Ricardo III (Escenas I y II)

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Ricardo III (William Shakespeare) (Escenas I y II)

Acto primero
Escena I
(Londres. Una calle)

Entra Gloucester.

Gloucester: Ahora el invierno de nuestro descontento se vuelve verano con este sol de York; y
todas las nubes que se encapotaban sobre nuestra casa están sepultadas en el hondo seno del
océano. Ahora nuestras frentes están ceñidas por guirnaldas victoriosas; nuestras melladas
armas, colgadas e trofeos; nuestras amenazadoras llamadas al arma se han cambiado en
alegres reuniones, nuestras temibles músicas de marcha, en danzas deliciosas. La guerra de
hosco ceño ha alisado su arrugada frente; y ahora, en vez de cabalgar corceles armados para
amedrentar las almas de los miedosos adversarios, hace ágiles cabriolas en el cuarto de una
dama a la lasciva invitación de un laúd. Pero yo, que no estoy formado de bromas juguetonas,
ni hecho para cortejar a un amoroso espejo; yo, que estoy toscamente acuñado, y carezco de
la majestad del amor para pavonearme ante una lasciva ninfa contoneante; yo, que estoy
privado de la hermosa proporción, despojado con trampas de la buena presencia por la
Naturaleza alevosa; deforme inacabado, enviado antes de tiempo a este mundo que alienta;
escasamente hecho a medias, y aun eso, tan tullido y desfigurado que los perros me ladran
cuando me paro ante ellos; yo, entonces, en este tiempo de paz, débil y aflautado, no tengo
placer con que matar el tiempo, si no es observar mi sombra al sol y entonar variaciones sobre
mi propia deformidad. Y por tanto, puesto que no puedo mostrarme amador, para
entretenerme en estos días bien hablados, estoy decidido a mostrarme un canalla, y a odiar los
ociosos placeres de estos días. He tendido conspiraciones, insinuaciones peligrosas, con ebrias
profecías, libelos y sueños, para hacer que mi hermano Clarence y el Rey se tengan un odio
mortal el uno al otro: y si el rey Eduardo es tan leal y justo como yo soy sutil, falso y traidor, a
estas horas Clarence está estrechamente enjaulado por una profecía que dice que G. será el
asesino de los herederos de Eduardo. ¡Sumergíos, pensamientos, en mi alma! Ahí viene
Clarence.

Entra Clarence, entre guardias, con Brakenbury.

Gloucester: Buenos días, hermano, ¿qué quiere decir esta guardia armada que acompaña a
Vuestra Alteza?

Clarence: Su Majestad, cuidadoso de la seguridad de mi persona, ha dispuesto esta escolta


para llevarme a la Torre.

Gloucester: ¿Por qué motivo?


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Clarence: Porque me llamo George.

Gloucester: Ay, señor, eso no es culpa vuestra; debería aprisionar por ello a vuestros padrinos.
Oh, quizá su Majestad tiene intención de que se os vuelva a bautizar en la Torre. Pero ¿qué
pasa, Clarence; puedo saberlo?

Clarence: Sí, Ricardo, cuando lo sepa yo; pues aseguro que todavía no lo sé; sino que, por lo
que he podido saber, él atiende a profecías y sueños, y arranca del abecedario la letra G, y dice
que un hechicero le ha dicho que su progenie será desheredada por G; y como mi nombre,
George, empieza por G, a su juicio se sigue que yo soy ése. Tales cosas, según he sabido, y
otras niñerías como ésas, han movido a su Majestad a aprisionarme ahora.

Gloucester: Ah, esto pasa cuando los hombres se gobiernan por mujeres; no es el Rey quien os
envía a la torre, Clarence: su esposa, lady Grey, es quien le dispone a ese desafuero. ¿No fue
ella, y aquel hombre respetable, su hermano Anthony Woodville, quien le hizo enviar a la torre
a lord Hastings, que hoy sale libre de ella? No estamos seguros, Clarence, no estamos seguros.

Clarence: Por los cielos, creo que nadie está seguro sino los parientes de la Reina, y los
mensajeros nocturnos que caminan entre el Rey y mistress Shore. ¿No has oído decir qué
humilde suplicante fue lord Hatings ante ella para quedar libre?

Gloucester: Lamentándose humildemente ante su divinidad obtuvo su libertad el lord


Chambelán. Os diré: creo que nuestra salida, si queremos conservar el favor del Rey, es ser
siervos de ella, y llevar su librea. Ella, y la consumida y celosa viuda (3), desde que nuestro
hermano las hizo nobles, son comadres de gran poder en este reino.

Brakenbury: Ruego a Vuestras Altezas que me perdonen: Su Majestad me ha ordenado


estrictamente que nadie tenga conversación secreta con su hermano, sea del rango que sea.

Gloucester: ¡Ah, muy bien! Si vuestra Señoría lo desea, Brakenbury, podéis tomar parte en
todo lo que decimos. No hay traición en lo que decimos, hombre: decimos que el Rey es sabio
y virtuoso; y su noble Reina, bien dotada en edad, bella y nada celosa; decimos que la mujer de
Shore tiene bonitos pies, labios de cereza, ojos pícaros, y lengua más que agradable; y que los
parientes de la Reina han sido ennoblecidos: ¿Qué os parece, señor, podéis negar todo esto?

Brakenbury: En esto, señor, yo no quiero tener nada que ver.

Gloucester: ¡No tener nada que ver con mistress Shore! Te digo, amigo, que quien tenga algo
que ver con ella, excepto uno solo, será mejor que tenga que ver en secreto y a solas.
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Brakenbury: ¿Quién es ese uno, señor?

Gloucester: Su marido, villano: ¿quieres traicionarme?

Brakenbury: Ruego a Vuestra Alteza que me perdone, y, a la vez, que deje su conversación con
el noble Duque.

Clarence: Sabemos tu misión, Brakenbury, y obedeceremos.

Gloucester: Somos súbditos de la Reina, y hemos de obedecer. Hermano, adiós: iré a ver al
Rey; y, cualquier cosa que quieras que haga, aunque sea llamar hermana a esa viuda casada
con el rey Eduardo, lo cumpliré para liberarte. Mientras tanto, esta profunda ofensa a la
fraternidad me toca más profundamente de lo que puedas imaginar.

Clarence: Ya sé que no nos complace mucho a ninguno de los dos.

Gloucester: Bueno, vuestra prisión no será larga: yo te libraré, o si no, te daré el cambio.
Mientras tanto, ten paciencia.

Clarence: Debo tenerla, a la fuerza: adiós.

Se van Clarence, Brakenbury y guardias.

Gloucester: ¡Ve, recorre el camino por donde jamás volverás, sencillo y tonto Clarence! Te
quiero tanto, que pronto enviaré al cielo tu alma, si el cielo recibe el regalo de mis manos. Pero
¿quién viene aquí? ¿El recién liberado Hastings?

Entra Hastings.

Hastings: ¡Buen día tenga mi ilustre señor!

Gloucester: ¡Igualmente, mi buen lord Chambelán! Bienvenido al aire libre. ¿Cómo ha


soportado la prisión Vuestra Señoría?

Hastings: Con paciencia, noble señor, como deben hacer los prisioneros: pero yo viviré, señor,
para darles las gracias a los que fueron la causa de mi prisión.

Gloucester: No lo dudo, no lo dudo; y lo mismo hará Clarence, pues los que fueron enemigos
vuestros también lo son suyos, y han triunfado sobre él tanto como sobre vos.
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Hastings: ¿Lástima que el águila quede encerrada, mientras los milanos y gallinazos cazan en
libertad!

Gloucester: ¿Qué noticias hay por ahí?

Hastings: Por ahí no son tan malas las noticias como por aquí: el Rey está enfermizo, débil y
melancólico, y los médicos temen mucho por él.

Gloucester: Vaya, por San Juan, que estas noticias sí que son malas, Ah, mucho tiempo ha
seguido un mal régimen, y ha consumido demasiado su real persona: es muy doloroso
pensarlo. ¿Qué, está en cama?

Hastings: Está.

Gloucester: Id por delante, y yo os seguiré.

Se va Hastings.

No puede vivir, espero; y no debe morir antes que George Clarence esté enviado por la posta
al cielo. Entraré, para azuzar más su odio a Clarence, con mentiras bien aceradas por
argumentos de peso; y, si no fracaso en mi profundo intento, Clarence no tiene un día más de
vida; hecho lo cual, ¡Dios reciba al rey Eduardo en su misericordia, dejando el mundo para que
arme bulla en él! Pues entonces e casaré con la hija menor de Warwick. ¿Qué importa que yo
matara a su marido y a su padre? El modo más rápido de enmendarlo con la moza, es
convertirme en su marido y su padre: lo cual haré, no tanto por amor, cuanto por otra
intención secreta y reservada, que conseguiré casándome con ella. Pero ahora corro al
mercado por delante de mi caballo: Clarence todavía respira; Eduardo aún vive y reina: cuando
se hayan ido, entonces deberé contar mis ganancias.

Se va.

Acto primero
Escena II
(Londres. Otra calle)

Entra el cadáver del Rey Enrique VI, llevado en un ataúd abierto, caballeros con alabardas,
escoltándolo, y Lady Ana, en lamentaciones.

Ana: Dejadlo, dejad vuestra honrosa carga (si es que el honor puede envolverse en sudario en
un ataúd), mientras yo hago las exequias lamentando algún tiempo la prematura caída del
virtuoso Lancaster. ¡Pobre figura de un sagrado rey, tan fría como una llave! ¡Pálidas cenizas
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de la casa de Lancaster! ¡Oh, tú, resto exangüe de esa sangre real! Séame lícito invocar a tu
espíritu para que oiga los lamentos de la pobre Ana, esposa de tu Eduardo, tu hijo asesinado,
apuñalado por la misma mano que hizo estas heridas! Mira, en estas ventanas que dejan
escapar tu vida, vierto el bálsamo inerme de mis pobres ojos. ¡Ah, maldita sea la mano que
hizo estos agujeros! ¡Maldigo el corazón que tuvo corazón para hacerlo! ¡Maldita la sangre que
dejó escapar aquí esta sangre! ¡Más triste suerte tenga ese odiado miserable que nos hace
miserables con tu muerte, de la que puedo desear a víboras, arañas, sapos, o cualquier otro
ser envenenado que viva! Si alguna vez tiene hijo, ¡que sea un aborto, monstruoso y salido a
luz a destiempo, con aspecto feo y raro que horrorice a la esperanzada madre al verlo; y que
sea heredero de su infelicidad! Si tiene esposa alguna vez, ¡que sufra más con su muerte que
yo con la de mi joven señor y la tuya! Id ahora a Chertsey con vuestra sagrada carga, traída de
San Pablo para enterrarla allí; pero siempre que os canséis del peso, descansad, mientras yo
me lamento sobre el cadáver del rey Enrique.

Los portadores levantan el ataúd y se ponen en marcha.


Entra Ricardo, Duque de Gloucester.

Gloucester: Deteneos, los que lleváis el cadáver, y dejadlo abajo.

Ana: ¿Qué negro hechicero conjura este demonio para que interrumpa devotas acciones de
caridad?

Gloucester: Villanos, ¡dejad el cadáver, o, por San Pablo, que dejaré cadáver al primero que
desobedezca!

Caballero primero: Señor, echaos a un lado, y dejad pasar el ataúd.

Gloucester: ¡Perro grosero! ¡Detente cuando yo mando! Levanta la alabarda más alta que mi
pecho, o, por San Pablo, te derribaré de un golpe a mis pies, y te pisotearé, mendigo, por tu
audacia.

Los portadores dejan el ataúd.

Ana: ¿Qué, tembláis? ¿Tenéis miedo todos? Ay, no os censuro, pues sois mortales, y los ojos
mortales no pueden soportar al diablo. ¡Fuera, horrendo ministro del infierno! Tú sólo tienes
poder sobre su cuerpo mortal, pero no puedes tener su alma: así que, ¡fuera!

Gloucester: Dulce santa, por caridad, no seas tan maldiciente.

Ana: ¡Sucio demonio, por Dios, vete de aquí y no nos molestes! Pues tú has hecho tu infierno
de la tierra feliz, llenándola con gritos de maldición y hondos clamores. Si te complace
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observar tus horrendas acciones, observa este modelo de tus carnicerías. ¡Ah, caballeros, ved,
ved! ¡Las heridas de Enrique muerto abren sus bocas cuajadas y vuelven a sangrar! Enrojece,
enrojece, bulto de sucia deformidad; pues es tu presencia la que hace salir esa sangre de venas
frías y vacías, donde no queda sangre. Tu acción, inhumana y contra la naturaleza, provoca
este desbordamiento contra la naturaleza. ¡Oh, Dios, que hiciste esta sangre, venga su muerte!
¡Oh tierra, que bebes esta sangre, venga su muerto! ¡Oh cielo deje muerte con un rayo al
asesino, o la tierra abra su boca y se lo trague vivo, como tú te tragas la sangre de este buen
rey, que su brazo, gobernado por el infierno, ha asesinado!

Gloucester: Señora, desconoces las reglas de la caridad, que devuelve bien por mal,
bendiciones por maldiciones.

Ana: Villano, tú no conoces ley de Dios ni de hombre: no hay animal tan feroz que no conozca
algún toque de piedad.

Gloucester: Pues yo no lo conozco, así que no soy animal.

Ana: ¡Qué prodigio que los demonios digan la verdad!

Gloucester: Más prodigio que los ángeles sean tan iracundos. Dignaos, divina perfección de
mujer, darme permiso para que yo me disculpe con detalle de esas supuestas maldades.

Ana: Dignaos, deforme contagio de hombre, darme permiso para que yo os maldiga en vuestro
maldito ser por esas conocidas maldades.

Gloucester: Tú, más bella que lo que la lengua puede decirte, déjame un rato de paciencia
para excusarme.

Ana: Tú, más vil que lo que el corazón puede pensarte, no puede dar otra excusa válida sino
ahorcarte.

Gloucester: Con tal desesperación, me acusaría a mí mismo.

Ana: Y, desesperando, quedarías excusado por hacer digna venganza en ti mismo, tú que diste
indigna muerte violenta a otros.

Gloucester: ¿Y si yo no les hubiera matado?

Ana: Bueno, entonces no estarían muertos, pero muertos están, y por ti, esclavo diabólico.

Gloucester: Yo no maté a tu marido.


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Ana: Entonces está vivo.

Gloucester: No, está muerto, y muerto por mano de Eduardo.

Ana: Mientes con toda tu sucia boca: la reina Margarita vio tu criminal cimitarra humeando de
su sangre, que tú le dirigiste a ella contra su pecho, aunque tus hermanos desviaron la punta.

Gloucester: Me provocó su lengua calumniosa, que echaba la culpa en mis hombros inocentes.

Ana: Te provocó tu ánimo sanguinario, que nunca soñó otra cosa que matanzas: ¿no mataste
tú a este Rey?

Gloucester: Os lo concedo.

Ana: ¿Me lo concedes, erizo? Entonces, ¡que Dios me conceda también que seas condenado
por esa maldad! ¡Ah, él era amable, bondadoso y virtuoso!

Gloucester: Más apropiado para el Rey del Cielo, que le tiene.

Ana: Está en el Cielo, adonde tú nunca irás.

Gloucester: Que él me dé gracias, puesto que le ayudé a llegar allá; porque él servía más para
ese sitio que para la tierra.

Ana: Y tú no sirves para otro sitio sino para el infierno.

Gloucester: Sí, para otro sitio, si me dejas nombrarlo.

Ana: Algún calabozo.

Gloucester: Tu alcoba.

Ana: ¡Mal descanso haya en el cuarto en el que te acuestes!

Gloucester: Así será, señora, hasta que te acuestes conmigo.

Ana: Así lo espero.


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Gloucester: Lo sé. Pero, ilustre lady Ana, para dejar este agudo combate de nuestros ingenios,
y bajar un poco, a un método más lento: el causante de las prematuras muertes de esos
Plantagenet, Enrique y Eduardo, ¿no es tan culpable como el ejecutor?

Ana: Tú fuiste la causa y el más maldito ejecutor.

Gloucester: Tu belleza fue la causa de ese efecto: tu belleza, que me acosaba en mi sueño a
que acometiera la muerte del mundo entero, con tal de poder vivir una hora en tu dulce seno.

Ana: Si eso pensabas, te diré, homicida, que estas uñas desgarrarán esa belleza de mis mejillas.

Gloucester: Mis ojos no podrán soportar la ruina de esa belleza; no la injuriaréis, si estoy yo
presente: todo el mundo se alegra con ver el sol, como yo con ella: es mi día, mi vida.

Ana: ¡Negra noche dé sombra a tu día, y muerte a tu vida!

Gloucester: No te maldigas, hermosa criatura: tú eres ambas cosas.

Ana: Querría serlo para vengarme de ti.

Gloucester: Es una querella contra la naturaleza: vengarse contra el que te ama.

Ana: Es una querella justa y razonable, vengarse del que mató a mi marido.

Gloucester: El que te privó de tu marido, señora, lo hizo para ayudarte a tener mejor marido.

Ana: Mejor que él, no respira otro sobre la tierra.

Gloucester: Vive alguien que te quiere mejor de lo que él sabría.

Ana: Nómbrale.

Gloucester: Plantagenet.

Ana: Ah, ése era él.

Gloucester: Otro del mismo nombre, pero de mejor naturaleza.

Ana: ¿Dónde está?

Gloucester: Aquí. (Ella lo escupe.) ¿Por qué me escupes?


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Ana: ¡Ojalá fuera veneno mortal para ti!

Gloucester: Nunca salió veneno de tan dulce hogar.

Ana: Jamás cubrió veneno a un sapo más sucio. ¡Quítate de mi vista! Me enfermas los ojos.

Gloucester: Tus ojos, dulce señora, han enfermado a los míos.

Ana: ¡Ojalá fueran basiliscos, para dejarte muertos!

Gloucester: Ojalá lo fueran, para que yo muriera en seguida, pues ahora me matan con muerte
en vida. Esos ojos tuyos han sacado a los míos lágrimas saladas, avergonzando su aspecto con
abundancia de gotas pueriles: estos ojos, que jamás vertieron lágrimas de remordimiento, ni
aun cuando mi padre York y Eduardo lloraron al oír el triste gemido que lanzó Rutland cuando
Clifford, el de cara negra, le clavó la espada, ni cuando tu belicoso padre, como un niño,
contaba la triste historia de la muerte de mi padre, deteniéndose veinte veces a sollozar y
llorar, de tal modo que todos los presentes se mojaban las mejillas, como árboles salpicados
de lluvia; en ese triste tiempo, mis viriles ojos despreciaron cualquier humilde lágrima; y lo que
esas tristezas no pudieron sacar de ellos, tu belleza ha podido, cegándolos de llanto. Nunca
solicité, ni a amigo ni a enemigo; mi lengua jamás pudo aprender dulces palabras
ablandadores; pero, ahora que se presenta tu belleza como mi paga, mi orgulloso corazón
solicita, y apunta a mi lengua para que hable.

Ella lo mira con desprecio.

No enseñes tal desprecio a tus labios, pues se hicieron para besar, señora, no para tal
desprecio. Si tu vengativo corazón no puede perdonar, mira, aquí te presto esta aguda espada,
y si e place ocultarla en este pecho fiel, dejando escapar el alma que te adora, lo ofrezco
desnudo al golpe mortal, mendigando humildemente la muerte de rodillas.

Presenta el pecho abierto: ella se dispone a herirle con la espada.

No, no te detengas: pues yo maté al rey Enrique, pero fue tu belleza la que me provocó. Sí,
acaba ya: fui yo quien apuñaló al joven Eduardo, pero tu rostro celestial quien me llevó a ello.

Ella deja caer la espada.

Toma la espada otra vez, o tómame a mí.

Ana: Levántate, simulador: aunque deseo tu muerte, no quiero ser tu verdugo.


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Gloucester: Entonces, pídeme que me mate, y lo haré.

Ana: Ya lo he dicho.

Gloucester: Fue en tu furia: vuelve a decirlo, y, sólo con la palabra, esta mano que, por tu
amor, mató a tu amor, matará por tu amor a un más fiel amor: serás cómplice de sus dos
muertes.

Ana: Querría conocer tu corazón.

Gloucester: Está trazado en mi lengua.

Ana: Temo que los dos son falsos.

Gloucester: Entonces jamás hubo hombre veraz.

Ana: Bien, bien, vuelve a tomar tu espada.

Gloucester: Di entonces que mi paz está hecha.

Ana: Eso ya lo sabrás después.

Gloucester: Pero, ¿viviré con esperanza?

Ana: Mi esperanza es que todos los hombres vivan así.

Gloucester: Dígnate llevar este anillo.

Ana: Tomar no es dar.

Gloucester: Mira, igual que este anillo ciñe mi dedo, así tu pecho encierra mi pobre corazón;
llévalos uno y otro, pues ambos son tuyos. Y si tu pobre servidor devoto puede pedir un solo
favor de tu graciosa mano, confirma sí su felicidad para siempre.

Ana: ¿Qué es?

Gloucester: Que te plazca dejar esos tristes pensamientos al que tiene más motivo para
enlutarse, y vayas en seguida a Crosby Place, donde, después de que yo entierre
solemnemente en el monasterio de Chertsey a este ilustre Rey y moje su tumba con mis
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lágrimas de arrepentimiento, iré a verte con todas las ceremonias convenientes. Por diversas
razones desconocidas, concédeme este don.

Ana: Con todo mi corazón, y mucho me alegra también verte tan arrepentido. Tressel y
Berkeley, venid conmigo.

Gloucester: Dime adiós.

Ana: Es más de lo que mereces; pero, puesto que me enseñas a adularte, imagina que ya te he
dicho adiós.

Se van Lady Ana, Tressel y Berkeley.

Gloucester: Señores, llevaos el cadáver.

Caballero: ¿A Chertsey, noble señor?

Gloucester: No, a White-Friars: esperad allí a mi llegada.

Se van todos menos Gloucester.

¿Se ha cortejado jamás a una mujer en tal humor? ¿Se ha conquistado jamás a una mujer en
tal humor? Yo la he conquistado, pero no la conservaré mucho tiempo. ¡Qué!, yo, que maté a
su marido y a su padre, ¡apoderarme de ella en el mayor odio de su corazón, con maldiciones
en la boca, y lágrimas en los ojos, al lado de ensangrentado testigo de su odio; teniendo contra
mí a Dios, a su conciencia y estos obstáculos, y sin amigos que respaldaran mi pretensión al
mismo tiempo, sino el mismo demonio y la cara simuladora, y sin embargo, ganarla a ella: el
mundo entero contra nada. ¡Ja, ja! ¿Ha olvidado ya a aquel valiente Príncipe, Eduardo, su
señor, a quien yo, hará unos tres meses, apuñalé en mi furia en Tewksbury? El espacioso
mundo no puede volver a ofrecer un caballero más dulce y amable, formado en la prodigalidad
de la naturaleza, joven, valiente y sabio, sin duda egregio de veras; y, con todo, ¿ella baja los
ojos hasta mí, que segué la dorada primavera de ese dulce Príncipe, y la dejé viuda en lecho de
gemidos; hasta mí, que no igualo entero a la mitad de Eduardo; a mí, que soy tan renqueante y
deforme? Apuesto mi ducado contra un ochavo de mendigo, que me había engañado hasta
ahora sobre mi persona: por vida mía, aunque yo no pueda, ella encuentra que soy un hombre
maravillosamente grato. Me gastaré algo en un espejo y ocuparé una veintena o dos de sastres
en que estudien modas con que adornar mi cuerpo: puesto que he llegado a introducirme en
mi propio favor, lo mantendré en la tumba, y luego volveré con lamentos a mi amor. Brilla,
hermoso sol, hasta que me compre un espejo, para que pueda ver mi sombra al caminar.

Se va.

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