Sismondi
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Sismondi
El bienestar físico del hombre, en tanto en cuanto pueda ser producido por el Gobierno,
es el objeto de la Economía Política. Todas las necesidades físicas del hombre, para las
cuales depende de sus semejantes, son satisfechas por medio de la riqueza. Esta es la que
dirige la mano de obra, la que remunera los servicios calificados, la que facilita todo lo que
el hombre ha acumulado para el uso o el placer. Por medio de ella se protege la salud y se
mantiene la vida; se atienden las necesidades de la infancia y la vejez; la alimentación, el
vestido y la vivienda se colocan al alcance de todos. Por lo tanto la riqueza puede ser
considerada como la presentación de todo lo que los hombres pueden hacer por el bienestar
físico de cada uno de los de más; y la ciencia que enseña a los Gobiernos el verdadero
sistema de administrar la riqueza nacional es una rama importante de la ciencia de la
felicidad nacional. El Estado es instituido en beneficio de todas las personas sometidas a él;
por esto debería tener siempre presente el interés de la comunidad. Y así como el campo de
la Política debe hacer llegar a cada ciudadano los beneficios de la libertad, la virtud y la
cultura, de la misma manera, en orden a la economía política, debe fomentar todos los
beneficios de la riqueza nacional. Considerada en abstracto, la finalidad del Gobierno no es
acumular la riqueza en el Estado, sino hacer participar a todos y cada uno de los ciudadanos
en aquellas satisfacciones de la vida material que la riqueza encierra. El Gobierno está
llamado a secundar la obra de la Providencia, a aumentar la cantidad de la felicidad sobré la
tierra y no a multiplicar a los seres que viven bajo sus leyes más deprisa de lo que pueda
multiplicar sus posibilidades de felicidad.
*
Economía Política. Alianza Editorial. Madrid. 1969. pp.13-70
La riqueza y la población no son realmente signos absolutos de prosperidad en un
Estado; sólo lo son si se las relaciona entre sí. La riqueza es una bendición cuando esparce
bienestar sobre todas las clases sociales; la población es una ventaja cuando cada individuo
tiene la seguridad de ganarse una subsistencia honesta con su trabajo. Pero un país puede
arruinarse aun cuando algunos de sus individuos estén amasando fortunas colosales; y si su
población, como en China, es siempre superior a sus medios de subsistencia, si se contenta
con vivir de lo que los animales desechan, si está siempre amenazada por el hambre, esta
numerosa población, lejos de ser motivo de envidia, es una calamidad.
La mejora del orden social es generalmente ventajosa tanto para los pobres como para
los ricos, y la Economía Política indica los medios de conservar este orden corrigiéndolo
pero no de trastocarlo. Fue beneficioso el mandato de la Providencia que impuso
necesidades y sufrimientos a la especie humana, pues de éstos han surgido los estímulos
que deben despertar nuestra actividad y empujarnos hacía adelante para desarrollar todo
nuestro ser. Si pudiéramos conseguir desterrar el dolor del mundo tendríamos también que
excluir la virtud; si pudiéramos desterrar las necesidades también tendríamos que eliminar
la laboriosidad. Por esto, lo que el legislador debe tener presente no es la igualdad de
clases, sino la felicidad en todas ellas; no procurará la felicidad mediante el reparto de la
propiedad, sino mediante el trabajo y su remuneración. Y esto se consigue manteniendo la
actividad y la esperanza en las mentes, asegurando tanto a los pobres como a los ricos,
merced a la realización de sus tareas, una subsistencia normal y el disfrute de los deleites de
la vida.
El titulo dado por Adam Smith a su obra inmortal sobre la ciencia que estamos tratando
nosotros ahora, La naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones, constituye al
mismo tiempo la definición más precisa de esta ciencia. Da una idea mucho más exacta que
el término Economía Política, adoptado posteriormente. La última designación requiere al
menos ser entendida de acuerdo con la aceptación moderna de la palabra economía, no con
su etimología. En su sentido actual la economía denota el mantenimiento, administración y
gestión de la propiedad; y esto se debe a que usamos la frase un tanto tautológica economía
doméstica para la gestión de una fortuna privada, y a la que hemos venido a utilizar la frase
economía política para designar la gestión de la riqueza nacional.
Desde los tiempos en que los hombres formaron por primera vez un grupo social, han
tenido que ocuparse de los intereses comunes originados por la riqueza. Desde que nacieron
las comunidades humanas se separó una parte de la riqueza para atender a las necesidades
públicas. La recaudación y administración de estos recursos nacionales, que dejaron de
pertenecer a cada uno de los individuos, formaron una parte importante de la ciencia de la
política. Es lo que nosotros llamamos Hacienda.
Por otra parte, las fortunas privadas hicieron más complejos los intereses de cada
ciudadano; estando expuestos a los ataques de la codicia y del fraude, su riqueza requería
ser definida por la autoridad pública, de acuerdo con el artículo principal del contrato
social, que había fundido las fuerzas de los individuos para proteger a cada uno con el
poder de todos. Los derechos sobre la propiedad, sus divisiones, los medios de transmitirla,
se convirtieron en una de las ramas más importantes del derecho civil; y la aplicación de la
justicia a la distribución de la propiedad nacional constituyo una función esencial del
legislador.
Las horribles guerras que comenzaron con el siglo XVI y que trastornaron el equilibrio
europeo, transfirieron una monarquía casi absoluta a tres o cuatro monarcas todopoderoso,
quienes se repartieron la regiduría del mundo civilizado. Carlos V unió bajo su dominio a
todos los países que hasta entonces habían sido alabados por su laboriosidad y su riqueza:
España, casi toda Italia, Flandes y Alemania; pero los unió después de haberlos arruinado; y
su administración, al suprimir todos los privilegios, impidió recuperar la opulencia anterior.
Incluso los reyes más absolutos no pueden gobernar de modo personal en mayor medida
que los reyes cuya autoridad está limitada por las leyes. Los primeros transmiten su poder a
ministros que ellos mismos eligen, en lugar de ser la confianza popular la que los nombre.
Pero los encuentran entre una clase de personas distintas de aquélla en donde los
encuentran los regímenes libres. A los ojos de un rey absoluto, la primera cualidad de un
político es la de estar en posesión de un rango tan alto que pueda vivir en una noble
indolencia o al menos en una absoluta ignorancia de la economía del país. Los ministros de
Carlos V, a pesar del talento que demostraron para la negociación y la intriga, fueron todos
igualmente ignorantes para los asuntos pecuniarios. Arruinaron la haciendo pública, la
agricultura, el comercio y todas las clases de actividad, de un extremo de Europa al otro;
hicieron sentir al pueblo la diferencia, que en realidad era previsible, entre su ignorancia y
el conocimiento práctico de los magistrados representativos.
Carlos V, su rival Francisco I y Enrique VIII, que deseaban mantener el equilibrio entre
ellos, se habían comprometido en gastos mayores que sus ingresos ; la ambición de sus
sucesores y la obstinación de la casa de Austria, que continuó manteniendo un destructor
sistema de guerras durante más de cien años, fueron causa de que esos gastos siguieran
aumentando a pesar de la pobreza pública. Pero a medida que el sufrimiento se fue
generalizando, las personas humanitarias sintieron más hondamente la obligación que les
incumbía de emprender la defensa de los pobres. Por un orden de secuencia opuesto al
curso natural de las ideas, la ciencia de la economía surgió de la ciencia de la hacienda. Los
filósofos desearon proteger al pueblo de las especulaciones del poder absoluto.
Comprendieron que, para ser oídos por los reyes, debían hablarles de los intereses reales,
no de la justicia o del deber. Investigaron la naturaleza y las causas de la riqueza nacional
para demostrar a los Gobiernos cómo podría ser repartida sin destruirla.
Existía demasiada poca libertad en Europa para permitir que quienes primero se
dedicaron a la Economía Política presentasen sus investigaciones al mundo, y la Hacienda
estaba envuelta en un secreto demasiado profundo para permitir que personas no ocupadas
en los asuntos públicos conocieran hechos bastantes para formar la base de normas
generales. De aquí, que el estudio de la Economía Política comenzase por los ministros.
Cuando por fortuna los reyes pusieron un día al frente de sus haciendas a hombres que
combinaban el talento con la justicia y el amor al bienestar público. Dos grandes ministros
franceses, Sully durante el reinado de Enrique IV y Colbert en el de Luis XIV, fueron los
primeros que arrojaron cierta luz sobre una materia que hasta entonces había sido guardada
como secreto de Estado, y en la que el ministerio había engendrado y ocultado los mayores
disparates. Pero, a pesar de toda su capacidad y autoridad, fue una tarea superior a sus
fuerzas la de introducir algo que se pareciese al orden, a la precisión o a la uniformidad en
esta rama del Gobierno. Sin embargo, los dos no sólo reprimieron las terribles
expoliaciones de los colonos y facilitaron con su protección cierto grado de seguridad a los
intereses privados, sino que al mismo tiempo percibieron de una manera vaga las
verdaderas fuentes de la prosperidad nacional, y se esforzaron en hacerlas fluir con mayor
abundancia. Sully protegió principalmente a la agricultura. Solía decir que la ganadería y la
agricultura eran las dos ubres del Estado. Colbert, que descendía de una familia dedicada al
comercio de paños, trató sobre todo de estimular las manufacturas y el comercio. Se inspiró
en las opiniones de los comerciantes, y les consultó en todas las necesidades urgentes.
Ambos hombres de Estado construyeron carreteras y canales para facilitar el intercambio de
mercancías; ambos protegieron el espíritu de empresa y honraron la actividad industriosa
que difundió la abundancia en el país.
Colbert, el más moderno de los dos, fue muy anterior a cualquiera de los escritores que
han tratado la Economía Política como una ciencia, y la redujo a un cuerpo de doctrina.
Tenía, sin embargo, un sistema acerca de la riqueza nacional; lo necesitaba para dar
uniformidad a sus planes y delinear claramente ante sus ojos el objetivo que deseaba
alcanzar. Su sistema le fue probablemente sugerido por los comerciantes a quienes
consultaba. Hoy es generalmente conocido por el epíteto mercantilista, y a veces también
con el nombre de colbertismo. No porque Colbert fue su autor o porque lo expusiera en
alguna explicación, sino porque el fue sin comparación alguna el más ilustre entre quienes
lo profesaron; porque, a pesar de los errores de su teoría, las aplicaciones que dedujo de ella
fueron altamente provechosas; y porque, entre los numerosos escritores que mantuvieron la
misma opinión, no existió ninguno que mostrara suficiente talento ni siquiera para fijar su
nombre en la memoria del lector. Pero, sin embargo, es justo separar el sistema
mercantilista en su conjunto del nombre de Colbert. Fue un sistema inventado por
comerciantes, no por ciudadanos; fue un sistema adoptado por todos los ministros de los
Estados absolutos cuando tuvieron que tomarse la molestia de pensar en la Hacienda, y
Colbert no tuvo otra participación en el asunto que la de haberlo seguido sin reformarlo.
Después de haber tratado mucho tiempo al comercio con alto desprecio, los Gobiernos
descubrieron al fin en él una de las fuentes más abundantes de la riqueza nacional. En sus
Estados todas las grandes fortunas no pertenecían en realidad exclusivamente a los
comerciantes; pero cuando sorprendidos por la necesidad repentina, querían recaudar
rápidamente grandes sumas, sólo los comerciantes podían facilitárselas. Los propietarios de
tierras quizás poseían inmensas rentas, los manufactureros acaso podían llevar a cabo
trabajos ingentes, pero ni uno ni otros podían disponer de algo más que de su renta o
producto anual. En caso de necesidad sólo los comerciantes ofrecían toda su fortuna al
Estado. Como su capital estaba representado íntegramente por mercancías listas para el
consumo, por mercancías destinadas para su inmediato uso en el mercado al que se
destinaban, podían venderlas en un plazo muy breve y obtener la suma exigida con menor
pérdida que cualquier otra case de ciudadanos. Por eso los comerciantes encontraron el
medio de ser escuchados, pues en cierto modo tenían el control de todo el dinero en el
Estado y al mismo tiempo eran casi independientes de la autoridad, pudiendo, en general,
poner a salvo de los ataques del despotismo una propiedad de cuantía desconocida y
transportarla, con sus personas, a un país extranjero en un momento dado.
Los Gobiernos habrían aumentado de buena gana los beneficios de los comerciantes a
condición de participar en ellos. Imaginando que lo único necesario era secundar
mutuamente sus opiniones, les ofrecieron la ayuda oficial para favorecer la industria; y
como la ventaja del comerciante consiste en vender caro y comprar barato, los Gobiernos
pensaron que sería una protección eficaz para el comercio, si se le proporcionasen los
medios para vender todavía más caro y comprar aún más barato. Loa comerciantes, a los
que pidieron consejo, se agarraron ávidamente a esta proposición; a así se constituyó el
sistema mercantilista. Antonio de Leyva, Fernando de Gonzaga y el duque de Alba,
virreyes de Carlos V y sus sucesores - los rapaces inventores de tantos monopolios - no
tenían otra idea de la economía política. Pero cuando se intentó reducir este robo metódico
de los consumidores a un sistema; cuando se ocuparon de ello asambleas deliberantes;
cuando Colbert consultó a los gremios; cuando por último la gente empezó a comprender la
verdadera situación de las cosas, se hizo necesario encontrar una base más honorable para
estas transacciones; se hizo necesario estudiar no sólo las ventajas para los banqueros y
comerciantes, sino también las ventajas para la nación: pues los cálculos del egoísmo no
pueden mostrarse al desnudo, y el principal beneficio de la publicidad es imponer silencio a
los bajos sentimientos.
Este ingenioso sistema suplantó por completo al de los comerciantes. Los economistas
negaron la existencia de aquel balanza comercial a la que sus antagonistas atribuían tanta
importancia; afirmaron la imposibilidad de esa acumulación de oro y plata que los
mercantilistas esperaban de dicho comercio; por toda la nación, sólo veían propietarios de
tierras, los únicos distribuidores de la riqueza nacional; trabajadores productivos u obreros,
que producían la renta de aquellos; y una case prestadora de servicios, en la que también
incluían a los comerciantes, y a la que negaban, igual que los artesanos, la facultad de
producir nada.
Los planes que estas dos escuelas recomendaban a los Gobiernos diferían no menos que
sus principios. Mientras que los mercantilistas deseaban autoridad para intervenir en todas
las cosas, los economistas repetían incesantemente laissez faire et laissez passer (que cada
uno haga lo que le plazca y que cada cosa siga su curso); pues como el interés público
consiste en la suma de todos los intereses individuales, el interés individual guiará a cada
persona hacia el interés público mejor que lo que pueda hacer cualquier Gobierno.
Adam Smith, autor de este tercer sistema, que considera el trabajo con único origen de
la riqueza, y el ahorro como el único medio de acumularla, ha llevado en cierto sentido la
ciencia de la economía política a la perfección, de un solo golpe. Indudablemente, la
experiencia nos ha descubierto nuevas verdades; la experiencia de los últimos años en
particular, nos ha empujado a hacer descubrimientos tristes; pero al completar el sistema de
Smith, esa experiencia también lo ha confirmado. De los diversos autores que los
sucedieron, ninguna a buscado una teoría distinta. Unos han aplicado lo que él aportó a la
Administración de diferentes países; otros lo han confirmado por nuevas experiencias y
nuevas observaciones; otros lo han ampliado mediante desarrollos que se derivan de los
principios sentados por él; algunos incluso han encontrado aquí y allá errores en su obra;
pero todo esto se ha hecho siguiendo las verdades que él enseñó y rectificándolas a la luz
tomada de su propio autor. Nunca un filósofo había llevado a cabo una revolución tan
completa de una ciencia; incluso aquellos que diserten de su doctrina reconocen su
autoridad; a veces le atacan sólo porque no le entienden; más corrientemente, se satisfacen
con la creencia de seguirle en silencio, aun cuando le contradigan. Vamos a dedicar el resto
de este artículo a explicar la ciencia que él nos enseñó, aunque en un orden distinto al suyo.
La dividiremos en los seis títulos siguientes: Formación y desarrollo de la riqueza; riqueza
territorial; riqueza comercial; dinero; impuestos y población.
El hombre trae consigo al mundo ciertas necesidades que ha de satisfacer para poder
vivir; ciertos deseos que le llevaban a esperar la felicidad de determinados goces, y una
cierta actividad o actitud para el trabajo que le permite satisfacer las exigencias de unas o
otros. Su riqueza nace de esta actividad; sus necesidades y sus deseos son los fines a que se
aplica esa riqueza. Todo a lo que el hombre atribuye valor es creado por su actividad; todo
lo que él crea está destinado a ser consumido para satisfacer sus necesidades y deseos. Pero
entre el momento de su producción por el trabajo y el de su consumo por el disfrute, la
destinado para el uso del hombre puede tener una existencia más o menos duradera. Este
fruto, acumulado y aun no consumido, es lo que se denomina riqueza.
Puede haber riqueza no sólo sin ningún medio de cambio, o sin la existencia del dinero,
sino también sin ninguna posibilidad intercambio o sin comercio. Imaginemos un hombre
abandonado en una isla desierta; la propiedad in discutida de toda esta isla no es riqueza,
cualquiera que sea la fertilidad natural de su suelo, la abundancia de la caza que pueble sus
bosques, la pesca que abunde en sus costas, o las minas escondidas en sus entrañas. Es más,
en medio de todos estos recursos que le brindan la naturaleza, el hombre pude hundirse en
el grado más bajo de la miseria, e incluso morir de hambre. Pero si él, con su esfuerzo, es
capaz de apresar algunos de los animales que viven en sus bosques; si, en lugar de
consumirlos inmediatamente, los reserva para necesidades futuras; si, en este intervalo, los
domestica y multiplica de modo que pueda vivir de su leche, o los emplea para la
producción, entonces comienza a adquirir riqueza, pues el trabajo le ha dado la posesión de
estos animales, y un esfuerzo adicional los ha convertido en animales domésticos. La
medida de su riqueza no será el precio que él podría obtener por su propiedad en un
intercambio, puesto que esta imposibilitado para realizarlo, sino el tiempo durante el cual
no requeriría más trabajo para satisfacer sus necesidades dada la magnitud de éstas.
Antes de poseer algún medio de cambio, antes de descubrir los metales precisos que nos
lo hacen tan fácil en nuestra época, nuestro solitario aprendería rápidamente a distinguir las
diferentes clases de trabajo en relación con la riqueza. El trabajo que no produce ningún
goce es inútil; el trabajo cuyos frutos por su naturaleza son incapaces de ser almacenados
para un consumo futuro no es productivo; las únicas clases de trabajo productivas —las
únicas clases que producen riquezas— son aquellas que dejan de sí, incluso a juicio de
nuestro solitario, una ofrenda igual en valor al esfuerzo que han costado. Así, el hombre,
juzgando erróneamente por analogía con otros fruto, puede haber pensado que podía
multiplicar sus olivos plantando aceitunas; quizá no sabía que los huesos de éstas no
germinan como sucede en otras especies vegetales parecidas; sólo después de preparar la
tierra mediante una labranza completa y fatigosa, la experiencia le habrá enseñado que su
labor había sido inútil, al no haber brotado ningún olivo. Por otra parte, quizá ha protegido
su vivienda de los lobos y los osos; el trabajo habrá sido útil, pero improductivo, pues sus
frutos no se pueden acumular. Si estaba antes acostumbrado a la vida civilizada, puede
haberse pasado muchas horas tocando su flauta, que suponemos salvó del naufragio; este
trabajo todavía sería útil y probablemente lo consideraría como un placer, pero sería tan
improductivo como el anterior, y precisamente por la misma razón. Puede haber dedicado
mucho tiempo al cuidado de su persona y de la salud, empleo útil pero también
completamente improductivo de la riqueza. El solitario percibirá con claridad la diferencia
que existe entre el trabajo productivo y el trabajo de horas en las que no acumula nada para
el futuro y, sin abandonar estas últimas ocupaciones, las considerará una pérdida de tiempo.
Así, el trabajo y el ahorro —las verdaderas fuentes de riqueza— existen tanto para el
solitario como para el hombre que vive en sociedad, y producen el mismo tipo de ventajas
para ambos. Sin embargo, la formación de la sociedad, y con ella la introducción del
comercio y del cambio, fueron necesarias tanto para aumentar el poder productivo del
trabajo, mediante su división, como para proporcionar un objetivo mas preciso al ahorro,
multiplicando las satisfacciones que proporcionaba la riqueza. Así, los hombres unidos en
sociedad producen más que si trabajaran por separado, y pueden guardar mejor lo que han
producido porque aprecian mejor su valor.
El intercambio surgió por primera vez de la superabundancia: “Dame ese artículo, que
te es útil y que me serviría a mí” —dijo una de las partes contratantes—, “y te daré a
cambio esto, que no me sirve a mí, y que a ti te sería útil”. Sin embargo la utilidad presente
no fue la única medida de las cosas intercambiadas. Cada cual calculaba para sí mismo el
precio de la venta, o el esfuerzo y el tiempo dedicados a la producción de su propia
mercancía y lo comparaban con el precio de compra, o sea el trabajo y el tiempo necesarios
para procurarse el artículo deseado con su propio esfuerzo; y no podía tener lugar ningún
intercambio hasta que cada una de las dos partes contratantes, al examinar la operación,
descubierta que era mejor procurarse así la mercancía deseada que fabricarla ella misma.
Esta ventaja accidental rápidamente mostró a ambas una fuente constante de beneficios en
el comercio, siempre que una de las partes ofreciera un bien en cuya producción estuviese
especializada a cambio de un artículo en cuya fabricación la otra poseyera superioridad;
pues cada una sobresalía en lo que hacía a menudo, pero era torpe y lenta en lo que se
ocupaba rara vez. Ahora bien, cuanto más exclusivamente se dedicaban a una clase de
trabajo, mayor destreza adquirían en ella, y mayor eficacia adquirían para hacerla fácil y
prontamente. Esta observación produjo la división de las actividades económicas; el
agricultor comprendió rápidamente que él no podía construir ni siquiera en un mes la
cantidad de herramientas agrícolas que el herrero podía fabricarle en un día.
El mismo principio que primero separó las actividades del agricultor, el pastor, el
herrero y el tejedor, continuó separando esas tareas en un número indefinido de
subdivisiones. Cada uno de ellos comprendió que, simplificando la tarea a él encomendada,
podría realizarla de una manera todavía más rápida y perfecta. El tejedor renunció a la tarea
de hilar y teñir; tejer el cáñamo, el algodón, la lana y la seda se convirtieron en trabajos
diferenciados; los tejedores siguieron todavía subdiviéndose, de acuerdo con la fabricación
y el destino de los tejidos; y dentro de cada subdivisión, cada obrero, dirigiendo su atención
a un fin único, experimentó un aumento en su poder productivo. En el interior de cada
manufactura se repitió una vez más esta división, de nuevo con el mismo éxito. Veinte
obreros trabajaban en una misma cosa, pero cada cual la sometía a una operación diferente;
y los veinte trabajadores vieron que habían logrado realizar una tarea veinte veces mayor
que la que hubieran ejecutado trabajando cada uno por separado.
La diferencia entre el capital y la renta, que en el caso del solitario todavía estaba poco
clara, resulto ser esencial en la sociedad. El hombre social se halla en la necesidad de
ajustar su consumo a su renta, y la sociedad, de la que él forma parte, se veía obligada a
seguir la misma norma; no podían sin arruinarse consumir cada año más que su renta anual,
dejando su capital intacto. Sin embargo, todo lo que producían se destinaba al consumo, y
si al llevarlos al mercado de destino sus productos anuales no encontraban comprador, la
producción se detenía y la nación se arruinaba como antes. Intentaremos explicar esta doble
relación, tan esencial como delicada, indicando, por una parte, como la renta proviene del
capital, y por otra, que lo que es renta para uno puede ser capital para otro.
La tierra y los animales eran todo lo que el hombre aislado podía obligar a trabajar de
acuerdo con el, pero en la sociedad el hombre rico podía hacer que el pobre trabajase de
común acuerdo. Después de haber separado el grano necesario para su propio sustento hasta
la próxima cosecha, le convenía emplear el excedente en alimentar a otros hombres que
pudieran cultivar la tierra y producir más grano para él, que hilasen y tejieran su cáñamo y
su lana, que, en una palabra, pudiera tomar de sus manos la mercancía apta para ser
consumida, y que al final de un cierto período, le devolviesen otro artículo de mayor valor,
igualmente destinado a consumo. Los salarios eran el precio al que el hombre rico obtenía a
cambio el trabajo del hombre pobre. La división del trabajo había producido la diferencia
de categorías sociales. La persona que había limitado su esfuerzo a realizar a una sola tarea
muy simple en una manufactura, había caído en la dependencia de cualquiera que le
eligiese para emplearle. Ya no producía una obra completa, sin sólo una parte de ella, en la
cual además de requerir la cooperación de otros trabajadores, requería materias primas,
instrumentos adecuados y un comerciante que vendiese el artículo que aquel había
contribuido a terminar. Cuando contrataba con un patrono para cambiar trabajo contra
subsistencia, se encontraba siempre en una situación desventajosa, ya que su necesidad de
subsistencia, y su incapacidad para procurársela por sí mismo, era mucho mayor que la
necesidad de mano de obra por parte del patrono; por ello reducía casi constantemente sus
demandas a su nuevo nivel de subsistencia, sin el cual no se habría podido prestar el trabajo
estipulado, mientras que el patrono era el único que se beneficiaba del aumento del poder
productivo ocasionado por la división del trabajo.
El patrono, que contrataba a los trabajadores, se encontraba desde todos los puntos de
vista en idéntica situación que el agricultor que siembra la tierra. Los salarios pagados a sus
obreros eran una especie de semilla que les confiaba, esperando que tras un cierto tiempo
diesen su fruto. Igual que el agricultor, no sembraba toda su riqueza productiva; una parte
había sido destinada a edificios, maquinaria o herramientas para hacer el trabajo más fácil y
productivo, de la misma forma que una parte de la riqueza del agricultor se dedicaba a
obras permanentes, destinadas a hacer más fértil el suelo. Así vemos cómo las diversas
clases de riqueza nacen y se separan, ejerciendo cada una diferente influencia en su propia
producción. Los fondos de consumo, tales como los artículos de primera necesidad, no
siguen produciendo frutos, después de que cada uno se los ha procurado para su propio uso;
el capital fijo, como las mejoras del suelo, canales de regadío y maquinaria, durante el
proceso de su propio consumo lento, coopera con la mano de obra cuyos productos
aumenta; y finalmente, el capital circulante, como las semillas, salarios y materias primas,
destinado a ser transformado, es consumido anualmente, o incluso con mayor rapidez, para
ser otra vez reproducido. Es de gran importancia señalar que esas tres clases de riquezas
avanzan todas por igual hacia el consumo. Pero la primera cuando se consume se destruye
por completo; tanto para las sociedades como para los individuos es simplemente un gasto;
en cambio la segunda y la tercera, después de ser consumidas, se reproducen bajo una
nueva forma; y tanto para las sociedades como para los individuos, su consumo es una
fuente de beneficios a través de la circulación de capital.
Reconsiderando estas tres clases de riqueza que, como hemos visto, son diferentes en
una familia privada, examinaremos ahora cada una de ellas en relación con toda la nación,
y veremos con la renta nacional surge de esta división.
Así como el agricultor requería una cantidad inicial de mano de obra para utilizarla en
tales bosques y desecar pantanos que se podían cultivar, en cualquier clase de empresa se
requiere una cantidad inicial de mano de obra para proporcionar y aumentar el capital
circulante. El mineral no se puede extraer hasta que la mina esta abierta; los canales tienen
que ser excavados, o la maquinaria y los molinos construidos, antes de poder ser utilizados;
antes de que la lana, el cáñamo o la seda puedan ser tejidos hay que edificar las fábricas y
montar los telares. Este primer anticipo es siempre realizado por la mano de obra; esta
mano de obra está siempre representada por salarios, y estos salarios se intercambiaban
siempre por los artículos de primera necesidad que los trabajadores consumen al ejecutar su
labor. Por esto, lo hemos llamado capital fijo es una parte del consumo anual, transformado
en instalaciones duraderas, calculadas para aumentar el poder productivo de la futura mano
de obra. Tales instalaciones envejecen, decaen y, a su vez, se consumen lentamente después
de haber contribuido durante mucho tiempo a aumentar la producción anual.
Del mismo modo que el agricultor necesitaba semilla que, después de haber sido echada
a la tierra, se recuperaba al quíntuplo en la cosecha, así también todo empresario de una
tarea útil requieren materias primas que transformar, y salarios para sus trabajadores,
equivalentes a los artículos de primera necesidad consumidos por ellos en su labor. Sus
operaciones comienzan, pues, con un consumo, y éste va seguido de una reproducción que
debe ser más abundante, ya que ha de ser equivalente a las materias primas transformadas,
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[1] Se responderá: Su familia, que se multiplicará. Sin duda, pero las generaciones humanas no carecen tan rápidamente como los
alimentos. Esto es lo contrario de lo que ha vaticinado el señor Malthus. Mas adelante examinaremos esta discrepancia.
a los artículos de primera necesidad consumidos por sus obreros en el y trabajo, a la cuantía
en que su maquinaria y todo su capital fijo se han deteriorado durante la producción, y por
último, al beneficio de todos los que intervienen en la tarea, que han soportado sus fatigas
con la única esperanza de obtener una ganancia. El agricultor sembró veinte sacos de grano
para cosechar cien; el industrial hará un cálculo muy parecido el agricultor tiene que
recuperar en el momento da la cosecha no sólo una compensación de su semilla sino
también de todos sus trabajos, así el manufacturero ha de recuperar en su producto no sólo
las materias primas, sino además todos los salarios de sus trabajadores, todos los interés y
beneficios de su capital fijo, más todos los interés y beneficios de capital circulante.
En último lugar, el agricultor puede aumentar su siembra cada año, pero sus nuevas
cosechas vienen a aumentar la masa de los artículos de primera necesidad, no dejará de
pensar que no está seguro de encontrar bocas que se las coman. Del mismo modo, el
industrial, consagrando los ahorros de cada año a aumentar su reproducción, ha de pensar
en la necesidad de encontrar compradores y consumidores para la creciente producción de
su establecimiento.
Como el fondo destinado al consumo no produce nuevos bienes y como todo individuo
aspira incesantemente a conservar y aumentar su fortuna, cada cual restringirá su fondo
consumible, y en vez de acumular en su casa una cantidad de artículos de primera
necesidad muy superior a la que puede consumir, aumentará su capital fijo o circulante, en
una cuantía igual a lo que no gasta. En la situación actual de la sociedad, una parte del
fondo destinado al consumo queda en manos del comerciante minorista, en espera de
comprador; otra parte destinada a ser consumida muy lentamente, como casas, muebles,
carruajes, caballos, continúa en manos de personas cuya ocupación es vender su uso sin
ceder la propiedad. Una parte considerable de la riqueza de las naciones ricas es
constantemente devuelta a los fondos destinados al consumo; pero aunque sigue
proporcionando un beneficio a sus dueños ha dejado de aumentar la reproducción nacional.
En realidad, la nación no gasta todo lo que consume; el hombre de gasto en este caso
sólo puede aplicarse al consumo que no produce nada; mientras que la parte del consumo
que representan los salarios de los trabajadores productivos en el empleo de fondos, no un
gasto. Así, la nación, cuando crea establecimientos manufactureros no disminuye su
consumo; consume de una manera productiva lo que antes se consumía improductivamente.
Sin embargo, todavía este empleo del producto nacional para movilizar nueva mano de
obra, aunque no destruye el equilibrio entre producción y consumo, lo hace mucho más
complejo. El nuevo producto así obtenido tiene que acabar encontrando un consumidor; y
aún cuando puede afirmarse con carácter general que aumentar el trabajo es aumentar la
riqueza y con ello, en una porción similar, la renta y el consumo, no esta ni mucho menos
probado que, al aumentar demasiado rápidamente el trabajo, una nación en su conjunto no
pueda desviarse de la tasa adecuada de consumo y con ello arruinarse tanto por la sobriedad
como por el despilfarro. Felizmente, en la mayoría de los casos, el aumento del capital, de
la renta y del consumo no requiere ninguna intervención; avanzan por propio acuerdo a
igual ritmo; y si uno de ellos, en cualquier momento, sobrepasa a los demás por un instante,
el comercio exterior está casi siempre dispuesto a restablecer el equilibrio.
Los metales preciosos son uno de los numerosos valores producidos por el trabajo del
hombre y aplicables a su uso. Pronto se descubrió que ellos, más que cualquier otra especie
de riqueza, poseían la propiedad de poder ser guardados sin alteración durante cualquier
lapso de tiempo, y la característica no menos valiosa de fundirse fácilmente en un solo
conjunto, después de haber estado divididos en partes casi infinitesimales. Las dos mitades
de una pieza de tela, de una piel de oveja y menos aún de un buey —aun cuando se supone
que estos bienes fueron empleados en tiempos como dinero— no poseían el mismo valor
que el todo; las dos mitades, o los cuatro cuartos de una libra de oro, son y serán siempre
una libra de oro por largo que sea el período de tiempo que se guarden. Como el primer
intercambio de que el hombre siente necesidad es el que le permite conservar el fruto de su
trabajo para una época futura, todos desearon obtener metales preciosos a cambio de su
mercancía fuese cual fuerte; y no por que pensasen utilizar ellos mismos esos metales, sino
porque estaban seguros de poderlos cambiar en cualquier momento ulterior, de la misma
manera y por la misma razón, contra cualquier artículo que entonces pudieran necesitar.
Desde aquel momento los metales preciosos comenzaron a ser buscados, no porque
pudieran ser usados por el hombre como adornos o utensilios, sino porque podían ser
acumulados, primero para representar cualquier clase de riqueza, y después para ser
utilizados en el comercio como medio de facilitar toda clase de intercambios.
El oro en polvo en su primitivo estado continúa aún hoy siendo el medio de cambio
entre naciones africanas. Pero cuando un día el valor del oro llega a ser universalmente
admitido, sólo queda un sencillo pasó, más fácil y mucho menos importante, para
convertirlo en moneda que garantiza por sello legal el peso y la ley de cada partícula de
metal precioso empleada en la circulación.
La invención del dinero proporciono una nueva actividad para el intercambio. Quien
poseía cualquier excedente ya no tenía que buscar el artículo que probablemente pudiera
necesitar en tiempos venideros. Ya no retrasaba el vendedor su grano, hasta encontrar al
comerciante de aceites o al traficante en lanas para ofrecerles la mercancía que necesitaban;
le bastaba con transformarlo en dinero, en la seguridad de que a cambio de éste, siempre
podría obtener el artículo que necesitase. El comprador, por su parte, tampoco necesitaba
investigar lo que convenía al vendedor; el dinero le aseguraba siempre la satisfacción de
todas sus necesidades. Antes de inventarse un medico circulante, se requería para el
intercambio una feliz conjunción de intereses, mientras que después de esta invención,
apenas existía un comprador que no encontrase su vendedor, o un vendedor que no
encontrase su comprador
Como los trueques, y después las ventas y las compras, eran voluntarios, podrían
inferirse que todos los valores eran entregados contra valores completamente iguales. Sin
embargo, es más correcto decir que las transacciones nunca se hicieron sin ventaja para
ambas partes. El vendedor hallaba una ganancia en vender, el comprador en comprar. El
uno sacaba más ventaja del dinero que recibía que la que hubiera obtenido de su mercancía;
el otro sacaba más ventaja de la mercancía que adquiría que la que habría obtenido de su
dinero. Ambas partes habían ganado, y por consiguiente la nación ganaba el doble con las
transacciones de los dos. Basado en el mismo principio, cuando un patrono proporcionaba
trabajo a un obrero, y le daba a cambio del trabajo que de él esperaba un salario que
correspondía al mantenimiento durante su tarea, ambos contratantes ganaban: el obrero,
porque recibía por adelantado el fruto de su trabajo, antes de finalizarlo; el patrono, porque
el trabajo de ese obrero valía más que su salario. La nación ganaba con ambos; pues como
la riqueza nacional a largo plazo ha de materializarse forzosamente en la satisfacción de
necesidades, cualquier cosa que aumente el disfrute de los individuos, tiene que ser
considerada como una ganancia para todos.
Así el trabajo del hombre creaba riquezas, pero la riqueza, a su vez, creaba el trabajo
del hombre. Siempre que la riqueza ofrecía un beneficio, un salario, unos medios de
subsistencia, producía una clase de hombres, ansiosos de adquirirlos. La acumulación del
trabajo primario había creado el valor de la tierra al hacer aflorar su poder productivo. Este
poder, al secundar el trabajo del hombre, se convirtió en una clase de riqueza; y una
persona que poseyera tierras podía, sin trabajar ella misma, obtener un pago por ceder su
utilización a aquellos que las trabajan. De aquí el origen de las ventas y arrendamientos de
la tierra. El agricultor podía volver a contratar obreros para el trabajo, y de esto modo
obtener las ventajas inherentes al cambio de medios actuales de subsistencia contra
productos futuros. Soportaba todas las cargas del cultivo, obtenía todos los beneficios y
dejaba a sus obreros exclusivamente sus salarios. Así, las rentas de la tierra, todas incluidas
en la cosecha anual, se dividían entre tres clases de individuos, bajo los nombres de la
renta, beneficio y salario; mientras que el superávit incluían las semillas y los anticipos del
agricultor.
Los productos del suelo y de las manufacturas pertenecían a menudo a climas muy distantes
de aquello en que habitan sus consumidores. Una clase de individuos se dedicó a facilitar
toda clase de intercambio, a condición de participar en los beneficios que éste rinde. Estos
hombres daban dinero al producto, en el momento en que su trabajo estaba terminado y
listo para la venta; después de lo cual, habiendo transportado la mercancía al lugar en que
se necesitaba, estaban a la convivencia del consumidor, vendiéndole en pequeñas partidas
lo que no podían adquirir al por mayor. Servían a todos, y se reembolsaban de ello con la
parte que se denomina beneficios del comercio. La ventaja que surge de un manejo juicioso
de los intercambios era el origen de esos beneficios. En el norte, un productor calculaba que
dos unidades de su mercancía equivalían a una unidad de mercancía del sur. En el sur, por
otra parte, un productor calculaba que dos unidades de su mercancía eran equivalentes a
una unidad de mercancía del norte. Entre dos ecuaciones tan diferentes había espacio para
cubrir todos los gastos del transporte, todos los beneficios del comercio, y el interés de todo
el dinero anticipado para llevarlo a cabo. De hecho, al vender esos artículos transportados
por el comercio, ha de materializarse primero el capital reintegrado al manufacturero, luego
los salarios de los marineros, cargadores, oficinistas y de todas las personas empleadas por
el comerciante; después, el interés de todos los fondos que hacer mover y, por último, el
beneficio mercantil. La sociedad requiere algo más que riqueza; no estaría completa si no
contuviera nada más que trabajadores productivos. Necesita administradores, jueces,
legisladores, hombres dedicados a los intereses generales, soldados y marinos que la
defiendan. Ninguna de estas clases produce nada; su labor nunca reviste una forma
material; no es susceptible de ser acumulada. Pero sin su asistencia toda la riqueza nacida
del trabajo productivo sería destrozada por la violencia; y el trabajo cesaría si el trabajador
no pudiera contar con el disfrute apacible de sus frutos. Para mantener a esta población
gendarme hay que descontar una parte de los fondos creados anualmente por el trabajo,
Pero como el servicio presentado a la comunidad por tales personas, por importante que
sea, no es sentido por nadie en particular, no puede, a diferencia de otros servicios, ser
objeto de intercambio. La comunidad misma se encontró en la necesidad de pagarlo
mediante una contribución obligatoria tomada de las rentas de todos. En realidad, no pasó
mucho tiempo hasta que esta contribución vino a ser replegada por las personas destinadas
a beneficiarse de ella, y de aquí que los contribuyentes fueran gravados sin medida; las
fuerzas civiles y militares se multiplicaron mucho más de lo que el bien público exigía;
hubo demasiada administración, defensa de las personas que eran obligadas a aceptar
dichos servicios, y pagarlos, por superfluos e incluso gravosos que resultaban; y los
políticos establecidos para proteger la riqueza, fueron a menudo los autores principales de
su dilapidación. La sociedad necesitaba esa clase de trabajo que produce esparcimiento
intelectuales, y como éstos son casi todos inmateriales, los objetos destinados a
satisfacerlos no pueden ser acumulados. La religión, la ciencia, las bellas artes
proporcionaban felicidad a los hombres; su origen es el trabajo, su fin el disfrute, pero lo
que sólo pertenece al alma no es susceptible de ser atesorado. Mas si una nación no
computa la literatura y las bellas artes entre su riqueza, sí puede computar a los literarios y
artistas; la educación que reciben y el prestigio que adquieren acumulan un alto valor en sus
cabezas; y el trabajo que realizan, siendo a menudo mejor retribuido que el de la mayoría
de los trabajadores manuales, puede así contribuir a espaciar la opulencia. Por último, la
sociedad necesita esas clases de trabajo cuyo objeto es cuidar de las personas, no de las
fortunas de los hombres. Este trabajo puede ser de la más elevada categoría o de la más
servil, según que requiera el conocimiento de la naturaleza y el dominio de sus secretos,
como el trabajo del médico, o bien meramente la complacencia y la obediencia a la
voluntad de un amo, como el trabajo del lacayo. Todas ellas son clases de trabajo pensadas
para la diversión, y que difieren del trabajo productivo sólo en que sus efectos no son
susceptibles de acumulación. De aquí que, a pesar de que se suma al bienestar de una
nación, no se suman a su riqueza; y quienes se dedican a esas ocupaciones tienen que vivir
de las aportaciones voluntarias tomadas de la renta formada por otras clases de trabajo.