El - Intruso (1) - Blasco Ibañez

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El intruso

Vicente Blasco Ibáñez


I

Comenzaba á clarear el día cuando despertó el doctor Aresti, sintiéndose


empujado en un hombro. Lo primero que vió fué el rostro de manzana seca,
verdoso y arrugado de Kataliñ, su ama de llaves, y los dos cuernos del
pañuelo que llevaba la vieja arrollado á las sienes.
—Don Luis... despierte. Muerto hay en el camino de Ortuella. El jues
que vaya.
Comenzó á vestirse el doctor, después de largos desperezos y una
rebusca lenta de sus ropas, entre los libros y revistas que, desbordándose de
los estantes de la inmediata habitación, se extendían por su dormitorio de
hombre solo.
Dos médicos tenía á sus órdenes en el hospital de Gallarta, pero aquel día
estaban ausentes: el uno en Bilbao con licencia; el otro en Galdames desde
la noche anterior, para curar á varios mineros heridos por una explosión de
dinamita.
Kataliñ le ayudó á ponerse el recio gabán, y abrió la puerta de la calle
mientras el doctor se calaba la boina y requería su cachaba, grueso cayado
con contera de lanza, que le acompañaba siempre en sus visitas á las minas.
—Oye, Kataliñ—dijo al trasponer la puerta.—¿Sabes quién es el muerto?
—El Maestrico disen. El que enseñaba por la noche el abesedario á los
pinches y era novio de esa que llaman La Charanga. ¡Cómo está Gallarta,
Señor Dios! Ya se conoce, pues: la iglesia siempre vasía.
—Lo de siempre—murmuró el médico.—El crimen pasional. A estos
bárbaros no les basta con vivir rabiando y se matan por la mujer.
Aresti andaba ya, calle abajo, cuando la vieja le llamó desde la puerta.
—Don Luis, vuelva pronto. No olvide que hoy es San José y que le
esperan en Bilbao. No haga á su primo una de las suyas.
Aresti notó la entonación de respeto con que hablaba la vieja de aquel
primo que le había invitado á comer por ser sus días. En todo el distrito
minero nadie hablaba de él sin subrayar el nombre con una admiración casi
religiosa. Hasta los que vociferaban contra su riqueza y poderío, le temían
como á una fuerza omnipotente.
El doctor, al salir de Gallarta, se abrochó el gabán, estremeciéndose de
frío. El cielo plomizo y brumoso se confundía con las crestas de los
montes, como si fuese un toldo gris que hubiera descendido hasta descansar
en ellas. Soplaba el viento furioso de las estribaciones del Triano, que
arranca las boinas de las cabezas. Aresti se afirmó los lentes y siguió
adelante todavía soñoliento, con esa pasividad resignada del médico que
vive esclavo del dolor ajeno. Las rudas suelas de sus zapatos de monte se
pegaban al barro; la cachabaiba marcando con su lanza un agujero á cada
paso.
La noche anterior había cenado Aresti con unos cuantos contratistas de
las minas, lo más distinguido de Gallarta; antiguos jornaleros que iban
camino de ser millonarios y, no pudiendo coexistir con sus antiguos
camaradas de trabajo, ni tratarse con los burgueses de Bilbao, se pegaban al
médico acosándolo con toda clase de agasajos. Despertaba en ellos cierto
orgullo que el doctor Aresti, que había estudiado en el extranjero y del que
hablaban en la villa con respeto, quisiera vivir entre ellos, en la sociedad
primitiva y casi bárbara del distrito minero. Esto les halagaba como si fuese
una declaración de superioridad en pro de los mineros de las Encartaciones
sobre los chimbos de Bilbao. Además, respetaban al doctor con cierta
adoración supersticiosa porque era primo hermano de Sánchez Morueta y
éste no ocultaba su gran cariño al médico...
¡Sánchez Morueta! ¡Cómo quién dice nada! Hacía muchos años que no
había estado en las minas. Aun en el mismo Bilbao, transcurrían los meses
sin que viesen su barba cana y su cuerpo musculoso de gigante los más
íntimos del famoso personaje. Pero ya se podía preguntar por él, lo mismo
al gobernador de Bilbao que al último pinche de Gallarta: nadie se
mostraba insensible ante su nombre. Desde lo alto del Triano se veían
minas y más minas, ferrocarriles con rosarios de vagonetas, planos
inclinados, tranvías aéreos, rebaños de hombres atacando las canteras: de
él, todo de él. Y de él también, los altos hornos que ardían día y noche
junto al Nervión, fabricando el acero, y gran parte de los vapores atracados
á los muelles de la ría cargando mineral ó descargando hulla, y muchos
más que paseaban la bandera de la matrícula de Bilbao por todos los mares,
y la mayor parte de los nuevos palacios del ensanche y un sinnúmero de
fábricas de explosivos, de alambres, de hojadelata, que funcionaban en
apartados rincones de Vizcaya. Era como Dios: no se dejaba ver, pero se
sentía su presencia en todas partes. Podía hacer á un hombre rico de la
noche á la mañana con sólo desearlo. Hasta los señores de Madrid que
gobernaban el país le buscaban y mimaban para que prestase ayuda al
Estado en sus apuros y empréstitos. ¡Y el doctor Aresti, amado por Sánchez
Morueta con un afecto doble de padre y de hermano, se empeñaba en vivir
fuera de su protección, más allá de la lluvia de oro que parecía caer de su
mirada y que hacía que los hombres se agolpasen en torno de él, con la
furia brutal de la codicia, obligándolo á aislarse, á permanecer invisible,
para no perecer bajo el formidable empujón de los adoradores!... La única
merced que el médico había solicitado de su poderoso pariente, era el
establecimiento en la cuenca minera de un hospital para los trabajadores
que antes perecían faltos de auxilio en los accidentes de las canteras. Y con
toda su fama de práctico de los hospitales de París, con la popularidad que
le habían dado en la villa sus arriesgadas operaciones, fué á aislarse en las
minas, cuando aún no tenía treinta años, viviendo en una casita de Gallarta
con sus libros y su vieja criada Catalina.
Los contratistas, los capataces, los químicos, toda la gente que formaba la
clase sedentaria de las minas, admiraba á Aresti, poniendo en su adoración
algo del asombro que despierta en el vulgo el desprecio á las riquezas
materiales.
—Le gusta vivir con nosotros—decían con orgullo.—Mejor prefiere una
merienda con gente de boina que un banquete en el palacio que Sánchez
Morueta tiene en Las Arenas... ¡Ser primo de Don José y pasarse meses sin
verlo!... ¡Pero qué famoso es el doctor!
El mísero rebaño de los mineros, albergado en los barracones y cantinas,
tenía una fe ciega en su ciencia, le miraba como á un brujo capaz de los
mayores prodigios para remendar los desperfectos del andamiaje humano.
Pasaban por los caminos de la montaña un sinnúmero de lisiados, que, al
conservar la vida después de horribles catástrofes, proclamaban la maestría
del cirujano.
—¡Que venga Don Luis!—gemía el minero herido por la explosión de un
barreno, ó el pinche casi enterrado por un desprendimiento de la cantera.
Y al ver con la mirada vidriosa de la agonía los lentes del doctor, sus ojos
irónicos bajo unas cejas mefistofélicas y la barba en punta llena de canas
precoces, los infelices sentíanse animados por repentina confianza; no
percibían la llegada de la muerte, esperando hasta el último momento el
milagro que había de salvarles.
Los otros médicos del distrito eran recibidos por los enfermos con triste
resignación. ¡Don Luis: sólo el doctor Aresti! Y las señoras de Gallarta, las
esposas de los contratistas, antiguas aldeanas que se aburrían en sus
flamantes chalets construidos en las afueras del pueblo, sentían
enfermedades nunca sospechadas en tiempos anteriores, sólo por el gusto
de hablar con el doctor, que á más de su ciencia llevaba con él algo de la
grandeza de Sánchez Morueta y de las altas clases de Bilbao hasta las
cuales soñaban con llegar algún día. Los maridos no necesitaban menos de
la presencia de Aresti. Le consultaban en los asuntos de familia, y, apenas
terminado su trabajo en las minas, le buscaban por las noches, organizando
en su honor cenas pantagruélicas. Le llevaban con ellos á las pruebas de
bueyes y las apuestas de barrenadores, fiestas brutales que organizaban en
todos los pueblos de la provincia, cruzando apuestas de muchos miles de
duros.
La noche anterior, Aresti se había acostado tarde. Ya que había de comer
en Bilbao invitado por Don José (que así era conocido por antonomasia el
poderoso Sánchez Morueta), los ricos de Gallarta, que llevaban igual
nombre, no querían dejar de obsequiar al doctor. Y hasta más de media
noche duró la cena en el fondín principal del pueblo: un banquete de platos
populares y substanciosos, tales como los soñaban aquellos ricos
improvisados en su época de hambre: conejos de monte, gallinas en toda
clase de guisos, bacalao bajo todas las formas, un interminable desfile de
viandas vulgares rociadas desde la primera á la última con champagne de
las mejores marcas. El champagne era para aquellas gentes el distintivo de
la riqueza; lo único que habían podido copiar de las clases elevadas. Lo
querían del más caro para que constase bien su opulencia y lo gastaban á
cajas, abriendo á golpes las botellas, riendo como niños cuando el líquido
se derramaba por el suelo, mojándose unos á otros con la espuma,
bebiéndolo en tanques y llenando á veces las palanganas para lavarse la
cara con el precioso vino, despilfarro que á los postres nunca dejaba de
producir hilaridad.
Aresti sonreía recordando la fiesta de la noche anterior, las
extravagancias infantiles de aquellos rústicos, enriquecidos rápidamente é
imposibilitados de ostentar mejor sus ganancias en la vida aislada y
laboriosa que llevaban en el monte.
Sin detenerse en su marcha, el doctor contempló largo rato una colina
roja que se alzaba á un lado del camino. Aquella tumefacción del paisaje
era obra del hombre. La montaña se había formado espuerta sobre espuerta.
A su sombra habían nacido Gallarta y la riqueza del distrito. Era la escoria
de la mina de San Miguel de Begoña, la explotación más famosa de las
Encartaciones: toda de mineral campanil y del más rico. Allí habían
comenzado su fortuna Sánchez Morueta y otros potentados de Bilbao. Sólo
quedaba como recuerdo la montaña de escoria. El dinero estaba en la villa,
y en las entrañas de la tierra los siervos anónimos que habían dejado parte
de su existencia en el arranque del mineral.
Aresti vió un grupo de gente á un lado del camino. Pasaban corriendo
junto á él chiquillos y mujeres. A veces se detenían para llamar á los que
estaban en los desmontes inmediatos.
—¡Ené! ¡Han matado al Maestrico! ¡Vamos á verlo!
Y seguían corriendo hacia el gentío, en el cual se destacaban los negros
uniformes y las boinas con chapa de una pareja de miñones. Algunos
muchachuelos, pinches de las minas, llegaban atraídos por el suceso,
llevando en cada mano un cartucho de dinamita para los barrenos.
Familiarizados con el explosivo, metíanse entre los grupos empujando para
abrirse paso y ver al muerto.
En medio del camino estaban inmóviles varias carretas con sus bueyes de
raza vasca, pequeños, de patas finas, con una piel de carnero entre los
cuernos adornando el yugo.
Al llegar el doctor se abrió el compacto grupo, dejando ver un hombre
tendido en la cuneta, con las ropas en desorden. El barro y la sangre
formaban una máscara sobre su rostro. Aresti no tuvo más que inclinarse
para convencerse de que estaba muerto desde muchas horas antes.
El juez municipal, un contratista de los que habían cenado con Aresti, le
habló del suceso, lamentando el madrugón que le había proporcionado. El
pobre Maestrico debía haber muerto casi instantáneamente. Tenía un golpe
en el corazón, una de aquellas puñaladas que sólo se veían en las minas
donde vive tanta gente salida del presidio. Además, le habían herido en la
cara, en las manos, en todo el cuerpo. Debían ser dos los que le
acometieron, cerrada ya la noche, cuando volvía de Bilbao. Para el juez, el
suceso no ofrecía dudas. De allí iría á prender á los culpables sin miedo á
equivocarse.
Recordaba á Aresti, en pocas palabras, la historia del muerto; un andaluz,
de carácter triste y pocas palabras que había rodado por el mundo
buscándose la vida en América en cien oficios, y trabajando en todas las
minas de España. Por las noches, cuando volvía del trabajo, daba lecciones
á los pinches. Vivía á pupilo en casa de los padres de la Charanga, una
moza guapetona y descarada que llevaba revuelta á la chavalería de
Gallarta, prefiriendo entre todos al hijo de un licenciado de presidio, un
rebelde que iba de una á otra cantera despedido siempre por su insolencia,
y que, en los bailes del domingo, llamaba la atención por su faja de guapo
arrollada desde el pecho hasta las ingles, con un arsenal de armas oculto.
El Maestrico se había enamorado de la Charanga con la pasión
reconcentrada y silenciosa de un hombre de cuarenta años. Los padres le
querían, alabando sus costumbres sobrias, su actividad para ganarse la vida;
y la muchacha, en su diferencia de bestia alegre, decía que sí á todo,
continuando sus relaciones con el matoncillo. Iban á casarse en aquella
misma semana. El Maestrico había marchado el día anterior á Bilbao para
comprar algunos regalos á la novia y, al regreso, el amante y su padre le
habían esperado en el camino.
Aresti oyó unos gemidos á su espalda. Entre el gentío, un minero viejo se
llevaba las manos á los ojos.
—Antón... pobre Maestrico. ¡Matar á un hombre así! ¡Tan bueno!... ¡tan
trabajador!
Era el padre de la Charanga, que lloraba ante el cadáver de su pupilo.
El médico se fijó en el abultado abdomen del muerto, é hizo que un
miñón desliase la faja negra. Aparecieron dos botinas de mujer con la suela
blanca y el charol deslumbrante; el calzado con que sueñan las muchachas
de las minas como una elegancia suprema. El pobre Maestrico había ido á
la villa para comprar este regalo á su novia.
Se abrió el grupo con cierto rumor de curiosidad, como á la llegada de un
personaje esperado. Era la Charanga, con las manos en las fuertes caderas,
los ojazos insolentes y hermosos bajo el pelo alborotado, mostrando al
sonreír sus dientes agudos de loba impúdica.
—¿Pero es verdad que han matao á ese?...
Y fijaba su mirada en el médico, con la misma expresión de lúbrica
generosidad con que muchas veces le había invitado á seguirla cuando le
encontraba en el campo. Después contempló el cadáver fríamente, sin
emoción, y al tropezar su mirada con las botas de charol rompió á reír.
—¡Rediós! ¡Pus ya podía yo anoche esperar mis botas!...
Fué todo lo que se le ocurrió ante el cadáver del que iba á ser su marido.
Y rompiendo á codazos por entre los hombres que se conmovían al
contacto de sus caderas, salió del grupo, alejándose con soberbia
indiferencia, pensando tal vez en el otro que por amor á ella iba á ir á
presidio.
—¡La bestia!—dijo el médico al juez, siguiéndola con la mirada.—La
hermosa bestia de los tiempos primitivos, satisfecha de que los machos se
maten por poseerla... Esto sólo se ve aquí.
Y Aresti sonreía con la satisfacción del naturalista que contempla en su
gabinete un animal extraordinario.
Llegaban de Gallarta nuevos grupos atraídos por la noticia del asesinato.
El juez mostraba prisa por ir con la pareja de miñones en busca de los
criminales. Unos amigos del muerto cogieron el cadáver, llevándolo hasta
una carreta para conducirlo al pueblo. El doctor emprendió el regreso y,
cerca ya de Gallarta, notó que un muchacho de unos catorce años, un
pinche de los que trabajaban en las minas, le seguía, marchando tan pronto
á su lado como delante, siempre volviendo la cara hacia él, mirándole con
unos ojos desmesuradamente abiertos, suplicantes y vidriosos como si
fuesen á saltarles las lágrimas.
—¿Qué se ofrece caballero?—dijo Aresti con su voz alegre que parecía
esparcir la confianza entre los desgraciados.
—Señor dotor—gimió el muchacho.—Mi padre... mi pobre padre.
Y como si no pudiera contener la pena tanto tiempo comprimida, se
ahogaron las palabras en su garganta y rompió á llorar.
Aresti se fijó en él. No era del país: debía ser maketo, de los que llegaban
en cuadrillas de Castilla ó de León, empujados por el hambre, atraídos por
los jornales de las minas. Un pantalón azul, con piezas superpuestas en las
posaderas y las rodillas, oscilaba sobre sus zapatones claveteados, de punta
levantada. La faja negra oprimía una camisa de franela roja, apenas
cubierta por un chaleco suelto, y la maraña de pelos ensortijados, sucios de
barro, se escapaba por debajo de una boina vieja. Olía á juventud
descuidada, á ropas mantenidas sobre la carne meses enteros. Aresti
conocía este perfume de las minas; el hedor de los cuerpos vigorosos que
trabajan, sudan y duermen siempre con la misma envoltura.
—Tu padre... ya te entiendo—dijo bondadosamente.—¿Y qué le ocurre á
tu padre? Vamos á ver.
El pinche se explicó trabajosamente. Su padre estaba arriba, en Labarga,
en una casa de peones, muy enfermo; se moría. Al amanecer había querido
levantarse para ir al trabajo como los demás compañeros, pero le ardía la
piel, deliraba. El día antes había llovido y se mojó en la cantera. Él, que era
su hijo, se había quedado para cuidarle. ¿Pero cómo, señor?... Estaba muy
malo, mucho. ¡Para que él se hubiera decidido á perder el jornal del día!...
Y el muchacho repitió lo de la pérdida del jornal varias veces, dándole
con su acento una importancia extraordinaria, como la mejor demostración
de la gravedad del enfermo.
Aresti creyó consolarle, prometiendo que enviaría al médico que estaba
en Galdames, tan pronto como volviera. Pero el muchacho rompió á llorar
de nuevo.
—Señor dotor... Usted, sólo usted... Se lo pido por lo que quiera más en
el mundo... He bajado de Labarga para eso. Usted sabe más que todos
juntos. La gente dice que usted hace milagros...
Y apoderándose de una mano del doctor, se la besó repetidas veces sin
saber qué decir, como si estas muestras de veneración fuesen todo su
lenguaje y con él quisiera convencer al médico.
—Basta, muchacho—dijo Aresti riendo.—No sigas. Iré á Labarga para
que no me beses más con tu cara sucia... Buena se va á poner Kataliñ
cuando sepa que subo al monte.
El muchacho, tranquilizado por la promesa del doctor, habló con menos
dificultad contestando á sus preguntas. Eran de tierra de Zamora y habían
venido á las minas su padre y él con seis paisanos más. Hacía tres años que
realizaban este viaje á la entrada del invierno. Ellos tenían allá su poquito
de tierra. Cultivaban hierba y centeno; las mujeres se encargaban de los
campos durante el frío y los hombres emprendían la peregrinación á Bilbao
en busca de los jornales fabulosos, de once reales ó tres pesetas, de los que
se hablaba con asombro en el país. Al venir el verano, regresaban al pueblo
para recoger la cosecha y plantar la del año próximo. En las minas se
trabajaba mucho, la vida era dura, morían algunos; pero se podía volver á
casa con buenos ahorros.
—Yo, señor dotor, gano siete reales: mi padre once ú doce. Damos un
real por la cama y nos comemos cinco cada uno, porque aquí todo va por
las nubes. Hay otros gastos de zapatos y calcetines, porque el mineral
destroza mucho. Además, casi todas las semanas llueve en esta tierra y no
se trabaja... Total, que no bebiendo vino y comiendo poco, volvemos á casa
á los diez meses con cuarenta ó cincuenta duros.
—Pues vais á ser ricos cualquier día—dijo Aresti.
—¡Quia! ¡no señor!—contestó el muchacho cándidamente.—Ricos
nunca lo seremos. ¡Aun si ese dinero fuese para nosotros!...
—¿Es que lo regalais?...
—Se lo llevan los mandones. Con él pagamos la contribución.
Aresti caminó un buen rato en silencio, admirando una vez más la
sencillez, la humildad de aquella gente, dura para el trabajo, habituada á las
privaciones, sin la más leve vegetación de ideas de protesta en su cerebro
estéril. Abandonaban casa y familia para hacer una vida de campamento,
encorvados ante la piedra roja, arañándola de sol á sol con un desgaste de
fuerzas que no era suplido por la alimentación, acelerando día por día la
ruina de su organismo; y este sacrificio obscuro y penoso, era para sostener
un derecho de propiedad ridículo sobre cuatro terrones infecundos, para
mantener con gotas de sangre y pedazos de vida la pompa exterior de que
se rodea el Estado.
Al entrar en Gallarta, el médico pasó apresuradamente ante su casa,
temiendo que les viera Catalina y le apostrofase por su subida al monte.
—Vivo, muchacho; vamos aprisa. Son las siete y aún he de tomar el tren
para Bilbao.
Pasaron apresuradamente por la calle principal de Gallarta, una cuesta
empinada y pedregosa con dos filas de casuchas que ondulaban ajustándose
á todas sus tortuosidades. Eran míseros edificios construidos con mineral
en la época que éste no era tan buscado; gruesos paredones agujereados por
ventanucos, con balcones volados que amenazaban caerse y los pisos
superiores de maderas carcomidas. Las techumbres, con grandes aleros de
tejas rojizas y sueltas, estaban mantenidas contra los embates del viento por
una orla de pedruscos. En los pisos bajos estaban los establecimientos de
Gallarta, tabernas en su mayor parte. Algunas ventanas con vidrios
empañados servían de escaparates, exhibiendo zapatos ó quincalla oxidada
y vieja, restos de saldos de la villa, enviados á las minas donde todo se
compra sin protesta malo y caro. A causa del desnivel entre la empinada
calle y las casas, unas tiendas tenían varios peldaños ante su puerta, como
si fuesen torres; otras eran profundas como cuevas, con una escalera
interior para bajar á ellas. Los establecimientos de ropas ondeaban en su
fachada trapos multicolores. La calle, con sus tiendas estrechas y lóbregas y
sus casas de poca altura, hacía recordar la tortuosa vía de una población
árabe. Algunas carretas permanecían detenidas á las puertas de las tabernas,
moviendo los bueyes sus colas y bajando las testuces pacientemente,
mientras adentro gritaban los conductores ante los vasos de vino.
Aresti tenía buenas piernas, acostumbrado como estaba á aquel país
montuoso, y apoyándose en la cachaba seguía sin dificultad al pinche que
casi corría por el camino, con dirección á Labarga, uno de los barrios
extremos de Gallarta, situado en plena explotación minera. Así como
ascendían por el áspero camino, era más fuerte el viento y se ensanchaba el
paisaje. Agrandábanse los montes y se velaban los valles bajo la bruma de
la mañana. Por la parte del mar, el Serantes, que guarda la desembocadura
de la ría de Bilbao, recortaba sobre el cielo plomizo su mole coronada por
un castillete abandonado. A sus pies extendía el mar su ancha faja obscura,
cortada á trechos por otros montes más bajos, metiéndose en triángulos,
tierra adentro, en forma de ensenadas y rías.
Hacía algún tiempo que el doctor no había subido á pie la cuesta de
Labarga y encontraba cierta novedad al espectáculo. Sin dejar de andar, iba
examinando el paisaje. Una aldea que blanqueaba entre los campos al pie
de Serantes, era San Pedro Abanto; más allá, al lado de una ría, alzábase la
montaña de Somorrostro. Dos nombres famosos que conocía toda España
después de la guerra civil. Como una resurrección de aquella lucha
recordada por el doctor, sonaron varias cornetas en las alturas inmediatas al
camino, tembló la tierra con sorda trepidación y estallaron varias
detonaciones entre nubes de polvo rojo y piedras por el aire. Eran los
barrenos de las minas, que se disparaban á una hora fija, por la mañana y
por la tarde, avisando los vigilantes con sus cornetas para que se alejase la
gente. Más allá de las minas inmediatas sonaron nuevas detonaciones, y
luego otras más lejanas, estremeciéndose toda la cuenca minera con un
incesante cañoneo como si tronasen baterías ocultas en todos los repliegues
y cúspides de los montes.
Aresti, excitado por este estruendo, recordaba la famosa batalla de las
Encartaciones, cuando el ejército liberal intentaba levantar el sitio de
Bilbao por segunda vez. La ferocidad de los hombres, la triste gloria de la
guerra y la destrucción, habían popularizado los nombres de dos humildes
aldeas de Vizcaya. Él no había presenciado los combates; pero como si los
hubiera visto, después de escuchar su relato tantas veces á los viejos del
país y á muchos de los contratistas que eran entonces aldeanos hambrientos
y, por inconsciencia juvenil, por no enfadar al cura de su anteiglesia, habían
tomado las armas en defensa del Señor y los Fueros. En una casita blanca,
que se alzaba entre los robledales del llano, habían matado de un certero
cañonazo á los dos mejores generales del carlismo. Después, el médico
miraba el monte de Somorrostro con sus ásperas pendientes, aislado,
lúgubre como una pirámide. Aún se encontraban osamentas al cavar en las
faldas. Allí había sido la gran carnicería: los batallones del gobierno, la
infantería de marina, con la bravura del toro que embiste bajando la cabeza
sin medir el peligro, pugnaban por subir á lo más alto para vencer al
enemigo, y éste los fusilaba impunemente desde sus atrincheramientos
preparados con fría anticipación, y pareciéndole poco mortífero el fusil,
apelaba á procedimientos de la guerra primitiva y salvaje. Soltaban desde
las alturas ejes de hierro con ruedas, arrancados de las vagonetas de las
minas, y estos carros de la muerte descendían saltando de peñasco en
peñasco, con una velocidad vertiginosa que aumentaba á cada choque, á
cada aspereza del terreno. Resucitaba la antigua lucha entre los celtíberos
bárbaros y las disciplinadas legiones de Roma. Las ruedas locas rompían
las masas de pantalones rojos ó azules que en vano intentaban avanzar;
aplastaban los hombres bajo su férreo volteo, hacían crujir los huesos,
deshilachaban los músculos, y, manchadas de sangre, seguían rodando
hasta encallarse en el llano, ahitas de destrucción.
—¡Imbéciles! ¡imbéciles—repetía mentalmente el doctor.
Y pensaba con tristeza en los miles de hombres muertos en aquellos
montes y en otros de más allá; en todos los que dormían eternamente en las
entrañas de la tierra vasca, por un pleito de familia, por una simple cuestión
de personas, hábilmente explotada en nombre del sentimiento religioso y de
la repulsión que siente el vascongado por toda autoridad que le exija
obediencia desde el otro lado del Ebro.
Contrastando con estos recuerdos de una época de violencias, rodeaban
al doctor, conforme avanzaba en su camino, la actividad del trabajo, el
movimiento de la diaria batalla del hombre con los tesoros de la tierra. Los
tranvías aéreos para la conducción del mineral apoyaban sus cables sobre
los robustos postes y deslizándose por ellos, pasaba el rosario de tanques
cargados de pedruscos rojos, salvando hondonadas y despeñaderos,
descendiendo de meseta en meseta, siempre hacia el llano, buscando los
descargaderos de Ortuella, la vía férrea del Triano, que es el respiradero de
las minas.
En el fondo de las grandes cortaduras de las canteras, corrían sobre los
rieles lijeramente tendidos, las vagonetas de mineral, tiradas unas por
caballos, empujadas otras por hombres. Veíanse grandes plataformas de
madera, planos inclinados por los cuales resbalaban los vehículos
amarrados á una cadena sin fin. La vía automática de una compañía
extranjera deslizaba en un espacio de varias leguas sus vagonetas, que
parecían seres animados. Los vehículos rodaban en dos filas, en opuestas
direcciones, cabeceando lentamente como bueyes sumisos, siguiendo su
camino en línea recta, encontrando un puente sobre cada abismo y
atravesando las alturas por túneles pendientes que los devoraban.
El paisaje aparecía trastornado por la mano del hombre. El minero
violaba á la Naturaleza, volcándola, desordenando sus ropajes. Todo había
cambiado de lugar. Las cumbres habían sido echadas abajo por la piqueta y
el barreno: las hondonadas, rellenas de escoria roja, estaban convertidas en
mesetas. Las faldas de los montes aparecían desgarradas: lo que en otros
tiempos era suave declive, asustaba ahora con el pavoroso corte del
despeñadero. Habíase cambiado el curso de las aguas; las antiguas fuentes
admiradas por los ancianos escapábanse ahora con rezumamiento fangoso
por las angostas galerías que perforaban las pendientes. Muchos montes
despojados de la envoltura roja, que era su carne, mostraban el armazón
calcáreo, la triste osamenta. Los prados de otras épocas, la tierra vegetal
con sus maizales y robledales, todo había desaparecido, como si soplara
sobre aquellas montañas un viento de fuego. Sólo quedaba el pedrusco
férreo, el terrón rojo, la tierra codiciada por el hombre, que parecía haber
ardido con interna combustión. A trechos quedaban algunos jirones de
suelo verdeante. Crecía la hierba allí donde se amontonaban las vagonetas
volcadas, las plataformas carcomidas, delatando una explotación
abandonada. En estos rincones pacían algunos rebaños de ovejas panzudas,
de largas lanas, dando con sus esquilas una nota de calma pastoril á aquel
paisaje desolado que parecía recién surgido de una catástrofe geológica.
El camino bordeaba la profunda zanja de una cantera. Era como uno de
esos cráteres apagados, en los que muestra el planeta la intensidad de sus
convulsiones. Parecía imposible que aquella profundidad fuese obra del
hombre en tan pocos años. Abajo, las cuadrillas de mineros, atacando el
muro de mineral con picos y palancas, semejaban bandas de insectos. Los
caballos parecían por su tamaño escapados de una caja de juguetes.
Aresti, ante este desgarrón de la corteza terrestre que mostraba al aire sus
entrañas, recordaba las formas y colores de las piezas anatómicas
reproducidas en sus libros de estudio. Las calizas blanqueaban como
huesos; las fajas de mena rojiza tenían el tono sanguinolento de los
músculos, y las manchas de tierra vegetal eran del mismo verde musgoso
de los intestinos.
A un extremo de la gigantesca excavación la montaña se había venido
abajo, formando una cascada inmóvil de ondas de tierra y enormes
pedruscos. El médico recordaba la catástrofe ocurrida cuatro años antes. La
cantera se había derrumbado, cogiendo en su caída á una cuadrilla de
obreros que trabajaba en su base. Unos habían perecido aplastados
instantáneamente: otros habían quedado enterrados en vida, en un socavón,
aislados del mundo por centenares de toneladas de mineral. La gente acudía
para pegar sus oídos con horror á los peñascos desmoronados, creyendo
escuchar los gritos implorando auxilio, los gemidos de los infelices que
perecían lentamente en la obscuridad de las entrañas de la tierra. Pasaban
las horas, pasaban los días. Centenares de obreros trabajaron con un vigor
extraordinario, pretendiendo revolver la inmensa avalancha de mineral;
pero tras una semana de trabajo, sólo habían avanzado algunos metros y ya
no se oía nada: de la tierra no salía ningún lamento. Al remover los
pedruscos se encontraron varios cadáveres: hombres desfigurados, con las
piernas rotas y el cráneo aplastado; un pinche casi intacto, con la cara
sonriente, conservando aún en su mano un tanque de agua. Eran los que se
hallaban fuera del socavón en el instante del desprendimiento. Los otros
que estaban en la cueva se pudrían tras el gigantesco tapón de mineral que
los había aislado del mundo. De muchos de ellos ni los nombres se
conocían. Habían llegado á las minas poco antes y los capataces sólo
anotaban sus apodos. Tal vez en algún rincón de España los esperarían aún,
creyendo que cuanto más larga fuese la ausencia mayores serían los
ahorros.
Las mujeres de Gallarta afirmaban que de noche salían gemidos del
derrumbamiento. Durante unos meses viéronse en el camino de Labarga
formas blancas, con luces en la cabeza, arrastrando cadenas. En las casas
temblaban los muchachos y las jóvenes, oyendo hablar de las pobres almas
en pena de la mina. Pero cierta mañana apareció tendido en el camino uno
de los primeros borrachos de Gallarta, con un brazo fracturado y la cabeza
rota, y ya no volvieron á salir fantasmas, ni nadie sintió deseos de adornar
la catástrofe con grotescas apariciones.
El recuerdo de los enterrados fué borrándose en la memoria de todos. Las
desgracias, en aquella explotación cruel que gastaba las vidas de muchos
miles de hombres, superponíanse unas á otras con frecuencia, ocultando y
desvaneciendo las anteriores. Un día, las vagonetas, al chocar unas con
otras, aplastaban á un obrero: otro día saltaban de los rieles al bajar por el
plano inclinado cayendo sobre un grupo encorvado ante el trabajo, que no
recelaba la muerte traidora que llegaba á sus espaldas: los barrenos
estallaban inesperadamente abatiendo los hombres como si fuesen espigas;
llovían pedruscos en mitad de la faena, matando instantáneamente; y por si
esto no era bastante, había que contar con los navajazos á la salida de la
taberna, con las riñas en la cantera, con las disputas en los días de cobro,
con la feroz acometividad de aquella inmensa masa ignorante y enfurecida
por la miseria, en la cual vivían confundidos los que al salir de los penales
de Santoña, Valladolid ó Burgos no encontraban otro camino abierto que el
de las minas de Bilbao, en las que se necesitaban brazos, y á nadie se
preguntaba quién era y de dónde venía...
La Muerte rondaba en torno del mísero populacho, como un lobo
alrededor del rebaño, siempre vigilante, con las uñas afuera y los dientes
agudos. Zarpazo aquí, dentellada allá, la gran enemiga se mostraba
infatigable. Siempre había en el hospital más de una docena de camas
ocupadas por carne enferma que pedía entre gemidos el auxilio de don
Luis. Era un perpetuo estado de guerra ante la muerte; una batalla contra la
ciega fatalidad y la barbarie de los hombres, cuyos ecos se apagaban en la
misma montaña, llegando apenas á la opulenta Bilbao. El mineral
marchaba ría abajo sin que nadie pensase en lo que había costado su
arranque del suelo.
Aresti salió de su ensimismamiento al ver que entraba en la calle única
de Labarga, dos filas de míseras casuchas puestas sobre los peñascos que
bordeaban el camino. Los edificios de Gallarta parecían palacios,
comparados con las chozas de este barrio de mineros. Eran barracas,
conocidas en el país con el nombre de chabolas, con tabiques de madera
delgada y techumbre de planchas corroídas. Las puertas estaban en dos
piezas horizontales: la hoja inferior quedaba cerrada como una barrera, y la
superior, al abrirse, era la única ventana que daba á la casa luz y aire. Las
incesantes lluvias habían podrido aquellas habitaciones, reblandeciendo la
madera, deshilachando sus fibras como si toda ella fuese á convertirse en
gusanos. Fuera de las casas ondeaban sobre cuerdas los guiñapos de color
indefinible puestos á secar. Algunas gallinas flacas y espeluznadas corrían
por el camino. Los niños permanecían sentados ante las puertas, graves é
inmóviles, como si fuesen de distinta raza que la revoltosa chiquillería de
los pueblos del llano.
Al ver al doctor, salían las mujeres á las puertas de sus tugurios,
sonriendo como en presencia de un acontecimiento inesperado, sintiendo
de pronto el miedo á enfermedades que tenían olvidadas.
—¡Chicas, es don Luis!—se gritaban unas á otras.—¡Señor doctor, aquí!
¡Míreme usted este chico!... ¡Entre á ver á mi madre!
Pero Aresti conocía de larga fecha estos recibimientos; el furor que
acometía á todos por estar enfermos apenas le veían, sin ocurrírseles bajar
al hospital más que en casos de extrema gravedad. Y seguía adelante
sonriendo á unas, contestando á otras alegremente, precedido por el pinche
zamorano que volvía la cara como si temiese verle secuestrado por el grupo
de comadres.
Un hombre de larga barba ensortijada y canosa, fumaba sentado ante una
casucha que era la peor del barrio. Tenía los ojos casi ocultos bajo las cejas
y un gesto de desdén contraía á cada momento su cara negruzca. Al ver al
médico no se llevó la mano á la boina ni abandonó su inmovilidad de fakir,
como si estuviera abstraído en la contemplación de la miseria que le
rodeaba.
—¡Salud, amigo Barbas!—dijo el médico alegremente, deteniéndose
ante él.—¿Qué hay compañero?
—Mucho y malo, don Luis.
—Y esa revolución ¿cuándo la hacemos?...
El Barbas miró un instante á Aresti con ojos ceñudos, como si fuese á
insultarle: después escupió la nicotina de sus labios con un gesto
desdeñoso.
—Búrlese, don Luis. Usted está acostumbrado á oír quejarse de dolor lo
mismo al rico que al pobre, á ver que todos mueren igual; por eso toma á
risa las cosas de los hombres. Al fin no somos más que animales. Hace
usted bien. Ríase... pero el trueno gordo se acerca. Algún día encontrarán
su merecido todos los ladrones... ¡todos! incluso su primo Sánchez
Morueta.
—¡Compañero! ¿y yo?—dijo el doctor.—¿Qué vas á hacer de mí?
—Usted es un guasón que se ríe de la vida... pero entre burlas y veras
hace bien á los pobres y vive cerca de su miseria. Usted es casi de los
nuestros.
—Gracias, compañero Barbas.
Y dando á entender al solitario con un gesto que volvería para hablar con
él, subió los peldaños de una casucha en cuya puerta le esperaba impaciente
el pinche.
Era la casa de peones, el miserable albergue de las montañas mineras,
donde se amontonan los jornaleros. Aresti estaba habituado á visitar
aquellos tugurios que olían á rancho agrio, á humo y á «perro mojado». En
la entrada de la casa estaba el fogón con algo de loza vieja alineada en dos
estantes. Los tabiques de madera eran de un amarillo viscoso, como si las
tablas trasudasen de una pieza á otra la suciedad y la mugre de los
habitantes. Una vieja, delgada de rostro, y enorme de cuerpo por los
pañuelos que llevaba arrollados al busto y los innumerables zagalejos de su
faldamenta, vigilaba el hervor de un puchero, con las manos cruzadas sobre
el delantal de arpillera, mirándose con ojos bizcos los cuernos del pañuelo
rojo arrollado á la cabeza. Unos gatos flacos y espeluznados rodaban en
torno de la mujer, esperando que cayese algo de la olla: unos animales
lúgubres, de mirada feroz, tigres empequeñecidos que parecían alimentarse
con el hambre que sobraba á sus amos.
La vieja rompió en lamentaciones al conocer á don Luis. El pobre peón
estaba muy malito: ¡á ver si lo sacaba adelante!... Ella le había tomado ley
después de tenerlo varios años en su casa. Y al lamentarse, había tal
expresión de frío egoísmo en sus ojos, que el doctor la atajó brutalmente:
—Sobre todo, lo que usted más siente, tía Gertrudis, es perder un real
diario si muere.
—¡Ay, don Luis, hijo! Semos probes y cada vez hay más casas de
peones. Mi probe viejo está casi baldao del reuma y gana menos que un
pinche escogiendo mineral en los lavaderos. ¡Y muchas gracias que lo
aguantan, y con el pupilaje de estos chicos de Zamora podemos ir
tirando!... ¡Ay Señor, después de trabajar toda la vida! El médico levantó
una cortinilla de percal rojo y desteñido que ocultaba un tugurio sin luz,
ocupado por la cama de los viejos. Levantó otra, y vió un cuartucho no
mucho más grande, obstruido completamente por un camastro enorme,
formado con tablas sin cepillar y varios banquillos. En él dormía toda la
banda de Zamora, siete hombres y el muchacho, en mutuo contacto, sin
separación alguna, sin más aire que el que entraba por la puerta y las grietas
de la techumbre. Varios jergones de hoja de maíz cubrían el tablado: cuatro
mantas cosidas unas á otras formaban la cubierta común de los ocho, y
junto á la pared yacían destripadas y mustias algunas almohadas de percal
rameado, brillantes por el roce mugriento de las cabezas.
Aresti pensó con tristeza en las noches transcurridas en aquel tugurio.
Llegaban los peones fatigados por el trabajo de romper los bloques
arrancados por el barreno, de cargar los pedruscos en las vagonetas, de
arrastrarlas hasta el depósito de mena y volverlas á su primitivo sitio.
Después de una mala comida de alubias y patatas, con un poco de bacalao ó
tocino, dormían en aquel tabuco, sin quitarse más que las botas ó, cuando
más, el chaquetón, conservando las ropas impregnadas de sudor ó mojadas
por la lluvia. El aire, estancado bajo un techo que podía tocarse con las
manos, hacíase irrespirable á las pocas horas, espesándose con el vaho de
tantos cuerpos, impregnándose del olor de suciedad. Los parásitos anidados
en los pliegues del camastro, en las junturas de la madera, en los agujeros
del techo, salían de caza con la excitación del calor, ensañándose al amparo
de la obscuridad en los cuerpos inánimes que duermen con el sueño
embrutecedor de la fatiga. En las noches tormentosas, cuando el viento
pasa de parte á parte la casucha por sus resquicios y grietas, amenazando
derribarla, los cuerpos vestidos y malolientes se buscan y se estrechan
ansiando calor, y los sudores se juntan, las respiraciones se confunden, la
suciedad fraterniza.
El médico consideraba que aquellos ocho hombres que dormían en
común eran amigos, eran compatriotas, ligados por el nacimiento y las
aventuras de su peregrinación anual: y su pensamiento iba hacia otras casas
de peones, tan míseras como aquella, donde los hombres acostados en la
misma cama no se habían visto nunca; donde el infeliz muchacho, recién
llegado de su tierra, dormía en contacto con un individuo, con otro que
también acababa de llegar á la mina, tal vez recién salido del presidio ó
fugitivo por algún crimen. Los cuerpos extraños se juntaban bajo la misma
pegajosa cubierta, la carne se rozaba con otra carne sudorosa, tal vez
enferma de peligrosas infecciones. Y esta promiscuidad, bajo la misma
manta, de viejos y jóvenes, de inocentes jayanes recién venidos de su tierra
y veteranos de la vida errante, conocedores de todas las corrupciones, se
efectuaba en medio de una forzada abstinencia de la carne, en un país
donde por las condiciones del trabajo, los hombres son mucho más
numerosos que las mujeres, y la continua afluencia de presidiarios
licenciados traía consigo todas las criminales aberraciones de la virilidad
aislada.
Aresti vió al enfermo en el fondo del camastro, junto á la pared,
respirando jadeante. Estaba acostumbrado á visitar los tabucos de los
mineros: nada le extrañaba, y con agilidad de muchacho saltó encima del
tablado, marchando de rodillas sobre los jergones. Encendió una cerilla y
entonces vió en el tabique de la cabecera que en otros tiempos había sido
blanco, un crucifijo y varias estampas de colores, representando generales
contemporáneos, con el ros calado y el pecho cubierto de bandas y cruces,
héroes de la guerra que se habían cubierto de gloria entregando territorios
al enemigo ó fusilando en masa á indígenas indefensos.
El médico no pudo contener su risa.
—¿Por qué estarán aquí estos tíos?...
Las estampas habrían sido pegadas como adorno, sin fijarse en los
personajes; ó tal vez serían recuerdos de algún antiguo soldado, cándido y
entusiasta, que creería haber servido á las órdenes de caudillos inmortales.
El enfermo tenía los ojos cerrados, y respiraba trabajosamente. Su piel
ardía. Estaba vestido, conservando las mismas ropas, mojadas por la lluvia
de la noche anterior.
—Una pulmonía de padre y señor mío—dijo el doctor arrojando la cerilla
y saliendo del camastro otra vez de rodillas.
Afuera, junto al fogón, escribió una receta en una hoja de su cartera,
encargando al pobre pinche, que después de la visita parecía más tranquilo,
que bajase por los medicamentos al hospital.
Cuando Aresti salió de la barraca, después de hacer varias
recomendaciones á la vieja, vió que le aguardaba en medio del camino un
contratista de los más amigos. Iba vestido de flamante pana; sobre el
chaleco brillábale una gruesa cadena de oro y calzaba altas polainas
fabricadas con la tela impermeable que servía de forro á las cajas de
dinamita.
—Hola, Milord—dijo el médico.—¿Qué, hoy no hay oficios divinos en
la capilla de Baracaldo?
—No, don Luis—dijo el contratista con cierta unción en sus palabras.—
Demasiado sabe usted que en nuestra religión este día no es de fiesta.
—¿Y Milady, siempre tan hermosa y elegante?
—Vaya, no se burle usted; ya sabe que no somos más que unos pobres
patanes con un poquito de protección.
Después de esto, el llamado Milord rogó al médico, que ya que estaba en
Labarga, se llegase á la cantina de Tocino, el capataz de su confianza, que
llevaba varios días inmóvil en la cama por el reuma. Aresti se resistía
alegando su viaje á Bilbao.
—Un momento nada más, don Luis: entrar y salir. Yo también tengo
prisa por llegarme á la mina. ¡El pobre Tocino me hace tanta falta cuando
no está allí!...
El doctor se dejó conducir algunos minutos más allá de Labarga, hasta
una altura donde estaba establecida la tienda de Tocino. Por el camino
bromeaba con el contratista sobre su religión. El Milord había sido capataz
de las minas de una compañía inglesa, logrando interesar al ingeniero
director en fuerza de excederse en la vigilancia del trabajo y no dejar
descanso á los peones de sol á sol. La protección del jefe lo elevó á
contratista, colocándole en el camino de la riqueza, y, no sabiendo cómo
mostrar su gratitud al inglés, había abrazado el protestantismo. La
despreocupación religiosa era general en las minas: sólo se pensaba en el
dinero y el trabajo. Era viudo, con una hija, y para ligarse más íntimamente
con sus protectores, la tuvo durante seis años en un colegio de Inglaterra,
volviendo de allá la muchacha con un exterior púdico y unas costumbres
de confort que regocijaban á toda Gallarta. Los
domingos, Milord y Milady bajaban á Baracaldo, vestidos con trajes que
encargaban á Londres, para confundirse con las familias de los ingenieros y
los mecánicos ingleses empleados en las minas ó en las fundiciones de la
ría, que llenaban la única capilla evangélica del país. Aresti, que había
cogido cierto miedo á los flirts con Milady, hasta el punto de rehuir el
encontrarla sola y que conocía ciertas historias de jovenzuelos que saltaban
su ventana durante la noche, ensalzaba irónicamente al padre lo mucho que
su robusto retoño había ganado después de la cepilladura en el extranjero.
—¡La educación inglesa!—decía Milord abriendo mucho la boca para
marcar su admiración.—¡Una gran cosa! Hay que ver lo que sabe la chica...
Es verdad que acostumbrada á tantas finuras, se aburre aquí entre brutos.
Pero, de mi para usted, don Luis, yo tengo mi plan, mi ambición, y es
casarla con algún señor de la compañía.
—Hará usted bien—dijo el médico con zumbona gravedad, recordando
las ligerezas de la niña al verse libre en las minas, después de las
pudibundeces del colegio.—Esos señores son aquí los únicos que pueden
cargar con ella.
Llegaron á la cantina de Tocino, una casa aislada, de mampostería, con
un gran mirador de madera. Desde aquella altura abarcaba la vista toda la
tierra de las Encartaciones y además el abra de Bilbao, la ría, Portugalete.
Los pueblos aglomerados en las orillas del Nervión, parecían formar una
sola urbe. En último término, entre montañas, se adivinaba la villa heroica
é industriosa: el humo de las fundiciones y fábricas se confundía con el
cielo plomizo. A la entrada de la ría, el alto puente de Vizcaya marcábase
como un arco triunfal de negro encaje.
La cantina ocupaba el piso bajo, amontonándose en ella los más diversos
objetos y comestibles, unos en estantes y tras sucios cristales, otros
pendientes del techo... Allí estaban almacenados todos los víveres, por cuya
conquista dejaban los hombres pedazos de su vida en el fondo de las
canteras. Aresti conocía aquella alimentación; alubias y patatas con un
poco de tocino. El arroz, sólo era buscado cuando la patata resultaba cara.
Además, colgaban del techo bacalao y trozos de tasajo americano entre
grandes manojos de cebollas y ajos.
El pan se amontonaba detrás del mostrador, al amparo de los dueños,
como si éstos temiesen los hurtos de los parroquianos ó una súbita
acometida de los hambrientos que pululaban afuera. Un tonel de sardinas
doradas por la ranciedad, esparcía acre hedor. De las viguetas del techo
pendían baterías de cocina, y en las estanterías se alineaban piezas de tela,
botes de conservas, ferretería, alpargatas, objetos de vidrio, pero todo tan
viejo, tan oxidado, tan mugriento, que, lo mismo comestibles que objetos,
parecían sacados de una excavación después de un entierro de siglos.
Tras el mostrador estaba la mujer de Tocino con su hijo, un adolescente
amarillucho, de movimientos felinos. Eran vascongados, pero Aresti
encontraba en sus ojos duros, en la melosidad con que robaban á los
parroquianos despreciándolos, y en su aspecto miserable, algo que le hacía
recordar á los judíos. La gente del contorno les odiaba. Al menor intento de
revuelta en las minas, cerraban la puerta, sirviendo el pan por un ventanillo.
A pesar de su insaciable codicia, tenían un aspecto de miseria y sordidez
más triste que el de la gente de fuera. El doctor recordaba las
declamaciones de muchos mitins obreros, á los que había asistido por
curiosidad; los apóstrofes á los explotadores de las cantinas que engordan
con los sudores del trabajador, que se redondean chupándoles la sangre; y
se decía con gravedad:
—No; pues á éstos les luce poco la tal alimentación.
A la entrada de la cantina existía una especie de jaula de madera con un
ventanillo. Dentro de ella estaba sentado ante un pupitre el dueño de la
tienda, envuelto en mantas, quejándose á cada momento, pero sin dejar de
repasar unos cuadernos viejos, cubiertos de rayas y caprichosos signos, que
le servían para su complicada contabilidad.
El Milord manifestó su extrañeza viéndole allí. ¡Él, que le traía nada
menos que al doctor Aresti creyéndolo en peligro de muerte!... Mientras el
médico le examinaba con la indiferencia del que está habituado á casos más
graves, Tocino prorrumpía en lamentaciones, haciéndole coro su mujer.
Estaba enfermo más de lo que creían: no podía moverse: los dolores le
mataban; pero los negocios eran ante todo y había que repasar las cuentas,
ya que estaba cerca el día de la paga.
—Vaya, Tocino—dijo Aresti;—lo que tienes es poca cosa, desaparecerá
con el cambio de tiempo. ¡Quejarse así un hombrachón que parece un oso
tras esa jaula! Es la buena vida que te das; lo mucho que engordas con lo
que robas.
—¡Pero qué cosas tiene este don Luis!—exclamó el Milord mirando á la
tendera, que enseñaba sus dientes amarillos para sonreír lo mismo que el
protector de su marido.
—¡Robar!—mugió Tocino.—¡Robar! ¡Siempre está usted con lo mismo!
Tanto oye usted á los trabajadores, en su manía de mimarlos cuando se los
llevan al hospital, que acaba por creer todas sus mentiras. Aquí á nadie se
roba. Aquí lo único que se hace es defender lo que es de uno.
Y Tocino se indignaba, olvidando los dolores. Él vendía sus artículos al
fiado ¿estamos?... se exponía á perderlos, ¿y qué cosa más natural que no
dormirse para cobrar lo que era suyo cuando llegaba el día del pago en las
minas?... Había que conocer á los obreros: cada uno de un país; lo
mejorcito de cada casa. Se pasaban todo el mes comiendo al fiado, y el día
de cobranza, si les era posible hacían lo que ellos llaman la curva;
cobraban y se iban á la taberna, rehuyendo el pasar por la tienda de
comestibles. A bien que esto no les valía con Tocino y con otros que eran
capataces al mismo tiempo que cantineros. Él les pagaba allí mismo su
trabajo y allí mismo les descontaba lo que llevaban comido. Aun así había
sus quiebras, pues los que sólo trabajaban una semana, desaparecían
después de haber tomado al fiado más de lo que importaban sus jornales.
Aresti escuchaba al capataz, y aprovechando sus pausas seguía
recriminándolo.
—Tocino, tú eres un ladrón que vendes á los obreros los artículos
averiados que no quieren en Bilbao, y los haces pagar más caros que en la
villa.
—Esas son mentiras que sueltan los socialistas en sus metinges—gritó el
capataz enrojeciendo de indignación con el recuerdo de lo que decían los
obreros en sus reuniones.
—Tocino, tú abusas de la miseria. Los pobres peones no tienen libertad
para comprar el pan que comen. Al que no viene á tu tienda le quitas el
trabajo en la cantera.
—Los amigos son para ayudarse unos á otros. ¿Qué tiene de particular
que yo sólo dé trabajo á los que se surten de mi establecimiento?
—Tú robas al trabajador en lo que come y en lo que trabaja,
descontándole siempre algo del jornal. Tu amo y protector te ayuda á
mantener esta esclavitud, no pagando al obrero semanalmente, como se
hace en todas partes, sino por meses, para que así tenga que vivir á crédito
y se vea obligado á comer lo que queréis darle y al precio que mejor os
parece.
—Vaya; ahora me toca á mí—dijo riendo el Milord.—Pero este don Luis
es peor que los predicadores de blusa que vienen á echar soflamas en el
frontón de Gallarta. Suerte que no le da á usted por hablar en público.
—Milord: á todos vosotros no os parece bastante el enriqueceros
rápidamente con el hierro y aun arañáis algunos céntimos en el jornal y el
estómago del bracero. Las cantinas obligatorias son vuestras y de los
capataces. Vais á medias. De día explotáis los brazos y de noche los
estómagos. Hacéis mal, muy mal. Hasta ahora os salva la gran masa de
peones forasteros que vienen á rabiar y á ahorrar durante algunos meses,
pasando por todo, pues su deseo es irse. Pero cada vez se quedan más en el
país y ya veréis la que se arma cuando esta gente, viviendo siempre aquí,
acabe por conoceros.
El doctor cortó la conversación recordando su viaje á Bilbao, y salió de la
cantina después de hacer varias recomendaciones para la curación
de Tocino. La mujer y el hijo sonreían servilmente, pero con una expresión
hostil en la mirada, gravemente ofendidos por la franqueza del doctor.
El contratista siguió adelante, hacia su mina, y Aresti descendió á
Labarga pensando en la miseria del rebaño humano esparcido por la
montaña. Varias veces había intentado rebelarse, y los resultados de su
protesta, de las huelgas ruidosas, terminadas, en más de una ocasión, con
sangre, no le habían hecho mejorar gran cosa. Únicamente el respeto á la
vida humana era mayor que en los primeros años de explotación. Aresti
recordaba su llegada á las minas, cuando se vivía en ellas casi con las
armas en la mano, como en Alaska ó en los primitivos placeres de
California. Ya no quedaban forajidos en las canteras que, con el vergajo en
la mano, apaleasen en nombre del amo á los trabajadores rebeldes; ya no
existía la tarifa de la carne humana, cotizándose las desgracias «veinte
duros por un brazo, cuarenta por las dos piernas». Se asociaban los
trabajadores establecidos en el país, creaban núcleos de resistencia,
inspiraban cierto temor á los explotadores, logrando con esto que sus
penalidades fuesen menos duras: pero aún faltaba la cohesión entre ellos, á
causa del vaivén de la población minera, de aquel oleaje de hombres que se
presentaba engrosado al comenzar el invierno y el hambre en las míseras
comarcas del interior y se retiraba al llegar el buen tiempo con sus
cosechas. Los gallegos huían á su tierra así que se iniciaba una huelga y
aparecía en las minas la guardia civil. Habían venido á ganar dinero y
evitaban los conflictos pasando por toda clase de explotaciones y abusos.
Los castellanos y leoneses miraban con los brazos cruzados los esfuerzos
de los compañeros establecidos en el país, pensando con el duro egoísmo
de la gente rural, que en nada les importaba cambiar la suerte del
trabajador, ya que ellos al fin habían de volver á sus tierras. Los labriegos
convertidos en mineros eran el contrapeso inerte, incapaz de voluntad, que
imposibilitaba la ascensión de los que vivían en el país.
La cantera era el peor enemigo del obrero rebelde. En las minas de
galerías subterráneas, con sus peligros que exigen cierta maestría, el
personal no era fácil de sustituir; necesitaba cierto aprendizaje. Pero en las
pródigas Encartaciones el hierro forma montañas enteras: la explotación es
á cielo abierto; sólo se necesita hacer saltar la piedra, recogerla y
trasladarla, cavar, romper como en la tierra del campo, y el bracero,
empujado por el hambre, llegaba continuamente en grandes bandas á
sustituir sin esfuerzo alguno á todo el que abandonaba su puesto
protestando contra el abuso. Mientras no cesase la inmigración, cortándose
la corriente continua de hombres, mientras no se estancara la población
obrera de las Encartaciones, era difícil que el trabajo conquistase todos sus
derechos.
Aresti, con el deseo de no sufrir nuevos retrasos, redobló el paso al entrar
en Labarga, caminando con la cabeza baja para no oír los llamamientos de
las mujeres. Un hombre se le puso delante.
—Don Luis, un momento...
Era el Barbas, que había abandonado su inmovilidad de fakir para
detener al doctor.
—¿Qué hay, compañero?
—Usted, que es bueno, quiero que se entere, ya que sube por aquí, de lo
que hacen esos ladrones.
Y le mostraba con gesto trágico su casucha. Como Aresti no parecía
comprenderse, el Barbas le mostró la parte superior de su barraca falta de
techumbre.
—Me han quitado la planchas, don Luis. Quieren que me vaya. Los ricos
de Gallarta, todas esas gentes que he conocido pobres como yo, me odian y
me tienen miedo. El amo de la barraca no sabe cómo echarme. Hace una
semana me han quitado la techumbre, la lluvia cae en mi casa como en la
calle, pero el Barbas firme en su puesto con la compañera. La pobre vieja
llora y quiere irse, pero soy capaz de darla una paliza si se menea de ahí.
Me han de tener á la vista siempre. Hay para rato si piensan librarse de mí...
Ahora, don Luis, han discurrido algo mejor. Quieren quitarme el suelo así
como me han robado el techo. Piensan excavar la roca hasta que la casa se
quede en el aire, sobre sus estacas, para ver si así me voy... ¡Pues no me
iré! El Barbas, en su sitio, para que todos le oigan, para echarles en cara
sus robos. Ni trabajo, ni me voy... Espero, ¿sabe usted?, espero que llegue
la gorda; espero el día en que toda la montaña baje al llano y yo pueda
quitarles el techo y el piso á todos los chalets que se han hecho esos
pintureros, esos piojos resucitados que la echan de señores á costa de los
pobres.
Y el Barbas acompañó un buen trecho al doctor, mugiendo sus
maldiciones y amenazas contra los contratistas que eran sus enemigos más
inmediatos y contra los ricos de Bilbao siempre invisibles, divinidades
maléficas que hacían sentir la fuerza de su poder en la montaña, sin
mostrarse más que por la mediación de administradores y capataces, si
explotaban la mina directamente, ó de contratistas si creían más ventajoso
para ellos ajustar el arranque del mineral.
Cerca ya de Gallarta, al quedar solo el doctor, vió venir hacia él un
hombre montado en una burra blanca, tan grande y tan fuerte que casi
parecía una mulilla. Por la cabalgadura conoció Aresti desde muy lejos á
don Facundo, el cura párroco de Gallarta. Hacía diez años que había sido
trasladado al distrito minero desde un pueblecillo de Álava, y afirmaba que
la mejor tierra del mundo era la de las Encartaciones. «Paz, mucha paz;
para todos hay vida en el mundo.» Y en santa paz vivía, siendo gran amigo
de Aresti, y tomando á broma las doctrinas revolucionarias que el doctor,
por aburrimiento, exponía á los ricos de Gallarta después de sus famosas
cenas. Cierta vez que el médico, cansado de la monotonía de su existencia,
se divirtió en propagar el budhismo entre los rudos contratistas y hasta
intentó algunas ceremonias del culto indostánico, á estilo de las que había
presenciado en el museo Guimet de París, el cura no manifestó indignación,
«Bah; cosas de don Luis; chifladuras de los sabios: ya se cansará.» Para él,
la religión verdadera no decrecía ni experimentaba quebranto alguno
mientras se celebrasen bautizos, casamientos, y, sobre todo, entierros,
muchos entierros.
A misa sólo iban algunas viejas del pueblo: la iglesia estaba siempre
vacía, pero el país era muy religioso y la prueba estaba en que él no tenía
libre un momento, y continuamente veían todos trotar su burra blanca por
los caminos y atajos de la montaña. Aquel curato valía más que algunos
obispados. La gente pobre que no se acordaba de la casa de Dios,
encontraba en su miseria el dinero necesario para que el pariente marchase
á la fosa escoltado por la burra de don Facundo y mecido en su ataúd por el
vozarrón del cura. Había días en que acompañaba cinco entierros en los
lugares más lejanos de la parroquia; asunto de leguas. Pero él no se
asustaba de nada mientras contase con su cabalgadura infatigable, y
montado en ella acudía á todas partes. Delante, marchaba el ataúd en
hombros de los mineros, escoltado por mujeres que daban alaridos y se
mesaban el pelo con desesperación de gitanas, y detrás don Facundo,
montado en su burra, con sobrepelliz y bonete, seguido á pie por el
sacristán, al que llamaba su «corneta de órdenes», siempre cantando, pues
los parientes ponían reparos á la hora de pagar si cantaba poco, repitiendo
automáticamente los versículos del oficio de difuntos, al mismo tiempo que
se daba el compás esgrimiendo sobre su cabeza la vara de fresno con que
arreaba á la cabalgadura.
Un alto en la marcha era lo único que le hacía perder la calma.
—Aprisa, hijos míos—decía á los conductores del cadáver—que hoy aún
me quedan tres. Tengo trabajo en Galdames y en la Arboleda.
Muchas veces llegaba la obscuridad antes de que terminase su tarea de
acompañar muertos por veredas y desmontes. Aresti recordaba una noche
de luna clarísima, al retirarse á casa después de una cena con los
contratistas, en las afueras de Gallarta. Oyó un canto lúgubre que rasgaba
como un lamento la calma de la noche, y vió pasar á un hombre, vacilante
sobre sus piernas, que parecía ebrio, llevando á cuestas á otro, envuelto en
una sábana, con un brazo colgante que le golpeaba á cada paso. Después,
una especie de centauro agrandado por el misterio de la noche, que movía
algo negro como una espada, sin cesar de mugir:

Qui dormiunt in terræ pulvere, evigilabunt...

—Buenas noches, don Luis—dijo el cura al reconocer al doctor.—Con


este van hoy ocho. Es un pobrecito que ha muerto de la viruela y lo he
dejado para lo último... ¡Después dirá usted que la Iglesia no trabaja!
Y en el silencio de la noche, volvió á reanudar su lúgubre cantinela, á la
luz de la luna, camino del cementerio.
Lo único que le indignaba era que le hablasen de la extensión de la
parroquia y lo difícil de servirla un hombre solo. ¡No, carape!: él tenía
fuerzas para servir á Dios hasta que reventase; sobre todo, tratándose de
entierros. Cada vez que recelaba alguna modificación parroquial tomaba el
camino de Vitoria para ver á los señores del obispado después de dar un
tiento doloroso á los ahorros y cuando al fin habían acabado por colocar á
sus órdenes á dos vicarios, dedicó á éstos á las faenas menudas del templo,
reservándose él los entierros.
Las asombrosas fortunas creadas en las minas habían tentado su codicia.
Él también tenía sus contratas; también pactaba arranque de mineral con los
señores de Bilbao é iba sobre la burra de los entierros á echar un vistazo al
trabajo de los peones. Pero á pesar de que sus negocios marchaban bien y á
la hora del champagne, en las cenas de los contratistas, le hacía confesar el
médico que llevaba reunidos más de cuarenta mil duros, recordaba los
pasados tiempos, aquella primera época de las minas, cuando él y don Luis
eran recién llegados y cada cual vivía á su gusto sin obispos ni autoridades
de ninguna clase. Aborrecía los tranvías aéreos, los planos inclinados, todos
los recientes medios de conducción. Los buenos tiempos eran cuando el
mineral iba arrastrado por bueyes hasta la ría, y había guardas en los
caminos para ordenar el paso de las carretas que alegraban la montaña con
sus chirridos. Sólo en Gallarta existían más de mil. Se exportaba menos
mineral, pero se pagaba más caro y el dinero se repartía entre más gente.
Entonces fué cuando el cura inauguró su iglesia y al buscar un santo patrón
eligió á San Antonio. Aún reía el doctor recordando la candidez con que
explicaba el cura esta preferencia.
—No puede ser otro. San Antonio es el patrón de las bestias y aquí en
Gallarta hay tanto buey....
Al reconocer don Facundo al médico, refrenó el paso de su cabalgadura.
—A la mina, ¿eh?—preguntó Aresti.
—Sí señor: acabo de largar mi misita y ahora un rato á ver lo que hacen
aquellos, hasta la hora de comer. Hay que cuidarse de lo divino y lo
humano. Hay que trabajar, don Luis.
—¿Pero hoy no es día de fiesta?...
—¡Ah, grandísimo zumbón! Ya adivino lo que quiere decirme con su
sonrisa. Sí, día de fiesta es, según nuestra Madre la Iglesia, y deben
guardarla los que son ricos. Pero mire usted, cómo los pobres trabajan en
todas las canteras. Yo no voy á privar de un jornal á mis peones, después de
tantos días de lluvia, en los que no han podido hacer nada. Además, tengo
mis contratos con el dueño de la mina... Vaya, adiós: le dejo para que se
burle de mí á sus anchas.
Iba ya á arrear la burra, cuando se detuvo para hacer una pregunta.
—¿Dicen que han matado al Maestrico?... Vaya un caso. Era un buen
muchacho, serio y ahorrador. Este es el mundo... ¡A la tarde entierro! ¡Arre
burra!
Y se alejó con alegre cantoneo, gozoso por la seguridad de que había
caído trabajo.
Cuando el doctor fué á entrar en su casa todavía se vió detenido por un
hombre que le esperaba sentado junto á la puerta. La vieja Catalina le
llamaba furiosa desde adentro.
—¡Qué está frío el desayuno!... ¡Qué no cogerá usted el tren! Ya le he
dicho á ese condenao que su primo le espera y no está usted para
canciones...
Pero Aresti no la hizo caso y se dejó abordar por aquel hombre,
diciéndose mentalmente: «¡Qué magnífico animal!» Tembló por su mano,
cuando se la agarró el gigantón con una de sus garras de dedos callosos y
gruesos. Bajo la blusa se delataba á cada movimiento una musculatura de
atleta desarrollada por el trabajo. Su cara abobada y enorme, hacía recordar
á Aresti la de los gigantones de las fiestas de Bilbao, que había admirado en
su niñez.
—Vengo á lo del otro día—dijo con alguna torpeza, pero mirando al
médico en los ojos como dispuesto á pelear, si era preciso defendiendo sus
pretensiones.
—¿A lo del otro día?... Pues hijo, no me acuerdo. ¡Me buscan tantos!...
Pero de pronto, el doctor pareció recordar, y una sonrisa maliciosa animó
su rostro.
—¡Ah, sí! Ya me acuerdo: vienes á lo del practicante. Tú eres el marido
de esa... Bien ¿y qué?
—Quiero que usted arregle eso, don Luis—continuó el gigantón con
energía;—ó lo arregla usted que es tan bueno ó doy el gran escándalo. Ya
le dije cómo los pillé en mi casa el domingo pasado: tengo testigos. Los
llevaré al juzgado, y si él no se pone en razón y hace lo que le corresponde,
irá á un presidio y ella á la galera.
—Sí, hombre, sí—dijo Aresti.—Recuerdo tu asunto. Me gusta verte más
tranquilo que el otro día. ¿Pero qué voy a hacer yo?
—Arreglarlo, señor dotor: que ese sinvergüenza sufra castigo. ¿Va á ser
él de mejor pasta que otros? Al juzgado iré con él.
—Pero pides demasiado, hijo mío. Ya recuerdo lo que exijes. Veinte
duros: ¡pero si el pobre enfermero es un muchacho que apenas gana eso en
el hospital!... ¡Si es más pobre que tú!...
—Bueno—dijo el gigantón con aspecto indeciso, rascándose la cabeza
por debajo de la boina.—Pus que sean quince... ó que sean doce, ya que
usted se empeña. Pero de ahí no bajo nada. No me conformo con menos de
doce ó daré el escándalo. En usted confío, dotor. Ya le quisiera yo ver con
una perra como la mía: sabría lo que es bueno. ¿Qué he de hacer? ¿Ir á
presidio y que se mueran de hambre mis pequeños? ¡Que paguen, que
paguen, ya que quieren hacer el guapo!
Y se alejó, después de recomendar varias veces al médico, con tono
suplicante, que no olvidase su asunto.
Aresti, mientras despachaba el desayuno y vestía sus ropas de fiesta,
colocadas sobre la cama por Catalina, pensaba en la extraña psicología de
una gran parte de las gentes de las minas.
De jóvenes se mataban por la mujer soltera; bailaban con el cuchillo
oculto en la faja, dispuestos á disputarse la hembra á puñaladas. Asesinaban
al rival como al infelizMaestrico; y después, de casados, satisfecho el
primer ímpetu de su apetito exacerbado por la escasez de mujeres, se
entregaban al trabajo que gastaba su voluntad y sus fuerzas; olvidaban el
amor hasta despreciarlo, para no pensar más que en el dinero, como si los
envenenase el viento de fortunas rápidas y milagrosos encumbramientos
que parecía soplar sobre las minas. Se exterminaban por una cuestión de
jornales ó de comestibles, y al encontrarse frente á frente con el adulterio,
torcían el gesto como ante una contrariedad vulgar y hasta algunos
procuraban extraer de su desgracia cierto provecho.
II

Más de seis meses iban transcurridos, sin que el doctor Aresti bajara á
Bilbao. Por esto, al pasar del tren de Ortuella al de Portugalete, en la
estación de El Desierto, experimentó ante el magnífico panorama de la ría
la misma impresión de asombro de los aldeanos que sólo abandonaban sus
caseríos ó la anteiglesia de su vecindad, cuando un asunto importante los
llamaba á la villa.
El tren dejó atrás los torreones gemelos de los altos hornos de
fundición—«los castillos feudales de Sánchez Morueta» según decía el
doctor, que pregonaban la gloria industrial de su poderoso primo,—y
después de atravesar un túnel, avanzó por la ribera cruzando los
descargaderos de mineral. Eran estos á modo de baluartes que, arrancando
de la montaña, llegaban hasta la ría, elevados algunos metros sobre el nivel
de los campos. Los de las compañías extranjeras eran verdes, con los
taludes cubiertos de musgo como los glacis de los fuertes modernos, y las
pequeñas locomotoras pasaban sobre ellos ligeras y brillantes como
juguetes. Los de las explotaciones del país eran de un rojo antipático, de
escombros de mineral, desmoronándose con las lluvias sus pendientes,
revelando el espíritu de sus dueños, incapaces de realzar con el más leve
adorno los instrumentos de explotación. En la ría, junto á las grúas que
funcionaban incesantemente, dormían los vapores, con el casco invisible
tras la riba, mostrando por encima de ella las chimeneas y los mástiles.
Subían de sus entrañas los grandes tanques de hierro cargados de hulla
inglesa y, deslizándose por los rails aéreos, iban á volcar el negro mineral
en las enormes montañas de las fábricas. Corrían por las vías de los
descargaderos las vagonetas repletas de hierro y al llegar al punto más
avanzado inclinábanse como si quisieran arrojarse al agua, soltando en los
vientres de los buques su rojo contenido. Las dos riberas de la ría estaban
en continua función, vomitando y absorviendo; entregando el mineral de
sus montañas y apoderándose del carbón extranjero. Banderas de todas las
nacionalidades ondeaban en las popas de los buques; los nombres más
exóticos é impronunciables lucían en sus costados, y entre las chimeneas
apagadas y negruzcas, erguían los veleros las esbeltas cruces de sus
arboladuras, en el espacio azul.
Por un lado del tren, se abarcaba el vertiginoso movimiento de la ría con
sus barcos y fábricas: por la ventanilla opuesta, admirábase la paz de los
campos, el trabajo cachazudo y tranquilo de los aldeanos, removiendo la
tierra arcillosa. Las mujeres, con la falda atrás y las piernas desnudas,
sudaban dobladas sobre el surco. Las vacas movían el baboso hocico, sin
ninguna inquietud, al ver el tren y volvían de nuevo á rumiar con la cabeza
baja sobre el verde del prado. Grupos de mujeres lavaban sus guiñapos casi
tendidas al borde de arroyos de líquido rojo, como si fuese sangre. Era el
eterno color del agua en los alrededores de Bilbao: los lavados del mineral
enrojecían hasta la corriente del Nervión. La industria, al enriquecer al país,
corrompía las aguas puras y cristalinas de la época pastoril. El doctor
recordaba la miseria de los peones de las minas, que les hacía huir de las
fuentes de la montaña, porque sus aguas abren el apetito y facilitan la
digestión. Preferían el líquido rojo é impuro de los lavaderos porque,
ensuciando su estómago, hacía menos frecuente el hambre.
Avanzaba él tren hacia Bilbao, deteniéndose en las estaciones de la orilla
izquierda, Luchana, Zorroza y Olaveaga, pueblos que prolongaban su
caserío hasta la ribera opuesta. Por el centro de la ría pasaban pequeños
remolcadores tirando de un rosario de gabarras, balandros de cabotaje de
las matrículas de la costa, navegando lentamente por miedo á las revueltas;
vapores que rompían las aguas con imperceptible movimiento hasta
pegarse al descargadero. Y flotando por encima del bosque de chimeneas
de ladrillo y de hierro, el eterno dosel de la moderna Bilbao, los velos en
que se envuelve como si quisiera ocultar púdicamente su grandeza, los
humos multicolores de sus fábricas, negros, de espesos vellones, como
rebaños de la noche; blancos, ligeramente dorados por la luz del sol; azules
y tenues como la respiración de un hogar campesino; amarillos rabiosos
con un chisporroteo de escorias minerales. La blanca vedija, signo de
actividad, repetíase por todo el paisaje, como una nota característica del
panorama bilbaíno, avanzando por las quebraduras de la montaña donde
están las vías férreas del mineral, resbalando por las dos orillas de la ría tras
las chimeneas de los trenes de Portugalete y Las Arenas, ondeando sobre el
casco de los remolcadores y de las máquinas giratorias de sus grúas.
Aresti admiraba toda esta actividad como si le sorprendiera por primera
vez.
—Bilbao es grande—se decía con cierto orgullo.—Hay que confesar que
esta gente ha hecho mucho, ¡Lástima que valga tan poco cuando la sacan
de sus negocios!...
Pasaban ante el tren los diques, con sus grandes vapores en seco, al aire
la roja panza, que una cuadrilla de obreros rascaba y pintaba de nuevo.
Quedaba atrás, confundiéndose con otras montañas, el famoso pico de
Banderas, con su castillete abandonado que recordaba la heroica Noche
Buena de Espartero, el combate de Luchana, milagro de la leyenda dorada
del liberalismo, que aún vivía en todas las memorias agrandado por las
fantásticas proporciones que da la tradición. Después aparecía entre los
montes de la ribera izquierda, con una insolencia monumental que irritaba
al doctor, la Universidad de Deusto, la obra del jesuitismo, señor de la villa.
Eran tres enormes cuerpos de edificio con frontones triangulares, y á sus
espaldas un parque grandioso, extendiendo su arboleda montaña arriba,
hasta la cumbre coronada por una granja vaquería. En mitad del parque,
sobre una eminencia del terreno, habían levantado los jesuítas una imagen
de San José, con un arco de focos eléctricos. Mientras dormían los buenos
padres, el semicírculo luminoso recordaba á los pueblos de la ría y á la
misma Bilbao que allí estaba la orden poderosa y dominadora, pronta
siempre á ponerse de pie, no queriendo abdicar ni ocultarse ni aun en la
obscuridad de la noche. El doctor hallaba natural que fuese San José el
escogido para esta glorificación; el santo resignado y sin voluntad, con la
pureza gris de la impotencia, hermoso molde escogido por aquellos
educadores para formar la sociedad del porvenir.
Adivinábase la proximidad de la villa. A un lado surgían entre los
campos los altos edificios del ensanche, los grupos aislados de casas que
eran como las avanzadas de una población desbordada y en continuo
avance. Al otro se cubrían las orillas de la ría de almacenes, tinglados y
grúas, elevándose el carbón en montañas, sin dejar un espacio de muelle
libre. Las embarcaciones tocábanse unas á otras amarradas á las enormes
anillas de los malecones, en cuyas piedras una faja húmeda y fangosa
marcaba las subidas y descensos de las mareas. Veíase el incesante ir y
venir de las cargueras, míseras mujeres de ropas sucias y cara negra,
pasando y repasando como filas de hormigas por los tablones que servían
de puente entre los buques y el muelle. Unas llevaban sobre la cabeza la
cesta llena de carbón; otras descargaban los fardos del bacalao, apilando en
gigantescas masas el alimento del pobre que había de ser consumido en el
interior de la península.
Detúvose el tren después de atravesar un túnel, y el doctor, subiendo una
larga escalera, se vió en el sitio más céntrico de la villa, junto al puente del
Arenal, donde parecía condensarse todo el movimiento de la población. En
aquel pedazo de ribera, robando á las aguas parte de su curso y hasta
aprovechándose del subsuelo, la iniciativa industrial había escalonado tres
grandes estaciones de ferrocarril: la de Portugalete, la de Santander y la de
Madrid. A un lado estaba la Bilbao nueva, el ensanche, el antiguo territorio
de la República de Abando, con sus calles rectas, de gran anchura y joven
arbolado, sus casas de siete pisos, y sus plazas de geométrica rigidez. Al
otro lado del puente, la Bilbao tradicional; la Bilbao de los chimbos, de los
hijos del país que habían conocido la llegada de gentes del interior, atraídas
por la prosperidad de las minas, y que formaban ahora más de la mitad del
vecindario. Allí estaban las famosas Siete Calles, núcleo de la antigua villa,
las iglesias viejas, el comercio rancio y las fortunas modestas y
morigeradas de los tiempos primitivos. En el ensanche, erguía sus torres de
un gótico ridículo la iglesia de los jesuítas, con su residencia anexa; y en
torno de ella se alineaban con rigidez geométrica, los hoteles y caserones
de los nuevos capitalistas, enriquecidos fabulosamente por las minas de la
noche á la mañana.
Aresti pasó el puente, siempre tembloroso bajo el paso de los tranvías y
las carretas, y entró en el Arenal. A un lado, el teatro Arriaga reflejaba en
las aguas del Nervión su arquitectura pretenciosa cargada de cariátides y
estatuas; al otro, extendía el paseo sus filas de plátanos, por entre cuyas
copas asomaban los mástiles y chimeneas de los buques atracados á la
orilla. Piaban los pájaros, saltando sobre la arena de las avenidas, pero sus
gritos perdíanse entre el bramido de las locomotoras, el silbido de los
tranvías y el mugido de algún vapor que entraba lentamente ría arriba.
Aresti dió un vistazo á la acera llamada el boulevard, ocupada siempre
por los curiosos estacionados ante los cafés. Frente al Suizo, se colocaban
los bolsistas, accionando en grupos, lamentándose de la decadencia de los
negocios. Los pilluelos pregonaban á gritos los diarios recién llegados de
Madrid. Pasaban solas las mujeres por el centro del arroyo, el devocionario
en la mano, la mantilla caída sobre los ojos y la falda agarrada y bien
ceñida, de modo que al andar se marcasen los tesoros dorsales, su esbeltez
maciza de hembras fuertes y, bien proporcionadas. Aresti fijábase en la
separación del hombre y la mujer que se notaba en las calles. Bilbao no
cambiaba: cada sexo por su sitio. El hombre á los negocios y la mujer sola
á la iglesia ó á hacer visitas, como única diversión. Pasó una pareja cogida
del brazo.
—Serán forasteros—se dijo el doctor.—Tal vez algún empleado de los
que envía el gobierno. Maketos, como dicen mis paisanos.
Eran ya las once, y Aresti, pasando ante la iglesia de San Nicolás, fué en
busca de su primo. El poderoso Sánchez Morueta vivía en su hotel de Las
Arenas, evitándose así el molesto asedio que parásitos y protegidos le
hacían sufrir en Bilbao. Además, habituado á las costumbres inglesas,
gustaba de residir en el campo: pero las exigencias de sus múltiples
negocios le hacían venir casi todos los días al escritorio que tenía en la
villa, para firmar y dirigir. Llegaba por las mañanas, á todo correr de sus
briosos caballos y se arrojaba del coche, metiéndose en el escritorio como
si huyera. Aun así, tenía que separar muchas veces con sus fuertes puños á
los que le esperaban en la puerta, para proponerle negocios disparatados ó
pedirle dinero. Una vez en su despacho, era difícil abordarle al través de los
escribientes y criados que guardaban la escalera. A la salida, Sánchez
Morueta sólo osaba poner el pie en la calle cuando tenía su carruaje cerca y
podía escapar, ante la mirada atónita de los solicitantes que esperaban horas
y más horas. Los despechados, la turba pedigüeña que en vano le asediaba
y bloqueaba, llamábanle «El solitario de Las Arenas», «El ogro de la
Sendeja», que era donde tenía su escritorio, y hasta afirmaban, faltando á la
verdad, que su carruaje sólo tenía un asiento, para evitarse de este modo
toda compañía. Transcurrían meses enteros sin que penetrasen en su
despacho otras personas que algún corredor de confianza ó los principales
empleados del escritorio, que recibían sus órdenes. Con los otros
capitalistas de la población—muchos de ellos compañeros de la juventud,
que habían marchado juntos con él en la primera etapa por el camino de la
fortuna—se comunicaba telefónicamente tuteándose, pero en estilo conciso
y seco, como si la riqueza hubiese secado los antiguos afectos.
Aresti siguió su marcha á lo largo del muelle, mirando los remolinos del
agua enrojecida por los residuos de las minas. Se detuvo un momento para
examinar dos barcos de cabotaje, dos cachemerines de la costa, con los
títulos en vascuence pintados en la popa, y la cubierta obstruida por
extraños cargamentos, en los que se confundían los fardos de bacalao con
mesas y sillerías embaladas. Ofrecían igual aspecto que los carromatos de
los ordinarios de los pueblos, cargados de los más diversos objetos. En uno
de los buques, la tripulación se agrupaba á proa en torno del hornillo donde
hervía el caldero del rancho. Los barcos estaban tan hundidos á causa de la
marea baja, que el doctor, desde la riba, veía el fondo de sus escotillas.
Aquellos hombres, que pasaban por bajo de él, tostados, enjutos,
habituados á la lucha mortal con el mar cántabro, le hacían recordar á su
padre, entrevisto en los primeros años de su vida y del que apenas quedaba
en su memoria una sombra vaga.
El doctor, separándose del muelle, pasó á la acera de la Sendeja. El
escritorio de su primo estaba en un caserón antiguo y señorial, todo de
piedra obscura, con balcones de hierro retorcido y pomos dorados, y un
gran escudo de armas que ocupaba gran parte de la pared entre el primero y
segundo piso. Era propiedad de una vieja devota que, por legar toda su
fortuna á la Iglesia, se negaba á vender el edificio á Sánchez Morueta,
dándose la satisfacción de tener por inquilino á uno de los primeros ricos de
Bilbao.
Aresti no osó subir directamente al despacho de su primo, temiendo la
resistencia de algún portero nuevo, y las idas y venidas y consultas de los
empleados, antes de reconocerle y dejarle paso franco. Prefirió entrar en el
entresuelo donde estaba el despacho de los buques de la casa, bajo la
dirección de un antiguo amigo de la familia, el capitán Matías Iriondo.
Aquella oficina era lo único accesible del edificio, donde se podía entrar á
la buena de Dios, sin miedo á esperar ni á porteros inflexibles.
—¿Está el Capi?...—preguntó Aresti á los escribientes que trabajaban
tras un atajadizo de cristales.
—¡Pasa, Planeta, pasa!—gritó alguien tras una puerta del fondo del
corredor.
Y Aresti entró, al mismo tiempo que el capitán, el Capi como le llamaba
Aresti, abandonaba su escritorio avanzando hacia él con los brazos
abiertos.
—Te he conocido con sólo oírte, Luisillo—dijo Iriondo con su voz
bronca y discordante de hombre enronquecido por la continua humedad y
obligado á hacerse oír entre los mugidos del viento y de las olas.—
¡Ay, Planeta!... Te encuentro algo aviejado.
Y había que oír la expresión cariñosa que daba el marino al mote
de Planeta aplicado al doctor. Para él, en su habla bilbaína, los hombres se
dividían en tres clases. Los que trabajaban seriamente en cosas de utilidad y
no tenían mote alguno. Los vagos y viciosos, que no sirven de nada, á los
que llamaba arlotes. Y luego venían los planetas, gente simpática y buena,
pero sin seriedad ni sentido práctico; los calaveras; los que tienen talento,
pero maldito en lo que lo emplean; los artistas que hacen cosas muy bonitas
que no sirven para nada; los que desprecian el dinero llegando á la vejez sin
salir de pobres. ¿Y qué mayor planeta que aquel médico que, pudiendo
hacerse de oro en Bilbao, prefería vivir entre los brutos de las minas?
—¡Ah, Planeta!—decía sin soltar á Luis de entre sus brazos.—Lo menos
hace medio año que no te veo. Y siempre tan loco, ¿verdad? Siempre
coleccionando libros y aprendiendo cosas sin sacar de ellas provecho.
¡Apuesto cualquier cosa á que aún no has reunido mil duros!...
Y reía, con lástima cariñosa, de su querido Planeta, al que consideraba
en eterna infancia, como un niño revoltoso que había que dejar en libertad.
Aresti le examinaba con no menos cariño.
—Capi, pues tú tampoco estás muy joven que digamos. Te probaba más
el mar.
—Tienes razón—dijo Iriondo con melancolía.—¡Si al menos pudiese ir
todos los días al monte con la escopeta, á cazar chimbos!... Pero hay que
despachar cinco ó seis barcos por semana. Tu primo quiere tragarse el
mundo y todos trabajamos como negros... Además, nos hacemos viejos,
Luisillo. Tú olvidas que tengo la edad de Pepe, y que ya era yo piloto,
cuando tú aún jugabas en Olaveaga en la huerta de tu tío.
Aresti admiraba el vigor del capitán. Estaba en los cincuenta años. Era
bajo de estatura, musculoso y fuerte, con cierta tendencia á ensancharse,
como si fuera á cuadrársele el cuerpo. Su cara se había recocido, como él
decía, en casi todos los puntos de la línea ecuatorial: estaba curtida, con un
color bronceado, semejante al de su barba, en la que sólo apuntaban
algunas canas. Tenía las córneas de los ojos con manchas de color de
tabaco, y sus pupilas, que siempre miraban de frente, brillaban con una
expresión de bondad. Conocía todas las picardías del mundo: había pasado
en su juventud por todos los desórdenes de las gentes de mar, que después
de meses enteros de aislamiento y privación sobre las olas, bajan á tierra
como lobos. Había brindado con todas las bebidas del mundo, incluso con
las fermentaciones diabólicas de los negros; se había rozado con hembras
de todos los colores, pardas, bronceadas, verdes y rojas, y, sin embargo,
después de una vida de aventuras, notábase en él la honrada simplicidad de
esos marinos, ascetas de los horizontes inmensos que, al abordar los
puertos cosmopolitas, sienten el contacto de todas las podredumbres, sin
llegar á contaminarse con ellas, sacudiéndolas apenas vuelven al desierto
del océano.
El doctor recordaba los principales detalles de su vida, que muchas veces
había contado el Capi de sobremesa en casa de Sánchez Morueta, con su
sencillez de hombre franco y comedido al mismo tiempo, sin parar atención
en el entrecejo de la señora que temía á cada instante extralimitaciones en
el relato. No había mar en el globo en el cual no hubiese navegado alguna
vez, ni clase de buque que no conociera, desde el cachemerin al
trasatlántico. De joven había hecho el cabotaje entre el archipiélago de
Luzón y las Molucas. El sultán de allá era gran amigote suyo, y le invitaba,
como muestra de afecto, a que escogiese entre sus sesenta mujeres
amarillas y hocicudas. ¿Para qué? Con un tabaco de Manila podía
llevárselas él a todas sin permiso de sultanillo. Había trasladado
cargamentos de chinos de Hong-Kong a San Francisco de California;
montañas de trigo de Odessa a Barcelona; recordaba viajes a Australia, a la
vela, por el cabo de Buena Esperanza; hacía memoria, con sonrisa
pudorosa, de sus juergas de la Habana, en plena juventud, con ciertos
marinos rumbosos como nababs y valientes y crueles lo mismo que los
aventureros de otros siglos, los cuales, al bajar a tierra, gastaban en unas
cuantas noches la ganancia de sus viajes desde las costas de África con la
bodega abarrotada de negros. Al hablar, sentía la nostalgia del azul
negruzco e intenso del Océano, del verde luminoso y diáfano del mar de las
Antillas, de la larga ondulación del Pacífico y las aguas plomizas y
brumosas de los mares del Norte. El Mediterráneo le inspiraba desprecio,
con sus puertos como Alejandría y Nápoles, verdaderos pudrideros de todo
el detritus de Europa. «Desde Gibraltar a Suez—decía—, ladrones a la
derecha y a la izquierda. Antes robaban en el mar, y ahora esperan en los
puertos.»
Su amistad con Sánchez Morueta, que databa de la infancia, le había
proporcionado un retiro en tierra. Era el inspector de los numerosos barcos
de la casa; y además, no cargaba un buque extranjero minerales de su
principal que no lo despachase él, acumulando así una pequeña fortuna que
le envidiaban sus antiguos compañeros de navegación. Era bilbaíno á la
antigua en todas sus aficiones. Su mayor placer era salir el domingo con la
escopeta al hombro á cazar chimbos en los montes, pajarillos de varias
clases, que habían proporcionado un mote á los hijos de la villa. El mayor
de los regalos era subirse, en las tardes que no tenía trabajo, á
algún chacolín del camino de Begoña á saborear el bacalao á la vizcaína,
rociándolo con el vinillo agrio del país. Sus amigos chacolineros pasaban
por el despacho para noticiarle misteriosamente cuándo se abría pipa
nueva.
—Capitán, esta tarde, donde Echevarri, dan espiche á un chacolín de dos
años.
Y el capitán abandonaba su despacho que, por lo desarreglado y pobre,
parecía un cuarto de marinería, sin más adornos que una mesa vieja,
algunas sillas, un botijo en un rincón y algunas fotografías de buques en las
paredes. Parecía imposible que allí se hablase de negocios que importaban
millones. Un barómetro enorme, dorado y con vistosos adornos, regalo de
Sánchez Morueta, era el único objeto notable y el que más estimaba el
capitán, pues, por sus hábitos de hombre de mar, siempre se estaba
preocupando del tiempo.
—Tenía muchas ganas de verte—dijo Iriondo, ocupando de nuevo su
sitio ante la mesa.—¡Las veces que he pensado en ir á pasar un día en las
minas! Allí hay caza ahora, ¿verdad? Sólo que la gente acomodada parece
que no se dedica á otra cosa. ¡Ay, Planeta! Y cómo va á alegrarse Pepe
cuando te vea. Yo hace cuatro días que no le he hablado. Ya sabes su
genio: viene, se va, y, cuando quiere algo, me lo dice desde arriba por ese
tubo que tienes al lado. Es muy bueno Pepe, pero con él, cuanto menos se
habla, mejor. Su debilidad eres tú... tú y Fernandito, ese ingenierete tan
simpático que tiene en los altos hornos. ¡Las veces que Pepe te recuerda!
Un día, hablando de tí y de tus planetadas, le oí decir. «Ese chico, ese
chico debía estar á mi lado».
—Oye Capi; ¿y cómo anda mi prima, la santa doña Cristina? ¿ha metido
ya alguna comunidad de frailes en el hotel de Las Arenas?
El capitán cesó de sonreír y por sus ojos cándidos pasó una sombra de
inquietud. No podía disimular su turbación.
—No sé... la veo poco. Debe estar como siempre...
Y añadió con repentina resolución:
—Mira, Luisillo: cada uno que proceda como mejor le parezca. Yo á mis
barcos, y fuera de ellos nada me importa.
Tras esto, quedaron los dos en silencio, como si el recuerdo de la esposa
de Sánchez Morueta hubiera hecho pasar entre ellos algo que helaba las
palabras y cohibía el pensamiento. Aresti se levantó para subir al despacho
de su primo.
—Por la escalera no—dijo el capitán.—Sube por ahí: es la escalerilla
interior y llegarás más pronto. Hasta luego: yo también soy de la
cuchipanda. Me ha invitado Pepe y nos llevará en su carruaje.... Si estás
falto de apetito, tienes tiempo para hacer coraje. Lo menos hasta las dos no
comeremos.
El doctor subió por una escalerilla de madera con cubierta de cristales,
que á través de un patio interior ponía en comunicación el entresuelo con el
despacho del jefe. Arriba, las oficinas estaban instaladas con mayor lujo:
las paredes eran de un blanco charolado; brillaban las mesas y taquillas de
madera rojiza, así como los lomos de cobre de los grandes libros de
cuentas. Los verdes hilos de la luz y de los timbres corrían por las cornisas
de una á otra pieza, y sobre las chimeneas funcionaban relojes eléctricos.
Los planos de las minas, las vistas de las fábricas de la casa, adornaban las
paredes.
Aresti, después de una corta espera, fué introducido en aquel despacho,
del que se hablaba en Bilbao como de un laboratorio misterioso, donde
Sánchez Morueta fabricaba raudales de oro con sólo concentrar su
pensamiento.
—¿Cómo estás, Luis?...
Lo primero que vió el doctor fué una mano tendida hacia él, una mano
firme, velluda y, sin embargo, hermosa; una mano fuerte de héroe
prehistórico, que hubiese parecido proporcionada perteneciendo á un
cuerpo mucho mayor. Y eso que el primo de Aresti era tan alto, que casi le
sobrepasaba toda la cabeza; una cabeza, que conocía la villa entera,
virilmente rapada, de ancha frente, y ojos serenos que derramaban hacia
abajo una luz fría. Una hermosa barba patriarcal que le tapaba las solapas
del traje parecía suavizar los salientes enérgicos de los pómulos y las
fuertes articulaciones de su mandíbula robusta y prominente como la de los
animales de presa. Tenía cana la barba, gris el pelo y, sin embargo, parecía
envolverle un nimbo de juventud, de fuerza serena, de energía reposada y
tenaz, que se comunicaba á cuantos le rodeaban. Era hermoso como los
hombres primitivos que luchaban con la naturaleza hostil, con las fieras,
con los semejantes, sin más auxilio que las energías del músculo y del
pensamiento, y acababan por posesionarse del mundo. Aresti, recordando
los dos Alcides que con la porra en la mano, y al aire la soberbia
musculatura dan guardia á los blasones de armas de la provincia, decía
hablando de él: «Mi primo se ha escapado del escudo de Vizcaya».
Era sobrio en palabras, como todos los hombres que tienen el
pensamiento y la acción en continuo uso.
Conservó un instante la mano del doctor perdida en la suya, estrujándola
con sólo un ligero movimiento, y pasada esta efusión extraordinaria en él,
volvióse hacia su secretario, que permanecía de pie junto á la mesa
manejando papeles y hojas telegráficas.
—Siéntate, Luis—dijo como si le diese una orden—acabo en seguida.
Y le volvió la espalda, olvidándolo, mientras el secretario sonreía
servilmente al primo de su principal y le saludaba con varias reverencias.
Aresti conocía de muchos años á aquel hombrecillo que había comenzado
de escribiente en la casa y era ahora el empleado de confianza de Sánchez
Morueta. El capitán le llamaba «el perro de doña Cristina» por la
protección que le dispensaba la señora y la adhesión absoluta con que él le
correspondía. Aresti despreciábale por las sonrisas con que saludaba su
parentesco con el amo.
Mientras el millonario leía los papeles, cambiando de vez en cuando
alguna palabra con su secretario, el médico, hundido en un sillón, dejaba
vagar su mirada por el despacho. Sufrían una decepción al entrar allí, los
que hablaban con asombro del retiro misterioso del omnipotente Sánchez
Morueta. La habitación era sencilla: dos grandes balcones sobre la Sendeja,
con obscuros cortinajes; las paredes cubiertas de un papel imitación de
madera; una mullida alfombra y la gran mesa de escritorio con una docena
de sillones de cuero, anchos y profundos como si en ellos se hubiera de
dormir. En un rincón, una caja de hierro; en otro una antigua arca
vascongada con primitivos arabescos de talla, recuerdo arqueológico del
país, y en las paredes, modelos en relieve de los principales vapores de la
casa y una enorme fotografía del «Goizeko izarra» (Estrella de la mañana),
el yate de tres mástiles y doble chimenea, que permanecía amarrado todo el
año en la bahía de Axpe, como si Sánchez Morueta hubiese perdido su
afición á los viajes. Sobre la chimenea se alineaban en escala de tamaños,
fragmentos pulidos de rieles y piezas de fundición, muestras flamantes del
acero fabricado en los altos hornos de la casa. Un pequeño estante contenía
libros ingleses, anuarios comerciales, catálogos de navegación, memorias
sobre minería y metalurgia. El único libro que estaba entre los papeles de la
mesa de trabajo, dorado y con broches, cual un devocionario elegante, era
el Yacht Register de más reciente publicación, como si el millonario
encadenado por sus negocios, se consolase siguiendo con el pensamiento á
los potentados de la tierra que más dichosos que él, podían vagar por los
mares. El despacho tenía el mismo aspecto de sobriedad y robustez de su
dueño. Todas las maderas eran de un rojo obscuro, con ese brillo sólido y
discreto que sólo se encuentra en las cámaras de los grandes buques. Aresti
resumía la impresión en pocas palabras; «Allí todo olía á inglés.... Hasta el
traje del amo».
Al concentrar la atención en su primo, volvía á admirar sus manos;
aquellas manos únicas, que parecían dotadas de vida y pensamiento aparte;
que iban instintivamente, entre el montón de papeles, en línea recta y sin
vacilación hacia aquello que deseaba la voluntad. Eran como animales
independientes puestos al servicio del cuerpo, pero con fuerza propia para
vivir por sí solas. Aresti las admiraba con cierto respeto supersticioso.
Donde ellas estuvieran, el dinero y el poder se entregarían vencidos,
anonadados. Nada podía resistir á aquellas hermosas garras de bestia
luchadora é inteligente. El movimiento de la sangre en sus venas de grueso
relieve, parecía el latido de un pensamiento oculto.
Las poderosas zarpas acabaron por amontonar con sólo un movimiento
todos los papeles, dando la tarea por terminada, y los ojos grises del grande
hombre indicaron al secretario con fría mirada que podía retirarse á la
habitación inmediata donde tenía su despacho: una pieza con grandes
estantes cargados de carpetas verdes y algunos ejemplares raros de mineral
bajo campanas de vidrio.
—Don José, un momento,—dijo el hombrecillo;—me permito recordar á
usted el encargo de doña Cristina, ya que está aquí el señor doctor.
Y como Sánchez Morueta pareciera no acordarse, el secretario se inclinó
hacia él, murmurando algunas palabras.
El millonario dudó algunos momentos mirando á su primo.
—Es un favor que te pide Cristina—dijo con alguna vacilación.—Al
saber que venías hoy, me encargó que subieses un momento á Begoña para
ver á don Tomás, ese cura viejo que algunas veces nos visita.
Y como creyese ver en la cara del doctor un gesto de disgusto, se
apresuró á añadir.
—Anda, Luis; hazme ese favor. Piensa que son mis días y que hay que
tener contentas á las señoras. Mi mujer y mi hija se alegrarán mucho. Es
una visita corta: el pobre, según parece, está desahuciado de todos. ¿Qué te
cuesta darlas gusto?...
En su mirada y su acento había tal tono de súplica, que Aresti aceptó
mudamente, adivinando que con ello aliviaba de un gran peso á su
poderoso primo. Aquel hombre envidiado por todos, el «hijo favorito de la
fortuna», como él lo llamaba, tenía sus disgustos dentro del hogar.
—Goicochea te acompañará—dijo señalando á su secretario.—Toma
abajo mi carruaje, y, mientras vuelves, terminaré mi tarea. Hasta luego,
Luis.
Y cogiendo una pluma, comenzó á escribir, como si una repentina
preocupación le hiciese olvidar por completo á su pariente.
Aresti, llevando al lado á Goicochea en el mullido carruaje del
millonario, pasó por varias calles de la Bilbao tradicional, admirando sus
tiendas antiguas, adornadas lo mismo que en los tiempos de su niñez. Era
igual el olor de zapatos nuevos y telas multicolores fuertemente teñidas. El
carruaje comenzó á ascender penosamente por la áspera cuesta de Begoña.
Terminaba el desfile de casas. Ensanchábase el horizonte, extendiéndose
entre las montañas los campos verdes, y los robledales de tono bronceado,
interrumpidos á trechos por las blancas manchas de las caserías. El sol
asomaba por primera vez en la mañana al través de un desgarrón de las
nubes, y el humo que se extendía sobre la villa tomaba una transparencia
luminosa, como si fuese oro gaseoso. Al borde del camino levantábanse
casas aisladas, ostentando en su puerta el tradicional branque, el ramo
verde que indica la buena bebida del país. Eran los famosos chacolines con
sus rótulos: «Se venden voladores», para que el estruendo fuese completo
en días de romería.
Goicochea, que no era hombre silencioso y creía faltar al respeto al
primo de su principal permaneciendo callado, hablaba de aquellos lugares
con cierto entusiasmo.
—Me gusta pasar por aquí, señor doctor, porque recuerdo mi juventud...
los famosos días del sitio. Usted sería muy niño entonces, y ya no se
acordará.
Animado por la mirada interrogante del doctor, siguió hablando:
—¿Ve usted dónde hemos dejado la cárcel? Pues poco más ó menos ahí
estaba la línea entre sitiados y sitiadores. Nos fusilábamos de cerca,
viéndonos las caras, y por las noches charlaban amigablemente los
centinelas de una y otra parte: cambiaban cigarros y se ofrecían lumbre...
para matarse si era preciso al amanecer.
—Usted sería de los auxiliares, como mi primo Pepe,—dijo Aresti;—de
los que defendían la villa.
Goicochea dió un respingo en su asiento, pero en seguida recobró su
aspecto plácido y contestó con humilde sonrisa:
—¡Quia, no señor! Yo estaba con los otros: era sargento en un tercio
vizcaíno y llevaba la contabilidad... Cosas de muchachos, don Luis:
calaveradas. Entonces tenía uno la cabeza ligera y aún no habían llegado
los ocho hijos que ahora me devoran.
Y como si tuviera interés en que el doctor conociese exactamente sus
creencias, siguió hablando:
—Por supuesto, que ahora me río de aquellas locuras. ¡Y pensar que en
Somorrostro casi me entierran por culpa de una bala perdida!... Ahora ya
no soy carlista, y como yo, la mayoría de los que entonces expusimos la
pelleja.
—¿Pues qué son ustedes?...
—¿Qué hemos de ser, don Luis? ¿No lo sabe usted?... Nacionalistas;
bizkaitarras; partidarios de que el Señorío de Vizcaya vuelva á ser lo que
fué, con sus fueros benditos y mucha religión, pero mucha. ¿Quiénes han
traído á este país la mala peste de la libertad y todas sus impiedades? La
gente del otro lado del Ebro, los maketos: y don Carlos no es más que
un maketo, tan liberal como los que hoy reinan, y además tiene los
escándalos de su vida impropia de un católico.... Lo que yo digo, don Luis.
Quédese la Maketania con su gente sin religión y sin virtud y deje libre á la
honrada y noble Bizkaya.... con B alta ¿eh? con B alta, y con K, pues la
gente de España para robarnos en todo, hasta mete mano en nuestro nombre
escribiéndolo de distinta manera.
Y con el índice trazaba en el espacio grandes bes para que constase una
vez más su protesta ortográfica.
El carruaje rodaba por los altos de Begoña. Dormía el camino en medio
de una paz monacal. A un lado y á otro alzábanse grandes edificios de
reciente construcción. Eran conventos ocupados por frailes de órdenes
antiguas y religiosas de modernas fundaciones. La piedad de las señoras
ricas de la villa había levantado aquellos palacios. Allí iba á parar una parte
no pequeña de las ganancias de las minas. La limosna cuantiosa, y los
legados testamentarios cubrían de conventos ó iglesias aquella parte del
monte Artagán. El silencio monacal, que parecía extenderse por el paisaje,
contrastaba con el zumbido de vida que exhalaba abajo la población,
dominada á aquella hora por la fiebre de los negocios. De vez en cuando
sonaba perezosamente una campana en las torrecillas de ladrillo rojo,
llamando á gentes invisibles: se entreabría un portón con agudo chirrido,
dejando ver una cofia monjil, blanca y almidonada y un rincón de huerto
frondoso. Aresti, influenciado por este ambiente, pensaba en los místicos
retiros de la Flandes católica, en sus conventos modernos de escrupulosa
limpieza y sus beguinas cubiertas por tocas nítidas, de movibles alas, como
mariposas de nieve.
Goicochea seguía hablando. Ahora relataba al doctor la enfermedad de
don Tomás, el cura que iban á visitar; «un santo varón» que en otros
tiempos confesaba á la de Sánchez Morueta y que pronto moriría como un
justo si la Virgen no le salvaba con un milagro. El carruaje paró ante la
iglesia de la imagen famosa, atravesando la Plaza de la República; la
República de Begoña, que aún conservaba esta denominación de los
tiempos forales.
Aresti, guiado por su acompañante, entró en la casa del cura para ver á
éste, inmóvil en un sillón, desalentado y tembloroso ante la proximidad de
la muerte. Al reconocer al doctor, con el que había disputado más de una
vez en casa de Sánchez Morueta, el viejo mostró en sus gestos cierta
esperanza. ¡A ver si podía salvarlo con aquella ciencia que había ensalzado
tantas veces al discutir con él! No podía dormir, no podía acostarse; se
ahogaba. Aresti conoció á primera vista la gravedad de su dolencia. Tenía
enfermo el corazón, el órgano rebelde á todo reparo. Por más que intentó
animar al enfermo con palabras alegres, el viejo, con su astucia aguzada
por el miedo, adivinó la ineficacia del remedio, entre aquellos planes de
curación que Aresti le proponía por decir algo.
—¡Lo mismo que los otros!—gimió.—¡Ay Virgen de Begoña!... ¡Virgen
de Begoñaaa!
El acento desesperado con que llamaba á la Virgen, revelaba el egoísmo
de la vida, agarrándose á la última esperanza, implorando un milagro, con
la ilusión de que, en favor suyo, se rompiesen y transtornasen todas las
leyes de la existencia.
Al verse de nuevo en la plaza, Goicochea miró al templo y se descubrió
como si le pesara volver á la villa sin saludar á la imagen.
—Podíamos entrar un momento, ¿no le parece, don Luis? Nos queda
tiempo de sobra. ¿Usted, indudablemente, no habrá visto á la Virgen desde
que le coronaron como Señora de Vizcaya? Pues está muy bonita.
Entremos y yo pediré un poco por el desgraciado don Tomás.
Aresti se dejó conducir. No había estado allí desde que era niño, y le
interesaba ver las grandes reformas que la devoción de los ricos de abajo
había realizado en aquel edificio, convertido en fortaleza durante las
guerras y al que afluían ahora todos los sentimientos del país hostiles á la
nacionalidad española y á sus progresos.
Pasaron bajo unas arcadas adosadas al templo; el paseo cubierto de todas
las iglesias vascas, donde en otros tiempos se reunía el vecindario,
amparado de la lluvia, para tratar los asuntos públicos después de la misa.
Por algo, la mayoría de los pueblos vizcaínos tomaron el título de
anteiglesias, en época de fueros.
Entraron por una puerta lateral, y mientras Goicochea marchaba hacia el
altar mayor, dejándose caer de rodillas ante la Virgen con devoción
compungida, Aresti paseó por el templo, examinándolo. Los reclinatorios,
los bancos y los altares, llamaron inmediatamente su atención. Eran piezas
de esa ebanistería parisién del barrio de San Sulpicio, puesta al servicio de
los fieles, que arregla oratorios para las señoras elegantes con el mismo
refinamiento con que sus compañeros de oficio adornan un dormitorio ó
un budoir. El gusto artístico del jesuitismo contrastaba con la arquitectura
del templo, de un gótico sobrio, con grandes sillares sin adorno alguno. De
las pilastras pendían, como banderas de victoria, los estandartes de las
diversas peregrinaciones, y cubrían las paredes lápidas conmemorativas en
vascuence y algunos cuadros horribles, inmortalizando la coronación de la
Virgen.
Al médico le interesaban más los votos que se extendían por la pared, á
la altura de sus ojos, cuadritos de una pintura cándida y grosera,
representando olas alborotadas, barcos próximos á zozobrar con los palos
rotos, y descendiendo de entre los nubarrones sobre el casco desmantelado,
un rayo semejante á una lombriz roja. Provocaban la risa como obras de
arte, pero Aresti los miraba con respeto, viendo en ellos el recuerdo de un
drama vivido por muchos centenares de hombres. Eran votos de la gente de
mar, muestras de agradecimiento de tripulaciones vizcaínas, por haberlas
salvado la imagen de Begoña de espantosas tempestades. Los cuadros más
antiguos y borrosos representaban bergantines y fragatas con las velas
rotas, encabritándose sobre las olas, flotando entre estas algún mástil roto:
los más modernos eran vapores espantosamente ladeados por el empuje del
mar, con la cubierta barrida por el agua. Y Aresti pensaba en la pobreza
humana que resurge siempre ante las catástrofes ciegas de la naturaleza; en
la fe que siente el hombre por lo maravilloso apenas ve en peligro su
existencia.
Goicochea había cesado de rezar y, acercándose al doctor, hablábale al
oído con la satisfacción del que muestra las bellezas de su propia casa.
—Mírela usted—decía señalando á la imagen.—¡Qué hermosa es! ¡Y
qué bien le sienta la corona!...
Aresti miraba la imagen, el «fetiche bizkaitarra», como decía él en sus
cenas con los amigos de Gallarta, y la encontraba grotescamente fea, como
todas las imágenes españolas que son famosas y hacen milagros. La
cabecita de bebé parecía abrumada por una alta corona, inflada como un
globo; hasta sus pies descendía, como un miriñaque, el manto cubierto de
toda clase de piedras preciosas. Los diamantes, perlas y esmeraldas
arrojadas á manos llenas por la devoción, como si el brillo pudiese
aumentar la hermosura de la imagen, esparcíanse también sobre el
pequeñuelo que la Virgen mostraba entre sus manos.
—Cuántas joyas ¿eh?—murmuraba con entusiasmo Goicochea.—Esto
sólo se ve en este país. Aquí hay religión y riqueza.
El doctor pensaba involuntariamente en el sucio y doliente rebaño de las
minas, calculando en cuánto habría contribuido su miseria á aquellos
regalos inútiles, colocados por la fe y la ostentación de unos pocos, sobre
un madero tallado.
—¡Si usted hubiese visto el acto de la coronación!—continuó la voz de
Goicochea con sordina.—Aún me estremezco de entusiasmo recordándolo.
Fué cosa de llorar. Catorce obispos asistieron y hubo quince días de
peregrinación de Bilbao y los pueblos. Vizcaya entera pasó por aquí:
peregrinación de señoras, peregrinación de criadas de servir, peregrinación
de obreros; las anteiglesias en masa con sus párrocos al frente, y sermones
al aire libre de religiosos de todas las órdenes, y de padres jesuítas: pero
sermones buenos de veras, en vascuence: diciendo lo que significaba la
coronación de la Virgen como Señora de Vizcaya. Fíjese usted
bien.... ¡Señora! Vizcaya sólo ha tenido Señores. Hasta Dios es para
nosotros Jaungoicoa ó sea «Señor de arriba.» Eso de reyes y reinas es cosa
de los maketos. Desde el día de la coronación de la Señora, que moralmente
hemos arreglado nuestras cuentas con los que viven del Ebro para allá,
separándonos para siempre. La cosa fué conmovedora: como organizada
por los principales del partido.... Pero vámonos, que aquí molestamos
hablando.
Goicochea salió del templo huyendo de las miradas que le lanzaban dos
aldeanas viejas arrodilladas ante la Virgen.
En el porche de la iglesia continuó dando expansión á su entusiasmo.
—¿Y ha visto usted cuántos milagros? ¿No le enternece eso?...
—Sí—dijo Aresti con gravedad.—A mí me conmueve la piedad de los
hombres de mar que vienen aquí descalzos, trayendo su recuerdo á la
Virgen, por haber estado próximos á naufragar y no haber naufragado.
Gran cosa es la fe. Lo mismo que á ellos, les ocurre casi todos los días á
marineros ingleses, suecos ó americanos que son protestantes ó no son
nada, y se salvan á pesar de no tener una Virgen de Begoña á quien
recomendarse. Además, vaya usted á saber los vizcaínos que se habrán
ahogado después de implorar á la Virgen. Esos no han podido venir aquí á
contarlo.
El secretario hizo un movimiento de extrañeza, mirando escandalizado al
médico.
—Don Luis—dijo con acento dulzón.—No empiece usted á soltar de las
suyas. Mire que no estamos en las minas, sino en la puerta de la casa de la
Virgen, y que ésta le castigará.
—No; yo no me burlo de la fe—dijo Aresti.—El hombre es naturalmente
cobarde ante el dolor, ante un peligro que supera á sus fuerzas; basta que se
considere perdido para creer y esperar en lo maravilloso. Me acuerdo de
mister Peterson, un ingeniero inglés empleado en las minas, un protestante
muy ilustrado y fervoroso que no perdía ocasión de burlarse de la idolatría
de los católicos y de su culto á las imágenes. Un día, un peón despedido por
él del trabajo, le dió una puñalada de muerte. Cuando se convenció de que
no podíamos salvarle, rompió en lloros y aclamaciones á la Virgen, lo
mismo que don Tomás. Se agarró á la misma fe de las mujeres más
ignorantes del pueblo. Llamaba á la Virgen de Begoña con un vozarrón que
se oía desde la calle.
—¿Y llegó á salvarse?—dijo Goicochea anhelante, con la esperanza de
un milagro.
—No; murió á las pocas horas lo mismo que si no hubiera llamado á
nadie.
Goicochea, temiendo nuevas impiedades del doctor, desvió el curso de la
conversación.
—¡Qué hermosa vista!—dijo señalando la parte de la villa que se
alcanzaba desde el porche, junta con un trozo de la ría y las montañas de
las Encartaciones con sus cumbres rojas, de tierra removida.—Esto es el
más hermoso balcón de Vizcaya. ¡Cuánto trabajo se abarca desde aquí!
¡Cuánta riqueza!...
Luego, añadió en tono confidencial.
—Cuando veo lo mucho que ha prosperado nuestra tierra, comprendo
que es imposible volver á nuevas aventuras. Hoy, una tercera guerra civil,
otro sitio como el último, mataría á Vizcaya. ¿Qué sería de los altos hornos,
de tanta fábrica y tanta vía férrea?... Por esto hemos abandonado, quien
más quien menos, nuestra antigua bandera. Para servir á Dios no se
necesita de política. Nosotros somos cada vez más intransigentes en lo
tocante á la sacrosanta religión; ¿pero pelearse por reyes? Aquí no hay más
que Vizcaya y suSeñora santísima. Pregunte usted si quieren volver á las
andadas, á muchos de los contratistas de Gallarta. Yo los he conocido de
aduaneros carlistas, descalzos y muertos de hambre, y ahora van camino de
millonarios. Vea usted á muchos dueños de las minas que en su juventud
cogieron el fusil. Necuacuam, ninguno sueña remotamente con una nueva
guerra. Si en tiempos del sitio hubiera existido tanto negocio como hoy, y
tanta riqueza, no habrían llegado las cosas á mayores. Los que comulgamos
en los sanos principios, ya sabemos el buen camino. Lo mismo nos da que
reine Juan que Pedro: lo que nos importa es Vizcaya y Dios... Y Dios, ya
sabe usted, que está por encima de la Patria y del Rey.
Como Aresti sonreía socarronamente, el hombrecillo pareció intimidarse
ante su gesto.
—A ver: siga usted, señor Goicochea,—dijo el doctor.—Me interesa eso,
pues, al fin, vizcaíno soy, aunque no tenga el honor de ser nacionalista. ¿Y
cómo vamos á conseguir que Bizkaya (con B alta) se emancipe de la odiosa
Maketania? Piense usted que ella tiene sus guiris, sus ches de pantalones
rojos, prontos á disparar el fusil como en otros tiempos.
Y Aresti, al decir estos motes, remedaba el tono de desprecio con que
había oído á algunos como Goicochea, designar á los soldados españoles,
llamados ches en Bilbao, por ser valencianos muchos de los que componían
la guarnición durante el sitio.
—Se hará sin guerra. Es asunto de tiempo don Luis: de tiempo y de
buena dirección. Poco á poco se hace camino. O nosotros impondremos á
España las sanas costumbres y creencias de los antepasados, ó nos
aislaremos como ciertos pueblos de América, que viven felices, gobernados
por el Sagrado Corazón de Jesús. Allí están los que dirigen y son gente que
lo entiende: allí se prepara el porvenir.
Y señalaba en dirección á la ría, como si al través de las inmediatas
alturas viese con la imaginación la Universidad de Deusto, santuario, para
él, de la sabiduría humana.
—Pues hay para rato, señor Goicochea—dijo el médico saliendo del
porche en busca del carruaje.
—No diré que no, don Luis. Nuestra redención es algo difícil por la
continua inmigración de gentes que traen con ellas las malas costumbres de
España. Lo peorcito de cada casa, que viene aquí á trabajar y á hacer
fortuna. Son intrusos que toman por asalto el noble solar de Vizcaya. Cada
vez son más: en Bilbao, hay que buscar casi con candil los apellidos
vascongados. Todos son Martínez ó García, y se habla menos el vascuence
que en Madrid. Esto es uno de los grandes males que nos ha traído la
prosperidad. Pero todo se andará. Yo pienso lo que García Moreno, aquel
gobernante del Ecuador, que, según cuentan los padres de Deusto, fué el
estadista más grande del siglo. ¿Sabe usted lo que dijo al recibir la
puñalada que lo mató? «Dios no muere nunca».... Pues eso digo yo. Dios
no muere y no morirá Vizcaya que, por el amor que siente hacia su
santísima madre, es su hija predilecta.
Ya no dijo más en todo el camino. Al fin, pareció amoscarse por la
mirada irónica del doctor y los socarrones movimientos de cabeza con que
acogía sus palabras. Reconocía en él un digno primo de Sánchez Morueta;
pues el secretario, á pesar de su servilismo exterior, sentía cierta
repugnancia por su principal, un hombre silencioso que, sin alardes de
impiedad, vivía separado de la religión, pasando meses enteros sin oír una
misa. Él conocía los hondos disgustos que esta conducta proporcionaba á la
buena doña Cristina, la cual, sólo valiéndose de la influencia que ejercía su
hija sobre el padre, podía conseguir que éste las acompañase alguna vez á
la iglesia. ¡Que hombres los dos! ¡Imposible parecía que fuesen de la tierra
vasca, patria de tantos santos!...
A las dos de la tarde se vió Aresti de nuevo en el coche, camino de Las
Arenas con su primo y el capitán Iriondo. Goicochea, invitado también á la
comida de familia, había salido antes en el tranvía.
—Tú no descansas—decía el médico á su primo,—¡todos los días Las
Arenas á Bilbao!
—Todos los días. Cuando edifiqué el hotel, creí que me quedaría meses
enteros mirando el mar sin ocuparme de los negocios. Pero por las mañanas
voy de un lado á otro, sin saber qué hacer y acabo por mandar que
enganchen. Por las tardes es diferente. Paso tranquilo las horas en el jardín,
oyendo á Pepita que toca el piano.
—¡La vida de familia!... ¡Tú eres feliz—exclamó el médico.
Su primo le miró con ojos interrogantes, como si encontrase en sus
palabras cierta ironía.
—Sí: la vida de familia—dijo.—Es la que más me gusta. Lástima que en
este Bilbao no pueda uno gozarla á sus anchas, libre de influencias
extrañas. Tú bien lo sabes, Luis.
Y calló, mientras el médico quedaba también silencioso y cabizbajo,
como sumido en penosas reflexiones. Pasaban ante la ventanilla del
carruaje los hoteles vistosos del Campo del Volantín, donde se albergaba la
aristocracia de la villa; después las verjas y escalinatas de la Universidad de
Deusto; mientras por el lado opuesto desarrollaba la ría sus revueltas entre
los descargaderos y los barcos anclados. Aresti veía ahora en sentido
inverso y desde la orilla opuesta el paisaje que había admirado por la
mañana en el tren.
Al pasar el carruaje por Olaveaga, los tres hombres rompieron su
mutismo, animándose con repentina alegría. Aquella era su patria: allí
habían nacido los tres.
Y Aresti, evocando de un golpe todo el pasado, hacía preguntas á sus
compañeros, recordándoles los incidentes de la juventud.
Aún veía, como si lo tuviera ante sus ojos, al señor Juan Sánchez, el
padre de Sánchez Morueta, el patriarca de la familia, el iniciador obscuro
de la presente prosperidad, el que de un tirón los despegó á todos del bajo
fondo social en que habían nacido. No era del país: había llegado de un
pueblecillo de la costa de Santander, estableciéndose en Olaveaga como
gabarrero, y casándose con una joven del pueblo, que tenía varios campos
en aquella vega de Deusto, que surte de hortalizas y flores á Bilbao. Fué
una vida de trabajo: la mujer á la huerta y él á la ría, que era entonces tan
peligrosa como el mar, con sus aguaduchos ó avenidas que la convertían en
torrente y sus revueltas y bajos que hacían zozobrar las embarcaciones. Los
buques se quedaban en el abra y las gabarras subían hasta la villa los
cargamentos de bacalao y de maderas, necesitando, para esta conducción,
de hombres expertos. Ir de Bilbao á Portugalete era entonces un viaje que
sólo osaban emprender los atrevidos, tomando pasaje en las barcas que se
llamabancarrozas. La góndola del Consulado, del famoso tribunal de
comercio, era la única embarcación que surcaba la ría con frecuencia. Los
gabarreros, intermediarios obligados de todo comercio, prosperaban
rápidamente, y Olaveaga era el pueblo más rico del Nervión. El señor Juan
servía á las casas más importantes, por la confianza que inspiraba su
pericia. Jamás había averiado los géneros con un mal tropiezo en los
innumerables bajos de la ría ó en la vuelta de la Salve; conocía las aguas
palmo á palmo, y siempre que había que hacer el salvamento de alguna
gabarra perdida, le llamaban á él. Así fué reuniendo una fortuna para su
hijo único, que andando el tiempo había de ser el famoso Sánchez Morueta.
En aquella época, el futuro millonario iba todas las mañanas al instituto de
Bilbao, á estudiar Náutica, pues su padre le quería marino, pero de los de
altura, para navegar y comerciar en grande, á través de todos los mares,
como él lo hacía en la ría. El honrado gabarrero, satisfecho de su suerte,
dueño de muchos de los lanchones que surcaban el Nervión, seguro ya del
porvenir con lo que llevaba ahorrado, compartía su cariño entre su hijo
Pepe y un sobrino mucho menor, que no era otro que Aresti, hijo de una
hermana de su mujer. Las dos hembras de aquella familia de hortelanos, se
habían unido con hombres de mar; pero la casada con el gabarrero, tuvo
más suerte que su hermana menor, que se enamoró de Chomín Aresti, un
mocetón de la matrícula de Bermeo, que navegaba por el Cantábrico como
patrón de balandros de cabotaje, siempre expuesto á perecer en un día de
galerna. A los ocho años de casados, ocurrió la catástrofe. Chomín se
ahogó en un naufragio, y la viuda, llevando en brazos al futuro doctor
Aresti, que entonces tenía seis años y se miraba con asombro el negro
trajecito, lloró desesperadamente por todos los rincones de la casa de su
hermana.
—No te apures, mujer—decía el señor Juan.—Otras están peor que tú,
que tienes á tu hermana y me tienes á mí. No morirás de hambre, ya que
según parece, voy para rico. Si el rapaz no tiene padre, aquí estoy yo, que
rabio, porque la mía sólo me ha dado un chico.
Y así era. El gabarrero hubiera deseado que su mujer fuese dándole hijos,
conforme prosperaba la casa. Sentíase cohibido al no poder llevar en sus
brazos á aquel mocetón que estudiaba en Bilbao y era tan alto como él y
mucho más serio. Por esto agarró con un entusiasmo paternal á su sobrino
Luis, y los vecinos de Olaveaga le vieron á todas horas en la gabarra ó por
las orillas de la ría, con el pequeño cogido de la mano, acariciándolo como
si fuese un nuevo hijo.
Aresti no conoció otro padre que el señor Juan, y Sánchez Morueta fué
para él un hermano. El mocetón grave, de carácter áspero, tuvo para el
pequeño dulzuras y atenciones que sorprendían á la familia.
Cuando el gabarrero iba á Bilbao, llevábase á Luis, dejándolo en las
banquetas de los escritorios mientras ajustaba con los señores la cuenta de
sus viajes. Por las noches lo dormía sobre sus rodillas, cantándole los viejos
zortzicos de los barqueros del Nervión ó relatándole patrañas que el pobre
hombre apreciaba como lo más indiscutible de la sabiduría histórica.
Gustábale especialmente relatar el origen de Bilbao. Lo habían fundado
unos pescadores á orillas de la ría, entre las repúblicas de Begoña y
Abando, y andaban tristes y preocupados no sabiendo qué nombre dar á su
aglomeración de chozas. Un día, por divertirse, arrojaron al Nervión un
botijo vacío. Bil, bil, bil cantaba el agua al penetrar en él y cuando casi
lleno se fué á fondo, lanza un sonoro bao. Los pescadores gritaron «Bilbao
será su nombre». Y el gabarrero miraba al pequeño y á las dos mujeres que
le escuchaban atónitas, admirando su sabiduría del pasado.
El tiempo trajo grandes modificaciones en la familia. Pepe, que había
terminado su carrera en compañía de Matías Iriondo, hijo de un vecino, se
embarcó en un vapor que hacía viajes á Inglaterra. Al poco tiempo, no
satisfecho de la vida del mar ó deseoso de mayor medro, se quedó en
Londres, entrando como empleado en una casa vizcaína.
Su madre murió de repente. La encontraron tendida de bruces, sobre un
surco de aquella tierra gredosa que cultivaba desde la niñez, y que su
marido no podía hacerla abandonar. Había querido, al irse del mundo,
morir abrazada á aquellas hortalizas que todas las mañanas llevaba al
mercado de Bilbao, con avaricia de aldeana. El señor Juan se sintió más
unido á su cuñada y su sobrino. El hijo escribía de tarde en tarde: la ría
ofrecía cada vez menos alicientes para él.
Comenzaba á despertar la explotación de las minas y se hablaba de
limpiar el Nervión, convirtiéndolo en un puerto para que los vapores
llegasen hasta el mismo paseo del Arenal. ¡Adiós las gabarras! Y
descuidando un negocio cuya muerte veía próxima, tranquilo ante el
porvenir, pues poseía una fortuna de la que se hablaba con asombro en el
pueblo, no tuvo otra ocupación que cuidarse de Luisillo y admirar sus
progresos.
—¡Diablo de rapaz!—decía hablando de él con los viejos camaradas de
la ría.—¡De dónde habrá sacado tanto talento! ¡Nadie hubiera dicho que de
aquel pobre patrón de Bermeo pudiera salir un hijo así!...
Y el gabarrero temblaba de emoción, saltándole las lágrimas, cuando le
hablaban en la villa de su sobrino y de lo satisfechos que tenía á los señores
del Instituto. Llegó el momento de que Aresti, á los catorce años, escogiera
una carrera y el viejo consultó su voluntad. A ver ¿qué quería ser? ¡con
franqueza! Allí estaba el tío Juan con la bolsa abierta para costearle la
carrera que más le gustase... aunque quisiera ser Sumo Pontífice. Marino
no: ya había bastante con uno en la familia. ¿Médico? ¿quería ser médico?
Algo más grande y de mayor brillo había soñado el gabarrero, sin saber
ciertamente lo que era.... Pero, en fin ¡vaya por la medicina! Y como puesto
á hacer las cosas había que hacerlas bien, le enviaría á estudiar á Madrid.
No reparaba en gasto más ó menos. Para eso había trabajado él, y algo le
cosquilleaba la vanidad, la idea de que, con el tiempo, toda Olaveaga, los
descendientes de los que le habían conocido descalzo y despechugado,
remando en la ría, entregarían las vidas á su sobrino, viéndolo llegar como
una esperanza y llamándolo á todas horas «señor doctor».
Mientras Luis estudiaba su carrera, ocurrió la gran transformación de la
familia, el tirón loco de la suerte que sacó de la obscuridad á Sánchez
Morueta. Su primo se presentó inesperadamente en Olaveaga. Venía á la
conquista de la Fortuna; sabía dónde estaba oculta y llegaba antes que los
demás, aprovechando sus estudios y observaciones en país extranjero. El
invento de Bessemer, que acababa de revolucionar la metalurgia
abaratando la fabricación, hacía necesarios los hierros sin fósforo y
ningunos como los de las minas de Bilbao. Iba á comenzar en aquellas
montañas un período de explotación loca, de rápidas fortunas: el que
primero se apoderase del mineral sería rico como un príncipe. Dinero...
necesitaba dinero, para centuplicarlo en poco tiempo. Su padre apenas lo
entendió; pero tenía fe en su hijo, le inspiraba respeto su gravedad, aquel
pensamiento siempre reconcentrado y en función: y le entregó sus ahorros,
vendió las gabarras y hasta la casa nueva que había construido imitando á
las mejores de la villa y que era el asombro de Olaveaga.
Entonces comenzó la historia del poderoso Sánchez Morueta, aquella
transformación de cuento mágico, atropellándose los negocios fabulosos,
las caricias de la buena suerte, como si les faltase tiempo para enriquecer á
aquel hombrón que veía llegar los millones sin el más leve estremecimiento
en su rostro impasible. Se apoderó rápidamente de la montaña. Allí donde
asomaba el mineral de hierro, especialmente el llamado campanil, que era
el más rico, allí ponía sus manos de vencedor, diciendo: «Esto es mío».
Compraba minas para venderlas al mes siguiente á los ingleses que
llegaban detrás de él. Tenía en el abra los vapores á docenas, cargándolos
de aquellos terrones rojos que eran como oro. Bilbao hablaba de Sánchez
Morueta con admiración: sonaba su nombre á todas horas. Mientras los
demás dormían, él había visto claro; cuando la gente comenzaba á
despertar, ya era él millonario. Tras sus espaldas de luchador victorioso
marchaba una corte de ingenieros, contratistas y tardíos buscadores de la
fortuna.
«Tu primo está loco—escribía el señor Juan á su sobrino.—Esto es un
escándalo; los millones entran en casa como una inundación. Ahora habla
de construir una flota de barcos propia para que transporten el mineral á
Inglaterra: quiere establecer fundiciones en la orilla del Nervión, que
fabriquen carriles, puentes enteros, cañones, navíos de guerra ¡qué sé yo
cuántas locuras más! Créeme, Luisillo; esto es demasiado: no puede durar».
Y hablaba con asombro de su nueva existencia. Él y la madre de Luis
vivían con el grande hombre, en una casa muy hermosa de Bilbao, con un
batallón de empleados, sirvientes y parásitos. Una vida de abundancia y de
movimiento que hacía pensar melancólicamente á los dos viejos en sus
huertecitas de Olaveaga, tan tranquilas y risueñas, al abrigo de los montes,
con la ría enfrente como un espejo en los días de sol. Además, el poderoso
príncipe de la industria se había casado para hacer dignamente los honores
á la fortuna que llegaba. Su mujer era una señorita de Durango: (y el
antiguo gabarrero, recalcaba con respeto y temor la calidad social de su
nuera) una parienta de los principales que Sánchez Morueta había tenido en
Londres. Su familia de hidalgos vivía estrechamente de las flacas rentas de
algunas caserías: nobleza agrícola que hacía remontar sus blasones á los
tiempos casi fabulosos de Vizcaya, á Jaun Zuria el Cid vascongado, y que,
aturdida por la escandalosa fortuna del hijo del gabarrero, había accedido á
emparentar con él. Sánchez Morueta, casi al día siguiente de la boda, había
continuado su vida de agitación, de viajes y de encierros en el escritorio. La
mujer, de una belleza rubia, áspera y dura, fruncía el entrecejo ante los dos
ancianos que vejetaban tímidamente en la casa, como si fuesen unos
criados distinguidos, y vivía sola, repartiendo su tiempo entre las iglesias y
las visitas á las principales familias de Bilbao. La satisfacción de
anonadarlas con su lujo, el goce de provocar la envidia de las amigas con
su riqueza, eran las únicas dulzuras que encontraba en el matrimonio.
Después, cuando Aresti estaba próximo á terminar su carrera, ocurrió la
muerte del señor Juan. El viejo se fué del mundo asustado de la fortuna de
su hijo, creyéndole loco, presagiando un desquite terrible de la mala suerte,
repitiendo tenazmente que «aquello no podía durar». Al presentarse Luis en
Bilbao vió á su primo en plena gloria, con su gravedad de hombre fuerte y
silencioso, insensible á las desgracias como á los triunfos. Sus párpados
ligeramente enrojecidos y la vehemencia con que le apretó sobre su pecho,
fueron las únicas muestras de emoción por la muerte de su padre.
—Luis—dijo con brevedad, como si sus palabras fuesen oro,—sigue tu
carrera: después irás al extranjero. Estudia... no vaciles ante los gastos. El
viejo no ha muerto: si antes era yo tu hermano, ahora soy tu padre.
Y Aresti vivió tres años en París, hizo la vida de estudiante en el Barrio
Latino, fué interno en los hospitales, al lado de los más célebres cirujanos,
y la fama de sus estudios llegó hasta Bilbao antes que él regresase. Cuando
volvió, su carrera estaba hecha, entrando en su prestigio lo mismo el éxito
de sus operaciones que la calidad de pariente de Sánchez Morueta.
Su primo había realizado todos sus deseos: una flota en el mar, altos
hornos de fundición junto á la ría, casi todo el mineral de Vizcaya
monopolizado por él, y el dinero acudiendo á sus manos, embriagándolo
con la borrachera de la fortuna.
La madre de Aresti había muerto mientras él estaba en París: había
languidecido, como su cuñado, en aquel ambiente de grandeza que la
asustaba. El joven doctor no tenía otra familia que la de su primo y se
instaló en su casa. Cristina, que había tenido una hija y por los cuidados de
la maternidad salía poco de casa, acogió bien al doctor. La acompañaba
tardes enteras hablándola de París, la famosa ciudad del pecado, contra la
cual se exaltaban los predicadores y que ella solo había entrevisto en un
rápido viaje de bodas. De toda la familia del marido, Aresti era el único que
lograba despertar en ella cierta simpatía. Además, Sánchez Morueta
siempre estaba ausente; sólo le veía por la noche, y aunque la escuchaba
con los ojos puestos en ella, su pensamiento estaba lejos, muy lejos. El
doctor la entretenía, se enteraba pacientemente de sus murmuraciones sobre
las amigas, la daba consejos acerca de vestidos y joyas, recordando in
mente sus tratos con ciertas amigas de París, encargaba para ella periódicos
de modas, y halagaba su vanidad, afirmando que era la señora mejor
vestida de Bilbao.
Cristina sólo torcía el gesto y parecía enfadarse con el doctor cuando á
éste se le escapaba alguna afirmación impía, ó cuando, sin darse cuenta de
ello, se burlaba de la devoción de las señoras y de los predicadores que el
entusiasmo de todas ellas ponía en boga. Eran resabios, según Cristina, de
su permanencia en un país de vicios, donde se piensa poco en Dios. ¿No
podía estudiar y ser un sabio, como muchos padres jesuítas, sin separarse
por eso de la religión? Debía sentar la cabeza, y para esto nada como
casarse. Ella se encargaba de su matrimonio. Y con la tenacidad de una
mujer hastiada de su bienestar y falta de ocupaciones, se dedicó á proponer
á Luis todas las jóvenes casaderas que conocía, enumerando sus méritos
entre las risas y protestas del doctor.
Un día, le habló con gran decisión. Ninguna le convenía como la pequeña
de Lizamendi. La mamá era viuda, con dos hijas; familia muy cristiana,
emparentada con Cristina y de lo mejorcito de Vizcaya. Eran ricas, aunque
mejor se habían visto en otros tiempos; el padre había gastado mucho en la
guerra, arruinándose por la buena causa, como todas las familias decentes
del país. Y Cristina daba á entender en su gesto la diferencia inabordable
que aún existía para ella, entre la aristocracia antigua, defensora de la
tradición, y aquella otra recién formada é hija de la fortuna, á la cual se
había dignado descender.
Aresti se vió asediado por su parienta. La pequeña de Lizamendi no le
parecía mal. La mamá aceptaba, sonriendo, el plan de Cristina, y el doctor
encontraba á las de Lizamendi con una frecuencia alarmante en el salón de
su casa. Al fin acabó por ceder á los reiterados consejos de su prima, que
parecían apoyados por el silencio y la mirada tranquila de Sánchez
Morueta. Si había de casarse, no era mala proporción la de Lizamendi. Él
había soñado algunas veces con la tranquila existencia de familia, con una
vida dedicada al estudio y al ejercicio de la profesión, encontrando, al
volver á casa una boca sonriente que le besase, unos brazos que vinieran á
sorprenderle con repentina caricia, mientras reflexionaba inclinado sobre
un libro. Bien veía él que Antonieta Lizamendi era una joven
insignificante, educada, como la mayoría de las niñas de su clase, con una
instrucción de monja, sin más horizonte que el chismorreo de las tertulias y
las visitas diarias á la iglesia. Pero él despertaría aquella alma; él la
formaría á su imagen y semejanza. ¡Infeliz doctor!...
Al recordar este período de su pasado, Aresti sonreía amargamente,
burlándose de su optimismo. ¡Cambiar él á su mujer! ¡Transformarla!.... Él
era quien había estado próximo á anularse, á desaparecer aplastado en el
engranaje lento y monótono de esa vida gris de las almas muertas. Se
casaron, y Aresti se trasladó á la casa de su mujer. La madre no quería
separarse de la hija; además, la familia, como ella decía, necesitaba un
hombre para mayor respeto. El joven médico creyó de buena fe que estaba
enamorado de su esposa. Rompiendo la costumbre bilbaína, la acompañaba
á todas partes, hacía esfuerzos por avivar el cariño conyugal, por fundirse
moralmente con aquella muñeca que se le había entregado, y que una vez
cumplidos los deberes conyugales, quería seguir su vida de visitas, novenas
y comuniones como en tiempos de soltera. La madre y la otra hermana eran
un perpetuo obstáculo, tras el cual se ocultaba la esposa. Lentamente se
veía Aresti empujado á un mundo nuevo que no era de su gusto. La fama
de sus operaciones era cada vez mayor, y la familia disponía de él como de
un objeto de lujo que la daba cierta distinción. Si en un convento había una
monja enferma de gravedad, si un padre jesuíta se quejaba del estado de su
salud, las de Lizamendi enviaban á Luis, con indicaciones que eran
órdenes, contentas de poder servir gratuitamente á los elegidos del Señor.
El médico racionalista se veía convertido por su familia en un
trotaconventos, curando á gentes que insultaban su ciencia después de
aprovecharla y no perdían ocasión de darle las gracias echándole en cara su
falta de religiosidad. ¿Dónde estaban sus ilusiones de dedicarse al estudio y
ser un sabio? ¿Dónde aquella mujer enamorada y entusiasta que le había de
ayudar con su dulzura en las ásperas investigaciones de la ciencia?...
Aresti, á los dos años de casado, adquirió la convicción de que su esposa
no le amaba. Es más: le sirvió de consuelo la certidumbre de que ella no
podía amar á nadie. La iglesia, la confesión con el padre de moda, un buen
vestido para dar envidia á las amigas y el visiteo entre mujeres, lejos del
hombre que no era más que el macho destinado á los negocios y á traer
dinero á casa; estas eran todas las aspiraciones de su vida. Además, Aresti
adivinaba en las palabras y en los ojos de su mujer extrañas influencias que
venían de fuera. En su casa, á solas con Antonieta, presentía la existencia
de invisibles fantasmas que le espiaban, que tomaban nota de sus acciones,
que á cada arranque de pasión parecían interponerse entre su mujer y él.
—¿Por qué estás siempre leyendo?—preguntaba á veces la joven.—¡Ay,
esos libros! ¡Con qué gusto los quemaría!
Con frecuencia, echábale en cara su falta de religiosidad; le oía con
sonrisa de lástima, hablar de sus entusiasmos científicos, pensando en los
fragmentos de sermón que había escuchado contra aquella ciencia malvada
y perturbadora. Las otras dos mujeres de la familia no le herían menos en
sus ilusiones. ¡Estaba solo! Más solo que cuando vivía en París, en su
cuartucho de estudiante. La diferencia de origen, se acentuaba entre él y su
nueva familia. Era en su casa como los esclavos de Roma, famosos y
apreciados por su habilidad en las ciencias ó las artes, pero que en
presencia de los señores recobraban su humilde condición, y seguían siendo
esclavos.
Al intentar una débil protesta, se aterraba apreciando la separación moral
que existía entre él y su mujer.
—Nosotras somos así—decía con altivez.—Cada uno es como se ha
educado. Bastante se sufre viviendo con gentes que son de otra clase.
La madre y la hermana iban más lejos.
—Nosotras somos las de Lizamendi—le decían con arrogancia.—¿Y
quién eres tú? Un chico de Olaveaga, criado en las gabarras de la ría.
Y con un gesto de soberbia, parecían abrir entre ellas y el médico un
abismo que nunca había de llenarse, que le condenaba á eterna separación
de lo que él consideraba su familia.
¡Cuántas veces, creyendo acariciar á una mujer, besaba á una estatua fría
que se entregaba á él con rigidez de autómata! Las preocupaciones
religiosas, llegaban hasta su dormitorio. «Déjame, Luis—decía su esposa—
mañana tengo comunión en las Hijas de María, y necesito hacer examen de
conciencia». Otras veces era Cuaresma y el ayuno se extendía hasta la vida
conyugal. Aresti se decía amargamente que su mujer no era suya, que
disponía de ella menos que á medias, compartiéndola en una especie de
adulterio moral con directores de conciencia que apenas conocía. A veces,
Antonieta, en sus momentos de cólera, tenía franquezas que asustaban al
doctor. «Soy tu mujer y he de serte fiel, como manda la Santa Madre
Iglesia: pero te quiero poco, lo confieso.... ¡Ay, Luis! ¡Cómo te amaría si
echases á rodar todos esos libros y fueses á la Iglesia como van las
personas decentes!».... Con gran frecuencia notaba en su despacho la
desaparición de revistas y libros, que tal vez estarían en manos de cualquier
confesor curioso que desde lejos espiaba sus acciones.
Lo que le hacía perder la calma era la insolencia con que la suegra y la
cuñada le increpaban apenas osaba resistirse, apoyadas por el silencio hostil
de su mujer.
—¿Pero quién eres tú?—le dijeron un día.—Un pobretón que, aunque
ganas algo, casi estás mantenido por nosotras. Cuando matabas el hambre
en casa del gabarrero nosotras éramos más ricas que hoy. No sirves para
otra cosa que para tragarte libros impíos y repetir sandeces de filósofos
contra Dios y la religión. ¡Si al menos supieras ganar dinero como tu primo
Sánchez Morueta!...
Aresti no quiso sufrir más. ¿Qué hacía entre aquella gente? Por más
tiempo que transcurriera, por más que se mantuviese en resignada sumisión
nunca llegaría á fundirse con su nueva familia.
Entonces fué cuando pidió á su primo que le enviara de médico á las
minas, y, empaquetando los libros que constituían su única fortuna, salió de
aquella casa lo mismo que había entrado. ¡Ay, lo mismo no! Había
sacrificado su porvenir; había sufrido dos años de amargas humillaciones;
ya no podía dignamente unir su destino al de otra mujer dentro de una
sociedad gobernada por las leyes más que por los efectos. Además, dejaba
á sus espaldas á las tres señoras de Lizamendi, que, para justificar la fuga
del doctor, hablaban á todos de la grosería de su carácter y de su
perversidad moral, fruto de las doctrinas impías.
Después de esta fuga, la esposa de Sánchez Morueta, casi rompió toda
relación con el doctor. Hablaba indignada de él á su marido. ¡Dejar así á la
pobre Antonieta, que era un ángel, un modelo de virtud y devoción como
todas las mujeres de la familia!... Fué preciso que Sánchez Morueta, con su
grave autoridad que no admitía réplicas, manifestase su propósito de seguir
recibiendo á Aresti en su casa, para que la esposa se contuviera ante el
doctor. Pero terminó entre los dos la antigua amistad. Aresti, aislado en las
minas, evitaba el bajar á Bilbao, sabiendo que su mujer visitaba con
frecuencia la casa de su primo.
Cuando Sánchez Morueta abandonó la villa para habitar su hotel de Las
Arenas, Aresti fué á verle con más frecuencia. Le interesaba su sobrina
Pepita, que acababa de salir del colegio y casi era una mujer. Pero en estas
entrevistas tropezaba siempre con la frialdad, cortés en apariencia, pero
implacablemente hostil de la señora, que así como avanzaba en edad,
adquiría fama en Bilbao por sus entusiasmos religiosos. La maternidad y
los años, la hacían retirarse de la ostentación elegante, abdicar de la
supremacía que ejercía en las tertulias, con sus trajes y sus joyas. Ahora la
llamaban irónicamente «la gran cristiana», y era la primera en todas las
juntas de las asociaciones religiosas y pías fundaciones, sembrando á
manos llenas, en cofradías y conventos, el dinero de Sánchez Morueta.
Aresti, al llegar á este punto de sus recuerdos, fijaba la mirada en su
primo, sentado junto á él en el carruaje. ¡Ay! Aquel tampoco era dichoso.
La suerte le esperaba todos los días á la puerta de su casa, para
acompañarlo por el mundo, pero no le seguía hasta el interior de su hogar.
No se veía obligado á romper como él con la familia, porque el dinero le
daba una superioridad irresistible, poniéndolo á cubierto de humillaciones;
porque con un puñado de su riqueza, esparcida sin regatear, lograba
entretener diariamente al enemigo, con el que estaba obligado á hacer vida
común. Pero se sentía solo: se notaba la amargura del aislamiento en su
gesto ensimismado y triste, en la alegría momentánea que experimentaba al
ver á su primo, el único que lograba ablandar su carácter huraño, excitando
sus confidencias.
El carruaje había dejado atrás la dársena de Axpe, llena de vapores que
esperaban turno para la carga; de buques sin flete que dormían en las aguas
muertas. Era el hospital de los barcos, según palabras de Iriondo. En medio
de aquel pueblo flotante, estaban los yates de los ricos de Bilbao, blancos y
ligeros como juguetes, con la cubierta entoldada para resguardar los
dorados y las maderas preciosas de las cámaras. El millonario lanzó al
pasar una mirada melancólica sobre su yate enorme y gallardo, una mirada
en la que vió Aresti la nostalgia de la vida del mar, de los amplios
horizontes, de la existencia libre, sin las miserias y preocupaciones
terrestres.
Se aproximaban á Las Arenas. El puente de Vizcaya cortaba el horizonte
con su red de cables movibles. En la ribera de enfrente, los altos hornos de
Sánchez Morueta elevaban sus torreones de fundición, sus numerosas
chimeneas coronadas por las nubes de humo multicolor. Bajo los extensos
cobertizos notábase el hormigueo de varios miles de obreros. Llegaban
arrollados por el viento los estrépitos de la industria, el martilleo poderoso,
los resoplidos de las máquinas, el mugido de los convertidores del acero
que lanzaban por encima de las techumbres su chorro de chispas y escorias.
Aresti admiraba esta grandeza industrial. ¡Todo era obra de su primo!
—¡Qué hermoso!—exclamó dando con el codo al millonario y
mostrándole sus fundiciones.—¡Y pensar que de pequeño has correteado
entre los chicos de Olaveaga! Debes estar satisfecho de tu obra. ¿Hay
alguien más feliz que tú?...
Sánchez Morueta miró un instante á su primo, con inquietud, como si
temiera que se burlase. Después añadió con voz lenta:
—Sí, no estoy descontento de la suerte. Todos hemos prosperado, Luis.
A mí me rodea la felicidad: pero es por fuera: en todo lo que se ve....
Ahora, por dentro... por dentro cada uno sabe lo que lleva.
III

Fué una «comida íntima» la que dió Sánchez Morueta por ser sus días.
No estaban en el comedor otras señoras que la esposa del millonario y su
hija. Los convidados eran todos de la casa, empleados como el capitán
Iriondo, el secretario Goicochea y Fernando Sanabre, el ingeniero director
de los altos hornos, ó parientes de la familia como el doctor Aresti y
Fermín Urquiola.
Este Urquiola visitaba con frecuencia la casa, por ser sobrino lejano de la
señora, aunque Sánchez Morueta no mostraba por él gran simpatía. Era un
antiguo discípulo de Deusto, que, después de abandonar la Universidad,
seguía á las órdenes de los Padres de la Compañía lo mismo que cuando
estudiaba en sus aulas. La juventud de Bilbao, que se llamaba á sí misma
distinguida, admirábale por su fuerza muscular y el entusiasmo con que
sustentaba las sanas ideas de los buenos padres. Era el organizador y el
hombre de acción de todas las asociaciones piadosas. Su ideal consistía en
tener á los liberalitos en un puño y no dejar que las gentes de la Maketania
se apoderasen del país. Pasaba en Bilbao por ser uno de los jóvenes más
elegantes, pero cuando llegaban luchas electorales, se le veía con la boina
sobre los ojos, empuñando un enorme garrote, al frente de los aldeanos de
los pueblecillos inmediatos. La rizosa y poblada barba, la nariz aguileña y
pesada y sus ojos negros de bohemio, dábanle gran prestigio entre las
gentes del campo, porque las hacía recordar la cara adorada de su ídolo.
—¡Se le parece al señor!...—murmuraban.—Tiene toda la cara de don
Carlos.
Y á Urquiola, impulsivo y brutal, que hablaba de beber sangre por la más
leve ofensa, le satisfacía que los partidarios, por exceso de entusiasmo,
relacionasen su nacimiento con los veleidosos amoríos del fugitivo rey de
las montañas. Su familia, arruinada por la guerra, apenas si le había dejado
una renta exigua para vivir, y Urquiola se ayudaba buscando la protección
de las familias más linajudas de Bilbao, que veían en él un acabado
ejemplar de la juventud sana educada en Deusto. Alborotaba en las luchas
políticas, llevando á ellas la misma violencia de su partido cuando se batía
en los montes. Por las noches mezclábase en los escándalos de ciertas casas
del barrio de San Francisco, donde ejercía alguna superioridad sobre las
infelices mercenarias de sus cuerpos, por el prestigio de su nombre y la
leyenda sobre su nacimiento que le convertía casi en un príncipe. Los
amigos tenían fe en su porvenir. Los padres de Deusto le protegían,
sonriendo benévolamente ante lo que llamaban sus calaveradas. Era exceso
de vida: ya le casarían ventajosamente y sería un modelo de caballeros
cristinos.
Sánchez Morueta le veía en su casa con disgusto, pero no osaba
manifestarlo claramente por consideración á doña Cristina, que parecía
orgullosa de su sobrino.
—Este animal viene indudablemente por Pepita—decía Aresti, á quien
interesaba Urquiola como un ejemplar raro de egoísmo y brutalidad.
Y se fijaba en su sobrina, la cual, á pesar de las insinuaciones de la
madre, mostraba más inclinación por Sanabre, el ingeniero de los altos
hornos, que por aquel pariente cuya petulancia y descaro parecían
intimidarla. Gustaba la joven de saber por él todo cuanto pudiera molestar á
sus amigas. Urquiola la enteraba de todas las fiestas que proyectaban los
padres de la Compañía para entretener y conservar bajo su dominio á una
sociedad ociosa y opulenta; pero una vez agotados estos temas, la joven se
alejaba de él y permanecía silenciosa, como abroquelada por la instintiva
repulsión que parecía inspirarle el famoso discípulo de Deusto.
Aresti veía en su sobrina la niña rica de las familias de su tierra; educada
primero por las monjas y dirigida después por el confesor hasta en los
hechos más pequeños de su existencia; con la voluntad adormecida, y
considerando como un pecado, el más leve intento de iniciativa propia.
El doctor reconocía que no era gran cosa como mujer: la alegría de la
juventud en los ojos, los cabellos rubios de su madre, y una esbeltez de
muchacha sana en la que todos los encantos femeniles están aún recogidos,
como en capullo, sin la majestad exuberante de la forma definitiva. A
través de su belleza en agraz, adivinábase el esqueleto fuerte y anguloso del
padre. En sus manos largas, algo grandes para sus brazos delicados, había
mucho de Sánchez Morueta. Era la primera evolución de la estirpe hacia el
afinamiento de la ociosidad y el bienestar, guardando aún los signos de su
origen.
Iba cargada de joyas, con la suntuosidad de una aristocracia recién creada
que se consume en medio de su lujo, falta de fiestas para lucirlo y siente el
ansia de adornarse para pregonar su riqueza y herir la envidia ajena. La hija
de Sánchez Morueta era tan admirada como su padre, cuando iba á Bilbao á
oír misa en la iglesia de los jesuítas ó asistía por las tardes á las
conferencias de las Hijas de María. Los jóvenes salidos de Deusto hablaban
con fruición de ella y de los millones del padre. «¡Qué magnífico bocado!»
Y cada uno acariciaba la posibilidad de que le tocase la lotería del
matrimonio, en un país donde casi nadie se casa por amor y las uniones
entre ricos son negocios vulgares convenidos por las familias con la ayuda
y buen consejo de algún padre jesuíta.
La comida deslizábase placenteramente. Todos sentían la dulzura del
bienestar, la satisfacción de la vida, en aquel comedor, al que daban, el
roble tallado y el cuero obscuro de las paredes, una impresión de
suntuosidad discreta y señorial. Las grandes piezas del servicio lucían su
brillo mate de plata vieja y sólida, trabajada á martillo. Por las vidrieras de
las ventanas pasaban y repasaban, mecidas por el viento, las verdes copas
de los árboles del jardín. La mesa era servida por criadas jóvenes, de
rizados y blancos delantales. Sus caras, sanas y rojas como melocotones,
daban una impresión de perfume primaveral semejante al de las flores que
adornaban la mesa.
Aresti estaba sentado al lado de su prima. Hacía mucho tiempo que no la
había visto tan amable. Ni la más leve alusión á las de Lizamendi; ni una
frase amarga para su impiedad. Sin duda, le agradecía la visita que por la
mañana había hecho á Begoña. El doctor, examinándola, encontraba en ella
algo de monacal, á pesar de que en honor al día se había cubierto de joyas.
Su traje era negro y elegante, pero había en él cierto abandono que no
pasaba inadvertido para el doctor, el cual recordaba sus pretensiones
elegantes de otros tiempos. Notaba en ella los estragos de la edad, la
gordura que borraba bajo el almohadillado de la grasa su antigua belleza de
rubia altiva y dura.
—Esta se entrega—pensaba Aresti.—Huele á incienso como las otras.
El médico atraía las miradas y las preguntas de todos los convidados. Era
un original que despertaba interés, viviendo como un solitario en la
montaña, en medio de la gente de las minas, de la que se hablaba con cierto
miedo en aquel interior elegante y rico. Miraban todos á Aresti como si
fuese un viajero de vuelta de una exploración por países salvajes y
misteriosos, donde la vida era ruda y peligrosa. Las minas se presentaban
ante muchos de ellos como un país lejano, que servía para enriquecer á los
potentados de la villa, pero al cual sólo se asomaban alguna vez,
regresando apresuradamente. Al recordar las canteras de trabajo rudo y
aquellas chabolas, donde dormían amontonados los hombres, digiriendo
con tragos de agua roja las cucharadas de alubias con tocino, sentían la
voluptuosidad del egoísmo. El comedor les parecía más hermoso, y
sonreían al desfile de manjares, á las angulas del país, enrolladas como
lombrices en la tartera de plata, á los platos extranjeros que nunca faltaban
en la cocina de Sánchez Morueta y á la fila de copas de diversas formas y
colores que cada uno tenía delante, y en las cuales iban cayendo los vinos
más diversos, desde el Tokay y el Chablis del principio de la comida, hasta
elCordón Rouge y el Pomery, que servirían al final.
Urquiola hablaba al doctor con el mismo aplomo que si estuviera en el
café ó en la sociedad de San Luis Gonzaga, rodeado de aquella juventud
piadosa y elegante que le tenía por capitán. Él no era enemigo del pueblo;
la Iglesia estaba siempre con los de abajo y el Santo Padre escribía
encíclica sobre encíclica en favor de los obreros. Pero el pueblo era para él,
la gente de los campos, los aldeanos respetuosos con el cura y el señor,
guardadores de las santas tradiciones. Que le diesen á él las buenas gentes
de las anteiglesias vascas, religiosas y de sanas costumbres, sin más
diversión que bailar el aurrescu los domingos y la espata danza en las
fiestas del patrón, ni otros vicios que empinar un poco el codo en las
romerías. Aquella gente vivía feliz en su estado, sin soñar en repartos ni en
revoluciones; antes bien, dispuesta á dar su sangre por Dios y las sanas
costumbres. Que no le hablasen á él del populacho de las minas;
corrompido y sin fe; hombres de todas las provincias, maketos llegados en
invasión, trayendo con ellos lo peor de España, contaminando con sus
vicios la pureza del país; siempre descontentos y amenazando con huelgas,
deseando el exterminio de los ricos y comparando su miseria con el
bienestar de los demás, como si hasta en el cielo no existiesen categorías y
clases.
Y ante la mirada acariciadora de su tía, que admiraba sus ardorosas
palabras, continuó el fuerte discípulo de Deusto:
—Los míos no saben leer; no saben nada de libertad, derechos y demás
zarandajas, y por esto son felices. Esa gentuza de las minas, que casi todos
los domingos tiene sus mitins, vive desesperada y ansía bajar un día á
Bilbao para robarnos, sin saber que la recibiremos á tiros.
Aresti volvióse hacia su primo, que comía silencioso, lanzando alguna
que otra mirada al sobrino de su mujer.
—¿Qué te parece, Pepe, cómo piensan estos jóvenes?
Y encarándose con Urquiola, le dijo con una timidez irónica, dando á
entender su deseo de rehuir discusiones con él.
—Pues esa pillería venida de... España; ese rebaño maketo y pecador, es
el que trabaja y da prosperidad á Bilbao. Ellos destrozan su cuerpo en las
minas, ellos dan el mineral, y sin mineral ¿qué sería de esta tierra? Los
buenos, los del país, no hacemos más que vigilar su trabajo y
aprovecharnos del privilegio de haber nacido aquí antes que ellos llegasen.
Son como los negros que en otros tiempos eran llevados á América para
mantener á los blancos. Vienen empujados por la miseria, y ya que no
podemos agradecer su sacrifico con el látigo, les pagamos con malas
palabras.
Urquiola encabritábase ante las palabras desdeñosas del doctor.
Abominaba de aquella gente perdida, incapaz de regeneración: la prueba
era que no ahorraban, que no hacían el menor esfuerzo por salir de su
estado.
—¡El ahorro!—exclamó Aresti.—¡Ahorrar y enriquecerse, teniendo unos
cuantos reales de jornal, y viviendo rodeados de gentes de su misma clase
que les explotan en el alimento y en la casa!...
—Eso no—intervino Sánchez Morueta, con autoridad.—Ya sabes, Luis,
que no estoy conforme con tus ideas. El obrero español es víctima de la
imprevisión. En otros países es distinto: el trabajador se forma un pequeño
capital para la vejez...
—¡Bah! En otros países ocurre lo que aquí. Y lo que hace que el obrero
moderno sea rebelde y se entregue á la lucha de clase, es la convicción de
que, por más que ahorre sacrificando sus necesidades, no saldrá de su
miseria. Los progresos le han cerrado el camino. En los tiempos de trabajo
rudimentario, de industria doméstica, aún podía soñar con hacerse patrono;
podía con sus ahorros adquirir los útiles necesarios y convertir su casa en
un pequeño taller. Pero ahora, Pepe, por mucho que ayune un obrero tuyo,
amasando céntimo sobre céntimo, ¿llegará á ser accionista de tus
fundiciones? ¿podrá adquirir un pedazo de las minas, con todo el material
necesario para la explotación?
—Eso está bien—arguyó Urquiola con acento triunfante.—Este doctor
dice á veces cosas muy oportunas. Lo que demuestra que los antiguos
tiempos eran los buenos y que, para tranquilidad de todos, hay que volver á
la época en que no había progreso y los hombres vivían tranquilos.
Sánchez Morueta miró al joven con unos ojos que alarmaron á doña
Cristina, haciéndola temer por su sobrino.
—Eso es una majadería—dijo con calmosa gravedad.—Eso sólo puede
decirse á la salida de Deusto. ¡Suprimir el progreso porque trae algunas
complicaciones!...
Y aquel hombre siempre silencioso, habló lentamente, pero con gran
energía. Era un admirador religioso del capital. Aresti conocía su
entusiasmo frío y firme por el dinero, que, puesto en movimiento por los
descubrimientos industriales, había revolucionado el mundo. El millonario
era á modo de un poeta del capital, y sacudiendo su ensimismamiento,
rompió en un himno á aquella fuerza casi sagrada, puesta en manos de
contadísimos iniciados. Cierto, que el trabajo, que era un auxiliar
indispensable, sufría crisis y miserias, ¿pero por esto había que renegar del
progreso, legítimo hijo del capitalismo industrial? La gran revolución
moderna era obra de la religión del dinero, en la cual figuraba Sánchez
Morueta como el más ferviente devoto. Utilizando los descubrimientos de
la ciencia, había multiplicado los productos, y disminuido su valor,
poniéndolos así al alcance de la mayoría, y facilitando su bienestar. El
trabajador del presente gozaba de comodidades que no habían conocido los
ricos de otros tiempos. El capital al servicio de la industria había civilizado
territorios salvajes, había destruido fronteras históricas, estableciendo
mercados en todo el globo: él era quien surcaba las tierras vírgenes con los
rails de los ferrocarriles, quien removía los mares para tender los cables
telegráficos, quien ponía en comunicación los productos de uno y otro
hemisferio, venciendo los rigores de la naturaleza y evitando las grandes
hambres que habían hecho rugir á la humanidad en otros siglos. Los
poderes históricos se achicaban y humillaban ante el capital. Los reyes de
los pueblos, soberbios como semidioses sobre sus caballos de guerra,
cubiertos de plumas y bordados y llevando tras ellos grandes ejércitos,
tenían que mendigar en sus apuros á los capitalistas ocultos en sus
escritorios. Detrás de los imperios victoriosos estaban ocultos los
verdaderos amos, los que cambiaban la faz de la tierra, venciendo á la
naturaleza para arrancarla sus tesoros; la gran república de los capitalistas,
silenciosa, humilde en apariencia, y sin embargo, dueña de la suerte del
mundo. Y lo que más entusiasmaba á Sánchez Morueta, en esta secta oculta
de universal poderío, era que sólo á la capacidad le estaba reservado entrar
en ella. La jerarquía industrial no era como las dominaciones sacerdotales ó
guerreras del pasado, en las que se figuraba sin otro derecho que el
nacimiento. El hijo del capitalista, falto de capacidad, era expulsado por los
malos negocios, y un nuevo individuo, aprovechando los residuos de su
desgracia, venía á iniciarse en la poderosa secta. ¿Dónde encontrar una
institución tan grande y poderosa y á la par tan democrática y modesta? ¿Y
había locos que pedían la muerte ó la modificación de una fuerza que había
transformado la Tierra?...
Aresti protestó. Él reconocía las grandezas del régimen capitalista, las
ventajas sociales que había reportado á la humanidad con el auxilio del
trabajo. El capital encontraba remunerados con creces sus servicios. Pero el
trabajo ¿veía recompensados igualmente sus esfuerzos? ¿No se encontraba
hoy en el mismo estado de miseria que al iniciarse á principios del siglo
XIX la gran revolución industrial?
—Eso es un error, Luis—dijo el millonario.—El trabajo está mejor que
nunca. La prueba es que en todo el mundo baja considerablemente el
interés del capital, mientras sube con las huelgas y las reclamaciones
obreras el tipo de los jornales.
—¡Bah!—dijo el doctor con gesto de desprecio.—¡El aumento de unos
reales en el jornal! Remedios del momento; cataplasmas que de nada sirven
al enfermo, pues al poco tiempo se restablece el fatal equilibrio,
aumentándose el precio de los productos, y el trabajador, con más dinero en
la mano, se ve tan necesitado como antes. Son cambios de postura,
creyendo engañar con ellos á la enfermedad. Al trabajador de nada le sirve
la limosna de un aumento en el jornal: ya sabes que en esto no nos
entenderemos nunca. Lo que necesita es justicia, ocupar el sitio que le
corresponde, ser dueño de lo que produce.
Las palabras de los dos hombres resonaban en el silencio del comedor.
Todos callaban, no osando interrumpirles. Urquiola era el único que
sonreía con aire de suficiencia, como si poseyera el secreto de aquella
cuestión.
Doña Cristina, temiendo que la polémica acabase por turbar la placidez
de la comida, intervino, preguntando á Aresti por sus amigos de Gallarta.
Pepita apoyó á su madre. La gustaba conocer las excentricidades de
aquellos contratistas que no sabían en qué emplear su riqueza. Reía con
alegría de niña educada aristocráticamente, al enterarse de las vulgares
diversiones de aquellos ricos de la víspera, que, no hacían más que
seguirlas huellas de su padre.
Todos escuchaban al doctor, el cual, con suave ironía, describió los
banquetes pantagruélicos de las minas, con sus lluvias de Cordón Rouge.
Dentro de sus nuevos y elegantes chalets no eran menos originales aquellos
ricos, que aún guardaban la boina y los zapatones del obrero. Bajaban á la
villa con sus esposas, ganosos de hacer alardes de riqueza para deslumbrar
al vecino, y compraban lo más extravagante y chillón, todo lo que en
almacenes y tiendas no sabían á quién colocar; muebles complicados y
bizarros que se cubrían de polvo de mineral, sin que sus dueños osasen
acercarse á ellos, por miedo á deslucirlos. Cada vez que el doctor, después
de una visita, quería lavarse las manos, quedaba asombrado ante las toallas
con más colores que el iris, y las pastillas de jabón en forma de tigre ó de
lagarto que parecían fabricadas para reyezuelos del África. Todos se
extasiaban ante el asombro del médico, aceptándolo como una admiración
muda. Algunos, como recuerdo de su pasado, guardaban bajo la cama un
pellejo de vino, cual si fuese un tesoro. Realizaban la ilusión acariciada
tantas veces en su época de pobreza. «Pruébelo, doctor: es de lo más
selecto de la Rioja: á tantos duros la arroba.» Otros se cubrían de brillantes
las manos y el pecho, pero cuidaban de ellos con meticulosidad
supersticiosa, como si fuesen animalillos delicados y frágiles que al menor
roce se podían desvanecer. No osaban rascarse porque, según ellos, el pelo
rayaba y deslucía las joyas.
Y en su vida monótona, de continuas ganancias y placeres vulgares, sin
otras diversiones que la caza, la mesa y las apuestas, encontraban un nuevo
toma para sus alardes de riqueza en la educación de los hijos. Los enviaban
al extranjero con la esperanza de que sobrepujasen á los señores de la villa.
Los padres los querían ingenieros, como los ingleses que venían á explotar
las minas: las madres los soñaban elegantes, y de cuerpo delicado, como
los señoritos que hacían la parada en la acera del boulevard del Arenal.
Unos enviaban sus hijos á Francia; otros á Suiza; el vecino de más allá,
guiado por el deseo de excitar la envidia del compañero, empaquetaba su
descendiente para Inglaterra: alguno llegaba hasta Alemania, y todos
volvían de allá revolucionando las minas con sus cuellos y corbatas,
haciéndose admirar por los trajes, y asombrando á sus madres con la
costumbre del tub, del baño diario, del duchazo á cada momento, lo que
escandalizaba á unas gentes que en su juventud dormían vestidas. Pero los
instintos hereditarios reaccionaban en todos aquellos retoños de la
montaña: resucitaba en ellos el gusto á la antigua vida y poco á poco
abandonaban los trajes exóticos, agarraban la escopeta y volvían, como sus
padres, á las comilonas, á la caza y hablar de ganancias de miles de duros,
acordándose de su educación extranjera como de un sueño.
La apuesta era la pasión más vehemente, el placer más vivo de los ricos
encerrados en la montaña. Las pruebas de bueyes y los desafíos de
barrenadores hacían que se cruzasen enormes cantidades. Era el culto á la
fuerza, la adoración á la brutalidad, con todos los encantos del juego de
azar. Tenían en las minas mozos hábiles en el manejo del barreno que
gozaban entre ellos el mismo prestigio que un gran torero ó un pelotari
famoso. En Gallarta había un jayán, vencedor en todas las apuestas, que los
contratistas llevaban á sus cenas, cuidándolo como si fuese una mujer
amada, tentándole los músculos para apreciar si su vigor decrecía,
engordándolo á todas horas con champagne y fiambres, con igual mimo y
cuidado que si fuese un gallo de pelea. Lanzaban retos á las gentes de otros
pueblos de Vizcaya y aun de Guipúzcoa, llevando en triunfo á su
barrenador favorito, para que luchase con los más fuertes de otras
comarcas. Ofreciendo los billetes á puñados, seguían durante horas enteras
el jadear de su ídolo, atacando con el hierro la piedra, hasta que al quedar
triunfante, lanzaban sus boinas al aire, gritando victoria más por el orgullo
de la clase que por las ganancias de la apuesta.
Todo les servía para arriesgar el dinero que la fortuna les arrojaba á
manos llenas. Se valían para sus porfías lo mismo de la voracidad de los
perros de caza, que del vigor de los hombres. Algunas semanas antes
habíanse cruzado muchos miles de duros en una apuesta que aún hacía reír
al doctor. Tratábase de saber quién sería capaz de tragarse más sopas de
leche, si los galgos enjutos é insaciables de uno de los contratistas ó los
barrenadores de otro, muchachotes fornidos de Castilla, de estómago sin
fondo, que nunca creían llegado el momento de levantarse de la mesa. Toda
la gente desocupada del distrito acudió á presenciar el espectáculo. Se
depositaban á puñados los billetes de Banco, como si fuesen retazos de
papel sin ningún valor; unos por los perros, otros por los hombres, mientras
arriba, en las canteras, estallaban los barrenos y el rebaño miserable de los
peones se encorvaba, con el pico en alto, ante las rojas trincheras.
—Las sopas de leche se servían en cubos—continuó Aresti.—Los
galgos, en un momento, ¡zás, zás!, se las tragaban sin pestañear; lo mismo
que si le echasen cartas á un buzón. Los jayanes comían lentamente, sin
mostrar prisa. Así estuvieron varias horas....
—¿Y quién ganó?—preguntaron varios al mismo tiempo, interesados por
la estúpida apuesta.
—¿Quién había de ganar? Los hombres. El que apostaba por ellos me
dijo después con su filosofía de palurdo: «Estaba seguro de mis
muchachos: el animal, cuando ve satisfecho su apetito, ya no quiere más, y
el hombre, como tiene amor propio, puede seguir comiendo hasta que
reviente». Y no se equivocaba: dos de ellos me dieron mucho que hacer, y
á los pocos días, el cura de Gallarta montado en su burra blanca, los
acompañó cantando hasta el cementerio.
A pesar de este final triste, los convidados de Sánchez Morueta reían,
encontrando muy interesantes las diversiones de los opulentos patanes.
Era bien entrada la tarde cuando terminó la comida. El capitán Iriondo
después de brindar por su principal y amigo se despidió, alegando que tenía
á la carga un buque de la casa. El secretario Goicochea se fué con él para
dar el último vistazo al escritorio. Las señoras pasaron á una habitación
inmediata con Urquiola y el ingeniero Sanabre.
Esperaban á algunas amigas de Bilbao y mientras tanto, harían música.
Los dos jóvenes rogaron á Pepita que cantase alguna canción vascongada
de las antiguas, tan melancólicas y dulces, distintas completamente del
ritmo americano de los modernos zortzicos. Comenzaron á llegar hasta el
comedor las escalas y arpegios del piano.
Sánchez Morueta, con las mejillas enrojecidas por la digestión,
mordiendo un magnífico cigarro, habló á Aresti de bajar al jardín. La tarde
se había serenado y quería gozar de los últimos rayos de sol en las avenidas
que rodeaban su hotel. Los dos primos pasearon por el jardín. Llegaba
hasta ellos el movimiento invisible de la ría, el ruido de los tranvías al otro
lado de las planchas de hierro que cubrían las verjas.
El millonario mostraba su satisfacción al verse solo con el médico, el
único amigo que le inspiraba confianza, y como prueba de cariño le echó
sobre un hombro una de sus manazas. Era la primera vez en todo el día, que
estaba á sus anchas, lejos de los negocios, terminado aquel banquete con
gentes ante las cuales se mostraba abstraído y silencioso. El cariño á su
Luis, á quien veía de tarde en tarde, y la placidez de una buena digestión,
inclinábanle á las confidencias; y miraba á Aresti con ojos bondadosos é
interrogantes, como si sólo esperase una indicación suya para romper á
hablar.
—Vamos, desembucha—dijo el médico alegremente.—Ya sé que soy tu
confesor y que si callas ante los otros, es porque haces provisión de
palabras para mí. ¿Qué te pasa? Aquí tienes el médico de tu alma, como
diría uno de esos curas, amigos de tu mujer.
Sánchez Morueta hizo un gesto de indiferencia. Nada le ocurría de
extraordinario. Se fastidiaba en su aislamiento: sólo tenía un momento
alegre cuando se encontraba con él. ¡Cuántas veces sentía el impulso de
coger el tren é ir á buscarle en las minas! ¡Pero tenía tantas ocupaciones!
¡Sentía tanto miedo á presentarse en aquel feudo de la montaña, donde
todos le pedían algo!... Sólo en Bilbao, condenado á la servidumbre de la
riqueza, á vigilar y ordenar la llegada de aquel chorro de dinero que se
metía por sus puertas sin desviar su curso, se aburría, falto de deseos y
aspiraciones, con el bostezo del que nada espera, que es el más triste de los
fastidios.
Había amado y había sufrido como todos los que batallan por un ideal.
Sabía lo que era forcejear á zarpazos con la Suerte, para hacerla suya y
fecundarla con ardorosa violación. Había llegado como los políticos
célebres ó los grandes artistas, que empiezan su carrera desde abajo,
conociendo la miseria y bordeando continuamente el peligro. Pero estos,
aunque se considerasen llegados, siempre esperaban algo nuevo, siempre
tenían la ilusión puesta en el mañana; pensaban con inquietud en la
combinación política del día siguiente, en la obra artística, que les bullía en
la imaginación, temblando, con el vago temor de la torpeza, al ir á darla
forma. Pero él... él, todo lo tenía hecho: las ambiciones de su vida se habían
realizado, cristalizándose para siempre. Había querido ser dueño de las
minas, y suyas eran en su mayor parte, dándole un rendimiento fabuloso,
con la regularidad de una fuente tranquila y perenne. ¿Para qué quería más?
Establecía nuevas fabricaciones, y, al poco tiempo marchaban por sí solas
con una exactitud desesperante. Construía barcos, y no naufragaba uno,
para alterar con una catástrofe la monotonía de su existencia. La desgracia
era impotente para él; estaba abroquelado y aunque ella corriese á
estrecharle entre sus brazos, la caricia mortal sería un roce insignificante.
Si sus barcos se perdían, estaban asegurados; si las huelgas cerraban
momentáneamente sus fábricas, no por esto sufriría su capital grandes
mermas: si se agotaban las minas de Bilbao, él tenía otras y otras en
distintos puntos de España, que aguardaban la explotación. Era el
prisionero de su buena suerte: se movía entre rejas de oro, en un
aislamiento de ave bien cebada, que ve el espacio libre por donde
revolotean libres los pájaros hambrientos sin poder ir con ellos. Amaba el
mar, y tenía casi á la puerta de su casa un palacio flotante, el yate, cuya
fotografía publicaban los periódicos ilustrados para envidia de los infelices:
pero apenas emprendía un viaje, tenía que volver llamado por sus negocios.
Además, él era un hombre de familia; se aburría en la soledad del océano ó
en los puertos ruidosos, haciendo vida de célibe, fumando y leyendo. Su
mujer odiaba los viajes: su hija no conocía mundo mejor que el de sus
amigas de Bilbao, y tras cortas estancias en Londres, volvía presurosa á su
país, donde era la primera, guardando una instintiva aversión á las grandes
ciudades de gente huraña y atareada, entre la cual, ella y su padre pasaban
inadvertidos.
El millonario era el esclavo de su propia obra. Había levantado con
brazos de titán, en torno de él, la alta torre de su fortuna, y ahora se debatía
encerrado en ella, sin encontrar espacio para tenderse y descansar.
No esperaba nada. Aunque descuidase sus negocios, el dinero seguiría
viniendo á él, como si fuese incapaz de aprender otro camino. Si la fortuna
quería volverle la espalda, sería ya tarde para hacerle sufrir la amargura de
su infidelidad. Era tan rico, había llegado tan alto, que estaba á cubierto de
toda inquietud. Por un instante había creído encontrar remedio á su
aburrimiento, entregándose á la borrachera de la construcción; sacando de
la nada la nueva Bilbao; levantando barriadas de palacios sobre los campos
yermos, con la misma facilidad que en los cuentos de hadas. Pero aquello
también había pasado; encontraba pueril levantar colmenas y más colmenas
para gentes que no conocía; fabricar avisperos en que se cobijarían otros
tan tristes como él, pero animados siquiera por el amargo placer de
envidiarle.
—Me aburro, Luis—decía el millonario.—Siento una tristeza sin
esperanza, sin ilusiones; la tristeza de la buena fortuna, más terrible que
todas, pues pocos hombres la conocen.
Y mirando en torno de él, abarcaba en sus ojos el magnífico edificio y las
avenidas del jardín, con sus altas arboledas, sus arriates en los que
comenzaban á asomar las primeras flores, y allá en el fondo, el
invernadero, cuyos cristales, bañados por el sol poniente, relucían como
placas de oro.
Aresti pensaba en la gente mísera y doliente de las minas. ¡Ay, si
aquellos hombres que engañaban su estómago con agua sucia, no teniendo
bastantes alubias para llenarlo, escuchasen al poderoso Sánchez Morueta
lamentarse en medio de la opulencia de su vida!
—Entonces,—dijo el doctor—eres infeliz porque nada te falta, porque
posees todo lo que los hombres creen que les puede hacer dichosos.
El millonario movió melancólicamente la cabeza. Sí; poseía todo lo que
da la felicidad aparentemente; por esto á nadie comunicaba su tristeza, para
que no le creyesen loco. Únicamente á su primo, que conocía por sus
estudios las rarezas de la vida, se atrevía á hablarle.
Interiormente le faltaba todo: deseaba descansar después de aquella
marcha ruidosa por la vida, en la cual había hecho, en pocos años, el mismo
camino que otras familias de potentados sólo recorren después de varias
generaciones. Había conquistado la riqueza, pero era semejante á uno de
aquellos forasteros infelices que, al volver á su país, satisfecho de sus
ahorros en las minas, se encontrase con la casa destruida y la familia
ausente.
Aresti le escuchaba moviendo la cabeza, como si lo que su primo le
relataba lo hubiese adivinado desde mucho tiempo antes. Pero al oír su
lamento contra la soledad moral en que vivía, le señaló con expresión de
protesta una ventana abierta del hotel, por donde se escapaban los sonidos
del piano y el rumor de varias voces juveniles. «¿Y aquello?»
Sánchez Morueta levantó los hombros con expresión de indiferencia.
—Lo que llaman mi palacio—murmuró—no es para mí más que una
casa de huéspedes. Vivo mejor que en la mísera pensión de Londres, donde
pasé mi juventud de empleado; eso es todo.
—¿Y tu mujer? ¿Y Cristina?
—¡Mi mujer!—dijo el millonario con amargura:—yo no tengo mujer:
sólo tengo una patrona, muy santa, muy virtuosa, que cuida de mi vida
material, y hasta se inquieta algo cuando me ve enfermo. Soy el huésped
que trae dinero á casa y al que se le corresponde con un poco de respeto.
No finjas ignorancia, Luis.... Hace tiempo que adivinas cómo vivimos. Tú,
en tu pobreza, no has sido más afortunado que yo con mis millones. Tú lo
has dicho varias veces; en esta tierra hemos oído hablar de alguien que se
llama Amor, pero por aquí no ha pasado nunca.
Y el millonario revelaba el secreto de su vida conyugal, sin rubor alguno,
con la confianza que le inspiraba aquel hombre que casi era su hermano. Se
había unido con Cristina en los albores de su fortuna. ¿La amaba entonces?
No estaba muy seguro de ello. En aquellos tiempos, sus amores eran con la
buena suerte, y no le quedaba tiempo para otros. Se había casado por unir
una gloria más á sus satisfacciones de triunfador; porque le halagaba
emparentar con los que habían sido sus amos en Londres, y aquella
señorita, de una aristocracia tradicional y rancia completaba la
respetabilidad de su riqueza. Pero algo de amor había indudablemente en
ello. Las ocupaciones de su vida vertiginosa, los continuos viajes, no le
permitían con su mujer más que pasajeras y rápidas intimidades. Pero para
él no existía otra mujer en el mundo, y era ciego y sordo ante muchas
seducciones que le asediaban, atraídas por su opulencia. Sí: él reconocía
ahora que había amado á Cristina con una pasión, en que se mezclaba el
deseo á la mujer y el respeto instintivo del hijo del gabarrero á la señorita
que había tenido entre sus ascendientes, casi fabulosos, á los señores de
Vizcaya. Ahora se daba exacta cuenta de su amor, que en aquella época no
hallaba tiempo ni ocasión para exteriorizarse en la intimidad de la vida
doméstica. ¡Ah! ¡cuando descansase—se decía entonces—cuando viera
asegurada su fortuna, qué feliz sería con aquella mujer, digna compañera de
su opulencia, que parecía reinar sobre la gente más encopetada de Bilbao!...
Pero llegó el ansiado descanso, y al buscar á su mujer, en vano se esforzó
por encontrarla. Tenía ante él una buena madre, una excelente dueña de
casa, algo manirrota en sus gastos, pero muy interesada en que los negocios
prosperasen: una meticulosa administradora del hogar, que tomaba las
cuentas de la servidumbre con la misma minuciosidad que cuando vivía en
el arruinado caserón de Durango, y al mismo tiempo sacaba miles de duros
de la caja de su marido para restaurar una capilla que fuese más suntuosa
que la costeada por alguna de las señoras que se codeaban con ella, en las
Hijas de María ó en el salón de visitas de los padres de la Compañía.
Sánchez Morueta, resucitado á la juventud después de su triunfo en los
negocios, sufría un desencanto cada vez que se aproximaba á su mujer con
delicadezas ó arrebatos de enamorado. Cristina le miraba con enojo, como
si este cariño extremado la ofendiera, colocándola al nivel de las
vendedoras de amor. Para ella, la pasión matrimonial no había de ir más
allá de la intimidad, fría y casi mecánica, de sus primeros tiempos de vida
común. El matrimonio era para que el hombre y la mujer viviesen sin dar
escándalo, procreando hijos para servir á Dios y que no se perdiera la
fortuna de la familia. Lo que llamaban amor las gentes corrompidas era un
pecado repugnante, propio de gentes sin religión. Tratar un marido á su
mujer con melifluidades de esas que sólo se ven en los amantes de
comedia, era envilecerla, igualarla con las que viven del pecado. La esposa
cristiana había de ser casta en el pensamiento; cuidar de la salud material y
moral del esposo, aconsejarle el bien y dirigir el hogar. Más allá sólo iban
las mujeres perdidas. Y Sánchez Morueta tropezaba con una estatua
impasible, estrellándose en todos sus intentos por darla vida.
Nada malo podía decir ella. Era virtuosa y era fiel. Bien es verdad, que
aunque quisiera faltar á sus deberes le hubiese sido imposible. Su carne y
su pensamiento estaban muertos para el amor. Jamás recordaba el
millonario haber notado en su compañera un momento de abandono, un
arrebato de pasión. Cuando él se doblegaba bajo el estremecimiento de la
carne, encontraba los ojos de ella impasibles y serenos, como si estuviera
cumpliendo un deber penoso. Los espasmos de la materia no turbaban su
voluntad.
Sánchez Morueta llegó á pensar si Cristina amaría á otro, si al casarse
con él por interés, habría dejado en su pasado alguna ilusión que aún la
perseguía. Pero después de examinar sus predilecciones é intimidades en la
sociedad elegante y devota que la rodeaba, desechó sus sospechas. Ella sólo
quería á su esposo, si es que aquello era querer. En su cariño, no había
fuerzas para más. Y convencido de que nunca había de triunfar sobre una
voluntad rebelde al amor, fué alejándose, sin que la esposa se mostrase
triste y ofendida. Ella misma ayudó con no oculta satisfacción á este
divorcio. Transcurrió el tiempo y al abandonar el lujo de sus primeros años
de matrimonio, para tomar sitio entre las madres de severa respetabilidad,
comenzó á seguir dentro de su casa ciertas prácticas austeras y casi
conventuales. ¡Cuántas veces Sánchez Morueta se había visto rechazado
con ira, porque era Cuaresma ó estaba ella en vísperas de una comunión
aparatosa!...
Al establecerse definitivamente la separación, al alejarse él para siempre,
la mujer pareció agradecérselo con sus miradas, con una mayor dulzura en
el trato. Era, sin duda, más feliz, libre de la asiduidad ardorosa del macho;
de aquellas caricias que le repugnaban como una servidumbre cruel de su
sexo.
—Es muy honrada, muy virtuosa—dijo con amargura el millonario,—
Pero, para mí, como sí no existiera. ¡Ay, Luis; estoy solo! Yo creo que la
vida debe ser otra cosa: tanta honradez es inaguantable.
Llegaba hasta el jardín la vocecita de la hija de Sánchez Morueta,
cantando al piano el Goizeko izarra, la invocación melancólica á la estrella
de la mañana. La tristeza poética de las montañas vascas esparcíase por el
jardín inglés, dorado por el último llamear del sol de la tarde.
—¿Y esa?—preguntó el médico.—¿No tienes á tu hija?...
El potentado se expresó con apasionamiento. Amaba á su hija: era carne
de su carne: el único recuerdo de la pasión que había sentido por su esposa.
El cariño á Pepita era lo que mantenía las apariencias de paz de su casa: lo
único que le ayudaba á sobrellevar la tristeza doméstica. Era como un
puente que mantenía la comunicación entre él y su esposa. Por ella
continuaba Sánchez Morueta su existencia febril de hombre de negocios.
Tenía la obligación de defender lo que la pertenecía por su nacimiento. Su
porvenir le causaba á veces gran inquietud. Podía casarla con el hijo de otro
potentado: un matrimonio de millonarios en el que no entrase para nada el
amor. ¿Pero no era esto perpetuar en la hija la infelicidad del padre?
Observaba á Pepita, y se entristecía, adivinando en ella una reproducción
de su madre. Quería casarla por amor, con un hombre al que se sintiera
inclinada, pero no veía en ella la menor señal de apasionamiento. Se
casaría, sin ardor y sin protesta, con el que le indicaran sus padres, para
continuar con más libertad la vida insípida de ostentaciones y de devoción
elegante. Ella, como las otras jóvenes de su clase, veía en la unión con el
hombre un medio de independencia, sin que el corazón llegara á
interesarse. Iría á administrar otro hogar, como su madre dirigía el suyo: á
cuidar á un marido que trajese dinero á casa, y alguna vez, abandonando los
negocios, entrara un momento en su salón. De su padre sólo tenía algo en
lo físico: la educación y el alma eran de su madre. Si Sánchez Morueta, al
escoger el yerno, se colocaba frente á su mujer, era casi seguro que Pepita
no le seguiría á él.
—La amo—decía el millonario,—la amo á pesar de todo. Pepita me
quiere á su manera; es cariñosa conmigo, me mima y me adora,
especialmente cuando su madre la encarga que me pida algo. Pero también
junto á ella me siento solo. Parece que no seamos de la misma familia, que
pertenezcamos á distinta raza. No sé explicarme, Luis: tal vez estoy loco;
pero jamás siento con ellas, que son mi familia, esta confianza, este dulce
abandono que tú me inspiras. Y es que tú eres de mi sangre; el único
pariente verdadero.
Aresti seguía moviendo la cabeza, como quien oye una canción harto
conocida. No le extrañaba la situación de Sánchez Morueta: era la de
muchos poderosos de aquella tierra. Vivían rodeados de todos los goces del
bienestar, pero en una pobreza triste de afectos. Los matrimonios eran
vulgares asociaciones para crear hijos y que la fortuna no se perdiera.
Marido y mujer vivían en aislamiento moral: él buscando consuelo fuera de
casa, en amores vergonzosamente ocultados; ella dedicándose á la
devoción.
Sánchez Morueta interrumpió estas consideraciones de su primo, como si
ansiase decirle toda la verdad. Así era él también: necesitaba amor y
amaba. Ya que la alegría de la vida no entraba en su casa, la había buscado
fuera de ella. No era un enredo vulgar para satisfacción del sexo: era una
pasión que endulzaba el ocaso de su madurez y le hacía soñar y sentir á los
cincuenta años, con una intensidad que le retrogradaba á la juventud. Y con
arrobamientos de adolescente, recreándose en el relato, recordó toda la
novela de su amor.
Había comenzado por una aventura vulgarísima: un encuentro en Biarritz
con Judith, una vendedora de amor, de nacionalidad indeterminada, nacida
en Francia, pero hija de judíos: una mujer que en plena juventud había
corrido medio mundo y conocía casi todos los idiomas europeos. Las
relaciones habían ido estrechándose. Apenas se separaba de ella jurando no
volver á verla, avergonzado de su vileza y acordándose de su hija con
remordimiento, sentía la necesidad de buscarla de nuevo, se proponía á sí
mismo un negocio que hacía necesaria su presencia en París, ó en Madrid,
allí donde se encontraba ella, siguiendo su existencia errante de aventurera
del amor, tan pronto viviendo casi maritalmente y retirada del mundo,
como exhibiendo su belleza y su voz de falsete sobre los tablados de
los music-hall. ¿Qué tenía aquella mujer que le trastornaba con el mareo de
la embriaguez? Era el encanto del pecado, el sabor agridulce de lo
prohibido, el perfume canallesco, que entraba como una ráfaga de vendaval
en el aburrimiento de su vida, volcando todas las preocupaciones y los
escrúpulos. Sánchez Morueta, al considerarse culpable, se sentía más
hombre. El remordimiento era una manifestación de vida que le sacaba del
letargo de su existencia.
Paladeaba las nimiedades del amor, que turbaban dulcemente la
vulgaridad monótona de su vida. Las cartas de sobra prolongado y escritura
femenil le salían al encuentro en la mesa de su despacho, entre la
correspondencia comercial, con un perfume de alcoba pecadora que
estremecía su carne y parecía traerle una ráfaga cargada de taponazos de
champagne y música chillona de café concierto. La expansión, dulcemente
truhanesca, que le llamaba con los vulgares nombres de petit coco ó mon
gros cheri, hacíale sonreír juvenilmente bajo su barba venerable. Era una
pasión que alegraba el ocaso de su vida, que resucitaba su alma casi en las
puertas de la vejez. Amaba como un patriarca de la Biblia, sorprendido en
el ambiente tranquilo de su tienda por las gracias felinas de una bayadera
asiática.
Había acabado por arrancar á Judith de su vida de aventuras, por
instalarla definitivamente en Madrid, como una señora tranquila que vive
de sus rentas. Pensó por un momento traerla á Bilbao, pero había desistido
de ello, no por miedo á la familia, sino por temor á la villa hipócrita y triste,
que toleraba el amancebamiento con criadas y costureras, que cerraba los
ojos ó sonreía bondadosa ante el capricho del rico con mujerzuelas que no
abandonasen su condición de pobres, pero se escandalizaba y enfurecía
ante la cocotte, la hembra que pusiera en sus sonrisas algo de distinción, y
rodeara de una sombra de amor las necesidades de la carne. Otros más
valientes que él habían intentado aclimatar aquellas aves pasajeras en
ciertos hotelitos del ensanche, y todo el vecindario se amotinó contra las
extranjeras. Hasta habían cortado las cañerías del agua y la luz de sus casas,
para obligarlas á levantar el campo.
El millonario iba con frecuencia á Madrid por dos ó tres días,
pretextando juntas de accionistas ó gestiones cerca del gobierno. Todos le
encontraban rejuvenecido; veían en él algo nuevo é inexplicable, que
animaba sus ojos con el brillo dulce de la adolescencia, que parecía dar más
soltura á su cuerpo de hombre de lucha, y le hacía cuidar con mayor esmero
del adorno de su persona.
—Tú mismo—decía al médico,—te has extrañado de este cambio
muchas veces. Es el amor, Luis. Nada como él alegra á los hombres.
Y como si temiera alguna burla del doctor, hablaba de Judith con
entusiasmo, queriendo convencer á su primo de que su madurez no hacía
mal papel al lado de aquella juventud un poco gastada por el exceso de
placeres. Estaba seguro de que le quería. No era que él pudiese inspirar una
gran pasión: pero cansada de la antigua vida, se había refugiado en sus
brazos para siempre y le amaba con un amor en el que entraba por mucho
el agradecimiento. Esto le bastaba. No había más que ver cómo le sonreía,
cómo salían á su encuentro los brazos blancos y suaves cuando se
presentaba inesperadamente en el hotelito de las afueras de Madrid.
Aquella era su verdadera casa: allí pasaba los mejores días, y á no ser por
su hija y por la respetabilidad que exigen los negocios, allí iría á terminar
su existencia.
Además, un suceso inesperado los había unido más estrechamente: había
afirmado aquel idilio oculto que llevaba cinco años de duración. Sólo á un
hombre como su primo podía hacerle tal confidencia... ¡Tenía un hijo! Y
como el doctor Aresti no pudiese contener su asombro, el millonario se
apresuró á añadir:
—Tú eres el único que lo sabe: un hijo... ¡mío! ¡bien mío! Un niño de
tres años que empieza á hablar, y al verme me llama: «¡El papá de Bilbao!»
El amor me da lo que tantas veces deseé en mi casa sin conseguirlo. ¡Un
hijo!... No lleva mi apellido, no puedo confesar que soy su padre, pero
pienso en él, espero que crezca y ¡ya vendrá á mi lado! ¡ya haré por él
cuanto pueda, que será mucho!
Y hablaba enternecido de aquel hogar oculta, de la familia improvisada
que era para él la verdadera. Judith, engordando en su bienestar tranquilo;
aburguesándose hasta hacer olvidar á la antigua divette aventurera, Sánchez
Morueta la quería mejor así: la creía más suya. Y entre los dos, aquel
pequeñuelo de una asombrosa precocidad. El millonario se enorgullecía
viéndolo tan hermoso, con una belleza afeminada que reflejaba la de la
madre, sin ningún rasgo de él.
—Un verdadero hijo del amor—decía el hombretón con sonrisa
placentera.—No hay en el pequeño nada de mi fealdad: ni mis manazas, ni
esta cara de gigantón. Rubio como el oro, ¡y tan blanco! ¡tan delicado! ¡tan
poquita cosa! Parece un bebé de porcelana.
Y recordaba al doctor una de sus frases que gozaban el privilegio de
indignar á las gentes honradas. Los hijos del amor eran siempre los más
hermosos: tenían algo de extraordinario, que rara vez se encontraba en los
retoños engendrados por las parejas legales, que procrean por deber y por
instinto, durante las noches blancas, de placer triste y monótono, en las que
los besos tienen el sabor suculento y vulgar de la olla casera.
Sánchez Morueta calló como fatigado por su confesión. En uno de sus
paseos habían llegado cerca del hotel, y ahora se alejaban lentamente,
sonando á sus espaldas el piano y el abejorreo de las conversaciones de la
tertulia de doña Cristina.
—¡Y pensar que podía haber encontrado en mi casa la felicidad que
busco fuera, ocultándome como un malhechor!—exclamó el millonario,
como si el recuerdo de su familia despertase en él cierto remordimiento.—
Pero no creas, Luis, que estoy arrepentido—añadió con resolución.—Yo
tengo derecho á ser feliz y la felicidad se toma donde se encuentra.... Pero
dí algo, Luis. ¿Qué opinas de todo esto?
Aresti encogió los hombros. De aquellos amores no quería hablar. Si
proporcionaban á su primo cierta felicidad, hacía bien en continuarlos. La
vida es triste y la pericia del hombre está en alegrarla, en iluminar con
brillantes colores los contornos grises de la existencia. Bueno era que
aquella mujer le amase según él decía: pero aunque el amor no existiese,
resultaba lo mismo. Lo importante era que él se creyese amado. En el
mundo se vive de la ilusión y la mentira, y la mayor desgracia es abrir los
ojos.
—Me quiere, Luis, me quiere—interrumpió el millonario
apresuradamente.—¿Por qué había de fingir? Si hubiera sabido quién era
yo cuando la conocí, aún podría dudar. Pero en nuestros primeros tiempos
de amor me creía un hombre de corta fortuna. Tardó mucho á saber que era
yo Sánchez Morueta.
El doctor asombrábase ante la firme convicción de su primo. Celebraba
su optimismo: así, su dicha no correría peligro. Él no se mezclaba en el
asunto. A ser feliz ya que tenía fuerza de voluntad y medios sociales para
crearse una segunda familia, que viviría en el foso, mientras arriba, en las
tablas, tronaba la otra con todo el aparato de su riqueza. A Aresti sólo le
interesaban los infortunios domésticos de su primo, su aislamiento moral
dentro de la casa. Lo mismo que á él, les ocurría á otros. Era el eterno
obstáculo con que tropezaban todos los que en aquella tierra querían
encontrar en la esposa algo más que una compañera y administradora. Unos
habían de buscar la alegría de su existencia fracasada fuera de su casa,
manteniendo, por cobardía ó egoísmo, las apariencias de un hogar
tranquilo; otros, más resueltos y valerosos—él, por ejemplo,—rompían
abiertamente, no queriendo vivir encadenados á un alma muerta y volvían á
su existencia de solteros, con la amargura de no poder buscar públicamente
una nueva compañera.
Aresti no censuraba á las mujeres de su país. Eran como eran, un poco
por la frialdad de la raza nada propensa á apasionarse por lo que no tenga
un fin inmediato y práctico, y muchísimo más por defecto de educación,
porque los mismos hombres las habían acostumbrado al aislamiento, á la
separación de sexos, á asociarse las mujeres con las mujeres, no viendo en
el hombre más que una máquina de fabricar dinero é hijos. ¿Qué había
hecho al casarse Sánchez Morueta? Lo que todos los poderosos de su país.
El matrimonio ajustado por las familias, sin hacer gran caso de la voluntad
de los contrayentes: después, el viaje aparatoso de varios meses por
Europa, para alardear de riqueza, deseando el marido volver cuanto antes á
reanudar sus negocios. Y el mismo día de la vuelta á Bilbao, él, al
escritorio, á ganar dinero, ó al club, para vivir entre hombres solos, dejando
á la mujer entregada para siempre á las amigas. Y la mujer se refugiaba
entre las de su sexo, sin más diversiones que el visiteo y el exhibir trajes y
alhajas para envidia de las compañeras, pues hasta la faltaban ocasiones de
lucir su riqueza.
No conocían la vida de sociedad con sus fiestas y saraos, como los
aristócratas de otros países. Los padres de la Compañía, para asegurar su
influencia, predicaban contra los bailes, como invenciones del demonio,
propias de otras tierras que no habían gozado la gran dicha de heredar las
sanas y virtuosas costumbres de Vizcaya. Los teatros funcionaban con los
palcos vacíos, sin que á ellos asomara una mujer: las fiestas del verano eran
el único esparcimiento anual para todas ellas. Faltas de diversión, ansiosas
de reunirse, de oír música, de algo que despertase su sentimentalismo,
buscaban en la iglesia su club y su teatro, pasando el día en el templo del
Corazón de Jesús, allí donde la arquitectura afeminada y ridícula, cargada
de oro y bermellón, el armonium, las voces hermafroditas y las bombillas
eléctricas, parecían acariciarlas con un halago que tenía tanto de mundanal
como de místico.
Aresti sonreía amargamente. ¡Ay: estaba bien discurrido aquel asedio,
para apoderarse lentamente de la mujer, llegando por medio de ella hasta la
dominación del esposo! De ellos era principalmente la culpa, ¿Qué habían
de hacer unos seres débiles, faltos de dirección, arrastrados por el especial
sentimentalismo del sexo hacia todo lo absurdo? Veíanse obligadas á una
vida de harem; siempre mujeres con mujeres, viendo sólo al hombre en el
preciso momento del deseo; y el hábil jesuíta se presentaba como un
remedio á su tristeza, entretenía su fastidio con una devoción dulzona y
afeminada, era el eunuco guardián, el verdadero amo, dirigiendo á su
antojo al tropel de odaliscas cristianas. Así llegaba desde la sombra á
apoderarse de la voluntad de los hombres, los cuales se movían, sin
conocer el impulso de sus acciones.
Algunos aún se mostraban satisfechos y agradecidos á los sacerdotes,
porque proporcionaban dulce entretenimiento á sus esposas, dejándolos en
mayor libertad para sus negocios y placeres.... ¡Imbéciles! El doctor se
indignaba ante aquella intrusión, que había acabado por cambiar á las
mujeres de su país, matándolas el alma, convirtiéndolas en autómatas que
aborrecían como pecados todas las manifestaciones de la vida, y llevaban al
hogar las exigencias de una dominación acaparadora.
—Tú mismo, Pepe, que te quejas de lo que ocurre en tu casa—dijo el
doctor,—¿qué has hecho para evitarlo?...
Sánchez Morueta hizo un gesto de extrañeza. ¿Él? ¿qué podía evitar él?
¿Podía acaso cambiar el carácter de su esposa?...
—Tú has dejado, como los otros—continuó el doctor,—que tu mujer
buscase un remedio á su soledad, entregándose á la devoción. ¡Y te
extrañas de que Cristina haya ido separándose de tí! Es un caso de adulterio
moral, del que sois vosotros casi siempre los culpables. Se comprende lo
que á mí me ocurrió: yo no soy rico, y en este país de negocios, el pobre no
tiene autoridad sobre la familia. Además, junto á los prejuicios de la que
fué mi compañera, estaban como refuerzo los de su madre y su hermana.
Pero tú, que tienes la autoridad de la fortuna, ¿cómo has dejado que fuesen
apoderándose de una mujer á la que amabas, separándola de tí? Te quejas
de que ya no es tu esposa; pues ese afecto que te falta y ha trastornado tu
existencia lo tienen otros. En tus propias barbas han cortejado á tu mujer y
te la han robado. Sí alguna vez piensas vengarte, ve en busca de los que la
confiesan.
El millonario sonrió con desdén.
—¡Bah! ¡Los jesuítas! ¡Ya salió tu tema!... Efectivamente, son gente
antipática; ya sabes que les tengo mala voluntad. Yo soy liberal; yo me batí
en el último sitio como auxiliar, comiendo carne de caballo y pan de habas;
yo tomaría el fusil otra vez, si volviesen los carlistas. ¿Pero aun crees tú,
Luis, en esa leyenda de los jesuítas tenebrosos, cometiendo los mismos
crímenes que ellos atribuyen á los masones?...
Y Sánchez Morueta miraba con ojos compasivos á su primo, sin dejar de
sonreír.
—No sigas, Pepe—dijo el doctor.—Adivino lo que piensas. Soy un cursi.
Conozco la frase: es un magnífico pararrayos para desviar el odio que
instintivamente sienten todos contra esos hombres. Es cursi hablar mal de
los jesuítas, afirmar que constituyen un peligro. Lo distinguido, lo
intelectual, lo moderno, es creer á ojos cerrados en cualquier patán astuto
que, vistiendo la sotana, pronuncia sermones vulgares, y pasa las horas en
el confesionario enterándose de vidas ajenas y adorando al Corazón de
Jesús, que coloca por encima de Dios.
—¡Yo no digo tanto!—exclamó el millonario.—Yo no creo en ellos, y
hasta me río de sus cosas. Pero reconocerás conmigo que eso del odio al
jesuíta es algo anticuado. Sólo aquellos progresistas cándidos y heroicos de
otros tiempos, podían ver la mano del jesuíta en todas partes y creer en sus
venenos y puñales.
—Yo no creo en su tenebroso poderío ni en sus venganzas. En esta tierra
nadie se atreve como yo á hablar contra ellos, y ya ves, nada malo me
ocurre. Así que me he puesto fuera de su alcance, saliendo de una casa que
dominaban y viviendo entre gentes que les desprecian, nada pueden contra
mí. Aislados nada valen: pero hay que temerles allí donde les ayuda la
imbecilidad, donde la gente va hacia ellos. ¿Cómo te explicaré lo que
pienso? Son como los microbios, que nada valen, y, sin embargo, llegan á
producir una epidemia. Si encuentran un ser débil preparado para
recibirlos, lo matan; pero si tropiezan con uno fuerte, dispuesto á
repelerlos, ellos son los que perecen. No tienen fuerza para apoderarse de
nada por sí mismos. El que les haga frente puede estar tranquilo de que no
lo buscarán. Pero cuentan con el auxiliar poderoso de los tontos y del
sentimentalismo femenil, que avanza en su busca y se ofrece, diciéndoles:
«Dominadnos, haced de nosotros lo que queráis, y dadnos en cambio el
cielo.»
Aresti no creía, como los enemigos de la Compañía en otros tiempos, en
la grandeza y el poder del jesuitismo. La sabiduría de sus individuos era
una leyenda. Había entre ellos (que eran miles) algunos que se distinguían
en las ciencias y en las artes, nada más que como apreciables medianías.
Llevando siglos de existencia, disponiendo de riquezas y viajando por toda
la tierra, sus famosos sabios no habían enriquecido á la humanidad con un
sólo descubrimiento de importancia. Su talento consistía en presentar al
vulgo las medianías como genios de fama universal y colocar á la mayoría
restante en sitios donde no se evidenciase su vulgaridad.
El médico se reía igualmente de su poder. Sólo alcanzaba á los que caían
ante sus confesonarios. El que cortaba toda comunicación con ellos, podía
burlarse de su poder sin miedo alguno. Eran unos pobres hombrea, temibles
únicamente para los que viven á su sombra.
Aresti reconocía, sin embargo, que su influencia dentro de la Iglesia era
mayor que nunca. Cuando Loyola había fundado su Compañía, las demás
órdenes religiosas la despreciaban. Pero por ser la más moderna se había
apoderado de todas, con la fuerza de la juventud. Además, los frailes,
despojados de sus riquezas de otros siglos, tenían ahora que copiar los
procedimientos de los jesuítas, que tanto les repugnaban en pasadas épocas.
Tenían que marchar á la zaga de ellos, imitándolos para hacer dinero,
guardando la actitud humilde del pobre ante el rico. El cuarto voto de
obediencia al Papa, peculiar de la Compañía, había hecho indispensable
para el Vaticano el apoyo del jesuitismo. Hasta podía afirmarse que el
ejército monástico de Íñigo de Loyola había salvado al pontificado en el
trance, terrible para él, de la revolución luterana. Era la antigua fábula del
hombre y el caballo, puesta de nuevo en acción. El caballo prestaba sus
lomos al hombre para que le defendiese y vengase de sus enemigos, pero
una vez satisfechos sus deseos, el jinete se negaba á descender,
condenándolo á eterna servidumbre. La compañía había salvado al Papa,
pero esclavizándolo para siempre. El cristianismo había muerto con la
Reforma para convertirse en catolicismo. Ahora el catolicismo ya no era
más que una palabra: la verdadera religión era el jesuitismo. El Papa que
bendice seguía en el Vaticano; pero el Papa que decreta y disciplina las
conciencias, era el General, oculto en el Jesu de Roma.
—Esto á mí en nada me interesa—acabó diciendo Aresti.—Yo vivo fuera
del gremio, y lo mismo me importa que lo dirija este que el otro.
Su primo hizo un gesto de asentimiento. A él tampoco. Él no hablaba con
la audacia del doctor, pero vivía de hecho fuera de las prácticas religiosas;
no le preocupaban.
—A tí, sí—dijo Aresti con energía.—A tí deben preocuparte. Crees que
vives fuera de esa influencia, porque no vas á misa, ni te tratas con curas;
pero todo llegará, tú irás, y hasta es posible que te arrodilles ante algún
confesonario de la iglesia de los jesuítas. Estás en el círculo de su
influencia: te tienen al alcance de su mano por medio de la familia; ya te
agarrarán. ¡Apenas si es mal bocado el millonario Sánchez Morueta!
El aludido sonrió. ¡Bah! No eran tan terribles. En Inglaterra se reirían
oyéndoles hablar de tales gentes. Allí las despreciaban, si es que alguna vez
hacían memoria de ellas.
—¿Pero es que Londres es Bilbao?—gritó exasperado el doctor.—
¿Acaso Inglaterra es España? Ya sé yo que se ríen de ellos en todas las
naciones modernas y poderosas: únicamente Francia se rasca de vez en
cuando para echárselos lejos. Pero vivimos en España, una nación que no
concibe la vida sin la Iglesia, y lo que te dije de los individuos, puede
aplicarse á los Estados. Contra los fuertes se estrellan y perecen, pero de los
débiles, predispuestos al contagio, se apoderan como una enfermedad. Eso
de «cursi» podrá aplicarse al que sueñe con el jesuíta temible, en Londres ó
en Berlín: pero aquí ¡vaya con la cursilería! ¡y no puedes moverte sin
tropezar con ellos!...
—Sí; aquí dominan mucho—dijo el millonario con gravedad.—Yo sé
que á otros menos poderosos, que necesitan para sus negocios del apoyo de
capitales ajenos, los han elevado ó los han hundido, enviándoles ó
retirándoles los accionistas. Se meten en las casas y las dirigen... pero es
allí donde les dejan entrar. Yo, afortunadamente, aunque tú creas lo
contrario, estoy libre de ellos. Me han buscado por mil medios; han
intentado conquistarme; me han ofrecido indirectamente apoyos que no
necesitaba. Estoy muy por encima para que puedan hacerme daño. Aquí no
entrarán por más que se empeñen. Ya lo sabe Cristina: es lo único que me
impulsaría á romper con ella, á separarme, sin miedo á lo que dijese la
gente. Tú que sonríes y hasta parece que te burlas: ¿has visto aquí alguna
vez una sotana? ¿tienes noticia de que vengan á visitarnos esos señores de
la Residencia?
—No: no vienen—dijo Aresti sin abandonar su gesto irónico.—¿Y para
que habían de venir? Hace tiempo que están dentro: no necesitan de tu
permiso. ¿A quién habían de buscar en tu casa? ¿A tu mujer y á tu hija? Ya
les ahorras esa molestia enviándolas tú mismo á donde ellos las aguardan.
Les cierras la puerta de tu hotel, pero antes les entregas la familia....
—Me has repetido lo mismo varias veces: son ilusiones tuyas. Ya
conoces mi carácter. He dicho que no entran y no entrarán. Sería un buen
golpe para ellos apoderarse de Sánchez Morueta; pero pierden el tiempo.
Aresti estaba pensativo y parecía no oírle.
—El otro día—dijo con lentitud, como si reconcentrase su memoria—leí
un drama en francés y me acordó de tí. Era La Intrusa de Mæterlinck,
¿Conoces eso?...
El millonario movió la cabeza: él no tenía tiempo para la literatura.
—La Intrusa—continuó el médico,—es la Muerte, que entra en las casas
sin que nadie la vea; pero todos sienten los efectos de su paso.
Y Aresti relató la escena lúgubre de la familia reunida en torno de la
mesa, en la penumbra, más allá del círculo de luz de una pantalla verde. En
la alcoba cercana está una enferma, con el sopor de la gravedad: fuera de la
casa, á lo lejos, se oye afilar una guadaña, rayando el cristal negro de la
noche con su chirrido. Alguien debe haber entrado en el jardín. Se asoman
y no ven á nadie. Los cisnes graznan asustados, ocultando la cabeza bajo
las alas como si pasase un peligro: los peces despiertan en el tazón de la
fuente, ocultándose temblorosos: las flores caen deshojadas, las piedras
crujen como si las pisasen unas plantas de inmensa pesadumbre... y sin
embargo no se ve á nadie. Ya suenan pasos en la escalinata: la puerta se
abre, á pesar de que no sopla el viento. Hasta la noche parece haber
enmudecido sobrecogida. Intenta la familia cerrar las hojas y no puede,
como si tropezasen con un cuerpo invisible, con alguien que asoma y se
detiene indeciso, antes de orientarse. Y después, el ser misterioso avanza
por la sala. Nadie le ve, pero se adivinan sus pasos sobre el tapiz,
presienten todos que algo pasa ante la lámpara verde. Levanta una mano
invisible la cortina del cuarto de la enferma y vuelve á caer sin que nadie
haya entrado. ¡Un gemido!... La enferma acaba de morir. Es la muerte que
ha llegado hasta su cama atravesando todos los obstáculos; la Intrusa, para
la que no hay puertas, que avanza invisible, haciendo sentir en torno su
oculta presencia.
Y Aresti, después de relatar la obra de Mæterlinck, miraba silencioso á su
primo, que parecía no comprenderle.
—En tu casa ocurre lo mismo—dijo tras larga pausa.—Crees que ese
enemigo no ha entrado, porque no le ves de carne y hueso sentarse á tu
mesa y ocupar un sillón en la hora de las visitas. Pues hace tiempo que
llegó hasta tu misma alcoba. Tú te lamentabas de ello hace poco. Todos los
días vuelve, siguiendo los pasos de tu mujer y tu hija cuando regresan de la
Iglesia de los jesuítas ó de sus juntas de Hijas de María. ¿No presientes la
proximidad de ese enemigo invisible? No percibes su roce? El último de
tus criados lo ve y tú estás ciego. Te mira á todas horas y conoce tus
acciones. Sus ojos son ese secretario que tienes y ese señorito pariente de
Cristina, que busca unirse á tí, pensando en tus millones más que en Pepita.
Sus manos son tu mujer y tu hija. Ellas te agarrarán cuando te sientas débil;
aprovecharán un instante de desaliento para empujarte dulcemente en
brazos del Intruso. Te crees libre de él y ronda á todas horas en torno tuyo.
Sánchez Morueta reía ruidosamente.
—Estás loco, Luis. Por algo tienes esa fama de original. La lectura te ha
trastornado el seso. ¿A qué tanto fantasma, y dramas, é intrusos... y
demonios coronados? En resumen, todo es porque dejo en libertad á mi
familia, para que se entregue á las prácticas religiosas y se entretenga con
esa devoción bonita, inventada por los jesuítas. ¡Qué he de hacer yo, si eso
las divierte! ¿Quieres acaso que me Imponga como un tirano de comedia, y
diga: «Se acabó el trato con los Padres, aquí no hay más misa que la que
diga el cura de Portugalete en el oratorio del hotel?» Eso no lo hago yo,
Luis. Yo soy muy liberal: tal vez más que tú.
Hablaba con una firmeza británica de su respeto á la libertad. Él no
quería violentar la conciencia ajena: cada cual que siguiera sus creencias y
que le dejaran á él con las suyas. Libertad para todos. Y recordaba su
educación en Inglaterra, la amplitud religiosa del pueblo británico, con sus
diversas confesiones, sin que los individuos de una misma familia se
molesten ni enemisten por practicar diversos cultos.
Aresti pareció irritado por la calma serena con que su primo hablaba de
la libertad.
—Yo también creo lo mismo—exclamó;—pero en un país como ese de
que hablas, que apenas si ha conocido la intolerancia religiosa y la
persecución por delitos de conciencia. Además, hay allí creencias diversas,
y unas á otras se equilibran, amortiguando los efectos. Es una especie de
federalismo religioso que no sale de los templos, ni pretende dominar al
Estado y dirigir las familias. ¿Pero hablar de libertad absoluta en este país,
que es famoso en el mundo por la Inquisición y por ser patria de San
Ignacio?... Llevamos sobre las costillas cuatro siglos de tiranía clerical. La
unidad católica no está consignada en las leyes, pero ya se encargan
muchos de que perdure en las costumbres. Vivimos en guerra religiosa
permanente. Los pocos que se emancipan han de estar sobre las armas,
dando y recibiendo golpes. ¡Y vienes tú con esa pachorra inglesa
hablándome de libertad y de respeto á todas las creencias!... Eso puede ser
en otros países; podrá ser aquí, cuando exista esa España nueva, cuyo
nacimiento se aguarda hace cerca de un siglo, que saca la cabeza y luego se
oculta, sin decidirse á salir por completo de las entrañas de la Historia. No:
yo no soy liberal: yo soy un hombre de mi tiempo, tal como me han
formado las circunstancias de mi país, no como me lo enseñan los libros.
Yo soy un jacobino; yo quiero ser un inquisidor al revés, ¿me entiendes?,
un hombre que sueña con la violencia, con el hierro y con el fuego, como
único remedio para limpiar á su tierra de la miseria del pasado.
Y Aresti, siempre irónico y zumbón, se exaltaba hablando. Latía en sus
palabras el odio á la influencia oculta que había truncado su vida,
hiriéndolo en sus afectos de hombre pacífico, impidiéndole constituir una
familia. Él amaba la libertad; pero era la libertad para el mejoramiento y
bienestar de la especie humana; para ir adelante, hacia los nuevos ideales
marcados por la ciencia: no para retroceder, abrazándose á instituciones
que estaban muertas desde hacía siglos. Además, ¿por qué conceder las
ventajas de la libertad á los que habían empleado antaño su inmenso
poderío combatiéndola, arrumbando escombros sobre su tallo naciente y
ahora, al verla vigoroso árbol, querían ser los primeros en gozar de su
sombra? No: él no reconocía derecho para existir á unas creencias que eran
la negación de la vida; no podía conceder la libertad á los tradicionales
enemigos de esa misma libertad.
Encarándose con Sánchez Morueta, preguntábale qué haría si supiera que
en su escritorio existían hombres que deseaban el naufragio de sus barcos,
el incendio de sus fábricas, el agotamiento de sus minas, la desaparición
total de todo lo que era la existencia de su casa. ¿No los expulsaría,
indignado? Pues esto deseaba él para los enemigos de la vida, para los que
maldecían como pecados las más gratas dulzuras de la existencia; para los
que adoraban la castidad antipática de la virgen sobre la soberana
fecundidad de la madre; y ensalzaban la pereza contemplativa,
considerando el trabajo como un castigo; y hacían la apología de la
vagancia y la miseria convirtiéndolas en el estado perfecto; y tenían el
hambre como signo de santidad y apartaban á las gentes de las felicidades
positivas de la tierra, haciéndolas dirigir las miradas á un cielo mentido; y
anatematizaban el amor carnal como obra del demonio. Eran, en una
palabra, los que divinizaban todas las miserias, todos los rigores que
martirizan al hombre, marcando, en cambio, con el sello de la execración
las únicas alegrías que están á su alcance. Aquellos enemigos de la vida, la
insultaban llamándola valle de lágrimas. ¿No deseaban salir de ella cuanto
antes? Pues á darles gusto y que dejaran el sitio libre á los pecadores, á los
malvados que aman este mundo y se conforman con todos sus defectos y
tristezas, sabiendo que más allá no existe otro mejor.
Aresti hablaba con una vehemencia feroz, brillándole los ojos con fuego
homicida.
—Eres un inquisidor—dijo su primo soriendo.—Parece mentira que un
hombre moderno como tú se exprese de tal modo.
Aresti no quiso protestar. No le infundía repugnancia el mote de su
primo. ¿Inquisidor? sea. Toda la España, ansiosa de algo nuevo, sentía lo
mismo que él, sólo que no llegaba á razonar sus impulsos. En otros pueblos
más adelantados, la crisis religiosa, el paso de la Fe á la Razón, se había
verificado dulcemente, en medio del respeto y la libertad. La Reforma, con
su espíritu de crítica y libre examen, había servido de puente. Pero en esta
tierra había que dar un salto violento, pasar, sin puente alguno, desde las
creencias de cuatro siglos antes, aún en pie y poderosas, á la vida moderna.
El tránsito había de ser rudo y brutal. Era un ensueño querer guiar al pueblo
mansamente, pasito á paso: había que correr, que saltar, derribando lo que
aún quedase por delante. Había que tener en cuenta la raza, la herencia
triste que pesa sobre este pueblo: su educación intolerante que databa de
ayer. En unos cuantos años de vida moderna, que no era propia, sino de
reflejo, no se podían extinguir varios siglos de ferocidad religiosa. Todo
español lleva dentro un inquisidor. Bastaba ver cómo el más leve atentado
que turbaba la paz pública, hasta las clases más elevadas y cultas, pedían la
suspensión del derecho y la intervención de la fuerza. Los ricos aplaudían á
la guardia civil cuando daba tormento, resucitando los procedimientos
salvajes de la Inquisición; los pobres admiraban al fuerte, al audaz, viendo
muchos de ellos la suprema gloria en la bomba de dinamita; los gobiernos,
ante el más insignificante motín, abominaban de la libertad como si fuese
un fardo abrumador... En otros tiempos, los católicos rancios presentaban
sus pruebas de pureza de sangre para demostrar que estaban limpios de
todo origen judío ó mahometano. ¿Quién podría jurar hoy que no circulaba
por sus venas sangre de fraile ó de familiar del Santo Oficio?
Y el doctor, que había asistido á muchas reuniones populares, recordaba
la gradación de los sentimientos y tendencias de la gran masa. Aplaudían
con un entusiasmo algo forzado, por costumbre más que por espontáneo
impulso, los ataques al régimen político. Los reyes estaban lejos, y la gente
pensaba en ellos como en una calamidad casi del pasado, que aún no se
había extinguido, pero que debía desaparecer fatalmente, más pronto ó más
tarde, sin grandes esfuerzos. Les interesaba la cuestión social como algo
positivo relacionado con su bienestar; pero por más esfuerzos que hicieran
los oradores por exponer las generosidades de la sociología revolucionaria,
la gente sólo veía la ventaja de aumentar en unos cuantos reales el jornal y
trabajar alguna hora menos... Pero se hablaba del jesuíta, del fraile, del
cura, y la muchedumbre se ponía instintivamente de pie, con nervioso
impulso, y brillaban los ojos con el fulgor diabólico de una venganza
secular, y sonaba estrepitoso el trueno del aplauso delirante, y se
levantaban los puños amenazadores, buscando al enemigo tradicional, al
hombre negro, señor de España. Las huelgas por cuestiones de trabajo se
desviaban para apedrear iglesias: las manifestaciones populares silbaban é
insultaban á toda sotana que cruzaba la calle: hasta los motines contra el
impuesto de Consumos tenían por final la quema de algún convento.
—Y es que el pueblo—continuó Aresti—adivina por instinto cuál es el
enemigo más próximo, el primero que debe acometer al despertar, y no se
junta para algo que no dirija contra él sus iras.
El doctor, guiado por un deseo de imparcialidad, reconocía que en
apariencia ningún odio ni temor debían sentir las masas contra la Iglesia.
Los obreros de las ciudades no iban á misa, ni se confesaban; vivían
separados del cura, despreciándolo. ¿Por qué, pues, habían de temerle? Los
jesuítas y los frailes sólo visitaban las casas de los ricos y no podían esperar
los pobres que se introdujeran en sus miserables tugurios. ¿Por qué, pues,
odiarlos? Era que la masa, por instinto, adivinaba en ellos la barrera
opuesta á toda tentativa de avance. Estancando la vida del país, cortaban el
paso á los de abajo. Ellos eran los que les habían tenido en la ignorancia
durante siglos, haciéndoles ver que el pobre carece de otro derecho que el
de la limosna, inculcándoles un respeto supersticioso para el potentado,
obligándoles á creer que deben aceptarse como dones celestes las miserias
terrenas, pues sirven para entrar en el cielo. Y el pueblo, que sólo
conseguía ventajas en fuerza de rebeldías y revoluciones, se vengaba del
engaño de varios siglos persiguiendo á los impostores.
Además, existía un impulso de fuerza tradicional. Da las entrañas de la
historia patria se desprendía un hálito de santo salvajismo. El brasero
inquisitorial ardía durante siglos; el cielo azul obscurecíase con nubes de
hollín humano; reyes, magnates y populacho habían asistido entre
sermones y cánticos á las quemas de hombres con el mismo entusiasmo
que provocan hoy las corridas de toros. Del fondo de la tierra clamaban
venganza miles de seres achicharrados: ancianos cuyo único delito fué
comentar la Biblia, mujeres trastornadas por enfermedades nerviosas, que
después ha explicado la ciencia, niñas inocentes que seguían con la
inconsciencia de la juventud las creencias de sus padres.
—España es un país de olvido—decía el doctor.—Aún se estremecen en
Francia recordando la matanza de San Bartolomé, que duró veinticuatro
horas. ¡Y aquí es cursi decir que hubo Inquisición! Hasta cerebros
poderosos que funcionan como si estuvieran vueltos del revés se han
encargado de demostrar que sus castigos no tuvieron importancia; que fué
una institución digna de elogios; como quien dice un jueguecito para
divertir al pueblo. En otros países levantan estatuas á los víctimas de la
intolerancia religiosa. Aquí la Iglesia omnipotente los ha matado por
segunda vez, creando el vacío en la historia. De tantos miles de mártires, ni
el nombre de uno solo ha llegado hasta el vulgo.
Pero el pueblo era, sin darse cuenta de ello, el vengador del pasado,
Aresti, que vivía en contacto con la masa, apreciaba la simplicidad de sus
ideas, el instinto paladinesco que la impulsaba á ser la ejecutora de una
revancha histórica. Sólo en el pueblo perduraba el recuerdo de aquella
ferocidad religiosa, de aquel crimen repetido fríamente en nombre de Dios
al través de los siglos; de aquellos sacrificios humanos que recordaban los
ritos sangrientos de los fenicios ante sus divinidades ardientes. Y el
desquite llegaba con no menos ferocidad, como el desahogo de un pueblo
que se venga. Intentábase ahora, al menor motín, quemar los edificios que
servían de albergue á los representantes del pasado odioso; algún día los
incendiarían de veras con todo su contenido humano. Esto parecería brutal,
pero era lógico en un país donde todavía no existe el hombre. Los hombres
poblaban el resto de Europa. Aquí aún no se habían presentado. El hombre
sería el habitante de la España nueva; pero antes tenían que evolucionar
mucho los actuales pobladores del país, dignos descendientes del
inquisidor, educados por él en el desprecio á la vida humana, en la facilidad
de inmolarla como holocausto á las creencias. ¿De qué se quejaban los que
mañana serían víctimas, si ellos habían envenenado el alma de un pueblo,
formándolo durante siglos á su imagen y semejanza?...
El doctor recordaba ciertos mariscos que, segregando el jugo de su
cuerpo, forman la concha, el caparazón que les sirve de vestido y defensa.
El español no tenía otro jugo que el de la intolerancia, el de la violencia.
Así le habían formado y así era. En otros tiempos, el caparazón era negro;
ahora sería rojo; pero siempre la misma envoltura: Él estaba orgulloso de la
suya. Frente al inquisidor del pasado, el inquisidor en nombre del porvenir.
Luego, ya llegaría el hombre, limpio de todo deseo de venganza, sin miedo
á enemigos tradicionales, fraternal y dulce, que levantaría el edificio
moderno sobre el solar limpio de escombros.
—¡Estás loco!—exclamó Sánchez Morueta riendo.—Por eso te ponen
esa fama de hombre que tiene cosas. Si te tomase en serio, habría para
sentir horror por lo que dices.
Aresti se encogió de hombros.
—Pero ven acá, mediquillo chiflado—continuó el millonario.—
Reconozco que esa gente es tan nociva y tan peligrosa como tú dices. Ya
sabes que yo tampoco la tengo en gran estima, y me lamento del estado en
que han puesto á nuestro país. Pero ¿á qué la violencia? Para acabar con
ellos no hay como la libertad. Mueren dentro de ella como los gérmenes
que se encuentran en un medio que no es el suyo. Perseguirlos y oprimirlos,
es tal vez darles más fuerza, demostrar que se les tiene miedo.... ¡Mucha
libertad, mucho progreso, y ya verás como las costumbres de la civilización
les empujan hasta el sitio que deben ocupar, sin que osen salirse de él!
—¡Ahora me toca á mí reír!—exclamó el doctor.
Y reía mirando á su primo con ojos compasivos, mientras contestaba á
sus razonamientos.... ¡Querer luchar con aquellas gentes, en la amplitud de
la libertad, cuando llevaban como ventaja varios siglos de dominación, la
incultura del país, la servidumbre de la mujer encadenada á ellos por el
sentimentalismo de la ignorancia! ¡Cuando contaban con el apoyo del rico,
de tradicional estolidez, que, atormentado por el remordimiento, compra
con un trozo de su fortuna la seguridad de no ir al infierno!... Mientras
aquellos enemigos existieran, serían estériles todos los esfuerzos para
reanimar el país. Sólo ellos se aprovechaban de las ventajas del progreso
nacional. Eran los perros más fuertes y ágiles, y se zampaban los
mendrugos que la civilización arrojaba al paso, por encima de nuestras
bardas, mientras el pobre mastín español soñaba en medio de su corral,
flaco, enfermo y cubierto de parásitos.
Había que fijarse en el trabajo de los padres de la Compañía, que eran los
verdaderos representantes del catolicismo, el Estado Mayor del ejército
religioso, el único que tenía el secreto de sus marchas y evoluciones y
ocupaba las tiendas de distinción. ¿Se engrandecía Barcelona siguiendo el
movimiento fabril de Europa? Pues allí ellos. Adquiría Jerez inmensa
riqueza con la fama universal de sus vinos, y sobre las techumbres de las
bodegas alzábase dominadora la iglesia del jesuíta. Descubría Bilbao sus
minas y en seguida se presentaba el ignaciano á pedir su parte, levantando
la universidad y el templo; la fábrica de autómatas y la tienda donde se
vende la salvación eterna. No había una mancha de prosperidad y riqueza
en el mísero mapa de España, que no la ocupasen ellos. En las pobres
regiones del interior, condenadas á hambre perpetua y á un cultivo africano,
no conocían su existencia. La España mísera quedaba para los curas
montaraces y famélicos, para los merodeadores despreciables del ejército
de la Fe. Ellos eran como los juncos, que delatan en la estepa la presencia
oculta del agua. Donde ellos apareciesen, no era posible la duda: existía la
riqueza.
La fábrica nueva, la mina descubierta, los campos recién roturados, la
codicia de arriba y la miseria explotada de abajo; todo se condensaba en
provecho suyo y venía lentamente á sus manos. Aresti se indignaba ante la
suerte de su país, tierra de maldición, tierra condenada, que había de
permanecer en la inmovilidad, mientras se transformaba el planeta, ó si se
abría á las caricias de la civilización era en provecho de los dominadores
acampados sobre ella.
Con el catolicismo no eran posibles los respetos. El que se mantenía ante
él en actitud puramente defensiva, con la esperanza de que la Iglesia
imitase su prudencia, estaba vencido de antemano. Los católicos de buena
fe eran temibles y peligrosos por el convencimiento de que poseían la
verdad absoluta. Dios se había tomado la molestia de hablarles para
transmitírsela, y sentían eternamente la necesidad de imponerla á los
hombres, aunque fuese por la fuerza, exterminando á los espíritus rebeldes
que se resistían á recibir el beneficio. Podía vivirse en paz con todos los
errores, siempre que fuesen fruto de la razón, pues la razón no se considera
infalible y está pronta á rectificarse. ¿Pero cómo existir tranquilamente, en
mutuo respeto, con unos hombres que tomaban todos sus pensamientos
como inspiraciones indiscutibles de la divinidad? En ellos era instintiva la
violencia; se indignaban ferozmente viendo desoído á Dios, que habla por
su boca. Sus crímenes del pasado y sus pretensiones del momento,
imponían el deber de combatirlos. Podían respetarse sus creencias, pero
vigilándolos como locos peligrosos, teniéndolos en perpetuo estado de
debilidad para que no intentaran imponerse por la violencia.
—¡El respeto á la libertad!—continuó el doctor dirigiéndose á su
primo.—Oyéndote, me pareces igual á un filántropo loco, que en una
colección de fieras, se indignase ante la jaula de una pantera.
Y Aresti, en su exaltación, mimaba la escena, al mismo tiempo que la
describía de viva voz. El filántropo ideal compadecía á la bestia, ¿Con qué
derecho la tenían entre hierros? La fiera había nacido para ser libre: tenía
derecho á la vida de las selvas, sin obstáculo alguno, como en su primera
edad, «Goza de tu libertad, pobre pantera», decía abriendo la jaula. Y el
animal, al salir de un salto, mostraba su agradecimiento al libertador
haciendo uso de su fuerza, abatiéndole de una zarpada, desgarrándole el
pecho con los colmillos.
—Suelta á la pantera de nuestra historia—gritaba el médico;—déjala en
libertad, después que ha costado un siglo de esfuerzos colocar ante ella
unos barrotes por entre los cuales saca las patas siempre que puede, y ya
verás cómo corresponde á tu candidez de liberal á la antigua.
—¿Y qué quieres?—preguntó Sánchez Morueta.—¿Matarla? ¿Crees que
eso es posible, de un golpe?
—Así debía ser: lo nocivo, lo peligroso hay que suprimirlo.
Quedó en silencio Aresti largo rato, y luego añadió con convicción:
—Matar la fiera sería lo mejor. Pero de no ser así, hay que conservarla
entre hierros, acosarla, acabar con su fuerza, romperla las uñas, arrancarla
los dientes, y cuando la vejez y la debilidad hayan convertido la pantera en
un perro manso y débil, entonces, ¡puerta abierta! ¡libertad completa! Y si
los instintos del pasado renacen en ella, bastará un puntapié para volverla al
orden.
IV

El despacho de los ingenieros en los altos hornos de Sánchez Morueta,


ocupaba el segundo piso de un edificio de moderna construcción, con las
paredes exteriores ennegrecidas por el humo de las chimeneas que se
alzaban entre aquél y la ría.
Abajo, en las oficinas, estaban los hombres de la administración, con la
pluma tras la oreja, llevando las complicadas cuentas de las entradas de
mineral y de hulla, del acero elaborado, que se esparcía por toda España en
forma de rieles, lingotes y máquinas, y de los jornales de un ejército de
obreros ennegrecidos y tostados junto á los hornos. Arriba, en lo más alto,
estaban los técnicos, el cerebro que dirigía aquel establecimiento industrial,
grande y populoso como una ciudad.
Esta parte de la casa era la única que los trabajadores veían sin odio. Los
días de paga, muchos, al salir, miraban con ojos iracundos las ventanas del
primer piso, como si fuesen á asomar á ellas los administradores que
regateaban el precio de su faena, cercenándolo con multas y descuentos por
tardanzas ó descuidos en el trabajo. Si miraban más arriba era con el
respeto que á la gente sencilla inspira el estudio.
Aquellos señores que pasaban el día inclinados ante los tableros de
dibujo, trazando modelos con una minuciosidad delicada ó alineando
números y letras para sus cálculos, eran mirados como seres superiores. El
rebaño obrero sentíase en contacto más íntimo con aquellos hombres que se
limitaban á dirigirles en su trabajo, que con los otros de la administración
que les entregaban el dinero.
Bajaban á ciertas horas del día á los talleres, para dar sus órdenes á los
contramaestres, y volvían á encerrarse en su estudio misterioso, sin que los
obreros oyeran de sus labios la menor repulsa. Su jefe era Fernando
Sanabre, el cual, mostrando una memoria prodigiosa, conocía á todos los
trabajadores, llamándolos por sus nombres. Cuando ellos veían á don
Fernando en los talleres, les parecía el trabajo menos pesado y procuraban
que su tarea fuese más rápida, como si el ingeniero hubiese de percibir el
producto de sus esfuerzos. Aquel joven parecía tener alrededor de su
persona el ambiente de simpatía y atracción de los grandes caudillos, de los
apóstoles que arrastran las masas. Había nacido para pastor de hombres;
inspiraba confianza y fe. Los que tenían quejas que formular iban á él, aun
sabiendo que su influencia no alcanzaba á la administración, y después de
escuchar sus consejos se retiraban más tranquilos, como si hubieran
conseguido algo.
La sencillez de su trato, la dulzura de sus palabras, aquella sonrisa
espontánea, reflejo de un carácter recto, transparente y sin dobleces,
cautivaban á unos hombres habituados á la voz imperiosa de los
contramaestres y á las respuestas altivas de los escribientes de la dirección.
Vivía como un obrero en una casa del Desierto. Era pupilo de una vieja
cuyo marido había muerto trabajando en los altos hornos, y su hospedaje
servía para mantener á la viuda. En torno de él había fabricado el afecto de
los humildes una aureola de bondad.
Una gran parte de su sueldo la enviaba á su madre y sus hermanas, que
residían en la ciudad de Levante donde él había nacido. La pobre señora
había intentado vivir cerca de él, pero temía al clima de Bilbao. Muchos
obreros guardaban el recuerdo de una anciana con el pelo blanco peinado
en bandos, de anticuada distinción, que paseaba en los días serenos por
cerca de la ría, apoyada en sus dos hijas, quejándose de las lluvias
frecuentes de aquel país, de la atmósfera cargada de carbón y polvo de
hierro, pensando en el sol de Levante, en los campos siempre verdes, en los
naranjales caldeados por un viento ardoroso.
Los obreros, al hablar de don Fernando, ensalzaban el interés que
mostraba por ellos. Aquel señorito era de los suyos. Sin el menor esfuerzo
se llevaba la mano al bolsillo, para auxiliar á algún trabajador que por
enfermedades de la familia se veía en trance apurado. El elogio que hacían
de él era siempre el mismo: «No tiene nada suyo.» Además, le querían, por
verle siempre en guerra con los señores de la administración, en defensa de
la gente de los talleres. En las oficinas trabajaban muchos amigos de
Goicochea, que se aprovechaba, para colocarlos, de su intimidad con el
principal. Eran compañeros suyos de las cofradías de Bilbao, piadosos
señores que se preocupaban más de los pensamientos de los obreros que de
su trabajo, y valiéndose de ciertos espionajes de taller, los tenían sometidos
á continua vigilancia, clasificándolos según sus creencias.
Un día el ingeniero había tenido un choque con la administración, al ver
despedido del trabajo, por fútiles pretextos, á un obrero antiguo. Todos los
compañeros recordaban que un mes antes su camarada había enterrado
civilmente, con gran escándalo de las devotas del pueblo, á un hijo suyo, y
acusaban á los culebrones de la dirección de una ruin venganza. Los más
exaltados gritaban en son de amenaza. ¿Es que después de matarse
trabajando, iban á imponerles á cambio del jornal lo que debían pensar?
¿Tendrían que ir con una vela en las procesiones, como ciertos hipócritas
que halagaban de este modo á los amos, para procurarse trabajo? Sanabre
tuvo una viva discusión en les oficinas y acabó por presentarse á Sánchez
Morueta. El millonario, abstraído en sus negocios, ignoraba la vida interna
de sus fábricas, y se indignó contra aquellos empleados, que eran
excelentes administradores, pero se aprovechaban de las facultades que él
les daba, para imponer sus creencias. Él no quería á su sombra más que
trabajo. El obrero volvió á ocupar su sitio y toda la gente de los altos
hornos agradeció al ingeniero esta victoria.
Si Sánchez Morueta gozaba de algún afecto entre los miles de hombres
que le veían pasar como un fantasma por el edificio de la dirección, era un
reflejo del cariño que todos sentían por Sanabre. Aquella gente adivinaba la
simpatía que el amo profesaba al ingeniero. Mientras don Fernando
estuviese al lado del millonario, no había que temer que entrase en los altos
hornos el espíritu de purificación santurrona que reinaba en otras fábricas.
Él defendía los intereses de su principal, procurando que el trabajo
marchase bien; pero fuera de los talleres todos quedaban en libertad. No
ocurría lo que en las fábricas y las minas de otros ricos de Bilbao, donde
bastaba la lectura de ciertos periódicos ó la asistencia á un mitin, para ser
despedido con ridículos pretextos. ¿Qué le pediría al amo aquel don
Fernando tan bueno y simpático que no se lo concediese?
Y así era: Sánchez Morueta sentía por Sanabre un afecto casi paternal.
Encontraba en él algo de aquel hijo, que en vano había esperado en los
primeros tiempos de su matrimonio. Hacía ocho años que se había
presentado una mañana en su escritorio con una carta de recomendación de
un amigo de Madrid. Acababa de terminar su carrera de ingeniero
industrial en Barcelona; era pobre y necesitaba vivir, mantener á su madre
y sus hermanas que subsistían de una mísera pensión del Estado. Su padre
había sido militar; todos los hombres de su familia eran hombres de guerra:
la espada pasaba de generación en generación, como instrumento de
trabajo, en aquella familia de levantinos. Pero á él no le gustaba la
profesión de soldado: se parecía á su madre. Y Sánchez Morueta,
examinando al muchacho, reconocía que efectivamente había en él muy
poco de aquella estirpe de guerreros. Era delicado, con las manos finas, la
piel lustrosa, de un moreno pálido, los ojos grandes y dulces, tal vez en
demasía para un hombre, y una dentadura igual y nítida, sin esa agudeza
saliente que revela el instinto de la presa. El bigote, ensortijado con cierta
arrogancia, era la única herencia física de sus belicosos antecesores.
El millonario sintió simpatía por el joven desde el primer instante. Tal
vez era la fuerza del contraste entre su rudo cuerpo de luchador y la
delicadeza de aquel meridional que ocultaba sus energías, su viveza de
carácter, bajo un exterior suave de efebo bigotudo «Parece un tenor»—se
dijo el millonario al conocerle. Y desde entonces, encariñado con su idea,
no oía ópera alguna, sin encontrar en los ojos pintados de los cantantes y en
sus movimientos perezosos, algo que le recordaba á su joven ingeniero.
Sanabre no tardó en apoderarse del afecto de su principal. Aquel hombre
de pocas palabras era comprendido inmediatamente por el joven. Muchas
veces, antes de hablar, salía al encuentro de su pensamiento, lo adivinaba,
cumpliendo las órdenes que el millonario aún no había formulado. Además,
el ingeniero tenía sus ideas propias, y las comunicaba con una discreción
tan suave, que el principal acababa por creerlas suyas.
Cuando Sánchez Morueta le tomó bajo su protección acababa de fundar
los altos hornos. Sanabre entró en el despacho de los ingenieros como un
simple agregado, trabajando á las órdenes de un inglés, que había
construido los hornos y era un excelente director, hasta media tarde, pues
pasada esta hora, el whisky, bebido en abundancia durante el día, le
impulsaba á las mayores extravagancias. Cuando el inglés volvió á su país,
Sánchez Morueta miró con sonrisa paternal á su ingenierillo. «Muchacho,
¿te atreverías tú con todo eso?... ¡Vaya si se atrevió! El millonario
reconocía que desde que Sanabre estaba al frente de los altos hornos
marchaba la explotación con más regularidad, siendo menos frecuentes los
conflictos entre la administración y el ejército obrero. Era un excelente
engrasador que, apenas notaba un entorpecimiento en la complicada
máquina, acudía á remediar la aspereza con su dulzura y sus buenas
palabras. A no ser por él, hubieran surgido varias veces en los talleres la
protesta y la huelga.
Los de la administración—por exceso de celo y por antipatía instintiva
hacia la masa jornalera, que vivía sin acordarse de la religión, hablando á
todas horas de sus derechos,—inventaban á cada paso nuevas
reglamentaciones para cercenar algunos céntimos de los jornales ó
aumentar el trabajo en unos cuantos minutos. Los protegidos de Goicochea
hablaban de la necesidad de «velar por los intereses de la casa», y al mismo
tiempo, de meter en un puño á aquella gentuza, cada vez más exigente y
respondona. Pero Sanabre estaba allí y servía de intermediario y
pacificador. ¿Qué le importaban á un potentado como Sánchez Morueta
algunas pesetas menos? Era indigno que por tan poca cosa entrase en
guerra con la miseria aquel hijo de la Fortuna.
El millonario aceptaba silenciosamente la opinión de su ingeniero, y
renacía la paz, mientras los jesuitones de la Dirección (así los designaban
en los talleres), sonreían hipócritamente á Sanabre, agradeciéndole las
derrotas con felina amabilidad.
Muchos obreros habían notado cierta transformación en la persona y las
costumbres del ingeniero director. Vestía con más esmero, y los que
estaban habituados á verle en los talleres con boina y zapatos de suela de
cáñamo, sin preocuparse del polvo del carbón ni de las chispas del acero, se
inquietaban ahora cariñosamente por los trajes nuevos y los sombreros
flamantes adquiridos en Bilbao, que paseaba con su antiguo descuido entre
las fraguas chisporroteantes y las nubes negras de los cargaderos. Sus
cuellos altos, sus corbatas de vivos colores, llamaban la atención de las
mujeres que trabajaban en el carbón, pobres seres enflaquecidos por el
trabajo y la bebida, que siempre tenían algo que pedir al ingeniero para
remedio de su maternidad miserable.
—¡Chicas: nos lo han cambiado!—se decían;—ya no es don Fernando:
parece un señoritingo de los del Arenal. ¿Quién será la novia?...
Su instinto de mujeres adivinaba el amor tras la repentina
transformación.
Algunas noches le veían los obreros salir en un coche para Portugalete:
de allí pasaba por el puente colgante á Las Arenas. De alguna de estas
excursiones volvía con una flor en la solapa, conservándola varios días,
hasta que se secaba. Los trabajadores que tenían más confianza con él,
sonreían al sorprender las miradas involuntarias con que acariciaba este
adorno de la solapa, mientras pasaba revista á los talleres.
—¿Cuándo es la boda, don Fernando?—le preguntaban.
Y él contestaba con una sonrisa de enamorado, contento de la vida, como
si desease comunicar algo de su felicidad á cuantos le rodeaban. La visión
de un jardín, y de una mujer, marchaban ante él por los negros y ruidosos
talleres, embelleciéndolo todo como un rayo de sol.
Una tarde de verano, escribía Sanabre en su despacho, junto á una
ventana abierta que encuadraba un pedazo de la ría, con dos vapores, un
trozo de cielo azul cortado por varias chimeneas y el monte de la orilla
opuesta. Un ingeniero belga, joven de pelo rojo, mofletado como un niño, y
de bigote erizado, trabajaba cerca de él, y en la habitación inmediata los
delineantes dibujaban sobre los tableros, deteniéndose algunas veces para
pedir aclaraciones.
Sanabre parecía inquieto; miraba de vez en cuando á sus subordinados
con ojos de azoramiento, y al convencerse de que ninguno de ellos se fijaba
en él, volvía á escribir, no en los papeles de marca grande que usaba para
sus trabajos, sino en un pliego de cartas que el joven ingeniero parecía
acariciar con la pluma, trazando las letras con delicadeza de artista.
Más de dos páginas había llenado, cuando alguien dió con el bastón
fuertes golpes en la puerta del despacho y una voz conmovió á todo el
personal, habituado á la calma casi monástica de aquella oficina.
—A ver, ¿dónde está ese ingenierete?...
Lo primero que vió Sanabre al levantar la cabeza fué el brillo de unos
lentes, y al reconocer al doctor Aresti, abandonó su sillón confuso é
indeciso, dudando entre salir al encuentro de aquél ú ocultar la carta.
Los empleados, que le conocían vagamente como pariente del principal,
volvieron á enfrascarse en su trabajo, mientras Sanabre, todavía
atolondrado por la inesperada visita, le ofrecía una silla junto á la ventana.
El doctor explicaba su presencia allí. Había bajado de Gallarta, llamado
por la mujer de un antiguo contratista que ahora vivía en el Desierto.
Inconvenientes de la popularidad. Aquellas buenas señoras, aunque se
trasladasen á Bilbao ó fueran á vivir al otro extremo del mundo, no querían
otro médico que el doctor Aresti, obligándolo á ir de un lado á otro como
un comisionista de la salud. ¡Maldito carácter que no le permitía negarse á
nada! Y mientras venía la hora de coger el último tren de las minas, se
había dicho: «Vamos á echar un párrafo con el ingenierito y de paso veré el
gran feudo industrial de mi primo....»
Acariciando con amistosas palmadas á Sanabre, le decía con tono
malicioso:
—Desde el día del santo de Pepe que no te había visto. Cuántas cosas
han pasado desde entonces ¿eh?... Parece que todo va bien.
Aresti tuteaba al ingeniero, sin conseguir que éste le tratase con igual
confianza, pues el doctor le inspiraba cierto respeto, á pesar de su carácter
comunicativo. Los escudriñadores ojos de Aresti, habituados al examen
rápido de todo cuanto le rodeaba, iban rectos á aquella carta que Sanabre
pretendía ocultar.
—Eso no será ningún trabajo de ingeniería—dijo en voz baja y con
sonrisa burlona.—Me da en la nariz cierto tufillo de noviazgo.... ¡Vaya un
modo de velar por los intereses de mi primo, señor ingeniero! Y de seguro
que en esos cajones hay algo más que planos y estudios. Cartitas de amor,
con fina letra inglesa y alguna que otra falta de ortografía: tal vez flores
secas y amados cintajos. Muy bien, señor ingeniero. Eso es muy propio de
la seriedad de una oficina como esta.
Y reía viendo la confusión de Fernando, el cual instintivamente volvía la
mirada hacia los cajones de un secretaire inmediato, desconcertado por la
certeza con que el doctor lo adivinaba todo. Temió Sanabre que sus
subordinados oyeran alguna palabra del doctor: deseaba salir de allí cuanto
antes, y se puso de pie invitando á Aresti á seguirle. ¿De veras que no había
visto nunca los altos hornos? Pues aquella tarde era de las mejores: había
cuela de mineral. Y salió de la oficina seguido por el doctor.
Abajo, en la inmensa llanura de las fundiciones, surcada por vías férreas
y cubierta de polvo de carbón, el médico detuvo á su guía, como si le
interesase más hablar con él, que contemplar la riqueza industrial de su
primo.
—Vamos á ver, Fernandito—dijo cogiéndolo por un botón de la
americana.—Ahora que estamos solos y no hay miedo de que nos oiga tu
gente: ¿cómo van esos amores?...
Sanabre se ruborizó, haciendo signos negativos con la cabeza; pero le
desconcertaba la mirada del doctor, fija en él con la tenacidad insolente de
los miopes.
—¡Pero ingeniero del demonio! No niegues. ¡Si lo sé todo!... Vaya por
descubierta, para que seas franco conmigo. La semana pasada me lo dijo
el Capi cuando vino á cazarchimbos á la montaña. Ya sabes que él es
hombre que calla y lo ve todo. Nada se le escapa de lo que ocurre en casa
de Pepe. Conque dime, ¿cuándo piensas ser mi sobrino?
Sanabre se entregó: con aquel hombre no valían disimulos. Además, el
doctor le había inspirado una gran confianza y sentía el anhelo de todo
enamorado por comunicar su felicidad. ¿A quién mejor que al bondadoso
Aresti, que además aparecía ante sus ojos engrandecido por su parentesco
con Pepita?... La reserva vergonzosa del ingeniero, se convirtió en una
verbosidad atropellada. Quería contar de un golpe toda la historia de sus
amores: se extrañaba de que Aresti no sintiera el mismo entusiasmo que él
y le escuchase con gesto irónico, que daba á su cara una expresión de
Mefistófeles bondadoso.
¡Ay, qué tarde aquélla, en la que Pepita, paseando por su jardín de Las
Arenas, y aprovechando una corta ausencia de su madre, le había
contestado afirmativamente! Era la única vez que Sanabre creía haber
estado ebrio: ebrio de sol, de azul celeste, de verde de los árboles, de
aquella luz opalina que derramaban sobre el suelo unos ojos bajos y como
avergonzados, al pronunciar el mágico monosílabo. Lo cierto era que al
anochecer salió del hotel de Las Arenas tambaleándose, y eso que durante
la comida no osó beber más que agua, por el respeto que le infundía
Sánchez Morueta. Junto al puente de Vizcaya había vaciado sus bolsillos,
derramando un puñado de pesetas entre la chiquillería que miraba con
cierto asombro á un señorito, con el sombrero echado atrás, andando á
grandes pasos, como un loco. En Portugalete, al tomar el tren, iba de un
lado á otro del vagón, con una nerviosidad que inspiraba cierta inquietud á
los viajeros, cantando entre dientes todos sus recuerdos musicales que
tenían algo de tierno y amoroso, todos los dúos en que el tenor, con la
mano sobre el pecho, jura eterna pasión á la tiple. ¡Qué noche, doctor!...
Después se había serenado; su felicidad adquirió cierto sosiego, pero aun
así, cada día le traía nuevas y profundas emociones. Llegaba á Las Arenas
y temblaba al entrar en casa de Sánchez Morueta, como si éste fuese á
presentarse iracundo é imponente, señalándole con gesto mudo la puerta.
Tenían que librarse de la vigilancia de doña Cristina, para cambiar la carta
que llevaba escrita con la que le entregaba Pepita en un rincón del hotel, ó
en una revuelta del jardín: y gracias que contaban con el auxilio de
Nicanora, la aña de su novia, la ama seca que, después de criar á la niña, se
había quedado á su lado disputando su influencia, primero á la institutriz, y
ahora á las doncellas y demás servidumbre femenina de la casa.
Sanabre hablaba conmovido de la ansiedad con que aguardaba las cartas
de Pepita; cómo las leía y releía; cuántas veces en mitad de su visita á los
talleres, acometía su recuerdo la duda de una palabra, la sospecha de que tal
párrafo envolvía cierta frialdad, y volaba de nuevo á su despacho, para
deshacer el paquete amoroso, examinando atentamente la letra amada,
como un jeroglífico que ocultaba su felicidad. Él no había creído nunca que
pudiera amarse tan intensamente. Había conocido á Pepita con la falda
corta y el pelo suelto, cuando jugaba en el jardín, bajo la mirada de acero
de una inglesa huesuda, que al más leve descuido gritaba como un loro
arisco: «¡Miss!...» ¿Quién le hubiera dicho entonces que se había de
enamorar de aquella chiquilla? ¡Porque él estaba loco por Pepita, realmente
loco, querido doctor!
Y Aresti, sonreía con cierta compasión ante las cosas fútiles que
constituyen los grandes acontecimientos para los enamorados, ante las
inquietudes y tristezas en que les sumen una palabra, la falta de una sonrisa,
cualquier circunstancia que pasa inadvertida en la existencia vulgar.
—Es esta tu primera novia, ¿verdad?—dijo Aresti.—Ya se conoce: todos
hemos pasado por eso. Es el sarampión de la juventud. Un signo de fuerza
y de vida. El que no lo sufre es que lleva el alma muerta. Sigue, hijo, sigue.
La única tristeza de Sanabre era la consideración de la gran desigualdad
de fortuna entre él y su novia. ¿Qué diría su principal cuando se enterase?
Le creería un aventurero que intentaba apoderarse de su inmensa riqueza.
En aquella tierra donde se casaban las fortunas y era para muchos la única
carrera un buen matrimonio, ¿qué pensarían de un ingeniero pobre que
ponía los ojos nada menos que en la hija de Sánchez Morueta?...
Fernando miraba al doctor como si quisiera adivinar su pensamiento.
¿No creería él también que le guiaba el deseo de conquistar de un golpe la
riqueza? Esta duda le entristecía. Él amaba á Pepita... porque sí. ¿Quién
sabe por qué se quiere?... Tal vez, porque en aquella vida de Bilbao, huraña
y de escaso trato social, en la que hombrea y mujeres vivían separados, era
Pepita la única joven con la que había tenido algún trato, y el amor, que no
piensa en diferencias sociales, ni conoce otros obstáculos que los de la
naturaleza, le había sorprendido, inflamando sus treinta años, la edad de las
grandes pasiones. ¡Ay! ¡Cómo deseaba que ella fuese una pobre que al
entregarse á él, le agradeciera no sólo su amor sino su trabajo! ¡Qué! ¿no le
creía el doctor?...
—Te creo, muchacho—dijo Aresti—Claro es que no te sabrá mal ser
yerno de un millonario; pero esto es miel sobre hojuelas y aquí las hojuelas
son tu amor. Tú eres de otra raza; tú vienes de abajo, del Sur, de un país de
sol y de cielo azul, donde la dulzura de la vida hace pensar menos en el
dinero, y se mata por amor, y, se quiere tanto á la mujer... ¡tanto! que á
veces se la da de puñaladas para tirarse luego del pelo ante su cadáver. Sois
unos animales más vehementes, más complicados é interesantes que los de
aquí. Tengo la certeza de que si esto sigue, aún te verán alguna noche con
una guitarra, en Las Arenas, cantando serenatas ante la ventana de mi
sobrina.
Aresti, por no molestar al ingeniero, cambió de tono y le habló con
gravedad. Podía prepararse á sufrir disgustos. Aquello no sabía él cómo
podía acabar; lo más probable era que terminase de mal modo.
—Lo sé—dijo Sanabre con tristeza.—Temo al principal cuando se
entere. Se indignará, sin que le falte razón para ello.
—Mi primo es el menos temible. No tiene opinión formada sobre el
porvenir de su hija. Tal vez le parezca excelente la idea de que tú, que eres
un trabajador, continúes su obra. Hay que esperar siempre algo bueno de su
carácter.... ¡Otros son los que debes temer!
Y hablaban de su prima, la «antipáticamente virtuosa» como él la
llamaba: aquella Cristina que se creía postergada por haberse unido á
Sánchez Morueta á pesar de que éste le trajo la fortuna. ¿Qué iba á decir
ahora, en plena riqueza, ante la posibilidad de emparentar con un empleado
de su casa? Ella sólo apreciaba dos cualidades, como las únicas respetables
en el mundo: una gran fortuna ó un nombre histórico, relacionado con las
glorias del país vasco y de la religión....
—Además, ingeniero de Dios—continuó el doctor:—tienes que luchar
con Fermín Urquiola, que también parece que anda tras de la chica, no sé si
por impulso propio ó empujado por la madre.
Aquí se irguió Sanabre con el orgullo del hombre que sabe es preferido.
A ese no le tenía miedo. Estaba seguro de que inspiraba á Pepita una
aversión irresistible: bastaba ver con qué despego le trataba. Aquellas niñas
criadas junto á las faldas de sus madres, conocían todo lo que pasaba en la
villa. Al estar juntas, chismorreaban como novicias en asueto, que se
enteran con curiosidad femenil de lo que ocurre más allá de las rejas. Pepita
conocía la vida de aquel señorito, mezcla de matón clerical y de calavera
rústico, que pasaba las noches en las casas del barrio de San Francisco y
había sido conducido varias veces al juzgado por borracheras tumultuosas.
No, á ese no podía quererlo Pepita: lo despreciaba á pesar de que la
perseguía en las visitas, extremando con ella su cortesía empalagosa
copiada de los padres de la Compañía. Se retiraba de él con cierta
impresión de asco: como si la pudiera manchar con impuros contagios, á
los que ella, en su inocencia, daba formas monstruosas.
—Y de mi sobrina ¿estás muy seguro?—preguntó el doctor fríamente,
con forzada indiferencia, como si no quisiera alarmar al joven.
Sanabre sentía la ciega convicción de todo amante. Sí: estaba seguro de
que le amaba: ¿Por qué le había de engañar, halagando sus ilusiones? El
ingeniero no comprendía la pregunta del doctor.
—Es que sois de diversa raza—continuó Aresti—Tal vez me engañe,
pero ¡qué quieres!; desde aquí, sin haber leído vuestras cartas, sin haberos
escuchado, apostaría algo á que, de los dos, tú eres el que quieres más y
mejor.
Sanabre quedó silencioso un momento. Parecía asombrado, como si de
repente se abriese en su pensamiento una gran ventana por la que veía algo
nuevo. Acudían de golpe á su memoria hechos olvidados, palabras en las
que no había puesto atención, mil insignificancias que parecían removidas
por las palabras del doctor. Tal vez estaba éste en lo cierto. Pepita no
parecía tomar el amor con el mismo apasionamiento que él. Era un
incidente que alegraba su vida dándole nuevos deseos, pero sin llegar á
turbarla profundamente. Mas el ansia de ser amado, de engañarse con
dulces ilusiones, el egoísmo varonil, inclinado siempre á creer en una
predilección en favor suyo, se sublevaron en Fernando.
—No, doctor: me quiere. Tengo pruebas.
Y las pruebas eran el fajo de cartas que estaba arriba, entre planos y
cuadernos de cálculos; hojas de papel satinado, de suave color de rosa, en
las que Pepita juraba quererlo «más que á su vida» y terminaba
invariablemente «tuya hasta la muerte.» Para Sanabre, estos juramentos
eran más solemnes é inconmovibles que las sentencias de un tribunal.
—Pues si ella te quiere—dijo el doctor—¡adelante, muchacho! y á ver
cuándo te llamo sobrino.
Sintiendo cierta conmiseración por su optimismo, intentó animarle,
disminuyendo los obstáculos ante los cuales se aterraba Fernando. Al
padre, á pesar de sus barbazas y su entrecejo de gigante, no había que
tenerle gran miedo. Era cuestión de que el descubrimiento le pillase de
buen talante. Aún pasaría tiempo antes de que se enterase, preocupado
como estaba por los nuevos negocios que le obligaban á trasladarse á
Madrid todos los meses. Además: él sabía lo que era el amor (¡vaya si lo
sabía!) y no era hombre que de buenas á primeras se indignase contra un
joven, porque no había sabido resistirse á las inclinaciones de su corazón.
Quedaban otros enemigos, y además la malicia de la gente, que creería
cálculo lo que era amor.... Pero ¡qué demonio! un ingeniero no era una cosa
cualquiera. Justamente, figuraba como eterno personaje, desde hacía años,
en las novelas y los dramas. Al salir sobre las tablas ó en el primer capítulo
un protagonista joven, noble, arrogante, que sólo abría la boca para decir
cosas hermosas y profundas, ya se sabía, era un ingeniero.
—Lo malo—añadió Aresti, recobrado su tono irónico—es que en este
Bilbao todo es diferente del resto del mundo. El ingeniero priva en otros
países como un primer galán del porvenir; pero aquí, ¡hijo mío!, el héroe de
moda, el que arrambla con todo, es el abogado salido de Deusto.
Y antes de que Sanabre volviera á hablar de su amor, el médico añadió,
cogiéndole de un brazo:
—Vaya; enséñame todo eso. Piensa que aún tengo que ir á Gallarta.
Avanzaron por la llanura negra y rojiza, cubierta de polvo de hulla y de
residuos de mineral. A cada paso tropezaban con rieles que formaban una
complicada telaraña de vías férreas. Sanabre enumeraba todos los medios
de comunicación que convertían el establecimiento en una red complicada,
con numerosas agujas y plataformas movibles, para los cambios de vía.
Tenían un ferrocarril directo á las minas; otro para las mercancías, que
empalmaba con la vecina estación; vías para los embarcaderos, vías para
comunicar unos talleres con otros: total, muchos kilómetros de rieles que se
entrecruzaban en un espacio relativamente reducido. En algunos puntos, al
encontrarse las vías, se tendían unas sobre terraplenes y otras pasaban por
debajo, al través de pequeños túneles. El espacio estaba cruzado por los
hilos del alumbrado y los teléfonos, y los cables de los tranvías aéreos.
Entre esta red de acero alzábanse numerosos postes, con sus faros
eléctricos semejantes á lunas apagadas. Los guardas paseaban por las vías
con la carabina pendiente del hombro y el paraguas cerrado bajo del brazo,
vigilando las vallas ó las orillas de la ría por donde se colaban los
merodeadores en busca de la chatarra, acero viejo, piezas de máquinas
desmontadas ó rollos de alambre, que vendían en los baratillos de Bilbao.
La ría—según decía el capitán Iriondo—era peor que una carretera antigua.
Así que cerraba la noche, una turba de merodeadores saqueaba las orillas,
llevándose todo lo que estaba suelto en barcas y edificios.
El ingeniero mostraba con orgullo la gran sala de los motores, que
aprovechaban el gas de la hulla, al que antes no se daba aplicación. Aquello
era obra suya y proporcionaba á la casa, sin nuevos gastos, una fuerza de
más de dos mil caballos. Después venían los hornos para hacer el cok, que
extraían del carbón, el alquitrán y el amoníaco.
Luego pasaron por el desembarcadero de la hulla. Un vapor de la casa
estaba atracado á la riba, tan hondo por el descenso de la marea, que sólo se
le veían la chimenea y los mástiles. En aquélla destacábanse pintadas de
rojo las enormes iniciales entrelazadas de Sánchez Morueta. La grúa del
descargador avanzaba su inmenso brazo de hierro sobre el agua. El tanque,
que contenía una tonelada de combustible, salía de las entrañas del barco,
se remontaba hasta la punta del puente aéreo y, deslizándose con incesante
chirrido, entraba tierra adentro para vomitar su contenido en una de las
varias montañas de hulla que se interponían entre aquella parte del
establecimiento y la ría. Otro vapor con bandera inglesa, estaba inmóvil, un
poco más allá, hundido hasta la línea de flotación, esperando su turno para
descargar.
—Consumimos mil toneladas diarias—decía el ingeniero con orgullo.—
Necesitamos más de un barco cada veinticuatro horas.
Después, enseñó al doctor el triturador del carbón, donde trabajaban las
mujeres entre una nube de polvillo que las cubría la cara, dándolas un
aspecto de grotesca miseria, con la boca llorosa y los ojos enrojecidos, en
medio de su máscara negra.
Los grandes talleres, para la reparación de las maquinarias de la casa y
construcción de máquinas nuevas, puentes y hasta barcos, no atrajeron la
curiosidad del doctor.
—Conozco esto—dijo Aresti.—Lo he visto muchas veces fuera de aquí.
Lo que á mí me interesa es la especialidad de la casa, la base de vuestra
industria: ver como se convierte el mineral en acero. Y señalaba los altos
hornos, las robustas torres gemelas, unidas por el ascensor que subía hasta
sus bocas las cargas de mineral y de combustible. Un calor de volcán
envolvió á los dos hombres al aproximarse á los altos hornos. Marchaban
por plataformas de tierra refractaria, surcadas con una regularidad
geométrica por pequeñas zanjas que servían de moldes al mineral en
fusión. Por este cuadriculado del suelo corría el hierro líquido al salir de los
hornos, tomando la forma de lingotes. La tierra ardía, obligando al doctor á
mover continuamente los pies. Los gruesos muros de los hornos irradiaban
un calor sofocante que abrasaba la piel. El ingeniero, habituado á esta
temperatura, describía con gran calma la función de los altos hornos.
Cada uno de ellos quedaba cargado con tres mil kilos de mineral, mil
quinientos de cok y quinientos de caliza. La carga entraba por arriba en los
tubos gigantescos, y lentamente, en el incendio de sus entrañas, formábase
el metal que descendía por su peso hasta salir por la base de las torres. Día
y noche ardían los altos hornos: el enfriamiento era su muerte. Calentarlos
y ponerlos en disposición de funcionar, costaba una fortuna. Si se apagaban
había que derribarlos y hacerlos nuevos: asunto de medio millón.
Un descuido en el trabajo, una huelga, podía costar la existencia á
aquellos gigantes de la industria, que sólo vivían ardiendo y tragando
combustible á todas horas. Cuando surgía una huelga en la montaña y los
ferrocarriles paralizados no acarreaban mineral, había que echarles carbón
lo mismo que si funcionasen. Aquellos enormes tubos de piedra, con su
aspecto de grosera pesadez, eran delicados como juguetes de la industria, y
podían inutilizarse al menor descuido.
Mientras el ingeniero detallaba sus explicaciones, el médico, asombrado
por la enorme mole de las dos torres ardientes que parecían servir de pilares
al firmamento, pensaba en el culto del fuego, en la adoración de las razas
antiguas al gran elemento creador y destructor, en los ídolos ígneos que
cocían dentro de su vientre, en repugnante holocausto, las víctimas
humanas.
—Ahora van á sangrar—dijo Sanabre, señalando á un obrero viejo que
hurgaba con una palanca en la boca del horno cubierta de tierra refractaria.
Se abrió un pequeño agujero en la base de una de las torres y apareció un
punto de luz deslumbradora, una estrella roja de agudos rayos que herían la
vista. Se fué agrandando, y un arroyo rojo obscuro, como de sangre de toro,
corrió por la tierra con un chisporroteo ruidoso.
—¿Eso es el hierro?—preguntó Aresti.
—No: es escoria. El hierro vendrá después.
El médico respiraba con dificultad. La tarde de primavera era calurosa.
Al lado de aquellos infiernos de la industria, la vida era imposible. Se
enrojecían los ojos; parecía que las pestañas iban á consumirse, secábase la
piel sintiéndose en cada poro una aguja ardiente, y los pies movíanse
inquietos, agitando las caldeadas suelas de los zapatos.
Aresti admiraba á los trabajadores, que estaban allí como en su casa,
habituados á una temperatura asfixiante, moviéndose como salamandras
entre arroyos de fuego, enjutos, ennegrecidos cual momias, como si el
incendio hubiese absorbido sus músculos, dejándoles el esqueleto y la piel.
Iban casi desnudos, con largos mandiles de cuero sobre el cuerpo cobrizo,
como esclavos egipcios ocupados en un rito misterioso. El calor les hacía
exponer sus miembros al chisporroteo del hierro, que volaba en partículas
de ardiente arañazo. Algunos mostraban las cicatrices de horrorosas
quemaduras.
Sanabre señaló la boca del horno. Iba á comenzar la colada. No era una
estrella lo que se abría en la tierra refractaria: era una gran hostia de fuego,
un sol de color de cereza, con ondulaciones verdes, que abrasaba los ojos
hasta cegarlos. El hierro descendía por la canal, esparciéndose en espesa
ondulación en las cuadrículas del suelo. Aresti creyó morir de asfixia. El
chisporroteo del metal al ponerse en contacto con la atmósfera, poblaba el
espacio de puntos de luz, de llamas rotas en infinitos fragmentos. Eran
mariposas azules y doradas que revoloteaban vertiginosamente con alas de
vibrantes puntas; mosquitos verdosos que zumbaban un instante,
desvaneciéndose para dejar paso á otros y otros, en interminable enjambre.
El hierro era de un rosa intenso al salir del horno con ruidosas gárgaras;
rodaba por las canales con la torpeza del barro, enrojeciéndose como
sangre coagulada, y al quedar inmóvil en los moldes, se cubría de un polvo
blanco, la escarcha del enfriamiento.
El médico no podía seguir junto al horno, y tiraba de Sanabre.
—Vámonos, ingeniero del demonio. Esto es para morir.
Aun vieron como, cambiando de dirección la canal del horno, arrojaba su
chorro de fuego sobre un gran tanque montado en una vagoneta. Era el
caldo para los convertidores. Aquel mineral iba directamente á
transformarse en acero. Silbó la locomotora, pequeña como un juguete,
salió á toda velocidad por debajo de los cobertizos inmediatos, arrastrando
el enorme tanque, en cuyos bordes se agitaba el líquido rojo, siguiendo el
traqueteo de las ruedas.
Aresti, casi cegado por tanto resplandor, tomó la mano del ingeniero.
—¡Guíame, Virgilio!—dijo riendo.—Yo voy como el poeta de los
infiernos: cuida de que no nos quememos.
Y avanzaba por la plataforma inmediata á los altos hornos, saltando los
arroyos de metal en ebullición. Cada vez que pasaba por encima de una de
las zanjas, una bocanada de fuego subía por sus piernas hasta la cruz de los
pantalones.
—¡Por fin!... Aquí se respira—dijo el doctor al descender de la meseta
donde sangraba el mineral, poniendo los pies en tierra firme.
Pasó un buen rato limpiándose el sudor y haciéndose aire con el pañuelo.
—Parece mentira, Fernandito—dijo con su acento zumbón—que
viviendo aquí tengas ánimo para pensar en amores. Yo soñaría con un
botijo grande, inmenso cual una de esas torres, lleno de agua fresca como la
nieve.
—Pues aún nos queda por ver otro infierno: sólo que este es
más pintoresco.
Y el ingeniero guió al doctor hacia el taller de los convertidores. Eran
enormes campanas colocadas casi al ras de la techumbre, en espacios
abiertos, para que esparciesen sus chorros de chispas. Los encargados de
voltearlas cuando lo exigían las operaciones de la carga, llegaban hasta
ellas por unas pasarelas de acero.
Sanabre se entusiasmaba hablando del convertidor de Bessemer; el gran
descubrimiento industrial que había abaratado el acero, enriqueciendo á
Bilbao al mismo tiempo, pues exigía minerales sin fósforo, como los de las
montañas vizcaínas. Antes del invento, el acero se fabricaba en los hornos
antiguos por medio del puldeo, un procedimiento más lento y más caro;
pero ahora todo el metal para vías férreas, que era el de más salida, lo
fabricaban con rapidez vertiginosa. Y el ingeniero describía, con un
arrobamiento de devoto, las funciones del admirable convertidor, que
simplificaba la industria. El hierro era purificado dentro de él por una
gigantesca corriente de aire que inutilizaba el carbono, el silicio y el
manganeso: así se formaba el acero. No era de clase tan superior como el
Siemens, por ejemplo, pero servía perfectamente para los rieles de los
caminos de hierro; la gran necesidad de la vida moderna.
Aresti apenas le oía, aturdido como estaba por la grandeza del
espectáculo. Era un rugido inmenso que conmovía la techumbre del taller,
y hacía temblar la tierra: un escape de fuerzas y de fuego por la boca del
convertidor, á impulsos de la corriente de aire comprimido que venía del
vecino edificio, donde estaban las grandes máquinas inyectadoras. El metal
en ebullición arrojaba por la boca superior de la campana un torbellino de
chispas, un ramillete de fuego. ¡Pero qué chispas! ¡qué fuego! Era aquello
tan grande, tan inconmensurable, que Aresti recordaba, como un juego sin
importancia, la salida del metal de los altos hornos.
Soplaba la campana su ensordecedor rugido y subía recto por el espacio
un surtidor que se abría en lo alto como una palmera roja, esparciendo
plumas de luz, hojas azules, anaranjadas, de un rosa blanquecino,
descendiendo después para apagarse antes de llegar al suelo. De vez en
cuando, la campana era volteada por ocultos obreros, y se cerraba su chorro
luminoso; pero de nuevo tornaba el cono hacia arriba y surgía el chorro con
mayor rugido, con tonos azulados que iban pasando por todos los colores
del iris. Fuera del taller aún era de día. El sol, en el ocaso, iluminaba el
suelo, más allá de los cobertizos; pero los ojos, deslumbrados por este
resplandor de incendio, lo veían todo negro, como si hubiese llegado la
noche.
El acero líquido caía en moldes de forma cónica. Una grúa movía los
moldes, volteándolos cuando el acero se solidificaba; y aparecía el lingote
cónico, en forma de pan de azúcar, de un blanco rosa, como si fuese de
hielo con una luz interior, esparciéndose las cenizas de su enfriamiento al
abandonar la envoltura. Cada lingote era depositado en un carrito, del que
tiraban dos obreros, y avanzaba lentamente hacia los hornos de laminación,
solemnemente luminoso, de un brillo divino, como si fuese un ídolo
arrastrado por sus fieles.
Aresti ya no sentía el asfixiante calor. Le entusiasmaba la original belleza
del espectáculo. Allí quería ver él á ciertas gentes que sólo aspiraban la
poesía en el polvo de lo antiguo, negando toda sensación artística á los
descubrimientos modernos. Ningún poeta había dado una impresión de
grandeza como la que se experimentaba ante aquel invento industrial. El
infierno imaginado por el vate florentino resultaba un juego de chicuelos.
No era preciso emprender un largo viaje para admirar el Vesubio. ¿Qué
volcán más hermoso que aquél? Los hombres, al amparo de la ciencia,
hacían poesía sin saberlo; la poesía viril, la de las fuerzas de la naturaleza.
Y así seguía el doctor, desbordando su admiración en entusiásticas
palabras ante el mugidor ramillete de fuego. La vista de los obreros que
manejaban los bloques incandescentes y los arrastraban fuera del taller,
pareció volverle á la realidad. Saltaban en torno de ellos las moléculas del
acero ígneo, como moscardones de mortal picadura. Llevaban los pies
cubiertos de trapos, y tenían que sacudirlos con frecuencia para librarse de
las mordeduras del metal. Pasaban por entre los lingotes al rojo blanco con
la tranquilidad de la costumbre. El más ligero roce con aquellos infernales
panes de azúcar, convertía instantáneamente la carne en humo, dejando el
hueso al descubierto. Podían matar á un hombre con su contacto, sin dejar
en el ambiente más que un leve hedor de chamusquina, un poco de vapor:
después, nada.... Y los conos diabólicos atraían con su luz y su blancura,
confundiendo las distancias, como si gozasen de movimiento y vida y se
metieran ellos mismos carne adentro, evaporándola.
Aresti pasó al taller de laminar: iba atolondrado por el ruido y el calor.
Había perdido el instinto de la conservación en aquel mundo de incendios y
de fuerzas ensordecedoras. Sentía caprichos de niño, una tendencia á
acariciar aquellos bloques tan refulgentes, tan bonitos, con su blancura
sonrosada, que podían comerse su mano con sólo el roce.
Pasaban los lingotes por un nuevo calentamiento en los hornos y al salir
de ellos caían en el tren de laminar, una serie de cilindros que los
torturaban, los aplastaban, adelgazándolos en infinita prolongación. Los
obreros, casi desnudos, con enormes tenazas, manejaban y volteaban los
lingotes por entre los cilindros, que se movían lentamente. La masa de
acero enrojecida, pasaba arrastrándose junto á sus pies, como una bestia
traidora. Marchaba hacia ellos queriendo lamerlos con su lengua de muerte,
pero en el momento en que iba á tocarles, un hábil golpe de las tenazas la
arrojaba entre los cilindros de donde salía por el extremo opuesto, para
volver á entrar, siempre cambiando de forma. Avanzaba el lingote desde la
boca del horno cabeceando, como un animal rojo, ventrudo y torpe; lanzaba
un rugido al sentirse agarrado y surgía por el lado opuesto convertido en
una viga de fuego, corta y encorvada: y en sucesivos pases adelgazábase, se
estiraba con ruidosos quejidos, como protestando de la dolorosa
dislocación, hasta que, por fin, no era más que una cinta incandescente que
tomaba la forma del riel.
El médico, una vez satisfecha su curiosidad, miraba á los obreros negros
y recocidos por aquella temperatura de infierno, atolondrados por el ruido
ensordecedor, sudando copiosamente, teniendo que remover pesadísimas
masas en una atmósfera que apenas permitía la respiración. Aresti
comprendía ahora la injusticia con que había censurado muchas veces el
alcoholismo de aquellas pobres gentes. Pensaba en lo que haría él, de verse
condenado por la fatalidad social á aquella labor que embotaba los sentidos
y parecía evaporar el cerebro en un ambiente de fuego. Una sed eterna,
semejante á la de los condenados, martirizaba á aquellos infelices. ¡Qué
otro placer al salir de allí, que la paz y la sombra de la taberna, con el vaso
delante que daba una alegría momentánea, engañando al hombre con
ficticias fuerzas para seguir aquella vida de salamandra!...
El médico pasó de largo ante los hornos de puldeo, y al salir al aire libre
se detuvo jadeante, con la curiosidad harto satisfecha. A lo lejos veíanse
ondular como lombrices rojas, bajo extensos cobertizos, interminables
cintas de acero. Allí estaba la fabricación del alambre. El ingeniero hablaba
de lo curiosa que era esta manipulación, pero Aresti no quiso seguirle.
—Ya he visto bastante—dijo con acento de cansancio.—Esto es un gran
espectáculo... para el invierno.
Allí, á cielo raso, oyendo de lejos el estrépito de las máquinas, viendo
cruzado el espacio por las columnas de humo de las chimeneas, gozaban
los dos de la frescura del crepúsculo.
—Es una vida dura—dijo el doctor, que seguía pensando en los obreros
del fuego.—Me dirán que este trabajo horrible es una consecuencia de los
progresos de la industria y que hay que respetarlo en bien de la civilización.
Conforme: pero el infeliz que ha de ganarse el pan de este modo, bien
puede quejarse de su perra suerte, si es que le queda cerebro para pensar....
¡Y aun se extrañan algunos de que esta pobre gente no se muestre contenta,
y crea que el mundo está mal arreglado y no es un modelo de dulzura!
Sanabre aprobaba las palabras del doctor. Él, podía apreciar á todas horas
la dureza de aquel trabajo, sentía una conmiseración infinita por los
obreros, cerrando los ojos ante sus defectos. Él era algo socialista; pero
sólo con el doctor Aresti se atrevía á hacer tal confesión.
—Lo más amargo de la miseria de estas gentes—dijo el médico—no
consiste sólo en las privaciones que sufren y la rudeza con que ganan el
pan. Está en el ambiente desmoralizador que les rodea.
Y Aresti describía el sufrimiento psicológico que había sorprendido en
todo ejército obrero acantonado en torno de Bilbao, en las minas y las
fábricas. Los peones de las canteras vivían como bestias, ¿pero acaso
comían y dormían mejor los labriegos del interior de España? Para muchos,
la vida de las minas hasta constituía un mejoramiento de su bienestar,
comparada con la existencia mísera de bestias desamparadas que llevaban
en sus terruños los años de sequía y mala cosecha. En las fábricas eran los
jornales superiores á los del resto de la península y no se sufrían los
grandes paros á que se veía obligada la industria pobre y vacilante de otras
ciudades. Y sin embargo, en las minas y en las fábricas todo el que
trabajaba sentía un sordo rencor, una ira reconcentrada, un anhelo irritado
de justicia, como si á todas horas fuesen víctimas de un robo audaz, de un
despojo inhumano. Era el malestar moral, la protesta contra los caprichos
de la Fortuna que acababa de pasar por allí, á la vista de todos, tocando á
algunos y volviendo la espalda á los demás.
El explotador de la mina había sido jornalero al lado de muchos que
ahora eran sus peones; al dueño de la fábrica lo habían conocido los
trabajadores casi tan pobre como ellos. Las riquezas eran recientes; las
habían visto formarse los mismos que sufrían su servidumbre. El bracero
que en su país miraba con tradicional respeto á los que eran dueños de la
tierra por el nacimiento y la herencia, se revolvía aquí con audacia
revolucionaria contra el compañero enriquecido. El obrero industrial,
habituado á sufrir en otras partes la tiranía de las sociedades anónimas,
monstruos acéfalos de la industria, irritábase á cada momento contra el
gran patrono de reciente formación.
Todos habían presenciado el despertar de la riqueza; habían tomado parte
en él; era cosa suya; y más que la miseria, les atormentaba el sufrimiento
moral de la desigualdad, la decepción de haber vivido en medio de una
racha loca de la Suerte sin aprovecharse de ella. Era el malestar de todas las
aglomeraciones humanas de formación reciente; de las ciudades nuevas y
las comarcas mineras que empiezan su vida; la comparación eterna entre la
propia miseria y la fortuna loca y caprichosa que empuja á los otros; la
convicción del fracaso, más viva y dolorosa, ante las rápidas elevaciones
presenciadas todos los días, la tristeza por el bien ajeno, que amarga el pan,
agria el vino y hace soñar en venganzas colectivas, viendo un robo en cada
paso hacia adelante que da el afortunado.
El ingeniero reconocía la certeza de las observaciones del doctor. La
situación de aquella gente era mala: su mejoramiento con las huelgas y los
aumentos de jornal, era de un efecto momentáneo. Él creía, como Aresti,
que aquel malestar sólo tenía un arreglo; cambiar la organización del
mundo y proclamar la Justicia Social como única religión y única ley,
suprimiendo la caridad que no es más que una hipocresía que coloca la
máscara de la dulzura sobre las crueldades del presente. Pero aparte del
malestar general que reinaba en todo el mundo, reconocía también aquel
otro especialísimo descubierto por el doctor; el de los despechados, que
veían enriquecerse á sus compañeros de miseria, ascender velozmente,
mientras ellos continuaban en la miseria.
Los dos hombres iban con lento paso hacia la puerta de salida, en la
penumbra del crepúsculo, á través de las líneas férreas, subiendo y bajando
los terraplenes del inmenso establecimiento industrial.
—Lo que me irrita—dijo el doctor—en todas estas grandes fortunas que
se forman de la noche á la mañana, es su ineficacia, su infecundidad para el
bien de las gentes. Ya sabes que yo soy enemigo de la riqueza individual,
pero, ¡qué demonio! hay que reconocer que en otros países hace algún bien
y sirve para algo. En los Estados Unidos, por ejemplo, esos tíos que atraen
el dinero á sus manos, con una buena suerte escandalosa é indecente, y que
mueren dejando centenares de millones, tienen, al menos, la discreción de
hacerse perdonar con obras útiles. El uno funda una universidad, el otro un
museo, el de más allá una biblioteca; todos dejan algo que sirve para la
emancipación y perfeccionamiento de aquellos á quienes explotaron
durante su vida. Pero aquí el rico se guarda el dinero y cuando siente la
comezón de perpetuar su nombre, construye un convento ó funda una
capilla. Si se preocupa del porvenir es para que en lo futuro continúe la
imbecilidad del presente.... Ya sabes cómo defino yo al rico de esta tierra,
con gran escándalo del vulgo, que me cree loco. «Un señor que pasa su
vida haciendo al obrero toda clase de charranadas para llevar mucho dinero
á su mujer... y que su mujer se lo dé al jesuíta....» Aún quedan algunos
potentados como mi primo que se defienden: pero, créeme: si aquí no viene
una revolución, esto será otro Paraguay: aquí todos trabajamos, sin saberlo,
para el jesuíta.
Estaban cerca de la puerta, cuando Aresti se detuvo para protestar de
nuevo contra su tierra.
—Además, me indignaba la tristeza de este país. Cuando Bilbao era una
villa comercial y de obscura vida, tengo la certeza de que la gente se
divertía mejor. Ahora, con la riqueza, es un convento. En el mundo todos se
alegran cuando la fortuna les entra por las puertas. Las ciudades mineras,
con su aglomeración de gentes diversas y sus fortunas improvisadas son,
como los puertos famosos, grandes centros internacionales de diversiones,
de vida atropellada y alegre. Hasta los bandoleros celebran francachelas
cuando acaban de dar un buen golpe.... Por aquí ha pasado la Fortuna y, sin
embargo, vivimos en perpetua Cuaresma; llevamos la tristeza en el alma,
como aquellos señores vestidos de negro del tiempo de los Austrias.
El ingeniero, escuchándole, veía el cuadro de la villa, aburrida sobre el
montón de sus riquezas, bostezando con tedio monacal en medio de una
prosperidad loca. Los ricos aumentaban su fortuna, sin otro goce que el de
la posesión; adornando sus casas con un lujo que nadie había de admirar,
pues el retraimiento de la raza y los escrúpulos religiosos se oponían á las
fiestas de sociedad.
Aresti tronaba contra la vida de las gentes opulentas. Viajaban por
Europa como viajan las maletas, insensibles y sin enterarse de nada, y al
volver á Bilbao, seguían su vida de escrúpulos y nimiedades. Si alguna vez
se reunían en un salón las grandes familias, quedaban las jóvenes á un lado
y los muchachos á otro, mirándose de lejos, como si la alegría expansiva de
la juventud fuese un delito y el amor una monstruosidad. Tal vez en este
aislamiento huraño, guardador de la inocencia, les ocurría lo que á ciertos
escritores de la Iglesia que, atenaceados por la castidad, describían placeres
inauditos, aberraciones monstruosas que nunca habían existido, abriendo
con esto nuevos horizontes á la desmoralización.
¿De qué le servía á la villa ser tan hermosa? El doctor hablaba con
entusiasmo de la belleza material y moderna de Bilbao: su ría bordeada de
fábricas y doks, que parece un trozo del Támesis; sus altos palacios blancos
del ensanche, su muchedumbre atareada que llena á todas horas el puente
del Arenal. ¡Magnífica jaula! Pero los pájaros mudos, con la cabeza caída,
tristes.
—Esto es hermoso, Fernando, pero con la belleza de un cementerio bien
cuidado. Falta la alegría, falta el alma de un pueblo libre, que cuando
termina el trabajo quiere entregarse á la vida. Muy bonitas esas calles
nuevas con sus inmensas aceras; pero les falta algo para ser calles de
ciudad: debían circular por sus aceras unas cuantas docenas
decocottes elegantes y hermosas; vendedoras de amor, que con cierto arte
educasen á esa juventud habituada á la vida unisexual de Deusto y de la
cofradía de San Luis.
El ingeniero protestó, con el rubor del enamorado que vive en plena
idealidad.
—¡Pero, don Luis!; usted propone cosas... enormes.
Aresti pareció irritarse. Lo que él proclamaba era la vida, la juventud, el
amor, tal como los concebía. Respetaba la virtud, pero no consideraba
necesario que tuviese gesto de vinagre y piel de esparto. Además, porque la
mercenaria del amor, de aspecto tolerable, estuviese desterrada de las
calles, ¿resultaba acaso la villa una población de costumbres virtuosas?
Con la vida y sus instintos no se juega. Si la entorpecen su curso en nombre
de una moral de locos, rompe por donde puede, esparciéndose en arroyos
fangosos. Él conocía su Bilbao. Los jóvenes, emborrachándose para matar
el fastidio, agarrándose en bailes públicos con cocineras y criadas,
buscando el amor en su forma más bestial, sin el más leve barniz mundano
que lo idealizase. Por esto llegaban muchos al matrimonio encanallados,
viendo en la mujer la bestia del deleite, sin sospecha de que la hembra es
un ser sensitivo, que necesita algo más que el contacto sexual. En el foso de
aquella villa, tan virtuosa á estilo católico, florecía el vicio bajo las formas
más antipáticas.
Aresti, en sus visitas de médico, había conocido los barrios altos de la
villa, el albergue de las servidoras de la prostitución. Todas eran pequeñas,
flacas, de rostro aniñado, con el raquitismo de la miseria. Las había de
treinta y cinco años, que se presentaban con la falda corta, la trenza en la
espalda, imitando grotescamente el ceceo de la infancia. Era el género más
solicitado. El instinto reprimido, al no encontrar el fruto sano y hermoso en
plena madurez, buscaba en su aberración el verdor agrio que excita los
nervios. Los directores de la vida en aquel país la descoyuntaban
formándola á su gusto, haciendo un crimen del instinto del sexo,
obligándolo á refugiarse en inmundos rincones. Los ricos que podían
proporcionarse las dulzuras amorosas con su más seductora decoración,
entraban al amparo de la noche, ocultándose como criminales en casas
frecuentadas por soldados y marineros. Otros, más audaces, asediaban á la
costurerilla de la familia y comenzaban con ella una novela de amor,
insípida y vulgar, conservándola en la casa de los padres que aceptaban sin
protesta el amancebamiento á cambio de la protección del rico. Se
desterraba al amor para permitir el negocio. La cortesana estaba proscrita
por cara y peligrosa: pero se toleraba el padre pobre que transige con la
prostitución de la hija, porque ayuda á ir viviendo y se oculta en la propia
casa.
¡Ni amor, ni bailes, ni trato social entre los dos sexos; ni expansiones de
la juventud! Aresti lo declaraba irritado: la vida estaba momificada en su
país. Era un cementerio muy hermoso, en el cual no había más seres vivos
que los pájaros negros que lo cubrían con sus alas. Sólo en las últimas
capas sociales existía algo de alegría, allí donde llegaban amortiguadas ó
no llegaban las influencias de la religión.
El doctor únicamente había sentido el roce de la vida, algún domingo por
la tarde, en los chacolines de las afueras ó en la explanada de la Casilla,
donde las criadas y los obreros danzaban, al son de orquestas callejeras, los
bailes vascongados y de la montaña de Santander.
Los demás estaban muertos por el fastidio ó corrompidos por la opresión.
Conocía jóvenes ricos, sin otras aspiraciones que cambiar ocho veces de
traje todos los días. Otros iban en automóvil por las calles, sin rumbo
determinado, parándose ante una casa para subir de nuevo en el vehículo y
seguir la marcha, como sí huyesen del fastidio que iba tras ellos.
¿Y para eso servía la riqueza? ¿Y ésta era la alegría de un pueblo
opulento, que teniendo una existencia que embellecer la martirizaba y
ennegrecía con el tedio, creyendo en otra vida problemática, bajo el
testimonio de ciertos hombres que tampoco la habían visto?...
El doctor terminó enérgicamente sus protestas, viendo próximo el
momento de tomar el tren.
—Gran cosa es la virtud, Fernandito: yo la admiro y la venero cuando
sonríe y no se coloca en frente de la vida. Pero mi tierra, triste y con el
alma muerta, es tan virtuosa, ¡tan virtuosa! que, créeme, ¡hijo mío!... tanta
virtud me da asco.
V

Doña Cristina daba el último toque á sus cabellos rubios, que ya


comenzaban á encanecer, al mismo tiempo que con el rabillo del ojo seguía
en un espejo la marcha del reloj colocado sobre el mármol de una
chimenea.
Eran las tres de la tarde, y á las cuatro tenía que asistir en Bilbao á una
junta de señoras católicas, de la que era presidenta, en el Colegio del
Sagrado Corazón.
Pepita no la acompañaba. Decía estar enferma; se quejaba de dolores de
cabeza, sentía un malestar general; en fin, cosas de muchacha, y doña
Cristina la dejaba en el hotel bajo la vigilancia del aña Nicanora.
Sánchez Morueta estaba en Madrid desde hacía una semana, muy
atareado por los nuevos negocios que todos los meses hacían necesaria su
presencia en la capital. Su esposa aceptaba con gusto estas ausencias. No
era que el millonario se opusiese á los gustos de su mujer é interviniera en
su vida; pero se sentía mejor cuando estaba sola, sin ver aquellos ojos fríos,
que no transparentaban el más leve reproche, y que á ella se le antojaba que
la seguían en todos sus movimientos, como una protesta muda.
Pepita presenciaba desde un rincón el tocado de su madre. No se la
escapaba el gran cambio que ésta había sufrido. Los trajes elegantes de otro
tiempo, se apolillaban abandonados en el guardarropa, sin que nuevos
encargos á París y Madrid vinieran á sustituirlos. Se preocupaba algunas
veces de las galas de su hija; quería verla elegante, y la aconsejaba mirando
los periódicos de modas, con la misma bondad con que una persona mayor
discute con un niño sobre juegos. Iba siempre vestida de negro, con telas
pobres y sin brillo. Pepita notaba en sus ropas interiores un abandono, una
rudeza, que algunas veces llegaba á rebasar los límites de la higiene.
Revelábase en ella el desprecio á la carne, de los devotos fervientes; el
abandono físico, la suciedad cantada como mérito celestial en la vida de
muchos santos.
Deseaba mortificar su carne, y su hija la veía en la mesa repeler los
mejores platos, los que en otros tiempos eran más de su gusto, afirmando
que ahora le repugnaban. De su dormitorio habían ido desapareciendo poco
á poco todos los muebles que significaban ostentación ó comodidad. En el
resto de la casa tronaba el lujo suntuoso y sólido, mientras en su cuarto sólo
quedaba una cama de criada, angosta y dura, que había hecho bajar de las
buhardas, y un Cristo grande y ensangrentado que ocupaba casi un lienzo
de pared, entre dos cromos de vivos colorines representando á Jesús y á
María, abriéndose el pecho para ofrecer sus corazones inflamados.
Muchos días las criadas encontraban la cama intacta. La señora—según
ellas afirmaban en sus conversaciones de la cocina—dormía en el suelo ó
no dormía. Sus ropas interiores, que cada vez llegaban con mayor retraso á
las pilas del lavadero, tenían salpicaduras de sangre. Una doncella había
recogido olvidado sobre su cama, un horrible cinturón de esparto, un cilicio
de los más sencillos que fabricaban ciertas monjitas de Begoña.
Todos en la casa adivinaban las mortificaciones á que sometía su cuerpo
la señora, y sin embargo, la veían sonriente, con una dulzura melosa en la
voz y en el gesto, elevando los ojos á la menor contrariedad y exclamando:
«Todo sea por Dios.» En ciertos momentos se dejaba arrastrar por su
carácter imperioso, como si llevase en el cuerpo algo que exacerbaba sus
nervios con oculta molestia, pero al momento replegábase dentro del
caparazón de su bondad y con los ojos pedía perdón por su arrebato.
El marido no parecía advertir el abandono físico y la transformación
moral de su esposa. Hacía años que no pisaba el suelo de su cuarto. Cuando
hablaba con ella volvía la vista ó la miraba con ojos vagos y sin
pensamiento, que parecían no verla. Ni una protesta, ni una pregunta, como
si en el fondo le complaciese esta transformación que le apartaba de ella,
haciendo imposible todo retroceso.
Pepita seguía, con una expresión de lástima en los ojos, el tocado rápido
de su madre, que se peinaba á ciegas sin el menor rasgo de coquetería.
—Mamá, ponte la capota negra; es muy bonita y te sienta bien.
Doña Cristina movió la cabeza.
—No, hija, nada de sombreros. Eso pasó. Cada cosa á su edad. Ya soy
vieja y no está bien que quiera lucirme en unas reuniones que son para bien
de la religión.
—¿Pero si es una capota muy seria, muy religiosa?
—La mantilla, hija; lo tradicional, lo que llevaban las gentes buenas y
antiguas, antes de que llegasen tantas maldades del extranjero.
Y aquella mujer todavía hermosa, con el encanto sabroso de la madurez,
que ensanchaba sus formas, aterciopelándolas, parecía complacerse con
dolorosa coquetería en apreciar en el espejo, mientras se colocaba la
mantilla, las canas que cortaban el esplendor rubio de su cabellera, las
ojeras azuladas y dolorosas, su boca plegada por un gesto lloroso, como si
estuviera en perpetua oración.
Doña Cristina iba á salir.
—Mamá, ya sabes mi encargo—dijo Pepita.
—No lo olvido—contestó la madre con sonrisa bondadosa.—No debía
hacerlo, porque la mentira siempre es un pecado; pero, en fin, puede
mentirse cuando no es en perjuicio de tercero. Tiraré por tí del hilito, para
que las buenas madres no se enteren de tu pereza.
Pepita imitaba la estratagema inocente de muchas de sus compañeras
cuando no querían asistir á las reuniones de las Hijas de María. En el salón
del colegio había un gran cuadro con los nombres de las congregantas y al
lado de cada uno de ellos, un cordoncito azul con una pequeña bola de
marfil. Al entrar las señoras tiraban cada una de su cordoncito para marcar
la asistencia de este modo, y las amigas se encargaban algunas veces de
hacerlo por las ausentes, engañando á las monjas, que, terminada la
reunión, examinaban la lista con una curiosidad meticulosa.
Pepita, pensando en el cuadro, veía el salón de reuniones de las Hijas de
María con su lujo monástico y el mapa de la Orden, que era el principal
adorno de la pared; un mapa de colores acaramelados, en el que figuraban
Europa y América, marcándose con pequeños corazones inflamados las
poblaciones donde el jusuitismo femenil tenía establecidos sus colegios. El
Atlántico, de un azul de confitería, había sido rebautizado con un nuevo
título: Océano de Bondad. Y nadie podía adivinar el sentido de esta
bondad, atribuida al Atlántico por la monja autora del mapa.
Doña Cristina salió apresuradamente. Ante la escalinata del hotel, la
esperaba el automóvil, una máquina soberbia que había costado á Sánchez
Morueta cincuenta mil francos en París y de la que apenas hacía uso,
habituado como estaba al carruaje de sus primeros años de opulencia, el
cual, al mecerle sobre los relejes del camino, le hacía pensar en sus
negocios, como si el movimiento sacudiese sus ideas adormecidas. El
automóvil era para las señoras. Pepita apreciábalo en mucho porque era un
motivo de envidia para las amigas; doña Cristina consideraba como un
homenaje á la Fe, el llegar en él á las puertas de la iglesia de los jesuítas.
Era el dernier cri de la devoción; daba á entender, según ella, que el
progreso no está reñido con el dogma.
Doña Cristina dió al chauffeur la orden de llegar pronto á Bilbao y el
vehículo salió á toda velocidad por entre los tranvías y carruajes que
llevaban la gente á Las Arenas. La señora de Sánchez Morueta pensaba en
la importancia de la reunión. Iban á tratar la conveniencia de una nueva
romería á Begoña, tan ruidosa como la de la coronación de la Virgen, y no
sabían si hacerla en el mismo año ó dejarla para el siguiente. Convenía
organizar un alarde de fuerzas, reunir todo el país vascongado amante de
las tradiciones y que subiera entre banderas y cánticos al monte Artagán,
como protesta contra las gentes de las minas y las fábricas, que se
entregaban al monstruoso socialismo, y contra los maketosde la villa y sus
hijos que ya se consideraban de la tierra, gentes que hablaban de República
y de anticlericalismo y llamaban en sus mitins fetiche y nido de ratas á la
milagrosa imagen de la patrona de Vizcaya.
A la reunión de las señoras habían de asistir como directores é
inspiradores el Padre Paulí, un jesuíta batallador, que estaba de moda en el
púlpito y el confesonario, y Fermín Urquiola, que era su hombre de acción,
«mi brazo derecho», según decía aquel tribuno de la Compañía.
Doña Cristina admiraba á su sobrino viendo el afecto con que le trataban
los Padres, cómo le hacían partícipe de sus proyectos en bien de la
religiosidad del país. Era casi una pasión lo que sentía por Urquiola.
Cuando la visitaba, veía en él al representante de aquellos sacerdotes tan
queridos, que de este modo indirecto entraban en su hogar. Fermín era una
prolongación de la Compañía que llegaba hasta ella. Sentía una amarga
decepción de enamorada, al no poder pasar en la casa residencia del salón
de visitas. Quería saber cómo era Deusto por dentro, aquel templo de la
sabiduría envuelto en el misterio: y el sobrino, en sus visitas al hotel, cada
vez más frecuentes, la deleitaba hablándola largas horas de los lugares que
ella no podía ver por oponerse las reglas de la Compañía á las visitas
femeniles.
Entreteníala Urquiola con las minuciosidades de la vida de cada Padre,
enumerando sus méritos: uno había viajado por países salvajes; otro sabía
seis idiomas; el de más allá tocaba el violín como un ángel ¡y todos tan
modestos, durmiendo en celdas pobres de una pulcra curiosidad, dejando
por las noches en una bolsa, colgando de la puerta, las ropas y los zapatos
que limpiaban los fámulos, y vestiéndose al romper el día, para emprender
su santa obra!... Vivían con cierto desahogo, pero por ninguna parte se
veían las riquezas de que hablaban los impíos. ¡Y todos humildes y
amables, olvidados por completo de su brillante pasado, y eso que los había
entre ellos que habían sido grandes en el mundo! Por eso los Padres de la
Compañía tenían algo de príncipes arrepentidos, ocultos bajo la sotana de
la obediencia.
La Universidad de Deusto aún interesaba más á doña Cristina. ¡Cómo
lamentaba ella no poder entrar en aquel palacio, tantas veces admirado al ir
y volver á su casa; no poder correr por la montaña de su parque, y ver de
cerca el San José, que dominaba el paisaje, bajo su dosel de luces
eléctricas! La sabiduría de los buenos Padres se revelaba en todos los
detalles del establecimiento. Allí estudiaban los hijos de las principales
familias de España. La nobleza rancia y los ricos de sanos principios,
recluían á sus vástagos en la santa escuela. Allí no corrían el peligro, como
en las universidades laicas, de tropezar con profesores revolucionarios, y la
ciencia antigua y moderna se servía después de bien pasada por el tamiz de
Santo Tomás y otros grandes sabios de la Iglesia, únicos depositarios de la
verdad.
El edificio estaba dividido en cuatro cuerpos independientes, y los
alumnos en cuatro secciones que vivían aisladas, evitándose con este
acordonamiento muchos pecados y ciertas propagandas. Las secciones sólo
se contemplaban de lejos en contadas fiestas del año ó al verificarse algún
acto literario en el gran salón, que parecía un teatro con su patio y sus
galerías. En el techo pintado al fresco, veíanse las figuras de San Ignacio y
los Padres más famosos de la Compañía, todos entre nubes, revoloteando
camino del cielo.
Abajo, en el patio, estaban los invitados, los parientes masculinos de los
alumnos, y en las galerías los estudiantes de las cuatro estaciones que, al
verse frente á frente, se examinaban con curiosidad, como vecinos de una
misma casa, que sólo se tropiezan de tarde en tarde. Iban los más puestos
de smoking, muy elegantes, como hijos de buenas familias que eran. Los
mayores se rizaban el bigote y lucían las sortijas. Da una galería á otra se
miraban con gemelos, lo mismo que en el teatro, enterándose unos de otros.
«Aquel pequeñito, guapo, es de Salamanca y muy rico... Ese moreno
simpático es andaluz.» Y después de mirarse largamente, se saludaban con
la mano... ¡Angelitos!
Los actos literarios eran controversias entre los alumnos de punta,
ensayadas previamente por los maestros. El estudiante que había de hacer
las objeciones, oponiendo reparos á las santas doctrinas, era preparado con
anticipación. Llevaba aprendidas unas cuantas tonterías, que representaban
las ideas modernas y el otro alumno las rebatía y pulverizaba en un
periquete, triunfando de este modo la fe sobre la impiedad de la falsa
ciencia moderna.
Un año, Urquiola, siendo estudiante del último curso, se había cubierto
de gloria sustentando un tema propuesto por los maestros tras larga
deliberación. «¿Los Borbones, subiendo al cadalso en Francia, expiaron los
atentados de su familia contra la Compañía de Jesús?»... Urquiola sostuvo
la afirmación, demostrando que la guillotina había sido un medio indirecto
de Dios para castigar á los reyes que osaron expulsar de sus dominios á los
jesuítas. ¡Muerte é infierno para los que se atrevían á perseguir á los
verdaderos representantes de Jesús!... Su contradictor mantuvo opiniones
de dulzura y olvido, objeciones humildes y tímidas, preparadas por los
maestros. Pero con gran disgusto de todos, no pudieron continuarse los
ejercicios, pues no faltó quien indicase á los Padres de Deusto que era
peligroso pagar con tales juegos literarios la bondad de los que les habían
abierto de nuevo las puertas de España.
En las Pascuas de Navidad, el salón de actos se convertía en un teatro.
Hasta en esto admiraba doña Cristina el talento y la virtud de los Padres.
¡Si todos los teatros fuesen como aquél, podrían asistir sin miedo las
madres cristianas! La música era de las zarzuelillas y revistas en boga: pero
en la letra está el pecado, y las palabras eran de ciertos Padres aficionados á
la versificación. La mujer estaba excluida de todas las obras. Con el mismo
ritmo con que las chulas cantan «la falda de percal planchá», moviendo las
caderas, un alumno cantaba las dificultades del Derecho Natural con tanta
gracia, que hasta parecía sonreír el sombrío San Ignacio que volaba en el
techo. La viejecita se titulaba El viejecito: todas las obras perdían su título
femenino, y si en ellas figuraban dos amantes, convertíanse en dos
primitos, compañeros de colegio, que, agarrados de la mano jurábanse
quererse mucho, estudiar y ser obedientes y humildes con sus maestros...
¡Serafines del cielo!
Doña Cristina conmovíase con el relato de estas fiestas. Bien se notaba
que su sobrino se había educado en aquella Universidad. Así era tan
caballero, tan cristiano, y dedicaba sus músculos de atleta á la buena causa
de Dios. No era como la juventud que llegaba de Madrid contaminada por
las malas ideas, con un libertinaje en las costumbres que corrompía el país.
La esposa del millonario se sublevaba cuando oía hablar de las
calaveradas de Urquiola, queriendo negarlas y acabando por defenderlas
con repentina bondad. ¡Descarríos de la juventud y malos ejemplos de los
muchachos que no habían sido educados en Deusto! Pero su fondo era
bueno y aquello pasaría. Urquiola estaba reservado para altos destinos,
ahora que se mezclaba en las luchas políticas. Tenía buenos directores y
¡quién sabe si llegaría á ser diputado, repitiendo la palabra de Dios, allá en
Madrid, donde todos viven olvidados del cielo! Ella y su sobrino se
bastaban para volver á Bilbao al buen camino, siempre que no les faltase el
consejo de los sabios Padres.
Y la esposa de Sánchez Morueta, acariciando estos pensamientos, corría
en su automóvil hacia la villa, dejando tras las ruedas nubes de polvo.
Pepita, desde una ventana de su cuarto, siguió un momento la marcha del
vehículo y al verle desaparecer, esparció su mirada por el paisaje, con la
vaguedad melancólica de los que se sienten enamorados y perciben en todo
lo que les rodea una nueva vida.
Nunca le había parecido tan hermoso el paisaje como en aquella tarde de
verano. Estaba habituada á verlo desde su infancia, y, sin embargo, ahora le
encontraba algo nuevo, cual si acabase de descubrirlo.
Las gentes que pasaban al borde de la ría, por la carretera de Las Arenas,
le parecían más simpáticas que las de otros días. Eran familias de Bilbao
que bajaban del tranvía para ir á la orilla del mar. Un grupo de obreros
pasaba, camino del chacolín, por entre un bosquecillo de pinos. Cantaban á
gritos, excitados por la proximidad del mar, el «Boga, boga, marinero» de
Iparraguirre y el coro del bardo vascongado sonaba de tal modo en el alma
de la joven, que casi la hacía llorar. La ría brillaba bajo la caricia del sol,
temblando sus ondulaciones como los fragmentos de un espejo. Más allá
del puente de Vizcaya, cuya plataforma iba y venía pendiente de su manojo
de cables, transportando carruajes elegantes, carretas de bueyes y pasajeros
llegados en el tren de Portugalete, extendíase el abra como un desgarrón del
cielo, moviendo sus aguas de un azul plomizo. El mar libre, chocaba en la
línea del horizonte contra la muralla del rompeolas, coronándola de una
nube de espuma que corría de un lado á otro como el humear de una
locomotora invisible.
Al volver Pepita la vista tierra adentro, contemplaba, avanzando sobre la
ría, un pedazo de Londres bañado por un sol meridional; todo aquel pueblo
de cobertizos fabriles é innumerables chimeneas sobre el que pesaba el
poderío de Sánchez Morueta y que esparcía en el espacio sus torbellinos de
humo sonrosado por la luz de la tarde.
Bilbao estaba invisible. El horizonte cerrábase en el fondo, con un
escalonamiento de montañas. La joven conocía los nombres de todas
aquellas cumbres. Las había visto durante muchos años todos los días, al
saltar de la cama, unas veces brumosas y delineando apenas su contorno
sobre el cielo, otras veces rojas, con las manchas de sombra de sus
barrancos y oquedades, destacándose sobre la inmensidad azul. Las más
próximas, que parecía iban á tocarse con la mano, eran Luchana y el pico
de Banderas. Después sobresalían sobre ellas, á una enorme distancia, en
pleno riñón de Vizcaya, los gigantes del país, el Mañaría y el Gorbea, y
entre los dos, como una giba inaccesible, cubierta de nieve, la Peña de
Amboto, misteriosa y legendaria, en la que se desarrollaban los cuentos
más tenebrosos de la imaginación vasca. Pepita recordaba sus terrores de la
niñez, cuando su aña, para imponerla silencio, la amenazaba con llamar á
la Dama de Amboto, especie de hada maléfica, hija de un Jaun, de un
caudillo legendario, que vivía como encantada en lo alto del peñasco y
únicamente salía de su cueva para quemar las mieses, matar niños y
perseguir á los pobres aldeanos con toda clase de maleficios.
La joven permaneció mucho tiempo abstraída en la contemplación del
paisaje. De vez en cuando miraba hacia el puente colgante, como si
pretendiera reconocer á alguien de los que pasaban la ría. Creyó por un
momento ver algo blanco que se agitaba en la plataforma: tal vez un
pañuelo que le saludaba con cierta discreción como temeroso de atraerse la
curiosidad de la gente. Después ya no vió nada y creyendo en un engaño
del deseo siguió contemplando el paisaje, con mirada vaga, sumiéndose
poco á poco en una dulce somnolencia.
La joven despertó al sentir en su espalda la mano del aña.
—Ése está ahí—dijo con tono misterioso.—Habrá que bajar al jardín.
A la melancolía sucedió en la joven la inquietud, el temor. Había venido
preparando desde mucho tiempo aquella entrevista con Fernando Sanabre,
y al llegar el momento temblaba como si fuese á realizar un delito.
La aña reía ante los temores de la señorita, á la que trataba con la misma
familiaridad que cuando era niña. ¡Inocente! ¿Qué mal podía haber en
aquel encuentro de novios, en plena tarde, en un jardín y bajo la mirada de
ella, que era como su madre? Pero Pepita no lograba tranquilizarse: el
respeto y el miedo á su mamá la dominaban. Esperaba que de un momento
á otro apareciese la severa figura de doña Cristina tras un arriate del jardín.
Solamente había accedido á la entrevista después de los infinitos ruegos
de Fernando. Este se desesperaba por no haber hablado ni una vez á solas
con su novia, teniendo que contentarse con las rápidas palabras cambiadas
al entrar y salir en la casa de su jefe ó con las cartas que llevaba y traía
la aña complaciente.
Pepita quería que se encontrasen en el jardín, á la vista de la
servidumbre, creyendo esto menos censurable que recibir al ingeniero
dentro de la casa.
Cuando la joven se vió bajo los árboles, Fernando atravesaba ya la verja,
haciéndose de nuevas ante el portero, al saber que la señora no estaba en
casa. Venía á visitarla y á enterarse de paso de cuándo regresaría don José
de su viaje; pero ya que la señorita estaba en el jardín, pasaría á saludarla.
Los dos jóvenes quedaron indecisos, con la emoción de la timidez, al
verse frente á frente.
—¡Vaya, pasearos! dijo animosamente la ruda Nicanora.—Deciros algo:
hablad sin miedo. Aquí estoy yo para avisar si algo ocurre.
Y poco á poco fué quedándose rezagada, dejando que los novios
anduviesen lentamente, la vista en el suelo, con el atolondramiento del que
ha pensado muchas cosas para decirlas y no sabe cómo empezar.
De vez en cuando se miraban sonriendo. Él la acariciaba con los ojos,
poniendo en su gesto toda la pasión, que se revolvía inquieta, no
encontrando palabras para exteriorizarse. El silencio del jardín, la calma de
aquella tarde de verano parecía adormecer el pensamiento de los dos,
dando una vida extraordinaria á sus sentidos. Creían percibir
considerablemente agrandados los movimientos del corazón, los latidos de
la sangre al pasar por las arterias de sus sienes. Poco á poco envolvíales la
alegría de la naturaleza, cómplice de las dulzuras del amor; el canturreo del
agua desgranándose en el tazón de una fuente, el crujido de los troncos al
estallar sus cortezas á impulsos de la savia, el lento murmullo de las hojas
moviéndose solemnemente en el espacio caldeada, entre nubes de insectos
que brillaban al sol como un chisporroteo de oro.
Fernando fué el que habló primero, comenzando como todos los amantes
con la expresión de la felicidad que sentía al verse por fin junto á la mujer
amada. ¡Cómo había deseado aquel momento!... Recordaba las horas de
muda contemplación, allá en su despacho de los altos hornos, con la vista
fija en las cartas de ella, como si la letra de Pepita le hablase
misteriosamente y su sonrisa brillara entre los renglones.
—Mira, nena—decía el ingeniero subiendo de tono en su
apasionamiento.—Tu voz, tu divina voz es lo que más me conmueve. Yo
creo que te quise siempre; desde que te conocí, siendo aún muy niña. Te
amaba sin darme cuenta de ello; pero el día en que ví claro, en que supe
que te quería, fué escuchando una de esas canciones vascongadas, tan
dulces, tan tristes, que parece que cantas con el alma.
Fernando se había dado cuenta de su amor oyéndola cantar el Goizeko
izarra, la invocación á la estrella de la mañana. Él no entendía la letra, pero
la música, ¡ah la música! había penetrado en él hasta lo más hondo, como
un arañazo que despertó su alma. Después había hecho que le tradujesen la
letra.
—Ya la sé—continuó el joven—la conozco y creo en ella: siento su
infinita ternura, «La estrella de la mañana, sin mancha alguna brilla en el
horizonte: pero á tu lado, querida mía, palidece y casi no se ve...» Eso es lo
que yo pienso, mi vida.
Y con el énfasis de todo enamorado, la comparaba con el astro del
amanecer, resultando que la amante vencía á la estrella en hermosura y
esplendor.
Pepita, tranquilizada ya, reía ante el entusiasmo hiperbólico de su novio.
¡Qué exagerado! ¡Qué... romántico! ¿Pero era verdad que le causaba tanta
impresión su voz?... Y se extrañaba de buena fe, de que una canción
pudiera conmoverle tan hondamente. Ella cantaba por distraerse: parecíale
una locura tomar en serio lo que se dice con acompañamiento de música:
todo eran falsedades dulces, inventadas por los artistas para alegrar la vida;
muy bonitas, eso sí, pero al fin mentiras.
Por la memoria de Fernando pasó, como una ráfaga de viento helado, una
frase que varias veces había oído al doctor. Aquella raza aparte, sentía una
afición loca por la música: cantaba en todos los momentos de su vida, y sus
cantos tenían la tristeza melancólica del paisaje; pero la emoción era de
labios afuera, un sentimentalismo exterior que se perdía en el aire.
—No, nena—dijo el amante.—Es tu alma entera lo que pones, sin
saberlo, en tu voz. Tú eres para mí la estrella de la canción; pero no te diré
como al final de ella: «Adiós para siempre, adiós». Si yo te perdiese
después de ser amado, no sé qué sería de mí. Dí que me quieres, Pepita, dí
que me amas.
La joven, con cierto pudor, resistíase á decir de viva voz lo que tantas
veces había escrito en sus cartas.
—¿No lo sabes?—respondió evasivamente.—¿No te lo he dicho muchas
veces?
—Pero, repítelo, quiero oírlo de tus labios. Dí que me amas.
Y Pepita, mirándole por primera vez en los ojos, dijo con cierta
gravedad, como poniendo en sus palabras el peso de un juramento solemne:
—Sí, te quiero: te amo, Fernando.
¡Oh aquella mirada!... Fué para el ingeniero lo mejor de la entrevista, y la
recogió en su memoria, esforzándose por conservarla con toda su luz, para
que le acompañase en las largas horas que pasaba allá en la fundición
entregado á la vida de los recuerdos.
Sanabre se convencía de que era amado por Pepita. Su mirada, su voz,
valían más que todos los papeles preciosos que guardaba en su despacho.
Ella que se burlaba con indulgente superioridad, al oírle hablar de
canciones y de estrellas, influida por el positivismo de su raza, mostrábase
sincera al mirar al hombre. Fernando era para ella ese ideal abstracto que se
forja toda mujer al sentirse enamorada por primera vez: el hombre modelo,
conjunto de gracia y de fuerza, de sentimentalismo y energía, capaz de
enternecerse ante una flor y de pelear como una fiera; ese personaje, en fin,
mezcla de tenor amoroso y de paladín membrudo, creado por las novelas,
que nunca se ve en la realidad y que turba los sueños de las vírgenes.
—Sí, te quiero—repetía Pepita.—Por mí no temas, no seas niño, nunca
me dirás adiós.
—Bebé, ¡dulce bebé!—exclamaba con entusiasmo el ingeniero.—
¡Cuánto te amo! ¡Qué feliz soy!...
Y el aña Nicanora, que los seguía á corta distancia, oyendo muchas de
sus palabras, sonrió con cierta lástima. Todos los novios eran lo mismo;
iguales los aldeanos que los señoritos; alguna diferencia en las palabras, y
nada más. Sólo sabían decirse tonterías, poniendo en sus voces tanta
solemnidad, como si la existencia del mundo dependiese de lo que se
dijeran. ¡Ah la juventud!... Y seguía sonriendo con indulgencia de veterano
ante el entusiasmo de los dos jóvenes.
Fernando, más tranquilo después de las palabras de su novia, hablaba del
por venir. Trabajaría; ¡quién sabe hasta dónde puede llegar un hombre!
Desde que estaba enamorado, sentíase con nuevas fuerzas para el trabajo.
Bullían en su pensamiento ciertas invenciones industriales, que, de
realizarse, darían nuevas ganancias á Sánchez Morueta.
Pero el recuerdo de su jefe abatió las ilusiones del ingeniero.
—¿Que dirá tu padre cuando conozca nuestros amores? Ya conoces por
mis cartas la inquietud que esto me causa; me roba el sueño muchas
veces... ¿Y tu madre? ¡Qué miedo la tengo!... Somos muy felices
amándonos, pero el porvenir nos guarda muchos dolores. ¡Si todos en tu
familia fuesen como el doctor!...
Y hablaba con entusiasmo de Aresti, de la bondad con que seguía sus
amores.
—Sí, mi tío es muy bueno—dijo Pepita hablando del doctor como de un
pariente lejano, del que sólo se acordaba la familia de tarde en tarde.—
¡Lástima que tenga esas ideas! Es un planeta muy simpático, pero mamá
cree que está loco.
Lo incierto de su porvenir, llevó de nuevo á los dos jóvenes á hablar de
sus amores.
Fernando sentía miedo. Los padres de ella proyectarían casarla con el
vástago de alguna familia millonaria; tal vez con un señorito de escasa
fortuna, que pudiera ofrecerla viejos títulos de nobleza. En todos pensarían
antes que en él, que no era más que un servidor intelectual de la familia.
¡La perdería amándola tanto!... ¡La diferencia de fortuna, la maldita ley de
clases, les cerraría el camino, separándolos!...
—Tonto, ¡pero si yo sólo te quiero á tí!—decía la joven sonriendo.
Y el ingeniero, conmovido por estas palabras, en un arranque ingenuo de
agradecimiento, intentó coger las manos de su amada. Ésta las retiró detrás
del talle, frunciendo las cejas con gesto duro.
—Quieto, ¿eh?—dijo pasando sin transición de la dulzura á la altivez,
con una voz que no parecía la misma, ofendida, como si el joven intentase
una monstruosidad.
De nuevo pasó por Fernando el recuerdo del doctor Aresti, de una de sus
paradojas atrevidas que le valían la fama de loco. «Este es un país sin
corazón, donde nunca se ha visto que una muchacha se escape con el
novio.»
Sanabre quedó largo rato cohibido y como avergonzado por el brusco
movimiento de la joven. Pepita parecía arrepentida de la viveza de su
protesta, pero callaba, aguardando á que fuese él quien reanudase la
conversación.
—Tal vez quiera tu madre que Fermín Urquiola sea tu marido—dijo el
ingeniero tristemente.
La joven aprovechó la ocasión para recobrar su voz tierna de enamorada.
—Con ese, nunca, ¡nunca!
Y habló de la repugnancia que le inspiraba Urquiola, con sus petulancias
de buen mozo, cortejando á un tiempo á varias señoritas de la villa y
escogiendo entre ellas, con la frialdad del cálculo, la que mejor le
conviniera por su fortuna. Además, conocía su vida. Las jóvenes, en las
tertulias, hablaban de él á hurtadillas, como de un don Juan que atraía á las
tontas con el maléfico encanto de sus calaveradas. Todas sabían que tenía
una mujer, allá en Bilbao la Vieja, una antigua costurera con la que vivía
maritalmente. Hasta había oído decir que tenían hijos.
—¡Oh! Con ese nunca, ¡nunca!—repetía con gestos de repugnancia.
Ella era incapaz de rebelarse ante su madre: pero osaba ponerse frente á
ella, en la apreciación de los méritos de aquel pariente tan querido por doña
Cristina. Y como si al pensar en Urquiola recordase algún defecto moral de
su novio, preguntó á éste con dulzura:
—Dime, Fernando. ¿Tú tienes religión? ¿Es verdad que piensas como mi
tío?... Dime que no, Fernando; dime que no.
El ingeniero miró á su novia, que le contemplaba con ojos interrogantes,
de una candidez alarmada, como si temblase ante su respuesta. Sanabre
recordó un momento á Fausto en el jardín de Margarita. Otra muchacha
inocente, aunque menos apasionada que la burguesilla germánica, le
preguntaba á él en un jardín cuál era su religión. Sintió impulsos de romper
en un himno á sus creencias humanas, como el fantástico doctor. Pero el
miedo al ridículo le contuvo; su instinto le avisó el riesgo de alarmar á un
alma soñolienta.
—Sí, vida mía, tengo religión—dijo evasivamente.—Creo que el hombre
debe ser bueno y feliz sobre la tierra y para ello trabajo.
Pepita pareció no comprenderle y habló de su madre. Si le hacía aquella
pregunta era porque doña Cristina, que se acordaba pocas veces de
Fernando, no viendo en él más que un dependiente, había dicho un día que
era igual á su primo el doctor.
—¡Si supieras cuánto me hizo sufrir el pensamiento de que esto fuese
verdad! No quise decírtelo en las cartas; pero deseaba que nos viésemos
para convencerme de que no es cierto. Ahora estoy tranquila. Ya lo decía
yo; ¿si eso no puede ser? Fernando es bueno: algo loco, eso sí, un poquito
romántico, como todos los que no son de esta tierra; pero es imposible que
piense los mismos disparates que el pecador de mi tío.
Y aproximándose al joven como si se ofreciera, con una dulzura que
contrastaba con la huraña repulsión de poco antes, añadió:
—Ya que crees en Dios, ¿por qué no vas, como los muchachos de
Bilbao, á confesarte con los Padres? ¿Por qué no te veo nunca en la
Residencia?...
Sanabre se encogió de hombros, no sabiendo qué decir, mientras Pepita
seguía hablando. Él indudablemente iría á misa todos los domingos en la
iglesia más próxima ó los altos hornos, ¿verdad? Y en sus ojos se leía por
anticipado la afirmación á la pregunta, como si no pudiera ocurrírsele la
sospecha de que el joven pasase sin oír misa los días festivos... Poco le
costaba bajar a la villa, frecuentando la iglesia de la Residencia. Dios
estaba en todas partes, pero ella—no sabía explicarlo bien—creía que en
aquel templo tan bonito y tan cómodo se hallaba más cerca. Además, la
religión era allí más distinguida: sólo se veían personas decentes.
—Tengo mucho que hacer—dijo el ingeniero evadiendo la respuesta.—
Yo pertenezco á mis deberes. El trabajo también es una religión.
La joven siguió hablando, inspirada ahora por el egoísmo del amor. Nada
perdería aproximándose á los Padres, intentando hacerse simpático á ellos.
Eran personas muy buenas que se interesaban por los demás, trabajando
por su felicidad. Para ellos no existían obstáculos: todo lo hacían llano con
su sabiduría. Había que seguirlos con los ojos cerrados. ¡Si ellos quisieran
ayudarles! ¡ay; entonces sí que no tendrían que temer nada!...
—Fernandito—decía con voz acariciadora.—Ve por allí; hazte
simpático: tengo la certeza de que mamá te miraría mejor si algún Padre la
hablase de tí... ¡Y yo sería tan dichosa!...
—Veremos, veremos—murmuró indeciso el ingeniero.
Dudaba, con cierta esperanza, ante el camino tortuoso que le proponía su
novia. Experimentaba la cobardía del amor, y cerraba los ojos. Él, que era
capaz de los mayores esfuerzos por conseguir á la mujer amada ¿por qué
había de sentir remordimientos ante un medio que tal vez era el del éxito?...
—Te quiero—dijo con entusiasmo.—No hay nada que me detenga para
llegar hasta tí. Buscaré á esos Padres, iré á la Residencia, seré luis: todo lo
que tú me digas. ¿Pero y si á pesar de esto tu familia no me admite? ¿Y si
tu madre quiere casarte con otro?...
Sanabre abordaba por fin la gran cuestión que su inquietud amorosa traía
preparada; lo que más le había hecho desear aquella entrevista.
Pepita bajó los ojos indecisa y pensativa. No osaba mirar á su novio
como si temiera que este leyese en su pensamiento.
—Dí, mi vida—seguía preguntando el ingeniero.—¿Y si se oponen á
nuestro amor?... Si nos separan ¿que harás tú?
La joven eludió la respuesta, diciendo con ternura:
—Yo te quiero mucho, Fernando. Te amo.
—Lo sé, y mi alma se llena de alegría al escucharte. Pero hablemos
seriamente: dejemos los romanticismos, como tú dices. Yo soy pobre y tú
eres inmensamente rica. ¿Serías capaz de cambiar tu vida de opulencia por
una existencia modesta al lado de un hombre de trabajo, que te amaría
mucho... mucho?
Pepita no pareció conmoverse ante el cambio de vida que la proponían,
ni sintió miedo ante la modestia de que le hablaba el ingeniero.
—Tú trabajarás, Fernando: tú serás rico.
Y lo decía con su convicción de muchacha feliz que no creía en la
posibilidad de la miseria; como si ésta estuviera reservada á gentes de otra
raza y no pudiese llegar á ella ni á ninguno de los que la rodeaban. Vivir sin
las ventajas de la riqueza, que la hacían ser la primera en todas partes, le
parecía un absurdo del que era innecesario hablar.
—¿Y si tus padres te ordenan que me olvides? ¿Y si nos separan?...
¿Serás capaz de resistirte á su voluntad? ¿Les desobedecerás para ser mi
mujer?...
Se agrandaron los ojos de Pepita con expresión de asombro, como si
escuchase algo inaudito, como si ante ella se abriese un peligro no previsto
ni imaginado, algo monstruoso que rebasaba los límites de lo humano.
—Te quiero, Fernando: yo no te olvidaré nunca.
Y no dijo más. Su novio la acosaba con preguntas. Quería conocer su
valor ante el futuro peligro, apreciar la fuerza de su voluntad, medir la
extensión de su amor; pero ella, con la cabeza baja, eludía tenazmente la
respuesta, siempre con el mismo juramento: «Te quiero, te amo.» ¿A qué
hablar de lo que aún estaba por venir? Ya pensarían los dos lo que debía
hacerse cuando llegase el momento.
Quedaron en un silencio doloroso. Ella parecía ofendida de que se le
quisiera obligar á violentas resoluciones: él pensaba de nuevo en el doctor,
en aquella guitarra trovadoresca de que le había hablado el burlón Aresti al
describir su vehemencia amorosa. Realmente, eran de razas distintas;
sentían las pasiones de diverso modo. Y el ingeniero adivinaba algo de
ridículo en su situación, como si realizándose las irónicas fantasías del
doctor acabasen de sorprenderle dando su serenata ante el hotel del
millonario.
Aún pasearon mucho tiempo los dos amantes. Deteníanse para
contemplar una flor rara, seguían con atención infantil los saltitos de los
pájaros corriendo por los andenes. Al enfriarse un tanto su apasionamiento,
se daban cuenta de lo que les rodeaba y veían por primera vez el jardín con
todas sus bellezas, como si hasta entonces hubiese permanecido oculto
entre nubes.
Sanabre deseaba irse. Comenzaba á caer la tarde y podía presentarse
doña Cristina. Pero al mismo tiempo pensaba con miedo en las horas de
angustia que le esperaban allá en los altos hornos, si se retiraba llevando
sobre el alma el peso de su decepción.
—¡Cuando menos, dime que me querrás siempre!—dijo cogiendo una
mano de Pepita, como si hubiese olvidado la protesta de antes.—¡Dime
que, ocurra lo que ocurra, no me olvidarás!
—Sí; te quiero: no podré olvidarte nunca.
Y dejaba su mano entre las de Fernando, sin resistirse, con la misma
tolerancia con que se entrega un objeto precioso al niño enfurruñado, para
consolarle. El ingeniero quería olvidar y acariciaba con arrobamiento
aquella mano que recordaba, al través de su figura, la potente garra de
Sánchez Morueta.
La intervención del aña interrumpió su embriaguez amorosa. El portero
acababa de abrir la verja y el automóvil de la casa, tras un retroceso para
reanudar su marcha, entraba lentamente por la avenida principal del jardín.
Corrieron los jóvenes, seguidos por el aña, hacia la entrada del hotel,
para salir al encuentro de doña Cristina.
Al descender ésta del automóvil y ver á Pepita con el ingeniero, miró
severamente al aña. Pero la mujerona le contestó con otra mirada arrogante
de vieja servidora, que se permite por su antigüedad no admitir repulsas.
Aquel señorito había venido de visita y se había paseado con Pepita por el
jardín, siempre bajo su vigilancia: ¿qué mal había en ello?...
Sanabre no pudo ocultar su turbación al saludar á la señora de su jefe.
Había venido para saber cuándo regresaría don José de su viaje.
Doña Cristina le contestó duramente. Podía haberse ahorrado la molestia
de la visita, preguntando por teléfono.
—Es que, además, deseaba ver á ustedes—dijo Sanabre.
—Muchas gracias—contestó con altivez la señora.—Agradezco su
atención. ¿Entra usted?...
Y con los ojos le daba á entender que podía retirarse.
La joven vió como se alejaba su novio, humillado y cabizbajo. Después
subió á su cuarto, esperando de un momento á otro la temible aparición de
su madre encolerizada.
No subió. Pepita creyó oír á lo lejos su voz temblona de ira y la
del aña que le contestaba con no menos acritud.
Por la noche, al reunirse en el comedor, doña Cristina miró á su hija con
insistencia, pero sus palabras fueron breves.
—Que sea la última vez—dijo—que recibas visitas, ni dentro de casa...
ni en el jardín. También es casualidad, venir ese... individuo, la misma
tarde en que te quedas sola, diciendo que estás enferma.
Y sus ojos parecían penetrar en la joven, como si quisieran escudriñar el
alma; pero Pepita permaneció impasible, con ese sereno disimulo que no se
aprende, que es instintivo en la mujer y se agranda con el amor.
VI

El amanecer era de verano, sin una nube en el cielo, delatándose la


proximidad de la salida del sol con un celaje de color de sangre que
apagaba el último parpadeo de las estrellas.
Despertaba Bilbao. Silbaban las locomotoras anunciando los primeros
trenes para Portugalete y Las Arenas, y pasaban corriendo por el Arenal,
con la comida envuelta en un pañuelo, los obreros que tenían su trabajo en
las orillas de la ría. El Nervión mostrábase entre la bruma de su profundo
cauce, con una brillantez azulada de acero. Dos anchas fajas de barro
marcaban en los malecones el descenso de la marea. Apagábanse en la
parte alta de la ría las luces de los anguleros, que durante la noche
iluminaban el cauce como una procesión de invisibles penitentes. Las aves
marinas, atraídas por el resplandor rojizo de la iluminación de la villa,
revoloteaban sobre los tejados y tendían sus alas hacia el mar, siguiendo la
tortuosa calle de la ría hasta la inmensa plaza del Abra.
Comenzaban á abrirse los establecimientos de la gente pobre; abacerías,
tabernas y bodegas. Sonaban los esquilones llamando á los fieles á misa y
como atraídas por ellos pasaban mujeres viejas, vestidas de negro, con
aspecto mixto de bruja y dueña, y ese tufo de ropa antigua, semejante al
olor de la piedra mohosa de los templos. A lo lejos contestaban á las
campanas el silbido de las locomotoras, el chirrido de los cabrestantes de
los barcos y los gritos de las cargueras que reñían por preeminencias en el
trabajo, al comenzar su vaivén de los buques á tierra, con la cabeza
abrumada por los fardos.
Por las calles comenzaban á rodar los carros de la sarama recogiendo el
estiércol: las vendedoras de fotes llamaban á las puertas repartiendo los
panecillos del desayuno.
Las criadas que pasaban por el Arenal con la cesta al brazo, camino del
mercado de San Antón, y las aldeanas que se detenían á descansar por un
momento, dejando en el suelo los cestos de verduras y las cantimploras de
leche, volvieron la cabeza hacia la Sendeja al oír el taf-taf de un automóvil.
El vehículo pasó veloz por la gran plaza, desapareciendo, ensanche
adelante, al otro lado del puente.
Las que eran de la villa, conocieron á la esposa y la hija de Sánchez
Morueta, sentadas tras el chauffeur de ancha gorra y aspecto extranjero; las
dos vestidas de negro, con mantillas que casi las cubrían los ojos.
Las criadas se abordaban haciendo comentarios. Aquella gente rica aun
madrugaba más que ellas. Irían á la iglesia de la Residencia á confesarse
con los padres jesuítas. Allí iba todo el señorío.
El automóvil aceleró su marcha por las amplias calles del ensanche,
desiertas á aquellas horas, y paró con violenta rapidez entre los carruajes
que estaban estacionados ante la iglesia del Sagrado Corazón, una obra
prodigiosa de confitería arquitectónica, en la que el blanco de las ojivas se
combinaba con el color rosa de los muros.
Doña Cristina no entraba nunca en aquella iglesia sin sentir un cosquilleo
de bienestar. Experimentaba igual satisfacción que si penetrase en un salón
elegante, donde sin esfuerzo alguno, con una dulzura casi voluptuosa y sin
molestos contactos, se ganaba la salvación del alma.
Reconocía una vez más el talento de los buenos Padres al admirar la
decoración del templo. Era gótico, pero no tenía la crudeza blanca, la
sobriedad desnuda de las viejas catedrales. La arquitectura ojival sé
convertía en polícroma: el oro y el bermellón chorreaban por los nervios de
los pilares, y los arcos apuntados: las bóvedas, eran azules con estrellas de
oro, como un cielo de teatro. Esta belleza, tan bonita, sólo podían
imaginarla los Padres de la Compañía.
Y la de Sánchez Morueta, pensaba en su pariente el doctor, como
siempre que había de indignarse contra alguna impiedad. Recordaba su
comparación del hermoso templo con el forro interior de uno de esos
baúles que usan las criadas, matizados de chillones colorines. ¡Decir tal
cosa, cuando todo estaba en aquella iglesia discurrido y ordenado para
comodidad y suave placer de los fieles! El órgano desgarrador y
tempestuoso había sido reemplazado por el armónium; en vez de los santos
negruzcos y horripilantes de la antigua devoción española veíanse
imágenes sonrientes de fresco charolado, correctas y distinguidas cual
corresponde á un culto de personas decentes; las lámparas de luz eléctrica,
en gran profusión, sustituían á los cirios humosos que con su olor de cera
daban mareos á las señoras.
Doña Cristina y su hija fueron pasando entre las filas de penitentes
arrodilladas á los lados de los confesonarios. Para ser verano estaba muy
concurrido el templo. Pero la de Sánchez Morueta reconocía la influencia
de la estación en la clase de público. Las señoras eran menos que en el
invierno. La gente baja, menestrales acomodadas, y viejas beatas de
medios de vida problemáticos, se aprovechaban del veraneo de las señoras
distinguidas, para apoderarse del templo bonito y de sus santos sacerdotes.
Pepita y su madre se arrodillaron cerca de un confesonario; el que más
gente tenía formada ante sus rejillas. Tardaría mucho en llegarles el turno
para la confesión.
Al reconocer á las dos señoras, hubo un movimiento de respeto y
curiosidad en la doble fila de mujeres arrodilladas, vestidas de negro y con
la mantilla sobre los ojos. Dos viejas se levantaron ofreciéndolas su puesto
en la fila. Doña Cristina hizo un signo de aprobación con la cabeza y
abriendo su portamonedas dió una peseta á cada una de ellas.
Las dos beatas se alejaron en busca de otro confesonario menos
concurrido. Realmente á ellas les agradaba poco el Padre Paulí á pesar de
su fama. Siempre escuchaba con impaciencia, cuando á través de la rejilla
percibía el olor agrio de las mantillas viejas. Mostraba prisa con aquellas
intrusas que se mezclaban en su elegante rebaño.
La madre y la hija, al verse cerca del confesonario, con sólo dos
penitentas por delante, abrieron sus libros de oraciones, y descansando las
carnosidades de su cuerpo sobre las piernas dobladas, aguardaron con
calma.
Doña Cristina experimentaba la emoción de la doncella que tiente la
proximidad del hombre amado.
El Padre Paulí era un varón famoso. La buena señora admiraba su
energía, su fuerza de voluntad, viendo en él algo de San Ignacio, que había
sido militar antes que santo y guardaba bajo su sotana la audacia del
hombre de guerra. No había más qué leer los papeles liberales, enterarse de
los escándalos que habían provocado, hasta en Madrid, las palabras y los
actos del Padre Paulí, para convencerse de que nadie trabajaba como él por
la causa de Dios. No iba con tapujos y miedos como muchos sacerdotes
que sólo hablaban de piedad y perdón para los enemigos, y de la dulzura de
Jesús. Era el jabalí de la Iglesia, que al verse en terreno favorable, en
aquella tierra donde crecía frondoso el bosque de la fe y de la sumisión
ciega, saltaba iracundo, repartiendo colmillazos á todos lados. «A los
enemigos de la religión, palo», decía con fiera arrogancia, que enardecía á
su laico auxiliar Fermín Urquiola.
No perdonaba medio para propagar sus belicosos propósitos. Sus
sermones en las grandes romerías, en las fiestas de la Asociación de la Vela
Nocturna y otras corporaciones que le tenían por director, eran arengas de
caudillo, hablando de matar ó morir como los paladines de las Cruzadas,
por el sagrado Corazón de Jesús. Su celebro folleto «A las señoras
católicas», publicado en vísperas de unas elecciones, había dado que hablar
hasta en el Congreso de los Diputados.
Era un hombre de lucha que iba recto á su fin, atropellando las doctrinas
religiosas para defender la religión. En su folleto tronaba contra el lujo de
las mujeres y el dinero que desperdiciaban en la caridad. Nada de vestidos
nuevos ni de limosnas; todo debían dedicarlo á las elecciones, á comprar
votos, á corromper la voluntad de la gente, para sacar triunfante al
candidato de Dios y deshonrar de paso aquella institución del sufragio, que
borrando las clases y colocando el pequeño al nivel del grande, trastornaba
las leyes de la antigua sociedad.
Doña Cristina recordaba los incidentes de la lucha ruidosa, en la que fué
victorioso caudillo el Padre Paulí. Las señoras, amenazando con no
comprar en los establecimientos cuyos dueños votasen al candidato liberal;
el dinero, entrando en los barrios populares como un veneno que
enloquecía á la gente y la hacía terminar sus disputas á palos y tiros; las
damas ricas, deslizándose en los tugurios de los miserables, arrogantes
como amazonas, con el bolso abierto y el paquete de papeletas electorales.
Y enfrente de este gran ejército manejado por el Padre Paulí, un candidato
de una buena fe paradisíaca, que hacía discursos sobre la regeneración
material de la nación y la política hidráulica, pidiendo canales y pantanos,
como si á un país cual Vizcaya, en el que llueve todo el año, pudiera
interesarle lo que sólo importaba á los maketos, en sus llanuras de Castilla
secas, bajo un sol de África. Hasta había comulgado solemnemente la
víspera de la elección, en una iglesia popular, para que su candidatura
perdiera todo carácter antirreligioso. ¡Infeliz! ¡como si estas habilidades
valiesen con la Iglesia que es maestra en ellas! ¡cómo si no supiesen los
buenos que quien no está á sus órdenes en cuerpo y alma, está contra ella!...
En esta lucha casi reciente, cuyo triunfo saborean envalentonadas las
gentes religiosas, y que esparcía en torno del enérgico jesuíta un prestigio
de caudillo invencible, había roto doña Cristina los últimos restos de la
intimidad puramente amistosa que aún existía entra ella y su marido. Los
liberales buscaron el auxilio de Sánchez Morueta, recordándole que había
peleado durante el sitio, y el millonario entregó mil pesetas para la
elección. El mismo día doña Cristina, con la amplia libertad de que gozaba
en el manejo del dinero, dió dos mil duros al Padre Paulí. Al conocerse en
Bilbao las dos ofrendas, cayó sobre Sánchez Morueta el desprecio y la
burla de ambos bandos. Doña Cristina tembló en el primer momento ante el
silencio de su esposo. Le parecía escuchar la risa irónica del doctor Aresti,
allá en las minas. Temía la explosión ruidosa del gigante que se veía
ridiculizado por una mujer, que no era para él más que una administradora
del hogar. Pero transcurrieron los días y siguió callando, como si pasada la
primera impresión de cólera, sólo le inspirasen desprecio aquellas
contrariedades, y no quisiera turbar con nuevas querellas el bienestar
animal que encontraba en su casa.
Doña Cristina también había perdido su primitiva inquietud al transcurrir
el tiempo y se mostraba satisfecha, sonriendo modestamente ante las
amigas que la felicitaban por este rasgo de independencia conyugal, para
mayor gloria de Dios. El elogio del Padre Paulí valía por todos los terrores
que le había hecho sufrir el gesto hosco de su marido. El jesuíta la comparó
en una reunión de señoras con las mujeres fuertes de la Biblia y con un
sinnúmero de santas, todas princesas ó consejeras de reyes. «Con señoras
tan valerosas, pronto volverá el reinado de Jesús sobre la tierra.» Urquiola
era otro panegirista que en las reuniones de jóvenes católicos ensalzaba,
entre risas, la gran treta que su tía había jugado á aquel marido gigantón
con cara de vinagre.
Después del ruidoso triunfo, la piadosa señora entraba en aquella iglesia
como si fuese su casa, creyendo que el compañerismo de la victoria y su
tan comentado sacrificio, la unían á los buenos Padres como si fuese de su
familia.
El confesor, después de despachar á varias penitentas, sacó la cabeza por
delante del sagrado cajón, lanzando una rápida mirada á la fila de señoras,
mientras musitaba algunas oraciones.
—Me ha conocido—pensó doña Cristina con orgullo—No tardará en
despedir á la que está delante.
Pensaba en la natural sorpresa del confesor al verla allí en verano. La
afluencia de veraneantes en Las Arenas y Portugalete, aumentaba el
servicio religioso en las iglesias de ambos pueblos, y ella, sólo de tarde en
tarde hacía sus visitas al templo de la Residencia. De seguro que el buen
Padre pensaba: «Algo extraordinario le ocurre á mi hija de confesión.» Y
así era efectivamente.
No peligraba la salud de su alma ni traía ningún grave pecado que la
abrumase con su peso. Pero el jesuíta quería que se le dijera todo,
absolutamente todo lo que alteraba el pensamiento de sus penitentas, único
medio de que éstas fuesen bien dirigidas, y ella llegaba para una confesión
extraordinaria, como esposa y como madre cristiana.
Primeramente, quería hablarle de cierta carta sorprendida en el despacho
de su esposo.
Sánchez Morueta había llegado el día anterior, después de una
permanencia de dos semanas en Francia, por asuntos del comercio:
millonarios extranjeros, que veraneaban en Biarritz y con los cuales había
de tratar nuevos negocios. Esto, según él daba á entender en sus escasas
palabras. Pero doña Cristina dudaba ya de todo desde que dos días antes de
que regresase el millonario, había encontrado revolviendo los papeles de su
mesa, una carta de color gris, perfumada de ámbar y con la firma de una
mujer, una tal Judith, que debía ser una pagana, una pecadora, á juzgar por
su nombre y su manera de escribir. Ella no había entendido gran cosa; la
letra era de rasgos desordenados y fantásticos y además estaba en francés.
Pero las pocas palabras que había podido adivinar, y más que esto, su
instinto femenil, la hicieron comprender desde la primera ojeada que era
una carta de amor, escrita con el mayor desenfado. ¡Qué asco! Toda la
castidad de doña Cristina, su horror á la carne vil, se revolvió al contacto de
aquel papel. No quiso verlo más y lo abandonó en el mismo sitio donde lo
había encontrado. Sabía lo necesario: su marido tenía una amante: tal vez
por esto pasaba tanto tiempo fuera de Bilbao...
En el primer momento, doña Cristina experimentó una sensación
desconocida; un deseo de protestar, como si fuese objeto de un robo. Sintió
por Sánchez Morueta un interés más grande que en los primeros tiempos de
su matrimonio. La mujer despertaba en ella irritada por la infidelidad. Tal
vez iba á conocer el amor á impulsos de la cólera. Pero aquello sólo duró
un instante: su alma, que parecía despertar é incorporarse, volvióse del otro
lado y continuó su sueño.
Si Pepe tenía una querida ¿á ella qué? Mejor: su indiferencia encontraba
una justificación. Viviría más segura en su castidad: se sentiría más fuerte,
pudiendo echar algo en cara á aquel hombre que parecía dominarla con su
silencio. Era lo que á ella le faltaba. Doña Cristina se había irritado muchas
veces por no poder alegar ninguna falta contra aquel hombre que vivía
tranquilo, sin acordarse de la religión, cerrando su casa á los ministros de
Dios.
De aquella carta pecadora le había quedado el principio impreso en la
memoria: «Mon gros loup cheri». ¿Qué querría decir esto? Y adivinando
algo horrible y grotesco á la par, como los diablos panzudos pintados en
ciertas estampas, sonreía en medio de su repugnancia, pensando en la
figura algo ridícula de su esposo, con su barba de patriarca, enamorando á
una de aquellas perdidas que se burlaban de los hombres, devorándolos.
Nada le importaba en el fondo este descubrimiento, pero quería
comunicárselo al Padre Paulí, y que éste la ayudara con sus consejos.
Además, tenía que hablarle de la niña, rogando que la diese un buen
repasón. Estaba en la edad de los caprichos y las tonterías, y ella, después
de la tarde en que la había sorprendido en el jardín con el ingenierillo,
sentía cierta intranquilidad. Hasta había efectuado un registro minucioso en
el cuarto de la niña, presintiendo cartitas escondidas, algo que revelase la
certeza del noviazgo. Nada había encontrado; pero le daba el corazón que
algo existía. Tal vez lo guardaba oculto la aña Nicanora, complaciente
siempre con la señorita.
Había terminado su confesión la señora arrodillada delante de ella, y
doña Cristina ocupaba ya la rejilla, esperando que fuese absuelta la del lado
opuesto. Se abrió por fin el ventanillo y Pepita vió por encima de los
hombros de su madre una sombra que murmuraba:
—¡Hola Cristina! ¡hija mía! ¿A qué obedece esta visita tan
extraordinaria?...
Pepita no oyó más: su madre pegó la cabeza á la rejilla, ahogándose las
palabras de la penitenta y el confesor en un confuso murmullo.
La joven, sentada sobre los talones, sintiendo de la dura carne juvenil la
incrustación de los tacones de sus botas, leía en su devocionario
automáticamente, mientras pensaba lo que diría al confesor.
Estaba junto á su mamá y llegaban hasta ella algunas de sus palabras
como un lejano susurro.
Pepita comprendió que su madre hablaba de una carta que debía
interesarla mucho, á juzgar por las veces que la nombró. La joven púsose á
temblar pensando en las que tenía ocultas, como una prueba de delito, allá
en su hotel de Las Arenas. Pero doña Cristina levantó la voz un poco más,
como si tuviese que hacer un esfuerzo para soltar algo penoso y Pepita la
oyó decir con gran dificultad, vacilando á cada sílaba «Mon... gros... loup...
cheri...»
No: aquello no iba con ella... ¿Pero por qué decía su madre tales cosas?
¿Qué lobo era aquel, en francés, que su madre llevaba tan trabajosamente
hasta los oídos del buen Padre? Y Pepita se mordía los labios para no reír,
sin saber ciertamente por qué le regocijaba esta frase que no había
encontrado nunca en sus libros cuando la enseñaban francés.
Luego cesó de oír. Hablaba el confesor, y su voz, ahogada por la rejilla,
gangosa y obscura por la costumbre del recato, llegaba hasta Pepita como
el balbucear de un pequeñuelo: «Ña... ña... ña». Debía reñir á la madre á
juzgar por lo encogida que ésta se mostraba, con la cabeza entre los
hombros, como si la abrumase el interminable regaño del confesor.
La voz de doña Cristina volvió de nuevo al oído de su hija:
—Es verdad Padre: yo tengo la culpa. ¡Pero es una esclavitud tan dura!...
Yo no he nacido para eso. Ya sabe usted que mi vocación me llamaba á
otra parte. Pero la juventud se engaña siempre y ¡era yo entonces tan
niña!...
Calló, y de nuevo volvió á susurrar como un aleteo el «Ña... ña... ña»
siempre con tono de reproche durante muchos minutos.
—¿Cree usted Padre—volvió á murmurar la señora—que no he hecho yo
nada por atraerle al buen camino? El día mejor de mi vida sería aquel en
que le viese al lado de los buenos, ayudando á Dios con los bienes que le ha
dado, aconsejándose de personas sabias y virtuosas como ustedes... Pero
Padre: usted no lo conoce; es inabordable; siempre me ha causado respeto y
miedo. Lo repito; yo no he nacido para esto: me repugnan los hombres.
Volvió á sonar el «Ña... ña... ña...» más imperioso, como si diese una
orden, y doña Cristina achicábase ante la reja, obediente á su director, pero
anonadada por el sacrificio que la imponía.
—Lo haré, Padre, lo haré. ¡Si supiera usted el asco que eso me produce!
¡Tan tranquila que yo vivía!... Pero obedeceré, ya que no hay otro remedio.
Dice usted bien: haberlo pensado antes de casarme. Son sacrificios que
impone Dios para la conservación del mundo: exigencias de la vil materia...
Obedeceré, Padre, ¡pero cuánto me cuesta! ¡qué repugnancia, Dios mío!...
El «Ña... ña... ña» tomó una expresión interrogante.
—Sí, Padre, sí: seré otra. Volveré como en otros tiempos, á preocuparme
de la envoltura terrenal. Espero que en el cielo me recompensen este
sacrificio. Copiaré las seducciones mundanas para servir á Dios.
El murmullo del confesor sonó largamente, como si diese consejos. De
vez en cuando, le interrumpía doña Cristina con sus afirmaciones de
penitenta sumisa.
—Así lo haré, Padre.
—¿Ña... ña... ña?
—Ya he olvidado esas cosas, pero procuraré acordarme de mis tiempos
de vanidad.
—¿Ña... ña... ña?
—¿Quiere usted que sea hoy mismo? ¿Después de haber recibido al
Señor?... Bien: porque usted lo dice. Será un nuevo sacrificio.
Callaron un instante el confesor y la penitenta. Doña Cristina volvió la
cabeza, como si descansase antes de entrar en la segunda parte de su
confesión; y al ver tan próxima á Pepita, fijos en el devocionario sus ojos
cándidos, se pegó más á la rejilla. La joven ya no oyó más que un lejano
susurro, sin distinguir una palabra.
Al terminar la confesión, la madre fué á arrodillarse en el centro del
templo y Pepita ocupó su puesto. Poco rato tuvo que esperar. El confesor
despachó rápidamente á la penitenta del lado opuesto, y volvió á abrir el
ventanillo.
—Hola, buena pieza. ¿Eres tú?—dijo cariñosamente á Pepita.—¿Ya has
hecho el acto de contrición? Pues á ver esos pecadillos, á hacer la colada
del alma, que aquí está el Padre Paulí para absolver á las niñas que son
buenas y sumisas.
Y mientras la joven iba soltando con automática regularidad los pecados
de siempre, murmuraciones en las visitas, mentiras sin importancia, deseos
de humillar á las amigas, desobediencias á su madre, miraba á través de la
rejilla al famoso jesuíta, su cara sin una arruga, la nariz aguileña, aquella
sonrisa dulce que parecía acariciar, pero que á ella le causaba cierto miedo,
como si fuese una tenaza irresistible que extraía las verdades por hondas
que se ocultasen.
—Bien, ¿y qué más?—dijo el jesuíta cuando ella se detuvo dando por
terminada la enumeración de sus pecados.
—Nada más, Padre. No recuerdo otros pecados.
—Rebusca bien en tu conciencia, hijita. ¿Nada de nuevo ha ocurrido en
tu vida desde la última vez que nos vimos? Piénsalo. Mira que con el Padre
Paulí no valen engaños: que hasta mí llega un pajarito que me cuenta todo
lo que hacen las niñas embusteras, y que yo sé cuándo me dicen la verdad y
cuándo me mienten.
Pepita comenzaba á sentirse intranquila ante la sonrisa interrogante y
maliciosa del confesor. Aquel hombre lo adivinaba todo, según afirmaba su
madre. Con él de nada servían los tapujos. Y su inquietud convirtióse en
miedo cuando vió que el sacerdote cesaba de sonreír y la hablaba con los
ojos en alto, con la misma voz solemne que conmovía desde el púlpito á la
distinguida muchedumbre de sus fieles.
—Oye, hija mía. Una vez érase una princesa más bonita que tú, y más
rica, pues sus padres eran reyes...
Y describía á la princesa ideal, sin perdonar el detalle de sus trajes, sus
carrozas y los galanes que mariposeaban en torno de ella.
—Un día, en un sarao de la corte, cuando más llamaba la atención por su
hermosura y su elegancia, danzando con el hijo de otro rey, los cortesanos
lanzaron un grito de horror. Por la boca de la princesa asomaba, y volvía á
ocultarse para aparecer de nuevo, la cabeza de una horrible serpiente...
¿Sabes lo que era aquella inmunda bestia? Pues un pecado que la princesa
había querido ocultar á su confesor y que tomaba la forma de un reptil para
no abandonar su cuerpo.
Y el Padre Paulí, con su voz trémula de predicador horrorizado, hacía
estremecer á la joven. El final de la historia no era más tranquilizador. La
serpiente acababa por morder en el corazón á la princesa, y la desdichada
descendía con el peso de su pecado á los infiernos.
—Vamos, hija mía—dijo el confesor tras una pausa, para recobrar su
sonrisa después de la historia horripilante.—Tú eres más buena que la
princesa: tú no querrás perder tu alma ocultando las faltas al confesor. Aquí
tienes al Padre Paulí que es un buenazo con las niñas que no mienten, pero
que tiene una correa para castigar á las que son malas y rebeldes. Vamos,
Pepita, como si hablases con una amiga; ya sabes que yo para tí, como si lo
fuera... ¡Tú tienes un novio!
—No, Padre—dijo Pepita con voz trémula, intentando todavía
defenderse.—Es un amigo... Un amigo, ¡pues!... que lo distingo de los
demás... que le tengo cierta simpatía...
—¡Vaya por el amigo!—exclamó bondadosamente el confesor.—Y este
amigo te escribe cartitas y tú las contestas á hurtadillas de mamá. No digas
que no: no mientas... ¿Callas? Quedamos, pues, en que existen las cartas y
en que os habéis visto y hablado en el jardín de Las Arenas. ¡Si es inútil
negar! ¡Si yo todo lo sé por el pajarito!...
Y el jesuíta insistía complacido en aquella ñoñez del pajarito, como si
fuese un supremo rasgo de ingeniosa malicia.
La joven acabó por confesarlo todo y el Padre Paulí tomó entonces un
tono solemne:
—Pues, hija mía; tengo que decirte que has cometido un grave pecado,
pero á tiempo estás de arrepentirte y purificarte de él. Lo has hecho,
indudablemente, sin saber lo que hacías, porque tú eres buena y espero que
el arrepentimiento te volverá á la gracia de Dios. ¿Tú sabes lo grave que
resulta tu falta? ¡Una muñeca como tú, una mocosa que debe vivir agarrada
á las faldas de su madre y no sabe una palabra de lo que es el mundo,
querer arreglarse por sí misma el porvenir, y engañar á mamá, escuchando
las proposiciones de un hombre, sin saber si éste puede ser del gusto de sus
padres y de las personas de buen consejo que los rodean! Vamos que
merecías una zurra, como las chicuelas malcriadas que hacen alguna
diablura.
Y su mano blanca se movía tras la rejilla con burlona expresión de
amenaza.
—Tú, que eres aficionada á lecturas como todas las jovencitas del día,
pídele á tu madre un libro titulado «La entrada en el mundo.» Si ella no lo
tiene, te lo dará tu primo Urquiola que seguramente lo sabe de memoria. Es
una obrita del Padre Bresciani traducida y arreglada por otros Padres no
menos sabios de la Compañía. Se la regalamos á los muchachos, cuando
salen con la carrera terminada de nuestra Universidad de Deusto y es una
guía completa de lo que debe pensar y hacer en el mundo todo joven
cristiano. El que la sigue al pie de la letra no necesita más para ser un
modelo de caballeros católicos y excelentes padres de familia. Lee ese
libro, Pepita: busca los capítulos que se titulan «La elección de estado» y
«Antes que te cases»... y verás lo que le corresponde hacer á la juventud
cristiana para conservar pura su alma y no ofender á Dios. Para la elección
de estado hay que meditar mucho antes, poniendo el pensamiento en Dios y
en la santísima Virgen, tal como lo dispone en sus «Ejercicios Espirituales»
el bienaventurado y glorioso compatriota nuestro San Ignacio de Loyola.
La esposa debe escogerse después de la oración, de la meditación, del
examen atento; y especialmente, ¡fíjate bien en esto, criatura!, «después del
consejo maduro y reiterado de vuestros amigos prudentes, de vuestros
maestros, y sobre todo, de vuestro director espiritual.» Así lo dice el libro.
Y el confesor recalcaba lo del director espiritual, como si éste fuese el
personaje más importante entre todos los citados.
—¿Qué es el director espiritual?—continuó.—El librito lo dice
claramente: «Es un segundo padre que la Iglesia os da para que dirija
vuestras almas. Dejaos guiar en todo por ese fiel amigo. Si los padres se
oponen á vuestro casamiento, creed que será por vuestro bien. Si os queda
alguna duda sometedla á la censura prudente de vuestros confesores, y si
éstos se oponen, resignaos; pues si las cosas no salen á medida de vuestros
deseos es porque saldrán conforme á la voluntad de Dios que es lo que más
os interesa. Eso del amor, no es más que galantería mundana, inventada
por poetas y novelistas defensores del pecado, que nunca puede dominar á
una alma cristiana.» Ahí tienes, chiquita, todo un compendio de sabiduría
que siguen los jóvenes al salir de nuestras aulas, y son felices. ¿Y esto, que
respetan y acatan muchachos con más barbas que un granadero, que poseen
toda la ciencia de nuestra Universidad, lo atropellas tú, muñeca ignorante?
¿Te atreves á buscar marido por tu propia cuenta y á tener amoríos, cuando
hombres que ostentan títulos académicos no osan poner los ojos en una
mujer sin venir aquí antes á decirme: «Padre Paulí, he pensado en Fulana ó
en Zutana: ¿me conviene?» y se van tan satisfechos de los consejos del
Padre, siguiéndolos fielmente?... ¡Ay, Pepita... Pepita! Bien se conoce que
en tu casa falta una buena dirección á pesar de que mamá es casi una santa.
Bien se ve que hay en tu familia hombres descarriados, como ese médico
loco de las minas que ha hecho infeliz á su pobre mujer, y que entran allí
gentes de todas clases que llevan con ellas la impiedad del siglo.
La joven sentíase anonadada, reconociendo de pronto la inmensidad de
su pecado. El confesor continuó con una sonrisa dulce:
—Y ese señor ingeniero que te ha trastornado el seso, será poco más ó
menos como tu tío el médico.
—¡Ay, no, Padre!—se apresuró á decir Pepita aprovechando la ocasión
para defender á su novio.—es muy buen católico: me lo dijo el otro día
cuando hablamos en el jardín.
—¡Hum, hum!—tosió el jesuíta—¿Dónde ha estudiado? En alguna de
esas escuelas donde sólo enseñan lo que llaman ciencia y que no es más
que puro materialismo, sin acordarse para nada de Dios. ¿Católico y no lo
conozco?... ¿Católico joven y no viene por aquí?...
—Me prometió que vendría, Padre. Dijo que se confesaría aquí; que se
inscribiría en los Luises, que haría todo lo que yo le mandase. Crea usted,
Padre, que no es malo.
—¡Je, je!—rió maliciosamente el confesor.—No está mal la resolución.
Pero nosotros, esas conversiones de última hora con vistas al matrimonio,
las miramos con desconfianza: dan siempre malos resultados. El Padre
Paulí es viejo y sabe mucho del mundo para que pueda engañarlo un
boquirrubio de esos á la moderna. Queremos en nuestro jardín árboles que
hayamos plantado nosotros, guiándolos desde que son tiernos... Y tú, hija
mía, ¡con qué calor defiendes á ese hombre! Veo que el peligro era más
grave de lo que creía. Si persistes en esa mala pasión, contra la voluntad de
tus padres y de tu director espiritual, estás en pecado y no podré darte la
absolución. ¿Entiendes?...
Tembló la joven ante esta amenaza, proferida con voz imponente.
—Pero tú eres buena—continuó el jesuíta cambiando de tono—y tú
obedecerás. Mañana me envías todas las cartas que tengas de ese hombre:
un paquetito á nombre mío y que lo entreguen al portero de la Residencia...
Y hoy mismo, sin excusa alguna, le escribes cuatro letras á ese individuo.
«Muy señor mío: por no disgustar á mis padres... ó por consejo de mi
director espiritual...» en fin, tú lo escribirás bien: las mujeres, tenéis talento
para esas cosas. Lo que importa es hacerle saber, de un modo que no deje
lugar á dudas, que todo acabó, que ya no te acuerdas de él, que lo pasado
fué una falta de la que te muestras arrepentida... ¿Estamos?
Pepita movió la cabeza afirmativamente, con los ojos llorosos, sin que
adivinase el confesor si esta emoción era por la pena del rompimiento ó por
el miedo que le inspiraba su pecado.
—¡Tonta! ¡tontita!—dijo para tranquilizarla.—¡Si todo esto es por tu
bien!... ¿Quién es ese hombre? Un cualquiera, un ingeniero como hay
tantos, un trabajador de levita, qué necesita de protectores como tu padre
para ganar la comida. ¡Mire usted que estaría bien, ver á la hija de Sánchez
Morueta casada con un ganapán, de esos que creen ser los hombres más
útiles de nuestro siglo, porque echan rayas y manejan números! Eso de las
princesas casándose con pastores, sólo se ve en las comedias. Aún es
pronto para casarte: cuando llegue tu hora, obedece á tus padres, á mamá
sobre todo, pues las mujeres saben más de estas cosas. Confía en el Padre
Paulí, que es tu amigo, tu segundo padre, y entre todos ya verás cómo te
elegimos un hombre que te hará feliz y aun elevará más tu rango en el
mundo.
Calló un momento el jesuíta, como si preparase un avance decisivo.
—¡Con unos muchachos tan distinguidos y de tanto porvenir que salen
de nuestra Universidad!... Una joven como tú—continuó—merece unirse
con una gran fortuna ó un gran nombre. Fortuna ya la tienes, por la bondad
de Dios, que ha derramado sus dones sobre tu padre. ¡Pues á casarse con un
muchacho de porvenir y de talento, que sea en lo futuro un hombre de
Estado, y se cubra de gloria sirviendo á Dios y á su país! Eso no es difícil
encontrarlo. Ahí tienes, por ejemplo, á tu primo Urquiola.
Pepita hizo un mohín de protesta. No: ese no.
—¿Por qué no, chiquilla? ¿Tienes algo que decir de él? Es uno de los
alumnos de punta que han salido de nuestra Universidad. Con una docena
como él, Bilbao sería nuestro por completo, y esta población aparecería
como otra Covadonga, desde la cual emprenderíamos la reconquista de
España encenagada en un liberalismo que es libertinaje, y olvidada de
Dios... Comprendo por qué tuerces el gesto: chismes y enredos de tertulia,
murmuraciones de las amigas, que por exceso de atracción en el pobre
Urquiola, sólo saben hablar de él. ¡Ya las arreglaré yo á esas
maldicientes!... ¿Y sabes por qué se ocupan tanto de Fermín? Porque éste
no pone los ojos en ellas; porque saben que hace tiempo se siente inclinado
hacia tí, con el amor honesto y respetuoso de un joven cristiano. Las que te
hablan contra él, es porque te tienen envidia.
Después de este hábil halago á la vanidad de la joven, continuó con una
expresión de bondad y tolerancia:
—Yo no digo que Urquiola sea un santo. Tampoco lo fué nuestro padre
San Ignacio antes de que le iluminase la divina gracia. Ya ves, era militar, y
con esto queda dicho todo. Tan vanidoso, tan enamorado de su persona y
de gustar á las damas, que al quedarle en la pierna un hueso saliente
después de ser herido en el cerco de Pamplona, se lo hizo aserrar, para que
no se notase bulto alguno en las altas y elegantes botas que entonces se
llamaban botas polidas... Urquiola es joven, y rebosa en él la energía, el
exceso de expansión y de fuerza que ha puesto al servicio de Dios. Yo no
digo que no cometa sus pecadillos; pero has de pensar, hija, que en el
mundo no somos todos iguales, que las faltas cambian según los medios de
vida de quien las realiza, y, por ejemplo, lo que es pecado en el hombre que
vive tranquilamente en su casa, rodeado de su familia, á la que debe dar
ejemplo, no lo es en el soldado que hace la guerra y va errante por el
mundo. Eso es Fermín; un soldado, un combatiente de la buena causa, y se
le deben dispensar ciertas cosas, porque las necesidades de la campaña le
obligan á vivir fuera de su mundo... Pero ya verás cómo cambia, cómo
sienta la cabeza el día que tenga á su lado una esposa cristiana, buena y
virtuosa. ¿Sabes por qué le miran con tanto agrado tus amigas? Porque
están seguras de su porvenir. Fermín será diputado en las primeras
elecciones, figurará en Madrid, ¡y quien sabe á lo que puede llegar, cuando
se cambie la suerte de esta nación, que seguramente se cambiará, de no
olvidarnos Dios!...
Callaba Pepita, sin hacer el menor signo de aprobación ó protesta ante los
palabras del jesuíta, y éste se detuvo, creyendo haber avanzado demasiado.
Por aquel día bien estaba con lo dicho.
—No creas que tengo un interés especial en que sea Urquiola quien haga
feliz tu vida. Tal vez tu mamá lo defienda con más tenacidad que yo, pues
de su sangre es y conoce sus méritos. Por mí, si no es ese, que sea otro. De
sobra los hay en la juventud brillante, esperanza de la patria y de la
religión, que sale de Deusto. Lo que yo quiero es que escojas como todas
las doncellas católicas y decentes, sin disgustar á tus papás y desobedecer á
tu director. Tú eres de una familia cristiana y debes seguir sus costumbres.
Mírate en el espejo de tus padres: se unieron con el consentimiento de sus
familias, sin violencias ni disgustos y la fortuna les sonríe, y son felices, y
tienen para su vejez un consuelo tan hermoso como tú, que eres buena y no
querrás amargar los últimos años de su vida.
Y el confesor hablaba gravemente, sin el más leve mohín, de la felicidad
conyugal de los Sánchez Morueta.
—Basta por hoy. He dicho á tu madre que vengáis por aquí con más
frecuencia. Ya iremos hablando de lo que te conviene, pues tiempo
tenemos de sobra. Esa almita anda algo loca y hay que tener mucho
cuidado con ella. ¿Quedamos en que me enviarás esas cartas, para que
nunca puedas volver á leerlas, cayendo de nuevo en el pecado?
—Sí, Padre.
—¿Escribirás hoy mismo á ese señor dando por terminadas para siempre
las locuras?
—Sí, Padre.
—Muy bien: vamos á la absolución.
Y musitando sus latines, el Padre Paulí bendijo á la joven al través de la
rejilla: después sacó la mano por el frente del confesonario para que se la
besase. Mientras abría el ventanillo opuesto preparando una sonrisa como
saludo á la nueva penitenta, Pepita fué á arrodillarse al lado de su madre.
Comulgaron tras una breve espera, después de rezar su penitencia y
salieron del templo, saludando con inclinaciones de cabeza á las amigas
que aún estaban arrodilladas ante los confesonarios.
El automóvil emprendió el regreso á Las Arenas siguiendo la ribera de la
ría que parecía irradiar fuego bajo el torrente ardoroso del sol.
Doña Cristina sonreía al paisaje, encontrándolo más hermoso que otros
días.
—¿Pero no has notado, Pepita, qué alegría da el recibir al Señor? Dí que
hemos empleado bien la mañana.
Al entrar en el hotel se entristeció el rostro de la señora, como si se
aproximase un peligro que quería olvidar.
Las dos mujeres se encerraron en sus habitaciones. Pepita pasó horas
enteras con la pluma en la mano, mordiendo la punta nerviosamente,
rompiendo pliegos sin que llegasen á satisfacerle las cartas que escribía.
Por fin entregó un sobre cerrado á la aña Nicanora, rogándola que aquella
misma tarde fuese á los altos hornos para entregarlo á don Fernando. Todas
las preguntas de la curiosa campesina fueron inútiles. La niña estaba de mal
humor y no quería contestar.
Doña Cristina permaneció invisible hasta la hora de la comida. Llamó
varias veces á su doncella que iba de un lado á otro, llevando dobladas
sobre el brazo muchas piezas de ropa interior y varios vestidos. Toda la
servidumbre cambiaba signos de asombro, como si en la casa ocurriese
algo extraordinario. Doña Cristina revolvía su olvidado guardarropa.
Al bajar Pepita al comedor, enfurruñada y triste por su esfuerzo epistolar,
no pudo contener la admiración, viendo á su madre.
—¡Pero, mamá! ¡Qué guapa estás! ¡Qué elegante te has puesto!...
Guapa... sí que lo estaba; con sus cabellos de oro peinados por la
doncella, y una capa de menjurgos de tocador que refrescaban, con
llamativa juventud, su madurez de rubia carnosa. ¿Pero... elegante?...
Llevaba un traje de seda clara, con los colores algo apagados y
polvorientos; una pieza magnífica que había llegado á Bilbao desde un
taller de la rue de la Paix cuatro años antes, cuando ella volvía ya la
espalda á las vanidades del mundo.
Había engordado mucho desde entonces: la seda del pecho, cruelmente
estirada, parecía próxima á estallar á impulso de los ocultos y comprimidos
globos; la falda, amplia en otros tiempos, se ajustaba como un mallón sobre
las caderas.
—Qué, ¿te parezco bien?—dijo la madre, pavoneándose como una niña
ante la admiración de su hija, que había conocido aquella moda y al verla
resucitar inesperadamente, sentía la extrañeza que causa una resurrección
histórica.
Al moverse doña Cristina sonaba el subversivo fru fru de sus finas ropas
interiores y se esparcían en el ambiente los perfumes que se había
prodigado con cierta indiscreción.
Sánchez Morueta que leía un periódico sin notar la presencia de su
mujer, acabó por levantar la cabeza.
—¿Qué te parezco, Pepe?—dijo ella con una sonrisa que contrastaba con
el temblor de su voz.
El millonario deslizó una rápida ojeada sobre su incitante esplendor de
fruto maduro.
—No estás mal—y fijó de nuevo sus ojos en el periódico.
—Ahora voy á volver á la elegancia. Quiero gozar la vida antes de que
llegue la vejez. Nuestra hija va á tener en mí una rival. ¿Qué dices á esto,
Pepe?...
—Harás bien:—y siguió leyendo, sin saber lo que leía, con el
pensamiento lejos, muy lejos.
La comida fué triste. El millonario había llegado de su último viaje con
un gesto melancólico, que desaparecía de pronto, dando lugar á extrañas
nerviosidades.
Él, que pasaba siempre por el hotel como un sonámbulo, sin reparar en
los detalles de la vida doméstica ni dirigir la palabra á la servidumbre,
venía regañando desde el día anterior con todos los de la casa, y bastaba
una respuesta para que cerrase los puños como si fuese á golpear á todos.
Pepita también estaba triste; pero le pesaba el silencio que reinaba en el
comedor y hacía preguntas á su padre sobre la vida de Biarritz, queriendo
que le describiera algunatoilette de las muchas que habría visto en aquella
sociedad elegante.
Sánchez Morueta se esforzaba por contestar á gusto de su hija. Era la
única persona ante la cual se abatía su mal humor. Hablaba con la cabeza
baja, evitando mirar á su mujer, sentada enfrente. Varias veces sus ojos se
habían encontrado con los de Cristina, fijos en él con una expresión
desconocida. Esta caricia muda que tenía algo de súplica, le causaba por su
novedad cierta molestia.
Después de comer, el millonario se entró en su despacho.
Cristina dejó pasar mucho tiempo y cuando los arpegios del piano la
hicieron saber que Pepita estaba en el salón, se dirigió con paso resuelto en
busca de su marido.
Tembló al dar un golpe en la puerta para anunciar su presencia. Se
acordaba de los cuentos de la infancia; de aquellas niñas medrosas que iban
en busca del ogro.
Al entrar en el despacho vió el gesto de asombro de Sánchez Morueta,
que creía en la llamada de un criado: notó el movimiento instintivo de sus
manazas, para ocultar bajo los papeles varios plieguecillos de diversos
colores que releía con gesto hosco.
Aquellas cartas ella las conocía. Por una asociación de recuerdos, volvió
á su memoria el «Mon gros loup cheri», y sin saber por qué, sintió una
tentación infantil de reír ante el gigantón de aspecto imponente; de
arrojarse á su cuello, repitiendo, como Dios le diera á entender, aquella
frase de cocotte, que debía encerrar algún misterio mágico para apoderarse
de los hombres.
—¿Qué quieres? ¿qué ocurre?—preguntó el marido con extrañeza.
¿Querer?... Bien se lo decían aquellos ojos agrandados por el lápiz de
tocador, en los que el instinto femenil ponía el fuego que no lograba dar la
pasión: los pasos felinos, de gata enardecida, con que se aproximaba entre
el susurro acariciador de sus ropas interiores.
Al estar junto á él, no supo qué decir ni cómo empezar y apelando al
recurso de la acción, abarcó en sus brazos de blancas carnosidades, los
hombros del temido ogro.
—¡Pepe... Pepe!—murmuró con voz tenue, como un gemido dulce.
Y su boca se abrió paso entre las barbas patriarcales, con besos
ardorosos.
El grande hombre vaciló un momento, atolondrado por la onda de carne
femenil que caía sobre él, por el perfume incitante que le envolvía, por los
labios suaves que buscaban los suyos, enredando la barba en los dientes de
láctea blancura.
Pero fué la debilidad de un instante, que pasó como una ráfaga. Su mano
poderosa apartó á la mujer, y ésta se sintió perdida, ante aquellos ojos fríos
que parecían no verla, como si su atención, su pensamiento, su alma,
pasasen por encima de ella para ir lejos, muy lejos.
Después, la voz del marido sonó en el silencio de la habitación, lacónica,
triste y monótona:
—Es tarde, Cristina, es tarde.
VII

Estaba el señor Goicochea á media mañana, trabajando en su despacho


contiguo al de Sánchez Morueta, cuando se incorporó en el asiento con
sorpresa, viendo entrar á su principal.
Tres días antes había salido para Biarritz, manifestando á su secretario
que tardaría unas dos semanas en regresar, y se presentaba
inesperadamente, con una cara que daba miedo. ¿Qué negocio se le habría
torcido al grande hombre, hasta el punto de hacerle perder su solemne
gravedad?...
Su voz sonaba trémula y algo aflautada; una voz de ira; sus ademanes
aparecían descompuestos, y lo que más asustaba al secretario, era que
hablaba mucho, que había perdido su concisión característica y vacilaba
envolviendo en palabras y más palabras sus tardos pensamientos.
—A ver, Goicochea; que lleven á casa el equipaje que está abajo. Avise
usted por teléfono que luego iré.... No, diga usted que no voy, que no me
esperen á comer. Iré á la noche. ¿Pero, qué hace usted ahí parado,
mirándome como un bobo?... ¡Eh, alto! no se vaya usted tan pronto. A ver,
¡que suba el Capi! Llame usted á don Matías. ¡En seguida; listo!...
Goicochea salió del despacho temblando, al pensar en el día que le
esperaba. Conocía el carácter de su gigante: pocas rachas, pero buenas,
como él decía. Sólo muy de tarde en tarde, le había visto perder la
serenidad y enfurecerse; pero guardaba un vivo recuerdo de sus arrebatos.
Cuando subió el capitán Iriondo, encontró á Sánchez Morueta paseando
casi á saltos por el despacho, como una bestia enjaulada, las manos atrás y
la cabeza baja. Tardó algún tiempo en ver á Iriondo, que no pasaba de la
puerta.
—Pepe, ¿qué tienes?—dijo el marino con el acento afectuoso de un
antiguo camarada.
—Nada: cosas mías, no te ocupes de mí.... Vas á llamar al teléfono de las
minas y que busquen á mi primo Luis, que le digan que venga en seguida.
—Pero, hombre, no será tan pronto como quieres. Gallarta está lejos: él
tiene sus ocupaciones...
—¡He dicho que venga en seguida!—gritó el millonario.—Dile que le
necesito al momento; que estoy enfermo, que voy á morir... cualquier cosa.
¡Que venga pronto!... Y Luis vendrá, porque me quiere de veras: es mi
único amigo.
—Está bien—gruñó el capitán.—Los demás somos unos perros.
Y encogiéndose de hombros salió del despacho. Sánchez Morueta siguió
su paseo á grandes zancadas, con la cabeza baja, como si fuese a embestir
contra los planos y modelos de buques colgados de las paredes.
De pronto se detuvo en la puerta de la habitación contigua, mirando con
ojos feroces al secretario, que se había escurrido hasta su mesa para
continuar el trabajo. El pobre hombre tembló al verse enfrente de su
irritado principal.
—Señor Goicochea: va usted a hacerme el... pinturero favor de largarse
inmediatamente. Necesito estar solo; váyase a tomar el sol, adonde le dé la
gana.... ¡al capacho! pero márchese en seguida.
Miraba al secretario de tal modo, que éste creyó que iba a recibir algún
golpe sí tardaba en obedecer. Y cogiendo el sombrero, salió
apresuradamente.
Las oficinas parecían desiertas. Todos los empleados se encorvaban ante
sus papeles, temblando al oír tras de los cortinajes aquella voz furiosa, que
matizaba sus órdenes con interjecciones y juramentos verdaderamente
extraños en tan grave personaje.
En el escritorio se hizo el mismo silencio de las casas donde existe un
enfermo. Sánchez Morueta, después de una hora de incesantes paseos, se
dejó caer en uno de los sillones ingleses, anchos y profundos, tocando antes
un botón eléctrico.
Entró un ordenanza con aire azorado.
—Tráeme un café.... pero bien fuerte.
Cuando llegó el café, Sánchez Morueta fumaba un cigarro enorme, uno
de los habanos que le enviaban de Cuba, elaborados directamente para él,
con su nombre y su retrato en la sortija, y cuya adquisición era motivo de
orgullo entre la gente menuda que laboraba en la Bolsa ó en los negocios
de minas.
Transcurrió otra hora, sin que el millonario diese señales de existencia.
El timbre sonó de nuevo en el silencio del escritorio y corrió el criado al
despacho.
—Trae otro café.
Sánchez Morueta fumaba el tercer cigarro, á juzgar por las dos colillas
arrojadas á sus pies, sobre el pavimento de madera encerada, tersa como un
espejo. Los balcones estaban cerrados, tal como los había encontrado al
llegar, y el ambiente se llenaba de humo, se hacía irrespirable, sin que él se
diese cuenta de ello.
Mucho después de medio día, cuando los empleados se deslizaron sin
ruido para ir á comer á sus casas, volvió á trotar el criado hacia el
despacho, atraído por el timbre.
—Dile al capitán que suba—dijo el millonario.
—Don Matías no está, señor—contestó el criado.
Por primera vez se le ocurrió á Sánchez Morueta mirar el gran reloj de la
chimenea. ¡Cómo había pasado el tiempo! Y más por la fuerza de la
costumbre que por necesidad, quiso comer, ya que á aquella hora todos
hacían lo mismo.
—Ve á donde el Suizo y trae la comida. Lo que te den... lo que á tí se te
ocurra. Sobre todo, un buen café: no lo olvides.
Cuando volvió el criado con una gran bandeja llena de platos y
coberteras brillantes, la atmósfera del despacho era más densa. El
millonario seguía fumando, inmóvil en su sillón, con la vista vaga y como
perdida en un punto lejano, muy lejano.
Apenas tocó los platos que el criado colocaba sobre una mesa. Bebió un
poco de vino, probó la fruta y se abalanzó por fin al café, como si éste
fuese su único alimento. Después hizo seña al criado para que se llevase los
platos casi intactos.
—Mira, hijo mío—dijo con dulzura inesperada.—Llévate todo eso;
cómetelo y que de salud te sirva.
Al quedarse solo encendió otro cigarro, adoptando en su sillón aquella
inmovilidad en la que parecía soñar con los ojos abiertos.
Sánchez Morueta no supo ciertamente si llegó á dormirse. Era un sopor
dulce que no le hacía perder de vista cuanto le rodeaba. Pero en esta
actitud, el tiempo transcurría para él inadvertido, y sentía el bienestar del
que en nada piensa.
Cuando, á la caída de la tarde, entró el doctor Aresti en el despacho, el
millonario se reanimó, volviendo de un golpe á la vida.
—¡Esto es un horno!—gritó el médico,—¡Aquí no se puede respirar; qué
humareda; parece un incendio!
Y se fué á los balcones, abriéndolos para que se disolviera la nube de
tabaco en que se envolvía su primo.
—¿Qué pasa?—dijo Aresti cuando pudo respirar con algún desahogo.—
¿Qué te ocurre, Pepe? ¿Estás enfermo? A ver esa cara...
Y después de examinar el rostro de su primo, hizo un gesto de asombro.
Efectivamente; algo malo le ocurría. Parecía aviejado de un golpe en más
de diez años: los pómulos salientes, los ojos hundidos, con una expresión
de tristeza y desaliento. Además revelaba una gran fatiga física, como si no
hubiese dormido en algunas noches.
—¡Vamos á ver; ¿qué tienes? Cuenta, hijo, cuenta.
Sánchez Morueta sintió el mismo dolor que si de pronto se abriesen en él
ocultas heridas. La presencia de su primo despertaba los pensamientos
dolorosos, adormecidos por la embrutecedora somnolencia.
—¡Ay, Luis!—suspiró el gigante con un acento casi infantil, cogiendo,
las manos de su primo.—Mi vida terminó. Han matado todas mis
ilusiones... ¡Se fueron!... ¡se fueron!
Y se abandonaba, como si quisiese caer sobre Aresti, abrumando la
pequeñez del doctor con su corpachón.
—¡Energía, Pepe! ¿Qué es esto, que te desplomas como una señorita
desvanecida? ¡Firmes, vive Cristo! Sólo te falta echarte á llorar como los
chiquillos. A ver: serenidad, y suelta todos tus pesares. Veamos por qué
crees terminada tu vida, cuando eres el hijo de la suerte.
El millonario fué á hablar, y Aresti le interrumpió de nuevo:
—Por lo que pueda convenirte, te advierto que Fernando, tu ingeniero,
aguarda ahí fuera. Lo he encontrado en la estación del Desierto, y al saber
que habías llegado vino conmigo. Quiere hablarte: dice que te esperaba con
impaciencia.
Sánchez Morueta hizo un gesto de desprecio. Que aguardase. Algún
asunto urgente de la fundición. ¿Qué le importaban á él los altos hornos, y
las minas y los barcos? Que se perdiese todo: que se lo llevase la mala
suerte. ¡Para lo que servía la riqueza!... Y revolvía sus ojos furiosos por los
planos y modelos del despacho, como si maldijera del poderío industrial,
haciéndolo responsable de su desgracia.
En aquel momento aborrecía al muchacho que esperaba en las oficinas.
¡La juventud! ¡la insípida y antipática juventud! Aquel ingenierillo no tenía
otros medios de vida que los que él le diese: ni riqueza, ni poder, y sin
embargo, era posible que por sus pocos años, por su cara de madamita con
bigote, no le ocurriera lo que á él con todos sus millones. ¡Cristo! ¿Para qué
servía, pues, el dinero?
Aresti se impacientaba.
—Bueno, hombre: deja en paz á ese chico, y si no quieres verle en
seguida, que aguarde. Pero cuéntame, Pepe ¿qué te pasa?
—¡Judith!...—gimió el millonario.—Ya sabes quién digo...
Y vacilaba antes de seguir hablando, como avergonzado de revelar su
tristeza.
—Sí, Judith—dijo Aresti animándolo para que hablase.—Aquella
francesa, ó judía, ó lo que sea, de la que me hablaste con entusiasmo... la
madre de aquel niño tan hermoso... el hijo del amor. Estoy enterado. ¿Y
qué ha hecho la tal Judith? ¿Alguna perrada? ¿La has sorprendido con
alguien? ¿Ha huido y no sabes dónde está? Habla, hombre: cuenta sin
miedo. Ya sabes que soy tu confesor y por mucho que me digas, nada me
cogerá de sorpresa.
Aresti hablaba con tranquilidad, como si desde mucho antes esperase lo
que su primo iba á contarle; seguro de que aquella novela de amor,
desarrollada en el ocaso de la madurez, había de tener un desenlace triste.
Sánchez Morueta comenzó á hablar con lentitud, como si le doliese, con
profundo desgarrón, el remover sus recuerdos. Pero, pasado el primer
dolor, se animaba, se enardecía, embriagándose en la amargura de su
desgracia.
Había conocido por primera vez el tormento de los celos. Desde algunos
meses antes, se mostraba triste, con nerviosidades y arrebatos impropios de
su carácter. ¿No lo había notado Aresti?
De pronto tomaba el tren para presentarse por sorpresa en aquel hotelito
de Madrid, nido ilegal y misterioso de su felicidad.
Varias cartas anónimas le habían avisado las infidelidades de Judith.
Alguna buena alma que conocía su dicha y deseaba turbarla: tal vez una
antigua compañera de la divette, envidiosa de su bienestar. Y el grande
hombre de la industria, aquel pastor de millones que tenía miles de brazos á
sus órdenes y flotas en el mar como un príncipe de la moderna realeza,
había descendido durante algunos meses á una vida de espionaje, de
astucias miserables, para convencerse de la certeza de las denuncias.
—¡Ay, el amor, Luis!—exclamaba.—¡Cuán pequeños nos hace! ¡Cómo
nos envilece cuando llega tarde, á una edad en que queremos, sin la certeza
de que nos quieran!... Ahora me avergüenzo, pensando en las cosas á que
he tenido que descender. ¡Y si no fuese más que esto!...
Al llegar el verano, Judith había ido, como de costumbre, á una casita
que el millonario le había comprado en Biarritz. Así la tenía más cerca de
Bilbao. Allí se había convencido de que no le engañaban los misteriosos
avisos.
Hablábanle éstos de cierto individuo de existencia cosmopolita,
un monsieur Jules, joven, hermoso y elegante, de problemática vida; un
aventurero que invernaba en la Costa Azul, sirviendo de croupier en los
casinos de Niza, Menton y Monte Carlo, y en verano pasaba á las
estaciones elegantes de los Pirineos. Judith parecía conocerle mucho
tiempo. Era más joven que ella, y con el furor de una hembra que se da
cuenta de su próximo ocaso, se agarraba á aquel profesional de la
hermosura viril que, satisfecho de su persona, dejaba que las aventureras de
las estaciones de placer se disputasen el honor de acapararlo, con toda clase
de concesiones y sacrificios.
Sánchez Morueta, después de la lectura de los anónimos, recordaba haber
oído su nombre de labios de Judith en los momentos de abandono,
hablando de él como de un amigo antiguo. Sabía, además, que el
aventurero había pasado largas temporadas en Madrid ocupando su sitio,
todavía caliente, apenas emprendía el regreso á Bilbao. Ahora se daba
cuenta de las peticiones de Judith, cada vez mayores: de aquel afán de
riquezas, de «asegurar su posición», como ella decía, con una voracidad
creciente, como si la guiase un oculto consejero.
El millonario no lamentaba su generosidad. ¡Qué podía importarle este
chorreo de riqueza que no marcaba la más leve desnivelación en su fortuna
y le proporcionaba la dicha! Lo que le enfurecía haciéndole abandonar su
asiento con nervioso salto, era el recordar lo ridículo de su situación. Él,
Sánchez Morueta, un hombre en pleno vigor, y que á tantos causaba miedo,
¡convertido en ese tipo grotesco del anciano verde, engañado y pagano,
eterno personaje de todos los cuentos y las comedias parisienses! Él había
sido le vieuxdel que se ríe la pareja joven, enamorada y feliz, mientras
devora alegremente sus billetes de Banco. ¡Dios de Dios! ¡Y por respeto al
nombre que llevaba, por miedo á la familia y á las malditas conveniencias
sociales, había salido de la triste aventura sin matar á ninguno de los dos!...
—¡Pero, hombre, siéntate!—decía el doctor asustado al verle ir y venir
por el despacho como un loco.—No golpees los muebles. Ya sé que de un
puñetazo eres capaz de romper esa mesa. No los has matado y has hecho
muy bien. ¿Acaso eres tú el primero, ni serás el último, de quien se burle
una pájara de esas? Sigue contando... sigue.
Tardó el millonario algún tiempo en recobrar su calma, y al reanudar el
relato pasó de un salto á la escena final de su novela amorosa, á la última
entrevista con Judith dos noches antes, en aquel hotelito de Biarritz donde
había pasado los mejores veranos de su vida.
Sánchez Morueta había llegado sin avisarla, sorprendiendo al monsieur
Jules casi ocupando su sitio. Realmente la sorpresa no había sido completa.
No le había visto: sólo había adivinado su presencia en el desorden de la
habitación, en los detalles que revelaban una fuga rápida, mientras la
doncella de Judith le entretenía ante la puerta cerrada.
Después, la escena había sido horrible entre él y su amante. ¡Ay, la mala
hembra! ¡Qué franqueza tan cruel la suya! ¡Qué deseo de acabar de una
vez, de plantearle descarnadamente lo anormal y repugnante de la
situación! Podía haber seguido engañándole; negar una vez más;
mantenerlo en la dulce ceguera que le adormecía, sin fuerzas para buscar la
verdad. «Vivimos de mentiras: sólo el engaño es dulce», decía ella en las
horas de abandono, cuando en brazos de Sánchez Morueta recordaba su
pasado de aventuras. Pero ahora ya no quería mentir; estaba enamorada de
su Jules, enamorada frenética, con celos de fiera al ver que se lo disputaban
otras más jóvenes; y para atraérselo para siempre, legalizando su situación,
no vacilaba en atropellar al amante rico, en destrozarle el alma con su
cínica franqueza.
¡Ay, cómo adoraba á aquel bergante, sólo porque era joven y guapo!
¡Con qué insolencia había proclamado su pasión!... El millonario
revolvíase con furia al recordar la escena. Veía los ojos de ella, de una
provocación insolente, unos ojos de loba en celo y aún creía oír sus
desgarradoras palabras, en la jerga internacional que tanto le regocijaba en
los primeros tiempos de su amor.
—Sí, mon vieux. Lo estimo, lo amo. Con el amor no se badina pas. Si tú
me quieres, sea; pero no has de atormentarme con celos; has de ser amigo
del pobre Jules. Y si no, la puerta está abierta. Será lo mejor. Voilà.
La cínica proposición había hecho rugir al gigante, levantando sus zarpas
con furor homicida. Pero ella ¡la maldita! tenía la tenacidad glacial, la
audacia insolente de las malas hembras que nacen para ser asesinadas. Le
miraba insultante, con la boca apretada y un gesto de desafío.
—Sí, pégame; eso es muy español. Mátame, como matan en tu tierra á
las mujeres, cuando no quieren amar. Anda, don José; ya estamos en el
final de Carmen. ¿Dónde guardas la navaja?...
Él había sentido desplomarse de un golpe todo su furor. Se dió cuenta de
su debilidad, de su insignificancia ante aquella hembra curtida en los
peligros de la existencia errante. Y lloró como un miserable, suplicó
vilmente para que no lo abandonase. Hasta creía recordar que se había
arrodillado, agarrándose á sus piernas, sintiendo la desesperación de perder
aquella carne adorada, cuyo tibio perfume parecía despedirse de él al través
de la batista que la cubría.
Sánchez Morueta, hablaba á su primo con la cabeza baja, como un
criminal, que, con voz sorda confiesa su crimen, y únicamente cerrando los
ojos adquiere la fuerza necesaria para seguir mostrando su conciencia.
Había sido un miserable. Le repugnaba el recuerdo de su debilidad, las
lágrimas con que había mojado durante toda la noche el cuello insensible
de aquella mujer.
Ella se había apiadado del dolor del gigante, de la mueca desesperada del
pobre patriarca, y con la conmiseración maternal que siente toda mujer por
un hombre que llora, lo había tomado en sus brazos, apoyándole la cabeza
en uno de sus hombros desnudos, acariciándole las barbas encanecidas.
La gratitud y la lástima la hacían ser bondadosa, con palabras de triste
consuelo. ¡Ah, gros coco! Había que tomar la vida tal como se presenta;
aceptar las cosas buenamente, sin empeñarse en pedir imposibles. Cada uno
se enamoraba á su hora. Él la quería, siendo casi un viejo: ¿por qué se
extrañaba de que ella, siendo joven, tuviese también su momento de
debilidad, enamorándose de aquel Jules que poseía para las mujeres un
encanto malsano y dominador?
Se luchaba por la vida, por librarse de la pobreza, y cada cual trabajaba á
su modo, sin acordarse del corazón, para asegurar su porvenir. Pero
después, con el bienestar llegaba la dulce tontería del amor. Esto había
hecho él, pasando la juventud absorbido en la caza de la riqueza, para
enamorarse como un muchachuelo, en la época en que otros no tienen
ilusiones. Lo mismo le ocurría á ella al ver asegurado su bienestar, y
convencerse de que su juventud marchaba hacia el ocaso. ¿Por qué no
había de conocer su verdadero amor con sus penas y alegrías después de
haberse rozado insensiblemente con tantos hombres?... ¡Ah mon vieux!
Había que tomar la vida con serenidad filosófica. A cada cual su turno.
Después intentaba consolarle hablando del pasado. No debía
desesperarse el enorme bebé que se adormecía llorando sobre su hombro.
Podía afirmar que había sido amado más que muchos otros. Primeramente,
le había querido con una simpatía pálida y pasiva, porque era bueno con
ella, porque la había sacado de su antigua vida de artista errante, dándola la
respetabilidad y el bienestar de una mundana que se retira. Después le
había admirado, con una admiración rayana en el amor, al apreciar su poder
para los negocios, su fuerza creadora que hacía nacer nuevas industrias, el
poder mágico, que esclavizaba el dinero, la inteligencia que hacía danzar
los millones, sin que ninguno se saliera de línea. Ella adoraba á los fuertes,
y le hubiera amado siempre, de no presentarse el otro, con algo que no
podía explicar. Tal vez era el encanto de la corrupción y de la juventud, que
la enardecía, haciéndola cometer locuras; pero aun así confesaba que no
podía compararse aquel hombre con su viejo tan bueno y tan generoso...
¿Por qué no había de aceptar el obstáculo como lo hacían otros? Aún
podían ser felices: los tres vivirían en santa calma sabiendo respetarse. Ella
no olvidaba que poseía una fortuna, gracias á él: era buena muchacha y
haría lo necesario para que su protector no sufriese. Pero el millonario
contestaba con voz quejumbrosa, impotente ya para revolverse.—«Yo solo,
yo solo.» Judith se indignaba. ¡Grosse bête, va! Lo que él pedía era
imposible. Ella no podía separarse del que amaba, y tampoco quería mentir:
ella tenía corazón.
El doctor interrumpió á su primo, que se complacía con doloroso deleite
en detallar los recuerdos de aquella noche.
—¿Pero, y el niño? ¿Y el hijo del amor?—preguntó con cierta ironía.
Sánchez Morueta miró al médico con unos ojos que pedían piedad.
Recordaba el entusiasmo con que había hablado á Aresti del pequeñín:
renacían en su memoria las palabras al describir su belleza delicada: «un
verdadero hijo del amor, tan hermoso que en nada se me parece.»
—No te burles, Luis, es una crueldad. Tú lo adivinaste, sin duda, cuando
te hablé de él. También esta ilusión ha desaparecido. No queda nada...
nada. Esa mujer no deja el menor rastro de su paso por mi vida. Se lo ha
llevado todo... todo.
Y recordaba, cómo por segunda vez sintió el instinto homicida al ver la
sonrisa burlona con que acogió ella el recuerdo del pequeñuelo. ¡Ah, la
cruel! ¡Con qué sencillez le había arrebatado la última ilusión, diciéndole
que no era hijo suyo, comparando su belleza delicada con la de aquel
tunante que llenaba su pensamiento! ¡Qué tirón tan doloroso en su alma!...
Esta vez, Judith, á pesar de su insolencia, había sentido miedo ante el gesto
desesperado de su viejo. Pero ¡ay! aquella mujer de carácter doble é
inexplicable era invencible. De sus crueldades, hacía un mérito.
Manteniendo en el millonario la ilusión de la paternidad, podía seguir
explotándolo. Así se lo había aconsejado su amante. Pero ella era una
buena muchacha y no quería mentir cuando llegaba la hora de las
explicaciones. Aun pretendía que su antiguo protector le agradeciese la
cruel confesión. No: el niño no era su hijo. Y lo repetía satisfecha, como si
de este modo afirmase más sus derechos sobre el hombre amado,
colocando el pequeñuelo como un compromiso eterno entre ella y elamante
de corazón.
Sánchez Morueta salió de aquella casa con el alma rendida por los
crueles descubrimientos. ¡Ni amor, ni hijo! Sólo la convicción del fracaso;
la tristeza de haber creído en una dicha que él mismo se forjaba
engañándose, y un profundo desgarrón en su dignidad, el arañazo del
ridículo en que había vivido durante varios años, que él creía los mejores
de su existencia.
Vagó todo el día por Biarritz como un sonámbulo. Por la noche, el deseo
amoroso fué más fuerte que su voluntad, y sin darse cuenta de á dónde se
dirigía, se vió de pronto llamando á la puerta de Judith.
Fué en vano. Ella temía, sin duda, la repetición de otra noche como la
anterior: sentía miedo, y tal vez cansancio de luchar con la pegajosidad de
un amor desesperado. Nadie le respondió. Judith había huido con su amante
y el pequeñuelo. Adiós, para siempre. La ilusión de varios años
desaparecería sin dejar rastro.
—Más vale así—dijo el doctor.
—Sí: mejor es que haya huido.
Sánchez Morueta se avergonzaba al pensar en su cobardía de la segunda
noche. Se tenía miedo á sí mismo. Adivinaba que, viendo de nuevo á
Judith, hubiese pasado por todo, se habría sometido á una situación
envilecedora, á cambio de conservar algo de la antigua ilusión, una sombra
de felicidad á la que agarrarse.
Se hizo un largo silencio. El millonario, después de terminado el relato,
se hundió en el sillón, anonadado, sin fuerzas, como si al echar fuera de sí
el peso doloroso de los recuerdos, cayese sobre él, de un golpe, el
cansancio de la noche anterior pasada en vela, el desfallecimiento del
hambre.
—Y ahora, ¿qué piensas hacer?—preguntó Aresti.
—¿Y tú me lo preguntas?—dijo con desaliento el millonario.—¡Qué sé
yo! No puedo pensar. Dímelo tú, que sabes más de la vida. Desde anoche
que no tengo otro deseo que verte: me faltaba el tiempo para llegar aquí y
llamarte. Tú eres lo único que me resta...
Y miraba al doctor con ojos suplicantes, mientras éste se encogía de
hombros, dudando de la eficacia de sus remedios para salvar á su primo.
—Me siento mal, Luis—dijo quejumbrosamente Sánchez Morueta.—Yo
me conozco. Este disgusto no quedará aquí: sentiré sus consecuencias más
adelante... ¿Qué voy á hacer? ¿Qué me aconsejas? ¡Por tu vida, dímelo!
Y suplicaba con acento desesperado, tendiendo sus manos, como un
ciego que no osase moverse é implorase un guía.
—¿Qué quieres que te aconseje?—dijo el médico.—Lo que yo te puedo
decir, te lo diría cualquiera. ¿Piensas buscar á esa mujer?...
El millonario hizo un gesto negativo. No, ¿para qué? Aquello había
terminado. No podía olvidarla; eso nunca: le dolía la decepción, pero el
mismo odio con que pensaba en ella, era un signo de que no tan fácilmente
iba á librarse de su recuerdo. Sufría en silencio, intentando curarse: sería un
hombre y, en los momentos de desaliento, el recuerdo del ridículo en que
había vivido bastaría para darle fuerza. Pero, ¡ay! ¡cómo le aterraba la
soledad de aquella existencia que aún le quedaba por delante! ¡Qué miedo
le causaba la monotonía de una vida sin ilusiones!
—Vaya, Pepe: no hay que ser niño—dijo el doctor con autoridad.—Ni
estás solo, ni te hallas tan falto de afectos. ¿No deseas mi consejo? Pues ahí
lo tienes. Vuelve los ojos á tu casa: procura unirte á tu familia. Invéntate
una felicidad para tu uso, como esa que te forjaste al lado de una
desconocida. Imagínate que tu mujer te adora, y aunque no sea cierto, esa
mentira resultará menos dolorosa que la otra, pues no conocerás la
infidelidad, ni los celos.
El millonario movió tristemente la cabeza. ¡La familia! ¡Su mujer!
También esta retirada era imposible por culpa de aquella mala hembra.
Entre él y Cristina se habían agrandado las distancias; no podía esperar
una reconciliación. Él, en su enardecimiento amoroso, no había negado los
hechos la tarde en que su esposa le sorprendió en su despacho. Y con la
falta de escrúpulos del dolor, relataba á Aresti su escena con Cristina, la
frialdad con que había acogido sus caricias, y después, la explicación
tempestuosa entre los dos: ella echándole en cara su infidelidad: él
aceptándola con altivez, como una consecuencia de la separación moral en
que vivían.
El doctor le escuchaba pensativo.
—¿Cristina fué en busca tuya?—preguntó con cierto asombro.—Pues
vuelve á ella y la encontrarás. No te asustes por lo ocurrido entre vosotros.
O te buscó porque en ella ha despertado un repentino afecto por tí (y
permite que te diga que esto es extraordinario) ó porque alguien se lo ha
mandado. De un modo ú otro, vuelve: ella te aceptará.
Sánchez Morueta le miraba con incertidumbre.
—Vuelve, hombre—continuó el doctor:—es la única solución que puedo
ofrecerte. Ya sé que esto no es gran cosa para tí, con esa necesidad de amor
que sientes cerca de la vejez; pero siempre será un remedio para llenar ese
vacío de tu vida que tanto te asusta. Si yo estuviera dentro de tu piel
encontraría otros medios para emplear mi actividad, fabricándome
ilusiones. ¡Ah, si yo tuviese tus riquezas y tu poder!...
El millonario adivinaba el pensamiento de su primo, acogiéndolo con un
gesto desdeñoso. ¡Dedicar su vida á los de abajo: ser una especie de santo
laico que empleara su fortuna, no en limosnas infecundas, sino en
emancipar moralmente á los parias del trabajo, proporcionándoles el pan de
la instrucción! ¡Fundar grandes escuelas, universidades, etc., como aquellos
ricachones de que hablaba el médico!... ¡Bah! ¿Y qué placer podía
proporcionarle esto?... Su egoísmo profundo de hombre de presa, sin otros
ideales que la vanidad y el goce de su persona, se reía del doctor. En el
mundo sólo tenía importancia lo que se relacionase con él. ¡A ver cómo no
reventaban todas las gentes por cuya triste situación se preocupaba su
primo! Si él era infeliz con toda su fortuna, ¿por qué habían de ser dichosas
semejantes garrapatas?...
Otra vez volvió á hacerse un largo silencio entre los dos. Terminaba la
tarde; á lo lejos sonaba la sirena de un vapor. El buque en marcha hizo
acordarse á Aresti del ingeniero que esperaba afuera, en las oficinas, más
de una hora.
—Pepe... ese muchacho. Te advierto, para que no te coja de sorpresa, que
viene á despedirse de tí. Se marcha de Bilbao. Hemos venido hablando de
esto todo el camino. Ha tardado algunos días á decidirse, pero ahora
esperaba con impaciencia tu regreso, para manifestártelo.
—¡Se va!... ¿Y por qué?...
—¡Qué sé yo! Cosas de muchachos. Creerá que ya no puede vivir aquí.
Tal vez sufra como tú el mal de amores. En él no resulta extraño: es cosa de
la juventud.
Sánchez Morueta no preguntó más. Adivinaba en la sonrisa del doctor
algo que no quería conocer. Al mismo tiempo le causaba alegría la
posibilidad de que el joven sufriera como él. Era un consuelo egoísta y
feroz ver que á todos llegaba la desgracia, sin reparar en años ni en
gallardías... Por esto accedió al ruego de su primo, haciendo llamar al
ingeniero. ¡A ver, que pasase aquel compañero de desgracia!...
Fernando no quiso sentarse; tenía prisa por volver á los altos hornos
después del tiempo perdido; deseaba cumplir sus deberes hasta el último
momento.
Venía para manifestar su deseo de marcharse, de abandonar el puesto tan
pronto como el jefe le designase un sucesor. Y hablaba con la vista baja,
como si temiese que el millonario pudiera leerle su secreto en los ojos.
Sánchez Morueta se deleitaba apreciando el trastorno de aquella cara
juvenil. ¡Oh! A este también le había mordido la mala bestia; llevaba la
señal en su palidez, en la tristeza de sus ojos.
De pronto, sintió por él la fraternidad dolorosa de los penados, unidos
eternamente por la misma cadena.
—¡Te vas, hijo mío!... ¿Es algún disgusto allá en la fundición?... ¿Acaso
quieres ganar más?... Si es por dinero, habla.
El ingeniero contestó con gestos negativos. Ni disgusto ni ambición de
dinero. Era que se había cansado de vivir allí; sentía la nostalgia de ver
países nuevos: le arrastraba la movilidad de carácter de los de su tierra. Iría
á Asturias ó á Cataluña; tal vez se embarcase para América; aún no se
había buscado un nuevo puesto, pero acariciaba la ilusión de llevar con él á
su madre á un clima que fuese mejor. Por esto sólo se marchaba.
El millonario, ante la sonrisa de Aresti y la indecisión de las palabras del
joven, se convenció de que éste mentía.
Sanabre siguió hablando. No olvidaba la bondad con que le había
distinguido su jefe: sentía alejarse de su lado, pero estaba resuelto á la
separación y tardaría en irse lo que tardase en encargarse de los altos
hornos otro ingeniero. Mientras tanto, allí estaría á sus órdenes.
—¡Te vas, hijo mío!—exclamó el millonario con repentino
enternecimiento.—Ya sabes que te he querido casi como un hijo. Allí
donde estés, si necesitas algo de mí, habla; si quieres volver, vuelve. No
nos despidamos ahora. Iré á verte: vendrás á...
El ingeniero, levantando la cabeza con repentina vivacidad, le
interrumpió. Cuando quisiera algo de él, mientras estuviese en la fundición,
podía darle sus órdenes por teléfono. Ya se verían, si Sánchez Morueta
visitaba los altos hornos; y si su principal no iba por allá, pasaría él por el
escritorio antes de marcharse. Sánchez Morueta nada dijo ante un deseo tan
claro de evitar toda visita al palacio de Las Arenas.
—Adiós, hijo mío... Hasta la vista.
Y estrechó con efusión la mano del joven.
Al quedar solos Morueta y su primo, el millonario, trastornado por tantas
emociones, se dejó caer en el sillón.
—Todos se van, Luis. Ese muchacho era otro de mis afectos. Se hace el
vacío alrededor de mí... Y ahora, al volver á mi hogar, la frialdad de la casa
de huéspedes, la ausencia del cariño.
—No, Pepe—dijo al doctor.—Tengo la certeza de que ahora encontrarás
allí lo que en otro tiempo deseaste. Tu mujer de seguro que te espera.
—¿Y tú? ¿Me abandonarás también tú?...
—Yo nunca—dijo Aresti.—Pero de poco puedo servirte. Soy un hombre,
y lo que tú necesitas, no está á mi alcance el dártelo. La alegría de tu vida
sólo puedes encontrarla en tu casa... Ahora... lo que yo no sé aún es á qué
precio vas á pagarla.
VIII

El grande hombre estaba enfermo. Había transcurrido cerca de un mes


sin que Aresti fuese á verle, pues no quería despertar con su presencia los
recuerdos del millonario.
De vez en cuando, llegaban á él vagas noticias del estado de Sánchez
Morueta por los contratistas de las minas. Don José no iba al escritorio; don
José estaba enfermo en su palacio de Las Arenas. No era caso de gravedad:
inapetencia, cansancio. Quería abarcar demasiado y los negocios minaban
su salud.
—Es la crisis que él temía—pensó el médico.—Pero cuando no me llama
sus razones tendrá... Debe haber cambiado mucho aquella casa.
Y seguía en Gallarta, con el propósito de no visitar á su primo hasta que
éste le llamase.
Un día, en Bilbao, se encontró en el Arenal con el capitán Iriondo. El
marino se extrañaba de que Aresti no hubiese visitado á su primo.
—No es que yo crea que va á morir—dijo el capitán—pero muchacho,
anda muy malucho. No sé qué mala mosca le ha picado de algún tiempo á
esta parte. No come, está tristón, pasa el día sentado, dejándose cuidar por
su mujer y su hija como si fuese un niño. En fin, que no es ni sombra de lo
que fué. Y eso que aquella casa ha cambiado mucho. Doña Cristina parece
otra; nunca la he visto tan alegre.
Y describía á la esposa de su amigo hermoseada por una nueva juventud,
yendo por la casa con aire altivo, como si hasta entonces no se hubiera
considerado con verdadera autoridad para dirigirla; vistiendo con tanta
elegancia como su hija; olvidada ya de aquellos trajes obscuros que la
daban el aspecto de una beata.
Cuidaba y mimaba á su marido con gran cariño y él la seguía en sus idas
y venidas por las habitaciones, con unos ojazos que revelaban la ternura del
agradecimiento.
En fin, querido planeta—continuó el capitán—que parecen unos novios.
No sé qué diablos habrán andado en esto, pero los dos son otros,
completamente.
Aresti sonreía.
—¿Entonces—preguntó—la casa de mi primo será un nido de amor?
—Hombre, yo te diré—repuso el capitán con cierta vacilación.—Me
gusta que estén así, tan amartelados, pero no me place todo lo que allí veo.
Por ejemplo, tienes á todas horas metido en el hotel al fantasmón de
Urquiola, que se pavonea por los salones como si ya fuese el amo. Doña
Cristina no hace nada sin consultárselo. Además, ¿te acuerdas de Nicanora,
el aña? Pues la han enviado á su pueblo con todo lo necesario para
comprarse unos terruños y un par de vacas. Me han dicho que la echó doña
Cristina, después de una escena algo fuerte... Pepita parece embobada ante
Urquiola. Tal vez no le tenga gran voluntad, pero la mamá los aproxima, y
ya verás como esto acaba en boda. Ese cachorro de Deusto tal vez sea mi
jefe. ¡Cristo! ¡Y para esto me expuse á que me rompieran la cabeza cuando
al sitio!...
—Y Pepe ¿qué dice?...
—Pepe no tiene voluntad. Habla menos que nunca, y á todo lo que
ordena su mujer contesta que sí con la cabeza. Por dentro tal vez pensará
otras cosas, pero no se atreve á contradecir á su Cristina, á darla un
disgusto, metiendo en cintura á ese atrevidillo... Yo creo que debías ir á
verle.
—¿Yo?... No me ha llamado. Además, no me tienta ese cuadro de
familia: allí no hago yo falta.
—Sí, hombre, debes ir. Pepe desea verte: siempre que voy me pregunta
por tí. No te llama... ¿qué sé yo por qué? Tal vez por no contrariar á su
mujer. Puede que algunas veces haya tenido el llamamiento en la punta de
la lengua y no se atreva... Ya sabes que el Capi es muy franco. Allí no te
quieren: te tienen miedo. Hasta creo que el oficioso Urquiola ha metido en
la casa á un médico de su cuerda. Pero el pobre Pepe piensa en tí. Ve á
verlo y le darás un alegrón. ¡Valiente cosa te importa la mala cara que
pueda hacerte tu parienta!...
Aresti pareció encabritarse oyendo esto. ¿Conque tenían á su primo en
una especie de secuestro manso, para que no le viera, y llamaban á otro
médico como si él hubiese muerto?... Pues allá se iba al instante. Sentía
curiosidad por ver de cerca la nueva dicha del millonario. Al mismo tiempo
le regocijaba pensar en el mal gesto que pondrían aquellas gentes ante su
presencia inesperada. ¡Caería en Las Arenas como una bomba. ¡Je, je, je! Y
riendo se despidió del capitán, para subir en el tranvía.
Cuando á media tarde entró en el hotel de Sánchez Morueta, encontró en
un salón á su prima y su sobrina con el imprescindible Urquiola.
Antes de entrar, mientras le anunciaba una doncella, oyó un rumor de
voces, hablando con apresuramiento, y después un ruido de pasos y de
faldas en fuga.
—¡No quiero verle!—gritó una voz sofocada que el médico creyó
reconocer.
Al entrar en la habitación notó algo que denunciaba aquella fuga
misteriosa. El gesto con que le recibió su prima, le dió á entender lo
inoportuno de su llegada.
El doctor pensó que las que habían huido para evitarse su presencia eran
las de Lizamendi. Aquella voz que protestaba era, sin duda, la de su mujer.
La entrevista fué glacial, sin que la esposa del millonario hiciese el
menor esfuerzo por disimular la antipatía que le inspiraba el médico. Sus
ojos azules le miraban con fijeza desdeñosa. ¿A qué se presentaba allí?
¿Quién le había llamado? Doña Cristina se sentía ahora dueña absoluta del
suelo que pisaba. Ella á un lado con los suyos, y el médico á otro. Era un
extraño odioso: la sangre de nada valía cuando las almas se separaban para
siempre.
Pero el doctor despreció esta hostilidad. Hablaba como si no se diera
cuenta de la sonrisilla insolente del abogado de Deusto; del gesto
asombrado y medroso con que le contemplaba su sobrina como si fuese un
aparecido.
Aresti quiso ver á Morueta, y doña Cristina miró con inquietud á una
puerta inmediata, como temiendo que el doctor llegase á pasarla.
—No sé si podrás verle—dijo con los labios apretados.—Está delicado:
no gusta de recibir visitas.
—¡Bah! Los médicos entramos donde hay enfermos...
Y sin esperar el permiso de la señora, púsose de pie y se dirigió á la
puerta que comunicaba el salón con el despacho del millonario.
Al levantarse el tapiz, Sánchez Morueta dió un grito de alegría,
reconociendo á su primo.
—¡Luis! ¡Luisito!...
Y le tendió las manos sin abandonar el sillón. Aresti le abrazó.
Realmente, el grande hombre no gozaba de buena salud. Había adelgazado
mucho, su barba era casi blanca, los ojos los tenía hundidos, y en su rostro
enjuto se marcaban los pómulos con agudas aristas, pareciendo la nariz más
grande y pesada.
Estaba leyendo un pequeño libro, y pasado el primer momento de
expansión se apresuró á ocultarlo en uno de sus bolsillos, como si temiese
que Aresti leyera la cubierta del volumen.
Doña Cristina siguió al médico, quedando de pie cerca de los dos
hombres, con ceño imponente, vigilando sus expansiones fraternales.
Aresti se hacía explicar todos los síntomas de la enfermedad. Conocía
aquello: no era más que un trastorno moral que se reflejaba en el
organismo. Calma y dulzura era lo que necesitaba.
—¡Un trastorno moral! Eso es—dijo la señora con voz áspera.—Siempre
que hablases con tanta verdad. Pepe vivía demasiado... agitado. Por
fortuna, está en buenas manos y curará. La calma y la dulzura ya sabe él
cómo se adquieren.
Y á continuación, para cortar la entrevista, recordó á su marido la
conveniencia de hablar poco, de no cansarse, de estar solo.
—¡Pero, si es Luis!—dijo el gigantón sin atreverse á mirar á su esposa.—
¡Si con este tengo el mayor gusto en hablar! ¡Si deseaba mucho que
viniese!... Ya ves, es el último que queda de mi familia. Somos como
hermanos.
Y su acento humilde parecía excusarse de este cariño, pedir perdón á la
esposa por un afecto superior á su voluntad. Se notaba en él la abdicación
del marido que vuelve hacia su mujer con el peso de una falta y teme á
cada momento que le recuerde su pasado.
Apareció Pepita en la puerta haciendo señas misteriosas á su madre y ésta
la siguió fuera del despacho. Indudablemente, se marchaban las de
Lizamendi, aprovechando la ausencia de Aresti y querían despedirse de las
señoras.
Al quedar solos los dos hombres, el medicó se aproximo á su primo. Les
dejarían solos muy poco tiempo y deseaba enterarse de la verdadera
situación del millonario. ¿Cómo vivía en su casa? ¿Era feliz?...
Sánchez Morueta sólo supo hablar de su mujer.
—Es un ángel... un verdadero ángel. Debías ver cómo me cuida, de qué
cariño me rodea. Conserva su geniecillo dominador; pero no es más que
deseo de aislarme, de tenerme siempre cerca de sus faldas. Soy otro
hombre, Luis. Esta tranquilidad no tiene precio. Estoy como el que
descansa después de una marcha forzada; no me atrevo á moverme.
Pero, á pesar de su dicha, mostraba gran timidez, como si adivinase la
fragilidad de aquella paz que le envolvía, y temiese romperla con el más
leve movimiento.
—¿Y aquello?—preguntó misteriosamente el doctor.—¿Se olvidó ya por
completo?...
El hombrón palideció como si despertase junto á un peligro é hizo un
movimiento con sus manazas pretendiendo apartar en el espacio las
palabras de su primo. No debía recordarle aquello: le causaba vergüenza y
repugnancia.
Ya no pudieron hablar más. Entró doña Cristina, pero esta vez seguida de
su hija y Urquiola. Después de despedir á las amigas, se trasladaban al
despacho para sentarse en torno de Sánchez Morueta, interponiéndose entre
él y el doctor, como si quisieran evitar todo contacto entre ambos primos.
Debía ser esta irrupción obra de doña Cristina, dispuesta á hacer
comprender rudamente al médico su deseo de cerrarle para siempre las
puertas de la casa. Aresti veía los ojos de los tres, fijos en él, como si le
dijeran: «¿Qué haces aquí? Vete: tú no eres de los nuestros.»
El millonario acogía con una sonrisa la solicitud con que se aproximaban
á él, y le rodeaban como si temieran que escapase. Miraba á su primo con
satisfacción. ¡Cómo le querían! ¿eh? ¡Cómo sentían la necesidad de no
dejarlo solo, resarciéndole de la antigua frialdad! ¡Oh, la familia!...
Hasta á Urquiola alcanzaba su gratitud. No podía permanecer indiferente
con aquel muchachón que le llamaba tío á boca llena, extendiendo á él su
lejano parentesco con la señora. Además le protegía en sus deseos de
enfermo. Cuando doña Cristina, atendiendo las indicaciones del médico, le
ocultaba los cigarros, Urquiola buscábalos, y, echando á broma la
prohibición, obsequiaba al tío.
Aresti sonreía ante la solicitud de acólito respetuoso con que mimaba á
Sánchez Morueta, adivinando sus antojos de enfermo; la rapidez con que le
ofrecía una cerilla, apenas se apagaba entre sus débiles dedos el cigarro con
que le había alegrado poco antes.
Doña Cristina miraba al joven, que parecía indeciso, no sabiendo cómo
iniciar la realización de algo que había prometido. Al fijarse Urquiola en el
libro que asomaba á un bolsillo del millonario, habló del mérito de la obra.
—¿Le gusta á usted, tío? ¿Verdad que es muy profunda? Pues el segundo
tomo todavía es mejor.
Y antes de que el tío pudiera contestar, Urquiola se dirigió á Aresti, como
si sólo por él hubiese hablado del libro. Era una de las obras más notables
que se habían publicado en el siglo: las «Respuestas á las objeciones más
comunes contra la religión» del Padre Segundo Franco, un jesuíta italiano,
de inmenso talento. En este libro se echaban por tierra todas las mentiras de
los enemigos del catolicismo; su falsa ciencia, que no es más que soberbia,
sus embustes contra la Inquisición y contra todos los grandes hechos de la
Fe, que se presentan como crímenes. Al que lo leía no le quedaba otro
remedio que convertirse. Todo lo de la Iglesia quedaba justificado
claramente en sus páginas, con esa fuerza de razonamiento que sólo poseen
los Padres de la Compañía. El que aún estaba en el error era porque no
conocía el libro.
—Usted debía leerlo, doctor—dijo con impertinencia el abogado de
Deusto.
Aresti conocía la obra. Recordaba haber hojeado, cuando vivía en casa de
las de Lizamendi, aquel solemne monumento de la estolidez, en el que se
probaban los mayores absurdos con argumentos al alcance de cualquier
vieja devota. El importuno consejo de Urquiola le irritó:
—Joven—dijo con gravedad desdeñosa,—hace muchos años que leo lo
que mejor me parece, sin necesidad de consejero.
Sánchez Morueta bajaba la cabeza para no encontrar la mirada de su
primo, como si le avergonzase el descubrimiento del libro.
Pasaron en silencio un largo rato. Doña Cristina y su sobrino seguían
mirándose. Parecían dispuestos á hostilizar al doctor, á exasperarle,
buscando un rompimiento para que no volviese más a la casa. La señora
animaba al joven con sus ojos para que entablase una discusión con el
médico.
Urquiola habló de la gran peregrinación á la Virgen de Begoña, que
preparaban todas las personas decentes de Bilbao para el mes de
Septiembre. Mucho había costado de organizar, pero sería una fiesta tan
hermosa como la de la Coronación; un alarde de la Vizcaya religiosa y
honrada que quería ser libre y volver á sus antiguos tiempos de grandeza.
Aresti se había impuesto la prudencia, adivinando las intenciones de sus
enemigos; pero sentía agitarse su carácter batallador y rebelde ante el
abogado, cuyas palabras le irritaban.
—¿Y qué tiempos fueron esos?—preguntó irónicamente.
Urquiola, dichoso por poder mostrar ante Pepita y su madre aquella
oratoria ruidosa que tantos éxitos le había valido en los ejercicios literarios
de Deusto, acometió impetuosamente. ¡Parecía imposible que un vizcaíno
hiciese tal pregunta! ¿Qué tiempos habían de ser? Los del Señorío; cuando
Vizcaya era independiente y estaba gobernada por los Jaunes prudentes y
valerosos; cuando la mala peste del maketismo no había aún invadido la
santa tierra del árbol de Guernica; cuando los vascos en Padura, en
Gordexola y en Otxandino hacían morder el polvo á los españoles, del
mismo modo que siglos después, en nuestra época, sus descendientes
habían derrotado á los guiris y los ches de pantalones rojos que enviaba
España para acabar con los últimos restos de sus libertades.
Aresti sonrió con desprecio. ¡Ya habían salido Padura y las otras dos
batallas contra los castellanos! Dichoso país aquel, tan falto de historia que
tenía que inventarla, dando la importancia de glorias nacionales á tres
miserables combates de horda, allá en los tiempos de Mari-Castaña; tres
contiendas á peñazos, golpes de cachiporra y de hacha, un poco mayores
nada más que cualquier riña de romería.
—No: Vizcaya no tiene apenas historia—continuó el doctor,—y por esto
posee la energía de los pueblos jóvenes. Su grandeza empieza ahora; sólo
que los enemigos de lo moderno no lo ven. Su gloria es reciente y está en la
ría, en el puerto, en las ruinas y las fábricas, en los buques que pasean por
todos los mares la bandera de su matrícula, en el esfuerzo colosal de dos
generaciones que han trastornado la naturaleza para explotarla. Los
vizcaínos que en otros tiempos iban en sus barquitos á la pesca de la
ballena, valen más, para mí, que todos esos héroes cabelludos y zafios que
en Padura gritaban ¡sabelian, sabelian sarrtu! avisándose que debían herir
con sus chuzos á los españoles en el vientre. Este es un país que no ha dado
en los tiempos pasados más que obispos y marinos. Ahora despuntan los
únicos hombres notables que puede producir esta raza con sus especiales
condiciones. ¿Ve usted ahí á mi primo que no sueña con la gloria histórica,
ni se preocupa de lo que pensarán de él en el porvenir? Pues es el verdadero
héroe, el paladín moderno. Ha hecho él más por la gloria de Vizcaya con
sus empresas industriales, que todos aquellos Jaunes, sucios, barbudos y
llenos de costras.
Urquiola calló, desconcertado ante este elogio á su querido tío, temiendo
que el millonario tomase la menor respuesta como un atentado á la gloria
de su nombre. Pero doña Cristina vino en su auxilio para que la discusión
no quedase ahogada.
—No te esfuerces, Fermín. Al doctor le importan poco las santas
tradiciones de Vizcaya. Lo que á él le molesta es ver á todo un pueblo
rendir homenaje á nuestra santa Patrona, en la que él no cree.
Aresti se encogió de hombros. No le molestaba ninguna de aquellas
fiestas: eran para él espectáculos curiosos, en los que estudiaba el afán por
lo extraordinario, por las protecciones ocultas que experimentan la
debilidad y la ignorancia. Él daba su verdadero valor á la manifestación del
próximo mes de Septiembre. Lo religioso era en ella lo de menos. La gran
masa inconsciente subiría al monte Artagán, con el deseo egoísta de
ganarse el agradecimiento de la Virgen: pero la dirección la llevarían los
que soñaban con la independencia vasca, y los jesuítas, que insistían en sus
alardes, temiendo la propaganda social de las minas y el espíritu
antirreligioso de los trabajadores de la villa.
Al oír mentar á los jesuítas, Urquiola dió un respingo en su asiento.
Ahora se sentía en terreno fuerte: era como si atacasen á su familia. Y miró
á las dos mujeres, como invitándolas á que presenciasen el gran vapuleo
que iba á dar al impío... ¿Qué tenía que decir de los jesuítas? Eran unos
sacerdotes sabios, prudentes y buenos, que se sacrificaban por dirigir á las
gentes hacia la virtud. Ellos, siguiendo al glorioso San Ignacio, habían
contenido la infernal propaganda de Lutero, atajando la revolución
religiosa, prestando á los pueblos latinos la gran merced de evitarles este
contagio. Eran el brazo derecho del Papa; los que mantenían en toda su
pureza el catolicismo. ¿Y sabios?... Él mismo conocía en Deusto á un Padre
que hablaba cinco idiomas...
Aresti le interrumpió:
—Yo conozco empleados de hoteles que poseen más lenguas y sin
embargo, el mundo ingrato no ensalza su sabiduría.
Urquiola, herido por este sarcasmo, hizo un movimiento como si fuese á
caer sobre el doctor, pero se repuso inmediatamente. Él estaba allí como
apóstol: quería aplastar al impío, de cuya ciencia hablaban con respeto
muchos tontos. Y continuó su apología del jesuitismo, hablando de su
fundación, como si fuese un punto de partida para la humanidad. Ya
conocía él todas las calumnias lanzadas contra la orden. ¡Mentiras de la
masonería, que temblaba de cólera y miedo ante los hijos de San Ignacio!
Se hablaba de la rapacidad de los jesuítas, de su codicia, de su afán por
atesorar dinero. Embustes de los impíos y de ciertas órdenes religiosas,
roídas por la envidia, que no reparaban que al herir á los ignacianos
socavaban el más fuerte cimiento del catolicismo. ¡A ver! ¿dónde estaban
esos tesoros? ¿Quién los había visto?... Y aunque los tuvieran, ¿qué? Como
decía muy bien un Padre de la Compañía en uno de sus libros, el mundo
nada perdía con que fuesen ricos, pues dedicaban su dinero á la instrucción
levantando Colegios y Universidades. También les echaban en cara el que
sólo buscasen el trato con los ricos y los poderosos, educando únicamente á
los jóvenes de nacimiento distinguido. ¿Y qué se probaba con esto?... La
igualdad es un mito de los impíos; hasta en el cielo hay jerarquías y los
Padres se dedicaban al cultivo de los de arriba, de los que por su
nacimiento ó su fortuna estaban destinados á ser pastores de hombres,
dejando la gran masa que ellos no podían evangelizar, al cuidado de los
sacerdotes del clero bajo. Agarrándose al tronco estaban seguros de poseer
las ramas: educando á los privilegiados en el santo temor de Dios,
mantenían el espíritu religioso en las instituciones directoras, en los
legisladores, los magistrados, los militares, afirmando el porvenir más
sólidamente que si buscaban al populacho ignorante y tornadizo, siempre
dispuesto á dejarse engañar por absurdas propagandas...
¡Ah, el populacho! ¡Con qué asco hablaba Urquiola de la masa sin
voluntad que se dejaba arrastrar por falsos sabios, de pretendida ciencia! Se
indignaba pensando en la ceguera de aquel rebaño, que en los conflictos de
la miseria se revolvía contra los sacerdotes y especialmente contra los
jesuítas. Si surgía una huelga, apedreaban los conventos de la Orden; si al ir
en manifestación por la calle veían á un cura, lo silbaban y lo perseguían;
en sus mitins, cuando querían insultar á uno de sus opresores, le llamaban
jesuíta. ¿Qué daño podían hacer los Padres á toda aquella gente que pedía
aumento de jornal ó menos horas de trabajo? No tenían minas ni fábricas,
no eran dueños de empresas industriales, no explotaban al trabajador, ¿por
qué, pues, iban contra ellos? ¿No era natural que dejasen en paz á los
sacerdotes y se lanzaran únicamente contra los ricos? ¿A qué mezclar la
religión en las cuestiones del trabajo?...
Y el abogado miraba á Aresti con superioridad, seguro de haberle
aplastado con estos argumentos aprendidos en Deusto, sin reparar en que,
por defender á sus maestros, atacaba á Sánchez Morueta.
El doctor sentíase irritado por el aire de triunfador que tomaba el joven
ante las dos mujeres, las cuales parecían admiradas de sus palabras. Arrojó
de su ánimo todo escrúpulo de prudencia, sintió el deseo de escandalizar á
su devota prima, de exponer sus ideas sin consideración alguna, cerrándose
para siempre las puertas de aquella casa. ¡Le querían echar, pero él se iría
antes!... Y habló con una calma, con una suavidad en la voz, que
contrastaba con la audacia de su pensamiento.
A él no le extrañaba que el ejército de la miseria, en sus protestas y
rebeldías, se dirigiese contra los sacerdotes ignacianos, á pesar de que éstos
no tomaban parte directa en las empresas industriales. Eran los directores y
los educadores de los ricos. Ellos daban forma á la clase superior; la
moldeaban á su gusto. Los tiros de los desesperados, no iban, pues, mal
dirigidos. Parecían en el primer momento caprichosos y locos, errando á la
ventura, pero en realidad herían al verdadero enemigo. Los desheredados,
los infelices adivinaban con el instinto de la desesperación dónde estaba la
causa de sus males. La sociedad tenía por base la moral cristiana, una moral
que en tiempos remotos podía ser oportuna, pero que había fracasado al
contacto de la vida moderna.
El hombre de hoy debe ocuparse de hacer su trabajo sobre la tierra, de
modificar incesantemente el ambiente natural y social en que vive; y el
cristiano no da importancia á una sociedad por la que pasa transitoriamente
y cuyos intereses no deben preocuparle, pues su verdadera vida está más
allá de la muerte. Veinte siglos lleva de experiencia la moral cristiana y ha
dado de sí todo lo que tiene dentro. Su fracaso es visible por todas partes.
Desconoce la justicia en la tierra, dejándola para el cielo; pasa indiferente
ante el derecho de los oprimidos, queriendo consolarlos con la esperanza de
que en otra vida que nadie ha visto, encontrarán satisfacción á sus dolores.
Su única fórmula clara es la de la fraternidad universal; «ama á tu prójimo
como á tí mismo», y sin embargo, transige con la guerra, bendice al fuerte,
declara que el hombre es por naturaleza malo y corrompido, que
únicamente se purifica cuando Dios le concede su gracia, y si no la tiene, si
vive fuera de la comunidad santa, es el hijo del pecado, el ser diabólico al
que hay que perseguir y exterminar.
Urquiola y doña Cristina se miraban escandalizados.
—¿Y la caridad?—gritó el abogado. ¿Y la sublime caridad de la moral
cristiana?
—¡La caridad!—contestó el médico sonriendo con sarcasmo.—Es el
medio de sostener la pobreza, de fomentarla, haciéndola eterna. Los
desgraciados la odian por instinto, al recibir sus limosnas: evitan el
buscarla mientras pueden, viendo en ella una institución degradante, que
perpetúa su esclavitud. Ese es otro de los grandes fracasos de la moral
cristiana.
Recordaba la maldición de Jesús á los ricos, su promesa de que les sería
más difícil entrar en los cielos «que un camello por el agujero de una
aguja». Y, sin embargo, todos los humanos, desoyendo á Jesús, reclamaban
el peligro de ser ricos: todos se exponían sin miedo alguno á las llamas del
infierno, por acaparar los bienes de la tierra. Los hombres, sin excepción,
deseaban ejercer la caridad, tomándolo todo para sí, y no dando más que
aquello que juzgaban innecesario ó que no podían guardar. La caridad no
influía para nada en el progreso de los humanos: antes bien, era un
obstáculo. No suprimía la esclavitud, no trocaba las formas de la propiedad,
y en cambio justificaba y santificaba la división de los ricos y pobres. Los
desdichados, en sus rebeliones, no se equivocaban al odiar una religión que
exige al miserable que se resigne con su suerte y no reclama de los ricos
más que una caridad de la que ellos son los únicos jueces, pudiendo
graduarla conforme á su egoísmo. Los desesperados veían que, así como
amenguaba la fe abajo, era arriba, entre los ricos, donde la religión
encontraba sus defensores, á pesar de que su Dios los había maldecido.
Los privilegiados empleaban la religión como un escudo. «Nada de
esperar en la tierra la justicia para todos. Estaba en manos de Dios y había
que ir á la otra vida para encontrarla. Mientras tanto, el pueblo podía ser
feliz en su miseria con la esperanza del paraíso después de la muerte; dulce
ilusión, supremo consuelo, que los revolucionarios sin conciencia le
quieren arrebatar...»
Así se expresaban los que tenían interés en que continuase en la tierra
todo lo mismo, á la sombra protectora de las creencias. ¿Cómo no habían
de indignarse los infelices contra una religión que les cerraba el camino de
la justicia y el bienestar aquí abajo, para no darles más que la quimérica
esperanza de una justicia divina que los ricos pueden sobornar con dádivas
á los sacerdotes?
El cristianismo había engañado al pobre, manteniéndolo en su triste
estado con la esperanza del cielo y la amenaza del infierno. Era el carcelero
espiritual que sostenía durante veinte siglos el extremo de su cadena. Ya
que había llegado el instante de la revuelta ¡sus y á él!... Era el enemigo
secular; los demás habían crecido á su amparo... El odio á toda religión era
instintivo allí donde las masas obreras despertaban. Dios era para los
trabajadores el primero de los gendarmes, una especie de funcionario
invisible de la burguesía, al que retribuían los ricos sus buenos servicios,
levantándole viviendas, derramando el dinero á manos llenas entre los que
se llamaban sus representantes...
Doña Cristina abanicábase furiosamente las mejillas enrojecidas. ¿Qué
horrores iba soltando aquella voz suave é irónica que parecía acariciarla
con profundos arañazos?... Ahora se arrepentía de haber provocado al
impío y hacía señas á Urquiola para que no le contestase. Deseaba que se
hiciera un silencio penoso, que se fuera de allí empujado por la sorda y
desdeñosa hostilidad de todos. Pero el discípulo de Deusto temía aparecer
vencido á los ojos de Pepita, é interrumpía al doctor con exclamaciones
burlonas ó con gestos escandalizados. «Está loco: este hombre está loco.»
Aprovechando una pausa de Aresti, colocó la objeción que tenía preparada.
Criticar era fácil. Pero ya que el doctor encontraba tan defectuosa la moral
cristiana, debía decir cuál era la suya.
Aresti sonrió, mirando con lástima al joven. Era posible que no lo
entendiese: aquellas cosas no las enseñaban en Deusto. Además, una moral
con todos sus preceptos, no se fabrica de la noche á la mañana como un
sermón de los padres de la Compañía. Bastante había hecho el pensamiento
moderno en menos de un siglo; y aún estaba en la primera etapa de su
marcha hacia el infinito. Pero aun así, su moral, una moral para la tierra, sin
sanciones celestes, encaminada al bienestar positivo de los humanos, tenía
forma.
—Yo—dijo Aresti con sencillez—adoro la Justicia Social como fin y
creo en la Ciencia como medio.
Urquiola rompió á reír con una carcajada insolente. ¡La ciencia! ¡La
moderna ciencia de los revolucionarios y los impíos! Ya sabía él lo que era
aquello. Y la definía con arreglo al libro de un Padre famoso de la
Compañía. «Cogiendo un catecismo del Padre Ripalda y
escribiendo no donde el catecismo dice sí y sí donde dice no, se tiene hecha
y derecha toda la pretendida ciencia moderna.» Urquiola se pavoneaba con
esta definición que convertía el catecismo en centro de todos los
pensamientos humanos, colocando al Padre Ripalda por encima de todos
los grandes hombres de la historia. Doña Cristina, creyendo que esta
definición tan clara era obra de su sobrino, admiraba su talento.
Pero el abogado no se fijó en esta admiración, enardecido por la
proximidad de su triunfo. Allí quería él al doctor, ¿Conque la ciencia podía
servir de medio é instrumento á la moral?... En Deusto, aunque Aresti no lo
creyera, también les enseñaban algo de la ciencia moderna. Levantaban
nada más que una punta del velo que ocultaba este cúmulo de impiedades,
para aplastarlas con el santo peso de las buenas doctrinas. Él conocía un
poquito de la ciencia moderna, para apreciar su grosero materialismo,
incompatible con todo ideal, é instrumento de toda desmoralización.
El hombre era una bestia para aquella ciencia. El instinto reemplazaba al
alma: nada del Dios omnipotente que había formado el mundo: nada de
existencia espiritual después de perecer la materia. Esta vida sólo tenía por
escenario la tierra. Luego de la muerte un poco de podredumbre: polvo:
nada. Como no existía otra vida, no existían castigos y todos podían hacer
lo que mejor placiera á sus instintos, sin miedo á la cólera de Dios. ¡La
bestia libre y sin sanción alguna! Ya que no había que temer á los castigos,
¿para qué renunciar á la satisfacción de los apetitos? ¿Por qué imponerse
privaciones respetando á los semejantes?... ¡A burlarse de nuestros
antecesores, unos tontos que contenían sus pasiones por la esperanza del
cielo ó el miedo al infierno! Los fuertes deben aplastar á los débiles: los
débiles deben apelar á la astucia y la maldad para salvarse de los fuertes. A
nadie hemos pedido venir al mundo, y nadie nos exigirá cuentas cuando
volvamos á confundirnos con la tierra. El vicio es lo mismo que la virtud:
el crimen y la bondad valen igual: vivamos y gocemos todo lo que nos sea
posible, sin escrúpulo alguno, ya que nadie nos ha de pedir cuentas.
—¿Es esta su moral, doctor—preguntaba irónicamente el abogado.—¿No
es esto lo que se desprende de la ciencia moderna?...
Las dos mujeres mostraban su admiración por Urquiola con miradas de
lástima al médico. Hasta Sánchez Morueta, que permanecía con la cabeza
baja, como molestado por una polémica cuya intención adivinaba, levantó
los ojos fijándolos con cierta extrañeza en el abogado. Aquel muchacho no
se expresaba mal. Ya no le creía tan necio, y pensaba si su mujer tendría
razón al elogiar sus cualidades.
Aresti acogió la sarcástica descripción de aquella sociedad sin Dios, con
rostro impasible. Si la religión era un freno para los apetitos y las
violencias ¿por qué la criminalidad era más frecuente en los pueblos
atrasados y devotos que en aquellos otros de mayor cultura? ¿Cómo era que
los mayores crímenes de la historia habían coincidido con los períodos en
que el entusiasmo religioso era más ardiente?
El médico hablaba en nombre de la ciencia, para la cual la falta de
moralidad y el crimen sólo son resultados de la incultura ó de una regresión
parcial del cerebro. Además, ¿de dónde sacaba Urquiola que porque no
existiese una sanción divina para la moral, porque el hombre no sintiera el
temor á los castigos eternos, se había de entregar á la violencia atropellando
á sus semejantes? El hombre de mentalidad desarrollada, sabía que aunque
condenado por la naturaleza á desaparecer, no por esto desaparecería la
humanidad de la que forma parte. Sólo el ser inculto y brutal, con el
egoísmo de la ignorancia podía incurrir en tales crímenes. Sólo podían
pensar así los pobres de inteligencia que forman la principal masa de todas
las religiones; los que no ven en el mundo nada más allá de su propia
individualidad egoísta; los que sólo aman la virtud como un pasaporte para
entrar en la vida eterna, y sí hacen algún bien es con la idea de que giran
una letra sobre el porvenir para que se la paguen con un puesto en el cielo.
Quedaban aún muchos seres de una mentalidad limitada, semejante á la
de los hombres primitivos, que sólo se preocupaban de sus personas ó,
cuando más, de sus familias. Cada uno de ellos concibe la vida como si su
individualidad fuese el centro del universo, no interesándole más que lo
que ve y lo que toca. Esos, en su egoísmo, tienen tal concepto de la
importancia de su persona, que necesitan que ésta se perpetúe después de la
muerte, admitiendo como indispensables los cielos y los castigos
inventados por las religiones.
El hombre emancipado por la ciencia, se preocupa de la suerte de la
humanidad tanto ó más que de la de su individuo. Sabe que es un
componente de una familia infinita, siente la solidaridad que le liga á su
especie, está seguro de que su pensamiento vivirá aún después de haberse
corrompido su cerebro y no se satisface con la saciedad de sus sentidos.
Tiene la inteligencia más desarrollada que los órganos animales, y sus
mayores placeres residen en ella. Por lo mismo que no duda de que su
organismo material ha de morir para siempre, siente la necesidad de dejar
rastro de su paso por el mundo con una buena acción. En vez de querer
inmortalizarse como los devotos en un bienestar celeste (deseo egoísta que
ningún beneficio proporciona á los demás), desea sobre vivirse en la
especie, que es eterna, procurando á ésta la parte de bienestar ó felicidad á
que puede contribuir con el trabajo de su vida. ¿Qué moral más generosa?...
El ensueño individual y egoísta de un cielo falso é inútil, lo sustituye el
hombre moderno con el ideal colectivo, que está de acuerdo con su razón y
le procura las más altas satisfacciones morales.
—Hacer el bien á los semejantes—continuó Aresti—sin esperanza de
recompensa ni miedo al castigo, como lo hacemos los impíos modernos, los
hombres del materialismo, es ser más idealista que el devoto que compra su
parte de paraíso con oraciones que no remedian ningún mal de la tierra.
El doctor se exaltaba, elevando su voz, al comparar la moral de las
religiones y aquella moral de los pensamientos elevados y nobles que se
desarrollaba al tranquilo amparo de la ciencia. ¡Cómo poner al mismo nivel
al egoísta crédulo que con unos cuantos sacrificios y mortificaciones cree
comprarse una eternidad de alegría en el cielo, y al hombre moderno, que
hace el bien sin creer en futuras recompensas, ni en el agradecimiento de
divinos fantasmas, únicamente por la alegría de socorrer al semejante, por
la solidaridad que debe existir entre todos los que tripulan el barco errante
de la Tierra!... Así habían procedido siempre los grandes mártires y los
genios. Era la moral de los héroes de la humanidad: en otros siglos se había
mostrado aislada, pero ahora iba generalizándose, conforme agonizaban los
dogmas, como una afirmación de la conciencia colectiva.
Doña Cristina y su hija miraban con extrañeza al doctor sin hacer el
menor esfuerzo por comprender sus palabras. Estaba loco: todo aquello
eran filosofías alemanas, monsergas confusas que habían inventado los
impíos para ocultar su maldad, cuando tan claro y sencillo era creer en Dios
y seguir lo que la Iglesia enseña. ¡Ay, si estuviera presente el Padre Paulí,
que tan soberanas palizas soltaba desde el púlpito á los filósofos!...
Urquiola ocultó con una sonrisa de superioridad desdeñosa la turbación y
desconcierto de su pensamiento ante las palabras del doctor. De aquello no
le habían hablado en Deusto ni una palabra, y colérico por lo que
consideraba una derrota, deseoso de salir del paso como en sus trabajos
electorales, con arrogancias de valiente, lamentaba la presencia de Sánchez
Morueta. De no estar el millonario, hubiera hecho la cuestión personal y en
nombre de la inmortalidad del alma y de la moral cristiana, hubiese atizado
unos cuantos puñetazos al impío, luciendo ante las señoras sus energías de
apóstol.
Aresti, arrastrado por el entusiasmo, no podía callarse. El sofisma
religioso, tolerando en la tierra la injusticia sin más consuelo que la
esperanza en un mundo mejor, era demasiado grosero para las inteligencias
modernas. La moral no consistía, como la proclamaba el cristianismo, en
achicarse, en recogerse en sí mismo, en amputar los naturales instintos, en
hacerse pequeño para pasar por el camino estrecho de la gloria celeste, sino
en aceptar la vida tal como es, en amarla en toda su plenitud. La vida
espiritual no era el egoísmo de un individuo, sino la comunión con las
aspiraciones colectivas de la humanidad. El hombre moderno no debía
perder el tiempo preguntándose sobre el origen del mal ó si la naturaleza
está corrompida por el pecado: las dos grandes preocupaciones de la moral
cristiana. Bastábale saber que la naturaleza, buena ó mala, se modifica ó
transforma por el trabajo. Poco importaba el origen del mal: lo interesante
era combatirlo y vencerlo, sin optimismos ni pesimismos, llevando como
único guía el esfuerzo continuo hacia el mejoramiento.
El hombre estaba condenado á hacerlo todo por sí mismo, sin la
esperanza de fantásticas protecciones. El trabajo es su ley. El oficio de ser
hombre era glorioso y duro. Sólo podía contar con un apoyo: la Ciencia. El
progreso de los conocimientos positivos, la industria y la evolución
incesante de las sociedades, modificaban la concepción de la vida y de sus
fines. El hombre moderno, valiéndose de la crítica, tenía una idea justa de
los límites de sus conocimientos. Ni soberbias, ni desmayos de humildad.
No pretendía conocer lo absoluto ni el origen de las cosas. ¿Pero es que las
religiones las conocían tampoco? ¿Eran racionales las explicaciones de los
que creían en una Providencia amparadora de la injusticia, y en un plan de
creación ideado por unos hebreos nómadas é ignorantes?
En cambio, el hombre conocía mejor, gracias á la ciencia, el mundo que
le rodeaba. Si no sabía la causa primera de muchos fenómenos, había
descubierto y utilizado las relaciones que los ligan, y en vez de ser siervo
de la naturaleza, como en los tiempos de barbarie religiosa, la tenía á sus
órdenes, haciéndola trabajar para su comodidad y sustento. Ante él se
abatían obstáculos que parecían eternos: la mecánica aprovechaba las
fuerzas naturales; modificábase la faz de la Tierra: suprimíase el espacio al
acortar las distancias, y el planeta parecía empequeñecerse, haciéndose
cada vez más confortable, como una habitación dentro de la cual la
humanidad encontraba satisfechas todas sus necesidades.
El hombre ya no quería fundar su moral sobre lo desconocido, sobre
Dios, el fantasma bondadoso ó terrible de la infancia de la humanidad.
Tampoco podía tolerar la moral cristiana, basada en la resignación y en la
abstención. Esta moral no era más que un arte de mutilar la vida bajo el
pretexto de guardar sus formas más altas, ó sea las espirituales.
—Hay que aceptar la vida tal como es, y vivirla toda entera—decía el
médico con entusiasmo.—Nuestra moral es simple y valiente: se resigna á
la compañía de los hombres, sabiendo que no existen los ángeles, y los
acepta tales como son. No pasa la vida orando y contemplando lo perfecto
y lo eterno, sino que arrostra el encuentro de lo malo y de lo feo y hasta los
busca ya que existen, para combatirlo; y triunfar de ellos. No mira al cielo,
pues sabe que no lo hay: examina la tierra que es la realidad, y en vez de
tener las manos siempre juntas en el rezo, que salva el alma, empuña los
rudos instrumentos de trabajo, labora, lucha, suda en su eterna batalla con
el sueño por transformarlo y embellecerlo, pensando que las fatigas del
presente serán buenas obras para la humanidad del porvenir. Nuestra moral
tiene callos en las manos. No son, como las de la monja, blancas, suaves,
con palidez de nácar, cruzadas sobre el pecho, mientras, los ojos en alto
buscan á Dios.
Sánchez Morueta contemplaba con admiración á su primo. ¡Ah; su Luis!
¡Que hombre!... Su pensamiento tímido y fluctuante sentíase arrastrado por
las palabras del médico. Le entusiasmaba aquella apología de la actividad
universal. Él era un sacerdote privilegiado y feliz del trabajo. Explotaba su
estado embrionario, y aunque los fieles clamaban contra él, queriendo
arrojarlo de la iglesia obrara, le satisfacía que la ensalzasen.
La esposa apretaba los labios, palideciendo ante el desconcierto de su
sobrino, el cual no podía asir muchas de las ideas del doctor. Con su
instinto agresivo de mujer devota intervino en la conversación, queriendo
auxiliar á Urquiola.
—No entiendo esa moral—dijo á Aresti con voz ruda.—Nada me
importa: esa queda para... sabios como tú. Nosotros, los brutos, nos
contentamos con el Catecismo. Pero ya que tanto te ocupas de hacer feliz á
la humanidad, ¿por qué no te acuerdas de la pobre de tu mujer?...
Y hablaba con sorda cólera de la de Lizamendi, que muchas veces
lloraba al visitarla, recordando el pasado. Se veía en una situación difícil, ni
soltera, ni viuda; eludiendo hablar de su estado, ocultándolo casi, para que
nadie pudiese creer que era ella la culpable de la separación. Y doña
Cristina se indignaba al decir esto. ¡Qué había de ser ella! Tan buena, la
pobrecita; tan religiosa; una alma pura de ángel...
—A eso conduce vuestra moral—añadió con dureza.—A hacer infeliz á
una pobre criatura, buena como una santa.
Aresti calló. Parecía atolondrado por la injusticia del ataque. ¡Él,
convertido en verdugo de un ángel! ¡Y aquel ángel era su mujer, y Cristina
le echaba en cara su crimen después de haber visto la aspereza humillante
con que le trataban las de Lizamendi!... Prefirió acoger en silencio el
ataque, sin más protesta que un encogimiento de hombros.
Pero la de Sánchez Morueta no quería verle así. Una voz lanzada, sentía
un deseo nervioso de insultarlo, de dar pretexto para un rompimiento
ruidoso y que no volviese.
—Ya que no crees en nada de la religión—dijo tras una larga pausa, con
una sonrisa dulce que daba miedo,—tampoco creerás en Jesús... ¿Qué es
para tí nuestro divino redentor?
¡Con qué alegría habló Aresti, lentamente, con voz suave é incisiva,
como si quisiera que cada palabra suya fuese una bofetada sobre aquellos
ojos azules que le miraban con desprecio!...
—¿Jesús?... Fué un gran poeta de la poesía moral. Yo amo su recuerdo
con la ternura de la compasión, viendo la inutilidad y el sarcasmo de su
sacrificio. Sus sucesores han trastornado sus doctrinas, explicándolas y
practicándolas al revés. Su asesinato fué una conspiración de las
autoridades constituidas, gobernantes, ricos y sacerdotes, los mismos que
hoy son sus devotos y explotan su recuerdo.
Doña Cristina púsose de pie con nervioso impulso. Había escuchado las
explicaciones sobre la moral, para ella confusas, guardando cierta calma, á
pesar de que adivinaba ataques al cielo y á Dios. Pero esto de ahora iba
contra Jesús; y la indignaba, más aún que si hubiesen negado su existencia,
aquello de llamarle poeta. ¡El hijo de Dios un poeta! Para una millonaria
era este el más refinado de los insultos.
—¿Has oído, Pepe?—gritó mirando á su esposo.—¿Y tú consientes estas
atrocidades en tu casa?
Los ojos tímidos de Sánchez Morueta iban de su mujer á su primo, como
asustado en su interna somnolencia por el inesperado choque.
—Me voy—siguió gritando doña Cristina al ver la indecisión de su
esposo.—No quiero escuchar más á este hombre.
Y dirigiéndose á Pepita, añadió:
—Niña, vámonos. Bastantes atrocidades has oído. Dale gracias á tu
padre, que te permite aprender en casa cosas tan horribles.
Las dos mujeres salieron del despacho. Urquiola se levantó, dudando un
momento entre seguirlas ó acometer al doctor. Aquel era el momento de
presentarse como un paladín de la fe, de hacer la cuestión personal en
nombre de Jesús y que se tragara el médico á puñetazos aquello de «poeta»,
que no le indignaba á él menos que á doña Cristina. Pero le inspiraba gran
respeto la presencia del millonario, temía disgustar al tío y acabó por
marcharse en busca de las señoras.
Quedaron largo rato Aresti y Sánchez Morueta, con la cabeza baja, como
anonadados por el incidente. El doctor fué el primero en romper el silencio.
—Pepe, adiós—dijo con voz triste, abandonando su asiento, y tendiendo
una mano á su primo.—Yo no te pregunto como tu mujer «¿y tú consientes
eso?» Al fin es tu esposa y con ella has de vivir.
—¡No te vayas así!—exclamó el millonario con ansiedad.—De seguro
que estás enfadado; adivino que no vas á volver. No riñas conmigo:
Cristina es así, ¿y qué voy yo á hacerla? Tú mismo lo has dicho. La
familia... la paz de la casa... Ella es buena y me quiere: pero tiene esas ideas
y á las mujeres hay que respetárselas. La verdad es que tú también has
estado fuertecito...
—Adiós, Pepe—volvió á repetir el médico, abandonando aquella manaza
que ahora caía débil y sin voluntad.—Que seas muy feliz.
—Pero nos veremos, ¿eh? ¿Vendrás á verme al escritorio?... Esto pasará:
ya sabes que otras veces también habéis regañado...
—Adiós, adiós.
Y el doctor Aresti, sin escuchar á su primo, que le seguía formulando
excusas, salió de allí, con la convicción de que dejaba muerto á sus
espaldas todo su pasado; de que acababa de romperse aquel parentesco
fraternal y perdía lo último que le restaba de su familia.
IX

A mediados de Agosto se inició una agitación de protesta entre los


obreros de las minas.
Los contratistas de Gallarta, al reunirse por las noches con el doctor
Aresti, hablaban de los síntomas de rebelión en las aldeas de la cuenca
minera. En la Arboleda los peones clamaban contra las cantinas, afirmando
que los capataces eran los verdaderos dueños, y que el obrero que no se
surtía de víveres en ellas era despedido del trabajo. En Pucheta, que era
donde vivían los más levantiscos, habían ido á navajazos un día de paga,
por negarse dos trabajadores á satisfacer su deuda en la tienda de un
protegido de los contratistas. Se hablaba de un gran mitin en la plaza mayor
de Gallarta, al que asistirían todos los mineros para acordar la huelga, en
vista de que no era admitida su petición en favor del pago semanal. Desde
el kiosco que ocupaba la música los domingos, hablarían los amigos del
pueblo, aquellos obreros de Bilbao emancipados del yugo de los patronos,
que se dedicaban á la propaganda de las doctrinas socialistas y á la
organización de las fuerzas obreras. Y mientras llegaba el momento de la
rebeldía, los representantes del partido en la cuenca minera, que eran en su
mayoría taberneros, derramaban en la irritada masa el consuelo del alcohol
y de las teorías revolucionarias.
El Milord, en la tertulia de los contratistas, hablaba, con alarma, de los
pinches de las minas. Aquellos diablejos que llevaban el cuchillo en la faja,
y á los que no se atrevían á maltratar los peones por miedo á sus venganzas
de gato, le infundían mucho miedo. Ellos eran la vanguardia ruidosa de
todas las huelgas, comprometiendo á los hombres con sus audacias,
haciéndolos ir más allá de lo que se proponían. Algunas veces habían osado
apedrear de lejos á la guardia civil, cuando en vísperas de revuelta paseaba
sus tricornios por los caminos de la montaña. Ahora, el Milord hablaba con
terror de frecuentes robos de dinamita en los depósitos de las canteras. Los
cartuchos debían ocultarlos los pinches en previsión de lo que ocurriera.
¡Buena se iba á armar!...
Al atrevimiento de los muchachos había que añadir la cólera estrepitosa
de las mujeres, que hablaban de arrojarse en fila sobre los rieles de los
planos inclinados y de los ferrocarriles, impidiendo toda circulación de
mineral para que se generalizase la huelga hasta la ría, y se cerrasen las
fundiciones, y el puerto se llenara de buques inactivos esperando una carga
que no llegaría nunca.
—Esto se pone feo, don Luis—suspiraba el admirador de Inglaterra.—
Esto va á ser la muerte de las minas.
Para darse cuenta de lo crítico de la situación, bastaba ver que los peones
gallegos tomaban el tren y se iban á su país. Aquellos hombres eran
capaces de rebelarse por su interés personal, pero apenas presentían
protestas colectivas, escapaban asustados hacia su país. Las huelgas les
olían á política, á algo peligroso en que no debían mezclarse los pobres. Y
avisados de la bronca que preparaban los compañeros, deslizábanse
prudentemente hacia su tierra, con el propósito de volver cuando todo
pasase, aprovechándose entonces de las ventajas que los otros pudieran
conseguir.
—¡Pero, malditos!—exclamaba el doctor, oyendo al Milord y á otros
contratistas.—¿No es justo lo que piden? ¿Qué menos pueden reclamar que
el cobro semanal y comprar su alimento donde mejor les convenga?...
Los contratistas torcían el gesto, excusándose en la inercia de las
costumbres. Eran los señores de la villa, los mineros ricos, las empresas
extranjeras, los que debían dar el ejemplo. Ellos á lo antiguo se atenían.
Además, el miedo á la huelga no causaba gran impresión en el fondo de su
ánimo. Por grande que fuese el paro en el trabajo, poco perderían; el
mineral no iba á desaparecer en las canteras; aguardaría á que fuesen á
arrancarlo, si no en un mes, al siguiente, y si no al otro. Tenían para vivir, y
se rendirían antes que ellos los que necesitaban el jornal para no morirse de
hambre.
El cura don Facundo se indignaba, no como contratista, sino como pastor
del rebaño rebelde. No había religión, cada vez se entibiaba más la fe, y así
andaba todo de perdido. La propaganda diabólica de los obreros de Bilbao
había llegado hasta la gente sencilla y sufrida de la montaña.
—Ya mueren aquí las gentes sin llamarme, tan tranquilas, como si fuesen
perros—exclamaba indignado.—Cada vez hay menos entierros. Ya van al
cementerio sin acordarse de don Facundo, escoltados por centenares de
badulaques que se pirran por molestar á la Iglesia asistiendo á eso que
llaman actos civiles. Señores... ¡entierros civiles en las Encartaciones!
¿Quién podía figurarse que veríamos esto?...
Y el cura insistía en lo de los entierros, como si de todos los actos de
hostilidad ó indiferencia para la religión, fuese este el más escandaloso y
que más profundamente hería su pudor de sacerdote.
A pesar de la agitación obrera, los amigos de Aresti sentíanse atraídos
por otro asunto, del que hablaban con gran interés en sus francachelas
nocturnas.
Existía pendiente una apuesta ruidosa, en la que se interesaban todos los
notables de Gallarta. El Chiquito de Ciérvana, el barrenador famoso, había
recibido una especie de reto de un desconocido de Guipúzcoa, para que
midiese sus fuerzas con él. El encuentro debía verificarse en Azpeitia, el
centro de las fiestas vascas. Los ricos de allá hablaban con desprecio de las
gentes de las minas, como si no fuesen capaces de tomar parte en la
apuesta, presentándose en Azpeitia al lado de su barrenador.
Los contratistas de Gallarta gritaban enardecidos. ¡Vaya si irían! ¡Y
menuda paliza les aguardaba á los guipuzcoanos pretenciosos! ¡Atreverse
con el Chiquito de Ciérvana, que era la gloria más grande de las
Encartaciones! Miles de duros apostarían ellos contra las pesetas que
pudieran ofrecer aquellos rurales de Guipúzcoa, que vivían del miserable
cultivo de la tierra. Y en sus reuniones nocturnas acordaban los detalles de
la apuesta, con arreglo á lo convenido por cartas y hasta por mensajeros,
con los lejanos enemigos. El próximo domingo sería la lucha en la plaza
mayor de Azpeitia. Marcaban el número de perforaciones que los dos
barrenadores harían en la piedra y la duración de la apuesta.
Olvidaban las minas y el malestar de los obreros, para no pensar más que
en este desafío de destreza y vigor. Era la apuesta más famosa de cuantas
habían concertado aquellos hombres, en su afán de arriesgar al dinero que
con tanta facilidad llegaba á sus manos.
En esta lucha se interesaba el espíritu de clase y el patriotismo. Vizcaínos
contra guipuzcoanos: la gente de las Encartaciones contra aquellos patanes
que intentaban comparar sus burdos barrenadores de las canteras de caliza
con los de las minas de hierro, que eran casi unos artistas.
Al aproximarse el día de la lucha, mostraban los contratistas los fajos de
billetes de Banco, con los que habían de anonadar á los pobres cuitados de
Guipúzcoa. El Chiquito de Ciérvana era vigilado y mimado como si fuese
una tiple hermosa. No iba á las minas, y acompañaba por las noches á los
contratistas, preocupándose todos ellos de lo que comía y bebía.
—¿Cómo va ese valor?—le preguntaban tentándole los brazos duros y
elásticos, que parecían de acero, pasándole las manos por el pecho con una
suavidad casi femenil, golpeándole el tórax y complaciéndose en su
resonancia, que revelaba salud y vigor. Y el Chiquito se dejaba agasajar
con sonrisa de ídolo, irguiendo su pequeño cuerpo de músculos recogidos y
apretados, mientras los admiradores aspiraban al examinarle el olor agrio
de sus sobacos sudorosos como si fuese un grato perfume.
Ganaría, como siempre. Y mientras llegaba el domingo, con su
estruendosa victoria, lo atiborraban de alimentos y le hacían beber
champagne, mucho Cordón Rouge, como si el vino de los ricos afirmase de
antemano su superioridad sobre aquel rival que sólo conocería la
dulzona sangardúa de sus montañas.
Los contratistas obligaron al doctor Aresti á que les acompañase á
Azpeitia. Ellos no gozarían la victoria por completo de no presenciarla su
ilustre amigo. Y el doctor, que habituado al afecto de aquellos admiradores
rudos y entusiastas, no podía separarse de ellos, acabó por ser de la partida.
En fuerza de oírles hablar de la apuesta sentía interés por ella.
Era el único que dudaba del triunfo. La gente de Azpeitia debía conocer
el trabajo del Chiquito. Los de Gallarta, en cambio, no sabían quién era
aquel contendiente desconocido. Cuando la gente de Azpeitia iniciaba el
reto, estaba segura indudablemente de la superioridad de su barrenador.
Aquello parecía una encerrona: había que ser prudentes. Pero los amigos
del doctor le contestaban con risas. ¿Dejarse vencer el Chiquito?... Y como
prueba de su confianza, enseñaban de nuevo los fajos de billetes. Más de
cincuenta mil duros iban á apostar entre todos, si es que los de Azpeitia
tenían redaños para hacerles cara. Había que correrles, echándoles el dinero
á las narices; así aprenderían á no ir otra vez con retos á los bilbaínos de las
minas.
La partida, el domingo al amanecer, fué casi una espedición triunfal.
El Chiquito había salido el día antes con varios de sus admiradores para
estar bien descansado en el momento de la apuesta. Los que llegaron
después con el doctor eran los más respetables, y llevaban con ellos el
convoy de la expedición, enormes cestos de fiambres encargados á los
mejores restaurante de la villa, cajones de champagne, cajas de cigarros.
Ellos mismos, al repasar las vituallas alababan su previsión. Sólo en Bilbao
se sabía comer: lo demás era tierra de salvajes, país de pobreza donde
moría uno de hambre ó de asco, aunque fuese persona de las que tienen
cartera.
Los mineros ricos hicieron en Azpeitia una entrada de invasores. Había
comenzado ya la fiesta con las apuestas de bueyes, y una muchedumbre de
caseros y de gentes del pueblo se agolpaba y estrujaba en la plaza y las
calles inmediatas. Aquellos hombres de largas blusas y boinas mugrientas,
apoyados en fuertes garrotes, miraban con asombro, como si fuesen de una
raza distinta, á los arrogantes mineros, que se llamaban á gritos y se abrían
paso reclamando el auxilio del alguacil, única autoridad que guardaba el
orden del inmenso concurso, sin más arma que un mimbre blanco. La gente
sobria y humilde, habituada á los cultivos de escaso rendimiento de la
montaña, admiraba los ternos nuevos y lustrosos de los contratistas, sus
boinas flamantes, las gruesas cadenas de oro sobre el vientre y sus manos
de antiguos obreros con dedos gruesos de uñas chatas, abrumados por
enormes sortijas.
Eran los forasteros, los ricachos que llegaban á la fiesta llevando una
verdadera fortuna en sus bolsillos. Para conocer su importancia bastaba con
fijarse en las miradas que lanzaban á las gentes y las casas, con altivez de
magnates que descienden á mezclarse en una diversión campestre. ¿Y entre
aquellas míseras gentes estaban los que habían osado
desafiarles?... ¡Pobres cuitados!
Precedidos por el alguacil, subieron algunos de ellos á los balcones de la
plaza, ocupados en su mayor parte por mujeres. Otros tomaron sitio en
primera línea, junto á la cuerda que marcaba un gran rectángulo limpio de
gente en medio de la plaza, como liza donde se verificaban los juegos. Allí
se hacían las apuestas de última hora entre los empujones de la gente. Los
caseros, apoyando sus manos en las espaldas que tenían delante, se
empinaban para ver mejor. De vez en cuando un empujón formidable; una
avalancha que amenazaba romper la cuerda. Pero bastaba que se levantase
en alto el mimbre alguacilesco ó que se movieran las boinas rojas de la
pareja de migueletes guipuzcoanos, para que al momento se iniciase un
retroceso, quedando inmóvil el gentío.
Aresti, desde un balcón, veía cuatro masas obscuras de boinas,
encuadrando el espacio libre, en el cual dos parejas de toros arrastraban
penosamente unas piedras más grandes que las muelas de un molino,
bloques enormes que al moverse dejaban detrás de ellos la tierra
profundamente aplastada.
La alegría de los ejercicios físicos, el enardecimiento ruidoso de las
fiestas de la tuerza, agitaba al gentío. Tiraban los bueyes penosamente,
como si fuese á estallar la testuz bajo el yugo, esforzándose entre los gritos
y los pinchazos de los conductores que los azuzaban coreados por sus
partidarios, y cada vez que una piedra, con nervioso tirón, avanzaba
algunos pasos, sonaba un clamoreo de los espectadores. Los pechos se
hinchaban con angustia, como si quisieran comunicar su fuerza á las
abrumadas bestias.
Era una diversión de raza primitiva, de pueblo en la infancia que aún no
ha llegado á la vida del pensamiento y admira la fuerza como la más
gloriosa manifestación del hombre. La dura necesidad de ganarse el pan
con el trabajo físico, hacía del vigor un culto, convertía en diversión los
alardes de resistencia de los más fuertes, admiraba como héroes á los
grandes partidores de leña ó á los expertos barrenadores, y para dar carácter
de fiesta á todos los esfuerzos del músculo en el diario trabajo, asociaba á
sus juegos al buey, manso y sufrido compañero de la miseria campestre.
El doctor, ante estos placeres rudos y violentos del pueblo primitivo,
recordaba las fiestas griegas, embellecidas al través de los siglos por el
encanto del arte. Aquellos juegos al aire libre, sencillos y burdos, de una
inmediata utilidad, recordaban involuntariamente los Juegos Olímpicos.
—Sí; se parecen—pensaba Aresti.—Pero como se asemejan el ave de
corral y el águila, porque las dos se cubren de plumas.
Cansado del monótono espectáculo que ofrecían los bueyes, tirando entre
el clamoreo del gentío que no se fatigaba del largo plantón, el doctor se
distrajo examinando el aspecto de las casas y las personas.
Veía Azpeitia por primera vez, aquel hermoso rincón del territorio vasco,
que sólo de lejos rozaba la vía férrea, y en el cual parecían haberse
refugiado el espíritu y las tradiciones de la raza. Aquella tierra era la de San
Ignacio. A pocos minutos, en el centro del valle, estaba Loyola con su
convento inmenso, cuya fealdad de caserón-palacio tentaba la curiosidad
del doctor. La sombra de la Residencia madre, de aquel edificio semejante
a un cuartel, en el que se reunían los comisionados del jesuitismo, llegando
de todos los puntos de la tierra, cuando había que elegir un nuevo General
de la Orden, parecía proyectar su sombra sobre el valle y las montañas,
formando los pobladores á su imagen.
Aresti veía en la muchedumbre muchas caras que le recordaban la faz de
San Ignacio. Aquellos rasgos duros, impasibles, de helada firmeza, que se
consideraban como signos característicos de una personalidad famosa,
resultaban comunes á toda una raza.
El médico se fijaba igualmente en las mujeres de los balcones. Tenían las
formas más pronunciadas que las hembras vizcaínas, con algo de
voluptuoso y mórbido que hacía recordar el título de «Andalucía vasca»,
que muchos daban á Guipúzcoa; pero en su mirada había una expresión
varonil y enérgica que hacía pensar en las fanáticas heroínas de la Vendée.
El odio al guiri, al español de pantalones rojos llegado de las más lejanas
provincias para expulsar al rey legítimo, pasaba como una herencia de
generación en generación. Todos los hombres de edad madura que
ocupaban la plaza habían vestido, seguramente, el capote de los tercios
guipuzcoanos y se acordaban del monarca de las montañas, con su gran
barba negra y la boina blanca sobre los ojos.
Eibar, con la muchedumbre obrera de sus fábricas de armas, liberal y
poco religiosa, estaba próxima, y, sin embargo, parecía al otro extremo del
mundo, como si los montes que separaban ambas poblaciones fuesen
infranqueables.
Las casas de Azpeitia ostentaban en todas las puertas grandes placas del
Corazón de Jesús. Era el único signo exterior de religiosidad: ni alardes de
fe ni entusiasmos provocadores. Eso quedaba para los pueblos donde
flaquea la devoción y la verdad divina tropieza con enemigos. En todo el
valle parecía sobrevivir el espíritu religioso, tranquilo y confiado, de la
Edad Media, la época que menos se preocupó de la fe, por lo mismo que
aún no habían levantado la cabeza la duda y la impiedad. Mostrarse el
espíritu de rebelión en una tierra que había pisado el bendito San Ignacio,
era tan absurdo, tan inconcebible, que sólo el suponerlo hubiera hecho reír
a aquella gente taciturna, orgullosa de haber dado al mundo un santo de
fama universal.
Pasado medio día, terminaron las pruebas de los bueyes y se desparramó
el gentío por la población. Lo más interesante de la fiesta, las luchas de
los aizkoralaris ó partidores de leña y la apuesta de los barrenadores,
quedaba para la tarde.
Aresti y sus amigos comieron en el casino del pueblo, alarmando á los
del país con los taponazos del champagne y la exhibición de las carteras
repletas de billetes que arrojaban sobro las mesas con afectado desprecio.
Llegaban nuevas gentes por todos los caminos, atraídas por la fama de la
gran apuesta de la tarde. Aresti había salido a la calle huyendo de la
atmósfera posada del casino, cargada de gritos y nubes de tabaco. Veía
llegar los coches llenos de gente: las carretas ocupadas por familias
mientras el aldeano marchaba a la cabeza de la yunta, guiándola con su
larga vara; grupos de caseros en mangas de camisa, con la chaqueta y la
boina al extremo del garrote que llevaban al hombre como un fusil.
Cerca de la plaza, vió el médico que la gente se detenía ante una taberna,
formando compacto grupo y mirando á lo alto. En un balcón cantaba un
viejo, de tan elevada estatura, que su boina parecía tocar el alero. En la
calle se había hecho espontáneamente un gran silencio, y el viejo, inmóvil
y grave, seguía su canturria con cierta seriedad sacerdotal. Cuando terminó
su última estrofa en vascuence, con una entonación aguda, todo el concurso
prorrumpió en risotadas, que contrastaban con la gravedad del cantor. Pero
aún no se había extinguido la carcajada del público, cuando sonó una nueva
voz más aguda y estridente desde el balcón de otra taberna, y Aresti vió á
un jayán que cantaba como si contestase al viejo, mientras éste le
escuchaba sin pestañear, preparando mentalmente la contrarréplica.
El doctor conocía á aquellas gentes. Eran los versolaris, los trovadores
éuscaros que se mostraban en todas las fiestas. La poesía florecía en las
tabernas con el bullicio de la embriaguez. Eran rudos campesinos que no
sabían leer, pero que mostraban cierto ingenio y una gran facilidad de
improvisación. Sus versos sólo tenían de tales las rimas, con una completa
ausencia de sentimiento poético. Lo que la muchedumbre admiraba en ellos
era el ingenio satírico, lo grotesco del chiste y, sobre todo, la facilidad en la
respuesta. En estas batallas de viva voz, un versolari iniciaba el tema,
seguro de que al momento surgiría la contestación de sus rivales; y así,
prolongándose el razonamiento de unos á otros, agarrando cada cual el hilo
de la interminable canturria donde lo abandonaba el enemigo, hacían pasar
al público embobado horas enteras. Estos vagabundos se mantenían de sus
versos, y en plena vida rural, llevaban la existencia independiente de fiera
miseria y alegre parasitismo de los artistas de la bohemia en las grandes
ciudades.
Aresti admiraba la sencilla fe de aquel pueblo niño que reía las gracias de
los versolaris y admiraba sus chistes inocentes, incapaces de producir la
más leve impresión en un hombre de la ciudad. En esta sana alegría
encontraba el médico la gravedad del hombre del campo, su alma sobria á
la que basta la más insignificante broma para alegrarse. Eran espíritus
nuevos, eternamente infantiles que al ponerse en movimiento divertíanse
con cualquier cosa. Sabían que los versolaris eran graciosos por tradición y
esto bastaba para que todos rieran aun antes de comprender sus palabras.
El doctor observaba una vez más el carácter de la poesía entre los
hombres del campo. La naturaleza estaba ausente casi siempre de los
versos populares. Las estrofas campesinas, cantan guerras y amores, la
tristeza de la partida y la alegría del retorno, celos y desesperación, ó se
ejercen en la burla de los convecinos: pero nunca describen la belleza de
los campos, ó la majestuosa serenidad que desciende del cielo. Viviendo en
la eterna monotonía de las bellezas naturales, no ven en ellas nada de
extraordinario, sintiendo con más intensidad los sucesos que tocan de cerca
á sus personas. Tal vez son ciegos para la hermosura de la tierra,
condenados á luchar con ella eternamente, á vencerla y violarla para sacar
de sus entrañas el sustento.
Más de una hora llevaban los versolaris lanzándose razonamientos de
balcón á balcón. Ahora eran cuatro los contendientes y la muchedumbre
volvía sus cabezas á un lado ó á otro, según el sitio de donde partía la voz.
Todos los trovadores recibían como popular homenaje las carcajadas del
público, pero el que parecía triunfar era un viejo desdentado y de cara
maliciosa, sacristán de una anteiglesia de Vizcaya que tenía gran renombre
por el atrevimiento de sus chistes. De vez en cuando algún admirador salía
al balcón ofreciendo el jarro á su poeta, y éste, después de largo trago,
acometía con nueva fuerza sus canturrias.
A media tarde, cuando gran parte de la plaza estaba en la sombra, corrió
á ella la gente, oyendo el silbido del chistu, que hacía locas escalas,
acompañado por el monótono baqueteo del tamboril. Los versolaris se
ocultaron. Iba á comenzar la parte más interesante de la fiesta.
Los mineros bilbaínos, rojos y sudorosos en su digestión de ogros,
fumando como chimeneas y eructando el champagne, ocuparon los mejores
sitios desafiando á todos con sus retos. ¡A ver! ¿quién quería apostar? No
había que tener miedo por cantidad más ó menos: había cartera de sobra
para todos. Y exhibían ante la mirada atónita de los caseros, habituados á la
vida sobria y humilde de la montaña, aquellas riquezas en fajos de papel
mugriento. Los más acomodados del país se acercaban á ellos, aceptando
sus apuestas con una sonrisa que parecía implorar perdón.
La fiesta comenzó por la lucha de los aizkoralaris. Habían colocado en el
centro de la plaza varios troncos enormes, sujetos por palos hincados en la
tierra, para que no rodasen. Sonó de nuevo el chistu y el dambolin, y
salieron los partidores de leña, llevando al hombro sus hachas relucientes.
Arrojaron á un lado las boinas y alpargatas, y subiéndose sobre los troncos,
comenzaron su trabajo.
Un rugido que equivalía á un aplauso, acogió sus primeros golpes. Los
mineros aplaudieron con las manos, como si estuvieran en las corridas de
toros de Bilbao. Protegían con su benevolencia á aquellos partidores de
leña, como gente humilde que en nada podía interesarles. En las minas de
Bilbao no se partían troncos: podía, pues, concederse algún mérito como
leñadores á aquellos rústicos.
Las hachas subían y bajaban, abriendo profundo surco, en las muescas
marcadas en los troncos. Volaban las astillas y cada vez que sonaba un
golpe más fuerte, más certero, extendíase por la plaza un rumor de
aprobación. El inmenso público adivinaba la marcha de los cortes sin
necesidad de verlos. Habituados todos á hacer leña en el monte, conocían
los diversos ruidos de las hachas como si éstas hablasen. Sabían, por el
crujido de la madera, lo que faltaba á cada tronco para partirse. Alguno de
los aizkoralaris iba delante de los otros; les avanzaba por momentos; su
corte se aproximaba rápidamente al fin: hasta que de pronto, un crujido
especial, que no podía confundirse, hizo estremecer el gentío hasta los
últimos límites de la plaza. Acababa de partirse un tronco. Y todos rugieron
de entusiasmo, empinándose sobre la punta de los pies, queriendo pasar
sobre los hombros del vecino, para saber quién era el vencedor.
Salieron los leñadores con el hacha al hombro, saltando la cuerda,
confundiéndose con el gentío que comentaba los incidentes de la lucha, y
otra vez sonó el pito y el tamboril, mientras las yuntas de bueyes
arrastraban al centro de la plaza dos enormes piedras. Llegaba el momento
emocionante, la hora del suceso que había atraído á Azpeitia tanta gente.
Iba á comenzar la lucha de los barrenadores.
La muchedumbre callaba como los grandes públicos de las plazas de
toros, cuando se aproxima la suerte decisiva. El tamborilero hacía sonar sus
instrumentos como en un valle desierto. La gran masa hizo un paso
adelante, y casi rompió la cuerda, cuando los dos barrenadores salieron al
espacio libre.
Todos querían ver á los contendientes y se empujaban, ansiando pasar su
mirada por encima de los hombros que tenían delante.
El barrenador guipuzcoano era un mocetón mofletudo, de ojos abobados,
ruboroso y con cierto miedo, al verse objeto de todas las miradas.
El Chiquito de Ciérvana se pavoneaba con la palanca al hombro,
presuntuoso como un torero en el redondel, como un pelotari célebre en la
cancha, mirando á las mujeres que ocupaban los balcones.
—¡Olé, mi niño!—gritaban los mineros. ¡Ené el Chiquito!... Ahora se va
á ver lo bueno de las minas. ¡Aquí hay cartera para él!
Y mezclando los gritos del país con los que habían aprendido en las
plazas de toros, arrojaban más allá de la cuerda sus boinas y sus carteras,
pero llamando en seguida á los chicuelos para que las recogiesen.
El Chiquito sonreía bajo la ovación tumultuosa de sus protectores, viendo
al mismo tiempo una señal de su triunfo en el gesto taciturno y miedoso de
su contrincante y en la ansiedad silenciosa de todos los del país, que
apostaban por el guipuzcoano. Los dos se despojaron de boinas y
alpargatas y con los pies desnudos subieron sobre las piedras, en las cuales
estaban marcados los redondeles que debían perforar. El trabajo duraría dos
horas: el que antes lo terminase ó llegase más adelante sería el vencedor.
Colocáronse ambos barrenadores, cada uno sobre su piedra, con las
piernas juntas y los talones tocándose. Entre los pies desnudos que
formaban un ángulo, subía y bajaba la barra de acero abriendo el orificio.
La más leve desviación, podía herirles, destrozarles un pie, con aquel hierro
movido por hercúlea fuerza. Pero no había que temer: sus brazos mostraban
la regularidad de una máquina.
Cada uno de los contendientes iba escoltado por una pareja de amigos.
Eran los padrinos que les asistían en la lucha. Se inclinaban y levantaban al
mismo tiempo que ellos, doblándose al compás de los movimientos del
perforador, sirviendo de péndulo que regulaba el vaivén del trabajo. Al
mismo tiempo, excitaban al compañero con sus gritos: rugían¡haup!
¡haup! al doblarse por la cintura, señalando cada golpe con esta
exclamación. Los padrinos, con los brazos inactivos, pero con los pulmones
cruelmente dilatados por la angustia, se cansaban más aún que el
barrenador.
Los dos esperaban con las barras levantadas por encima de la cabeza.
Dieron la señal los directores de la apuesta y en la plaza estalló una
aclamación semejante á la que acoge la partida de los caballos en una
carrera. Después se hizo el silencio. Sonaban los golpes del acero y
el ¡haup! ¡haup! de los acompañantes con una regularidad mecánica,
interrumpidos algunas veces por el ¡brrr! de los barrenadores, que al
respirar jadeantes, parecían escupir su cólera sobre la piedra enemiga.
Aresti sintió deseos de reír, viendo cómo se doblaban aquellos monigotes
humanos que seguían con sus cuerpos el esfuerzo de los contendientes,
fatigándose en un trabajo inútil, para transmitirles su energía.
Transcurrieron algunos minutos. El Chiquito trabajaba más aprisa que su
rival. Subía y bajaba la palanca con tanta rapidez que apenas se la veía. Su
cuerpo era una mancha indecisa y borrosa por el continuo movimiento; sus
acompañantes no podían seguirle. Detúvose un instante y cambió de sitio,
continuando su trabajo. Los mineros adivinaron que pasaba á la segunda
perforación, dando por terminado el primer agujero. ¡Y su contrincante aún
estaba en el mismo sitio!...
—¡Olé, Chiquito!—gritaron agitando sus manos cargadas de pedrería.—
¡Haup!... ¡haup!
Y en discordante coro juntaban sus voces á las de los dos vizcaínos que
servían de auxiliares á su barrenador.
La lucha se desarrollaba con la lenta y aplastante monotonía de todos los
espectáculos de fuerza. Aresti, interesado por el final del combate,
entretenía el aburrimiento de la espera comparando á los dos contendientes.
Eran el arranque impetuoso y la destreza inteligente del nervio, luchando
con la calma tenaz y la serena fuerza del músculo. El hombre-caballo frente
al hombre-buey. El Chiquito de Ciérvana, vehemente en su trabajo, dejaba
atrás al enemigo con sólo el primer arranque: el otro seguía su marcha sin
darse cuenta de lo que le rodeaba, sin apresuramientos ni desmayos, como
si no escuchase á los que mugían junto á su oído ¡haup! ¡haup! Él era
quien reglamentaba los movimientos de sus padrinos, sin apresurarse ni
dejarse arrastrar por ellos como lo hacía su contrincante.
En cambio, el Chiquito deteníase algunas veces, lanzaba en torno una
mirada satisfecha, se escupía en las manos, y agarrando de nuevo el
perforador continuaba el trabajo. Su burdo contendiente aún no se había
detenido una sola vez: golpeaba la piedra, con la cabeza baja, mostrando la
pasividad resignada del buey que abre un surco sin fin.
Pasó una hora sin que ningún incidente alterase la marcha de la lucha. El
guipuzcoano abría sus perforaciones, pasando de una á otra sin levantar la
vista. El Chiquito le llevaba aún un agujero de ventaja como al principio
del combate. Los mineros de Bilbao continuaban en su alegría insultante.
¡Aún admitían apuestas! Ofrecían un duro por cada peseta que quisieran
arriesgar en favor de aquel cuitado. Y no ocultaban su asombro cuando
veían aceptadas sus proposiciones por las gentes del país. ¡Qué zonzos! ¡Y
cómo iban á perder el dinero!...
La segunda hora de la lucha se desarrolló en silencio. La gente parecía
anonadada por la monotonía del espectáculo. La espera interminable
embotaba los sentidos, dificultando toda emoción. Por esto no hubo gritos
de triunfo ni exclamaciones de protesta, cuando comenzó á iniciarse la
ventaja del barrenador lento é incansable, sobre el Chiquito que hacía
temblar la piedra bajo el rayo de su palanca.
Aresti presentía este suceso desde mucho antes. El Chiquito se detenía á
descansar jadeante: ya no lanzaba ojeadas en derredor con expresión de
triunfo, sino con la opacidad de la angustia. Habíanse sucedido al lado de él
varias parejas de padrinos, fatigados de seguirle en el relampagueo de su
trabajo; pero los que ahora le acompañaban tenían que gritar ¡haup, haup,
haup! con más lentitud, esforzándose en vano por animarle y enardecerle,
tirando de él con la palabra como si fuese una bestia cansada y vacilante
que se encabritase bajo el látigo, sin poder salir de su paso.
El médico sentía angustia examinando á los dos contendientes, con la
cara pálida, sudorosos, las piernas inmóviles y como petrificadas, el busto
en incesante vaivén, los brazos hinchados por el esfuerzo; y recordaba á
otros que habían caído en aquellas apuestas brutales, muertos como por un
rayo, heridos en el corazón por el exceso de actividad.
Los mineros miraban al barrenador rústico, y después cambiaban entre sí
ojeadas de asombro. ¡Pero, aquel animal, no descansaba nunca! Palidecían
como si de golpe se alterase su digestión, poniéndose de pie dentro de su
estómago, todas las buenas cosas traídas de Bilbao y rociadas con Cordón
Rouge. Presentían la posibilidad de la derrota: parecían olerla en el silencio
que pesaba sobre la plaza, en la misma gravedad de sus enemigos.
Algunos más enérgicos se revolvían contra la posibilidad del fracaso.
¡Venir de tan lejos, para que se burlasen de ellos unos pobretones!...
Renacía su avaricia de antiguos miserables, que turbaba muchas veces con
detalles de ruindad sus alardes de ostentación. Habían apostado más de
ochenta mil duros, ¿é iban á dejarlos entre las uñas llenas de tierra de
aquella gente? ¡Cristo! ¡Cómo se reirían de los mineros!...
Los más furiosos saltaron la cuerda, y haciendo retirarse á los
acompañantes del Chiquito, se colocaban á ambos lados quitándose las
chaquetas y las boinas. Se doblaban en incesante vaivén, á pesar de su
corpulencia; mugían ¡haup, haup! con toda la fuerza de sus pulmones,
como si con sus gritos pudieran hacer entrar más adentro la palanca del
barrenador.
El Chiquito cobraba nuevas fuerzas al ver junto á él á sus protectores, y
partía en una carrera loca de furiosos golpes, espoleado por nerviosa
energía: pero el cansancio de los músculos tornaba á imponerse, y el acero
sonaba quejumbroso en la piedra, sin avanzar gran cosa.
—¡Arrea, ladrón!—mugían sus ricos padrinos—¡Fuerza... porrones! ¡Me
caso con tu madre!...
Y de este modo iban intercalando en el continuo ¡haup, haup! toda clase
de interjecciones amenazantes, de monstruosos juramentos que hacían
encabritarse al barrenador como si recibiese un latigazo, para caer de nuevo
en el desaliento.
Faltaban pocos minutos para terminarla apuesta. El Chiquito estaba en la
mitad de un agujero y aún le faltaba abrir otro. Su contendiente había
comenzado el último sin apresurarse y sin descansar, lanzando en torno una
mirada triste de buey fatigado que contempla el horizonte con el deseo de
que se oculte pronto el sol, para volver al establo.
Los mineros ansiaban una catástrofe, un temblor del suelo, algo que les
permitiese huir de allí, sin encontrarse con los ojos de aquellas gentes. El
silencio con que acogían su victoria molestábales más aún que los gritos
irónicos de algunos forasteros, que parodiaban la fanfarronería de los
bilbaínos, ofreciendo un duro por un real, en favor del guipuzcoano.
Terminó la lucha sin la explosión de entusiasmo que esperaba Aresti. El
gentío se abalanzó sobre el vencedor que miraba en torno de él con ojos de
idiota y se dejaba arrastrar inerte y sin fuerzas hacia una taberna próxima.
Buscó el doctor á sus compañeros y no vió á ninguno. Habían
desaparecido como evaporados por la derrota. Fuése en busca de ellos y
encontró á muchos en la puerta del casino subiendo á los coches, con el
deseo de huir de allí cuanto antes, como si el suelo les quemase las plantas.
En el desorden de la fuga parecían marchar á tientas, sin fijarse en él.
Dentro del casino encontró al Chiquito tendido en una banqueta, envuelto
en una manta, sudoroso y pálido, con el aspecto de un niño poseído de
terror. Frente á él, aún lanzaban sus últimas maldiciones algunos de las
minas.
—¿Qué dice usted de esto, doctor?—preguntaron á Aresti con
desesperación.
Y el médico sonrió, levantando los hombros. Era de esperar: habían
civilizado demasiado á su ídolo: lo habían hecho conocer el champagne, le
habían arrancado de su barbarie primitiva y al encontrarse con otro de su
clase, recién salido de la cantera, forzosamente había de ser el vencido.
Todos ellos sentían la necesidad de insultarlo antes de irse. De buena
gana hubieran golpeado aquel paquete inerte que sollozaba encogido en la
banqueta. Le echaban en cara el vino y los manjares con que le habían
atiborrado á todas horas.
—¿Oyes, ladrón, lo que dice el doctor? Tu afición al champagne. Estarías
borracho y por eso nos has hecho perder, cochino. Ochenta mil duros, ¿te
enteras, sinvergüenza? Más de ochenta mil duros hemos perdido por tu
culpa.... Por allá no vuelvas: te mataremos á patadas si apareces en las
minas.
Cada cual se alejaba, después de desahogar su cólera, con la
precipitación loca de la fuga, sin preocuparse de los compañeros, sin
acordarse de invitar al doctor, con el egoísmo de la derrota que borra toda
amistad.
El infeliz barrenador, al verse solo con Aresti rompió á llorar.
—¡Don Luis! ¡Don Luis!...
Y su voz tenía el mismo acento de súplica infantil que los lamentos de
los mineros cuando veían aproximarse el doctor á las camas del hospital.
Todo lo había perdido en un instante. ¡Adiós comilonas y agasajos, el
trato con los ricos, todo lo que le hacía ser mirado con envidia por sus
antiguos compañeros cuando se dignaba subir á las canteras acompañando
á los contratistas! Era un héroe, un ídolo y volvía de pronto á ser un
trabajador.... Menos aún, pues no encontraría un puesto en las minas. Si
volvía allá serían capaces de matarlo: le aterraban como un remordimiento
las grandes cantidades que había hecho perder á los señores.
—Me iré—gemía.—¡Cómo se burlarán ahora de mí!... Me embarcaré en
el primer barco que salga para América.
Un grupo de gente del pueblo le interrumpió. Venían para llevarse
al Chiquito: querían agasajarlo con la generosidad que da la victoria. No
debía entristecerse: ya habían visto todos que era un gran barrenador. Otra
vez ganaría él. Además, la cuestión había sido con aquellos señores tan
fanfarrones: él no era más que un mandado. Su contrincante le esperaba en
la taberna, para beber juntos como buenos camaradas.
Y se lo llevaron, rodeándolo respetuosamente, como un testimonio de su
gloria, con los mismos honores que una bandera cogida al enemigo.
Aresti volvió á la plaza. Comenzaba á obscurecer; la gente se había
esparcido por las calles inmediatas, agolpándose á las puertas de las
tabernas. Los versolaris, cada vez más ebrios, espoleados por el gran
suceso, improvisaban á rienda suelta, cantando el triunfo de los de la tierra,
con alusiones á los ricos de las minas, que provocaban el regocijo de los
aldeanos.
Iban alejándose en sus carreras las familias de los caseros. Los grupos de
campesinos bebían el último trago con los del pueblo, antes de emprender
la marcha, deseosos de relatar los incidentes de la famosa lucha durante la
velada en la casería.
En la plaza sonaban el pito y el tamboril con cadencias de baile. Se había
reunido toda la gente joven para celebrar la victoria con un aurresku, la
gran danza vasca que tenía algo de rito primitivo. Un ágil bailarín que era
el conductor del aurresku lo iniciaba con el paso solemne de la invitación.
Echaba la boina en tierra, y después de pedir la venia al alcalde que
presidía el acto, se dirigía con una serie de minuciosos trenzados y saltos de
extraordinaria agilidad, á invitar en el corro á la mujer que deseaba elegir
como reina del baile. No había ejemplo de que ninguna hembra vasca, por
alta que fuese su posición social, se negase á este honor. Aresti había visto
á señoras de la rancia nobleza admitiendo elaurresku con campesinos y
marineros. Era una danza ceremoniosa y parca en los contactos; el hombre
y la mujer apenas si en las diversas figuras se tocaban las puntas de los
dedos. Ella no hacía más que completar el cuadro, mientras él, al son de las
interminables escalas del pito, parecía hablar con los pies, con la mímica
guerrera de los pueblos primitivos, con saltos prodigiosos y alardes
inauditos de agilidad gimnástica, que recordaban á Aresti las danzas de
ciertas tribus vistas por él en el Jardín de Aclimatación de París.
El público elogiaba la soltura del bailador de Azpeitia. Un viejo casero
hablaba á sus amigos en vascuence á espaldas del doctor.
Aquel aurresku no le llamaba la atención; él los había visto danzados por
reyes en los buenos tiempos de la guerra. Y recordaba
cierto aurresku bailado por don Carlos en Durango, en un convento de
monjas, sin pecado para nadie, por ser la danza vascongada la más honesta
del mundo.
Aresti, al cerrar la noche, buscó refugio en un fondín que servía de
alojamiento á muchos que iban al santuario de Loyola. Él sentía también el
deseo de visitar en la mañana siguiente aquel convento, como una
curiosidad que le resarciría de su viaje. Después estaba seguro de encontrar
en el tren de Bilbao á muchos de sus compañeros que habrían ido á
pernoctar en Azcoitia, en Eibar y en otros pueblos, huyendo del lugar de la
derrota.
El doctor pasó la noche en un cuarto de paredes enjalbegadas cubiertas
de estampas de santos, y con un crucifijo sobre la cama. La hospedería era
como una antesala del convento.
A las seis de la mañana salió del pueblo, siguiendo el camino recto que
atravesaba con geométrica rigidez el valle de Loyola. Había caído durante
la noche una suave lluvia de verano, refrescando los campos y limpiando
de polvo los caminos. Las altas montañas estaban encaperuzadas de niebla,
dejando ver en sus pendientes, por entre los rasguños del vapor, la nota
blanca de los caseríos y las manchas cobrizas de los robledales. Los
rebaños se esparcían por las faldas marcándose sobre el verde fondo, como
enormes piedras blancas, las ovejas de gruesos vellones. A lo lejos, sonaba
el chirrido de invisibles carretas.
Aresti llegó al monasterio á las siete. Su aspecto monumental y
aparatoso, su fealdad solemne, contrastaban con la soledad y el silencio de
los campos. Los gorriones perseguíanse en la doble escalinata de la iglesia,
y revolando de ciprés en ciprés, iban á posarse sobre la estatua de mármol
de San Ignacio. A ambos lados de la avenida que da acceso al monasterio,
dos paseos cubiertos de plantas trepadoras, dos túneles de hojarasca,
ofrecían su fresca sombra de tonos verdosos.
El doctor contempló con cierta admiración el edificio enorme y
aplastante. No podía negársele carácter propio. Los jesuítas tenían un arte
suyo; el de la ostentación y la carencia de gusto. No había obra
arquitectónica de su propiedad que no la marcasen con su sello, como si
quisieran ser conocidos de lejos.
La fachada de la iglesia, que ocupaba el centro del monasterio, era toda
de piedra. Las columnas sostenían un frontón adornado con un escudo de
armas gigantesco. La balaustrada se coronaba con enormes pináculos
rematados por esferas. Detrás escalaba el espacio la cúpula del templo, de
un gris de globo hinchado, rematada igualmente por pináculos y bolas, lo
que la daba cierto aspecto de pagoda chinesca.
A ambos lados de la iglesia, extendíanse las dos alas del monasterio, de
rojo ladrillo, con triple fila de ventanas: dos cuerpos de edificación,
enormes, sin ningún signo religioso. El monasterio, desprovisto de la
cúpula, hubiese parecido un cuartel del siglo XVIII.
A un lado extendía su corriente el río Urola, pasando bajo un puente
metálico: al otro se alzaba una gran casa con soportales, de aspecto lujoso,
en la que estaba el hotel para los ricos que llegaban á hacer ejercicios
espirituales y no podían pernoctar en el monasterio.
Aresti entró en la iglesia: una rotonda de clara luz, cubierta de mármoles
de vivos colores.¡Ah, el templo risueño y bonito! Los altares eran
hermosos, como los platos montados de un banquete. Mármoles de color de
caramelo, de color de miel, de suave fresa, de un verde de fruta escarchada,
de una blancura tierna de merengue. Sentíase el deseo de morder aquella
piedra, pulida como un espejo, que daba á los ojos una sensación de
dulzura. Las imágenes eran sonrientes, charoladas y bonitas, como si
hubiesen salido de un escaparate de confitería. Los segmentos de la cúpula
estaban ocupados por grandes escudos de las naciones donde la Orden
ignaciana había adquirido más arraigo; las provinciasde la Compañía,
como ella las llamaba en su ensueño de dominación universal.
El doctor abandonó la iglesia después de haber distraído con su presencia
á algunas señoras vestidas de negro, que rezaban arrodilladas ante el altar
mayor. Debían ser huéspedas del hotel, devotas de distinción, venidas de
muy lejos, para hacer los ejercicios en la casa del santo.
En el atrio, un mendigo se le aproximó, con esa solicitud de todos los
parásitos que viven á la sombra de un monumento frecuentado por viajeros.
De una barraca, situada junto á la escalinata, en la que se vendían
fotografías y objetos piadosos, salieron corriendo dos chicuelas para
ofrecerse igualmente. ¿El señor deseaba ver la casa de San Ignacio?...
Se indignó el mendigo ante esta concurrencia. ¡Largo de allí! ¿No tenían
bastante con lo que robaban, vendiendo retratos y rosarios?... Y él fué
quien guió al médico, por un ancho corredor que conducía á un patio
descubierto. Allí estaba la portería. Tiró de una cadena, sonó una campana
oculta, se abrió un ventanillio, y el mendigo, después de hablar por él, se
dispuso a retirarse, extendiendo la mano para recoger unas cuantas piezas
de cobre.
—Ahora mismo saldrá el hermano.
Pasó el doctor mucho tiempo en el patio, cuyas baldosas conservaban el
agua de la lluvia nocturna. Todo un lado lo ocupaba la fachada de la
antigua casa de San Ignacio. Al agrandarse el monasterio, había abarcado
en sus nuevas construcciones al viejo castillete de Loyola, dejándolo dentro
de su recinto, pegado á la nueva edificación.
La pequeña casa, que aún parecía más mezquina al ser tragada por el
monasterio, resultaba lo más hermoso de toda aquella balumba de
albañilería pretenciosa. Era un castillete de dos cuerpos, que revelaba el
período de transición del siglo XV: la diversidad de gustos superpuestos de
aquella España católica que aún tenía moros en su territorio. El cuerpo
inferior, el más grande y fuerte, era de grandes bloques de pedernal
labrado, con pocas ventanas, y éstas pequeñas y profundas como saeteras:
una verdadera muralla para vivir á cubierto de sorpresas y asedios. El
cuerpo superior era ligero, construido con ladrillos rojos, marcándose sus
dos pisos con dos fajas de dibujo árabe, y en los cuatro ángulos cuatro
torrecillas delgadas, cuatro minaretes, que daban al remate el aspecto de
una alegre corona. Abajo estaban la sombría alarma, el perpetuo miedo á
los bandos que desgarraban el país vasco, los ventanucos para dar paso al
arcabuz; arriba la elegancia, copiada de los árabes; la alegría en la
construcción, de un pueblo artista; las ventanas graciosas como ajimeces
moriscos, para soñar en ellas á la caída de la tarde, después de haber leído
un libro de caballerías.
Aresti creyó encontrar en este edificio algo de la dualidad de carácter del
caballero Íñigo de Loyola en los tiempos de su juventud. Al cristalizarse
sus aspiraciones, al tomar su voluntad forma definitiva, el alegre
coronamiento, el castillete morisco se había convertido en humo, se había
derrumbado, quedando únicamente en pie la base pétrea, sombría, con su
tono lúgubre de cárcel y fortaleza al mismo tiempo.
Se abrió la portería y salió el hermano.
—¡Santos y buenos días!—dijo con voz melosa, inclinando la cabeza al
mismo tiempo que levantaba los ojos para apreciar de una rápida mirada al
visitante.
Era un joven que llamaba la atención por la delgadez del cuello que hacía
más enorme su cráneo, y por la forma de sus orejas abiertas como abanicos,
como si quisieran despegarse. Detrás de ellas la piel florecía con un
sinnúmero de costras y escoriaciones, unas secas ya, otras rezumando, con
una frescura que atraía á las moscas.
Era el hermano encargado de enseñar la casa del santo. Por debajo de las
sotanas asomaban unas zapatillas de paño, con las que andaba sin el menor
ruido: un calzado de espionaje que le permitía, como á los demás
servidores del monasterio, deslizarse por los claustros silenciosos sin turbar
el aislamiento de los Padres.
Atravesó el patio hablando á Aresti de las suelas de su calzado, que eran
de paño y se mojaban en los charcos de la lluvia. Una mortificación más.
¡Todo sea por Dios!... Y entraron en el castillete, convertido interiormente
en capilla. Allí hacían las señoras sus ejercicios no pudiendo entrar en el
monasterio.
Subieron la escalera, adornada con imágenes en cada rellano, y entraron
en la antigua cámara, transformada en capilla. Lo primero que llamaba la
atención del visitante era la escasa elevación del techo. Podía tocarse con la
mano, parecía que iba á aplastar con la pesadez de su grueso artesonado,
todo cubierto de oro, con florones en sus profundos encuadramientos.
El hermano explicaba con cierto orgullo el origen de los cuadros y las
telas que adornaban las paredes. Eran regalos de princesas y reinas:
testimonios de agradecimiento, de las altas conciencias sometidas á la
Compañía. En el fondo estaba el altar, y en su parte baja, detrás de un
vidrio, admiraban los devotos un verdadero interior de museo de figuras de
cera. San Ignacio tendido en una colchoneta leía un libro, vestido con
gregüescos y capotillo de vueltas de velludo como un galán del teatro
clásico. Una batería oculta de luces eléctricas iluminaba esta exhibición de
feria.
El hermano no podía ocultar su admiración cada vez que explicaba el
significado de esta parte del altar, no obstante los años que llevaba
enseñándola á los forasteros. Aquella figura de cera era de don Íñigo de
Loyola, cuando aún no pensaba en ser San Ignacio ni en fundar la Orden.
Le representaba herido, con la pierna atravesada de un arcabuzazo en el
sitio de Pamplona y leyendo la historia de la Virgen, que fué el punto de
partida de su conversión.
Con voz de cicerone convencido, el hermano explicaba á Aresti la
historia del santo.
—Dios le llamó á su gracia cuando estaba convaleciente, y se olvidó de
todo, á pesar de que era un caballero muy galán y mundano Porque nuestro
santo padre San Ignacio era militar, ¿sabe usted?... militar.
Y esta palabra tomaba en boca del lego un tono de admiración y respeto.
El pobre hombre, canijo y encogido, adoraba la fuerza, la arrogancia, los
uniformes vistosos, y al recordar que el iniciador de la Orden había sido
soldado, sonreía con cierta malicia, como si pensase en los devaneos y
buenas fortunas de los hombres de guerra, de las cuales alguna habría
tocado al santo, cuando aún no pensaba en serlo. Le llenaba de orgullo la
nobleza y el carácter caballeresco de la juventud del fundador, pensando en
las otras Ordenes, que no tenían entre sus iniciadores más que eremitas
miserables, santos piojosos, salidos de las últimas capas sociales.
Mientras hablaba el hermano, el doctor, mirando el monigote de cera,
tendido en la colchoneta, pensaba en el hombre sombrío, en el vasco de
carácter complicado, que llenó el mundo con su nombre, siendo cada
período de su vida una contradicción violenta. Primero, el soldado
presuntuoso y elegante, martirizando y amputando su cuerpo por parecer
bello, y perder la rudeza propia de su país. Después, al convencerse de que
en la vida mundana sus triunfos han terminado, el fanatismo de la raza que
surge con toda la fuerza de una voluntad poderosa.... Entonces le trastorna
la locura de la santidad: es humilde y fiero al mismo tiempo, se convierte
en matón de la Virgen, queriendo dar de puñaladas á un morisco que
blasfema de ella, y poco después se deja apedrear por los chicuelos de
Salamanca, que le toman por un demente, viendo sus piadosas
extravagancias, remedo de las de San Francisco de Asís. Pero la dulzura
poética del solitario de la Umbría, su santidad soñadora, no cabe en el
carácter positivo y práctico de un vasco. Ya que se dedica á Dios, ha de ser
con un objeto terrenal e inmediato. Bueno es ser santo, pero debe servir
para algo que se vea y se toque. Los instintos de hombre de pelea renacen
en él. Ve que la Iglesia combatida por la protesta luterana necesita un fuerte
auxilio, y lleva á la religión la disciplina del campamento, fundando, no
una Orden, sino una Compañía, organizando un ejército negro que ofrece á
los Papas, formando los soldados en el molde de su férrea voluntad, sin
afectos de familia, sin pensamiento propio, con la rigidez de los autómatas,
con esa insensibilidad que hace invencible. El asceta se convierte en
caudillo y en esta tercera parte de su vida, el vagabundo apedreado por la
chiquillería, toma aires de vice-papa, se hace llamar general por los suyos,
reside en Roma entre los príncipes, interviniendo en las complicadas
intrigas europeas, y muere satisfecho de su poder y de haber salvado
momentáneamente al catolicismo conservándole los pueblos latinos.
Aresti admiraba á Íñigo de Loyola como un ejemplar acabado de su raza,
incapaz de ilusionarse por largo tiempo en cosas inmateriales, sacando
instintivamente el poder y la riqueza de la santidad ascética, por la que
habían pasado tantos otros con el cuerpo atormentado por la penitencia,
comidos de parásitos, sin otra fortuna que la soga ceñida á los riñones.
Había sido un admirable comerciante de la religión: un talento práctico
surgido á tiempo para salvar la tienda de Roma amenazada de quiebra,
ordenando sus negocios, dándoles nuevo rumbo y fundando su Compañía,
aquel disciplinado cuerpo de comisionistas del catolicismo que viajaban
por toda la tierra, explotando las pasiones y las debilidades humanas, para
la mayor gloria de su Dios.
El hermano sacó al médico de su ensimismamiento, enseñándole la parte
superior del altar. En un relicario de oro estaba el corazón del santo. Era lo
único que allí conservaban del fundador. El cuerpo, como sabía todo el
mundo, estaba depositado en el Jesu de Roma.
—Sí: lo conozco. Lo he visto—dijo Aresti.
Sin saber por qué, sintió la necesidad de deslumbrar con un embuste al
simple lego, el cual parecía convencido de que la humanidad entera se
interesaba por las cosas de la Orden, sin que ni un solo hombre ignorase
dónde estaba el cuerpo de San Ignacio.
—¡Ah! ¡El señor ha estado en Roma!—exclamó el hermano mirándolo
con cierta admiración, como si de repente creciese ante sus ojos.
—Sí—dijo Aresti sintiendo de nuevo la necesidad de mentir, para que le
admirase aquel pobre hombre.—Estuve cuando la última peregrinación.
El hermano modificó sus palabras y gestos. Ya no era Aresti para él uno
de tantos viajeros de los que llegaban atraídos por la curiosidad; muchos de
ellos, extranjeros herejes, procedentes de países que despreciaban á la
Compañía. Era uno de la familia, casi podía considerarse como de la casa;
y el hermano mostró empeño en enseñárselo todo minuciosamente,
desbordándose en palabras, con la locuacidad del que pasa mucho tiempo
condenado al silencio.
Se detuvo en una puertecita inmediata al altar, inclinándose para ceder el
paso á aquel señor tan simpático. Era una pequeña habitación, sin otro
adorno que un retablo.
—Aquí estaba enfermo nuestro santo fundador,—dijo con voz
meliflua—y aquí fué su conversión. Pidió á la familia un libro de
caballerías para entretenerse, pero como Dios tenía puestos sus ojos en él,
hizo que nadie encontrase libros de tal clase y eso que abundaban en la
casa. Entonces leyó una historia de la Virgen é inmediatamente sintióse
tocado por la gracia y decidió dedicarse á la vida santa, renunciando al
mundo.
Después, el lego buscó en la pared, señalando una grieta que la cruzaba.
—Mire usted esto, caballero. Por fuera aún se ve mejor; llega hasta el
suelo partiendo las piedras del muro.... Esta grieta la hizo el diablo. En el
mismo momento que el santo decidió dedicarse á Dios, tembló el suelo y se
estremeció toda la casa, quedando esta abertura como recuerdo. Era el
demonio que acogía de este modo la resolución del santo.
—Sería de rabia—dijo Aresti con gravedad imperturbable.
—De rabia y de miedo—contestó el hermano con modestia.—Tal vez el
maligno tembló, adivinando que el santo iba á fundar nuestra Orden.
Pasaron á otra habitación en el extremo opuesto de la capilla. Cada vez
que el lego veíase ante el altar, caía de rodillas, causando la admiración del
médico, por el gesto con que rezaba su corta oración. El cuerpo quedaba
recto, con las manos cruzadas sobre el pecho, mientras el cuello se
prolongaba hacia adelante, como el pescuezo de una jirafa que quisiera
tocar el cielo.
—En esta habitación—dijo el lego—nació nuestro santo fundador. Aquí
tuvo también el hermano Garrido su revelación portentosa. Usted habrá
oído hablar de ella....
Pero viendo que el señor permanecía impasible, dijo con cierta
impaciencia:
—Pero usted sí que sabrá quién era el hermano Garrido.
—¡Oh! mucho—dijo Aresti, que oía por primera vez este nombre.
—Ya esperaba yo—continuó el lego—que un señor como usted
conocería al hermano Garrido. Los padres de Roma piensan canonizarlo
apenas pase el tiempo preciso.
Y hablaba con entusiasmo de este hermano, como si fuese una celebridad
universal, bastando citar su nombre para que todos repitiesen sus glorias.
En aquel mismo cuarto, estando en éxtasis el hermano Garrido, se le había
presentado la Virgen anunciándole con veintidós meses de anticipación, el
asalto de los conventos y la degollación de los frailes, en los primeros años
del reinado de Isabel II.
—Entonces—dijo Aresti—los padres de la Compañía, avisados con
tiempo no serían víctimas de las turbas.
—A algunos mataron en el Colegio Imperial de Madrid—contestó el
lego.—El hermano Garrido era modesto, y se calló la revelación, no
haciéndola pública hasta después que llegó aquí la noticia de los
asesinatos.... Era muy humilde el hermano Garrido. Por esto será algún día
un santo más de nuestra Orden.
Había terminado la visita á la casa de San Ignacio. De un momento á otro
llegarían las señoras para hacer sus ejercicios en la capilla. Pero el hermano
sentía cierta pena por separarse tan pronto de aquel señor devoto que le
escuchaba sin pestañear como si le admirase.
—¿Quiere usted ver el monasterio?—le preguntó.
Esta invitación no la hacía á todos los visitantes: pero con él era distinto;
él había ido á Roma en peregrinación y había visto el cuerpo de San
Ignacio. Pasaron del castillejo al monasterio por una galería cubierta, en la
que trabajaban varios obreros con pantalones y blusas del mismo azul
celeste que el manto de la Virgen. Eran hermanos jóvenes que trabajaban
de carpinteros y albañiles; mocetones de la montaña que deseaban
emanciparse del terruño, prestando sus brazos á la Compañía para el
trabajo reposado y lento de las casas de religión; libres ya de la lucha por la
vida, y teniendo de antemano asegurada la salvación eterna, sólo con
obedecer ciegamente á los superiores.
—¿Quiere usted subir á la biblioteca?—preguntó el hermano.—Tiene
poco que ver: todo en ella es antiguo.
—Lo antiguo era lo mejor—dijo Aresti con gravedad.
—Usted está en lo cierto. ¡Ay, si todo el mundo pensase tan sanamente
como usted! No como la gente de ahora que sólo lee novelas y libros malos
contra la religión.
La biblioteca estaba en el último piso; una gran sala, por cuyas ventanas
entraba á raudales la luz del sol, viéndose desde ellas los montes
inmediatos, verdes y limpios de niebla. Unos cuantos cuerpos de la
estantería contenían diversas ediciones de clásicos griegos y latinos,
encuadernados en pergamino. Otros guardaban los autores teológicos, y el
resto estaba ocupado por todos los libros escritos en favor y defensa de la
Compañía de Jesús. Aresti leía con curiosidad los nombres de aquellos
autores que le eran desconocidos y á los cuales atribuía el hermano una
fama universal. Realmente, era todo antiguo en aquella biblioteca: olía á
sepultura.
Descendieron á los claustros. El médico temía encontrarse con algún
Padre que le conociera por haber estado en Bilbao. Pero á aquella hora los
sacerdotes estaban en sus celdas, y por los claustros únicamente pasaban
algunos legos sin sotana, con aire apresurado, deslizándose sin ruido sobre
sus zapatillas silenciosas. En la antesala del refectorio varios hermanos
viejos limpiaban vasos y botellas en una fuente de mármol obscuro, que
arrojaba cuatro chorros de agua.
Aresti, solicitado por el lego, entró en una celda de las que servían de
alojamiento á los seglares durante los diez días que duraban los ejercicios.
—Pobrecito—decía el hermano enseñándola,—pero decentito y limpio.
Aquí vienen toda clase de personas; banqueros, generales... hasta ministros.
Y viven tan ricamente y son felices en esta pobreza mientras curiosean su
alma.
El doctor examinaba el cuarto, de alto techo y desahogadas proporciones.
Junto á la ventana, una mesa con dos sillas de paja. La cama de hierro se
ocultaba tras un tabique bajo, con una cortinilla roja en la puerta.
Los claustros estaban adornados con antiguos retratos faltos de valor
artístico, pero de cierto interés histórico. Eran los Padres más famosos de la
Compañía por las aventuras y peligros de su existencia; los propagandistas
del jesuitismo que se habían esparcido por la tierra en la primera expansión
de la Orden recién fundada, ocultando su carácter y sus fines, amoldándose
á los gustos y costumbres de los países donde se establecieron. Los había
con grandes barbas, recios capotes, altas botas y gorro de piel, relatando la
leyenda al pie del retrato, sus viajes por el Norte de las Rusias, sus
arriesgadas expediciones en países de hielo. Otros vestían la bota floreada
de la aristocracia china: habían sido mandarines, llegando á aconsejar á
individuos de la dinastía Celeste. Y además de estos arriesgados viajeros,
felices en sus aventuras, figuraban los mártires, los que habían perecido
bajo las flechas de los tártaros ó los sables de los japoneses. El Asia, con
sus enormes imperios catalépticos é insensibles, había tentado á aquellos
propagandistas de la autoridad y de la vida automática y sumisa.
Aresti vió todo el resto del monasterio: el refectorio, con su púlpito para
la lectura; la capilla, en la que hacían los hombres sus ejercicios
espirituales, colocando los Padres á la puerta una bandeja para que los
jóvenes depositasen en un papel cerrado sus peticiones á la Virgen; la
cocina, donde los hermanos guisanderos le explicaron los tres platos
sólidos que correspondían á los individuos en cada comida: el salón
acristalado, en el cual fumaban sacerdotes y seglares un cigarrillo único,
pues en el resto del monasterio, aunque el fumar no estaba prohibido, era
mal visto por los superiores.
—Queda la huerta. ¿Quiere usted verla?—dijo el hermano con el deseo
de prolongar algunos minutos más el trato con aquel señor que le
escuchaba con tanta atención.
Salieron á una huerta cerrada por un alto muro de piedra. En el fondo
había una pequeña granja con sus vacas y cerdos, de los que hablaba el
hermano con tierna admiración. Los pájaros turbaban el silencio monástico
de aquellos campos, revoloteando en torno de los árboles frutales.
Un seglar iba con un libro en la mano por el mismo camino que seguían
ellos. Era la única persona que paseaba por la huerta.
Aresti lo vió de espaldas y aceleró el paso como sí le acometiese de
pronto una duda y quisiera salir de ella.
—Es un señor muy rico, ¡muy rico!—dijo el hermano, adivinando su
curiosidad.—Está haciendo los ejercicios seis días. Creo que es de Bilbao y
que le llaman...
Pero antes de que el lego dijera el nombre, el seglar se volvió oyendo el
ruido de los pasos.
—¡Pepe!...—gritó el doctor.
La sorpresa no le permitió decir más al reconocer á Sánchez Morueta.
—¡Luis!... ¡Primo!...—exclamó éste no menos sorprendido.
Pero, pasada la primera impresión, hizo un movimiento de molestia
semejante al del que duerme y se ve bruscamente despertado.
El hermano, á impulsos de su meliflua cortesía, siguió andando para
detenerse á alguna distancia de los dos hombres. Le inspiraba profundo
respeto aquel devoto al que trataban con gran deferencia todos los Padres,
permitiéndole fumar en su cuarto y bajar á la huerta á todas horas, con otros
privilegios no menos importantes que sólo se concedían á muy contadas
personas. El visitante que él acompañaba también adquiría una importancia
inmensa ante sus ojos, por tratarse tan afectuosamente con el personaje.
Los dos hombres quedaron mirándose en silencio largo rato.
—¿Tú aquí?...
Y Aresti encerraba en esta exclamación toda la fuerza de su asombro.
Sánchez Morueta sonrió de un modo que su primo no había visto nunca
en él. Era una expresión de resignada modestia, de decaimiento de la
voluntad. Hablaba sencillamente, como si no hubiese ocurrido nada de
extraordinario desde la última vez que se habían visto.
Cristina y la niña le acompañaban en los ejercicios. Muchas familias de
lo mejor de Bilbao estaban en Loyola con el mismo fin: las señoras en el
hotel: los hombres en las celdas del monasterio. Ya llevaba allí seis días y
le faltaban cuatro.
—¿Y estás bien? ¿Te gusta esta vida?
—Sí—contestó el millonario con sencillez.—Me sienta perfectamente:
no tienes más que mirarme.
Sánchez Morueta parecía repuesto de su crisis. Nada quedaba en él del
enfermo que había visto Aresti en su última visita á Las Arenas. Su mirada
era tranquila, con una fijeza serena: el color sanguíneo de sus primeros
tiempos de luchador había vuelto á animar su rostro.
El médico le escuchaba con asombro enumerar las ocupaciones de su
vida en aquella casa: todas con arreglo á la distribución del tiempo marcada
por el director de sus ejercicios. Se levantaba á las cinco y media de la
mañana; á las seis bajaba á la capilla, leyendo durante media hora aquel
libro que le acompañaba siempre: después meditaba una hora, oía misa y
tomaba el desayuno, descansando hasta las diez ó paseando por la tranquila
huerta que los buenos padres ponían á su disposición. Meditaba de nuevo
hasta mediodía en su celda, recibiendo la visita de su director, rezaba el Vía
Crucis en los claustros, comía á la una descansando de nuevo hasta las
cuatro, y á esta hora bajaba á la capilla para escuchar las pláticas con los
otros compañeros de ejercicios. A las siete era la estación al Santísimo
Sacramento, después el Rosario, los dolores y gozos de San José y el
examen de conciencia de todo lo hecho durante el día: á las nueve la cena y
á las diez se acostaba.
Él, que en el mundo podía dar órdenes á miles de seres, gozaba la extraña
dulzura de ser mandado, de sentir sobre su voluntad otra que era superior y
la dominaba. La celda pobre y la comida vulgar en el refectorio, le parecían
de una voluptuosidad extraña después de tantos años de bienestar fastuoso
y refinado en su palacio de Las Arenas. Los primeros días habían sido
duros para él, pero ahora paladeaba la dulzura de no ser nada, de verse
guiado, anulando su voluntad, empequeñeciéndose, pensando á todas horas
en la muerte para convencerse de la humana insignificancia.
El mundo al que había de volver le parecía lejano, muy lejano. Aquel
Bilbao, del que era rey, estaba sin duda en otro planeta con sus agitaciones
de lucro, con sus fiebres de egoísmo, de las que no llegaba nada,
absolutamente nada, á aquel tranquilo rincón.
—Estoy bien, Luis: mejor que nunca. La satisfacción que adivino en mi
mujer y mi hija, me llena de alegría. Tengo la certeza de que al salir de aquí
nos querremos más; que constituiremos una verdadera familia cristiana,
como dice....
Se detuvo como avergonzado de soltar ante Luis el nombre en que
pensaba. Pero se arrepintió de su duda como de un pecado, y añadió con
energía, queriendo imponer su convicción:
—Los jesuítas no son malos como yo creía torpemente. Debes salir de tu
error, Luis. Son unas excelentes personas: unos santos. ¡Ay, si tú los
tratases!
Después habló de Urquiola, que les había acompañado á los ejercicios,
pero había tenido que salir el día antes para Bilbao, llamado por el Padre
Paulí; de la tranquilidad de aquella vida, sin agitaciones cerebrales, y sin
ambición, que tanto contrastaba con su existencia de Bilbao.
—Creo, Luis, que si no tuviese á mi mujer y mi hija, aquí me quedaría
para siempre. Esta es la verdadera vida. La de fuera ya sabes lo que es:
penas y maldiciones.
Aresti le escuchaba silencioso, mirándolo fijamente, sin pestañear, como
en presencia de un enfermo; de «un caso interesante».
—¿Y qué es eso que llevas ahí?—dijo de pronto, agarrando el libro que
su primo conservaba cerrado en una mano.
Le bastó una ojeada para conocer el pequeño volumen encuadernado en
pasta, con una impresión gruesa y vulgar de libro devoto. Era los Ejercicios
espirituales de San Ignacio, explicados por el Padre Claret, el famoso
arzobispo de Trajanópolis, que tanto había influido sobre los últimos años
del reinado de Isabel II.
Aresti conocía el libro. Muchas veces lo había encontrado sobre su mesa
cuando vivía con su mujer. Recordaba su estilo de piadosa belicosidad,
hablando de las dos banderas: «la una de Cristo Señor Nuestro, sumo
capitán; la otra de Lucifer, mortal enemigo de nuestra naturaleza humana.»
San Ignacio y el Padre Claret llegaban á la elocuencia más conmovedora al
describir el infierno. El fuego de aquel lugar de maldición era tan intenso,
«que una sola centella reducía á polvo una piedra de molino; si caía sobre
un globo de bronce lo derretía al punto, como si fuese de cera, y si en un
lago reducido á hielo, lo hacía hervir en un instante.» Los condenados
sentían este fuego en el cerebro, los dientes, lengua, garganta, hígado,
pulmón, entrañas, vientre, corazón, venas, nervios, huesos, médula de
éstos, sangre y hasta en las potencias del alma», y después de la
horripilante enumeración, San Ignacio preguntaba al alma del pecador con
quién deseaba irse, si con Dios ó con el Demonio. ¡Ah, mísero Luzbel;
ridículo pazguato que ofrecía con torpe malicia las cortas felicidades de la
tierra á cambio de una eternidad de tan horrible fuego! La respuesta no era
dudosa. Con Dios se iban las almas después de los santos ejercicios.
Sánchez Morueta hablaba de éstos. Los primeros días estaban dedicados
á meditar sobre el pecado mortal, la muerte y el infierno. Después se
meditaba con ayuda de aquel libro sobre la gloria eterna y la misericordia
de Dios.
—¿Pero tú crees en todas esas cosas del infierno y la gloria, tan vulgares,
tan groseras como las pinta ese libro?
La firme mirada de Aresti turbó á su primo.
—Como creer... no puedo afirmarlo rotundamente. Me asaltan dudas, y
me callo por no molestar á mi director. Pero todo esto me causa cierto
bienestar. Lo absurdo me entretiene, me deleita, me vuelve á la tranquilidad
de la niñez. Creo algunas veces que aun me mecen susurrándome cuentos
al oído.
El médico sonreía, y Sánchez Morueta se apresuró á añadir:
—Pero me siento más feliz, más tranquilo que antes. Además, en estas
meditaciones hay algo que me impresiona profundamente y que ni tú ni
nadie podéis negar: la Muerte. Nos hacemos viejos, Luis, y ella llega y no
valen para ablandarla riquezas ni ruegos. Desde que nada ansío, y no
encuentro ante mí nada que conquistar, la tengo mucho miedo.
Y el terror á lo desconocido, á la muerte inevitable, á la eterna sombra, se
manifestaba en el rostro del millonario con un gesto desesperado.
Aresti recordaba la página de la Muerte en el libro de San Ignacio, una
página de brutal realismo, que hacía temblar á los hombres y llorar de
horror á las mujeres. «Mirad lo que pasa en aquel cuerpo: antes hermoso é
idolatrado, ya muerto: ya está sepultado, ya cayó.... Luego, se le acercan los
moscones, escarabajos, sapos y sabandijas, y se saborean y complacen en el
mal olor que despide y en la podre que empieza á manar; también se
acercan los ratones, taladran sus vestidos ó mortaja; se enredan entre el
cabello, entran en la boca y empiezan á comer la lengua, salen luego y
registran todo el cuerpo entre carne y vestido. Mientras tanto, la
putrefacción se va aumentando: ya se ve pulular una grande muchedumbre
de gusanos que van comiendo la carne del vientre, de la cara y de todo el
cuerpo: ya se concluyó la comida: ya los gusanos mueren de hambre,
dejando allí unos huesos negruzcos y descarnados, que con el tiempo se
calcinarán y convertirán en polvo. Acuérdate, hombre, que eres polvo y en
polvo te has de volver, en cuanto al cuerpo, pues eres hombre de humo ó
tierra.»
—¡Lee esto! ¡lee esto!—decía el millonario abriendo el libro por aquella
misma página que tenía señalada, como si fuese su obsesión.—¡La
Muerte!—murmuraba luego.—Se habla de ella muchas veces, pero sin
pensar en lo que realmente es, sin pararse á mirarla de cerca.... ¡Qué
horrible! Luchar toda la vida para dar gusto á la carne, para preparar el
pasto del gusano....
Después, en voz baja, dijo al doctor:
—Debe existir algo después de la muerte. No sé ciertamente si será lo
que aquí dicen ó lo que digan en otra parte. ¿Pero qué pierdo yo con creer á
ojos cerrados? Por lo pronto, gano la tranquilidad de la casa, y bueno es,
por si hay algo más allá, ir preparado á todo, sin miedo á engaños.
Aresti sonrió con lástima, ante aquel espíritu comercial, que examinaba
la vida futura con el mismo egoísmo que si apreciase las probabilidades de
un negocio.
Ahora sí que le decía adiós para siempre. Su primo estaba bien agarrado,
por el egoísmo y el miedo á la muerte, las dos flaquezas de los felices.
—Debías quedarte aquí, Luis: venir alguna vez. Los Padres son gente
simpática. ¿Qué perderías con ello? Aunque no creyeses en todo, podías
callarte y ser feliz. ¿Qué sacas de tanto estudio? ¿Estás seguro de que todo
lo que tú crees es verdad? ¿Y si después de morir te encontrases con la
inmensa equivocación de que hay algo?...
El doctor le estrechó la mano con frialdad, convencido de que se
separaban para siempre, de que en adelante se mirarían con extrañeza,
como si fuesen otros hombres.
Y Aresti salió de la huerta, precedido por el hermano, que ahora callaba y
parecía tener prisa en sacarle del monasterio, como si hubiese escuchado de
lejos parte de la conversación.
Antes de salir, aún se volvió para ver á su primo, que le seguía con los
ojos y parecía decirle:
—¡La Muerte, Luis!... ¡Piensa en la Muerte!
X

A las diez de la mañana llegó el doctor Aresti á Bilbao un domingo del


mes de Septiembre.
El tren de Portugalete iba repleto de obreros, procedentes de las minas y
las riberas de la ría. Todos mostraban prisa por llegar á la plaza de Toros.
Se celebraba en ella un gran mitin de protesta contra los patronos, por no
querer aceptar las proposiciones de los mineros, los cuales venían
amenazando con una huelga hacía dos meses. La reunión popular era
el ultimátum que lanzaban los trabajadores.
Los primeros trenes de la mañana habían trasladado á Bilbao mayores
cargamentos humanos, viendo su llegada con cierta alarma las gentes de la
villa.
No todos iban al mitin. Descendían también de los vagones aldeanos con
gruesos garrotes, escoltando á los curas de su anteiglesia. Estos grupos
rurales llegaban para la gran romería que subiría por la tarde al santuario de
Begoña.
El mitin de los trabajadores y la fiesta organizada por los jesuítas y los
bizkaitarras, se encontraban en el mismo día. Un ambiente belicoso, que
excitaba los nervios, haciendo más duras las palabras y más insolentes las
miradas, parecía pesar sobre la villa.
En el camino había apreciado Aresti el estado de los espíritus. El vagón
estaba ocupado por obreros y por campesinos de los que iban á la romería.
Unos y otros se miraban hostilmente, y los aldeanos acariciaban
nerviosamente sus cachabas, oyendo las burlas de la gente de las fábricas.
Callaban porque en aquella vía, invadida por la moderna industria, eran
menos las gentes del campo. ¡Ay, si aquello hubiese sido en la línea de
Durango, por donde descendían los rebaños de la fe para la fiesta de la
tarde, en masas cerradas, con sus curas y estandartes á la cabeza!...
Al bajar del tren el doctor Aresti, oyó que alguien le llamaba.
Era el capitán Iriondo, vestido con el traje viejo de sus expediciones de
caza. Llevaba la escopeta pendiente del hombro, y el perro, junto á él,
husmeaba sus manos.
—¿Buscas la bronca, eh?...—dijo al médico.—Tú vienes porque te
gustan estas cosas, y yo me voy por no verlas.
Se marchaba á cazar chimbos á cualquier parte: le interesaba huir de
Bilbao, no ver lo que seguramente ocurriría.
—El aire huele á pólvora, querido Planeta: van á llover palos. Al venir á
la estación me recordaba esta Bilbao tan nueva y tan bonita, la que conocí
durante el sitio. Los socialistas, los republicanos, todos los que creen que
esto marcha mal, se están reuniendo en la plaza de Toros entre banderas y
vivas. Los otros se citan para la tarde en las iglesias y se enseñan los
revólvers en los rincones de las sacristías. El Padre Paulí predica, hace
tiempo, que hay que morir por la fe: el zascandil de Urquiola anda
arengando á la juventud salida de Deusto, para que mate en nombre de
Dios. La pobre villa parece un huevo entre dos piedras, y yo me voy, Luis,
me voy, y admiro el gusto que tienes en ver estas cosas.
Aresti le escuchaba con interés. Había hecho el viaje atraído por la
posibilidad de un choque. Deseaba ver cómo los obreros de la montaña, y
los industrialillos de la villa se atrevían por primera vez con el jesuitismo.
Ya era hora de que Bilbao se levantase contra aquel enemigo que se
deslizaba en sus entrañas, después que lo había derrotado por dos veces
ante sus improvisadas trincheras, cuando se cubría con la boina blanca.
—En esto llevas razón, Luis—dijo el capitán enardeciéndose.—Si me
voy, es porque no puedo aguantar lo que se ve en esas calles. No pensaba al
levantarme en salir al campo, pero de repente he cogido la escopeta para
huir. ¡Porra! ¿De qué nos ha servido tanto comer pan de habas y carne de
caballo á los que disparábamos el fusil en las trincheras, si aquellos á
quienes hicimos huir se nos han metido en casa y parecen los amos? ¡Cómo
está hoy Bilbao, chiquillo! No se puede dar un paso sin tropezar con un
cura. Los que hace años bombardearon la villa y hoy darían cualquier cosa
por verla entre llamas, se pasean por ella, como señores. Han bajado en
manadas para ver á la Virgen, con el revólver en el bolsillo, y miran á todos
con insolencia, como deseando que llegue pronto el momento de matar
perros liberales.
El capitán mostraba prisa en irse. De quedarse en la villa tal vez se
mezclase en la lucha. Tenía miedo á su entusiasmo: podía sin darse cuenta
liarse á golpes con aquel carlismo vergonzante que tanto le irritaba.
—Yo no soy más que un empleado, Luis: un dependiente de Sánchez
Morueta. ¡Y figúrate lo que haría doña Cristina si me viese mezclado en el
jaleo; lo que diría el mismo Pepe, que tan cambiado está!... Bastante hago
con defenderme y quedar á un lado, pues por su gusto iría esta tarde camino
de Begoña.
El recuerdo del millonario y su familia, hizo que el médico y el marino
hablasen de la gran transformación de Sánchez Morueta. Muy poco había
sabido de él Aresti, después de su encuentro en el monasterio de Loyola.
—Es otro hombre—dijo Iriondo con tristeza.—Aquella casa ya no es la
misma.
Y evitaba dar más detalles, con la prudencia del subordinado fiel que
teme ser indiscreto. Pero su franqueza de viejo marino se sobrepuso.
—¡Qué porra! Tú eres de la familia y debes saberlo todo. Además, eres
mi amigo y quieres á Pepe. ¡Ay, planeta! Aquello ya no es casa, es un
convento, y cualquier día, el que fué nuestro grande hombre acabará por
traernos el Padre Paulí al escritorio, para que dirija á los empleados. No se
separa de él un instante.
Y describía con rudeza la nueva vida del millonario. Todos le
dominaban; todos estaban sobre él: la esposa, la hija, hasta aquel niño
inaguantable de Urquiola, que le decía con la mayor insolencia: «Tío, no
haga usted eso», «tío haga usted lo otro.» Por el momento, Sánchez
Morueta sólo era el tío: pero no acabaría el año sin que el abogadillo le
llamase papá. Se casaba con Pepita y todos parecían satisfechos de tal
matrimonio: la niña, la madre y el Padre Paulí. El millonario callaba, como
si estando contentos los demás no necesitasen consultar sus deseos.
Urquiola iba ya por el escritorio y daba órdenes imperativamente á los
empleados. Hasta con el capitán se atrevía; con el viejo amigo de Pepe, á
quien siempre hablaba éste con fraternal atención. ¡Porra! ¡A la vejez,
después de una vida de noble é independiente trabajo, ser criado de aquel
cachorro de Deusto!... Antes se retiraría, abandonando á Pepe, el cual, bien
mirado, ya no era el Pepe que él conoció.
—Cómo nos lo han cambiado, Luis. ¿Querrás creer que un día en el
escritorio, al volver de Loyola, me contó con el mayor entusiasmo que
había hecho una confesión general, un recuento de todos los pecados de su
existencia y me afirmaba que después de esto se sentía con mayor salud,
como si fuese otro mundo? No he presenciado caída como esta. La mujer lo
tiene tonto, y en esto la ayuda el tunantuelo de Urquiola. ¿No sabes la
última hazaña de ese pillín?... No la sabrás: todo Bilbao habla de ella, pero
á las minas no llegan estas cosas.
Y relató á Aresti un suceso digno de la sección de tribunales de un
periódico. Urquiola había dado un abortivo á aquella infeliz que vivía en
los barrios altos y era su amante, sufriendo en silencio una esclavitud de
miseria y de golpes, enamorada sin duda, de la fachenda del atleta y de su
petulancia nobiliaria. Al protegido del Padre Paulí le aterraba la idea de
tener un hijo, ahora que su matrimonio estaba concertado con la primera
fortuna de Bilbao, y á viva fuerza había provocado el aborto. La
enfermedad de la esclava y las murmuraciones de la vecindad, habían
hecho intervenir en el asunto al juzgado. ¡Un escándalo, pero nada más! En
aquella población todo se doblegaba á la influencia de los Padres y al
respeto que inspiran los ricos.
—Y Pepe—continuó el capitán,—sin enterarse de nada; y si algo sabe,
como si no lo supiera. Basta que doña Cristina afirme que todo es mentira
para que él lo crea: basta que el Padre Paulí le diga que Urquiola será un
grande hombre para que él escuche impasible sus necedades y bravatas de
cabecilla. ¡Ay, Luis! ¡Qué dominación tan rápida y absoluta la de esa
gente!...
Iriondo describía su influencia extendiéndose á todo lo que estaba bajo la
dirección de Sánchez Morueta, á las fábricas, las fundiciones y hasta los
barcos. Sin respeto á su cargo de inspector de navegación de la casa, le
hacían despedir á marinos viejos que llevaban muchos años al servicio de
Sánchez Morueta, y admitir á otros jóvenes que, apenas tomaban posesión
de su camarote, pegaban frente á la litera una imagen del Corazón de Jesús.
Él no osaba protestar ante el gesto autoritario del amo, y el miedo á los que,
ocultos tras él, regulaban sus palabras y acciones.
La semana anterior le habían dado orden de despedir á todos los obreros
que, trabajando en la descarga de los buques, profiriesen blasfemias ó se
mostrasen interesados en la propaganda de doctrinas impías. ¡Cristo! ¡Él, á
sus años, convertido en un hermano de la Doctrina Cristiana; obligándole
aquellos señores á que enseñase catecismo y buenas palabras á los
cargadores del Nervión!...
—Pues, ¿y en los altos hornos?—exclamó después el capitán,—Allí va á
haber cualquier día una huelga, seguida de la degollina de todos los beatos
que toman las oficinas como terreno de conquista. Desde que se fué
Sanabre, aquel chico tan simpático, la fundición es un infierno. Pepe tendrá
cualquier día una sublevación ruidosa, y á los huelguistas no les faltará
motivo. El trabajo y la honradez es lo de menos para los que dirigen la
casa. Los trabajadores que no son religiosos van á la calle, y los talleres se
llenan poco á poco de hipócritas, que trabajan como saben ó quieren, pero
que son respetados porque van á misa y se inscriben en las sociedades de
obreros católicos.
El decaimiento moral de Sánchez Morueta, la abdicación de su voluntad,
irritaban al marino.
—Tu primo no osa moverse, Luis. Su famosa confesión general es como
el traje nuevo de un niño: no se atreve á hacer nada, por miedo á
mancharse. Cuando de tarde en tarde le veo, me parece que tengo delante á
un fraile. No sabe hablar más que de la muerte; de lo que encontraremos en
la otra vida, y vuelta otra vez con la muerte por arriba y por abajo, y el muy
camastrón tiene mejor color y está más fuerte que nunca. Si yo me atreviera
con él como tú, le diría: «Qué porra: ya sé que hemos de morir; vaya un
descubrimiento. Pero mientras la muerte no llega, vivamos cada cual á su
gusto, sin hacer la santísima á los demás, que es lo único en que gozan los
que piensan á todas horas en su alma.»
Faltaban pocos minutos para que partiese el tren, y el capitán se despidió
de Aresti.
—Esta tarde, en la romería, puede que tengas la gran sorpresa. Tal vez
vaya en ella Pepe con su escapulario.
Aresti dió salida á su asombro con un juramento. ¡Quién! ¿Pepe sería
capaz de exhibirse en aquella farsa?...
Iriondo no tenía la certeza de ello pero lo presentía. Era un suceso que
llevaba preocupada á toda la familia durante la semana. La esposa quería
verle atravesar Bilbao, con la cabeza descubierta, en las filas de los
devotos. ¡Qué triunfo para la religión! Él, después de volver á la buena
senda, no podía negar á Dios el prestigio que daría á la santa causa esta
adhesión pública de un hombre de su fortuna y su poder. El millonario se
resistía, adivinando lo ridículo de esta humillación; defendíase agarrado á
un harapo de su antiguo carácter. Pero todos caían sobre él, martilleando la
débil corteza de su voluntad reblandecida. La madre y la hija se lo
suplicaban. ¡Las daría tanto placer con ello!... El Padre Paulí hablaba con
desprecio de los cobardes que sólo aman á Dios en su casa y temen
manifestarlo públicamente, y el matoncillo Urquiola hacía burla de los que
no se atrevían á salir á la calle por miedo á los impíos.
—Irá, estoy seguro—dijo el capitán con tristeza.—Lo arrastrarán, la
familia de un lado, y de otro el miedo á parecer cobarde. ¡Adiós, Luis, y ten
prudencia! Mira que hay cerrazón en el horizonte y la borrasca de esta tarde
va á ser de cuidado.
El doctor subió la larga escalinata de la estación, y al salir al puente del
Arenal vió muchos balcones colgados con trapos de colores é inscripciones
en loor de la Virgen de Begoña. En las Siete Calles, lo más típico y
tradicional de la población, las casas empavesadas ofrecían el aspecto de un
villorrio. Trapos multicolores ostentaban entre banderas el mismo rótulo en
honor de la Señora de Vizcaya. Las gentes mirábanse con aire hostil; la
población, dividida en dos bandos, parecía estremecerse en este ambiente
de acometividad. Los vecinos de la villa contemplaban con simpatía ó con
odio á los grupos de campesinos y de obreros, según eran sus creencias.
Cada cual miraba con desconfianza al vecino, y todos decían lo mismo en
sus conversaciones.
—¡A la tarde!... ¡Oh, á la tarde!...
Aresti, después de errar más de una hora por la villa, se encontró al
atravesar el Arenal con un obrero de ropas haraposas y gran barba, que le
saludó con un gruñido, llevándose con cierta violencia la mano á la boina.
—Ya sabe usted, doctor, que usted es el único burgués que yo saludo.
Era el Barbas, el terrible solitario de Labarga, que pasaba sus horas de
vagancia encogido en el suelo, inmóvil, como un profeta de horrores,
escupiendo amenazas é insultos sobre los ricos del país. Hacía tiempo que
habían demolido su barraca, después de socavar el suelo. La vieja
compañera había muerto de miseria y él vagaba por las minas, durmiendo á
la intemperie, comiendo lo que le daban los peones y pagando esta limosna
con insultos. Cuando estallaba un barreno cerca de él, miraba con ojos
feroces á los obreros.
—¡Bestias!—les gritaba como si cometiesen un crimen.—¡Tenéis la
dinamita en vuestras manos y la empleáis en eso!...
El doctor contestó á su saludo alegremente.
—¡Compañero! ¿Tú aquí?...
Había llegado por la mañana en un tren lleno de obreros. Por supuesto,
sin billete; los compañeros querían pagárselo, pero él había protestado,
ocultándose para viajar sin que los burgueses le explotasen.
—¿Y el mitin?—preguntó Aresti.—¿No vas al mitin?
El Barbas hizo un mohín de desprecio. Él no perdía el tiempo en
bobadas. Se sabía de memoria todo lo que allí podían decir. Necedades y
cobardías. Pedir más jornal ó que lo pagasen de este modo ó del otro;
reclamar como quien pide limosna mayores consideraciones para el que
trabaja. ¡Como si esto sirviese de algo! Eran unos cataplasmeros. Y en esta
palabra envolvía todo su desprecio á los que buscaban con reformas
paulatinas y con una organización fuerte y disciplinada el mejoramiento del
obrero.
—Cataplasmeros, doctor—gritaba.—Nada más que cataplasmeros. Este
es un país acostumbrado á la disciplina y á la autoridad: por eso el pobre
que en otro tiempo fué carlista, cree ahora sin esfuerzo alguno en esas
organizaciones casi militares, que le prometen cambiar la sociedad poco á
poco. Pero ya se cansarán de tanta sensatez y tanto politiqueo obrero y
entonces seguirán al Barbas y á otros como él, y en veinticuatro horas se
arreglará todo ó acabará todo. El pobre pide justicia y la justicia ni se
solicita á pedazos ni se regatea: se toma como se puede, aunque acabe el
mundo.
Después explicó por qué había hecho el viaje. Únicamente le atraía lo
que pudiera ocurrir por la tarde. Quería convencerse de que los pobres se
atrevían por fin con los ricos: deseaba ver cómo corrían todos los enemigos
por él odiados, sin que les valiese la protección de los ídolos celestiales á
los que levantaban palacios, mientras él vagaba por el monte como un perro
sin abrigo.
La esperanza del choque y de la lucha le estremecía de placer. Husmeaba
el ambiente amenazador, como un viejo caballo de guerra que relincha
oliendo la pólvora.
—¡Bronca!... ¡Ya se ha armado!—exclamó con alegría, mirando al otro
lado del puente.
Por la avenida del ensanche corría á todo galope un grupo de jinetes de la
guardia civil. En último término, veíase una gran masa de gente, una
mancha negra matizada por el rojo flotante de algunas banderas.
Era el público que salía del mitin y se detenía ante los balcones de las
mejores casas, protestando de las colgaduras en honor de la Señora de
Vizcaya. La gente silbaba: comenzaban á volar las piedras por encima de la
negra masa: caían con estrépito las vidrieras rotas.
Aresti se vió solo. El Barbas corría hacia el gentío, dando gritos de
entusiasmo. ¡Duro, duro! ¡No comenzaba mal la cosa!... Quiso ir el doctor
hacia el ensanche, pero se detuvo, viendo que la muchedumbre, lentamente,
avanzaba su pesado oleaje con dirección al Arenal. La caballería, impotente
para contenerla, se limitaba á ir con ella, creyendo evitar así mayores
desmanes.
Pasó la manifestación el puente, extendiéndose por el Arenal y las calles
inmediatas. Eran obreros en su mayoría y jóvenes de la población cuyos
sombreros se destacaban entre el oleaje de boinas y gorras. Unos
aclamaban á la Revolución social; otros daban vivas á la República;
algunos gritaban ¡viva España! ante las inscripciones en vascuence, viendo
en estas loas á la Señora de Vizcaya un hipócrita insulto á la integridad
nacional. Era una amalgama de todos los odios contra aquella Bilbao
dominada por la Compañía de Jesús y formada á su imagen.
El grito de ¡abajo los jesuítas! era contestado por un rugido unánime de
la masa. En las calles inmediatas al Arenal caían á pedradas los cristales.
Algunos chicuelos subían por las fachadas con agilidad de monos para
arrancar las colgaduras de la Virgen de Begoña, dejándolas caer sobre el
gentío, que las hacía pedazos.
Una noticia circuló como un relámpago por la gran masa detenida en el
Arenal. Estaban prendiendo fuego á la iglesia de los jesuítas. Una parte de
la manifestación, rezagada en el ensanche, sitiaba el templo, rociándolo con
petróleo. Ya ardían las puertas.
La guardia civil corrió allá á todo galope, abandonando la manifestación.
Aresti sentía un entusiasmo casi igual al del Barbas. ¡Ya ardía el odiado
cubil! ¡Bilbao despertaba!...
Pero iban llegando nuevas noticias. Las puertas sólo habían sido
chamuscadas: la presencia de la autoridad había disuelto el grupo
incendiario, extinguiendo el fuego.
Era ya más de mediodía. Los grupos se aclaraban: todos se iban á comer.
Aquello sólo había sido el prólogo de lo que ocurriría después.
—A la tarde, aquí—se decían unos á otros al alejarse.
Aresti entró en el restaurant del Suizo. En todas las mesas se hablaba
también de lo que ocurriría por la tarde. A las tres estaban citados los de la
peregrinación en el Arenal. Llegarían en varias procesiones desde las
distintas parroquias, para reunirse todos en la iglesia de San Nicolás. El
plan había sido preparado con el propósito de llamar la atención, de ocupar
toda la villa, de hacer un alarde de arrogancia, desafiando á los enemigos.
Muchos esperaban que se suspendiese la fiesta provocadora. Decían que
el gobernador estaba influyendo cerca de sus organizadores, para que
desistieran de ella. El Padre Paulí se negaba rotundamente, invocando
hipócritamente la libertad. Su acólito Urquiola hablaba de la batalla de la
tarde con aires de caudillo.
Algunos mostrábanse desconsolados por la idea de que pudiera
suspenderse la romería. Al fin, era un suceso que amenizaba la vida
monótona y gris de la población. Aresti no dudaba de que se verificase.
Conocía á los organizadores, y su propósito de excitar á la impiedad
naciente, para darla la batalla y afirmar así su dominación que creían en
peligro.
En una mesa cercana disputaban dos señores.
—Me he fijado bien en la manifestación—gritaba uno de ellos.—Todos
eran Pérez y Martínez, todos maketos é hijos de maketos, mala gente, de la
que ha invadido nuestro país. No iba ni uno que tuviera los cuatro apellidos
vascongados.
Y hablaba con orgullo de estos cuatro apellidos, que exhibían como una
prueba de nobleza todos los del partido bizkaitarra.
—Pues, yo los tengo—gritaba su interlocutor con acometividad,—y digo
que deseo que esta tarde les rompan el alma á los de la romería, y ¡ojalá
arrastren á todos los jesuítas!
La división que perturbaba á la villa, mostrábase, también en el
restaurant, impulsando á unos parroquianos contra otros faltando poco para
que se arrojaran los platos y se acometiesen con los cuchillos.
A las dos volvió Aresti al Arenal. Formábanse de nuevo los grupos cerca
del puente, mirando con hostilidad á los aldeanos que pasaban camino de
las parroquias. Circulaban por el gentío las más contradictorias noticias. Ya
no se verificaba la romería: oponíase á ella el gobernador, al que los
bizkaitarras, en su fervor separatista, llamaban despreciativamente «el
cónsul de España». Después corría de boca en boca la certidumbre de que
iba á celebrarse la fiesta. Se estaban formando las comitivas en cada
parroquia: pronto llegarían al Arenal para reunirse todas en San Nicolás.
Y la gran plaza ennegrecíase de gentío inquieto. Una masa de cabezas
cubría las aceras y las calles inmediatas. El centro del Arenal estaba
desierto: quedaba un gran espacio libre, del que se apartaba instintivamente
la gente: un vacío que parecía destinarse al choque de unos y otros.
Aresti se sintió de pronto arrastrado por un violento empellón de la
muchedumbre, estremecida al adivinar la proximidad del enemigo. Estalló
una tempestad de gritos en una calle inmediata. Eran aclamaciones
interrumpidas por tiros.
Por encima del oleaje de cabezas pasaban en un vaivén tempestuoso los
estandartes de la primera procesión. El médico, sin saber cómo, en uno de
los empujones de la multitud, se vió en mitad del Arenal, cerca del desfile
de devotos. Iban en grupos, con la cabeza descubierta; los hombres,
empuñando grandes garrotes, y llevando al pecho el escapulario de la
Virgen de Begoña; las mujeres escoltaban á los curas, mirando á la
muchedumbre con sus ojos de hembras duras y fanáticas. Cesaron los
disparos al entrar la procesión en la plaza. Entonaban los romeros un himno
en vascuence á la Señora de Vizcaya, y de los grupos salía, como
respuesta, La Marsellesa ó La Internacional.
Agrupáronse los devotos ante la portada de San Nicolás, y la
muchedumbre avanzó lentamente hacia ellos. Estrechábase el espacio entre
unos y otros, los palos levantábanse amenazantes, los insultos alternaban
con los cánticos. De repente, el gentío se hizo atrás, volviendo sus mil
cabezas. Una nueva procesión llegaba por el puente. Se había reunido en la
Residencia de los jesuítas: era lo más brillante del ejército devoto que iba á
subir á Begoña; el señorio de Bilbao, en el que figuraban las familias ricas
de la villa, los agitadores del bizkaitarrismo, los alumnos de Deusto. Los
Padres de la Compañía más famosos, presidían las asociaciones obreras
organizadas por ellos para contener la impiedad creciente del pueblo.
Desfilaban en grupos, con mirada de reto, abombando el pecho para que
se viera bien el distintivo de la Virgen, con una mano oculta en los
bolsillos, marcándose en la tela el rígido contorno de las armas de fuego.
Las señoras caminaban con paso marcial, sin parecer intimidadas por la
actitud hostil del gentío, como damas altivas que no temen al mal gesto de
su servidumbre, mirando con desprecio á toda aquella balumba de
pobretones que se sustentaban de lo que sus poderosas familias querían
darles.
Estalló un trueno de gritos, insultos é imprecaciones. Aresti vió pasar á
Urquiola con el revólver fuera del bolsillo, seguido de alumnos de Deusto y
de fuertes aldeanos, como un cabecilla, orgulloso de poder realizar dentro
de Bilbao lo que sus antecesores sólo intentaron en las montañas
inmediatas, durante los dos famosos sitios.
—¡Viva Vizcaya! ¡Viva la religión y Nuestra Señora de Begoña!
¡Mueran los liberales!
Algunos discípulos de la Universidad jesuítica, pareciéndoles estas
aclamaciones demasiado vulgares, daban vivas á la Unidad Católica, y los
aldeanos los contestaban con rugidos de entusiasmo, sin entender lo que
aquello significaba, pero adivinando que debía ser algo contra los impíos
de la odiada Bilbao.
Aresti vió pasar á la mujer y la hija de Sánchez Morueta. Después á las
de Lizamendi en un grupo de señoras, con la falda ceñida y el andar
arrogante. Miraban á todos lados como si buscasen á alguien entre el gentío
hostil, y al verle, la madre y la hija mayor casi sonrieron satisfechas de no
haberse equivocado. ¡También estaba allí!... El mal hombre estaba donde le
correspondía. El médico vió la mirada de resignación y de lástima que su
mujer dirigía al ciego, como si pidiese, con lamentos de víctima, perdón
para su alma perdida. Luego vió destacarse de un grupo de sotanas á su
enorme primo, que marchaba con la cabeza descubierta, brillando la
condecoración de la Virgen entre la celosía de sus barbas, con la mirada
arrogante, una mirada dura y hostil desconocida por Aresti.
El médico no pudo ver más. Creyó de pronto que se abría el suelo de la
plaza y que huían todos, chocando unos contra otros con el terror de la
fuga. Algunos palos rompiéronse en pedazos; sonaban las espaldas al
recibir los golpes con un ruido de cofres vacíos; caían muchos con la cara
cubierta de sangre, tropezando en sus cuerpos los que huían, y comenzaron
á sonar por todos lados, como chasquidos de tralla, los tiros de los
revólvers.
Corrían las señoras á refugiarse en San Nicolás, y los curiosos de las
aceras, huyendo de los disparos, se arrojaban de cabeza dentro de los cafés,
rompiendo cristales y volcando sillas y mesas.
En un momento se formó un gran vacío en la plaza, quedando sembrado
el suelo de garrotes, sombreros y boinas. Algunos heridos se arrastraban,
manchando de sangre el suelo del paseo. Otros eran llevados en alto por los
grupos hacia las farmacias más próximas. Mientras tanto, continuaba el
combate entre los más resueltos de una y otra parte.
De la portada de San Nicolás salían descargas cerradas, disparos de
revólvers baratos comprados el día antes por los organizadores de la
romería, balazos sin dirección, que iban á perderse en la arena del paseo ó
se incrustaban en los árboles. La mayoría de los obreros carecían de armas
y se batían con los puños ó con palos, profiriendo en la exaltación de la
lucha blasfemias contra la Virgen de Begoña y sus devotos. La batalla se
había fraccionado: peleábase en grupos sueltos ó individualmente. Los
mismos compañeros no se reconocían, y muchas veces se golpeaban,
creyendo herir á un enemigo.
Aresti permanecía inmóvil en medio de la plaza, sin darse cuenta de las
balas que á corta distancia de él levantaban las cortezas de los troncos.
Sentíase empujado de un lado á otro por los empellones de los
combatientes, viéndolo todo al través de una niebla gris, como si el sol se
hubiera ocultado. Sus pies se enredaban en cuerpos blandos, que le hacían
tropezar, y de los que salían gemidos dolorosos.
En este crepúsculo del atolondramiento creyó ver á un cura enorme que
se recogía el manteo con una mano y con la otra disparaba su revólver
sobre un trabajador que esquivaba los tiros con agilidad simiesca.
—¡Tú acabarás!—decía blandiendo una faca y desviándose de un salto
cada vez que el sacerdote tiraba del gatillo, apuntándole.
Y cuando el cilindro del arma rodó sin que saliera ya ninguna
detonación, el obrero, con una risa feroz, se abalanzó sobre el cura,
abrazándolo, cayendo con él al suelo, hundiéndole en la espalda el arma
con tanto ímpetu, que la hoja quebróse en dos pedazos.
Aresti creyó que se había desplomado un árbol sobre sus hombros. Fué
un golpe que le sacó de su aturdimiento, haciéndole rugir de ira: un
garrotazo en la espalda, que acabó con toda su bondad irónica de espíritu
superior, despertando en él á la fiera. Levantó su bastón y comenzó á dar
golpes delante de él, sin mirar á quién alcanzaba, sin acordarse de que
podía ser un amigo, con el ansia de hacer daño, con la embriaguez de la
sangre.
De pronto se sintió detenido en su avance por una espalda que caía contra
su pecho. Era un jovenzuelo, desmedrado y débil, con el raquitismo que da
el trabajo cuando es superior á las fuerzas de la edad. Vaciló como si
estuviera ebrio, llevándose las manos á la cara ensangrentada, y al intentar
erguirse, un puño enorme volvió á caer sobre él haciéndolo rodar por tierra.
Aresti, con los pies inmovilizados por el cuerpo del caído, levantó el
bastón al ver que se alzaba contra él de nuevo aquel puño que resonaba
sordamente golpeando como una maza. Pero el médico quedó con el brazo
en alto al reconocer al hombre que le acometía.
—¡Tú!... ¡tú!...—gritó con una voz que parecía desgarrarle la garganta.
Tenía ante él á Sánchez Morueta, con el puño levantado, las barbas en
desorden, y en los ojos una expresión feroz: el deseo de exterminar á la
canalla impía que insultaba á las personas decentes y había hecho
refugiarse á las señoras en la iglesia.
Al reconocer á Aresti, bajó el brazo y la cabeza como avergonzado. En el
mismo instante, algo blando y tibio chocó en una de sus mejillas
escurriéndose por los hilos de su barba. ¡Su Luis, su hermano, le había
escupido en el rostro! Era el odio que no encontraba otra forma de herirle,
ya que las manos se negaban á ello por el antiguo respeto; era el desprecio
al verle anonadando con su fuerza de animal bien mantenido y feliz, á
aquel aborto de la miseria que estaba en el suelo con la cara ensangrentada.
El millonario miró á su primo con ojos mansos y sin expresión, unos ojos
bovinos que parecían pedirle clemencia, al mismo tiempo que se pasaba la
mano por la barba borrando el escupitajo del odio.
Fué á hablar, pero no pudo. Un fantasma negro que agitaba su manteo
como unas alas fúnebres tiraba de él. Era el Padre Paulí.
—Don José. Vámonos de aquí. ¡A Begoña! ¡A Begoña!
Y le arrastró con paternal solicitud, como si el millonario fuese el primer
estandarte de la romería.
Aresti quedó inmóvil, avergonzado de su arrebato. Pero en fin, lo hecho
bien estaba, ya que no tenía remedio. Los empellones de la gente que huía
le sacaron de su abstracción. Los jinetes de la guardia civil corrían al trote
por la plaza, amenazando con sus sables. Los romeros se agrupaban ante la
iglesia, y la masa popular aglomerábase en las aceras, dejando la plaza
limpia de gente. De vez en cuando la atravesaban algunos hombres,
llevando en sus brazos un herido.
Las piedras arrojadas por los grupos chocaban en la fachada de San
Nicolás. Desde las dos torrecillas de la iglesia les contestaban á tiros.
La muchedumbre sin armas, herida á mansalva desde aquella altura,
rugía impotente, y en un arranque de desesperación, intentó arrojarse al
asalto del templo, pero tropezó con un obstáculo que acababa de
interponerse entre los dos bandos, una barrera azul y roja en la que
brillaban cañones de fusil y correajes lustrosos.
Dos compañías de infantería habían entrado en la plaza á paso
gimnástico, colocándose en batalla ante la iglesia. Eran los guiris, los ches,
la España en armas que llegaba; la odiosa Maketania con su pantalón rojo,
sostenedora de la impiedad liberal, enemiga de la resurrección de la antigua
Vasconia. Los soldaditos, pálidos, con la boca apretada, descansando sobre
sus fusiles entre las pedradas y los tiros de revólver, daban frente á la gran
masa que protestaba contra la romería.
Llegaban para guardar el orden, pero sus ojos iban instintivamente hacia
la muchedumbre devota, como si deseasen girar sobre sus talones y hacer
fuego apuntando á la iglesia. Aquellos curas armados y vociferantes, los
aldeanos fuertes y sumisos como bestias, los señoritos con aires de
cabecilla, eran el eterno enemigo. Los soldados husmeaban en ellos á los
que en otro tiempo habían asesinado en las montañas á sus hermanos, y que
aun ahora deseaban volver á la lucha de emboscadas. El deber, con su peso
férreo é irresistible, mantenía inmóvil á la doble fila de hombres azules y
rojos.
Un oficial vaciló un instante y entregando su sable á un soldado, se llevó
una mano á un hombro. Acababa de recibir un balazo; le habían herido los
que tiraban desde lo alto de la iglesia. Su rostro se contrajo con tristeza
dolorosa, más que por la herida, por la amargura de un sacrificio sin gloria,
por perder su sangre, no en la montaña frente á frente con el eterno
enemigo, sino á la puerta de una iglesia, á manos tal vez de un sacristán, de
uno de aquellos efebos católicos que, ocultos en las alturas, gritaban como
mujeres aclamando á la religión y la Virgen.
La guardia civil empujaba á los romeros fuera de la plaza. Salían en
bandas de la iglesia con sus estandartes, desgarrados en la lucha, y
emprendían la ascensión á Begoña escoltados por los jinetes.
La muchedumbre hostil, contenida en su avance por la tropa, oía cómo se
alejaban las cofradías por las calles empinadas que daban acceso al
santuario.
—¡Viva la Virgen!—gritaban con el enardecimiento de una lucha en la
que habían llevado la mejor parte.
—¡A Begoña! ¡A Begoña!—aullaba Urquiola agitando el revólver al
frente de un grupo.
Y las aclamaciones á la Virgen, interrumpíanlas con frecuentes
descargas. Sin cesar en sus cánticos, hacían fuego sobre todos los que al
borde de la cuesta contestaban á sus aclamaciones con gritos de protesta.
Poco á poco fué quedando desierto el atrio de San Nicolás. Un muerto
yacía en la acera, custodiado por dos guardias. Más allá, los grupos
rodeaban á varios heridos. Algunos curas se deslizaban con paso lento á lo
largo de las paredes esquivando el gentío. Estaban heridos é iban á sus
casas á curarse ocultamente, huyendo de la publicidad y de enojosas
declaraciones.
Aresti pasó más de una hora de botica en botica y de café en café,
solicitado y arrastrado por muchos que le conocían, llamado allí donde
guardaban un herido, esforzándose por curar de primera intención, con los
medios que tenía á su alcance, á todos los infelices que en brazos de la
muchedumbre iban después hacia el hospital.
Atendió indistintamente á unos y otros, á los que llevaban en el pecho el
escapulario de la Virgen y á los que en el paroxismo del dolor creían
encontrar un alivio dando vivas á la Libertad y la República. La carne
herida, destrozada por el choque, la sangre que manchaba las aceras y los
pavimentos de los cafés, le causaban inmensa tristeza, haciéndole pensar
con lástima en la eterna infancia de los hombres: ¡Matarse, herirse por un
pedazo de madera groseramente tallada, que estaba allá en lo alto, entre
luces y flores, mientras existían en el mundo terribles enemigos, como el
hambre y la injusticia, que reclamaban para desaparecer el esfuerzo común
y fraternal de todos los humanos!
Mientras los hombres se mataban por la gloria de la Virgen de Begoña, la
carcoma, más sabia que ellos, seguiría mordiendo las entrañas de madera
del sonriente fetiche: tal vez á aquellas horas algún ratón roía las patas del
ídolo milagroso, bajo su hueca saya de pedrería.
El médico, fatigado por las emociones de la tarde y por la violencia de
aquellas curas entre la enojosa curiosidad de la gente, respiró satisfecho
cuando ya no le presentaron más heridos.
Paseó entonces por la orilla de la ría, pensando en el encuentro con su
primo, que seguramente sería el último. La injuria á Sánchez Morueta le
mordía el pensamiento: aquel salivazo parecía haber caído sobre su alma.
¡Ay, el intruso! El maldito intruso! ¡Cómo había penetrado entre ellos,
matando todo afecto, anulando con el poder frío de la muerte todo un
pasado de cariño fraternal!... No habían reñido cuerpo á cuerpo como los
hermanos en las guerras civiles: pero se habían herido en el alma,
separándose para siempre, como bestias enfurecidas. Se acabó la familia:
Aresti estaba solo en el mundo.
Varios grupos de muchachos corrían vociferando por las riberas del
Nervión. Algunas mujeres daban alaridos, haciendo la señal de la cruz. ¡Se
iba acabar el mundo!... Un tropel de desalmados, furiosos después de la
lucha en el Arenal, se habían esparcido por las Siete Calles, escalando las
hornacinas que cobijaban las imágenes de los patronos de aquella Bilbao
tradicional.
Los santos eran arrojados de sus capillas y arrastrados después hasta la
ribera, entre las patadas y salivazos de la turba, que quería vengar en
aquellos cuerpos de palo, pintados y dorados, la sangre derramada por otros
de músculos y hueso. ¡Al agua los santos! Y caían de cabeza en la ría las
vírgenes y los bienaventurados, flotando después de la inmersión con la
ligera porosidad de la madera vieja.
La muchedumbre seguía lentamente por las riberas el tardo descenso de
las imágenes empujadas por la corriente. Silbaban y aplaudían viendo el
cabeceo de los santos, mientras algunas mujeres, con arrojo de mártires,
insultaban á los impíos, amenazándoles con las manos crispadas.
Una imagen de la Virgen de Begoña, arrancada de su hornacina, era la
que más llamaba la atención. ¡Ella tenía la culpa de todo!... Y la silbaban é
insultaban mientras la imagen descendía tendida de espaldas, mostrando á
flor de agua su vientre dorado y su carita de muñeca sagrada. Un gabarrero,
cruzando la ría en su barcaza, avanzó hacia la imagen como si quisiera
cortarla el paso. Los devotos aplaudieron, presintiendo la piedad del
marinero: iba á salvar á la Virgen.
Cuando su barca estuvo cerca de la imagen, cesó de manejar el remo, y,
levantándolo en alto, después de mirar á ambas orillas, dió con él un golpe
tremendo á la Virgen, que desapareció en un remolino de agua para no
flotar más. Entonces fueron los otros los que prorrumpieron en aplausos,
mientras los devotos elevaban los ojos al cielo. ¡Hasta sobre las aguas se
mostraba la impiedad de la villa!...
Frente á un grupo peroraba un hombre de aspecto miserable, con
movimientos desordenados, como si fuese un loco. Aresti reconoció
al Barbas.
—Lo de hoy no vale nada—gritaba.—No me parece mal que les metan
mano á los que por tanto tiempo han tenido engañada á la gente, pero
después de esto hay que ajustar la cuenta á los que la roban. Hoy ha sido la
batalla de los santirulicos: mañana será la del pan. Ya bajarán del monte los
que han producido con su trabajo las riquezas de todos los ladrones de aquí:
ya reclamarán su parte. Y nada de peticiones ordenadas ni de aumentos de
jornal, ni de limosnas. ¡Fuera los cataplasmeros! A cada cual lo que le
corresponde, y al que se oponga, ¡dinamita... roño! ¡dinamita!
Aresti se alejó para que no le viese aquel energúmeno, que parecía
enardecido por la sangre de la reciente lucha.
Sus palabras evocaban en el pensamiento del médico las minas, con su
población miserable, roída por las necesidades materiales y la
desesperación de los que sienten sed de justicia. Desde aquellos picachos
rojos, transformados y revueltos por el pico del peón y el trueno del
barrenador, un nuevo peligro espiaba á la villa opulenta y feliz. Después
del choque provocado por el fanatismo dominador, vendría la huelga de los
infelices, la reclamación imperiosa de la miseria.
Un ejército enemigo se ocultaba tras aquellas montañas que cerraban el
horizonte: una horda hambrienta que algún día caería sobre la población
como en otros tiempos las gavillas del absolutismo. Bilbao estaba
amenazada de un tercer sitio; pero en el de ahora no se detendrían los
enemigos ante las defensas exteriores; se esparcirían por las calles y
bloquearían á la riqueza en sus magníficas viviendas. La guerra en nombre
del pasado se repetiría en defensa del porvenir; los nuevos sitiadores
llevarían la miseria como bandera, y como grito de combate el derecho á la
vida.
Aresti pensaba en la posibilidad de que desapareciese aquella riqueza
origen de tantos males. ¿Para qué servían los tesoros de las minas? Se había
embellecido exteriormente la población, tomando el aspecto de una capital:
la grandeza de la industria moderna tronaba en la ría por las chimeneas de
fábricas y buques; pero la vida era más triste que antes. Con la riqueza
habían llegado los hombres negros, que se hacían los amos de todo, que se
apoderaban de las conciencias, acabando por poner sus manos en los bienes
materiales.
Si la riqueza de la villa se agotara de pronto, aquellas aves de tristeza
levantarían el vuelo hacia otros países. El suelo sería más pobre, pero
renacería en él como planta de consuelo la alegría de la vida.
La antigua Bilbao de los comerciantes y los marinos, que aún no conocía
el valor del hierro, era más feliz, con la paz de un trabajo lento y ordenado
y la llaneza fraternal de sus costumbres, que la villa moderna, con sus
improvisadas fortunas, sus ostentaciones locas y aquella riqueza
disparatada y rápida que apenas si dejaba en el país rastros beneficiosos de
su paso, perdiéndose en las obscuras tragaderas del intruso negro,
aparecido en la hora suprema de la fortuna para sentarse al lado de los
favoritos de la suerte, ofreciéndoles el cielo á cambio de una participación
en el botín.
El saqueo de la Naturaleza, la amputación de sus entrañas de hierro,
había servido únicamente para la felicidad de unos cuantos y para qué el
parásito sagrado que se ocultaba tras ellos fuese el verdadero amo de todo.
¡Debía terminar aquel carnaval de la Fortuna, que sólo servía para dar
nuevas fuerzas al fanatismo religioso y para irritar á la miseria, con el
alarde de una concentración loca de la riqueza, que avivaba los odios
sociales!...
Las minas se empobrecían. Los optimistas las daban vida para veinte
años: los más crédulos llegaban hasta treinta. Pero después vendría el
agotamiento, la nada; la montaña pelada, con su esqueleto calcáreo al
descubierto, sin guardar el más leve harapo del manto que la había cubierto
durante siglos, más rico que el de muchos dominadores de la tierra.
Algunas minas quedaban abandonadas como los caballos moribundos, á los
que se olvida cuando ya no pueden dar utilidad. En otras, se aprovechaba la
escoria de las viejas explotaciones, para extraer el hierro que habían
respetado los métodos antiguos. En Gallarta se derribaban casas enteras,
construidas algunos años antes, para aprovechar el mineral de su paredes.
Se vivía de los residuos de la época de prosperidad, como en las casas
donde asoma la escasez y se aprovechan para un nuevo yantar las sobras de
la comida anterior. Tras esto, era de esperar la completa carencia de
mineral. Serían inútiles todas las extratagemas de aprovechamiento; sólo
encontrarían la tierra pobre y estéril, sin la menor partícula de hierro, y
entonces vendría el ¡sálvese quien pueda!, el momento terrible de la vuelta
á la pobreza, la fuga desordenada y arrolladora de la muchedumbre que
engañaba su hambre trabajando en la cantera, dejando entre sus pedruscos
lo mejor de su vida: el aislamiento de los poderosos, encerrándose en el
arca de su riqueza, para flotar sobre este Diluvio final.
La Fortuna habría pasado un momento por aquella tierra, como por otros
países, sin dejar más que ligeras huellas. Bilbao ofrecería el aspecto de las
ciudades históricas de Italia, que fueron grandes, llenando el mundo con el
poderío de su comercio, y hoy son melancólicos cementerios de un pasado
glorioso. Quedarían en pie los palacios del ensanche, la ría prodigiosa con
su puerto, que parece esperar las escuadras de todo el mundo: pero los
palacios estarían desiertos, el abra, con sus contados barcos, tendría la triste
grandeza de una jaula inmensa sin pájaros, y las fundiciones, los altos
hornos, los cargaderos, serían ruinas, con sus chimeneas rotas, como esas
columnas solitarias que hacen aún más trágica la soledad de las metrópolis
muertas.
Ebrios por el vino enloquecedor de la suerte, los dueños de tanta riqueza,
no habían querido crear industrias nuevas, que fuesen libres de la
servidumbre de la mina. Las luchas industriales con sus complicaciones y
riesgos, no les tentaban, acostumbrados á las fáciles y seguras ganancias de
un país donde sólo hay que arrancar los pedruscos del suelo para
enriquecerse. La vida de la villa, el movimiento de su puerto, la existencia
de sus fábricas, todo estaba sometido á la tierra roja arrancada de la
montaña. El hierro era la sangre de Bilbao, el aire de sus pulmones, y al
faltar de repente, caería la villa ostentosa con repentina muerte,
desaparecería, como el decorado de una comedia de magia, aquella riqueza
creada de la noche á la mañana, que era para la masa infeliz una opulencia
insultante.
Tal vez algún día los pasos de los raros transeuntes despertasen el mismo
eco fúnebre en las calles de la nueva Bilbao, que los del viajero al vagar
entre los muertos palacios de Pisa. Podía ser que el mar enemigo cegase la
ría con una barra de arena, y que sólo de tarde en tarde remontase su
corriente algún barco mercante.
Aresti acariciaba esta perspectiva desoladora. Su Bilbao volvería á ser la
villa comercial, la de las famosas ordenanzas, con una vida mediocre y
pacífica, sin enormes capitales, pero limpia la conciencia del
remordimiento cruel que pesaba sobre ella, cuando desfilaba por sus calles
el ejército de la miseria, los parias del trabajo en huelga, los que llegaban á
exhibir como una acusación muda sus harapos y su cara de hambre ante los
palacios de los ricos.
Y al ausentarse la Fortuna loca, marcharían tras sus pasos aquellos
hombres negros que la seguían como merodeadores, que sólo se mostraban
hablando del cielo allí donde se amontonaban los beneficios de la tierra. No
vacilarían en abandonar una tierra exhausta, olvidándola como tenían
olvidados á los países pobres, donde nunca se mostraban, como si en ellos
no existiesen hijos de su Dios.
Aresti, al pensar que la ruina de su país sería la señal para que los
invasores levantasen sus tiendas, deseaba que aquella llegase cuanto antes:
sonreía pensando en el agotamiento de las minas como en una catástrofe
providencial y salvadora.
Llevaba más de dos horas paseando por la orilla de la ría. Comenzaba el
agonizar de la tarde. A lo lejos, por la parte del mar, el sol ocultábase tras la
cumbre del Serantes. Un grupo de muchachos seguía la lenta flotación del
último santo, arrojándole piedras para que no se detuviera en las revueltas
de la corriente.
Después de las agitaciones de la tarde, la calma majestuosa del
crepúsculo de verano, parecía envolver suavemente el espíritu de Aresti,
elevando su pensamiento. Ya no se acordaba de su villa, de aquel pedazo
de tierra donde había de morir. Era un ataúd, en el que dormitaba, rodeado
de seres egoístas que se defendían del vecino ó intentaban aplastarle,
siempre en continua guerra, como si todos se creyesen inmortales y
temblaran por su sustento durante una vida sin límites.
Ahora pensaba en la humanidad; en el largo y doloroso camino que aún
tenía por delante; en la obscura selva por donde marchaba, encadenados sus
pies con los hierros del pasado, tendiendo las manos doloridas hacia el
ideal, hacia la justicia, que brillaba lejos, muy lejos, como una estrella
perdida en la noche.
El sol se había ya ocultado. Sobre las aguas ligeramente enrojecidas por
el resplandor sangriento del cielo, flotaba la imagen del último santo.
Aresti pensaba en el ocaso de los dioses, en el último crepúsculo de las
religiones. ¡Ay, si la noche que llegaba fuese eterna para los viejos ídolos;
si al salir de nuevo el sol viese la tierra limpia de todas las leyendas creadas
por la debilidad humana, balbuciente y temblorosa ante el negro secreto de
la muerte!
El doctor contemplaba la fuga del ídolo sobre las aguas, y, como atraído
por él, lo seguía á lo largo de la ribera.
Soñaba en el día glorioso de la humana redención: cuando
desapareciesen los dioses y diosecillos de afeminada sonrisa que hablan
mantenido á los hombres durante siglos en la esclavitud, cantándoles la
canción de la humildad y la repugnancia á la vida, arrullándolos en su
eterna niñez, con la apología de la resignación cobarde ante las injusticias
terrenales, como medio seguro de ganar el cielo...
No: aquellos ídolos habían engañado á la humanidad demasiado tiempo y
debían morir. Sus días aún serían largos, pero estaban contados. Los
hombres comenzaban á maldecirlos, tendiendo hacia ellos las manos
hostiles con la sublime rebeldía del sacrilegio. Eran los alcahuetes de la
injusticia. Bajarían de sus altares como habían descendido los dioses del
paganismo cuando les llegó su hora, siendo más hermosos que ellos.
Quedarían en los museos entre las divinidades del pasado, sin lograr
siquiera, en su fealdad, la admiración que inspira la armoniosa desnudez: se
confundirían con los fetiches grotescos de los pueblos primitivos, y la
humanidad, incapaz ya de envolver en formas groseras sus aspiraciones y
anhelos, adoraría en el infinito de su idealismo las dos únicas divinidades
de la nueva religión: la Ciencia y la Justicia Social.

FIN

Playa de la Malvarrosa (Valencia).


Abril-Junio de 1904.

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