Retorica de La Imagen - Barthes

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Semiótica del Objeto y del Espacio Prof.

Diana Varela - 1

RETÓRICA DE LA IMAGEN
Roland Barthes
(Lo obvio y lo obtuso)

De acuerdo con una antigua etimología, la palabra imagen tendría que estar relacionada con la
raíz de imitari. Esto nos sitúa de inmediato en el centro del más importante de los problemas
que se le puedan plantear a la semiología de la imagen: la representación analógica (la “copia”)
¿sería capaz de producir verdaderos sistemas de signos y no solamente simples aglutinaciones
de símbolos? ¿Acaso es concebible un “código” analógico –y no ya digital–? Ya sabemos que
los lingüistas sitúan fuera del lenguaje a las comunicaciones basadas en la analogía, desde el
“lenguaje”,) de las abejas al “lenguaje” por medio de gestos, ya que estos tipos de
comunicación no están sujetos a la doble articulación, es decir, basados, en definitiva, en una
combinatoria de unidades digitales, como es el caso de los fonemas. No son los lingüistas los
únicos que desconfían de la naturaleza lingüística de la imagen; también la opinión común
considera vagamente a la imagen como un reducto de resistencia al sentido, en nombre de
cierta idea mítica de la Vida: la imagen es una representación, es decir, en definitiva,
resurrección, y ya se sabe que lo inteligible tiene fama de ser “antipático” con respecto a lo
vivido. Así pues, la analogía está considerada, por ambos bandos, como un sentido limitado:
unos piensan que la imagen es un sistema muy rudimentario en comparación con la lengua, y
otros piensan que la significación no es capaz de agotar la inefable riqueza de la imagen.
Ahora bien, incluso si consideramos a la imagen, en cierto modo, como límite del sentido, y
precisamente por esa razón, ésta nos permite remontarnos hasta una auténtica ontología de la
significación. ¿Cómo entra el sentido en la imagen? ¿Dónde acaba ese sentido? Y si acaba, ¿qué
hay más allá? Esta es la pregunta que aquí querríamos proponer, sometiendo a la imagen a un
análisis espectral de los mensajes que puede contener. Al principio nos concederemos algunas
ventajas –incluso considerables–: no estudiaremos más que la imagen publicitaria. ¿Por qué?
Porque en la publicidad la significación de la imagen es con toda seguridad intencional:
determinados atributos del producto forman a priori los significados del mensaje publicitario, y
esos significados deben ser transmitidos con la mayor claridad posible; si la imagen contiene
signos, tenemos la certeza de que esos signos están completos, formados de manera que
favorecen su mejor lectura: la imagen publicitaria es franca o, por lo menos, enfática.

Los tres mensajes

Tomemos un anuncio de Panzani: paquetes de pasta, una lata, una bolsita, tomates, cebollas,
pimientos y un champiñón que parecen salir de una red entreabierta. El colorido es a base de
amarillos y verdes sobre fondo rojo. Vamos a intentar extraer los diferentes mensajes que
pueda haber aquí.

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De manera inmediata, la imagen proporciona un primer mensaje de sustancia lingüística: sus


soportes son el texto explicativo, marginal, y las etiquetas que, por su parte, están insertas de
una manera natural en la escena, como “en relieve”; el código del que se ha extraído este
mensaje no es otro que la lengua francesa; para descifrar este mensaje, el único saber necesario
es el conocimiento de la escritura y del idioma (en este caso el francés). A decir verdad, este
mismo mensaje podría descomponerse en más, ya que el signo Panzani no sólo proporciona el
nombre de la firma, sino también, gracias a su asonancia, un significado suplementario que
sería, por así llamado, la “italianidad”; así pues, el mensaje lingüístico (al menos en esta
imagen) es doble: de denotación y de connotación; sin embargo, como aparece un único signo
típico, a saber, el del lenguaje articulado (escrito), lo consideraremos como un solo mensaje.
Si dejamos a un lado el mensaje lingüístico, queda la imagen pura (aunque incluyamos en ella,
a título anecdótico, las etiquetas). Esta imagen proporciona de inmediato una serie de signos
discontinuos. En primer lugar (el orden es indiferente, ya que los signos no son lineales)
aparece la idea de que la escena representa el regreso del mercado; este significado implica dos
valores eufóricos: la frescura de los productos y la preparación puramente casera a la que están
destinados; el significante es la red entreabierta que permite que las provisiones se derramen
sobre la mesa como “por descuido”. Para leer este primer signo basta con un saber, en cierto
modo ya implantado por el uso en una cultura bastante amplia, en la que “ir a la plaza” se
opone al aprovisionamiento expeditivo (conservas, frigoríficos) de una civilización más
“mecánica”. Hay otro signo casi tan evidente como éste; su significante está constituido por la
acumulación del tomate, el pimiento y la tonalidad tricolor (amarillo, verde, rojo) del anuncio;
su significado es Italia o, más bien, la “italianidad”, este signo está en relación de redundancia
respecto al signo connotado por el mensaje lingüístico (la asonancia italiana de la palabra
Panzani); el saber que este signo pone en marcha es mucho más restringido: es un saber propio
de los franceses (es difícil que los italianos se dieran cuenta de la connotación del nombre
propio, ni tampoco probablemente de la italianidad del tomate y el pimiento), basado en el
conocimiento de determinados estereotipos turísticos.

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Si continuamos explorando la imagen (lo cual no quiere decir que ésta no sea totalmente
diáfana al primer golpe de vista), descubriremos con facilidad al menos dos signos más; uno
de ellos, la abigarrada reunión de objetos, transmite la idea de un servicio de cocina completo,
como si Panzani, por una parte, suministrara todo lo necesario para confeccionar un plato
complicado y, por otra, como si el concentrado contenido en la lata igualara a los productos
naturales que la rodean, de manera que la escena establece, en cierto modo, un puente entre
los productos originarios y su estado final; el otro signo, la composición, al evocar tantos
cuadros con tema alimentario, remite a un significado estético: la nature morte o, como otras
lenguas dicen con más acierto, el still living; sobre este aspecto, el saber necesario es
marcadamente cultural. A estos cuatro signos podríamos sugerir que se añadiera una última
información: exactamente la que nos dice que se trata de un anuncio publicitario, información
que proviene a la vez del lugar que ocupa la imagen en la revista y de la insistencia en las
etiquetas de Panzani (eso sin mencionar el texto explicativo); pero esta última información se
hace extensiva a toda la escena, en cierto modo escapa a la significación, en la medida en que la
naturaleza publicitaria de la imagen es en esencia funcional: proferir algo no quiere decir
forzosamente estoy hablando, excepto en sistemas deliberadamente reflexivos, como es el caso
de la literatura.
Así que a esta imagen le corresponden cuatro signos que, presumimos, forman un conjunto
coherente, pues todos ellos son discontinuos, por lo general exigen saberes culturales y
remiten a significados globales (por ejemplo, la italianidad), penetrados de valores eufóricos; en
esta imagen, un segundo mensaje, de naturaleza icónica, aparece tras el mensaje lingüístico.
¿Es eso todo lo que hay? Si retiráramos de la imagen todos esos signos todavía quedaría en ella
cierta materia informativa; aun privado de todo saber, sigo con la “lectura” de la imagen,
“comprendiendo” que ésta reúne en un mismo espacio cierto número de objetos identificables
(denominables) y no tan sólo formas y colores. Los significados de este tercer mensaje están
formados por los objetos reales de la escena, los significantes de la representación fotográfica
de estos mismos objetos, pero es evidente que en la representación analógica la relación entre
la cosa significada y la imagen significante no es ya “arbitraria” (como lo es en las lenguas), no
hay necesidad de recurrir, entonces, a un tercer término intermediario bajo la especie de
imagen psíquica del objeto. Este tercer mensaje especifica que, en efecto, la relación entre
significado y significante es casi tautológica; por supuesto que la fotografía implica una cierta
disposición de la escena (encuadre, reducción, aplanamiento), pero este cambio no es una
transformación (como lo sería la codificación); en este caso existe la pérdida de la equivalencia
(propia de los verdaderos sistemas de signos) y el establecimiento de una cuasi-identidad.
Dicho en otros términos, los signos de este mensaje no proceden de una reserva institucional,
no están codificados, y nos enfrentamos con el hecho paradójico (sobre el que volveremos más
adelante) de un mensaje sin código. Esta particularidad aparece de nuevo al ocupamos del saber
utilizado en la lectura del mensaje: para “leer” este último (o primer) nivel de la imagen no se
necesita otro saber que el que depende de nuestra percepción: que no es despreciable, pues
gracias a él sabemos lo que es una imagen (cosa que los niños no saben hasta los cuatro años) y
lo que son los tomates, la red, el paquete de pasta: se trata, por tanto, de un saber casi antropo-
lógico. Este mensaje viene a ser en cierto modo como la lectura de la imagen y conviene que lo
llamemos literal, en oposición al mensaje precedente, que es de tipo “simbólico”.
Suponiendo que nuestra lectura sea satisfactoria, la fotografía analizada nos propone tres
mensajes: un mensaje lingüístico, un mensaje icónico codificado y un mensaje icónico no codi-
ficado. Es fácil separar el mensaje lingüístico de los otros; pero ¿hasta qué punto tenemos
derecho a distinguir entre los otros dos, ya que ambos tienen la misma sustancia (icónica)? Por
supuesto, la distinción entre estos dos mensajes icónicos no se realiza de modo espontáneo en
la lectura normal: el espectador de la imagen recibe a la vez el mensaje perceptivo y el mensaje
cultural, y más tarde veremos que esta confusión en la lectura se corresponde con la función de
la imagen de masas (que es la que aquí tratamos). Sin embargo, la distinción tiene una validez
operativa, análoga a la que permite distinguir en el signo lingüístico un significado y un
significante, a pesar de que nadie sea capaz de separar la “palabra” de su sentido sin recurrir al
metalenguaje de la definición: si esta distinción permite describir la estructura de la imagen de
manera simple y coherente, y consigue que la descripción lograda sirva de base para una
explicación del papel de la imagen en la sociedad, la daremos por justificada. Es necesario, por
tanto, insistir en el trabajo sobre cada tipo de mensaje, antes de que lleguemos a explo rarlo en
su generalidad, sin perder de vista que lo que estamos haciendo es entender la estructura de la
imagen en su conjunto, es decir, la relación que establecen, finalmente, entre sí los tres
mensajes. No obstante, puesto que no se trata de un análisis “ingenuo”, sino de una

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descripción estructural, modificaremos levemente el orden de los mensajes, invirtiendo la


relación entre mensaje cultural y mensaje literal; el primero de ambos mensajes icónicos está,
en cierto modo, impreso sobre el segundo; el mensaje literal aparece como soporte del mensaje
“simbólico”. Ahora bien, como ya se sabe, un sistema de connotación es el que toma los signos
de otro sistema para convertirlos en sus propios significantes; de manera que, a partir de
ahora, llamaremos denotada a la imagen literal y connotada a la simbólica. Así pues,
estudiaremos de modo sucesivo el mensaje lingüístico, la imagen denotada y la imagen
connotada.

El mensaje lingüístico

¿Es constante el mensaje lingüístico? ¿Hay siempre un texto, ya sea dentro, debajo o alrededor
de la imagen? Para encontrar imágenes sin acompañamiento verbal tendríamos que remontar-
nos a sociedades parcialmente analfabetas, es decir, a una especie de estado pictográfico de la
imagen; de hecho, desde la aparición del libro es frecuente la asociación de texto e imagen; esta
asociación parece no haber sido suficientemente estudiada desde un punto de vista estructural;
¿cuál es la estructura significante de la “ilustración”? ¿Duplica acaso la imagen ciertas
informaciones del texto por un fenómeno de redundancia o bien es el texto el que añade
información inédita a la imagen? Se podría plantear el problema de forma histórica, a
propósito del Clasicismo, que tuvo una verdadera pasión por los libros de estampas (no
hubieran sido concebible s en el siglo XVIII unas Fábulas de La Fontaine sin ilustraciones) y en
el que algunos autores, como el P. Ménestrier, se preocuparon por las relaciones entre las
imágenes y el discurso. Hoy en día parece ser que, en cuanto a la comunicación de masas, el
mensaje lingüístico está presente en todas las imágenes: bien bajo forma de titular, texto
explicativo, artículo de prensa, diálogo de película o globo de cómic; esto muestra que no es
demasiado exacto hablar de una civilización de la imagen: aún constituimos, y quizá más que
nunca, una civilización basada en la escritura, ya que la escritura y la palabra siguen siendo
elementos con consistencia en la estructura de la información. En realidad, lo que cuenta es la
simple presencia del mensaje lingüístico, ya que ni el lugar que ocupa ni su extensión resultan
pertinentes (puede ocurrir que un texto largo, gracias a la connotación, no conlleve sino un
significado global, y ese significado sea el que esté en relación con la imagen). ¿Cuáles son las
funciones del mensaje lingüístico respecto al (doble) mensaje icónico? Parece tener dos: una
función de anclaje y otra de relevo.
Como veremos ahora con más claridad, toda imagen es polisémica, toda imagen implica,
subyacente a sus significantes, una cadena flotante de significados, de la que el lector se permite
seleccionar unos determinados e ignorar todos los demás. La polisemia provoca una
interrogación sobre el sentido; ahora bien, esta interrogación aparece siempre como una dis-
función, incluso en los casos en que la sociedad recupera dicha disfunción bajo la forma del
juego trágico (Dios, mudo, no permite escoger entre los signos) o poético (el “estremecimiento
de los sentidos” –pánico- de los antiguos griegos); incluso en el cine, las imágenes traumáticas
aparecen acompañadas de una incertidumbre (de una inquietud) sobre el sentido de los
objetos o de las actitudes. En toda sociedad se desarrollan diversas técnicas destinadas a fijar la
cadena flotante de significados, con el fin de combatir el terror producido por los signos
inciertos: una de estas técnicas consiste precisamente en el mensaje lingüístico. Al nivel del
mensaje literal, la palabra responde, de manera más o menos directa, más o menos parcial, a la
pregunta ¿qué es eso? Ayuda a identificar pura y simplemente los elementos de la escena y la
escena misma: constituye una descripción denotada de la imagen (descripción parcial, a
menudo), o, siguiendo la terminología de Hjelmslev, una operación (en oposición a la
connotación). La función denominadora viene a corresponderse perfectamente con un anclaje
de todos los sentidos posibles (denotados) del objeto, por medio del recurso a una no-
menclatura; ante un plato (anuncio de Amieux) puedo tener dudas para identificar formas y
volúmenes; el texto explicativo (“arroz y atún con champiñones”) me ayuda a dar con el nivel
adecuado de percepción; me permite acomodar, no sólo la vista, sino también la intelección. En el
nivel del mensaje “simbólico”, el mensaje lingüístico pasa de ser el guía de la identificación a
serlo de la interpretación, actuando como una especie de cepo que impide que los sentidos
connotados proliferen bien hacia regiones demasiado individuales (o sea, limitando la capa-
cidad proyectiva de la imagen), bien hacia valores disfóricos; un anuncio (conservas d'Arcy)
representa unos cuantos frutos de escaso tamaño diseminados en torno a una escalera; la

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leyenda (“como si usted se hubiera dado una vuelta por el jardín”) aleja un posible significado
(avaricia, escasez de la cosecha), que sería desagradable, y orienta la lectura hacia un
significado halagüeño (el carácter, natural y personal de los frutos de un jardín privado); el
texto explicativo actúa en este caso como un anti-tabú, combate el mito ingrato de la
artificialidad, idea que normalmente se asocia con las conservas. Por supuesto que, fuera de la
publicidad, el anclaje puede ser ideológico, y ésta es sin duda su función principal; el texto
conduce al lector a través de los distintos significados de la imagen, le obliga a evitar unos y a
recibir otros; por medio de un dispatching, a menudo sutil, teledirige en un sentido escogido de
antemano. Es evidente que, en todos los casos de anclaje, el lenguaje tiene una función
elucidatoria, pero la elucidación es selectiva; se trata de un metalenguaje que no se aplica a la
totalidad del mensaje icónico, sino tan sólo a algunos de sus signos; el texto constituye real -
mente el derecho a la mirada del creador (y, por tanto, de la sociedad) sobre la imagen: el
anclaje es un control, detenta una responsabilidad sobre el uso del mensaje frente a la potencia
proyectiva de las imágenes; con respecto a la libertad de significación de la imagen, el texto
toma un valor represor, y es comprensible que sea sobre todo en el texto donde la sociedad
imponga su moral y su ideología.
El anclaje es la más frecuente de las funciones del mensaje lingüístico; esta función se
encuentra por lo general en la fotografía de prensa y en la publicidad. Es más rara la función
de relevo (al menos por lo que respecta a la imagen fija); esta función se encuentra sobre todo
en el humor gráfico y el cómic. En estos casos, la palabra (casi siempre un fragmento de diálo -
go) y la imagen están en relación complementaria; de manera que las palabras son fragmentos
de un sintagma más general, con la misma categoría que las imágenes, y la unidad del mensaje
tiene lugar a un nivel superior: el de la historia, la anécdota, la diégesis (lo cual viene a
confirmar que se debe tratar la diégesis como un sistema autónomo). La palabra –relevo–, de
rara aparición en la imagen fija, alcanza una gran importancia en el cine, donde el diálogo no
tiene una función simplemente elucidatoria, sino que contribuye realmente a hacer avanzar la
acción disponiendo a lo largo de los mensajes sentidos que no se encuentran en la imagen. Es
evidente que las dos funciones del mensaje lingüístico pueden coexistir en un mismo conjunto
icónico, pero el predominio de uno u otro no es indiferente, ciertamente, a la economía general
de la obra; cuando la palabra tiene un valor diegético de relevo la información resulta más
trabajosa, ya que se hace necesario el aprendizaje de un código digital (la lengua); cuando tiene
un valor sustitutivo (de anclaje, de control), la imagen es la que soporta la carga informativa, y
como la imagen es analógica, la información, en cierto sentido, es más “perezosa”: en ciertos
cómics destinados a una lectura “acelerada”, la diégesis aparece confiada en su mayor parte a
la palabra, mientras que la imagen recoge las informaciones atributivas, de orden
paradigmático (status estereotipado de los personajes): se hace coincidir el mensaje más traba-
joso con el mensaje discursivo, para evitar al lector apresurado el aburrimiento de las
“descripciones” verbales que, por el contrario, se confían a la imagen, es decir, a un sistema
menos “trabajoso”.

La imagen denotada

Hemos visto que en la imagen propiamente dicha la distinción entre mensaje literal y
simbólico resultaba operativa; jamás se encuentra una imagen literal en estado puro (al menos
en publicidad); incluso si se consiguiera una imagen completamente “ingenua”, al instante se
le sumaría a ésta el signo de la ingenuidad y se completaría así con un tercer mensaje, sim-
bólico. Así pues, los caracteres del mensaje literal no pueden ser sustanciales, sino tan sólo
relacionales; en primer lugar es, como si dijéramos, un mensaje privativo, constituido por lo
que queda en la imagen cuando ya se han borrado (mentalmente) los signos de connotación
(no sería posible eliminados de verdad, pues pueden llegar a impregnar la totalidad de la
imagen, como en el caso de una composición de tipo “naturaleza muerta”); este estado
privativo se corresponde, naturalmente, con una plenitud de virtualidades: una ausencia de
sentido colmada de todos los sentidos; además (y sin que entre en contradicción con lo
anterior) se trata de un mensaje autosuficiente pues, como mínimo, tiene un sentido a nivel de
la identificación de la escena representada; en suma, la letra de la imagen pertenece al primer
grado de lo inteligible (por debajo de este grado el lector no percibiría sino líneas, formas y
colores), pero lo inteligible permanece en su virtualidad a causa de su propia pobreza, puesto
que cualquier persona que pertenezca a una sociedad real tiene siempre a su disposición un

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saber superior al saber antropológico y percibe algo más que lo puramente literal; por ser a la
vez privativo y autosuficiente, es comprensible que el mensaje denotado pueda aparecer,
desde una perspectiva estética, como una especie de estado adámico de la imagen; el desem-
barazarse de forma utópica de sus connotaciones, la imagen se tornaría radicalmente objetiva,
es decir, por fin inocente.
El carácter utópico de la denotación se ve considerablemente reforzado por la paradoja antes
enunciada, que permite que la fotografía (en su estado literal), en razón de su naturaleza ab-
solutamente analógica, llegue a constituir un mensaje sin código. No obstante, al llegar a este
punto hemos de ser más específicos acerca del análisis estructural de la imagen, pues tan sólo
la fotografía, entre todos los tipos de imágenes, posee la capacidad de transmitir la
información (literal) sin conformarla a base de signos discontinuos y reglas de transformación.
Así, es necesario oponer la fotografía, mensaje sin código, al dibujo, que, aunque denotado, es
un mensaje codificado. La naturaleza codificada del dibujo se pone de manifiesto a tres niveles:
primero, la reproducción de un objeto o escena por medio del dibujo obliga a realizar un
conjunto de transposiciones reglamentadas; no existe nada como un estado natural de la copia
pictórica, y todos los códigos de transposición son históricos (sobre todo en lo que se refiere a
la perspectiva); después, la operación de dibujar (la codificación) provoca de inmediato una
separación de significan te y significado: el dibujo no lo reproduce todo, y a menudo reproduce
muy poca cosa, sin por ello dejar de ser un mensaje potente, mientras que la fotografía, si bien
puede escoger el tema, el encuadre y el ángulo, no puede intervenir (salvo si hay trucaje) en el
interior del objeto; en otras palabras, la denotación del dibujo es menos pura que la denotación
fotográfica, pues no hay dibujo sin estilo; finalmente, al igual que el resto de los códigos, el
dibujo exige un aprendizaje (Saussure atribuía una gran importancia a este hecho
semiológico). ¿Qué consecuencias tiene la codificación del mensaje denotado sobre el mensaje
connotado? Cierto que la codificación literal prepara y facilita la connotación, ya que introduce
una cierta discontinuidad en la imagen: la “hechura” de un dibujo es ya en sí misma una
connotación; pero, al mismo tiempo, y en la medida en que el dibujo exhibe su codificación, la
relación entre ambos mensajes resulta profundamente modificada; ya no se trata de la relación
entre naturaleza y cultura (como en el caso de la fotografía), sino de la relación entre dos
culturas: la “moral” del dibujo no es la de la fotografía.
En efecto, en la fotografía –al menos a nivel del mensaje literal-, la relación entre significado y
significante no es de “transformación”, sino de “registro”, y la ausencia de código refuerza con
toda evidencia el mito de lo “natural” en fotografía: la escena está ahí, captada mecánica pero
no humanamente (el ser mecánico constituye una garantía de objetividad en este caso), las
intenciones del hombre sobre la fotografía (encuadre, distancia, luz, fIou, corrimiento, etcétera)
pertenecen, efectivamente, al plano de la connotación; es como si existiera, en un principio (por
utópico que sea), una fotografía en bruto (frontal y nítida), en la que el hombre hubiera
introducido, por medio de técnicas diversas, signos extraídos del código cultural. Parece que
tan sólo la oposición entre código cultural y no código natural es capaz de dar cuenta del
carácter específico de la fotografía y también de permitir obtener la medida de la revolución
antropológica que representa en la historia del hombre, pues el tipo de conciencia que implica
carece realmente de precedente; en efecto, la fotografía instala, no una conciencia del estar ahí
de la cosa (cosa que toda copia podría provocar), sino la conciencia del haber estado ahí. Nos
encontramos por tanto con una nueva categoría del espacio-tiempo: localización inmediata y
temporalidad anterior; en la fotografía se da una conjunción ilógica entre el aquí y el entonces.
Sólo a nivel de este mensaje denotado o mensaje sin código se comprende plenamente la
irrealidad real de la fotografía; su irrealidad es la de su aquí, pues jamás se percibe la fotografía
como una ilusión, no constituye en absoluto una presencia, y habría que rebajar las
pretensiones sobre el carácter mágico de la imagen fotográfica; y su realidad es la del haber
estado allí, pues en toda fotografía se da la siempre pasmosa evidencia del: así sucedieron las
cosas; entramos entonces en posesión, ¡oh inapreciable milagro!, de una realidad respecto a la que
estamos totalmente protegidos. Esta especie de ponderación temporal (haber estado ahí)
disminuye con toda probabilidad la capacidad proyectiva de la imagen (poquísimos son los
tests psicológicos que recurren a la imagen fotográfica y muchos los que recurren al dibujo): la
sensación del así sucedió hace batir en retirada a la sensación del soy yo. Si estas observaciones
son mínimamente exactas, tendríamos que poner en relación a la fotografía con una conciencia
puramente espectadora, y no con la conciencia creadora de ficciones, más proyectiva, más
“mágica”, de la que, en cambio, dependería el cine en general; estaríamos así autorizados a
ver, más que una diferencia de grado entre cine y fotografía, una oposición radical: el cine no
sería ya una fotografía animada; el haber estado ahí desaparecería en el cine, en beneficio de un

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estar ahí de las cosas; esto explicaría que pueda existir una historia cinematográfica que no
rompe verdaderamente con las anteriores artes de ficción, mientras que la fotografía de algún
modo escaparía a la historia (a pesar de la evolución de las técnicas y de las ambiciones del
arte fotográfico) y representaría un hecho antropológico “opaco” que sería, a la vez,
absolutamente nuevo y definitivamente insuperable; por primera vez en la historia, la
humanidad conocería mensajes sin código; la fotografía no sería ya el último escalón (para
mejor) de la gran familia de las imágenes, sino que respondería a una mutación capital de la
economía de la información.
En todo caso, la imagen denotada, en la medida en que no implica código alguno (caso de la
fotografía publicitaria), desempeña en la estructura general del mensaje icónico un papel par-
ticular que ya podemos empezar a precisar (volveremos sobre esta cuestión después de hablar
del tercer mensaje): la imagen denotada vuelve natural al mensaje simbólico, vuelve inocente
al artificio semántico, extremadamente denso (sobre todo en publicidad) de la connotación;
aunque el anuncio de Panzani esté lleno de “símbolos”, sin embargo, en la foto hay una suero
te de estar ahí natural de los objetos, en la medida en que el mensaje literal es autosuficiente: la
naturaleza parece haber producido de forma espontánea la escena representada; una seudo-
verdad sustituye subrepticiamente a la simple validez de los sistemas claramente semánticos;
la ausencia de código desintelectualiza el mensaje porque parece fundamentar en la misma na-
turaleza los signos de la cultura. Se trata sin duda de una paradoja histórica importante:
cuanto más desarrolla la técnica la difusión de la información (y especialmente de las
imágenes), más medios proporciona para enmascarar el sentido construido bajo la apariencia
del sentido dado.

Retórica de la imagen

Vimos ya que los signos del tercer mensaje (el mensaje “simbólico”, cultural o connotado) eran
discontinuos; hasta cuando el significan te parece extenderse a la totalidad de la imagen, no
por ello deja de ser un signo aparte de los otros: la “composición” conlleva un significado
estético, de modo parecido a la entonación que, aun siendo suprasegmental, constituye un
significante aislado del lenguaje; aquí nos estamos ocupando de un sistema normal, cuyos
signos proceden de un código cultural (incluso cuando la relación entre los elementos del
signo parece demasiado analógica). La originalidad de este sistema reside en que el número de
lectores de una misma lexía (de una misma imagen) varía según los individuos: en el anuncio
de Panzani que antes analizamos hallamos cuatro signos de connotación; probablemente hay
más (la red puede significar la pesca milagrosa, por ejemplo, la abundancia, etcétera). No
obstante, la variación de las lecturas no es anárquica, sino que depende de los diferentes
saberes utilizados en la imagen (un saber práctico, o nacional, o cultural, o estético) y tales
saberes pueden clasificarse, entrar en una tipología; es como si se diera la misma imagen a
distintas personas para que la leyeran, y estas personas bien pueden" coexistir en un mismo
individuo:" una misma lexía moviliza léxicos diferentes. ¿Y qué es un léxico? Un léxico es una
porción del plano simbólico (del lenguaje) que se corresponde con un corpus de prácticas y
técnicas; éste es exactamente el caso de las diferentes lecturas de la imagen: cada signo se
corresponde con un corpus de “actitudes”: el turismo, el trabajo doméstico, el conocimiento del
arte, algunos de los cuales pueden, por supuesto, ser ignorados por un individuo. En un
mismo individuo se da la pluralidad y la coexistencia de léxicos; el número y la identidad de
estos léxicos forman, en cierto modo, el idiolecto de cada persona. La imagen, en su
connotación, estaría constituida entonces por una arquitectura de signos extraídos de una
profundidad variable de léxicos (de idiolectos), y cada léxico, por “profundo” que sea, seguiría
estando codificado, si, como actualmente se piensa, la misma psique está articulada como un
lenguaje; es más, cuanto más se “desciende” a las profundidades psíquicas de un individuo,
más se rarifican los signos y más clasificables se vuelven: ¿hay algo más sistemático que las
lecturas de los tests de Rorschach? La variabilidad de las lecturas no puede amenazar a la
“lengua” de la imagen, una vez admitido que esta lengua se compone de idiolectos, léxicos o
subcódigos: la imagen aparece atravesada de parte a parte por el sistema del sentido,
exactamente como el hombre se articula hasta el fondo de su ser en distintos lenguajes. La
lengua de la imagen no es sólo el conjunto de las palabras emitidas (a nivel del combinador de

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signos o creador del mensaje, por ejemplo), es también el conjunto de las imágenes recibidas:
la lengua debe incluir las “sorpresas” del sentido.
Otra dificultad ligada al análisis de la connotación reside en que no existe un lenguaje analítico
especial que responda a la particularidad de sus significados; ¿cómo denominar a los sig-
nificados de connotación? Nos hemos atrevido a usar el término italianidad para referimos a
uno de ellos, pero el resto sólo puede designarse por medio de vocablos que provienen del len-
guaje normal (preparación culinaria, naturaleza muerta, abundancia): el metalenguaje que da
cuenta de ellos en el momento del análisis no es un lenguaje especial. Ello constituye un pro-
blema, porque estos significados tienen una naturaleza semántica particular; como sema de
connotación, la abundancia no recubre con exactitud a la “abundancia” usada denotativamente;
el significan te de connotación (de ahí la profusión y condensación de productos) es algo así
como la cifra esencial de todas las abundancias posibles o, más bien, de la más pura idea de la
abundancia; la palabra denotada, en cambio, no remite jamás a una esencia, puesto que
siempre aparece en un habla contingente, en un sintagma continuo (el del discurso verbal),
orientado hacia cierta transitividad práctica del lenguaje; el sema “abundancia”, por el
contrario, es un concepto en estado puro, aislado de cualquier sintagma, privado de todo
contexto; responde a una especie de estado teatral del sentido, o mejor (ya que se trata de un
signo sin sintagma), a un sentido expuesto. Haría falta un metalenguaje especial para dar
cuenta de estos semas de connotación; nos hemos atrevido a usar italianidad; este tipo de
barbarismos es la clase de expresión que mejor podría dar cuenta de los significados de
connotación, ya que el sufijo -tas (del indoeuropeo *-ta) servía para convertir el adjetivo en un
sustantivo abstracto: la italianidad no es Italia, es la condensación esencial de todo lo que puede
ser italiano, desde los espaguetis hasta la pintura. Aceptando la regulación artificial –y usando
barbarismos, si es necesario– de los semas de connotación, se facilitaría el análisis de su forma;
estos semas están organizados, evidentemente, dentro de campos asociativos, de articulaciones
paradigmáticas, quizás incluso en forma de oposiciones que siguen determinados recorridos o,
como dice A. J. Greimas, según ciertos ejes sémicos: la italianidad pertenece a un supuesto eje
de las nacionalidades, junto con la “galicidad”, la germanidad o la hispanidad. La
reconstrucción de estos ejes –que, por otra parte, pueden oponerse entre sí sólo será posible,
evidentemente, cuando se haya procedido a un inventario exhaustivo de los sistemas de
connotación, no solamente de la imagen, sino también de otras sustancias, ya que, si bien la
connotación tiene significan te s típicos de acuerdo con las sustancias utilizadas (imagen,
palabra, objetos, conductas), tiene significados comunes: encontramos los mismos significados
en la prensa escrita, la imagen o el gesto del actor (por eso la semiología sólo es concebible en
un marco que podríamos llamar total); este terreno común de los significados de connotación
es el de la ideología, que sólo puede ser una y la misma, dadas una sociedad y una historia, sean
cuales sean los significantes de connotación a que se recurra.
En efecto, la ideología general tiene su correspondencia en significan te s de connotación que
son específicos según la sustancia elegida. Llamaremos connotadores a estos significantes y
retórica al conjunto de los connotadores: la retórica, por lo tanto, aparece como la cara
significan te de la ideología. Las retóricas presentan, fatalmente, variantes a causa de su
sustancia (sonido articulado, imagen, gesto, etcétera, en estos casos), pero no las presentan de
modo forzoso en cuanto a su forma; incluso es probable que sólo exista una forma retórica y
que ésta sea común, por ejemplo, al sueño, a la literatura y a la imagen. Así, la retórica de la
imagen (o sea, la clasificación de sus connotadores) es específica en la medida en que se
encuentra sometida a las condiciones físicas de la visión (diferentes de las fónicas, por
ejemplo), pero es general, en la medida en que las “figuras” no son nunca sino relaciones
formales entre elementos. Sería necesario partir de un amplísimo inventario para llegar a
constituir semejante retórica, pero es posible prever desde ahora que allí encontraremos
alguna de las figuras señaladas en la Antigüedad y en la Época Clásica; o sea, que el tomate
significa la italianidad gracias a una metonimia; en otro anuncio, la secuencia de tres escenas
(los granos de café, el café molido, un sorbo de café), en su simple yuxtaposición, expresa una
determinada idea lógica, igual que lo hace el asíndeton. En efecto, es probable que entre las
metábolas (figuras de sustitución de un significante por otro), la metonimia sea la que
proporciona el mayor número de connotadores a la imagen; y entre las parataxis (figuras del
sintagma) predomine el asíndeton.
Sin embargo, lo más importante –al menos por el momento– no es inventariar los
connotadores, sino comprender que en la globalidad de la imagen éstos constituyen rasgos
discontinuos o, mejor dicho: erráticos. Los connotadores no llenan la lexía por completo, con

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Semiótica del Objeto y del Espacio Prof. Diana Varela - 9

ellos no se agota su lectura. Dicho de otra manera (y esta proposición sería válida para la
semiología en general) no todos los elementos de la lexía pueden transformarse en
connotadores, en el discurso siempre permanece un cierto grado de denotación sin el cual,
precisamente, el discurso dejaría de ser posible. Esto nos conduce al mensaje 2 o imagen
denotada. En el anuncio de Panzani, las hortalizas mediterráneas, el color, la composición, la
misma profusión, surgen como bloques erráticos, aislados y, a la vez, engastados en una
escena que tiene su espacio propio y, como ya se ha visto, su “sentido”: están “atrapados” en
un sintagma que no es el que les corresponde y que es el de la denotación. Esta proposición es
importante, ya que nos permite fundamentar (de forma retroactiva) la distinción estructural
del mensaje 2 o literal, y del mensaje 3 o simbólico, y precisar la función naturalizadora de la
denotación respecto a la connotación; ahora sabemos ya que lo que “naturaliza” el sistema del
mensaje connotado es exacta mente el sintagma del mensaje denotado. Es más, la connotación no es
sino sistema, no puede definirse más que en términos de paradigma; la denotación icónica no
es más que sintagma, asocia elementos sin sistema: los connotadores discontinuo s están
ligados, actualizados, “hablados” a través del sintagma de la denotación: el mundo
discontinuo de los símbolos se sumerge en la historia de la escena denotada como en un baño
lustral de inocencia.
Esto nos demuestra que en el sistema total de la imagen las funciones estructurales están
polarizadas; por una parte, hay una especie de condensación paradigmática al nivel de los
connotadores (es decir, de los “símbolos” en general), que son signos potentes, erráticos, y a
los que podríamos considerar “reducidos a la nada”; por otra parte, hay una “colada”
sintagmática a nivel de la denotación; no hay que olvidar que el sintagma siempre se
encuentra en las proximidades del habla, y es justamente el “discurso” icónico el que vuelve
naturales a sus símbolos. Sin querer trasladar, demasiado pronto, inferencias del terreno de la
imagen a la semiología general, podemos, sin embargo, atrevemos a afirmar que el mundo del
sentido en su totalidad está internamente (estructuralmente) desgarrado entre el sistema como
cultura y el sintagma como naturaleza: todos los productos de las comunicaciones de masas
conjugan, gracias a dialécticas diversas y con diverso éxito, la fascinación de una naturaleza
que es la del relato, la diégesis, el sintagma y la inteligibilidad de una cultura, refugiada en
algunos símbolos discontinuos, que los hombres “declinan” bajo la protección de la palabra
viva.–

1964. Communications.

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