Este documento trata sobre la importancia de buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad. Argumenta que la sinceridad es la virtud más importante y que si todos dijéramos siempre la verdad, el mundo sería un lugar más pacífico. También señala que no basta con no mentir, sino que hay que decir activamente la verdad. Finalmente, reconoce que hay muchas verdades por decir y que no podemos decir todas las que otros quisieran, sino aquellas que consideramos más importantes.
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Este documento trata sobre la importancia de buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad. Argumenta que la sinceridad es la virtud más importante y que si todos dijéramos siempre la verdad, el mundo sería un lugar más pacífico. También señala que no basta con no mentir, sino que hay que decir activamente la verdad. Finalmente, reconoce que hay muchas verdades por decir y que no podemos decir todas las que otros quisieran, sino aquellas que consideramos más importantes.
Este documento trata sobre la importancia de buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad. Argumenta que la sinceridad es la virtud más importante y que si todos dijéramos siempre la verdad, el mundo sería un lugar más pacífico. También señala que no basta con no mentir, sino que hay que decir activamente la verdad. Finalmente, reconoce que hay muchas verdades por decir y que no podemos decir todas las que otros quisieran, sino aquellas que consideramos más importantes.
Este documento trata sobre la importancia de buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad. Argumenta que la sinceridad es la virtud más importante y que si todos dijéramos siempre la verdad, el mundo sería un lugar más pacífico. También señala que no basta con no mentir, sino que hay que decir activamente la verdad. Finalmente, reconoce que hay muchas verdades por decir y que no podemos decir todas las que otros quisieran, sino aquellas que consideramos más importantes.
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VERDAD Y VIDA
Uno de los que leyeron aquella mi correspondencia aquí
publicada, a la que titulé Mi religión, me escribe rogándome aclare o amplíe aquella fórmula que allí empleé de que debe buscarse la verdad en la vida y la vida en la verdad. Voy a complacerle procediendo por partes.
Primero la verdad en la vida.
Ha sido mi convicción de siempre, más arraigada y más
corroborada en mí cuanto más tiempo pasa, la de que la suprema virtud de un hombre debe ser la sinceridad. El vicio más feo es la mentira, y sus derivaciones y disfraces, la hipocresía y la exageración. Preferiría el cínico al hipócrita, si es que aquél no fuese algo de éste.
Abrigo la profunda creencia de que si todos dijésemos
siempre y en cada caso la verdad, la desnuda verdad, al principio amenazaría hacerse inhabitable la Tierra, pero acabaríamos pronto por entendernos como hoy no nos entendemos. Si todos, pudiendo asomarnos al brocal de las conciencias ajenas, nos viéramos desnudas las almas, nuestras rencillas y reconcomios todos fundiríanse en una inmensa piedad mutua. Veríamos las negruras del que tenemos por santo, pero también las blancuras de aquel a quien estimamos un malvado.
Y no basta no mentir, como el octavo mandamiento de la
ley de Dios nos ordena, sino que es preciso, además, decir la verdad, lo cual no es del todo lo mismo. Pues el progreso de la vida espiritual consiste en pasar de los preceptos negativos a los positivos. El que no mata, ni fornica, ni hurta, ni miente, posee una honradez puramente negativa y no por ello va camino de santo. No basta no matar, es preciso acrecentar y mejorar las vidas ajenas; no basta no fornicar, sino que hay que irradiar pureza de sentimiento; ni basta no hurtar, debiéndose acrecentar y mejorar el bienestar y la fortuna pública y las de los demás; ni tampoco basta no mentir, sino decir la verdad.
Hay ahora otra cosa que observar—y con esto a la vez
contesto a maliciosas insinuaciones de algún otro espontáneo y para mí desconocido corresponsal de esos pagos—, y es que como hay muchas, muchísimas más verdades por decir que tiempo y ocasiones para decirlas, no podemos entregarnos a decir aquellas que tales o cuales sujetos quisieran dijésemos, sino aquellas otras que nosotros juzgamos de más momento o de mejor ocasión. Y es que siempre que alguien nos arguye diciéndonos por qué no proclamamos tales o cuales verdades, podemos contestarle que si así como él quiere hiciéramos, no podríamos proclamar tales otras que proclamamos. Y no pocas veces ocurre también que lo que ellos tienen por verdad y suponen que nosotros por tal la tenemos también, no es así.
Y he de decir aquí, por vía de paréntesis, a ese malicioso
corresponsal, que si bien no estimo poeta al escritor a quien él quiere que fustigue nombrándole, tampoco tengo por tal al otro que él admira y supone, equivocándose, que yo debo admirar. Porque si el uno no hace sino revestir con una forma abigarrada y un traje lleno de perendengues y flecos y alamares un maniquí sin vida, el otro dice, sí, algunas veces cosas sustanciosas y de brío —entre muchas patochadas— pero cosas poco o nada poéticas, y, sobre todo, las dice de un modo deplorable, en parte por el empeño de sujetarlas a rima, que se le resiste. Y de esto le hablaré más por extenso en una correspondencia que titularé: Ni lo uno ni lo otro.
Y volviendo a mi tema presente, como creo haber dicho lo
bastante sobre lo de buscar la verdad en la vida, paso a lo otro, de buscar la vida en la verdad.