Texto Adicional Del Estatuto de Bayona

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La primera Constitución española: El

Estatuto de Bayona

Ignacio Fernández Sarasola1

Génesis histórica del Estatuto de Bayona


Durante la Guerra de la Independencia, Napoleón se mostró a España como el
regenerador de la política nacional y el salvador que habría de acabar con los vestigios
del Antiguo Régimen. Tras las «renuncias de Bayona» Napoleón decidió convocar en
Bayona una Junta de notables con la finalidad de que ratificaran su decisión de elevar al
Trono de España a su hermano José Bonaparte. Sin embargo, Murat convenció a
Napoleón de que la Junta participase en la elaboración de un texto constitucional de debía
regir España para sujetarla mejor al Corso. La convocatoria de la que habría de
denominarse Junta de Bayona se publicó en la Gaceta de Madrid de 24 de mayo de 1808;
en ella, se fijaba su composición estamental, y se establecía que los diputados quedarían
vinculados por el mandato imperativo que les impusiesen las provincias. Sin embargo,
los intentos de Napoleón de rodearse de las élites intelectuales españolas sólo surtió un
efecto parcial: si bien algunos relevantes pensadores y estadistas como Cabarrús se
adscribieron a la causa francesa, las mentes más preclaras de los albores del XIX (desde
Jovellanos hasta los jóvenes liberales, como Toreno, Argüelles o Blanco White) no
siguieron la causa francesa ni apoyaron al gobierno afrancesado, con lo que la Junta de
Bayona quedó reducida a una pobre reunión de menos de un centenar de individuos (75
en la primera sesión y 91 en la última), en su mayoría procedentes de la nobleza y de la
burocracia borbónica, que no podían constituirse en auténtica representación nacional.
Antes de que se verificase la primera sesión de la Junta de Bayona, Napoleón ya
había comenzado a diseñar el proyecto constitucional que sometería a su examen, aunque
en realidad este proyecto parece haber nacido de la pluma de Maret2. El primer proyecto
seguía muy de cerca el modelo constitucional napoleónico, estando en realidad más
próximo a textos como la Constitución de Westfalia o la de Nápoles, que a la realidad
política española. Algo perfectamente lógico, ya que en esos momentos Napoleón carecía
de datos sobre las instituciones españolas, que apenas conocía a través de un escrito
anónimo que se refería a la organización política de Navarra, definiéndola como una
«constitución mixta».
Sin embargo, y a pesar de este alejamiento de la realidad española, ya en el primer
proyecto resultó evidente que Napoleón pretendía obtener un cierto grado de consenso en
torno a la nueva Constitución. De hecho, solicitó al embajador Laforest que seleccionase
a los más sobresalientes miembros de la Junta y del Consejo de Castilla para que
examinasen el proyecto, vertiendo las observaciones oportunas. Los trece miembros
encargados de tal menester (tres ministros, ocho vocales de consejos, un corregidor y un
capitán general) realizaron unas observaciones de escaso valor, que sólo sirvieron para
irritar los ánimos del Emperador ante la falta de preparación de sus colaboradores. Así
pues, decidió someter el proyecto a nuevas observaciones, esta vez procedentes de
algunos de los miembros de la Junta de Bayona, que ya comenzaban a llegar a la villa
francesa; en concreto, se presentó al examen del ministro de hacienda (Azanza), el ex-
ministro Urquijo, los Consejeros de Castilla y el Consejero de Inquisición Raimundo
Ettenhard y Salinas. Las observaciones de todos ellos se dirigían a buscar una mayor
filiación española del documento, especialmente por lo que se refería a las facultades de
los Consejos nacionales. Napoleón tuvo en cuenta estas anotaciones, elaborando un nuevo
proyecto de forma muy precipitada, eliminando los puntos de disidencia sin armonizar el
texto. Por tal motivo, a mediados de junio de 1808, apremiado por el inminente comienzo
de las deliberaciones de la Junta de Bayona, el Emperador tuvo que redactar un tercer y
definitivo proyecto más coherente, que fue el que definitivamente sometió al parecer de
los diputados.
La Junta de Bayona comenzó sus sesiones el 15 de junio de 1808 y las cerró el 7 de
julio de ese mismo año3. Apenas unos días de trabajo en los que se trataron de introducir
algunas enmiendas al texto que Napoleón sólo aceptó en cuanto no cuestionasen el
carácter autoritario que encerraba el proyecto constitucional. En una atinada mirada a la
Junta de Bayona, el Conde de Toreno (uno de los más reputados liberales, adscrito al
bando opositor a Napoleón) señalaba que los miembros de la Asamblea habían obrado
sin libertad, deliberando sobre puntos incidentales, y careciendo en todo caso sus
observaciones de valor decisivo4.
El Estatuto de Bayona aprobado se publicó en la Gaceta de Madrid, en esos
momentos bajo el dominio de los franceses y utilizada por el afrancesado Marchena como
vehículo de arenga a favor de José I. Sin embargo, el Estatuto sólo tuvo una vigencia muy
limitada, puesto que las derrotas militares, especialmente la de Bailén, impidieron la
vigencia efectiva del texto. Por otra parte, el propio Artículo 143 del texto expresaba que
la Constitución entraría en vigor gradualmente a través de decretos o edictos del Rey, de
modo que el texto requería para su eficacia de una intermediación normativa del Monarca
que no llegó a verificarse.
Ello no obstante, hay que señalar al menos dos momentos en los que el texto se
invocó como Derecho vigente. Por una parte, adquirió eficacia jurídica con ocasión de la
toma de posesión del cargo de los Consejeros de Estado, el 3 de mayo de 1809, al
requerírseles jurar la observancia de la Constitución; por otra, desplegó una «eficacia
política» en manos del propio Monarca, José I, que en ocasiones apeló a la vigencia de la
Constitución de Bayona para reclamar su legítimo derecho a gobernar frente a las
continuas intrusiones de los mandos militares de Napoleón en la política española.
Sin embargo, incluso esta eficacia «política» fue incidental; de hecho ni el propio
José Bonaparte estaba convencido de que la Constitución de Bayona pudiese aplicarse.
Así, rechazó constituir el Senado, órgano encargado de velar por la Constitución, porque
entendía que sería prematuro reunirlo cuando la Constitución no podía tener vigencia (y
mucho menos eficacia directa) en la situación excepcional de contienda militar. Por este
motivo, José I trató infructuosamente de dirigir un proceso constituyente (que sustituyese
al llevado a cabo en Bayona, monopolizado por su hermano, lo que vinculaba el Estatuto
a la voluntad del Emperador), convocando unas Cortes que diseñasen una Constitución
que habría de sustituir al texto de Bayona.
Naturaleza de la Constitución de Bayona
La Constitución de Bayona encabeza su preámbulo declarándose como expresión de
un pacto entre el Rey y sus pueblos. Tal circunstancia parece contradecir la visión que se
tiene del Estatuto de Bayona como una «Carta otorgada», pero la contradicción es sólo
aparente, y más fruto de la ambivalencia que se pretendió dar al texto que de la verdadera
voluntad constituyente de Napoleón.
En realidad, la Constitución de Bayona es una auténtica Carta Otorgada, expresión
de la sola voluntad del Emperador, aunque los partícipes en la elaboración definitiva del
texto no opinaron siempre de igual modo, y todo ello merced a una diversa interpretación
de las «renuncias de Bayona». En efecto, Napoleón no podía legitimar
constitucionalmente su dominio sobre España (como sucedía en Francia), y tampoco tenía
interés táctico en hacer valer sus derechos de conquista. Por consiguiente, optaba por
defender su soberanía a partir de las «renuncias de Bayona», que para él significaban una
cesión absoluta e incondicional del poder soberano. Sin embargo, entre los partidarios de
Napoleón también existió una interpretación distinta: las «renuncias de Bayona» habían
supuesto el final de la dinastía borbónica, de modo que el pueblo habría recobrado la
soberanía «radical» o «potencial» (conforme las teorías neoescolásticas). Ello significaba
reconocer dos soberanos, el Emperador (soberano «actual») y el pueblo (soberano
«potencial»), que tenían que suscribir entre sí un nuevo pacto político. Éste se plasmaría
en una Constitución «formal» y escrita que en todo caso debía respetar la Constitución
«histórica», es decir, el entramado de relaciones socio-políticas que se había formado a
lo largo de los siglos de historia española.
La postura de la soberanía compartida (y, en consecuencia, del carácter pactado del
Estatuto de Bayona) la esgrimieron tanto la Junta Suprema de Gobierno (órgano
provisional que debía suplir al Rey en su ausencia, y que no debe confundirse con la Junta
Suprema formada por los patriotas para organizar el gobierno de la nación y la resistencia
contra los franceses), e incluso algunos diputados de la propia Junta de Bayona, como su
Presidente (Azanza), o los diputados Angulo y Francisco Antonio Cea5. Para todos ellos
Napoleón habría convocado la Junta de Bayona en calidad de representación nacional, a
fin de celebrar un nuevo pacto con el Reino; pacto que quedaría rubricado con el
juramento constitucional que hiciese el Emperador.
Sin embargo, la tesis de la soberanía compartida tuvo un carácter excepcional entre
los afrancesados. Prácticamente todos ellos coincidieron con la idea napoleónica de
soberanía regia, y fueron conscientes de que su participación en la Junta de Bayona no
era más que una concesión graciosa del Emperador que en ningún caso le vinculaba. Bajo
esta perspectiva, el único problema residía en que José Bonaparte ya se había proclamado
Rey de España, en tanto que el proyecto constitucional aparecía derivado de la voluntad
de Napoleón. La solución jurídica más acertada se debió al diputado Novella, quien
consideraba que Napoleón había transferido la soberanía a su hermano, a excepción del
poder de elaboración constitucional, que se habría reservado para sí Napoleón6. En todo
caso, la incoherencia teórica se solucionó finalmente en la práctica haciendo que fuese el
nombre de José I, y no el Napoleón, el que encabezase el Estatuto de Bayona, por más
que José Bonaparte no hubiese participado para nada en la elaboración del texto.
El modelo constitucional napoleónico y la
«nacionalización» del Estatuto de Bayona
El Estatuto de Bayona se sustenta sobre los pilares del constitucionalismo
napoleónico, si bien dando cabida a determinadas notas «nacionales» que Napoleón
incorporó al texto a solicitud de los miembros de la Junta de Bayona. Tal circunstancia
demuestra el pragmatismo del Corso, quien compatibilizaba su ideario constitucional con
la admisión de elementos característicos del territorio dominado. De hecho, en algún caso
incluso se anticipó a las propuestas de los españoles, como en el caso del reconocimiento
de la confesionalidad del Estado, que ya aparecía establecida en su primer proyecto
constitucional.
El modelo constitucional al que más se aproximaba el Estatuto de Bayona era el de
la Constitución del año VIII (13 de diciembre de 1799), según resultó modificada por
Senado-Consulto del año XII (18 de mayo de 1804). Este último enmendaba el texto de
1799 en un sentido más autoritario, instaurando un Imperio hereditario como respuesta a
las crisis externas (inicio de las hostilidades con Inglaterra) e internas (agitación realista).
La deuda del Estatuto de Bayona respecto de la Constitución del año VIII según su
reforma del año XII es evidente en múltiples aspectos: así, en el orden hereditario en la
figura de Napoleón y sus hermanos, con la expresa instauración de la Ley Sálica; en igual
medida, se refleja en los órganos del Estado, comenzando con el propio Monarca, que en
ambos casos aparecía investido con un amplio poder que resaltaba frente a las débiles
competencias de la Asamblea. En este sentido, el Estatuto asumió la idea napoleónica de
que las decisiones políticas correspondían al Jefe del Estado, de modo que el resto de
órganos estatales (Cortes, Consejo de Estado, ministros y Senado) aparecían como meros
consejos de apoyo del Rey.
La adscripción al modelo napoleónico resultó levemente modulada por la
intervención de la Junta de Bayona cuyas observaciones fueron parcialmente atendidas
por Napoleón a fin de dar al texto definitivo un sesgo más acorde con las instituciones
españolas y con las pretensiones de sus élites intelectuales afrancesadas. Según ya se ha
señalado, la convocatoria de la Junta de Bayona apenas logró reunir a un grupo poco
significativo de personalidades, si bien autores como Jovellanos o Blanco White
consideraban que entre los partidarios de la causa francesa no faltaban grandes hombres
de Estado7.
Gran parte de estos «afrancesados» habían integrado el grupo del Despotismo
Ilustrado durante el reinado de Carlos III, formándose a partir de las teorías del
iusnaturalismo racionalista (especialmente de Wolff, Pufendorf, Domat, Heineccio y
Burlamaqui) y de las teorías económicas de la fisiocracia (de Mirabeau a Quesnay,
Mercier de la Rivière y Turgot). Defraudados ante la política de Carlos IV y su
todopoderoso valido, Godoy, habían visto en Napoleón y su hermano José I los
reformadores capaces de racionalizar y modernizar la Administración Pública española.
El ideal de estos intelectuales (entre los que se hallaban políticos como Cabarrús,
economistas como Vicente Alcalá Galiano y penalistas como Manuel de Lardizábal y
Uribe) estribaba en una Monarquía fuerte, asistida por Consejos, y que llevase a cabo una
actividad de fomento, de modo que no es de extrañar su adscripción a la oferta
regeneradora de Napoleón.
Sin embargo, y frente a lo que habitualmente se considera, entre los «afrancesados»
había otras tendencias distintas a las del Despotismo Ilustrado. En la Junta de Bayona
concurrieron partidarios del absolutismo teocrático, como Andurriaga, realistas
defensores del equilibrio constitucional a imitación del sistema británico, como Luis
Marcelino Pereyra, y, en fin, liberales, como el Abate Marchena, famoso por sus ataques
a las Cortes de Cádiz. Todas estas tendencias políticas se consideraban amparadas por la
polivalente figura de Napoleón: los absolutistas teocráticos, consideraban que Napoleón
era el legítimo Rey de España a raíz de las «Renuncias de Bayona»; los realistas, partían
de una idea de soberanía compartida que percibían en la convocatoria de la Junta de
Bayona; y, en fin, los liberales, veían en Bonaparte el último rellano de la Revolución
Francesa en cuya cultura política se habían formado.
Los diputados realistas fueron quienes mostraron más empeño en que el Estatuto de
Bayona tuviese un carácter menos autoritario de lo que pretendía Napoleón. A ellos se
debió la propuesta de que las Cortes tuvieran funciones propias de una asamblea
legislativa, más que de un mero consejo del Rey; y a ellos se debió también el intento de
que los ministros asumieran una mayor responsabilidad ante el Parlamento y los
tribunales, así como la pretensión de instaurar una Alta Corte de Justicia que enjuiciase
los grandes delitos cometidos por los funcionarios públicos. Con ello, los realistas
afrancesados trataban que el Estatuto de Bayona afianzase una balanced
constitution semejante a la inglesa, en que el Monarca tuviese un poder equilibrado con
el Parlamento. Alguna de estas aspiraciones llegaron a convertirse en realidad, pero en
todo caso Napoleón rechazó cualquier intento de reforma que supusiese una merma
material de sus funciones constitucionales.

El Monarca como centro del sistema


constitucional
No cabe duda alguna que el Estatuto contenía finalmente un sistema autoritario, en
el que el Rey aparecía como el auténtico director de la política estatal. La propia
naturaleza otorgada del Estatuto determinaba esta circunstancia; con la Constitución el
Rey se autolimitaba, de modo que quedaba vinculado negativamente al texto. En
definitiva, las facultades del Rey no eran las que el texto determinase expresamente, sino
todas aquellas que no hubiesen sido objeto de renuncia explícita. Tal circunstancia explica
por qué el Estatuto de Bayona carece de un título específico dedicado a regular las
facultades del Monarca.
Ello no obstante, a lo largo del texto constitucional se mencionan de manera dispersa
algunas potestades del Rey, entremezcladas en la definición de las facultades de otros
órganos, en las que el Jefe del Estado acababa participando directamente. El Rey aparecía
investido de una extensa potestad normativa, que no sólo comprendía la facultad de dictar
reglamentos, sino que acababa convirtiéndolo incluso en auténtico titular de la facultad
legiferante. Así, al Monarca le correspondía la iniciativa y sanción de unas leyes de las
que expresamente decía el Estatuto que eran «decretos del Rey». Por otra parte, gozaba
de la potestad unilateral (con el único requisito de la consulta al Consejo de Estado) de
dictar normas con rango de ley en los recesos de las Cortes. Finalmente, le correspondía
el desarrollo normativo de la Constitución, que sólo entraría en vigor a partir de decretos
y edictos del Rey.
Los diputados de la Junta de Bayona fueron conscientes de la magnitud de este poder,
y al menos trataron que no se extendiera más allá de los límites constitucionales. Por este
motivo lograron que se insertara en el texto la obligación regia de jurar respeto a la
Constitución. Sin embargo, estos mismos diputados sabían que este límite era más ficticio
que real, pues siendo el Estatuto de Bayona norma emanada del propio Rey, acababa
siendo disponible a su voluntad. De hecho, el propio poder de reforma constitucional
quedaba en manos del Rey, ya que las Cortes sólo intervenían en el proceso de enmienda
con carácter «deliberativo».
A fin de ejercer sus competencias constitucionales el Rey se apoyaba en Secretarios
del Despacho, concebidos como meros agentes ejecutivos sujetos a una estricta
responsabilidad por el cumplimiento de las leyes y de las órdenes del Rey. Algunos
diputados de la Junta de Bayona (como Fernán-Núñez, Arribas, Gómez Hermosilla y
Ettenhar) se preocuparon especialmente de impedir que, frente a lo estipulado en el
proyecto constitucional, pudieran reunirse varias carteras ministeriales en unas mismas
manos8. La amarga experiencia vivida con Godoy, que durante el gobierno de Carlos IV
se convirtió en el auténtico director de la política estatal, había determinado el temor hacia
el que entonces se denominó «despotismo ministerial». Reunir varias carteras en unas
mismas manos suponía una inadmisible concentración de poder que arriesgaba a
perpetuar los excesos del régimen anterior. Curiosamente, muchos de los afrancesados de
la Junta de Bayona prestaron más atención a la división de ministerios que a la separación
de poderes entre los órganos del Estado; aquélla, más que ésta, les parecía la salvaguardia
de las libertades y del bienestar de la Nación. Finalmente Napoleón corrigió el texto a fin
de acoger estas observaciones, de modo que en el texto final sólo se admitía la reunión
de las carteras de negocios eclesiásticos con la de justicia, y la de policía general con la
de interior; algo perfectamente lógico por la cercanía de los asuntos que se trataban en los
mencionados ministerios y que se correspondía perfectamente con la organización por
secciones del Consejo de Estado.
El Estatuto de Bayona no recogía expresamente la figura del Gobierno, de modo que
los ministros se consideraban autónomos en sus funciones, hasta el punto de rechazarse
expresamente la figura del Jefe del Gobierno al indicar en su Artículo 30 que no habría
ninguna preferencia entre los ministros. Sin embargo, durante el breve período en que
duró el gobierno de José I la práctica alteró esta regulación constitucional. A ello
contribuyó la dependencia de José I respecto de sus ministros, más conocedores que el
Monarca de la situación nacional. Así, las gestiones ministeriales para acabar con la
Guerra de la Independencia pusieron en entredicho el papel «pasivo» y meramente
«ejecutor» que les asignaba el texto constitucional.
Precisamente por esta circunstancia, los ministros tuvieron la necesidad de reunirse
en órganos colegiados, y la práctica acabó por determinar la aparición de los «Consejos
de Ministros» y los «Consejos Privados», a los que después se refirió expresamente el
Decreto de 6 de febrero de 1809. Los Consejos Privados, que comenzaron a reunirse al
menos desde el 26 de julio de 1808 (fecha de su primer Acta), comprendían tanto a los
ministros como a otros cargos cuya presencia requiriese el Monarca, y se ocupaba de
cuestiones de administración general y financieras. El Consejo de Ministros, sin embargo,
era un órgano colegiado que reunía exclusivamente a los Secretarios del Despacho y, a
diferencia del Consejo Privado, contó con una regulación específica. En abril de 1811,
José I tuvo que ausentarse del Reino para reunirse con Napoleón, de modo que dictó un
decreto regulando el funcionamiento del Consejo de Ministros que habría de gobernar en
su ausencia, designando como presidente a Azanza, Ministro Interino de Negocios
Extranjeros.
Sin embargo, la falta de un mayor desarrollo normativo y práctico de estos órganos
colegiados se debe, en buena parte, a su posible solapamiento con un órgano típicamente
napoleónico: el Consejo de Estado. La confusión de funciones entre ambos órganos, que
también se apreció en las Cortes de Cádiz (cuya constitución preveía también la existencia
de un Consejo de Estado, aunque de distinta factura), era la lógica consecuencia de
interpretar que los Secretarios del Despacho no eran auténticos ministros, sino órganos
de apoyo del Rey. Así las cosas, no era aventurado pensar que el Monarca consultase
decisiones con estos funcionarios, relegando o duplicando las tareas propias de su cuerpo
consultivo nato, el Consejo de Estado.

La defensa de las libertades: Senado, Cortes y


Alta Corte Real
A pesar de su carácter autoritario, el Estatuto de Bayona reconocía una serie de
libertades dispersas por su articulado, entre las que destacan la libertad de imprenta, la
libertad personal, la igualdad (de fueros, contributiva y la supresión de privilegios), la
inviolabilidad del domicilio y la promoción funcionarial conforme a los principios de
mérito y capacidad. Este reconocimiento de libertades satisfacía a los integrantes de la
Junta de Bayona, y daba al texto español un talante más liberal que otros documentos
napoleónicos, como los de Westfalia y Nápoles.
De estas libertades, el Estatuto prestaba especial atención a la libertad personal y a
la libertad de imprenta, estableciendo una garantía orgánica a través del Senado. Este
órgano, que no encontraría reflejo en posteriores constituciones españolas, no constituía
en absoluto un órgano legislativo, como observó muy bien en su día el mismo Conde de
Toreno9. Integrado en su mayoría por miembros de elección regia, sus cometidos, basados
en las teorías del Sieyès posterior a la Revolución Francesa, consistían en la tutela
constitucional. En concreto, asumía funciones que incidían tanto sobre la validez
constitucional (anulación de las operaciones inconstitucionales de las juntas de elección),
como sobre su eficacia (suspensión de la eficacia constitucional), aunque ambos
cometidos requerían del concurso del Monarca. Así pues, el Senado acababa
convirtiéndose también en un órgano consultivo del Rey.
Sin embargo, entre las funciones más relevantes de este órgano destaca la tutela de
las libertades personal y de imprenta, para cuyo fin se estructuraba en dos Juntas (Junta
Senatoria de Libertad Individual y Junta Senatoria de Libertad de Imprenta), si bien la
segunda retrasaría sus funciones al menos hasta 1815, momento en que, según el propio
Estatuto, debía regularse legalmente la libertad de imprenta. En principio, la previsión
constitucional de las Juntas era del agrado de los afrancesados, aunque Manuel de
Lardizábal, reputado penalista, introdujo algunas observaciones sobre los plazos
procesales que finalmente no se recogieron.
Las tareas fiscalizadoras del Senado alcanzaban a los ministros, principales
obstáculos de las libertades mencionadas, puesto que siempre parecía previsible que estos
funcionarios fuesen los encargados de ordenar la censura y las detenciones arbitrarias. En
este punto, el Estatuto pretendía ser una salvaguardia contra el «despotismo ministerial»
que tanto temían los integrantes de la Junta de Bayona. Sin embargo, el papel
«consultivo» del Senado también quedaba manifiesto en esta labor fiscalizadora, puesto
que, de no revocar el ministro requerido el acto contrario al «interés del Estado», la
decisión que debía adoptarse correspondía al propio Monarca, con el concurso de otro
órgano colegiado, también llamado «Junta». Napoleón no tenía ninguna intención, pues,
de que el Senado pudiese realmente ser un dique contra la arbitrariedad de sus ministros,
y él mismo así lo había reconocido en relación con el mismo órgano que contemplaba la
Constitución del año VIII, según su modificación por el Senado-Consulto del año XII10.
Las Cortes (órgano de composición estamental) también eran, aparentemente, un
órgano llamado a tutelar los derechos y libertades. Ello no obstante, el Estatuto diseñó un
Parlamento sumamente débil, incapaz de hacer sombra al Monarca. Obviamente esta era
la intención del Emperador, como muestra bien a las claras el hecho de que las Cortes se
hallen reguladas en el Título IX, a continuación no sólo de la regulación del Rey, sino de
los Ministros, el Consejo de Estado y el Senado. Precisamente la mayor pugna de la Junta
de Bayona con Napoleón consistió en tratar de incrementar las facultades de las Cortes,
a fin de convertirlo en un auténtico Parlamento.
Esta actitud afrancesada es claramente comprensible si se atiende al prestigio que
tuvieron las Cortes desde finales del siglo XVIII y, sobretodo, durante la Guerra de la
Independencia. Napoleón era consciente de ello, y por tal circunstancia había señalado
que reuniría de nuevo a este tradicional órgano. Los afrancesados cifraron el peso de su
propaganda pro-napoleónica en esta propuesta del Emperador, en especial aquellos que
tenían un talante más liberal, o quienes postulaban la idea de soberanía compartida.
Quizás el más claro ejemplo se halla en Marchena, quien sorprendentemente en una
arenga contra los contrarios al régimen de José I, trató de mostrar que las Cortes del
Estatuto de Bayona sobrepasaban en poder a las que regulaba la Constitución de Cádiz,
que, según su perspectiva, no pasaban de ser «el juguete del gobierno de la Regencia»11.
Dentro de la Junta de Bayona el sector afrancesado «realista» fue el que hizo más
hincapié en potenciar los cometidos de las Cortes. Este sector partía de la idea de
equilibrio constitucional, tomada a partir de la imagen de Gran Bretaña que habían
recibido de los principales comentaristas del sistema político de la Isla, como
Montesquieu, De Lolme o Blackstone. Para lograr este equilibrio era menester, por tanto,
que las Cortes asumieran importantes cometidos que pudieran contrapesar las amplias
facultades de que disponía el Monarca. La libertad del pueblo, pendía de este equilibrio
constitucional.
La primera pugna se planteó respecto de la facultad regia para convocar, suspender
y disolver la Asamblea a su libre albedrío, si bien respecto de la convocatoria se señalaba
expresamente que ésta debía realizarse al menos cada tres años (Artículo 76). En este
punto, los diputados de la Junta realizaron quizás las propuestas más osadas de cuantas
realizaron a Napoleón. Así, el diputado Pereyra consideraba que la facultad regia de
disolver ad libitum el Parlamento acababa convirtiendo a éste en un órgano estéril, de
modo que proponía que no pudiera ejercer tal prerrogativa hasta que las Cortes llevasen
ocho o más días de sesión12. Respecto de la libertad regia para convocar a las Cortes las
observaciones de los afrancesados fueron más abundantes; algo perfectamente lógico, si
se tiene en cuenta que cifraban los males de la nación en la práctica abusiva de los Austrias
de no convocar el Parlamento. Colón y Lardizábal consideraban que la previsión
constitucional de convocatoria trienal era insuficiente si no se complementaba con la
regulación de las medidas que debían adoptarse si la convocatoria no tenía lugar13. Una
observación que ponía en duda las buenas intenciones de la dinastía Bonaparte.
Para el reputado hacendista Vicente Alcalá Galiano (tío de uno de los más relevantes
liberales de la primera mitad del siglo XIX español, Antonio Alcalá Galiano) el límite al
Monarca en lo relativo a la convocatoria derivaría de la necesidad que tenía el Rey de
contar con la voluntad de las Cortes para obtener ingresos14. Otros diputados, sin
embargo, no fueron tan confiados, y propusieron nada menos que la exigencia de algún
tipo de responsabilidad para el caso de que la reunión de Cortes no se hiciese efectiva.
Pedro de Isla proponía una «responsabilidad ante la opinión pública», indicando que en
esas situaciones se hiciese público a los Ayuntamientos la negativa del Rey, de modo que
la presión pública acabase por convencerlo de la conveniencia de reunir el Parlamento15.
La postura de Pedro de Isla muestra un marcado radicalismo, puesto que podía
interpretarse como una velada legitimación del derecho de resistencia, de tan honda
raigambre en la filosofía neoescolástica española, de Juan de Mariana a Francisco de
Vitoria, entre otros muchos.
Luis Marcelino Pereyra, por su parte, propuso una responsabilidad ministerial;
concretamente debía exigirse la destitución automática del ministro encargado de expedir
la orden de convocatoria16. En este caso, se responsabilizaba al ministro no ya de un acto
regio refrendado (lo que sería lógico si se seguían las cláusulas de Gran Bretaña, King
can do no wrong y King can not act alone), sino de una omisión del Rey.
Las propuestas de estos diputados cayeron en el vacío, puesto que Napoleón no podía
admitir unas propuestas que supusieran un verdadero obstáculo al poder de la Corona. No
obstante, los realistas afrancesados volvieron a buscar el equilibrio constitucional
tratando que las funciones legislativas, tributarias y de control de las Cortes no fuesen tan
pobres como pretendía el proyecto constitucional que se sometía a su examen.
En efecto, el proyecto del Estatuto establecía que las Cortes «deliberarían» sobre los
proyectos de ley presentados por el Monarca. Con tal previsión se cercenaba la facultad
de iniciativa legislativa de las Cortes y, a la par, se convertía a éstas en una mera cámara
de reflexión, o incluso un mero órgano consultivo no muy diferente del Consejo de
Estado. Diputados como Cristóbal de Góngora solicitaron expresamente el poder de
iniciativa legislativa de las Cortes, en tanto que Arribas, Gómez Hermosilla y Angulo
solicitaron que al menos se permitiese al Parlamento ejercer un derecho de petición al
Rey17. Aunque no lograron este objetivo, al menos sí consiguieron que el carácter
meramente «deliberativo» de las Cortes se corrigiese. La lectura del Artículo del proyecto
que limitaba en ese punto a la Asamblea fue objeto de un rechazo generalizado, y de las
quejas particulares de Alcalá Galiano y Cristóbal de Góngora18. Tal oposición debió
convencer a Napoleón de la conveniencia de alterar el precepto, de modo que la redacción
final establecía que las Cortes no sólo deliberarían sobre las leyes, sino que también las
aprobarían (Artículo 86), aunque, como ya se ha dicho, no perdieron su naturaleza de
«órdenes del Rey», expedidas «oídas las Cortes». Pero en todo caso, este fue uno de los
grandes triunfos de los realistas de la Junta de Bayona, y un logro que no se halla en las
Constituciones de Westfalia (Título VI, Artículo 25) y Nápoles (Título VIII, Artículo 30).
Pero este éxito de los afrancesados realistas fue aislado: es cierto que habían logrado
que la ley, fuente destinada a regular en su más alto nivel las libertades individuales,
requiriese del consentimiento de las Cortes, pero no consiguieron que éstas pudiesen
ejercer a posteriori un control efectivo sobre el Ejecutivo a fin de garantizar las propias
leyes y las libertades subjetivas. Las quejas que planteasen las Cortes, como las del
Senado, eran decididas por el Monarca conjuntamente con un órgano consultivo
(«Comisión») reunido a tal efecto. A las Cortes ni tan siquiera les quedaba el recurso de
buscar la responsabilidad ante la opinión pública, ya que la comunicación
Parlamento/sociedad se hallaba ocluida al establecerse expresamente el secreto de las
deliberaciones parlamentarias.
Los afrancesados realistas trataron sin éxito que las Cortes pudiesen residenciar a los
ministros a través de un juicio en el que la Asamblea acusara y el enjuiciamiento
correspondiese a un Alta Corte Real. Este último órgano, que no se había recogido en
ninguno de los tres proyectos constitucionales, representaba entre los realistas la última
pieza de garantía orgánica de las libertades. El Emperador admitió la presencia de este
órgano judicial, que tenía un reflejo en el constitucionalismo napoleónico, pero no
consintió en que decidiese los juicios de acusación contra los ministros. Por tal
circunstancia, la Alta Corte quedó reducida en el texto definitivo a una instancia judicial
encargada de conocer de los delitos privados de altos cargos, pero no de la responsabilidad
por delitos «políticos».

La influencia del Estatuto de Bayona en el


constitucionalismo español e
hispanoamericano
El Estatuto de Bayona supuso un infructuoso intento constitucional que hubo de
convivir con el estigma de ser el producto de la invasión, del colaboracionismo y la
felonía. Perdida la Guerra de la Independencia, el Estatuto de Bayona cayó en el «olvido
de los perdedores», aunque lo cierto es que se trataba de un producto de transacción con
el Antiguo Régimen que, de haber contado con el apoyo de los «patriotas», quizás habría
logrado triunfar allí donde la Constitución de 1812 fracasó. Aun siendo un texto
sumamente autoritario, reconocía ciertas libertades y proporcionaba la reforma
administrativa que parecía requerir un país como el español, encastrado y agostado por
una veintena de años de despotismo.
El olvido del Estatuto de Bayona aún pesa hoy en día, ya que historiadores y
constitucionalistas son renuentes a considerarlo como lo que en realidad es: el primer
ensayo constitucional en España.
Del fracaso del Estatuto de Bayona puede desprenderse fácilmente que su influencia
en la historia constitucional española fue prácticamente nula. Su principal aportación
derivó por una vía negativa, ya que sirvió de revulsivo a los «patriotas» para que
elaborasen la Constitución de 1812, verdadero envés liberal del Estatuto. Positivamente
la influencia del Estatuto de Bayona en el célebre texto de Cádiz es inapreciable, puesto
que respondían a filosofías muy distintas: autoritaria e ilustrada la del primero; netamente
liberal, la del segundo. Nada más errado que las interesadas palabras del afrancesado
Marchena, quien decía que la Constitución de Cádiz sólo tenía de bueno lo que había
copiado al texto de Bayona19.
La presencia de elementos del Estatuto en Constituciones españolas posteriores es
inapreciable. En ocasiones se ha tratado de ver en el Estatuto el precedente de las
Constituciones conservadoras de 1834, 1845 y 1876, considerando que inaugura el
camino del constitucionalismo pactista. Sin embargo, tal y como ya se ha aclarado, el
Estatuto no tuvo en absoluto una naturaleza pactada, sino que fue una Carta otorgada. Por
lo que respecta a los elementos más originales del Estatuto, como el Senado y el Consejo
de Estado, no se reflejaron tampoco en documentos constitucionales ulteriores. Cuando
en España se optó por establecer un Senado, éste tuvo el carácter de auténtica Cámara
Alta, siguiendo el modelo británico.
La única influencia real del Estatuto en España se redujo al ámbito doctrinal, ya que
a finales del Trienio Constitucional (1820-1823) los antiguos afrancesados volvieron a
defender en diversas obras la dogmática que subyacía al texto. Tras volver del exilio al
que se les había condenado, los afrancesados trataron entre 1820 y 1822 de acercarse a
los liberales moderados en un afán conciliador. A tales efectos desplegaron una intensa
actividad periodística que alcanzó su cenit con el periódico El Censor, sin duda el de más
alta calidad intelectual del Trienio, y que traslucía un certero conocimiento de las
doctrinas de la Restauración francesa, desde el liberalismo doctrinario (especialmente
Guizot y Royer-Collard) hasta las teorías parlamentarias defendidas por los ultras durante
la Chambre introuvable (Chateubriand y Vitrolles). Sin embargo, la hostigación por parte
de los liberales, que nunca perdonaron a los afrancesados el aliarse al invasor, acabó por
radicalizar a los antiguos «josefinos», haciendo que volviesen a posturas más autoritarias.
Éstas se hallan claramente plasmadas en un proyecto privado de Ley Fundamental
elaborado por una pluma afrancesada anónima y que sigue de cerca el Estatuto de
Bayona20. Igualmente algunos antiguos afrancesados, como Sebastián de Miñano y
Gómez Hermosilla21redactaron opúsculos incendiarios contra el «jacobismo» que veían
entre los liberales exaltados españoles, defendiendo como única alternativa válida una
Monarquía autoritaria muy próxima a la del Estatuto de Bayona. Sin embargo, si los
afrancesados habían fracasado en su intento de acercarse al liberalismo moderado,
también fracasaron en su intento de lograr que Fernando VII encabezase una Monarquía
autoritaria cortada por el patrón del Estatuto de Bayona. Para los liberales el Estatuto era
insuficiente, para Fernando VII era excesivo.
Siendo escasa la influencia del Estatuto en el constitucionalismo español, también se
explica su débil repercusión en el constitucionalismo iberoamericano, por más que el
Estatuto fuera también la primera Constitución de los territorios hispanoamericanos antes
de adquirir su independencia. El constitucionalismo napoleónico tuvo repercusión en
Iberoamérica, gozando de especial ascendente con Simón Bolívar, pero las influencias
que se aprecian en las Constituciones hispanoamericanas (fundamentalmente en la de
Bolivia de 1826 y en los documentos constitucionales del Río de la Plata entre 1811 y
1820) parecen derivar directamente de los textos franceses, y no del Estatuto de Bayona22.

CITAS DEL TEXTO

1
Estudio a cargo de Ignacio Fernández Sarasola, Profesor Titular de Derecho
Constitucional, Universidad de Oviedo.

2
Vid. Pierre CONARD, La Constitution de Bayonne (1808), Édouard Cornély et Cia.,
Paris, 1910, pág. 40.
3
En las Actas de la Junta de Bayona la fecha que figura es la del día 8 de julio, si bien
Carlos Sanz Cid matiza que se trata de un error. Vid. Carlos Sanz Cid, La Constitución
de Bayona, Reus, Madrid, 1922, pág. 115. Las Actas de la Junta se encuentran en: Actas
de la Diputación General de Españoles que se juntó en Bayona el 15 de junio de 1808,
Imprenta y Fundición de J. A. García, Madrid, 1974. Se citarán en lo sucesivo como
«Actas».
4
Cfr. Conde de Toreno, Historia del levantamiento, guerra y revolución de España,
B. A. E., vol. LXIV, Atlas, Madrid, 1953, págs. 86 y ss.

5
Azanza, Junta de 8 de julio de 1808 (Actas, pág. 49); Angulo, Observación de 26 de
junio de 1808 (Actas, pág. 87); Cea (la fecha de la observación no figura; Actas, pág. 97).

6
Novella, Junta Quinta, de 22 de junio de 1808 (Actas, pág. 20) y Observación de 26
de junio de 1808 (Actas, pág. 95).

7
Gaspar Melchor de Jovellanos, Carta a Lord Holland (Sevilla, 11 de octubre de
1809), en Obras completas, Instituto Feijoo de Estudios del Siglo XVIII, Oviedo, 1990,
vol. V, pág. 300; José María Blanco White, Cartas desde España, Alianza, Madrid, 1983,
pág. 306.
8
Fernán-Núñez, Observación de 24 de junio de 1808 (Actas, pág. 72); Arribas y
Gómez Hermosilla, Observación de 26 de junio de 1808 (Actas, pág. 81); Ettenhar,
Observación de 25 de junio (Actas, pág. 67).

9
Cfr. Conde de Toreno, Historia del levantamiento, guerra y revolución de
España, op. cit., pág. 87.

10
En sus interesantísimos comentarios a El Príncipe de Maquiavelo, Napoleón
observaba que crearía una «Comisión Senatorial» de la libertad individual que en realidad
estaría sometida a su entera voluntad. Cfr. Las notas de Napoleón en Nicolás
MAQUIAVELO, El Príncipe. Comentado por Napoléon Bonaparte, Editorial Óptima,
Barcelona, 1998, pág. 172.

11
La exposición de Marchena en Gaceta de Madrid, núm. 220, 8 de agoto de 1811,
pág. 897.

12
Luis Marcelino Pereyra, Observación de 28 de junio de 1808 (Actas, pág. 77).

13
Colón y Lardizábal, Observación de 25 de junio de 1808 (Actas, pág. 71).

14
Vicente Alcalá Galiano, Observación de 25 de junio de 1808 (Actas, pág. 85).

15
Pedro de Isla, (la fecha de la observación no figura; Actas, pág. 93).

16
Luis Marcelino Pereyra, Observación de 28 de junio de 1808 (Actas, pág. 77).
17
Cristóbal de Góngora, Observación de 26 de junio de 1808 (Actas, pág. 87); Arribas
y Gómez Hermosilla, Observación de 26 de junio (Actas, pág. 74); Francisco Angulo,
Observación de 26 de junio de 1808 (Actas, pág. 88).

18
Junta Novena, de 27 de junio de 1808 (Actas, pág. 39); Vicente Alcalá Galiano,
Observación de 25 de junio de 1808 (Actas, pág. 85); Cristóbal de Góngora, Observación
de 26 de junio (Actas, pág. 87).

19
Abate Marchena, Obras en prosa, Alianza, Madrid, 1985, pág. 198.

20
El proyecto se halla en los Papeles reservados de Fernando VII, vol. 72, núm. 29, y
consta de 10 páginas.
21
Sebastián de Miñano, Histoire de la révolution d'Espagne de 1820 a 1823, par un
espagnol témoir oculaire, Chez J. G. Dentu, Paris, 1824, 2 vols.; José Gómez
Hermosilla, El Jacobinistmo: Obra útil en todos lo tiempos y necesaria en las
circunstancias presentes, Imprenta de D. León Amarita, Madrid, 1823, 2 vols.

22
Cfr. sobre estas influencias Otto Carlos Stoetzer, El pensamiento político en la
América española durante el período de la emancipación (1789-1825), Instituto de
Estudios Políticos, Madrid, 1966, vol. II, págs. 69-109.

Bibliografía
Artola Gallego, Miguel, Los afrancesados, Turner, Madrid, 1976.
Aymes, Jean-René, Los españoles en Francia (1808-1814), Siglo XXI, Madrid,
1987.
Cambronero, Carlos, El Rey Intruso. Apuntes históricos referentes a José Bonaparte
y a su gobierno, Imprenta de los Bibliófilos Españoles, Madrid, 1909.
Conard, Pierre, La Constitution de Bayonne (1808), Édouard Cornély et Cia., Paris,
1910.
Ducèrè, E., Napoléon a Bayonne, J. & D. Éditions, Biarritz, 1994.
Fernández Sarasola, Ignacio, «La responsabilidad del Gobierno en los orígenes del
constitucionalismo español: el Estatuto de Bayona», Revista de Derecho Político, núm.
41, 1996, págs. 177-214.
Juretschke, Hans, Los afrancesados en la Guerra de la Independencia, Rialp,
Madrid, 1962.
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Estado Español Bonapartista, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid,
1983.
Morodo, Raúl, «Reformismo y regeneracionismo: el contexto ideológico y político
de la Constitución de Bayona», Revista de Estudios Políticos, núm. 83, 1994, págs. 29-
76.
Sanz Cid, Carlos, La Constitución de Bayona, Reus, Madrid, 1922.
Estatuto de Bayona
(Publicado en las Gacetas de Madrid de 27, 28, 29 y 30 de julio de 1808)

Traducciones del texto


-Acte Constitutionnel de l’Espagne, d’Agasse, Paris, 1808.

Disposiciones normativas relevantes


-Orden de 19 de mayo de 1808, de convocatoria a la Diputación General de
españoles.
-Decreto de 6 de febrero de 1809 en el que se señalan las atribuciones a la Secretaría
de Estado y demás ministerios.
-Decreto de 10 de febrero de 1809, por el cual se ordena que ningún ministro pueda
expedir órdenes en nombre del Rey.
-Decreto de 2 de mayo de 1809, en que se prescribe el reglamento para el Consejo
de Estado.
-Decreto de 19 de julio de 1809, en que se suprimen todas las Justicias que no tengan
nombramiento de S. M., y se manda reemplazarlas con otras que no tengan esta
circunstancia.
-Decreto de 20 de julio de 1809, por el que se crean Milicias urbanas en el reino
para que cuiden de la tranquilidad pública.
-Decreto de 2 de mayo de 1810, en el que se establecen las reglas que se han de
observar interinamente en la educación pública hasta que se ponga en ejecución el plan
general.
-Decreto de 9 de julio de 1810, por el que se suprimen los Juzgados de Provincia de
las Chancillerías y Audiencias, y se determinan los Jueces que privativamente han de
conocer de las causas de que juzgaban aquéllos.
-Decreto de 5 de noviembre de 1810, por el que se fijan las atribuciones de los Jueces
de primera instancia y de los Corregidores.
-Instrucción de 25 de diciembre de 1810, para la Milicia Cívica del Reino.
-Decreto de 22 de abril de 1811 por el que se crea un Consejo de Ministros.
-Decreto de 16 de septiembre de 1811, por el que se suprime la jurisdicción
castrense.
-Decreto de 16 de octubre de 1811, por el que se organizan los tribunales militares.

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