Miranda Scarlett O Connor
Miranda Scarlett O Connor
Miranda Scarlett O Connor
ISBN:9781728753867
©Todos los derechos reservados. Queda prohibida, sin autorización escrita de los titulares del
copyright, la reproducción total o parcial de esta obra.
Para aquellos que no se cansan de soñar.
Scarlett O’Connor
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Próximamente
Nuestro catálogo
La velada en la mansión de los Radziwill se presentaba como otro fracaso social para Miranda.
Las hijas de la señora interpretaban a Mozart en la sala de música, aunque hubiera sido más certero
decir que lo descuartizaban. Miranda se abstuvo de comentar algo al respecto, o le dirían que su
escaso conocimiento musical era el que le impedía disfrutar del talento de las niñas Radziwill. Su
madre y su padre habían conseguido eludir el martirio gracias a la edad, Eva se encontraba en el
salón de mujeres con las demás matronas, y su padre, en el de caballeros, haciendo negocios.
—Querida, ven —la invitó la Señora Monroe, y agregó en un susurro—, desde aquí el sonido de
la fuente nos permite escuchar menos.
Miranda largó una carcajada, que hizo a más de uno voltear a mirarla con desagrado. Las
mejillas de la muchacha se tiñeron de rojo, mientras que la señora Monroe, más acostumbrada a las
normas, ocultaba su diversión tras el abanico.
Las butacas estaban colocadas de manera que rodearan el escenario, por lo que tuvo que
disculparse con toda la hilera de invitados para llegar junto a la señora Monroe. Elisa le había dicho
una vez que disculparse era de mala educación; le resultaba absurda esa norma, por lo que avanzó
con un eco de «Lo siento, disculpe, lo siento», cada vez que su falda se rozaba contra una pierna o su
bolso con bordados de perla se enganchaba en algún cabello. Al fin llegó junto a su acompañante, y
se sentó a sufrir la obra.
—Estás muy bella hoy —halagó la mujer en un susurro tras el abanico. Le señaló a Miranda que
hiciera lo mismo. La muchacha la imitó, antes de contestar se cubrió el rostro con el lienzo pintado a
mano que, extendido, dibujaba un lago con cisnes.
—Muchas gracias, usted también.
—El lila es tu color, aunque el verde resalta el de tus ojos. ¿Te has esmerado para agradar a al
señor Paterson? —preguntó Grace Monroe, sin filtro alguno. Una de las razones por las que le
gustaba a Miranda era esa, la mujer no seguía las normas sociales, se asemejaba a los Clark.
—No, no…
—Escuché que pedirá tu mano —insistió su compañera.
—Oh, ¿cómo hace para enterarse de todo? Yo lo supe hace unas horas.
—Tengo mis métodos. ¿Y bien…?
—No me casaré con él, creo que está interesado en Jeniffer ¿no lo creé así?
—Hmmm. —La señora Monroe acompañó el quejido con un enérgico movimiento de muñeca. El
viento le movió los bucles a Miranda.
—¿Qué piensa?
—No quiero sonar cruel, querida, sabes que me caes bien…
—Jeniffer no tiene tanto dinero como yo —completó la señorita Clark, sin muestra de emoción
alguna.
—Eres una niña sensata.
—Lo mismo me ha dicho mi padre luego de comunicarme la noticia, comienzo a sospechar que
no lo soy en absoluto. Resulta que todos conocen el carácter del señor Paterson menos yo… conmigo
era tan encantador —murmuró derrotada. ¿Acaso ningún caballero se fijaría en ella con desinterés?
Empezaba a volverse pesimista y cínica ¡Y ni siquiera tenía diecinueve años! ¿Qué quedaría para
cuando llegara a los cuarenta y aún esperase al amor de su vida?
—Lo importante es que lo has sabido ver. Debes enfocarte en otra clase de hombres, querida,
alguno que ya posea una fortuna, de esa manera sabrás que no lo empuja el interés.
—Gracias por el consejo —finalizó la conversación y cerró el abanico. Ya no se sentía
entusiasmada por el vestido lila tornasolado que estrenaba, ni por las perlas que decoraban su
cabello negro, ni los delicados guantes. Todo el mundo veía en ella la cuenta bancaria de su padre, lo
mismo sería salir con un traje hecho de arpillera. La criticarían por sus formas, la adorarían por su
fortuna…
El martirio a los oídos terminó tras una pésima interpretación de la sonata número 6, Rondeau en
polonaise. Andante. Y les permitió a los invitados pasear por los salones, balcones y jardines de la
mansión Radziwill mientras los sirvientes quitaban las butacas y convertían el auditorio en lo que era
en realidad, el salón de baile.
Miranda divisó a Dylan en la multitud, y el hombre le sonrió a la distancia. Lo correcto sería que
él se acercara a ella, pero la joven Clark no quería perder el tiempo. Le había prometido a su padre
dar una respuesta esa misma noche, y comenzaba a tener un mal presentimiento sobre Paterson. Si sus
padres, a quienes se sumaba la señora Monroe, decían que no era trigo limpio, ella debía ser
cautelosa. Se abrió camino entre el gentío, mientras varias miradas se posaban en ella. La muchacha
ralentizó el paso al darse cuenta de que caminaba como su padre, a grandes zancadas, como si la
vida fuera demasiado corta para menear las caderas en el andar.
—Señorita Clark —exclamó él, feliz de verla, y se presentó ante ella. Le besó la mano
enguantada a modo de saludo—. ¡Qué placer verla!
¡Oh, malditos sean sus padres!, se lamentó Miranda. En esos momentos, todo lo que salía de los
labios de Dylan le resultaba falso y exagerado. ¿En serio se alegra de verme? Al menos finge,
completó para sí.
—Señor Paterson…
—Imagino que su padre le ha comentado de nuestra conversación esta mañana —la interrumpió
Dylan—, me ha dicho que le pertenece a usted la última palabra.
Algo en su tono de voz, el timbre, o lo forzado, le indicó a Miranda que al señor Paterson no le
había agradado demasiado la disposición de su padre.
—Sí, de eso exactamente quería hablar con usted. Me temo que…
—Por favor, conversemos en privado —pidió él, y a la señorita Clark le molestó la segunda
interrupción en menos de un minuto. Miró derredor, varios ojos estaban puestos en ellos, con sus
respectivas orejas, por supuesto. Miranda largó el aire con resignación.
—Claro, tiene razón, aquí no es el lugar indicado. Lo siento.
Dylan amplió los labios en una gran sonrisa que puso incómoda a Miranda. El hombre siempre
parecía dispuesto a pasar por alto los fallos de ella, nunca remarcaba sus errores sociales, y la joven
comenzaba a sospechar de sus intenciones.
—Acompáñeme, busquemos algo de beber. —Brindó su brazo para que Miranda se tomara de él,
y la acompañó a la mesa de refrigerio. En cada intento que hacía la muchacha de expresar su negativa
al matrimonio, Dylan la interrumpía o buscaba una evasiva.
Ya había hablado sobre el clima, las constelaciones, hasta le permitió conversar sobre la
importancia de la nueva línea ferroviaria. Cualquier tópico era válido antes del matrimonio.
Frustrada, con la mente fija en cómo abordar el tema del casamiento, Miranda no se percató de que
Dylan la llevaba por los jardines, ni de la mirada que el hombre lanzó hacia atrás, en busca de su
amigo Robert.
—Como decía —insistió Miranda—, mi padre me ha comentado y quisiera no alentar falsas
esperanzas…
—Está muy bella esta noche, señorita Clark.
Miranda se exasperó. Si volvía a interrumpirla, lo mataría, y entonces no tendría que negarse.
—Por favor, en honor a la amistad de estos días, deseo expresarle las razones que me llevan a
negarme. No quiero que piense que es algo que haya hecho usted ni…
Dylan parecía ajeno a las palabras de la muchacha. Llevó la mano hacia la mandíbula de ella y la
acarició con delicadeza. Miranda se sintió molesta por el avance y retrocedió un paso. Alzó la vista,
y comprendió que estaban solos, las personas más cercanas se hallaban a varios metros de ellos, en
la zona más iluminada de los jardines. La situación era inapropiada, y temió las consecuencias. Por
lo que fue al grano de inmediato.
—Señor Paterson, mi respuesta es no. Me gustaría explicarle las razones, pues lo último que
deseo es herir sus sentimientos —«si es que los tiene», agregó su cerebro cruel— dado que ha sido
siempre tan amable conmigo. No obstante, no me parece que este sea el momento ni lugar adecuado,
si le parece…
El discurso de Miranda fue acallado por un beso. Un beso que no pidió, que le resultó forzado,
violento y asqueroso. Empujó el pecho de Dylan, mientras en el suyo el corazón se le desbocaba por
el miedo y la repulsión.
—¡Por Dios! Deténgase —exigió cuando pudo correr la cara. El movimiento de ella le dio
acceso a Dylan a su cuello, donde comenzó a desperdigar besos como si fueran bien recibidos—.
¡Deténgase!
—Vamos, Miranda. Sé que lo deseas, no sé qué te ha dicho tu padre para convencerte… —Y
comenzó a tirar de la seda del vestido—. ¿Quién más crees que estará dispuesto a casarse contigo?
Estás bien para amante —remarcó apretándole un seno—, tienes la energía y la falta de decoro
suficiente para entretener a un hombre en la cama…
—¡Suélteme! —gritó Miranda, y la risa de Dylan le provocó un escalofrío. Había cometido un
grave error al alzar la voz, había alertado a los invitados de lo que sucedía en las sombras del jardín.
El vestido estaba arrugado por el forcejeo y se veía parte de la enagua por encima del escote. Las
lágrimas comenzaron a quemarle los ojos, y antes de mostrarse rendida, antes de que tomara real
consciencia de la catástrofe en la que estaba envuelta, le dio un sonoro cachetazo a Dylan, y luego
otro, y otro. Hasta que el hombre tuvo que soltar la cintura y dejar sus avances libidinosos en pos de
defenderse del ataque.
Robert, que conocía sus intenciones, apareció junto a su prometida para pescarlos in fraganti. Lo
que debía ser un beso pasional era ahora una pelea de puños. De todos modos, la escena tenía las
mismas consecuencias para Miranda.
—¡Maldito hijo de perra, desgraciado mal parido! —insultaba la señorita Clark, haciendo uso de
un vocabulario que solo Edward podría admirar.
En pocos minutos, los invitados rodearon a la pareja mientras criticaban el accionar de Miranda.
La muchacha, de la impotencia al verse víctima no solo de Dylan, sino de toda la sociedad, cometió
el tercer error de la noche. El primero había sido creer que Paterson merecía explicaciones, el
segundo caer en su trampa… y ahora…
—¡Se ha sobrepasado conmigo! —expresó con la garganta ardida por la ira y el llanto atrapado.
La señora Monroe corrió hacia ella y comenzó a arrastrarla lejos de allí. Mientras rechistaba
para que cerrara la boca.
—¡Se comportó de manera inapropiada! Me forzó con un beso —largaba Miranda entre hipidos
desesperados. ¿Por qué nadie la ayudaba? ¿Por qué todos la señalaban?
—Shh… esa era su maldita intención, y se la has servido en bandeja. ¡Un escándalo! Consiguió
obligarte al matrimonio.
—¡No! Jamás me casaría con ese animal, monstruo asqueroso —y el llanto arremetió para
llevarse el resto de sus palabras, de su voz. No podía ser, su reputación estaba arruinada, ningún
hombre se querría casar con ella, salvo uno… uno que ahora odiaba con todo su corazón.
¿Cómo pudo ignorar la verdadera esencia de ese hombre? La había obnubilado con su buen trato,
con los modos amables que nadie más tenía para con ella. Cayó en su trampa mucho antes de esa
noche, Dylan Paterson llevaba meses tejiendo la red en la cual atraparía a Miranda Clark.
—Lo siento tanto, querida —le dijo la señora Monroe y la envolvió en un abrazo. A los pocos
segundos, se sumó su madre, que se enteró de lo sucedido. El rumor ya había llegado a la sala de
matronas.
El estruendo que le siguió le dijo a Miranda que ya era tarde. El rumor también había llegado al
salón de caballeros, a su padre. Estaba condenada.
Contener a Edward Clark para que no le arrancara la cabeza de cuajo a Dylan Paterson requirió
de diez hombres y tres mujeres.
—Papá, detente —rogó Miranda, y su clamor atravesó parte de la neblina de ira que envolvía al
empresario.
—¡No te creas, maldito parásito, que te saldrás con la tuya! Si crees que el estado de tus cuentas
bancarias es una desgracia, no imaginas cómo será cuando termine contigo. —La amenaza sumió al
salón en un sepulcral silencio, y muchos de los hombres y mujeres que presenciaban la escena
hambrientos de cotilleo decidieron hacerse a un lado hasta saber hacia dónde soplaría el viento. Si
Edward Clark buscaba venganza, no querían caer bajo su yugo.
La señora Monroe se interpuso una vez más, y convenció a Edward de dejar la mansión de los
Radziwill.
—Vamos, encontraremos el modo de solucionar eso —susurró para Eva, quien ejercía un gran
poder en su marido.
—¡Por supuesto que lo solucionaremos! —dijo Eva, tan furiosa como Edward—, solo que
nuestra Miranda va a sufrir las consecuencias.
La muchacha ya no lloraba. Tenía las mejillas rojas y los nudillos blancos. La furia la embargaba
en incesantes oleadas. Por momentos, quería matar a Dylan con sus manos, luego, esa sensación era
reemplazada por el deseo de tortura. Una muerte rápida no sería suficiente.
Y así, mientras las demás muchachas de su edad soñaban con matrimonio, Miranda reemplazaba
esos anhelos con imágenes de habitaciones llenas de armas.
—No me casaré con él —expresó con los dientes apretados—, prefiero comer arañas vivas,
dormir sobre serpientes…
—No te casarás con él —sentenció Edward.
—Tenemos que comprar tu reputación —explicó la señora Monroe mientras le pedía al lacayo
que le avisara al chofer que se marcharían. Desde los ventanales que daban al frente, varias miradas
estaban puestas en ellos—. No hay nada que una obscena suma de dinero no pueda comprar, y
ustedes son vulgarmente ricos.
—Solo una cosa no se puede comprar… —agregó con pesar Eva y abrazó a su hija. El amor no
estaba a la venta.
—Claro, claro. Aunque… —los ojos de la señora Monroe brillaron—, quizá no se pueda
comprar, pero sí se pueda pagar a alguien para que lo busque por nosotros. En algún lugar del
mundo, querida, está el amor de tu vida.
El coche arribó, y Eva detuvo a la mujer.
—Por favor, ya sabe, no somos muy educados, y las formas no van con nosotros. No creo que mis
nervios puedan soportar hasta mañana, ¿le molestaría acompañarnos y explicarnos qué posibilidades
tenemos?
—La compensaremos —agregó Edward, y la señora Monroe sonrió.
—Por supuesto. —Le indicó al cochero que fuera a la dirección de los Clark, y fue seguida por el
coche del empresario. Los cascos de los caballos resonaron por las empedradas calles hasta la
majestuosa mansión de la familia. Los sirvientes recibieron a la invitada imprevista como si fuera
esperada y, sin demora, los cuatro estuvieron cómodos en el despacho del empresario.
En las manos de Miranda, una copa de coñac refulgía con el fuego de la chimenea. Se había
negado a ir al cuarto, quería saber qué le deparaba el destino y no dejaría esa decisión librada al
azar.
—Oh, este coñac es excelente —expresó la señora Monroe, y Edward le indicó a un empleado
que tuviera en bien comprar una caja y la enviase a la casa de Monroe. La mujer volvió a sonreír, los
modos toscos de esa familia no hacían más que incrementar su buen corazón.
—¿Qué más puedo comprar con mi dinero? —pidió el señor Clark—, porque juro que no dejaré
que ese malnacido se salga con la suya.
—Señor y Señora Clark, en unas semanas tengo previsto viajar a Londres. Ya saben, lo suelo
hacer seguido, un hábito que me quedó de la época en la que el señor Monroe vivía.
—Sí, sí, siempre comenta los avances de la moda —asintió Eva.
—Pues bien, mi marido tenía negocios con Lord Thomson, el vizconde de Sameville. Su esposa,
Lady Thomson es una gran amiga mía.
Los tres integrantes de la familia Clark se miraron con desconcierto antes de asentir.
—¿Comprar un título nobiliario? —preguntó Edward en búsqueda de la confirmación a sus
sospechas.
—Sí. Lady Thomson suele amadrinar muchachas americanas, lo hace en beneficio de los
negocios de su marido… Si usted está dispuesto a recibir a Lord Thomson el año entrante…
—Por supuesto —accedió de inmediato, y miró a su mujer para saber si estaba de acuerdo. Por
último, dirigió sus ojos verdes hacia los de Miranda—. ¿Hija?
—Si me caso con un noble, Dylan tendría que entrar siempre detrás de mí en cada velada, tendría
que decirme mi lady y saludarme con una reverencia… —El iris esmeralda brilló por el enojo—, me
casaría hasta con un vejestorio a cambio de presenciar eso.
Eva y Edward sufrieron con sus palabras, les dolía el pesar de su hija. La señora Monroe pareció
divertida por el fuego de la muchacha, a quien apreciaba mucho por ese carácter vivaz.
—¿Qué debemos hacer, además de recibir a Lord Thomson? —inquirió Eva, yendo al grano.
—Por desgracia, tenemos poco tiempo. Deberán completar el guardarropa de Miranda, para que
luzca despampanante; determinar una elevada dote, y dejar lo demás en mis manos. Lady Thomson la
adorará, como lo hago yo. Y sin duda, encontrará para ella el marido perfecto, las habilidades de mi
amiga son legendarias, ninguna de las muchachas que ha presentado en sociedad se ha casado con
menos que el hombre de sus sueños. Tengamos fe…
Eva sonrió esperanzada y se acercó a su hija para abrazarla. La apremió a terminar el coñac y la
acompañó a la cama, como cuando era pequeña, para arroparla ella misma.
—Quizá, Miranda, de todo esto salga algo bueno. Quién dice, tal vez nunca encontraste un esposo
entre los caballeros de Nueva York porque el indicado está al otro lado del océano.
—Mamá… —se lamentó Miranda, sin ganas de seguir llorando.
—No cierres tu corazón, hija. Sí abre los ojos, la mente, y estate atenta, pero no te cierres al
amor por una mala experiencia. Ya verás, el agua se vuelve vapor, y el vapor nube, la nube lluvia…
y así vuelve al río, a su cauce. Tú serás feliz, es tu destino, esta es solo la tormenta que te lleva de
regreso a tu camino.
Cuando Miranda se durmió, Eva bajó a reunirse con la señora Monroe y su marido, tendrían
mucho por hacer en pocos días. Fuera como fuera, convertirían a su hija en la sensación de la
temporada londinense.
Capítulo 2
—Me retiro —se rindió Sir James y bajó las cartas sobre la pana verde.
Solo quedaban Nicholas Payne, Barón de Sunnyvalle, y él. Lord Colin Webb decidió ese instante
para llegar al club.
—Elliot —lo saludó con una palmada en la espalda, impropia en otro ámbito que no fuera ese—,
¿desplumando o desplumándote?
—Estaba por descubrirlo —respondió Lord Elliot Spencer, vizconde de Bridport y heredero del
ducado de Weymouth, antes de volver la vista a las cartas que escondía con cuidado en su mano
derecha.
En otro contexto, la presencia de los títulos de Elliot y Colin en un club de caballeros de tercera
categoría sería tan extraño como un elefante suelto en Hyde Park. La realidad era que ya los habían
expulsado de todos los clubes de renombre, casi siempre por intervención de Lord Weymouth, el
padre del vizconde. Intentaba por todos los medios enderezarlo, hacerlo digno del ducado que
heredaría cuando la muerte se lo llevara. Elliot Spencer tenía otros planes, que su nombre fuera
sinónimo de escándalo, libertinaje y hedonismo. El único verdadero amigo que aún lo secundaba era
Colin.
Ambos lores fijaron la vista en el Barón, que sudaba copiosamente. La conversación dilataba el
momento de enterarse si se había salvado o si su condena era definitiva. Al club de caballeros East
Point lo frecuentaban los deshechos de la sociedad, los nobles quebrados y los juerguistas… Colin y
Elliot pertenecían a los últimos.
—Qué hago aquí no es tan novedoso, me pregunto tus motivos —insistió Lord Bridport y jugueteó
con la cuantiosa pila de fichas que se encontraba como apuesta.
El resto de los hombres prestaban atención a la conversación mientras alternaban con sus propias
charlas, puros y mujeres. El ambiente del club era relajado, sin tantas normas como los respetados de
la sociedad. Entre sus paredes cubiertas de madera, sus salas de juego y el alcohol de mala calidad,
los hombres encontraban un espacio acorde para distenderse y hablar de ciertos negocios. Aunque
las sumas que se manejaban allí no se aproximaban siquiera a las de White, el último club del que
los habían expulsado.
—No quieres saberlo.
—¡Oh! Sí quiero, y esas palabras me invitan a indagar. Celine, querida —llamó a una de las
acompañantes que brindaba el club. East Point no ofrecía servicios de prostitución, sino de
acompañantes. La línea que separaba ambas profesiones era muy delgada, solo la forma y lugar de
pago. En lugar de ser por tiempo y actividad, a una acompañante se la trataba como a una amante por
una noche. Se la llevaba al teatro, se la invitaba a una cena y luego… luego no existía más diferencia
—. Creo que mi amigo necesita consuelo.
A Celine le brillaron los ojos por el deseo y la codicia, mientras que el resto de las muchachas,
incluso la que estaba a su lado, lamentaron la disposición. Marion se apuró a disimular y volver su
atención a Lord Bridport. Él hizo que la muchacha soplara sobre las cartas de manera juguetona,
como si pudiera alterar el azar o el destino. El Barón comenzaba a impacientarse de tanta charla.
Celine se apuró a servir una copa de coñac y a llevársela a Lord Colin Webb, luego se sentó en
el regazo, asegurándose de que su escote quedara al alcance del joven por si deseaba servirse. Colin
era el noble más bello que jamás hubiera visto, con su cabello dorado oscuro, su piel apenas
bronceada por las horas de actividades al aire libre y sus ojos celestes, tan claros y vivaces que
parecían prometer el paraíso. Hasta Marion, que estaba con Elliot, sentía en ese instante un ramalazo
de envidia. Mientras Lord Colin se asemejaba a un ángel, Lord Bridport era un demonio de cabello
rojo y ojos miel, casi amarillos.
—Eso, ¿Qué ha pasado, querido? —insistió Celine mientras calentaba la copa de coñac en sus
manos—. Permíteme hacer que te sientas mejor.
—He terminado mi relación con Lady Anne. Me ha costado un brazalete de diamantes y rubíes, y,
aun así, debí soportar sus lágrimas, sus reclamos y sus gritos mientras dejaba su casa. ¡Por Dios! Y
eso no es todo, semejante alboroto hizo que todo el mundo supiera que estoy disponible —se lamentó
y dejó caer la cabeza hacia atrás. Celine desperdigó un par de besos en la piel del cuello. Si bien
podía anhelar una noche con ese caballero, no era capaz de albergar las esperanzas de las demás
damas que ahora lo asechaban.
La carcajada de Lord Bridport llenó el salón del club.
—¿Dime que no has asistido a una velada llena de debutantes? —se mofó, divertido.
—Exactamente de allí vengo. Mi hermana tiene que encontrar marido, la única soltera de todo
Londres que no me persigue. Por eso adoro a la pequeña Daphne, las demás ladies deberían
parecérsele.
—No puedo estar más de acuerdo —comentó Elliot con picardía, y como respuesta, Colin lo
pinchó con el atizador de fuego. Lady Daphne era tan bella como todos los Webb y, sin esfuerzo
alguno, se había convertido en la sensación de la temporada. Los pretendientes hacían fila tras ella,
aunque tuviera solo dieciséis años; todos estaban seguros de que no necesitaría más temporadas para
hacerse con un marido. Colin no temía por su hermana en las garras de su amigo, Lady Daphne era un
derroche de virtudes, perfecta flor inglesa, educada para llevar un condado o un marquesado…
incluso un ducado. Si Elliot eligiera a Daphne como esposa, haría inmensamente feliz al duque de
Weymouth, y su objetivo en la vida era el opuesto.
—Bueno, terminemos con esto —dijo Lord Bridport antes de bajar las cartas. El rostro del Barón
de Sunnyvalle se desfiguró. Elliot mostraba una escalera real, mientras que Nicholas tenía en sus
manos póker. ¡No podía ser! Había perdido todo—. Otra vez será, mi lord —agregó Elliot sin
emoción alguna. No necesitaba el dinero, si apostaba era solo por diversión, y porque cada tanto le
gustaba perder cuantiosas sumas de dinero para horrorizar al duque.
—Yo… yo —balbuceó el Barón, desesperado.
—Venga, hombre, anímese —dijo Lord Bridport—, esta ronda la invito yo.
Pidió que trajeran whisky para todos, y animó a Nicholas Payne con un par de palmadas en la
espalda. Elliot, ajeno a los chismes y a los círculos sociales respetables, desconocía el golpe letal
que le había propinado al barón con esa derrota. El hombre se había jugado lo que no tenía, sus
cuentas estaban en rojo. Colin, que sí era conocedor de esos pormenores, se atrevió a aconsejarlo.
—Lord Nicholas, puede que me queje de las debutantes, pero creo que esta temporada su
salvación se encuentra en los salones de baile y no en las mesas de póker. Menos, a manos del
calavera de mi amigo.
Elliot Spencer simuló ofenderse, lo que hizo a Marion reír antes de lanzarse a sus brazos a la
espera de ser su acompañante por la noche.
—¿A qué se refiere? —se atrevió a preguntar Nicholas.
—Lady Thomson se ha superado este año, cuatro muchachas americanas. Y déjame decirte, si no
fuera por ese horrible acento y esos modos, hasta me atrevo a resaltar que son bastante bellas.
—Un hombre debería estar demasiado desesperado para casarse por dinero —comentó Elliot,
sin imaginar cuán desesperado estaba Nicholas.
—Creo que tiene razón —murmuró el hombre, antes de ponerse de pie y dejar el salón.
—¿Te lo decía a ti o a mí? —inquirió Lord Bridport.
—Sin duda, a mí, Elliot… tú nunca tienes razón. Por cierto, una de ellas es más escandalosa que
tú. Mi madre le ha prohibido a Daphne hablar con ella ¿puedes creerlo?
—No, si existe una forma de motivar a tu hermana a hacer algo, es pidiéndole lo opuesto.
Ambos amigos sonrieron, pero la idea del escándalo se fijaba cada segundo en la mente de Lord
Bridport. ¿Una americana como la próxima duquesa de Weymouth? Con sus modales atroces, su
acento que alteraba a los ingleses y, como cereza en el postre, un escándalo. Se prometió indagar en
la muchacha más adelante, esa noche, tenía una cuantiosa suma de dinero en el bolsillo, una amante
en el brazo y un amigo que necesitaba consuelo.
—Vayamos al teatro, ¿qué les parece, muchachas?, un poco de diversión para animar a Colin.
Pasearse por Londres con una amante ya se consideraba indecoroso, hacerlo con una
acompañante de un club de mala muerte como East Point… Oh, al duque no le gustaría para nada la
idea.
Colin Webb sonrió, él tenía otras razones para hacer algo escandaloso. Quizá si comenzaba a
correr rumores en su nombre, las cientos de debutantes que se le arrojaban a los pies en cada velada
desistirían del intento. Estaba harto de esquivarlas. Las jóvenes hacían todo por llamar su atención, o
para envolverlo en una situación comprometida que lo empujara a un matrimonio. Cada noche, se
sentía como un zorro en un terreno lleno de trampas. Esperaba que Daphne se casara pronto, para
poder escapar de los salones, pero mientras su hermana tuviera que buscar marido, a él no le
quedaba más remedio que correr por su vida.
—Vamos —accedió y alzó a Celine al vuelo—, un poco de diversión no ha matado a nadie.
La rutina nocturna de Lord Bridport crecía a pasos agigantados, ya era casi una necesidad para él
arribar al hogar a primera hora de la mañana en un estado deplorable.
Lo hacía con experta maestría, tenía serias intenciones de sumarle a su título de vizconde el de
juerguista profesional para hacer sentir orgulloso a su padre. No en vano había optado por la gran
casona ubicada en el centro de la ciudad como lugar de vivienda, su cercanía a Hyde Park le
otorgaba el papel de máximo protagonista en los alrededores, las andanzas del vizconde comenzaban
a recorrer las calles a la par de las noticias más relevantes.
A pesar de estar borracho como una cuba, ni bien atravesó el umbral de la puerta y se encontró en
la calidez del hall de recepción de la casa, fue en busca de su reflejo en el gran espejo que decoraba
ese particular ambiente.
Maldijo para sus adentros, estaba haciendo de la embriaguez un arte, la había domando como una
fiera, algo que comenzaba a detestar. Olía a cigarro, whisky y a perfume barato de fulanas, pero la
imagen que se proyectaba ante él rozaba el límite de lo correcto. Se alborotó los cabellos, hacia un
lado, hacia el otro, contaba como ventaja con el tono rojizo caoba de su cabellera que, a esa primera
hora de la mañana, con los rayos del sol que se filtraban por las ventanas, parecía encenderse como
un fuego ansioso de arder. Comprobó también que el nudo de la corbata todavía mantenía un perfecto
estado... ¡Dios, se desaprobaba a sí mismo! La desanudó, se liberó de la presión de los botones del
cuello y dejó que parte del vello de su pecho quedara expuesto. Perfecto, como toque extra, se quitó
la chaqueta para cargarla sobre su espalda. Un carraspeo cercano interrumpió su puesta en escena. El
reflejo en el espejo le obsequió la imagen impoluta e inexpresiva de Cohan Hurt, el mayordomo de la
casa. Giró con brusquedad para lograr que todo el alcohol que había ingerido hiciera lo suyo. Así
sucedió, se tambaleó ante el hombre, y este no hizo nada para ayudarlo, al contrario, se limitaba a
mirarlo con desaprobación.
La función del Señor Hurt iba más allá del control de la casa y el manejo de la servidumbre, era
una especie de niñero impuesto por Lord Weymouth, el padre de Elliot. Cohan, que superaba por
lejos los cincuenta años, brindaba sus servicios a la familia desde tiempos inmemoriales; de hecho,
conocía a Elliot Spencer, el actual Lord Bridport, desde sus primeros minutos en esta tierra. Había
desarrollado un intenso vínculo con el niño, uno que se mantenía hasta hoy, pero que se encontraba
oculto en los últimos tiempos debido a los inadecuados comportamientos del vizconde. Para Elliot,
haber alterado los nervios de Hurt significaba todo un logro, si el hombre se manifestaba con tal
disconformidad, su padre debería estar al borde del frenetismo. Sabía que la decepción en Cohan
había llegado al extremo, y por tal motivo, con intenciones de regresarlo al buen camino, había
tomado la decisión de transformarse en fuente de información para el duque.
—Señor Hurt, viejo y dulce gruñón, ven aquí.
—¿Le alcanzo una cubeta, milord? —El hombre se manifestaba inmutable. Estaba hasta la
coronilla de los vómitos mañaneros del señor de la casa.
—¿Cubeta? Por favor, ¿acaso te crees que estás hablando con un principiante?
—No, mi lord, en lo absoluto. —La voz de Hurt era grave y profunda, si a eso se le sumaba el
tono de disconformidad en ella, a esas horas de la mañana sonaba como una extraña voz de
ultratumba, un ser del más allá que venía a juzgarlo por los pecados del presente.
—No necesito una cubeta, solo necesito... —Sabía que la combinación perfecta con el alcohol
era un estómago vacío, lo demás sucedía por decantación, aunque esa mañana los cálculos le habían
fallado. Fingió malestar forzando su garganta con movimientos bruscos.
El Señor Hurt actuó con rapidez, desapareció por unos segundos para regresar con la cubeta, no
tenía deseos de exigirles a las doncellas que limpiaran el vómito de las alfombras por décima quinta
vez en el mes.
—Aquí tiene mi lord —dijo Cohan colocando el recipiente frente al rostro de Elliot a una altura
prudencial. Este se aferró a la misma como si fuese una mujer desnuda y él, un hombre hambriento de
cariño.
—Hurt... —Como el vómito que intentaba generar no estaba dispuesto a abandonar su estómago,
Elliot intentó sumar otro estilo de dramatismo al momento— la casa está girando, ¿por qué demonios
está girando la casa?
—La casa no está girando. —Cohan se rendía, al fin de cuentas, presentía que la actitud
descontrolada del joven había llegado a su fin, es más, conservaba en el bolsillo de su chaqueta lo
que consideraba la posible sentencia del vizconde —. Venga, aférrese a mi brazo, creo que lo mejor
es que tome un buen baño.
—Vamos, Hurt, no soy un niño, puedo caminar solo —le reprochó a modo de juego.
—¿Puede? —lo provocó.
—Por supuesto que sí, ¡mírame! —Se alejó del hombre para desfilar ante él, trastabilló adrede
una y otra vez sin llegar a perder el equilibrio—. ¿Has visto? Estoy en perfectas condiciones. Ya te
he dicho que no soy...
—Ningún principiante —repitió Cohan con ironía y desgano—. Ya lo veo. Imagino que no
necesita mi ayuda para subir la escalera, entonces.
—¡Por supuesto que no! —manifestó falsa ofensa—. Puedo ir a mi habitación sin asistencia
alguna. Ten... —le devolvió la cubeta y Hurt la depositó en uno de los peldaños. Dio un paso lento, y
otro... y otro, cuando estuvo a centímetros del primer escalón se detuvo y cambió de dirección, fue
hacia la derecha. Tras unos pasos, volvió sobre sus huellas en dirección izquierda. Hurt estaba a
segundos de perder toda la paciencia, Elliot podía sentir su respiración pesada, se tuvo que obligar a
contener la risotada que nacía en su garganta para no poner en evidencia su maniobra. Sin más
alternativa, hizo lo que tenía que hacer para empujar al hombre al colapso— ¡Hurt! —gritó a
centímetros del oído del hombre— ¡La escalera ha desparecido! ¡Hurt, por todos los santos, alguien
se ha robado la escalera!
—¡Por todos los santos y por todos los demonios! —exclamó Cohan hastiado del
comportamiento desfachatado del lord de la casa. Con total atrevimiento, lo tomó de los codos y lo
guio en la subida—. Nadie se ha robado la escalera. Vamos, camine, temo que, si no voy con usted,
no llegará nunca a destino. De un paso a la vez, mi lord. —Elliot aceptó la ayuda con plena
satisfacción, se dejó manipular como a un niño, hasta se dio el permiso de tropezar para otorgarle
más sentido a la acción del hombre—. Con calma, no vaya a ser que...
—No vaya a ser que... ¿qué? —preguntó para brindar el preámbulo perfecto a lo que continuaría,
finalmente el alcohol se había revuelto en su estómago vacío y ante el movimiento, ascendía
dispuesto a salir de su cuerpo cual volcán en erupción. En segundos, la alfombra de la escalera fue
decorada por un amarillento vómito.
—No vaya a ser que vomite... mi lord —respondió rendido.
—Tarde, Hurt... creo que vomité.
—Ya lo creo, mi lord. Ya lo veo.
Una extraña sensación de culpa invadía a Hurt desde los últimos meses; el hombre había tratado
por todos los medios de suavizar las andanzas del vizconde ante las demandas de información del
duque, pero las últimas salvajes semanas del joven lo empujaron a aunar fuerzas con el mismo en pos
de un beneficio para el futuro duque. Ahora sentía que había tomado la decisión correcta, alguien
tenía que ponerle límites a Elliot Spencer, y la única persona capaz de hacerlo era su padre.
Una vez en la recámara, lo ayudó a higienizarse para eliminar los restos del vómito en su
barbilla, luego contribuyó a desvestirlo para que se metiera en la tina de baño, el agua estaba tibia,
perfecta. Hurt era un hombre por demás precavido y había considerado de antemano todas posibles
necesidades del joven.
—Enviaré a su ayudante de cámara para que lo asista luego del baño, mi lord —le informó,
pretendía dejarlo solo, ya había analizado los posibles pormenores, y considerando la profundidad
del agua, las posibilidades de ahogo eran casi nulas. Casi. Con Elliot Spencer todo era posible,
pensó Hurt refunfuñando para sus adentros. Temía que se quedara dormido dentro de la tina, por tal
motivo decidió utilizar el as que tenía guardado en la manga para capturar su total atención—. Ha
llegado esto para usted —dijo y colocó un sobre lacrado con el sello familiar sobre la pequeña mesa
contigua a la cama—, una misiva de su padre.
Elliot no pudo más que sonreír, sin importar el contenido, para él significaba buenas noticias.
Estaba satisfecho con su desempeño, por fin su presa había caído en la trampa. Y la muy desgraciada
se había hecho desear.
—Pues de ser así, tráemela a aquí. Al duque de Weymouth no hay que hacerlo esperar jamás. —
El sarcasmo salió a flote en la tina, y Hurt comprendió que la borrachera del vizconde era por demás
extraña, de buenas a primeras parecía que había recuperado la compostura de pensamiento.
Cohan Hurt hizo lo que le solicitaron, acercó la carta hasta la tina y Elliot la tomó con las manos
húmedas sin importarle protocolo alguno. Ansioso rasgó el sello lacrado ante los ojos del hombre y
los restos de cera seca se hundieron en el agua tibia.
—Algunos leen junto al hogar, otros en la biblioteca, yo prefiero hacerlo dentro de la tina de
baño —dijo como justificación a su vulgaridad. Romper las reglas ya se había convertido en toda
una disciplina, y había comprendido que, para ser un auténtico fracaso social, debía comenzar desde
puertas adentro, solo así podría trasladar al exterior el hábito de las malas costumbres.
—Con su permiso, mi lord. —Hurt deseaba marcharse, no quería inmiscuirse más de lo debido
en las trifulcas familiares, ya cargaba con la culpa necesaria. Además, cada día, se le hacía más
difícil contener las ganas de tirarle de las orejas a modo de reprimenda. Por todos los cielos,
esperaba que Lord Weymouth le pusiera fin a la locura de su heredero.
—¿No quieres oír las buenas nuevas del duque? —interrumpió la partida de Cohan, Elliot sí
tenía deseos de inmiscuirlo, al fin de cuentas, el pobre hombre, ya casi anciano, había contribuido
gracias a la información que le había dado al duque.
El señor Hurt se detuvo en seco en la puerta, conocía a Lord Bridport del derecho y del revés,
hasta que no compartiera las noticias con él, no lo dejaría partir. La expresión en el hombre fue más
que suficiente, su mirada confesaba una inevitable aceptación.
Elliot optó por hacer un resumen de la misiva, no era para nada necesario compartir los llamados
de atención de su padre, su Excelencia tenía una maravillosa y aristocrática manera de insultar que
prefería reservarse para sí.
—Al parecer, mi padre se ha enfadado por mi actual comportamiento... ¿Mi comportamiento? Me
pregunto cómo se habrá enterado del mismo —dijo escudriñando a Hurt por el rabillo del ojo, era
una invitación a que Cohan se manifestara. Y lo hizo.
—No lo sé, mi lord, intuyo que por cada uno de los habitantes de Londres.
—¿Todo Londres habla de mí?
—Posiblemente.
—Malditos aristócratas aburridos, Dios no permita que me convierta en uno.
—Lo dudo —sentenció Hurt y provocó una gran sonrisa en el rostro de Elliot.
—Eso es lo más bonito que te he oído decir en toda mi vida —dijo a modo de burla. Cohan
resopló con fastidio, comenzaba a comprender que lo que la carta informaba no iba a cumplir
cometido alguno—. En fin... gracias a las habladurías de todo Londres, mi padre ha decidido reducir
mi cuota mensual. ¿Has oído, Hurt? ¿Reducir? —finalizó haciendo un bollo con el papel para
arrojarlo al agua.
No lo podía creer, el duque de Weymouth no era más que un sensiblero que no sabía poner
límites. ¿Qué más tendría que hacer? ¿Qué más? Por lo visto, debía tomar medidas extremas,
medidas que ni siquiera había contemplado aún. Dejó que sus pensamientos vagaran por su mente, la
verdad era que las noches de juerga y póker ya lo estaban aburriendo, ni hablar de que su creatividad
mermaba día a día a causa del abuso del alcohol, aunque no bebía tanto como aparentaba. En fin,
caía en cuenta de que nada de eso había sido suficiente para el duque. ¡Por favor, reducir la cuota
mensual! Como si eso le afectara, cuando de dinero se trataba, Elliot parecía ser amparado por la
suerte más suprema. Jugaba al póker y triplicaba su dinero, apostaba a carreras de purasangre
clandestinas y lo quintuplicaba. Tenía ese don. Aunque quisiera, no podía evitarlo, en consecuencia,
no le hallaba más solución que hurgar dentro de la herida. La presa había sido capturada, ahora
restaba hacer del dolor algo insoportable para llevarla a emitir el último suspiro. La pregunta era:
¿cómo?
La conversación con Colin de horas atrás regresó al instante presente: Las señoritas americanas.
Sí, ese era el tiro de gracia que su padre necesitaba. No precisamente iba a casarse con una de ellas,
de hecho, el plan de casarse con una mujer solo para generar la animosidad del duque era una idea
recién nacida, pero se alzaba como una estrategia majestuosa. Ante todo, debía de comprobar la
mercancía, la misma debía ser digna de repudio y desaprobación general, en consecuencia, conocer a
las tan mencionadas americanas comenzaba a ser su meta primera, luego... luego decidiría qué rumbo
tomar.
—Señor Hurt, esta noche voy a estar afuera. —Recordó que esa misma noche, Lady Thomson
brindaría una fiesta y su padre había confirmado su presencia.
—No me diga —bufó el hombre manteniendo vivo el fastidio, acto seguido, alzó las cejas como
expresión de incredulidad, esperaba que algún delirio nuevo abandonara la boca del vizconde.
—Quita esa expresión de tu rostro. Hoy pretendo jugar a ser el noble que debo ser. —Las cejas
del hombre se alzaron hasta alcanzar límites insospechados—. Ordena que preparen el carruaje para
la noche y uno de mis mejores trajes. Voy a hacer sentir orgulloso a mi padre. —Sonrió con picardía.
Presentía que la suerte volvía a estar de su lado, y nada tenía que ver con caballos o juegos de cartas,
no, era algo mejor... algo que tenía nombre de mujer.
Capítulo 4
Con el afán de convertirse en el máximo detractor de su apellido, Lord Bridport llevaba meses
distanciado de todo tipo de evento social, era algo así como la joya de la corona perdida. Por tal
motivo, su presencia en la mansión Sameville hizo que todas las miradas se posaran en él, en
especial las de las jovencitas. La anfitriona cumplió con su rol y fue a su recibimiento. Para Lady
Mariana, la participación del Lord en la fiesta le otorgaba a la misma la cualidad de máximo éxito.
El vizconde era una de las figuras más ansiadas y reclamadas en la temporada, el título de ducado
que estaba próximo a heredar le atribuía la mejor de las cualidades; sin duda, cumplía al pie de la
letra con las características de esposo perfecto. Ni hablar de su extraña belleza, por no decir poco
habitual en el estándar masculino local. El tono rojizo de sus cabellos le otorgaba aires de llamarada
a su figura y, sin proponérselo, su sola presencia levantaba la temperatura ambiente de cualquier
lugar. Ni mención hacer de las mujeres, bastaba verlas por unos segundos para comprobar que se
entregarían con placer absoluto al seductor diablo de cabello de fuego y ojos amarillos. Porque así
refulgían sus iris bajo la intensa luminosidad de la mansión, brillaban como dos piedras preciosas,
de esas que se consideran únicas.
—Lord Bridport, decir que es un honor contar con su presencia es poco. —Lady Thomson no
sintió pudor alguno ante él, fue libre de manifestar sus pensamientos—. Un pajarillo me ha contado
que usted estaba decidido a recorrer otros rumbos.
—Pues dígale a ese pajarillo que está equivocado, mi estimada. Para mí es un placer asistir a sus
eventos sin importar rumbo alguno —dijo y le ofreció el brazo para escoltarla hacia el centro del
salón. Ella lo tomó con gusto.
—Dígame, Lord Bridport, ¿cuáles son sus expectativas para esta noche? —Lady Mariana quería
saber si debía redirigir su brújula o no, no deseaba invertir tiempo en vano ni generar falsas
expectativas con él.
—Si le soy sincero, Lady Thomson, he venido en busca de nuevos aires, de algo que me
sorprenda. He exprimido hasta la última gota a la naranja londinense y he caído en cuenta de que no
he tenido satisfacción alguna.
—Comprendo. Nada ha saciado su sed —musitó la vizcondesa al hallar lo que buscaba en las
palabras de Elliot—. Creo que ya sé cuál es su problema, mi Lord.
El murmullo generalizado comenzó a mezclarse con la música de orquesta, en ese instante nada
era más importante que Lord Bridport en compañía de la anfitriona. Imposible no deleitarse con su
figura, robusta pero justa, y su altura perfecta. Además, contaba con un exquisito gusto a la hora de
elegir vestuario, el tono azul Oxford de su traje resaltaba no solo el rojizo de su cabellera, sino que
también confesaban las formas torneadas y musculosas de su cuerpo. Como si con eso no bastara, la
delicada camisa crema combinada con una corbata amarillo zafiro le otorgaban a su mirada un efecto
hipnótico, todo él invitaba a la contemplación, no pasaba desapercibido para nadie.
—¿Cuál? ¿Cuál es mi problema? —preguntó con específico interés, estaba allí con un motivo
puntual, y reconocía que Lady Thomson era la única capaz de satisfacer ese motivo.
—Debe ir en busca de otra fruta para degustar.
—¿Otra? ¿Usted cree? —fingió desconcierto. La pobre Lady Mariana no sabía que estaba
cayendo en las dulces redes de su manipulación.
—Sí, por supuesto que sí. Necesita de una fruta exótica. Puedo notarlo.
Una vez en el centro del salón, Elliot hizo un fugaz recorrido visual. Buscaba indicios de su
padre, su presencia, al igual que la de él, era destacable, por distintos motivos, pero destacable al
fin. Eso era la único que tenían en común. Reconoció un sinfín de rostros habituales hasta que
finalmente llegó a uno que le era más que familiar, Daphne Webb, quien hablaba con dos jovencitas
que, a simple vista, le resultaban desconocidas. No recayó en ninguna de ellas, fue en búsqueda del
otro Webb que le interesaba, Colin, que de seguro no se encontraba muy lejos del radar de su
pequeña hermana.
—Creo que la palabra exótica no es la correcta aquí, Lady Thomson —dijo sin quitar la vista
sobre los alrededores.
—¿Y cuál sería la correcta? —La intriga dominó a la mujer. De pronto, la idea de ser la
originadora de un enlace entre Lord Bridport y alguna de las jóvenes que amadrinaba desfilaba en su
mente con uno de sus posibles mayores logros.
—Prohibida —confesó sin hacer contacto visual con ella—. Me apetece una fruta prohibida,
¿conoce alguna, Lady Mariana? —sentenció a modo de cierre final al hallar a su amigo cerca de la
salida a la terraza principal.
—Puede que sí. —La respuesta logró capturar la atención de Elliot, giró el rostro hacia ella
tratando de ocultar la sonrisa que nacía en la comisura de sus labios. Le fascinaba la capacidad
casamentera de Lady Thomson, la mujer no manifestaba escrúpulo alguno a la hora de formar
parejas. Era una auténtica profesional en lo que hacía, no fallaba.
—¡Vaya sorpresa! De ser así, me pongo en sus manos. Sorpréndame.
—Me agrada saberlo, Lord Bridport. —Lady Mariana percibió el deseo de partida en el joven,
comprendía que el vizconde encontraría actividades más placenteras lejos de ella y se lo dio a
entender con esas palabras.
—Ahora, si me disculpa, las amistades demandan mi atención.
—Por favor, disfrute la velada.
—Ya lo estoy haciendo... ya lo estoy haciendo —murmuró por lo bajo mientras se alejaba de
ella.
Atravesó el salón sin miramiento alguno, los presentes le importaban muy poco, la velada en sí le
importaba poco. Sorprendió a Colin que se refugiaba lejos de la multitud de jóvenes.
—¿Qué haces aquí? —Elliot lo sorprendió con su pregunta y con su presencia.
—¿Yo? Creo que la pregunta va más dirigida a ti que a mí. —Bridport lograba hipnotizar a todos
con su mirada y compostura, pero para Colin otra era la historia. Su más que evidente atractivo
destilaba un perfume casi afrodisíaco, las jovencillas, y las no tan jóvenes, se pegaban a él como
moscas a la miel. En ese instante agradeció la presencia de su amigo, para bien o para mal, Lord
Bridport era considerado mejor partido que él, y eso lo libraría de las mujeres por un buen rato—
¿Qué extraño y maquiavélico motivo te ha traído hasta aquí? —indagó Webb.
—¿Necesito de motivos para disfrutar de un evento social de este estilo? —replicó ofendido.
—Por supuesto que sí. Yo tengo mi excusa, solo por eso estoy aquí —dijo haciendo referencia a
su hermana.
—Eres muy sobreprotector, lo sabes ¿no?
—¡Cómo no serlo! Ya conoces la clase de canallas que nos rodean.
—Verdad —asintió Elliot—. Y entre ellos, deberíamos incluirlos.
—¡No digas sandeces! —Colin Webb no se consideraba a la altura de un granuja, por lo menos
no de momento. Conocía a su amigo, él tampoco lo estaba, intentaba serlo, sin lograrlo del todo—.
Hay un límite, y lo sabes.
—Lo sé, claro que lo sé, en mi caso es un título nobiliario, en el tuyo... —dejó abierta la línea de
pensamiento.
—En lo que a mí se refiere, me encantaría que ese fuese un factor de relevancia, por desgracia no
lo es. —Cada tanto, Colin se vanagloriaba de sus atributos, ese instante fue uno de esos—. A
propósito —dijo para cambiar el eje de la conversación—, tu padre se encuentra en el salón de
caballeros y me atrevo a decir que estará más que encantado con tu presencia.
—¿Lo crees? —bromeó con sarcasmo.
—Harás que la velada sea única para él. —Colin intuía las posibles intenciones de su amigo,
todo siempre giraba en torno a lo mismo, el desprestigio social, y no había mayor placer para él que
hacerlo frente a las narices de su progenitor.
—Pues esa es mi intención. Mi existencia halla justificación solo ante la plena satisfacción de mi
padre.
—De eso no cabe duda alguna.
—Creo que puedes dejar a Lady Daphne sola unos minutos y acompañarme. El único sitio donde
no hay debutantes es el salón de caballeros —invitó Elliot.
Colin miró derredor antes de asentir. Su hermana se hallaba junto a una de las muchachas
americanas, una joven de Boston que, pese a ser bastante atractiva, su porte engreído superaba al de
la mayoría de las condesas y conseguía caerle mal incluso a él, que no se consideraba un hombre
prejuicioso. Como fuera, mientras lady Daphne estuviera en compañía de las americanas, ningún
caballero se le acercaría.
—Encantado —accedió y emprendió paso a la par de su amigo. La sonrisa de Lord Bridport lo
hizo poner los ojos en blanco, ya se había rendido al intento de adivinar sus maquiavélicos planes.
El salón de caballeros apestaba a tabaco caro y a coñac francés. Los hombres alzaron la mirada
en cuanto atravesaron el dintel y, por un segundo, el silencio invadió el lugar. La cabellera roja de
Elliot y su sonrisa de dientes blancos prometía escándalo, y si bien, en general los nobles solían
hacer la vista a un lado para congraciarse con él, en la habitación se encontraba uno de los pocos
hombres más poderosos que Lord Bridport. Su padre, el duque de Weymouth.
—Su excelencia —saludó Elliot con una inclinación acorde.
—Lord Bridport, imagino que no debo hacerme ilusiones, que su presencia en la velada no debe
ser interpretada como un regreso al buen camino.
—Por supuesto que sí. Lord Thomson —se dirigió al anfitrión, un hombre que sabía disimular
cuando disfrutaba de una escena, como esa noche—, sus fiestas son legendarias. Si uno quiere
aprender, nada mejor que un buen maestro.
—Muchas gracias, mi Lord —respondió el aludido—, espero que disfrute de la noche.
—Debí suponerlo —gruñó Lord Weymouth por lo bajo. Lord Shropshire intervino en favor de su
amigo Thomson, y lo invitó a unirse a su conversación sobre la comercialización con el sur
americano. Elliot aprovechó que el único molesto era su padre, para sentarse junto al hogar en
compañía de su amigo y simular que estaba interesado en algo de lo que se hablaba.
El título de Lord Bridport era honorífico, por lo que hasta que no heredara el ducado, no tenía la
responsabilidad de administrar más que su casa de soltero. No pretendía cargarse con esas tareas
antes de tiempo. Colin, un poco más maduro en algunos aspectos que él, solía prestar algo de
atención a los temas económicos, aunque siempre lo hacía bajo la tutela de su padre, el conde de
Sutcliff.
—Ya has molestado a tu padre, Elliot —se quejó Lord Webb—, ¿podemos volver al salón?
—Tu hermana es una chica lista, Colin, si fuera tú, estaría más preocupado porque te
comprometan a ti que a ella.
—¿Qué buscas? —insistió Webb.
—Eso, busco exactamente eso —respondió y se dejó caer en el sofá, con el oído lo más cerca
posible de la voz de su padre.
—Mi hijo está decidido a arruinar el nombre Spencer —vociferaba Lord Weymouth—, y Lord y
Lady Thomson, el buen lugar de la sociedad británica. De todos los eventos sociales, tenía que elegir
este para regresar.
—Por favor, excelencia, no se altere —le pidió otro de los caballeros. Elliot sonrió al imaginar
el color rojo fuego de las mejillas de su padre, por desgracia, se parecían demasiado.
—Debería marcharme de inmediato, y mostrar mi desagrado con esta blasfemia, ¡porque eso es
lo que es! Una blasfemia. ¡Americanas! Ni siquiera tienen el honor de un sirviente, que conoce su
lugar, que agradece estar al servicio de la nobleza. No, son unos malditos burgueses que desean
derrumbar el orden, la moral y las costumbres.
—¿Elliot? —inquirió Colin al verlo tan concentrado. Lord Bridport alzó la mano para pedirle
silencio, su padre estaba por mencionar quién le molestaba más que su propio hijo. Que alguien le
hubiera ganado el podio del repudio del duque merecía todo su respeto. Sir Blackson intentaba
serenar a Lord Weymouth, mientras le decía sí a todo. «Tiene razón, por supuesto, claro que es así».
—De por sí, con esos modales atroces que demuestran la falta de educación —seguía la queja el
duque—, pero eso parece no bastar a Lady Thomson. Debimos suponer que una cantante lírica, de
mala muerte, nunca comprendería la importancia de la nobleza británica. Hoy pagamos nuestra
magnificencia, esto es lo que sucede cuando se alivianan las normas. ¡Hay que ser estrictos!
Exigirnos tratar con ellas, incluirlas como iguales en sus invitaciones…
—¡Oh, por Dios! Sus lamentos son interminables. —Elliot se presionó la sien, la migraña esa
noche no tendría que ser fingida. El efecto de la voz de Lord Weymouth era peor que el gin de mala
calidad.
—… Miranda Clark… —El nombre llegó a los oídos de Lord Bridport y lo hizo largar el aire
con alivio. Por fin conocía quién era la receptora del mayor de los desprecios del duque—. Hija de
un obrero analfabeto, y eso no es todo —prosiguió, otorgándole a Elliot el jugoso chisme—, no quiso
casarse con el hombre que la comprometió, y viene aquí a buscar uno mejor…
—¿Ya tienes lo que quieres? —preguntó Colin.
—Casi. De momento, debo corresponder el favor que me has hecho, volvamos al salón, debemos
cuidar atentamente a Lady Daphne.
—¿A mi hermana o a sus nuevas amistades? —La retórica pregunta flotó en el aire. Lord Webb
no necesitó más confirmación que la sonrisa satisfecha de su amigo.
El salón de baile era un abanico de colores y siluetas. Las arañas proyectaban sus luces sobre los
bailarines, y desde los jardines, el aroma de las flores se mezclaba con el de la cera de las velas.
Lady Daphne intentaba por todos los medios quitarse de encima a un pretendiente. El pobre hombre
por poco dejaba un charco de baba junto a los pies de la joven Webb.
Colin estaba que largaba veneno por la boca, Elliot fue el receptor de la mirada suplicante de
Lady Daphne y se aproximó para rescatarla. No fue necesario.
—¿Qué piensa, mi Lord? —preguntó una muchacha con marcado acento neoyorkino al enamorado
de Daphne—, ¿cree que la ciencia puede avanzar lo suficiente con la disección de animales salvajes
o deberíamos de utilizar…?
La expresión de horror del hombre hizo reír a Lord Bridport, que detuvo sus intentos heroicos
para presenciar a la maestra del espanto en acción. Lady Daphne comprendió las intenciones de su
reciente amiga y se sumó a la conversación.
—Ranas —agregó—, creo que deberíamos utilizar ranas. Son fáciles de diseccionar y luego,
cuando las abres…
—Disculpe, mi Lady —la interrumpió el hombre—, creo que… me… llaman. Sí… eh…
—Oh, no lo retengo. ¡Qué desconsiderada de mi parte! Sin duda su presencia debe ser muy
solicitada. Le agradezco el honor de su compañía. —Sin más, volvió la atención hacia la señorita de
bucles negros.
Spencer estaba fascinado, comprendía que estaba ante una digna rival en el escándalo. ¿Sería ella
quien molestaba a su padre? ¿o acaso Lady Thomson se guardaba una mejor bajo la manga?
Recordaba a la del rictus severo que había conversado con Daphne más temprano y la descartó de
inmediato.
—Muchas gracias, señorita Miranda —agradeció la joven Webb.
—De nada —respondió y sus labios, rosas y llenos, dibujaron un mohín que le pareció en
extremo tentador a Elliot—, espantar pretendientes es la única habilidad social que he adquirido
hasta el momento.
—Oh, ya encontraremos… —comenzó a decir Daphne, pero fue interrumpida por Lord Bridport.
—Lamento disentir, señorita —Inclinó la cabeza a modo de saludo—, sin lugar a dudas sus
atributos sociales han robado por completo mi atención. Lady Daphne —Le besó la mano a la
muchacha que conocía desde pequeña. La joven Webb puso los ojos en blanco y buscó con la mirada
a Colin para confirmar sus sospechas. La expresión en el rostro de su hermano le dijo todo, Elliot
tramaba algo—, me haría el honor de presentarme a la señorita.
—Por supuesto… no tengo alternativa —lo segundo fue dicho en un susurro entre dientes que fue
apenas oído por Lord Bridport. La sonrisa de Elliot fue genuina, y se sorprendió al darse cuenta de
que, desde que había arribado al salón de baile, se estaba divirtiendo—. Señorita Miranda Clark, le
presento a Lord Elliot Spencer, Lord Bridport, heredero del ducado de Weymouth.
—Mi Lord —murmuró Miranda e hizo una reverencia como le habían enseñado. La misma salió
algo descoordinada. ¿Ducado? ¿Había oído bien? Comenzó a temblar. Hasta el momento ni los
sirvientes le habían hablado.
—No te he presentado a mi hermano aún —cortó el momento Lady Daphne, y Miranda agradeció
tener que quitar los ojos de ese hombre por un segundo—. Lord Colin Webb, el primero en la línea
sucesoria.
—Creo que no debes explicarle todo eso —la corrigió Colin tras hacer un saludo.
—Es que nadie les ha explicado las mil normas de nuestra sociedad. Las han soltado a los lobos.
—No le crea —se defendió Elliot—, no somos todos lobos.
—Él es el peor de todos —bromeó Daphne, y el color de las mejillas de Miranda subió varios
tonos. No debía mirarlo así, era de mala educación, además ¿duque? ¡oh, Dios! Ese pensamiento
seguía resonando en su mente junto a otros: «Nunca vi ojos de ese color ¿son amarillos?», «¿Su
cabello siempre se ve así, como si acabara de despertar, con los mechones desordenados?», «¿Es
impropio de una dama pensar en un caballero al despertar?». Oh, oh, iba a derretirse en ese mismo
instante. Solo esperaba que alguien más sacara a relucir el tema de las ranas diseccionadas para
salvarla a ella de hacer un patético espectáculo.
—La invito a comprobarlo usted misma —agregó Lord Bridport—, espero no haber llegado tarde
y que aún tenga un baile disponible en su carnet.
—¡Por supuesto! —chilló nerviosa. Lady Daphne tiró de uno de los lazos de su vestido verde
agua con cintas crema para remarcar el error. Miranda comprendió que su muestra de efusividad
estaba mal vista y se atrevió a corregirse—. Me refiero a que está completamente vacío, ¿lo ve? —y
extendió el carné de madreperlas con las páginas casi transparentes.
Daphne se lamentó por no haber sido clara con su reprimenda. Les había tomado cariño a las
muchachas americanas, y deseaba ayudarlas. Comprendía que era una tarea ardua, aunque agradable.
Si no fuera una lady destinada a casarse para seguir siendo lady, y engendrar más lores y ladies,
hubiera elegido ser institutriz. La tarea de enseñar le llenaba el alma.
—No se haga problema, señorita, yo me encargaré de completar más de un baile.
—Ni se le ocurra, mi Lord —intervino Lady Daphne—. Miranda, querida, solo puedes bailar
más de una pieza con el mismo hombre si se trata de tu prometido.
—¡Qué aguafiestas! —exclamó Lord Bridport.
—Alguien debe aguarte la fiesta, Elliot —lo reprendió la muchacha—. Lo siento —la disculpa
fue para ambos y le explicó a su amiga—, no debo tutearlo en público.
—No le diremos a nadie. Colin…
—No, no —se quejó Daphne—, puede que quiera espantar a mis prometidos por una noche, pero
no estoy tan desesperada como para bailar con mi hermano. Vayan, haremos de matronas desde aquí.
Miranda lanzó una mirada hacia atrás en busca de la confirmación de Lady Daphne. Esa
muchacha se había convertido en su aliada, no temía explicarle las mil normas que rompía cada
noche, ni de murmurarle al oído cuando se encontraba ante un sir, un barón, un conde o un… ¿duque?
—Mi lord, me temo que Lady Daphne me ha advertido todo sobre usted, pero no a usted sobre
mí. Soy pésima bailarina.
—Y yo un excelente profesor.
—¿No es de mala educación alardear? —preguntó Miranda con curiosidad. Le habían resaltado
ese defecto a Vanessa en una tarde de té.
—Conmigo no debe preocuparse por las normas, tengo intención de romper todas y cada una de
ellas. Siempre y cuando, usted sea mi cómplice. —Con esas palabras en el aire, la invitó a un juego
que Miranda no estaba segura de saber jugar.
Se posicionaron en la pista, y todos los ojos estuvieron fijos en ellos. La mirada esmeralda de la
señorita Clark, en cambio, no podía apartarse de la ámbar de Elliot. Ese tono que le recordaba a la
miel la tenía hipnotizada y parecía atraer a las abejas que zumbaban en la boca de su estómago. Era
la primera vez que un hombre la atraía de esa manera, y no podía adjudicar sus sentimientos a la
amabilidad, como había sucedido con Dylan.
Comprendía que Lord Bridport no estaba siendo amable con ella, estaba jugando, la estaba
manipulando a su gusto, y Miranda no encontraba la fuerza para resistirse. ¿Por qué, para qué?, esas
preguntas resonaban en su mente como un eco lejano, porque en el momento en que Elliot puso su
mano en la cintura de ella, los pensamientos se le evaporaron. El calor que emanaba el hombre
parecía acorde con el color de sus cabellos, con el tono dorado de su piel salpicada de algunas pecas
cobrizas.
—Me ha mentido, señorita —le susurró él al oído y la piel de Miranda se erizó por completo—,
resulta que usted baila muy bien.
Se sorprendió con esa confesión, y tuvo que volver por unos segundos a la realidad para
comprobar que Elliot no mentía. De verdad se movían acompasados, al son de la melodía. Sus
cuerpos se acoplaban a la perfección, era la primera vez que Miranda no lamentaba su altura que
excedía a la media, pues esos centímetros de más eran los que le permitían tener la vista a la par de
los labios de Lord Bridport.
—Solo con usted —confesó con inocencia. Se refería a que la contextura del hombre y su
experiencia como bailarín la habían llevado a ella a lucirse. Sin embargo, sus palabras tuvieron otro
significado para Elliot, uno que lo hizo arder de deseo. Miranda cerró los ojos por unos instantes,
justo en el momento en el que correspondía un giro. Confió a ciegas en la destreza de Lord Bridport,
en que él la guiaría, la llevaría adonde debían ir.
Y, sobre todo, se permitió unos segundos para soñar. Para borrar la palabra duque de su mente,
para recordar que ese hombre era inalcanzable hasta para la fortuna Clark. Ella había cruzado el
océano para comprar un marido viejo, soso y fundido, que pusiera el dinero por encima de todo.
Aspirar a ese demonio de cabello de fuego y labios rojos era ir demasiado lejos. Solo quedaba
disfrutar de ese vals.
Un giro más, otro. Elliot ya no jugaba, ardía. «Solo con usted», ¿cómo podían esas inocentes
palabras tener un efecto devastador en él? También quería dejarse llevar. No por la melodía, no por
la muchacha, sino por la sorpresa. La sorpresa de encontrar algo que le diera satisfacción y no por
hacer miserable a su padre… por él.
—Abre los ojos —le pidió, y su voz sonó a un ruego. Quería sentir el verde de esa mirada puesta
en él, el brillo en ese iris, saber que era el causante de ese resplandor en ella. Los bucles negros
enmarcaban su rostro oval, de piel clara, de labios rosas y llenos. Las pestañas largas y negras
destacaban aún más su mirada y proyectaban sombras en los altos pómulos.
Y si su rostro comenzaba a parecerle el de una diosa romana, no lograba hallar comparación para
su cuerpo. La forma de su cintura estrecha, los senos que llenaban el escote del vestido, la altura que
le permitía adivinar las largas y torneadas piernas que se escondían bajo la falda.
La pieza llegó a su fin y se detuvieron con poco aliento. No deseaban separarse, ambos eran
presos del mismo anhelo.
—Debo volver —rompió el hechizo Miranda, y tras tantas vueltas en la pista, le costó hallar el
punto en el que Daphne esperaba con su hermano. A su lado, Lady Thomson y Emily los miraban con
expresiones de deleite.
—Claro, permítame. —Le extendió el brazo para que se tomara de él y volvieran junto a los
invitados. Cuando llegaron, Elliot se atrevió a decir—: quizá podría reservarme otra pieza.
—Lord Bridport —lo reprendió Lady Daphne—, como he expresado antes, solo un prometido
puede hacer una doble invitación.
Miranda bajó la mirada, Lady Thomson imaginó que apenada. La realidad era que la joven Clark
había soltado un improperio. Algo como «Maldita Inglaterra y sus endemoniadas normas», por ese
motivo, sintió un tirón en las cervicales cuando escuchó las palabras de Elliot. Un tirón que le
dejaría una contractura de una semana.
—Entonces, no me quedará más remedio que pedir la mano de la señorita Miranda Clark. ¿Con
quién debo hablar?
Capítulo 5
Dos días, ese breve tiempo había transcurrido desde la fiesta de Lady Thomson, y Miranda no
entendía el por qué, pero se sentía traicionada. ¡Ese diablo seductor de cabellos de fuego!
El silencio se había adueñado de ella, y sus compañeras de aventuras, al igual que Lady Mariana,
que se sentía responsable por el hecho de haberla arrojado a los brazos de esa fiera aristocrática
llamada Elliot Spencer, presuponían que la joven se encontraba enfrascada en pensamientos de
tristeza y decepción. Le atribuían un corazón frágil, uno que se había rasgado con la falsa promesa de
una proposición de matrimonio que nunca se concretaría. Estaban por demás equivocadas. Miranda
Clark callaba porque intentaba con todas sus fuerzas adaptarse a las normas sociales londinenses,
por eso no liberaba a sus palabras, unas que estaban cargadas de insultos a mansalva. Si de insultos
se trataba, era una especialista, había aprendido cada uno de ellos de su padre. De hecho, había
aprendido un par de cosillas más. Cuando lo pensaba, el vizconde se merecía una dosis de bofetadas
iguales a las que le había propinado a Dylan ante su comportamiento vulgar y abusivo. El futuro
duque, en cierta forma, se había comportado de manera similar al granuja norteamericano del que
había huido.
Por supuesto, el enfado también se hizo presente en ella. Todas las extrañas e indescriptibles
sensaciones que había experimentado al bailar con el vizconde fueron desterradas de su cuerpo sin
dudarlo. Ni siquiera intentó hallarles sentido, si había algo que detestaba por sobre todas las cosas,
era que se burlaran de ella. Desde su primer minuto en tierras británicas se había sentido atacada de
mil maneras, con desprecios, desplantes y murmullos constantes cuyas únicas intenciones eran
desmerecerla hasta convertirla en la mismísima nada. No le importaba, se aferraba a sus raíces, y se
sentía orgullosa de su procedencia, cargaba a cuestas el apellido Clark con orgullo. A pesar de ello,
comprendía que el juego de Lord Bridport había tenido una intención más profunda y dañina. El muy
sinvergüenza alzaba la vara en el juego de «caza al ratón americano», y ella no se le permitiría. ¡Por
supuesto que no!
—No parpadea. Creo que deberíamos preocuparnos.
Las palabras llegaron a sus oídos como susurros empujados por el viento. Reconoció la voz, era
Cameron.
—Pues, llamemos a la señora Monroe. —Emily era más práctica, abandonó su lugar en la mesa
de té para ubicarse a su lado. Pasó una y otra vez la mano ante los ojos de Miranda para ver si esta
reaccionaba—. Aunque me ofrezco a regresarla a la vida de ser necesario, conozco ciertos trucos
que se utilizan para la reanimación de los terneros.
Miranda pestañeó, caía en cuenta de que se había petrificado, con taza de té en mano, a mitad de
camino. Estaba tan decidida a orquestar una jugada en contra de Lord Bridport que su cuerpo había
entrado en un fugaz estado de catatonia solo para otorgarle el máximo poder a su mente en la
planificación.
—Oh, mira... tu truco ha funcionado —replicó Vanessa con burla—. El solo hecho de compararla
con un ternero fue suficiente.
—¿Te encuentras bien? —preguntó con auténtica preocupación Cameron cuando la vio
parpadear.
—Sí, sí... lo siento —respondió Miranda y llevó la cabeza un poco hacia atrás para librarse del
rostro cercano de Emily que la evaluaba con detenimiento.
—Estás pálida —afirmó la joven californiana sumándose a la preocupación de Cameron.
—No, no lo está —sentenció Vanessa—. Si la observaras desde una distancia acorde, te darías
cuenta de lo equivocada que estás. ¡Dejen de abrumarla! Y dejen que disfrute mi té con calma. Sus
voces son como pajarillos frenéticos y desentonados.
La cercanía de Lady Thomson logró aquello que Vanessa reclamaba, Emily regresó a su lugar en
la mesa, y todas retomaron la ceremoniosa actividad en silencio.
A la vizcondesa se la veía radiante, y la señora Monroe, a su lado, parecía brillar con la misma
fuente de luz.
—La velada comienza a cosechar sus frutos, queridas.
—Por eso es usted la mejor —la aduló Grace, y la mujer sonrió feliz.
—¿Frutos? —inquirió Vanessa, y alzó la ceja en muestra de su desagrado. Lady Thomson le tenía
cariño a la muchacha, aunque nadie pudiera explicarse el porqué. Miranda, esa tarde, agradecía la
compañía de la joven de Boston, pues era la única que la acompañaba en el estado de humor de
hastío, cinismo y desprecio. Ojalá ella pudiera fruncir la nariz así, como si todo oliera mal, o
levantar el mentón como si de un arma se tratara. No, ella era todo transparencia. Su malestar se
evidenciaba y si Lord Bridport estuviera allí, probablemente saborearía su florido vocabulario, su
eruptivo temperamento y… y nada más, tuvo que recordarse.
—Sí, frutos. La atención de Lord Bridport hizo que los demás hombres se fijaran en ustedes.
Las mejillas de Emily se encendieron de inmediato, y bajó la cabeza para que ninguna de ellas
pudiera adivinar su reacción. Cameron fue la única en percatarse, pero no se atrevió a preguntar y
solo le tomó la mano.
—Si son todos como Lord Bridport, se pueden ir al…
—¿Al Hyde Park? —completó Lady Thomson para cortar el improperio—, ¿a pasear con alguna
de ustedes una de estas bellas tardes? Estoy segura de que esas iban a ser tus palabras.
Vanessa contuvo la risa; Cameron y Emily la miraron con algo de pena, y Miranda volvió a
lamentarse por ser tan transparente. Lady Daphne le había aconsejado que el mejor pago para esas
ofensas era la indiferencia, los hombres odian verse ignorados. Pero a ella le habían bastado cinco
minutos de vals para descubrir que no tenía defensas ante Elliot Spencer, lo único que le quedaba era
la furia, y poseía a raudales en su cuerpo.
Porque dolía. Oh, sí, cómo dolía.
No era su juego… no era saber que un hombre así era inalcanzable. No, eran los sueños rotos lo
que le estrujaban el corazón. Era descubrir que los príncipes azules no existen, y que, si los malditos
príncipes pertenecían a esa nobleza, entonces ella no quería saber nada de ellos.
—No nos tengas en ascuas —pidió Vanessa en un tono de irritable sarcasmo—, ¿Qué viejo lord
fundido ha mostrado interés en una fortuna, digo… muchacha americana?
—Vanessa, querida, cualquiera diría que no deseas casarte —la reprendió Lady Thomson.
—¿Cualquiera? No estaría tan segura, mi lady, siempre hay algún despistado.
La mujer rompió a carcajadas, y Miranda, a su pesar, se sumó a las risas. No debía burlarse de la
desgracia ajena, y el matrimonio, para Vanessa, era peor que la muerte. ¿Qué la había llevado a
Londres, por qué su padre se gastaba una fortuna en la temporada? Eso aún era un misterio, y la
confianza entre las muchachas no había superado esa barrera aún.
—El Barón de Sunnyvalle, Nicholas Payne, ha mostrado gran interés en Miranda.
—¿Sabe de mi escándalo? —preguntó la joven Clark.
—Sí, lo siento…
—¿Está fundido? —la interrumpió.
—Casi al borde de la quiebra insalvable.
Los hombros de Miranda se relajaron, y atribuyó la humedad de sus ojos al alivio tras días de
contractura.
—Bueno, es exactamente la clase de hombre que estábamos buscando, ¿por qué perder el tiempo
con los demás? —Las palabras salieron de sus labios llenas de veneno y rencor, y Lady Thomson le
tomó la mano con cariño.
—Porque disfrutar de un baile, de una temporada de fiestas, no ha matado a nadie, Miranda —le
dijo con cariño—. Querida —Le alzó el mentón para que fijara la vista en la de ella—, te observé
mientras bailabas con Lord Bridport, lo disfrutaste, te divertiste, pasaste una hermosa velada. Eso,
para mí, como anfitriona, es todo lo que deseo. Eres lista, sé que no te has hecho ilusiones…
—No, no me las hice —remarcó. Odiaba las miradas de pena de sus amigas y la señora Monroe
fijas en ella. Odiaba que pudieran leer en sus ojos verdes que sí, que existió esa milésima de
segundo, efímera, tan veloz que apenas si existió, en la que la palabra matrimonio en labios de Elliot
la había hecho suspirar. Había aceptado bailar con él sin esperanzas de nada más, se había regalado
el momento, un respiro, lo que decía Lady Thomson, diversión entre tanta obligación. Y había sido
perfecto, una noche como la de cenicienta, para vivir y recordar después. Pero Lord Bridport la
había vuelto una burla con su propuesta vacía, con su broma a costa suya.
—No lo tomes personal —susurró Emily. Miranda buscó a su reciente amiga en el grupo. ¿Cómo
no tomarlo personal?—, es peor si dejas que entre en ti. Créeme —remarcó y con su mano se señaló
—, soy una experta en recibir burlas.
La confesión de la señorita Grant las sumió a todas en el silencio. Tenía razón, era la que peor la
pasaba. Ya habían murmurado a sus espaldas por el mal gusto al vestirse, por lo vulgar de su acento
y, sobre todo, por su figura que no se reducía por mucho que ajustaran el corsé.
—Tienes razón, Emily. No dejaré que un pomposo engreído me afecte, como dijo el doctor C…
—¡Oh, no! —se lamentó Lady Thomson—, han leído esa maldita nota. Tiene a toda la nobleza
cabeza abajo. Quieren saber quién es el infiltrado, pues sospechan que es alguien del círculo.
El cambio de tema alivianó la tensión que caía sobre ellas. Volvieron a llenar sus tazas de té, y a
conversar de moda y banalidades. Cuando llegaron al tema escándalos, el nombre de Lord Bridport
salió una vez más a la luz.
—Ya lo ves, Miranda. Es un hermoso demonio, nadie lo duda —comentó Lady Thomson—,
tentador como solo el pecado lo puede ser. Pero lejos está de ser un buen partido. Su presencia en mi
fiesta ha sido la sorpresa del momento, Lady Ross está que trina, pues su evento fue todo un fracaso.
En cambio, Lady Helen…
—¿Sí? —pidió la señora Monroe.
—Lady Helen espera que se presente en su velada…
—Espero no volver a verlo —comentó Miranda.
—Pues si va o no, no debe afectarte. Enfócate en el barón, y estoy segura de que Lord Bridport te
dejará en paz. Compañía femenina no le ha faltado jamás, no tiene por qué competir con otro hombre.
Imagina, va de aquí para allá con Lord Webb, que es un imán de mujeres, y jamás se ha peleado con
él por la atención de alguien…
Miranda se abstuvo de decir lo que había pensado la noche que lo conoció. Estaba decidida a
mentirse, a no darle ese mérito. La verdad, a la joven Clark le había gustado mil veces más Elliot que
Colin. Ahora podía confirmar lo que descubrió en Nueva York, era pésima jueza de carácter. Ese
don, tan propio de sus padres, se había saltado una generación con ella.
—Hay niveles de belleza que son una maldición. Rayan el absurdo, y le otorgan a su poseedor el
mismo resultado que el de la fealdad extrema. Nadie, en su sano juicio, querría fijarse en alguien así
—agregó la señorita Cleveland.
—¿A… qué te refieres? —preguntó Emily, incómoda.
—Un hombre como Colin Webb siempre tendrá un ejército de mujeres a sus pies. ¿Se conformará
con una sola? Lo dudo. Quien se una a él estará condenada a los celos, a la envidia, a la codicia de
las demás. Un infierno peor que el de amanecer todos los días junto a un hombre cuyo rostro nos
repele.
Las palabras de Vanessa la ayudaron a justificarse, a mentirse diciendo que compartía su visión,
que era objetiva, analítica y cínica. Nada tenía que ver con el encanto de Elliot y su incapacidad de
pensar en otros hombres. Lady Thomson reprendió a Vanessa por sus palabras, que parecían haber
deprimido en demasía a la pobre Emily. Miranda sintió una inmensa curiosidad por indagar de dónde
venía tanto odio y desprecio.
—Bueno —interrumpió Cameron—, si de algo no nos tenemos que preocupar es de Lord Webb y
Lord Bridport. Ambos tienen dinero, belleza y poder. Fuera de nuestro coto de caza.
—Exacto —agradeció la señora Monroe la interrupción—, además, por lo que escuché, son unos
libertinos y juerguistas. Nadie querría que sus hijas se casen con hombres así.
—Lord Webb terminó su relación con una amante hace unas semanas —contó Lady Thomson—,
una joven viuda, Lady Anne. La mujer hizo un escándalo que dio por tierra cualquier intento de Lord
Webb de mantener su vida privada en las sombras.
—¿Lord Bridport tiene una amante también? —preguntó Grace, y a Miranda se le cortó el aliento.
—No, nunca tuvo una querida. Elliot Spencer es un calavera, pero es el más enigmático de ellos.
Nunca se sabe qué sorpresas dará, es como si deseara probar el límite de la sociedad, cuánto pueden
tolerar antes de repudiarlo por completo. Por desgracia, las amantes discretas y mantenidas no son un
sabroso escándalo. La mayoría de los nobles las tienen, son… y lamento decirlo frente a estas
inocentes señoritas… son una muestra de poder, de lujo y de dinero. Poder mantener a una amante es
lo que separa a un noble bien posicionado de uno al borde de la quiebra.
—Entonces, no tengo de qué preocuparme con el barón. Es evidente que, si está dispuesto a
casarse con una americana, es porque no tiene dinero para una amante.
Deseó que esa certeza le trajera algo de paz, de serenidad. Al fin de cuentas, estaba a un paso de
conseguir lo que había ido a buscar, un marido noble que limpiara su reputación y que le permitiera
volver a Nueva York como una baronesa.
Intentó pensar en Dylan Paterson, en su rostro cuando tuviera que decirle mi lady e inclinarse ante
ella. Imaginó cómo se las haría pagar cuando volviera. Cerró los ojos con fuerza para visualizarlo.
Cuando lo hizo, otra imagen se hizo presente, otro hombre, otro rostro, otra humillación: Elliot
Spencer.
Capítulo 6
Miranda estaba hasta la coronilla de Londres y de la aristocracia inglesa. Extrañaba su hogar, a sus
padres y a las flexibles normas sociales que la habían rodeado desde nacida; deseaba regresar a ello
lo más rápido posible. No iba a engañarse, no había cruzado el océano en busca de amor, el amor
solo se encontraba en las novelas que Emily leía a escondidas para no ser criticada a viva voz por
Vanessa. Ella era práctica, reconocía los fines comerciales de la unión que había ido a concertar, y
ese mismo análisis mental la llevaba a reconocer que no debía perder más tiempo del necesario. La
temporada de debutantes y caza de maridos recién iniciaba, y Miranda no tenía la más mínima
intención de disfrutarla en su totalidad. No importaba lo que Lady Thomson dijera con respecto a la
paciencia y a los tiempos, la joven Clark vislumbraba un nubarrón sobre su cabeza, no iba a abrirse
el cielo para ella, los rumores de su persona, peor aún, el cotorreo barato que desperdigaba por toda
la ciudad la falsa proclamación de su virtud perdida, no iba a desaparecer de un día para el otro.
Comenzaba a comprender la dinámica de los hombres que se le acercaban, los pocos que lo hacían
buscaban disfrutar de placeres que nada tenían que ver con el matrimonio; solo el barón de
Sunnyvalle parecía dispuesto a una relación con futuro conyugal, por supuesto que era movido por el
vil dinero, algo que a Miranda no le importaba, al fin de cuentas, los dos tenían motivos, él requería
de una fortuna y ella, de un título.
Invertir sus pensamientos en el hombre era más que una estrategia lógica. Si se lo proponía,
podría llegar a considerar los atributos del barón como agradables y aceptables. Apenas superaba
los treinta y cinco años, y los rasgos faciales no demostraban aptitudes comunes de rudeza, de hecho,
cuando sonreía era más atractivo de lo esperado. Por supuesto no resaltaba por sobre la media, ni
dejaba un reguero de mujeres tras sus pasos. No, no tenía actitud desafiante, ni parecía un granuja
descarado con una mirada hipnótica. No, no destilaba un perfume de masculinidad endiablada, ni
tenía cabellos revueltos comparables a llamas embravecidas...
¡Elliot Spencer!
Con esa facilidad regresaba a su mente. Cada pensamiento que germinaba en su cabeza parecía
entrelazar sus raíces a las de él. Y no era porque ella no pudiese olvidarlo, él le había arrebatado esa
posibilidad, cada día se encargaba de torturarla, de recordarle que estaba ahí, esperando por ella. El
muy desgraciado fingía intenciones de cortejo, y ella se había visto forzada a rechazar cada una de
sus invitaciones: un paseo en carruaje, una caminata por el parque, flores...
La presencia de la señora Monroe en la biblioteca la abstrajo por un momento de sus
pensamientos.
—Hasta que te encuentro... —manifestó la mujer con un deje de desaprobación. Miranda
encontraba placentero el hecho de recluirse en la biblioteca, escribía cartas a sus padres y se
enfrascaba en cualquier lectura con tal de mantenerse ajena a las actividades sociales—. ¿Se puede
saber qué haces con tanta buena predisposición? —demandó con cortesía mientras se acercaba a
ella. Examinó con discreción la hoja sobre la cual estaba escribiendo.
—Estoy haciendo un listado de los puntos a favor y los puntos en contra del Barón Payne —
expuso con total calma, era muy común en ella hacer listados para evaluar los posibles claroscuros
de determinada decisión.
—Vaya, qué alternativa interesante. Dime ¿qué resultados te ha arrojado el ejercicio? —Miranda
exhibió ante ella la lista. La mujer pasó los ojos de manera fugaz por la misma. Repitió un par de
ítems que le resultaban por demás llamativos—. No es un viejo baboso y barrigón —agregó—, yo
resaltaría ese punto, cielo, su contextura física habla por sí sola, si sabes controlar los futuros
excesos, es muy posible que llegue a la vejez sin barriga alguna.
—¿Usted cree, señora Monroe?
—Conozco a otros miembros de la familia Payne, dalo por hecho. —Haciendo una raya debajo
de lo escrito, Miranda resaltó el punto a favor. Grace continuó en silencio: Título, modales, sin
rastros de libertinaje. Finalmente llegó a un ítem que se repetía en los dos puntos de análisis: el
dinero—. Espera, me has confundido ¿casarse por dinero lo consideras a favor o en contra?
—No he encontrado el equilibrio con respecto a ello. Por un lado, en lo que a mi situación
respecta, su necesidad de dinero favorece mi posición y la posibilidad de enlace. Por el otro, lo
convierte a él en un cazafortunas, y ya he tenido mala experiencia con uno de su calaña.
—Oh, eso te pone en un aprieto, ¿verdad? —La señora Monroe la provocó con cierto aire de
picardía. El barón era una buena alternativa de enlace, pero no era la única, Miranda se estaba
apresurando.
—No lo sé. —Eso se escapó como un suspiro por entre los labios de Miranda, la mujer
aprovechó el momento de debilidad.
—Deberías anotar eso en tu lista.
—¿Qué?
—La duda. La duda nunca es buena compañía. —Aprovechó el hilo de sus propias palabras y
contribuyó a hacer esa duda más extensiva—. Hablando de compañía, hay alguien muy dispuesto a
reclamarla a como dé lugar —dijo entregándole una nueva nota cuyo remitente no tuvo que ser leído
por Miranda, intuía su procedencia—. Antes de que te lo preguntes, sí, ha enviado más flores.
El vizconde se estaba convirtiendo en una piedra en el zapato, una muy molesta, Miranda estaba
llegando a creer que la reclusión definitiva era su única salvación.
—¡Pues que regresen a su origen!
—¡No puedes hacer eso! —exclamó Grace hastiada del comportamiento de la joven Clark para
con el vizconde.
—Ya lo he hecho —refutó ella como argumento.
—Exacto, y ya no puedo permitírtelo, no es cortés de tu parte tal comportamiento.
—No es cortés de su parte tal comportamiento insistente ¿acaso no entienden el rechazo los
ingleses?
—Por supuesto que no, la palabra no está en su vocabulario.
En ese instante, recordó lo dicho por Lady Thomson: una vez que conozcas a los ingleses,
comprenderás lo que significa pender de la delgada línea que separa el amor del odio, ellos
provocan los dos sentimientos en simultáneo. Para Miranda, esa apreciación ya carecía de sentido,
en la balanza de sus emociones solo un lado colapsaba por su propio peso.
—Si acepto las flores, va a pensar que cedo a sus caprichos.
—¿Y qué te hace pensar que eres un capricho? —A Grace le interesaba conocer los motivos que
generaban tanto desprecio en Miranda para con el vizconde, su comportamiento era llamativo por
donde se lo mirara. La muchacha parecía decidida a detestarlo.
—¡El sentido común! —esbozó con aires de fastidio—. Ningún hombre en su sano juicio y con
semejante rango de nobleza aspiraría a una mujer como yo.
—Miranda, no te desmerezcas, por favor, cielo.
—No me desmerezco, sé lo que valgo… valgo cada centavo que mi padre ha ganado. Por fuera
de eso, ya sabemos lo que opinan de mí.
—Definitivamente, comenzarás a juntarte más con Emily y Cameron, y menos con Vanessa. Su
actitud es contagiosa.
Miranda se preguntó si la muchacha de Boston cargaba consigo una experiencia tan penosa con
los hombres. Como fuera, ella no tropezaría dos veces con la misma piedra. O peor, con una aún
mayor. No había podido evitar escuchar los rumores sobre Elliot en las pocas ocasiones en las que
dejaba la casa de alquiler de la señora Monroe, y hasta para ella eran escandalosos: acompañantes
de una noche, apuestas desorbitantes, peleas en el puerto, paseos en los bajo fondos. Su imaginación,
siempre desbordada, se veía extralimitada por las andanzas de Lord Bridport. ¿Y pretendían que lo
tomara en serio? No, jamás, Miranda Clark no era tan tonta.
No era capaz de imaginar qué esperaba conseguir de ese cortejo, pero estaba segura de que nada
bueno.
—Niña, deja de rumiar —la reprendió la señora Monroe—, o será el barón quien sume arrugas a
su lista de puntos negativos. Ya tienes dibujado el ceño.
—Lo siento, es la conversación. Cuando leo no me sucede.
—De todos modos, debes prepararte para la velada de Lady Helen. Aún me sorprende que nos
haya incluido.
—Ya oíste a Lady Thomson, lo hace para no ser menos que ella. Quiere su dosis de escándalo,
mala suerte, porque no pienso darle el gusto. —Miranda se puso de pie con determinación—. Esta
noche seré toda una muchacha inglesa —e intentó alzar el mentón como hacía Vanessa. Sus ademanes
torpes tiraron el tintero sobre el papel en el que hacía su lista—. ¡Maldición!
—¿Decías? —se burló la señora Monroe.
—No es gracioso.
—Es un poco gracioso. Ven, tomemos el té antes de que te ajusten el corsé de noche, y relájate —
aconsejó—, sé tú misma. No todo es falso, los sentimientos siempre son genuinos, solo debemos
aprender a mirar.
—Sí. Mis sentimientos son genuinos —remarcó al ver el sello de Lord Bridport en la nota sin
abrir—, por ejemplo, empiezo a detestarlo con todo mi ser.
—Debemos aprender a mirar… —murmuró la señora Monroe para que Miranda no la oyera—,
solo mirar.
Una brisa suave refrescaba la noche y la hacía tolerable. El vestido de Miranda era de seda
violeta, y la falda se abría para dejar ver la tela clara de abajo, dando un efecto de cuento de hada.
L’mer en esa ocasión se había esmerado con los detalles, y sin llegar al mal gusto, había decorado el
escote con un bordado a mano en hilos de plata. La cabellera de la joven Clark fue alzada en un
intrincado moño que dejaba algunos bucles negros al descubierto para enmarcar el rostro, el broche
de perlas brillaba entre los mechones azabaches. La muchacha se permitió unos segundos de vanidad
frente al espejo, le gustaban sus vestidos neoyorkinos, cargados y lujosos, pero debía admitir que los
británicos en ese tema llevaban la razón. Menos es más.
—Estás preciosa —la halagó la señora Monroe.
—Tú también. —Miranda hizo una exagerada reverencia ante Grace, quien lucía como una reina
en opinión de la joven. Al ser una matrona podía usar colores vivos que resaltaban su tez y su forma,
además, las joyas no estaban prohibidas para ella.
—Debemos ponernos en marcha. Según me dijo Lady Thomson, quienes no somos de importancia
jamás debemos llegar tarde. De ese modo, cuando arriban los lores prestigiosos, el salón puede
alzarse en cuchicheos.
—Oh, entiendo. La norma de «no alardear ni ser un engreído» solo aplica a nosotros. Ellos
quieren toda la atención.
—Exacto. Sabía que aprenderías rápido. Ahora, vamos.
—Sí mi sargento —exageró el gesto del saludo militar antes de seguirla. La señora Monroe subió
al carruaje entre carcajadas. Tendría que corregirla, pero le daba pena hacerlo. En breve pasaría a
ser esposa, luego madre, y los juegos de niños serían algo que observaría en sus hijos sin jamás
volver a experimentar. No se lo arrebataría antes de tiempo.
El camino a la mansión de Lady Helen se hizo eterno. La temporada londinense se encontraba en
su apogeo y la cantidad de carruajes que se dirigían a la zona de las mansiones de los nobles era
increíble. La mayoría de ellos llevaban los escudos en ambos lados y uno podía adivinar quién
viajaba en su interior. Miranda intentaba recordar los nombres, rangos, relaciones y demás
información que le dictaba la señora Monroe. Tomó la dramática decisión de anotarlos en su libreta
de baile.
—¿Qué haces? —la reprendió Grace—, ¿y si alguien desea invitarte?
—¿Crees que eso sucederá? Además, dejo algunas páginas libres, es solo para no volver a
cometer errores. Señora Monroe —se lamentó la joven y atrás quedaron los chistes—, extraño mi
casa, mi gente. Aquí me siento como un elefante en una cristalería.
—Querida, ánimo. Ya te adaptarás —la alentó la mujer.
—No sé si quiero hacerlo. —Se dejó caer sobre el sillón de pana del carruaje—. No quiero
encajar, es como este maldito corsé, aprieta por todos lados. Me gustaría que no hubiera nada de
malo en ser yo.
—No hay nada de malo contigo.
—Pues díselo a ellos —señaló Miranda, en el momento exacto en que se adentraban a la mansión
de Lady Helen. Su carruaje debía aguardar, por más que hubiera llegado antes, a que los de mayor
rango descendieran primero. A ella, eso le resultaba una injusticia más de tantas.
Descendieron y se dirigieron a presentar sus respetos a la anfitriona. Lady Helen escrudiñó a
Miranda y a la señora Monroe de arriba abajo. La joven Clark se impacientó, casi podía escucharla
pensar: «casi parecen seres humanos, aunque sean americanas». No estaba muy segura de si debía
hacer algo, como una reverencia, o como mono, para confirmarle que del otro lado del océano solo
vivían salvajes. La mujer las dejó marchar cuando el conde de Sutton arribó y fue, aduladora, a
saludar al lord.
El salón de baile no era ni tan grande ni tan lujoso como el de Lady Thomson. La cantidad de
invitados se apretujaban unos junto a otros, y los lacayos apenas si podían pasar por el gentío con las
bandejas llenas de limonada. Nada de champán, el único alcohol disponible era para los caballeros
en el salón destinado a ellos.
En la multitud, encontró a las demás muchachas americanas y se dirigió junto a ellas. La señora
Monroe se sentó a la derecha de la madre de Emily y entre ambas generaban una ventisca constante
con los abanicos.
—No entiendo cómo pueden estar tan apretados sin morirse, parece vacas en un corral —se
quejó Emily, sonrojada por el calor.
—No creo que les agrade tu comparación —se rio Cameron, por lo bajo. Sus modos sureños eran
correctos y medidos, si bien no había nacido para ser lady, se notaba que la habían educado para ser
esposa y madre de uno de esos hombres que terminaban en la política americana.
—Tienes razón —agregó la californiana—, las vacas en mi rancho están menos hacinadas. Nos
gustan los animales.
—¿Rancho? —preguntó Vanessa con cierta curiosidad—. Tenía entendido que el dinero de tu
familia venía de las minas de oro.
—Eso fue después, de pequeña teníamos el rancho, que no daba mucho dinero. Creo que me voy
a poner nostálgica… luego mi padre encontró oro en nuestras tierras y un día me desperté y era esto
—se señaló con desdén.
—Eres hermosa, Emily —la reprendió Miranda. La joven Grant no dejaba de destruir su ego con
cada palabra. Sabía que en parte era por culpa de sus padres, que la querían, pero que no sabían
cómo encajar en la sociedad a la que ahora pertenecían. Les habían abierto las puertas por el dinero,
y eso los llevó a pensar que era lo único que tenían para ofrecer.
—He visto árboles de navidad menos decorados que yo.
—También reinas —la animó Vanessa—, por eso te desprecian, porque tienes más oro que un
rey. En tu lugar, alzaría el mentón e iría sacudiendo mis borlas de navidad de muchos quilates solo
para verlos intentar mantener el porte de «no me importa».
—Eres muy cruel —bromeó Cameron—, espero no sufrir de tu lengua.
La enigmática sonrisa de Vanessa hizo a las tres restantes estremecer.
—Amigas —pidió Miranda cuando el barón de Sunnyville se acercó—, deséenme una muerte
rápida y un matrimonio aún más veloz.
Nicholas Payne se acercó al grupo, presentó sus respetos a las matronas y se dirigió a Miranda
con su porte regio, que nada parecía alterar. Habían sido presentados en un té, luego de que Lady
Thomson confirmara sus intenciones. De esa manera eran libres de hablar siempre y cuando tuvieran
compañía respetable.
—Señorita Miranda, qué gusto verla esta noche. Se encuentra muy bella —halagó el hombre, y
Miranda no supo qué contestar. Dylan era mejor actor, al menos. Si lo pensaba, podía encontrar
cierta sobreactuación en su efusividad. En cambio, el barón parecía incapaz de mostrar emoción
alguna. Repetía las frases sin sentirlas.
—Gra… Gracias —balbuceó. ¿Debía decir lo mismo?— Usted también se encuentra muy bello.
—La expresión en Payne le remarcó su error—. Es decir, apuesto. Es…
El barón contuvo el impulso de bufar y dar media vuelta cuando la muchacha, de los nervios,
comenzó a retorcer los guantes con botones de perlas y brillantes. Solo un par de esos pagaría
algunas de sus deudas de juego.
—¿Me concede una pieza? —solicitó.
—Eh… sí, ¿por qué no? —«Respuesta inapropiada». Cameron se acercó a susurrarle que debía
revisar su carné antes de dar una confirmación. De más estaba remarcar que el «¿por qué no?»
sobraba. El pobre Nicholas aguardaba a que ella le indicara qué baile tenía libre, y si le daría el
honor de concederle un vals, aunque ninguno de los dos lo deseara en realidad.
El hecho de reservarle esa pieza daba un claro indicio de reciprocidad en las intenciones.
Miranda se detuvo antes de anotar el nombre en la libreta, de pronto, la idea de bailar con el barón le
repelía. Otro vals, otro hombre le llenaron la mente de imágenes. ¡Maldito Lord Bridport! La había
arruinado peor que Dylan.
—¿La próxima cuadrilla? —sugirió.
—Muy bien, muchas gracias, señorita —dijo con una reverencia y la dejó en compañía de sus
amigas. Los hombros de Miranda se relajaron de inmediato cuando el barón se marchó. ¿Cómo haría
para casarse con él? Tenía la sensación de que siempre lo consideraría un extraño, que se tratarían
con esa distancia por toda la eternidad. Y lo que era peor, ella daría cada paso de su existencia
pensando que estaba haciendo algo mal, reprochable, que merecía los ojos en blanco de su marido,
sus bufidos de desagrado. Iba a ser un infierno.
—¿Y ahora? —preguntó Vanessa—, nos debemos quedar otra vez varias horas en el rincón,
soportando este calor.
—A mí no me molesta el calor —dijo Cameron.
—¡Claro que no, eres de Virginia! —enfureció la joven de Boston—, yo siento que voy a morir.
El sudor me pega la camisola, y este vestido…
—En California hace aún más calor, lo bueno es que me permiten ir más liviana, sin tantas
enaguas —agregó Emily que comenzaba a sufrir el sofoco del salón.
—Hablando de calor, fuego e incendios forestales… —bromeó Vanessa, y Cameron la reprendió
con un fuerte codazo—. ¡Ay! No es mi culpa que la señorita Miranda no pueda componer su gesto al
verlo.
—Es desprecio —se defendió la aludida—, es el más profundo enojo.
Por fortuna, les daba la espalda a sus amigas, porque en esa ocasión ni Cameron ni Emily
encontraron motivos para pedirle a Vanessa que cambiara de expresión. Apenas se contenían para no
imitarla.
El supuesto enojo de Miranda pasaba a ser legendario. Claro, tal era la furia y el desprecio,
según ella, que no podía hablar de nadie más, pensar en nadie más, recordar a nadie más. Si hablaban
del clima, ella encontraba la forma de que eso estuviera relacionado con el comportamiento de Lord
Bridport. La comida, Elliot. El color, el sabor, la ropa, los jinetes, la temporada de patos, las
inversiones en los ferrocarriles… todos los caminos conducían a Elliot Spencer para Miranda. No
había forma de que se lo quitara de la cabeza, ni de que admitiera que se trataba de algo más que
malestar. Por lo que a sus amigas solo les quedaba imitar la expresión de hastío de la señorita
Cleveland y contener las carcajadas.
—Viene hacia aquí —Cameron señaló lo evidente—. Recuerda, controla el carné antes de decir
que sí. La respuesta concisa, nada de supongo, de quizás…
—Señoritas —saludó Lord Bridport al llegar junto a ellas—, hoy lucen despampanantes.
—Gracias, mi lord —contestó Vanessa—, siempre me han dicho que el azul me favorece.
—Y tenían razón, señorita Cleveland.
—Si no llevas azul —murmuró Emily a su lado y tiró parte de la tela hacia las velas para
observarlas mejor. Era un efecto de la luz, o la falda era color melocotón.
—Ya lo sé. ¡Vas a incendiar mi vestido! —Cameron contenía las carcajadas. Ocultarlas tras el
abanico no era suficiente, tenía que morder el mango para no largar sus alaridos de diversión.
—¿Entonces?
—O Lord Bridport es daltónico o no me miró ni tres segundos —explicó Vanessa, y la señorita
Madison tuvo que voltearse incapaz de contener los espasmos de risa.
Ajenos a las bromas a costa suya, a los murmullos del salón, a los cuchicheos sobre ellos, Elliot
y Miranda se desafiaban con las miradas. Ambas lanzaban chispas de deseo, de desafío… era una
batalla.
—Señorita Miranda, ¿me haría el honor de concederme un baile?
Miranda abrió su carné y pasó las páginas con extrema lentitud.
—Lo siento, mi lord, todas las piezas están reservadas. Quizá la próxima.
—Entonces, tendré que conformarme con su compañía en estos momentos.
—No se moleste…
—Lord Bridport —interrumpió la anfitriona, y se acercó a saludar—, escuché que había llegado.
El desplante de Lady Helen era evidente, Elliot le había faltado el respeto al ir en dirección a
Miranda sin siquiera saludarla. Nadie se sorprendía, ser réprobo era la esencia del lord.
—Lo siento, tenía asuntos que me apremiaban. —La mirada de la mujer fue en dirección de la
señorita Clark, y volvió a escudriñarla. Esa vez, con intención de hallar algo que fuera motivo de
tanta obsesión por parte del futuro duque.
—Sí, mi lady —se atrevió a agregar Miranda con los dientes apretados—, Lord Bridport está tan
deseoso de bailar que no se ha podido contener. Por desgracia, mi carné se encuentra lleno, pero
estoy segura de que usted le hallará más de una dama dispuesta a hacerle compañía.
—Por supuesto, por supuesto… —se entusiasmó la anfitriona—, acompáñeme, mi Lord. ¿Sabía
usted que este año se ha presentado en sociedad mi sobrina, Lady Teresa? Es una muchacha tan
dulce, tan educada, tan… —la lista de «tan» continuó durante todo el trayecto.
Elliot Spencer se volteó para buscar a Miranda y hallar en ella la satisfacción. La muy maldita
sonreía de lado al verlo marchar.
—Me vengaré —vocalizó de manera pausada para que ella pudiera leerlo en sus labios—, me
las pagarás.
Eso fue una declaración de guerra, y parecía que la misma encendía de una manera endemoniada
a Miranda. El color rojizo de los cabellos de Elliot se había trasladado a sus mejillas, ardían. Un
nuevo ítem se sumaba a la lista del Barón Payne, uno que ocupaba ambos lugares junto al dinero, a
favor y en contra... el hombre no era Elliot Spencer.
—Tierras británicas llamando a Miranda Clark —bromeó con un susurro por lo bajo Vanessa,
era la única que podía reconocer los cambios de humor en ella.
—Creo que tienes razón, Vanessa —Miranda regresaba en sí valiéndose de un argumento apenas
lejano—, no veo motivo alguno para quedarnos en este condenado rincón y sofocarnos por el calor.
Podríamos recorrer los jardines.
—Oh, fantástica idea —motivó Emily que ansiaba con desesperación encontrar un descanso de
las miradas que se posaban en ella con desdén. Vanessa estaba en lo cierto, las joyas y las piedras
preciosas que colgaban de su cuello parecían resplandecer más y más a cada segundo—. He oído que
los jardines de Lady Helen son de reconocimiento en la ciudad, dignos de admirar.
Cameron se sumó a la sugerencia con un gesto de satisfacción, no por el calor en sí, sino por el
evento que se encontraba al límite de la sobrepoblación, la música y el bullicio se le estaban
haciendo intolerables. Se tomó del brazo de Miranda a modo de complicidad y puesta en acción.
—Debo ir a avisarle a Grace sobre nuestra pequeña aventura —expuso la joven Clark antes de
dar otro paso. No estaba bien que desaparecieran de buenas a primeras sin poner en aviso a las
matronas, la señora Monroe junto a la señora Grant se habían alejado en busca de un refrigerio.
—Yo me ocupo. —Emily se apropió de la tarea—. Mi madre no me perdonaría que no la pusiese
en aviso en persona. Suele ser un tanto... —masculló para ocultar lo que en verdad quería decir—
demandante.
—¿Demandante? —Como era de esperarse, Vanessa disfrutó del delicioso bocado que acababan
de entregarle—. ¿Quién lo hubiese imaginado? La señora Grant es una caja de sorpresas llena de
cualidades, ansío conocerlas a todas. —El sarcasmo fue más que notorio.
El rostro de Emily, siempre tan distendido y sonriente, se torció en una mueca de tristeza, su
compañera de temporada estaba en lo cierto, su madre estaba llena de sorpresas, y cada una de esas
sorpresas era expuesta al mundo a través de ella. Emily Grant debía colmar todas las expectativas y
sueños insatisfechos de sus padres, para desgracia de la joven, eso comenzaba a pesar, al igual que
las benditas joyas que la decoraban. Sin manifestarse con respecto a lo oído, fue en busca de las
mujeres para recibir la aprobación de su madre, de lo contrario, no habría paseo alguno por los
jardines para ella.
—Vuelvo a repetir —Cameron habló cuando la lejanía de Emily fue un hecho, se dirigió de
manera directa a Vanessa—, eres muy cruel, con Emily en particular.
—Alguien tiene que espabilarla —respondió la muchacha mientras avanzaba rumbo al jardín,
adrede pasó por entre ellas y las forzó a deshacer el entrelazamiento de brazos.
Las dos jóvenes, sorprendidas por el detestable comportamiento en ascenso de la señorita
Boston, se detuvieron en seco por unos instantes y compartieron en silencio el inmenso deseo de
abofetear a Vanessa. La falta de reacción en ellas hizo que la aludida se girara sobre los talones en
busca de una justificación ante la demora.
—¿Qué esperan? —Antes de que pudieran responderle, el baile que se estaba llevando a cabo
finalizó y la música del salón indicó el inicio de uno nuevo. Vanessa sonrió al ver la actitud rendida
en Miranda—. Por lo visto, tendremos que esperar —dijo cuando divisó al Barón Payne a lo lejos—.
Tu futuro esposo viene a reclamar lo suyo —agregó en notoria voz alta.
Si experimentaba un simple baile como una condena, no quería proyectar su vida a futuro con él.
Se obligó a sonreír cuando la guio hasta el centro del salón, intentó recordar cada uno de los puntos a
favor que ella misma le había atribuido para hacer tolerable su cercanía. Por suerte, la cuadrilla le
brindó la distancia necesaria. Por primera vez en toda su estadía agradecía las normas sociales; tan
solo pensar en un vals con él le helaba la piel.
Nicholas Payne era distante, perfecto y estructurado, por lo visto, procurarle a ella una asistencia
y soporte en los movimientos de la danza era algo que no estaba dispuesto a hacer. Miranda se sentía
abandonada a la suerte de la torpeza de sus pies. Temió trastabillar; podía imaginarse de nalgas al
suelo ante el hombre, ante el ojo evaluador y excluyente de la élite londinense. Una súbita confianza
nació en ella cuando descubrió que unos intensos ojos color ámbar la acompañaban en cada giro, en
cada paso... Elliot Spencer. El deseo presente en el iris del joven vizconde abandonó su mirada y
surcó el aire perfumado para llegar hasta ella; como una flecha inesperada, la atravesó. El frío que le
obsequiaba la pobre presencia del Barón encontró su opuesto en el fuego naciente que le incendiaba
el vientre. Miranda parecía consumirse en ese ardor que crecía en ella, en esa mirada provocadora.
Un giro, y otro... un cambio de compás, un quiebre de movimiento... llevó a cabo todo sin temor
alguno, sin torpeza posible, el reconocimiento de saberse evaluada por él la transformaba en una
eximia bailarina. Lord Bridport le otorgaba desde la distancia la combinación perfecta entre desafío
y seguridad. Por esos minutos, solo por esos minutos, le permitió ser el centro de su mundo, el
alrededor se esfumó para ella. Solo estaba él.
Disfrutó cuando el final de la melodía la obligó a darle la espalda. Agradeció a los cielos, solo
así podía apartarse de su mirada. El Barón habló, aunque cada una de sus palabras fueron sordas
para sus oídos. La atención de Miranda ya tenía nueva dueña, Emily, que en ese preciso instante
parecía ser alejada por Cameron y Vanessa con una obvia actitud de consuelo.
—Señorita Clark, me preguntaba si le gustaría... —Payne tenía intenciones de establecer los
próximos sucesos de cortejo entre ambos.
—Lo siento, Lord Payne, va a tener que disculparme —dijo sin más y lo dejó con la palabra en la
boca. Abandonó el centro del salón con determinación, sin delicadeza en sus pasos.
No le importaba la opinión del hombre, de ser necesario, más tarde lidiaría con él; de momento
solo le preocupaba la joven californiana que parecía ahogarse en un repentino mar de lágrimas.
Las mejillas de Emily latían como si fuesen dos rojos corazones. Cameron desplegó su abanico
para resguardarla, la pobrecilla no necesitaba de más motivos para llamar la atención.
—¿Qué ha sucedido? ¿Te encuentras bien? —dijo e hizo delicada presión en su brazo.
—No, no se encuentra bien —respondió Cameron ante la ausencia de palabras de la joven—. En
cuanto a lo sucedido, intentamos averiguarlo.
Vanessa observaba la secuencia dramática desde una prudencial distancia, estaba a pasos de la
sofocación definitiva, el aire no le era suficiente, y el calor que los cuerpos unificados desprendían
la motivó a generarse más aire. Miranda, fastidiada por su comportamiento y angustiada como estaba
por la joven californiana, le arrebató el abanico que ésta aferraba y se dispuso a asistir a Emily con
el mismo.
—Respira... vamos, tranquilízate. Habla por favor. —Miranda intentaba llegar a ella.
—Sí, habla, que ya estoy cansada de escucharte gimotear. —Vanessa hizo a un lado las sutilezas.
—Lo siento —se excusó la joven tratando de tragar las lágrimas.
Una vez más, las ganas de abofetear a la señorita Cleveland renacieron en Cameron y Miranda,
las dos se miraron en búsqueda de complicidad
—Tú siempre «sientes» todo —gruñó Vanessa malhumorada—. Ven... —Tomó de la mano a
Emily para forzarla a la caminata—, vamos a ese bendito jardín de una buena vez.
La sugerencia fue bien recibida, Emily se dejó guiar por ella cual veleta al viento. Miranda y
Cameron las siguieron por detrás.
Atravesaron los arbustos de gardenias y llegaron hasta una de las tantas fuentes que enaltecían el
lugar. El fluir del agua continua les permitía hablar con la seguridad de la confidencia, aun así,
optaron por los susurros, era evidente que Emily no tenía deseos de compartir su pesar con el mundo.
Cameron la tomó de la mano para brindarle sostén.
—Habla ahora. Te escuchamos, estamos para ayudarte —murmuró.
—No es nada —dijo cuando consiguió hacer a un lado el sollozo—, nada de lo que no esté
acostumbrada.
—¿Qué quieres decir? —Entre las lágrimas de Emily, las sensaciones que Elliot Spencer le
despertaba y la frialdad del hombre que tenía en vistas de ser su esposo, Miranda estaba que
estallaba. Necesitaba algún argumento que le permitiese actuar. Al diablo las malditas normas
sociales de los londinenses, al diablo sus intenciones de comportarse como toda una señorita
aristócrata, era hora de ser una auténtica Clark.
—Vanessa tiene razón... —Ese fue el inicio argumental de la joven Grant.
—No, no la tiene —refutó Cameron mientras atravesaba a la nombrada con una mirada de
repudio. Vanessa sonrió.
—Para ellos soy comparable a un animal de circo. Acabo de confirmar que soy el centro de los
comentarios de la temporada —confesó con las lágrimas contenidas.
—¡Mira tú, pensé que era yo! —Miranda intentó ponerle humor al asunto.
—No según Lady Anne.
—¿Quién demonios es Lady Anne? —inquirió Vanessa.
—No importa quién es Lady Anne. —La joven Clark deseaba empujar al olvido a Emily—. Aquí
lo único que importa es... ¿Cómo me has robado el protagónico? Dímelo, muero por saberlo.
Emily rio, la estrategia de Miranda hacía efecto y ese fue el primer paso para aliviar las
tensiones en ella.
—Muy simple —Decoró su rostro con una sonrisa de triste aceptación. Alzó las manos y exhibió
ante ellas toda la riqueza que ostentaban sus dedos enguantados. Al cabo de unos segundos, tras
observar ella misma las joyas que portaba, empalideció— ¡Oh, no! ¡Dios santo! ¡Mi madre va a
asesinarme!
—Cariño, en este momento, todas queremos asesinarte. Ve directo al grano. —Por más que la
detestaran, Miranda y Cameron podían reconocer el maravilloso talento que Vanessa tenía, ese de
llegar al meollo del problema sin escala alguna. En ese instante les pareció más que necesario.
—He perdido mi anillo de diamante rosa. Mi padre pagó una suma exorbitante por él.
Cameron ahogó un grito, Vanessa ocultó las ganas desesperantes de estallar en una carcajada, y
Miranda... Miranda llevó su voz hasta los límites del cielo.
—¡¿Cómo?! —Cuando fue consciente de la intensidad de su voz, gracias a las miradas
desaprobatorias de las personas que se encontraban en los alrededores, respiró profundo para
recobrar la calma. Susurró sin medirse en lo absoluto—. ¿Cómo diablos has perdido el maldito
anillo?
—Miranda, por favor, no maldigas. —Cameron le llamó la atención por su vulgar expresión.
Miranda pasó por alto el comentario.
—¿Estás segura de que lo trajiste contigo esta noche?
—Sí, sí, hasta hace un rato lo tenía aquí, en este dedo —Señaló el anular derecho— y luego…
luego. —Se llamó al silencio para reacomodar sus pensamientos. En ellos encontró la respuesta a su
problema— ¡Diablos! —masculló entre dientes.
—¡Emily! —Cameron volvió a ser mediadora ante los malos comportamientos.
Cuando la pobre californiana estaba a punto de disculparse, Vanessa le colocó la mano sobre los
labios.
—Te juro que si dices «lo siento», te asesino sin reparos aquí mismo. —La joven Grant hizo a un
lado su comportamiento sumiso y se tragó las disculpas—. Muy bien, así me gusta. Ahora dinos,
luego: ¿qué?
Respiró profundo, por muy extraño que pareciera, los modismos chocantes y soberbios de
Vanessa comenzaban a empujarla lejos de su lugar común. Habló sin titubeos.
—Fui en busca de mi madre y la señora Monroe, como no las hallé en el salón principal, hice un
intento en los alrededores, ahí fue cuando escuché la conversación de Lady Anne con otras mujeres,
hablaban de mi vulgaridad, del uso excesivo de joyas, de lo obsceno de mis formas...de mis...
—Ya, detente, cosas sin sentido no nos interesan —interrumpió Vanessa y por primera vez se
ganó con eso la aprobación silenciosa de sus compañeras debutantes. Emily continuó:
—No pude evitarlo y me quebré en lágrimas ahí mismo... al notar la cercanía de unos pasos, me
refugié en la primera habitación que encontré, el despacho de Lord Swift, y en un rapto de insensatez
comencé a despojarme de estos malditos adornos que valen fortuna... lo debo de haber perdido allí.
Cuando escuché la voz de Lady Helen, abandoné el lugar cual fantasma asustado.
—De ser así, lo recuperaremos —alegó Miranda con total confianza.
—¿Cómo? No puedo volver allí. —El nerviosismo se apoderó de Emily.
—Por supuesto que tú no, ya vemos que no puedes pasar desapercibida. —El comentario de
Vanessa fue por demás lógico.
—¿Quién, entonces? —Cameron confesaba su obvia reticencia al rol protagónico con esa
pregunta.
—Yo iré. —Para Miranda Clark el inesperado desafío se presentaba como un juego de niños.
Podía con él.
Una vez comprobado que los alrededores del despacho se encontraban sin moros en las costas,
orquestaron el plan perfecto de distracción. Fue más simple de lo que pensaron, al fin de cuentas,
ellas eran las «señoritas americanas», y con ponerse a hablar de las publicaciones del Doctor C. en
voz alta les fue suficiente. Todos huían despavoridos de ellas, como si fuesen portadoras de algún
tipo de enfermedad contagiosa. Vanessa y Cameron disfrutaron del momento a lo grande, sabían que
se condenaban frente a la aristocracia ahí presente, Lady Thomson pondría el grito en el cielo.
Conseguirles maridos sería una titánica aventura.
Lord Bridport no podía apartar la mirada de su objeto de deseo, seguía con perfecto disimulo
cada paso que la señorita Miranda Clark efectuaba, y lo que estaba presenciando le olía a problemas.
Algo se traían entre manos las jóvenes norteamericanas, parecían avispas nerviosas, revoloteando en
torno al avispero. La cercanía de Colin fue recibida por él con satisfacción, presentía que en breve
iba a necesitar más que un par de ojos.
—¿Dónde demonios te habías metido? —Le reclamó Elliot.
—Tuve que eludir ciertos inconvenientes —dijo y se ubicó a su lado. Intentó dirigir su mirada al
punto de interés de su amigo.
—¿Inconvenientes?
—Lady Anne —murmuró Colin por lo bajo con fastidio—. Creo que me va a perseguir hasta mi
muerte.
—¡Por todos los cielos, acaso las mujeres no comprenden cuando un no es «no»! —Elliot se
valió de todo el sarcasmo que le recorría las venas para decir eso.
—Exacto, algunas mujeres no manejan muy bien el rechazo.
—Cierto —dijo Lord Bridport mientras daba un paso hacia la derecha. La joven Clark parecía
decidida a adentrarse en uno de los pasillos laterales, y él se esforzaba por no perderla de vista. Su
cuello alcanzó una altura insospechada con el fin de poder divisarla sobre los presentes.
—Y algunos hombres tampoco —lanzó Colin con una falsa tos que tenía como único motivo
capturar la atención del vizconde.
—Ella no me rechaza —justificó el joven Spencer—. Solo juega a hacerlo, y eso me motiva aún
más.
—Díselo a tu padre entonces, por lo visto él no lo considera un juego, está que trina.
—¿Por qué lo dices? ¿Qué has oído? —Por unos instantes se permitió dejar de acosar con la
mirada a Miranda para ir en busca de información en el rostro de su amigo.
—La pregunta es: ¿qué no he oído? Los aires de superioridad de la señorita Clark no son bien
recibidos por el duque. Los desplantes que la joven extranjera te ha hecho fueron puñaladas directas
a su ego, no concibe que alguien pueda rechazar al futuro duque de Weymouth.
—¡Yo tampoco lo concibo, por eso voy a tener que hacer algo al respecto! —confesó con una
sonrisa en los labios —. Más ahora que me acabas de confirmar que la señorita Miranda Clark es la
mujer perfecta para mí.
Para Colin Webb, las intenciones de desafíos constantes de Elliot contra su padre ya se
encontraban al límite de la inmadurez; a pesar de ello, como buen amigo que era, las había aceptado
hasta el momento sin objeción alguna. El último comentario de Elliot se acababa de convertir en la
gota que rebalsaba el vaso de su complicidad.
—Por primera vez voy a darle la razón a tu padre en algo: déjate de tonterías, hay un sinfín de
peces más en el mar, olvídate de Miranda Clark.
—No quiero… no puedo. —Lo último fue una confesión que se escapó de su pecho. Abandonó el
contacto visual con Colin para ir en busca de ella. No la halló.
—Puedes y debes. No tienes más alternativa.
—Tengo todas las alternativas a mi favor —dijo y se hizo a un lado, el comportamiento de las
amigas americanas de Miranda volvía a ser el centro de su atención. ¿Dónde estaba su señorita
americana?
—Lo siento, pero debo derrumbar tu confianza. Hace apenas unos minutos oí sobre el inminente
enlace entre ella y el Barón Payne.
—¿El Barón Payne? ¿Ese patético hombre? ¡Déjate de bromas!
—No, no es broma alguna, va a pedir su mano en matrimonio y ella está dispuesta a aceptar.
—¡Patrañas! —gruñó enfurecido por lo oído y porque no hallaba rastro alguno de Miranda—.
Hazte a un lado —lo empujó para marcharse—. Sobre mi cadáver. Sobre mi maldito cadáver va a
ser su esposa.
Se negaba a salir de la habitación. Se negaba a participar de esa farsa. Quería morir. Cómo pudo ser
tan estúpida, caer dos veces en las garras de un hombre.
No se iba a casar con él, tenía que existir otra alternativa. Para sumar males, la señora Monroe
no era su aliada en esa ocasión.
—¡Miranda! ¡Por Dios! Recapacita. Tus amigas vendrán en unas horas para colaborar con los
preparativos, y tú… ahí, aún en ropa de dormir.
—¡No voy a casarme con ese crápula! Si me permitieras enviarle una carta a mi padre…
—Dos escándalos, Miranda. Dos. No solo no aprendiste la lección, sino que al segundo fuiste
solita.
—No lo hice —se defendió por milésima vez desde que había empezado esa pesadilla—, ya te
expliqué. Fui a buscar el anillo de Emily y…
—Y te encontraste con los besos de Lord Bridport. Miranda... —El tono de resignación llenó la
habitación. La señora Monroe se adentró en la recámara hasta llegar a la cama en donde la señorita
Clark estaba bocabajo. Solo se veían los bucles negros sobre la almohada, el rostro lo tenía
escondido en la mullida superficie y se negaba a sacarlo de ahí.
Grace la observaba mientras la muchacha tenía su pataleta. Los años que las separaban, al igual
que las experiencias vividas, la llevaban a entenderla. No era bronca, no era capricho… era
vergüenza. Miranda Clark estaba avergonzada desde los pies hasta la raíz del cabello. La abrumaban
desde la sensación de ser una tonta por haber sido pescada, una ingenua por haber deseado
experimentar un beso sin pensar en los riesgos y una desvergonzada por haberlo disfrutado tanto.
Como no era un avestruz, no tenía más recurso que la almohada para esconder la cabeza.
—Me usó, al igual que Dylan, Grace —murmuró la muchacha con la vista hacia el otro lado—.
Son todos iguales. No les importa el deseo de una, solo sus intenciones. ¿Y sabes qué es lo peor? —
Se incorporó en la cama al fin. La señora Monroe pudo ver las rojeces de sus ojos y las aureolas
violáceas que los enmarcaban—. Ni siquiera conozco las intenciones de Lord Bridport.
—Querida, existe una inmensa diferencia entre Dylan y Elliot… tú. —Grace alzó la mano para
detener la defensa de Miranda—. Sí, tú. Yo presencié ambos sucesos. Paterson me revuelve el
estómago, e hice todo lo que tuve en mis manos para impedir que te casaras con un hombre así.
Ahora, en cambio, casi me atrevo a decir que estoy entusiasmada.
—¿Porque es un futuro duque? —preguntó.
—No, porque fui testigo del modo en que brillabas en sus brazos.
—¡Medio Londres lo fue! —exclamó y, en esa ocasión, escondió la cabeza bajo las sábanas.
—¿Lo ves, Miranda? Es tu orgullo. Habías desatado una guerra contra Lord Bridport, y la
perdiste. Eso es lo único que te avergüenza. No tu reputación, no que los hayamos visto… Y
permíteme decirte que él también estaba radiante en tus brazos.
—Es colorado, es su estado natural —ahogó las palabras bajo el edredón.
—Sigue mintiéndote, Miranda. Sigue todo el tiempo que necesites, de todos modos, será hasta
que la muerte los separe. Porque esta vez, te casarás. Y será en pocos días, ninguno de los dos ha
dejado espacio para más escándalos. Si hasta los han apodado Lord y Lady Escándalo —se lamentó
la mujer.
—Detesto a toda Inglaterra.
—Ponte en marcha, tus amigas llegarán y nos han dejado pocos días para los preparativos.
La señora Monroe dejó la habitación, y Miranda juntó valor para ponerse en movimiento. Sabía
que tenía razón en muchas cosas, sobre todo, en que era distinto a Dylan. No lo había planeado,
ambos habían sido arrasados por el beso, lo sabía. Aún tenía el recuerdo de los labios de Elliot
sobre los suyos, de las manos del hombre en su piel. Lo que no le gustaba era perder, eso seguro.
Tampoco que la empujaran a un matrimonio por un beso. «Haré lo correcto». Nadie le había
preguntado, su opinión no importaba. Era todo muy injusto.
Y lo peor, seguía sin saber los motivos de Lord Bridport. ¿Por qué ella? No tenía problemas de
dinero, no era un hombre feo, por el contrario, pensó, ella había estado dispuesta a arruinarse por un
segundo más de su boca… Poseería un ducado en unos años, le gustaba la juerga.
Una doncella ingresó al cuarto para ayudarla con el corsé y el peinado. Ella se dejó llevar,
absorta en sus pensamientos sobre Elliot. Debía agregar a su lista de cosas a favor que su futuro
marido no le repelía en lo absoluto. Si era honesta consigo mismo, tenía que admitir que había
lamentado la interrupción. Deseaba conocer a dónde llevaba el resto de las sensaciones descubiertas,
las caricias, la necesidad de sus cuerpos que se atraían como un imán. Recordaba el modo en que las
pelvis se habían tocado, el instinto que guiaba sus acciones. Cuando estaba con Elliot Spencer sabía
bailar, él la llevaba y a ella todo le salía de manera natural.
Sus mejillas ardieron, y la doncella le alcanzó un cuenco de agua para que se refrescara,
malinterpretando la razón de su sonrojo. El corsé, la ropa pesada… nada tenía que ver con el calor
que la abrasaba.
Estuvo presentable justo en el instante en que la campanilla sonó para informarle la llegada de
sus amigas. Miranda tomó aire y coraje antes de bajar. Sabía que Emily se sentía culpable, y no
quería que cargara con esos remordimientos, el problema radicaba en que, para consolarla a ella,
debía asumir algo que no quería: la culpa es toda mía, yo me dejé besar, le correspondí al beso y si
tardaban un poco más…
Fue al encuentro, y las cuatro avanzaron hasta el salón en donde les sirvieron el té y las dejaron
para conversar.
—Cambia esa cara, Miranda —pidió Vanessa—, deberías estar feliz. ¿No deseabas un marido
para que Dylan Paterson te tuviera que decir mi lady? Pues te llevas uno con el que te tendrá que
llamar «Excelencia».
—Casi consigues que sonría… casi.
—¿De veras piensas que es peor Lord Bridport que el barón? —susurró Emily. La muchacha
estaba a punto de largar otro lo siento, que murió en sus labios ante la mirada venenosa de Vanessa.
Las reprimendas de la joven de Boston hacia la de California no tenían fin, parecía ser el punto de
todos los comentarios mordaces, casi con saña.
—No lo sé, me molesta que me manipulen —confesó Miranda, y Cameron la tomó de la mano
para darle ánimos.
—Aún no aprendió la lección —musitó Vanessa—. Somos mujeres, ese es nuestro designio.
—Puedes ser muy molesta, Vanessa —se quejó la joven Clark.
—Sí, pero en ocasiones tiene razón —intervino Cameron—. Miranda, a esto vinimos, y lo has
logrado. Ninguna de nosotras aspira al amor, no nos podemos dar ese lujo. Tuviste mucha suerte —
agregó y le acomodó los bucles con cariño—, tu padre te escuchó la primera vez y tuvo en cuenta tus
deseos. No es algo muy común. Y ahora, quizá Lord Bridport no era el esposo que esperabas, pero,
dime la verdad, ¿tanto te desagrada?
Miranda alzó los ojos y los fijó en la mirada castaña de Cameron. Le era difícil responder, y
esperó que fuera ella la que hallara la respuesta en su expresión, así no tenía que ponerla en
palabras.
—Soy una niña mimada, ¿eso estás diciendo? —intentó bromear en cambio.
—Sí, exactamente eso estoy diciendo.
Emily se sintió mejor de inmediato al comprender que quizá la situación que había propiciado
resultaba una mejora. A Miranda se la veía más vivaz al contemplar su futuro junto a Elliot que junto
a Nicholas. Quizá dijera que era odio, desprecio, enojo… lo que fuera, pero no apatía. Y los
sentimientos cambian, lo importante es saber que son capaces de nacer. Entre Miranda y Nicholas
existía un desierto infértil, entre Lord Bridport y ella, en cambio…
La única que seguía con un gesto de suspicacia en su rostro era Vanessa, parecía evaluarla,
querer ver más allá de ella. Hasta se tomaba del mentón mientras cavilaba. Al fin, dibujó una sonrisa
casi llena de maldad antes de decir:
—Además, no debes preocuparte demasiado. ¿Cuánto crees que durará en el papel de buen
esposo? Enseguida te cambiará por las fiestas, las mujeres de mala vida y santo remedio. Como ser
soltera otra vez, y mejor, porque tendrás menos normas que seguir.
—¡Vanessa! —la reprendió Cameron.
—¿Qué? Solo intento darle ánimos. No estoy contando la parte mala, solo la buena.
—¿E…Esa es la buena? —inquirió Emily, sin imaginar que le daba el pie perfecto a la muchacha
de Boston.
—Claro. ¿Qué más podemos querer que un título que no venga con el molesto lord adosado? La
situación perfecta.
—¿Y la parte mala cuál sería para ti? —preguntó Miranda. Tenía los dientes apretados y le dolía
la mandíbula. Había experimentado algo demasiado parecido a los celos al pensar a Elliot con otra
mujer, y ahora que lo analizaba, Vanessa tenía razón. Sería muy ingenua, por no decir tonta, si creía
que Lord Bridport iba a cambiar la vida de libertinaje por la de regio marido. ¡Oh, no! ¿En qué se
había metido? Quería lanzarse a cruzar el océano a nado, llegar a Nueva York y pedirle a su padre
que la metiera en un convento o algo así.
—Que por desgracia tendrás que cumplir de tanto en tanto con tus obligaciones, hasta tener un
heredero. ¿Lo han notado? Casi todos los nobles tienen pocos hijos, no quieren acostarse dos veces
con sus esposas. Aunque un par tendrás que hacerlo, querida, hasta engendrar el nuevo duque… solo
esperemos… —dejó que el dramatismo llenara el ambiente.
—¡Dilo de una maldita vez! —exclamó Cameron, furiosa, y sorprendió a sus amigas. La
muchacha sureña rara vez mostraba su carácter y estaban seguras de que era la primera vez que la
escuchaban maldecir.
—Que no la contagie del mal francés, o de otro mal, ¿herpes?
—¿El mal francés? —preguntaron las tres al unísono.
—Sífilis. Quise ser suave… son las enfermedades que se agarra la gente por… por… ya saben.
—Vanessa ¿cómo puedes ser así? —le recriminó Cameron. Emily seguía con la mano en la boca,
conteniendo la expresión de horror.
—No es mi culpa si él anda con mujeres de mala vida. —Se encogió de hombros—. Además, es
por todos sabido que la sífilis provoca demencia. Quizá ese es el motivo…
—¡Ya basta! Te juro, Vanessa, que estoy a un segundo de abofetearte —amenazó Cameron.
—No, no —dijo Miranda—, tiene razón. Eso explicaría todo, ¡oh, Dios! ¿qué haré?
—Lord Bridport no tiene sífilis —murmuró Emily, roja por la vergüenza al demostrar que sabía
algo de enfermedades venéreas—. Antes de la locura están las manchas en la piel, la gangrena…
—Voy a vomitar —susurró Miranda.
—¡Dejen de asustarla! —se quejó la señorita Madison. Vanessa, en cambio, tomaba el té, ajena
al embrollo que había desatado.
—Puede que no tenga sífilis, pero quizá sí tenga otra cosa y… ¿qué voy a hacer? Tengo que huir,
me tengo que escapar. Vanessa, ayúdame, eres la única tan demente como para ayudarme.
—Tienes razón, y hasta puede que tenga una idea. No es definitiva, pero te dará tiempo de
averiguar si Lord Bridport tiene alguna enfermedad y… bueno… a reducir los encuentros.
—Lo que sea. Lo que sea —rogó desesperada.
Vanessa se acercó al centro de la mesa y compuso un gesto de secretismo. Las demás muchachas
se acercaron, cómplices, a oírla. Cameron era evidente, pensaba que seguirle las ideas a la señorita
de Boston era una locura, de todos modos, se sumó.
—Cuando vayas a medirte el vestido, justo al lado de la casa de madame L’mer hay un boticario.
Pídele una «poción de hadas», si te pregunta, le dices que eres una mujer muy nerviosa, que te lo ha
recomendado el médico.
—¿Qué es eso?
—Un compuesto para dormir. Puede dormir hasta a un caballo. Se lo darás a Elliot la noche de
boda, al otro día no recordará nada, ni siquiera cuándo se desmayó. Tú encárgate de manchar las
sábanas con sangre para que parezca que consumaron y listo… Lord Bridport pensará que cumplió
con sus obligaciones, volverá con sus amantes y solo cuando vea que no ha engendrado, lo intentará
de nuevo. Tendrás unos meses.
—Me da miedo preguntar cómo sabes estas cosas, Vanessa —masculló Cameron.
—Por lo mismo que has dicho. Miranda es una niña mimada —largó con desdén, y, por primera
vez desde que la conocían, mostró parte de lo que la hería—. A ella, sus padres la escucharon,
tuvieron en cuenta sus deseos y la dejaron decidir. Otras no tuvimos su suerte, algunas se dejarán
arrastrar. Yo no soy una de ellas. —Volvió la mirada a Miranda—. Es tu decisión, es solo una
opción más. Tómala o déjala.
—La tomo —dijo con determinación la señorita Clark—. Yo tampoco me dejaré arrastrar.
La sonrisa de satisfacción de Vanessa iluminó el salón. La única sombra era la suspicacia de
Cameron, empezaba a sospechar que la joven de Boston tramaba algo. Esperaba que fuera con
buenas intenciones.
La boda se llevaría a cabo a los pocos días. El duque de Weymouth hizo todo lo que tuvo al
alcance de su mano para oponerse, y fue entonces que Colin Webb entendió cuán profunda podía ser
la determinación de su amigo. Cualquiera diría que una persona dada al hedonismo, a la búsqueda
del placer, no podía ser tan férreo de voluntad. Elliot demostró todo lo contrario.
Consiguió un permiso especial para celebrar la unión de inmediato y la aprobación de un obispo.
El enfrentamiento en la cámara de lores y en la iglesia fue épica. Los nobles se debatían entre el
horror de permitir a una plebeya americana el honor de ser duquesa en el futuro o el de aceptar la
deshonra de uno de los suyos que había comprometido a una joven.
Elliot Spencer se tuvo que hacer presente, declarar sus intenciones de hacer lo que debía,
asegurar que la tradición del ducado estaba intacta y cuantas promesas más se les ocurriera. El
escándalo había conseguido lo que miles de noches de fiestas y malas compañías apenas había
logrado: que el duque de Weymouth amenazara en público con desheredarlo.
Cuando le dieron la palabra, Lord Bridport hizo uso de la pulida educación que su padre le había
brindado, y de sus dotes para el encanto y la oratoria.
—El amor, lores, junto a la razón y a la moral, es lo que nos separa de los animales, es lo que
nos hace humanos, creados a semejanza del Señor… —Colin escuchaba la disertación desde los
pasillos, pues le correspondía a su padre, Lord Sutcliff, participar de la cámara. Desde las sombras,
no sabía si reír, llorar, zamarrear a su amigo o permanecer así, observando el desenlace como un
mero testigo. Optó por la última opción. ¿De verdad estaba hablando de amor?
Por supuesto, Elliot recurriría a todo con tal de salirse con la suya, y Webb comenzaba a
sospechar que la finalidad de Lord Bridport se estaba diluyendo. En algún momento, el camino se
bifurcó, y el capricho dejó de ser el duque para pasar a ser Miranda Clark. Molestar al duque de
Weymouth pasaba a ser la cereza del postre, solo la cereza, el postre en sí era la americana. ¿Cuánto
tardaría en darse cuenta de eso?
Su amigo no lo sabía, pero a Colin Webb lo habían aceptado nuevamente en White, el famoso
club de caballeros. Allí, en el libro de apuestas, había sumado mil libras a que el matrimonio se
concertaba, otras mil a que la unión daría frutos antes del año y dos mil más a que Elliot Spencer
dejaba la juerga. Se había jugado su ingreso anual, y comenzaba a pensar en qué invertiría sus
ganancias. Sonrió cuando el discurso de Lord Bridport llegó a su fin, casi aplaude y lanza la galera al
aire para festejar. El muy desgraciado había conseguido enredar sus palabras al punto tal en que
decirle que no al matrimonio implicaba ir en contra de Dios y, por consiguiente, la realeza, además
de asemejarse a animales sin moral ni corazón que se guían por instintos básicos ajenos a los
sentimientos. Era un maldito genio.
El duque de Weymouth abandonó la cámara cuando la votación se llevó a cabo. No quiso
presenciar las felicitaciones a su hijo mientras alzaba victorioso el permiso especial.
—¿Puedo preguntar algo? —le dijo Colin a Elliot cuando abandonaban el edificio.
—Acabas de hacerlo, pero vamos, lanza —replicó de buen humor.
—¿Notaste que eres el futuro esposo más feliz de Londres? —inquirió con picardía y esperó por
la reacción de su amigo. No, aún no lo admitiría, ni aunque se observara en un espejo y viera lo
mismo que él. Elliot Spencer sonreía casi, casi, como los hombres enamorados.
No podía soportarlo un segundo más. Iba a gritar de deseo. «De frustración», se corrigió con
prontitud. ¡Demonios! ¿A quién quería engañar? A los invitados era imposible, y a ella misma, menos
que menos. Elliot la hacía arder en deseo.
Una mirada, un roce, su presencia en traje de gala, el cabello rojo con los mechones
desordenados, el aroma varonil que emanaba y esa sonrisa… oh, esa sonrisa que le prometía el
paraíso. Estaba condenada a vivir con ese demonio el resto de su vida.
—Sí, acepto —pronunció las palabras que la hacían Lady Bridport. Elliot le regaló otra de sus
radiantes sonrisas antes de imitarla.
—Sí, acepto.
—Los declaro, marido y mujer, puede besar a la novia.
Lord Bridport se giró hacia ella. Miranda llevaba un delicado velo blanco bordado que Elliot
echó hacia atrás con poca solemnidad. Parecía más un niño abriendo un presente en Navidad que un
reciente esposo. La ansiedad lo consumía, y también era en vano para él intentar disimularlo. El
rostro de la mujer quedó al descubierto, su mujer, y recordó las palabras de Colin. Era el esposo más
feliz de todo Londres.
Los días de preparativos no habían hecho más que aumentar el hambre que sentía de ella, el
deseo de volver a besarla, acariciarla y terminar lo que habían empezado en el despacho de Lord
Swift. Miranda era la concreción de sus anhelos, el duque de Weymouth era el hombre más miserable
de Inglaterra, pero, por sobre eso, la reciente Lady Bridport era la mujer más bella que él había
visto. Con esos ojos esmeraldas que lanzaban chispas, esas pestañas negras como el carbón y esa
piel lozana que lo invitaba a tocarla. La deseaba hasta la locura.
Eran fuego contra fuego, lo tentaba ese porte de desafío, esa lucha que se vislumbraba bajo la
superficie de su mirada. No quería ceder a él, quería pelear, y Elliot deseaba esa guerra encarnizada
con ella, en las sábanas, en la recámara o en el salón, o el despacho, la alfombra, el carruaje. Allí
mismo. Donde fuera, una y otra vez, ganar y perder. Sí, era el esposo más feliz de Londres.
Recorrió los centímetros que lo separaban de su presa y unió sus bocas. Un roce, una promesa.
Sintió a Miranda vibrar en sus brazos. Les fue difícil separarse, los aplausos y algunos carraspeos le
recordaron que ese beso era solo simbólico, que guardaran las caricias de lenguas, los gemidos, para
más tarde.
Miranda Clark quiso gritar una vez más. Sabía que se enfrentaba a un contrincante al que no le
podía ganar. No tenía las armas necesarias. En cuanto Elliot se cansara de ella, volvería a la vida de
fiestas y placeres, tal y como le había dicho Vanessa. Ella, en cambio, comenzaba a sospechar que
jamás se cansaría de él, que no lo podría reemplazar con otro hombre como había escuchado que
hacían las ladies que se casaban sin amor. No, su destino sería quedar olvidada en alguna de las
casas del ducado a la espera de las migajas de ese demonio de cabello rojo.
Tanteó la pequeña botella que llevaba en su bolso, «poción de hadas», y juntó valor. Era lo único
que le quedaba por hacer, mantenerlo alejado de ella para no perder. Ya no eran las sospechas sobre
enfermedades venéreas, era saber que si se entregaba a Elliot no quedaría nada más de Miranda
Clark por salvar.
El banquete se llevó a cabo en lo del conde de Sutcliff, uno de los pocos hombres que no le temía
a la furia del duque. La amistad de Colin Webb con Elliot Spencer iba más allá de los títulos y
relaciones, era genuina. Miranda extrañó a sus padres, a los consejos de su madre. Les habían
avisado de las noticias, aunque era probable que la carta aún no hubiese llegado a destino. Quizá en
unos meses la visitarían, esperaba poder tener su matrimonio en orden para entonces. Si Lord
Bridport ya había encontrado una amante cuando ellos arribaran… si eso pasaba, ella volvería junto
a sus padres a Nueva York. De nada valía aparentar que podía ser una futura duquesa, que dejaría de
ser Miranda Clark.
Una vez finalizados los festejos, el matrimonio se marchó. No habían tenido tiempo para planear
una luna de miel, por lo que comenzarían la vida de casados en la casa que Lord Bridport tenía en
Londres. Cohan Hurt los recibió con decoro y buena educación, y apenas si se notaba en su expresión
la falta de alegría ante la nueva señora. Conocía de primera mano la opinión del duque de Weymouth
al respecto, sin contar con que lo había acusado de no saber controlar a Elliot, y de que esa unión
era, en gran medida, su culpa.
—Yo me encargo desde aquí —manifestó Lord Bridport a la servidumbre—, es tarde. Mañana se
harán las presentaciones oficiales y todas esas nimiedades.
—¿Nimiedades? —se ofendió Hurt.
—Sí, tengo cosas más importantes que hacer, si me permiten… —Tomó al vuelo a una
estupefacta Miranda que chilló por la sorpresa y, en alzas, la llevó a la recámara principal.
—¡Bájame ahora mismo! —exigió ella, él respondió a su demanda—. ¡Por Dios, ¿es que no te
cansas de dar qué hablar?!
—Si ellos no se cansan de hablar, no es nuestro problema. Nosotros no hacemos las cosas para
los demás, son ellos y sus patéticas vidas los que se centran en nosotros. Ahora… ¿dónde habíamos
quedado?
—En que recuperábamos un anillo, me tendías una trampa y me hacías tu esposa sin mi
consentimiento. Ahí, más o menos, habíamos quedado.
—Mujer rencorosa —se quejó Elliot y fue a su lado—. Algunas cosas las recuerdo de otra
manera, ¿podrías hacerme el favor de ayudar a mi memoria? Tengo una vaga idea de que te besaba
así… cuando… nos descubrieron… —Fue soltando las palabras entre contacto y contacto de sus
bocas.
Miranda suspiró, quiso que sonara como un bufido molesto, pero lo hizo como un gemido. ¡Cómo
le gustaban esos besos! El sabor de la boca de Elliot, la forma en que se acoplaban la una a la otra.
Enredó los dedos en los mechones rojizos del hombre y, ya sin fuerzas para batallar, se rindió a la
exploración de sus bocas. Las lenguas salieron al encuentro, las manos se volvieron atrevidas y, tal y
como quería Lord Birdport, volvieron al punto exacto en que habían quedado.
Las piernas de Miranda se abrieron para darle cabida a la cadera de Elliot, solo que esta vez,
estaban acostados sobre la cama matrimonial y no necesitaron de los instintos, de la experiencia del
hombre… la gravedad cumplió la función de unirlos, de hacerlos uno, de llevarlos a compartir el
calor de sus cuerpos. La deliciosa fricción comenzaba a arrastrar a Miranda lejos de la razón, a
Elliot lo llevaba de la mano a la frustración.
—Nunca he visto ropa interior tan hermosa como esta, pero comienzo a odiarla —comentó el
hombre mientras buscaba la piel por debajo de las capas de enagua, seda y bordados.
—Madame L’mer dice que es vulgar. Que la ropa interior debe ser sencilla y funcional.
—Madame L’mer no entiende cuán bien funciona esta ropa interior conmigo —gruñó. Arrastró a
Miranda fuera de la cama para quitarle el vestido. Quería contemplar ese cuerpo de piernas largas,
de cintura estrecha y senos llenos cubierto solo con la delicada camisola. Postergar apenas un poco
más el momento de desnudarla, para jugar con la expectativa de ambos.
Había escuchado los rumores que corrían sobre la señorita Clark, y había indagado en las fuentes
confiables. Supo así que habían llegado a tiempo de impedir los avances de Dylan Paterson, la
inocencia de Miranda estaba intacta, era suya ahora, y él podía ser el escandaloso Lord Bridport, un
bribón, un calavera… pero jamás sería la escoria que era Dylan Paterson. Haría de esa experiencia
algo agradable para su mujer.
—Estás temblando —le susurró con los labios en el cuello mientras le quitaba el vestido y le
aflojaba el corsé—. ¿Son los nervios o es el frío? —preguntó con amabilidad.
—A… Ambos. ¿Tienes coñac? —La pregunta lo sorprendió. Las mujeres solían tomar licores
más suaves. Debía acostumbrarse a que Miranda siempre sería diferente, única, bella, su desafío.
—Sí, allí —Señaló la antesala del cuarto—. Déjame traerte.
—Permíteme —pidió ella. Elliot iba a protestar. Las palabras murieron en su garganta. Miranda
salió del revoltijo de prendas que habían quedado a su alrededor, incluso se quitó el corsé a medio
desatar antes de dirigirse a la antesala. La silueta de su esbelto cuerpo se adivinaba por completo
debajo de la camisola, dejando poco a la imaginación.
Miranda sintió los ojos ámbar de Lord Bridport en ella, y pudo jurar que los suyos le ardieron. Si
no lo detenía en ese instante, no podría hacerlo jamás. Su cuerpo la traicionaba, pedía a gritos por el
contacto de Elliot, y como en el despacho de Lord Swift, estaba a una milésima de segundo de
abandonar los recaudos y regalarse el momento. El problema era que cada vez que se regalaba el
presente con Lord Bridport, algo salía mal. Así había sido el vals, el beso… no podía tropezar otra
vez con la misma piedra. Incluso si esa piedra era un bello hombre de cabello cobrizo, ojos
amarillos y cuerpo de infarto.
Sirvió dos vasos con coñac, y en uno arrojó, tal y como el boticario le había explicado, tres gotas
de «poción de hadas». Observó a su marido por unos segundos, y agregó dos gotas más. Estaba
segura de que dormir a ese hombre tan grande y musculoso requeriría de un ejército completo de
hadas, duendes y ogros.
Volvió a su lado y le extendió la bebida. Ella sorbió de la suya, pues no era mentira que temblaba
de pies a cabeza. No por frío ni por nervios, por un deseo que la estaba consumiendo.
—Ven aquí —pidió Elliot—, permíteme ayudar a calmarte.
Le extendió la mano y la instó a recostarse en la cama. Sorbió un trago más de coñac, y dejó el
resto en la mesa de noche.
—¿Qué haces? —preguntó ella, confundida.
—Confía en mí —pidió él y comenzó a alzar la camisola. Sus manos, tibias, le acariciaron la piel
desde la pantorrilla hasta los muslos. El masaje era erótico y, a la vez, relajante. Elliot acompañaba
las caricias con algunos besos suaves, dulces, que la hacían estremecer.
Miranda escondió la cabeza en la almohada para ocultar el bochorno y ahogar los gemidos de
placer que se le escapaban sin control. Sentía el centro de sus piernas humedecerse por la
expectación, pedía de manera natural la invasión de su marido. Echó la vista atrás por unos segundos,
Elliot se centraba ahora en su espalda, la observaba con los ojos brillantes, como si jamás hubiera
visto a una mujer antes. Continuó con el masaje, con los besos, hasta sacar por completo la camisola
y dejar a Miranda al desnudo.
—Eres perfecta —susurró—, seré suave, lo prometo, seré suave, aunque me muera en el intento.
Y tras esa confesión, Elliot murió.
—Elliot —lo llamó ella al sentir el peso de su esposo en la espalda—. ¡Elliot! ¡Maldición!
Lord Bridport pesaba lo suyo. Miranda agradeció no ser de contextura delicada, o no podría
sacárselo de encima. Para complicar la situación, todo su cuerpo había quedado en tensión por el
deseo. Las atenciones del hombre habían cumplido su cometido, y ella ardía por todos lados. Al fin,
con un gran impulso, logró rodar y hacer que Elliot cayera a un lado del colchón. Controló que
respirara, y ella lo hizo a la par al notar el aliento.
—¿«Poción de hadas»? Yo diría garrote de gigante —se quejó. Comenzaba a lamentar su plan,
¿No podía haber tardado un poquito más?
Se apuró a colocarse la camisola y observó desde los pies de la cama el resultado. Lord Bridport
estaba a medio vestir, debía desnudarlo por completo si quería convencerlo de que había sucedido.
El plan había cambiado de fin, ya no era alejar a su esposo y evitar cumplir las obligaciones
maritales, era ocultar que lo había drogado, dormido y engañado.
¡Oh, oh! Estaba en grandes problemas.
Comenzó a desvestirlo.
—¡Demonios! Con razón tienen ayudante de cámara —espetó mientras tiraba de las botas de un
inerte Lord Bridport. Cuando le quitó los pantalones, casi se desmaya a su lado—. ¡Eso no puede ser
normal! —expresó al verlo. Y encima se suponía que «crecía» por el deseo. Empezó a agradecerle
mentalmente a Vanessa por el plan, no hubiera sido capaz de llevar a cabo la tarea.
Terminó de desnudarlo y contempló su obra. La obra de Dios. Elliot Spencer era magnífico.
Debía cubrirlo de inmediato si no quería caer en la tentación. Luego derramó un par de gotas de
sangre de pollo que había conseguido en la cocina de la casa de la señora Monroe y arrojó el coñac
en un jarrón. Su vaso lo volvió a llenar, estaba muy necesitada de alcohol para digerir lo que
acababa de hacer.
El calor la reconfortó y la hizo olvidar las sensaciones vividas, el deseo que aún latía en ella y la
imagen del hermoso demonio que dormía a su lado. Se recostó en posición fetal, con el rostro hacia
su marido y lo observó dormir. Era tan bello, tan tentador…
Si en esos momentos debía confeccionar una lista de ventajas y desventajas de haber dormido a
Lord Bridport, todos los ítems irían a ambas columnas. «Hacer el amor con él sería magnífico», a
favor de las sensaciones, en contra de las consecuencias. «Nunca podría volver a mirar a otro
hombre», «quedaría atada a él por siempre», «jamás lo olvidaría», «podría llegar a enamorarme».
En lugar de contar ovejas, Miranda se durmió enumerando las razones por las que amar y no amar a
Elliot Spencer serían lo más feliz e infeliz que podía pasarle en la vida.
Elliot Spencer se despertó desorientado. Estaba desnudo, a su lado, Miranda descansaba cubierta
solo por una camisola. Los bucles negros le cubrían parte del rostro, y los labios rosas estaban
apenas abiertos para permitirle respirar.
—¡Demonios! —ahogó la exclamación. No se acordaba de nada. La mancha de sangre le
demostraba que sí había ocurrido—. ¡No, no, no! —Ni en la peor de las borracheras se había
olvidado de lo sucedido. ¿Cómo podía no recordar el momento en que había hecho suya a su mujer?
Con lo mucho que la deseaba.
Miranda percibió que su esposo había abierto los ojos, y despertó sobresaltada.
—Buenos días —la saludó él—. ¿Qué sucedió anoche?
—¿No lo recuerdas? —preguntó ella con cautela. Vanessa le había dicho que era un efecto de la
droga, pero temía que no surtiera efecto.
—No, solo… —Se detuvo. La imagen de Miranda en camisola, temblando de deseo. Él
besándole el cuello… Deseaba repetirlo, y su cuerpo no tardó en manifestarlo—. Creo que esta vez
soy yo quien necesita que se lo recuerden —dijo de manera juguetona y buscó los labios de su mujer.
—Ni lo sueñes. —Miranda salió disparada de la cama y puso distancia de su marido. Si lo
dejaba empezar… no, no quería drogarlo de nuevo, porque solo si se desmayaba podría detenerlo.
—¿Por qué no? ¿Acaso…? —La expresión de horror de Elliot atravesó a Miranda. Quiso decir
algo, disculparse, explicarse. ¿Cómo le diría, no, no hiciste nada malo, fui yo que te drogué?
Palideció ante la idea, y Lord Bridport malinterpretó la reacción—. ¿Qué he hecho? Miranda, por
favor, no me asustes. ¿Te lastimé? ¿Fui brusco? —Se agarró la cabeza, como si intentara rebuscar en
ella hasta dar con las imágenes de la noche anterior—. No me acuerdo de nada.
—No, no… —se apuró ella a minimizar las consecuencias—, solo… solo… no me resultó
placentero—mintió—, eh… fue aburrido, soso. —Ni bien dijo esas palabras cayó en cuenta de su
error, tendría que haber utilizado otro argumento, porque para ser sincera, le parecía casi una herejía
llegar a pensar en la incapacidad de satisfacción sexual en Elliot, todo él, todo su cuerpo, confesaba
una majestuosa destreza.
—¿Aburrido, soso? —exclamó dejando escapar una carcajada nerviosa—. Cariño, puedo no
recordar nada, pero de algo estoy seguro: eso no es posible.
Lord Bridport conocía muy bien sus habilidades, eran casi su elemento de batalla, con ellas
ganaba todas las guerras habidas y por haber. Además, no iba a caer en esa falacia, sobre todo
porque su ego jamás lo permitiría.
—Sí es posible, pregúntaselo a mi cuerpo. —Miranda comprendió que la mejor defensa era el
ataque. Se mantuvo firme, a una distancia prudencial, con el mentón alzado a modo de desafío. Debía
mantener su papel de mujer insatisfecha, algo que comenzaba a presentarse como una tarea imposible
de concretar ahora que Elliot abandonaba la cama en su búsqueda. Miranda tuvo que tragar saliva, su
esposo se dirigía hacia ella en completo estado de desnudez. ¡Míralo a los ojos! ¡Míralo a los ojos!
Se tuvo que repetir como orden, sus deseos parecían estar complotando en su contra, haciendo que su
mirada se desviara con intenciones de total contemplación al centro de su masculinidad.
—Mientes —alegó cuando estuvo a centímetros de ella. Aunque ahora que la observaba de cerca,
podía comprobar cómo sus hombros, su cuello y su rostro evidenciaban tensión. Como eximio amante
que era podía reconocer los beneficios que recibía un cuerpo que había gozado de sus atenciones.
Miranda indicaba lo contrario, estaba tensa, demasiado tensa. La única justificación que se le
dibujaba en la mente ante tal mal desempeño era la ardiente ansiedad. ¿Podría ser que el deseo
contenido le hubiese jugado en contra por primera vez en su vida? ¿Las ansias de poseerla lo habían
llevado a un juego amoroso apresurado? No, no podía creerlo—. Jamás una mujer me ha confesado
insatisfacción.
—Con mujeres te refieres a... ¿mujeres pagas? —Miranda fue directo al centro de su ego.
Provocarlo comenzaba a ser su tarea favorita, a la vez que la distraía, estaba a segundos de lanzarse
a la aventura del descubrimiento de su pecho, quería acariciarlo, besarlo—. Porque de ser así,
déjame decirte que no deberías confiar en ellas, siempre hablan a favor del cliente.
La provocación llegó al puerto correcto, el juego de desafío que su esposa iniciaba no hacía más
que encenderlo, despertar su masculinidad. La tomó de la cintura y le apretujó el trasero con la única
intención de forzar el roce de ambos sexos. El perfume natural de su piel a primera hora de la
mañana le resultó por demás afrodisíaco. Con brusquedad descendió el cuello de la camisola para
dejar al descubierto uno de sus hombros, y ahí mismo la atacó con un beso, un beso que dejó huellas
desde allí hasta su cuello como una dulce tortura.
—Detente —demandó Miranda apenas con un hilo de voz. Comenzaba a detestar a su cuerpo,
reaccionaba a él como por arte de magia. Era como un duelo de titanes, su mente quería una cosa, su
cuerpo... lo quería a él—. Detente, Elliot.
—Lo siento, no puedo, debo de compensarte, cariño. Prometo llevarte al paraíso —le susurró
mientras le mordisqueaba con delicadeza el lóbulo de la oreja.
¿Paraíso? El único destino posible que tenía en sus brazos era al infierno. Y ese infierno
empezaba a arder ahí, sin control alguno, en la tibia humedad de su sexo. Con delicada destreza, la
guio con su cuerpo de regreso a la cama.
—No —gimió Miranda a pasos de rendirse. Ese «no» iba dirigido a su consciencia, a la escasa
fuerza de voluntad que le quedaba.
—Sí —jadeó él cuando sus labios iniciaban el descenso a sus pechos, unos pechos que se
alzaban ya erectos, a la espera de su llegada.
Necesitaba una estrategia, algo que inundara su mente para anular la intensidad del momento,
algo que le apagara el incendio forestal que comenzaba a expandirse por todo su cuerpo. Cerró los
ojos con la intención de nadar en su memoria en busca de un balde de agua mental, lo halló más
rápido de lo esperado, la imagen del Barón Payne le hizo compañía. Miranda intentó experimentar el
encuentro íntimo como si estuviese en sus brazos. Para cuando sintió el contacto de las sábanas
contra su espalda, el imaginario Barón había convertido a su cuerpo en un témpano de hielo. Sonrió,
ese era su primer triunfo, podía tomar el control.
Un beso en el nacimiento de sus pechos... Nada.
Un roce de labios sobre sus pezones... Nada.
Una caricia invasora por entre sus piernas... ¿Nada? ¿En serio?
Elliot no podía creer la ausencia de reacción en su esposa. Hasta su masculinidad se vio retraída.
Quería satisfacerla, complacerla hasta el fin de sus días y, sin embargo, ahí estaba, debajo de él
como si fuese un cuerpo sin vida.
—¿Miranda? —reclamó su atención porque deseaba verla a los ojos. Su rostro estaba mirando en
dirección a la ventana.
—Sí, esposo mío —dijo ocultando las ganas de reír.
Lord Bridport se quedó sin palabras, la desesperación estaba haciendo la suyo en él y su cuerpo
parecía no decidido a participar. Se hizo a un lado en la cama, quedaron uno al lado del otro,
Miranda cambió la dirección de su mirada para acompañar a Elliot en la silenciosa contemplación
del cielo raso. Al cabo de unos minutos, decidió torturar a su hermoso esposo un poco más, ya
conocía su punto débil.
—Elliot, dijiste que jamás una mujer te había confesado insatisfacción, ¿verdad? —La
respiración profunda que salía de él como un toro embravecido fue la respuesta que Miranda obtuvo
—. Bueno, supongo que siempre hay una primera vez para todo. —Abandonó la cama, no quería
aprovecharse mucho de su estrategia, en cualquier momento iba a dejar de hacer efecto—. Ahora, si
me disculpas, prefiero pasar la mañana bordando —antes de que Elliot pudiera reaccionar, dejó la
recámara y llamó a la doncella para que la ayudara con las prendas. Si permanecía un segundo más
en su presencia, se quebraría y confesaría todos los pecados.
Y su peor pecado era el desesperante anhelo que tenía de él. Miranda Clark no se permitiría eso,
no se permitiría desear a su esposo. No, no lo haría.
Capítulo 8
Con tan solo cinco siete días de matrimonio, Elliot Spencer reconocía la más inesperada de las
verdades, la única mujer que se le resistía en todo Londres era su esposa. Ante ese descubrimiento,
había pasado por diferentes estadios emocionales; el primero fue una insatisfacción compartida
seguida de una intensa sensación de decepción, una decepción que decantó en una lógica furia
silenciosa. Esta última cumplió con su cometido y lo empujó al camino directo de la aceptación, y en
ese camino encontró la respuesta a el sinfín de preguntas que se hacía: él había forzado la unión entre
ambos, algo que Miranda había rechazado una y otra vez, en consecuencia, debía afrontar los
resultados de su acto egoísta.
Por supuesto no volcó ninguna de las emociones citadas en su reciente esposa, hacerlo
estimularía más el rechazo y la distancia, algo que Lord Bridport estaba decidido a arrancar de raíz.
Debía romper las barreras que Miranda había puesto en lo alto, esas que convertían a su cuerpo en
una muralla impenetrable. Estaba enfadada y a la defensiva, podía notarlo. Asediarla y conquistarla
era cuestión de tiempo, de encanto y paciencia. Tiempo tenía de sobra, al fin de cuentas, eran marido
y mujer, estarían juntos hasta el fin de sus días. Encanto... bueno, aunque ella lo negara, ese era su
mayor atributo. Solo tenía que trabajar la paciencia, eso se le estaba dificultando, la más mínima
cercanía de su cuerpo despertaba en él a la bestia hambrienta que se hallaba agazapada dentro de sus
pantalones. Agradecía la demanda que ella había proclamado noches atrás: dormir en habitaciones
separadas. En primer momento se había manifestado en contra, en el presente reconocía que era el
paño frío que necesitaba. Tenía un plan en mente, y lo llevaría a cabo con calma y perfecta maestría,
solo así conseguiría el resultado que buscaba: Lady Bridport le rogaría que le hiciera el amor.
Ella tenía su estrategia, una que él no sabía. Elliot acababa de elaborar la suya, una que pondría
en práctica a la brevedad. Y entre medio de ellos, a mitad del campo de batalla como forzado
mediador, se encontraba Cohan Hurt que, desde que el matrimonio se había concretado, elevaba una
plegaria al cielo. Lord y Lady Bridport estaban echando por tierra la escasa tranquilidad mental que
el hombre conservada. Si no fuese por las demandas del duque, ya hubiese renunciado. El hogar
Bridport era comparable a un ring clandestino de peleas de gallos.
El momento del desayuno era el peor de todos, parecía que las noches en soledad les despuntaba
los nervios a los amos de la casa, y el primer encuentro del día se llevaba a cabo con una larga mesa
de por medio.
Miranda se daba el gusto de romper el protocolo ceremonial y, a la vez, de abusar del mismo a su
antojo. Cada vez que compartía la mesa con su esposo, lo hacía desde el extremo opuesto, así evitaba
la más mínima cercanía y anulaba posibilidad alguna de conversación, hablar en tonos altos no era
correcto.
Elliot halló entre la correspondencia del día la excusa perfecta para romper la distante monotonía
entre ellos, seleccionó de entre todas las invitaciones la que le parecía más acorde a las actuales
funciones del matrimonio. Si iban a presentarse en un evento social como marido y mujer, debían de
hacerlo de la manera más pretenciosa posible.
—Señor Hurt —demandó la asistencia del hombre. Ni bien estuvo a su lado, le entregó la
invitación correspondiente—, por favor, entrégueselo a Lady Bridport, dígale que esta noche
debemos corresponder a esta invitación.
La dinámica matrimonial ya era de noticia común para toda la servidumbre, pero el afectado en
primera persona era Hurt. El infantil juego entre esposo y esposa le obsequiaba, cada día, una arruga
más al ceño. Caminó con total parsimonia hasta el otro extremo del salón, la resignación era el único
compañero que le quedaba. Miranda alzó la mirada hacia él, intentaba no prestar obvia atención a las
acciones de Elliot, fingía vivir en pleno desconocimiento de sus atenciones y necesidades.
—Lady Bridport, su esposo le envía esto.
Hizo a un lado los huevos escalfados y las tostadas para evaluar el contenido de lo que parecía
ser una invitación formal. El vizconde y la vizcondesa de Bridport estaban cordialmente invitados a
la inauguración del Alhambra Theatre, en el cual se llevaría a cabo el estreno de Alfonso und
Estrella, una ópera póstuma de Schubert. Miranda no estaba de ánimos para esa clase de puesta en
escena, presentarse ante sociedad implicaba el obvio contacto físico, estar a su lado, aferrarse a su
brazo, sonreír en su compañía. No iba a darle ese gusto a Elliot. No iba a permitirse caer en esa
tentación, porque eso significaba para ella su cercanía, una tentación con un solo rumbo, la cama, la
consumación de su matrimonio, la entrega definitiva.
Le devolvió la invitación al hombre y continuó con el deguste de los huevos, no tenía apetito,
pero encontraba en ellos la mejor excusa para demostrar su desinterés.
—Señor Hurt, comuníquele a mi esposo mi insatisfacción ante la propuesta. Infórmele que no me
encuentro en óptimas condiciones para llevarla a cabo.
—Por supuesto, mi lady. —Cohan contuvo las ganas de resoplar con fastidio y se limitó a su
función, en esos días no era más que un vulgar mensajero.
Cuando Hurt regresó llevando consigo la invitación, Elliot, acostumbrado como estaba a Miranda
y a sus comportamientos, se preparó para el embiste lejano de su mujer.
—Mi Lord, me temo que Lady Bridport no se encuentra en condiciones óptimas y ha decidido
declinar la propuesta.
—¿Declinar? —gruñó por lo bajo Elliot. No le interesaba en lo absoluto los argumentos de su
mujer, iban a asistir a ese estreno a como diera lugar, aun así, le pareció correcto indagar en los
motivos de su negativa—. Me gustaría saber a qué se refiere con que no está en «óptimas
condiciones». —Miró de soslayo a Cohan para que este le diera la respuesta.
—No lo sé, señor. —A Hurt le hubiese encantado incluir también un: Y no me importa. Por
lógicas razones no lo hizo, solo se limitó a decir: — No lo he preguntado.
—¡Pues ve y pregúntale, Hurt!
Los ojos del hombre danzaron en sus órbitas, giró sobre los talones y emprendió el mismo
camino anterior, esta vez con una mueca de tensión en los labios. Miranda volvió a interrumpir su
desayuno al notar que iba de nuevo en su dirección.
—¿Sucede algo, señor Hurt? —preguntó antes de que el hombre llegara hasta ella.
—Sí, mi lady, su esposo quiere saber a qué se refiere con su situación.
—¿Qué situación? —Lo interrumpió, estaba tan acostumbrada a negarse a todo que ya no
recordaba ni qué palabras había utilizado en esa ocasión.
—La de no sentirse en «óptimas condiciones», mi lady.
—Nada en particular, señor Hurt, solo es eso, no me encuentro en «óptimas condiciones», no
creo que sea necesario aclarar cuáles son, ¿verdad?
La común frase «no maten al mensajero» se convirtió en la antítesis del pensamiento de Cohan
Hurt, quería morir ahí mismo. No soportaría un día más. Al cabo de unos extensos segundos, estuvo
de nuevo junto a Elliot.
—Lady Bridport cree que no es necesario aclarar el origen de su...
Elliot no lo dejó finalizar, el fastidio se le escabulló por la garganta y lo llevó a alzar la voz para
que ella lo oyera.
—¡Pues yo sí creo que es necesario aclarar el origen de los caprichos de mi esposa, señor Hurt!
¡Ve y díselo! —ordenó a pesar de que sabía que Miranda había oído cada una de sus palabras.
Demás estaba decir que el hombre quería enviarlos a los dos al infierno, no lo hizo porque,
primero, no se hallaba dentro de sus tareas y, segundo, porque una parte de él esperaba el estallido
final con gusto. Conocía a Elliot Spencer a la perfección, y lo único que lo estimulaba a seguirles el
juego era el apasionado sentimiento que percibía en las entrelíneas de esposo y esposa. El estallido
final tendría dos resultados posibles, o se odiarían por el resto de sus vidas, o se amarían con locura
hasta el fin de todo. Cohan Hurt se había sumado a la cadena de apuestas que Colin Webb había
iniciado. Dado los actuales acontecimientos, se consideraba ya un ganador, proyectaba una vida sin
limitaciones gracias a las ganancias que obtendría.
Miranda se vio en la obligación de subir también el tono de su voz, así comenzaban las batallas
entre ellos, el que perdía la compostura siempre era él, lo que indicaba que ella se estaba
convirtiendo en una experta atacante. Alterar a Lord Bridport era su actividad marital preferida.
—Señor Hurt —interceptó con sus palabras en lo alto al hombre que se encontraba a mitad del
camino—. Dígale a mi esposo que él único con caprichos aquí es él.
—¡Eso está por verse! —replicó del otro lado Elliot—. ¡Hurt, dile que eso está por verse!
—Señor Hurt, recuérdele a Lord Bridport que no me gustan las amenazas.
Cohan había logrado alcanzar ese punto muerto que tanto añoraba, ese en el cual ya dejaba de
existir y se convertía en un mueble más dentro de la habitación. Permaneció inmóvil llamándose al
silencio, el matrimonio ya no lo necesitaba.
—¡Miranda, no te estoy amenazando, solo quiero saber cuál es tu absurda excusa para no
corresponderme esta noche! —dijo poniéndose de pie. Intentaba recordar las palabras claves de su
reciente plan: tiempo, encanto y paciencia. Respiró profundo.
—No necesito ninguna excusa. Simplemente no deseo hacerlo. ¿Acaso no te es suficiente, Elliot?
Considero más acertado que disfrutes de la noche sin mi presencia. Por lo que sé, las noches fuera
del hogar se te dan muy bien —agregó valiéndose de las conductas populares de Elliot.
—Se me daban muy bien... tiempo pasado, cariño —rebatió con una sonrisa socarrona en los
labios, finalmente volvía al camino de su plan—. Soy un hombre casado ahora, y mi única meta es
satisfacer a mi esposa.
Miranda estaba a un suspiro de estallar en una carcajada, si quería salir triunfante de esa batalla
debía de recurrir a la sutil retirada, se recordó que soldado que huye sirve para otra batalla. Antes de
que su boca siquiera se pudiera torcer evidenciando el nacimiento de una sonrisa, abandonó la
comodidad del asiento y atravesó el salón con vistas de marcharse. Cuando estuvo a pasos de él,
balbuceó con claridad:
—Pues buena suerte con eso, cariño.
Sin importarle la presencia de Hurt en la habitación, ni del resto de los empleados que, para esa
altura de la discusión, de seguro se encontraban en la habitación contigua oyendo una de las tantas
contiendas matrimoniales, se interpuso en el camino de Miranda para imposibilitarle la salida.
—Esta noche asistiremos a ese evento.
—¿Piensas obligarme? —lo interrumpió invirtiendo sus últimos aires de combate.
La cercanía de cuerpos comenzó a hacer el efecto habitual en ellos, se provocaban con palabras
para alejarse, mientras que sus cuerpos avanzaban, centímetro a centímetro para convertirse en uno.
La falda de su vestido jugó contra los pantalones de Elliot, así de cerca se encontraban. Las
respiraciones de ambos se confundieron hasta convertirse en una sola. Exhalaban y respiraban el
mismo aire.
—Por supuesto, cariño. Esta noche te quiero a mi lado, aunque tenga que arrastrarte de la cama y
llevarte en camisola. —Pensarla en camisola le encendió la mirada, y el fuego del deseo en sus ojos
se hizo extensivo a ella. El iris esmeralda de Miranda destelló mucho más que furia, brilló ardiendo
en picardía y deseo.
—No, no lo harías... no te atreverías. —Sí se atrevería, y la sola idea le fascinaba.
—Espera a esta noche, y veremos —susurró con la satisfacción en los labios.
—Veremos ... —repitió ella.
Elliot se hizo a un lado para permitirle el libre paso, Miranda no dudó, se puso en marcha
dispuesta a hacer una dramática salida, por desgracia le fue imposible, la mano de Elliot rozó la suya
por lo bajo con la intención de robarle o regalarle una caricia. No sabía cuál de las dos opciones era,
no importaba, había logrado su efecto, el cuerpo le temblaba, las mejillas le quemaban, y su
corazón... su corazón gritaba: Elliot, Elliot, Elliot.
Cuando Miranda hacía a un lado las intenciones de desafiar e importunar a su esposo, las
necesidades puestas en pausa salían a flote. Llevaba una semana de encierro en la mansión Bridport,
ella había sido la originadora de tal condena, se había negado a todo, hasta a las caminatas por el
jardín. Solo el encierro le proporcionaba la distancia que requería para establecer en su mente el
rechazo hacia Elliot, porque eso era lo que intentaba hacer, convencerse a sí misma de ese rechazo,
algo que en realidad no existía. Todo su cuerpo, en especial esas partes escondidas y silenciadas a
fuerza de decoro, lo convocaban con una oleada de sensaciones que se intensificaban día a día, y que
la hacían convulsionar noche tras noche por no gozar de su compañía.
Era necesario, se recordaba, ese maldito demonio de cabellos rojizos siempre hallaba la manera
de torturarla. Esa misma mañana lo había hecho con la sutil caricia que le había dado, y eso no era
todo, el muy sinvergüenza era el peor de los ladrones, un auténtico sabandija, de una u otra manera
siempre conseguía robarle un beso... malditos besos, malditos ardientes besos, le quemaban los
labios durante horas.
Esa noche, a pesar de que la idea de verse arrastrada de la casa en camisola le parecía por
demás tentadora, estuvo dispuesta a cumplir con lo pedido para salvaguardarse. Si extendía más de
lo debido la intención de clausura, se condenaría al abismo de la locura, una protagonizada por Elliot
Spencer, el peor esposo que una mujer podía tener... sí, el peor: atractivo, seductor, complaciente,
bien dotado. En fin, un perfecto canalla con título de nobleza.
Miranda Clark no era idiota, sabía que tarde o temprano sería su prisionera, caería de un
tropezón en sus brazos. Era su esposa, y eso conllevaba obligaciones que no iba a poder dilatar por
siempre; la cuestión era que ella estaba a la espera de su tiempo, de su deseo, algo que nada tenía
que ver con lo que él despertaba en su cuerpo. Tal vez era por el eco de sus añoranzas de niña, esas
que habían construido en su mente la idea de un matrimonio como el de sus padres, en donde el amor
se manifestaba en el aire, se confesaba en cada mirada, y se magnificaba con cada caricia. Elliot le
había arrebatado la ilusión del amor de manera definitiva, por eso no podía evitar estar enfadada, lo
hacía responsable a él y a nadie más que a él. Si se hubiese casado con el Barón Payne, otra hubiera
sido la historia. La falta de deseo y las obligaciones maritales hubiesen sido vividas como parte del
trato; sin embargo, con Elliot, todo podría haber sido diferente, pero no… por algún motivo que aún
no comprendía, él había forzado la unión en un abrir y cerrar de ojos. Un día se conocieron, bailaron
un vals y, al otro, ya eran marido y mujer. La realidad era que ella se sentía parte de un capricho más
en la vida Lord Bridport, y cuando reconocía eso, no podía evitar que la tristeza la invadiera, justo
como le acababa de suceder en ese momento, al contemplarse en el espejo. Se sentía sola, indefensa,
con el pecho abierto y el corazón expuesto.
Un golpe en la puerta la hizo dar un respingo. Se hallaba sola en la habitación, la doncella había
ido a buscar un té de última hora, algo que necesitaba para serenar su ánimo y darse valor de
enfrentar la noche.
—Adelante —ordenó, pensando que se trataba de ella. Lord Bridport hizo su triunfal ingreso.
—Buenas noches, Miranda. —La mirada ámbar de Elliot la recorrió, y le recordó de la peor
manera todos sus pesares. Su marido estaba hermoso en su traje de noche negro, con levita blanca y
botas altas. Podría haber sido su cuento de hadas.
En cambio, para Spencer, la figura de su esposa era el recuerdo que no siempre se sabe lo que se
quiere hasta que alguien lo pavonea frente a tu nariz. En esos momentos, la imagen de Miranda era
todo lo que deseaba. No sabía si estaba feliz o decepcionado por no hallarla en camisola. Recordaba
la fina tela de la ropa interior de su mujer, y el calor lo hacía arder por todos lados. Por el contrario,
las galas de Miranda lo hacían sentir una dosis de orgullo y celo. No quería compartirla con la
sociedad londinense, la belleza de esa mujer le pertenecía, así no pudiera hacer uso de ella.
—Tu doncella me informó —carraspeó para deshacer el nudo en su garganta— que habías
decidido vestir de verde y pensé… —Lord Bridport se acercó con zancadas firmes hasta el tocador.
Miranda quiso maldecir a su doncella, a la servidumbre, a su marido. No pudo. Los pensamientos
se evaporaron ante la cercanía de Elliot. Intentó pensar en el barón, la única estrategia que había
funcionado hasta el momento, pero esa noche los encantos de su marido superaban sus barreras.
Lord Bridport también se había quedado sin palabras. El color del vestido intensificaba el de la
mirada de Miranda. No era un hombre dado a la moda, recurría a los diseños clásicos y simples, que
cumplían la función de evidenciar lo que la naturaleza le había dado. Y respecto a las mujeres,
desnudas siempre era mejor. Lady Bridport acababa de derrumbar otra convicción de la lista que
regía la vida de Elliot.
—Estás bellísima —la halagó.
—Pensé que no te agradaría. —La confesión de Miranda lo hizo reír.
—¿Y por eso te lo pusiste?
Miranda quiso mentir, decirle que sí, que deseaba molestarlo. Pero la verdad fue más fuerte en
esa ocasión.
—No, porque siempre quise usarlo y madame L’mer…
—Creo que cambiarás de modista, ¿Qué dice madame L’mer? —insistió el hombre.
—Que el verde es un color de casada, y que puedo usarlo solo si mi marido es un lord
importante, de lo contrario quedaré como una fulana. No tiene gran aprecio por la confección
americana —completó con la vista puesta en su lujoso vestido.
—A mí me encanta la confección americana —susurró él sobre la piel del cuello. Una creación
americana en particular le quitaba el aliento. Depositó un suave beso antes de deshacerse del collar
que Miranda llevaba—. A esto vine —dijo reemplazándolo por uno de perlas con un dije de rubíes
rodeado de diamantes. Una de las joyas más valiosas de la colección—. Cada tanto, los ingleses
podemos ser muy ostentosos.
—Es demasiado —se quejó ella al verlo reflejado en el espejo. Junto a la joya, otras dos piedras
preciosas refulgían: los ojos de Lord Bridport.
—Es tuya, todo esto es tuyo, Miranda. —Se acercó aún más—. Eres Lady Bridport ahora, eso
implica que posees las casas del título, las joyas, los sirvientes… y al Lord.
La doncella llegó con el té y le permitió a Miranda escabullirse para no morir en sus brazos. A
pocos segundos estaba de confesar que no le interesaban las joyas, los sirvientes ni las casas. Y
cuando terminara de enumerar, Elliot sabría qué única posesión del título anhelaba. Lord Bridport la
acompañó con una medida de whisky antes de que Hurt les informara que el carruaje aguardaba por
ellos.
E l Alhambra Theatre abría sus puertas esa noche, y la presencia de Lord y Lady Escándalo
presagiaba un éxito. Si Alfonso und Estrella no era suficiente espectáculo para entretener a los
presentes, lo sería el matrimonio. Por ese motivo, y pese a la negativa del duque de Weymouth de
concurrir, uno de los palcos fue puesto a disposición de Lord Bridport. El mismo fue ocupado por
Lord y Lady Thomson, la señora Monroe y una invitada inesperada que tensó el ambiente: Lady
Anne.
Miranda empezó a sentirse mal de inmediato en cuanto la joven viuda se sentó a su lado con el
rictus severo y sus aires de grandeza. A Elliot se lo veía tenso, casi podía decirse que enojado, y la
reciente Lady Bridport comenzó a padecer un sentimiento demasiado cercano a los celos. La maldita
noche se iba en picada, y el intento de seducir a su esposa también. Lord Webb se las pagaría.
En el receso, Miranda se escabulló del palco hecha una furia. ¿Podía el muy maldito pavonearse
con una de sus amantes en sus narices? ¿Eso buscaba? Lady Anne era una beldad, no recordaba haber
visto a una mujer tan bella en mucho tiempo. Tenía el cabello oscuro, casi como el suyo, pero menos
rebelde. Unos ojos azules intensos, que casi parecían violetas. Los pómulos altos, los labios llenos y
la nariz recta. Si se descontaba su cuerpo delgado, proporcionado y curvilíneo.
Tan ensimismada estaba en su enojo, que se dio de lleno con Emily. La muchacha intentaba
alcanzarla desde hacía varios metros.
—Miranda, por Dios, estoy sin aliento de tanto llamarte.
—Lo siento —se disculpó y la saludó con cariño, tratando de dejar atrás la furia—, necesito
pasar a refrescarme. Hace un calor mortal aquí, y si alguien más se acerca a presentar sus respetos…
—gruñó una maldición. La señorita Grant la siguió a la sala de aseo femenino.
—¿Qué tal el matrimonio? No sabes lo mucho que te extraño —la demostración de afecto fue más
que eso, fue un pedido de auxilio por parte de Emily.
—Lo siento, es… es complicado. Y ahora, ahora lo será mil veces más —espetó con furia hacia
su marido.
—Cameron se niega a salir, y a decirnos el motivo que la llevó a aislarse. Solo cuento con
Vanessa, que no hace más que hacerme la vida imposible. No sé qué le ocurre, creo que detesta mi
reciente amistad con…
—¿Con…? —la instó Miranda, feliz de hablar de alguien más que no fuera Elliot y el gran deseo
que tenía de ahorcarlo.
—Lord Webb. Los Suttcliff nos han invitado al teatro, estamos en su palco. Intenté que me vieras,
hacer señas, pero Lady Daphne me dijo que era de mala educación, y tú no tenías ojos para nadie
más que Lady Anne.
—Ni la menciones.
—Nadie parece tener ojos para nadie más —agregó Emily en un tono de triste resignación.
—Te pedí que no lo mencionaras —repitió Miranda, pero la señorita Grant parecía perdida en un
monólogo de lamentaciones en lugar de en una conversación de amigas.
—Quién pudiera ser así de bella ¿no? —Lady Bridport iba a abofetear a su amiga si seguía
halagando las virtudes de la amante de Elliot—. Si me viera la mitad de bien que esa mujer, tendría
la mitad de mis problemas. ¡Encima es tan cruel! Va a terminar saliéndose con la suya, lo sé, no creo
que exista hombre que se le resista por demasiado tiempo, incluso los que ya pasaron por sus
sábanas.
—¡Oh, Emily, detente! Eres peor que Vanessa —se enojó Miranda.
—Tienes suerte, estás casada con el único hombre que jamás, jamás, la tendría de amante —
terminó la diatriba Emily y, con dramatismo, se dejó caer en una de las butacas de la sala de aseo.
Miranda tardó varios segundos en comprender lo que su amiga le acababa de decir.
—¿Dices que no es la amante de Lord Bridport? —indagó para evacuar las dudas.
—¡No, por supuesto que no! Es la amante de Lord Webb. Ex amante, mejor dicho, pero lo va a
recuperar. ¿La has visto?
—Y a ti la amante de Lord Webb te importa porque… —pidió que se explicara. Y la señorita
Grant se sonrojó por completo.
—Lord Webb ha sido muy amable conmigo. No me gustaría que cayera en las garras de esa arpía
—explicó Emily, y a Miranda le pareció que mentía. Sin embargo, el alivio que la embargaba le
impedía indagar en los sentimientos de su amiga. Comprendía que el enojo de Elliot no era con su
amante, sino con Lord Webb, al verse envuelto en el tire y afloje.
—Debo volver al palco —se disculpó Miranda—, esta noche es infernal. Luego iremos a saludar
a los Suttcliff, espero deshacerme de la amante de Webb para entonces, porque a mí tampoco me cae
muy bien. Por cierto —agregó Lady Bridport antes de dejar la sala—, hoy estás muy bella, Emily, te
favorece ese vestido más sencillo, y el tocado… y… todo. —Sonrió. Realmente la señorita Grant
parecía otra sin tanto adorno, y Miranda comprendió que habían subestimado el potencial de la
californiana. Era como las piedras preciosas, no brillaban hasta que las pulían y luego… luego eran
las más deseadas del mercado.
—¿Quieres arruinar mi matrimonio? —le recriminó Elliot a Colin en los pasillos del teatro. La
media sonrisa de Lord Webb no ayudó a calmar el fogoso temperamento de su amigo.
—Lo siento, ¿te refieres a tu matrimonio de conveniencia que solo tenía como fin molestar a tu
padre? No, mi lord, no tengo intenciones de arruinártelo. Además, te recuerdo que aquí, la victima
soy yo.
—¿Desde cuándo ser amante de Lady Anne se considera ser víctima?
—En el preciso instante en que dejas de ser su amante —se lamentó Colin—. De todos modos,
piénsalo como un favor a un amigo, si pones tu atención en ella, siendo un futuro duque, quizá desista
conmigo. Como beneficio extra, puedes ponerle fin a tu celibato matrimonial.
—¿Perdón?
—Oh, no lo sabías… claro, has estado tanto tiempo encerrado en tu casa intentando conquistar a
tu esquiva esposa que no te has enterado. Bueno, amigo —Le dio una palmada en el hombro—, todo
Londres está al tanto de que tu esposa se te resiste, y las apuestas están en alza en White.
—¡Debes estar bromeando!
—Para nada, al parecer la señorita Vanessa ha corrido el rumor, y siendo amiga de Lady
Bridport se toma como algo serio. —La risa de Lord Webb no se correspondía con la de un amigo
que compartía el pesar. Parecía muy divertido por la cuestión—. Supongo que, si te buscas una
amante, y quién mejor que la bella Lady Anne, entonces podrás resguardar tu honor.
—¡Maldición! Estás disfrutando esto —se quejó Lord Bridport.
—Para nada —mintió el aludido. Sus ojos celestes brillaban llenos de picardía—. Por el
contrario, me siento feliz de poder ayudar a un amigo a salir de las garras de un matrimonio no
deseado. Porque no es deseado ¿verdad? No te afecta en lo más mínimo que tu esposa no quiera
compartir el lecho, debe ser todo un alivio. Sin contar que siempre te gustó ser el centro del
escándalo, y lo eres. El duque está que trina. ¡Felicitaciones, amigo! Todo ha salido de mil
maravillas.
—¡Vete al demonio!
—Entonces ¿no quieres a mi amante? ¿Me tengo que deshacer de ella por mi cuenta? —Alzó la
voz al ver que Lord Bridport se alejaba en grandes zancadas. Contuvo la carcajada a la fuerza, y solo
le bastó un pensamiento hacia Lady Anne para dar por tierra su buen humor. Era cierto, iba a tener
que deshacerse de ella por su cuenta, y las ideas se le estaban agotando. El lado positivo de todo ese
embrollo era que seguía convencido de que iba a ganar muchas libras con las apuestas, ahora las
mismas pagaban en contra de Elliot Spencer y a favor de Miranda Clark. Oh, él conocía muy bien a
su amigo… ¿en qué invertiría ese dineral?
En las afueras del teatro, entre las sombras, el barón de Sunnyvalle permanecía oculto.
Observaba a la flamante pareja recibir las felicitaciones. Ninguno de los dos lucía en absoluto feliz,
Lord Bridport estaba rojo por una ira que destilaba hacia Lord Webb, pero que recaía en su flamante
esposa. Lady Bridport emanaba desafío de cada uno de sus poros. Los rumores habían llegado a él,
las apuestas en su nombre… Lord Nicholas Payne no poseía ni un penique más para apostar, aunque
de hacerlo, lo haría en contra de Elliot Spencer. Era evidente que Miranda Clark no tenía intenciones
de ceder a sus deseos. El muy maldito la sometería, la doblegaría…
Poco a poco se convenció de que todos sus males tenían rostro, nombre y, también, fin. Sus
desgracias terminarían cuando eliminara a su perpetuador. Al hombre que le había ganado la última
partida de póker y robado a la esposa, junto a la dote que ella llevaba. Lord Bridport, Elliot Spencer,
había arruinado dos vidas, y era tiempo de que pagara.
¿Quién decía? Quizá hasta se ganara la aprobación del duque de Weymouth.
Capítulo 9
Para el final de la velada, cada uno de los rumores que circulaban en nombre del reciente
matrimonio hacían eco en los oídos de ambos. Se reservaron las opiniones, no tenían intenciones de
compartir apreciación alguna al respeto.
Todo se resumía a que él era un marido insatisfecho y ella, una esposa frígida que, en breve,
arrojaría a su esposo al tibio refugio de las piernas de una fulana.
Miranda parecía un volcán a punto de hacer erupción, a pesar de lo confirmado por Emily sobre
la inexistente relación entre Lady Anne y Elliot, los celos le envenenaban la sangre, y reconocerse
celosa era lo que la llevaba al borde de la furia. Miranda Clark no conocía de celos, porque para que
los mismos nacieran debía de existir algo más, un sentimiento mayor, algo que estaba empecinada en
negar.
El no reconocimiento de sentimientos hacia su esposo ya alcanzaba la condición de capricho en
su estado más puro. La reciente Lady Bridport comenzaba a certificar la veracidad de palabras en
Vanessa; la joven de Boston había dado en el blanco cuando la catalogó de niña caprichosa y
consentida. Lo era, era una maldita niña con el título de vizcondesa adosado en la frente. ¡Vaya
combinación! Tenía que hacer algo al respecto. Hasta el momento el único ego afectado había sido el
de Elliot, y ella se consideraba feliz ante ese triunfo; pero ahora el tiro le salía por la culata. Su ego
también estaba siendo herido, ante los ojos de Londres ella no era más que una frígida muchacha, sin
pasión alguna, sin fuego en la sangre. Debía reformular los planes, encontrar el momento para
enfrentar la verdad de su noche de bodas, una noche sin consumación alguna, y poner las nuevas
cartas sobre la mesa. La primera salida formal matrimonial le había bastado para obtener un
panorama por completo diferente al que vislumbraba desde su encierro. Lo experimentado la llevaba
a tomar dos nuevas decisiones, la primera, no sería considerada la mujer más fría de Londres; la
segunda, al diablo con las costumbres inglesas, su esposo tendría una amante solo sobre su maldito
cadáver.
La presencia de Lady Anne había caldeado aún más los ánimos entre ambos. La incomodidad
había sido compartida y, en consecuencia, el silencio y el malhumor posterior también lo eran. Al
llegar a la tranquilidad del hogar, la despedida del matrimonio fue fugaz, sin intenciones pícaras de
por medio, algo que era común en Elliot. Esa noche, Lord Bridport también se replanteaba la
relación a futuro, y no lo hacía por los rumores que habían llegado a él, tenía la saludable costumbre
de hacer oídos sordos ante el cotilleo social, lo que le afectaba eran las palabras de Colin:
matrimonio no deseado. Caer en cuenta de lo equivocado del concepto hacía que su corazón galopara
frenético, y el hecho de no saber cómo lograr que el corazón de su esposa latiera a igual ritmo lo
agobiaba. No era cuestión de seducción, ni siquiera era por la simple satisfacción de su cuerpo, más
que nunca creía que Miranda era perfecta para él. Sin lugar a dudas eran el uno para el otro, pero ella
no se permitía ver la posibilidad de esa realidad, y Elliot comenzaba a vislumbrar un cielo gris sobre
ellos, sobre ese matrimonio.
El tinte de sus pensamientos se extendió hacia el clima. La mañana posterior al primer fracaso
social los sorprendió, al igual que a todo Londres, con grandes y oscuros nubarrones. Los ánimos del
vizconde se sumaron al mal tiempo, y el bello color ámbar de sus ojos se transformó en un pálido
amarillo. Sin embargo, el brillo tan característico de su mirada se encendió ni bien puso un pie en el
salón comedor. Miranda ya se encontraba en el lugar, pero para la sorpresa de Elliot, no se hallaba
en el otro extremo de la mesa; por primera vez había ocupado el asiento lateral contiguo al de él.
Cohan Hurt se encontraba haciendo pleno uso de sus funciones, y el desayuno ya estaba dispuesto
para ambos. El hombre instó a la servidumbre a que abandonaran el salón para otorgarles a los amos
de la casa la intimidad necesaria, él se mantuvo firme, a la espera de cumplir el papel de
intermediario de la pareja, era un rol que ya se había hecho parte de él.
—Señor Hurt —dijo Elliot a modo de saludo inicial.
—Milord —respondió e hizo una leve inclinación de cabeza.
Cuando estuvo junto a su esposa, la ausencia de cercanía cotidiana le jugó en contra, ella siempre
rehuía de todo contacto físico.
—Lady Bridport. —Tomó asiento, fue en busca de su mano y, con delicadeza, depositó un beso
en ella.
—Elliot... —Esa fue la respuesta de Miranda, una respuesta que traía consigo una fugaz sonrisa.
Elliot y Hurt coincidieron en miradas, el lord necesitaba la confirmación visual del hombre. La
actitud relajada y sonriente de Miranda era algo poco habitual a esas horas de la mañana, de hecho,
ese era el horario preferido de la vizcondesa para iniciar el estallido de la batalla del día. ¿Estarían
frente a una tregua? ¿Sería eso posible?
—Esposo mío... —continuó ella, y Lord Bridport dio por confirmada su suposición, estaban en
una inesperada tregua, e iba a valerse de ella.
—Sí, cariño —casi que titubeó al decir lo último. Hasta Cohan carraspeó.
—La salida de anoche puso en perspectiva ciertas cosas. —Miranda intentó sonar lo más natural
posible, había ensayado su discurso toda la noche y no tenía intenciones de que él lo percibiera.
Elliot escuchaba atento. Cohan hacía lo mismo, con perfecto disimulo—. No creo que sea saludable
para mis nervios, ni correcto para mi actual condición social —Se refería a su título de vizcondesa y
era la primera vez que hacía mención de ello como algo representativo—, recluirme en los confines
de nuestro hogar.
Los ojos de Elliot se abrieron de par en par, cuando de Miranda se trataba, ponía toda la
incredulidad que poseía en juego.
—¿Has oído, Hurt? —interrumpió Elliot movido por la extraña sorpresa, repitió con fascinación
—. ¡La vizcondesa de Bridport cree que la reclusión en el hogar no es correcta para su condición
social!
—Sí, señor, ya lo oí.
—¿Y qué más, cariño? —Elliot empezaba a intuir que eso no era tregua alguna, sino alguna
macabra jugarreta más de su esposa.
—Estuve pensando que, tal vez...
—Tal vez ¿qué? —No podía evitarlo, estaba ansioso. Debía reconocer que junto a ella el
matrimonio no tenía nada de aburrido—. Dime.
Miranda y Hurt resoplaron al unísono. Una vez que ella estaba dispuesta a una conversación
amena y no disruptiva, él se lo impedía.
—Pues, si me dejaras finalizar, te lo diría —murmuró ella entre dientes. Hurt volvió a
carraspear, y la atención de Elliot fue hacia él. Desde la distancia, el hombre le indicaba con el ceño
fruncido que se callara. El vizconde comprendió el mensaje.
—Por supuesto, cariño, soy todo oídos —finalizó entregándose al silencio.
—He pensado que podríamos aprovechar el día. Un poco de aire libre me sentaría muy bien.
¿Qué opinas?
—¿Tú y yo? —La pregunta se escapó por sus labios.
—Sí, Elliot, dije «podríamos». —Miranda estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano para no reír
a carcajadas—Tú y yo, a menos que el señor Hurt quiera hacerme compañía.
—No, mi lady —se apresuró a decir Cohan. Por fortuna para el nervioso empleado, su respuesta
poco educada fue ignorada por el matrimonio.
Elliot sentía que el viento, finalmente, comenzaba a soplar a su favor y se entregaba a él con los
brazos abiertos cual ave ávida de vuelo.
—De ser así, dime qué planes tienes en mente. —A él se le ocurrían un sinfín de ellos.
—Estaba pensando en aceptar tu sugerencia de Hyde Park.
—Maravillosa elección, cariño. —Hasta Cohan se dio el permiso de asentir con satisfacción.
—Tal vez podríamos disfrutar de una cabalgata juntos.
—Perfecto, ¿cuándo?
Ya visualizaba la salida por completo, cabalgata, picnic al aire libre, una tarde completa a su
lado. Sin duda, la mejor estrategia de acercamiento posible.
—Hoy mismo. Luego del desayuno. —Ni bien dijo eso, un trueno lejano resonó en el exterior. La
tormenta parecía inminente.
—¿Hoy? ¿Te parece lo más adecuado? Creo que el clima no nos favorece.
No, no le parecía lo adecuado. Miranda no había contado con el mal clima para sus planes y
detestaba tener que desistir ante él. No quería establecer el común acuerdo todavía, intentaba ceder
en cómodas cuotas.
—Hoy, Elliot, tengo deseos de cabalgar hoy. Además, conozco más las inclemencias del clima
que ustedes, créeme, dudo mucho que eso que ruge afuera llegue a ser tormenta.
Otro trueno volvió a oírse a lo lejos. Miranda maldijo en silencio, Elliot buscó soporte visual en
Cohan porque temía que si seguía mirando a su esposa está descifrara lo que él trataba de disimular:
Estaba loca, rematadamente loca. En esa oportunidad, Hurt no tuvo que fingir tos alguna, se atragantó
con la saliva y no pudo ocultarlo.
—Señor Hurt, ya oyó a la vizcondesa, dé la orden de que preparen a los caballos. ¡Si Lady
Bridport desea cabalgar, a cabalgar iremos!
Así como Elliot creía que el viento comenzaba a soplar a su favor, Miranda estaba convencida de
lo contrario. El primer plan que había orquestado en función de la nueva realidad matrimonial a la
que aspiraba fue un perfecto fracaso. Su premisa era la de echar por tierra todos los rumores que se
alzaban sobre ellos, ni ella frígida, ni él insatisfecho, y la única manera de conseguirlo era
obsequiando al mundo londinense la imagen perfecta de matrimonio feliz. Mal debut el suyo, el Hyde
Park se encontraba desierto debido a los aires de tormenta, las únicas espectadoras del momento
eran las ardillas que correteaban libres ante la ausencia de concurrentes.
—Tal vez deberíamos de regresar —dijo cuando se abrazó a la decepción definitiva. Además,
comenzaban a dolerle las nalgas. No estaba acostumbrada a cabalgar, menos, a mujeriegas.
Para Elliot el resultado de la excursión era más que perfecto, era imposible conseguir ese nivel
de intimidad puertas afuera y, a pesar de ello, ahí estaban, casi a solas. La mañana se presentaba
óptima para el disfrute, podían hacer a un lado las normas sociales, ser libres, gozar del momento.
—¿Regresar? Pero si acabamos de llegar...
Tenía razón, necesitaba un argumento lógico en su respuesta.
—Va a llover en breve —acusó al instante.
Al parecer, el clima solo era relevante cuando ella lo consideraba. Lo que una hora atrás no
había sido impedimento, ahora lo era.
—Miranda, cariño, ¿debo citar tus propias palabras? —la provocó con burla.
¡Maldito desgraciado! Las recordaba muy bien.
—No —gruñó por lo bajo.
—Así me gusta, mi bella pronosticadora del tiempo —dijo tomando control de sus riendas para
acercar la montura hacia él—. El mal clima te sienta de maravillas, lo sabes ¿no? —El viento le
agitaba la cabellera desarmándole el peinado recogido, en consecuencia, los bucles caían como
cascada furiosa en sus hombros.
—No, no lo sé.
—Pues vas a tener que confiar en mi palabra. En los días nublados luces aún más hermosa que de
costumbre.
Las mejillas de Miranda se sonrojaron, y no fue por lo dicho, sino por lo que experimentaba tras
esas palabras. La expresión de Elliot era intensa, sincera, el clima también le sentaba de maravillas a
él, sus ojos parecían dos hermosas luminarias, y su cabello alborotado la hacía sensualmente salvaje.
Se estaba obligando a no desear a su marido, y en vista de los actuales acontecimientos, no sabía
cuánto más iba a poder sostener esa fachada.
—Lady Bridport... —dijo él al darse cuenta de que ella se había sumergido en el silencio.
—¿Qué, Lord Bridport?
—El Hyde Park nos pertenece, hagamos uso de él. —Espoleó con suavidad a su caballo y se
alejó al galope de ella, era una clara invitación a seguirlo.
Miranda maldijo su suerte. ¡Demonios! Había tropezado una vez más con la misma piedra, esa
piedra de cabello rojo que se volteaba para comprobar por qué no avanzaba su esposa. Lady
Bridport perdía en cada batalla que desataba con su marido. Vals, beso, noche de bodas y, ahora,
paseo por Hyde Park. No le daría el gusto, así que no puso en palabras el problema: no sé cabalgar
correctamente. Podía dar un paseo, sobre un animal manso —Hurt le había asegurado que su yegua
era la más calma de la caballeriza—, pero lanzarse a un paseo rápido no estaba en sus planes, menos
que menos, en sus habilidades.
—No seas chiquilín, Elliot, no tengo intenciones de alimentar los cotilleos. —La carcajada de
Lord Bridport sonó junto a un trueno lejano.
—¿Los cotilleos de las ardillas? Vamos, Miranda, estamos solos. Un paseo ligero rodeando el
Serpentine nos hará bien.
—Solo quieres jugar porque sabes que tu caballo es mejor que el mío —rebatió ella con un
argumento que le pareció lógico.
—Te daré ventaja. —La mirada de Elliot brillaba de desafío y diversión, y nada conseguía mejor
despertar el fuego de Miranda que esos ojos amarillos de diablo. Le daría una lección.
—¿Sabes? El honor de los británicos no es bueno en los negocios, creo que perderías tu fortuna
en un santiamén si negociaras con un americano. Tienes suerte de haberte casado conmigo, quizá te
salve de malas inversiones.
—¿Cómo cuáles?
—Como las de dar ventajas —remató antes de lanzarse a la carrera hacia el lado opuesto al que
estaba Elliot. Nunca habían establecido hacia qué punto cardinal cabalgar, ni dónde terminaba la
disputa. Por lo que Miranda tenía una estrategia: hacer trampa. En cuanto Lord Bridport estuviera a
metros de alcanzarla, daría la carrera por terminada.
Elliot se sentía ofendido y divertido por partes iguales. No le gustaba que jugaran con su honor,
ni que a su esposa le importara tan poco. Perder no estaba en sus opciones, tenía intención no solo de
ganar, sino también de cobrarse un premio. A los pocos segundos, espoleó su caballo y fue tras su
esposa.
Miranda reía a carcajadas tan limpias, tan fuertes y felices que parecían competir con la tormenta
y le llegaban a él a modo de letales rayos. Esa versión de su mujer era la que lo tenía embelesado,
que lo enfurecía cuando recordaba las palabras de su amigo «matrimonio no deseado». En esos
momentos, lo que más deseaba era que su matrimonio funcionara como uno real, más que eso, como
uno burgués en lugar de uno aristocrático. Deseaba los bucles de Miranda, las carcajadas no
retenidas, los vestidos lujosos y poco funcionales, los modos espontáneos, esa juvenil liviandad con
la que cabalgaba, como una niña que no mide las consecuencias, que solo desea jugar.
—¡Maldición! —exclamó Elliot cuando el último pensamiento cobró real sentido. Ya no era
entretenido verla cabalgar sin saber, cuando la montura la zarandeaba de aquí para allá, al límite de
arrojarla—. ¡Miranda! Detente —advirtió él.
—No quiera hacer trampa, mi lord —le gritó ella, volviendo la vista hacia él. Lo que le confirmó
lo evidente, Miranda Clark no tenía idea de cabalgar—. Nunca podrá ganarle a una maestra en su
terreno.
—No quiero ganar, Miranda… —Miranda espoleó su yegua, la misma respondió con el mismo
hastío que Hurt a las jugarretas del matrimonio. Era, tal y como había prometido el mayordomo, el
animal más manso de la cuadra, quizá de Londres. Elliot la imitó para alcanzarla, su caballo era
joven, veloz y con un brío con el que pocas monturas podían competir. Cuando estuvo a dos metros
de alcanzarla, Lady Bridport tiró de las riendas para voltear la yegua.
—¡Hasta aquí! La carrera es hasta aquí ¡He ganado! —expuso como una chiquilla. A Elliot por
poco se le habían borrado las pecas del susto, y su mujer se reía por la treta que había llevado a
cabo. Iba a hacérselas pagar, pero antes de que se le pudiera ocurrir una venganza, la yegua de
Miranda se cobró la ofensa por él.
El animal, cansado y con el mismo carácter que Hurt, se molestó con la rienda que Lady Bridport
llevaba mal; alzó los cascos apenas a modo de protesta, y movió el cuello de lado a lado. Eso bastó
para que el trasero de Mirandas se resbalara por la montura y perdiera el equilibrio. Elliot hubiera
jurado que la yegua se mofó de su esposa, y cuando contara esa anécdota, incluiría la expresión del
animal que dio dos pasos en dirección al lago y justo allí, dejó caer la molesta carga.
Miranda terminó de deslizarse, y en el medio de su caída en cámara lenta llegó a expresar un
«ahora entiendo a madame L’mer con lo de la ropa funcional». La tela de su traje de montar era tan
suave, tan delicada, que propició con mayor facilidad la caída. La muchacha terminó con el trasero
en el Serpentine y una mano aún aferrada a las riendas. Para mayor bochorno, la yegua se puso a
beber agua junto a Miranda, ajena al accidente que había provocado.
Elliot descendió de su montura. Los intentos de contener la diversión estaban por matarlo, tenía
las mejillas rojas, los ojos llenos de lágrimas de risas y los labios unidos, en una delgada línea que
intentaba resguardar las carcajadas.
—¡Oh, vamos! —se quejó Miranda—, ayúdame.
—Esto te sucede por tramposa.
—Esto me sucede por confiar en Hurt, me dijo que la montura era mansa.
El animal seguía bebiendo agua lo más campante, y Elliot no pudo detener la risa, que brotó de su
pecho junto al sonido de los truenos.
—¡Por Dios! No permitiré que difames al animal, mira… —se acercó a socorrerla, y se detuvo a
los pocos centímetros—, antes, admite que hacías trampa —exigió su pago—, que mi honor está
intacto.
—¡No hacía trampa!
—Sí, sí lo hacías, vamos, dilo o no te ayudaré.
—Mis faldas están empapadas, me pescaré una neumonía, moriré y te perseguiré como un
fantasma por el resto de tus días. —Miranda no iba a ceder.
—Solo dilo. Dilo, dilo, dilo.
—Bien, lo admito ¡Hice trampa! —alzó la voz ella—, ¡Ardillas del Hyde Park, con ustedes como
testigos, pongo en manifiesto que hice trampa!
La diversión de Elliot le impidió ver el brillo en los ojos de Miranda. Se acercó a socorrerla con
las intenciones de cobrarse el pago por su honor mancillado, y en cuanto le tomó la mano
enguantada… zaz.
—¡Maldita tramposa! —se quejó a viva voz. Miranda lo había barrido desde las rodillas, una
técnica que le había enseñado uno de los muchachos de la servidumbre cuando era pequeña. Era
infalible, sin importar cuán grande fuera el hombre, las rodillas se doblaban si empujabas la
articulación. Y las de Lord Bridport lo hicieron hasta hacerlo caer al lago junto a ella.
—Te lo advertí —le dijo ella, jocosa—, el honor de los británicos los va a llevar a la ruina.
Elliot la salpicó por respuesta, y Miranda, que no estaba dispuesta a perder nunca más contra su
marido, se aseguró de que terminara tan empapado como ella. Se lanzó sobre él, y lo hundió hasta
que todo su traje quedó mojado.
Las risas se hicieron eco con la tormenta.
—No permitiré que te rías de mí —demandó Lord Bridport con fingido enojo, y acalló las
carcajadas de Miranda con un beso. Un leve contacto de labios que desató el resto.
—Ya lo estoy haciendo. ¿Qué harás para silenciarme?
No lo estaba soñando. Era real, sucedía esa mañana, en Hyde Park. Miranda acababa de bajar las
defensas, de dejarlo entrar.
—Te besaré, te besaré hasta dejarte sin aliento —prometió.
—Solo si no lo hago yo primero —lo desafió una vez más, y le devolvió el beso. Con el cuerpo a
medio sumergir en el lago y las faldas pesadas de su mujer encima, Elliot Spencer se rindió gustoso.
Así valía la pena perder.
Los labios de Miranda devoraban la boca de su marido, saciaba el hambre que llevaba de él por
días. Todos sus deseos comenzaban a concretarse, incluso uno del que se había olvidado: los
testigos. No eran muchos, tan solo un carruaje cubierto que pasó justo enfrente de ellos para
observarlos horrorizados. Una mujer le cubrió la vista a su hijo y pidió a su dama de compañía que
le diera las sales, que estaba por desmayarse.
—Creo que nos han arruinado el paseo —murmuró Elliot sobre la boca de su esposa.
—¿Sabes cuál ha sido la frase que más veces usé desde que pisé Londres? —Lord Bridport se
puso de pie y la ayudó a salir del lago antes de negar con la cabeza—. ¡Maldita Inglaterra y sus
reglas sociales!
Y las risas de Lord y Lady Escándalo resonaron en el parque. La lluvia se desató sobre sus
cuerpos ya mojados, forzándolos a regresar. Elliot la alzó y la subió a su propio caballo, arrastraría
la yegua hasta las caballerizas.
El trayecto que los separaba lo hicieron compartiendo más besos de los que la sociedad estaba
dispuesta a tolerar. Su comportamiento sería el nuevo rumor de Londres, uno mucho mejor que el
anterior. Miranda estaba feliz, esa vez, tropezar con su marido había dado el resultado esperado.
Estaban empapados de los pies a la cabeza, el lago había sido el propiciador del juego amoroso
y la copiosa lluvia se había sumado gustosa. No quedaba más que deshacerse de las ropas húmedas y
entrar en calor a como diera lugar.
La corta distancia que separaba al Hyde Park de la mansión Bridport les resultó eterna, una
eternidad que se hizo tolerable a fuerza de besos. Lo que Lady y Lord Escándalo no habían
contemplado eran las consecuencias de ese roce de labios, de ese encuentro de lenguas ansiosas. El
fuego les quemaba la piel, el deseo les anulaba el pensamiento, y las ganas de amarse los aislaba de
realidad. Elliot aprisionaba a su esposa por la cintura mientras que con sus manos guiaba las riendas
de ambos caballos, en consecuencia, Miranda se había otorgado el importante rol de mantener
encendida la ardiente llama de sus cuerpos. Y lo hacía a la perfección, con una destreza que no nacía
de la práctica sino de las sensaciones que experimentaba. La masculinidad de su esposo respondía a
esas sensaciones y luchaba con la delicada tela del pantalón para conseguir su libertad. Las manos de
Mirada se aferraban a su cuello, entrelazaban los dedos en los mechones revueltos y mojados de su
esposo, tiraba de ellos para conseguir el ángulo perfecto y acceder a sus labios; ahí mismo, sin
contemplación alguna, bebía de ellos. Eso ya no era romper las normas sociales, eso era un ataque
confeso y directo, con una única meta, destruirlas por completo.
Cohan Hurt los recibió en el hall principal; como buen mayordomo, se había adelantado a las
necesidades de los señores de la casa, no era muy difícil presuponer el estado en el que regresarían
con la tormenta que estallaba en lo alto. Presenciar, por primera vez, un arrebato de besos y abrazos
entre ellos lo empujó a un sorpresivo silencio. El hombre hizo a un lado la mirada, no estaba
acostumbrado a ser espectador de ese tipo de escenas.
Miranda y Elliot se valieron del primer contacto de real intimidad; entre abrazo y abrazo,
giraron, golpearon contra la pared, luego contra el espejo, hasta finalmente chocar con una superficie
mucho más blanda y tibia. La nueva superficie de apoyo que estaban utilizando para el mutuo disfrute
se vio en la obligación de manifestarse con una fingida tos. Cuando fueron conscientes de que se
estaban sumiendo en un tornado de caricias y arrumacos contra el cuerpo de Hurt, se apartaron entre
carcajadas compartidas.
—¡Señor Hurt! —Elliot se encargó de ser la voz oficial de la pareja—. Con Lady Bridport
hemos decidido retirarnos a nuestros aposentos… —Miranda le susurró al oído un par de palabras
cargadas de risa y picardía que él se las trasladó al hombre— por el resto del día.
—Milord —Cohan consideró prudente interrumpir el momento—, adelantándome a sus
necesidades le he indicado a la servidumbre que les prepararan los respectivos baños para recuperar
el calor perdido. —El hombre era muy bueno en su trabajo, era indiscutible, después de una situación
como la vivida, lo correcto era tomar un baño caliente.
—¡No! —replicaron Miranda y Elliot al unísono. No deseaban baño alguno, no deseaban
impedimento alguno, de hecho, querían deshacerse de las ropas ahí mismo para llevar esas caricias a
su extremo. Elliot continuó—. No es necesario... yo me voy a encargar de hacerle recuperar a mi
esposa el calor perdido. ¿No es así, cariño?
Las mejillas de Miranda ardían, pero no de vergüenza, sino por la excitación contenida y por los
aires de travesura que hacían volar a todos y cada uno de sus pensamientos.
—Ya ha oído a mi esposo, Señor Hurt, dígale a la doncella que, de ser necesario, recurriré a su
asistencia, pero que de momento no es requerida.
—No, no. No es requerida —finalizó Elliot al tiempo que alzaba a su mujer en brazos y cargaba
con ella escaleras arriba. Un único destino los esperaba, la habitación principal.
Ni bien los pies de Miranda hicieron contacto con el suelo, se valió de la verticalidad para
aprisionar el cuello de su esposo con los brazos. Con los labios rozándole la piel, y con la voz
gobernada por una excitación sin nombre, le susurró al oído:
—Bésame... por favor, bésame hoy, mañana y siempre.
La ardiente confesión hizo que el corazón del joven vizconde diera un vuelco dentro de su pecho,
tomó el rostro de su mujer en busca del contacto de su mirada, quería hacerle una promesa, una
promesa que estaba dispuesto a cumplir con loca desesperación.
—Miranda, mírame, cariño. Tus deseos son órdenes para mí, voy a besarte hasta el fin de mi
vida —y llevó a cabo ese juramento sin demoras. Fue delicado, suave, recorrió sus labios con los
suyos y, cuando ella le brindó el recibimiento necesario, introdujo la lengua dentro de su boca. Jugó
con la de ella, fue paciente y delicado, podía notar la falta de pericia y eso lo excitaba aún más.
Sus manos abandonaron el rostro de Miranda con una caricia descendente que, con el simple roce
de su palma, conseguía arrebatarle el frío superficial de su piel. Cuello, hombros; forzó la tela de la
chaqueta de montar que le robaba el dulce privilegio de sus pechos, demasiados botones, demasiado
tiempo de espera.
—Vamos a tener que exigirle a madame L'mer que te confeccione otros trajes de montar —
murmuró travieso sobre los labios de Miranda cuando los botones volaron por los aires—. Unos que
ofrezcan menor resistencia.
—Dudo que esté de acuerdo —gruñó de placer ella. Contribuyó con su propia desnudez, deslizó
la chaqueta por sus brazos y se desabrochó la falda, Elliot se encargó de facilitar el descenso de la
misma—. Creo que vamos a tener que recurrir más a la moda americana.
—Pues moda americana será... —sentenció satisfecho al ver a su mujer, la camisola húmeda se
encontraba adherida a la piel y le confesaba cada una de sus cuervas. La erección latiente de Elliot
alcanzó su máximo esplendor—. No sé si te lo he dicho ya, pero comienzo a amar todo lo que sea
americano.
La sonrisa en sus labios hizo que esa indiscreta y juguetona proclamación resonara en el corazón
de Mirada, una palabra en especial se quedó anclada en su pecho: amar. ¿Acaso se podían permitir
esa posibilidad? Entre medio de las idas y venidas, de las decisiones forzadas, de los caprichos
compartidos, se encontraba una innegable verdad, se atraían, se deseaban, se pensaban. No era para
nada equivocado suponer que un sentimiento como el amor podía ser la cosecha definitiva de esa
siembra.
Miranda soltó los mechones rebeldes que aún se mantenían sujetos a su cabeza, en cuestión de
segundos, su larga y negra cabellera le otorgó el marco perfecto a su semi desnudez. Elliot puso en
pausa el deseo frenético que convertía a su sexo en una rígida lanza dispuesta al ataque inminente.
Quería gozar de ella, redescubrir su cuerpo, sumergirse sin premura en su secreta humedad. Quería
grabar en su memoria los recuerdos de ese instante perfecto, se negaba a cometer el mismo error que
en su noche de boda, se negaba a ser esa clase de marido para ella. Iba a llevarla a la cima por el
resto de sus días. Se desvistió mientras se deleitaba con su imagen, la tela húmeda de la camisola de
Miranda se transparentaba en combinación con la luz que ingresaba del afuera, sus pezones rosados y
erectos clamaban por la rabiosa invasión de sus labios. Ya sin chaqueta, chaleco y camisa, procedió
al final de la tortura, botas y pantalón. Su esposa no le dio tregua; antes de que él finalizara, deshizo
el nudo de su camisola y se libró del contacto de la fría tela, en su descenso, se quitó también la ropa
interior, exhibiéndose completamente ante él. Los nervios y la sensación de lejanía con el tibio
cuerpo de su esposo la hicieron tiritar.
—Lord Bridport, es hora de que cumpla con lo dicho.
Apresurarse casi provoca un tropezón en Elliot, a duras penas pudo quitarse la bota izquierda con
destreza. Una vez que se encontró en iguales condiciones que su mujer, fue hasta ella para cubrirla y
envolverla con su cuerpo. La erección de Elliot hizo contacto con su inexplorado sexo, y el frío,
apenas percibido por Miranda, desapareció para convertirse fuego.
—Dime, esposa mía, ¿te satisface mi calor? —preguntó lanzándose a la traviesa aventura de sus
pechos. Los acarició, sentía que era la primera vez que sus palmas entraban en contacto con su
delicada piel y su turgente forma. Miranda jadeó a modo de respuesta, se estaba entregando a él con
los ojos cerrados—. Hoy se trata solo de ti. —Sus labios se sumaron a la caricia, trazó un camino de
besos desde su cuello hasta el nacimiento de sus pechos y desencadenó una oleada de sensaciones
tambaleantes cuando lamió los pezones con temeraria maestría.
Las rodillas de Miranda comenzaban a flaquear, tuvo que utilizar los hombros de su esposo como
soporte. Llevaba días, con sus respectivas noches, pensando en este momento. La realidad era que lo
había esperado e imaginado desde el instante mismo en que Elliot había puesto sus labios sobre los
de ella aquella primera vez en el despacho de Lord Swift. Era una cuestión de química inexplicable
lo que le sucedía cuando estaba en sus brazos, cada una de las células de su cuerpo reaccionaba, se
alborotaban por él, llevándola a un solo resultado, la entrega total. Por eso había luchado tanto contra
esto, por eso había buscado una y otra vez la distancia, un simple roce la ponía en alerta, un beso
robado la despertaba del letargo de una vida ajena al verdadero significado de la pasión, una
caricia... una caricia la invitaba a la entrega, a la rendición, la única rendición que estaba decidida a
aceptar; y ese día estaba dispuesta a eso, quería ser su esposa, deseaba sucumbir a la gloria divina
entre sus brazos.
No satisfecho con la respuesta de sumisión que los pezones calientes y erectos de Miranda le
entregaban, los labios de Elliot fueron en busca de más, con su lengua trazó un camino invisible
sobre la piel de su abdomen, llegó a su ombligo, lo recorrió con una caricia fugaz que tenía como
único objetivo alertar sobre su siguiente acto invasivo, el de su sexo. Se arrodilló ante ella y besó,
mordisqueó, el nacimiento de su monte de venus.
—¡Elliot! —gimió Miranda al sentirse asediada por sorpresa, el inicio de ese juego la afectaba
de una manera inexplicable. La respuesta de su esposo fue otro contraataque inesperado, su lengua
volvía a hacerse presente. Ella enredó los dedos en su cabellera cuando la sensación de placer
aumentó.
Elliot reconocía que estaba hambriento de ella, aun así, no iba a permitir que ese apetito voraz le
impidiera disfrutar de su esposa como se merecía. Si tenía intenciones de llevarla a la más alta de las
cimas, debía de hacerlo en cómodas condiciones. Detuvo el placer por unos segundos, la alzó y la
llevó hasta la cama.
—Así te deseo, así te quiero —Extendió los brazos de Miranda para que ella se valiera de la
cabecera de la cama como soporte, recorrió la totalidad de su torso con sus manos hasta llegar a sus
caderas, la invitó a alzarse a él—, flexiona las piernas para mí, cariño —indicó con el fuego
quemándole la garganta. Ella respondió movida por el mismo fuego, por el mismo calor, el centro de
su sexualidad reclamaba un alivio, uno que solo él podía darle.
Los labios de Elliot fueron los primeros en socorrerla, y cuando su lengua recuperó su
protagónico perdido, Miranda le obsequió a su marido la confesión de su placer, gimió, y ese gemido
se ahogó en su garganta. Utilizando los dedos como elemento de mayor tortura, le separó los
carnosos pliegues que se alzaban como fieles guardianes de su intimidad y emprendió un ataque
rabioso con su lengua, provocó con movimientos serpenteantes el centro máximo de su sexo hasta que
el diminuto y sensible punto de placer creció y latió fruto de la excitación; luego, la penetró con su
lengua para beber parte de su cremosa humedad.
Miranda perdió el control de su cuerpo, sus uñas rasguñaron la aterciopelada tela del respaldo,
una sensación sísmica la recorrió como una briosa ola de la cabeza a los pies, sus piernas
aprisionaron al hombre que se encontraba entre ellas, alzó las caderas para que la penetración de su
lengua fuese más profunda. Él correspondió al silencioso pedido, y para elevar las sensaciones en su
esposa, volvió a estimular su clítoris con la lengua mientras que uno de sus dedos la invadía para
mantener el juego del goce activo. Lo que era de esperarse ocurrió, el cuerpo de Miranda alcanzaba
el éxtasis por primera vez en su vida.
—¡Elliot...! —apenas pudo hablar—. ¡Detente! —reclamó a modo de supervivencia, sentía que
estaba a pasos de morir víctima del placer.
—Lo siento, cariño... esto recién comienza, no olvido que debo de compensarte. —Se incorporó
de rodillas en la cama y alzó sus delgadas piernas hasta situarlas a la altura de su cadera—.
Rodéame con tus piernas...
La guio y ella lo hizo. El miembro erecto entró en comunión con su expectante sexo, la punta
carnosa, caliente y ansiosa del pene de Elliot profanó su virginal abertura y la humedad de su interior
facilitó el ingreso. Con suaves y cortas embestidas logró penetrarla más y más, las manos de Miranda
abandonaron el respaldo de la cama para recorrer el pecho de su marido, acariciándolo; sumida en el
máximo de los deleites, con los ojos cerrados, se permitía una nueva experiencia de goce a manos
del experto amante que la había tomado por esposa.
Él también se entregaba a una oleada de sentimientos similares, ese momento les pertenecía a
ambos, compartían el deseo, la satisfacción y la sublime experiencia. El ritmo de sus penetraciones
se intensificó, su miembro se acoplaba a ella como una perfecta pieza de relojería, sus cuerpos
parecían hechos el uno para el otro, su miembro la llenaba por completo. Ese reconocimiento le
encendía el pensamiento, lo excitaba de una manera nunca antes concebida en su historia sexual, tal
vez por eso... solo por eso, pasó por alto la delgada resistencia que se opuso ante su penetración más
profunda, una que desgarró sin piedad alguna. Gimieron juntos, recorrieron de la mano todos los
extremos del paraíso, y regresaron a la tierra cuando la última embestida de Elliot la inundó con el
líquido de su semilla.
Salió de ella con delicadeza y se recostó a su lado. Miranda se refugió en sus brazos, y él la
estrechó contra su cuerpo. Ninguno de los dos podía hablar, estaban saciados y agotados. Al cabo de
unos minutos, ella se entregó a un breve episodio de sueño. Elliot no pudo imitarla, sus pensamientos
vagaban entre el recuerdo del placer vivido segundos atrás y una verdad no esperada, una que se
hacía confesión en la mancha rojiza que decoraba las sábanas. Por supuesto no recordaba la primera
vez con su esposa... esa primera vez no había existido hasta ahora.
Besó la frente de Miranda con extrema dulzura, solo ella podría revelar el misterio de aquella
noche, lo había engañado, y aunque eso, en verdad, no le importaba, necesitaba conocer sus motivos.
Descubrirlos significaba conocerla a ella, y Elliot lo deseaba más que nada en el mundo... anhelaba
conocer a su esposa.
Capítulo 10
El alba los encontró abrazados en la recámara de Lord Bridport. Elliot apenas había podido
descansar un par de segundos, aunque se sentía con energías renovadas. La imagen de Miranda en sus
brazos era la que le había quitado el sueño, ella y la incógnita revelada en las sábanas.
Los ojos de Lady Bridport se abrieron para mostrar el brillo esmeralda de su iris, la sonrisa de la
muchacha se correspondió con la de Elliot y se besaron en silencio.
—Es apenas la madrugada, tenemos tiempo para permanecer en la cama un poco más —le
confirmó él—, salvo, claro, que prefieras bordar.
Miranda alzó la mirada hacia su esposo, tenía las mejillas rojas por la vergüenza y se retorció
nerviosa sobre el pecho del hombre.
—Elliot, yo…
Él corrió las sábanas para mostrar la evidencia, y luego le alzó el mentón para que lo mirara,
para que comprobara que no había enojo por el engaño.
—¿Por qué? Miranda, cariño, anoche pensé que sería nuestro segundo encuentro, es más, creía
que el primero había sido insatisfactorio. Pensé en retribuirte, y el resultado… el resultado fue la
falta de consideración a tu inocencia.
—Para mí fue perfecto tal cual fue —rebatió Miranda, con las mejillas aún arreboladas—. No
me interesa tu consideración en esas cosas, sino…
—¿Sino?
—Sino en otras —completó. Se incorporó apenas y llevó las sábanas para cubrir su cuerpo. El
pudor había arremetido contra ella, y tener una charla trascendental estando desnuda se le presentaba
como una desventaja. Elliot se mostraba cómodo en su desnudez, habituado a las mañanas post sexo,
y eso le sentó como un golpe a Miranda. Sentía celos, inseguridad. Sentía lo que Lord Bridport, sin
quererlo, había despertado en ella. Él la observó en silencio, bebió de su comportamiento y comenzó
a comprender en parte los pesares de su esposa.
—Por favor —pidió que se explicara.
—Ya sabes lo que me sucedió con el señor Paterson, todos lo saben. Yo…
—¿Estabas enamorada de él? —la interrumpió Elliot, y fue consciente del malestar que esa idea
despertaba en su pecho.
—No, no quería casarme con él. Esa noche me negué al matrimonio, y él desató el escándalo. El
punto es… —balbuceó al percibir la ira en su esposo. Era difícil explicar la sensación de tibieza que
ese enojo le brindaba a ella, lo que en realidad siempre había anhelado y tanto Dylan como Elliot le
habían quitado—. El señor Paterson era amable conmigo, me trataba bien, me cortejaba. Lo hizo todo
con falsas intenciones, y fue muy decepcionante para mí comprender que no me quería, que solo
buscaba mi dinero. Con el tiempo, lo asumí, y llegué a Londres dispuesta a eso, a comprar un marido.
Me volví cínica, la señora Monroe me ha reprendido infinidad de veces por eso. Y entonces,
apareciste tú… y todo se desmoronó… —se silenció para no llorar. Aunque estaba dispuesta a abrir
las compuertas, a intentar un matrimonio, no quería dar el primer paso mostrando debilidad.
La mano de Elliot le dibujó el contorno del rostro con cariño, casi adoración. Pasó el pulgar por
sus labios, hasta conseguir que los abriera y le permitiera un beso suave.
—Te entiendo —dijo él, y los labios se curvaron ante la expresión de desconfianza de su mujer
—, tú también tienes el poder de desmoronar las cosas. De derribar planes y estrategias.
—Cuando bailamos ese primer vals, perdí un segundo mi armadura, dejé de ser cínica y volví a
ser yo, a ser Miranda…
—Por eso es que me gustaste tanto, porque fuiste Miranda Clark, porque fuiste tú.
Miranda lo observó con escepticismo. Le era muy difícil confiar en las palabras de Lord
Bridport, porque sabía que algo ocultaba. Que siempre estuvo motivado por otras razones distintas a
la pasión, a los sentimientos compartidos en un baile. Ella podía abrir su corazón, dejar salir parte
de la verdad, pero siempre quedaría una fracción de él al resguardo, a la espera de la
correspondencia de Elliot.
—Pensé que bromeabas a costa mía, y luego… luego el despacho, el beso y la obligación. Elliot,
puede que esta primera vez no haya sido como tú la esperabas, pero fue exactamente como yo la
deseaba. Cuando yo la deseaba. Vanessa tiene razón, las mujeres rara vez decidimos sobre nuestra
vida, y creo que estaba furiosa contigo por eso, porque te impusiste. Tenías el poder de obligarme a
un matrimonio, y lo usaste. Y yo… yo solo tenía…
—¿Qué?
—Poción de hadas —confesó con una mueca que intentó ser una sonrisa. Miranda temía a la
reacción de Lord Bridport cuando le dijera que lo había drogado, el alivio le recorrió la piel cuando
las carcajadas sonaron en la recámara. Su marido no estaba enojado.
—Tienes razón, Miranda. Y espero que esto nunca salga de nuestra habitación, porque pienso
negar públicamente que le he dado la razón a mi esposa —bromeó—. Lo que me lleva a preguntar,
¿cómo sabía Vanessa de nuestro distanciamiento? Ella corrió la apuesta.
El gruñido de Lady Bridport hizo eco en la mansión.
—Es tan… tan… aún no lo sé, a veces es muy cruel y otras parece ser de ayuda, es
desconcertante. Lo sabía porque ella me sugirió el boticario, nunca pensé…
—Lo siento, cariño —se disculpó Elliot—, siento haberte empujado al matrimonio. En mi
defensa solo diré una cosa, intenté cortejarte y me rechazaste tantas veces…
—Y aun así continuaste ¿por qué, Elliot? —Miranda observó el modo en que Lord Bridport se
cerraba a ella, y una garra invisible le estrujó el corazón. En su pregunta se escondía una esperanza
que la actitud de su marido apagaba. Era su último sueño de niña hecho añicos. «Por amor».
Elliot se dejó caer sobre la cama, con la vista al techo. Analizó si contar o no sus motivos, sabía
que al decir la verdad rompería las ilusiones de Miranda, y no sabía por qué provocarle ese dolor lo
hería a él en lo más profundo. Lady Bridport tenía razón, le había robado el último sueño. Se había
casado con ella por motivos que nada tenían que ver con los sentimientos. Aunque… aunque una
razón se alzaba con fuerza, una que tenía la voz de Colin como manifestación. Era el esposo más feliz
de todo Londres, y eso no se debía a sus planes y maquinaciones, sino a la mujer que descansaba a su
lado, desnuda, dispuesta a hacer el amor una vez más.
—Estoy distanciado de mi padre, y hacerlo infeliz era mi único objetivo en la vida —dijo al fin,
y fue incapaz de ver el daño que esa confesión infringía en su mujer.
—Y yo soy ese daño, casarte conmigo representa una vergüenza tal que es equiparable a tus
amantes, a tus fiestas… incluso peor. —Miranda se puso de pie, arrastrando con ella las sábanas
para no quedar expuesta. Elliot se impulsó tras ella, y la abrazó, le impidió alejarse. No quería
perderla, y para no hacerlo, debía contarle algo que ni Colin, su mejor amigo, sabía. La razón del
desprecio hacia su padre.
—Por favor, Miranda. Permíteme explicarte, pero antes, permíteme redimirme. Sí, me acerqué a
ti por el escándalo que llevaba tu nombre, y el desdén de mi padre hacia los americanos, pero no es
eso lo que nos trajo aquí esta noche, no es eso lo que desató el desafío entre nosotros, ni la disputa
constante. No es eso lo que pasó allí —Señaló la cama—, y lo sabes. Dime que lo sabes. —La
obligó a girarse ante él, a que indagara en sus ojos ámbar hasta hallar la sinceridad en ellos. Quería
que leyera en su mirada esos sentimientos que ni él estaba preparado para asumir.
Miranda le acarició la mandíbula, lo observó desnudo, más desnudo de lo que jamás antes había
estado Lord Bridport, y se rindió. Se rindió a él como había prometido no hacerlo, se rindió por
completo. Si no ganaba esa última batalla, no quedaría nada de Miranda Clark. Había aceptado sus
sentimientos en pos de los que se vislumbraban apenas en la desesperación de Elliot. Una apuesta
más arriesgada que las de los salones de White. Había mentido cuando dijo que el vizconde le había
robado el último sueño, la última dosis de esperanza. Porque tenía una más, una que se la jugaba esa
noche.
—Cuéntame —pidió y volvió a la cama. Elliot sirvió dos vasos de coñac y se sentó junto a su
esposa. Ambos contuvieron la sonrisa cuando Miranda observó el contenido con suspicacia—.
¿Piensas cobrártelas?
—Por supuesto —contestó con picardía—, pero prefiero a mis víctimas despiertas y disfrutando.
Sobre todo, si son tan bellas y fogosas como Lady Bridport.
Tras unos tragos del reconfortante alcohol, las excusas se evaporaron y Elliot no tuvo más
remedio que abrir la puerta de los secretos. Miranda no lo presionaba, comprendía que se trataba de
algo doloroso para su marido, y lamentaba que el alivio de él implicara una herida en ella. Sus
recientes amigas tenían razón, era una niña mimada. Solo en el último tiempo se vio arrastrada a
situaciones desagradables, a consecuencias de sus acciones. Había crecido con padres amorosos, y
ni siquiera había vivido las carencias económicas de sus progenitores. La cuna de algodón en la que
creció ya no era un lugar para ella, sin riesgos, sin espinas, no había rosas.
—No soy el verdadero heredero del ducado de Weymouth —confesó Elliot Spencer. Lo hizo
rápido, como quien desea minimizar el dolor de una herida y quita el cuchillo en un único
movimiento. Miranda lo observó de soslayo, y comprendió que a su esposo le daba demasiado pudor
su confesión. No obstante, esas pocas palabras no arrojaban luz al asunto, sino más incógnitas.
—¿Cómo dices? ¿No eres hijo de tu padre? —Estaba atónita, recordaba el rostro del duque y las
similitudes con Elliot eran abrumadoras. Lo que hacía al viejo hombre un ser desagradable era su
porte soberbio y el desprecio hacia todo, pero Miranda debía admitir que incluso a su edad se
trataba de un ser imponente, hasta atractivo.
—Sí, sí lo soy. No soy el primogénito, sino el segundo. Es… tengo un hermano no reconocido. —
La pena tiñó la voz del vizconde y le llegó a su esposa a modo de helada brisa. Tuvo que sorber
coñac y acurrucarse aún más bajo las sábanas para conservar el calor. Lo hizo cerca de Elliot, para
brindarle consuelo a él también, parecía necesitarlo—. En realidad, muchos hermanos no
reconocidos. Uno mayor que yo por nueve meses, dos hermanas y un pequeño. Son hijos de mi padre
con la antigua doncella de mi madre.
—Oh, Elliot… —se lamentó ella. Lo besó suave en los labios, y él se giró apenas, para buscar el
soporte en la mirada de su esposa. En ella halló la fuerza que necesitaba, y uno de los reales motivos
que lo habían empujado al encaprichamiento. Miranda no veía en él a un futuro duque, no le
importaban los títulos, ni los nombres. Ella era una plebeya para su padre, lo mismo que debió ser él.
Y no parecía molesta al retozar en brazos de un hombre cuya sangre era solo eso, sangre, ni más roja
ni más azul.
—Lo descubrí sin querer, cuando su amante, si es que así puede llamarse a esa relación —se
molestó él—, se presentó una noche en casa. Yo no debía estar, ya tenía mi vivienda de soltero.
Johana, así se llama la mujer a quien no conocía, porque fue despedida por mi madre cuando se
enteró, fue a rogarle a mi padre que le diera dinero. Una de mis hermanas estaba muy enferma, y no le
alcanzaba para la medicina. ¡Era hija de un duque y no tenía para medicina! Mi padre tiene a su
segunda familia en la peor de las miserias, Miranda.
—No… no sé qué decir.
—Sé que sospechabas de que tuviera un affaire con Lady Anne, lo vi en tu mirada. Puedes estar
segura de eso, cariño, jamás, jamás tendré una amante. Pero al menos, Lady Anne se presta al juego
con Colin por gusto y placer. No es el caso de Johana. Mi padre ha impedido que se la contratara en
cualquier hogar, es un duque y nadie quiere contrariarlo, menos por algo tan nimio como una
doncella. La sometió contra su voluntad, y luego supe que mi madre hacía la vista a un lado porque
prefería que pagara la doncella en lugar de ella. Cumplió con su rol de engendrar un heredero, y lo
hizo nueve meses después de que mi hermano naciera, cuando Johana no podía complacer los
placeres de mi padre. Esa es la realidad de mi nacimiento, esa es la sangre del ducado de Weymouth.
—¿Y quieres arruinar su legado? —conjeturó Miranda.
—Sí, pero aspiro a más que eso. Cuando escuché la disputa, mi padre se negó a darle el dinero.
Así que me acerqué yo a Johana. Vivían en la miseria, de los pocos peniques que mi padre le daba
mes a mes a cambio de sus favores. Ni siquiera le permitía usar el departamento de Londres en
donde concertaban sus encuentros para vivir, ni las prendas que la obligaba a usar en su presencia.
No, todos los lujos del ducado están resguardados para el placer de mi padre, y las necesidades de
esa familia no pueden importarle menos. Extendió la condena de la mujer a su hijo, a mi hermano, su
propia sangre. Porque si David consigue un empleo que sustente a la familia, entonces los lazos
podrán ser rotos. Lo he intentado todo, todo, Miranda…
Lady Bridport apretó los dientes hasta hacerlos rechinar. No sentía frío, sino un calor abrumador,
uno que nacía del odio y desprecio hacia el duque de Weymouth. Su madre tenía razón, los hombres
de dinero eran unos bárbaros, que los menospreciaban a ellos por sus orígenes, cuando su moral era
más que cuestionable.
—¿Qué… qué ocurrió luego?
—Pagué las medicinas y la consulta al médico. David apenas sobrevivía con un empleo en el
puerto, así que lo recomendé para otro empleo… hasta que mi padre se enteró, movió los hilos y
despidieron a mi hermano sin referencias. Tuvimos una fuerte disputa, casi terminamos a los golpes.
Entre los gritos me dijo… —Tomó aire y valor—. Me dijo que, si no entendía lo que implicaba ser
el duque de Weymouth, entonces no merecía el título. Intentó amenazarme, utilizar a David en mi
contra, al blandir que era el verdadero heredero y que, si yo lo defraudaba, lo reconocería como tal y
me dejaría a mí en la calle. Y eso es lo que intento hacer, Miranda, que me odie tanto, tanto, que
declare a mi hermano, el verdadero primogénito como el futuro duque.
La confesión flotó en el aire y lo volvió espeso. El silencio era abrumador, y a Elliot le costaba
volver el rostro y confirmar el impacto de sus palabras. Miranda lo obligó a mirarla, le acarició con
suavidad la mejilla, y desperdigó una cadena de besos sobre la suave piel de su marido.
—Lo siento mucho, Elliot. Lo lamento y lo comprendo. Solo que…
—¿Qué?
—Es tiempo que los dos dejemos atrás las ilusiones de niños, son bellas y nos motivan a seguir
soñando, pero a la vez, son imposibles. Tu padre jamás te desheredara, porque eso implica un
escándalo mayor que cualquiera de los que podremos desatar tú y yo. No hay beso en público,
amante, ni origen plebeyo que se iguale a reconocer a un bastardo como legítimo.
—Lo sé. Creo que siempre lo supe, solo… no se me ocurre cómo ayudarlos. Cómo cortar el lazo
que los ata a mi padre, disminuir el poder que el duque ejerce sobre ellos. Cuando muera… cuando
pase, podré hacerlo. Mientras tanto… Miranda, me siento tan impotente.
—Cariño —musitó ella y le sonrió, sus ojos brillaban por algunas lágrimas contenidas. La
inocencia comenzaba a dar paso a la madurez, a la comprensión de cómo funcionaba el mundo, casi
siempre injusto—, estás demasiado atrapado en las normas inglesas, en el honor, los títulos, y esos
valores británicos. Mírame bien, yo no soy una lady, no soy de sangre noble y, de todos modos, seré
duquesa.
—¿Qué quieres decir? —indagó él, con una dosis de esperanza.
—Tu padre puede influenciar en Inglaterra, pero hasta los hilos de un duque tienen límites, y yo
los he cortado ¿o no? El dinero americano será mal visto, considerado vulgar, sucio… y, pese a eso,
compra lo mismo que las libras. Ahora a mí me pertenece el título, y a ti, mis dólares.
Por primera vez desde que la verdad de su origen había sido revelada, Elliot Spencer sintió algo
similar a la esperanza, a la paz. Sus ojos refulgieron ante la propuesta de su esposa, la realidad que
se le presentaba. La manipulación del duque, que alcanzaba a la nobleza, no llegaba a los
empresarios americanos. Ni a los de ningún otro país. ¿Cómo no lo había pensado antes? Claro,
porque antes su influencia también terminaba en las costas británicas.
—Eres una hermosa genio —exclamó feliz. Y se lanzó al juego de besos que era una promesa
entre ellos. Ella rio, compartiendo la alegría de él. Sin proponérselo, se habían entregado al último
sueño. Elliot tenía la posibilidad de convertirse en el príncipe del cuento de Miranda, y Miranda, en
la liberadora de las cadenas de Elliot.
Solo quedaba un obstáculo por sortear, el de aceptarse como tal.
Capítulo 11
El regreso al hogar Bridport no fue para nada placentero, a pesar de haber disfrutado de una
maravillosa velada de media tarde, los pensamientos de Miranda fluctuaban entre el desconcierto y
la preocupación. Le hubiese encantado responsabilizar a Vanessa de ese malestar mental, tenía la
maravillosa capacidad para alterar a cualquiera con ideas que, en general, carecían de fundamento y
solo eran opiniones de una joven que observaba el mundo con un cristal demasiado oscuro. En este
caso, la inquietud se mantenía porque había sido generada por una sólida fuente. El recelo de Colin
hacia el Barón Payne había alcanzado un gran nivel de intensidad, Lord Webb no confiaba en el
hombre y, ante el desmerecimiento de su apreciación por parte de Elliot, había buscado contención
en Emily, con quien había compartido las negativas sensaciones que el hombre le generaba.
Era por demás seguro que Emily había magnificado los hechos, era parte de la naturaleza
femenina hacerlo; donde un hombre ve un nubarrón, la mujer ve una tormenta. La exageración era una
cuestión de previsión, y esa extralimitación de pensamiento estaba haciendo de las suyas en Miranda.
Tal vez, por eso, cuando descendió del carruaje, creyó ver la figura del barón a los lejos, acechando,
atento a los movimientos de los alrededores.
Miranda intentó reducir su campo de visión entrecerrando los párpados. Un carruaje y un
pequeño grupo de niños correteando por la acera se interpusieron ante su objetivo. Al cabo de unos
segundos, se sorprendió al no hallar evidencia del hombre. Se convenció de que el suceso había sido
consecuencia de la sugestión; sin duda, la mente le estaba jugando una mala pasada. Era necesario
expulsar esos pensamientos de su cabeza, y al igual que Colin, comprendía que la única manera de
lograrlo era compartiendo la inquietud.
El señor Hurt la recibió en el hall principal.
—Mi lady.
—Señor Hurt, dígame ¿cómo ha ido el día sin mi presencia?
—De maravillas, mi lady —alegó el hombre sin tapujo alguno.
—Su sinceridad me abruma, Cohan. —Miranda no pudo más que reír, el hombre le agradaba
cada día más, comenzaba a sentirlo un aliado—. ¿Mi esposo?
—En su despacho.
—¿En su despacho? —Se había despedido de él en ese lugar—. ¿Todavía sigue allí?
—Sí, mi lady. Solicitó un refrigerio y continuó con sus tareas.
—Y esas tareas nada tienen que ver con un juego de cartas, ¿verdad?
—No sabría decirle, Lady Bridport. —Ni Hurt mismo creyó esas palabras.
Miranda se acercó al hombre, se colocó a su par y continuó la conversación con un susurro:
—Cohan, los dos sabemos que usted sabe todo... absolutamente, todo. Dígame, ¿qué está
haciendo mi esposo con tanto ímpetu y disciplina?
El hombre carraspeó al sentirse arrinconado por la joven vizcondesa. Tenía razón, nada escapaba
de sus conocimientos, era los ojos y los oídos de esa casa.
—Revisando los libros contables, analizando posibles inversiones... entre otras cosas —confesó
con el mismo tono de susurro.
—¡Vaya! ¿Quién lo hubiese imaginado? Mi esposo, el mayor juerguista de todo Londres, abocado
a sus tareas y obligaciones. —La ironía llegó al destino deseado.
—Está usted en lo cierto, mi lady —afirmó el hombre sin expresión alguna en el rostro.
Miranda levantó los talones hasta colocarse de puntillas de pie, solo así lograría llegar al oído
de Cohan. Quería la máxima confidencialidad.
—De ser así, asegúrese que esa información también llegué a los oídos del duque. Lo justo es lo
justo, ¿no lo cree así, señor Hurt?
Él era el mensajero del diablo, Elliot lo sabía, y para esas alturas, era por demás evidente que
ella estuviese al tanto de esa función extra que cumplía el mayordomo.
El silencio de Hurt fue la primera respuesta, de inmediato, esta fue acompañada de un atisbo de
sonrisa en sus labios. El hombre no sonreía a menudo, y Miranda lo consideró una de sus mayores
victorias.
—Así me gusta, señor Hurt. Creo que usted y yo vamos a ser buenos amigos —dijo antes de
marcharse en dirección al despacho de su esposo.
Ya en soledad, la sonrisa de Cohan creció hasta llegar a su madurez total. El sentimiento era
mutuo, la vizcondesa comenzaba a agradarle… cada día más.
No hizo notoria su llegada, la puerta del despacho estaba entreabierta. Con un sutil movimiento
de pie amplió la apertura, desde ahí observó el cuadro completo. Pretendía deleitarse con la imagen
que tenía ante ella: Elliot, con chaleco, camisa y el nudo de la corbata a medio deshacer. Tenía los
cabellos alborotados, y la mano que aferraba la pluma, iba del tintero a los libros contables sin pausa
alguna. Podía pasar el resto de su vida así, contemplándolo, sabiéndolo suyo. Y así lo hizo, los
minutos pasaron.
—¿Piensas quedarte ahí mucho más? —Elliot habló sin apartar la mirada de los libros.
—Pensé que no habías caído en cuenta de mi presencia —dijo y avanzó hacia él.
—Por favor, cariño, contigo he desarrollado habilidades de sabueso, reconozco el perfume de tu
piel a kilómetros de distancia.
Miranda no pudo más que reír ante el comentario.
—Exageras...
—No, no lo hago. Ven aquí. —Hizo a un lado la pluma y, tras reacomodarse en el asiento, la
invitó a que se refugiara en su regazo. Miranda se lanzó a la invitación gustosa, se abrazó a su cuello
y le robó un beso. Antes de que los labios de su esposa se distanciaran, la tomó del cuello con
delicadeza y extendió el sensual reencuentro de sus labios—. Yo también te extrañe.
—No parece... —Solo era una provocación más, para no romper la costumbre.
—¿Celosa del tintero?
—¡Y de quién más!
—De ser así, déjame decirte que los celos son compartidos. —Elliot aprovechó el juego para
deslizar una mano por debajo de su falda.
—¿Celoso de la señora Monroe? —Miranda, por su parte, se deshizo de la corbata que a duras
penas se sostenía a su cuello.
—No, de ella no, pero sí de esas señoritas americanas caza maridos que te alejan de mí más
horas de las que deseo. Además, creo que son mala influencia. —La mano de Elliot avanzó por la
tela de sus medias hasta llegar a sus muslos desnudos.
—¿Mala influencia? ¿Por qué lo dices?
—No lo sé, supongo que porque te alentaron a que me drogaras en nuestra noche de boda.
El vizconde tenía un excelente punto a favor.
—Cuando lo expones de ese modo, tienes razón. Dime, ¿qué medidas piensas tomar al respecto?
—La mano de Elliot venció la resistencia de su ropa interior y, con una intensa caricia, fue al acecho
de su intimidad.
—¡Lo correcto, por supuesto! Y siento mucho si estás en desacuerdo conmigo, pero como esposo,
debo velar por tu bienestar. —La picardía ya hacía de lo suyo en su voz, mientras que, en sus
pantalones, el deseo hacía lo demás.
—Con eso quieres decir...
—Que te prohíbo... —Cuando estuvo en contacto con los rizos de su húmedo sexo, redobló la
apuesta de caricias invadiendo su cuello con besos— te prohíbo que rompas tu amistad con ellas —
finalizó levantándose con ella a cuestas. Con su antebrazo empujó los libros que ocupaban el
escritorio y la sentó en él. La leña ya había sido echada al fuego, era momento de dejarla arder.
—Oh, esposo mío, y yo voy a respetar tus órdenes —dramatizó Miranda mientras le quitaba el
chaleco y le desabotonaba la camisa.
Elliot le alzó la falda hasta la altura de la cintura, le deslizó la ropa interior y amplió la
separación de sus piernas para ubicarse a la altura de su sexo.
—Lady Bridport, usted es la clase de mujer sumisa que todo hombre desea tener. —Con
delicadeza, le aflojó las cintas del corsé y sus pechos escaparon libres. Lamió sus pezones, y los
apretujo movido por la excitación que su miembro, ya erecto, le provocaba.
—No puedo evitarlo, mi lord, me han enseñado a ser sumisa desde muy pequeña —dijo tirando
de sus pantalones para atraerlo a ella; cuando lo consiguió, lo desabrochó hasta dejar expuesta su
masculinidad erguida y ansiosa.
—Ya veo… He sido un afortunado. —Miranda le aprisionó la cadera con las piernas
provocando el roce de su erección contra su sexo.
—Los dos lo hemos sido...
Los ojos de ambos se buscaron con desesperación, abandonaron por unos segundos el libreto del
sensual juego que estaban llevando a cabo, para confesarse, en el silencio del deseo, aquello que
todavía no podían poner en palabras. Eran afortunados, en verdad lo eran, no podían imaginarse el
uno sin el otro, eran dueños de un paraíso único, uno que muy pocos lograban conquistar en vida.
La penetró de una sola embestida, comulgó con su humedad, fue parte de ella... dos cuerpos
convertidos en uno. Así se amaron, con sed inagotable, con pasión irrefrenable, con el fuego
quemándoles la piel, devorándolos por dentro. Y así se amarían hasta el día que tuviesen el valor
para decir aquello que sus corazones les susurraban.
∞∞∞
No era la primera vez que utilizaban el despacho para esos fines, habían hecho del lugar una
perfecta sala de placer. Perdían la noción del tiempo, en consecuencia, no era de extrañar que el
anochecer los sorprendiera ahí. El gran sofá les brindaba la comodidad necesaria.
—Voy a solicitar que nos lleven la cena a la recámara, ¿estás de acuerdo?
Miranda asintió desde el cobijo del pecho de su esposo. La ausencia de palabras puso en jaque a
Elliot, estaba acostumbrado a su verborragia, sobre todo aquella que la gobernaba en los momentos
de intimidad.
—¿Te encuentras bien? —preguntó separándose de ella para apoyarse en uno de sus codos.
Desde ahí pudo observar la expresión de su rostro, parecía estar perdida en sus cavilaciones—
¿Miranda? —debió insistir para traerla de regreso a él.
—Lo siento, cariño, sí, me encuentro bien. —Le acarició el rostro para darle auténtica veracidad
a su estado.
—No lo pareces, ¿debo preocuparme?
—No —hizo una pausa y se corrigió—. O si, no lo sé.
—¿Qué no sabes?
—¿Tienes alguna noticia del barón Payne? —Después del divino goce, la preocupación que la
había llevado en primera instancia hacia el despacho regresaba a torturarla.
—¿Del barón Payne? ¿Me lo preguntas en serio? —No sentía celo alguno por las señoritas
americanas, pero el barón Payne, o cualquier otro nombre de hombre que saliera de la boca de su
esposa, era otro cantar.
—Por supuesto que sí. —Al comprobar el ceño fruncido de su esposo, Miranda se echó a reír—.
Espera... ¿estás celoso? ¿Estás celoso de él?
—Eso no es de tu incumbencia. —Se comportó como todo un niño caprichoso, y ella no pudo
más que lanzarse sobre él víctima de un ataque de risas.
Lo besó una y otra vez, y el efecto de sus besos logró cometido, la expresión enfadada de Elliot
desapareció.
—Estoy preocupada —expuso cuando la calma retornaba a ellos.
—Entonces debo de preocuparme también, preocuparme por ti —dijo acariciándole la suave piel
de su cuello.
—Posiblemente, pero no por mí, sino por el barón. He oído que te responsabiliza de su ruina.
Lo dicho no impactó en lo más mínimo en él, resopló por fastidio, por lo visto ya había oído ese
comentario.
—El único responsable de su ruina es él —dijo para dar por zanjado el asunto. La idea de que el
barón Payne les interrumpiera la noche no le resultaba para nada placentera.
—Estoy de acuerdo contigo, por desgracia, él piensa lo contrario.
—Me vale poco lo que él piense, Miranda. Y a ti debería sucederte lo mismo. —Se incorporó y
le extendió la mano para que se aferrara a ella—. Ven, continuemos con esto en nuestra habitación.
—¿Continuar con esto? —repitió sin comprender bien el mensaje.
Los labios de Elliot invadieron su cuello al instante, un beso, y otro, y otro...
—Sí, tú, yo... cena, y las sábanas —le susurró.
Con esa simpleza erradicaron al barón Payne de sus pensamientos. Ni siquiera se merecía un
lugar en los recuerdos de ambos, a lo sumo sería una breve anécdota que, con el tiempo, se
convertiría en un lejano hecho. Sin embargo, para el barón eran todo lo contrario, eran el maldito
sabor amargo en su garganta, la condena sin salvación alguna. Miranda y Elliot eran los artífices de
su desgracia, una que estaba decidido a compartir con ellos.
Capítulo 12
Los paseos de primera mañana por el Hyde Park se habían convertido en la actividad favorita
del matrimonio Bridport. En ese lugar habían derrumbado los muros de sus egos para permitirse el
ingreso a sus corazones. Las caminatas diarias se encargaban de potenciar el sentimiento que se
encontraba mudo en ellos. Llegaría el día en qué callarse sería comparable al dolor, y la confesión
saldría de sus pechos abiertos de par en par... sí, ese día llegaría. Para lo demás, no había límites ni
secretos, la relación que construían se basaba en la mutua confianza. Compartían apreciaciones,
desacuerdos, y tomaban decisiones en conjunto, para Elliot, Miranda no era solo una esposa, era su
compañera de vida.
—Elliot, es necesario que sepas que me he tomado un atrevimiento sin consultarlo contigo.
Miranda hubiese esperado algún comportamiento reaccionario, una expresión ceñuda, un
intercambio de palabras a modo de llamado de atención. Le era difícil reconocer que el hombre que
tenía como esposo, en verdad, rompía con el molde del noble aristócrata.
—No esperaría menos de ti, cariño —manifestó con plena serenidad.
—¿No te molesta? —Ella se detuvo, quería verlo a los ojos. Miranda era un hueso duro de roer,
le resultaba muy difícil aceptar su buena fortuna: tenía a su lado al esposo más bello, sensual y
comprensivo de todo Londres.
—Me molestaría enterarme, de lo que sea, por terceros. Solo eso.
—Es bueno saberlo, porque yo detesto lo mismo. Lo que sea, más tarde o temprano, deseo
saberlo de ti.
—Y así será. De momento, no me he tomado atrevimiento alguno sin tu consentimiento, por lo
que te cedo la palabra a ti, cariño. —Apoyó la mano en su cadera y retomó la caminata a ritmo lento.
—Me valí de la partida de la señora Monroe para enviarle una carta a mi padre. En un par de
meses estará por aquí y quise adelantarme a lo que hemos hablado.
—¿A lo que hemos hablado?
—Sí, con respecto a una nueva posibilidad laboral para tu hermano, lejos de aquí.
Lo esperado sucedió, Elliot reaccionó, sus piernas se clavaron como estacas al césped, con la
mirada perdida en la nada.
—Por supuesto no hice mención del lazo filial que los une, eso no me corresponde; solo
mencioné la necesidad del muchacho. —La reacción de su marido quedó congelada, Miranda se
reprendió por esa mala costumbre que tenía de actuar sin aprobación del otro; era parte de la
herencia Clark, se inmiscuían en los asuntos ajenos sin considerar las posibles reacciones
colaterales. No quería generar ningún tipo de fricción entre ellos, estaban en el equilibrio perfecto.
Expuso sus argumentos a modo justificativo—. Conozco a mi padre, sé cómo funciona su mente, para
cuando llegué aquí ya tendrá barajadas todas las alternativas laborales posibles para David. —Nada,
el estado ensimismado de su esposo se mantenía firme— ¿Elliot?
Ni con eso consiguió recuperar su atención. Miranda se desprendió del sostén de su brazo para
enfrentarse a él.
—¿Elliot? —volvió a repetir.
—Cariño, hazte a un lado, por favor. —Eso fue lo único que atinó a decir. Continuaba con los
ojos en una dirección puntual.
—No, no hasta que me hables, ¿estás enfadado?
—En lo absoluto —dijo y le obsequió su mirada por unos segundos—. Tu atrevimiento es más
que justificado, te lo agradezco en mi nombre y en nombre de David —finalizó y volvió a dirigir la
mirada a un extremo particular del parque.
La condescendencia de Elliot no fue suficiente para ella. Miranda seguía aferrándose a la idea de
un enojo contenido, la tensión en su rostro ya era algo imposible de negar, y ella se adjudicaba el
motivo de dicho malestar.
—Miranda, por favor, hazte a un lado —insistió él al notar que ella no desistió de su actitud
física.
El enojo que él parecía no dispuesto a demostrar decidió saltarse de cuerpo. Miranda, y su
intenso carácter americano, salieron de su escondite de falsa nobleza.
—¿Elliot, qué diablos te sucede?
Decidida como estaba de obtener una respuesta, giró sobre los talones para contemplar aquel
particular punto lejano que tenía obnubilado a su esposo. Compartió el estupor de Elliot cuando vio
lo mismo que sus ojos veían: el Barón Payne los observaba, sin disimulo alguno, desde el refugio
que un árbol le brindaba. Su estado era deplorable, llevaba el cabello revuelto y la elegancia, tan
propia de él, se le había extraviado en el algún lugar del camino.
—Ese hombre no luce muy bien. —La pena embargó a Miranda—. Parece que huye de algo.
—No parece, huye de algo... No te lo he comentado, pero emitieron una orden de arresto sobre
él.
—¿Prisión? ¿Por qué? —Giró una vez más, contemplar al hombre la abrumaba.
—Sus deudas han alcanzado el límite de lo obsceno, y eso trae consigo consecuencias. La prisión
es la única manera de asegurar que un noble pague con la fuerza de su trabajo lo que debe.
—¿Crees que ha huido de la ley?
—No me cabe duda alguna de ello. —Sin decir una palabra más, la hizo a un lado—. Quédate
aquí, voy a hablar con él.
—¡No! ¿para qué? —Algo le decía que el Barón Payne no tenía intenciones de plática.
—Para hacerlo entrar en razones, para eso.
Elliot Spencer y Miranda Clark eran el uno para el otro en todos los aspectos. Compartían
virtudes y desventajas, entre estas últimas, la testarudez. Una vez que una idea expandía raíces en sus
cabezas, era imposible de arrancar.
Respiró profundo para recuperar la calma perdida, verlo alejarse de ella le revolvía las tripas.
No quería dejarse llevar por las sensaciones negativas que le murmuraban en la mente lo equivocado
que Elliot estaba, el barón no estaba ahí en busca de ayuda, no requería de ninguna bofetada para su
conciencia, si huía lo hacía con una clara intención, y si se encontraba allí, en ese lugar y momento
preciso, era porque también albergada otra secreta intención.
Desde su lugar, observó el intercambio de palabras entre ellos. Confirmado, Nicholas Payne no
se encontraba allí ansioso de apoyo emocional, la ira que destilaban sus ojos viajó por el aire hasta
llegar a Miranda. Las palpitaciones de su corazón actuaron como alarma, Elliot gesticulaba y
acompañaba su discurso con movimientos de brazos, inclusive, había atinado a entrar contacto con
Payne mediante una amistosa palmada en los hombros. El barón prefirió considerar ese gesto como
un acto de ataque, y reaccionó empujando a Lord Bridport, una vez... y otra vez.
La diferencia atlética entre ambos hombres era abismal, Payne solo podía atribuirle su delgadez y
buena figura a una bondadosa predisposición genética, por su lado, la figura de Elliot era de gran
supremacía, piernas y brazos torneados a fuerza de entrenamiento boxístico, deporte muy común en
los Lores de su edad. Miranda se preguntaba cuántos golpes iba a tolerar su esposo sin reaccionar, y
se lo preguntó justo en el instante en que Elliot le devolvía la embestida. El resultado, como era de
esperarse, no fue beneficioso para el barón, el empujón tuvo la intensidad suficiente para hacerlo
caer de nalgas al suelo.
Decidida a poner un paño frío sobre el asunto, fue al encuentro de ambos hombres. Era en vano
observar desde la distancia, estaba muy al tanto del comportamiento egocéntrico de su marido, y
nada bueno podía resultar de su combinación con el ego resentido de Payne.
—Nicholas... —Ninguno de los hombres la vio venir, ambos se sorprendieron, en especial por el
modo en que ella se dirigió al barón—. Nicholas, sé que estás en problemas...
—Miranda, ¿Qué maldita parte de «quédate aquí» no entendiste? —El enojo que ella había
esperado en la conversación de minutos atrás comenzaba a cobrar vida en Elliot—. ¡Hazme el favor
de alejarte! Regresa a casa —gruñó Elliot sin quitar los ojos del barón que trataba de recuperar la
verticalidad a duras penas.
—¿A casa? ¡No, tú estás loco si piensas que voy a marcharme de aquí sin...
—Hágale caso al imbécil de su marido, señorita Clark. —Payne finalmente estaba de nuevo en
pie. A esa corta distancia, Miranda pudo comprobar que la imagen del barón no era lo único
alterado, estaba borracho, olía a alcohol barato—. Él y yo tenemos que ajustar cuentas...
—¿Ajustar cuentas? ¿Qué quiere decir?
—¡Miranda! —volvió a gruñir Elliot colocando su brazo ante ella como una especie de escudo.
—¡Pregúnteselo a su... adorado esposo, el mal... —Las palabras se enroscaban en su lengua
producto de la embriaguez— el maldito futuro duque de Weymouth!
—Elliot ¿qué quiere decir? —Miranda requería de respuestas para entender el comportamiento
del hombre.
—Nada, el barón Payne ha perdido la cordura por completo. Eso es todo.
Payne intentó abalanzarse de nuevo sobre él, Elliot lo empujó sin mucha fuerza, prefería
invertirla en el soporte y resguardo que le daba a su mujer.
—¡Nunca he estado más cuerdo que ahora, Bridport! ¡Compórtate como un hombre si es que
tienes los cojones! —Payne recuperó la estabilidad perdida y redirigió sus pasos al objeto de su
deseo: Miranda— ¡Ella me pertenece y voy a recuperarla!
Sin más alternativa, Elliot hizo uso de la fuerza contra su esposa, le propinó un codazo tan intenso
que Miranda recorrió casi un metro de distancia hacia atrás.
—¡No te atrevas a ponerle una mano encima! ¡No te atrevas ni a mirarla, ni siquiera a nombrarla!
—Los roles cambiaron y, en esa oportunidad, fue Elliot el que se abalanzó contra él.
En segundos se trenzaron en una pelea, los puños de Lord Bridport impactaron sin piedad en el
rostro del barón. El hombre no se encontraba capacitado para devolver ni un solo golpe por la
inexperiencia que tenía y por la embriaguez que lo dominaba, como todo un cobarde, se valió de
patadas para desestabilizar a Elliot, y al ver que no lo conseguía, recurrió al abrazo forzado, refugió
la cabeza en el pecho de Bridport.
—¡Maldito, si no aceptas el duelo... —Payne exponía a gritos sus intenciones y Miranda
comprendió al fin a qué se enfrentaban—, encontraré otra manera! Como sea, la convertiré en viuda
y, finalmente, será mía, como debió de ser desde un principio.
Payne había ido preparado para todo, no tenía nada que perder, llevaba un revólver a la cintura y,
en un instante de debilidad por parte de Elliot, se valió de él.
—¡Elliot! —gritó Miranda desesperada.
Fue un error. Lo único que a él le importaba era el bienestar de su esposa, y el grito fue
interpretado como peligro. Giró hacia ella, desarmando su defensa, y Payne colocó la punta del
cañón contra su vientre.
—Como sea... —masculló entre dientes.
Al sentir el frío del acero, Elliot se entregó a la lucha, envolvió el revólver y la mano de Payne
con las suyas para imposibilitar el disparo. Consiguió alejar el arma de su vientre, Payne era débil y
carecía de destreza alguna, lo único que tenía a favor era la adrenalina del momento.
Miranda corrió hacia ellos. Elliot y Payne giraban como un trompo en una lucha de
supervivencia. El arma flameó en el aire como una bandera, de un lado al otro, de un lado al otro. La
cercanía de Miranda mermó las fuerzas de Elliot.
—¡Vete de aquí! —Fue lo único que pudo balbucear. Payne logró vencer la fuerza de su mano y
alcanzó el gatillo. Hizo presión en él— ¡Vete de...
La pelea se había convertido en el mayor espectáculo de la mañana para los concurrentes del
Hyde Park, y el disparo fue la bajada de telón inesperada. Gritos, corridas, llantos de niños.
Elliot tomó distancia del cuerpo del barón al darse cuenta de que el disparo no había impactado
en él. El barón hizo lo mismo con iguales resultados. Ninguno había resultado herido. Ninguno. Los
ojos del barón se tiñeron de espanto al comprobar quién había sido la destinataria de su ira...
Miranda.
∞∞∞
La puerta de la mansión Bridport se abrió de par en par tras recibir el impacto de una rabiosa
patada. Elliot ingresó a los gritos, cargaba a su esposa en brazos.
—¡Señor Hurt! ¡Señor Hurt!
El hombre se hizo presente de inmediato, y se ahogó con su propia saliva cuando estuvo ante tal
sangrienta escena. El vestido de Miranda había cambiado de color, el azul había mutado a rojo
carmesí.
—¡Por todos los cielos! ¿Qué ha sucedido? —Cohan corrió a asistirlo, lo ayudó a cargarla
colocando sus brazos por debajo de los de Elliot.
—Ha recibido un disparo y está perdiendo mucha sangre.
—¡Stella, Anna! —gritó el hombre por primera vez en su larga trayectoria de servicio. Ni bien se
hicieron presentes las doncellas, continuó—. Paños y agua tibia a la recámara principal, ya. —Las
muchachas actuaron sin pausa alguna. Antes de que se marcharan, agregó— Y díganle a Steven que
corra a casa del doctor Ferguson, lo necesitamos de inmediato.
Subieron la escalera en perfecta coordinación; fueron delicados, no querían provocarle más
daño.
—¡Señor Hurt —Miranda habló, llevaba todo el trayecto hablando para tranquilizar a Elliot sin
mucho éxito. Por desgracia, su estrategia le había robado más energía de lo que hubiese deseado, no
sentía dolor, solo profundo agotamiento—, quite esa expresión de preocupación! Ya se lo he dicho a
mi esposo... estoy en per... perfectas condiciones.
—¡No te esfuerces, cariño! —Elliot notaba que ella invertía la poca fuerza que le quedaba en
esas palabras, y eso lo atormentaba aún más.
Llegaron a lo alto de la escalera, y avanzaron por el pasillo manteniendo el mismo cuidado. Hurt
habló, estaba angustiado como nunca lo había estado antes en su vida.
—No estoy preocupado, mi lady. Usted ya me conoce, esta es mi expresión habitual.
—Verdad, verdad —respondió ella en un murmullo apenas audible.
Ni bien estuvieron en la habitación, Cohan dejó de ser el soporte de Elliot y se adelantó en pasos
para preparar la cama. Hizo a un lado el cobertor y colocó almohadas extras, en segundos, el cuerpo
frío de Miranda entró en contacto con las tibias sábanas. Hurt le brindó la comodidad necesaria,
mientras Elliot le quitaba los botines y rasgaba la tela de su vestido. La tela opuso resistencia, tiró de
ella y, al hacerlo, potenció el sangrado. Ante la desesperación, hizo presión en la herida, la sangre
brotó sin control, sus manos se empaparon, se enrojecieron.
—¡Hurt, Hurt, no puedo contener la sangre!
La angustia era palpable en su voz, y el temor le empañó la mirada con el nacimiento de las
primeras lágrimas. Cohan le hizo compañía, había tomado unas toallas limpias, y ahora las colocaba
sobre el volcán en erupción que era la herida.
Miranda observaba todo como si de una escena ajena se tratara. El agotamiento la empujaba a
una irremediable necesidad de sueño. Tenía que cerrar sus ojos, sí... tenía que hacerlo.
—Cariño —murmuró. Antes de lanzarse a los brazos de Morfeo debía de tranquilizar a su esposo
—, estoy bien, no te preocupes... estoy bien. Apenas sien...siento dolor, solo... un poco, un poco de
frío. Necesito dormir, con eso... con eso bastará. —Los ojos se le cerraron en contra de su voluntad.
—¡Miranda! Abre los ojos. —Le apretujó las mejillas para regresarla en sí. La sacudió—.
Cariño, mírame. —Ella reaccionó—. Así me gusta —fingió una sonrisa para no trasmitir su temor,
estaba pálida, sangraba sin control, y los primeros calores comenzaban a quemarle la piel—.
Quédate conmigo ¿sí?
Miranda utilizó la última gota de fuerza que le quedaba para alzar la mano en busca del rostro de
su esposo. La caricia fue superficial, sus dedos se estaban entumeciendo.
—Por supuesto que me quedo contigo. No hay otro lugar en este mundo en donde quiera estar. —
Sus ojos volvieron a cerrarse.
—No. No. —Elliot recurrió a otra sacudida. No le resultó. La abofeteó con suavidad—
Miranda...
El verde esmeralda de los ojos de Miranda encontró el descanso necesario en el apagado brillo
ámbar de los ojos de su esposo. Le sonrió.
—Elliot, voy a decirte algo que no debería decirte, que... que no tenía planeado decirte ahora...
—Tosió, sentía la garganta seca, de hecho, hasta la piel de sus labios parecía secarse, se los
humedeció con la lengua. Parpadeó como obvio preludio al sueño, y el silencio se apoderó de ella.
—¿Qué, cariño? —La única manera de mantenerla despierta era obligándola a la conversación,
no era lo adecuado, pero era lo único que se le ocurría— ¿Qué no tenías planeado decir?
Miranda tuvo que hacer memoria, había perdido el hijo de sus propias palabras. Cuando recordó
la confesión, sonrió.
—Que... que te amo, Elliot Spencer… te amo, pero… no se lo digas a mi marido, todavía es un
secreto. ¿Lo prometes?
—Lo prometo —dijo con los ojos llenos de lágrimas.
—Ahora, déjame dormir… solo quiero dormir.
Cerró los ojos y la mano que se aferraba a su mejilla, se desplomó sobre la cama.
—¡Miranda! —La sacudió una y otra vez. La sacudió con desesperación— ¡Miranda!
Capítulo 13
El doctor Ferguson fue determinante, si no lograban equilibrar los humores, Miranda moriría.
Habían detenido el sangrado, pero no lograban hacer lo mismo con la infección que se apropiaba de
la piel y dibujaba horribles estrías junto a la herida.
—La técnica de sanguijuelas es la única opción que existe para equilibrar los humores —explicó
el médico ante la mirada de pavor de Elliot. De solo imaginar a esos bichos succionando la poca
sangre de Miranda se le revolvía el estómago.
—No lo sé —musitó.
—No tenemos demasiado tiempo, deberíamos provocar un sangrado inicial y… —La explicación
de Ferguson se hizo aire, no llegaba a la mente de Lord Bridport. Menos tras observar el artilugio
que se utilizaría para dicho fin y el frasco lleno de sanguijuelas. Se dirigió a la cama, junto a su
esposa y le acarició el rostro. Miranda volvía a la conciencia algunos minutos al día, era el láudano
lo que la hacía dormir ahora, pues en el poco tiempo que estaba despierta era presa de un terrible
dolor.
—Déjeme pensarlo, es que…
—Mi lord —insistió el hombre.
Cohan Hurt intervino de una manera impropia de un mayordomo. El duque de Weymouth se
horrorizaría al comprobar que en lugar de influenciar a Elliot para que se comportara como un
vizconde, había sido el joven quien derribó los protocolos en la servidumbre.
—Ya lo escuchó, cuando tenga una respuesta se la hará saber, no tiene por qué esperar aquí,
aunque si así lo desea, le llevaremos el té al despacho. —La irreverencia del trato impactó en el
médico que fijó la mirada en Hurt con desdén. No era propio de un sirviente tratar así a alguien tan
respetado. Esperó la reprimenda de Lord Bridport, que no llegó. El hombre estaba concentrado en su
esposa y no podía importarle menos la falta de respeto de su mayordomo.
—No se preocupe —respondió el hombre, altanero—, me marcharé, y no se molesten en
llamarme cuando comprendan que han cometido un error. Para entonces, será tarde. —Iba a agregar
que de todos modos no volvería, pero se contuvo al comprender que no podía ganarse la enemistad
del próximo duque de Weymouth. Dio media vuelta y dejó la habitación. Elliot alzó la mirada en
busca de consuelo en los ojos de Hurt, temía haber cometido un grave error al no seguir las
indicaciones del médico.
—Pediremos otra opinión, mi lord —lo consoló el hombre—. El ama de llaves confeccionó una
lista de todos los doctores de Londres, los llamaremos uno a uno.
—Por favor… —clamó Elliot, delegando esa tarea. No era capaz de abandonar el lecho de
Miranda, temía perderla de vista. Hurt se marchó con presura, tenía idea de enviar una misiva a cada
uno de los médicos y empezaría por aquellos que no utilizaban el sangrado a modo de curación.
Tampoco creía que fuera a funcionar, Miranda estaba pálida, con el pulso casi inexistente, si hasta
había escuchado el comentario de la doncella de la señora que estaba preocupada por las fechas
lunares. No, Lady Bridport no podía perder una gota más de sangre.
Estaba absorto en su misión cuando las visitas inesperadas arribaron. Quiso echarlas en nombre
del vizconde, del ducado y de toda Inglaterra. Antes de que pudiera cerrar la puerta, un rostro
conocido se hizo presente.
—Hurt, no pierda energías, son americanas, igual de tozudas que Lady Bridport —dijo Colin y se
escabulló por el ingreso. Tras él, utilizando la ancha espalda de Lord Webb como guía, se adentraron
Emily y la señora Grant—. ¿Dónde está Elliot?
—Junto a Lady Bridport, no ha dejado la habitación desde el incidente, quizá… —se atrevió a
esperanzarse el mayordomo—, quizá pueda convencerlo de que coma algo.
—Lo imaginé, a eso he venido. Las mujeres quieren comprobar con sus propios ojos el estado de
Miranda.
La pena se hizo presente en el rostro de Hurt, adelantando el resultado. Lady Bridport no se
encontraba para nada bien. La carabina se encaminó por las escaleras, dejando las normas atrás, y
fueron directo a la recámara de Miranda. Cohan les indicó que la mujer estaba en la de Elliot, sin
especificar detalles de la intimidad del matrimonio. Desde que habían solucionado las cosas entre
ellos, compartían la cama todas las noches.
Emily contuvo la expresión de horror al ver el estado de Lady Bridport. La muchacha parecía
más cerca del cielo que de la tierra. Estaba bocarriba, con los mechones negros enmarcando su
rostro que lucía aún más pálido por el contraste. La boca, siempre rosa, se veía blanca y
resquebrajada y nada quedaba del rubor que siempre teñía sus mejillas. El olor a medicinas
mezclado con el de las flores presagiaban muerte, y así lo expresó la señora Grant.
—Aún no ha muerto y esto parece un funeral.
—¡Madre! —se quejó Emily por la falta de consideración.
—No hay que llamar a la muerte —explicó la mujer, que se persignó. Colin, que comenzaba a
habituarse a los modos de los Grant, desoyó la conversación y fue al encuentro de su amigo. Se
fundieron en un abrazo.
—Ven, vamos a comer algo mientras ellas se quedan en compañía de Miranda.
—No puedo —se negó—, no quiero perderla de vista, no…
Elliot volvió a su sitio y tomó la mano de su esposa. Temía que, en un parpadeo, ese último pulso
se fuera. Le tocaba la muñeca, permanecía con el pulgar sobre la vena que apenas latía.
—Que coma aquí —sugirió la señora Grant—, es bueno que no deje la habitación, el amor suele
espantar a la muerte.
Emily volvió a sonrojarse por las palabras de su madre, pero se abstuvo de hacer comentarios.
Sabía de qué hablaba, eran costumbres mexicanas que habían quedado arraigadas en California.
Hacía muy pocos años que era territorio americano, de hecho, la señora Grant hablaba el español
con fluidez y, nadie lo sabía, pero practicaba el catolicismo en lugar del protestantismo. Ese sería un
gran escándalo si se supiera en tierras británicas.
La palabra amor resonó en el ambiente e impactó en el pecho de Lord Bridport. La confesión de
Miranda lo rasgaba de dolor, no podía perderla, no ahora. Le parecía increíble que ni Colin ni Emily
parecieran sorprendidos por lo dicho, el amor de Elliot era evidente para todos. Solo existía un
ciego allí, uno que acababa de abrir los ojos.
—El doctor Ferguson dice que la única alternativa es el sangrado, que hay que equilibrar los
humores —Lord Bridport confesó sus pesares—, solo que… no creo… Está demasiado débil.
—¿Está infectada? —inquirió la señora Grant y se acercó a la cama. Comprobó la temperatura de
Miranda, estaba fría.
—Eso dice el doctor, y la herida no tiene buen aspecto.
—Emily, lleva a Lord Webb fuera de la habitación unos segundos, pueden hacer algo útil, como
buscar comida para Lord Bridport —sugirió la mujer en sus modos toscos.
—Sí, madre —accedió la muchacha y tiró de Colin. Le sucedía en presencia de la señora Grant,
Emily dejaba sus modos calmos y suaves, la timidez, y era presa de la misma fuerza y determinación
que su progenitora. Al igual que ella, era la única mujer entre cinco hermanos, la dama en un rancho,
la próxima matriarca de una estancia californiana. Y aunque las normas británicas la contuvieran
como el corsé, en ocasiones el legado de su sangre se hacía oír.
Una vez a solas con el matrimonio, se atrevió a correr el edredón y a dejar el cuerpo de Miranda
al desnudo. Tocó la zona de la herida, allí sí estaba hirviendo.
—La fiebre es localizada, eso es muy bueno, Lord Bridport. Hizo bien en impedir el sangrado,
¡Esos matasanos no saben nada!
—¿Usted sí? —La pregunta no fue insolente, sino esperanzadora.
—Ocho hermanos, en el oeste de Estados Unidos. He visto más heridas de balas de las que he
querido. He traído tantos niños al mundo como terneros. Créame, esto no es tan grave. Hay que
limpiar en profundidad, abrir la herida, desinfectar y volver a intentar que cicatrice.
Elliot se impulsó con energía renovada, era lo más parecido a una buena noticia que recibía en
días.
—¡Hurt! ¡Hurt! Ven aquí —gritó desde el pasillo. Su vozarrón resonó en la mansión hasta que
Cohan se hizo presente—. Toma nota de todo lo que pida la señora Grant.
El mayordomo no se inmutó ante la orden, comenzaba a habituarse a las excentricidades
americanas, y, si debía ser honesto, las extrañaba. La jovialidad y energía de Miranda llenaba la casa
de luz, una luz que apenas titilaba en esos momentos.
—Consiga, Acacia, Aloe vera, ajo y jengibre. Con Ajo, jengibre, miel y parte de la savia prepare
una infusión, como si fuera un té, y debemos obligar a Miranda a beberlo. El resto de la Acacia, el
Alore vera y el ajo, tráigalo en un mortero para que prepare un empaste —especificó la mujer. Hurt
se puso en marcha, ansioso, tanto que fue él mismo al boticario y a los viveros en búsqueda de las
plantas en estado natural.
—¿Para qué sirven todas esas cosas?
—Para matar las infecciones. Atacaremos la misma por dentro, y por fuera. Mientras Hurt
consigue lo necesario, trae tijeras, hilos y agua hirviendo, limpiaremos la herida.
Elliot se apuró a acatar, no sabía si estaba siendo racional al permitirle a la señora Grant hacer
eso, solo confiaba en su sentido común. No creía que Miranda fuera capaz de soportar un sangrado.
Se negó a abandonar la recámara, y prometió que lo haría en cuanto la mujer terminara.
La señora Grant cortó los hilos de la herida, y abrió el orificio que había dejado la bala para
limpiar por completo la zona. Lord Bridport palideció ante el dolor que manifestó la expresión de
Miranda que volvió a la lucidez por la tarea.
—Aguanta, pequeña —le susurró la mujer—, eres fuerte, tú puedes con esto.
—Sí —murmuró y buscó con la mirada a su marido. Elliot se acercó y le tomó la mano para
infundirle valor. La señora Grant sonrió apenas, sabedora de que era Miranda quien le daba su fuerza
al marido y no a la inversa. El único que agonizaba de verdad en la recámara era Lord Bridport.
—¿Quieres un poco de coñac para el dolor? —sugirió.
—No… no puedo beber.
—Ya podrás.
Luego de limpiar la zona, sacar los puntos, la señora Grant hizo llamar a Emily. Tanto Lord
Bridport como Lord Webb, al otro lado de la puerta, se sorprendieron por lo pedido. Sin embargo, la
señorita Grant entró a paso firme, conocedora de su rol en la curación. No le tembló el pulso, y lo
último que vio antes de cerrar la puerta tras ella fue la admiración en la mirada azul de Colin.
—¿Ella la va a coser? —preguntó Elliot, sorprendido.
—Mi Emily es la mejor, y estoy segura de que Lady Bridport agradecerá la decisión cuando se
recupere. Las mujeres podemos ser muy vanidosas.
Emily lavó sus manos con agua hirviendo, se sacó las joyas que llevaba consigo, incluso se
cubrió el cabello rubio con una cofia para impedir que algo cayera en la herida mientras trabajaba
sobre ella. Enhebró la aguja, la cual fue higienizada en agua hirviendo y alcohol, y comenzó a coser.
Parecía la labor de una bordadora, las puntadas eran tan delicadas y pequeñas que apenas se notaban,
y la buena mano de Emily hacía que Miranda casi no se quejara del dolor. Finalizó la tarea justo
cuando Hurt regresaba con todo lo solicitado.
La señora Grant hizo el empaste, mientras Lord Bridport y Emily obligaban a Miranda a beber la
infusión de sabor horrible. Terminaron en el mismo instante en el que el sol se perdía en el horizonte.
—¿Se pondrá bien? —preguntó Colin, el único que había permanecido afuera durante toda la
curación.
—Antes de lo que imaginan —confirmó la señora Grant. Y al fin, con esas palabras, Lord
Bridport encontró la fuerza para ir a la antesala de la recámara y comer algo. Los amigos supieron
que de nada valía su compañía en esos momentos, habían hecho lo que debían, solo restaba esperar.
Se despidieron conformes con lo logrado. Los dos estaban un poco mejor.
Los primeros días de tratamiento fueron agónicos para el matrimonio Bridport. Miranda sufría de
intensos dolores, pues la señora Grant había dado la orden de disminuir las dosis de láudano de
manera que comiera y recuperara fuerzas. Por cada quejido de Lady Bridport se escuchaban cien
maldiciones de Elliot. El vizconde temía que su decisión de llevar la contraria a las especificaciones
del médico impactara en la salud de su esposa.
Por fortuna, a las cuarenta y ocho horas de la primera visita de los Grant, Miranda ya estaba
repuesta de la infección. Quedaba la cicatrización por delante y recuperar las energías. La receta de
la madre de Emily fue clara, y como la sanación anterior había dado resultado, Elliot no dudó en
seguir las sugerencias. Carnes rojas en todas las comidas, incluso en el desayuno, espinaca y
legumbres.
La mejora en la salud de Lady Bridport fue acompañada por un cambio de humor general. Todos
estaban al pendiente de las necesidades de su señora y de las demandas casi caprichosas del señor.
El tiempo en que debían abrir las ventanas, la frecuencia en el cambio de las sábanas, la hora exacta
en que debían servir cada comida, el silencio en los horarios de descanso, los segundos que tardaban
en atender el llamado de la campanilla…
La servidumbre no se quejaba, presa de la tranquilidad al saber que Miranda estaba bien y
saldría adelante. Acataban los pedidos del señor sin chistar, la que comenzaba a alterarse era ella.
—Por favor, querido, ve al despacho —sugirió.
—¿Y si necesitas algo? No, mejor me traigo las cosas aquí y… —Miranda contuvo un gruñido.
—Prefiero descansar un poco, si necesito algo, el despacho está a apenas unos metros.
—Pero…
Elliot era incapaz de alejarse, su sobreprotección comenzaba a ser algo molesta. Miranda se
sentía enternecida por el interés de su marido en ella y su salud, también tenía presente la razón de la
disputa con el barón, pero en su mente recordaba haber confesado sus sentimientos y no había
escuchado respuesta alguna. Necesitaba de la soledad para analizar su relación con Elliot, saber si el
amor que ella sentía bastaba por los dos, si el cariño de él era suficiente.
—Ve, le diré a Stella que me haga compañía.
Lord Bridport accedió de mala manera. Volvería a la media hora, lo sabía, no se sentía capaz de
estar separado de ella por demasiado tiempo. Stella ingresó a la recámara con un ligero tentempié, el
horrible té de jengibre y un libro para entretener a su señora. Elliot bajó los peldaños para ir a su
despacho y ver qué podía postergar. La pila de correspondencia pendiente crecía sin medida, entre
ellas, tenía una misiva del duque de Weymouth sin siquiera abrir. No estaba de ánimo para tratar con
su padre.
Para mala suerte de todos, su excelencia no estaba dispuesto a ser desatendido. La nota ignorada
era una orden de presentarse en la mansión familiar, al no ser respondida, y ante la ausencia de
noticias, el duque se hizo presente en la casa de su hijo a la hora exacta del té.
El lujoso carruaje con el escudo de los Weymouth frenó en la puerta de ingreso. Hurt y el ama de
llaves tuvieron un total de cincuenta segundos para preparar el recibimiento. Los dos paneles de la
puerta de ingreso fueron abiertos, tres lacayos corrieron a abrir las portezuelas, extendieron las
escaleras para ayudar al descenso. Una doncella aguardaba por el bastón y la galera, otra por el
abrigo. El único ajeno al ceremonial era el mismo Lord Bridport.
—¡Por dios! Tanto alboroto. Aquí están para atender las necesidades de Lady Bridport ¿y si
suena la campanilla ahora? ¿Quién está disponible para ir junto a mi mujer? —espetó, molesto.
—Stella, mi lord —respondió Hurt, algo ofendido porque se pusiera en tela de juicio al personal.
—Pues yo quiero que, si esa campanilla suene, todos dejen este espectáculo innecesario y vayan
junto a ella —especificó, y su queja resonó en los oídos del duque.
—Ya veo que los rumores son ciertos —dijo Lord Weymouth—. Te importa más tu esposa
americana que el título que heredarás.
—Padre —respondió Elliot, sin invitarlo a pasar. Se dirigió hacia el despacho mientras hablaba,
si el hombre quería tener una conversación con él, debería seguirlo—, a estas alturas ya tendrías que
saber que las ardillas de Hyde Park me importan más que el título. ¿A qué debo tu visita?
Parte de la respuesta se leía en la mirada de Hurt. Lord Bridport se giró hacia el mayordomo y le
regaló una media sonrisa de complicidad. Era claro que el hombre había dejado atrás la tarea de
informarle al duque de las andanzas de su hijo, y a Weymouth no le quedó más remedio que ir a la
fuente para confirmar los rumores.
—A que estoy dispuesto a hacer la vista a un lado de tus andanzas ahora que, por lo visto, has
recapacitado en parte.
—¿He recapacitado? —preguntó con fingida sorpresa.
—Sí, salvo por el último desagradable escándalo en el que te hallaste envuelto, claro está. De
todos modos, sus consecuencias no son del todo devastadoras —reafirmó el duque e ingresó al
despacho. No estaba habituado a atender sus propias necesidades, por lo que no se dirigió a la
bandeja de bebidas por mucho que deseara llevar esa conversación con una dosis de coñac en las
venas. Elliot, por el contrario, se sirvió una medida sin ofrecer a su padre. Sorbió apenas y fijó la
atención en el hombre que se le parecía tanto físicamente y tan poco en el carácter.
—Con último escándalo te refieres a… —pidió que se explicara.
—A pelearte por la plebeya americana en mitad del Hyde Park, por supuesto.
—¡La plebeya americana es mi esposa! —alzó la voz Elliot—, y permíteme recordarte que eso la
hace Lady Bridport, así que, salvo que pretendas quitarnos el título, te referirás a ella como Lady
Miranda.
—¡No tientes a tu suerte, Elliot! —lo reprendió su padre—, que he venido con intenciones de
reparar nuestra relación.
—De reparar… —Largó una carcajada—. Tienes muchas relaciones que reparar antes de llegar
a la nuestra. Empieza por allí si lo que buscas es algo de perdón.
—¿Otra vez con el asunto? En cuanto enviudes, lo entenderás. Esto no tiene por qué seguir por
demasiado tiempo, el Barón ya ha muerto, se suicidó antes de llegar a prisión, y según el doctor
Ferguson, tu esposa le seguirá los pasos. Tengo entendido que tú lo has solicitado…
—¿Qué estás insinuando? —Los ojos ámbar de Elliot resplandecieron de odio y desprecio. Se
fijaron en los celestes de su padre, que brillaban de satisfacción. Debía reconocer que el final del
Barón de Sunnyvalle le traía algo de paz, aunque lamentaba que hubiera tenido una muerte sin dolor.
No le parecía castigo suficiente. Sin embargo, que el duque sugiriera que él esperaba el mismo final
para Miranda lo enervaba.
—Por Dios, Elliot, no debes fingir frente a mí. Es evidente que has comprendido tu error. Lo
último que supe es que regresaste a tus responsabilidades, que ahora atiendes las finanzas y la
administración del dinero. Y en cuanto tuviste la oportunidad de deshacerte de tu mujer, la
aprovechaste…
—¡Desaparece de mi vista! —alzó la voz Elliot—. Miranda no está muriendo, tus malditos
rumores están equivocados, como lo estaba el doctor Ferguson.
—Te has negado al tratamiento…
—Me negué a que la desangraran, padre. ¿Sabes por qué? Porque aquí —remarcó golpeándose el
pecho—, aquí siempre sabré qué es lo mejor para ella, porque aquí es donde ella vive. Y eso,
excelencia —dijo, convencido de que, desde ese día en adelante, el duque de Weymouth no sería más
un padre para él—, jamás lo entenderás. Eres incapaz de sentir amor.
—Intentas aferrarte a una fe ciega…
—No, no lo hace —interrumpió Miranda la disputa—, puede verlo con sus propios ojos.
Lady Bridport se sostenía del marco de la puerta. Estaba débil, agitada por el esfuerzo. La
presencia del duque le había dado la fuerza para dejar la cama sin importar el dolor. Mientras
intentaba llegar hasta su esposo para protegerlo del desprecio, del odio, halló la respuesta a su mal.
Sí, bastaba con su amor por los dos. La confesión de Elliot le había llegado cuando ya lo creía
perdido, cuando pensó que el último sueño se había evaporado. Y en ese instante ambos hicieron
realidad su último anhelo, Miranda consiguió su príncipe de cuentos de hadas, y Lord Bridport
rompió la última cadena con su padre.
—¡Esto es absurdo! ¡No eres digna del ducado! ¡Tendrías que haber muerto!
—Si tengo que repetirlo —amenazó Elliot—, haré que te saquen a la rastra. ¡Desaparece de mi
vista! —exigió.
Cohan Hurt apareció para acompañar al duque a la puerta, no sabía si aún trabajaría para Lord
Bridport, ahora dependía del vizconde para conservar el puesto. Una mirada del duque de Weymouth
le alcanzó para confirmar que el trato que tenía con él había caducado.
—Elliot… —lo llamó Miranda cuando quedaron a solas.
—Miranda, no debiste salir de la cama.
—No te preocupes por mí —dijo. Se acercó a él y trató de ocultar la debilidad en sus pasos.
—¿Y por quién más debería de preocuparme? —La ira todavía le aprisionaba la garganta, su
padre siempre le generaba la misma amarga sensación, una que quería hacer a un lado de manera
definitiva.
—Por ti —exclamó con auténtica preocupación cuando estuvo junto a él. No había que ser una
gran sabia para intuir el malestar emocional que lo invadía en ese instante—. ¿Cómo te sientes?
—Esa pregunta va más dirigida a ti que a mí. Es más, todo debería ir dirigido...
—Me refiero a esto —sabía que él iba a ponerla como el epicentro de su atención y cuidados, y
desde donde Miranda se encontraba, el que necesitaba ese lugar era él—. ¿Cómo te sientes con
respecto a esto... a tu padre?
Elliot se permitió expulsar parte de esa ira contenida en una extensa exhalación, para qué
negarlo, acababa de experimentar una extraña sensación de punto final, de despedida. Por fin se
desprendía de aquello que lo dañaba, que le atormentaba el alma, que lo hacía sentir un ser inferior e
incompleto. Toda una vida rendida a los pies del gran duque de Weymouth... ya no. No más. En
Miranda había encontrado las razones para arrancar las cadenas, con ella estaba reconstruyendo su
historia.
—Si te soy sincero, me siento como un sentenciado a muerte que se ha librado de la condena. —
Fue en busca de su tibio contacto, se aferró a sus manos para entrelazar los dedos a los de ella—.
Por fin me he quitado la soga del cuello y... —Volvió a exhalar. La ira se iba, desaparecía, tal vez,
para siempre.
—¿Y?
—Y me siento de maravillas. —La sonrisa en sus labios fue la confirmación real de esa
inesperada experiencia— Por primera vez en mi vida soy consciente de que no lo necesito.
—No, por supuesto que no lo necesitas, aunque me atrevo a decir que él si te necesita, más de lo
que cree. Ya lo verás.
—No, no... no quiero verlo, y lo digo en todos los sentidos de la palabra. Por mí, que se vaya al
mismísimo infierno y que se quede ahí. No hay lugar para él aquí, no tiene permitido el ingreso a
nuestro paraíso. —Alzó las manos de su esposa hasta llevarlas a sus labios, las besó, una y otra vez.
Una y otra vez.
—¿Nuestro paraíso? —dijo con intenciones de dulce provocación.
—¿Acaso lo dudas? —Elliot fingió seriedad.
—Jamás —susurró Miranda mientras se valía del cuerpo de Elliot como soporte. Apoyó la frente
contra su pecho a modo de cobijo. El silencio se apoderó de ella, y Elliot pudo descifrar el lenguaje
secreto de su mudez.
Era tiempo de romper una promesa. Era tiempo de reclamar la suya.
—¿Cariño?
—Sí... —respondió ella desde el refugio de su cuerpo.
—Voy a decirte algo que no debería decirte... —Utilizó sus mismas palabras colocando en ellas
la intensidad de su sentimiento—, que no tenía planeado decirte ahora...
Los ojos de Miranda hicieron un lento recorrido; de su pecho avanzaron con un destino
específico, los ojos de Elliot. Brillaban, producto de una luz única, pura... una luz que solo se
encendía cuando la miraba a ella.
—Te amo, Miranda Clark... te amo, pero... no se lo digas a mi esposa, todavía es un secreto.
La única manera de corresponder a esa declaración fue con un beso... el más delicado de los
besos. Sus labios sellaron un nuevo pacto, esa era la base sobre la cual se alzaría la vida que
compartirían hasta que la muerte tuviese el valor de separarlos.
Cuando sus bocas se separaron, el cuerpo de Miranda tembló fruto de la felicidad mezclada con
debilidad. Elliot regresó a la realidad de su estado, la envolvió con sus brazos.
—Por Dios, apenas si te sostienes.
—Nunca estuve más firme que en estos momentos, amor —rebatió ella, y lo tomó del rostro para
que la mirara a los ojos—. Escuché cuando se lo decías a tu padre, aquí —le tocó el lugar exacto en
el que el corazón de Lord Bridport latía acelerado—, aquí sabes lo mejor para mí. Sabes cuál es la
medicina que necesito.
Elliot la cargó con delicadeza en brazos para llevarla de nuevo a la cama. Los brazos de Miranda
se aferraron a su cuello.
—Sí, necesitas mi amor. Por fortuna, es inagotable, así que gozarás de buena salud por el resto
de nuestros días —y remató esas palabras con un beso lleno de promesas a futuro.
Epílogo
Miranda había insistido en acompañarlo. Elliot se lamentó de haber accedido en cuanto entraron
a la zona del condado de Milton. Las industrias emitían un humo constante que se mezclaba con la
neblina e imposibilitaban respirar bien. A eso se le sumaba el putrefacto olor de un área
superpoblada como aquella.
—¿Estás bien? —le consultó por décima vez.
—No, no lo estoy —se sinceró Miranda—. No por mi herida, que apenas molesta, sino porque no
puedo ver esto. Pensar que mis padres vivieron en una zona similar en Nueva York…
—Lo siento, querida, no debí permitirte venir.
—Cerrar los ojos no lo hace desaparecer, al menos, mejoraremos la vida de alguien.
Lord Bridport asintió en silencio. Miranda tenía razón, ya no bastaba con cerrar los ojos. Él
había vuelto a sus responsabilidades como vizconde, y la calidad de vida de los ciudadanos era una
de ellas. No obstante, la situación de David iba más allá de las tareas aparejadas al título, era su
hermano y estaba a cargo del resto de la familia. Su familia.
Arribaron a la casa en la que vivían los Evans pasadas las cinco de la tarde. Johana los recibió
con un rictus triste surcándole el rostro. Miranda contuvo el asombro cuando entraron en el salón
principal, el único salón de la vivienda. Los Evans se asemejaban demasiado a su marido, tanto que,
si no fuera por los ojos azules, David parecería gemelo de Elliot.
—Mi lord, mi lady —rompió la armonía Johana—, nos halagan con su visita.
El saludo protocolar, forzado, tensó el ambiente.
—Señorita Johana —lo rompió Miranda, y la mujer mostró por unos segundos el asombro ante el
acento. Jamás hubiera imaginado que la próxima duquesa de Weymouth fuera una americana—,
sabemos que nuestra presencia puede incomodarla. No es nuestra intención…
—¿Incomodarnos? —irrumpió David. Su tono de voz era similar al de Elliot, salvo por el
marcado acento cockney—. No, estamos acostumbrados a estar incómodos, lo que nos preocupan son
las represalias del duque.
David Evans se mostraba cauteloso. No le guardaba rencor a Lord Bridport. Recordaba las
buenas intenciones del hombre que salvó a su hermana Evangeline de la muerte cuando había
enfermado e intentó hallar un empleo digno para él. Pero, por desgracia, también recordaba muy bien
las consecuencias.
—Mi intención es ponerles fin a esas represalias —se explicó Elliot. Quiso agregar que
anhelaba, a su vez, reestablecer los lazos con su familia. Unos lazos de sangre que podían ser más
fuertes que los que jamás tuvo con su padre. Supo que era demasiado pronto para eso, aunque la
esperanza renacía minuto a minuto. Sobre todo, cuando observaba al resto de sus hermanos.
Evangeline que tenía apenas un año menos que él, y los más pequeños, los mellizos, Olivia y Oliver.
—No dudo de usted, mi lord —expresó Johana—, pero…
—Por favor, llámeme Elliot —pidió él. No quería que la mujer recordara al duque cada vez que
lo tuviera enfrente.
—Pero ya hemos intentado todo —completó Evangeline, cuando comprendió que su madre se
quedaba sin fuerzas. Las horas de trabajo en la fábrica textil, el único lugar que la había contratado,
la dejaba agotada y cada día la depresión se adueñaba más de su espíritu.
Elliot buscó con la mirada a Miranda, para que ella le infundiera ánimos. Así lo hizo, dibujó en
sus labios una sonrisa tranquila y tomó la palabra.
—Todo, no. Hay un lugar en el que Lord Bridport tiene más poder que el duque de Weymouth, un
lugar en el que podrán estar bajo nuestra protección hasta que se forjen la vida que ustedes deseen.
—¿Dónde? —preguntó David, cauteloso. Le gustaba la propuesta de Lady Bridport, pues no le
ofrecía limosna, no se trataba de un acuerdo de favores y dependencia, sino de hacerse su propio
camino, uno libre.
—América —especificó Elliot—. El padre de Miranda es un hombre de influencia en América,
pero no solo él. Yo he comenzado a hacer negocios allí, y Lord Thomson me ha ofrecido sus
contactos también. Por desgracia, hasta que el duque no muera, Inglaterra es su dominio…
Las palabras de Lord Bridport no dulcificaban la verdad, y eso agradó a Johana, que estaba
cansada de escuchar mentiras y más mentiras. Si no fuera por sus cabellos cobrizos, juraría que ese
hombre nada tenía que ver con el duque de Weymouth.
—No es necesario que respondan de inmediato —dijo Miranda—, entiendo que es una propuesta
que implica un cambio muy grande.
Los Evans se observaron los unos a los otros. Los mellizos mostraron ilusión en sus rostros, eran
pequeños aún, lo suficiente como para soñar con una vida mejor. Evangeline haría lo que fuera por
brindarle un futuro a sus hermanos, y David por ayudar a su madre a olvidar el pasado. No
necesitaban tiempo para pensar, morir de hambre o de alguna enfermedad pulmonar en Milton no era
opción. La última palabra la tenía Johana, la mujer que con su sometimiento les había brindado lo
poco que tenían.
—Un océano de distancia me parece la mejor idea que he oído —accedió. La sonrisa de sus hijos
mayores fue la certeza de que tomaba la decisión correcta. La alegría de los menores fue la luz que
arrojó esperanza.
—Entonces, solo quedan los detalles. En unas semanas llega el señor Clark, mi suegro, y ya
estará todo listo.
Se despidieron con algo de pesar. Querían abrazarse, extender la visita, compartir un té, contarse
anécdotas, ponerse al día. Querían ser esa familia, ese lazo, lo único bueno que había hecho el duque
de Weymouth, lo único que no había logrado destruir. Aún faltaban algunas heridas por sanar, pero el
camino estaba marcado y el destino final se presentaba como alcanzable.
El matrimonio Bridport volvió al carruaje, en cuanto las puertas se cerraron, se abrazaron
satisfechos con lo conseguido.
—Se merecen ser felices —dijo Elliot, conmovido. Le molestaba la injusticia cometida por su
padre, y, al fin entendía, en brazos de Miranda, que podía hacer algo para remediarlo, aunque no
fuera su pecado. No sentía la abrumadora culpa que lo había empujado a destruir su vida, se había
perdonado.
—Y lo serán —sentenció ella—. La siembra es buena, solo resta la cosecha. Ya lo verás.
—Te amo, Miranda. Gracias por cumplir mi sueño, uno que ni siquiera sabía que tenía. —El
pecho de Elliot se abrió ante la verdad, su anhelo era todo lo que Miranda le había brindado: una
familia. Quería la que ya tenía y se le había negado, quería la que formaría junto a su esposa. En la
vida de Elliot Spencer no había más espacio para la soledad.
—Y yo a ti, Elliot. Tú también has cumplido mis sueños.
—¿Y ahora? —intentó bromear. Buscó los labios de su mujer para depositar todos los besos
contenidos. Pronto Miranda volvería a estar sana, y la vida conyugal se pondría en marcha. Al fin de
cuentas, le debían la última apuesta a Colin, la de un heredero antes del año de casados.
—Y ahora debemos construir sueños nuevos.
—¿Tienes alguno en mente? —preguntó con picardía.
—Sí, y es el mismo que tienes tú.
Una vez de regreso al hogar, se refugiaron en la recámara y comenzaron a fabricar su nuevo
anhelo. Uno que le pagaría una cuantiosa suma a Lord Webb en los salones de White.
∞∞∞
El té en la casa de Lady Bridport era el preferido de las señoritas americanas. Su amiga casada
les brindaba un espacio relajado, sin tantas normas sociales, donde podían hablar con libertad de
cualquier tema. Como los escandalosos artículos del Doctor C. o los jugosos rumores sobre las
andanzas de la nobleza.
—Cameron, ¡Cameron! —la llamó Emily al verla perdida en pensamientos—. ¿Te encuentras
bien?
La señorita Madison parpadeó, y cuando lo hizo, Miranda observó que varias lágrimas
comenzaban a inundarle los ojos. Hacía varios días que se comportaba de manera extraña, que se
mostraba esquiva, evitaba los salones de baile, las salidas al parque…
—¿Qué sucede, querida?
—Mi padre tiene razón, ¡lo he arruinado todo! ¡Oh, Dios! ¿Qué haré? —se desesperó la
muchacha—. Debo dejar Inglaterra, debo huir. Tengo que escapar de él, ya no consigo esconderme
más. —Se puso de pie y comenzó a andar de punta a punta del salón, como un gato atrapado que
busca la salida.
—¿De quién? —preguntó Vanessa, y lo genuino de su preocupación sorprendió a todas. Era la
primera vez que no se mostraba odiosa o altanera.
—Del señor Walsh. Viene por mí, viene por venganza. —Se cubrió el rostro con ambas manos.
—¿Por qué alguien querría vengarse de ti, Cameron? —indagó Emily y la abrazó. Dejó que la
muchacha de Virginia llorara sobre su pecho.
Cameron alzó la mirada y la fijó en sus amigas antes de confesar su peor secreto:
—Porque lo acusé de homicidio.
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