Homilía Juan Crisostomo

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De las homilías de san Juan Crisostomo sobre el evangelio

según San Mateo


Vosotros sois la sal de la tierra”. Es como si les dijera: «El
mensaje que se os comunica no va destinado a vosotros
solos, sino que habéis de transmitirlo a todo el mundo.
Porque no os envío a dos ciudades, ni a diez, ni a veinte; ni
tan siquiera os envío a toda una nación, como en otro
tiempo a los profetas, sino a la tierra, al mar y a todo el
mundo, y a un mundo por cierto muy mal dispuesto».
Porque, al decir: “Vosotros sois la sal de la tierra”, enseña
que todos los hombres han perdido su sabor y están
corrompidos por el pecado. Por ello, exige sobre todo de
sus discípulos aquellas virtudes que son más necesarias y
útiles para el cuidado de los demás. En efecto, la
mansedumbre, la moderación, la misericordia, la justicia
son unas virtudes que no quedan limitadas al provecho
propio del que las posee, sino que son como unas fuentes
insignes que manan también en provecho de los demás. Lo
mismo podemos afirmar de la pureza de corazón, del amor
a la paz y a la verdad, ya que el que posee estas cualidades
las hace redundar en utilidad de todos.

«No penséis —viene a decir— que el combate al que se os


llama es de poca importancia y que la causa que se os
encomienda es exigua: “Vosotros sois la sal de la tierra”».
¿Significa esto que ellos restablecieron lo que estaba
podrido? En modo alguno. De nada sirve echar sal a lo que
ya está podrido. Su labor no fue esta; lo que ellos hicieron
fue echar sal y conservar, así, lo que el Señor había antes
renovado y liberado de la fetidez, encomendándoselo
después a ellos.

Porque liberar de la fetidez del pecado fue obra del poder


de Cristo; pero el no recaer en aquella fetidez era obra de la
diligencia y esfuerzo de sus discípulos.

¿Te das cuenta de cómo va enseñando gradualmente que


estos son superiores a los profetas? No dice, en efecto, que
hayan de ser maestros de Palestina, sino de todo el orbe.

«No os extrañe, pues —viene a decirles—, si, dejando ahora


de lado a los demás, os hablo a vosotros solos y os enfrento
a tan grandes peligros. Considerad a cuántas y cuán grandes
ciudades, pueblos, naciones os he de enviar en calidad de
maestros. Por esto, no quiero que seáis vosotros solos
prudentes, sino que hagáis también prudentes a los demás.
Y muy grande ha de ser la prudencia de aquellos que son
responsables de la salvación de los demás, y muy grande ha
de ser su virtud, para que puedan comunicarla a los otros. Si
no es así, ni tan siquiera podréis bastaros a vosotros
mismos.
En efecto, si los otros han perdido el sabor, pueden
recuperarlo por vuestro ministerio; pero, si sois vosotros los
que os tornáis insípidos, arrastraréis también a los demás
con vuestra perdición. Por esto, cuanto más importante es
el asunto que se os encomienda, más grande debe ser
vuestra solicitud». Y así, añade: “Si la sal se vuelve sosa,
¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y
que la pise la gente”.

Para que no teman lanzarse al combate, al oír aquellas


palabras: “Cuando os insulten y os persigan y os calumnien
de cualquier modo”, les dice de modo equivalente: «Si no
estáis dispuestos a tales cosas, en vano habéis sido elegidos.
Lo que hay que temer no es el mal que digan contra
vosotros, sino la simulación de vuestra parte; entonces sí
que perderíais vuestro sabor y seríais pisoteados. Pero, si no
cejáis en presentar el mensaje con toda su austeridad, si
después oís hablar mal de vosotros, alegraos. Porque lo
propio de la sal es morder y escocer a los que llevan una
vida de molicie.

Por tanto, estas maledicencias son inevitables y en nada os


perjudicarán, antes serán prueba de vuestra firmeza. Mas si,
por temor a ellas, cedéis en la vehemencia conveniente,
peor será vuestro sufrimiento, ya que entonces todos
hablarán mal de vosotros y todos os despreciarán; en esto
consiste el ser pisoteado por la gente».

A continuación, propone una comparación más elevada:


“Vosotros sois la luz del mundo”. De nuevo se refiere al
mundo, no a una sola nación ni a veinte ciudades, sino al
orbe entero; luz que, como la sal de que ha hablado antes,
hay que entenderla en sentido espiritual, luz más excelente
que los rayos de este sol que nos ilumina. Habla primero de
la sal, luego de la luz, para que entendamos el gran
provecho que se sigue de una predicación austera, de unas
enseñanzas tan exigentes. Esta predicación, en efecto, es
como si nos atara, impidiendo nuestra dispersión, y nos
abre los ojos al enseñarnos el camino de la virtud. “No se
puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte.
Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del
celemín”. Con estas palabras, insiste el Señor en la
perfección de vida que han de llevar sus discípulos y en la
vigilancia que han de tener sobre su propia conducta, ya
que ella está a la vista de todos, y el palenque en que se
desarrolla su combate es el mundo entero.

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