Teórico N° 7 Filosofía Política UBA 2020
Teórico N° 7 Filosofía Política UBA 2020
Teórico N° 7 Filosofía Política UBA 2020
Teórico n° 7
Habíamos visto también que el legislador cumple la función de realizar algo que
quieren los pactantes: devenir ciudadanos. Con esto habíamos recordado la posibilidad de
transformarse, garantizada por aquella propiedad indudable de la naturaleza humana que
consiste en la perfectibilidad. El legislador transforma la naturaleza humana haciendo
efectivo aquello que comenzó a ocurrir en la alienación total: todos entregaron la fuerza a la
comunidad. El sistema legislativo propuesto por un buen legislador, justamente, transfiere
esa fuerza de manera efectiva. El pacto es el compromiso de transferir esa fuerza, pero
recién con la legislación se le quita al individuo las fuerzas propias para darle otras, para
darle las de un miembro de un cuerpo superior. En una institución legislativa perfecta, cada
uno no puede hacer nada solo sin los otros, sino que todos dependen recíproca y
simétricamente de todos los demás ciudadanos.
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El cuarto párrafo de este capítulo comienza diciendo: “El legislador es, en todos los
aspectos, un hombre extraordinario en el Estado”. Habíamos dicho que este legislador es
externo al Estado. El carácter extraordinario viene, por un lado, por esa dimensión de la
inteligencia superior; pero, por otro lado, es extraordinario en el sentido de que viene de
afuera. La conciencia republicana viene de afuera de la voluntad general.
Habíamos dicho que la relevancia del hecho de que el legislador provenga de afuera
y no sea miembro dependía de cierta sospecha que Rousseau tiene de la voluntad particular.
Si el legislador fuera un miembro lo suficientemente astuto, buscaría beneficiarse mediante
ese sistema de legislación que propone. Aquí no es así, p orque es alguien que viene,
propone y se va. Sus pasiones no pueden influir en su obra.
Esta figura del legislador hace que veamos lo que podríamos llamar otro límite de la
soberanía. El primero que habíamos visto era que el soberano sólo puede ser una voluntad
general: no puede más que legislar, no puede ocuparse de lo particular, en término de
Roussau, no puede “rebasar los convenios generales”. Aquí aparece otra característica
limitante de este soberano, que es el hecho de ser sólo una voluntad, de no ser
entendimiento. En ese sentido, este soberano rousseauniano no es autosuficiente, sino que
para actuar depende originariamente de esta figura del legislador. Entonces la voluntad
general no es autosuficiente, porque sólo es voluntad; sólo puede deliberar y votar acerca
de un contenido que le viene de afuera, acerca de una propuesta ofrecida por la inteligencia
superior del legislador. Tampoco el legislador es autosuficiente: sólo es legislador, si su
propuesta resulta aceptada por la voluntad general. Si no, no se convierte en legislador.
Sólo la voluntad general transforma una norma en ley y al proponente de esa norma en
legislador.
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Estudiante: Hay un pasaje donde dice que una voluntad declarada, si es la voluntad
de la voluntad general, es ley; si es de una voluntad particular, es la de un magistrado. ¿Por
qué una voluntad particular es magistrado?
Profesor: Hay una contraposición entre voluntad general del poder legislativo y
voluntad particular del poder ejecutivo. Ya expliqué en otra clase que la voluntad general es
general, al menos, en dos sentidos: es general en su origen o en su esencia (todos los
ciudadanos forman parte de ella) y es general en su objeto o su destino (es una prescripción
obligatoria para todos los súbditos). En el caso de una voluntad particular, como la que
encontramos expresada en un decreto o en una sentencia de un magistrado, el destinatario
de esa sentencia es un particular o un conjunto de particulares. El objeto es una acción
particular. Allí no está hablando el soberano, sino un magistrado que aplica las leyes, que
aplica la ley a casos particulares. Es necesaria esta figura de un mediador, que va a aparecer
en el libro siguiente.
Profesor: No, lo que hace es aplicar y mediar. Aplica una ley, que es una acción de
la voluntad general, a un caso particular. El hecho es que el juez, o cualquier magistrado, se
ocupa de lo particular. De eso no se puede ocupar el soberano. Pero el magistrado no es
más que un encargado del soberano. La voluntad general le dice qué normas debe aplicar en
su trabajo. Vamos a ver en el Libor III que el magistrado tiene tres voluntades. Lo que debe
hacer es aplicar la voluntad general a un objeto particular, y para eso tiene que ser
particular la voluntad del magistrado.
Profesor: No, en cuanto su esencia habría que tener cuidado, porque él aplica la ley,
que es voluntad general. Si no, si opina según su parecer, sería una sentencia arbitraria.
Estudiante: (Inaudible).
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Profesor: Él está tratando de ejemplificar esta exterioridad que debe tener el
legislador respecto del poder legislativo. Poder legislativo y legislador son cosas bien
distintas en Rousseau. Poder legislativo es el soberano, es la voluntad general, mientras que
el legislador es este jurista que propone un proyecto de constitución.
Dice Rousseau en el párrafo siete: “Quien redacta las leyes no tiene pues, ni debe
tener, ningún derecho legislativo, y el pueblo mismo no puede, aunque quiera, despojarse
de este derecho intransferible.” La soberanía es inalienable. El derecho legislativo es
intransferible. Quien redacta las leyes, el legislador, no tiene derecho legislativo.
Párrafo ocho:
“De este modo en la obra de la legislación se encuentran a la vez dos cosas que
parecen incompatibles: una empresa por encima de la fuerza humana y para llevarla a cabo
una autoridad que no es nada”
La obra de la legislación tiene esta aparente contradicción, dice Rousseau. Por una
lado, necesitamos esa inteligencia superior, algo que parece ya demasiado para un ser
humano, para ofrecer una constitución. ¿Por qué? Esto lo vamos a ver en los capítulos
siguientes pero, es necesaria cierta sabiduría para determinar qué constitución es adecuada
para un pueblo en determinado momento de su historia. No cualquiera lo hace, dice
Rousseau, por eso el legislador es “inteligencia superior”, “hombre extraordinario”, etc.
Tiene una empresa sobrehumana. Pero esta empresa sobrehumana, dice Rousseau, es
realizada por un ser carente de autoridad, carente de derecho legislativo, y carente también
de poder ejecutivo. El legislador puede ni obligar por la fuerza, ni simplemente decir “estas
son las leyes, cúmplanlas”.
La mayor dificultad viene después, en el párrafo siguiente, algo que ya estamos más
o menos intuyendo, si es que no lo dijimos ya la clase pasada, que es lo siguiente: si el
pueblo como voluntad general es sólo voluntad, si el pueblo como soberano es sólo
voluntad, y sólo a través de esa voluntad una norma deviene en ley, este pueblo tiene que
votar algo que por definición, dentro de este esquema, no puede entender. Porque el
entendimiento, la conciencia, viene de afuera. Sin embargo, tienen que ir los ciudadanos a
la asamblea, o al referéndum y levantar la mano o poner una boleta, y decir sí o decir no ,
respecto del proyecto. Pero deben hacerlo sin entender…, porque son sólo voluntad. Si el
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pueblo entendiera, no necesitaría del legislador, podría hacer toda esta tarea él solo, pero no
es el caso.
Acá hay un problema grave que Rousseau presenta claramente pasada la mitad del
párrafo nueve:
“[Sería necesario] que el espíritu social, que debe ser la obra de la institución,
presida la institución misma, y que los hombres fuesen antes de las leyes lo que deben
llegar a ser por ellas.”
Entonces lo ideal sería algo imposible, está diciendo Rousseau. Lo ideal sería que
los ciudadanos, que van a votar el primer proyecto constitucional, sean ya ciudadanos
virtuosos, formados en la práctica legislativa, transformados por las leyes que recién van a
votar. El legislador a través de su obra, que es la legislación, transforma la naturaleza
humana, convierte individuos independientes (y hasta individuos egoístas, que han decidido
no serlo más a través del pacto), en miembros de un cuerpo político, en ciudadanos
comprometidos con la república. Ahora bien, el pasaje que cité recién dice: sería necesario
que estos ciudadanos comprometidos con la república existiesen en el momento en que van
a votar la primera constitución, y con eso no podemos contar, dice Rousseau. ¿Por qué?
Porque la legislación transforma la naturaleza humana y hace de un individuo
independiente un miembro del cuerpo político, un ciudadano. Pero la legislación, por otro
lado, para ser tal, debe ser votada por ciudadanos, que son el resultado de la legislación que
votan…
Entonces allí hay una especie de círculo o de dificultad, quizás creada por el mismo
esquema filosófico-político, cuando ha separado tan tajantemente entendimiento de
voluntad y ha identificado al pueblo soberano sólo con la voluntad. La solución viene en el
siguiente renglón en el mismo párrafo nueve.
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Entonces el legislador no puede usar la fuerza para que los ciudadanos acepten su
propuesta. No puede usar la fuerza porque no la tiene, no tiene poder ejecutivo. Las fuerzas
se han alienado en la comunidad. Todos los individuos han alienado su fuerza y sus bienes
en la comunidad. El legislador no tiene esa fuerza, no puede usarla. No es magistrado no es
conquistador, no usa la fuerza. Pero tampoco puede usar el razonamiento, dice Rousseau,
porque el pueblo es voluntad, el pueblo no entiende, no es un auditorio racional al que se
pueda convencer mediante argumentos, diciendo por ejemplo: “vean qué buena que es esta
constitución para ustedes por tales y tales motivos”, artículo por artículo, un comentario
jurídico de una constitución. ¿Y quién lo escucha? Nadie, porque ese pueblo todavía no es
lo que debería llegar a ser por la aplicación de esa ley. Todavía no está educado. Entonces
el legislador no puede usar la fuerza, ni el razonamiento y, sin embargo, tiene una empresa
sobrehumana que realizar. Entonces ¿a qué recurre? Según Rousseau, recurre a “una
autoridad de otro orden”. Vuelve a aparecer el elemento religioso: la inteligencia superior,
la empresa sobrehumana, la autoridad de otro orden.
Estudiante: ¿No podrían recurrir a esta voz de la naturaleza que le habla a través de
los sentimientos, como en el Discurso, que sería más que nada la piedad o el amor de sí?
Profesor: Uno podría decir que en definitiva algo de eso tiene que haber, eso va a
aparecer en este capítulo al que me referí de la religión civil, pero tampoco alcanza. Acá no
va a alcanzar con una religión de la humanidad, una religión abierta al género humano. Va
a ser necesario también un elemento identitario de esta comunidad. Algo de eso hay en el
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fondo. Ahora bien, la pregunta es mucho más concreta, está diciendo Rousseau: ¿cómo
hacer para que ese llamado a la piedad, ese llamado a identificarse con el dolor ajeno, el
intento de superar la indiferencia (propio de todo pactante), sea luego realmente efectivo, o
sea, que las instituciones sirvan para educar al ciudadano y ayudarlo a realizar esa iniciativa
que tuvo en el momento del pacto?
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Profesor: En principio, sobre esta figura del legislador una de las fuentes que se le
atribuyen a Rousseau es Platón. Uno podría decir que el legislador rousseauniano es un
personaje extraño en un texto del siglo XVIII y de la tradición contractualista. Si examinan
con cuidado los textos que están viendo en prácticos, no aparece esta figura del legislador.
Es más bien una herencia antigua. Platón quizás es una fuente de inspiración en esta figura.
Ahora bien, no habría que pensar que este recurso pedagógico a la religión como
instrumento de la política significa cierto engaño. El legislador no engaña al pueblo, sino
que el pueblo sería todavía un menor de edad, al que hay que hacerle aceptar algo sin
posibilidad de razonar con él.
Respecto del carácter instrumental de la religión, quiero decir que hay otras formas
de entender la cuestión, pero ésta cuenta alguna base textal. En el párrafo 11, hay una cita
de Maquiavelo, que sería la otra fuente respecto de este tema. El párrafo 12 termina
diciendo justamente que una sirve de instrumento a la otra: la religión sirve de instrumento
a la política en el origen de las naciones. Advirtamos que esto lo está planteando Rousseau
para el legislador originario, cuando todavía los ciudadanos no se han educado gracias a la
obra del legislador.
El legislador, dice Rousseau, pone en boca de los inmortales las leyes que él
propone a los mortales. Dice: esto me lo dictaron los dioses. Si el pueblo sólo considerara
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al legislador sólo como un hombre prudente, como un sabio, alguien que conoce de derecho
y de política, que ha tenido experiencia en casos particulares, etc., quizás le tendría cierto
respeto. Pero es necesario que crean que está inspirado por los dioses. Persuade más la
autoridad divina que la prudencia humana. Dado que va a haber la constitución, hay que
recurrir a lo máximo, a un orador que produzca adhesión certera: los dioses.
Estudiante: (Inaudible).
Profesor: Uno de los problemas graves que van a aparecer en el libro siguiente es
cierta tensión peligrosa, pero ineliminable, entre los dos poderes del Estado o, dicho
antropológicamente, una tensión entre la voluntad general y la voluntad particular. Es allí
donde la voluntad general, ya constituida por un conjunto de ciudadanos, que son el
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resultado de las leyes, puede transformar las instituciones. Aquí está hablando del momento
originario. Esto tampoco es eterno. Las repúblicas tienen una historia. Si felizmente un
pueblo logra instituir una república, va a tener un tiempo de duración: como todo cuerpo, el
cuerpo político es mortal. La sabiduría del legislador consistirá en diseñar para ese pueblo
una constitución tal que haga que la república dure lo más posible. Luego Rousseau va a ir
indicando cuáles son los mecanismos para hacer perdurar la república. No es un problema
fácil de resolver. No es que con el pacto se solucionó todo, con el legislador se solucionó
todo, sino que ahí recién empieza la cosa. Una vez que creyeron que eso que votaron es
obligatorio de verdad, porque lo quieren los dioses, ahí recién empieza efectivamente el
proceso de la construcción de una ciudadanía con miles de riesgos y problemas, de los
cuales Rousseau es consciente. Más allá de lo que uno piense, Rousseau pretende ser un
autor realista: los hombres como son, decía al comienzo del Contrato social. Los hombres
no sólo son perfectibles sino también corrompibles. Para todo esto hay un conjunto de
mecanismos, pero esos mecanismos deben estar sobre todo aplicados desde el comienzo
gracias a la sabiduría del legislador, legisla para un pueblo en particular.
Estudiante: ¿Siempre se necesita del legislador como elemento externo para hacer
las leyes?
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funcionando allí, en la medida en que es la misma voluntad general la que está aceptando
esa constitución y votando nuevas leyes.
Los adversarios aquí son, por un lado, “la orgullosa filosofía” y, por otro lado, “el
ciego espíritu de partido”. La orgullosa filosofía, en la segunda mitad del siglo XVIII y
escrito esto en francés, son los iluministas, o sea, aquellos que le quieren quitar a la religión
esa función. ¿Es posible una nación de ateos? Pierre Bayle decía que sí. Ese espíritu
escéptico es la orgullosa filosofía, que dice no necesitamos de la religión, nos basta con el
dios de los filósofos. Rousseau está diciendo que eso es una ingenuidad, porque la república
puede aprovechar mucho de la religión, aunque más no sea como un instrumento. Por otra
parte, está el ciego espíritu del partido. Recordemos el libro anterior: las facciones, aquellos
que ya en la primera votación han descubierto que hay algo que los une de manera material,
un interés particular compartido que se opone a la voluntad general. Ése es el que puede
tildar al verdadero legislador de charlatán. Para un faccioso, el legislador es un impostor
afortunado: tuvo suerte, le votaron la constitución, pero yo me perjudiqué. El ciego espíritu
del partido es aquél que no recuerda que se alienó, que ya es un ciudadano y no un
particular pre-político. En cambio, “el verdadero político” (en los textos de la época esta
expresión significa muchas veces el teórico político) logra admirar en la obra del legislador
algo grande, sobre todo por su duración.
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Los capítulos siguientes, del 8 al 10, tratan sobre el pueblo. El problema general de
esos tres capítulos podría formularse del siguiente modo: ¿qué tipo de pueblo está en
condiciones de recibir una constitución republicana de este legislador sabio? Es decir, ¿qué
condiciones tiene que cumplir un pueblo para poder oír a ese legislador?, ¿qué pueblo está
maduro para recibir una legislación justa que lo haga libre? El tratamiento de la cuestión
tiene algo de “clásico”, que nosotros ya habíamos visto un poco en esa dedicatoria del
Segundo discurso a la República de Ginebra, o sea, las condiciones históricas y geopolíticas
de una constitución republicana.
El capítulo 8 comienza con una analogía. Antes había hecho la analogía del
legislador con un ingeniero, ahora la hace con un arquitecto. El legislador es como un
arquitecto y el pueblo es como el suelo donde ese arquitecto quiere construir algo. Antes de
ofrecer ninguna constitución y precipitarse a ofrecer un plano, tiene que estudiar el suelo.
No se puede construir cualquier edificio en cualquier lado, sino que hay que estudiar las
condiciones que van a soportar ese edificio.
La historia nos dice que hay pueblos que nunca podrían haber devenido repúblicas,
nunca podrían haber escuchado a un legislador, porque eran demasiados ricos, o tenían un
espíritu conquistador, o estaban degradados por los vicios. Hay miles de naciones que no
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cumplen con las condiciones republicanas. Este punto es importante para tener en cuenta en
Rousseau: él no está ofreciendo un modelo a aplicar en cualquier lado y en cualquier
condición, sino que la república es más bien una suerte de excepción histórica. Hay pueblos
que no soportan la igualdad y la libertad, y estos son los dos elementos esenciales de la
república.
Dejemos a un lado estos pueblos, que Rousseau descarta, porque no hay manera de
que los principios del derecho político se arraiguen en ellos. Los otros, que sí pueden
devenir libres y fundar una república, sólo pueden hacerlo en un período determinado de su
historia. Aun un pueblo apto para devenir en una república, no siempre tiene la ocasión,
sino que sólo durante un corto tiempo, que Rousseau llama juventud. Un pueblo es como
una persona, tiene distintas edades. Hay un momento en el cual ya ha crecido, puede
hacerse cargo de sí mismo, pero todavía no es viejo, todavía no tiene prejuicios arraigados,
mañas, costumbres de las cuales no quiere deshacerse. Pasada esa juventud, ese pueblo
perdió su cuarto de hora, por así decirlo. Después es incorregible y no hay legislación que
lo ayude a autolegislarse; incluso el intento de hacerlo, dice Rousseau, es peligroso. Un
pueblo viejo es como un enfermo miedoso, que no quiere tomar la medicina porque es fea o
tiene miedo que le haga mal. Entonces lo mejor es que se quede como está, porque, si no,
será peor el remedio que la enfermedad.
Sin embargo, Rousseau reconoce también que, a pesar de que hay un momento
histórico en la vida de ciertos pueblos que es el adecuado para instaurar una constitución
republicana, la juventud puede volver a través de la revolución. La revolución produce una
suerte de amnesia. Todas esas costumbres y prejuicios del pueblo viejo son barridos por la
revolución, que rejuvenece al pueblo. Entonces pueden volver las ganas de devenir
autónomo y autolegislarse. Los pueblos recobran esa fuerza juvenil con las revoluciones.
Rousseau pone algunos ejemplos. Pero esto, aclara, es raro, excepcional y, sobre todo, no
ocurre dos veces. Si un pueblo tuvo una revolución, se liberó, pactó y se autolegislo, mejor
que cuide la libertad que ganó, porque dos veces no le va a pasar.
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Pero, por lo general, y esta es una tesis típica de los autores del siglo XVIII antes de
la Revolución francesa, las revoluciones no producen siempre un efecto favorable. Muchas
veces -esto lo encontramos también en Kant- las revoluciones sirven para cambiar un amo
por otro, un déspota por otro.
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No se puede dejar pasar el momento adecuado para adquirir la legislación, pero
tampoco hay que hacer un esfuerzo precoz. Juventud no es lo mismo que infancia. La
juventud es la madurez para someterse a las leyes. Pero es difícil determinar cuándo es el
momento. La sabiduría del legislador en parte consiste en definir si un pueblo está maduro
para recibir una constitución republicana. Los intentos precoces (aquí el ejemplo es la Rusia
iluminista) fracasan. Depende de cada caso cuándo un pueblo está maduro, porque algunos
al nacer ya están maduros y otros pueblos permanecen en la infancia durante siglos.
En el capítulo siguiente aparece este tema que anticipé hace un momento sobre la
proporción, un tema clásico y aristotélico. Un pueblo no tiene que ser ni muy grande, ni
muy pequeño, tanto respecto del número de habitantes, como respeto del territorio, y
también en lo que concierne a la proporción entre un elemento y el otro. Si es muy grande,
pone en peligro la autonomía; si es muy pequeño, pone en peligro la autarquía. Ésa sería la
tesis general de este capítulo 9. Veamos los argumentos.
Por otra parte, está el problema allí del conocimiento cara a cara. Si somos muchos,
es muy probable que los ciudadanos no nos conozcamos entre nosotros cara a cara, ni que
conozcamos a nuestros jefes. Si es muy extenso el territorio, puede ser que esté compuesto
de provincias que tienen tradiciones, culturas y situaciones geográficas muy distintas. Las
leyes son obligatorias para todos, pero quizás no sean adecuadas para todos. Esto quizás,
como también la multiplicación de leyes distintas según las provincias puede generar
inconvenientes.
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Sin embargo, un pueblo tampoco tiene que ser muy pequeño. ¿Por qué? Porque las
potencias (“potencia” es el término que le dábamos al Estado en su relación con otros
Estados) tienden a crecer. Esto lo desarrolla Rousseau en algunos textos sobre derecho
internacional, sobre la paz perpetua y la guerra. Hay una tendencia natural de los cuerpos
políticos a expandirse. Si un pueblo es demasiado pequeño tanto en sus dimensiones
geográficas como en el número de sus ciudadanos, corre el peligro de ser conquistado por
potencias vecinas. Se requiere siempre cierto equilibro internacional. Nuevamente, sólo un
legislador sabio puede encontrar, en cada caso, esa proporción más ventajosa entre
extenderse y limitarse.
Hay, según el capítulo 10, una relación conveniente entre la extensión del territorio
y el número de habitantes o, dicho de otra manera, la cantidad de habitantes y la cantidad
de alimentos. El alimento tiene que ser suficiente para los habitantes, y esto remite a la
autarquía que mencionamos hace un rato. Suficiente quiere decir que no falte, pero también
que no sobre: no tiene que haber ni más, ni menos. Si sobra, también hay problemas. Tanto
la guerra como el comercio debilitan la república, dice Rousseau. Lo ideal es la situación en
la cual el límite del dominio público no nos haga depender de los vecinos. La dependencia
se da a través de estos dos vehículos que son la guerra y el comercio.
Con estos tres capítulos del 8 al 10, Rousseau trata de mostrar lo difícil que es reunir
todas las condiciones necesarias y suficientes para recibir una legislación. Otra vez aparece
el carácter excepcional de la república. Son pocos los Estados que están bien constituidos,
son pocos los pueblos que son aptos para recibir una legislación. Pues las condiciones son
muchas y difícilmente se encuentran reunidas.
En el último párrafo del capítulo 10, nombra algunas de estas condiciones: por
ejemplo, ya está todo pero faltan las leyes. Un pueblo ya está vinculado por su origen, por
sus intereses, por sus costumbres, pero falta el momento normativo de la ley positiva. Todo
lo demás ya está como un material que comparten los miembros de ese grupo social y que
el legislador considera. La segunda condición, conectada con el tema de que el pueblo no
tiene que ser muy viejo, es que las costumbres y supersticiones previas son enemigas de la
legislación. ¿Por qué? Porque la legislación, en parte, se va a asentar en lo que un grupo
humano ya es, en sus características particulares, pero la legislación también transforma. En
tercer lugar, un pueblo no debe temer ser invadido, debe estar seguro de sí mismo. Por eso,
aquí el ejemplo contemporáneo es Córcega, una isla. Córcega ya se sacó al invasor de
encima, y no es lo mismo invadir un país continental que una isla. Otra condición ideal es
que todos los ciudadanos se conocen y no se explotan mutuamente, o sea, están dispuestos
a establecer relaciones de igualdad. Son independientes de otros pueblos y autosuficientes.
No necesitan de materias o productos producidos en otro lado. Dentro de un marco de
austeridad, que habría que destacar en Rousseau, un pueblo tendría que ser autosuficiente.
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En los últimos dos capítulos de este libro, el 11 y el 12, reaparece el tema de la
legislación bajo dos aspectos: en primer lugar, lo que él llama los distintos sistemas de
legislación -un título un tanto desconcertante para el contenido expuesto- y, en segundo
lugar, la división de las leyes. El mayor bien, esto es, el bien común, aquello que es
identificado por la voluntad general, es lo que busca establecer un sistema de legislación.
Ese bien común, que tiene que ser vehiculizado por el sistema jurídico, es reductible a dos
objetos. O sea, el bien común siempre significa dos cosas: libertad e igualdad. Como
ustedes ya saben, esas son las dos propiedades características de la naturaleza humana para
los autores modernos. Reaparecen aquí como una determinación esencial del bien común.
¿Qué significa igualdad? Algo de esto habíamos visto sobre el final del Libro I, en
estos elementos de la igualdad civil. Teníamos un elemento formal: la igualdad ante la ley y
la igualdad como co-legisladores. Había también una igualdad material, que para Rousseau
es imprescindible en una república. Habíamos advertido en ese momento que esta igualdad
material no significa nivelar exactamente los ingresos de todos los miembros del cuerpo
político, sino esto que dice en el párrafo dos del capítulo 11: que ninguno pueda comprar a
otro, que ninguno se vea obligado a venderse a otro. O sea, evitar los extremos. Con esa
igualdad alcanza. Que cada uno sea independiente, no tenga la posibilidad o se vea
obligado a vender su fuerza de trabajo. Cada uno recibe de la comunidad lo que necesita.
Lo que necesita es un terreno, para Rousseau, con el que pueda alimentar a su familia. No
hay ciudadanos desposeídos. Es una contradicción ser ciudadano y desposeído. De esta
manera, se evita el sometimiento personal y se fortalece la república. Rousseau está
pensando, en definitiva, en una sociedad de agricultores independientes y austeros, donde
ninguno trabaja para otro por un salario.
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El párrafo tres se refiere a los que creen que esta igualdad es una quimera.
“Esta igualdad, dicen ellos, es una quimera de especulación que no puede existir en
la práctica. Pero si el abuso es inevitable, ¿se sigue de ello que al menos no haya que
regularlo? Precisamente porque la fuerza de las cosas tiende siempre a destruir la igualdad
es por lo que la fuerza de legislación debe tender siempre a mantenerla”.
El último capítulo de este libro está dedicado a la división de las leyes: una
clasificación de cuatro tipos de leyes. Los primeros tres tipos de leyes están clasificados
según el tipo de relación que origina la ley. El primer tipo de ley, que se denomina ley
política, nace de la relación del todo con el todo. Son aquellas leyes que versan sobre esa
relación que tiene el conjunto de los ciudadanos con el conjunto de los súbditos. Se trata
justamente del cuerpo político entero actuando sobre sí mismo o del soberano actuando
sobre el Estado. Éstas son las denominadas leyes políticas o también, si son buenas, dice
Rousseau, se las pueden denominar fundamentales.
El segundo tipo de ley es la ley civil, que se origina de otros tipos de relaciones
que son las que tienen los miembros del cuerpo político o bien entre sí, o bien con el cuerpo
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político entero. En una legislación sabia, habíamos dicho, la relación de los individuos entre
sí tendría que ser lo más pequeña posible. La dependencia que tengan los miembros del
cuerpo político como particulares, entre sí, debería ser lo más pequeña posible. Eso se
garantiza en cuanto cada uno de los miembros del cuerpo político tiene una relación lo más
grande o estrecha posible con el cuerpo. De esa manera, se garantiza la independencia
recíproca entre los particulares, que sólo es posible gracias a la dependencia de todos
respecto de la polis. Rousseau dice algo así como que sólo la fuerza del Estado crea la
libertad de sus miembros. Los miembros son independientes entre sí gracias a que todos
están ligados por las leyes civiles al cuerpo político.
El tercer tipo de ley es la ley criminal. Rousseau dice que quizás no sea exactamente
un tercer tipo de ley, sino que la ley criminal quizás no sea más que un añadido necesario e
imprescindible de los otros dos tipos de leyes. La ley criminal indica qué tipo de pena o
castigo le corresponde al trasgresor de una ley política y una ley civil. Por eso, el tipo de
relación en el que se origina este tercer tipo de ley es la relación entre la ley y el hombre, o
sea, quién puede o bien obedecer como un buen súbdito, o bien transgredir la ley como un
mal súbdito.
Fuera de este criterio clasificatorio de las relaciones que mantienen el todo con el
todo, los miembros con el todo o entre sí, y el hombre con la ley, aparece un cuarto tipo de
ley, que, para Rousseau, es muy importante, que son las costumbres, los usos y la opinión.
Este cuarto tipo de ley es fundamental, porque en ella se juega la suerte de la república. Las
costumbres y las opiniones de los miembros del cuerpo político, acerca de las leyes que los
rigen, le dan efectividad a esas leyes. No se trata sólo de estar obligado por las leyes, sino
sentir que son nuestras leyes, las que nosotros nos hemos dado. En ese sentido, la opinión y
la costumbre lo que hacen es ganar el corazón de los ciudadanos para la república. Hacen
que el comportamiento no sea meramente externo, sino que haya una suerte de
compromiso; que el súbdito no sea indiferente al sistema jurídico que lo rige. Este tipo de
ley conserva, dice Rousseau, el corazón de los ciudadanos en el espíritu de las instituciones
republicanas. Las opiniones y las costumbres son tan importantes, porque le dan cierta
viabilidad o fundamento de éxito a la legislación.
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Estudiante: ¿Estas opiniones son de la voluntad general?
Profesor: Rousseau señala que este cuarto tipo de ley es algo especial. No se trata de
leyes escritas aquí, sino del sentido común que debe ser explorado por el legislador para
ofrecer una constitución. Si la discordancia entre las costumbres y opiniones reales de un
pueblo y la ley positiva fuese mucha, tendríamos un problema.
Estudiante: Me cuesta ver por qué la llama ley. El objeto de la ley es un objeto
general. Una opinión es algo personal. ¿Quién votó esa ley?
Estudiante: Rousseau se está refiriendo aquí al ethos del pueblo de donde pueden
surgir las leyes.
Profesor: Claro. Tiene que haber allí una conexión. Ya mencionamos la sabiduría
del legislador y su recurso a un factor irracional, como la religión. Yo creo que Rousseau
está pensando en aquello que ya está dado en el pueblo cuando se constituye por el pacto y
que puede ser modificado por medio de la educación republicana. Esta opinión luego hay
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que administrarla de alguna manera. Esto es lo que Rousseau piensa, porque una república
no funciona si los ciudadanos son indiferentes y egoístas. Lo decisivo es esta conexión
comunitaria que expresada por las opiniones y las costumbres compartidas.
Hecha esta clasificación, Rousseau dice que lo único que nos interesa aquí, en estos
principios del derecho político, el único tipo de ley que nos interesa en sentido estricto, es
el primero. Las leyes políticas prescriben la forma del gobierno. Una república se
constituye y se conserva gracias a un gobierno, y ese gobierno puede tener distintas formas.
Cuál sea la forma de gobierno que un pueblo se ha dado, se encuentra explicitado en las
leyes políticas o en la constitución. Tradicionalmente el término “constitución” se refiere,
en la historia de la teoría política, a la forma del gobierno. El Libro III trata sobre el
gobierno y sus formas.
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Para aclarar la diferencia entre soberanía y gobierno, Rousseau apela a una imagen
antropológica, adecuada porque estamos hablando de un cuerpo político o moral.
Volviendo a esa idea de un cuerpo moral y colectivo, Rousseau apela a una comparación
entre un ser humano individual y este cuerpo político. Esta comparación aparece en el
segundo párrafo del capítulo 1 del Libro III.
“Toda acción libre tiene dos causas que concurren a producirla: una moral, a saber:
la voluntad que determina el acto; otra física, a saber: el poder que lo ejecuta. Cuando
camino hacia un objeto, primero es menester que yo quiera ir; en segundo lugar, que mis
pies me llevan. Que un paralítico quiera correr, que un hombre ágil no quiera: los dos se
quedarán en el sitio. El cuerpo político tiene los mismos móviles: se distingue también en él
la fuerza y la voluntad. Ésta con el nombre de poder legislativo, la otra con el nombre de
poder ejecutivo. Nada se hace o nada debe hacerse sin su concurso”.
Aquí Rousseau está presentando esta relación entre soberanía y gobierno apelando,
a la diferencia y a la relación entre la voluntad y la fuerza como causas de una acción libre.
La voluntad general es el poder legislativo, el pueblo en su función de soberano, mientras
que la causa física es este poder o fuerza que es el poder ejecutivo ejercido por el gobierno.
Entonces la voluntad legislativa quiere, el poder ejecutivo realiza ese querer.
El poder ejecutivo aparece aquí presentado como la causa física en la que vemos
reaparecer un elemento que había quedado entre paréntesis, que era la fuerza. En la
alienación total, alienábamos todo, también nuestra fuerza. No estaba claro qué pasaba con
esa fuerza. Aquí Rousseau nos está diciendo que esa fuerza va a estar concentrada y
monopolizada por el poder ejecutivo.
Todas las acciones del cuerpo político tienen dos causas sin las cuales el cuerpo
político no puede moverse: la ley y la ejecución de la ley, la voluntad expresada en la ley y
la realización de esa voluntad, concretada en las acciones del poder ejecutivo.
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Estudiante: ¿El gobierno es co-originario con la voluntad general? ¿Nace con el
contrato?
Estudiante: (Inaudible).
Aquí aparecen varios nombres referentes al gobierno, que aclaran más la cuestión,
por ejemplo, “ministro”. Un ministro es algo así como un servidor, alguien que tiene una
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misión que cumplir. Tiene autoridad para realizar un conjunto de funciones específicas. Un
ministro siempre es alguien subordinado con una misión específica que cumplir.
“¿Qué es, pues, el gobierno? Un cuerpo intermedio establecido entre los súbditos y
el soberano para su mutua correspondencia, encargado de la ejecución de las leyes, y del
mantenimiento de la libertad, tanto civil como política”.
El cuerpo del gobierno, o sea, aquellos que efectivamente cumplen esta misión y
ejercen el poder ejecutivo, Rousseau lo denomina el príncipe. El término de “príncipe” aquí
no tiene el significado usual de “monarca”, sino que es un término técnico que se refiere al
conjunto de gobernantes, sea este gobernante uno, algunos o todos. Siempre se llaman
príncipe. Por eso, Rousseau decía que, cuando el príncipe lo ordene, hay que ir a la guerra
(cfr. CS, II. 5.). El príncipe ejerce el poder ejecutivo, pero tiene este significado del
conjunto de los magistrados o gobernantes.
Estudiante: Una pregunta medio técnica. ¿En la época de Rousseau, rey y príncipe
tenían ocupaciones diferentes o era que técnicamente el príncipe era el hijo del rey?
Este cuerpo del gobierno no se establece por pacto de sujeción. Nosotros habíamos
mencionado que había una tradición, contra la que también Hobbes se posiciona: la
tradición de los dos pactos. Para ésta, hay un pacto de asociación, mediante el cual un
pueblo se une, y un pacto de sujeción, mediante el cual ese pueblo se subordina a un
gobernante o jefe político. En práctico, ustedes habrán visto cuáles son los argumentos de
Hobbes contra la teoría del doble pacto: el carácter sedicioso de la doctrina.
Aquí Rousseau también se opone a esta teoría del doble pacto, pero por motivos
distintos. La posición de Rousseau es que sólo existe el pacto de asociación. El gobierno
no se instituye mediante un pacto por varias razones. En primer lugar, porque, en ese pacto
imaginado por esos teóricos del doble pacto, uno de los pactantes sería el pueblo y el otro
sería el gobernante. Sin embargo, el pueblo, advierte Rousseau, es el soberano y pactar
significa adquirir obligaciones. Esto tiene varios problemas, porque un soberano, por
definición, no está obligado, sino que es siempre el obligante. Entonces, si se entiende la
noción de soberanía, no puede pensarse la idea de que un pueblo pacte con un jefe.
Habíamos visto que la soberanía es inalienable, indivisible, intransferible, etc. Por otra
parte, si aún dejamos de lado esta objeción definitiva, Rousseau nos advierte algo que ya
habíamos visto en el Segundo discurso: si existiese un pacto así, tendría que haber un
tercero que hiciera cumplir ese pacto; si no, cada una de las partes podrá decidir si el otro
cumple el pacto o no. Ahora bien, instituir un tercero es imposible, porque en ese caso el
soberano estaría sometido a ese tercero, que sería el que vigilaría si se cumple ese pacto o
no.
Esta subordinación, en la que está el poder ejecutivo respecto del pueblo hay que
tomársela en serio en Rousseau en el sentido siguiente: Rousseau dice que el pueblo puede
siempre limitar, modificar el poder ejecutivo, puede también despedir a quien lo está
ejerciendo. “Siempre” quiere decir siempre que se reúna el pueblo. En ese sentido, el
gobierno está bajo el poder del soberano. Cuando le plazca, el pueblo puede cambiar de
gobernante. “Cuando le plazca” quiere decir cuando juzgue que no está cumpliendo con la
misión que se le ha encomendado. Esta misión se reduce a hacer cumplir la voluntad
popular, expresada en las leyes. Vamos a ver más adelante en este mismo libro cómo se
articula todo esto que está diciendo en este primer capítulo, donde solamente está tratando
de aclarar el significado del término “gobierno”. Por ahora nos interesa sólo que no puede
haber un pacto de sujeción, que el mecanismo de designación del gobernante tiene que ser
otro y que el resultado es la subordinación doble e inversa: el pueblo, como conjunto de
súbditos, subordinado a un jefe y el jefe de los súbditos subordinado al pueblo como
conjunto de ciudadanos. No puede haber pacto, porque la soberanía es inalienable.
Rousseau expresa aquí esa idea diciendo que la alienación del derecho de soberanía es
contraria al fin de la asociación, es decir, es incompatible con la naturaleza del cuerpo
social.
Queda claro, en Rousseau, que hay una preeminencia del poder legislativo respecto
del poder ejecutivo, o sea, una prioridad de la ley respecto del uso de la fuerza para hacer
cumplir esa ley. Entonces vuelve a aparecer el tema, que vimos al comienzo de manera un
tanto abstracta, de la diferencia entre derecho y fuerza. Recuerden el Libro I cap. 3 y las
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reflexiones sobre el absurdo que implica la expresión “el derecho del más fuerte”. Allí
Rousseau trataba de separar una cosa de la otra para mostrar que el derecho sólo podía
surgir de algo que no fuese mera fuerza natural, una convención, pero no cualquier
convención, sino el contrato social. Ahora, en el Libo III, reaparece la fuerza, pero ya
subordinada al derecho.
Ahora bien, tiene que haber un equilibrio entre los tres elementos, pero ese
equilibrio es difícil de determinar en cada caso. A cada Estado le corresponde un equilibrio
particular. No se puede dar aquí una fórmula general para todas las repúblicas, sino que la
sabiduría del legislador debe diseñar instituciones que permitan logar el equilibrio en este
pueblo particular, instituciones que no serían adecuadas para otros pueblos.
Profesor: Sí, las costumbres tienen que ser tenidas en cuenta por el legislador, pero
no sólo ellas. Hay una serie de factores, que ya fueron mencionados en uno de los capítulos
dedicado al pueblo, que el legislador tendría que tomar en cuenta para intentar garantizar
que se dé esa correspondencia y ese equilibrio. O sea, a cada Estado le corresponde un
poder ejecutivo o una forma de gobierno particular según las circunstancias particulares que
tenga. De todos modos, hay una suerte de principio inalterable: el soberano legisla, los
magistrados gobiernan y los súbditos obedecen. Para que este principio abstracto se realice
en un Estado particular, hay que considerar muchos factores, porque la proporción es
particular para cada Estado. El buen gobierno depende de las características particulares de
cada Estado en cada momento de su historia. Una constitución o forma de gobierno no son
nunca eternas, sino que hay que ser sensible, no sólo a las diferencias entre pueblos, sino
también a las modificaciones que un pueblo va teniendo a lo largo de su historia. Lo que
podía ser una buena forma de gobierno para un período puede ser una mala forma de
gobierno para otro. En ese sentido, el propio pueblo tiene la potestad de cambiar esa ley
fundamental, es un poder constituyente que puede modificar la ley política y la forma de
gobierno.
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Estudiante: Por eso, es tan importante esa cuarta ley de las costumbres.
El ejemplo que pone Rousseau para examinar ese tema del equilibrio o de la
proporción es el número de habitantes. A mayor número de habitantes, mayor es la
capacidad que hay que darle al gobierno para hacer cumplir las leyes. Pero, a mayor
capacidad del gobierno, o sea, mayor concentración de la fuerza en sus manos, es necesario
equilibrar esto con la subordinación que el gobierno debe tener respecto del soberano. El
soberano siempre tiene que poder contener legislativamente al gobierno.
“El Estado”, dice Rousseau, “existe por sí mismo, el gobierno existe por el
soberano”. La voluntad del príncipe no debería ser otra que la voluntad general, o sea, la
ley. Lo que quiere el príncipe en definitiva es hacer cumplir esa ley; porque, si esa fuerza
pública concentrada en manos del príncipe se usase para realizar otra voluntad que no sea
general, su propia voluntad particular, ahí nos encontraríamos con una situación crítica. En
esa situación, habría dos soberanos: uno de iure y otro de facto. Esto pone en peligro la
república. Recordemos, en todo este tema de la usurpación que va a ser tratado más
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adelante, la figura del traidor, que aparecía en el capítulo sobre la pena de muerte (cfr. CS
II. 5.).
Sin embargo, a pesar de que el gobierno siempre tiene que estar subordinado al
soberano, el gobierno, además de tener como orientación a la voluntad general, debe tener
una voluntad de la propia conservación. O sea, tiene que ser un yo, cierto espíritu de
cuerpo. Esto Rousseau lo concede: el gobierno no es una máquina que simplemente aplica
la voluntad general, sino que también debe tener una voluntad propia, una existencia real
que le permita reafirmarse como cuerpo interior al cuerpo político, sin alterar la
constitución y su dependencia al soberano. ¿Qué quiere decir todo esto? Rousseau trata de
expresarlo en estas páginas. En principio, los magistrados tienen que canalizar sus
voluntades particulares en sus funciones, es decir, tienen que renunciar a su particularidad
para servir al soberano de una manera más directa que la de cualquier súbdito. Entonces
tiene que haber un elemento de autoafirmación que vivifique a este cuerpo interior artificial
pero viviente dentro del cuerpo político. Sin confundir la fuerza propia con la fuerza
pública, que es la que está trasmitida por el pueblo al príncipe, tiene que haber este espíritu
de cuerpo, este ethos, este sentido de honor u orgullo de formar parte de la burocracia del
Estado, pero siempre subordinado al soberano: siempre tiene que estar la disposición, dice
Rousseau, a sacrificarse al pueblo, y no a la inversa.
¿Por qué es importante esta vida propia aunque subordinada? Porque el gobierno es
el que tiene que poder actuar con vigor y celeridad. Tiene que estar capacitado para ser una
fuerza unitaria. El gobierno siempre está compuesto por muchos miembros, aunque sea una
forma monárquica: siempre son muchos los que forman parte de ese aparato burocrático.
Entonces este espíritu de cuerpo funciona como este elemento unificador imprescindible
para que ese ejecutor único de la voluntad general no se divida, siempre recordando que es
distinto y subordinado al soberano.
El segundo capítulo de este Libro III trata sobre el principio que constituye las
diversas formas de gobierno. Esto podríamos traducirlo como el principio que explica por
qué se distinguen formas de gobiernos según el número de sus miembros en el poder
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ejecutivo. ¿Dónde radica la explicación de esas formas? ¿En qué se funda esa
diferenciación?
Rousseau examina el problema desde otra perspectiva. Más adelante va a decir que
Montesquieu se equivocó, porque la virtud le corresponde a cualquier forma republicana de
gobierno, entonces no puede funcionar como un principio específico de una de ellas. El
principio que explica cómo se distinguen las formas de gobierno hay que encontrarlo en
otro lado. La propuesta de Rousseau es encontrarlo en la articulación de tres voluntades que
él les atribuye a los magistrados. A cada miembro del gobierno, Rousseau le atribuye tres
voluntades, y en la articulación de estas tres voluntades radica el principio que constituye
las diversas formas de gobierno. Ésas voluntades son la voluntad del individuo, la común
de los magistrados y la general del soberano.
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cuerpo y que busca beneficiar al príncipe o cuerpo de magistrados, y un ciudadano que es
miembro del poder legislativo, que busca el bien común.
Profesor: Sí, claro, ya nos vamos a acercar a ese problema. En términos ideales,
cuando se reúne la asamblea, cesa el poder ejecutivo constituido en su función. O sea,
cuando se reúne el poder constituyente, cesa en sus funciones el poder ejecutivo. No se
sabe si esos súbditos-ciudadanos que eran magistrados van a seguir siéndolo o no. Eso
queda en suspenso, porque la asamblea tiene que pronunciarse al respecto. Ahí está un poco
la clave. Rousseau advierte que hay un problema que consiste en eso. El tema de la
usurpación sería que el gobierno dejase de estar subordinado al soberano y se comportase
como una facción.
Entonces hay que contar con que están estas tres voluntades en un magistrado. De la
articulación de esas tres voluntades se seguirán distintas formas de gobierno. Cada forma de
gobierno articula de distinta manera estas tres voluntades del magistrado.
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“En una legislación perfecta, la voluntad particular o individual debe ser nula, la
voluntad de cuerpo propia del gobierno, muy subordinada, y, por consiguiente, la voluntad
general o soberana siempre dominante y regla única de todas las demás”.
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rectitud es una propiedad de la voluntad general. La voluntad general es siempre recta,
recordemos.
Cuál sea la proporción ventajosa para cada pueblo, es algo que depende de la
sabiduría y el arte del legislador. Considera una serie de factores, dentro del cual no está
sólo este número de habitantes, y debe encontrar esa proporción para el caso particular,
atendiendo siempre a esta cuestión de las tres voluntades en la persona de cada magistrado.
Esas tres voluntades aparecerán de distinta manera en las tres formas de gobierno:
aparecerán claramente diferenciadas en la aristocracia, pero no tan diferenciadas en la
monarquía y en la democracia. En la monarquía, la voluntad del magistrado y la voluntad
particular están unidas; en la democracia directa, la antigua, la voluntad general y la del
cuerpo de los magistrados están unidas.
Veamos lo que dice Rousseau respecto de estas tres formas de gobierno. En primer
lugar, la democracia directa de los antiguos. Hay un argumento, dice Rousseau, a favor de
la democracia, que él menciona pero no termina compartiendo, que es el siguiente: dado
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que el pueblo hace la ley, el pueblo sabe mejor que nadie cómo debe ser ejecutada esa ley.
En otras palabras, dado que el pueblo es poder autolegislativo, ¿qué otro agente que no sea
el mismo pueblo va a poder ejecutar de la mejor manera las leyes que él mismo se dictó?
De este modo, coincidiría el poder legislativo con el poder ejecutivo, no en sus funciones
pero sí en el número de miembros. Son los mismos miembros del cuerpo político que en un
caso, como ciudadanos, legislan y en otro caso, como magistrados, ejecutan las leyes que
promulgaron.
Rousseau desconfía de este argumento por varias razones. En primer lugar, dice
Rousseau, no es bueno que el pueblo se ocupe de lo particular. El pueblo es soberano. Si el
poder ejecutivo constituido fuese también el pueblo, se corre un peligro muy grave: podría
ocurrir que el interés privado influya sobre lo público o, dicho de otra manera, que el
pueblo, cuando va a legislar, esté pensando como magistrado y no como ciudadano: que
cada uno esté pensando como particular: “¿cómo me va a beneficiar a mí esto que vamos a
votar?”. El problema de la democracia directa es la corrupción de la legislación, en el
sentido de que, durante el proceso legislativo, en vez de hablar la voluntad general, hable la
voluntad particular. Pues en esta forma de gobierno las mismas personas se ocupan de las
dos funciones. Hay que ser muy virtuosos para decir “en este momento pensemos como
ciudadanos”.
Por otra parte, hay un elemento fáctico que hace imposible la existencia de una
verdadera democracia, el pueblo tendría que estar casi siempre en una asamblea, la gestión
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de la administración pública sería muy lenta y además hay una gran dificultad de reunir
condiciones. Es muy difícil reunir el conjunto de condiciones necesarias para recomendar
una forma de gobierno democrático. Es muy difícil que estas condiciones se den todas
juntas en un pueblo y en un momento particular de su historia. Esas condiciones son: las
pequeñas dimensiones del Estado (o sea, la poca cantidad de habitantes) pocas dimensiones
del territorio, costumbres sencillas y austeras, una igualdad social prácticamente niveladora,
austeridad en el deseo de bienes, etc.
Por último, la monarquía. Rousseau dice que aquí hablamos de príncipe en sentido
usual, como persona natural. Tiene la ventaja de que con el menor esfuerzo se puede
realizar un mayor efecto posible, pero también la desventaja de que esa concentración de
toda la fuerza en una voluntad particular puede redundar en prejuicio del Estado. En la
forma monárquica se encuentra más acentuado el peligro de despotismo, porque los reyes
quieren ser absolutos, dice Rousseau. Los reyes quieren actuar contra el soberano sin
resistencia. En ese sentido, una forma de limitar esa voluntad particular es establecer dentro
del gobierno una burocracia que transmita esas órdenes del rey.
Hay dos errores que Rousseau les achaca a los defensores de la monarquía. El
primer error, que ya había sido refutado por Locke, es la asimilación del príncipe con un
padre. Atribuirle ese origen y esas virtudes. En el segundo error, estos autores, dice
Rousseau, confunden el gobierno monárquico con un buen rey, que puede existir. O sea,
confunden el ser con el deber ser.
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