Ay Lina Meruane

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‘AY’

Por LINA MERUANE

Ay, el olor ya se había levantado, lo había removido y revuelto el portazo de tu


padre; yo apenas lo percibía pero él se asomaba al galpón y se ponía la mano sobre
la nariz, sobre la boca, cerraba los ojos y con un hilo de voz nos alertaba del aire
irrespirable, luego lanzaba un suspiro y partía hacia la calle en busca de la esquina.
No era la esquina lo que buscaba, no eran los fierros retorcidos del accidente ni la
sangre de los muertos. Tu padre iba en busca de la mano extraviada. La mano que
habías perdido, Aitana, en algún lugar de la avenida. Ojalá nunca la encontrara tu
padre en los alrededores del paradero, que no hurgara en los basureros, que no
preguntara a nadie por tu mano en el comercio. Tu mano continuaría perdida y tú
no tendrías que irte, Aitana; podríamos seguir aplazando la despedida.

Aguardábamos las dos (sobre todo yo, Aitana, sobre todo) el regreso de tu padre
con las manos vacías. Pasábamos las horas repasando una y otra vez los
pormenores del accidente, del accidente Aitana, ay, la infortunada tarde en que
intentaste alcanzar esa micro que no iba a detenerse. Tan descuidada y
desconsiderada, Aitana, pasaste junto a la cola despreciando la impaciencia de los
que esperaban hacía horas en el paradero: todos esos trabajadores de la
construcción que habían abandonado temprano sus huecos edificios de hormigón,
las inefables secretarias con las tapillas gastadas por la demora, los estudiantes de
uniforme, las madres, sus guaguas. Pero tú no los veías, Aitana, tú apurabas el
paso hacia delante sin calcular el rencor que estabas provocando; eso nos dijo, esa
noche, sin mirarnos el cabo de carabineros, que, haciendo revolotear tu falda,
pasaste junto a los irritables oficinistas asfixiados por sus corbatas.

Ay, qué largas y desesperantes se habían vuelto las colas santiaguinas, siempre lo
comentábamos, cuando llegabas, ya casi de noche: la vastedad de esas filas
interminables como las horas, a la espera de una micro que por fin comparecía para
que todos treparan sus escalones, se acomodaran en el borde del asiento, se
fundieran o confundieran con otros pasajeros, o quedaran aplastados contra las
puertas, sin aliento. Ay, decías, así es el penoso periplo de los peatones, así son
las micros, una mierda que circula echando un humo fétido y contaminando el aire,
así decías al llegar, al sentarte junto a nosotros a comer, es una mierda el transporte
público de esta ciudad. Y eso mismo pensaban los que persistían en la cola esa
tarde: así es, qué vamos a hacer si la micro no se detiene, ya se detendrá alguna,
especulaban. Pero tú no, Aitana, tú no pensabas en nada mientras te colabas como
una ciega, a tropezones; estabas desfalleciendo de hambre y no te percatabas de
las penurias ajenas, solo procurabas acercarte lo suficiente para detener a la
próxima micro, para aferrarte a ella, para adosar tu cuerpo a su chatarra.

Por eso levantaste el brazo y abriste la mano (tu mano ahora extraviada) como una
pancarta, para que te viera el micrero que en ese momento arremetía por la gran
avenida, ay, sí, los carabineros nos fueron contando que la micro se asomó a lo
lejos. Nos explicaron: la micro venía embistiendo la calle colmada de pasajeros que
la habían agarrado en el inicio del recorrido, y en ese momento avanzaba
empecinadamente, abarrotada de brazos y axilas y juanetes; se acercaba al
paradero ladeada por el peso mortal de los obreros que colgaban de sus fierros,
esos cascados trabajadores agitando las manos, saludando a la hastiada cola con
algo de sorna, con las bastas deshilachadas al viento, con los cordones zapateando
una cueca brava en las aceleradas y frenadas del micrero. Es una hazaña, dijo el
cabo compungido, cambiando de tercio, que no se les desgarren los dedos y salgan
volando mientras los micreros se solazan sorteando obstáculos, precipitándose en
furiosas carreras por las avenidas, siempre apremiados por cortar boletos, por
terminar el turno. Mientras el cabo reflexionaba sobre los riesgos del transporte yo
deducía que debía ser por eso que tú no llegabas, Aitana, no llegabas, no, aun
sabiendo que a esas horas ya tendríamos la mesa puesta, la cazuela recalentada,
el pan duro de tostar y retostar; que estaríamos sufriendo la angustia de tu tardanza,
porque siempre sufríamos, sufríamos, ay, sufríamos siempre que te ausentabas,
eso decías, y me mirabas a los ojos subrayando el siempre con esa nueva
arrogancia de universitaria, sí, sonreías sopeando la marraqueta en la cazuela,
explicándonos que era una enfermedad la del sufrimiento.
¿Una enfermedad? ¿Por qué decías eso? Te tragaste el pan ablandado como un
hígado podrido y nos miraste con soberbia, y continuaste diciendo, con el dedo de
esa mano entonces levantado, ustedes sufren imaginando tragedias que no existen.
¿Pero de dónde sacaste eso?, te pregunté retirándote el plato. Te limpiaste los
labios con el dorso de la mano y, aclarando la voz, subiendo un poco más el tono y
modulando, nos explicaste que nuestra conducta, nuestro comportamiento (sobre
todo el tuyo, mamá, sobre todo el tuyo) revelaba los síntomas de una aguda
deformación profesional. Eso dijiste y luego repetiste, ustedes sufren de una aguda
deformación profesional provocada por la experiencia cotidiana del trabajo que
realizan. Cómo me dolieron esas palabras tuyas, esa inflexión altanera que nos
hundía en nuestra ignorancia. Estábamos descubriendo a una nueva hija, la Aitana
universitaria de nuestras pesadillas. Nos quedábamos atónitos ante esa manera
rotunda que tenías ahora al hablarnos, esa insolencia de maestra cincelada por el
crédito universitario que nosotros habíamos decidido avalar con nuestro trabajo, ay,
ese infeliz crédito fiscal que todavía estamos pagando.

Tanto arduo trabajo para que tú nos hablaras de todas esas cosas que aprendías
cada día en el aula, todas esas palabras de tu poderosa mandíbula universitaria que
con tanta energía le hincaba el diente al choclo de nuestra cazuela. Sí, era cierto,
no entendíamos todo lo que nos decías pero no nos importaba, nos alegraba ver
tus manos moviéndose en el aire junto a las palabras, tu cara encendida y sin
deformaciones. Qué palabras más bonitas y raras nos traías. Solo años después
hemos comprendido (sobre todo yo, sobre todo) que era verdad lo que nos decías:
sufríamos porque andábamos viendo muertos a todas horas, porque trabajábamos
días y noches con difuntos. Era por eso que la muerte se nos quedaba pegada, por
eso cargábamos un olor mortecino, por eso entrabas a la casa abriendo todas las
ventanas. Fue para aliviarte que durante ese largo invierno yo dejé las ventanas
abiertas, para que no oliera a muerte. A muerte. Pero ese olor no se iba, Aitana, no
se lo llevaba el viento. La hediondez en el galpón aumentaba y tu padre se
acongojaba, y los vecinos empezaron a quejarse. Que se quejaran todos. Que
llamaran a la policía. Ay, Aitana, a lo mejor tenías razón, tu padre y yo (pero sobre
todo yo) estábamos enfermos de sufrimiento. Una enfermedad crónica para la que
no había tratamiento. La muerte había deformado nuestra manera de ver la vida.
Solo vislumbrábamos el estrago que se desplegaba en las ojeras de nuestros
clientes.

Percibíamos el ocaso inminente en las espaldas retorcidas de las viudas que


llegaban aferradas a unos brazos. Avizorábamos el fin en la mirada perdida de los
huérfanos, esos pobres niños que llegaban junto a sus tíos o abuelos o padrinos a
pagar la urna para sus padres. Ay, Aitana, pensábamos en ellos con desdicha pero
jamás te lo decíamos, nos preguntábamos cuánto les quedaría después del entierro,
cuánto tiempo de vida, cuánto dinero, sí, eso nos planteábamos cada día en el
galpón de atrás, en la funeraria de barrio donde tu padre blandía el cincel y pulía los
féretros; pero él, al menos, podía interrumpir el trabajo en cuanto aparecían los
cadáveres, él torcía el rostro, él daba la vuelta y me dejaba a mí los clientes y sus
papeles: el nombre del finado, la fecha de nacimiento, el certificado de defunción,
las firmas en el contrato, las boletas de servicio, y, al final, el dinero, el dinero todo
junto, nada de cuotas. En nuestra casa no se le fían ataúdes a nadie, sin plata no
llegamos a un acuerdo.

Pero siempre llegábamos, y yo me metía discretamente el efectivo en un bolsillo


mientras les acercaba una servilleta de papel donde pudieran sonarse. Era triste,
era tan atrozmente triste que nuestra felicidad dependiera de sus tragedias, nuestro
presupuesto de sus pérdidas, nuestra comida de sus cadáveres. Pero éramos
felices también, algo felices, porque de sus estrujados bolsillos había surgido tu
fresca felicidad universitaria. Nunca te lo dije, Aitana, pero tu felicidad no me hacía
feliz más que un instante. Tu sonrisa era un puñal que se me hundía en la conciencia
de ser madre: tu felicidad era otra posesión adquirida con esfuerzo, una propiedad
que podía ser arrebatada en un instante. Y tú eras tan descuidada, Aitana. Tan
despierta pero tan distraída. Ten cuidado con tu felicidad y la nuestra, pensaba al
verte en el umbral de la puerta, con tu sonrisa, con la mochila llena de libros. Guarda
bien esa felicidad que nos hace sufrir tanto, pensaba estremecida detrás de la
puerta, con el ojo en la mirilla, y entonces te imaginaba levantando tu dedo
universitario y señalando que nuestro sufrimiento (el mío, Aitana, el mío) era una
aguda contradicción, una distorsión que habita tu cabeza, una forma de neurosis,
y dejándome enredada en tus palabras te alejabas a toda carrera hacia la
universidad.

A mí qué podía importarme que fuera una deformación o una neurosis o
simplemente manía, un pecado de madre, un miedo terrible a perderte, qué más
daba que mi sufrimiento tuviera un nombre dentro de un libro que yo no leería: yo
seguía preguntándome en tu ausencia cuándo nos tocaría a nosotros eso que le
sucedía a los demás. Cada vez que me miraba en unos ojos vacíos que mis manos
cerraban yo me ponía a temblar, yo pedía no ser la última en morir sino la primera:
que no me tocara enterrarte. Aitana, te decía a solas en nuestro galpón, las madres
no estamos hechas para enterrar a nuestras hijas. ¿Cuánto tiempo te lo repetí con
las ventanas abiertas? ¿Cuántos días con sus noches, mientras el frío nos
congelaba los huesos? ¿Cuánto tiempo pasamos tú y yo ahí antes de que llegara
la policía? No lo recuerdo. No me acuerdo de nada, fue como una larga y helada
noche que nunca terminaría, una noche de días y noches en la que pensaba tantas
cosas distintas que parecía no pensar en nada. Y no dormía. Y no comía. Y me
aguantaba, no iba al baño para no separarme de ti. Fue durante esa noche eterna
como un suspiro que comprendí por qué nunca habías querido entrar en el galpón.
Te quedabas en la casa escuchando los martillazos que tu padre le daba a los
ataúdes, sujetando largos clavos entre los labios. Te sentabas a esperar a que yo
terminara de engalanar los cadáveres, de enfundar esas piernas tiesas en unos
pantalones recién planchados, de abotonar camisas, de hacer nudos de corbata, de
ajustar el mejor traje o vestido de la víctima y después cubrir con maquillaje las
manchas de la piel y disimular las ojeras, los ocasionales moretones.

Porque en eso consistía mi trabajo. Los muertos tenían que quedar como vivos, la
muerte debía verse elegante en su despedida, y en eso nos desvivíamos, tu padre
y yo (pero sobre todo yo, sobre todo) aunque tú no quisieras verlo. Comprendí esa
larga noche mientras te acompañaba en el reposo que tenías tanta razón en no
querer meterte entre los muertos, Aitana, la muerte es una enfermedad contagiosa
que terminaría por desquiciarnos (a mí, a mí) y tú lo percibías, tú me lo asegurabas
con tu dedo acusador, mamá, ya no eres capaz de distinguir a un muerto de alguien
que todavía respira, cualquier rictus te parece una mórbida sonrisa, ¿no te das
cuenta, no te das cuenta, no te das…? (¿qué estás diciendo Aitana, cómo no voy a
notar la diferencia yo?), no, mamá, es la distorsión crónica de tu cabeza. ¿Y en qué
lugar de la cabeza está alojada esa distorsión?, te preguntaba con curiosidad, pero
tú no lo sabías, no estabas segura de su ubicación exacta. Tampoco pudiste
decirme esa mañana si la neurosis dolía, se lo preguntarías por la tarde a tu profesor
en la universidad, tomarías nota y vendrías corriendo a señalar sobre mi cráneo el
punto preciso.

Asegurabas que yo sufría de una aguda neurosis pero a mí no me dolía nada aparte
del alma, ay, ay, el del alma era un dolor agudo en todo el cuerpo, me dolió el alma
intensamente toda esa larga noche de espera, y aunque no me creas, Aitana, fue el
alma más que el corazón lo que palpitó rápidamente cuando oímos los golpes en la
puerta. En la cabeza nunca sentí nada, aunque tú insistieras que algo andaba mal
ahí (en mi cráneo, Aitana, sobre todo en mi cerebro), porque yo padecía de extraños
mareos cada vez que te atrasabas, porque yo me desvelaba y salía al patio a
esperarte si daban las dos de la mañana y tú andabas en alguna fiesta, porque
buscaba los números de los hospitales en la libreta mientras tu padre me quitaba el
auricular, ¿qué estás haciendo mujer?, deja de marcar esos números que no pasa
nada, nada, ¿comprendes?

Está bien, bueno, ya, me calmo, me siento, pongamos la tele un rato mientras viene,
y por eso precisamente esa noche me tragué los nervios (era terror, terror, ¿por qué
nunca llamabas para avisarnos?) mientras la cazuela se iba enfriando. Y esperé y
esperamos, para que esta vez llegaras tarde pero no me encontraras al borde de
un colapso; para que no me acusaras de tener un problema en la cabeza incluso
dormité un rato en el sillón hasta que nos despertaron los golpes. La puerta. Debe
ser Aitana (pero yo sabía que no porque tú no dabas esos golpes, tú tenías llaves
de la casa), ¿quién será, quién podrá ser?, ¿un cliente desesperado?, me dije
intentando calmar las palpitaciones de mi alma medio dormida pero a la vez
demasiado despierta, mi alma estupefacta que no comprendía que tenía delante a
los carabineros, la tonta de mi alma que no estaba comprendiendo lo que los
carabineros explicaban esa noche cuando abrimos por fin la puerta y nos
encontramos con esos terribles bigotes, con los inflamados pero solemnes ojos
pardos del cabo que se identificó con rango y apellido y después nos preguntó
nuestros nombres.

¿El señor y la señora García? Sí, sí. Y entonces puso aún más cara de
circunstancia, y nos dijo no supe qué, nos dijo, ¿qué?, ¿un accidente?, yo solo
escuchaba que tu padre me repetía automáticamente que te había arrollado una
micro, ¿una micro?, ay, tu padre me repitió todo otra vez cuando se fueron como si
él mismo no lo hubiera entendido. Según los antecedentes, dijo tu padre que había
dicho el cabo de los ojos pardos, según el informe recibido tú te habías saltado la
cola en el paradero, y al ver que te hacías la desentendida los oficinistas se
enfurecieron, te amenazaron con sus corbatas en la mano, pero también los obreros
se indignaron y empezaron a sacarte la madre (¿pero qué tenía que ver yo, sobre
todo yo, con sus desgracias?), y las secretarias juraron arrancarte los ojos con los
tacones gastados de sus zapatos, y los escolares agarraron piedras, y las madres,
también las madres con las guaguas llorando. Y tú, había dicho el cabo, aunque
quizá dijera y la señorita Aitana García, tu padre no estaba seguro pero daba lo
mismo la formalidad en esa noche fría mientras yo temblaba, que la señorita intentó
esquivar tanto las amenazas como las primeras piedras y se lanzó hacia la calle: te
lanzaste al pavimento, te tropezaste hacia delante (lo sé, te estoy viendo) hacia la
boca abierta del micrero que muy tarde te vio y aserruchó el freno pero ya la micro
se deslizaba hacia delante con todos sus pasajeros.

El micrero y todos ellos pasaron por encima de tu falda y hubo montones de heridos,
señor, señora García, lo siento, y unos cuantos muertos, porque muchos salieron
expulsados en la frenada y cayeron de cabeza, de costado, hasta de pie cayeron
con las hilachas de los pantalones empapadas en sangre, con los cordones
enredados en el cuello, con los labios apretados y los ojos demasiado abiertos, y
debajo de todos ellos, debajo de la micro, ay. Eso fue más o menos lo que nos
dijeron esa noche, lo que tu padre tuvo que volver a explicarme ya casi de
madrugada: que debíamos partir a la morgue de inmediato a recuperar lo que había
quedado de tu faldita floreada de universitaria y de tu mochila, a distinguirte entre
los restos de los demás accidentados. A eso nos abocamos en la penumbra, a
arreglarnos el pelo, a lavarnos la cara, a vestirnos. Mientras tu padre se ponía la
chaqueta yo metía en el termo la cazuela tibia, el arroz desintegrado, las zanahorias
molidas, el repollo recocido y el choclo todavía íntegro sobre la coronta que estaba
segura engullirías para aliviar el hambre. Salimos a la calle desierta todavía
iluminada por unos débiles focos anaranjados.

Espera, le susurré a tu padre, espérate un momento, se me olvida algo, le dije, y él


me miró desconcertado, qué haces mujer, vamos, vamos, ¿a dónde llevas esos
calzones?, pero no alcanzó a disuadirme porque enseguida comprendió que eran
tus calzones, que era tu comida, por si acaso, por si acaso, ¿no te parece?, y tu
padre asintió con una enorme tristeza y me tomó de la mano con la suya llena de
callos, me la tomó con suavidad, como hacía años que no me la tomaba, sujetó
cada uno de mis dedos, y así, como novios desesperados nos detuvimos en la
vereda a esperar un taxi de amanecida que apareció en el acto, a lo lejos, con las
luces todavía prendidas. El taxista no nos preguntó la dirección porque sabía
perfectamente dónde estaba la morgue y no dijo ni una sola palabra durante esos
minutos eternos en los semáforos y tampoco quiso cobrarnos el recorrido: yo
también soy padre de familia, dijo, y tu padre me espetó, vamos, vamos, porque
estábamos apurados por sacarte de esa oscuridad llena de pasillos y de pabellones.

Detrás de una mampara, ahí estaban tu nombre y todas tus pertenencias, ahí
estabas tú, ay, ay, en la camilla, cubierta completamente por esa sábana que yo
quise quitarte de encima pero no, me dijeron, un momentito señora, espere, la
señorita está durmiendo, no la despierte, sí, sí, tu padre dirá que no pero sí, oí clarito
que me decían, está durmiendo, déjela descansar un ratito, y yo suspiré aliviada, y
empecé a llorar despacito y hasta me soné con tus calzones pero me contuve, no
llores, no sigas llorando, a Aitana no le gustan estos escándalos, te va a apuntar
con el dedo y te va a decir que sufres demasiado, que ya te estás imaginando una
desgracia, que tu cabeza deforme. Así que busqué en mi cabeza alguna imagen
tuya que me alegrara, ¿y sabes qué se me vino a la cabeza?, tu cara de chica con
granos de choclo en vez de dientes, qué graciosa te veías cuando hacías eso, y ese
recuerdo me reconfortó, y empecé a reírme despacito pero pronto no pude aguantar
la carcajada, eran unas risotadas estruendosas las que brotaban de mi cuerpo
porque todo lo que veía era esa sonrisa amarilla de maíz, y por más que intentaba
calmarme no podía, y me sacaron de la sala y tu padre se quedó adentro contigo y
los forenses, mientras, afuera, una enfermera me ponía bruscamente una pastilla
sobre la lengua y me obligaba a tragármela con un vaso lleno de agua.

Y yo trataba de no atragantarme con la pastilla que lentamente fue eclipsando la


risa y adormeciéndome. Esas horas en la morgue están sumidas en una modorra,
ay, tenía tanto sueño pero no debía desplomarme, yo tenía que regresar a esa sala
fría donde estabas reposando y destaparte, tenía que acariciar tu ceja abierta y
sangrante, lo único que quería en ese momento de intenso sopor era acariciarte la
mano todavía alzada como pancarta hacia la micro que te vio, sin duda tuvo que
verte porque alcanzó a frenar. Quería acariciarte esa mano pero había
desaparecido. Nos dijeron que todavía la buscaban entre los fierros retorcidos y
entre los arbustos, no sabían dónde estaba, quizá alguien, por error, por un terrible
error, se la había llevado o la había lanzado al basurero, tu mano, Aitana, la mano
del dedo levantado con la que agarrabas la coronta, la mano que había puesto
granos amarillos donde faltaban dientes. Supe que no podrías descansar nunca sin
esa mano, que debíamos esperar a que apareciera, y tu padre negoció con los
forenses para que nos dejaran llevarte a casa mientras tanto.

De ese modo yo te lavaría entera, te curaría las heridas, te maquillaría los moretones
y tendríamos tiempo para que de a poco me fueras contando todo; te preguntaría,
Aitana, no creas que se me olvidó, ¿dolía o no la neurosis?, ¿en qué lugar de la
cabeza se ubicaba ese dolor?, y tú imitarías las palabras altaneras del profesor, y
yo te pediría, cuéntame cómo es esa vida universitaria que tanto te gusta y que yo
nunca tendré, porque ya estoy vieja para eso y nunca tuve plata, sí, tendríamos
tiempo mientras tu mano no apareciera, tanto tiempo, esta larga noche no acabará
nunca, le decía a tu padre cada mañana, cuando él abría la puerta del galpón y me
susurraba, algo inquieto, desde el umbral, que estaba empezando a oler mal, que
olería mal por mucho que te lavara, que hedía incluso con las ventanas abiertas de
par en par, pero yo no le hacía caso cuando empezaba con que era necesario poner
la tapa y martillarla, que ya no hacía suficiente frío, que ya estaba amaneciendo,
que pronto se quejarían los vecinos, que regresaría la policía, que darían vueltas
los ataúdes hasta encontrar la causa, vamos, vamos, me decía tu padre olvidándose
por un momento que yo soy tu madre, que no pueden obli garme a actuar en contra
de mi hija, porque ¿y la mano?, le preguntaba yo, ¿se te olvidó que falta la mano?,
Aitana necesita su mano para asistir a la universidad y tomar notas en su cuaderno,
su mano para parar la micro y regresar por la tarde, la mano con ese dedo levantado
de soberbia, ay, ¡la mano!, y tu padre torcía la vista poniendo cara de perro ultrajado,
tiraba su martillo al suelo, lo pateaba lejos, y sin despedirse de nosotras salía a la
calle dando un portazo. Salía a buscarla.

Nota: El texto original carece de puntos y aparte. Publicamos el cuento con


varios párrafos para facilitar la lectura en este medio digital.

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