Padeció Bajo Poncio Pilato - Vittorio Messori-2

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Annotation

Con la vivacidad y sólida preparación que le han dado tanta fama como periodista,
Messori presenta aquí su investigación sobre la historicidad de los Evangelios,
centrada en la Pasión y Muerte de Jesús.

VITTORIO MESSORI
Sinopsis Datos del libro

ÍNDICE
Dedicatoria
I. Razonando sobre los Evangelios
II. Hipótesis sobre (cierta) crítica bíblica
III. «Judas, habiendo arrojado las monedas, se marchó y se ahorcó»
IV. El precio de la traición: Hacéldama, «Campo de sangre»
V. Pero ¿existió realmente Judas Iscariote?
VI. Y la muchedumbre gritaba diciendo: «¡A ese no, a Barrabás!»
VII. «Es costumbre entre vosotros que os suelte un preso por la Pascua»
VIII. «Con Él crucificaron también a dos ladrones»
IX. «Su mujer le mandó a decir...»
X. Bajo Poncio Pilato,
XI. El prefecto y el emperador: ¿dos «cristianos»?
XII. «Lo envió a Herodes Antipas»
XIII. «Pero Él nada le respondió»
XIV. «Vino un hombre de Arimatea, llamado José»
XV. «Era discípulo de Jesús, aunque en secreto»
XVI. «Llegó también Nicodemo
XVII. «Siendo Sumos Sacerdotes Anás y Caifás
XVIII. «¿Así respondes al Sumo Sacerdote?»
XIX. «Echaron mano de un tal Simón de Cirene»
XX. Este dijo: «Puedo destruir el Templo»
XXI. «Han profanado tu santa casa»
XXII. «Por impulso de un dios»

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XXIII. «Gritarán las piedras»
XXIV. «Según las Escrituras»
XXV. Y le hacían burla diciendo: «¡Salve, rey de los judíos!»
XXVI. «Entonces lo sacaron para crucificarle»
XXVII. «Antes queel gallo cante...»
XXVIII. «No conozco a ese hombre»
XXIX. «Y decía: ¡Abba, Padre!»
XXX. La escuela del Rabbí Jesús
XXXI. Una historia plenamente judía: ¿también en la lengua utilizada?
XXXII. «Eloí, Eloí, lemá sabactani?»
XXXIII. I.N.R.I.
XXXIV. «Las tinieblas cubrieron toda la t i e r r a »
XXXV. ¿Palo o cruz?
XXXVI. «El hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres»
XXXVII. Qumrán, séptima gruta: Veinte letras para un misterio

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VITTORIO MESSORI

¿Padeció bajo Poncio Pilato?

Traducción de Antonio Rubio Plo

RIALP

Sinopsis

Con la vivacidad y sólida preparación que le han dado tanta fama como periodista,
Messori presenta aquí su investigación sobre la historicidad de los Evangelios,
centrada en la Pasión y Muerte de Jesús.

Título Original: Pati soto Ponzio Pilato?

Traductor: Rubio Plo, Antonio

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©1994, Messori, Vittorio
©1992, RIALP
ISBN: 5705547533428
Generado con:

QualityEbook

v0.72 Datos

del libro

TÍTULO ORIGINAL: Pati sotto


Ponzio Pilato? 1992 by SEI
Societá Editrice Internazionale
1994 De la versión española, realizada por Antonio R. Rubio Plo, by Ediciones RIALP,
S.A. Alcalá 290. 28027 Madrid
Cubierta Pintura de Cristo Resucitado entre dos ángeles (detalle).Diego de la Cruz.
Colegiata de San Cosme y San Damián
Covarrubias (Burgos)

ÍNDICE

I. RAZONANDO sobre los Evangelios.


II. Hipótesis sobre (cierta) crítica bíblica.
III. «Judas, habiendo arrojado las monedas, se marchó y se ahorcó».
IV. El precio de la traición: Hacéldama, «Campo de sangre».
V. Pero, ¿existió realmente Judas Iscariote?
VI. Y la muchedumbre gritaba diciendo: «¡A ése no, a Barrabás!».
VII. «Es costumbre entre vosotros que os suelte un preso por la Pascua».
VIII. «Con El crucificaron también a dos ladrones».
IX. «Su mujer le mandó a decir...».
X. Bajo Poncio Pilato.
XI. El prefecto y el emperador: ¿dos «cristianos»?
XII. «Lo envió a Herodes Antipas».

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XIII. «Pero Él nada le respondió».
XIV. «Vino un hombre de Arimatea, llamado José».
XV. «Era discípulo de Jesús, aunque en secreto».
XVI. «Llegó también Nicodemo».
XVII. «Siendo Sumos Sacerdotes Anás y Caifás».
XVIII. «¿Así respondes al Sumo Sacerdote?»
XIX. «Echaron mano de un tal Simón de Cirene».
XX. Este dijo: «Puedo destruir el templo».
XXI. «Han profanado tu santa casa».
XXII. «Por impulso de un dios».
XXIII. «Gritarán las piedras».
XXIV. «Según las Escrituras».
XXV. Y le hacían burla diciendo: «¡Salve, rey de los judíos!»
XXVI. «Entonces lo sacaron para crucificarlo».
XXVII. «Antes que el gallo cante»
XXVIII. «No conozco ese hombre».
XXIX. «Y decía: ¡Abbá, Padre!»
XXX. La escuela del Rabbí Jesús.
XXXI. Una historia plenamente judía: ¿también en la lengua utilizada?
XXXII. «Eloí, Eloí, lemá sabactáni?»
XXXIII. I.N.R.I.
XXXIV. «Las tinieblas cubrieron toda la tierra».
XXXV. ¿Palo o cruz?
XXXVI. «El hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres».
XXXVII. Qumrán, séptima gruta: Veinte letras para un misterio.

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Dedicatoria

Escudriñad las Escrituras,


ya que esperáis tener en ellas la vida eterna:ellas son las que dan testimonio de
mí. Jn 5, 39

I. Razonando sobre los Evangelios

EN 1976 publiqué mi primer libro, bajo el título de Hipótesis sobre Jesús.

La respuesta del gran público —primero italiano y después internacional—


sorprendió, ante todo, a los ambientes editoriales. Pero una difusión semejante, y
que todavía continúa,sorprendió asimismo a los «expertos», los teólogos y biblistas
de profesión, algunos de los cuales, en el momento de publicarse el libro, hicieron
gestos negativos juzgando inaceptable —por no decir abiertamente perniciosa—
una investigación que les recordaba la tan denostada «apologética». En resumen,
como se trataba de miembros prestigiosos de la propia Iglesia, se diría que la fe ya
nada tenía que ver con el intelecto y que los creyentes ya no deberían tomar en
serio la Escritura, en la que, por boca de Pedro, se exhorta a estar «siempre
dispuestos a responder a todo aquel que os pida razón de vuestra esperanza» (1
Pe 3, 15).

Tengo que reconocer sin embargo que estos «profesionales de la Biblia» —


enfrentados a una aceptación por parte de los lectores que demostraba la existencia
de una enorme «demanda» de información a la que no se había dado una «oferta»
por parte de quienes debían y podían hacerlo— terminaron por aceptar aquellas
«hipótesis» con interés, a menudo con simpatía, y en cualquier caso sin objeciones
técnicas. Así pues, reconocieron que —aunque mi estilo era divulgativo y
periodístico-los contenidos sin embargo estaban fuera de discusión, pues todos ellos
procedían, en efecto, del estudio y comparación de sus trabajos de investigación,
hacia los que expresaba mi reconocimiento desde las primeras páginas.

No me sorprende, por tanto, este trato indulgente de los «expertos», conscientes


deque, durante muchos años, no escatimé ninguna clase de esfuerzos antes de
arriesgarme a publicar aquellas trescientas páginas.

Y, por otro lado, a diferencia de editores y especialistas, tampoco me sorprende


demasiado la acogida por parte del público, una acogida constante y prácticamente
similar en todos los países del mundo a cuyos idiomas se tradujo el libro. En
realidad, yo no había previsto que pudiera ser así. Pero —sea cual fuere mi grado de
eficacia para darles respuesta— sabía muy bien que eran muchos los que se planteaban
las preguntas que me habían llevado a emprender aquella investigación. Yo la había
iniciado y continuado para dar respuestas a interrogantes del siguiente género:
«¿Qué relación hay entre lo que narran los evangelios y lo que sucedió realmente?»;
«¿Puede encontrar todavía espacio el Nuevo Testamento en el apartado de la
Historia o debemos incluirlo entre las obras de poesía, mitología o simbología?»;
«¿Qué se puede pensar acerca de las hipótesis —presentadas frecuentemente como

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nuevos dogmas— que afirman que los textos fundamentales de la fe habrían sufrido
tantas y tales manipulaciones que resultaría ingenuo buscar en ellos un testimonio
histórico creíble?»

Al ser consciente de la necesidad de no quitarle a la fe su carácter misterioso de


«gracia» procedente de Dios y de «acogida», de «apuesta» por parte del hombre,
he procurado, en la medida de lo posible, razonar sobre esa intuición que, en un
determinado momento de mi vida, me ha hecho «sentir» que en los evangelios se
encuentra la respuesta concreta a las demandas de los hombres de todas las
épocas y lugares.

Mi problema era un problema relacionado con la verdad, referido a un judío


que había dicho que él mismo era «la Verdad». A pesar de las limitaciones de
mi trabajo de investigación (que yo soy el primero en resaltar, por el hecho de haber
dejado que se sucedieran decenas y decenas de traducciones y reimpresiones sin
hacer una actualización, y por ello he preferido elaborar un libro «nuevo», que es
éste), resultaba lógico que un intento sincero y fundamentado de respuesta a
unas preguntas encontrase eco en tantas personas. Una de las características
del ser humano es el deseo, que tiene profundas raíces dentro de cada uno, de
alcanzar la verdad. Un deseo que se encuentra entre las «huellas» y «signos» —
discretos en cuanto que son indelebles— dejados por el Creador en sus criaturas,
juntamente con las aspiraciones de justicia, belleza, bondad y libertad.

Después de Hipótesis sobre Jesús he publicado otros cinco libros, nacidos


todos ellosdel anhelo de exponer la verdad sobre el cristianismo, es decir sobre
un Cristo que continúa su vida y su camino a través de la historia de los siglos
(esto es, al menos, lo que cree un católico) por medio de ese cuerpo vivo que
es la Iglesia.

Pero este trabajo siempre ha estado acompañado por la continuación de aquella


primer a investigación, que gira en torno al fundamento sobre el que se asienta
todo el edificio cristiano de Jesús de Nazareth, según el testimonio que dan de Él las
escrituras.

Es un hecho que los ataques a la fe han pasado y pasan sobre todo a través
del ataque a la historicidad de los evangelios. Quebrantar la confianza en la
veracidad de lo que nos cuentan los textos evangélicos es —tal y como nos lo
demuestran la lógica y la experiencia— el paso obligado para echar abajo todo el
edificio. Y es asimismo sabido que la desconfianza hacia la historicidad de las páginas
evangélicas ha influido desde hace tiempo en muchos investigadores creyentes que
(probablemente por evitar ataques y dificultades que creían insuperables y que, por
tanto, les infundían temor) sólo acertaron a teorizar que la fe era algo independiente
de la historia. Así pues, preocuparse de que aquello que nos fue transmitido pueda
corresponder a lo que realmente sucedió sería algo irrelevante; incluso
anacrónico, propio de un ingenuo que trabaja con categorías no actualizadas,
premodernas. Un «Oscurantista» que se niega a aceptar las razones irrebatibles de
la Ciencia.

Pero se trata de tesis que parecen ciertamente insostenibles desde una


perspectiva cristiana. Basta con pensar en el detalle con que San Lucas, en el

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prólogo de su evangelio, advierte «haber investigado todo con exactitud desde los
orígenes», para «escribírtelo por su orden» y «para que conozcas la firmeza de las
enseñanzas que has recibido».

No es casual que el sensus fidei de los creyentes, su instinto cristiano, haya


rechazado siempre de manera instintiva teorías del tipo de las de los
«desmitificadores» cristianos, surgidas en Alemania (tendremos ocasión de verlo
con más detalle en el próximo capítulo) y extendidas como si se tratara de una
mancha de aceite entre cierta «inteligentsia» clerical, entre la que también hay
católicos. El «instinto» de las personas sencillas siempre ha reparado en que la
coincidencia entre los relatos del Nuevo Testamento y el acontecer real de los
hechos es algo esencial para la fe.

Con la excepción quizás de algunos biblistas, ningún creyente «normal» lo


sería por mucho tiempo si tuviera que admitir realmente que la vida y las
enseñanzas de Jesús deben ser leídas sin preocuparse de que se remonten o
no a la época del propio Nazareno; que a partir de sus enseñanzas haya que
entresacar su vida, o que su doctrina sea atribuida a alguna anónima y desconocida
«comunidad primitiva creadora».

Al considerar decisivas para la fe las investigaciones que prueben la


consistencia de los relatos evangélicos, no he dejado en todos estos años de acumular
documentación en mi archivo, continuando con la investigación iniciada en
Hipótesis sobre Jesús.

En aquel libro intenté exponer el problema en sus líneas generales.

En cambio, en éste (cuyos capítulos, en su primera versión, se publicaron desde


mayo de 1988 en la revista mensual Jesús, bajo el título Il caso Cristo) me he
propuesto descender de lo general a lo particular.

Así pues, he sometido a reflexión y comprobación —versículo a versículo— la


parte final de los relatos evangélicos que la Tradición cristiana llama «Misterio
Pascual». Se trata de los capítulos en los que se transmite la memoria de la Pasión,
Muerte, Resurrección y Ascensión de Jesús y en los que los tres sinópticos (Mateo,
Marcos y Lucas) se pueden comparar paralelamente con Juan. Es cierto que hay
muchas diferencias entre ellos, pero al llegar a este punto los evangelistas dejan
de lado muchas de las que eran características de las partes anteriores de su relato.

Este paralelismo se ve confirmado asimismo por el hecho —comprobado y


aceptado por los estudiosos de cualquier tendencia— de que lo que caracteriza al
«Misterio Pascual» es el núcleo primitivo, el corazón mismo de los Evangelios.
Tal y como ha escrito un biblista de nuestros días con reconocimiento a nivel
internacional y que ha llegado a ser mucho más conocido como cardenal arzobispo
de Milán, Carlo María Martini, «nunca ha existido un cristianismo primitivo que
afirmara como su principal mensaje: «amémonos unos a otros», «seamos
hermanos», «Dios es el padre de todos» ... Del mensaje «Jesús ha padecido,
muerto y verdaderamente resucitado al tercer día» se deriva todo lo demás».

Así pues, preguntarse sobre la verdad histórica de este «Misterio» de muerte y

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de vida significa también robustecer la fe, liberándola de las actuales insidias de un
reduccionismo espiritualista y moralista, de su disolución en la ética, de que Jesús
sea reconocido como el Cristo no porque resucitase al tercer día, sino porque es
el autor de buenos consejos, un «gran iniciado»: en resumen, una especie de Sócrates
judío. Pero los judíos piadosos que creyeron en Él como Mesías no lo hicieron porque
«hablaba bien» sino porque venció la muerte.

Como dice otro prestigioso investigador de hoy, el canadiense René


Lautourelle: «Para los que quieren demostrar la consistencia histórica de los
evangelios, tomar como punto de partida la muerte de Jesús en la cruz y todo
aquello que la precede y la sigue de forma inmediata no es una elección arbitraria,
sino algo entresacado de la propia predicación cristiana primitiva. Por decirlo con
palabras de San Pablo: "Yo, hermanos, cuando fui a vosotros, no fue para anunciaros
el misterio de Dios con sublime elocuencia o sabiduría; pues no me precié de saber
entre vosotros otra cosa sino a Jesucristo, y éste crucificado" (1 Cor 2, 1 y ss.).
El misterio pascual es el contenido primario del kérygma, del mensaje
Apostólico».

Y lo es de tal manera que otros estudiosos, basándose también en el número


de los versículos, en la proporción necesaria para su finalidad, han podido afirmar
que «los evangelios no son más que un relato de la Pasión, Muerte y Resurrección
precedido de un largo prólogo». Ello confirma que las «enseñanzas» de Jesús no
son el «prius» de la fe, sino que están subordinadas al «acontecimiento» de su
Muerte y Resurrección.

De aquí que, en nuestro intento de investigación, comencemos por el «final»:


por lo que es el contenido de la predicación primitiva y el fundamento de la fe
misma.

En este libro publicamos los resultados de la investigación en torno a las


dos primeras etapas del «Misterio Pascual»: La Pasión y Muerte en la cruz. La
Resurrección y Ascensión formarán, Dios mediante, el contenido de un segundo y
próximo volumen.

Hemos estudiado el material suministrado por los Evangelios, para examinarlo


a la luz de lo que nos puedan decir la Historia, la Arqueología, la Filosofía e incluso la
Psicología; pero también —y de manera muy especial— a la luz de ese semblante
humilde y cotidiano de la razón que es el sentido común. Una cualidad que —
como veremos una y otra vez— no parece acompañar la erudición de tantos
especialistas.

En lo que a mí respecta, no me considero un «especialista», pese a los más de


veinte años de continuada dedicación a los estudios bíblicos. Sin embargo, espero
librarme del calificativo poco agradable de «aficionado». Es sabido que «aficionado»
no es sólo aquel que no sabe demasiado de un tema sino también el que no es
consciente (y por tanto no lo valora seriamente) de la complejidad del problema.
Y aquí se trata sobre todo del Problema por excelencia, el de Jesús de Nazaret, en
el cual es posible que al final descubramos (o confirmemos) que nuestro propio
destino, y no solamente en esta vida, está relacionado con Él.

Después de numerosas reflexiones e investigaciones sobre los versículos del

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Nuevo Testamento y sobre los escritos de sus comentaristas, debo decir que me
siento un poco «aficionado» por no entender apenas esa simplificación abusiva de
temas y cuestiones de los que percibo su complejidad, ramificaciones e
implicaciones.

Pero mis esfuerzos no son (al menos, así lo espero) una resistencia retrógrada
frente a la «modernidad» y su «ciencia», sino un intento de superarla, e ir más allá
de unos ídolos que presentan numerosas grietas.

El lector puede estar tranquilo. No soy en absoluto un ignorante del aluvión


de literatura especializada, es decir de Formgeschichte, Redaktiongeschichte, Wirkung
geschichte, Religiongeschichtliche Schule, Enstmythologisierung, Ur-Markus, fuentes
Q, loghia, agrapha, ipsissima verba, substrato aramaico, nuevos criterios de
historicidad...

Y tampoco desconozco, entre otros, los trabajos que han llevado a la Iglesia
Católica a la promulgación de Dei Verbum, la Constitución del Concilio Vaticano
II sobre la Revelación, que se refiere a la Sagrada Escritura y a su interpretación
actual.

También sé que la lógica misteriosa del cristianismo es siempre la del «et-


et», y no la del «aut-aut», tal y como predica la herejía (que en sentido propio
significa la «elección» de un aspecto determinado, dejando de lado los demás). El
cristiano cree en un Dios que es al mismo tiempo Uno y Trino, y en un Cristo que
es juntamente verdadero Dios y verdadero hombre. Por tanto, el cristiano sabe que
la Escritura es a la vez obra divina y humana; y sabe que la Biblia no es el Corán,
cuyo texto original estaría en el cielo y el arcángel Gabriel lo habría dictado a
Mahoma, que se habría limitado a transcribirlo. Una «revelación» hasta tal punto
extraña al mundo que ni siquiera pudo ser traducida del árabe antiguo.

Respecto a las Escrituras judeocristianas, el creyente sabe que su inspiración es


divina pero que su redacción ha sido confiada a los hombres, que han dejado en
ella sus huellas y que corresponde al investigador (y también en este aspecto su
trabajo es valioso) identificar en el más estricto respeto al misterio.

Aunque me siento muy alejado de todo literalismo «fundamentalista» o


«coránico», ello no m e ha impedido comprobar lo que puede suceder cuando —
liberado de toda clase de prejuicios, también de los «científicos» o de los
supuestamente tales— se intenta razonar sobre estos versículos en griego,
pasándolos por el análisis de todos nuestros conocimientos. Es cierto que hay que
reconocer a los textos su «género literario», su «carácter de predicación», la
«selección» y «síntesis» de la que habla el documento conciliar, pero; pero no
debemos olvidar tampoco todo lo que los Padres conciliares declararon
solemnemente en la ya citada Constitución dogmática: «La Santa Madre Iglesia ha
defendido siemprey en todas partes con firmeza y máxima constancia (firmeetl
constantissime), que los cuatro evangelios, cuya historicidad afirma sin dudar
(incunctanter), narran fielmente (fideliter) lo que Jesús, el Hijo de Dios, viviendo
entre los hombres, hizo y enseñó realmente, para la eterna salvación de los
mismos, hasta el día de la Ascensión». (Dei Verbum, n. 19).

A los muchos lectores de Il caso Cristo, que no me lo habían pedido, les

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dediqué una s un tanto provocadoras «instrucciones de uso» de cierta (no toda,
entiéndase) bibliografía sobre el Nuevo Testamento.

De ello hablaremos precisamente en las páginas que siguen y en las que


anticipamosy sintetizamos, por lo menos en parte, observaciones que los lectores
encontrarán dispersas en el libro cuando pasemos —a partir del capítulo tercero—
a la confrontacióndirecta con los textos evangélicos.

II. Hipótesis sobre (cierta) crítica bíblica

VAMOS a intentar centrar el «clima» en el que se ha dado y se da una


determinada y corrosiva crítica bíblica que, en las páginas siguientes, tendremos
que criticar muchas veces.

Por razones históricas, una exposición de este tipo viene a ser también —al
menos, en parte— una serie de «hipótesis sobre Alemania». Efectivamente, el
alemán ha sido durante mucho tiempo para la exégesis bíblica, algo parecido a lo
que fue el latín para la teología medieval: una lingua franca, sin cuyo conocimiento
un biblista no dispondría apenas de instrumentos para aprender y profundizar en
su disciplina.

Pese al continuo avance del inglés y a la importancia del francés y el español,


basta echar un vistazo todavía hoy a una bibliografía especializada para darse cuenta
de que no sólo muchísimos estudios particulares, sino también gran parte de los
instrumentos de consulta —que suelen ser obras monumentales— están escritos
en lengua alemana. Tanto es así que entre los biblistas circula el siguiente dicho:
El alemán habría llegado a ser (al menos entre los siglos XIX y XX), «la más
importante de las lenguas semíticas».

Pero hay otro dicho que por lo menos encierra algo de verdad. Se dice que en
los estudios bíblicos (al igual que en otras ramas del saber humano) «los
alemanes trabajan, los franceses divulgan, los italianos traducen...». En efecto, las
sucesivas corrientes exegéticas de moda han llegado (y llegan) con frecuencia
procedentes de París, pero han tenido su origen en las universidades del otro
lado del Rhin.

Se trata de una historia un tanto antigua: el primer gran ataque —con


pretensiones científicas— contra la historicidad de los evangelios vino de un Herr
Professor, de un docente de Hamburgo, a mediados del siglo XVII.

• Después de la victoria del cristianismo sobre el paganismo, y durante un


periodo de mil trescientos años la autenticidad histórica de los evangelios
estuvo fuera de toda discusión. No aparecieron (ni tampoco lo habrían
consentido las iglesias de cualquier profesión) obras polémicas como la de
los paganos Celso y Porfirio del siglo III, que hacían burlas sobre la verdad
de las Escrituras cristianas.

Habría que esperar al siglo XVIII para asistir a un nuevo resurgimiento de la


controversia, que nació en círculos protestantes: lo cual era lógico, teniendo en cuenta

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el libre examen, uno de los dogmas de la Reforma. Entre los ilustrados, los
primeros fueron los deístas ingleses, seguidos después por los franceses, los de la
Enciclopedia con Voltaire, entre otros. Pero las obras de este último y las de
sus compañeros no eran, en el fondo, más que «chistes inconexos, sarcasmos
denigratorios de lo más simple y sutilezas de sofistas», en expresión de Giuseppe
Ricciotti.

Dando origen a una tradición que continuaría de forma ininterrumpida, los


ataques de mayor envergadura procedieron de un alemán, del profesor de
Hamburgo al que antes hacíamos alusión: Hermann Samuel Reimarus, profesor
de lenguas orientales. Antes de su muerte en 1768, Reimarus pudo finalizar una
Apología de los adoradores racionales de Dios de cuatro mil páginas de extensión.
Sus pretensiones eran «científicas», pero su novedad era de tal índole que corría el
peligro de sufrir las sanciones de la Iglesia protestante, garante de una ortodoxia
aún más estricta que la de la Iglesia católica. Nacida para afirmar la «libertad del
cristiano», la Reforma terminó siendo una opresiva Iglesia de Estado, con muchos y
temibles inquisidores. Por ello, Reimarus no se atrevió a publicar en vida aquel
inmenso manuscrito.
Después de la muerte de Reimarus, el filósofo ilustrado Gotthold E. Lessing, se
decidió a dar a la imprenta algunos fragmentos de la obra, aunque actuando con la
prudencia necesaria de dar a aquellas páginas el título de Fragmentos de un
anónimo.

Corría el año 1778. Desde entonces el círculo de la llamada «crítica científica»


no ha cesado de dar vueltas, sacando a la superficie lo bueno y lo malo, lo
profundo y lo superficial, las luces y las sombras, lo útil y lo aberrante.

¿En qué consistían las tesis de Reimarus? Veámoslas en la síntesis de un


estudioso moderno: «El profesor de Hamburgo lanzó un ataque metódico y
sistemático, y un tanto engolado, contra cualquier idea de lo sobrenatural,
comenzando por los testimonios suministrados por la Biblia. Jesús habría sido
un exaltado agitador político que deseaba provocar una revuelta popular contra
los romanos; fracasada la revuelta con la crucifixión, sus discípulos habrían
disimulado sus verdaderos propósitos, haciéndolo pasar por un reformador
exclusivamente religioso; habrían ocultado su cuerpo, para luego decir que había
resucitado y que su muerte había servido para la redención de la humanidad; los
cuatro evangelios canónicos no serían más que la consagración oficial de esta
sucesión de engaños y desengaños, puesto que, y empleando una expresión del
propio Reimarus, "los cristianos sólo son loros que repiten aquello que han oído
decir"».

Podemos advertir aquí, entre otras cosas, la sempiterna confirmación del nihil sub
sale novo; la crítica a los evangelios que nació en el siglo XVII culminará en la
segunda mitad del siglo XX, con una lectura «política» de los textos, que presenta a
un Jesús «guerrillero», líder de un movimiento de liberación nacional.

Las etapas que vamos a recorrer estarán con frecuencia sembradas de


nombres alemanes. Pero tenemos que recordar —e insistir en ello como muy
importante— que, si la crítica bíblica nació en los ambientes «incrédulos» y que
si durante todo el siglo XIX fue empleada como arma contra la fe, gran parte de sus
métodos y sus conclusiones fueron adoptados también en ambientes cristianos.
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Los primeros en hacerlo fueron evidentemente los protestantes, pero también
terminaron por adoptarlos —sobre todo después del Concilio Vaticano II—
investigadores católicos. Hasta tal punto que, al cabo de los años, en la Studiorum
Novi Testamenti Societas que agrupa a especialistas del Nuevo, Testamento,
conviven, junto a cristianos de todas las confesiones, judíos y agnósticos, es decir,
los que antes eran conocidos como «librepensadores».

En las reuniones anuales de la Societas (hemos asistido a algunas) los


congresistas repiten aquello en lo que están de acuerdo: Su fe o su incredulidad son
«asuntos privados», que no influyen sobre una investigación que se mueve
únicamente por «métodos científicos», los llamados «histórico-críticos». La «Ciencia»
—dicen— es igual para todos y «por lo que no depende de «sentimientos privados».

Pero con el debido respeto a los entendidos, humildemente me atrevo a hacer la


observación —aunque algunos se me escandalicen— de que la «objetividad» no
existe en ninguna parte. Es sólo uno de los mitos forjados por la credulidad de la
Ilustración. La epistemología (la reflexión sobre el conocimiento científico) ha
demostrado que no son completamente «objetivas», ni tan siquiera las ciencias
naturales, que para el hombre de la calle lo serían por excelencia. Un Karl
Popper —y también otros antes y después de él— ha demostrado cómo las
llamadas «leyes científicas» en el fondo no son más que especulaciones,
deducciones estadísticas, hipótesis... Tienen su fundamento ciertamente, pero
también podría demostrarse un día u otro que son falsas. Y de hecho es algo
que sucede con frecuencia.

Si esto sucede con las ciencias experimentales, ¿qué no sucederá con las
ciencias humanas? En lo que a la historia se refiere —y para algunos estudiosos
Jesús de Nazareth es únicamente un problema histórico—, solo un ingenuo podría
hacerse ilusiones de que sea posible hacer una reconstrucción «objetiva» de lo que
realmente sucedió.
La historia es siempre «subjetiva», en el sentido de que lo histórico —por mucho
que personas de buena fe quieran quedarse solamente en los hechos— aparece en la
reconstrucción de los acontecimientos con su propia psicología, sus propias
preocupaciones, y con el espíritu de la época y del marco cultural del que
procede.

Por tanto, la historia es tan «subjetiva» como «objetiva». Esto es algo válido para
la reconstrucción de todas las épocas y personajes del pasado. Pero resulta
particularmente evidente, adquiriendo tintes casi violentos, en lo que se refiere a
Cristo y los orígenes del cristianismo.

Lo quiera o no, siempre proyecto algo de mí mismo cuando intento esclarecer


«quién» fue en realidad un faraón egipcio, un rey germánico, un escritor griego o
cualquier otro personaje, aunque no esté directamente relacionado con él. Pues
bien, la figura de Jesús desencadena una serie de reacciones psicológicas —a
menudo inconscientes— que hacen más que nunca ilusoria la presunta objetividad
de la investigación.

Lo cierto es que el Nazareno pertenece tanto al presente como al pasado. En Él


se basa el cristianismo que todavía sigue siendo algo vivo y esencial. Frente a Él

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todos —les guste o no— están llamados a pronunciarse, pero cada persona tiene sus
prejuicios —positivos o negativos que nacen de su vivencia personal, de su fe, de su
incredulidad o de su agnosticismo. En Occidente (y también en mayor o menor
medida en el resto del mundo), después de veinte siglos de cristianismo nadie
puede hacerse la ilusión de poder conservar una especie de equilibrio imparcial a la
hora de estudiar los orígenes de la fe en Jesús.

Por lo demás, después de dos siglos de los llamados «estudios científicos»


de la Biblia (y en particular, del Nuevo Testamento) los resultados son bastante
significativos. Tomando como punto de partida los mismos versículos en griego y
los mismos datos históricos, casi todos los investigadores «independientes» han
llegado a resultados dispares por no decir opuestos.

La exégesis bíblica se ha convertido en el terreno apto por excelencia para las


hipótesis, también para aquellos que quieren transformar esas hipótesis en
resultados definitivos e indiscutibles y darles la fuerza intelectual de una verdad fuera
de toda discusión. Cada generación de esta clase de especialistas presenta sus
conclusiones como «objetivas», es decir «seguras» y por tanto «científicas». Y
de manera puntual, las generaciones siguientes reniegan de las conclusiones que
sus antecesores consideraron como «objetivas» (pero que sólo lo fueron hasta la
aparición en escena de la siguiente generación, que volverá a comenzar todo
casi desde el principio).

Volviendo a nuestro «excursus» histórico, y especialmente a Alemania, diremos


que, en las primeras décadas del siglo XX, exégetas creyentes (en su mayoría,
pastores protestantes) pusieron en marcha unos complicados y un tanto terroristas
Methoden, siendo los más conocidos, la Formgeschichte (Historia de las formas) y la
Redaktiongesc hichte (Historia de la redacción), aunque actualmente parece
imponerse la Wirkungg eschichte (Historia de la eficacia o de los resultados).

Para desacreditar la fe, los «incrédulos» pusieron su punto de mira en la


comunidad cristiana primitiva, a la que atribuyeron la labor de confección de un
evangelio de acuerdo con sus apetencias e intereses, algo más en la categoría
del mito que en la de la historia. Desde principios del siglo XX, algunos especialistas
cristianos se les unieron al atribuir a aquella primitiva comunidad la
responsabilidad de haber creado un «Cristo de la fe», que bien poco tendría que ver
con el inasequible «Jesús de la historia». Y de este modo empezaron a afirmar que
el reconocimiento (pues así lo quería la «Ciencia») de esta nebulosa Iglesia primitiva
interpuesta entre los hechos acaecidos y lo que nos cuentan los evangelios, no
solamente no debía poner en crisis la fe, sino que incluso era la única posibilidad de
salvarla de ser rechazada por el hombre contemporáneo.

Métodos del estilo de la Formgeschichte son semejantes a una pequeña bomba


atómica que, arrojada sobre los evangelios, ocasiona una explosión en miles de
fragmentos que posteriormente habrán de ser examinados uno a uno por el
especialista, que con frecuencia llegará a la conclusión de que ninguno de ellos
tiene nada que ver con la historia, con «lo que sucedió en realidad»; y que
solamente tienen relación con la fe, es decir «con lo que creyó la primitiva
comunidad creadora o lo que ha querido hacer creer

16
Aunque en la actualidad este estado de cosas tiende a cambiar lentamente,
lo cierto es que el creyente «común», aquel que no es titular de una catedra
especializada, le han explicado que ya no podían leer el evangelio, tomando en
serio todo lo que encontraba en él, sino que desde ahora debía leerlo acompañado
de un especialista, la única persona capacitada para expresar la auténtica
interpretación de los versículos.

Estamos asistiendo al derrumbamiento de otra de las expectativas despertadas


por la Reforma. El sacerdote ha sido sustituido por el profesor; las denigradas
orientaciones propuestas por la jerarquía eclesiástica han sido reemplazadas por las
orientaciones impuestas —bajo pena de caer en las infamantes acusaciones de
«literalismo ingenuo» o «anacronismos inaceptables»— por la jerarquía académica.

En palabras del cardenal Joseph Ratzinger, «¿Puede calificarse realmente como


un progreso el que la función del Magisterio haya pasado a los profesores?» Y
añade el Prefecto de la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe: «El
protestantismo, que quería poner la Escritura al alcance de todo el mundo, ha
acabado por hacer de ella un libro cerrado, debido a ese culto hacia el experto bíblico
que es presentado como un sustituto del pastor. Y los católicos tampoco le han ido
a la zaga. Ya no sólo el cristiano corriente sino también el teólogo que no sea biblista
puede aventurarse por sí mismo a leer la Biblia, incluidos los evangelios. Todo
aquel que no tenga grados y diplomas en exégesis merecerá la calificación de
aficionado irreflexivo. La ciencia de los especialistas ha tejido toda una maraña
alrededor de la Palabra de Dios, que ha sido secuestrada por los académicos».

No olvidemos que el más prestigioso de los biblistas es también hombre y,


por tanto, está sometido a los límites de la condición humana. Es probable que
para la causa de la fe no haya sido del todo positivo que en las universidades
estatales de Alemania (y de otros países) se hayan conservado las facultades de
Teología, con al menos dos cátedras de exégesis bíblica cada una: una reservada
a un «católico», y la otra a un «protestante».

Esta situación ha tenido como consecuencia positiva la formación de


importantes instrumentos de consulta a los que podemos tener acceso. Pero también
ha dado lugar a generaciones de investigadores que, rodeados por una multitud de
ayudantes en espera de hacer «carrera», han acabado por hacer del estudio de la
Biblia una «materia académica» como otra cualquiera

El biblista es un ser humano, y como miembro de una universidad pública,


puede tener un sentimiento de inferioridad hacia los colegas de otras disciplinas y
hacer todo lo posible por presentar la Escritura, objeto de su enseñanza, casi como
si fuera un texto antiguo muy similar a otros, y estudiarla con el mismo
distanciamiento con que un profesor de lenguas clásicas estudiaría los autores
griegos y latinos.

Sin insistir otra vez en la imposibilidad de ser «objetivos», ¿puede la Palabra de


Dios —así considerada desde una perspectiva de fe— ser diseccionada y
comentada únicamente por métodos eruditos, sin que pierda su carácter esencial de
«carta de Dios a los hombres», de interrogante, de reto al lector, de misterio? ¿Puede
un creyente, por muy especialista que sea, transformar en una simple «disciplina
universitaria» la Escritura que es el fundamento de su fe sin traicionarla al mismo
17
tiempo?

Pero hay algo más. Para justificar su cátedra (o ganarla), los exégetas «estatales»
se ven obligados a publicar continuamente estudios e investigaciones. El
resultado no es sólo reiterativo (hay muchos estudios «científicos» que tratan de
desentrañar hasta el más pequeño de los versículos del Nuevo Testamento) y de
inflación de bibliografía, lo peor es que más que claridad se origina confusión. Y
además se produce —por la competencia con otros catedráticos o ayudantes en
expectativa de empleo— una batalla por la originalidad a cualquier precio.

Todo este género de rarezas y extravagancias, por mucho que se acompañen


de un impresionante aparato de notas y bibliografía, se explica por la necesidad de
los biblistas de darse a conocer, sosteniendo tesis y elaborando sistemas que
favorezcan a sus autores, pero no ciertamente a sus hermanos en la fe, que tienen
mayores posibilidades que ellos de ser inducidos a confusión. Pero a menudo las
exigencias de la fe no parecen ser tenidas en cuenta por los «profesores». Porque
si ya están metidos dentro de esa dinámica, no tienen más remedio que respetar
una lógica que no deja de ser inquietante. Y en ella destaca el hecho de que la
atención de sus colegas —y presumiblemente la de los periodistas y críticos de
libros— irá en aumento si sostienen opiniones capaces de hacer mucho ruido.

Pero a juzgar por el furor desplegado por ciertos exégetas alemanes —que se ha
extendido a otros países— para echar abajo la historicidad de los evangelios (llegando
a posiciones extremas como las de Bultmann) y defender únicamente la hipótesis
de un «Cristo de la fe» sin raíces personales en el antiguo Israel, tendríamos derecho
a sospechar de la existencia de un sombrío rechazo alemán hacia todo lo que es
judío. Un rechazo que llegó a manifestarse de modo consciente —con obras
dadas a la exageración y con otras supuestamente «científicas» en la época del
nacionalsocialismo, cuando profesores y exegetas se dedicaron a la tarea de apartar
a Jesús de su pueblo creando nada menos que un Jesús «ario». Resulta no
menos curioso que los «biblistas» del nazismo buscaran apoyo, para la
«arianización» fraudulenta del protagonista de los evangelios, en las viejas calumnias
judías, según las cuales el padre natural de Jesús habría sido un soldado romano, un
tal Panthera. Un voluntario que habría servido bajo las enseñas romanas si bien,
según decían aquellos «biblistas», era de origen germánico...

Dejando a un lado aberraciones de esta clase, nadie debería darse por ofendido
si decimos que en muchos investigadores ha imperado e impera —sin duda de modo
inconsciente— el deseo de huir de un incómodo Cristo circunciso, es decir semita.
Entre judíos y alemanes parece darse una extraña atracción, acompañada al mismo
tiempo de un fuerte rechazo. Quizás ello esté determinado por el hecho de que
ambos se consideran pertenecientes a un «pueblo elegido». Entre las causas de
la patológica aversión de Hitler hacia los judíos —que tanto influiría entre sus
súbditos— hay que destacar su deseo de eliminar a un pueblo como el judío que
se consideraba «escogido por Dios», ya que este privilegio debía corresponder al
Herrenvolk, el «pueblo de los señores».

No fue Hitler sino la vieja Prusia de Federico «el Grande» la que usó por
primera vez la divisa «Gott mit uns», Dios con nosotros, en los cinturones de sus
soldados. En 1914, en nombre de una supuesta «misión divina», Alemania desafió

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al mundo entero; pero anteriormente toda la literatura alemana, comenzando por
algunos escritos de Lutero, está llena de un «mesianismo» que sólo tiene
semejanza con la tradición judía. Y es sabido que el propio Lutero practicó el
más virulento antisemitismo.

Si durante mucho tiempo, los exégetas alemanes quisieron librarse del «Jesús
según la carne» probablemente fuera porque esa «carne» era judía. Un «Cristo de
la fe», desprovisto de raíces semíticas, sin rasgos hebreos, un mito desencarnado
aparecido en ambientes helenísticos. Esta parece haber sido la finalidad perseguida
por muchos investigadores, y quizás lo que ellos presentaban como «ciencia»
provenía en realidad de las zonas más oscuras de su inconsciente.

El obstinado rechazo de Rudolf Bultmann, el más venerado de todos los


desmitificadores, de viajar a Palestina; su constante repetir que «del judío Jesús
no sabemos nada y no hay nada importante que saber»; su consideración del
cristianismo como una comunidad de raza y cultura griega (se entiende que «aria»...);
el hecho de que pudiera conservar, sin ser nunca molestado, durante todo el
período del Tercer Reich, su cátedra de la universidad de Marburgo; su
dependencia filosófica de Martín Heidegger con el que los nazis tuvieron relaciones
de colaboración y amistad ... Esto es tan sólo un ejemplo, pero puede servir para
hacer reflexionar a quienes conozcan un poco una determinada exégesis que
parece haberse querido liberar, algunas veces, de la sombra incómoda de un
circunciso o de la inquietud por la «judaización» del mundo realizada por medio
de este hebreo.

Hablando con toda franqueza: todo aquel que con algo de espíritu religioso lea
los libros de muchos biblistas —incluso cristianos— del siglo XX encontrará de todo
menos una actitud de amor (ni tan siquiera de solidaridad o amistad) hacia un
personaje abordado únicamente desde la erudición o desde métodos filológicos.
Pero los hechos son éstos: En esas obras lo importante no son los versículos
evangélicos sino las notas de los profesores a esos mismos versículos. Jesús ya
no es una Persona a la que hay que buscar, rezar o amar, sino tan sólo un Tema,
una Materia, un objeto a desentrañar según los habituales métodos de los estudios
universitarios, según el gusto del espíritu racionalista de la Ilustración, aceptado
por personas creyentes.

Pero todavía hay más. Tomando de nuevo como ejemplo al bueno de Bultmann
(y con el deseo de que su espíritu quiera perdonarme desde el cielo, donde creo
firmemente que debe de estar, y donde habrá tenido que reconocer —quizás
riéndose de sí mismo— que el evangelio era muy diferente y mucho más sencillo
que todo lo que él enseñó de buena fe), recordaremos lo que escribió un prestigioso
especialista: «Ante todo, Bultmann fue un teólogo luterano; luego, un filósofo
existencialista; y por último, un exégeta, un biblista».

Alemania es la patria de los sistemas filosóficos e ideológicos que han


caracterizado y siguen caracterizando, con frecuencia de forma catastrófica, a la
modernidad. Marx y Freud eran judíos, pero se expresaban en alemán y se
habían alimentado en la cultura germánica, aunque no les faltaban fuertes
tentaciones antisemitas. En cambio, Nietzsche no era judío sino un alemán de
«pura raza», pese a que actualmente, con intención un tanto sospechosa, se persiga

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—contra toda evidencia— mantenerle al margen de la acusación de ser uno de
los principales inspiradores del nacionalsocialismo. No parece ser importante que
el propio Hitler tuviera en gran estima la edición monumental de las obras completas
del autor de El Anticristo o que (por poner un ejemplo significativo) en 1944, el
año de la república social de Saló, expresión del último y ya desesperado fascismo
mussoliniano, se descubriera una elogiosa lápida en la casa de Turín en la que
viviera Nietzsche. Y no hablemos de Kant y Hegel, los principales y auténticos
inspiradores de un pensamiento que se hizo sistema, que se convirtió en «ismo», no
pocas veces armado.

Así como Gran Bretaña es la tierra del pragmatismo y de la confrontación realista


con los hechos, con ausencia de «a priori» ideológicos (y aquí radica uno de los
secretos de la eficacia o incluso de la atracción de su way of life, pese a que también
tenga sus límites o defectos), Alemania es el país de la abstracción, de las
construcciones teóricas, de los complejos sistemas de pensamiento construidos
por los intelectuales, hombres de libros, pero con frecuencia ajenos a la vida, y
por tanto, a la verdad.

De esta forma, en ciertas mentalidades alemanas, el evangelio pasó


frecuentemente a ser un «ismo» más. Ya no se refería a una persona sino a una
ideología; y no a una vida sino a lo que en alemán se conoce con la significativa
denominación de Weltanschauung.

No existe nadie que estudie o escriba su obra en el vacío. El ambiente cultural


y las características del lugar, así como las propias personales, han caracterizado
las obras de los biblistas, fuese cual fuese su época o su nacionalidad. Pero el
influjo alemán ha sido especialmente intenso e influyente, habida cuenta de la
cantidad y calidad de los estudios especializados en aquel país donde la sencillez
evangélica ha sido sustituida muchas veces por una construcción intelectual, por
un sistema con una metodología filosófica e ideológica. Asimismo, todo ello ha
contribuido a la presentación de los evangelios en una despersonalizada Christliche
Weltanschauung, «perspectiva cristiana sobre el Mundo» (en la que el término
«cristiano» podía variar de significado de acuerdo con la ideología imperante en
ese momento en la Kultur), muy distinta a la historia de Alguien Vivo dirigida a
personas vivas.

Así pues, hay muchos libros sobre Jesús que, pese a su imponente apariencia
filológica, histórica o exegética, son en realidad un Cristo según los «ismos»
kantianos, hegelianos,nietzscheanos, heideggerianos o marxianos. Respecto a estos
últimos, hay que decir que pocos saben que el Jesús «liberador» de ese maridaje
entre cristianismo y comunismo que se expresa en español o portugués, tiene sus
inspiradores —prestigiosos y bien conocidos— en las aulas de las universidades
alemanas.

Con un tono de bondadosa ironía, decía el poeta romántico Giacomo Leopardi


en sus «Crónica s de la Batrocomomaquia»: Che non trovan sistemi e congetture/e
teorie dell'alemanna gente? / Perlar, non tanto nelle cose oscure/ l'un dí tutto
sappiamo, l'altro ni ente/ ma nelle chiare ancor dubbi e paure/ e caligini si crea
continuamente». (¿Qué no inventan los alemanes con sus sistemas,
elucubraciones y teorías? Ellos, salvo en lo que es enigmático, un día saben de

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todo, otro de nada, y en lo que es evidente crean constantemente dudas, miedos y
ofuscaciones.)

Quiero dejar bien claro que me gusta Alemania en muchas de sus


manifestaciones y precisamente la gratitud y el afecto que siento por ellas, me han
llevado a escribir estas «advertencias de uso» de los escritos de algunos de sus
profesores. Sin embargo, hay que tener en cuenta que Alemania es la patria de
Martín Lutero.

Mucho antes de que fuera una exigencia «científica», la destrucción de la


historicidad de los evangelios se convirtió en una exigencia teológica. Los luteranos
querían destacar la fe pura, aunque fuera a costa de las obras, que no eran útiles
para la salvación. Antes bien, las obras resultaban algo peligroso porque darían al
hombre la presunción de poder colaborar en una redención entendida únicamente
como un don gratuito e inescrutable de Dios.

Pues bien, entre esas «obras» que habría que apartar como si fueran una
tentación diabólica, estaría también el trabajo del investigador que trata de averiguar
si lo que los evangelios narran tiene relación con lo que realmente sucedió.
Además, termina siendo un trabajo blasfemo porque niega uno de los puntos
esenciales de la Reforma: La fe entendida como puro riesgo; como una apuesta,
pero siempre una fe ciega, sustraída a cualquier influencia de la razón a la que
el impetuoso Lutero calificara de «prostituta del diablo».

Una fe auténtica y salvadora sería únicamente la de aquellos que aceptan a Cristo


sin necesidad de «pruebas» históricas y, es más, sin querer saber nada de ellas.
Dentro de esta lógica luterana, resultaría una tentación propia de un «católico
paganizante», de un «papista supersticioso» hacer participar a la razón de algún
modo en aquel ganz Anderes, en aquello que es absolutamente distinto, es decir, la
fe, algo sustraído a la sabiduría humana para convertirse única y exclusivamente
en «escándalo y locura».

La reforma rechazó siempre escandalizada, cualquier «prueba» de la existencia


de Dios,y cuando se dedicó a fragmentar los textos evangélicos, se prohibió a sí
misma buscar en ellos eventuales «pruebas» de su verdad histórica. Y se sentía
más «cristiana» cuanto más resultase aceptar esa verdad desde el punto de vista
humano.

El lector debe conocer estos presupuestos teológicos antes de enjuiciar las obras
de muchos biblistas que, a labora de realizar su labor, no podían dejar que la
perspectiva de su fe condicionara sus resultados, haciéndolos bastante menos
«objetivos» y «científicos» de lo que ellos querrían y de lo que estarían dispuestos
a creer los más amedrentados de sus colegas católicos.

Estamos ante deformaciones teológicas y «a priori» teológicos, pero también


ante postulado s sociológicos. El fundamento y la esencia de la Formgeschichte, al
igual que el de otros condicionamientos por los que se ha querido hacer pasar —a
menudo por la fuerza— a los evangelios, es el presupuesto de la «comunidad
creadora» o del «autor colectivo». Se trata de un presupuesto sociológico que
aparece a finales del siglo XIX y que ha llegado hasta nuestros días, de manos de la

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vulgata marxista. En nombre de la «democracia» o del «socialismo» se ha tendido
a no valorar el papel de lo singular, de los individuos, y a dar más importancia a la
masa como la única y exclusiva creadora de la historia.

Y en realidad, esto no es así. Pero lo cierto es que durante bastantes décadas y


en nombre de un mito sociológico de moda, para muchos biblistas la «historia de
Jesús» se ha transformado en la «historia de la comunidad cristiana»; y los nombres
de los evangelistas (Mateo, Marcos, Lucas y Juan) han sido entendidos no como
los de personas concretas sino como los de seudónimos que indican como «autor
colectivo» a la comunidad primitiva. Un mito que, también hay que decirlo, ha
tomado particular auge en Alemania —no por casualidad la patria de todas las
utopías «colectivistas»— porque en ese país se impuso con fuerza el ideal romántico
(que el nacionalsocialismo supo instrumentalizar con tanto éxito) del Volk, del pueblo,
y de su presunto espíritu.

Hasta aquí algunas reflexiones —quizás un tanto provocadoras— sin otra función
que la de intentar delimitar el marco interno de determinada crítica bíblica, en la que
«no es ciencia todo lo que reluce». Tendremos ocasión de verlo más concretamente
(y de repetirlo, para que se entienda mejor) a lo largo de las páginas siguientes.

En cualquier caso, y frente al inquietante y gigantesco esfuerzo de muchos


investigadores (que todavía se confiesan «creyentes») de desfigurar al Jesús de
Palestina concreto y transformarlo en un Cristo semimítico, de cuya existencia
terrestre nada podemos ni debemos saber, el cristiano fiel a su fe no debe olvidar
nunca la severa advertencia de la Segunda Epístola de San Juan: «Muchos
seductores han aparecido en el mundo que no confiesan que Jesucristo ha venido en
carne. Ese es el seductor y el Anticristo. Cuidad de vosotros mismos para que no
perdáis lo que habéis trabajado...» (2 Jn 7 y ss.). Es también San Juan quien, al
comienzo de su evangelio, nos recuerda lo que es el núcleo mismo del kerygma,
del primitivo y fundamental mensaje apostólico: «y el Verbo se hizo carne» (Jn
1, 14).

Tampoco el cristiano dedicado a estudios bíblicos (que son necesarios y aún


indispensables desde la perspectiva de quienes afirmamos que un Dios ha querido
necesitar de la contribución de los hombres para hacerles llegar su «Carta») deberá
olvidar otra muy seria amonestación, esta vez de San Pablo, que está dirigida a todos
los «intelectuales» creyentes: «Y por tu conocimiento se pierde el débil, ¡el
hermano por quien Cristo murió!» (1 Cor 8, 11).

III. «Judas, habiendo arrojado las monedas, se marchó y se ahorcó»

DENTRO del gran drama de la Pasión y Muerte de Jesús, tal y como lo relatan los
evangelios, hay encerrado otro drama: El de la traición de uno de los doce
apóstoles que Jesús había vivido personalmente. Una traición que concluiría de
manera trágica con el suicidio de aquel malvado.

De acuerdo con las normas de toda historia de «misterio» resulta adecuado a


estas al turas, de este oscuro y enigmático episodio, que iniciemos nuestra

22
investigación con un capítulo, al que luego seguirán otros dos, con objeto de
enmarcar, desentrañar y valorar el trágico personaje de Judas Iscariote.

Vamos a estudiar el final de Judas. De ello sólo habla el evangelio de San Mateo. Los
otros tres evangelistas no nos dan más noticias después de haberlo dejado junto
a los olivos de Getsemaní.
Esto dice el texto de Mateo: «Entonces, Judas, el que lo entregó, al ver que
había sido condenado, sintió remordimiento y devolvió las treinta monedas de
plata a los príncipes de los sacerdotes y ancianos, diciendo: "He pecado
entregando sangre inocente". Pero ellos dijeron: "A nosotros, ¿qué?, ¡tú verás!". Y
tras haber arrojado en el Templo las monedas de plata, se marchó, y alejándose
se ahorcó». (Mt 27, 3 − 5).

Únicamente los Hechos de los Apóstoles (cuyo autor es el evangelista San Lucas
según una muy antigua tradición, confirmada por la mayoría de los críticos
modernos) nos hablan de este episodio en el primer capítulo, dentro del discurso en
el que Pedro exhorta a los hermanos a elegir «un testigo de la resurrección» que
ocupe el puesto dejado vacante en el colegio apostólico. El autor de los Hechos pone
en boca de Pedro que Judas «cayó de cabeza, reventó por medio y quedaron
esparcidas todas sus entrañas» (Hch 1, 18).

Tenemos aquí un poco más de información (aunque algunos investigadores les


haya parecido contradictoria) comparada con la escueta frase de Mateo: «se marchó
y se ahorcó».

Pero estamos ante una gran dificultad derivada de las discrepancias (que luego
veremos si son tales) entre las dos versiones de este episodio del drama de la
Pasión.

Dice Mateo: «Los príncipes de los sacerdotes recogieron las monedas de plata y
dijeron: "No es lícito echarlas en el tesoro del templo, porque son precio de
sangre". Y tras deliberar en consejo, compraron con ellas el campo del Alfarero para
la sepultura de los forasteros». Y continúa: Por eso se llamó aquel campo hasta el
día de hoy, "Campo de Sangre"» (Mt 27, 6 y ss.).

Veamos ahora lo que dicen los Hechos: «Judas compró un campo con el precio de
su delito». A continuación, viene la descripción, antes mencionada, de las
circunstancias de su muerte, con el añadido (con el que Lucas interrumpe el discurso
de Pedro, dirigiéndose a sus lectores en lengua griega, que no conocían ni el arameo
ni la capital de Israel): «Esto fue conocido por todos los habitantes de Jerusalén,
de modo que aquel campo se llamó en su lengua Hacéldama, es decir, campo
de sangre».

Las dos fuentes de que disponemos están de acuerdo sobre el empleo que se
dio al dinero maldito y el nombre que tomó el terreno adquirido. Pero ¿quién
compró el campo? ¿Los príncipes de los sacerdotes (Mateo) o el propio Judas
(Lucas)?

Como era de esperar, tomando como base esta contradicción, ciertos críticos se han
movilizado para buscar pruebas de una total inverosimilitud histórica de la tradición

23
evangélica. Y no sólo en este párrafo sino también en otros muchos.

Estudiaremos detenidamente las dos versiones de la muerte de Judas. Unas


versiones que, en realidad, para muchos, no sólo son contradictorias sino
complementarias. En ello está de acuerdo, por ejemplo, Giuseppe Ricciotti, un
destacado biblista autor de una Vida de Jesucristo, que se publicó por primera vez
en 1941 y que todavía hoy figura entre las más prestigiosas y difundidas. Dice
Ricciotti: «Acerca del fin de Judas tenemos una doble versión con interesantes
discrepancias que son de especial interés para confirmar la similitud sustancial del
acontecimiento. San Mateo se refiere únicamente al hecho de que se ahorcó. En
cambio, San Lucas ha conservado la tradición de que Judas "cayó de cabeza, reventó
por medio, y quedaron esparcidas todas sus entrañas"».

Prosigue el mismo autor: «Las dos versiones parecen referirse a dos momentos
diferentes del mismo hecho. Primero, Judas se ahorcó, luego la rama del árbol
o la cuerda de la que se colgó se rompió, quizá a causa del vaivén de la sacudida, y
entonces el suicida se precipitó al vacío». Y concluye el prestigioso biblista que
«sería legítimo imaginar que el árbol estuviese situado junto a algún barranco,
por lo que la caída produjo en el cuerpo del suicida las consecuencias de las que
habla San Lucas en los Hechos.

Hay que reconocer que no es difícil entender —también para quien crea en la
verdad sustancial de los evangelios las dudas y perplejidades que se producen ante
una explicación que parece demasiado fácil y que resultaría más ingeniosa que
convincente. «Los intentos de armonizar las dos versiones siguen siendo poco
convincentes», escribe, por ejemplo, no un crítico «incrédulo», sino una nota
cristiana de las pertenecientes a la reciente Traducción Ecuménica de la Biblia.

Estamos ante un equipo de estudiosos creyentes, integrado por un valdense, un


baptista y un católico (Tourn, Corsani y Cuminetti), que ni siquiera se plantea
investigar sobre la historicidad de lo relatado, pues un midrash, una narración
ejemplarizante de las tradiciones rabínicas, sin pretensión de reconocer los hechos,
habla sin más de «la habilidad de los escritores cristianos para componer, con citas
del Antiguo Testamento, una "novela" abundante en enseñanzas».

Si esto fuera así, no por ello habría que poner en discusión la fe en la verdad
sustancial de los evangelios. Ciertamente el mensaje es que el espíritu y no la letra,
vivifica.

Pero si profundizamos realmente en ella, ¿puede afirmarse que la hipótesis de


Ricciotti carezca de verosimilitud? ¿Se merece los calificativos que le han endosado
de «pueril», «inverosímil» o «viciada por una anacrónica preocupación
apologética»?

Razonemos dejando de lado tanto las fantasías como cualquier escepticismo «a


priori» y ciñámonos a los textos y a nuestros conocimientos sobre lo que ellos nos
dicen. La breve narración de Mateo que se refiere al hecho de arrojar las monedas
por el suelo nos dice que Judas era presa de una súbita agitación al alejarse (el
verbo griego del original significa literalmente «se arrebató lejos» que nos da una
idea de violencia).

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Judas se vio invadido por el deseo de suicidarse y todo induce a pensar que se dirigió
directamente a consumar su propósito. Su error no consistió en la traición —
también lo hizo Pedro, y los demás apóstoles y discípulos se dieron a la fuga— sino
en la desesperación, en el no saber pedir perdón. Según los evangelistas, en esto
consistió su auténtico pecado, su verdadera ofensa a Cristo. Así pues, Judas debió de
tomar la salida del recinto del Templo más próxima al lugar en el que se encontraba.
Era la llamada «puerta de los caballos», que tiene salida en dirección este, hacia el
valle del Cedrón atravesado por Jesús para llegar a Getsemaní.

Era suficiente subir unos pocos metros por el Monte de los Olivos para encontrar
muchos árboles de los que colgarse. O bien, si admitimos que el hecho tuvo
lugar en el «Campo de sangre», tampoco estaba muy alejada del Templo la puerta
sur, la del estercolero (o de la alfarería), que conducía al valle de la Gehenna donde
una autorizada tradición (de la que luego hablaremos) sitúa el Hacéldama, el «Campo
de sangre».

Lo sabrá quien haya estado allí, especialmente hace veinte años, antes de que el
gran d e s a r r o l l o urbano de Jerusalén modificara todos sus alrededores. Y es
que n o f a l t a n , y no faltaban entonces, árboles que extienden sus ramas hacia los
barrancos y hendiduras que abundan en toda la región en torno a Jerusalén, una
ciudad montañosa. Concretamente, el Monte de los Olivos es un enorme macizo
calcáreo hendido no sólo por los resaltes del terreno sino también por cuevas y
cisternas.

Tengamos en cuenta además que la utilización de la cuerda para ahorcarse (y


ahorcar), es una invención moderna. El término latino furca, del que procede
horca, indica la horquilla formada por dos ramas abiertas entre sí y entre las que se
colocaba el cuello, sin necesidad de utilizar ninguna soga. Si en esto consistía el
método, es evidente que la solución más fácil sería elegir una furca orientada hacia
el vacío. Sobre todo, cuando una apremiante desesperación —como en el caso de
Judas desaconsejaba otros métodos más lentos y complicados. Todo consistía en
subirse a un árbol y buscar la furca adecuada, es decir, que no estuviera muy próxima
al tronco para permitir una distensión del cuerpo y que fuera lo suficientemente
alta para que los pies no tocasen el suelo.

La furca de Judas pudo estar orientada hacia el vacío; o bien estar en lo alto del árbol,
entre las ramas; aunque también el desgraciado pudo haber utilizado el ceñidor
de su manto o la cuerda de pelos de cabra que servía para sujetar el turbante a
l a cabeza. Sea como fuere, lo cierto es que la muerte en la horca va siempre
precedida de las violentas contracciones a las que hace referencia Ricciotti. Siendo
así, ¿por qué resulta tan imposible la hipótesis de la rotura de lo que Judas utilizó
para sostenerse, la «caída de cabeza» de la que hablan los hechos, la violenta caída
(con las consiguientes heridas y esparcimiento de vísceras, según atestiguaría
cualquier informe médico) contra los salientes de las rocas que todavía hoy
pueden verse en aquellos lugares o contra las afiladas puntas de madera,
resultado de la poda de los árboles?

Hay que destacar, especialmente en la hipótesis más probable de la muerte en un


furca de dos ramas, que la orientación del vientre sería necesariamente hacia
adelante, y por tanto lo que Judas arrastró en su caída no debió ser la espalda
sino la parte anterior del cuerpo. ¿Por qué esta posibilidad tendría que ser
25
«pueril» o «inverosímil»? No olvidemos que los Hechos, donde se relatan las
consecuencias de la caída, no excluyen en absoluto que ésta fuera precedida por
la muerte por ahorcamiento. Antes bien, parecen admitirla al utilizar la expresión
«cayó de cabeza». Y Judas sólo pudo caer de cabeza si se había elevado
previamente por encima del suelo.

Se comprende porqué San Jerónimo, en su versión latina de la Biblia, la célebre


Vulgata, traduce el griego de los Hechos (prenés ghenómenos: literalmente «cayó de
cabeza») por un suspensus, «habiéndose colgado». Este santo ha sido criticado por
los biblistas modernos pues habría intentado disimuladamente eliminar una
dificultad. ¿Pero hasta qué punto el término suspensus resulta abusivo? Cabría
preguntarse además por qué otro famoso traductor, Erasmo de Rotterdam, traduce
las mismas palabras griegas como «habiendo quedado con la cabeza (inclinada)
hacia abajo», teniendo en cuenta que los que mueren colgados tienen precisamente
el mentón colocado contra el pecho. Y la Neovulgata parece continuar en la
misma línea, al traducir pronus factus.

Tengamos todavía un poco de paciencia para abordar los aspectos desagradables del
tema, pues el texto de los Hechos dice que «quedaron esparcidas sus entrañas»
pero no dice que se le desgarrara el vientre. ¿Podremos tomar en consideración
las observaciones de algunos médicos sobre el relajamiento de todos los
músculos, incluidos los esfínteres, que puede observarse en los ahorcados (por esto
los verdugos ataban un saco alrededor de los pies) con la consiguiente expulsión del
contenido intestinal (mencionado aquí como «vísceras», al igual que en otros
lugares de la Escritura)?

Pero ¿no da la impresión de que todo esto es un galimatías? ¿Una construcción


hecha, a base de agudezas apologéticas, sobre detalles irrelevantes? Pero desde
una perspectiva de fe, no puede decirse que ninguna palabra de la Sagrada Escritura
sea irrelevante. Nos lo recuerda San Pablo: «Pues toda la Escritura divinamente
inspirada, es también útil para enseñar, para rebatir, para corregir, para educar en
la justicia» (2Tim 3, 16). Por todo ello, el Nuevo Testamento, al proponernos
diferentes tradiciones, parece plantearnos un reto. Y aquí deberíamos preguntarnos
por qué se han conservado estas diferencias. ¿Acaso no hubo testigos a los que se
pudiera manipular fácilmente?

A decir verdad, el reto del que hablamos ha sido recogido muchísimas veces por
aquellos a los que Ricciotti calificara irónicamente de «malintencionados». Todo
mediano conocedor de los estudios bíblicos sabe de la cantidad de construcciones
fantasiosas y deducciones arbitrarias con pretensiones de «cientificidad» que se
han elaborado partiendo de las diferencias entre el Evangelio de San Mateo y
los Hechos de los Apóstoles.
Al profano le sorprenderá que una «Contradicción» como ésta figure entre los
«puntos débiles» de algunos (sobre todo en la propaganda puerta a puerta de
ciertos grupos supuestamente «cristianos») argumentan para demostrar cómo la
Iglesia católica engaña a sus «ignorantes» fieles. «Os dicen que Judas se ahorcó.
¡Pobres, os están engañando con la Biblia!» Mientras estaba escribiendo este libro,
un autor, Pietro Zullino, ha publicado en una importante editorial italiana su propia
«investigación sobre Judas» en la que partiendo de la expresión «cayó de cabeza»,
construye una teoría (que presenta como histórica e irrefutable) por la que el traidor

26
fue asesinado por sus antiguos compañeros y colgado cabeza abajo como si se
tratara de un ritual de «vendetta» mafiosa.

Sin embargo, como dice Jean Guitton, «a menudo las dudas de fe del hombre de
la calle empiezan con dudas en torno a la historicidad de los evangelios,
especialmente sobre aquellos aspectos que podrían parecer secundarios a los
especialistas». Así pues, no es tiempo perdido el que dedicamos a este «aparente»
galimatías.

En Italia está muy difundida una traducción de la Biblia en tres volúmenes,


publicada en los años sesenta bajo la dirección de Salvatore Garofano. En ella, al
consultar el capítulo primero de los Hechos de los Apóstoles (traducido por
Claudio Zedda, biblista de la Universidad Pontificia Lateranense), encontramos la
siguiente traducción: «se hinchó, se le reventó el vientre y sus vísceras quedaron
esparcidas por el suelo».

El hecho es que los términos griegos —prenes ghenómenos— pueden traducirse


como «cayó de cabeza» o también como «se hinchó». Esta última versión, pese a
ser legítima y estar defendida por prestigiosos especialistas, resulta actualmente
menos aceptada por la mayoría de los exegetas.

Pero, aunque la segunda versión fuera la traducción más exacta, serviría para
confirmarnos (y de modo mucho aún más claro) que Judas murió ahorcado y las
consecuencias que se derivaron de ello. Y sobre todo hay que destacar el hecho de
que, según una tradición muy antigua, San Lucas era médico. Una prueba de ello
sería la exactitud con que nos habla en su evangelio de enfermos y enfermedades. Y
todos los médicos de cualquier época saben que, entre las consecuencias de la
descomposición de los cadáveres, está el hinchamiento, muchas veces monstruoso,
del vientre debido a la formación de gases putrefactos.

¿En cuál de los dos textos del Nuevo Testamento, que estamos estudiando, se dice
que Judas se colgara de un árbol? ¿O que su cuerpo fuera descubierto
inmediatamente? ¿Por qué no habría podido colgarse Judas en una de tantas
cabañas, que sabemos con seguridad, abundaban por los alrededores de
Jerusalén? ¿O por qué no pudo hacerlo en una gruta, en una cisterna grande, o
en un sepulcro de los atestiguados por la arqueología o las fuentes primitivas?

Y si esto hubiera sido así, ¿por qué su cadáver no podría haber sido descubierto
transcurrido bastante tiempo, presentando ya hinchado el vientre, o quizás
abierto, debido a la presión de gases internos (circunstancia no muy frecuente,
según los especialistas de medicina legal) o más probablemente por la acción de los
zorros y chacales que abundaban por aquellos lugares? Estas alimañas llegaban
incluso a entrar en los cementerios en busca de cadáveres. (Tengamos en cuenta
que, según se dice en Jue 15,4, Sansón capturó trescientas zorras en un solo
día. Y también podemos consultar el Salmo 63, 10 y ss.). En apoyo de esta
teoría existen asimismo testimonios muy antiguos que atribuyen al lugar de la
muerte de Judas un olor tan espantoso hasta el punto de que se evitaba tener
que pasar por allí.

Podríamos insistir todavía más en este tema, pero todo lo expuesto parece

27
suficiente para demostrar que los textos estudiados no quitan la razón a los ingenuos
(o perspicaces) «apologistas», como Ricciotti y otros muchos exegetas católicos, que
intentan buscar una complementariedad entre textos aparentemente
contradictorios.

Sin embargo, habrá quien argumente que resulta inútil, y hasta insensato,
examinar circunstancias particulares, porque resulta bastante evidente que el
suicidio de Judas fue inventado por los redactores del evangelio para aumentar
la infamia del traidor y confirmar su eterna condenación.

Pero todos aquellos que sostengan semejante hipótesis parten de un presupuesto


equivocado. Tales críticos parecen ignorar que la condena rigurosa del suicidio (y la
idea del suicida destinado a la condenación, al que incluso se le negaban funerales
religiosos) procede del cristianismo. El Antiguo Testamento no da ninguna
normativa sobre el particular y se limita a citar algunos casos de suicidio, sin
pronunciarse de forma clara y determinada sobre la moralidad o inmoralidad de
la conducta. Antes bien, lo que se deduce tanto de testimonios bíblicos como
de fuentes hebreas antiguas es que para Israel (como para el mundo grecorromano
circundante) había circunstancias en las que darse muerte no era algo vergonzoso
o un signo de ruptura definitiva con Dios, sino más bien una muestra de firmeza,
valor y defensa del honor personal. El que quedaba infamado para siempre no
era el que se daba muerte sino quien la sufría impuesta por una condena legal.
A este respecto dice San Pablo: «Cristo nos ha redimido de la maldición de la
ley, haciéndose Él mismo maldición por nosotros, porque escrito está: "Maldito
todo el que cuelga de un madero"» (Gal 3, 13).

Así pues, si el origen de los evangelios obedece realmente a invenciones arbitrarias


y no verificadas de sus anónimos redactores, los hechos podrían ser interpretados
perfectamente del siguiente modo: Jesús —que después de todo tenía que morir
para justificar la historia se habría suicidado en una especie de gesto de nobleza. Pero
la infamia recaería sobre Judas, que fue condenado a ser «colgado de un madero»,
tal y como prescribía el libro del Deuteronomio al que se refiere San Pablo:
«Maldito (es decir, que debía de morir a manos de todo el pueblo) quien reciba
dones por condenar a muerte a un inocente» (Deut 27, 25). Si como afirma
cierta crítica, los evangelios no son más que relatos creados por la fantasía y por
tanto moldeables a voluntad, podríamos obtener un magnífico efecto teatral de la
siguiente forma: El arresto y la ejecución de Judas, conforme a la ley, con el
consiguiente descubrimiento de la inocencia de Jesús. Esto es lo que hicieron,
por ejemplo, los apócrifos, como el llamado «evangelio de Barrabás», en el que
el apóstol traidor era crucificado en lugar de suMaestro.

Lo cierto es que los que sostienen la hipótesis de la invención del episodio, remiten,
en el caso del suicidio, a precedentes de la Escritura hebrea que habían servido
de modelo. Ya demostraremos más adelante cómo la comunidad cristiana no le
habría convenido inventar a Judas, un discípulo traidor, sino más bien ocultar su
existencia. Entre los críticos a los que nos referimos está Charles Guignebert, un
célebre investigador no creyente de la Sorbona, heredero de la traición de Renan y
Loisy, cuyo libro sobre Jesús es significativamente el único sobre esta materia
publicado por las ediciones Einaudi y también el único incluido en una colección de
esta misma editorial, concretamente en el apartado «orígenes del cristianismo.

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«El suicidio de Judas fue inventado —afirma tajantemente Guignebert— buscando
un paralelismo. Pero si consultamos el Segundo Libro de Samuel (17, 23), al que
remite este investigador, podremos apreciar que ambos hechos sólo tienen en
común el que sus protagonistas eligenel mismo tipo de suicidio.

Con semejante método, resulta fácil derivar unos hechos de otros. Sería posible,
por ejemplo, demostrar que el fusilamiento de Mussolini en 1945 es un mito, una
leyenda creada por alguien «buscando un paralelismo» con el fusilamiento en
1849 del general Gerolamo Ramorino, considerado responsable de la derrota de
Novara en la segunda etapa de la primera guerra de la unificación italiana. Ambos
personajes fueron protagonistas de la historia de Italia, estaban relacionados con
el ejército, fueron fusilados en una ciudad del Norte y tuvieron responsabilidad en
una derrota... ¿No es ésta una forma creíble de razonar sobre dos testimonios?
Pero aparte también está el hecho de que existe además otra curiosa contradicción.
Lo veremos después con más detalle, a propósito de las profecías del Antiguo
Testamento que para muchos críticos serían «creadoras de historia», incluida la
ficción en torno a Judas.

Y es que por un lado se afirma que los evangelios fueron una obra tardía y que se
compusieron en círculos no judíos sino helenísticos, muy alejados de un Israel
semidesconocido, después de que fuera destruido por la apisonadora romana en
el año 70, tras ser sofocada la rebelión judía. Pero por otro lado se defiende la
hipótesis de que unos desconocidos difusores de la cultura griega no supieron hacer
otra cosa que basarse en episodios y personajes secundarios de la historia judía,
como Ajitofel, desconocido probablemente por la mayoría de los israelitas
piadosos y a pesar de todo, lo suficientemente importante para inspirar a esos
helenistas un personaje fundamental como el de Judas.

Abierta una vía para la reflexión sobre la muerte del traidor, sin por ello pretende r
agotar el tema, examinaremos a continuación lo que nos dicen los textos y la historia
acerca de las dificultades (que parecen más arduas que las examinadas hasta ahora)
referidas al después de la muerte de Judas.

¿En qué consiste la historia del Hacéldama y de sus compradores?, ¿lo compraron
los sacerdotes o el propio Judas? Tendremos que referirnos a alfareros, a
sepulturas para extranjeros en Jerusalén, al valor de las treinta monedas de plata o
a los contratos de compraventa con arreglo a la Ley. ¿Son todos ellos aspectos
«irrelevantes»? Quizás, pero sólo para aquellos que no sepan apreciar, en todas y
cada una de las palabras de los evangelios, su inagotable contenido.

IV. El precio de la traición: Hacéldama, «Campo de sangre»

EN la primera etapa de nuestra investigación sobre Judas hemos intentado analizar


el final del apóstol traidor.

¿Se suicidó? ¿Y de qué modo lo hizo? Entre las dos versiones de que disponemos
(la de San Mateo y la de los Hechos de los Apóstoles) existe ciertamente una
contradicción, pero si examinamos con atención los textos, podremos darnos

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cuenta de que más que ante una contradicción, estamos ante una
complementariedad.

Pero, ¿qué sucedió tras la muerte de Judas, o, mejor dicho, después de su


traición y de quele fuera entregado el dinero? También en este punto las dos
versiones parecen presentar diferencias.

Recordemos lo que nos dicen los dos textos.

Mateo: «Los príncipes de los sacerdotes recogieron las monedas de plata y dijeron:
"No es lícito echarlas en el tesoro del templo porque son precio de sangre". Y
tras deliberar en consejo, compraron con ellas el Campo del alfarero. Por eso se
llamó aquel campo, hasta el día de hoy, "Campo de sangre"». (Mt 27, 6 y ss.).

Los Hechos de los Apóstoles: «Judas compró un campo con el precio de su delito
(despuésdescribe las circunstancias de su muerte violenta). Esto fue conocido
por todos los habitantes de Jerusalén, de modo que aquel campo se llamó en
su lengua Hacéldama, es decir, Campo de sangre» (Hch 1, 18 y ss.).

Ambas fuentes están de acuerdo en el destino que se dio a aquellas abrasadoras


monedas y respecto al nombre que acabó tomando el terreno adquirido con ellas.
Pero ¿quién compró el campo? ¿Los dirigentes judíos (San Mateo) o el propio
Judas (Hechos)? ¿La sangre mencionada es la de Cristo (San Mateo) o la de
Judas (Hechos)? ¿Resulta posible —al margen de apologéticas forzadas o
literalismos ingenuos— hallar un punto de encuentro entre las dos versiones y
describir con precisión los auténticos hechos? ¿O bien la única solución es afirmar
que en los dos textos han confluido tradiciones diferentes? Esta última es desde
hace tiempo la postura, que por lo demás no es incompatible con la fe, de
numerosos biblistas cristianos. ¿O bien habrá que resignarse a dar la razón a los
investigadores no creyentes que aquí, como en otros pasajes, denuncian tantas
incoherencias y confusiones que no sería posible atribuir ningún rasgo de historicidad
al Nuevo Testamento?

Sin embargo, este último tipo de crítica bíblica, radical y destructiva parece caer en
la misma incoherencia que reprocha a sus adversarios. Por ejemplo, Alfred Loisy
hace mofa de los intentos de la tradición cristiana de concordar las dos versiones
de la muerte de Judas («¿ahorcado o reventado?»), y escribe irónicamente que
«aquí no hay más que fantasías». Pero también este famoso investigador
racionalista construye su propia «fantasía», tal y como dice Pierre Benoit, un biblista
de nuestro tiempo, que ha estudiado en profundidad los textos de que nos
ocupamos.

Afirma Loisy que el cuerpo de Jesús habría sido arrojado a una fosa común que
existía en Jerusalén (pero de la que no nos dicen nada las fuentes antiguas que
poseemos) y que se habría llamado Hacéldama. Para borrar cualquier referencia
a tan desagradable realidad y honrar la sepultura del fracasado pseudo-Mesías, sus
discípulos habrían inventado el asunto de la tumba ofrecida a Jesús por José de
Arimatea y habría trasladado a aquel vergonzoso «Campo de sangre» la tumba de
Judas. Estaríamos, pues, ante una sustitución interesada de personas, o, mejor
dicho, de cadáveres...

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Es inútil decir que la hipótesis de Loisy es del todo gratuita.

Es una «fantasía», pero tiene al menos la cualidad de demostrar cómo también los
investigadores que sospechan que todo son invenciones de los autores del Nuevo
Testamento se ven obligados a hacer referencia a un tan preciso como incómodo
signo de historicidad.

Nos estamos refiriendo al Hacéldama, el «Campo de sangre», incrustado tanto en los


ver sículos de San Mateo como en los de los Hechos y que no tiene otra posible
explicación que el recuerdo persistente de un nombre ligado a la topografía de
Jerusalén. Así lo reconoce el propio Loisy, que se deja llevar por sus deducciones
construyendo un relato arbitrario en el que trata de desfigurar la historicidad ya que
no puede eliminarla.

Por otra parte, debemos destacar que el nombre de Hacéldama parece servir para
confirmar la primitiva tradición cristiana sobre el origen de los evangelios. Una
tradición que siempre ha afirmado que San Lucas, autor de los Hechos de los
Apóstoles, hombre de cultura griega —dentro del círculo de San Pablo— escribe
sobre todo para personas de ascendencia y formación similares a la suya, es decir,
helenística, y no semítica. Así pues, Lucas introduce un paréntesis explicativo en
el discurso de Pedroal mencionar el nombre arameo del terreno («de modo que
aquel campo se llamó en su lengua Hacéldama») para añadir luego la explicación
(«es decir, Campo de sangre»). Es un término arameo correcto —que sirve para
confirmar que este escritor «griego» no está hablando de una Palestina de fantasía,
sino que se refiere a una tradición que tiene allí su origen— y es correcta la traducción
dirigida a unos destinatarios que ignoran las lenguas semíticas.

También pertenece a esa misma y muy antigua tradición que el autor del primer
evangelio sería el apóstol San Mateo, llamado también Leví, el publicano al que
Jesús llamó para que lo siguiera mientras estaba sentado en el banco de los
impuestos (Mt 9, 9 y 10, 3). En cualquier caso, los creyentes siempre han afirmado
que se trata de un texto «escrito por un judío y dirigido a los fieles procedentes del
judaísmo» (Orígenes). Y aquí tenemos un detalle, entre otros muchos. A diferencia
de Lucas, Mateo no considera necesario aclarar a sus destinatarios cómo se dice
«Campo de sangre» en arameo porque éstos lo saben perfectamente. Asimismo, y
confirmando que escribe a personas que conocen bien Jerusalén, Mateo añade:
«Compraron el Campo del alfarero», lo que indica que se refiere a un lugar conocido.
Ello queda demostrado también por el empleo del artículo —tonagrón—que no se
emplearía en griego si se quisiera indicar no «el» campo, campo determinado, sino
«Un» campo. Cum articulo, quía notus dice una reciente edición crítica del Nuevo
Testamento, dirigida por Gianfranco Nolli. Por el contrario, Lucas emplea koríon —sin
artículo—, o sea, «un pedazo de tierra» o «Un lugar», al no ser necesariauna indicación
más precisa para personas que no conocían aquella zona.

Mateo ha lanzado una especie de reto, una llamada a la comprobación de una


realidad que podía ser constatada directamente por sus interlocutores judíos: «Por eso
se llamó aquel campo, hasta el día de hoy, "Campo de sangre"». Es como si
hubiera querido decir: ¡Si no creéis, informaos! Este detalle asimismo parece darnos
indicios de una redacción de su evangelio anterior al año 70, es decir, a la caída
de Jerusalén, que ocasionó la completa destrucción de la ciudad, su total
despoblación —los supervivientes fueron deportados— y la entera devastación de

31
sus contornos atacados con especial saña por los sitiadores romanos durante años.
Un indicio similar lo encontramos también en los Hechos «Esto fue conocido por
todos los habitantes de Jerusalén, de modo que aquel campo se llamó...» Esta
expresión parece indicar también aquí otro punto a favor de una tradición que se
remontaría a antes del año 70 y no después, cuando ya no se podía hablar de
«habitantes de Jerusalén», al menos originarios de la zona. Los que no murieron
durante el terrible asedio o no fueron exterminados (si es que antes no se suicidaron)
cuando los romanos penetraron en el interior de la ciudad, fueron vendidos como
esclavos (hasta el punto de originarse una caída de los precios en todos los
mercados de esclavos del Mediterráneo por exceso de oferta) o fueron
desperdigados por el resto de Palestina, mientras entre las ruinas desiertas de
Jerusalén acampaban los legionarios de la victoriosa décima Legio Fretensis, es decir,
la que estaba de guarnición en Fretus, el estrecho de Mesina.

Dice Pierre Benoit que «el término arameo, Hacéldama es una firme garantía de la
historicidad sustancial del drama de Judas», pues remite a una realidad local
concreta y se añade a los detalles de crónica que son abundantes tanto en los
textos evangélicoscomo en el resto del Nuevo Testamento. Todo lo contrario de
lo que sostienen quienes afirman que esos textos son de composición mítica y que
se escribieron en fecha tardía, tras un lento alumbramiento, en ignorados lugares del
Mediterráneo muy distantes de un Israel del que ni siquiera existía ya el nombre.
A base de referencias similares, a menudo improvisadas y aparentemente
«superfluas» (pero que para nosotros son de gran valor), los textos de los orígenes
del cristianismo nos demuestran que no se mueven ni mucho menos en el reino de
la fantasía sino sobre un terreno concreto, bien conocido por los autores y también,
con frecuencia, por los destinatarios.

Volvamos una vez más al versículo séptimo del capítulo 27 de San Mateo:
«Compraron el campo del Alfarero para sepultura de los forasteros». No debemos
olvidar que todo lo referente a los cadáveres estaba regido entre los judíos por una
serie de rigurosas prohibiciones de impureza. Las sepulturas sólo podían estar
situadas fuera de los muros de la ciudad. Sabemos asimismo que, fuera de los
núcleos de población, se situaban los fabricantes de alfarería, en compañía de los
fundidores de cobre y de otros metales. Ello obedecía no tanto a motivos
«ecológicos» (proteger a los ciudadanos de humos yexhalaciones) como religiosos».
En efecto, los que trabajaban la arcilla y los metales podían resultar sospechosos.
Su oficio les daba ocasión de forjar los aborrecidos ídolos que Israel había
combatido a lo largo de toda su historia, pues el amor sólido e imperecedero
de este pueblo se basaba en adorar a un Dios único, celoso de su singularidad
hasta el punto de que estuvieran prohibidas las imágenes de cualquier ser
viviente.

Por tanto, era posible que coincidieran un terreno destinado a cementerio y un lugar
para ejercer el oficio de alfarero, pues ambos tenían que estar situados fuera de
los muros de la ciudad. Y todavía existía otra razón para que un «campo del
Alfarero» pudiera ser destinado a usos funerarios. Sabemos que los terrenos
arcillosos eran preferidos no solamente por los alfareros, sino que también eran aptos
para enterramientos, puesto que un suelo de estas características parece que acelera
la descomposición de los cadáveres.

32
Era asimismo necesaria la existencia de cementerios para forasteros en una ciudad
que era uno de los centros de peregrinación más importantes del mundo. Todos
los años fallecían numerosos «forasteros» judíos procedentes de la diáspora y que
habían venido par a adorar a Dios en la Ciudad Santa. El fervor religioso hacía que
muchos ancianos y enfermos emprendieran un viaje sin retorno.

No nos estamos refiriendo a teorías. Una muy antigua y al parecer sólida tradición
—sitúa el Hacéldama al sur de Jerusalén, muy cerca de las murallas. Se podía
llegar a él por un a puerta que recibió desde siempre la significativa denominación
de puerta de la alfarería. Y justamente aquí, se lee en el Antiguo Testamento, el
profeta Jeremías, por mandato del mismo Dios, compró una orza de barro (Jer 19, 1
y ss.). Todavía en la actualidad pueden verse en el lugar basamentos de arcilla y
además se han descubierto canalizaciones que llevaban hasta allí, procedente del
cercano manantial de Gihon (Siloé), el agua indispensable para los trabajos de
alfarería. Eran las mismas aguas que alimentaban en la ciudad la piscina ligada al
recuerdo de los milagros de Jesús. La industria de alfarería era importante
asimismo por el hecho de que estando situado el lugar en el valle de la Gehenna,
estaba cercano a otros dos valles, el Tyropeón y el Cedrón, desde los que soplaban
fuertes vientos que servían para alimentar con su oxígeno la llama de los hornos.
Las excavaciones efectuadas en la zona han servido para demostrar— confirmando
quizás definitivamente la solidez de la tradición evangélica —que aquellos terrenos
arcillosos fueron utilizados como cementerio.

No obstante, en este drama de Judas persiste la contradicción más difícil de


solucionar y la que ha llevado a muchos —también a especialistas creyentes— a
rendirse a la hipótesis (pese a todos los indicios de historicidad reseñados
anteriormente) de que en las dos versiones se han entremezclado, junto a
referencias exactas, otros elementos de tradiciones contradictorias.

Nos estamos refiriendo a lo que dice San Mateo de «compraron el campo del
Alfarero para sepultura de los forasteros». Ello parece contrastar ineludiblemente con
lo que narra San Lucas: «Judas compró un campo con el precio de su delito».

Ernest Renan es el célebre autor de la insidiosa y muy difundida Vida de Jesús.


Todavía hoy, a más de ciento treinta años desde su publicación, siguen
apareciendo nuevas ediciones, y todo aquel que esté atento a la realidad de los
hombres y no se encierre en la torre de marfil de los especialistas, sabe por
experiencia directa que dicho libro sigue estando en el origen de muchas crisis de
fe. Renan, partiendo de la cita «compró un campo» nos describe a un Judas Iscariote,
disfrutando apaciblemente de su posesión y escuchando con ironía los rumores que
le llegan de que sus antiguos compañeros han difundido la noticia de que en su
desesperación, se habría suicidad o y de que su finca recibía desde ahora el truculento
nombre de «Campo de sangre» ...

También esto resulta ser una «fantasía» y es el propio Loisy quien arremete
contra el idílico huerto de Judas imaginado por Renan. Al igual que los creyentes,
los incrédulos no siempre suelen estar de acuerdo...

Sin embargo, puede parecer un tanto apresurada, si no ingenua, la hipótesis de


querer conciliar los dos textos, en nombre de una exegesis tradicional, apuntada
por Giuseppe Ricciotti: «Los Hechos parecen atribuir la adquisición del campo al

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propio Judas, como si se hubiera suicidado después de su compra. En realidad,
se trata de un modo reflexivo y abreviado de expresión. La compra es atribuida
a Judas, ya que fue él quien proporcionó a los sanedritas el dinero para
efectuarla».

Ante esta hipótesis podríamos tener la reacción de sentirnos molestos, pensando


que el investigador intenta librarse un tanto subrepticiamente de una dificultad que
es real. Y como dice Giovanni Papini, tentado alguna que otra vez de recurrir a
un método similar, «hay algo siempre molesto en las defensas demasiado
facilonas, y es su apariencia de oficialidad». En cualquier caso, si nos vienen
molestias e irritaciones instintivas deberemos superarlas de un modo racional para
poder así analizar todas las posibilidades, sin prejuicios de ninguna clase.

Haciendo acopio de paciencia, volveremos a Mateo, 27, 6 − 7, cuyo texto hemos


transcrito al comienzo del capítulo.

En estos versículos vemos algunos indicios de historicidad. Está confirmado en todas


las fuentes la observación atribuida a los sacerdotes sobre la «no licitud» de destinar
el dinero al tesoro del templo. La ley impedía al Santuario aceptar como ofrenda,
pago o indemnización, fondos procedentes de ganancias de origen sospechoso o
inmoral. Y ciertamente pertenecía a este género la recompensa entregada en secreto
a un discípulo por traicionar a su maestro, que de este modo había podido ser
condenado a muerte. Judas se desesperó por ello cuando ya era demasiado tarde,
pero los sanedritas lo sabían desde el principio. Por eso dijeron: «Es precio de
sangre».
Llama la atención que en el original griego de San Mateo el tesoro del Templo no
esté expresado con un término griego sino con korbanás, que procede del arameo
Qorban y que significa «ofrenda hecha al templo» y, por extensión, señala el
lugar donde se recogían las ofrendas. Al igual que Halcédama, se trata de otro
semitismo que remite al origen judío del evangelio y que supone un indicio de
verosimilitud de los hechos narrados.

En los citados versículos del primer evangelista aparece una imprecisión (o, mejor d
icho, una referencia muy precisa) que, sorprendentemente, ha pasado casi
desapercibida en muchos estudios exegéticos sobre los evangelios: «Los príncipes
de los sacer dotes recogieron las monedas de plata...» En realidad, los sacerdotes no
podían recoger aquellas monedas, dado que eran «precio de sangre», es decir
impuras, y por tanto indignas de ser destinadas al korbanás. Tocar esas monedas
de plata habría significado, para aquellos jerarcas religiosos, incurrir en grave
«impureza legal», teniendo que emplear tiempo y esfuerzo en liberarse de ella.
Además, era el viernes anterior a la gran fiesta de la Pascua, y ningún sanedrita podía
permitirse ser privado decelebrarla por una imprudencia de este género. Por otro
lado, no se podía dejar tirada por el suelo, en un sitio público, una cantidad de dinero
no muy alta, pero bastante aceptable (más tarde hablaremos de su poder
adquisitivo). Hacerlo así era exponerla a ser sustraída, pero sobre todo exponer
al escándalo y a la «impureza» a aquel lugar sagrado. Y, por último, aunque se
recogieran de algún modo las monedas, no se las podía destinar al tesoro, pues
eran «impuras», y por tanto, solo cabía para ellas un destino también «impuro».

Así pues, es probable que aquellos hombres taimados y precisos conocedores de

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las artimañas que les permitían atravesar las tupidas redes de la ley, pensaran en
(resulta significativa en el texto la expresión «y tras deliberar en consejo»)
alfareros y cementerios. Como ya hemos visto, los que trabajaban la arcilla ejercían
un oficio pagano, hasta el punto de que algunos doctores de la ley los consideraban
en estado de «impureza permanente». Otro tanto sucedía, por ejemplo, con los
pastores que eran sospechosos de no realizar los lavatorios rituales. Hombres
como los alfareros sí podían permitirse recoger un dinero impuro y hacerlo suyo, a
cambio de la cesión de un pedazo de tierra para algo no menos inmundo que un
cementerio.

Y puesto que aquel dinero ya no pertenecía al Templo —y, por tanto, no podía
volver a él— y como tampoco ninguno de los sacerdotes que administraban los
fondos del templo podía hacerlas suyas, las monedas pertenecían definitivamente
a Judas, lo quisiera éste o no. Por ello el contrato con el alfarero debió hacerse a
nombre de Judas Iscariote (pese a que éste entretanto había desaparecido o se
había suicidado).

Si todo sucedió así, pues creemos que no se trata de una invención fantasiosa ya
que lo expuesto anteriormente encaja en lo que sabemos de aquel período histórico y
de la lógica de aquellos hombres, tiene razón San Mateo: «Compraron con ellas el
campo del Alfarero» (por tanto, «recogieron las monedas de plata» habrá que
entenderlo como que «las hicieron recoger»). Pero tampoco están equivocados los
Hechos de los Apóstoles: «Judas compró un campo con el precio de su delito». Y
según el original griego, Judas más que compró, poseyó, pues hay expresada una
idea de «pasividad» —se trata de un muerto o de un ausente—, mientras que el
comprar implica una idea de «actividad», de iniciativa personal.

Por tanto, debió efectuarse una ficción jurídica que encaja perfectamente con la
refinada hipocresía que caracterizaba a aquel ambiente. Y según el propio Jesús,
aquella hipocresía alcanzaba sus más elevadas cotas en las cuestiones referentes al
Qorban, el tesoro del templo. Refiriéndose a estas astucias legales, dijo el Nazareno
amarga mente: «Y hacéis otras muchas cosas semejantes a éstas» (Mc 7, 8 − 13).

Aun admitiendo, por supuesto, la posibilidad y legitimidad de otra interpretación,


somos de la opinión que —desde la perspectiva que acabamos de exponer— la
supuesta «contradicción» entre los dos textos estudiados podría no ser
necesariamente tal.

Por otra parte, «contradicciones» como la expuesta, están, paradójicamente, entre


los indicios más seguros del carácter histórico y no legendario de las narraciones
evangélicas. Pietro Zullino, autor de una reciente «investigación sobre Judas»,
ha construido en torno a las dos versiones de Mateo y Lucas un cúmulo de
hipótesis que presenta, como ya es habitual, como si se tratara de certezas.

Dice Zullino: «La Iglesia no ha eliminado la inadmisible esquizofrenia de los textos


sagrados. Y ahora ya es tarde, pero hubo un tiempo en el que sí pudo haberlo hecho,
teniendo en cuenta que los escritos del Nuevo Testamento son el resultado de una
elaboración de siglos. Para tranquilidad de los fieles era necesario que la Iglesia
hubiera silenciado el testimonio de Pedro en los Hechos y que hubiera suprimido los
versículos referentes a Judas del capítulo 27 del evangelio de Mateo». Y puesto

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que no se ha eliminado todo lo concerniente al drama de Judas, «se ha alcanzado
un grado de dificultad que ya es milenaria, además de un motivo de
desesperación para los intérpretes cristianos».

¿Qué tipo de razonamiento es el de Zullino? Los evangelios están llenos de


discordancias que, aunque no se refieran a cuestiones esenciales, resulta a veces
problemático hacerlas concordar entre sí. Concretamente en el tema de la Pasión,
tenemos la inscripción que Pilato hizo colocar sobre la cruz de Jesús indicando
la causa de la condena. Nos referiremos a ello más adelante. Bastará ahora con
decir que los cuatro evangelios hablan de aquella inscripción, pero cada una de
las cuatro versiones sobre lo que había escrito es diferente a las otras, aunque sea
en pequeños detalles. Estas discrepancias pueden afectar alguna vez no sólo al
marco histórico sino también al contenido de la doctrina. Entre los casos más
problemáticos, están los puntos de vista de Pablo y de la carta de Santiago sobre
la relación entre la fe y las obras. Por ello los católicos creen que hay que
leer la Sagrada Escritura conforme a la Tradición, a la interpretación que de ella
ha dado la Iglesia.

Pero todos los iconoclastas «científicos» de la historicidad de los evangelios sostienen


que esos textos no serían más que creaciones fantásticas, ampliaciones legendarias
efectuadas por una comunidad de creyentes que quería construirse un Dios a la
medida de sus expectativas, sus aspiraciones y su fe. Asimismo, estos mismos
iconoclastas creen que aquella comunidad habría elaborado primero, y después
conservado cuidadosamente, unos textos plagados de frecuentes contradicciones

¿Ha sido por masoquismo, porque le guste crear dificultades o provocar


desesperación según diría Zullino, por lo que la Iglesia de los primeros siglos habría
creado, divulgado y conservado a toda costa unos textos con discordancias,
cuando habría bastado muy poco para dar a todas aquellas fabulaciones un
aspecto impecable?

Tal forma de actuar sería absurda, a menos que en el origen de los evangelios
sólo se quiera ver una historia capaz de ser manipulada a discreción. Todo hace
pensar en una comunidad obligada a no moverse más allá de los materiales de que
disponía y que necesitaba de testimonios que fueran de gran credibilidad.
Recuerdos y tradiciones a veces contradictorios, pero de gran fidelidad histórica.
En todo caso, se trataba de testimonios intangibles, pese a que pudieran ser fuente
de problemas.

A los críticos se les puede oponer el argumento de las tentativas de retocar los textos
para establecer unas concordancias definitivas. Pues bien, estos proyectos se
encontraron siempre con la resistencia tenaz de la Iglesia, que no dudó en lanzar
excomuniones y declarar herejes a quienes se atrevieron a hacerlo. Para un
creyente, los orígenes de la fe están asentados sobre la sólida roca de los testimonios,
y no sobre la flexible arcilla de las fabulaciones. Se trata de la convicción de que las
primeras informaciones que tenemos sobre Jesús no son modificables, pues se
trata de un bloque compacto de recuerdos y testimonios privilegiados de los que la
comunidad cristiana se considera una celosa custodia, pero nunca su dueña.

Lo que acabamos de exponer puede aplicarse a lo que dicen Mateo y los Hechos

36
acerca de Judas. Sólo así se entiende que no se hicieran en estos textos las
modificaciones que propone Zullino.

Pero en realidad, lo que debería ser motivo de grandes aprietos para la Iglesia
no serían tanto las contradicciones sobre el final de Judas como la propia figura
del apóstol traidor. Un personaje que no habría sido conveniente inventarse o al
menos habría que haber eliminado su recuerdo con todo cuidado.

Terminemos con unas palabras de un investigador judío de nuestro tiempo, uno de


los pocos de entre su pueblo que se han sentido inclinados a estudiar a fondo la figura
de aquel extraordinario hijo de su raza. Nos referimos a Shalom ben Chorin: «¿Para
qué Judas? ¿Por qué la comunidad cristiana habría tenido que inventarse un
personaje que para ella resultaba tan doloroso?» De ello hablaremos en el
siguiente capítulo.

V. Pero ¿existió realmente Judas Iscariote?

EN el capítulo anterior nos referíamos al israelí Shalom ben Chorin, un erudito


escritor que publicó recientemente en alemán Bruder Jesus (Hermano Jesús. Una
perspectiva judía sobre el Nazareno), y donde dice lo siguiente: «La historicidad del
personaje de Judas no puede ser puesta en duda. Por la sencilla razón de que un
personaje de estas características habría sido tan embarazoso (en el original, so
storend, "tan molesto") para la primitiva comunidad cristiana que nunca se le habría
ocurrido inventarlo».

Estamos ante una deducción de sentido común que va a hacer del tema de Judas,
que se basa en la historicidad y que tiene en cuenta las dudas y problemas internos
a los que nos hemos referido anteriormente. La opinión del investigador judío es
compartida por otros colegas de distintas confesiones, como el valdense Vittorio
Subria: «Judas ha representado para los círculos de la Iglesia primitiva (y todavía
lo sigue representando para los cristianos de hoy) un escándalo tan perturbador
que de buena gana habrían eliminado su recuerdo». Y Wilhelm Keim opina:
«Demostrar que la traición de Judas nunca tuvo lugar significaría quitar una pesada
piedra asentada sobre el corazón del cristianismo. Desgraciadamente, eso no se
puede demostrar».

Con su propia existencia, Judas plantea serios problemas. Es un misterio que supone
un trastorno para la fe y un problema que desafía a la razón. Puede resultar
también un escándalo, pues parece poner en entredicho la credibilidad de Jesús
o la de sus testigos privilegiados, los apóstoles.

Comencemos por éstos últimos, los apóstoles, «columnas de fe», sobre cuyo
testimonio los cristianos hemos sido invitados a creer. Este testimonio —
venerado e indiscutido en los orígenes del cristianismo está en el fundamento
de los evangelios que han llega do hasta nosotros. En ellos se nos pide «apostar»
por Jesús como Mesías esperado por Israel y confiar en sus palabras, y tan solo
en ellas.
Dicen los que afirman que los textos fundamentales del cristianismo no merecen

37
ninguna credibilidad, viendo sólo en el un sospechoso entramado de mitos y leyendas
con escasa o ninguna base histórica: «Detrás de los evangelios hay una comunidad
con abundante capacidad creativa que ha elaborado cuatro libros de la fe a su
medida y de acuerdo con sus exigencias».

Pero si ello hubiera sido realmente así, aquellos testigos tendrían que haber actuado
de manera diferente. ¿Dónde se ha visto que una comunidad, que quería convencer
del anuncio de la Verdad por excelencia, ofreciera algo de lo que no podía
garantizar su autenticidad? Se nos exige la fe a partir del testimonio de unos
discípulos de los que se dice que no han sabido velar ni una hora con su Maestro;
de unos hombres que han huido en el momento del peligro y que han dejado morir
a Jesús en medio del abandono y la soledad más completos. Sin ir más lejos la
propia columna de la fe, la «piedra» Cefas, el jefe de los Doce ha terminado por
negar a su Maestro delante de una sirvienta. Y por lo demás, ese mismo Pedro
ha merecido de Jesús un «elogio» como éste: «¡Apártate de mí, Satanás!, pues
eres para mí escándalo, porque no gustas las cosas de Dios, sino las de los hombres»
(Mt 16, 23).

Todo esto hace sospechar que los evangelios cuentan toda la verdad y nada
más que la verdad. Si todo fuese una invención, no habría sido presentada en esa
forma.

Encontramos otra similar «presunción de verdad» con sus peculiares


características en elcaso de Judas, el traidor. Judas era uno de los Doce, tal y
como nos recuerda, junto con los demás evangelistas, San Marcos —y no resulta
difícil percibir el temor yla vergüenza que subyacen en una precisión semejante—
al describir la llegada a Getsemaní de la chusma que arrestó a Jesús y que iba
guiada por el propio Judas Iscariote.

Asimismo, Charles Guignebert, el investigador no creyente que quiso demoler


versículo a versículo el Nuevo Testamento, tiene que admitir: «Debemos destacar
que la tradición no habría podido inventar un delito tan horrible por parte de un
apóstol y, por tanto, tuvo que aceptar el hecho». Con este profesor de La Sorbona
están también de acuerdo sus más famosos colegas no creyentes, desde Loisy a
Maurice Goguel, pasando por el italiano Pietro Martinetti, que dice al respecto: «La
primitiva comunidad cristiana, que veneraba a los apóstoles como santos, no habría
inventado deliberadamente que del propio Colegio Apostólico hubiera salido un
traidor».

Así pues, hay que admitir que estamos ante una evidente «discontinuidad», por
emplear el lenguaje de los especialistas cuando se refieren a algo que está en el
Nuevo Testamento y que iría en contra de los intereses del primitivo cristianismo.
El hecho mismo de que esta «discontinuidad» permanezca y no haya sido
eliminada, hace pensar en su historicidad, en algo que no se puede o no se quiere
ocultar.

Pero tras admitir esta «discontinuidad», un Guignebert saca una consecuencia que
desconcierta y parece hacer daño a la propia lógica: «No apetece mucho en este caso
inventar una leyenda». Y menos apetece todavía si esta leyenda choca de raíz con
los intereses de sus propios creadores. Pensemos una vez más en la idea

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racional (o al menos de sentido común) de que nadie, a no ser que fuera masoquista,
se crearía dificultades a propósito. Tal como dice Joachim Jeremías, un gran
especialista del Nuevo Testamento: «Las noticias escandalosas no se inventan».

Sin embargo, el sentido común no parece impresionar a Guignebert, ni a Renan


(se refiere él también a «la leyenda de Judas»), ni a Loisy («lo de la traición se
inventó, probablemente para dar un contenido de mito al suplicio de Jesús»; ¿y dónde
queda entonces la credibilidad del Colegio apostólico?), y tampoco al cristiano
Rudolf Bultmann que, haciendo caso omiso de toda indicación en contrario, opta
también por la no historicidad de la traición de Judas. Y son de la Formgeschichte
que ven en ella otro hilo más de una tela de araña elaborada por manos desconocidas.
Con todo, algunos, reconociendo la «discontinuidad» de un personaje como Judas
con los intereses de la primitiva comunidad cristiana, han elaborado la hipótesis de
que la propia comunidad (y los evangelios serían resultado de ello) la habría
introducido por una especie de necesidad interna de la narración, ya que la
economía de los hechos hacía necesaria la figura de un traidor. Pero Guignebert,
que no es nada sospechoso, dice al respecto: «¿Hasta qué punto era necesaria la
malvada acción de Judas p ara el cumplimiento de los designios de los sumos
sacerdotes? Hay que saberlo entender, pues si no estamos ante una traición
completamente inútil».

Para entenderlo, se puede dar la explicación de que los sacerdotes querían arrestar a
aquel supuesto profeta, pero no a plena luz del día, ya que no podía saberse la
reacción de la multitud que se había reunido en Jerusalén para la celebración de
la Pascua. Se hacía necesario proceder a su captura con discreción,
presumiblemente de noche,pues era sabido que entonces era cuando salía de la
ciudad, aunque ignoraban dónde se refugiaba. Habría que indagar discretamente
haciendo que le siguieran.

Pero entonces, de forma tan espontánea como inesperada, se presentó uno de


sus discípulos y se puso a disposición del Sanedrín. Y aquí podemos ver cómo
las «discontinuidades» aumentan en la misma medida que las dificultades para los
urdidores de la leyenda. ¿Por qué agravar más todavía el ya de por sí grave hecho
de la traición, y no presentarlo como un acto improvisado de debilidad, sino como el
resultado de una fría premeditación? ¿Qué necesidad había de introducir —si no
reflejara un acto de crispación bastante verosímil— la extrema aberración del
abrazo y del beso a modo de signo de reconocimiento para los agresores?

De este modo, se confirma que no resulta «Completamente inútil» —por emplear


la expresión de Guignebert— el papel jugado por el traidor. ¿Por qué un papel tan
odioso tendría que desempeñarlo uno de los apóstoles? Si todo se tratara de una
leyenda, existirían muchas otras maneras de obtener el efecto deseado.

Nunca debemos olvidar que el protagonista de los evangelios es Cristo, el Hijo


de Dios mismo. ¿Por qué se le valoró en tan poco, en treinta monedas de plata
(no denarios, sino siclos o estáteres) que era el precio de un esclavo de baja
categoría? No olvidemos asimismo que «el frasco de alabastro, con perfume de
nardo puro de gran valor» (Mc 14, 3 y ss.) estaba valorado en «más de trescientos
denarios», el triple1 de lo que pagó el Sanedrín por el arresto de Jesús.

¿Por qué se valoró al Mesías en un tercio de un frasco de perfume, si se podían

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haber alterado las cifras, al igual que todo lo demás? ¿Se entiende esta actitud
en quienes querían convencer de la divinidad de aquel artesano de Galilea?

Existe también la hipótesis de que el personaje de Judas habría sido introducido


porque así lo exigían las profecías, ya que era necesario demostrar que se habían
cumplido. Pedro dice en un discurso a sus hermanos: «Era preciso que se
cumpliese la Escritura, la que el Espíritu Santo por boca de David había anunciado
acerca de Judas...» (Hch, 1, 16). Más tarde (Hch 1, 20) hay una referencia al libro
de los Salmos —tradicionalmente atribuido al rey David— pero no para aludir a una
profecía sobre un traidor al Mesías sino para justificar el nombre Hacéldama.

En Mateo 27, 9 y ss. se citan otras profecías, pero ninguna de ellas se refiere al hecho
de la traición en sí, sino al problema de la compra del «campo del Alfarero» con
las famosas treinta monedas.

Encontramos en estos mismos versículos lo que parece ser una «fatalidad» del
evangelista: «Se cumplió así lo anunciado por el profeta Jeremías...» En realidad,
se trata de unacita libre de Zacarías completada con otras de Jeremías. ¿Es una
equivocación? Parece que sí, habida cuenta de que algunos códices introducen
el nombre correcto del profeta o suprimen por completo cualquier nombre. San
Agustín (y con él otros Padres de la Iglesia) intenta dar la siguiente explicación: «San
Mateo, bajo la inspiración del Espíritu Santo, alude a Jeremías, aun sabiendo que
se trataba de Zacarías, porque el Espíritu Santo quiso demostrar que todos los
profetas habían sido inspirados por igual». Y hay quien utiliza explicaciones
bastante forzadas diciendo, por ejemplo, que el libro de Jeremías fue encontrado
juntamente con el de Zacarías, por lo que, al citar a uno de ellos, estaría citando
también al otro...

Pero la verdadera cuestión que aquí se plantea es muy distinta. ¿Por qué en los
textos que estamos analizando, admitiendo que sean auténticos, la comunidad
permitió un «error» de este género, que sin duda sería advertido? ¿Por qué crearse
semejante dificultad cuan do bastaban pequeños retoques, una simple sustitución de
nombres? Así lo hicieron tantos copistas a lo largo de los siglos, pero la Iglesia no
quiso seguir su ejemplo. Si aquellos textos fueron considerados intocables hasta en
los más pequeños detalles, ¿por qué habrían de ser modificados en los más
importantes, como, por ejemplo, inventándose la existencia de personajes
fundamentales?

Lo cierto es que no había ninguna profecía que obligase a inventar la incómoda


historia de un apóstol traidor. Tal y como sucede en otros pasajes (de ello habrá
que hablar en un próximo capítulo de cuestiones importantes cuando no
esenciales), todo está relacionado con algo que se suele decir con frecuencia:
Las profecías de las antiguas Escrituras judías no son creadoras de historia, pues
primero se produce el hecho (a menudo, «molesto» como en el caso de Judas) y
hay que intentar darle una explicación, eliminando de alguna manera sus aspectos
escandalosos, y para ello se hojean las páginas de la Escritura llegando a la
conclusión de que los creyentes no deben preocuparse porque el hecho ya había
sido «profetizado». La «profecía» sólo podría entenderse la luz del hecho, que
constituiría el prius, pero nunca sería una consecuencia de las antiguas profecías.

Como señala Pierre Benoit, a propósito de las profecías referentes a Judas: «El

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nuevo Testamento da la impresión de usar los textos bíblicos antiguos de un modo
desconcertante y algo forzado. Se cita la Escritura un tanto libremente, cuando no
de manera artificiosa, por lo que parece evidente que no es la Escritura la que
ha configurado los hechos. Por el contrario, se ha buscado una explicación a
los hechos en los textos, aunque sin lograrlo por completo».

Es algo que señala también ben Chorin que, como hebreo, también es un
entendido en «su» Escritura: «La traición debió dejar consternados a los
discípulos, y sólo más tarde y lentamente se elaboró el significado teológico del
acontecimiento».

Este «significado teológico» se ha buscado sobre todo en la voz de los profetas. Dice
otro biblista contemporáneo, Rinaldo Fabris: «Hay que reconocer que la tradición
evangélica nos refiere un hecho incómodo y ha intentado explicarlo como
cumplimiento de las Escrituras».

Decíamos anteriormente que resulta muy remota la posibilidad de que el caso


de Judas fuera inventado porque hubiera puesto en entredicho la credibilidad de
los apóstoles. Pero también podía poner en duda la veracidad del propio Jesús,
es decir su discernimiento, su clarividencia, su misericordia.

Leemos en la voz Judas en la norteamericana The Catholic Encyclopedia: «Todas


las dificultades de los textos y los problemas relacionados con muchos aspectos
concretos de la historia de Judas Iscariote resultan poco importantes en
comparación con el problema moral constituido por la caída, la traición y el terrible
destino deJudas».

La contraofensiva desencadenada por el paganismo contra el cristianismo primitivo


encontró uno de sus paladines en Celso, filósofo de formación platónica y autor
de Aletés lógos (El discurso verdadero), donde quiso resumir el rechazo de la vieja
filosofía clásica contra el mensaje de la nueva y vulgar religión de los esclavos que
adoraban a otro esclavo, un crucificado por más señas. Veamos lo que escribe
escandalizado este autor pagano, a propósito de Judas: «¡Un dios habría sido
capaz de inducir a sus discípulos, los depositarios de su doctrina, aquellos con los
que había compartido la comida y la bebida, a convertirse en impíos y sacrílegos!
¡El, que debería haber hecho el bien a todos los hombres y muy especialmente a
los que había sentado a su mesa! ¡Resulta absurdo que haya sido un dios el
que haya preparado asechanzas contra su s amigos, haciéndoles traidores e
impíos!».

En esta cita de Celso se aprecia una irritación no sólo por aquella traición consentid a
sino por también por las circunstancias que contribuyeron a agravarla. En efecto,
según nos narra San Lucas (22, 15 − 20) Judas Iscariote también participó en el
banque te eucarístico, comió el pan y bebió el vino consagrado por Cristo, al
mismo tiempo que los otros apóstoles. Para teólogos y exegetas (pero también
para santos y místicos) esto supone un problema que más de uno, sin exageración
de ninguna clase, ha llegado a calificar de «angustioso». Sobre este particular dice
Guignebert: «¿Se quiere un ejemplo de la desenvoltura y frialdad con la que
escribían los evangelistas? Lo podemos ver en el hecho de que Lucas colocara el
anuncio de la traición inmediatamente después de la institución de la Eucaristía, de
tal modo que Judas, cometiendo un horrible sacrilegio, participó también del

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sacramento. Y los teólogos no se han inmutado por ello».

Curioso modo de razonar el de Guignebert. Para él, los evangelios no son de


inspiración divina sino el resultado de una larga y cuidadosa elaboración efectuada
de acuerdo con los intereses de la primitiva comunidad cristiana. Si fue así, ¿por
qué no se le hizo decir a Lucas lo mismo que a Mateo y a Marcos, los otros
sinópticos, en los que no aparece la participación de Judas en el banquete
eucarístico? ¿O por qué Juan,que no se refiere explícitamente a la fracción del
pan y del vino, dice que Judas se marchó antes de los discursos más afectuosos
e íntimos que Jesús dirigiera a los suyos?

¿Por qué no se hizo lo que quiso hacer Taciano, allá por el año 170? Este Taciano
quería que concordaran los párrafos aparentemente discordantes de los
evangelistas, y propuso la elaboración de un Diatessaron —literalmente «a través
de los cuatro»— en el que el incómodo pasaje de Lucas habría sido oportunamente
suprimido, refiriéndose únicamente a un Judas que se marchaba en el momento
oportuno. La Iglesia rechazó tal propuesta y prefirió seguir fiel a sus evangelios,
pese a todos los problemas que ello le pudiera reportar.

La institución de la Eucaristía es una de las circunstancias agravantes de la traición.


Pero más agravante resulta todavía el hecho mismo de que la caída de Judas haya
sido permitida. Por decirlo con las palabras de Celso: «¿Un dios habría sido capaz de
inducir a esto a uno de sus discípulos? ¿Habría desencadenado una asechanza
semejante contra uno de sus amigos, convirtiéndole en traidor?». Pero aun aceptando
la caída, parece como si la misericordia de Jesús fuera puesta en duda por la ausencia
de una palabra final de perdón. A través de los siglos ha habido como un
sentimiento de compasión hacia Judas, casi como si hubiera sido víctima de una
injusticia. No hay personaje de los evangelios al que se hayan dedicado más obras
de escritores, poetas y novelistas, muchas veces con el propósito de justificarle, de
hacerle escapar a un destino contra el que se rebelan, en nombre de la justicia.

Si Pedro recibió el don del arrepentimiento, ¿por qué no también Judas? San Juan
(17, 12) nos narra la oración de Jesús al Padre: «Cuando estaba con ellos, yo
guardaba en tu nombre a los que me diste, y los custodié, y ninguno de ellos se
perdió, excepto el hijo de la perdición...» Pero ¿por qué él?: «El que mete conmigo
la mano en el plato, ése me entregará. Ciertamente, el Hijo del hombre se va, según
está escrito de él, pero ¡ay de aquél por quién el Hijo del hombre es entregado!
Más le valía a ese hombre no haber nacido». (Mt 26, 23 − 24).

Existe aquí también una «discontinuidad», y de las más incomprensibles, pues los
evangelios intentan demostrarnos la misericordia de su Protagonista, que invoca
el perdón para los mismos que le crucifican pues, «no saben lo que hacen».
¿Por qué aquel Jesús que había mandado «amad a vuestros enemigos, haced el
bien a los que os persiguen», no perdonó él también al que le traicionó? ¿Por qué
los evangelios no nos presentan a un Judas que se arroje a los pies del condenado
mientras éste se dirige al Calvario en vez de narrar su desesperación y suicidio? A
estas preguntas incómodas fueron sensibles los apócrifos (los «Hechos de Andrés,
Pablo y Filemón») nos describen a un Judas perdonado por Cristo y enviado por
él para purificarse al desierto, donde nuevamente no sabe resistirse al diablo,
que se apodera de él. Pero, sin embargo, esta vez Jesús lo castiga con merecido
rigor, enviándolo al Amento, un mundo subterráneo menos terrible que el del

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infierno.

Estas «variaciones» introducidas por los apócrifos demuestran que el problema


estaba ahí y que era bastante molesto. Pero si los cuatro evangelios que han llegado
hasta nosotros, los únicos autorizados por la Iglesia, narran así los hechos, ¿no
demuestra esto que estamos ante algo que sucedió verdaderamente, y que sólo
así habría podido ser transmitido y aceptado por los destinatarios? Se trata de
un misterio impenetrable y rompedor de todos los esquemas, y que ciertamente
no pudo ser inventado.

En este asunto no sólo se cuestionaba la justicia y la misericordia de Jesús sino


también su capacidad para escoger a sus amigos y discípulos. Y por eso Celso
añadía de forma inflexible: «Se nos narra una traición llevada a cabo por los que él
llamaba sus discípulos. Nunca se ha dicho de un buen general, que tuviera
muchísimos hombres bajo sus órdenes, que fuera traicionado; ni siquiera de un
jefe de bandidos. Sólo de un miserable como él, que dirigía a otros miserables.
Además de por el hecho de que fueratraicionado por sus seguidores, este individuo
demostró no solo ser un buen jefe, sino que tampoco consiguió obtener el respeto
que los ladrones demuestran por el jefe de su banda».

Celso parece haber dado un jaque mate en toda regla. Resuenan aquí también las
palabras del propio Maestro: «¿No os elegí yo a los doce? Sin embargo, uno de
vosotros es u n diablo» (Jn 6, 70). Judas no era precisamente alguien que se había
infiltrado entre sus acompañantes. Lo dice Marcos en 3, 13: «Llamó a los que él
quiso y vinieron junto a él. Instituyó a Doce para que estuvieran con él...».

Escribe un creyente encendido de pasión por la figura de Cristo, el ruso Dimitri


Merezkovskij: «Siempre estamos dispuestos a arrojar piedras demasiado pesadas
contra Judas, porque estuvo al lado de Jesús». ¿Acaso no sabía Jesús cuál iba a
ser el comportamiento de Judas Iscariote? Si no lo sabía, hay que poner en
duda su clarividencia. ¿O lo sabía, tal y como nos dicen claramente los
evangelistas? Dice San Juan al hablar de la irrupción de Judas en Getsemaní
con hombres armados: «Jesús, sabiendo todo lo que le iba a suceder...» (Jn 18, 4).

Pero todavía sigue cuestionada la misericordia de Jesús. En opinión de


Guignebert, la muerte desesperada de Judas estaría «destinada a dar satisfacción
a la fe de los creyentes que no habrían consentido que el traidor escapara
impune». Pero en realidad, es el personaje mismo de Judas y su caída lo que la fe
de los creyentes hubiera preferido no tener que admitir. Y si los admitió es
porque vio en estos acontecimientos un misterio impenetrable que, al ser querido
por Dios, debía tener algún significado positivo.

Por su parte, Loisy afirma: «Desde cualquier punto de vista que se mire, el que
Judas sea una leyenda difícilmente encaja con la historia de los Doce, tal y como
ha sido presentada por la tradición». Estamos de acuerdo con él. Y es
precisamente lo que hemos intentado demostrar en las páginas anteriores. Pero
queremos llegar a una conclusión que nos resulta mucho más lógica que la
alcanzada por Loisy y otros. Lo de «difícilmente encajable» no se refiere a una
leyenda sino a un escándalo público y notorio, a un acontecimiento real, a algo
que —lejos de inventar— la Tradición tendría que haber preferido ocultar e

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ignorar.

Pero volviendo al destino eterno del probablemente más infortunado que malvado
Judas, ¿qué podemos saber de lo que sucedió en su interior? ¿Acaso conocemos
las motivaciones profundas de su actuación?
¿Obró movido por la codicia? Pero ya el conocido filósofo ateo alemán David
Friedrich Strauss hacía notar que a Judas le hubiera sido más ventajoso fugarse
con la bolsa de los apóstoles, que era el encargado de administrar, en vez de
hacerse con aquellapequeña y vergonzosa cantidad que le dio el Sanedrín.

Respecto al destino final de Judas, pueden servir de consuelo las observaciones


del biblista católico actual Claudio Gaucho: «Las palabras de Jesús y de Pedro
sobre Judas no implican necesariamente una condena definitiva. Teniendo en cuenta
su arrepentimiento —violento, pero sincero y motivado por el amor—, su condena
nos resulta bastante improbable. No olvidemos tampoco que el Antiguo
Testamento no se pronuncia de modo explícito sobre la inmoralidad del suicidio».

Hasta aquí las palabras del exégeta. Pero también los místicos tienen algo que
decir al respecto. Habiéndose aparecido Cristo a Santa Catalina de Génova, gran
exponente de la espiritualidad del siglo XV, y hablándole de su amor y compasión
ilimitados, le habría dicho con una sonrisa indulgente: «¡Si supieras lo que he
hecho con Judas! ...»

VI. Y la muchedumbre gritaba diciendo: «¡A ese no, a Barrabás!»

EL misterio (dentro del Misterio por excelencia, que la fe cristiana conoce con
el significativo nombre de «pascual») se torna más oscuro e inquietante respecto a
dos personajes que irrumpen de forma inesperada en el relato y de repente
desaparecen, dejando a su paso una sucesión de interrogantes que se han
prolongado durantesiglos, muchos de los cuales todavía no tienen respuesta.

Estos oscuros personajes no son otros que Judas y Barrabás. Ya hemos hablado
del p rimero. Intentaremos ahora enfocar nuestro objetivo sobre el segundo.

En los relatos de la Pasión y Muerte del Nazareno hay personajes cuya fama ha
aumentado especialmente debido a su relación con el drama, pero cuyos nombres
resultarían de cualquier modo conocidos, aunque sólo fuera a los pocos especialistas
de la historia antigua. Este es el caso de Poncio Pilato, de los sumos sacerdotes Anás
y Caifás, o del tetrarca de Galilea Herodes Antipas, el rey vasallo de Roma a
quien el procurador de Judea remitió aquel molesto acusado, esperando librarse
así del problema.

Estos cuatro nombres, que también son conocidos por las fuentes profanas, son
una especie de eslabones que enlazan el relato evangélico con la historia universal.
Vienen a ser las referencias donde se consuma el drama público (y el triunfo secreto,
oculto a los ojos del mundo) de Jesús de Nazareth, aquel personaje de la crónica
de Galilea y Judea que vivió entre los reinados de Augusto y Tiberio.

Pero si no fuera por los evangelios, nada sabríamos de un Nicodemo, de un

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Simón de Cirene o de un José de Arimatea. Y menos todavía de Judas Iscariote o
de Barrabás.

Estos dos últimos personajes son, de acuerdo con las categorías humanas, dos
«malvados» (¿lo serán también de acuerdo con los criterios de un Dios capaz de
«escrutar los corazones y las mentes»?). Hagamos la observación —sobre la que
luego volveremos— de que, en los cuatro evangelios, y de modo especial en su
parte final, a los hombres les toca muchas veces la parte negativa, mientras que
las mujeres (con rarísimas excepciones, como Herodías, mujer de Filipo y Herodes,
relacionada con el martirio de Juan el Bautista) desempeñan papeles de amor,
piedad y frecuentemente de valor. Y ello,para el que conozca la misoginia del
judaísmo antiguo (que aparece regularmente en los apócrifos y que quizás haya
dejado alguna secuela en San Pablo), supone un «elemento de discontinuidad» objeto
de reflexión.

Los dos hombres estudiados están unidos por un extraño paralelismo. Fue por causa
de Jesús por lo que, de alguna manera, Judas perdió la vida. Pero también y por
causa de Jesús, Barrabás salvó la suya.

Ambos personajes poseen una fuerza dramática que ha estimulado la inspiración


de numerosos artistas. Artistas figurativos, sobre todo en los siglos pasados,
pero también poetas, escritores y hasta realizadores cinematográficos. Barrabás
lleva por título el film de Richard Fleischer (1961), una muy apreciada superproducción
que es continuamente repuesta en salas de cine y pantallas de televisión, décadas
después de surealización. Y también se llama Barrabás la novela que, en 1951,
contribuyó a que el escritor sueco Par Lagerkvist recibiera el premio Nobel de
Literatura.

Judas y Barrabás son dos personajes que parecen haber salido de la oscuridad y
que hacen, por contraste, más nítida la luz en torno al Protagonista de los evangelios.
Pero aquí —como en el resto de estas páginas— no sólo nos interesan las
consideraciones espirituales o teológicas. Nuestro interés es anterior a la etapa de
la espiritualidad y de la Teología. Es interés de cronista, casi de detective que
investiga sobre el grado de historicidad de lo que nos relatan los evangelios.

Al igual que hemos hecho con Judas (y con otros personajes que intentaremos
analizar), con Barrabás nos hacemos idénticas preguntas: ¿Existió un hombre que
llevara ese nombre y que tuviera ese destino? ¿Tiene fundamento histórico lo que
acerca de él dice en los evangelios? ¿Se trata de una leyenda que parte de datos
auténticos? ¿O es, pura y simplemente, una invención?

Tal y como sucede con otros pasajes de la Escritura, también en los que vamos a
analizar hay especialistas católicos que plantean objeciones. Un ejemplo sería
Rinaldo Fabris, sacerdote y profesor de Sagrada Escritura en seminarios e institutos
eclesiales, y que figura entre los más renombrados exegetas actuales. Según Fabris,
la sustitución de Barrabás por Jesús efectuada por Pilato «presenta algunas
dificultades de carácter intrínseco que ponen en duda la historicidad del relato».
Según este mismo investigador, el fundamento de la historia no sería otro que
la memoria de la liberación de un prisionero político sucedida al mismo tiempo
que la condena de Jesús». Para Fabris lo histórico se reduce únicamente a esto.
Y asimismo advierte del carácter «apologético, religioso y de exhortación» que

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presenta el género literario «evangelio» y, por tanto, no habría que buscar datos
históricos en algo que es, sobre todo, una disertación sobre la fe hecha por
creyentes y dirigida a otros creyentes.

Puede que Fabris tenga razón. Pero también es posible que no la tenga y que tras los
versículos en griego de los evangelios esté la grandiosa «historia de la Salvación» de
la que los creyentes deben extraer consecuencias permanentes, y todo ello pese
a que esté fundamentada sobre una crónica de acontecimientos que, aunque no
estén establecidos con toda exactitud, son al menos verosímiles. No excluir a priori
una posibilidad semejante es el objetivo que nos guía a través de estas páginas.

Si Fabris, un biblista católico, tiene sus dudas sobre la verdad histórica del caso
Barrabás, uno de sus colegas protestantes, de no menos reconocido prestigio,
François Bovon (catedrático de Nuevo Testamento en la Universidad de Ginebra y
presidente de la Sociedad suiza de teólogos y exégetas) tiene el convencimiento de
que los hechos sucedieron tal y como nos lo cuentan los evangelios: «No
acabamos de entender qué necesidad o qué corriente (apologética, profética o
legendaria) habría podido dar lugar a la invención de un episodio de este género».

Resulta particularmente significativa la «presunción de historicidad» de Bovon


teniendo en cuenta que —en las últimas décadas— han sido precisamente los
protestantes los más escépticos sobre la historicidad de los relatos evangélicos.
Pero, como veremos más tarde, seguir tendencias protestantes ya superadas es lo
que parece caracterizar a cierta exégesis católica de nuestros días.

Asimismo, en Israel, David Flusser, probablemente el más importante especialista


judío en el Nuevo Testamento y profesor de historia del cristianismo en la
Universidad de Jerusalén nos sorprendió al comentarnos su intención de publicar un
estudio sobre Barrabás. Flusser está convencido de que podemos saber más
sobre Jesús de lo que piensan algunos especialistas occidentales, incluso cristianos:
«Realmente —nos dijo— y aunque no lo digan los desmitificadores cristianos, Jesús
fue un judío del siglo I al igual que Pablo, del que conocemos mejor su vida y su
pensamiento». Y con un toque de ironía hacia ciertos exégetas actuales de
Europa y América, prosiguió: «Da la impresión de que, para algunos de mis
colegas, que todavía se consideran cristianos, la condición previa e indispensable
para ser creyentes "adultos" sea el reconocer que Jesús nunca existió, o por lo
menos, que de él no podemos saber nada con certeza histórica». Flusser es un
buen conocedor de toda la inmensa cantidad de literatura en hebreo y arameo,
desconocida para muchos investigadores occidentales del Nuevo Testamento, que
únicamente manejan con soltura el griego.

Por otra parte, Flusser nos confirmó en la certeza de que la sustitución de


Barrabás por Jesús era completamente verosímil y que no había sido inventada
por la Iglesia primitiva. Una afirmación de gran importancia, por provenir de un
judío, pues ya veremos que muchos críticos opinan que el personaje de Barrabás
fue inventado para exculpar a Pilato, y con él a los romanos, cargando la mano
sobre la responsabilidad de los judíos.

Conviene tener en cuenta que hay acontecimientos y personajes de la Pasión que


sólo son mencionados por un único evangelista. Es Mateo el único que se refiere
a la mujer de Pilato y al suicidio de Judas; Lucas únicamente es el que cita el

46
diálogo con el buen ladrón; y solamente Juan se refiere a la túnica sin costura que
fue sorteada entre los soldados, sin embargo, no menciona a Simón de Cirene, a
diferencia de los otros tres evangelistas. En cambio, el personaje de Barrabás y
su sustitución por Jesús aparece en los cuatro evangelios.

Todos aquellos que afirman que en cada uno de los evangelios se reflejan tradiciones
distintas de la Iglesia primitiva deben tener en cuenta que la tradición ha de ser única
y con la suficiente fuerza para imponerse en todas partes. Sólo de esta manera
la tradición puede alcanzar un buen nivel de credibilidad. El denominado criterio
de la «multiplicidad de testimonios» (junto con otros ya mencionados como los
de «continuidad» o «discontinuidad») sólo sirve hoy para poner en duda las
actitudes radicales de una crítica que afirma que no podemos estar seguros de
lo que narran los textos evangélicos.

Destaquemos asimismo que cada uno de los evangelistas habla de Barrabás en


términos diferentes, aunque no contradictorios, hasta el punto de poder establecer
una concordancia entre ellos que nos ayude a precisar la identidad del personaje.

Mateo 27, 16: «Tenían entonces un preso famoso, llamado Barrabás».

Marcos 15, 7: «Se hallaba en prisión uno llamado Barrabás, con otros sediciosos que
en un motín habían cometido un homicidio».

Lucas 23, 19: «Este había sido encarcelado a causa de un motín ocurrido en la ciudad
y por un homicidio». (En el versículo 25, Lucas vuelve a decir de Barrabás que «había
sido encarcelado por motín y homicidio»).

Juan 18, 40: «Barrabás era un bandido».

Este último término de «bandido» (lestés, en el original griego) no debe llevar a


engaño, pues era el modo de designar a los zelotes, es decir a los «guerrilleros» y
«terroristas» que luchaban contra la ocupación romana. Por ello Joseph Blinzler,
un estudioso alemán de la Pasión propone traducir lestés como «agitador» o
incluso como «combatiente de la resistencia». No olvidemos, por ejemplo, en el
caso de Italia que los partidarios de Garibaldi y los de Víctor Manuel II tacharon de
«bandidos» a los campesinos sublevados contra ellos y calificaron de «actos de
bandidaje» a una lucha política que asumía e l carácter de auténtica guerra.
Volviendo a los textos evangélicos, resaltaremos que San Lucas habla de «Un motín
ocurrido en la ciudad», es decir en Jerusalén. Aunque en este caso, una rebelión de
tipo político pudo adquirir también un componente religioso. Más tarde nos
referiremos al carácter «mesiánico» del delito cometido por Barrabás. Así pues, hay
muchas probabilidades de que Barrabás no fuese un delincuente común. Los
evangelistas (a excepción de San Mateo) apuntan claramente que se trataba de
un «preso político». Era alguien que había matado, pero no se trataba de un vulgar
asesino, sino de un «miembro de la resistencia» que había ocasionado una muerte
durante una insurrección o en un atentado. Esto debió ser el «motín» al que se
refieren Marcos y Lucas.

Resaltaremos un pequeño detalle, uno de tantos ejemplos de la veracidad histórica


de la tradición que afirma que el evangelio de San Mateo fue escrito principalmente

47
para los judíos. Se dice en él que Barrabás era «un preso famoso». Alguien de quien
los destinatarios habrían tenido que oír hablar. En cambio, San Marcos, que escribía
para los cristianos de Roma que no sabían nada de aquel líder de la «resistencia»
judía, habla de o legómenos Barabbás, «uno llamado Barrabás». Se trata de uno
de los muchos detalles que abundan en el entramado evangélico y que,
relacionados con otros, permiten confirmar muchas tradiciones antiguas que nos
remiten a la única que es el fundamento de todas: La tradición originaria, que sirve
para confirmar la veracidad de los evangelios.

El carácter «político» del preso queda confirmado asimismo por su nombre. Bar
Abbas significa, en arameo, «Hijo del Padre». Se trata de un apelativo mesiánico,
de una especie de nombre de guerra, muy similar a los atribuidos a los jefes de las
rebeliones contra los romanos que —como sucede en Israel donde el Cielo y la Tierra
nunca aparecen separados— eran a la vez políticas y religiosas. Después de la
tragedia del año 70, el líder de una segunda y no menos desastrosa insurrección
judía, de la guerra iniciada en el 132 y que llevó a la desaparición de Israel incluso de
la geografía. Jerusalén pasó a ser Aelia Capitalina, y Judea, Palestina), fue un tal
Simón que, tras sus victorias iniciales fue aclamado por el pueblo como Bar
Kokhba, «Hijo de la Estrella». Bar Abbas, Bar Kokhba. Se trata de idéntica
estructura en el nombre, con igual referencia a un Mesías que era la idea fija de los
judíos de aquellos siglos.

Si como dicen algunos, Barrabás es una invención de los evangelistas con objeto de
oponer un «lobo» a un «manso cordero», ¿por qué habría que darle el toque de
honorabilidad del que estaban investidos en Israel los «luchadores de la
resistencia»? ¿Por qué no atribuirle delitos vergonzosos: parricidio, blasfemia,
idolatría o sodomía? Las leyes de la simetría, las exigencias del mito así lo habrían
requerido, apareciendo por un lado la luz de la inocencia, y por otro, las tinieblas de
la infamia.

Las narraciones populares —sobre todo, en Oriente— no están hechas de


sombras, sino de trazos nítidos y definitivos. Por un lado, están los buenos, y por el
otro, los malos. Ahí está para confirmarlo, el relato del Juicio Final (Mt 25, 32 y ss.).
Pero enesta ocasión la alternativa a Jesús adopta los rasgos de alguien que bien
pudiera ser una especie de héroe de la causa nacional judía. Recordemos lo
sucedido en Italia durante la II Guerra Mundial, cuando los partisanos eran
considerados Banditen por los alemanes, y héroes y patriotas por el otro bando. En
efecto, San Mateo no siente la necesidad de recordar a los judíos los cargos de
que era acusado Barrabás. Se refiere únicamente a un «preso», casi como si
temiera despertar admiración por él. Porel contrario, los demás evangelistas no
tienen semejante preocupación y nos revelan su condición de preso político, pues
para un no judío, un asesino, aunque actuara en nombre de la independencia
nacional, seguía siendo un asesino.

En resumen, si se quiere hacer de los evangelios una especie de leyenda popular,


con sus máscaras y prototipos, debería haber lugar en ellos para el «malo», pero
en este caso no hallamos los rasgos característicos de este papel. El propio
Marcos asigna a Barrabás el papel de un personaje menor y resalta que eran sus
compañeros de cautiverio los que «habían cometido un homicidio». Lo que está
claro es que Barrabás no es el «malo» y que no se corresponde al papel que
tendría que haber desempeñado...

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Si todo lo expuesto anteriormente apunta a que el episodio de Barrabás
introducido por los evangelistas narra algo que sucedió en realidad, los indicios de
historicidad son mucho mayores desde el momento en que el presunto antagonista
moral de Cristo se hubiera llamado igual que él. Según Orígenes, conocido
escritor cristiano del siglo III, muchos manuscritos del evangelio contenían el
nombre completo del «bandido»: Jesús Barrabás. Más tarde, se habría procedido a
una eliminación del nombre de Jesús, que admite el propio Orígenes; pero todavía
disponemos de manuscritos fidedignos que contienen ese nombre. Es una tradición
tan fiable que ha sido tomada en consideración por prestigiosas ediciones actuales
de la Biblia, como la versión «ecuménica» que, en el original francés, presenta
de esta manera a Mateo 27, 17: «¿A quién queréis que os suelte, a Jesús
Barrabás o a Jesús, el llamado Cristo?».

El propio Guignebert, convencido de que Barrabás se llamaba también Jesús,


reconoce que se trata de «una singular coincidencia», pero a continuación, este
mismo investigador que niega despectivamente toda historicidad en el episodio,
califica el hecho de «absurdo» y añade que «lo que se nos sugiere aquí no es
una realidad sino un golpe de teatro para un drama pueril». Sin embargo, y en
palabras de R. Dunkerley: «¿Cómo se puedepensar que la primitiva Iglesia, llena de
respeto por el sagrado nombre de Jesús, pudiera atribuírselo al malhechor al que
fue preferido? ¿Por qué le habría llamado también Jesús, a no ser por el hecho
de que éste fuera su nombre auténtico?».

Por su parte, el protestante Bovon afirma que él tampoco comprende por qué los
evangelistas habrían introducido un episodio semejante a no ser que hubieran sido
obligados por la fuerza de un hecho que sucedió en realidad: «Se advierte
claramente que un elemento de este relato ha chocado a los cristianos, y ello
habla todavía más a favor de la historicidad del acontecimiento. Nos referimos
al nombre del "bandido", Jesús Barrabás. En efecto, a partir de una fecha
determinada, desaparece de los manuscritos el nombre de 'Jesús' que hacía sentirse
incómodos a los creyentes».

Aportamos ahora el testimonio de alguien fuera de toda sospecha por su condición de


judío, Shalom ben Chorin: «Se llamaba Jesús Barrabás, pero los cristianos de
siglos posteriores no creyeron conveniente que un bandido llevara el nombre de
Jesús».

Un estudioso de la categoría de ben Chorin sabe muy bien lo que significaba el


nombre para la tradición semita en general y judía, en particular. El nombre
significaba la propia persona, su dignidad, definía su existencia en el mundo, y
sus relaciones con Dios y con los demás. Se pueden encontrar ejemplos de ello
a lo largo del Nuevo Testamento. Para la fe de la que los evangelios son el
testimonio, el nombre del Mesías no es escogido por los hombres, sino que es
impuesto por Dios mismo. El ángel que se apareció en sueños a San José le dijo:
«...y le pondrás por nombre Jesús», yesta frase le sigue un significativo «porque»,
un nexo causal entre el apelativo y la realidad «...porque él salvará a su pueblo de
sus pecados» (Mt 1, 21). En el evangelio de San Lucas, el ángel enviado a María le
dice: «Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús»
(Lc 1, 31).

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Hay unanimidad entre los especialistas en señalar que la carta de San Pablo a los
Filipenses figura entre los escritos más antiguos del Nuevo Testamento y que fue
escrita entre los años 56 y 57, probablemente antes que los evangelios. En ella, el
Apóstol menciona un himno a Cristo que tiene su base en una tradición todavía
más antigua, surgida quizás al calor de los propios acontecimientos de la Pasión y la
Resurrección.

Este era el canto de la comunidad primitiva: «Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó
el nombre que está sobre todo nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla
se doble en los cielos, en la tierra y en los infiernos...» (Fil 2, 9 y ss.). Este carácter
sagrado que, para el creyente, impregna desde el principio al «nombre que está
sobre todo nombre» desembocará —tanto en la Iglesia católica como en las de
rito bizantinoy eslavo— en una específica solemnidad litúrgica, dedicada a exaltar
el «Sagrado Nombre de Jesús».
Así pues, no es verdad que hayan existido manipulaciones apologéticas (solo
sentido común, apoyado en hechos precisos) y si realmente se hubiera inventado
también el nombre de Jesús para Barrabás, ¿no estaríamos ante una gran
«discontinuidad»? ¿Cómo podía inventarse una especie de «antijesús» y darle ese
mismo nombre?

Hay quien intenta justificarse con razones de elegancia en el estilo, en una especie
de contraposición retórica: «¿A quién queréis, a Jesús Barrabas, o a Jesús
Cristo?» Pero el griego vulgar y el estilo sencillo empleado en los evangelios nunca
sacrifican su mensaje a la elegancia en el estilo. Después de todo, el resultado de
ese «sacrificio» sería casi una «blasfemia». Tampoco cabía un estilo afectado.
Eso sería propio de autores cuyo estilo literario ha sido bien descrito por san
Pablo: «Yo, hermanos, cuando fui a vosotros, no fue para anunciaros el misterio
de Dios con sublime elocuencia o sabiduría... de lo que hablamos también, no
con palabras aprendidas de la sabiduría humana, sino con palabras aprendidas
del Espíritu» (1 Cor 2, 1 y 13). Y otro tanto hubieran dicho otros discípulos de
Jesús, incluidos los evangelistas.

A la primitiva comunidad cristiana no le interesaba inventarse un Judas, sino más


bien ocultarlo si hubiese existido. Y tampoco los intereses de la Iglesia naciente
habrían requerido que se supiese el abandono del Maestro por todos sus
discípulos, así como la triple negación de Pedro que poco antes se había
vanagloriado: «...aunque todos se escandalicen por tu causa, yo no me
escandalizaré.» (Mt 26, 33). Del mismo modo, tampoco podía interesarles en
absoluto inventarse a Barrabás. Un «delincuente» (aunque fuera político) que fue
preferido a Cristo —no sólo por los taimados sanedritas sino por toda una multitud,
por la vox populi— representaba un fracaso y una vergüenza.

Esta humillación todavía coleaba en la dura reprensión que Pedro dirigió a los
habitante s de Jerusalén que se acercaron a los apóstoles tras la curación (efectuada
por el propio Pedro «en nombre de Jesucristo») del lisiado que pedía limosna junto
a la llamada «puerta Hermosa» del Templo: «El Dios de Abrahán, de Isaac y de
Jacob, el Dios de nuestros padres, ha glorificado a su Hijo Jesús, al que vosotros
entregasteis y negasteis ante Pilato, cuando éste decidió soltarlo. Sin embargo,
vosotros negasteis al Santo y Justo, y pedisteis que se os entregase un homicida,
mientras matabais al autor de la vida» (Hech 3, 13 y ss.)

50
Así pues, había de qué avergonzarse y de qué dirigir amargos y humillantes
reproches. Debemos destacar que el «pedisteis que se os entregase un homicida»
es reprochado por Pedro a los «israelitas», y que los evangelistas no lo atribuyen
únicamente a los partidarios del Sanedrín. Antes bien, y para mayor fracaso de
Jesús, en todos los evangelistas se lee como ni una sola voz se levanta en defensa
del Inocente: «Toda la muchedumbre gritaba diciendo: "¡Quita de en medio a ese y
suéltanos a Barrabás!"», (Lc 23, 18). «Contestaron todos: "¡Sea crucificado!"», (Mt
27, 22). «Y todo el pueblo respondió: "Caiga su sangre sobre nosotros y sobre
nuestros hijos"» (Mt 27, 25).

He aquí el comentario de Josef Blinzler: «Si realmente los evangelios fueran una libre
creación de la comunidad cristiana, persistiría la grave dificultad de saber por qué no
se da en ellos ninguna noticia de una postura favorable a Jesús de al menos una
parte del pueblo». Y dice ben Chorin: «Los partidarios de Barrabás se mantienen
valerosamente al lado de su compañero en la hora del peligro. En cambio, los
partidarios de Jesús, que debían ser numerosos, no se atreven a hacer nada
semejante».

En resumen, el episodio de Barrabás aparece desde cualquier ángulo que se


enfoque como todo lo contrario de una invención o una deformación legendaria.

Pero pese a todo, hay estudiosos que no se dan por vencidos y buscan cualquier
motivo para negar la historicidad de los hechos. Este es, entre otros, el caso de Loisy:
«El episodio de Barrabás es una ficción ideada no tanto para dar un contenido
dramático al relato, sino para traspasar de Pilatos a los judíos la responsabilidad en
la condena». Y por su parte, Guignebert insiste: «Se ve muy clara la intención:
Exculpar a Pilato y a los romanos y cargar la culpa sobre los judíos». Idéntica es la
opinión del cristiano desmitificador Rudolf Bultmann: «Este episodio fue originado
porun sentimiento de respeto hacia la autoridad romana».

Insistiremos una vez más en que todas estas aseveraciones resultan falsas desde el
momento en que queremos seguir fielmente los textos evangélicos. Precisamente
por sus tentativas de evadir el problema por medio de Barrabás, los evangelios
ofrecen de Pilato «la imagen penosa de un juez romano que infringe la ley por su
falta de carácter, de habilidad, de prudencia y de valentía» (Blinzler). Por la
sustitución que propone entre dos hombres destinados a ser crucificados, Pilato
«aparece como una persona débil e irresoluta» (ben Chorin). Por último, Samuel
Brandon, un autor de los que consideran que el episodio de Barrabás fue añadido
o deformado, observa que se presenta a Pilato «no sólo como increíblemente débil
sino sobre todo como increíblemente estúpido».

Pero de todo ello tendremos la oportunidad de hablar cuando estudiemos el


personaje de Poncio Pilato.

Por el momento será suficiente con decir que no son de recibo los tópicos de
antijudaísmo y de filorromanismo que —según algunos— están en el fundamento
de la invención de muchos episodios del Nuevo Testamento. Baste con recordar las
duras invectivas contra Roma, la Nueva Babilonia, que aparecen en el Apocalipsis,
cuyo autor —según la Tradición— es San Juan, que también escribiera el cuarto
evangelio. Según este evangelista, y sin que nada en el relato justifique su
mención, en el sacrílego prendimiento de Jesús en Getsemaní, habría participado

51
la cohorte romana al completo que estaba de guarnición en Jerusalén, juntamente
con su tribuno. ¿Se puede llamar a esto filorromanismo? Y también San Juan nos
habla de Barrabás, supuestamente inventado para exculpar a los romanos. Xavier
Léon Dufour ha estudiado numerosos ejemplos en los textos no precisamente de
filorromanismo. Por citar tan sólo uno, afirma que San Lucas guarda silencio sobre
la condena de Jesús por el Sanedrín dando una mayor relevancia a la condena
decretada por el Procurador imperial.

Y además, es bien sabido que en el Credo, donde está recogida la fe primitiva,


se dice que Jesús «padeció bajo Poncio Pilato» y no hay en él ninguna alusión a
la responsabilidad de los judíos.

Valdrá la pena volver sobre este asunto cuando hablemos del procurador de
Judea. En el próximo capítulo examinaremos las circunstancias, que no son en
absoluto secundarias, por las que, según algunos especialistas cristianos actuales,
habría que «descartar la veracidad histórica del episodio de Barrabás».

Nos referimos al privilegio pascual, al que hace alusión el primero de los evangelistas:
«Con ocasión de la fiesta, el gobernador solía conceder al pueblo la libertad de
un preso, el que quisieran» (Mt 27, 15). Es un hecho que confirman otros evangelistas,
si bien San Lucas no lo menciona.

¿Existió en realidad ese «privilegio»? ¿O en realidad se trata de otra invención más,


tal y como muchos ya no conjeturan sino afirman abiertamente?

VII. «Es costumbre entre vosotros que os suelte un preso por la Pascua»

SEGUIREMOS analizando la figura de Barrabás, el «hijo del Padre», prestando


atención ahora a un aspecto muy controvertido, y que, según algunos críticos, pone
en duda la veracidad histórica de la súbita aparición en los evangelios del lestés, del
«bandido». O mejor deberíamos decir, del «guerrillero» o del «combatiente para la
liberación de Palestina». El aspecto en discusión es el llamado «privilegio de
Pascua».

He aquí los textos que se refieren a este privilegio.

Mateo: «Con ocasión de la fiesta, el gobernador solía conceder al pueblo la


libertad de un preso, el que quisieran» (27, 15).

Marcos: «Por la fiesta solía dejar en libertad a un preso, el que ellos


pidieran» (15, 6).

Juan: «Es costumbre entre vosotros que os suelte un preso por la Pascua» (18, 39).

Únicamente Lucas no hace referencia a esta «costumbre», pero también este


evangelista cita a Barrabás y la propuesta de Pilato de intercambiarlo por Jesús.
Según algunos la causa de esta omisión radicaría en el hecho de que el tercer
evangelista escribía para «griegos» y «helenistas», y por tanto no consideró
importante hablar de costumbres judías atales destinatarios, muy alejados en todos

52
los sentidos de Israel. Ello parece confirmarse por el hecho de que en Lucas (el «más
occidental de los evangelistas») no aparecen las expresiones en arameo que
encontramos en los otros evangelios. Un ejemplo sería aquel trágico Elí, Elí, lemá
sabactáni, que Marcos y Mateo ponen en boca de Jesús en la cruz.
Así como el episodio de Barrabás se menciona en los cuatro evangelios, la
cuestión del «privilegio pascual» aparece en Mateo, Marcos y Juan, y con ello
estamos ante «testimonios múltiples» (es decir, las diversas tradiciones que
confluyen en los evangelios) a los que se refiere la exegesis moderna. Por tanto,
esa «costumbre» no es un elemento que aparece por casualidad en uno solo de
los evangelios, sino algo que desde el principio también debió formar parte de
la predicación del mensaje cristiano.

¿Existió realmente aquella costumbre pascual? En esto reside todo el problema.

Aquí nos encontramos con una certera referencia del Nuevo Testamento a la
historia del antiguo Israel. Se trata de un elemento privilegiado y si
profundizamos en él, podremos confirmar o desmentir la fidelidad de los
evangelistas a «lo que realmente sucedió». Por tanto, está justificado el interés y
el espacio que dedicaremos a este asunto que tal vez algún lector pudiera haber
considerado como un detalle secundario.

Veamos primero la opinión del biblista alemán E. Bickermann, que escribió en


la segunda mitad de los años treinta: «El privilegio de los judíos de solicitar al
gobernador romano la liberación de un preso con ocasión de la Pascua es el único
detalle de la relación del proceso de Jesús que no parece encajar con precisión en la
historia del Derecho que Conocemos». Bickermann se refería al relato de Marcos, que
en muchos otros detalles tenía plena confirmación en fuentes antiguas. Pero a esto
habría que objetar: Si todos los demás detalles de la narración tienen fundamento
histórico, ¿por qué el segundo evangelista y sus compañeros habrían tenido que
inventarse este episodio?

Hay que decirlo con toda claridad. Nadie ha conseguido demostrar que aquella
costumbre no existió nunca ni tampoco parece haberse encontrado la prueba
definitiva de que existió. Decimos «parece» porque para algunos especialistas de
reconocido prestigio, y nada sospechosos de tentaciones apologéticas, los
testimonios hallados hasta el momento en las fuentes antiguas ofrecen una serie
de paralelismos que servirían para confirmar la veracidad en este punto de los relatos
evangélicos.

En el capítulo anterior hacíamos alusión a una conversación que sostuvimos en


Jerusalén con David Flusser, el mayor especialista israelí de la historia evangélica,
en la que este investigador nos revelaba su intención de escribir un ensayo sobre
Barrabás. Nos anticipó entonces que había descubierto en la literatura judía
antigua textos que demostrarían de manera irrefutable la costumbre pascual a la que
se refieren tanto Pilato como el pueblo. Sin embargo, hasta este momento de nuestra
investigación no hemos podido saber si el investigador ha dado a la imprenta aquel
resultado —verdaderamente valioso— de sus trabajos.

En la citada conversación Flusser nos anticipó también algo más. Había


comprobado que el Sanedrín de la época de Jesús estaba compuesto

53
mayoritariamente por saduceos que colaboraban con los ocupantes romanos siendo
detestados por ello por otros grupos, como el de los fariseos, que tenían una mayor
influencia sobre el pueblo. Un pueblo en el que el propio Jesús —pese a sus
polémicas con los fariseos— parecía tener muchos partidarios.

Flusser se fijó especialmente en los versículos 3 − 5 del capítulo 26 de San Mateo:


«Se reunieron entonces los príncipes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo en
el palacio del Sumo Sacerdote, llamado Caifás, y acordaron apoderarse de Jesús
con engaño y matarlo. Pero decían: "No sea durante la fiesta, no vaya a ser que
se amotine el pueblo"». Pero los acontecimientos se precipitaron y los sanedritas,
temerosos de un posible motín del pueblo, se apresuraron en buscarle una
compensación. A este respecto dice Flusser: «El único medio de evitar una revuelta
era salvar al menos la vida de Barrabás, que, como luchador por la independencia,
debía ser alguien muy querido para la multitud».

Por otra parte, en el contexto de las expectativas de los judíos de la época, la


figura mesiánica más creíble era la de Barrabás. La multitud aceptó además aquella
sustitución porque sabía que aquello incomodaba a los odiados sanedritas, que se
hubieran sentido satisfechos deshaciéndose de un agitador como Barrabás, siempre
peligroso para su poder, que se basaba en un frágil equilibrio con el Procurador
romano. A su vez, Pilato tenía un particular interés por liberar a Jesús, no tanto
por motivos humanitarios (aunque en su decisión debió pesar cierto temor
supersticioso, acentuado en parte por las advertencias de su mujer) sino porque
quería a toda costa eliminar al «guerrillero» Barrabás.

Conseguir la liberación de Barrabás era para la multitud un motivo de doble


satisfacción, a despecho de Pilato y los sanedritas. Para Flusser y otros
investigadores aquella sustitución inverosímil para algunos, resulta completamente
factible para quien conozca la compleja y explosiva situación de la época.

Y es asimismo verosímil, porque la concesión de libertad a un preso por la Pascua


resultaba un símbolo adecuado de lo que significaba esta fiesta para los judíos.
Aquella solemne celebración recordaba otra liberación, la del pueblo hebreo en
Egipto. Sin embargo, Charles Guignebert, que no recurre demasiado a la
psicología, escribe que «resultaría algo realmente sorprendente que de verdad
hubiera existido ese privilegio». Mas su compatriota, el biblista de nuestros días,
Louis Monloubou, señala: «El privilegio aparece como algo completamente lógico.
Era el modo de participación del gobernador romano en la festividad pascual,
contribuyendo así a disminuir la tensión político-religiosa, que en aquellos días podía
alcanzar niveles preocupantes, y asimismo era una versión de la costumbre romana
de rendir homenaje a las divinidades de los pueblos sometidos».

Jean Pierre Lémonon, autor del más completo y actualizado estudio crítico sobre
Poncio Pilato, reconoce que el derecho de gracia concedida al pueblo con ocasión de
la Pascua «era la ocasión para manifestar al mismo tiempo la fuerza del poder
de Roma y su clemencia». Así pues, no se trataba de una «costumbre
sorprendente» sino de algo que tenía su lógica, una concesión del poder romano
con todo un valor de símbolo que encaja perfectamente dentro de nuestros
conocimientos sobre la materia.

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El israelí Shalom Safrai, autor de una obra sobre las peregrinaciones en la época
deJesús, publicada en Tel Aviven 1965, aporta una serie de ejemplos que para un
judío como él confirmarían la historicidad de los evangelios.

Otro judío, el ya mencionado ben Chorin, tampoco niega a priori la historicidad


del privilegio. Pero mientras Flusser, su colega de la universidad de Jerusalén da
por descontado su existencia, ben Chorin parece dejar en suspenso la cuestión.
Para este investigador, las dificultades presentadas por el caso Barrabás no
provienen de la existencia del privilegio sino «de la coherencia interna de la
narración». Y dice a este respecto: «Si el principal motivo de los dirigentes
judíos para eliminar a Jesús era no dejar caer al pueblo en manos de un
agitador, mal se comprende que a estos mismos dirigentes les interesara la
liberación de Barrabás, otro destacado agitador». A semejante objeción responde
Flusser: «El Sanedrín se vio obligado a pagar un precio para salir de aquella situación
peligrosa y tuvo que optar por la condena del agitador Jesús y la liberación del
agitador Barrabás».

Entre los estudiosos que creen en la existencia del privilegio de liberación de un preso
por la Pascua (o al menos no niegan esa posibilidad) está nada menos que aquel
profesional de la negación que fuera Ernest Renan quien no hace ninguna objeción
al respecto. Tampoco lo hace un «desmitificador» radical como Martin Dibelius que
afirma: «Aunque no sepamos nada de esa costumbre, no hay ningún motivo para
poner en duda el episodio».

Pero solo habría motivo para dudar si hubiera existido un error de tipo jurídico
porparte de los evangelistas.

En efecto, en el Derecho Romano existían dos clases de indulto. La primera era la


indulgentia, que consistía en la gracia concedida a alguien que ya había sido
sentenciado y que únicamente podía ser otorgada por el emperador, el Senado o altos
funcionarios en aquellas provincias, donde no existía delegación explícita de los
dos órganos imperiales. Este no era el caso de Poncio Pilato que, como prefecto
de Judea, era un gobernador de segunda categoría, dependiente del legado de
Siria que estaba encargado de supervisar toda la zona del Medio Oriente.

El segundo tipo de indulto era la abolitio, consistente en la puesta en libertad de


un prisionero que todavía no había sido juzgado y que sí podía ser ordenada
por un funcionario como el Procurador de Judea. Los evangelios se refieren a este
último tipo de indulto y dicen claramente que ni Jesús ni Barrabás habían sido
todavía juzgados. Por tanto, Pilato estaba capacitado para ordenar su
excarcelación.

Así pues, los evangelistas no cometieron el error (construyendo un drama sin


ninguna relación con la Historia) de presentar la sustitución entre dos presos
que ya hubieran sido juzgados. Tal habría sucedido, por ejemplo, si hubieran
presentado a Barrabás en la cárcel sentenciado o en espera de su ejecución.
También habrían conseguido un magnífico efecto dramático si hubieran
introducido la sustitución propuesta por Pilato cuando Jesús ya había sido
destinado a la crucifixión. Y bastaba muy poco para ello. Tan sólo con la breve
fórmula «In crucem ibis» quedaba decidido un terrible destino que únicamente
desde Roma el emperador o los senadores podían modificar.

55
Hemos visto que el «privilegio de Pascua» (una forma de abolitio) podía ser
aplicado en este caso.

Pero todavía cabe otra pregunta: ¿esta clase de indulto prevista por el Derecho
Roma no era verdaderamente una costumbre habitual durante la Pascua en la Judea
ocupada? Aquellos que lo niegan no aportan otro argumento que el silencio de
las fuentes antiguas sobre el particular.

Sin embargo, debemos decir con toda claridad que ello no significa que no
existiera, sino que no conocemos todos los usos, costumbres y privilegios
practicados en uno de los Imperios más complejos y extensos de la historia. La
autoridad de Roma se extendía desde Caledonia, la actual Escocia, hasta los confines
de Persia, desde el Atlántico al Mar Negro. Dentro de sus límites territoriales vivían
centenares de pueblos, cada uno de ellos con sus peculiares lengua, cultura, religión
y derecho que sus hábiles dominadores procuraban respetar en el mayor grado de
lo posible. Precisamente el secreto de la consolidación y permanencia del Imperio
romano consistía en que éste únicamente imponía a los pueblos sometidos lo que
consideraba indispensable (pago de tributos y libertad de circulación para sus
soldados, mercaderes y mercancías) y permitía que continuase existiendo todo
aquello que no chocase frontalmente con los intereses de Roma. En lo que se refiere
a los judíos —un pueblo «intratable» según la definición de Tácito— se respetaban
hasta cosas que pudieran chocar con las leyes imperiales, con tal de evitar
peligrosas y sangrientas rebeliones.

Teniendo en cuenta esta situación tan compleja, y de la que no sabemos tantas cosas,
¿por qué habría de ser un argumento decisivo el silencio de las fuentes, teniendo
e n cuenta que una gran mayoría de ellas no han llegado hasta nosotros y han
desaparecido en el transcurso de la historia?

Todo aquel que conozca aquella época histórica y las escasas fuentes de que
disponemos, ¿sería capaz de negar la existencia de una pequeña y quizás no
demasiado importantecostumbre, sólo por el hecho de que no hayan llegado hasta
nosotros fuentes concretas sobre ese particular?

Otro autor judío, un holandés establecido en Estados Unidos, Pierre van Paasen,
escribe: «La posibilidad de liberar a un preso por la Pascua solamente existió en
la imaginación de los evangelistas. Casi se puede considerar un milagro que ello no
se mencione en ninguna fuente histórica de la Antigüedad».

Hay que sorprenderse ante afirmaciones como ésta. Parece como si la Antigüedad
nos hubiera transmitido sus colecciones de archivos al completo, sus acta diurna (los
diarios de la época) o las bibliotecas de los escritores en vez de restos y fragmentos...

No sabemos cuál era la lengua que se hablaba habitualmente en el Israel de la


época de Jesús, ignoramos la forma de pronunciación del latín (durante siglos
hubo filólogos que polemizaron en torno a la manera en que los romanos
pronunciaban el nombre de Cicerón) y queremos encima sacar conclusiones tan
drásticas como las de van Paasen a propósito de una costumbre de orden
secundario, probablemente practicada durante poco tiempo en la remota provincia
de Judea, que por otra parte, fue completamente devastada en dos ocasiones, en los
años 70 y 132.

56
En realidad, autores como van Paasen o Jules Isaac, apasionado impulsor de la
reconciliación entre judíos y cristianos, se basan en consideraciones ideológicas y de
oportunidad, más que en motivaciones históricas, para negar la existencia del
«privilegio pascual». Se trataría con ello de mitigar en la parte que le corresponda el
papel jugado por el pueblo de Jerusalén que prefirió que se aplicase el derecho
de gracias a un «bandido» en vez de a Jesús.

En espera de las pruebas irrebatibles que Flusser dice haber descubierto, se han
encontrado otros testimonios cuya importancia para demostrar la veracidad de los
evangelios en este caso reciben opiniones muy diferentes según los
investigadores. Entre los que admiten la importancia de estos testimonios está el
ya citado Josef Blinzler, autor del magnífico Der Prozess Jesu, que ha realizado un
estudio histórico muy completo partiendo de los versículos evangélicos. La
discusión todavía no está cerrada, pero lo que realmente importa es que el lector
de los evangelios que considere histórico el episodio de Barrabás y la costumbre
de liberar un preso por la Pascua no tenga que recibir por ello las descalificaciones
de ingenuo, desfasado o crédulo.

Veamos una objeción habitual: «Estamos de acuerdo en la existencia de la figura


de la abolitio y que un funcionario de categoría inferior como Pilato pudiera aplicarla,
pero no resulta creíble que fuera practicada de hecho por la presión de la
muchedumbre». Pero esta afirmación, repetida muchas veces por la crítica del
siglo XIX, fuepuesta en entredicho tras el descubrimiento de un papiro en 1906,
en el que se narra que, en Egipto, hacia el año 86 (es decir, más de cincuenta años
después del proceso de Jesús) el gobernador romano Septimio Vegeto habría
dicho a un acusado, un tal Fibión: «Te mereces el castigo... A pesar de ello
concederé tu perdón a la multitud y así recibirás de mí un trato más humano». Blinzler
hace al respecto el siguiente comentario: «Prescindiendo del hecho de que aquí no
se trata de un indulto habitual concedido con ocasión de una fiesta, este caso es
enteramente similar al bíblico: el gobernador libera al preso a petición del pueblo.
Por lo menos este ejemplo demuestra cómo se podía adoptar fácilmente una
costumbre como la referida por los evangelistas».

Y lo anterior se comprende todavía mejor si recordamos que las leyes romanas


concedían a los asistentes a determinados procesos un derecho de súplica, que
recibía el nombre de acclamationes. Con el tradicional pragmatismo latino se
ordenaba que, en caso de condena de un acusado, el juez debía ceder si era
previsible que se produjera un mitin popular. Según los numerosos testimonios
recogidos por Bickermann, era frecuente que el juez cediera hasta el punto de que el
emperador Diocleciano recomendara a los magistrados «no dejarse influenciar por
las vanes voces populi».

Todo esto encaja bastante bien con la situación descrita en Marcos 15, 15: «Pilato,
queriendo satisfacer al pueblo, les soltó a Barrabás...». La tensión existente en
Jerusalén durante la Pascua justifica plenamente la existencia de acclamationes y
que Pilato cediera ante la multitud, como ya lo había hecho antes ante otra
muchedumbre embravecida en el hipódromo de Cesárea. Resulta un tanto
chocante que un especialista como Rudolf Bultmann, siempre al acecho de los
textos del Antiguo Testamento que serían origen de los del Nuevo, viera en el griterío
de la multitud una tentativa de los evangelistas de demostrar que se había cumplido

57
el salmo 2,1 («¿Por qué se amotinan las gentes?»). En cualquier caso, la costumbre
de las acclamationes existió en realidad, guste o no guste a los críticos
«desmitificadores».

Siguiendo con las costumbres romanas, habrá que recordar que, según Tito Livio,
se acostumbraba a poner en libertad a los presos con ocasión de la fiesta de la lectis
ternia. Se trata de un derecho de gracia colectivo, diferente del indulto «singular»
narrado por los evangelios, pero que es citado por algunos autores como
argumentación de que los procedimientos de clemencia de los romanos estaban
en relación con referencias religiosas como era el caso de la Pascua judía.
Tampoco debemos olvidar la costumbre, asimismo religiosa, de asirios y babilonios
de liberar a un preso a los tres días del octavo mes del año. Es evidente que la
relación fiesta liberación estaba muy extendida en el mundo antiguo, tanto en
Oriente como en Occidente.

Para consultar de forma directa los usos y costumbres judíos, acudiremos a la Mishná
(literalmente, enseñanza) que es una recopilación de textos rabínicos,
principalmentede los fariseos, y que datan de los tres primeros siglos de nuestra
era. Concretamente en el tratado Pesachim podemos ver que estaba prevista la
siguiente situación: Un judío que se encuentra encarcelado en vísperas de la fiesta
pascual ha de tener motivos fundados (aunque luego no se confirmen) para esperar
que será puesto en libertad antes de la noche de Pascua para poder así comer el
cordero.

En opinión de Blinzler, y tomando como punto de partida análisis internos y


fuentes antiguas se puede llegar a la conclusión de que la cárcel a la que se refiere la
Mishná sea romana y esté situada en Jerusalén y que la esperanza de liberación esté
relaciona da con la intervención de personas amigas. Dice el estudioso alemán: «Un
caso como el estudiado, que es presentado en el tratado Pesachim juntamente con
otros que se daban con frecuencia, debía ser algo normal hasta el punto de
repetirse regularmente todos los años antes de la Pascua». Por tanto, Blinzler
considera que estamos ante «Un punto de apoyo sólido para las citas
neotestamentarias sobre la amnistía pascual». Y, por último, añade: «Si tenemos
en cuenta además de nuestros conocimientos, todo lo narrado por los evangelios y lo
que puede deducirse de ellos, la situación resultante es perfectamente verosímil:
Barrabás, encarcelado por los romanos en Jerusalén, espera su liberación antes de
la noche de Pascua, porque sabe que sus amigos la reclamarán en nombre de la
amnistía pascual. Mas su liberación no es segura porque no depende únicamente
de la petición de los amigos del preso sino también de la voluntad del procurador.
Por tanto, el privilegio mencionado en los evangelios aparece confirmado por
este fragmento del Pesachim».

Pero el optimismo del profesor Blinzler (resultado sin embargo de un método


histórico crítico muy elaborado a lo largo de los años) es considerado excesivo por
otros investigadores, también católicos. Este es el caso del estudioso de la figura de
Pilato, Jean Pierre Lémonon, quien después de haber analizado los mismos textos
que Blinzler, llega a una conclusión dudosa: «De lo visto hasta ahora, no parece que
se pueda encontrar un paralelismo válido con la costumbre pascual mencionada por
los evangelios». Sin embargo, Lémonon también dice: «Con todo, la ausencia de
paralelismos no tiene por qué llevarnos a un juicio negativo sobre el valor histórico
de la narración evangélica».
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Carece de fundamentación el argumento del silencio de las fuentes, y además
existen especialistas convencidos de que el silencio (plenamente justificado por la
pérdida de buena parte de las fuentes antiguas) no sería tal, pues se pueden
encontrar bastantes paralelismos y precedentes jurídicos. En cualquier caso, y
tomando la hipótesis más pesimista, el «silencio» no equivale a negación. Es
más, aparte de la existencia de pruebas precisas, se puede disponer de numerosos
indicios que hacen verosímil la existencia del privilegio pascual. Dice también
Lémonon: «Tras un detallado estudio, parece difícil rechazar la verosimilitud
histórica de la costumbre referida por tres de los evangelistas».

Pero en el fondo, debería bastarnos con esto: La fe será siempre una «apuesta»;
la cual, por definición, encierra una posibilidad contraria. Pero es importante
demostrar que está justificado apostar por el «sí», que tenemos razones para
esa elección. En este sentido no nos parece convincente en el caso que estamos
analizando la irritación de un Ricciotti, cuyas impaciencias están plenamente
justificadas en otras cuestiones. Dice este investigador: «La existencia de esta
costumbre ha sido negada por algunos críticos modernos, única y exclusivamente
por su insaciable satisfacción de contradecir las narraciones evangélicas...».

Mas no es una cuestión de «satisfacción». Aquí entra en juego la fe que asegura la


coexistencia de luces y sombras, de indicios para negar y de indicios para afirmar.
Y es que creer en el evangelio es a la vez un don de Dios y una serie de actos de
voluntad y de razón, de gracia y de búsqueda por parte del hombre.

VIII. «Con Él crucificaron también a dos ladrones»

EN los cinco capítulos anteriores, hemos sometido a examen histórico a dos de


los personajes «negativos» de la Pasión, Judas y Barrabás.

La lógica misma de nuestra exposición nos obliga a ocuparnos ahora de otros dos
personajes «envueltos en la penumbra». Aparentemente se trata de figuras
secundarias, pero (como esperamos demostrar) también ellas aportan su
contribución al reconocimiento de la veracidad de lo narrado por los evangelios.

Nos referimos a los dos hombres que fueron crucificados junto a Jesús, aquellos a los
que la tradición cristiana ha conocido y conoce bajo la denominación de «los dos
ladrones».

Aquí tenemos los textos evangélicos, por otra parte, bastante breves, a excepción
del de San Lucas, único que se refiere al «buen ladrón» y del que tendremos
ocasión de ocuparnos más adelante.

Mateo: «Con él crucificaron también a dos ladrones: uno a la derecha y otro a


la izquierda... Asimismo le insultaban los ladrones crucificados con él» (27, 38 y 44).

Marcos: «Con él crucificaron también a dos ladrones, uno a su derecha y otro a


su izquierda... Incluso los que estaban crucificados con él le insultaban» (15, 27
y 32).

59
Lucas: «Llevaban también a otros dos malhechores para ser ejecutados con él.
Cuando llegaron al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí, a él y a los ladrones,
uno a la derecha y el otro a la izquierda» (23, 32 − 33).

Juan: «...le crucificaron, y con él a otros dos, uno a cada lado, y en medio
Jesús» (19, 18).
San Juan es el único evangelista que no indica quiénes eran (ladrones, malhechores)
los compañeros de suplicio de Jesús, y también el único que menciona el detalle
de la fractura de las piernas con objeto de retirar los cadáveres de la cruz antes del
comienzo del sábado: «Vinieron los soldados y quebrantaron las piernas al primero, y
también al otro que había sido crucificado con él» (19, 32).

El término «ladrones» (traducción del latrones latino de la Vulgata) es, en el original


griego, lestai. En San Juan el termino lestés con el que se designa a Barrabás
no se refiere casi con toda seguridad a «bandido» o «delincuente común», sino a
«rebelde político» «guerrillero», a zelote, un militante de la causa de la liberación de
Israel de la ocupación romana. Los romanos no reconocían ninguna clase de
estatus a los que se rebelaban contra su dominación. Ellos no les consideraban
hostes, enemigos, sino simplemente «bandidos» o «delincuentes» a los que había
que eliminar. Todo hace pensar que los dos ladrones debían formar parte del
«comando guerrillero» de Barrabás, pues de ellos dice San Marcos: «Se hallaba en
prisión uno llamado Barrabás, con otros sediciosos que en un motín habían cometido
un homicidio» (1 5, 7). En aquel grupo de tres hombres destinados a la muerte —no
había otra pena posible para los delitos que se les imputaban— Jesús había tomado
de forma inesperada el lugar de su jefe, Barrabás.

Como estamos viendo, todo encaja una vez más con la situación social y política, bien
conocida, de aquel lugar y de aquel país.

Pero resulta evidente que determinados críticos no podían dejar de negar la


historicidad de este episodio, conjeturando como de costumbre acerca de las
profecías del Antiguo Testamento en que estarían inspirados estos dos personajes.
Por citar un ejemplo, tenemos a Loisy que se despacha rápidamente diciendo que
la existencia de tres crucificados no sería más que «un detalle inventado para
demostrar el cumplimiento de las profecías, con ciertas variantes, contenidas en el
salmo 21, 7 − 9».

Los versículos del salmo al que se refiere el conocido crítico francés son los
siguientes: «Pero yo soy un gusano, no un hombre; / el oprobio de los hombres
y el desecho del pueblo / Búrlanse de mí cuantos me ven / abren los labios y
mueven la cabeza. < Se encomendó al Señor —dicen—; / líbrele, sálvele Él, pues
dice que le es grato=». En realidad,este pasaje del salmista podría referirse, lo
veremos en su momento, a la gente que se burlaba de Jesús al pie de la cruz.
No se ven en el pasaje indicios de los «ladrones» y mucho menos del «bueno»,
puesto que el «malo» parece estar asociado, si no a las burlas, sí a una especie
de amargo reproche por la impotencia de aquel Mesías para salvarse a sí mismo y
a sus compañeros de suplicio.

En realidad, hay un evangelista que hace una referencia al Antiguo Testamento, pero
no al salmo 21. Concretamente el versículo 28 del capítulo 15 de San Marcos, después

60
de mencionar la crucifixión de «dos ladrones, uno a su derecha y otro a su
izquierda», añade «... y se cumplió la Escritura que dice: Ha sido contado entre
los malhechores», que es una cita de Isaías 53, 12. Pero todas las traducciones
modernas del evangelio de San Marcos eliminan este versículo, pasando
directamente del 27 al 29. La cita de la profecía se menciona únicamente en
algunos manuscritos y falta en otros más antiguos y autorizados. Además, la cita no
se ajusta al modo en que San Marcos cita habitualmente la Escritura. Por tanto, este
versículo debe de haber sido añadido por algún desconocido copista.

Esto nos sitúa ante la hipótesis contraria de la que afirmaba Loisy. No son los
evangelistas los que rehacen las profecías para inventarse una historia siguiendo
esquemas prefabricados. Han sido creyentes que vivieron con posterioridad los que
de alguna manera querían ver confirmadas las profecías, llegando a añadir citas que
no estaban en los textos originales.

Pero debemos hacer aquí una observación de tipo general sobre la relación entre
los relatos de la Pasión y las profecías. Para los creyentes en Jesús, el anuncio más
explícito sobre el destino del Mesías se encuentra en el capítulo 53 de Isaías
donde se profetizan las humillaciones y sufrimientos necesarios para la exaltación
del «Siervo de Yahvé». Y esto debía ser algo evidente para las primeras generaciones
cristianas, ya que precisamente es el capítulo 53 de Isaías el mencionado por los
copistas en la cita añadida al evangelio de San Marcos.

Más lo que resulta verdaderamente sorprendente es que los evangelistas parezcan


querer ignorar las profecías, pese a la claridad de algunas y a que habrían sido un
valioso instrumento para dar credibilidad al relato. Hay excepciones como cuando
San Lucas, al finalizar la última cena, pone en boca de Jesús: «Pues os lo
aseguro, debe cumplirse en mí lo que está escrito: "Y fue contado entre los
malhechores"» (22, 37). Y también podemos incluir el ya citado versículo 28 insertado
abusivamente en el capítulo 15 del evangelio de San Marcos. Pero, por lo demás, el
silencio es total por parte de los evangelistas. No hay ninguna referencia —tampoco
en Lucas— cuando pasan a narrar la Pasión, Muerte y Resurrección, y tampoco
ninguna utilización de textos proféticos que hubiera sido fácil manejar con
provecho. Aquí tenemos una prueba más —y de las más consistentes— de que
no es verdad lo que dice cierta crítica de que «en el principio existían las
profecías», puesto que las que hubieran sido más adecuadas ni siquiera se
mencionan.

Pero, aunque quisiéramos admitir que las tradiciones que confluyen en los
evangelios hubieran intentado demostrar con la existencia de los dos ladrones el
cumplimiento de la Escritura, ¿qué interés podían tener realmente en ello?
¿Convenía verdaderamente citar semejante circunstancia? ¿O no es mejor pensar en
este caso —como antes en los de Judas y Barrabás— que los evangelistas se vieron
obligados a citarla en honor a la verdad porque realmente los hechos sucedieron
así?

Además, la inserción de dos personajes desconocidos parece estar en contradicción


con las leyes del mito, con las normas fijas de la leyenda. Y parece quitar al hecho
de la crucifixión —centro de gravedad del misterio de Dios hecho hombre— la
nobleza del acto único e irrepetible en el que el Gran Protagonista debía aparecer solo

61
con toda su trágica grandeza de víctima para la redención universal.

La comitiva que atraviesa las calles de Jerusalén y se dirige al Gólgota, para luego
recortarse sobre el fondo del cielo, debía de haber estado compuesta por una única
víctima, no por tres. Amigos, enemigos, mujeres compasivas, soldados o curiosos
resultarían un conjunto de personas indeterminadas para todos aquellos —y debían
ser la mayoría— que hubieran venido de fuera y no estuviesen al tanto de los
antecedentes.

Y, por si fuera poco, los desesperados sufrimientos de los otros dos condenados
llevan consigo el riesgo de arrebatarnos al menos una parte de la compasión
que los evangelistas hubieran debido de reservar enteramente para Cristo. Por todo
ello, no habría sido nada oportuna la invención de los dos ladrones. Así lo
reconoce un judío de hoy, Emmanuel Lévinas: «Las reservas de nosotros los
judíos sobre Jesús se hacen más patentes en el preciso momento de su suplicio,
cuando la compasión por los ladrones que mueren sin gloria y sin certeza de la
resurrección prevalece sobre la compasión hacia el Dios crucificado». Y añade el
mismo autor: «Aquí precisamente encontramos unode los rasgos más acentuados
del "no" de Israel ante un Cristo semejante».

Son palabras para reflexionar. Los hechos resaltan (y sería algo contradictorio, si
fuese una leyenda) que los otros dos condenados debieron sufrir durante más
tiempo que el propio Jesús. Y es que Jesús debió de morir mucho antes de lo que
era habitual, hasta el punto de que cuando José de Arimatea fue a pedir su cadáver,
«Pilato se sorprendió de que ya hubiera muerto y, llamando al centurión, le
preguntó si ya había muerto» (Mc 15,44). Los otros dos crucificados debieron tener
alguna hora más de sufrimiento, que les resultaría una eternidad, teniendo en cuenta
que cada minuto, cada segundo en la cruz era causa de espantosos dolores.

Hasta tal punto que «al atardecer» (Mc 15, 42) —Jesús debió de morir «sobre la
hora sexta», es decir, hacia las tres de la tarde— se decidió poner fin a los
sufrimientos de los «ladrones» con el último suplicio de la crucifixión, que consistía
en quebrarles las piernas, con la consiguiente imposibilidad de incorporarse sobre
el clavo que les atravesaba los pies y de este modo se producía la muerte por
asfixia.

¿No estamos en este caso desviando nuestra compasión, que debería estar
reservada enteramente a Jesús? Vimos anteriormente que la idea de justicia se
rebelaba ante el destino de Judas, hecho instrumento y víctima de un misterio que lo
supera infinitamente. ¿No sentimos algo semejante al pensar en aquellos dos
muertos «sin gloria y sin esperanza en la resurrección», como dice Lévinas?

Este episodio nos lleva a otra «discontinuidad», pero es algo que no pudo ser
inventado, pues introduce otro motivo de controversia y la prueba es que la tradición
cristiana más piadosa quiso enseguida buscar una explicación. Intentó demostrar
que, pese a las apariencias, Jesús sufrió mucho «más» que los «ladrones» pues éstos
no habrían sido cos en la cruz sino atados con cuerdas. Mas semejante interpretación
no está en absoluto autorizada por los textos evangélicos que no establecen
ninguna diferencia entre los crucificados y además emplean el mismo verbo («le
crucificaron») para los tres. Lo cierto es que los evangelistas no hicieron diferencia

62
alguna en el suplicio y bien podrían haberlo hecho si verdaderamente hubieran
dado rienda suelta a su imaginación.

En realidad, la primera sensación que experimentamos ante los textos es que son
todo lo contrario de una invención. Los cuatro evangelistas parecen referirse a
recuerdos de testigos oculares, a imágenes imborrables: «uno a la derecha y
otro a la izquierda» dicen los sinópticos de los otros dos crucificados. Y San
Juan precisa que «y en medio, Jesús», si bien antes ya había dicho que fueron
crucificados «uno a cada lado». Este parece ser uno de los pasajes de los evangelios
donde encontramos un testimonio de primera mano, una escena que quedó fijada
en la mente de los que la contemplaron. No es algo casual que el mismo San Juan
resalte con énfasis su presencia en el lugar de los hechos: «El que lo vio ha dado
testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que dice la verdad para que
vosotros también creáis» (Jn 19,35)

Analicemos ahora lo que nos dice San Lucas, el único de los evangelistas que
introduce diferencias en el relato.

Dice el texto de su evangelio: «Uno de los ladrones crucificados le insultaba y decía:


"¿Acaso tú no eres el Cristo? Sálvate a ti mismo y a nosotros". Pero el otro le
reprendía, diciendo: "¿Ni siquiera tú, que estás en el mismo suplicio, temes a
Dios? Nosotros, en verdad, estamos justamente, porque recibimos lo merecido
por nuestras obras; pero éste nada malo ha hecho". Y decía: "Jesús, acuérdate de mí
cuando llegues a tu reino". Y le dijo: "Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el
paraíso"» (Lc 23, 39 − 43).
Tal y como ha sucedido en algunas Iglesias orientales para la mujer de Pilato y el
propio Pilato, también el «buen ladrón», a partir de estos versículos, ha sido elevado
a la categoría de santo. Y no sólo en Etiopía o en las Iglesias del Este de Europa,
también en la Iglesia católica cuyo santoral recoge (¿o recogía?) el nombre de
este hombre en el 25 de marzo. Ese nombre, de acuerdo con el evangelio apócrifo
de Nicodemo y otros textos antiguos, sería el de Dysmas o Dimas (que
probablemente venga del griego dysmé, moribundo), mientras que el nombre del
«mal ladrón» correspondería al de Gestso Ghestas.

En la cristiandad medieval, este «santo» gozó de gran devoción siendo invocado


como patrónde los condenados a muerte —y ciudades italianas como Gallipoli,
en la región meridional de Apulia, lo eligieron por patrono. Bajo su protección
se han puesto también órdenes religiosas como la de los Mercedarios. En la iglesia
de San Vital y en la basílica de San Esteban de Bolonia todavía se conservan las
supuestas reliquias de su cuerpo y de su cruz. Según cuentan los apócrifos,
Dysmas o Dymas habría sido merecedor del privilegio de la promesa de Cristo en la
cruz porque en otro tiempo había formado parte de una banda que, tras toparse con
la Sagrada Familia, en su huida a Egipto, no sólo no les robó, sino que les dio
acogida y protección.

Si hacemos todas estas referencias es para confirmar una vez más la sobriedad del
relato en los evangelios canónicos que contrasta más todavía al compararlos con
otros textos que la Iglesia no reconoce como auténticos y que relega en el limbo
de los «apócrifos», es decir de los falsos.

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Respecto al «buen ladrón» tampoco faltan las objeciones críticas que a veces
son de tipo fisiológico. Afirman que es imposible que hubiera ningún dialogo entre
Jesús y su compañero de suplicio, pues los crucificados eran incapaces de hablar por
estar suspendidos de los brazos. A esto se puede replicar recordando cómo de las
fuentes se desprende que era frecuente (para así prolongar más tiempo sus
sufrimientos) a los crucificados se les colocara a horcajadas sobre una especie de
asiento que sobresalía del brazo vertical de la cruz y que servía para sostener el peso
del cuerpo. Pero esto no debió de ser el caso de aquella crucifixión en el Gólgota,
pues de otro modo la ruptura de las piernas de los crucificados no habría tenido
consecuencias mortales. Por tanto, los crucificados debían de estar sostenidos por
los pies.

En realidad, no sabemos con exactitud cómo se producía la muerte en los crucificados.


La pena de crucifixión fue suprimida tan pronto el cristianismo pudo influir en las
legislaciones y dejaron de producirse casos de ejecuciones «oficiales» en los que
podría haber habido una constatación médica. Parece ser que únicamente los
médicos criminales nazis realizaron experiencias semejantes en los campos de
concentración, pero no tenemos noticias de las macabras observaciones hechas por
aquellos asesinos.

Disponemos en cambio del testimonio del médico francés Barbet, autor de la


conocida obra La crucifixión de Cristo según la cirugía. Este médico no se limitó a
estudiar aspectos fisiológicos generales de la crucifixión, sino que quiso entrar en
detalles más concretos y para ello se hizo crucificar (por supuesto, no con clavos)
por sus ayudantes. Un radiólogo alemán, el profesor Modder, perfeccionó la técnica
y no sólo se hizo crucificar, sino que también hizo que le colocaran sobre el tórax
un aparato de rayos X para que sus colaboradores observaran el comportamiento
de sus órganos internos. Y durante la primera guerra mundial el médico checo
Hyneck hizo estudios detallado s sobre los soldados que eran condenados al cruel
castigo de ser suspendidos de los brazos. E incluso ha habido experimentos en los
que se han clavado cadáveres e n cruces.

De estos experimentos a medio camino entre lo macabro y lo cruel se ha llegado a la


conclusión de que no era en absoluto imposible para un crucificado hablar (eso sí,
con bastante esfuerzo), sobre todo en los primeros momentos de la crucifixión, tal
y como parece desprenderse de los evangelios. Los más recientes experimentos
médicos no hacen más que confirmar todo cuanto nos dicen otras fuentes
primitivas (completamente ajenas a la Escritura y por tanto fuera de toda sospecha)
en las que se hace hablar a los crucificados.

Descartadas las dificultades «físicas», muchos críticos siguen oponiendo las


«psicológicas». Son los que consideran artificial el diálogo entre los tres crucificados
y lo atribuyen a un especialista de la «puesta en escena» que en este caso sería San
Lucas. A este respecto sacaremos a colación las reflexiones basadas en trágicas
experiencias —de Shalom ben Chorin: «El que los dos se burlaran de Jesús resulta
un comportamiento psicológico completamente natural. Entre los prisioneros
políticos de los campos de concentración se ha dado muchas veces la siguiente
situación: Los intelectuales se hallan particularmente expuestos al odio y las burlas
de sus compañeros de cautiverio pertenecientes a un bajo nivel social, en la
medida en que estos últimos sienten la humillación de los superiores a ellos como
una victoria in extremis de su ego sobre la absurda destrucción que les aguarda».

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Otra objeción se encuentra en la propia narración evangélica. San Juan guarda
silencio, San Lucas diferencia el comportamiento de los «ladrones», y sin embargo
San Mateo y San Marcos afirman que los dos insultaban a Jesús. ¿Es esto una
contradicción? Aquí hay que decir que muchos exégetas (incluso los
«independientes» y «no confesionales») están de acuerdo con el católico Giuseppe
Ricciotti. Este investigador ha demostrado cómo los evangelistas se adaptaron al
uso de «plurales categóricos» que son habituales en las lenguas semíticas. Así, se
habla de «los soldados», «los discípulos», «los sacerdotes», «los escribas» ... De
acuerdo con los usos orientales, lo que dice o hace una sola persona
perteneciente a un determinado grupo se expresa en plural, como si se tratara del
grupo en su totalidad. Por tanto, los dos primeros evangelistas se referirían al «grupo
de los ladrones» al utilizar un plural que no es en absoluto contradictorio con el
singular empleado por San Lucas.

No han faltado comentarios irónicos sobre aquel «Jesús, acuérdate de mí cuando


llegues a tu reino» porque aquel crucificado no era teólogo, ni podía saber quién era
exactamente su compañero de suplicio, y ni mucho menos habría podido expresar
un sentimiento de fe que no podía tener. Mas una objeción de este tipo resulta
completamente gratuita, sobre todo desde el momento en que existe una voluntad
de negar los hechos que prescinde de los textos que supuestamente pretende
analizar. Los cuatro evangelistas, sin excepción, mencionan que la causa de la
condena de Jesús estaba expuesta sobre la cruz a la vista de todo el mundo (y en tres
lenguas: hebreo, latín y griego). Asimismo, los cuatro se refieren a que en el rótulo
se presentaba a Jesús como «rey de los judíos». Se sabetambién que todos los
varones judíos (el único caso en el mundo antiguo) sabían leer, con objeto de
que pudieran tener como conocimiento de la Escritura. Por tanto, el «buen
ladrón» bien pudo terminar hablando del «reino» y pedir a aquel «rey» que no
se olvidase de él.

Tampoco debemos olvidar que Jesús no era en absoluto un desconocido, y menos


entre los zelotes a los que debía pertenecer aquel condenado. En ese grupo debían
de observarse con gran atención las actividades de aquel rabí galileo y es muy
probable, viendo sus nombres, que dos de los apóstoles también provinieran de los
zelotes.

Asimismo, hay que recordar la costumbre romana de despachar los diversos


procesos judiciales uno tras otro, desde las primeras horas de la mañana, y se
solía reunir a todos los procesados en una misma sala en la que se resolvían los
juicios. Así pues, es muy probable que esa misma mañana los dos «ladrones»
estuvieran presentes en el proceso de Jesús, para inmediatamente ser juzgados y
condenados después de él. Además, los romanos ejecutaban sin dilación sus
sentencias de muerte, en el mismo día de la resolución judicial.

Hay que destacar muy especialmente (ya insistiremos más en ello en un


próximo capítulo) que la inscripción que fue colocada sobre la cruz de Jesús responde
por completo a lo que sabemos hacían los romanos en estos casos. La inscripción
recibía el nombre detitulus y consistía en una tablilla blanqueada con cal sobre la que
se escribía con letras en negro o en rojo. Se trataba de una imposición legal para
que fuese conocido el motivo de la condena. La pena de muerte —y sobre todo
una tan cruel como la crucifixión— tenía para el legislador un carácter disuasorio, y
su contemplación debía servir para atemorizar y alejar del ánimo que se imitase

65
la conducta de los crucificados.

Por tanto, se hacía necesario indicar con toda claridad el motivo de la condena.
Una claridad que también pasaba por su inscripción en las diferentes lenguas
habladasen aquel lugar. En el caso del Israel de aquella época, se trataba de la lengua
l ocal (hebreo o arameo), de la lingua franca (griego), y de la lengua de los
dominadores romanos y del propio Pilato (latín). Así pues, es verdad lo que los
cuatro evangelistas nos dicen acerca del titulus. Y no es menos cierto lo de las tres
lenguas utilizadas para la inscripción, teniendo en cuenta que recientes
descubrimientos arqueológicos han demostrado la existencia de inscripciones
precisamente en esas mismas lenguas.
En opinión de muchos investigadores, estamos ante uno de los pasajes del relato
evangélico en los que resalta con más fuerza la verdad de los hechos. Así lo
piensa, por ejemplo, Josef Blinzler, hombre de por sí bastante equilibrado incluso
cuando tiene que rebatir opiniones radicalmente opuestas a la suya. Pero refiriéndose
a Rudolf Bultmann, Blinzler no puede dejar escapar un desahogo: «La negación de
la historicidad de la inscripción forma parte de las aberraciones de la crítica. Y
dejando de lado toda cortesía y prudencia, termina diciendo: «No cabe
absolutamente ninguna duda: la inscripción es histórica».

Es rigurosamente histórica la práctica del crurifragium por parte de los verdugos


para acelerar la muerte de los que habían sido colgados. De ello hablan las fuentes
antiguas extrabíblicas, aunque sólo nos dicen que se utilizaban para ello clavos de
hierro.

Pero hasta 1968 no hemos podido disponer de pruebas materiales al respecto.


En esa fecha, y en unas excavaciones efectuadas en Giv'at ha Mitvar, al norte de
Jerusalén, arqueólogos del Estado de Israel dieron con los restos de 335
esqueletos de judíos que vivieron en el siglo I. Probablemente fueran víctimas
del asedio romano de Jerusalén en el año 70. De todos los exámenes médicos y
antropológicos se desprendió claramente que habían muerto de forma violenta.

Y en una especie de ataúd sobre el que resultaba legible el nombre de «Juan»


(otros signos inscritos parecían decir «hijo de Haggol») se hallaron los restos de un
joven deunos treinta años, de un 1,67 m. de estatura. El calcañar de su pie derecho
estaba adosado al izquierdo por medio de un clavo, que aún conservaba, de unos
18 cm de largo. Entre la cabeza del clavo y los huesos, se halló un pedazo de
madera de acacia a la que se había adherido una astilla de la madera de olivo
de la que estaba hecha la cruz. Las piernas del infortunado «Juan» aparecieron
fracturadas, pues sus tibias debieron de haber sido golpeadas con una maza. Esta
fue la primera prueba concreta de la verdad de la técnica del crurifragium.

Terminemos diciendo que, desde una perspectiva de fe, los otros dos crucificados
junto a Cristo parecen haber tenido también la función de contribuir a dar testimonio
de la verdad de los evangelios y a reafirmar una vez más que lo que nos narran esos
textos forma parte de la historia y no de la leyenda.

IX. «Su mujer le mandó a decir...»

66
HEMOS profundizado a lo largo de tres capítulos lo más posible en el misterio de
Judas Iscariote. Hemos dedicado dos a otro de los «malvados», Barrabás. Y
hemos visto también en el capítulo anterior todo lo que la Historia nos puede decir
de los «dos ladrones», compañeros de Jesús en la cruz en aquella mañana de un
viernes de Pascua.

Pero ahora, después de haber navegado por aguas agitadas, nos iremos a otras
más tranquilas. Las que representan, por ejemplo, a una mujer. Nos referimos a la
mujer del Procurador de Judea, a la esposa de Poncio Pilato. La que, según una
muy antigua tradición, tenía al mismo tiempo bondad de carácter y hermosa
belleza.

De los personajes que hemos visto hasta el momento, nos hablan los cuatro
evangelistas (con sus diversas peculiaridades), pero esta mujer sólo es citada y de
modo inesperado por San Mateo. Aparece en un solo versículo incardinado, como si
fuera entre paréntesis, en el episodio de Barrabás.

Estamos en el momento en que el gobernador se juega su última carta, haciéndose


la ilusión de que puede ser la decisiva, y pide al pueblo que señale a quién debe
aplicar el «privilegio de Pascua», ¿a Jesús o a Barrabás?

Pilato parece convencido de que la multitud no preferirá un «ladrón» y asesino


al rabbí galileo que hasta el momento era un personaje popular, casi venerado.
Una vez hecha la pregunta («¿A quién queréis que os suelte?») Y antes de
continuar la narración con «pero los príncipes de los sacerdotes y los ancianos
persuadieron a la gente para que pidiese a Barrabás e hiciese perecer a Jesús»,
Mateo inserta inesperadamente el episodio de la mujer de Pilato, que además
solamente relata él

Esto dice el versículo 19 del capítulo 27 de San Mateo: «Mientras estaba sentado
en el tribunal, su mujer le mandó a decir: <No te metas con este justo, porque hoy,
en sueños, he sufrido mucho por su causa=».

Si leemos el original griego, la traducción literal sería algo así como: «No tengas
nada ver con ese justo», y la Vulgata emplea la expresión también bastante literal:
«Nihil tibi el iusto illi». A nosotros nos gusta la traducción italiana de Pietro
Rossano de «no asumas ninguna responsabilidad hacia ese justo» que parece
reflejar acertadamente el clima psicológico en que debió desenvolverse el
episodio. Por el mismo motivo pensamos que el término «justo» (dikaios en griego)
debería ser sustituido por el de «inocente». Más adelante explicaremos las razones
para ello.

Ni que decir tiene que para los críticos «radicales» este versículo, como tantos otros,
procede de una interpolación con origen en una invención fantástica o en los
intereses de la primitiva comunidad cristiana. Concretamente uno de los clásicos
detractores, Charles Guignebert, dice: «Se trata de una variante legendaria sobre
el tema de la buena voluntad de Pilato. Este episodio nos sitúa plenamente en
el clima de fantasía de los apócrifos». Y por su parte, Alfred Loisy opina: «La

67
intervención de la mujer de Pilato fue inventada para justificar al procurador».

Podríamos añadir otras muchas opiniones que sostienen este punto de vista, pero
todas defienden con la misma convicción que se trata de una leyenda.

Pero no podemos ocultar que en este tema la posición de investigadores cristianos


(no sólo protestantes «liberales» o «desmitificadores» sino incluso católicos) que
parecen dar la razón a los que en otro tiempo se calificaba de «incrédulos». Citaremos
a modo de ejemplo la monumental obra norteamericana The jerome Biblical
Commentary, cuya traducción italiana fue publicada por Queriniana en 1973, bajo el
título de Grande comentario bíblico. De ese mismo año es el Imprimatur concedido
por el obispo de Brescia. Y el prólogo muy elogioso se debe a Cario Maria Martini,
más tarde cardenal arzobispo de Milán y entonces rector del Pontificio Instituto
Bíblico. El comentario al episodio que estamos analizando, en esta obra con firmas
de varios prelados y redactada por profesores de universidades católicas de Estados
Unidos, es frío y conciso: «Se considera una leyenda el episodio de la mujer de
Pilato». Nada más y nada menos.

En idéntica línea se mueve Jean Pierre Lémonon, que en 1981 publicó su muy
completa obra Pilate et le gouvernement de la judée. Lémonon es un sacerdote,
profesor de la facultad de Teológia del Instituto Católico de Lyon, y también su obra
lleva los correspondientes Nihil obstat e Imprimatur. Esta es la opinión de Lémonon,
que también despacha rápidamente la cuestión: «El versículo 19 del capítulo 27 es
obra de Mateo. Importa poco lo que tome de elementos procedentes de una
leyenda o que él mismo la haya elaborado».

En otro pasaje de su obra, Lémonon vuelve a decir: «Nuestro estudio literario ha


llegado a la conclusión de que este versículo es una invención tardía». Pero en
las páginas de su libro, por más que intentemos buscarlo, no hay ningún indicio de
ese «estudio» como para llegar a una conclusión definitiva. Lo único que hace este
investigador francés es remitir en una nota a obras de autores ingleses. Pero se
trata de obras que llegan a conclusiones negativas para la historicidad basándose
sobre todo en el hecho de que el episodio de la mujer de Pilato parece estar mal
colocado, prácticamente encorsetado en el episodio de Barrabás. Mas no vemos
por qué esto ha de llevar a conclusiones tan apresuradas y radicales.
Pero estas incongruencias de estilo, este tipo de inserciones son frecuentes en los
evangelios y no indican necesariamente que se trate de una «interpolación tardía».
Quizás la explicación resida en que los copistas hayan alterado el orden de
determinados versículos por creerlo así más conveniente. Y en efecto, es posible
comprobarlo en las variantes que los diversos manuscritos y «códices» presentan
entre sí.

Conviene no olvidar tampoco otra observación de tipo general: Ninguno de los cuatro
evangelistas era escritor de profesión. Todos ellos eran aficionados y muy
probablemente ellos no hayan escrito personalmente, sino que han dictado a uno de
sus discípulos. Que su nivel cultural no era precisamente refinado lo demuestra
el griego que emplean, la diálektos, la lengua «vulgar» o del pueblo. Se ha
comprobado que ignoraban todos los recursos y técnicas de los escritores
profesionales y se veían en dificultades cuando —por ejemplo— tenían que hacer
hablar a más de dos interlocutores a la vez. Con frecuencia, el paso de un episodio
a otro se hace en términos de lo más elemental, lejos de un estilo elegante que,

68
por otra parte, tampoco buscaban. Y en nombre de todos los apóstoles, Pablo
recordará a los corintios que aquellas formas de expresión «toscas» no eran
motivo de vergüenza sino de gloria.

Si conocemos todo esto, no nos parece que sea decisivo, para demostrar que se trata
de inserciones tardías, únicamente el hecho de que Mateo no maneje correctamente
los paréntesis y haga aparecer de repente a la mujer de Pilato en medio de la pregunta
de su marido y la respuesta de la multitud.

No negamos la posibilidad de que las cosas sean como dicen estos exegetas católico
s, pero no nos parece justificado que se niegue la hipótesis contraria con tanta
seguridad. No es suficiente con la filología. Las observaciones literarias, hechas
exclusivamente sobre el texto, deben ser completadas con las informaciones de la
historia, la arqueología e incluso la psicología.

Inserta dentro de una perspectiva que abarca todos los campos, la investigación da la
razón a Josef Blinzler que afirma: «Este episodio no contiene nada que no sea
concebible desde el punto de vista histórico». Y añade a continuación: «Se puede
incluso demostrar que a los gobernadores romanos de la época de Tiberio les
era permitido llevar consigo a sus esposas. Asimismo, otras fuentes nos informan
de romanas nobles que estaban interesadas por la religión judía. Por tanto, no
hay nada que nos induzca a pensar que el sueño de esta mujer deba interpretarse
como un milagro».

Así pues, se hace necesario una vez más confrontar el evangelio a la luz de la
historia.

En primer lugar, y siguiendo el orden de las observaciones de Blinzler, es


evidente que la hipótesis de la «leyenda» se confirmaría si las fuentes nos
demostrasen que la mujer de Pilato no podía encontrarse junto a su marido, mientras
éste desempeñaba su cargo en Judea. Pero también en este caso, se podría aventurar
que el procurador era soltero cuando vino de Italia o que hubiese enviudado durante
su estancia en O riente, casándose o volviéndose a casar en el ejercicio de su cargo.

Pero tampoco hace falta tener una certeza semejante. Sabemos con plena seguridad
que la situación narrada por los evangelios es del todo verosímil. Tal y como relata
Suetonio, Augusto autorizó a los altos funcionarios de su imperio que fueran visitados
por sus esposas únicamente durante la época invernal. Es decir, que su llegada debía
producirse antes de que se declarase «cerrado» el mar, a finales del otoño, y su
salida debía efectuarse al comienzo de la primavera, cuando ya se había reanudado
la navegación. Pero aquella norma tenía excepciones, y ante las protestas que
suscitó terminaría decayendo con Tiberio, el sucesor de Augusto, durante cuyo
reinado tuvo lugar el drama de Jesús. Sabemos por Tácito que en el año 21 d.
de C., un senador llamado Cecina propuso un nuevo decreto de prohibición de las
visitas (al menos para determinadas sedes y funciones), pero su propuesta fue
rechazada por el Senado.

Por tanto, en el año 30, fecha muy probable del proceso de Jesús, el procurador de
Judea —al igual que otros muchos de sus colegas de los territorios por los que se
extendía el Imperio Romano podía perfectamente encontrarse en Jerusalén,
proveniente de Cesárea Marítima, capital de la provincia, y estar acompañado de su

69
mujer... Y con esto queda resuelto un primer problema sobre la presunta
inverosimilitud del episodio.

Volvamos al segundo de los puntos analizados por Blinzler. Sabemos que muchas
mujeres romanas (sobre todo de familias acomodadas) se interesaban por la religión
judía, hasta el punto de hacerse «temerosas de Dios» o «próselitas» y aceptar la
práctica de almenos una parte de las normas de la Torah. Semejante costumbre
penetró incluso en el propio palacio imperial. Según Tácito, llegó a ser «prosélita»
Popea, por cuyo amor Nerón, unos treinta años después de la muerte de Jesús,
ordenó la muerte de su esposa Octavia. Esta especie de moda entre las mujeres
(que a menudo solía ser sincera) de interés por el judaísmo se extendió hasta el
punto de ser objeto, a finales del siglo I, de una de las mordaces sátiras de Juvenal.

Si esto era frecuente entre las matronas que vivían en Roma, ¿por qué no pensar otro
tanto de esta misma matrona, que tenía la suerte de vivir en la misma Judea,
de donde era originaria la religión que fascinaba a tantas mujeres a lo largo del
Imperio? Por tanto, es completamente verosímil que esta mujer se interesara
por la suerte de Jesús, sin necesidad de dar crédito a los evangelios apócrifos, que
hacen de ella una seguidora de Jesús durante su vida pública y, sobre todo,
después de su muerte. Para los cristianos griegos, la mujer de Pilato se ha convertido
en Santa Claudia Prócula (o Procla) y celebran su fiesta el 27 de octubre. Los etíopes
la veneran como Santa Abroqla el 19 de junio. Es interesante, además de muy
hermosa, la aclamación litúrgica que le dedica la Iglesia ortodoxa griega: «¡El Señor
te tenga a su lado, Procla, el mismo que estuvo junto a tu marido, Pilato!» No
menos interesante es la invocación de los etíopes: «¡Salud a Pilato que se lavó las
manos para demostrar que era inocente de la sangre de Jesucristo! Salud también
a su mujer, Abroqla, que le mandó a decir: "¡No le hagas ningún mal! ¡Porque ese
hombre es inocente y justo!"».

No es necesario que creamos en una mujer de Pilato cristiana, y además santa.


Peronos parece adecuado, como ya hemos dicho antes, traducir el término dikaios
del relato por «inocente», que encaja más en el concepto judicial, en lugar de
«justo», término que en Israel tenía connotaciones religiosas.

Para quien conozca la eficacia del espionaje romano en las regiones periféricas
deImperio, es evidente que si Procla (o comoquiera que se llamase) hubiese estado
interesada por el judaísmo, no habría podido estar mejor informada y, por tanto,
hubiera podido quedar impresionada por la predicación de aquel joven rabbí, por
lo que seguramente conocería la verdad sobre él mucho mejor que su marido.
Además, Pilato no era en absoluto un «prosélito», sino que —como atestiguan las
fuentes— no perdía ocasión de manifestar su desprecio hacia todo lo que fuese judío.

Muy probablemente Pilato habría leído distraídamente los informes sobre las
actividades de Jesús que, por otra parte, se desarrollaban en Galilea, región que
no estaba directamente bajo su dominio. ¿Acaso no intentó remitir a Jesús al
que sería su juez «natura l», el rey vasallo de Roma Herodes Antipas, tetrarca de
Galilea?

En cambio, la mujer de Pilato no tenía por Jesús un interés político, o más bien
policial, como el de su marido, y, por tanto, bien habría podido —si así lo hubiese

70
querido— estar al corriente de las actividades y enseñanzas de Jesús y creer que
fuese dikaios, inocente, no siendo necesariamente una de sus seguidoras. No
olvidemos tampoco que, como esposa del procurador, debió saber lo que había
sucedido en el sepulcro, e incluso tener la posibilidad de interrogar a los
atemorizados soldados que habían presenciado la resurrección. Así pues, no es
del todo inverosímil que la «Claudia» que, junta «todos los hermanos de Roma»,
manda saludos a Timoteo en la segunda carta que ledirige San Pablo (2 Tim 4, 21)
fuera Claudia Procla, para entonces anciana y viuda. Se trata de una hipótesis
apasionante, pero perfectamente prescindible.

Recordemos ahora otro de los puntos desarrollados por el profesor Blinzler: «No hay
nada que nos induzca a pensar que el sueño de esta mujer deba interpretarse
como un milagro». Pese a lo afirmado por Guignebert («Este episodio nos sitúa
plenamente en el ambiente de fantasía de los apócrifos»), el versículo de Mateo es
sobrio y conciso, muy distante de cualquier milagrería, tal y como sucede en los
evangelios canónicos que nunca hacen alarde de prodigios innecesarios.

Se nos habla aquí de un «sueño», de un hecho natural, y no de una «visión» o


fenómeno sobrenatural. Un sueño del estilo de aquellos (de acuerdo con una
costumbre muy extendida en la Antigüedad, lo mismo entre los judíos que entre los
paganos) a los que San Mateo concede una mayor atención —por ejemplo 1, 20 y
2, 12 − 13 y 19— que todos los demás evangelistas. Ello podría explicar porque
únicamente en San Mateo hay una referencia a este sueño, lo que parece asimismo
contradecir la tesis de la interpolación del versículo exclusivamente por razones
filológicas, y así este episodio queda englobado dentro del «estilo» general del
primer evangelio. Por otro lado, el carácter legendario del episodio puede también
ser desmentido por el hecho de que las normas generales del folletín popular
habrían requerido una irrupción repentina de la mujer de Pilato en el pretorio, e
incluso una escena dramática en que ella se hubiera interpuesto entre Jesús y su
marido, o entre Jesús y los príncipes de los sacerdotes. Sin embargo, el evangelio
se limita a emplear un descarnado apésteilen pros autón, en el original griego,
mientras que la Vulgata emplea misit ad eum, «le mandó a decir».

La sobriedad del relato evangélico contrasta con los apócrifos como las Memorias
de Nicodemo que en este episodio presentan de forma directa (como siempre
hacen esos textos) un enfrentamiento entre los judíos y el procurador. Este les
recuerda que su mujer es «temerosa de Dios» y, por tanto, amiga de Israel.
Cuando ellos reconocen que eso es verdad, Pilato, en un auténtico golpe teatral, les
comunica el aviso que le ha enviado su mujer. Y estas memorias apócrifas hacen
decir a los dirigentes judíos: «¿No te habíamos dicho que ese hombre es un mago?
Mira cómo ha enviado a tu mujer los fantasmas de los sueños».

No hay que minusvalorar una respuesta de esta clase que parece tener el sello
característico de las acusaciones de magia (que se encuentran en el Talmud, y en
gen eral, en toda la tradición judía, respecto al cristianismo primitivo) por las que
Jesús fue condenado a muerte. Por tanto, si tenemos en cuenta que Mateo es un
judío que escribe para los judíos, cabe preguntarse aquí respecto de una posible
invención: Cui protest?, ¿A quién aprovecha?

No convenía a la imagen de Jesús, puesto que la inserción del sueño en el relato

71
podría servir de apoyo a aquella imagen de hechicero que trataron de construir
en Israel en torno a Jesús. Y que este riesgo existía (y San Mateo no lo ignoraba)
se demostró asimismo en la Edad Media, cuando muchos autores sostuvieron que
aquel sueño era una artimaña de Satanás para impedir la Pasión de Cristo y, por
consiguiente, la Redención.

¿Convenía entonces el episodio a la reputación de los romanos y, en particular,


a la de su representante en Judea? Los partidarios de la no historicidad del relato no
tienen dudas al respecto y se preguntan sobre los presuntos motivos para una
interpolación tardía: «Se inventó para poder justificar mejor a Pilato» (Loisy); «es una
variante legendaria sobre el tema de la buena voluntad del procurador»
(Guignebert). En la misma línea están Rudolf Bultmann y gran parte de los
investigadores cristianosde nuestros días, sean protestantes o católicos.

Pero si pensamos un poco, en realidad, las cosas son, al contrario. Pilato nos
da la imagen no sólo de un hombre testarudo e inmoral, sino también de alguien
que no teme ni a Dios ni a sus dioses. En aquel proceso no sólo no escucha las
razones de la justicia ni la voz de la conciencia, ni tampoco las advertencias
celestiales por medio de los sueños, unas advertencias sobre cuya fiabilidad
coincidían tanto los monoteístas judíos como los politeístas paganos.
Dice Giuseppe Ricciotti: «Escéptico respecto a teorías filosóficas y disquisiciones
sobre la verdad y el error (Quid est veritas?), Pilato debía ser bastante sensible a
los signos y misterios que tanta aceptación tenían entre los antiguos. Toda Roma
sabía perfectamente que Julio César habría evitado las veintitrés puñaladas de los
fatales Idus de marzo si hubiera escuchado a su mujer Calpurnia que le había
rogado que aquel día no acudiese a la Curia, ya que la noche anterior lo había visto
en sueños atravesado por muchas heridas. El caso de Calpurnia bien podría
haber estado en la mente de Pilato...».

Pilato es un representante del Imperio que no escucha ni las voces de la tierra


ni las del cielo, ni tampoco las provenientes de la historia sagrada de Roma. ¿Cómo
se le puede justificar entonces? Por el contrario, y lejos de disminuir su
responsabilidad, la intervención de su mujer parece reforzarla, remarca más si cabe
su desidia, su injusticia, sus oídos sordos a cualquier llamada, incluyendo las
procedentes del misterio. No es casual que la Iglesia ortodoxa griega venere como
santa a su mujer, pero no a él. Después de todo, ella cumplió con su deber, pero
no él, pues no quiso escucharla.

Diremos una vez más que hay que andarse con mucho cuidado para dar por
buenas las «motivaciones» que cierta crítica cree descubrir detrás de cada
versículo con objeto de demostrar su falta de veracidad. No conviene olvidar que
los profesores alemanes de exégesis que influyen en tantos de sus colegas latinos
son maestros en el arte de la psicología, la intuición y la sutileza. Este episodio
es uno de los casos en que creemos que el error de bastantes investigadores
(que sin duda actúan de buena fe, en su mayoría) se hace particularmente
evidente. ¿Acaso no lo da a entender su hipótesis de que haber desoído el aviso
de su mujer, instrumento del Misterio, significa una mejora de la imagen de
Pilato?

Para terminar con el estudio de este versículo (una prueba más de que los evangelios

72
son inagotables y de que toda una inmensidad parece abrirse a quien guarda
bien cada una de sus palabras), no dejaremos de señalar un «elemento de
discontinuidad» que también nos pone en guardia contra aquellos que desearían
liquidar de manera expeditiva la historicidad del versículo en cuestión.

Este episodio es un ejemplo más de la diferencia entre los evangelios y el mundo


judío (y también el pagano) respecto al papel desempeñado por la mujer. Ya
hemos indicado anteriormente que en los relatos de la Pasión, Muerte y Resurrección
de Jesús la mayoría de los hombres son miserables o verdugos. En cambio, las
mujeres dan ejemplo de misericordia, coraje y verdad. Mientras los apóstoles huyen,
al pie de la cruz queda la presencia amiga de las mujeres. Sólo queda Juan entre
ellas, pero es la excepción que confirma la regla. También son femeninas las manos
que intentan llevar un poco de consuelo al condenado mientras, con la cruz a
cuestas, se dirige hacia el Gólgota. Mujeres son asimismo las que en la mañana
de Pascua se dirigen hacia el sepulcro. Y, por último, mujer es María Magdalena
quien recibirá el mensaje más importante e inesperado.

De una mujer que quiere justicia es la voz que llega hasta el tribunal de Pilato
mientras los hombres, y solamente ellos, de culturas y razas diversas se unen
para cometer una injusticia. Esto también nos tiene que hacer reflexionar: ¿Por qué
Mateo, un judío profundamente inserto en la cultura de su pueblo habría «inventado»
algo e n lo que la desidia del varón contrasta con la valentía de la mujer?

Es otra pregunta sobre la que nos parece vale la pena reflexionar.

X. Bajo Poncio Pilato,

HASTA ahora apenas hemos esbozado el personaje de Poncio Pilato, aunque de


pasada hemos tenido que hablar de él en diversas ocasiones. Es hora pues de que lo
abordemos directamente. Pilato pertenecía a la noble familia de los Poncios,
originaria probablemente del territorio samnita próximo a Benevento. Fue el quinto
gobernador romano de la provincia de Judea donde residió por espacio de diez
años, entre el 26 y el 36.

Pilato tuvo que actuar en calidad de juez en nombre del Imperio en la fatídica víspera
de la Pascua del año 784 de la fundación de Roma en aquella sombría ciudad de
Jerusalén en que, aunque sagrada para cualquier israelita piadoso, le resultaba tan
insoportable permanecer y acudía solo por obligación durante las festividades de la
primavera. Durante el resto del año prefería mil veces, para su gusto de hijo de una
civilización clásica, la nitidez del mar y de la arquitectura grecorromana de Cesárea.

Tuvo que intervenir en aquella mañana para juzgar al menos a cuatro hombres:
Barrabás, los dos «ladrones» (que probablemente pertenecían al mismo «comando
terrorista» que él) aquel ridículo pretendiente al título de rey, aquel extraño
predicador de Nazareth llamado Jesús. Entre aquellos cuatro tenía que elegir al
que debía beneficiarse del privilegio pascual, que suponía una inesperada puesta
en libertad.

73
Ya hemos hablado antes de Barrabás y de sus probablemente seguidores. Y
asimismo nos hemos referido a la mujer del juez, buscando siempre demostrar la
veracidad histórica del marco general del relato. Al examinar a estos personajes
de cerca, con métodos de racionalidad (y de los conocimientos que tenemos de
aquella época), hemos visto que estas figuras secundarias no podían ser descartadas
a priori como inverosímiles. Si no nos hemos engañado, creemos haber
demostrado cómo todas las piezas encajan en este drama que los evangelios nos
relatan haciendo una llamada a nuestra esperanza y que se presenta en forma de
crónica, y nunca como una narración legendaria.

¿Son verdad los versículos en griego que componen los evangelios? Para creerlo,
debe actuar en profundidad ese misterioso quid que llamamos «fe». Pero
nosotros nos movemos a un nivel más simple, el de la razón con el que todos
están de acuerdo —sean o no creyentes— para demostrar que son «verosímiles».

Aquellos tres procesados que comparecieron ante el procurador romano y que hemos
analizado anteriormente, salieron del anonimato únicamente porque quedaron
ligados al destino de Jesús. Sin Jesús, nada hubiéramos sabido de ellos. Por
el contrario, las fuentes antiguas sí que nos hablan —en diversos lugares, y con
relativa frecuencia— de Poncio Pilato.

El paso de Pilato por la historia no fue algo irrelevante. Lo reconoce hasta el mismo
Rudolf Bultmann que, como ya dijimos al principio de este libro, siempre se negó
a viajar a Tierra Santa, temeroso de que sus esquemas a priori entraran en crisis
al contacto con aquellas piedras y lugares. Decía aquel príncipe y padre de todos los
desmitificadores que «la existencia de Jesús aparece delimitada por dos puntos
extremos de referencia». Vienen a ser como dos eslabones que enmarcaran los
evangelios en el tiempo y le dieran consistencia. Al principio, está Juan el Bautista,
y al final, el gobernador Poncio Pilato.

Se trata de dos personajes verificados desde el punto de vista histórico, pues de ellos
dan también testimonio fuentes fuera de toda discusión y ajenas al Nuevo
Testamento.

El Bautista hace referencia al Israel más profundo, en la tradición profética de la


Torah. Para los cristianos, es el nexo de unión con el Antiguo Testamento y al
mismo tiempo debía de estar en relación con las corrientes más vivas del judaísmo
de la época de Jesús, en concreto con la comunidad esenia que tenía su sede
principal no lejos de donde él bautizaba.

Poncio Pilato equivale a Roma, es decir al mundo. Es un testigo universal, el


eslabón que enlaza los relatos evangélicos con la historia.
A las fuentes escritas sobre Pilato, hay que añadir desde 1961 la piedra encontrada
por la expedición arqueológica del lstituto lombardo di scienze e lettere de Milán. Se
trata del peldaño de una escalera perteneciente a un ala añadida tardíamente al
anfiteatro de Cesárea Marítima, capital romana de la provincia de Judea, y que
debió formar parte con anterioridad de una lápida. Para adaptarla a su nuevo
uso, la piedra —un bloque de caliza de 82 cm de alto y 68 de largo— había sido
tallada en su parte izquierda, pero en la derecha todavía persistían tres líneas bien
legibles, gravadas con intensidad, y que estaban formadas por los siguientes

74
caracteres: (...)S TIBERIÉUM / (..)NTIUS PILATUS/ (...)ECTUS IUDA (...)E. Hay también
una cuarta línea, pero que está borrada por entero y sólo puede leerse en ella un
acento agudo.

Han sido numerosas las hipótesis para reconstruir el texto, pero en esencia todas
están de acuerdo en algo que resulta evidente hasta para el más profano: se
trata de una dedicatoria que Poncio Pilato, prefecto de Judea, hizo colocar sobre un
tiberiéum, es decir, sobre una construcción (que pudo ser un templo, una columnata
o un edificio administrativo) dedicada a su emperador, Claudio Tiberio.

«La falta de certeza sobre algunos aspectos en particular de su interpretación»,


señala Jean Pierre Lémonon, «no debe hacernos olvidar el triple interés que tiene
esta inscripción para profundizar en el conocimiento de Pilato. Da fe de su gobierno,
de su cargo oficial en la administración del imperio y de su devoción por el
emperador, por lo menos oficialmente». El extraordinario hallazgo se conserva
en la actualidad en el Museo de Israel, en Jerusalén, pero las autoridades
israelíes, en señal de agradecimiento a los arqueólogos italianos, les entregaron una
copia exacta y de tamaño natural que puede contemplarse (y meditar sobre ella,
cosa que ha hecho de vez en cuando el autor de este libro) en el Museo
arqueológico municipal de Milán, sito en el céntrico Corso Magenta.

Por otra parte, hace ya muchos siglos que la figura del prefecto de Judea sirve
de base a toda clase de reflexiones. Desde los antiguos apócrifos a los novelistas
y poetas, sin olvidar a los guionistas y realizadores cinematográficos creyentes y
no creyentes —, todos han reflexionado sobre el extraordinario destino de un
burócrata, de un italiano del sur, envuelto en una historia— en la Historia por
excelencia, la de la salvación —infinitamente más grandiosa que él y de la que
probablemente no advirtiese la importancia. Es conocido el relato de Anatole
France, premio Nobel de Literatura en 1921, que se imagina a un Pilato, por entonces
retirado, y que se cura de su reumatismo en las termas de Bayas. Allí es abordado
por un amigo, que sabe que ha sido gobernador de Judea y que durante su
mandato fue crucificado aquel profeta a cuyos seguidores, en los barrios bajos de
Roma, se ha unido una de sus jóvenes esclavas, Lamia, tras haber abandonado a su
señor. Escribe Anatole France: «A esta pregunta, Pilato arrugó las cejas, como si
tratara de rebuscar en su memoria. Y, tras unos instantes de silencio, murmuró:
¿Jesús? ¿Has dicho Jesús de Nazareth? No lo recuerdo...».

Se puede dar rienda suelta a la fantasía, al carácter de documentos históricos sobre


el destino posterior de Pilato, después que en el 36 (probablemente seis años
después de la muerte de Jesús) el emperador le hiciera volver a Italia para
responder de una matanza de samaritanos, que eran fieles a Roma (a diferencia
de los judíos) y que por tanto debían ser respetados al formar parte de la estrategia
imperial del divide et impera y del parcere subjectis et debellare superbos. Lo
único que sabemos es que, cuando el antiguo prefecto de Judea volvió a su
patria, en la primavera del 37, Tiberio había muerto no hacía mucho tiempo.

A partir de ahí, todo fue posible. Por ejemplo, que fuera juzgado y ejecutado por el
sucesor de Tiberio, aquel tipejo llamado Calígula que, entre otras cosas apresuró el
fin de quien le había designado su sucesor asfixiándole con una almohada. O que
se suicidara en el exilio —tal y como señalan muchos apócrifos y muchas
persistentes y extrañas leyendas que vinculan su figura al Ródano y a lugares como

75
la Galia, Vienne y Helvecia, junto a cuya ciudad de Lucerna se alza el monte Pilato
para escapar a sus remordimientos. O que, por el contrario, Pilato abrazara la
doctrina de aquel que había enviado a la muerte, por mediación de su mujer que
como hemos visto, debía estar interesada, al igual que numerosas matronas
romanas, en la religión y que muy probablemente fuera «prosélita». No sabemos
nada más de Pilato y nada sabremos, a no ser que se descubran nuevos
testimonios.

Lo que sabemos —especialmente los creyentes que asisten a misa— es que se


menciona s u nombre al recitar el Credo. Probablemente se refiera a esto el Pilato del
film Jesucristo Superstar cuando, invadido por un terrible presentimiento, canta
angustiado en medio de la noche: "He soñado que millones de personas, durante
miles de años, repetirán día tras día mi nombre. Y dirán que la culpa ha sido
mía".

Entre los muchos escritores que han dedicado obras a Pilato, destacaremos a Gertrud
von Le Fort, una aristócrata alemana que se convirtió del protestantismo al
catolicismo, autora de muchas obras donde se combinan el talento de la escritora con
una apasionada religiosidad. Le Fort escribió una novela corta titulada La mujer
de Pilato. En ella Claudia Prócula cuenta a su esclava preferida el sueño angustioso
en el que ha visto cual será el destino de su esposo. Estas son sus palabras:
«Me encontraba en un lugar envuelto en la penumbra, en el que se había reunido
multitud de gente que parecía rezar, pero no podía distinguir sus palabras que
llegaban hasta mí de forma semejante al murmullo del agua que se siente y no se
consigue retener. Pero de repente mis oídos parecieron afinarse y desde el fondo
de aquel murmullo sombrío pareció alzarse el cristalino surtidor de una quejumbrosa
fuente. Oí, perfectamente claras y diferenciadas, las siguientes palabras: Padeció bajo
Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado... No alcanzo a comprender por
qué el nombre de mi marido estuviese en boca de aquella gente, ni intuyo el
significado de la escena. Sentí una angustia indefinible, como si las palabras que
hubiera oído tuvieran un significado sombrío y misterioso. Inquieta y confusa, habría
querido alejarme de aquel lugar, pero ahora me hallaba, mucho más oscuro y mucho
más lleno de gen te, en un lugar que me recordaba los cementerios que están a
las afueras de Roma. También aquí resonaban aquellas palabras angustiosas:
Padeció bajo Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado ... Intenté salir al
exterior, pero me encontré otra vez atrapada en un lugar que esta vez me pareció
tenía algo de sagrado. También aquí una multitud en oración pronunciaba el
nombre de mi marido...».

El relato de Claudia Prócula se prolonga a lo largo de todas las etapas de la


historia cristiana, «perseguida y perseguida, hasta el final de los tiempos», por la
repetición del nombre de su marido, que por cierto fue fijado en el Credo en época
bastante temprana, en el transcurso del siglo II, puesto que la Traditio apostolica
de Hipólito Romano, que data del 215, lo incluye como proveniente de una tradición
anterior. Por lo demás, Pablo, que escribe entre los años 63 y 64, su Primera carta a
Timoteo parece referirse a una fórmula de fe que ya había sido codificada al hablar
del «Dios que da vida a todas las cosas» y de «Cristo Jesús, que ante Poncio
Pilato dio testimonio confesando la verdad» (1 Tim 6, 13).

¿Por qué esta insistencia, además bastante temprana, sobre el nombre de un oscuro
funcionario, el único que tuvo la penosa carga de figurar en la profesión oficial de

76
la nueva fe? Para indicar algo inesperado e inexplicable, existe un proverbio alemán,
citado por algunos exégetas, y que dice: «Aparece de repente como Poncio Pilato
en el Credo».

Lo que sucede es que, al citar a Pilato, la fe cristiana quiere recordarnos que se trata
de un mensaje histórico, inserto en un lugar y en un momento precisos, y que no se
trata de un conocimiento intemporal, de una gnosis. El Credo aplica a Jesús una
serie de solemnes proposiciones teológicas que parecen transportarlo de nuestro
mundo al empírico: «Filium Dei unigenitum, ex Patre natum ante ommia saecula,
Deum de Deo, lumen de lumine, Deum verum de Deo vero, genitum, non factum,
consubstantialem Patri, per quem omnia facta sunt...». Se trata del soplo del Espíritu
que parece llenar de aire de las alturas un globo que, por sí mismo, asciende hasta
alturas inaccesibles y desaparece ante nuestros ojos. Se hace necesario que
haya un lastre, un ancla que, sin hacer descender el globo de los cielos, lo ate con
fuerza a la tierra. En esto consiste el «bajo Poncio Pilato» que súbitamente hace
quela fe entre en contacto con la historia y la proteja del riesgo —que siempre
está presente— de desvanecerse en los mitos gnósticos.

Así pues, Pilato tiene una función ad intra, de recordatorio para los cristianos,
acosados siempre por la tentación de un espiritualismo desencarnado.

Pero también tiene una función apologética, ad extra, de credibilidad de la fe. El


hacer «aparecer de repente» (por emplear las palabras del citado proverbio
alemán) a aquel funcionario de Benevento es también una respuesta de los creyentes
a los que sostienen que el relato de los evangelios no pertenece al género histórico
sino al de la leyenda. Es una referencia para la veracidad histórica de la Escritura
cristiana. Y es algo tan evidente que, hacia el año 150, el mártir San Justino, en una
polémica con los «desmitificadores» (que ya existían entonces, aunque se reconocían
paganos y no cristianos...), les desafiaba a una verificación concreta: «Lo que
verdaderamente sucedió, podéis comprobarlo en vuestros archivos, en las "actas"
de los acontecimientos sucedidos bajo Poncio Pilato».

Por el momento no nos referiremos a esas «Actas» que, si realmente existieron (si no
hubiera sido así, ¿por qué se habría arriesgado San Justino a que fuesen verificadas?),
estarían basadas evidentemente en una relación que habría sido enviada desde
Cesárea a Capri, residencia del emperador, o al Senado en Roma. Se trata de un
tema apasionante sobre el que valdrá la pena volver. Lo que ahora nos interesa
es examinar elpersonaje de Poncio Pilato a la luz de la historia y responder, hoy
más que nunca, al reto que nos lanzan los evangelios como «acontecimientos
sucedidos verdaderamente» y no como «hechos imaginarios».

Pero también hay otra consideración a la que nos lleva la aparentemente


incomprensible inserción del nombre de Pilato en la profesión de la fe. «Es
sorprendente», ha escrito Karl Lehmann, un investigador alemán de nuestros días,
«que el Credo no se mencione a los judíos y en cambio, se reserve un lugar a aquel
funcionario romano áspero y brutal». Pero si lo pensamos bien —y es lo que
hemos intentado demostrar— no es tan «sorprendente» pues responde a una
función precisa de salvaguarda de la historicidad de la fe. Es también «inexplicable»
y una fuente de problemas sobre la que pasan fácilmente de largo muchos críticos
(y son mayoría), que creen que todos los relatos evangélicos sobre el proceso de
Jesús fueron elaborados, sin muchos miramientos hacia lo que había sucedido en

77
realidad, con el objeto de disminuir la responsabilidad de las autoridades romanas y
hacer recaer sobre los judíos toda la culpa de la muerte del que era su Mesías.
Pero las narraciones evangélicas no han surgido de interpolacionesposteriores, de
modificaciones ni de invenciones con el objetivo de disminuir sino de eliminar
el peso de la responsabilidad del representante del Imperio romano y agravar en
cambio la de Israel.

En realidad, ya hemos visto que estos esquemas críticos no parecen regirse por
el análisis de los textos evangélicos.

Ni tampoco encajan en otras partes del Nuevo Testamento (que no hay que
olvidar que finaliza con el Apocalipsis, uno de los textos de la Antigüedad más
llenos de hostilidad hacia Roma, identificada con Babilonia: el mayor de los
insultos para un judío).

Y ni mucho menos son válidos en los relatos de la Pasión que se inician con el
prendimiento de Jesús en Getsemaní y en los que San Juan —en una precisión
que, como hemos visto, no era necesaria— dice que Judas llegó hasta el Monte
de los Olivos, acompañando no solamente a la guardia «de los pontífices» de la
que hablan los demás evangelistas sino también, ten spefran, una denominación
técnica que se refiere a toda la cohorte romana que estaba de guarnición en
Jerusalén y que estaba compuesta por unos 600 hombres (Jn 18, 3). Y por si el
lector no hubiera reparado en ello, poco después el evangelista cita por segunda
vez la speira y precisa que estaba mandada por o chilíarkos, es decir, la graduación
exacta del oficial. Se trata del tribunus militum, que mandaba una cohorte en el
ejército romano (Jn 18, 12). Y es evidente que la cohorte no habría podido moverse
(y en plena noche) sin una orden expresa del gobernado r imperial, que se
encontraba por aquellos días en Jerusalén.

Desde el punto de vista de la historicidad, la presencia de toda una cohorte


romana plantea problemas, pero lo cierto es —y esto es lo que ahora nos
interesa— que, hasta el inicio de la Pasión, los textos evangélicos, supuestamente
filorromanos y antijudíos, no cargan también responsabilidades sobre Poncio Pilato.
Ya hemos visto como este hombre, y así lo confirma también un judío de hoy, ben
Chorin, aparece en los evangelios no precisamente dotado de grandes cualidades,
como debería ser de acuerdo con las teorías de muchos críticos, si no como «una
persona débil de carácter e indecisa». Dice asimismo otro investigador con
simpatías hacia los judíos, Samuel Brandon: «Elgobernador romano es presentado
no sólo como increíblemente débil, sino también como increíblemente estúpido».
Josef Blinzler, también llega a sus propias conclusiones: «Los textos evangélicos nos
dan la penosa imagen de un juez romano transgresor del Derecho por falta de
valor, de habilidad, de prudencia y de carácter». Por último, resulta significativo
el hecho (que ha sido advertido, entre otros, por Xavier Léon Dufour) de que San
Lucas guarda silencio sobre la condena de Jesús pronunciada por el Sanedrín,
destacando en cambio la realizada por Pilato.

Ese esquema a priori que trata a toda costa de ver en los autores de los evangelios a
simpatizantes de los romanos, no sólo es puesto en entredicho al analizar los
textos, sino también observando que la profesión oficial de la fe cristiana no cita a
los sumos sacerdotes, Anás y Caifás, ni al Sanedrín, y ni mucho menos a los judíos
(probablemente entonces víctimas de persecuciones, por lo que no había necesidad

78
de provocar a la autoridad imperial) sino tan sólo al representante de Roma,
asociando su nombre a estos términos terribles: crucifixus, passus, mortuus,
sepultus ...

En resumen, y una vez más, los textos concretos que debemos analizar no son los
deseados o presupuestos por ciertos críticos, y escapan a todas las trabas y
condicionantes que se les quieran poner con el fin de adaptarlos a ideas
preconcebidas.

Añadiremos nuevas consideraciones, por ejemplo, a propósito de Loisy, cuyo


esquema interpretativo es el de los consabidos filorromanismo y antijudaísmo
por los que los evangelistas sacrificarían no sólo la verdad, sino también cualquier
indicio de veracidad. Según Loisy, «en vez de darnos una relación auténtica de
los hechos, las narraciones evangélicas de la Pasión se centran en la
dramatización litúrgica y el comentario apologético». Dice a continuación que
«el único hecho seguro y firme es la crucifixión», pero ésta es narrada «de
acuerdo con una dramatización teológica y ritual». Como sucede en ocasiones,
con el paso del tiempo y la profundización en sus estudios, el conocido
investigador francés radicalizó todavía más sus posturas y aunque no llegó a
negar la propia existencia histórica de un personaje llamado Jesús, si acabó
negando los pocos datos que al inicio de su investigación había tenido por sólidos.
Entre ellos, el del suplicio mismo, la cruz, llegando a decir que, en el mejor de los
casos, podemos aventurar que «Jesús fue procesado y ejecutado sumarialmente,
pero no podemos asegurar de qué manera»

Si todo podía ser manipulado a discreción, y si incluso se podía inventar ex


nihilo, ¿por qué eligieron los evangelistas aquel modo de suplicio característico
de los romanos y no utilizado por los judíos (que lo rechazaban además por
motivos religiosos), que era la crucifixión? Si una de las pocas cosas de que
Loisy estaba convencido era que los evangelios formaban un conjunto de mitos con
un claro propósito antijudío, ¿por qué los evangelistas no mencionaron un modo de
suplicio judío, como la lapidación o el estrangulamiento, para hacer morir a Cristo,
resaltando claramente que sólo Israel tenía que soportar el peso de la
responsabilidad? Insertar en el relato la cruz significaba insertar también a Poncio
Pilato y con él, a los romanos. Roma había tomado de otros pueblos,
probablemente de los fenicios o de los cartagineses, aquel horrible suplicio, y lo
había convertido en una pena exclusiva suya para ciertos delitos y determinadas
categorías de condenados, hasta el punto de que dondequiera que se alzara este
instrumento de tortura, se podía decir con certeza que hasta allí había llegado la
lex romana.
Por tanto, no sólo el símbolo «verbal» del cristianismo —el Credo— sino también
su símbolo gráfico —la cruz— son un signo de la responsabilidad de los romanos.
Esto es exactamente lo contrario de tantas interpretaciones del pasado y que todavía
hoy se repiten con la finalidad de restar credibilidad histórica a los relatos de los
evangelios.

Es evidente que con un solo capítulo no se puede profundizar en la historicidad del


personaje de Pilato, sobre el que los evangelistas fundamentan la misma historicidad
del Mesías. Así pues, vamos a ahondar en este personaje y de momento

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insistiremos en un pequeño pero significativo detalle.

Ya hemos visto que únicamente San Mateo introduce el episodio de los sueños de la
mujer de Pilato. Pero también este mismo evangelista añade poco después este
otro y significativo pasaje: «Al ver Pilato que nada adelantaba, sino que el tumulto iba
en aumento, tomó agua y se lavó las manos ante el pueblo, diciendo: "Soy inocente
de esta sangre; ¡vosotros veréis!"» (Mt 27, 24).

Es un único versículo en un único evangelio, pero ha calado tanto en la


sensibilidad popular que ha dado lugar a una célebre expresión. En Occidente
es frecuente utilizar la expresión «lavarse las manos» para indicar la acción de
descargarse de una responsabilidad. Asimismo, la expresión artística ha sido
particularmente receptiva a este gesto mostrando infinidad de veces su
interpretación de la escena.

¿Qué se puede decir de este versículo desde el punto de vista histórico? Ni que
decir tiene que, para muchos críticos, algunos de ellos cristianos, lo califican de
interpolación, leyenda o añadido simbólico, igual que el episodio de la mujer de
Pilato. Consideran el gesto como inverosímil, pues el lavatorio sería algo
característico de los judíos e impensable para un romano como Pilato.

Pero debemos tener en cuenta que Pilato llevaba en Judea por lo menos cuatro
años y que alguna de las costumbres de aquel pueblo —que sin embargo
despreciaba— habría adoptado. Ni tampoco debemos olvidar que aquel símbolo (por
lo demás bastante claro y expresivo) era conocido no sólo por los griegos —es
mencionado por Herodoto— sino también por los latinos, hasta el punto de figurar
en el poema épico nacional romano, La Eneida, de Virgilio.

Esta es la opinión de Josef Blinzler: «Por lo demás, está documentado en la fuente


que determinadas costumbres judías eran conocidas e imitadas por los paganos. Por
ejemplo, Flavio Josefo nos refiere el caso de un griego que sacrificó frente a la
sinagoga de Cesárea un par de pajarillos para burlarse de los judíos y tratarles
como si fueran leprosos, por medio de una parodia del ritual judío de la
purificación de la lepra».

Recordemos asimismo que el proceso debió desarrollarse en griego, lengua


desconocida por la mayoría de la multitud. Así pues, para hacerse entender por ella
—como señala explícitamente San Mateo—, el juez hizo que le llevaran el fatídico jarro
de agua. Por el Deuteronomio (21, 6) y por los Salmos (por ejemplo, el 25, 6: «Yo
lavaré mis manos en la inocencia») todos los judíos conocían perfectamente qué se
quería dar a entender derramando agua sobre las manos.

Por último, destacaremos que, además de las dificultades lingüísticas, estaba la


dificultad de hacerse entender en medio de aquel griterío ensordecedor. Por tanto,
no se comprende por qué el versículo de San Mateo debe ser considerado a priori
como no histórico, puesto que es enteramente verosímil.

XI. El prefecto y el emperador: ¿dos «cristianos»?

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EN ese enigma que son los evangelios hay una cuestión que posee una fuerza
misteriosa mucho mayor que cualquier otra. Es la siguiente: Tiberio, jefe supremo
del mayor imperio del mundo, ¿no pudo tener de alguna manera conocimiento de
cuanto había sucedido en la lejana provincia de Judea? ¿No llegó a saber nada
de aquella cruz que (contra toda previsión humana) acabaría cubriendo por entero
los territorios del Imperio romano?

A los ojos del mundo, una distancia infinita separaba a un judío de un romano. Eran
hombres pertenecientes a los extremos opuestos de la escala social. En la cumbre
estaba Tiberio, el hijo de Livia Drusila, y en lo más bajo, Jesús, el hijo de María. El
primero era un dios ante cuyo nombre y efigie todos los pueblos desde el Atlántico al
Cáucaso y desde Egipto a Caledonia —ofrecían sacrificios y elevaban plegarias. En
cambio, el segundo pertenecía a esos hombres de categoría inferior que no eran
ciudadanos romanos, uno de aquellos a los que se consideraba «cosas». Para todo
aquel que era res y no homo, el Derecho penal de los dominadores del mundo le
reservaba la ignominiosa muerte en la cruz. Pero la historia invirtió esta relación y
sobre los altares aparece el crucificado, mientras que el nombre del dios
emperador está desprestigiado (aunque como emperador de Roma hay que
reconocerle algunos méritos)

A propósito de los «méritos» de Tiberio, ¿no habría que destacar entre ellos el
que dedicara suatención (aunque sólo fuera por motivos políticos y no religiosos) a
aquella pequeña semilla plantada en Palestina? ¿Es históricamente creíble la
noticia —que a primera vista no lo es— de que cinco o seis años después de la
muerte de aquel galileo desconocido, el emperador se habría dirigido al Senado
para solicitar que el hombre ejecutado por su prefecto Pilato fuera incluido entre
los dioses del Panteón romano, y tras no obtener una respuesta satisfactoria,
habría amenazado con castigar a quien persiguiera a sus discípulos? ¿Es posible
que el Optimus maximus, el hombre divinizado, no solo hubiera tenido noticias
de Jesús, sino que hubiera intercedido ante el Senado por su causa? Es curioso
que (según se ha confirmado por las excavaciones, Tiberio, en su fastuosa villa de
Capri, dispusiera de un speccularium, un observatorio para escudriñar los cielos y
estudiar la astrología.

Un enigma dentro de otro enigma. Vale la pena detenerse en esta fascinante


historia.

En primer lugar, cabe preguntarse si existió ese famoso informe del gobernador de
Judea a su emperador.

Como ya es habitual, los especialistas, aunque partan de las mismas fuentes,


llegan a conclusiones diversas, cuando no opuestas.

Elegiremos algunos ejemplos recientes, comenzando por dos especialistas que


niegan la existencia del informe. Se trata de dos sacerdotes católicos.

Oigamos primero a Rinaldo Fabris: «No faltan autores que han elaborado hipótesis
acerca de la existencia en los archivos imperiales de las actas del proceso de Jesús,
una relación enviada por Pilato a Roma (...) pero semejantes hipótesis carecen de
fundamento histórico».

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Y después a Jean Pierre Lémonon: «Para admitir la existencia de este informe de
Pilato, habría que suponer que, ante cualquier acontecimiento de importancia, un
gobernador de provincia redactaría un informe para el emperador. Pero lo cierto
es que nada sabemos de semejante práctica y, en cualquier caso, la ejecución de un
judío que no era ciudadano romano acusado por sus propios correligionarios no
era un hecho digno de mención. Si el gobernador tenía que elegir entre los
acontecimientos que debíareferir a Roma, éste no se encontraría entre los más
importantes».

Veamos ahora el testimonio de otros tres investigadores que tienen una actitud
más positiva ante el informe. Unos admiten la posibilidad y otros creen que existió
realmente el informe.

Opina Josef Blinzler: «Tenemos motivos para pensar que el procurador tenía que
hacer una relación de los procesos por alta traición, aunque el acusado fuese,
como Jesús, un peregrinus, un hombre sin derecho de ciudadanía romana. Si
esto sucedió así en el caso de Jesús, es algo que escapa a nuestro conocimiento».

Dice Lidia Storoni Mazzolani: «Es muy probable que existiera un informe dirigido al
emperador. Y también es posible que Tiberio hubiera querido saber algo más al
respecto».

Y, por último, Marta Sordi: «Esta relación existió seguramente. El problema es que
su existencia se ha asociado un tanto precipitadamente con leyendas elaboradas en
época tardía y que sí han llegado hasta nosotros».

Como puede verse, una vez más es cierto lo de tot capita, tot sentiae. Y ello se hace
más evidente cuando el objeto del debate es Jesús y los orígenes del
cristianismo. Pero el debido respeto a los especialistas (cuando de veras lo son)
no nos exime de la tarea de empezar desde el principio, para elaborar nuestra
propia opinión.

Desde esta perspectiva, notaremos que la «precipitación» denunciada por Marta Sordi
parece estar presente en la tajante afirmación de que «semejantes hipótesis carecen
de fundamento histórico» debida a Rinaldo Fabris.

En efecto, nunca se ha sabido distinguir claramente entre las denominadas Actas de


Pilato que poseemos en múltiples versiones —y que seguramente son apócrifas—
y un eventual informe de Pilato (que no se ha conservado), pero que tuvo que existir
ya que a él se refieren autores cristianos antiguos. De uno de estos autores hemos
hablado en el capítulo anterior. Se trata del mártir San Justino, un palestino nacido
en Siquem, pero perteneciente a una familia latina inmigrada a Samaria. En dos
fragmentos de su primera Apología compuesta hacia el año 150, San Justino hace
mención expresa de un informe de Pilato. En ambos casos, el mártir remite a los
archivos, con objeto de probar el cumplimiento en Jesús de las profecías de las
Escrituras judías, o para fundamentar sus propios argumentos. La Apología está
dirigida al propio Emperador, Antonino Pío, a los senadores y a la alta sociedad
romana. Es decir, a todos aquellos que si hubieran querido podían tener fácil
acceso a los archivos imperiales a que se refiere San Justino.

Si San Justino no hubiese estado seguro de la existencia del informe, habría sido
una irresponsabilidad por su parte lanzar este reto a quien tenía la oportunidad de

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recogerlo y, por tanto, de rebatirlo. Y no escaseaban entonces los enemigos de la
nueva fe, como lo demuestra el martirio de San Justino acaecido años después
en Roma. No parece convincente —además de dejarnos asombrados— el modo en
que Jean Pierre Lémonon trata de resolver el problema: «Esta relación de Pilato
hay que entenderla como una suposición de Justino, una conjetura en el sentido
de que los romanos disponían de archivos que permitieran verificar la exactitud de
sus afirmaciones».

Una conclusión sin pies ni cabeza y que resulta extraña en un estudioso como
Lémonon que no puede ignorar que San Justino vivió veinte años en Roma, y no
precisamente en los barrios bajos, y llegó a fundar una escuela filosófico religiosa
frecuentada por personas distinguidas, algunas de ellas pertenecientes a la
aristocracia. En Roma, el futuro mártir tuvo amplias relaciones con los intelectuales,
pues él mismo había dedicado su vida a la búsqueda de razones para la fe cristiana,
no escatimando esfuerzo alguno para reconstruir todo lo reconstruible.

Y refiriéndose a un hombre de tal categoría, se tiene por una suposición, por una
«conjetura» suya que diga que los romanos disponían de archivos. Parece como si
Lémonon no estuviera hablando del que es considerado el más importante de los
apologistas en lengua griega del siglo II, de un hombre que frecuentaba con
asiduidad los archivos y bibliotecas de la Roma en que escribió la Apología a la
que antes nos referíamos. Más parece que hablara de un inquieto autodidacta
de una remota provincia que tratara de imaginarse cómo estaba organizado todo
en la capital imperial. Tenemos quereconocer que semejantes modos de razonar que
utilizan con frecuencia autores de reconocido prestigio (también católicos) no pueden
por menos de asombrarnos.

Volviendo a Lémonon (que no debemos olvidar que es uno de los especialistas


más recientes y documentados sobre Pilato), también nos asombra la seguridad
con la que excluye que la ejecución de Jesús debiera figurar entre «los
acontecimientos que debían referirse a Roma». De hecho, Judea se encontraba
entre las provincias que eran miradas con recelo por el poder central romano: por
su situación fronteriza, por sus rebeliones o por la fogosidad de que hacía gala
con su religión exclusiva. De hecho, tan sólo en un siglo después de la muerte de
Jesús, Judea estalló en las dos revueltas más encarnizadas y sangrientas que Roma
tuvo que afrontar. No era pues extraño (como sabemos por otras fuentes) que
Tiberio recomendara máxima prudencia y flexibilidad a sus funcionarios de aquella
provincia.

Dentro de esa prudencia, habría que inscribir el «asunto político» representado


por Jesús (Blinzler: «Fue un proceso por alta traición») que no debía ser un
acontecimiento tan irrelevante como para no ser mencionado en un informe. Por
tanto, con todo respeto para las fantasías literarias de Anatole France («¿Jesús?»,
murmuró, «¿Has dicho Jesús?» No recuerdo...), cabe preguntarse si realmente era
un desconocido para el gobernador, un profeta que recorría desde hacía tres años
Palestina arrastrando tras de sí a sus discípulos y a las multitudes y precedido por
la fama de unas enseñanzas nada convencionales, con frecuencia polémicas, y por
sus milagrosas curaciones.

No olvidemos lo que dice San Lucas, en el pasaje en que refiere que Pilato remitió

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a Jesús a Herodes. Este «se alegró mucho al ver a Jesús, pues hacía bastante tiempo
que deseaba conocerlo, porque había oído hablar de él y esperaba verle hacer algún
milagro» (Lc 23, 18).

Cabe preguntarse asimismo qué diría Pilato en los informes que tenía que
redactar, siconsideraba que no era digno de su espacio y atención un asunto de
este género. A este respecto recordemos lo que dice sobre este tema Giovanni
Papini que llega a conclusiones positivas: «Era de sobra conocida la insaciable
curiosidad de Tiberio, que quería estar informado de cualquier acontecimiento que
sucediese en el Imperio, en especial de los más singulares; y más todavía, si
pudieran tener algo de mágico o de sagrado».

Tenemos la impresión de que todo aquel que niega de modo tajante la


posibilidad de que existiera una relación de Pilato al emperador, lo hace porque
piensa en algo escrito necesariamente «en caliente». Pero suponiendo que el «caso
Cristo» no mereciera el honor de una relación remitida inmediatamente por Pilato,
está por ver que no fuera enviada un tiempo después de su muerte. Para entonces
los discípulos de Jesús no sólo se habían agrupado de nuevo, sino que no cesaban
de repetir que Dios había resucitado a su Maestro. Y con su impetuosa predicación,
dieron lugar a disturbios que desembocaron en la lapidación de San Esteban. Un
grave hecho de violación de la ley romana que reservaba las sentencias de muerte
al representante imperial.

La muerte del primer mártir cristiano tuvo lugar en el 34, cuatro años después
de la muerte de Jesús. Y de acuerdo con las fuentes primitivas la relación de Pilato
(la que habría originado el envío de la cuestión al Senado de que luego
hablaremos) se habría producido en el 35. Por tanto, esta fecha parece dar la
razón a que el informe fuera enviado «con retraso» aunque debió ser muy detallado.
Pero esto, obviamente, no excluye que se remitieran a Capri informaciones sobre
Jesús inmediatamente después de su ejecución.

Veamos la opinión de Marta Sordi, profesora de historia de la antigüedad clásica


en laUniversidad Católica de Milán y que defiende persistentemente lo referido por
las fuentes cristianas primitivas: «Pilato, que probablemente no había visto la
necesidad de informar a su emperador acerca del proceso de Jesús, debió de
informarle cuando, al difundirse por toda la provincia la nueva fe, topó con la
rabiosa intransigencia del Sanedrín, que desencadeno una serie de procesos y
ejecuciones arbitrarios que amenazaban con afectar a un gran número de personas
en Judea y en las regiones próximas».

Marta Sordi, una de las principales especialistas sobre las relaciones entre el
cristianismo primitivo y las autoridades romanas, llega a decir también: «Dado el
convencimiento de Pilato, reforzado durante el proceso, de la inconsistencia de
las acusaciones políticas y de la inocencia del Crucificado, es muy probable que la
relación citada por los autores cristianos del siglo II fuese en efecto favorablea
los cristianos, poniendo de relieve que la nueva fe no conllevaba peligros de
naturaleza política.

La expresión "Pilato que ya era cristiano en su conciencia" que emplea Tertuliano se


explica quizás por un informe favorable, sin necesidad de afirmar una conversión

84
de Pilato». Y esta profesora, pese al estupor de algunos críticos, va todavía más
allá alafirmar: «Informado del desarrollo de los acontecimientos, Tiberio se decidió a
intervenir».

En la cita a la que nos hemos referido aparece el nombre de otro de los


protagonistas del enigma: Tertuliano. Al igual que San Justino, también él se
convirtió al cristianismo, pasando de ser pagano a hacer apología de la nueva fe.
Hacia el año 197 (unos cincuenta años después del testimonio de San Justino),
Tertuliano escribe lo siguiente: «Pilato, que ya era cristiano en su conciencia,
comunicó todos los hechos referentes a Cristo al entonces emperador Tiberio».
Pero este apologista cristiano añade todavía algo más: «Después Tiberio, bajo cuyo
reinado el nombre de cristiano apareciópor primera vez en el mundo, sometió al
Senado los hechos que le habían sido referidos desde Siria y Palestina, hechos que
habrían puesto de relieve la verdad de la divinidad de Cristo, y manifestó su parecer
como favorable. Pero el Senado, no habiendo podido verificar por sí mismo los
hechos, votó negativamente. Pero el César persistió en su convencimiento y
amenazó con castigar a los acusadores de los cristianos». La misma información
aparece en otros autores cristianos primitivos, como Eusebio de Cesárea, San
Jerónimo y Orosio.

Pero lo cierto es que la mayoría de los investigadores califican de «inverosímil» lo que


dicen Tertuliano y los demás autores primitivos. J. P. Waltzing, uno de los
principales especialistas en Tertuliano, probablemente no excluiría o consideraría la
posibilidad de la existencia de un informe de Pilato. Pero tanto él como otros
investigadores consideran excesivo suponer que hubiera una intervención imperial
ante el Senado. Y hay quien no solo rechaza esa posibilidad, sino que incluso ironiza
diciendo: «¡Demasiado bello para ser verdad!» (H. I. Marrou). Se da sin embargo
la curiosa circunstancia de que las informaciones de los autores cristianos sean
tomadas mucho más en serio por investigadores de origen judío que, a su vez, han
suscitado el interés de otros estudiosos, como, por ejemplo, Marta Sordi en Italia.

Edoardo Volterra, un gran historiador del Derecho Romano, no solo sostiene


decididamente (al igual que su correligionario alemán Salomón Reinach) la necesidad
de un informe de Pilato al emperador, sino que también está convencido de la
intervención de Tiberio ante el Senado, que considera además de un acto
adecuado desde el punto de vista jurídico (y, por tanto, verosímil) una acción
habilidosa desde el punto de visa político.

En lo que se refiere al aspecto jurídico, conocemos la forma legal que solía


emplearse y que Minucio Félix (otro apologista cristiano casi de la misma época
que Tertuliano) nos describe de este modo: «Los romanos tenía la costumbre de
invitar a los dioses de todos los lugares a convertirse en sus huéspedes». Su política
de tolerancia, que se basaba a la vez en sus intereses políticos concretos y en el temor
supersticioso de crearse enemigos entre los dioses, llevaba a los romanos, cuando
conquistaban un territorio, a presentar la religión del pueblo sometido ante el
Senado, elcual acostumbraba a dar su conformidad y la declaraba religio licita
ordenando que sus dioses pasaran a formar parte del Panteón romano.

Pero podía suceder que ese culto fuera rechazado por el Senado por considerarlo
superstitio illicita. Eso es lo que habría sucedido con el cristianismo, pero Tiberino
se habría dado por vencido y, pese a carecer de una aprobación oficial, habría

85
ordenado a sus representantes en Palestina (lugar al que entonces estaba
circunscrita la nueva fe) que prohibieran y castigaran las persecuciones contra los
cristianos.

Todas las afirmaciones anteriores, sostenidas por Volterra y otros especialistas, no


resultan inverosímiles si situamos el asunto en el plano adecuado, es decir,en el
plano político.

Dice Marta Sordi: «No haber entendido que la propuesta de Tiberio al Senado se
refería únicamente a Judea y no a Roma, ha contribuido al escepticismo que la
mayor parte de los especialistas actuales han mostrado ante la información dada por
Tertuliano. La propuesta imperial al Senado en el año 35 fue de carácter político,
y en estrecha relación con la estrategia de Tiberio hacia una provincia tan conflictiva
como Judea».

Así pues, tenemos la impresión de que la reacción casi instintiva de rechazo por
partede muchos investigadores se debe a la suposición de que Tertuliano y otros
autores nos quieren hacer creer —por razones exclusivamente apologéticas— que
tanto Pilato como Tiberio se habrían convencido de la verdad religiosa del
cristianismo. Esto es algo que no habría que excluir del todo para el prefecto de
Judea (o por lo menos, para su mujer), pero que resulta realmente inconcebible
para el emperador. Y por ello se juzga «inverosímil» la información de Tertuliano.
Pero cabría pedir una mayorprudencia si se considera el aspecto político de la
cuestión, previa reflexión de todo lo que nos dice Tácito acerca de Tiberio: el
emperador, sobre todo en política exterior, intentó dominar las situaciones consiliis
et astu, con astucia y habilidad diplomática. ¿Por qué no habría de cazar al vuelo
la oportunidad que le daba la aparición en Judea de un grupo de disidentes
judíos?

Transcribíamos antes el siguiente párrafo de Marta Sordi: «Informado del desarrollo


de los acontecimientos, Tiberio se decidió a intervenir». Y continúa esta especialista:
«E n efecto, la noticia de la aparición de una nueva secta judía, perseguida por las
autoridades oficiales, pero acogida por parte del pueblo, y cuya difusión eliminaba
del mesianismo toda clase de violencia política antirromana, acentuando los
aspectos religiosos y morales, no podía dejar de interesar a Tiberio». Asimismo, otra
mujer, Lidia Storoni, se muestra mucho más posibilista que otros investigadores:
«¿Qué había en el carácter, en la formación o en la mentalidad de Tiberio que no
fuese opuesto a un mensaje cuyo contenido metafísico era incapaz de entender?
Quizás le pareciera que era algo que hacía la competencia a la promesa ofrecida
al mundo por Augusto, que garantizaba la paz y la felicidad a todos los hombres
con acentos casi soteriológicos».

Hay quien deduciría de todo esto poco menos que una conversión de Tiberio. Es
verdad que nada es imposible, y mucho menos desde una perspectiva de fe. Pero
desde aspectos puramente históricos, y sin excluir ninguna clase de prodigio,
puesto que no se puede rechazar por completo un informe de Pilato, también
habría que admitir que el prefecto hubiese transmitido a su emperador todas las
sospechas de carácter metafísico, cuando no su propio temor, que sintió delante del
acusado. Lo dice San Juan: «Cuando Pilato oyó estas palabras aún se asustó más,
entró de nuevo en el Pretorio y dijo a Jesús ¿De dónde eres tú? Pero Jesús no le

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respondió». Y cuando el taciturno acusado se decide a responderle, el efecto de sus
palabras es tal que «desde ese momento buscaba Pilato como soltarlo» (Jn 19, 9 y
12).
Si semejante preocupación (o algo peor) afectó a Pilato cuando tenía frente a sí al que
parecía un desgraciado, ¿qué pasaría por la mente de aquel romano cuando —si
hacemos caso a los evangelios— el sol se oscureció en un inesperado eclipse
seguido de un terremoto? ¿Y cuando recibió el informe del oficial romano que
mandaba la patrulla en el lugar de la ejecución («Verdaderamente éste era hijo
de Dios», (Mt 27, 54), aquel aletós griego, «verdaderamente», no le hizo volver
sobre sus conjeturas anteriores? ¿Y después, al recibir el informe de otros soldados,
los que estaban de guardia frente al sepulcro? Y aun cuando los soldados
(sobornados por los sanedritas) no influyeran en Pilato, ¿qué pensaría cuando, muy
poco tiempo después, los discípulos llenaran toda la región de predicaciones y
milagros en nombre del que decían había resucitado? ¿Si realmente el informe
«detallado» de Pilato se elaboró tiempo después de los sucesos del Gólgota, no
resulta creíble que el prefecto pusiera sobre aviso a Tiberio?

Sea como fuere, se podrían ver implicaciones «religiosas» (o por lo menos


supersticiosas) en la intervención del emperador cerca del Senado, en principio
determinada por razones políticas muy concretas de la estrategia de Tiberio o de
la política romana para el territorio de Palestina.

Volvamos de nuevo a Marta Sordi: «La actitud que Tertuliano atribuye a Tiberio
de una propuesta que da origen a un senadoconsulto, lejos de ser inverosímil
encaja perfectamente con la estrategia política seguida hasta entonces en Palestina.
Al proponer el reconocimiento del culto a Cristo, Tiberio buscaba dar a la nueva
religión nacida en el seno del judaísmo, idéntica carta de naturaleza legal que,
al judaísmoreconocido por Roma en la época de Julio César, e intentaba también
de este modo sustraer a los seguidores de la nueva fe en Judea (su ámbito de
difusión en el año 35) de la autoridad del Sanedrín. Poco después de la creación
de la provincia romana, se había seguido la misma estrategia con los samaritanos,
sustraídos a la tutela religiosa judía; pues de ese modo, Roma se aseguraba su
fidelidad». Y esto era algo tan importante que precisamente por haber maltratado a
los samaritanos, Pilato perdió su cargo de gobernador.

Según reconoce el propio Jean Pierre Lémonon (que como sabemos no da crédito a
Tertuliano), «la política de Tiberio pasaba por el respeto a todos los grupos étnicos y
religiosos», por lo demás muy en la línea de la consabida estrategia romana de no
crearse problemas inútiles y de puesta en práctica del divide et impera.

Asimismo, Santo Mazzarino, otro destacado especialista de la Antigüedad resuelve


un tanto «apresuradamente» la cuestión de Tertuliano, calificando de falsa su
información puesto que Tiberio «habría intentado antes que nada admitir en el
Panteón romano a Yahvé, el Dios nacional de los judíos, y no a una nueva y
desconocida divinidad como Jesús».

Nos sorprende que este prestigioso historiador olvide como en las Escrituras
judías son muy frecuentes expresiones como éstas: «El Eterno se llama el Celoso»
(Es 34, 14) o «Yo velo por mi Nombre santo» (Ez 39, 25). Esta idea de Dios
comportaba un exclusivismo tal que los judíos habrían preferido morir en masa

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antes que ver a su Dios «celoso» puesto al nivel de «dioses falsos y mentirosos», a
los ídolos de los otros pueblos acogidos en aquel Panteón que para ellos era la
casa de los demonios.

Interviene otra vez Lidia Storoni: «El anuncio de un nuevo reino, prometido como algo
inminente por un hombre que se proclamaba el Mesías salvador de los
opresores, decidido a echar abajo el orden existente, ¿no podía más bien sembrar
la alarma en el emperador, en vez de que éste estuviera dispuesto a declarar lícito
el nuevo credo?»

Pero habría que entender más bien lo contrario. Frente a la amenaza del mesianismo
político y terrenal de los judíos, un Mesías que había dicho en presencia del
gobernador romano: «Mi reino no es de este mundo», representaba una valiosa
oportunidad de la que aprovecharse. (Conviene asimismo recordar como San
Pablo insiste en la necesidad de ser leales a las autoridades). Por tanto, existía una
interesante esfera de carácter espiritual y pacífico digna de ser estimulada, con objeto
de disminuir las tensiones del otro mesianismo, el oficial judío, que más tarde
estallará en sangrientas rebeliones.

En resumen, y como destaca Volterra, si la información de Tertuliano no fuese


histórica, ¿por qué habría de haberla inventado el apologista, o por qué se habría
referido a sabiendas a una tradición apócrifa anterior? En una época de persecución,
como en la que escribía Tertuliano, ¿no habría sido contraproducente sacar a la luz
un senadoconsulto en el que los padres de la patria romana habrían decretado:
non licet esse christianos, no es lícito ser cristianos?

Era costumbre de los apologistas atribuir culpa y responsabilidades a emperadores


malvados ya fallecidos, y al mismo tiempo exaltar la magnanimidad y clarividencia
del Senado, elemento de continuidad del Imperio. Todo lo contrario de lo que
hace Tertuliano. Además, en su época la memoria de Tiberio era particularmente
denigrada, ¿por qué entonces presentarle como una especie de protector de los
cristianos, que ya eran mal vistos y perseguidos en todas partes?

En una de sus obras «menos importantes», Las canteras de Hiram, en las


que se recogen una serie de artículos aparecidos en los periódicos, Giuseppe
Ricciotti se ocupó del tema que estamos analizando, relacionándolo con sus
conocimientos bíblicos.

Vale la pena transcribir sus palabras: «En lo que se refiere al informe remitido
por Pilato a Tiberio acerca de la crucifixión de Jesús, tenemos algo más que una simple
presunción genérica. Tenemos datos extraídos de los evangelios, precisados y
confirma dos por Flavio Josefo.

«Es sabido que durante la Pascua judía en la que murió Jesús, se encontraban en
Jerusalén tanto Poncio Pilato, como Herodes Antipas, Tetrarca de Galilea y
completamente independiente de la jurisdicción de Pilato. El evangelio nos da la
interesante noticia (Lc 23, 12) de que en ese momento no había buenas relaciones
entre los dos. ¿Por qué existía esta enemistad entre los dos gobernantes más
poderosos del territorio de Palestina? Las razones debían ser más de una. Una
ocasión en la que sus relaciones debieron empeorar fue sin duda aquella en la que
Pilato hizo matar en el templo de Jerusalén durante la celebración de los sacrificios

88
a algunos galileos (Lc 13,1), que eran indudablemente súbditos de Herodes Antipas.
Pero la principal razón debió ser otra, la de que Herodes Antipas espiaba para Tiberio
a los magistrados romanos destinados en Oriente.

«Todo el mundo conocía la actitud de adulación servil de Herodes Antipas respecto


de T iberio. Prueba de ello era, por ejemplo, el nombre que dio a la capital que
él mismo fundó, Tiberíades, y el hecho de que visitara Roma en el año 28 d. C., donde
conoció y entró en relaciones con la poco recomendable Herodías. Pero el servilismo
de Herodes Antipas tuvo como objetivo el lado débil de un Tiberio que quería
estar informado de todo. Por ello el tetrarca, al que Jesucristo calificara
acertadamente de «Zorro», interesaba doblemente a Pilato, porque le enviaba
informaciones no sólo de tipo general, sino también referentes a los magistrados
romanos de aquellos territorios, que de esta manera el emperador controlaba
gracias a su interesado espía. Los magistrados no permanecían indiferentes y le
pagaban sus delaciones con el odio. Este fue probablemente el caso de Poncio
Pilato, y sin lugar a dudas fue el de Vitelio, gobernador de Siria.

«Relata Flavio Josefo (Ant. Jud. XVIII, 4, 5) que mientras Vitelio llevaba a cabo
negociaciones para un tratado con Artabán, rey de los partos, estaba presente
también Herodes Antipas; el cual, apenas fue firmado el tratado, mandó
rápidamente un mensajero a Tiberio, para ser el primero en darle la noticia; de
tal modo que cuando llegó el informe oficial de Vitelio, el emperador le respondió
que ya estaba al corriente de todo. Es inútil añadir que Vitelio nunca perdonó al
servil tetrarca su antipática actuación. Pocos años después, tras la muerte de Tiberio
(16 de marzo del 37), se vengó dejándole abandonado a su suerte en la guerra contra
Aretas, rey de los nabateos, en la cual hubiera tenido que ayudarlo por orden del ya
desaparecido emperador.

«El odio de Pilato por Herodes Antipas, anterior al proceso de Jesús, debió de tener
elmismo motivo principal que el de Vitelio. En la época del proceso del Nazareno
el prestigio de Pilato ante la corte del Palatino debía de estar en sus horas más bajas,
por los recursos en contra suya presentados por no pocos de sus gobernados.
De ahí que astutamente el prefecto aprovechara la circunstancia de que Jesús
era galileo, para remitirlo a Herodes Antipas para que él lo juzgara, con objeto de
ganarse el favor del odioso confidente de Tiberio. Y debió de alcanzar su
propósito, ya que el evangelio nos dice que desde aquel día se hicieron amigos (Lc
23, 12), al me nos en apariencia. Desde esta perspectiva la información de Tertuliano
es muy valiosa. Pilato, que supo alejar las artimañas de Herodes con su
premeditada amabilidad, no quiso ser adelantado por él a la hora de referir a Tiberio
aquellos interesantes sucesos (al contrario de lo que le sucedería a Vitelio) y remitió
a la administración del Palatino un informe muy detallado, que se conservaría en los
archivos, y al que se refieren tanto Tertuliano como San Justino.

«A pesar de la gran escasez de fuentes documentales, la posibilidad histórica nos


parece perfectamente lógica.»

Hasta aquí el lúcido análisis de Giuseppe Ricciotti.

Para terminar, diremos que las cosas son siempre más complejas de lo que
parecen. Y que, si se estudian con mayor atención, las tradiciones antiguas son más

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merecedoras de reflexión de lo que quisieran ciertos autores que consideran su deber
«científico» rechazarlas a priori, calificando de ingenuos a aquellos que con lucidez
permanecen abiertos a todas las posibilidades.

XII. «Lo envió a Herodes Antipas»

AL referirnos a Pilato y a sus relaciones con sus superiores de Roma nos encontramos
(y forzosamente no podía ser de otro modo) con Herodes Antipas.

El envío de Jesús a Herodes lo refiere únicamente San Lucas. Como en ocasiones


anteriores, acudiremos a la lectura de los versículos que narran de este asunto
tanto en el presente capítulo como en el siguiente.

Los judíos no paraban de aumentar las acusaciones contra el hombre que habían
llevado ante el tribunal del gobernador. Como Pilato no se decide a condenarlo,
dice a los príncipes de los sacerdotes y a la muchedumbre que «no encuentra ningún
delito en este hombre», pero ellos «insistían diciendo: "¡Subleva al pueblo,
enseñando por toda Judea, desde Galilea donde comenzó todo hasta aquí!"» (Lc
23, 4 y ss.).

El nombre de Galilea pareció encender una luz en la mente del funcionario


romano que vio una posible vía de escape en aquel enmarañado proceso: «Al oír
esto, Pilato preguntó si aquel hombre era galileo. Y al saber que era de la
jurisdicción de Herodes, se lo envió a Herodes, que por aquellos días estaba también
en Jerusalén. Herodes se alegró mucho al ver a Jesús, pues hacía bastante tiempo
que deseaba conocerlo, porque había oído hablar de él y esperaba verle hacer algún
milagro. Le hizo muchas preguntas, pero él nada le respondió. También estaban
allí los príncipes de los sacerdotes y los escribasque le acusaban con insistencia.
Herodes, con su escolta, le despreció, y para burlarse de él le puso un vestido
blanco y lo remitió a Pilato. Aquel día Herodes y Pilato se hicieron amigos,
pues antes estaban enemistados» (Lc 23, 6 − 12).

El evangelista inserta a continuación el llamamiento de Pilato a «los príncipes de los


sacerdotes, los magistrados y el pueblo» y pone en boca del procurador: «Me
habéis traído a este hombre como alborotador del pueblo, pero yo le he
interrogado delante de vosotros y no he hallado en este hombre delito alguno de
los que le acusáis. Tampoco Herodes, pues nos lo ha devuelto» (Lc 23, 13 y
ss.).

De la comparecencia de Jesús ante el tetrarca se encuentra una referencia en los


Hechos de los Apóstoles que la tradición, como es bien sabido, atribuye al mismo
San Lucas. La comunidad cristiana de Jerusalén, «elevando unánimemente su
voz a Dios», exclama: «Pues, en efecto, se aliaron en esta ciudad contra tu santo
siervo Jesús, al que ungiste, Herodes y Poncio Pilato, junto con los gentiles y el
pueblo de Israel, para hacer lo que tu poder y tu voluntad habían determinado que se
hiciera». (Hch, 4, 27 − 28).
¿Qué podemos decir del episodio de Herodes? ¿Un episodio que sólo relata el
tercero de los evangelistas, al igual que los del «buen ladrón», la aparición a los

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discípulos de Emaús y, por último, la Ascensión al cielo?

Ni que decir tiene que los críticos que se autocalifican de «independientes», aquí,
como en muchos otros pasajes, mueven la cabeza con una seguridad no exenta
de cierta ironía hacia algo que no dudan en calificar de «tontería». Y por
supuesto, uno de elloses Charles Guignebert: «No insistiremos en el episodio de
Jesús enviado por Pilato a comparecer ante Herodes Antipas, tetrarca de Galilea, a
quien se hace aparecer en Jerusalén con motivo de la Pascua. Se trata de un
complemento característico de Lucas y semejante tontería no merece la pena ser
comentada. Es pura hagiografía. ¿Acaso podemos imaginarnos al procurador de
Judea, y en la misma Jerusalén, dando semejante ejemplo de debilidad? Pilato es
además el juez competente pues es en su jurisdicción donde se ha cometido el
delito imputado a Jesús. Transferir el acusado a Herodes habría sido no sólo
ilegal sino absurdo y peligroso para la autoridad de Pilato».

Según Guignebert, el episodio fue inventado con el consabido propósito de


disminuir lo más posible la responsabilidad de Pilato y aumentar en cambio la
de los judíos.

En idéntica línea a la de este profesor de la Sorbona se encuentra el italiano Marcello


Craveri: «A este propósito (la rehabilitación de la figura de Pilato) obedece la
referencia de que Pilato, habiendo sabido que Jesús era galileo, quiso mandarlo al
palacio de Herodes Antipas para que fuera juzgado por el propio tetrarca. Se
trata de una información no sólo discutible sino sin lugar a dudas falsa. Desde
el punto de vista jurídico no existía la necesidad de enviar al acusado del fórum delicti
connisi al fórum originis, ya que el único juez competente era el procurador
romano, y no era su estilo, ni convenía a la dignidad de su cargo, tener semejante
deferencia hacia el insignificante tetrarca de Galilea».

Otro «crítico» es Maurice Goguel, un protestante liberal, para quien el episodio de


Herodes Antipas no es más que «un añadido de Lucas de escandalosa
inverosimilitud». Rudolf Augstein, insistiendo en la idea de exculpar a los
romanos, atribuye el origen del episodio al habitual propósito del evangelista de
demostrar cómo se habían cumplido las profecías. En este caso, se trataría del
segundo versículo del Salmo 2, que es citado en los Hechos de los Apóstoles: «Se han
levantado los reyes de la tierra y los príncipes conspiraron a una contra el Señor y
contra su Cristo».

Hay especialistas católicos «clásicos», entre los que destaca muy especialmente
Giuseppe Ricciotti, que defienden la historicidad y replican destempladamente a los
críticos. He aquí lo que dice al respecto el importante y todavía hoy valioso biblista
romano: «Sobre este episodio, bastantes críticos modernos alimentan sospechas
por razones que no están basadas en fuentes documentales sino, como ya es
habitual, en postulados a priori, que esencialmente se reducen a su constante
propósito de echar abajo los relatos evangélicos. Como se trata de algo habitual en
ellos, baste con que señalemos dónde quieren aplicarlo ahora». Puede que haya algo
de verdad en esto, pero nuestro objetivo es profundizar mucho más en el tema.

También se ve cierto «apresuramiento» en críticos «católicos» de nuestros días. Por


ejemplo, Aldo Fabris coloca el envío de Jesús a Herodes en el mismo plano que la

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propuesta de intercambio por Barrabás. Pero Fabris reconoce que semejante hecho
«entra dentro del estilo de Pilato de librarse de situaciones embarazosas por
medio de artimañas, con tal de no dar ninguna satisfacción a los judíos». Y nos
recuerda asimismo que las tensiones entre Pilato y Herodes están confirmadas por
fuentes extra evangélicas».

Sin embargo, Fabris añade a continuación que «algunas dificultades de carácter


intrínseco ponen en duda la historicidad del relato». Al igual que otros críticos, este
especialista dice que el envío de Jesús a Herodes Antipas no se correspondería con
el Derecho romano que «reconoce la competencia judicial de la autoridad del lugar
en el que se había cometido el delito, y no la del lugar de origen del transgresor».

Otro sacerdote católico que ya hemos citado en otras ocasiones, Jean Pierre
Lémonon, reconoce en este caso —aun considerando las objeciones del Derecho
penal romano— que: «la escena no tiene nada de inverosímil» y ve también en
ella «indicios de historicidad» sobre los que volveremos más adelante.

Mientras tanto, haremos la observación de que, si los demás evangelistas omiten este
episodio, no por ello están en contradicción con San Lucas o niegan la
historicidaddel hecho.

Vamos a reflexionar sobre las observaciones de los investigadores que han tratado de
buscar una respuesta al hecho de que sólo un evangelista habría conservado la
memoria del envío de Jesús al déspota de Galilea. El hecho es que en el tercer
evangelio se encuentra una abundancia, desconocida en los demás, de
informaciones sobre el tetrarca. Por ejemplo, el consejo de los fariseos a Jesús de
que huyera de Galilea, puesto que Herodes quería matarle, y que recibió esta
respuesta del Nazareno: «Id y decid a ese zorro: Has de saber que expulso
demonios y realizo curaciones...» (Lc 13, 31 y ss.).
El motivo de esta información privilegiada habría que buscarlo, por medio de un
detalle explícito que sólo percibirán los lectores más atentos, cuando, entre las
mujeres que seguían a Jesús y «le servían con sus bienes», sólo San Lucas
menciona a una tal «Juana, mujer de Cusa, administrador de Herodes» (Lc 8, 3).

Más tarde, en los Hechos de los Apóstoles, al referirse a la primitiva comunidad


cristiana de Antioquía, a donde él mismo llegara acompañando a San Pablo, San
Lucas señala entre «los profetas y doctores» a alguien que nunca más es
mencionado: «Manahén, hermano de leche del tetrarca Herodes». El texto griego
emplea la palabra syntrofos que literalmente es «hermano de leche». Pero
también podría significar «compañero de educación»; en cualquier caso, se trata
de un término —únicamente mencionado en este pasaje del Nuevo Testamento— que
denota una gran familiaridad. Y explica probablemente el hecho de que Manahén
estuviese en condiciones de referir lo que había sucedido realmente en la fortaleza
de Maqueronte, cuando se ordenó la decapitación del Bautista; o en el palacio de
Jerusalén cuando Jesús fue enviado por Pilato. Respecto a Juana, mujer de Cusa, es
también San Lucas quien la menciona entre las mujeres que vieron por vez
primera al Resucitado.

En resumen, parece que el evangelista quiso indicarnos discretamente la fuente de


las informaciones que solamente aquellas personas estaban en condiciones de

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ofrecer de primera mano.

Pero antes de seguir adelante, será bueno refrescar la memoria acerca de la


personalidad de Herodes Antipas. Su padre, Herodes el Grande, había muerto dos
años después del nacimiento de Jesús y su cadáver había sido llevado desde
Jericó, donde tuvo lugar s u espantosa agonía, al lugar en el que desde hacía
tiempo se había hecho preparar una ostentosa sepultura a la que se daría el
nombre de Herodium. Se trataba de una colina desde cuya altura podía divisarse,
a pocos kilómetros de distancia, la ciudad de Belén, el lugar en que el fallecido
monarca ordenó lo que la historia cristiana conoce con el nombre de «matanza de
los inocentes».

Cinco días antes de morir, aquel tirano dio orden de asesinar a su hijo
primogénito, Antipatro, al que había designado como su sucesor en el trono, y se
cuenta que esta muerte le produjo tal satisfacción que pareció mejorar de su
enfermedad. Más tarde, y suponiendo que su desaparición provocaría alegría
entre unos súbditos que al mismo tiempo le odiaban y temían, Herodes hizo encerrar
en el hipódromo a muchos judíos notables, dando orden de asesinarlos cuando
hubiese fallecido «De esta manera las anheladas lágrimas para sus funerales
estarían aseguradas, al menos por parte de las familias de los asesinados»
(Ricciotti).

Aunque oficialmente era considerado como «rey amigo y aliado de Roma», en


realidad Herodes era un súbdito y poseía el trono únicamente por una concesión
ad personam de Augusto, sin que pudiera nombrar sucesor después de su muerte,
sin la aprobación explícita del emperador. Así pues, en su testamento dispuso que
el reino fuese dividido entre sus hijos varones (¡Herodes había tenido diez
mujeres!). Galilea y Perea correspondieron a Antipas, de dieciocho años de edad
y de madre samaritana. Pero tampoco su padre era de origen judío, pues sus
progenitores fueron un idumeo y una árabe. El propio nombre de padre e hijo,
Herodes, procedía de la mitología pagana y significaba «descendiente de héroes».
Respecto a Antipas, también era un término de origen griego, concretamente el
diminutivo de Antipatro, un general de Alejandro Magno.

Herodes el Grande había hecho reconstruir, a base de enormes gastos, el templo de


Jerusalén, para intentar congraciarse con los judíos que le aborrecían, pero
tampoco había dudado en edificar otros templos a la diosa Roma o al divino
Augusto.

Herodes Antipas, que se había educado en Roma, sólo de un modo formal —y


sobre todo supersticioso— aceptaba las prescripciones religiosas judías, pero cuando
mandó construir su capital junto al lago de Genesaret, le dio una fisonomía
grecorromana y le impuso un nombre en homenaje al emperador: Tiberíades. Y
no solo eso, sino que edificó la ciudad sobre un cementerio por lo que, al ser impura,
los judíos practicantes nunca ponían los pies en ella. Haremos, aunque sea de
pasada, la observación sobre un detalle, poco observado, que es un ejemplo de
cuidado de los detalles por parte de los evangelistas y de su veracidad. Pese a que
buena parte de la actividad pública de Jesús se desarrolló a orillas del lago de
Genesaret, nunca nos dicen los evangelios que entrara en Tiberíades, que debía

93
ser la ciudad más importante, hasta el punto de haber dado también su nombre
al lago. Y es que Jesús era un judío practicante...

El matrimonio del joven Herodes Antipas con Herodías, la mujer de su hermano


Filipo (aunque sólo lo fuera del lado paterno) que vivía retirado en Roma y que por
tanto no servía para colmar las ambiciones desenfrenadas de aquella mujer, era para
los judíos otro escándalo intolerable. Y Juan el Bautista pagaría con su cabeza la
valentíade denunciar aquella gravísima infracción contra la Torah.

Juan el Bautista (del que tenemos referencias no sólo por los evangelios, sino
también por Flavio Josefo) era muy estimado y tenía muchos seguidores entre
el pueblo. Antes de la prisión del Bautista y sobre todo después de su ejecución
(ordenada para complacer a quien para la ley no era más que una incestuosa
concubina), creció el cúmulo de odio que separaba al rey y a los judíos.
Precisamente los judíos, en el momento en que Augusto debía confirmar o revocar
las disposiciones testamentarias de la sucesión de Herodes el Grande, enviaron a
Roma una embajada de cincuenta hombres para pedir que se pusiera fin a la
monarquía herodiana y que sus territorios fuesen incorporados a la provincia
romana de Siria, para de esta forma poder vivir más tranquilamente de acuerdo
con las tradicionales costumbres judías bajo la protección de Roma. Aquellos
hombres celosos de su independencia hasta el fanatismo y el martirio —como pudo
demostrarse en sus dos grandes rebeliones— preferían vivir bajo el directo dominio
de Roma que disfrutar de cierta autonomía con los hijos de Herodes.

Hemos hecho todas estas referencias históricas para demostrar la poca


credibilidad de los numerosos autores que afirman que San Lucas habría
«inventado» el envío de Jesús aHerodes para agravar más la responsabilidad de
los judíos en la condena de Cristo. Para cualquier buen israelita, aquel tirano sólo
era un intruso, un escandaloso pecador, y no un miembro de pleno derecho del
Pueblo de la Promesa.

En el palacio de Herodes, Jesús fue acogido al principio como una especie de bufón
o hechicero, un prestidigitador capaz de hacer maravillas y prodigios para
entretener a los aburridos cortesanos. Después, tras haber desilusionado las
expectativas de quienes querían divertirse con Él como si fuese un payaso, Jesús —
siguiendo textualmente a San Lucas— fue «insultado y despreciado» siendo
devuelto a continuación al procurador imperial ataviado de manera burlesca.

Este trato, a decir de algunos especialistas, agrava todavía más la responsabilidad


de los judíos. ¿A qué judíos se refieren? Porque los judíos no solamente
odiaban al tetrarca y pensaban que estaba al margen de sus leyes, sino que
tampoco lo consideraban como alguien de su raza, ya que en él había mezcla de
sangre árabe, samaritana e idumea, aparte de que su educación había sido pagana.
Y Herodes el Grande, pese a haber mandado edificar el nuevo templo, no podía
acceder al atrio reservado a las familias sacerdotales.

Si los argumentos de esos críticos van por este terreno, sus conclusiones caen por su
propio peso. La comparecencia de Jesús ante Herodes no sólo no aumenta la
responsabilidad de Israel, sino que, por el contrario, la disminuye. De hecho, el
hombre que escarneció a Jesús era a su vez detestado y escarnecido por Israel. En
cualquier caso, si Pilato hubiera seguido el ejemplo del presunto «judío» Herodes

94
Antipas, se habría limitado a burlarse de Jesús para ponerle en libertad a
continuación.

Hay otros argumentos para demostrar que no funciona el esquema interpretativo


de tantos críticos que en la Pasión siempre han visto un relato revisado de tal manera
para exonerar de culpa a los paganos y sepultar bajo un aluvión de responsabilidades
a los judíos. Pero entonces no se entiende, entre otras cosas, la oración de la
comunidad de Jerusalén contenida en los Hechos de los Apóstoles, que dice que
«contra tu siervo Jesús, al que ungiste» se aliaron «Herodes y Poncio Pilato, junto con
los gentiles y el pueblo de Israel». Así pues, todos aparecen en el mismo barco, todos
son igualmente culpables, tanto romanos como judíos.

Alfred Loisy, uno de los que creen en el poco verosímil origen antijudío del episodio
de Herodes, dice con esa habitual seguridad que no admite ninguna réplica: «La
inserción de Herodes en el relato tiene por finalidad proporcionar a Jesús un
inesperado testimonio de su inocencia en la persona del tetrarca».

Pero todavía hay más para sorprenderse con la afirmación de Loisy de que «en San
Lucas, el episodio de Herodes Antipas no se presenta como una ficción
improvisada, sino sobre todo como el resumen de un relato paralelo del proceso de
Jesús ante Pilato, inserto en el esquema primitivo del tercer evangelio». Por tanto,
para el crítico francés no se trata sólo de una invención sino sobre todo de una
invención compleja y sofisticada. ¿Haría realmente eso un apologista cristiano que
quisiera demostrar la inocencia de su Mesías? Es cieno que el tetrarca no condena
a Jesús, pero hace algo mucho peor: no lo considera peligroso, sino que lo
desprecia como si fuera un títere, un objeto de irrisión, un pobre hombre grotesco
e insignificante.

Y, además, entre tantos «testimonios de inocencia» posibles (si admitimos la tesis


de la invención), ¿por qué se habría elegido el de un hombre de tal condición, alguien
a quien el mismo evangelista ha presentado como el ejemplo de toda clase de
pasiones innobles, hasta el punto de asesinar al hombre que, según Jesús, era «el
más grande de los nacidos de mujer»? También aquí, como en tantas ocasiones,
nos viene a la mente la exclamación de alguien nada sospechoso de excesivas
simpatías cristianas, Jean Jacques Rousseau que, al referirse a los evangelios, solía
decir: «¿Son invenciones? ¡Amigos, algo así no se inventa!»

Al repasar la suerte de Herodes Antipas, tras la muerte de aquel Jesús por quien
no sólo no movió ni un dedo sino del que además se burló ampliamente, puede
observarse que Herodías terminó siendo la causa de su ruina, pues la ambición de
esta mujer se fue haciendo cada vez más desenfrenada.

Muerto Tiberio, gran protector de Herodes, Agripa, hermano de Herodías, acusó al


tetrarca ante Calígula de traicionar a Roma a favor de los partos, por lo que el
emperador lo destituyó y envió a la pareja al exilio a Lyon, en medio del frío y las
nieblas de la Galia. Hay que decir que Herodías, pese a haber podido evitar el
destierro, siguió voluntariamente al hombre que había amado y llevado a la ruina.

Así pues, como destacaban en tiempos pasados los predicadores y autores de


espiritualidad (y además la historia lo confirma de manera irrebatible), todos los
responsables de la condena de Jesús conocieron el infortunio. Herodes y Pilato fueron

95
destituidos y procesados por aquella Roma a la que habían servido. La sumisión a
Roma llevó asimismo a la tragedia a la familia del sumo sacerdote Anás. En la
época del proceso de Jesús, el cargo de sumo sacerdote era desempeñado
oficialmente por su yerno Caifás, pero en realidad, aquel influyente anciano era
siempre el que controlaba la situación. Caifás siguió a Pilato en la desgracia y
también fue destituido. Sus sucesores serían todos ellos hijos de Anás, hasta el
último, Anano, que ejerció el cargo desde el año 61 y que fue asesinado por los
zelotes (junto con toda su familia que de esta manera se extinguió para siempre),
por haber colaborado con los romanos. Sucedió esto en el año 67, en los inicios
de la rebelión que llevó a la destrucción del propio templo de Jerusalén.

Aunque no hay ironías sobre «la muerte de los perseguidores» de la que tantas veces
habló la literatura cristiana antigua —y también la moderna hasta épocas
recientes—, sí las ha habido sobre el hecho de que San Lucas dijera que el
tetrarca de Galilea se encontraba en aquellos días en Jerusalén al mismo tiempo
que el gobernador romano. Se ha asegurado que se trata de una coincidencia típica
de un narrador de fantasías. Elcrítico marxista Ambrogio Donini (que fue, entre otros,
discípulo predilecto de Ernesto Bonaiuti) escribió: «Los escasos personajes
"históricos" que encontramos en el proceso de Jesús son puestos en escena por
alguien que tiene una idea no muy precisa de su situación real». Y entre estos
personajes estaría Herodes Antipas que, según Donini, «de quien dice Lucas que
descendió de su territorio a Jerusalén para ver al Mesías». Donini debería haber
tenido en cuenta que, de las llanuras de Galilea a Jerusalén, situada a casi mil
metros por encima del nivel del mar, se sube y no se desciende...

Solamente alguien que no haya leído en mucho tiempo el texto evangélico podría
decir que Herodes («subiendo» y no «descendiendo») estaría en la Ciudad Santa
para ver al Mesías. De la narración evangélica se deduce perfectamente que la
presencia en su palacio de aquel Jesús al que no había podido ver antes (también
por el hecho, como ya dijimos, de que nunca pusiera los pies en el suelo impuro de
Tiberíades) fue una sorpresa inesperada tanto para él como para Pilato.

Todavía hay algo más importante, que confirma la «seriedad» de esas


desmitificaciones expeditivas del relato evangélico. Y es que el nada sospechoso
Flavio Josefo no sólo nos informa de la costumbre del tetrarca (con la intención de
no escandalizar a sus súbditos que acudían allí en peregrinación) de ir a Jerusalén
con motivo de la Pascua, sino que se refiere asimismo al palacio donde
acostumbraba a alojarse.

Así pues, aquel año la presencia del tirano en Jerusalén era oportuna tanto desde
el punto de vista religioso como del político. Es el mismo San Lucas, quien, en
el capítulo 13, versículo 1, escribe acerca de «los galileos cuya sangre había
mezclado Pilato con la de sus sacrificios». El episodio puede situarse con certeza
en Jerusalén «los sacrificios» sólo se hacían en el Templo y Pilato tenía jurisdicción
únicamente sobre Judea). Por tanto, en aquel año 30 en que se produjo el drama
del Gólgota, el hecho de que Herodes Antipas se trasladara a la Ciudad Santa para
demostrar a sus súbditos que velaba por ellos, era totalmente indispensable.
¿Dónde está pues esa coincidencia forzada, de fantasía, a la que se refieren
Donini y otros como él?
Pero la exposición sobre el hombre al que Jesús calificó de «zorro» continúa en

96
el siguiente capítulo.

XIII. «Pero Él nada le respondió»

RETOMEMOS para completarla la investigación sobre Herodes Antipas a quien


Pilato enviara (según el evangelio de San Lucas) al procesado Jesús de Nazareth.

Ciertos críticos se han basado para negar la historicidad del episodio, sobre todo en
los aspectos jurídicos, en las presuntas irregularidades de un procedimiento que
habrían llevado al procurador romano a renunciar a juzgar a un judío, remitiendo la
cuestión al vasallo tetrarca de Galilea, puesto que el acusado procedía de allí: «Al
oír esto, Pilato preguntó si aquel hombre era galileo. Y al saber que era de la
jurisdicción de Herodes, se lo envió...» (Lc 23, 6). Diremos de paso lo artificiosa que
puede resultar una crítica que aprovecha el más mínimo pretexto para negar la
historicidad del texto evangélico. Esta crítica ha llegado a sostener que el versículo
de San Lucas que acabamos de citar está en contradicción con el capítulo 2 del
mismo evangelista, donde se afirma que Jesús nació en Belén, es decir en Judea.
Pero es una crítica artificiosa, porque resulta muy claro que Pilato se está refiriendo
—de acuerdo con la ley romana, y también con la judía— al domicilio y no al origen
de Jesús.

Pero volvamos a los aspectos procesales, que darían al episodio el carácter de


«clamorosa inverosimilitud» en expresión de Goguel o de «tontería» según
Guignebert. Y otro crítico actual, ya citado, Marcello Cravieri califica el envío de
Jesús a Herodes de «información no solamente discutible sino sin lugar a dudas falsa.
Desde el punto de vista jurídico, no existía la necesidad de remitir al acusado del
forum delicti commissi al forum originis, ya que el único juez competente era el
procurador romano».

Hay que subrayar ante todo que estamos muy lejos de conocer la situación jurídica
concreta, la delimitación de las competencias en un Israel en parte ocupado
directamente por los romanos, y en parte dejado bajo la autoridad, limitada en
diversos grados, de príncipes vasallos y de señores locales.

En lo que se refiere a los judíos, frente a su obstinación para ellos incomprensible,


pero en cualquier caso peligrosa, los romanos habían puesto en funcionamiento un
sistema jurídico irregular. Y en la práctica toleraban irregularidades mucho
mayores que las que hubieran consentido en otras provincias menos complejas
y menos tentadas a sublevarse. A la singularidad de la «cuestión judía» se añadía
el hecho de que aquellos territorios formaban parte de las fronteras más expuestas
a toda clase de asechanzas, más incluso que las provenientes de los bárbaros
del otro lado de los Alpes y del Rhin, pues estaban sometidas a la continua
presión de las belicosas tribus árabes y sobre todo de los temibles partos, que
habían vencido en grandes batallas a estrategas de la talla de Craso y Marco
Antonio.

97
Esta situación exigía la existencia de autonomía y concesiones (recordemos el
capítulo dedicado a Barrabás y al «privilegio pascual»), que no conocemos
demasiado bien o que ignoramos por completo.

Por tanto, habría que ser más prudentes antes de afirmar a priori, haciendo gala
de una excesiva seguridad que es «imposible» que sucediera un episodio como el
narrado por San Lucas y que implica al tetrarca de Galilea. Escribe Piero Martinetti,
un laico que figura entre los más destacados exponentes de la «crítica radical»;
«Sobre el procedimiento seguido en el proceso contra Jesús no sabemos nada a
ciencia cierta pues no conocemos con exactitud las normas utilizadas por los
romanos en Palestina». Si esto es así, no comprendemos entonces por qué, cuando
se trata de cuestionar los evangelios, los seguidores de Martinetti (y él mismo) se
muestran tan drásticos, como si lo supieran todo, mientras que por otra parte
afirman que no es posible saber nada con seguridad (lo que no deja de ser una
exageración).
Tal y como han apuntado algunos historiadores, el tetrarca Herodes, en su palacio
llamado de los Asmoneos (al oeste del Templo, en el valle del Tyropeón), habría
podido gozar de un derecho de extraterritorialidad. Aquel edificio habría sido
considerado por las leyes romanas como «territorio galileo», por lo que Herodes
tendría laposibilidad de juzgar allí a uno de sus súbditos.

En la misma línea, hay que hacer una observación todavía más incisiva: en ningún
sitio se dice que Pilato quisiera un juicio rápido. El tetrarca habría podido
perfectamente retener a Jesús como simple sospechoso, encarcelándolo en el
palacio de los Asmoneos y llevándolo a Galilea, al término de la Pascua, donde
habría decidido qué hacer con Él. De esta manera, el procurador hubiera logrado
su propósito, que no era otro que librarse de un asunto en el que no quería verse
implicado.

Por su parte Flavio Josefo, en La guerra de los judíos, relata un episodio


bastante similar, y que confirma todo cuanto hemos dicho sobre las pautas
enteramente irregulares seguidas en Israel por los precavidos romanos. Cuenta
el historiador judío que, después de la toma de la ciudad de Tariquea, Vespasiano
condenó a muerte amuchos de los cabecillas locales de la rebelión. Sin embargo, la
sentencia no se aplicó a los originarios del territorio controlado por Herodes Agripa
II, que había mantenido su fidelidad a Roma. El general romano envió a Agripa a
los prisioneros que eran súbditos suyos, pese a la sentencia pronunciada contra ellos.
Una concesión que tenía que ver bastante con la determinación política de no
enemistarse, e incluso de congraciarse, con un entonces fiel reyezuelo oriental.

Un especialista como François Bovon, pese a no estar del todo convencido de la


historicidad del episodio en el que según San Lucas se viera implicado Herodes
Antipas, recuerda que su padre, Herodes el Grande, había obtenido el privilegio
de poder solicitar la extradición de sus súbditos huidos si éstos eran capturados
por los romanos. Bovon cree posible, con buenos argumentos, que aquel privilegio
hubiera continuado también con el tetrarca sucesor de Herodes el Grande. Por tanto,
no faltan testimonios e indicios suficientes que deberían llevar a evitar las
afirmaciones excesivamente drásticas en este asunto.

Y si revisamos el Derecho penal «normal» que conocemos que estaba vigente entre

98
los romanos, expertos fuera de toda duda como Theodor Mommsen no parecen
creer en absoluto que fuera ilegal o irregular la decisión de Pilato de enviar a un
procesado ante su soberano de origen. Siguiendo a Mommsen, un investigador
como Josef Blinzler puede escribir lo siguiente: «El procurador no estaba obligado,
pero se decidió a hacerlo de manera espontánea, con la esperanza de deshacerse
de aquel incómodo asunto judicial. Aunque él no estaba en su derecho, ya que
las competencias de Herodes Antipas, príncipe vasallo de Roma y con suprema
autoridad judicial, concurrían con las suyas por el principio de personalidad y
también en parte por el del forum delicti cornmissi... Claro que no es probable que
Herodes tuviese el derecho de ejercer la justicia en una ciudad que no pertenecía a su
territorio. Si por principio estaba prohibido a los gobernadores romanos ejercer
cualquier función de tipo oficial fuera de los límites de su provincia, hay que pensar
que tampoco al tetrarca de Galilea le estaba permitido ejercer la justicia en el ámbito
de la provincia de Judea».

Así pues, Herodes no habría tenido la potestad de ejecutar una eventual sentencia,
pero no debemos excluir por completo que tuviese la potestad —sobre todo a
requerimiento del juez local, en este caso Pilato— de intervenir en el caso e instruir el
proceso, bien en su palacio de Jerusalén probablemente acogido al principio de
extraterritorialidad, o bien, en Tiberíades, su capital junto al lago de Genesareth.

Por tanto, y aunque sólo sea contemplando los aspectos jurídicos, el episodio
narrado por San Lucas no es ni mucho menos «inverosímil». Por ello habría que
revisar, entre o tras, las afirmaciones de Rinaldo Fabris cuando resueltamente dice
que «ello no se corresponde con el Derecho Romano». Y resulta todavía más
sorprendente que el ya mencionado The Jerome Biblical Commentary, aprobado por
los obispos católicos norteamericanos, cite dos únicas opiniones, la de M. Dibelius
(«una invención») y la de R. Bultmann («una leyenda»). Además, los redactores de
una obra que se considera «católica» llegan adecir que «es posible que Lucas ignorara
la geografía de Palestina en beneficio de un desarrollo temático de su teología».
¿A qué «ignorancia de la geografía» se refieren? ¿Acaso quieren decir que Lucas
no sabría distinguir Galilea de Judea, con sus respectivos regímenes políticos?

Pero cualquier objeción puede resolverse si vemos el asunto fuera de su dimensión


legal, si nos preguntamos si Pilato buscaba más bien la opinión de Herodes más
que un proceso con su consiguiente sentencia.

En efecto, Herodes podía conocer el caso mucho mejor, habida cuenta que las
actividades de Jesús se desarrollaron en gran parte en su territorio y que, tal y
como nos informan los mismos evangelios, Herodes había utilizado a su policía
para espiar a Jesús, manifestando también la intención de desembarazarse de él del
mismo modo que había hecho con el Bautista. Nos lo describe el propio San Lucas:
«En aquel momento se acercaron unos fariseos diciéndole: Sal y aléjate de aquí,
porque Herodes te quiere matar» (Lc 13, 31).

Por otra parte, y aunque el Sanedrín había centrado todas las acusaciones contra
Jesúsen el plano en el que el representante de Roma era más sensible y tenía
el consiguente deber de intervenir —el plano político, el de la «lesa majestad»
del César—, Pilato sedio cuenta enseguida de que, al estar estas acusaciones
desprovistas de todo fundamento, el problema de fondo era esencialmente
religioso. Toda una complicación,la de la Torah y sus posibles interpretaciones,

99
que Pilato era incapaz de entender. ¿Por qué entonces no buscar la opinión de
alguien como el tetrarca Herodes, educado en Roma en la cultura pagana y al
mismo tiempo, al menos oficialmente, seguidor del judaísmo?

A esta oportunidad «técnica» de pedir la opinión de Herodes se unía una


oportunidad «diplomática» (a la que se refería Ricciotti en el capítulo anterior). La
observación de San Lucas, según la cual «estaban enemistados» el procurador y
el tetrarca, está asimismo confirmada por fuentes extraevangélicas.

Dice Josef Blinzler: «De los dos, era Pilato el más interesado en una reconciliación.
Parece ser que la enemistad tuvo su origen en que Herodes se había puesto de
parte de los judíos en su enfrentamiento con el gobernador por causa de la
exposición de los escudos votivos del Cesar en su palacio de Jerusalén. Pese a
que Pilato pudiera guardar rencor a Herodes por aquella acción, debería hacer todo
lo posible para eliminar por completo aquella discordia. Es rigurosamente histórico,
según nos cuenta Flavio Josefo, que Herodes Antipas era persona gratísima para
Tiberio. Sabemos que algunos años después del proceso de Jesús, en el año 36
d. C, Tiberio recibió del tetrarca informes reservados sobre las negociaciones de
Vitelio, gobernador de Siria, con los partos. Se supone también que informes
similares de Herodes sobre la actuación de Pilato habían originado la enemistad
entre los dos hombres, aunque no tenemosconstancia de ello. Asimismo, la matanza
de algunos galileos por los soldados de Pilato, perpetrada en el Templo (Lc 13, 1 y
ss.), que había sucedido un año antes, podría haber indispuesto al tetrarca de
Galilea con Pilato».

Es pues completamente verosímil, tal y como nos relata el tercero de los evangelistas,
que el procurador romano cogiera al vuelo la palabra «Galilea» y la utilizara como
pretexto para una atención interesada que llevaba proyectando desde hacía tiempo:
lanzar un signo de reconciliación hacia el insidioso reyezuelo que, por medio de
sus espías, podía poner en peligro su carrera política. En la Pascua del año
pasado Herodes se había contrariado por la matanza de algunos de sus súbditos
(no olvidemos que Pilato perdería su cargo por un asunto similar: el de la matanza
de unos samaritanos) y precisamente un año después, Pilato disponía de una
ocasión providencial para demostrar que no condenaba a muerte a ningún galileo,
sin pedir antes el parecer del tetrarca.
Pero no se trataba de que Pilato renunciara a sus prerrogativas como representante
de Roma (Guignebert: «¿Podemos imaginarnos al procurador de Judea que en la
propia Jerusalén diera semejante muestra de debilidad?»). Se trataba, por el
contrario, de obedecer a las propias instrucciones del emperador que recomendaban
a los funcionarios destinados en Israel la máxima flexibilidad y la mayor diplomacia.
Un acto de deferencia hacia un soberano local resultaba por tanto de interés
público para un Estado que no quería crear inútiles tensiones, pero también había un
interés privado por parte del procurador a causa de las múltiples irregularidades que
había cometido y que no quería verse comprometido con quien lo espiaba por
cuenta del emperador. Por otra parte, y siempre de acuerdo con el arte de gobernar,
una opinión de quien tenía autoridad sobre Galilea resultaba especialmente
oportuna, puesto que de aquella región procedían los nacionalistas más fanáticos,
los zelotes; y en esa misma región surgían casi siempre los gérmenes del
descontento cuando no de la revuelta. Tanto era así, que no sólo los romanos,
sino también las mismas autoridades judías temían el fanatismo de los galileos.
Así pues, la prudencia y la razón de Estado aconsejaban andarse con cuidado y,

100
antes de condenar a un galileo por motivos políticos, escuchar la opinión del
soberano local.

Además, aquel acto de deferencia hacia Herodes podía responder a otra exigencia
política: la de poner en su lugar al Sanedrín que, pese a estar compuesto en
su mayor parte por colaboracionistas, se veía tentado con frecuencia (para apaciguar
de alguna manera a la opinión pública y de este modo, «salvar la cara») a alzar
la voz hasta el extremo de enojar al procurador, como pudo demostrarse en su
insistencia porque se condenara al procesado. Enviar a Jesús a Herodes (un
personaje particularmente mal visto y despreciado por los judíos) era, si no
absolutamente necesario desde el punto de vista legal, una auténtica bofetada al
Sanedrín, que de este modo veía limitado su poder en beneficio de un reyezuelo
que a duras penas podía ser calificado de «judío».

Y en lo que se refiere a las relaciones de Pilato con las autoridades judías, la


estratagema por él intentada podía ser también un modo de ganar tiempo, de
enredar la madeja para librarse de una situación que se estaba tornando
demasiado peligrosa.

En efecto, Pilato no quería condenar a Jesús; pero si lo hubiese absuelto lisa y


llanamente quizá habría tenido que acusar (así lo sostienen especialistas en
Derecho antiguo) a los sanedritas por delito de calumnia, que comportaba para los
falsos acusadores la misma condena prevista para el inocente difamado. Toda una
complicación: ¿podía el gobernador romano enviar a la cruz a los setenta y un
miembros, además del Sumo Sacerdote, del Sanedrín? Por un lado, los sanedritas
insistían en la condena; por otro Herodes Antipas, juez legítimo del acusado, le
era hostil y de dudosa fidelidad; y de cualquier manera se le presentaba la
perspectiva de muy serios conflictos con Roma, además del temor a una
sublevación general.

Dice Giuseppe Ricciotti: «Pilato estaba seguro de que, cuando compareciera ante
Herodes, Jesús sería declarado inocente, tal y como había sucedido ante su propio
tribunal». Podría haber tenido un valioso punto de apoyo, y además del lado
«judío», si hubiera querido acusar al Sanedrín, consiguiendo además un aliado
donde antes tenía un adversario.

Los críticos que se impacientan y juzgan «inverosímiles» los relatos evangélicos


que muestran a un Pilato que da demasiadas vueltas para resolver el caso de
Jesús, no valoran adecuada o simplemente ignoran el atolladero en que aquel
hombre se había metido (o podía meterse). En realidad, para quien tenga presente
la situación y los auténticos términos en que se desarrolló, aquel debatirse de
Pilato mandando de un sitio a otro al procesado no sólo está justificado, sino que
resulta completamente vero símil.

Así pues, hemos visto que —utilizando la lógica y aceptando, sin forzarlos, los
hechos que ya conocemos— Jesús pudo perfectamente comparecer ante Herodes
Antipas. Y tampoco la historia excluye en absoluto semejante posibilidad.

Es la propia historia la que nos confirma la verosimilitud del trato que, según
San Lucas, Herodes dispensara a Jesús. Leamos una vez más los versículos
evangélicos: «Herodes se alegró mucho al ver a Jesús, pues hacía bastante tiempo

101
que deseaba conocerlo, porque había oído hablar de él y esperaba verle hacer algún
milagro. Le hizo muchas preguntas, pero él nada le respondió» (Lc 23, 8 − 9).

Ottorino Gurgo, autor de un reciente estudio sobre Pilato, de carácter divulgativo


pero muy riguroso, define a Herodes Antipas con estos cuatro adjetivos: «Frívolo,
sibarita, caprichoso y corrompido». Y efectivamente, así era este personaje, según
nos confirman todas las fuentes, y es un retrato que cuadra muy bien a los versículos
evangélicos que relatan el «recibimiento» dispensado a Jesús en el palacio de
Herodes.

Dice Josef Blinzler: «Soberano y súbdito se encontraron por primera y última vez cara
a cara. Para aquel hombre mundano, Jesús hubiera sido uno más de sus
súbditos, si no s e hubieran contado de Él tantas cosas singulares acerca de sus
obras y predicación. Y aquí tenemos otro rasgo peculiar de aquel frívolo príncipe:
sólo se interesa por la singularidad del hombre que tiene ante sí y parece olvidarse
por completo de los motivos por los que Jesús ha sido llevado hasta allí. Con
profusión de palabras, Herodes le acosa para saber algo más de sus misteriosos
poderes y, a ser posible, quiere ser él mismo testigo de uno de sus milagros.
Herodes pone a Jesús al mismo nivel de los bufones y saltimbanquis que solían
entretener a sus cortesanos. Por ello, no hay que imaginar a este príncipe como
un siniestro inquisidor, sino más bien como un individuo caprichoso, risueño y frívolo.
Pero a Herodes pronto se le pasará su buena disposición, pues su retahíla de
palabras encontrará oídos sordos. Se había creído que aquel hombre implicado
en un proceso tan serio sería más condescendiente y que trataría de ganarse su
favor. Pero, en cambio, Jesús permaneció mudo y distante...».

Y continúa este investigador alemán: «Sólo al llegar a este extremo, recordó


Herodes el asunto judicial que se estaba ventilando (...). Y sólo encontró de
interés un aspecto de las acusaciones, las aspiraciones de Jesús a la dignidad real.
Algo de lo que el viejo, taciturno y desconfiado Herodes el Grande no habría sido
capaz, lo llevaría a cabo su hijo, mucho más despierto que él y dotado de una vena
de ironía. Se trataba de burlarse de aquellas pretensiones de realeza. Cuando el
evangelista dice que Herodes Antipas y su escolta sometieron a Jesús a burlas y
desprecios, debemos entender que el propio tetrarca, con algún gesto de burla o
escarnio, había dado la señal para convertir a Jesús en la irrisión de todos los
presentes. Herodes podía fácilmente comparar su propia situación con la
reivindicada por Jesús. Incluso, haciendo gala de un hipócrita asombro, podía
exclamar: "¿Tú eres rey? ¡Has llegado más alto que yo!" Tengamos en cuenta
que Herodes Antipas aspiró durante toda su vida al título de rey, sin llegar
nunca a conseguirlo. Y todo el conjunto de cortesanos estaba enseguida
dispuesto a hacer eco a los insultos salidos de boca de su insigne señor. Lo
cierto es que aquella escena terminó con una parodia de las pretensiones a la
realeza de Jesús. Herodes hizo colocar a Jesús espléndidas vestiduras2 y así,
convertido en rey de burlas, lo devolvió a Pilato. Con ello daba a entender que
rechazaba ocuparse del caso y que, al disfrazar al procesado, lo consideraba más
ridículo que peligroso»

Esta larga cita de Josef Blinzler nos permite apreciar cómo también en este punto la
narración de San Lucas es completamente verosímil, y se encuadra en lo que las
fuentes extraevangélicas nos dicen del carácter y forma de actuar de Herodes

102
Antipas.

En lo que se refiere a las «espléndidas», «llamativas» o «resplandecientes» vestiduras


(así pe traducirse el término griego lamprán), señala Ricciotti que «debían de ser
una de aquellas vistosas indumentarias utilizadas en Oriente por personas de
importancia en ocasiones solemnes. Puede que fuera alguna prenda de vestir,
desgastada y que ya no estaba en uso, la que el tetrarca hizo traer para burlarse
del procesado: un hombre en semejante guisa era motivo de risa y no ofrecía ningún
peligro. La propia burla rechazaba ya de manera implícita las tesis de los acusadores,
que hacían del procesado un revolucionario y un sacrílego».
San Lucas no precisa el color de la vestimenta, pero una tradición muy remota y
difundida supone que era blanca (por ello, la Vulgata latina emplea el término alba).
Si realmente fue así, habría que entenderla casi como un signo de complicidad
«latina» que Herodes Antipas, educado en Roma, envió al gobernador. Ambos sabían
que un candidatus era aquel aspirante a un cargo público que llevaba una toga
candida (blanca). Era como si Herodes quisiera decir: Aquí está, con sus
vestiduras correspondientes, el candidato al cargo de rey de los judíos.

Shalom ben Chorin señala certeramente la atención dedicada por los evangelistas
a lavestimenta utilizada en la Pasión. A las vestiduras blancas (si realmente lo eran)
de Herodes, se contrapone el rojo púrpura del manto colocado sobre los hombros
del condenado por los soldados de Pilato (Mc 15, 17); para terminar con el despojo
de todos sus vestidos antes de la crucifixión. Basándose en un estudio detallado
de las fuentes judías, ben Chorin observa «indicios» relacionados con la
comunidad esenia de Qumrán. Aquellos judíos se retiraron a orillas del Mar
Muerto, formando una estricta comunidad monástica, en espera de la próxima
venida del Mesías de Israel. Y pensaban no en uno, sino en dos Mesías: uno
sacerdotal y otro real. En el ritual judío, el blanco y el rojo eran respectivamente
los colores del rey y del sumo sacerdote. Por tanto, —habrían querido decir los
evangelistas a los de Qumrán— en el único Mesías,Jesús de Nazareth, se había
visto realizada la doble expectativa: la de Rey y la de Sumo Sacerdote. Y, por
último, el despojo y la desnudez de Jesús indicaría otro indicio: un Mesías a la vez
victorioso y sufriente.

Se trata de una interpretación que no puede demostrarse con exactitud, pero que
tampoco debe ser excluida de ningún modo. Si fuese correcta, estaríamos ante un
indicio más, hasta ahora encubierto, de la antigüedad de los textos evangélicos.
Es sabido que en Qumrán cesó toda actividad (y sus habitantes fueron muertos y se
dispersaron) hacia el año 68, con la llegada de las tropas romanas enviadas para
sofocar la rebelión de los judíos. Por tanto, cabría apuntar la redacción del
evangelio de Lucas o de Marcos antes de esa fecha ya que después aquellas
«señales» apuntadas por los evangelios no habrían podido ser recogidas por nadie y
resultarían incomprensibles.

Al llegar al final de nuestra investigación sobre la comparecencia de Jesús ante


Herodes Antipas, además de las confirmaciones históricas (o en el peor de los casos,
de su no desmentido), cabe hacerse una vez más la pregunta: ¿cui prodest? ¿A
quién beneficia? ¿Por qué San Lucas habría «inventado» o «recogido» (en opinión
de Bultmann y otros) una leyenda anterior»? Ya hemos visto que no puede admitirse
el facilón argumento de una interpolación con objeto de exonerar de culpa a los

103
romanos y agravar la responsabilidad de los judíos.

Y, por otra parte, aquel que para el evangelista es el Mesías, el hijo de Dios, se
convierte en objeto de irrisión al ser disfrazado con una vestimenta burlesca.
Asimismo, el silencio de Jesús, que a nosotros nos resulta lleno de nobleza y
dignidad, no lo era en absoluto para el mundo antiguo, en el que los héroes
debían pronuncia r grandilocuentes palabras que desarmasen a los que se burlaban
de ellos y redujesen al silencio a sus acusadores.

«Le hizo muchas preguntas, pero él nada le respondió», escribe San Lucas. Se ha
dicho que esto es una invención que se refiere a la profecía de Isaías: «Maltratado,
más él se sometió, no abría la boca» (Is 53, 7). Pero, como señala Etienne Trocmé,
«el hecho es que este pasaje de Isaías no es citado nunca en los relatos de la
Pasión, ni es objeto de alusión alguna. Lo que no deja de ser sorprendente...».

A propósito de las profecías, hay un problema más para todos aquellos que, con
demasiada ligereza, creen que ellas son el origen de éste y otros muchos episodios
evangélicos. En el capítulo anterior, citábamos un pasaje del capítulo cuarto de los
Hechos de los Apóstoles, en el que los seguidores de Jesús «elevaron unánimes
su voz a Dios y dijeron: Señor, tú hiciste el cielo y la tierra, el mar y cuanto hay en
ellos, tú eres el que dijiste por el Espíritu Santo, por boca de nuestro padre David,
tu siervo: "¿Por qué se han amotinado las gentes y los pueblos meditaron cosas
vanas? Se han levantado los reyes de la tierra, y los príncipes conspiraron a
una contra el Señor y contra su Cristo". Pues en efecto, se aliaron en esta ciudad
contra tu santo siervo Jesús, al que ungiste, Herodes y Poncio Pilato, junto con los
gentiles y el pueblo de Israel, para hacer lo que tu poder y tu voluntad habían
determinado que se hiciera...» (Hch 4 24 − 28).

Aquí hay una cita de los dos primeros versículos del Salmo 2, tradicionalmente
atribuido a David. Jean Pierre Lémonon comenta al respecto: «Críticos como
Dibelius y otros creen ver en el relato evangélico de Lucas que se refiere a la
comparecencia de Jesús ante Herodes Antipas una historización del salmo 2, 1 y
ss., que además es citado de modo explícito en los Hechos de los Apóstoles». O
sea que en el origen de todo estaría la profecía que, de manera abusiva, habría
querido verse cumplida con la invencióndel episodio.

«Pero», continúa el especialista francés, «esta tesis choca con graves dificultades,
una de ellas fundamental. En efecto, en la interpretación del Salmo que se da
en los Hechos de los Apóstoles, Pilato y Herodes "se aliaron contra Jesús", pero
en el evangelio de Lucas las cosas se plantean desde una perspectiva diferente.
De hecho, para el tercero de los evangelistas, ni Herodes ni Pilato estaban
totalmente en contra de Jesús; y aunque fuera despreciándolo (éste fue el caso del
tetrarca) intentaron salvarle la vida». Y prosigue Lémonon: «Esto lleva por tanto
a reconocer en el episodio un indicio de historicidad. La escena del evangelio
de Lucas va por completo en dirección contraria a la que podía llevar la
interpretación del salmo 2 hecha por los propios apóstoles».

En resumen, si realmente todo fuera una invención tomando como base las profecías
del Antiguo Testamento, los acontecimientos tendrían que haber sido relatados de
forma inversa a como lo hace el evangelista. Una vez más, las mayores
dificultades las encuentran todos los que niegan, y no los que afirman, la exacta

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concordanciaentre lo que los evangelios narran y lo que verdaderamente sucedió.

XIV. «Vino un hombre de Arimatea, llamado José»

SEGÚN nos cuenta San Lucas —y lo hemos visto en los dos capítulos anteriores—
Pilato habría intentado resolver el problema que se le planteó en aquella Pascua del
año 30, enviando al procesado Jesús a Herodes Antipas.

Pero cuando aquel drama parecía definitivamente concluido (por lo menos eso
pensaban todos la tarde de aquel viernes, incluidos probablemente sus discípulos),
Pilato recibió la visita de un personaje importante, de un alto dignatario de aquel
lugar, pese a no ser de estirpe real. La referencia de la visita no la cuenta un único
evangelista como en el caso del tetrarca. Son los cuatro los que han despertado
la atención de los lectores y la veneración de los creyentes por la iniciativa de José de
Arimatea (localidad que, como explica San Lucas a sus lectores, es —o mejor dicho
era, porque sus ruinas están situadas junto a la actual Rentis— «una ciudad de
Judea»).

Como ya es habitual, convendrá tener a mano los textos evangélicos que vamos
a analizar. Para una mejor comprensión, y no alargar demasiado las explicaciones,
nos limitaremos por el momento a reproducir la primera parte de los textos,
dejando para más adelante los pasajes que se refieren a las operaciones de la
sepultura. Por ello, una vez más no podremos explicarlo todo en un solo capítulo.
Y es necesario analizar en profundidad las pocas palabras contenidas en unos textos
que sólo en apariencia resultan sencillos y fáciles de entender.

Mateo: «Al atardecer, vino un hombre rico de Arimatea, llamado José, que era
también discípulo de Jesús. Este se presentó a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús.
Entonces Pilato ordenó que se lo dieran» (27, 57 − 58).

Marcos: «Al atardecer, como era la Parasceve, esto es, la víspera del sábado,
vino Joséde Arimatea, miembro ilustre del Sanedrín, que esperaba también el
reino de Dios; y con valentía se llegó hasta Pilato y pidió el cuerpo de Jesús. Pilato
se sorprendió de queya hubiera muerto y, llamando al centurión le preguntó si ya
había muerto. Al asegurarse por el centurión, entregó el cuerpo a José» (15, 42
− 45).

Lucas: «Había un hombre llamado José, miembro del Sanedrín, varón bueno y
justo —él no había asentido en la resolución y proceder de los demás— natural de
Arimatea, ciudad de Judea, que esperaba el reino de Dios. Este se presentó a
Pilato y pidió el cuerpo de Jesús» (23, 50 − 52).

Juan: «Después de esto, José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque en
secreto por temor a los judíos, pidió a Pilato permiso para retirar el cuerpo de
Jesús. Pilato lo concedió» (19, 38).

El último de los evangelistas introduce también otro personaje, Nicodemo,


recordándonos que era «el que antes había ido a él de noche».

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En el cuarto evangelio (el único que habla de él) Nicodemo es un viejo conocido;
mientras José de Arimatea, mencionado en los cuatro evangelios, aparece por
primera y última vez. Con la misma rapidez con la que aparece súbitamente en las
páginas del evangelio, desaparecerá después de haber efectuado su cometido, muy
lejos ciertamente de imaginar que un día tendría derecho a una extraordinaria
recompensa. La misma recompensa que Jesús prometiera a la mujer que, en Betania,
le había derramado sobre la cabeza el perfume de un vaso de alabastro: «Os aseguro
que dondequiera que sea predicado este Evangelio, en el mundo entero, se contará
también lo que ésta ha hecho para su memoria» (Mt 26, 13).

Pero no conocemos el nombre de aquella mujer, mientras que de este hombre se


han conservado su nombre, su ciudad, su función y su posición social, entrando
en lugar destacado en la tradición cristiana. La cual no sólo le venera como
santo y ha puesto bajo su patrocinio ciudades y oficios, sino que también le ha
convertido en protagonista de una de las aventuras más extraordinarias de la
literatura (y también de la música, sobre todo con Wagner) y hasta del esoterismo.
Nos estamos refiriendo al llamado ciclo del Santo Grial. El Grial, el cáliz con el
que Cristo habría celebrado la Ultima Cena, sería el modelo de todos los cálices
y de las infinitas misas que habrían de celebrarse. En él el propio José de
Arimatea habría recogido la sangre del Crucificado para llevarla más tarde en
persona hasta el Occidente.

Se trata de un ciclo que abarca por completo el Medievo, sobre todo el de la


Europa del Norte, y que todavía hoy fascina a muchas personas (no faltan los que
todavía siguen con la «búsqueda mística del Santo Grial»). De acuerdo con alguna
de las múltiple s variaciones del ciclo, el caballero Parsifal, el valeroso padre de
Lohengrin, sería descendiente directo de aquel judío; que también está relacionado
de algún modo con la dinastía de los Capetas que durante siglos reinaron en Francia.

Extraordinario destino póstumo de un hombre del que —como es habitual—


muchos críticos de los textos evangélicos niegan su existencia histórica.

Por citar un sólo ejemplo, tenemos a Alfred Loisy: «De modo artificial, se inventa a
un tal José de Arimatea. Era el hombre indispensable para conseguir una sepultura
decente». O a Marcello Craveri, divulgador italiano de la crítica radical: «Es una
invención absurda». ·Y por su parte, Charles Guignebert dice refiriéndose a los
relatos del entierro de Jesús cuyo protagonista central es José de Arimatea: «La
catequesis evangélica ha construido una narración que, a primera vista, parece tener
bastante consistencia. Pero semejante impresión no resiste al más superficial
examen de los textos, dando paso al descubrimiento de una construcción muy
elaborada, una creación artificial a base de episodios y fragmentos dispersos que,
combinados entre sí, no terminan de encajar. Y es que semejante combinación se
ha conseguido sin tener en cuenta las divergencias existentes».

Volviendo a Loisy, hay que decir que en este caso —más incluso que en otros pasajes
de los ·evangelios— sólo encuentra «restos de noticias de la tradición» o
fragmentos inconexos «no del todo recubiertos por la leyenda». Actualmente hay
autores católicos, que, aun no negando la posibilidad de la existencia histórica de
José de Arimatea, piensan que puede no ser cierto el papel que le asignan los
evangelios: «No hay que excluir que el nombre del propietario del sepulcro en el
que se depositó a Jesús haya acabado por convertirse en el del protagonista de
106
su descendimiento y sepultura» (Rinaldo Fabris).

Nosotros tenemos muchas cosas que objetar. Comenzando por el hecho de la


unanimidad en el testimonio de los cuatros evangelios, que se adecúa al criterio de
historicidad de la «multiplicidad de testimonios», y que aparece como un primer y
nada despreciable indicio de la verdad de la tradición. Tanto es así que el nada
sospechosoRudolf Bultmann ha llegado a escribir: «El episodio no da la impresión de
ser en absoluto una leyenda». Ni tampoco lo era (y vale la pena recordarlo) para
aquel viejo incrédulo llamado Ernest Renan.

No parecen ser una dificultad lo bastante seria los alegatos de tantos críticos,
empeñados en relegar a José de Arimatea al limbo de la ficción apologética. Un
ejemplo se ría Piero Martinetti a quien, por su formación eminentemente filosófica,
muchos no le otorgan la categoría de biblista, pero pese a todo, con su obra Jesucristo
y el cristianismo, este autor ha contribuido bastante a divulgar entre los intelectuales
italianos laicos un modo supuestamente «científico» de leer el Nuevo Testamento.
Dice Martinetti: «Los relatos de la sepultura de Jesús en los evangelios están
en contradicción con los Hechos de los Apóstoles (13, 29) y se trata de las leyendas
intencionadas, que a su vez enlazan con la leyenda de la Resurrección, y que tienden
por lo demás a eliminar el escándalo del Crucificado abandonado por todos
después de su muerte».

Pero ¿qué dice realmente el capítulo trece de los Hechos? Narra que Pablo, en
un discurso pronunciado en la sinagoga de Antioquía de Pisidia, recordó a
aquellos judíos de la diáspora que «los habitantes de Jerusalén y sus jefes (...)
bajándolo del leño, lo sepultaron».

Resulta difícil ver aquí ninguna contradicción, puesto que José, aunque originario
de otra ciudad de Judea, era también «un habitante de Jerusalén» (y por tanto,
debía tener allí la sepultura de su familia) y además era «Un jefe», «un miembro
ilustre del Sanedrín», tal y como nos relata San Marcos. Hay que destacar
asimismo que Pablo, de acuerdo con la costumbre semítica, hace de una persona
muchas («los habitantes», «sus jefes»). Quizás no lefuera desconocida la presencia,
a la que se refiere San Juan, de Nicodemo, otro «jefe» y «habitante de
Jerusalén».

Hay otra objeción en apariencia seria, pero que raya en los límites de lo grotesco.
Según ella, los textos evangélicos demostrarían en este episodio su carácter de
leyenda porque se refieren a un hombre solo, y probablemente anciano, que
consigue descolgar el cuerpo de la cruz, llevarlo hasta un sepulcro cercano y
finalmente a hacer rodar hasta la entrada una enorme piedra. Pero como dice,
con cierta ironía justificada, Josef Blinzler, «como personalidad de rango —"hombre
rico" lo llama San Mateo— José disponía evidentemente de personal a su servicio.
Y quien tiene servicio acostumbra a hacer uso de él si lo necesita...».

Pero, aunque los evangelistas no los mencionan, al dar por descontado su existencia,
aquellos servidores debieron cumplir su cometido y su patrón se limitaría muy
probablemente a supervisar la operación, pues el contacto con un cadáver le
habría hecho incurrir en impureza legal. Y es que un miembro del Sanedrín no
podía permitirse no celebrar la Pascua por una causa de «impureza». La
«Piedad», el cuerpo de Jesús en brazas de su madre, que ha inspirado a grandes

107
artistas y ha dado grandes obras maestras no responde, casi con certeza, a lo que
realmente debió de ocurrir. María era también una judía practicante y por tanto en
la víspera de la Pascua debía evitar tocar uncadáver, aunque fuese el de su Hijo.
De esta escena nos hablan los apócrifos, se han inspirado en ella los artistas y la han
meditado los místicos, pero los evangelios nada nos dicen sobre este particular. Y
es que la verdad en ellos contenida puede aparecer tanto en lo que narran como
en lo que omiten.

Los evangelios tampoco nos dicen nada (es otro indicio silencioso de historicidad)
de las «lamentaciones» que en el mundo judío siempre acompañaban
circunstancias tristes como aquella. Añadiremos algo más al respecto.

«Las mujeres ciertamente estuvieron presentes en la escena del descendimiento de


la cruz y de la colocación en el sepulcro con penetrantes gritos y desesperados
llantos» dice Renan. Pero este autor, pese a su competencia que nadie niega,
incurre aquí en un lapsus. Dice Blinzler al respecto: «No pudo haber lamentaciones
fúnebres porque, tanto en los usos romanos como en los judíos, no estaban
autorizados en el caso de un ajusticiado por una sentencia pública». Y sobre esto
tampoco dice nada San Lucas, el más atento en recoger manifestaciones de esta
clase y que nos refiere que las mujeres de Jerusalén se lamentaban —y ello estaba
autorizado— por el condenado que era conducido al patíbulo (Lc 23, 27) o qué la
multitud, tras la muerte de Jesús, regresaba a la ciudad dándose golpes de pecho
(Lc 23, 48). Este silencio del tercer evangelista pasa con frecuencia inadvertido
(el pequeño pero significativo errorde Renan lo confirma), pero tiene su valor para
quien investigue en los textos evangélicos tratando de averiguar si son
confirmados o desmentidos por la historia.

Examinaremos ahora otra objeción mucho más frecuente. Se trata de la que


considera «inverosímil, e incluso ridícula y grotesca» (Rudolf Augsetein) la
condescendencia de Pilato respecto a la petición de José de Arimatea. Es lo que
dicen Craveri y otros: «Este Pilato se muestra extrañamente complaciente y
concede sin objeción alguna el cadáver...»

Pero, bien mirado, en este episodio también se encuentra confirmada la veracidad de


los cuatro textos evangélicos. Esta es la opinión de Blinzler: «La entrega del cadáver
del condenado confirma plenamente la imagen de que de Pilato nos dan los
evangelistas. Solamente si era cierto que el procurador no consideraba a Jesús un
delincuente político y que había pronunciado a su pesar la condena, se explica
que diera s u autorización a la petición sin poner ningún tipo de condiciones o
imposiciones».

Tanto es así, y nos lo dice explícitamente San Lucas, que José de Arimatea,
miembro de un Sanedrín con el que Pilato había tenido sus más y sus menos, «no
había consentido en la resolución y proceder de los demás». Por tanto, acceder
a la petición de José era para el procurador un modo de indisponerse con los
demás sanedritas.

Otra cosa más: si, como hemos visto, los evangelistas parecen indicarnos
discretamente la procedencia de sus informaciones respecto a lo que sucedía en la
corte de Herodes Antipas, es muy probable que la intención de José de Arimatea
y Nicodemo indique que ellos pudieron facilitar informaciones a los discípulos sobre

108
todo lo que se trató en la reunión a puerta cerrada del Sanedrín.

Sin embargo, Guignebert argumenta: «Se ha pensado en cómo el evangelista habría


podido saber lo que sucedió en aquella precipitada reunión nocturna del Sanedrín,
teniendo en cuenta que Pedro, el único discípulo que estaba cerca, estaba en aquellos
momentos ocupado en renegar de su Maestro mientras cantaba el gallo. Es verdad
que queda la posibilidad de un testimonio posterior de José de Arimatea o de
cualquier otro sanedrita, convertido después de la Resurrección; pero se trata de
una explicación desesperada...».

¿Y por qué habría de serlo? Además de José de Arimatea y Nicodemo —que


también era miembro del Sanedrín, pero que curiosamente Guignebert no
menciona—, el evangelista San Juan no precisa, mucho antes de aquella trágica
Pascua, que «incluso muchos de los jefes creyeron en él; pero a causa de los
fariseos no lo confesaban, para no ser expulsados de la sinagoga, pues amaban
más la gloria de los hombres que la gloria de Dios» (Jn 12, 42 − 43). Y no se trata
de una jactancia con fines piadosos, pues sabemos positivamente que la incredulidad
no fue monolítica y que también creyó en Jesús alguno de los «jefes». Recordemos,
entre otros, y aparece en Hch 5, 34 − 39, la figura bien conocida desde el punto de
vista histórico de aquel famoso miembro del Sanedrín, el rabbí Gamaliel, que
recriminó a sus compañeros para que no persiguieran a los que iban proclamando
que Jesús era el Mesías.

Pero volvamos al «inverosímil» gesto de Pilato: ¿Fue aquella concesión una especie
de « favor» personal oportuno desde el punto de vista político para un
representante de Roma, cuya consigna era siempre no provocar inútilmente a sus
levantiscos súbditos y respetar todas sus costumbres siempre y cuando no
estuvieran en contradicción con los intereses imperiales?

Hay que destacar que, antes de introducir en escena a José de Arimatea, San
Juan nos dice lo siguiente: «Como era el día de la Parasceve (la "preparación", el
viernes en el que se preparaba todo lo necesario para el día siguiente, en que estaba
prohibido todo trabajo), para que no quedaran los cuerpos en la cruz el sábado —
pues aquel sábado era un día grande—, los judíos pidieron a Pilato que les
quebraran las piernas y los retirasen» (Jn 19, 31).

Reflexionando sobre este versículo, resulta completamente verosímil la hipótesis del


biblista Lino Randelli: «No hay razón alguna para dudar que José de Arimatea se
presentara juntamente con los demás judíos, deseosos de que los condenados
fueran sepultados cuanto antes tal y como imponía la Ley y que a continuación,
al margen de los demás, José hubiera decidido dar a Jesús una honrosa sepultura
en un sepulcro de su propiedad».

En efecto, si damos crédito a los evangelistas, que atribuyen a este sanedrita


cierta «simpatía» por Jesús (según San Mateo, era «también discípulo de Jesús»)
como motivo de su acción, también sería posible atribuirle un encomiable
sentimiento de piedad digno de un judío. Ello aumentaría, indudablemente, la
historicidad del episodio. Tal y como afirma uno de los mejores conocedores de
cuanto se refiere al judío Jesús, David Flusser (que también ha probado la plena
historicidad del personaje de Nicodemo, negada por ciertos especialistas
«cristianos»): «Una de las labores más honrosas de los miembros del Sanedrín en

109
aquella época estaba constituida por la práctica de obras caritativas. Y en ellas
entraba plenamente conseguir una rápida sepultura para un condenado como
Jesús».

Se sabe que, entre los castigos infligidos a los condenados, los judíos excluían por
completo dejarlos sin sepultura lo que, según los rabinos, «sería de una crueldad
excesiva», impidiendo a los muertos el eterno descanso. Tenemos, entre otros, el
testimonio explícito de Flavio Josefo que, en La guerra de los judíos, censura a
un grupo de idumeos que, durante el terrible asedio de Jerusalén, se entregaron
a crueldades inauditas: «Su crueldad llegaba hasta el punto de abandonar a los
cadáveres sin sepultarlos, pese a que los judíos acostumbran a hacerlo antes de la
puesta del sol e incluso cuando han sido crucificados tras ser sentenciados a
muerte».

Por tanto, era un acto encomiable de caridad encontrar una sepultura para aquel
condenado, aun en el supuesto de que sus ideas no coincidiesen con las del que
ejercía la caridad, y aunque no perteneciese al pueblo judío y no tuviera su misma
fe. Se trataba de un acto obligatorio, dispuesto expresamente por la Ley, sepultar lo
antes de la puesta de sol. Leemos en el libro del Deuteronomio: «Cuando uno que
cometió un crimen digno de muerte sea muerto colgado de un madero, su cadáver
no quedará en el madero durante la noche, no dejarás de enterrarle el día mismo,
porque el ahorcado es maldición de Dios, y no has de manchar la tierra que el Señor,
tu Dios, te da en heredad». (Dt 21, 22).

De la fidelidad de los judíos por esta prescripción, incluso en situaciones de


catástrofe, tenemos pruebas no sólo en las fuentes escritas sino también en las
arqueológicas, después del reciente descubrimiento (que ya mencionamos) de la
tumba cerca de Jerusalén, en la que se depositó a un crucificado, probablemente
uno de tantos del asedio romano del año 70. La premura por bajarlo de la cruz
y depositarlo en el sepulcro, evidentemente antes de la puesta de sol, puede verse
en el hecho de que fue poco menos que arrancado de la cruz, se le fracturó un
pie y no le quitaron el gran clavo que le sujetaba.

En el caso de Jesús, la premura era mucho mayor, si tenemos en cuenta que la


puesta del sol preludiaba lo que San Juan califica de «un día grande», el más solemne
de los sábados del calendario judío. Si las tres cruces hubieran conservado su trágica
carga después de la aparición de las primeras estrellas en el cielo, toda la ciudad
abarrotada de peregrinos venidos de todas partes habría quedado (de acuerdo con la
Escritura) «contaminada» y no habría sido posible celebrar las ceremonias
establecidas en el templo, en las casas, en las posadas o en los campamentos.
Era algo que había que evitar a toda costa, y no podemos deducir de las fuentes
que no sucediera alguna vez.

Todas estas informaciones no hacen sino confirmar los relatos evangélicos y en


particular el de San Juan, cuando nos habla de la delegación de judíos que fue
a ver aPilato. Y sirve para explicar también el consentimiento del gobernador para
acelerar la muerte de los crucificados, el descendimiento y la sepultura que, por
lo demás, debía estar próxima para que, según ordenaba el Deuteronomio, todo
hubiese termina do antes de la puesta de sol. Es evidente que a Pilato no debían
importarle en absoluto las prescripciones de la Torah. Además, las leyes romanas
preveían que se prolongara por tiempo indefinido la agonía de los crucificados y que

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se dejaran sus cuerpos sobre el instrumento de tortura para que fueran pasto de los
perros y las alimañas. Pero, aunque a Pilato no le preocupara este asunto, como
gobernador era responsable del orden público y debía evitar a toda costa
provocaciones que podían costarle (y Flavio Josefo nos cuenta que ya le había
pasado otra vez) el precio de una revuelta.

Y en medio de la prisa por llevarlo todo a cabo antes de la aparición en el cielode las
primeras estrellas, adquiere plena credibilidad un detalle únicamente mencionado
por San Juan. Tengamos en cuenta que este evangelista era el único discípulo
que, junto con María y las otras mujeres, estaba junto a la cruz de Jesús. Dice San
Juan: «Había un huerto en el lugar donde fue crucificado, y en el huerto un sepulcro
nuevo, en el que todavía nadie había sido sepultado. Como era la Preparación
de los judíos, y por la proximidad del sepulcro, pusieron allí a Jesús» (Jn 19,
41 − 42).

Tenemos aquí por lo menos tres elementos que concuerdan plenamente con todo lo
que sabemos por las fuentes extra evangélicas, de manera especial el hecho de
encontrar un lugar próximo al de la ejecución, para así no perder más tiempo.

Asimismo, las fuentes escritas y las arqueológicas confirman que un sepulcro


estuviese en un huerto y que este huerto con su sepulcro estuviese situado en
la periferia cercana de Jerusalén, como era el caso del Gólgota. Dice Giuseppe
Ricciotti: «Todo encaja perfectamente con la costumbre de elegir los lugares de
crucifixión y de los sepulcros fuera de las puertas de la ciudad».

Destaquemos asimismo el hecho de que se diga que el sepulcro era «nuevo»; y


que «nadie había sido sepultado en él». Al igual que la localización en un huerto o
jardín, interpretada por muchos como un detalle simbólico (en el jardín del Edén
se produjo la caída de Adán, y en otro jardín, tuvo lugar la redención del Nuevo
Adán), el sepulcro «nuevo» se ajusta plenamente a la historia. No era un símbolo
sino una necesidad prescrita por la ley. Si los cuerpos de los condenados
contaminaban a los vivos por permanecer expuestos tras la puesta de sol, no menos
podían contaminar a los difuntos que habían sido sepultados en las proximidades.
Por tanto, a los ajusticiados se les ponía en una fosa común cercana, juntamente
con aquellos que les habrían precedido en tan infamante suplicio, o bien se les
sepultaba por separado. Pasado aproximadamente un año, se consideraba que ya
había pasado el riesgo de «contaminación» y parientes y amigos, si así lo deseaban,
podían dar a los restos el destino que quisieran. Por tanto, se hacía necesario —para
no suscitar la protesta, si no la violenta oposición de los demás sanedritas— que
el sepulcro utilizado por José de Arimatea fuese «nuevo» y que ningún otro
«inquilino» estuviese al lado de Jesús».

En resumen, el piadoso acto de José de Arimatea no estaba destinado a provocar


la ira de los judíos, como ingenuamente sostienen los apócrifos. Más podría
interpretarse como un respeto a la Ley que a la caridad y respondía por entero a los
requisitos más rígidos y formalistas seguidos por los judíos practicantes. Así pues, no
tienen fundamento las afirmaciones de los que creen que lo del sepulcro «Nuevo» es
una ficción cargada de simbolismo, que habría sido ideada «para mostrar
veneración y respeto» (Bultmann) hacia el que para los evangelistas era el Mesías.

Pero nuestro análisis será continuado y desarrollado en el próximo capítulo.

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XV. «Era discípulo de Jesús, aunque en secreto»

CONTINUAMOS nuestra reflexión en torno a José de Arimatea. Y observaremos


—pues todavía no lo habíamos hecho— que todas las noticias que, con escuetas
palabras, nos proporcionan sobre él los cuatro evangelios se complementan
recíprocamente y no se contradicen entre sí. Esta precisión no sólo es necesaria,
sino que resulta esencial, ya que, a decir de muchos, en los cuatro evangelios
confluyen una serie de «tradiciones» bastante sospechosas de ser legendarias o, por
lo menos, manipuladas. Pero en el episodio que estamos estudiando, si bien las
referencias son diversas entre sí, no son contradictorias y forman un conjunto dotado
de coherencia. Ello resultaría mucho más difícil si se tratase de enmarañadas
divagaciones fantásticas obtenidas a partir demitos cualesquiera, o elaboradas
partiendo de determinadas profecías...

Pero la crítica radical dice que en este caso se puede probar una manipulación
de los hechos auténticos. El personaje de José de Arimatea, «al pasar de los
evangelios más tardíos a los más recientes, ha experimentado un proceso de
progresiva idealización, casi de canonización». He aquí uno de los prejuicios más
difundidos y persistentes de una lectura «crítica» que admite (aunque no siempre)
que en el relato hay una parte de verdad, pero que con el paso del tiempo ha tenido
una transformación con fines apologéticos, al añadirse al relato otros elementos útiles
para los objetivos de la propia comunidad que habría elaborado los evangelios.

En suma, estamos ante una aplicación a la Escritura del dogma «evolucionista» del
menos al más. Pero se trata de un prejuicio que casi nunca resiste el examen de los
textos evangélicos. Tampoco en este caso.

Quienes no confíen en las ideas preconcebidas y relean los versículos en cuestión,


sacarán conclusiones muy distintas. El evangelio de San Juan —último en elaborarse
y según el esquema «evolucionista», artífice de la presunta «canonización» de José
de Arimatea— en realidad el único que, de manera explícita, nos presenta a este
personaje como un miedoso, o incluso como un cobarde: «Era discípulo de
Jesús, aunque en secreto por temor a los judíos ...» Ciertamente el cuarto
evangelio lo califica de «discípulo» (el mismo término que utiliza San Mateo), pero
este calificativo comprometedor resulta ser una agravante al estar unido al «en
secreto por temor...».

Por lo menos, San Marcos y San Lucas presentan a José como una especie de simple
«simpatizante», un judío piadoso «que esperaba el reino de Dios», tal y como el resto
de los judíos practicantes, sin que por ello reconocieran en Jesús a un Maestro o al
propio Mesías. De un «simple» admirador podríamos esperar sin escandalizarnos
el temor a ser descubierto. Lo cierto es que ninguno de los sinópticos hace la
precisión introducida por San Juan. Y que va, evidentemente, en sentido contrario al
de aquella supuesta «canonización» de la que algunos hablan sin tan siquiera
considerar los textos,porque así lo exigen los esquemas de cierta «crítica».

112
Pero hay un argumento contra ellos probablemente decisivo. Si el cuarto evangelio
es el único que nos habla del temor y del ocultamiento de José de Arimatea, es
el evangelio de San Marcos (el primero cronológicamente hablando) el que destaca
su audacia: «y con valentía se llegó hasta Pilato». La Vulgata emplea el término
«audacter» y el original griego es «tolmesás». Bien mirado, este reconocimiento de
la valentía de José aparece en un texto que debería ser el eslabón inferior de esa
supuesta cadena de «glorificación» del personaje; sin embargo, es al final de esa
misma cadena de encumbramiento con fines apologéticos, cuando la
«glorificación» cae por tierra al hacer referencia a su falta de valentía.

Continuaremos analizando las hipótesis de la invención pura y simple del personaje


o de su elaboración partiendo de cualquier otra referencia. Ya hemos visto que un
biblista católico de nuestros días considera que José de Arimatea habría podido
ser simplemente el nombre del propietario del terreno o del sepulcro, y que más tarde
la apologética lo transformó en el protagonista del descendimiento y la sepultura
de Jesús. ¿Estamos realmente ante una leyenda? Tal es la opinión de Loisy: «José
de Arimatea es introducido de forma artificial. Resultaba el hombre indispensable
para que pudiera existir una sepultura decente. Y los evangelistas audazmente
lo escogieron entre los miembros del Sanedrín».

¿Audazmente? Veámoslo con detenimiento. Según todos aquellos que siguen


los pasos de Loisy, los episodios de la Pasión y Muerte, cualesquiera que fuesen,
fueron manipulados de acuerdo con el objetivo al que tantas veces nos hemos
referido: agravar la responsabilidad de los judíos (en particular, la de sus dirigentes
del Sanedrín) y disminuir lo más posible la responsabilidad de los romanos. Pero
aquí estamos anteel caso contrario: se habría inventado un acto de piedad capaz
de hacer entrar a su protagonista en el futuro canon de los santos cristianos, aunque
se le atribuiría a un miembro del Sanedrín (incluso a dos, si tenemos en cuenta que
San Juan también se refiere a Nicodemo).

Pero resulta que el Sanedrín era un enemigo mortal; para los evangelistas, se trataba
del consejo de los asesinos de Jesús, los que (como puede comprobarse en los
Hechos de los Apóstoles) persiguieron después encarnizadamente a los seguidores
del Galileo. ¿Por qué elegir entre ellos —pudiendo los evangelistas elegir a su gusto,
si admitimos la hipótesis de la «invención»— a un bienhechor, a un hombre
piadoso?

En realidad, éste es uno de los casos más evidentes de «discontinuidad» (de


informaciones que chocan con los intereses de la primitiva comunidad cristiana) y que
según los exégetas más modernos suponen un buen «indicio de credibilidad
histórica».

Entre otras cosas, no se trata aquí de descalificar una leyenda, sino de admitir una
realidad que de alguna manera resulta embarazosa, algo que realmente sucedió, pues
así parecen confirmarlo los más «judaicos» de los evangelistas, Mateo y Juan,
que ocultan la condición de sanedrita de José. En cambio, Lucas (que se hace eco de
la predicación de Pablo por tierras mediterráneas) siente la necesidad de prevenir
el asombro del lector «pagano» —que podía pensar que toda la responsabilidad
recaía en el consejo supremo de Israel— precisando que José «no había consentido
en la resolución y el proceder de los demás».

113
Si realmente los textos evangélicos hubieran sido manipulados para disminuir la
responsabilidad de los paganos, ¿por qué no se atribuyó a alguno de ellos la noble
inquietud de dar sepultura al Inocente? ¿Por qué no incluso al propio Pilato? O bien,
¿por qué no introducir en la piadosa escena de la sepultura al centurión del
destacamento romano en el Gólgota, el que «glorificó a Dios diciendo:
«Verdaderamente este hombre era justo»? Y los otros dos sinópticos le hacen decir
expresamente: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mt 27, 54 y Mc
15, 39)

114
Continuando con nuestra reflexión, encontramos otra clara «discontinuidad» con
los intereses de la comunidad cristiana primitiva. Dice Loisy (y con él toda una
multitud de investigadores que se autocalifican de «independientes»): «Era el
hombre indispensable para que pudiera existir una sepultura decente». Pero esto es
absurdo, ya que introducir en escena a este miembro del Sanedrín significaba
poner en evidencia una de las más graves responsabilidades de los discípulos
de Jesús. Los discípulos no sólo habían huido durante la Pasión, sino que tan
siquiera se habían atrevido a aparecer cuando finalizaron aquellos dramáticos
sucesos y surgió la imprevista y providencial ayuda de aquel «simpatizante» oculto
de Jesús.

Si de verdad los textos evangélicos quisieran disminuir la responsabilidad de los


romanos, se referirían a alguno de ellos como solicitante de la sepultura de
Jesús; y si realmente, para hacer más creíble la predicación, hubieran querido dar
una buena imagen de los apóstoles, habrían hecho intervenir a cualquiera de ellos
(por ejemplo, al mismo Pedro). La presencia en el Calvario, y después junto al
sepulcro, de un extraño al grupo de discípulos representaba una muy seria acta de
acusación contra aquéllos. Pero los apóstoles, tal y como sucediera con las
negaciones de Pedro y su huida en masa, admitieron honradamente una realidad
poco agradable. Y ciertamente no inventaron una situación que podía herirles en
su dignidad, habida cuenta que eran los parientes y discípulos del rabbí los que
tenían que ocuparse de la triste tareade darle sepultura.

También en este aspecto, José de Arimatea, lejos de ser el resultado de la


fantasía creadora de la comunidad primitiva, aparece como una muy importante
«discontinuidad» respecto a ella y a sus exigencias de credibilidad.

Pero todavía debemos añadir algo más.

Hubiera sido más conveniente «ocultar», y no inventar, que no hubo ningún discípulo
(y prácticamente ningún familiar) para ocuparse del cadáver del condenado. No
había hombres, pero había mujeres, y su presencia en las tareas de sepultura
es puesta de relieve en los tres sinópticos. Veámoslo en San Lucas: «Las mujeres
que habían venido con él desdeGalilea fueron detrás y vieron el sepulcro, y cómo
era colocado su cuerpo» (Lc 23, 55). Dice al respecto Loisy: «No resulta difícil
darse cuenta de lo artificial que resulta, tras la ausencia de los discípulos que se
habían dado a la fuga, hacer de las mujeres los testigos de la sepultura y,
consecuentemente, los primeros testigos de la Resurrección». Se trata de unos
testigos presentes la mañana del domingo, pero que ya estaban allí aquel viernes
por la tarde, puesto que sólo ellas «vieron el sepulcro», por utilizar la expresión de
San Lucas (o también «observaban donde era puesto» Mc 15, 47), y eran las únicas
que estaban en condiciones de afirmar que el sepulcro vacío era el que ellas habían
visto.

Pero la hipótesis del investigador «racional» resulta totalmente irracional. Con un


mínimo de lógica, Josef Blinzler está en lo cierto cuando afirma: «Si partimos del
presupuesto de que la comunidad primitiva no habría tenido escrúpulo alguno en
inventar personajes y hechos («porque era conveniente», como diría Bultmann), no
se entiende por qué esa misma comunidad habría de detenerse en presentar
como testigos de la sepultura a algunos discípulos varones». ¿Y por qué no

115
presentar como testigos a José de Arimatea y Nicodemo? Eran varones y su
testimonio habría sido válido desde el punto de vista legal. Es sabido que entre los
judíos era común lo que nos cuenta Flavio Josefo: «El testimonio de las mujeres no
es válido, a causa de la volubilidad y desvergüenza de su sexo». Lo único válido era
el testimonio del hombre, y de más de un solo hombre, tal ycomo prescribe el libro
del Deuteronomio: «Un solo testigo no vale contra uno en cualquier delito o en
cualquier pecado, cualquiera que sea el pecado. En la palabra de dos o tres testigos
se apoyará la sentencia» (Dt 19, 15).

Joachim Gnilka, un exégeta alemán de nuestros días opina: «El testimonio de la


presencia de las mujeres, presente en todos los evangelios, está ciertamente en
la línea de los testimonios requeridos por la Ley, si bien la tradición cristiana
puede alegar sobre todo el testimonio de las mujeres, personas cuya declaración
no era válida legalmente». Pero esta limitación que tenían las mujeres no era
exclusiva del mundo judío, pues también afectaba al mundo pagano, a donde
rápidamente llegaría el mensaje cristiano, ya que griegos y romanos también
querían testigos masculinos y no les bastaba con el testimonio de las mujeres. Y,
de hecho, Celso, en su agria polémica contra el cristianismo, se burla de este
testimonio femenino, inválido para él, sobre el hecho fundamental de la fe cristiana.
Entonces: ¿esto es una invención, y por cierto incomprensible pues perjudica a
los partidarios de la fe? o ¿hay que admitir que los hechos, aunque no gusten,
sucedieron realmente así? ¿Hay en los evangelios engañosas fantasías o una
aplastante (y forzosa) sinceridad?

Pasando ahora al terreno de las referencias arqueológicas, ya hicimos


anteriormente alusión a las concordancias entre estas y los relatos evangélicos,
como, por ejemplo, la localización de la tumba en un huerto de las afueras de la
ciudad. Son muchos los que han ironizado sobre la ingenuidad de los cristianos, que
desde hace más de dieciséis siglos veneran el Calvario y el Santo Sepulcro en un
lugar que no tendría ninguna posibilidad de ser exactamente ése, y que fue elegido
—según ellos— por casualidad, cuando Constantino ordenó edificar basílicas en
aquella tierra que para los cristianos era santa. Y destacan el hecho de que hasta
el año 325, cuando Santa Elena, madre del emperador, y Macario, obispo de
Jerusalén, anunciaron haber identificado el lugar de la crucifixión y junto a él —
hasta el punto de ser incluido en la misma basílica— el de la Resurrección,
aquellos lugares no habían sido venerados hasta entonces y no estaban
relacionados con la Tradición.

Esta es una crítica sólo aparentemente bien fundamentada, teniendo en cuenta


cómo se desarrollaron en realidad los acontecimientos. Veamos algunas cosas
que arrojen luz sobre la cuestión teniendo en cuenta la tradición cristiana. Después
de la segunda rebelión judía, la conducida por Bar Kokheba entre los años 131 y
134, Adriano arrasó una vez más Jerusalén, que había sido laboriosamente
reconstruida tras la catástrofe precedente del año 70. Esta vez los romanos
quisieron borrar incluso el mismo nombre de Jerusalén. La ciudad que se edificó
sobre sus ruinas recibió un nombre pagano, Aelia Capitalina, y todos los habitantes
que sobrevivieron y que eran de origen semítico (no sólo los judíos, sino también
los samaritanos y árabes) fueron expulsados y se les prohibió terminantemente
regresar.

La prohibición debió afectar también sin duda a la comunidad cristiana. Parece

116
claro que Adriano habría querido sustituir sistemáticamente con símbolos paganos
los viejos santuarios y lugares de culto de los vencidos, incluyendo entre ellos a los
cristianos que, para los romanos, no eran más que una secta del judaísmo, y
difícilmente sabían diferenciar una religión de otra. Por ejemplo, en Belén, en
el lugar donde se ven eraba la Natividad, se instauró el culto de Adonis; sobre la
piscina de Siloé se construyó un ninfeo; y sobre el Santo de los Santos del Templo
se alzaron las estatuas de Júpiter y del emperador divinizado.

En el lugar del Calvario y del Sepulcro, se construyeron el foro y el capitolio de la


nueva ciudad que fue consagrada a los dioses paganos, convirtiendo aquella zona,
que antes era periférica, en el centro de la vida social y política de Aelia
Capitolina. Es seguro que el foro estuvo situado allí y debió haber razones
importantes para «secularizar» el lugar, teniendo en cuenta que fueron necesarios
grandes trabajos para allanar el terreno, recubrir los sepulcros y establecer los
cimientos de los nuevos edificios. Esta misma decisión imperial, aparentemente
incomprensible (había muchos otros lugares de la antigua Jerusalén que se
prestaban mejor a la finalidad de servir de foro), sirve para confirmar la tradición. Y
explica también por qué, hasta la época de Constantino, aquel lugar no pudo ser
venerado por los cristianos. Pero esto no significa que los creyentes no hubieran
conservado la memoria de su emplazamiento. Adriano tuvo que realizar grandes
trabajos para llevar a cabo sus planes, y otro tanto tendría que hacer su sucesor
Constantino. Ello sirve para confirmar la solidez de una memoria que sobrevivió
durante tres siglos.

André Parrot, conservador jefe de los museos nacionales franceses y director del
Louvre, además de arqueólogo bíblico y autor de estudios especializados sobre
el Gólgota y el Santo Sepulcro, opina: «Es importante destacar que, cuando el
Imperio romano se hizo cristiano, se buscó en una zona que parecía poco
apropiada el lugar de la Pasión y la Resurrección. Aquella zona estaba situada
en el centro de la ciudad, no enlas afueras según cuentan los evangelios. Habrían
sido necesarios grandes trabajos de —demolición y desmonte para devolver su
aspecto primitivo a una colina y a una roca (que, por otra parte, habían sido
protegidas por la propia circunstancia de su ocultamiento). Pero si al final se
afrontaron esos trabajos, fue porque la tradición no dejaba otra opción al indicar
que era allí y no en otro lugar. Un caso similartenemos en Roma donde una
tradición muy sólida hizo que se construyera en el terreno semipantanoso y poco
firme del Vaticano la basílica dedicada a Pedro porque era allí y no en otro lugar donde
el Apóstol habría sufrido el martirio y había sido sepultado».

También nos recuerda Parrot que, cuando después de Adriano, cesó el fanatismo
pagano, se reanudaron las peregrinaciones a Jerusalén. No olvidemos que una
pequeña comunidad cristiana de origen no semítico habría podido seguir viviendo
en la ciudad. Dice asimismo el investigador francés: «El testimonio más antiguo de
un peregrino corresponde al obispo Melitón de Sardes que llegó allí a mediados
del siglo III, y también disponemos de muchos otros. En poco tiempo, el número
de lugares sagrados, auténticos o no, aumentó de forma considerable. Pero llama
la atención que no se hable ni una sola vez de veneración cristiana en los lugares
del Gólgota y el Santo Sepulcro. La explicación no es muy difícil: uno y otro
permanecían todavía ocultos y cubiertos por edificios paganos».

117
Y continúa Parrot: «Es bastante significativo que, para dar cauce a la religiosidad
de los peregrinos, nadie se atreviera a crear, fuera de Jerusalén y en lugares
fácilmente accesibles, un Gólgota y un Santo Sepulcro «ficticios», tal como
sucedió, por ejemplo, con los sepulcros de David y Salomón, o el de Abrahán,
"trasladados" los dos primeros a Belén, y el último a Hebrón. Se trata de una prueba
de la solidez de la tradición y de la autenticidad de los lugares, puesto que nadie se
atrevió a proponer, aunque fuera con buena intención, la localización de estos
lugares sagrados en zonas no justificadas».

En estas referencias arqueológicas la fe cristiana puede encontrar apoyos


insospechados.

Pero en el fondo queda por plantear una pregunta: ¿Estamos seguros de que el
Crucificado tuvo su propio sepulcro? Se trata de precisar dónde fue sepultado Jesús,
si se trató del sepulcro perteneciente a un hombre rico, o de la fosa común a la que
eran arrojados los malhechores ejecutados.

Esta última es la opinión de muchos, y también la de Alfred Loisy, que se expresa


contoda claridad: «Los verdugos que descendieron su cadáver de la cruz, debieron
arrojarlo sin duda en cualquier fosa de las destinadas a los que se consideraba
indignos de una sepultura honrosa». Pero no acabamos de ver en qué se basa
Loisy para utilizar el «sin duda». Estas «certezas» sin fundamento son frecuentes
en este tipo de obras y han influido también en especialistas «cristianos». Un
ejemplo, entre otros, es el del anglicano Vincent Taylor, autor de un estudio publicado
por una editorial católica: «Hay que tener en cuenta que el relato de la sepultura
fue elaborado en ambientes paganos». No hay más explicaciones. ¿Y por qué?
¿En qué se basa esta enésima insinuación de que los relatos evangélicos proceden
de fuentes remotas y desconocidas? ¿Se cree que están en contradicción con los
lugares y costumbres de Jerusalén e Israel? Ya hemos visto que esto no es así. ¿Por
qué entonces tomar tan serio esa «ciencia» casi exacta que, según tantos de sus
cultivadores, sería la exégesis bíblica histórico- c r í t i c a ?
Así pues, Loisy considera que Jesús de Nazareth tuvo una fosa común y no un
sepulcro. Y tras rechazar como «fantástica» la versión de los evangelios, este crítico
nos da lasuya propia que parece más fantástica todavía. Pero al menos no es tan
absurda como la de quienes han llegado a aventurar que José de Arimatea era
nada menos que el padre de Jesús... Dice Loisy: «Quizás fue en el campo de
sangre, el Hacéldama, en el que la tradición cristiana situó poco hábilmente la
leyenda de Judas, para reemplazar aquel que no creía enterrado para siempre». Y
a continuación añade: «Se tiene la impresión de que en un principio la tradición
cristiana conservó el recuerdo de la relación existente entre el Crucificado y el
Hacéldama. Esta relación fue transferida posteriormente a Judas, tras haber
elaborado la ficción de proveer al Mesías de una sepultura honrosa...». Se trata de
una afirmación completamente gratuita y que además no se apoya en fuentes
documentales, como ya hemos intentado demostrar en las páginas iniciales de
nuestra investigación dedicadas a Judas Iscariote. Pero a esa afirmación gratuita (con
frecuencia acompañada de «sin duda» o de «se tiene la impresión») se añade el
error: «Respecto a la localización del sepulcro, hay razones para temer que la
tradición se haya servido de una antigua gruta dedicada a Adonis, tal y como
hiciera en Belén». En realidad, de todas las fuentes —escritas o arqueológicas
se deduce lo contrario: no es la tradición cristiana la que «se ha servido» de un

118
lugar, sino que ese lugar ha sido «secularizado» de forma expresa por los paganos
con templos de sus cultos e imágenes de sus dioses.

Respecto al dilema entre el sepulcro de José de Arimatea y la fosa anónima en el


«Campo de sangre», dice acertadamente François Bovon: «En su oposición a los
cristianos, los judíos no han prestado atención al anonimato de una fosa común.
Son ellos los que han aventurado la posibilidad de que el cadáver hubiese sido
robado (Mt 28, 13 y ss.) y ello supone que debía existir una sepultura individual. La
falta de objeción por parte de los adversarios hace así mucho más probable que
José de Arimatea diera sepultura a Jesús en un sepulcro de su propiedad».

Pero el tema dista de estar cerrado. Pues también aquí persiste la sospecha de que
todo sea una pura invención, o por lo menos una manipulación, tomando como base
las profecías de la Escritura para tratar de demostrar y dar testimonio de que Jesús
era el Mesías esperado por Israel. Afrontaremos esta cuestión, aprovechando la
ocasión para conocer un poco más de cerca la figura de Nicodemo recientemente
restituida para la Historia, gracias a los trabajos de especialistas israelíes nada
sospechosos,

XVI. «Llegó también Nicodemo

AL final del capítulo diecinueve del evangelio de San Juan, se habla de la sepultura
de Jesús y se refiere que José de Arimatea, habiendo recibido permiso de Pilato
para retirar el cuerpo del crucificado, acudió al Gólgota. Pero además añade el cuarto
evangelista: «llegó también Nicodemo —el que antes había ido a él de noche—
trayendo una mezcla de mirra y áloe, como de unas cien libras».

Continúa el evangelista, refiriéndose a José y Nicodemo: «Tomaron el cuerpo de


Jesús...». Y emplea el sujeto y el verbo en plural en el último versículo del
capítulo: «pusieron allí a Jesús» (Jn 19, 39 − 42).

Como ya vimos en los dos capítulos dedicados anteriormente a José de Arimatea,


este personaje aparece después de la muerte de Jesús por primera y última vez,
pero es mencionado por los cuatro evangelistas. El caso de Nicodemo es
diferente. Aparece también en el momento de la sepultura en el relato de San Juan.
Pero para los lectores de este evangelio Nicodemo es una especie de viejo conocido,
pues ya ha aparecido en otras dos ocasiones.

La primera vez en que aparece Nicodemo comprende la mitad de un capítulo, que


está entre los más densos en contenido espiritual del evangelio de San Juan. Se
trata del capítulo tercero que empieza así: «Había un fariseo llamado Nicodemo,
judío influyente. Este vino a él de noche y le dijo: "Rabbí, sabemos que has venido de
parte de Dios enviado como maestro, pues nadie puede hacer los prodigios que tú
haces si no está Dios con él"» (Jn 3, 1 y ss.). A esto sigue un discurso de
extraordinaria riqueza teológica, aunque no nos ocuparemos de él, pues nuestro
trabajo se limita a verificar la historicidad de los personajes de los relatos de la
Pasión y Muerte de Jesús. Con todo, de entre los versículos del capítulo tercero,
valdrá la pena reproducir aquellos que más se acomoden a nuestro propósito.

119
Citemos el versículo décimo, en el que Jesús increpa a su interlocutor con una
pregunta aparentemente irónica y añade una particularidad al personaje de
Nicodemo: «¿Tú eres maestro en Israel (en el original griego, didaskalos tou
Israel?, es decir, no "en" sino "de") e ignoras estas cosas?»

Vayamos ahora al capítulo séptimo del mismo evangelista, que transcurre en el


último día(el denominado Sukkam) de la fiesta de los Tabernáculos.

El Sanedrín («los pontífices y los escribas») ordena arrestar a Jesús, pero los
guardias vuelven sin haber cumplido la orden, y justificándose de esta manera:
«Nunca habló así hombre alguno». Los sanedritas replican irritados: «¿También
vosotros habéis sido engañados? ¿Acaso ha creído en él algún magistrado o fariseo?
Pero esa gente que desconoce la ley son unos malditos». Y prosigue San Juan:
«Nicodemo, que era uno de ellos, el que había ido antes a él, les dijo: ¿Acaso
nuestra Ley juzga a alguien sin haberlo escuchado y sin saber qué ha hecho? Le
contestaron: ¿También tú eres de Galilea? Investiga y verás que de Galilea no ha
salido ningún profeta» (Jn 7, 44 − 52).

Así pues, cuando San Juan nos presenta a Nicodemo junto al sepulcro de Cristo, ya
sabemos de él bastantes cosas. Sabemos que Nicodemo formaba parte del
Sanedrín (término que significa «jefes de los judíos»), compuesto en su mayoría
por saduceos, más inclinad os al colaboracionismo con los romanos, si bien
Nicodemo pertenecía al grupo político religioso de los fariseos.

Por las propias palabras de Jesús sabemos que era un experto de la Ley, un
conocedor de 'las cuestiones teológicas: «Maestro en (o de) Israel».

Sabemos que, rindiéndose a la evidencia («pues nadie puede hacer los prodigios
que tú haces si no está Dios con él»), Nicodemo considera al Nazareno «enviado
como maestro de parte de Dios».

Sabemos también que era un hombre justo, que no duda en recordar su


obligación a sus compañeros malévolos e injustos que quieren «juzgar a alguien sin
haberlo escuchado y sin saber qué ha hecho».

Por el hecho de que acudiera a ver a Jesús de noche, como nos recuerda en dos
ocas iones el evangelista, muchos han llegado a la conclusión de que era un
cobarde, de tal modo que «nicodemismo» y «nicodemita» en muchas lenguas son
términos utilizados para definir a los partidarios de una causa que no tienen la
valentía de manifestarse en público. En realidad, no es seguro que fuera así.
San Juan llama a José de Arimatea «discípulo de Jesús, aunque en secreto por
temor a los judíos», pero no dice lo mismo de Nicodemo. Las horas nocturnas
(o quizá, las últimas de la tarde) en las que visitó al Nazareno pueden tener su
explicación en el hecho —confirmado por fuentes primitivas— que los hombres
con importantes responsabilidades en la sociedad dedicaban el tiempo tras el
atardecer a conversaciones de contenido espiritual. Terminado su trabajo diario,
salían al aire libre, y sobre las terrazas de las casas hablaban de Dios y de su
Ley.

Por último, sabemos que nuestro hombre era generoso y que su generosidad se

120
apoyaba en un importante patrimonio. En efecto, solamente un hombre rico
podía llevar cien libras (más de 32 kilos y medio) de la valiosa y bastante cara
mezcla de mirra y áloe. Se trata de una cantidad (como confirman otras fuentes,
que demuestran que no es una fantasía del evangelista) digna de ser empleada
en la sepultura de un rey. Es como si Nicodemo hubiese querido replicar de esta
manera a la macabra burla del título sobre la cruz que decía que aquel condenado
era el «rey de los judíos»,

Hechas estas observaciones, tenemos que decir que de Nicodemo parecen haberse
ocupado más los teólogos y los autores de espiritualidad que los exégetas, los
«técnicos» de la Escritura. De hecho, estos últimos apenas han prestado atención en
profundidad al personaje. Los que están convencidos de la historicidad sustancial de
los evangelios, piensan que no se puede decir sobre este personaje más de lo
que nos refiere San Juan. En cambio, los que no creen en esa historicidad, sitúan
a Nicodemo —al igual que a José de Arimatea— entre las invenciones de ese
confuso y sospechoso cúmulo demitos, leyendas y símbolos que sería para ellos el
Nuevo Testamento.

Todavía en la última edición de su vida de Jesucristo, aparecida en 1962, Giuseppe


Ricciotti escribía: «El nombre de Nicodemo aparece en los escritos rabínicos, pero
es difícil que se trate de la misma persona».

Y, sin embargo, es muy probable que se trate de la «misma persona».

Así lo afirma David Flusser, profesor de historia del cristianismo antiguo en la Jew
University de Jerusalén, después de largos años de estudio de las fuentes judías
primitivas en las que es un experto, a diferencia de muchos investigadores
occidentales. Y es que no acabamos de comprender que la especialización lleve
a los expertos en el Nuevo Testamento a conocer bien el griego dejando el estudio
del hebreo a los especialistas del Antiguo Testamento.

El testimonio de Flusser resulta ser fundamental. Viene de un investigador de


reconocido prestigio universal y cuya objetividad está fuera de toda discusión.
Además, por ser judío, tampoco es sospechoso de tentaciones «apologéticas»
cristianas.

De sus estudios sobre Nicodemo, el profesor Flusser —un políglota que escribe
principalmente en hebreo— dio a conocer en Occidente una síntesis que apareció en
la revista mensual «Jesús», en enero de 1982. Se trata de una destacada aportación
que confirma la historicidad del evangelio de San Juan, puesto que Flusser afirma
decididamente: «Ya en el pasado se apuntó la hipótesis de identificar a Nicodemo
con uno de los tres personajes más ricos de Jerusalén y concretamente con
Nakdimon ben (hijo de) Gurion. Recientes estudios han confirmado la verdad
histórica de semejante hipótesis».

Si como parece, Flusser está en lo cierto, la familia de Nicodemo, establecida


desde hacía algunas generaciones en Jerusalén donde adquirió gran relevancia
social y económica, procedía de Galilea. Ello hace que adquiera un nuevo significado
la pregunta que hicieran a Nicodemo sus compañeros del Sanedrín: «¿También tú
eres de Galilea?».

121
En realidad, si acudimos al original griego del versículo 52 del capítulo séptimo del
evangelio de San Juan, comprobaremos que literalmente dice lo siguiente: «¿No eres
tú también de Galilea?».

Así pues, no estamos ante una pregunta irónica que parece excluir el origen
galileo de Nicodemo; al contrario, es una afirmación hecha en forma interrogativa
y de estilo retórico. Probablemente todas las traducciones deberían ser revisadas
en este punto.

Partiendo de la base de esta identificación excluida por el propio Ricciotti (al no


conocer los trabajos aparecidos después de su muerte), el profesor Flusser se ha
propuesto demostrar que en el personaje presentado por el evangelio de San Juan
todo encaja con el Nakdimon de las fuentes rabínicas. «Estas fuentes», dice el
investigador israelí, «revelan que Nicodemo era un hombre profundamente
religioso. Cuando las cisternas que abastecían de agua a Jerusalén se secaron, las
autoridades romanas le prestaron grandes cantidades de agua de sus propias
reservas para salvar de morir de sed a sus conciudadanos. (De acuerdo con las
fuentes documentales, Nicodemo formaba parte, además de ser miembro del
Sanedrín, del consejo municipal de la capital de Judea). Pero como la lluvia no
llegaba, Nicodemo se encontró fuertemente endeudado con los romanos.
Entonces se dirigió a Dios en una ferviente plegaria hasta obtener la lluvia. El
episodio no sólo sirve para demostrar la religiosidad de Nicodemo, sino también sus
estrechas relaciones con las autoridades romanas. Por tanto, es completamente
verosímil que se sirviera de sus buenas relaciones con los romanos cuando tuvo
que pedir a Pilato la entrega del cuerpo de Jesús. Y evidentemente existían
relaciones más estrechas entre Jesús y Nicodemo. Para entenderlo, debemos
examinar la situación de Nicodemo en el escenario político y religioso de su tiempo».

Flusser nos recuerda entonces cómo el fariseo Nicodemo y su familia eran personas
moderadas, gentes realistas que, aunque no les agradaba la dominación romana,
se daban cuenta de la situación y no ignoraban, a diferencia del fanatismo
extremista de los zelotes, que una insurrección sólo podía llevarles al desastre. Y a
la larga esto es lo que acabó por suceder.

La tempestad desencadenada por aquellos irresponsables «patriotas» alcanzó al


propio N icodemo y su familia. Algunos de ellos serían asesinados por los
zelotes. Durante el terrible asedio de Jerusalén, la hija de este sanedrita amigo de
Jesús fue vista por el famoso rabino Zaccai, rebuscando entre el estiércol de un
caballo árabe esperando encontrar semillas de cebada con las que saciarse.
«Según otra fuente rabínica», añade Flusser, «los zelotes quemaron también los
enormes graneros de los tres propietarios más ricos de la ciudad —uno de ellos
era precisamente Nicodemo— para prevenir de es te modo cualquier tentativa de
rendición y obligar al pueblo a luchar contra Roma con la fuerza de la
desesperación. El propio Nicodemo moriría en el transcurso de la guerra,
probablemente de hambre».

Por tanto, y según el especialista israelí, «todas las informaciones de que


disponemos confirman la semejanza de pensamiento existente entre Jesús y
Nicodemo. Del evangelio se desprende con claridad que Jesús, al igual que este
sanedrita, estaba totalmente en contra de los métodos de los zelotes. El Reino de los

122
Cielos era uno de los "slogans" del partido de la paz, surgido a partir de la escuela del
rabino moderado Hillel, a la que también pertenecía la propia familia de
Nicodemo. Hillel enseñaba asimismo ese mismo amor universal que también está
presente en el mensaje de Jesús. Para este rabino el camino recto no sólo pasaba
por no rebelarse contra la dominación romana, sino sobre todo por el
arrepentimiento y la aceptación del Reino de los Cielos, que equivalía a la
purificación de los pecados y a la aceptación de la voluntad de Dios. Jesús
desarrollará la idea del Reino de los Cielos de un modo muy personal, pero no
cabe duda de que su punto de partida sería el pensamiento de los seguidores fariseos
y antizelotes de Hillel, entre los que se encontraba Nicodemo».

De este modo resulta completamente verosímil el relato de San Juan y se justifican


en opinión de Flusser «las razones que llevaron al notable del Sanedrín a acercarse a
Jesús para seguir sus enseñanzas. Aquel galileo de ascendencia, que llegaría a ser
tan importante en Judea, era un hombre piadoso que consideraba a Jesús
"enviado por Dios como maestro", tal y como nos dice el evangelio. Existía una base
firme para que surgiera entre los dos una simpatía mutua. Y al final, juntamente
con su compañero en el Sanedrín, José de Arimatea, ayudaría a sepultar a Jesús».

Estamos ante una correcta y perfecta verosímil conclusión de un estudio en el


que se ve como el respeto y la simpatía de Nicodemo hacia Jesús acaba
transformándose en un afecto que llega hasta aquel gesto de piedad y aquella
generosidad en los perfumes para una sepultura digna de un rey.

Aunque este estudio reciente y nada sospechoso de un especialista judío da una


nueva credibilidad al relato evangélico y a su concordancia con la historia de su época,
no debemos perder de vista las mismas observaciones que hicimos respecto a José
de Arimatea. Decíamos que el personaje de José está en radical «discontinuidad»
con las necesidades de la primitiva comunidad cristiana enfrentada al Sanedrín y
que ésta debería haber hecho todo lo posible para agravar la responsabilidad de
aquél en la muerte de su Maestro y Mesías. No podía tener un especial interés en
inventarse un personaje así, que fuera más honrado, valiente y piadoso que los
propios discípulos de Jesús.

Semejantes consideraciones valen también para Nicodemo, asimismo sanedrita y


fariseo. Los evangelios están repletos de invectivas de Jesús contra la secta de los
fariseos, de cuyas posiciones, sin embargo, parecía no estar lejano, al menos
respecto a grupos —según dice Flusser— de maestros como el de Hillel. El que
con frecuencia esta afinidad terminará en enfrentamiento no debe sorprendernos.
Y es que las más encarnizadas de las oposiciones suelen darse entre hermanos,
ya sea en la carne o en el espíritu. Toda la historia del cristianismo muestra cómo
esas luchas encarnizadas, y a menudo despiadadas, se han dado no tanto en el
plano externo (creyentes contra no creyentes, cristianos contra no cristianos), sino
en el interno, entre «Ortodoxos» y «heréticos» o «cismáticos».

Está además el hecho —sobre el que tanto insisten los evangelios, en especial el de
San Juan— del enfrentamiento de Jesús y luego de la comunidad cristiana con los
fariseos. ¿Por qué Juan habría de «inventarse» al sanedrita Nicodemo un personaje
de rasgos tan positivos, capaz de figurar en el «canon» de los santos cristianos?
Hacerlo le habría podido restar credibilidad.

123
¿Pero por qué —inquieren los desconfiados— únicamente el cuarto evangelio
habla de Nicodemo, y los otros no dicen nada? Posiblemente la explicación esté
en el hecho de que el texto de San Juan es el de composición más tardía, pues
fue escrito después del año 70, tras la caída de Jerusalén y la desaparición de la
sociedad judía tradicional. Si, cuando estalló la insurrección, Nicodemo aún vivía
(sí consta que vivían sus hijos y el resto de su familia), es probable que los tres
primeros evangelios no quisieran comprometer a un hombre muy conocido,
sacando a la luz informaciones reservadas. Pero estas precauciones ya no
resultaban necesarias en la época en que San Juan escribió su evangelio. Este
evangelista tenía libertad para relatar la entrevista nocturna entre Jesús y Nicodemo,
su enfrentamiento con la cúpula dirigente del Sanedrín y su piadosa actuación en la
sepultura del Nazareno.

Tengamos también en cuenta las observaciones hechas nada menos que por Ernest
Renan que defiende la historicidad del relato de la Pasión hecho por San Juan,
que para muchos «críticos» es menos fiel que el de sus colegas sinópticos. Escribe
Renan refiriéndose precisamente a Nicodemo: «Parece ser que junto a Jesús hubo
personas que aceptaron de manera diversa sus enseñanzas y que no aparecen en
la historia de la Iglesia. El autor de las informaciones que forman la base del
evangelio de San Juan pudo conocer a amigos de Jesús que no son mencionados
en los sinópticos, que debieron moverse en un escenario más reducido».

Asimismo, hay que destacar que en el marco presentado por los evangelistas de
aquel atardecer de viernes en el Calvario y en el sepulcro, hay todo un conjunto de
riqueza y extrema pobreza, de contraste entre el primer y el último puesto de la escala
social. Al ajusticiado en la cruz se le privaba hasta de su status de hombre, siendo
equiparado su cadáver al de los animales. Pero para hacerse cargo de Jesús
aparecieron «un hombre rico», según define San Mateo a José de Arimatea, y
«un judío influyente», como San Juan califica a Nicodemo.

Esta mezcla desconcertante hace que los evangelios escapen a todo esquema
preestablecido. Uno de estos típicos esquemas —por ejemplo, el de Friedrich Engels,
el compañero de Marx— haría de los textos evangélicos la obra de los estratos más
bajos del proletariado, elaboradores de un mito cargado de protesta y ansias de
liberación frente a las clases dirigentes. Como ya hemos dicho, esta lectura en clave
revolucionaria ha sido retomada por cierta teología, que se ha quedado desfasada
desde el momento en que lo «rojo» está pasando de moda. Más esta
interpretación de la sepultura de Jesús es incapaz de agotar en toda su
complejidad unos textos que presentan como Mesías a alguien desclavado de una
cruz, aunque su entierro tenga la magnificencia de los perfumes de Nicodemo.

Los evangelios son unos textos que no pueden encerrarse en los siempre muy
estrechos límites de la incomprensión o de los prejuicios.

Pasemos a analizar una de las observaciones más repetidas y en apariencia más


convincentes. A ella se han adherido no pocos exégetas cristianos retomándola de
autores hasta no hace mucho considerados «incrédulos». Se trata de la repetida
tesis de que las profecías de la Escritura judía llevaron a inventar —o al menos
influyeron decisivamente— los relatos del Nuevo Testamento. Es sabido que esto
ha llegado a ser un modo de «explicar» cada pasaje de los episodios evangélicos.

124
En el caso presente, la «génesis» de José de Arimatea y Nicodemo habría que
buscarla en Isaías, cuando el profeta describe el trágico destino de la misteriosa
figura mesiánica del «siervo de Yahvé».

A modo de ejemplo entre muchos, podemos citar a Alfred Loisy: «Así pues, la
leyenda de la sepultura por José de Arimatea y, según Juan, también por Nicodemo,
es una ficción elaborada para demostrar el cumplimiento de la Escritura (Is 53, 9)».
Pero, como vamos a ver, este argumento no encaja en absoluto.

En primer lugar, acudiremos a un versículo que figura al lado del que acabamos
de citar (Is 53, 8) y en el que puede leerse lo siguiente: «Fue arrebatado por un juicio
inicuo, sin que nadie defendiera su causa». Pero lo cierto es que tanto José
de Arimatea como Nicodemo estuvieron allí4 demostrando que sí hubo «alguien»
que se preocupara de su «causa». Como puede verse, aquí no funciona el esquema
prefabricado. Releamos ahora el versículo 9, que dice así: «Dispuesta estaba entre
los impíos su sepultura, y fue en la muerte igualado a los malhechores, a pesar
de no haber cometido maldad ni haber mentira en su boca». Si realmente este
relato del Nuevo Testamento se hubiera «Construido» tomando como base esta
profecía del Antiguo, la narración tendría que haber hablado de un Jesús arrojado a
una fosa común o a una fosa reservada a los malhechores («los impíos»), pero no
depositado en un sepulcro de piedra, en un huerto privado perteneciente a una de
las personalidades más destacadas de Jerusalén y que fue ayudado en esta labor
por otro prestigioso jefe de la ciudad y de todo Israel.

Existe una discordancia entre las versiones respecto al pasaje «fue en la muerte
igualado a los malhechores». Hay muchas traducciones que sustituyen
«malhechores» por «ricos». Pero es evidente que el término «ricos» no concuerda
con lo de la sepultura «entre los impíos» ni tampoco con la conjunción «a pesar
de», que viene a continuación. Por todo ello, la lógica aconseja a muchos
investigadores como más acertada la versión de los códices más antiguos que
dice «malhechores» y no «ricos», que en ese contexto resultaría contradictorio.

En opinión de Joachim Gnilka, un exégeta de nuestros días, «aunque se quisiera


mantener la expresión "ricos", no hay ninguna duda sobre el término precedente de
"impíos". Y también está fuera de toda duda que, en la profecía de Isaías, la sepultura
del "siervo de Yahvé" tiene lugar en un ambiente cargado de humillación. En cambio,
la sepultura de Jesús es presentada por los evangelistas como un acto de honra y
dignidad, obra de hombres justos y temerosos de Dios».

Digamos también que algunos críticos —«maestros de razón» como se han llamado
a sí mismos y han sido con frecuencia considerados incurren en contradicciones. Tal
es el caso del citado Loisy, que califica la sepultura de Jesús como «una leyenda
inventada para demostrar el cumplimiento de la Escritura», pero que al referirse
a las cien libras de perfumes traídas por Nicodemo dice: «El evangelista ha querido
que Cristo recibiese de los grandes de este mundo los honores a ellos reservados».
Pero si el evangelista hubiera «inventado» el episodio para dar cumplimiento a la
Escritura, tendría que haber presentado una escena de miseria y desolación. En
cambio, al presentar una sepultura honrosa, no está siguiendo la profecía de
Isaías que, según Loisy, habría sido determinante para la creación de este
episodio.

125
Una contradicción más de los «críticos». Y es que, en definitiva, los inclasificables
textos evangélicos demuestran una coherencia tanto más sorprendente cuanto
más los analizamos de un modo racional.

XVII. «Siendo Sumos Sacerdotes Anás y Caifás»

YA hemos podido observar que en la historia de la Pasión de Jesús abundan los


personajes de los que tenemos noticias por otras fuentes distintas del Nuevo
Testamento. Hemos visto que Poncio Pilato, Herodes Antipas y también
recientemente Nicodemo, son citados en las fuentes «profanas». Y, asimismo,
hemos podido comprobar cómo los rasgos con que estos personajes aparecen en
los evangelios coinciden sustancialmente con los presentados en las otras fuentes.

Lo anterior —historicidad de los personajes y verosimilitud de los testimonios—


es válido también para otros dos de los protagonistas del drama que es la base del
cristianismo. Se trata de aquellos a quienes los evangelios llaman «los sumos
sacerdotes», Anás y Caifás.

Ambos personajes son introducidos en escena por San Lucas al comienzo de su


narración, en el momento de encuadrar con toda solemnidad la época del
comienzo de la misión de Juan el Bautista, preludio de la de Jesús: «El año
decimoquinto del imperio de T iberio César, siendo Poncio Pilato gobernador de
Judea...», y tras aludir a Herodes, Filipo y Lisanias, termina situando la época «bajo
los sumos sacerdotes Anás y Caifás» (Lc 3, 1 y ss.).

Estos dos personajes presentados al inicio de la vida pública de Jesús aparecen


nuevamente —citados también por San Lucas— cuando después de haber dado
muerte al Maestro, empezaron a perseguir también a sus discípulos con intención de
juzgarlos, tras haber ordenado su detención, «al día siguiente se reunieron en
Jerusalén sus jefes, ancianos yescribas; también Anás, el sumo sacerdote, Caifás,
Juan, Alejandro y cuantos eran de la familia de los sumos sacerdotes...» (Hch 4, 5
y ss.).

Es también el autor de los Hechos de los Apóstoles quien nos recuerda —


coincidiendo plenamente con lo que sabemos por otras fuentes— que el sumo
Sacerdote con «todos los suyos» pertenecía a la «secta de los saduceos» (Hch 5,
17).

Vayamos por partes. Al ser el antiguo Israel una nación «teocrática», su organización
era conforme a leyes religiosas (Flavio Josefo, por ejemplo, nos recuerda que la única
nobleza en Israel era sacerdotal) y el sumo sacerdote era asimismo el jefe de
todo el pueblo judío, reuniendo en su persona poderes religiosos y civiles. Pero
esto era en teoría, puesto que bajo el dominio de Roma el verdadero jefe político
era el procurador imperial, quien era el que de hecho nombraba al sumo sacerdote.
Es más, en la época de Pilato, las vestiduras sacerdotales estaban bajo custodia
de los romanos, que las cedían únicamente en especiales y limitadas ocasiones.

Con todo, al sumo sacerdote correspondían la autoridad y responsabilidad en

126
materia religiosa, ya que los romanos, como era habitual en ellos, no querían
mezclarse en tales asuntos. Un ejemplo muy conocido es el de Galión, procónsul
de Acaya, ante cuyo tribunal los judíos condujeron a Pablo, pero fueron expulsados
de allí por el funcionario imperial, que les dijo: «Si se tratara de algún delito o de
alguna acción nefasta, judíos, con toda paciencia, como es de razón, os escucharía.
Pero como se trata de palabras, nombres y cosas de vuestra Ley, allá vosotros;
yo no quiero ser juez de estas cosas» (Hch 18, 14 y ss.). En sustancia, Galión
no hizo más que repetir aquella expeditiva réplica que diera Pilato a los judíos de
Jerusalén cuando se dio cuenta de que sus acusaciones contra Jesús no entraban
en el terreno de lo civil o penal, sino de lo religioso: «Tomadle vosotros y juzgadle
según vuestra ley» (Jn 18, 31).
El sumo sacerdote era elegido entre los miembros de algunas familias sacerdotales
de gran influencia, que constituían una casta privilegiada. En principio, el cargo era
vitalicio y sólo de manera excepcional el sumo sacerdote podía ser depuesto. Pero
desde la época de Herodes el Grande —muy próxima a la época de Jesús— la
excepción se había convertido en regla. Desde los comienzos del reinado de
Herodes hasta el drama del Calvario, unos 65 años aproximadamente, se
sucedieron unos quince sumos sacerdotes, algunos de los cuales sólo ejercieron su
cargo durante un año o menos.

Los sumos sacerdotes depuestos —juntamente con otros miembros de sus


privilegiadas familias— formaban aquella casta que no sólo los evangelios sino
también Flavio Josefo, califican de «sumos sacerdotes». Ocupaba el cargo, en la
época del proceso de Jesús, Qajapha (Caifás) —nombre que según algunos se
derivaría del arameo cefas, el mismo nombre que el Nazareno diera a Pedro— que
lo ejercía hacía 12 años, desde que fuera designado el año 18 por el procurador
Valerio Grato. Confirmado posteriormente por Pilato, Caifás correría el año 36 la
suerte del procurador romano, pues fue también destituido por Vitelio.

Así pues, Caifás fue sumo sacerdote durante dieciocho años ininterrumpidos. Todo
un récord, si tenemos en cuenta la breve duración de otros muchos que
desempeñaron aquel cargo. ¿Cómo pudo permanecer tanto tiempo en algo
sometido siempre a una situación tan precaria? La precariedad del cargo se debía
a la codicia de los prefectos romanos que especulaban con los intereses de las
familias de notables judíos que querían hacerse con él. Los gobernadores
imperiales acostumbraban a venderlo al mejor postor; por lo que, si el cargo
cambiaba con frecuencia de titular, mayores eran sus ganancias.

Por lo que sabemos, existía entonces un acuerdo entre Pilatos y Caifás (y la familia de
su suegro, Anás), por el que el procurador recibía periódicamente una cuantiosa
suma de dinero, evitándose de esta manera que por intereses económicos hubiera
sustituciones en el cargo. No fue por casualidad que la caída en desgracia del
procurador romano coincidiera con la del sumo sacerdote judío: al ser llamado Pilato
a Roma, Caifás fue depuesto.

Sin embargo, y según los evangelios, parece ser que había no uno sino dos «sumos
sacerdotes». Pero también en este punto los evangelios no sólo no están en
contradicción con la historia, sino que confirman todo lo que ella nos cuenta. Caifás
había contraído matrimonio con la hija de Anás (abreviación de Ananías). Anás había
sido depuesto en el año 15 por Valerio Grato que, sin embargo, designó como sumo

127
sacerdote a Eleazar, un hijo suyo, que solamente ocupó el cargo durante dos años.

Pero en realidad, el auténtico titular del cargo —por su prestigio y riqueza,


además de por su habilidad— siguió siendo el jefe de la familia, el «padrino»: el viejo
Anás. Flavio Josefo lo consideró como «el prototipo del hombre afortunado»
porque no sólo desempeñó durante bastante tiempo el sumo sacerdocio, sino que
también tuvo como sucesores en el cargo a sus cinco hijos, además de su yerno.

Esta dinastía en apariencia todopoderosa se extinguió con la caída de Jerusalén. El


quinto hijo sumo sacerdote, llamado al igual que su padre, Anás (Ananías o Anano),
fue asesinado en el año 67 por los insurrectos judíos contra Roma cuando intentaba
ocultarse en las alcantarillas de Jerusalén. En los tres meses de su turbulento
pontificado todavía tuvo tiempo de mandar apedrear a Santiago, el «hermano»
de Jesús. El culto en el Templo, el sumo sacerdocio y el propio Israel se
extinguieron con aquel asesinato y con la sangre derramada en la guerra civil y
las luchas fratricidas.

Todo ello explica por qué en los evangelios aparecen juntos Anás y Caifás y a ambos
se les atribuye el cargo de «Sumo sacerdote». El asunto no plantea problemas para
quien conozca a grandes rasgos la situación religiosa y política de esa época y las
relaciones de poder que de ella se derivan, hasta tal punto que ningún crítico serio ha
acusado nunca en esto a los evangelios de confusión o imprecisión. Pero además
del hecho de que el viejo Anás siguiera moviendo los hilos, era normal que quien
hubiera desempeñado anteriormente el cargo siguiera utilizando el título durante el
resto de su vida. Es algo parecido a lo que sucede en Italia, donde al político que ha
sido presidente del Consejo de ministros, se le continúa después llamando
«presidente».

Señalemos ahora el irónico comentario —tan fuera de lugar como disparatado—


de Rudolf Augstein, el vehemente director de Der Spiegel que tiene también
pretensiones de exégeta y que ha llegado a escribir: «Juan parece suponer que
el sumo sacerdote fuera sustituido siguiendo un turno anual, al igual que los jefes
de los sacerdotes de las religiones paganas de Siria y Oriente Medio. Por eso dice
que Caifás "era sumo sacerdote aquel año". El Espíritu Santo, aun suponiendo
que tenga talento periodístico, es un mal reportero».

Augstein, muy seguro de sí mismo, no llega a precisar el versículo citado, pero se


trata ciertamente del decimotercero del capítulo 18 del cuarto evangelio: «Y lo
llevaron primero ante Anás, por ser suegro de Caifás, Sumo Sacerdote aquel
año».

Como dice Shalom ben Chorin: «Hay un dogmatismo que se autocalifica de


científico y que pretende dejar de lado el evangelio de Juan por considerarlo
irrelevante desde el punto de vista histórico. En lo que se refiere al proceso de Jesús,
esos críticos dan gran importancia al llamado Ur Markus (primitivo Marcos), que
debió ser copiado por Mateo; y toman también en consideración las ampliaciones
de Lucas, mientras que Juan es eliminado a priori. Pero si el proceso de Jesús
resulta esclarecedor es precisamente gracias al evangelio de Juan...»

Centrándonos en el versículo al que se refiere Augstein, el evangelista sólo menciona


la comparecencia de Jesús ante Anás y de él se limita a decir (lo que es

128
evidentemente cierto) que era su yerno. Así pues, San Juan demuestra conocer
los hechos con exactitud. Y respecto a la expresión «aquel año», el evangelista
no ha querido decir que elperiodo del desempeño del cargo de sumo sacerdote
fuera únicamente de doce meses, sino que —como es habitual en su estilo— quiere
poner de manifiesto la solemnidad del tiempo en que, gracias al sacrificio del
Cordero, nos llegó la plenitud de la salvación.

Por tanto, resulta ridículo el sarcasmo de Augstein calificando al Espíritu Santo de


«mal reportero» y ello debe atribuirse al escaso conocimiento que el «biblista»
aficionado alemán tiene del estilo y la teología de San Juan. Precisamente este
evangelista es el menos sospechoso de confundir la realidad judía con la siria o la
medioriental.

Pero con objeto de demostrar la verdad histórica, analizaremos el modo y las


diferencias de matiz con que los cuatro evangelios describen el tema que estamos
tratando.

En primer lugar, hay que decir que en el caso presente los relatos evangélicos
conservan su «imparcialidad», pues no descienden nunca a valoraciones negativas
y dejan que sean los propios hechos los que juzguen la conducta de los «sumos
sacerdotes». No sucede así en las fuentes judías, donde se critica a la camarilla
de Anás y Caifás, interesada en mantenerse a toda costa en el poder, y que es
censurada con dureza en el propio Talmud, en cuyo tratado Pesachim se hace
decir a un rabbí: «¡Ay de la familia de Anás! ¡Ay de sus habladurías! Porque
ellos eran los sumos sacerdotes, sus yernos dominaban el templo y sus siervos
golpeaban al pueblo con bastones». Lo de «sus yernos» es una confirmación, en
la que muchos no han reparado, de la condición de Caifás, aunque Augstein
haga una pregunta al modo retórico creyendo poseer una respuesta afirmativa: «¿No
será un equívoco atribuirle la condición de yerno de Anás?».

En el orden tradicional en que se presentan, vamos a analizar lo que nos dicen los
evangelios. Transcribir los textos y compararlos entre sí es una tarea indispensable,
pues con frecuencia las diferencias se notan menos en la lectura por separado de
cada uno de ellos.

A continuación del prendimiento de Jesús en Getsemaní, San Mateo escribe: «Los


que prendieron a Jesús le llevaron ante Caifás, el Sumo Sacerdote, donde estaban
reunidos los escribas y los ancianos (...). Los sumos sacerdotes y todo el Sanedrín
buscaban un falso testimonio contra Jesús para darle muerte» (Mt 26, 57 y 59).

Sigue después el desarrollo del proceso sobre el que nos limitaremos a hacer
las observaciones referidas a los «sumos sacerdotes».

Debemos recordar que, en los cuatro evangelios, la comparecencia de Jesús ante las
autoridades judías se entrelaza con la triple negación de Pedro, que más tarde
tendremos ocasión de analizar. Estamos aquí ante uno de los principales indicios
de historicidad de todo el relato, pues no cabe pensar que los evangelistas inventaran
un episodio que perjudicara gravemente el coraje y la fidelidad del propio
Príncipe de los Apóstoles.

Volvamos a San Mateo. Prosigue su narración con el proceso (que termina con el

129
rasgarse de las vestiduras por parte del sumo sacerdote), los golpes que los
criados descargan sobre el declarado «reo de muerte» y las lágrimas liberadoras de
Pedro. A continuación, escribe el evangelista: «Llegada la mañana, todos los
sumos sacerdotes ylos ancianos del pueblo celebraron consejo contra Jesús para
darle muerte. Y atado, lo llevaron y lo entregaron al gobernador Pilato» (Mt 27,
1 − 2).

Así pues, primero tuvo lugar el interrogatorio y tras un receso, se produjo la


reunión preparatoria del encuentro con Pilato. Después serán precisamente los
«sumos sacerdotes» los que acusen al procesado ante el representante de Roma
(Mt 27, 12); persuadan a la multitud para que elijan a Barrabás (Mt 27, 20);
insulten a Jesús al pie de la cruz (Mt 27, 42); pidan a Pilato que ponga guardia ante
el sepulcro (Mt 27, 62); y paguen a los soldados para que no hablen de la
Resurrección y propaguen la mentira del robo del cadáver (Mt 28, 11).

En resumen, los «sumos sacerdotes» aparecen casi constantemente al final del


evangelio de San Mateo. Y habrá que tener presente que la denominación «sumos
sacerdotes» es utilizada también para designar a toda la nobleza sacerdotal, al
grupo más poderoso del Sanedrín. Por tanto, no todas las veces en que aparezca
esta expresión debemos pensar que se refiere solamente a Caifás y a su suegro
Anás. Tengamos en cuenta, por último, que la expresión utilizada frecuentemente
por los evangelios para referirse al conjunto del Sanedrín es empleada, con idénticas
palabras, por Flavio Josefo al hablar de «los sumos sacerdotes, los ancianos y
los escribas».

Pasemos a ver ahora el evangelio de San Marcos que es, en esencia, similar al
de San Mateo. Se relata también el prendimiento en Getsemaní con la única
diferencia, relatada solamente por el segundo de los evangelistas, de que un
joven suelta la sábana con la que va cubierto y huye desnudo.

Tras el prendimiento, San Marcos escribe: «Condujeron a Jesús al Sumo


Sacerdote, y se reunieron todos los príncipes de los sacerdotes, ancianos y
escribas» (Mc 14, 53). He aquí un ejemplo del modo habitual de mencionar al
Sanedrín al que antes nos referíamos. Y prosigue este evangelista: «Los príncipes
de los sacerdotes y todo el Sanedrín buscaban un testigo contra Jesús para darle
muerte, pero no encontraban ninguno» (Mc 14, 55). El resto de la narración es
en esencia similar a la de Mateo, con la única salvedad —que sólo aparece en
Mateo— de la petición de los judíos de que se pusieran guardias junto al sepulcro.
El porqué de ello nos lo dice enseguida el primero de los evangelistas: «Y así se
divulgó esta noticia (el supuesto robo del cadáver por los discípulos) entre los judíos
hasta el día de hoy» (Mt 28, 15). Esto se comprende teniendo en cuenta que San
Mateo escribe para los judíos, mientras que los otros evangelios recogen la
predicación dirigida a los paganos que no sabían nada de esta mentira fomentada
por el dinero del Sanedrín.

El relato de Lucas diverge en algunos aspectos del de Mateo y Marcos. El tercer


evangelista gusta de abreviar y simplificar. Dice así el capítulo 22, 54: «Entonces
le prendieron, se lo llevaron y lo introdujeron en la casa del Sumo Sacerdote.
Pedro le seguía de lejos». Sigue después, sin solución de continuidad, el relato de la
triple negación del Apóstol. Y hay un detalle que sólo aparece en Lucas: el triple «no
lo conozco» es pronunciado estando presente el propio Jesús, custodiado en el patio

130
o atrio, avesándolo en ese momento. Como veremos más tarde, es muy probable
que Anás y Caifás vivieran en alas diferentes del mismo palacio, «y en aquel
momento, mientras aún hablaba, cantó un gallo. El Señor se volvió y miró a
Pedro» (Lc 22, 60 − 61).
Siguen a esto los insultos y golpes de los guardias, continuando luego de este modo:
«En cuanto se hizo de día, se reunieron los ancianos del pueblo, los príncipes
de los sacerdotes, los ancianos y los escribas, y lo condujeron a su tribunal,
diciéndole: "Si tú eres el Cristo, dínoslo"» (Lc 22, 66 − 67).

Aquí se habla de una única reunión del Sanedrín al amanecer y no se dice nada
de que hubiera otra nocturna. Faltan asimismo en el relato la escena en que el sumo
sacerdote se rasga las vestiduras y el reconocimiento de que el acusado es «reo
de muerte» y de que ya «no hay necesidad de más testigos». San Lucas se limita a
constatar que Jesús responde: «Vosotros lo decís: Yo soy» a la pregunta crucial que
le hace toda la asamblea y no solamente el sumo sacerdote, de «¿Luego tú eres
el hijo de Dios?» (Lc 22, 70 − 71). Después, «se levantaron todos ellos y lo llevaron
ante Pilato y comenzaron entonces a acusarlo» (Lc 23 1 − 2).

Los acusadores de Jesús son los «príncipes de los sacerdotes» y los demás
componentes del Sanedrín a los que acompaña la «muchedumbre», según puede
leerse en Lc 23, 4. Se atribuye también la liberación de Barrabás a los príncipes de
los sacerdotes que encontramos después al pie de la cruz, donde «los magistrados
le insultaban» (Lc 23, 35

Muchos se preguntan el porqué de las divergencias del relato de Lucas respecto


al de Mateo y Marcos, y llegan a una conclusión totalmente negativa sobre la
historicidad del «proceso judío» de Jesús.

¿Pero se trata realmente de «divergencias» capaces de poner en entredicho lo


esencial y, por tanto, la presunción de veracidad? Críticos como Alfred Loisy han
ironizado sobre «los comentaristas armonizadores que han intentado remover los
materiales, sin demasiados resultados, en un intento de resolver graves
contradicciones». Pero en realidad, no es hacer ninguna «armonización» opinar con
Giuseppe Ricciotti que «para hacer concordar los diversos relatos hay que tener en
cuenta lo que hemos dicho muchas veces: que los sinópticos no se preocupan a
menudo ni de completar las informaciones ni de seguir una rigurosa cronología
en los hechos». Más adelante veremos que San Juan sí procede a integrar las
informaciones.

El Concilio Vaticano II, en la Dei Verbum, la Constitución dogmática sobre la


Revelación, nos recuerda que primero la predicación, y luego la redacción de los
evangelios, pasaron por un proceso de elaboración, de tal modo que el mensaje fue
sintetizado, organizado y ampliado en todo aquello que podía parecer más
importante para los oyentes a los que estaba dirigido.

He aquí las palabras de los Padres conciliares: «Los autores sagrados compusieron
los cuatro evangelios escogiendo datos de la tradición oral o escrita, reduciéndolos
a síntesis, adaptándolos a la situación de las diversas Iglesias, conservando el
estilo de la proclamación». Y a continuación añaden: «así nos transmitieron datos
auténticos y genuinos acerca de Jesús». Y por ello habrá que insistir en la

131
proclamación solemne del Concilio: «La Santa Madre Iglesia ha defendido siempre
en todas partes con firmeza y máxima constancia que los cuatro evangelios
mencionados, cuya historicidad afirma sin dudar, narran fielmente lo que Jesús,
el Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó realmente» (Dei
Verbum, 19).

En lo referente a las supuestas «divergencias» de San Lucas con los otros dos
sinópticos en el relato del proceso de Jesús estamos ante un ejemplo de una labor de
redacción. El mensaje es el mismo, idénticos son los personajes e idénticos los
resultados si bien, en algunos momentos, es distinta la organización del material
utilizado. Más que de contrastes, hay que hablar de una selección de ese material,
que, en esencia, forma parte del mismo conjunto.

Señala Josef Blinzler: «El material que nos ofrece Lucas no se diferencia demasiado
de lo que nos dice Marcos y, por tanto, no hay necesidad de creer que proceda
de una fuente de información propia. La ordenación de los pasajes de Lucas tiene
su explicación en su estilo literario, pues no faltan otros ejemplos suyos de
variaciones respecto al texto de Marcos. El esfuerzo del tercer evangelista por dar a
la narración, en la medida de lo posible, un carácter de continuidad explica a la
perfección la razón de reunir en un único pasaje el relato del proceso ante el
Sanedrín, que en Marcos es interrumpido en dos ocasiones (...). Su narración sobre
el proceso judío debía ser construida de un modo continuado, centrándose en lo
que fue el auténtico desarrollo del proceso, sin interferencias ni incidentes
secundarios. Como en su relato, la noche aparecía "repleta" de estos últimos, es
explicable que el comienzo del nuevo día se prestara a ser el punto de arranque
del interrogatorio de Jesús por los sanedritas».

En lo que se refiere a lo que Blinzler llama «el papel desempeñado en Lucas


por el sumo sacerdote en el interrogatorio de Jesús», hay que decir que el exégeta
alemán añade que «no se le dio un tratamiento especial y se cita de un modo genérico
como interrogadores a los príncipes de los sacerdotes y los escribas. Todo contribuye
a poner de manifiesto que San Lucas que debía conocer sin duda el evangelio de
San Marcos —se limitó a dar una relación sumaria del proceso de Jesús, y resulta
inadmisible desde el punto de vista científico "aprovecharse" de sus diferencias
respecto de los otros dos sinópticos». Señala también otro especialista alemán, H.
Conzelmann— por cierto, no confesional —, respecto al tercer evangelio: «Las
principales divergencias de Lucas respecto a Mateo y Marcos son principalmente
modificaciones en la redacción debidas al propio Lucas y que expresan su punto de
vista personal»

El que ésta fuese probablemente también la convicción de la Iglesia primitiva en


la que fueron redactados los evangelios lo demuestra el hecho de que en ningún
momento aquella comunidad (aun teniendo tiempo y posibilidades para ello)
sintió la necesidad de intervenir para hacer concordar la presuntas «divergencias»
entre los textos.

Acudamos ahora a San Juan, último de los cuatro testimonios. Más que sintetizar
y organizar como hace San Lucas, la suya es una labor de completar. Esta es la
opinión de Josef Blinzler: «Juan, según su costumbre, hace precisiones e
integraciones a los tres relatos anteriores, dándolos por conocidos. Habitualmente,
trata de evitar repetir lo narrado por los sinópticos y no faltan las referencias tácitas

132
a su labor integradora. Así, por ejemplo, Anás no es mencionado por los otros
tres evangelistas, pero Juan comienza su relato precisando que Jesús fue llevado
primero ante Anás y a continuación ante su yerno Caifás, sumo sacerdote que
desempeñaba el cargo de manera oficial».

En efecto, quien repase el relato de los sinópticos, se sorprenderá de lo narrado


por San Juan: «Prendieron a Jesús y lo ataron y lo llevaron primero ante Anás...»
(Jn 18, 12 − 13). Toda una novedad, aunque ya sabemos por los otros evangelios
y por el uso del plural —«los sumos sacerdotes»— que Caifás no era el único en
tener el poder efectivo. Pero ningún otro evangelio hace referencia a esta primera
etapa del proceso en casa de Anás. Y todavía hay más motivos de sorpresa, pues
en el relato de San Juan, es Anás quien dirige el interrogatorio de Jesús, que es
bruscamente interrumpido por la bofetada de uno de los guardias: «¿Así respondes
al Pontífice?» (Jn 18, 22). A continuación, el evangelista añade: «Entonces Anás
lo envió atado a Caifás, el Sumo Sacerdote» (Jn 18, 24). Y San Juan ya no nos
dice nada más, omitiendo la sesión del proceso ante Caifás, que para los otros
evangelistas representa el eje de la narración.

Es algo que nos deja confundidos o por lo menos perplejos. Ya no estamos —


como en San Lucas— ante criterios diferentes en la organización del material.
Aquí ese material no sólo parece diferente sino hasta contradictorio.

Por tanto, tendremos que continuar y profundizar en el tema en el capítulo


siguiente.

XVIII. «¿Así respondes al Sumo Sacerdote?»

«ENTONCES la cohorte, el tribuno y los guardias de los judíos prendieron a Jesús


y lo ataron. Y lo llevaron primero ante Anás, por ser suegro de Caifás, Sumo
Sacerdote aquel año. Caifás fue el que había aconsejado a los judíos: "Conviene que
un hombre muera por el pueblo"» (Jn 18, 12 − 14).

Vimos en el capítulo anterior —dedicado como éste al análisis histórico de los


«Sumos sacerdotes», según la expresión empleada en el Nuevo Testamento— que
San Juan presenta una variación respecto a los otros evangelistas. Los otros tres
no mencionan la comparecencia de Jesús ante aquel Anás, que había entregado
en matrimonio su hija a Caifás y que, por medio de él, continuaba ejerciendo el
poder efectivo.

Sobre esta particularidad del evangelio de San Juan, recogimos la opinión de Josef
Blinzler que, para mayor claridad, repetiremos de nuevo: «Juan, según su costumbre,
hace precisiones e integraciones a los tres relatos anteriores, dándolos por conocidos.
Habitualmente, trata de evitar repetir lo narrado por los sinópticos y no faltan las
referencias tácitas. Así, por ejemplo, Anás no es mencionado por los otros tres
evangelistas, pero Juan comienza su relato precisando que Jesús fue llevado
primero ante Anás y a continuación ante su yerno Caifás, sumo sacerdote que
desempeñaba el cargo de manera oficial».

Esta explicación del exégeta alemán es razonable, puesto que es posible destacar

133
una serie de «precisiones e integraciones» en el texto de San Juan. Pero las
diferencias con los sinópticos son tales que no es posible agrupar sus versículos
para refundirlos con los de ellos. En efecto, con frecuencia San Juan da pruebas
de «saber más cosas», de ser depositario de una tradición eclesial y de su propia
experiencia personal, lo que le permite disponer de más datos.

Todo ello parece confirmarse por el hecho de que las referencias a Anás provienen de
una información singular y directa de la que San Juan da señales explicitas. Por
ello escribe a continuación de los versículos que hemos citado al principio del
capítulo: «Simón Pedro y otro discípulo seguían a Jesús. Este discípulo era conocido
del Sumo Sacerdote y entró con Jesús en el patio del Sumo Sacerdote. Pedro, en
cambio, estaba en pie fuera, junto a la puerta. Salió entonces el otro discípulo,
conocido del Sumo Sacerdote, habló a la portera e introdujo a Pedro» (Jn 18, 15
− 16).

No cabe duda de que «el otro discípulo» es el propio evangelista, que en otros
pasajes (por ejemplo, 13 23, 19 26, 20 2) utiliza esta expresión en tercera persona.
Aquella noche él pudo entrar en el patio del palacio de Anás y quiso hacérnoslo
saber para demostrarnos la veracidad de su testimonio y de la inclusión de un
episodio que los otros evangelistas no refieren.

Al analizar los versículos anteriores, será conveniente salir al paso de una objeción
frecuente en algunos exégetas. Son aquellos que ponen en discusión la veracidad
del «discípulo conocido del Sumo Sacerdote», que se menciona en dos ocasiones.
¡Y además lo consideran como una jactancia! ¿Cómo es posible que un oscuro
pescador de Galilea tuviera alguna familiaridad con el judío más poderoso de
Israel?5

Al igual que en otras ocasiones, también aquí los especialistas hipercríticos


demuestran no ser demasiado conocedores del lenguaje semítico, en el que
mencionar a una persona equivale al mismo tiempo a mencionar a sus allegados
(no sólo parientes sino también esclavos y siervos), sobre todo cuando se trata de
personas notables e influyentes. Al hablar del «Sumo Sacerdote» se entiende
también su casa, con todos los que vivían con él y estaban a su servicio, incluida
aquella portera a la que se refiere San Juan y que permitió a los dos discípulos
pasar al patio. Evidentemente, no sabemos el grado de conocimiento entre
aquella criada y el futuro evangelista, pero la hipótesis más probable es que se
tratase de una paisana suya; de alguien que también procedía de Galilea y que no
ignoraba que Juan seguía al profeta de Nazareth. Y es que pocos han reparado en
las implicaciones de la pregunta de Juan 18, 17: «La muchacha portera preguntó a
Pedro: "¿No eres tú también de los discípulos de ese hombre?» ¿Habría empleado
el «también tú», si hubiera ignorado la situación de Juan?

Además de confirmar la historicidad de una negación que no podía ser inventada,


pues además ponía en evidencia al propio Príncipe de los Apóstoles, está el
hecho de que los otros tres evangelistas también refieren una de las negaciones
de Pedro dirigida a una mujer, a «una criada del sumo sacerdote». Y hay que
destacar que Juan se refiere a «la muchacha portera» (Jn 18, 17), ¿no es este
calificativo una muestra de un recuerdo directo y de un conocimiento personal? ¿Qué
otra cosa habría podido llevar al evangelista, al evocar aquella dramática noche, a

134
calificar de «muchacha» a la portera?

Encontramos otros signos de testimonio presencial en estos mismos versículos de


San Juan. Por ejemplo, el fuego que se encendió en el patio junto al que «estaban en
pie calentándose los criados y los guardias porque hacía frío» (Jn 18, 18). Y también
en el versículo 26: «Uno de los criados del Sumo Sacerdote, pariente de aquél a quien
Pedro cortó la oreja...». Un versículo que está en relación con otro, el décimo del
mismo capítulo, donde se relata el prendimiento de Jesús en Getsemaní: «Entonces
Simón Pedro que tenía una espada, la sacó e hirió a un criado del Sumo Sacerdote.
El criado se llamaba Malco».

He aquí otros dos detalles, también exclusivos de San Juan: el nombre del herido
y su parentesco con uno de los que hicieron a Pedro aquellas tres comprometidas
preguntas. Es una confirmación más de que San Juan tiene perfecto derecho a
relatar la comparecencia de Jesús ante Anás, pues estuvo presente en aquella
primera etapa de la vía dolorosa y estaba en condiciones de referir hechos que
no formaban parte del cúmulo de experiencias directas de los otros apóstoles,
incluido el propio Pedro. En efecto, en el evangelio de San Marcos («su» evangelio),
Pedro nos confirma que consiguió llegar «hasta el interior del patio del Sumo
Sacerdote» y menciona también que estaba junto al fuego «calentándose» (Mc
14, 54).

Pero en San Marcos, el patio al que se alude parece ser el de Caifás. ¿Estamos ante
una contradicción? No, puesto que es muy probable que Anás y Caifás habitasen
en alas diferentes del mismo palacio.

San Juan recalca que era «conocido» en aquel lugar, que conocía personas y
nombres, hasta el punto de darnos a entender que era el único evangelista que tenía
la posibilidad de saber lo que sucedió en aquel encuentro entre su joven Maestro y el
viejo y poderoso notable judío.

Existen también otras objeciones a la historicidad de la comparecencia ante Anás,


atestiguada únicamente por San Juan. No son pocos los biblistas que, dejándose
llevar por prejuicios negativos, ven en este caso «Una enésima invención del
simbolismo teológico de Juan». Josef Blinzler les da la siguiente réplica: «Todo el
que afirme esto, tendrá que admitir que una invención semejante es absurda y no
tiene objeto, hasta el punto de que la crítica radical de un Bultmann admite que
«el pasaje no puede englobarse dentro de los temas teológicos característicos
del evangelio de Juan». Tampoco el relato del interrogatorio de Anás puede
interpretarse como una variación literaria de la narración de los sinópticos del
proceso ante el Sanedrín, puesto que es sustancial y formalmente diferente de
aquella y Juan subraya que tuvo lugar antes de la posterior comparecencia ante
Caifás».

Está la réplica tajante de uno de los más acreditados biblistas, Charles H. Dodd: «Es
imposible que la comparecencia ante Anás sea una libre invención de Juan, puesto
que carece de interés desde el punto de vista teológico o simbólico». Hasta tal punto
que un especialista judío como Joseph Klausner (que escribiera en 1922, su Jesús
de Nazareth, directamente en hebreo) considera «completamente posible» el
episodio relatado por San Juan. Tampoco pone ninguna objeción ben Chorin que da
el episodio por históricamente fundado: «Es de suponer que efectivamente el

135
interrogatorio preliminar tuvo lugar ante Anás, que envió a continuación al procesado
ante el tribunal presidido por Caifás, el sumo sacerdote que ejercía el cargo, que se
encargaría de formular las principales acusaciones».

Esta cita del especialista israelí nos remite a un problema posterior con el que
debemos enfrentarnos. Hemos citado razones que explican y confirman la
veracidad de algo mencionado únicamente por el cuarto evangelista —el papel
desempeñado por Anás—, pero ¿qué sucede con aquello que no menciona?
Hemos visto por qué habla y ahora hay que preguntarse por qué calla. En efecto,
San Juan —a diferencia de los otros evangelistas que sobre este asunto dan largos
pormenores— no nos informa sobre el proceso ante Caifás y el Sanedrín.

El cuarto evangelista relata únicamente el encuentro con Anás de un modo que


será preciso reseñar: «El Sumo Sacerdote, entretanto, preguntó a Jesús sobre sus
discípulos y su doctrina. Jesús le respondió: "Yo he hablado abiertamente al
mundo; siempre enseñé en la sinagoga y en el Templo, donde se reúnen todos
los judíos, y nada he dicho en secreto. ¿Por qué me preguntas? Pregunta a los
que me oyeron de qué les hablé; ellos saben lo que he dicho". Sigue la bofetada
de uno de los guardias, y la sosegada respuesta de Jesús: "Si hablé mal, da
testimonio de lo que esté mal; pero si bien, ¿por qué me pegas?" Y en términos
concisos y rápidos, prosigue el evangelista: "Entonces Anás lo envió atado a
Caifás, el Sumo Sacerdote". Vienen después las dos últimas negaciones de Pedro
y concluye el evangelista: "De Caifás condujeron a Jesús al pretorio"» (Jn 18, 19
− 21 y ss, 28). A partir de entonces entra en escena Pilato y él es quien dirige el
proceso.
Resulta tan sorprendente el silencio de San Juan sobre la comparecencia ante
Caifás y el Sanedrín que: muchos copistas de los textos evangélicos, haciendo
modificaciones en los versículos, quisieron atribuir al yerno lo que el evangelista
atribuye al suegro. Sin embargo, por una serie de razones textuales y filológicas que
no vienen al caso, esas modificaciones (defendidas por algunos exégetas modernos
y algún otro Padre de la Iglesia) resultan técnicamente insostenibles.

Cabe preguntarse la razón de este silencio. Esta es la hipótesis de Blinzler sobre el


particular: «Juan pudo omitir el proceso ante Caifás y el Sanedrín no sólo porque los
sinópticos informan ampliamente de ello, sino porque los lectores pagano-
cristianos de su evangelio estarían poco interesados en el debate procesal judío,
sobre todo porque acerca de las aspiraciones mesiánicas de Jesús, punto central
de aquel debate,Juan ya les había informado».

En efecto, hay que recordar que el mismo evangelista, al finalizar su narración,


reconoce que no es posible referir todos los hechos: «Hay, además, muchas otras
cosas que hizo Jesús, que, si se escribieran una por una, pienso que en el mundo
no cabrían los libros que se tendrían que escribir» (Jn 21, 25). Por tanto, si había que
hacer una selección, era preferible incluir cosas no dichas por los otros evangelistas
y omitir lo que los lectores conocían por los anteriores evangelios. En el caso
presente, había que referirse a Anás y hacer una breve mención de Caifás y el
Sanedrín en el proceso.

Volviendo al problema de la comparecencia de Jesús ante Anás, y a las causas


que la habrían determinado, resulta de interés prestar atención a Renan. Este

136
investigador, que para tantos hoy en día es el símbolo de la incredulidad, de
crítica radical y de destrucción de la historicidad de los evangelios, se decanta por
afirmar la verdad de la narración: «La circunstancia, referida únicamente por Juan,
de la comparecencia ante el viejo dignatario es una prueba consistente a favor del
valor histórico del cuarto evangelio». Se trata de un reconocimiento valioso,
viniendo de quien viene; un reconocimiento que este investigador incrédulo explica
del siguiente modo: «Es un hecho perfectamente comprobado que la autoridad
sacerdotal, de hecho, estaba sólidamente asentada en manos de Anás. Y es bastante
probable que la orden de arresto proviniera de él. Por tanto, es normal que Jesús
fuera llevado inmediatamente a presencia de este influyente personaje».

Desde esta perspectiva realista aparecen fuera de lugar, cuando no del todo
irrelevantes, las dificultades de orden jurídico aducidas por críticos que se valen de
cualquier cosa para calificar de leyenda aquello que hay que calificar —y lo han hecho
personas fuera de toda sospecha— como histórico. Por ejemplo, se ha
argumentado que San Juan carecería de credibilidad por querer presentar como
auténtico un episodio en el que no se respetan los procedimientos y normas del
derecho penal judío. Habrá ocasión más adelante para demostrar que en realidad
apenas sabemos nada de cómo debieron de ser aquellas «reglas» y «procedimientos»
en la época de Jesús. Lo que conocemos fue codificado en la diáspora, después de
la destrucción de Jerusalén, cuando ya no existían ni el Templo ni el sacerdocio, y
por tanto no puede confrontarse enteramente conlo narrado por los evangelios.

En todo caso —remitiendo la cuestión a posteriori, pues afecta por completo al


proceso penal judío— estamos de acuerdo con las conclusiones de Blinzler: «Este
primer interrogatorio llevado a cabo por Anás no constituye un elemento integrante
del proceso propiamente dicho, y no tiene carácter oficial. Este carácter parece
deducirse de la expresión de Jn 18, 13 donde la comparecencia de Jesús ante
Anás se justifica del modo siguiente: "por ser suegro de Caifás, Sumo Sacerdote
aquel año". De ello se deduce que en la causa de dicha comparecencia había una
motivación de carácter más privado que jurídico. Al enviar en primer lugar a
Jesús ante su suegro, Caifás quería por una parte manifestarle su respeto, y por
otra, era consciente de que la experiencia y sagacidad del antiguo Sumo Sacerdote
le procuraría un punto de partida para el posterior proceso ante el Sanedrín. Era
una manera de aprovechar con ventaja el intervalo de tiempo necesario para la
convocatoria del tribunal».

Otros biblistas comparten la misma idea, que nos parece enteramente razonable y
argumentada. Por ejemplo, Vincent Taylor: «Todas las dificultades de orden
jurídico aducidas por la crítica radical desaparecen si tenemos en cuenta que la
comparecencia de Jesús ante Anás fue informal y no oficial».

Pero la veracidad de la narración de San Juan —si la leemos con detenimiento—


sobresale en detalles que a primera vista pueden pasar inadvertidos. ¿Qué hizo
Anás, aquel viejo «padrino», cuando se encontró ante el hombre al que
probablemente él mismo había dado la orden de detener? Examinemos
nuevamente las palabras de San Juan: «El sumo Sacerdote, entretanto preguntó a
Jesús sobre sus discípulos y sobre su doctrina» (Jn 18, 19). Resulta significativo
que el poderoso Anás, antes que por la doctrina estuviera interesado por los
discípulos del joven y singular rabbí cuya predicación removía a las

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muchedumbres y podía originar una peligrosa rebelión. Casi todo el Sanedrín
estaba compuesto de colaboracionistas con los romanos, y de un modo muy
especial el tándem Anás-Caifás, con doble vinculación no sólo con los dominadores
sino también con aquel gobernador llamado Poncio Pilato, al que, como ya
sabemos, habían entregado dinero para mantenerse en el cargo y cuya destitución
acarreó también la caída del Sumo Sacerdote. El estallido de una posible rebelión
derivada de la predicación de Jesús habría significado la intervención de los
superiores de Pilato y el final del poder político de la familia de Anás. Así pues,
a la luz de los hechos que conocemos, se explica la finalidad —y la verdad histórica
de ella desprendida— de la expresión «preguntó a Jesús sobre sus discípulos» y
sólo en segundo lugar, lo hizo «sobre su doctrina».

En la misma línea están las interesantes consideraciones hechas por ben Chorin:
«El proceso de Jesús se esclarece gracias al evangelio de Juan. En las palabras de
Caifás» (Jn 11, 50) se encuentra la verdadera motivación: "Vosotros no sabéis nada,
ni pensáis que os conviene que muera un solo hombre por el pueblo y no perezca
toda la nación". Juan vuelve a repetir estas palabras cuando Jesús comparece
en el juicio: "Caifás fue el que había aconsejado a los judíos: "Conviene que un
hombre muera por el pueblo" (Jn 18, 14). Si tenemos en cuenta la situación de
sufrimiento por la que atravesaba el pueblo judío, oprimido en su propia patria por el
ocupante extranjero, estaremos en condiciones de comprender cómo las
autoridades responsables hicieron todo lo posible para deshacerse de un agitador
como Jesús de Nazareth, que tenía el apoyo del pueblo».

Motivaciones políticas, situaciones reales de tiempo y lugar, indicios (también los


ocultos y sólo perceptibles por ojos atentos y experimentados) y experiencia personal.
He aquí los elementos de un conjunto en que las figuras de los «sumos sacerdotes
Anás y Caifás», según la expresión empleada por los evangelios, salen a la luz
relacionadas entre sí y con credibilidad histórica.
Todos los elementos parecen encajar de forma natural. También lo relatado en el
versículo 22 del mencionado capítulo dieciocho de San Juan: «Al decir esto uno de
los guardas presentes le dio una bofetada a Jesús, diciendo: "¿Así respondes al Sumo
Sacerdote?"»

Al respecto Blinzler afirma: «El tono tranquilo y desprovisto de temor de la respuesta


de Jesús resultaba algo inaudito en las salas de los tribunales judíos. Tal y como
nos refiere Flavio Josefo, los procesados se esforzaban por dar a su comportamiento
una actitud de servilismo total. Solían presentarse de un modo exageradamente
apocado en la palabra y en los gestos, buscando suscitar de todos los modos posibles
la compasión del juez. Para la estrechez de miras y el servilismo de uno de aquellos
esbirros del tribunal, la respuesta de Jesús debía resultar cuando menos irreverente
y ofensiva». Por tanto, una reacción violenta de este tipo tiene aquí su perfecta
explicación que resulta adecuada y creíble.

En otros pasajes de los textos evangélicos encontramos indicios de veracidad y de fiel


recuerdo de cuanto realmente sucedió y se dijo en aquella trágica noche.
Tomemos, por ejemplo, la narración que hace San Marcos del interrogatorio de
Caifás. Es sabido que Marcos refleja la predicación de Pedro, que no estaba
muy lejos mientras se desarrollaba el proceso. «De nuevo el Sumo Sacerdote le
preguntó: "¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?"» (Mc 14, 61). Calificar a Dios de
138
ese modo —«el Bendito»— es típicamente judío y no cristiano. Hasta tal punto
que el biblista alemán Kurt Schubert observa: «No es posible dar a la pregunta
efectuada a Jesús acerca de su mesianidad una formulación más típicamente judía».
Estamos ante un semitismo «escondido», entretejido en un texto griego dirigido
a los paganos. Y evidentemente es un reflejo del testimonio personal de San Pedro,
un indicio más de la relación entre el relato evangélico y loshechos.

Prosiguiendo con el mismo evangelio, leemos a continuación: «Entonces, el Sumo


Sacer dote, rasgándose sus vestiduras...» (Mc 14, 63 y también Mt 26, 65). No
se trata de un detalle efectista añadido por los evangelistas para acentuar el
dramatismo de la escena. «Caifás no podía de ninguna manera omitir aquel gesto
de luto e indignación, ya fuera su irritación espontánea y sincera, o fingida e
hipócrita» (Blinzler). Era un actoobligado, con su reglamentación específica, sobre
todo ante casos de blasfemia. En efecto, San Marcos acompaña el rasgarse de
vestiduras con un: «Habéis oído la blasfemia. ¿Qué os parece?». (Mc 14, 64) y
San Mateo: «¡Ha blasfemado!» (Mt 26, 65). Estamos ante una relación entre causa
(la expresión blasfema) y efecto (el rasgarse las vestiduras) que no es una fantasía
de los evangelistas, sino que era algo contemplado en las normas religiosas y
jurídicas documentadas por las fuentes primitivas.

Volvamos nuevamente al relato de San Marcos: «Mientras Pedro estaba abajo en


el patio...» (Mc 14, 66).

Hay quien, refiriéndose a la naturaleza, en la que el Creador parece esconderse detrás


de sus creaturas, ha observado que «Dios se esconde en los detalles». Parece
esconderse en los detalles también en los evangelios que, según la fe de los
cristianos, dan testimonio del Hijo de Dios.

Lo mismo que San Juan añadía el calificativo de «muchacha» a la portera de la


casa del Sumo Sacerdote, también en San Marcos el káto griego, el «abajo»,
viene a ser un indicio que se mezcla con otras palabras para confirmarnos que
estamos ante un recuerdo personal. Pedro —que habla por medio de la pluma de
su fiel Marcos— nos quiere indicar que la sala de la comparecencia de Jesús ante
Anás no estaba en una planta baja sino en una planta superior. Sólo así cabe
entender el káto en té aulé, «abajo en el patio».

Un recuerdo inolvidable para el apóstol y que permanece en un adverbio que no pasa


inadvertido a quienes no olvidan que la verdad de los evangelios también puede
hallarse en los pasajes más recónditos.

XIX. «Echaron mano de un tal Simón de Cirene»

«CIRINEO: TODO aquel que asume una tarea o encargo particularmente gravoso que
correspondería a otros». Esta es la definición del difundido y clásico diccionario
italiano de Nicola Zingarelli.

Otras expresiones del idioma son la de un «judas» para un traidor, un «pilato» para

139
un ruin, un «nicodemo» para un miedoso o la de un «barrabás» para un
delincuente. He aquí unos ejemplos que nos muestran lo que hay de profundo
en la historia de la Pasión de Jesús. Al hablar de un «cireneo», muchos se acuerdan
de este personaje que aparece casi al final del relato (y que es mencionado también
en una estación del Vía Crucis), pero pocos son los que se paran realmente a
reflexionar sobre él. Pocos son también los investigadores interesados en el
personaje, aunque en otros temas hayan realizado comentarios de intensa
profundidad. El mismo Josef Blinzler, contrariamente a lo que suele ser habitual
en él, lo despacha en pocas líneas.

Pero en realidad, sobre Simón de Cirene sabemos mucho más de lo que


verdaderamente s e cree. Una reflexión en profundidad sobre el personaje puede
llevarnos a conclusiones insospechadas y a comprobaciones a posteriori de la
historicidad de los relatos evangélicos.

De aquel hombre que, obligado por los soldados, habría ayudado a Jesús a llevar
la cruz hasta el Calvario, no nos habla Juan, el cuarto evangelista, que, como
veremos, probablemente tendría sus buenas razones para callar.

Como ya es habitual, transcribiremos los versículos que vamos a analizar en esta


ocasión.

Mateo: «Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón; a éste le


obligaron a llevar su cruz» (Mt 27, 32).

Lucas: «Cuando lo llevaban, echaron mano de un tal Simón de Cirene, que venía
de su granja, y le cargaron la cruz para que la llevara detrás de Jesús» (Lc 23,
26).

Hemos dejado en último lugar a Marcos, pues este añade un detalle que no aparece
en los otros evangelistas, el nombre de los hijos de aquel hombre: «Y a uno que
pasaba por allí, Simón de Cirene, el padre de Alejandro y Rufo, que volvía de
su granja, le forzaron a llevar la cruz de Jesús» (Mc 15, 21).

Llama la atención que, además de los nombres de los apóstoles de Jesús, San
Marcos, a diferencia de otros evangelistas, reseña muy pocos nombres propios.
Se limita a Jair o, el jefe de la sinagoga (Mc 5, 22) y a Bartimeo, el mendigo
ciego (Mc 10, 46).

Considerando su discreción, que casi podríamos llamar reticencia, ¿qué habría


llevado a Marcos a informar no sólo del nombre de Simón de Cirene sino también
el de sus hijos, de no ser que fueran personas conocidas por los destinatarios de su
evangelio? Estos destinatarios —de acuerdo con una muy antigua tradición que data
del siglo II— no serían otros que los cristianos de Roma.

También se da la circunstancia (puede que no sea así...) de que Pablo de Tarso,


al finalizar su Carta a los Romanos, escribe lo siguiente: «Saludad a Rufo, el
elegido del Señor, y a su madre, que también lo es mía» (Rom 16, 13). Son
expresiones lo suficientemente directas que hacen pensar a muchos exégetas que
este Rufo sea el hijo de Simón de Cirene. Expresiones como «elegido del Señor»
y «a su madre, que también lo es mía» parecen testimoniar la consideración de

140
que gozaban en la primitiva comunidad los familiares más próximos del hombre
que había ayudado al Señor en su Pasión, proporcionándole (aunque no fuera
voluntariamente) un poco de alivio. Destaquemos asimismo que, en la época de
la muerte de Jesús, Pablo era un muchacho, quizás de la misma edad que los
hijos de Simón de Cirene, puesto que veía en la esposa de Simón a «una
madre».
Esta identificación no tiene nada de inverosímil. No es obviamente una certeza, pero
encaja bastante bien y sirve para explicar la de otra manera incomprensible referencia
de San Marcos a los nombres de los dos jóvenes. Tanto es así, que muchos
críticos «incrédulos» aceptan esta tesis.

Por todo ello resulta verdaderamente sorprendente la seguridad un tanto


despreciativa del católico Jerome Biblical Commentary que en este tema se
abandona a un criticismo no practicado por muchos de esos críticos «incrédulos»:
«Es pura especulación identificar a Rufo con el hijo de Simón de Cirene...» ¿Por
qué están tan seguros estos biblistas norteamericanos, que tienen el imprimatur
de los obispos y que cuentan con la difusión de editoriales católicas?

Sea como fuere, aunque no existiera concordancia entre Marcos y la Carta a los
Romanos, la situación sería la expresada por Günther Bornkamm, uno de los
discípulos del desmitificador Bultmann: «Asimismo la cita del nombre de los hijos
de Simón es sin duda alguna el signo de un ulterior testimonio ocular». Se trata de
un indicio de veracidad, de un signo que parece fijar los relatos de la Pasión en la
crónica de Jerusalén y que elimina de ellos todo contenido intemporal y mítico.
Tanto es así que la hipercrítica de un Guignebert se ve forzada a polemizar de un
modo que resulta irónico: «En realidad, este dato concreto fue añadido no sabemos
ni dónde ni cuándo». Es un modo gratuito de negar y afirmar una cosa y todo
lo contrario...

Volviendo nuevamente a ese dato concreto, tan valioso para el creyente y tan
embarazoso para el que no lo es, muchos —siguiendo las huellas de Guignebert—
han creído poder «demostrar» su falsedad diciendo que ni Alejandro ni Rufo son
nombres judíos sino helenísticos. Tendríamos aquí una señal de que fue una
interpolación hecha en círculos paganos, aunque nadie sea capaz de explicar por qué
se habría efectuado esta interpolación fraudulenta.6

Aquellos «expertos» que pontificaban, y que quizás sigan haciéndolo, que


«Alejandro» es nombre griego, tienen evidentemente razón si se refieren al origen, a
su significado etimológico («defensor del hombre»), pero están totalmente
equivocados si niegan que se utilizaba entre los judíos de la época de Jesús. Olvidan
(y bastaría sólo con que consultaran un índice de nombres propios del Nuevo
Testamento) que Alejandro se llamaba un miembro del Sanedrín, uno de «la familia
de los sumos sacerdotes» (Hch 4, 6). También los Hechos citan a otro Alejandro,
subrayando de forma explícita que era judío, en el motín que estalló en Éfeso a
raíz de la predicación de Pablo (Hch 19, 33 y ss.). Respecto a Rufo, recientemente
David Flusser —que se basa, como es habitual, en antiguos testimonios judíos que él
consulta y no hacen sus colegas «gentiles»— ha demostrado que ese nombre no
era otra cosa que la versión helenística de Rubén. El cual, tal y como narra el
Génesis, era el hijo mayor de Jacob y dio nombre a una de las doce tribus de
Israel. ¿Cabe acaso un nombre más judío?

141
Volvamos otra vez a Simón, al «hombre de Cirene». Su origen tampoco puede
resultar inverosímil. Desde el siglo IV antes de Cristo, esa ciudad de Libia era la
sede de una de las más importantes comunidades judías del Norte de África.
Estrabón, el geógrafo griego casi contemporáneo de Jesús, nos dice que más de
la cuarta parte de su población era de origen israelita. Los Hechos nos informan
asimismo de que los de Cirene tenían una sinagoga en Jerusalén (Hch 6, 9). Más
adelante (Hch 11, 20), nos dan una información especialmente interesante acerca
de los cirenenses que se habían convertido al cristianismo, y que estuvieron entre
los pioneros de la predicación del evangelio a los no judíos. También éste podría
ser otro dato a favor de la identificación entre el Rufo (y su madre) saludados por
Pablo y el hijo (y la esposa) del hombre que ayudó a Jesús a llevar la cruz.

Recordemos además que, hace algunos años, en el valle del Cedrón en Jerusalén,
se descubrió (en un cementerio de personas de rango) una sepultura familiar de la
época de Jesús. Las inscripciones indicaban que allí estaba el sepulcro de los
familiares de un tal Simón de Cirene. Según los propios arqueólogos israelíes
que hicieron el descubrimiento y sus colegas de otros países, podría no tratarse
de una simple coincidencia, puesto que el Cireneo de los evangelios era
probablemente una persona de rango, un propietario de tierras puesto que (según
Marcos y Lucas) «volvía de su granja». Estos propietarios de tierras aparecen de
forma destacada en la comunidad cristiana de Jerusalén: «Cuantos poseían campos
o casas las vendían, traían el producto de lo vendido, y lo ponían a los pies de los
Apóstoles» (Hch 4, 34 − 35).

A este respecto, son pocos los que han reparado en otro indicio de veracidad: El
encuentro del Cireneo con el condenado tuvo lugar a mediodía. En aquella hora —
sobre todo en abril, cuando el ardor del sol todavía no resulta insoportable— no
se acostumbraba a volver del campo; lo normal es que se hiciera al atardecer.
Pero hay que tener en cuenta que estamos en un viernes, en el viernes que precede
a la fiesta más solemne, la de la Pascua. En ese día los rabinos aconsejaban
finalizar los trabajos a mediodía, unas horas antes del inicio del descanso sabático
para ocuparse de los complejos preparativos de las ceremonias pascuales en
familia. He aquí, para quien sepa leerlo, otro signo más de la inserción de las
referencias evangélicas en la realidad concreta de su época.

Por lo demás, todo coincide con el hecho de la cruz, con su transporte y con el
requerimiento al hombre que pasaba por allí. A través de fuentes diversas (entre
ellas, Plauto: «patibulum reus feral per urbem») sabemos que, tras la sentencia de
muerte, se formaba un cortejo compuesto por el condenado y el piquete de
soldados al que se encomendaba la ejecución (exactores morti), y este cortejo tenía
que desfilar por la ciudad. Como hace notar Quintiliano, «Se infringía esta pena, más
que para castigo del reo, para ejemplo y escarmiento de todos».

Asimismo, sabemos que entre los romanos, el lugar destinado a la ejecución se


situaba siempre fuera de los muros y cerca de una de las puertas de la ciudad,
para asegurar de este modo que la «visibilidad» sirviera de ejemplo al mayor
número de personas posible. Sobre ese lugar de ejecución había quedado fijado
un madero vertical —stipes"' mientras el condenado debía transportar hasta allí el
madero horizontal: patibulum. Por tanto, las referencias históricas se ajustan con
exactitud a los relatos evangélicos.

142
También existe una perfecta correspondencia con todo lo que sabemos acerca del
«secuestro» de Simón de Cirene. Las leyes aplicables en todo el imperio establecían
el derecho de los funcionarios romanos de obligar a cualquier persona, en caso de
necesidad, al trabajo forzoso.

Tenemos que añadir algo más, que nos viene otra vez de un investigador israelí,
Salomón Sofrai, que, en 1965, publicó en Tel Aviv, un libro en hebreo bajo el título de
Peregrinaciones a Jerusalén en la época del segundo Templo. La referencia procede
de Flusser y dice entre otras cosas: «Entre las prácticas más difundidas por las fuerzas
de ocupación romana estaba la de exigir de los viandantes servicios humillantes
en los días de las grandes fiestas judías». El propio Flusser añade que para que
la humillación fuese todavía más sangrante (no olvidemos que el madero del
patíbulo era para los judíos gravemente «impuro»), esos servicios se imponían,
cuando era posible, a las personas de rango en Israel más que a los judíos
corrientes.

Así pues, parece que en este asunto las piezas del rompecabezas encajan de un modo
sorprendente. Por ello, sorprende aún más que investigadores como Reinach, un
judío de principios de siglo, se pronuncien por la inverosimilitud del episodio y lo
califiquen de «ilegal». Pero era indiscutiblemente «legal», y según observa el
hipercrítico Maurice Goguel, «más allá de las discusiones jurídicas —por lo demás
ampliamente resueltas a favor de la veracidad— está el hecho de que ninguna
obligación legal puede prevalecer sobre una imposibilidad física». Es decir, ante
la caída forzosa del condenado, que no podía transportar el aplastante peso del
madero.

Además, si hubieran «inventado» esta debilidad de Jesús, ¿no habrían hecho los
evangelistas un pésimo servicio a su Mesías? Lo presentan tan abandonado por
sus fuerzas que Marcos, después de narrar que el patibulum pasó a otros hombros,
escribe: «Lo condujeron al lugar del Gólgota...» (Mc 15, 22). Aquel «condujeron»,
representado por el verbo griego féro, es utilizado por el mismo evangelista cuando
se trata de paralíticos (2, 3), ciegos (8, 22) y epilépticos (9, 7), es decir de enfermos
que necesitaban literalmente ser transportados pues eran incapaces de moverse
por sí mismos.

De esta manera, se está negando que Jesús tuviese una «normal» reserva de
energía. Todos los que iban a ser crucificados habían sido sometidos como él
a una flagelación previa, y a continuación tenían que transportar su cruz. No se
dice de los dos «ladrones» conducidos al suplicio que tuvieran necesidad de
ayuda, pues además resistieron en la cruz mucho más que Jesús, muerto en un
tiempo tan breve que sorprendió a un experto en tales cosas como era Pilato.

Ante semejante debilidad física, algunos «críticos» del siglo XIX, siguiendo la moda
positivista de su época, sacaron directamente la conclusión de que el organismo de
Jesús había sido afectado por la malaria que infectaba las orillas pantanosas del
lago de Tiberíades.

Sea como fuere, el hecho de que los evangelistas no nos hablen nunca de la apariencia
física de su Mesías, que en aquellas últimas horas parecía demostrar que estaba por
debajo de lo normal, representa una «discontinuidad» inexplicable con el judaísmo.
En efecto, encontramos en el Talmud algo que sabemos que también era el punto

143
de vista judío en los tiempos del Nazareno: «El Santo —¡bendito sea! — sólo hace
resplandecer susprofecías por medio de un hombre sabio, fuerte, rico y de gran
estatura».

Si tales eran las condiciones requeridas por el propio Dios para aspirar al título
de profeta, ¡hay que figurarse lo que haría falta para ser reconocido como Mesías!
En realidad, el retrato que se nos da de Jesús contrasta con todas las expectativas,
también en lo físico, de «fuerza». Tenía tan poca fuerza que tuvo necesidad de ayuda
y tuvo que ser literalmente «transportado» hasta el lugar de ejecución. Una vez más
hay que decir que «una cosa así no se inventa».

Pero continuando nuestro análisis de una supuesta «invención» de un Cireneo


que nunca habría existido, tenemos que advertir que no habría sido inconveniente
introducir en el relato un episodio semejante. Según dicen muchos críticos, es un
intento de los evangelistas de «dramatizar» al máximo los sufrimientos de Cristo,
de demostrar que había padecido todo lo que se podía padecer, consiguiendo el
máximo mérito gracias a sus sufrimientos. Por citar un solo nombre, nos referimos
al viejo critico radical Bruno Bauer: «Los evangelistas han querido eliminar todo lo
que parezca atenuar los sufrimientos de su Mesías». Y cita para confirmar
supuestamente sus tesis —a Marcos y Lucas, para quienes Jesús, antes de ser
crucificado, rechazó el «vino mezclado con mirra» (o «mezclado con hiel») que
constituía un eficaz anestésico que, haciendo perder el conocimiento, hacía menos
agudos los dolores. No, Cristo no quiso plegarse a semejantes compromisos,
rechazó cualquier paliativo, y ha querido beber hasta el fondo no el cáliz de un
vino adormecedor sino el cáliz de un sufrimiento redentor.

¿Por qué entonces el episodio del Cireneo? ¿Por qué a los otros dos condenados no
se les concedió esa atenuación de sus sufrimientos? Tenemos a un Jesús
quebrantado en el cuerpo y aliviado en alguno de los sufrimientos que habría tenido
que padecer. He aquí dos elementos que no encajan en ningún esquema
preconcebido. Son dos elementos (asimismo confirmados por la historia) que hacen
pensar que, también en este episodio, los evangelistas no los han inventado ni
modificado y se han limitado a referir —guste o no— lo que realmente sucedió.
Además, —lo dice no un apologista cristiano, sino el mismo Ernest Renan)— se
sirvieron del propio Cireneo, para hacerse relatar las particularidades de aquellas
trágicas circunstancias cuando todos los discípulos se habían dado a la fuga.

Pero como ejemplo de contradicción un tanto humorística (si ello pudiera ser, dado
lo dramático del tema), tenemos a Alfred Loisy. Según él, Simón de Cirene es
introducido en escena por los sinópticos como un personaje de una «dramatización
histórico ritual» sobrepuesta a toda la narración del suplicio, cuya finalidad era
demostrar que «a Jesús s e le ahorró la humillación de llevar la cruz». Ello es
realmente sorprendente, puesto que aquella «humillación» en el fondo era bien poca
cosa comparada con todo lo que se nos narra. Y seguramente sería el
padecimiento menor entre todos los que nos refieren los evangelistas, antes y
después de llevar la cruz hasta el Gólgota.

¿Por qué San Juan no nos habla de Simón de Cirene? Responde a ello Loisy con la
acostumbrada seguridad que le caracteriza: «Se dice que Jesús llevó por sí mismo
la cruz porque el evangelista quiere demostrar la independencia de Cristo y su
aceptación de la muerte». Pero esta "explicación" referente a Juan, ¿no está en

144
contradicción con las otras "explicaciones" que se refieren a los sinópticos? Estas
contradicciones de la lógica en nombre del racionalismo forman parte de las
convicciones de ciertos críticos: «No sabemos lo que sucedió. Lo único cierto es
que no sucedió lo que relatan los evangelios. Podrían contar cualquier cosa».

Hay que destacar el detalle importante de que todos los que niegan la historicidad
del hecho no pueden recurrir como de costumbre a las profecías como «creadoras»
del episodio. No es posible en efecto alegar ninguna profecía que justifique de algún
modo la aparición de un Simón de Cirene.

Entonces recurren a la búsqueda de un origen «simbólico». El episodio no sería otra


cosa que una especie de ejemplificación concreta de las palabras de Jesús, por las
que «quien no carga con su cruz y viene tras de mí, no puede ser mi discípulo» (Lc 14,
27 y Mt 10, 38).

Pero en realidad, tanto Marcos como Lucas se refieren a una imposición forzosa, de
una vejación, que designan con idéntico verbo griego, de origen persa. Y se da a
entender de modo explícito que Simón de Cirene no tenía deseo alguno de tomar
la cruz sobre sus hombros y seguir detrás de Jesús.

Lo de la exhortación a «cargar con la cruz» habría podido tener algo de


verosimilitud si los evangelios hubieran relatado que algún discípulo del
condenado se hubiera encargado espontáneamente de llevar el instrumento del
suplicio. Pero, de acuerdo con los textos evangélicos, esta «explicación» no
encaja. Además, no se dice del Cireneo que tuviera algún tipo de relación de
conocimiento o simpatía (como, por ejemplo, Nicodemo) con aquel Jesús, por cuya
causa tuvo que modificar tan desagradablemente sus planes para la víspera de una
fiesta que no podría celebrar porque se había convertido en «impuro» por su contacto
con el madero del patíbulo.

Volviendo, ya para terminar, al silencio de San Juan. ¿Por qué no aparece el


Cireneo en el relato del cuarto evangelista? Dejando de lado las increíbles
seudoexplicaciones al estilo de Loisy, cada evangelio es un reflejo de la sensibilidad
y el punto de vista teológico del redactor, y no siempre estamos en condiciones
de comprender en profundidad las razones de una inclusión o de una exclusión.

En este caso, sin embargo, tenemos cierta sospecha que se aproxima de algún
modo a la certeza. En los primeros siglos surgió la herejía gnóstica de los «docetas»
(del griego dókeo, parecer, aparentar) que afirmaban que en Jesús solo existía la
naturaleza divina y, por tanto, su cuerpo de hombre era pura apariencia. Jesús no
habría tenido una «encarnación», sino una «aparición». De todo ello se deriva la
convicción de que Jesús, con apariencia corporal, no podía sufrir, y por tanto no
debía pasar por la inútil «puesta en escena» de la crucifixión. Según los docetas, lo
que sucedió fue que hizo de chivo expiatorio aquel desgraciado Cireneo que
casualmente pasaba por allí, y Jesús tomó su semblante, mientras el Cireneo asumía
el suyo. Por tanto, sería Simón el que acabó en la cruz sobre el Calvario, mientras
Jesús se ocultaba entre los verdugos que se mofaban de él. Esta tesis tan
descabellada (a la que se refiere entre otros San Ireneo), se difundió por algunos
lugares y llegó hasta Arabia influyendo sobre Mahoma. Y acabó convirtiéndose en la
versión oficial para el islamismo, hasta el punto de que Simón de Cirene es conocido
en el mundo musulmán como el «doble» de Jesús, crucificado y muerto en su

145
lugar.
Cuando San Juan escribe su evangelio, la nueva fe sólo tenía algunas décadas
de existencia, pero el docetismo era ya una herejía con la que la ortodoxia tenía que
enfrentarse. Por ello es muy probable que el evangelista, haciendo uso de su derecho
de seleccionar lo que iba a narrar a sus lectores, se «saltó» el episodio para no dar
lugar a posteriores especulaciones heréticas. Pero lo cierto es que para entonces
Simón de Cirene tenía ya un lugar asegurado para siempre en el kérygma de
Cristo muerto y resucitado.

XX. Este dijo: «Puedo destruir el Templo»

EN este capítulo —y en los otros tres que le seguirán— nos ocuparemos del
Templo de Jerusalén, de ese corazón del judaísmo, violenta (y misteriosamente)
reducido a cenizas por los romanos, contra su propia voluntad, en el verano del año
70. Este es el origen del lamento por tres veces al día de los judíos practicantes
y de su desgarradora plegaria: «¡Que tu voluntad sea que el Templo se reconstruya
rápidamente en nuestros días!».

Todos los años —y precedido por dieciocho días de privación de vino y carne, además
de dejar de cortarse la barba y los cabellos— tiene lugar el riguroso ayuno del 9 de
Av (10 de agosto), y en el pequeño mueble donde se custodian los rollos del
Pentateuco pueden verse adornos de color negro. Es el día en que se conmemora
la destrucción total, cuando el sacrificio que se hacía a Dios desde la mañana al
atardecer, con holocausto de víctimas sobre el altar, terminó para siempre.

Es evidente que nadie que haya leído atentamente los evangelios, se preguntará por
qué vamos a dedicar tanta atención al Templo de Jerusalén —tanto a su historia
como a su destrucción— en un libro que investiga el misterio del sufrimiento y la
muerte de Jesús. Hay que recordar el pasaje de Mateo, en el que Jesús comparece
ante Caifás: «Los príncipes de los sacerdotes y todo el Sanedrín buscaban un
falso testimonio contra Jesús para darle muerte. Pero no lo encontraron, a pesar
de presentarse muchos falsos testigos. Al fin llegaron dos, que dijeron: "Este dijo:
puedo destruir el templo de Dios y en tres días reconstruirlo"» (Mt 26, 59 − 61).

Idéntica acusación —con algunas interesantes variaciones que analizaremos más


adelante— podemos ver en Mc 14, 55 − 59.

Lucas omite esta referencia en su evangelio, pero no así en los Hechos. A propósito
de las acusaciones contra San Esteban, que terminaron con su lapidación, se repite:
«Pues le hemos oído decir que aquel Jesús Nazareno destruirá este lugar y
cambiará las costumbres que nos entregó Moisés» (Hch 6, 14). Respecto a Juan,
nos explica cómo pudo tener su origen la acusación y en qué se basaron los
testigos capciosos citados por los dos primeros sinópticos: «Respondió Jesús y les
dijo: Destruid este templo y en tres días lo levantaré». Sigue la reacción indignada
de los judíos y la precisión del evangelista: «Pero él hablaba del templo de su
cuerpo» (Jn 2, 18 − 22).

Por último, tanto Mateo como Marcos —insistiendo en la importancia de esta

146
acusación e n la condena— se refieren a los insultos de los que pasaban junto a la
cruz de Jesús: «¡Tú que destruyes el Templo y en tres días lo reconstruyes, sálvate
a ti mismo!» (Mt 27,40 y Mc 15, 29).

Analizar el proceso y muerte de Jesús lleva consigo estudiar en profundidad


cuestiones relacionadas con el Templo. Este no era únicamente el principal
monumento y símbolo de Jerusalén. El Templo era la propia Jerusalén, o incluso
todo Israel. Su destrucción significó la destrucción de toda la nación. Supuso el
paso del hebraísmo al judaísmo, fase que todavía continúa (pese al regreso «sin
Mesías» a Palestina; y a pesar de algunos proyectos actuales de reconstrucción a
los que más tarde nos referiremos).

Esta destrucción trajo consigo la desaparición física, o por lo menos, la pérdida de


significado de toda la clase sacerdotal, compuesta sobre todo por los saduceos,
y el pase a la economía de la sinagoga; la cual viene a ser un sustitutivo de necesidad,
un lugar donde se ofrecen a Dios las palabras, pero no las víctimas de los
sacrificios y donde se impondría el dominio casi absoluto de los fariseos.

En aquella acrópolis situada al este de Jerusalén —en el monte Moria transformado


más tarde en Sión, un nombre que designaba no sólo a la ciudad sino a toda la
nación— no se limitaban a invocar al Eterno y a sacrificarle cantidades ingentes
de animales. Allí —en el vacío e inaccesible Sancta Sanctorum, en el que únicamente
podría entrar el Sumo Sacerdote una vez al año— estaba el escabel de Dios, el
trono donde habitaba le Shekinah, su Presencia gloriosa.

Para Israel, el Templo lo era todo, y no sólo en el aspecto religioso sino también en el
social y el económico. Hay que recordar que cuando se terminó en el año 64 d.
deJ.C., seis años antes de su destrucción, dieciocho mil trabajadores se quedaron
sin empleo. La ley prescribía que había que acudir a él en peregrinación tres
veces al año, enPascua, en Pentecostés y en la fiesta de los Tabernáculos. No todos
los judíos podían permitirse hacer los tres viajes, pero al menos todos los varones
adultos debían acudir durante los días de Pascua, fechas en las que la ciudad y sus
alrededores se transformaban en un gigantesco campamento. También los judíos
de la diáspora respetaban el precepto, con frecuencia más allá del mínimo
obligatorio de hacerlo una vez en la vida. Así pues, en la gran explanada exterior
del Templo y en la sucesión de atrios reservados a los judíos, toda la nación se
reunía, intercambiaba noticias, discutía sobre la Escritura y se confirmaba
mutuamente en la solidaridad y en la fe.

Para los habitantes de Jerusalén, aquel lugar hacía las funciones cotidianas del ágora,
en las ciudades griegas, del foro en las romanas o de lo que más tarde serían
las plazas en las ciudades de la Edad Media cristiana. Y a los usos legítimos de
un lugar de encuentro, se añadía un aspecto descaradamente comercial, que
suscitaría la patente irritación y la posterior reacción violenta de Jesús. El, como
buen judío, aprendió desus padres el respeto y el amor por el Templo: «Sus padres
iban todos los años a Jerusalén por la fiesta de la Pascua. Y cuando tuvo doce
años, subieron a la fiesta como era costumbre...» (Lc 2, 41 − 42). Tras haber perdido
a Jesús, «al cabo de tres días lo encontraron en el Templo, sentado en medio de los
doctores» (Lc 2, 46).
A poco de haber nacido, Jesús fue llevado a ese mismo lugar para la purificación de

147
su madre tras el parto y «para presentarlo al Señor» como está escrito en la ley»
(Lc 2, 22 − 23). También allí, y por una misteriosa fuerza del Espíritu Santo, fue
«reconocido» por el anciano Simeón y por la profetisa Ana «que no se apartaba
del Templo, sirviendo a Dios con ayunos y oraciones noche y día» (Lc 2, 37).

Cuando más tarde se convirtió en sujeto del tributo que obligaba a todo judío —
bien estuviese en Israel o en la diáspora— para el mantenimiento y culto del
Templo, Jesús lo pagó regularmente, sin poner ninguna objeción: «Cuando
entraron en Cafarnaúm, los recauda dores del tributo se acercaron a Pedro y le
dijeron: "¿No paga vuestro Maestro la didracma?" Respondió: "Sí"» (Mt 17, 24).
Habiendo curado a un leproso, Jesús le ordenó: «Ve, muéstrate al sacerdote y ofrece
por tu purificación lo que mandó Moisés» (Mc 1, 44). Se trataba de hacer una
ofrenda que debía efectuarse en el Templo de Jerusalén.

Su amor por el Templo era tal que San Juan, después de narrar la expulsión de los
mercaderes, trae a colación el Salmo 68: «Se acordaron sus discípulos que está
escrito: El celo por tu casa me consume» (Jn 2, 17).
Recordar todo esto sirve para destacar que el comportamiento de Cristo, tal y
como nos lo describen los evangelios, es también un signo nada desdeñable de
historicidad. Así lo admite el propio Guignebert: «Si hubiera rechazado el Templo y
sus ritos, lo sabríamos con toda seguridad, ya que la tradición primitiva habría
tenido un interés demasiado evidente como para no olvidarlo». Tenemos que
recordar que un rechazo de aquel lugar y del culto que en él tenía lugar, habría
sido muy cómodo para la Iglesia naciente, perseguida por la misma casta
sacerdotal que había condenado a muerte a Jesús y que estaba sólidamente
asentada en el propio Templo.
En este punto hay que notar asimismo que —cualesquiera que fuesen las
relaciones de Jesús y sus discípulos con los esenios— el mensaje evangélico se
aparta claramente (y en una cuestión fundamental) del parecer de los monjes del
Mar Muerto. El origen de éstos fue un cisma sacerdotal y aunque no rechazaban
el Templo ni invocaban sobre él la cólera divina —como hacían algunos en el
Israel de la época, con el consiguiente riesgo de ser considerados blasfemos y
castigados con la muerte—, hacían gala de cierto distanciamiento y frialdad hacia
aquel lugar de culto. Y por lo que sabemos, no parece que los esenios salieran
del Mar Muerto en peregrinación.

No era ésta la actitud de Jesús, que, si bien llegó a profetizar que de aquella
montaña construida por la mano del hombre no quedaría «piedra sobre piedra»,
no lo hizo con agrado sino con dolor: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los
profetas y lapidas a los que te son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir
a tus hijos, como la gallina reúne a sus polluelos bajo las alas, y no habéis
querido! He aquí que vuestra casa va a quedar desierta» (Lc 23, 37 − 38). La
lamentación de Jesús sobre la Ciudad Santa es en realidad una lamentación sobre
el Templo, del que Dios se alejará, dejando desierta Su «casa» que era también la
casa de todos los israelitas.

También en este tema los evangelios serían muy diferentes, si realmente hubieran
ten ido su origen en una manipulación de la primitiva comunidad cristiana. Esta
se habría sentido encantada, especialmente después de la catástrofe del año 70,

148
de apoyarse en un Mesías que rechazara el Templo, sus sacrificios y sus
sacrificadores profesionales. Pero ello no habría correspondido a la verdad —
pese a lo que digan los críticos por naturaleza— que parecen ser la primera
preocupación de los redactores de los evangelios.

Esta fidelidad a los hechos y enseñanzas de Jesús resulta todavía más evidente
en el texto de San Juan, escrito cuando la ruptura con el judaísmo y su culto se
había consumado enteramente; cuando las palabras proféticas de Cristo sobre el
templo se habían realizado trágicamente.

En cambio, encontramos en San Juan, de una forma más detallada que en los otros
tres evangelistas, el episodio de la expulsión de los mercaderes del lugar sagrado.
Un episodio sobre el que vale la pena reflexionar para intentar demostrar —con datos
y hechos— que únicamente haciendo gala de imprudencia Guignebert pudiera
escribir: «Estamos ante un episodio que es pura invención».

Teniendo en cuenta todo lo dicho sobre el amor de Jesús por el Templo, no puede
extrañarnos su reacción cuando, al comienzo de su vida pública, «subió a Jerusalén.
Se encontró en el Templo con vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y con los
cambistas sentados» (Jn 2, 13 − 14).

Esta es la versión de la escena en el cuarto evangelio, acusado con frecuencia de


deformar la realidad con oscuros símbolos que no parecen tener relación con los
hechos. Escrito (según parece) después de la catástrofe del 70, este relato hace salir
a la luz a un testigo ocular, alguien que conoce los hechos mejor que los otros
evangelistas. Se trata de alguien que debió contemplar el Templo en sus días de
esplendor, y en plena actividad, muy distintos de cuando fue reducido por los
romanos a una explanada cubierta de ruinas arrasadas.

Después del año 70 habían cesado los sacrificios, pero el autor del evangelio
conoce las tres clases de animales ofrecidos (bueyes, ovejas y palomas), sabe que
el comercio se desarrollaba no fuera sino dentro del recinto sagrado, en el
denominado «atrio de los gentiles», y sabe que el pago de los diezmos en el
Templo hacía precisa la existencia de cambistas. Y algo que no era nada obvio:
sólo un judío de antes del año 70 podía saber que el tesoro del templo sólo
aceptaba una única clase de moneda, una en que no aparecieran imágenes de
seres vivientes y que se acuñaba en el gran centro comercial de Tiro. Únicamente
San Juan se refiere a aquellos modestos banquero s como «cambistas sentados»,
algo que conoce a ciencia cierta, pues lo ha visto.

La escena, no adecuada para aquel lugar, Jesús la había visto desde niño, desde
sus primeras peregrinaciones en compañía de sus padres. Dice Giuseppe Ricciotti:
«Pero entonces su vida pública aún no había comenzado, ahora en cambio, su
actividad se desarrolla ría en plenitud y se comportaría como quien tiene autoridad
(Mt 7, 19; Mc 1, 22), para dar pruebas también en esto de su misión».

Conocemos perfectamente la reacción de Jesús: «Y haciendo de cuerdas un


látigo, expulsó a todos del Templo...» (Jn 2, 15). Sorprende que apenas nadie
se haya dado cuenta del indicio de historicidad encubierto que nos es
transmitido por un Juan que parece decirnos que él estaba allí presente. Lo que
es traducido como «cuerdas», es en el original griego ta schoinia, que, aparte del

149
significado general de cuerda (hecha a base de juncos), tiene aquí también un
significado específico de «ronzal», del lazo que se ponía al cuello de animales
de gran tamaño. De ahí sacó Jesús las cuerdas necesarias para hacer un
látigo, que no debió ser nada flojo, teniendo en cuenta el uso y los resultados
obtenidos. Se trataba de un ronzal porque en aquel lugar, destinado gran parte
del tiempo al comercio de animales había establos y por tanto, arreos que
también se vendían entre otros muchos objetos en aquella explanada.

Nuestra impresión se acentúa más si leemos todo el pasaje evangélico: «Y haciendo


de cuerdas un látigo, expulsó a todos del Templo, con las ovejas y los bueyes; tiró
las monedas de los cambistas y volcó las mesas. Dijo entonces a los vendedores de
palomas: ¡Quitad esto de aquí! No hagáis de la casa de mi Padre una casa de
negocios» (Jn 2, 15 − 16).

Digamos que, si bien todos los evangelistas refieren el episodio, únicamente San Juan
lo relata con tanta precisión de detalles. Sólo este evangelista menciona el ronzal
y lo relaciona con «las ovejas y los bueyes». Esto se debe a que Jesús solamente
pudo encontrarlo y hacer con él un látigo en la zona reservada a estos animales. Con
los cambistas, sólo le hicieron falta sus pies para volcar sus bancos, y con los
vendedores de palomas, bastó su voz amenazadora. Así pues, esta relación del
evangelista en modo alguno es casual.

¿Es casual que el evangelista supiera que, por causa del estiércol que se originaba,
los vendedores de animales de mayor tamaño —bueyes y ovejas— estaban en una
zona separada de los que vendían palomas? En efecto, Juan especifica al narrar que
la actuación de Jesús se desarrolló en tres fases sucesivas, y que concuerdan
con las disposiciones que, según fuentes extra evangélicas, regulaban el comercio
en el Templo. Los animales de gran tamaño se situaban al sur en el llamado
«pórtico real», el más alejado de los lugares sagrados del santuario propiamente
dichos y que era también el de mayor tráfico comercial, estando situadas aquí
las puertas principales.

Si bien San Juan es el más completo y detallado de los evangelistas, dando la


impresión de haber sido testigo presencial de los hechos, es únicamente San
Marcos quien refiere un detalle que, a primera vista, tan sólo parece una
curiosidad. Una vez que Jesús expulsó a los mercaderes, «no permitía que nadie
transportara objeto alguno por el Templo» (Mc 11, 16).

«Objeto» es la traducción del griego skeuos, el equivalente a lo que en latín


significativamente se llama impedimenta: equipajes, instrumentos de trabajo,
objetos pesados y dificultosos de llevar. El lector no suficientemente atento o
informado lee, quizás un tanto sorprendido, esta prohibición de Jesús, sin darse
cuenta de que está ante otro indicio de autenticidad, una muestra de que los
evangelistas saben perfectamente de qué están hablando. Para ellos Jerusalén no
es un recuerdo lejano o una realidad de la que han oído hablar a otros, sino algo
que conocen personalmente desde hace mucho tiempo.

En efecto, la literatura talmúdica salvó de la catástrofe del año 70 una ordenanza


de la administración del Templo, que prohibía atravesar la explanada llevando
equipajes y mercancías. Asimismo, esta disposición prohibía la introducción de

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bastones, sin duda para evitar que fueran utilizados como armas en cualquier posible
tumulto.

Para comprender las razones de la «prohibición de paso» a todo aquel que


llevase impedimenta, bastará con echar un vistazo a un plano de la antigua Jerusalén.
Los muros del Templo tenían una extensión de medio kilómetro a lo largo de la
ciudad, interponiéndose entre las zonas habitadas al oeste y la zona del valle
del Cedrón y el monte de los Olivos al este. Esos mismos muros, aunque con
una longitud superior a los 300 metros, se interponían entre el norte y el sur de la
parte oriental de la ciudad.

Resulta evidente que, para evitar dar toda la vuelta al inmenso conjunto, en
especial aquéllos que transportaban pesos, resultaba más cómodo subir por las
amplias escalinatas o declives, llegar a la explanada y atravesarla para bajar por el
lado opuesto.

Así pues, resulta comprensible lo que pudiera parecer un tanto chocante: «No
permitía que nadie transportara objeto alguno por el Templo». Para Jesús, el Templo
debía ser sólo lugar de oración, expiación y adoración, no de comercio ni de trabajos
serviles. Le Lugar Santo por excelencia no debía servir de plaza de mercado ni de
atajo. A modo de curiosidad, destacaremos la coincidencia con la decisión tomada
por San Carlos Borromeo en Milán del siglo XVI. El santo obispo hizo amurallar
las puertas del ábside y del transepto de la catedral que servían también de atajo a
los descargadores para atravesar la plaza.

Pero el que los evangelistas conocían perfectamente el Templo puede deducirse


de otros detalles. Citemos, entre otros, aquel versículo de San Juan que tiene casi el
aspecto más del fragmento de una crónica que de un texto sagrado: «Se celebraba
por entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación. Era invierno. Se paseaba
Jesús en el Templo por el pórtico de Salomón» (Jn 10, 22 − 23).
Encaja lo del período del año, puesto que la Dedicación, Harmukah, es una
fiesta que se celebra en diciembre y está en relación con la luz, y para los judíos de la
diáspora en tierra cristiana, es de alguna manera su «Navidad»7.

En lo que al Templo se refiere, no es tanto la referencia a un lugar concreto


denominado «pórtico de Salomón» que sí que existía en el Templo. Esta es la más
correcta e histórica localización para el discurso mesiánico que sigue a
continuación: «Le rodearon entonces los judíos para preguntarle: ¿Hasta cuándo
nos vas a tener en suspenso? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente» (Jn 10,
24).

El pórtico de Salomón era una impresionante hilera de 162 altísimas columnas


de mármol b lanco y con capiteles corintios, que se asomaba sobre el valle del
Cedrón. Según sabemos por antiguas fuentes, era el lugar preferido para las
discusiones religiosas como la que nos narra el evangelio de San Juan. Y si alguien
quiere saber por qué, diremos que era una zona muy tranquila, que tenía acceso
por una puerta principal y otra secundaria. Además, era el sitio más alejado del
ángulo del noroeste donde se alzaba la fortaleza Antonia, vista con horror por
los judíos porque era la base principal de la guarnición romana cuando el
gobernador venía a Jerusalén desde Cesárea Marítima. Es evidente que los judíos

151
piadosos querían mantenerse lo más lejos posible de aquellos dominadores impuros,
y sobre todo cuando estaban hablando de Yahvé.

Volviendo otra vez a la expulsión de los mercaderes, el que Guignebert la


califique de «pura invención» no se debe únicamente a que vea en ella la
acostumbrada materialización de las profecías del Antiguo Testamento que siempre
ha obsesionado a investigadores como él. Su objeción principal radica en que
«sería increíble que hubiese podido suceder un alboroto de esta clase sin que
ello acarrease a Jesús consecuencias bastante desagradables». Es el mismo
argumento aducido por Loisy para justificar su rechazo radical de la historicidad del
episodio: «Si el incidente hubiera sucedido en realidad, no habría terminado
ciertamente con una discusión académica acerca de la autoridad que Jesús se
atribuía, puesto que la guarnición romana le habría arrestado inmediatamente».

Hay que admitir que no es una objeción que merezca dejarse en suspenso,
pues merece una respuesta. Pero también hay que precisar aquí que Loisy cae
en una de sus muchas equivocaciones. Y es que la administración sacerdotal del
templo disponía de una numerosa y eficiente guardia (se trata de los «guardias
enviados por los Sumos Sacerdotes», que menciona San Juan en el prendimiento
de Jesús en Getsemaní), una guardia a la que competía el honor de mantener el
orden dentro del recinto del Templo y, por tanto, intervenir en altercados del tipo al
que nos referimos. Así pues, no se habría producido una intervención automática de
la guarnición romana, tal y como creía Loisy, pues hubiera bastado una orden de
los sacerdotes a su guardia.

Pero hay algo más. Es sabido que para los sinópticos este episodio tuvo lugar en
los días anteriores al prendimiento de Jesús, mientras que San Juan lo sitúa al
comienzo de su vida pública. En lo que coinciden los cuatro es en situar los hechos
en la semana de Pascua. Precisamente en esos días la guarnición romana,
reforzada para la ocasión de una legión de sirios procedente de la costa,
permanecía recluida en sus alojamientos, dispuesta a no dar ningún pretexto para
una de aquellas revueltas que con frecuencia se producían en época pascual.

Así pues, aunque habitualmente los soldados del gobernador no habrían


intervenido en la explanada en una poco importante alteración del orden que
competía a los guardias de los sacerdotes, menos que nunca lo habrían hecho en
los días de Pascua en cuestiones que como las competencias judías sobre el Templo
eran escrupulosamente respetadas.

Desde las grandes escalinatas que de la Torre Antonia conducían al Templo, los
soldados romanos estaban dispuestos a intervenir de inmediato, pues los centinelas
vigilaban desde allí día y noche, aunque solamente en situaciones extremas. Como
aquella a la que se refiere el mismo Loisy, si bien nos parece que también sirve para
desmentir las hipótesis de este autor: «Intentaban matarlo (se refiere a Pablo), cuando
se anunció al tribuno de la cohorte que toda Jerusalén estaba amotinada. Este
tomó enseguida soldados y centuriones y bajó corriendo hacia ellos...» (Hch 21,
32 − 33).

Estamos ante una voz de alarma, ante el temor a una insurrección generalizada,
muy superior al de por sí gravísimo intento de linchamiento de un hombre, pues los
romanos se habían reservado cuidadosamente el derecho de ejecución de la pena

152
capital. Por tanto, no se trataba de un simple altercado entre judíos como debió de
parecer lo de aquel rabbí de Galilea arremetiendo con el látigo contra los
mercaderes. Además, el episodio de los Hechos que tiene como protagonista a
Pablo, no tuvo lugar en época de Pascua, con la consiguiente aglomeración de gente
y la explosiva tensión ante e l advenimiento del Mesías. De una lectura cuidadosa
del pasaje parece deducirse que la intervención romana no tuvo lugar dentro del
recinto del Templo (Hch 21, 30): «Prendieron a Pablo (los judíos), lo arrastraron
fuera del Templo e inmediatamente cerraron las puertas».

Por tanto, la cuestión se reduce a lo siguiente: Aun admitiendo que la expulsión


de los mercaderes no fuera verdadera», porque si hubiera sucedido en realidad los
romanos hubieran intervenido de modo expeditivo, por no decir brutal, la cuestión
planteada sigue siendo válida. ¿Por qué no intervino al menos la guardia del
Templo? Pues porque ésta solo podía intervenir por una orden de los sacerdotes, y
a éstos les convenía echar tierra sobre el asunto.
Es precisamente —junto con otros asuntos relacionados con los relatos
evangélicos referentes al Templo lo que intentaremos ver en el capítulo siguiente.

XXI. «Han profanado tu santa casa»

RECORDÁBAMOS en el capítulo anterior cómo los cuatro evangelistas refieren el


episodio de la expulsión de los mercaderes. Decíamos asimismo que no pocos
críticos niegan la historicidad de los hechos por las razones mencionadas por Loisy:
«Si el incidente hubiera sucedido en realidad, no habría terminado ciertamente con
una discusión académica acerca de la autoridad que Jesús se atribuía, puesto que
la guarnición romana le habría arrestado inmediatamente».

Veíamos asimismo que semejante afirmación ignoraba que siempre (y más en la


semana de Pascua en la que todos los evangelistas sitúan el episodio) la guarnición
romana se abstenía de intervenir, salvo en casos extremos. También recordábamos
cómo el Templo tenía a su disposición una numerosa y bien armada policía, cuyo
cometido era intervenir en altercados como aquél en que Jesús fue protagonista.

Pero también teníamos que admitir que la cuestión se centraba en estos términos:
¿Por qué no intervino la guardia del Templo?

Porque sólo podía intervenir por orden de los sacerdotes. Y éstos no tenían
interés alguno en dar semejante orden. Es más, su interés radicaba en minimizar
todo el asunto, en «reducirlo» como dirían los romanos de hoy.

El por qué nos lo explica de forma clara y explícita San Marcos que, después de
narrarla expulsión y precisar que «no permitía que nadie transportara objeto alguno
por el Templo» (que como hemos visto, más que un detalle curioso, es otro
indicio concreto de historicidad), escribe: «Y les enseñaba diciendo: "¿No está escrito:
Mi casa será llamada casa de oración para todas las gentes?" Pero vosotros la
habéis hecho una cueva de ladrones».

Y continúa este evangelista: «Y llegó esto a oído de los príncipes de los sacerdotes y

153
de los escribas, y buscaban el modo de acabar con él, pues le temían porque
toda la gente estaba admirada de su doctrina» (Mc 11, 16 − 18).

Por tanto, el que no fuera ordenada la intervención de los guardias se debió al


temor a la reacción del pueblo. Ese mismo temor indujo al Sanedrín a buscar un
traidor e n el entorno de Jesús para proceder a una detención discreta, a
escondidas de la gente. Es algo completamente verosímil, sobre todo en los días
anteriores a la Pascua cuando aumentaban las tensiones por las expectativas
mesiánicas, con frecuencia atizadas hábilmente por los nacionalistas zelotes, que
buscaban originar desórdenes para poner en dificultades a la odiada casta
sacerdotal, considerada por ellos como cómplice de los dominadores romanos.
Sería precisamente el extremismo de los zelotes el que provocaría —a partir del
año 66— la gran revuelta que llevó a la destrucción del Templo.

Así pues, y sin llegar todavía a grandes extremos, en casi todas las Pascuas se
producían acontecimientos a menudo sangrientos. Es San Lucas quien también
nos da testimonio de ello: «Llegaron en aquel momento unos que le contaron lo de
los galileos, cuya sangre había mezclado Pilato con la de sus sacrificios» (Lc 13,
1).

Fue la prudencia política la que debió aconsejar a los que tenían la potestad de
hacer intervenir a los guardias renunciar a hacer uso de ella en aquel lugar, en
aquel momento y con aquel hombre.

Pero todavía hay más. Si la casta sacerdotal minimizó lo sucedido y renunció a


intervenir por el momento (aunque reservándose el derecho de tomar medidas
extremas en el momento y lugar oportunos contra aquel intolerable provocador), fue
porque ella también tenía los pies de barro. Los tres sinópticos, y no solamente
Marcos, atribuyen a Jesús para justificar su acción, citas de dos de los principales
profetas: Isaías yJeremías. Y es que a pesar de las advertencias y amenazas de la
Escritura y de la entera tradición de Israel, los sacerdotes que administraban el
Templo permitían su profanación con un descarado comercio. Y lo permitían
(como señala, entre otros, el especialista judío Joseph Klausner) porque existían
acuerdos de tipo económico entre los comerciantes y la administración, la cual a
cambio de la concesión de licencias de venta —con puestos que llegaban hasta
casi por detrás del Santa Santorum— obtenía abundantes beneficios.

La concesión de estas lucrativas licencias no era algo oficial porque, de ser así,
habría sido un contraste muy grande con el sentimiento religioso que hacía de
aquel lugar únicamente una «casa de oración», por emplear la expresión de Isaías.
Los propios sacer dotes habían elaborado —y debían aparentar ser sus
escrupulosos guardianes— un reglamento de régimen interno que prohibía
expresamente el comercio contra el que Jesús protestó, así como el atajo para
hacer más corto los desplazamientos. Dicho atajo fue concedido de manera ilegal
a cambio del pago de un peaje.

Así pues, aquel galileo fanático que —según algunos críticos poco informados—
debería haber sido detenido inmediatamente, en realidad no podía serlo porque tenía
razón. Además, si hubiesen intervenido, estaba el temor a la reacción popular que
se multiplicaba por el hecho de que los «guardianes de la ley» sabían muy bien

154
que ésta estaba de su parte.

Lo confirma en el propio texto evangélico otro de esos detalles que parecen


escapar no sólo al lector corriente sino a muchos especialistas. ¿Actuaron los
sacerdotes descuidadamente o sabían bien lo que hacían? El detalle que nos
interesa aparece en San Juan que, como hemos visto, no sólo es el evangelista
más «espiritual» sino también el más informado desde el punto de vista histórico.
En efecto, tras el relato de la expulsión, continúa: «Entonces los judíos le
respondieron y le dijeron: ¿Qué señal nos das parahacer esto?» (Jn 2, 18).
A Jesús no se le hizo frente con guardias armados por haber hecho aquello, sino que
se le preguntó si tenía alguna autorización superior para hacerlo. No se ponía
pues en cuestión la legitimidad de la expulsión de los mercaderes sino la
legitimidad de quien la llevó a cabo: «¿Qué señal nos das para hacer esto?» Sabían
los «judíos» (así les llama literalmente San Juan, si bien no se refiere al pueblo
sino sobre todo a la casta sacerdotal) que su lucrativa inhibición en el Templo no
era conforme a las enseñanzas de los profetas, pero «legalmente» sólo podría
reprochárselo alguien que tuviese autoridad, alguien que estuviese en condiciones
de demostrar que había recibido una misión religiosa.

Como estamos viendo, también aquí todas las piezas encajan en su sitio con
materiales que provienen de uno u otro evangelio. Estamos muy lejos de esa
«inverosimilitud» a la que, con imprudencia o superficialidad, se refieren
determinados críticos. Realmente sorprenden un poco las conclusiones
apresuradas de ben Chorin que habitualmente se muestra más prudente que
algunos especialistas cristianos, siempre dispuestos a declarar «no históricos» los
episodios evangélicos. Dice este investigador israelí: «La escena de la purificación
del Templo con la expulsión de los mercaderes resulta demasiado bella para ser
verdad». ¿Por qué la «belleza» debería estar aquí en oposición a la verdad? La
única razón aportada por ben Chorin (que pese a todo confirma la concordancia
de los detalles del suceso con nuestros conocimientos del mundo judío) es la
que habitualmente se suele emplear para demostrar la consistencia del episodio,
buscando respuestas en los propios evangelios: «El hecho, perturbador del orden
público, no habría podido concluir sin una detención».

Evidentemente, ben Chorin busca el origen de este episodio, como suele ser
habitual, en cualquiera de las profecías del Antiguo Testamento a la que los
evangelistas habrían querido dar cumplimiento. En el caso presente, se trataría de
la profecía deZacarías 14, 21, situada al final del libro, y que el especialista israelí
transcribe del siguiente modo: «Y no habrá aquel día más mercader en la casa del
Señor de los Ejércitos».

Pero en realidad, si hacemos una comprobación, descubrimos que estas palabras no


corresponden al texto auténtico, que dice lo siguiente: «Y no habrá aquel día
ningún cananeo en la casa del Señor de los Ejércitos». Hay una diferencia entre
«cananeo» y «mercader». Se trata de una modificación un tanto abusiva que el
investigador explica de manera sorprendente, al afirmar que «dado que los
cananeos eran comerciantes habrá que leer el "cananeo" de Zacarías como si se
tratara de "mercader"...». Nos confesamos perplejos porque semejante
interpretación parece ser una verdadera manipulación en apoyo de una tesis
preconcebida: la expulsión de los mercaderes tiene que encontrar una explicación no

155
en un hecho verdadero sino en una profecía del Antiguo Testamento, y si ésta no
se encuentra, se modifica el texto.

Para terminar ya con el tema de la expulsión, tenemos todavía una dificultad: la


divergencia cronológica entre San Juan y los sinópticos. El que no es un tema
aislado se refleja en la explicación que hace Giuseppe Ricciotti. Es una explicación
que no tiene nada de inverosímil y que además es bastante convincente: «El cuarto
evangelio narra la expulsión de los mercaderes del templo al comienzo de la vida
pública de Jesús, pero los sinópticos la narran al final. Muchos investigadores
considerando imposible concordar ambas narraciones, han pensado que se trata de
hechos diferentes. En nuestra opinión, fue un solo hecho y tuvo lugar al comienzo
de la vida pública, como señala expresamente San Juan, que cuida bien la
cronología. Si los sinópticos llevanel hecho al final de la vida pública, lo hacen
por razones de hilo argumental y muy especialmente por la circunstancia de que,
en su exposición sumaria y con bastante frecuencia no cronológica, narran
explícitamente una única estancia de Jesús en Jerusalén (en vez de las cuatro
que menciona San Juan) y por ello sólo podían narrar el episodio de la expulsión
de los mercaderes durante la única estancia por ellos referida».

El que San Juan prefiera respetar la cronología de los acontecimientos puede


apreciarse en que da una fecha exacta (uno de los pocos casos en los evangelios):
«Los judíos le replicaron: "En cuarenta y seis años se construyó este Templo, ¿y tú
lo levantarás en tres días?"» (Jn 2, 20).

Se trata de un testimonio que «encaja» y resulta verosímil en un contexto que


también lo es. A todo ello podemos añadir otros dos versículos de San Juan:
«Tomaron (los judíos) entonces piedras para tirárselas, pero Jesús se ocultó y
salió del templo» (Jn 8, 59); y «De nuevo tomaron los judíos piedras para
apedrearlo» (Jn 10, 31). E incluso se puede añadir un tercero antes de la narración
del episodio de la mujer adúltera, que según la ley debía ser apedreada, y que fue
llevada al Templo al que «al amanecer Jesús volvió de nuevo» (Jn 8, 2).

Lo cierto es que cuarenta y seis años después del comienzo de la gran reconstrucción
ordenada por Herodes, las obras todavía continuaban y no se concluirían hasta
pasados más de treinta años. Es perfectamente lógico que en plena actividad de
aquellas obras los judíos tuvieron a su disposición la materia prima —las piedras—
para un apedreamiento. Lo habitual es que no se hubieran encontrado en
cantidad suficiente en otro lugar que en las afueras de las murallas, pues sabemos
por las fuentes antiguas que, entre los elementos que embellecían a Jerusalén,
estaban las calles enteramente pavimentadas con grandes adoquines de piedra al
estilo romano. Una vez más tenemos aquí un detalle oculto pero certificado por
alguien que fue testigo de los hechos.

Después de haber analizado la historia, nos falta, en lo que al Templo se refiere,


volvernos hacia el misterio. Será interesante preguntarse acerca del significado
que aquella enorme construcción encierra. Este significado va más allá del judaísmo
antiguo y contemporáneo, de Jesús o de la primitiva comunidad cristiana de origen
judío. Se trata del misterioso significado que el Templo —tras su total destrucción en
el año 70— tiene tanto para el judaísmo que le sobrevivió como para el cristianismo.
Quizá el Templo continúe manteniendo hoy su función sagrada dando testimonio de

156
Dios incluso cuando tan solo es un recuerdo de lo que fue.

Guindo Cavallieri, un biblista recientemente desaparecido y que a su competencia


científica unía el conocimiento religioso indispensable para el creyente que lee la
Escritura, decía: «Sobre la explanada de Jerusalén, en los restos de lo que fue el
santuario de la Ciudad Santa, la fe vislumbra el cumplimiento de profecías sobre
este signo visible "hasta que se cumplan los tiempos de las naciones"».

La cita que hace Cavallieri procede del texto de San Lucas, único de los evangelistas
que en el «discurso escatológico» (en el que se mezclan preanuncios del fin de
la Ciudad Santa y del fin del mundo) atribuye a Cristo una predicción: «Jerusalén
será pisoteada por los gentiles, hasta que se cumplan los tiempos de las
naciones» (Lc 21, 24).

Los «tiempos de las naciones» son los nuestros, comprenden toda la historia
desde la Muerte y Resurrección de Cristo hasta su regreso, cuando entre los
signos que la anuncien —asegura San Pablo— estará la entrada en la Iglesia de todo
el pueblo judío: «Porque no quiero, hermanos, que ignoréis este misterio, para que
no presumáis de sabios: el endurecimiento ha venido a una parte de Israel, hasta
que entre la plenitud de los gentiles; y así todo Israel se salvará...» (Rom 11, 25
− 26).

Volviendo a la profecía de Jesús según San Lucas, «pisotear Jerusalén» equivale a


«pisotear el suelo del Templo», teniendo en cuenta que la ciudad era santa porque
albergaba aquel lugar santo por excelencia, el trono donde habitaba el Espíritu
de Dios. Y resulta verdaderamente singular que hasta hoy —es decir, más de
1.900 años después— la profecía se haya cumplido rigurosamente.

Hay que decir que se ha cumplido a pesar de la propia voluntad de los judíos. Veamos
de qué modo.

Sobre el muro donde finalizaba el atrio de los Gentiles, abierto a todos, podían leerse
rótulos en hebreo, griego y latín: las mismas lenguas del cartel que Pilato hizo
colgar de la cruz del Nazareno. Estos rótulos (de los que se han descubierto
recientemente dos; y uno de ellos todavía conserva señales de los golpes recibidos
durante el asedio y destrucción de la ciudad) advertían muy seriamente que todo
no judío que traspasara aquel límite, sería castigado con la muerte.

Tras la caída de Jerusalén, la situación se alteró por completo. El emperador


Adriano, tras finalizar la segunda rebelión judía, hizo cambiar el nombre de la ciudad
por el latino Aelia Capitolina, y sobre la explanada del Templo —arrasado más de
medio siglo antes por Tito— mandó instalar estatuas dedicadas a los dioses
paganos. En el lugar en que estuvo situada la puerta sur, orientada hacía Belén
hizo colocar una cabeza de cerdo. Era la enseña de la Legión Décima Fretensis,
que custodiaba las ruinas de la ciudad; pero también era una tremenda ofensa para
un pueblo que consideraba al cerdo como el animal impuro por excelencia, un
símbolo del mismísimo diablo. Desde el año 70, el tributo que todos los judíos,
ahora en la diáspora, debían destinar al Templo seguía siendo recaudado, pero
no ya con destino a la casa de Yahvé, sino para aquel templo de Júpiter sobre el
Capitolio de Roma, donde Tito había culminado su victoria depositando, ante el

157
altar de Zeus, los despojos que consiguiera salvar en el santuario de Jerusalén. Se
trataba del gran candelabro de oro de siete brazos, la mesa —también de oro
macizo_— sobre la que se colocaban los panes de la proposición, y un ejemplar
de la Torah, la Ley judía.

Y sobre todo está el hecho de que Adriano expulsó de la nueva Aelia Capitalina y
de sus alrededores, mediando una gran distancia, a todos los judíos. Estos no
podrían aproximarse a las murallas, y mucho menos franquearlas, si no querían ser
muertos en el acto. Donde únicamente los circuncisos podían entrar, ahora podía
entrar todo el mundo excepto ellos.

Durante el reinado de Constantino, y sobre la explanada que perteneció al Templo,


los cristianos, como en tantas otras partes de Jerusalén, edificaron una iglesia. Luego
vino el fallido intento de reconstruir el santuario judío durante la efímera
restauración de los cultos paganos en el reinado de Juliano el Apóstata, y al que
nos referiremos más adelante. Más tarde, en el siglo VIII, la invasión árabe
convertiría a laexplanada en uno de los lugares más sagrados del islamismo:
Haram ash sherif, es decir «el noble recinto sagrado».

En efecto, los musulmanes afirman que también Mahoma quiso reconocer la


santidad de Jerusalén y, concretamente, del lugar donde se alzaba el Templo
dedicado al Dios único. Así, al acercarse el momento de su muerte, el Profeta habría
volado hasta allí —donde le esperaban Abrahán, Moisés y Jesús— a lomos de
Burak, una burra alada. Y también desde allí habría ascendido al cielo.

En ese mismo siglo VIII, y junto a la roca que había servido de altar para los
sacrificios judíos, los musulmanes construyeron la llamada mezquita de Ornar, y
algunas décadas después edificaron la mezquita Al Aqsa, «la lejana», pues entonces
era la más lejana de la Meca. Pero el 15 de julio de 1099 (y por un periodo de 88
años, hasta 1187) irrumpieron allí los cruzados que transformaron la mezquita de
Omar en iglesia, mientras que Al Aqsa pasaría a ser primero palacio del rey
Balbino, rey latino de Jerusalén, y después la sede central de los caballeros del
Temple, así llamados por el lugar donde estaba ubicada. Al retirarse los
cristianos, estos lugares volvieron al culto musulmán, al que desde entonces
pertenecen.

Cuando en 1967 los judíos se hicieron por la fuerza de las armas los dueños de
esta parte de la ciudad, después de casi dos mil años sin controlar por entero
Jerusalén, el general Moshe Dayan —en nombre del gobierno de Israel— dio
garantías a los musulmanes sobre el libre y exclusivo uso de la explanada. Y
no sólo por las razones políticas de evitar la exasperación de los vencidos que
consideran al lugar como el más sagrado después de La Meca, sino también y
sobre todo por razones religiosas judías.

En efecto, tras la destrucción del Templo, los judíos se autoprohibieron para


siempre acceder al lugar donde fue construido, pues afirmaban que no estaban en
condiciones de establecer dónde se encontraba la sala consagrada del Sancta
Sanctorum. No entrarían en la explanada porque temían pisar un lugar que
ningún pie humano puede ya tocar, desde el momento en que tras el fin de los
sacrificios y del sacerdocio, no hay ya ningún Sumo Sacerdote, único hombre

158
autorizado para poner allí sus plantas.

Resulta verdaderamente sorprendente que todo parezca confirmar la profecía que


San Lucas atribuye a Jesús en el sentido de que, hasta el fin de los tiempos,
únicamente los «gentiles» pisotearían Jerusalén, es decir pisotearían su lugar más
importante por excelencia, es decir la explanada del Templo.

Los judíos de hoy, que controlan nuevamente su capital, se limitan a reunirse en la


sinagoga al aire libre situada junto al Muro que —significativamente— recibe el
nombre de las Lamentaciones. Allí se llora de verdad, y con grandes llantos, en el
aniversario del día en que los romanos destruyeron la casa de Dios. Se puede
contemplar un desgarrador rito rabínico durante la visita al Muro, un rito que no puede
por menos de emocionar a un cristiano que medite sobre los misterios de su fe.
Se trata sobre todo de aquellos misterios a los que se refiere el judío Pablo en su
Epístola a los Romanos: «Entonces, ¿qué? Que Israel no alcanzó lo que buscaba... ¡De
ninguna manera! sino que por su caída vino la salvación de los gentiles, de modo
que aquellos se llenan de celos. Y si su caída es riqueza para el mundo y su
mengua riqueza para los gentiles, ¡que no será su plenitud!» (Rom 11, 7; 11 − 12).

Después de haber besado las enormes piedras de lo que queda del descomunal
edificio, los peregrinos judíos entonan el Salmo 78: «Oh Dios!, han entrado las
gentes en tu heredad, han profanado tu santo recinto y han reducido Jerusalén a
un montón de escombros... Somos el escarnio de nuestros vecinos, la irrisión y el
desprecio de los que nos rodean. ¿Hasta cuándo, ¡oh, Señor!, habrás de estar
airado para siempre? ...» A continuación, el rabino entona una letanía: «Por el
Templo que ha sido destruido. Por los muros que han sido derribados. Por nuestra
grandeza desaparecida...». Y a cada invocación, los presentes responden: «Estamos
postrados, solos, y en lamentación...».

Somos conscientes ciertamente de que son necesarias la prudencia y la delicadeza


para abordar un tema semejante. Sin embargo, es un hecho objetivo que existe
un halo de misterio inexplicable según los habituales métodos históricos —, que
la sombra de las profecías se cierne en torno a este pedazo de tierra desolado. Allí y
durante milenios, han sido atraídos de manera irresistible— dando con frecuencia
su vida para conquistar aquel lugar o para que no les fuera arrebatado —los
fieles de las tres grandes religiones monoteístas del mundo.

Pero en el próximo capítulo ahondaremos de forma más incisiva (y esperemos


que no temeraria) en el núcleo de los misterios y profecías referentes al Templo y al
lugar en que se alzaba.

XXII. «Por impulso de un dios»

ALUDÍAMOS anteriormente a que la prohibición a los judíos (primero impuesta, y


luego autoimpuesta) de acceder al lugar donde se alzaba lo que no sólo era una parte
de Jerusalén sino el símbolo de la propia Ciudad Santa da un halo de misterio a las
palabras de Jesús referidas por San Lucas: «Jerusalén será pisoteada por los gentiles,
hasta que se cumplan los tiempos de las naciones» (Lc 21, 24).

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Pero los tres sinópticos, y muy especialmente Lucas, refieren otra profecía que antes
no hemos mencionado y de la que vamos a ocuparnos ahora. Veamos dicha
profecía en la versión de Mateo: «Salió Jesús del Templo y, cuando se alejaba,
se le acercaron susdiscípulos para mostrarle las edificaciones del Templo. Pero les
dijo: "¿Veis todo esto? Os lo aseguro: no quedará aquí piedra sobre piedra que no
sea destruida"». (Mt 2 4, 1 − 2). De modo similar se expresan Mc 13, 2 y Lc 21, 6.

En San Mateo la profecía de la destrucción viene precedida de extensas y duras


invectivas contra los «escribas y fariseos», invectivas que terminan con el llanto de
Jesús por Jerusalén: «¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y lapidas a los
que te son enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina
reúne a sus polluelos bajo las alas y no habéis querido! He aquí que vuestra casa va
a quedar desierta. Pues os digo que ya no me veréis hasta que digáis: "¡Bendito el
que viene en nombre del Señor!"». (Mt 23, 37 − 39).

La expresión «vuestra casa va a quedar desierta» suele aparecer en cursiva en


las ediciones modernas, puesto que se trata de una cita de Jeremías y Ezequiel. Estos
dos profetas habían anunciado que Dios abandonaría el Templo de Jerusalén, Su
casa y la del pueblo de su Alianza, Israel.

Entramos ahora en el núcleo del misterio —realmente inquietante en el que


queremos profundizar. Es evidente que, en la actualidad, en lugar del gran santuario,
solo podemos ver una explanada sobre la que se alza una mezquita perteneciente
a una fe hermana y al mismo tiempo rival como es la musulmana. Y lo cierto
que todo ello se corresponde con una profecía de Jesús. Estas ruinas podrían ser
perfectamente un signo a la vez mudo y tremendamente elocuente («Os digo que,
si estos callan, gritarán las piedras» (Lc 19, 40), de la verdad mesiánica del Galileo.

Es seguro que cualquier racionalista creerá estar en lo cierto al afirmar que los
evangelios fueron escritos después del año 70, es decir tras la destrucción del
Templo, y, por tanto, las comunidades cristianas presentaron como una predicción
de futuro lo que ya entonces era una trágica realidad.

Pese a todo, no existe una completa seguridad de que los sinópticos —pues de
ellos sobre todo se trata— se escribieran realmente después de la catástrofe. Y
es menos seguro todavía después de los descubrimientos de evangelios escritos
originariamente en hebreo y arameo, de los que los textos en griego no serían más
que fieles traducciones.

Pero, aunque admitamos —aún sin admitirlo con demasiada facilidad— que los
evangelios, y en especial los sinópticos, sean posteriores al año 70, hay que reconocer
que ni siquiera entonces nadie podía predecir lo que realmente sucedería y que
era anunciado en aquellos textos. Nos referimos a la interrupción definitiva del
sacrificio («vuestra casa va a quedar desierta») en un lugar que había sido sagrado
y que no había sido «pisado» más que por los judíos. No olvidemos tampoco
que el Templo destruido en el año 70 era el tercero construido en aquella explanada
por los israelitas. Era lógico suponer que su indomable fe y el esfuerzo de todo un
pueblo no habrían vacilado en reconstruir un cuarto templo. De hecho, parece que
se intentó hacerlo en el año 132, en la época de la segunda rebelión, pero no pudo
conseguirse por la contraofensiva romana, una vez más tan violenta como

160
devastadora.

Otra vez se intentó reconstruirlo en el año 362, esta vez con la ayuda del
emperador Juliano el Apóstata, que debió de ser movido a ello por su deseo de
ayudar a los judíos a desmentir las profecías evangélicas a las que nos referimos.
Pero aquella reconstrucción tuvo que interrumpirse de forma inesperada por una
misteriosa oposición divina. Se trata de una historia fascinante (y bastante olvidada)
sobre la que volveremos más adelante. No menos interesante sería referirse
también a la aparición de proyectos de reconstrucción en el Israel de hoy, pero
para no anticipar acontecimientos, diremos únicamente que las muchas dificultades
(puestas entre otros, por los ortodoxos) se añade lo tremendo que sería tocar un
lugar sagrado del Islam, al demoler (y ello no podría ser de otro modo) dos de
sus mezquitas más veneradas, con lo que se desencadenaría una «guerra santa»
de tal magnitud que el actual enfrentamiento con los musulmanes no sería más
que un pálido reflejo.

Lo cierto es que los judíos practicantes de hoy (y presumiblemente también los del
futuro) rezan tres veces al día: «¡Que sea tu voluntad que el Templo sea pronto
reconstruido!». Esto fue lo pronosticado por los evangelios y nadie hubiera
podido preverlo, cuando fueron escritos, desde un punto de vista meramente
humano.

También contribuyen a hacer inquietante y misteriosa la profecía de Jesús sobre


la destrucción inminente y definitiva del Templo las circunstancias en que esa
destrucción tuvo lugar. Estas circunstancias fueron narradas por un testigo fuera
de toda duda, como Flavio Josefo, el dirigente judío que se pasó a los romanos
y que fue historiador de su victoriosa campaña, aunque no llegara a renegar de
la fe de sus padres. Al contrario, Josefo fue un convencido e incansable apologista
hasta el fin de sus días.

Como es sabido, Flavio Josefo —que procedía de una familia ilustre y que
sólo tenía 29 años cuando estalló la primera rebelión contra Roma— dirigió la
defensa de Galilea y, despuésde la derrota de sus hombres, estuvo entre los
escasísimos supervivientes a los que se les respetó la vida. Al ser hecho
prisionero fue llevado ante el comandante en jefe romano, Vespasiano, a quien
pronosticó que se convertiría en emperador. Cuando esto sucedió dos años
después, en el 69, fue puesto en libertad y, en su función de intérprete y
experto en asuntos judíos, estuvo a las órdenes del nuevo responsable de las
operaciones del ejército romano, Tito, hijo de Vespasiano. Después de la
destrucción de Jerusalén y de la definitiva ruina de Israel, Josefo se estableció
definitivamente en Roma, donde escribiría La guerra de los judíos, en la que
describe la formidable tragedia de la que fue protagonista y testigo entre los
años 66 y 70.

Da que pensar y tiene algo de enigmático y de misteriosamente providencial que


no sólo haya un testimonio escrito, sino que se haya conservado precisamente el
testimonio de alguien que no era cristiano sobre los hechos que Jesús
profetizó. Las atrocidades de la segunda catástrofe, en el año 132, no debieron
ser inferiores a las de la primera, pero allí no hubo un Flavio Josefo ni nadie que
nos narrara la historia, por lo que no sabemos demasiado de aquellos

161
acontecimientos, salvo lo fundamental.

El asunto se hace aún más misterioso (hay quien ha hablado de un designio


providencial) teniendo en cuenta que la mayor parte de la historiografía de la
Antigüedad se ha perdido en medio de los incendios y destrucciones, en la dispersión
de las bibliotecas y los archivos. Un destino semejante debería de haber sido el
de La guerra de los judíos, ya que la versión original, escrita en arameo, tuvo una
difusión muy limitada, pues además fue silenciada y destruida —en la medida en
que pudieron— por las comunidades judías supervivientes, que no perdonaban a
Josefo el «traidor» el haberse «vendido» a los romanos.

Una suerte similar —pese a la protección del emperador, del que el historiador había
tomado el nombre en reconocimiento a la dinastía Flavia— tuvo la traducción griega,
llevada a cabo por el propio Josefo. Al desprecio que en el Imperio se sentía por los
judíos, había que añadir la irritación por la reciente revuelta, tan sangrienta como
costosa y cuyos gastos llevaron al aumento de los tributos de los pueblos
aliados y sometidos. Pocos serían los que tuvieran ganas de leer algo referente a
aquellos rebeldes fanáticos y obstinados, aplastados como moscas por la
apisonadora de las legiones romanas. Por si fuera poco, lo que se nos ha conservado
de la historiografía antigua nos demuestra que pocas veces estaba basada en fuentes
directas, en la búsqueda de documentos, en testimonios extraídos del acontecer
mismo de los hechos. Con demasiada frecuencia, las historias de la Antigüedad
eran en realidad una composición laudatoria en honor de los gobernantes, una
selección —poco crítica y que sólo tenía en cuenta las tendencias ideológicas y
políticas del historiador— de noticias de segunda o tercera mano, de tradiciones
más o menos verdaderas sobre las que el escritor vertía una serie de
consideraciones moralizantes.

En el caso de Flavio Josefo, estamos en cambio ante un reportaje periodístico,


cuyo redactor es uno de los más ilustres hijos de la casta sacerdotal judía. Josefo
había nacido en la propia Jerusalén. Su padre pertenecía a la primera de las
veinticuatro familias sacerdotales, y su madre procedía de la estirpe real de los
Asmoneos. En su adolescencia y más tarde en su juventud, convivió con los
fariseos, los saduceos y hasta con los esenios, con los que pasó tres años en las
orillas del Mar Muerto.

Resulta bastante significativo (y quizá misterioso desde el punto de vista


sobrenatural) que un judío de este rango se pasara a las filas de los romanos.
Por lo que se ve, no debió de tratarse de una deserción para salvar la vida,
puesto que en la batalla Josefo había dado muestras de tenerla en poca estima.
Como comandante de la plaza fuerte de Jotapata, en Galilea, Flavio Josefo resistió
a los romanos durante 47 días, con una fuerza y coraje tal que el propio
Vespasiano quedo impresionado y éste fue uno de los motivos que le salvaron
la vida. Por otra parte —como él mismo recordó en uno de sus discursos ante
las murallas de la Ciudad Santa asediada, a la que quería inducir a la rendición—
el pasarse a las filas de los romanos llevó a la cárcel a todos sus familiares,
atrapados en el interior de Jerusalén.

Su decisión no supuso el abandono de una fe a la que permaneció fiel durante toda


su vida, siendo uno de sus defensores a ultranza. Precisamente, su última obra es
Contra Apionem, una apología del judaísmo que trata de salir al paso de las
162
calumnias y fantasías que corrían por el Imperio, especialmente en las despreciativas
obras de autores griegos.

Lo que llevó a Josefo a pasarse al bando enemigo fue sobre todo un


convencimiento, que otros judíos también compartían y que él proclamó en uno
de sus discursos, cuando con la voz entrecortada y lágrimas en los ojos quiso
persuadir a Juan de Giscala —el temible jefe zelote partidario de la resistencia a
ultranza— a rendirse a los sitiad ores. Estas fueron las palabras exactas que Josefo
empleó en aquella ocasión: «Creo que Dios ha abandonado este lugar sagrado y
se ha puesto de parte de los romanos alos que vosotros combatís».

Así pues, alguien que no era cristiano, un miembro de la casta sacerdotal del
antiguo Israel estaba convencido de que la «casa de Dios», el Templo, se había
quedado «desierto».

Por lo demás, este israelita que probablemente no mencionó a Jesús (y si lo


hizo, fue en una cita marginal que no tendría originariamente la confesión de fe
que contiene y que debió de ser retocada con posterioridad por un copista cristiano),
este «israelita auténtico» fiel a la Ley, nos muestra en su obra un enfoque dominado
por un sentido de ruina y destrucción que coincide con el de los evangelios.

Y en otro patético discurso a sus compatriotas dice: «¿Quién puede ignorar lo


que fue escrito por los antiguos profetas y la profecía referente a esta desgraciada
ciudad y que va a cumplirse pronto?» Asimismo leemos en otro pasaje de su obra:
«Existía una antigua profecía de hombres inspirados por Dios, según la cual
Jerusalén sería conquistada y el Templo santísimo incendiado durante una guerra,
en el momento en que estallase una rebelión» En efecto, los rabinos en sus
meditaciones no se habían olvidado de la profecía de Daniel: «Y destruirá la ciudad
y el santuario el pueblo de un príncipe que ha de venir (...) y hará cesar el sacrificio
y la oblación y habrá en el santuario una abominación desoladora...» (Dan 9, 26 − 27).

Todo el relato de La guerra de los judíos de Flavio Josefo se desarrolla en el trasfondo


inquietante de las profecías que se refieren a Israel y de modo especial a Jerusalén y
su Templo, que Tito quiso salvar a toda costa.

¿Se deben las continuas referencias de Josefo a las profecías a que estaba al corriente
(y convencido en su interior) de las apocalípticas palabras de Jesús? Parece que
habría que excluirlo, sobre todo a la luz de su silencio sobre el Nazareno, pues
sin duda que en Roma o en la propia Jerusalén tendría que haber tenido noticias de
sus discípulos. El hecho de que Josefo calle confirma la táctica de otros escritores
judíos de su época: sepultar en un despreciativo silencio algo que se asemejaba a
una engañosa, y por ello mismo pasajera, herejía de la auténtica religión de
Abrahán.

Y si los romanos se emplearon a fondo para salvar el Templo, ello se debió a una
especie de turbación ante aquel Dios misterioso y la monumental construcción en su
honor, en la que los techos estaban cubiertos de láminas de oro y sin parangón en
todo el mundo conocido.

Era tal el misterioso pavor que sobrecogía a los sitiadores, plenamente


conscientes de su fuerza y exasperados por el fanatismo de los judíos, que hasta

163
Tito se inquietó —según narra Flavio Josefo— cuando en el transcurso de las
operaciones militares «fue sabedor de que, en aquel día, el diecisiete de Panemo, el
sacrificio permanente en honor de Dios se había visto interrumpido por falta de
hombres y que a causa de ello el pueblo estaba profundamente consternado.
Entonces Tito volvió a advertir a Juan (el jefe de la resistencia judía) que, si quería
persistir en su criminal locura de combatir, podía salir fuera de las murallas con
quienes quisiera y continuar la lucha sin implicar en la destrucción a la ciudad y al
Templo. Con ello, se evitaría profanar el santuario y ofender a su Dios; e incluso se
habrían podido celebrar los sacrificios interrumpidos con la intervención de judíos
que él mismo designara».

Eran tan grandes los escrúpulos supersticiosos de Tito, descendiente de pacíficos


campesinos de Rieti y lleno de pavor ante el misterioso Yahvé de aquellos
orientales, que despertaron la irritación no sólo de sus soldados sino también de sus
oficiales puesto que, según Josefo «por salvar un templo extranjero causaba daños
y perjuicios a sus hombres». En efecto, después de que, tras grandes esfuerzos y
considerables pérdidas humanas, los legionarios hubieran conseguido situarse detrás
de la construcción, ocupando y destruyendo la fortaleza Antonia, Tito se empeñaba
no solamente en no dar orden de incendiar el santuario, sino que utilizaba las
máquinas del asedio (entre ellas el gigantesco ariete llamado «el Victorioso»)
para minar elementos secundarios de la construcción, tratando de causar al
edificio sagrado el menor daño posible.

Finalmente, Tito se decidió a dar orden de incendiar las puertas exteriores de los
atrios, que estaban recubiertas de plata, y entonces según narra Josefo: «Se
propagó rápidamente el fuego a la madera, envolviendo a los pórticos en un mar de
llamas». Se trataba solamente de un ataque contra una parte exterior del Templo,
pero el impacto psicológico fue tremendo: «Los judíos se quedaron sin fuerza ni
coraje y a causa del asombro nadie movió un dedo para apagar el incendio,
quedándose petrificados mirando».

En definitiva, tal y como recalca varias veces Flavio Josefo, la responsabilidad


última de la destrucción del sagrado monumento corresponderá a los judíos. En
efecto, «el incendio se propagó durante todo el día y en la noche que le siguió»,
aunque «al día siguiente, Tito ordenó apagar las llamas y abrir una brecha en
dirección a las puertas». No por el fuego sino por la espada —matando a los
resistentes y salvando al mismo tiempo la construcción quería apoderarse del
edificio que se había convertido en el núcleo principal de la resistencia.

Rápidamente Tito reunió en consejo a los comandantes de las legiones y al


procurador de Judea (uno de los sucesores de Poncio Pilato), Marco Antonio
Juliano. Veamos lo que dice al respecto Flavio Josefo: «Tito expuso, delante de
todos, la cuestión del Templo. Algunos le expresaron su opinión de que éste debía
sufrir también los rigores de la guerra, puesto que los judíos persistirían en su
rebelión mientras estuviera en pie el Templo al que acudían de todos los lugares;
otros opinaron que, si los judíos lo evacuaban y no ofrecían resistencia, se podría
salvar, pero si se empeñaban en resistir, habría que incendiarlo. Pero ciertamente
aquello más que un templo era una fortaleza, y por tanto la profanación no sería
tanto de los romanos sino de los que habían forzado aquella situación».

Como puede verse, aquellos aguerridos soldados se veían sobrecogidos por una

164
extraña inquietud, y trataban de encontrar una solución que respetara al mismo
tiempo las exigencias de la guerra y el deseo de evitar una profanación, y
encontrarían un modo de justificarse atribuyendo toda la responsabilidad al
fanatismo de los judíos.

Pero semejantes propuestas no fueron suficientes para tranquilizar al comandante en


jefe de los romanos. Sigue diciendo nuestro historiador: «Sin embargo, Tito
decidió que, si los judíos tomaban posiciones en el templo para continuar la
resistencia, habría que emplearse a fondo contra las cosas en vez de contra los
hombres, pero en ningún caso habría que entregar a las llamas aquella magnífica
construcción...»

Así pues, «tranquilizados por tales argumentos», también los oficiales, que tenían
opiniones discrepantes, aprobaron la opinión de su comandante en jefe; el cual
«disolvió la reunión y ordenó a los comandantes que dieran descanso a todos sus
hombres para que estuvieran mejor preparados para el combate, y a soldados
escogidos de las cohortes les encargó la tarea de abrir un camino a través de los
escombros y apagar el incendio».

Y así llegamos al día fatídico, aquel que por los siglos será un día de luto para los
judíos y que recordarán tres veces al día y cuya conmemoración anual será precedida
por diez días de luto y ayuno, durante los cuales se cubrirán con un velo negro
los rollos de la Ley. Era el 10 de Loos, el 6 de agosto del año 70 después de
Cristo, que hoy también se conmemora en una ceremonia marcada por el luto junto
al Muro de las Lamentaciones.

Josefo era perfectamente consciente de la trágica solemnidad de aquellas horas en


las que veía, más que nunca, el cumplimiento de un misterioso destino.
Retomemos el hilo de su narración en el capítulo cuarto del sexto libro de La guerra
de los judíos, después de haber finalizado el consejo de los militares romanos: «Tito
se retiró a la Torre Antonia, decidido a desencadenar al amanecer un asalto con todos
sus efectivos para apoderarse de todas las partes del Templo. Este desde hacía
bastante tiempo había sido condenado por Dios a las llamas, y tras el paso del
tiempo, llegó el día fatídico, el diez de Loos, el mismo en que en otra ocasión fuera
incendiado por e l rey de los babilonios».

En esta coincidencia cronológica Josefo ve una vez más el designio de un Dios qui
amentat quos vult perdere, que vuelve locos a los que quiere perder. Sigue diciendo
este sacerdote de Israel: «Se inició el fuego y fue causado por los judíos. Cuando
Tito se retiró, los rebeldes, tras una breve pausa, se arrojaron nuevamente contra
los romanos y hubo una encarnizada lucha entre los defensores del santuario y
los soldados que intentaban apagar el fuego en la explanada inferior».

Pero al fin llegó el momento fatal: «Aquellos (los legionarios romanos), tras haber
puesto en fuga a los judíos, los persiguieron hasta el interior del Templo y
entonces un soldado, movido por una fuerza sobrenatural, sin guardar órdenes y
sin demostrar temor alguno en cometer tan terrible acción, echó mano de una
antorcha y, secundado por uno de sus compañeros, la arrojó a través de una
ventana dorada que daba a las estancias próximas al santuario en la parte norte».

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«Una fuerza sobrenatural» es la traducción de las ediciones modernas del original
griego de Flavio Josefo que es daimonio arme tini, es decir «por una inspiración, por
un impulso proveniente de un dios (o de un demonio)». Sólo con emoción puede
leer un cristiano una expresión semejante procedente de un autor no cristiano, que
ignoraba o despreciaba la profecía de Jesús y el significado religioso que, para la
nueva fe traída por aquel Galileo, tenía la destrucción del Templo, símbolo de la
antigua Alianza, superada desde entonces por otra nueva.

Asimismo, la reacción de los supervivientes de aquella Jerusalén en la que Jesús


fue condenado a muerte y sobre la que derramó lágrimas, fue adecuada al drama
que estaba a punto de consumarse: «Al propagarse las llamas, los judíos estallaron
en un grito sobrecogedor en aquel trágico instante y, sin cuidarse de sus vidas y
haciendo acopio de todas sus fuerzas, se precipitaron a ayudar, porque estaba a
punto de ser destruido lo que hasta entonces habían tratado de salvar».

Pero —y Josefo lo subraya a la vez con dolor y resignación— nada se podía


hacer contra u n querer divino que está por encima de los hombres y que parece
utilizarlos como instrumentos inconscientes de su voluntad.

Prosigamos: «Alguien corrió a avisar a Tito, que se había retirado a su tienda para
descansar un poco. Puesto en pie, fue tal y como se encontraba hacia el Templo
para intentar dominar el incendio. Lo siguieron todos sus generales, y a éstos les
siguieron muy alteradas las legiones, formándose un gran griterío y confusión,
como erainevitable en el avance desordenado de fuerzas tan numerosas. Ya con
su voz, ya con la mano, César dio orden a los combatientes de apagar el fuego, pero
ellos no oían sus palabras, ensordecidos por un griterío cada vez mayor, ni
prestaron atención a las señales que les hacía con la mano, enardecidos como
estaban en la lucha o arrastrados por el frenesí. Para detener el ímpetu de los
legionarios no sirvieron ni requerimientos ni amenazas, pues todos se dejaron
llevar por la furia».

Tymós, «la furia» corresponde al latín famus, que tiene también un significado
sobrenatural. Se refiere a algo que altera la mente y lleva a comportarse de
manera inconsciente.

Se trataba de una alteración de la mente que, según Josefo, afectó a todos, y en


esos momentos «el Dios» impuso su voluntad, llevando a los legionarios romanos a
quebrantar la rígida disciplina que era a la vez su orgullo y su fuerza. Y si al
principio no oyeron las órdenes, después no quisieron oírlas: «Cuando estuvieron
más cerca del Templo, menos atención prestaron a las órdenes de César y a los
que iban delante de ellos les gritaban que propagasen el fuego».
Preso de una sensación de impotencia ante una fuerza superior, Tito «viendo que
no podía detener la furia de los soldados y que al mismo tiempo el incendio se
propagaba inexorablemente, entró en el Templo seguido de sus generales para ver el
lugar sagrado y los objetos en él contenidos. Y como las llamas no habían
llegado hasta el interior, pensó que el lugar todavía podía ser salvado, y tras darse
prisa en salir, se puso a exhortar personalmente a los soldados a que apagaran el
incendio, dando al mismo tiempo orden a Liberal, centurión de su guardia de
lanceros, de obligar a bastonazos a todo aquel que no obedeciera la orden. Pero
los soldados, a pesar del respeto debido a César y de su temor ante las amenazas

166
del centurión, se dejaron llevar por su furia, su odio contra los judíos y su
incontenible ímpetu guerrero».

Pero ya no había nada que hacer. Entonces llegó el último acto de aquel drama
sobrecogedor y misterioso: «De repente, uno de los que habían entrado en el
templo, cuando ya César había salido para intentar detener a los soldados, lanzó
en la oscuridad una antorcha contra los goznes de la puerta (la del Sancta
Sanctorum). Tras la inmediata extensión del fuego hacia el interior, César y sus
generales se retiraron y ya nadie impidió a los soldados que estaban fuera
propagar el incendio».

Como puede verse, Josefo certifica que «Contra la voluntad de César, el Templo
fue destruido por las llamas».

He aquí la conclusión a la vez triste y resignada del historiador judío: «Todo aquel
que sienta tristeza por algo que, por su forma y grandeza, además de por la
riqueza de sus elementos y por el afamado lugar santo, no se podía comparar con
todo lo visto o narrado, puede consolarse pensando en el Destino del que, al igual
que los seres vivientes, tampoco pueden escapar los lugares y las
construcciones».

A continuación, Josefo reitera que la voluntad de Dios se ha manifestado en aquella


destrucción: «Algo que nos sorprende es la trayectoria exacta de los avatares del
destino. Y es que, como ya dije antes, todo sucedió al llegar el aniversario del mismo
día y el mismo mes en que el Templo fuera incendiado por los babilonios.

En el siguiente capítulo seguiremos profundizando en el que es uno de los mayores


enigmas de la historia.

XXIII. «Gritarán las piedras»

HEMOS llegado al cuarto capítulo dedicado a profundizar en ese «signo de


veracidad» cristiana que, a la luz de las profecías, es el templo de Jerusalén.

Recordemos la entrada triunfal de Jesús en la Ciudad Santa donde, no muchas horas


después, sufrirá el martirio. Los tres sinópticos hablan de aquella entrada, pero
únicamente San Lucas incluye una frase de sentido enigmático, pero comprensible
para el creyente.

Vale la pena transcribir los versículos del tercero de los evangelistas: «Cerca ya de la
bajada del monte de los Olivos, toda la multitud de los que bajaban, llena de
alegría, comenzó a alabar a Dios a grandes voces por todos los prodigios que habían
visto, exclamando: "¡Bendito el Rey que viene en nombre del Señor! ¡Paz en el
cielo y gloria en las alturas!"» Algunos fariseos de entre la multitud le dijeron:
«Maestro, reprende a tus discípulos». El respondió: «Os digo que, si éstos callan,
gritarán las piedras» (Lc 19, 37 − 40).

La cursiva, naturalmente es nuestra y está plenamente justificada. Tal y como nos

167
dice San Lucas, aquellas palabras fueron pronunciadas «cerca ya de la bajada del
monte de los Olivos», es decir en el lugar desde donde se divisaban las enormes
construcciones del Templo, cuyos basamentos, que partían del valle del Cedrón,
alcanzaban los ochenta metros de altura. Y coronándolo todo, lo que hacía más
espectacular la vista, se alzaba con sus columnas el extenso pórtico de Salomón.
Por tanto, las piedras que tendrían que «gritar» eran sin duda las del Templo que,
todavía intacto, surgía ante los ojos de Jesús. Poco después en el mismo evangelio,
confirmando lo que veía en el futuro, Jesús llora por el terrible destino que se abatirá
sobre Jerusalén. Sus palabras se refieren nuevamente a las «piedras»: «Y te
aplastarán contra el suelo a ti y a tus hijos que estén dentro de ti, y no dejarán en ti
piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de la visita que se te ha
hecho» (Lc 19,44).

Hay, por tanto, una estrecha relación entre el reconocimiento de la mesianidad de


Jesús y las piedras del Templo, las cuales —según hemos visto en los tres
capítulos anteriores— están rodeadas de enigmas de profecías y acontecimientos
históricos inexplicables desde el punto de vista humano.

Ya vimos el sentido de fatalidad que Flavio Josefo ve en la guerra del año 70 y


especialmente en la destrucción del santuario que nadie deseaba y que todos (y
en primer lugar, los romanos) intentaron evitar y que pese a todo acabó
sucediendo «por impulso de un dios», en la expresión del historiador judío. Así
pareció cumplirse la profecíade Daniel: «Y hará cesar el sacrificio y la oblación y
habrá en el Templo una abominación desoladora» (Dn 9, 27); o la del profeta
Jeremías: «Haré de esta casa en que se invoca mi nombre, en que confiáis
vosotros, y de este lugar que di a vosotros y a vuestros padres, lo que hice de
Silo; y os arrojaré de mi presencia como arrojé a vuestros hermanos, y a toda
la progenie de Efraím» (Jer 7, 14).

Por ello Flavio Josefo refiere en su libro lo que «entre gemidos y lágrimas» gritó a los
defensores de las murallas de Jerusalén aquel trágico día en que por primera vez
tuvieron que interrumpirse los sacrificios sobre el altar: «¿Quién puede ignorar
lo que fue escrito por los antiguos profetas y la profecía referente a esta
desgraciada ciudad y que va a cumplirse pronto?» Muchas de aquellas profecías
aparecían en las Escrituras judías y en las tradiciones antiguas bien conocidas por
este judío ortodoxo, pero también estaban en los evangelios, que probablemente
Josefo no conocía o que, si conocía, rechazaba. Pero lo cierto es que los terribles
relatos de su Guerra de los judíos parecen la confirmación más segura de la
veracidad de las trágicas profecías de Jesús.

Es sabido que el llamado «discurso escatológico» de Jesús, es decir el discurso


sobre las «cosas últimas», se inicia con el anuncio que del Templo «no quedará piedra
sobre piedra». También, en el mismo discurso, se dice que esto sucederá al término
de «aquellos días que serán de una angustia tan grande como no la hubo desde
el principio de la creación que hizo Dios hasta ahora, ni la habrá. Y si el Señor
no acortase aquellos días, nadie se salvaría» (Mc 13, 19 − 20).

En términos parecidos se expresa San Mateo, mientras que San Lucas dice:
«Porque habrá una gran tribulación sobre la tierra y cólera contra este pueblo» (Lc
21, 23).

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A la luz de estas inquietantes profecías, debemos reflexionar sobre lo que Flavio
Josefo nos dice en su libro sobre estos hechos: «La guerra de los judíos contra los
romanos fue la más importante, no solo de nuestra época, sino probablemente de
todas las ciudades y naciones que tenemos noticia». Aunque alguien considere
que lo de «la más importante» es una exageración, estará de acuerdo por lo
menos en que fue la más encarnizada y la más sangrienta, por la fanática
obstinación de los rebeldes y la consiguiente implacable reacción de los romanos.
Lo que resulta indiscutible (y parece confirmar el anuncio de la «gran angustia nunca
antes habida» hecho por Jesús) son estas palabras del historiador antiguo: «Creo
que las desventuras de todos los pueblos, desde el inicio de los tiempos, se
quedan en nada si se comparan con las de los judíos».

No olvidemos tampoco, siguiendo siempre a Flavio Josefo, que a lo largo de la guerra


los romanos no hicieron más que 97.000 prisioneros, por lo que fue una contienda de
exterminio en la que frecuentemente los supervivientes preferían suicidarse en
masa antes que rendirse. Pero el destino de los que fueron cargados de cadenas
también fue terrible: «A los romanos, que exterminaban a los prisioneros de muchas
maneras, todo les parecía un castigo demasiado benigno». Josefo nos informa
asimismo que solamente en los espectáculos organizados para festejar el
cumpleaños del emperador en Cesárea Marítima, residencia del gobernador de
Judea, «fueron más de dos mil quinientos (judíos) los que murieron en los combates
contra las fieras, luchando unos contra otros o abrasados por las llamas».

Si fueron 97.000 los prisioneros de todos los años de campaña, sólo en el asedio
de Jerusalén, señala el historiador la impresionante cifra de un millón cien mil
muertos. Y como bien sabía Josefo que esa cifra podía despertar incredulidad,
señala unos cálculos fiables, hechos por los sacerdotes, para precisar el número de
personas que se encontraban en la ciudad todos los años con motivo de la
festividad de la Pascua.

Dice Josefo al respecto: «La mayor parte de ellos (del millón cien mil muertos) eran
judíos, pero no de Jerusalén, pues habían venido de todas partes para la fiesta de los
Ázimos (la Pascua del año 66), cuando repentinamente estalló la guerra en la que
se vieron atrapados». Y prosigue: «Toda la nación parecía prisionera del destino y la
guerra atrapó a la ciudad repleta de habitantes. De este modo, el número de víctimas
fue superior al de cualquiera de los exterminios llevados a cabo por manos humanas
o divinas». Una vez más podemos ver que en las palabras de este testigo no
cristiano aparece un sentido de fatalidad («prisionera del destino») de terrible
singularidad, de ese predominio de lo sangriento que resuena en las palabras
proféticas de Jesús.

Pero los detalles de esa «angustia nunca antes vista» pueden verse en todas las
páginas de La guerra de los judíos, que habría que leer íntegramente.

Fuera de las murallas y del vallado levantado por los sitiadores acabó escaseando
la leña a causa de la construcción de cruces, y así los que intentaban escapar
terminaban colgados «de los más variados modos y formas, de acuerdo con la
cruel arbitrariedad de los soldados». Si los que intentaban escapar corrían esta suerte,
los desertores que se rendían esperando salvarse tenían un final no menos horrible,
pues se les abría el vientre para buscar en sus vísceras monedas valiosas que pudieran
haberse tragado.

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Dentro de las murallas, no había unión ante la desgracia sino odio entre los
distintos grupos de defensores. Y a esto se añade la peste y la tremenda escasez
de víveres que llevará a la población a morir de hambre, hasta el punto de haber
pagado una fortuna por un pedazo de cuero de calzado para masticar o por un
puñado de heno podrido.

También tuvo lugar un espantoso suceso, cuando al olor a asado procedente de una
casa acudieron los zelotes para descubrir a una mujer, «María de Eleazar, persona
respetable por su nacimiento y riquezas», que había matado con sus propias
manos a su hijo lactante para comérselo tras ponerlo en el asador. Un caso trágico
que hace pensar en aquella lamentación de Jesús: «¡Ay de las que estén encintas y
criando en aquellos días!» (Lc 21, 23). Tras conocer el hecho, los sitiados «no veían
el momento de morir, considerando afortunados a todos aquellos que no habían
llegado a ver semejantes atrocidades».

Cuando la noticia del acto de canibalismo llegó al campamento de los sitiadores,


«la mayoría fue presa de un odio todavía mayor hacia los judíos» y Tito «clamó
por su inocencia de esta infamia ante Dios», atribuyendo toda la responsabilidad
únicamente a los judíos: «Él se tomaría el cuidado de sepultar la impía acción de
la madre devoradora de su hijo bajo las ruinas, no permitiendo que el sol iluminase
sobre la faz de la tierra a una ciudad en la que las mujeres se alimentaban de este
modo». Por otra parte, alrededor de la ciudad moribunda, en otro elemento del drama,
se extendía una espantosa laguna formada por cadáveres en descomposición, pues
los judíos desde una sola torre llegaron a arrojar 120.000 cuerpos.
Es a la luz de este escenario como hay que ver el llanto de Jesús sobre Jerusalén,
una profecía cumplida a su pesar. Jerusalén —y en ello coinciden tanto judíos
como romanos— tuvo el peor de los destinos reservados a una ciudad, un destino
al que sin embargo no podía sustraerse. Volviendo de nuevo a Josefo: «Habiendo
entrado en la ciudad, Tito quedó admirado por sus fortificaciones y sobre todo por
sus torres (...) Observando su altura, sus bases macizas, las dimensiones de cada
bloque de piedra y la precisión de su ensamblaje, dijo: "Verdaderamente hemos
combatido con la ayuda de Dios, y ha sido Dios quien ha hecho salir a los judíos
de esta fortaleza; porque contra toda esta obra, ¿de qué habrían servido la mano
del hombre y las máquinas?"»

También Flavio Josefo estaba convencido de la intervención de Yahvé, que


traicionado por su pueblo se había pasado al bando de los romanos, y de que
una mano misteriosa e implacable había decidido que pereciera el antiguo Israel
y que los supervivientes iniciaran una nueva etapa del judaísmo, reducido a un
testimonio de dolor.

En Josefo se aprecia un sentido de ruptura entre un antes y un después, idéntico al


que un cristiano puede ver en el paso del Antiguo al Nuevo Testamento, de la primera
a la segunda Alianza, de aquella raíz que fue el pacto con Abrahán al nuevo árbol
del cristianismo. Esta ruptura y cancelación del pasado queda simbolizada en
otro de los episodios narrados por Josefo: los sacerdotes que sobrevivieron, tras
haberse rendido, suplicaron todos juntos al vencedor que les respetara la vida. Sin
embargo, en esta ocasión Tito, que es descrito por Josefo como hombre clemente y
dispuesto como buen romano a debellare superbos sed parcere subjectis, se mostró
inflexible: «El emperador les respondió que para ellos ya había pasado el tiempo del

170
perdón, pues había sido reducido a cenizas lo único (el Templo) que habría
justificado salvarles, por lo que convenía que los sacerdotes perecieran
juntamente con su templo, y por tanto dio orden de que se les diera muerte».

Así fue el final, también físico, del viejo Israel que desde entonces ya no tendría nunca
ni Templo ni sacerdotes. Y también se quedó sin hombres de estirpe real pues, según
relata Eusebio de Cesárea, «después de la caída de Jerusalén, el emperador
Vespasiano dio orden de buscar y dar muerte a todos los descendientes de la
familia de David, para que no sobreviviera entre los judíos nadie de estirpe real».

¿Podría un cristiano no pararse a pensar en algo que, con todo su destino trágico,
parece confirmar las verdades de su fe?

Tampoco se puede por menos de meditar sobre estas misteriosas palabras de


Josefo: «Lo que principalmente llevó a los judíos a la guerra fue una incierta profecía,
inserta en las Sagradas Escrituras, por la que Alguien, originario de su país, acabaría
convirtiéndose en dominador del mundo. Ellos lo entendieron como si se refiriera
a uno de sus compatriotas, y muchos sabios se equivocaron al interpretarla, porque
en realidad la profecía se refería al dominio de Diocleciano, que fue proclamado
emperador en Judea».

Esta interpretación es la que evidentemente propone Josefo, que precisamente con


una interpretación similar obtuvo primero el favor de Vespasiano y luego el de su hijo
Tito, y acabó convirtiéndose en destacado miembro de su corte y en favorito de
la dinastía. Es por supuesto la interpretación hecha por los historiadores
romanos. Pero es realmente sorprendente que también ellos se refieran a la
expectación despertada en el Imperio y a la inexplicable atención a todo lo que
sucedía en aquella pequeña, menospreciada y remota provincia.

Dice Tácito: «Se decía que surgiría un gran poder en Oriente y que hombres
salidos de Judea conquistarían el mundo». Y ésta es la referencia de Suetonio:
«Fue anunciado en aquel tiempo que hombres salidos de Judea conquistarían el
mundo». Los dos historiadores escriben entre finales del siglo I y principios del siglo
II, cuando sólo formaban una secta despreciada y semidesconocida los seguidores
de Alguien «procedente de Judea» que verdaderamente terminaría «conquistando»
Roma y, con ella, el mundo entero.
Probablemente la expresión de Josefo («muchos sabios se equivocaron») sea una
alusión dirigida también a los cristianos, por entonces muy lejos de haber
triunfado. Lo cierto es que en esa profecía creyeron firmemente millones de judíos
persuadidos de la venida en aquel tiempo del Mesías, tal y como ellos lo entendían
(«dominador del mundo»), y por ello se atrevieron a enfrentarse con una potencia
militar nunca antes vista y prefirieron la muerte más atroz a la rendición. Así
pues, aquella guerra terrible es realmente un testimonio añadido a la fe de los
que veían en Jesús Nazareno el Mesías venido a colmar aquella expectación y que
apareció en el momento anunciado por los profetas judíos y que fue presentido
también por paganos que nada sabían de él.

Pero todavía hay más en lo que a profecías se refiere. Dice el biblista Guido Cavalleri:
«Los que regresaron a Jerusalén después de la cautividad de Babilonia eran pocos y
carecían de medios, pero enseguida comenzaron la reconstrucción del Templo. En

171
un momento determinado, para infundirles esperanza y renovar sus energías, el
profeta Ageo hizo la famosa profecía de que aquel templo, aunque más pobre, sería
más glorioso que el anterior, porque contemplaría la era mesiánica (Ag 2, 4 − 9). De
hecho, el Templo que después construyó Herodes no tocó (ni podía hacerlo) la
antigua construcción, sino que fue edificado en torno al antiguo templo de madera
construido por los "restos de Israel" tras regresar del exilio. Esta profecía, unida a la
de Daniel de las setenta semanas, infundía confianza a los que en tiempo de Jesús
incitaban a la rebelión contra los romanos. Porque aquel templo no podía ser
destruido antes de la llegada del Mesías. Y era verdad. Pero precisamente por esto,
la destrucción del año 70, que llevó también consigo el fin del único culto permitido
en el Antiguo Testamento, debería haber constituido para los judíos un signo
inequívoco de que el Mesías ya había venido».

Prosigue el mismo investigador: «Los judíos sabían muy bien, o al menos debían de
haberlo sabido, que con la redención llevada a cabo por el Mesías no se rendiría
culto a Dios en un lugar concreto (ni en el Templo de Jerusalén ni en el monte
Garizím, como decían los samaritanos), sino «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 21
− 24). Sabían que el «sacrificio perfecto» no consistía en la ofrenda del pan y el
vino (prefiguración de la Eucaristía), que se hacía en el Templo en la mañana y por la
tarde; y sabían también que en los tiempos mesiánicos habría una «oblación pura»
que se elevaría siempre y en todo lugar (Ml 1, 11).

Estamos ante un caso de obcecamiento. Y esto no sólo ha sido dicho por los
cristianos, también judíos como Flavio Josefo han escrito refiriéndose al pueblo
de Israel: «No reflexionó ni dio fe a los signos manifiestos que anunciaban la
inminente destrucción. Como si un relámpago les cegara en sus ojos y en su
mente, no comprendieron las advertencias de Dios».

En el quinto capítulo del sexto y penúltimo libro de La guerra de los judíos, después
de habernos descrito el Templo en llamas, Josefo nos hace una impresionante
relación de esos «signos manifiestos»; una relación que aumenta el ambiente de
misterio, la sensación de fuerza del azar que parece informar aquella «gran
angustia».

Citemos algunas de esas advertencias misteriosas que no fueron comprendidas por


Israel: «Sobre la ciudad apareció un astro en forma de espada y un cometa que
pudo verse durante un año»; «poco antes de que estallaran la rebelión y la
guerra», en la época de Pascua, «en la novena hora de la noche el altar y el templo
fueron rodeados de un resplandor tal que parecía pleno día, y dicho fenómeno se
prolongó durante media hora. A los no entendidos les pareció un buen presagio,
pero los escribas lo interpretaron de acuerdo con lo que sucedería después».

También durante la Pascua, la puerta oriental del Templo —hecha en bronce y


tan pesada que veinte hombres podían levantarla a duras penas— que estaba
perfectamente apalancada, se soltó por sí sola: «Una vez más, esto pareció a los
no entendidos un signo favorable, pero los que entendían comprendieron que la
seguridad del santuario había tocado a su fin e interpretaron el prodigio como
signo de destrucción».

Veamos otro más de los signos referidos por Josefo, que precedió a la destrucción del

172
Templo: «Pocos días después de la fiesta, el veintiuno del mes de Artemisa
apareció una visión milagrosa a la que habría que dar crédito. En realidad, lo que voy
a relatar podría parecer una invención, si no estuviera sostenido por testigos
presenciales, y además está confirmado por las desgracias que acaecieron después.
Antes de que el sol se ocultara, se vieron en el cielo a lo largo de toda la región,
carros de guerra y un despliegue de hombres armados que aparecían
repentinamente de entre las nubes y rodeaban la ciudad».

Pero aún es más digno de reflexión el siguiente hecho: «En la fiesta llamada de
Pentecostés, los sacerdotes que habían entrado de noche en el interior del Templo
para celebrar los ritos acostumbrados relataron haber oído primero un sobresalto
seguido de un golpe y de un conjunto de voces que decía: ¡Nos vamos de este lugar!»

Dice asimismo el historiador judío que «todavía más impresionante fue el siguiente
prodigio: cuatro años antes de estallar la guerra (es decir, en el año 62), cuando la
ciudad parecía haber llegado al límite de la paz y de la prosperidad, un tal
Jesús, hijo de Ananías, que era un tosco campesino, se presentó en la fiesta en
que es costumbre la construcción de tabernáculos y de repente comenzó a gritar en
el Templo: "¡Una voz de Oriente, una voz de Occidente, una voz desde los cuatro
vientos, una voz contra Jerusalén y el Templo, una voz contra maridos y mujeres,
una voz contra todo el pueblo!" Día y noche vagaba por las calles repitiendo
estas palabras hasta que los dirigentes, cansados de aquellos malos presagios, le
hicieron detener y azotar. Pero él, sin abrir la boca para defenderse ni para acusar a
los que le habían azotado, seguía repitiendo aquel estribillo. Creyendo que Jesús
de Ananías "se comportase así por causa de una fuerza sobrenatural", los
dirigentes de los judíos terminaron por conducirle ante el gobernador romano:
"Pero el hombre, tras haber sido azotado hasta dejarle los huesos al descubierto,
no emitió ni una súplica ni un gemido, y a cada golpe repetía: ¡Pobre Jerusalén!
Y cuando Albino, que era entonces el gobernador, le hizo preguntar de dónde
provenían y el porqué de sus lamentaciones, no le dio respuesta y continuó llorando
el destino de la ciudad. Así pues, "durante siete años y cinco meses seguiría
gritando: '¡Pobre Jerusalén!', sin que su voz se debilitase y sin dar muestras de
cansancio, hasta que se produjo el asedio, cuando estaban a punto de cumplirse
sus tristes vaticinios". Jesús de Ananías murió en las murallas de Jerusalén, tras
ser alcanzado por la piedra de una ballesta romana. Sus últimas palabras fueron:
"¡Pobre ciudad, pobre pueblo, pobre Templo!"».

Para Flavio Josefo la conclusión está muy clara: «Si reflexionamos sobre estas
cosas, veremos cómo Dios se ocupa de los hombres y que de muchas maneras
anuncia a su pueblo los medios de obtener la salvación, pero aquél se perdió
por su estupidez y se atrajo por sí mismo las desgracias». Confirma esto otras
palabras de Jesús Nazareno referentes a que Jerusalén no quiso ser salvada, a pesar
de que él la llamara a la salvación, del mismo modo que la gallina recoge a los
polluelos bajo sus alas.

Dando un último ejemplo del obcecamiento judío, el historiador añade: «Sucedió


también que los judíos, tras la destrucción de la fortaleza Antonia, redujeron la zona
del Templo a un espacio cuadrangular, pese a que estaba escrito en sus profecías
que la ciudad y el Templo serían conquistados cuando la zona del Templo tuviera

173
la forma de un cuadrado».

No sabemos a qué «profecías» se refiere Josefo. Pero como dice Cavalleri: «El
durísimo golpe que experimentó el judaísmo con la destrucción del Templo y la
catástrofe de Israel llevó a los doctores que sobrevivieron a modificar las
explicaciones de las profecías mesiánicas y a rechazar como libros no inspirados
(en todo o en parte) algunos que hasta entonces habían sido considerado como
tales. Entonces sucedió que muchos escritos judíos (catequéticos y exegéticas),
que se referían a la venida del Mesías, fueron destruidos intencionadamente u
ocultados por los maestros de Israel, tras la reorganización del judaísmo después
del año 70. Una prueba de ello es también la célebre disputa de Tortosa en
1413, que enfrentó a un judío converso y a los rabinos más doctos del reino de
Aragón. Una disputa que evidencia de modo inequívoco este hecho».
Según los cálculos de Josefo, habrían transcurrido 2.177 años desde la fundación
de Jerusalén hasta su destrucción en el verano del año 70. Fue una destrucción tal
que «al ver aquel lugar, nadie habría pensado que allí poco antes se alzara una gran
ciudad». Y añade con pesar aquel judío que había nacido dentro de sus murallas:
«Ni su antigüedad, ni su magnificencia, ni su pueblo disperso por todo el mundo
ni la fama de su gran religiosidad, pudieron salvarla de la destrucción».

La sensación de un hecho cumplido de modo inexorable, de una destrucción total


querida por una Fuerza más poderosa que los hombres se impondrá sobre todo
intento de reconstruir algo que no podía ser reconstruido. Además del intento que
fracasó en la rev elta del año 132, está otro llevado a cabo con la ayuda y el consejo
del emperador Juliano el Apóstata. Con la reconstrucción del Templo, este
emperador, más que favorecer al judaísmo, quería desmentir a los cristianos que
creían que aquella destrucción era el signo del final de la Antigua Alianza y del
principio de la Nueva.

El episodio de la fallida reconstrucción es narrado por muchos historiadores, con


frecuencia contemporáneos de los hechos y en su mayoría no católicos. Este es
el caso del arriano Filostorgio y que no es nada sospechoso si tenemos en cuenta que
se refiere a un acontecimiento que tiene como protagonista a uno de sus adversarios
teológicos como San Cirilo, obispo de Jerusalén. Pero hay historiadores todavía
menos sospechosos como Ammiano Marcelino, amigo personal del emperador
Juliano, simpatizante como él del paganismo, por razones culturales, pero en esencia
ateo en sus convicciones personales.

Los misteriosos hechos tuvieron lugar en el año 362. Gracias a una fuerte suma de
dinero aportada por el emperador, llevado del deseo (según afirman los
historiadores) de «desmentir las profecías de Cristo», se acumularon materiales
sobre la explanada, se trazaron planos arquitectónicos y se trajeron miles de
trabajadores, entre ellos muchos voluntarios judíos. Pero el obispo Cirilo, en una
especie de desafío público, anunció a la comunidad cristiana (que una vez más,
después de la libertad concedida por Constantino, sufría persecución) «que era
absolutamente imposible que los judíos pudieran llevar a cabo su propósito». En
efecto —y según el relato unánime de muchos historiadores, en su mayoría
contemporáneos e imparciales—, al día siguiente fuertes movimientos sísmicos
sacudieron la explanada y sepultaron a muchos trabajadores.

174
Pero el hecho más impresionante es relatado por el propio Ammiano Marcelino,
que fue enviado personalmente a Jerusalén por el emperador para informarle sobre
la marcha de los trabajos. Este es su testimonio: «Gigantescas esferas de llamas
caían en oleadas sobre los cimientos, y hacían inaccesible aquel lugar (...) y como
los elementos empujaban constantemente hacia atrás a los trabajadores, la obra
tuvo que interrumpirse». En una carta dirigida a su amigo Juliano, Ammiano le
preguntaba que debía hacer.

¿Cuál fue la reacción del emperador? Dice un historiador de nuestros días: «Tras el
clamor oso fracaso de su empresa, Juliano comentó lacónicamente que "El Dios de
los judíos no está contento de ellos", y se afianzó en sus convicciones en favor del
politeísmo pagano». En uno de sus escritos del año 363 insistió en sus argumentos:
«Los profetas de los judíos han arremetido muchas veces contra lo que ellos
llamaban idolatría, pero ¿qué dirían ahora de su templo, destruido tres veces y
aún no reconstruido?» Irritado por la «victoria de los galileos» más que por el
fracaso de los judíos (que sólo le importaban como instrumento anticristiano),
Juliano decretó su última disposición contra los seguidores de Jesús y partió hacia
Frigia donde encontró la muerte.

Sobre la explanada de Jerusalén, cubierta de nuevo con los restos de las estatuas
de los emperadores paganos, se construyeron iglesias, hasta que pocos siglos
después los invasores árabes edificaran sus mezquitas. Todavía están allí y los
musulmanes han repetido muchas veces que estarían dispuestos a desencadenar una
guerra para defenderlas. Debajo de la explanada, ante el Muro de las Lamentaciones
todavía los judíos lloran e inquieren de Dios un porqué.
Con humildad unida al convencimiento y la esperanza —a la que nos invita el judío
Pablo— de la aceptación de Jesús como Mesías por parte de nuestros «hermanos
mayores» en la fe, el creyente en los evangelios puede encontrar en aquel lugar,
tras haber seguido estos cuatro capítulos, la respuesta al misterio.

XXIV. «Según las Escrituras»

EN nuestro recorrido a lo largo de los relatos de la Pasión y Muerte de Jesús de


Nazareth, ha llegado el momento de hacer una pausa. Se trata de una breve
pausa para reflexionar, de una manera más general, sobre una hipótesis que se
apunta prácticamente detrás de cada frase, episodio y personaje de los analizados
hasta ahora.

Nos referimos a la hipótesis (que muchos, como es habitual, han considerado y


consideran como certeza) de que en general los evangelios y su núcleo central —
los relatos del «misterio pascual»— han sido construidos, o por lo menos
adaptados, versículo a versículo, partiendo de las profecías de las antiguas Escrituras
judías.

Retrocediendo en lo relatado hasta aquí y escogiendo un ejemplo entre muchos,


volveremos a los primeros capítulos de nuestra investigación. Comenzábamos
analizando el trágico destino de Judas, que culminó (y ello sólo es relatado por
San Mateo) con su suicidio colgándose de un árbol. A este respecto

175
recordábamos la expeditiva certeza de Charles Guignebert: «El suicidio de Judas
fue inventado buscando un paralelismo con Ajitofel, consejero de Absalón, que
también se suicidó ahorcándose». Tomando asimismo otro ejemplo de los primeros
capítulos está el hecho (testimoniado por los cuatro evangelistas) de los
denominados «ladrones» crucificados junto a Jesús. En este caso es Alfred Loisy
el que sentencia de forma no menos tajante: «Es un detalle añadido para
demostrar, con ciertas variantes, el cumplimiento de las antiguas profecías contenidas
en el Salmo 21, 7 − 9».

Para algunos críticos, en cualquier pasaje de los evangelios, y sobre todo en los
relatos de su parte final, sólo hay una especie de «rompecabezas» que se ha
construido hábilmente a base de ensamblar los materiales más diversos
procedentes de profecías que se refieren a las expectativas mesiánicas. Y se trata de
materiales abundantes, puesto que solamente en la Escritura reconocida entonces
como autentica en Israel (excluyendo la todavía mayor producción apócrifa, de
sectas y de tradición popular) hay cerca de trescientas profecías en las que se
anuncia la venida de un misterioso personaje que saldrá del pueblo judío pero que
extenderá su dominio sobre todos los demás pueblos. Se trata de «El Ungido
del Señor», el Masiah.

Estos críticos radicalizan sus posturas y excluyen que detrás de los versículos
evangélicos haya alguna referencia a hechos auténticos y sólo ven en ellos
«profecías» en las que se ha abusado de la historia. Pero también desde hace
algunas décadas muchos otros investigadores «de inspiración cristiana», aunque no
llegan a los excesos de los anteriormente citados, ven también en la prosa de los
evangelistas una influencia puntual y constante de las expectativas judías referentes
al Mesías. Citemos un nombre prestigioso entre muchos: el de Günther Bornkamm,
un protestante discípulo de Rudolf Bultmann, del que ha heredado, aunque un tanto
atenuada, su obsesión desmitificadora, encontrando en los evangelios una mayor
concordancia con los hechos que la apreciada por su maestro. Pese a todo,
Bornkamm considera que «las profecías del Antiguo Testamento han tenido la
función de creadoras de historia en el Nuevo».

Al analizar los distintos episodios y personajes, ya nos hemos ocupado en cada


momento de este tipo de objeciones contra la historicidad de los evangelios. Pero
ahora ha llegado el momento de analizar globalmente un problema que es de los
más importantes y que es no menos fundamental para el creyente lector de los
evangelios, que busca la relación entre lo que lee y lo que realmente sucedió.

Hay que repetir una vez más con claridad y firmeza, y ello se desprende de un análisis
objetivo de los textos, que no son las profecías «mesiánicas» las que inspiran
a los evangelistas. Por el contrario, cuando éstos tienen que justificar hechos
desconcertantes cuando no embarazosos, no recurren a los anuncios de las
profecías, y a veces sólo con dificultad pueden salir airosos del problema. Como
hace notar el prestigioso biblista Xavier Léon Dufour: «Se acude a las antiguas
Escrituras principalmente para encontrar explicaciones a un modo de actuar de Dios
que desconcierta porque resulta contrario a lo que se esperaba».

Para «justificar» a la luz de las profecías lo que sucedió, los evangelistas tendrían

176
que haberse esforzado en utilizar lo que otro biblista de nuestros días, Charles
Harold Dodd, define como «Un ingenioso recurso que a nosotros nos puede
parecer un tanto abusivo y que consiste en buscar nuevos sentidos o interpretaciones
a los textos de la Escritura cuya lectura hasta el momento era diferente o incluso
opuesta».

Al contrario de lo que con demasiada frecuencia se nos quiere hacer creer, el


método empleado por los evangelistas no pasa por la transposición de los textos
proféticos del Antiguo Testamento a los históricos (o mejor habría que decir
seudohistóricos, si esto fuera realmente así) del Nuevo Testamento. Podemos leer
hechos sorprendentes, e incluso escandalosos, de los que se querría buscar su
previsión (es decir, su justificación) en las antiguas Escrituras. Pero lo cierto es
que esas «previsiones» acaban siendo algunas veces un tanto artificiosas cuando no
forzadas en la interpretación hecha por los redactores evangélicos.

Alguien dijo —y probablemente no le falte razón— que el episodio de los dos


discípulos camino de Emaús fue añadido al evangelio de San Lucas (único que lo
relata con detalle) para ayudar a superar el impacto psicológico de un Mesías que
ponía en crisis la fe al desbaratar las expectativas que de él se tenían. Sabiendo lo
que se esperaba del Mesías de Israel, está plenamente justificado que los discípulos
«Se detuvieran entristecidos» y que «uno de ellos llamado Cleofás», respondiera al
desconocido que les salió al paso: «Nosotros esperábamos que sería él quien
redimiera a Israel...» (Lc 24, 17 y ss.).
Para superar su amarga desilusión, aparecen los reproches hechos por el hombre
que más tarde se les revelará como el propio Jesús: «¡Oh, necios y tardos de
corazón para creer todo lo que dijeron los profetas! ¿No era preciso que el
Cristo padeciera estas cosas, y entrara así en su gloria? Y empezando por
Moisés y todos los profetas, les interpretaba lo que hay sobre él en todas las
Escrituras» (Lc 24, 25 − 27).

Asimismo, al final del mismo evangelio se relata la aparición de Jesús a los once y a
otros discípulos, con una prueba para confirmar que el Mesías había venido, a
pesar de que las esperanzas de las antiguas profecías parecían haber sido
traicionadas: «¿Por qué os turbáis, y por qué surgen dudas en vuestros corazones?»
Y a continuación, añade: «Estas son las cosas que os decía cuando estaba todavía
con vosotros, pues es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de
Moisés, en los Profetas y en los Salmos». Entonces abrió sus inteligencias para que
comprendieran las Escrituras. Y les dijo: «Así está escrito que el Cristo debía padecer
y resucitar de entre los muertos al tercer día...» (Lc 24, 38; 44 − 46).
Pero consideradas las cosas estrictamente, y según un experto en la Escritura,
esta explicación no parece la más adecuada: «"Así está escrito". ¿Pero dónde?
En lo que se refiera notas y referencias al margen, nuestras Biblias no contienen
ni una sola referencia a pasajes del Antiguo Testamento donde esté escrito lo
que Jesús leyó y enseño aleer a sus discípulos. Y los pasajes que aparecen se
pueden interpretar de modo muy diverso, al tiempo que existen otros que podrían
contradecir la interpretación que los evangelios atribuyen al propio Jesús».

La cita pertenece a Sergio Quinzio, un cristiano especialista en la Escritura, sobre


todo la judía, y en ella se ve prácticamente una postura opuesta a la de la crítica

177
radical que defiende que los evangelios fueron elaborados en concordancia con
las antiguas Escrituras.
Sea como fuere, resulta verosímil la necesidad de que fuese el propio Jesús el
que abriera las inteligencias de sus discípulos para que comprendieran las Escrituras.

Es algo probado que en los evangelios los hechos preceden a las profecías y esto
contrasta a menudo con las expectativas que se tenían entonces. Los discípulos de
Emaús (como todos los que habían seguido a Jesús, confiando que él fuese el Mesías
que debía de venir), tuvieron que enfrentarse a un inesperado fracaso, a la muerte
vergonzosa desde el punto de vista social de su Maestro, a un final innoble que les
había arrebatado la esperanza. Tuvo que intervenir el propio Resucitado para
«demostrarles» que él era el Mesías, a pesar de lo inesperado de los sucesos.

Así pues, no es un problema de analizar —aunque haya que hacerlo episodio


por episodio sino de enfrentarse a las historizaciones abusivas de las expectativas
mesiánicas.

Este problema, más que a los detalles, se refiere a todo el conjunto global. Todo
el conjunto de hechos de la Pasión, Muerte y Resurrección no puede haber salido
de otro conjunto preexistente de profecías, puesto que la selección e interpretación
de las profecías hasta ese momento iba en una orientación completamente opuesta
a lo que sucedió.

Continuando con nuestra investigación, diremos que, en un próximo libro, al que


remitimos, nos ocuparemos —Dios mediante— del tercer y decisivo acto del
drama de la Pascua: los relatos de la Resurrección. Analizarlos supondrá analizar
sus impresionantes (y completamente singulares) relaciones con las profecías
mesiánicas.

Por el momento, nos estamos ocupando en este libro de los dos primeros actos:
Proceso, Pasión y Muerte en la cruz. En ellos estamos de acuerdo con Josef
Blinzler, en que «el material profético que se puede tomar en consideración para
el proceso de Jesús es, aunque no suela decirse, muy escaso y se refiere a
detalles secundarios, como por ejemplo las burlas de los presentes en la
comparecencia de Jesús ante el Sumo Sacerdote. Podemos leer en Mc 14, 65:
«Algunos comenzaron a escupirle, y tapándole la cara, le golpeaban diciendo:
"Adivina". Y los criados le daban bofetadas». Y dice el profeta Isaías: «He dado
mis espaldas a los que me herían, y mis mejillas a los que me arrancaban la barba, y
no escondí mi rostro a las injurias y a los esputos» (Is 50, 6).

Unas coincidencias que resultan significativas. Pero los que se fijan en esto olvidan
con frecuencia algo no menos importante: Las expectativas mesiánicas no preveían
ningún proceso a un Cristo al que se creía victorioso, es más, invencible. Por ello, las
comparecencias ante Anás, el Sanedrín y Pilato no tienen ningún precedente en la
tradición judía precristiana.

Antes de volver al meollo de un problema tan tratado, destacaremos, entre otras


cosas, que los pasajes del Antiguo Testamento presentados como fuentes creadoras
de los relatos evangélicos presentan muchas referencias que no son utilizadas ni
directa ni indirectamente por dichos relatos.

178
Entre estos pasajes, utilizados frecuentemente por críticos detractores, hay algunos
salmos. Comenzaremos por el salmo 21, cuya denominación tradicional es «La
oración del justo perseguido» y que comienza con las palabras pronunciadas por
Jesús en su agonía: «¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?».
Reparemos en el versículo 17 de dicho salmo: «Me rodea una jauría de perros».
Sabemos en efecto que los perros vagabundos rondaban en torno los lugares de
ejecución, en busca de macabros despojos. Ningún evangelista menciona a los
perros, pero éstos aparecen en evangelios apócrifos o en actas no menos apócrifas
de los primeros mártires, con el claro objetivo, rechazado por la Iglesia, de
demostrar que todas las profecías se cumplieron hasta el más mínimo detalle.
Esto contrasta con los textos canónicos, que no mencionan a ningún animal
junto a la cruz.
Otra de las supuestas profecías esgrimidas por cierta crítica se refiere al salmo 68
(conocido tradicionalmente como el de la «angustia mortal»), y que comienza con
referencias que no encuentran ninguna correspondencia en los evangelios:
«Sálvame, ¡oh, Dios!, porque las aguas han entrado hasta el alma. Húndome en
profundo cieno donde no puedo hacer pie». Los términos «agua» y «cieno» por
cuestiones filológicas que sería largo referir, no hay que entenderlos en sentido
metafórico sino real. Y el versículo 4 dice: «Cansado estoy de clamar», pero los
evangelios destacan el silencio de Jesús durante la Pasión y el proceso («Pero
Jesús callaba» Mateo 26, 63) y en la cruz únicamente le atribuyen unas pocas
palabras apenas susurradas y solo un gran grito antes de morir. El salmo citado
emplea expresiones como la del versículo 6: «Tú, ¡oh, Dios!, conoces mi estulticia y
no se te ocultan mis pecados», que hacen del todo inaplicable este texto a quien,
según los evangelios, no tuvo pecado y fue un cordero limpio de toda mancha.

Según Blinzler, cuando se produce una concordancia entre los textos del Antiguo y
Nuevo Testamento, «resulta con frecuencia bastante imperfecta lo que resultaría
inexplicable si en la elaboración de los relatos evangélicos, no hubiera habido una
preocupación por la objetividad histórica o bien se la hubiera dejado en un segundo
plano».

Pero entre todas las profecías del Antiguo Testamento hay una serie de pasajes
que han sido calificados de «creadores de historia», de inspiradores de todo el
entramado de los relatos de la Pasión y Muerte de Jesús. Nos referimos a los
cuatro poemas de Isaías conocidos como los del «Siervo de Yahvé» y donde (sobre
todo en los capítulos 52 y 53) se hace referencia a un misterioso personaje que «por
la fatiga de su alma verá y se saciará de su conocimiento» (Is 53, 11). Son muchos
los críticos que dan por descontado que los evangelistas se emplearon a fondo en
estructurar (por no decir inventar), tomando como punto de partida aquellas
enigmáticas páginas, unos hechos que son presentados como si realmente
hubiesen sucedido.

Mas esta seguridad de los críticos se contradice con el hecho de que el judaísmo de
todas las épocas (el de la época de Jesús, de los tiempos posteriores y de la
actualidad) nunca relacionó en modo alguno las expectativas mesiánicas con los
misteriosos poemas de Isaías, ni con ninguna otra profecía que presentara al
Ungido de Dios como un hombre vencido y sufriente.

Kurt Schubert, profesor de judaísmo en la Universidad de Viena, dice lo siguiente:

179
«Los capítulos 52 y 53 de Isaías no tuvieron ninguna interpretación mesiánica en
el judaísmo precristiano. Esta interpretación aparece por primera vez en la Primera
Carta de Pablo a los Corintios, es decir en un texto cristiano y no judío». Toda la
exégesis rabínica no interpreta al «Siervo de Yahvé» como una figura mesiánica,
sino como una alegoría del Israel que sufre en el exilio. Se trata de «un personaje
comunitario» que representa al pueblo de Abrahán y no a una persona concreta.

Lo dice también Joseph Klausner, uno de los mayores especialistas judíos en Jesús:
«La expresión de Juan 18, 36 ("Mi reino no es de este mundo") es absolutamente
impensable en boca del Mesías esperado por Israel».

El Mesías esperado era un vencedor y no un vencido, un rey, y no un siervo


crucificado; un dominador del mundo y no un galileo apresado y ejecutado por
voluntad de un gentil romano. Israel creyó reconocer este prototipo de Mesías en
Bar Kokheba, después de las primeras victorias de la rebelión del año 132, cuando
el más prestigioso de los intérpretes de la Escritura, el rabbí Aqiba, aprobará la
acuñación de moneda por los rebeldes con la inscripción «Año primero de la
era mesiánica».

Admitiendo que el Nazareno era un Mesías que echaba completamente por tierra
las expectativas de Israel (y que, por tanto, no fue «creado» partiendo de los textos
proféticos del judaísmo oficial), hay quien opina, tras el descubrimiento de la
biblioteca de los esenios en Qumrán, que allí estaría el origen del Nuevo
Testamento. Son los que afirman que, entre aquellos monjes vistos con hostilidad
por el judaísmo ortodoxo, habrían arraigado unas expectativas mesiánicas más
acordes con el «Siervo sufriente» de Isaías.

Pero esta posibilidad también debe ser descartada. Aunque no sepamos mucho de
las expectativas de los esenios, parece cierto que ellos también aguardaban a un
Mesías guerrero y rey que habría guiado a los elegidos hasta el combate final; y a él
añadían un segundo personaje de carácter sacerdotal, que habría llegado con
anterioridad, identificado probablemente con un «Maestro de justicia» que fue
perseguido por un «Sacerdote impío» y sobre cuya muerte nada sabemos con
seguridad. Sin embargo, parece que debió morir de muerte natural, y no de un
modo «infamante» como Jesús. Tampoco hay ningún indicio de que su muerte
tuviera un carácter de expiación y redención y que ni mucho menos se le diera
por resucitado.

Es cierto que en los manuscritos de Qumrán se encuentran alusiones al «Siervo


sufriente», pero no hay ninguna referencia mesiánica, pues esos fragmentos de
Isaías no son presentados como un anuncio del Ungido. Tampoco, como dice el
judío David Flusser, se puede establecer ninguna relación «porque en todas sus
tendencias, el judaísmo nada sabe de un "Hijo del hombre" que murió ejecutado y
después resucitó». Y dice otro judío,Jules Isaac: «La imagen más característica del
Mesías esperado es la presentada en el salmo 17 (el llamado "Canto triunfal")»,
en especial a partir del versículo 40: «Me ceñiste de fortaleza para la guerra,
sometiste a los que se alzaban contra mí. Obligaste a mis enemigos a darme la
espalda, a los que me odian los exterminaste...»

Leer por entero este salmo (que es señalado por un judío de hoy como un
modelo para el Mesías) equivale a descubrir unas expectativas totalmente opuestas

180
a las de Jesús. Otra argumentación contraria viene de los paganos, concretamente
del filósofo Porfirio, que vertiera fuertes ataques en su libro Contra los cristianos, y
en el que, dando muestra de su conocimiento de las dos religiones, acusa a los
cristianos de haber traicionado al judaísmo, ya que en esta religión «nadie se ha
referido a un Cristo crucificado».

Por tanto, se hace realidad un hecho indiscutible que es garantía de la veracidad de


los evangelios: éstos no han sido elaborados en absoluto partiendo de las
profecías mesiánicas, al menos por las tenidas como tales en aquella época, porque
no sólo no son aplicables, sino que serían fuente de escándalo si se refirieran a Jesús.
Una vez sucedidos los hechos y por la propia fuerza de los mismos, sería inútil
hurgar donde nadie creería reconocer un anuncio del Mesías.

Así pues, según observa Charles Harold Dodd, «en el origen de la tradición evangélica
hay un rígido y sorprendente principio de selección, que tuvo que dejar de lado los
rasgos característicos de la idea mesiánica, y centrarse en otros del todo
insospechados. La única explicación lógica es que un acontecimiento real habría
forzado a hacer dicha elección. Se trataba del hecho objetivo e indiscutible de la
presencia, enseñanzas y padecimientos de Jesús. El cumplimiento de todo lo demás
—el Mesías triunfante— podía trasladarse a un tiempo futuro, el de la esperanza
de la Segunda Venida de Cristo en la plenitud de su gloria, que permitía mantener
en reserva las expectativas no realizadas, incluso desmentidas por la Primera
Venida».

En el fondo (y no parece tanto una paradoja blasfema como una necesidad lógica),
Anás y Caifás, y todos aquellos sanedritas, escribas, fariseos y saduceos que
rechazaron como Mesías a aquel pobre galileo, tenían razón desde el punto de
vista estrictamente judío. No andaba equivocado Caifás al hablar de «blasfemia»
porque, según Josef Blinzler, «un Mesías prisionero, abandonado por sus propios
discípulos, reducido a la impotencia y entregado a la violencia de sus enemigos,
era para ellos una idea inaceptable». Un israelita que, en una situación semejante,
se presentaba como el Mesías, como el detentador de la máxima dignidad que Dios
podía conferir a un hombre. A los ojos del sanedrín —como a los de cualquier otro
judío piadoso— sólo podía ser un malvado alguien que se atrevía a escarnecer las
promesas más importantes de Dios al pueblo de su Alianza».
Así pues, no es en absoluto verdad que el evangelio —y especialmente la
humillación de Jesús ante todos y su victoria sobre la muerte, sólo conocida de
unos pocos íntimos— sea «una creación escatológica en la línea de la tradición
judía», tal como repiten tantos «expertos».

Es más bien todo lo contrario. Por emplear palabras de Dodd: «Los relatos de
la Pasión y Muerte son el resultado del encuentro entre un hecho histórico y una
escatología precedente que, como consecuencia del mismo, ha tenido que ser
revisada en profundidad. En el principio no fue la profecía sino la realidad. Es la
profecía la que se pone al servicio de esta última, con la esperanza de encontrarle
una justificación, de encontrarle una explicación no pensada hasta entonces».

No es, como dice Bornkamm, «la profecía creadora de historia», es la historia la


que, de alguna manera, es «creadora de profecía». El Antiguo Testamento no es
—al menos en este aspecto— una fuente de sugerencias para el Nuevo, sino un

181
depósito que diera seguridad a un pueblo cuyo lema bien podría haber sido el
de quod non est in Libro non est in vita, lo que no está en el Libro Sagrado tampoco
está en la vida. Y aquel Libro —tal y como era leído hasta entonces— decía tales cosas
que «lo último que un judío podía esperarse del Mesías era que tenía que sufrir y
morir de manera infamante» (K. Schubert).

El modo de proceder y razonar de la comunidad cristiana aparece perfectamente


indicado en la Segunda Carta de San Pedro: «Pues no ha sido siguiendo fábulas
capciosas como os dimos a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo,
sino como quienes han sido testigos oculares de su grandeza». Por tanto, gracias
a esta experiencia directa, «tenemos mayor seguridad en la palabra profética...»
Con lo que parece ir por delante, como adelantándose a las objeciones de los que
interpretaban la «palabra» de la misma manera que les habían enseñado los jefes
de Israel, más esto se había demostrado equivocado: «Pero sabed ante todo que
ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia» (2 Pe 1, 16,
19 y 20).

Quien nos hace esta advertencia es el mismo Pedro, que se había revelado, porque
era contrario a todas las profecías, contra el destino que el Maestro había previsto para
sí: «Y empezó a enseñarles que el Hijo del hombre debía padecer mucho, ser
rechazado por los ancianos, por los príncipes de los sacerdotes y por los escribas, ser
condenado a muerte y resucitar al tercer día. Y hablaba de esto con toda
claridad. Pedro entonces, tomándole aparte, se puso a reprenderle (Mc 8, 31 − 32).
La visión judía del discípulo Simón, visión «mesiánica triunfal», mal podía
acomodarse con las perspectivas de Jesús, que habían escandalizado a cualquier
israelita piadoso.

A la luz de lo que hemos analizado en éste y en otros capítulos, se ve hasta


qué punto están en lo cierto investigadores del estilo de Guignebert cuando, sin
admitir crítica alguna, sentencian: «En los relatos de la Pasión y Muerte no hay
versículo que no sea sospechoso de depender enteramente o en parte de un
antecedente en las antiguas Escrituras».

Las respuestas a estas tesis las hallamos en las palabras de San Pedro: «Hemos sido
testigos oculares». O en las de San Juan, en la culminación del drama del Gólgota:
«El que lo vio ha dado testimonio, y su testimonio es verdadero, y él sabe que
dice la verdad para que también vosotros creáis» (Jn 19, 35). «Creed», pues, no
tomando como fundamento lo que estaba previsto, lo que esperabais, sino lo que
verdaderamente sucedió y que resulta indiscutible para el que lo ha visto, no
elaborando los textos partiendo de antiguas expectativas, sino ateniéndose a la
realidad tal y como se presenta: imprevista, y, sin embargo, aceptarla como una
misteriosa e inescrutable sorpresa de un Dios «cuyos pensamientos no son los de
los hombres».

XXV. Y le hacían burla diciendo: «¡Salve, rey de los judíos!»

EN esta ocasión nos ocuparemos de un tema aparentemente secundario, algo que


parece marginal al lado del gran drama de la Pasión, pero que en realidad es una

182
prueba para poder demostrar «a posteriori» el fundamento histórico de los
evangelios. En ellos —según nos enseña la fe y también como puede comprobar
quien los estudie desde el pun to de vista del simple investigador— ninguna palabra
resulta casual y todas contribuyen a configurar el entramado del conjunto.

Nos referiremos en primer lugar a los soldados «romanos». Ponemos «romanos»


entre comillas porque la guarnición de que podía disponer el prefecto de Judea —en
este caso, Poncio Pilato— contaba (y no siempre) con oficiales procedentes en su
mayoría de Italia, mientras que la tropa estaba compuesta por soldados auxiliares,
reclutados entre los sirios y samaritanos, pueblos hostiles a los judíos y por
tanto fieles a los romanos.

Según relata Flavio Josefo, cuando los judíos se sublevaron en aquella revuelta que
les condujo al desastre del año 70, Samaria no sólo no se unió a los rebeldes
(y por ello recibiría como premio la exoneración de la cuarta parte de los tributos
adeudados a los romanos) sino que también facilitó al ejército imperial un
contingente de tres mil hombres, que fue calificado como «el más aguerrido» por el
autor de La guerra de los judíos, experto en la cuestión como militar que era.

Hay especialmente dos episodios en los que aparecen los soldados de Pilato: La
flagelación de Jesús y todas las vejaciones a las que fue sometido durante su
proceso; y, por último, los terribles preparativos de la crucifixión.

Como ya es habitual, transcribiremos los textos que vamos a analizar, comenzando


por los referentes a la flagelación y a los escarnios. Son los siguientes:

Mateo: «Entonces (Pilato) les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarle, se lo


entregó para que lo crucificaran. Entonces los soldados del gobernador llevaron
a Jesús al pretorio y reunieron en torno a él a toda la cohorte. Lo desnudaron,
le echaron por encima un manto de púrpura; y, trenzando una corona de espinas se
la pusieron en la cabeza, y una caña en su mano derecha. Después, doblando la
rodilla ante él le hacían burla diciendo: "¡Salve, rey de los judíos!" Y mientras le
escupían, tomaron la caña y le daban golpes en la cabeza. Después de haberse
burlado de él, le quitaron la túnica, le pusieron sus ropas y le llevaron a
crucificar» (Mt 27, 26 − 31).

Marcos: «Pilato, queriendo satisfacer al pueblo, les soltó a Barrabás; y a Jesús,


después de azotarlo, lo entregó para que fuera crucificado. Los soldados lo
condujeron dentro del patio, que es el pretorio, y convocaron a toda la cohorte.
Le vistieron de púrpura y le ciñeron una corona de espinas entretejidas, y
comenzaron a saludarle: "Salve, rey de los judíos". Y golpeaban su cabeza con
una caña, le escupían, y doblando las rodillas, le adoraban. Después de burlarse
de él, le quitaron la púrpura y le pusieron sus vestidos. Entonces lo sacaron para
crucificarlo» (Mc 15, 15 − 20).

Juan: «Entonces Pilato tomó a Jesús y le hizo azotar. Y los soldados, tejiendo
una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y lo envolvieron con un manto
de púrpura; y acercándose a él le decían: "Salve, rey de los judíos". Y le daban
bofetadas» (Jn 19, 1 − 3).

183
San Lucas es el único que, entre la condena y la conducción al Gólgota, no
presenta esta escena. El tercero de los evangelistas se limita a hablar de Pilato quien,
dirigiéndose a «los príncipes de los sacerdotes, a los magistrados y al pueblo»
(Lc 23, 13), les hace una especie de promesa con intención de apaciguarlos: «Así
que nada ha hecho que merezca la muerte. Por tanto, después de castigarle, lo dejaré
en libertad» (Lc 23, 1516). Pero el evangelista no nos describe el castigo en
cuestión.

Tomemos precisamente como punto de partida este silencio de San Lucas. Piero
Martinetti, interpretando el punto de vista de la gran mayoría de los críticos
racionalistas, dice: «En los evangelios hay una tendencia, que se acentuará a
través del tiempo, a disminuir y prácticamente anular la responsabilidad de las
autoridades romanas en la Pasión de Jesús y hacerla recaer sobre el pueblo y los
dirigentes judíos». En otro momento añade: «En los evangelistas es constante la
preocupación por exculpar a los dominadores romanos y encausar de manera
particular a los judíos».

Nos hemos referido muchas veces a esta cuestión, pero tendremos que repetir con
firmeza que afirmaciones semejantes forman parte de un prejuicio que es
insostenible no sólo con un análisis detallado sino hasta con una lectura superficial
de los textos.

Al examinar, por ejemplo, los relatos del prendimiento en Getsemaní, destacábamos


como San Juan escribe que Judas habría llegado al Monte de los Olivos no sólo
con «la guardia facilitada por los sumos sacerdotes y fariseos» sino también con
«la cohorte», speira en griego, es decir toda la guarnición romana compuesta de
entre seiscientos y mil hombres (Jn 18, 3). Es bastante difícil que en aquella
operación participara un número tan elevado de personas. Pero el auténtico
problema lo constituye el hecho de que el último de los evangelistas introduce de
improviso en el drama de la Pascua una responsabilidad concreta de los romanos.
Es algo que no hacen los sinópticos que se refieren sobre todo a hombres armados y
a guardias judíos.

¿Cómo encajar esto con el prejuicio de los críticos de que existe una tendencia
filorromana preestablecida en los evangelios, «acentuada con el paso del tiempo»,
si precisamente en el último de ellos se hace participar a los soldados del
gobernador en la responsabilidad que, para los evangelios precedentes, sería
solamente de los judíos?

Podríamos repetir la misma pregunta al analizar otro episodio. De la brutalidad de los


romanos —permitida por Pilato a su soldadesca hablan no solamente dos de los
sinópticos sino también San Juan. Y ello a pesar de que en este caso el silencio se
podría introducir fácilmente, sin alterar la esencia del relato, tal y como hace San
Lucas. Quizás se podría argumentar que este evangelista, que dirige su
predicación a súbditos no judíos del Imperio, se habría limitado a narrar las
amenazas de Pilato, sin describirnos su terrible puesta en práctica para no herir la
sensibilidad de sus oyentes. Estaríamos, por tanto, ante una orientación
«filorromana» aunque también habría que resaltar que el propio San Lucas
tampoco se ajusta frecuentemente a este supuesto patrón.

184
¿Cómo se puede explicar que San Marcos tampoco calle e insista en la odiosa
crueldad de los soldados del gobernador, y amplíe la responsabilidad de éstos al
decir que «convocaron a toda la cohorte»? Además, es bien sabido que Lucas escribe
para gentes de lengua griega del ecúmene romano, mientras que Marcos transmite
la predicación de San Pedro dirigida a los ciudadanos de la Urbe.

Escribe Charles Guignebert: «El lamentable episodio de los ultrajes corresponde


a un período primitivo en el que la tradición hacía recaer sobre los romanos la
responsabilidad de la Pasión».

Estamos ante uno de tantos episodios en el que la presuma «ciencia» se burla de


los textos evangélicos y busca imponer sus propios esquemas. Es característico
de Guignebert y de muchos otros críticos de su escuela, situar en una fecha lo
más tardía posible (y, a decir verdad, en contra del testimonio de los
manuscritos) el evangelio de San Juan, estableciendo su composición en torno al
año 100 o incluso hacia el 120. ¿Cómo conciliar esta tesis con la afirmación de que
«el lamentable episodio corresponde al período primitivo» si el evangelio de San
Juan que no omite el «lamentable episodio» no pertenece precisamente a una
época «primitiva»?

Otros investigadores racionalistas admiten (aunque sólo con la boca pequeña) que
su apriorismo es una especie de corsé incapaz de abarcar la complejidad de los
evangelios. Y tienen que valerse de diferentes recursos para soslayar las
dificultades.
Tal es el caso de Marcello Craveri: «Probable y únicamente con la finalidad de
adaptar la vida de Jesús a las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento, se insertó
el relato de los ultrajes de los soldados en el Nuevo Testamento, pese a resultar
contraproducente con el objetivo de exculpar a los romanos». La credibilidad de este
planteamiento, o mejor dicho prejuicio, de que las profecías serían tributarias de los
relatos evangélicos, la hemos visto en el capítulo anterior. Y nos remitimos a las
consideraciones allí expuestas.

Plantearemos ahora otra cuestión. Admitiendo —lo que no es correcto por razones
que luego expondremos— una influencia del Antiguo Testamento en el relato de la
flagelación, ¿hasta qué punto era conveniente escudriñar en las antiguas profecías
para narrar episodios tan dolorosos? Como escribe Rinaldo Fabris, estos relatos
nos presentan a «un rey objeto de irrisión insultado por los soldados, que no
garantiza a aquéllos que quieran compartir su destino y seguirle ni honores ni
éxitos (...) Desde el punto de vista histórico, este episodio tiene serias garantías de
autenticidad. Difícilmente, la comunidad cristiana habría referido esos detalles
humillantes, que degradan la dignidad de Jesús, si en su origen no hubiera una
referencia histórica».

Estamos ante un elemento de «discontinuidad» con los intereses de la Iglesia


primitiva, una especie de «inserción forzada» (como sucede en otros episodios de
la Pasión), que refuerza la impresión de que se trata de una crónica.

Y dice nuevamente Guignebert: «Nos encontramos ante una bonita narración


hagiográfica de las que tanto abundan en martirologios y pasiones (se refiere a los
mártires cristianos), cuya finalidad principal es demostrar del modo más conmovedor

185
posible que en el drama litúrgico de la Pasión la realeza divina de Jesús fue
desconocida y ultrajada por los hombres».

Adelantándonos en nuestra exposición, hagamos aquí un pequeño paréntesis


para mostrar hasta qué punto son coherentes estos planteamientos. Tras la muerte
de Jesús en la cruz, el centurión «que se encontraba frente a él al ver que expiraba
así, dijo: Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39). Una
exclamación similar la encontramos en Mt 27, 54, mientras que en San Lucas
leemos: «Al ver el centurión lo que había sucedido, glorificó a Dios, diciendo:
¡Verdaderamente este hombre era justo!» (Lc 23, 47).

Guignebert hace al respecto el siguiente comentario: «La exclamación fue


inventada por los evangelistas para demostrar que la realeza divina de Jesús fue
reconocida y honrada por los hombres». Pero antes, al referirse a la flagelación y
los ultrajes, afirmaba exactamente lo contrario: «La finalidad era demostrar que la
realeza divina de Jesús fue desconocida y ultrajada por los hombres».

En resumen: ¿Qué pretenden los evangelios? ¿A qué esquema obedecen, teniendo


en cuenta, que —en los propios episodios de la Pasión se ven obligados a presentar
situaciones, no sólo diferentes, sino opuestas? En este caso, la explicación más
sencilla para los críticos— y también la más «científica» —es no querer reconocer
que los evangelistas se limitan (de buen o mal grado) a narrar lo que saben y
que además corresponde a lo que realmente sucedió, pese a su desconcertante
complejidad.

Respecto a esa obsesión permanente de que los evangelios fueron manipulados


con la finalidad de no ofender a los romanos y cargar la mano sobre los judíos,
haremos una observación de tipo general, pero no por ello menos esencial.

En realidad, son dos las «escuelas» que se han dedicado a echar por tierra la
autenticidad de los evangelios. Se trata de la escuela «liberal» y de la escuela
«marxista», aunque habría que poner esta última entre paréntesis tras el rápido
envío del comunismo autocalificado de «científico» a los archivos de la historia
pasada.

Para los «liberales» —y el citado Guignebert es uno de sus más significativos


exponentes— el Nuevo Testamento tendría una orientación «filorromana». Para los
marxistas, por el contrario, de los textos evangélicos puede deducirse una
enérgica oposición antirromana.

Abordaremos a uno de los fundadores de esta escuela, Friedrich Engels, cristiano


protestante por su origen familiar y que dedicó algo de atención a l a crítica bíblica, a
diferencia de su maestro Karl Marx que, aunque tenía numerosos rabinos entre sus
ascendientes, se mantuvo siempre a distancia de las Escrituras y se contentó con
calificarlas como «textos de alienación» sin probablemente haberlas leído nunca.

Pero como ya es sabido, Engels también echa mano de los típicos esquemas
(capitalistas proletarios, propietarios desheredados o clases hegemónicas clases
sometidas) para aplicar una especie de mágico «abracadabra» a la historia con el que
pueda abrirnos y desvelarnos sus secretos. Así pues, Engels concibe el cristianismo

186
como un movimiento de liberación político económico disfrazado de religión. Estas
son sus palabras: «Fue la fe de los esclavos, los pobres, los sin derechos y de
los pueblos subyugados y oprimidos por Roma. Un movimiento de desesperados
que, imposibilitados para luchar por una redención material, buscaban a modo de
sustitución una salvación espiritual que proyectaban en el personaje mítico del
Cristo o Mesías».

Las tesis de Engels, padre fundador del marxismo, son repetidas de modo acrítico
desde hace más de un siglo por los intelectuales del credo comunista. Según
ellos, lo que inspiró el Nuevo Testamento fue esencialmente una protesta contra
Roma, un deseo de demostrar la responsabilidad de ésta en las calamidades del
mundo. Todo lo contrario de lo que afirman los críticos «liberales». Las dos
interpretaciones, pese a excluirse recíprocamente, son una muestra de la dificultad
para encorsetar a los evangelios. Y su complejidad (que es la de la vida misma) nos
está diciendo que no obedecen a ningún «plan» inspirado por la misteriosa y
desconocida comunidad cristiana a la que se atribuye su creación.

Después de estas consideraciones de tipo general respecto a los versículos que


hemostranscrito al comienzo del capítulo, procederemos al análisis de su contenido.

En primer lugar, diremos que tiene pleno fundamento histórico el que Jesús fuera
entregado a los soldados. En efecto, en las provincias éstos tenían la función de
ejecutores de las sentencias, bien fueran de muerte (y aquí iba incluida la flagelación
previa) o de penas menores.

No era esto lo que sucedía en Roma donde el magistrado provisto de imperium,


es decir con la facultad de pronunciar y ejecutar sentencias en nombre del
emperador, se hacía acompañar de lictores provistos de fasces. Probablemente,
el fascismo no tuvo en cuenta al tomarlas como su símbolo y derivar de ellos su
nombre, pero lo cierto es que las fasces o haces no eran más que terribles
instrumentos de muerte. Consistían en un haz de varas utilizadas para los
apaleamientos y este haz estaba unido a un hacha que servía para las
decapitaciones.

En otros lugares y circunstancias las sentencias eran ejecutadas por verdugos


profesionales. Pero como ya hemos dicho, en las provincias este triste cometido
correspondía a los soldados. Y esto es precisamente lo que refieren los
evangelios, que no dan pasos en falso con la historia.

Los textos evangélicos tampoco andan equivocados cuando tratan de describir la


pena aplicada. San Juan utiliza el verbo griego mastigóo, mientras que San Mateo
y San Marcos emplean fraghelóo. Son verbos sinónimos y ambos tienen el
significado de «flagelar». Este fue el tipo de pena que se aplicaría a Jesús, un
hombre de las provincias. En cambio, si se hubiese tratado de un ciudadano
romano habría sido azotado con varas flexibles. Si hubiese sido un militar, con
un bastón rígido, pero tratándose de él, se le azotó con el flagellum. Ricciotti lo
define de este modo: «Era un látigo recio con abundantes colas de cuero, de las
que colgaban bolas metálicas o puntas afiladas (escorpiones)». Así pues, no hay
aquí ninguna posible confusión de términos.
También aparecen en el relato evangélico otros detalles que tienen el aroma de

187
la verdad. Por ejemplo, tres de los evangelios se apresuran a advertir que los
propios soldados «entretejieron» una corona de espinas. Guignebert intenta
ironizar al respecto: «Resulta difícil imaginarse que los soldados se aprestaran a
recoger espinos pinchándose los dedos al entrelazarlos».

Lo que es evidente es que el investigador francés no conocía una antigua


costumbre practicada en Palestina. Para encender fuego o alimentar las llamas, se
empleaban fajos de sarmientos procedentes de un arbusto de la región cuyo
nombre latino es Ziziphus y que también recibe la significativa denominación de
Spina Christi. Tal denominación hace que el Ziziphus presente grandes
posibilidades de haber sido utilizado por los soldados para burlarse de Jesús,
pues éstos deberían de tener fajos de este arbusto en el patio del pretorio.

En lo referente a «pincharse los dedos», diremos que el Ziziphus, a diferencia de


los ramos de rosas o de acacias, tiene unas espinas flexibles que, si se manejan
con habilidad, se pliegan al contacto con la piel, pudiéndose de este modo entrelazar
una corona de espinas sin hacerse daño. Y son muchos los investigadores que han
comprobado el hecho personalmente.

Por tanto, éste y otros detalles resultan extraordinariamente verosímiles. Dice


exactamente San Mateo que a Jesús «le echaron por encima un manto escarlata».
No ha faltad o aquí quien haga ironías sobre la imposibilidad de que la soldadesca
tuviera aquella ostentosa indumentaria. Pero esto significa desconocer que fuera de
Roma los oficiales llevaban el sagum que era precisamente un «manto escarlata».
Este manto formaba parte del vestuario militar y no sería tan difícil disponer de
alguno usado o incluso reducido a jirones.

En San Marcos y en San Juan podemos leer «manto de púrpura», pero los filólogos
han demostrado que «el término griego kókinnos (escarlata) se utilizó casi siempre
para el color rojo en general, ya fuera rojo escarlata o rojo púrpura. Además,
los términos "púrpura" y "purpúreo" se emplean en muchas ocasiones para indicar
no el color sino el brillo de algo. Por ejemplo, en el apócrifo evangelio de
Gamaliel, aquellos que son sacados de los infiernos por Cristo llevan vestiduras de
"púrpura blanca", es decir. de un "blanco resplandeciente". Por tanto, no existe
ninguna contradicción entre es tos dos evangelistas y Mateo».

Esta cita es de Josef Blinzler que continúa diciendo: «Los soldados sabían que Jesús
había dicho que era rey y, por tanto, lo que hicieron fue burlarse de su realeza con
una denigrante mascarada. Entre los distintivos de los reyes helenísticos vasallos
de Roma estaban la clámide púrpura, el cetro y la corona de hojas de oro.
Únicamente un rey soberano podía llevar la diadema, una tira frontal de lana
blanca. Así pues, los soldados vistieron a Jesús con grotescas imitaciones de los
tres distintivos reales».

Por tanto, hubo un manto, una caña (que según San Mateo le fue puesta a Jesús
en la mano derecha, un detalle que hace pensar en un testigo ocular y que da el
ambiente de la descripción de un hecho tan real como difícil de olvidar) y una
corona de espinas. En la descripción de los evangelistas están presentes los tres
distintivos de los reyes helenísticos, lo que resulta sorprendente para quien conozca
el contexto histórico de los relatos.

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La verosimilitud es mayor si comparamos lo relatado por los evangelistas con
algún otro episodio histórico de la Antigüedad, que se asemeja bastante a la
mascarada de los soldados. Este es el siempre autorizado testimonio del padre
Lagrange: «Algunos años después del proceso de Jesús, cuando el rey Herodes
Agripa I gozaba del favor de Calígula, que le había instituido rey en lugar de Herodes
Antipas, la población de Alejandría se apoderó de un pobre loco llamado Carabas,
que solía correr desnudo por las calles, y le proclamó rey de los judíos. Según nos
relata Filón de Alejandría, Carabas fue conducido al gimnasio y tras sentarlo en
un lugar elevado, le pusieron en la cabeza un cesto agujereado a modo de
corona, en la espalda una estera que llegaba hasta el suelo y que hacía las veces
de manto, y en la mano le colocaron como cetro un tallo de papiro. La farsa
continuó y en ella Carabas fue tratado como si fuera un rey, dándole como
tratamiento el término sirio de Marín (Señor). Y todo ello con objeto de burlarse
de Herodes Agripa. Sin embargo, parece ser que Carabas no recibió excesivos
malos tratos. Después de todo, no era más que un símbolo. Por el contrario, Jesús
sí que era el auténtico rey de los judíos. ¡Qué ocasión para aquellos soldados
romanos que tanto desprecio sentían por los reyes orientales y por los judíos!»

Aunque no recurriéramos a esta clase de paralelismos para esclarecer este episodio


del que fue protagonista Jesús y sólo buscáramos la explicación en la maldad
que persiste en los corazones humanos, tendremos que resaltar que la descripción
evangélica se ajusta al modelo anteriormente citado, que debía ser una práctica
corriente cuando alguien quería burlarse de una pretendida dignidad real.

Hay quienes niegan la historicidad del episodio de los ultrajes a Jesús, aduciendo que
Pilato no habría permitido a sus soldados entregarse a sus sádicos instintos.
Pero con ello demuestran no conocer los hechos objetivos.

Según el Derecho Romano, todo aquel que era entregado a los soldados para la
flagelación (que servía de preludio a la crucifixión, o que era en sí misma una
pena capital), quedaba enteramente a merced de sus verdugos, perdiendo no sólo
el status de ciudadano —y Jesús no lo era—, sino hasta el de persona. Dice
Giuseppe Ricciotti: «El que iba a ser flagelado era considerado como un hombre
que había perdido su condición humana, una caricatura vacía de contenido y no
protegida por la ley, un cuerpo sobre el que se podía herir a discreción». Ello
explica que la flagelación romana no estaba limitada a un número determinado de
golpes, a diferencia de la judía estrictamente limitada a treinta y nueve, como nos
recuerda San Pablo: «Cinco veces recibí de los judíos cuarenta azotes menos uno...»
(2 Cor 11, 24). Así pues, aunque Pilato hubiera querido intervenir, no le habría sido
posible. Su decisión había sido la de «entregar a los soldados» (por utilizar la
expresión evangélica) a aquel judío y debía atenerse a las consecuencias.

Pero en realidad, se tiene la impresión de que Pilato no solo permitió la flagelación


sino también los ultrajes que la acompañaron. Incluso no cabe descartar que él
mismo las hubiera insinuado de alguna manera. Para calmar a los judíos y alejar de
él cualquier sospecha de no haber sido lo suficiente severo con un acusado de
un delito de lesa majestad, Pilato tenía necesidad de demostrar que más que un
pretendiente a un trono, aquel pobre galileo era tan sólo una caricatura grotesca, un
rey de burlas. A la luz de esta interpretación podremos quizás comprender mejor
lo que San Juan relata inmediatamente después: «Pilato volvió a salir fuera y

189
les dijo: "Ved que os lo traigo para que sepáis que no encuentro en él culpa
alguna"». Salió entonces Jesús fuera llevando la corona de espinas y el manto de
púrpura. Y les dijo: «¡Aquí tenéis al hombre!» (Jn 19, 4 − 5). Esto equivalía a decir:
¡Mirad qué clase de payaso queréis que tome en serio para mandarlo a la cruz como
si fuera un auténtico peligro para Roma!

Debe hacernos reflexionar el que los evangelios no solamente tengan solidez


histórica, sino que encierren ocultas correspondencias psicológicas. La flagelación
de Jesús y la trágica mascarada posterior se ajustan al marco histórico, pero también
se insertan en la coherencia de un testimonio vivo, auténtico como la vida misma
y no obedecen a los esquemas artificiales que les ha achacado cierta crítica
supuestamente erudita.

Citemos a modo de ejemplo al joven biblista Pier C. Antonini, que pese a ser
licenciado y titulado por diversas universidades pontificias, opina: «Los versículos 1
al 4 del capítulo 19 de San Juan resultan completamente absurdos si los tomamos
como un relato histórico». Este mismo investigador de formación católica califica
sin más rodeos su autenticidad como «algo grotesco» ...

Estamos ante afirmaciones apriorísticas, juicios tajantes (e injustificados) que hoy


comparten también biblistas «católicos» convencidos de que los métodos
«histórico críticos origen en la época de la Ilustración son una ciencia. Pero tales
métodos, a diferencia de los verdaderamente científicos, prescinden para
fundamentar sus análisis de una confrontación objetiva con la información existente.
Tienen que ser los hechos los que se impongan sobre los esquemas previos y no
al revés.

Pero, como decíamos al principio, tendremos que seguir investigando más de cerca
en torno a los soldados de Pilato. Y lo haremos en el siguiente capítulo.

XXVI. «Entonces lo sacaron para crucificarle»

CONTINUAMOS con la exposición iniciada en el capítulo anterior en torno a los


soldados «romanos», las milicias al mando del prefecto de Judea, Pondo Pilato. Se
trata de protagonistas anónimos, pero de ningún modo irrelevantes, que están
presentes en todos los momentos del drama: desde el prendimiento de Jesús en
Getsemaní (de acuerdo con el testimonio que sólo nos relata San Juan) hasta el
triunfo final de la Resurrección.

En una primera parte hemos intentado analizar en el marco de la historicidad la


escena de la flagelación y los ultrajes, que únicamente es omitida por San Lucas.

Ahora analizaremos otros aspectos, también del núcleo central del drama, desde el
momento en que se narra que Pilato entregó al acusado para que lo crucificaran. Lo
«entregó» a sus soldados, de origen oriental en su mayoría, pero sometidos con
rígida disciplina a las enseñas imperiales.

Hemos puesto entre comillas lo de entregar pues no es algo tan simple como

190
pudiera parecer. En efecto, si los evangelios hubieran sido escritos realmente en
una fecha tardía, habría habido ocasión de escribir que el condenado fue entregado
a «los guardias de los sumos sacerdotes» que aparecen en los relatos del
prendimiento. O también se podría haber narrado que Jesús fue abandonado a
su suerte en manos de aquella multitud que empujara a Pilato a decidir su
destino prefiriendo al «ladrón y asesino», tal y como le llaman los textos,
conocido como Barrabás.

Un desenlace semejante del drama habría estado en consonancia cómoda y


perfecta con esa orientación «filorromana» de la que con tanta frecuencia se ha
acusado a los evang elios. Y, sin embargo, una vez más los textos evangélicos
no agradan a quienes los reducen a esquemas preconcebidos. En ellos no se silencia
la responsabilidad —y mucho menos la vileza— del gobernador romano. Pero
son sus soldados los únicos que con sád ico celo se entregan a horrendas acciones
con Jesús.

Por lo demás, la historia también concuerda con el relato evangélico. A todo lo


largo de su Imperio y a pesar de la autonomía concedida a los pueblos sometidos,
los romanos se reservaban de modo exclusivo la aplicación de la pena capital
(otorgar la vida o la muerte era una de las características esenciales de poseer el
imperium) y, asimismo, eran sus soldados los encargados de ejecutar las
sentencias. Todo se hacía de acuerdo con fórmulas jurídicas sobradamente
conocidas a través de fuentes extra evangélicas y que concuerdan plenamente con
lo narrado por los evangelios.

Examinaremos a continuación las similitudes entre la narración evangélica y


nuestros conocimientos históricos sobre la Antigüedad.

Diremos en primer lugar que el Derecho romano no contemplaba ninguna fase


intermedia entre el terrible «In crucem ibis!» pronunciado por el juez y la entrega del
condenado a los soldados ejecutores para que procedieran a la flagelación, que
habitualmente precedía al suplicio. Semejante tortura tenía por finalidad agravar los
padecimientos del reo, pues le ocasionaba tremendas hemorragias y un gran
debilitamiento. Ello servía para abreviar la agonía en la cruz, pues poseemos
testimonios de que en algunos casos podía prolongarse durante tres días y tres
noches. La reducción de la agonía no se hacía por compasión hacia el condenado,
sino por la necesidad de no apartar por demasiado tiempo del servicio al piquete
de soldados encargado de asegurar la permanente vigilancia del patíbulo.

En el caso de Jesús y por intereses «políticos» de Pilato ya se había efectuado la


flagelación, por lo que se le envió enseguida al lugar de la ejecución. Los antiguos, y
los romanos no eran una excepción, no conocían las actuales penas privativas
de libertad. Las prisiones sólo tenían la finalidad de ser un sitio para tener a
buen recaudo a los que iban a ser juzgados. Si la pena no era la muerte o los
inmediatos castigos corporales, la condena consistía en trabajos forzados, con
frecuencia en el remo de los navíos de guerra o en el envío ad metalla, a las
minas del Imperio en Cerdeña, Iberia o el norte de África.

Así pues, a Jesús, según relata San Marcos, «le pusieron sus vestidos y entonces
lo sacaron para crucificarlo» (Mc 15, 20); y según San Mateo: «le pusieron sus ropas

191
y lo llevaron a crucificar» (Mt 27, 31). Y el versículo siguiente de este mismo
evangelista dice: «Al salir, encontraron a un hombre de Cirene, llamado Simón; a
este le obligaron a llevar su cruz». Los otros sinópticos hablan de este cirineo al
que hemos dedicado todo un capítulo y al que remitimos.

Además de lo referente al personaje de Simón de Cirene que aparece y desaparece


repentinamente, pero que parece tener profundas raíces históricas, se diría que
los evangelios tampoco dan pasos en falso sobre el terreno de los
procedimientos judiciales. Los exactores mortis, los soldados encargados de ejecutar
la sentencia tenían la facultad de obligar a quien ellos quisieran a secundarles en
su tarea. Resulta adecuada la expresión técnica, el término jurídico concreto que
se refiere a una «requisa legal», que es empleado por San Marcos, pues los
destinatarios de su evangelio son romanos. Lo emplea asimismo San Mateo, a
modo de indicio preciso de que estamos ante una crónica y no ante la reproducción
de una leyenda o un mito.

Únicamente San Lucas, y a continuación del imprevisto episodio del Cirineo, nos dice
que «le seguía una gran multitud del pueblo y de mujeres que lloraban y se
lamentaban por él. Jesús, volviéndose a ellas, les dijo: "Hijas de Jerusalén, no lloréis
por mí; llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos..."» (Lc 23, 27 − 28).

La Tob (traducción ecuménica de la Biblia), aprobada por la jerarquía católica,


en la nota correspondiente a este pasaje remite al Antiguo Testamento y señala
que con este episodio se pretendería recalcar «la buena disposición del pueblo
hacia Jesús». Todo podría ser, pero se corre el riesgo de hacer creer (lo que otros
afirman con insostenibles argumentos), que estos versículos tienen su origen en
una «profecía» mesiánica que enlaza con una intención apologética del escritor
evangélico. En nuestra opinión debería sustituirse esta nota, ya que también en
este caso estamos ante un grado máximo de veracidad histórica.

En efecto, sabemos por fuentes judías, que algunas damas pertenecientes a familias
nobles, o simplemente acaudaladas, se agrupaban (en una costumbre que
continuaría el cristianismo con las llamadas «cofradías de la misericordia» u otros
nombres similares) con la finalidad de aliviar a los condenados con actitudes
de dolor y piedad y suministrándoles un vino narcotizador al que luego nos
referiremos. Es precisamente a las agrupadas en esta «cofradía piadosa», las
thygatéres Ierusalem, a quienes se dirige Jesús. El término «hijas», empleado en vez
del de «mujeres» que hubiera sido más apropiado, parece hacer referencia al nombre
con que se conocía a aquellas «consoladoras». Formaban, por tanto, la asociación
de las «Hijas de Jerusalén».

En efecto, que se trata de esta cofradía piadosa se confirma asimismo por el


hecho de que, por lo que sabemos, eran solamente este tipo de mujeres las
protagonistas de las escenas de piedad luctuosa. Cuando se trataba de una condena
a muerte, el resto del pueblo reaccionaba, o con un amargo silencio, o con frases
amenazadoras contra los romanos si los condenados eran personajes populares,
como fue probablemente el caso de Barrabás, una especie de héroe de la
resistencia contra los dominadores romanos. En otras ocasiones el pueblo
reaccionaba con escarnios, mofas e insultos contra los que iban a morir. Y eso es lo
que hará precisamente ante aquel ridículo pretendiente al título de Mesías que,

192
después de haber suscitado tantas esperanzas, se había dejado prender sin ofrecer
resistencia y había sido condenado a la pena más ignominiosa: «Los que pasaban le
insultaban moviendo la cabeza y diciendo: ¡Tú que destruyes el Templo y en tres
días lo reconstruyes, sálvate a ti mismo; si eres Hijo de Dios, baja de la cruz!»
(Mt 27, 39 − 40). Casi las mismas palabras emplea San Marcos (15, 29 y ss).

Las lamentaciones de aquellas «plañideras» institucionalizadas, al margen de la


práctica habitual del silencio o los insultos, están confirmadas también por referencias
históricas contrastadas.

Se trata sin duda de las mismas mujeres —y éste es otro detalle comprobado
que sólo por prejuicio se podría calificar de leyenda— que, al llegar la comitiva al
Gólgota, «le daban vino mezclado con mirra, pero él no lo tomó» (Mc 15, 23).

Dice el antiguo Tratado judío sobre el Sanedrín: «Cuando un hombre tiene que ser
ejecutado, se le permite tomar un grano de incienso en una copa de vino para
que pierda el conocimiento (...) Las mujeres nobles de Jerusalén se encargan de
este cometido». La tradición judía justifica esta costumbre basándose en el libro
de los Proverbios: «El licor dadlo a los miserables, y el vino a los afligidos. Que
bebiendo olviden su miseria y no se acuerden más de sus afanes» (Pro 31, 6 −
7).

San Marcos dice que dieron a Jesús vino mezclado con mirra, pero según San
Mateo «le dieron a beber vino mezclado con hiel» (Mt 27, 34). Será interesante
analizar esta variante. Mateo hace referencia a una tradición procedente de
testimonios según los cuales, a Jesús, de acuerdo con la costumbre, le ofrecieron
la bebida de los condenados a muerte. En cambio, es Marcos quien nos da el
contenido exacto de la bebida (incienso, mirra y seguramente otras sustancias
anestésicas). Es probable que el primero de los evangelistas estuviera
influenciado por el salmo 69, aplicado a Jesús por la tradición cristiana, aunque
no por la judía: «Diéronme a comer veneno, y en mi sed me dieron vinagre» (Sal 69,
22)

Así pues, es posible que en este pasaje haya una influencia profética. Pero si
realmente San Mateo hubiera estado más interesado en demostrar el
cumplimiento de una profecía que ceñirse a los hechos, no se habría limitado a
introducir la palabra «hiel» («veneno» según el salmo) y habría hablado no de
vino sino de «vinagre». Y en efecto, en algunos manuscritos tardíos la variante
ha sido modificada. Pero la Iglesia lo rechazó y mantuvo la versión primitiva:
un vino amargo, «envenenado», pero no vinagre. Es un ejemplo de resistencia
a la deformación por influencia de un supuesto elemento profético.

Pero el tema del vinagre aparece otra vez de manera inesperada. San Mateo y
San Marcos recogen lo que la tradición llama «la cuarta palabra de Jesús en la cruz»
y que pronunciara en la hora nona: Eloí, Eloí lemá sabactáni, que significa: Dios mío,
Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Y continúa San Marcos: «Algunos de
los presentes, al oírlo, decían: Mirad, llama a Elías». Corrió entonces uno (de los
soldados) a mojar una esponja en vinagre, y sujetándola a una caña, le daba de
beber diciendo: «Dejad, veamos si vieneElías a bajarlo». Pero Jesús, dando una
fuerte voz, expiró» (Mc 15, 35 − 37).

193
Prácticamente en los mismos términos es el relato de San Mateo, y San Juan dice:
«Había allí un vaso lleno de vinagre...» (Jn 19, 29).

En cambio, en San Lucas se narra que el vinagre fue suministrado primeramente a


Jesús por los soldados, que se unieron a las burlas de los que pasaban y de los
dirigentes judíos: «Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo» (Lc 23, 36 y
ss.) Destaquemos una vez más este detalle cruel de soldados a las órdenes del
Imperio en unos textos que se supone habrían sido alterados con objeto de dar
en todo momento una buena imagen de los romanos.
No olvidemos asimismo que la confusión de Eloí, nombre de Dios, con el del
profeta E lías es otro indicio de autenticidad. Ya hemos dicho que los romanos
reclutaban a sus tropas auxiliares entre poblaciones del Oriente no judío. Por tanto,
eran hombres con un conocimiento limitado del arameo (o de la variedad del arameo
que se hablaba entonces en Palestina), lo que explica su equivocación.

Pero es sobre todo el vinagre al que aluden los cuatro evangelistas lo que
proporciona otro destacado rasgo de historicidad a todo el episodio. En los
reglamentos militares aparecía la orden de que todo destacamento en misión fuera
de los campamentos o de las fortalezas, debía llevar una bebida en una especie de
cantimplora común. Esto era el skéus, el «vaso» del que nos habla San Juan.
Aunque en la traducción «vaso» no se aprecie el sentido militar, este si aparece
en el original griego que puede traducirse de forma genérica como «equipamiento
de una formación de soldados». Esta bebida «reglamentaria» recibía el nombre
de posca, una mezcla de agua y vinagre —económica y a la vez reconfortante—
que era inseparable, juntamente con el trigo para la menestra, de los soldados
alistados bajo las enseñas de Roma. Dice Giuseppe Ricciotti: «Esta bebida la
consumen hoy también los segadores de nuestros campos; y su denominación
latina, posca, ha pervivido en las aldeas de algunas regiones italianas».

Y no olvidemos tampoco otro indicio de historicidad sutil y preciso a la vez. Se


trata de la «esponja» que no era otra cosa que el tapón que utilizaban los antiguos
para cerrar un recipiente que contenía un líquido, es decir el skéuos, el «vaso»
utilizado en el Gólgota.

Una vez más todo encaja a la perfección, incluido el hecho de que los evangelistas
(a excepción de San Lucas) enlacen la acción de beber de Jesús de la esponja
empapada de posca con su muerte que se produce casi inmediatamente. No
conocemos con precisión el proceso de la muerte en la cruz. Nuestros únicos
conocimientos certeros se refieren a pueblos que continuaron practicando este
bárbaro suplicio (por ejemplo, los turcos) y en los que el modo de apresurar o hacer
instantánea la muerte de un crucificado —o de un empalado— era darle de beber.

En este caso resulta ser el nada sospechoso Ernest Renan el decidido defensor de la
historicidad evangélica, al recordar que —de acuerdo con fuentes antiguas— los
soldados daban de beber a un crucificado cuando querían librarse de un turno de
guardia que se les hacía demasiado largo. El propio Renan cita el caso de un
mameluco egipcio, asesino del mariscal francés Jean Baptiste Kléber en 1800. El
homicida fue empalado en El Cairo, y pasadas cuatro horas pidió de beber. Los
soldados otomanos de guardia rehusaron darle alegando su experiencia de que con
un único sorbo de agua sería suficiente para detener los latidos de su corazón. Como
pasaran varias horas más y el desgraciado continuara pidiendo agua, un oficial

194
francés se compadeció de él y se la proporcionó. Como era de esperar, un síncope
fulminó de manera instantánea al empalado. Asimismo, Renan aduce testimonios
similares, para los crucificados, aportados por misioneros que estuvieron en China.

Otro racionalista como Maurice Goguel ha podido escribir lo siguiente al respecto:


«De todo ello se deduce que la veracidad de la relación entre la bebida y la
muerte, atestiguada tantas veces en diferentes épocas, existía también en el siglo
I, y así resulta comprensible el relato de Marcos. El soldado que da de beber a
Jesús está pensando en acelerar su muerte y la frase: "Veamos si viene Elías a
bajarlo", en realidad significa: "Veréis como morirá, y es imposible un milagro que
pueda salvarle"».

Encontramos otro elemento que también encaja en lo referente a los «soldados


romanos». Por Juan 19, 23 sabemos que eran cuatro, al mando de un centurión. Este
era el destacamento habitual para una ejecución en las provincias, un quaternio
militum, un «cuarteto de soldados» y un centurión exactor mortis, un oficial
encargado de constatar que se había producido la muerte.

Este es el relato de San Juan: «Los soldados, después de crucificar a Jesús,


tomaron sus vestidos e hicieron con ellos cuatro partes, una para cada soldado, y la
túnica. Pues era la túnica sin costura, tejida toda ella de arriba abajo. Por esto se
dijeron: "No la rompamos, sino echémosla a suertes a ver a quién le toca". Para que
se cumpliera la Escritura que dice: "Se repartieron mis vestidos y echaron a suertes
mi túnica". Y esto es lo que hicieron los soldados» (Jn 19, 23 − 24).

Es evidente que la alusión de San Juan a una profecía del salmo 22 hace saltar
los condicionamientos reflejos de tantos críticos que creen estar ante unos hechos
inventados por la apologética.

Sin embargo, también aquí la historia viene en nuestro auxilio para hacer
enteramente verosímil el relato evangélico. Sólo San Juan habla de la túnica,
mientras que los otros tres evangelistas se refieren al reparto de los vestidos, que
fueron «echados a suertes». Está demostrado históricamente que la ley romana
concedía a los soldados ejecutores de la pena capital el derecho de apropiarse de
las ropas del condenado. Las disposiciones legales hablan de spolia o pannicularia,
y darían lugar a varios motivos de objeción. Diversos emperadores, entre ellos
Adriano, tendrían que intervenir para limitar este derecho, atribuyendo al erario
público los posibles objetos de valor o estableciendo que todo debía destinarse al
fondo común de reparto perteneciente a los soldados.

También en este episodio resulta del todo conforme a las costumbres romanas el
juego de las suertes, que habitualmente se efectuaba con dados de hueso, piedra
o arcilla, encontrados en grandes cantidades en excavaciones en antiguos lugares
que sirvieron de guarnición. Entre los descubrimientos de época reciente, uno de
los que resultan más emocionantes es un grabado del Lithostrotos, el patio donde
Jesús habría sido condenado a muerte y en el que estaban instalados los soldados
que le crucificaron. Este grabado representa un juego de azar realizado precisamente
con
los dados.
Algo más que añadir. San Juan es el único que se refiere a la túnica de Jesús.
195
En realidad, era una prenda interior, una especie de camisa que llegaba debajo de
las rodillas; y el resto de la vestimenta de Jesús sería un manto, un cinturón,
unas sandalias y probablemente un paño frontal para sujetar sus largos cabellos e
impedir que el sudor le cayera en los ojos. Un autor antiguo, Isidoro de Pelusio,
nacido en Alejandría hacia el año 300, nos informa que una de las especialidades
artesanales de Galilea eran precisamente las túnicas «sin costura tejidas todas ellas
de arriba abajo».

He aquí otro de los detalles escondidos entre los pliegues del evangelio. Jesús, el
galileo, llevaba una túnica confeccionada a la usanza galilea, seguramente por su
propia madre.

Con detalles similares, minúsculos en apariencia y a veces insospechados, se


tejeel tapiz de la historicidad de los evangelios. Es algo que guarda semejanza
con la emoción despertada ante los anzuelos de pesca encontrados recientemente
en Cafarnaúm, en casa de Simón Pedro, el pescador.

Y también es evidente la perfecta concordancia histórica del crurifragium, la fractura


de las piernas que (según San Juan) llevaron a cabo los soldados para acelerar
la muerte de los dos crucificados junto a Jesús «para que no se quedaran los
cuerpos en la cruz el sábado». Para no asfixiarse, los crucificados se apoyaban en el
clavoque les atravesaba los pies y respirando, se incorporaban entre una fatiga y un
dolor terribles. Es lógico que al tener rotas las piernas, ya no les fuera posible
apoyarse y el cuerpo se fuera aflojando, concentrándose todo el peso en los
clavos de las manos y de esta manera les sobrevenía casi inmediatamente la muerte
por asfixia. El crurifragium, ejecutado por orden de Pilato, parece excluir que los tres
crucificados en el Gólgota estuvieran apoyados sobre una especie de banquillo
que sobresalía del palo vertical y que prolongaba su agonía al facilitarles la resp
iración.
En cuanto a Jesús, «al ver que ya había muerto, no le quebraron las piernas, sino que
uno de los soldados le traspasó el costado con la lanza...» (Jn 19, 33 − 34).
Lónke autou, «con su lanza» dice el original griego. Un detalle de extraordinaria
precisión y que puede pasar desapercibido, sin tener en cuenta nuestros
conocimientos sobre el armamento de las tropas romanas.

Sabemos que la lónke, la lanza con punta de hierro formaba parte de la dotación
de las tropas auxiliares en las provincias. Era, pues, el arma de los soldados del
Gólgota. Y únicamente con esta arma podía causarse una herida semejante en
un cuerpo por lo demás exangüe.

Este otro detalle de historicidad para quien sepa leerlo justifica lo que San Juan añade
a continuación: «El que lo vio ha dado testimonio, y su testimonio es verdadero,
y él sabe que dice la verdad, para que también vosotros creáis» (Jn 19, 35).

XXVII.«Antes que el gallo cante...»

EN esta ocasión examinaremos el papel que, en el Misterio Pascual, atribuyen los


evangelios a los discípulos de Jesús, y de modo particular a los apóstoles. Y como

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es lógico, comenzaremos por Pedro, que el Nuevo Testamento presenta como
portavoz y jefe del grupo.

Empezaremos por el curioso asunto del «gallo».

Todos los evangelistas refieren la conocida predicción hecha por Jesús a Pedro.
Hemos elegido la versión de San Marcos que, después del relato de la Ultima
Cena, sigue de esta manera: «Y recitado el himno, salieron hacia el monte de
los Olivos. Y les dijo Jesús: Todos os escandalizaréis, porque escrito está: Heriré
al pastor y se dispersarán las ovejas. Pero después que haya resucitado, os precederé
a Galilea. Pedro le dijo entonces: Aunque todos se escandalicen, yo no. Jesús le
respondió: Te lo aseguro: tú hoy, esta misma noche, antes que el gallo cante dos
veces, me habrás negado tres. Pero él con más insistencia decía: ¡Aunque tenga
que morir contigo, jamás te negaré! Lo mismo decían todos. Llegaron a una
finca llamada Getsemaní...» (Mc 14, 26 − 32).

Si presentamos el episodio en la versión del segundo evangelista, es por una razón


muy concreta: este texto es el único que habla de la «mayor insistencia» de
Pedro (en griego, ekperissós, «de un modo excesivo») en negar la posibilidad de
traicionar al Maestro. Marcos conoce el detalle, pues como es sabido, transmite
la predicación de San Pedro. Es el propio interesado —por humildad, o a modo
de penitencia— el que quiere mostrarnos la gravedad de su comportamiento, su
vileza en renegar de Jesús después de semejantes protestas de fidelidad en las que
parecía dispuesto a arriesgar su vida.

También los demás evangelistas, por amor a la verdad, refieren las palabras del
Nazareno y la réplica de Pedro, sin aludir —quizás por un escrúpulo caritativo—
a la altanera repetición de su imposibilidad para traicionar.

Nuevamente y en estos detalles podemos encontrar la «firma» secreta de los


evangelistas. En el caso de Marcos, la «firma» pertenece a San Pedro, como
probablemente en Lucas, en este episodio y en otros, aparezca la de San Pablo. En
efecto, el tercero de los evangelistas hace preceder el anuncio de la negación de
Pedro de estas palabras de Jesús: «Simón, Simón, mira que Satanás os busca
para cribaros como el trigo, pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu
fe. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 31 −32).

La Tob (traducción ecuménica de la Biblia) está aprobada también por los


protestantes, hoy en día no tan rotundos como en tiempos de Lutero y Calvino,
pero todavía dispuestos a negar toda hipótesis de que San Pedro fuera el primer
Papa. El comentario de la Tob a este versículo es el siguiente: «La fe de Pedro
desempeña en este caso un papel decisivo en la formación de la primitiva
comunidad cristiana». Si únicamente San Lucas presenta este pasaje, no es
aventurado pensar que Pablo no habría querido dejar pasar la ocasión de rendir
homenaje a Pedro al que, cuando fue necesario, se enfrentó con decisión y
valentía, aunque siempre respetó su primado o el papel de «confirmar a los
hermanos en la fe».

Por tanto, del examen de los textos y de una reflexión objetiva sobre ellos se
deduce lo contrario de la afirmación de Loisy para quien «el anuncio de la traición
de Pedro es una ficción, probablemente inventada por los partidarios de Pablo para

197
aminorar el papel del jefe de los apóstoles galileos». Una afirmación gratuita y
absurda que solo podría tomarse en consideración si el anuncio de las negaciones
de Pedro (y su verificación) aparecieran únicamente en San Lucas. Pero aparecen
en todos los evangelios, y con una mayor rotundidad en el de San Marcos, el
evangelium Petri.

Volvamos al asunto del gallo. Todos los evangelistas refieren su canto y sitúan el
cumplimiento de la predicción en el momento en que Pedro es interrogado en el patio
de los sumos sacerdotes para saber si era uno de los discípulos del galileo procesado.

Dice Marcello Craveri: «Este episodio es de carácter puramente simbólico. Sobre


todo, por el hecho de que hubiera sido imposible oír en Jerusalén cantar a ningún
gallo, pues existía la prohibición expresa de tener este tipo de aves, consideradas
impuras, en zonas habitadas ante el temor de que pudieran contaminar objetos
sagrados».

Esto es lo que dice un «crítico» de nuestros días, haciéndose eco de la


inverosimilitud atribuida al hecho por otros colegas suyos.

Estamos ante una especie de cadena, en la que cada investigador da por bueno lo que
han afirmado especialistas anteriores y rara vez hay alguien que se tome la molestia
de examinar los hechos.

En este caso no habría que hacer grandes indagaciones sino recurrir a la


reconstrucción clásica de Jerusalén en la época de Jesús, hecha por el destacado
exégeta Joachim Jeremías, uno de los pocos biblistas cristianos que vivieron
muchísimos años en la Ciudad Santa. Jeremías recuerda a los desmemoriados o
a los ignorantes que no hay duda alguna de que había gallos en Jerusalén. La
Mishná (recopilación de la tradición rabínica oral, establecida en su mayor parte en el
siglo II, pero sobre la base de noticias anteriores a la destrucción de Jerusalén en
el año 70), al describir el Templo antes de su destrucción y las ceremonias que
allí tenían lugar, dice: «Las trompetas sonaban con el canto del gallo». Asimismo,
la Mishná refiere un suceso que parece extraído de la crónica de los tiempos de
Jesús: «En Jerusalén fue apedreado un gallo que había matado a un niño».
Probablemente se trataba de un lactante al que el animal habría abierto el cráneo,
todavía no cerrado, con el pico.

Es cierto que existía una prohibición de tener gallos y gallinas, porque se temía
que al escarbar desenterraran cosas impuras —sobre todo, gusanos—, pero otras
fuentes testimonian que la prohibición no estaba vigente si los animales eran
alimentados con grano. Por otros autores sabemos que esta prohibición tampoco
regía si gallos y gallinas estaban recluidos en una granja, en vez de deambular
por las calles. Por tanto, no es imposible que se oyera cantar a un gallo en las
noches de Jerusalén. Otro gran exégeta, que como Jeremías pasó buena parte
de su vida en Jerusalén, el dominico Marie Joseph Lagrange, permaneció muchas
veces en vela durante el mes de abril, el de la Pasión de Jesús, para anotar en
qué momento se ponían a cantar los gallos de laciudad. Y comprobó que en
aquella estación el primer kikirikí se producía hacia las dos y media de la
madrugada, y los demás de forma graduada. Algo que concuerda perfectamente
con la sucesión de los hechos narrada por los evangelistas.

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Añadiremos algo más. La información procede de un judío gran conocedor del
mundo hebreo antiguo. Se trata de nuestro habitual y valioso Shalom ben Chorin
que nos recuerda algo que suele pasar inadvertido a los comentaristas
«occidentales». La alusión al canto del gallo es un detalle que demuestra hasta qué
punto los evangelios tienen sus raíces en Israel, con qué precisión exponen la
palabra de Jesús, el judío.

Dice ben Chorin: «Si Jesús eligió la imagen del gallo, fue porque hacía referencia
a un símbolo. En efecto, una formula litúrgica, la de la primera bendición de
la mañana, dice: "Alabado seas, señor Dios nuestro, Rey del mundo, que has
dado al gallo inteligencia para distinguir la noche del día". El gallo tiene
capacidad para distinguir la noche del día y por tanto, la luz de las tinieblas,
en el sentido de los manuscritos de Qumrán y del evangelio de San Juan.
Jesús habría querido decir: "Pero tú, Simón Pedro, hijo de Juan, no tienes
esta capacidad, aunque yo te considere el pilar de mi comunidad, su
fundamento sólido. ¡Que oculta ironía tiene esta alusión al gallo!"». Nos
encontramos, por tanto, en pleno ambiente semítico. Otra garantía más de
historicidad.

A este ambiente nos envía también un nombre relacionado con otra intervención
de Pedro en los relatos de la Pasión. Se trata de Malco. La escena tiene lugar en
Getsemaní durante el prendimiento del Nazareno.

Relata San Juan: «Entonces, Simón Pedro, quien tenía una espada, la sacó e hirió
a un criado del Pontífice y le cortó la oreja derecha. El criado se llamaba
Malco» (Jn 18, 10). Los sinópticos refieren también el hecho, aunque sin mencionar
a Pedro (hablan solamente de «uno de los que estaban con Jesús»), pero todos
precisan que el herido era «un siervo del Sumo Sacerdote» mas no mencionan su
nombre.

Únicamente San Lucas refiere un detalle no señalado por los otros, ni siquiera por San
Juan: «Y (Jesús) tocando su oreja, lo curó» (Lc 22, 51). Es un añadido
característico del tercero de los evangelistas, que suele referirse al cuerpo, a su
fisiología, a enfermedades y curaciones. Es una especie de confirmación de la muy
antigua tradición que dice que San Lucas era médico.

Por lo demás, para tener otra prueba de ello, no hay que ir muy lejos. Basta con
situarnos en aquel mismo huerto durante esa misma noche. Solamente es San
Lucas, quien se expresa así al describirnos la oración de Jesús: «y entrando en
agonía oraba con másintensidad. Y su sudor se hizo como gotas de sangre que caían
en tierra» (Lc 22, 43 −44). Lucas, el médico, no sólo es el único que nos relata
este fenómeno, sino que además emplea términos técnicos, hablando de gotas
de sangre, trómboi, para ser más exactos. «Entrar en agonía» o «en angustia» es
en realidad, en griego, ghenómenos en agonía. «Agonía» fue primero un término
deportivo (la lucha que tenía lugar en el estadio, en el agon) y luego ha pasado a ser
una expresión médica que se refiere al combate del cuerpo contra la muerte. No es
por casualidad que se hable de «agonizantes». Al referirse al impresionante
fenómeno fisiológico del sudor de sangre, san Lucas sabe que esto es
perfectamente posible (hasta Aristóteles lo menciona entre las «curiosidades»
médicas) y que se conoce con el nombre de hematodrosis. Ello confirma una vez

199
más la «firma» del evangelista. En este caso, se trata de alguien que es especialista
en la salud de los cuerpos.

Volvamos de nuevo a la cuestión de Malco. Si este episodio fuese legendario y se


tratase de un nombre inventado en ambientes helenísticos, no cabe pensar que se
hubiera utilizado este nombre de raíz semítica que procede de Mlk, que significa
«reinar». Se trata de un nombre muy corriente entre los nabateos. Muchos de ellos,
tras emigrar a Israel, ejercían con frecuencia funciones de siervo, policía o guardia
personal. Por ejemplo, los responsables de la seguridad de Herodes eran
reclutados entre los árabes nabateos. Y tal como era frecuente en muchos
nombres del Oriente deaquel tiempo, este nombre también tenía su variante griega,
Málchos.

Así pues, también en este punto hay verosimilitud histórica. Y esta impresión va en
aumento si aceptamos los razonables puntos de vista de algunos investigadores.
Según Lc 22, 38, en la sala donde tuvo lugar el banquete pascual de Jesús y sus
discípulos, éstos presentaron a su Maestro «dos espadas». Teniendo en cuenta
la estricta prohibición de los romanos de que los particulares judíos portasen armas
(particularmente de noche y en la ciudad), es muy probable que las «dos espadas»
fuesen cuchillos alargados empleados para cortar el cordero pascual. Seguramente
ésta sería la «espada» con la que Pedro agredió a Malco, mas no con la intención
de matarle sino de señalarle. Existe un paralelismo histórico con lo sucedido en
Tebutnis (Egipto) en el 183 a de J.C., donde le fue cortada una oreja a un hombre
que quedó señalado como alguien despreciable. Por lo demás, en los países
mediterráneos o en los de América Latina colonizados por estos mismos pueblos,
persistió durante mucho tiempo la práctica del corte del pabellón auricular como
pena infamante para autores de ciertos delitos, particularmente el robo de
ganado.

Escribe M. Kostovtzeff, un exégeta alemán de origen eslavo: «Probablemente Pedro


no deseaba hacer al siervo una herida profunda, sino llevar a cabo un acto simbólico.
Quería significar que su adversario era una persona digna de desprecio y que no
merecía la pena matarlo sino tan sólo mutilarlo. Esta debió de ser la intención del
discípulo de Jesús. Aquel jefe de policía que no era judío sino sirio, árabe o
nabateo tendría que llevar marcada para siempre una vergonzosa señal».

Así pues, el nombre no judío de Malco encaja perfectamente con el desprecio de


Pedro hacia alguien que desempeñaba un oficio despreciable y que encima se
atrevía a poner las manos sobre un Maestro, no solamente amado sino además
inocente. No era posible resistirse a aquella multitud, pero al menos su jefe debería
llevar para siempre un atributo de infamia. Del uso del artículo «el» y no del
«un», se deduce que Malco era el jefe. Es probable que Lucas y Juan precisen
que la oreja cortada fue la derecha, porque era la que se cortaba cuando se
aplicaba esta pena. Precisamente ésta sería la causa por la que Jesús curó a Malco:
no quería que aquel hombre llevase un signo permanente de humillación. El gran
exégeta inglés Charles H. Dodd, siguiendo este mismo enfoque, introduce un nuevo
elemento: «Se trató de un gesto de desafío más que de unadefensa. Se buscaba
hacer al siervo una herida tal que le incapacitara para su oficio».

Es asimismo San Juan quien, tras dar el nombre de Malco, no lo vuelve a

200
mencionar cuando el asunto vuelve a salir durante las negaciones de Pedro: «Uno de
los criados del Pontífice, pariente de aquel a quien Pedro le cortó la oreja, le
dijo: ¿No te vi yo en el huerto con él? Pedro negó de nuevo, e inmediatamente cantó
el gallo» (Jn 18, 26 − 27). Vemos cómo de manera explícita San Juan nos da a entender
que tenía conocidos entre el círculo de siervos y colaboradores de los Sumos
Sacerdotes. Conocía, por tanto, el parentesco entre Malco y aquel otro criado, lo
que demuestra la coherencia de todo el entramado del relato.

Añadamos también la circunstancia de que sólo el cuarto evangelista señale que


el agresor de Getsemaní era Pedro y que el herido se llamaba Malco. Esto sirve
para confirmar la antigüedad de la tradición referida por los otros tres
evangelistas. Una tradición que muy pronto, según la mayoría de los exégetas, dio
lugar a los textos evangélicos que hoy conocemos, siendo el más antiguo el de
San Marcos. Dicha tradición tuvo que tener en cuenta que todavía seguía en pie
y en actitud de vigilancia, cuando no de persecución, aquel mismo poder que
condenara a muerte al Nazareno. Se hacía pues necesaria la prudencia, con el fin de
evitar represalias. Esta sería la razón por la que los sinópticos habrían callado los
nombres del agresor y del herido. Probablemente éste último aún vivía o bien sus
hijos y parientes seguían perteneciendo al círculo del Sumo Sacerdote.

San Juan ya no estaba obligado a esta prudencia porque, casi con toda seguridad,
escribió su evangelio cuando Jerusalén ya había sido destruida y la casta sacerdotal
no era más que un recuerdo del pasado.

Por lo demás, el caso es idéntico para la resurrección de Lázaro. ¿Por qué un hecho
tan importante es omitido por los sinópticos y narrado únicamente por San
Juan? Escuchemos a Giuseppe Ricciotti: «La suposición más fundada es que los
tres primeros evangelistas no quisieron exponer a Lázaro y a sus hermanas a las
represalias de los judíos hostiles que todavía dominaban en Jerusalén, teniendo
en cuenta que el Sanedrín había pensado en su momento dar muerte a Lázaro,
por ser un testigo incómodo. En cambio, en una época tardía, cuando Juan escribe
su evangelio, este silencio prudencial ya no tenía razón de ser».

Volvamos una vez más a los olivos de Getsemaní. Pedro, juntamente con Santiago
y Juan («los dos hijos del Zebedeo», en precisión de San Mateo), formaban el
pequeño grupo de discípulos que Jesús se llevó consigo durante su angustiosa
oración. Los sinópticos están de acuerdo en los nombres de los tres discípulos,
mientras que San Juan, miembro del grupo, no dice nada sobre lo que sucedió en
Getsemaní antes de la llegada de Judas y de la turba guiada por él. Asimismo,
los sinópticos coinciden en narrar que los tres discípulos no pudiendo resistir al
sueño, al cansancio y a la tristeza, se quedaron dormidos repetidas veces y Jesús
se lo reprochó. Según Marcos y Mateo, los reproches fueron dirigidos a Pedro en
primer lugar, haciéndose extensibles a los demás. También coinciden estos
evangelistas en que Jesús estaba invocando al Padre con la conocida expresión:
«Aparta de mí este cáliz».
En opinión de Shalom ben Chorin, cualquier judío instruido está en grado de
comprender que tanto los reproches por el sueño, como la alusión al «cáliz»
indican con tanta claridad como discreción el origen estrictamente judío del
relato.

201
Tenemos asimismo que destacar que la noche en que se celebraba el banquete
pascual era conocida como Leyl Shimurim, la «noche de la Protección», en la
que Yahvé extendió su poderoso brazo sobre Israel, su pueblo. Dice nuevamente
ben Chorin: «Leyl Shimurim significa también, sobre todo, la noche de la vigilia.
Aquella noche Israel tenía que asemejarse a su Dios, del que estaba escrito: "He
aquí que no dormirá, no dormitará el que guarda a Israel" (Sal 120, 4). Por tanto,
tampoco Israel debía dormir o dormitar en aquella noche de gracias y prodigios.
El Maestro estaba pidiendo a sus discípulos que permanecieran despiertos y rezaran
en aquella noche de vigilia. Que velaran a su lado para que también fuera para él
la noche de la Protección. Pero ellos eran débiles y se quedaron dormidos».

Como puede apreciarse, los detalles del sueño y la vigilia referidos por los
sinópticos son tan simples como pudieran parecer a un lector poco detallista —y
muchos «especialistas» parecen pertenecer a esta categoría, pese a toda su
erudición— y hay todo un contexto de religiosidad judía que explica y arroja luz
sobre los reproches dirigidos por Jesús a sus discípulos al tiempo que aporta
nuevas pruebas de veracidad histórica.

Otro tanto cabría decir del «aparta de mí este cáliz». Hemos visto antes que la
expresión «antes que el gallo cante» encerraba insospechados ecos litúrgicos. Lo
mismo sucede en este caso. Tal y como señala ben Chorin, Jesús ha finalizado la
Cena pascual, en la que, en compañía de sus discípulos, ha consumido cuatro copas
de vino. La primera de las copas servía para celebrar la liberación, la segunda el
rescate, la tercera la redención, y la cuarta la elección.

Pero en el ritual de la noche pascual estaba prevista también una quinta copa.
Esta copa se ponía sobre la mesa, pero nadie podía beberla porque estaba
destinada a Elías, el profeta arrebatado al cielo, de donde debía volver para
anunciar la llegada del Mesías. Jesús está pensando precisamente en esta copa
«mesiánica»: un cáliz preparado para y que él mismo debe apurar. Es un cáliz que
preanuncia los dolores con que Cristo redimirá a Israel. Esto explica su oración al
Padre: «Aparta de mí este cáliz». No estamos ante expresiones pura y
simplemente casuales, sino perfectamente enraizadas en el ambiente de Israel,
pese a que muchos críticos lo negaron al afirmar que los evangelios eran una
especie de mosaico construido por razones apologéticas en desconocidos lugares
del Mediterráneo y que se elaboraron a base de una síntesis de materiales
recogidos aquí y allá.
Y que nadie nos diga (como hace Charles Guignebert y otros críticos anteriores
y posteriores a él) que doce judíos piadosos —Jesús y sus once discípulos— no
podían encontrarse en Getsemaní, en la pendiente del Monte de los Olivos.
Guignebert recuerda que la Ley prohibía salir de los límites de Jerusalén en aquella
noche santa. Pero este crítico demuestra estar informado solo a medias. En un
principio, la prohibición era de no salir de casa, pero después se entendió por
"casa" la ciudad entera y los límites de sus murallas.

En el caso de Jerusalén, las murallas habían sido idealmente extendidas hasta la


cumbre del Monte de los Olivos, ya que la muchedumbre que pernoctaba en la ciudad
durante la Pascua era tan numerosa que excedía del recinto amurallado. Sabemos,
asimismo, que, en sus alrededores, incluido el Monte de los Olivos, todos los años en
aquellos días se instalaban campamentos. Por tanto, también los judíos
respetuosos de la Torah podían perfectamente permanecer en aquel lugar de las

202
afueras, tras llegar allí procedentes del interior.

Pero como ya hemos visto, ante la mayoría de las palabras de los textos surgen
dificultades cuyo tratamiento exige mayor extensión. Por ello, nuestra exposición
proseguirá en el siguiente capítulo.

XXVIII. «No conozco a ese hombre»

EN el capítulo anterior hemos empezado a analizar el comportamiento de los


discípulos de Jesús en los relatos de la Pasión, y en particular el de Pedro, su
«columna».

En esta ocasión centraremos nuestro interés en las negaciones de Simón Pedro.


Este tema ya lo tratamos, si bien secundariamente, en el capítulo dedicado al análisis
histórico del personaje del Sumo Sacerdote.

Vimos entonces cómo únicamente San Juan narra la comparecencia de Jesús


ante el viejo Anás, suegro de Caifás, el sumo sacerdote de entonces. Y asimismo
Juan daba a entender que él acompañaba a Pedro, siguiendo ambos a Jesús, y
que los dos pudieron entrar en el atrio del palacio gracias a que Juan conocía a
la portera. El cuarto evangelista escribe Paidíske e thurorós, «la muchacha
portera» (Jn 18, 17). ¿Qué otra cosa, sino un recuerdo personal, podría ser esa
referencia a que la portera era una muchacha? Por curiosidad, añadiremos que,
según tradiciones muy antiguas de textos apocalípticos, el nombre de la joven
era Ballila.

Vimos también en el relato de San Juan otros indicios de un testigo presencial,


como, por ejemplo, el detalle del fuego encendido en el patio «por los criados
y guardias porque hacía frío» (Jn 18, 18). Y otro detalle también de este evangelista
es el del criado «pariente de aquel a quien Pedro le cortó la oreja» que le
reconoció como discípulo del Galileo (Jn 18, 26).

Recordemos además el káto en té aulé, el «Pedro estaba abajo en el atrio» (Mc


14, 66), escrito por Marcos, el discípulo de Pedro, al que debió oír muchas veces
contar aquella historia y que nos señala tan certeramente que la comparecencia
de Jesús ante Anás tuvo lugar en una estancia del piso superior, el destinado al jefe
de la familia sacerdotal. Por lo demás, esto se corresponde perfectamente con la
disposición de las casas señoriales en la Jerusalén de entonces.

De las negaciones de Pedro, y en particular del anuncio del canto del gallo al que
aluden los cuatro evangelistas, también hemos hablado en el capítulo anterior.

Todos los detalles analizados hasta el momento son importantes, pero en el fondo
su importancia es secundaria respecto al auténtico drama: el de la negación del
Maestro por alguien que no sólo era el jefe de sus discípulos, sino también el hombre
que había reaccionado escandalizándose con el anuncio de su próxima traición.
En esto se va a centrar nuestro análisis, en lo que los anglosajones llamarían el
hardcore, el «núcleo duro» de la narración que presenta idénticos rasgos de

203
historicidad que los hechos más secundarios que ya hemos examinado.

En primer lugar, tendremos que transcribir los seis versículos en los que San Marcos
narra los hechos: «Mientras Pedro estaba abajo en el atrio, llegó una de las
criadas del Sumo Sacerdote y, al ver a Pedro calentándose, fijándose en él, le dijo:
También tú estabas con Jesús el Nazareno. Pero él lo negó diciendo: Ni sé ni
entiendo lo que dices. Y salió fuera, al vestíbulo de la casa, y cantó el gallo. La
criada, tras observarle, volvió a decir a los presentes: Este es de ellos. Pero él lo negó
otra vez. Y poco después, los que estaban allí decían a Pedro: Seguro que eres de
ellos, porque también eres galileo. Pero él comenzó a maldecir y a perjurar: No
conozco a ese hombre de que habláis. Y enseguida cantó el gallo por segunda
vez. Entonces se acordó Pedro de lo que Jesús le había dicho: Antes que el gallo
cante dos veces, me habrás negado tres. Y rompió a llorar» (Mc 14, 66 − 72).

Este episodio es narrado por los cuatro evangelistas con algunas variantes, pero la
narración es esencialmente la misma. Todos los evangelistas narran que la
criada o portera (la «muchacha» de San Juan) es la primera en reconocer a
Pedro, aunque San Mateo la hace intervenir una segunda vez. Ya hemos aludido
antes a los detalles que hacen de San Juan un testigo presencial.

San Lucas añade el siguiente particular: «Y en aquel momento, mientras aún


hablaba, cantó un gallo. El Señor se volvió y miró a Pedro. Pedro recordó las
palabras que el Señor le había dicho» (Lc 22, 60 − 61). Para el tercero de los
evangelistas las negaciones de Pedro y su inmediato arrepentimiento suceden en
presencia del Maestro, al menos en los momentos finales. Más adelante
intentaremos explicar la razón de esta precisión de San Lucas.

Estos añadidos y variantes hacen que Giuseppe Ricciotti escriba con su habitual
decisión: «Este episodio es uno de los argumentos preferidos de los
investigadores malintencionados o con ganas de perder el tiempo. Los primeros
querrían demostrar que los relatos de los cuatro evangelios se contradicen mientras
que los segundos querrían analizar hasta el mínimo detalle de cada una de las
negaciones. Pero unos y otros deberían recordar que ninguna de las cuatro
versiones aspira a ser completa en sí misma y tampoco trata de excluir a las
demás».

Por lo demás, los añadidos y las variantes se repiten en muchas partes de los
evangelios.

Pero en este episodio, sobre todo, estos detalles son realmente secundarios ante un
interrogante que no tiene respuesta si no aceptamos la historicidad de los hechos.
¿Por qué la comunidad cristiana habría de ser tan masoquista para referirnos los
hechos si realmente no hubieran sucedido? ¿No era preferible —por muy doloroso
que fuera hablar de ello en vez de esperar a que lo hicieran sus enemigos?

Si las negaciones del jefe de los discípulos habían tenido lugar públicamente,
resultaba más oportuno admitirlo en vez de callar. El perjuicio resultante de
comunicarlo a los destinatarios de la predicación era mucho menos grave que el
peligro representado si alguien se anticipaba a referirlo. Los que escucharon a Pedro
desmentir su pertenencia a los seguidores del procesado eran los criados del
Sumo Sacerdote, el principal enemigo de Jesús, y debieron ciertamente

204
referírselo.

Esta hipótesis (aplicable no sólo a las negaciones de Pedro sino a todos los
demás episodios en que se refiere la torpeza o cobardía de los discípulos) encuentra
una confirmación posterior en el hecho de que los detalles más embarazosos para
los apóstoles se encuentren en los tres primeros evangelios. Es decir, aquellos
que transmitieron la primera predicación, efectuada en lugares demasiado
comprometidos en los que sería difícil admitir falsedades o reservas. Nos referimos
a la propia Palestina y a las comunidades judías del Mediterráneo en contacto
permanente con Jerusalén. Era la época en que no había cambiado la situación
sociopolítica; el Templo no había sido destruido y muchos testigos oculares todavía
vivían.

Jesús es anunciado muy pronto como el Mesías y ya hacia el año 50 —como


atestiguan las primeras cartas de San Pablo— se han creado en torno suyo los
primeros esbozos de una teología y sobre todo de una liturgia, con himnos y
oraciones. Las circunstancias de esta primera predicación que confluiría en los
sinópticos han sido bien sintetizadas por Alfred Láple: «Si los apóstoles, y con ellos
la primera comunidad en su enseñanza y escritos, se hubiera apartado de la
verdad lo más mínimo, habrían cavado una fosa para la Iglesia naciente. En la
Palestina de entonces todavía vivían muchas personas que vieron a Jesús y que
habrían salido al paso de cualquier posible falsedad. La hostilidad de sus
adversarios obligaba a la comunidad cristiana a no apartarse de la narración de
los hechos tal y como sucedieron. El propio Pilato siguió gobernando en Judea
hasta seis años después de la condena del Galileo. Y la familia saducea de Anás
siguió ejerciendo su temible poder cuarenta años después de la crucifixión, hasta el
momento de la destrucción de Jerusalén».

Todo esto sirve para explicar la desnuda e incomprensible sinceridad de los


evangelios. Los discípulos anunciaban «un escándalo y una locura» como la
divinidad de un crucificado. Deseosos más que nadie en la historia de transmitir
veracidad y confianza, aparecían en estos relatos como personas que, en la época
del Maestro, se dejaban llevar por intrigas, celos, rivalidades, envidia, incredulidad y
desidia. Se exigía una fe, increíble desde el punto de vista humano, a partir del
testimonio de unos discípulos que recordaban que no habían sabido velar siquiera
una hora en compañía del Maestro, que habían huido cuando Jesús se encontraba
en peligro, y que le dejaron morir tras abandonarle y negarle incluso el hombre que
debería haber sido la «piedra», el fundamento de la fe.

Algunos han destacado —y a nuestro parecer, con toda la razón, que bastaría
analizar la actuación de los discípulos tal y como la presentan los evangelios para
estar seguros de que no estamos ni mucho menos ante textos elaborados o
manipulados por la comunidad cristiana de acuerdo con sus intereses. Antes bien,
los textos evangélicos se ven «obligados» a referir incluso aquello que pudiera
no beneficiar a la labor apostólica.

En lo referente a las negaciones de Pedro, hay que destacar que resultan de lo más
mezquino si tenemos en cuenta que no se producen en medio de un severo
interrogatorio del Sanedrín y ni se emplean amenazas ni torturas. Es simplemente la
dejación de un pobre hombre ante las sospechas de una sirvienta y otros criados.

205
El asunto es mucho más serio de lo que parece, si como creemos está en lo cierto
Heinz Zahrnt: «Pedro no niega a Jesús por simple cobardía. Nunca ha demostrado
ser un cobarde. No es que le falte carácter; lo que le falta es fe». Por tanto, resultaba
muy duro exponer esta crisis de fe del primero de los Apóstoles ante aquellos
a quienes se pedía creer en el evangelio. Esto era mucho más grave que el
comprensible temor humano ante las consecuencias de que el Apóstol fuera
reconocido en aquella noche terrible.

En resumen, la narración de un episodio semejante resulta inexplicable si no


admitimos su autenticidad —y la consiguiente «obligación» de los evangelios de
referirlo— y como observa acertadamente Joachim Gnilka en este caso, más que en
otros, la carga de la prueba recae sobre los que niegan la historicidad y no sobre
los que la afirman: «Quien rechaza la autenticidad de las negaciones debería dar una
explicación aceptable de por qué pudo inventarse una historia semejante y de que la
protagonizara precisamente el discípulo que había recibido la misión de confirmar a
sus hermanos en la fe». Y sigue diciendo Gnilka: «Es completamente absurdo que
la comunidad cristiana hubiera podido imaginar una escena en la que su jefe
cayera tan bajo». De la bajeza de Pedro en aquella situación da testimonio su
«maldecir y perjurar». Más adelante analizaremos los contundentes términos en
griego que hay detrás de nuestras traducciones.
En este caso se muestra vacilante hasta la voluntad de un Alfred Loisy de negar
prácticamente la autenticidad de cada episodio evangélico. El investigador francés (y
con él los seguidores de su escuela) se refiere a «elementos redaccionales» —
es la necesidad de hacer alguna concesión al llamado «espíritu crítico»— pero luego
añade: «Si realmente cada pasaje del evangelio de Marcos hay una influencia de
Pedro, donde más puede apreciarse es en el relato de las negaciones tal y como
es presentado por el segundo evangelio».

Sin embargo, la obsesiva manía del luterano Rudolf Bultmann de buscar en todas
partes mitos que derribar se ve confirmada aquí una vez más. Bultmann insiste
absurdamente en afirmar que es «una construcción legendaria y literaria».

En cambio, Maurice Goguel defiende la autenticidad del anuncio de Jesús a Pedro


(«Te lo aseguro: tú hoy, esta misma noche, antes que el gallo cante dos veces...»), que
aparece en Mc 14, 30, sin embargo, afirma que el cumplimiento efectivo de la
predicción fue inventado con objeto de resaltar el don de clarividencia de Jesús.

Quizás algún lector recordará que en el capítulo anterior hemos hablado de


investigadores que sostenían exactamente lo contrario: Las negaciones fueron
auténticas, pero no así la predicción. Como estamos viendo, es habitual que en
nombre del llamado «espíritu crítico» cada cual afirme lo que le parezca mejor, y
no precisamente basándose en consideraciones «científicas» sino en gustos y
caprichos personales.

Tampoco faltan aquí —pese a que se revistan de objetividad académica— los


prejuicios ideológicos y confesionales asimismo presentes en Bultmann. Un ejemplo
es el protestante J. Schreiber, que en 1961 publicara un libro —abultado y repleto de
notas, a la mode allemande—en el que quería demostrar que las negaciones de
Pedro no eran más que el punto culminante de una polémica desencadenada
contra él por los autores del Nuevo Testamento, que veían en él no una «columna

206
de la fe» sino el prototipo del incrédulo. Una tesis completamente absurda y
condicionada por la secular polémica de la Reforma contra el Papado que veía en
Pedro su primer representante.

Para demostrar que semejante interpretación es totalmente gratuita, no hay que


olvidar que el evangelio de San Marcos (que transmite la predicación del Pescador de
Galilea) relata no sólo las negaciones, sino que además insiste en sus aspectos
más graves. Ya vimos cómo Lucas —que refleja la predicación del «rival» Pablo—
en la escena del anuncio de las negaciones y de la subsiguiente reacción altanera
de Pedro, no parece que quiera cargar las tintas contra él. Esto puede verse en la
siguiente observación: «En el evangelio de Lucas, Pedro no maldice ni perjura
cuando le preguntan si es discípulo del Galileo. Para el evangelista ésta es una
manera de disculpar al Apóstol y más si tenemos en cuenta que en este evangelio
las tres negaciones disminuyen de intensidad en vez de adquirir un tono violento
como en el evangelio de Marco s».

El autor de estas líneas es Leopold Sauburin que desarrolla una hipótesis


verosímil sobre el pasaje de San Lucas: «El Señor se volvió y miró a Pedro». Dice
Sauburin: «Este detalle permite a Lucas demostrar una vez más cómo Jesús está
pendiente de Pedro y se toma interés por él para confirmar con los hechos lo
que este mismo evangelista refiere antes del anuncio de las negaciones: "Simón,
Simón, mira que Satanás os busca para cribaras como a trigo, pero yo he rogado
por ti para que no desfallezca tu fe. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a
tus hermanos"» (Lc 22, 31 − 32).

Lo cierto es que Jesús no tendrá en cuenta respecto a Pedro estas palabras


pertenecientes también al evangelio de San Lucas: «El que me niegue delante de
los hombres, será negado ante los ángeles de Dios» (Lc 12, 9).
Acudiremos ahora a San Juan en quien algunos han visto una especie de
antagonista de Pedro. En este último se ha querido ver al representante de la
«jerarquía» mientras que el primero sería el campeón de los «carismáticos» o
«espiritualistas» de la primera comunidad. Sin embargo, el evangelio de San
Juan es el único que presenta la particularidad de las tres preguntas que Jesús
hace a Pedro después de la Resurrección («Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que
éstos?») Y del triple mandato que le es confiado («Apacienta mis corderos») que
parecen remitir directamente a las tres negaciones de la trágica noche del proceso
de Jesús (Jn 21, 15 y ss.). Juan, presunto «adversario» de Pedro y de su primado
jerárquico, narra cómo el Apóstol es confirmado en su misión por el Resucitado, que
no se limita a perdonar sus negaciones, sino que lo constituye en «pastor de las
ovejas» de la comunidad fundada por él.

Ante el episodio que estamos analizando, Ernest Renan se muestra, como es


habitual en él, más precavido. Es sabido que el método utilizado por este intelectual
francés, excomulgado por la Iglesia, es mucho más sutil que el de otros, que
enseguida dejan entrever sus intenciones. Es frecuente que Renan no niegue los
hechos. Pero en realidad lo que hace es vaciarlos de contenido y con ellos los propios
evangelios.

La célebre Vida de Jesús de Renan ha apartado de la fe a muchas personas sin que


apenas se dieran cuenta, atraídas por la sencillez de su estilo. Por eso esta obra
ha sido definida como «Un marrón glacé con agujas por dentro». He aquí la

207
opinión de Renan sobre este episodio: «El desgraciado (Pedro) negó por tres veces
haber tenido la más mínima relación con Jesús. Creía que Jesús no podría oírle y no
reparó en que su disimulada infamia encerraba una tremenda falta de delicadeza.
Pero su bondad natural le reveló enseguida el error que había cometido...».

Resulta de verdad increíble que esta tragedia pueda ser reducida a «una tremenda
falta de delicadeza» de «un desgraciado» que se limitó a negar que había tenido
relaciones con el procesado... Al reducir el drama de la noche del proceso de Jesús a
una especie de escena de vodevil u opereta, Renan disminuye el escándalo
resultante de la aparición en los cuatro evangelios de este episodio y trata de
explicar de esta manera el hecho de que la primitiva comunidad cristiana hubiera
presentado esta vergonzosa acción en los textos fundadores de la fe.

También Charles Guignebert emplea un tono casi de farsa en este asunto, pese a
que habitualmente guste de escrudiñar los detalles más prolijos. Y es que la cuestión
le resulta embarazosa, pues no resulta razonable a todas luces negar la
autenticidad de los hechos. Sin embargo, este autor lo despacha con una breve
explicación irónica: «Pedro, el único discípulo que se quedó en la puerta, estaba
ocupado en el atrio del Sumo Sacerdote en negar a su Maestro en el momento del
canto del gallo...». Una explicación que parece de comedia de bulevar.

Pero en realidad, la escena que nos describe San Marcos es impresionante.


Cuando le preguntan por tercera vez si conoce a aquel hombre, «Pedro comenzó a
maldecir y perjurar», según nuestra traducción. Pero el original griego emplea el
verbo anathematízein que, en opinión de un filólogo, «se usa en la Biblia como
un término extremo, en maldiciones dirigidas a hombres y ciudades condenados
a la aniquilación». ¿Maldice Pedro a Jesús o se maldice a sí mismo? Lo cierto es que
estamos ante un lenguaje de condena, de «anatema» si se quiere, pero que resulta
espantoso en boca de un judío practican te.

Destaquemos asimismo que las negaciones acompañadas de maldiciones


aumentaban su gravedad por el hecho de haber sido pronunciadas públicamente en
presencia de un grupo de testigos. Cumplían todos los requisitos legales de los
judíos para considerar las como una total y definitiva retractación por parte de Pedro.

¿Podemos como Renan considerarlas como «una falta de delicadeza»? ¿Podría


haberlas inventado la comunidad cristiana para atribuirlas al Apóstol fundamento
de su fe, al que había recibido la misión de confirmar a sus hermanos?

Detrás del relato de San Marcos está la huella directa del propio protagonista
del suceso, como demuestran otros detalles de tipo lingüístico que casi siempre
pasan inadvertidos a quien no analiza con atención el texto en griego o a quien no
conoce correctamente esta lengua.

Veamos la primera de las negaciones: «Ni sé ni entiendo lo que dices». Se ve que


el interpelado intenta salirse por la tangente con un manido recurso dialéctico: no
niega ni afirma, pero finge no entender. Los dos «ni» revelan una incorrección
sintáctica, pues en griego outé outé (ni, ni) no puede emplearse con dos verbos
prácticamente sinónimos como «no saber» o «no entender». Es sabido que el
idioma de los evangelios es de carácter popular y sencillo, pero también es cierto
que no es frecuente encontrar en e l , los grandes incorrecciones y errores de bulto.

208
Nos encontramos aquí con la imagen de un hombre azorado, preso del afán
vehemente de encontrar la palabra oportuna para alejar el peligro. Se trata de un
contexto que parece reflejar con fidelidad la verdad histórica. Pedro estaba hablando
en su idioma, la variante galilea del arameo occidental, pero en la traducción al
griego —realizada por él mismo o por su discípulo Marcos— está presente todavía el
recuerdo del espanto, por no decir del pánico, de aquellos momentos.

Y hablando de idiomas, únicamente es San Mateo quien se refiere expresamente


a que el discípulo es reconocido a causa de su acento galileo. «Poco después se
acercaron a Pedro los que estaban allí y le dijeron: "Seguro que tú también eres de
ellos, pues tú mismo hablar te descubre"» (Mt 26, 73). En cambio, en San Marcos
y en San Lucas la referencia es indirecta: «"Seguro que eres de ellos, porque también
eres galileo" (Mc 14, 70). «"Cierto, también este estaba con él, porque también
es galileo"» (Lc 22, 59).

Probablemente, nos hallamos otra vez ante una de esas señales ocultas de
confirmación de la tradición, que a menudo podemos descubrir en el entramado
evangélico. Según la tradición, el evangelio de San Mateo transmite la
predicación a los judíos. Y sólo éstos —a diferencia de los paganos, de los griegos
y romanos a los que se dirigen los demás evangelistas— estaban en condiciones de
entender por qué podía identificarse enseguida a un galileo en Jerusalén. A este
respecto encontramos algunas anécdotas en el Talmud de Babilonia. Como aquella
de un «estúpido galileo» (de este modo le apostrofa un judío) al que no se entiende
si al hablar quiere decir hamor (asno), hamar (vino), arnaz (lana) o immar (cordero),
a causa de su pronunciación caracterizada por la utilización incorrecta de las
guturales. Tanto era así que en Judea estaba totalmente prohibido que los galileos
leyeran las Escrituras en la sinagoga para evitar equívocos. Por tanto, es
perfectamente verosímil la precisión que hace el judío Mateo a los destinatarios
de su evangelio también judíos: «Tu mismo hablar te descubre».

En este contexto de autenticidad en el que, como ya es habitual, todo parece encajar,


puede apreciarse hasta qué punto deben tomarse en serio los consabidos
argumentos de aquellos que en este episodio querrían ver un cumplimiento abusivo
de las profecías del Antiguo Testamento, una concreción de estas profecías
elaborada por la fantasía de los evangelistas.

En esta ocasión, los argumentos de los críticos se apoyan en el Salmo 37, 12: «Mis
amigos y mis compañeros se estacionan lejos de mis llagas, mis allegados se
mantienen lejos». Y los sinópticos dicen: «Pedro le había seguido de lejos» (Mc
14, 54). Entonces los críticos gritan entusiasmados, que no es una coincidencia
fortuita y que una vez más el Nuevo Testamento demuestra haber sido elaborado
a partir del Antiguo, inventándose historias para demostrar el cumplimiento de
las profecías.

Sobre la seriedad de estos «serios» críticos que proponen semejantes soluciones


al enigma evangélico, dejemos que los lectores juzguen por sí mismos.

XXIX. «Y decía: ¡Abba, Padre!»

209
AUNQUE no sea para completar (no puede hablarse de este modo tratándose de
los evangelios, pues lo desmentirían dos mil años de investigación y reflexiones)
y sí para añadir alguna otra cosa de interés a los dos capítulos dedicados a la actitud
de los discípulos durante la Pasión, convendrá detenerse en otra característica de
aquel grupo de hombres que no pertenecían a una única categoría social, sino que
estaba formado por personas heterogéneas, tanto religiosa como ideológicamente.

También en esta cuestión los evangelios escapan a cualquier esquema preestablecido


y se niegan a entrar en condicionamientos forzosos. Hubo una época en la que
a muchos cristianos (eclesiásticos entre ellos) les pareció excesiva la humildad
que Cristo quiso para sí y para los que le rodeaban. Esto explica que se tratara
por todos los medios de «ennoblecer» a los apóstoles y se les inventaran incluso
orígenes nobiliarios. Tal fue el caso, por ejemplo, del apóstol Bartolomé, a quien la
tradición pictórica y escultórica de la Edad Media representó con frecuencia
revestido de púrpura y adornado con gemas, tratando de atribuirle orígenes
nobiliarios. Esta ficción fue posible porque nada se dice de San Bartolomé en el
Nuevo Testamento, aparte de ser mencionado en la lista de los apóstoles. Según
una tradición, también era rico y probablemente noble Matías, que fue elegido
para reemplazar a Judas en el colegio apostólico. Por lo demás, este apóstol es
otro perfecto desconocido dentro del Nuevo Testamento, a no ser por su nombre y
por la circunstancia de haber acompañado a Jesús antes de ser promovido a la
misión apostólica.

Por lo que sabemos, aquel grupo de íntimos de Jesús comprendía gente pobre,
pero también representantes de lo que hoy llamaríamos «clase media» y
seguramente hasta ricos. Además de las tradiciones referentes a Bartolomé y
Matías, rico debió ser sin duda Mateo, recaudador de impuestos en la próspera
Cafarnaúm. Y ricas, o por lo menos dotadas de recursos, eran las mujeres que
seguían al grupo de Jesús y que, como dice el evangelio de San Lucas, «les servían
con sus bienes» (Lc 8, 3).

Los pescadores del grupo eran trabajadores autónomos o bien los hijos del dueño
del negocio. Cada uno de ellos tenía su propia barca (y gente a sus órdenes, los
«jornaleros» mencionados en Mc 1, 20) y probablemente trabajaban unidos en una
especie de cooperativa o sociedad. Estos eran Simón y su hermano Andrés, y los
hijos del Zebedeo, Santiago y Juan. Recordemos que un proverbio rabínico atribuye
al propio Dios: «He creado siete mares, pero me he reservado tan sólo uno: el de
Genesaret». En efecto, este espejo de agua, de veintiún kilómetros de ancho por
nueve de largo era tan abundante en peces, que bien se merecía aquel proverbio. Por
tanto, todos aquellos que quisieran dedicarse a la pesca y dispusieran de medios
adecuados encontraban allí un buen modo de ganarse la vida.

Según una tradición muy antigua y al parecer con bastante fundamento, Felipe era
comerciante. Otros apóstoles pertenecían a estratos sociales más bajos y
seguramente eran campesinos.

Los Doce tenían en común su fe judía, pero su extracción política y cultural era de lo
más diverso. Viendo sus nombres (Andrés y Felipe, por ejemplo) se tiene la

210
impresión de que algunos procedían de sectores del judaísmo helenizado. Simón
—no confundir con Simón Pedro— es conocido por Marcos como el «Cananeo»,
mientras que Lucas le llama el «Zelote». Este apóstol debía de proceder de aquel
movimiento de reforma religiosa radical opuesto implacablemente a los romanos.
Mas esta oposición que llegaba a veces hasta el terrorismo, no parece que influyera
en los otros apóstoles y ni mucho menos en Jesús.

Los apóstoles formaban un grupo difícil de clasificar. Fueron elegidos uno a uno
por el Maestro, pero no por afinidades de «clase» o de «ideología». De lo que
deducimos una vez más que el misterio evangélico debe tomarse tal y como se
presenta, dejando a un lado la pretensión de explicarlo por medio de prejuicios
que, después de todo, son cambiantes según las épocas o la variedad de lectores
de la Escritura.

Pero el drama de la Pasión y Muerte que a lo largo de tantos capítulos estamos


pasando por el tamiz de la crítica, dio comienzo con lo que Pascal llamaba «el
misterio de Jesús» por excelencia: su afligida invocación al Padre en medio de
las tinieblas —no solamente físicas— del huerto de Getsemaní. En este pasaje —
de manera especial en la versión de San Marcos— se esconde probablemente el
auténtico secreto del evangelio, el estilo y el significado de la misión de Cristo.

Leamos lo que nos dice San Marcos: «Y tras adelantarse un poco se postró en tierra
y rogaba que, si era posible, se alejara de él aquella hora. Y decía: ¡Abbá, Padre!,
todo te es posible, aparta de mí este cáliz, pero no sea lo que yo quiero, sino
lo que quieres tú». (Mc 14, 35 − 36). Poco después, añade el evangelista: «Se
alejó de nuevo y oró repitiendo las mismas palabras» (Mc 14, 39).

«Las mismas palabras», es decir la repetición de la oración iniciada con aquel


sorprendente Abbá. En los otros dos sinópticos la oración de Jesús no da comienzo
con el vocablo arameo transmitido por Marcos, sino que Lucas emplea el griego
Páter y en Mateo leemos Páter mú, Padre mío. Por lo demás, Juan relata el
prendimiento de Jesús, pero nada nosdice sobre su oración.

Si consultamos uno de esos prontuarios bíblicos donde se indican los pasajes en


los que aparecen términos de la Escritura, podremos comprobar que Abbá sólo
aparece una vez en los evangelios, concretamente en el citado pasaje de San Marcos.
Lo volvemos encontrar en dos ocasiones en San Pablo, en la Carta a los Romanos
y en la dirigida a los Gálatas. Una frecuencia muy escasa, pero suficiente para
arrojar una vivísima luz en todo lo que se refiere al Nuevo Testamento.

Vale la pena detenernos a analizar este término, tal y como ha hecho con gran
exactitud el biblista alemán Joachim Jeremías, que a sus muchos y destacados
libros, añadió en la década de los sesenta, otro titulado simplemente Abbá y que con
el tiempo se ha convertido en un clásico.

Para poder apreciar realmente la misteriosa novedad instaurada por Jesús en las
relaciones entre la Tierra y el Cielo, debemos tener en cuenta que a todo lo
largo del Antiguo Testamento solamente se emplea en quince ocasiones el
término «Padre» para designar a Dios. Y se trata de una paternidad que no se parece
en nada a la terrena, pues es solamente metafórica y alegórica. No es en absoluto
una paternidad de tipo individual o personal por la que el hombre singular, al

211
pensar en el Creador, le pudiera decir «mi Padre» o pudiera dirigirse a Él
llamándole «Padre mío». De acuerdo con algunas interpretaciones, este tipo de
relación íntima sólo era ejercida en contadas ocasiones y únicamente por el rey de
Israel.

Todo encaja perfectamente desde el momento en que sabemos que la paternidad


divina no alcanza a cada israelita en particular, sino al conjunto de Israel en cuanto
a pueblo primogénito de Dios, elegido entre todos los demás pueblos. Dice un
famoso pasaje del Deuteronomio: «Vosotros sois hijos del Señor, vuestro Dios
(...) Tu eres un pueblo consagrado al Señor, tu Dios, y te ha elegido el Señor,
tu Dios, para que seas su pueblo singular, de entre todos los pueblos que hay sobre
la faz de la tierra» (Dt 14, 1 − 2).

En cualquier caso, las escasas ocasiones en que el término «Padre» aparece en las
Escrituras judías, va siempre acompañado de precisiones como «Señor, Altísimo,
Eterno» que confirman la distancia —que la religiosidad judía quería salvaguardar
a toda costa— entre Dios y el hombre. Esta veneración, no pocas veces marcada
por el temor, no se atreve siquiera a mencionar el nombre divino y recurre a
perífrasis para hacerlo.

Encontramos una confirmación de esto en ese hijo menor del judaísmo que es
el islamismo. Entre los múltiples nombres de Alá que el creyente repite desgranando
su rosario («el Poderoso», «el Justo», «el Misericordioso», «el Eterno» ...) no
aparece en ningún momento el nombre de «Padre».

Pese a todo, entre muchos biblistas circulaba el convencimiento de que la


infrecuencia del apelativo «Padre» en las Escrituras judías canónicas (tan sólo
quince veces) se vería compensada por una frecuencia mayor del término en la
literatura extracanónica, en especial la de la época de Jesús.

Decíamos «circulaba», en imperfecto puesto que las investigaciones de Joachim


Jeremías han superado terminante y definitivamente esta cuestión. Decía al respecto
el investigador alemán: «Se dice frecuentemente, incluso en nuestros días, que el
término "Padre" era bastante empleado en el judaísmo de la época de Jesús para
designar a Dios. Semejante afirmación no tiene ninguna base en las fuentes del
judaísmo de Palestina. Los testimonios de la época anterior al Nuevo Testamento
son del todo infrecuentes».

Eran y siguen siendo infrecuentes, habida cuenta que el descubrimiento de los papiros
de Qumrán ha aportado una nueva confirmación: en esos textos —que como es
sabido, pueden datarse en torno a la época de la venida de Cristo— no se ha
encontrado más que un único pasaje en el que se compare a Dios con un padre.
Mas con una limitación fundamental: el papiro dice que es padre, pero sólo «para
sus hijos fieles». Por tanto, únicamente para los judíos y si apuramos más, sólo
para aquellos que formaban parte de la exclusiva secta de los esenios.

Por lo general, precisa Jeremías, «en el judaísmo de Palestina encontramos las


mismas características de la Escritura utilizada para las celebraciones litúrgicas y
oficialmente reconocida. En él también es fundamental el sentido colectivo dado a
la paternidad de Dios. Dios es padre, pero lo es exclusivamente de su pueblo Israel,
el pueblo de la Alianza, y únicamente en este sentido los israelitas son hijos

212
suyos». Además, casi siempre se añade la expresión «que estás en los cielos», para
marcar más aún la diferencia con los padres «que están en la tierra».

Sólo conociendo la situación por la que atravesaba el judaísmo antiguo se puede


apreciar la novedad auténticamente revolucionaria de los evangelios. En ellos, y en
boca de Jesús, se emplea el apelativo «Padre» para designar a Dios unas 170 veces.
Comenta Jeremías: «No cabe ninguna duda: "Padre" era simplemente el tratamiento
que Jesús daba a Dios». Un detallado análisis de los evangelios muestra sin embargo
que el empleo de la expresión es diferente según los evangelistas: 4 veces en San
Marc os, 15 en San Lucas, 42 en San Mateo y 109 en San Juan.

Pero no es menos cierto que los evangelios recuperan la uniformidad cuando se


refieren a oraciones, concretamente las atribuidas a Jesús, tanto en los sinópticos
como en San Juan, que señalan a Dios como Padre. Solamente hay una
excepción, por otra parte, comprensible. Según Mateo y Marcos, Jesús que sufre en
la cruz, deja escapar un grito: «¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has
abandonado?» (Mt 27, 46 y Mc 15, 34). En este caso, era obligado el «Dios mío»,
en lugar del «Padre mío», puesto que no se trata de una invocación del propio Jesús,
sino de una cita del Salmo 22, de la que los dos evangelistas dan la versión en
arameo («Eloí, Eloí, lamma sabactáni») y sobre la que hablaremos en un próximo
capítulo.

En definitiva, todas las veces en que Jesús hace oración se dirige a Dios como
«Padre». Esto ya de por sí es una novedad sorprendente. Pero lo verdaderamente
«escandaloso» (o «maravilloso», según se mire) es la expresión Abbá, que aparece
tan sólo una vez y en el evangelio de San Marcos. Pues bien, gracias a una
serie de elaborados estudios sobre las lenguas semíticas y su traducción al griego
en los que no vamos a entrar, es posible demostrar que detrás del páter griego de los
textos evangélicos, originalmente estaba el abbá arameo.

Sin lugar a dudas, esta última expresión fue la que Jesús utilizó en todas sus
oraciones. Lo sabemos porque la Iglesia primitiva también hacía uso de ella (de esto
da testimonio, como luego veremos, San Pablo) y porque la liturgia oriental antigua
ha conservado durante mucho tiempo este modo de dirigirse a Dios, en el que
evidentemente seguía el ejemplo de su fundador.

Así pues, verdaderamente estamos ante algo único, como no deja de señalar
Jeremías: «Se puede afirmar con toda seguridad, que en todo el conjunto de textos
que contienen oraciones judías no aparece nada remotamente parecido a la
invocación Abbá. Y esto, tanto en los textos de uso litúrgico oficial como en las
oraciones más personales, de las que la literatura talmúdica nos ha transmitido
numerosos ejemplos».

¿Pero por qué estaba excluido en Israel el uso de esta invocación? Porque en
realidad no significaba otra cosa que el balbuceo del niño que empieza a
pronunciar las primeras palabras como «imma» (mamá) y «abbá» (papá). Dice al
respecto el Talmud: «Cuando el niño empieza a apreciar el sabor del trigo (es decir,
cuando es destetado y pasa de la leche a alimentos más nutritivos), empieza a decir
abbá e imma».

213
También era frecuente que abbá fuese empleado por los hijos adultos, pero siempre
y de modo exclusivo en la vida familiar cotidiana. Si se dudaba en dirigirse a Dios
llamándole «padre» (y cuando se hacía, se empleaban además otros términos
para recordarle su grandeza y majestad), menos oportuno se consideraba, siendo
además una inaceptable falta de respeto, llamarle «papá» o «papaíto», que es la
traducción más aproximada de abbá.

Con toda razón, el biblista alemán ha escrito: «El que Jesús se haya atrevido a
dar este paso resulta novedoso e inesperado. Ha hablado con Dios como un niño
habla con su padre, con sencillez, delicadeza y confianza. Cuando Jesús llama
Abbá a Dios (y como hemos visto, lo hace en todas sus oraciones, pese a que
los evangelios sólo hayan dejado testimonio en la oración de Getsemaní relatada
por San Marcos), nos está revelando cuál es la esencia de su relación con Él».

Pero Jesús no tiene en exclusiva la relación con su Padre, sino que la transmite
también a sus discípulos, como lo demuestran los otros dos pasajes del Nuevo
Testamento en los que vuelve a aparecer el término. Primero, en la Carta a los
Romanos: «Pues no recibisteis espíritu de servidumbre para recaer en el temor,
sino que recibisteis el espíritu de hijos adoptivos, con el cual clamamos: "¡Abbá,
Padre!"» (Rom 8, 15). Y, por último, en la Carta a los Gálatas: «Y porque sois
hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: "¡Abbá,
Padre!"» (Gal 4, 6).

Citemos también esta otra observación: «Clamar abbá es algo que supera todas
las capacidades humanas, y sólo resulta posible en la esencia de la nueva relación
con Dios aportada por el Hijo hecho hombre».

Se comprenderá ahora mejor por qué al inicio de nuestra exposición decíamos que
en esa palabra minúscula y de uso infantil, transmitida por el segundo de los
evangelistas, esté escondido el mayor secreto de la misión de Cristo. «Escondido»
es un término que hemos utilizado deliberadamente. Como tantas veces hemos
podido comprobar, entre los rasgos que dan unidad al evangelio están la ocultación
de valiosos tesoros en su entramado y la exigencia de búsqueda y reflexión para
revelarnos sus riquezas. Es una y otra vez la estrategia de un Dios escondido que
parece querer jugar a esconderse en los pequeños detalles.

Si lo pensamos detenidamente, nos daremos cuenta de que todo lo anterior no


es un signo menor de la veracidad de los textos evangélicos. Porque si únicamente
fueran obra de los hombres, estarían redactados de un modo mucho más explícito.
La difusión de un mensaje, también el religioso, no puede permitirse el lujo de jugar
al escondite con el lector (o con el oyente); necesita lanzar a los cuatro vientos
sus argumentos y no ocultarlos entre líneas. Tanto es así que sólo en las últimas
décadas el trabajo de los biblistas ha podido sacar a la luz muchas piedras preciosas,
dándoles la importancia debida.

Es cierto que determinada crítica bíblica moderna ha tratado de poner en crisis la fe


al intentar separar de ella los aspectos históricos, pero por otra parte esto también ha
servido para alimentar la propia fe. Porque, precisamente gracias al trabajo de
tantos especialistas, hoy estamos en condiciones de valorar lo que significa que
un judío piadoso haya podido llamar «papaíto» al Eterno, al Inaccesible, el Dios
del que nadie se atrevía a escribir o pronunciar su nombre.

214
Por tanto, resulta todavía más significativo que la palabra Abbá, que abre perspectivas
revolucionarias y absolutamente inéditas en la historia religiosa de la humanidad,
aparezca al comienzo del relato de la Pasión arrojando sobre ella una luz que le da
su pleno significado.

Esta manera filial de dirigirse a Dios colma la larga espera de Israel, señalada por
el anuncio de los profetas. Así lo expresa San Pablo: «Porque vosotros sois
templos del Dios vivo, según dijo Dios: Habitaré y caminaré con ellos; y seré su
Dios, y ellosserán mi pueblo (...) Y seré para vosotros Padre, y vosotros seréis
mis hijos e hijas, dice el Señor omnipotente» (2 Cor, 6, 16, 18). En este pasaje
San Pablo, más que una cita literal, hace una especie de síntesis de anuncios
proféticos desde Ezequiel a Isaías, pasando por Jeremías y Oseas. Se confirma de
este modo que la predicación de los profetas preanunciaba aquel futuro, aquella
situación insólita en la que los hijos e hijas podrían llamar abbá, «papaíto» al dios
de los cielos.

Tras las dos sílabas de Abbá encontramos otro misterio fundamental para creer en el
contenido íntegro del evangelio —que es el cumplimiento de las milenarias
expectativas mesiánicas, marcadas por mensajes proféticos que parecían increíbles
y que sorprendentemente se verían realizados en la persona de Jesús.

Lo dijo el propio Renan: «Dios, próximo y considerado como padre. En esto


consiste toda la teología de Jesús». Y dice otro crítico también radical: «Una
paternidad confiada y amorosa es la auténtica esencia del concepto que Jesús
tiene de Dios». El propio Charles Guignebert tendrá que admitir: «Jesús pone el
concepto de paternidad de Dios en el núcleo de su fe, sin tener que asociar la
cualidad de "hijo de Dios" con la de judío, de tal manera que Dios lo es tanto de los
miserables y los pecadores como de los hombres piadosos».

Tras analizar la altura insospechada (pero real) que esta perspectiva da al mensaje
evangélico sobre cualquier otro mensaje religioso, será necesario abordar el
misterioso hecho de que también en este caso —como en tantos otros del Nuevo
Testamento— se cumpla una profecía repetida durante siglos y encuentre su
culminación la espera milenaria de todo un pueblo.

XXX. La escuela del Rabbí Jesús

LLEGADOS a este punto de nuestra investigación, será oportuno volver a abordar


de un modo global, después de haber aludido a ella en muchas ocasiones, la decisiva
cuestión de la verdad histórica de los evangelios. Esta es una cuestión que
afecta por entero al Misterio Pascual, aunque no se limite a él.

Tratando de demostrar —palabra por palabra— la historicidad de los textos,


hemos podido confirmar algo a lo que ya nos referimos en los dos primeros
capítulos de este libro, y es que esta cuestión decisiva puede resumirse así: ¿Cuál es
exactamente la relación entre lo que sucedió realmente, entre lo que el Jesús
«auténtico» de la historia habló llevó a cabo, y lo que nos relatan los evangelios?
Estos no son ni informes tomados en taquigrafía ni crónicas en vivo. Son obras de
testigos o de discípulos de testigos que se redactaron cuando ya había pasado un

215
tiempo. Y el que este período de tiempo sea mayor o menor dependerá de las
«escuelas» exegéticas.

Lo que está claro es que entre Jesús y los «informes sobre Jesús» constituidos
por los sinópticos y San Juan se interpone la primitiva comunidad cristiana.
¿Qué papel juega esta comunidad? ¿Un papel de fidelidad a las acciones y
enseñanzas de Jesús tal y como fueron, o bien otro de interpretación, revisión,
o incluso manipulación de los hechos?

Después de todos los análisis efectuados hasta el momento, llegamos a la


conclusión de que éste es el auténtico problema. Desde Celso, el filósofo pagano
del siglo II, uno de los primeros y de los más insidiosos polemistas anticristianos,
hasta los exégetas contemporáneos, «cristianos» incluidos. Desde los orígenes
hasta nuestros días, desde las escuelas paganas del Imperio romano hasta las
universidades europeas y americanas de nuestro siglo, toda la atención se ha
polarizado en torno a esa famosa «comunidad primitiva» a la que se atribuyen los
evangelios tal y como han llegado hasta nosotros.

Hay algo que tendremos que repetir una y mil veces: hasta no hace mucho
tiempo, la atribución a la «comunidad primitiva» de las diferencias existentes entre el
«Jesús de la historia» y el «Cristo de la fe» que aparece en el Nuevo Testamento, era
algo exclusivo de los autores «incrédulos». Estos argumentaban tales «diferencias»
para poner a prueba a los creyentes, tratando de demostrar la inconsistencia de
una fe basada en textos no fiables, manipulados por ignorados grupos de
discípulos. ¿Cómo se podía creeren un Cristo que no se correspondía con el
«auténtico» Jesús?

Pero después ha sucedido que primero investigadores protestantes (rechazados por


todas las iglesias sin excepción), luego prácticamente todos los de iglesias
reformadas y, por último, exégetas católicos, han terminado por reconocer el desfase
existente entre la realidad histórica y los relatos evangélicos, afirmando que este
reconocimiento es una exigencia científica que, sin embargo, no tiene por qué
poner en crisis la fe. Es más, esto debería servir para afianzarla, porque sería la
única manera de hacer frente al escepticismo de nuestro tiempo.

Como es sabido, nos estamos refiriendo a escuelas como la de Formgeschichtliche


Methode, es decir «el método de la historia de las formas». Es un sistema que
pretende reconstruir la «historia de la tradición», la prehistoria de los evangelios, su
complejo proceso de elaboración por obra de la comunidad de creyentes cristianos.

Asimismo, sabemos que el representante más radical de esta metodología


alemana (que se ha exportado al mundo entero) fue Rudolf Bultmann quien, por
utilizar palabras del biblista católico Gianfranco Ravasi, «a partir de los escritos del
Nuevo Testamento negó categóricamente toda posibilidad de que éstos contuvieran
nada que fuera histórico acerca de Jesús. Detrás de aquellas páginas sólo habría
una desconocida comunidad creadora de mitos».

En su polémica, Bultmann llegó a escribir que «del Jesús de la historia no


sabemos nada y nunca podremos saber nada. Lo único que podemos conocer es la
fe de la Iglesia cristiana primitiva». Esta fe habría elaborado un personaje de acuerdo
con los intereses de la comunidad cristiana.

216
Seguidor de Bultmann, en sus años de juventud, fue Oscar Cullmann, que más
tarde se desmarcó de su maestro y colega para acabar polemizando sobre sus teorías
acerca de la no historicidad de los evangelios. El todavía «bultmaniano» Cullmann
escribió: «Toda la tradición evangélica fue creada y elaborada por la comunidad
primitiva. Es sabido que no hay un solo versículo que no haya sido revisado
previamente por la comunidad antes de ser fijado por escrito y que, por consiguiente,
ha tenido que experimentar la influencia de un gran número de factores. Y entre
ellos no se encuentra precisamente el que define la autenticidad de un relato: la
preocupación por lo histórico. Pero nuestros conocimientos sobre la comunidad
cristiana nos permiten afirmar que sus preocupaciones eran muy diferentes. El
significado más profundo de la vida de Jesús transcendía lo histórico y no podía
explicarse relatando los hechos tal y como habían sucedido. La comunidad
cristiana, creyente en la mesianidad de Cristo, habría considerado que estaría
faltando a la verdad si refería los hechos como si se tratara de un proceso verbal.
Querían substraer al Señor de toda contingencia histórica».

Puede apreciarse claramente el énfasis en el tono, la arrogancia de alguien que


pontifica desde las alturas de su «ciencia» algo que tan sólo los incultos y retrógrados
se pueden permitir ignorar. Además, su análisis psicológico de los ambientes
cristianos primitivos parece convincente.

Y, sin embargo, la realidad es completamente diferente como el propio Cullmann


tendrá que reconocer más tarde.

A nosotros nos interesa informar al lector que otros especialistas —representantes


de modernas tendencias en boga— suscriben afirmaciones como las de Cullmann en
su época de desmitificador: «... y entre estos factores no se encuentra precisamente
el que define la autenticidad de un relato: la preocupación por lo histórico. Pero
nuestros conocimientos sobre la comunidad cristiana nos permiten afirmar que sus
preocupaciones eran muy diferentes...»

Hoy en día el tono de seguridad de estas afirmaciones no sólo no ha aminorado,


sino que se ha acentuado. Y las consideraciones que pueden hacerse al respecto son
válidas para todos aquellos que desde la Antigüedad hasta el momento presente han
sostenido y sostienen que la imagen deformadora creada por la Iglesia de los
primeros tiempos no nos permite apreciar cuáles fueron la vida y las enseñanzas de
Jesús de Nazareth. Hay que valorar seriamente que San Lucas de comienzo a
su evangelio con palabras que contradicen a los «expertos» que niegan que la
precisión histórica interesara a la comunidad cristiana primitiva.

Uno de los aspectos en que más se insiste en la exégesis moderna —y sin duda
uno de los más acertados— es la condición judía de Jesús y del grupo de sus
discípulos. El propio Bultmann no considera a Jesús «cristiano» sino judío,
enteramente enraizado en la tradición de Israel.

Dejando de un lado estos planteamientos radicales, es verdad que el cristianismo


nació históricamente como una tendencia dentro del judaísmo. Y a partir de los
descubrimientos de Qumrán, todo el mundo está de acuerdo en que esenios y
cristianos son hermanos de una misma madre, y, por tanto, pertenecen a una
misma familia, pese a sus notables divergencias y a su destino completamente
diferente.

217
Aparte de las cuestiones de fe y ciñéndonos estrictamente al plano histórico, el
Nazareno fue uno de esos rabbís que iban de un lado para otro, un profeta
vagabundo de los que tanto predominan en la tradición judía.

Siendo así las cosas, no es extraño que sus enseñanzas fueron recogidas y
transmitidas por sus discípulos, al igual que había sucedido con otros maestros
y profetas: los del Antiguo Testamento, el Talmud, la Mishná y la restante literatura
judía que, antes de ser recogida por escrito, permaneció durante bastante tiempo
en la fase de transmisión oral.

Los dichos y enseñanzas de los maestros de Israel eran confiados a una transmisión
metódica y controlada, en la que había que distinguir a los tannaím, especialistas en
memorizaciones, auténticas bibliotecas vivientes a disposición de los discípulos.
Según nos dicen las fuentes, el ideal de los tannaím era llegar a «ser como las
cisternas que no desperdician la más mínima gota de agua». También en torno
a Jesús se formó una «escuela rabínica» (no podía ser de otro modo en un
ambiente judío). Es asimismo sabido que envió a predicar a sus discípulos antes
de la Pasión. Y el contenido de esta predicación fue sin duda su enseñanza
transmitida de memoria.

Con tal estado de conocimientos, resultan verdaderamente pintorescas las


sospechas —que para muchos son certezas— de manipulación por la comunidad
primitiva, pues, como todo parece indicar, dicha comunidad estaba organizada
estrictamente para la conservación y transmisión de las ipsissima verba, de las
«mismísimas palabras» del rabbí Jesús.

El Sitz im Lebem, el «ambiente vital» como lo llaman los biblistas alemanes, en el que
hacen su aparición los evangelios es el que nos describen los Hechos de los
Apóstoles: «Y (los apóstoles) todos los días, en el Templo y en las casas, no cesaban
de enseñar y anunciar a Cristo Jesús» (Hch 5, 42). Todo lo contrario —lo
repetimos una vez más— de una comunidad anárquica y dada a las fábulas.
Muchos investigadores han tratado de llamar la atención de sus colegas acerca del
hecho de que, si los evangelios surgieron de un ambiente judío, su génesis, su
«prehistoria» como diría la Formgeschichte, debería haber sido similar al resto de la
tradición judía. El origen de esta tradición y la fidelidad a la misma en su transmisión
es de sobra conocido y no sólo por las fuentes antiguas sino también por la
experiencia actual de la preeminencia de la «oralidad», de las palabras habladas
sobre las escritas en los ambientes semíticos.

Esto puede verse hoy en día entre los árabes musulmanes donde es bastante
habitual encontrar creyentes pobres que no pueden permitirse la adquisición de un
libro o personas analfabetas que no sabrían leerlo pero que conocen de memoria
partes enteras o la totalidad del Corán y otros textos de la religión islámica.

Por lo demás, Corán quiere decir «recitación» y ni Mahoma ni sus seguidores


se preocuparon en recogerlo por escrito. Esta operación no se llevaría a cabo
hasta que llegaron a la vejez y murieron los discípulos del profeta (y luego los
discípulos de esos discípulos) que habían aprendido de memoria sus
enseñanzas. Así pues, del Corán circularon muy pocos ejemplares, a modo de
garantía contra el olvido de sus enseñanzas, pero la gran mayoría de los fieles

218
siguió transmitiéndolo de memoria. Y, por cierto, con una portentosa exactitud,
como todavía hoy puede comprobarse entre los musulmanes más viejos.

Además, está comprobado que la capacidad memorística está más desarrollada si


el discípulo no sabe leer ni escribir. Porque es habitual que los que tienen la
práctica de manejar libros, no se esfuercen en aprenderlos de memoria. Por eso
se ha llegado a decir que la elección por Jesús de apóstoles que frecuentemente
eran «iletrados» —además de por motivaciones religiosas como, por ejemplo, la
exaltación de los humildes— responde también a la necesidad de poder contar
con buenos «memorizadores» que transmitieran fielmente sus enseñanzas.

Decíamos con anterioridad que —frente a los ataques de los críticos no creyentes o
las exageraciones de métodos como la Formgeschichte en el que cada palabra
era poco menos que sospechosa de manipulación, algunos biblistas habían
intentado llamar la atención de sus colegas sobre el clima de transmisión oral
existente en el judaísmo. Sin embargo, no fueron escuchados, pues la moda, la
autocomplacencia exegética, de la que tampoco quedaban excluidos los cristianos,
iba por otra dirección.

Antes de los descubrimientos de Qumrán, estaba mayoritariamente arraigado el


prejuicio de que los evangelios se habían originado no en un ámbito judío, sino
helenístico, y por tanto ajeno a Israel y sus «escuelas rabínicas». Tras la segunda
postguerra mundial, la publicación de la biblioteca esenia del Mar Muerto —así como
de otros manuscritos aparecidos en el desierto de Judea y en el Alto Egipto— ha
servido para confirmar sin lugar a dudas que el proceso de formación de los
evangelios se desarrolló en tierra y cultura judías y no helenísticas. Muchos
elementos que determinados investigadores atribuían al «paganismo», procedían
en realidad de Israel.

En la actualidad, aparte de algún atrincherado en las posiciones de la vieja «escuela


de las religiones comparadas», que considera a los textos cristianos como una
mezcla de mitologías orientales y helenísticas, existe un acuerdo casi unánime sobre
el Sitz im Leben enteramente judío de los orígenes del cristianismo.

Referirse a Israel es sinónimo de una transmisión protegida y con garantías de la


enseñanza oral.

El cambio de orientación en las investigaciones se produjo a partir de 1957, cuando


en un congreso de exégetas celebrado en Oxford, un biblista sueco, H. Riesenfeld,
comunicó los resultados de sus estudios sobre la transmisión oral del Nuevo
Testamento. Estos estudios serían ampliados y completados por su discípulo, el
también sueco B. Gerhardsson. Como estas investigaciones fueran continuadas
por otros biblistas nórdicos, se ha conocido esta tendencia como «escuela sueca».

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Examinaremos a continuación algunas aportaciones bien fundamentadas, obra de
estos investigadores escandinavos.

En primer lugar, hay que destacar que el vocabulario griego del Nuevo Testamento
abunda frecuentemente en términos técnicos utilizados por las escuelas rabínicas
como «recibir» o «entregar» la doctrina. En Hch 6, 4 puede leerse que la misión
fundamental de los apóstoles —los dirigentes de la «escuela del rabbí Jesús»— es «la
oración y el ministerio de la Palabra». Por su parte, San Lucas da comienzo a su
evangelio en términos que recuerdan de un modo exacto el método judío de
transmisión oral de las enseñanzas de los maestros: «... tal como nos lo han
enseñado quienes desde el principio fueron testigos oculares y ministros de la
Palabra...» (Lc 1, 2). Asimismo, análisis de frecuencias efectuados por ordenador
han puesto de relieve que términos como «dar testimonio», «testimonio» o
«testigo» son los más utilizados en el Nuevo Testamento.

La «diaconía», el ministerio de la Palabra para transmitirla sin alteraciones y que está


bajo la supervisión de los dirigentes de la «escuela» (el Colegio Apostólico), está
presente, entre otros ejemplos, en el capítulo 15 de los Hechos de los Apóstoles
donde se hace referencia al llamado «Concilio de Jerusalén». Tal y como han
demostrado los biblistas suecos, este concilio sigue el método de las academias
rabínicas o de las asambleas generales de la comunidad esenia de Qumrán. Primero
se discute un punto doctrinal; después se procede a un intercambio de opiniones
entre exponentes cualificados de la comunidad; a esto le sigue una confrontación de
las opiniones con la tradición conservada oralmente o en escritos breves; luego se
examinan los antecedentes y la Torah; y, por último, los dirigentes toman la
decisión definitiva.

Otra observación destacada es que los criterios de fidelidad en la transmisión


son tan estrictos y respetados que han servido para conservar intactos términos de
los que la comunidad había olvidado probablemente su significado, pero que
fueron confiados a los evangelios cuando llegó el momento de poner éstos por
escrito. Citemos particularmente expresiones que también se han hallado en
Qumrán: «los hijos de las tinieblas y los de la luz», «el inicuo Mammón», «los pobres
en el espíritu» ...

Qumrán debió de ser destruido —y su comunidad, con toda probabilidad,


asesinada— entre los años 66 y 70. Pero nos ha dejado un vocabulario específico
que solamente 1.900 años después ha recobrado, en los documentos surgidos casi
milagrosamente de la arena, un significado que probablemente había sido olvidado
por los propios evangelistas, pero que fue transmitido porque pertenecía a una
tradición considerada, según costumbre entre los judíos, inalterable.

También avala esta demostración el análisis de 4.600 antiguos manuscritos en griego


que proceden de textos o fragmentos de textos del Nuevo Testamento. Este
está compuesto por unas 140.000 palabras, pero las que presentan dificultades más
importantes por haber sido transmitidas de un modo diferente en cualquiera de esos
4.600 manuscritos son tan sólo 140, es decir una milésima parte del total. Las
variaciones irrelevantes o de poca importancia son evidentemente mucho más
numerosas, pero el número tan bajo de las realmente difíciles da fe de la
cuidadosa transmisión del mensaje recibido por aquellos que tenían la misión oficial

220
del «ministerio de la Palabra».

Así pues, el estudio de la estructura de los evangelios demuestra la puesta en


práctica de determinados recursos (debidos probablemente al propio Jesús, a
ejemplo de sus «colegas» maestros y profetas en Israel) para favorecer la
memorización.

Dice al respecto Gianfranco Ravasi: «El primer método para evitar que las palabras
se dispersen y las ideas se confundan es el clásico de los paralelismos. Prestemos
atención a estas palabras de Jesús: "Amad a vuestros enemigos. Orad por los que
os persiguen" (Mt 5, 44); "Todo árbol bueno da frutos buenos. El árbol malo da
frutos malos" (Mt 7, 17); "Quien a vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me
recibe a mí, recibe al que me ha enviado" (Mt 10, 40). Al escuchar estas frases se
descubre de repente una especie de rima, no exterior (al final de las palabras) sino
interior (basada en el paralelismo). De alguna manera esto sirve para ayudar a
la memoria y resulta más difícil olvidar o deformar el mensaje».

Y continúa diciendo este biblista italiano: «Los investigadores escandinavos han


puesto de relieve que, para la fidelidad de la transmisión de un determinado
recuerdo, resulta necesario algo que sirva para impactar a los oyentes: una expresión
peculiar o un detalle concreto que sirva para llamar la atención. Baste tan sólo con
unejemplo: "Más fácil es que un camello pase por el ojo de una aguja que entre
un rico en el reino de los cielos" (Mt 19, 24). Y otro ejemplo muy importante serían
las parábolas».

En este último apartado, Joachim Jeremías ha demostrado que las parábolas son
ejemplos significativos de la firmeza y consistencia empleadas en la transmisión de
la tradición, y que Jesús las empleó con bastante frecuencia para favorecer la
memorización, habida cuenta del poder de las imágenes sobre los oyentes.

Pero la sorpresa se hace mayor al traducir el griego de los evangelios al arameo


hablado por Jesús «con objeto de recoger los juegos fonéticos subyacentes que
servían para ayudar a la memoria y probar la fidelidad en la transmisión de los
contenidos. La poesía y la prosa en la literatura judía están ligadas a la sonoridad,
a la masa armónica del sonido de las vocales, a las alusiones, a los matices de
la tonalidad que se manifiestan de modo especial en la recitación oral».
(Gianfranco Ravasi.)

Si como ya dijimos, una especie de rima «interior» se observa en la traducción griega


en los momentos en que Jesús hace uso de paralelismos, una rima claramente
exterior aparece de forma inesperada en las versiones en arameo. Estamos ante
auténticas series de versos, por lo que Dodd (juntamente con otros especialistas)
afirma: «La tradición oral más antigua contenía sentencias de Jesús expresadas
en forma poética, semejantes a los oráculos de los profetas de Israel. El objetivo de
la forma poética era proteger de posibles modificaciones los pasajes considerados
más importantes. Y que el método servía lo demuestra el hecho de que esta forma
también puede apreciarse en la traducción griega, hasta el punto de que la versión
original parece salir a la superficie en la lengua en que aquellos pasajes fueron
pronunciados por el Maestro».

Que el Maestro es tan sólo uno, nos lo advierte él mismo en el evangelio de San

221
Mateo: «Pero vosotros no os dejéis llamar rabbí, porque uno es vuestro Maestro y
todos vosotros sois hermanos... ni os dejéis llamar Maestro, porque uno sólo es
vuestro Maestro» (Mt 23, 8 − 10). Si la comunidad primitiva fuese realmente la
«autora» de los evangelios, tendría que haber hecho uso de su potestad para
modificar los textos, tal y como han defendido tantos críticos, pero nunca habría
empleado (o conservado) unas expresiones semejantes a éstas que utiliza Jesús.
Las cuales se refieren a algo plenamente válido en el círculo de discípulos de un
maestro: solamente él tenía derecho a habla r con autoridad y ninguno de los
que quisieran seguirle estaba autorizado a modificar de ninguna manera sus
enseñanzas. Ni durante su vida ni después de ella.

Dice nuevamente Gianfranco Ravasi: «El rabbí cristiano, al igual que su colega
judío, animaba a sus discípulos a aprenderse de memoria no sólo un texto principal
sino también el comentario al mismo. Esto explica que en los evangelios
encontremos frases de Jesús acompañadas de comentarios hechos por él mismo,
quizás en contextos diferentes, pero semejantes en su contenido. Citaremos un
ejemplo sencillo. Junto al Padre Nuestro, referido por San Mateo, aparece el
comentario de una de sus principales peticiones: "perdona nuestras ofensas, como
también nosotros perdonamos a los que nos ofenden... Porque si perdonáis a los
hombres sus faltas, también os perdonará vuestro Padre celestial; pero si no
perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados"»
(Mt 6, 12, 14 − 15).

En este pasaje tenemos un ejemplo de paralelismo («porque si», «pero si no») no


literario sino memorístico, puesto que había que aprender de memoria no sólo la
Palabra de Jesús, sino también el comentario a la misma, autorizado por el Colegio
Apostólico, garante de aquella Palabra.
La fuerza de la tradición oral ha sido confirmada por los exégetas «escandinavos»
que han descubierto —gracias a los métodos judíos de transmisión literal— su
pervivencia tras la desaparición de Israel y la difusión del cristianismo por todo el
Imperio romano, llegando hasta mediados del siglo II, cuando aparecen los escritos
de los primeros Padres de la Iglesia. El análisis de las enseñanzas de estos últimos
revela prácticamente las mismas técnicas de transmisión de los evangelios.

Gerhardsson, uno de los autores de esta investigación, ha escrito: «La raíz judía del
árbol cristiano ha hecho que la tradición evangélica, ligada al rabino Jesús de
Nazareth, ofrezca firmes garantías de exactitud y fidelidad histórica respecto a las
palabras de Jesús y a los testimonios sobre su persona».

Estamos por tanto en el extremo contrario de las hipótesis que consideran al Nuevo
Testamento como el resultado de «la difusión por la comunidad primitiva de relatos
fantásticos sin ningún tipo de garantía». Pero el tema es de decisiva importancia
para demostrar la veracidad de las fuentes cristianas y por esto continuaremos
nuestra exposición en el siguiente capítulo.

XXXI. Una historia plenamente judía: ¿también en la lengua utilizada?

222
LOS evangelios son una historia judía relatada y transmitida de acuerdo con métodos
y tradiciones judías. Lo hemos visto en el capítulo anterior, al presentar las nuevas
investigaciones sobre técnicas de ayuda a la memoria utilizadas en las escuelas
rabínicas. Y por lo que sabemos, Jesús y sus discípulos no eran una excepción.

Pero si esto era así, ¿por qué los evangelios no habrían de escribirse también
en lengua hebrea? El verdadero reencuentro con las raíces del cristianismo —unas
raíces que se encuentran en Israel y no en otro sitio—, ¿no debería llevarnos a
investigar más allá de la versión griega del Nuevo Testamento que ha llegado
hasta nosotros, y buscar versiones originarias? ¿No hay tras la forma griega de
los evangelios un trasfondo y un vocabulario semíticos?

Estos son los interrogantes que desde hace algunos años se plantean diversos
exégetas en Francia, Gran Bretaña e Italia. Se trata de especialistas que, pese a haber
realizado su labor por separado, han llegado en el mismo tiempo a idénticas
conclusiones. Pero en cuanto han dado a conocer los resultados de sus
investigaciones en libros y revistas científicas, se han encontrado con la violenta
reacción de muchos de sus compañeros.

Esta reacción también la experimentó el sacerdote Jean Carmignac, cuyos amigos


han fundado recientemente una asociación en memoria suya con el objetivo de
dar a conocer sus importantes estudios, probablemente decisivos, que se vieron
interrumpidos por su prematura e inesperada muerte.

A esta nueva orientación de los estudios exegéticos pertenecen algunos destacados


investigadores «arrepentidos» como A. T. Robinson, el obispo anglicano, teólogo
y exégeta de renombre que, entre los años sesenta y setenta, adquiera fama
internacional por sus posturas de interpretación desmitificadora y racionalizadora del
Nuevo Testamento. Pero tras continuar sus investigaciones, terminaría cambiando
de opinión hasta el punto de publicar un libro científico en el que tomaba postura
por una nueva datación de los evangelios, de acuerdo con la antigua Tradición.
Según Robinson, la composición de los textos evangélicos debería ser anticipada, y
en bastante tiempo, respecto a lo que hoy es comúnmente aceptado, pero en
cualquier caso, la fecha de origen de los sinópticos no debería retirarse más allá
del año 70, fecha de la destrucción de Jerusalén.

El libro del obispo y teólogo anglicano Robinson fue atacado por los biblistas
anglosajones, y en no pocos países (algunas veces con éxito) se intentó impedir tanto
su difusión como traducción. Argumentaban que se trataba de un libro
«reaccionario». Una clara motivación «política» y en absoluto «científica».

Obras de este tipo «son todo lo contrario de posturas reaccionarias, ya que obedecen
también a la ley del progreso, que consiste en no anclarse en las tradiciones más
difundidas en cada época. Se trata de innovar y no de repetir». Estas palabras son
de un obispo y biblista católico, monseñor Jean Charles Thomas, prelado de Ajaccio
(Córcega). Él también es un exégeta «arrepentido» de los métodos histórico-
c r í t i c o s y se ha pasado a la defensa de las nuevas posturas. Estas han sido
defendidas en Francia por un investigador un tanto peculiar como Claude

223
Tresmontant, profesor de la universidad de La Sorbona. En Italia sigue muy de cerca
estas orientaciones, que ponen en entredicho muchas cosas que se daban por
definitivas, Paolo Sacchi, profesor de la universidad de Turín y uno de nuestros más
eminentes hebraístas.

En una recensión publicada en una revista científica dirigida por él, Sacchi daba
por sentadas las tesis expuestas por Carmignac acerca de la composición de los
evangelios en una lengua semítica, «hasta el punto de que surge espontánea la
pregunta de hasta qué punto los prejuicios ideológicos no han condicionado nuestras
investigaciones, ya que hasta ahora habían prevalecido las tesis opuestas».
Según este prestigioso hebraísta «todo el tema está condicionado por intereses
ideológicos, por lo que tengo mis dudas de que tesis como las de Carmignac
puedan ser aceptadas».

Pasado algún tiempo, tras continuar con sus estudios e investigaciones, Sacchi,
decía de forma todavía más tajante: «Las tesis de Carmignac tienen el máximo de
probabilidades de ser ciertas, pero tienen que enfrentarse a posturas consolidadas
y ampliamente difundidas, pese a que no estén demostradas, y que van unidas a
prejuicios teológicos convertidos en dogmas. La tesis habitual que defiende que los
cuatro evangelios fueron escritos después del año 70 y directamente en lengua
griega, resulta imposible de echar abajo, porque no se basa en argumentaciones
científicas sino en tesis previas indemostrables y por tanto inatacables por medio de
razonamientos y pruebas».

Por nuestra parte, pensamos que era necesario poner a los lectores al corriente
de lo que se cuece en el gran y variado caldero de la exégesis bíblica, cuyo
contenido es totalmente ajeno al hombre de la calle (es decir, la casi totalidad de las
personas). Esto se debe a las dificultades objetivas de la materia o también al hecho
de que los especialistas cierren sus centros de trabajo a los extraños.

Es importante hacer la precisión de que estamos de momento ante hipótesis, por


bien fundadas que pudieran parecer, y que, aunque parezcan «nuevas», en
realidad suponen un regreso al pasado, al convencimiento de la extrema
proximidad en el tiempo de los testimonios «oculares» en los relatos evangélicos.
La Tradición siempre estuvo segura de dicha proximidad y solamente en los
últimos dos siglos ha sido puesta en duda. En este sentido tendrían razón los que
suelen recordar que «ser original es volver a los orígenes».

En nuestra investigación sobre la historicidad de los acontecimientos y doctrina de los


evangelios, no podía faltar una aproximación a la obra de alguien que, pese a
ser atacado, defendió el carácter judío de los cuatro libros más importantes del
Nuevo Testamento y fortaleció la convicción del creyente de que los evangelios
son fieles a los hechos y, por tanto, son «verdaderos».

Conocimos personalmente al padre Carmignac en su refugio parisino repleto de libros


y cartas y aquel encuentro fue de lo más emocionante. Carmignac era un
sacerdote de ejemplar devoción y exquisita dulzura, un investigador de vida retirada
que rehusaba tanto la publicidad como cualquier disputa con sus colegas. Cuando
le recordé los ataques que se le hacían, me aseguró que no tenía ninguna
intención de replicar a ellos y me recordó la sentencia de un Padre de la Iglesia:
«No te arrojes contra las tinieblas; preocúpate sobre todo de mantener encendida

224
tu lámpara».
Pese a la humildad de un hombre que se había tomado muy en serio su
sacerdocio, estaba convencido tras décadas de trabajo ininterrumpido de la
excelencia de la luz de su «lámpara», hasta el punto de atreverse a lanzar una
especie de «desafío». En efecto, en su obra El nacimiento de los evangelios
sinópticos, se mantiene firme en su tesis, frente a la hostilidad de los exegetas
oficiales, y afirma que estas «constituirán la base de la investigación sobre el Nuevo
Testamento hacia el año dos mil». Y ante las ironías sobre dicha convicción,
Carmignac replicó (probablemente por primera y última vez en su vida) a uno de sus
más encarnizados críticos: «Quiera el Señor darnos a los dos vida y buen estado de
salud hasta ese año. E invito a mi colega a reunirnos entonces, en el día y lugar que
más le agraden, para verificar quién de los dos ha sido mejor profeta».

Este fue una especie de «reto a duelo» intelectual que lanzara un hombre apacible
pero completamente seguro de haber descubierto una verdad olvidada acerca de los
evangelios. Sin embargo, la muerte le sobrevino poco después.

He aquí otro motivo para que examinemos el estado de la cuestión dejando que
el tiempo, con el desarrollo de los estudios e investigaciones, termine por decidir
sobre unas hipótesis que (conviene repetirlo) no son únicamente de Jean Carmignac,
sino también de un conjunto —cada vez más creciente— de valerosos investigadores,
a los que se tacha de «no conformistas» y que están marginados por lo que alguien
ha llamado el «lobby de los biblistas oficiales».

El punto de partida de esta tesis es preguntarse si la lengua original de los evangelios


fue el griego o una de las lenguas habladas en Israel, es decir el hebreo o el arameo,
cuyas semejanzas y diferencias son comparables a las existentes, por ejemplo,
entre el francés y el italiano.

¿Por qué es tan importante establecer la lengua en que fueron escritos? La


respuesta es a la vez sencilla e irrefutable: si los evangelios fueron escritos
originariamente en un idioma semítico, esto significa que su composición tuvo
lugar cuando el cristianismo naciente estaba recluido en los límites de Palestina y no
se había extendido a lo largo del Imperio romano, donde habría tenido que
expresarse en griego para hacerse entender. Pero sabemos que alrededor del año
50 (y así lo confirman las cartas de San Pablo) el kerigma proclamado por los
apóstoles y discípulos se estaba extendiendo por las calzadas del Imperio. Por
tanto, habría sido inútil, cuando noinconveniente, escribir en una lengua local los
documentos de una fe que buscaba a toda costa llegar a ser universal.

Así pues, si la lengua original de los evangelios es el hebreo o el arameo, es porque


fueron escritos muy pronto, aproximadamente entre los años 30 (fecha probable de
la muerte de Jesús) y 50. En cualquier caso, se escribieron mucho antes de la
catástrofe del 70, cuando fue destruido el antiguo Israel y desaparecieron los últimos
testigos de lo que se relataba en aquellos textos.

Pero si su datación corresponde a fechas tempranas, las palabras y hechos de Jesús


referidos en los relatos evangélicos podían ser verificados no por sus seguidores, sino
también por sus enemigos, siempre dispuestos a desmentir cualquier posible
manipulación. Eran pues documentos «obligados» a contar la verdad, crónicas

225
de primera mano. Esta tesis hace aumentar considerablemente el grado de
veracidad de los evangelios y que las certezas de la fe reciban el apoyo de una
fundamentada corroboración histórica.

Es todo lo contrario a las hipótesis de un Bultmann y sus partidarios, pero también


algo completamente opuesto a las defendidas por prácticamente toda la exégesis
aún dominante en estos momentos y que da la importancia que ya sabemos a la
acción «manipuladora» de la comunidad cristiana primitiva.

De acuerdo con la datación de los evangelios que aún sigue siendo predominante
(y no hay diferencia entre católicos y protestantes, ni mucho menos entre
creyentes y n o creyentes), el evangelio de Marcos fue escrito hacia el año 70,
los de Mateo y Lucas entre el 80 y el 90, y el de Juan al finalizar el siglo. Todos
habrían sido escritos directamente en griego, y como mucho, algún investigador
admite que los redactores de los sinópticos consultaron alguna recopilación de
sentencias de Jesús procedentes de la tradición de Palestina.

Los «nuevos» y acosados biblistas se preguntan si estas convicciones aceptadas por


la gran mayoría de los especialistas «oficiales» tienen realmente bases sólidas.
¿Tienen un fundamento «científico», y por tanto son irrefutables, o se repiten casi por
inercia, por una especie de dejadez inconsciente o de conformismo? ¿Y no será —lo
que resulta una hipótesis mucho más inquietante— que, al menos en su origen, estas
tesis aceptadas de manera acrítica por toda clase de investigadores corresponden a
apriorismos ideológicos que poco tienen que ver con la ciencia?

Decía Carmignac (y sus colegas amigos también lo confirman): «Gran parte de la


crítica bíblica, cristiana e incluso católica realiza sus trabajos partiendo de
presupuestos inamovibles no sometidos a discusión. Estos críticos afirman que
los evangelios tienen que haber sido compuestos en fecha tardía, puesto que son
textos en los que confluyen muchas y variadas inquietudes apologéticas, didácticas,
así como las consiguientes modificaciones efectuadas por la comunidad primitiva a
la que resultaba prácticamente imposible reconstruir el auténtico mensaje del Jesús
que predicara en Palestina. Además, hay que entender los evangelios a partir
de la cultura helenística y esto trae como consecuencia que los evangelios
tuvieran que ser escritos en griego. Por tanto, los evangelios tienen que ser el
resultado de una prolongada y desconocida transmisión oral, porque en cada de una
de sus páginas aparece lo sobrenatural, lo milagroso. Teniendo en cuenta que los
milagros son algo imposible para la visión racionalista que caracteriza a tantos
biblistas actuales, habrá que establecer un tiempo suficiente para que el "mito" o
"leyenda" cristiana pudiera formarse y asentarse en los libros del Nuevo Testamento
bajo la influencia de las religiones de los misterios que provenían de Oriente y se
propagaron por el Imperio».

También alguien con un poco de ironía ha dicho lo siguiente: «Los evangelios


tienen que tener una formación y una historia complejas, necesitan un especialista
que los aclare y explique, lo que justifica la existencia de los biblistas. Y es que
nadie renuncia voluntariamente a una posición de poder, aunque sea meramente
intelectual, y ni mucho menos está dispuesto a retractarse de una vida de trabajos y
publicaciones que le han asegurado un puesto y un prestigio».

226
Esta es la opinión de Jean Charles Thomas, el obispo exégeta: «Los cristianos
tienen que reencontrarse con el testimonio ágil y palpitante de los evangelistas, sin
dejarse enredar en innumerables complejidades de interpretación. Son muchos
los que desanimados por estas complejidades han terminado por abandonar la
lectura y meditación de la Sagrada Escritura. Si los problemas planteados por
algunos exégetas modernos tienen fundamento, habrá que tenerlos en cuenta.
Pero si por lo que parece se apoyan en hipótesis poco seguras, ¿por qué hay que
dejarse paralizar? El evangelio, leído en la Iglesia a la luz del Espíritu Santo que lo
inspiró, es probablemente mucho más sencillo y comprensible para los creyentes de
lo que afirman tantos especialistas».

En las palabras de este obispo resalta especialmente su preocupación pastoral.


Es por supuesto, legítima y además forma parte de su misión. Pero recordemos que
los «nuevos» exégetas afirman su no menos legítima satisfacción de que sus
trabajos, al barrer tantos prejuicios, hagan más accesible las Escrituras a las
personas sencillas. Pero tanto sus motivaciones como sus métodos de trabajo no
pretenden ser apologéticos sino científicos. Para ellos la investigación y los detalles
tienen que realizarse sobre el plano de la objetividad.

Por tanto, ¿sobre qué consideraciones «objetivas» afirman estos exégetas que los
textos que podemos leer en griego son una fiel e incluso literal traducción de
un original semítico?

La principal consideración es de tipo filológico.

Por ejemplo, Carmignac era conocido desde hacía tiempo como uno de los
mayores especialistas en los manuscritos de Qumrán, que pudo estudiar
personalmente en Israel a partir de 1954, pocos años después de su descubrimiento.
La hondura de sus trabajos de investigación le llevaría a fundar, dirigir y
prácticamente a redactar La revue de Qumran, única publicación mundial dedicada
a este tema y que está presente en las más importantes bibliotecas
internacionales. Su descubrimiento, según cuenta él mismo, llegó de manera
inesperada en 1963: «Mientras traducía y estudiaba aquellos textos extraídos de
la oscuridad de las grutas, encontraba constantemente en ellos relaciones con
los evangelios. Entonces se me ocurrió escribir un comentario a los evangelios a
partir de los documentos de Qumrán. Decidí empezar con el evangelio de San
Marcos y para mi uso personal me puse a traducirlo al hebreo de Qumrán».

Desde ese momento comenzaron las sorpresas: «Me imaginaba que esta
traducción resultaría bastante difícil, por las enormes diferencias entre el
pensamiento semita y el griego. Y con gran sorpresa por mi parte, descubrí que
era extremadamente sencilla. En abril de 1963 y tras una única jornada de
trabajo, llegué a la convicción de que el texto de San Marcos no pudo haber sido
redactado originariamente en griego: en realidad debía ser la traducción literal de
un original en hebreo. Las dificultades que me esperaba encontrar ya habían sido
resueltas por el traductor originario, que había trasvasado palabra por palabra,
manteniendo incluso el orden de las palabras requerido en la sintaxis hebrea».

Nuestro investigador concluía diciendo: «Cuanto más avanzaba en mi trabajo —


primero con Marcos y luego con Mateo— más iba comprobando que el cuerpo
visible de los textos era helenístico, pero que su espíritu invisible era, sin lugar a

227
dudas, semítico».

Así pues, Carmignac en sus conclusiones de El nacimiento de los evangelios


sinópticos, resume en varios puntos sus conclusiones (bastante similares a las
del resto de sus colegas «no conformistas») resultado de veinte años de
investigación.

El tono de sus expresiones es moderado y los niveles de probabilidad


cuidadosamente matizados: «En primer lugar, es cierto que Marcos, Mateo y los
documentos utilizados por Lucas fueron redactados en una lengua semítica». Su
segunda conclusión es: «Es probable que esta lengua semítica sea el hebreo, más
que el arameo». Por último, el biblista francés expresa abiertamente una afirmación
sorprendente y a la vez «escandalosa» para muchos de sus colegas: «Es bastante
probable que el evangelio de Marcos fuera escrito en lengua semítica por el propio
apóstol Pedro».

En efecto, dicho evangelio debió de ser escrito (o dictado) no más tarde de los
años comprendidos entre el 42 y el 45 y, probablemente por la humildad del
primero de los apóstoles, habría llevado la firma de Marcos, su discípulo y traductor
al griego. El evangelio de San Mateo debió de aparecer alrededor del año 50. Y
poco después, el de San Lucas, escrito seguramente en griego, aunque el autor debió
de utilizar documentación en hebreo.

Respecto a San Juan, la respuesta de Carmignac es todo un ejemplo de


investigador escrupuloso: «Yo sólo soy especialista en los sinópticos y no puedo
tener una postura concreta respecto a San Juan». Pese a todo, hacía otras
consideraciones que ponían en entredicho las corrientes dominantes entre los
exégetas: «Utilizando un método que no es en absoluto científico, la mayoría de los
investigadores intenta datar los textos evangélicos partiendo de la supuesta teología
expresada por cada evangelista. Por tanto, utilizan un método filosófico y teológico
(un determinado concepto de la "evolución del pensamiento religioso"), en vez
de, como sería más adecuado, un método filológico e histórico».

Estos exégetas llegan así a la conclusión de que el evangelio de San Juan tuvo
que escribirse forzosamente en fecha tardía, ya que presentaría «signos evidentes»
de una evolución en la teología de los sinópticos y se caracterizaría por pertenecer al
«pensamiento helenístico». Pero, en realidad, este supuesto «pensamiento
helenístico» ha sido ya advertido por los especialistas de nuestros días en esos
documentos totalmente judíos y con toda seguridad anteriores al año 70, que son
los papiros de Qumrán. Y al respecto dice Carmignac: «Si alguna vez no se pudiera
saber en qué época vivieron los escritores franceses y para reconstruir su cronología
se aplicaran los métodos filosóficos —en vez de filológicos— que se utilizan para
datar los evangelios, los especialistas afirmarían con total seguridad que Michel de
Montaigne —muerto en 1592— fue un escritor del siglo XIX y que Paul Claudel —
muerto en 1955— escribió su obra en el siglo XVI».

¿Qué se deduce de todo esto?

Ante todo, destacaremos que la reacción de algunos notables representantes de la


exégesis «oficial», reconocida como la única «científica», resulta a todas luces

228
exagerada, y más emocional que realmente objetiva. Cuando Carmignac había
finalizado la traducción al francés del libro de Robinson sobre la «nueva» datación
de los evangelios, fue a entregarlo al editor, pero éste le dio con la puerta en las
narices, pese al compromiso contraído. El propio Carmignac, director de la Revue
de Qumran, tomó la decisión de escribir en inglés, habida cuenta de que se le
advirtió que en su propio país no encontraría a nadie dispuesto a publicarle nada
sobre estos temas. Respecto a Tresmontant y sus trabajos sobre el «Cristo judío»
(judío en todos los aspectos y en los testimonios escritos sobre él) fueron definidos
por los biblistas «oficiales» como un «desvarío exegético». Incluso un representante
de la jerarquía francesa llegó a calificar sin rodeos su obra de «nefasta».

Todo lo anterior resulta sorprendente si tenemos en cuenta que los ataques más
encarnizados provienen de círculos eclesiásticos, que en principio no tendrían
que rechazarlo todo a priori y ser los más interesados en la búsqueda de una
vía que pudiera reforzar la confianza en la verdad de los evangelios. Al final
se tiene la impresión de que los ataques que desde los ambientes clericales se
ejercieron en su día contra los calificados de «racionalistas» y «apóstatas» como
Renan, Loisy y Buonaiuti, habían cambiado de orientación y tomaban ahora como
punto de mira a aquellos que no querían continuar y aceptar de manera acrítica el
racionalismo exegético.

Sin embargo, el ímpetu de las reacciones aconseja examinar cuidadosamente


errores y aciertos. Porque pueden encontrarse en los dos bandos, tal y como se
aprecia al leer los libros y los artículos que defienden posiciones tan contrapuestas.

La postura más sensata sigue siendo la indicada por Carmignac: dar tiempo al tiempo,
dejar que hagan su aparición nuevas generaciones de biblistas que no tengan que
defender posiciones establecidas de antemano.

Sea como fuere, lo que resulta significativo, tanto en este caso como en otros, es que
lo «nuevo» tiende a redescubrir lo antiguo; el péndulo de la exégesis parece oscilar
decisivamente hacia un reencuentro con la Tradición que siempre ha afirmado en
palabras del Concilio que ya hemos repetido alguna vez: «La santa madre Iglesia ha
defendido siempre y en todas partes con firmeza y máxima constancia que los
cuatro evangelios, cuya historicidad afirma sin dudar, narran fielmente lo que Jesús,
el Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó realmente» (Verbum
Dei, n. 19).

XXXII. «Eloí, Eloí, lemá sabactani?»

COMENZAREMOS con una cita de Joachim Jeremías: «Un repaso al martirologio


judío demuestra claramente, y en términos impresionantes, cómo debería haber
sido la historia de la Pasión de Jesús, si se hubiese inventado con el único objeto
de emocionar a los lectores. En la literatura judía el mártir es un héroe y
demuestra un increíble desprecio por la muerte y una insensibilidad nada común

229
frente a los tormentos y sufrimientos. Es el propio mártir quien invita a los
verdugos a dar comienzo a sus crueles acciones, literalmente se precipita hacia el
martirio y la muerte, llega incluso a darse muerte para no ser tocado por manos
impuras, insulta a sus enemigos, se burla de ellos incitándolos a la cólera, los
maldice y les anuncia tremendos castigos. En ocasiones, los propios perseguidores
son sorprendidos por el mismo género de muerte que habían destinado al justo.
Esta literatura dedica amplio espacio a la descripción de los instrumentos y sistemas
de tortura, y asimismo se detiene en los sufrimientos del mártir».

Esta consideración de Jeremías contiene referencias a los textos, principalmente del


Antiguo Testamento y en particular del segundo libro de los Macabeos, y lleva a
concluir al autor: «Conviene destacar que es inútil buscar en la historia de la Pasión
de Jesús cualquiera de estas referencias características del martirologio judío». Y
prosigue Jeremías: «Los relatos evangélicos de la Pasión carecen prácticamente
por completo de aspectos edificantes destinados a despertar los sentimientos del
lector; y renuncian a suscitar la compasión mediante la descripción de los
sufrimientos físicos yespirituales de Jesús. Particularmente, el relato de Marcos
es conciso, frío, redacta do en forma lapidaria...».

En Marcos (y también en Mateo) no se encuentra nada que recuerde al género


literario, existente en el mundo judío, del «martirio del héroe religioso». Antes
bien, encontramos detalles que en ese tipo de relatos nunca podrían aparecer.

Nos estamos refiriendo a estos versículos del capítulo 15 de San Marcos: «y al


llegarla hora sexta toda la tierra se oscureció hasta la hora nona. Y a la hora
nona exclamó Jesús con una fuerte voz: "Eloí, Eloí lemá sabactáni?", que quiere
decir: "¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has desamparado?" Algunos de los
presentes al oírlo, decían: "Mirad, llama a Elías". Corrió entonces uno a mojar una
esponja en vinagre, y sujetándola a una caña le daba de beber diciendo: "Dejad,
veamos si viene Elías a bajarlo". Pero Jesús dando una fuerte voz, expiró» (Mc
15, 33 − 37).

La versión de Mateo es prácticamente idéntica, con la salvedad de que al referirse


al grito de Jesús lo transcribe en una lengua semítica que parece próxima al hebreo.
En cambio, la referencia de Marcos es en arameo, lo que parece ajustarse más a
la verdad histórica.

Este es el texto de San Mateo, el otro evangelista que nos refiere lo que en la
tradición espiritual se conoce como «la cuarta palabra de Jesús en la cruz»: «Desde
la hora sexta toda la tierra se oscureció hasta la hora nona. Hacia la hora sexta
clamó Jesús con fuerte voz: ''Elí, Elí, lemá sabactáni", esto es: "Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?" Algunos de los que estaban allí en pie, al oírlo
decían: <Éste llama a Elías". Y enseguida fue corriendo uno de ellos, tomó una
esponja y la empapó en vinagre, la puso en una caña y se la daba a beber. Pero
los otros decían: "Deja, veamos si viene Elías a salvarlo". Jesús, dando entonces de
nuevo un fuerte grito, entregó su espíritu"» (Mt 27, 45 − 50).

En nuestro recorrido a través de los relatos de la Pasión y Muerte de Jesús


hemos visto, aunque un tanto de pasada, estos pasajes de los dos primeros
evangelistas. Al hablar de los dos «ladrones» crucificados junto a Jesús, nos
referimos a una objeción «médico física» respecto a lo que Cristo y sus compañeros

230
de infortunio habrían dicho en el patíbulo. Se alegaba que los crucificados, al
estar colgados, no habrían podido pronunciar palabra alguna. Pero también
vimos que aquel terrible suplicio no les impedía hablar.

Asimismo, al analizar la actuación de los soldados romanos, tal y como es referida


en los relatos evangélicos, pudimos comprobar la perfecta adecuación histórica de la
presencia del «vinagre» que utilizaron en el Gólgota, como al igual que en todas sus
misiones, los soldados al servicio de Roma, que llevaban siempre consigo el
jarro de posca, una bebida de soldados y campesinos elaborada a base de
agua mezclada con vinagre.

Sobre este episodio, Marcello Craveri y otros investigadores, dicen lo siguiente:


«Es absurdo suponer que los judíos no fueran capaces de comprender su propia
lengua». Se refieren evidentemente al equívoco suscitado por la frase: «Éste
llama a Elías». Argumentábamos entonces que «la confusión de Eloí, nombre de
Dios, con el del profeta Elías es otro indicio de veracidad. Ya hemos dicho que
los romanos reclutaban a sus tropas auxiliares entre poblaciones del Oriente no
judío. Por tanto, eran hombres con un conocimiento limitado del arameo (o de la
variedad del arameo que se hablaba en Palestina), lo que explicaría el equívoco».
Añadiremos asimismo que el judío ben Chorin está de acuerdo en que pudiera
producirse el equívoco: «Los que asistían a la crucifixión no se equivocaban al
pensar que Jesús estaba llamando a Elías. Es cierto que las palabras empleadas
presentan dificultades en hebreo, porque entre Elí y Elija no hay exactamente las
mismas sonoridades». Este investigador, cuya lengua habitual es el hebreo, añade
que «el equívoco es más que probable si seguimos la versión de Marcos, por otra
parte, la más fiable, y en la que en lugar de un Elí hebreo aparece un Eloi arameo».
Tengamos también en cuenta la circunstancia de los soldados extranjeros y la
dificultad para articular palabras por parte de alguien que llevaba varias horas en
la cruz.

Por último, haremos referencia a que, en 1961, un biblista, A. Guillaume, analizó estas
palabras atribuidas a Jesús «a la luz de los manuscritos del Mar Muerto», como
puede leerse en el título de su trabajo, y llegó a avanzar la hipótesis —fundada en el
estudio de aquellos textos esenios— de que el modo de pronunciar «Dios mío» en la
lengua hablada en tiempos de Jesús era fonéticamente casi igual al sonido para
nombrar al profeta Elías.

Pero todo lo anterior son simples cuestiones de detalle si se comparan con el


verdadero problema constituido por la cuarta palabra de Jesús en la cruz.

En primer lugar, hay que decir que estamos completamente fuera de los esquemas
que debería haber seguido la narración de la muerte de un Justo, de un Héroe
religioso en la tradición judía, tal y como hemos visto en la cita de Joachim
Jeremías al principio del capítulo.

Se nos presenta otra vez un clamoroso ejemplo de «discontinuidad», de diferencia


entre lo narrado por los evangelios y lo que se habría que escribir si verdaderamente
los textos hubieran sido redactados de acuerdo con los intereses de la comunidad
cristiana primitiva.

Convendrá escuchar el testimonio del padre Lagrange, uno de los iniciadores de la

231
investigación bíblica católica con métodos modernos, aunque nunca olvidó su
dimensión religiosa y la necesaria reflexión de fe. Otro dominico de nuestros días, el
padre R. L. Bruckberger, autor de la Histoire de Jésus Christ, uno de los mayores
best sellers franceses, reproduce en este punto el comentario de Lagrange y lo
justifica diciendo que «no se pueden exponer las cosas de modo más honrado. La
primera cualidad del biógrafo de Jesús debe ser la honradez. No hay salvación
más allá de esta escueta verdad».

Esto es lo que escribe el padre Lagrange: «Jesús sufría, rechazado por los
dirigentes de su nación como blasfemo y dejado a merced de los extranjeros,
tratado por los romanos como si fuera un malhechor, escupido por el populacho,
insultado por un asesino, abandonado por los suyos, pero todavía le faltaba sufrir en
su espíritu la pena más cruel de todas: el abandono del Padre. Debemos creer que
fue así, porque tenemos el testimonio de dos evangelistas. El que ellos lo hayan
contado es la prueba más indiscutible de que es verdad. Apenas acababa Jesús
de ser insultado por sus enemigos, debido a su confianza en Dios, y a modo de
confirmación de este insulto, se nos presenta como abandonado por Dios. Los
cristianos deberían haber recordado este insulto ("¡Sálvate a ti mismo; si eres Hijo de
Dios, baja de la cruz!") como una blasfemia contra el objeto de su culto, Cristo
Jesús, Hijo de Dios verdadero. ¿Por qué entonces reconocer que esto fue verdad?
¿Por qué hacer que el propio Jesús lo confesara, gritando en medio de la aflicción
que le oprimía?: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" ¿No se
estaba con ello invitando a los lectores de todas las épocas a menear la cabeza,
como hicieron los escribas de Israel, en señal de incredulidad? Sin embargo, los
evangelistas se han atrevido a narrarlo sin ninguna clase de paliativos, sin ningún tipo
de explicación; en este caso como en otros, han contado lo que sabían, reflejando al
mismo tiempo la fuerza de las razones de su fe en Jesús. Pese a conocer estas
terribles palabras pronunciadas en la cruz, nunca vaciló ni un solo momento la
seguridad que llevaban sólidamente arraigada en el corazón. Aquellas palabras
eran misteriosas, pero no lo suficiente como para inducirles a renunciar a la
evidencia de los milagros y de la resurrección».

Y finaliza el padre Lagrange: «El misterio sigue existiendo para nosotros. En aquellos
momentos, a punto de abandonar su cuerpo, nos resulta inconcebible que en
el alma de Jesús se diera una especie de desdoblamiento de su personalidad. Es
siempre el Hijo de Dios el que habla, pero la voz humana expresa los sentimientos
de su humanidad, de su espíritu afligido, como si Dios se hubiese retirado de Él. Esta
desolación es más completa que la de Getsemaní, porque Jesús no dice ahora
"Papá", sino <Dios mío"».

Así pues, el gran biblista no echa mano de recursos apologéticos o de su condición


de creyente católico, sino que emplea excelentes razonamientos para explicar que
aquel grito de Jesús —trágico para el creyente y embarazoso para la comunidad
cristiana— fue verdad tan solo por el hecho de que así lo exigía la realidad tal y como
se desarrollaron los acontecimientos.

La clamorosa «discontinuidad» de este episodio es confirmada así mismo por el


hecho de que en éste, como en otros pasajes, embarazoso, los evangelios apócrifos
narran los hechos tal y como hubieran deseado que fuesen, ocultando lo que sucedió
en realidad. Por ejemplo, el llamado Evangelio de Pedro atribuye a Jesús no las

232
terribles palabras de Marcos y Mateo sino estas otras muy distintas: «Fuerza mía,
fuerza mía, ¿por qué me abandonas?» Aquí «fuerza» hay que entenderla en
sentido físico, como agotamiento del cuerpo. Se ve claramente cómo se ha
eliminado cualquier posibilidad de escándalo.

Existen algunos códices antiguos que han modificado el texto de los dos primeros
evangelistas, bien omitiendo las palabras comprometedoras o bien suavizando la
dramática interrogación de Jesús al Cielo de esta manera: «¿Por qué me has
humillado?»

Tampoco parece que San Lucas y San Juan tuvieran valor suficiente para referirse a
aquel grito de Jesús, probablemente por haber escrito en una fecha más tardía y
tener la posibilidad de valorar la impresión de sus oyentes. Para San Lucas, el
gemido de desesperación se transforma en palabras de abandono filial: «Y Jesús,
clamando con una gran voz, dijo: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu". Y
diciendo esto, expiró» (Lc 23, 46).

Las palabras finales de Jesús que refiere San Juan sirven para certificar que el
cumplimiento de la misión redentora ha sido llevado hasta las últimas
consecuencias, que el cáliz ha sido apurado hasta las heces: «Cuando Jesús tomó el
vinagre, dijo: "Todo está consumado". E inclinando la cabeza, entregó el espíritu»
(Jn 19, 30).

Se ha dicho que esta diferencia de los dos últimos evangelistas respecto a los otros
se explicaría por el hecho de que sus oyentes, al no ser judíos, se escandalizarían
tremendamente, sin darse cuenta de que las palabras de Jesús correspondían al inicio
del Salmo 22 (21 según la numeración de la Vulgata). Este salmo da comienzo en un
tono de desesperación, describiendo el sufrimiento y la angustia de un justo
atormentado, pero finaliza con una visión triunfante de rasgos mesiánicos.

Pero esta explicación no resulta demasiado convincente y quizás tuviera sentido


si se tratase del evangelio de San Mateo, un judío que escribe para los judíos.
Pero no puede aplicarse al evangelio de Marcos, eco de la predicación del apóstol
Pedro a los romanos, dirigido a los gentiles que nada sabían de la Biblia judía ni
estaban en condiciones de comprender que aquellas palabras de Jesús sólo serían
parcialmente escandalosas, porque eran la cita de un canto litúrgico que para su
mejor comprensión debía ser considerado en su entera totalidad.

La realidad parece ser muy diferente. Así como Pedro no ocultó la infamia de su
traición, tampoco en este caso quiso omitir todo lo que sabía de Jesús, fuese
oportuno o no el referirlo, y desde un punto de vista meramente humano, aquella
exclamación no parecía demasiado oportuna.

El escándalo levantado por estas palabras ha llegado hasta nuestros días. Entre
otros muchos ejemplos, citaremos el de un judío actual, el rabino André Zaoui,
profesor del Instituto de Estudios Bíblicos de París: «El propio Jesús, el hijo del
hombre, el Cristo, el Mesías, parece dudar en la cruz de la naturaleza de su vocación
y del resultado de su misión. Aquel grito dirigido a Dios será el origen de una
serie infinita de dudas».

A modo de confirmación de la cita de Joachim Jeremías al inicio del capítulo, prosigue

233
este rabino: «Hay que recordar que los mártires judíos en la hoguera o en el
patíbulo nunca lanzaron gritos de desesperación. A sus labios siempre acudía
no el Salmo 22 sino la profesión de fe: "Escucha Israel: El Señor es nuestro Dios.
El Señor es único. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu
alma, con todas tus fuerzas"» (Dt 6, 4 − 5).

André Zaoui tiene razón, pero se equivoca también cuando toma el pasaje como
pretexto para negar la historicidad de los evangelios. Es más bien todo lo
contrario.

También ben Chorin advierte la ausencia de la plegaria habitual en estos casos:


«Es bastante sorprendente que entre las palabras pronunciadas por Jesús en la
cruz no se menciona nunca el Shemá Israel, el "Escucha Israel", que todo judío
recita en la hora de la muerte. Para el propio Jesús, que tantas veces lo había
citado, contenía el más grande de los mandamientos. En mi opinión, la ausencia de
esta oración indica el estado de total abatimiento en que Jesús se encontraba en
aquellos momentos». Así pues, ben Chorin opina que el grito de abandono de Jesús
por parte de Dios fue pronunciado realmente, y no pudo ser de otra manera: «No cabe
dudar de la autenticidad de estas palabras que no están incluidas en ningún dogma
cristiano». Pero no olvidemos tampoco que este investigador israelí hace una
observación que el lector siempre debería tener presente: «Debemos guardarnos de
ver en este pasaje una puesta en duda de la existencia de Dios. En el momento
de la prueba, el judío de la tradición puede dirigir a Dios una pregunta semejante
sin dudar de su fe, mientras que el hombre moderno pone en cuestión la propia
existencia de Dios».

Continuando con las referencias a autores judíos de nuestro tiempo, resulta


contradictorio lo que escribe David Flusser: «En Marcos y Mateo las últimas palabras
de Jesús son el inicio del salmo 22. Pero más parece que la exclamación de Jesús
sea una maliciosa interpretación del grito de Jesús por parte de los presentes,
que creen que se trata de una invocación a Elías». Pero si realmente fuera una
«maliciosa interpretación» de los enemigos de Jesús, ¿por qué los evangelios la
refieren sin dar ninguna explicación, dando pie a una interpretación semejante?

Incluso Maurice Goguel, protestante «liberal» y uno de los más encarnizados


representantes de la demoledora revisión racionalista de los relatos evangélicos, se
atreve a defender la «total historicidad» del episodio: «Nunca la sensibilidad cristiana
primitiva habría podido concebir la idea de que Cristo hubiera sido abandonado
por Dios. Si Marcos y Mateo se atrevieron a hacerlo, habrá que deducir que estaban
obligados a ello de un modo imperativo por la tradición».

Es precisamente Goguel quien sale al paso de otra objeción de sus colegas


racionalistas: «Se ha dicho que el grito fue atribuido a Jesús por los redactores de los
evangelios para resaltar los sufrimientos morales de la Pasión. Pero dejando a
un lado otras consideraciones, ¿por qué los evangelios no contienen ni una sola
palabra sobre los sufrimientos físicos en la cruz?»

Pensemos, por ejemplo, en San Marcos, que describe el terrible suplicio,


limitándose a decir: «Lo crucificaron» (Mc 15, 24). Y poco antes dice sencillamente:
«(Pilato) a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que fuera crucificado» (Mc
15, 15). Emplea simplemente el término griego fragellósas para algo que Horacio
234
calificaba de horrible flagellum. La sobriedad del relato de los cuatro evangelistas
contrasta con el de los apócrifos, que pretende ser más «natural». Por ejemplo, en
El Evangelio de los Nazarenos se narra que los miembros del Sanedrín habrían
comprado a cuatro soldados romanos para que Jesús fuera golpeado de tal modo
con el flagellum que pudieran verse sus huesos entre las llagas sanguinolentas.

Seguimos ahora con Joel Carmichael, otro «incrédulo» de nuestro tiempo, que opina
sobre el particular: «Este grito de desesperación tiene que ser histórico. En los dos
evangelios aparece en la lengua nativa de Jesús, el legado más antiguo de la tradición
de Palestina y que se utilizaría presumiblemente cada vez que palabras o
fragmentos de discursos fueran considerados lo suficientemente importantes como
para ser recordados en su lengua original. Se trata de un grito en flagrante e
irremediable contradicción con la tendencia sistemática de los autores de los
evangelios a presentar a Jesús en apacible armonía con la voluntad divina».

Y tampoco el propio Ernest Renan tiene duda sobre que aquellas palabras fueran
realmente pronunciadas: «Por un momento, su ánimo se vino abajo. Una nube le
ocultaba el rostro de su Padre; su agonía era desesperada, más ardiente que todos los
tormentos. Sólo veía la ingratitud de los hombres; probablemente se arrepintió de
estar padeciendo por aquella raza infame y gritó: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has abandonado?= Pero su conciencia divina volvió a prevalecer...»

Después de todas estas citas, nos sorprende lo que escribe en su reciente Jesús
de Nazareth Rinaldo Fabris, destacado profesor en seminarios y escuelas de
teología: «El ininteligible grito de Jesús moribundo se convirtió en la tradición
que sirve de fundamento a los relatos de Marcos y Mateo en la invocación a Dios
con las palabras del «justo» perseguido al inicio del Salmo 22, 2». Y añade a
continuación: «Esta interpretación del grito de Jesús proporciona un punto de
partida para insertar una referencia al profeta Elías, que era considerado auxilio
de los moribundos, y para presentar el toque definitivo a los padecimientos de
Jesús en la cruz cuando un soldado le da a beber "vinagre"».

Por tanto, para este biblista católico, el origen de todo el episodio es solamente
«un grito ininteligible» que los sucesivos avatares de la tradición habrían
transformado en «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Estaríamos
pues, ante una manipulación n objeto de insertar referencias que la primitiva
comunidad quería introducir en el texto para dar útiles «retoques» a la escena.

Toda esta interpretación es realmente sorprendente, pues hasta los autores


«incrédulos» antes citados, se rinden a la evidencia de una total presunción de
historicidad. No acabamos de comprender por qué extraño masoquismo la consabida
«comunidad primitiva creadora» habría querido añadir un último escándalo a los
de otros acontecimientos anteriores que en verdad ni quiso ni pudo callar.

Un colega de Rinaldo Fabris ha resaltado que, si los autores de los evangelios


hubieran querido transformar en citas edificantes aquel supuesto «grito
ininteligible», tendrían que haber procedido de otra manera aunque hubiesen
tenido que recurrir a los salmos. Por ejemplo, habrían acudido al Salmo 72, 26
en el que el «Justo» exclama: «Desfallece mi carne y mi corazón; la roca de mi
corazón y mi porción es mi Dios por siempre».

235
Pero los evangelios siempre son «diferentes» de cómo deberían haber sido y de cómo
los imaginan tantos cultivadores del «método histórico crítico» que dan con
frecuencia la impresión de estar más repletos de erudición que de sentido
común.

XXXIII. I.N.R.I.

COMO ya es habitual, transcribiremos los textos evangélicos que en esta ocasión


vamos a analizar para abordar un tema en el que coinciden los cuatro testimonios
de la Pasión.

Mateo: «Sobre su cabeza pusieron escrita la causa de su condena: Este es Jesús,


el Rey de los judíos» (Mt 27, 37).

Marcos: «El título de su acusación estaba escrito: El Rey de los judíos» (Mc 15, 26).
Lucas: «Había también una inscripción sobre él: Este es el rey de los judíos» (Lc
23, 38).

Juan: «Pilato escribió también una inscripción y la puso sobre la cruz. Estaba escrito:
"Jesús Nazareno, Rey de los judíos". Muchos judíos leyeron esta inscripción,
porque el lugar donde Jesús fue crucificado se hallaba cercano a la ciudad.
Estaba escrito en hebreo, en latín y en griego. Decían a Pilato los pontífices de los
judíos: «No escribas:"Rey de los judíos", sino que él dijo: "Yo soy el Rey de los judíos".
Pilato respondió: "Lo que he escrito, he escrito"» (Jn 19, 19 − 22).

Será preciso recordar que los cuatro evangelistas emplean denominaciones


distintas del rótulo con la inscripción.

Mateo emplea el término griego aitía, «causa»; Marcos, epigrafé tes aitías,
literalmente «la inscripción de la causa»; Lucas, epigrafé, «la inscripción»; y Juan,
títlos, «el título».

En este último caso llama la atención que títlos no sea una palabra griega, sino que
es la traducción literal de la expresión técnica en latín para designar el objeto en
cuestión, titulus. San Juan traduce para sus lectores directamente del latín el
nombre del objeto tal y como lo conocían los romanos y como sin duda debió de
ser denominado por los ejecutores de Jesús, empezando por el propio Pilato.

Una vez más, todo coincide con nuestros conocimientos de aquel periodo histórico.

Pero antes referirnos a la arqueología y a las fuentes escritas, compartiremos la


observación hecha por Pierre Benoit, afamado director de la Escuela Bíblica de
Jerusalén: «Respecto al rótulo de la cruz llama la atención el que los cuatro
evangelistas empleen idéntica expresión "Rey de los judíos". Estamos ante el signo
de un acontecimiento histórico, ante la huella de un testimonio que se remonta a una
tradición de primerísima mano, la que fue referida por quienes lo vieron con sus
propios ojos».

Sigue diciendo Benoit: «Pudo apreciarse perfectamente durante el proceso que fue

236
esta causa, la supuesta pretensión de Jesús a la realeza, la que los judíos alegaron
ante los romanos, aunque en realidad la verdadera causa estaba en que se
presentase como Mesías e Hijo de Dios, algo que les resultaba intolerable. Pilato se
dio cuenta enseguida de que la acusación política era únicamente un pretexto, que
no estaba ante un revolucionario político, pero acabó cediendo a las pretensiones de
los judíos. Justificó con esta "causa" la condena de Jesús y la mandó escribir
sobre el rótulo porque era la única que podía registrar en sus archivos y comunicar
al emperador: "el acusado se ha identificado como el rey de los judíos"».

El acuerdo unánime de los cuatro testimonios de la Pasión sobre la causa de la


condena coincide perfectamente con la lógica de los hechos y no sólo no existen
contradicciones, sino que los testimonios se refuerzan por las variantes de cada
evangelista. Tras releer los pasajes del principio de este capítulo, advertimos que lo
común a todos es la expresión «rey de los judíos» mientras que el resto de las
palabras es diferente, aunque sea en pequeños detalles. Pero como ya hemos
podido comprobar en otras ocasiones, son precisamente estas variantes en los
textos las que sirven para confirmarnos su veracidad. La comunidad cristiana no
tenía motivo alguno para ajustarlo todo a un único modelo. Además, está el hecho
de que siempre se negó a hacer ningún «retoque» en la narración manteniendo
las variantes y discordancias, pues la comunidad veía en los cuatro textos
evangélicos testimonios verdaderos y que, por consiguiente, no podían ser
alterados.

Veamos la opinión de Charles Guignebert: «Existen ciertas dudas respecto al


contenido del rótulo, lo que permitiría suponer que el texto del titulus fue
sencillamente una "suposición" de lo que cada evangelista creyó que podía haber
sido más verosímil. El propio titulus debió de ser colgado de la cruz por la tradición,
porque se da por hecho que allí tenía que haber colgado alguno».

Es frecuente que hipótesis «racionales» como la citada poco tengan que ver con lo
razonable. Si realmente se tratara de un añadido en la redacción, de una
invención y no dela crónica de los acontecimientos, las cuatro versiones del
texto tendrían que haber sido iguales y sin embarazosas discordancias.

Pero lo que es más importante, el «núcleo» común de los relatos no sería la expresión
«rey de los judíos». En su narración del proceso de Jesús, los evangelistas
presentan las motivaciones «políticas» como un engañoso pretexto del Sanedrín,
pues lo realmente importante es la pretensión religiosa de Jesús al título de Mesías.
Por tanto, si la tradición, y no Pilato, hubiera escrito las palabras del titulus, éstas
habrían sido «Cristo, Mesías de los judíos», y de este modo en lo alto de la cruz
el titulus habría proclamado una pretensión nunca reconocida por las autoridades
judías, pero aceptada como verdadera por la comunidad cristiana primitiva. Si la
tradición hubiera inventado esto, no sólo sería fraudulenta, sino también
inverosímil. En efecto, según el propio Pilato, y de conformidad con las leyes y
prácticas romanas, el Imperio no quería en modo alguno verse mezclado en las
disputas religiosas de los diversos pueblos que lo componían y menos todavía en
las de los judíos, por lo que les reconocía una autonomía prácticamente total en
este terreno. «Pilato les dijo: Tomadle vosotros y juzgadle según vuestra Ley»
(Jn 18, 31).

Un juez de Roma no tenía potestad para condenar a muerte ni a ninguna otra

237
pena si la cuestión planteada era una disputa religiosa de los judíos, una cuestión
sobre su «mesías» llevada al terreno de las citas de la Escritura, lo que Pilato
llamaba «vuestra Ley». Si el procurador hubiera escrito como causa de la
acusación «Mesías de los judíos» en vez de «rey de los judíos» —como, según
Guignebert habría hecho la tradición «colgando el rótulo en la cruz»— resultaría
inverosímil desde el punto de vista histórico, pues la condena habría sido
considerada ilegal por Roma y se habría abierto un procedimiento contra el
prefecto. Algo que el propio Pilato y varios de sus colegas, tendrían ocasión de
experimentar amargamente.

Ya hemos visto en capítulos anteriores que es frecuente acusar a los evangelistas de


haber manipulado los hechos llevados por sus simpatías filorromanas. Narraron el
suplicio de su mesías en la cruz, un sistema de ejecución que los romanos habían
tomado de los pueblos del Oriente, pero que habían asimilado hasta tal punto
que aquel patíbulo venía a ser un símbolo de su dominación en todas las tierras
de su extenso Imperio. Por el contrario, los judíos sentían horror ante este tipo de
pena y nunca lo incluyeron en su legislación. Loisy expone al término de la
reconstrucción de lo que supone fueron los hechos: «Jesús fue procesado y
ejecutado sumariamente; murió en medio de los tormentos y los únicos testigos
de su sufrimiento fueron los verdugos». Puestos a imaginar que Loisy y otros
críticos estuvieran en lo cierto al considerar los relatos una fantasía, ¿por qué los
evangelistas no suprimieron la cruz, que después de todo venía a ser una acusación
contra los romanos, y no atribuyeron a este Cristo imaginario una pena tan
característica de los judíos, como la lapidación, de la que fue víctima San Esteban?

Por el contrario, los textos evangélicos, una y otra vez acusados de haber narrado
los hechos para exculpar a los romanos y acusar a los judíos, no sólo se refieren a una
pena propia de los romanos, sino que también reflejan en los más pequeños detalles
el modo de proceder de los romanos en aquel tipo de ejecuciones. En capítulos
anteriores y en otros que veremos a continuación, exponemos cómo los detalles de
la crucifixión se ven plenamente confirmados por lo que sabemos de aquel terrible
«rito» elevado a la categoría de ley del Imperio.

Dicha confirmación es también aplicable al rótulo de la cruz. Este rótulo no sólo


podía estar en el Gólgota, sino que tenía que estar allí.

En el Derecho romano, todas las penas —y en particular la de la crucifixión, en


la que el condenado era expuesto en un lugar público junto a las murallas hasta
consumirse en la cruz— tenían, además de un carácter punitivo, una función de
escarmiento hacia aquellos que se hubiesen sentido tentados de cometer el mismo
delito. Esto explica que la epigrafé tes aitías, «la inscripción de la causa», (por
usar el término literal de San Marcos) fuera obligatoria. En la comitiva que
marchaba hacia el lugar de la ejecución, el condenado llevaba el rótulo (que
sabemos que debía pintarse de blanco y con las letras en rojo o en negro, para que
fuera más visible) sobre la espalda o el pecho, o bien lo portaba un soldado que
precedía al condenado. Entre los muchos testimonios de autores de la Antigüedad
está por ejemplo el de Suetonio, en su Vida de Calígula: «Praecendente titulo qui
causam poenae indicaret». Una vez que era alzada la cruz, se clavaba el rótulo al
palo vertical, es decir, sobre la cabeza del condenado, y no debajo de sus pies,
para asegurar su completa visibilidad.

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Estos detalles son precisamente los referidos por los cuatro evangelistas. Mateo
emplea el adverbio epanó (sobre) la cabeza de Jesús; Marcos usa epigrafé, y
precisamente epi también significa sobre; Lucas utiliza también epigrafé, aunque
concreta más al decir «sobre él»; y por último Juan hace asimismo uso del epí,
«sobre».

La llamativa coincidencia de los evangelistas, independientemente de los términos


técnicos empleados, es indicio de una tradición muy arraigada, que concuerda
enteramente con lo que sabemos acerca de la práctica romana de la crucifixión.

También se ajustan a ella la brevedad y el estilo del texto del rótulo que nos refieren
los evangelistas. El historiador Suetonio, que vivió en el siglo II, nos relata que un
creyente en el evangelio fue condenado a muerte por el emperador y que en su
suplicio el titulus empleado fue: Hic est Attalus christianus, éste es el cristiano Atalo.
Este mismo autor, hablando del emperador Domiciano, nos recuerda otra ejecución,
en cuyo rótulo podía leerse: Impie locutus parmularius (*) (este) partidario de los
parmularios ha hablado de un modo blasfemo (del dios emperador). Estos
ejemplos de un autor de la Antigüedad confirman tanto la brevedad como el estilo
del titulus de los evangelios. Incluso Mateo y Lucas emplean el equivalente exacto
en griego del hic latino, utilizado para aquel desconocido Atalo: hic est lesus, éste es
Jesús.

(*) Parmularius: Gladiador armado con un pequeño escudo (parma). (N del T.)

También presenta grandes indicios de verosimilidad, por no decir certeza, el


carácter trilingüe del titulus del que nos habla San Juan. Hace algunos años se
descubrió una piedra que estuvo emplazada en el Templo de Jerusalén y en la que se
advertía a los no judíos que no traspasaran el espacio a ellos reservado, bajo pena
de muerte. Esta advertencia estaba redactada precisamente en las tres lenguas a
las que se refiere San Juan. Eran el hebreo (o el arameo), idioma local; el latín,
lengua de la administración romana y en la que la sentencia había sido decretada;
y el griego, que era la lengua franca, la de los intercambios entre las diversas
poblaciones. Este trilingüismo ha perdurado en cierto modo en aquellas latitudes.
Quien haya estado en Israel se habrá fijado en que muchos carteles que contienen
avisos importantes, que toda la población debe comprender, están redactados en
hebreo, árabe e inglés.

Encontramos, asimismo, otra verdad histórica que suele pasar inadvertida (y que rara
vez ha sido señalada por los comentaristas) en la respuesta —únicamente
mencionada en el cuarto evangelio— de Pilato a las protestas de los «pontífices de
los judíos»: o ghégrafa, ghégrafa, lo que he escrito, he escrito. No estamos ante
ningún «enfado» del procurador, ni ante un talante irónico que rechaza las protestas
(aunque esto encaje perfectamente en el carácter de Pilato), sino ante un requisito
legal. Sebastián Bartina, un biblista español, ha encontrado al respecto en Apuleyo
un pasaje revelador: «La tablilla del procurador contiene la sentencia, a la cual, una
vez leída, no se puede añadir ni suprimir ni una sola letra, porque tal y como es
proclamada, pasa a formar parte de los documentos jurídicos provinciales».

Por tanto, era cierto desde el punto de vista legal que «lo escrito, escrito está» y que
ni siquiera las protestas de las principales autoridades judías podían llevar al juez a

239
modificar la causa de una sentencia que, tal y como había sido pronunciada, era
depositada en los archivos locales e imperiales.

Otro significativo detalle de los entresijos de la inútil protesta de los sanedritas nos
lo proporciona Shalom ben Chorin, gran conocedor de las cuestiones judaicas.
Dice este investigador israelí: «Si traducimos al hebreo la inscripción de la cruz,
descubriremos que con las iniciales de cada palabra se puede hallar una alusión al
tetragrama del nombre de Dios, las cuatro consonantes de Yahvé: YHWH (...) La
camarilla hostil a Jesús protesta contra la inscripción no sólo por la forma en
que proclamaba, aunque fuera irónicamente, la dignidad real de Jesús sino porque
conllevaba también la profanación del tetragrama divino».

Si verdaderamente esto fue así (aunque debemos hacer constar que la


interpretación de ben Chorin no es compartida por todo el mundo), resulta todavía
más comprensible que las autoridades judías insistieran tanto en la modificación del
texto.

Tras toda la exposición anterior, se entiende perfectamente el malestar de Josef


Blinzler al afirmar: «La puesta en duda de la historicidad de la inscripción forma
parte de las aberraciones de la crítica». Y entre esos críticos «aberrantes» Blinzler no
puede por menos de citar a Rudolf Bultmann, cuya obsesión de considerar «no
histórico» todo lo que aparece en los evangelios, le lleva a valorar el detalle de la
inscripción como un mito que fue añadido por la necesidad de inventar que tenía
la comunidad primitiva, y esto lo afirma Bultmann, pese a que la inscripción tenga a
su favor multitud de posibilidades y corroboraciones.

Añadiremos algo más sobre la autenticidad del I.N.R.I., siglas que tantos artistas han
pintado sobre el titulus de la cruz en sus cuadros y que evidentemente se trata
de la abreviatura un tanto arbitraria de Iesus Nazarenus Rex ludaeourum. A partir
de la aparición de la Carta de Bernabé, un texto apócrifo compuesto
probablemente en Alejandría hacia el año 125 y que algunos trataron de incluir en el
Canon de lasEscrituras inspiradas, se originó una manipulación del versículo 10
del Salmo 95 que dice así en su versión auténtica: «Decid entre las gentes: ¡El Señor
reina!» Pero la Carta de Bernabé dice en este pasaje: «El Señor reina desde el
madero». Se refiere evidentemente al madero de la cruz, una interpretación
cristiana que añadía una profecía más a las ya contenidas en las Escrituras judías y
que también habría tenido su cumplimiento en Jesús. Al situar la idea de madero
junto a la de «rey de los judíos» se estaba dando cumplimiento a esta condición
de la realeza que habría vislumbrado el salmista. Con el paso del tiempo hasta
llegó a olvidarse que «desde el madero» era la interpolación de un cristiano y el
versículo del salmo continuaría siendo citado con dicha interpolación.

Hasta tal punto llegó su difusión, que «reina desde el madero» pasó incluso a la
liturgia y cuando alguien llamó la atención sobre que no se trataba de una versión
auténtica del versículo, algunos autores llegaron a decir que sí lo era y que en
realidad el versículo había sido alterado por los judíos con objeto de deshacerse
de una profecía que les resultaba especialmente embarazosa... Ni que decir tiene
que todo esto carece del más mínimo fundamento.

Esta curiosa anécdota sirve para confirmar una vez más algo de lo que ya

240
hemos hablado extensamente, y es que, a pesar de lo que digan algunos críticos,
las profecías no han originado los relatos evangélicos. Por el contrario, el punto de
partida de estos últimos son los hechos que sucedieron realmente: unos hechos
ciertamente desconcertantes, escandalosos e imprevistos para los que habían
creído en aquel mesías vencido por los hombres. Tanto es así, que hubo creyentes
que tratarían de verificar lo sucedido en las antiguas Escrituras, encontrando en
ellas pasajes olvidados y otros a los que dieron un sentido diferente del que hasta
entonces tenían. El resultado sería una «composición» interesada del Antiguo
Testamento, con el objeto de fundamentar la trayectoria de Jesús de Nazareth.

En la espléndida basílica romana de la Santa Cruz en Jerusalén, y juntamente con


otras reliquias de la Pasión, se conserva el que, según la tradición, sería el mayor de
los fragmentos del titulus de la cruz. Mide 23 × 13 cm. Lo que da la idea de su
importancia, teniendo en cuenta que las medidas del titulus debieron de ser 65
× 20 cm.

Según la misma tradición, el titulus habría sido encontrado en el año 326 por
Santa Elena, madre del emperador Constantino, en una gruta cercana al sepulcro de
Jesús. Las dimensiones del fragmento venerado en Roma (un tercio del total)
parecen confirmar esta muy antigua tradición. Parece ser que Santa Elena habría
dividido en tres partes el rótulo, enviando uno a su hijo el emperador en
Constantinopla, llevando otro a Roma y dejando el tercero en Jerusalén.

Por lo demás, según relatos de peregrinos a Tierra Santa de los primeros siglos,
como por ejemplo la española Egeria, que estuvo allí hacia el año 414, la veneración
del titulus era una de las prácticas habituales de piedad para todos los que visitaba
Jerusalén. No menos significativo resulta para la autenticidad de la reliquia el
hecho de que la descripción que los peregrinos hacen del fragmento de Jerusalén
coincida con las características del fragmento conservado en Roma. También puede
servirnos de reflexión el que, según testimonios antiguos, el fragmento conservado
en la basílica romana, único que ha perdurado, estaba pintado de blanco con las
letras en rojo; y las palabras escritas, en especial las latinas y griegas, fueron
trazadas de derecha a izquierda, como si lo hubiera hecho un semita que estaría
aplicando a las otras lenguas del titulus la orientación para la lectura en idioma
hebreo.

Ni que decir tiene que el debate sobre la autenticidad de la reliquia continúa abierto,
pero que ésta no puede descartarse a priori. Es más, hay investigadores de nuestros
días (lo que concuerda con el «redescubrimiento» de las tradiciones y su
fundamento histórico), que afirman que podría tratarse realmente de un fragmento
del títulus que estuvo expuesto en el Gólgota.

En cualquier caso, hay que rechazar las ironías fáciles (que todavía repiten algunos
investigadores «serios») sobre la engañosa facilidad con la que se habría hecho
pasar por auténticas reliquias de la Pasión de Cristo lo que no son más que burdas
falsificaciones. En su libro, editado por Mondadori en 1985 bajo el título de
L'impronta di Dio (La huella de Dios), Pierluigi Baima Bollone, director del instituto
de medicina legal de la universidad de Turín, ha ido «a la búsqueda de las
reliquias de Cristo»,según puede leerse en el subtítulo de esta obra. El resultado
para sorpresa del propio autor es una «sospecha de autenticidad» sobre estas

241
reliquias, mucho más fundada de lo que a primera vista pudiera parecer.

Muchos, empezando por Calvino, han ironizado en torno a los supuestos


«fragmentos de la Santa Cruz», al afirmar que si se unieran todos los fragmentos
dispersos porla cristiandad se juntaría la madera suficiente para completar un
bosque. Pero Baima Bollone hace la observación de que el brazo horizontal de la
supuesta «cruz del buen ladrón», venerada en Roma, mide 178 x 13 x 13
centímetros. «Lo cual», escribe este investigador, «corresponde a 30 millones de
milímetros cúbicos de madera. Si, como es probable, el brazo de la cruz de Jesús
hubiera tenido análogas dimensiones, solamente con él se habrían podido obtener
10 millones de pequeños fragmentos de 3 milímetros cúbicos cada uno».
Existe una gran cantidad de fragmentos venerados en todo el mundo como
pertenecientes al «madero de la verdadera cruz». Pero no parece que su número
sea «excesivo» en los relicarios de la cristiandad.

XXXIV. «Las tinieblas cubrieron toda la tierra».

EN los evangelios sinópticos (aunque no en el de San Juan), la muerte de Jesús


aparece acompañada de «signos» misteriosos, las tinieblas cubren la tierra
durante tres horas y el velo del Templo se rasga en dos partes. Además, a esto
añade San Mateo un terremoto, la apertura de sepulcros, la resurrección de
muertos (y algunas apariciones), con su posterior entrada en la que
significativamente el evangelista llama —más tarde veremos por qué «Ciudad
Santa», en vez de Jerusalén.

¿Cómo se puede relacionar todo esto con la historicidad de lo que nos refieren los
evangelios respecto a la Pasión y Muerte de Cristo?

Examinaremos, en primer lugar, la opinión, similar a la de otros exégetas, que le


merecen estos «signos» a Pierre Benoit, que fuera durante muchos años director
de la prestigiosa Escuela Bíblica de Jerusalén: «Hay que tener en cuenta el género
literario de estas descripciones. No se trata de instantáneas fotográficas o de un
reportaje, sino de un relato de tipo bíblico que tiene una finalidad teológica. Sin
negar por principio que sucedieran tales acontecimientos extraordinarios, tenemos
derecho a preguntarnos por qué fueron relatados de esta forma y si los autores de
los evangelios no tenían más bien el propósito de hacer una serie de alusiones
bíblicas que se estaban cumpliendo ante sus ojos».

Sigue diciendo el dominico Pierre Benoit: «En efecto, existe un modo habitual en
la Biblia de describir el Día de Yahvé, el gran Día escatológico, con fenómenos
cósmicos y perturbaciones, que se traducen con frecuencia en tinieblas y alteraciones
en el cielo. Estamos ante imágenes típicamente orientales que no deben ser
tomadas al pie de la letra y que quieren expresar una idea profunda, una realidad
espiritual. Bastaba sólo con citar estos pasajes del Antiguo Testamento para
encontrar las fuentes de la Escritura a las que habían acudido los evangelistas».

Para fundamentar su exposición, el padre Pierre Benoit cita, entre otros, a Sofonías
(1, 15), Joel (2, JO; 3, 3 y ss.) y de manera especial, a Amós, un libro profético
considerado el más antiguo de la Biblia: «Aquel día, dice el Señor Dios, haré que
242
se ponga el sol a mediodía y en pleno día extenderé tinieblas sobre la tierra»
(Am 8, 9). Asimismo, en Amós se encuentran referencias que, leídas tras los
acontecimientos de la Pasión, hacen pensar en el terremoto y la salida de los
muertos de sus sepulcros a los que se refiere San Mateo. En este caso —a
diferencia de otros muchos versículos que hemos estudiado— el clima profético
puede haber influido de algún modo en un evangelista que, además de ser
cronista de los hechos, era también un judío practicante. El evangelista narra
unos hechos, pero también nos ofrece su interpretación desde el punto de vista
religioso.

Y concluye Benoit: «Existe, pues, un modo habitual para los autores bíblicos de
describir el día de Yahvé. Para los evangelistas, el día de la muerte de Jesús es
precisamente el Gran Día, el día del castigo y del comienzo de la era escatológica.
Es normal que para describirlo se sirvieran de imágenes tradicionales en el
lenguaje profético».

Fuera de las Escrituras canónicas judías, y de modo especial en el Talmud,


podemos leer referencias a los fenómenos «físicos» que acompañan a la muerte
de rabinos particularmente famosos y respetados: las estrellas se hacen visibles en
pleno día, las estatuas de los ídolos caen por tierra, el mar de Tiberíades se abre,
las casas se derrumban a consecuencia de los terremotos, los árboles se salen
de sus raíces...

No es por casualidad que los «signos» predominen más en el evangelio de


Mateo, escrito probablemente en arameo y en el que se utiliza un lenguaje que
recuerda a una «clave» para indicar a sus oyentes —por otra parte, buenos
conocedores de las antiguas Escrituras— que se está refiriendo a las expectativas
religiosas de los judíos.

Dice el texto de San Mateo: «Se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos
que habían muerto resucitaron. Y saliendo de los sepulcros, después de su
resurrección, entraron en la Ciudad Santa y se aparecieron a muchos» (Mt 27,
52 − 53).

No todo el mundo ha reparado que San Mateo en este pasaje no habla de


Jerusalén, la capital de la Judea terrena sino de la «Ciudad Santa», aludiendo con
ello (en concordancia con otros pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento) a un
lugar de la geografía celestial, a la capital del Reino de los Últimos Tiempos,
fundamentado en el sacrificio redentor de Cristo. Este lenguaje del evangelista no
es de cronista —al menos en este caso— sino de escritor bíblico de «teólogo de
la historia». Así parecen confirmarlo otros términos como los «santos», empleados
para designar a personajes de la Antigüedad judía, de modo especial a los
Patriarcas.

Este pasaje se inserta en un clima «teológico» y así nos lo han dado a entender
claramente los sinópticos, sobre todo San Mateo, cuyos «signos» están dirigidos a
los destinatarios judíos de su evangelio. Quien sepa comprender esto no tomará
en consideración, por estar fuera de lugar, las observaciones de ciertos críticos que
querrían encontrar aquí, una vez más, la prueba del carácter «legendario» de los
relatos de la Pasión. Los versículos en los que se describen los «signos
escatológicos» acaecidos tras la muerte de Jesús pertenecen —y así lo hacen notar

243
los propios evangelistas— a un género literario muy diferente al empleado para
describir los otros acontecimientos de aquellos dramáticos días.

Hecha esta precisión, no olvidemos el inciso que introducía Pierre Benoit: «Sin negar
por principio que sucedieran tales acontecimientos extraordinarios...» Si el
significado y la interpretación de tales sucesos es claramente de carácter «teológico»,
«espiritual» y «religioso», ¿se puede descartar con plena seguridad que sucedieran
en realidad? Lo que nunca debemos hacer es encerrarnos en un asfixiante
racionalismo y tener siempre abierta la posibilidad de lo imprevisto, del misterio.

Al comienzo del evangelio de San Lucas, y a la pregunta de María, tras anunciarle


Gabriel que dará a la luz al Mesías pese a «no conocer varón», el ángel responde:
«Porque nada hay imposible para Dios» (Lc 1,37). Sin embargo, el original en
griego dice textualmente lo siguiente: «Para Dios no será imposible». Se trata de
un tiempo futuro (oukadunatései), en el que Gabriel anuncia que el poder de Dios
estará presente desde aquel primer día de la existencia de Jesús y abre la
posibilidad de que también esté presente en el último día de la vida del Mesías
y en cualquier otro momento anterior o posterior a su Muerte y Resurrección.

Analizaremos ahora el primero de aquellos extraordinarios acontecimientos: «Y al


llegar la hora sexta (el mediodía) toda la tierra se oscureció hasta la hora nona (las
tres de la tarde)» (Mc 15, 33). En Mt 27, 45 podemos leer prácticamente las
mismas palabras. Lucas añade un detalle que no aparece en los dos anteriores
evangelistas: «Era ya como la hora sexta cuando las tinieblas cubrieron toda la
tierra hasta la hora nona. Se oscureció el sol y el velo del Templo se rasgó por
medio» (Lc 23, 44 − 45).
Al referirse al sol, el original griego de San Lucas dice toú elion aklipóntos,
término este último que procede del verbo ekléipo que significa (cuando se usa como
aquí en sentido intransitivo) «faltar, disminuir, cesar», hasta el punto de que oí
eklipontés significa «los muertos», es decir «los que faltan». Así pues, la traducción
más literal sería que el sol «perdió fuerza», «se debilitó» o «dio menos luz», y no sería
correcta la de algunas traducciones, en las que se lee «Se eclipsó».

No estamos ante un detalle secundario sino fundamental. Si Lucas hubiera hablado


de un eclipse habría incurrido en una clara falsedad histórica. Es sabido que el
calendario judío (que es lunar) sitúa la Pascua coincidiendo con la luna llena, pero
los eclipses de sol sólo son posibles en período de luna nueva. San Lucas no
comete semejante error y, por tanto, estamos ante uno de esos pasajes en los que el
investigador debería consultar el texto original para comprobar el esmero puesto
por los evangelistas en sus expresiones, que saben evitar cualquier tipo de
inverosimilitud, de las que ciertos críticos les han acusado con frecuencia. Por
todo ello, proponemos revisar todas las traducciones en las que aparezca cualquier
referencia a un inexistente eclipse.

Al inicio del capítulo hemos insistido en que en este pasaje lo realmente importante
son los símbolos: las tinieblas vendrían a ser signo del luto del universo por el drama
que se está consumando en el Gólgota; el dolor del Padre Creador por el
sufrimiento del Hijo Redentor.

Pero a pesar de estos símbolos, ¿por qué la oscuridad del sol mencionada por
los sinópticos no podría verificarse desde el punto de vista histórico y con ella
244
los demás «signos»? No olvidemos que los tres primeros evangelistas se basan en
testimonios muy precisos. Esto dice San Mateo: «El centurión y los que con él
custodiaban a Jesús, al ver elterremoto y lo que pasaba, tuvieron mucho miedo y
decían: "Verdaderamente éste era Hijo de Dios"» (Mt 27, 54). En San Lucas no
solamente el oficial romano «glorificó a Dios diciendo: ¡Verdaderamente este hombre
era justo!», sino que «toda la multitud que había concurrido para presenciar aquel
espectáculo, al ver lo sucedido, regresaba golpeándose el pecho» (Lc 23, 47 − 48).

Tampoco en este episodio los evangelistas se mueven entre mitos y símbolos, sino
que remiten a personas y referencias concretas. Emplean expresiones en las que es
posible captar un recuerdo concreto, un testimonio directo. Por ejemplo, Marcos
narra: «El centurión que se encontraba frente a él...» (Mc 15, 39). El original en griego
ex enantías autoú quiere expresar que estaba de pie frente a él y viene a ser
como el fugaz destello de un recuerdo personal, de un discípulo o del propio
centurión que, al igual que otros oficiales romanos de los que habla el Nuevo
Testamento, podría haber entrado perfectamente a formar parte de la comunidad
cristiana primitiva y haberle confiado sus recuerdos».

La referencia a aquel soldado nos sirve para recordar que entre los prejuicios
indiscutibles e indiscutidos de la crítica autocalificada de «científica» está el de la
«gradación», que en su opinión sería posible establecer en los documentos del
Nuevo Testamento, y según esto los más antiguos, los más próximos a los hechos
tendrían un contenido más sencillo, pero con el paso del tiempo la tradición los
habría ido engrosando, aumentando su complejidad y dándoles un aire de
grandilocuencia para presentar a un Jesús revestido de significados, títulos y
apariencias cada vez más deslumbradoras. Ya hemos recordado anteriormente que
este método es una aplicación a la historia evangélica del dogma de la evolución:
de lo más pequeño a lo más grande, de lo más sencillo a lo más complejo.

Pero, como ya hemos podido comprobar, es frecuente que este esquema no


funcione. En el caso del centurión, en el evangelio de Marcos que toda la crítica
reconoce unánimemente como el evangelio más antiguo, se le hace decir:
«Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39). El segundo evangelista
en antigüedad es Mateo, que emplea idéntica expresión, tremendamente
comprometedora: «Verdaderamente éste era Hijo de Dios» (Mt 27, 54).

Lucas sería de los tres sinópticos el evangelista más tardío y lejano a los hechos. Pero
con él se vienen abajo todos los esquemas preestablecidos por la «gradación».
Y es que el centurión en el tercer evangelio se limita a exclamar:
«¡Verdaderamente este hombre era justo!» (Lc 23, 47). Ha habido una evolución,
pasándose de «Hijo de Dios» a díkaios «justo», lo que es una diferencia considerable.
Los esquemas no funcionan y en este caso menos que en ningún otro.

Si se nos pregunta por qué San Lucas no emplea la expresión de alabanza de


Jesús de los otros dos evangelistas sinópticos, expondremos la hipótesis
planteada por algunos de que el centurión se habría aproximado a la comunidad
cristiana, a la que habría brindado su conmovedor testimonio, pero sin entrar a
formar parte de ella ni llegar a reconocer en el Crucificado al «Hijo de Dios» y tan
sólo limitándose a venerarlo como «justo». A diferencia de Marcos y Mateo, Lucas,
«especialista» del mundo pagano, pudo haber conocido esta circunstancia y habría

245
querido respetar la decisión de aquel buen romano, amigo, pero no «hermano» en
el sentido más pleno.

Dios, tendremos que recordarlo a esos «especialistas» que querrían que sólo
actuara siguiendo los esquemas teóricos por ellos trazados, lo puede todo. Pero
es frecuente que la economía de lo sobrenatural prefiera actuar por medio de causas
segundas que no afecten a las leyes establecidas por Dios mismo.

En lo que se refiere a las tinieblas, si éstas se produjeron en realidad, el Padre no


hubiera trastornado las leyes físicas para producir un eclipse en período de luna llena
(ya hemos visto que esto no lo dice San Lucas) ni probablemente tampoco disminuyó
la intensidad del Sol. Dice al respecto Gianfranco Alfano, un biblista que fue también
un prestigioso cultivador de las ciencias de la naturaleza: «Es una hipótesis
arriesgada suponer que el sol disminuyera unos 4.000 grados en su temperatura y
que tres horas más tarde hubiera recobrado su actividad normal de luz y calor».

El padre Lagrange, que pasó gran parte de su vida de investigador en Jerusalén,


pudo observar en muchas ocasiones —y particularmente durante el mes de abril—
un fenómeno local conocido como khamsín, el «Siroco negro»: un viento que
transporta arena del desierto y que da la impresión de oscurecer el sol durante
algunas horas. Salvo los habituales prejuicios racionalistas, nada puede impedirnos
suponer que sucediera algo similar a esto. Escribe San Mateo que «toda la tierra se
oscureció», aunque los términos griegos epí pásan tén ghén se encuentran en
otros pasajes del Nuevo Testamento y en la versión de la Biblia llamada de los
Setenta (traducción griega de las Escrituras judías realizada en Alejandría en el siglo
III a. C.), utilizándose como expresión enfática para designar tanto Judea como los
límites visibles del horizonte.

Bien podría ser ésta la interpretación, pero no por ello dejaremos de reflexionar sobre
un hecho singular. Tertuliano, en su Apologeticum, escrito alrededor del año 200
desafía a sus interlocutores paganos a buscar pruebas documentales sobre este
hecho, y dice textualmente: «Tenéis registrado en vuestros archivos la memoria
de aquel caso». Se refiere Tertuliano a las tinieblas que se produjeron aquel día
y que habrían llegado hasta Roma, sembrando el pánico y dando lugar a
interpretaciones de tipo religioso por parte de los sacerdotes de los cultos paganos
oficiales. Idéntico desafío lanzaría pocos años después Orígenes en su polémica
contra Celso, filósofo defensor del paganismo. La cuestión volvió a plantearse
mucho más tarde, en el siglo IV, por Rufino de Aquilea, traductor al latín de la
Historia eclesiástica de Eusebio de Cesárea, que actualizó añadiendo un par de
nuevos capítulos. Resultarían una temeridad los argumentos de estos autores si
detrás de estas referencias no hubiera una realidad verificable, en especial si se
trata de testimonios conservados en los archivos imperiales, donde habrían podido
encontrarse noticias respecto al terremoto de que habla San Mateo.

Otra particularidad, con frecuencia ignorada, procede de fuentes antiguas anónimas


y también de alguna que otra canónica, y hace referencia a relaciones de
fenómenos extraordinarios que se recopilaban para ser manejadas por sabios,
gobernantes o simples curiosos. Podemos comprobarlo, por ejemplo, en el profeta
Ezequiel (Ez 47, 16 − 18).

246
En este pasaje leemos que Dios mismo habría establecido los límites de la tierra
repartida entre las doce tribus de Israel y como límite al norte —entre el Hermón
y el Golán— fijó la región de Haurán. Parece ser que este último término
significa «tierra negra», una etimología que concuerda perfectamente con la
naturaleza volcánica de la zona. Según las fuentes aludidas, en la época del Nuevo
Testamento, en Haurán se habría producido una reanudación de la actividad
volcánica, con el desencadenamiento de grandes fumarolas que, arrastradas por los
vientos, habrían cubierto extensas regiones y al mismo tiempo se habrían originado
violentos terremotos. Desde una perspectiva de fe, ¿se habría servido Dios de todo
esto, además del «siroco negro» para dar a entender el luto de la creación? Es una
pregunta que obviamente está destinada a no tener respuesta, a no ser que se
descubrieran en un improbable futuro nuevas fuentes documentales.

Un «descubrimiento» que creen haber ya realizado investigadores como el alemán


Erich Zehren, autor de Der gehenkte Gott, «El Dios colgado», publicado en 1959, y en
el que (con una erudición tan extraordinaria como a la vez gratuita e
instrumentalizada al servicio de una tesis preconcebida), atribuye a las tinieblas del
Gólgota nada menos que el «secreto» del cristianismo. Según Zehren, se habría
hecho creer a los destinatarios del mensaje de los apóstoles que el Crucificado
era el mismo Dios, porque su ejecución habría tenido lugar coincidiendo con un
eclipse total de sol, visible en todo el Mediterráneo. Es cierto que hubo un eclipse
del que nos hablan las fuentes antiguas (y que ha sido confirmado por cálculos
astronómicos modernos), y que debió tener una gran repercusión, pero que tuvo
lugar en el año 29 —mientras que la muerte de Jesús debió de ocurrir en el
30— y para ser más exactos un 24 de noviembre. Además de muchas otras
consideraciones que aconsejan desechar fantasías semejantes, aunque se revistan
de todo el aparato científico y de cierta pedantería germánica, hay que decir que
Zehren finge ignorar que un eclipse de sol dura como mucho tres minutos y no tres
horas como nos refieren unánimemente los sinópticos.

Mientras las tinieblas acompañaban la agonía de Jesús, se produjo, tras su muerte,


un segundo «signo»: «El velo del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo» (Mc 15,
38). Las mismas palabras leemos en Mt 27, 51, mientras que Lucas especifica que el
velo «se rasgó por medio» (Lc 23, 45).

En este pasaje es importante, por no decir decisivo, el significado religioso y


teológico.

Acudamos una vez más a Benoit: «Aquel velo era un símbolo de la separación
entre los paganos y la religión de Israel. Se trataba probablemente del velo del
Santo más que del que cubría el acceso al Santo de los Santos. Era el velo que
ocultaba el interio del Templo a aquellos judíos que no eran sacerdotes y también
a los no judíos, que no podían entrar allí bajo pena de muerte. Este velo protegía
de manera absoluta el secreto de la religión judía, la intimidad de Yahvé, presente
únicamente en el interior delTemplo. Rasgar el velo significaba suprimir el secreto
y la exclusividad. El culto judío cesaba de ser privilegio de aquel pueblo y a partir
de ahora quedaba abierto también a los gentiles. He aquí el sentido profundo
de aquel fenómeno».

Este sentido profundo está presente asimismo en la Carta a los Hebreos, en la

247
que el velo del Templo es la propia carne de Cristo atormentada y muerta (Hb 10,
19 y ss.). Y sigue diciendo Benoit: «Este detalle de los evangelios es narrado para
enseñar a los cristianos que por la muerte de Cristo ha sido abolido el culto de
Israel y la religión se ha hecho universal y que el propio Jesús, al penetrar en el templo
que está en los Cielos, ha abierto el camino de la salvación a todos los hombres».

El creyente debe centrarse sobre todo en esta profundización de tipo religioso


dejando de lado un literalismo que ha llevado a poner el ejemplo de que en
Oriente Medio se producen golpes de viento de una fuerza tal capaz de arrancar
y elevar en alto grandes tiendas del estilo de las que habitan las familias beduinas.
El viento que llevó hasta Jerusalén la arena del desierto y oscureció el sol, habría
podido, según esto, rasgar el velo litúrgico.

Pero aceptar esta hipótesis tiene dos inconvenientes: primero, las cortinas del Templo
median entre las dos, veinte metros de alto y diez de largo, y su peso era tal
(según testimonia Flavio Josefo), que cuando periódicamente eran llevadas a
lavar, tenían que transportarlas varias decenas de sacerdotes, pues eran los
únicos autorizados a entrar en aquel recinto y tocar los ornamentos sagrados.
En segundo lugar, por mucha que fuera la fuerza del viento, nunca habría podido
rasgar aquella enorme cortina «en dos partes, de arriba abajo» o «por medio»
como precisan los evangelios. Quedaría la posibilidad de que esto sucediera a
consecuencia del terremoto del que habla San Mateo, teniendo en cuenta que
también por Flavio Josefo tenemos noticias de que por aquellos años se produjo
un seísmo que afectó al Templo.

Aún sin descartar un hecho real (con intervención directa de Dios y sin
modificaciones de las leyes físicas al rasgarse el velo, o por medio de causas
segundas como un terremoto o una formidable ráfaga de viento), insistiremos
que en este caso tampoco nos movemos fuera del marco histórico e incluso
tenemos un detalle que sirve para situar la narración en Israel. Y es que los tres
evangelios utilizan para indicar el velo del Templo el término griego katapéstama, un
término técnico correcto, confirmado además por otras fuentes.

Estamos, pues, ante otro elemento de «Continuidad» entre los evangelios y la


sociedad judía anterior al año 70. Es un indicio entre otros muchos de que sus
redactores conocían perfectamente la realidad a la que se referían; una
confirmación más de que fue en la propia Palestina, donde antes de la catástrofe
del 70 se formó la tradición evangélica.

Las consideraciones anteriores pueden hacerse extensivas a otros acontecimientos


referidos únicamente por San Mateo: la apertura de los sepulcros, la resurrección
de muchos santos y su entrada en la «Ciudad Santa». Se trata de referencias
típicamente judías, para aludir al Gran Día de Yahvé. Así pues, estos detalles —que
algunos críticos utilizan para demostrar lo que alguien ha definido como «la
aparición de fantasías originadas en desconocidos lugares helenísticos»— son,
por el contrario, para todos aquellos que conocen el tema, una garantía de
relación con la tradición judía.

Existe, pues, una relación de «Continuidad» con el antiguo Israel. Pero encontramos
al mismo tiempo una «discontinuidad» con los intereses de la comunidad cristiana

248
primitiva. Los versículos 52 y 53 del capítulo 27 de San Mateo, con su relación de
resurrecciones y apariciones, han sido una auténtica «Cruz» para comentaristas y
teólogos.

Ha habido numerosos intentos de explicar estos versículos, sobre todo por la


circunstancia de querer conciliar el relato con la clara afirmación, muchas veces
repetida por Pablo, de que Cristo, y solo él, «ha resucitado de entre los muertos
como primicia de los que durmieron» (1 Cor 15, 20). Algunos Santos Padres
negaron que se tratase de verdaderas y auténticas resurrecciones, afirmando que
sólo fueron apariciones, mientras que otros dijeron que podía tratarse de difuntos
llamados temporalmente a la vida, como en el caso de Lázaro y que volverían a
morir. Se trataba por tanto de una breve «incursión» en la vida terrena para más
tarde volver al sepulcro en espera de la resurrección universal. Entre los partidarios
de esta última explicación encontramos figuras de la talla de San Agustín, San
Jerónimo y Santo Tomás de Aquino; sin embargo, el magisterio de la Iglesia
siempre se abstuvo de pronunciarse a favor de una determinada solución. La
cuestión todavía se discute hoy y se discutirá mientras se lean en el mundo los
evangelios.

Terminaremos con unas significativas reflexiones de Pierre Benoit sobre este


particular: «Estas palabras de Mateo son bellas y expresivas imágenes del dogma
del descenso de Jesús a los infiernos. Este dogma, que encontramos en el Credo,
afirma que Cristo descendió a los infiernos, no para combatir al demonio, puesto
que ya había triunfado sobre él por medio de la crucifixión, sino para abrir sus
puertas a las almas liberadas por la Redención. Cristo libera del sheól a todos
los que esperaban en la antigua economía de la salvación y les introduce con él en
el Paraíso. Así pues, las frases de Mateo se refieren a esta verdad: Los muertos
del Antiguo Testamento resucitarán en el sentido en que nosotros lo entendemos
al final de los tiempos, pero ahora —asociados a la gloria del Resucitado— entran
en la Ciudad Santa».

XXXV. ¿Palo o cruz?

¿ES realmente una falsedad el «signo» que representa y sintetiza la fe para un


cristiano? ¿Es una idolatría poco menos que de origen satánico venerar la cruz en la
forma en que la conocemos y que siempre ha estado unida a la aceptación del
evangelio?

Son éstas cuestiones que hace algún tiempo habrían estado fuera de lugar, pero que
ahora atormentan a no pocas personas, e incluso forman parte de los motivos
de algunos para abandonar el cristianismo «histórico» por otra religión. Porque,
objetivamente hablando, es otra religión —pese a su denominación de «cristiana»—
la formada por los Testigos de Jehová. Estamos ante una realidad reciente y a la vez
importante, que no debe ser minusvalorada como se ha hecho en algunos círculos
católicos. Hay que tener en cuenta que, por ejemplo, en Italia, son la segunda
religión por número de fieles autóctonos (excluyendo a los inmigrantes
musulmanes) y crecen a un ritmo inquietante gracias a su proselitismo a domicilio
que practican con tal tenacidad y eficacia que no hay ninguna puerta —desde la

249
gran metrópoli a los pueblos más escondidos— a la queno hayan llamado varias
veces.

Entre los argumentos favoritos de los Testigos de Jehová (así como entre los
enseñados en sus centros de «ministerio teocrático») con los que tratan de
desconcertar y captar la atención de sus interlocutores, y además del problema
del nombre de Dios —que según ellos habría sido «ocultado» al no revelar la Iglesia
que se llama Jehová—, ponen especial insistencia en la cuestión del signo cristiano
de la cruz.

Esto es lo que dicen los «anunciadores» del Reino: «Los curas os dicen que
Jesús murió en una cruz, pero os están engañando porque en realidad fue colgado
de un palo. Así lo dicen las Escrituras, que una vez más han sido manipuladas y
deformadas por esos cristianos a los que Jehová destruirá. Durante siglos os han
propuesto como símbolo de la fe, y todavía siguen haciéndolo, un signo pagano
que nada tiene que ver con lo que d ice la Biblia. Ese cristianismo simbolizado
por la cruz no tiene nada que ver con la verdadera religión, la anunciada y
practicada únicamente por los fieles que adoran a Jehová».

Por tanto, si los cristianos necesitan referirse a algún símbolo, éste ha de ser
simplemente un palo vertical.

No hay nada nuevo bajo el sol, y menos en el tema de la religión. Por eso alguien
dijo una vez, irónicamente, que las posiciones heréticas son parecidas a las eróticas,
es decir, limitadas y repetitivas. Entre los muchos críticos de la interpretación
tradicional del evangelio no han faltado en épocas pasadas los defensores de la teoría
del palo en lugar de la cruz. Entre ellos destacaremos al protestante alemán H.
Fulda en 1878; o algunos años más tarde, al biblista P. W. Schmidt. Pero se
trataba de casos aislados, un tanto llamativos y que sólo se encuentran en bibliotecas
especializadas.

Pero ahora, desde la adopción de esta teoría por parte de los Testigos de Jehová,
esta cuestión (hasta hace poco ignorada o merecedora de alguna nota breve en
las grandes obras clásicas sobre los evangelios) debe ser sometida a un examen
riguroso. Y no precisamente porque para el creyente tuviera que cambiar el valor de
la Redención de Jesús si el instrumento de su sacrificio hubiese tenido una
forma diferente a la de la cruz, sino porque el supuesto engaño de que los Testigos
de Jehová acusan a la Iglesia se utiliza también como instrumento para debilitar la
fe en la interpretación tradicional de los evangelios. Y ya sabemos por experiencia
que esto pue de dar lugar a crisis de fe.

Así pues, no podemos ignorar este tema en nuestra investigación acerca de la


valoración que el hombre de hoy, asediado por toda suerte de críticos e hipótesis,
puede dar a los relatos evangélicos de la Pasión. Quizás estos párrafos puedan ser
útiles a las personas para no sentirse indefensas en una futura visita de los Testigos
si éstos le sugieren deshacerse de esa «abominable idolatría» de tener el crucifijo en
casa o llevarlo al cuello. Claro que con ello se deshacen no sólo del catolicismo, sino
del propio cristianismo. No olvidemos que para los Testigos Jesús no es Dios sino
tan sólo un hombre de privilegiada condición.

Pero, al reflexionar sobre este tema, tendremos también ocasión de añadir

250
consideraciones no menos importantes para el resultado de nuestra investigación.

¿Por qué los Testigos de Jehová dan tanta importancia a la cuestión del palo?

Evidentemente está la necesidad de diferenciarse de los «otros», de destruir la imagen


fundamental de esa «Babilonia pecadora» que sería la Iglesia, más bien todas las
Iglesias de cualquier confesión.

Pero además existe una razón de la que con frecuencia los propios Testigos tampoco
son conscientes. Esta es la opinión de un investigador de nuestros días tras una
larga y profunda investigación sobre este fenómeno: «El análisis de la psicología
religiosa de los Testigos de Jehová, de su sistema de pensamiento desde el punto
de vista de la historia comparada de las religiones, muestra claramente que los
puntos fundamentales de su doctrina no son de origen cristiano sino que proceden
del judaísmo antiguo y de algunos mitos judíos, ya que consideran al judaísmo
actual como parte del orden mundial de Satanás. Por tanto, los Testigos de
Jehová no pertenecen ideológicamente al cristianismo. Son una secta inspirada
en el judaísmo, que querría recuperar la ética de los Evangelios y del Nuevo
Testamento».

No debemos olvidar que, al igual que sucedía en la doctrina del antiguo Israel, los
Testigos han vuelto a la división del género humano en dos categorías opuestas: los
«verdaderos adoradores de Jehová» y los «paganos», «los que no heredarán el
Reino», es decir, todos aquellos que no comparten su credo, los que no han recibido
el «bautismo por inmersión», que sustituye a la circuncisión.

Surgidos del filón adventístico y escatológico del protestantismo, los Testigos de


Jehová parecen haber radicalizado las posiciones de la Reforma que, históricamente,
supone un retorno al Antiguo Testamento.

Citaremos de nuevo al mismo investigador para abordar el tema de la sustitución


de la cruz por el palo: «Tratan de reducir el cristianismo a judaísmo. De hecho, todo
lo referente al modo de la muerte de Jesús lo relacionan con el libro del
Deuteronomio: "Cuando uno que cometió un crimen digno de muerte sea muerto
colgado de un madero, su cadáver no quedará en el madero durante la noche, no
dejarás de enterrarle el día mismo, porque el ahorcado es maldición de Dios, y no has
de manchar la tierra que el Señor, tu Dios, te dio como heredad" (Dt 21, 22 − 23). El
propio hecho de citar de manera constante, rayando en el fanatismo, este texto
demuestra que los Testigos de Jehová están obsesionados en que la muerte de
Jesús se produjo según las costumbres judías».

Pero lo cierto es que ni antes ni después de Jesús el pueblo de Israel nunca


llevó a cabo la crucifixión de un hombre vivo ni tampoco parece que para la pena
citada en el Deuteronomio se sirvieran de un brazo de madera horizontal cruzado con
otro vertical como hacían los romanos. Los condenados a muerte (por lapidación,
estrangulamiento o ahogamiento) por delitos muy graves como idolatría, blasfemia
y sodomía, después de la ejecución, y para público escarmiento, eran colgados
de un palo, de un árbol o de cualquier otra cosa que sirviera para sujetarlos (atados
o clavados, con los brazos levantados o por las muñecas) hasta el atardecer.

A partir del citado pasaje del Deuteronomio surge el convencimiento de los

251
Testigos de Jehová de que en el Gólgota fueron levantados tres «palos de tortura»
(así traducen el griego «cruz»), únicamente en disposición vertical y sin un brazo
horizontal.

No deja de ser curioso que los expertos que trabajan en Brooklyn, elaborando los
textos doctrinales de los Testigos, caigan en las más ingenuas contradicciones.

Esto puede apreciarse en su reciente libro lnsight on the Scriptures, cuya primera
edición inglesa consta de un millón de ejemplares. Se trata de una auténtica
enciclopedia de la Biblia, en la rígida ortodoxia de los Testigos, y que comprende
dos volúmenes de unas mil páginas cada uno. No aparece en ella el término «Cruz»
sino «palo de tortura» en el que, entre otras cosas, se afirma: «Suponiendo que
los judíos tuvieran derecho a colgar a alguien por motivos religiosos (algo que resulta
dudoso), lo cierto es que no lo podían hacer por delitos contra la autoridad civil
porque únicamente un funcionario romano como Poncio Pilato tenía esta
potestad» (Jn 18, 31; 19, 10).

Pero si como admiten los Testigos de Jehová, Jesús fue condenado a muerte
por un tribunal imperial, lo sería obviamente según las leyes y usos romanos. No es
concebible que Poncio Pilato, hombre que detestaba y provocaba a los judíos, se
preocupara de respetar en una condena a muerte las prescripciones del
Deuteronomio y las interpretaciones de los rabinos...

Todo el relato de la Pasión indica que se siguió puntualmente el uso romano en


la crucifixión. Este tipo de pena no era una especie de linchamiento dejado a
la sádica imaginación de la soldadesca o de la muchedumbre, sino un castigo
establecido para determinados reos y delitos. Por tanto, seguía un ritual
predeterminado (del que las fuentes de la Antigüedad ofrecen numerosos
testimonios), como el que pueda existir en los países que todavía hoy aplican la
pena de muerte.

A lo largo de nuestra investigación hemos analizado algunos aspectos de aquel


fatídico pero legal «ritual»: la flagelación; la comitiva con el condenado obligado a
llevar su propio patíbulo; el titulus con la causa poenae; el reparto de los vestidos
entre los soldados; la presencia del ejército romano por medio de un centurión; la
exposición de los condenados en un lugar público situado fuera de las murallas de la
ciudad...

Si, por lo tanto, todo fue cumplido de acuerdo con las prescripciones de las leyes
romanas (si los Testigos interpretan en sentido literal los evangelios y toda la
Biblia, no tendrán ninguna duda de que los acontecimientos sucedieron realmente
de ese modo) y Jesús fue sentenciado por el procurador y no por los judíos, ¿por
qué debemos admitir que se habrían seguido las prescripciones judías por el
hecho de que se empleara un palo en lugar de una cruz?

No olvidemos tampoco que estas prescripciones se referían también a los


cadáveres de los ejecutados. No se empleaba ningún «palo» para hombres vivos
en el Derecho de Israel. Por tanto, si Jesús hubiera sido colgado de un palo hasta
que muriera, no se habría respetado la norma bíblica, y Pilato no se habría hecho
más «amigo», de los judíos, sino por el contrario, más «enemigo». Según relata
Flavio Josefo, en situaciones de emergencia, como el asedio de Jerusalén en el

252
año 70, cuando llegaron a faltar cruces por la multitud de judíos fugitivos
crucificados diariamente, los romanos colgaban a sus víctimas por los brazos, por
les pies o en cualquier otra posición, según les parecía mejoro tal y como les
dictaba su crueldad.

Por tanto, no cabe excluir que en alguna ocasión los romanos colgaran de un palo a
los condenados, según quieren los Testigos de Jehová.

Pero fuera de estas circunstancias especiales, en una condena ordinaria y sin


imperativos de urgencia, como el caso de Jesús y los otros dos ejecutados con
él, el patíbulo empleado tenía una forma «oficial» que podía ser la crux immissa
o capitata, de cuatro brazos, es decir con un soporte vertical cruzado por otro
horizontal. Esta era la llamada cruz «latina», la más conocida. También se usaba la
crux commissa, con forma de T, es decir de tres brazos. La única cruz en la que se
utilizaban dos maderos es la llamada «de San Andrés», conocida como decussata,
pero parece que no se utilizaba, por lo menos en las ejecuciones ordenadas por
el Estado romano.
Independientemente de la forma de la cruz, el brazo vertical recibía la
denominación de stipes o staticulum y por lo general estaba sólidamente asentado
en tierra —al menos en las ciudades del Imperio donde había tribunales— en el
lugar destinado a las ejecuciones. En Jerusalén tenía que existir semejante lugar
con stipites o staticula sobresaliendo del suelo, pues era la capital religiosa de una
provincia conflictiva en la que la crucifixión estaba considerada como uno de los
medios más importantes de control y disuasión de las rebeliones.

El brazo horizontal era conocido como patibulum, nombre derivado del hecho de
que, en el Lacio antiguo, se utilizaba para castigar a los esclavos la barra de madera
con la que se cerraba desde el interior la puerta de la casa. Si se quitaba dicha barra,
la puerta en cuestión patebat, es decir, «se abría». Como ya dijimos en otro
momento, era el propio condenado el que llevaba el patibulum hasta el lugar de la
ejecución, y esto es precisamente lo que refieren los evangelios (así lo exigía
también el procedimiento legal). Pero al no poder soportar Jesús el peso del
madero, éste recayó —como ya hemos analizado en otro capítulo— sobre los
hombros de Simón de Cirene.

Pero los Testigos de Jehová niegan que se tratara del brazo horizontal de la
cruz, sino de un único «palo» al que después el Nazareno sería clavado con las
manos puestas sobre la cabeza. Pero esto no se corresponde desde luego con
la existencia de palos fijados de modo permanente en el suelo. Su presencia tendría
una función de advertencia (como sucedía en la Europa del Antiguo Régimen y en
otras sociedades antiguas, donde la horca estaba siempre dispuesta en espera de
«clientes»), o bien serviría simplemente para ahorrar tiempo y esfuerzos a los
verdugos.

Por otra parte, existe una alusión indirecta a la técnica de crucifixión romana en el
anuncio que de la muerte de Pedro hace el Resucitado después de aquella triple
declaración de amor del apóstol, destinada a borrar el recuerdo de su triple
negación: «En verdad, en verdad te digo: (...) cuando hayas envejecido, extenderás
tus manos y otro te ceñirá y te llevará a donde tú no quieras» (Jn 21, 18).

253
En efecto, el cruciarius, el condenado a la cruz, al salir del tribunal o de la cárcel, tenía
que extender sus brazos para que le fuera colocado el patibulum sobre los hombros
(en posición horizontal, detrás de la nuca) y sus manos quedaban al mismo tiempo
atadas al madero. Sabemos por autores de la Antigüedad, y por representaciones
gráficas, que uno de los cabos de la cuerda lo sujetaba el soldado que precedía al
condenado y que, por emplear las palabras del evangelio, «le llevaba a donde no
quería», pasando a adquirir la condición de animal o «cosa» a la que se equiparaba
al condenado a muerte una vez dictada la sentencia.

Al referirnos al titulus, transcribimos las palabras de San Mateo: «Sobre su


cabeza pusieron escrita la causa de su condena...» (Mt 27, 37). Si en la ejecución se
hubiera empleado únicamente un palo vertical, el rótulo habría sido colocado
«sobre sus manos» y no «sobre su cabeza».

No olvidemos tampoco las palabras que San Juan pone en boca de Tomás: «Si no
veo en sus manos la señal de los clavos, y no meto mis dedos en el lugar de los
clavos...» (Jn 20, 25). Tón élon, «de los clavos», dice el apóstol Tomás llamado
Didímo; no dice «del clavo, como habría tenido que decir si el Maestro hubiese sido
colgado de un palo vertical con las manos superpuestas, tal y como aparece en las
imágenes de las publicaciones de los Testigos de Jehová.

Algunos Padres de la Iglesia y los más antiguos comentaristas de la Escritura vieron


otra alusión a la forma de la cruz romana immisa o capitata, de cuatro brazos —la
que debió de ser utilizada para Jesús en las palabras de San Pablo en la Carta a los
Efesios: «Que Cristo habite en vuestros corazones por la fe, enraizados y
fundamentados en la caridad, para que podáis comprender con todos los santos cuál
es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el amor de Cristo
que supera a todo conocimiento...» (Ef 3, 17 − 19). Comenta, entre otros, San
Gregario Niseno: «La propia forma cuadrada de la cruz proclama el poder
universal de Aquel que está expuesto en ella. Por eso el Apóstol designó con
diferentes nombres las partes de la cruz. A la parte que va desde el centro
hasta abajo, la llamó profundidad; a la que sobresale hacia arriba, altura; y a las
partes transversales, anchura y longitud...». Sea cual fuere la interpretación, lo que
parece evidente es que, por medio de estos cuatro términos, Pablo alude de un modo
simbólico a las cuatro partes de la cruz de Jesús. Y se trata de una cruz de cuatro
brazos, no de un único palo.

Dejando a un lado las referencias más o menos veladas, que podrían hallarse en
el propio Nuevo Testamento, hay algo que está muy claro: el Nazareno fue
ejecutado por los romanos. Y los romanos empleaban cruces con stipes y patibulum.
Poseemos infinidad de testimonios al respecto tanto escritos como arqueológicos.

Entre los escritos, escogidos prácticamente al azar, está la Mostellaria, una comedia
de Plauto, en la que se narra una crucifixión y según Pier Angelo Gramaglia: «Se
habla explícitamente del patibulum sobre el que se extendían los brazos del
condenado; este patíbulo, según nos confirma Plauto, era llevado por el propio
condenado hasta el lugar de la ejecución. La descripción de este escritor romano
antiguo es muy semejante a lo narrado por los evangelios». Uno de los primeros
autores cristianos, San Justino (nacido en Palestina), nos describe con extrema
precisión la cruz del Gólgota pocos años después del 135; se refiere a ella como
un madero clavado en el suelo y entrecruzado por otro a la altura de los hombros

254
del condenado. En su Diálogo con el judío Trifón, San Justino discute con rabinos
de Palestina, pero a éstos no se les ocurre poner en duda que Jesús muriera en
una cruz al «modo romano» y no en un único palo similar a los que usaban los
judíos para exponer los cadáveres de los condenados. Y es que a nadie se le pasaba
por la cabeza semejante cosa.

A las consideraciones ya apuntadas, añadiremos otras como, por ejemplo, el hecho


de que, desde los inicios del cristianismo, muchos creyentes habían visto escondido
el instrumento al mismo tiempo de suplicio y redención alzado en el Gólgota en
muchos aspectos de la naturaleza y en los instrumentos elaborados por el hombre en
forma de cruz.

Anteriormente, aludíamos a la puntual descripción de San Justino —en su polémica


con los rabinos— del patíbulo de Jesús. Pero este mismo escritor y se mantienen
unidas bajo la forma (schéma, en griego) de la cruz, y hace una relación utilizada
también por otrelementos serán pintados o grabados por muchos creyentes en sus
lugares de reunión, de encierro o sepultura. Nos referimos a las catacumbas y no
sólo a las existentes en Roma.

He aquí un fragmento de la obra de San Justino: «Ella (la cruz) es el mayor


símbolo del poder de Cristo, pues está presente en todas las cosas que aparecen
ante nuestros ojos. Observad que en todo lo que existe en el universo no hay
nada que pueda hacerse o conservarse sin esta figura. No se pueden surcar los mares
si ese utensilio llamado vela no queda desplegado completamente sobre la nave;
no se puede arar la tierra sin este símbolo; los zapateros y los artesanos no pueden
realizar su trabajo sin usar instrumentos que se asemejan a esta figura. En
ninguna otra cosa se diferencia el hombre de los animales irracionales sino en
su forma erguida y en que puede extender los brazos (...) También las enseñas de
vuestros estandartes y trofeos demuestran la fuerza de este schéma. Me refiero
a las enseñas con las que desfiláis en público y que constituyen el signo de
vuestro imperio y poder, si bien lo hacéis sin ser conscientes de ello...».

Ya hemos dicho que San Justino escribió en torno al año 135. Y recordemos
también que para los Testigos de Jehová la cruz tal como la conocemos sería una
«contaminación pagana» derivada de cultos idolátricos orientales, probablemente de
carácter fálico, y que aparecieron a partir de los siglos III o IV.
Entre los muchos testimonios que demuestran la imposibilidad de la teoría de los
Testigos habrá que citar el de Tertuliano, quien en el año 197 decía que los cristianos,
al orar con los brazos levantados y las manos extendidas, realizan los mismos
gestos de Jesús en el patíbulo y añade en un tono poético que sirve para confirmar
la esperanza de la comunidad cristiana primitiva: «También las aves que surcan el
aire, tras despertarse muy temprano, extienden sus alas (en vez de las manos) en
forma de cruz para dirigirse al cielo, y dicen algo parecido a una oración». El propio
Tertuliano en su Apologeticum nos da este muy significativo detalle: «Todo
madero plantado en posición vertical forma parte de una cruz». Por tanto, el «palo
de tortura» es sólo una parte del instrumento en que Jesús se ofreció como sacrificio.

Es sabido que Charles Taze Russell fue un comerciante adventista que dio origen a los
Testigos de Jehová, aunque sus escritos no son reeditados por sus actuales
dirigentes, que desde Brooklyn controlan la organización en todo el mundo: porque

255
hay mucha diferencia entre las enseñanzas del fundador y las modificaciones
introducidas posteriormente. Russell fue condenado por un tribunal norteamericano
por haber afirmado conocer el griego y el hebreo, pero se demostró que los ignoraba
por completo. Por lo demás, gran parte de la «teología» de los Testigos fue
elaborada a partir de traducciones inglesas confusas cuando no «arregladas», y que
no fueron confrontadas con los originales. Actualmente, los «expertos» de Brooklyn
—algunos de los cuales han aprendido lenguas antiguas— se ven obligados a
defender posiciones indefendibles, pero que no pueden abandonar porque fueron
adoptadas de modo imprudente por la organización cuando ésta todavía se
encontraba «en mantillas».

En el tema que nos ocupa, las «bases» que forman parte de los Testigos ignoran
(porque el pasado comprometedor ha sido convenientemente censurado) que
entre 1891 y 1931, el símbolo mismo de la Sociedad Torre de Vigía de Sión era
una cruz latina rodeada por una corona real y recogidas ambas entre hojas de
laurel. Los «Estudiantes de la Biblia», como se llaman a sí mismo los Testigos,
llevaban en el ojal esta cruz que aparecía asimismo en la portada de Watch Tower,
revista oficial de la organización. No fue hasta 1937 cuando J. F. Rutherford,
presidente de la organización, descubrió que la cruz era «un símbolo satánico
procedente de la babilonia pagana».

Volviendo al idioma griego que no conocían ni Russell ni sus partidarios, éstos


afirmaban que el staurós del Nuevo Testamento, que la «cristiandad satánica»
tradujo siempre por «Cruz», significaba en griego «un palo vertical, como los que se
usaban para los cimientos o para construir una empalizada». Y añade la edición
más reciente de la Biblia de los Testigos de Jehová: «No existe ninguna prueba
de que en las Escrituras griegas cristianas staurós significase una cruz como la
utilizada por los paganos como símbolo religioso muchos siglos antes de Cristo (...).
No hay en absoluto pruebas de que Jesucristo fuera crucificado entre dos maderos
entrecruzados. Nosotros no queremos añadir nada nuevo a la Palabra escrita por
Dios, introduciendo en las Escrituras inspiradas el concepto pagano de la cruz, y
por tanto, traducimos el griego staurós por su acepción más sencilla».

Es cierto que staurós significa «palo», generalmente usado para fines «pacíficos»,
de construcción de obras. Pero no es menos cierto —y así lo atestiguan
numerosos autores paganos de la Antigüedad— que, si en un principio su etimología
estaba relacionada con el verbo «enderezar» o plantar en el suelo, acabó pura y
simplemente indicando el instrumento de tortura y muerte que conocemos. Este,
obviamente, podía estar compuesto o no por dos brazos, y esta última era la
empleada por los romanos. Consultando el volumen doce del Léxico del Nuevo
Testamento de Kittel Friedrich, si no se trataba de una «Cruz» sino de un único
palo del que tanto hablan los Testigos, se usaba en griego en lugar de staurós el
término skólops que significa «palo afilado por la extremidad superior». Esta
diferencia entre los dos términos es conocida también en el Nuevo Testamento.

Pero los Testigos no se dan por vencidos y escriben en las notas a su traducción de la
Biblia: «También el término latino crux significa un simple palo. Cruz es sólo
un significado posterior de crux». Cabe preguntarse si estos norteamericanos
habrán aprendido correctamente las lenguas clásicas. Basta consultar un
vocabulario escolar para comprobar que «palo» en latín se dice palus, adminiculum
(si se utilizaba como soporte), vallus (si se empleaba para una empalizada, sobre

256
todo para rodear los castra, los campamentos militares). Pero si era usado como
instrumento de tortura, los autores clásicos: ad palum alligare; figere in palum y
no emplean el término crux, que es usado para nuestra «cruz». Las primeras
traducciones latinas de la escritura, particularmente las del Nuevo Testamento,
aparecieron hacia el año 180 (una época en la que el griego era todavía una lengua
internacional y las crucifixiones seguían estando a la orden del día), y en ellas el
término staurós no es traducido por palus sino por crux.

Una batalla perdida para los Testigos de Jehová. Uno de tantos ejemplos en que sus
intentos por diferenciarse de la detestada «Babilonia» del cristianismo «oficial» no
convencen a quien conozca tan sólo un poco la realidad de los hechos.

Como otro ejemplo, y además de las cruces o «signos cruciformes» (el ancla, el
arado, el mástil de la nave cortado en su extremo superior por un travesaño, el
timón...) usados en las devociones de los primeros cristianos, citaremos el grabado
de una cruz en el que se pretendía ridiculizar la naciente religión cristiana y que
fue descubierto en 1856 en la colina romana del Palatino. Representa a un fiel
arrodillado con la inscripción «Alejandro adora a su dios». Delante de este
«Alejandro» aparece un asno colgado no de un palo, sino clavado y con las patas
anteriores extendidas sobre una cruz de trazos claramente definidos.

Tras todos estos argumentos, no merece la pena dedicar más espacio a impugnar la
doctrina de los Testigos de Jehová, aunque debemos insistir en que constituye un
importante problema pastoral no valorado lo suficiente por las Iglesias «oficiales».

Pero añadiremos a nuestra exposición un par de descubrimientos arqueológicos


que —además de afianzarnos en la convicción de que la cruz era desde el principio
tal y como hoy la conocemos— sirven para demostrar la antigüedad de su culto y por
tanto, están en relación con un problema que nos interesa muy especialmente: el de
los orígenes del cristianismo.

Es muy conocido el caso de Herculano, donde en 1939 se descubrió sobre una


pared la huella de una crux capitata, en las estancias ocupadas por los esclavos en
una villa patricia. Alrededor de la cruz se encontraron también los clavos
empleados para sujetar la portezuela o la cortina que ocultaban el símbolo del culto
cristiano.

La casa fue sepultada juntamente con toda la ciudad por la lava en la célebre erupción
del Vesubio del año 79 d. C. Por tanto, en aquella fecha no sólo se veneraba
la cruz (y no un «palo de tortura»), sino que además el cristianismo ya había tenido
tiempo de llegar a Italia y establecer allí su culto. Una respuesta precisa y segura,
aparecida en la humildad de un rincón servil oculto a la vista por temor a
persecuciones (o a burlas: no olvidemos el grabado del Palatino), a tantas teorías de
erudit os que creen que en aquellas fechas la fe en Jesús de Nazareth estaba en
vías de formación, cuando no de invención.

Entre los principales problemas de la arqueología está el de la datación de los


hallazgos. Frecuentemente, nos vemos obligados a hacer cálculos aproximados, y
se producen errores en siglo (y a veces hasta de milenios) de más o de menos.
Este problema no se da en Pompeya y Herculano, porque todo lo que las
excavaciones han sacado a la luz no puede ser posterior al 24 de agosto del 79.

257
Así pues, desde un punto de vista cristiano, estas dos ciudades de Campania son
extraordinariamente importantes porque los vestigios encontrados en ella nos
remiten a los orígenes mismos de la fe.

Por los Hechos de los Apóstoles sabemos que, en la primavera del 61, Pablo de Tarso
desembarcó en Pozzuoli, donde encontró a «algunos hermanos» (Hch 28, 14) y
permaneció una semana con ellos. Parece ser que entre las huellas que nos dejaron
aquellos cristianos hay dos bastante significativas (y en especial relación con el
«Dios escondido», dado el halo de misterio que las rodea). Se trata de la ya citada
cruz de Herculano y del llamado «cuadrado mágico» de Pompeya. Precisamente
nos vamos a referir a este último.

El «cuadrado mágico» de Pompeya está compuesto por cinco palabras de cinco


letras cada una, dispuestas en cinco líneas. Esta es su disposición:

258
Como puede observarse, estas palabras pueden leerse tanto de izquierda a derecha,
como de derecha a izquierda, así como de arriba abajo y de abajo arriba. Se trata
evidentemente de un signo cristiano, que ha sido encontrado desde Mesopotamia a
Britania y de Egipto a Etiopía, pero ninguno de estos descubrimientos ha podido
fecharse en época pagana.

El carácter cristiano de la inscripción lo certifican los TENET horizontal y vertical


que forman una cruz en el centro y que remiten al Dios bíblico que «sujeta»
firmemente en su mano la Creación. Además, la letra t (tau, en griego) figura entre
los signos más antiguos para indicar veladamente la cruz.

Estas cinco palabras pueden traducirse del siguiente modo: «El sembrador sujeta con
cuidado ("con destreza") las ruedas», que tiene el sentido de que guía con habilidad
el carro (o el arado, que solía estar provisto de ruedas).

Muchos investigadores, convencidos de que en aquellas líneas se ocultaba un


significado todavía más oculto, intentaron descifrar el misterioso «cuadrado». La
solución sería hallada por dos investigadores que trabajaban por separado, un alemán
y un escandinavo, Felix Grosser y Sigurd Agrell. En 1925 ambos comunicaron haber
descubierto que las veinticinco letras formaban dos Pater Noster que se
entrecruzaban sobre la N. Quedaban además dos A y dos O que remiten a las
palabras atribuidas a Cristo por el Apocalipsis (1, 8): «Yo soy el Alfa y la Omega, el
principio y el fin». Tengamos en cuenta que el latín traducía tanto la omega
como la ómicron griegas con la letra O.

259
Por tanto, el criptograma debe tener la siguiente disposición:

260
La gran mayoría de los investigadores elogió un descubrimiento que parecía ser
definitivo. Tan sólo en términos estadísticos hay una probabilidad infinitesimal de
que las veinticinco letras del «palíndromo» (conjunto de letras que pueden ser
leídas en ambos sentidos) formen por azar lo que Grosser y Agrell descubrieron.
Quedaba pues confirmada, no solamente la hipótesis de que era un símbolo cristiano,
sino también se descubría que era un compendio de elementos evangélicos,
comenzando por la oración que Jesús había enseñado a sus discípulos.

Los «cuadros mágicos» más antiguos que se conocían en la década de 1920 —


época en que se desveló el enigma que estamos estudiando— fueron los hallados
en Dura Europos, una guarnición militar romana en Mesopotamia, y pertenecían
al siglo III después de Cristo.

Sin embargo, en noviembre de 1936 se produjo un descubrimiento sorpresa: al


desenterrar en Pompeya la palestra situada frente al anfiteatro, apareció claramente
sobre una columna un «cuadrado mágico». Puestos sobre aviso, los arqueólogos lo
relacionaron con otro aparecido también en Pompeya diez años antes y que hasta
entonces había pasado inadvertido por no conservarse intacto. El grabado de la
palestra de Pompeya demuestra de forma clara su carácter cristiano en que está
coronado por un triángulo que remite evidentemente a la Trinidad.

El grabador de la incisión ha añadido en este caso la clave secreta del jeroglífico

261
al trazar las letras ANO. En efecto, la N está en el centro sobre el que confluyen
los brazos de la cruz. Fuera quedan las dos letras A y O que proclaman que
Jesús es «el principio y el fin». Así pues, este descubrimiento sirvió para
confirmar la exactitud de la interpretación de los dos arqueólogos.

Como era de esperar algunos no se rindieron a la evidencia y llegaron a afirmar que


el «Cuadrado» había sido grabado de modo fraudulento por los propios
excavadores, que habrían abierto una galería subterránea que llegaba hasta las
ruinas. Pero se trata de hipótesis que no se sostienen en estos lugares de Pompeya,
que con toda seguridad se mantuvieron intactos desde el 79 en que se produjo la
tragedia hasta 1936, fecha del descubrimiento.

La gran mayoría de los investigadores ha dado por resuelto este misterio. El único
problema pendiente es la palabra AREPO, que hay quien entiende como un nombre
propio y que otros (basándose en una antigua traducción del criptograma al griego
y en un término céltico conocido también en el mundo latino), traducen como
«arado». Semejante traducción aumentaría las connotaciones cristianas del
mensaje, teniendo en cuenta que (como ya hemos visto), el arado es uno de los
símbolos ocultos de la cruz. De esta manera, las cinco palabras tendrían la
siguiente interpretación: «El Sembrador (Cristo que siembra el buen trigo), con el
arado (sobre la cruz), sostiene con su sacrificio (opera), las ruedas (del destino del
hombre y del universo)».

Tampoco faltan investigadores que, basándose también en testimonios


arqueológicos, afirman que AREPO no sería otra cosa que la unión de las iniciales
de las siguientes palabras: Aeternus Redemtor Et Pastor Omnipotens.

Pero independientemente de la interpretación del criptograma, el descubrimiento


de Pompeya demuestra algunas cosas y da a conocer otras nuevas: 1) Ya había
cristianos en Pompeya, tal y como afirman otros testimonios. 2) En aquella época ya
habían aparecido el culto a la cruz y la simbología del alfa y la omega, presentes en
la tradición de San Juan, considerada la más «tardía» del Nuevo Testamento. 3)
Muy importante: existía una traducción latina de la oración de Jesús. Ello presupone
que el texto del evangelio (o por lo menos, sus partes más significativas) tenía que
circular desde hacía tiempo, pues ya había sido traducido a la lengua de los
romanos. 4) Y algo aún más extraordinario: si como parece, es correcta la
interpretación cristiana del triángulo situado sobre el palindromo, ya se habían
formado la teología y el culto de la Trinidad. 5) La cruz venerada desde época tan
temprana era verdaderamente una «cruz», y no un «palo».

Todo esto sucedió antes del año 79 (o puede que incluso antes del 63, año en
que Pompeya fue destruida por un terremoto y la palestra fue abandonada). También
en este caso parece cumplirse la profecía de Jesús de que «gritarán las piedras»
contra las hipótesis surgidas únicamente de libros y teorías.

XXXVI. «El hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres»

262
DECÍA Charles Péguy, un escritor que proveniente del laicismo más anticlerical se
hizo cristiano para brindar a los creyentes sus sanas provocaciones: «Jesús ha sido
entregado en manos del biblista, del exégeta, del crítico y del historiador, del mismo
modo que, en su Pasión, se entregó inerme a los soldados, los jueces y el
populacho».

Por otra parte, el propio Jesús había dicho claramente cuál iba a ser su destino,
no sólo el relativo a aquel terrible viernes que le esperaba sino también hasta el final
de los siglos: «Grabad bien en vuestros oídos estas palabras: el Hijo del hombre
va a ser entregado en manos de los hombres. Pero ellos no entendían este
lenguaje, tan oscuro para ellos que no alcanzaban a comprenderlo; y temían
preguntarle sobre esto» (Lc 9, 43 − 45).
En esto consiste la misteriosa dinámica del cristianismo, incomprensible incluso
hasta para los discípulos más íntimos: Cristo no sólo se entrega en manos de los
hombres en el suplicio de la Redención, también se entrega a los hombres para no
vivir más que por su testimonio, por las palabras escritas en los evangelios, por
medio de sus manos que —a veces de un modo indigno, pero no por ello menos
eficaz— aseguran, por medio de los sacramentos, una relación viva con Él.
También es el propio Cristo quien se entrega en manos de los «expertos» (que
quizás hagan sombra a aquellos «escribas» a los que— según Mt 20, 18 —predice
Jesús que será «entregado»), de los que quieren imponer sus argumentos, a
menudo con una arrogancia paralela a su falta de credibilidad.

Así pues, la «historia de las investigaciones sobre la vida de Jesús» (por emplear la
expresión que da título a un conocido libro del doctor Albert Schweitzer), es
frecuentemente, por decirlo de algún modo, una continuación de la Pasión de
Jesús; de un Jesús de quien Pascal intuyera que: «estará en agonía hasta el fin
del mundo».

Se trata ésta de una «pasión» que parece alcanzar su auténtica culminación en


los relatos evangélicos sobre la Pasión que estamos analizando a lo largo de
este extenso recorrido. Al «tormento» están sometidos en mayor manera los
capítulos finales de los evangelios que cualquier otra parte de los mismos; y todo por
una serie de intereses confesionales, cuando no políticos.

En este caso, más que en ningún otro, las Escrituras cristianas asumen el papel,
no de testigos, sino de acusados.

Los intereses «confesionales» han procedido, y siguen procediendo, del mundo judío.

Escuchemos a Josef Blinzler: «El proceso de Jesús es evidentemente uno de los


acontecimientos más discutidos de la historia universal. Al igual que toda la actuación
deJesús, el final de su vida se desarrolla bajo el signo de la contradicción. Para el
cristiano creyente no es necesaria una prueba de circunstancias sobre el hecho
de que Jesús fuera condenado y ejecutado siendo inocente. Pero también la
mayoría de los no creyentes ven en Jesús a uno de los personajes más dignos
de toda la Humanidad y pocos serían los que no reconocieran su inocencia. Pero
si admitimos que Jesús fue declarado culpable y ejecutado siendo inocente, se

263
plantea el problema de determinar quién fue el responsable de esta condena injusta.
Precisamente este problema ha suscitado un vivo debate desde hace siglos y todavía
hoy los ánimos no se han apaciguado».

Quizá hoy menos que nunca, por el hecho de lo sucedido a los judíos, por culpa
de una ideología radicalmente anticristiana y de tintes paganos, como el
nacionalsocialismo, pero que —a decir de ciertos sectores del judaísmo— habría
encontrado su caldo de cultivo en la polémica cristiana sobre la responsabilidad del
antiguo Israel en la muerte de Jesús.

Y sigue diciendo Blinzler: «Es un hecho fuera de discusión que la mayor parte de
los investigadores del proceso de Jesús se proponen no tanto una finalidad
histórica, sino —en mayor o menor medida— apologética. Cuanto más han escrito
los judíos de la época contemporánea sobre el proceso de Jesús, más claro aparece
que su objetivo no es tanto la reconstrucción de un acontecimiento histórico, cuanto
la rehabilitación de sus antepasados (...) Asimismo, algunos autores judíos que
abordan el problema con todo el arsenal del método científico —y debemos
reconocer que algunos de estos investigadores nos han proporcionado
informaciones de gran valor— son incapaces de sustraerse a la impresión de que
también ellos quieren rebajar lo más posible la responsabilidad de los israelitas en
la muerte de Cristo».

Tratando de evitar equívocos, el investigador alemán hace enseguida estas


razonables consideraciones: «Semejante esfuerzo es perfectamente comprensible.
No pueden leerse sin una mezcla de dolor y vergüenza las amargas y penetrantes
quejas de los autores judíos sobre la enormidad de los sufrimientos que el fanatismo
cristiano —mejor dicho, no cristiano— ha derramado sobre los judíos, por su
condición de descendientes de los "deicidas". La historia de la Pasión de Jesús
se ha convertido verdaderamente en la historia de la pasión del judaísmo, el vía
crucis del Señor se ha transformado en la vía dolorosa del pueblo judío a través
de los siglos. Pero, por otra parte, no se puede dejar de afirmar que la
introducción de una finalidad apologética solamente ha servido para profundizar y
exasperar las discrepancias entre los investigadores».

La entrada «oficial» del judaísmo en el campo de la investigación del Nuevo


Testamento, con objeto de suprimir su responsabilidad en la condena de Jesús,
lleva la fecha de 1828 y la firma de un judío francés, Joseph Salvador. Este aceptó
sustancialmente en su integridad el relato evangélico y no puso en duda su
historicidad y, por tanto, su veracidad, pero creyó poder demostrar por medio de
aquellos textos que Jesús fue condenado de acuerdo con la Ley y la Tradición. Así
pues, los judíos de aquella época habrían obrado legalmente y de buena fe, por lo
que no cabría hablar de culpa.

Sin embargo, poco después y por influencia de la crítica racionalista surgida en el


mundo del protestantismo, particularmente el alemán, los autores judíos
consideraron más oportuno tomar la senda de la negación de la historicidad en los
relatos del proceso. Llegaron a decir que este proceso habría sido llevado a cabo
únicamente por los romanos, con lo cual quedaba anulada la responsabilidad de
los judíos, que sería una interpretación exagerada de la comunidad cristiana
primitiva y, por tanto, una falsedad desde el punto de vista histórico. Incluso

264
hubo quien dio por completo la vuelta al asunto como el judío de Praga, Karl Katz,
que afirmaba que el Sanedrín hizo todo lo posible para salvar a Jesús de las garras
de Pilato. He aquí las palabras textuales de este rabino: «El Sumo Sacerdote Caifás
amaba y respetaba a Jesús. Nunca lo acusó y nunca lo traicionó».

En las últimas décadas se han unido a estos comprensibles esfuerzos de los judíos
muchos investigadores cristianos protestantes. También después del Concilio
Vaticano II, no pocos católicos (movidos probablemente de un sentido de culpa,
más que de razones científicas, pese a la apariencia de rigor «técnico» en sus
trabajos) han puesto en duda la credibilidad de los relatos evangélicos en los aspectos
que pudieran resultar menos positivos para el judaísmo de la época de Jesús.

Sorprendentemente, esta postura también la han tomado algunos sectores de la


propia jerarquía. Este es el caso de un documento oficial («Cómo presentar a los
judíos y al judaísmo en la enseñanza cristiana») de la Conferencia episcopal de
Estados Unidos, de donde procede la siguiente cita textual: «Ni Juan ni Lucas hacen
referencia a ningún proceso de Jesús ante el Sanedrín, por lo que este acontecimiento
resulta incierto desde el punto de vista histórico».

Decimos que es una postura que nos sorprende, sobre todo después del trabajo
de reflexión y análisis de los textos que hemos desarrollado hasta el momento.

Recurriremos nuevamente a otra cita de Josef Blinzler, tomada del prólogo a la


edición italiana de 1966 de su Der Prozess Jesu, donde emplea un tono comedido
pero al mismo tiempo respetuoso con la verdad, tal y como aparece tras un
estudio objetivo de las fuentes: «Hemos comprobado con particular satisfacción
que también el Concilio Vaticano II, en su "Declaración sobre las relaciones de la
Iglesia católica con las religiones no cristianas" ha rechazado la acusación de una
responsabilidad colectiva del pueblo judío en la muerte de Jesús. He aquí unas
palabras de esta concluyente declaración: "Aunque las autoridades de los judíos
con sus seguidores reclamaron la muerte de Cristo (*) sin embargo, lo que en su
Pasión se hizo no puede ser imputado, ni indistintamente a todos los judíos que
entonces vivían, ni a los judíos de hoy"» (Nostra aetate, n. 4).

* El Concilio está poniendo como ejemplo el pasaje de Jn 19, 6 en el que se lee:


«Cuando lo vieron los pontífices y sus ministros, gritaron: "¡Crucifícalo, crucifícalo!".
Pilato les replicó: "Tomadlo vosotros y crucificadlo, pues yo no encuentro culpa
en él"».
Y continúa diciendo Blinzler: «No podemos silenciar el hecho de que algunos autores
judíos, que en los últimos años han escrito sobre el proceso de Jesús, consideren
todavía insuficiente esta declaración conciliar y sigan sosteniendo que en la condena
y ejecución de Jesús no tomó parte ningún grupo o persona judía, al menos
digno de una manera digna de ser resaltada. El autor del presente estudio
reitera que uno de los resultados más indudables de sus largos años de
investigación es precisamente la demostración del error de tales afirmaciones y
desea expresar su esperanza de que en los años venideros la historicidad del
proceso del Sanedrín contra Jesús no sea puesta más en duda por los investigadores
judíos».

Pero esta aspiración de Blinzler no se ha visto realizada en las décadas transcurridas

265
desde entonces. Más bien, ha sucedido todo lo contrario, a pesar de los sólidos
argumentos expuestos por Blinzler y otros exégetas, que persisten en ser fieles a las
fuentes originales, sin dejarse arrastrar por consideraciones ajenas a lo que debe de
ser una investigación objetiva.

Pese a todo, el propio David Flusser, un judío muy capacitado y de gran honradez
intelectual, no tiene dudas al respecto: «Las autoridades del Templo habían
comenzado a temer al profeta de Galilea y su presencia en Jerusalén con motivo de
la Pascua era contemplada como una fundada amenaza de que se produjeran
desórdenes. El miedo fue la causa de la muerte de Jesús. Sería el clan
colaboracionista de los saduceos, capitaneados por la camarilla de Anás y Caifás,
que entonces dirigía el Sanedrín, la que le envió a la muerte. Con la complicidad,
se entiende, de Pilato».

En cambio, otros, partiendo del presupuesto de que el papel desempeñado por


el Sanedrín y otros judíos no tuvo que ser auténtico (también algún investigador
cristiano se ha atrevido a decir que «el evangelio seguirá siendo peligroso para
los judíos hasta que no se demuestre que los relatos de la Pasión y muerte de
Jesús carecen de autenticidad histórica»), se muestran particularmente críticos y
poco objetivos respecto a estos capítulos fundamentales de los evangelios. La
«pasión» a la que están sometidos los evangelios bajo la presión de los expertos
—o los que se tienen por tales— resulta mucho más tortuosa en los pasajes en que
se narra la Pasión.

Pero como decíamos al principio del capítulo, además de los intereses


«confesionales» están los «políticos».

Expondremos algunas muestras a continuación. Por ejemplo, «perdonar los


pecados» significaría en realidad, «proclamar un mensaje de liberación política»;
donde está escrito «apóstoles y discípulos» habría que leer «gobierno popular» o,
dependiendo del contexto, «poder democrático alternativo»; las «bienaventuranzas»
serian en realidad una «plataforma programática del movimiento de liberación
cristiana»; el ágape eucarístico representaría una «asamblea política de los
militantes»; y respecto a la expresión «Reino de Dios», detrás de ella se ocultaría la
«revolución definitivamente victoriosa», la llegada del reino del «comunismo
hecho realidad».

A estas alturas, resultan conceptos lejanos y grotescos, pero lo cierto es que han
caracterizado a los años sesenta y setenta, y mucho más allá, hasta el
derrumbamiento del comunismo, siendo tomadas en serio y tratadas
académicamente por numerosos biblistas cristianos, católicos incluidos.

Ya vimos en el segundo capítulo de este libro que Reimarus, «fundador» del presunto
método «histórico crítico» a mediados del siglo XVIII, presentaba a Jesús y a sus
discípulos como revolucionarios que habrían fracasado en su proyecto de sedición.

Se puede considerar al biblista norteamericano Joel Carmichael como el iniciador


de la interpretación «política» contemporánea del evangelio. Carmichael publicó
en 1962 The death of Jesus, «La muerte de Jesús», cuya tesis central era
presentada por el editor de esta manera: «Jesús fue un líder político que, por
medio de una insurrección armada, intentó apoderarse de Jerusalén. Pero,

266
fracasada la intentona revolucionaria, fue detenido y ejecutado por las tropas de
ocupación romanas».

Esta visión, revisada y aún más politizada con tonos intensos de color «rojo»,
fue asumida por una multitud de verdaderos o «presuntos» biblistas, con
frecuencia sacerdotes o pastores, que se esforzaron, al igual que los autores
judíos, en demostrar la falta de historicidad de los relatos de la Pasión. Según
ellos, estos relatos fueron alterados por la comunidad cristiana primitiva,
revistiéndoles de un aspecto «religioso» que sirviera para enmascarar el fracaso
político del «movimiento de liberación de Palestina» encabezado por Jesús. Y es
más, fueron escritos para dar a los militantes mensajes en clave, códigos cifrados
para animarles a continuar la lucha política, aunque cubriéndolos con un ropaje
teológico para no provocar una reacción del «sistema».

Por lo demás, mucho antes que Carmichael, en 1908 el marxista de origen judío
Karl Kautsky había defendido (en un libro de gran grosor y repleto de supuesta
erudición) que lo único auténtico de los relatos evangélicos era que Jesús había
sido detenido y condenado a muerte por Pilato por razones estrictamente
políticas, por pretender apoderarse del poder en Israel e instaurar un régimen
comunista. El resto de los relatos sería totalmente una invención de los redactores
de los evangelios a los que Kautsky calificó de «ignorantes, infantiles y estúpidos».

Haciendo un inciso, convendrá recordar que, al comienzo de la década de 1930,


Stalin prohibió que en la Unión Soviética se defendiera esta hipótesis, pese a ser
conforme a la ortodoxia marxista, para evitar dar una interpretación que en el
fondo venía a ser elogiosa, al menos desde el punto de vista de aquella
ideología, para el fundado r del cristianismo.

Fue probablemente esta «puesta en el índice» de sus tesis la que impidió a Kautsky
tener continuadores durante muchas décadas; pero más tarde tendría muchísimos
desde el momento en que para una buena parte de los intelectuales de Occidente,
no excluyendo entre ellos a miembros del clero, el marxismo se puso de moda. Estos
tomaron como punto de mira de sus ataques los testimonios «ignorantes, infantiles
y estúpidos» de los evangelios y trataron de descubrir lo que se ocultaba bajo un
entramado del que negaban categóricamente la historicidad.

La tesis que tiende a descargar de toda responsabilidad al antiguo Israel interpreta


los textos evangélicos de modo que todas las culpas recaigan sobre los romanos;
la interpretación «política» eliminaba (o elimina, porque todavía hay rezagados de
esta tendencia) los aspectos religiosos y teológicos para ofrecer una visión
exclusivamente socioeconómica.

El resultado de todo lo anterior ha sido un ensañamiento crítico y un afán por


poner en duda la historicidad, que han multiplicado en este tema demoledores
golpes de zapa, que también han afectado al resto de los evangelios.

Antes de concluir con estas cuestiones, plantearemos tan sólo dos observaciones
en cada una de ellas, entre otras muchas posibles.

Respecto al actual empeño en desarrollar una interpretación exclusivamente filojudía,


y a pesar de que comprendamos fraternalmente sus razones, tendremos que

267
recordar que, hasta épocas recientes, el propio judaísmo citaba, y sin ninguna
discusión al respecto, a sus textos antiguos que no sólo no rechazaban la
responsabilidad en la muerte de Jesús, sino que incluso parecían atribuirse el mérito.
El texto más conocido es el del Talmud de Babilonia, que dice literalmente lo
siguiente: «Jesús fue colgado en la víspera de la Pascua. Cuarenta días antes
un mensajero salió (y gritó): Él va a ser apedreado por hechicería y por haber
engañado y seducido a Israel. Todo aquel que disponga de pruebas que le
justifiquen, venga a comunicárnoslas. Pero no se encontraron pruebas para
justificarle. Y en la víspera de la Pascua lo colgaron».

Así pues, la muerte de Jesús es contemplada como una cuestión enteramente judía
(no hay ninguna alusión a los romanos) y su ejecución se realiza por delitos tipificados
en la Escritura («por hechicería y por haber engañado y seducido a Israel»), de
acuerdo con el procedimiento en estos casos: primero, la lapidación y después, la
exposición del cadáver en un árbol hasta el atardecer. Además, esta ejecución es
considerada por el Talmud como justa y merecida: «Pero no se encontraron
pruebas para justificarle».
Existe también un texto ofensivo que «para el judaísmo ha sido la biografía oficiosa
deJesús hasta hace tan sólo unas décadas» (Giuseppe Ricciotti) y que se conoce
con el nombre de Teledoth Jeshu, «Generaciones de Jesús». En él, una vez más,
este para Israel «falso mesías» es ejecutado legalmente y colgado de un árbol, en la
víspera de Pascua y por las autoridades judías, en un contexto enteramente judío, sin
intervención de extranjeros.

Así pues, asistimos a la desaparición de una actitud polémica milenaria, según la


cual haber ejecutado a un Mesías impostor era un mérito y una obligación, pero
nunca algo que hubiera que justificar atacando con las armas de la crítica la
historicidad de los textos cristianos.

Abordaremos ahora las transformaciones «políticas» del Nazareno con una única
observación (sin entrar en otros detalles que demuestran la insostenibilidad de
semejante deformación) y es que, si Jesús hubiera sido realmente condenado a
muerte por ser un rebelde político, un «Mesías» terreno, no habría sido ejecutado
solo. Hay que tener en cuenta que en el Derecho romano el concepto de rebelión
conlleva implícitamente la participación de varias personas.

Sabemos, asimismo, que cada vez (y fueron numerosas las veces que conocemos
bien gracias a Flavio Josefo), que alguien se proclamaba «Ungido», Mesías para
la liberación deIsrael, los romanos procedían a una ejecución en masa. Daban
muerte no sólo al cabecilla, sino también a algunos de sus seguidores y también,
con bastante frecuencia, los ejecutaban a todos.

Si Pilato hubiera creído de veras en la peligrosidad política del acusado que habían
traído ante él, no habría dejado sin duda que escaparan impunes los apóstoles
y discípulos, pero lo cierto es que a éstos se les dejó tranquilos en aquellas horas
dramáticas. Y en una fase posterior, cuando fueron perseguidos por las
autoridades de Israel, encontraron protección en las autoridades romanas.

La única presencia de Jesús en la cruz es una prueba «legal», jurídica, de que


no fue tratado como un rebelde político, sino como culpable de un delito «religioso»,

268
como la blasfemia que escandalizó al Sumo Sacerdote y le llevó a declararlo «reo
de muerte».

No acabaríamos nunca si quisiéramos enumerar todos los «signos» de historicidad


—con frecuencia ocultos a una lectura superficial— que podemos descubrir en el
análisis de los textos evangélicos.

Citaremos, no obstante, un signo entre tantos, tomándolo no de los relatos de la


Pasión, sino, en esta ocasión, de los anuncios que Jesús hiciera de ella. En Mt 23,
37 se contiene la célebre «lamentación de Jesús sobre la Ciudad Santa»:
«¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y lapidas a los que te son
enviados! ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina reúne a
sus polluelos bajo las alas, y no habéis querido!» En Lc 13, 14 se repiten
prácticamente las mismas palabras.

Se trata de dos sinópticos que se centran especialmente en el ministerio de Jesús en


Galilea y que tan sólo relatan un único viaje a Jerusalén: el fatídico, el que le llevaría
a la muerte. Por tanto, no parece que esté en absoluto justificado que Cristo emplee
la expresión «cuántas veces» en su lamentación.

Pero aquí viene en nuestra ayuda San Juan, que menciona no menos de cuatro
viajes de Jesús a la Ciudad Santa. Este es un ejemplo de los vínculos «secretos»
entre la tradición de los sinópticos y la de San Juan, que demuestra su mutuo
conocimiento y concordancias, si bien cada una de ellas desarrolló lo que se juzgó
más oportuno para los objetivos de catequesis prefijados.

Encontramos también señales alentadoras para un creyente, incluso en el estudio de


los retoques de los copistas en los manuscritos por los que llegaron hasta nosotros
los cuatro evangelios. Por ejemplo, a partir del siglo II muchos de estos copistas
omitieron el versículo 34 del capítulo 23 del evangelio de San Lucas. Se trata de
aquél que dice: «Jesús decía: "Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen". Es
sabido que estas palabras siguen a este tremendo pasaje: "Cuando llegaron al lugar
llamado Calvario, le crucificaron allí, a él y a los ladrones, uno a la derecha y
otro a la izquierda"». Tras sentirse quizás impresionados por este pasaje, los
copistas no quisieron referir las expresiones de perdón.

Y sin embargo, aquellas palabras de Jesús fueron realmente pronunciadas. Los


manuscritos más antiguos nos las han transmitido haciéndose eco de una tradición
que, si realmente hubiera «inventado» los relatos de la Pasión, habría procedido
de forma muy distinta.

XXXVII. Qumrán, séptima gruta: Veinte letras para un misterio

ES sabido que jugar al escondite parece ser la enigmática estrategia del Dios en que
creemos los cristianos. Es un Dios al que es preciso buscar «por medio de sombras
y enigmas», por decirlo con palabras de la propia Escritura. No es algo casual que
nuestro trabajo haya asumido los rasgos de una investigación basada en el examen
de los indicios, que muchas veces son «huellas digitales», dejados por Aquel que
«ha arrojado la suficiente luz para los que quieran creer en Él, pero también la

269
suficiente oscuridad para los que no quieran hacerlo», en expresión de aquel
«detective» excepcional que fue Blaise Pascal y que intuyó muchos de los secretos
del «Dios escondido».

Hay, sin embargo, momentos en los que el enigma de los Evangelios se hace
particularmente evidente. Momentos cargados de emoción, en los que realmente
parece entreverse una mano que lo dirige todo con una especie de sublime
ironía, respetando la libertad de los que quieren rechazarla y confirmando la certeza
de los que quieren aceptarla.

De esto precisamente queremos hablar en este último capítulo, en espera de


proseguir nuestra investigación en el libro que estará dedicado a los relatos de la
resurrección de Jesús.

Trataremos en esta ocasión de algo que guarda relación directa con nuestra
investigación, pues podría arrojar una luz extraordinariamente nueva (aunque de
una manera que no excluye en absoluto las sombras, y que se diría, querida por Dios
mismo) sobre esa historicidad de los evangelios que intentamos demostrar.

Una historicidad que, evidentemente, tiene mayores posibilidades de ser demostrada


cuanto más antiguos sean los textos evangélicos de que dispongamos; es decir,
cuanto más próximos estén a los acontecimientos que narran, sin que haya
transcurrido un largo período de tiempo que desfigure los recuerdos, exponiéndolos
a manipulaciones y deformaciones.

El caso al que nos referimos salió a la luz en 1972, pero sobre él, a pesar de su
importancia, parecía haber caído un silencio que ha sido roto por publicaciones
recientes que lo han puesto otra vez en el candelero.

Así pues, iniciaremos nuestro relato en aquel 1955 en el que los arqueólogos
pasaron su cedazo sobre una gruta de Qumrán que fue señalizada con el número
7.

Parece ser que los hallazgos en aquel desolado lugar junto al Mar Muerto comenzaron
ya en 1945, pero los arqueólogos no tuvieron conocimiento de los mismos hasta
1947, tras descubrir la venta por anticuarios de Jerusalén de pergaminos
antiquísimos que fueron identificados como pertenecientes a la biblioteca de los
esenios que en Qumrán, al pie de las altas rocas escarpadas en las que se abren
las grutas, tenían su principal monasterio.
Pero, a decir verdad, en estos últimos tiempos, el consenso, antes casi unánime,
entre los investigadores, se ha deteriorado un poco. Hasta fechas recientes
prácticamente todos sostenían la tesis de la biblioteca ocultada por algunos judíos
religiosos ante la llegada de los romanos en la época de la primera rebelión
judía (entre el 66 y el 70), pero ahora surgen algunas voces que proponen una
versión diferente.

Es, sobre todo, el testimonio de Norman Golb, prestigioso profesor de historia


judíaen la Universidad de Chicago, que afirma que aquellas grutas no sólo sirvieron
de refugio al tesoro de libros de los esenios, sino que también fueron utilizadas por
diversos grupos, escuelas e instituciones de Jerusalén como depósito bien

270
guardadode las manos romanas y de las destrucciones provocadas por el asedio
a la Ciudad Santa.

Sabemos perfectamente que el drama de Jerusalén superó las peores previsiones,


ya que murieron —o en el mejor de los casos fueron hechos esclavos— también
aquellos que habían procedido a ocultar los documentos. Así pues, nadie volvió
para recuperar aquellos preciosos materiales, que durmieron sin ser molestados
durante cerca de 1.900 años, hasta que un joven pastor beduino descubriera la
primera de las ánforas en que se encontraban.

Independientemente de la tesis de Golb (que tiene a su favor el hecho de que también


en otras grutas lejos de Qumrán —como en Masadá y en otras partes del desierto
de Judea— se encontraron bibliotecas ocultas), lo cierto es que este profesor de
Chicago no tiene ninguna duda: los manuscritos fueron almacenados en aquellos
lugares antes del asedio de Jerusalén, hacia el 68 o como muy tarde hacia el 69,
cuando los romanos no habían hecho todavía imposible que se pudiera salir de la
ciudad. Así pues, el hecho de que los manuscritos de Qumrán perteneciesen
enteramente o no a los esenios, no cambia las cosas. Por el contrario, tal y como
veremos, la tesis de Golb se acomoda bastante bien a los descubrimientos de
los que queremos hablar.

Volvamos entonces a aquel 1955 en que se investigó en la séptima gruta. La gruta


desilusionó a los investigadores. No había, como en otras, grandes pergaminos
escritos en hebreo o en arameo, sino tan sólo unos minúsculos y desgarrados
dieciocho fragmentos de papiro con unas pocas letras en griego. Había también
un decimonoveno «fragmento», pero consistía en un pequeño bloque de tierra
endurecida sobre la que un papiro que desapareció, y que estuvo adherido durante
siglos, había dejado huellas legibles. Asimismo, se encontró un ánfora hecha
pedazos, con tres letras hebreas sobre su cuello.

El mayor de aquellos fragmentos de papiro fue señalado con la sigla 7Q5 (es decir, el
quinto encontrado en la séptima gruta de Qumrán) por los especialistas que lo
publicaron en 1962 en la edición de Oxford y lo describieron de la siguiente
forma: «Fragmento de un color castaño claro, casi gris, escrito por una sola cara con
tinta negra. Tiene 3,9 cm de alto, y 2,7de ancho. En su parte inferior, tiene una
anchura de 1,7 cm». En efecto, este papiro aparece desgarrado hacia abajo, lo que le
da casi una forma de hacha con la hoja en lo alto hacia la izquierda, y con el
mango por debajo.

271
Aparecen escritas en él cinco líneas en griego. En la primera sólo queda una letra, 4
letras en la segunda línea, 6 en la tercera y 4 en la cuarta, y otras 4 en la quinta.
Además, hay otra letra de dudosa interpretación. Así pues, de un total de veinte
letras, al juntarlas, solamente 11 resultan legibles con seguridad, y las otras 9 son
inciertas o probables.

En 1962, los responsables de la edición del fragmento reconocían que, pese a sus
esfuerzos, y debido a la exigüidad del material, no habían conseguido identificar
el texto del que había formado parte. Del resto de los 19 fragmentos encontrados
en aquella gruta, únicamente de dos podía aventurarse la tesis de que
pertenecieran a la literatura religiosa judía antigua.
En el Pontificio lstituto Biblico de Roma, uno de los más prestigiosos centros
mundiales en su especialidad, un todavía joven pero ya consagrado papirólogo
jesuita, español, pese a su apellido irlandés, el padre José O'Callaghan, trabajaba por
aquellos años sobre la traducción al griego de las escrituras judías, la llamada Biblia
de los Setenta. Con gran minuciosidad, examinaba todos los códices disponibles,
incluidos los fragmentos de papiro de la séptima gruta de Qumrán, en la esperanza
de identificar el pasaje del Antiguo Testamento al que pertenecían.

En su artículo aparecido en Bíblica en 1972, en el que sometía al juicio de sus


colegas de todo el mundo su extraordinario descubrimiento, el padre O'Callaghan

272
señala que atrajeron su atención de modo particular las 20 letras del fragmento
5 y cómo vio frustradas todas sus tentativas de identificación. En efecto, los
expertos que habían tratado de interpretarlo se basaron en las cuatro letras de la
quinta —y última línea que, transcrita al alfabeto latino, resultaba ser nnes. Y
proponían la integración de la palabra en el término (eghé)nnes(en), perteneciente
al verbo «generare». Así expresado, el fragmento correspondía a una genealogía,
una de las muchas que caracterizan a los textos judíos.

Pero un día, tras el chispazo de una intuición, el papirólogo jesuita tuvo la idea de
aquel «nnes» pudiera formar parte de la palabra (Ghe)nnes(aret), es decir Genesaret,
que es como los sinópticos llaman a la ciudad que da nombre al lago que otros
conocen como Tiberíades.

Pese a que él también se consideraba escéptico, el padre O'Callaghan trató de


insertar en aquellas cinco líneas los fragmentos evangélicos en los que aparecía
citada Genesaret. Con un sentimiento de emoción (que transciende también a su
exposición científica), comprobó que las veinte letras del papiro encajaban al
sobreponerles la mitad del versículo 52, todo el 53 y la primera parte del 54 del
capítulo 6 del evangelio de San Marcos.

Para comprender cómo es posible semejante superposición, es preciso saber que los
antiguos hacían uso de la «esticometría» (en sentido literal, «medida del verso»)
también como método para pagar a los copistas: cada línea se componía de un
número fijo de letras, por lo general unas veinte en los manuscritos griegos de la
Biblia. Al transcribir los versículos de Marcos de nuestras ediciones griegas,
según las medidas esticométricas, que aquí se aprecian claramente, y aplicándolas
al fragmento del papiro, todo encajaba en su lugar exacto, con la única excepción
de una «tau» en el lugar de una «delta» (pero fue posible hallar muchos ejemplos
en los que se había producido la misma variación).

Así pues, resultó que los versículos de Marcos aparecían en el papiro, cuando
éste estaba completo, de la siguiente forma, siempre y cuando la hipótesis fuera
correcta:

«Pues no habían entendido lo de los panes,


ya que sus corazones estaban obcecados.
Terminada la travesía,
tomaron tierra en Genesaret
y atracaron...»

Al llegar a este punto, el padre O'Callaghan confiesa que se vio invadido por
sentimientos encontrados. Por un lado, la legítima emoción de quien hacía un
descubrimiento, que, si se confirmaba, venía a significar que estábamos frente al
más antiguo de los manuscritos conocidos del Nuevo Testamento. Téngase en
cuenta que del evangelista San Marcos no se ha encontrado ningún papiro anterior
al siglo III. Y éste era ciertamente anterior al año 70. Mejor dicho, era aún más
antiguo, teniendo en cuenta que todos los papirólogos, basándose en el tipo de
escritura y en otras particularidades, habían fechado aquel fragmento (cuyo
contenido desconocían) en torno al año 50. Esto significa que el transcurso de

273
tiempo entre la muerte de Jesús y la redacción de almenos un primer evangelio en
el texto definitivo que conocemos y utilizamos, habría sido mucho más breve de lo
que afirma la inmensa mayoría de los especialistas. Los cuales consideraban como
algo absolutamente indiscutible que la redacción definitiva de los evangelios habría
estado precedida de un largo período de tradición oral.

Lo anterior es válido también para el evangelio de Marcos, que era considerado


unánimemente como el más antiguo de todos, siendo fechado como muy pronto
hacia el año 70, o con mayor certeza, hacia el 80, es decir, por lo menos tres o cuatro
décadas después de la muerte de Jesús. Por el contrario, si la nueva interpretación
era correcta, las fechas deberían ser modificadas. Esto, entre otras cosas, suponía la
revelación de que el kérygma cristiano en su forma definitiva estaba ya extendido por
Palestina cuando muchos de los testigos de las palabras y los hechos narrados aún
vivían, cuando el antiguo Israel todavía no había sido destruido por los romanos.
Por consiguiente, todos los contenidos de la predicación tenían que ser
«verdaderos», so pena de ser desmentidos por todos aquellos que habían sido
testigos presenciales y que miraban con recelo la actividad de los cristianos.

E incluso, la datación podría reducirse todavía más si estuvieran en lo cierto algunos


investigadores (a ello nos referimos expresamente en otro capítulo) que afirman
que el griego de los sinópticos es una traducción de un original semítico. Si damos
crédito a Jean Carmignac, el evangelio completo de San Marcos en arameo (o hebreo)
sería anterior al año 45. Las grutas de Qumrán se cerraron en el 68. Durante esos 23
años el texto se habría traducido al griego en la versión que utilizamos actualmente.
Y no debe olvidarse, siguiendo siempre a Carmignac, que habría sido el mismo
San Pedro el redactor del texto, pero que habría querido —por humildad— que su
paternidad fuese atribuida al traductor, Marcos, su intérprete y secretario.

Pero lo que hacía dudar al padre O'Callaghan era lo siguiente: el fragmento 7Q5 sería,
sin duda alguna, el primero del Nuevo Testamento encontrado en las grutas de
Qumrán. Hasta entonces se tenía como algo natural y se daba por descontada la
ausencia de textos cristianos en aquella biblioteca, por parte de todos los
especialistas «oficiales», que sostenían que en aquella época no podían existir ya los
evangelios. Exponer un descubrimiento semejante, aunque sólo fuera como una
hipótesis, y por muy bien fundada que estuviera, significaba para el investigador
jesuita exponerse a una situación embarazosa, cuando no a la ironía por parte de sus
colegas en la materia.

Tal y como ha escrito el profesor Golb, el hebraísta de Chicago que tiene también
grandes dificultades para que se admita su tesis de que las grutas de Qumrán
sirvieron de depósito de libros no solamente a los esenios: «Los investigadores,
también los de la Biblia, no se diferencian del resto de los seres humanos: son reacios
a modificar sus teorías, especialmente si les han procurado fama y
reconocimiento, y a aceptar que puedan ser criticadas. Además, es mucho más
cómodo plegarse a la opinión que es en ese momento mayoritaria entre los
colegas».

Pese a todo, el investigador del Pontificio Istituto Bíblico, conocedor de lo que había
comprobado en el fragmento 5, trató de interpretar los otros fragmentos de la misma
gruta, tomando como punto de referencia el Nuevo Testamento. Y se llevó otra

274
sorpresa: uno de los fragmentos de papiro, que contenía también cinco líneas, y
siguiendo los ya mencionados métodos «esticométricos», encajaba perfectamente en
el texto de la Primera Carta de San Pablo a Timoteo. Otros siete fragmentos parecían
pertenecer asimismo a los escritos del Nuevo Testamento.

Al llegar a este punto, el jesuita cayó en la cuenta de una sorprendente singularidad


respecto a aquella gruta: era la única en que se encontraron manuscritos en griego y
sobre papiro. En las demás, los textos pertenecientes a la comunidad esenia estaban
escritos en hebreo y arameo y sobre pergamino. Así pues, aquella séptima gruta era
un lugar especial: El griego como lengua y el papiro como material remitían de
hecho no a la Torah judía, sino al Nuevo Testamento.
Cuando en 1972, O'Callaghan se decide, por emplear sus propias palabras, a
«proponer su hipótesis al juicio de sus colegas del mundo», lo hace (seguimos
utilizando su s palabras) «después de haber esperado un tiempo por razones de
prudencia y reserva científica». De hecho, se trataba de elegir aquella incómoda
vía contra corriente a la que antes nos referíamos. «Yo mismo» añade a
continuación «me habría mostrado escéptico si algún colega hubiera llegado a
afirmar lo que yo afirmo».

En el mismo número de Biblica, donde O'Callaghan daba cuenta de su


descubrimiento, se publicaba otro artículo de uno de sus colegas y compañero en
religión italiano: nada menos que el profesor Carlo Maria Martini, futuro cardenal
arzobispo de Milán y uno de los principales especialistas en los problemas acerca
de la transmisión textual de las Escrituras. Aquí (y en un posterior artículo en Civilta
Cattolica) el padre Martini, con gran prudencia científica y en espera de una posterior
profundización, no rechazaba la tesis de O'Callaghan. Antes bien, resaltaba lo
siguiente: «Aunque a un profano pudiera parecerle lo contrario, es bastante
improbable una coincidencia casual de algunas letras, dispuestas en diferentes
líneas, con un texto literario bien conocido». Decía asimismo Martini que se trataba
de «una tesis apoyada en consideraciones serias y merecedoras de gran atención»,
para concluir: «Por consiguiente se anuncian nuevas e interesantes perspectivas
de valoración acerca del origen de los evangelios».

En efecto, señalaba el futuro cardenal: «El versículo 52 de Marcos ("pues no


habían entendido lo de los panes, ya que sus corazones estaban obcecados") es
un versículo típico de este evangelista, perteneciente con toda verosimilitud a la
redacción definitiva de la obra. Por tanto, no se puede hablar aquí de un "logion" (un
dicho) atribuido a Jesús o de un relato aislado de la tradición sinóptica, sino de
un fragmento ya insertado en la unidad del evangelio». «Esto», finalizaba el
profesor Martini, «aumenta el interés de la propuesta».

Por tanto, si se trataba de Marcos, estábamos no frente a una especie de


evangelio en vías de formación, en estado magmático o a nivel de estas frases
aisladas a las que se refiera la «Formgeschichte», sino frente a un evangelio entera
y completamente elaborado.

En un reciente artículo aparecido en Civiltá Cattolica, O'Callaghan ha señalado


que: «desde el primer momento la división de opiniones fue total». Pocos

275
siguieron el ejemplo de Martini, prudente pero no obcecado, enteramente posibilista,
y dispuesto a aceptar una novedad si así lo requiriese la profundidad de las
investigaciones. Nombres prestigiosos de la ciencia bíblica se decantaron en favor
del jesuita español, mientras que otros, no menos notorios, se mostraron drásticos
en su rechazo. Asimismo, los grandes rotativos, sobre todo los del área
anglosajona, acapararon —en aquel 1972— el asunto, en tonos frecuentemente
sensacionalistas, que no contribuían en absoluto a una serena clarificación del debate
entre los investigadores. (Un diario español, por ejemplo, titulaba en primera
página: «Encontrado un evangelio de antes deJesucristo...»).

Por último, pasada la polémica inicial, pareció imponerse el silencio, de tal modo que
bastantes de los investigadores de Qumrán autocalificados de «Serios» silenciaban o
despachaban apresuradamente la hipótesis de O'Callaghan. Una situación
sorprendente ya que, como señala el jesuita (que con el paso del tiempo ha
llegado a ser catedrático de papirología y decano del Bíblico), «mi proposición
continuaba sin ser refutada». No se habían hallado argumentos decisivos, ni
tampoco contundentes, en contra de la misma. Y lo que resultaba realmente
sorprendente era que se hubiese arrinconado un problema de tanta importancia para
los orígenes mismos del cristianismo. La ciencia, también la bíblica, ha de estar
obviamente lejos de cualquier inquietud apologética, pero aquí se trataba de un
tema importante para la fe y que no debería haber dejado indiferentes al menos
a los religiosos ocupados en esta clase de estudios.
Pero en 1986, catorce años después de la publicación del descubrimiento de
O'Callaghan en Biblica, un profesor de la Universidad de Wuppertal (que también
enseñaba en Oxf ord y Ginebra), Carsten Peter Thiede, publicó en alemán una
obra no demasiado extensa, pero fruto de largos años de estudios, bajo el título
de: ¿El manuscrito más antiguo de los Evangelios? (en 1989, y editada por el
Pontificio Istituto Biblico, apareció también una traducción italiana).

El profesor Thiede, luterano, tomando como punto de partida los artículos de 1972,
había estudiado todo el debate y se había trasladado a Jerusalén para examinar
personalmente los fragmentos en cuestión. Su investigación finalizaba con estas
palabras: «En resumen, hemos utilizado no solamente toda clase de pruebas positivas
sobre la exactitud de las investigaciones, sino que también hemos eliminado todas
las posibles objeciones (entiéndase a la propuesta de O'Callaghan). Tomando como
base los métodos paleográficos y de la crítica de textos, resulta cierto que el
fragmento 7Q5 corresponde a Marcos 6, 52 − 53, por lo que se trata del fragmento
más antiguo que se conserva de un texto del Nuevo Testamento, compuesto
alrededor del año 50 y seguramente antes del 68».

Confirmando la seguridad del joven investigador, y compartiéndola en el prólogo


a su libro, el profesor Herbert Hunger, director de la colección de papiros de la
Biblioteca nacional austríaca y profesor emérito de papirología en la Universidad
de Viena, decía: «El profesor Thiede ha investigado todos los principales problemas
relacionados con 7Q5 y, en mi opinión, ha resuelto todas las posibles dudas. La
identificación del papiro de Qumrán con Marcos resulta convincente».

A estas autorizadas opiniones se añadieron otras. Por ejemplo, H. Staudiger del


Ateneo de Padeborn: «El examen científico nos demuestra, con una certeza cada
vez mayo r, que no se puede dudar seriamente de la interpretación de

276
O'Callaghan».

En Italia, el libro de Thiede fue reseñado en Aegyptus por Giuseppe Ghiberti,


presidente de la Associazione Biblica Italiana, que lo calificó de «obra apasionada
y competente», invitando con cierto sentido del humor a sus colegas, más de
una vez anclados en sus tesis dogmáticas, «a mirar a la luna, que se ve partida por
la mitad y que, sin embargo, está entera, para no tener que reírse de aquello que no
se quiere admitir sólo porque los ojos sean incapaces de verlo».

Pero debemos añadir algo más a los elementos del enigma. Decíamos
anteriormente que, en la séptima gruta, junto con aquellos escasos fragmentos de
papiro, se encontró también un ánfora hecha pedazos. En su cuello, y repetidas
por dos veces, había tres letras en hebreo, RWM, que fueron interpretadas por
los especialistas como Ruma o Roma. Como ha demostrado Thiede, se trataba
prácticamente con certeza del contenedor de los manuscritos. En opinión de un
destacado hebraísta, J. A. Fittzmyer, hay que excluir cualquier otro significado,
porque esas letras son la tentativa que un judío hizo de escribir el nombre de la
ciudad de Roma en caracteres hebreos. Ahora bien, según una práctica habitual
en otras grutas de Qumrán, aquel nombre «debía ser la contraseña de origen y el
título del derecho de propiedad del ánfora: pertenecía a la comunidad de Roma, de
donde había venido».

Tenemos pues otro fragmento verdaderamente singular para añadir a éste, ya


de por sí extraordinario caso. En efecto, sabemos por una antigua tradición
(confirmada por muchas investigaciones recientes) que el evangelio de San Marcos
habría sido compuesto por él mismo en Roma, a modo de transmisión de la
predicación de San Pedro.

La contraseña del ánfora parece encajar con dificultad en las tesis tradicionales, según
las cuales las grutas de Qumrán habrían sido únicamente utilizadas por los
esenios. Parece, pues, improbable que recibieran de la comunidad cristiana de
Roma un contenedor con el que habría sido el primero de los evangelios en
escribirse. A menos que estén equivocados aquellos investigadores que afirman
que una parte de aquellos monjes, retirados al desierto en espera del anhelado
Mesías, se había convertido al cristianismo. Existe unanimidad generalizada en que
Juan el Bautista estaba relacionado con los esenios. En opinión de Jean Daniélou, el
estudio del discurso de San Esteban ante el Sanedrín (Hch 7) demostraría asimismo
que el primer mártir cristiano procedía de los esenios,

Todo se explica mejor si está en lo cierto Norman Golb, que afirma que aquel
lugar fue empleado como un escondite seguro por aquellos que, con una Jerusalén
a punto de ser sitiada, intentaban poner a buen recaudo unos manuscritos muy
valiosos. Sabemos por Eusebio de Cesárea que la comunidad cristiana de la Ciudad
Santa, antes de que el asedio de los romanos se cerrase definitivamente, huyó a
Pella, en la Decápolis, una región que por ser semipagana, había quedado fuera
de la revuelta. Antes de huir, ¿alguien de entre los creyentes en Jesús depositó
en la gruta algunos de los tesoros de su fe, entre los cuales estaba el ánfora
procedente de Roma y que debía ser allí devuelta, una vez que el evangelio
hubiese sido copiado por los creyentes de Palestina?

277
En 1991 dos publicaciones católicas italianas —el semanario Il Sabato y la revista
mensual 30 giorni—difundieron el caso entre el gran público, con llamativos titulares
en sus respectivas cubiertas. De esta manera se reanudaba el debate, como en los
primeros tiempos del descubrimiento, aunque, a decir verdad, quien esto escribe
había replanteado el asunto anteriormente en la revista Jesús. El debate se
transformó asimismo en una especie de proceso a los métodos histórico críticos
dominantes, tomados como dogmas indiscutibles por casi todos los exégetas de
cualquier confesión.

Entre las diversas y autorizadas voces que intervinieron, citaremos la de Enrico


Galbiati, profesor de Sagrada Escritura en el seminario de la diócesis de Milán
y de filología bíblica en la Universidad Católica: «O'Callaghan está en lo cierto. Por
simple cálculo de probabilidades. En ese papiro hay unas letras cuya sucesión se
ajusta en cierto modo al evangelio de San Marcos. Y es bastante improbable que
las mismas letras puedan encontrarse en ese mismo orden por azar».

Este cálculo de probabilidades fue ponderado en muchas ocasiones haciendo uso del
ordenador, entre otros por un grupo de biblistas de la universidad de Oxford, que
llegaron a la conclusión de que la identificación del jesuita español era correcta:
ningún otro texto de la literatura grecojudaica o grecocristiana, excepto el de San
Marcos, podía «encajarse» en aquellas cinco líneas mutiladas.

El ordenador también fue utilizado, pero para negar la identificación, por Kurt
Aland, famoso y prestigioso catedrático de Munster. Sin embargo, en 1990 otro
biblista, Ferdinand Rohrhirsch, de la universidad bávara de Eichstatt, publicaba un
libro (Markus in Qumran?) en el que demostraba que aquella negación no debía ser
tenida en cuenta: «El trabajo de investigación que Aland llevó a cabo con
ordenador ha tenido un resultado negativo, a causa no del fragmento, sino
porque este profesor utilizó un programa equivocado, en el que no se habían
insertado los datos correctos. Un ordenador nunca puede demostrar algo si ha sido
programado expresamente para lo contrario...».

Volviendo a las declaraciones del profesor Galbiati: «La inquina contra O'Callaghan
de una parte de los biblistas ha desembocado en una agresión, tal y como
sucediera con Jean Carmignac. Los han considerado y los consideran unos
visionarios porque son contrarios al parecer de la mayoría. Nosotros los exégetas
formamos una jerarquía y necesitamos evidentemente mantenernos en nuestra
opinión». Y continuando con las palabras de este especialista erudito y reconocido:
«Existe un prejuicio que les es necesario seguir sosteniendo, el de que habría
transcurrido un largo período de tiempo entre los hechos y la propia redacción de
los evangelios, un período durante el cual la comunidad fue bastante activa... Las
curaciones, los hechos milagrosos son algo que repugna al pensamiento moderno,
que prefiere afirmar que son una creación de la comunidad, defendiendo de este
modo la existencia de un largo período de gestación y manipulación de los textos».
En el debate reavivado por la prensa han participado muchas otras voces. Resultará
interesante compararlas.

Destaquemos a Ignace de La Potterie, uno de los exégetas de mayor prestigio del


propio Pontificio Instituto Biblico del que O'Callaghan es decano: «He seguido el
asunto desde el principio. Para conocer la datación del fragmento es suficiente con

278
utilizar las técnicas papirológicas, además de conocer los métodos de escritura, que
han variado a lo largo del tiempo. Pero la única forma de combinar estos elementos
es mezclarlos en el ordenador. La comprobación se ha hecho a nivel técnico: por la
combinación de sus letras, el texto es algo único en su género. Con toda seguridad
se redactó alrededor del año 50, y el hecho de que sea el único tan próximo en
el tiempo a los hechos narrados, hace que sea útil para echar abajo muchas
teorías falsas que niegan la historicidad de los evangelios».

Dice asimismo de La Potterie: «El Concilio Vaticano II, en su constitución dogmática


Dei Verbum, insiste en la historicidad de los evangelios recalcando que "La Santa
Madre Iglesia ha defendido siempre y en todas partes con firmeza y máxima
constancia que los cuatro evangelios mencionados, cuya historicidad afirma sin
dudar, narran fielmente lo que Jesús, el Hijo de Dios, viviendo entre los hombres,
hizo y enseñó realmente, para la eterna salvación de los mismos hasta el día de
la Ascensión" (D.V. n.19). Pero esta reafirmación solemne de la historicidad de los
evangelios parece molestar a ciertos biblistas. Asimismo, el silencio en torno al
descubrimiento de mi colega y hermano es una muestra de actitudes mentales ligadas
a viejos esquemas. Si se toma como punto de partida la nueva datación, hay que
replantearse todos los métodos; y, sobre todo, caen por tierra muchas teorías
sobre los evangelios que han sido utilizadas contra la fe. Este descubrimiento
confirma su historicidad, aunque ello moleste a muchos investigadores...».

En efecto, entre las muchas cosas que han aflorado en el debate, destacaremos el
hecho de que Pablo VI, tras ser informado de los resultados de la investigación
de O'Callaghan, había decidido comunicar personalmente la noticia al mundo.
¡Textos cristianos en Qumrán! El clamoroso descubrimiento bien hubiera valido
un mensaje del propio Papa. Por su parte, Pío XII, había querido comunicar
personalmente, en uno de sus mensajes, el descubrimiento de la tumba de San
Pedro bajo el altar de la basílica a él dedicada. Pero, como se ha sabido después,
«expertos de reconocido prestigio» disuadieron al Papa Montini de
«comprometerse» públicamente sobre un tema que resultaba desagradable para
algunas personas en la propia Iglesia.

Con la misma impetuosidad empleada en sus durísimos ataques a Carmignac, el


padre Pierre Grelot, el prestigioso biblista del lnstitut Catholique de París y miembro
de la Comisión Pontificia Bíblica, iniciaba también una contienda no sólo contra
O'Callaghan y los que le apoyaban, sino también contra aquellos que se
mostraban posibilistas, los que por lo menos aceptaban discutir la hipótesis.

En una entrevista concedida a 30 giorni en junio de 1991, Grelot afirmaba: «Se trata
de una conjetura de un pobre jesuita español... es completamente absurdo... lo
absurdo llega al ridículo... todo se ha hecho con fines apologéticos, con objeto de
demostrar que los evangelios fueron escritos inmediatamente, y se ponen histéricos
frente a las teorías opuestas a las suyas. Falsifican completamente los indicios y
engañan las mentes de quienes les siguen. Tengo que ser muy enérgico en todo este
asunto. Hay actualmente una corriente partidaria de retrotraer la fecha de los
evangelios, ya que de otro modo no existirían más testimonios directos que prueben
que los hechos sucedieran realmente así. ¿Qué hay detrás de todo esto? ¡El
miedo! Y el miedo siempre es mal consejero... No existe una probabilidad entre
cien de que todo esto sea verdad; y, también de que suponiendo que lo sea,

279
pueda demostrarse en absoluto...»

Resulta en verdad desconcertante, lo de la «conjetura de un pobre jesuita español»,


término empleado por el padre Grelot (cuyas obras han sido publicadas por la
Editrice Vaticana) para atacar a uno de sus colegas que, como decano del
Pontificio Istituto Bíblico y autor además de doscientas publicaciones científicas, no
es, ni mucho menos un aficionado, ni tampoco un visionario. Y además O'Callaghan
siempre ha insistido en no moverse por razones «apologéticas», sino sobre todo
por datos científicos, por una investigación hecha con rigor y objetividad.

Acabó interviniendo el mismísimo secretario de la Comisión Pontificia Bíblica, a la


que pertenece —o perteneció— el propio Grelot, que hizo las siguientes
declaraciones: «Las argumentaciones de O'Callaghan me parecen muy
encomiables... Desgraciadamente siempre sucede que cada vez que alguien se
aproxima a las fuentes que demuestran históricamente la verdad de la fe, se
organiza un escándalo. Y en cambio, siempre que las investigaciones dicen lo
contrario, se las recibe con toda clase de parabienes. Las críticas que O'Callaghan
debió soportar fueron tremendas. Sus descubrimientos irritaron mucho a todos
los biblistas que daban por descontado que transcurrieron por lo menos 40 años
desde la muerte de Jesús hasta la redacción del evangelio de San Marcos.
Descubrir en cambio que debieron pasar menos de veinte echa por tierra toda
la exégesis neotestamentaria. Sea como fuere, lo que realmente importa es que
la cuestión llegue a resolverse».

A los biblistas «oficiales», conformistas, que, para tomar en consideración la


hipótesis de O'Callaghan (como anteriormente las de Tresmontant, Robinson o
Carmignac), piden «pruebas a priori», se les está replicando ahora pidiéndoles
las «pruebas» sobre las que se basa realmente el método histórico crítico; qué
«pruebas» tienen para sus métodos de la Formgeschichte » o de la
«Redaktiongeschichte»; con qué «pruebas» se debe dar por descontado que Lucas
y Mateo, así como Juan y el propio Marcos, sean realmente posteriores a la catástrofe
del año 70.

En realidad, pruebas puede que no haya demasiadas, y en muchos casos


proceden de lo que un experto ha llamado irónicamente las tres P». Y que son, a
saber: pereza, prejuicio y pánico de quedarse aislados por no adaptarse a los
métodos dominantes.

Resulta particularmente significativa, en medio de la tormenta desencadenada en


torno al pequeño y a la vez estruendoso fragmento, la intervención de Harald
Riesenfeld, un luterano sueco, amigo y discípulo de Bultmann, el «desmitificador»
por excelencia, que adoptara posteriormente métodos e hipótesis más atentos a
la historicidad de los evangelios y acabó convirtiéndose al catolicismo, cuando
ya había cumplido los setenta años.

Su conversión estuvo determinada por la actual situación del protestantismo, pues


afirma que «para los biblistas la Sagrada Escritura se ha convertido en un libro
antiguo cualquiera, en un amasijo de palabras para conservar en un museo, de
acuerdo con unos métodos considerados infalibles y que únicamente se basan en
teorías de los investigadores». Riesenfeld, que durante toda su vida fue profesor de
Nuevo Testamento en la universidad de Upsala, no ha podido ocultar su
280
«desilusión», al darse cuenta de que una buena parte de los biblistas católicos ha
adoptado tardíamente las tesis de las escuelas protestantes, de las que como
cristiano que se mantiene en su fe, esperaba poder alejarse.

Asimismo, este prestigioso especialista escandinavo no ha tenido dudas de la,


presencia de San Marcos en la séptima gruta de Qumrán. Y con especial firmeza,
ha señalado que «un silencio todavía más aplastante se ha dejado caer sobre otras
cinco líneas del fragmento 4 de la misma gruta, las que coinciden con otros tantos
caracteres de la Primera Carta de San Pablo a Timoteo». Se trataría de la segunda
parte del primer versículo del cuarto capítulo que dice: «(El Espíritu dice abiertamente
que en los últimos tiempos algunos apostatarán de la fe), dando oídos a espíritus
seductores y a doctrinas diabólicas».

Unas palabras especialmente significativas, ha dicho alguien, pensando en la


situación en la que se encuentra gran parte de la investigación bíblica... De
cualquier modo, Harald Reisenfeld no tiene ninguna duda: «El todavía más cerrado
silencio en torno a este descubrimiento está determinado por el hecho de que la
evidencia resulta aún más clara. Y el silencio es todavía más obstinado, por el
hecho de que todas las cartas pastorales de San Pablo son fechadas actualmente
entre los años 100 y 120».

En efecto, en la breve introducción a la Primera Carta a Timoteo de la edición


«oficia l» de los obispos italianos —que fue impresa y distribuida de forma
conjunta por la Unión de editores católicos italianos— se dice: «A finales del siglo
II la tradición cristiana atribuye a San Pablo las llamadas epístolas "pastorales" y
la atribución sigue siendo aún válida, pese a que la mayor parte de los
investigadores prefiera, basándose en la crítica interna, atribuirlas a un discípulo de
San Pablo, o a un escritor cristiano desconocido del siglo II». Se hace pues
necesaria todavía la prudencia.

Pero entretanto, la prudencia parece estar ausente de otras obras «católicas».


Por poner un ejemplo, citemos un extendido instrumento de trabajo como es el
Piccolo dizionario bíblico, preparado por un grupo de religiosos y editado en Italia con
el imprimatur del obispo de Frascati en 1973: «Actualmente, la mayor parte de los
investigadores atribuyen las cartas pastorales a un autor desconocido posterior... y
fueron escritas seguramente en la última década del siglo I d. C.», es decir
«muchos años después de la muerte del apóstol».

Claro que, después de ver estas expresiones de «seguramente» empleadas


también por autores que escriben con «aprobación eclesiástica», no parece estar
equivocado el desilusionado luterano converso al catolicismo, el profesor Riesenfeld,
que añade: «Nunca admitirán —no pueden hacerlo, so pena de abandonar todo
aquello que han enseñado durante toda su vida, que hacia el año 50 existía, en
su redacción actual, lo que conocemos con el nombre de Primera Carta a
Timoteo».

Pero también Carsten P. Thiede, el investigador que, con su libro, ha sacado


nuevamente a la luz la credibilidad de la hipótesis de O'Callaghan, se muestra
seguro: «El fragmento 4 de la séptima gruta, que O'Callaghan ha identificado
como parte de un versículo de la Primera Carta a Timoteo, resulta todavía más

281
irrebatible que el atribuido al evangelio de Marcos. Aquí estamos ante un texto
muy preciso porque procede de la parte derecha del papiro y contiene por ello la
parte final de las palabras. Desde el punto de vista científico la identificación es
segura. No obstante...».

Entre otras cosas, Thiede señala con estupor que la oposición a las tesis de
O'Callaghan procede de biblistas que nunca han examinado los papiros en
cuestión: todos han realizado su trabajo principalmente con fotografías. Así pues,
muchos se niegan a aceptar la identificación con Marcos por la sola presencia de
una señal que juzgan incompatible con el texto evangélico. Pero el profesor Thiede
que, a diferencia de otros, ha examinado los originales con sus propias manos,
estudiándolos en Jerusalén durante un largo período de tiempo, ha demostrado
que semejante dificultad no existía: el signo atribuido a un copista era en realidad
una mancha procedente del reverso del papiro.

Tanto Thiede como O'Callaghan destacan que ninguno de los fragmentos de los
encontrados en Qumrán —incluso los conservados peor que éstos— ha despertado
una oposición tan encarnizada como los dos estudiados por ellos. Pero el caso es
que, como afirman los dos investigadores, «todos los demás fragmentos
corresponden a textos del Antiguo Testamento. Por tanto, no representan ningún
problema para los postulados de la exégesis dominante. Y sólo la presencia
eventual de escritos del Nuevo Testamento echa por tierra las bibliotecas sobre las
que tantos biblistas han construido su prestigio».

El padre O'Callaghan ha dicho, además: «Uno de mis colegas me ha aconsejado


que esté tranquilo y que dé tiempo al tiempo. "Tu descubrimiento" me ha
pronosticado "será reconocido, pero dentro de cuarenta o cincuenta años, cuando
a nuestra generación le hayan sucedido otras, integradas por investigadores que ya
no tendrán que defender todo un pasado de dogmatismo histórico crítico"». En
resumen, una predicción que recuerda la hecha por el padre Carmignac antes de
su muerte: «Me darán la razón, pero después del año dos mil».
Por el momento, y a menos que se produzcan otros descubrimientos imprevisibles e
inequívocos (un congreso internacional, celebrado en el otoño de 1991 en la
universidad de Eichstatt para discutir este asunto, ha dirigido una petición al
gobierno de Israel para que permita nuevas investigaciones en la séptima gruta,
en la que el suelo se ha hundido, y ello podría dar lugar a otros descubrimientos),
debemos resignarnos a no tener una certeza absoluta, a permanecer en la dimensión
de lo probable, por bien fundado que esté.

Pero esta situación no sólo afecta a los hallazgos de la séptima gruta. Como ya
hemos dicho, la posibilidad de negar y aceptar forma parte de la dinámica del
evangelio, y es una ley constitutiva de la propia fe cristiana.

Una «ambigüedad» que encuentra una confirmación más extraordinaria en torno a


estos minúsculos y desgarrados fragmentos de papiro, en torno a estas letras casi
ilegibles, a las letras misteriosas escritas sobre el ánfora. «Suficiente luz para el que
quiera creer, suficiente oscuridad para el que no quiera hacerlo...» Bastaría alguna
letra más para resolver con certeza el problema, en un sentido o en otro. Y, sin
embargo, sólo nos han quedado unos pequeños fragmentos.

282
Claro que, desde una perspectiva de fe, la razón se extravía: si todo esto forma parte
de un «plan» previsto por Alguien, la lógica lleva a creer que no son casuales los
desgarrones del papiro que le han privado de algunas líneas más que podrían
aclararlo todo. ¿Se ha servido el «Planificador» de los daños producidos por el
transcurso del tiempo o de los causados por un pastor que acudió allí de
forma casual? ¿Por qué aparecieron esos versículos concretos de Marcos y
Pablo, y no otros? ¿Hay quizás aquí algún mensaje que discretamente se nos
ha querido dejar?

Es evidente que estas cuestiones van más allá de la ciencia académica. Y que,
por el contrario, resultan irrelevantes para los especialistas que ponen las Escrituras
judeocristianas al nivel de cualquier otro texto. Pero son cuestiones que no
pueden eludir por sí mismas esa scientia cordis que es la fe.

STATIONIS PRIMAE
FINIS
SED NON ITINERIS
NEC INVESTIGATIONIS. (*)

(*) Fin de la primera estación, pero no del camino ni de la investigación.

283

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