George Orwell Rebelión en La Granja
George Orwell Rebelión en La Granja
George Orwell Rebelión en La Granja
EN LA GRANJA
de
George Orwell
II
Tres noches más tarde el Viejo Comandante murió sin sufrir mientras
dormía. Enterraron su cadáver en un rincón del huerto.
Corrían los primeros días de marzo. Durante los tres meses siguientes hubo
mucha actividad secreta. La actitud de los animales más inteligentes de la
granja ante la vida había cambiado por completo al oír el discurso del
Comandante. No sabían cuándo ocurriría la Rebelión pronosticada por el
Comandante, carecían de motivos para pensar que vivirían para verla, pero
comprendían que tenían la obligación de prepararse para ella. La tarea de
educar y organizar a los demás recayó, por supuesto, en los cerdos, en general
reconocidos como los animales más inteligentes. Entre los cerdos se
destacaban dos verracos jóvenes llamados Bola de Nieve y Napoleón, que el
señor Jones criaba para vender. Napoleón era un verraco de aspecto bastante
feroz, el único de raza berkshire en la granja, parco pero con fama de salirse
siempre con la suya. Bola de Nieve era más vivaracho que Napoleón, tenía
mayor facilidad de palabra y era más ingenioso, pero no se le atribuía la
misma firmeza de carácter. Todos los demás puercos de la granja estaban
destinados a la matanza. El más conocido era un cerdito gordo llamado
Chillón, de mejillas redondas, ojos expresivos, movimientos ágiles y voz
estridente. Un brillante conversador que cuando defendía alguna idea difícil
saltaba a un lado y a otro sacudiendo la cola de una manera muy persuasiva.
Los demás decían que Chillón era capaz de convertir lo negro en blanco.
Entre los tres habían elaborado todo un sistema de pensamiento, basado en
las enseñanzas del Viejo Comandante, al que llamaron «animalismo». Varias
noches a la semana, cuando ya estaba dormido el señor Jones, celebraban
reuniones secretas en el establo y exponían los principios del animalismo a los
demás.
Al principio encontraron mucha estupidez y apatía. Había animales que
hablaban del deber de lealtad al señor Jones, a quien llamaban «amo», y había
quienes hacían comentarios tan básicos como: «El señor Jones nos da de
comer. Si desapareciera, nos moriríamos de hambre». Otros hacían preguntas
como «¿Por qué debería importarnos lo que suceda cuando ya estemos
muertos?» o «Si esa Rebelión va a ocurrir de todos modos, ¿qué más da que
trabajemos o dejemos de trabajar por ella?», y los cerdos tenían grandes
dificultades para hacerles ver que eso contrariaba el espíritu del animalismo.
Las preguntas más estúpidas eran las de Marieta, la yegua blanca. La primera
que le hizo a Bola de Nieve fue:
—¿Seguirá habiendo azúcar después de la Rebelión?
—No —dijo Bola de Nieve con firmeza—. En esta granja no tenemos
medios para fabricar azúcar. Además, tú no necesitas azúcar. Tendrás toda la
avena y todo el heno que quieras.
—¿Y podré seguir usando cintas en la crin? —preguntó Marieta.
—Camarada —dijo Bola de Nieve—, esas cintas a las que tanto cariño
tienes son el símbolo de la esclavitud. ¿No entiendes que la libertad vale más
que esas cintas?
Marieta asintió, pero no parecía muy convencida.
A los cerdos les costaba aún más contrarrestar las mentiras que hacía
circular Moisés, el cuervo amaestrado. Moisés, la mascota especial del señor
Jones, era un espía y un chismoso, pero también un conversador inteligente.
Aseguraba conocer la existencia de un misterioso país llamado Monte
Caramelo, al que iban todos los animales cuando morían. Estaba situado en el
cielo, un poco más allá de las nubes, decía Moisés. En Monte Caramelo era
domingo los siete días de la semana, abundaba el trébol todo el año y en los
setos crecían terrones de azúcar y bizcochos de linaza. Los animales
detestaban a Moisés porque contaba mentiras y no trabajaba, pero algunos
creían en el Monte Caramelo y los cerdos tenían que discutir a fondo para
convencerlos de que tal lugar no existía.
Sus discípulos más fieles eran los caballos de tiro, Boxeador y Trébol. Los
dos tenían grandes dificultades para pensar por sí mismos, pero al haber
aceptado a los cerdos como maestros absorbían todo lo que se les contaba y
después lo transmitían a los demás animales mediante sencillos
razonamientos. No faltaban nunca a las reuniones secretas en el establo y
encabezaban el coro al entonar «Bestias de Inglaterra», canción con la que
siempre cerraban los encuentros.
Al final lograron hacer la Rebelión mucho antes y con mucha mayor
facilidad de lo que ninguno esperaba. Unos años antes el señor Jones, aunque
severo como amo, había sido un granjero capaz, pero últimamente iba de mal
en peor. Se había desanimado mucho al perder dinero en un pleito, y había
empezado a beber más de lo conveniente. Se pasaba días enteros sentado en el
sillón de la cocina, leyendo periódicos, bebiendo y, de vez en cuando, dando
de comer a Moisés cortezas de pan mojado en cerveza. Sus hombres eran
perezosos y poco honrados, los campos estaban llenos de maleza, los techos de
los edificios estropeados, los setos descuidados y los animales desnutridos.
Llegó junio y el heno estaba casi listo para la siega. La noche de San Juan,
que era sábado, el señor Jones fue a Willingdon y se emborrachó tanto en el
León Rojo que no regresó hasta el domingo al mediodía. Los hombres habían
ordeñado las vacas durante la madrugada y después se habían ido a cazar
conejos sin molestarse en alimentar a los animales. Al regresar, el señor Jones
se echó a dormir de inmediato en el sofá de la sala y se tapó la cara con el
periódico, de modo que por la noche los animales seguían sin comer. Llegó un
momento en el que no lo soportaron más. Una de las vacas abrió con un
cuerno la puerta del depósito y todos los animales empezaron a comer de los
graneros. Fue entonces cuando se despertó el señor Jones. En un instante
apareció con sus cuatro hombres, descargando latigazos en todas direcciones.
Eso era más de lo que los hambrientos animales podían soportar. De común
acuerdo, aunque no habían planeado nada parecido, se lanzaron hacia sus
torturadores. Jones y sus hombres fueron rodeados, empujados y pateados. La
situación estaba fuera de control. Nunca habían visto que los animales se
comportaran de esa manera, y el repentino levantamiento de criaturas a las que
estaban acostumbrados a golpear y maltratar con impunidad les hizo temblar
de miedo. Después de unos instantes dejaron de defenderse y salieron
corriendo. Un minuto más tarde los cinco huían en desbandada por una senda
de carros que llevaba al camino principal, perseguidos de cerca por los
jubilosos animales.
La señora Jones miró por la ventana del dormitorio, vio lo que pasaba,
echó en un morral todo lo que pudo y se escabulló de la granja por otro
camino. Moisés saltó de su percha y la siguió aleteando, lanzando ruidosos
graznidos. Mientras tanto, los animales habían perseguido a Jones y a sus
peones hasta la carretera y cerrado después con estrépito la pesada puerta. Así,
casi antes de entender lo que pasaba, se había producido con éxito la Rebelión:
Jones estaba expulsado y ellos eran ahora los dueños de la Granja Solariega.
Durante los primeros minutos los animales apenas podían dar crédito a su
inmensa suerte. Su primera acción fue galopar todos juntos por los lindes de la
granja, como si quisieran asegurarse de que no quedaba ningún ser humano
oculto en ella; después regresaron corriendo a los edificios para borrar los
últimos vestigios del odioso reinado de Jones. Echaron abajo la puerta del
guadarnés, al final de los establos, y arrojaron en el pozo los bocados, las
argollas, las cadenas de los perros, los crueles cuchillos que el señor Jones
usaba para castrar a los cerdos y a los corderos. En la fogata que ardía en el
patio para quemar la basura tiraron las riendas, los cabestros, las anteojeras,
los degradantes morrales. Con los látigos hicieron lo mismo. Todos los
animales empezaron a saltar de alegría al ver cómo ardían los látigos. Bola de
Nieve también lanzó al fuego las cintas con las que solían decorar las crines y
las colas de los caballos los días de feria.
—Las cintas —dijo— deben ser consideradas como ropa, que es lo que
distingue a los seres humanos. Todos los animales deben andar desnudos.
Al oír eso, Boxeador se quitó el pequeño sombrero de paja que llevaba en
verano para protegerse las orejas de las moscas y lo arrojó al fuego con todo lo
demás.
En muy poco tiempo los animales habían destruido todo lo que les
recordaba al señor Jones. Entonces Napoleón los llevó otra vez al depósito y
sirvió a todo el mundo una doble ración de maíz y dos galletas a cada perro.
Después cantaron «Bestias de Inglaterra» de principio a fin siete veces
seguidas y a continuación se acomodaron para pasar la noche y durmieron
como no habían dormido nunca.
Pero como de costumbre se despertaron al amanecer, y al recordar el
glorioso acontecimiento del día anterior corrieron juntos al pastizal. Por el
camino había una loma desde la que se divisaba casi toda la granja. Los
animales corrieron hasta la cima y miraron alrededor la clara luz de la mañana.
¡Sí, era de ellos! ¡Todo lo que veían era de ellos! Embelesados por esa idea
empezaron a brincar por todas partes, a corcovear lanzándose excitados al aire.
Se revolcaron en el rocío, pacieron bocados de la dulce hierba estival, patearon
terrones de tierra negra y olfatearon su potente fragancia. Después recorrieron
toda la granja inspeccionándola y contemplaron mudos la tierra labrada, el
henar, el huerto, el estanque, el soto. Era como si nunca hubieran visto esas
cosas, y todavía les costaba creer que fueran suyas.
Después regresaron en fila a los edificios de la granja y se detuvieron en
silencio delante de la puerta de la casa. Ese lugar también les pertenecía, pero
tenían miedo de entrar. Sin embargo, al cabo de un rato Bola de Nieve y
Napoleón embistieron la puerta con el lomo y la abrieron y los animales
entraron en fila india, avanzando con sumo cuidado por temor a desordenar
algo. Caminaron de puntillas de una habitación a otra, temiendo levantar la
voz por encima de un susurro y mirando con una especie de asombro el
increíble lujo, las camas con colchones de plumas, los espejos, el sofá de crin,
la alfombra de Bruselas, la litografía de la reina Victoria sobre la repisa de la
chimenea del salón. Bajaban por la escalera cuando descubrieron que faltaba
Marieta. Al volver la encontraron en la mejor habitación. Había sacado un
trozo de cinta azul del tocador de la señora Jones y la sostenía contra el
hombro admirándose en el espejo de una manera muy tonta. Los demás le
hicieron duros reproches antes de salir. Descolgaron unos jamones que había
en la cocina y los sacaron para enterrarlos, y Boxeador rompió de una coz el
barril de cerveza de la trascocina; fuera de eso, todo en la casa quedó intacto.
En el acto, por unanimidad, aprobaron una resolución para que la granja fuera
preservada como museo. Todos estuvieron de acuerdo en que ningún animal
debía vivir allí.
A continuación desayunaron y, después, Bola de Nieve y Napoleón
volvieron a reunirlos.
—Camaradas —dijo Bola de Nieve—, son las seis y media y tenemos un
largo día por delante. Hoy empezamos a recoger el heno. Pero antes tenemos
que atender otro asunto.
Los cerdos revelaron entonces que durante los últimos tres meses habían
aprendido a leer y a escribir con la ayuda de un viejo manual de ortografía
usado por los hijos del señor Jones que habían encontrado en la basura.
Napoleón mandó a buscar latas de pintura blanca y negra y los condujo hasta
la pesada puerta que daba a la carretera. Bola de Nieve (que era quien mejor
escribía) apretó un pincel entre los dos nudillos de la pata, tachó «Granja
solariega» en el barrote superior de la puerta y en su lugar pintó «Granja
animal». Ese sería a partir de entonces el nombre de la granja. A continuación
volvieron a los edificios, donde Bola de Nieve y Napoleón pidieron una
escalera que hicieron apoyar en la pared trasera del enorme establo.
Explicaron que por obra de sus estudios de los últimos tres meses, los cerdos
habían logrado reducir los principios del animalismo a siete mandamientos.
Estos siete mandamientos serían ahora grabados en la pared; formarían una ley
inalterable que todos los animales de la granja deberían obedecer para
siempre. Con cierta dificultad (no es fácil para un cerdo mantener el equilibrio
sobre una escalera), Bola de Nieve subió y se puso a trabajar, ayudado por
Chillón, que pocos peldaños por debajo sostenía la lata de pintura. Los
mandamientos quedaron escritos en la pared alquitranada en grandes letras
blancas que se podían leer desde treinta metros de distancia. Decían esto:
LOS SIETE MANDAMIENTOS
1. Todo lo que camina sobre dos patas es un enemigo.
2. Todo lo que camina sobre cuatro patas o tiene alas es un amigo.
3. Ningún animal llevará ropa.
4. Ningún animal dormirá en una cama.
5. Ningún animal beberá alcohol.
6. Ningún animal matará a otro animal.
7. Todos los animales son iguales.
La letra era muy clara, y salvo que en vez de «un amigo» decía «un anigo»
y una de las «s» estaba al revés, la ortografía era correcta en todo el texto.
Bola de Nieve lo leyó en voz alta a los demás. Todos los animales asintieron
con la cabeza, dando su completa conformidad, y los más listos empezaron de
inmediato a aprender los mandamientos de memoria.
—Ahora, camaradas —gritó Bola de Nieve, arrojando el pincel—, ¡al
henar! Que sea para nosotros una cuestión de honor recoger la cosecha en
menos tiempo del que tardaban Jones y sus peones.
Pero en ese momento las tres vacas, que desde hacía un rato parecían
inquietas, se pusieron a mugir ruidosamente. Hacía veinticuatro horas que no
las ordeñaban y sus ubres estaban a punto de reventar. Después de pensar un
poco, los cerdos mandaron a buscar cubos y ordeñaron a las vacas con
bastante éxito porque sus pezuñas estaban bastante bien adaptadas para esa
tarea. Pronto hubo cinco cubos de espumosa y cremosa leche que muchos de
los animales miraban con considerable interés.
—¿Qué va a pasar con toda esa leche? —dijo alguien.
—Jones solía echar un poco en nuestro puré —dijo una gallina.
—¡Qué importa la leche, camaradas! —exclamó Napoleón, colocándose
delante de los cubos—. Ya nos ocuparemos de eso. Más importante es la
cosecha. El camarada Bola de Nieve encabezará la marcha. Yo lo seguiré en
unos minutos. ¡Adelante, camaradas! El heno nos espera.
Los animales marcharon en tropel hacia el henar para empezar la siega, y
cuando regresaron por la tarde notaron que la leche había desaparecido.
III
IV
Todo ese año los animales trabajaron como esclavos. Pero el trabajo los
hacía felices; como sabían que todo lo que hacían los beneficiaría a ellos y a
sus descendientes y no a una pandilla de seres humanos ociosos y ladrones, no
ahorraban esfuerzos ni sacrificios.
Durante toda la primavera y el verano trabajaron sesenta horas por semana,
y en agosto Napoleón anunció que también tendrían que trabajar los domingos
por la tarde. Ese trabajo era estrictamente voluntario, pero el animal que se
negara a hacerlo vería reducidas sus raciones a la mitad. Aun así, no pudieron
cumplir ciertas tareas. La cosecha no había sido tan buena como el año
anterior, y dos campos donde tendrían que haber sembrado tubérculos a
comienzos del verano seguían esperando porque no habían podido ararlos a
tiempo. Poco costaba prever que el siguiente invierno sería muy duro.
El molino de viento presentó dificultades inesperadas. Tenían una buena
cantera de piedra caliza en la granja, y habían encontrado una gran cantidad de
arena y cemento en una de las dependencias, de manera que todos los
materiales para la construcción estaban a su alcance. Pero el problema que en
un primer momento no pudieron resolver los animales fue cómo romper la
piedra en trozos del tamaño adecuado. Parecía que la única manera de hacerlo
era con picos y palancas, que ningún animal podía utilizar porque no andaba
erguido sobre las patas traseras. Solo después de semanas de esfuerzo vano
tuvo alguien la idea apropiada: utilizar la fuerza de la gravedad. El fondo de la
cantera estaba cubierto de enormes cantos rodados, demasiado grandes para
ser utilizados. Los animales los ataban con cuerdas y después, todos juntos,
vacas, caballos, ovejas, cualquier animal que pudiera aferrar la cuerda —a
veces incluso participaban los cerdos en los momentos críticos—, los
arrastraban con lentitud desesperante por la ladera hasta la cima de la cantera,
desde donde los arrojaban por el borde para que al caer se rompieran en
pedazos. El transporte de la piedra una vez rota era relativamente sencillo. Los
caballos se la llevaban en el carro, las ovejas arrastraban bloques individuales;
hasta Muriel y Benjamín, tirando de un coche de gobernanta, hacían lo suyo. A
finales del verano habían acumulado una cantidad suficiente de piedra y
entonces dieron comienzo a la construcción, supervisados por los cerdos.
Pero era un proceso lento y laborioso. Con frecuencia tardaban un día
entero de esfuerzo agotador en arrastrar una sola piedra hasta la cima de la
cantera, y a veces, cuando la arrojaban por el borde, no se rompía. Nada
hubiera sido posible sin Boxeador, cuya fuerza parecía equivaler a la del resto
de los animales juntos.
Cuando la piedra empezaba a resbalar y los animales, arrastrados ladera
abajo, gritaban desesperados, era siempre Boxeador quien, sujetando con
fuerza la cuerda, lograba detener la piedra. Verlo afanarse centímetro a
centímetro cuesta arriba, jadeando, arañando el suelo con las puntas de los
cascos, los enormes flancos empapados de sudor, despertaba la admiración de
todos. Trébol le advertía a veces que se cuidara y no se esforzara tanto, pero
Boxeador nunca le hacía caso. En sus dos lemas («Trabajaré más duro» y
«Napoleón siempre tiene razón») parecía encontrar respuesta suficiente a
todos sus problemas. Había acordado con el gallo joven que lo llamara no
media hora sino tres cuartos de hora más temprano todas las mañanas. Y en los
ratos libres, que ahora no le sobraban, iba solo a la cantera, preparaba una
carga de piedra picada y la arrastraba sin ayuda hasta el lugar donde se
encontraba el molino de viento.
A pesar de la dureza del trabajo, los animales no pasaron tan mal ese
verano. Aunque no había más comida que en la época de Jones, tampoco había
menos. La ventaja de tener que alimentarse ellos solos, y no tener que
mantener a cinco extravagantes seres humanos, era tan grande que harían falta
muchos fracasos para perderla. Y en muchos sentidos la manera animal de
hacer las cosas era más eficiente y ahorraba trabajo. Por ejemplo, la tarea de
arrancar las malas hierbas se podía hacer con una minuciosidad imposible para
los seres humanos. Además, como ahora ningún animal robaba, no hacía falta
utilizar cercas para separar los pastizales de las tierras cultivables, lo que
ahorraba mucha mano de obra destinada al mantenimiento de setos y puertas.
Sin embargo, al avanzar el verano empezaron a escasear de manera imprevista
algunas cosas. Faltaba queroseno, clavos, cuerdas, galletas para perros y
también hierro para las herraduras de los caballos, nada de lo cual podía
producirse en la granja. Más tarde también harían falta semillas y abonos
artificiales, además de algunas herramientas y, finalmente, la maquinaria para
el molino de viento. No se les ocurría cómo podrían conseguir todo eso.
Un domingo por la mañana, cuando los animales se reunieron para recibir
las habituales órdenes, Napoleón anunció que había decidido adoptar una
nueva política. A partir de ese momento la Granja Animal iniciaría un
intercambio con las granjas vecinas: no, por supuesto, con ánimo comercial,
sino para obtener ciertos materiales que necesitaban con urgencia. Las
necesidades del molino de viento tendrían prioridad sobre todo lo demás, dijo.
Estaba, por lo tanto, negociando la venta de una pila de heno y parte de la
cosecha de trigo del año en curso, y luego, si hiciera falta más dinero, tendrían
que recurrir a la venta de huevos, para lo que siempre había un mercado en
Willingdon. Las gallinas, dijo Napoleón, deberían aceptar ese sacrificio como
contribución especial a la construcción del molino de viento.
De nuevo, los animales sintieron una vaga inquietud. No tener nunca trato
alguno con los seres humanos, no dedicarse nunca al comercio, no usar nunca
dinero… ¿No eran esas algunas de las decisiones adoptadas en aquella primera
reunión triunfal después de la expulsión de Jones? Todos los animales
recordaban haber aprobado esas resoluciones, o al menos creían que lo
recordaban. Los cuatro cerdos jóvenes que habían protestado cuando
Napoleón abolió las reuniones levantaron tímidamente la voz, pero fueron
silenciados de inmediato por los tremendos gruñidos de los perros. Entonces,
como de costumbre, irrumpieron las ovejas con «¡Cuatro patas, sí; dos patas,
no!», y la momentánea tensión se aflojó. Napoleón levantó la pezuña pidiendo
silencio y anunció que ya tenía todo dispuesto. No haría falta que ninguno de
los animales entrara en contacto con seres humanos, lo que sería muy
indeseable. Él cargaría con toda la responsabilidad. Un tal Whymper, abogado
que vivía en Willingdon, había accedido a actuar como intermediario entre los
animales de la Granja Animal y el mundo exterior, y visitaría la granja todos
los lunes por la mañana para recibir instrucciones. Napoleón cerró el discurso
con el habitual grito de «¡Viva la Granja Animal!» y tras cantar «Bestias de
Inglaterra» dio por terminado el acto.
Después Chillón recorrió la granja tranquilizando a los animales. Les
aseguró que la resolución contra la participación en el comercio y el uso de
dinero nunca se había aprobado, ni siquiera sugerido. Era pura imaginación, y
quizá se podía rastrear su origen en mentiras difundidas por Bola de Nieve.
Algunos animales seguían con dudas, y Chillón les hizo una pregunta
astuta: «¿Estáis seguros de que no lo habéis soñado, camaradas? ¿Tenéis algún
registro de esa resolución? ¿Está escrita en alguna parte?». Y como era cierto
que nada de eso existía por escrito, los animales aceptaron con satisfacción su
error.
Todos los lunes, como se había acordado, el señor Whymper visitaba la
granja. Era un astuto hombrecito de patillas, abogado de poca monta pero lo
bastante listo para haber comprendido antes que nadie que la Granja Animal
necesitaría un agente al que bien valdría la pena pagar comisiones. Los
animales observaban su ir y venir con algo de terror y lo evitaban en la medida
de lo posible. Sin embargo, ver a Napoleón impartiendo órdenes sobre las
cuatro patas a Whymper, que andaba sobre dos, los llenaba de orgullo y hasta
cierto punto les permitía aceptar el nuevo plan. Su relación con la raza humana
ya no era exactamente la misma de antes. Los seres humanos no odiaban
menos la Granja Animal ahora que disfrutaba de cierta prosperidad; de hecho,
la odiaban más que nunca. Todo ser humano tenía para sí que la finca
quebraría tarde o temprano y, sobre todo, que el molino de viento sería un
fracaso. Se reunían en las tabernas y mediante diagramas se demostraban que
el molino caería forzosamente, y que si seguía en pie no funcionaría nunca.
Sin embargo, contra su voluntad, empezaban a sentir cierto respeto por la
eficiencia con que los animales gestionaban sus propios asuntos. Síntoma de
ese cambio era que habían dejado de llamar a la finca Granja Solariega y
empezaban a llamarla por su propio nombre, Granja Animal. Tampoco
defendían más a Jones, que había perdido la esperanza de recuperar su granja
y se había ido a vivir a otra parte del condado. Fuera de la intermediación de
Whymper, no había aún ningún contacto entre la Granja Animal y el mundo
exterior, pero circulaban constantes rumores de que Napoleón estaba a punto
de celebrar un acuerdo comercial con el señor Pilkington de Monterraposo o
con el señor Frederick de Campocorto pero, por supuesto, nunca
simultáneamente con los dos.
Fue en esa época cuando los cerdos se mudaron de repente a la casa de la
granja y se establecieron allí. Una vez más, los animales creyeron recordar que
al comienzo se había aprobado una resolución contraria a esa medida, y de
nuevo Chillón logró convencerlos de su error. Era totalmente necesario,
explicó, que los cerdos, como cerebros de la granja, tuvieran un sitio tranquilo
para trabajar. También era más adecuado a la dignidad del líder (últimamente
tenía la costumbre de dar a Napoleón el título de «líder») vivir en una casa que
en una simple pocilga. No obstante, algunos de los animales se molestaron al
saber que los cerdos no solo comían en la cocina y usaban el salón como lugar
de recreo sino que también dormían en las camas. Como de costumbre,
Boxeador quitó importancia al asunto repitiendo lo de «¡Napoleón siempre
tiene razón!», pero Trébol, que creía recordar una firme disposición contra el
uso de las camas, fue hasta el fondo del establo e intentó descifrar los siete
mandamientos allí grabados. Como solo podía leer las letras una por una,
recurrió a Muriel.
—Muriel —dijo—, léeme el cuarto mandamiento. ¿No dice algo acerca de
no dormir nunca en una cama?
Muriel leyó con cierta dificultad.
—Dice: «Ningún animal dormirá en una cama con sábanas».
Curiosamente, Trébol no recordaba que el cuarto mandamiento mencionara
las sábanas, pero como eso estaba en la pared, suponía que debía de ser cierto.
Y Chillón, que pasaba por allí en ese momento, acompañado por dos o tres
perros, logró poner las cosas en su justa perspectiva.
—¿Así que habéis oído, camaradas —dijo—, que ahora los cerdos
duermen en las camas de la casa? ¿Y por qué no? Supongo que no iréis a
pensar que alguna vez se prohibió el uso de las camas. Una cama significa
nada más que un sitio para dormir. Bien mirado, un montón de paja en un
establo es una cama. La norma prohibía las sábanas, que son una invención
humana. Hemos quitado las sábanas de las camas de la casa y dormimos entre
mantas. ¡Y vaya si son cómodas! Pero os puedo asegurar que no mucho más
cómodas de lo necesario, camaradas, con todo el trabajo intelectual que ahora
nos toca. ¿Verdad que no queréis privarnos de nuestro descanso, camaradas?
¿Verdad que no queréis vernos demasiado cansados para cumplir con nuestros
deberes? Estoy seguro de que ninguno de vosotros desea que regrese Jones.
Los animales se apresuraron a tranquilizarlo, y no se volvió a tocar el tema
de las camas y los cerdos. Y cuando se anunció, unos días después, que a
partir de ese momento los cerdos dormirían por la mañana una hora más que el
resto de los animales, tampoco hubo quejas.
Al llegar el otoño los animales estaban cansados pero felices. Habían
tenido un año duro, y después de la venta de parte de la paja y del maíz las
reservas de alimentos para el invierno no eran muy abundantes, pero el molino
de viento compensaba todo. Ya estaba casi a medio construir. Después de la
cosecha hubo un período de tiempo despejado y seco y los animales se
esforzaron más que nunca, pensando que valía la pena afanarse todo el día
llevando y trayendo bloques de piedra si con eso podían levantar las paredes
algunos centímetros más. Boxeador incluso iba por las noches y trabajaba por
su cuenta durante una hora o dos a la luz de la luna llena.
En sus ratos libres los animales daban vueltas y vueltas alrededor del
molino inconcluso, admirando la fortaleza y la perpendicularidad de sus
paredes y maravillándose de su capacidad para construir algo tan imponente.
Solo el viejo Benjamín se negaba a entusiasmarse con el molino de viento,
aunque, como siempre, se limitaba a repetir el críptico comentario de que los
burros viven mucho tiempo.
Llegó noviembre con furiosos vientos del suroeste. Hubo que detener la
construcción porque el exceso de humedad impedía mezclar el cemento.
Finalmente llegó una noche en la que el viento sopló con tanta violencia que
hizo temblar los edificios y arrancó varias tejas del establo. Las gallinas se
despertaron chillando de terror porque todas habían soñado al mismo tiempo
con un disparo de escopeta a lo lejos. Por la mañana, al salir de los establos,
los animales descubrieron que se había caído el mástil de la bandera y que un
olmo, en un rincón de la huerta, había sido arrancado como si fuera un rábano.
Acababan de ver eso cuando de la garganta de todos los animales brotó un
grito de desesperación. Tenían ante ellos un terrible espectáculo. El molino
estaba en ruinas.
Corrieron todos al mismo tiempo hacia el lugar. Napoleón, que rara vez
salía siquiera a dar una vuelta, fue el más rápido. Sí, allí estaba, el fruto de
todos sus esfuerzos completamente demolido, esparcidas por todas partes las
piedras que tan laboriosamente habían partido y transportado. Mudos al
principio, se quedaron mirando con tristeza el revoltijo de piedras caídas.
Napoleón iba y venía en silencio, olfateando a veces el suelo. Se le había
endurecido la cola y la torcía bruscamente de un lado a otro, lo que denotaba
una intensa actividad mental. De repente se detuvo como si su mente hubiera
llegado a una conclusión.
—Camaradas —dijo en voz baja—, ¿sabéis quién es el culpable de esto?
¿Sabéis quién es el enemigo que ha venido por la noche y ha derribado nuestro
molino de viento? ¡Bola de Nieve! —rugió de repente con voz de trueno—.
¡Bola de Nieve ha hecho esto! Por pura maldad, pensando en retrasar nuestros
planes y vengarse por su ignominiosa expulsión, ese traidor se ha arrastrado
hasta aquí al amparo de la noche y ha destruido nuestro trabajo de casi un año.
Camaradas, aquí y ahora pronuncio la sentencia de muerte de Bola de Nieve.
Nombraré «Héroe animal de segunda clase» y le daré media fanega de
manzanas al animal que haga justicia con él. ¡Una fanega entera a quien lo
aprese con vida!
Los animales se quedaron estupefactos al enterarse de que Bola de Nieve
podía ser el culpable de semejante acción. Hubo un grito de indignación y todo
el mundo se puso a pensar en maneras de capturar a Bola de Nieve si alguna
vez regresaba. Casi de inmediato aparecieron en la hierba, a poca distancia de
la loma, las huellas de un cerdo. Solo se las podía seguir unos metros, pero
parecían conducir a un agujero en el seto. Napoleón las olió y dictaminó que
pertenecían a Bola de Nieve. Expresó su opinión de que Bola de Nieve
probablemente había venido del lado de la granja de Monterraposo.
—¡Basta de demoras, camaradas! —gritó Napoleón después de estudiar las
huellas—. Tenemos cosas que hacer. Esta misma mañana empezaremos a
reconstruir el molino, y trabajaremos en él durante todo el invierno, llueva o
truene. Enseñaremos a ese miserable traidor que no nos puede deshacer el
trabajo con tanta facilidad. Recordad, camaradas, que no debe haber ninguna
alteración en nuestros planes: los cumpliremos de manera inflexible.
¡Adelante, camaradas! ¡Viva el molino de viento! ¡Viva la Granja Animal!
VII
VIII
Unos días más tarde, cuando hubo pasado el terror causado por las
ejecuciones, algunos de los animales recordaron —o creyeron recordar— que
el sexto mandamiento decretaba: «Ningún animal matará a otro animal». Y
aunque nadie quería decirlo delante de los cerdos o los perros, se tenía la
sensación de que la matanza producida no cuadraba con eso. Trébol le pidió a
Benjamín que le leyera el sexto mandamiento, y cuando Benjamín, como de
costumbre, dijo que no quería inmiscuirse en esos asuntos, buscó a Muriel.
Muriel le leyó el mandamiento, que decía: «Ningún animal matará a otro
animal sin motivo». De alguna manera, las dos últimas palabras se habían
borrado de la memoria de los animales. Ahora veían que no se había violado
ese mandamiento, ya que sin duda había un buen motivo para matar a los
traidores aliados con Bola de Nieve.
Durante todo el año, los animales trabajaron aún más duro que el año
anterior. Reconstruir el molino de viento para la fecha fijada, con paredes dos
veces más gruesas que antes, además de atender el trabajo habitual de la
granja, implicaba un tremendo esfuerzo. Por momentos los animales sentían
que trabajaban más horas y no se alimentaban mejor que en tiempos de Jones.
Los domingos por la mañana Chillón, sujetando con la pata una larga tira de
papel, les leía listas de cifras demostrando que la producción de todo tipo de
alimentos había aumentado un doscientos por ciento, un trescientos por ciento
o un quinientos por ciento, según el caso. Los animales no veían ninguna
razón para no creerle, sobre todo porque ya no recordaban con claridad cuáles
habían sido las condiciones antes de la Rebelión. De todos modos, había días
en los que preferirían menos cifras y más comida.
Ahora todas las órdenes llegaban a través de Chillón o de algún otro cerdo.
A Napoleón se lo veía en público como mucho cada dos semanas. Cuando
aparecía, no solo contaba con su séquito de perros sino con un gallito negro
que marchaba delante de él y actuaba como una especie de trompeta, soltando
un «¡quiquiriquí!» antes de que hablara Napoleón. Incluso se decía que en la
casa ocupaba habitaciones distintas a los demás. Comía solo, atendido por dos
perros, y usaba siempre la vajilla Crown Derby que había estado en la vitrina
del aparador del salón. También se anunció que se dispararía siempre la
escopeta el día del cumpleaños de Napoleón, además de hacerlo en los otros
dos aniversarios.
Ahora nadie llamaba a Napoleón simplemente «Napoleón». Siempre se lo
designaba de manera ceremoniosa como «nuestro líder, el camarada
Napoleón», y a los cerdos les gustaba inventarle títulos como «Padre de todos
los animales», «Terror de la humanidad», «Protector del redil», «Amigo de los
patitos» y otros similares.
En sus discursos, Chillón hablaba con lágrimas en las mejillas sobre la
sabiduría de Napoleón, la bondad de su corazón y el profundo amor que sentía
por todos los animales de todas partes, incluso y sobre todo por los
desdichados que aún vivían en la ignorancia y la esclavitud de otras granjas.
Se había convertido en costumbre reconocer a Napoleón el mérito de cada
logro y cada golpe de suerte. Era habitual oír a una gallina comentar a otra:
«Bajo la dirección de nuestro líder, el camarada Napoleón, he puesto cinco
huevos en seis días»; o a dos vacas, mientras bebían en el abrevadero,
exclamar: «¡Gracias al liderazgo del camarada Napoleón, qué bien sabe esta
agua!». El sentimiento general de la granja se expresaba muy bien en un
poema titulado Camarada Napoleón, compuesto por Mínimus, que decía lo
siguiente:
¡Amigo de los huérfanos!
¡Fuente de felicidad!
¡Señor de la bazofia! ¡Ay, cómo se enciende mi alma
cuando contemplo
tu tranquila e imperiosa mirada,
como el sol en el cielo,
camarada Napoleón!
¡Tú eres el dador
de todo lo que tus criaturas aman,
barriga llena dos veces al día; paja limpia donde revolcarse;
todo animal grande o pequeño
duerme en paz en su establo,
tú velas por todos,
camarada Napoleón!
Si tuviera un lechón,
antes de que creciera
y fuera como una botella o un rodillo,
aprendería a serte
leal y fiel,
sí, y su primer chillido sería:
¡«camarada Napoleón»!
Napoleón aprobó ese poema e hizo que se grabara en la pared del establo
principal, en el extremo opuesto a donde estaban los siete mandamientos. Se
remató con un retrato de Napoleón, de perfil, ejecutado por Chillón con
pintura blanca.
Entretanto, con la intervención de Whymper, Napoleón realizaba
complicadas negociaciones con Frederick y Pilkington. La pila de madera aún
estaba sin vender. De los dos, Frederick era quien más interés mostraba por
comprarla, pero no ofrecía un precio razonable. Al mismo tiempo, circulaban
nuevos rumores según los cuales Frederick y sus hombres andaban
conspirando para atacar la Granja Animal y destruir el molino de viento, cuya
construcción había despertado en él una feroz envidia. Se sabía que Bola de
Nieve seguía escondido en la granja Campocorto. A mediados del verano los
animales se alarmaron al oír que tres gallinas se habían presentado y habían
confesado que, inspiradas por Bola de Nieve, se habían conjurado para
asesinar a Napoleón. Fueron ejecutadas de inmediato, y se tomaron nuevas
precauciones para proteger a Napoleón. Cuatro perros vigilaban su cama por la
noche, uno en cada esquina, y encargaron a un cerdo joven llamado Pitarroso
la tarea de probar todos sus alimentos antes de que él se los comiera, por si
estaban envenenados.
Por esa época se supo que Napoleón había dispuesto vender la pila de
madera al señor Pilkington, y que también formalizaría un acuerdo
permanente para el intercambio de ciertos productos entre la Granja Animal y
Monterraposo. Las relaciones entre Napoleón y Pilkington, aunque
canalizadas solo a través de Whymper, eran ahora casi amistosas. Los
animales desconfiaban de Pilkington como ser humano, pero lo preferían a
Frederick, a quien temían y odiaban. A medida que avanzaba el verano y se
acercaba la terminación del molino, había cada vez más rumores de un
inminente ataque a traición. Se decía que Frederick pensaba acometer con
veinte hombres armados y que ya había sobornado a los jueces y a la policía:
si lograba apoderarse de los títulos de propiedad de la Granja Animal, ellos no
intervendrían. Por otra parte, desde Campocorto se filtraban historias terribles
acerca de las crueldades que Frederick infligía a sus animales. Había azotado a
un viejo caballo hasta matarlo, había hecho pasar hambre a sus vacas, había
matado a un perro arrojándolo a un horno, por las tardes se divertía haciendo
pelear a gallos con trozos de hojas de afeitar atados a las espuelas. Los
animales sentían que les hervía de rabia la sangre al enterarse del trato que
recibían sus camaradas, y a veces pedían a gritos que se los dejara ir todos
juntos a atacar la granja Campocorto, a expulsar a los seres humanos y liberar
a los animales. Pero Chillón les aconsejaba que evitaran las maniobras
agresivas y confiaran en la estrategia del camarada Napoleón.
Sin embargo, el rechazo a Frederick iba en aumento. Un domingo por la
mañana, Napoleón apareció en el establo y explicó que en ningún momento
había pensado vender la pila de madera a Frederick; pensaba que no debía
rebajarse a tratar con sinvergüenzas de esa calaña. A las palomas que seguían
enviando para difundir la noticia de la rebelión les prohibieron pisar
Monterraposo, y también se les ordenó abandonar su anterior lema: «Muerte a
la humanidad», por «Muerte a Frederick». A finales del verano quedó al
descubierto otra de las maquinaciones de Bola de Nieve. La cosecha de trigo
estaba llena de maleza y se descubrió que en una de sus visitas nocturnas Bola
de Nieve había mezclado semillas de maleza con semillas de maíz. Un ganso
que estaba al tanto del complot había confesado su culpa a Chillón y se suicidó
de inmediato ingiriendo bayas de belladona. Los animales también se
enteraron de que Bola de Nieve nunca había recibido —como muchos de ellos
habían creído hasta ese momento— la orden de «Héroe animal de primera
clase». Eso no era más que una leyenda que el propio Bola de Nieve había
hecho circular poco después de la Batalla del Establo. Lejos de recibir una
condecoración, había sido censurado por mostrar cobardía en la batalla. De
nuevo, algunos de los animales oyeron eso con cierta perplejidad, pero Chillón
pronto logró convencerlos de que les había fallado la memoria.
En el otoño, con un esfuerzo tremendo y agotador —porque casi al mismo
tiempo tenían que recoger la cosecha—, acabaron de construir el molino de
viento. Todavía faltaba la instalación de la maquinaria, cuya compra negociaba
Whymper, pero la estructura estaba terminada. ¡A pesar de las numerosas
dificultades, a pesar de la inexperiencia, de las herramientas primitivas, de la
mala suerte y de la traición de Bola de Nieve, el trabajo se había terminado
exactamente en fecha! Cansados pero orgullosos, los animales dieron vueltas y
vueltas alrededor de su obra maestra, que les parecía aún más bella que cuando
la habían construido por primera vez. Además, las paredes eran dos veces más
gruesas que antes. ¡Esta vez solo podrían demolerlas con explosivos! Y al
pensar en cómo habían trabajado, en los desánimos que habían superado y en
cómo cambiaría su vida cuando estuvieran girando las aspas y funcionando las
dinamos, al pensar en todo esto olvidaron el cansancio y empezaron a brincar
alrededor del molino, lanzando gritos de triunfo. El propio Napoleón,
acompañado por sus perros y su gallo, bajó a inspeccionar el trabajo
terminado; felicitó personalmente a los animales por su logro y anunció que el
molino se llamaría Molino Napoleón.
Dos días después convocaron a los animales para una reunión especial en
el establo. Quedaron mudos de sorpresa cuando Napoleón anunció que había
vendido la pila de madera a Frederick. Al día siguiente llegarían las carretas de
Frederick y empezarían a llevársela. Durante todo el período de supuesta
amistad con Pilkington, Napoleón había estado en realidad haciendo tratos
secretos con Frederick.
Se había roto toda relación con Monterraposo; se habían enviado mensajes
insultantes a Pilkington. Se había instruido a las palomas para que evitaran la
Granja Campocorto y cambiaran su lema de «Muerte a Frederick» por
«Muerte a Pilkington». Al mismo tiempo, Napoleón aseguró a los animales
que las historias de un inminente ataque a la Granja Animal eran
completamente falsas, y que los cuentos sobre la crueldad de Frederick con
sus propios animales se habían exagerado mucho. Quizá todos esos rumores
eran creación de Bola de Nieve y sus agentes. Ahora parecía que Bola de
Nieve no estaba, después de todo, escondido en la Granja Campocorto; de
hecho, nunca había andado por allí en su vida: vivía, aparentemente con
considerable lujo, en Monterraposo, y en realidad llevaba años viviendo a
costa de Pilkington.
Los cerdos estaban extasiados con la astucia de Napoleón. Aparentando
amistad con Pilkington, había obligado a Frederick a aumentar su precio en
doce libras. Pero la verdadera superioridad mental de Napoleón, dijo Chillón,
se demostraba en el hecho de que no confiaba en nadie, ni siquiera en
Frederick. Frederick había querido pagar la madera con algo llamado cheque,
que al parecer era un trozo de papel con una promesa de pago escrita en él.
Pero Napoleón era demasiado listo para aceptar esas cosas. Había exigido el
pago con billetes reales de cinco libras, que deberían entregarse antes de
retirar la madera. Frederick ya había pagado, y la suma recibida bastaba para
comprar la maquinaria que haría funcionar el molino de viento.
Mientras tanto se llevaban la madera a toda prisa. Cuando no quedó nada
se celebró otra reunión especial en el establo para que los animales
examinaran los billetes de Frederick. Sonriendo beatíficamente y luciendo las
dos condecoraciones, Napoleón reposaba en un lecho de paja sobre la
plataforma, con el dinero al lado, cuidadosamente apilado en un plato de
porcelana de la cocina de la casa. Los animales desfilaron pasando despacio
por delante, mirando con atención. Boxeador acercó la nariz para oler los
billetes y su aliento hizo vibrar y crujir los delgados papeles blancos.
Tres días más tarde se produjo un revuelo terrible. Whymper, con el rostro
mortalmente pálido, apareció pedaleando a gran velocidad en la bicicleta, que
dejó en el patio antes de entrar precipitadamente en la casa. Un instante
después brotó de las habitaciones de Napoleón un rugido furioso. La noticia de
lo que había pasado corrió por la granja como un incendio descontrolado. ¡Los
billetes eran falsos! ¡Frederick había conseguido la madera por nada!
Napoleón reunió a los animales de inmediato y con voz terrible anunció la
sentencia a muerte de Frederick. Cuando se lo capturara, dijo, lo hervirían
vivo. Al mismo tiempo, les advirtió que después de esa traición se podía
esperar lo peor. Frederick y sus hombres podían lanzar su tan esperado ataque
en cualquier momento. Apostaron centinelas en todos los accesos a la finca.
Además, enviaron cuatro palomas a Monterraposo con un mensaje conciliador
que —esperaban— serviría para volver a establecer buenas relaciones con
Pilkington.
El ataque se produjo a la mañana siguiente. Los animales estaban
desayunando cuando los vigías llegaron corriendo con la noticia de que
Frederick y sus seguidores ya habían entrado por la puerta con barrotes de la
finca. Los animales salieron con valentía a su encuentro, pero esa vez no
lograron una victoria fácil como en la Batalla del Establo de las Vacas. Había
quince hombres con media docena de escopetas, que abrieron fuego en cuanto
estuvieron a unos cincuenta metros. Los animales no podían enfrentar las
explosiones terribles ni las picaduras de los perdigones, y a pesar de los
esfuerzos de Napoleón y Boxeador para animarlos, pronto tuvieron que
retroceder. Ya había unos cuantos heridos. Se refugiaron en los edificios de la
granja y miraron con cautela por las rendijas y los agujeros de los nudos. Toda
la enorme pradera, incluido el molino de viento, estaba en manos del enemigo.
Por el momento, hasta Napoleón parecía perdido. Iba y venía en silencio,
moviendo la cola rígida. Miradas tristes apuntaban hacia Monterraposo. Si
Pilkington y sus hombres los ayudaran, todavía podrían ganar la batalla. Pero
en ese momento regresaron las cuatro palomas que habían enviado el día
anterior; una de ellas traía un trozo de papel firmado por Pilkington. En él,
escritas a lápiz, había estas palabras: «Te lo mereces».
Mientras tanto, Frederick y sus hombres se habían detenido junto al
molino. Los animales los miraron y empezaron a murmurar, consternados. Dos
de los hombres habían sacado una palanca y un mazo. Iban a demoler el
molino de viento.
—¡Imposible! —exclamó Napoleón—. Hemos construido paredes
demasiado gruesas. No podrían derribarlo ni en una semana. ¡Ánimo,
compañeros!
Pero Benjamín observaba con atención los movimientos de los hombres.
Los del martillo y la palanca estaban haciendo un agujero cerca de la base del
molino. Despacio, con aire casi de diversión, Benjamín movió
afirmativamente el largo hocico.
—Ya me lo imaginaba —dijo—. ¿No veis lo que hacen? Dentro de un
instante llenarán de pólvora el agujero.
Los animales esperaron, aterrorizados. Ahora no podían buscar refugio en
los edificios. Unos minutos más tarde vieron cómo los hombres corrían en
todas direcciones. Entonces se produjo un rugido ensordecedor. Las palomas
se arremolinaron en el aire y todos los animales, salvo Napoleón, se arrojaron
al suelo y se taparon la cara. Cuando se levantaron, una enorme nube de humo
negro flotaba sobre el sitio donde había estado el molino de viento. Poco a
poco fue llevándosela la brisa. ¡El molino de viento había dejado de existir!
Al ver eso los animales recuperaron su valentía. La rabia contra un acto tan
vil y despreciable superó el miedo y la desesperación que habían sentido un
momento antes. Se oyó un potente grito de venganza y sin esperar nuevas
órdenes salieron todos juntos, dispuestos a atacar al enemigo. Esta vez no
cejaron ante los perdigones crueles que cayeron sobre ellos como granizo. Fue
una batalla salvaje y amarga. Los hombres disparaban una y otra vez, y
cuando los animales estuvieron cerca los atacaron con palos y con las pesadas
botas. Mataron una vaca, tres ovejas y dos gansos, y casi todo el mundo estaba
herido. Hasta Napoleón, que dirigía las operaciones desde la retaguardia, tenía
la punta de la cola rasguñada por un perdigón. Pero tampoco los hombres
habían salido indemnes. Tres de ellos tenían la cabeza partida por los golpes
de los cascos de Boxeador, otro había sido corneado en el vientre por una vaca
y otro tenía los pantalones casi destrozados por Jésica y Campanilla. Y cuando
los nueve perros de la guardia personal de Napoleón, enviados a dar un rodeo
al amparo del seto, aparecieron de repente por un lado, ladrando con
ferocidad, el pánico se apoderó de ellos. Vieron que estaban en peligro de ser
rodeados. Frederick gritó a sus hombres que salieran de allí mientras tenían
escapatoria, y un instante después el cobarde enemigo corría tratando de salvar
la vida. Los animales persiguieron a los hombres hasta el final del campo y les
dieron unas últimas patadas mientras atravesaban como podían el espinoso
seto.
Habían ganado, pero estaban cansados y ensangrentados. Despacio,
cojeando, empezaron a regresar a la granja. Algunos, al ver a sus camaradas
muertos, tendidos en la hierba, no pudieron contener las lágrimas. Y por un
rato se detuvieron en doloroso silencio junto al sitio donde alguna vez se había
levantado el molino de viento. Sí, ya no existía. ¡Casi el último rastro de su
trabajo había desaparecido! Hasta los cimientos estaban parcialmente
destruidos. Y ahora, para reconstruirlo, no podrían usar, como antes, las
piedras caídas. Esta vez también habían desaparecido las piedras. La fuerza de
la explosión las había lanzado a cientos de metros de distancia. Era como si el
molino no hubiera existido nunca.
Cuando se estaban acercando a la granja, Chillón, que inexplicablemente
había estado ausente durante el combate, se acercó saltando hacia ellos,
moviendo la cola radiante de satisfacción. Y del lado de los edificios de granja
llegó el solemne estampido de un arma de fuego.
—¿Para qué dispararon esa escopeta? —preguntó Boxeador.
—¡Para celebrar nuestra victoria! —exclamó Chillón.
—¿Qué victoria? —preguntó Boxeador. Le sangraban las rodillas, había
perdido una herradura y se le había partido el casco; en una pata trasera tenía
alojada una docena de perdigones.
—¿Qué victoria, camarada? ¿Acaso no hemos expulsado al enemigo de
nuestro suelo, el sagrado suelo de la Granja Animal?
—Pero ellos han destruido el molino de viento. ¡En el que hemos trabajado
durante dos años!
—¿Qué importa? Construiremos otro molino. Construiremos seis molinos
si nos da la gana. Tú no aprecias, camarada, la importancia de lo que
acabamos de lograr. El enemigo ocupaba el suelo que pisamos. ¡Y ahora,
gracias al liderazgo del camarada Napoleón, acabamos de recuperarlo hasta el
último centímetro!
—Así que volvemos a tener lo que ya teníamos —dijo Boxeador.
—Esa es nuestra victoria —dijo Chillón.
Cojearon hasta el corral. Los perdigones que Boxeador llevaba incrustados
en la pata le producían un intenso dolor. Veía por delante la pesada empresa de
reconstruir el molino desde los cimientos y mentalmente se preparó ya para la
tarea. Pero por primera vez advirtió que tenía once años y que quizá sus
enormes músculos ya no eran como antes.
Pero cuando los animales vieron flamear la bandera verde y oyeron el
nuevo disparo de escopeta —la dispararon siete veces en total— y escucharon
el discurso de Napoleón, felicitándolos por su conducta, les pareció que
después de todo habían conseguido una gran victoria. Los animales muertos en
la batalla tuvieron un solemne entierro. Boxeador y Trébol tiraron del carro
que servía de coche fúnebre y el propio Napoleón encabezó la procesión.
Dedicaron dos días enteros a las celebraciones. Hubo canciones, discursos y
más disparos de escopeta, y cada animal recibió como regalo especial una
manzana, dos onzas de maíz las aves y tres bizcochos cada perro. Se anunció
que la batalla se llamaría Batalla del Molino, y que Napoleón había creado una
nueva condecoración, la «Orden de la bandera verde», que se había otorgado a
sí mismo. En medio del júbilo general se olvidó el desgraciado asunto de los
billetes.
Unos días más tarde los cerdos encontraron una caja de whisky en los
sótanos de la casa. La habían pasado por alto en el momento de ocuparla. Esa
noche se oyó entonar en la casa ruidosas canciones en las que, para sorpresa
de todos, se mezclaban compases de «Bestias de Inglaterra». A eso de las
nueve y media se vio perfectamente que Napoleón, con un viejo sombrero
hongo del señor Jones, salía por la puerta trasera, daba unas vueltas rápidas
por el patio y desaparecía de nuevo en la casa. Pero por la mañana reinaba en
el lugar un profundo silencio. No se veía por allí ningún cerdo. Eran casi las
nueve cuando apareció Chillón, caminando despacio y abatido, la mirada
apagada, la cola fláccida y con apariencia de estar gravemente enfermo.
Reunió a los animales y les anunció que tenía una terrible noticia. ¡El
camarada Napoleón se estaba muriendo!
Se oyó un grito lastimero. Colocaron paja delante de la puerta de la casa y
los animales caminaban de puntillas. Con lágrimas en los ojos se preguntaban
unos a otros qué harían si les faltaba el líder. Empezó a circular el rumor de
que, después de todo, Bola de Nieve se las había ingeniado para introducir
veneno en la comida de Napoleón. A las once salió Chillón para hacer otro
anuncio. Como último acto sobre la tierra, el camarada Napoleón había
pronunciado un solemne decreto: se castigaría con pena de muerte el consumo
de alcohol.
Por la noche pareció que Napoleón había mejorado un poco, y a la mañana
siguiente Chillón les contó que se estaba recuperando. Al atardecer, Napoleón
había vuelto a su trabajo, y un día después se supo que había dado
instrucciones a Whymper para que comprara en Willingdon algunos folletos
sobre fermentación y destilado. Una semana más tarde Napoleón ordenó arar
el pequeño prado situado detrás de la huerta, que antes habían pensado
reservar como sitio de pastoreo para los animales que ya no podían trabajar. Se
explicó que la tierra estaba agotada y había que renovarla, pero pronto se supo
que la intención de Napoleón era sembrar allí cebada.
Por esa época se produjo un extraño suceso que casi nadie logró entender.
Una noche, a eso de las doce, se oyó un fuerte estruendo en el patio y los
animales salieron corriendo de los establos. Era una noche de luna. Al pie de
la pared trasera del establo grande, donde estaban escritos los siete
mandamientos, había una escalera partida en dos. Junto a ella, aturdido y en el
suelo, estaba Chillón; a su lado había un farol, un pincel y un bote de pintura
blanca volcado. Los perros rodearon inmediatamente a Chillón y lo
acompañaron de vuelta a la casa en cuanto pudo caminar. Ninguno de los
animales sabía qué significaba esa situación, salvo el viejo Benjamín, que
asintió moviendo el hocico con aire sagaz y pareció entender, aunque no dijo
nada.
Pero unos días más tarde Muriel, leyendo los siete mandamientos en voz
baja, notó que había otro que los animales no recordaban bien. Creían que el
quinto mandamiento era «Ningún animal beberá alcohol», pero habían
olvidado dos palabras. En realidad, el mandamiento decía: «Ningún animal
beberá alcohol en exceso».
IX
Epílogo
Es posible que, cuando se publique este libro, mis puntos de vista sobre el
régimen soviético se hayan generalizado. Pero ¿y qué? Cambiar una ortodoxia
por otra no supone necesariamente un avance.