Los Tres Mosqueteros (El Ateneo)
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Los tres mosqueteros / Alejandro Dumas ; adaptado por Bénédicte Rivière ;
ilustrado por Camille André.
36 p. : il. ; 35 x 24 cm.
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- 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El Ateneo, 2019.
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Traducción de: Ana Bello.
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ISBN 978-950-02-1016-4
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1. Narrativa Infantil Francesa. 2. Álbum. 3. Cuento. I. Rivière, Bénédicte, adap.
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II. André, Camille, ilus. III. Bello, Ana, trad. IV. Título.
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CDD 843.9282
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Los tres mosqueteros
© Editions AUZOU, París (Francia) 2016, Les Trois Mousquetaires
Autor: Alejandro Dumas
Adaptación: Bénédicte Rivière
Ilustraciones: Camille André
Traductora: Ana Bello
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Luego, los dos se alejaron galopando a gran velocidad y me dejaron
solo con mi espada.
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“Cielos, ¡qué cobarde! Será mejor que se cuide si lo vuelvo a ver
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—pensé—. Por otro lado, la dama es la más bella que he visto en mi
vida. Milady..., ¡qué nombre más bonito!”.
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P asaron unas semanas antes de que finalmente llegara a París.
Camino al hotel del señor de Tréville, el famoso capitán de los
mosqueteros, ¡vi al mismísimo hombre del bigote negro! De
inmediato empecé a perseguirlo. Pero, en mi apuro, choqué con un
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mosquetero llamado Athos. Le pedí disculpas. No las aceptó. Se
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acordó un duelo para el mediodía.
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Eso no fue suficiente para hacerme olvidar al hombre del bigote
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negro, así que enseguida volví a perseguirlo. Pero choqué con otro
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mosquetero, y así me gané otro duelo con un tal Porthos. Esa vez el
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hombre del bigote negro sí que se había escapado de verdad.
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Mientras paseaba tranquilo, me topé con un tercer mosquetero
llamado Aramis. Empezamos una conversación divertida sobre un
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pañuelo llamativo. Pero, como al parecer las cosas siempre vienen
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de a tres y por alguna razón desconocida, pronto me enfrentaba a
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la idea de otro duelo más.
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Sin dudas, fue un mal comienzo para mi vida en París. Ni siquiera
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era mediodía y ya tenía tres duelos programados, casi no tenía
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en el baile que se aproxima —comenzó—, pero, por desgracia,
la reina se lo ha dado al duque de Buckingham, ¡que está enc
Inglaterra! Esto es terrible. La reina está perdida.
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—Joven D’Artagnan —dijo—, aquí están las joyas que me pidió la
reina. Un momento… ¡Dios mío! c
—¿Qué ocurre, señor? —pregunté.
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—¡Faltan dos diamantes! ¡Los han robado! —exclamó—. ¡Otro
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golpe de la condesa de Winter! Trabaja para el cardenal.
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—Puede ser… —reflexioné—. Los tres mosqueteros que vinieron
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conmigo cayeron en trampas puestas por el cardenal antes de
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—El cardenal es un conspirador despiadado —explicó el duque—.
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Ama a la reina y yo soy su rival. Despreocúpese. Mi joyero
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reemplazará los diamantes que faltan y usted regresará a Francia
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mañana. No tema.
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L legó el día del baile.
Afortunadamente, había regresado a
tiempo para que la reina usara sus diamantes.
Pero el cardenal aún no había hecho su última jugada y
dio al rey un extraño regalo: ¡los dos diamantes que faltaban! El
rey se acercó con cierta desconfianza a la reina y contó los diamantes
alrededor de su cuello: no faltaba ninguno. Aliviado, cuestionó al cardenal,
que, aunque al principio se quedó sin palabras, dijo con los dientes apretados:
—Señor, quería entregar estos diamantes a Su Majestad la reina. Pero como no
me atreví a hacerlo, me acerqué a usted.
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Sin disimularlo, la reina saboreó su victoria con placer. Yo también: Constance había
aceptado tener una cita romántica conmigo al día siguiente.
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P ero, el día acordado, Constance no apareció. Un anciano me
contó toda la historia: ¡Constance había sido secuestrada! Estaba
convencido de que había sido el hombre del bigote negro de nuevo.
Mi pobre Constance... ¿Volvería a verla alguna vez?
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Mientras me lamentaba, de pronto vi a lo lejos a la hermosa Milady
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en su carruaje. Era evidente que estaba muy enfadada con un noble.
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Intervine de inmediato: no iba a abandonar a una dama en apuros, y
menos a una tan bonita. Pero Milady me detuvo:
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—Señor, el hombre que tiene frente a usted es el hermano de mi
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difunto marido, lord de Winter. Siga su camino.
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El famoso lord de Winter también me pidió que me fuera, haciéndome
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gestos con la mano. No había dudas de que no iba a dejar que un
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hombre me hablara así, y desenvainé mi espada. Luché bien y pronto
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desarmé a mi enemigo. Pero, qué lástima, Milady se había ido sin
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esperar que terminara la pelea. Como soy un caballero, decidí dejar
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vivir a mi oponente. En agradecimiento, se ofreció a presentarme a su
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hermosa cuñada. Acepté de inmediato: podía ser mi oportunidad de
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A pesar de lo que había descubierto, seguí visitando a Milady.
Pero, aun así, ¡estaba buscando venganza! Una noche, la bella
farsante lo supo y la invadió la rabia. En su ataque de ira, se le
deslizó la bata, y eso dejó a la vista su terrible secreto: tenía una flor
de lis, la marca de los ladrones, tatuada en el hombro.
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Recordé un secreto que Athos me había contado una vez: hacía pocos años, él
se había casado con una hermosa desconocida que resultó ser una ladrona que
lo arruinó y le rompió el corazón. ¡Milady era la esposa de Athos! ¡No había
dudas! En un instante, al darse cuenta de que la verdad había salido a
la luz, Milady empezó a atacarme. Afortunadamente, Ketty me ayudó
a escapar. Mientras huía, oí a Milady gritar desde su ventana:
—¡Me vengaré, sinvergüenza! ¡No me detendré hasta que
estés muerto!
U nos días después, me enviaron de nuevo a La Rochelle a luchar
contra el duque de Buckingham y sus tropas inglesas. ¡Qué orgulloso
me sentí! Apenas había llegado al campo de batalla cuando me
atacaron dos hombres. Por suerte, me los quité de encima muy
rápidamente y amenacé al más valiente de los dos.
—¡Dime quién te ordenó matarme o morirás! —grité.
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—Fue una bella dama llamada Milady. Dio la orden de que te
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matáramos en esta carta —me dijo y me entregó un papel que decía
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“Dado que ya perdieron de vista a la mujer y ahora está a salvo en un
convento, maten al hombre”.
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Lo entendí de inmediato: ¡Constance aún estaba viva!
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Una mañana, recibí noticias de mis tres amigos, que estaban
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luchando en otro frente. Me habían enviado unas botellas de vino de
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Anjou. ¡Gracias a Dios por las amistades sólidas y generosas! En ese
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preciso momento, ¡la puerta de la posada se abrió y entraron mis tres
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amigos!
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—¡Llegaron justo a tiempo para beber conmigo el vino que
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ella. La ayudó a escapar y a abandonar Inglaterra, y se encargó
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de vengarla: mató al duque. Por desgracia, mis amigos y yo no nos
enteramos hasta que ya era demasiado tarde.
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P or fin, mis amigos y yo recibimos noticias increíbles: Constance
estaba en un convento de Béthune. ¡Me invadió la alegría! Luego de
unos días de viaje, la encontramos. Estaba tan débil que me costó oír
cuando me dijo:
—Oh, D’Artagnan, mi amor, por fin te veo… No me siento bien.
No sé qué puso lady de Winter en mi bebida… ¿La conoces?
Salió corriendo cuando se enteró de que vendrías. Oh, Dios mío...
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Me duele la cabeza. No puedo ver… D’Artagnan, creo que voy a
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morir…
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—D’Artagnan, te prometemos que vamos a encontrar
vengar a Constance.
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¡Uno para todos y todos e ne para uno!
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A l día siguiente, después de una noche de tormenta, logramos rastrear
los movimientos de Milady, la capturamos y decidimos juzgarla por sus
fechorías, aprovechando los poderes que nos habían conferido como
mosqueteros del rey.
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noche negra, un rayo de luz de luna se reflejó de pronto en la espada
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del verdugo: ese fue el final de la bella y malévola Milady.
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A l mes siguiente, recibí órdenes de ir a la residencia de Su Eminencia,
el cardenal. Allí estábamos, mis amigos y yo, frente al cardenal y su
enviado. El infame hombre del bigote negro se llamaba Rochefort.
—Eres un hombre de buen corazón, D’Artagnan —dijo—. Te he estado
observando durante mucho tiempo y admiro tu coraje. Te nombro
teniente de los mosqueteros del señor de Tréville.
Tendría que haber saltado de alegría, pero parte de mí sentía otra cosa.
Muy pronto, ya no tendría a mis amigos: Porthos se iba a casar, Aramis
iba a ser ordenado y Athos se retiraría al campo.
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Rochefort disipó estos pensamientos tristes. Contra todas mis
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expectativas, se acercó y me felicitó.
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Un mes más tarde, la guerra había terminado y mi enemigondeclarado
se había convertido en uno de mis mejores amigos. v
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Laovida no deja de
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sorprenderme. De todos modos, y hasta el día rdef hoy, mi único lema es
“¡Uno para todos y todos . P o uno!”.
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