P. Eleazar López Hernández Centro Nacional de Ayuda A Las Misiones Indígenas, Cenami. México. 2006

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CRISTOLOGÍAS INDÍGENAS

P. Eleazar López Hernández1


Centro nacional de ayuda a las Misiones indígenas, Cenami. México. 2006

O. NOTA PREVIA

En el diálogo actual al interior de la Iglesia se nos plantean con frecuencia las siguientes interrogantes:
Como fruto de la evangelización ¿ocupa Cristo un lugar determinante en la vida de los indígenas de
América latina? ¿Cómo ha sido Él predicado por la Iglesia y cómo ha sido acogido en el corazón
personal y cultural de los llamados indios? ¿Cómo es actualmente asumido, expresado y vivido este
encuentro con Jesucristo y su evangelio por los descendientes de los primeros pobladores de estas
tierras? Estas son las preguntas repetidas en los últimos años por miembros directivos de nuestras
iglesias y por hermanas y hermanos no indígenas, para pedirnos “dar razón de nuestra esperanza”
(1Pe.3,15),2 como creyentes en Aquel que, según nos ha enseñado la Iglesia, es para todos “camino,
verdad y vida” (Juan 14,16).

Aunque en el fondo del asunto pudiera seguir habiendo cierta incomprensión y hasta sospecha de
heterodoxia respecto a las respuestas que los indígenas estamos dando a estas interrogantes, creo que es

1
El autor nació en Juchitán, Oaxaca, (México) el 6 de septiembre de 1948; pertenece al pueblo zapoteca del Istmo de
Tehuantepec. Cursó los estudios de Humanidades y Filosofía en el Seminario Conciliar de Xalapa, Veracruz; comenzó sus
estudios de Teología en el mismo seminario y los terminó en el Instituto Superior de Estudios Eclesiásticos de México, D.F.
Fue ordenado sacerdote el 8 de septiembre de 1974. Es miembro fundador del Movimiento de Sacerdotes Indígenas de
México. Participa en la Pastoral Indígena de México y de América Latina desde 1970. Es parte del Equipo coordinador de la
Articulación ecuménica latinoamericana de Pastoral indígena, AELAPI. Forma parte del Equipo Coordinador del Centro
Nacional de Ayuda a las Misiones Indígenas, AC desde 1976, siendo responsable del Área de Formación. Ha colaborado en
el surgimiento de la Teología India a nivel latinoamericano; es miembro de la Asociación Ecuménica de Teólogos del
Tercer Mundo, ASETT. Es miembro fundador de la Asociación de misionólogos de América latina; y presidente de la
Asociación Mexicana de Misionólogos Católicos, AMMC. Es Vicepresidente de la Asociación Internacional de
Misionólogos Católicos, IACM. Ha publicado diversos artículos en revistas teológicas de México, Costa Rica, Bolivia,
Ecuador, Argentina, Francia, Italia, Alemania. Fue asesor de la Comisión Nacional de Intermediación, CONAI, en diálogo
para resolver el conflicto de Chiapas, México (1994-1997). Ha sido asesor de la presidencia de la Confederación
latinoamericana de Religiosos, CLAR (2002-2006). Ha participado con artículos diversos en varias revistas y libros de
teología e historia de América latina
2
A partir de 1992, y sobre todo después del levantamiento de Chiapas en 1994, en que la emergencia indígena al interior de
las sociedades nacionales y en las iglesias particulares, mostró el protagonismo beligerante de los indígenas, el interés por
escuchar esta palabra novedosa, aunque no nueva, movió a sectores eclesiásticos importantes a acercarse a oír y a dialogar
con nosotros. Desde distintas instancias latinoamericanas y nacionales, la Iglesia se interrogó si lo que estaba sucediendo era
fruto de su trabajo pastoral o si los indígenas estábamos abandonando el redil de la Institución; si al rescatar y hacer valer
nuestra identidad cultural y religiosa, nos estábamos alejando de la Iglesia o seguíamos siendo cristianos. La pregunta de
fondo era: Si los indígenas persistíamos en nuestro deseo de reconstruir nuestra identidad perdida, donde lo religioso juega
un papel importante ¿Qué lugar podía ocupar Jesucristo en nuestra vida? Y ¿cómo lo hacíamos caber en nuestros esquemas
autóctonos sin menoscabo de lo propio ni detrimento de lo cristiano? En México varios encuentros de indígenas católicos
tuvieron como tema la cristología indígena, durante los años 90s; la Comisión episcopal para indígenas, CEI, y el Centro
nacional de ayuda a misiones indígenas, Cenami, colaboraron en la realización de algunos de ellos. El material producido es
lo que ahora retomo en mi presentación.
justo y necesario… para nuestro bien y de toda su santa Iglesia, que nos aboquemos en serio a
discernir lo que constituye no sólo las creencias indígenas sobre Cristo, sino la fe activa que nos mueve
a estar con Él, a ser sus discípulos, a vivir su proyecto del Reino. Es bueno que los indígenas
desgranemos hoy en la Iglesia los motivos que nos animan a creer en Jesucristo, aportando nuestra
palabra para una mayor y mejor comprensión del Misterio de Dios. El, por medio de su Hijo, se ha
metido también en la realidad humana, histórica y cultural de los pueblos indígenas para trascenderla
llevándola a su plenitud, más allá de lo que nuestros medios limitados nos permiten lograr.

Los indígenas somos profundamente creyentes y cristianos

Debe quedar bien claro para todos que ni Dios, ni Cristo, ni la Iglesia, ni la Virgen María son un
problema para los indígenas de hoy. Todo lo contrario, ellos y ellas son perfectamente compatibles con
nuestra mística y espiritualidad ancestrales. Pero con lo que sí hemos tenido problemas es con ciertas
teologías, que incomprenden y desprecian nuestras concepciones acerca de Dios; con ciertas
cristologías, que nos impiden aportar lo nuestro en la comprensión del Hijo de Dios, que se hizo carne
de nuestra carne y hueso de nuestros huesos; con ciertas eclesiologías, que no dan cabida a nuestros
modos particulares de ser iglesia enraizada en nuestra espiritualidad, tradiciones y ministerios propios;
también con ciertas mariologías, que buscan poner a la Madre de Dios más del lado de nuestros
opresores y enemigos, que de nuestro lado3.

Estamos convencidos de que las palabras indígenas sobre Cristo, asumido y vivido por nuestros
pueblos, constituyen una verdadera Cristología surgida de los pobres y excluidos de la sociedad, de
aquellos que no tienen ni voz ni voto decisivo, y cuyas categorías mentales, culturales y teológicas,
para expresarse, no son como las de los demás; pero cuya experiencia teologal de Cristo es tan
profunda y paradigmática que merece ser tomada en cuenta en el conjunto eclesial. Sin embargo, a
consecuencias del diálogo iniciado recientemente, también constatamos que, para entender y valorar
con justicia esta Cristología indígena, hace falta en la Iglesia tener oídos para oír, contar con actitudes
de escucha hacia lo diferente, con disposición de ánimo para construir consensos y síntesis provechosas
con estos diferentes.

Así mismo, en orden a este encuentro fructífero de cristologías, es necesario reconocer que han existido
y existen, en la Iglesia, muchas maneras de acceder a Cristo, muchas formas de asumir y expresar su
mensaje. Esta diversidad no es fruto de la multiplicidad del objeto último de la cristología, sino de la
diversidad humana y espiritual, que recibe a Cristo. Dicha diversidad no necesariamente es dañina ni
conduce a la disgregación y ruptura de la unidad de la fe. Lo verdaderamente negativo es la utilización
o manipulación ideológica que se ha hecho y se hace de cualquier teología para fines contrarios a los
designios de Dios; y eso lamentablemente se ha dado en miembros de muchas religiones e incluso
respecto a algunas cristologías de la Iglesia. De manera que, si no nos despojamos de los
condicionamientos negativos que nos han impedido dialogar nuestras legítimas diferencias en la
Iglesia, no va a ser posible avanzar hacia la pluralidad teológica que hoy se necesita.

Importancia de los aportes indígenas y sus límites

Mi contribución en este simposio no es nueva ni novedosa, pues básicamente retomaré los


planteamientos que han sido elaborados en encuentros de Sacerdotes indígenas de México, de

3
No olvidemos que durante la conquista los soldados llevaban una imagen de la Virgen a la que llamaban “la
Conquistadora”. A ella se encomendaban para salir triunfantes sobre los indios y le atribuían milagros como echar tierra a
los ojos de los nativos cuando éstos iban ganando; ese el caso que recuerdan los Mapuches en Chile.

2
Religiosas, Diáconos, Seminaristas y Laicos indígenas, desde hace por lo menos diez años 4. En esos
espacios eclesiales decidimos lanzarnos a la aventura de explicitar las características y la profundidad
del pensamiento religioso indígena respecto a nuestro Señor Jesucristo.

Comenzaré mi aporte aquí con una clarificación, para mí necesaria, respecto al origen de toda
cristología, que es la pregunta de Jesús a sus discípulos: ¿Quién dice la gente que es el hijo del
hombre?... ¿Quién dicen ustedes que soy yo? (Mateo 16,13.15). Luego hablaré de las cristologías que
sustentaron la primera evangelización del continente; y finalmente abordaré lo que hoy consideramos
que son las Cristologías indígenas surgidas en estas tierras, en parte como fruto de la evangelización de
la Iglesia y en parte también como sistematización de los modos de ver, de entender y de vivir la
irrupción histórica de Dios en nuestras culturas, lo que llaman “Semillas del Verbo”, tal como se
expresan en la experiencia religiosa indígena y en la religiosidad popular que comparten muchos
mestizos.

Reconozco que necesariamente mi aporte es parcial pues no deja de ser una mirada particular desde mi
etnia zapoteca del sur de México y desde la macrocultura del maíz, que dio forma a la región llamada
Mesoamérica. Pero la particularidad en este caso no significa exclusividad o reductividad, es decir, que
sólo se aplica a los Binnizá (zapotecas) o a los miembros de las culturas del maíz; porque, según
muestran los resultados de los recientes encuentros continentales de Teología india 5, se puede concluir
que, a pesar de las diferencias existentes, aparecen convergencias importantes en lo substancial de los
planteamientos teológicos indígenas de todo el continente. De modo que la palabra de una etnia o de
una macrocultura como la mesoamericana, se convierte en espejo donde se miran las demás y esto
ayuda a todas a comprenderse mejor y a aportar su palabra teológica propia.

1. ¿QUÉ ES LA CRISTOLOGIA EN LA IGLESIA?

En uno de los recorridos de Jesús, fuera del territorio judío, atravesando la Decápolis (Mc. 7, 31), en la
región de Tiro (Mc. 7, 24), de Dalmanutá (Mc. 8, 10), y de Magadán (Mt. 15,39), él hizo varios
milagros que son paradigmáticos para expresar la perspectiva universalista de su misión, más allá de su
patria y de sus paisanos judíos. Aún cuando, en estos relatos, Jesús, como celoso buen judío, comienza
sosteniendo: “no he sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel” (Mt. 15, 24), al
final, por la presión de la fe de aquellos que eran considerados paganos, acepta que su misión no es
sólo para la etnia judía, sino que se abre por igual a judíos y a no judíos. Más aún, al conocer de cerca a
éstos últimos, la conclusión que una y otra vez saca Jesús, es la siguiente: “Les aseguro que en Israel
no he encontrado en nadie una fe tan grande” (Mt. 8, 10).

Por eso, después de curar a la hija de una mujer sirofenicia, por tanto pagana e impura según la lógica
legalista judía, Jesús la alabó diciendo: “Mujer, grande es tu fe” (Mt. 15,28). Luego “se le acercó
mucha gente trayendo consigo cojos, lisiados, ciegos, y otros muchos; los pusieron a sus pies, y él los
curó” (Mt. 15, 30). Después “en el desierto” (Mc. 8, 4) hizo la multiplicación de los panes; discutió
con los fariseos, que le pedían una señal del cielo (Mc. 8, 11) y, con un suspiro de tristeza salido
“desde lo íntimo de su ser” (Mc. 8, 12), los abandonó y se fue a la otra orilla. Ahí, en la otra orilla,
4
Ver ponencia presentada por el autor en Pátzcuaro, Michoacán, México, el 20 de mayo de 1997, durante el IV Encuentro
de Formación Permanente para Sacerdotes y Diáconos Indígenas, organizado por la Comisión Episcopal de Indígenas de la
Conferencia del Episcopado Mexicano.
5
Ha habido 5 encuentros continentales de Teología india: En México (1990), en Colón, Panamá (1993), en Cochabamba,
Bolivia (1997), en Asunción, Paraguay (2002), en Manaus, Brasil (2006)

3
Jesús abre poco a poco, a base de lodo y saliva, los ojos a un ciego hasta que éste “comenzó a ver
perfectamente y quedó curado, de suerte que veía de lejos claramente todas las cosas” (Mc. 8,25).

En este contexto, andando en la periferia del Judaísmo por el camino… hacia los pueblos de Cesaréa
de Filipo (Mc. 8, 27), estando en la otra orilla es donde se da la apertura universalista de Jesús y la
profesión cristológica de sus discípulos. Ahí les pregunta: “¿Quién dice la gente que soy yo?” (Mc.
8,27; Mt. 16,13; Lc. 9,18). La respuesta que recibe es variada, pero ninguna es negada por Jesús: Eres
Juan el Bautista, Elías o uno de los profetas (Mc. 8,28). Luego les interroga: “Y ustedes, ¿quién dicen
que soy yo?”. Pedro se adelanta y declara escuetamente, según Marcos: “Tú eres el Cristo” (Mc. 8,29),
según Lucas: “Tú eres el Cristo de Dios” (Lc. 9,20) y, según Mateo: “Tú eres el Cristo, el Hijo del
Dios vivo” (Mt. 16, 16). Jesús le responde: “No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi
Padre que está en los cielos” (Mt. 16,17).

Aquí encontramos el origen de las cristologías del Nuevo Testamento 6. En Jesús de Nazaret, el hijo del
carpintero, los discípulos de él, ven al Mesías, al Ungido de Dios, al Cristo anunciado por los profetas
y esperado con ansias por los pobres de Yahvéh. Este descubrimiento, según aclara el mismo Jesús, no
es resultado de un esfuerzo de búsqueda intelectual. Por eso no se da a los sabios e inteligentes de este
mundo, sino que se revela a los pequeños, como fruto de la fe que viene de Dios y que es casi
connatural en los pobres. Dios la da generosamente a quienes se abren a los designios divinos, pues
“tal ha sido, Padre, tu voluntad” (Lc. 10, 21).

Por qué surgen cristologías indígenas

La misma pregunta de Jesús se hace hoy a los pueblos indígenas y se recibe una gama de respuestas,
que ponen de manifiesto la manera en que nuestras comunidades entienden y expresan su fe en el Hijo
de Dios, la manera en que para ellas Él permanece como un Cristo vivido, escuchado, acogido y
seguido por el pueblo cristiano. Estas cristologías indígenas son, en parte, fruto de la apropiación que
nuestros abuelos y abuelas hicieron de lo que los misioneros les enseñaron sobre Jesucristo. Pero
también tenemos que reconocer que, al igual que en el caso de los discípulos del Señor, la mayor parte
de lo que los pueblos indígenas afirman del Hijo de Dios no se lo ha revelado la carne ni la sangre,
sino mi Padre que está en los cielos. Esta revelación divina tiene que ver con la siembra hecha por Dios
en el corazón de nuestra historia y culturas milenarias. Y que, para expresarse, echa mano de los
mejores canales o instrumentos de comunicación elaborados en dichas culturas.

Muchas de las categorías cristológicas que usamos los indígenas aparentemente no tienen, en su
expresión literaria, ninguna similitud con las cristologías bíblicas o las dogmáticas de la Iglesia. Por
eso, en el pasado, fueron menospreciadas y no se les dio oportunidad alguna para plantearse
abiertamente en las instancias teológicas reconocidas. Su ámbito ha sido el mundo de la religiosidad
popular tanto indígena como mestiza. Y ahí tienen una cabida muy grande, ya que “la mayor parte de
los fieles, sean niños o adultos, incultos o instruidos, pobres o ricos, viven plenamente inmersos en este
clima de devoción popular. Acogen, comprenden y expresan la fe cristiana no con las categorías cultas
de la “teología de escuela”, sino con códigos propios y particulares, cuyo contenido es, con
frecuencia, rico en símbolos y experiencias vitales”.7

6
Conviene saber que, desde el principio, han existido varias cristologías en el nuevo Testamento: los evangelistas reflejan,
en sus escritos, la particular cristología de las comunidades, a las que sirven; lo mismo sucede con las cartas apostólicas y
con los primeros documentos de la tradición de la Iglesia. Cada uno hace alusión a modos distintos de entender al Hijo de
Dios metido en la carne e historia humana
7
“Jesucristo, Salvador del Mundo”. Comité para el Jubileo del año 2000. Cap. Tercero, V,1.

4
En consecuencia, en la Religiosidad Popular es donde acudimos para ponernos al contacto directo con
las expresiones cristológicas del pueblo. Pero no hay que ir con los viejos esquemas discriminatorios
del pasado, pues “la religiosidad popular no puede ser descuidada como insignificante o simplemente
supersticiosa, sino que debe ser acogida como un valor religioso y cristiano”.8 El núcleo de ese mundo
sagrado de nuestros pueblos es un acervo de valores que responde con sabiduría cristiana a los grandes
interrogantes de la existencia humana9. Y, aunque en América Latina ese ámbito está marcado por una
presencia casi mayoritaria de la Virgen María, no por eso es menos cierto que “el misterio de
Jesucristo es un elemento central de la religiosidad popular. El Cristo popular -cualquiera que sea el
grado de comprensión o de degradación teológica- permanece como un Cristo vivido, escuchado,
acogido y seguido por el pueblo cristiano...Es Él quien ilumina y sustenta la existencia global del
pueblo resultando portador y garante de sus valores más nobles y de sus aspiraciones más
auténticas”.10

Acudamos pues, con fe a navegar por el ancho río de la espiritualidad cristológica de los pobres y
particularmente los indígenas, con la convicción de que todos, saldremos profundamente consolidados
en nuestra fe cristiana. Esta es una temática sumamente interesante, pero muy amplia, que no se puede
abarcar más que con una entrega de toda la vida a su búsqueda y comprensión. Por eso es importante
prevenir que, en esta ocasión, sólo abriremos algunas pistas sobre las cristologías indígenas para que
por ellas posteriormente cada uno camine con las comunidades de fe que existen en nuestros pueblos,
al paso que le sea posible, guiado por el Espíritu de Dios y con el acompañamiento de nuestros
pastores.

2. LOS MUCHOS ROSTROS DE CRISTO

Para los escribas, fariseos y doctores de la ley, así como para los sabios del mundo grecorromano fue
imposible ver en Jesús al Cristo de Dios. Ellos consideraban una blasfemia o una locura que un pobre
desarrapado de la periferia del mundo y de la sociedad judía pudiera ser el Mesías o Salvador del
mundo. Por eso la gente socarronamente decía, al ver a Jesús hablando abiertamente en Jerusalén:
“¿Habrán reconocido de veras las autoridades que éste es el Cristo? Pero éste sabemos de dónde es,
mientras que, cuando venga el Cristo, nadie sabrá de dónde es.. ¿Acaso va a venir de Galilea?...
¿Acaso ha creído en él algún magistrado o algún fariseo?” (Jn. 7, 26-27.41.48). Evidentemente ningún
magistrado ni fariseo había creído en él; porque esos no estaban abiertos a la fe cristológica que viene
de Dios. Y es que, según San Pablo, “como el mundo, mediante su propia sabiduría no conoció a Dios
en su divina sabiduría, quiso Dios salvar a los creyentes mediante la locura de la predicación... de un
Cristo crucificado: escándalo para los judíos y locura para los gentiles” (1Cor. 1, 21-23)

Para los magistrados y fariseos, ensoberbecidos por el poder, fue imposible reconocer a Cristo en Jesús;
pero de igual manera no fue nada fácil para los discípulos, salidos de la misma periferia que el
Nazareno, reconocerle como el Ungido. Por eso “cuando Felipe encuentra a Natanaél, le dice: ‘Aquel
de quien escribió Moisés en la Ley, y también los profetas, lo hemos encontrado: Jesús, el hijo de José,
el de Nazaret’. Le respondió Natanaél: ¿De Nazaret puede salir cosa buena?” (Jn. 1, 45-46). La
simplicidad y la insignificancia social de Jesús, que se veía tan igual a nosotros en todo, menos en el
pecado, causa el asombro y desconcierto entre los pobres, pues no podían comprender estas cosas
aparentemente contradictorias: “¿Cómo entiende de letras sin haber estudiado?” (Jn. 7,15); “¿Quién

8
Ibid.
9
Documento de Puebla, 448
10
“Jesucristo, Salvador del Mundo”. Comité para el Jubileo del año 2000, 4.

5
es éste que hasta los vientos y el mar le obedecen?” (Mt. 8,27). “¿Acaso no es éste el hijo de José?”
(Lc. 4,22); “¿Quién es éste que hasta perdona los pecados” (Lc. 7,49).

Ver al Mesías esperado en Jesús, al que los apóstoles y discípulos conocen perfectamente porque saben
quién es su padre, quién es su madre y quiénes son sus hermanos, es un atrevimiento fuera de toda
lógica humana, que sólo se explica porque Dios inspira y mueve a los pobres a creerlo. Por eso, dice
San Juan, en relación al Logos encarnado, que “vino a su casa y los suyos no lo recibieron, pero a
todos los que lo recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios” (Jn. 1,11-13). Creer que Jesús es el
Hijo de Dios implica en los pobres creer también en sí mismos, aceptar que también nosotros somos, en
el Hijo, hijos de Dios. Por eso para cualquier milagro Jesús pregunta primero: “¿Crees esto?” (Jn.
11,26). Y sólo cuando recibe la respuesta adecuada: “Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de
Dios, el que iba a venir al mundo” (Jn. 11,27), entonces actúa conforme a esa profesión y añade: “Tu
fe te ha salvado. Vete en paz” (Lc. 7,50; 8,48).

Una vez que los discípulos y las primeras comunidades cristianas se afianzaron en la fe de que Jesús es
el Cristo, se hicieron también capaces, por la resurrección y la venida del Espíritu Santo, de trascender
los límites espacio-temporales de la historia, de la cultura y de la realidad individuada de Jesús para ver
al Hijo del Altísimo inserto en todos los seres humanos, especialmente en los pobres. Pues “en verdad
en verdad les digo que todo lo que ustedes hicieron a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí
me lo hicieron” (Mt. 25,40); más aún para descubrirlo inserto en la tierra, en la creación entera, que
gime hasta el presente y sufre dolores de parto (Rm. 8, 22) al igual que nosotros, hasta que Cristo se
forme en todos (cf. Ga. 4,19)

Por la fe cristológica los Apóstoles y discípulos reconocen al Señor en el caminante de Emaús (cf. Lc.
24,31); en el jardinero del huerto de los olivos (Jn. 20,16), en el pescador del mar de Galilea (Jn. 21,
7). Pasan, por tanto, de una perspectiva Jesuológica reductiva a una perspectiva Cristológica
trascendente. Y armados con esta fe van más allá del mundo judío para encontrar al Maestro vivo y
actuante también en el mundo grecolatino.

Por la encarnación y por la resurrección del Hijo de Dios, la Iglesia es capaz de descubrir los múltiples
rostros de Cristo a través de la pluriforme gama de realidades humanas con las que ella se va
encontrando. Cada comunidad cristiana, con su vida, va haciendo brotar nuevas presencias salvadoras
de Cristo por todo el mundo. Por eso las cristologías se multiplican y se manifiestan en los evangelios y
en las cartas apostólicas, escritas desde las experiencias culturales de los pueblos evangelizados, en los
que Cristo aparece como el Hijo del Hombre, el Hijo de David, el Hijo de Dios, el Rey de los Judíos, el
Sumo y Eterno Sacerdote, el Señor, El que es el mismo ayer, hoy y siempre. Cada percepción
cristológica corresponde a comunidades cristianas diferentes que, mediante la Iglesia, se hermanan en
la catolicidad y unicidad de la fe en Jesucristo.

San Juan, que vivía entre los cristianos de las islas griegas del Mediterráneo, elabora una cristología a
partir de la filosofía platónica y gnóstica. Y concibe a Cristo como el Logos, pero encarnado (cf. Jn. 1),
el Alfa y el Omega (Apoc. 1,8), el Primero y el Ultimo (1,17), el que Es, el que Era y el que Vendrá
(1,4); el principio y fin de todas las cosas (22,13).

San Pablo y luego los Padres de la Iglesia abrieron camino a una cristología en diálogo con la sabiduría
griega. A Cristo lo vieron como el antiguo Agnostos Theos o Dios Desconocido (Hech. 17,23); la
“Imagen de Dios invisible, Primogénito de toda creación”…“Todo fue creado por El y para El” (Col.
1,15.16). De manera que no sólo está identificado con el ser humano, sino que se identifica también
con toda expresión de vida en el cosmos. Su presencia, por tanto, es plural: Logoi spermatikoi, palabras
6
de Dios sembradas o semillas del Verbo. Y no está restringido a ninguna raza, lengua, cultura o
realidad determinada; pues en todas se halla presente y actuante.

Con esta cristología dialogante los primeros cristianos entraron en contacto primero con el mundo
griego y latino, y lo fecundaron, posteriormente con los rusos y eslavos, luego con los sajones y más
adelante con África y el lejano Oriente. En todos fueron haciendo germinar y florecer las Semillas del
Verbo que Dios diseminó en todas las naciones y por todos los rincones del universo. Y finalmente
llegaron también a tierras indígenas de América.

3. CRISTO EN LA PRIMERA EVANGELIZACIÓN DE LOS PUEBLOS INDIOS

a) Cristología misionera

Cuando los europeos llegaron a este continente en 1492 ya hacía mucho tiempo que la perspectiva de
cristiandad había marcado la misionología de la Iglesia. Ya no existía en ella la misma actitud de
apertura y de diálogo de antaño frente a lo diverso; sino que de tal manera lo cristiano se había
identificado con la realidad europea de entonces que evangelizar significaba, en la mentalidad y en los
hechos, trasplantar la doctrina y práctica europea de cristianismo a los pueblos descubiertos y
conquistados. Misionar era sinónimo de ampliar la cristiandad con todo lo que eso implicaba:
economía, sociedad, cultura y religión; porque el Reino de Dios era, para ellos, lo mismo que la
sociedad cristiana occidental.

Así, aunque Jesucristo, ciertamente, seguía siendo señalado como la base fundamental de la acción
eclesial; sin embargo a El se le veía únicamente bajo aquellos atributos, especialmente de poder, que
garantizaban la “ampliación del imperio cristiano”11 con la implantación de la sociedad colonial
considerada como cristiandad.

En ese esquema Cristo es el Señor del Gran Poder, el Creador de cuanto existe, el Juez inapelable, el
Dueño de todo, el Rey del universo, en pocas palabras, el Pantocrator, el Dueño de todo poder, así del
cielo como de la tierra. Ese poder soberano de Cristo El lo transfiere al Papa que, por lo mismo, es el
“Gran Señor que tiene jurisdicción espiritual sobre todos cuantos viven en el mundo.. tiene las vezes
de Dios y su poder... es el Gran Sacerdote y Señor del mundo...”.12 Y, a través del Papa, este poder se
concede también a los Reyes de Europa, que son “embajadores y delegados del Gran Señor y tienen
todo su poder..”.13

Las imágenes de algunos santos estaban particularmente ligadas a esta manera de entender a Cristo.
Los españoles gustaban mucho de la imagen de Santiago Apóstol, a quien llamaban Matamoros,
vestido de soldado, montado a caballo y con el moro yaciendo bajo las patas del animal. Otra imagen
era la del Arcángel San Miguel con la espada en la mano y el Diablo abatido a sus pies. Eran símbolos
religiosos en los que los europeos se veían atinadamente reflejados. Las enormes cruces de piedra o de
madera eran igualmente apreciadas por ellos no tanto como expresión del sufrimiento y muerte de
Cristo, sino en cuanto signo del triunfo cristiano sobre el paganismo indio. Por eso la pretensión
inmediata, después de las conquistas militares, era implantar en el lugar más importante la cruz
cristiana y hacer que los vencidos le rindieran honores.

11
Cf. Bula de donación papal, 1493
12
Fr, Bernardino de Sahagún, ‘Libro de los Coloquios’, fol. 30r y 31r.
13
Ibid

7
Este tipo de planteamientos cristólógicos elaborados con el ingrediente del poder sin límites
ciertamente tuvo repercusiones concretas en la vida de la Iglesia y conocemos de sobra sus terribles
resultados en la obra evangelizadora de los indígenas. Afortunadamente, a contracorriente de esos
planteamientos, hubo misioneros que presentaron a un Cristo sufriente y muerto en la cruz. Y no
faltaron quienes, manteniéndose en sintonía con la lógica colonial, buscaban únicamente hacer
aceptable o, al menos paliar, para el pueblo conquistado, las consecuencias dolorosas de lo que fue
impuesto por las armas. Hubo también quienes pensaban que, mediante la mística del dolor, los
conquistados no sólo encontrarían algún paliativo a su situación histórica, sino que tendrían abierta una
puerta de esperanza para la eternidad, después de esta historia. De ahí el acento en que el encuentro
verdadero con Cristo se daría después de “este valle de lágrimas”.

Otros misioneros más críticos y proféticos abrieron caminos cristológicos en la línea de deslindar
totalmente la misión cristiana de la Iglesia, de la labor conquistadora de la sociedad colonial; pues
“estas cosas (de la cristiandad) -afirmaba Fray Bartolomé de Las Casas-, son ajenas a la doctrina de
Cristo y al ejemplo de los Apóstoles y no son gratas sino a crueles e inhumanos salteadores o a
algunos necios enemigos de la doctrina de Cristo, que, con su conducta, hacen parecer justa a
Sodoma”.14

Los evangelizadores, que sostenían estos argumentos, identificaban a Jesucristo con los pobres de la
tierra, los maltratados y flagelados de las Indias, pues ellos son los Cristos azotados de ese tiempo. El
P. Las Casas afirmaba muchas veces con gran elocuencia: “Yo dejo en las Indias a Jesucristo Nuestro
Señor, azotándolo y afligiéndolo y abofeteándolo y crucificándolo, no una sino millares de veces,
cuanto es de parte de los españoles que asuelan y destruyen a aquellas gentes y les quitan el espacio
de su conversión y penitencia, quitándoles la vida antes de tiempo”.15

Esta vertiente, llamada lascaciana, de la Cristología llevó a varios misioneros españoles a mirar sin
tantos prejuicios a los pueblos indígenas e incluso a valorar grandemente las cosas positivas que los
indios siempre han tenido. Es lo que dio como resultado el llamado optimismo franciscano, que no fue
exclusivo de miembros de la Orden del Seráfico, sino bastante extensivo a muchos otros misioneros de
todas las Órdenes religiosas de esa etapa.

La argumentación, que ellos manejaban, era simple: Si Cristo está identificado con los pobres de esta
tierra ciertamente que en estos pobres hay valores que deben ser reconocidos y aceptados por los
evangelizadores españoles. Reconociendo dichos valores los misioneros han de llevar la oferta del
Evangelio para que los indígenas, más que vencidos por las armas, sean convencidos por el amor y el
diálogo entre iguales; y así lleguen al conocimiento pleno de Jesucristo. Fr. Julián Garcés, primer
obispo de Tlaxcala desde 1527, fue uno de los paladines de esta manera de argumentar. El escribió al
Papa Pablo III una carta que dio pié a la famosa Bula papal ‘Sublimis Deus’ de 1537.

Dice el obispo Garcés al Papa: “Ya es tiempo de hablar contra los que han sentido mal de aquestos
pobrecitos (indios), y es bien confundir la vanísima opinión de los que los fingen incapaces y afirman
que su incapacidad es ocasión bastante para excluirlos del gremio de la Iglesia...Instigados por
sugestiones del demonio afirman que estos indios son incapaces de nuestra religión. Esta voz
realmente que es de Satanás.. y es voz que sale de las avarientas gargantas de los cristianos, cuya
codicia es tanta, por poder hartar su sed, quieren porfiar que las criaturas racionales hechas por Dios,
son bestias y jumentos, no a otro fin de que los que las tienen a cargo, no tengan cuidado de librarlas
14
Las Casas, Apología, pag. 169. Citado por el P. Gustavo Gutiérrez en ‘En Busca de los Pobres de Jesucristro’. Edic.
Sígueme. España 1993; pag. 88.
15
H IIIc 138; II. 511b. Citado por el P. Gutiérrez en el mismo libro ya citado, pags. 102.103.

8
de las rabiosas manos de su codicia, sino que se las dejan usar, en su servicio, conforme a su
antojo...Si alguna vez, Santísimo Padre, oyere Vuestra Santidad que alguna persona religiosa es de
este parecer, aunque resplandezca con rara entereza de vida y dignidad, no por eso ha de valer su
dicho en esto... Quien lo dice ha sudado poco o nada en la conversión de los indios y ha estudiado
poco en aprender su lengua y conocer sus ingenios, porque los que en estas tierras trabajan con
caridad cristiana afirman que no es lance vano el de las redes del Evangelio, y amor de Dios y del
prójimo, cuando para pescarlos se tienden... (Los indios) son con justo título racionales, tienen enteros
sentidos y cabeza. Sus niños hacen ventaja a los nuestros en el vigor de su espíritu en más dichosa
viveza de entendimiento y de sentidos, y en todas las obras de manos... Todos nosotros, los que vivimos
entre indios, somos testigos de con cuán buena gana reciben la fe, reverencian y oyen a los
predicadores, edifican iglesias y están sujetos a los religiosos, los indios de esta Nueva España”.16

La convicción de que a la fe en Jesucristo se llega por la adhesión libre y voluntaria de la mente y del
corazón llevó a estos evangelizadores visionarios a plantear la necesidad de excluir en la tarea
evangelizadora toda coacción física y moral. Ni la espada ni la guerra son vías adecuadas para
evangelizar, pues sólo en la libertad el evangelizando puede conocer y asumir plenamente a Cristo.

Pero además tales misioneros descubren que no se puede proceder haciendo tábula rasa de las
elaboraciones religiosas hechas por los pueblos evangelizandos. Hay que respetar sus costumbres
religiosas en base al reconocimiento de que todo pueblo tiene derecho a su forma de vida y a su
religión. Para ser buen misionero hay que ver las cosas, poniéndose del lado del evangelizando, es
decir, como pide Bartolomé de las Casas, “como si fuese indio”. Sólo así el evangelizador estará en
condiciones de entender el alma indígena aún en los casos que parecieran más incompatibles con la fe
en Cristo, como es el de los sacrificios humanos. Fue lo que hizo Las Casas al argumentar, ante el Rey
y ante el Papa, que si para los hombres religiosos no hay nada “mejor y más grande” que Dios, ellos
sienten la necesidad de inmolar lo que consideran “las cosas más preciosas y excelentes... incluso
víctimas humanas al Dios verdadero o falso, considerado como verdadero, de manera que al ofrecerle
la cosa más preciosa, se muestren especialmente agradecidos por tantos beneficios recibidos”.17

Ahora bien si es posible esta perspectiva misionológica de admiración, respeto y diálogo con los
pueblos indios, es posible también, como hicieron otros misioneros, soñar en procesos de diálogo
intercultural e interreligioso donde los indígenas seamos protagonistas y nuestra vida cultural y
religiosa sea la matriz de este diálogo. Esto fue lo que dio cauce a las utopías del Nuevo Mundo, de la
Nueva Humanidad, de las Repúblicas de Indios, de la Iglesia Indiana, del Seminario Indígena de la
Santa Cruz, que surgieron en la primera evangelización. Son utopías que no sólo fueron planteadas
como ilusiones de unos profetas intransigentes y al margen de todo realismo histórico, sino que fueron
puestas en marcha por intrépidos pastores como Fr. Toribio de Benavente o Motolinía con el proyecto
de Puebla de los Ángeles; como Vasco de Quiroga, con las Ciudades Hospitales alrededor del lago de
Pátzcuaro; como el mismo Bartolomé de las Casas, con los Pueblos de la Vera Paz en Guatemala; o
como los Jesuitas con las Misiones del Paraguay. Lamentablemente estas experiencias de inculturación
fueron abortadas por el poder colonial antes de que pudieran consolidarse. Pero son testimonio de lo
que pudo hacerse entonces y puede también plantearse ahora.

b) Cristologías Indias

16
Julián Garcés, Versión de Fr. Agustín Dávila Padilla, recopilado en ‘Humanistas del Siglo XVI’. UNAM, 1946, pags 1-
25.
17
Apología, 160

9
A pesar de la cristología misionera ligada al poder, y en continuidad con los caminos abiertos por la
cristología y misionología del optimismo franciscano y de la visión lascasiana, las comunidades
indígenas, que entraron en contacto con la Iglesia, empezaron a apropiarse los rasgos de Cristo que eran
más afines a su realidad social y cultural. Muy pronto estas comunidades cristianas deslindaron a
nuestro Señor Jesucristo de los esquemas coloniales, lo sentaron en el petate de la vida del pueblo y lo
vieron identificado perfectamente con nosotros.

Fue elaborándose así una cristología popular en torno a los atributos de Cristo que lo mostraban pobre,
inerme, perseguido, calumniado, encarcelado, azotado, crucificado y asesinado. Al pueblo le agradaron
los Cristos sangrantes y los “Santos Entierros”, y enfatizó este aspecto de dolor en las imágenes de
Cristo, porque eran la expresión de la postración indígena. Para los indios Cristo no es un conquistador
o un encomendero, sino un pobre como nosotros, “un fregadito”, repite la gente a menudo hasta el día
de hoy.

Las mejores categorías teológico-culturales contenidas en los mitos antiguos, para hablar de Dios que
se mete en nuestra realidad histórica, fueron reelaboradas, al contacto con la Iglesia, para aplicárselas
en adelante a Nuestro Señor Jesucristo, como expresión de Dios que está Cerca y Junto de nosotros,
que es compañero de camino, que se hace sustento de nuestra vida. En las culturas del maíz este
proceso se llevó a cabo casi desde el inicio de la presencia de la Iglesia.

4. CONTENIDOS DE LAS CRISTOLOGÍAS INDÍGENAS

A. EL ES DIOS.

En muchas de las danzas indígenas actuales, que tuvieron su origen en la época colonial, y que están
dedicadas a las fiestas patronales de los pueblos, hay un tema recurrente, que seguramente fue obra y
gracia de los misioneros pero que nuestra gente incorporó sin ningún problema, al poner, después de
varias circunvoluciones de baile, la exclamación cristológica: “El es Dios”. La expresión, en su
sencillez, tiene una afirmación rotunda que viene de la más antigua tradición cristiana. Jesucristo es
Dios. Y si es Dios podemos decir de El todo lo que sostenemos respecto a Dios. Y así lo hicieron
nuestros pueblos.

Jesucristo es Creador y Formador, Engendrador(a) de todos los vivientes (Cozana en zapoteco), es


Corazón del Cielo y de la Tierra, es el Señor del Cielo y de la Tierra, es el que está Cerca y Junto de
nosotros, etc. Con mucho cariño el pueblo le llama “Nuestro Padre Jesús”, utilizando una expresión
acuñada previamente en España pero que se halla en consonancia con la perspectiva indígena de Dios
como Padre y Madre de todos.

A algunos les parecerá que esta identificación total que hace nuestra gente entre Jesucristo y Dios
puede llevar al monofisismo condenado por la Iglesia, y ser causa de confusión doctrinal o no hacer
justicia a la individualidad de la segunda Persona de la Santísima Trinidad. Posiblemente haya algo de
verdad en esta preocupación. Pero no olvidemos que ante Cristo todos nos hallamos frente a un
misterio, que tampoco los demás miembros de la Iglesia tienen plenamente dilucidado; en consecuencia
tampoco los indígenas.

Los pueblos indígenas, al ser profundamente monoteístas, a pesar de que nos cataloguen de lo
contrario, comprendemos que Jesucristo es la expresión histórica tangible del Dios Invisible (Yohuali
Ehecatl), a Quien nadie ha visto ni oído directamente. ¿Cuál sea la diferencia profunda entre Dios y
10
Jesucristo? no parece preocupar grandemente a nuestros hermanos. Para ellos, es suficiente afirmar que
“El es Dios”, es el Tayacán, es el Mero Mero, y como a tal nos acercamos confiadamente a El en
busca de auxilio y defensa; porque El nunca nos falla.

La idea cristológica de Redención la expresa el pueblo normalmente con términos comprensibles en su


pensamiento cultural. Jesucristo es El que nos rescata con su mano, en otras palabras, es el Guerrero
que pelea por nosotros y nos libra de las manos del enemigo. Es también Nuestro Comprador (los
tzeltales de Chiapas dicen: jmanwanej: el que nos adquiere), es decir, el Pochteca que va a tierras
lejanas y nos compra pagando por nosotros un precio muy alto: su propia vida.

Hay muchas otras expresiones indígenas que se refieren a este papel Redentor o Mediador de
Jesucristo, que habría que estudiar más detenidamente para desentrañar su contenido teológico. Pero
eso tiene que ser tarea de largo alcance para catequistas, diáconos, religiosas y sacerdotes indígenas,
que somos puente entre nuestros pueblos y la Iglesia. En la medida en que desentrañemos el sentido
profundo que tienen los nombres y atributos que nuestra gente da a Jesucristo podremos no sólo
comprender a nuestro pueblo, sino aportar esta riqueza a la cristología de la Iglesia.

B. EL ES HUMANO

Para los indígenas otra de las afirmaciones contundentes de nuestra cristología se halla en la
afirmación: Cristo es humano, porque se metió profundamente en nuestra vida, porque está en mí y
“vive en el corazón de mi hermano, el hombre” (Netzahualcóyotl). Y si El es humano podemos
aplicarle todo lo que es aplicable al ser humano. No hay nada de bueno y noble en el ser humano que
no se pueda decir de Jesucristo. Por eso El es Niño, es Joven, es Adulto, es Anciano. El es hombre y es
mujer; es pobre y es rico; es blanco, negro, amarillo y rojo (como el Maíz); es individuo y es pueblo.

Todas las dimensiones humanas de ayer, hoy y siempre son aplicables a Cristo. Incluso aquellas que,
por los prejuicios discriminatorios de la mentalidad occidental, no parecieran apropiados para El. Por
ejemplo decir que es mujer o que está casado. En varias comunidades indígenas, un año nace como
Niño Dios y en otro como Niña Dios; y siempre lo ven casado/a con su pueblo, con quien engendra las
hijas/os de la comunidad.

Para nuestra gente no existe ningún problema en hablar de Jesucristo con las mejores categorías
humanas que tenemos; pero casi siempre privilegia aquellas categorías en que Jesucristo es presentado
como pobre. Y es que en la mentalidad de nuestros pueblos la presencia de Dios en nuestra historia se
da especialmente a través de medios no aparatosos ni apabullantes. En los mitos indígenas de
Mesoamérica el enviado de Dios es frecuentemente forastero, caminante, enfermo, perseguido,
anciano, niño, deforme, distinto. Y estas imágenes son las que más utilizamos para hablar de
Jesucristo; porque es Nanahuatzin, el pobre, el enfermo, que da su vida para que un mundo nuevo sea
posible.

En el hemisferio sur del continente, Guamán Poma de Ayala, indígena peruano convertido al
cristianismo, escribe en el siglo XVI que Dios no sólo se hizo hombre, sino concretamente se hizo
pobre. Y “al pobre menosprecian los ricos y los soberbios para ellos, pareciéndoles que donde está el
pobre no está ahí Dios y la justicia. Pues ha de saberse claramente con la fe que donde está el pobre
está el mismo Jesucristo”. Por eso “servir a Dios Nuestro Señor y favorecer a los pobres de Jesucristo
son cosas que no pueden separarse”.18

18
Cf. ‘Nueva Corónica de Buen Gobierno’, 903. Citado por el P. Gustavo Gutiérrez, obra ya mencionada, pag. 633.

11
Pero no es únicamente por la situación de desventaja o de dolor en que se halla el pobre, por lo que él
es el principal reflejo de Jesucristo; sino también por el conjunto de valores humanos y religiosos que
el pobre posee. Eso es lo que lo hace expresión privilegiada del Hijo de Dios. En los mitos indígenas el
pobre, como Nanahuatzin, es el único que está dispuesto a sacrificarse para que surja un Nuevo Sol, un
Nuevo Mundo, es decir, un nuevo modelo de sociedad; para que se restablezca la armonía universal,
para que se mantenga abierto el espacio de la vida entre cielo y la tierra.

Esto que está expresado en múltiples figuras de Dios pobre, como Nanahuatzin, Chicomexóchitl,
Xólotl, Jmanujel, Ojoroxtotil está recogido maravillosamente en la figura de Quetzalcóatl, Kukulcán,
Gucumatz u otros nombres que cada pueblo de Mesoamérica le daba a la presencia humanizada de Dios
en su historia. Y es a este Quetzalcóatl al que hacen alusión todos los nombres de pobre que nuestro
pueblo aplica a Jesucristo hasta el día de hoy.

De modo que, en base a lo que acabo de decir, ya es tiempo de que profundicemos abiertamente en esta
perspectiva cristológica quetzalcoátlica y pongamos en la mesa del debate teológico todo lo que
podemos aportar a fin de que aparezca claramente este rostro particular de Cristo que toma consistencia
a partir de lo mejor de nuestras culturas ancestrales. Ojalá que esta reflexión cristológica pueda entrar
en diálogo fecundo con otras cristologías de la Iglesia, ya que lo quetzalcoátlico es una contribución
valiosa, una semilla del Verbo, que los indígenas mesoamericanos podemos llevar con orgullo a la
asamblea de los cristianos.

C. EL ES VIDA DEL MUNDO

Uno de los campos donde nuestros pueblos indígenas hemos desarrollado una cristología exuberante es
el de la vida manifiesta en la naturaleza. Ella es, para el pueblo, la mediación más convincente de la
presencia de Dios y de su Enviado Jesucristo. Por eso para los indígenas Jesucristo es Nuestro Padre el
Sol, a quien vemos reflejado en el resplandor del Santísimo Sacramento cuando es expuesto o llevado
en el ostensorio; es el Lucero de la Mañana, que anuncia el nuevo día; es el Vencedor de las fuerzas
nocturnas, el Dueño de la Luna y de los cuatrocientos surianos (estrellas).

Cristo es el Dador de la Vida que nos llega por el Monte, en cuanto bodega que contiene todo lo que
requerimos para el sustento diario. El es el Apu o Cerro del que, como vientre fecundo de la Madre
Tierra, brotan los ríos y manantiales, que fertilizan los valles. El es el Dueño (Tecuhtli) de los árboles y
animales que Él con cariño nos comparte para nuestras necesidades sin romper la armonía. El es el
tiempo fecundo (Cocijo en zapoteco), que hace posible la agricultura y el regalo más preciado que es
el maíz. El es la Lluvia que empapa la tierra; es el Rayo (Chac en maya) que anuncia la lluvia, es la
Nieve y hasta el Granizo que traen consigo la humedad prolongada. El es la mata de Maíz y el Maíz
mismo, como fuente de nuestra esencia mesoamericana. Es el Alimento que nos da vida y existencia. El
es, en fin, la Madre Tierra que no se cansa de alimentarnos, que nos recibe en su regazo cuando
nacemos y cuando morimos.

Cristo es el Jaguar o la Serpiente que simboliza la tierra, el tiempo y el espacio. Es el Águila, que se
mueve entre el cielo y la tierra, como el viento y como el gran volador o servidor (Topiltzin), que
mantiene la armonía del universo. Es el Escuintle o Perrillo juguetón, es Xólotl, amigo inseparable de
los pobres, que nos acompaña en esta vida y nos guiará en el más allá hasta el lugar de las realidades
definitivas. Es la Puerta de entrada al Mictlán o lugar de los muertos.

12
Jesucristo es el Fuego Nuevo con que se inicia cada siglo de la humanidad. Es el Ocote o antorcha que
alumbra nuestro camino y que no humea. Es el Camino mismo por donde andamos. Es el inicio y el
Punto de llegada del camino.

Cristo es el Pochote o Ceiba, que sostiene la bóveda celeste y bajo cuya sombra obtenemos ayuda y
defensa. El es el Ombligo del universo, donde se cruzan la senda divina, humana y cósmica. Ombligo
que nuestros abuelos trataron de representar cuando en el centro de las cruces de piedra ponían
únicamente el rostro de Cristo.

Jesucristo no es el número Uno porque este es número imperfecto (por referirse a la soledad), sino el
Dos, que es el punto de partida de todo (Omeyocan, Ometéotl); es el Tres, ya que es servidor o
mediador; es el Cuatro, en la medida que en El se da la totalidad de todo; es el Cinco, por ser
superación o trascendencia. Es el Siete, en cuanto pobre, que resume la totalidad de la mediación
(Chicomexóchitl) y el conjunto de la diversidad humana y cósmica; es el Trece, por ser el punto más
alto en la escalera del ascenso humano y cósmico. Es el Veinte, (Zémpoal o Wínak) en cuanto unidad
que conjunta todo lo humano, etc. etc. etc.

Todas las expresiones de vida que hay en la naturaleza son aplicables a Jesucristo. Porque El es la Vida
y la Energía primigenia por la que existe toda vida. El se identifica, como dijeron los Padres de la
Iglesia, con los Logoi spermatikoi, Semillas del Verbo o Verbo sembrado de manera multiforme en
toda la creación y en todas las culturas humanas.

5. DIÁLOGO INTRAECLESIAL DE CRISTOLOGÍAS

Cuando alguien escucha por primera vista vez las afirmaciones indígenas respecto a Jesucristo, éstas
ciertamente le suenan bastante extrañas en comparación con los contenidos dogmáticos, que desde hace
tiempo venimos oyendo en la Iglesia. Pero un examen más concienzudo nos hace descubrir que las
diferencias son en verdad de forma y no de contenido. Muchas de las verdades cristológicas expresadas
por los pueblos indígenas son planteamientos que ya fueron hechos -o, al menos, se hallan en la misma
vertiente de otros planteamientos ya encauzados- en la trayectoria teológica tradicional de la Iglesia.

Lo que pasa es que suenan extrañas porque nos hemos acostumbrado a la perspectiva que ha
caracterizado la teología europea de la Iglesia; perspectiva que, en la acción evangelizadora del
continente americano, privilegió o enfatizó algunos aspectos cristológicos para lograr la implantación y
mantenimiento de un modelo determinado de sociedad y de Iglesia, considerado como cristiandad. Pero
ahora que podemos actuar sin la presión de ese modelo, estamos en condiciones de valorar mejor los
esquemas cristológicos que vienen de otros pueblos.

Reconocer que, como parte fundamental de la inculturación del Evangelio, no sólo Dios, sino también
Jesucristo se nos ha adelantado, como Semillas del Verbo o como “Luz que alumbra a todo hombre que
viene a este mundo” (Jn. 1,9), - tal como señaló en múltiples ocasiones el Papa Juan Pablo II en sus
alocuciones dirigidas a los indígenas -, implica aceptar que, por la búsqueda religiosa de los pueblos y
sobre todo por la revelación de Dios en las culturas (Cf. He. 17,26-28), se han ido configurando los
cimientos de una cristología indígena que debe ser ahora tomada en serio para la nueva evangelización
y para el diálogo interreligioso con los pueblos indios.

Entre la cristología oficial y la cristología indígena se da, en la mayoría de sus elementos, una
convergencia y una compatibilidad muy grande de contenidos. Los puntos no compatibles, si acaso
13
existen, podrán ser dilucidados mediante un diálogo respetuoso, franco y fraterno, como lo recomienda
el documento de Santo Domingo (Cf. SD 248. 137.138).

Pero, más que convergencia y compatibilidad, habrá que reconocer que existe complementariedad
cristológica; ya que muchas de las afirmaciones indígenas sobre Jesucristo, por provenir de realidades
humanas diferentes, ofrecen perspectivas novedosas sobre Cristo, que pueden incluso enriquecer el
patrimonio teológico de la Iglesia. Así mismo la cristología indígena se enriquecerá o purificará al
recibir, a través de la Iglesia, esa multiplicidad de percepciones cristológicas venidas de tantas partes
del mundo. Los pueblos indígenas no están cerrados a este intercambio de dones teológicos. Y habrá
que propiciar que se dé en condiciones favorables para todos.

En el futuro no será suficiente plantear ¿de qué manera la predicación de la Iglesia dio como resultado
un Cristo vivido, escuchado, acogido y seguido por el pueblo cristiano? Dicho en otras palabras, no
basta saber ¿cómo los indígenas digerimos la comida traída por los misioneros? Sino también ¿cómo
este Cristo predicado por la Iglesia es el mismo Cristo sembrado que, durante siglos y milenios, antes
de la llegada de los europeos, ha inspirado, anima y da sentido trascendente al caminar de nuestros
pueblos? Es decir, ¿cómo la comida elaborada por nosotros sobre Cristo es ahora recibida y saboreada
como legítima comida cristiana por los demás miembros de la Iglesia?

En el diálogo teológico no basta el reconocimiento de que las cristologías indígenas son camino
preparatorio o previo para la verdadera cristología, que es la que tiene la Iglesia y que viene totalmente
de fuera. Partiendo del hecho de que el Hijo de Dios se adelantó a la predicación de la Iglesia
metiéndose también en nuestra vida aquí, Él no es un extranjero que llegó en las barcas de los
conquistadores, sino alguien que ha estado aquí siempre y ha compartido nuestra existencia de
múltiples maneras. Es lo que atestiguan nuestras sabias y sabios, nuestros mitos y creencias antiguos.
De modo que hacer cristología indígena no es sólo repetir, en categorías nuestras, lo que nos vinieron a
decir de fuera sobre Cristo, sino mostrar lo que sabemos de El, por experiencia propia, a partir de la
presencia milenaria del Verbo entre nosotros, y apoyados también en la tradición cristológica milenaria
de nuestra Iglesia.

En esta línea de reflexión debemos preguntarnos: ¿Qué aportamos de nuevo los indígenas a las
cristologías existentes? ¿Sólo envoltorios indígenas para verdaderas foráneas, o verdades indígenas
sobre Aquel que es el Principio y Fin, el Primogénito de toda creación, la luz que alumbra a todo
humano que viene a este mundo, El que asumió nuestra carne y se hizo nuestro Coate? ¿Qué valor
tiene o puede tener para la Iglesia la presencia previa del Verbo en realidades culturales, históricas y
religiosas de pueblos totalmente distintos de los pueblos de la Biblia? ¿Qué son en realidad los logoi
spermatikoi o semina Verbi, de los Padres griegos de la Iglesia? ¿Sólo semillas que preanuncian al
Verbo, pero no son el Verbo? ¿O ya contienen realmente, aunque no desarrollada plenamente, esa
presencia del Verbo? En otras palabras: ¿Son las Semillas del Verbo únicamente profecía de una nueva
realidad a la que se accede sólo con la llegada de la Iglesia? ¿O son ya presencia completa del Verbo
que, aquí y en cualquier otra parte, rebasa la capacidad humana y siempre debe buscarse su
comprensión plena con la gracia de Dios y con los mejores avances de nuestro saber humano? ¿Cuál es
el sentido que le podemos dar a la expresión “preparación evangélica” aplicado a nuestros logros y
experiencias cristológicas anteriores a la llegada explícita de la Iglesia? ¿Es válido hablar de antiguo
testamento de los pueblos, como una etapa que terminó con la llegada de los primeros misioneros
europeos? ¿O hay que reconocer que es posible contar con presencias históricas completas del Verbo
en culturas que no son la judía?

14
Aquí reconocemos que en nuestra búsqueda cristológica indígena no ha sido fácil compaginar
adecuadamente unicidad y universalidad de Jesucristo; pues El, por la encarnación, se restringió
necesariamente a una raza, a una cultura y a un tiempo determinado; pero no quedó reducido a esos
límites espaciotemporales. Fue sólo su puerta de entrada a la humanidad entera, lo que se manifiesta
más claramente después de la resurrección, en que rompió esos límites para abarcar a todas las razas,
culturas y tiempos hasta llegar incluso a la creación entera. En ese sentido algunas de nuestras
formulaciones cristológicas en la Iglesia no son tan satisfactorias, ya que, al enfatizar demasiado lo
judío de la encarnación, prácticamente se anula la presencia real del Verbo en las demás culturas y
realidades humanas. Si en la persona histórica de Jesús se agotara toda la presencia tangible del Verbo
de Dios ¿cómo podríamos afirmar que El, además de judío, se hizo griego y romano, y de esa manera
asumió realmente toda la realidad humana y cósmica de su tiempo, y de todos los tiempos? Son
cuestiones que debemos afrontar junto con nuestros pastores y con quienes, más allá de nuestro
continente, se plantean también estas interrogantes en contextos de diálogo intercultural e
interreligioso.

6. ALGUNAS CONCLUSIONES

Hoy más que nunca es urgente que definamos cuál ha de ser nuestro papel como Iglesia, en la historia
actual, junto a pueblos que son diferentes cultural y religiosamente, respecto a la sociedad occidental,
que ha vehiculado la presencia misionera de la Iglesia en estos pueblos. Es necesario también que
sepamos cumplir responsablemente ese papel ya no en función de influencias extraevangélicas y
extraeclesiales, como en el pasado, sino en fidelidad plena al Evangelio de vida y de salvación revelado
por nuestro Señor Jesucristo, y en fidelidad al ser humano que es destinatario de este Evangelio, que no
sólo vino de fuera, sino que ya estaba sembrado en medio de nosotros.

Esta definición de nuestro ser eclesial no se logrará si antes no desmontamos nuestra práctica misionera
y evangelizadora de todo lastre colonial, y no tomamos en serio el aporte de riquezas y valores que
vienen de la búsqueda de Dios llevada a cabo por los pueblos indígenas del mundo. Evangelizar no
puede ser imponer a nadie una verdad que viene totalmente de fuera; es, más bien, ayudar a plenificar o
a llevar a su perfección y trascendencia la obra buena comenzada por Dios en cada una de las personas
y de los pueblos.

Las cristologías traídas a los pueblos de la periferia por las iglesias misioneras, ahora retornan a ellas
enriquecidas con el aporte renovador de los pobres y de los diferentes. Y hacen que se descubran
rostros o ángulos nuevos del mismo Verbo de Dios que, existía desde siempre y se la metido a la vida
de la humanidad y de la creación entera. Ahora, también por los indígenas, se cumple de nuevo la
profecía antigua: “de Egipto llamé a mi Hijo” (Mt. 2,15)

Lo que acabo de manifestar aquí ha querido ser sólo un acercamiento motivante al tema de la
Cristología indígena, mostrando las características y la trayectoria que su puesta en marcha hemos
seguido en la Iglesia y en los pueblos indígenas. De ninguna manera se trata de una palabra definitoria.
Son más bien atisbos de lo que deberá ser abordado más profunda y sistemáticamente por todos para
alcanzar mejores resultados, que nos lleven “del encuentro con Jesucristo a la solidaridad con todos”
(título de la Carta pastoral de la Conferencia del Episcopado mexicano, 25 de marzo de 2000).

15

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