina, su
cuerpo había engordado tanto que parecía que fuera a romper
el uniforme, se cuadró ante las dos, como si fuera a dar una
orden.
—¿A qué se debe ese uniforme?
—Somos del grupo de la lealtad.
—Qué grupo es ése —preguntó Tamiko.
—Mejor que vosotras no lo sepáis.
Shunkichi les dijo que iba a ver a Kyoko, pero Mitsuko y
Tamiko le hicieron recapacitar contándole todo. Cuando él se
convenció, le preguntaron si quería ir con ellas a Ginza. Él
rechazó la propuesta decididamente:
—Yo tengo que ir con mis camaradas.
Siguió los pasos de los jóvenes uniformados que entraban
al acceso a los andenes y rápidamente se alejó dejándolas a su
espalda.
—¡Qué antipático! —dijo Tamiko—. Podía habernos
presentado al menos a un par de amigos, tal vez nos habríamos
divertido con ellos.
En ese momento se acercó lentamente un taxi y recogío a
las dos llamativas señoritas que, a falta de nada mejor que
hacer, se dirigieron a Ginza a la peluquería.
Kyoko regresó pronto de recoger a Masako en el colegio.
Se sentó en medio del salón de espaldas a la puerta. Miró el
reloj y de reojo hacia la entrada.
Habían pasado las tres del mediodía, la hora acordada. Arregló
muchas veces el reloj, pero parecía que la máquina,
acostumbrada al desorden habitual, se acoplase al ambiente
retrasándose.
—Ya va siendo la hora, pronto llegará tu padre —repetía una y
otra vez Kyoko. Rechinaban sobre la grava de la entrada las
ruedas de un coche. Masako dió un salto, pero su madre la
detuvo.
»Te lo he dicho ya varias veces. Te esperas aquí. Aquí
recibirás a tu padre. Tienes que decirle “bienvenido” cuando
llegue.
Éste era el resto de pundonor que le queda a Kyoko. Había
de mostrarlo y por eso se había sentado de espaldas a la puerta.
Cuando el marido estuviese al llegar, se cercioraría por el
ruido de sus pasos, fingiría sorprenderse al volver la cabeza y
se levantaría pausadamente a recibirle. No le dio tiempo a
poner en escena lo ensayado. La puerta del zaguán se abrió de
golpe, el empujón fue tremendamente impetuoso por la
entrada de la manada de perros, nada menos que siete perros
pastores y mastines alemanes. Ladraban merodeando y un
impresionante olor canino inundó el amplio salón.
Índice

Primera parte
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Segunda parte
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Créditos
Edición en formato digital: 2023
Título original:
Copyright © 1959, The Heirs of Yukio Mishima
All rights reserved
© de la traducción: Emilio Masiá López, 2023
© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 2023
Valentín Beato, 21
28037 Madrid
www.alianzaeditorial.es
ISBN ebook: 978-84-1148-195-3
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