El - Intruso (1) - Blasco Ibañez
El - Intruso (1) - Blasco Ibañez
El - Intruso (1) - Blasco Ibañez
Más de seis meses iban transcurridos, sin que el doctor Aresti bajara á
Bilbao. Por esto, al pasar del tren de Ortuella al de Portugalete, en la
estación de El Desierto, experimentó ante el magnífico panorama de la ría
la misma impresión de asombro de los aldeanos que sólo abandonaban sus
caseríos ó la anteiglesia de su vecindad, cuando un asunto importante los
llamaba á la villa.
El tren dejó atrás los torreones gemelos de los altos hornos de
fundición—«los castillos feudales de Sánchez Morueta» según decía el
doctor, que pregonaban la gloria industrial de su poderoso primo,—y
después de atravesar un túnel, avanzó por la ribera cruzando los
descargaderos de mineral. Eran estos á modo de baluartes que, arrancando
de la montaña, llegaban hasta la ría, elevados algunos metros sobre el nivel
de los campos. Los de las compañías extranjeras eran verdes, con los
taludes cubiertos de musgo como los glacis de los fuertes modernos, y las
pequeñas locomotoras pasaban sobre ellos ligeras y brillantes como
juguetes. Los de las explotaciones del país eran de un rojo antipático, de
escombros de mineral, desmoronándose con las lluvias sus pendientes,
revelando el espíritu de sus dueños, incapaces de realzar con el más leve
adorno los instrumentos de explotación. En la ría, junto á las grúas que
funcionaban incesantemente, dormían los vapores, con el casco invisible
tras la riba, mostrando por encima de ella las chimeneas y los mástiles.
Subían de sus entrañas los grandes tanques de hierro cargados de hulla
inglesa y, deslizándose por los rails aéreos, iban á volcar el negro mineral
en las enormes montañas de las fábricas. Corrían por las vías de los
descargaderos las vagonetas repletas de hierro y al llegar al punto más
avanzado inclinábanse como si quisieran arrojarse al agua, soltando en los
vientres de los buques su rojo contenido. Las dos riberas de la ría estaban
en continua función, vomitando y absorviendo; entregando el mineral de
sus montañas y apoderándose del carbón extranjero. Banderas de todas las
nacionalidades ondeaban en las popas de los buques; los nombres más
exóticos é impronunciables lucían en sus costados, y entre las chimeneas
apagadas y negruzcas, erguían los veleros las esbeltas cruces de sus
arboladuras, en el espacio azul.
Por un lado del tren, se abarcaba el vertiginoso movimiento de la ría con
sus barcos y fábricas: por la ventanilla opuesta, admirábase la paz de los
campos, el trabajo cachazudo y tranquilo de los aldeanos, removiendo la
tierra arcillosa. Las mujeres, con la falda atrás y las piernas desnudas,
sudaban dobladas sobre el surco. Las vacas movían el baboso hocico, sin
ninguna inquietud, al ver el tren y volvían de nuevo á rumiar con la cabeza
baja sobre el verde del prado. Grupos de mujeres lavaban sus guiñapos casi
tendidas al borde de arroyos de líquido rojo, como si fuese sangre. Era el
eterno color del agua en los alrededores de Bilbao: los lavados del mineral
enrojecían hasta la corriente del Nervión. La industria, al enriquecer al país,
corrompía las aguas puras y cristalinas de la época pastoril. El doctor
recordaba la miseria de los peones de las minas, que les hacía huir de las
fuentes de la montaña, porque sus aguas abren el apetito y facilitan la
digestión. Preferían el líquido rojo é impuro de los lavaderos porque,
ensuciando su estómago, hacía menos frecuente el hambre.
Avanzaba él tren hacia Bilbao, deteniéndose en las estaciones de la orilla
izquierda, Luchana, Zorroza y Olaveaga, pueblos que prolongaban su
caserío hasta la ribera opuesta. Por el centro de la ría pasaban pequeños
remolcadores tirando de un rosario de gabarras, balandros de cabotaje de
las matrículas de la costa, navegando lentamente por miedo á las revueltas;
vapores que rompían las aguas con imperceptible movimiento hasta
pegarse al descargadero. Y flotando por encima del bosque de chimeneas
de ladrillo y de hierro, el eterno dosel de la moderna Bilbao, los velos en
que se envuelve como si quisiera ocultar púdicamente su grandeza, los
humos multicolores de sus fábricas, negros, de espesos vellones, como
rebaños de la noche; blancos, ligeramente dorados por la luz del sol; azules
y tenues como la respiración de un hogar campesino; amarillos rabiosos
con un chisporroteo de escorias minerales. La blanca vedija, signo de
actividad, repetíase por todo el paisaje, como una nota característica del
panorama bilbaíno, avanzando por las quebraduras de la montaña donde
están las vías férreas del mineral, resbalando por las dos orillas de la ría tras
las chimeneas de los trenes de Portugalete y Las Arenas, ondeando sobre el
casco de los remolcadores y de las máquinas giratorias de sus grúas.
Aresti admiraba toda esta actividad como si le sorprendiera por primera
vez.
—Bilbao es grande—se decía con cierto orgullo.—Hay que confesar que
esta gente ha hecho mucho, ¡Lástima que valga tan poco cuando la sacan
de sus negocios!...
Pasaban ante el tren los diques, con sus grandes vapores en seco, al aire
la roja panza, que una cuadrilla de obreros rascaba y pintaba de nuevo.
Quedaba atrás, confundiéndose con otras montañas, el famoso pico de
Banderas, con su castillete abandonado que recordaba la heroica Noche
Buena de Espartero, el combate de Luchana, milagro de la leyenda dorada
del liberalismo, que aún vivía en todas las memorias agrandado por las
fantásticas proporciones que da la tradición. Después aparecía entre los
montes de la ribera izquierda, con una insolencia monumental que irritaba
al doctor, la Universidad de Deusto, la obra del jesuitismo, señor de la villa.
Eran tres enormes cuerpos de edificio con frontones triangulares, y á sus
espaldas un parque grandioso, extendiendo su arboleda montaña arriba,
hasta la cumbre coronada por una granja vaquería. En mitad del parque,
sobre una eminencia del terreno, habían levantado los jesuítas una imagen
de San José, con un arco de focos eléctricos. Mientras dormían los buenos
padres, el semicírculo luminoso recordaba á los pueblos de la ría y á la
misma Bilbao que allí estaba la orden poderosa y dominadora, pronta
siempre á ponerse de pie, no queriendo abdicar ni ocultarse ni aun en la
obscuridad de la noche. El doctor hallaba natural que fuese San José el
escogido para esta glorificación; el santo resignado y sin voluntad, con la
pureza gris de la impotencia, hermoso molde escogido por aquellos
educadores para formar la sociedad del porvenir.
Adivinábase la proximidad de la villa. A un lado surgían entre los
campos los altos edificios del ensanche, los grupos aislados de casas que
eran como las avanzadas de una población desbordada y en continuo
avance. Al otro se cubrían las orillas de la ría de almacenes, tinglados y
grúas, elevándose el carbón en montañas, sin dejar un espacio de muelle
libre. Las embarcaciones tocábanse unas á otras amarradas á las enormes
anillas de los malecones, en cuyas piedras una faja húmeda y fangosa
marcaba las subidas y descensos de las mareas. Veíase el incesante ir y
venir de las cargueras, míseras mujeres de ropas sucias y cara negra,
pasando y repasando como filas de hormigas por los tablones que servían
de puente entre los buques y el muelle. Unas llevaban sobre la cabeza la
cesta llena de carbón; otras descargaban los fardos del bacalao, apilando en
gigantescas masas el alimento del pobre que había de ser consumido en el
interior de la península.
Detúvose el tren después de atravesar un túnel, y el doctor, subiendo una
larga escalera, se vió en el sitio más céntrico de la villa, junto al puente del
Arenal, donde parecía condensarse todo el movimiento de la población. En
aquel pedazo de ribera, robando á las aguas parte de su curso y hasta
aprovechándose del subsuelo, la iniciativa industrial había escalonado tres
grandes estaciones de ferrocarril: la de Portugalete, la de Santander y la de
Madrid. A un lado estaba la Bilbao nueva, el ensanche, el antiguo territorio
de la República de Abando, con sus calles rectas, de gran anchura y joven
arbolado, sus casas de siete pisos, y sus plazas de geométrica rigidez. Al
otro lado del puente, la Bilbao tradicional; la Bilbao de los chimbos, de los
hijos del país que habían conocido la llegada de gentes del interior, atraídas
por la prosperidad de las minas, y que formaban ahora más de la mitad del
vecindario. Allí estaban las famosas Siete Calles, núcleo de la antigua villa,
las iglesias viejas, el comercio rancio y las fortunas modestas y
morigeradas de los tiempos primitivos. En el ensanche, erguía sus torres de
un gótico ridículo la iglesia de los jesuítas, con su residencia anexa; y en
torno de ella se alineaban con rigidez geométrica, los hoteles y caserones
de los nuevos capitalistas, enriquecidos fabulosamente por las minas de la
noche á la mañana.
Aresti pasó el puente, siempre tembloroso bajo el paso de los tranvías y
las carretas, y entró en el Arenal. A un lado, el teatro Arriaga reflejaba en
las aguas del Nervión su arquitectura pretenciosa cargada de cariátides y
estatuas; al otro, extendía el paseo sus filas de plátanos, por entre cuyas
copas asomaban los mástiles y chimeneas de los buques atracados á la
orilla. Piaban los pájaros, saltando sobre la arena de las avenidas, pero sus
gritos perdíanse entre el bramido de las locomotoras, el silbido de los
tranvías y el mugido de algún vapor que entraba lentamente ría arriba.
Aresti dió un vistazo á la acera llamada el boulevard, ocupada siempre
por los curiosos estacionados ante los cafés. Frente al Suizo, se colocaban
los bolsistas, accionando en grupos, lamentándose de la decadencia de los
negocios. Los pilluelos pregonaban á gritos los diarios recién llegados de
Madrid. Pasaban solas las mujeres por el centro del arroyo, el devocionario
en la mano, la mantilla caída sobre los ojos y la falda agarrada y bien
ceñida, de modo que al andar se marcasen los tesoros dorsales, su esbeltez
maciza de hembras fuertes y, bien proporcionadas. Aresti fijábase en la
separación del hombre y la mujer que se notaba en las calles. Bilbao no
cambiaba: cada sexo por su sitio. El hombre á los negocios y la mujer sola
á la iglesia ó á hacer visitas, como única diversión. Pasó una pareja cogida
del brazo.
—Serán forasteros—se dijo el doctor.—Tal vez algún empleado de los
que envía el gobierno. Maketos, como dicen mis paisanos.
Eran ya las once, y Aresti, pasando ante la iglesia de San Nicolás, fué en
busca de su primo. El poderoso Sánchez Morueta vivía en su hotel de Las
Arenas, evitándose así el molesto asedio que parásitos y protegidos le
hacían sufrir en Bilbao. Además, habituado á las costumbres inglesas,
gustaba de residir en el campo: pero las exigencias de sus múltiples
negocios le hacían venir casi todos los días al escritorio que tenía en la
villa, para firmar y dirigir. Llegaba por las mañanas, á todo correr de sus
briosos caballos y se arrojaba del coche, metiéndose en el escritorio como
si huyera. Aun así, tenía que separar muchas veces con sus fuertes puños á
los que le esperaban en la puerta, para proponerle negocios disparatados ó
pedirle dinero. Una vez en su despacho, era difícil abordarle al través de los
escribientes y criados que guardaban la escalera. A la salida, Sánchez
Morueta sólo osaba poner el pie en la calle cuando tenía su carruaje cerca y
podía escapar, ante la mirada atónita de los solicitantes que esperaban horas
y más horas. Los despechados, la turba pedigüeña que en vano le asediaba
y bloqueaba, llamábanle «El solitario de Las Arenas», «El ogro de la
Sendeja», que era donde tenía su escritorio, y hasta afirmaban, faltando á la
verdad, que su carruaje sólo tenía un asiento, para evitarse de este modo
toda compañía. Transcurrían meses enteros sin que penetrasen en su
despacho otras personas que algún corredor de confianza ó los principales
empleados del escritorio, que recibían sus órdenes. Con los otros
capitalistas de la población—muchos de ellos compañeros de la juventud,
que habían marchado juntos con él en la primera etapa por el camino de la
fortuna—se comunicaba telefónicamente tuteándose, pero en estilo conciso
y seco, como si la riqueza hubiese secado los antiguos afectos.
Aresti siguió su marcha á lo largo del muelle, mirando los remolinos del
agua enrojecida por los residuos de las minas. Se detuvo un momento para
examinar dos barcos de cabotaje, dos cachemerines de la costa, con los
títulos en vascuence pintados en la popa, y la cubierta obstruida por
extraños cargamentos, en los que se confundían los fardos de bacalao con
mesas y sillerías embaladas. Ofrecían igual aspecto que los carromatos de
los ordinarios de los pueblos, cargados de los más diversos objetos. En uno
de los buques, la tripulación se agrupaba á proa en torno del hornillo donde
hervía el caldero del rancho. Los barcos estaban tan hundidos á causa de la
marea baja, que el doctor, desde la riba, veía el fondo de sus escotillas.
Aquellos hombres, que pasaban por bajo de él, tostados, enjutos,
habituados á la lucha mortal con el mar cántabro, le hacían recordar á su
padre, entrevisto en los primeros años de su vida y del que apenas quedaba
en su memoria una sombra vaga.
El doctor, separándose del muelle, pasó á la acera de la Sendeja. El
escritorio de su primo estaba en un caserón antiguo y señorial, todo de
piedra obscura, con balcones de hierro retorcido y pomos dorados, y un
gran escudo de armas que ocupaba gran parte de la pared entre el primero y
segundo piso. Era propiedad de una vieja devota que, por legar toda su
fortuna á la Iglesia, se negaba á vender el edificio á Sánchez Morueta,
dándose la satisfacción de tener por inquilino á uno de los primeros ricos de
Bilbao.
Aresti no osó subir directamente al despacho de su primo, temiendo la
resistencia de algún portero nuevo, y las idas y venidas y consultas de los
empleados, antes de reconocerle y dejarle paso franco. Prefirió entrar en el
entresuelo donde estaba el despacho de los buques de la casa, bajo la
dirección de un antiguo amigo de la familia, el capitán Matías Iriondo.
Aquella oficina era lo único accesible del edificio, donde se podía entrar á
la buena de Dios, sin miedo á esperar ni á porteros inflexibles.
—¿Está el Capi?...—preguntó Aresti á los escribientes que trabajaban
tras un atajadizo de cristales.
—¡Pasa, Planeta, pasa!—gritó alguien tras una puerta del fondo del
corredor.
Y Aresti entró, al mismo tiempo que el capitán, el Capi como le llamaba
Aresti, abandonaba su escritorio avanzando hacia él con los brazos
abiertos.
—Te he conocido con sólo oírte, Luisillo—dijo Iriondo con su voz
bronca y discordante de hombre enronquecido por la continua humedad y
obligado á hacerse oír entre los mugidos del viento y de las olas.—
¡Ay, Planeta!... Te encuentro algo aviejado.
Y había que oír la expresión cariñosa que daba el marino al mote
de Planeta aplicado al doctor. Para él, en su habla bilbaína, los hombres se
dividían en tres clases. Los que trabajaban seriamente en cosas de utilidad y
no tenían mote alguno. Los vagos y viciosos, que no sirven de nada, á los
que llamaba arlotes. Y luego venían los planetas, gente simpática y buena,
pero sin seriedad ni sentido práctico; los calaveras; los que tienen talento,
pero maldito en lo que lo emplean; los artistas que hacen cosas muy bonitas
que no sirven para nada; los que desprecian el dinero llegando á la vejez sin
salir de pobres. ¿Y qué mayor planeta que aquel médico que, pudiendo
hacerse de oro en Bilbao, prefería vivir entre los brutos de las minas?
—¡Ah, Planeta!—decía sin soltar á Luis de entre sus brazos.—Lo menos
hace medio año que no te veo. Y siempre tan loco, ¿verdad? Siempre
coleccionando libros y aprendiendo cosas sin sacar de ellas provecho.
¡Apuesto cualquier cosa á que aún no has reunido mil duros!...
Y reía, con lástima cariñosa, de su querido Planeta, al que consideraba
en eterna infancia, como un niño revoltoso que había que dejar en libertad.
Aresti le examinaba con no menos cariño.
—Capi, pues tú tampoco estás muy joven que digamos. Te probaba más
el mar.
—Tienes razón—dijo Iriondo con melancolía.—¡Si al menos pudiese ir
todos los días al monte con la escopeta, á cazar chimbos!... Pero hay que
despachar cinco ó seis barcos por semana. Tu primo quiere tragarse el
mundo y todos trabajamos como negros... Además, nos hacemos viejos,
Luisillo. Tú olvidas que tengo la edad de Pepe, y que ya era yo piloto,
cuando tú aún jugabas en Olaveaga en la huerta de tu tío.
Aresti admiraba el vigor del capitán. Estaba en los cincuenta años. Era
bajo de estatura, musculoso y fuerte, con cierta tendencia á ensancharse,
como si fuera á cuadrársele el cuerpo. Su cara se había recocido, como él
decía, en casi todos los puntos de la línea ecuatorial: estaba curtida, con un
color bronceado, semejante al de su barba, en la que sólo apuntaban
algunas canas. Tenía las córneas de los ojos con manchas de color de
tabaco, y sus pupilas, que siempre miraban de frente, brillaban con una
expresión de bondad. Conocía todas las picardías del mundo: había pasado
en su juventud por todos los desórdenes de las gentes de mar, que después
de meses enteros de aislamiento y privación sobre las olas, bajan á tierra
como lobos. Había brindado con todas las bebidas del mundo, incluso con
las fermentaciones diabólicas de los negros; se había rozado con hembras
de todos los colores, pardas, bronceadas, verdes y rojas, y, sin embargo,
después de una vida de aventuras, notábase en él la honrada simplicidad de
esos marinos, ascetas de los horizontes inmensos que, al abordar los
puertos cosmopolitas, sienten el contacto de todas las podredumbres, sin
llegar á contaminarse con ellas, sacudiéndolas apenas vuelven al desierto
del océano.
El doctor recordaba los principales detalles de su vida, que muchas veces
había contado el Capi de sobremesa en casa de Sánchez Morueta, con su
sencillez de hombre franco y comedido al mismo tiempo, sin parar atención
en el entrecejo de la señora que temía á cada instante extralimitaciones en
el relato. No había mar en el globo en el cual no hubiese navegado alguna
vez, ni clase de buque que no conociera, desde el cachemerin al
trasatlántico. De joven había hecho el cabotaje entre el archipiélago de
Luzón y las Molucas. El sultán de allá era gran amigote suyo, y le invitaba,
como muestra de afecto, a que escogiese entre sus sesenta mujeres
amarillas y hocicudas. ¿Para qué? Con un tabaco de Manila podía
llevárselas él a todas sin permiso de sultanillo. Había trasladado
cargamentos de chinos de Hong-Kong a San Francisco de California;
montañas de trigo de Odessa a Barcelona; recordaba viajes a Australia, a la
vela, por el cabo de Buena Esperanza; hacía memoria, con sonrisa
pudorosa, de sus juergas de la Habana, en plena juventud, con ciertos
marinos rumbosos como nababs y valientes y crueles lo mismo que los
aventureros de otros siglos, los cuales, al bajar a tierra, gastaban en unas
cuantas noches la ganancia de sus viajes desde las costas de África con la
bodega abarrotada de negros. Al hablar, sentía la nostalgia del azul
negruzco e intenso del Océano, del verde luminoso y diáfano del mar de las
Antillas, de la larga ondulación del Pacífico y las aguas plomizas y
brumosas de los mares del Norte. El Mediterráneo le inspiraba desprecio,
con sus puertos como Alejandría y Nápoles, verdaderos pudrideros de todo
el detritus de Europa. «Desde Gibraltar a Suez—decía—, ladrones a la
derecha y a la izquierda. Antes robaban en el mar, y ahora esperan en los
puertos.»
Su amistad con Sánchez Morueta, que databa de la infancia, le había
proporcionado un retiro en tierra. Era el inspector de los numerosos barcos
de la casa; y además, no cargaba un buque extranjero minerales de su
principal que no lo despachase él, acumulando así una pequeña fortuna que
le envidiaban sus antiguos compañeros de navegación. Era bilbaíno á la
antigua en todas sus aficiones. Su mayor placer era salir el domingo con la
escopeta al hombro á cazar chimbos en los montes, pajarillos de varias
clases, que habían proporcionado un mote á los hijos de la villa. El mayor
de los regalos era subirse, en las tardes que no tenía trabajo, á
algún chacolín del camino de Begoña á saborear el bacalao á la vizcaína,
rociándolo con el vinillo agrio del país. Sus amigos chacolineros pasaban
por el despacho para noticiarle misteriosamente cuándo se abría pipa
nueva.
—Capitán, esta tarde, donde Echevarri, dan espiche á un chacolín de dos
años.
Y el capitán abandonaba su despacho que, por lo desarreglado y pobre,
parecía un cuarto de marinería, sin más adornos que una mesa vieja,
algunas sillas, un botijo en un rincón y algunas fotografías de buques en las
paredes. Parecía imposible que allí se hablase de negocios que importaban
millones. Un barómetro enorme, dorado y con vistosos adornos, regalo de
Sánchez Morueta, era el único objeto notable y el que más estimaba el
capitán, pues, por sus hábitos de hombre de mar, siempre se estaba
preocupando del tiempo.
—Tenía muchas ganas de verte—dijo Iriondo, ocupando de nuevo su
sitio ante la mesa.—¡Las veces que he pensado en ir á pasar un día en las
minas! Allí hay caza ahora, ¿verdad? Sólo que la gente acomodada parece
que no se dedica á otra cosa. ¡Ay, Planeta! Y cómo va á alegrarse Pepe
cuando te vea. Yo hace cuatro días que no le he hablado. Ya sabes su
genio: viene, se va, y, cuando quiere algo, me lo dice desde arriba por ese
tubo que tienes al lado. Es muy bueno Pepe, pero con él, cuanto menos se
habla, mejor. Su debilidad eres tú... tú y Fernandito, ese ingenierete tan
simpático que tiene en los altos hornos. ¡Las veces que Pepe te recuerda!
Un día, hablando de tí y de tus planetadas, le oí decir. «Ese chico, ese
chico debía estar á mi lado».
—Oye Capi; ¿y cómo anda mi prima, la santa doña Cristina? ¿ha metido
ya alguna comunidad de frailes en el hotel de Las Arenas?
El capitán cesó de sonreír y por sus ojos cándidos pasó una sombra de
inquietud. No podía disimular su turbación.
—No sé... la veo poco. Debe estar como siempre...
Y añadió con repentina resolución:
—Mira, Luisillo: cada uno que proceda como mejor le parezca. Yo á mis
barcos, y fuera de ellos nada me importa.
Tras esto, quedaron los dos en silencio, como si el recuerdo de la esposa
de Sánchez Morueta hubiera hecho pasar entre ellos algo que helaba las
palabras y cohibía el pensamiento. Aresti se levantó para subir al despacho
de su primo.
—Por la escalera no—dijo el capitán.—Sube por ahí: es la escalerilla
interior y llegarás más pronto. Hasta luego: yo también soy de la
cuchipanda. Me ha invitado Pepe y nos llevará en su carruaje.... Si estás
falto de apetito, tienes tiempo para hacer coraje. Lo menos hasta las dos no
comeremos.
El doctor subió por una escalerilla de madera con cubierta de cristales,
que á través de un patio interior ponía en comunicación el entresuelo con el
despacho del jefe. Arriba, las oficinas estaban instaladas con mayor lujo:
las paredes eran de un blanco charolado; brillaban las mesas y taquillas de
madera rojiza, así como los lomos de cobre de los grandes libros de
cuentas. Los verdes hilos de la luz y de los timbres corrían por las cornisas
de una á otra pieza, y sobre las chimeneas funcionaban relojes eléctricos.
Los planos de las minas, las vistas de las fábricas de la casa, adornaban las
paredes.
Aresti, después de una corta espera, fué introducido en aquel despacho,
del que se hablaba en Bilbao como de un laboratorio misterioso, donde
Sánchez Morueta fabricaba raudales de oro con sólo concentrar su
pensamiento.
—¿Cómo estás, Luis?...
Lo primero que vió el doctor fué una mano tendida hacia él, una mano
firme, velluda y, sin embargo, hermosa; una mano fuerte de héroe
prehistórico, que hubiese parecido proporcionada perteneciendo á un
cuerpo mucho mayor. Y eso que el primo de Aresti era tan alto, que casi le
sobrepasaba toda la cabeza; una cabeza, que conocía la villa entera,
virilmente rapada, de ancha frente, y ojos serenos que derramaban hacia
abajo una luz fría. Una hermosa barba patriarcal que le tapaba las solapas
del traje parecía suavizar los salientes enérgicos de los pómulos y las
fuertes articulaciones de su mandíbula robusta y prominente como la de los
animales de presa. Tenía cana la barba, gris el pelo y, sin embargo, parecía
envolverle un nimbo de juventud, de fuerza serena, de energía reposada y
tenaz, que se comunicaba á cuantos le rodeaban. Era hermoso como los
hombres primitivos que luchaban con la naturaleza hostil, con las fieras,
con los semejantes, sin más auxilio que las energías del músculo y del
pensamiento, y acababan por posesionarse del mundo. Aresti, recordando
los dos Alcides que con la porra en la mano, y al aire la soberbia
musculatura dan guardia á los blasones de armas de la provincia, decía
hablando de él: «Mi primo se ha escapado del escudo de Vizcaya».
Era sobrio en palabras, como todos los hombres que tienen el
pensamiento y la acción en continuo uso.
Conservó un instante la mano del doctor perdida en la suya, estrujándola
con sólo un ligero movimiento, y pasada esta efusión extraordinaria en él,
volvióse hacia su secretario, que permanecía de pie junto á la mesa
manejando papeles y hojas telegráficas.
—Siéntate, Luis—dijo como si le diese una orden—acabo en seguida.
Y le volvió la espalda, olvidándolo, mientras el secretario sonreía
servilmente al primo de su principal y le saludaba con varias reverencias.
Aresti conocía de muchos años á aquel hombrecillo que había comenzado
de escribiente en la casa y era ahora el empleado de confianza de Sánchez
Morueta. El capitán le llamaba «el perro de doña Cristina» por la
protección que le dispensaba la señora y la adhesión absoluta con que él le
correspondía. Aresti despreciábale por las sonrisas con que saludaba su
parentesco con el amo.
Mientras el millonario leía los papeles, cambiando de vez en cuando
alguna palabra con su secretario, el médico, hundido en un sillón, dejaba
vagar su mirada por el despacho. Sufrían una decepción al entrar allí, los
que hablaban con asombro del retiro misterioso del omnipotente Sánchez
Morueta. La habitación era sencilla: dos grandes balcones sobre la Sendeja,
con obscuros cortinajes; las paredes cubiertas de un papel imitación de
madera; una mullida alfombra y la gran mesa de escritorio con una docena
de sillones de cuero, anchos y profundos como si en ellos se hubiera de
dormir. En un rincón, una caja de hierro; en otro una antigua arca
vascongada con primitivos arabescos de talla, recuerdo arqueológico del
país, y en las paredes, modelos en relieve de los principales vapores de la
casa y una enorme fotografía del «Goizeko izarra» (Estrella de la mañana),
el yate de tres mástiles y doble chimenea, que permanecía amarrado todo el
año en la bahía de Axpe, como si Sánchez Morueta hubiese perdido su
afición á los viajes. Sobre la chimenea se alineaban en escala de tamaños,
fragmentos pulidos de rieles y piezas de fundición, muestras flamantes del
acero fabricado en los altos hornos de la casa. Un pequeño estante contenía
libros ingleses, anuarios comerciales, catálogos de navegación, memorias
sobre minería y metalurgia. El único libro que estaba entre los papeles de la
mesa de trabajo, dorado y con broches, cual un devocionario elegante, era
el Yacht Register de más reciente publicación, como si el millonario
encadenado por sus negocios, se consolase siguiendo con el pensamiento á
los potentados de la tierra que más dichosos que él, podían vagar por los
mares. El despacho tenía el mismo aspecto de sobriedad y robustez de su
dueño. Todas las maderas eran de un rojo obscuro, con ese brillo sólido y
discreto que sólo se encuentra en las cámaras de los grandes buques. Aresti
resumía la impresión en pocas palabras; «Allí todo olía á inglés.... Hasta el
traje del amo».
Al concentrar la atención en su primo, volvía á admirar sus manos;
aquellas manos únicas, que parecían dotadas de vida y pensamiento aparte;
que iban instintivamente, entre el montón de papeles, en línea recta y sin
vacilación hacia aquello que deseaba la voluntad. Eran como animales
independientes puestos al servicio del cuerpo, pero con fuerza propia para
vivir por sí solas. Aresti las admiraba con cierto respeto supersticioso.
Donde ellas estuvieran, el dinero y el poder se entregarían vencidos,
anonadados. Nada podía resistir á aquellas hermosas garras de bestia
luchadora é inteligente. El movimiento de la sangre en sus venas de grueso
relieve, parecía el latido de un pensamiento oculto.
Las poderosas zarpas acabaron por amontonar con sólo un movimiento
todos los papeles, dando la tarea por terminada, y los ojos grises del grande
hombre indicaron al secretario con fría mirada que podía retirarse á la
habitación inmediata donde tenía su despacho: una pieza con grandes
estantes cargados de carpetas verdes y algunos ejemplares raros de mineral
bajo campanas de vidrio.
—Don José, un momento,—dijo el hombrecillo;—me permito recordar á
usted el encargo de doña Cristina, ya que está aquí el señor doctor.
Y como Sánchez Morueta pareciera no acordarse, el secretario se inclinó
hacia él, murmurando algunas palabras.
El millonario dudó algunos momentos mirando á su primo.
—Es un favor que te pide Cristina—dijo con alguna vacilación.—Al
saber que venías hoy, me encargó que subieses un momento á Begoña para
ver á don Tomás, ese cura viejo que algunas veces nos visita.
Y como creyese ver en la cara del doctor un gesto de disgusto, se
apresuró á añadir.
—Anda, Luis; hazme ese favor. Piensa que son mis días y que hay que
tener contentas á las señoras. Mi mujer y mi hija se alegrarán mucho. Es
una visita corta: el pobre, según parece, está desahuciado de todos. ¿Qué te
cuesta darlas gusto?...
En su mirada y su acento había tal tono de súplica, que Aresti aceptó
mudamente, adivinando que con ello aliviaba de un gran peso á su
poderoso primo. Aquel hombre envidiado por todos, el «hijo favorito de la
fortuna», como él lo llamaba, tenía sus disgustos dentro del hogar.
—Goicochea te acompañará—dijo señalando á su secretario.—Toma
abajo mi carruaje, y, mientras vuelves, terminaré mi tarea. Hasta luego,
Luis.
Y cogiendo una pluma, comenzó á escribir, como si una repentina
preocupación le hiciese olvidar por completo á su pariente.
Aresti, llevando al lado á Goicochea en el mullido carruaje del
millonario, pasó por varias calles de la Bilbao tradicional, admirando sus
tiendas antiguas, adornadas lo mismo que en los tiempos de su niñez. Era
igual el olor de zapatos nuevos y telas multicolores fuertemente teñidas. El
carruaje comenzó á ascender penosamente por la áspera cuesta de Begoña.
Terminaba el desfile de casas. Ensanchábase el horizonte, extendiéndose
entre las montañas los campos verdes, y los robledales de tono bronceado,
interrumpidos á trechos por las blancas manchas de las caserías. El sol
asomaba por primera vez en la mañana al través de un desgarrón de las
nubes, y el humo que se extendía sobre la villa tomaba una transparencia
luminosa, como si fuese oro gaseoso. Al borde del camino levantábanse
casas aisladas, ostentando en su puerta el tradicional branque, el ramo
verde que indica la buena bebida del país. Eran los famosos chacolines con
sus rótulos: «Se venden voladores», para que el estruendo fuese completo
en días de romería.
Goicochea, que no era hombre silencioso y creía faltar al respeto al
primo de su principal permaneciendo callado, hablaba de aquellos lugares
con cierto entusiasmo.
—Me gusta pasar por aquí, señor doctor, porque recuerdo mi juventud...
los famosos días del sitio. Usted sería muy niño entonces, y ya no se
acordará.
Animado por la mirada interrogante del doctor, siguió hablando:
—¿Ve usted dónde hemos dejado la cárcel? Pues poco más ó menos ahí
estaba la línea entre sitiados y sitiadores. Nos fusilábamos de cerca,
viéndonos las caras, y por las noches charlaban amigablemente los
centinelas de una y otra parte: cambiaban cigarros y se ofrecían lumbre...
para matarse si era preciso al amanecer.
—Usted sería de los auxiliares, como mi primo Pepe,—dijo Aresti;—de
los que defendían la villa.
Goicochea dió un respingo en su asiento, pero en seguida recobró su
aspecto plácido y contestó con humilde sonrisa:
—¡Quia, no señor! Yo estaba con los otros: era sargento en un tercio
vizcaíno y llevaba la contabilidad... Cosas de muchachos, don Luis:
calaveradas. Entonces tenía uno la cabeza ligera y aún no habían llegado
los ocho hijos que ahora me devoran.
Y como si tuviera interés en que el doctor conociese exactamente sus
creencias, siguió hablando:
—Por supuesto, que ahora me río de aquellas locuras. ¡Y pensar que en
Somorrostro casi me entierran por culpa de una bala perdida!... Ahora ya
no soy carlista, y como yo, la mayoría de los que entonces expusimos la
pelleja.
—¿Pues qué son ustedes?...
—¿Qué hemos de ser, don Luis? ¿No lo sabe usted?... Nacionalistas;
bizkaitarras; partidarios de que el Señorío de Vizcaya vuelva á ser lo que
fué, con sus fueros benditos y mucha religión, pero mucha. ¿Quiénes han
traído á este país la mala peste de la libertad y todas sus impiedades? La
gente del otro lado del Ebro, los maketos: y don Carlos no es más que
un maketo, tan liberal como los que hoy reinan, y además tiene los
escándalos de su vida impropia de un católico.... Lo que yo digo, don Luis.
Quédese la Maketania con su gente sin religión y sin virtud y deje libre á la
honrada y noble Bizkaya.... con B alta ¿eh? con B alta, y con K, pues la
gente de España para robarnos en todo, hasta mete mano en nuestro nombre
escribiéndolo de distinta manera.
Y con el índice trazaba en el espacio grandes bes para que constase una
vez más su protesta ortográfica.
El carruaje rodaba por los altos de Begoña. Dormía el camino en medio
de una paz monacal. A un lado y á otro alzábanse grandes edificios de
reciente construcción. Eran conventos ocupados por frailes de órdenes
antiguas y religiosas de modernas fundaciones. La piedad de las señoras
ricas de la villa había levantado aquellos palacios. Allí iba á parar una parte
no pequeña de las ganancias de las minas. La limosna cuantiosa, y los
legados testamentarios cubrían de conventos ó iglesias aquella parte del
monte Artagán. El silencio monacal, que parecía extenderse por el paisaje,
contrastaba con el zumbido de vida que exhalaba abajo la población,
dominada á aquella hora por la fiebre de los negocios. De vez en cuando
sonaba perezosamente una campana en las torrecillas de ladrillo rojo,
llamando á gentes invisibles: se entreabría un portón con agudo chirrido,
dejando ver una cofia monjil, blanca y almidonada y un rincón de huerto
frondoso. Aresti, influenciado por este ambiente, pensaba en los místicos
retiros de la Flandes católica, en sus conventos modernos de escrupulosa
limpieza y sus beguinas cubiertas por tocas nítidas, de movibles alas, como
mariposas de nieve.
Goicochea seguía hablando. Ahora relataba al doctor la enfermedad de
don Tomás, el cura que iban á visitar; «un santo varón» que en otros
tiempos confesaba á la de Sánchez Morueta y que pronto moriría como un
justo si la Virgen no le salvaba con un milagro. El carruaje paró ante la
iglesia de la imagen famosa, atravesando la Plaza de la República; la
República de Begoña, que aún conservaba esta denominación de los
tiempos forales.
Aresti, guiado por su acompañante, entró en la casa del cura para ver á
éste, inmóvil en un sillón, desalentado y tembloroso ante la proximidad de
la muerte. Al reconocer al doctor, con el que había disputado más de una
vez en casa de Sánchez Morueta, el viejo mostró en sus gestos cierta
esperanza. ¡A ver si podía salvarlo con aquella ciencia que había ensalzado
tantas veces al discutir con él! No podía dormir, no podía acostarse; se
ahogaba. Aresti conoció á primera vista la gravedad de su dolencia. Tenía
enfermo el corazón, el órgano rebelde á todo reparo. Por más que intentó
animar al enfermo con palabras alegres, el viejo, con su astucia aguzada
por el miedo, adivinó la ineficacia del remedio, entre aquellos planes de
curación que Aresti le proponía por decir algo.
—¡Lo mismo que los otros!—gimió.—¡Ay Virgen de Begoña!... ¡Virgen
de Begoñaaa!
El acento desesperado con que llamaba á la Virgen, revelaba el egoísmo
de la vida, agarrándose á la última esperanza, implorando un milagro, con
la ilusión de que, en favor suyo, se rompiesen y transtornasen todas las
leyes de la existencia.
Al verse de nuevo en la plaza, Goicochea miró al templo y se descubrió
como si le pesara volver á la villa sin saludar á la imagen.
—Podíamos entrar un momento, ¿no le parece, don Luis? Nos queda
tiempo de sobra. ¿Usted, indudablemente, no habrá visto á la Virgen desde
que le coronaron como Señora de Vizcaya? Pues está muy bonita.
Entremos y yo pediré un poco por el desgraciado don Tomás.
Aresti se dejó conducir. No había estado allí desde que era niño, y le
interesaba ver las grandes reformas que la devoción de los ricos de abajo
había realizado en aquel edificio, convertido en fortaleza durante las
guerras y al que afluían ahora todos los sentimientos del país hostiles á la
nacionalidad española y á sus progresos.
Pasaron bajo unas arcadas adosadas al templo; el paseo cubierto de todas
las iglesias vascas, donde en otros tiempos se reunía el vecindario,
amparado de la lluvia, para tratar los asuntos públicos después de la misa.
Por algo, la mayoría de los pueblos vizcaínos tomaron el título de
anteiglesias, en época de fueros.
Entraron por una puerta lateral, y mientras Goicochea marchaba hacia el
altar mayor, dejándose caer de rodillas ante la Virgen con devoción
compungida, Aresti paseó por el templo, examinándolo. Los reclinatorios,
los bancos y los altares, llamaron inmediatamente su atención. Eran piezas
de esa ebanistería parisién del barrio de San Sulpicio, puesta al servicio de
los fieles, que arregla oratorios para las señoras elegantes con el mismo
refinamiento con que sus compañeros de oficio adornan un dormitorio ó
un budoir. El gusto artístico del jesuitismo contrastaba con la arquitectura
del templo, de un gótico sobrio, con grandes sillares sin adorno alguno. De
las pilastras pendían, como banderas de victoria, los estandartes de las
diversas peregrinaciones, y cubrían las paredes lápidas conmemorativas en
vascuence y algunos cuadros horribles, inmortalizando la coronación de la
Virgen.
Al médico le interesaban más los votos que se extendían por la pared, á
la altura de sus ojos, cuadritos de una pintura cándida y grosera,
representando olas alborotadas, barcos próximos á zozobrar con los palos
rotos, y descendiendo de entre los nubarrones sobre el casco desmantelado,
un rayo semejante á una lombriz roja. Provocaban la risa como obras de
arte, pero Aresti los miraba con respeto, viendo en ellos el recuerdo de un
drama vivido por muchos centenares de hombres. Eran votos de la gente de
mar, muestras de agradecimiento de tripulaciones vizcaínas, por haberlas
salvado la imagen de Begoña de espantosas tempestades. Los cuadros más
antiguos y borrosos representaban bergantines y fragatas con las velas
rotas, encabritándose sobre las olas, flotando entre estas algún mástil roto:
los más modernos eran vapores espantosamente ladeados por el empuje del
mar, con la cubierta barrida por el agua. Y Aresti pensaba en la pobreza
humana que resurge siempre ante las catástrofes ciegas de la naturaleza; en
la fe que siente el hombre por lo maravilloso apenas ve en peligro su
existencia.
Goicochea había cesado de rezar y, acercándose al doctor, hablábale al
oído con la satisfacción del que muestra las bellezas de su propia casa.
—Mírela usted—decía señalando á la imagen.—¡Qué hermosa es! ¡Y
qué bien le sienta la corona!...
Aresti miraba la imagen, el «fetiche bizkaitarra», como decía él en sus
cenas con los amigos de Gallarta, y la encontraba grotescamente fea, como
todas las imágenes españolas que son famosas y hacen milagros. La
cabecita de bebé parecía abrumada por una alta corona, inflada como un
globo; hasta sus pies descendía, como un miriñaque, el manto cubierto de
toda clase de piedras preciosas. Los diamantes, perlas y esmeraldas
arrojadas á manos llenas por la devoción, como si el brillo pudiese
aumentar la hermosura de la imagen, esparcíanse también sobre el
pequeñuelo que la Virgen mostraba entre sus manos.
—Cuántas joyas ¿eh?—murmuraba con entusiasmo Goicochea.—Esto
sólo se ve en este país. Aquí hay religión y riqueza.
El doctor pensaba involuntariamente en el sucio y doliente rebaño de las
minas, calculando en cuánto habría contribuido su miseria á aquellos
regalos inútiles, colocados por la fe y la ostentación de unos pocos, sobre
un madero tallado.
—¡Si usted hubiese visto el acto de la coronación!—continuó la voz de
Goicochea con sordina.—Aún me estremezco de entusiasmo recordándolo.
Fué cosa de llorar. Catorce obispos asistieron y hubo quince días de
peregrinación de Bilbao y los pueblos. Vizcaya entera pasó por aquí:
peregrinación de señoras, peregrinación de criadas de servir, peregrinación
de obreros; las anteiglesias en masa con sus párrocos al frente, y sermones
al aire libre de religiosos de todas las órdenes, y de padres jesuítas: pero
sermones buenos de veras, en vascuence: diciendo lo que significaba la
coronación de la Virgen como Señora de Vizcaya. Fíjese usted
bien.... ¡Señora! Vizcaya sólo ha tenido Señores. Hasta Dios es para
nosotros Jaungoicoa ó sea «Señor de arriba.» Eso de reyes y reinas es cosa
de los maketos. Desde el día de la coronación de la Señora, que moralmente
hemos arreglado nuestras cuentas con los que viven del Ebro para allá,
separándonos para siempre. La cosa fué conmovedora: como organizada
por los principales del partido.... Pero vámonos, que aquí molestamos
hablando.
Goicochea salió del templo huyendo de las miradas que le lanzaban dos
aldeanas viejas arrodilladas ante la Virgen.
En el porche de la iglesia continuó dando expansión á su entusiasmo.
—¿Y ha visto usted cuántos milagros? ¿No le enternece eso?...
—Sí—dijo Aresti con gravedad.—A mí me conmueve la piedad de los
hombres de mar que vienen aquí descalzos, trayendo su recuerdo á la
Virgen, por haber estado próximos á naufragar y no haber naufragado.
Gran cosa es la fe. Lo mismo que á ellos, les ocurre casi todos los días á
marineros ingleses, suecos ó americanos que son protestantes ó no son
nada, y se salvan á pesar de no tener una Virgen de Begoña á quien
recomendarse. Además, vaya usted á saber los vizcaínos que se habrán
ahogado después de implorar á la Virgen. Esos no han podido venir aquí á
contarlo.
El secretario hizo un movimiento de extrañeza, mirando escandalizado al
médico.
—Don Luis—dijo con acento dulzón.—No empiece usted á soltar de las
suyas. Mire que no estamos en las minas, sino en la puerta de la casa de la
Virgen, y que ésta le castigará.
—No; yo no me burlo de la fe—dijo Aresti.—El hombre es naturalmente
cobarde ante el dolor, ante un peligro que supera á sus fuerzas; basta que se
considere perdido para creer y esperar en lo maravilloso. Me acuerdo de
mister Peterson, un ingeniero inglés empleado en las minas, un protestante
muy ilustrado y fervoroso que no perdía ocasión de burlarse de la idolatría
de los católicos y de su culto á las imágenes. Un día, un peón despedido por
él del trabajo, le dió una puñalada de muerte. Cuando se convenció de que
no podíamos salvarle, rompió en lloros y aclamaciones á la Virgen, lo
mismo que don Tomás. Se agarró á la misma fe de las mujeres más
ignorantes del pueblo. Llamaba á la Virgen de Begoña con un vozarrón que
se oía desde la calle.
—¿Y llegó á salvarse?—dijo Goicochea anhelante, con la esperanza de
un milagro.
—No; murió á las pocas horas lo mismo que si no hubiera llamado á
nadie.
Goicochea, temiendo nuevas impiedades del doctor, desvió el curso de la
conversación.
—¡Qué hermosa vista!—dijo señalando la parte de la villa que se
alcanzaba desde el porche, junta con un trozo de la ría y las montañas de
las Encartaciones con sus cumbres rojas, de tierra removida.—Esto es el
más hermoso balcón de Vizcaya. ¡Cuánto trabajo se abarca desde aquí!
¡Cuánta riqueza!...
Luego, añadió en tono confidencial.
—Cuando veo lo mucho que ha prosperado nuestra tierra, comprendo
que es imposible volver á nuevas aventuras. Hoy, una tercera guerra civil,
otro sitio como el último, mataría á Vizcaya. ¿Qué sería de los altos hornos,
de tanta fábrica y tanta vía férrea?... Por esto hemos abandonado, quien
más quien menos, nuestra antigua bandera. Para servir á Dios no se
necesita de política. Nosotros somos cada vez más intransigentes en lo
tocante á la sacrosanta religión; ¿pero pelearse por reyes? Aquí no hay más
que Vizcaya y suSeñora santísima. Pregunte usted si quieren volver á las
andadas, á muchos de los contratistas de Gallarta. Yo los he conocido de
aduaneros carlistas, descalzos y muertos de hambre, y ahora van camino de
millonarios. Vea usted á muchos dueños de las minas que en su juventud
cogieron el fusil. Necuacuam, ninguno sueña remotamente con una nueva
guerra. Si en tiempos del sitio hubiera existido tanto negocio como hoy, y
tanta riqueza, no habrían llegado las cosas á mayores. Los que comulgamos
en los sanos principios, ya sabemos el buen camino. Lo mismo nos da que
reine Juan que Pedro: lo que nos importa es Vizcaya y Dios... Y Dios, ya
sabe usted, que está por encima de la Patria y del Rey.
Como Aresti sonreía socarronamente, el hombrecillo pareció intimidarse
ante su gesto.
—A ver: siga usted, señor Goicochea,—dijo el doctor.—Me interesa eso,
pues, al fin, vizcaíno soy, aunque no tenga el honor de ser nacionalista. ¿Y
cómo vamos á conseguir que Bizkaya (con B alta) se emancipe de la odiosa
Maketania? Piense usted que ella tiene sus guiris, sus ches de pantalones
rojos, prontos á disparar el fusil como en otros tiempos.
Y Aresti, al decir estos motes, remedaba el tono de desprecio con que
había oído á algunos como Goicochea, designar á los soldados españoles,
llamados ches en Bilbao, por ser valencianos muchos de los que componían
la guarnición durante el sitio.
—Se hará sin guerra. Es asunto de tiempo don Luis: de tiempo y de
buena dirección. Poco á poco se hace camino. O nosotros impondremos á
España las sanas costumbres y creencias de los antepasados, ó nos
aislaremos como ciertos pueblos de América, que viven felices, gobernados
por el Sagrado Corazón de Jesús. Allí están los que dirigen y son gente que
lo entiende: allí se prepara el porvenir.
Y señalaba en dirección á la ría, como si al través de las inmediatas
alturas viese con la imaginación la Universidad de Deusto, santuario, para
él, de la sabiduría humana.
—Pues hay para rato, señor Goicochea—dijo el médico saliendo del
porche en busca del carruaje.
—No diré que no, don Luis. Nuestra redención es algo difícil por la
continua inmigración de gentes que traen con ellas las malas costumbres de
España. Lo peorcito de cada casa, que viene aquí á trabajar y á hacer
fortuna. Son intrusos que toman por asalto el noble solar de Vizcaya. Cada
vez son más: en Bilbao, hay que buscar casi con candil los apellidos
vascongados. Todos son Martínez ó García, y se habla menos el vascuence
que en Madrid. Esto es uno de los grandes males que nos ha traído la
prosperidad. Pero todo se andará. Yo pienso lo que García Moreno, aquel
gobernante del Ecuador, que, según cuentan los padres de Deusto, fué el
estadista más grande del siglo. ¿Sabe usted lo que dijo al recibir la
puñalada que lo mató? «Dios no muere nunca».... Pues eso digo yo. Dios
no muere y no morirá Vizcaya que, por el amor que siente hacia su
santísima madre, es su hija predilecta.
Ya no dijo más en todo el camino. Al fin, pareció amoscarse por la
mirada irónica del doctor y los socarrones movimientos de cabeza con que
acogía sus palabras. Reconocía en él un digno primo de Sánchez Morueta;
pues el secretario, á pesar de su servilismo exterior, sentía cierta
repugnancia por su principal, un hombre silencioso que, sin alardes de
impiedad, vivía separado de la religión, pasando meses enteros sin oír una
misa. Él conocía los hondos disgustos que esta conducta proporcionaba á la
buena doña Cristina, la cual, sólo valiéndose de la influencia que ejercía su
hija sobre el padre, podía conseguir que éste las acompañase alguna vez á
la iglesia. ¡Que hombres los dos! ¡Imposible parecía que fuesen de la tierra
vasca, patria de tantos santos!...
A las dos de la tarde se vió Aresti de nuevo en el coche, camino de Las
Arenas con su primo y el capitán Iriondo. Goicochea, invitado también á la
comida de familia, había salido antes en el tranvía.
—Tú no descansas—decía el médico á su primo,—¡todos los días Las
Arenas á Bilbao!
—Todos los días. Cuando edifiqué el hotel, creí que me quedaría meses
enteros mirando el mar sin ocuparme de los negocios. Pero por las mañanas
voy de un lado á otro, sin saber qué hacer y acabo por mandar que
enganchen. Por las tardes es diferente. Paso tranquilo las horas en el jardín,
oyendo á Pepita que toca el piano.
—¡La vida de familia!... ¡Tú eres feliz—exclamó el médico.
Su primo le miró con ojos interrogantes, como si encontrase en sus
palabras cierta ironía.
—Sí: la vida de familia—dijo.—Es la que más me gusta. Lástima que en
este Bilbao no pueda uno gozarla á sus anchas, libre de influencias
extrañas. Tú bien lo sabes, Luis.
Y calló, mientras el médico quedaba también silencioso y cabizbajo,
como sumido en penosas reflexiones. Pasaban ante la ventanilla del
carruaje los hoteles vistosos del Campo del Volantín, donde se albergaba la
aristocracia de la villa; después las verjas y escalinatas de la Universidad de
Deusto; mientras por el lado opuesto desarrollaba la ría sus revueltas entre
los descargaderos y los barcos anclados. Aresti veía ahora en sentido
inverso y desde la orilla opuesta el paisaje que había admirado por la
mañana en el tren.
Al pasar el carruaje por Olaveaga, los tres hombres rompieron su
mutismo, animándose con repentina alegría. Aquella era su patria: allí
habían nacido los tres.
Y Aresti, evocando de un golpe todo el pasado, hacía preguntas á sus
compañeros, recordándoles los incidentes de la juventud.
Aún veía, como si lo tuviera ante sus ojos, al señor Juan Sánchez, el
padre de Sánchez Morueta, el patriarca de la familia, el iniciador obscuro
de la presente prosperidad, el que de un tirón los despegó á todos del bajo
fondo social en que habían nacido. No era del país: había llegado de un
pueblecillo de la costa de Santander, estableciéndose en Olaveaga como
gabarrero, y casándose con una joven del pueblo, que tenía varios campos
en aquella vega de Deusto, que surte de hortalizas y flores á Bilbao. Fué
una vida de trabajo: la mujer á la huerta y él á la ría, que era entonces tan
peligrosa como el mar, con sus aguaduchos ó avenidas que la convertían en
torrente y sus revueltas y bajos que hacían zozobrar las embarcaciones. Los
buques se quedaban en el abra y las gabarras subían hasta la villa los
cargamentos de bacalao y de maderas, necesitando, para esta conducción,
de hombres expertos. Ir de Bilbao á Portugalete era entonces un viaje que
sólo osaban emprender los atrevidos, tomando pasaje en las barcas que se
llamabancarrozas. La góndola del Consulado, del famoso tribunal de
comercio, era la única embarcación que surcaba la ría con frecuencia. Los
gabarreros, intermediarios obligados de todo comercio, prosperaban
rápidamente, y Olaveaga era el pueblo más rico del Nervión. El señor Juan
servía á las casas más importantes, por la confianza que inspiraba su
pericia. Jamás había averiado los géneros con un mal tropiezo en los
innumerables bajos de la ría ó en la vuelta de la Salve; conocía las aguas
palmo á palmo, y siempre que había que hacer el salvamento de alguna
gabarra perdida, le llamaban á él. Así fué reuniendo una fortuna para su
hijo único, que andando el tiempo había de ser el famoso Sánchez Morueta.
En aquella época, el futuro millonario iba todas las mañanas al instituto de
Bilbao, á estudiar Náutica, pues su padre le quería marino, pero de los de
altura, para navegar y comerciar en grande, á través de todos los mares,
como él lo hacía en la ría. El honrado gabarrero, satisfecho de su suerte,
dueño de muchos de los lanchones que surcaban el Nervión, seguro ya del
porvenir con lo que llevaba ahorrado, compartía su cariño entre su hijo
Pepe y un sobrino mucho menor, que no era otro que Aresti, hijo de una
hermana de su mujer. Las dos hembras de aquella familia de hortelanos, se
habían unido con hombres de mar; pero la casada con el gabarrero, tuvo
más suerte que su hermana menor, que se enamoró de Chomín Aresti, un
mocetón de la matrícula de Bermeo, que navegaba por el Cantábrico como
patrón de balandros de cabotaje, siempre expuesto á perecer en un día de
galerna. A los ocho años de casados, ocurrió la catástrofe. Chomín se
ahogó en un naufragio, y la viuda, llevando en brazos al futuro doctor
Aresti, que entonces tenía seis años y se miraba con asombro el negro
trajecito, lloró desesperadamente por todos los rincones de la casa de su
hermana.
—No te apures, mujer—decía el señor Juan.—Otras están peor que tú,
que tienes á tu hermana y me tienes á mí. No morirás de hambre, ya que
según parece, voy para rico. Si el rapaz no tiene padre, aquí estoy yo, que
rabio, porque la mía sólo me ha dado un chico.
Y así era. El gabarrero hubiera deseado que su mujer fuese dándole hijos,
conforme prosperaba la casa. Sentíase cohibido al no poder llevar en sus
brazos á aquel mocetón que estudiaba en Bilbao y era tan alto como él y
mucho más serio. Por esto agarró con un entusiasmo paternal á su sobrino
Luis, y los vecinos de Olaveaga le vieron á todas horas en la gabarra ó por
las orillas de la ría, con el pequeño cogido de la mano, acariciándolo como
si fuese un nuevo hijo.
Aresti no conoció otro padre que el señor Juan, y Sánchez Morueta fué
para él un hermano. El mocetón grave, de carácter áspero, tuvo para el
pequeño dulzuras y atenciones que sorprendían á la familia.
Cuando el gabarrero iba á Bilbao, llevábase á Luis, dejándolo en las
banquetas de los escritorios mientras ajustaba con los señores la cuenta de
sus viajes. Por las noches lo dormía sobre sus rodillas, cantándole los viejos
zortzicos de los barqueros del Nervión ó relatándole patrañas que el pobre
hombre apreciaba como lo más indiscutible de la sabiduría histórica.
Gustábale especialmente relatar el origen de Bilbao. Lo habían fundado
unos pescadores á orillas de la ría, entre las repúblicas de Begoña y
Abando, y andaban tristes y preocupados no sabiendo qué nombre dar á su
aglomeración de chozas. Un día, por divertirse, arrojaron al Nervión un
botijo vacío. Bil, bil, bil cantaba el agua al penetrar en él y cuando casi
lleno se fué á fondo, lanza un sonoro bao. Los pescadores gritaron «Bilbao
será su nombre». Y el gabarrero miraba al pequeño y á las dos mujeres que
le escuchaban atónitas, admirando su sabiduría del pasado.
El tiempo trajo grandes modificaciones en la familia. Pepe, que había
terminado su carrera en compañía de Matías Iriondo, hijo de un vecino, se
embarcó en un vapor que hacía viajes á Inglaterra. Al poco tiempo, no
satisfecho de la vida del mar ó deseoso de mayor medro, se quedó en
Londres, entrando como empleado en una casa vizcaína.
Su madre murió de repente. La encontraron tendida de bruces, sobre un
surco de aquella tierra gredosa que cultivaba desde la niñez, y que su
marido no podía hacerla abandonar. Había querido, al irse del mundo,
morir abrazada á aquellas hortalizas que todas las mañanas llevaba al
mercado de Bilbao, con avaricia de aldeana. El señor Juan se sintió más
unido á su cuñada y su sobrino. El hijo escribía de tarde en tarde: la ría
ofrecía cada vez menos alicientes para él.
Comenzaba á despertar la explotación de las minas y se hablaba de
limpiar el Nervión, convirtiéndolo en un puerto para que los vapores
llegasen hasta el mismo paseo del Arenal. ¡Adiós las gabarras! Y
descuidando un negocio cuya muerte veía próxima, tranquilo ante el
porvenir, pues poseía una fortuna de la que se hablaba con asombro en el
pueblo, no tuvo otra ocupación que cuidarse de Luisillo y admirar sus
progresos.
—¡Diablo de rapaz!—decía hablando de él con los viejos camaradas de
la ría.—¡De dónde habrá sacado tanto talento! ¡Nadie hubiera dicho que de
aquel pobre patrón de Bermeo pudiera salir un hijo así!...
Y el gabarrero temblaba de emoción, saltándole las lágrimas, cuando le
hablaban en la villa de su sobrino y de lo satisfechos que tenía á los señores
del Instituto. Llegó el momento de que Aresti, á los catorce años, escogiera
una carrera y el viejo consultó su voluntad. A ver ¿qué quería ser? ¡con
franqueza! Allí estaba el tío Juan con la bolsa abierta para costearle la
carrera que más le gustase... aunque quisiera ser Sumo Pontífice. Marino
no: ya había bastante con uno en la familia. ¿Médico? ¿quería ser médico?
Algo más grande y de mayor brillo había soñado el gabarrero, sin saber
ciertamente lo que era.... Pero, en fin ¡vaya por la medicina! Y como puesto
á hacer las cosas había que hacerlas bien, le enviaría á estudiar á Madrid.
No reparaba en gasto más ó menos. Para eso había trabajado él, y algo le
cosquilleaba la vanidad, la idea de que, con el tiempo, toda Olaveaga, los
descendientes de los que le habían conocido descalzo y despechugado,
remando en la ría, entregarían las vidas á su sobrino, viéndolo llegar como
una esperanza y llamándolo á todas horas «señor doctor».
Mientras Luis estudiaba su carrera, ocurrió la gran transformación de la
familia, el tirón loco de la suerte que sacó de la obscuridad á Sánchez
Morueta. Su primo se presentó inesperadamente en Olaveaga. Venía á la
conquista de la Fortuna; sabía dónde estaba oculta y llegaba antes que los
demás, aprovechando sus estudios y observaciones en país extranjero. El
invento de Bessemer, que acababa de revolucionar la metalurgia
abaratando la fabricación, hacía necesarios los hierros sin fósforo y
ningunos como los de las minas de Bilbao. Iba á comenzar en aquellas
montañas un período de explotación loca, de rápidas fortunas: el que
primero se apoderase del mineral sería rico como un príncipe. Dinero...
necesitaba dinero, para centuplicarlo en poco tiempo. Su padre apenas lo
entendió; pero tenía fe en su hijo, le inspiraba respeto su gravedad, aquel
pensamiento siempre reconcentrado y en función: y le entregó sus ahorros,
vendió las gabarras y hasta la casa nueva que había construido imitando á
las mejores de la villa y que era el asombro de Olaveaga.
Entonces comenzó la historia del poderoso Sánchez Morueta, aquella
transformación de cuento mágico, atropellándose los negocios fabulosos,
las caricias de la buena suerte, como si les faltase tiempo para enriquecer á
aquel hombrón que veía llegar los millones sin el más leve estremecimiento
en su rostro impasible. Se apoderó rápidamente de la montaña. Allí donde
asomaba el mineral de hierro, especialmente el llamado campanil, que era
el más rico, allí ponía sus manos de vencedor, diciendo: «Esto es mío».
Compraba minas para venderlas al mes siguiente á los ingleses que
llegaban detrás de él. Tenía en el abra los vapores á docenas, cargándolos
de aquellos terrones rojos que eran como oro. Bilbao hablaba de Sánchez
Morueta con admiración: sonaba su nombre á todas horas. Mientras los
demás dormían, él había visto claro; cuando la gente comenzaba á
despertar, ya era él millonario. Tras sus espaldas de luchador victorioso
marchaba una corte de ingenieros, contratistas y tardíos buscadores de la
fortuna.
«Tu primo está loco—escribía el señor Juan á su sobrino.—Esto es un
escándalo; los millones entran en casa como una inundación. Ahora habla
de construir una flota de barcos propia para que transporten el mineral á
Inglaterra: quiere establecer fundiciones en la orilla del Nervión, que
fabriquen carriles, puentes enteros, cañones, navíos de guerra ¡qué sé yo
cuántas locuras más! Créeme, Luisillo; esto es demasiado: no puede durar».
Y hablaba con asombro de su nueva existencia. Él y la madre de Luis
vivían con el grande hombre, en una casa muy hermosa de Bilbao, con un
batallón de empleados, sirvientes y parásitos. Una vida de abundancia y de
movimiento que hacía pensar melancólicamente á los dos viejos en sus
huertecitas de Olaveaga, tan tranquilas y risueñas, al abrigo de los montes,
con la ría enfrente como un espejo en los días de sol. Además, el poderoso
príncipe de la industria se había casado para hacer dignamente los honores
á la fortuna que llegaba. Su mujer era una señorita de Durango: (y el
antiguo gabarrero, recalcaba con respeto y temor la calidad social de su
nuera) una parienta de los principales que Sánchez Morueta había tenido en
Londres. Su familia de hidalgos vivía estrechamente de las flacas rentas de
algunas caserías: nobleza agrícola que hacía remontar sus blasones á los
tiempos casi fabulosos de Vizcaya, á Jaun Zuria el Cid vascongado, y que,
aturdida por la escandalosa fortuna del hijo del gabarrero, había accedido á
emparentar con él. Sánchez Morueta, casi al día siguiente de la boda, había
continuado su vida de agitación, de viajes y de encierros en el escritorio. La
mujer, de una belleza rubia, áspera y dura, fruncía el entrecejo ante los dos
ancianos que vejetaban tímidamente en la casa, como si fuesen unos
criados distinguidos, y vivía sola, repartiendo su tiempo entre las iglesias y
las visitas á las principales familias de Bilbao. La satisfacción de
anonadarlas con su lujo, el goce de provocar la envidia de las amigas con
su riqueza, eran las únicas dulzuras que encontraba en el matrimonio.
Después, cuando Aresti estaba próximo á terminar su carrera, ocurrió la
muerte del señor Juan. El viejo se fué del mundo asustado de la fortuna de
su hijo, creyéndole loco, presagiando un desquite terrible de la mala suerte,
repitiendo tenazmente que «aquello no podía durar». Al presentarse Luis en
Bilbao vió á su primo en plena gloria, con su gravedad de hombre fuerte y
silencioso, insensible á las desgracias como á los triunfos. Sus párpados
ligeramente enrojecidos y la vehemencia con que le apretó sobre su pecho,
fueron las únicas muestras de emoción por la muerte de su padre.
—Luis—dijo con brevedad, como si sus palabras fuesen oro,—sigue tu
carrera: después irás al extranjero. Estudia... no vaciles ante los gastos. El
viejo no ha muerto: si antes era yo tu hermano, ahora soy tu padre.
Y Aresti vivió tres años en París, hizo la vida de estudiante en el Barrio
Latino, fué interno en los hospitales, al lado de los más célebres cirujanos,
y la fama de sus estudios llegó hasta Bilbao antes que él regresase. Cuando
volvió, su carrera estaba hecha, entrando en su prestigio lo mismo el éxito
de sus operaciones que la calidad de pariente de Sánchez Morueta.
Su primo había realizado todos sus deseos: una flota en el mar, altos
hornos de fundición junto á la ría, casi todo el mineral de Vizcaya
monopolizado por él, y el dinero acudiendo á sus manos, embriagándolo
con la borrachera de la fortuna.
La madre de Aresti había muerto mientras él estaba en París: había
languidecido, como su cuñado, en aquel ambiente de grandeza que la
asustaba. El joven doctor no tenía otra familia que la de su primo y se
instaló en su casa. Cristina, que había tenido una hija y por los cuidados de
la maternidad salía poco de casa, acogió bien al doctor. La acompañaba
tardes enteras hablándola de París, la famosa ciudad del pecado, contra la
cual se exaltaban los predicadores y que ella solo había entrevisto en un
rápido viaje de bodas. De toda la familia del marido, Aresti era el único que
lograba despertar en ella cierta simpatía. Además, Sánchez Morueta
siempre estaba ausente; sólo le veía por la noche, y aunque la escuchaba
con los ojos puestos en ella, su pensamiento estaba lejos, muy lejos. El
doctor la entretenía, se enteraba pacientemente de sus murmuraciones sobre
las amigas, la daba consejos acerca de vestidos y joyas, recordando in
mente sus tratos con ciertas amigas de París, encargaba para ella periódicos
de modas, y halagaba su vanidad, afirmando que era la señora mejor
vestida de Bilbao.
Cristina sólo torcía el gesto y parecía enfadarse con el doctor cuando á
éste se le escapaba alguna afirmación impía, ó cuando, sin darse cuenta de
ello, se burlaba de la devoción de las señoras y de los predicadores que el
entusiasmo de todas ellas ponía en boga. Eran resabios, según Cristina, de
su permanencia en un país de vicios, donde se piensa poco en Dios. ¿No
podía estudiar y ser un sabio, como muchos padres jesuítas, sin separarse
por eso de la religión? Debía sentar la cabeza, y para esto nada como
casarse. Ella se encargaba de su matrimonio. Y con la tenacidad de una
mujer hastiada de su bienestar y falta de ocupaciones, se dedicó á proponer
á Luis todas las jóvenes casaderas que conocía, enumerando sus méritos
entre las risas y protestas del doctor.
Un día, le habló con gran decisión. Ninguna le convenía como la pequeña
de Lizamendi. La mamá era viuda, con dos hijas; familia muy cristiana,
emparentada con Cristina y de lo mejorcito de Vizcaya. Eran ricas, aunque
mejor se habían visto en otros tiempos; el padre había gastado mucho en la
guerra, arruinándose por la buena causa, como todas las familias decentes
del país. Y Cristina daba á entender en su gesto la diferencia inabordable
que aún existía para ella, entre la aristocracia antigua, defensora de la
tradición, y aquella otra recién formada é hija de la fortuna, á la cual se
había dignado descender.
Aresti se vió asediado por su parienta. La pequeña de Lizamendi no le
parecía mal. La mamá aceptaba, sonriendo, el plan de Cristina, y el doctor
encontraba á las de Lizamendi con una frecuencia alarmante en el salón de
su casa. Al fin acabó por ceder á los reiterados consejos de su prima, que
parecían apoyados por el silencio y la mirada tranquila de Sánchez
Morueta. Si había de casarse, no era mala proporción la de Lizamendi. Él
había soñado algunas veces con la tranquila existencia de familia, con una
vida dedicada al estudio y al ejercicio de la profesión, encontrando, al
volver á casa una boca sonriente que le besase, unos brazos que vinieran á
sorprenderle con repentina caricia, mientras reflexionaba inclinado sobre
un libro. Bien veía él que Antonieta Lizamendi era una joven
insignificante, educada, como la mayoría de las niñas de su clase, con una
instrucción de monja, sin más horizonte que el chismorreo de las tertulias y
las visitas diarias á la iglesia. Pero él despertaría aquella alma; él la
formaría á su imagen y semejanza. ¡Infeliz doctor!...
Al recordar este período de su pasado, Aresti sonreía amargamente,
burlándose de su optimismo. ¡Cambiar él á su mujer! ¡Transformarla!.... Él
era quien había estado próximo á anularse, á desaparecer aplastado en el
engranaje lento y monótono de esa vida gris de las almas muertas. Se
casaron, y Aresti se trasladó á la casa de su mujer. La madre no quería
separarse de la hija; además, la familia, como ella decía, necesitaba un
hombre para mayor respeto. El joven médico creyó de buena fe que estaba
enamorado de su esposa. Rompiendo la costumbre bilbaína, la acompañaba
á todas partes, hacía esfuerzos por avivar el cariño conyugal, por fundirse
moralmente con aquella muñeca que se le había entregado, y que una vez
cumplidos los deberes conyugales, quería seguir su vida de visitas, novenas
y comuniones como en tiempos de soltera. La madre y la otra hermana eran
un perpetuo obstáculo, tras el cual se ocultaba la esposa. Lentamente se
veía Aresti empujado á un mundo nuevo que no era de su gusto. La fama
de sus operaciones era cada vez mayor, y la familia disponía de él como de
un objeto de lujo que la daba cierta distinción. Si en un convento había una
monja enferma de gravedad, si un padre jesuíta se quejaba del estado de su
salud, las de Lizamendi enviaban á Luis, con indicaciones que eran
órdenes, contentas de poder servir gratuitamente á los elegidos del Señor.
El médico racionalista se veía convertido por su familia en un
trotaconventos, curando á gentes que insultaban su ciencia después de
aprovecharla y no perdían ocasión de darle las gracias echándole en cara su
falta de religiosidad. ¿Dónde estaban sus ilusiones de dedicarse al estudio y
ser un sabio? ¿Dónde aquella mujer enamorada y entusiasta que le había de
ayudar con su dulzura en las ásperas investigaciones de la ciencia?...
Aresti, á los dos años de casado, adquirió la convicción de que su esposa
no le amaba. Es más: le sirvió de consuelo la certidumbre de que ella no
podía amar á nadie. La iglesia, la confesión con el padre de moda, un buen
vestido para dar envidia á las amigas y el visiteo entre mujeres, lejos del
hombre que no era más que el macho destinado á los negocios y á traer
dinero á casa; estas eran todas las aspiraciones de su vida. Además, Aresti
adivinaba en las palabras y en los ojos de su mujer extrañas influencias que
venían de fuera. En su casa, á solas con Antonieta, presentía la existencia
de invisibles fantasmas que le espiaban, que tomaban nota de sus acciones,
que á cada arranque de pasión parecían interponerse entre su mujer y él.
—¿Por qué estás siempre leyendo?—preguntaba á veces la joven.—¡Ay,
esos libros! ¡Con qué gusto los quemaría!
Con frecuencia, echábale en cara su falta de religiosidad; le oía con
sonrisa de lástima, hablar de sus entusiasmos científicos, pensando en los
fragmentos de sermón que había escuchado contra aquella ciencia malvada
y perturbadora. Las otras dos mujeres de la familia no le herían menos en
sus ilusiones. ¡Estaba solo! Más solo que cuando vivía en París, en su
cuartucho de estudiante. La diferencia de origen, se acentuaba entre él y su
nueva familia. Era en su casa como los esclavos de Roma, famosos y
apreciados por su habilidad en las ciencias ó las artes, pero que en
presencia de los señores recobraban su humilde condición, y seguían siendo
esclavos.
Al intentar una débil protesta, se aterraba apreciando la separación moral
que existía entre él y su mujer.
—Nosotras somos así—decía con altivez.—Cada uno es como se ha
educado. Bastante se sufre viviendo con gentes que son de otra clase.
La madre y la hermana iban más lejos.
—Nosotras somos las de Lizamendi—le decían con arrogancia.—¿Y
quién eres tú? Un chico de Olaveaga, criado en las gabarras de la ría.
Y con un gesto de soberbia, parecían abrir entre ellas y el médico un
abismo que nunca había de llenarse, que le condenaba á eterna separación
de lo que él consideraba su familia.
¡Cuántas veces, creyendo acariciar á una mujer, besaba á una estatua fría
que se entregaba á él con rigidez de autómata! Las preocupaciones
religiosas, llegaban hasta su dormitorio. «Déjame, Luis—decía su esposa—
mañana tengo comunión en las Hijas de María, y necesito hacer examen de
conciencia». Otras veces era Cuaresma y el ayuno se extendía hasta la vida
conyugal. Aresti se decía amargamente que su mujer no era suya, que
disponía de ella menos que á medias, compartiéndola en una especie de
adulterio moral con directores de conciencia que apenas conocía. A veces,
Antonieta, en sus momentos de cólera, tenía franquezas que asustaban al
doctor. «Soy tu mujer y he de serte fiel, como manda la Santa Madre
Iglesia: pero te quiero poco, lo confieso.... ¡Ay, Luis! ¡Cómo te amaría si
echases á rodar todos esos libros y fueses á la Iglesia como van las
personas decentes!».... Con gran frecuencia notaba en su despacho la
desaparición de revistas y libros, que tal vez estarían en manos de cualquier
confesor curioso que desde lejos espiaba sus acciones.
Lo que le hacía perder la calma era la insolencia con que la suegra y la
cuñada le increpaban apenas osaba resistirse, apoyadas por el silencio hostil
de su mujer.
—¿Pero quién eres tú?—le dijeron un día.—Un pobretón que, aunque
ganas algo, casi estás mantenido por nosotras. Cuando matabas el hambre
en casa del gabarrero nosotras éramos más ricas que hoy. No sirves para
otra cosa que para tragarte libros impíos y repetir sandeces de filósofos
contra Dios y la religión. ¡Si al menos supieras ganar dinero como tu primo
Sánchez Morueta!...
Aresti no quiso sufrir más. ¿Qué hacía entre aquella gente? Por más
tiempo que transcurriera, por más que se mantuviese en resignada sumisión
nunca llegaría á fundirse con su nueva familia.
Entonces fué cuando pidió á su primo que le enviara de médico á las
minas, y, empaquetando los libros que constituían su única fortuna, salió de
aquella casa lo mismo que había entrado. ¡Ay, lo mismo no! Había
sacrificado su porvenir; había sufrido dos años de amargas humillaciones;
ya no podía dignamente unir su destino al de otra mujer dentro de una
sociedad gobernada por las leyes más que por los efectos. Además, dejaba
á sus espaldas á las tres señoras de Lizamendi, que, para justificar la fuga
del doctor, hablaban á todos de la grosería de su carácter y de su
perversidad moral, fruto de las doctrinas impías.
Después de esta fuga, la esposa de Sánchez Morueta, casi rompió toda
relación con el doctor. Hablaba indignada de él á su marido. ¡Dejar así á la
pobre Antonieta, que era un ángel, un modelo de virtud y devoción como
todas las mujeres de la familia!... Fué preciso que Sánchez Morueta, con su
grave autoridad que no admitía réplicas, manifestase su propósito de seguir
recibiendo á Aresti en su casa, para que la esposa se contuviera ante el
doctor. Pero terminó entre los dos la antigua amistad. Aresti, aislado en las
minas, evitaba el bajar á Bilbao, sabiendo que su mujer visitaba con
frecuencia la casa de su primo.
Cuando Sánchez Morueta abandonó la villa para habitar su hotel de Las
Arenas, Aresti fué á verle con más frecuencia. Le interesaba su sobrina
Pepita, que acababa de salir del colegio y casi era una mujer. Pero en estas
entrevistas tropezaba siempre con la frialdad, cortés en apariencia, pero
implacablemente hostil de la señora, que así como avanzaba en edad,
adquiría fama en Bilbao por sus entusiasmos religiosos. La maternidad y
los años, la hacían retirarse de la ostentación elegante, abdicar de la
supremacía que ejercía en las tertulias, con sus trajes y sus joyas. Ahora la
llamaban irónicamente «la gran cristiana», y era la primera en todas las
juntas de las asociaciones religiosas y pías fundaciones, sembrando á
manos llenas, en cofradías y conventos, el dinero de Sánchez Morueta.
Aresti, al llegar á este punto de sus recuerdos, fijaba la mirada en su
primo, sentado junto á él en el carruaje. ¡Ay! Aquel tampoco era dichoso.
La suerte le esperaba todos los días á la puerta de su casa, para
acompañarlo por el mundo, pero no le seguía hasta el interior de su hogar.
No se veía obligado á romper como él con la familia, porque el dinero le
daba una superioridad irresistible, poniéndolo á cubierto de humillaciones;
porque con un puñado de su riqueza, esparcida sin regatear, lograba
entretener diariamente al enemigo, con el que estaba obligado á hacer vida
común. Pero se sentía solo: se notaba la amargura del aislamiento en su
gesto ensimismado y triste, en la alegría momentánea que experimentaba al
ver á su primo, el único que lograba ablandar su carácter huraño, excitando
sus confidencias.
El carruaje había dejado atrás la dársena de Axpe, llena de vapores que
esperaban turno para la carga; de buques sin flete que dormían en las aguas
muertas. Era el hospital de los barcos, según palabras de Iriondo. En medio
de aquel pueblo flotante, estaban los yates de los ricos de Bilbao, blancos y
ligeros como juguetes, con la cubierta entoldada para resguardar los
dorados y las maderas preciosas de las cámaras. El millonario lanzó al
pasar una mirada melancólica sobre su yate enorme y gallardo, una mirada
en la que vió Aresti la nostalgia de la vida del mar, de los amplios
horizontes, de la existencia libre, sin las miserias y preocupaciones
terrestres.
Se aproximaban á Las Arenas. El puente de Vizcaya cortaba el horizonte
con su red de cables movibles. En la ribera de enfrente, los altos hornos de
Sánchez Morueta elevaban sus torreones de fundición, sus numerosas
chimeneas coronadas por las nubes de humo multicolor. Bajo los extensos
cobertizos notábase el hormigueo de varios miles de obreros. Llegaban
arrollados por el viento los estrépitos de la industria, el martilleo poderoso,
los resoplidos de las máquinas, el mugido de los convertidores del acero
que lanzaban por encima de las techumbres su chorro de chispas y escorias.
Aresti admiraba esta grandeza industrial. ¡Todo era obra de su primo!
—¡Qué hermoso!—exclamó dando con el codo al millonario y
mostrándole sus fundiciones.—¡Y pensar que de pequeño has correteado
entre los chicos de Olaveaga! Debes estar satisfecho de tu obra. ¿Hay
alguien más feliz que tú?...
Sánchez Morueta miró un instante á su primo, con inquietud, como si
temiera que se burlase. Después añadió con voz lenta:
—Sí, no estoy descontento de la suerte. Todos hemos prosperado, Luis.
A mí me rodea la felicidad: pero es por fuera: en todo lo que se ve....
Ahora, por dentro... por dentro cada uno sabe lo que lleva.
III
Fué una «comida íntima» la que dió Sánchez Morueta por ser sus días.
No estaban en el comedor otras señoras que la esposa del millonario y su
hija. Los convidados eran todos de la casa, empleados como el capitán
Iriondo, el secretario Goicochea y Fernando Sanabre, el ingeniero director
de los altos hornos, ó parientes de la familia como el doctor Aresti y
Fermín Urquiola.
Este Urquiola visitaba con frecuencia la casa, por ser sobrino lejano de la
señora, aunque Sánchez Morueta no mostraba por él gran simpatía. Era un
antiguo discípulo de Deusto, que, después de abandonar la Universidad,
seguía á las órdenes de los Padres de la Compañía lo mismo que cuando
estudiaba en sus aulas. La juventud de Bilbao, que se llamaba á sí misma
distinguida, admirábale por su fuerza muscular y el entusiasmo con que
sustentaba las sanas ideas de los buenos padres. Era el organizador y el
hombre de acción de todas las asociaciones piadosas. Su ideal consistía en
tener á los liberalitos en un puño y no dejar que las gentes de la Maketania
se apoderasen del país. Pasaba en Bilbao por ser uno de los jóvenes más
elegantes, pero cuando llegaban luchas electorales, se le veía con la boina
sobre los ojos, empuñando un enorme garrote, al frente de los aldeanos de
los pueblecillos inmediatos. La rizosa y poblada barba, la nariz aguileña y
pesada y sus ojos negros de bohemio, dábanle gran prestigio entre las
gentes del campo, porque las hacía recordar la cara adorada de su ídolo.
—¡Se le parece al señor!...—murmuraban.—Tiene toda la cara de don
Carlos.
Y á Urquiola, impulsivo y brutal, que hablaba de beber sangre por la más
leve ofensa, le satisfacía que los partidarios, por exceso de entusiasmo,
relacionasen su nacimiento con los veleidosos amoríos del fugitivo rey de
las montañas. Su familia, arruinada por la guerra, apenas si le había dejado
una renta exigua para vivir, y Urquiola se ayudaba buscando la protección
de las familias más linajudas de Bilbao, que veían en él un acabado
ejemplar de la juventud sana educada en Deusto. Alborotaba en las luchas
políticas, llevando á ellas la misma violencia de su partido cuando se batía
en los montes. Por las noches mezclábase en los escándalos de ciertas casas
del barrio de San Francisco, donde ejercía alguna superioridad sobre las
infelices mercenarias de sus cuerpos, por el prestigio de su nombre y la
leyenda sobre su nacimiento que le convertía casi en un príncipe. Los
amigos tenían fe en su porvenir. Los padres de Deusto le protegían,
sonriendo benévolamente ante lo que llamaban sus calaveradas. Era exceso
de vida: ya le casarían ventajosamente y sería un modelo de caballeros
cristinos.
Sánchez Morueta le veía en su casa con disgusto, pero no osaba
manifestarlo claramente por consideración á doña Cristina, que parecía
orgullosa de su sobrino.
—Este animal viene indudablemente por Pepita—decía Aresti, á quien
interesaba Urquiola como un ejemplar raro de egoísmo y brutalidad.
Y se fijaba en su sobrina, la cual, á pesar de las insinuaciones de la
madre, mostraba más inclinación por Sanabre, el ingeniero de los altos
hornos, que por aquel pariente cuya petulancia y descaro parecían
intimidarla. Gustaba la joven de saber por él todo cuanto pudiera molestar á
sus amigas. Urquiola la enteraba de todas las fiestas que proyectaban los
padres de la Compañía para entretener y conservar bajo su dominio á una
sociedad ociosa y opulenta; pero una vez agotados estos temas, la joven se
alejaba de él y permanecía silenciosa, como abroquelada por la instintiva
repulsión que parecía inspirarle el famoso discípulo de Deusto.
Aresti veía en su sobrina la niña rica de las familias de su tierra; educada
primero por las monjas y dirigida después por el confesor hasta en los
hechos más pequeños de su existencia; con la voluntad adormecida, y
considerando como un pecado, el más leve intento de iniciativa propia.
El doctor reconocía que no era gran cosa como mujer: la alegría de la
juventud en los ojos, los cabellos rubios de su madre, y una esbeltez de
muchacha sana en la que todos los encantos femeniles están aún recogidos,
como en capullo, sin la majestad exuberante de la forma definitiva. A
través de su belleza en agraz, adivinábase el esqueleto fuerte y anguloso del
padre. En sus manos largas, algo grandes para sus brazos delicados, había
mucho de Sánchez Morueta. Era la primera evolución de la estirpe hacia el
afinamiento de la ociosidad y el bienestar, guardando aún los signos de su
origen.
Iba cargada de joyas, con la suntuosidad de una aristocracia recién creada
que se consume en medio de su lujo, falta de fiestas para lucirlo y siente el
ansia de adornarse para pregonar su riqueza y herir la envidia ajena. La hija
de Sánchez Morueta era tan admirada como su padre, cuando iba á Bilbao á
oír misa en la iglesia de los jesuítas ó asistía por las tardes á las
conferencias de las Hijas de María. Los jóvenes salidos de Deusto hablaban
con fruición de ella y de los millones del padre. «¡Qué magnífico bocado!»
Y cada uno acariciaba la posibilidad de que le tocase la lotería del
matrimonio, en un país donde casi nadie se casa por amor y las uniones
entre ricos son negocios vulgares convenidos por las familias con la ayuda
y buen consejo de algún padre jesuíta.
La comida deslizábase placenteramente. Todos sentían la dulzura del
bienestar, la satisfacción de la vida, en aquel comedor, al que daban, el
roble tallado y el cuero obscuro de las paredes, una impresión de
suntuosidad discreta y señorial. Las grandes piezas del servicio lucían su
brillo mate de plata vieja y sólida, trabajada á martillo. Por las vidrieras de
las ventanas pasaban y repasaban, mecidas por el viento, las verdes copas
de los árboles del jardín. La mesa era servida por criadas jóvenes, de
rizados y blancos delantales. Sus caras, sanas y rojas como melocotones,
daban una impresión de perfume primaveral semejante al de las flores que
adornaban la mesa.
Aresti estaba sentado al lado de su prima. Hacía mucho tiempo que no la
había visto tan amable. Ni la más leve alusión á las de Lizamendi; ni una
frase amarga para su impiedad. Sin duda, le agradecía la visita que por la
mañana había hecho á Begoña. El doctor, examinándola, encontraba en ella
algo de monacal, á pesar de que en honor al día se había cubierto de joyas.
Su traje era negro y elegante, pero había en él cierto abandono que no
pasaba inadvertido para el doctor, el cual recordaba sus pretensiones
elegantes de otros tiempos. Notaba en ella los estragos de la edad, la
gordura que borraba bajo el almohadillado de la grasa su antigua belleza de
rubia altiva y dura.
—Esta se entrega—pensaba Aresti.—Huele á incienso como las otras.
El médico atraía las miradas y las preguntas de todos los convidados. Era
un original que despertaba interés, viviendo como un solitario en la
montaña, en medio de la gente de las minas, de la que se hablaba con cierto
miedo en aquel interior elegante y rico. Miraban todos á Aresti como si
fuese un viajero de vuelta de una exploración por países salvajes y
misteriosos, donde la vida era ruda y peligrosa. Las minas se presentaban
ante muchos de ellos como un país lejano, que servía para enriquecer á los
potentados de la villa, pero al cual sólo se asomaban alguna vez,
regresando apresuradamente. Al recordar las canteras de trabajo rudo y
aquellas chabolas, donde dormían amontonados los hombres, digiriendo
con tragos de agua roja las cucharadas de alubias con tocino, sentían la
voluptuosidad del egoísmo. El comedor les parecía más hermoso, y
sonreían al desfile de manjares, á las angulas del país, enrolladas como
lombrices en la tartera de plata, á los platos extranjeros que nunca faltaban
en la cocina de Sánchez Morueta y á la fila de copas de diversas formas y
colores que cada uno tenía delante, y en las cuales iban cayendo los vinos
más diversos, desde el Tokay y el Chablis del principio de la comida, hasta
elCordón Rouge y el Pomery, que servirían al final.
Urquiola hablaba al doctor con el mismo aplomo que si estuviera en el
café ó en la sociedad de San Luis Gonzaga, rodeado de aquella juventud
piadosa y elegante que le tenía por capitán. Él no era enemigo del pueblo;
la Iglesia estaba siempre con los de abajo y el Santo Padre escribía
encíclica sobre encíclica en favor de los obreros. Pero el pueblo era para él,
la gente de los campos, los aldeanos respetuosos con el cura y el señor,
guardadores de las santas tradiciones. Que le diesen á él las buenas gentes
de las anteiglesias vascas, religiosas y de sanas costumbres, sin más
diversión que bailar el aurrescu los domingos y la espata danza en las
fiestas del patrón, ni otros vicios que empinar un poco el codo en las
romerías. Aquella gente vivía feliz en su estado, sin soñar en repartos ni en
revoluciones; antes bien, dispuesta á dar su sangre por Dios y las sanas
costumbres. Que no le hablasen á él del populacho de las minas;
corrompido y sin fe; hombres de todas las provincias, maketos llegados en
invasión, trayendo con ellos lo peor de España, contaminando con sus
vicios la pureza del país; siempre descontentos y amenazando con huelgas,
deseando el exterminio de los ricos y comparando su miseria con el
bienestar de los demás, como si hasta en el cielo no existiesen categorías y
clases.
Y ante la mirada acariciadora de su tía, que admiraba sus ardorosas
palabras, continuó el fuerte discípulo de Deusto:
—Los míos no saben leer; no saben nada de libertad, derechos y demás
zarandajas, y por esto son felices. Esa gentuza de las minas, que casi todos
los domingos tiene sus mitins, vive desesperada y ansía bajar un día á
Bilbao para robarnos, sin saber que la recibiremos á tiros.
Aresti volvióse hacia su primo, que comía silencioso, lanzando alguna
que otra mirada al sobrino de su mujer.
—¿Qué te parece, Pepe, cómo piensan estos jóvenes?
Y encarándose con Urquiola, le dijo con una timidez irónica, dando á
entender su deseo de rehuir discusiones con él.
—Pues esa pillería venida de... España; ese rebaño maketo y pecador, es
el que trabaja y da prosperidad á Bilbao. Ellos destrozan su cuerpo en las
minas, ellos dan el mineral, y sin mineral ¿qué sería de esta tierra? Los
buenos, los del país, no hacemos más que vigilar su trabajo y
aprovecharnos del privilegio de haber nacido aquí antes que ellos llegasen.
Son como los negros que en otros tiempos eran llevados á América para
mantener á los blancos. Vienen empujados por la miseria, y ya que no
podemos agradecer su sacrifico con el látigo, les pagamos con malas
palabras.
Urquiola encabritábase ante las palabras desdeñosas del doctor.
Abominaba de aquella gente perdida, incapaz de regeneración: la prueba
era que no ahorraban, que no hacían el menor esfuerzo por salir de su
estado.
—¡El ahorro!—exclamó Aresti.—¡Ahorrar y enriquecerse, teniendo unos
cuantos reales de jornal, y viviendo rodeados de gentes de su misma clase
que les explotan en el alimento y en la casa!...
—Eso no—intervino Sánchez Morueta, con autoridad.—Ya sabes, Luis,
que no estoy conforme con tus ideas. El obrero español es víctima de la
imprevisión. En otros países es distinto: el trabajador se forma un pequeño
capital para la vejez...
—¡Bah! En otros países ocurre lo que aquí. Y lo que hace que el obrero
moderno sea rebelde y se entregue á la lucha de clase, es la convicción de
que, por más que ahorre sacrificando sus necesidades, no saldrá de su
miseria. Los progresos le han cerrado el camino. En los tiempos de trabajo
rudimentario, de industria doméstica, aún podía soñar con hacerse patrono;
podía con sus ahorros adquirir los útiles necesarios y convertir su casa en
un pequeño taller. Pero ahora, Pepe, por mucho que ayune un obrero tuyo,
amasando céntimo sobre céntimo, ¿llegará á ser accionista de tus
fundiciones? ¿podrá adquirir un pedazo de las minas, con todo el material
necesario para la explotación?
—Eso está bien—arguyó Urquiola con acento triunfante.—Este doctor
dice á veces cosas muy oportunas. Lo que demuestra que los antiguos
tiempos eran los buenos y que, para tranquilidad de todos, hay que volver á
la época en que no había progreso y los hombres vivían tranquilos.
Sánchez Morueta miró al joven con unos ojos que alarmaron á doña
Cristina, haciéndola temer por su sobrino.
—Eso es una majadería—dijo con calmosa gravedad.—Eso sólo puede
decirse á la salida de Deusto. ¡Suprimir el progreso porque trae algunas
complicaciones!...
Y aquel hombre siempre silencioso, habló lentamente, pero con gran
energía. Era un admirador religioso del capital. Aresti conocía su
entusiasmo frío y firme por el dinero, que, puesto en movimiento por los
descubrimientos industriales, había revolucionado el mundo. El millonario
era á modo de un poeta del capital, y sacudiendo su ensimismamiento,
rompió en un himno á aquella fuerza casi sagrada, puesta en manos de
contadísimos iniciados. Cierto, que el trabajo, que era un auxiliar
indispensable, sufría crisis y miserias, ¿pero por esto había que renegar del
progreso, legítimo hijo del capitalismo industrial? La gran revolución
moderna era obra de la religión del dinero, en la cual figuraba Sánchez
Morueta como el más ferviente devoto. Utilizando los descubrimientos de
la ciencia, había multiplicado los productos, y disminuido su valor,
poniéndolos así al alcance de la mayoría, y facilitando su bienestar. El
trabajador del presente gozaba de comodidades que no habían conocido los
ricos de otros tiempos. El capital al servicio de la industria había civilizado
territorios salvajes, había destruido fronteras históricas, estableciendo
mercados en todo el globo: él era quien surcaba las tierras vírgenes con los
rails de los ferrocarriles, quien removía los mares para tender los cables
telegráficos, quien ponía en comunicación los productos de uno y otro
hemisferio, venciendo los rigores de la naturaleza y evitando las grandes
hambres que habían hecho rugir á la humanidad en otros siglos. Los
poderes históricos se achicaban y humillaban ante el capital. Los reyes de
los pueblos, soberbios como semidioses sobre sus caballos de guerra,
cubiertos de plumas y bordados y llevando tras ellos grandes ejércitos,
tenían que mendigar en sus apuros á los capitalistas ocultos en sus
escritorios. Detrás de los imperios victoriosos estaban ocultos los
verdaderos amos, los que cambiaban la faz de la tierra, venciendo á la
naturaleza para arrancarla sus tesoros; la gran república de los capitalistas,
silenciosa, humilde en apariencia, y sin embargo, dueña de la suerte del
mundo. Y lo que más entusiasmaba á Sánchez Morueta, en esta secta oculta
de universal poderío, era que sólo á la capacidad le estaba reservado entrar
en ella. La jerarquía industrial no era como las dominaciones sacerdotales ó
guerreras del pasado, en las que se figuraba sin otro derecho que el
nacimiento. El hijo del capitalista, falto de capacidad, era expulsado por los
malos negocios, y un nuevo individuo, aprovechando los residuos de su
desgracia, venía á iniciarse en la poderosa secta. ¿Dónde encontrar una
institución tan grande y poderosa y á la par tan democrática y modesta? ¿Y
había locos que pedían la muerte ó la modificación de una fuerza que había
transformado la Tierra?...
Aresti protestó. Él reconocía las grandezas del régimen capitalista, las
ventajas sociales que había reportado á la humanidad con el auxilio del
trabajo. El capital encontraba remunerados con creces sus servicios. Pero el
trabajo ¿veía recompensados igualmente sus esfuerzos? ¿No se encontraba
hoy en el mismo estado de miseria que al iniciarse á principios del siglo
XIX la gran revolución industrial?
—Eso es un error, Luis—dijo el millonario.—El trabajo está mejor que
nunca. La prueba es que en todo el mundo baja considerablemente el
interés del capital, mientras sube con las huelgas y las reclamaciones
obreras el tipo de los jornales.
—¡Bah!—dijo el doctor con gesto de desprecio.—¡El aumento de unos
reales en el jornal! Remedios del momento; cataplasmas que de nada sirven
al enfermo, pues al poco tiempo se restablece el fatal equilibrio,
aumentándose el precio de los productos, y el trabajador, con más dinero en
la mano, se ve tan necesitado como antes. Son cambios de postura,
creyendo engañar con ellos á la enfermedad. Al trabajador de nada le sirve
la limosna de un aumento en el jornal: ya sabes que en esto no nos
entenderemos nunca. Lo que necesita es justicia, ocupar el sitio que le
corresponde, ser dueño de lo que produce.
Las palabras de los dos hombres resonaban en el silencio del comedor.
Todos callaban, no osando interrumpirles. Urquiola era el único que
sonreía con aire de suficiencia, como si poseyera el secreto de aquella
cuestión.
Doña Cristina, temiendo que la polémica acabase por turbar la placidez
de la comida, intervino, preguntando á Aresti por sus amigos de Gallarta.
Pepita apoyó á su madre. La gustaba conocer las excentricidades de
aquellos contratistas que no sabían en qué emplear su riqueza. Reía con
alegría de niña educada aristocráticamente, al enterarse de las vulgares
diversiones de aquellos ricos de la víspera, que, no hacían más que
seguirlas huellas de su padre.
Todos escuchaban al doctor, el cual, con suave ironía, describió los
banquetes pantagruélicos de las minas, con sus lluvias de Cordón Rouge.
Dentro de sus nuevos y elegantes chalets no eran menos originales aquellos
ricos, que aún guardaban la boina y los zapatones del obrero. Bajaban á la
villa con sus esposas, ganosos de hacer alardes de riqueza para deslumbrar
al vecino, y compraban lo más extravagante y chillón, todo lo que en
almacenes y tiendas no sabían á quién colocar; muebles complicados y
bizarros que se cubrían de polvo de mineral, sin que sus dueños osasen
acercarse á ellos, por miedo á deslucirlos. Cada vez que el doctor, después
de una visita, quería lavarse las manos, quedaba asombrado ante las toallas
con más colores que el iris, y las pastillas de jabón en forma de tigre ó de
lagarto que parecían fabricadas para reyezuelos del África. Todos se
extasiaban ante el asombro del médico, aceptándolo como una admiración
muda. Algunos, como recuerdo de su pasado, guardaban bajo la cama un
pellejo de vino, cual si fuese un tesoro. Realizaban la ilusión acariciada
tantas veces en su época de pobreza. «Pruébelo, doctor: es de lo más
selecto de la Rioja: á tantos duros la arroba.» Otros se cubrían de brillantes
las manos y el pecho, pero cuidaban de ellos con meticulosidad
supersticiosa, como si fuesen animalillos delicados y frágiles que al menor
roce se podían desvanecer. No osaban rascarse porque, según ellos, el pelo
rayaba y deslucía las joyas.
Y en su vida monótona, de continuas ganancias y placeres vulgares, sin
otras diversiones que la caza, la mesa y las apuestas, encontraban un nuevo
toma para sus alardes de riqueza en la educación de los hijos. Los enviaban
al extranjero con la esperanza de que sobrepujasen á los señores de la villa.
Los padres los querían ingenieros, como los ingleses que venían á explotar
las minas: las madres los soñaban elegantes, y de cuerpo delicado, como
los señoritos que hacían la parada en la acera del boulevard del Arenal.
Unos enviaban sus hijos á Francia; otros á Suiza; el vecino de más allá,
guiado por el deseo de excitar la envidia del compañero, empaquetaba su
descendiente para Inglaterra: alguno llegaba hasta Alemania, y todos
volvían de allá revolucionando las minas con sus cuellos y corbatas,
haciéndose admirar por los trajes, y asombrando á sus madres con la
costumbre del tub, del baño diario, del duchazo á cada momento, lo que
escandalizaba á unas gentes que en su juventud dormían vestidas. Pero los
instintos hereditarios reaccionaban en todos aquellos retoños de la
montaña: resucitaba en ellos el gusto á la antigua vida y poco á poco
abandonaban los trajes exóticos, agarraban la escopeta y volvían, como sus
padres, á las comilonas, á la caza y hablar de ganancias de miles de duros,
acordándose de su educación extranjera como de un sueño.
La apuesta era la pasión más vehemente, el placer más vivo de los ricos
encerrados en la montaña. Las pruebas de bueyes y los desafíos de
barrenadores hacían que se cruzasen enormes cantidades. Era el culto á la
fuerza, la adoración á la brutalidad, con todos los encantos del juego de
azar. Tenían en las minas mozos hábiles en el manejo del barreno que
gozaban entre ellos el mismo prestigio que un gran torero ó un pelotari
famoso. En Gallarta había un jayán, vencedor en todas las apuestas, que los
contratistas llevaban á sus cenas, cuidándolo como si fuese una mujer
amada, tentándole los músculos para apreciar si su vigor decrecía,
engordándolo á todas horas con champagne y fiambres, con igual mimo y
cuidado que si fuese un gallo de pelea. Lanzaban retos á las gentes de otros
pueblos de Vizcaya y aun de Guipúzcoa, llevando en triunfo á su
barrenador favorito, para que luchase con los más fuertes de otras
comarcas. Ofreciendo los billetes á puñados, seguían durante horas enteras
el jadear de su ídolo, atacando con el hierro la piedra, hasta que al quedar
triunfante, lanzaban sus boinas al aire, gritando victoria más por el orgullo
de la clase que por las ganancias de la apuesta.
Todo les servía para arriesgar el dinero que la fortuna les arrojaba á
manos llenas. Se valían para sus porfías lo mismo de la voracidad de los
perros de caza, que del vigor de los hombres. Algunas semanas antes
habíanse cruzado muchos miles de duros en una apuesta que aún hacía reír
al doctor. Tratábase de saber quién sería capaz de tragarse más sopas de
leche, si los galgos enjutos é insaciables de uno de los contratistas ó los
barrenadores de otro, muchachotes fornidos de Castilla, de estómago sin
fondo, que nunca creían llegado el momento de levantarse de la mesa. Toda
la gente desocupada del distrito acudió á presenciar el espectáculo. Se
depositaban á puñados los billetes de Banco, como si fuesen retazos de
papel sin ningún valor; unos por los perros, otros por los hombres, mientras
arriba, en las canteras, estallaban los barrenos y el rebaño miserable de los
peones se encorvaba, con el pico en alto, ante las rojas trincheras.
—Las sopas de leche se servían en cubos—continuó Aresti.—Los
galgos, en un momento, ¡zás, zás!, se las tragaban sin pestañear; lo mismo
que si le echasen cartas á un buzón. Los jayanes comían lentamente, sin
mostrar prisa. Así estuvieron varias horas....
—¿Y quién ganó?—preguntaron varios al mismo tiempo, interesados por
la estúpida apuesta.
—¿Quién había de ganar? Los hombres. El que apostaba por ellos me
dijo después con su filosofía de palurdo: «Estaba seguro de mis
muchachos: el animal, cuando ve satisfecho su apetito, ya no quiere más, y
el hombre, como tiene amor propio, puede seguir comiendo hasta que
reviente». Y no se equivocaba: dos de ellos me dieron mucho que hacer, y
á los pocos días, el cura de Gallarta montado en su burra blanca, los
acompañó cantando hasta el cementerio.
A pesar de este final triste, los convidados de Sánchez Morueta reían,
encontrando muy interesantes las diversiones de los opulentos patanes.
Era bien entrada la tarde cuando terminó la comida. El capitán Iriondo
después de brindar por su principal y amigo se despidió, alegando que tenía
á la carga un buque de la casa. El secretario Goicochea se fué con él para
dar el último vistazo al escritorio. Las señoras pasaron á una habitación
inmediata con Urquiola y el ingeniero Sanabre.
Esperaban á algunas amigas de Bilbao y mientras tanto, harían música.
Los dos jóvenes rogaron á Pepita que cantase alguna canción vascongada
de las antiguas, tan melancólicas y dulces, distintas completamente del
ritmo americano de los modernos zortzicos. Comenzaron á llegar hasta el
comedor las escalas y arpegios del piano.
Sánchez Morueta, con las mejillas enrojecidas por la digestión,
mordiendo un magnífico cigarro, habló á Aresti de bajar al jardín. La tarde
se había serenado y quería gozar de los últimos rayos de sol en las avenidas
que rodeaban su hotel. Los dos primos pasearon por el jardín. Llegaba
hasta ellos el movimiento invisible de la ría, el ruido de los tranvías al otro
lado de las planchas de hierro que cubrían las verjas.
El millonario mostraba su satisfacción al verse solo con el médico, el
único amigo que le inspiraba confianza, y como prueba de cariño le echó
sobre un hombro una de sus manazas. Era la primera vez en todo el día, que
estaba á sus anchas, lejos de los negocios, terminado aquel banquete con
gentes ante las cuales se mostraba abstraído y silencioso. El cariño á su
Luis, á quien veía de tarde en tarde, y la placidez de una buena digestión,
inclinábanle á las confidencias; y miraba á Aresti con ojos bondadosos é
interrogantes, como si sólo esperase una indicación suya para romper á
hablar.
—Vamos, desembucha—dijo el médico alegremente.—Ya sé que soy tu
confesor y que si callas ante los otros, es porque haces provisión de
palabras para mí. ¿Qué te pasa? Aquí tienes el médico de tu alma, como
diría uno de esos curas, amigos de tu mujer.
Sánchez Morueta hizo un gesto de indiferencia. Nada le ocurría de
extraordinario. Se fastidiaba en su aislamiento: sólo tenía un momento
alegre cuando se encontraba con él. ¡Cuántas veces sentía el impulso de
coger el tren é ir á buscarle en las minas! ¡Pero tenía tantas ocupaciones!
¡Sentía tanto miedo á presentarse en aquel feudo de la montaña, donde
todos le pedían algo!... Sólo en Bilbao, condenado á la servidumbre de la
riqueza, á vigilar y ordenar la llegada de aquel chorro de dinero que se
metía por sus puertas sin desviar su curso, se aburría, falto de deseos y
aspiraciones, con el bostezo del que nada espera, que es el más triste de los
fastidios.
Había amado y había sufrido como todos los que batallan por un ideal.
Sabía lo que era forcejear á zarpazos con la Suerte, para hacerla suya y
fecundarla con ardorosa violación. Había llegado como los políticos
célebres ó los grandes artistas, que empiezan su carrera desde abajo,
conociendo la miseria y bordeando continuamente el peligro. Pero estos,
aunque se considerasen llegados, siempre esperaban algo nuevo, siempre
tenían la ilusión puesta en el mañana; pensaban con inquietud en la
combinación política del día siguiente, en la obra artística, que les bullía en
la imaginación, temblando, con el vago temor de la torpeza, al ir á darla
forma. Pero él... él, todo lo tenía hecho: las ambiciones de su vida se habían
realizado, cristalizándose para siempre. Había querido ser dueño de las
minas, y suyas eran en su mayor parte, dándole un rendimiento fabuloso,
con la regularidad de una fuente tranquila y perenne. ¿Para qué quería más?
Establecía nuevas fabricaciones, y, al poco tiempo marchaban por sí solas
con una exactitud desesperante. Construía barcos, y no naufragaba uno,
para alterar con una catástrofe la monotonía de su existencia. La desgracia
era impotente para él; estaba abroquelado y aunque ella corriese á
estrecharle entre sus brazos, la caricia mortal sería un roce insignificante.
Si sus barcos se perdían, estaban asegurados; si las huelgas cerraban
momentáneamente sus fábricas, no por esto sufriría su capital grandes
mermas: si se agotaban las minas de Bilbao, él tenía otras y otras en
distintos puntos de España, que aguardaban la explotación. Era el
prisionero de su buena suerte: se movía entre rejas de oro, en un
aislamiento de ave bien cebada, que ve el espacio libre por donde
revolotean libres los pájaros hambrientos sin poder ir con ellos. Amaba el
mar, y tenía casi á la puerta de su casa un palacio flotante, el yate, cuya
fotografía publicaban los periódicos ilustrados para envidia de los infelices:
pero apenas emprendía un viaje, tenía que volver llamado por sus negocios.
Además, él era un hombre de familia; se aburría en la soledad del océano ó
en los puertos ruidosos, haciendo vida de célibe, fumando y leyendo. Su
mujer odiaba los viajes: su hija no conocía mundo mejor que el de sus
amigas de Bilbao, y tras cortas estancias en Londres, volvía presurosa á su
país, donde era la primera, guardando una instintiva aversión á las grandes
ciudades de gente huraña y atareada, entre la cual, ella y su padre pasaban
inadvertidos.
El millonario era el esclavo de su propia obra. Había levantado con
brazos de titán, en torno de él, la alta torre de su fortuna, y ahora se debatía
encerrado en ella, sin encontrar espacio para tenderse y descansar.
No esperaba nada. Aunque descuidase sus negocios, el dinero seguiría
viniendo á él, como si fuese incapaz de aprender otro camino. Si la fortuna
quería volverle la espalda, sería ya tarde para hacerle sufrir la amargura de
su infidelidad. Era tan rico, había llegado tan alto, que estaba á cubierto de
toda inquietud. Por un instante había creído encontrar remedio á su
aburrimiento, entregándose á la borrachera de la construcción; sacando de
la nada la nueva Bilbao; levantando barriadas de palacios sobre los campos
yermos, con la misma facilidad que en los cuentos de hadas. Pero aquello
también había pasado; encontraba pueril levantar colmenas y más colmenas
para gentes que no conocía; fabricar avisperos en que se cobijarían otros
tan tristes como él, pero animados siquiera por el amargo placer de
envidiarle.
—Me aburro, Luis—decía el millonario.—Siento una tristeza sin
esperanza, sin ilusiones; la tristeza de la buena fortuna, más terrible que
todas, pues pocos hombres la conocen.
Y mirando en torno de él, abarcaba en sus ojos el magnífico edificio y las
avenidas del jardín, con sus altas arboledas, sus arriates en los que
comenzaban á asomar las primeras flores, y allá en el fondo, el
invernadero, cuyos cristales, bañados por el sol poniente, relucían como
placas de oro.
Aresti pensaba en la gente mísera y doliente de las minas. ¡Ay, si
aquellos hombres que engañaban su estómago con agua sucia, no teniendo
bastantes alubias para llenarlo, escuchasen al poderoso Sánchez Morueta
lamentarse en medio de la opulencia de su vida!
—Entonces,—dijo el doctor—eres infeliz porque nada te falta, porque
posees todo lo que los hombres creen que les puede hacer dichosos.
El millonario movió melancólicamente la cabeza. Sí; poseía todo lo que
da la felicidad aparentemente; por esto á nadie comunicaba su tristeza, para
que no le creyesen loco. Únicamente á su primo, que conocía por sus
estudios las rarezas de la vida, se atrevía á hablarle.
Interiormente le faltaba todo: deseaba descansar después de aquella
marcha ruidosa por la vida, en la cual había hecho, en pocos años, el mismo
camino que otras familias de potentados sólo recorren después de varias
generaciones. Había conquistado la riqueza, pero era semejante á uno de
aquellos forasteros infelices que, al volver á su país, satisfecho de sus
ahorros en las minas, se encontrase con la casa destruida y la familia
ausente.
Aresti le escuchaba moviendo la cabeza, como si lo que su primo le
relataba lo hubiese adivinado desde mucho tiempo antes. Pero al oír su
lamento contra la soledad moral en que vivía, le señaló con expresión de
protesta una ventana abierta del hotel, por donde se escapaban los sonidos
del piano y el rumor de varias voces juveniles. «¿Y aquello?»
Sánchez Morueta levantó los hombros con expresión de indiferencia.
—Lo que llaman mi palacio—murmuró—no es para mí más que una
casa de huéspedes. Vivo mejor que en la mísera pensión de Londres, donde
pasé mi juventud de empleado; eso es todo.
—¿Y tu mujer? ¿Y Cristina?
—¡Mi mujer!—dijo el millonario con amargura:—yo no tengo mujer:
sólo tengo una patrona, muy santa, muy virtuosa, que cuida de mi vida
material, y hasta se inquieta algo cuando me ve enfermo. Soy el huésped
que trae dinero á casa y al que se le corresponde con un poco de respeto.
No finjas ignorancia, Luis.... Hace tiempo que adivinas cómo vivimos. Tú,
en tu pobreza, no has sido más afortunado que yo con mis millones. Tú lo
has dicho varias veces; en esta tierra hemos oído hablar de alguien que se
llama Amor, pero por aquí no ha pasado nunca.
Y el millonario revelaba el secreto de su vida conyugal, sin rubor alguno,
con la confianza que le inspiraba aquel hombre que casi era su hermano. Se
había unido con Cristina en los albores de su fortuna. ¿La amaba entonces?
No estaba muy seguro de ello. En aquellos tiempos, sus amores eran con la
buena suerte, y no le quedaba tiempo para otros. Se había casado por unir
una gloria más á sus satisfacciones de triunfador; porque le halagaba
emparentar con los que habían sido sus amos en Londres, y aquella
señorita, de una aristocracia tradicional y rancia completaba la
respetabilidad de su riqueza. Pero algo de amor había indudablemente en
ello. Las ocupaciones de su vida vertiginosa, los continuos viajes, no le
permitían con su mujer más que pasajeras y rápidas intimidades. Pero para
él no existía otra mujer en el mundo, y era ciego y sordo ante muchas
seducciones que le asediaban, atraídas por su opulencia. Sí: él reconocía
ahora que había amado á Cristina con una pasión, en que se mezclaba el
deseo á la mujer y el respeto instintivo del hijo del gabarrero á la señorita
que había tenido entre sus ascendientes, casi fabulosos, á los señores de
Vizcaya. Ahora se daba exacta cuenta de su amor, que en aquella época no
hallaba tiempo ni ocasión para exteriorizarse en la intimidad de la vida
doméstica. ¡Ah! ¡cuando descansase—se decía entonces—cuando viera
asegurada su fortuna, qué feliz sería con aquella mujer, digna compañera de
su opulencia, que parecía reinar sobre la gente más encopetada de Bilbao!...
Pero llegó el ansiado descanso, y al buscar á su mujer, en vano se esforzó
por encontrarla. Tenía ante él una buena madre, una excelente dueña de
casa, algo manirrota en sus gastos, pero muy interesada en que los negocios
prosperasen: una meticulosa administradora del hogar, que tomaba las
cuentas de la servidumbre con la misma minuciosidad que cuando vivía en
el arruinado caserón de Durango, y al mismo tiempo sacaba miles de duros
de la caja de su marido para restaurar una capilla que fuese más suntuosa
que la costeada por alguna de las señoras que se codeaban con ella, en las
Hijas de María ó en el salón de visitas de los padres de la Compañía.
Sánchez Morueta, resucitado á la juventud después de su triunfo en los
negocios, sufría un desencanto cada vez que se aproximaba á su mujer con
delicadezas ó arrebatos de enamorado. Cristina le miraba con enojo, como
si este cariño extremado la ofendiera, colocándola al nivel de las
vendedoras de amor. Para ella, la pasión matrimonial no había de ir más
allá de la intimidad, fría y casi mecánica, de sus primeros tiempos de vida
común. El matrimonio era para que el hombre y la mujer viviesen sin dar
escándalo, procreando hijos para servir á Dios y que no se perdiera la
fortuna de la familia. Lo que llamaban amor las gentes corrompidas era un
pecado repugnante, propio de gentes sin religión. Tratar un marido á su
mujer con melifluidades de esas que sólo se ven en los amantes de
comedia, era envilecerla, igualarla con las que viven del pecado. La esposa
cristiana había de ser casta en el pensamiento; cuidar de la salud material y
moral del esposo, aconsejarle el bien y dirigir el hogar. Más allá sólo iban
las mujeres perdidas. Y Sánchez Morueta tropezaba con una estatua
impasible, estrellándose en todos sus intentos por darla vida.
Nada malo podía decir ella. Era virtuosa y era fiel. Bien es verdad, que
aunque quisiera faltar á sus deberes le hubiese sido imposible. Su carne y
su pensamiento estaban muertos para el amor. Jamás recordaba el
millonario haber notado en su compañera un momento de abandono, un
arrebato de pasión. Cuando él se doblegaba bajo el estremecimiento de la
carne, encontraba los ojos de ella impasibles y serenos, como si estuviera
cumpliendo un deber penoso. Los espasmos de la materia no turbaban su
voluntad.
Sánchez Morueta llegó á pensar si Cristina amaría á otro, si al casarse
con él por interés, habría dejado en su pasado alguna ilusión que aún la
perseguía. Pero después de examinar sus predilecciones é intimidades en la
sociedad elegante y devota que la rodeaba, desechó sus sospechas. Ella sólo
quería á su esposo, si es que aquello era querer. En su cariño, no había
fuerzas para más. Y convencido de que nunca había de triunfar sobre una
voluntad rebelde al amor, fué alejándose, sin que la esposa se mostrase
triste y ofendida. Ella misma ayudó con no oculta satisfacción á este
divorcio. Transcurrió el tiempo y al abandonar el lujo de sus primeros años
de matrimonio, para tomar sitio entre las madres de severa respetabilidad,
comenzó á seguir dentro de su casa ciertas prácticas austeras y casi
conventuales. ¡Cuántas veces Sánchez Morueta se había visto rechazado
con ira, porque era Cuaresma ó estaba ella en vísperas de una comunión
aparatosa!...
Al establecerse definitivamente la separación, al alejarse él para siempre,
la mujer pareció agradecérselo con sus miradas, con una mayor dulzura en
el trato. Era, sin duda, más feliz, libre de la asiduidad ardorosa del macho;
de aquellas caricias que le repugnaban como una servidumbre cruel de su
sexo.
—Es muy honrada, muy virtuosa—dijo con amargura el millonario,—
Pero, para mí, como sí no existiera. ¡Ay, Luis; estoy solo! Yo creo que la
vida debe ser otra cosa: tanta honradez es inaguantable.
Llegaba hasta el jardín la vocecita de la hija de Sánchez Morueta,
cantando al piano el Goizeko izarra, la invocación melancólica á la estrella
de la mañana. La tristeza poética de las montañas vascas esparcíase por el
jardín inglés, dorado por el último llamear del sol de la tarde.
—¿Y esa?—preguntó el médico.—¿No tienes á tu hija?...
El potentado se expresó con apasionamiento. Amaba á su hija: era carne
de su carne: el único recuerdo de la pasión que había sentido por su esposa.
El cariño á Pepita era lo que mantenía las apariencias de paz de su casa: lo
único que le ayudaba á sobrellevar la tristeza doméstica. Era como un
puente que mantenía la comunicación entre él y su esposa. Por ella
continuaba Sánchez Morueta su existencia febril de hombre de negocios.
Tenía la obligación de defender lo que la pertenecía por su nacimiento. Su
porvenir le causaba á veces gran inquietud. Podía casarla con el hijo de otro
potentado: un matrimonio de millonarios en el que no entrase para nada el
amor. ¿Pero no era esto perpetuar en la hija la infelicidad del padre?
Observaba á Pepita, y se entristecía, adivinando en ella una reproducción
de su madre. Quería casarla por amor, con un hombre al que se sintiera
inclinada, pero no veía en ella la menor señal de apasionamiento. Se
casaría, sin ardor y sin protesta, con el que le indicaran sus padres, para
continuar con más libertad la vida insípida de ostentaciones y de devoción
elegante. Ella, como las otras jóvenes de su clase, veía en la unión con el
hombre un medio de independencia, sin que el corazón llegara á
interesarse. Iría á administrar otro hogar, como su madre dirigía el suyo: á
cuidar á un marido que trajese dinero á casa, y alguna vez, abandonando los
negocios, entrara un momento en su salón. De su padre sólo tenía algo en
lo físico: la educación y el alma eran de su madre. Si Sánchez Morueta, al
escoger el yerno, se colocaba frente á su mujer, era casi seguro que Pepita
no le seguiría á él.
—La amo—decía el millonario,—la amo á pesar de todo. Pepita me
quiere á su manera; es cariñosa conmigo, me mima y me adora,
especialmente cuando su madre la encarga que me pida algo. Pero también
junto á ella me siento solo. Parece que no seamos de la misma familia, que
pertenezcamos á distinta raza. No sé explicarme, Luis: tal vez estoy loco;
pero jamás siento con ellas, que son mi familia, esta confianza, este dulce
abandono que tú me inspiras. Y es que tú eres de mi sangre; el único
pariente verdadero.
Aresti seguía moviendo la cabeza, como quien oye una canción harto
conocida. No le extrañaba la situación de Sánchez Morueta: era la de
muchos poderosos de aquella tierra. Vivían rodeados de todos los goces del
bienestar, pero en una pobreza triste de afectos. Los matrimonios eran
vulgares asociaciones para crear hijos y que la fortuna no se perdiera.
Marido y mujer vivían en aislamiento moral: él buscando consuelo fuera de
casa, en amores vergonzosamente ocultados; ella dedicándose á la
devoción.
Sánchez Morueta interrumpió estas consideraciones de su primo, como si
ansiase decirle toda la verdad. Así era él también: necesitaba amor y
amaba. Ya que la alegría de la vida no entraba en su casa, la había buscado
fuera de ella. No era un enredo vulgar para satisfacción del sexo: era una
pasión que endulzaba el ocaso de su madurez y le hacía soñar y sentir á los
cincuenta años, con una intensidad que le retrogradaba á la juventud. Y con
arrobamientos de adolescente, recreándose en el relato, recordó toda la
novela de su amor.
Había comenzado por una aventura vulgarísima: un encuentro en Biarritz
con Judith, una vendedora de amor, de nacionalidad indeterminada, nacida
en Francia, pero hija de judíos: una mujer que en plena juventud había
corrido medio mundo y conocía casi todos los idiomas europeos. Las
relaciones habían ido estrechándose. Apenas se separaba de ella jurando no
volver á verla, avergonzado de su vileza y acordándose de su hija con
remordimiento, sentía la necesidad de buscarla de nuevo, se proponía á sí
mismo un negocio que hacía necesaria su presencia en París, ó en Madrid,
allí donde se encontraba ella, siguiendo su existencia errante de aventurera
del amor, tan pronto viviendo casi maritalmente y retirada del mundo,
como exhibiendo su belleza y su voz de falsete sobre los tablados de
los music-hall. ¿Qué tenía aquella mujer que le trastornaba con el mareo de
la embriaguez? Era el encanto del pecado, el sabor agridulce de lo
prohibido, el perfume canallesco, que entraba como una ráfaga de vendaval
en el aburrimiento de su vida, volcando todas las preocupaciones y los
escrúpulos. Sánchez Morueta, al considerarse culpable, se sentía más
hombre. El remordimiento era una manifestación de vida que le sacaba del
letargo de su existencia.
Paladeaba las nimiedades del amor, que turbaban dulcemente la
vulgaridad monótona de su vida. Las cartas de sobra prolongado y escritura
femenil le salían al encuentro en la mesa de su despacho, entre la
correspondencia comercial, con un perfume de alcoba pecadora que
estremecía su carne y parecía traerle una ráfaga cargada de taponazos de
champagne y música chillona de café concierto. La expansión, dulcemente
truhanesca, que le llamaba con los vulgares nombres de petit coco ó mon
gros cheri, hacíale sonreír juvenilmente bajo su barba venerable. Era una
pasión que alegraba el ocaso de su vida, que resucitaba su alma casi en las
puertas de la vejez. Amaba como un patriarca de la Biblia, sorprendido en
el ambiente tranquilo de su tienda por las gracias felinas de una bayadera
asiática.
Había acabado por arrancar á Judith de su vida de aventuras, por
instalarla definitivamente en Madrid, como una señora tranquila que vive
de sus rentas. Pensó por un momento traerla á Bilbao, pero había desistido
de ello, no por miedo á la familia, sino por temor á la villa hipócrita y triste,
que toleraba el amancebamiento con criadas y costureras, que cerraba los
ojos ó sonreía bondadosa ante el capricho del rico con mujerzuelas que no
abandonasen su condición de pobres, pero se escandalizaba y enfurecía
ante la cocotte, la hembra que pusiera en sus sonrisas algo de distinción, y
rodeara de una sombra de amor las necesidades de la carne. Otros más
valientes que él habían intentado aclimatar aquellas aves pasajeras en
ciertos hotelitos del ensanche, y todo el vecindario se amotinó contra las
extranjeras. Hasta habían cortado las cañerías del agua y la luz de sus casas,
para obligarlas á levantar el campo.
El millonario iba con frecuencia á Madrid por dos ó tres días,
pretextando juntas de accionistas ó gestiones cerca del gobierno. Todos le
encontraban rejuvenecido; veían en él algo nuevo é inexplicable, que
animaba sus ojos con el brillo dulce de la adolescencia, que parecía dar más
soltura á su cuerpo de hombre de lucha, y le hacía cuidar con mayor esmero
del adorno de su persona.
—Tú mismo—decía al médico,—te has extrañado de este cambio
muchas veces. Es el amor, Luis. Nada como él alegra á los hombres.
Y como si temiera alguna burla del doctor, hablaba de Judith con
entusiasmo, queriendo convencer á su primo de que su madurez no hacía
mal papel al lado de aquella juventud un poco gastada por el exceso de
placeres. Estaba seguro de que le quería. No era que él pudiese inspirar una
gran pasión: pero cansada de la antigua vida, se había refugiado en sus
brazos para siempre y le amaba con un amor en el que entraba por mucho
el agradecimiento. Esto le bastaba. No había más que ver cómo le sonreía,
cómo salían á su encuentro los brazos blancos y suaves cuando se
presentaba inesperadamente en el hotelito de las afueras de Madrid.
Aquella era su verdadera casa: allí pasaba los mejores días, y á no ser por
su hija y por la respetabilidad que exigen los negocios, allí iría á terminar
su existencia.
Además, un suceso inesperado los había unido más estrechamente: había
afirmado aquel idilio oculto que llevaba cinco años de duración. Sólo á un
hombre como su primo podía hacerle tal confidencia... ¡Tenía un hijo! Y
como el doctor Aresti no pudiese contener su asombro, el millonario se
apresuró á añadir:
—Tú eres el único que lo sabe: un hijo... ¡mío! ¡bien mío! Un niño de
tres años que empieza á hablar, y al verme me llama: «¡El papá de Bilbao!»
El amor me da lo que tantas veces deseé en mi casa sin conseguirlo. ¡Un
hijo!... No lleva mi apellido, no puedo confesar que soy su padre, pero
pienso en él, espero que crezca y ¡ya vendrá á mi lado! ¡ya haré por él
cuanto pueda, que será mucho!
Y hablaba enternecido de aquel hogar oculta, de la familia improvisada
que era para él la verdadera. Judith, engordando en su bienestar tranquilo;
aburguesándose hasta hacer olvidar á la antigua divette aventurera, Sánchez
Morueta la quería mejor así: la creía más suya. Y entre los dos, aquel
pequeñuelo de una asombrosa precocidad. El millonario se enorgullecía
viéndolo tan hermoso, con una belleza afeminada que reflejaba la de la
madre, sin ningún rasgo de él.
—Un verdadero hijo del amor—decía el hombretón con sonrisa
placentera.—No hay en el pequeño nada de mi fealdad: ni mis manazas, ni
esta cara de gigantón. Rubio como el oro, ¡y tan blanco! ¡tan delicado! ¡tan
poquita cosa! Parece un bebé de porcelana.
Y recordaba al doctor una de sus frases que gozaban el privilegio de
indignar á las gentes honradas. Los hijos del amor eran siempre los más
hermosos: tenían algo de extraordinario, que rara vez se encontraba en los
retoños engendrados por las parejas legales, que procrean por deber y por
instinto, durante las noches blancas, de placer triste y monótono, en las que
los besos tienen el sabor suculento y vulgar de la olla casera.
Sánchez Morueta calló como fatigado por su confesión. En uno de sus
paseos habían llegado cerca del hotel, y ahora se alejaban lentamente,
sonando á sus espaldas el piano y el abejorreo de las conversaciones de la
tertulia de doña Cristina.
—¡Y pensar que podía haber encontrado en mi casa la felicidad que
busco fuera, ocultándome como un malhechor!—exclamó el millonario,
como si el recuerdo de su familia despertase en él cierto remordimiento.—
Pero no creas, Luis, que estoy arrepentido—añadió con resolución.—Yo
tengo derecho á ser feliz y la felicidad se toma donde se encuentra.... Pero
dí algo, Luis. ¿Qué opinas de todo esto?
Aresti encogió los hombros. De aquellos amores no quería hablar. Si
proporcionaban á su primo cierta felicidad, hacía bien en continuarlos. La
vida es triste y la pericia del hombre está en alegrarla, en iluminar con
brillantes colores los contornos grises de la existencia. Bueno era que
aquella mujer le amase según él decía: pero aunque el amor no existiese,
resultaba lo mismo. Lo importante era que él se creyese amado. En el
mundo se vive de la ilusión y la mentira, y la mayor desgracia es abrir los
ojos.
—Me quiere, Luis, me quiere—interrumpió el millonario
apresuradamente.—¿Por qué había de fingir? Si hubiera sabido quién era
yo cuando la conocí, aún podría dudar. Pero en nuestros primeros tiempos
de amor me creía un hombre de corta fortuna. Tardó mucho á saber que era
yo Sánchez Morueta.
El doctor asombrábase ante la firme convicción de su primo. Celebraba
su optimismo: así, su dicha no correría peligro. Él no se mezclaba en el
asunto. A ser feliz ya que tenía fuerza de voluntad y medios sociales para
crearse una segunda familia, que viviría en el foso, mientras arriba, en las
tablas, tronaba la otra con todo el aparato de su riqueza. A Aresti sólo le
interesaban los infortunios domésticos de su primo, su aislamiento moral
dentro de la casa. Lo mismo que á él, les ocurría á otros. Era el eterno
obstáculo con que tropezaban todos los que en aquella tierra querían
encontrar en la esposa algo más que una compañera y administradora. Unos
habían de buscar la alegría de su existencia fracasada fuera de su casa,
manteniendo, por cobardía ó egoísmo, las apariencias de un hogar
tranquilo; otros, más resueltos y valerosos—él, por ejemplo,—rompían
abiertamente, no queriendo vivir encadenados á un alma muerta y volvían á
su existencia de solteros, con la amargura de no poder buscar públicamente
una nueva compañera.
Aresti no censuraba á las mujeres de su país. Eran como eran, un poco
por la frialdad de la raza nada propensa á apasionarse por lo que no tenga
un fin inmediato y práctico, y muchísimo más por defecto de educación,
porque los mismos hombres las habían acostumbrado al aislamiento, á la
separación de sexos, á asociarse las mujeres con las mujeres, no viendo en
el hombre más que una máquina de fabricar dinero é hijos. ¿Qué había
hecho al casarse Sánchez Morueta? Lo que todos los poderosos de su país.
El matrimonio ajustado por las familias, sin hacer gran caso de la voluntad
de los contrayentes: después, el viaje aparatoso de varios meses por
Europa, para alardear de riqueza, deseando el marido volver cuanto antes á
reanudar sus negocios. Y el mismo día de la vuelta á Bilbao, él, al
escritorio, á ganar dinero, ó al club, para vivir entre hombres solos, dejando
á la mujer entregada para siempre á las amigas. Y la mujer se refugiaba
entre las de su sexo, sin más diversiones que el visiteo y el exhibir trajes y
alhajas para envidia de las compañeras, pues hasta la faltaban ocasiones de
lucir su riqueza.
No conocían la vida de sociedad con sus fiestas y saraos, como los
aristócratas de otros países. Los padres de la Compañía, para asegurar su
influencia, predicaban contra los bailes, como invenciones del demonio,
propias de otras tierras que no habían gozado la gran dicha de heredar las
sanas y virtuosas costumbres de Vizcaya. Los teatros funcionaban con los
palcos vacíos, sin que á ellos asomara una mujer: las fiestas del verano eran
el único esparcimiento anual para todas ellas. Faltas de diversión, ansiosas
de reunirse, de oír música, de algo que despertase su sentimentalismo,
buscaban en la iglesia su club y su teatro, pasando el día en el templo del
Corazón de Jesús, allí donde la arquitectura afeminada y ridícula, cargada
de oro y bermellón, el armonium, las voces hermafroditas y las bombillas
eléctricas, parecían acariciarlas con un halago que tenía tanto de mundanal
como de místico.
Aresti sonreía amargamente. ¡Ay: estaba bien discurrido aquel asedio,
para apoderarse lentamente de la mujer, llegando por medio de ella hasta la
dominación del esposo! De ellos era principalmente la culpa, ¿Qué habían
de hacer unos seres débiles, faltos de dirección, arrastrados por el especial
sentimentalismo del sexo hacia todo lo absurdo? Veíanse obligadas á una
vida de harem; siempre mujeres con mujeres, viendo sólo al hombre en el
preciso momento del deseo; y el hábil jesuíta se presentaba como un
remedio á su tristeza, entretenía su fastidio con una devoción dulzona y
afeminada, era el eunuco guardián, el verdadero amo, dirigiendo á su
antojo al tropel de odaliscas cristianas. Así llegaba desde la sombra á
apoderarse de la voluntad de los hombres, los cuales se movían, sin
conocer el impulso de sus acciones.
Algunos aún se mostraban satisfechos y agradecidos á los sacerdotes,
porque proporcionaban dulce entretenimiento á sus esposas, dejándolos en
mayor libertad para sus negocios y placeres.... ¡Imbéciles! El doctor se
indignaba ante aquella intrusión, que había acabado por cambiar á las
mujeres de su país, matándolas el alma, convirtiéndolas en autómatas que
aborrecían como pecados todas las manifestaciones de la vida, y llevaban al
hogar las exigencias de una dominación acaparadora.
—Tú mismo, Pepe, que te quejas de lo que ocurre en tu casa—dijo el
doctor,—¿qué has hecho para evitarlo?...
Sánchez Morueta hizo un gesto de extrañeza. ¿Él? ¿qué podía evitar él?
¿Podía acaso cambiar el carácter de su esposa?...
—Tú has dejado, como los otros—continuó el doctor,—que tu mujer
buscase un remedio á su soledad, entregándose á la devoción. ¡Y te
extrañas de que Cristina haya ido separándose de tí! Es un caso de adulterio
moral, del que sois vosotros casi siempre los culpables. Se comprende lo
que á mí me ocurrió: yo no soy rico, y en este país de negocios, el pobre no
tiene autoridad sobre la familia. Además, junto á los prejuicios de la que
fué mi compañera, estaban como refuerzo los de su madre y su hermana.
Pero tú, que tienes la autoridad de la fortuna, ¿cómo has dejado que fuesen
apoderándose de una mujer á la que amabas, separándola de tí? Te quejas
de que ya no es tu esposa; pues ese afecto que te falta y ha trastornado tu
existencia lo tienen otros. En tus propias barbas han cortejado á tu mujer y
te la han robado. Sí alguna vez piensas vengarte, ve en busca de los que la
confiesan.
El millonario sonrió con desdén.
—¡Bah! ¡Los jesuítas! ¡Ya salió tu tema!... Efectivamente, son gente
antipática; ya sabes que les tengo mala voluntad. Yo soy liberal; yo me batí
en el último sitio como auxiliar, comiendo carne de caballo y pan de habas;
yo tomaría el fusil otra vez, si volviesen los carlistas. ¿Pero aun crees tú,
Luis, en esa leyenda de los jesuítas tenebrosos, cometiendo los mismos
crímenes que ellos atribuyen á los masones?...
Y Sánchez Morueta miraba con ojos compasivos á su primo, sin dejar de
sonreír.
—No sigas, Pepe—dijo el doctor.—Adivino lo que piensas. Soy un cursi.
Conozco la frase: es un magnífico pararrayos para desviar el odio que
instintivamente sienten todos contra esos hombres. Es cursi hablar mal de
los jesuítas, afirmar que constituyen un peligro. Lo distinguido, lo
intelectual, lo moderno, es creer á ojos cerrados en cualquier patán astuto
que, vistiendo la sotana, pronuncia sermones vulgares, y pasa las horas en
el confesionario enterándose de vidas ajenas y adorando al Corazón de
Jesús, que coloca por encima de Dios.
—¡Yo no digo tanto!—exclamó el millonario.—Yo no creo en ellos, y
hasta me río de sus cosas. Pero reconocerás conmigo que eso del odio al
jesuíta es algo anticuado. Sólo aquellos progresistas cándidos y heroicos de
otros tiempos, podían ver la mano del jesuíta en todas partes y creer en sus
venenos y puñales.
—Yo no creo en su tenebroso poderío ni en sus venganzas. En esta tierra
nadie se atreve como yo á hablar contra ellos, y ya ves, nada malo me
ocurre. Así que me he puesto fuera de su alcance, saliendo de una casa que
dominaban y viviendo entre gentes que les desprecian, nada pueden contra
mí. Aislados nada valen: pero hay que temerles allí donde les ayuda la
imbecilidad, donde la gente va hacia ellos. ¿Cómo te explicaré lo que
pienso? Son como los microbios, que nada valen, y, sin embargo, llegan á
producir una epidemia. Si encuentran un ser débil preparado para
recibirlos, lo matan; pero si tropiezan con uno fuerte, dispuesto á
repelerlos, ellos son los que perecen. No tienen fuerza para apoderarse de
nada por sí mismos. El que les haga frente puede estar tranquilo de que no
lo buscarán. Pero cuentan con el auxiliar poderoso de los tontos y del
sentimentalismo femenil, que avanza en su busca y se ofrece, diciéndoles:
«Dominadnos, haced de nosotros lo que queráis, y dadnos en cambio el
cielo.»
Aresti no creía, como los enemigos de la Compañía en otros tiempos, en
la grandeza y el poder del jesuitismo. La sabiduría de sus individuos era
una leyenda. Había entre ellos (que eran miles) algunos que se distinguían
en las ciencias y en las artes, nada más que como apreciables medianías.
Llevando siglos de existencia, disponiendo de riquezas y viajando por toda
la tierra, sus famosos sabios no habían enriquecido á la humanidad con un
sólo descubrimiento de importancia. Su talento consistía en presentar al
vulgo las medianías como genios de fama universal y colocar á la mayoría
restante en sitios donde no se evidenciase su vulgaridad.
El médico se reía igualmente de su poder. Sólo alcanzaba á los que caían
ante sus confesonarios. El que cortaba toda comunicación con ellos, podía
burlarse de su poder sin miedo alguno. Eran unos pobres hombrea, temibles
únicamente para los que viven á su sombra.
Aresti reconocía, sin embargo, que su influencia dentro de la Iglesia era
mayor que nunca. Cuando Loyola había fundado su Compañía, las demás
órdenes religiosas la despreciaban. Pero por ser la más moderna se había
apoderado de todas, con la fuerza de la juventud. Además, los frailes,
despojados de sus riquezas de otros siglos, tenían ahora que copiar los
procedimientos de los jesuítas, que tanto les repugnaban en pasadas épocas.
Tenían que marchar á la zaga de ellos, imitándolos para hacer dinero,
guardando la actitud humilde del pobre ante el rico. El cuarto voto de
obediencia al Papa, peculiar de la Compañía, había hecho indispensable
para el Vaticano el apoyo del jesuitismo. Hasta podía afirmarse que el
ejército monástico de Íñigo de Loyola había salvado al pontificado en el
trance, terrible para él, de la revolución luterana. Era la antigua fábula del
hombre y el caballo, puesta de nuevo en acción. El caballo prestaba sus
lomos al hombre para que le defendiese y vengase de sus enemigos, pero
una vez satisfechos sus deseos, el jinete se negaba á descender,
condenándolo á eterna servidumbre. La compañía había salvado al Papa,
pero esclavizándolo para siempre. El cristianismo había muerto con la
Reforma para convertirse en catolicismo. Ahora el catolicismo ya no era
más que una palabra: la verdadera religión era el jesuitismo. El Papa que
bendice seguía en el Vaticano; pero el Papa que decreta y disciplina las
conciencias, era el General, oculto en el Jesu de Roma.
—Esto á mí en nada me interesa—acabó diciendo Aresti.—Yo vivo fuera
del gremio, y lo mismo me importa que lo dirija este que el otro.
Su primo hizo un gesto de asentimiento. A él tampoco. Él no hablaba con
la audacia del doctor, pero vivía de hecho fuera de las prácticas religiosas;
no le preocupaban.
—A tí, sí—dijo Aresti con energía.—A tí deben preocuparte. Crees que
vives fuera de esa influencia, porque no vas á misa, ni te tratas con curas;
pero todo llegará, tú irás, y hasta es posible que te arrodilles ante algún
confesonario de la iglesia de los jesuítas. Estás en el círculo de su
influencia: te tienen al alcance de su mano por medio de la familia; ya te
agarrarán. ¡Apenas si es mal bocado el millonario Sánchez Morueta!
El aludido sonrió. ¡Bah! No eran tan terribles. En Inglaterra se reirían
oyéndoles hablar de tales gentes. Allí las despreciaban, si es que alguna vez
hacían memoria de ellas.
—¿Pero es que Londres es Bilbao?—gritó exasperado el doctor.—
¿Acaso Inglaterra es España? Ya sé yo que se ríen de ellos en todas las
naciones modernas y poderosas: únicamente Francia se rasca de vez en
cuando para echárselos lejos. Pero vivimos en España, una nación que no
concibe la vida sin la Iglesia, y lo que te dije de los individuos, puede
aplicarse á los Estados. Contra los fuertes se estrellan y perecen, pero de los
débiles, predispuestos al contagio, se apoderan como una enfermedad. Eso
de «cursi» podrá aplicarse al que sueñe con el jesuíta temible, en Londres ó
en Berlín: pero aquí ¡vaya con la cursilería! ¡y no puedes moverte sin
tropezar con ellos!...
—Sí; aquí dominan mucho—dijo el millonario con gravedad.—Yo sé
que á otros menos poderosos, que necesitan para sus negocios del apoyo de
capitales ajenos, los han elevado ó los han hundido, enviándoles ó
retirándoles los accionistas. Se meten en las casas y las dirigen... pero es
allí donde les dejan entrar. Yo, afortunadamente, aunque tú creas lo
contrario, estoy libre de ellos. Me han buscado por mil medios; han
intentado conquistarme; me han ofrecido indirectamente apoyos que no
necesitaba. Estoy muy por encima para que puedan hacerme daño. Aquí no
entrarán por más que se empeñen. Ya lo sabe Cristina: es lo único que me
impulsaría á romper con ella, á separarme, sin miedo á lo que dijese la
gente. Tú que sonríes y hasta parece que te burlas: ¿has visto aquí alguna
vez una sotana? ¿tienes noticia de que vengan á visitarnos esos señores de
la Residencia?
—No: no vienen—dijo Aresti sin abandonar su gesto irónico.—¿Y para
que habían de venir? Hace tiempo que están dentro: no necesitan de tu
permiso. ¿A quién habían de buscar en tu casa? ¿A tu mujer y á tu hija? Ya
les ahorras esa molestia enviándolas tú mismo á donde ellos las aguardan.
Les cierras la puerta de tu hotel, pero antes les entregas la familia....
—Me has repetido lo mismo varias veces: son ilusiones tuyas. Ya
conoces mi carácter. He dicho que no entran y no entrarán. Sería un buen
golpe para ellos apoderarse de Sánchez Morueta; pero pierden el tiempo.
Aresti estaba pensativo y parecía no oírle.
—El otro día—dijo con lentitud, como si reconcentrase su memoria—leí
un drama en francés y me acordó de tí. Era La Intrusa de Mæterlinck,
¿Conoces eso?...
El millonario movió la cabeza: él no tenía tiempo para la literatura.
—La Intrusa—continuó el médico,—es la Muerte, que entra en las casas
sin que nadie la vea; pero todos sienten los efectos de su paso.
Y Aresti relató la escena lúgubre de la familia reunida en torno de la
mesa, en la penumbra, más allá del círculo de luz de una pantalla verde. En
la alcoba cercana está una enferma, con el sopor de la gravedad: fuera de la
casa, á lo lejos, se oye afilar una guadaña, rayando el cristal negro de la
noche con su chirrido. Alguien debe haber entrado en el jardín. Se asoman
y no ven á nadie. Los cisnes graznan asustados, ocultando la cabeza bajo
las alas como si pasase un peligro: los peces despiertan en el tazón de la
fuente, ocultándose temblorosos: las flores caen deshojadas, las piedras
crujen como si las pisasen unas plantas de inmensa pesadumbre... y sin
embargo no se ve á nadie. Ya suenan pasos en la escalinata: la puerta se
abre, á pesar de que no sopla el viento. Hasta la noche parece haber
enmudecido sobrecogida. Intenta la familia cerrar las hojas y no puede,
como si tropezasen con un cuerpo invisible, con alguien que asoma y se
detiene indeciso, antes de orientarse. Y después, el ser misterioso avanza
por la sala. Nadie le ve, pero se adivinan sus pasos sobre el tapiz,
presienten todos que algo pasa ante la lámpara verde. Levanta una mano
invisible la cortina del cuarto de la enferma y vuelve á caer sin que nadie
haya entrado. ¡Un gemido!... La enferma acaba de morir. Es la muerte que
ha llegado hasta su cama atravesando todos los obstáculos; la Intrusa, para
la que no hay puertas, que avanza invisible, haciendo sentir en torno su
oculta presencia.
Y Aresti, después de relatar la obra de Mæterlinck, miraba silencioso á su
primo, que parecía no comprenderle.
—En tu casa ocurre lo mismo—dijo tras larga pausa.—Crees que ese
enemigo no ha entrado, porque no le ves de carne y hueso sentarse á tu
mesa y ocupar un sillón en la hora de las visitas. Pues hace tiempo que
llegó hasta tu misma alcoba. Tú te lamentabas de ello hace poco. Todos los
días vuelve, siguiendo los pasos de tu mujer y tu hija cuando regresan de la
Iglesia de los jesuítas ó de sus juntas de Hijas de María. ¿No presientes la
proximidad de ese enemigo invisible? No percibes su roce? El último de
tus criados lo ve y tú estás ciego. Te mira á todas horas y conoce tus
acciones. Sus ojos son ese secretario que tienes y ese señorito pariente de
Cristina, que busca unirse á tí, pensando en tus millones más que en Pepita.
Sus manos son tu mujer y tu hija. Ellas te agarrarán cuando te sientas débil;
aprovecharán un instante de desaliento para empujarte dulcemente en
brazos del Intruso. Te crees libre de él y ronda á todas horas en torno tuyo.
Sánchez Morueta reía ruidosamente.
—Estás loco, Luis. Por algo tienes esa fama de original. La lectura te ha
trastornado el seso. ¿A qué tanto fantasma, y dramas, é intrusos... y
demonios coronados? En resumen, todo es porque dejo en libertad á mi
familia, para que se entregue á las prácticas religiosas y se entretenga con
esa devoción bonita, inventada por los jesuítas. ¡Qué he de hacer yo, si eso
las divierte! ¿Quieres acaso que me Imponga como un tirano de comedia, y
diga: «Se acabó el trato con los Padres, aquí no hay más misa que la que
diga el cura de Portugalete en el oratorio del hotel?» Eso no lo hago yo,
Luis. Yo soy muy liberal: tal vez más que tú.
Hablaba con una firmeza británica de su respeto á la libertad. Él no
quería violentar la conciencia ajena: cada cual que siguiera sus creencias y
que le dejaran á él con las suyas. Libertad para todos. Y recordaba su
educación en Inglaterra, la amplitud religiosa del pueblo británico, con sus
diversas confesiones, sin que los individuos de una misma familia se
molesten ni enemisten por practicar diversos cultos.
Aresti pareció irritado por la calma serena con que su primo hablaba de
la libertad.
—Yo también creo lo mismo—exclamó;—pero en un país como ese de
que hablas, que apenas si ha conocido la intolerancia religiosa y la
persecución por delitos de conciencia. Además, hay allí creencias diversas,
y unas á otras se equilibran, amortiguando los efectos. Es una especie de
federalismo religioso que no sale de los templos, ni pretende dominar al
Estado y dirigir las familias. ¿Pero hablar de libertad absoluta en este país,
que es famoso en el mundo por la Inquisición y por ser patria de San
Ignacio?... Llevamos sobre las costillas cuatro siglos de tiranía clerical. La
unidad católica no está consignada en las leyes, pero ya se encargan
muchos de que perdure en las costumbres. Vivimos en guerra religiosa
permanente. Los pocos que se emancipan han de estar sobre las armas,
dando y recibiendo golpes. ¡Y vienes tú con esa pachorra inglesa
hablándome de libertad y de respeto á todas las creencias!... Eso puede ser
en otros países; podrá ser aquí, cuando exista esa España nueva, cuyo
nacimiento se aguarda hace cerca de un siglo, que saca la cabeza y luego se
oculta, sin decidirse á salir por completo de las entrañas de la Historia. No:
yo no soy liberal: yo soy un hombre de mi tiempo, tal como me han
formado las circunstancias de mi país, no como me lo enseñan los libros.
Yo soy un jacobino; yo quiero ser un inquisidor al revés, ¿me entiendes?,
un hombre que sueña con la violencia, con el hierro y con el fuego, como
único remedio para limpiar á su tierra de la miseria del pasado.
Y Aresti, siempre irónico y zumbón, se exaltaba hablando. Latía en sus
palabras el odio á la influencia oculta que había truncado su vida,
hiriéndolo en sus afectos de hombre pacífico, impidiéndole constituir una
familia. Él amaba la libertad; pero era la libertad para el mejoramiento y
bienestar de la especie humana; para ir adelante, hacia los nuevos ideales
marcados por la ciencia: no para retroceder, abrazándose á instituciones
que estaban muertas desde hacía siglos. Además, ¿por qué conceder las
ventajas de la libertad á los que habían empleado antaño su inmenso
poderío combatiéndola, arrumbando escombros sobre su tallo naciente y
ahora, al verla vigoroso árbol, querían ser los primeros en gozar de su
sombra? No: él no reconocía derecho para existir á unas creencias que eran
la negación de la vida; no podía conceder la libertad á los tradicionales
enemigos de esa misma libertad.
Encarándose con Sánchez Morueta, preguntábale qué haría si supiera que
en su escritorio existían hombres que deseaban el naufragio de sus barcos,
el incendio de sus fábricas, el agotamiento de sus minas, la desaparición
total de todo lo que era la existencia de su casa. ¿No los expulsaría,
indignado? Pues esto deseaba él para los enemigos de la vida, para los que
maldecían como pecados las más gratas dulzuras de la existencia; para los
que adoraban la castidad antipática de la virgen sobre la soberana
fecundidad de la madre; y ensalzaban la pereza contemplativa,
considerando el trabajo como un castigo; y hacían la apología de la
vagancia y la miseria convirtiéndolas en el estado perfecto; y tenían el
hambre como signo de santidad y apartaban á las gentes de las felicidades
positivas de la tierra, haciéndolas dirigir las miradas á un cielo mentido; y
anatematizaban el amor carnal como obra del demonio. Eran, en una
palabra, los que divinizaban todas las miserias, todos los rigores que
martirizan al hombre, marcando, en cambio, con el sello de la execración
las únicas alegrías que están á su alcance. Aquellos enemigos de la vida, la
insultaban llamándola valle de lágrimas. ¿No deseaban salir de ella cuanto
antes? Pues á darles gusto y que dejaran el sitio libre á los pecadores, á los
malvados que aman este mundo y se conforman con todos sus defectos y
tristezas, sabiendo que más allá no existe otro mejor.
Aresti hablaba con una vehemencia feroz, brillándole los ojos con fuego
homicida.
—Eres un inquisidor—dijo su primo soriendo.—Parece mentira que un
hombre moderno como tú se exprese de tal modo.
Aresti no quiso protestar. No le infundía repugnancia el mote de su
primo. ¿Inquisidor? sea. Toda la España, ansiosa de algo nuevo, sentía lo
mismo que él, sólo que no llegaba á razonar sus impulsos. En otros pueblos
más adelantados, la crisis religiosa, el paso de la Fe á la Razón, se había
verificado dulcemente, en medio del respeto y la libertad. La Reforma, con
su espíritu de crítica y libre examen, había servido de puente. Pero en esta
tierra había que dar un salto violento, pasar, sin puente alguno, desde las
creencias de cuatro siglos antes, aún en pie y poderosas, á la vida moderna.
El tránsito había de ser rudo y brutal. Era un ensueño querer guiar al pueblo
mansamente, pasito á paso: había que correr, que saltar, derribando lo que
aún quedase por delante. Había que tener en cuenta la raza, la herencia
triste que pesa sobre este pueblo: su educación intolerante que databa de
ayer. En unos cuantos años de vida moderna, que no era propia, sino de
reflejo, no se podían extinguir varios siglos de ferocidad religiosa. Todo
español lleva dentro un inquisidor. Bastaba ver cómo el más leve atentado
que turbaba la paz pública, hasta las clases más elevadas y cultas, pedían la
suspensión del derecho y la intervención de la fuerza. Los ricos aplaudían á
la guardia civil cuando daba tormento, resucitando los procedimientos
salvajes de la Inquisición; los pobres admiraban al fuerte, al audaz, viendo
muchos de ellos la suprema gloria en la bomba de dinamita; los gobiernos,
ante el más insignificante motín, abominaban de la libertad como si fuese
un fardo abrumador... En otros tiempos, los católicos rancios presentaban
sus pruebas de pureza de sangre para demostrar que estaban limpios de
todo origen judío ó mahometano. ¿Quién podría jurar hoy que no circulaba
por sus venas sangre de fraile ó de familiar del Santo Oficio?
Y el doctor, que había asistido á muchas reuniones populares, recordaba
la gradación de los sentimientos y tendencias de la gran masa. Aplaudían
con un entusiasmo algo forzado, por costumbre más que por espontáneo
impulso, los ataques al régimen político. Los reyes estaban lejos, y la gente
pensaba en ellos como en una calamidad casi del pasado, que aún no se
había extinguido, pero que debía desaparecer fatalmente, más pronto ó más
tarde, sin grandes esfuerzos. Les interesaba la cuestión social como algo
positivo relacionado con su bienestar; pero por más esfuerzos que hicieran
los oradores por exponer las generosidades de la sociología revolucionaria,
la gente sólo veía la ventaja de aumentar en unos cuantos reales el jornal y
trabajar alguna hora menos... Pero se hablaba del jesuíta, del fraile, del
cura, y la muchedumbre se ponía instintivamente de pie, con nervioso
impulso, y brillaban los ojos con el fulgor diabólico de una venganza
secular, y sonaba estrepitoso el trueno del aplauso delirante, y se
levantaban los puños amenazadores, buscando al enemigo tradicional, al
hombre negro, señor de España. Las huelgas por cuestiones de trabajo se
desviaban para apedrear iglesias: las manifestaciones populares silbaban é
insultaban á toda sotana que cruzaba la calle: hasta los motines contra el
impuesto de Consumos tenían por final la quema de algún convento.
—Y es que el pueblo—continuó Aresti—adivina por instinto cuál es el
enemigo más próximo, el primero que debe acometer al despertar, y no se
junta para algo que no dirija contra él sus iras.
El doctor, guiado por un deseo de imparcialidad, reconocía que en
apariencia ningún odio ni temor debían sentir las masas contra la Iglesia.
Los obreros de las ciudades no iban á misa, ni se confesaban; vivían
separados del cura, despreciándolo. ¿Por qué, pues, habían de temerle? Los
jesuítas y los frailes sólo visitaban las casas de los ricos y no podían esperar
los pobres que se introdujeran en sus miserables tugurios. ¿Por qué, pues,
odiarlos? Era que la masa, por instinto, adivinaba en ellos la barrera
opuesta á toda tentativa de avance. Estancando la vida del país, cortaban el
paso á los de abajo. Ellos eran los que les habían tenido en la ignorancia
durante siglos, haciéndoles ver que el pobre carece de otro derecho que el
de la limosna, inculcándoles un respeto supersticioso para el potentado,
obligándoles á creer que deben aceptarse como dones celestes las miserias
terrenas, pues sirven para entrar en el cielo. Y el pueblo, que sólo
conseguía ventajas en fuerza de rebeldías y revoluciones, se vengaba del
engaño de varios siglos persiguiendo á los impostores.
Además, existía un impulso de fuerza tradicional. Da las entrañas de la
historia patria se desprendía un hálito de santo salvajismo. El brasero
inquisitorial ardía durante siglos; el cielo azul obscurecíase con nubes de
hollín humano; reyes, magnates y populacho habían asistido entre
sermones y cánticos á las quemas de hombres con el mismo entusiasmo
que provocan hoy las corridas de toros. Del fondo de la tierra clamaban
venganza miles de seres achicharrados: ancianos cuyo único delito fué
comentar la Biblia, mujeres trastornadas por enfermedades nerviosas, que
después ha explicado la ciencia, niñas inocentes que seguían con la
inconsciencia de la juventud las creencias de sus padres.
—España es un país de olvido—decía el doctor.—Aún se estremecen en
Francia recordando la matanza de San Bartolomé, que duró veinticuatro
horas. ¡Y aquí es cursi decir que hubo Inquisición! Hasta cerebros
poderosos que funcionan como si estuvieran vueltos del revés se han
encargado de demostrar que sus castigos no tuvieron importancia; que fué
una institución digna de elogios; como quien dice un jueguecito para
divertir al pueblo. En otros países levantan estatuas á los víctimas de la
intolerancia religiosa. Aquí la Iglesia omnipotente los ha matado por
segunda vez, creando el vacío en la historia. De tantos miles de mártires, ni
el nombre de uno solo ha llegado hasta el vulgo.
Pero el pueblo era, sin darse cuenta de ello, el vengador del pasado,
Aresti, que vivía en contacto con la masa, apreciaba la simplicidad de sus
ideas, el instinto paladinesco que la impulsaba á ser la ejecutora de una
revancha histórica. Sólo en el pueblo perduraba el recuerdo de aquella
ferocidad religiosa, de aquel crimen repetido fríamente en nombre de Dios
al través de los siglos; de aquellos sacrificios humanos que recordaban los
ritos sangrientos de los fenicios ante sus divinidades ardientes. Y el
desquite llegaba con no menos ferocidad, como el desahogo de un pueblo
que se venga. Intentábase ahora, al menor motín, quemar los edificios que
servían de albergue á los representantes del pasado odioso; algún día los
incendiarían de veras con todo su contenido humano. Esto parecería brutal,
pero era lógico en un país donde todavía no existe el hombre. Los hombres
poblaban el resto de Europa. Aquí aún no se habían presentado. El hombre
sería el habitante de la España nueva; pero antes tenían que evolucionar
mucho los actuales pobladores del país, dignos descendientes del
inquisidor, educados por él en el desprecio á la vida humana, en la facilidad
de inmolarla como holocausto á las creencias. ¿De qué se quejaban los que
mañana serían víctimas, si ellos habían envenenado el alma de un pueblo,
formándolo durante siglos á su imagen y semejanza?...
El doctor recordaba ciertos mariscos que, segregando el jugo de su
cuerpo, forman la concha, el caparazón que les sirve de vestido y defensa.
El español no tenía otro jugo que el de la intolerancia, el de la violencia.
Así le habían formado y así era. En otros tiempos, el caparazón era negro;
ahora sería rojo; pero siempre la misma envoltura: Él estaba orgulloso de la
suya. Frente al inquisidor del pasado, el inquisidor en nombre del porvenir.
Luego, ya llegaría el hombre, limpio de todo deseo de venganza, sin miedo
á enemigos tradicionales, fraternal y dulce, que levantaría el edificio
moderno sobre el solar limpio de escombros.
—¡Estás loco!—exclamó Sánchez Morueta riendo.—Por eso te ponen
esa fama de hombre que tiene cosas. Si te tomase en serio, habría para
sentir horror por lo que dices.
Aresti se encogió de hombros.
—Pero ven acá, mediquillo chiflado—continuó el millonario.—
Reconozco que esa gente es tan nociva y tan peligrosa como tú dices. Ya
sabes que yo tampoco la tengo en gran estima, y me lamento del estado en
que han puesto á nuestro país. Pero ¿á qué la violencia? Para acabar con
ellos no hay como la libertad. Mueren dentro de ella como los gérmenes
que se encuentran en un medio que no es el suyo. Perseguirlos y oprimirlos,
es tal vez darles más fuerza, demostrar que se les tiene miedo.... ¡Mucha
libertad, mucho progreso, y ya verás como las costumbres de la civilización
les empujan hasta el sitio que deben ocupar, sin que osen salirse de él!
—¡Ahora me toca á mí reír!—exclamó el doctor.
Y reía mirando á su primo con ojos compasivos, mientras contestaba á
sus razonamientos.... ¡Querer luchar con aquellas gentes, en la amplitud de
la libertad, cuando llevaban como ventaja varios siglos de dominación, la
incultura del país, la servidumbre de la mujer encadenada á ellos por el
sentimentalismo de la ignorancia! ¡Cuando contaban con el apoyo del rico,
de tradicional estolidez, que, atormentado por el remordimiento, compra
con un trozo de su fortuna la seguridad de no ir al infierno!... Mientras
aquellos enemigos existieran, serían estériles todos los esfuerzos para
reanimar el país. Sólo ellos se aprovechaban de las ventajas del progreso
nacional. Eran los perros más fuertes y ágiles, y se zampaban los
mendrugos que la civilización arrojaba al paso, por encima de nuestras
bardas, mientras el pobre mastín español soñaba en medio de su corral,
flaco, enfermo y cubierto de parásitos.
Había que fijarse en el trabajo de los padres de la Compañía, que eran los
verdaderos representantes del catolicismo, el Estado Mayor del ejército
religioso, el único que tenía el secreto de sus marchas y evoluciones y
ocupaba las tiendas de distinción. ¿Se engrandecía Barcelona siguiendo el
movimiento fabril de Europa? Pues allí ellos. Adquiría Jerez inmensa
riqueza con la fama universal de sus vinos, y sobre las techumbres de las
bodegas alzábase dominadora la iglesia del jesuíta. Descubría Bilbao sus
minas y en seguida se presentaba el ignaciano á pedir su parte, levantando
la universidad y el templo; la fábrica de autómatas y la tienda donde se
vende la salvación eterna. No había una mancha de prosperidad y riqueza
en el mísero mapa de España, que no la ocupasen ellos. En las pobres
regiones del interior, condenadas á hambre perpetua y á un cultivo africano,
no conocían su existencia. La España mísera quedaba para los curas
montaraces y famélicos, para los merodeadores despreciables del ejército
de la Fe. Ellos eran como los juncos, que delatan en la estepa la presencia
oculta del agua. Donde ellos apareciesen, no era posible la duda: existía la
riqueza.
La fábrica nueva, la mina descubierta, los campos recién roturados, la
codicia de arriba y la miseria explotada de abajo; todo se condensaba en
provecho suyo y venía lentamente á sus manos. Aresti se indignaba ante la
suerte de su país, tierra de maldición, tierra condenada, que había de
permanecer en la inmovilidad, mientras se transformaba el planeta, ó si se
abría á las caricias de la civilización era en provecho de los dominadores
acampados sobre ella.
Con el catolicismo no eran posibles los respetos. El que se mantenía ante
él en actitud puramente defensiva, con la esperanza de que la Iglesia
imitase su prudencia, estaba vencido de antemano. Los católicos de buena
fe eran temibles y peligrosos por el convencimiento de que poseían la
verdad absoluta. Dios se había tomado la molestia de hablarles para
transmitírsela, y sentían eternamente la necesidad de imponerla á los
hombres, aunque fuese por la fuerza, exterminando á los espíritus rebeldes
que se resistían á recibir el beneficio. Podía vivirse en paz con todos los
errores, siempre que fuesen fruto de la razón, pues la razón no se considera
infalible y está pronta á rectificarse. ¿Pero cómo existir tranquilamente, en
mutuo respeto, con unos hombres que tomaban todos sus pensamientos
como inspiraciones indiscutibles de la divinidad? En ellos era instintiva la
violencia; se indignaban ferozmente viendo desoído á Dios, que habla por
su boca. Sus crímenes del pasado y sus pretensiones del momento,
imponían el deber de combatirlos. Podían respetarse sus creencias, pero
vigilándolos como locos peligrosos, teniéndolos en perpetuo estado de
debilidad para que no intentaran imponerse por la violencia.
—¡El respeto á la libertad!—continuó el doctor dirigiéndose á su
primo.—Oyéndote, me pareces igual á un filántropo loco, que en una
colección de fieras, se indignase ante la jaula de una pantera.
Y Aresti, en su exaltación, mimaba la escena, al mismo tiempo que la
describía de viva voz. El filántropo ideal compadecía á la bestia, ¿Con qué
derecho la tenían entre hierros? La fiera había nacido para ser libre: tenía
derecho á la vida de las selvas, sin obstáculo alguno, como en su primera
edad, «Goza de tu libertad, pobre pantera», decía abriendo la jaula. Y el
animal, al salir de un salto, mostraba su agradecimiento al libertador
haciendo uso de su fuerza, abatiéndole de una zarpada, desgarrándole el
pecho con los colmillos.
—Suelta á la pantera de nuestra historia—gritaba el médico;—déjala en
libertad, después que ha costado un siglo de esfuerzos colocar ante ella
unos barrotes por entre los cuales saca las patas siempre que puede, y ya
verás cómo corresponde á tu candidez de liberal á la antigua.
—¿Y qué quieres?—preguntó Sánchez Morueta.—¿Matarla? ¿Crees que
eso es posible, de un golpe?
—Así debía ser: lo nocivo, lo peligroso hay que suprimirlo.
Quedó en silencio Aresti largo rato, y luego añadió con convicción:
—Matar la fiera sería lo mejor. Pero de no ser así, hay que conservarla
entre hierros, acosarla, acabar con su fuerza, romperla las uñas, arrancarla
los dientes, y cuando la vejez y la debilidad hayan convertido la pantera en
un perro manso y débil, entonces, ¡puerta abierta! ¡libertad completa! Y si
los instintos del pasado renacen en ella, bastará un puntapié para volverla al
orden.
IV
FIN