Los Tres Mosqueteros (El Ateneo)

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Los tres mosqueteros / Alejandro Dumas ; adaptado por Bénédicte Rivière ;
ilustrado por Camille André.

36 p. : il. ; 35 x 24 cm.
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- 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : El Ateneo, 2019.

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Traducción de: Ana Bello.

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ISBN 978-950-02-1016-4

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1. Narrativa Infantil Francesa. 2. Álbum. 3. Cuento. I. Rivière, Bénédicte, adap.

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II. André, Camille, ilus. III. Bello, Ana, trad. IV. Título.

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CDD 843.9282

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Los tres mosqueteros
© Editions AUZOU, París (Francia) 2016, Les Trois Mousquetaires
Autor: Alejandro Dumas
Adaptación: Bénédicte Rivière
Ilustraciones: Camille André
Traductora: Ana Bello

© Grupo ILHSA S. A. para su sello Editorial El Ateneo, 2019


Patagones 2463 - (C1282ACA) Buenos Aires, Argentina
Tel.: (54 11) 4943-8200 Fax: (54 11) 4308-4199
editorial@elateneo.com - www.editorialelateneo.com.ar
ISBN 978-950-02-1016-4

Libro de edición argentina.


Queda hecho el depósito que establece la Ley 11.723.

Impreso en Talleres Trama,


Pasaje Garro 3160,
Ciudad Autónoma de Buenos Aires,
en octubre de 2019.
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—¡ amos! ¡Arre, más rápido! En serio, este no es un caballo viejo…
¡Es un burro! ¡No importa! Nada impedirá que me convierta en un
mosquetero, un soldado de la fuerza de combate de élite del rey; ni
siquiera esta miserable mula.
Ese día de abril de 1625, yo, Charles de Batz de Castelmore
d’Artagnan, me dirigía a París. Quizás montaba un caballo ridículo, pero
mi corazón estaba lleno de esperanza.
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A l poco tiempo, mi viaje se vio interrumpido: un hombre se burló
abiertamente de mí y de mi caballo.
—¡Oye, tú! ¡El hombre del bigote negro! ¿Qué es tan gracioso? ¿Me
cuentas la broma? —le dije.
El hombre no se dio por aludido. Desenvainé mi espada. La lucha
apenas había comenzado cuando dos hombres se me acercaron ¡y
me dejaron inconsciente! Cuando por fin recobré el sentido, para mi
gran sorpresa, vi al buscapleitos apoyado sobre la puerta del carruaje
de una bella dama, a unos pocos metros. Estaban muy entretenidos
conversando, y oí que le decía:
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—Su Eminencia le ordena que vaya a Inglaterra y le avise tan pronto
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como el duque se vaya de Londres. No debe perder más tiempo. Adiós,
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Milady.

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Luego, los dos se alejaron galopando a gran velocidad y me dejaron
solo con mi espada.
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“Cielos, ¡qué cobarde! Será mejor que se cuide si lo vuelvo a ver
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—pensé—. Por otro lado, la dama es la más bella que he visto en mi
vida. Milady..., ¡qué nombre más bonito!”.

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P asaron unas semanas antes de que finalmente llegara a París.
Camino al hotel del señor de Tréville, el famoso capitán de los
mosqueteros, ¡vi al mismísimo hombre del bigote negro! De
inmediato empecé a perseguirlo. Pero, en mi apuro, choqué con un
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mosquetero llamado Athos. Le pedí disculpas. No las aceptó. Se
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acordó un duelo para el mediodía.
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Eso no fue suficiente para hacerme olvidar al hombre del bigote

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negro, así que enseguida volví a perseguirlo. Pero choqué con otro

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mosquetero, y así me gané otro duelo con un tal Porthos. Esa vez el
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hombre del bigote negro sí que se había escapado de verdad.
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Mientras paseaba tranquilo, me topé con un tercer mosquetero
llamado Aramis. Empezamos una conversación divertida sobre un

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pañuelo llamativo. Pero, como al parecer las cosas siempre vienen

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de a tres y por alguna razón desconocida, pronto me enfrentaba a

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la idea de otro duelo más.
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Sin dudas, fue un mal comienzo para mi vida en París. Ni siquiera

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era mediodía y ya tenía tres duelos programados, casi no tenía

Ge posibilidades de seguir vivo al atardecer y, para colmo, había


perdido el rastro del hombre del bigote negro. Algunos días es
mejor quedarse en la cama.
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S e hizo el mediodía, y llegué justo a tiempo para el primer
duelo. Para mi gran sorpresa, no había uno, sino tres mosqueteros
esperándome.
—Debes saber que cuando ves a uno de nosotros, los otros dos
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jamás están lejos —explicaron—. Pero… ¡Se acercan los guardias del
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cardenal! Huye, muchachito, y déjanos resolver este asunto.
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—¡De ninguna manera! —exclamé—. ¡Pelearé con ustedes! ¡Ya soy
un mosquetero de corazón!
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Nos lanzamos a una lucha feroz contra los guardias del cardenal,
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que no tuvieron más remedio que escapar. Luego, Athos, Porthos y
Aramis me hicieron cruzar mi espada con las de ellos, como señal de
amistad:
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—¡Unodpara ito todos y todos para uno!
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Alile z el día no había sido tan malo. Es cierto: aún no había
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e encontrado al hombre del bigote negro, pero seguía vivo, lo que no
G era poca cosa, ¡y había hecho tres nuevos amigos!
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U na noche, mientras disfrutaba de un merecido descanso, oí el
llanto de una mujer que venía de la habitación de al lado. Como
saben, tengo el corazón de un mosquetero, así que de inmediato
corrí a rescatarla. Cuando llegué, me sorprendió descubrir que
el atacante no era otro que... el hombre del bigote negro, que
escapó a gran velocidad. Normalmente, lo habría perseguido,
pero tenía un asunto más urgente: la joven en apuros era muy, pero
muy bonita. Su nombre era Constance y trabajaba para la reina.
Intuyendo que podía confiar en mí, la pobrecita me confesó:
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—El rey le ha pedido a la reina que usase su collar de diamantes

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en el baile que se aproxima —comenzó—, pero, por desgracia,
la reina se lo ha dado al duque de Buckingham, ¡que está enc
Inglaterra! Esto es terrible. La reina está perdida.
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Verán, no soy el tipo de hombre que abandona a una damisela en


apuros, así que enseguida le dije:
—No llore, Constance. Iré a la residencia del duque en Inglaterra y
traeré los diamantes de vuelta. Mis amigos, los tres mosqueteros, me
acompañarán. ¡Confíe en nosotros!
U nas semanas más tarde, llegué a Inglaterra, donde me reuní con
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el duque de Buckingham.

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—Joven D’Artagnan —dijo—, aquí están las joyas que me pidió la
reina. Un momento… ¡Dios mío! c
—¿Qué ocurre, señor? —pregunté.
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—¡Faltan dos diamantes! ¡Los han robado! —exclamó—. ¡Otro

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golpe de la condesa de Winter! Trabaja para el cardenal.
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—Puede ser… —reflexioné—. Los tres mosqueteros que vinieron

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conmigo cayeron en trampas puestas por el cardenal antes de

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siquiera pisar Inglaterra.A
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—El cardenal es un conspirador despiadado —explicó el duque—.
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Ama a la reina y yo soy su rival. Despreocúpese. Mi joyero

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reemplazará los diamantes que faltan y usted regresará a Francia
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mañana. No tema.

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L legó el día del baile.
Afortunadamente, había regresado a
tiempo para que la reina usara sus diamantes.
Pero el cardenal aún no había hecho su última jugada y
dio al rey un extraño regalo: ¡los dos diamantes que faltaban! El
rey se acercó con cierta desconfianza a la reina y contó los diamantes
alrededor de su cuello: no faltaba ninguno. Aliviado, cuestionó al cardenal,
que, aunque al principio se quedó sin palabras, dijo con los dientes apretados:
—Señor, quería entregar estos diamantes a Su Majestad la reina. Pero como no
me atreví a hacerlo, me acerqué a usted.

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Sin disimularlo, la reina saboreó su victoria con placer. Yo también: Constance había
aceptado tener una cita romántica conmigo al día siguiente.
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P ero, el día acordado, Constance no apareció. Un anciano me
contó toda la historia: ¡Constance había sido secuestrada! Estaba
convencido de que había sido el hombre del bigote negro de nuevo.
Mi pobre Constance... ¿Volvería a verla alguna vez?
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Mientras me lamentaba, de pronto vi a lo lejos a la hermosa Milady

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en su carruaje. Era evidente que estaba muy enfadada con un noble.
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Intervine de inmediato: no iba a abandonar a una dama en apuros, y
menos a una tan bonita. Pero Milady me detuvo:
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—Señor, el hombre que tiene frente a usted es el hermano de mi

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difunto marido, lord de Winter. Siga su camino.
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El famoso lord de Winter también me pidió que me fuera, haciéndome

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gestos con la mano. No había dudas de que no iba a dejar que un

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hombre me hablara así, y desenvainé mi espada. Luché bien y pronto

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desarmé a mi enemigo. Pero, qué lástima, Milady se había ido sin
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esperar que terminara la pelea. Como soy un caballero, decidí dejar

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vivir a mi oponente. En agradecimiento, se ofreció a presentarme a su
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hermosa cuñada. Acepté de inmediato: podía ser mi oportunidad de

Ge averiguar más sobre el secuestro de Constance y el hombre del bigote


negro. Además, podría echar un vistazo más de cerca a la misteriosa
Milady de Winter.
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V eía a Milady todos los días. Sin embargo, una noche, su
acompañante, Ketty, me tomó de la mano y me susurró:
—Señor, tenga cuidado: usted no le agrada a mi señora. Por su culpa,
casi pierde crédito ante Su Eminencia, y ahora quiere vengarse. Pero el
cardenal le ha pedido que lo perdone.
La dulce criada me dijo que me escondiera en el armario para poder
ver cómo era realmente Milady. Allí dentro, ya no pude negar la verdad.
Ketty tenía razón: Milady me odiaba.

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A pesar de lo que había descubierto, seguí visitando a Milady.
Pero, aun así, ¡estaba buscando venganza! Una noche, la bella
farsante lo supo y la invadió la rabia. En su ataque de ira, se le
deslizó la bata, y eso dejó a la vista su terrible secreto: tenía una flor
de lis, la marca de los ladrones, tatuada en el hombro.

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Recordé un secreto que Athos me había contado una vez: hacía pocos años, él
se había casado con una hermosa desconocida que resultó ser una ladrona que
lo arruinó y le rompió el corazón. ¡Milady era la esposa de Athos! ¡No había
dudas! En un instante, al darse cuenta de que la verdad había salido a
la luz, Milady empezó a atacarme. Afortunadamente, Ketty me ayudó
a escapar. Mientras huía, oí a Milady gritar desde su ventana:
—¡Me vengaré, sinvergüenza! ¡No me detendré hasta que
estés muerto!
U nos días después, me enviaron de nuevo a La Rochelle a luchar
contra el duque de Buckingham y sus tropas inglesas. ¡Qué orgulloso
me sentí! Apenas había llegado al campo de batalla cuando me
atacaron dos hombres. Por suerte, me los quité de encima muy
rápidamente y amenacé al más valiente de los dos.
—¡Dime quién te ordenó matarme o morirás! —grité.
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—Fue una bella dama llamada Milady. Dio la orden de que te

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matáramos en esta carta —me dijo y me entregó un papel que decía
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“Dado que ya perdieron de vista a la mujer y ahora está a salvo en un
convento, maten al hombre”.
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Lo entendí de inmediato: ¡Constance aún estaba viva!

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Una mañana, recibí noticias de mis tres amigos, que estaban

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luchando en otro frente. Me habían enviado unas botellas de vino de

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Anjou. ¡Gracias a Dios por las amistades sólidas y generosas! En ese

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preciso momento, ¡la puerta de la posada se abrió y entraron mis tres
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amigos!

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—¡Llegaron justo a tiempo para beber conmigo el vino que

Ge amablemente me enviaron! —exclamé con alegría.


—¿Qué vino? —preguntaron al unísono—. No enviamos nada. Es
una trampa. El vino debe de estar envenenado. Debe de ser Milady
intentando vengarse.

Una vez más, había engañado a la muerte. Enseguida recuperé la


calma: estaba ansioso por contarles a mis amigos que Constance
estaba viva, encerrada en un convento. Los tres decidimos pedirle a la
reina que averiguase dónde estaba. ¡Uno para todos y todos para uno!
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D ías más tarde, mis amigos vinieron de visita: habían escuchado una
conversación inquietante. Mientras jugaban a los dados, oyeron voces a
través de la pared: ¡eran el cardenal y Milady! Su Eminencia le ordenó
matar al duque de Buckingham, a menos que él se rindiera. A cambio,
Milady quería mi cabeza.
No había tiempo para preocuparme por mi destino; debíamos advertir
al duque lo antes posible. Pero ¿cómo? Athos tuvo una idea: lo
haríamos a través de lord de Winter, que había regresado a Londres.
Lord de Winter sospechaba que Milady había envenenado al hermano,
su difunto marido, y la despreciaba por ello. ¡Lord de Winter era el
hombre que necesitábamos!
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Unos días después, recibí una sorpresa: ¡me nombraron mosquetero! Por pa
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fin había logrado mi sueño y Milady no había podido impedirlo. com
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A fortunadamente, lord de Winter recibió nuestra carta a tiempo y de
inmediato nos envió este mensaje: “Gracias. Quédense tranquilos”.
Nos sentimos aliviados. Pero ninguno contaba con los poderes
malignos de Milady.

En efecto, en ese mismo momento, mientras la mantenían prisionera en


la residencia de lord de Winter, ella intentaba ablandar al guardia
de la prisión. Se hizo pasar por una víctima, que había sido
maltratada por un hombre. Y, con extrema perversidad, le hizo creer
que el vil hombre era el propio duque de Buckingham. Al oír esto, el
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guardia de la prisión no pudo resistirse a sus encantos y se apiadó de

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ella. La ayudó a escapar y a abandonar Inglaterra, y se encargó
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de vengarla: mató al duque. Por desgracia, mis amigos y yo no nos
enteramos hasta que ya era demasiado tarde.
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P or fin, mis amigos y yo recibimos noticias increíbles: Constance
estaba en un convento de Béthune. ¡Me invadió la alegría! Luego de
unos días de viaje, la encontramos. Estaba tan débil que me costó oír
cuando me dijo:
—Oh, D’Artagnan, mi amor, por fin te veo… No me siento bien.
No sé qué puso lady de Winter en mi bebida… ¿La conoces?
Salió corriendo cuando se enteró de que vendrías. Oh, Dios mío...
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Me duele la cabeza. No puedo ver… D’Artagnan, creo que voy a

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morir…

La pobre Constance murió en mis brazos, envenenada por lano


c
o r , prometió:
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malvada Milady. Al ver que nada me consolaba, Athos
f v me

o r a Milady y
—D’Artagnan, te prometemos que vamos a encontrar
vengar a Constance.
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¡Uno para todos y todos e ne para uno!
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A l día siguiente, después de una noche de tormenta, logramos rastrear
los movimientos de Milady, la capturamos y decidimos juzgarla por sus
fechorías, aprovechando los poderes que nos habían conferido como
mosqueteros del rey.

—Acuso a esta mujer de haber envenenado a Constance Bonacieux y


ordenado el asesinato del duque de Buckingham.
—En cuanto a mí —dijo Athos—, estuve casado con esa mujer y ella me
arruinó. También es responsable de la muerte del hermano de lord de
Winter. Por todos estos crímenes, pedimos que la sentencien a muerte.
t i r .
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La medianoche llegó mientras el pequeño barco con la delincuente a
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bordo se alejaba y navegaba hacia la otra orilla del río. En medio de la

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noche negra, un rayo de luz de luna se reflejó de pronto en la espada

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del verdugo: ese fue el final de la bella y malévola Milady.
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A l mes siguiente, recibí órdenes de ir a la residencia de Su Eminencia,
el cardenal. Allí estábamos, mis amigos y yo, frente al cardenal y su
enviado. El infame hombre del bigote negro se llamaba Rochefort.
—Eres un hombre de buen corazón, D’Artagnan —dijo—. Te he estado
observando durante mucho tiempo y admiro tu coraje. Te nombro
teniente de los mosqueteros del señor de Tréville.
Tendría que haber saltado de alegría, pero parte de mí sentía otra cosa.
Muy pronto, ya no tendría a mis amigos: Porthos se iba a casar, Aramis
iba a ser ordenado y Athos se retiraría al campo.
t i r .
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Rochefort disipó estos pensamientos tristes. Contra todas mis

om
expectativas, se acercó y me felicitó.

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Un mes más tarde, la guerra había terminado y mi enemigondeclarado
se había convertido en uno de mis mejores amigos. v
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Laovida no deja de
a
sorprenderme. De todos modos, y hasta el día rdef hoy, mi único lema es
“¡Uno para todos y todos . P o uno!”.
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