Fantasia Arruinada - Juan Manuel Sosa Porras

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Fantasía Arruinada

©Stregoika

Claro, ya sabía qué era lo que estaba mal: Ese lugar era demasiado hermoso, y totalmente inadecuado
para volarse la cabeza.

Estaba por amanecer. El costado este del cielo se encendía lentamente como una lámpara cósmica de
aceite multicolor. Todos dormían, pues la velada había resultado más intensa de lo esperado, un
completo éxito. Yo iba camino al baño, y mientras lo desocupaban, me detuve a ver el majestuoso
despertar del día. Me recosté en el pasamanos de madera pintada y elevé la mirada como un soñador. El
techo del refugio era de paja, y algunos mechones eran lo suficientemente largos y liberados del atado
para bailar al son de la brisa. Volteé al horizonte, y me di cuenta que aún había la oscuridad necesaria
para que el horizonte no se viera. ¿O si? Esforzando los ojos, podía distinguirse donde terminaba el mar
y empezaba el cielo. Quizá era ese el preciso y corto instante del amanecer en que el horizonte empieza
a aparecer.
—¡Hola! —me sorprendió Jey— también madrugaste. ¿Mucho dolor de cabeza?
—No, estoy bien. Con sed, nada más. ¿Y tú?
—Estaba un poquito adolorida pero con el baño creo que se me quitó.
Me miraba mostrándome una amplia sonrisa mientras inclinaba la cabeza, pasándose un cepillo por su
cortina de pelo negro. Ahogué un suspiro.

Dentro de mí había una peligrosa semilla de algo engañoso, y por algo tan simple como esa sonrisa,
acababa de germinar. La noche anterior, Jey y yo habíamos terminado besándonos, sentados sobre una
de las banquetas que miraban hacia Playa Bendita. Jeimy Peña era una chica con quien yo había soñado
por muchos años. Era un tipo muy raro de chica, y difícil de conquistar, dicho sea de paso. Cuando se
expanden los círculos sociales al entrar a la universidad, y cuando se expanden aún más al empezar a
ejercer y todavía más al tener éxito y empezar a viajar, se da uno cuenta de que hay un enorme esquema
de personalidades, de tipos de gente, y que no es infinito. Jeimy era una persona preciosa, ya que
encajaba justamente en un perfil escaso como el diamante. Era la clase de chica que, cuando la conoces
en la universidad, es novia no del típico macho alfa, sino de un intelectual tan especial como ella, que;
de manera inverosímil, es alguien también amigable. Era una de esas rarísimas chicas que... no tienes
que aparentar para hablar con ella. Aún estando su novio por ahí cerca, podías reír a carcajadas con ella
y no había intriga alguna. Era como hablar con un amigo, con tal transparencia y sencillez. Jey, era de
esas pocas chicas que conoces en la vida cuyo novio te da envidia. Pero envidia existencial, no esa
envidia como cuando ves al más malo del semestre llevarse a la cama a la más hermosa, o besarla en
frente de todos. Una situación de esas invoca envidia animal, o material, si cabe el término. Es como
debe sentirse un macho cualquiera al ser desplazado por el alfa. Pero, Jeimy —y su novio, hay que
decirlo—, simplemente no eran parte de la manada.

La chica era de baja estatura, con un cuerpecito rectilíneo y rellenito.


Su rostro había entrado fácilmente a mi lista mental de los rostros más bellos que haya visto en la vida.
Piel blanca y prolija, que se contrastaba de modo deslumbrante con el negro antracita de su cabello y
cejas, de esa que con el ejercicio o el calor se enrojecen como los fierros de un horno. Sus ojos también
eran negros como debe ser una muestra de vacío éter cósmico. No tenían color, ni una línea, ni un brío
de claridad. Pero reflejaban la luz exterior. Además, estaban incrustados en una esclerótica lustrosa y
diáfana, de color blanco virgen, lisa como el vidrio. Uno no podía evitar reservar una fracción de
conciencia para, al tiempo de hablar o trabajar con ella, contemplarla.
Bueno, basta de suspirar. Entonces, ahí en el refugio en Barú, ella estaba cepillando su cabello húmedo
y mirándome con alegría. Jeimy había terminado con su novio hacía unos meses, y yo había decidido
acercármele, en un arrebato ingenuo de seguridad conmigo mismo. Había tenido un año relativamente
bueno y hasta en sueños me sentía un superhéroe. Tuve la tonta idea de que, si me lo proponía, podría
hacerme novio de Jeimy, ocupar ese privilegiado lugar por encima del rebaño, ser ese ‘él’ más allá de
los estándares gregarios y sus rituales reproductivos. La noche anterior, había sido con poco, mágica.
Charla deliciosa, un poco de baile, juego, risas hasta que duele la panza, bebida y comida… para
muchas parejas hubo sexo, incluso para grupos de parejas. Y mientras eso ocurría, Jey y yo departíamos
con ron, primero sentados y progresivamente echados sobre la banqueta en la playa a unos tres
kilómetros de Playa Bendita. Debieron ser las dos de la madrugada, cuando el tema hablado se agotó.
De vez en cuando, la lucecita de alguna embarcación delataba la línea horizontal oculta por las
tinieblas. Jey reposó la espalda por completo sobre la banca y estiró los brazos. Ambos sabíamos que
ya no había nada más qué decir. ¿Acaso había terminado la velada?. «¿Me animo?» me pregunté.
Como no me respondí nada, me volví a preguntar. Y me dije «sí». La besé, y su reacción fue para mí
como haber esperado durante toda la vida a saber la conclusión de un libro, del que rehúsas leer su
última página solo por no salir del encantamiento. Pero lees la última página y estallas en euforia. Ella
puso su mano detrás de mi cabeza y correspondió dulcemente. Pero hay una buena razón por la que uno
se rehúsa a leer la última página. Es porque la euforia, indefectiblemente se convierte en incertidumbre,
esta en ansiedad, y esta en ominosa depresión.
Me duché. Cuando iba camino a mi cama, un poco a hurtadillas para no despertar a nadie, vi a Jey por
la ventana. El brillo de la pantalla de su teléfono me había llamado la atención. Me pareció que ahí
afuera, en la penumbra, sería agradable un abrazo y un beso. Aún no me se había quitado la cara de
ponqué que se me había puesto desde el beso en la banqueta, y todavía estaba volando. Pero en pocos
segundos habría de precipitarme a tierra, envuelto en llamas y dejando una estela de sangre.
—...No es lo mismo sin ti… ¿de verdad? Ja —suspiró— Exacto, sí. Como volver al pasado, es
aburrido. Es como retroceder a corregir algo en lo que se falló… yo sé que no… ¡Ja! Yo también lo he
pensado. Sería muy paradójico. Volver sería de cualquier modo retroceder…
Jey le ponía la cara a la agonizante oscuridad, de pie sobre la arena, con una mano en el bolsillo de su
pantaloneta y el teléfono en la otra. Era la conversación de ex-novios más rara que había oído. No
estaban discutiendo, ni poniendo a pelear sus egos como gallos. Estaban filosofando… ¡wow!
No obstante la admiración, sentí la amargura de la desilusión clavándoseme como una espada. Jey me
descubrió, no sé porqué, no creo haber hecho ningún ruido. Volteó a verme.
—Tengo qué colgar, te llamo al rato ¿si? ...yo también. Bye.
«Yo también ¿qué?» me pregunté por dentro. «¿Que no están de amigos nada más?». Jey me miró de
una manera muy hiriente. Me sentí como un estorbo, como algo que ella no quería que estuviera ahí,
como un vergonzoso error, un tropiezo, el fango del que se había untado tras una tonta caída.
—Tú y yo somos buenos amigos, sabes eso ¿no? —me dijo.
«¿Otra vez, de verdad, la misma mierda? No, ¿en serio?» me dije, pues era algo me me había pasado
toda la vida, con las ordinarias y ahora con las extraordinarias, como Jey. Ella hizo un esbozo de la
amable sonrisa que me había regalado hacía unos minutos, y dijo:
— Quiero que sigamos hablando, nuestras conversaciones son emocionantes y no quiero perderlas.
«Sí, otra vez, en efecto. Maldita sea la vida» me dije. Otra vez, yo era una ‘amiga’ más. ¿Por qué
demonios era tan difícil que me viera —ella y las otras— como hombre? Las diez o doce veces que ya
me había pasado, había sido con chicas corrientes, nada de malo con ellas, solo que al compararlas con
Jey, pues resultaban no ser sino chicas de rebaño, esas que se conquistan siendo payaso, bailaŕin y
agresivo. No me extrañaba no haberlas convencido, pero Jey… qué dolor. En serio qué dolor. «Debe
estar insegura, nada más. Apuesto a que un beso la transporta a la magia que fue anoche y se le quita la
inseguridad».
Di dos pasos hacia ella y la tomé gentilmente por los brazos. Ella puso su linda cara de frente a la mía,
sin expresión alguna. Cuando acerqué mi rostro para besarla, ella interpuso su mano entre nosotros, a la
altura del vientre. Yo, quedé petrificado. Ella hizo un gesto de desespero, ligero, sacudiendo la cabeza y
arqueando las cejas. Fue tan claro que prácticamente le salió una nubecita con el texto «Pero qué hice,
estúpida». Entonces se fue.
La sensación fue horrible, espantosa. Y más espantosa por conocida que por espantosa. Es decir,
imagina que un loco sádico te secuestra y tortura con un lanzallamas. La primera vez, el dolor es
intenso e inaguantable, y ocurre cuando las llamas consumen tu carne. Luego, el sádico te deja ir. Pasa
el tiempo, sanas, tratas de reponerte de la horripilante pesadilla, levantas la cabeza, sales adelante…
Pero el sádico reaparece. Te tortura una vez más, te deja ir y pasas por todo el proceso una vez más.
Después el sádico vuelve y aparece, y así sucesivamente hasta que tu sistema se cansa. Estás aburrido
del ciclo, y ese aburrimiento es más doloroso que las propias quemaduras. La impotencia de hacer algo,
la no posibilidad de generar algún cambio, el darse cuenta que estás condenado a una pesadilla, sin
escapatoria.
La mano de ella interpuesta, frenándome a la altura de la boca del estómago, eran las llamas que me
quemaban. Ya me había pasado demasiadas veces. Así que, no era la impresión de ser frenado y así
rechazado lo que me dolía, sino la humillante repetición. A decir verdad, había pasado tanto desde la
última vez que no recordaba tal dolor, pero aunque pienses dizque positivo y te auto-engañes, las
heridas están ahí.
Pensé en que debería haber algún mecanismo, biológico o artificial para prevenir eso, ya que tanto
dolor en el alma no debería ser normal en la vida. Tanto es que no se lo desearía a nadie. Ese
mecanismo, pudiera ser una nota legible permanentemente donde uno pueda leer la auto advertencia y
no recaer en correr riesgos. ¿Por qué un dolor tan intenso se puede olvidar? No tiene sentido. O, ¿por
qué recaemos, acaso somos masoquistas?
En un segundo pasaron por mi mente todas y cada una de las veces que fui rechazado. Fue como una
película que vi sin querer haberla visto. En el cuerpo, se siente así: El estómago se encoje en medio de
un cosquilleo eléctrico bastante molesto, algo 99% parecido al pánico. El 1% de diferencia radica en
que el pánico tiene una razón justificada, algo que amenaza tu vida ahí, delante tuyo. También sientes
un dolor en el área del pecho que te hace imaginar cómo instrumentos de tortura trabajan sobre tu
corazón. Una rueda dentada y retorcida, vieja y oxidada que gira inserta en tus tejidos, abriéndose paso
desgarrando de forma irregular, destruyendo y salpicando sangre por doquier.
«Ya no más, qué va. A la mierda. No voy a aguantarme esto» pensé. Al empezar a caminar terminé de
darme cuenta de cuán mal me sentía. Cada célula de mi cuerpo quería entregar la vida y no sufrir más.
Anduve como pude entre las camas y, mientras daba pasos tontos, otra imagen se generó en mi mente.
Era como si una trampa para osos estuviera cerrada sobre mi plexo solar, y cada diente estuviera
desgarrando su propia sección de tejido. Cualquier movimiento, en cualquier dirección, con la mínima
cantidad de fuerza, hacía que más piel y carne avanzaran a través del filo en cada diente de la trampa.
Esa horrible sensación duraría semanas, sino meses, y después, por cruel que es la naturaleza, el destino
o ¿qué se yo? Lo superaría solo para seguir vivo y volver a ser torturado. Pero pensé: «no más, nada de
nada, nanai, hasta aquí fue esta mierda».
Al fin hallé el bolso de viaje de mi amigo Henry. Por alguna extraña razón, todo parecía estar servido
en bandeja de plata. Era mi fin. Hurgué silenciosamente y sentí un inusitado alivio cuando mis manos
se toparon con esa masa fría, maciza y pesada. Lo tomé y examiné si tenía balas. Moví el seguro del
tambor y este salió dando un cuarto de giro. Estaba cargado.
Seguí andando entre las camas, sintiéndome tan terrible como si hubiera sido apuñalado varias veces y
me quedaran por dentro solo unas gotas de sangre. De paso, y era asombroso que me quedara
consciencia para analizarlo, me asombré de cuan mal puede hacerlo a uno sentir una emoción.
Al salir del refugio me di cuenta cuánto había avanzado el amanecer. El cielo ya no se veía negrito sino
azul, y el mar se veía hermoso. Busqué el camino para darle la vuelta a la isla, pues no quería despertar
a nadie y hacer un show. Caminé, aún dando pasos de zombi, hasta donde amarraban los botes. Unos
diez metros más al oeste hallaría el camino tablado que unía los muelles del costado sur de la isla.
Andarlo a esa hora y a solas era una experiencia sobrecogedora. El agua chapoteaba contra los pilares
del entablado, y los pocos botes que había se mecían y yo podía oír como se estrujaban suavemente sus
quillas, como si alguien con fuerza sobrehumana retorciera un tronco.
Qué hermoso lugar, un muelle celado por antorchas agotadas, calor tropical, amanecer despejado, olas
azules rompiendo a lo lejos y dejándome su sonido esparcido a la inmensidad. Ah, y un idiota con un
revólver en la mano, dispuesto a volarse los sesos.
Al fin di la vuelta. Bajé los escaloncitos del entablado, la mitad de los cuales estaban enterrados en la
arena. Estaba en la playa otra vez, y elegí una palmera. Al caminar hacia ella vi por última vez el agua
llegando y volviéndose a ir majestuosamente. La enorme fuerza con que se formaban las olas, se perdía
paulatinamente, hasta que finalmente, sobre la arena, el agua solo era una fugaz película de humedad y
lo único que podía hacer era devolverse. Pero antes que esa película se secara, otra ola venía a morir
sobre ella, para devolverse y convertirse también en no más que brillo sobre la lisa arena. Y así
eternamente. Vivir, morir, morir… llegué a mi palmera y caí sentado. Vi que la arena tenía bastantes
pedazos de corteza de las palmeras y había cangrejitos andando sobre ellos. Pobres, estaban por
presenciar algo feo. Estaba respirando de forma irregular y sudaba frío. Ya era el momento. Tuve el
impulso de voltear a mi izquierda, como si una parte ingenua de mí todavía viviera y creyera que quizá
Jey hubiera estado tras de mí. Pero ¡eso solo pasaba en las películas! Si volteaba, no la vería trotando
preocupada, bajando los escaloncitos de entablado y empezando a gritar mi estúpido nombre, agitando
la mano en el aire. Qué va. Si volteaba, solo vería el entablado y el mar, indiferentes. Sería demasiado
doloroso, así que mejor no volteé. Me dí unos segundos para escuchar, todavía creía idiotamente que
oiría su voz diciendo mi nombre. Pero claro, eso no pasó. Muy seguramente, ni siquiera habría notado
mi ausencia. Claro, si yo fuera esa clase de hombre con importancia, ella no habría interpuesto su mano
para frenarme y no estaría pasando todo eso tan macabro.
Volví a poner mi atención en el revólver. Por como había caído sentado, el cañón se había enterrado en
la arena. Lo saqué y lo puse ante mis ojos. Lo limpié. Sentía un extraño aprecio por el arma, como si
fuera mi única amiga, la única que iba a hacer algo bueno por mí. Quité la arena del cañón y redescubrí
su brillo plateado. Tenía una inscripción: S. & W. Special. Mire hacia arriba para despedirme —¿de
qué?—, y vi la palmera desde aquella perspectiva única. Se curvaba hasta extender sus palmas
majestuosamente allá en lo alto. El viento movía sus hojas y el contraste entre su color y el del cielo,
era de prodigiosa belleza. Algo andaba mal, y lo venía advirtiendo desde que venía andando por el
entablado. Volvía bajar la mirada y vi el mar y sus olas espumosas y cálidas, el horizonte
inconmensurable y el cielo deslumbrante. Pensé en los cangrejitos y en la palmera. Claro, ya sabía qué
era lo que estaba mal: Ese lugar era demasiado hermoso, y totalmente inadecuado para volarse la
cabeza.
Sin querer, volví la mirada al entablado. Estaba como lo había sospechado, vacío. Vacío, como yo.
Cerré los ojos y me puse a trabajar para remediar la situación. Solo veía el interior de mis párpados, un
poco encendidos por la luz. Ya no había más paraíso, ni entablado representando mi soledad. Pero
quedaba el magnifico sonido de las olas, que por sí solo resultaba tan refrescante que quitaba la sed.
También lo eliminé, y en su lugar puse el sonido de una motocicleta. Añadí luego los bajos de un
potente equipo de sonido cercano que penetraban varios muros y llegaban hasta mis oídos, filtrados de
todo el resto de la música y repitiéndose así, aislados, una y otra y otra vez: Turún-tun-tun, turún-tun-
tun... Y por último, añadí los ladridos de varios perros. De vista y oído, ya no estaba en el paraíso. En
cuanto al olfato, quité el aroma salino de la brisa marina y lo reemplacé con el producto de combustión
de gasolina. Como cuando estás encerrado junto a un auto encendido, el aroma natural de una ciudad. Y
en cuanto al tacto, simplemente quité el calor que caminaba sobre mis hombros. En su ausencia
quedaba un frío que penetraba los huesos y se colaba en los pulmones como agua helada. Abrí los ojos.
Lo que había frente a mí era un muro de bloque sin pañete, iluminado por una bombilla incandescente
de luz amarilla. Había vuelto a casa, a la realidad.
Nunca tuve el éxito ni la expansión de círculos sociales con la que había estado fantaseando, ni mucho
menos conocía La isla de Barú, ni ninguna otra, ni el mar. Mi alma estaba tan enferma por la repetición
del rechazo y los fracasos que inclusive había perjudicado mi capacidad de soñar despierto.
«Tú y yo somos buenos amigos, sabes eso ¿no?» y «Quiero que sigamos hablando, nuestras
conversaciones son emocionantes y no quiero perderlas» fue algo que realmente me dijo Jey, pero hace
años y aquí en Bogotá, y lo repitió sin mi permiso en mi propia fantasía. De hecho hacía años que mis
fantasías “románticas” terminaban con mi suicidio. Pero ya no más, ahora sí lo iba a hacer. Tomé un
último aliento y centré los ojos. Volví concentrarme en mi mano derecha, y…. ¡oh sorpresa! Ni siquiera
tenía un arma en la mano.

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