Quinta Regla: Que Te Creó Sin Ti No Podrá Santificarte Sin Ti. La Santidad Siempre Es El

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QUINTA REGLA

Convénzase el alma que a la santidad no se llega de un salto, sino por


una muy lenta y graduada ascensión, que casi siempre parte de
principios muy insignificantes.

Es una ley de la Providencia divina en la distribución de sus gracias y en la


santificación de las almas, que cuanto más alta es la santidad a que destina
un alma, tanto más humildes y ocultos son sus principios.
No estamos, sin embargo, acostumbrados a estos procedimientos divinos;
nuestro criterio en esta materia se ha falseado por la lectura de no pocas
vidas de Santos escritas sin criterio histórico, y que, con un prurito
exagerado de edificación, ocultan los defectos de los Santos, sólo hablan de
sus virtudes y hacen demasiado hincapié en los hechos extraordinarios.
Aparecen entonces los Santos no como seres humanos, débiles y llenos de
miserias como nosotros, sino como seres extraordinarios y privilegiados,
cuya vida, lejos de animarnos a imitarla, nos desilusiona y desalienta.
De los poetas dicen que no se hacen, sino nacen; porque, en efecto, quien
no tiene numen poético, así estudie toda su vida, no logrará nunca llegar a
ser un verdadero poeta. En cambio, quien nace dotado de dotes naturales
para comprender y expresar la belleza, aun cuando no estudie, hará versos
que tengan armonía e inspiración, aunque no estén del todo sujetos a las
reglas de la Preceptiva.
Lo contrario hay que decir de los Santos: No nacen: se hacen. Lo que
afirmaba San Agustín: El que te creó sin ti no puede salvarte sin ti, se
aplica con mayor razón a la santidad; de manera que podemos afirmar: El
que te creó sin ti no podrá santificarte sin ti. La santidad siempre es el
fruto de la gracia, por parte de Dios, y de la correspondencia a ella, por
parte del hombre.
Es un error, tanto teológico como histórico, pensar que los Santos ya
nacieron Santos. Y así nos lo hacen creer, repito, algunos hagiógrafos; para
ellos, el Santo, cuando nació, se vio envuelto en una luz misteriosa; las
campanas se echaron a vuelo sin que nadie las tocara para celebrar este
acontecimiento; en su infancia aborrecía los juegos propios de su edad;
nunca cometió una falta, y vivió siempre como en un éxtasis prolongado.
Indudablemente que no tratamos de negar los hechos extraordinarios con
que Dios ha acompañado, a las veces, la vida de algunos Santos; pero,
comprobada la verdad histórica de estos hechos extraordinarios, debemos
afirmar que en ellos no consiste la santidad; que esos hechos no son los
que edifican ni los que mueven a la imitación; que, al contrario, haciendo
demasiado hincapié en ellos, o las almas se desalientan o se ilusionan.
Los favores extraordinarios son los que llaman los teólogos gracias
gratuitamente dadas-gratis datae; porque Dios no se las da a un alma para
santificarla-como la gratia gratum faciens, sino para provecho y en favor
de los demás; esto es, para acreditar una misión o para que los hombres se
convenzan de la santidad de un alma cuando así conviene a los designios de
Dios.
La verdadera santidad es algo que de ordinario tiene principios muy
pequeños, muy ocultos, casi insignificantes; y se va desarrollando tan poco
a poco, que casi siempre pasa ignorada, no sólo del mundo, sino aun de las
personas más allegadas. Y los primeros que se ignoran y se desconocen son
los mismos Santos.
La santidad es el germen escondido en el surco del alma, oculto a todas las
miradas, pero que al fin germina; brota primero un pequeño tallo, que se va
desarrollando, y, al fin, se transforma en un árbol de santidad, donde vienen
a refugiarse las aves del cielo, y a cuya sombra se acoge el viajero fatigado.
La santidad es como la luz del día; nace tan paulatinamente, que no
podemos señalar con precisión cuándo acaba la noche y cuándo empieza el
día. Esa semiclaridad difusa va creciendo poco a poco hasta convertirse en
la suave luminosidad de la aurora, que precede a la salida del sol. Al fin
sale éste, pero su luz es tibia y suave; a medida que va subiendo sobre el
horizonte, la luz y el calor van creciendo, hasta llegar al mediodía, que es
una inundación de luz y un incendio de calor.
También es semejante la santidad a un río. Cuando lo contemplamos al
desembocar en el océano, tal es el caudal de sus aguas, que el río y océano
parecen confundirse; pero si remontamos la corriente, vemos que el río se
va formando por diversos afluentes, y si seguimos río arriba hasta su
nacimiento, veremos que en su origen es apenas un pequeño hilito de agua.
La santidad es la lucecita tenue que no alcanza a distinguirse de las
sombras de la noche, pero que va creciendo hasta transformarse en el pleno
día de la eternidad; es el hilito de agua que va crecido a través de la vida
hasta convertirse en un río caudaloso que va a perderse en el océano
inmenso del Corazón de Dios.
Y la razón es manifiesta, porque la santidad no es en el fondo sino la vida
de la gracia, que, como toda vida, nace de un germen que se desarrolla
hasta llegar a su plenitud. Fuera de la vida misma de Dios, que por ser
infinita es inmutable, toda vida creada, tanto en el orden natural como en el
orden sobrenatural, es siempre el desarrollo de un germen que
paulatinamente llega a su madurez. Por tanto, los Santos no los forja Dios
una sola vez, de un solo golpe, como se troquelan las medallas: es el
trabajo de un artífice que toma un pedazo de mármol y lo va desbastando
poco a poco, y puliendo y cincelando, hasta convertirlo en una bellísima
estatua. Con la diferencia de que el bloque de mármol es enteramente
pasivo, mientras que en la obra de la santificación se necesita la
cooperación del hombre.
***
Pero esta verdad se comprueba también de una manera experimental. San
Francisco de Asís, por ejemplo, estuvo muy lejos de nacer Santo. Fue un
niño como cualquier otro; fue un joven como todos los de su condición, y
dado su temperamento demasiado sensible, gustaba de vestir bien, de
sentarse a una mesa exquisita, de tocar la vihuela y de cantar; y no
solamente participaba en las fiestas de sus amigos, sino que iba a la cabeza
de ellos, como el más alegre y bullanguero. Si en esa época le hubieran
dicho que iba a ser Santo de altar y Santo vestido con un sayal grosero y
ceñido con cuerda ruda, hubiera estallado en la más sonora carcajada:
¿Santo yo?, ¿y en semejantes trazas?, ¿Cómo principió la santidad de
Francisco Bernardone?
Por un hecho ordinario y trivial. Un día se encuentra con un pordiosero que
le pide limosna. El joven sigue de largo, pero de pronto lo toca la gracia, el
espíritu Santo le inspira que socorra a aquel menesteroso. El joven
corresponde a la gracia y le da una limosna; siente entonces la satisfacción
de haber hecho una buena obra y de haber aliviado una miseria, y esa es la
chispa que prende el fuego de la caridad.
¡Cómo la gracia se acomoda a la naturaleza! Bernardone es de un natural
dadivoso, espléndido hasta el derroche, y empezó a dar por todas partes y a
manos llenas, hasta que, alarmado, su padre, lo acusa de estar
despilfarrando sus bienes, ante el obispo de Asís.
Y Francisco, no por despecho, sino porque ya no puede detenerse en el
camino del desprendimiento, entrega a su padre aun sus ricas vestiduras. Y
entonces saboreo, no solo la satisfacción de hacer el bien, sino esa íntima
dulzura de llamar a Dios con el nombre dulcísimo de Padre.
Y el amor divino, que sólo esperaba ver vacío el corazón de Francisco, lo
llenó con un amor que lo llevó hasta la transfiguración del Alvernia. Aquí
vemos prácticamente cómo una santidad tan alta tuvo principios tan
insignificantes. ¡Cuántas veces nos hemos encontrado con pobres que nos
piden limosna y hemos seguido adelante sin socorrerlos, o los hemos
socorrido, y no por eso hemos empezado el camino de la santidad!
Y esto mismo podemos comprobar en otros Santos: la santidad del
fundador de la Compañía de Jesús tuvo también muy humildes principios:
Para distraerse busca un libro que leer; cae en sus manos un Año Cristiano,
y empieza a leerlo por curiosidad, para matar el tiempo; y éste es el
principio de su conversión.
La santidad del Apóstol de las Indias, cuyo brazo se fatigó en bautizar
millares y millares de infieles, inició carrera de gigante cuando San Ignacio
le repitió la sentencia del Evangelio: ¿De qué servirá ganar todo el mundo,
si perdemos el alma?>
San Francisco de Borja, San Silvestre, San Bruno, inician su conversión
contemplando un cadáver.
¡Cuántas veces hemos leído Vidas de Santos, y se nos han repetido las
sentencias del Evangelio, y hemos contemplado cadáveres, y, sin embargo,
no hemos empezado a ser Santos!...
Cabe preguntar: Si San Francisco, en aquella ocasión no hubiera
correspondido a la gracia, ¿se hubiera frustrado su santificación? Y la
misma pregunta podríamos ha cernos de los demás Santos: Si no hubieran
correspondido a esa pequeña gracia inicial, ¿hubieran llegado a la santidad?
Antes de responder, démonos cuenta de las consecuencias verdaderamente
enormes que trae consigo el que un alma se santifique o no.
Si Lutero hubiera correspondido a la gracia y hubiera sido fiel a su
vocación, la Iglesia no se hubiera visto des garrada por uno de los cismas
que ha hecho en ella mayores estragos. Millones de almas, sin exageración,
naciones. enteras, y por siglos, no se hubieran separado de la verdadera
Iglesia. ¿Podemos calcular el número de almas que por esta causa se han
perdido?
La santidad de San Francisco de Asís, de San Ignacio de Loyola, de San
Juan Bosco, de Santa Margarita María, de Santa Teresa del Niño Jesús,
etc., etc., estaba vinculada por Dios a la salvación y a la santificación de
una multitud innumerable de almas. De manera que si ellos no se hubieran
santificado, esas almas muy probablemente no hubieran llegado a la
santidad, y aun tal vez se hubieran perdido.
Tocamos aquí el gran misterio de la solidaridad de las almas, que en el
fondo no es otra cosa que el dogma de la Comunión de los Santos. En el
orden sobrenatural, nadie vive aislado: unas almas influyen en otras en
mayor o menor escala, de manera que nadie se salva solo y nadie se pierde
solo.
Y en especial, hay almas que son como el centro de otras almas, como de
ordinario lo vemos en la jerarquía eclesiástica. El Papa es el centro de toda
la Iglesia; el obispo, de toda su diócesis; el párroco, de sus feligreses; el
sacerdote, de las almas que Dios le ha confiado; los fundadores, de toda
una familia religiosa; los superiores, de las almas que gobiernan, y, en
general, todas las almas santas son centro de una multitud de otras. Por lo
cual se ve cómo el que un alma no se santifique es una verdadera
catástrofe, ante la cual las guerras mundiales son un juego de niños...
Ahora bien; esa santidad depende de la correspondencia a la gracia inicial,
de que hablábamos al principio, tan humilde y tan oculta en sus comienzos.
***
Pero volvamos a nuestro problema: Si San Francisco de Asís no hubiera
correspondido a la inspiración de dar aquella limosna, ¿su santidad se
hubiera frustrado y, por consiguiente, la de millares y millares de almas?
Sin duda que, absolutamente hablando, debemos con testar de una manera
negativa, pensando que Dios tiene tantas maneras de reparar un fracaso, de
subsanar una infidelidad, de corregir un yerro, sobre todo cuando se trata
de gracias que parecen insignificantes.
Sin embargo, no me parece exagerado afirmar que hay infidelidades, al
parecer pequeñas, pero que hacen tomar distinto rumbo a toda una vida.
Son gracias cruciales; hasta entonces era uno mismo el camino; pero en ese
momento se llega a una encrucijada en que el camino se bifurca y cada vez
se va alejando más uno del otro, y sus términos suelen ser completamente
opuestos.
Paréceme que Dios tiene como dos clases de gracias: Unas, de orden
secundario, que derrama a manos llenas, teniendo en cuenta cuántas
desperdiciamos, cuántas dejamos perder por falta de correspondencia. Pero
hay otras que podríamos llamar capitales. Estas gracias podríamos
compararlas a los eslabones de una cadena: cuando logra uno apoderarse
del primer eslabón, tirando él se viene el segundo. y éste trae al tercero, y
así sucesivamente hasta el último. En cambio, si se deja escapar el primer
eslabón, se escapa toda la cadena. Así son estas gracias de que vengo
hablando, y que constituyen como la sustancia de los designios de Dios
sobre un alma, y que en el fondo no es otra cosa que la misión o la
vocación de un alma al grado especial de santidad a que Dios la destina.
De ordinario, en esta cadena, el primer eslabón es muy pequeño, y cada
uno va creciendo hasta llegar al gran eslabón que nos une definitivamente y
para siempre con Dios. Y si bien se considera, estos eslabones no son, en
realidad, muchas gracias, sino que en el fondo son una sola gracia que se va
desarrollando, como son todos los gérmenes de vida.
Sea de esto lo que fuere, la consecuencia de estas reflexiones no puede
menos que ser ésta: la importancia capital que tiene para nosotros la
correspondencia a la gracia, sobre todo a las pequeñas gracias, a las
pequeñas inspiraciones que, precisamente por pequeñas, las despreciamos,
pero que bien pueden cerrar el germen de una vida santa.
Aquí se aplican aquellas palabras del Evangelio: Siervo bueno y fiel,
porque has sido fiel en lo poco, te constituiré sobre lo mucho. Lo cual no
ha de entenderse únicamente en el sentido de que nuestras pequeñas buenas
obras las premia Dios con un peso de felicidad eterna, sino también en el
sentido de que el que corresponde a las gracias pequeñas merece que Dios
le dé mayores, y cada vez más grandes, hasta llevarlo a la cumbre de la
perfección. El secreto de la santidad es éste: La fidelidad a la gracia, la
correspondencia a las inspiraciones del Espíritu Santo, por pequeñas que
sean.

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