Yukio Mishima. La Casa de Kyoko PDF
Yukio Mishima. La Casa de Kyoko PDF
Yukio Mishima. La Casa de Kyoko PDF
La casa de Kyoko
Traducido del japonés
por Emilio Masiá López
Primera parte
Capítulo 1
Todos bostezaban.
—¿A dónde vamos? —dijo Shunkichi.
—¿Dónde vamos a ir a estas horas del mediodía?
—Nosotras bajamos aquí, iremos a la peluquería —dijeron
Mitsuko y Tamiko, por lo visto aún de bastante buen ánimo.
Shunkichi y Osamu no objetaron nada. La única mujer que
se quedó en el coche era Kyoko. A Mitsuko y Tamiko les
pareció bien. Shunkichi y Osamu, cada uno a su manera, se
despidieron de ellas como si nada. Ellas, en cambio, esperaban
una despedida más atenta por parte de Natsuo, debido a su
buen carácter y a que su relación nunca había ido más allá de
la amistad. Natsuo, tal como se esperaba, cumplió las
expectativas.
Eran cerca de las tres de una tarde a principios de abril de
1954. El coche de Natsuo, conducido por Shunkichi, giró por
una calle de sentido único. ¿Dónde podríamos ir? Algún lugar
poco concurrido sería ideal… Demasiada gente los dos días
que pasaron junto al lago de Ashinoko. Y hoy, a su vuelta por
el céntrico barrio de Ginza, otro tanto de lo mismo.
En momentos así convenía tener en cuenta la opinión de
Natsuo:
—Hace tiempo fui a Tsukishima a pintar unos bocetos,
¿qué os parecen los terrenos ganados al mar de la bahía de
Tokio?
Aceptada por todos la sugerencia, el coche se puso en
marcha hacia aquella dirección.
Aunque aún lejos, en torno al puente de Kachidoki se
divisaban muchos coches en un atasco de tráfico.
«¿Qué habrá pasado?, ¿un accidente?», dijo Osamu. Al
fijarse mejor, se daba uno cuenta de que era el momento en
que el puente levadizo se alzaba. Shunkichi chasqueó la
lengua. «Es desesperante, olvidémonos de ir a la bahía», dijo.
Sin embargo, Natsuo y Kyoko no querían perderse la
impresionante apertura del puente, que jamás habían
presenciado; aparcaron el coche y, uno a uno, fueron cruzando
por la pasarela metálica del puente. Shunkichi y Osamu
parecían no tener el mínimo interés.
La parte central del puente era de acero. Ésa era la parte
móvil del puente que se levantaba para dar paso al tráfico
marítimo y se bajaba para reanudar la circulación terrestre. En
ambos extremos los operarios ondeaban unas banderas rojas
de señalización ante la fila de coches parados. En la pasarela
lateral para peatones una cadena impedía el paso. Había
mucha gente curiosa ante el espectáculo. Otros, como los
repartidores de mercancía, se alegraban de la interrupción del
tráfico que les proporcionaba un descanso en medio de su
labor apresurada.
Las placas metálicas para las vías del tren en el carril
central despedían un negro resplandor. En ambos extremos del
puente, atasco de vehículos y aglomeración de mirones en
silencio.
Chirriaron las láminas metálicas y la estructura alzó sus
extremidades, la armadura al levantarse fue dejando una
brecha de espacio abierto. Al mismo tiempo se levantó la
barandilla lateral de hierro con la arcada protectora, apuntando
hacia lo alto con sus bombillas levemente iluminadas. La
gigantesca estructura articuló al unísono sus piezas. A Natsuo
le emocionaba la belleza del tinglado mecánico en
movimiento.
Cuando las partes metálicas del puente estaban a punto de
alcanzar la verticalidad, desde los flancos del puente y la
cavidad de las vías del tren un remolino de polvo se levantó
formando una fina nube que luego iba lloviendo polvareda
sobre el canal. La figura diminuta que dibujaban los
numerosos remaches laterales a lo largo del puente iba, poco a
poco, reduciéndose, a la vez que disminuía y desplazaba su
ángulo la sombra proyectada por las barandas laterales.
Finalmente, al alcanzar la posición casi vertical las placas de
metal, la sombra se detuvo de nuevo. Natsuo alzó la vista
extasiado ante el arco del puente, cuyos pilares ya se plegaron
horizontalmente; en ese momento cruzó por encima una
gaviota en vuelo rasante.
Así fue como un gran muro metálico bloqueó
inesperadamente el camino ante los cuatro jóvenes.
Daba la impresión de que habían tenido que esperar mucho.
Cuando el puente volvió a su posición original, era como si se
hubiera disipado el interés por cruzar hasta los alrededores de
la zona reclamada al mar de Tsukishima. Una vez bajado el
puente levadizo, sólo quedaba una sensación de
obligatoriedad, de tener que cruzarlo sin más. En cualquier
caso, cansados por el viaje, la falta de sueño y el calor húmedo
del verano, no estaban de ánimo para pensar demasiado o
hacer un cambio de planes. Como su destino era el mar,
bastaba con ir hasta donde pudieran. Parcos en palabras y
soltando algún que otro bostezo, volvieron lentamente hacia el
coche.
El coche cruzó por el puente de Kachidoki en la localidad de
Tsukishima, para después atravesar otro puente más, el puente
de Reimei. Una llanura de campos verdes se extendía
recortada en el horizonte por carreteras de asfalto trazadas
rectilíneamente como sobre un tablero de go. Brisa marina y
salitre en las mejillas. Shunkichi detuvo el coche ante el cartel
de «prohibido el paso» colocado en un camino del perímetro
de una pista de aterrizaje en unas instalaciones militares del
ejército estadounidense. Junto al edificio del acuartelamiento,
una alameda brillaba bajo los rayos del sol.
Natsuo se sintió feliz al bajar del coche y sentir la brisa
marina. «Las ruinas y las tierras reclamadas al mar son lugares
que me gustan», pensó. Sin embargo, debido a su carácter
serio y reservado, no expresaba sus sentimientos, ni tampoco
es que tuviese un carácter sombrío dominado por
consideraciones estéticas; además esos temas de conversación
no tenían cabida en este grupo, y eso era precisamente lo que
le gustaba. Con todo, seguía empapándose del paisaje
observando sin descanso sus matices.
Tras las llanuras de los terrenos artificiales ganados al mar
se divisaba un buque blanco, un carguero de carbón que acaba
de zarpar de los muelles del puerto de Toyosu. En la chimenea
se leía «pozo» inscrito en caracteres en blanco. Toda aquella
ordenada configuración le parecía realmente bella. A ese
paisaje se sumaban las llanuras de disposición geométrica de
los terrenos artificiales rebosantes de espléndidos campos
primaverales.
De repente, Shunkichi echó a correr. Corría sin parar. Su
silueta se empequeñecía a medida que se adentraba en la
distante llanura.
—A partir de mañana empieza a entrenar, qué fastidioso es
verle tan entusiasmado. La verdad es que envidio a quienes
tienen esa fortaleza y agilidad —dijo Osamu, que, aunque era
actor, todavía no había recibido ningún papel de importancia.
—Cuando estuvimos en Hakone, todas las mañanas salía a
correr, ¿te acuerdas? Pone mucho empeño en su entrenamiento
—añadió Kyoko.
Shunkichi se había parado, a sus ojos la silueta de sus tres
amigos en la distancia también parecía pequeña. Salir a correr
se había convertido en una práctica indispensable para él; y los
días de lluvia jamás se olvidaba de saltar a la cuerda durante
veinte minutos seguidos en el pabellón deportivo.
Shunkichi era el más joven del grupo de amigos de Kyoko.
Era capitán de un equipo de boxeo. El próximo año terminaría
la carrera. Todos los demás del grupo de Kyoko, como poco,
ya habían terminado la carrera. Osamu ya se había graduado
hace tiempo. Natsuo también.
Shunkichi era despreocupado por naturaleza; Yanagimoto
Seiichiro, aficionado al boxeo, y mayor que él, fue quien lo
invitó por primera vez a casa de Kyoko. Desde aquel día, con
su característico desapego, entró a formar parte del grupo.
Aunque no tenía coche, conducía muy bien, motivo por el que
también era muy apreciado. Además, que fuera boxeador le
hacía ganarse la admiración entre aquel grupo de compañeros
con los que no compartía ni edad, ni profesión ni procedencia.
Suscitaba curiosidad por su profesión y atractivo por su
persona. Todos lo trataban cariñosamente, como si fuese
menor. Aunque muy joven, era de fuertes convicciones, que
nunca quebrantaba. Una de ellas era no dar vueltas a las cosas
pensando. Al menos ésa era la forma en que él hacía gala de
cultivarse a sí mismo.
Mucho antes, por la mañana de ese día, mientras corría solo
por la carretera que bordea el lago Ashinoko, ya había
olvidado lo sucedido la noche antes entre Tamiko y él. Era
importante convertirse en un hombre sin recuerdos ni
memoria.
El pasado… Él sólo conservaba en su memoria una parte
mínima y necesaria de sus recuerdos, aquellos que suscitaban
apego y habían dejado impronta en su memoria. Sólo
recuerdos que suponían una motivación y apoyo en su vida
presente. Por ejemplo, mantenía intacto en su memoria el
recuerdo del día de su primer entrenamiento en el club de
boxeo universitario tres años atrás; también cuando por
primera vez hizo de contrincante en un entrenamiento con un
compañero con más veteranía.
Al recordar cómo peleaba en sus inicios, se daba cuenta de
lo mucho que había avanzado. Aquello fue al primer mes de
entrar en los entrenamientos de boxeo. Todavía hoy percibía
nítidamente la sensación del vendaje en sus manos ese día,
aunque desde entonces ya se las hubiera lavado en infinidad de
ocasiones. El tacto del grueso vendaje de algodón sobre el
dorso de la mano y en la base de los nudillos, enrollado una y
otra vez ceremonialmente sobre la mano al colocárselo. Él, ya
de por sí, apreciaba sus manos recias. Unas manos imponentes
y fuertes, que nunca traicionarían los sentimientos o nervios de
su portador, como si fuesen un martillo de madera. Las líneas
arrugadas sobre la palma de la mano formaban un diseño
sencillo, sin complicadas líneas dignas de alegrar a un
quiromántico. Las sencillas y definidas líneas marcadas sobre
la piel con sólo apretar o relajar los puños resaltaban como
cinceladas sobre la carne. Shunkichi se dejaba llevar por esos
recuerdos. Rememora la imagen: tiene los brazos extendidos y
sus dos compañeros veteranos le dan unos guantes raídos de
340 gramos para entrenar. Eran unos guantes de boxeo de
cuero curtido realmente viejos, resquebrajados, y entre el color
morado de las grietas parecía relucir a hilachos el cuero; más
que guantes, parecían reliquias vivientes. Sin embargo, el
interior de aquellos desastrosos y grandes guantes resultaba
cálido y de una textura suave. Le apretaron los cordones
firmemente a sus muñecas.
—¿Aprieta?
—La mano derecha un poco.
Había soñado durante todo un mes con escuchar este tipo
de frases al borde del cuadrilátero. Sus dos compañeros
veteranos lo colmaban de atenciones, como cuando se
alimenta y cría a un animal para luchar. El momento en que le
ajustaban cuidadosamente los guantes a las muñecas
constituía, en una palabra, una emoción inenarrable. Siempre
había anhelado aquellos momentos de la rutina de la vida del
boxeador, como cuando el ayudante durante el descanso del
round le alcanzaba una lata de cerveza llena de agua para que
se enjuagase.
¡Pelear, ése era el objetivo! Y cuidar con la máxima
consideración a los hombres que viven peleando, una
necesidad.
Después, su ayudante le colocó, por primera vez, el casco
protector. Muy a menudo recordaba la impresión del tacto del
viejo cuero del casco de entrenamiento como si se tratase de
una ceremonia de coronación. La presión del cuero en los
lóbulos enrojecidos y calientes de las orejas, la impresión de
percibir el aire por los agujeros abiertos en el cuero a la altura
de las orejas.
Lo primero que hizo fue probar los guantes dándose un
golpecito flojo en la mandíbula, el tabique nasal y el entrecejo.
Al principio se golpeaba suavemente, después con todas sus
fuerzas. Una sombra ardiente y pesada parecía aplastarse
contra su cara.
—Eso lo hacen todos la primera vez que juegan de sparring
—le dijo su compañero veterano desde un lado.
… Shunkichi se ruborizó un poco con todos esos recuerdos.
Era el momento de subir al cuadrilátero. ¡Fue sonar la
campana de comienzo de ronda y no tardó en probar la dureza
de la lucha! Una experiencia mucho más dolorosa que
cualquier pelea anterior. Ninguno de sus puñetazos acertaba en
el rival. En cambio, los golpes del rival llegaban por doquier,
golpes directos y sin compasión contra la cara, el estómago y
el hígado. Parecía pelear con el legendario bodisatva Kannon
de infinidad de ojos y brazos. En la segunda ronda, sintió
debilitada y dolorida su mano izquierda, los puñetazos sin
fuerza, suaves como algodón. Sin embargo, por un momento,
le pareció escuchar el elogio del adversario, que exclamaba
jadeante:
—¡Buen golpe de izquierda!
Shunkichi, al detectar aquella mínima debilidad del rival,
sintió que recuperaba brío y alegría ante la pelea. Aquella
alegría lo hizo fuerte de nuevo.
Shunkichi contempló el mar grisáceo y turbio de
primavera. En alta mar había un carguero inmóvil de cinco mil
toneladas habitual en la zona de Mishima. Una capa de nubes
sin forma cubría el mar en calma. Bajo los brillantes reflejos
del sol, las gaviotas se veían de un blanco nítido.
Shunkichi se puso en posición de pelea con los puños en
alto ante el mar. Era como si su espíritu travieso lo estuviese
observando en ese instante. De hecho, la primera vez que
pensó en convertirse en boxeador profesional fue debido a la
insistencia de aquel espíritu o diablillo travieso.
No se trataba de practicar una especie de movimientos de
shadow boxing ante un rival imaginado. Su oponente era el
mar inmenso y turbio de primavera; una sucesión de olas
rompiendo suaves allá abajo contra la costa, un movimiento de
olas de lejana marejada de alta mar descargando contra las
rocas. Sin duda, aquél no era un enemigo contra el que luchar.
Todo cuanto podía esperar era que se lo tragase en su
inmensidad, era un enemigo que doblegaba con un arma de
apaciguamiento horrorosa. Ahí se alzaba el mar, un enemigo
libre con una leve y persistente sonrisa.
Los tres se habían sentado sobre unos bloques de piedra,
restos de las obras de construcción cercanas, y fumaban
mientras esperaban el regreso de Shunkichi. En momentos
como ése, la figura que sobresalía entre todos era la de Osamu.
En el perfil de su cuerpo se dibujaba nítidamente su postura de
descanso; de hecho, parecía como si ni siquiera estuviese
presente. Tanto Kyoko como Natsuo se habían percatado hace
ya tiempo de ese rasgo peculiar del carácter de Osamu.
Aunque sólo se quedase callado un momento, era como si a su
alrededor se levantase una pared invisible; allí brotaba su
mundo exclusivo, un lugar cuyo acceso estaba vedado al resto
de personas en este mundo. Por eso a veces la gente tildaba a
Osamu de aburrido o de soñador ensimismado. Sin embargo,
si uno se fijaba bien, comprendía que no tenía un ápice de
soñador. Osamu no era ni soñador ni realista; quien había allí
no era más que él mismo, Osamu. Kyoko, que ya se había
acostumbrado a su carácter, no se preguntaba qué pensaría ni
se hacía conjeturas de ese estilo.
Tampoco podía decirse que fuese solitario. Cuando estaba
solo, apenas se encontraría un hombre como él que diese tan
poco la impresión de no estar solo. Sin embargo, este joven
estaba degustando continuamente, como quien mastica chicle,
una inquietud placentera de su propia cosecha. Él vive aquí y
ahora en cada momento. Ciertamente existe. Pero vive con una
inquietud: la duda acerca de su propia existencia.
Ésta es una inquietud habitual entre los jóvenes, pero la
peculiaridad de Osamu estriba en lo placentero de la inquietud
no exenta de relación con la toma de conciencia de sus bellas
facciones.
Shunkichi regresó corriendo. Su figura se agrandaba en el
horizonte. La sombra de sus rodillas se proyectaba bajo los
rayos oblicuos del sol. Al fin, su cara roja y bañada en sudor,
aunque con la respiración pausada, se acercó a las de sus
amigos.
—Di, ¿cómo olía el mar? —le preguntó Kyoko. Shunkichi
contestó sin rodeos:
—Olía a amoniaco.
Natsuo contempló el horizonte. La línea de flotación del
buque de carga estaba pintada en dos colores, la parte superior
a la línea de flotación, en una franja negra, y la franja inferior,
de un límpido tono rojo; la precisión y fuerza de sus líneas le
daban que pensar. Además, parecía como si se entrecruzaran
las infinitas líneas trazadas con exactitud matemática en el
amplio horizonte. Sin embargo, en la calima marina parte de
las líneas trazadas por el barco en el mar se difuminaban como
algas elásticas flotantes.
Osamu, abstraído, empezó a recordar la noche de la
primera representación del grupo de estudiantes de teatro.
Como al empezar la función él estaba de pie sobre el escenario
con atuendo de botones de hotel, sintió que la oscuridad del
hemiciclo en sombra se alzaba ante las tablas emergiendo poco
a poco desde la planta de sus pies. A la luz de los focos su
figura se hacía visible ante los espectadores, y sin embargo el
público era invisible para él. La incógnita de esta penumbra le
inquietaba. Se estremecía al sentir que toda su existencia era
absorbida por la mirada de un público desconocido y se
trasponía en clave de existencias ajenas.
A Kyoko le gustaba dejar a sus anchas a aquellos jóvenes,
incluso verlos distraídos o ausentes como ahora. Se notaba
claramente que ya ninguno pensaba en la mujer con la que
había pasado la noche anterior. Kyoko era consciente de que el
viaje llegaba a su fin, el cansancio iba haciendo mella y, a la
vez, despertándole nuevas emociones. Tan sólo le preocupaba
que la brisa, ahora más fuerte, la despeinara. Se llevó las
manos al pelo y al mirar hacia el coche vio a un grupo de
cuatro o cinco hombres junto a él. Los miraban sonriendo.
Todos llevaban chaquetillas de trabajo manchadas de tierra,
polainas y los típicos botines de obrero jika-tabi. Debían de ser
trabajadores de alguna fábrica cercana. Alguno llevaba una
cinta ceñida a la frente. Hasta hace un instante no se les oía,
pero ahora sus carcajadas al ver a Kyoko darse la vuelta
denotaban su estado de embriaguez. Uno de ellos cogió una
piedra blanca y la lanzó contra el techo del coche. Impactó
estrepitosamente y se echaron a reír.
Shunkichi se levantó. Kyoko hizo lo mismo tratando de
controlarlo.
Osamu empezó a despertar, poco a poco, de su ensoñación,
o mejor dicho de la vaga realidad en la que vivía. Con todo, ya
antes de tener que actuar rápidamente parecía resignado.
Jamás se había peleado. En cualquier caso, le costaba creer
que estuviese sucediendo realmente algo tan imprevisto.
Natsuo, aunque consciente de su debilidad, sin pensárselo
dos veces se dispuso a proteger a Kyoko. El coche, comprado
por su padre hacía un mes escaso, y que por su inseguridad al
volante prefería que condujese Shunkichi, había sido rayado
en un abrir y cerrar de ojos. A Natsuo se le vino a la cabeza la
imagen del coche destrozado. Sin embargo, alguien como él,
desde niño indiferente a las posesiones, contemplaba, casi
ensimismado, el coche a punto de ser destrozado ante sus ojos.
Shunkichi ya se había colocado ante el coche y estaba
rodeado por los cuatro hombres. «¿Qué estáis haciendo?», dijo
en voz alta.
Osamu pensó, molesto: «Mira, encima protesta. No hay
duda, se está quejando. Por qué lo hará, ni siquiera es su
coche». Osamu, sin embargo, malinterpretaba las verdaderas
intenciones de Shunkichi, que no tenían nada que ver con el
deber de la justicia.
Los obreros con mala cara murmuraron algo entre sí. No
había ápice de originalidad en ninguno de sus insultos.
Shunkichi escuchó inmóvil. Distinguió algunas palabras
groseras dirigidas hacia Kyoko. Que unos mozalbetes fueran
paseándose por ahí a pleno mediodía por un sitio como ése
tonteando con una mujer, al parecer, no les hizo gracia. El que
había levantado la piedra, uno de los de más edad, debió de
pensar, equivocadamente, que Shunkichi era el dueño del
coche, y por eso lo llamó «señorito burgués»; a Shunkichi ese
insulto, erróneamente dirigido contra él, lo envalentonó aún
más. En ocasiones, este tipo de malentendidos son necesarios
para pelear. La siguiente pedrada dio contra el cristal de la
ventanilla. El cristal no se rompió, pero se resquebrajó
formando una telaraña de rayaduras.
Shunkichi había sujetado por la muñeca al hombre que
lanzaba la piedra y el impacto perdió la fuerza necesaria para
romper en añicos el cristal. Al mismo tiempo, otro obrero
intentó zancadillear con sus jika-tabi a Shunkichi, pero no
logró darle de lleno. Shunkichi se dio la vuelta y le propinó un
cabezazo. El tipo quedó tumbado bocarriba sobre el suelo.
Kyoko gritó al ver al mayor de los obreros a punto de
arrojarle una piedra por la espalda a Shunkichi. Éste, que
seguía inclinado tras haber pegado el cabezazo, esquivó al
obrero fintando hacia un lado y provocando su caída.
Shunkichi lo agarró de las solapas de su chaquetilla de trabajo
happi y le pegó un puñetazo en la mandíbula.
El grito de Kyoko llamó la atención de los dos hombres que
quedaban en pie. Ellos se fijaron en el tipo enclenque que la
protegía y el joven con aire despistado y ropa llamativa tras la
pareja. Una manaza sucia aferró a Kyoko por el hombro
cogiéndola del vestido.
Shunkichi se acercó por el lado, e inmediatamente apartó la
mano de encima a Kyoko. Sin embargo, el hombre que había
agarrado a Kyoko por el hombro le dio un golpe en el pecho a
Shunkichi. Éste salió despedido dos o tres pasos, pero no llegó
a caerse. Se fijó en la camisa del tipo a la altura de la barriga y
la hebilla chapada en oro desgastado de su cinturón. La camisa
blanca se hinchaba a la altura de la prominente barriga, y el
latón de la base de su cinturón saltaba a la vista. Era
verdaderamente un cinturón vulgar. Una gran flor de peonía
plateada resaltaba en la hebilla. Shunkichi se dio cuenta de que
la hebilla podría dañar fácilmente sus dedos. Sería
imperdonable dañar sus valiosas manos con semejante
ordinariez.
El tipo no dejaba de proferir palabras soeces que no hacían
más que confirmar a Shunkichi que la victoria era suya.
Golpeó con sucesivos ganchos el estómago del contrario, sus
golpes no encontraban oposición ninguna, disfrutaba al
percibir cómo la amplia superficie de carne recibía sus
puñetazos. El espacio que confrontaba estaba completamente
lleno, no era nada más que carne humana. El hombre estaba
tan lastimado que se acuclilló en el suelo.
El otro salió corriendo.
En ese momento, Natsuo se metió de un salto en el coche y
lo puso en marcha. Kyoko, Osamu y Shunkichi se subieron; el
coche se puso en marcha, enseguida cruzaban ya el puente de
Reimei adentrándose en las aglomeradas calles de Tsukishima.
Natsuo mismo se sorprendió de su inesperada habilidad al
volante aquel día.
Shunkichi luchó durante un rato con el mal sabor de boca que
queda tras las peleas y la sensación de que el cuerpo se
empequeñeciese. Finalmente, él, que bajo ningún concepto
reflexionaba más que lo indispensable, recobró su
acostumbrado estoicismo.
Shunkichi se había prohibido el alcohol y el tabaco. No
obstante, tanto las peleas como las mujeres eran ineludibles,
no las elige uno sino que vienen a por ti sin remedio.
Shunkichi no era el único estoico. El grupo de hombres que
solía reunirse en la casa de Kyoko, aunque de profesiones y
caracteres completamente diferentes, tenía algo en común:
cada uno a su estilo vivía estoicamente. Osamu era así. Y
Natsuo también. Qué decir de Yanagimoto Seiichiro, el más
estoico de todos. Les daban vergüenza el sufrimiento y la
impaciencia de la juventud actual. Ellos se habían
acostumbrado a ocultar sus sentimientos, y vivían un
estoicismo extremo mordiéndose la lengua. Mostraban un
rostro alegre. Se sentían obligados a aparentar que no creían en
la existencia del sufrimiento en este mundo. Debían negarse a
sí mismos.
El coche se dirigió hacia la casa de Kyoko en Shinanomachi,
al este de Yotsuya.
En aquella casa se reunía a pasar el rato un grupo de
hombres. El ambiente era tan liberal que podía confundirse
con una casa de citas. Allí se permitían todo tipo de bromas y
hablar de cualquier disparate. Además, se podía beber gratis
sin necesidad de pagar nada. Había botellas de alcohol a
disposición, no pertenecían a nadie, eran botellas dejadas por
los visitantes tras su marcha. También había un televisor y se
podía jugar al mahjong. Venía uno cuando le apetecía y se
marchaba cuando quería. Todo cuanto había en la casa era de
todos y para todos; por ejemplo, si alguien venía en coche,
todos los demás podían utilizarlo libremente sin problema.
Si el padre de Kyoko volviese un día como aparición
fantasmal a esta casa, no hay duda de que se quedaría
espantado al ojear la lista de nombres en el registro de
invitados a la casa. Para Kyoko no existía el concepto de
clases sociales, sólo juzgaba a las personas por su gracia, por
su capacidad de seducción; a los visitantes de su casa los veía
como si les hubiera despegado de la solapa la etiqueta de
marca de la clase social correspondiente de manera que todos
los invitados quedaban fuera del marco de cualquier clase
social. Fuese cual fuese la procedencia de esa persona, nadie
igualaba a Kyoko a la hora de no ser fiel a su cuna y romper
los esquemas de las normas sociales de la época. Aunque no
leyese la prensa, su casa se había terminado por convertir en
un recipiente de todas las corrientes de su tiempo. En el
corazón de Kyoko no brotaba ningún prejuicio discriminador,
por más que aguardase a ver si aparecían con el paso del
tiempo. Pero ella lo interpretaba como una especie de
enfermedad y desistía de considerarlo un problema. Igual que
las personas que se han criado en el ambiente sano y límpido
del campo son más proclives a los virus, ella había vivido
expuesta sin defensas al ataque de todas las ideologías
venenosas para las que la posguerra ha sido un buen caldo de
cultivo, y aunque ya otras personas se hubiesen ido curando de
la infección, ella seguía sin haberlo superado. Ella creía que lo
habitual era que la anarquía durase indefinidamente. Cuando
oía decir que la gente criticaba su inmoralidad, ella se reía de
lo anticuado de esas calumnias, pero no se había dado cuenta
de que en estos tiempos esas críticas maledicentes estarían en
boca de personas que hoy presumirían de estar a la vanguardia.
Había heredado la flaqueza de su padre. Tenía un rostro de
característica belleza oriental, y aunque a veces la finura de
sus labios parecía expresar disgusto, en su parte interna se
percibía una suave calidez que contrastaba con la imagen de
frialdad expresada de puertas para afuera. Le quedaban bien
los vestidos formales de estilo occidental, y con la llegada del
verano se ponía vestidos ligeros dejando hombros y brazos al
descubierto con estampados de llamativos diseños que le
favorecían. No olvidaba vestir lo apropiado para cada estación
del año, y sólo en cuanto a perfumes podía decirse que se
saltaba lo establecido y probaba unos y otros.
Kyoko consentía al máximo la libertad de las demás
personas, por eso amaba más que nadie el desorden, y pocas
personas igualarían su estoicismo innato. Como un médico que
sabe del propio poder de autoanálisis y que precisamente por
eso rehúsa usarlo, conocedora de su propio encanto, había
perdido el interés por saborear los frutos de su atractivo
femenino. Le gustaba presumir, pero no pasaba de ahí. Cuando
la tildaban sin razón de inmoral, secretamente se alegraba, y
gozaba más cuando los escuchaba equivocarse de plano y en
lugar de considerarla una mujer con carácter propio pensaban
que era una chica de alterne o bailarina. De todas esas cosas
falsas, que no tenían que ver con la verdadera realidad, ella se
enorgullecía. Podía pasarse el día entero hablando de temas
sensuales al tiempo que se reía de sus propios sentimientos. La
mayoría de los jóvenes invitados a la casa solían quedar
fascinados por Kyoko, pero al final acababan por desistir y se
quedaban con la primera chica resultona que encontraban.
Contemplar este desarrollo habitual de las cosas era motivo de
regocijo para Kyoko, que saboreaba en ello una especie de
intensa felicidad.
Esta caprichosa heredera no amaba a los pájaros, tampoco a
los perros ni los gatos; a cambio, había desarrollado un interés
constante por las personas; sin embargo, tenía un marido
amante de los perros. Los perros fueron el primer motivo de
las peleas matrimoniales y, finalmente, la causa del divorcio;
su hija Masako se quedó con ella, Kyoko echó de casa al
marido y, con él, a los siete perros de raza, varios pastores
alemanes y un gran danés, y la casa se liberó del olor canino
que la inundaba hasta entonces.
Kyoko tenía una convicción clara; la experimentaba cuando
se cruzaba por la calle a un matrimonio o pareja. El hombre,
sin excepción, le daba un buen repaso. En esos momentos,
Kyoko percibía de un modo tan claro, que casi le dolía, que
ellos, aunque se reprimieran, en realidad la deseaban más a
ella que a sus propias parejas. A Kyoko le gustaba la mirada
de todos aquellos hombres tratando de reprimir sus
sentimientos verdaderos. Su marido, en cambio, no la miraba
de esa manera; aunque él también sintiese atracción por ella,
su mirada era más contenida, tal vez de ahí su gran amor por
los perros. ¡Pero sólo pensar en dichas conexiones mentales
era para echarse a temblar! ¡Daba espanto tan sólo imaginarlo!
La casa de Kyoko fue construida sobre una ladera alta;
nada más cruzar el portón de entrada, se divisaba el amplio
panorama del jardín. Bajo la ladera se veía el trasiego de los
trenes pasando por la estación de Shinanomachi, y en la
lejanía, el bosque alto de Meiji Kinenkan y los bosques del
Palacio Imperial se superponían recortando su perfil arbolado
en el horizonte. Aunque era época de floración, había pocos
cerezos. En el bosque de intensos tonos verdes oscuros de
Meiji Kinenkan sólo un gran cerezo había florecido
espléndidamente. Al lado también sobresalían algunos árboles
oscuros elevándose a lo alto, su ramaje denso y complicado se
desplegaba como un abanico dejando traslucir la caída del sol
entre sus intersticios.
Sobre el cielo del bosque a veces sobrevolaban bandadas de
cuervos esparciendo un reguero de semillas negras de goma
por el horizonte. Kyoko, desde niña, creció observando
aquellas bandadas de cuervos volando en la lejanía. Cuervos
en los jardines del templo sintoísta de Jingu Gaien en el Meiji
Kinenkan, en el Palacio Imperial… Aquí abundaban los nidos
de cuervos. También se dejaban ver en la terraza del salón. En
un punto lejano aparecía una bandada de cuervos; de repente
la bandada se disgregaba en pequeñas motas negras por el
cielo, y aquel panorama dejaba un difuso y vago sentimiento
de melancolía en el corazón de la pequeña Kyoko. En
ocasiones, pasaba mucho tiempo observándolos. Cuando tenía
la impresión de que ya se habían ido, volvían a aparecer. De
repente, allí estaban graznando en los bosques bajo la casa, y
la agudeza de sus graznidos resonaba por el cielo… A estas
alturas, Kyoko ya se había olvidado de aquello; sin embargo,
Masako, la hija de ocho años, que a menudo se quedaba sola,
también observaba los cuervos asiduamente desde la terraza.
Como se dijo antes, frente a la entrada principal se extendía
un jardín de estilo europeo en armonía con el paisaje. A la
izquierda quedaba la mansión de estilo occidental, y siguiendo
más a la izquierda, una pequeña casa de estilo japonés en la
que vivió la familia durante el periodo en que fue requisada la
mansión principal. Como el camino ante la puerta frontal era
muy estrecho y los coches no podían detenerse allí, solían
aparcar en el recinto interior ante la mansión.
Natsuo, nada más cruzar el umbral del portón de entrada, se
quedó impresionado por el bello crepúsculo poniéndose en el
horizonte más allá de las arboledas en los parques de allá
abajo; una vez que todos se bajaron ante la entrada, él se
volvió para contemplar aquel atardecer.
Como todos sabían del carácter reservado pero agradable
de Natsuo, la mayoría de las veces se libraba de intromisiones
ajenas. Si se tratase de otra persona, sería necesario decir algo
y excusarse de algún modo al no franquear la entrada de la
casa y volverse al portón de entrada. De no hacerlo, no habría
podido evitar un «oye, ¿pero adónde vas?», aunque no había
nadie que pensase dirigirse en tales términos a Natsuo.
Era sorprendente que Natsuo no sintiese siquiera la leve
desazón que se supondría en cualquier persona de gran
sensibilidad. Entre su mundo interior y el mundo exterior, ya
fuera con otras personas o la sociedad en general, jamás había
experimentado ningún choque. Su sensibilidad era como la
técnica habilidosa de un ladrón de guante blanco o
prestidigitador capaz de captar la única imagen del mundo
exterior que le interesaba sin que los demás se apercibiesen. Ni
una sola vez había sufrido a causa de su riqueza de
sentimientos, experimentaba en todo momento una escasez y
vacío de luminosa lucidez.
Se hacía querer por su tranquilidad y carácter maduro y
bondadoso. ¿Sería ésa tal vez la causa de su delicadeza y
receptividad? ¿O sería más bien que para proteger su innata
sensibilidad, que le hacía especialmente vulnerable, se había
configurado ese carácter? Incluso a él le costaría responder a
esta cuestión. Aunque no pretendía encontrar el equilibrio,
lograba mantenerlo en sí mismo, y como no buscaba un
significado especial en el mundo exterior, la naturaleza en su
entorno transmitía serenamente belleza. Desde que se graduó
en bellas artes, aunque llevaba dos años siendo galardonado
por sus cuadros, este joven pintor japonés, bondadoso y
despreocupado, jamás se molestaba en plantearse si era un
genio o no.
Captaba visualmente una escena y la recreaba recortándola
del mundo externo. Siempre miraba el mundo exterior
inconscientemente.
Las nubes, como borrones de tinta china de oscuro rojizo,
se alargaban al caer el sol, destellando en reflejos verdosos
sobre la parte alta de los bosques. Los cuervos sobrevolaban
lentamente. El intenso azul oscuro del cielo preludiaba la
amenazadora oscuridad en ciernes.
«Ya me olvidé por completo de la pelea. No fue más que un
espectáculo, una mera distracción», pensó Natsuo.
Lo cierto es que fue un espectáculo peligroso, pero, al fin y
al cabo, no dejaba de ser un espectáculo sin más. El incidente,
más que a sí mismo, concernía a su coche. Natsuo lo percibía
como algo ajeno. Lo característico de su vida era la ausencia
de percances.
Precisamente hace un mes todo el mundo hablaba del
suceso de las radiaciones atómicas del atolón Bikini. Unos
pescadores japoneses, faenando cerca del atolón de las islas
Bikini, fueron víctimas de una lluvia radiactiva provocada por
un experimento con una bomba de hidrógeno. Los pescadores
se vieron expuestos a la radiación. Toda la población de Tokio
temía comer atún por la posible contaminación radioactiva. El
precio del atún se desplomó en los mercados. En todo caso,
para Natsuo, aunque él tampoco comió atún, no fue más que
un accidente de repercusión social extraordinaria. Pero no se
podría decir que le hubiese afectado personalmente. Como
persona compasiva, por supuesto, lamentaba lo sucedido a las
víctimas y simpatizaba con ellas, pero eso no significaba que
el suceso le hubiese provocado una fuerte impresión que
afectase a su propia vida.
Parecía como si a Natsuo le acompañase cierto fatalismo
algo infantil que, por otra parte, coexistía inconscientemente
con una fe igualmente infantil. Como si fuera la fe o confianza
ingenua de quien se siente protegido de algún modo por una
divinidad o un ángel de la guarda que lo saca del apuro. Por
eso para Natsuo era lo más natural permanecer indiferente a
cualquier modo de actuación.
Solamente lo miraba todo con ojos de pintor. Él era un
espectador. No vivía el acontecimiento, sólo lo observaba.
Siempre andaba buscando un pretexto que proporcionara un
buen alimento a la vista para sus ojos de artista que contempla.
Así es como él andaba siempre en busca de una ocasión para
captar en un instante la imagen de algo atrayente, y así lo veía,
sin más. Lo así contemplado era indudablemente bello. Sin
embargo, había ocasiones en que le brotaba desde lo hondo un
velo de ansiedad. Era como si en ese momento se estuviese
preguntando a sí mismo por su «otro yo», como si se dijera a
sí mismo: «¿Cuando mis ojos ven algo como objeto amable o
deseable, estará bien que yo me deje llevar por completo por
ese objeto de deseo?».
En ese momento, alguien lo agarró del pantalón. Masako reía a
carcajadas. Entre todos los visitantes a la casa, Natsuo era el
preferido de Masako. La niña acababa de cumplir ocho años.
Tenía una carita verdaderamente adorable, y, cosa rara en una
niña de su edad, le gustaba mucho vestirse como una niña;
como si no se relacionara con el mundo de los adultos, nunca
trataba de imitar el comportamiento de los mayores. Soñaba,
en cambio, con parecerse a una muñequita «tan adorable que
uno se la comería». Desde otro punto de vista, podría decirse
que tenía una capacidad de juicio crítico excepcional a su
edad.
La niña permanecía pegada a Natsuo todo el tiempo que
éste estaba en la casa. Lo agarraba por la manga, el pantalón o
la corbata. Kyoko, de tanto en tanto, la reñía, y en esos
momentos ella se apartaba, pero al poco volvía a las andadas.
También a Kyoko se le olvidaba enseguida que la había
reñido. Natsuo pensaba para sus adentros: «Si anoche hubiera
hecho yo algo inapropiado, ahora no tendría coraje para mirar
a la cara a la pequeña Masako». «Efectivamente, anoche mi
comportamiento fue correcto», se dice a sí mismo. Esto es lo
que pensaba este joven cándido mientras acariciaba los
cabellos infantiles de Masako.
En el hotel de Hakone Shunkichi y Osamu compartieron
habitación con sus acompañantes femeninas; sin embargo,
Kyoko y Natsuo durmieron en habitaciones separadas. Fue por
iniciativa de Kyoko, que, desde el principio, quiso dar muestra
de su corrección. No obstante, fue ella la que a medianoche
llamó a la puerta de Natsuo. «¿Tienes algo para leer? Es que
no puedo dormir…», le dijo al entrar. Natsuo, que todavía
estaba despierto leyendo, se limitó a prestarle una revista
esbozando una sonrisa. Aunque no la invitó a que se quedara,
ella se sentó a su lado. En semejante situación, Natsuo habría
tenido que titubear sin saber qué decir, pero no tuvo de qué
preocuparse porque aquella noche Kyoko hablaba sin parar
como poseída de la coquetería que durante el día tanto
despreciaba.
Hasta ahora Natsuo siempre había sentido gratitud por la
amistad de Kyoko. Tampoco en este viaje había ningún motivo
para dudar de esa amistad. Pero aquella vez, aunque temeroso,
trató de contemplarla por primera vez con otros ojos. El
esfuerzo del intento lo ponía en un aprieto dificultoso.
A través del ancho cuello de la bata de noche se insinuaba
su combinación interior a la luz demasiado brillante de la
lámpara de noche; aquella blancura trazaba una suave línea
descendente desde el cuello de Kyoko hacia su pecho con
majestuosa belleza. Aunque hablaba incesantemente con
aquellos labios finos tan suyos, sus ojos estaban fijos con
firmeza y denotaban una cálida languidez. A ratos nerviosa,
con sus uñas pintadas de rojo se tocaba el lóbulo de la oreja
como si le picara. Como excusándose, dijo: «Cuando no llevo
pendientes, a veces me siento como desnuda».
Esas palabras de Kyoko en ese contexto parecerían estar
pidiendo como la cosa más normal una respuesta con cierto
desenfado atrevido. Pero no ocurrió nada de eso. Natsuo
conocía bien a Kyoko. Le parecería molesto apostar por
entregarse a esa actuación desinhibida y tan poco natural. Le
parecía mejor continuar como hasta ahora con la misma
sensación de felicidad en su amistad. Además, Natsuo sabía
que Kyoko era una mujer fuerte. Habría hecho falta mucho
coraje para tener el atrevimiento de malinterpretar a Kyoko.
Natsuo, ante la palabra «coraje», carecía por completo del
ansia de aparentar propia de un joven.
El sentimiento, si se lo deja estar, no soporta mucho tiempo
la ambigüedad de una situación. Los sentimientos se definen
por sí mismos, resuelven la situación y se desvanecen. No es
que Natsuo supiera esto por experiencia de dejar que se
resolviesen las cosas así tan espontáneamente, no era algo que
hubiera aprendido de alguien o pudiera imitar de los demás;
simplemente lo tenía asimilado así, o tal vez no tenía tanta
experiencia como para ello, pero destacaba sin embargo por su
original talento para confiarlo todo en manos de la naturaleza.
Al fin, Kyoko comprendió que las dudas de Natsuo se
debían al respeto que sentía hacia ella. Creyó que
efectivamente era así. Por eso de repente su expresión adquirió
brillo y con voz clara y luminosa impropia de la media noche
dijo:
—Buenas noches. —Y salió de la habitación.
Masako le dijo:
—¿Por qué se ha roto la ventana del coche? ¿Fue un golpe?
—Sí, fue un golpe.
Masako esbozó una ligera sonrisa:
—¿Cómo?
—Con una piedra.
—Ya.
Masako, a diferencia de otras niñas de su edad, no agotaba
la paciencia de los mayores preguntando interminablemente
«¿por qué?, ¿por qué?». Masako, en aquel punto de la
conversación, dejó de hacer preguntas. Eso no significaba que
lo hubiese entendido todo. Todavía quedaban enigmas que
dilucidar. Pero esta niña, ya de ocho años, solía dejar de hacer
preguntas llegado cierto momento.
Reunidos en torno a Kyoko, el grupo de jóvenes bebía una
botella de fino sherry que alguien había traído. Shunkichi era
el único que, testarudo, bebía zumo de naranja. Todos estaban
acostumbrados a sus hábitos saludables y no se extrañaban.
Kyoko le pidió a Shunkichi y Osamu que le contaran
detalladamente lo que pasó la noche anterior. Ambos
admitieron como si tal cosa que dejaron que pagasen la
estancia en el hotel sus acompañantes femeninas. En cuanto a
Osamu, podía haber sido más atento, pero Shunkichi apenas
tenía dinero y en cierto modo era normal. Puestos a recordar
detalladamente cómo les había ido en la cama, la verdad es
que Shunkichi apenas recordaba nada: Osamu, por el
contrario, se acordaba bien y, aunque con cierta desgana, lo
contó todo. Kyoko quería escuchar hasta el menor detalle.
Mientras seguían enfrascados en ese tema de conversación,
Masako los escuchaba con aire inocente dando vueltas
alrededor. Natsuo, como de costumbre, la observaba con
preocupación.
—Increíble, es realmente increíble que Mitsuko haga eso.
—Pues no te miento —dijo Osamu. Nada más decirlo, tuvo
la impresión de que todo cuanto decía era mentira, de que
absolutamente nada era cierto.
Natsuo empezó a hablar con Shunkichi, que se había
mantenido callado hasta ese momento:
—Tengo que darte las gracias. De no haber sido por ti, no
sé lo que le habría pasado al coche.
Shunkichi estaba sentado cómodamente y con pose incluso
algo altiva, tanto que se diría que él también estaba bebiendo
alcohol, aunque sólo bebiese zumo de naranja; al escuchar sus
palabras, sonrió con un poco de timidez y sin decir nada hizo
un gesto con la mano como para quitarle importancia.
De todos modos, cabría preguntarse por qué siempre
ocurrían accidentes en torno a Shunkichi, cuando seguro que
no ocurriría nada en la misma situación si allí estuviese solo
Natsuo. Shunkichi sólo recordaba anécdotas, que diesen para
una conversación, relativas al boxeo o peleas imprevistas; en
cambio, en cuanto a las mujeres, todo lo olvidaba enseguida.
Natsuo, como pintor que era, hacía tiempo que tenía interés
en el rostro de Shunkichi. Tenía un rostro sencillo y viril; era
indudable que su cara había sido moldeada a base de golpes,
sin embargo, algunos de estos puñetazos habían imprimido
más belleza a sus facciones. Entre los boxeadores hay dos
tipos de rostros: espectacularmente bellos o todo lo contrario.
Había un tipo de cara cuya belleza era realzada por los golpes;
también se daba el caso contrario. La resistencia de la piel
golpeada le daba un lustre peculiar. La cara de Shunkichi tenía
una sencillez que además confería a sus facciones una
impresión de fortaleza; su piel curtida por los golpes
aumentaba esa impresión de sencillez, marcaba más sus
facciones, y sus grandes y angulosos ojos, enmarcados por
unas cejas rectas, sin señal de cortes ni golpes, todavía
resultaban más vivaces. Resaltaban especialmente la
profundidad y la frescura de su mirada. A diferencia de la cara
de cualquier hombre, en su rostro terso como un balón de
fútbol de cuero sólo el brillo de sus grandes y angulosos ojos
era lo que le daba una expresión total y característica.
—Entonces, después, ¿después qué pasó? —preguntó
Kyoko bajando la voz, no por temor a que escuchasen
Shunkichi y Natsuo, sino para suscitar en Osamu las ganas de
contarlo.
—Después… —Osamu, de nuevo, volvió a dar detalles
innecesarios sobre lo ocurrido con su pareja. A medida que
contaba lo sucedido, aumentaba su impresión de irrealidad, de
inexistencia propia aquella noche. La aspereza de las sábanas
de almidón arrugadas, el sudor transpirando levemente, la
sensación como de un barco flotando sobre una cama de
muelles demasiado blandos… Todo aquello ciertamente
existía en cuanto tal. También perduraba una sensación
constante de alivio al percibir cómo el placer se alejaba de sí.
Lo único que no podía afirmar con certeza era su propia
existencia.
Ya había atardecido. Masako, sentada sobre las rodillas de
Natsuo, hojeaba tranquilamente un manga.
Por un momento la idea de «felicidad» cruzó la mente de
Natsuo y le asustó. «Si este lugar en el que me encuentro ahora
fuese mi hogar y el de mi familia —pensó—, sería horrible.»
Como el ventanal de la terraza estaba abierto, se oía
claramente el silbido de salida de los trenes. Una hilera de luz
se iluminaba allá en la estación de Shinanomachi.
Eran las diez de la noche cuando sonó el timbre de la puerta de
entrada. Era Yanagimoto Seiichiro. Kyoko, que tras el cansado
viaje ya estaba a punto de irse a dormir, se arregló de nuevo
ante el espejo; enseguida se le quitó el sueño. Masako ya
estaba durmiendo. En la casa de Kyoko los invitados eran bien
recibidos a cualquier hora que viniesen.
Seiichiro esperaba en el salón. Al ver a Kyoko, dijo algo
descontento:
—Vaya, ¿ya se han marchado todos?
—Mitsuko y Tamiko se fueron solas al llegar a Ginza.
Luego vine con los tres a casa, y Shunkichi y Natsuo se
marcharon al poco. El que aguantó más fue Osamu, pero hace
una media hora se fue. Ya estaba a punto de irme a dormir.
A Kyoko ni se le ocurrió decir: «Podías haber llamado
antes de venir». Bien sabía que Seiichiro solía venir sin avisar.
Tampoco osaba mencionarle su estado de embriaguez diciendo
frases del estilo: «¿Has bebido, ¿verdad?». Cuando Seiichiro
venía tarde por la noche, solía ser después de haber estado de
copas con alguien. Entre los hombres que iban a su casa, era
con Seiichiro con quien mantenía amistad desde hacía más
tiempo, desde que ella tenía diez años; él era como su hermano
pequeño.
—¿Cómo fue el viaje? —preguntó Seiichiro. Como al
preguntarle dejó entrever su falta de interés, Kyoko abrevió:
—Bien, sin novedad —dijo.
Seiichiro, cuando estaba en esta casa, tenía un semblante
que traslucía descontento y calma extremos a un mismo
tiempo, curiosa amalgama de matices de ánimo diferentes. Era
una expresión similar a la de los asalariados que van a tomar
unas copas a la vuelta del trabajo, pero esa expresión era
traicionada por sus facciones; con aquella mandíbula fuerte y
recia y ojos de mirada penetrante, de su rostro emanaba una
fuerte voluntad. Con esa cara o, mejor dicho, protegido por ese
semblante, él creía firmemente en el fin del mundo.
Kyoko, después de servirle una copa de sake, igual que se
hace al traer a colación el golf en la conversación al hablar con
aficionados a este deporte, aludió al tema de conversación del
gusto de Seiichiro: el desmoronamiento del mundo.
—Hoy día nadie va a comprendernos o tomarnos en serio si
hablamos del fin del mundo. Si fuese en tiempos de guerra,
Seiichiro, durante los bombardeos, seguro que te darían la
razón. O durante la posguerra, cuando los comunistas decían
que en cualquier momento se podía producir una revolución,
tendría pase. Tres o cuatro años atrás, cuando estalló la guerra
con Corea, tal vez te habrían creído. Pero ¿ahora qué? Ahora,
a diferencia de antes, vivimos rodeados de comodidades.
¿Quién va a creernos si decimos ahora que éste es el fin del
mundo? Nosotros no íbamos en el pesquero Fukuryumaru, del
que no sobrevivió ningún miembro de la tripulación.
—¿Qué tiene que ver lo que yo digo con la bomba
atómica? —preguntó Seiichiro. Después, con un tono
poéticamente exaltado por la embriaguez, le dio su opinión a
Kyoko.
Según él, actualmente nada presagiaba decadencia, y ése
era el signo más claro de la indudable destrucción del mundo.
Cuando hay disturbios sociales, se solucionan alcanzando
acuerdos razonables, todo el mundo cree en la victoria de la
paz y la razón, se restablece la autoridad, ya no se lucha ni se
pelea, y en su lugar predomina siempre una mentalidad que
tiende a perdonar al adversario… En la mayoría de hogares,
hoy día, se permiten el lujo de criar un perro, y en vez de
arriesgar los propios ahorros en operaciones especulativas,
ahora el tema de conversación de los jóvenes es a cuánto
ascenderá su pensión de jubilación ahorrada durante años… Y
así florecen, tranquilos y rebosantes, los árboles de cerezo en
la radiante primavera… Todo aquello era un signo manifiesto
de la venidera destrucción del mundo.
A Seiichiro no le gustaba discutir sobre sus propias
opiniones con los demás, y tampoco solía conversar de estos
temas con mujeres. De hecho, los hombres evitaban el debate.
Sin embargo, cuando estaba con Kyoko, sentía un vínculo con
ella. Ella rechazaba obligaciones o normas morales, se dejaba
llevar sin más abandonándose a la indolencia, y pese a que
jamás vendería su cuerpo, tenía el detalle de maquillarse para
recibir a una visita nocturna.
—No pega el collar con el vestido de estilo occidental —le
dijo sin ninguna reserva mientras degustaba su copa de licor.
—Ah, ¿sí? —Kyoko enseguida fue a cambiarse el collar.
Ella se fiaba de sus opiniones dada su larga amistad desde que
eran niños.
«Últimamente, cuando está cansada, se le marcan unas
leves arrugas en torno al ojo —pensó Seiichiro—. Tiene tres
años más que yo, ya ha cumplido treinta. Es injusto que
nosotros dos también debamos envejecer como los demás;
además, nunca nos interesó esta época en la que vivimos.»
Kyoko volvió con otro collar. A decir verdad, combinaba
mejor con el vestido que llevaba. Con ese mínimo cambio, el
contorno de su piel blanca entre su cuello y su pecho en un
espacio tan reducido parecía mitigar las asperezas con el
mundo externo realzando levemente la armonía. Tal vez los
efectos del alcohol exageraban la sensación producida a
Seiichiro. En cualquier caso, él le dijo que ahora sí que le
quedaba bien. Ella se alegró por el comentario e
intercambiaron una sonrisa. Eran conscientes de su
entendimiento mutuo, y aquella alegría medio teatral entre los
dos se transmitía al corazón.
Poco después de morir su padre, Kyoko echó a su marido
de casa, y desde entonces Seiichiro se sentía más libre. El
padre de Seiichiro en vida había sido un fiel colaborador del
padre de Kyoko. Los domingos y días de fiesta solía venir a
visitarlos con su esposa e hijo. Como el padre de Kyoko era lo
que se dice «todo un demócrata», pudo ser compañero de
juegos de Kyoko mientras aún eran niños, y bromear
libremente con ella, además, se ganaba unos dulces como
regalo al despedirse. Sin embargo, al llegar a la edad de
casarse, Kyoko y Seiichiro se abstuvieron de verse, y su padre
terminó por no traerlo durante sus visitas a la casa. Después,
una vez que Kyoko se hubo casado, todavía en vida de su
padre, Seiichiro, un muchacho ya joven universitario, recobró
la costumbre de pasar en visita de cortesía un par de veces al
año, y era recibido cordialmente tanto por el cabeza de familia,
el padre de Kyoko, como por la joven pareja de recién
casados… Pero ahora, cuando Seiichiro venía a esta casa, se
diría que se comportaba como el cabeza de familia.
Pensándolo bien, dicho comportamiento resultaba algo
sarcástico. Sin embargo, Seiichiro conocía bien a Kyoko y
compartía su empeño por acabar con el clasismo, y además le
parecía un ejemplo muy apropiado a seguir. Sus visitas
intempestivas, su arrogancia sin reservas, su forma de
presentarle a Kyoko a todos sus amigos sin hacer ninguna
discriminación, esa forma de añadir admiradores a su lista…
Todo aquello era cuanto habría podido desear Kyoko. Tal vez
sería exagerado decir que Kyoko amaba a Seiichiro, pero en el
preciso momento en que ella se quedaba sola, se daba cuenta
de que no había mejor amigo que él. Kyoko no había cosa que
aborreciese más en este mundo que el servilismo. En cambio,
la altivez arrogante le parecía hasta bella. Tal vez por eso
desde pequeños eran más parecidos el uno al otro de lo que
habrían pensado.
Kyoko acogía con natural alegría el comportamiento
caprichoso de Seiichiro en esta casa. Él a veces afectaba una
moderación sutil. Como responsable administrador de su
propiedad, la asesoraba diligentemente. Por un lado, era
conocedor de las finanzas y sabía cómo gestionar el
patrimonio, pero su continuo nihilismo expresaba algo oscuro;
entre todos los visitantes a la casa, él era el más detestado por
Masako.
Como Seiichiro no dejaba de prever la destrucción del mundo,
Kyoko le dijo:
—A mí se me hace insoportable pensar en todo ese
derrumbamiento después de tantos esfuerzos de reconstrucción
durante la posguerra. La semana pasada subí a la azotea del
edificio M. Hacía mucho que no observaba el centro de Tokio
desde las alturas. Al ver, con mis propios ojos, lo mucho que
se ha avanzado en las tareas de reconstrucción, no dejo de
asombrarme. No queda ya rastro de las ruinas de los edificios
quemados. Todas las irregularidades del terreno quedaron
aplanadas, igual que moldes de impresión de las hojas de un
periódico. Apenas había espacios verdes, sólo gentío en la
distancia como tallos de hierba azotados por la brisa.
Seiichiro le preguntó a Kyoko si aquel panorama la hacía
feliz. Ella le dijo que no.
—Kyoko, en el fondo tú piensas como yo, el fin del mundo
es una idea que te atrae. No puedes olvidar la claridad de los
terrenos abrasados por las llamas. Hoy observas esta ciudad a
la luz de un tiempo pasado. No me cabe duda. Cuando
camines por esas frías aceras de hormigón completamente
renovadas, sentirás añoranza del suelo quemado bajo tus pies y
la sensación de andar sobre ascuas, te faltará algo, te
entristecerá contemplar desde los acristalados edificios
modernos un paisaje nuevo sin las flores de diente de león que
germinaban tras los incendios.
»La destrucción que amabas es ya parte del pasado.
Aquella destrucción contenía el orgullo que cultivaste y puliste
de forma sublime, te enorgulleces de haber hecho todo eso
idealizando la destrucción. Creo que es por tu inevitable
aversión a todo cuanto evoca alzarse de las cenizas como el
ave fénix, resurgir, volver a la senda correcta, ensalzar las
construcciones, mejorar, aspirar siempre a cosas mejores,
querer a toda costa reconstruirlo todo, dar un paso más como
ser humano… No, seguro que especialmente aborreces todo
eso. Se te debe de hacer muy difícil vivir en esta época… no
puedes negarlo.
—¿Y qué me dices de ti? Ni siquiera puede decirse que vivas
realmente en esta época —le contestó Kyoko devolviéndole el
golpe—. Siempre estás hablando de la inminente destrucción
del mundo.
—Ciertamente —admitió el propio Seiichiro; poco a poco
hablaba con la espontaneidad y entusiasmo lírico de un joven
que está fuera de sí. Sin embargo, él sólo se permitía hablar de
este modo en su casa; fuera de allí guardaba las apariencias y
evitaba decir lo que se consideraba inapropiado.
»¿Cómo podría vivir si no tuviese la certeza de que se
acerca el fin del mundo? Si pensara que el buzón rojo
colocado en el camino a mi oficina por las obras de
reconstrucción fuese a estar allí eternamente, ¿cómo iba a
poder pasar por ese camino sin sentir náusea y horror? De
estar allí para siempre el dichoso buzón rojo de grotesca
abertura, ¿podría permitirle que siguiese ni un segundo más
con esas fauces abiertas? ¿No crees que me liaría a patadas
con el buzón rojo? ¿No crees que lucharía contra él hasta
derribarlo y reventarlo a pedazos? Si puedo armarme de
paciencia ante semejante buzón, si acepto y consiento su
existencia, si cada mañana en la estación de tren trago con la
cara de foca del jefe de estación y acepto su existencia, si trago
con las paredes color de huevo en el interior del ascensor de la
oficina, si cuando subo en el descanso del mediodía a la azotea
trago con el globo inflable con promociones comerciales…
Pues todo eso es gracias a que tengo la completa certeza del
fin del mundo.
—Entonces, no haces más que tragar con todo. Todo lo
toleras, todo te da lo mismo…
—Como al gato del cuento la única forma de luchar que le
quedaba era tragárselo todo, esa era la única forma de vivir
que tenía. El gato se tragaba todo cuanto encontraba por el
camino: un carruaje de caballo, un perro, un edificio escolar.
Si tenía sed, se tragaba un depósito de agua, incluso desfiles de
reyes, hasta una abuelita, o un carrito de la leche… Sí, me
gustaría saber cómo vivió ese gato.
»Tú sueñas con la destrucción del pasado. Yo preveo la
destrucción del futuro. Y mientras, entre esos dos mundos de
destrucción, resistimos viviendo, bebiendo a pequeños sorbitos
el vivir el día a día. Esa manera de sobrevivir es
desconsiderada e insensible hasta un punto horroroso, vivimos
sin cesar abrazando ese fantasma que sólo aspira a alargar su
vida eternamente. Ese espectro va ganando terreno, sumiendo
en la parálisis a millares de personas; ahora la frontera entre
sueño y realidad ha desaparecido, o tal vez todos han acabado
por creer real esta ilusión.
—Entonces debes de ser el único que sabe que se trata de
una ilusión, por eso puedes tragar con todo como si nada.
—Pues sí, y eso es porque sé que la realidad auténtica es
«la realidad de un mundo a punto de ser destruido».
—¿Por qué lo sabes?
—Lo veo sin más. Cualquiera puede captar el fundamento
de sus acciones si se fija bien. Lo que pasa es que nadie quiere
verlo. Yo tengo valor para mirar de frente esa realidad, no
puedo evitar ver claramente lo que va a pasar. Percibo
claramente el rápido avance de las agujas en la esfera de un
reloj.
Seiichiro estaba cada vez más ebrio. La cara roja y la
flojedad en sus extremidades relajadas denotaban lo poco
consciente que era ya del hilo de sus pensamientos. Con su
formal traje azul a juego con una corbata y calcetines sobrios,
ese joven siempre preparado para perderse en el anonimato de
la gente hacía desprenderse de sí un olor de vida colectiva,
incluso hasta en la mancha de su camisa descuidada. No era
una suciedad o una mancha natural; daba más la impresión de
ser una mancha producto de su esfuerzo por resultar natural.
Como una medusa lanzada y despedazada sobre la arenosa
playa, cuando él estaba en casa de Kyoko, era la viva imagen
de la contradicción, tanto sus ideas como sus sentimientos no
eran más que una amalgama absurda que él no podía controlar.
De repente, Seiichiro cambió de tema de conversación.
—¿Qué tal estaba Shun antes del entrenamiento?
—Parece que estaba muy bien, volvió con mucha
confianza.
Kyoko le contó parte de lo sucedido aquella tarde en la
pelea.
Seiichiro se echó a reír. Aunque era muy improbable que él
se viese envuelto en una, le gustaba mucho oír hablar de
peleas ajenas. Elogió mucho a Kyoko por su serenidad durante
la trifulca.
Seiichiro inspiró profundamente el aire de la noche y,
sentado, estiró las extremidades. La pronunciada nuez de su
garganta se movía teñida de rojo a la luz de la lámpara. De
repente se levantó y estrechó las manos a Kyoko.
—Me voy. Estarás cansada por el viaje, ¿verdad? Buenas
noches.
—Pero, ¿a qué has venido entonces?
Kyoko se lo preguntó sin levantarse de la silla, ni alzar la
mirada hacia él; tan sólo observaba la punta de sus uñas rojas
con un brillo más intenso a la luz de la noche.
—Eso me pregunto yo, ¿para qué he venido? —dijo
mientras se tambaleaba un poco sujetando la cartera del
trabajo.
Ante la entrada dio un par de pasos, después se volvió,
observó complacido el movimiento de su sombra proyectada
sobre la vetusta puerta de roble y al fin dijo:
—Me duele un poco la cabeza. Ah, sí… Hay algo sobre lo
que quería pedirte opinión.
—¿De qué se trata?
—Creo que ha llegado el momento de casarme.
Kyoko, que había salido a despedirlo a la puerta, se quedó
callada. Ya estaba cerrada la noche, y unas rachas de viento
arreciaron de repente arremolinándose por el muro que
circundaba el jardín y el puente de piedra. En un rincón
iluminado en la oscuridad se observaban las bayas de una
aucuba de brillantes tonos rojos. Las hojas nuevas de tonos
verdosos vibraban agitadas por el viento. Los innumerables
frutos rojos temblaban como coagulados en sus racimos.
—Vaya viento tan terrible —dijo Kyoko en el preciso
momento de despedirse.
Seiichiro se dio la vuelta con una leve expresión de
disgusto: intuía el sentido insinuante de sus palabras. Él era
consciente de que a Kyoko no le pegaba hacer ese tipo de
comentario insulso aludiendo al tiempo. Kyoko interpretó el
momentáneo gesto de disgusto de Seiichiro como señal de su
desinhibición. Al fin y al cabo, Kyoko no tenía nada contra él.
Masako, que dormía en su habitación de estilo occidental, se
despertó al oír que se marchaba el invitado. Mientras
observaba el reloj en la mesilla de noche, pensó que este
último invitado del día se había ido bastante pronto. Después,
se levantó sigilosamente y abrió el cajón de los juguetes. Era
realmente hábil para abrir este cajón sin hacer el más mínimo
ruido.
En el cajón había muchos vestidos de muñeca, y emanaba
olor de alcanfor. A Masako le encantaba aquel aroma del
alcanfor envuelto en celofán de colores y había llenado el
cajón por completo de aquellas bolsitas. Además, cuando
estaba sola, le encantaba asomar la nariz en aquel cajón y
aspirar el intenso y místico aroma.
La débil luz que se filtraba por el cristal de la ventana
coloreaba el vestuario de las muñecas con tonalidades de azul
y rosa difuminados. Encajes baratos adornaban ondeantes las
mangas. Estos vestidos que jamás se manchaban de sudor a
Masako a veces le parecían aburridos.
Miró alrededor e hizo una mueca apretando la punta de la
lengua, manteniéndola apretada contra los dientes;
seguidamente, sacó una fotografía oculta bajo los vestidos. Se
acercó a la ventana y bajo la luz que se filtraba del exterior
observó la fotografía de su padre, el hombre al que Kyoko
había echado de casa.
A juzgar por su apariencia, parecía un hombre débil de
complexión delgada, aunque de rostro apuesto y joven; llevaba
puestas unas gafas sin montura, el cabello corto peinado con
raya al lado y una corbata anudada puntillosamente.
Masako observaba la fotografía del padre sin
sentimentalismo reseñable, simplemente miraba
continuamente como buscando algo. A continuación, como
siempre hacía cuando se despertaba por la noche, susurraba
ritualmente las siguientes palabras:
«Padre, espera. Ya verás como Masako hará que vuelvas
pronto a casa.»
La fotografía desprendía un aroma a alcanfor. Aquel aroma
era para Masako el aroma de la noche, de los secretos y,
también, el aroma que le recordaba a su padre; aspirándolo,
Masako volvía a quedarse dormida. No era el olor canino que
tanto disgustaba a Kyoko.
Capítulo 2
Primera parte
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Segunda parte
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Créditos
Edición en formato digital: 2023
Título original:
Copyright © 1959, The Heirs of Yukio Mishima
All rights reserved
© de la traducción: Emilio Masiá López, 2023
© Alianza Editorial, S. A., Madrid, 2023
Valentín Beato, 21
28037 Madrid
www.alianzaeditorial.es
ISBN ebook: 978-84-1148-195-3
Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro electrónico, su
transmisión, su descarga, su descompilación, su tratamiento informático, su
almacenamiento o introducción en cualquier sistema de repositorio y recuperación,
en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, conocido o
por inventar, sin el permiso expreso escrito de los titulares del Copyright.