Los Libros Voladores

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LOS LIBROS VOLADORES

Silvina Ocampo

Había muchos libros en aquella casa, tantos que nadie pudo contarlos, porque todos los días
aparecían nuevos ejemplares que se alojaban en los anaqueles sin que supieran quién los
traía ni dónde estarían. Pero de noche los libros seguramente se levantaban, cambiaban de
sitio o se juntaban para parecer más numerosos. Entonces yo, con una curiosidad ridícula,
resolví mirarlos en la tenue oscuridad, para ver en el silencio si se movían, en cuanto empecé
a sospechar. ¿Qué pasaba con esos libros de noche, cuando el sol se acostaba, los sonidos de
la calle morían meticulosamente y las hojas, que no eran hojas sino páginas, se movían con
rumores de alas y de nidos en los estantes? A mi hermano le gusta jugar con ellos, pero papá
dice que es un pecado y me mira a mí.

Yo tenía cinco años, mi hermano siete, y el resto de la casa eran personas mayores. En lugar
de mesitas teníamos libros apilados; en lugar de banquitos, sillones, sofás o sillas, teníamos
libros y, en lugar de tener la ropa y los zapatos en los roperos, teníamos libros dentro de los
roperos. Todo el mundo cree que somos desordenados y no se equivocan. Llegó un momento
en que ni siquiera la cocina sirvió para cocinar. En una mesa de libros pusieron un
calentador para hacer distintos platos, aunque ya el gusto por la cocina se había perdido.

Me contaron que en una oportunidad unos hombres resolvieron asaltar la casa, viéndola de
afuera tan linda, pero no pudieron llegar a la cocina, donde creyeron que sería fácil entrar, ya
que en el camino varios libros se habían subido los unos sobre los otros, formando una
barricada. No podían imaginar otra manera de asaltar una casa tan impenetrable y se fueron
diciendo malas palabras con los más horribles puntapiés que propinaron a cuanto libro
encontraron: grandes, chicos, de papel de Biblia, de papel de arroz, de papel de diario, de
papel de tornasol, de papel de pluma, de estraza, de madera, de tisú, de papel grueso y
ordinario para niños. Yo contemplé el desastre cerrando los ojos, pensando qué había
retenido de esos libros y tratando de contener las lágrimas, que parecían de papel, ya secas
en las mejillas.

Fue entonces cuando nuestros padres resolvieron que nos mudáramos de casa y nos
instalamos en un departamento, con jardín. Porque éramos ambiciosos regalamos los libros
para una biblioteca que llevaría nuestro nombre. Pero todo era un engaño para
entusiasmarnos.

Dormí tranquilamente la primera y la segunda noche en la nueva casa. Habían comprado


algunos libros lindos, llenos de figuras, un diccionario en ocho volúmenes, muy raro, con
árboles y flores, y animales de todos los colores y de todas las razas. Yo pensaba que esos
libros no ocuparían lugar. Entonces me dediqué a mirarlos con mayor interés. No salía a
pasear, ni iba al cine para mirarlos, para imaginar qué pensarían al ver cómo yo los colocaba
en los desvanes de la casa, en los lugares más solitarios y vacíos. ¿Dónde estarían los libros
pornográficos? Eso me preocupaba un poco.

El tiempo fue pasando. Yo apenas lo sentí. Cómo podía imaginar que en tan poco tiempo se
acumularía un mundo de libros, todos idénticos a los anteriores, con las mismas tapas, las
mismas primeras hojas, las mismas enormes, resignadas apariencias. No podía creer que el
tiempo, tan ingenioso, hubiera pasado y que me viera preso en un mundo idéntico al anterior
y acorralado de nuevo en una desordenada biblioteca. Siempre hay que temer las ocurrencias
del tiempo. Desde mi nacimiento lo sentí. Vi plantas, almohadones, lámparas verdes que en
la otra casa no había. Vi un cupido de mármol, con sombrero de paja, luchando contra el
viento, con los pies desnudos, pero los mismos libros grises, azules, colorados, violetas
estaban. ¡Yo no sé qué decir de este milagro! ¿Cómo pasó el tiempo? El tiempo pasa sin
hacerse ver, me dijo mi tía; sólo deja líneas en la cara y pelo blanco en la cabeza. Habría que
nombrar detectives no sólo para los crímenes, sino para muchas otras cosas: para vigilar a
los médicos y a sus enfermos, para vigilar el tiempo y a sus víctimas, para vigilar la vida
clandestina de los libros. Yo no sirvo para vigilar el movimiento de cosas tan precisas. ¿Quién
dirá que estos libros quieren vivir? A mí me están matando. La vida está en ellos. Parece que
vivieran como si todo fuera a redimirlos.

La casa ya tiene muebles hechos con libros: una repisa, una ensaladera de libros, un
reclinatorio de libros, una cama de libros. Ya progresó el mundo, desaparecen los colores; la
luz intensa del amanecer no es la misma. Tengo en mis manos un libro. Tiene voces, no tiene
letras. Nunca se me ocurrió quedarme en éxtasis oyéndolas. ¿Moriré porque los libros de
pronto hablan sólo de muertes o de crímenes? A veces escucho las voces de dos libros que se
mezclaron. Son voces angélicas: una es la voz de un Narciso, me dijo un amigo, que abraza el
agua, toda la largura del agua; era un loco, se enamoraba de sí mismo; otra, la voz contraria
de san Gabriel, que abraza el mundo. Y creo que podré vivir, pero no sé si es verdad o si será
verdad.

Lo más incongruente o dramático de todo fue cuando los libros se unieron. Me llamaba la
atención la posición que adoptaron algunos. No se separaban. A cualquier hora estaban
juntos. Recuerdo que aparecieron unos libros chiquitos, tan chiquitos que eran ilegibles.
Estaban Baudelaire, Rimbaud, Racine, Verlaine y algunos pensamientos de Pascal.
Inmediatamente imaginé que eran los hijos de nuestros libros, sin descartar la idea de la
copulación, tan importante. Traté de reunir algún libro y mezclarlo con el que tenía al lado,
pero era muy largo de hacer y además resultaba casi imposible. Sin embargo, traté de olvidar
esta idea absurda que se me había ocurrido. ¿Realmente los libros copulaban o se me había
ocurrido a mí dentro de todos los argumentos que siempre me perseguían? Fue entonces
cuando mi padre buscó a un psicoanalista para que me analizara.
Yo tendría siete años, la idea le parecía demasiado inocente y complicada, casi peligrosa.
Mezclé a escritores de diferentes épocas o edades; resultaron muy pintorescos, pero nunca
salió un recién nacido de estas mezcolanzas, ni nada que pudiera parecerse a la realidad.
Tuve que admitir que me había equivocado y renunciar a mi fantasía. ¡Yo era demasiado
chico!
Un día el cielo se llenó de nubes y la casa estaba a oscuras. Iluminados por relámpagos los
libros no cesaban de aumentar; hablaban, discutían con fervor, con esa tremenda voz que
tienen las personas cuando se enojan. No puedo decir que tuve miedo. No podía sentir miedo
ante semejante disparate. ¿Estaría soñando? Nunca siento que sueño cuando ocurre algo
anómalo. Siento que me he vuelto loco o que el mundo ya no es el mismo y me someto a
cualquier tipo de resignación o de fervor. Vi que los libros se movían, que la agitación era
profunda como en las manifestaciones políticas. Comprendí que algo terrible sucedía. Me
acerqué a dos libros que estaban moviendo las primeras páginas con pasión. Hablaban de
suicidio colectivo. Se acercaban a las ventanas más altas de la casa. Sin mirar por donde
avanzaban, tropezaban con las sillas, de donde caían libros tras libros, y finalmente
retomaban sus verdaderas posiciones, volviendo a los anaqueles. Entonces, muy entrada ya
la noche, empezaron a caer de los balcones los libros, tan infinitos que nadie podía contarlos.
Yo trataba de salvarlos, en vano. Miles y miles cayeron, grandes y chicos, con tapas gruesas y
blandas. Me asomé a mirarlos desde arriba. De pronto sentí que morían. Montones de libros
en el suelo, sobre flores caídas, sobre el barro, en todas partes, hasta que el último que vi
comenzó a volar como un extraño pájaro, y así uno tras otro, hasta que el cielo se cubrió de
una extraña nube. Bajé a la calle. El pueblo se había reunido para ver la nube de libros
voladores. Vieron también otro montón de libros sin alas, en el suelo, y eran tal vez más
numerosos que los anteriores, como aquellos que volaban con tanto alborozo. Alguien
preguntó:

—¿Y estos libros? —Son los libros que nadie supo escribir. —¿Alguien pudo leerlos?

—Nadie supo leerlos. Fue como si empezaran a leer. Por eso los quemaron. Hicieron grandes
fogatas de libros.

—¿Por qué no sabían escribir aquellos que los escribieron?

—No sabían lo que era un adjetivo ni un verbo ni un pronombre.

—Pero algo tenían que decir.

—Eso no bastaba. Tenían que escribirlo de un modo lógico, de un modo claro, de un modo
perfecto.

Todo había cambiado; los buenos libros no servían. Lo atribuyeron a causas políticas.
Servían como cajas de bombones cuando venían las polillas, ¿cómo matarlas sin matar los
libros?

—¿Es tan difícil escribir? ¿Más difícil que vivir?

—Menos arduo pero más difícil.

—¿Más divertido? ¿Menos real? ¿Menos cierto?


—Hay que conformarse. Vamos a ver qué hacemos con los libros que quedan, porque ya la
casa vuelve a llenarse de libros. No son perros, no basta decirles «fuera de aquí». Nunca se
van ni se irán. ¿Acaso se acostumbraron?

Pero ahora existe la televisión. Nuestra casa se llenó de cassettes. ¡Es lo único que faltaba! Yo
defiendo los libros hasta la muerte. Dejaré de ser chico, seré grande y llevaré bajo el brazo un
libro. ¡Es tan decorativo! ¡Tan cómodo! Si alguien me pregunta ¿qué haces?, contesto: Estoy
leyendo. ¿Tenés los ojos bajo el brazo? Idiota.

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