Unamuno - Niebla
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Unamuno - Niebla
NIEBLA
PRÓLOGO
Se empeña don Miguel de Unamuno en que ponga yo un prólogo a este su libro en que se relata la tan
lamentable historia de mi buen amigo Augusto Pérez y su misteriosa muerte, y yo no puedo menos sino
escribirlo, porque los deseos del señor Unamuno son para mí mandatos, en la más genuina acepción de este
vocablo. Sin haber yo llegado al extremo de escepticismo hamletiano de mi pobre amigo Pérez, que llegó
hasta a dudar de su propia existencia, estoy por lo menos firmemente persuadido de que carezco de eso que
los psicólogos llaman libre albedrío, aunque para mi consuelo creo también que tampoco goza don Miguel
de él.
Parecerá acaso extraño a alguno de nuestros lectores que sea yo, un perfecto desconocido en la república
de las letras españolas, quien prologue un libro de don Miguel que es ya ventajosamente conocido en ella,
cuando la costumbre es que sean los escritores más conocidos los que hagan en los prólogos la presentación
de aquellos otros que lo sean menos. Pero es que nos hemos puesto de acuerdo don Miguel y yo para alterar
esta perniciosa costumbre, invirtiendo los términos, y que sea el desconocido el que al conocido presente.
Porque en rigor los libros más se compran por el cuerpo del texto que no por el prólogo, y es natural por lo
tanto que cuando un joven principiante como yo desee darse a conocer, en vez de pedir a un veterano de las
letras que le escriba un prólogo de presentación, debe rogarle que le permita ponérselo a una de sus obras.
Y esto es a la vez resolver uno de los problemas de ese eterno pleito de los jóvenes y los viejos.
Unenme, además, no pocos lazos con don Miguel de Unamuno. Aparte de que este señor saca a relucir en
este libro, sea novela o nivola ––y conste que esto de la nivola es invención mía––, no pocos dichos y
conversaciones que con el malogrado Augusto Pérez tuve, y que narra también en ella la historia del naci -
miento de mi tardío hijo Victorcito, parece que tengo algún lejano parentesco con don Miguel, ya que mi
apellido es el de uno de sus antepasados, según doctísimas investigaciones genealógicas de mi amigo
Antolín S. Paparrigópulos, tan conocido en el mundo de la erudición.
Yo no puedo prever ni la acogida que esta nivola obtendrá de.parte del público que lee a don Miguel, ni
cómo se la tomarán a éste. Hace algún tiempo que vengo siguiendo con alguna atención la lucha que don
Miguel ha entablado con la ingenuidad pública, y estoy verdaderamenté asombrado de lo profunda y
cándida que es ésta. Con ocasión de sus artículos en el Mundo Gráfico y en alguna otra publicación
análoga, ha recibido don Miguel algunas cartas y recortes de periódicos de provincias que ponen de
manifiesto los tesoros de candidez ingenua y de simplicidad palomina que todavía se conservan en nuestro
pueblo. Una vez comentan aquella su frase de que el señor Cervantes (don Miguel) no carecía de algún
ingenio, y parece se escandalizan de la irreverencia; otra se enternecen por esas sus melancólicas
reflexiones sobre la caída de las hojas; ya se entusiasman por su grito ¡guerra a la guerra! que le arrancó el
dolor de ver que los hombres se mueren aunque no los maten; ya reproducen aquel puñado de verdades no
paradójicas que publicó después de haberlas recogido por todos los cafés, círculos y cotarrillos, donde
andaban podridas de puro manoseadas y hediendo a ramplonería ambiente, por lo que las recono cieron
como suyas los que las reprodujeron, y hasta ha habido palomilla sin hiel que se ha indignado de que este
logómaco de don Miguel escriba algunas veces Kultura con K mayúscula y después de atribuirse habilidad
para inventar amenidades reconozca ser incapaz de producir colmos y juegos de palabras, pues sabido es
que para este público ingenuo el ingenio y la amenidad se reducen a eso: a los colmos y los juegos de
palabras.
Y menos mal que ese ingenuo público no parece haberse dado cuenta de alguna otra de las diabluras de
don Miguel, a quien a menudo le pasa lo de pasarse de listo, como es aquello de escribir un artículo y luego
subrayar al azar unas palabras cualesquiera de él, invirtiendo las cuartillas para no poder fijarse en cuáles lo
hacía. Cuando me lo contó le pregunté por qué había hecho eso y me dijo: «¡Qué sé yo... por buen humor!
¡Por hacer una pirueta! Y además porque me encocoran y ponen de mal humor los subrayados y las
palabras en bastardilla. Eso es insultar al lector, es llamarle torpe, es decirle: ¡fíjate, hombre, fíjate, que aquí
hay intención! Y por eso le recomendaba yo a un señor que escribirse sus artículos todo en bastardilla para
que el público se diese cuenta de que eran intencionadísimos desde la primera palabra a la última. Eso no es
más que la pantomima de los escritos; querer sustituir en ellos con el gesto lo que no se expresa con el
acento y entonación. Y fíjate, amigo Víctor, en los periódicos de la extrema derecha, de eso que llamamos
integrismo, y verás cómo abusan de la bastardilla, de la versalita, de las mayúsculas, de las admiraciones y
de todos los recursos tipográficos. ¡Pantomima, pantomima, pantomima! Tal es la simplicidad de sus
medios de expresión, o más bien tal es la conciencia que tienen de la ingenua simplicidad de sus lectores. Y
hay que acabar con esta ingenuidad.»
Otras veces le he oído sostener a don Miguel que eso que se llama por ahí humorismo, el legítimo, ni ha
prendido en España apenas, ni es fácil que en ella prenda en mucho tiempo. Los que aquí se llaman
humoristas, dice, son satíricos unas veces y otras irónicos, cuando no puramente festivos. Llamar humorista
a Taboada, verbigracia, es abusar del término. Y no hay nada menos humorístico que la sátira áspera, pero
clara y transparente, de Quevedo, en la que se ve el sermón en seguida. Como humorista no hemos tenido
más que Cervantes, y si este levantara cabeza, ¡cómo había de reírse ––me decía don Miguel–– de los que
se indignaron de que yo le reconociese algún ingenio y, sobre todo, cómo se reiría de los ingenuos que han
tomado en serio alguna de sus más sutiles tomaduras de pelo! Porque es indudable que entraba en la burla –
burla muy en serio–– que de los libros de caballerías hacía el remedar el estilo de estos, y aquello de «no
bien el rubicundo Febo, etc.», que como modelo de estilo presentan algunos ingenuos cervantistas no pasa
de ser una graciosa caricatura del barroquismoliterario. Y no digamos nada de aquello de tomar por un
modismo lo de « la del albs sería» con que empieza un capítulo cuando el anterior acaba con la palabra
hora.
Nuestro público, como todo público poco culto, es naturalmente receloso, lo mismo que lo es nuestro
pueblo. Aquí nadie quiere que le tomen el pelo, ni hacer el primo, ni que se queden con él, y así, en cuanto
alguien le habla quiere saber desde luego a qué atenerse y si lo hace en broma o en serio. Dudo que en otro
pueblo alguno moleste tanto el que se mezclen las burlas con las veras, y en cuanto a eso de que no se sepa
bien si una cosa va o no en serio, ¿quién de nosotros lo soporta? Y es mucho más difícil que un receloso
español de término medio se dé cuenta de que una cosa está dicha en serio y en broma a la vez, de ve ras y
de burlas, y bajo el mismo respecto.
Don Miguel tiene la preocupación del bufo trágico y me ha dicho más de una vez que no quisiera morirse
sin haber escrito una bufonada trágica o una tragedia bufa, pero no en que lo bufo o grotesco y lo trágico
estén mezclados o yuxtapuestos, sino fundidos y confundidos en uno. Y como yo le hiciese observar que
eso no es sino el más desenfrenado romanticismo, me contestó: «No lo niego, pero con poner motes a las
cosas no se resuelve nada. A pesar de mis más de veinte años de profesar la enseñanza de los clásicos, el
clasicismo que se opone al romanticismo no me ha entrado. Dicen que lo helénico es distinguir, definir,
separar; pues lo mío es indefinir, confundir.»
Y el fondo de esto no es más que una concepción, o mejor aún que concepción un sentimiento de la vida
que no me atrevo a llamar pesimista porque sé que esta palabra no le gusta a don Miguel. Es su idea fija,
monomaniaca, de que si su alma no es inmortal y no lo son las almas de los demás hombres y sun de todas
las cosas, e inmortales en el sentido mismo en que las creían ser los ingenuos católicos de la Edad Media,
entonces, si no es así, nada vale nada ni hay esfuerzo que merezca la pena. Y de aquí la doctrina del tedio
de Leopardi después que pereció su engaño extremo,
de creerse eterno. Y esto explica que tres de los autores más favoritos de don Miguel sean Sénancour,
Quental y Leopardi.
Pero este adusto y áspero humorismo confusionista, además de herir la recelosidad de nuestras gentes,
que quieren saber desde que uno se dirige a ellas a qué atenerse, molesta a no pocos. Quieren reírse, pero es
para hacer mejor la digestión y para distraer las penas, no para devolver lo que indebidamente se hubiesen
tragado y que puede indigestárseles, ni mucho menos para digerir las penas. Y don Miguel se empeña en
que si se ha de hacer reír a las gentes debe ser no para que con las contracciones del diafragma ayuden a la
digestión, sino para que vomiten lo que hubieren engullido, pues se ve más claro el sentido de la vida y del
universo con el estómago vacío de golosinas y excesivos manjares. Y no admite eso de la ironía sin hiel ni
del humorismo discreto, pues dice que donde no hay alguna hiel no hay ironía y que la discreción está
reñida con el humorismo o, como él se complace en llamarle: malhumorismo.
Todo lo cual le lleva a una tarea muy desagradable y poco agradecida, de la que dice que no es sino un
masaje de la ingenuidad pública, a ver si el ingenio colectivo de nuestro pueblo se va agilizando y
sutilizando poco a poco. Porque le saca de sus casillas el que digan que nuestro pueblo, sobre todo el
meridional, es ingenioso. «Pueblo que se recrea en las corridas de toros y halla variedad y amenidad en ese
espectáculo sencillísimo, está juzgado en cuanto a mentalidad», dice. Y agrega que no puede haber
mentalidad más simple y más córnea que la de un aficionado. ¡Vaya usted con paradojas más o menos
humorísticas al que acaba de entusiasmarse con una estocada de Vicente Pastor! Y abomina del género
festivo de los revisteros de toros, sacerdotes del juego de vocablos y de toda la bazofia del ingenio de
puchero.
Si a esto se añade los juegos de conceptos metafísicos en que se complace, se comprenderá que haya
muchas gentes que se aparten con disgusto de su lectura, los unos porque tales cosas les levantan dolor de
cabeza, y los otros porque, atentos a lo de que sancta sancte tractanda sunt, lo santo ha de tratarse
santamente, estiman que esos conceptos no deben dar materia para burlas y jugueteos. Mas él dice a esto
que no sabe por qué han de pretender que se traten en serio ciertas cosas los hijos espirituales de quienes se
burlaron de las más santas, es decir, de las más consoladoras creencias y esperanzas de sus hermanos. Si ha
habido quien se ha burlado de Dios, ¿por qué no hemos de burlarnos de la Razón, de la Ciencia y hasta de
la Verdad? Y si nos han arrebatado nuestra más cara y más íntima esperanza vital, ¿por qué no hemos de
confundirlo todo para matar el tiempo y la eternidad y para vengarnos?
Fácil es también que salga diciendo alguno que hay en este libro pasajes escabrosos, o, si se quiere,
pornográficos; pero ya don Miguel ha tenido buen cuidado de hacerme decir a mí algo al respecto en el
curso de esta nivola. Y está dispuesto a protestar de esa imputación y a sostener que las crudezas que aquí
puedan hallarse ni llevan intención de halagar apetitos de la carne pecadora, ni tienen otro objeto que de ser
punto de arranque imaginativo para otras consideraciones.
Su repulsión a toda forma de pornografía es bien conocida de cuantos le conocen. Y no sólo por las
corrientes razones morales, sino porque estima que la preocupación libidinosa es lo que más estraga la
inteligencia. Los escritores pornográficos, o simplemente eróticos, le parecen los menos inteligentes, los
más pobres de ingenio, los más tontos, en fin. Le he oído decir que de los tres vicios de la clásica terna de
ellos: las mujeres, el juego y el vino, los dos primeros estropean más la mente que el tercero. Y conste que
don Miguel no bebe más que agua. «A un borracho se le puede hablar ––me decía una vez–– y hasta dice
cosas, pero ¿quién resiste la conversación de un jugador o un mujeriego? No hay por debajo de ella sino la
de un aficionado a toros, colmo y copete de la estupidez.»
No me extraña a mí, por otra parte, este consorcio de lo erótico con lo metafísico, pues creo saber que
nuestros pueblos empezaron siendo, como sus literaturas nos lo muestran, guerreros y religiosos para pasar
más tarde a eróticos y metafísicos. El culto a la mujer coincidió con el culto a las sutilezas conceptistas. En
el albor espiritual de nuestros pueblos, en efecto, en la Edad Media, la sociedad bárbara sentía la exaltación
religiosa y aun mística y la guerra ––la espada lleva cruz en el puño––; pero la mujer ocupaba muy poco y
muy secundario lugar en su imaginación, y las ideas estrictamente filosóficas dormitaban, envueltas en
teología, en los claustros conventuales. Lo erótico y lo metafísico se desarrollan a la par. La religión es
guerrera; la metafísica es erótica o voluptuosa.
Es la religiosidad lo que le hace al hombre ser belicoso o combativo, o bien es la combatividad la que le
hace religioso, y por otro lado es el instinto metafísico, la curiosidad de saber lo que no nos importa, el
pecado original, en fin, lo que le hace sensual al hombre, o bien es la sensualidad la que, como a Eva, le
despierta el instinto metafísico, el ansia de conocer la ciencia del bien y del mal. Y luego hay la mística,
una metafísica de la religión que nace de la sensualidad de la combatividad.
Bien sabía esto aquella cortesana ateniense Teodota, de que Jenofonte nos cuenta en sus Recuerdos la
conversación que con Sócrates tuvo, y que proponía al filósofo, encantada de su modo de investigar, o más
de partear la verdad, que se convirtiera en celestino de ella y le ayudase a cazar amigos. (Synthérates, con–
cazador, dice el texto, según don Miguel, profesor de griego, que es a quien debo esta interesantísima y tan
reveladora noticia.) Y en toda aquella interesantísima conversación entre Teodota, la cortesana, y Sócrates,
el filósofo partero, se ve bien claro el íntimo parentesco que hay entre ambos ofi cios, y cómo la filosofía es
en grande y buena parte lenocinio y el lenocinio es también filosofía.
Y si todo esto no es así como digo, no se me negará al menos que es ingenioso, y basta.
No se me oculta, por otra parte, que no estará conforme con esa mi distinción entre religión y belicosidad
de un lado y filosofía y erótica de otro mi querido maestro don Fulgencio Entrambosmares del Aquilón, de
quien don Miguel ha dado tan circunstanciada noticia en su novela o nivola Amor y pedagogía. Presumo
que el ilustre autor del Ars magna combinatoria establecerá: una religión guerrera y una religión erótica,
una metafísica guerrera y otra erótica, un erotismo religioso y un erotismo metafísico, un belicosismo
metafísico y otro religioso y, por otra parte, una religión metafísica y una metafísica religiosa, un erotismo
guerrero y un belicosismo erótico; todo esto aparte de la religión religiosa, la meta física metafísica, el
erotismo erótico y el belicosismo belicoso. Lo que hace dieciséis combinaciones binarias. ¡Y no digo nada
de las ternarias del género: verbigracia, de una religión metafísico-erótica o de una metafísica guerrero-
religiosa! Pero yo no tengo ni el inagotable ingenio combinatorio de don Fulgencio, ni menos el ímpetu
confusionista a indefinicionista de don Miguel.
Mucho se me ocurre atañedero al inesperado final de este relato y a la versión que en él da don Miguel de
la muerte de mi desgraciado amigo Augusto, versión que estimo errónea; pero no es cosa de que me ponga
yo ahora aquí a discutir en este prólogo con mi prologado. Pero debo hacer constar en descargo de mi
conciencia que estoy profundamente convencido de que Augusto Pérez, cumpliendo el propósito de
suicidarse que me comunicó en la última entrevista, que con él tuve, se suicidó realmente y de hecho, y no
sólo idealmente y de deseo. Creo tener pruebas fehacientes en apoyo de mi opinión; tantas y tales pruebas,
que deja de ser opinión para llegar a conocimiento.
Y con esto acabo.
VÍCTOR GOTI
POST-PROLOGO
De buena gana discutiría aquí alguna de las afirmaciones de mi prologuista, Víctor Goti, pero como estoy
en el secreto de su existencia ––la de Goti––, prefiero dejarle la entera responsabilidad de lo que en ese su
prólogo dice. Además, como fui yo quien le rogué que me lo escribiese, comprometiéndome de antemano
––o sea a priori–– a aceptarlo tal y como me lo diera, no es cosa ni de que lo rechace, ni siquiera de que me
ponga a corregirlo y rectificarlo ahora a trasmano ––o sea a posteriori––. Pero otra cosa es que deje pasar
ciertas apreciaciones suyas sin alguna mía. ¡No sé hasta qué punto sea lícito hacer uso de confidencias
vertidas en el seno de la más íntima amistad y llevar al público opiniones o apreciaciones que no las
destinaba a él quien las profiriera. Y Goti ha cometido en su prólogo la indiscreción de publicar juicios
míos que nunca tuve intención de que se hiciesen públicos. O por lo menos nunca quise que se publicaran
con la crudeza con que en privado los exponía.
Y respecto a su afirmación de que el desgraciado... Aunque, desgraciado, ¿por qué? Bien; supongamos
que lo hubiese sido. Su afirmación, digo, de que el desgraciado, o lo que fuese, Augusto Pérez se suicidó y
no murió como yo cuento su muerte, es decir, por mi libérrimo albedrío y decisión, es cosa que me hace
sonreír. Opiniones hay, en efecto, que no merecen sino una sonrisa. Y debe andarse mi amigo y prologuista
Goti con mucho tiento en discutir así mis decis.iones, porque si me fastidia mucho acabaré por hacer con él
lo que con su amigo Pérez hice, y es que le dejaré morir o le mataré a guisa de médico. Los cuales ya saben
mis lectores que se mueven en este dilema: o dejan morir al enfermo por miedo a matarle, o le matan por
miedo de que se les muera. Y así yo soy capaz de matar a Goti si veo que se me va a morir, o de dejarle
morir si temo haber de matarle.
Y no quiero prolongar más este post––prólogo, que es lo bastante para darle la alternativa a mi amigo
Víctor Goti, a quien agradezco su trabajo.
M.DE U.
PRÓLOGO A ESTA EDICIÓN
O SEA
HISTORIA DE «NIEBLA»
La primera edición de esta mi obra ––¿mía sólo?–– apareció en 1914 en la Biblioteca «Renacimiento», a
la que luego se la han llevado la trampa y los tramposos. Parece que hay otra segunda, de 1928, pero de ella
no tengo más que noticia bibliográfica. No la he visto, sin que sea le extrañar, pues en ese tiempo se
encontraba la dictadura en el poder y yo desterrado, para no acatarla, en Hendaya. En 1914, al habérseme
echado ––más bien desenjauladole mi primera rectoría de la Universidad de Salamanca, entré en una nueva
vida con la erupción de la guerra de las naciones que sacudió a nuestra España, aunque esta no beligerante.
Dividiónos a los españoles en germanófilos y antigermanófilos ––aliadófilos si se quiere––, más según
nuestros temperamentos que según los motivos de la guerra. Fue la ocasión que nos marcó el curso de
nuestra ulterior historia hasta llegar a la supuesta revolución de 1931, al suicidio de la monarquía
borbónica. Es cuando me sentí envuelto en la niebla histórica de nuestra España, de nuestra Europa y hasta
de nuestro universo humano.
Ahora, al ofrecérseme en 1935 coyuntura de reeditar mi NIEBLA, la he revisado, y al revisarla la he
rehecho íntimamente, la he vuelto a hacer; la he revivido en mí. Que el pasado revive; revive el recuerdo y
se rehace. Es una obra nueva para mí, como lo será, de seguro, para aquellos de mis lectores que la hayan
leído y la vuelvan a leer de nuevo. Que me relean al releerla. Pensé un momento si hacerla de nuevo,
renovarla; pero sería otra... ¿Otra? Cuando aquel mi Augusto Pérez de hace veintiún años ––tenía yo
entonces cincuenta–– se me presentó en sueños creyendo yo haberle finado y pensando, arrepentido,
resucitarle, me preguntó si creía yo posible resucitar a don Quijote, y al contestarle que ¡imposible!: «Pues
en el mismo caso estamos todos los demás antes de ficción», me arguyó, y al yo replicarle: «¿Y si te vuelvo
a soñar?», él: «No se sueña dos veces el mismo sueño. Ese que usted vuelve a soñar y crea soy yo será
otro..» ¿Otro? ¡Cómo me ha perseguido y me persigue ese otro! Basta ver mi tragedia El otro. Y en cuanto
a la posibilidad de resucitar a don Quijote, creo haber resucitado al de Cervantes y creo que le resucitan
todos los que le contemplan y le oyen. No los eruditos, por supuesto, ni los cervantistas. Resucitan al héroe
como al Cristo los cristianos siguiendo a Pablo de Tarso. Que así es la historia, o sea la leyenda. Ni hay otra
resurrección.
¿Ente de ficción? ¿Ente de realidad? De realidad de ficción, que es ficción de realidad. Cuando una vez
sorprendí a mi hijo Pepe, casi niño entonces, dibujando un muñeco y diciéndose: «¡Soy de carne, soy de
carne, no pintado!», palabras que ponía en el muñeco, reviví mi niñez, me rehíce y casi me espanté. Fue
una aparición espiritual. Y hace poco mi nieto Miguelín me preguntaba si el gato Félix ––el de los cuentos
para niños–– era de carne. Quería decir vivo. Y al insinuarle yo que cuento, sueño o mentira, me replicó:
«¿Pero sueño de carne?» Hay aquí toda una metafísica. O una metahistoria.
Pensé también continuar la biografía de mi Augusto Pérez, contar su vida en el otro mundo, en la otra
vida. Pero el otro mundo y la otra vida están dentro de este mundo y de esta vida. Hay la biografía y la
historia universal de un personaje cualquiera, sea de los que llamamos históricos o de los literarios o de
ficción. Ocurrióseme un momento hacerle escribir a mi Augusto una autobiografía en que me rectificara y
contase cómo él se soñó a sí mismo. Y dar así a este relato dos conclusiones diferentes ––acaso a dos
columnas–– para que el lector escogiese. Pero el lector no resiste esto, no tolera que se le saque de su sueño
y se le sumerja en el sueño del sueño, en la terrible conciencia de la conciencia, que es el congojoso
problema. No quiere que le arranquen la ilusión de realidad. Se cuenta de un predicador rural que describía
la pasión de Nuestro Señor y al oír llorar a moco tendido a las beatas campesinas exclamó: «No lloréis así,
que esto fue hace más de diecinueve siglos, y además acaso no sucedió así como os lo cuento...» Y en otros
casos debe decir al oyente: «acaso sucedió...».
He oído también contar de un arquitecto arqueólogo que pretendía derribar una basílica del siglo X, y no
restaurarla, sino hacerla de nuevo como debió haber sido hecha y no como se hizo. Conforme a un plano de
aquella época que pretendía haber encontrado. Conforme al proyecto del arquitecto del siglo X. ¿Plano?
Desconocía que las basílicas se han hecho a sí mismas saltando por encima de los planos, llevando las
manos de los edificadores. También de una novela, como de una epopeya o de un drama, se hace un plano;
pero luego la novela, la epopeya o el drama se imponen al que se cree su autor. O se le imponen los
agonistas, sus supuestas criaturas. Así se impusieron Luzbel y Satanás, primero, y Adán y Eva, después, a
Jehová. ¡Y ésta sí que es nivola, u opopeya o trigedia! Así se me impuso Augusto Pérez. Y esta trigedia la
vio, cuando apareció esta mi obra, entre sus críticos, Alejandro Plana, mi buen amigo catalán. Los demás se
atuvieron, por pereza mental, a mi diabólica invención de la nivola.
Esta ocurrencia de llamarle nivola ––ocurrencia que en rigor no es mía, como lo cuento en el texto–– fue
otra ingenua zorrería para intrigar a los críticos. Novela y tan novela como cualquiera otra que así sea. Es
decir, que así se llame, pues aquí ser es llamarse. ¿Qué es eso de que ha pasado la época de las novelas? ¿O
de los poemas épicos? Mientras vivan las novelas pasadas vivirá y revivirá la novela. La historia es
resoñarla.
Antes de haberme puesto a soñar a Augusto Pérez y su nivola había resoñado la guerra carlista de que
fui, en parte, testigo en mi niñez, y escribí mi Paz en la guerra, una novela histórica, o mejor historia
anovelada, conforme a los preceptos académicos del género. A lo que se le llama realismo. Lo que viví a
mis diez años lo volví a vivir, lo reviví, a mis treinta, al escribir esa novela. Y lo sigo reviviendo al vivir la
historia actual, la que está de paso. De paso y de queda. Soñé después mi Amor y pedagogía ––aparecido en
1902––, otra tragedia torturadora. A mí me torturó, por lo menos. Escribiéndola creí librarme de su tortura
y trasladársela al lector. En esta NIEBLA volvió a aparecer aquel tragicómico y nebuloso nivolesco don
Avito Carrascal que le decía a Augusto que sólo se aprende a vivir viviendo. Como a soñar soñando.
Siguió, en 1905, Vida de Don Quijote y Sancho, según Miguel de Cervantes Saavedra, explicada y
comentada. Pero no así, sino resoñada, revivida, rehecha. ¿Que mi don Quijote y mi Sancho no son los de
Cervantes? ¿Y qué? Los don Quijotes y Sanchos vivos en la eternidad ––que está dentro del tiempo y no
fuera de él; toda la eternidad en todo el tiempo y toda ella en cada momento de este–– no son
exclusivamente de Cervantes ni míos, ni de ningún soñador que los sueñe, sino ue cada uno les hace
revivir. Y creo por mi parte que don Quijote me ha revelado íntimos secretos suyos que no reveló a
Cervantes, especialmente de su amor a Aldonza Lorenzo. En 1913, antes que mi NIEBLA, aparecieron las
novelas cortas que reuní bajo el título de una de ellas: El espejo de la muerte. Después de NIEBLA, en
1917, mi Abel ánchez: una historia de pasión, el más doloroso experimento que haya yo llevado a cabo al
hundir mi bisturí en el más terrible tumor comunal de nuestra casta española. En 1921 di a luz mi novela La
tía Tula, que últimamente ha hallado acogida y eco ––gracias a las traducciones alemana, holandesa y
sueca–– en los círculos freudianos de la europa central. En 1927 apareció en Buenos Aires mi novela
autobiográfica Cómo se hace una novela, que hizo que mi buen amigo el excelente crítico Eduardo Gómez
de Baquero, andrenio, agudo y todo comó era, cayera en otro lazo como el de la nivola, y manifestase que
esperaba esribiese la novela de cómo se la hace. Por fin, en 1933, se ublicaron mi San Manuel Bueno,
mártir; y tres historias más. Todo en la seguida del mismo sueño nebuloso.
Obras mías han conseguido verse traducidas ––y sin mi instancia–– a quince idiomas diferentes ––que yo
sepa–– y son: alemán, francés, italiano, inglés, holandés, sueco, danés, ruso, polaco, checo, húngaro,
rumano, yugoslavo, riego y letón; pero de todas ellas la que más traducciones a logrado ha sido ésta:
NIEBLA. Empiezan en 1921, siete ños después de su nacimiento, al italiano: Nebbia, romanzo, traducida
por Gilberto Beccari y con prefacio de Ezio Levi; en 1922, al húngaro: Köd (Budapest), por Gárady Viktor;
en 1926, al francés: Brouillard (Collection de a Revue Européenne), por Noémi Larthe; en 1927, al alemán:
Nebel, ein phantastischer Roman (München), por atto Buek; en 1928, al sueco: Dimma, por Allan Vougt, y
al inglés: Mist, a tragicomic novel (New York), por Warner Pite, y al polaco: Migla ––aquí una / con un
travesaño de sesgo–– (Varsovia), por el doctor Edward Boyé; en 1929, al romano: Negura (Budapest), por
L. Sebastian, y al yugoslavo: Magia (Zagreb), por Bogdan Ráditsa; y por último, en 1935, al letón: Migla
(Riga), por Konstantin Raudive. En junto diez traducciones, dos más que las que han obtenido mis Tres
novelas ejemplares y un prólogo, de que forma parte Nada menos que todo un hombre.
¿Por qué esta predilección? ¿Por qué ha prendido en pueblos de otras lenguas antes que otras obras mías
esta a que el traductor alemán Otto Buck llamó «novela fantástica» y el norteamericano Warner Pite
«novela tragicómica»? Precisamente por la fantasía y por la tragicomedia. Yo no me equivoqué, pues desde
un principio supuse ––y lo dije–– que esta que bauticé de nivola habría de ser mi obra más universalizada.
No mi Sentimiento trágico de la vida ––seis traducciones––, porque exige ciertos conocimientos filosóficos
y teológico s menos corrientes de lo que se supone. Por lo que me ha sorprendido su éxito en España. No
mi Vida de don Quijote y Sancho ––tres traducciones––, porque el Quijote de Cervantes no es tan conocido
––y menos popular–– fuera de España ––ni aun en esta–– como aquí suponen los literatos nacionales. Y
hasta me atrevo a avanzar que obras como esa mía pueden contribuir a hacerlo más y mejor conocido. No
otra cualquiera. ¿Por su carácter nacional? Mi Paz en la guerra ha sido traducida al alemán y al checo. Es
que la fantasía y la tragicomedia de mi NIEBLA ha de ser lo que más hable y diga al hombre individual que
es el universal, al hombre por encima, y por debajo a la vez, de clases, de castas, de posiciones sociales,
pobre o rico, plebeyo o noble, proletario o burgués. Y esto lo saben los historiadores de la cultura, a los
que se les llama cultos.
Sospecho que lo más de este prólogo ––metálogo––, al que alguien le llamaría autocrítico, me lo haya
sugerido, cuajando de su niebla, aquel don ––merece ya el don–– Antolín Sánchez Paparrigópulos, de quien
se da cuenta en el capítulo XXIII, aunque yo no haya acertado en él a aplicar la rigurosa técnica del
inolvidable y profundo investigador. ¡Ah, si yo acertara, siguiendo su propósito, a ¡cometer la historia de
los que habiendo pensado escribir no llegaron a hacerlo! De su casta, de su índole son nuestros mejores
lectores, nuestros colaboradores y coautores ––mejor co-creadores––, los que al leer una historia ––nivola
si se quiere–– como esta se dicen: «¡Pero si esto lo le pensado así yo antes! ¡Si a este personaje le he
conocido yo! ¡Si a mí se me ha ocurrido lo mismo!» ¡Cuán otros que esos presos de apabullante
ramplonería que andan preocupados de lo que llaman la verosimilitud! O de los lue creen vivir despiertos,
ignorando que sólo está de veras despierto el que tiene conciencia de estar soñando, como sólo está de
veras cuerdo el que tiene conciencia de u locura. Y «el que no confunde se confunde», como decía Víctor
Goti, mi pariente, a Augusto Pérez.
Todo este mi mundo de Pedro Antonio y Josefa Ignacia, de don Avito Carrascal y Marina, de Augusto
Pérez, Eugenia Domingo y Rosarito, de Alejandro Gómez, mada menos que todo un hombre», y Julia, de
Joaquín Monegro, Abel Sánchez y Helena, de la tía Tula, su hermana y su cuñado y sus sobrinos, de san
Manuel Bueno y Ángela Carballino ––una ángela––, y de don Sandalio, y de Emeterio Alfonso y Celedonio
Ibáñez, y le Ricardo y Liduvina, todo este mundo me es más real que el de Cánovas y Sagasta, de Alfonso
XIII, de Primo le Rivera, de Galdós, Pereda, Menéndez Pelayo y todos aquellos a quienes conocí o conozco
vivos, y a algunos de ellos los traté o los trato. En aquel mundo me realizaré, si es que me realizo, aún más
que en este otro.
Y bajo esos dos mundos, sosteniéndolos, está otro mundo, un mundo sustancial y eterno, en que me
sueño a mí mismo y a los que han sido ––muchos lo son todavía–– carne de mi espíritu y espíritu de mi
carne, mundo de la conciencia sin espacio ni tiempo en la que vive, como ola en la mar, la conciencia de mi
cuerpo. Cuando me negué a indultar de la muerte a mi Augusto Pérez me dijo este: «No quiere usted
dejarme ser yo, salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme, serme,
¿conque no lo quiere? ¿conque he de morir ente de ficción? ¡Pues bien, mi señor creador don Miguel,
también usted se morirá, también usted, y se volverá a la nada de que salió!... ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se
morirá usted, sí, se morirá, aunque no lo quiera; se morirá usted y se morirán todos los que lean mi historia,
todos, todos, todos, sin quedar uno! ¡Entes de ficción como yo, lo mismo que yo! ¡Se morirán todos, todos,
todos!» Así me dijo, y ¡cómo me susurran, a través de más de veinte años, durante ellos, en terrible silbido
casi silencioso, como el bíblico de Jehová, esas palabras proféticas y apocalípticas! Porque no es sólo que
he venido muriéndome, es que se han ido muriendo, se me han muerto los míos, los que me hacían y me
soñaban mejor. Se me ha ido el alma de la vida gota a gota, y alguna vez a chorro. ¡Pobres mentecatos los
que suponen que vivo torturado por mi propia inmortalidad individual! ¡Pobre gente! No, sino por la de
todos los que he soñado y sueño, por la de todos los que me sueñan y sueño. Que la inmortalidad, como el
sueño, o es comunal o no es. No logro recordar a ninguno a quien haya conocido de veras ––conocer de
veras a alguien es quererle, y aunque se crea odiarle–– y que se me haya ido sin que a solas me le diga:
«¿Qué eres ahora tú?, ¿qué es ahora de tu conciencia?, ¿qué soy en ella yo ahora?, ¿qué es de lo que ha
sido?» Esta es la niebla, esta la nivola, esta la leyenda, esta la vida eterna... Y esto es el verbo creador,
soñador.
Hay una visión radiosa de Leopardi, el trágico soñador lel hastío, que es el Cántico del gallo silvestre,
gallo gigantesco sacado de una paráfrasis targúmica de la Biblia, gallo que canta la revelación eterna e
invita a los mortales a despertarse. Y acaba así: «Tiempo vendrá en que este universo y la naturaleza misma
quedarán agotados. Y al modo que de grandísimos reinos e imperios humanos, y de sus maravillosas
moviciones, que fueron famosísimos en otras edades, no queda hoy ni señal ni fama alguna, parejanente del
mundo entero y de las infinitas vicisitudes y calamidades de las cosas creadas no permanecerá ni siquiera
un vestigio, sino que un silencio desnudo y una quietud profundísima llenarán el espacio inmenso. Así este
cercano admirable y espantoso de la existencia universal antes de ser declarado ni entendido se borrará y
perderáse.»
Pero no, que ha de quedar el cántico del gallo silvestre y el susurro de Jehová con él; ha de quedar el
Verbo que ue el principio y será el último, el Soplo y Son espiritual que recoge las nieblas y las cuaja.
Augusto Pérez nos conminó a todos, a todos los que fueron y son yo, a todos os que formamos el sueño de
Dios ––o mejor, el sueño de su Verbo––, con que habremos de morir. Se me van muriendo en carne de
espacio, pero no en carne de sueño, en carne de conciencia. Y por esto os digo, lectores de mi NEBLA,
soñadores de mi Augusto Pérez y de su mundo, lue esto es la niebla, esto es la nivola, esto es la leyenda,
esto es la historia, la vida eterna.
Al aparecer Augusto a la puerta de su casa extendió el brazo derecho, con la mano palma abajo y abierta,
y dirigiendo los ojos al cielo quedóse un momento parado en esta actitud estatuaria y augusta. No era que
tomaba posesión del mundo exterior, sino era que observaba si llovía. Y al recibir en el dorso de la mano el
frescor del lento orvallo frunció el sobrecejo. Y no era tampoco que le molestase la llovizna, sino el tener
que abrir el paraguas. ¡Estaba tan elegante, tan esbelto, plegado y dentro de su funda! Un paraguas cerrado
es tan elegante como es feo un paraguas abierto.
«Es una desgracia esto de tener que servirse uno de las cosas ––pensó Augusto––; tener que usarlas, el
use estropea y hasta destruye toda belleza. La función más noble de los objetos es la de ser contemplados.
¡Qué bella es una naranja antes de comida! Esto cambiará en el cielo cuando todo nuestro oficio se reduzca,
o más bien se ensanche a contemplar a Dios y todas las cosas en Él. Aquí, en esta pobre vida, no nos
cuidamos sino de servimos de Dios; pretendemos abrirlo, como a un paraguas, para que nos proteja de toda
suerte de males.»
Díjose así y se agachó a recogerse los pantalones. Abrió el paraguas por fin y se quedó un momento
suspenso y pensando: «y ahora, ¿hacia dónde voy?, ¿tiro a la derecha o a la izquierda?» Porque Augusto no
era un caminante, sino un paseante de la vida. «Esperaré a que pase un perro ––se dijo–– y tomaré la
dirección inicial que él tome.»
En esto pasó por la calle no un perro, sino una garrida moza, y tras de sus ojos se fue, como imantado y
sin darse de ello cuenta, Augusto.
Y así una calle y otra y otra.
«Pero aquel chiquillo ––iba diciéndose Augusto, que más bien que pensaba hablaba consigo mismo––,
¿qué hará allí, tirado de bruces en el suelo? ¡Contemplar a alguna hormiga, de seguro! ¡La hormiga, ¡bah!,
uno de los animales más hipócritas! Apenas hace sino pasearse y hacernos creer que trabaja. Es como ese
gandul que va ahí, a paso de carga, codeando a todos aquellos con quienes se cruza, y no me cabe duda de
que no tiene nada que hacer. ¡Qué ha de tener que hacer, hombre, qué ha de tener que hacer! Es un vago, un
vago como... ¡No, yo no soy un vago! Mi imaginación no descansa. Los vagos son ellos, los que dicen que
trabajan y no hacen sino aturdirse y ahogar el pensamiento. Porque, vamos a ver, ese ma marracho de
chocolatero que se pone ahí, detrás de esa vidriera, a darle al rollo majadero, para que le veamos, ese
exhibicionista del trabajo, ¿qué es sino un vago? Y a nosotros ¿qué nos importa que trabaje o no? ¡El
trabajo! ¡El trabajo! ¡Hipocresía! Para trabajo el de ese pobre paralítico que va ahí medio arrastrándose...
Pero ¿y qué sé yo? ¡Perdone, hermano! ––esto se lo dijo en voz alta––. ¿Hermano? ¿Hermano en qué? ¡En
parálisis! Dicen que todos somos hijos de Adán. Y este, Joaquinito, ¿es también hijo de Adán? ¡Adiós,
Joaquín! ¡Vaya, ya tenemos el inevitable automóvil, ruido y polvo! ¿Y qué se adelanta con suprimir así
distancias? La manía de viajar viene de topofobía y no de filotopía; el que viaja mucho va huyendo de cada
lugar que deja y no buscando cada lugar a que llega. Viajar... viajar... Qué chisme más molesto es el para -
guas... Calla, ¿qué es esto?»
Y se detuvo a la puerta de una casa donde había entrado la garrida moza que le llevara imantado tras de
sus ojos. Y entonces se dio cuenta Augusto de que la había venido siguiendo. La portera de la casa le
miraba con ojillos maliciosos, y aquella mirada le sugirió a Augusto lo que entonces debía hacer. «Esta
Cerbera aguarda ––se dijo–– que le pregunte por el nombre y circunstancias de esta señorita a que he
venido siguiendo y, ciertamente, esto es lo que procede ahora. Otra cosa sería dejar mi seguimiento sin
coronación, y eso no, las obras deben acabarse. ¡Odio lo imperfecto!» Metió la mano al bolsillo y no
encontró en él sino un duro. No era cosa de ir entonces a cambiarlo, se perdería tiempo y ocasión en ello.
––Dígame, buena mujer ––interpeló a la portera sin sacar el índice y el pulgar del bolsillo––, ¿podría
decirme aquí, en confianza y para inter nos, el nombre de esta señorita que acaba de entrar?
––Eso no es ningún secreto ni nada malo, caballero.
––Por lo mismo.
––Pues se llama doña Eugenia Domingo del Arco.
––¿Domingo? Será Dominga...
––No, señor, Domingo; Domingo es su primer apellido.
––Pues cuando se trata de mujeres, ese apellido debía cambiarse en Dominga. Y si no, ¿dónde está la
concordancia?
––No la conozco, señor.
––Y dígame... dígame... ––sin sacar los dedos del bolsillo––, ¿cómo es que sale así sola? ¿Es soltera o
casada? ¿Tiene padres?
––Es soltera y huérfana. Vive con unos tíos...
––¿Paternos o maternos?
––Sólo sé que son tíos.
––Basta y aun sobra.
––Se dedica a dar lecciones de piano.
––¿Y lo toca bien?
––Ya tanto no sé.
––Bueno, bien, basta; y tome por la molestia.
––Gracias, señor, gracias. ¿Se le ofrece más? ¿Puedo servirle en algo? ¿Desea le lleve algún mandado?
––Tal vez... tal vez... No por ahora... ¡Adiós!
––Disponga de mí, caballero, y cuente con una absoluta discreción.
«Pues señor ––iba diciéndose Augusto al separarse de la portera––, ve aquí cómo he quedado
comprometido con esta buena mujer. Porque ahora no puedo dignamente dejarlo así. Qué dirá si no de mí
este dechado de porteras. ¿Conque... Eugenia Dominga, digo Domingo, del Arco? Muy bien, voy a
apuntarlo, no sea que se me olvide. No hay más arte mnemotécnica que llevar un libro de memorias en el
bolsillo. Ya lo decía mi inolvidable don Leoncio: ¡no metáis en la cabeza lo que os quepa en el bolsillo! A
lo que habría que añadir por complemento: ¡no metáis en el bolsillo lo que os quepa en la cabeza! Y la
portera, ¿cómo se llama la portera?»
Volvió unos pasos atrás.
––Dígame una cosa más, buena mujer...
––Usted mande...
––Y usted, ¿cómo se llama?
––¿Yo? Margarita.
––¡Muy bien, muy bien... gracias!
––No hay de qué.
Y volvió a marcharse Augusto, encontrándose al poco rato en el paseo de la Alameda.
Había cesado la llovizna. Cerró y plegó su paraguas y lo enfundó. Acercóse a un banco, y al palparlo se
encontró con que estaba húmedo. Sacó un periódico, lo colocó sobre el banco y sentóse. Luego su cartera y
blandió su pluma estilográfica. «He aquí un chisme utilísimo ––se dijo––; de otro modo, tendría que
apuntar con lápiz el nombre de esa señorita y podría borrarse. ¿Se borrará su imagen de mi memoria? Pero
¿cómo es? ¿Cómo es la dulce Eugenia? Sólo me acuerdo de unos ojos... Tengo la sensa ción del toque de
unos ojos... Mientras yo divagaba líricamente, unos ojos tiraban dulcemente de mi corazón. ¡Veamos!
Eugenia Domingo, sí, Domingo, del Arco. ¿Domingo? No me acostumbro a eso de que se llame Do -
mingo... No; he de hacerle cambiar el apellido y que se llame Dominga. Pero, y nuestros hijos varones,
¿habrán de llevar por segundo apellido el de Dominga? Y como han de suprimir el mío, este impertinente
Pérez, dejándolo en una P, ¿se ha de llamar nuestro primogénito Augusto P Dominga? Pero... ¿adónde me
llevas, loca fantasía?» Y apuntó en su cartera: Eugenia Domingo del Arco, Avenida de la Alameda, 58.
Encima de esta apuntación había estos dos endecasilabos:
«Vaya ––se dijo Augusto––, esta Eugenita, la profesora de piano, me ha cortado un excelente principio
de poesía lírica trascendental. Me queda interrumpida. ¿Interrumpida?... Sí, el hombre no hace sino buscar
en los sucesos, en las vicisitudes de la suerte, alimento para su tristeza o su alegría nativas. Un mismo caso
es triste o alegre según nuestra disposición innata. ¿Y Eugenia? Tengo que escribirle. Pero no desde aquí,
sino desde casa. ¿Iré más bien al Casino? No, a casa, a casa. Estas cosas desde casa, desde el hogar.
¿Hogar? Mi casa no es hogar. Hogar.. hogar... ¡Cenicero más bien! ¡Ay, mi Eugenia!» Y se volvió Augusto
a su casa.
II
AUGUSTO PÉREZ.»
III
––Hoy te retrasaste un poco, chico ––dijo Víctor a Augusto––, ¡tú, tan puntual siempre!
––Qué quieres... quehaceres...
––¿Quehaceres, tú?
––Pero ¿es que crees que solo tienen quehaceres los agentes de bolsa? La vida es mucho más compleja
de lo que tú te figuras.
––O yo más simple de lo que tú crees...
––Todo pudiera ser.
––¡Bien, sal!
Augusto avanzó dos casillas el peon del rey, y en vez de tararear como otras veces trozos de opera, se
quedó diciéndose: «¡Eugenia, Eugenia, Eugenia, mi Eugenia, finalidad de mi vida, dulce resplandor de
estrellas mellizas en la niebla, lucharemos! Aquí sí que hay lógica, en esto del ajedrez y, sin embargo, ¡qué
nebuloso, qué fortuito después de todo! ¿No será la lógica también algo fortuito, algo azaroso? Y esa
aparición de mi Eugenia, ¿no será algo lógico? ¿No obedecerá a un ajedrez divino?»
––Pero, hombre ––le interrumpió Víctor––, ¿no quedamos en que no sirve volver atrás la jugada? ¡Pieza
tocada, pieza jugada!
––En eso quedamos, sí.
––Pues si haces eso te como gratis ese alfil.
––Es verdad, es verdad; me había distraído.
––Pues no distraerse; que el que juega no asa castañas. Y ya lo sabes; pieza tocada, pieza jugada.
––¡Vamos, sí, lo irreparable!
––Así debe ser. Y en ello consiste lo educativo de este juego.
«¿Y por qué no ha de distraerse uno en el juego? ––se decía Augusto––. ¿Es o no es un juego la vida? ¿Y
por qué no ha de servir volver atrás las jugadas? ¡Esto es la lógica! Acaso esté ya la carta en manos de
Eugenia. Alea jacta est! A lo hecho, pecho. ¿Y mañana? ¡Mañana es de Dios! ¿Y ayer, de quién es? ¿De
quién es ayer? ¡Oh, ayer, tesoro de los fuertes! ¡Santo ayer, sustancia de la niebla cotidiana!»
––¡Jaque! ––volvió a interrumpirle Víctor.
––Es verdad, es verdad... veamos... Pero ¿cómo he dejado que las cosas lleguen a este punto?
––Distrayéndote, hombre, como de costumbre. Si no fueses tan distraído serías uno de nuestros primeros
jugadores.
––Pero, dime, Víctor, ¿la vida es juego o es distracción?
––Es que el juego no es sino distracción.
––Entonces, ¿qué más da distraerse de un modo o de otro?
––Hombre, de jugar, jugar bien.
––¿Y por qué no jugar mal? ¿Y qué es jugar bien y qué jugar mal? ¿Por qué no hemos de mover estas
piezas de otro modo que como las movemos?
––Esto es la tesis, Augusto amigo, según tú, filósofo conspicuo, me has enseñado.
––Bueno, pues voy a darte una gran noticia.
––¡Venga!
––Pero, asómbrate, chico.
––Yo no soy de los que se asombran a priori o de antemano.
––Pues allá va: ¿sabes lo que me pasa?
––Que cada vez estás más distraído.
––Pues me pasa que me he enamorado.
––Bah, eso ya lo sabía yo.
––¿Cómo que lo sabías...?
––Naturalmente, tú estás enamorado ab origine, desde que naciste; tienes un amorío innato.
––Sí, el amor nace con nosotros cuando nacemos.
––No he dicho amor, sino amorío. Y ya sabía yo, sin que tuvieras que decírmelo, que estabas enamorado
o más bien enamoriscado. Lo sabía mejor que tú mismo.
––Pero ¿de quién? Dime, ¿de quién?
––Eso no lo sabes tú más que yo.
––Pues, calla, mira, acaso tengas razón...
––¿No te lo dije? Y si no, dime, ¿es rubia o morena?
––Pues, la verdad, no lo sé. Aunque me figuro que debe de ser ni lo uno ni lo otro; vamos, así,
pelicastaña.
––¿Es alta o baja?
––Tampoco me acuerdo bien. Pero debe de ser una cosa regular. Pero ¡qué ojos, chico, qué ojos tiene mi
Eugenia!
––¿Eugenia?
––Sí, Eugenia Domingo del Arco, avenida de la Alameda, 58.
––¿La profesora de piano?
––La misma. Pero...
––Sí, la conozco. Y ahora... ¡jaque otra vez!
––Pero...
––¡Jaque he dicho!
––Bueno...
Y Augusto cubrió el rey con un caballo. Y acabó perdiendo el juego.
Al despedirse, Víctor, poniéndose la diestra, a guisa de yugo, sobre el cerviguillo, le susurró al oído:
––Conque Eugenita la pianista, ¿eh? Bien, Augustito, bien; tú poseerás la tierra.
«¡Pero esos diminutivos ––pensó Augusto––, esos terribles diminutivos!» Y salió a la calle.
IV
«¿Por qué el diminutivo es señal de cariño? ––iba diciéndose Augusto camino de su casa––. ¿Es acaso
que el amor achica la cosa amada? ¡Enamorado yo! ¡Yo enamorado! ¡Quién había de decirlo ...! Pero
¿tendrá razón Víctor? ¿Seré un enamorado ab initio? Tal vez mi amor ha precedido a su objeto. Es más, es
este amor el que lo ha suscitado, el que lo ha extraído de la niebla de la crea ción. Pero si yo adelanto
aquella torre no me da el mate, no me lo da. ¿Y qué es amor? ¿Quién definió el amor? Amor definido deja
de serlo... Pero, Dios mío, ¿por qué permitirá el alcalde que empleen para los rótulos de los comercios tipos
de letra tan feos como ese? Aquel alfil estuvo mal jugado. ¿Y cómo me he enamorado si en rigor no puedo
decir que la conozco? Bah, el conocimiento vendrá después. El amor precede al conocimiento, y este mata
a aquel. Nihil volitum quin praecognitum, me enseñó el padre Zaramillo, pero yo he llegado a la conclusión
contraria y es que nihil cognitum quin praevolitum. Conocer es perdonar, dicen. No, perdonar es conocer.
Primero el amor, el conocimiento después. Pero ¿cómo no vi que me daba mate al descubierto? Y para
amar algo, ¿qué basta? ¡Vislumbrarlo! El vislumbre; he aquí la intuición amorosa, el vislumbre en la niebla.
Luego viene el precisarse, la visión perfecta, el resolverse la niebla en gotas de agua o en granizo, o en
nieve, o en piedra. La ciencia es una pedrea. ¡No, no, niebla, niebla! ¡Quién fuera águila para pasearse por
los senos de las nubes! Y ver al sol a través de ellas, como lumbre nebulosa también.
¡Oh, el águila! ¡Qué cosas se dirían el águila de Patmos, la que mira al sol cara a cara y no ve en la
negrura de la noche, cuando escapándose de junto a san Juan se encontró con la lechuza de Minerva, la que
ve en lo oscuro de la noche, pero no puede mirar al sol, y se había escapado del Olimpo!»
Al llegar a este punto cruzó Augusto con Eugenia y no reparó en ella.
«El conocimiento viene después... ––siguió diciéndose––. Pero... ¿Qué ha sido eso? Juraría que han cru-
zado por mi órbita dos refulgentes y místicas estrellas gemelas... ¿Habrá sido ella? El corazón me dice...
¡Pero, calla, ya estoy en casa!»
Y entró.
Dirigióse a su cuarto, y al reparar en la cama se dijo: «¡Solo! ¡dormir solo! ¡soñar solo! Cuando se
duerme en compañía, el sueño debe de ser común. Misteriosos efluvios han de unir los dos cerebros. ¿O no
es acaso que a medida que los corazones más se unen, más se separan las cabezas? Tal vez. Tal vez están
en posiciones mutuamente adversas. Si dos amantes piensan lo mismo, sienten en contrario uno del otro; si
comulgan en el mismo sentimiento amoroso, cada cual piensa otra cosa que el otro, tal vez lo contrario. La
mujer sólo ama a su hombre mientras no piense como ella, es decir, mientras piense. Veamos a este
honrado matrimonio.»
Muchas noches, antes de acostarse, solía Augusto echar una partida de tute con su criado, Domingo, y
mientras, la mujer de este, la cocinera, contemplaba el juego.
Empezó la partida.
––¡Veinte en copas! ––cantó Domingo.
––¡Decidme! ––exclamó Augusto de pronto––. ¿Y si yo me casara?
––Muy bien hecho, señorito ––dijo Domingo.
––Según y conforme ––se atrevió a insinuar Liduvina, su mujer.
––Pues ¿no te casaste tú? ––le interpeló Augusto.
––Según y conforme, señorito.
––¿Cómo según y conforme? Habla.
––Casarse es muy fácil; pero no es tan fácil ser casado.
––Eso pertenece a la sabiduría popular, fuente de...
––Y lo que es la que haya de ser mujer del señorito... ––agregó Liduvina, temiendo que Augusto les
espetara todo un monólogo.
––¿Qué? La que haya de ser mi mujer, ¿qué? Vamos, ¡dilo, dilo, mujer, dilo!
––Pues que como el señorito es tan bueno...
––Anda, dilo, mujer, dilo de una vez.
––Ya recuerda lo que decía la señora...
A la piadosa mención de su madre Augusto dejó las cartas sobre la mesa, y su espíritu quedó un
momento en suspenso. Muchas veces su madre, aquella dulce señora, hija del infortunio, le había dicho: «
Yo no puedo vivir ya mucho, hijo mío; tu padre me está llamando. Acaso le hago a él más falta que a ti. Así
que yo me vaya de este mundo y te quedes solo en él tú cásate, cásate cuanto an tes. Trae a esta casa dueña
y señora. Y no es que yo no tenga confianza en nuestros antiguos y fieles servidores, no. Pero trae ama a la
casa. Y que sea ama de casa, hijo mío, que sea ama. Hazla dueña de tu corazón, de tu bolsa, de tu despensa,
de tu cocina y de tus resoluciones. Busca una mujer de gobierno, que sepa querer... y gobernarte.»
––Mi mujer tocará el piano ––dijo Augusto sacudiendo sus recuerdos y añoranzas.
––¡El piano! Y eso ¿para qué sirve? ––preguntó Liduvina.
––¿Para qué sirve? Pues ahí estriba su mayor encanto, en que no sirve para maldita de Dios la cosa, lo
que se llama servir. Estoy harto de servicios...
––¿De los nuestros?
––¡No, de los vuestros, no! Y además el piano sirve, sí, sirve... sirve para llenar de armonía los hogares y
que no sean ceniceros.
––¡Armonía! Y eso ¿con qué se come?
––Liduvina... Liduvina...
La cocinera bajó la cabeza ante el dulce reproche. Era la costumbre de uno y de otra.
––Sí, tocará el piano, porque es profesora de piano.
––Entonces no lo tocará ––añadió con firmeza Liduvina––. Y si no, ¿para qué se casa?
––Mi Eugenia... ––empezó Augusto.
––¿Ah, pero se llama Eugenia y es maestra de piano? ––preguntó la cocinera.
––Sí, ¿pues?
––¿La que vive con unos tíos en la Avenida de la Alameda, encima del comercio del señor Tiburcio?
––La misma. ¿Qué, la conoces?
––Sí... de vista...
––No, algo más, Liduvina, algo más. Vamos, habla; mira que se trata del porvenir y de la dicha de tu
amo...
––Es buena muchacha, sí, buena muchacha...
––Vamos, habla, Liduvina... ¡por la memoria de mi madre!...
––Acuérdese de sus consejos, señorito. Pero ¿quién anda en la cocina? ¿A que es el gato?...
Y levantándose la criada, se salió.
––¿Y qué, acabamos? ––preguntó Domingo.
––Es verdad, Domingo, no podemos dejar así la partida. ¿A quién le toca salir?
––A usted, señorito.
––Pues allá va.
Y perdió también la partida, por distraído.
«Pues señor ––se decía al retirarse a su cuarto––, todos la conocen; todos la conocen menos yo. He aquí
la obra del amor. ¿Y mañana? ¿Qué haré mañana? ¡Bah! A cada día bástele su cuidado. Ahora, a la cama.»
Y se acostó.
Y ya en la cama siguió diciéndose: «Pues el caso es que he estado aburriéndome sin saberlo, y dos
mortales años... desde que murió mi santa madre... Sí, sí, hay un aburrimiento inconsciente. Casi todos los
hombres nos aburrimos inconscientemente. El aburrimiento es el fondo de la vida, y el aburrimiento es el
que ha inventado los juegos, las distracciones, las novelas y el amor. La niebla de la vida rezuma un dulce
aburrimiento, licor agridulce. Todos estos sucesos cotidianos, insignificantes; todas estas dulces
conversaciones con que matamos el tiempo y alargamos la vida, ¿qué son sino dulcísimo aburrirse? ¡Oh,
Eugenia, mi Eugenia, flor de mi aburrimiento vital e inconsciente, asísteme en mis sueños, sueña en mí y
conmigo!»
Y quedóse dormido.
Cruzaba las nubes, águila refulgente, con las poderosas alas perladas de rocío, fijos los ojos de presa en la
niebla solar, dormido el corazón en dulce aburrimiento al amparo del pecho forjado en tempestádes; en
derredor, el silencio que hacen los rumores remotos de la tierra, y allá en lo alto, en la cima del cielo, dos
estrellas mellizas derramando bálsamo invisible. Desgarró el silencio un chillido estridente que decía: «¡La
Correspondencia!...» Y vislumbró Augusto la luz de un nuevo día.
«¿Sueño o vivo? ––se preguntó embozándose en la manta––. ¿Soy águila o soy hombre? ¿Qué dirá el
papel ese? ¿Qué novedades me traerá el nuevo día consigo? ¿Se habrá tragado esta noche un terremoto a
Corcubión? ¿Y por qué no a Leipzig? ¡Oh, la asociación lírica de ideas, el desorden pindárico! El mundo es
un caleidoscopio. La lógica la pone el hombre. El supremo arte es el del azar. Durmamos, pues, un rato
más.» Y diose media vuelta en la cama.
¡La Correspondencia!... ¡El vinagrero! Y luego un coche, y después un automóvil, y unos chiquillos
después.
«¡Imposible! ––volvió a decirse Augusto––. Esto es la vida que vuelve. Y con ella el amor... ¿Y qué es el
amor? ¿No es acaso la destilación de todo esto? ¿No es el jugo del aburrimiento? Pensemos en Eugenia; la
hora es propicia.»
Y cerró los ojos con el propósito de pensar en Eugenia. ¿Pensar?
Pero este pensamiento se le fue diluyendo, derritiéndosele, y al poco rato no era sino una polca. Es que
un piano de manubrio se había parado al pie de la ventana de su cuarto y estaba sonando. Y el alma de
Augusto repercutía notas, no pensaba.
«La esencia del mundo es musical ––se dijo Augusto cuando murió la última nota del organillo––. Y mi
Eugenia, ¿no es musical también? Toda ley es una ley de ritmo, y el ritmo es el amor. He aquí que la divina
mañana, virginidad del día, me trae un descubrimiento: el amor es el ritmo. La ciencia del ritmo son las
matemáticas; la expresión sensible del amor es la música. La expresión, no su realización; entendámonos.»
Le interrumpió un golpecito a la puerta.
––¡Adelante!
––¿Llamaba, señorito? ––dijo Domingo.
––¡Sí... el desayuno!
Había llamado, sin haberse dado de ello cuenta, lo menos hora y media antes que de costumbre, y una
vez que hubo llamado tenía que pedir el desayuno, aunque no era hora.
«El amor aviva y anticipa el apetito ––siguió diciéndose Augusto––. ¡Hay que vivir para amar! Sí, ¡y hay
que amar para vivir!»
Se levantó a tomar el desayuno.
––¿Qué tal tiempo hace, Domingo?
––Como siempre, señorito.
––Vamos, sí, ni bueno ni malo.
––¡Eso!
Era la teoría del criado, quien también se las tenía.
Augusto se lavó, peinó, vistió y avió como quien tiene ya un objetivo en la vida, rebosando íntimo
arregosto de vivir. Aunque melancólico.
Echóse a la calle, y muy pronto el corazón le tocó a rebato. «¡Calla ––se dijo––, si yo la había visto, si yo
la conocía hace mucho tiempo; sí, su imagen me es casi innata...! ¡Madre mía, ampárame!» Y al pasar junto
a él, al cruzarse con él Eugenia, la saludó aún más con los ojos que con el sombrero.
Estuvo a punto de volverse para seguirla, pero venció el buen juicio y el deseo que tenía de charlar con la
portera.
«Es ella, sí, es ella ––siguió diciéndose––, es ella, es la misma, es la que yo buscaba hace años, aun sin
saberlo; es la que me buscaba. Estábamos destinados uno a otro en armonía preestablecida; somos dos
mónadas complementaria una de otra. La familia es la verdadera célula social. Y yo no soy más que una
molécula. ¡Qué poética es la ciencia, Dios mío! ¡Madre, madre mía, aquí tienes a tu hijo; aconséjame desde
el cielo! ¡Eugenia, mi Eugenia...!»
Miró a todas partes por si le miraban, pues se sorprendió abrazando al aire. Y se dijo: «El amor es un
éxtasis; nos saca de nosotros mismos.»
Le volvió a la realidad ––¿a la realidad?–– la sonrisa de Margarita.
––¿Y qué, no hay novedad? ––le preguntó Augusto.
––Ninguna, señorito. Todavía es muy pronto.
––¿No le preguntó nada al entregársela?
––Nada.
––¿Y hoy?
––Hoy, sí. Me preguntó por sus señas de usted, y si le conocía, y quién era. Me dijo que el señorito no se
había acordado de poner la dirección de su casa. Y luego me dio un encargo...
––¿Un encargo? ¿Cuál? No vacile.
––Me dijo que si volvía por acá le dijese que estaba comprometida, que tiene novio.
––¿Que tiene novio?
––Ya se lo dije yo, señorito.
––No importa, ¡lucharemos!
––Bueno, lucharemos.
––¿Me promete usted su ayuda, Margarita?
––Claro que sí.
––¡Pues venceremos!
Y se retiró. Fuese a la Alameda a refrescar sus emociones en la visión de verdura, a oír cantar a los
pájaros sus amores. Su corazón verdecía y dentro de él cantábanle también como ruiseñores recuerdos
alados de la infancia.
Era, sobre todo, el cielo de recuerdos de su madre derramando una lumbre derretida y dulce sobre todas
sus demás memorias.
De su padre apenas se acordaba; era una sombra mítica que se le perdía en lo más lejano; era una nube
sangrienta de ocaso. Sangrienta, porque siendo aún pequeñito lo vio bañado en sangre, de un vómito, y
cadavérico. Y repercutía en su corazón, a tan larga distancia, aquel ¡hijo! de su madre, que desgarró la casa;
aquel ¡hijo! que no se sabía si dirigido al padre moribundo o a él, a Augusto, empe dernido de
incomprensión ante el misterio de la muerte.
Poco después su madre, temblorosa de congoja, le apechugaba a su seno, y con una letanía de ¡hijo mío!
¡hijo mío! ¡hijo mío! le bautizaba en lágrimas de fuego. Y él lloró también, apretándose a su madre, y sin
atreverse a volver la cara ni apartarla de la dulce oscuridad de aquel regazo palpitante, por miedo a
encontrarse con los ojos devoradores del coco.
Y así pasaron días de llanto y de negrura, hasta que las lágrimas fueron yéndose hacia dentro y la casa
fue derritiendo los negrores.
Era una casa dulce y tibia. La luz entraba por entre las blancas flores bordadas en los visillos. Las butacas
abrían, con intimidad de abuelos hechos niños por los años, sus brazos. Allí estaba siempre el cenicero con
la ceniza del último puro que apuró su padre. Y allí, en la pared, el retrato de ambos, del padre y de la
madre, la viuda ya, hecho el día mismo en que se casaron. Él, que era alto, sentado, con una pierna cruzada
sobre la otra, enseñando la lengüeta de la bota, y ella, que era bajita, de pie a su lado y apoyando la mano,
una mano fina que no parecía hecha para agarrar, sino para posarse como paloma, en el hombro de su
marido.
Su madre iba y venía sin hacer ruido, como un pajarillo, siempre de negro, con una sonrisa, que era el
poso de las lágrimas de los primeros días de viudez, siempre en la boca y en torno de los ojos
escudriñadores. «Tengo que vivir para ti, para ti solo ––le decía por las noches, antes de acostarse––,
Augusto.» Y este llevaba a sus sueños nocturnos un beso húmedo aún en lágrimas.
Como un sueño dulce se les iba la vida.
Por las noches le leía su madre algo, unas veces la vida del Santo, otras una novela de Julio Verne o
algún cuento candoroso y sencillo. Y algunas veces hasta se reía, con una risa silenciosa y dulce que
trascendía a lágrimas lejanas.
Luego entró al Instituto y por las noches era su madre quien le tomaba las lecciones. Y estudió para
tomárselas. Estudió todos aquellos nombres raros de la historia universal, y solía decirle sonriendo: « Pero
¡cuántas barbaridades han podido hacer los hombres, Dios mío!» Estudió matemáticas, y en esto fue en lo
que más sobresalió aqueIla dulce madre. «Si mi madre llega a dedicarse a las matemáticas...» , se decía
Augusto. Y recordaba el interés con que seguía el desarrollo de una ecuación de segundo grado. Estudió
psicología, y esto era lo que más se le resistía. «Pero ¡qué ganas de complicar las cosas!», solía decir a esto.
Estudió física y química a historia natural. De la historia natural lo que no le gustaba era aquellos motajos
raros que se les da en ella a los animales y las plantas. La fisiología le causaba horror, y renunció a to mar
sus lecciones a su hijo. Sólo con ver aquellas láminas que representaban el corazón o los pulmones al
desnudo presentábasele la sanguinosa muerte de su marido. «Todo esto es muy feo, hijo mío ––le decía––;
no estudies médico. Lo mejor es no saber cómo se tienen las cosas de dentro.»
Cuando Augusto se hizo bachiller le tomó en brazos, le miró al bozo, y rompiendo en lágrimas exclamó:
«¡Si viviese tu padre...!» Después le hizo sentarse sobre sus rodillas, de lo que él, un chicarrón ya, se sentía
avergonzado, y así le tuvo, en silencio, mirando al cenicero de su difunto.
Y luego vino su carrera, sus amistades universitarias, y la melancolía de la pobre madre al ver que su hijo
ensayaba las alas. «Yo para ti, yo para ti ––solía decirle––, y tú, ¡quién sabe para qué otra!... Así es el
mundo, hijo.» El día en que se recibió de licenciado en Derecho, su madre, al llegar él a casa, le tomó y
besó la mano de una manera cómicamente grave, y luego, abrazándole, díjole al oído: «¡Tu padre te
bendiga, hijo mío!»
Su madre jamás se acostaba hasta que él lo hubiese hecho, y le dejaba con un beso en la cama. No pudo,
pues, nunca trasnochar. Y era su madre lo primero que veía al despertarse. Y en la mesa, de lo que él no
comía, tampoco ella.
Salían a menudo juntos de paseo y así iban, en silencio, bajo el cielo, pensando ella en su difunto y él
pensando en lo que primero pasaba a sus ojos. Y ella le decía siempre las mismas cosas, cosas cotidianas,
muy antiguas y siempre nuevas. Muchas de ellas empezaban así: «Cuando te cases...»
Siempre que cruzaba con ellos alguna muchacha hermosa, o siquiera linda, su madre miraba a Augusto
con el rabillo del ojo.
Y vino la muerte, aquella muerte lenta, grave y dulce, indolorosa, que entró de puntillas y sin ruido,
como un ave peregrina, y se la llevó a vuelo lento, en una tarde de otoño. Murió con su mano en la mano de
su hijo, con sus ojos en los ojos de él. Sintió Augusto que la mano se enfriaba, sintió que los ojos se
inmovilizaban. Soltó la mano después de haber dejado en su frialdad un beso cálido, y cerró los ojos. Se
arrodilló junto al lecho y pasó sobre él la historia de aquellos años iguales.
Y ahora estaba aquí, en la Alameda, bajo el gorjear de los pájaros, pensando en Eugenia. Y Eugenia tenía
novio. «Lo que temo, hijo mío ––solía decirle su madre––, es cuando te encuentres con la primera espina en
el camino de tu vida.» ¡Si estuviera aquí ella para hacer florecer en rosa a esta primera espina!
«Si viviera mi madre encontraría solución a esto ––se dijo Augusto––, que no es, después de todo, más
difícil que una ecuación de segundo grado. Y no es, en el fondo, más que una ecuación de segundo grado.»
Unos débiles quejidos, como de un pobre animal, interrumpieron su soliloquio. Escudriñó con los ojos y
acabó por descubrir, entre la verdura de un matorral, un pobre cachorrillo de perro que parecía buscar
camino en tierra. «¡Pobrecillo! ––se dijo––. Lo han dejado recién nacido a que muera; les faltó valor para
matarlo.» Y lo recogió.
El animalito buscaba el pecho de la madre. Augusto se levantó y volvióse a casa pensando: «Cuando lo
sepa Eugenia, ¡mal golpe para mi rival! ¡Qué cariño le va a tomar al pobre animalito! Y es lindo, muy
lindo. ¡Pobrecito, cómo me lame la mano...!»
––Trae leche, Domingo; pero tráela pronto ––le dijo al criado no bien este le hubo abierto la puerta.
––¿Pero ahora se le ocurre comprar perro, señorito?
––No lo he comprado, Domingo; este perro no es esclavo, sino que es libre; lo he encontrado.
––Vamos, sí, es expósito.
––Todos somos expósitos, Domingo. Trae leche.
Le trajo la leche y una pequeña esponja para facilitar la succión. Luego hizo Augusto que se le trajera un
biberón para el cachorrillo, para Orfeo, que así le bautizó, no se sabe ni sabía él tampoco por qué.
Y Orfeo fue en adelante el confidente de sus soliloquios, el que recibió los secretos de su amor a
Eugenia.
«Mira, Orfeo ––le decía silenciosamente––, tenemos que luchar. ¿Qué me aconsejas que haga? Si te
hubiese conocido mi madre... Pero ya verás, ya verás cuando duermas en el regazo de Eugenia, bajo su
mano tibia y dulce. Y ahora, ¿qué vamos a hacer, Orfeo?»
Fue melancólico el almuerzo de aquel día, melancólico el paseo, la partida de ajedrez melancólica y
melancólico el sueño de aquella noche.
VI
«Tengo que tomar alguna determinación ––se decía Augusto paseándose frente a la casa número 58 de la
avenida de la Alameda––; esto no puede segúir así.»
En aquel momento se abrió uno de los balcones del piso segundo, en que vivía Eugenia, y apareció una
señora enjuta y cana con una jaula en la mano. Iba a poner el canario al sol. Pero al ir a ponerlo faltó el
clavo y la jaula se vino abajo. La señora lanzó un grito de desesperación: « ¡Ay, mi Pichín!» Augusto se
precipitó a recoger la jaula. El pobre canario revolotaba dentro de ella despavorido.
Subió Augusto a la casa, con el canario agitándose en la jaula y el corazón en el pecho. La señora le
esperaba.
––¡Oh, gracias, gracias, caballero!
––Las gracias a usted, señora.
––¡Pichín mío! ¡mi Pichincito! ¡Vamos, cálmate! ¿Gusta usted pasar, caballero?
––Con mucho gusto, señora.
Y entró Augusto.
Llevólo la señora a la sala, y diciéndole: «Aguarde un poco, que voy a dejar a mi Pichín», le dejó solo.
En este momento entró en la sala un caballero anciano, el tío de Eugenia sin duda. Llevaba anteojos
ahumados y un fez en la cabeza. Acercóse a Augusto, y tomando asiento junto a él le dirigió estas palabras:
––(Aquí una frase en esperanto que quiere decir: ¿Y usted no cree conmigo que la paz universal llegará
pronto merced al esperanto?)
Augusto pensó en la huida, pero el amor a Eugenia le contuvo. El otro prosiguió hablando, en esperanto
también.
Augusto se decidió por fin.
––No le entiendo a usted una palabra, caballero.
––De seguro que le hablaba a usted en esa maldita jerga que llaman esperanto ––dijo la tía, que a este
punto entraba. Y añadió dirigiéndose a su marido––: Fermín, este señor es el del canario.
––Pues no te entiendo más que tú cuando te hablo en esperanto ––le contestó su marido.
––Este señor ha recogido a mi pobre Pichín, que cayó a la calle, y ha tenido la bondad de traérmelo. Y
usted ––añadió volviéndose a Augusto–– ¿quién es?
––Yo soy, señora, Augusto Pérez, hijo de la difunta viuda de Pérez Rovira, a quien usted acaso
conocería.
––¿De doña Soledad?
––Exacto; de doña Soledad.
––Y mucho que conocí a la buena señora. Fue una viuda y una madre ejemplar. Le felicito a usted por
ello.
––Y yo me felicito de deber al feliz accidente de la caída del canario el conocimiento de ustedes.
––¡Feliz! ¿Llama usted feliz a ese accidente?
––Para mí, sí.
––Gracias, caballero ––dijo don Fermín, agregando––: Rigen a los hombres y a sus cosas enigmáticas
leyes, que el hombre, sin embargo, puede vislumbrar. Yo, señor mío, tengo ideas particulares sobre casi
todas las cosas...
––Cállate con tu estribillo, hombre ––exclamó la tía––. ¿Y cómo es que pudo usted acudir tan pronto en
socorro de mi Pichín?
––Seré franco con usted, señora; le abriré mi pecho. Es que rondaba la casa.
––¿Esta casa?
––Sí, señora. Tienen ustedes una sobrina encantadora.
––Acabáramos, caballero. Ya, ya veo el feliz accidente. Y veo que hay canarios providenciales.
––¿Quién conoce los caminos de la Providencia? ––dijo don Fermín.
––Yo los conozco, hombre, yo ––exclamó su señora; y volviéndose a Augusto––: tiene usted abiertas las
puertas de esta casa... Pues ¡no faltaba más! Al hijo de doña Soledad... Así como así, va usted a ayudarme a
quitar a esa chiquilla un caprichito que se le ha metido en la cabeza...
––¿Y la libertad? ––insinuó don Fermín.
––Cállate tú, hombre, y quédate con tu anarquismo.
––¿Anarquismo? ––exclamó Augusto.
Irradió de gozo el rostro de don Fermín, y añadió con la más dulce de sus voces:
––Sí, señor mío, yo soy anarquista, anarquista místico, pero en teoría, entiéndase bien, en teoría. No tema
usted, amigo ––y al decir esto le puso amablemente la mano sobre la rodilla––, no echo bombas. Mi
anarquismo es puramente espiritual. Porque yo, amigo mío, tengo ideas propias sobre casi todas las cosas...
––Y usted, ¿no es anarquista también? ––preguntó Augusto a la tía, por decir algo.
––¿Yo? Eso es un disparate, eso de que no mande nadie. Si no manda nadie, ¿quién va a obedecer? ¿No
comprende usted que eso es imposible?
––Hombres de poca fe, que llamáis imposible... ––empezó don Fermín.
Y la tía, interrumpiéndole:
––Pues bien, mi señor don Augusto, pacto cerrado. Usted me parece un excelente sujeto, bien educado,
de buena familia, con una renta más que regular... Nada, nada, desde hoy es usted mi candidato.
––Tanto honor, señora...
––Sí; hay que hacer entrar en razón a esta mozuela. Ella no es mala, sabe usted, pero caprichosa... Luego,
¡fue criada con tanto mimo!... Cuando sobrevino aquella terrible catástrofe de mi pobre hermano...
––¿Catástrofe? ––preguntó Augusto.
––Sí, y como la cosa es pública no debo yo ocultársela a usted. El padre de Eugenia se suicidó después
de una operación bursátil desgraciadísima y dejándola casi en la miseria. Le quedó una casa, pero gravada
con una hipoteca que se lleva sus rentas todas. Y la pobre chica se ha empeñado en ir ahorrando de su
trabajo hasta reunir con qué levantar la hipoteca. Figúrese usted, ¡ni aunque se esté dando lecciones de
piano sesenta años!
Augusto concibió al punto un propósito generoso y heroico.
––La chica no es mala ––prosiguió la tía––, pero no hay modo de entenderla.
––Si aprendierais esperanto ––empezó don Fermín.
––Déjanos de lenguas universales. ¿Conque no nos entendemos en las nuestras y vas a traer otra?
––Pero ¿usted no cree, señora ––le preguntó Augusto––, que sería bueno que no hubiese sino una sola
lengua?
––¡Eso, eso! ––exclamó alborozado don Fermín.
––Sí, señor ––dijo con firmeza la tía––; una sola lengua: el castellano, y a lo sumo el bable para hablar
con las criadas que no son racionales.
La tía de Eugenia era asturiana y tenía una criada, asturiana también, a la que reñía en bable.
––Ahora, si es en teoría ––añadió––, no me parece mal que haya una sola lengua. Porque este mi marido,
en teoría, es hasta enemigo del matrimonio...
––Señores ––dijo Augusto levantándose––, estoy acaso molestando...
––Usted no molesta nunca, caballero ––le respondió la tía––, y queda comprometido a volver por esta
casa. Ya lo sabe usted, es usted mi candidato.
Al salir se le acercó un momento don Fermín y le dijo al oído: «¡No piense usted en eso!» «¿Y por qué
no?» , le preguntó Augusto. «Hay presentimientos, caballero, hay presentimientos...»
Al despedirse, las últimas palabras de la tía fueron: «Ya lo sabe, es mi candidato.»
Cuando Eugenia volvió a casa, las primeras palabras de su tía al verla fueron:
––¿Sabes Eugenia, quién ha estado aquí? Don Augusto Pérez.
––Augusto Pérez... Augusto Pérez... ¡Ah, sí! Y ¿quién le ha traído?
––Pichín, mi canario.
––Y ¿a qué ha venido?
––¡Vaya una pregunta! Tras de ti.
––¿Tras de mí y traído por el canario? Pues no lo entiendo. Valiera más que hablases en esperanto, como
tío Fermín.
––Él viene tras de ti y es un mozo joven, no feo, apuesto, bien educado, fino, y sobre todo rico, chica,
sobre todo rico.
––Pues que se quede con su riqueza, que si yo trabajo no es para venderme.
––Y ¿quién te ha hablado de venderte, polvorilla?
––Bueno, bueno, tía, dejémonos de bromas.
––Tú le verás, chiquilla, tú le verás a irás cambiando de ideas.
––Lo que es eso...
––Nadie puede decir de esta agua no beberé.
––¡Son misteriosos los caminos de la Providencia! ––exclamó don Fermín––. Dios...
––Pero, hombre ––le arguyó su mujer––, ¿cómo se compadece eso de Dios con el anarquismo? Ya te lo
he dicho mil veces. Si no debe mandar nadie, ¿qué es eso de Dios?
––Mi anarquismo, mujer, me lo has oído otras mil veces, es místico, es un anarquismo místico. Dios no
manda como mandan los hombres. Dios es también anarquista, Dios no manda, sino...
––Obedece, ¿no es eso?
––Tú lo has dicho, mujer, tú lo has dicho. Dios mismo te ha iluminado. ¡Ven acá!
Cogió a su mujer, le miró en la frente, soplóle en ella, sobre unos rizos de blancos cabellos y añadió:
––Te inspiró Él mismo. Sí, Dios obedece... obedece.
––Sí, en teoría, ¿no es eso? Y tú, Eugenita, déjate de bobadas, que se te presenta un gran partido.
––También yo soy anarquista, tía, pero no como tío Fermín, no mística.
––¡Bueno, se verá! ––terminó la tía.
VII
«¡Ay, Orfeo! ––decía ya en su casaAugusto, dándole la leche a aquel––. ¡Ay, Orfeo! Di el gran paso, el
paso decisivo; entré en su hogar, entré en el santuario. ¿Sabes lo que es dar un paso decisivo? Los vientos
de la fortuna nos empujan y nuestros pasos son decisivos todos. ¿Nuestros? ¿Son nuestros esos pasos?
Caminamos, Orfeo mío, por una selva enmarañada y bravía, sin senderos. El sendero nos lo hacemos con
los pies según caminamos a la ventura. Hay quien cree seguir una estrella; yo creo seguir una doble estrella,
melliza. Y esa estrella no es sino la proyección misma del sendero al cielo, la proyección del azar.
»¡Un paso decisivo! Y dime, Orfeo, ¿qué necesidad hay de que haya ni Dios ni mundo ni nada? ¿Por qué
ha de haber algo? ¿No te parece que esa idea de la necesidad no es sino la forma suprema que el azar toma
en nuestra mente?
»¿De dónde ha brotado Eugenia? ¿Es ella una creación mía o soy creación suya yo?, ¿o somos los dos
creaciones mutuas, ella de mí y yo de ella? ¿No es acaso todo creación de cada cosa y cada cosa creación
de todo? Y ¿qué es creación?, ¿qué eres tú, Orfeo?, ¿qué soy yo?
» Muchas veces se me ha ocurrido pensar, Orfeo, que yo no soy, a iba por la calle antojándoseme que los
demás no me veían. Y otras veces he fantaseado que no me veían como me veía yo, y que mientras yo me
creía ir formalmente, con toda compostura, estaba, sin saberlo, haciendo el payaso, y los demás riéndose y
burlándose de mí. ¿No te ha ocurrido alguna vez a ti esto, Orfeo? Aunque no, porque tú eres joven todavía
y no tienes experiencia de la vida. Y además eres perro.
»Pero, dime, Orfeo, ¿no se os ocurrirá alguna vez a los perros creeros hombres, así como ha habido
hombres que se han creído perros?
»¡Qué vida esta, Orfeo, qué vida, sobre todo desde que murió mi madre! Cada hora me llega empujada
por las horas que le precedieron; no he conocido el porvenir. Y ahora que empiezo a vislumbrarlo me
parece se me va a convertir en pasado. Eugenia es ya casi un recuerdo para mí. Estos días que pasan... este
día, este eterno día que pasa... deslizándose en niebla de aburrimiento. Hoy como ayer, mañana como hoy.
Mira, Orfeo, mira la ceniza que dejó mi padre en aquel cenicero...
»Esta es la revelación de la eternidad, Orfeo, de la terrible eternidad. Cuando el hombre se queda a solas
y cierra los ojos al porvenir, al ensueño, se le revela el abismo pavoroso de la eternidad. La eternidad no es
porvenir. Cuando morimos nos da la muerte media vuelta en nuestra órbita y emprendemos la marcha hacia
atrás, hacia el pasado, hacia lo que fue. Y así, sin término, devanando la madeja de nuestro destino,
deshaciendo todo el infinito que en una eternidad nos ha hecho, caminando a la nada, sin llegar nunca a
ella, pues que ella nunca fue.
»Por debajo de esta corriente de nuestra existencia, por dentro de ella, hay otra corriente en sentido
contrario; aquí vamos del ayer al mañana, allí se va del mañana al ayer. Se teje y se desteje a un tiempo. Y
de vez en cuando nos llegan hálitos, vahos y hasta rumores misteriosos de ese otro mundo, de ese interior
de nuestro mundo. Las entrañas de la historia son una contrahistoria, es un proceso inverso al que ella
sigue. El río subterráneo va del mar a la fuente.
»Y ahora me brillan en el cielo de mi soledad los dos ojos de Eugenia. Me brillan con el resplandor de las
lágrimas de mi madre. Y me hacen creer que existo, ¡dulce ilusión! Amo, ergo sum! Este amor, Orfeo, es
como lluvia bienhechora en que se deshace y concreta la niebla de la existencia. Gracias al amor siento al
alma de bulto, la toco. Empieza a dolerme en su cogollo mismo el alma, gracias al amor, Orfeo. Y el alma
misma, ¿qué es sino amor, sino dolor encarnado?
»Vienen los días y van los días y el amor queda. Allá dentro, muy dentro, en las entrañas de las cosas se
rozan y friegan la corriente de este mundo con la contraria corriente del otro, y de este roce y friega viene el
más triste y el más dulce de los dolores: el de vivir.
»Mira, Orfeo, las lizas, mira la urdimbre, mira cómo la trama ya viene con la lanzadera, mira cómo
juegan las primideras; pero, dime, ¿dónde está el enjullo a que se arrolla la tela de nuestra existencia,
dónde?»
Como Orfeo no había visto nunca un telar, es muy difícil que entendiera a su amo. Pero mirándole a los
ojos mientras hablaba adivinaba su sentir.
VIII
Augusto temblaba y sentíase como en un potro de suplicio en su asiento; entrábanle furiosas ganas de
levantarse de él, pasearse por la sala aquella, dar manotadas al aire, gritar, hacer locuras de circo, olvidarse
de que existía. Ni doña Ermelinda, la tía de Eugenia, ni don Fermín, su marido, el anarquista teórico y
místico, lograban traerle a la realidad.
––Pues sí, yo creo ––decía doña Ermelinda––, don Augusto, que esto es lo mejor, que usted se espere,
pues ella no puede ya tardar en venir; la llamo, ustedes se ven y se conocen y este es el primer paso. Todas
las relaciones de este género tienen que empezar por conocerse, ¿no es así?
––En efecto, señora ––dijo, como quien habla desde otro mundo, Augusto––, el primer paso es verse y
conocerse...
––Y yo creo que así que ella le conozca a usted, pues... ¡la cosa es clara!
––No tan clara ––arguyó don Fermín––. Los caminos de la Providencia son misteriosos siempre... Y en
cuanto a eso de que para casarse sea preciso o siquiera conveniente conocerse antes, discrepo... discrepo...
El único conocimiento eficaz es el conocimiento post nuptias. Ya me has oído, esposa mía, lo que en
lenguaje biblico significa conocer. Y, créemelo, no hay más conocimiento sustancial y esencial que ese, el
conocimiento penetrante...
––Cállate, hombre, cállate, no desbarres.
––El conocimiento, Ermelinda...
Sonó el timbre de la puerta.
––¡Ella! ––exclamó con misteriosa voz el tío.
Augusto sintió una oleada de fuego subirle del suelo hasta perderse, pasando por su cabeza, en lo alto,
encima de él. Y empezó el corazón a martillarle el pecho.
Se oyó abrir la puerta, y ruido de unos pasos rápidos e iguales, rítmicos. Y Augusto, sin saber cómo,
sintió que la calma volvía a reinar en él.
––Voy a llamarla ––dijo don Fermín haciendo conato de levantarse.
––¡No, de ningún modo! ––exclamó doña Ermelinda, y llamó.
Y luego a la criada, al presentarse:
––¡Di a la señorita Eugenia que venga!
Se siguió un silencio. Los tres, como en complicidad, callaban. Y Augusto se decía: «¿Podré resistirlo?,
¿no me pondré rojo como una amapola o blanco cual un lirio cuando sus ojos llenen el hueco de esa
puerta?, ¿no estallará mi corazón?»
Oyóse un ligero rumor, como de paloma que arranca en vuelo, un ¡ah! breve y seco, y los ojos de
Eugenia, en un rostro todo frescor de vida y sobre un cuerpo que no parecía pesar sobre el suelo, dieron
como una nueva y misteriosa luz espiritual a la escena. Y Augusto se sintió tranquilo, enormemente
tranquilo, clavado a su asiento y como si fuese una planta nacida en él, como algo vegetal, olvidado de sí,
absorto en la misteriosa luz espiritual que de aquellos ojos irradiaba. Y sólo al oír que doña Erme linda
empezaba a decir a su sobrina: «Aquí tienes a nuestro amigo don Augusto Pérez...» , volvió en sí y se puso
en pie procurando sonreír.
––Aquí tienes a nuestro amigo don Augusto Pérez, que desea conocerte...
––¿El del canario? ––preguntó Eugenia.
––Sí, el del canario, señorita ––contestó Augusto acercándose a ella y alargándole la mano. Y pensó:
«¡Me va a quemar con la suya!»
Pero no fue así. Una mano blanca y fría, blanca como la nieve y como la nieve fría, tocó su mano. Y
sintió Augusto que se derramaba por su ser todo como un fluido de serenidad.
Sentóse Eugenia.
––Y este caballero ––empezó la pianista.
«¡Este caballero... este caballero... ––pensó Augusto rapidísimamente–– este caballero! ¡Llamarme
caballero! ¡Esto es de mal agüero!»
––Este caballero, hija mía, que ha hecho por una feliz casualidad...
––Sí, la del canario.
––¡Son misteriosos los caminos de la Providencia ––sentenció el anarquista.
––Este caballero, digo ––agregó la tía––, que por una feliz casualidad ha hecho conocimiento con
nosotros y resulta ser el hijo de una señora a quien conocí algo y res peté mucho; este caballero, puesto que
es amigo ya de casa, ha deseado conocerte, Eugenia.
––¡Y admirarla! ––añadió Augusto.
––¿Admirarme? ––exclamó Eugenia.
––¡Sí, como pianista!
––¡Ah, vamos!
––Conozco, señorita, su gran amor al arte...
––¿Al arte? ¿A cuál, al de la música?
––¡Claro está!
––¡Pues le han engañado a usted, don Augusto!
«¡Don Augusto! ¡Don Augusto! ––pensó este, ¡Don...! ¡De qué mal agüero es este don! ¡casi tan malo
como aquel caballero! » Y luego, en voz alta:
––¿Es que no le gusta la música?
––Ni pizca, se lo aseguro.
«Liduvina tiene razón ––pensó Augusto––; esta, después que se case, y si el marido la puede mantener,
no vuelve a teclear un piano.» Y luego, en voz alta:
––Como es voz pública que es usted una excelente profesora...
––Procuro cumplir lo mejor posible con mi deber profesional, y ya que tengo que ganarme la vida...
––Eso de tener que ganarte la vida... ––empezó a decir don Fermín.
––Bueno, basta ––interrumpió la tía––; ya el señor don Augusto está informado de todo...
––¿De todo? ¿De qué? ––preguntó con aspereza y con un ligerísimo ademán de ir a levantarse Eugenia.
––Sí, de lo de la hipoteca...
––¿Cómo? ––––exclamó la sobrina poniéndose en pie––. Pero ¿qué es esto, qué significa todo esto, a qué
viene esta visita?
––Ya te he dicho, sobrina, que este señor deseaba conocerte... Y no te alteres así...
––Pero es que hay cosas...
––Dispense a su señora tía, señorita ––suplicó también Augusto poniéndose a su vez en pie, y lo mismo
hicieron los tíos––; pero no ha sido otra cosa... Y en cuanto a eso de la hipoteca y a su abnegación de usted
y amor al trabajo, yo nada he hecho para arrancar de su señora tía tan interesantes noticias; yo...
––Sí, usted se ha limitado a traer el canario unos días después de haberme dirigido una carta...
––En efecto, no lo niego.
––Pues bien, caballero, la contestación a esa carta se la daré cuando mejor me plazca y sin que nadie me
cohiba a ello. Y ahora vale más que me retire.
––¡Bien, muy bien! ––––exclamó don Fermín––. ¡Esto es entereza y libertad! ¡Esta es la mujer del
porvenir! ¡Mujeres así hay que ganarlas a puño, amigo Pérez, a puño!
––¡Señorita...! ––suplicó Augusto acercándose a ella.
––Tiene usted razón ––dijo Eugenia, y le dio para despedida la mano, tan blanca y tan fría como antes y
como la nieve.
Al dar la espalda para salir y desaparecer así los ojos aquellos, fuentes de misteriosa luz espiritual, sintió
Augusto que la ola de fuego le recorría el cuerpo, el corazón le martillaba el pecho y parecía querer
estallarle la cabeza.
––¿Se siente usted malo? ––le preguntó don Fermín.
––¡Qué chiquilla, Dios mío, qué chiquilla! ––exclamaba doña Ermelinda.
––¡Admirable!, ¡majestuosa!, ¡heroica! ¡Una mujerl, ¡toda una mujer! ––decía Augusto.
––Así creo yo ––añadió el tío.
––Perdone, señor don Augusto ––repetíale la tía––, perdone; esta chiquilla es un pequeño erizo; ¡quién lo
había de pensar!...
––Pero ¡si estoy encantado, señora, encantado! ¡Si esta recia independencia de carácter, a mí, que no le
tengo, es lo que más me entusiasma!; ¡si es esta, esta, esta y no otra la mujer que yo necesito!
––¡Sí, señor Pérez, sí ––declamó el anarquista––; esta es la mujer del porvenir!
––¿Y yo? ––arguyó doña Ermelinda.
––¡Tú, la del pasado! ¡Esta es, digo, la mujer del porvenir! ¡Claro, no en balde me ha estado oyendo
disertar un día y otro sobre la sociedad futura y la mujer del porvenir; no en balde le he inculcado las
emancipadoras doctrinas del anarquismo... sin bombas!
––¡Pues yo creo ––dijo de mal humor la tía–– que esta chicuela es capaz hasta de tirar bombas!
––Y aunque así fuera... ––insinuó Augusto.
––¡Eso no!, ¡eso no! ––dijo el tío.
––Y ¿qué más da?
––¡Don Augusto! ¡Don Augusto!
––Yo creo ––añadió la tía–– que no por esto que acaba de pasar debe usted ceder en sus pretensiones...
––¡Claro que no! Así tiene más mérito.
––¡A la conquista, pues! Y ya sabe usted que nos tiene de su parte y que puede venir a esta su casa
cuantas veces guste, y quiéralo o no Eugenia.
––Pero, mujer, ¡si ella no ha manifestado que le disgusten las venidas acá de don Augusto!... ¡Hay que
ganarla a puño, amigo, a puño! Ya irá usted conociéndola y verá de qué temple es. Esto es toda una mujer,
don Augusto, y hay que ganarla a puño, a puño. ¿No quería usted conocerla?
––Sí, pero...
––Entendido, entendido. ¡A la lucha, pues, amigo mío!
––Cierto, cierto, y ahora ¡adiós!
Don Fermín llamó luego aparte a Augusto, para decirle:
––Se me había olvidado decirle que cuando escriba a Eugenia lo haga escribiendo su nombre con jota y
no con ge, Eujenia, y del Arco con ka: Eujenia Domingo del Arko.
––Y ¿por qué?
––Porque hasta que no llegue el día feliz en que el esperanto sea la única lengua, ¡una sola para toda la
humanidad!, hay que escribir el castellano con ortografía fonética. ¡Nada de ces!, ¡guerra a la ce! Za, ze, zi,
zo, zu con zeta, y ka, ke, ki, ko, ku con ka. ¡Y fuera las haches! ¡La hache es el absurdo, la reacción, la
autoridad, la edad media, el retroceso! ¡Guerra a la hache!
––¿De modo que es usted foneticista también?
––¿También?, ¿por qué también?
––Por lo de anarquista y esperantista...
––Todo es uno, señor, todo es uno. Anarquismo, esperantismo, espiritismo, vegetarianismo,
foneticismo... ¡todo es uno! ¡Guérra a la autoridad!, ¡guerra a la división de lenguas!, ¡guerra a la vil
materia y a la muerte!, ¡guerra a la carne!, ¡guerra a la hache! ¡Adiós!
Despidiéronse y Augusto salió a la calle como aligerado de un gran peso y hasta gozoso. Nunca hubiera
presupuesto lo que le pasaba por dentro del espíritu. Aquella manera de habérsele presentado Eugenia la
primera vez que se vieron de quieto y de cerca y que se hablaron, lejos de dolerle, encendíale más y le
animaba. El mundo le parecía más grande, el aire más puro y más azul el cielo. Era como si respirase por
vez primera. En lo más íntimo de sus oídos cantaba aquella palabra de su madre: ¡cá sate! Casi todas las
mujeres con que cruzaba por la calle parecíanle guapas, muchas hermosísimas y ninguna fea. Diríase que
para él empezaba a estar el mundo iluminado por una nueva luz misteriosa desde dos grandes estrellas
invisibles que refulgían más allá del azul del cielo, detrás de su aparente bóveda. Empezaba a conocer el
mundo. Y sin saber cómo se puso a pensar en la profunda fuente de la confusión vulgar entre el pecado de
la carne y la caída de nuestros primeros padres por haber probado del fruto del árbol de la ciencia del bien y
del mal.
Y meditó en la doctrina de don Fermín sobre el origen del conocimiento.
Llegó a casa, y al salir Orfeo a recibirle lo cogió en sus brazos, le acarició y le dijo: «Hoy empezamos
una nueva vida, Orfeo. ¿No sientes que el mundo es más grande, más puro el sire y más azul el cielo? ¡Ah,
cuando la veas, Orfeo, cuando la conozcas...! ¡Entonces sentirás la congoja de no ser más que perro como
yo siento la de no ser más que hombre! Y dime, Orfeo, ¿cómo podéis conocer, si no pecáis, si vuestro
conocimiento no es pecado? El conocimiento que no es pecado no es tal conocimiento, no es racional.»
Al servirle la comida su fiel Liduvina se le quedó mirando.
––¿Qué miras? ––preguntó Augusto.
––Me parece que hay mudanza.
––¿De dónde sacas eso?
––El señorito tiene otra cara.
––¿Lo crees?
––Naturalmente. ¿Y qué, se arregla lo de la pianista?
––¡Liduvina! ¡Liduvina!
––Tiene usted razón, señorito; pero ¡me interesa tanto su felicidad!
––¿Quién sabe qué es eso?...
––Es verdad.
Y los dos miraron al suelo, como si el secreto de la felicidad estuviese debajo de él.
IX
Al día siguiente de esto hablaba Eugenia en el reducido cuchitril de una portería con un joven, mientras
la portera había salido discretamente a tomar el fresco a la puerta de la casa.
––Es menester que esto se acabe, Mauricio ––decía Eugenia––; así no podemos seguir, y menos después
de lo que te digo pasó ayer.
––Pero ¿no dices ––dijo el llamado Mauricio–– que ese pretendiente es un pobre panoli que vive en
Babia?
––Sí, pero tiene dinero y mi tía no me va a dejar en paz. Y, la verdad, no me gusta hacer feos a nadie, y
tampoco quiero que me estén dando la jaqueca.
––¡Despáchale!
––¿De dónde?, ¿de casa de mis tíos? ¿Y si ellos no quieren?
––No le hagas caso.
––Ni le hago ni pienso hacerle, pero se me antoja que el pobrete va a dar en la flor de venir de visita a
hora que esté yo. No es cosa, como comprendes, de que me encierre en mi cuarto y me niegue a que me
vea, y sin solicitarme va a dedicarse a mártir silencioso.
––Déjale que se dedique.
––No, no puedo resistir a los mendigos de ninguna clase, y menos a esos que piden limosna con los ojos.
¡Y si vieras qué miradas me echa!
––¿Te conmueve?
––Me encocora. Y, la verdad, ¿por qué no he de decírtelo?, sí, me conmueve.
––¿Y temes?
––¡Hombre, no seas majadero! No temo nada. Para mí no hay más que tú.
––¡Ya lo sabía! ––dijo lleno de convicción Mauricio, y poniendo una mano sobre una rodilla de Eugenia
la dejó allí.
––Es preciso que te decidas, Mauricio.
––Pero ¿a qué, rica mía, a qué?
––¿A qué ha de ser, hombre, a qué ha de ser? ¡A que nos casemos de una vez!
––Y ¿de qué vamos a vivir?
––De mi trabajo hasta que tú lo encuentres.
––¿De tu trabajo?
––¡Sí, de la odiosa música!
––¿De tu trabajo? ¡Eso sí que no!; ¡nunca!, ¡nunca!, ¡nunca!; ¡todo menos vivir yo de tu trabajo! Lo
buscaré, seguiré buscándolo, y en tanto, esperaremos...
––Esperaremos... esperaremos... ¡y así se nos irán los años! ––exclamó Eugenia taconeando en el suelo
con el pie sobre que estaba la rodilla en que Mauricio dejó descansar su mano.
Y él, al sentir así sacudida su mano, la separó de donde la posaba, pero fue para echar el brazo sobre el
cuello y hacer juguetear entre sus dedos uno de los pendientes de su novia. Eugenia le dejaba hacer.
––Mira, Eugenia, para divertirte le puedes poner, si quieres, buena cara a ese panoli.
––¡Mauricio!
––¡Tienes razón, no te enfades, rica mía! ––y contrayendo el brazo atrajo a la cabeza la de Eugenia,
buscé con sus labios los de ella y los juntó, cerrando los ojos, en un beso húmedo, silencioso y largo.
––¡Mauricio!
Y luego le besó en los ojos.
––¡Esto no puede seguir así, Mauricio!
––¿Cómo? Pero ¿hay mejor que esto?, ¿crees que lo pasaremos nunca mejor?
––Te digo, Mauricio, que esto no puede seguir así. Tienes que buscar trabajo. Odio la música.
Sentía la pobre oscuramente, sin darse de ello clara cuenta, que la música es preparación eterna,
preparación a un advenimiento que nunca llega, eterna iniciación que no acaba cosa. Estaba harta de
música.
––Buscaré trabajo, Eugenia, lo buscaré.
––Siempre dices lo mismo y siempre estamos lo mismo.
––Es que crees...
––Es que sé que en el fondo no eres más que un haragán y que va a ser preciso que sea yo la que busque
trabajo para ti. Claro, ¡como a los hombres os cuesta menos esperar...!
––Eso creerás tú...
––Sí, sí, sé bien lo que me digo. Y ahora, te lo repito, no quiero ver los ojos suplicantes del señorito don
Augusto como los de un perro hambriento...
––¡Qué cosas se te ocurren, chiquilla!
––Y ahora ––añadió levantándose y apartándole con la mano suya––, quietecito y a tomar el fresco, ¡que
buena falta te hace!
––¡Eugenia! ¡Eugenia! ––le suspiró con voz seca, casi febril, al oído––, si tú quisieras...
––El que tiene que aprender a querer eres tú, Mauricio. Conque... ¡a ser hombre! Busca trabajo, decídete
pronto; si no, trabajaré yo; pero decídete pronto. En otro caso...
––En otro caso, ¿qué?
––¡Nada! ¡Hay que acabar con esto!
Y sin dejarle replicar se salió del cuchitril de la portería. Al cruzar con la portera le dijo:
––Ahí queda su sobrino, señora Marta, y dígale que se resuelva de una vez.
Y salió Eugenia con la cabeza alta a la calle, donde en aquel momento un organillo de manubrio
encentaba una rabiosa polca. «¡Horror!, ¡horror!, ¡horror!» , se dijo la muchacha, y más que se fue huyó
calle abajo.
Como Augusto necesitaba confidencia se dirigió al Casino, a ver a Víctor, su amigote, al día siguiente de
aquella su visita a casa de Eugenia y a la misma hora en que esta espoleaba la pachorra amorosa de su
novio en la portería.
Sentíase otro Augusto y como si aquella visita y la revelación en ella de la mujer fuerte ––fluía de sus
ojos fortaleza–– le hubiera arado las entrañas del alma, alumbrando en ellas un manantial hasta entonces
oculto. Pisaba con más fuerza, respiraba con más libertad.
«Ya tengo un objetivo, una finalidad en esta vida ––se decía––, y es conquistar a esta muchacha o que
ella me conquiste. Y es lo mismo. En amor lo mismo da vencer que ser vencido. Aunque ¡no... no! Aquí ser
vencido es que me deje por el otro. Por el otro, sí, porque aquí hay otro, no me cabe duda. ¿Otro?, ¿otro
qué? ¿Es que acaso yo soy uno? Yo soy un pretendiente, un solicitante, pero el otro... el otro se me antoja
que no es ya pretendiente ni solicitante; que no pretende ni solicita porque ha obtenido. Claro que no más
que el amor de la dulce Eugenia. ¿No más...?»
Un cuerpo de mujer irradiante de frescura, de salud y de alegría, que pasó a su vera, le interrumpió el
soliloquio y le arrastró tras de sí. Púsose a seguir, casi maquinalmente, al cuerpo aquel, mientras proseguía
soliloquizando:
«¡Y qué hermosa es! Esta y aquella, una y otra. Y el otro acaso en vez de pretender y solicitar es
pretendido y solicitado; tal vez no le corresponde como ella se merece... Pero ¡qué alegría es esta chiquilla!,
¡y con qué gracia saluda a aquel que va por allá! ¿De dónde habrá sacado esos ojos? ¡Son casi como los
otros, como los de Eugenia! ¡Qué dulzura debe de ser olvidarse de la vida y de la muerte entre sus brazos!,
¡dejarse brezar en ellos como en olas de carne! ¡El otro ...! Pero el otro no es el novio de Eugenia, no es
aquel a quien ella quiere; el otro soy yo. ¡Sí, yo soy el otro; yo soy otro!»
Al llegar a esta conclusión de que él era otro, la moza a que seguía entró en una casa. Augusto se quedó
parado, mirando a la casa. Y entonces se dio cuenta de que la había venido siguiendo. Recapacitó que había
salido para ir al Casino y emprendió el camino de este. Y proseguía:
«Pero ¡cuántas mujeres hermosas hay en este mundo, Dios mío! Casi todas. ¡Gracias, Señor, gracias;
gratias agimus tibi propter magnam gloriam tuam! ¡Tu gloria es la hermosura de la mujer, Señor! Pero
¡qué cabellera, Dios mío, qué cabellera! »
Era, en efecto, una gloriosa cabellera la de aquella criada de servicio, que con su cesta al brazo cruzaba
en aquel momento con él. Y se volvió tras ella. La luz parecía anidar en el oro de aquellos cabellos, y como
si estos pugnaran por soltarse de su trenzado y esparcirse al aire fresco y claro. Y bajo la cabellera un rostro
todo él sonrisa.
«Soy otro, soy el otro ––prosiguió Augusto mientras seguía a la de la cesta––; pero ¿es que no hay otras?
¡Sí, hay otras para el otro! Pero como la una, como ella, como la única, ¡ninguna!, ¡ninguna! Todas estas no
son sino remedos de ella, de la una, de la única, ¡de mi dulce Eugenia! ¿Mía? Sí; yo por el pensamiento, por
el deseo la hago mía. Él, el otro, es decir, el uno, podrá llegar a poseerla materialmente; pero la misteriosa
luz espiritual de aquellos ojos es mía, ¡mía, mía! Y ¿no reflejan también una misteriosa luz espiritual estos
cabellos de oro? ¿Hay una sola Eugenia, o son dos, una la mía y otra la de su novio? Pues si es así, si hay
dos, que se quede él con la suya, y con la mía me quedaré yo. Cuando la tris teza me visite, sobre todo de
noche; cuando me entren ganas de llorar sin saber por qué, ¡oh, qué dulce habrá de ser cubrir mi cara, mi
boca, mis ojos, con estos cabellos de oro y respirar el afire que a través de epos se filtre y se perfume!
Pero ...»
Sintióse de pronto detenido. La de la cesta se había parado a hablar con otra compañera. Vaciló un
momento Augusto, y diciéndose: «¡Bah, hay tantas mujeres hermosas desde que conocí a Eugenia...!», echó
a andar, volviéndose camino del Casino.
«Si ella se empeña en preferir al otro, es decir, al uno, soy capaz de una resolución heroica, de algo que
ha de espantar por lo magnánimo. Ante todo, quiérame o no me quiera, ¡eso de la hipoteca no puede quedar
así! »
Arrancóle del soliloquio un estallido de goce que parecía brotar de la serenidad del cielo. Un par de
muchachas reían junto a él, y era su risa como el gorjeo de dos pájaros en una enramada de flores. Clavó un
momento sus ojos sedientos de hermosura en aquella pareja de mozas, y apareciéronsele como un solo
cuerpo geminado. Iban cogidas de bracete. Y a él le entraron furiosas gams de detenerlas, coger a cada una
de un brazo a irse así, en medio de eilas, mirando al cielo, adonde el viento de la vida los llevara.
«Pero ¡cuánta mujer hermosa hay desde que conocí a Eugenia! ––se decía, siguiendo en tanto a aquella
riente pareja–– ¡esto se ha convertido en un paraíso!; ¡qué ojos!, ¡qué cabellera!, ¡qué risa! La una es rubia
y morena la otra; pero ¿cuál es la rubia?, ¿cuál la morena? ¡Se me confunden una en otra! ...»
––Pero, hombre, ¿vas despierto o dormido?
––Hola, Víctor.
––Te esperaba en el Casino, pero como no venías...
––Allá iba...
––¿Allá?, ¿y en esa dirección? ¿Estás loco?
––Sí, tienes razón; pero mira, voy a decirte la verdad. Creo que te hablé de Eugenia...
––¿De la pianista? Sí.
––Pues bien; estoy locamente enamorado de ella, como un...
––Sí, como un enamorado. Sigue.
––Loco, chico, loco. Ayer la vi en su casa, con pretexto de visitar a sus tíos; la vi...
––Y te miró, ¿no es eso?, ¿y creíste en Dios?
––No, no es que me miró, es que me envolvió en su mirada; y no es que creí en Dios, sino que me creí un
dios.
––Fuerte te entró, chico...
––¡Y eso que la moza estuvo brava! Pero no sé lo que desde entonces me pasa: casi todas las mujeres que
veo me parecen hermosuras, y desde que he salido de casa, no hace aún media hora seguramente, me he
enamorado ya de tres, digo, no, de cuatro: de una, primero, que era todo ojos, de otra después con una
gloria de pelo, y hace poco de una pareja, una rubia y otra morena, que reían como los ángeles. Y las he
seguido a las cuatro. ¿Qué es esto?
––Pues eso es, querido Augusto, que tu repuesto de amor dormía inerte en el fondo de tu alma, sin tener
donde meterse; llegó Eugenia, la pianista, te sacudió y remejió con sus ojos esa charca en que tu amor
dormía: se despertó este, brotó de ella, y como es tan grande se extiende a todas partes. Cuando uno como
tú se enamora de veras de una mujer se enamora a la vez de todas las demás.
––Pues yo creí que sería todo lo contrario... Pero, entre paréntesis, ¡mira qué morena!, ¡es la noche
luminosa! ¡Bien dicen que lo negro es lo que más absorbe la luz! ¿No ves qué luz oculta se siente bajo su
pelo, bajo el azabache de sus ojos? Vamos a seguirla...
––Como quieras...
––Pues sí, yo creí que sería todo lo contrario; que cuando uno se enamora de veras es que concentra su
amor, antes desparramado entre todas, en una sola, y que todas las demás han de parecerle como si nada
fuesen ni valiesen... Pero ¡mira!, ¡mira ese golpe de sol en la negrura de su pelo!
––No; verás, verás si logro explicártelo. Tú estabas enamorado, sin saberlo por supuesto, de la mujer, del
abstracto, no de esta ni de aquella; al ver a Eugenia, ese abstracto se concretó y la mujer se hizo una mujer
y te enamoraste de ella, y ahora vas de ella, sin dejarla, a casi todas las mujeres, y te enamoras de la
colectividad, del género. Has pasado, pues, de lo abstracto a lo concreto y de lo concreto a lo genérico, de
la mujer a una mujer y de una mujer a las mujeres.
––¡Vaya una metafísica!
––Y ¿qué es el amor sino metafísica?
––¡Hombre!
––Sobre todo en ti. Porque todo tu enamoramiento no es sino cerebral, o como suele decirse, de cabeza.
––Eso lo creerás tú... ––exclamó Augusto un poco picado y de mal humor, pues aquello de que su
enamoramiento no era sino de cabeza le había llegado, doliéndole, al fondo del alma.
––Y si me apuras mucho te digo que tú mismo no eres sino una pura idea, un ente de ficción...
––¿Es que no me crees capaz de enamorarme de veras, como los demás...?
––De veras estás enamorado, ya lo creo, pero de cabeza sólo. Crees que estás enamorado...
––Y ¿qué es estar uno enamorado sino creer que lo está?
––¡Ay, ay, ay, chico, eso es más complicado de lo que te figuras!...
––¿En qué se conoce, dime, que uno está enamorado y no solamente que cree estarlo?
––Mira, más vale que dejemos esto y hablemos de otras cosas.
Cuando luego volvió Augusto a su casa tomó en brazos a Orféo y le dijo: «Vamos a ver, Orfeo mío, ¿en
qué se diferencia estar uno enamorado de creer que lo está? ¿Es que estoy yo o no estoy enamorado de
Eugenia?, ¿es que cuando la veo no me late el corazón en el pecho y se me enciende la sangre?, ¿es que yo
no soy como los demás hombres? ¡Tengo que demostrarles, Orféo, que soy tanto como ellos!»
Y a la hora de cenar, encarándose con Liduvina le preguntó:
––Di, Liduvina, ¿en qué se conoce que un hombre está de veras enamorado?
––Pero ¡qué cosas se le ocurren a usted, señorito...!
––Vamos, di, ¿en qué se conoce?
––Pues se conoce... se conoce en que hace y dice muchas tonterías. Cuando un hombre se enamora de
veras, se chala, vamos al decir, por una mujer, ya no es un hombre...
––Pues ¿qué es?
––Es... es... es... una cosa, un animalito... Una hace de él lo que quiere.
––Entonces, cuando una mujer se enamora de veras de un hombre, se chala, como dices, ¿hace de ella el
hombre lo que quiere?
––El caso no es enteramente igual...
––¿Cómo, cómo?
––Eso es muy difícil de explicar, señorito. Pero ¿está usted de veras enamorado?
––Es lo que trato de averiguar. Pero tonterías, de las gordas, no he dicho ni hecho todavía ninguna... me
parece...
Liduvina se calló, y Augusto se dijo: «¿Estaré de veras enamorado?»
XI
Cuando llamó aquel otro día Augusto a casa de don Fermín y doña Ermelinda, la criada le pasó a la salita
diciéndole: «Ahora aviso.» Quedóse un momento solo y como si estuviese en el vacío. Sentía una profunda
opresión en el pecho. Ceñíale una angustiosa sensación de solemnidad. Sentóse para levantar al punto y se
entretuvo en mirar los cuadros que colgaban de las paredes, un retrato de Eugenia entre ellos. Entráronle
ganas de echar a correr, de escaparse. De pronto, al oír unos pasos menudos, sintió un puñal de hielo
atravesarle el pecho y como una bruma invadirle la cabeza. Abrióse la puerta de la sala y apareció Eugenia.
El pobre se apoyó en el respaldo de una butaca. Ella, al verle lívido, palideció un momento y se quedó
suspensa en medio de la sala, y luego, acercándose a él, le dijo con voz seca y baja:
––¿Qué le pasa a usted, don Augusto, se pone malo?
––No, no es nada; qué sé yo...
––¿Quiere algo?, ¿necesita algo?
––Un vaso de agua.
Eugenia, como quien ve un agarradero, salió de la estancia para ir ella misma a buscar el vaso de agua,
que se lo trajo al punto. El agua tembloteaba en el vaso; pero más tembló este en manos de Augusto, que se
lo bebió de un trago, atropelladamente, vertiéndosele agua por la barba, y sin quitar en tanto sus ojos de los
ojos de Eugenia.
––Si quiere usted ––dijo ella––, mandaré que le hagan una taza de té, o de manzanilla, o de tila... ¿Qué,
se ha pasado?
––No, no, no fue nada; gracias, Eugenia, gracias ––y se enjugaba el agua de la barba.
––Bueno, pues ahora siéntese usted ––y cuando estuvieron sentados prosiguió ella––: Le esperaba
cualquier día y di orden a la criada de que aunque no estuviesen mis tíos, como sucede algunas tardes, le
hiciese a usted pasar y me avisara. Así como así, deseaba que hablásemos a solas.
––¡Oh, Eugenia, Eugenia!
––Bueno, las cosas más fríamente. Nunca me pude imaginar que le daría tan fuerte, porque me dio usted
miedo cuando entré aquí; parecía un muerto.
––Y más muerto que vivo estaba, créamelo.
––Va a ser menester que nos expliquemos.
––¡Eugenia! ––exclamó el pobre, y extendió una mano que recogió al punto.
––Todavía me parece que no está usted en disposición de que hablemos tranquilamente, como buenos
amigos. ¡A ver! ––y le cogió la mano para tomarle el pulso.
Y este empezó a latir febril en el pobre Augusto; se puso rojo, ardíale la frente. Los ojos de Eugenia se le
borraron de la vista y no vio ya nada sino una niebla, una niebla roja. Un momento creyó perder el sentido.
––¡Ten compasión, Eugenia, ten compasión de mí!
––¡Cálmese usted, don Augusto, cálmese!
––Don Augusto... don Augusto... don... don...
––Sí, mi bueno de don Augusto, cálmese usted y hablemos tranquilamente.
––Pero, permítame... ––y le cogió entre sus manos la diestra aquella blanca y fría como la nieve, de
ahusados dedos, hecha para acariciar las teclas del piano, para arrancarles dulces arpegios.
––Como usted quiera, don Augusto.
Este se la llevó a los labios y la cubrió de besos que apenas entibiaron la frialdad blanca.
––Cuando usted acabe, don Augusto, empezaremos a hablar.
––Pero mira, Eugenia, ven...
––No, no, no, ¡formalidad! ––y desprendiendo su mano de las de él prosiguió––: Yo no sé qué género de
esperanzas le habrán hecho concebir mis tíos, o más bien mi tía, pero el caso es que me parece que usted
está engañado.
––¿Cómo engañado?
––Sí, han debido decirle que tengo novio.
––Lo sé.
––¿Se lo han dicho ellos?
––No, no me lo ha dicho nadie, pero lo sé.
––Entonces...
––Pero es, Eugenia, que yo no pretendo nada, que no busco nada, que nada pido; es, Eugenia, que yo me
contento con que se me deje venir de cuando en cuando a bañar mi espíritu en la mirada de esos ojos, a
embriagarme en el vaho de su respiración...
––Bueno, don Augusto, esas son cosas que se leen en los libros; dejemos eso. Yo no me opongo a que
usted venga cuantas veces se le antoje, a que me vea y me revea, a que hable conmigo y hasta... ya lo ha
visto usted, hasta a que me bese la mano, pero yo tengo un novio, del cual estoy enamorada y con el cual
pienso casarme.
––Pero ¿de veras está usted enamorada de él?
––¡Vaya una pregunta!
––Y ¿en qué conoce usted que está de él enamorada?
––Pero ¿es que se ha vuelto usted loco, don Augusto?
––No, no; lo digo porque mi amigo mejor me ha dicho que hay muchos que creen estar enamorados sin
estarlo...
––Lo ha dicho por usted, ¿no es eso?
––Sí, por mí lo ha dicho, ¿pues?
––Porque en el caso de usted acaso sea verdad eso...
––Pero ¿es que cree usted, es que crees, Eugenia, que no estoy de veras enamorado de ti?
––No alce usted tanto la voz, don Augusto, que puede oírle la criada...
––¡Sí, sí ––continuó exaltándose––, hay quien me cree incapaz de enamorarme de veras...!
––Dispense un momento ––le interrumpió Eugenia, y se salió dejándole solo.
Volvió al poco rato y con la mayor tranquilidad le dijo:
––Y bien, don Augusto, ¿se ha calmado ya?
––¡Eugenia, Eugenia!
En este momento se oyó llamar a la puerta y Eugenia dijo: «¡Mis tíos!» A los pocos momentos entraban
estos en la sala.
––Vino don Augusto a visitaros, salí yo misma a abrirle, quería irse, pero le dije que pasara, que no tarda-
ríais en venir, ¡y aquí está!
––¡Vendrán tiempos ––exclamó don Fermín–– en que se disiparán los convencionalismos sociales todos!
Estoy convencido de que las cercas y tapias de las propiedades privadas no son más que un incentivo para
los que llamamos ladrones, cuando los ladrones son los otros, los propietarios. No hay propiedad más
segura que la que está sin cercas ni tapias, al alcance de todo el mundo. El hombre nace bueno, es
naturalmente bueno; la sociedad le malea y pervierte...
––¡Cállate, hombre ––exclamó doña Ermelinda––, que no me dejas oír cantar al canario! ¿No le oye
usted, don Augusto?, ¡es un encanto oírle! Y cuando esta se ponía a aprender sus lecciones de piano había
que oírle a un canario que entonces tuve: se excitaba, y cuanto más esta daba a las teclas, más él a cantar y
más cantar. Como que se murió de eso, reventado...
––¡Hasta los animales domésticos se contagian de nuestros vicios! ––agregó el tío––. ¡Hasta a los
animales que con nosotros conviven les hemos arrancado del santo estado de naturaleza! ¡Oh, humanidad,
humanidad!
––Y ¿ha tenido usted que esperar mucho, don Augusto? ––preguntó la tía.
––Oh, no, señora, no, nada, nada, un momento, un relámpago... por lo menos así me lo pareció...
––¡Ah, vamos!
––Sí, tía, muy poco tiempo, pero lo bastante para que se haya repuesto de una ligera indisposición que
trajo de la calle...
––¿Cómo?
––Oh, no fue nada, señora, nada...
––Ahora yo les dejo, tengo que hacer ––dijo Eugenia, y dando la mano a Augusto se fue.
––Y ¿qué, cómo va eso? ––le preguntó a Augusto la tía así que Eugenia hubo salido.
––Y ¿qué es eso?
––¡La conquista, naturalmente!
––¡Mal, muy mal! Me ha dicho que tiene novio y que se ha de casar con él.
––¿No te lo decía yo, Ermelinda, no te lo decía?
––Pues ¡no, no y no!, no puede ser. Eso del novio es una locura, don Augusto, ¡una locura!
––Pero, señora, ¿y si está enamorada de él...?
––Eso digo yo ––exclamó el tío––, eso digo yo. ¡La libertad, la santa libertad, la libertad de elección!
––Pues ¡no, no y no! ¿Acaso sabe esa chiquilla lo que se hace...? ¡Despreciarle a usted, don Augusto, a
usted! ¡Eso no puede ser!
––Pero, señora, reflexione, fíjese... no se puede, no se debe violentar así la voluntad de una joven como
Eugenia... Se trata de su felicidad, y no debemos todos preocuparnos sino de ella, y hasta sacrifcarnos para
que la consiga...
––¿Usted, don Augusto, usted?
––¡Yo, sí, yo, señora! ¡Estoy dispuesto a sacrificarme por la felicidad de Eugenia, de su sobrina, porque
mi felicidad consiste en que ella sea feliz!
––¡Bravo! ––exclamó el tío–– ¡bravo!, ¡bravo! ¡He aquí un héroe!, ¡he aquí un anarquista... místico!
––¿Anarquista? ––dijo Augusto.
––Anarquista, sí. Porque mi anarquismo consiste en eso, en eso precisamente, en que cada cual se
sacrifique por los demás, en que uno sea feliz haciendo felices a los otros, en que...
––¡Pues bueno te pones, Fermín, cuando un día cualquiera no se te sirve la sopa sino diez minutos
después de las doce!
––Bueno, es que ya sabes, Ermelinda, que mi anarquismo es teórico... me esfuerzo por llegar a la perfec-
ción, pero...
––¡Y la felicidad también es teórica! ––exclamó Augusto, compungido y como quien habla consigo
mismo, y luego––: He decidido sacrificarme a la felicidad de Eugenia y he pensado en un acto heroico.
––¿Cuál?
––¿No me dijo usted una vez, señora, que la casa que a Eugenia dejó su desgraciado padre...
––Sí, mi pobre hermano.
––... está gravada con una hipoteca que se lleva sus rentas todas?
––Sí, señor.
––Pues bien; ¡yo sé lo que he de hacer! ––y se dirigió a la puerta.
––Pero, don Augusto...
––Augusto se siente capaz de las más heroicas determinaciones, de los más grandes sacrificios. Y ahora
se sabrá si está enamorado nada más que de cabeza o lo está también de corazón, si es que cree estar
enamorado sin estarlo. Eugenia, señores, me ha despertado a la vida, a la verdadera vida, y, sea ella de
quien fuere, yo le debo gratitud eterna. Y ahora, ¡adiós!
Y se salió solemnemente. Y no bien hubo salido gritó doña Ermelinda: ¡Chiquilla!
XII
––Señorito ––entró un día después a decir a Augusto Liduvina––, ahí está la del planchado.
––¿La del planchado? ¡Ah, sí, que pase!
Entró la muchacha llevando el cesto del planchado de Augusto. Quedáronse mirándose, y ella, la pobre,
sintió que se le encendía el rostro, pues nunca cosa igual le ocurrió en aquella casa en tantas veces como
allí entró. Parecía antes como si el señorito ni la hubiese visto siquiera, lo que a ella, que creía conocerse,
habíala tenido inquieta y hasta mohína. ¡No fijarse en ella! ¡No mirarla como la miraban otros hombres!
¡No devorarla con los ojos, o más bien lamerle con ellos los de ella y la boca y la cara toda!
––¿Qué te pasa, Rosario, porque creo que te llamas así, no?
––Sí, así me llamo.
––Y ¿qué te pasa?
––¿Por qué, señorito Augusto?
––Nunca te he visto ponerte así de colorada. Y además me pareces otra.
––El que me parece que es otro es usted...
––Puede ser... puede ser.. Pero ven, acércate.
––¡Vamos, déjese de bromas y despachemos!
––¿Bromas? Pero ¿tú crees que es broma? ––le dijo con voz más seria––. Acércate, así, que te vea bien.
––Pero ¿es que no me ha visto otras veces?
––Sí, pero hasta ahora no me había dado cuenta de que fueses tan guapa como eres...
––Vamos, vamos, señorito, no se burle... ––y le ardía la cara.
––Y ahora, con esos colores, talmente el sol...
––Vamos...
––Ven acá, ven. Tú dirás que el señorito Augusto se ha vuelto loco, ¿no es así? Pues no, no es eso, ¡no!
Es que lo ha estado hasta ahora, o mejor dicho, es que he estado hasta ahora tonto, tonto del todo, perdido
en una niebla, ciego... No hace sino muy poco tiempo que se me han abierto los ojos. Ya ves, tantas veces
como has entrado en esta casa y te he mirado y no te había visto. Es, Rosario, como si no hubiese vivido, lo
mismo que si no hubiese vivido... Estaba tonto, tonto... Pero ¿qué te pasa, chiquilla, qué es lo que te pasa?
Rosario, que se había tenido que sentar en una silla, ocultó la cara en las manos y rompió a llorar.
Augusto se levantó, cerró la puerta, volvió a la mocita, y poniéndole una mano sobre el hombro le dijo con
su voz más húmeda y más caliente, muy bajo:
––Pero ¿qué te pasa, chiquilla, qué es eso?
––Que con esas cosas me hace usted llorar, don Augusto...
––¡Angel de Dios!
––No diga usted esas cosas, don Augusto.
––¡Cómo que no las diga! Sí, he vivido ciego, tonto, como si no viviera, hasta que llegó una mujer,
¿sabes?, otra, y me abrió los ojos y he visto el mundo, y sobre todo he aprendido a veros a vosotras, a las
mujeres...
––Y esa mujer... sería alguna mala mujer...
––¿Mala?, ¿mala dices? ¿Sabes lo que dices, Rosario, sabes lo que dices? ¿Sabes lo que es ser malo?
¿Qué es ser malo? No, no, no esa mujer es, como tú, un ángel; pero esa mujer no me quiere... no me
quiere... no me quiere... ––y al decirlo se le quebró la voz y se le empañaron en lágrimas los ojos.
––¡Pobre don Augusto!
––¡Sí, tú lo has dicho, Rosario, tú lo has dicho!, ¡pobre don Augusto! Pero mira, Rosario, quita el don y
di: ¡pobre Augusto! Vamos, di: ¡pobre Augusto!
––Pero, señorito...
––Vamos, dilo: ¡pobre Augusto!
––Si usted se empeña... ¡pobre Augusto!
Augusto se sentó.
––¡Ven acá! ––la dijo.
Levantóse ella cual movida por un resorte, como una hipnótica sugestionada, con la respiración
anhelante. Cogióla él, la sentó sobre sus rodillas, la apretó fuertemente a su pecho, y teniendo su mejilla
apretada contra la mejilla de la muchacha, que echaba fuego, estalló diciendo:
––¡Ay, Rosario, Rosario, yo no sé lo que me pasa, yo no sé lo que es de mí! Esa mujer que tú dices que
es mala, sin conocerla, me ha vuelto ciego al darme la vista. Yo no vivía, y ahora vivo; pero ahora que vivo
es cuando siento lo que es morir. Tengo que defenderme de esa mujer, tengo que defenderme de su mirada.
¿Me ayudarás tú, Rosario, me ayudarás a que de ella me defienda?
Un ¡sí! tenuísimo, con susurro que parecía venir de otro mundo, rozó el oído de Augusto.
––Yo ya no sé lo que me pasa, Rosario, ni lo que digo, ni lo que hago, ni lo que pienso; yo ya no sé si
estoy o no enamorado de esa mujer, de esa mujer a la que llamas mala...
––Es que yo, don Augusto...
––Augusto, Augusto...
––Es que yo, Augusto...
––Bueno, cállate, basta ––y cerraba él los ojos––, no digas nada, déjame hablar solo, conmigo mismo.
Así he vivido desde que se murió mi madre, conmigo mismo, nada más que conmigo; es decir, dormido. Y
no he sabido lo que es dormir juntamente, dormir dos un mismo sueño. ¡Dormir juntos! No estar juntos
durmiendo cada cual su sueño, ¡no!, sino dormir juntos, ¡dormir juntos el mismo sueño! ¿Y si durmiéramos
tú y yo, Rosario, el mismo sueño?
––Y esa mujer... ––empezó la pobre chica, temblando entre los brazos de Augusto y con lágrimas en la
voz.
––Esa mujer, Rosario, no me quiere... no me quiere... no me quiere... Pero ella me ha enseñado que hay
otras mujeres, por ella he sabido que hay otras mujeres... y alguna podrá quererme... ¿Me querrás tú,
Rosario, dime, me querrás tú? ––y la apretaba como loco contra su pecho.
––Creo que sí... que le querré...
––¡Que te querré, Rosario, que te querré!
––Que te querré...
––¡Así, así, Rosario, así! ¡Eh!
En aquel momento se abrió la puerta, apareció Liduvina, y exclamando: ¡ah!, volvió a cerrarla. Augusto
se turbó mucho más que Rosario, la cual, poniéndose rápidamente en pie, se atusó el pelo, se sacudió el
cuerpo y con voz entrecortada dijo:
––Bueno, señorito, ¿hacemos la cuenta?
––Sí, tienes razón. Pero volverás, eh, volverás.
––Sí, volveré.
––¿Y me perdonas todo?, ¿me lo perdonas?
––¿Perdonarle... qué?
––Esto, esto... Ha sido una locura. ¿Me lo perdonas?
––Yo no tengo nada que perdonarle, señorito. Y lo que debe hacer es no pensar en esa mujer.
––Y tú, ¿pensarás en mí?
––Vaya, que tengo que irme.
Arreglaron la cuenta y Rosario se fue. Y apenas se había ido entró Liduvina:
––¿No me preguntaba usted el otro día, señorito, en qué se conoce si un hombre está o no enamorado?
––En efecto.
––Y le dije en que hace o dice tonterías. Pues bien, ahora puedo asegurarle que usted está enamorado.
––Pero ¿de quién?, ¿de Rosario?
––¿De Rosario...? ¡Quiá! ¡De la otra!
––Y ¿de dónde sacas eso, Liduvina?
––¡Bah! Usted ha estado diciendo y haciendo a esta lo que no pudo decir ni hacer a la otra.
––Pero ¿tú te crees...?
––No, no, si ya me supongo que no ha pasado a mayores; pero...
––¡Liduvina, Liduvina! ––Como usted quiera, señorito.
El pobre fue a acostarse ardiéndole la cabeza. Y al echarse en la cama, a cuyos pies dormía Orfeo, se
decía: «¡Ay, Orfeo, Orfeo, esto de dormir solo, solo, solo, de dormir un solo sueño! El sueño de uno solo es
la ilusión, la apariencia; el sueño de dos es ya la verdad, la realidad. ¿Qué es el mundo real sino el sueño
que soñamos todos, el sueño común?»
Y cayó en el sueño.
XIII
Pocos días después de esto entró una mañana Liduvina en el cuarto de Augusto diciéndole que una
señorita preguntaba por él.
––¿Una señorita?
––Sí, ella, la pianista.
––¿Eugenia?
––Eugenia, sí. Decididamente no es usted el único que se ha vuelto loco.
El pobre Augusto empezó a temblar. Y es que se sentía reo. Levantóse, lavóse de prisa, se vistió y fue
dispuesto a todo.
––Ya sé, señor don Augusto ––le dijo solemnemente Eugenia en cuanto le vio––, que ha comprado usted
mi deuda a mi acreedor, que está en su poder la hipoteca de mi casa.
––No lo niego.
––Y ¿con qué derecho hizo eso?
––Con el derecho, señorita, que tiene todo ciudadano a comprar lo que bien le parezca y su poseedor
quiera venderlo.
––No quiero decir eso, sino ¿para qué la ha comprado usted?
––Pues porque me dolía verla depender así de un hombre a quien acaso usted sea indiferente y que
sospecho no es más que un traficante sin entrañas.
––Es decir, que usted pretende que dependa yo de usted, ya que no le soy indiferente...
––¡Oh, eso nunca, nunca, nunca! ¡Nunca, Eugenia, nunca! Yo no busco que usted dependa de mí. Me
ofende usted sólo con suponerlo. Verá usted ––y dejándola sola se salió agitadísimo.
Volvió al poco rato trayendo unos papeles.
––He aquí, Eugenia, los documentos que acreditan su deuda. Tómelos usted y haga de ellos lo que
quiera.
––¿Cómo?
––Sí, que renuncio a todo. Para eso lo compré.
––Lo sabía, y por eso le dije que usted no pretende sino hacer que dependa de usted. Me quiere usted
ligar por la gratitud. ¡Quiere usted comprarme!
––¡Eugenia! ¡Eugenia!
––Sí, quiere usted comprarme, quiere usted comprarme; ¡quiere usted comprar... no mi amor, que ese no
se compra, sino mi cuerpo!
––¡Eugenia! ¡Eugenia!
––Esto es, aunque usted no lo crea, una infamia, nada más que una infamia.
––¡Eugenia, por Dios, Eugenia!
––¡No se me acerque usted más, que no respondo de mí!
––Pues bien, sí, me acerco. ¡Pégame, Eugenia, pégame; insúltame, escúpeme, haz de mí lo que quieras!
––No merece usted nada ––y Eugenia se levantó––; me voy, pero ¡cónstele que no acepto su limosna o su
oferta! Trabajaré más que nunca; haré que trabaje mi novio, pronto mi marido, y viviremos. Y en cuanto a
eso, quédese usted con mi casa.
––Pero ¡si yo no me opongo, Eugenia, a que usted se case con ese novio que dice!
––¿Cómo?, ¿cómo? ¿A ver?
––¡Si yo no he hecho esto para que usted, ligada por gratitud, acceda a tomarme por marido!... ¡Si yo
renuncio a mi propia felicidad, mejor dicho, si mi felicidad consiste en que usted sea feliz y nada más, en
que sea usted feliz con el marido que libremente escoja!...
––¡Ah, ya, ya caigo; usted se reserva el papel de heroica víctima, de mártir! Quédese usted con la casa, le
digo. Se la regalo.
––Pero, Eugenia, Eugenia...
––¡Baste!
Y sin más mirarle, aquellos dos ojos de fuego desaparecieron.
Quedóse Augusto un momento fuera de sí, sin darse cuenta de que existía, y cuando sacudió la niebla de
confusión que le envolviera tomó el sombrero y se echó a la calle, a errar a la aventura. Al pasar junto a una
iglesia, San Martín, entró en ella, casi sin darse cuenta de lo que hacía. No vio al entrar sino el mortecino
resplandor de la lamparilla que frente al altar mayor ardía. Parecíale respirar oscuridad, olor a vejez, a
tradición sahumada en incienso, a hogar de siglos, y andando casi a tientas fue a sentarse en un banco.
Dejóse en él caer más que sé sentó. Sentíase cansado, mortalmente cansado y como si toda aquella
oscuridad, toda aquella vejez que respiraba le pesasen sobre el corazón. De un susurro que parecía venir de
lejos, de muy lejos, emergía una tos contenida de cuando en cuando. Acordóse de su madre.
Cerró los ojos y volvió a soñar aquella casa dulce y tibia, en que la luz entraba por entre las blancas
flores bordadas en los visillos. Volvió a ver a su madre, yendo y viniendo sin ruido, siempre de negro, con
aquella su sonrisa que era poso de lágrimas. Y repasó su vide toda de hijo, cuando formaba parte de su
madre y vivía a su amparo, y aquella muerte lenta, grave, dulce a indolorosa de la pobre señora, cuando se
fue como un eve peregrine que emprende sin ruido el vuelo. Luego recordó o resoñó el encuentro de Orfeo,
y al poco rato encontróse sumido en un estado de espíritu en que pasaban ante él, en cinematógrafo, las más
extrañas visiones.
Junto a él un hombre susurraba rezos. El hombre se levantó para salir y él le siguió. A la salida de la
iglesia el hombre aquel mojó los dedos índice y corazón de su diestra en el aguabenditera y ofreció agua
bendita a Augusto, santiguándose luego. Encontráronse en la cancela.
––¡Don Avito! ––––exclamó Augusto.
––¡El mismo, Augustito, el mismo!
––Pero ¿usted por aquí?
––Sí, yo por aquí; enseña mucho la vida, y más la muerte; enseñan más, mucho más que la ciencia.
––Pero ¿y el candidato a genio?
Don Avito Carrascal le contó la lamentable historia de su hijo. Y concluyó diciéndo: «Ya ves, Augustito,
cómo he venido a esto...»
Augusto callaba mirando al suelo. Iban por la Alameda.
––Sí, Augusto, sí ––prosiguió don Avito––; la vida es la única maestra de la vida; no hay pedagogía que
valga. Sólo se aprende a vivir viviendo, y cada hombre tiene que recomenzar el aprendizaje de la vida de
nuevo...
––¿Y la labor de las generaciones, don Avito, el legado de los siglos?
––No hay más que dos legados: el de las ilusiones y el de los desengaños, y ambos sólo se encuentran
donde nos encontramos hace poco: en el templo. De seguro que te llevó allá o una gran ilusión o un gran
desengaño.
––Las dos cosas.
––Sí, las dos cosas, sí. Porque la ilusión, la esperanza, engendra el desengaño, el recuerdo, y el
desengaño, el recuerdo, engendra a su vez la ilusión, la esperanza. La ciencia es realidad, es presente,
querido Augusto, y yo no puedo vivir ya de nada presente. Desde que mi pobre Apolodoro, mi víctima ––y
al decir esto le lloraba la voz––, murió, es decir, se mató, no hay ya presente posible, no hay ciencia ni
realidad que valgan para mí; no puedo vivir sino recordándole o esperándole. Y he ido a parar a ese hogar
de todas las ilusiones y todos los desengaños: ¡a la iglesia!
––¿De modo es que ahora cree usted?
––¡Qué sé yo...!
––Pero ¿no cree usted?
––No sé si creo o no creo; sé que rezo. Y no sé bien lo que rezo. Somos unos cuantos que al anochecer
nos reunimos ahí a rezar el rosario. No sé quiénes son, ni ellos me conocen, pero nos sentimos solidarios,
en íntima comunión unos con otros. Y ahora pienso que a la humanidad maldita la falta que le hacen los
genios.
––¿Y su mujer, don Avito?
––¡Ah, mi mujer! ––exclamó Carrascal, y una lágrima que se le había asomado a un ojo pareció irradiarle
luz interna––. ¡Mi mujer!, ¡la he descubierto! Hasta mi tremenda desgracia no he sabido lo que tenía en
ella. Sólo he penetrado en el misterio de la vida cuando en las noches terribles que sucedieron al suicidio de
mi Apolodoro reclinaba mi cabeza en el regazo de ella, de la madre, y lloraba, lloraba, lloraba. Y ella,
pasándome dulcemente la mano por la cabeza, me decía: «¡Pobre hijo mío!, ¡pobre mío!» Nunca, nunca ha
sido más madre que ahora. Jamás creí al hacerla madre, ¿y cómo?, nada más que para que me diese la
materia prima del genio... jamás creí al hacerla madre que como tal la necesitaría para mí un día. Porque yo
no conocí a mi madre, Augusto, no la conocí; yo no he tenido madre, no he sabido qué es te nerla hasta que
al perder mi mujer a mi hijo y suyo se ha sentido madre mía. Tú conociste a tu madre, Augusto, a la
excelente doña Soledad; si no, te aconsejaría que te casases.
––La conocí, don Avito, pero la perdí, y ahí, en la iglesia, estaba recordándola...
––Pues si quieres volver a tenerla, ¡cásate, Augusto, cásate!
––No, aquélla no, aquélla, no la volveré a tener
––Es verdad, pero ¡cásate!
––¿Y cómo? ––añadió Augusto con una forzada sonrisa y recordando lo que había oído de una de las
doctrinal de don Avito–– ¿cómo?, ¿deductiva o inductivamente?
––¡Déjate ahora de esas cosas; por Dios, Augusto, no me recuerdes tragedias! Pero... En fin, si te he de
seguir el humor, ¡cásate intuitivamente!
––¿Y si la mujer a quien quiero no me quiere?
––Cásate con la mujer que te quiera, aunque no lo quieras tú. Es rnejor casarse para que le conquisten a
uno el amor que para conquistarlo. Busca una que te quiera.
Por la mente de Augusto pasó en rapidísima visión la imagen de la chica de la planchadora. Porque se
había hecho la ilusión de que aquella pobrecita quedó enamorada de él.
Cuando al cabo Augusto se despidió de don Avito dirigióse al Casino. Quería despejar la niebla de su
cabeza y la de su corazón echando una partida de ajedrez con Víctor.
XIV
Notó Augusto que algo insólito le ocurría a su amigo Víctor; no acertaba ninguna jugada, estaba
displicente y silencioso.
––Víctor, algo te pasa...
––Sí, hombre, sí; me pasa una cosa grave. Y como necesito desahogo, vamos fuera; la noche está muy
hermosa; te lo contaré.
Víctor, aunque el más íntimo amigo de Augusto, le llevaba cinco o seis años de edad y hacía más de doce
que estaba casado, pues contrajo matrimonio siendo muy joven, por deber de conciencia, según decían. No
tenía hijos.
Cuando estuvieron en la calle, Víctor comenzó:
––Ya sabes, Augusto, que me tuve que casar muy joven...
––¿Que te tuviste que casar?
––Sí, vamos, no te hagas el de nuevas, que la murmuración llega a todos. Nos casaron nuestros padres,
los míos y los de mi Elena, cuando éramos unos chiquillos. Y el matrimonio fue para nosotros un juego.
Jugábamos a marido y mujer. Pero aquello fue una falsa alarma...
––¿Qué es lo que fue una falsa alarma?
––Pues aquello porque nos casaron. Pudibundeces de nuestros sendos padres. Se enteraron de un desliz
nuestro, que tuvo su cachito de escándalo, y sin esperar a ver qué consecuencias tenía, o si las tenía, nos
casaron.
––Hicieron bien.
––No diré yo tanto. Mas el caso fue que ni tuvo consecuencias aquel desliz ni las tuvieron los
consiguientes deslices de después de casados.
––¿Deslices?
––Sí, en nuestro caso no eran sino deslices. Nos deslizábamos. Ya te he dicho que jugábamos a marido y
mujer...
––¡Hombre!
––No, no seas demasiado malicioso. Éramos y aún somos jóvenes para pervertirnos. Pero en lo que
menos pensábamos era en constituir un hogar. Éramos dos mozuelos que vivían juntos haciendo eso que se
llama vida marital. Pero pasó el año y al ver que no venía fruto empezamos a ponernos de morro, a
mirarnos un poco de reojo, a incriminarnos mutuamente en silencio. Yo no me avenía a no ser padre. Era
un hombre ya, tenía más de veintiún años y, francamente, eso de que yo fuese menos que otros, menos que
cualquier bárbaro que a los nueve meses justos de haberse casado, o antes, tiene su primer hijo... a esto no
me resignaba.
––Pero, hombre, ¿qué culpa...?
––Y, es claro, yo, aun sin decírselo, le echaba la culpa a ella y me decía: «Esta mujer es estéril y te pone
en ridículo.» Y ella, por su parte, no me cabía duda, me culpaba a mí, y hasta suponía, qué sé yo...
––¿Qué?
––Nada, que cuando pasa un año y otro y otro y el matrimonio no tiene hijos, la mujer da en pensar que
la culpa es del marido y que lo es porque no fue sano al matrimonio, porque llevó cualquier dolencia... El
caso es que nos sentíamos enemigos el uno del otro; que el demonio se nos había metido en casa. Y al fin
estalló el tal demonio y llegaron las reconvenciones mutuas y aquello de «tú no sirves» y «quien no sirve
eres tú» y todo lo demás.
––¿Sería por eso que hubo una temporada, a los dos o tres años de haberte casado, que anduviste tan
malo, tan preocupado, neurasténico?, ¿cuando tuviste que ir solo a aquel sanatorio?
––No, no fue eso... fue algo peor.
Hubo un silencio. Víctor miraba al suelo.
––Bueno, bueno, guárdatelo; no quiero romper tus secretos.
––¡Pues sea, te lo diré! fue que exacerbado por aquellas querellas intestinas con mi pobre mujer, llegué a
imaginarme que la cuestión dependía no de la intensidad de lo que sea, sino del número, ¿me entiendes?
––Sí, creo entenderte...
––Y di en dedicarme a comer como un bárbaro lo que creí más sustancioso y nutritivo y bien sazonado
con todo género de especias, en especial las que pasan por más afrodisiacas, y a frecuentar lo más posible a
mi mujer. Y, claro...
––Te pusiste enfermo.
––¡Natural! Y si no acudo a tiempo y entramos en razón me las lío al otro mundo. Pero curé de aquello
en ambos sentidos, volví a mi mujer y nos calmamos y resignamos. Y poco a poco volvió a reinar en casa
no ya la paz, sino hasta la dicha. Al principio de esta nueva vida, a los cuatro o cinco años de casados,
lamentábamos alguna que otra vez nuestra soledad, pero muy pronto no sólo nos consolamos, sino que nos
habituamos. Y acabamos no sólo por no echar de menos a los hijos, sino hasta por compadecer a los que los
tienen. Nos habituamos uno a otro, nos hicimos el uno costumbre del otro. Tú no puedes entender esto...
––No, no lo entiendo.
––Pues bien; yo me hice una costumbre de mi mujer y Elena se hizo una costumbre mía. Todo estaba
moderadamente regularizado en nuestra casa, todo, lo mismo que las comidas. A las doce en punto, ni
minuto más ni minuto menos, la sopa en la mesa, y de tal modo, que comemos todos los días casi las
mismas cosas, en el mismo orden y en la misma cantidad. Aborrezco el cambio y lo aborrece Elena. En mi
casa se vive al reló.
––Vamos, sí, esto me recuerda lo que dice nuestro amigo Luis del matrimonio Romera, que suele decir
que son marido y mujer solterones.
––En efecto, porque no hay solterón más solterón y recalcitrante que el casado sin hijos. Una vez, para
suplir la falta de hijos, que al fin y al cabo ni en mí había muerto el sentimiento de la paternidad ni menos el
de la maternidad en ella, adoptamos, o si quieres prohijamos, un perro; pero al verle un día morir a nuestra
vista, porque se le atravesó un hueso en la garganta, y ver aquellos ojos húmedos que parecían suplicarnos
vida, nos entró una pena y un horror tal que no quisimos más perros ni cosa viva. Y nos contentamos con
unas muñecas, unas grandes peponas, que son las que has visto en casa, y que mi Elena viste y desnuda.
––Esas no se os morirán.
––En efecto. Y todo iba muy bien y nosotros contentísimos. Ni me turban el sueño llantos de niño, ni
tenía que preocuparme de si será varón o hembra y qué he de hacer de él o de ella... Y, además, he tenido
siempre mi mujer a mi disposición, cómodamente, sin estorbos de embarazos ni de lactancias; en fin, ¡un
encanto de vida!
––¿Sabes que eso en poco o nada se diferencia ...?
––¿De qué? ¿De un arrimo ilegal? Así lo creo. Un matrimonio sin hijos puede llegar a convertirse en una
especie de concubinato legal, muy bien ordenado, muy higiénico, relativamente casto, pero, en fin, ¡lo
dicho! Marido y mujer solterones, pero solterones arrimados, en efecto. Y así han transcurrido estos más de
once años, van para doce... Pero ahora... ¿sabes lo que me pasa?
––Hombre, ¿cómo lo he de saber?
––Pero ¿no sabes lo que me pasa?
––Como no sea que has dejado encinta a tu mujer...
––Eso, hombre, eso. ¡Figúrate qué desgracia!
––¿Desgracia? ¿Pues no lo deseasteis tanto...?
––Sí, al principio, los dos o tres primeros años, poco más. Pero ahora, ahora... Ha vuelto el demonio a
casa, han vuelto las disensiones. Y ahora como antaño cada uno de nosotros culpaba al otro de la esterilidad
del lazo, ahora cada uno culpa al otro de esto que se nos viene. Y ya empezamos a llamarle... no, no te lo
digo...
––Pues no me lo digas si no quieres.
––Empezamos a llamarle ¡el intruso! Y yo he soñado que se nos moría una mañana con un hueso
atravesado en la garganta...
––¡Qué barbaridad!
––Sí, tienes razón, una barbaridad. Y ¡adiós regularidad, adiós comodidad, adiós costumbres! Todavía
ayer estaba Elena de vómitos; parece que es una de las molestias anejas al estado que llaman... ¡Interesante!
¡Interesante! ¡Interesante! ¡Vaya un interés! ¡De vómito! ¿Has visto nada más indecoroso, nada más sucio?
––Pero ¿ella estará gozosísima al sentirse madre?
––¿Ella? ¡Como yo! Esto es una mala jugada de la Providencia, de la Naturaleza o de quien sea, una
burla. Si hubiera venido... el nene o nena, lo que fuere... si hubiera venido cuando, inocentes tórtolos llenos,
más que de amor paternal, de vanidad, le esperábamos; si hubiera venido cuando creíamos que el no tener
hijos era ser menos que otros; si hubiera venido entonces, ¡santo y muy bueno!, pero ¿ahora, ahora? Te
digo que esto es una burla. Si no fuera por...
––¿Qué hombre, qué?
––Te lo regalaba, para que hiciese compañía a Orfeo.
––Hombre, cálmate, y no digas disparates...
––Tienes razón, disparato. Perdóname. Pero ¿te parece bien, al cabo de cerca de doce años, cuando nos
iba tan ricamente, cuando estábamos curados de la ridícula vanidad de los recién casados, venirnos esto? Es
claro, ¡vivíamos tan tranquilos, tan seguros, tan confiados...!
––¡Hombre, hombre!
––Tienes razón, sí, tienes razón. Y lo más terrible es, ¿a que no te figuras?, que mi pobre Elena no puede
defenderse del sentimiento del ridículo que la asalta. ¡Se siente en ridículo!
––Pues no veo...
––No, tampoco yo lo veo, pero así es; se siente en ridículo. Y hace tales cosas que temo por el... intruso...
o intrusa.
––¡Hombre! ––exclamó Augusto alarmado.
––¡No, no, Augusto, no, no! No hemos perdido el sentido moral, y Elena, que es como sabes
profundamente religiosa, acata, aunque a regañadientes, los designios de la Providencia y se resigna a ser
madre. Y será buena madre, no me cabe de ello duda, muy buena madre. Pero es tal el sentimiento del
ridículo en ella, que para ocultar su estado, para encubrir su embarazo, la creo capaz de cosas que... En fin,
no quiero pensar en ello. Por de pronto, hace ya una semana que no sale de casa; dice que le da vergüenza,
que se le figura que van a quedarse todos mirándola en la calle. Y ya habla de que nos vayamos, de que si
ella ha de salir a tomar el aire y el sol cuando esté ya en meses mayores, no ha de hacerlo donde haya
gentes que la conozcan y que acaso vayan a felicitarla por ello.
Callaron los dos amigos un rato, y después que el breve silencio selló el relato dijo Víctor:
––Conque ¡anda, Augusto, anda y cásate, para que acaso te suceda algo por el estilo; anda y cásate con la
pianista!
––Y ¡quién sabe...! ––dijo Augusto como quien habla consigo mismo–– ¡quién sabe...! Acaso casándome
volveré a tener madre...
––Madre, sí ––añadió Víctor––, ¡de tus hijos! Si los tienes...
––¡Y la madre mía! Acaso ahora, Víctor, empieces a tener en tu mujer una madre, una madre tuya.
––Lo que voy a empezar ahora es a perder noches...
––O a ganarlas, Víctor, o a ganarlas.
––En fin, que no sé lo que me pasa, ni lo que nos pasa. Y yo por mí creo que llegaría a resignarme; pero
mi Elena, mi pobre Elena... ¡Pobrecita!
––¿Ves? Ya empiezas a compadecerla.
––En fin, Augusto, ¡que pienses mucho antes de casarte!
Y se separaron.
Augusto entró en su casa llena la cabeza de cuanto había oído a don Avito y a Víctor. A penas se
acordaba ya ni de Eugenia ni de la hipoteca liberada, ni de la mozuela de la planchadora.
Cuando al entrar en casa salió saltando a recibirle Orfeo, le cogió, le tentó bien el gaznate, y apretándole
el seno le dijo: «Cuidado con los huesos, Orfeo, mucho cuidadito con ellos, ¿eh? No quiero que te
atragantes con uno; no quiero verte morir a mis ojos suplicándome vida. Ya ves, Orfeo, don Avito, el
pedagogo, se ha convertido a la religión de sus abuelos... ¡es la herencia! Y Víctor no se resigna a ser padre.
Aquel no se consuela de haber perdido a su hijo y este no se consuela de ir a tenerlo. y ¡qué ojos, Orfeo,
qué ojos! ¡Cómo le fulguraban cuando me dijo: “¡Quiere usted comprarme!, ¡quiere usted comprar no mi
amor, que ese no se compra, sino mi cuerpo! ¡Quédese con mi casa!” ¡Comprar yo su cuerpo... su cuerpo...!
¡Si me sobra el mío, Orfeo, me sobra el mío! Lo que yo necesito es alma, alma, alma. Y una alma de fuego,
como la que irradia de los ojos de ella, de Eugenia. ¡Su cuerpo... su cuerpo... sí, su cuerpo es magnífico,
espléndido, divino; pero es que su cuerpo es alma, alma pura, todo él vida, todo él significación, todo él
idea! A mí me sobra el cuerpo, Orfeo, me sobra el cuerpo porque me falta alma. O ¿no es más bien que me
falta alma porque me sobra cuerpo? Yo me toco el cuerpo, Orfeo, me lo palpo, me lo veo, pero ¿el alma?,
¿dónde está mi alma?, ¿es que la tengo? Sólo la sentí resollar un poco cuando tuve aquí abrazada, sobre mis
rodillas, a Rosario, a la pobre Rosario; cuando ella lloraba y lloraba yo. Aquellas lágrimas no podían salir
de mi cuerpo; salían de mi alma. El alma es un manantial que sólo se revela en lágrimas. Hasta que se llora
de veras no se sabe si se tiene o no alma. Y ahora vamos a dormir, Orfeo, si es que nos dejan.»
XV
XVI
––Eres imposible, Mauricio ––le decía Eugenia a su novio, en el cuchitril aquel de la portería––, comple-
tamente imposible, y si sigues así, si no sacudes esa pachorra, si no haces algo para buscarte una colocación
y que podamos casarnos, soy capaz de cualquier disparate.
––¿De qué disparate? Vamos, di, rica ––y le acariciaba el cuello ensortijándose en uno de sus dedos un
rizo de la nuca de la muchacha.
––Mira, si quieres, nos casamos así y yo seguiré trabajando... para los dos.
––Pero ¿y qué dirán de mí, mujer, si acepto semejante cosa?
––¿Y a mí qué me importa lo que de ti digan?
––¡Hombre, hombre, eso es grave!
––Sí, a mí no me importa eso; lo que yo quiero es que esto se acabe cuanto antes...
––¿Tan mal nos va?
––Sí, nos va mal, muy mal. Y si no te decides soy capaz de...
––¿De qué, vamos?
––De aceptar el sacrificio de don Augusto.
––¿De casarte con él?
––¡No, eso nunca! De recobrar mi finca.
––Pues ¡hazlo, rica, hazlo! Si esa es la solución y no otra...
––Y te atreves...
––¡Pues no he de atreverme! Ese pobre don Augusto me parece a mí que no anda bien de la cabeza, y
pues ha tenido ese capricho, no creo que debemos molestarle...
––De modo que tú...
––Pues ¡claro está, rica, claro está!
––Hombre, al fin y al cabo.
––No tanto como tú quisieras, según te explicas. Pero ven acá...
––Vamos, déjame, Mauricio; ya te he dicho cien veces que no seas...
––Que no sea cariñoso...
––¡No, que no seas... bruto! Estáte quieto. Y si quieres más confianzas sacude esa pereza, busca de veras
trabajo, y lo demás ya lo sabes. Conque, a ver si tienes juicio, ¿eh? Mira que ya otra vez te di una bofetada.
––¡Y qué bien que me supo! ¡Anda rica, dame otra! Mira, aquí tienes mi cara...
––No lo digas mucho...
––¡Anda, vamos!
––No, no quiero darte ese gusto.
––¿Ni otro?
––Te he dicho que no seas bruto. Y te repito que si no te das prisa a buscar trabajo soy capaz de aceptar
eso.
––Pues bien, Eugenia, ¿quieres que te hable con el corazón en la mano, la verdad, toda la verdad?
––¡Habla!
––Yo te quiero mucho, pero mucho, estoy completamente chalado por ti, pero eso del matrimonio me
asusta, me da un miedo atroz. Yo nací haragán por temperamento, no te lo niego; lo que más me molesta es
tener que trabajar, y preveo que si nos casamos, y como supongo que tú querrás que tengamos hijos...
––¡Pues no faltaba más!
––Voy a tener que trabajar, y de firme, porque la vida es cara. Y eso de aceptar el que seas tú la que
trabaje, ¡eso, nunca, nunca, nunca! Mauricio Blanco Clará no puede vivir del trabajo de una mujer. Pero
hay acaso una solución que sin tener yo que trabajar ni tú se arregle todo...
––A ver, a ver...
––Pues... ¿me prometes, chiquilla, no incomodarte?
––¡Anda, habla!
––Por todo lo que yo sé y lo que te he oído, ese pobre don Augusto es un panoli, un pobre diablo; vamos,
un...
––¡Anda, sigue!
––Pero no te me incomodarás.
––¡Que sigas te he dicho!
––Es, pues, como venía diciéndote, un... predestinado. Y acaso lo mejor sea no sólo que aceptes eso de tu
casa, sino que...
––Vamos, ¿qué?
––Que le aceptes a él por marido.
––¿Eh? ––y se puso ella en pie.
––Le aceptas, y como es un pobre hombre, pues... todo se arregla...
––¿Cómo que se arregla todo?
––Sí, él paga, y nosotros...
––Nosotros... ¿qué?
––Pues nosotros...
––¡Basta!
Y se salió Eugenia, con los ojos hechos un incendio y diciéndose: «Pero ¡qué brutos, qué brutos! Jamás
lo hubiera creído... ¡Qué brutos!» Y al llegar a su casa se encerró en su cuarto y rompió a llorar. Y tuvo que
acostarse presa de una fiebre.
Mauricio se quedó un breve rato como suspenso; mas pronto se repuso, encendió un cigarrillo, salió a la
calle y le echó un piropo a la primera moza de garbo que pasó a su lado. Y aquella noche hablaba, con un
amigo, de don Juan Tenorio.
––A mí ese tío no acaba de convencerme ––decía Mauricio––; eso no es más que teatro.
––¡Y que lo digas tú, Mauricio, que pasas por un Tenorio, por un seductor!
––¿Seductor?, ¿seductor yo? ¡Qué cosas se inventan, Rogelio!
––¿Y lo de la pianista?
––¡Bah! ¿Quieres que te diga la verdad, Rogelio?
––¡ Venga!
––Pues bien; de cada cien líos, más o menos honrados, y ese a que aludías es honradísimo, ¡eh!, de cada
cien líos entre hombre y mujer, en más de noventa la seductora es ella y el seducido es él.
––Pues qué, ¿me negarás que has conquistado a la pianista, a la Eugenia?
––Sí, te lo niego; no soy yo quien la ha conquistado, sino ella quien me ha conquistado a mí.
––¡Seductor!
––Como quieras... Es ella, ella. No supe resistirme.
––Para el caso es igual...
––Pero me parece que eso se va a acabar y voy a encontrarme otra vez libre. Libre de ella, claro, porque
no respondo de que me conquiste otra. ¡Soy tan débil! Si yo hubiera nacido mujer...
––Bueno, ¿y cómo se va a acabar?
––Porque... pues, ¡porque he metido la pata! Quise que siguiéramos, es decir, que empezáramos las
relaciones, ¿entiendes?, sin compromiso ni consecuencias... y, ¡claro!, me parece que me va a dar soleta.
Esa mujer quería absorberme.
––¡Y te absorberá!
––¡Quién sabe ...! ¡Soy tan débil! Yo nací para que una mujer me mantenga, pero con dignidad, ¿sabes?,
y si no, ¡nada!
––Y ¿a qué llamas dignidad?, ¿puede saberse?
––¡Hombre, eso no se pregunta! Hay cosas que no pueden definirse.
––¡Es verdad! ––contestó con profunda convicción Rogelio, añadiendo––: Y si la pianista te deja, ¿qué
vas a hacer?
––Pues quedar vacante. Y a ver si alguna otra me conquista. ¡He sido ya conquistado tantas veces ...!
Pero esta, con eso de no ceder, de mantenerse siempre a honesta distancia, de ser honrada, en fin, porque
como honrada lo es hasta donde la que más, con todo eso me tenía chaladito, pero del todo chaladito.
Habría acabado por hacer de mí lo que hubiese querido. Y ahora, si me deja, lo sen tiré, y mucho, pero me
veré libre.
––¿Libre?
––Libre, sí, para otra.
––Yo creo que haréis las paces...
––¡Quién sabe!... Pero lo dudo, porque tiene un geniecito... Y hoy la ofendí, la verdad, la ofendí.
XVII
––¿Te acuerdas, Augusto ––le decía Víctor––, de aquel don Eloíno Rodríguez de Alburquerque y
Álvarez de Castro?
––¿Aquel empleado de Hacienda tan aficionado a correrla, sobre todo de lo baratito?
––El mismo. Pues bien... ¡se ha casado!
––¡Valiente carcamal se lleva la que haya cargado con él!
––Pero lo estupendo es su manera de casarse. Entérate y vé tomando notas. Ya sabrás que don Eloíno
Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro, a pesar de sus apellidos, apenas si tiene sobre qué caerse
muerto ni más que su sueldo en Hacienda, y que está, además, completamente averiado de salud.
––Tal vida ha llevado.
––Pues el pobre padece una afección cardiaca de la que no puede recobrarse. Sus días están contados.
Acaba de salir de un achuchón gravísimo, que le ha puesto a las puertas de la muerte y le ha llevado al
matrimonio, pero a otro... revienta. Es el caso que el pobre hombre andaba de casa en casa de huéspedes y
de todas partes tenía que salir, porque por cuatro pesetas no pueden pedirse gollerías ni canguingos en mojo
de gato y él era muy exigente. Y no del todo limpio. Y así rodando de casa en casa fue a dar a la de una
venerable patrona, y entrada en años, mayor que él que, como sabes, más cerca anda de los sesenta que de
los cincuenta, y viuda dos veces; la primera, de un carpintero que se suicidó tirándose de un andamio a la
calle, y a quien recuerda a menudo como su Rogelio, y la segunda, de un sargento de carabineros que le
dejó al morir un capitalito que le da una peseta al día. Y hete aquí que hallándose en casa de esta señora
viuda da mi don Eloíno en ponerse malo, muy malo, tan malo que la cosa parecía sin remedio y que se
moría. Llamaron primero a que le viera don José, y luego a don Valentín. Y el hombre, ¡a morir! Y su
enfermedad pedía tantos y tales cuidados, y a las veces no del todo aseados, que monopolizaba a la patrona,
y los otros huéspedes empezaban ya a amenazar con marcharse. Y don Eloíno, que no podía pagar mucho
más, y la doble viuda diciéndole que no podía tenerle más en su casa, pues le estaba perjudicando el nego-
cio. «Pero ¡por Dios, señora, por caridad! ––parece que le decía él–– ¿Adónde voy yo en este estado, en
qué otra casa van a recibirme? Si usted me echa tendré que ir a morirme al hospital... ¡Por Dios, por
caridad!, ¡para los días que he de vivir...!» Porque él estaba convencido de que se moría y muy pronto. Pero
ella, por su parte, lo que es natural, que su casa no era hospital, que vivía de su ne gocio y que se estaba ya
perjudicando. Cuando en esto a uno de los compañeros de oficina de don Eloíno se le ocurre una idea
salvadora, y fue que le dijo: «Usted no tiene, don Eloíno, sino un medio de que esta buena señora se avenga
a tenerle en su casa mientras viva.» «¿Cuál?» , preguntó él. «Primero ––le dijo el amigo–– sepamos lo que
usted se cree de su enfermedad.» «Ah, pues yo, que he de durar poco, muy poco; acaso no lleguen a verme
con vida mis hermanos.» « ¿Tan mal se cree usted?» «Me siento morir ...» «Pues si así es, le queda un
medio de conseguir que esta buena mujer no le ponga de patitas en la calle, obligándole a irse al hospital.»
«Y ¿cuál es?» « Casarse con ella.» « ¿Casarme con ella?, ¿con la patrona? ¿Quién, yo? ¡Un Rodríguez de
Alburquerque y Álvarez de Castro! ¡Hombre, no estoy para bromas! » Y parece que la ocurrencia le hizo
un efecto tal que a poco se queda en ella.
––Y no es para menos.
––Pero el amigo, así que él se repuso de la primera sorpresa, le hizo ver que casándose con la patrona le
dejaba trece duros mensuales de viudedad, que de otro modo no aprovecharía nadie y se irían al Estado. Ya
ves tú...
––Sí, sé de más de uno, amigo Víctor, que se ha casado nada mas que para que el Estado no se ahorrase
una viudedad. ¡Eso es civismo!
––Pero si don Eloíno rechazó indignado tal proposición, figúrate lo que diría la patrona: «¿Yo? ¿Casarme
yo, a mis años, y por tercera vez, con ese carcamal? ¡Qué asco!» Pero se informó del médico, le aseguraron
que no le quedaban a don Eloíno sino muy pocos días de vida, y diciendo: «La verdad es que trece duros al
mes me arreglan», acabó aceptándolo. Y entonces se le llamó al párroco, al bueno de don Matías, varón
apostólico, como sabes, para que acabase de convencer al desahuciado. «Sí, sí, sí ––dijo don Matías––; sí,
¡pobrecito!, ¡pobrecito!» Y le convenció. Llamó luego don Eloíno a Correíta y dicen que le dijo que quería
reconciliarse con él ––estaban reñidos––, y que fuese testigo de su boda. «Pero ¿se casa usted, don
Eloíno?» «Sí, Correíta, sí, ¡me caso con la patrona!, ¡con doña Sinfo!; ¡yo, un Rodríguez de Alburquerque y
Álvarez de Castro, figúrate! Yo porque me cuide los pocos días de vida que me queden... no sé si llegarán
mis hermanos a tiempo de verme vivo... y ella por los trece duros de viudedad que le dejo.» Y cuentan que
cuando Correíta se fue a su casa y se lo contó todo, como es natural, a su mujer, a Emilia, esta exclamó:
«Pero ¡tú eres un majadero, Pepe! ¿Por qué no le dijiste que se casase con Encarna ––Encarnación es una
criada, ni joven ni guapa, que llevó Emilia como de dote a su matrimonio––, que le habría cuidado por los
trece duros de viudedad tan bien como esa tía?» Y es fama que la Encarna añadió: «Tiene usted razón,
señorita; también yo me hubiera casado con él y le habría cuidado lo que viviese, que no será mucho, por
trece duros.»
––Pero todo eso, Víctor, parece inventado.
––Pues no lo es. Hay cosas que no se inventan. Y aún falta lo mejor. Y me contaba don Valentín, que es
después de don José quien ha estado tratando a don Eloíno, que al ir un día a verle y encontrarse con don
Matías revestido, creyó que era para darle la Extremaunción al enfermo, y le dicen que estaba casándole. Y
al volver más tarde le acompañó hasta la puerta la recién casada patrona, ¡por tercera vez!, y con voz
compungida y ansiosa le preguntaba: «Pero, diga usted, don Valentín, ¿vivirá?, ¿vivirá todavía?» «No,
señora, no; es cuestión de díás...» «Se morirá pronto, ¿eh?» «Sí, muy pronto.» «Pero ¿de veras se morirá?»
––¡Qué enormidad!
––Y no es todo. Don Valentín ordenó que no se le diese al enfermo más que leche, y de esta poquita de
cada vez, pero doña Sinfo decía a otro huésped: «¡Quiá! ¡yo le doy de todo lo que me pida! ¡A qué quitarle
sus gustos si ha de vivir tan poco...!» Y luego ordenó que le diese unas ayudas, y ella decía: «¿Unas
ayudas? ¡Uf, qué asco! ¿A ese tío carcamal? ¡Yo, no, yo no! ¡Si hubiese sido a alguno de los otros dos, a
los que quería, con los que me casé por mi gusto! Pero ¿a este?, ¿unas ayudas? ¿Yo? ¡Como no...!»
––¡Todo esto es fantástico!
––No, es histórico. Y llegaron unos hermanos de don Eloíno, hermano y hermana, y él decía abrumado
por la desgracia: «¡Casarse mi hermano, mi hermano, un Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro,
con la patrona de la calle de Pellejeros!, ¡mi hermano, hijo de un presidente que fue de la Audiencia de
Zaragoza, de Za-ra-go-za, con una... doña Sinfo!» Estaba aterrado. Y la viuda del suicida y recién casada
con el desahuciado se decía: «Y ahora verá usted, como si lo viera, ¡con esto de que somos cuñados se irán
sin pagarme el pupilaje, cuando yo vivo de esto!» Y parece que le pagaron, sí, el pupilaje, y se lo pagó el
marido, pero se llevaron un bastón de puño de oro que él tenía.
––¿Y murió?
––Sí, bastante después. Mejoró, mejoró bastante. Y ella, la patrona, decía: «De esto tiene la culpa ese don
Valentín, que le ha entendido la enfermedad... Mejor era el otro, don José, que no se la entendía. Si sólo le
hubiese tratado él, ya estaría muerto, y no que ahora me va a fastidiar.» Ella, doña Sinfo, tiene, además de
los hijos del primer marido, una hija del segundo, del carabinero, y a poco de haberse casado le decía don
Eloíno: « Ven, ven acá; ven, ven que te dé un beso, que ya soy tu padre, eres hija mía...» «Hija, no ––decía
la madre, ¡ahijada!» «¡Hijastra, señora, hijastra! Ven acá... os dejo bien...» Y es fama que la madre
refunfuñaba: «¡Y el sinvergüenza no lo hacía más que para sobarla...! ¡Habráse visto...!» Y luego vino,
como es natural, la ruptura. «Esto fue un engaño, nada más que un engaño, don Eloíno, porque si me casé
con usted fue porque me aseguraron que usted se moría y muy pronto, que si no... ¡pa chasco! Me han en -
gañado, me han engañado.» «También a mí me han engañado, señora. Y ¿qué quería usted que hubiese yo
hecho? ¿Morirme por darle gusto?» «Eso era lo convenido.» «Ya me moriré, señora, ya me moriré... y
antes que quisiera. ¡Un Rodríguez de Alburquerque y Álvarez de Castro!»
Y riñeron por cuestión de unos cuartos más o menos de pupilaje, y acabó ella por echarle de casa.
«¡Adiós, don Eloíno, que le vaya a usted bien!» «Quede usted con Dios, doña Sinfo.» Y al fin se ha muerto
el tercer marido de esta señora dejándola 2,15 pesetas diarias, y además le han dado 500 para lutos. Por
supuesto, que no las ha empleado en tales lutos. A lo más le ha sacado un par de misas, por remordimiento
y por gratitud a los trece duros de viudedad.
––Pero ¡qué cosas, Dios mío!
––Cosas que no se inventan, que no es posible inventar. Ahora estoy recogiendo más datos de esta
tragicomedia, de esta farsa fúnebre. Pensé primero hacer de ello un sainete; pero considerándolo mejor he
decidido meterlo de cualquier manera, como Cervantes metió en su Quijote aquellas novelas que en él
figuran, en una novela que estoy escribiendo para desquitarme de los quebraderos de cabeza que me da el
embarazo de mi mujer.
––Pero ¿te has metido a escribir una novela?
––¿Y qué quieres que hiciese?
––¿Y cuál es su argumento, si se puede saber?
––Mi novela no tiene argumento, o mejor dicho, será el que vaya saliendo. El argumento se hace él solo.
––¿Y cómo es eso?
––Pues mira, un día de estos que no sabía bien qué pacer, pero sentía ansia de hacer algo, una comezón
muy íntima, un escarabajeo de la fantasía, me dije: voy a escribir una novela, pero voy a escribirla como se
vive, sin saber lo que vendrá. Me senté, cogí unas cuartillas y empecé lo primero que se me ocurrió, sin
saber lo que seguiría, sin plan alguno. Mis personajes se irán haciendo según obren y hablen, sobre todo
según hablen; su carácter se irá formando poco a poco. Y a las veces su carácter será el de no tenerlo.
––Sí, como el mío.
––No sé. Ello irá saliendo. Yo me dejo llevar.
––¿Y hay psicología?, ¿descripciones?
––Lo que hay es diálogo; sobre todo diálogo. La cosa es que los personajes hablen, que hablen mucho,
aunque no digan nada.
––Eso te lo habrá insinuado Elena, ¿eh?
––¿Por qué?
––Porque una vez que me pidió una novela para matar el tiempo, recuerdo que me dijo que tuviese
mucho diálogo y muy cortado.
––Sí, cuando en una que lee se encuentra con largas descripciones, sermones o relatos, los salta diciendo:
¡paja!, ¡paja!, ¡paja! Para ella sólo el diálogo no es paja. Y ya ves tú, puede muy bien repartirse un sermón
en un diálogo...
––¿Y por qué será esto?...
––Pues porque a la gente le gusta la conversación por la conversación misma, aunque no diga nada. Hay
quien no resiste un discurso de media hora y se está tres horas charlando en un café. Es el encanto de la
conversación, de hablar por hablar, del hablar roto a interrumpido.
––También a mí el tono de discurso me carga...
––Sí, es la complacencia del hombre en el habla, y en el habla viva... Y sobre todo que parezca que el
autor no dice las cosas por sí, no nos molesta con su personalidad, con su yo satánico. Aunque, por
supuesto, todo lo que digan mis personajes lo digo yo...
––Eso pasta cierto punto...
––¿Cómo hasta cierto punto?
––Sí, que empezarás creyendo que los llevas tú, de tu mano, y es fácil que acabes convenciéndote de que
son ellos los que te llevan. Es muy frecuente que un autor acabe por ser juguete de sus ficciones...
––Tal vez, pero el caso es que en esa novela pienso meter todo lo que se me ocurra, sea como fuere.
––Pues acabará no siendo novela.
––No, será... será... nivola.
––Y ¿qué es eso, qué es nivola?
––Pues le he oído contar a Manuel Machado, el poeta, el hermano de Antonio, que una vez le llevó a don
Eduardo Benoit, para leérselo, un soneto que estaba en alejandrinos o en no sé qué otra forma heterodoxa.
Se lo leyó y don Eduardo le dijo: «Pero ¡eso no es soneto! ...» «No, señor ––le contestó Machado––, no es
soneto, es... sonite. » Pues así con mi novela, no va a ser novela, sino... ¿cómo dije?, navilo... nebulo, no,
no, nivola, eso es, ¡nivola! Así nadie tendrá derecho a decir que deroga las leyes de su género... Invento el
género, a inventar un género no es más que darle un nombre nuevo, y le doy las leyes que me place. ¡Y
mucho diálogo!
––¿Y cuando un personaje se queda solo?
––Entonces... un monólogo. Y para que parezca algo así como un diálogo invento un perro a quien el
personaje se dirige.
––¿Sabes, Víctor, que se me antoja que me estás inventando?...
––¡Puede ser!
Al separarse uno de otro, Víctor y Augusto, iba diciéndose este: «Y esta mi vida, ¿es novela, es nivola o
qué es? Todo esto que me pasa y que les pasa a los que me rodean, ¿es realidad o es ficción? ¿No es acaso
todo esto un sueño de Dios o de quien sea, que se desvanecerá en cuanto Él despierte, y por eso le rezamos
y elevamos a Él cánticos a himnos, para adormecerle, para cunar su sueño? ¿No es acaso la liturgia de todas
las religiones un modo de brezar el sueño de Dios y que no despierte y deje de soñarnos? ¡Ay, mi Eugenia!,
¡mi Eugenia! Y mi Rosarito...»
––¡Hola, Orfeo!
Orfeo le había salido al encuentro, brincaba, le quería trepar piernas arriba. Cogióle y el animalito
empezó a lamerle la mano.
––Señorito ––le dijo Liduvina––, ahí le aguarda Rosarito con la plancha.
––¿Y cómo no la despachaste tú?
––Qué sé yo... Le dije que el señorito no podía tardar, que si quería aguardarse...
––Pero podías haberle despachado como otras veces...
––Sí, pero... en fin, usted me entiende...
––¡Liduvina! ¡Liduvina!
––Es mejor que la despache usted mismo.
––Voy allá.
XVIII
XIX
A los dos días de esto anunciáronle a Augusto que una señora deseaba verle y hablarle. Salió a recibirla y
se encontró con doña Ermelinda, que al: «¿usted por aquí?» de Augusto, contestó con un: «¡como no ha
querido volver a vemos... ! »
––Usted comprende, señora ––––contestó Augusto––, que después de lo que me ha pasado en su casa las
dos últimas veces que he ido, la una con Eugenia a solas y la otra cuando no quiso verme, no debía volver.
Yo me atengo a lo hecho y lo dicho, pero no puedo volver por allí...
––Pues traigo una misión para usted de parte de Eugenia...
––¿De ella?
––Sí, de ella. Yo no sé qué ha podido ocurrirle con el novio, pero no quiere oír hablar de él, está contra él
furiosa, y el otro día, al volver a casa, se encerró en su cuarto y se negó a cenar. Tenía los ojos encendidos
de haber llorado, pero con esas lágrimas que escaldan, ¿sabe usted?, las de rabia...
––¡Ah!, pero ¿es que hay diferentes clases de lágrimas?
––Naturalmente; hay lágrimas que refrescan y desahogan y lágrimas que encienden y sofocan más. Había
llorado y no quiso cenar. Y me estuvo repitiendo su estribillo de que los hombres son ustedes todos unos
brutos y nada más que unos brutos. Y ha estado estos días de morro, con un humor de todos los diablos.
Hasta que ayer me llamó, me dijo que estaba arrepentida de cuanto le había dicho a usted, que se excedió y
fue con usted injusta, que reconoce la rectitud y nobleza de las intenciones de usted y que quiere no ya que
usted le perdone aquello que le dijo de que la quería comprar, sino que no cree semejante cosa. Es en esto
en lo que hizo más hincapié. Dice que ante todo quiere que usted le crea que si dijo aquello fue por
excitación, por despecho, pero que no lo cree...
––Y creo que no lo crea.
––Después... después me encargó que averiguase yo de usted con diplomacia...
––Y la mejor diplomacia, señora, es no tenerla, y sobre todo conmigo...
––Después me rogó que averiguase si le molestaría a usted el que ella aceptase, sin compromiso alguno,
el regalo que usted le ha hecho de su propia casa...
––¿Cómo sin compromiso?
––Vamos, sí, el que acepte el regalo como tal regalo.
––Si como tal se lo doy, ¿cómo ha de aceptarlo?
––Porque dice que sí, que está dispuesta, para demostrarle su buena voluntad y lo sincero de su arrepenti-
miento por lo que le dijo, a aceptar su generosa donación, pero sin que eso implique...
––¡Basta, señora, basta! Ahora parece que sin darse cuenta vuelven a ofenderme...
––Será sin intención...
––Hay ocasiones en que las peores ofensas son esas que se infligen sin intención, según se dice.
––Pues no lo entiendo...
––Y es, sin embargo, cosa muy clara. Una vez entré en una reunión y uno que allí había y me conocía ni
me saludó siquiera. Al salir me quejé de ello a un amigo y este me dijo: «No le extrañe a usted, no lo ha
hecho aposta; es que no se ha percatado siquiera de la presencia de usted.» Y le contesté: «Pues ahí está la
grosería mayor; no en que no me haya saludado, sino en que no se haya dado cuenta de mi presencia.» «Eso
es en él involuntario; es un distraído...» , me replicó. Y yo a mi vez: «Las mayores groserías son las
llamadas involuntarias, y la grosería de las groserías distraerse delante de personas. Es, señora, como eso
que llaman neciamente olvidos involuntarios, como si cupiese olvidarse voluntariamente de algo. El olvido
involuntario suele ser una grosería.»
––Y a qué viene esto...
––Esto viene, señora doña Ermelinda, a que después de haberme pedido perdón por aquella especie
ofensiva de que con mi donativo buscaba comprarla forzando su agradecimiento, no sé bien a qué viene
aceptarlo pero haciendo constar que sin compromiso. ¿Qué compromiso, vamos, qué compromiso?
––¡No se exalte usted así, don Augusto...!
––¡Pues no he de exaltarme, señora, pues no he de exaltarme! ¿Es que esa... muchacha se va a burlar de
mí y va a querer jugar conmigo? ––y al decir esto se acordaba de Rosarito.
––¡Por Dios, don Augusto, por Dios...!
––Ya tengo dicho que la hipoteca se deshizo, que la he cancelado, y que si ella no se hace cargo de su
casa yo nada tengo que ver con ella. ¡Y que me lo agradezca o no, ya no me importa!
––Pero, don Augusto, ¡no se ponga así! ¡Si lo que ella quiere es hacer las paces con usted, que vuelvan a
ser amigos... !
––Sí, ahora que ha roto la guerra con el otro, ¿no es eso? Antes era yo el otro; ahora soy el uno, ¿no es
eso? Ahora se trata de pescarme, ¿eh?
––Pero ¡si no he dicho tal cosa...!
––No, pero lo adivino.
––Pues se equivoca usted de medio a medio. Porque precisamente después de haberme mi sobrina dicho
todo lo que acabo de repetirle a usted, al insinuarle yo y aconsejarle quc pues ha reñido con el gandul de su
novio procurase ganar a usted como tal, vamos, usted me entiende...
––Sí, que me reconquistase...
––¡Eso! Pues bien, al aconsejarle esto, me dijo una y cien veces que eso no y que no y que no; que le
estimaba y apreciaba a usted para amigo y como tal, pero no le gustaba como marido, que no quería casarse
sino con un hombre de quien estuviese enamorada...
––Y que de mí no podrá llegar a estarlo, ¿no es eso?
––No, tanto como eso no dijo...
––Vamos, sí; que esto también es diplomacia...
––¿Cómo?
––Sí, que viene usted no sólo a que yo perdone a esa... muchacha, sino a ver si accedo a pretenderla para
mujer, ¿no es eso? Cosa convenida, ¿eh?, y ella se resignará...
––Le juro a usted, don Augusto, le juro por la santa memoria de mi santa madre que esté en gloria, le
juro...
––El segundo, no jurar...
––Pues le juro que es usted el que ahora se olvida, involuntariamente por supuesto, de quién soy yo, de
quién es Ermelinda Ruiz y Ruiz.
––Si así fuese...
––Sí, así es, así ––y pronunció estas palabras con tal acento que no dejaba lugar a duda.
––Pues entonces... entonces... diga a su sobrina que acepto sus explicaciones, que se las agradezco
profundamente, que seguiré siendo su amigo, un amigo leal y noble, pero sólo amigo, ¿eh?, nada más que
amigo, sólo amigo... Y no le diga que yo no soy un piano en que se puede tocar a todo antojo, que no soy
un hombre de hoy te dejo y luego te tomo, que no soy sustituto ni vicenovio, que no soy plato de segunda
mesa...
––¡No se exalte usted así!
––¡No, si no me exalto! Pues bien, que sigo siendo su amigo...
––¿E irá usted pronto a vernos?
––Eso...
––Mire que si no la pobrecilla no me va a creer, va a sentirlo...
––Es que pienso emprender un viaje largo y lejano...
––Antes, de despedida...
––Bueno, veremos...
Separáronse. Cuando doña Ermelinda llegó a casa y contó a su sobrina la conversación con Augusto,
Eugenia se dijo: «Aquí hay otra, no me cabe duda; ahora sí que le reconquisto.»
Augusto, por su parte, al quedarse solo púsose a pasearse por la estancia diciéndose: «Quiere jugar
conmigo, como si yo fuese un piano... me deja, me toma, me volverá a dejar... Yo estaba de reserva... Diga
lo que quiera, anda buscando que yo vuelva a solicitarla, acaso para vengarse, tal vez para dar celos al otro
y volverle al retortero... Como si yo fuese un muñeco, un ente, un don nadie... ¡Y yo tengo mi carácter,
vaya si le tengo, yo soy yo! Sí, ¡yo soy yo!, ¡yo soy yo! Le debo a ella, a Eugenia, ¿cómo negarlo?, el que
haya despertado mi facultad amorosa; pero una vez que me la despertó y suscitó no necesito ya de ella; lo
que sobran son mujeres.»
Al llegar a esto no pudo por menos que sonreírse, y es que se acordó de aquella frase de Víctor cuando
anunciándoles Gervasio, recién casado, que se iba con su mujer a pasar una temporadita en París, le dijo:
«¿A París y con mujer? ¡Eso es como ir con un bacalao a Escocia!» Lo que le hizo muchísima gracia a
Augusto.
Y siguió diciéndose: «Lo que sobran son mujeres. ¡Y qué encanto la inocencia maliciosa, la malicia
inocente de Rosarito, esta nueva edición de la eterna Eva!, ¡qué encanto de chiquilla! Ella, Eugenia, me ha
bajado del abstracto al concreto, pero ella me llevó al genérico, y hay tantas mujeres apetitosas, tantas...
¡tantas Eugenias!, ¡tantas Rosarios! No, no, conmigo no juega nadie, y menos una mujer. ¡Yo soy yo! ¡Mi
alma será pequeña, pero es mía!» Y sintiendo en esta exaltación de su yo como si este se le fuera
hinchando, hinchando y la casa le viniera estrecha, salió a la calle para darle espacio y desahogo.
Apenas pisó la calle y se encontró con el cielo sobre la cabeza y las gentes que iban y venían, cada cual a
su negocio o a su gusto y que no se fijaban en él, involuntariamente por supuesto, ni le hacían caso, por no
conocerle sin duda, sintió que su yo, aquel yo del « ¡yo soy yo!» se le iba achicando, achicando y se le
replegaba en el cuerpo y aun dentro de este buscaba un rinconcito en que acurrucarse y que no se le viera.
La calle era un cinematógrafo y él sentíase cinematográfico, una sombra, un fantasma. Y es que siempre un
baño en muchedumbre humana, un perderse en la masa de hombres que iban y venían sin conocerle ni per -
catarse de él, le produjo el efecto mismo de un baño en naturaleza abierta a cielo abierto, y a la rosa de los
vientos.
Sólo a solas se sentía él; sólo a solas podía decirse a sí mismo, tal vez para convencerse, « ¡yo soy yo!» ;
ante los demás, metido en la muchedumbre atareada o distraída, no se sentía a sí mismo.
Así llegó a aquel recatado jardincillo que había en la solitaria plaza del retirado barrio en que vivía. Era la
plaza un remanso de quietud donde siempre jugaban algunos niños, pues no circulaban por allí tranvías ni
apenas coches, a iban algunos ancianos a tomar el sol en las tardecitas dulces del otoño, cuando las hojas de
la docena de castaños de Indias que allí vivían recluidos, después de haber temblado al cierzo, rodaban por
el enlosado o cubrían los asientos de aquellos bancos de madera siempre pintada de verde, del color de la
hoja fresca. Aquellos árboles domésticos, urbanos, en correcta formación, que recibían riego a horas fijas,
cuando no llovía, por una reguera y que extendían sus raíces bajo el enlosado de la plaza; aquellos árboles
presos que esperaban ver salir y ponerse el sol sobre los tejados de las casas; aquellos árboles enjaulados,
que tal vez añoraban la remota selva, atraíanle con un misterioso tiro. En sus copas cantaban algunos
pájaros urbanos también, de esos que aprenden a huir de los niños y alguna vez a acercarse a los ancianos
que les ofrecen unas migas de pan.
¡Cuántas veces sentado solo y solitario en uno de los bancos verdes de aquella plazuela vio el incendio
del ocaso sobre un tejado y alguna vez destacarse sobre el oro en fuego del espléndido arrebol el contorno
de un gato negro sobre la chimenea de una casa! Y en tanto, en otoño, llovían hojas amarillas, anchas hojas
como de vid, a modo de manos momificadas, laminadas, sobre los jardincillos del centro con sus arriates y
sus macetas de flores. Y jugaban los niños entre las hojas secas, jugaban acaso a recogerlas, sin darse
cuenta del encendido ocaso.
Cuando llegó aquel día a la tranquila plaza y se sentó en el banco, no sin antes haber despejado su asiento
de las hojas secas que lo cubrían ––pues era otoño––, jugaban allí cerca, como de ordinario, unos
chiquillos. Y uno de ellos, poniéndole a otro junto al tronco de uno de los castaños de Indias, bien
arrimadito a él, le decía: «Tú estabas ahí preso, te tenían unos ladrones ...» «Es que yo ...», empezó
malhumorado el otro, y el primero le replicó: «No, tú no eras tú...» Augusto no quiso oír más; levantóse y
se fue a otro banco. Y se dijo: «Así jugamos también los mayores; ¡tú no eres tú!, ¡yo no soy yo! Y estos
pobres árboles, ¿son ellos? Se les cae la hoja antes, mucho antes que a sus hermanos del monte, y se quedan
en esqueleto, y estos esqueletos proyectan su recortada sombra sobre los empedrados al resplandor de los
reverberos de luz eléctrica. ¡Un árbol iluminado por la luz eléctrica!, ¡qué extraña, qué fantástica apariencia
la de su copa en primavera cuando el arco voltaico ese le da aquella apariencia metálica!, ¡y aquí que las
brisas no los mecen ...! ¡Pobres árboles que no pueden gozar de una de esas ne gras noches del campo, de
esas noches sin luna, con su manto de estrellas palpitantes! Parece que al plantar a cada uno de estos
árboles en este sitio les ha dicho el hombre: “¡tú no eres tú!” y para que no lo olviden le han dado esa
iluminación nocturna por luz eléctrica... para que no se duerman... ¡pobres árboles trasnochadores! ¡No, no,
conmigo no se juega como con vosotros! »
Levantóse y empezó a recorrer calles como un sonámbulo.
XX
Emprendería el viaje, ¿sí o no? Ya lo había anunciado primero a Rosarito, sin saber bien lo que se decía,
por decir algo, o más bien como un pretexto para preguntarle si le acompañaría en él, y luego a doña
Ermelinda, para probarle... ¿qué?, ¿qué es lo que pretendió probarle con aquello de que iba a emprender un
viaje? ¡Lo que fuese! Mas era el caso que había soltado por dos veces prenda, que había dicho que iba a
emprender un viaje largo y lejano y él era hombre de carácter, él era él; ¿tenía que ser hombre de palabra?
Los hombres de palabra primero dicen una cosa y después la piensan, y por último la hacen, resulte bien
o mal luego de pensada; los hombres de palabra no se rectifican ni se vuelven atrás de lo que una vez han
dicho. Y él dijo que iba a emprender un viaje largo y lejano.
¡Un viaje largo y lejano! ¿Por qué?, ¿para qué?, ¿cómo?, ¿adónde?
Anunciáronle que una señorita deseaba verle. «¿Una señorita?» «Sí ––dijo Liduvina––, me parece que
es... ¡la pianista!» «¡Eugenia!» «La misma.» Quedóse suspenso. Como un relámpago de mareo pasóle por
la mente la idea de despacharla, de que le dijeran que no estaba en casa. «Viene a conquistarme, a jugar
conmigo como con un muñeco ––se dijo––, a que le haga el juego, a que sustituya al otro...» Luego lo
pensó mejor. «¡No, hay que mostrarse fuerte!»
––Dile que ahora voy.
Le tenía absorto la intrepidez de aquella mujer. «Hay que confesar que es toda una mujer, que es todo un
carácter, ¡vaya un arrojo!, ¡vaya una resolución!, ¡vaya unos ojos!; pero, ¡no, no, no, no me doblega!, ¡no
me conquista!»
Cuando entró Augusto en la sala, Eugenia estaba de pie. Hízole una seña de que se sentara, mas ella,
antes de hacerlo, exclamó: «¡A usted, don Augusto, le han engañado lo mismo que me han engañado a mí!»
Con lo que se sintió el pobre hombre desarmado y sin saber qué decir. Sentáronse los dos, y se siguió un
brevísimo silencio.
––Pues sí, lo dicho, don Augusto, a usted le han engañado respecto a mí y a mí me han engañado
respecto a usted; esto es todo.
––Pero ¡si hemos hablado uno con otro, Eugenia!
––No haga usted caso de lo que le dije. ¡Lo pasado, pasado!
––Sí, siempre es lo pasado pasado, ni puede ser de otra manera.
––Usted me entiende. Y yo quiero que no dé a mi aceptación de su generoso donativo otro sentido que el
que tiene.
––Como yo deseo, señorita, que no dé a mi donativo otra significación que la que tiene.
––Así, lealtad por lealtad. Y ahora, como debemos hablar claro, he de decirle que después de todo lo
pasado y de cuanto le dije, no podría yo, aunque quisiera, pretender pagarle esa generosa donación de otra
manera que con mi más puro agradecimiento. Así como usted, por su parte, creo...
––En efecto, señorita, por mi parte yo, después de lo pasado, de lo que usted me dijo en nuestra última
entrevista, de lo que me contó su señora tía y de lo que adivino, no podría, aunque lo deseara, pretender
cotizar mi generosidad...
––¿Estamos, pues, de acuerdo?
––De perfecto acuerdo, señorita.
––Y así, ¿podremos volver a ser amigos, buenos amigos, verdaderos amigos?
––Podremos.
Le tendió Eugenia su fina mano, blanca y fría como la nieve, de ahusados dedos hechos a dominar
teclados, y la estrechó en la suya, que en aquel momento temblaba.
––Seremos, pues, amigos don Augusto, buenos amigos, aunque esta amistad a mí...
––¿Qué?
––Acaso ante el público...
––¿Qué? ¡Hable!, ¡hable!
––Pero, en fin, después de dolorosas experiencias recientes he renunciado ya a ciertas cosas...
––Explíquese usted más claro, señorita. No vale decir las cosas a medias.
––Pues bien, don Augusto, las cosas claras, muy claras. ¿Cree usted que es fácil que después de lo
pasado y sabiendo, como ya se sabe entre nuestros conocimientos, que usted ha deshipotecado mi
patrimonio regalándomelo así, es fácil que haya quien se dirija a mí con ciertas pretensiones?
«¡Esta mujer es diabólica!» , pensó Augusto, y bajó la cabeza mirando al suelo sin saber qué contestar.
Cuando, al instante, la levantó vio que Eugenia se enjugaba una furtiva lágrima.
––¡Eugenia! ––exclamó, y le temblaba la voz.
––¡Augusto! ––susurró rendidamente ella.
––Pero, ¿y qué quieres que hagamos?
––Oh, no, es la fatalidad, no es más que la fatalidad; somos juguete de ella. ¡Es una desgracia!
Augusto fue, dejando su butaca, a sentarse en el sofá, al lado de Eugenia.
––¡Mira, Eugenia, por Dios, que no juegues así conmigo! La fatalidad eres tú; aquí no hay más fatalidad
que tú. Eres tú, que me traes y me llevas y me haces dar vueltas como un argadillo; eres tú, que me vuelves
loco; eres tú, que me haces quebrantar mis más firmes propósitos; eres tú, que haces que yo no sea yo...
Y le echó el brazo al cuello, la atrajo a sí y la apretó contra su seno. Y ella tranquilamente se quitó el
sombrero.
––Sí, Augusto, es la fatalidad la que nos ha traído a esto. Ni... ni tú ni yo podemos ser infieles, desleales a
nosotros mismos; ni tú puedes aparecer queriéndome comprar como yo en un momento de ofuscación te
dije, ni yo puedo aparecer haciendo de ti un sustituto, un vice, un plato de segunda mesa, como a mi tía le
dijiste, y queriendo no más que premiar tu generosidad...
––Pero ¿y qué nos importa, Eugenia mía, el aparecer de un modo o de otro?, ¿a qué ojos?
––¡A los mismos nuestros!
––Y qué, Eugenia mía...
Volvió a apretarla a sí y empezó a llenarle de besos la frente y los ojos. Se oía la respiración de ambos.
––¡Déjame!, ¡déjame! ––dijo ella, mientras se arreglaba y componía el pelo.
––No, tú... tú... tú... Eugenia... tú...
––––No, yo no, no puede ser..
––¿Es que no me quieres?
––Eso de querer... ¿quién sabe lo que es querer? No sé... no sé... no estoy segura de ello...
––¿Y esto entonces?
––¡Esto es una... fatalidad del momento!, producto de arrepentimiento... qué sé yo... estas cosas hay que
ponerlas a prueba... Y además, ¿no habíamos quedado, Augusto, en que seríamos amigos, buenos amigos,
pero nada más que amigos?
––Sí, pero... ¿Y aquello de tu sacrificio? ¿Aquello de que por haber aceptado mi dádiva, por ser amiga,
nada más que amiga mía, no va ya a haber quien te pretenda?
––¡Ah, eso no importa; tengo tomada mi resolución!
––¿Acaso después de aquella ruptura...? .
––Acaso...
––¡Eugenia! ¡Eugenia!
En este momento se oyó llamar a la puerta, y Augusto, tembloroso, encendido su rostro, exclamó con voz
seca: «¿Qué hay?»
––¡La Rosario, que espera! ––dijo la voz de Liduvina.
Augusto cambió de color, poniéndose lívido.
––¡Ah! ––exclamó Eugenia––, aquí estorbo ya. Es la... Rosario que le espera a usted. ¿Ve usted cómo no
podemos ser más que amigos, buenos amigos, muy buenos amigos?
––Pero Eugenia...
––Que espera la Rosario...
––Y si me rechazaste, Eugenia, como me rechazaste, diciéndome que te quería comprar y en rigor porque
tenías otro, ¿qué iba a hacer yo luego que al verte aprendí a querer? ¿No sabes acaso lo que es el despecho,
lo que es el cariño desnidado?
––Vaya, Augusto, venga esa mano; volveremos a vernos, pero conste que lo pasado, pasado.
––No, no, lo pasado, pasado, ¡no!, ¡no!, ¡no! .. ––Bien, bien, que espera la Rosario...
––Por Dios, Eugenia...
––No, si nada de extraño tiene; también a mí me esperaba en un tiempo el... Mauricio. Volveremos a
vemos. Y seamos serios y leales a nosotros mismos.
Púsose el sombrero, tendió su mano a Augusto que, cogiéndosela, se la llevó a los labios y la cubrió de
besos, y salió, acompañándola él hasta la puerta. La miró un rato bajar las escaleras garbosa y con pie
firme. Desde un descansillo de abajo alzó ella sus ojos y le saludó con la mirada y con la mano. Volvióse
Augusto, entró al gabinete, y al ver a Rosario allí de pie, con la cesta de la plancha, le dijo bruscamente:
«¿Qué hay?»
––Me parece, don Augusto, que esa mujer le está engañando a usted...
––Y a ti ¿qué te importa?
––Me importa todo lo de usted.
––Lo que quieres decir es que te estoy engañando...
––Eso es lo que no me importa.
––¿Me vas a hacer creer que después de las esperanzas que te he hecho concebir no estás celosa?
––Si usted supiera, don Augusto, cómo me he criado y en qué familia, comprendería que aunque soy una
chiquilla estoy ya fuera de esas cosas de celos. Nosotras, las de rni posición...
––¡Cállate!
––Como usted quiera. Pero le repito que esa mujer le está a usted engañando. Si no fuera así y si usted la
quiere y es ese su gusto, ¿qué más quisiera yo sino que usted se casase con ella?
––Pero ¿dices todo eso de verdad?
––De verdad.
––¿Cuántos años tienes?
––Diecinueve.
––Ven acá ––y cogiéndola con sus dos manos de los sendos hombros la puso cara a cara consigo y se le
quedó rnirando a los ojos.
Y fue Augusto quien se demudó de color, no ella.
––La verdad es, chiquilla, que no te entiendo.
––Lo creo.
––Yo no sé qué es esto, si inocencia, malicia, burla, precoz perversidad...
––Esto no es más que cariño.
––¿Cariño?, ¿y por qué?
––¿Quiere usted saber por qué?, ¿no se ofenderá si se lo digo?, ¿me promete no ofenderse?
––Anda, dímelo.
––Pues bien, por... por... porque es usted un infeliz, un pobre hombre...
––¿También tú?
––Como usted quiera. Pero fíese de esta chiquilla; fíese de... la Rosario. Más leal a usted... ¡ni Orfeo!
––¿Siempre?
––¡Siempre!
––¿Pase lo que pase?
––Sí, pase lo que pase.
––Tú, tú eres la verdadera ––y fue a cogerla.
––No, ahora no, cuando esté usted más tranquilo. Y cuando no...
––Basta, te entiendo.
Y se despidieron.
Y al quedarse solo se decía Augusto: «Entre una y otra me van a volver loco de atar... yo ya no soy yo...»
––Me parece que el señorito debía dedicarse a la política o a algo así por el estilo ––le dijo Liduvina
mientras le servía la comida––; eso le distraería.
––¿Y cómo se te ha ocurrido eso, mujer de Dios?
––Porque es mejor que se distraiga uno a no que le distraigan y... ¡ya ve usted!
––Bueno, pues llama ahora a tu marido, a Domingo, en cuanto acabe de comer, y dile que quiero echar
con él una partida de tote... que me distraiga.
Y cuando la estaba jugando dejó de pronto Augusto la baraja sobre la mesa y preguntó:
––Di, Domingo, cuando un hombre está enamorado de dos o más mujeres a la vez, ¿qué debe hacer?
––¡Según y conforme!
––¿Cómo según y conforme?
––¡Sí! Si tiene mucho dinero y muchas agallas, casarse con todas ellas, y si no no casarse con ninguna.
––Pero ¡hombre, eso primero no es posible!
––¡En teniendo mucho dinero todo es posible!
––¿Y si ellas se enteran?
––Eso a ellas no les importa.
––¿Pues no ha de importarle, hombre, a una mujer el que otra le quite parte del cariño de su marido?
––Se contenta con su parte, señorito, si no se le pone tasa al dinero que gasta. Lo que le molesta a una
mujer es que su hombre la ponga a ración de comer, de vestir, de todo lo demás así, de lujo; pero si le deja
gastar lo que quiera... Ahora, si tiene hijos de él...
––Si tiene hijos, ¿qué?
––Que los verdaderos celos vienen de ahí, señorito, de los hijos. Es una madre que no tolera otra madre o
que puede serlo, es una madre que no tolera que se les merme a sus hijos para otros hijos o para otra mujer.
Pero si no tiene hijos y no le tasan el comedero y el vestidero, y la pompa y la fanfarria, ¡bah!, hasta le
ahorran así molestias... Si uno tiene además de una mujer que le cueste otra que no le cueste nada, aquella
que le cuesta apenas si siente celos de esta otra que no le cuesta, y si además de no costarle nada le produce
encima... si lleva a una mujer dinero que de otra saca, entonces...
––Entonces, ¿qué?
––Que todo marcha a pedir de boca. Créame usted, señorito, no hay Otelas...
––Ni Desdémonos.
––¡Puede ser...!
––Pero qué cosas dices...
––Es que antes de haberme casado con Liduvina y venir a servir a casa del señorito había servido yo en
muchas casas de señorones... me han salido los dientes en ellas...
––¿Y en vuestra clase?
––¿En nuestra clase? ¡bah!, nosotros no nos permitimos ciertos lujos...
=¿Y a qué llamas lujos?
––A esas cosas que se ve en los teatros y se lee en las novelas...
––¡Pues, hombre, pocos crímenes de esos que llaman pasionales, por celos, se ven en vuestra clase...!
––¡Bah!, eso es porque esos... chulos van al teatro y leen novelas, que si no...
––Si no, ¿qué?
––Que a todos nos gusta, señorito, hacer papel y nadie es el que es, sino el que le hacen los demás.
––Filósofo estás...
––Así me llamaba el último amo que tuve antes. Pero yo creo lo que le ha dicho mi Liduvina, que usted
debe dedicarse a la política.
XXI
––Sí, tiene usted razón ––le decía don Antonio a Augusto aquella tarde, en el Casino, hablando a solas,
en un rinconcito––, tiene usted razón, hay un misterio doloroso, dolorosisímo en mi vida. Usted ha
adivinado algo. Pocas veces ha visitado usted mi pobre hogar.. ¿hogar?, pero habrá notado...
––Sí, algo extraño, yo no sé qué tristeza flotante que me atraía a él...
––A pesar de mis hijos, de mis pobres hijos, a usted le habrá parecido un hogar sin hijos, acaso sin
esposos...
––No sé... no sé...
––Vinimos de lejos, de muy lejos, huyendo, pero hay cosas que van siempre con uno, que le rodean y
envuelven como un ánimo misterioso. Mi pobre mujer...
––Sí, en el rostro de su señora se adivina toda una vida de...
––De martirio, dígalo usted. Pues bien, amigo don Augusto, usted ha sido, no sé bien por qué, por una
cierta oculta simpatía, quien mayor afecto, más compasión acaso nos ha mostrado, y yo, para figurarme una
vez más que me libro de un peso, voy a confiarle mis desdichas. Esa mujer, la madre de mis hijos, no es mi
mujer.
Me lo suponía; pero si es ella la madre de sus hijos, si con usted vive como su mujer, lo es.
––No, yo tengo otra mujer... legítima, según se la llama. Estoy casado, pero no con la que usted conoce.
Y esta, la madre de mis hijos, está casada también, pero no conmigo
––Ah, un doble...
––No, un cuádruple, como va usted a verlo. Yo me casé loco, pero enteramente loco de amor, con una
mujercita reservada y callandrona, que hablaba poco y parecía querer decir siempre mucho más de lo que
decía, con unos ojos garzos dulces, dulces, dulces, que parecían dormidos y sólo se despertaban de tarde en
tarde, pero era entonces para chispear fuego. Y ella era toda así. Su corazón, su alma toda, todo su cuerpo,
que parecían de ordinario dormidos, despertaban de pronto como en sobresalto, pero era para volver a
dormirse muy pronto, pasado el relámpago de vida, ¡y de qué vida!, y luego como si nada hubiese sido,
como si se hubiese olvidado de todo lo que pasó. Era como si estuviésemos siempre recomenzando la vida,
como si la estuviese reconquistando de continuo. Me admitió de novio como en un ataque epiléptico y creo
que en otro ataque me dio el sí ante el altar. Y nunca pude conseguir que me dijese si me quería o no.
Cuantas veces se lo pregunté, antes y después de casarnos, siempre me contestó: «Eso no se pregunta; es
una tontería.» Otras veces decía que el verbo amar ya no se usa sino en el teatro y los libros, y que si yo le
hubiese escrito: ¡te amo!, me habría despedido al punto. Vivimos más de dos años de casados de una
extraña manera, reanudando yo cada día la conquista de aquella esfinge. No tuvimos hijos. Un día faltó a
casa por la noche, me puse como loco, la anduve buscando por todas partes, y al siguiente día supe por una
carta muy seca y muy breve que se había ido lejos, muy lejos, con otro hombre...
––Y no sospechó usted nada antes, no lo barruntó...
––¡Nada! Mi mujer salía sola de casa con bastante frecuencia, a casa de su madre, de unas amigas, y su
misma extraña frialdad la defendía ante mí de toda sospecha. ¡Y nada adiviné nunca en aquella esfinge! El
hombre con quien huyó era un hombre casado, que no sólo dejó a su mujer y a una pequeña niña para irse
con la mía, sino que se llevó la fortuna toda de la suya, que era regular, después de haberla manejado a su
antojo. Es decir, que no sólo abandonó a su esposa, sino que la arruinó robándole lo suyo. Y en aquella seca
y breve y fría carta que recibí se hacía alusión al estado en que la pobre mujer del raptor de la mía se
quedaba. ¡Raptor o raptado... no lo sé! En unos días ni dormí, ni comí, ni descansé; no hacía sino pasear por
los más apartados barrios de mi ciudad. Y estuve a punto de dar en los vicios más bajos y más viles. Y
cuando empezó a asentárseme el dolor, a convertírseme en pensamiento, me acordé de aquella otra pobre
víctima, de aquella mujer que se quedaba sin amparo, robada de su cariño y de su fortuna. Creí un caso de
conciencia, pues que mi mujer era la causa de su desgracia, ir a ofrecerla mi ayuda pecuniaria, ya que Dios
me dio fortuna.
––Adivino el resto, don Antonio.
––No importa. La fui a ver. Figúrese usted aquella nuestra primera entrevista. Lloramos nuestras sendas
desgracias, que eran una desgracia común. Yo me decía: «¿Y es por mi mujer por la que ha dejado a esta
ese hombre?», y sentía, ¿por qué no he de confesarle la verdad?, una cierta íntima satisfacción, algo
inexplicable, como si yo hubiese sabido escoger mejor que él y él lo reconociese. Y ella, su mujer, se hacía
una reflexión análoga, aunque invertida, según después me ha declarado. Le ofrecí mi ayuda pecuniaria, lo
que de mi fortuna necesitase, y empezó rechazándomelo. «Trabajaré para vivir y mantener a mi hija», me
dijo. Pero insistí y tanto insistí que acabó aceptándomelo. La ofrecí hacerla mi ama de llaves, que se viniese
a vivir conmigo, claro que viniéndonos muy lejos de nuestra patria, y después de mucho pensarlo lo aceptó
también.
––Y es claro, al irse a vivir juntos...
––No, eso tardó, tardó algo. Fue cosa de la convivencia, de un cierto sentimiento de venganza, de
despecho, de qué sé yo... Me prendé no ya de ella, sino de su hija, de la desdichada hija del amante de mi
mujer; la cobré un amor de padre, un violento amor de padre, como el que hoy le tengo, pues la quiero
tanto, tanto, sí, cuando no más, que a mis propios hijos. La cogía en mis brazos, la apretaba a mi pecho, la
envolvía en besos, y lloraba, lloraba sobre ella. Y la pobre niña me decía: «¿Por qué lloras, papá?», pues le
hacía que me llamase así y por tal me tuviera. Y su pobre madre al verme llorar así lloraba también y
alguna vez mezclamos nuestras lágrimas sobre la rubia cabecita de la hija del amante de mi mujer, del la-
drón de mi dicha.
Un día supe ––prosiguió–– que mi mujer había tenido un hijo de su amante y aquel día todas mis
entrañas se sublevaron, sufrí como nunca había sufrido y creí volverme loco y quitarme la vida. Los celos,
lo más brutal de los celos, no lo sentí hasta entonces. La herida de mi alma, que parecía cicatrizada, se abrió
y sangraba... ¡sangraba fuego! Más de dos años había vivido con mi mujer, con mi propia mujer, y ¡anda!,
¡y ahora aquel ladrón...! Me imaginé que mi mujer habría despertado del todo y que vivía en pura brasa. La
otra, la que vivía conmigo, conoció algo y me preguntó: «¿Qué te pasa?» Habíamos convenido en
tutearnos, por la niña. «¡Déjame!» , le contesté. Pero acabé confesándoselo todo, y ella al oírmelo temblaba.
Y creo que la contagié de mis furiosos celos...
––Y claro, después de eso...
––No, vino algo después y por otro camino. Y fue que un día estando los dos con la niña, la tenía yo
sobre mis rodillas y estaba contándole cuentos y besándola y diciéndola bobadas, se acercó su madre y
empezó a acariciarla también. Y entonces ella, ¡pobrecilla!, me puso una de sus manitas sobre el hombro y
la otra sobre el de su madre y, nos dijo: «Papaíto... mamaíta... ¿por qué no me traéis un hermanito para que
juegue conmigo, como le tienen otras niñas, y no que estoy sola...?» Nos pusimos lívidos, nos miramos a
los ojos con una de esas miradas que desnudan las almas, nos vimos estas al desnudo, y luego, para no
avergonzarnos, nos pusimos a besuquear a la niña, y alguno de estos besos cambió de rumbo. Aquella
noche, entre lágrimas y furores de celos, engendramos al primer hermanito de la hija del ladrón de mi
dicha.
––¡Extraña historia!
––Y fueron nuestros amores, si es que así quiere usted llamarlos unos amores secos y mudos, hechos de
fuego y rabia, sin ternezas de palabra. Mi mujer, la madre de mis hijos quiero decir, porque esta y no otra es
mi mujer, mi mujer es, como usted habrá visto, una mujer agraciada, tal vez hermosa, pero a mí nunca me
inspiró ardor de deseos, y esto a pesar de la convivencia. Y aun después que acabamos en lo que le digo me
figuré no estar en exceso enamorado de ella, hasta que pude convencerme de lo contrario. Y es que una vez,
después de uno de sus partos, después del nacimiento del cuarto de nuestros hijos, se me puso tan mal, tan
mal, que creí que se me moría. Perdió la más de la sangre de sus venas, se quedó como la cera de blanca, se
le cerraban los párpados... Creí perderla. Y me puse como loco, blanco yo también como la cera, la sangre
se me helaba. Y fui a un rincón de la casa, donde nadie me viese, y me arrodillé y pedí a Dios que me
matara antes de que dejase morir a aquella santa mujer. Y lloré y me pellizqué y me arañé el pecho hasta
sacarme sangre. Y comprendí con cuán fuerte atadura estaba mi corazón atado al corazón de la madre de
mis hijos. Y cuando esta se repuso algo y recobró conocimiento y salió de peligro, acerqué mi boca a su
oído, según ella sonreía a la vida renaciente tendida en la cama, y le dije lo que nunca le había dicho y
nunca le he vuelto de la misma manera a decir. Y ella sonreía, sonreía, sonreía mirando al techo. Y puse mi
boca sobre su boca, y me enlacé con sus desnudos brazos el cuello, y acabé llo rando de mis ojos sobre sus
ojos. Y me dijo: «Gracias, Antonio, gracias, por mí, por nuestros hijos, por nuestros hijos todos... todos...
todos... por ella, por Rita...» Rita es nuestra hija mayor, la hija del ladrón... no, no, nuestra hija, mi hija. La
del ladrón es la otra, es la de la que se llamó mi mujer en un tiempo. ¿Lo comprende usted ahora todo?
––Sí, y mucho más, don Antonio.
––¿Mucho más?
––¡Más, sí! De modo que usted tiene dos mujeres, don Antonio.
––No, no, no tengo más que una, una sola, la madre de mis hijos. La otra no es mi mujer, no sé si lo es
del padre de su hija.
––Y esa tristeza...
––La ley es siempre triste, don Augusto. Y es más triste un amor que nace y se cría sobre la tumba de
otro y como una planta que se alimenta, como de mantillo, de la podredumbre de otra planta. Crímenes, sí,
crímenes ajenos nos han juntado, ¿y es nuestra unión acaso crimen? Ellos rompieron lo que no debe
romperse, ¿por qué no habíamos nosotros de anudar los cabos sueltos?
––Y no han vuelto a saber...
––No hemos querido volver a saber. Y luego nuestra Rita es una mujercita ya; el mejor día se nos casa...
Con rni nombre, por supuesto, con mi nombre, y haga luego la ley lo que quiera. Es mi hija y no del ladrón;
yo la he criado.
XXII
––Y bien, ¿qué? ––le preguntaba Augusto a Víctor ¿cómo habéis recibido al intruso?
––¡Ah, nunca lo hubiese creído, nunca! Todavía la víspera de nacer nuestra irritación era grandísima. Y
mientras estaba pugnando por venir al mundo no sabes bien los insultos que me lanzaba mi Elena. «¡Tú, tú
tienes la culpa, tú! », me decía. Y otras veces: «¡Quítate de delante, quítate de mi vista! ¿No te da
vergüenza de estar aquí? Si me muero, tuya será la culpa.» Y otras veces: «¡Esta y no más, esta y no más!»
Pero nació y todo ha cambiado. Parece como si hubiésemos despertado de un sueño y como si acabáramos
de casarnos. Yo me he quedado ciego, talmente ciego; ese chiquillo me ha cegado. Tan ciego estoy, que
todos dicen que mi Elena ha quedado con la preñez y el parto desfiguradísima, que está hecha un esqueleto
y que ha envejecido lo menos diez años, y a mí me parece más fresca, más lozana, más joven y hasta más
metida en carnes que nunca.
––Eso me recuerda, Víctor, la leyenda del fogueteiro que tengo oída en Portugal.
––Venga.
––Tú sabes que en Portugal eso de los fuegos artificiales, de la pirotecnia, es una verdadera bella arte. El
que no ha visto fuegos artificiales en Portugal no sabe todo lo que se puede hacer con eso. ¡Y qué
nomenclatura, Dios mío!
––Pero venga la leyenda.
––Allá voy. Pues el caso es que había en un pueblo portugués un pirotécnico o fogueteiro que tenía una
mujer hermosísima, que era su consuelo, su encanto y su orgullo. Estaba locamente enamorado de ella, pero
aún más era orgullo. Complacíase en dar dentera, por así decirlo, a los demás mortales, y la paseaba
consigo como diciéndoles: ¿veis esta mujer?, ¿os gusta?, ¿sí, eh?, ¡pues es la mía, mía sola!, ¡y fastidiarse!
No hacía sino ponderar las excelencias de la hermosura de su mujer y hasta pretendía que era la inspiradora
de sus más bellas producciones pirotécnicas, la musa de sus fuegos artificiales. Y hete que una vez,
preparando uno de estos, mientras estaba, como de costumbre, su hermosa mujer a su lado para inspirarle,
se le prende fuego la pólvora, hay una explosión y tienen que sacar a marido y mujer desvanecidos y con
gravísimas quemaduras. A la mujer se le quemó buena parte de la cara y del busto, de tal manera que se
quedó horriblemente desfigurada, pero él, el fogueteiro, tuvo la fortuna de quedarse ciego y no ver el
desfiguramiento de su mujer. Y después de esto seguía orgulloso de la hermosura de su mujer y
ponderándola a todos y caminando al lado de ella, convertida ahora en su lazarilla, con el mismo aire y talle
de arrogante desafío que antes. «¿Han visto ustedes mujer más hermosa?», preguntaba, y todos, sabedores
de su historia, se compadecían del pobre fogueteiro y le ponderaban la hermosura de su mujer.
––Y bien, ¿no seguía siendo hermosa para él?
––Acaso más que antes, como para ti tu mujer después que te ha dado al intruso.
––¡No le llames así!
––Fue cosa tuya.
––Sí, pero no quiero oírsela a otro.
––Eso pasa mucho; el mote mismo que damos a alguien nos suena muy de otro modo cuando se lo
oíamos a otro.
––Sí, dicen que nadie conoce su voz...
––Ni su cara. Yo por lo menos sé de mí decirte que una de las cosas que me dan más pavor es quedarme
mirándome al espejo, a solas, cuando nadie me ve. Acabo por dudar de mi propia existencia a imaginarme,
viéndome como otro, que soy un sueño, un ente de ficción...
––Pues no te mires así...
––No puedo remediarlo. Tengo la manía de la introspección.
––Pues acabarás como los faquires, que dicen se contemplan el propio ombligo.
––Y creo que si uno no conoce su voz ni su cara, tampoco conoce nada que sea suyo, muy suyo, como si
fuera parte de él...
––Su mujer, por ejemplo.
––En efecto; se me antoja que debe de ser imposible conocer a aquella mujer con quien se convive y que
acaba por formar parte nuestra. ¿No has oído aquello que decía uno de nuestros más grandes poetas,
Campoamor?
––No; ¿qué es ello?
––Pues decía que cuando uno se casa, si lo hace enamorado de veras, al principio no puede tocar el
cuerpo de su mujer sin emberrenchinarse y encenderse en deseo carnal, pero que pasa tiempo, se
acostumbra, y llega un día en que lo mismo le es tocar con la mano al muslo desnudo de su mujer que al
propio muslo suyo, pero también entonces, si tuvieran que cortarle a su mujer el muslo le dolería como si le
cortasen el propio.
––Y así es, en verdad. ¡No sabes cómo sufrí en el parto!
––Ella más.
––¡Quién sabe...! Y ahora como es ya algo mío, parte de mi ser, me he dado tan poca cuenta de eso que
dicen de que se ha desfigurado y afeado, como no se da uno cuenta de que se desfigura, se envejece y se
afea.
––Pero ¿crees de veras que uno no se da cuenta de que se envejece y afea?
––No, aunque lo diga. Si la cosa es continua y lenta. Ahora, si de repente le ocurre a uno algo... Pero eso
de que se sienta uno envejecer, ¡quiá!; lo que siente uno es que envejecen las cosas en derredor de él o que
rejuvenecen. Y eso es lo único que siento ahora al tener un hijo. Porque ya sabes lo que suelen decir los
padres señalando a sus hijos: «¡Estos, estos son los que nos hacen viejos!» Ver crecer al hijo es lo más
dulce y lo más terrible, creo. No te cases, pues, Augusto, no te cases, si quieres gozar de la ilusión de una
juventud eterna.
––Y ¿qué voy a hacer si no me caso?, ¿en qué voy a pasar el tiempo?
––Dedícate a filósofo.
––Y ¿no es acaso el matrimonio la mejor, tal vez la única escuela de filosofía?
––¡No, hombre, no! Pues ¿no has visto cuántos y cuán grandes filósofos ha habido solteros? Que ahora
recuerde, aparte de los que han sido frailes, tienes a Descartes, a Pascal, a Spinoza, a Kant...
––¡No me hables de los filósofos solteros!
––Y de Sócrates, ¿no recuerdas cómo despachó de su lado a su mujer Jantipa, el día en que había de
morirse, para que no le perturbase?
––No me hables tampoco de eso. No me resuelvo a creer sino que eso que nos cuenta Platón no es sino
una novela...
––O una nivola...
––Como quieras.
Y rompiendo bruscamente la voluptuosidad de la conversación se salió.
En la calle acercósele un mendigo diciéndole: «¡Una limosna, por Dios, señorito, que tengo siete
hijos...!» «¡No haberlos hecho!», le contestó malhumoradoAugusto. «Ya quisiera yo haberle visto a usted
en mi caso ––replicó el mendigo, añadiendo––: y ¿qué quiere usted que hagamos los pobres si no hacemos
hijos... para los ricos?» « Tienes razón ––replicó Augusto––, y por filósofo, ¡ahí va, toma!» , y le dio una
peseta, que el buen hombre se fue al punto a gastar a la taberna próxima.
XXIII
El pobre Augusto estaba consternado. No era sólo que se encontrase, como el asno de Buridán, entre
Eugenia y Rosario; era que aquello de enamorarse de casi todas las que veía, en vez de amenguársele, íbale
en medro. Y Ilegó a descubrir cosas fatales.
––¡Vete, vete, Liduvina, por Dios! ¡Vete, déjame solo! ¡Anda, vete! ––le decía una vez a su criada.
Y apenas ella se fue, apoyó los codos sobre la mesa, la cabeza en las palmas de las manos, y se dijo:
«¡Esto es terrible, verdaderamente terrible! ¡Me parece que sin darme cuenta de ello me voy enamorando...
hasta de Liduvina! ¡Pobre Domingo! Sin duda. Ella, a pesar de sus cincuenta años, aún está de buen ver, y
sobre todo bien metida en carnes, y cuando alguna vez sale de la cocina con los brazos remangados y tan
redondos... ¡Vamos, que esto es una locura! ¡Y esa doble barbilla y esos pliegues que se le hacen en el
cuello...! Esto es terrible, terrible, terrible...»
«Ven acá, Orfeo ––prosiguió, cogiendo al perro––, ¿qué crees tú que debo yo hacer? ¿Cómo voy a de-
fenderme de esto hasta que al fin me decida y me case? ¡Ah, ya!, ¡una idea, una idea luminosa, Orfeo!
Convirtamos a la mujer, que así me persigue, en materia de estudio. ¿Qué te parece de que me dedique a la
psicología femenina? Sí, sí, y haré dos monografías, pues ahora se llevan mucho las monografías; una se
titulará: Eugenia, y la otra: Rosario, añadiendo: estudio de mujer ¿Qué te parece de mi idea, Orfeo?»
Y decidió ir a consultarlo con Antolín S. ––o sea Sánchez–– Paparrigópulos, que por entonces se
dedicaba a estudios de mujeres, aunque más en los libros que no en la vida.
Antolín S. Paparrigópulos era lo que se dice un erudito, un joven que había de dar a la patria días de
gloria dilucidando sus más ignoradas glorias. Y si el nombre de S. Paparrigópulos no sonaba aún entre los
de aquella juventud bulliciosa que a fuerza de ruido quería atraer sobre sí la atención pública, era porque
poseía la verdadera cualidad íntima de la fuerza: la paciencia, y porque era tal su respeto al público y a sí
mismo que dilataba la hora de su presentación hasta que, suficientemente preparado, se sintiera seguro en el
suelo que pisaba.
Muy lejos de buscar con cualquier novedad arlequinesca un efímero renombre de relumbrón cimentado
sobre la ignorancia ajena, aspiraba en cuantos trabajos literarios tenía en proyecto, a la perfección que en lo
humano cabe y a no salirse, sobre todo, de los linderos de la sensatez y del buen gusto. No quería desafinar
para hacerse oír, sino reforzar con su voz, debidamente disciplinada, la hermosa sinfonía genuinamente
nacional y castiza.
La inteligencia de S. Paparrigópulos era clara, sobre todo clara, de una transparencia maravillosa, sin
nebulosidades ni embolismos de ninguna especie. Pensaba en castellano neto, sin asomo alguno de hórridas
brumas setentrionales ni dejos de decadentismos de bulevar parisiense, en limpio castellano, y así era como
pensaba sólido y hondo, porque lo hacía con el alma del pueblo que lo sustentaba y a que debía su espíritu.
Las nieblas hiperbóreas le parecían bien entre los bebedores de cerveza encabezada, pero no en esta
clarísima España de esplendente cielo y de sano Valdepeñas enyesado. Su filosofía era la del malogrado
Becerro de Bengoa, que después de llamar tío raro a Schopenhauer aseguraba que no se le habrían ocurrido
a este las cosas que se le ocurrieron, ni habría sido pesimista, de haber bebido Valdepeñas en vez de
cerveza, y que decía también que la neurastenia proviene de meterse uno en lo que no le importa y que se
cura con ensalada de burro.
Convencido S. Paparrigópulos de que en última instancia todo es forma, forma más o menos interior, el
universo mismo un caleidoscopio de formas enchufadas las unas en las otras y de que por la forma viven
cuantas grandes obras salvan los siglos, trabajaba con el esmero de los maravillosos artífices del
Renacimiento el lenguaje que había de revestir a sus futuros trabajos.
Había tenido la virtuosa fortaleza de resistir a todas las corrientes de sentimentalismo neo-romántico y a
esa moda asoladora por las cuestiones llamadas sociales. Convencido de que la cuestión social es insoluble
aquí abajo, de que habrá siempre pobres y ricos y de que no puede esperarse más alivio que el que aporten
la caridad de estos y la resignación de aquellos, apartaba su espíritu de disputas que a nada útil conducen y
refugiábase en la purísima región del arte inmaculado, adonde no alcanza la broza de las pasiones y donde
halla el hombre consolador refugio para las desilusiones de la vida. Abominaba, además, del estéril
cosmopolitismo, que no hace sino sumir a los espíritus en ensueños de impotencia y en utopías
enervadoras, y amaba a esta su idolatrada España, tan calumniada cuanto desconocida de no pocos de sus
hijos; a esta España que le había de dar la materia prima de los trabajos sobre que fundaría su futura fama.
Dedicaba Paparrigópulos las poderosas energías de su espíritu a investigar la íntima vida pasada de
nuestro pueblo, y era su labor tan abnegada como sólida. Aspiraba nada menos que a resucitar a los ojos de
sus compatriotas nuestro pasado ––es decir, el presente de sus bisabuelos––, y conocedor del engaño de
cuantos lo intentaban a pura fantasía, buscaba y rebuscaba en todo género de viejas memorias para levantar
sobre inconmovibles sillares el edificio de su erudita ciencia histórica. No había suceso pasado, por
insignificante que pareciese, que no tuviera a sus ojos un precio inestimable.
Sabía que hay que aprender a ver el universo en una gota de agua, que con un hueso constituye el
paleontólogo el animal entero y con un asa de puchero toda una vieja civilización el arqueólogo, sin
desconocer tampoco que no debe mirarse a las estrellas con microscopio y con telescopio a un infusorio,
como los humoristas acostumbran hacer para ver turbio. Mas aunque sabía que un asa de puchero bastaba al
arqueólogo genial para reconstruir un arte enterrado en los limbos del olvido, como en su modestia no se
tenía por genio, prefería dos asas a un asa sola ––cuantas más asas mejor–– y prefería el puchero todo al asa
sola.
«Todo lo que en extensión parece ganarse, piérdese en intensidad»; tal era su lema. Sabía Paparrigópulos
que en un trabajo el más especificado, en la más concreta monografía puede verterse una filosofía entera, y
creía, sobre todo, en las maravillas de la diferenciación del trabajo y en el enorme progreso aportado a las
ciencias por la abnegada legión de los pincha-ranas, caza-vocablos, barrunta-fechas y cuenta-gotas de toda
laya.
Tentaban en especial su atención los más arduos y enrevesados problemas de nuestra historia literaria,
tales como el de la patria de Prudencio, aunque últimamente, a consecuencia decíase de unas calabazas, se
dedicaba al estudio de mujeres españolas de los pasados siglos.
En trabajos de índole al parecer insignificante era donde había que ver y admirar la agudeza, la sensatez,
la perspicacia, la maravillosa intuición histórica y la penetración crítica de S. Paparrigópulos. Había que ver
sus cualidades así, aplicadas y en concreto, sobre lo vivo, y no en abstracta y pura teoría; había que verle en
la suerte. Cada disertación de aquellas era todo un curso de lógica inductive, un monumento tan
maravilloso como la obra de Lionnet acerca de la oruga del sauce, y una muestra, sobre todo, de lo que es el
austero amor a la santa Verdad. Huía de la ingeniosidad como de la peste y creía que sólo acos -
tumbrándonos a respetar a la divina Verdad, aun en lo más pequeño, podremos rendirle el debido culto en
lo grande.
Preparaba una edición popular de los apólogos de Calila y Dimna con una introducción acerca de la
influencia de la literatura índica en la Edad Media española, y ojalá hubiese llegado a publicarla, porque su
lectura habría apartado, de seguro, al pueblo de la taberna y de perniciosas doctrines de imposibles
redenciones económicas. Pero las dos obras magnas que proyectaba Paparrigópulos eran una historia de los
escritores oscuros españoles, es decir, de aquellos que no figuran en las histories literarias corrientes o
figuran sólo en rápida mención por la supuesta insignificancia de sus obras, corrigiendo así la injusticia de
los tiempos, injusticia que tanto deploraba y aun temía, y era otra su obra acerca de aquellos cuyas obras se
hen perdido sin que nos quede más que la mención de sus nombres y a lo sumo la de los títulos de las que
escribieron. Y estaba a punto de acometer la historia de aquellos otros que habiendo pensado escribir no
llegaron a hacerlo.
Para el mejor logro de sus empresas, una vez nutrido del sustancioso meollo de nuestra literatura
nacional, se había bañado en las extranjeras, y como esto se le hacía penoso, pues era torpe para lenguas
extranjeras y su aprendizaje exige tiempo que para más altos estudios necesitaba, recurrió a un notable
expediente, aprendido de su ilustre maestro. Y era que leía las principales obras de crítica a historia literaria
que en el extranjero se publicaran, siempre que las hallase en trances, y una vez que había cogido la opinión
media de los críticos más reputados, respecto a este o aquel autor, hojeábalo en un periquete para cumplir
con su conciencia y quedar libre para rehacer juicios ajenos sin mengua de su escrupulosa integridad de
crítico.
Vese, pues, que no era S. Paparrigópulos uno de esos jóvenes espíritus vagabundos y erráticos que se
pasean sin rumbo fijo por los dominios del pensamiento y de la fantasía, lanzando acaso acá y allá tal cual
fugitivo chispazo, ¡no! Sus tendencies eran rigurosa y sólidamente itineraries; era de los que van a alguna
parte. Si en sus estudios no habría de aparecer nada saliente deberíase a que en ellos todo era cima, siendo a
modo de mesetas, trasunto fiel de las vastas y soleadas llanuras castellanas donde ondea la mies dorada y
sustanciosa.
¡Así diera la Providencia a España muchos Antolines Sánchez Paparrigópulos! Con ellos, haciéndonos
todos dueños de nuestro tradicional peculio, podríamos sacarle pingües rendimientos, Paparrigópulos
aspiraba ––y aspire, pues aún vive y sigue preparando sus trabajos–– a introducir la reja de su arado crítico,
aunque sólo sea un centímetro más que los aradores que le habían precedido en su campo, para que la mies
crezca, merced a nuevos jugos, más lozana y granen mejor las espigas y la harina sea más rice y comamos
los españoles mejor pan espiritual y más barato.
Hemos dicho que Paparrigópulos sigue trabajando y preparando sus trabajos para darlos a la luz. Y así es.
Augusto había tenido noticia de los estudios de mujeres a que se dedicaba por comunes amigos de uno y de
otro, pero no había publicado nada ni lo ha publicado todavía.
No faltan otros eruditos que con la característica caridad de la especie, habiendo vislumbrado a
Paparrigópulos y envidiosos de antemano de la fama que preven le espera, tratan de empequeñecerle. Tal
hay que dice de Paparrigópulos que, como el zorro, borra con el jopo sus propias huellas, dando luego
vueltas y más vueltas por otros derroteros para despistar al cazador y que no se sepa por dónde fue a atrapar
la gallina, cuando si de algo peca es de dejar en pie los andamios, una vez acabada la torre, impidiendo así
que se admire y vea bien esta. Otro le llama desdeñosamente concionador, como si el de concionar no fuese
arte supremo. El de más allá le acusa, ya de traducir, ya de arreglar ideas tomadas del extranjero, olvidando
que al revestirlas Paparrigópulos en tan neto, castizo y transparente castellano como es el suyo, las hace
castellanas y por ende propias, no de otro modo que hizo el padre Isla propio el Gil Blas de Lesage. Alguno
le moteja de que su principal apoyo es su honda fe en la ignorancia ambiente, desconociendo el que así le
juzga que la fe es trasportadora de montañas. Pero la suprema injusticia de estos y otros rencorosos juicios
de gentes a quienes Paparrigópulos ningún mal ha hecho, su injusticia notoria, se verá bien clara con sólo
tener en cuenta que todavía no ha dado Paparrigópulos nada a luz y que todos los que le muerden los
zancajos hablan de oídas y por no callar.
No se puede, en fin, escribir de este erudito singular sino con reposada serenidad y sin efectismos
nivolescos de ninguna clase.
En este hombre, quiero decir, en este erudito, pues, pensó Augusto, sabedor de que se dedicaba a estudios
de mujeres, claro está que en los libros, que es tratándose de ellas lo menos expuesto, y de mujeres de
pasados siglos, que son también mucho meños expuestas para quien las estudia que las mujeres de hoy.
A este Antolín, erudito solitario que por timidez de dirigirse a las mujeres en la vida y para vengarse de
esa timidez las estudiaba en los libros, fue a quien acudió a ver Augusto para de él aconsejarse.
No bien le hubo expuesto su propósito prorrumpió el erudito:
––¡Ay, pobre señor Pérez, cómo le compadezco a usted! ¿Quiere estudiar a la mujer? Tarea le mando...
––Como usted la estudia...
––Hay que sacrificarse. El estudio, y estudio oscuro, paciente, silencioso, es mi razón de ser en la vida.
Pero yo, ya lo sabe usted, soy un modesto, modestísimo obrero del pensamiento, que acopio y ordeno
materiales para que otros que vengan detrás de mí sepan aprovecharlos. La obra humana es colectiva; nada
que no sea colectivo es ni sólido ni durable...
––¿Y las obras de los grandes genios? La Divina Comedia, la Eneida, una tragedia de Shakespeare, un
cuadro de Velázquez...
––Todo eso es colectivo, mucho más colectivo de lo que se cree. La Divina Comedia, por ejemplo, fue
preparada por toda una serie...
––Sí, ya sé eso.
––Y respecto a Velázquez... a propósito, ¿conoce usted el libro de Justi sobre él?
Para Antolín, el principal, casi el único valor de las grandes obras maestras del ingenio humano, consiste
en haber provocado un libro de crítica o de comentario; los grandes artistas, poetas, pintores, músicos,
historiadores, filósofos, han nacido para que un erudito haga su biografía y un crítico comente sus obras, y
una frase cualquiera de un gran escritor directo no adquiere valor hasta que un erudito no la repite y cita la
obra, la edición y la página en que la expuso. Y todo aquello de la solidaridad del trabajo colectivo no era
más que envidia a impotencia. Pertenecía a la clase de esos comentadores de Homero que si Homero
mismo redivivo entrase en su oficina cantando le echarían a empellones porque les estorbaba el trabajar
sobre los textos muertos de sus obras y buscar un apax cualquiera en ellas.
––Pero, bien, ¿qué opina usted de la psicología femenina? ––le preguntó Augusto.
––Una pregunta así, tan vaga, tan genérica, tan en abstracto, no tiene sentido preciso para un modesto
investigador como yo, amigo Pérez, para un hombre que no siendo genio, ni deseando serlo...
––¿Ni deseando?
––Sí, ni deseando. Es mal oficio. Pues bien, esa pregunta carece de sentido preciso para mí. El
contestarla exigiría...
––Sí, vamos, como aquel otro cofrade de usted que escribió un libro sobre psicología del pueblo español
y siendo, al parecer, español él y viviendo entre españoles, no se le ocurrió sino decir que este dice esto y
aquel aquello otro y hacer una bibliografía.
––¡Ah, la bibliografía! Sí, ya sé...
––No, no siga usted, amigo Paparrigópulos, y dígame lo más concretamente que sepa y pueda qué le
parece de la psicología femenina.
––Habría que empezar por plantear una primera cuestión y es la de si la mujer tiene alma.
––¡Hombre!
––Ah, no sirve desecharla así, tan en absoluto...
«¿La tendrá él?» , pensó Augusto, y luego:
––Bueno, pues de lo que en las mujeres hace las veces de alma... ¿qué cree usted?
––¿Me promete usted, amigo Pérez, guardarme el secreto de lo que le voy a decir?... Aunque, no, no,
usted no es erudito.
––¿Qué quiere usted decir con eso?
––Que usted no es uno de esos que están a robarle a uno lo último que le hayan oído y darlo como suyo...
––Pero ¿esas tenemos...?
––Ay, amigo Pérez, el erudito es por naturaleza un ladronzuelo; se lo digo a usted yo, yo, yo que lo soy.
Los eruditos andamos a quitarnos unos a otros las pequeñas cositas que averiguamos y a impedir que otro
se nos adelante.
––Se comprende: el que tiene almacén guarda su género con más celo que el que tiene fábrica; hay que
guardar el agua del pozo, no la del manantial.
––Puede ser. Pues bien, si usted, que no es erudito, me promete guardarme el secreto hasta que yo lo
revele, le diré que he encontrado en un oscuro y casi desconocido escritor holandés del siglo XVII una
interesantísima teoría respecto al alma de la mujer...
––Veámosla.
––Dice ese escritor, y lo dice en latín, que así como cada hombre tiene su alma, las mujeres todas no
tienen sino una sola y misma alma, un alma colectiva, algo así como el entendimiento agente de Averroes,
repartida entre todas ellas. Y añade que las diferencias que se observan en el modo de sentir, pensar y
querer de cada mujer provienen no más que de las diferencias del cuerpo, debidas a raza, clima,
alimentación, etc., y que por eso son tan insignificantes. Las mujeres, dice ese escritor, se parecen entre sí
mucho más que los hombres y es porque todas son una sola y misma mujer...
––Ve ahí por qué, amigo Paparrigópulos, así que me enamoré de una me sentí en seguida enamorado de
todas las demás.
––¡Claro está! Y añade ese interesantísimo y casi desconocido ginecólogo que la mujer tiene mucha más
individualidad, pero mucha menos personalidad, que el hombre; cada una de ellas se siente más ella, más
individual, que cada hombre, pero con menos contenido.
––Sí, sí, creo entrever lo que sea.
––Y por eso, amigo Pérez, lo mismo da que estudie usted a una mujer o a varias. La cuestión es ahondar
en aquella a cuyo estudio usted se dedique.
––Y ¿no sería mejor tomar dos o más para poder hacer el estudio comparativo? Porque ya sabe usted que
ahora se lleva mucho esto de lo comparativo...
––En efecto, la ciencia es comparación; mas en punto a mujeres no es menester comparar. Quien conozca
una, una sola bien, las conoce todas, conoce a la Mujer. Además, ya sabe usted que todo lo que se gana en
extensión se pierde en intensidad.
––En efecto, y yo deseo dedicarme al cultivo intensivo y no al extensivo de la mujer. Pero dos por lo
menos... por lo menos dos...
––¡No, dos no!, ¡de ninguna manera! De no contentarse con una, que yo creo es lo mejor y es bastante
tarea, por lo menos tres. La dualidad no cierra.
––¿Cómo que no cierra la dualidad?
––Claro está. Con dos líneas no se cierra espacio. El más sencillo polígono es el triángulo. Por lo menos
tres.
––Pero el triángulo carece de profundidad. El más sencillo poliedro es el tetraedro; de modo que por lo
menos cuatro.
––Pero dos no, ¡nunca! De pasar de una, por lo menos tres. Pero ahonde usted en una.
––Tal es mi propósito.
XXIV
Cuando salió Augusto de su entrevista con Paparrigópulos íbase diciendo: «De modo que tengo que
renunciar a una de las dos o buscar una tercera. Aunque para esto del estudio psicológico bien me puede
servir de tercer término, de término puramente ideal de comparación, Liduvina. Tengo, pues, tres: Eugenia,
que me habla a la imaginación, a la cabeza; Rosario, que me habla al corazón, y Liduvina, mi cocinera, que
me habla al estómago. Y cabeza, corazón y estómago son las tres facultades del alma que otros llaman
inteligencia, sentimiento y voluntad. Se piensa con la cabeza, se siente con el corazón y se quiere con el
estómago. ¡Esto es evidente! Y ahora...»
«Ahora ––prosiguió pensando––, ¡una idea luminosa, luminosísima! Voy a fingir que quiero pretender de
nuevo a Eugenia, voy a solicitarla de nuevo, a ver si me admite de novio, de futuro marido, claro que no
más que para probarla, como un experimento psicológico y seguro como estoy de que ella me rechazará...
¡pues no faltaba más! Tiene que rechazarme. Después de lo pasado, después de lo que en nuestra última
entrevista me dijo, no es posible ya que me admita. Es una mujer de palabra, creo. Mas... ¿es que las
mujeres tienen palabra?, ¿es que la mujer, la Mujer, así, con letra mayúscula, la única, la que se reparte
entre millones de cuerpos femeninos y más o menos hermosos ––más bien más que menos––; es que la
Mujer está obligada a guardar su palabra? Eso de guardar su palabra, ¿no es acaso masculino? Pero ¡no, no!
Eugenia no puede admitirme; no me quiere. No me quiere y aceptó ya mi dádiva. Y si aceptó mi dádiva y la
disfruta, ¿para qué va a quererme?»
«Pero... ¿y si, volviéndose atrás de lo que me dijo ––pensó luego––, me dice que sí y me acepta como
novio, como futuro marido? Porque hay que ponerse en todo. ¿Y si me acepta?, digo. ¡Me fastidia! ¡Me
pesca con mi propio anzuelo! ¡Eso sí que sería el pescador pescado! Pero ¡no, no!, ¡no puede ser! ¿Y si es?
¡Ah! entonces no queda sino resignarse. ¿Resignarse? Sí, resignarse. Hay que saber resignarse a la buena
fortuna. Y acaso la resignación a la dicha es la ciencia más difícil. ¿No nos dice Píndaro que las desgracias
todas de Tántalo le provinieron de no haber podido digerir su felicidad? ¡Hay que digerir la felicidad! Y si
Eugenia me dice que sí, si me acepta, entonces... ¡venció la psicología! ¡Viva la psicología! Pero ¡no, no,
no! No me aceptará, no puede aceptarme, aunque sólo sea por salirse con la suya. Una mujer como Eugenia
no da su brazo a torcer; la Mujer, cuando se pone frente al Hombre a ver cuál es de más tesón y constancia
en sus propósitos, es capaz de todo. ¡No, no me aceptará!»
––Rosarito le espera.
Con tres palabras, preñadas de sentimientos, interrumpió Liduvina el curso de las reflexiones de su amo.
––Di, Liduvina, ¿crees tú que las mujeres sois fieles a lo que una vez hayáis dicho?, ¿sabéis guardar
vuestra palabra?
––Según y conforme.
––Sí, el estribillo de tu marido. Pero contesta derechamente y no como acostumbráis hacer las mujeres,
que rara vez contestáis a lo que se os pregunta, sino a lo que se os figuraba que se os iba a preguntar.
––Y ¿qué es lo que usted quiso preguntarme?
––Que si vosotras las mujeres guardáis una palabra que hubiéseis dado.
––Según la palabra.
––¿Cómo según la palabra?
––Pues claro está. Unas palabras se dan para guardarlas y otras para no guardarlas. Ya nadie se engaña,
porque es valor entendido...
––Bueno, bueno, di a Rosario que entre.
Y cuando Rosario entró preguntóle Augusto:
––Di Rosario, ¿qué crees tú, que una mujer debe guardar la palabra que dio o que no debe guardarla?
––No recuerdo haberle dado a usted palabra alguna...
––No se trata de eso, sino de si debe o no una mujer guardar la palabra que dio...
––Ah, sí, lo dice usted por la otra... por esa mujer...
––Por lo que lo diga; ¿qué crees tú?
––Pues yo no entiendo de esas cosas...
––¡No importa!
––Bueno, ya que usted se empeña, le diré que lo mejor es no dar palabra alguna.
––¿Y si se ha dado?
––No haberlo hecho.
«Está visto ––se dijo Augusto–– que a esta mozuela no la saco de ahí. Pero ya que está aquí, voy a poner
en juego la psicología, a llevar a cabo un experimento.»
––¡Ven acá, siéntate aquí! ––y le ofreció sus rodillas.
La muchacha obedeció tranquilamente y sin inmutarse, como a cosa acordada y prevista. Augusto en
cambio quedóse confuso y sin saber por dónde empezar su experiencia psicológica. Y como no sabía qué
decir, pues... hacía. Apretaba a Rosario contra su pecho anhelante y le cubría la cara de besos, diciéndose
entre tanto: «Me parece que voy a perder la sangre fría necesaria para la investigación psicológica.» Hasta
que de pronto se detuvo, pareció calmarse, apartó a Rosario algo de sí y la dijo de repente:
––Pero ¿no sabes que quiero a otra mujer?
Rosario se calló, mirándole fijamente y encogiéndose de hombros.
––Pero ¿no lo sabes? ––repitió él.
––¿Y a mí qué me importa eso ahora ...?
––¿Cómo que no te importa?
––¡Ahora, no! Ahora me quiere usted a mí, me parece.
––Y a mí también me parece, pero...
Y entonces ocurrió algo insólito, algo que no entraba en las previsiones de Augusto, en su programa de
experiencia psicológica sobre la Mujer, y es que Rosario, bruscamente, le enlazó los brazos al cuello y
empezó a besarle. Apenas si el pobre hombre tuvo tiempo para pensar: «Ahora soy yo el experimentado;
esta mozuela está haciendo estudios de psicología masculina.» Y sin darse cuenta de lo que hacía
sorprendióse acariciando con las temblorosas manos las pantorrillas de Rosario.
Levantóse de pronto Augusto, levantó luego en vilo a Rosario y la echó en el sofá. Ella se dejaba hacer,
con el rostro encendido. Y él, teniéndola sujeta de los brazos con sus dos manos, se le quedó mirando a los
ojos.
––¡No los cierres, Rosario, no los cierres, por Dios! Ábrelos. Así, así, cada vez más. Déjame que me vea
en ellos, tan chiquitito...
Y al verse a sí mismo en aquellos ojos como en un espejo vivo, sintió que la primera exaltación se le iba
templando.
––Déjame que me vea en ellos como en un espejo, que me vea tan chiquitito... Sólo así llegaré a
conocerme... viéndome en ojos de mujer..
Y el espejo le miraba de un modo extraño. Rosario pensaba: «Este hombre no me parece como los
demás; debe de estar loco.»
Apartóse de pronto de ella Augusto, se miró a sí mismo, y luego se palpó, exclamando al cabo:
––Y ahora, Rosario, perdóname.
––¿Perdonarle?, ¿por qué?
Y había en la voz de la pobre Rosario más miedo que otro sentimiento alguno. Sentía deseos de huir,
porque ella se decía: «Cuando uno empieza a decir o hacer incongruencias no sé adónde va a parar. Este
hombre sería capaz de matarme en un arrebato de locura.» Y le brotaron unas lágrimas.
––¿Lo ves? ––le dijo Augusto––, ¿lo ves? Sí, perdóname, Rosarito, perdóname; no sabía lo que me hacía.
Y ella pensó: «Lo que no sabe es lo que no se hace.»
––Y ahora, ¡vete, vete!
––¿Me echa usted?
––No, me defiendo. ¡No te echo, no! ¡Dios me libre! Si quieres me ire yo y te quedas aquí tú, para que
veas que no te echo.
«Decididamente, no está bueno», pensó ella y sintió lástima de él.
––Vete, vete, y no me olvides, ¿eh? ––le cogió de la barbilla, acariciándosela––. No me olvides, no
olvides al pobre Augusto.
La abrazó y la dio un largo y apretado beso en la boca. Al salir la muchacha le dirigió una mirada llena
de un misterioso miedo. Y apenas ella salió, pensó para sí Augusto: «Me desprecia, indudablemente me
desprecia; he estado ridículo, ridículo, ridículo... Pero ¿qué sabe ella, pobrecita, de estas cosas? ¿Qué sabe
ella de psicología?»
Si el pobre Augusto hubiese podido entonces leer en el espíritu de Rosario habríase desesperado más.
Porque la ingenua mozuela iba pensando: «Cualquier día vuelvo a darme yo un rato así a beneficio de la
otra prójima...»
Íbale volviendo la exaltación a Augusto. Sentía que el tiempo perdido no vuelve trayendo las ocasiones
que se desperdiciaron. Entróle una rabia contra sí mismo. Sin saber qué hacía y por ocupar el tiempo llamó
a Liduvina y al verla ante sí, tan serena, tan rolliza, sonriéndose maliciosamente, fue tal y tan insólito el
sentimiento que le invadió, que diciéndole: «¡Vete, vete, vete!», se salió a la calle. Es que temió un
momento no poder contenerse y asaltar a Liduvina.
Al salir a la calle se encalmó. La muchedumbre es como un bosque; le pone a uno en su lugar, le
reencaja.
«¿Estaré bien de la cabeza?», iba pensando Augusto. «¿No será acaso que mientras yo creo ir
formalmente por la calle, como las personas normales ––¿y qué es una persona normal?––, vaya haciendo
gestos, contorsiones y pantomimas, y que la gente que yo creo pasa sin mirarme o que me mira
indiferentemente no sea así, sino que están todos fijos en mí y riéndose o compadeciéndome...? Y esta
ocurrencia, ¿no es acaso locura? ¿Estaré de veras loco? Y en último caso, aunque lo esté, ¿qué? Un hombre
de corazón, sensible, bueno, si no se vuelve loco es por ser un perfecto majadero. El que no está loco es o
tonto o pillo. Lo que no quiere decir, claro está, que los pillos y los tontos no enloquezcan.»
«Lo que he hecho con Rosario ––prosiguió pensando–– ha sido ridículo, sencillamente ridículo. ¿Qué
habrá pensado de mí? Y ¿qué me importa lo que de mí piense una mozuela así?... ¡Pobrecilla! Pero... ¡con
qué ingenuidad se dejaba hacer! Es un ser fisiológico, perfectamente fisiológico, nada más que fisiológico,
sin psicología alguna. Es inútil, pues, tomarla de conejilla de Indias o de ranita para experimentos
psicológicos. A lo sumo fisiológico... Pero ¿es que la psicología, y sobre todo la feminidad, es algo más que
fisiología, o si se quiere psicología fisiológica? ¿Tiene la mujer alma? Y a mí para meterme en
experimentos psicofisiológicos me falta preparación técnica. Nunca asistí a ningún laboratorio... carezco,
además, de aparatos. Y la psicofisiología exige aparatos. ¿Estaré, pues, loco?»
Después de haberse desahogado con estas meditaciones callejeras, por en medio de la atareada
muchedumbre indiferente a sus cuitas, sintióse ya tranquilo y se volvió a casa.
XXV
Fue Augusto a ver a Víctor, a acariciar al tardío hijo de este, a recrearse en la contemplación de la nueva
felicidad de aquel hogar, y de paso a consultar con él sobre el estado de su espíritu. Y al encontrarse con su
amigo a solas, le dijo:
––¿Y de aquella novela o... ¿cómo era?... ¡ah, sí, nivola!... que estabas escribiendo?, ¿supongo que ahora,
con lo del hijo, la habrás abandonado?
––Pues supones mal. Precisamente por eso, por ser ya padre, he vuelto a ella. Y en ella desahogo el buen
humor que me llena.
––¿Querrías leerme algo de ella?
Sacó Víctor las cuartillas y empezó a leer por aquí y por allá a su amigo.
––Pero, hombre, ¡te me han cambiado! ––exclamó Augusto.
––¿Por qué?
––Porque ahí hay cosas que rayan en lo pornográfico y hasta a las veces pasan de ello...
––¿Pornográfico? ¡De ninguna manera! Lo que hay aquí son crudezas, pero no pornografías. Alguna vez
algún desnudo, pero nunca un desvestido... Lo que hay es realismo...
––Realismo, sí, y además...
––Cinismo, ¿no es eso?
––¡Cinismo, sí!
––Pero el cinismo no es pornografía. Estas crudezas son un modo de excitar la imaginación para
conducirla a un examen más penetrante de la realidad de las cosas; estas crudezas son crudezas...
pedagógicas. ¡Lo dicho, pedagógicas!
––Y algo grotescas...
––En efecto, no te lo niego. Gusto de la bufonería.
––Que es siempre en el fondo tétrica.
––Por lo mismo. No me agradan sino los chistes lúgubres, las gracias funerarias. La risa por la risa
misma me da grima, y hasta miedo. La risa no es sino la preparación para la tragedia.
––Pues a mí esas bufonadas crudas me producen un detestable efecto.
––Porque eres un solitario, Augusto, un solitario, entiéndemelo bien, un solitario... Y yo las escribo para
curar... No, no, no las escribo para nada, sino porque me divierte escribirlas, y si divierten a los que las lean
me doy por pagado. Pero si a la vez logro con ellas poner en camino de curación a algún solitario como tú,
de doble soledad...
––¿Doble?
––Sí, soledad de cuerpo y soledad de alma.
––A propósito, Victor...
––Sí, ya sé lo que vas a decirme. Venías a consultarme sobre tu estado, que desde hace algún tiempo es
alarmante, verdaderamente alarmante, ¿no es eso?
––Sí, eso es.
––Lo adiviné. Pues bien, Augusto, cásate y cásate cuanto antes.
––Pero ¿con cuál?
––¡Ah!, pero ¿hay más de una?
––Y ¿cómo has adivinado también esto?
––Muy sencillo. Si hubieses preguntado: pero ¿con quién?, no habría supuesto que hay más de una ni que
esa una haya; mas al preguntar: pero ¿con cuál?, se entiende con cuál de las dos, o tres, o diez, o ene.
––Es verdad.
––Cásate, pues, cásate, con una cualquiera de las ene de que estás enamorado, con la que tengas más a
mano. Y sin pensarlo demasiado. Ya ves, yo me casé sin pensarlo; nos tuvieron que casar.
––Es que ahora me ha dado por dedicarme a las experiencias de psicología femenina.
––La única experiencia psicológica sobre la Mujer es el matrimonio. El que no se casa, jamás podrá
experimentar psicológicamente el alma de la Mujer. El único laboratorio de psicología femenina o de
ginepsicología es el matrimonio.
––Pero ¡eso no tiene remedio!
––Ninguna experimentación de verdad le tiene. Todo el que se mete a querer experimentar algo, pero
guardando la retirada, no quemando las naves, nunca sabe nada de cierto. Jamás te fíes de otro cirujano que
de aquel que se haya amputado a sí mismo algún propio miembro, ni te entregues a alienista que no esté
loco. Cásate, pues, si quieres saber psicología.
––De modo que los solteros...
––La de los solteros no es psicología; no es más que metafísica, es decir, más allá de la física, más allá de
lo natural.
––Y ¿qué es eso?
––Poco menos que en lo que estás tú.
––¿Yo estoy en la metafísica? Pero ¡si yo, querido Victor, no estoy más allá de lo natural, sino más acá
de ello!
––Es igual.
––¿Cómo que es igual?
––Sí, más acá de lo natural es lo mismo que más allá, como más allá del espacio es lo mismo que más
acá de él. ¿Ves esta línea? ––y trazó una línea en un papel––. Prolongada por uno y otro extremo al infinito
y los extremos se encontrarán, cerrarán en el infinito, donde se encuentra todo y todo se lía. Toda recta es
curva de una circunferencia de radio infinito y en el infinito cierra. Luego lo mismo da lo de más acá de lo
natural que lo de más allá. ¿No está claro?
––No, está oscurísimo, muy oscuro.
––Pues porque está tan oscuro, cásate.
––Sí, pero... ¡me asaltan tantas dudas!
––Mejor, pequeño Hamlet, mejor. ¿Dudas?, luego piensas; ¿piensas?, luego eres.
––Sí, dudar es pensar.
––Y pensar es dudar y nada más que dudar. Se cree, se sabe, se imagina sin dudar; ni la fe, ni el
conocimiento, ni la imaginación suponen duda y hasta la duda las destruye, pero no se piensa sin dudar. Y
es la duda lo que de la fe y del conocimiento, que son algo estático, quieto, muerto, hace pensamiento, que
es dinámico, inquieto, vivo.
––¿Y la imaginación?
––Sí, ahí cabe alguna duda. Suelo dudar lo que les he de hacer decir o hacer a los personajes de mi
nivola, y aun después de que les he hecho decir o hacer algo dudo de si estuvo bien y si es lo que en verdad
les corresponde. Pero... ¡paso por todo! Sí, sí, cabe duda en el imaginar, que es un pensar...
Mientras Augusto y Victor sostenían esta conversación nivolesca, yo, el autor de esta nivola, que tienes,
lector, en la mano y estás leyendo, me sonreía enigmáticamente al ver que mis nivolescos personajes
estaban abogando por mí y justijïcando mis procedimientos, y me decía a mí mismo: «¡Cuán lejos estarán
estos infelices de pensar que no están haciendo otra cosa que tratar de justificar lo que yo estoy haciendo
con ellos! Así cuando uno busca razones para justificarse no hace en rigor otra cosa que justijicar a Dios.
Y yo soy el Dios de estos dos pobres diablos nivolescos.»
XXVI
Augusto se dirigió a casa de Eugenia dispuesto a tentar la última experiencia psicológica, la definitiva,
aunque temiendo que ella le rechazase. Y encontróse con ella en la escalera, que bajaba para salir cuando él
subía para entrar.
––¿Usted por aquí, don Augusto?
––Sí, yo; mas puesto que tiene usted que salir, lo dejaré para otro día; me vuelvo.
––No, está arriba mi tío.
––No es con su tío, es con usted, Eugenia, con quien tenía que hablar. Dejémoslo para otro día.
––No, no, volvamos. Las cosas en caliente.
––Es que si está su tío.
––¡Bah!, ¡es anarquista! No le llamaremos.
Y obligó a Augusto a que subiese con ella. El pobre hombre, que había ido con aires de experimentador,
sentíase ahora rana.
Cuando estuvieron solos en la sala, Eugenia, sin quitarse el sombrero, con el traje de calle con que había
entrado, le dijo:
––Bien, sepamos qué es lo que tenía que decirme.
––Pues... pues... ––y el pobre Augusto balbuceaba–– pues... pues...
––Bien; pues ¿qué?
––Que no puedo descansar, Eugenia; que les he dado mil vueltas en el magín a las cosas que nos dijimos
la última vez que hablamos, y que a pesar de todo no puedo resignarme, ¡no, no puedo resignarme, no lo
puedo!
––Y ¿a qué es lo que no puede usted resignarse?
––Pues ¡a esto, Eugenia, a esto!
––Y ¿qué es esto?
––A esto, a que no seamos más que amigos...
––¡Más que amigos...! ¿Le parece a usted poco, señor don Augusto?, ¿o es que quiere usted que seamos
menos que amigos?
––No, Eugenia, no, no es eso.
––Pues ¿qué es?
––Por Dios, no me haga sufrir..
––El que se hace sufrir es usted mismo.
––¡No puedo resignarme, no!
––Pues ¿qué quiere usted?
––¡Que seamos... marido y mujer!
––¡Acabáramos!
––Para acabar hay que empezar.
––¿Y aquella palabra que me dio usted?
––No sabía lo que me decía.
––Y la Rosario aquella...
––¡Oh, por Dios, Eugenia, no me recuerdes eso!, ¡no pienses en la Rosario!
Eugenia entonces se quitó el sombrero, lo dejó sobre una mesilla, volvió a sentarse y luego pausadamente
y con solemnidad dijo:
––Pues bien, Augusto, ya que tú, que eres al fin y al cabo un hombre, no te crees obligado a guardar la
palabra, yo que no soy nada más que una mujer tampoco debo guardarla. Además, quiero librarte de la
Rosario y de las demás Rosarios o Petras que puedan envolverte. Lo que no hizo la gratitud por tu
desprendimiento ni hizo el despecho de lo que con Mauricio me paso ––ya ves si te soy franca–– hace la
compasión. ¡Sí, Augusto, me das pena, mucha pena! ––y al decir esto le dio dos leves palmaditas con la
diestra en una rodilla.
––¡Eugenia! ––y le tendió los brazos como para cogerla.
––¡Eh, cuidadito! ––exclamó ella apartándoselos y hurtándose de ellos–– ¡cuidadito!
––Pues la otra vez... la última vez...
––¡Sí, pero entonces era diferente!
«Estoy haciendo de rana», pensó el psicólogo experimental.
––¡Sí ––prosiguió Eugenia––, a un amigo, nada más que amigo, pueden permitírsele ciertas pequeñas
libertades que no se deben otorgar al... vamos, al... novio!
––Pues no lo comprendo...
––Cuando nos hayamos casado, Augusto, te lo explicaré. Y ahora, quietecito, ¿eh?
«Esto es hecho», pensó Augusto, que se sintió ya completa y perfectamente rana.
––Y ahora ––agregó Eugenia levantándose–– voy a llamar a mi tío.
––¿Para qué?
––¡Toma, para darle parte!
––¡Es verdad! ––––exclamó Augusto, consternado.
Al momento llegó don Fermín.
––Mire usted, tío ––le dijo Eugenia––, aquí tiene usted a don Augusto Pérez, que ha venido a pedirme la
mano. Y yo se la he concedido.
––¡Admirable!, ¡admirable! ––exclamó don Fermín––, ¡admirable! ¡Ven acá, hija mía, ven acá que te
abrace!, ¡admirable!
––¿Tanto le admira a usted que vayamos a casarnos, tío?
––No, lo que me admira, lo que me arrebata, lo que me subyuga es la manera de haber resuelto este
asunto, los dos solos, sin medianeros... ¡viva la anarquía! Y es lástima, es lástima que para llevar a cabo
vuestro propósito tengáis que acudir a la autoridad... Por supuesto, sin acatarla en el fuero interno de
vuestra conciencia, ¿eh?, pro formula, nada más que pro formula. Porque yo sé que os consideráis ya
marido y mujer. ¡Y en todo caso yo, yo solo, en nombre del Dios anárquico, os caso! Y esto basta.
¡Admirable!, ¡admirable! Don Augusto, desde hoy esta casa es su casa.
––¿Desde hoy?
––Tiene usted razón, sí, lo fue siempre. Mi casa... ¿mía? Esta casa que habito fue siempre de usted, fue
siempre de todos mis hermanos. Pero desde hoy... usted me entiende.
––Sí, le entiende a usted, tío.
En aquel momento llamaron a la puerta y Eugenia dijo:
––¡La tía!
Y al entrar esta en la sala y ver aquello, exclamó:
––Ya, ¡enterada! ¿Conque es cosa hecha? Esto ya me lo sabía yo.
Augusto pensaba: «¡Rana, rana completa! Y me han pescado entre todos.»
––Se quedará usted hoy a comer con nosotros, por supuesto, para celebrarlo... ––dijo doña Ermelinda.
––¡Y qué remedio! ––se le escapó al pobre rana.
XXVII
Empezó entonces para Augusto una nueva vida. Casi todo el día se lo pasaba en casa de su novia y
estudiande no psicología, sino estética.
¿Y Rosario? Rosario no volvió por su casa. La siguiente vez que le llevaron la ropa planchada fue otra la
que se la llevó, una mujer cualquiera. Y apenas se atrevié a preguntar por qué no venía ya Rosario. ¿Para
qué, si le adivinaba? Y este desprecio, porque no era sino desprecio, bien lo conocía y, lejos de dolerle, casi
le hizo gracia, Bien. Bien se desquitaría él en Eugenia. Que, por supuesto, seguía con lo de: «¡Eh, cuidadito
y manos quedas!» ¡Buena era ella para otra cosa!
Eugenia le tenía a ración de vista y no más que de vista, encendiéndole el apetito. Una vez le dijo él:
––¡Me entran unas ganas de hacer unos versos a tus ojos!
Y ella le contestó:
––¡Hazlos!
––Mas para ello ––agregó él–– sería conveniente que tocases un poco el piano. Oyéndote en él, en tu
instrumento profesional, me inspiraría.
––Pero ya sabes, Augusto, que desde que, gracias a tu generosidad, he podido ir dejando mis lecciones no
he vuelto a tocar el piano y que lo aborrezco. ¡Me ha costado tantas molestias!
––No importa, tócalo, Eugenia, tócalo para que yo escriba mis versos.
––¡Sea, pero por única vez!
Sentóse Eugenia a tocar el piano y mientras lo tocaba escribió Augusto esto:
––¿Qué te parecen? ––le preguntó Augusto luego que se los hubo leído.
––Como mi piano, poco o nada musicales. Y eso de «según dicen...» .
––Sí, es para darle familiaridad...
––Y lo de «dulce Eugenia» me parece un ripio.
––¿Qué?, ¿que eres un ripio tú?
––¡Ahí, en esos versos, sí! Y luego todo eso me parece muy... muy...
––Vamos, sí, muy nivodesco.
––¿Qué es eso?
––Nada, un timo que nos traemos entre Víctor y yo.
––Pues mira, Augusto, yo no quiero timos en mi casa luego que nos casemos, ¿sabes? Ni timos ni perros.
Conque ya puedes ir pensando lo que has de hacer de Orfeo...
––Pero ¡Eugenia, por Dios!, ¡si ya sabes cómo le encontré, pobrecillo!, ¡si es además mi confidente...!,
¡si es a quien dirijo mis monólogos todos...!
––Es que cuando nos casemos no ha de haber monólogos en mi casa. ¡Está de más el perro!
––Por Dios, Eugenia, siquiera hasta que tengamos un hijo...
––Si lo tenemos...
––Claro, si lo tenemos. Y si no, ¿por qué no el perro?, ¿por qué no el perro, del que se ha dicho con tanta
justicia que sería el mejor amigo del hombre si tuviese dinero...?
––No, si tuviese dinero el perro no sería amigo del hombre, estoy segura de ello. Porque no lo tiene es su
amigo.
Otro día le dijo Eugenia a Augusto:
––Mira, Augusto, tengo que hablarte de una cosa grave, muy grave, y te ruego que me perdones de ante -
mano si lo que voy a decirte...
––¡Por Dios, Eugenia, habla!
––Tú sabes aquel novio que tuve...
––Sí, Mauricio.
––Pero no sabes por qué le tuve que despachar al muy sinvergüenza...
––No quiero saberlo.
––Eso te honra. Pues bien; le tuve que despachar al haragán y sinvergüenza aquel, pero...
––¿Qué, te persigue todavía?
––¡Todavía!
––¡Ah, como yo le coja!...
––No, no es eso. Me persigue, pero no ya con las intenciones que tú crees, sino con otras.
––¡A ver!, ¡a ver!
––No te alarmes, Augusto, no te alarmes. El pobre Mauricio no muerde, ladra.
––Ah, pues haz lo que dice el refrán árabe: «Si vas a detenerte con cada perro que te salga a ladrar al
camino; nunca llegarás al fin de él.» No sirve tirarles piedras. No le hagas caso.
––Creo que hay otro medio mejor.
––¿Cuál?
––Llevar a prevención mendrugos de pan en el bolsillo e irlos tirando a los perros que salen a ladrarnos,
porque ladran por hambre.
––¿Qué quieres decir?
––Que ahora Mauricio no pretende sino que le busque una colocación cualquiera o un modo de vivir y
dice que me dejará en paz, y si no...
––Si no...
––Amenaza con perseguirme para comprometerme...
––¡Desvergonzado!, ¡bandido!
––No te exaltes. Y creo que lo mejor es quitámosle de enmedio buscándole una colocación cualquiera
que le dé para vivir y que sea lo más lejos posible. Es, además, de mi parte algo de compasión porque el
pobrecillo es como es, y...
––Acaso tengas razón, Eugenia. Y mira, creo que podré arreglarlo todo. Mañana mismo hablaré a un
amigo mío y me parece que le buscaremos ese empleo.
Y, en efecto, pudo encontrarle el empleo y conseguir que le destinasen bastante lejos.
XXVII
Torció el gesto Augusto cuando una mañana le anunció Liduvina que un joven le esperaba y se encontró
luego con que era Mauricio. Estuvo por despedirlo sin oírle, pero le atraía aquel hombre que fue en un
tiempo novio de Eugenia, al que esta quiso y acaso seguía queriendo en algún modo; aquel hombre que tal
vez sabía de la que iba a ser mujer de él, de Augusto, intimidades que este ignoraba; de aquel hombre que...
Había algo que les unía.
––Vengo, señor ––empezó sumisamente Mauricio––, a darle las gracias por el favor insigne que merced
a la mediación de Eugenia usted se ha dignado otorgarme...
––No tiene usted de qué darme las gracias, señor mío, y espero que en adelante dejará usted en paz a la
que va a ser mi mujer.
––Pero ¡si yo no la he molestado lo más mínimo!
––Sé a qué atenerme.
––Desde que me despidió, a hizo bien en despedirme, porque no soy yo el que a ella corresponde, he
procurado consolarme como mejor he podido de esa desgracia y respetar, por supuesto, sus
determinaciones. Y si ella le ha dicho a usted otra cosa...
––Le ruego que no vuelva a mentar a la que va a ser mi mujer, y mucho menos que insinúe siquiera el
que haya faltado lo más mínimo a la verdad. Consuélese como pueda y déjenos en paz.
––Es verdad. Y vuelvo a darles a ustedes dos las gracias por el favor que me han hecho
proporcionándome ese empleíto. Iré a servirlo y me consolaré como pueda. Por cierto que pienso llevarme
conmigo a una muchachita...
––Y ¿a mí qué me importa eso, caballero?
––Es que me parece que usted debe de conocerla...
––¿Cómo?, ¿cómo?, ¿quiere usted burlarse...?
––No... no... Es una tal Rosario, que está en un taller de planchado y que me parece le solía llevar a usted
la plancha...
Augusto palideció. «¿Sabrá este todo?» , se dijo, y esto le azaró aún más que su anterior sospecha de que
aquel hombre supiese de Eugenia lo que él no sabía. Pero repúsose al pronto y exclamó:
––Y ¿a qué me viene usted ahora con eso?
––Me parece ––prosiguió Mauricio, como si no hubiese oído nada–– que a los despreciados se nos debe
dejar el que nos consolemos los unos con los otros.
––Pero ¿qué quiere usted decir, hombre, qué quiere usted decir? ––y pensó Augusto si allí, en aquel que
fue escenario de su última aventura con Rosario, estrangularía o no a aquel hombre.
––¡No se exalte así, don Augusto, no se exalte así! No quiero decir sino lo que he dicho. Ella... la que
usted no quiere que yo miente, me despreció, me despachó, y yo me he encontrado con esa pobre chicuela,
a la que otro despreció y...
Augusto no pudo ya contenerse; palideció primero, se encendió después, levantóse, cogió a Mauricio por
los dos brazos, lo levantó en vilo y le arrojó en el sofá sin darse clara cuenta de lo que hacía, como para
estrangularlo. Y entonces, al verse Mauricio en el sofá, dijo con la mayor frialdad:
––Mírese usted ahora, don Augusto, en mis pupilas y verá qué chiquito se ve...
El pobre Augusto creyó derretirse. Por lo menos se le derritió la fuerza toda de los brazos, empezó la
estancia a convertirse en niebla a sus ojos; pensó: «¿Estaré soñando?», y se encontró con que Mauricio, de
pie ya y frente a él, le miraba con una socarrona sonrisa:
––¡Oh, no ha sido nada, don Augusto, no ha sido nada! Perdóneme usted, un arrebato... ni sé siquiera lo
que me hice... ni me di cuenta... Y ¡gracias, gracias, otra vez gracias!, ¡gracias a usted y a... ella! ¡Adiós!
Apenas había salido Mauricio, llamó Augusto a Liduvina.
––Di, Liduvina, ¿quién ha estado aquí conmigo?
––Un joven.
––¿De qué señas?
––Pero ¿necesita usted que se lo diga?
––¿De veras, ha estado aquí alguien conmigo?
––¡Señorito!
––No... no... júrame que ha estado aquí conmigo un joven y de las señas que me digas... alto, rubio, ¿no
es eso?, de bigote, más bien grueso que flaco, de nariz aguileña... ¿ha estado?
––Pero ¿está usted bueno, don Augusto?
––¿No ha sido un sueño...?
––Como no lo hayamos soñado los dos...
––No, no pueden soñar dos al mismo tiempo la misma cosa. Y precisamente se conoce que algo no es
sueño en que no es de uno solo...
––Pues ¡sí, estése tranquilo, sí! Estuvo ese joven que dice.
––Y ¿qué dijo al salir?
––Al salir no habló conmigo... ni le vi...
––Y tú ¿sabes quién es, Liduvina?
––Sí, sé quién es. El que fue novio de...
––Sí, basta. Y ahora, ¿de quién lo es?
––Eso ya sería saber demasiado.
––Como las mujeres sabéis tantas cosas que no os enseñan...
––Sí, y en cambio no logramos aprender las que quieren enseñamos.
––Pues bueno, di la verdad, Liduvina: ¿no sabes con quién anda ahora ese... prójimo?
––No, pero me lo figuro.
––¿Por qué?
––Por lo que está usted diciendo.
––Bueno, llama ahora a Domingo.
––¿Para qué?
––Para saber si estoy también todavía soñando o no, y si tú eres de verdad Liduvina, su mujer, o si...
––¿O si Domingo está soñando también? Pero creo que hay otra cosa mejor.
––¿Cuál?
––Que venga Orfeo.
––Tienes razón; ¡ese no sueña!
Al poco rato, habiendo ya salido Liduvina, entraba el perro.
«¡Ven acá, Orfeo ––le dijo su amo––, ven acá! ¡Pobrecito!, ¡qué pocos días te quedan ya de vivir
conmigo! No te quiere ella en casa. Y ¿adónde voy a echarte?, ¿qué voy a hacer de ti?, ¿qué será de ti sin
mí? Eres capaz de morirte, ¡lo sé! Sólo un perro es capaz de morirse al verse sin amo. Y yo he sido más que
tu amo, ¡tu padre, tu dios! ¡No te quiere en casa; te echa de mi lado! ¿Es que tú, el sím bolo de la felicidad,
le estorbas en casa? ¡Quién lo sabe...! Acaso un perro sorprende los más secretos pensamientos de las
personas con quienes vive, y aunque se calle... ¡Y tengo que casarme, no tengo más remedio que casarme...
si no, jamás voy a salir del sueño! Tengo que despertar.»
«Pero ¿por qué me miras así, Orfeo? ¡Si parece que lloras sin lágrimas...! ¿Es que me quieres decir algo?,
te veo sufrir por no tener palabras. ¡Qué pronto aseguré que tú no sueñas! ¡Tú sí que me estás soñando,
Orfeo! ¿Por qué somos hombres los hombres sino porque hay perros y gatos y caballos y bueyes y ovejas y
animales de toda clase, sobre todo domésticos?, ¿es que a falta de animales domésticos en que descargar el
peso de la animalidad de la vida habría el hombre llegado a su humanidad? ¿Es que a no haber domesticado
el hombre al caballo no andaría la mitad de nuestro linaje llevando a cuestas a la otra mitad? Sí, a vosotros
se os debe la civilización. Y a las mujeres. Pero ¿no es acaso la mujer otro animal doméstico? Y de no
haber mujeres, ¿serían hombres los hombres? ¡Ay, Orfeo, viene de fuera quien de casa te echa! »
Y le apretó contra su seno, y el perro, que parecía en efecto llorar, le lamía la barba.
XXIX
Todo estaba dispuesto ya para la boda. Augusto la quería recogida y modesta, pero ella, su mujer futura,
parecía preferir que se le diese más boato y resonancia.
A medida que se acercaba aquel plazo, el novio ardía por tomarse ciertas pequeñas libertades y
confianzas, y ella, Eugenia, se mantenía más en reserva.
––Pero ¡si dentro de unos días vamos a ser el uno del otro, Eugenia!
––Pues por lo mismo. Es menester que empecemos ya a respetarnos.
––Respeto... Respeto... El respeto excluye el cariño.
––Eso creerás tú... ¡Hombre al fin!
Y Augusto notaba en ella algo extraño, algo forzado. Alguna vez parecióle que trataba de esquivar sus
miradas. Y se acordó de su madre, de su pobre madre, y del anhelo que sintió siempre porque su hijo se
casara bien. Y ahora, próximo a casarse con Eugenia, le atormentaba más lo que Mauricio le dijera de
llevarse a Rosario. Sentía celos, unos celos furiosos, y rabia por haber dejado pasar una ocasión, por el
ridículo en que quedó ante la mozuela. «Ahora estarán riéndose los dos de mí ––se decía––, y él
doblemente, porque ha dejado a Eugenia encajándomela y porque se me lleva a Rosario.» Y alguna vez le
entraron furiosas ganas de romper su compromiso y de ir a la conquista de Rosario, a arrebatársela a
Mauricio.
––Y de aquella mocita, de aquella Rosario, ¿qué se ha hecho? ––le preguntó Eugenia unos días antes del
de la boda.
––Y ¿a qué viene recordarme ahora eso?
––¡Ah, si no te gusta el recuerdo, lo dejaré!
––No... no... pero...
––Sí, como una vez interrumpió ella una entrevista nuestra... ¿No has vuelto a saber de ella? ––y le miró
con mirada de las que atraviesan.
––No, no he vuelto a saber de ella.
––¿Quién la estará conquistando o quién la habrá conquistado a estas horas...? ––y apartando su mirada
de Augusto la fijó en el vacío, más allá de lo que miraba.
Por la mente del novio pasaron, en tropel, extraños agüeros. «Esta parece saber algo», se fijo, y luego en
voz alta:
––¿Es que sabes algo?
––¿Yo? ––contestó ella fingiendo indiferencia y volvió a mirarle.
Entre los dos flotaba sombra de misterio.
––Supongo que la habrás olvidado...
––Pero ¿a qué esta insistencia en hablarme de esa... chiquilla?
––¡Qué sé yo!... Porque, hablando de otra cosa, ¿qué le pasará a un hombre cuando otro le quita la mujer
a que pretendía y se la lleva?
A Augusto le subió una oleada de sangre a la cabeza al oír esto. Entráronle ganas de salir, correr en busca
de Rosario, ganarla y volver con ella a Eugenia para decir a esta: «¡Aquí la tienes, es mía y no de... tu
Mauricio!»
Faltaban tres días para el de la boda. Augusto salió de casa de su novia pensativo. Apenas pudo dormir
aquella noche.
A la mañana siguiente, apenas despertó, entró Liduvina en su cuarto.
––Aquí hay una carta para el señorito; acaban de traerla. Me parece que es de la señorita Eugenia...
––¿Carta?, ¿de ella?, ¿de ella carta? ¡Déjala ahí y vete!
Salió Liduvina. Augusto empezó a temblar. Un extraño desasosiego le agitaba el corazón. Se acordó de
Rosario, luego de Mauricio. Pero no quiso tocar la carta. Miró con terror al sobre. Se levantó, se lavó, se
vistió, pidió el desayuno, devorándolo luego. «No, no quiero leerla aquí», se dijo. Salió de su casa, fuese a
la iglesia más próxima, y allí, entre unos cuantos devotos que oían misa, abrió la carta. «Aquí tendré que
contenerme ––se dijo––, porque yo no sé qué cosas me dice el corazón.» Y decía la carta:
«Apreciable Augusto: Cuando leas estas líneas yo estaré con Mauricio camino del pueblo adonde este va
destinado gracias a tu bondad, a la que debo también poder disfrutar de mis rentas, que con el sueldo de él
nos permitirá vivir juntos con algún desahogo. No te pido que me perdones, porque después de esto creo
que te convencerás de que ni yo te hubiera hecho feliz ni tú mucho menos a mí. Cuando se te pase la
primera impresión volveré a escribirte para explicarte por qué doy este paso ahora y de esta manera.
Mauricio quería que nos hubiéramos escapado el día mismo de la boda, después de salir de la iglesia; pero
su plan era muy complicado y me pareció, además, una crueldad inútil. Y como te dije en otra ocasión, creo
quedaremos amigos. Tu amiga.
P.S. No viene con nosotros Rosario. Te queda ahí y puedes con ella consolarte.»
XXX
Víctor encontró a Augusto hundido en un rincón de un sofá, mirando más abajo del suelo.
––¿Qué es eso? ––le preguntó poniéndole una mano sobre el hombro.
––Y ¿me preguntas qué es esto? ¿No sabes lo que me ha pasado?
––Sí, sé lo que te ha pasado por fuera, es decir, lo que ha hecho ella; lo que no sé es lo que lo pasa por
dentro, es decir, no sé por qué estás así...
––¡Parece imposible!
––Se te ha ido un amor, el de a; ¿no te queda el de b, o el de c, o el de x, o el de otra cualquiera de las n?
––No es la ocasión para bromas, creo.
––Al contrario, esta es la ocasión de bromas.
––Es que no me duele en el amor; ¡es la burla, la burla, la burla! Se han burlado de mí, me han
escarnecido, me han puesto en ridículo; han querido demostrarme... ¿qué sé yo?... que no existo.
––¡Qué felicidad!
––No te burles, Víctor.
––Y ¿por qué no me he de burlar? Tú, querido experimentador, la quisiste tomar de rana, y es ella la que
te ha tomado de rana a ti. ¡Chapúzate, pues, en la charca, y a croar y a vivir!
––Te ruego otra vez...
––Que no bromee, ¿eh? Pues bromearé. Para estas ocasiones se ha hecho la burla.
––Es que eso es corrosivo.
––Y hay que corroer. Y hay que confundir. Confundir sobre todo, confundirlo todo. Confundir el sueño
con la vela, la ficción con la realidad, lo verdadero con lo falso; confundirlo todo en una sola niebla. La
broma que no es corrosiva y confundente no sirve para nada. El niño se ríe en la tragedia; el viejo llora en
la comedia. Quisiste hacerla rana, te ha hecho rana; acéptalo, pues, y sé para ti mismo rana.
––¿Qué quieres decir con eso?
––Experimenta en ti mismo.
––Sí, que me suicide.
––No digo ni que sí ni que no. Sería una solución como otra, pero no la mejor.
––Entonces, que les busque y les mate.
––Matar por matar es un desatino. A lo sumo para librarse del odio, que no hace sino corromper el alma.
Porque más de un rencoroso se curó del rencor y sintió piedad, y hasta amor a su víctima, una vez que
satisfizo su odio en ella. El acto malo libera del mal sentimiento. Y es porque la ley hace el pecado.
––Y ¿qué voy a hacer?
––Habrás oído que en este mundo no hay sino devorar o ser devorado...
––Sí, burlarse de otros o ser burlado.
––No; cabe otro término tercero y es devorarse uno a sí mismo, burlarse de sí mismo uno. ¡Devórate! El
que devora goza, pero no se harta de recordar el acabamiento de sus goces y se hace pesimista; el que es
devorado sufre, y no se harta de esperar la liberación de sus penas y se hace optimista. Devórate a ti mismo,
y como el placer de devorarte se confundirá y neutralizará con el dolor de ser devorado, llegarás a la
perfecta ecuanimidad de espíritu, a la ataraxia; no serás sino un mero espectáculo para ti mismo.
––Y ¿eres tú, tú, Víctor, tú el que me vienes con esas cosas?
––¡Sí, yo, Augusto, yo, soy yo!
––Pues en un tiempo no pensabas de esa manera tan... corrosiva.
––Es que entonces no era padre.
––Y ¿el ser padre...?
––El ser padre, al que no está loco o es un mentecato, le despierta lo más terrible que hay en el hombre:
¡el sentido de la responsabilidad! Yo entrego a mi hijo el legado perenne de la humanidad. Con meditar en
el misterio de la paternidad hay para volverse loco. Y si los más de los padres no se vuelven locos es
porque son tontos... o no son padres. Regocíjate, pues, Augusto, que con eso de habérsete escapado te evitó
acaso el que fueses padre. Y yo te dije que te casaras, pero no que te hicieses padre. El matrimonio es un
experimento... psicológico; la paternidad lo es... patológico.
––¡Es que me ha hecho padre, Víctor!
––¿Cómo?, ¿que te ha hecho padre?
––¡Sí, de mí mismo! Con esto creo haber nacido de veras. Y para sufrir, para morir.
––Sí, el segundo nacimiento, el verdadero, es nacer por el dolor a la conciencia de la muerte incesante, de
que estamos siempre muriendo. Pero si te has hecho padre de ti mismo es que te has hecho hijo de ti mismo
también.
––Parece imposible, Víctor, parece imposible que pasándome lo que me pasa, después de lo que ha hecho
conmigo... ¡ella!, pueda todavía oír con calma estas sutilezas, estos juegos de concepto, estas humoradas
macabras, y hasta algo peor...
––¿Qué?
––Que me distraigan. ¡Me irrito contra mí mismo!
––Es la comedia, Augusto, es la comedia que representamos ante nosotros mismos, en lo que se llama el
foro interno, en el tablado de la conciencia, haciendo a la vez de cómicos y de espectadores. Y en la escena
del dolor representamos el dolor y nos parece un desentono el que de repente nos entre ganas de reír
entonces. Y es cuando más ganas nos da de ello. ¡Comedia, comedia el dolor!
––¿Y si la comedia del dolor le lleva a uno a suicidarse?
––¡Comedia de suicidio!
––¡Es que se muere de veras!
––¡Comedia también!
––Pues ¿qué es lo real, lo verdadero, lo sentido?
––Y ¿quién te ha dicho que la comedia no es real y verdadera y sentida?
––¿Entonces?
––Que todo es uno y lo mismo; que hay que confundir, Augusto, hay que confundir. Y el que no
confunde se confunde.
––Y el que confunde también.
––Acaso.
––¿Entonces?
––Pues esto, charlar, sutilizar, jugar con las palabras y los vocablos... ¡pasar el rato!
––¡Ellos sí que lo estarán pasando!
––¡Y tú también! ¿te has encontrado nunca a tus propios ojos más interesante que ahora? ¿Cómo sabe
uno que tiene un miembro si no le duele?
––Bueno, y ¿qué voy a hacer yo ahora?
––¡Hacer... hacer... hacer..! ¡Bah, ya te estás sintiendo personaje de drama o de novela! ¡Contentémonos
con serlo de... nivola! ¡Hacer... hacer... hacer...! ¿Te parece que hacemos poco con estar así hablando? Es la
manía de la acción, es decir, de la pantomima. Dicen que pasan muchas cosas en un drama cuando los
actores pueden hacer muchos gestos y dar grandes pasos y fingir duelos y saltar y... ¡pantomima!,
¡pantomima! ¡Hablan demasiado!, dicen otras veces. Como si el hablar no fuese hacer. En el principio fue
la Palabra y por la Palabra se hizo todo. Si ahora, por ejemplo, algún... nivolista oculto ahí, tras ese armario,
tomase nota taquigráfica de cuanto estamos aquí diciendo y lo reprodujese, es fácil que dijeran los lectores
que no pasa nada, y sin embargo...
––¡Oh, si pudiesen verme por dentro, Víctor, te aseguro que no dirían tal cosa!
––¿Por dentro?, ¿por dentro de quién?, ¿de ti?, ¿de mí? Nosotros no tenemos dentro. Cuando no dirían
que aquí no pasa nada es cuando pudiesen verse por dentro de sí mismos, de ellos, de los que leen. El alma
de un personaje de drama, de novela o de nivola no tiene más interior que el que le da...
––Sí, su autor.
––No, el lector.
––Pues yo te aseguro, Víctor...
––No asegures nada y devórate. Es lo seguro.
––Y me devoro, me devoro. Empecé, Víctor, como una sombra, como una ficción; durante años he
vagado como un fantasma, como un muñeco de niebla, sin creer en mi propia existencia, imaginándome ser
un personaje fantástico que un oculto genio inventó para solazarse o desahogarse; pero ahora, después de lo
que me han hecho, después de lo que me han hecho, después de esta burla, de esta ferocidad de burla,
¡ahora sí!, ¡ahora me siento, ahora me palpo, ahora no dudo de mi existencia real!
––¡Comedia!, ¡comedia!, ¡comedia!
––¡,Cómo?
––Sí, en la comedia entra el que se crea rey el que lo representa.
––Pero ¿qué te propones con todo esto?
––Distraerte. Y además, que si, como te decía, un nivolista oculto que nos esté oyendo toma nota de
nuestras palabras para reproducirlas un día, el lector de la nivola llegue a dudar, siquiera fuese un fugitivo
momento, de su propia realidad de bulto y se crea a su vez no más que un personaje nivolesco, como
nosotros.
––Y eso ¿para qué?
––Para redimirle.
––Sí, ya he oído decir que lo más liberador del arte es que le hace a uno olvidar que exista. Hay quien se
hunde en la lectura de novelas para distraerse de sí mismo, para olvidar sus penas...
––No, lo más liberador del arte es que le hace a uno dudar de que exista.
––Y ¿qué es existir?
––¿Ves? Ya te vas curando; ya empiezas a devorarte. Lo prueba esa pregunta. ¡Ser o no sere, que dijo
Hamlet, uno de los que inventaron a Shakespeare.
––Pues a mí, Víctor, eso de ser o no ser me ha parecido siempre una solemne vaciedad.
––Las frases, cuanto más profundas, son más vacías. No hay profundidad mayor que la de un pozo sin
fondo. ¿Qué te parece lo más verdadero de todo?
––Pues... pues... lo de Descartes: «Pienso, luego soy.»
––No, sino esto: A = A.
––Pero ¡eso no es nada!
––Y por lo mismo es lo más verdadero, porque no es nada. Pero esa otra vaciedad de Descartes, ¿la crees
tan incontrovertible?
––¡Y tanto...!
––Pues bien, ¿o dijo eso Descartes?
––¡Sí!
––Y no era verdad. Porque como Descartes no ha sido más que un ente ficticio, una invención de la
historia, pues... ¡ni existió... ni pensó!
––Y ¿quién dijo eso?
––Eso no lo dijo nadie; eso se dijo ello mismo.
––Entonces, ¿el que era y pensaba era el pensamiento ese?
––¡Claro! Y, figúrate, eso equivale a decir que ser es pensar y lo que no piensa no es.
––¡Claro está!
––Pues no pienses, Augusto, no pienses. Y si te empeñas en pensar...
––¿Qué?
––¡Devórate!
––Es decir, ¿que me suicide...?
––En eso ya no me quiero meter. ¡Adiós!
Y se salió Víctor, dejando aAugusto perdido y confundido en sus cavilaciones.
XXXI
Aquella tempestad del alma de Augusto terminó, como en terrible calma, en decisión de suicidarse.
Quería acabar consigo mismo, que era la fuente de sus desdichas propias. Mas antes de llevar a cabo su
propósito, como el náufrago que se agarra a una débil tabla, ocurriósele consultarlo conmigo, con el autor
de todo este relato. Por entonces había leído Augusto un ensayo mío en que, aunque de pasada, hablaba del
suicidio, y tal impresión pareció hacerle, así como otras cosas que de mí había leído, que no quiso dejar este
mundo sin haberme conocido y platicado un rato conmigo. Emprendió, pues, un viaje acá, a Salamanca,
donde hace más de veinte años vivo, para visitarme.
Cuando me anunciaron su visita sonreí enigmáticamente y le mandé pasar a mi despacho-librería. Entró
en él como un fantasma, miró a un retrato mío al óleo que allí preside a los libros de mi librería, y a una
seña mía se sentó, frente a mí.
Empezó hablándome de mis trabajos literarios y más o menos filosóficos, demostrando conocerlos
bastante bien, lo que no dejó, ¡claro está!, de halagarme, y en seguida empezó a contarme su vida y sus
desdichas. Le atajé diciéndole que se ahorrase aquel trabajo, pues de las vicisitudes de su vida sabía yo
tanto como él, y se lo demostré citándole los más íntimos pormenores y los que él creía más secretos. Me
miró con ojos de verdadero terror y como quien mira a un ser increííble; creí notar que se le alteraba el
color y traza del semblante y que hasta temblaba. Le tenía yo fascinado.
––¡Parece mentira! ––repetía––, ¡parece mentira! A no verlo no lo creería... No sé si estoy despierto o
soñando...
––Ni despierto ni soñando ––le contesté.
––No me lo explico... no me lo explico ––añadió––; mas puesto que usted parece saber sobre mí tanto
como sé yo mismo, acaso adivine mi propósito...
––Sí ––le dije––, tú ––y recalqué este tú con un tono autoritario––, tú, abrumado por tus desgracias, has
concebido la diabólica idea de suicidarte, y antes de hacerlo, movido por algo que has leído en uno de mis
últimos ensayos, vienes a consultármelo.
El pobre hombre temblaba como un azogado, mirándome como un poseído miraría. Intentó levantarse,
acaso para huir de mí; no podía. No disponía de sus fuerzas.
––¡No, no te muevas! ––le ordené.
––Es que... es que... ––balbuceó.
––Es que tú no puedes suicidarte, aunque lo quieras.
––¿Cómo? ––exclamó al verse de tal modo negado y contradicho.
––Sí. Para que uno se pueda matar a sí mismo, ¿qué es menester? ––le pregunté.
––Que tenga valor para hacerlo ––me contestó.
––No ––le dije––, ¡que esté vivo!
––¡Desde luego!
––¡Y tú no estás vivo!
––¿Cómo que no estoy vivo?, ¿es que me he muerto? ––y empezó, sin darse clara cuenta de lo que hacía,
a palparse a sí mismo.
––¡No, hombre, no! ––le repliqué––. Te dije antes que no estabas ni despierto ni dormido, y ahora te digo
que no estás ni muerto ni vivo.
––¡Acabe usted de explicarse de una vez, por Dios!, ¡acabe de explicarse! ––me suplicó consternado––,
porque son tales las cosas que estoy viendo y oyendo esta tarde, que temo volverme loco.
––Pues bien; la verdad es, querido Augusto ––le dije con la más dulce de mis voces––, que no puedes
matarte porque no estás vivo, y que no estás vivo, ni tampoco muerto, porque no existes...
––¿Cómo que no existo? ––––exclamó.
––No, no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi
fantasía y de las de aquellos de mis lectores que lean el relato que de tus fingidas venturas y malandanzas
he escrito yo; tú no eres más que un personaje de novela, o de nivola, o como quieras llamarle. Ya sabes,
pues, tu secreto.
Al oír esto quedóse el pobre hombre mirándome un rato con una de esas miradas perforadoras que
parecen atravesar la mira a ir más allá, miró luego un momento a mi retrato al óleo que preside a mis libros,
le volvió el color y el aliento, fue recobrándose, se hizo dueño de sí, apoyó los codos en mi camilla, a que
estaba arrimado frente a mí y, la cara en las palmas de las manos y mirándome con una sonrisa en los ojos,
me dijo lentamente:
––Mire usted bien, don Miguel... no sea que esté usted equivocado y que ocurra precisamente todo lo
contrario de lo que usted se cree y me dice.
––Y ¿qué es lo contrario? ––le pregunté alarmado de verle recobrar vida propia.
––No sea, mi querido don Miguel ––añadió––, que sea usted y no yo el ente de ficción, el que no existe
en realidad, ni vivo, ni muerto... No sea que usted no pase de ser un pretexto para que mi historia llegue al
mundo...
––¡Eso más faltaba! ––exclamé algo molesto.
––No se exalte usted así, señor de Unamuno ––me replicó––, tenga calma. Usted ha manifestado dudas
sobre mi existencia...
––Dudas no ––le interrumpí––; certeza absoluta de que tú no existes fuera de mi producción novelesca.
––Bueno, pues no se incomode tanto si yo a mi vez dudo de la existencia de usted y no de la mía propia.
Vamos a cuentas: ¿no ha sido usted el que no una sino varias veces ha dicho que don Quijote y Sancho son
no ya tan reales, sino más reales que Cervantes?
––No puedo negarlo, pero mi sentido al decir eso era...
––Bueno, dejémonos de esos sentires y vamos a otra cosa. Cuando un hombre dormido a inerte en la
cama sueña algo, ¿qué es lo que más existe, él como conciencia que sueña, o su sueño?
––¿Y si sueña que existe él mismo, el soñador? ––le repliqué a mi vez.
––En ese caso, amigo don Miguel, le pregunto yo a mi vez, ¿de qué manera existe él, como soñador que
se sueña, o como soñado por sí mismo? Y fíjese, además, en que al admitir esta discusión conmigo me
reconoce ya existencia independiente de sí.
––¡No, eso no!, ¡eso no! ––le dije vivamente––. Yo necesito discutir, sin discusión no vivo y sin
contradicción, y cuando no hay fuera de mí quien me discuta y contradiga invento dentro de mí quien lo
haga. Mis monólogos son diálogos.
––Y acaso los diálogos que usted forje no sean más que monólogos...
––Puede ser. Pero te digo y repito que tú no existes fuera de mí...
––Y yo vuelvo a insinuarle a usted la idea de que es usted el que no existe fuera de mí y de los demás
personajes a quienes usted cree haber inventado. Seguro estoy de que serían de mi opinión don Avito
Carrascal y el gran don Fulgencio...
––No mientes a ese...
––Bueno, basta, no le moteje usted. Y vamos a ver, ¿qué opina usted de mi suicidio?
––Pues opino que como tú no existes más que en mi fantasía, te lo repito, y como no debes ni puedes
hacer sino lo que a mí me dé la gana, y como no me da la real gana de que te suicides, no te suicidarás. ¡Lo
dicho!
––Eso de no me da la real gana, señor de Unamuno, es muy español, pero es muy feo. Y además, aun
suponiendo su peregrina teoría de que yo no existo de veras y usted sí, de que yo no soy más que un ente de
ficción, producto de la fantasía novelesca o nivolesca de usted, aun en ese caso yo no debo estar sometido a
lo que llama usted su real gana, a su capricho. Hasta los llamados entes de ficción tienen su lógica interna...
––Sí, conozco esa cantata.
––En efecto; un novelista, un dramaturgo, no pueden hacer en absoluto lo que se les antoje de un
personaje que creen; un ente de ficción novelesca no puede hacer, en buena ley de arte, lo que ningún lector
esperaría que hiciese...
––Un ser novelesco tal vez...
––¿Entonces?
––Pero un ser nivolesco...
––Dejemos esas bufonadas que me ofenden y me hieren en lo más vivo. Yo, sea por mí mismo, según
creo, sea porque usted me lo ha dado, según supone usted, tengo mi carácter, mi modo de ser, mi lógica
interior, y esta lógica me pide que me suicide...
––¡Eso te creerás tú, pero te equivocas!
––A ver, ¿por qué me equivoco?, ¿en qué me equivoco? Muéstreme usted en qué está mi equivocación.
Como la ciencia más difícil que hay es la de conocerse uno a sí mismo, fácil es que esté yo equivocado y
que no sea el suicidio la solución más lógica de mis desventuras, pero demuéstremelo usted. Porque si es
difícil, amigo don Miguel, ese conocimiento propio de sí mismo, hay otro conocimiento que me parece no
menos difícil que el...
––¿Cuál es? ––le pregunté.
Me miró con una enigmática y socarrona sonrisa y lentamente me dijo:
––Pues más difícil aún que el que uno se conozca a sí mismo es el que un novelista o un autor dramático
conozca bien a los personajes que finge o cree fingir...
Empezaba yo a estar inquieto con estas salidas de Augusto, y a perder mi paciencia.
––E insisto ––añadió–– en que aun concedido que usted me haya dado el ser y un ser ficticio, no puede
usted, así como así y porque sí, porque le dé la real gana, como dice, impedirme que me suicide.
––¡Bueno, basta!, ¡basta! ––exclamé dando un puñetazo en la camilla–– ¡cállate!, ¡no quiero oír más
impertinencias...! ¡Y de una criatura mía! Y como ya me tienes harto y además no sé ya qué hacer de ti,
decido ahora mismo no ya que no te suicides, sino matarte yo. ¡Vas a morir, pues, pero pronto! ¡Muy
pronto!
––¿Cómo? ––exclamó Augusto sobresaltado––, ¿que me va usted a dejar morir, a hacerme morir, a
matarme?
––¡Sí, voy a hacer que mueras!
––¡Ah, eso nunca!, ¡nunca!, ¡nunca! ––gritó.
––¡Ah! ––le dije mirándole con lástima y rabia––. ¿Conque estabas dispuesto a matarte y no quieres que
yo te mate? ¿Conque ibas a quitarte la vida y te resistes a que te la quite yo?
––Sí, no es lo mismo...
––En efecto, he oído contar casos análogos. He oído de uno que salió una noche armado de un revólver y
dispuesto a quitarse la vida, salieron unos ladrones a robarle, le atacaron, se defendió, mató a uno de ellos,
huyeron los demás, y al ver que había comprado su vida por la de otro renunció a su propósito.
––Se comprende ––observó Augusto––; la cosa era quitar a alguien la vida, matar un hombre, y ya que
mató a otro, ¿a qué había de matarse? Los más de los suicidas son homicidas frustrados; se matan a sí
mismos por falta de valor para matar a otros...
––¡Ah, ya, te entiendo, Augusto, te entiendo! Tú quieres decir que si tuvieses valor para matar a Eugenia
o a Mauricio o a los dos no pensarías en matarte a ti mismo, ¿eh?
––¡Mire usted, precisamente a esos... no!
––¿A quién, pues?
––¡A usted! ––y me miró a los ojos.
––¿Cómo? ––exclamé poniéndome en pie––, ¿cómo? Pero ¿se te ha pasado por la imaginación
matarme?, ¿tú?, ¿y a mí?
––Siéntese y tenga calma. ¿O es que cree usted, amigo don Miguel, que sería el primer caso en que un
ente de ficción, como usted me llama, matara a aquel a quien creyó darle ser... ficticio?
––¡Esto ya es demasiado ––decía yo paseándome por mi despacho––, esto pasa de la raya! Esto no
sucede más que...
––Más que en las nivolas ––concluyó él con sorna.
––¡Bueno, basta!, ¡basta!, ¡basta! ¡Esto no se puede tolerar! ¡Vienes a consultarme, a mí, y tú empiezas
por discutirme mi propia existencia, después el derecho que tengo a hacer de ti lo que me dé la real gana, sí,
así como suena, lo que me dé la real gana, lo que me salga de...
––No sea usted tan español, don Miguel...
––¡Y eso más, mentecato! ¡Pues sí, soy español, español de nacimiento, de educación, de cuerpo, de
espíritu, de lengua y hasta de profesión y oficio; español sobre todo y ante todo, y el españolismo es mi
religión, y el cielo en que quiero creer es una España celestial y eterna y mi Dios un Dios español, el de
Nuestro Señor Don Quijote, un Dios que piensa en español y en español dijo: ¡sea la luz!, y su verbo fue
verbo español...
––Bien, ¿y qué? ––me interrumpió, volviéndome a la realidad.
––Y luego has insinuado la idea de matarme. ¿Matarme?, ¿a mí?, ¿tú? ¡Morir yo a manos de una de mis
criaturas! No tolero más. Y para castigar tu osadía y esas doctrinas disolventes, extravagantes, anárquicas,
con que te me has venido, resuelvo y fallo que te mueras. En cuanto llegues a tu casa te morirás. ¡Te
morirás, te lo digo, te morirás!
––Pero ¡por Dios!... ––exclamó Augusto, ya suplicante y de miedo tembloroso y pálido.
––No hay Dios que valga. ¡Te morirás!
––Es que yo quiero vivir, don Miguel, quiero vivir, quiero vivir...
––¿No pensabas matarte?
––¡Oh, si es por eso, yo le juro, señor de Unamuno, que no me mataré, que no me quitaré esta vida que
Dios o usted me han dado; se lo juro... Ahora que usted quiere matarme quiero yo vivir, vivir, vivir...
––¡Vaya una vida! ––exclamé.
––Sí, la que sea. Quiero vivir, aunque vuelva a ser burlado, aunque otra Eugenia y otro Mauricio me
desgarren el corazón. Quiero vivir, vivir, vivir...
––No puede ser ya... no puede ser...
––Quiero vivir, vivir... y ser yo, yo, yo...
––Pero si tú no eres sino lo que yo quiera...
––¡Quiero ser yo, ser yo!, ¡quiero vivir! ––y le lloraba la voz.
––No puede ser... no puede ser...
––Mire usted, don Miguel, por sus hijos, por su mujer, por lo que más quiera... Mire que usted no será
usted... que se morirá.
Cayó a mis pies de hinojos, suplicante y exclamando:
––¡Don Miguel, por Dios, quiero vivir, quiero ser yo!
––¡No puede ser, pobre Augusto ––le dije cogiéndole una mano y levantándole––, no puede ser! Lo
tengo ya escrito y es irrevocable; no puedes vivir más. No sé qué hacer ya de ti. Dios, cuando no sabe qué
hacer de nosotros, nos mata. Y no se me olvida que pasó por tu mente la idea de matarme...
––Pero si yo, don Miguel...
––No importa; sé lo que me digo. Y me temo que, en efecto, si no te mato pronto acabes por matarme tú.
––Pero ¿no quedamos en que...?
––No puede ser, Augusto, no puede ser. Ha llegado tu hora. Está ya escrito y no puedo volverme atrás.
Te morirás. Para lo que ha de valerte ya la vida...
––Pero... por Dios...
––No hay pero ni Dios que valgan. ¡Vete!
––¿Conque no, eh? ––me dijo––, ¿conque no? No quiere usted dejarme ser yo, salir de la niebla, vivir,
vivir, vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme, serme: ¿conque no lo quiere?, ¿conque he de morir
ente de ficción? Pues bien, mi señor creador don Miguel, ¡también usted se morirá, también usted, y se
volverá a la nada de que salió...! ¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se morirá, aunque no lo
quiera; se morirá usted y se morirán todos los que lean mi historia, todos, todos, todos sin quedar uno!
¡Entes de ficción como yo; lo mismo que yo! Se morirán todos, todos, todos. Os lo digo yo, Augusto Pérez,
ente ficticio como vosotros, nivolesco lo mismo que vosotros. Porque usted, mi creador, mi don Miguel, no
es usted más que otro ente nivolesco, y entes nivolescos sus lectores, lo mismo que yo, que Augusto Pérez,
que su víctima...
––¿Víctima? ––exclamé.
––¡Víctima, sí! ¡Crearme para dejarme morir!, ¡usted también se morirá! El que crea se crea y el que se
crea se muere. ¡Morirá usted, don Miguel, morirá usted, y morirán todos los que me piensen! ¡A morir,
pues!
Este supremo esfuerzo de pasión de vida, de ansia de inmortalidad, le dejó extenuado al pobre Augusto.
Y le empujé a la puerta, por la que salió cabizbajo. Luego se tanteó como si dudase ya de su propia
existencia. Yo me enjugué una lágrima furtiva.
XXII
Aquella misma noche se partió Augusto de esta ciudad de Salamanca adonde vino a verme. Fuese con la
sentencia de muerte sobre el corazón y convencido de que no le sería ya hacedero, aunque lo intentara,
suicidarse. El pobrecillo, recordando mi sentencia, procuraba alargar lo más posible su vuelta a su casa,
pero una misteriosa atracción, un impulso íntimo le arrastraba a ella. Su viaje fue lamentable. Iba en el tren
contando los minutos, pero contándolos al pie de la tetra: uno, dos, tres, cuatro... Todas sus desventuras,
todo el triste ensueño de sus amores con Eugenia y con Rosario, toda la historia tragicómica de su frustrado
casamiento habíanse borrado de su memoria o habíanse más bien fundido en una niebla. Apenas si sentía el
contacto del asiento sobre que descansaba ni el peso de su propio cuerpo. «¿Será verdad que no existo
realmente? ––se decía–– ¿tendrá razón este hombre al decir que no soy más que un producto de su fantasía,
un puro ente de ficción?»
Tristísima, dolorosísima había sido últimamente su vida, pero le era mucho más triste, le era más
doloroso pensar que todo ello no hubiese sido sino sueño, y no sueño de él, sino sueño mío. La nada le
parecía más pavorosa que el dolor. ¡Soñar uno que vive... pase, pero que le sueñe otro... !
«Y ¿por qué no he de existir yo? ––se decía––, ¿por qué? Supongamos que es verdad que ese hombre me
ha fingido, me ha soñado, me ha producido en su imaginación; pero ¿no vivo ya en las de otros, en las de
aquellos que lean el relato de mi vida? Y si vivo así en las fantasías de varios, ¿no es acaso real lo que es de
varios y no de uno solo? Y ¿por qué surgiendo de las páginas del libro en que se deposite el relato de mi
ficticia vida, o más bien de las mentes de aquellos que la lean ––de vosotros, los que ahora la leéis––, por
qué no he de existir como un alma eterna y eternamente dolorosa?, ¿por qué?»
El pobre no podía descansar. Pasaban a su vista los páramos castellanos, ya los encinares, ya los pinares;
contemplaba las cimas nevadas de las sierras, y viendo hacia atrás, detrás de su cabeza, envueltas en bruma
las figuras de los compañeros y compañeras de su vida, sentíase arrastrado a la muerte.
Llegó a su casa, Ilamó, y Liduvina, que salió a abrirle, palideció al verle.
––¿Qué es eso, Liduvina, de qué te asustas?
––¡Jesús! ¡Jesús! El señorito parece más muerto que vivo... Trae cara de ser del otro mundo...
––Del otro mundo vengo, Liduvina, y al otro mundo voy. Y no estoy ni muerto ni vivo.
––Pero ¿es que se ha vuelto loco? ¡Domingo! ¡Domingo!
––No llames a tu marido, Liduvina. Y no estoy loco, ¡no! Ni estoy, te repito, muerto, aunque me moriré
muy pronto, ni tampoco vivo.
––Pero ¿qué dice usted?
––Que no existo, Liduvina, que no existo; que soy un ente de ficción, como un personaje de novela...
––¡Bah, cosas de libros! Tome algo fortificante, acuéstese, arrópese y no haga caso de esas fantasías...
––Pero ¿tú crees Liduvina, que yo existo?
––¡Vamos, vamos, déjese de esas andróminas, señorito; a cenar y a la cama! ¡Y mañana será otro día!
«Pienso, luego soy ––se decía Augusto, añadiéndose––: Todo lo que piensa es y todo lo que es piensa. Sí,
todo lo que es piensa. Soy, luego pienso.»
Al pronto no sentía ganas ningunas de cenar, y no más que por hábito y por acceder a los ruegos de sus
fieles sirvientes pidió le sirviesen un par de huevos pasados por agua, y nada más, una cosa ligerita. Mas a
medida que iba comiéndoselos abríasele un extraño apetito, una rabia de comer más y más. Y pidió otros
dos huevos, y después un bisteque.
––Así, así ––le decía Liduvina––; coma usted; eso debe de ser debilidad y no más. El que no come se
muere.
––Y el que come también, Liduvina ––observó tristemente Augusto.
––Sí, pero no de hambre.
––¿Y qué más da morirse de hambre que de otra enfermedad cualquiera?
Y luego pensó: «Pero ¡no, no!, ¡yo no puedo morirme; sólo se muere el que está vivo, el que existe, y yo,
como no existo, no puedo morirme... soy inmortal! No hay inmortalidad como la de aquello que, cual yo,
no ha nacido y no existe. Un ente de ficción es una idea, y una idea es siempre inmortal...»
––¡Soy inmortal!, ¡soy inmortal! ––exclamó Augusto.
––¿Qué dice usted? ––acudió Liduvina.
––Que me traigas ahora... ¡qué sé yo!... jamón en dulce, fiambres, foiegras, lo que haya... ¡Siento un ape-
tito voraz!
––Así me gusta verle, señorito, así. ¡Coma, coma, que el que tiene apetito es que está sano y el que está
sano vive!
––Pero, Liduvina, ¡yo no vivo!
––Pero ¿qué dice?
––Claro, yo no vivo. Los inmortales no vivimos, y yo no vivo, sobrevivo; ¡yo soy idea!, ¡soy idea!
Empezó a devorar el jamón en dulce. «Pero si como ––se decía––, ¿cómo es que no vivo? ¡Como, luego
existo! No cabe duda alguna. Edo, ergo sum! ¿A qué se deberá este voraz apetito?» Y entonces recordó
haber leído varias veces que los condenados a muerte en las horas que pasan en capilla se dedican a comer.
«¡Es cosa ––pensaba–– de que nunca he podido darme cuenta...! Aquello otro que nos cuenta Renán en su
Abadesa de Jouarre se comprende... Se comprende que una pareja de condenados a muerte, antes de morir,
sientan el instinto de sobrevivirse reproduciéndose, pero ¡comer...! Aunque sí, sí, es el cuerpo que se
defiende. El alma, al enterarse de que va a morir, se entristece o se exalta, pero el cuerpo, si es un cuerpo
sano, entra en apetito furioso. Porque también el cuerpo se entera. Sí, es mi cuerpo, mi cuerpo el que se de -
fiende. ¡Como vorazmente, luego voy a morir!»
––Liduvina, tráeme queso y pastas... y fruta...
––Esto ya me parece excesivo, señorito; es demasiado. ¡Le va a hacer daño!
––¿Pues no decías que el que come vive?
––Sí, pero no así, como está usted comiendo ahora... Y ya sabe mi señorito aquello de «más mató la cena,
que sanó Avicena».
––A mí no puede matarme la cena.
––¿Por qué?
––Porque no vivo, no existo, ya te lo he dicho.
Liduvina fue a llamar a su marido, a quien dijo:
––Domingo, me parece que el señorito se ha vuelto loco... Dice unas cosas muy raras... cosas de libros...
que no existe... qué sé yo...
––¿Qué es eso, señorito? ––le dijo Domingo entrando––, ¿qué le pasa?
––¡Ay, Domingo ––contestó Augusto con voz de fantasma––, no lo puedo remediar; siento un terror loco
a acostarme!...
––Pues no se acueste.
––No, no, es preciso; no puedo tenerme en pie.
––Yo creo que el señorito debe pasear la cena. Ha cenado en demasía.
Intentó ponerse en pie Augusto.
––¿Lo ves, Domingo, lo ves? No puedo tenerme en pie.
––Claro, con tanto embutir en el estómago...
––Al contrario, con lastre se tiene uno mejor en pie. Es que no existo. Mira, ahora poco, al cenar me
parecía como si todo eso me fuese cayendo desde la boca en un tonel sin fondo. El que come vive, tiene
razón Liduvina, pero el que come como he comido yo esta noche, por desesperación, es que no existe. Yo
no existo...
––Vaya, vaya, déjese de bobadas; tome su café y su copa, para empujar todo eso y sentarlo, y vamos a
dar un paseo. Le acompañaré yo.
––No, no puedo tenerme en pie, ¿lo ves?
––Es verdad.
––Ven que me apoye en ti. Quiero que esta noche duermas en mi cuarto, en un colchón que pondremos
para ti, que me veles...
––Mejor será, señorito, que yo no me acueste, sino que me quede allí, en una butaca...
––No, no quiero que te acuestes y que te duermas; quiero sentirte dormir, oírte roncar, mejor..
––Como usted quiera...
––Y ahora, mira, tráeme un pliego de papel. Voy a goner un telegrama, que enviarás a su destino así que
yo me muera...
––Pero ¡señorito!...
––¡Haz lo que te digo!
Domingo obedeció, llevóle el papel y el tintero y Augusto escribió:
«Salamanca.
Unamuno.
Augusto Pérez.»
XXXIII
Cuando recibí el telegrama comunicándome la muerte del pobre Augusto, y supe luego las circunstancias
todas de ella, me quedé pensando en si hice o no bien en decirle lo que le dije la tarde aquella en que vino a
visitarme y consultar conmigo su propósito de suicidarse. Y hasta me arrepentí de haberle matado. Llegué a
pensar que tenía él razón y que debí haberle dejado salirse con la suya, suicidándose. Y se me ocurrió si le
resucitaría.
«Sí ––me dije––, voy a resucitarle y que haga luego lo que se le antoje, que se suicide si es así su
capricho.» Y con esta idea de resucitarle me quedé dormido.
A poco de haberme dormido se me apareció Augusto en sueños. Estaba blanco, con la blancura de una
nube, y sus contornos iluminados como por un sol poniente. Me miró fijamente y me dijo:
––¡Aquí estoy otra vez!
––¿A qué vienes? ––le dije.
––A despedirme de usted, don Miguel, a despedirme de usted hasta la eternidad y a mandarle, así, a
mandarle, no a rogarle, a mandarle que escriba usted la nivola de mis aventuras...
––¡Está ya escrita!
––Lo sé, todo está escrito. Y vengo también a decirle que eso que usted ha pensado de resucitarme para
que luego me quite yo a mí mismo la vida es un disparate, más aún, es una imposibilidad...
––¿Imposibilidad? ––le dije yo; por supuesto, todo esto en sueños.
––¡Sí, una imposibilidad! Aquella tarde en que nos vimos y hablamos en el despacho de usted,
¿recuerda?, estando usted despierto y no como ahora, dormido y soñando, le dije a usted que nosotros, los
entes de ficción, según usted, tenemos nuestra lógica y que no sirve que quien nos finge pretenda hacer de
nosotros lo que le dé la gana, ¿recuerda?
––Sí que lo recuerdo.
––Y ahora de seguro que, aunque tan español, no tendrá usted real gana de nada, ¿verdad, don Miguel?
––No, no siento gana de nada.
––No, el que duerme y sueña no tiene reales ganas de nada. Y usted y sus compatriotas duermen y
sueñan, y sueñan que tienen ganas, pero no las tienen de veras.
––Da gracias a que estoy durmiendo ––le dije––, que si no...
––Es igual. Y respecto a eso de resucitarme he de decirle que no le es hacedero, que no lo puede aunque
lo quiera o aunque sueñe que lo quiere...
––Pero ¡hombre!
––Sí, a un ente de ficción, como a uno de carne y hueso, a lo que llama usted hombre de carne y hueso y
no de ficción de carne y de ficción de hueso, puede uno engendrarlo y lo puede matar; pero una vez que lo
mató no puede, ¡no!, no puede resucitarlo. Hacer un hombre mortal y carnal, de carne y hueso, que respire
aire, es cosa fácil, muy fácil, demasiado fácil por desgracia... matar a un hombre mortal y carnal, de carne y
hueso, que respire aire, es cosa fácil, muy fácil, demasiado fácil por desgracia... pero ¿resucitarlo?,
¡resucitarlo es imposible!
––¡En efecto ––le dije––, es imposible!
––Pues lo mismo ––me contestó––, exactamente lo mismo sucede con eso que usted llama entes de
ficción; es fácil darnos ser, acaso demasiado fácil, y es fácil, facilísimo, matarnos, acaso demasiadamente
demasiado fácil, pero ¿resucitamos?, no hay quien haya resucitado de veras a un ente de ficción que de
veras se hubiese muerto. ¿Cree usted posible resucitar a don Quijote? ––me preguntó.
––¡Imposible! ––contesté.
––Pues en el mismo caso estamos todos los demás entes de ficción.
––¿Y si te vuelvo a soñar?
––No se sueña dos veces el mismo sueño. Ese que usted vuelva a soñar y crea soy yo será otro. Y ahora,
ahora que está usted dormido y soñando y que reconoce usted estarlo y que yo soy un sueño y reconozco
serlo, ahora vuelvo a decirle a usted lo que tanto le excitó cuando la otra vez se lo dije: mire usted, mi
querido don Miguel, no vaya a ser que sea usted el ente de ficción, el que no existe en realidad, ni vivo ni
muerto... no vaya a ser que no pase usted de un pretexto para que mi historia, y otras historias como la mía,
corran por el mundo. Y luego, cuando usted se muera del todo, llevemos su alma nosotros. No, no, no se
altere usted, que aunque dormido y soñando aún vivo. ¡Y ahora, adiós!
Y se disipó en la niebla negra.
Yo soñé luego que me moría, y en el momento mismo en que soñaba dar el último respiro me desperté
con cierta opresión en el pecho.
Y aquí está la historia de Augusto Pérez.
ORACIÓN FÚNEBRE
Suele ser costumbre al final de las novelas y luego que muere o se casa el héroe o protagonista dar
noticia de la suerte que corrieron los demás personajes. No la vamos a seguir aquí ni a dar por consiguiente
noticia alguna de cómo les fue a Eugenia y Mauricio, a Rosario, a Liduvina y Domingo; a don Fermín y
doña Ermelinda, a Víctor y su mujer y a todos los demás que en tomo a Augusto se nos han presentado, ni
vamos siquiera a decir lo que de la singular muerte de este sintieron y pensaron. Sólo haremos una ex -
cepción y es en favor del que más honda y más sinceramente sintió la muerte de Augusto, que fue su perro,
Orfeo.
Orfeo, en efecto, encontróse huérfano. Cuando saltando en la cama olió a su amo muerto, olió la muerte
de su amo, envolvió a su espíritu perruno una densa nube negra. Tenía experiencia de otras muertes, había
olido y visto perros y gatos muertos, había matado algún ratón, había olido muertes de hombres, pero a su
amo le creía inmortal. Porque su amo era para él como un dios. Y al sentirle ahora muerto sintió que se
desmoronaban en su espíritu los fundamentos todos de su fe en la vida y en el mundo, y una inmensa
desolación llenó su pecho.
Y acurrucado a los pies de su amo muerto pensó así: « ¡Pobre amo mío!, ¡pobre amo mío! ¡Se ha muerto;
se me ha muerto! ¡Se muere todo, todo, todo; todo se me muere! Y es peor que se me muera todo a que me
muera para todo yo. ¡Pobre amo mío!, ¡pobre amo mío! Esto que aquí yace, blanco, frío, con olor a próxima
podredumbre, a carne de ser comida, esto ya no es mi amo. No, no lo es. ¿Dónde se fue mi amo?, ¿dónde el
que me acariciaba, el que me hablaba?
» ¡Qué extraño animal es el hombre! Nunca está en lo que tiene delante. Nos acaricia sin que sepamos
por qué y no cuando le acariciamos más, y cuando más a él nos rendimos nos rechaza o nos castiga. No hay
modo de saber lo que quiere, si es que lo sabe él mismo. Siempre parece estar en otra cosa que en lo que
está, y ni mira a lo que mira. Es como si hubiese otro mundo para él. Y es claro, si hay otro mundo, no hay
este.
»Y luego habla, o ladra de un modo complicado. Nosotros aullábamos y por imitarle aprendimos a ladrar,
y ni aun así nos entendemos con él. Solo le entendemos de veras cuando él también aúlla. Cuando el
hombre aúlla o grita o amenaza le entendemos muy bien los demás animales. ¡Como que entonces no está
distraído en otro mundo... ! Pero ladra a su manera, habla, y eso le ha ser vido para inventar lo que no hay y
no fijarse en lo que hay. En cuanto le ha puesto un nombre a algo, ya no ve este algo; no hace sino oír el
nombre que le puso o verlo escrito. La lengua le sirve para mentir, inventar lo que no hay y confundirse. Y
todo es en él pretextos para hablar con los demás o consigo mismo. ¡Y hasta nos ha contagiado a los perros!
»Es un animal enfermo, no cabe duda. ¡Siempre está enfermo! ¡Sólo parece gozar de alguna salud
cuando duerme, y no siempre, porque a las veces hasta durmiendo habla! Y esto también nos ha
contagiado. ¡Nos ha contagiado tantas cosas!
»¡Y luego nos insulta! Llama cinismo, esto es, perrismo o perrería, a la impudencia o sinvergüencería, él,
el animal hipócrita por excelencia. El lenguaje le ha hecho hipócrita. Como que la hipocresía debería
llamarse antropismo si es que a la impudencia se le llama cinismo. ¡Y ha querido hacernos hipócritas, es
decir, cómicos, farsantes, a nosotros, a los perros! A los perros, que no fuimos sometidos y domesticados
por el hombre como el toro o el caballo, a la fuerza, sino que nos unimos a él libremente, en pacto
sinalagmático, para explotar la caza. Nosotros le descubríamos la pieza, él la cazaba y nos daba nuestra
parte. Y así, en contrato social, nació nuestro consorcio.
»Y nos lo ha pagado prostituyéndonos a insultándonos. ¡Y queriendo hacernos farsantes, monos y perros
sabios! ¡Perros sabios llaman a unos perros a los que les enseñan a representar farsas, para lo cual les visten
y les adiestran a andar indecorosamente sobre las patas traseras, en pie! ¡Perros sabios! ¡A eso le llaman los
hombres sabiduría, a representar farsas y a andar sobre dos pies!
»¡Y es claro, el perro que se pone en dos pies va enseñando impúdica, cínicamente, sus vergüenzas, de
cara! Así hizo el hombre al ponerse de pie, al convertirse en un mamífero vertical, y sintió al punto
vergüenza y la necesidad moral de taparse las vergüenzas que enseñaba. Y por eso dice su Biblia, según les
he oído, que el primer hombre, es decir, el primero de ellos que se puso a andar en dos pies, sintió
vergüenza de presentarse desnudo ante su Dios. Y para eso inventaron el vestido, para cubrirse el sexo.
Pero como empezaron vistiéndose lo mismo ellos y ellas, no se distinguían entre sí, no se conocían siempre
y bien el sexo, y de aquí mil atrocidades... humanas, que ellos se empeñan en llamar perrunas o cínicas.
Ellos, los hombres, que son quienes nos han pervertido a los perros, quienes nos han hecho perrunos,
cínicos, que es nuestra hipocresía. Porque el cinismo es en el perro hipocresía, así como en el hombre la
hipocresía es cinismo. Nos hemos contagiado unos a otros.
»Se vistió el hombre, primero, con el mismo traje ellos y ellas; mas como se confundían, tuvieron que
inventar diferencia de trajes y llevar el sexo al vestido. Esos pantalones no son sino una consecuencia de
haberse el hombre puesto en dos pies.
»¡Qué extraño animal es el hombre! ¡No está nunca en donde debe estar, que es a lo que está, y habla
para mentir y se viste!
»¡Pobre amo! Dentro de poco le enterrarán en un sitio que para eso tienen destinado. ¡Los hombres
guardan o almacenan sus muertos, sin dejar que perros o cuervos los devoren! Y que quede lo único que
todo animal, empezando por el hombre, deja en el mundo: unos huesos. ¡Almacenan sus muertos! ¡Un
animal que habla, que se viste y que almacena sus muertos! ¡Pobre hombre!
»¡Pobre amo mío!, ¡pobre amo mío! ¡Fue un hombre, sí, no fue más que un hombre, fue sólo un hombre!
¡Pero fue mi amo! ¡Y cuánto, sin él creerlo ni pensarlo, me debía...!, ¡cuánto! ¡Cuánto le enseñé con mis
silencios, con mis lametones, mientras él me hablaba, me hablaba, me hablaba! “¿Me entenderás?”, me
decía. Y sí, yo le entendía, le entendía mientras él me hablaba hablándose y hablaba, hablaba, hablaba. Él al
hablarme así hablándose hablaba al perro que había en él. Yo mantuve despierto su cinismo.
»¡Perra vida la que ha llevado, muy perra! ¡Y grandísima perrería, o mejor, grandísima hombrada la que
le han hecho esos dos! ¡Hombrada la que Mauricio le ha hecho; mujerada la que le ha hecho Eugenia!
¡Pobre amo mío!
»Y ahora aquí, frío y blanco, inmóvil, vestido, sí, pero sin habla ni por fuera ni por dentro. Ya nada tienes
que decir a tu Orfeo. Tampoco tiene ya nada que decirte Orfeo con su silencio.
»¡Pobre amo mío! ¿Qué será ahora de él? ¿Dónde estará aquello que en él hablaba y soñaba? Tal vez allá
arriba, en el mundo puro, en la alta meseta de la tierra, en la tierra pura toda ella de colores puros, como la
vio Platón, al que los hombres llaman divino; en aquella sobrehaz terrestre de que caen las piedras
preciosas, donde están los hombres puros y los purificados bebiendo aire y respirando éter. Allí están
también los perros puros, los de san Humberto el cazador, el de santo Domingo de Guzmán con su antorcha
en la boca, el de san Roque, de quien decía un predicador señalando a su imagen: ¡Allí le tenéis a san
Roque, con su perrito y todo! Allí, en el mundo puro platónico, en el de las ideas encarnadas, está el perro
puro, el perro de veras cínico. ¡Y allí está mi amo!
» Siento que mi espíritu se purifica al contacto de esa muerte, de esta purificación de mi amo, y que
aspira hacia la niebla en que él al fin se deshizo, a la niebla de que brotó y a que revertió. Orfeo siente venir
la niebla tenebrosa... Y va hacia su amo saltando y agitando el rabo. ¡Amo mío! ¡Amo mío! ¡Pobre
hombre!»
Domingo y Liduvina recogieron luego al pobre perro muerto a los pies de su amo, depurado como este y
como él envuelto en la nube tenebrosa. Y el pobre Domingo, al ver aquello, se enterneció y lloró, no se
sabe bien si por la muerte de su amo o por la del perro, aunque lo más creíble es que lloró al ver aquel
maravilloso ejemplo de lealtad y fidelidad. Y dijo:
––¡Y luego dirán que no matan las penas!
¡QUEDA ESCRITO!