Antonio Pereira - EL TOQUE DE OBISPO

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EL TOQUE DE OBISPO

cuento de Antonio Pereira

Mi padre era económico, no digo tacaño, y si en casa había que


coger el tren se viajaba en tercera. Por esto fue una fiesta la vez que
los dos cenamos en el vagón-restaurante, como un par de personajes.
Era por los días más largos del año y a media tarde habíamos salido
de casa bajo un sol que pegaba duro. El correo de Galicia llegó con
retraso al trasbordo de Toral, y tan lleno que nos costó trabajo
meternos. Luego, ya camino del puerto de montaña, el tren se paraba
a cada poco, por el mal estado de la vía. Íbamos en el pasillo de
nuestra clase, pensar en un asiento aunque fuera el borde de una
maleta sería mucha fantasía. Mi padre me miraba con preocupación,
sudoroso yo en mi trajecillo de mocete. Él era fuerte de haber
martillado el hierro en la fragua de los abuelos y aunque fuera en
traje de vestir se le notaba la musculatura.
Un empleado de chaquetilla blanca se abría paso avisando con una
campanilla. Mi padre me miró y esta vez era con compasión. Sin
levantar mucho la voz, como si no quisiera que los otros viajeros se
enteraran, le dijo al empleado que nos apuntara para el primer turno
de la cena.
-Si es para el primer turno, los señores pueden pasar a sentarse -dijo
el de la chaquetilla.
Anduvimos pasillos de coches alfombrados, menos llenos que los de
tercera. En el restaurante había ventiladores. Rodábamos por la
minería tristona del carbón, pero allí dentro te veías en un escenario
de espejos y marquetería, y a mayores el mundo fascinante de los
idiomas extranjeros, Companhia Internacional dos Grandes
Expressos Europeus.
-Aquí se cena temprano como en los barcos -dijo mi padre cuando
nos sentamos a la mesa y el sol de poniente se resistía a dejarnos del
todo.
-¿Usted ha ido alguna vez en barco? -le pregunté.
-Toda la vida es un viaje. -Con las respuestas de mi padre no
siempre sabías a qué carta quedarte.
Trajeron un caldo poco sólido, aunque sí lo era el bol como de metal
estañado. Tortilla francesa y un pescado pequeño. Mi padre tenía la
curiosidad de mirar el culo de los platos y vasos para verles la marca
de fábrica, y a los cuchillos de mesa les tentaba el filo con la yema
del dedo. Me habló de la fábrica de loza de San Claudio, del cristal
escogido que se requiere para los catavinos, del corte inigualable de
los fabricantes de Solingen en Alemania…
Mi padre no tenía preparación literaria, pero sí un gusto por las
expresiones realzadas. Lo atraían los calificativos «suntuosos». Éste,
precisamente: que en los programas de las fiestas -él era de la
comisión- se anunciara «la suntuosa procesión del Santísimo
Cristo». Los paisajes los quería «deleitosos». Y todavía más:
«ubérrimos». Aprobaba mi inclinación hacia la literatura. Que
leyera. Le enorgullecía que su chico pudiera escribir lo que él acaso
tendría escrito si le hubiesen dado los conocimientos. Pero pensaba
que la escritura era una afición llevadera con el comercio y tenía el
empeño de que sus hijos estuviesen al tanto, acaso un día nuestra
tienda fuese una firma almacenista para surtir a los ferreteros de la
región. Ahora mismo, a donde íbamos era a Castrocontrigo, allí
estaba el mejor fabricante de fuelles del país y mi padre quería
comprarle toda la producción, doce fuelles diarios que se hacían con
madera de castaño y la piel más flexible. Aquella tarde, por el
ambiente o porque encartara así, yo sentí como si tuviera más cerca
que nunca al autor de mis días.
Qué cursilada lo del autor de mis días. Es por no repetir tanto mi
padre, mi padre. Había que dejar sitio a los comensales del segundo
turno, y además el tren se acercaba a Astorga, donde teníamos casa
de orden.
Salimos a la plataforma del vagón, y el olor a carbonilla no
derrotaba al que venía de los trigales. La noche estaba estrellada,
con una franja luminosa por el oeste que idealizaba las torres de la
capital de los maragatos, la catedral, el palacio de cuento de hadas.
Es verdad que era un junio hermoso y ubérrimo. Mi padre puso su
mano en mi cabeza, pero en la familia no somos querenciosos y me
revolvió el pelo para que no fuese a parecer una caricia.
De pronto, el silbato de la máquina sonó con gravedad, casi
solemne, un silbido largo y dos cortos.
-¿Has oído? -dijo mi padre-. ¡Es el maquinista, que ha hecho el
toque de obispo!
-¿Y eso? -me admiré yo.
-Ellos tienen su código de señales, atención, atención especial,
máquina de cola que se separa del tren. Y el toque de obispo, éste es
de reverencia cuando se acercan a una ciudad episcopal, de las que
tienen obispo y no tienen gobernador civil. Astorga, Calahorra,
Guadix…
La maravilla se repitió. Una señal profunda, declinante en sus
tramos finales, donde la pompa parecía dar paso a una emoción que
te apretaba el pecho, y ya entrábamos en agujas.
-Pero el toque de obispo -a mi padre le tiraba su origen- donde hay
que oírlo es cuando el maquinista avista la insigne sede mitrada de
Mondoñedo, a las ferias de San Lucas te he de llevar.
Luego supe que en Mondoñedo no hay tren, pero eso importa poco
cuando la historia es bonita.

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