Principios y Valores de La Democracia - Parte I
Principios y Valores de La Democracia - Parte I
Principios y Valores de La Democracia - Parte I
Presentación
Introducción
La soberanía popular
democrática
2.1. Pluralismo
2.2. Tolerancia
2.5. Legalidad
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2.7. Igualdad
2.8. Ciudadanía
2.11. Representación
2.15. Participación
Presentación
LA COLECCIÓN Cuadernos de Divulgación de la Cultura Democrática, cuyo primer número ahora presentamos,
representa un testimonio de la vocación y compromiso democráticos que caracterizan al Instituto Federal
Electoral.
En una época como la nuestra, en la cual se afianzan las prácticas e instituciones democráticas, no pueden dejar
de afirmarse y difundirse las razones que amparan una política abierta, plural y participativa.
En efecto, la democracia se defiende con razones y necesita, para consolidarse en el presente y proyectarse al
futuro, una amplia difusión de la información necesaria para fortalecer el compromiso racional de la ciudadanía
con su vigencia y profundización.
En México, se construye colectivamente la experiencia de nuestra modernización política. En ella concurren las
fuerzas que legítimamente expresan la pluralidad y riqueza sociales del país.
Transitar en la democracia hacia instituciones y procesos políticos más inclusivos e integradores es el rasgo que
caracteriza al actual espacio público de México.
La divulgación de la cultura política democrática, a la que esta colección pretende contribuir, no sólo es una
responsabilidad legal del Instituto Federal Electoral, sino también, y sobre todo, la expresión de un verdadero
compromiso por enriquecer y consolidar la convivencia social de los mexicanos.
La importancia y variedad de los temas, el prestigio de los autores, y el respeto a sus ideas expresadas con
absoluta libertad, son elementos que coadyuvan a que este programa editorial cumpla con los fines propuestos.
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Es deseable que a la amplia circulación contemplada para esta colección corresponda una respuesta positiva de
sus lectores. La democracia requiere información y diálogo razonados. Con estos cuadernos, el Instituto Federal
Electoral contribuye a cumplir tal requerimiento.
Introducción
¿CÓMO DEBE organizarse políticamente una sociedad moderna? ¿Cuál es la fórmula capaz de ofrecer cauce
productivo a la pluralidad de intereses, concepciones, ideologías que se expresan en una sociedad compleja y
diferenciada? ¿Cómo vivir en sociedad respetando la diversidad política? ¿Cómo pueden coexistir y competir
fuerzas políticas que tienen idearios y plataformas no sólo diferentes sino en ocasiones contrarias? ¿Las
diferencias políticas indefectiblemente tienen que acarrear comportamientos guerreros y aspiraciones de
aniquilamiento del contrario? ¿Es posible la gobernabilidad ahí donde conviven concepciones ideológicas
distintas? ¿Pueden conjugarse estabilidad y cambio, paz social y competencia política?
Sin duda, las anteriores son preguntas que han preocupado no sólo a estadistas y políticos, sino a académicos,
periodistas y ciudadanos comunes y comentes que aspiran a ofrecer un marco normativo e institucional para la
expresión, recreación y competencia de la pluralidad política que necesariamente marca a cualquier sociedad
moderna, y que al mismo tiempo quieren contar con un gobierno representativo, estable y eficiente.
El ideal democrático se ha traducido en los últimos años en largas e importantes discusiones en torno a los
aspectos procedimentales de la democracia. Debates y acuerdos en relación a la organización electoral, los
derechos y obligaciones de los partidos, los cómputos comiciales, la calificación de las elecciones, etcétera, se
han colocado, y con razón, en los primeros lugares de la agenda política del país. Se trata, sin duda, de una
dimensión pertinente porque la democracia para existir requiere de normas, procedimientos e instituciones que
la hagan posible.
Junto a ese debate, en ocasiones en forma paralela y en otras de manera conjugada, se ha discutido en torno a
los haberes y fallas de nuestra institucionalidad republicana, porque la democracia supone además un
entramado institucional que acaba por modelarla o desfigurarla. Así, temas como el del equilibrio o desequilibrio
entre los poderes, las relaciones entre la federación, los estados y los municipios, o el funcionamiento del Poder
Judicial se han ventilado en innumerables ensayos.
No obstante, y podría parecer paradójico, muy poco se ha escrito en nuestro país sobre los valores que ofrecen
sentido y horizonte a la propia democracia. Es decir, sobre los presupuestos éticos y políticos que permiten
considerar como superior a otras a esa fórmula de gobierno y organización política. Porque a fin de cuentas
todos los sistemas políticos tienen una serie de valores implícitos que son los que permiten aventurar un juicio
sobre su pertinencia y deseabilidad.
Cuando se participa en los complicados procedimientos de la democracia moderna no siempre resulta claro el
sentido de los mismos. Se observan las campañas de los partidos y sus candidatos, se escuchan sus discursos,
sus propuestas y sus debates, se asiste a las casillas, se vota, y eventualmente se siguen los procesos de
cómputo, las impugnaciones y la calificación de los comicios. Todo ello permite tener un conocimiento más o
menos aproximado de las reglas del juego democrático codificadas en las leyes electorales, así como formarse
una opinión acerca de su buen o mal funcionamiento. No obstante, la propia complejidad de los procedimientos
mencionados y la propia intensidad que con frecuencia adquieren las competencias partidistas, en ocasiones
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tienden a oscurecer los principios y valores básicos en que se sustenta la propia democracia. Ocurre así que los
participantes en las elecciones -los ciudadanos, pero también los funcionarios electorales y los propios
candidatos- desconocen el significado profundo de sus acciones, lo que no sólo se traduce en indiferencia hacia
las mismas sino, lo que es más grave, en una potencial perversión de su sentido original.
En esta perspectiva, puede ser conveniente reconsiderar brevemente no ya las leyes y técnicas electorales, o su
funcionamiento más o menos adecuado, sino las razones de fondo que les dan sentido político y moral, es decir,
los principios y valores universales de la democracia moderna. Ello permitirá no sólo comprender mejor el
significado de los comicios y sus resultados, sino también evaluarlos con mayor objetividad y saber qué se
puede y qué no se puede esperar de los mismos. La participación será entonces más consciente, más informada,
más responsable y, con ello, como se verá, más democrática.
El siguiente texto intenta solamente hacer visibles y explícitos los pilares valores a partir de los cuales creemos
adquieren pleno sentido las discusiones procedimentales, institucionales y coyunturales en torno a la
democracia. Al observar esa dimensión de la democracia -que en buena medida se mantiene en el terreno ideal-
es posible aquilatar muchas de sus bondades que, de otra forma, o no se aprecian o se piensa que son
universales, cuando realmente corresponden en exclusiva a una forma específica de gobierno: la democracia.
Este texto se realizó a solicitud del Instituto Federal Electoral, que tiene un programa permanente de difusión de
la cultura política democrática. No obstante, como suele decirse, los juicios aquí expresados son de nuestra
absoluta responsabilidad.
LA SOBERANÍA POPULAR
De acuerdo con su significado original, democracia quiere decir gobierno del pueblo por el pueblo. El término
democracia y sus derivados provienen, en efecto, de las palabras griegas demos (pueblo) y cratos (poder o
gobierno). La democracia es, por lo tanto, una forma de gobierno, un modo de organizar el poder político en el
que lo decisivo es que el pueblo no es sólo el objeto del gobierno lo que hay que gobernar sino también el sujeto
que gobierna. Se distingue y se opone así clásicamente al gobierno de uno la monarquía o monocracia o al
gobierno de pocos -la aristocracia y oligarquía. En términos modernos, en cambio, se acostumbra oponer la
democracia a la dictadura, y más generalmente, a los gobiernos autoritarios. En cualquier caso, el principio
constitutivo de la democracia es el de la soberanía popular, o en otros términos, el de que el único soberano
legítimo es el pueblo.
Para entender este principio conviene aclarar, primero, el significado de la palabra soberanía. En el desarrollo de
las complejas sociedades nacionales modernas surgió la necesidad de contar con un poder centralizado, capaz
de pacificar y someter dentro de un territorio determinado tanto a los poderes ideológicos -iglesias,
universidades, medios de comunicación, etc.- como a los poderes económicos -grupos financieros,
empresariales, corporaciones, etc. - mediante la monopolización de la violencia legítima. Emergió así el Estado
político moderno como instancia de defensa de la unidad nacional tanto frente a las amenazas externas como a
los peligros internos de disgregación. Para ello dicha instancia tuvo que afirmar su poder como poder soberano,
es decir, superior políticamente al de cualquier otro poder, tanto externo como interno.
Empero, la configuración de una instancia de tal naturaleza sólo podía tener sentido si se evitaba que su poder
fuera arbitrario o abusivo, Por ello, el Estado moderno hubo de configurarse como Estado de derecho, es decir,
como un poder encargado de elaborar y hacer cumplir las leyes, pero también un Estado sujeto a las propias
leyes establecidas. La soberanía del Estado, del poder político, se transformó así en soberanía de la legalidad,
donde las propias instituciones estatales se encuentran jurídicamente limitadas en sus competencias y
atribuciones. Con este fin se desarrolló la técnica de la división de los poderes en Ejecutivo, Legislativo y
Judicial, de tal manera que se evitara tanto la concentración como la extralimitación o abuso del poder. Al
distinguirse al menos tres funciones del Estado en instancias diferentes, cada una debe servir para controlar y
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Sin embargo, dicho control del gobierno por el gobierno sólo pudo consolidarse mediante la democratización de
la soberanía estatal, esto es, mediante la sustentación del imperio de la legalidad en la soberanía popular.
Básicamente ello significa que el poder supremo, el poder soberano, sólo puede pertenecer legítimamente al
pueblo, y que es éste y nadie más quien debe elaborar, modificar y establecer las leyes que organizan y regulan
tanto el funcionamiento del Estado como el de la sociedad civil.
De esta manera, el Estado nacional propiamente moderno desemboca progresivamente en Estado soberano,
constitucional y democrático, entendiéndose que soberanía, constitucionalidad y democracia son dimensiones
esenciales que deben apoyarse recíprocamente. O, en otras palabras, que la afirmación del principio de la
soberanía popular requiere de un Estado capaz de afirmarse como poder superior, como poder legal y como
poder representativo de la voluntad popular. Por eso un Estado que se ve sometido a poderes externos o
internos de cualquier naturaleza, o uno que no puede cumplir y hacer cumplir las leyes, o uno que no logra
representar legítimamente la voluntad del pueblo no es, por definición, un Estado que encarne efectivamente el
principio de la soberanía popular.
Cuando se dice entonces que el pueblo es soberano se quiere decir que la fuente última de todo poder o
autoridad política es exclusivamente el pueblo; que no existe, por ende, ningún poder, ninguna autoridad por
encima de él, y que la legalidad misma adquiere su legitimidad por ser expresión en definitiva de la voluntad
popular. Nótese bien que lo decisivo para el principio democrático no es, como en ocasiones se pretende, que se
gobierne para el pueblo, para su beneficio y bienestar: gobiernos autoritarios y dictatoriales pueden, de hecho,
pretender hacerlo así; y gobiernos democráticamente configurados, en cambio, pueden desarrollar políticas que
se revelan contrarias a esos supuestos beneficio y bienestar. No es, por lo tanto, el contenido político- de un
gobierno lo que determina su naturaleza democrática o autocrática, sino el modo en que este gobierno es
constituido y legitimado. La democracia es, estrictamente, el gobierno que se sustenta en el principio de la
soberanía popular, es decir, el gobierno del pueblo por el pueblo.
Lo anterior suscita de inmediato una pregunta: ¿cómo es posible que se realice la soberanía popular, es decir, el
gobierno por el pueblo'?, pregunta que remite a una cuestión previa, para nada ingenua: ¿quién es el pueblo
soberano, el pueblo que gobierna'? Buena parte de los debates acerca de la democracia se relacionan con la
manera en que se entienden los términos pueblo y popular pues, en los hechos, estos términos son
abstracciones, es decir, conceptos generales que no se refieren a objetos empíricos, sino a colectivos
relativamente convencionales. Así, en la teoría de la democracia la categoría de pueblo gobernante ha tenido
muy diversos significados que nunca han coincidido con el conjunto de los habitantes de una sociedad
determinada. es decir, con el pueblo gobernado.
De esta manera, cuando en las sociedades democráticas modernas se habla del pueblo soberano, esta expresión
se refiere exclusivamente al conjunto de los ciudadanos, es decir, de los hombres y mujeres que gozan de
derechos políticos y que pueden, por consiguiente, participar de un modo o de otro en la constitución de la
voluntad política colectiva. Más adelante se volverá sobre estos derechos y sus presupuestos. Ahora sólo
importa destacar que, así definidos, los ciudadanos que forman el pueblo gobernante o soberano siempre son
menos que los simples habitantes o miembros de una población. Aun si hoy en día la extensión de los derechos
ciudadanos abarca a las mujeres y a los jóvenes mayores de 18 años, quedan todavía fuera los menores de esa
edad, los extranjeros, así como los que ven suspendidos tales derechos a causa de la comisión de algún delito.
Pero en la práctica no sólo se encuentran excluidos estos grupos. También lo están de facto todos aquellos que
por circunstancias económicas, sociales o culturales son incapaces, parcial o totalmente, de ejercer los
derechos políticos antes mencionados. Y, finalmente, también quedan al margen los que por voluntad propia y
cualesquiera que sean sus motivos deciden no participar en los procedimientos democráticos. Es claro, por
consecuencia, que aun en el caso de una amplia extensión de los derechos políticos los ciudadanos, es decir, los
miembros del pueblo soberano, serán siempre menos que los miembros del pueblo gobernado.
Por otra parte, como ya se señaló, el pueblo no es una entidad orgánica ni una especie de espíritu colectivo, sino
que es solamente el conjunto de ciudadanos distributivamente considerados, es decir, de ciudadanos tomados
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en tanto individuos libres e iguales, haciendo abstracción tanto de su papel socioeconómico como de sus
capacidades e identidades culturales. No se trata, entonces, de ver al pueblo como a una unidad preconstituida,
sustancial, sino como el efecto y la condición de las propias reglas del juego democrático, según las cuales cada
ciudadano cuenta por uno, y nunca por más de uno, independientemente de su sexo, posición económica,
situación cultural o identidad religiosa.
Siendo éste el demos, el pueblo soberano de la democracia, se entiende que su gobierno sólo puede realizarse
indirectamente, a través de una serie de mediaciones y procedimientos que traducen en términos prácticos el
principio de la soberanía popular. En efecto, la democracia directa, o lo que es lo mismo, el autogobierno estricto
del pueblo por el pueblo, sólo es posible o bien en sociedades sumamente pequeñas y no diferenciadas, o bien
reduciendo a una muy estrecha minoría los derechos ciudadanos, esto es, restringiendo el demos a un sector
muy limitado de la población Ambas condiciones se daban en algunas sociedades premodernas, como la antigua
Atenas, o en ciertas repúblicas italianas del Renacimiento, pero la evolución moderna las ha vuelto inviables e
indeseables. Las sociedades modernas no solo son demasiado grandes y complejas, también son sociedades de
masas, en las que la categoría de pueblo soberano, del demos, abarca de hecho a millones de personas.
¿Cómo entonces puede ser posible el gobierno del pueblo así entendido'? ¿Cómo puede la participación de
millones de individuos transformarse en una voluntad política relativamente unitaria, capaz de gobernar y
orientar el desarrollo de la sociedad'? La respuesta a este problema se encuentra en otros dos principios de la
democracia moderna: el principio de la mayoría y el principio de la representación.
El poder político en las sociedades se encarga de gobernar, es decir, de tomar decisiones que conciernen y
afectan la vida de todos sus integrantes. Ahora bien, cuando las sociedades son grandes y complejas surge el
problema de cómo unificar intereses y opiniones no sólo diferentes sino también, con frecuencia, contrarios.
Dado que no es posible que este pluralismo contradictorio de intereses y opiniones sea superable absolutamente
y que, de pronto, todos estén de acuerdo en lo que debe hacerse políticamente, es necesario que existan
procedimientos que permitan unificar democráticamente a los ciudadanos y tomar decisiones públicas legítimas.
Uno de estos procedimientos es el que se basa en el principio de la mayoría, que básicamente postula que, en
ausencia de unanimidad, el criterio que debe guiar la adopción de las políticas y las decisiones es el de la
mayoría de los participantes. Si el pueblo entonces no puede ponerse de acuerdo de manera unánime será
necesario que sea su mayoría la que determine el curso a seguir.
Bien podría decirse, entonces, que el pueblo gobernante es solamente su parte mayor. Pero de hecho esto no es
para nada exacto. En primer lugar porque la mayoría que decide no es ni debe interpretarse como una mayoría
orgánica o sustancial, sino la mayoría contingente y temporal que resulta de un procedimiento de votación
especifico. En otras palabras, las reglas del juego democrático presuponen que las decisiones se toman por
mayoría, pero también que la mayoría puede cambiar. De ahí que se requiera de votaciones sistemáticas y
repetidas, en las que los ciudadanos puedan optar por diversas alternativas, configurando así mayoría y minorías
diferentes. Por ello, el hecho de que una alternativa obtenga el mayor número de votos en un momento
determinado en modo alguno le asegura que en la siguiente votación lo volverá a lograr.
De esta manera, la regla de la mayoría exige la participación de las minorías en la elaboración, aprobación y
aplicación de las políticas. Siendo estas minorías un elemento esencial de la voluntad popular y de la legitimidad
democrática, no sólo tienen derecho a existir y a tratar de convertirse en nuevas mayorías, sino también a influir
en las decisiones públicas y en su control. En otras palabras, el gobierno o poder de la mayoría sólo adquiere
legitimidad democrática estricta cuando reconoce e incluye los derechos y la participación de las minorías. Si
estas últimas se vieran excluidas totalmente, optarían por retirarse haciendo perder sentido, como es evidente, a
la propia regla de la mayoría.
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De ello deriva que los gobiernos propiamente democráticos no sólo se basen en votaciones, sino también en
negociaciones, compromisos y políticas concertadas. La presencia de las minorías, siendo esencial, adquiere así
todo su significado en tanto interlocutores influyentes, legales y legítimos, de la mayoría gobernante. La
discusión y la concertación de compromisos son, por ello, una dimensión consustancial e irrenunciable de la
democracia moderna, que exige que la política sea concebida como una competencia pacífica entre adversarios
que se reconocen legitimidad recíprocamente, y no como una lucha a muerte entre enemigos irreconciliables
pues, como resulta evidente, mayoría y minorías han de estar de acuerdo, al menos, en dirimir sus diferencias
democráticamente, es decir, apelando a la voluntad popular como criterio decisivo y renunciando, por lo tanto, a
recurrir a la violencia o al fraude para imponer sus opiniones y/o intereses.
Las tareas gubernamentales -la elaboración, discusión e implantación de políticas públicas- suponen hoy día un
alto grado de complejidad y especialización. Los gobiernos contemporáneos tienen que tomar constantemente
decisiones de acuerdo con circunstancias cambiantes, asumiendo responsabilidades por las mismas y
evaluando sus resultados. Todo ello vuelve inviable, e incluso indeseable, la participación permanente de la
ciudadanía en su conjunto, que no sólo desconoce generalmente la complejidad de los problemas en cuestión
sino que, por razones evidentes, no puede dedicarse de tiempo completo a las tareas de gobierno. Un Estado
que por incrementar la democracia pretendiera poner a discusión y votación del pueblo todas y cada una de las
medidas a tomar no sólo caería en políticas incoherentes y contradictorias, sino que también se volvería
intolerable para el buen funcionamiento de la sociedad al exigir de los ciudadanos una dedicación total en las
cuestiones públicas.
Por ello, la democracia moderna sólo puede ser representativa, es decir, basarse en el principio de la
representación política. El pueblo -los ciudadanos en su conjunto- no elige de hecho, bajo este principio, las
políticas a seguir, las decisiones a tomar, sino que elige a representantes, a políticos, que serán los responsables
directos de tomar la mayoría de las decisiones. Ello no anula, por supuesto, la posibilidad de que en algunos
casos excepcionales (la aprobación de una ley fundamental o de una medida extraordinaria) se pueda recurrir a
un plebiscito, es decir, a una votación general para conocer la opinión directa de la ciudadanía. No obstante,
debieran ser evidentes las limitaciones de un procedimiento que, por naturaleza, excluye la complejidad de los
problemas así como la necesidad de discutir ampliamente las políticas a seguir, y que sólo puede proponer
alternativas simples a favor o en contra.
Es evidente, sin embargo, que en sociedades donde votan millones de personas la elección de representantes y
gobernantes no puede hacerse sin mediaciones, so pena de una inmanejable dispersión de los sufragios. Es por
ello que la democracia moderna requiere de la formación de partidos políticos, de organizaciones voluntarias
especializadas precisamente en la formación y postulación de candidatos a los puestos de elección popular. Los
partidos son, por lo tanto, organismos indispensables para relacionar a la sociedad civil, a los ciudadanos, con el
Estado y su gobierno, en la medida en que se encargan justamente de proponer y promover programas de
gobierno junto con las personas que consideran idóneas para llevarlos a la práctica. Ahora bien, el sufragio sólo
puede tener sentido democrático, sólo puede expresar efectivamente los derechos políticos del ciudadano, si
existen realmente alternativas políticas, es decir, si existe un sistema de partidos plural, capaz de expresar,
articular y representar los intereses y opiniones fundamentales de la sociedad civil.
Es mediante las elecciones, entonces, que el pueblo soberano, los ciudadanos, autorizan a determinadas
personas a legislar o a realizar otras tareas gubernamentales, constitucionalmente delimitadas, por un tiempo
determinado. Con ello el pueblo delega en sus representantes electos la capacidad de tomar decisiones, en el
entendido de que una vez transcurrido el lapso predeterminado podrá evaluar y sancionar electoralmente el
comportamiento político de los mismos. De esta manera, a pesar de las mediaciones y a través de ellas, se
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asegura que sea la soberanía popular la fuente y el origen de la autoridad democráticamente legitimada.
La democracia moderna es, en suma, un conjunto de procedimientos encargados de hacer viable el principio
fundamental de la soberanía popular, el gobierno del pueblo por el pueblo. Se trata, por ende, de una democracia
política, en la medida en que es básicamente un método para formar gobiernos y legitimar sus políticas. Se trata
de una democracia formal, porque como método es independiente de los contenidos sustanciales, es decir, de
las políticas y programas concretos que las diversas fuerzas políticas promuevan. Y se trata, además, de una
democracia representativa, por cuanto la legitimidad de dichos gobiernos y políticas debe expresar la voluntad
de los ciudadanos o, por lo menos, contar con el consenso explícito de los mismos.
Así definida, la democracia moderna ha de entenderse como una democracia procedimental o formal, como un
método y no como una política o programa de gobierno particular que pueda identificarse con tal o cual partido,
con tal o cual ideología política. La democracia no debe verse, por lo tanto, como una solución de los problemas
que aquejan a una sociedad, ni como una «varita mágica» que posibilite la superación de todas las dificultades.
Como método, la democracia moderna sólo es capaz de enfrentar un problema -aunque ciertamente se trata de
un problema crucial: el de cómo formar gobiernos legítimos y autorizar programas políticos. O, en otras
palabras, los procedimientos democráticos sirven no para resolver directamente los problemas sociales, sino
para determinar cómo deben plantearse, promoverse e implantarse las políticas que pretendan resolver esos
problemas. Importa subrayar este punto, pues no pocas veces se genera la ilusión de que la sola democracia va
a permitir la superación de todas las dificultades y conflictos. Ilusión que no sólo provoca desencantos
ulteriores, sino que oscurece además la necesidad de que tanto los ciudadanos, como los partidos y
representantes, elaboren y promuevan democráticamente verdaderas soluciones para los problemas sociales
existentes.
Cabría preguntar, entonces, si la democracia moderna es solamente formal, política y representativa, si es tan
sólo un método, un conjunto de procedimientos, ¿por qué es deseable la democracia'? O en otros términos:
¿cuáles son los valores que hacen preferible políticamente a la democracia como forma de gobierno frente a sus
alternativas autoritarias'? O más todavía, ¿por qué se cree que el pueblo debe autogobernarse'? Para responder
a estas cuestiones es preciso entonces abordar los valores políticos presupuestos por los ordenamientos
democráticos.
La democracia moderna, como se ha visto, es ante todo un método, un conjunto de procedimientos para formar
gobiernos y para autorizar determinadas políticas. Pero este método presupone un conjunto de valores éticos y
políticos que lo hacen deseable y justificable frente a sus alternativas históricas el autoritarismo o la dictadura.
Estos valores, a su vez, son el resultado de la evolución de las sociedades modernas, y pueden y deben
justificarse racionalmente, mostrando por qué son preferibles y cómo pueden realizarse institucionalmente, lo
que significa que no se trata de meras cuestiones de gusto que como es sabido son individuales y subjetivas-
sino de cuestiones que pueden y deben debatirse pública y racionalmente, proponiendo argumentos razonables,
tanto para entender sus características como para mejorar sus realizaciones.
Tres son los valores básicos de la democracia moderna y de su principio constitutivo (la soberanía popular): la
libertad, la igualdad y la fraternidad. Para comprenderlos adecuadamente conviene considerarlos analíticamente,
para después examinar sus relaciones de conjunto.
¿Qué significa ser libre en el contexto de nuestras sociedades complejas? Existen al menos dos sentidos
decisivos de libertad: el primero remite a la posibilidad de actuar sin interferencias ni amenazas. En este sentido,
por libertad se entiende que cada individuo goza del derecho a realizar determinadas actividades sin que nadie
-ni el gobierno, ni organización social alguna, ni algún otro individuo se lo impida. Por ejemplo, todo ciudadano
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es libre de asistir a la iglesia de su preferencia, de trabajar en tal o cual empleo, de formar una familia, de votar
por un partido, etc. Su libertad así entendida puede verse como la posibilidad de elegir entre diversas
alternativas sin verse sujeto a sanciones, amenazas o impedimentos; es, por ende, una libertad frente a los
demás y frente a las instituciones sociales y políticas.
Naturalmente, no se trata ni puede tratarse de una libertad absoluta o ilimitada. La libertad de cada ciudadano se
ve limitada, por un lado, por la necesidad -ésta si absoluta- de no afectar la libertad de los demás: nadie puede
ser libre de someter o restringir la libertad de los otros, pues tal cosa es precisamente lo que caracteriza a los
sistemas antidemocráticos: el que uno o algunos pretendan ser libres para oprimir o despojar de su libertad a la
mayoría. Que un individuo pretenda desarrollar actividades que anulan o limitan las libertades de sus
conciudadanos -por ejemplo, coaccionarlos para que asuman determinada creencia religiosa, o para que voten
por un cierto partido- debe prohibirse en cualquier Estado democrático.
Por otra parte, la libertad así entendida también se ve limitada fácticamente por la mayor o menor cantidad de
opciones existentes. Si, por ejemplo, sólo existe un determinado tipo de producto, o sólo un partido político, mi
libertad se reduce a la alternativa de comprarlo o no, o de votar o abstenerme. Es evidente, pues, que la libre
realización de actividades depende de la existencia de oportunidades, es decir, de condiciones reales para
llevarlas a efecto. Por eso, buena parte del esfuerzo de las sociedades modernas está dirigido a ampliar tales
oportunidades, a promover alternativas legitimas de acción social, a extender las posibilidades de realización de
los individuos.
Así entendida, la libertad se institucionaliza en una serie de derechos o libertades específicas: de pensamiento,
de expresión, de asociación, de reunión, de tránsito, de empleo, de religión, etc. Se trata de los célebres
derechos del ser humano en tanto ser humano, que constituyen la base real de la ciudadanía moderna, es decir,
del individuo como sujeto fundamental del orden democrático. En ocasiones se llama a estos derechos
libertades formales, debido a que se refieren a condiciones puramente procedimentales, haciendo abstracción de
capacidades y condiciones concretas. También se les denomina libertades negativas, enfatizando que se es libre
frente a los demás, en relación con posibles interferencias negadas. Pero quizá lo más exacto sea decir que son
derechos en los que se salvaguarda la posibilidad de cada persona de elegir su forma de vida, de elaborar y
desarrollar libremente sus planes privados y particulares.
Existe, sin embargo, un segundo sentido de la libertad democrática según el cual ésta significa capacidad de
autogobernarse o autodeterminarse y, por lo tanto, de asumir como legítimas sólo las obligaciones y vínculos
que cuenten con su aprobación tácita o explícita. Aunque relacionado con la acepción anterior, este sentido de la
libertad supone el derecho de cada individuo de participar en la elaboración y adopción de las decisiones
colectivas que le conciernen y, por consiguiente, de ser ciudadano políticamente activo. Puede decirse,
entonces, que este derecho de autodeterminación de los seres humanos es lo que sostiene el principio
democrático fundamental de la soberanía popular.
En efecto, la propia idea de que el pueblo debe autogobernarse se basa en el valor de que nadie tiene derecho a
someter a los demás y de que, por lo tanto, la única autoridad legítima es la que deriva del consenso expreso, de
la participación activa de todos los ciudadanos que forman el pueblo soberano. Sólo se es libre en este sentido
cuando se participa de un modo o de otro en la formación de los gobiernos y autoridades, y en la elaboración y
aprobación de las políticas, pues sólo así puede decirse que al obedecer a las leyes y a las autoridades consti
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